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identidad, Historia y carisma*

Ángel Martínez Cuesta

«Uno es escribir como poeta y otro como historiador:


el poeta puede contar o cantar las cosas no como fueron,
sino como debieron ser; el historiador las ha de contar no
como debían ser, sino como fueron, sin añadir ni quitar cosa
alguna.… No hay historia en el mundo que no tenga sus
altibajos …; nunca pueden estar llenas de prósperos sucesos»
(Don Quijote, 2ª parte, cap. 3)

«El desinterés por la historia […] produce una


sociedad que [ …] no es capaz de proyectar una convivencia
armoniosa y un compromiso común con vistas a la
realización de objetivos futuros. Esa sociedad está muy
expuesta a la manipulación ideológica. […] Así como la
pérdida de la memoria provoca en la persona la pérdida de
su identidad, de modo análogo este fenómeno se verifica en
la sociedad en su conjunto» (Benedicto xvi, 7.3.2008)

«Sólo por medio de la historia el hombre experimenta lo


que es» (Dilthey)

1. Comprender, vivir y transmitir el carisma

Siguiendo las orientaciones del último capítulo provincial, los organiza-


dores de la semana han puesto sobre la mesa un tema del máximo interés o,
al menos, de la máxima actualidad: Renovar la forma de comprender y vivir
la propia identidad religiosa agustino-recoleta. A la vez lo han circunscrito.
Dan por sentadas su existencia y su naturaleza y, por tanto, no creen necesa-
rio entrar en discusiones que podrían alargarse en debates interminables y
estériles. Les interesa más dar con modos que nos ayuden a comprenderlo y
a vivirlo mejor, es decir, de modo más atento a nuestra realidad y más confor-
me con la antropología actual, con los criterios y expectativas religiosas de
los frailes y del mundo que nos rodea, nuestro mundo, el único que debemos
amar y salvar. Todo lo demás sería pura especulación.
* Texto de la conferencia pronunciada en la casa Fray Luis de León de Guadarrama
el 20 de julio de 2008 al comienzo de una semana dedicada a reflexionar sobre la vivencia
carismática de los agustinos recoletos en el siglo xx.

Recollectio 29-30 (2006-2007) 5-20


6 Ángel Martínez Cuesta

Y quieren que abordemos ese tema desde un triple ángulo: desde la his-
toria, desde la espiritualidad y desde el análisis socio-religioso y las leyes de
la prospección social. A mí me toca tratar de iluminarlo con las enseñanzas
de la historia más reciente de la orden, es decir, con la historia del siglo xx,
una historia especialmente elocuente, y no sólo por lo que tiene de edificante.
Ése será el tema de las charlas de mañana y pasado mañana. Hoy me voy a
entretener en preliminares, que, aunque se funden en la historia, quizá des-
borden sus límites. No creo que resulten inútiles. Si lo fueran, pido perdón
por adelantado.
En el enunciado del tema falta una alusión a la transmisión de esa
identidad, que es uno de los grandes problemas culturales del mundo mo-
derno. Hoy por todas partes se tropieza con grandes escollos a la hora de
transmitir valores. Sociólogos y también teólogos y pastoralistas hablan de
la tremenda fractura generacional que se ha producido en las sociedades
occidentales, sobre todo a partir del año 1968, y que ha afectado de lleno a
la Iglesia y a todas sus instituciones1. Fue uno de esos momentos en que,
según Teilhard de Chardin, el ritmo de la evolución se dispara y adquiere
ritmos de auténtica revolución. La vida religiosa quizá sea una de las más
implicadas. Como si de repente y sin previo aviso hubiera perdido valor el
riquísimo patrimonio de memorias históricas, de referencias literarias y ar-
tísticas, de usos y convenciones sociales, de costumbres de vida que habían
constituido el cañamazo sobre el que los europeos habían ido tejiendo su vida
desde el Renacimiento hasta el día de hoy. Algunos atribuyen esa fractura
a las tragedias que han marcado el curso de la humanidad a lo largo del
siglo xx. Otros piensan en la idolatría de la modernidad y el descrédito que
se ha cernido sobre el pasado, como si sólo fuera válido lo moderno, como si
la superioridad de la innovación fuera un dogma y la fidelidad a los usos del
pasado un simple vicio. Es urgente –no hay duda de ello– buscar medios de
transmitir la propia identidad. El papa y políticos clarividentes han hablado
de ello al tratar de la emergencia educativa actual y de la necesidad de dar
a la escuela una mayor consistencia.
Entre nosotros un modo, quizá el principal, de transmitir nuestros va-
lores es su vivencia convencida, natural y alegre. La incidencia del maestro
disminuye o incluso desaparece cuando carece de ideas claras o las enturbia
con una conducta incoherente. Predicadores y hombres de Iglesia, en gene-
ral, desde Jesucristo a san Gregorio Magno y santo Tomás de Villanueva, y el
mismo Gandhi, han subrayado una y otra vez la necesidad de la coherencia
en toda labor educativa. «Nos falta autoridad», afirmaba hace unas semanas
el arzobispo de Bolonia, porque no estamos seguros de los valores que hemos
vivido. Una conciencia clara de la propia identidad facilita incluso el diálogo,
la acogida, la relación con el otro, porque no teme la confrontación y no co-

1
Cf. el libro póstumo de René Rémond (1918-2007), Vous avez dit catholique?, París,
Desclée de Brouwer, 2008.
identidad, Historia y carisma 7

noce el miedo. Por el contrario, cuando la identidad es débil, el otro es visto


con aprensión y temor. Si en esta semana logramos elevar el nivel teórico y
práctico de nuestra identidad subjetiva y objetiva, habremos dado también
un buen paso por el camino de la transmisión del carisma.

2. Connotaciones filosóficas, psicológicas y sociológicas de la identidad

La identidad es un concepto complejo, de muchas aristas, y éstas no


siempre aparecen bien definidas. Es un concepto con connotaciones filosó-
ficas, psicológicas y sociológicas. Desde un punto de vista filosófico es uno
de los principios básicos, más simples y evidentes de la lógica, al par que
el principio de contradicción. Si una cosa no es idéntica consigo misma, no
hay posibilidad de pensar ni de hablar de modo congruente; todo intento de
diálogo y de comunicación sería vano. Nuestro encuentro no tendría sentido,
ya que cada uno estaría hablando de cosa diversa e indefinida. Desde el lado
psicológico, la identidad es, por una parte, la conciencia que el sujeto tiene
de sí mismo, la radical mismidad que permanece en él durante y después de
todo cambio, la percepción inalterable, anterior a todo conocimiento racio-
nal, de su individualidad primigenia que confiere unidad y consistencia a
sus funciones, convirtiéndose en punto unitario de coherencia interna y de
referencia externa. La identidad distingue al individuo de todo lo que le es
ajeno e incluso de sus propios actos, estados y relaciones. Éstos van y vienen,
pueden enriquecer o empobrecer, fortalecer o debilitar esa identidad, según
respondan a su orientación primordial o la ignoren y comprometan en pro-
cesos heterogéneos difícilmente asimilables. De modo objetivo, la identidad
se puede presentar como el precipitado de criterios, aspiraciones y actos que
contribuyen a forjar la entraña de la propia conciencia y, como consecuen-
cia, la imagen que de ella se proyecta hacia el exterior. Esta imagen, tanto
interior como exterior, puede ser positiva o negativa. Y de ella depende, en
gran parte, la aceptación social de la persona o del grupo, y, en consecuencia,
también su fuerza de expansión.

3. Identidad emocional e identidad racional

En ninguna de estas dos manifestaciones es la identidad una realidad


inmutable, una realidad que se forje de una vez para siempre. Ambas son,
más bien, realidades dinámicas y porosas, capaces de absorber e integrar
nuevos elementos y, por tanto, de enriquecerse; pero también de empobre-
cerse y debilitarse al contacto con el mundo externo, con otras identidades y
otros modos de pensar. Hay identidades endebles e identidades fuertes; las
hay de marca preferentemente emocional y las hay de arraigo fuertemente
racional. Las primeras son más superficiales y casi siempre están a la intem-
perie, expuestas a las asechanzas de la moda de cada momento. Las otras
están más resguardadas y, por ende, son más resistentes y también más
capaces de dialogar fructuosamente con la moda del momento. Pero, ambas
8 Ángel Martínez Cuesta

son necesarias y cuando conviven en un mismo sujeto se resguardan y po-


tencian mutuamente. El hombre no es pura inteligencia, que se alimente de
puras abstracciones. Necesita ejemplos, ritos, costumbres que den cuerpo a
las ideas y hablen a su sensibilidad. «Una civilización puramente abstracta
que descanse únicamente sobre la evidencia racional y controlable no puede
sobrevivir», escribía en 2005 el entonces cardenal Ratzinger en el prólogo al
libro de Juan Pablo II, Memoria e Identidad, «porque le faltan rasgos de que
ninguna vida puede prescindir. Los valores que van más allá de la racionali-
dad inmediata se pierden y así el mismo hombre deviene manipulable». Nin-
guna identidad puede prescindir impunemente de los ritos, fiestas, juegos,
hábitos sociales que la envuelven, la protegen y la hacen visible. Cuando en
1968 los vocales de nuestro capítulo general cancelaron tantos usos, tradicio-
nes y devociones que formaban parte del vida cotidiana de los religiosos no
tuvieron presente esta ley social.
Es ésta una precisión que los agustinos recoletos no deberíamos echar
en saco roto. Nuestra identidad emocional ha sido casi siempre más fuerte
que la racional. Los recoletos no han tenido a lo largo de la historia mayo-
res dificultades en reconocerse como recoletos y de ordinario han lucido ese
nombre con orgullo, aun cuando no siempre hayan acertado a traducir sus
sentimientos a un lenguaje conceptual. La experiencia de la vida colegial,
vivida casi siempre en un clima de cierta distensión y familiaridad, las vela-
das y funciones en que se pronunciaban discursos de exaltación corporativa
y se cantaban himnos a la Recolección y a sus santos, las charlas de los
misioneros, la iconografía conventual, libros como los de Simonena, Fabo,
Corro, Oficialdegui y otros, la similitud de usos y lealtades en la mayoría
de los religiosos, con historias locales, familiares y sociales muy similares, y
otros mil detalles de la vida de cada día, creaban un espíritu de familia que,
favorecido por un cierto aislamiento, en la mayoría de los frailes aguantaba
toda la vida y aseguraba su sentido de pertenencia a un grupo suficiente-
mente definido.
Hoy esta identidad emocional está expuesta a embates más insidiosos.
El pluralismo religioso y cultural en que, de modo más o menos intenso, nos
movemos ya casi todos, el contacto cada día más frecuente y estrecho con
otros modelos de vida consagrada, la misma formación de los religiosos jó-
venes en centros intercongregacionales plantean problemas que ella sola es
incapaz de resolver. Cada día se necesita con más urgencia el apoyo de una
identidad conceptualmente bien perfilada y definida. Por fortuna, nosotros
la tenemos suficientemente expresada en las constituciones, que es nuestro
Libro de oro, según reza el título de un libro que quizá no haya circulado
tanto como se merece2, el libro que nos ayuda a descubrir la voluntad de Dios
aquí y ahora, y que, además, nos equipa para debelar los obstáculos que a

2
Las Constituciones, nuestro libro de Oro. Edición a cargo de Pablo Panedas, oar,
Madrid 1996.
identidad, Historia y carisma 9

ella se oponen. Creo que hay que dar ya ese paso. Debemos pasar de ver las
constituciones como un libro jurídico más, como un código de comportamien-
to que asigna a cada uno su puesto en la comunidad, que regula nuestras
relaciones y de ese modo hace posible la convivencia, ahorrándonos malen-
tendidos y conflictos, para ver en ellas un reflejo de la voluntad de Dios, un
auténtico camino de santidad: el camino que nos lleva a la salvación y a la
santidad; no un camino más, sino el camino para nosotros más seguro, por-
que cuenta con la garantía de la Iglesia y de quienes por él la han alcanzado.
Antes de ayer fueron los mártires de Japón, ayer san Ezequiel, hoy Ignacio
Martínez, Mariano Gazpio, Jenaro Fernández o monseñor Alfonso Gallegos,
por citar sólo a cuatro que tienen iniciado el proceso de beatificación. Dos
fueron misioneros; uno, obispo; y otro, un estudioso. Pero los cuatro siguieron
ese camino con fidelidad, sin desviarse ni a derecha ni a izquierda, y, al llegar
a su término, encontraron a su Dios en el monte.

4. Calado de la identidad recoleta

No cabe decir que nuestra identidad constitucional sea de poco calado o


que quede al margen o en la superficie de la persona humana. Considerados
positivamente, los rasgos que la perfilan responden a las tres exigencias bási-
cas del hombre cristiano. La contemplación satisface a las mil maravillas su
sed de soledad y de absoluto. La comunidad sale al encuentro de las exigencias
de su naturaleza social, y el apostolado responde al mandato misionero de
Cristo y a las demandas del doble amor a Dios y a los hombres. Si los contem-
plamos desde una perspectiva negativa, son remedios utilísimos de tres de las
grandes deficiencias de nuestro mundo actual: la dispersión, el individualismo
y el relativismo religioso. Siempre se ha visto en los votos un freno a la triple
concupiscencia que acecha al hombre caído: la carne, el orgullo y las riquezas.
O mejor, unas fuerzas, que, liberando al religioso de ese triple collar, lo dispo-
nen a una entrega más generosa a Dios y a los hombres. De modo similar, el
triple elemento del carisma agustino recoleto nos equipa o arma para sostener
con éxito otro triple combate: el de la unificación de la persona, el de su sociabi-
lidad y el de su vocación apostólica y misionera. Me place notar que coinciden
con las tres entregas simbólicas que Juan Pablo ii depositó en manos de los
jóvenes italianos de acción católica reunidos en Loreto en septiembre de 2004:
«Carísimos, os invito a renovar vuestro sí y os confío tres entregas. La
primera es “la contemplación”: esforzaos por caminar por la vía de la santi-
dad, manteniendo fija la mirada en Jesús, único Maestro y Salvador de todos.
La segunda entrega es “la comunión”: procurad promover la espirituali-
dad de la unidad con los pastores de la Iglesia, con todos los hermanos en la
fe y con otras asociaciones eclesiales. Sed fermento de diálogo con todos los
hombres de buena voluntad.
La tercera entrega es “la misión”: llevad el fermento del Evangelio a las
casas y a las escuelas, al trabajo y al tiempo libre. El Evangelio es palabra
de esperanza y de salvación para el mundo».
10 Ángel Martínez Cuesta

Esas palabras del papa, a pesar de quedar por debajo del nivel de exi-
gencia que suponen nuestras constituciones –no se olvide que como agustinos
y recoletos llevamos en nuestro DNA el ideal de aspirar siempre a más y más;
que somos descendientes de gente radical e insatisfecha, que quería señalar-
se en el servicio de su Señor, gente que sabía que Dios es inmenso y siempre
queda mucho de él por conocer y amar, que no es propio del agustino ni del
recoleto pararse a contemplar con fruición el camino recorrido cuando queda
tanto por descubrir–, deberían estimular nuestra creatividad y movernos a
buscar modos que den cuerpo a los enunciados doctrinales de las constitu-
ciones. Ése es hoy nuestro reto: cómo hacer de nuestras comunidades verda-
deros lugares de oración, lugares donde los fieles encuentren las facilidades,
las técnicas y los maestros de oración que pedía Juan Pablo ii al constatar el
eco que hoy encuentran las religiones orientales. Y lo mismo cabe aplicar al
aspecto comunitario. ¿Somos agentes de solidaridad, de acogida, de diálogo?
¿Lo son nuestras parroquias y colegios? ¿O, más bien, nos dejamos llevar del
individualismo y formamos comunidades excluyentes y despreocupadas de
los demás?
Tarsicio Van Bavel ha escrito varias veces que la comunidad agustinia-
na tiene mucho de denuncia social, porque está construida no sobre las fuer-
zas o convenciones que de ordinario rigen las colectividades –orgullo, am-
bición, afán de poder, rivalidad–, sino sobre la aceptación del otro, y porque
con la puesta en común de todo cuanto son y cuanto poseen, sus miembros
muestran la posibilidad de construir la sociedad sobre pilares más firmes
y solidarios. Su simplicidad de vida tiende a construir una sociedad de her-
manos y hermanas. Las comunidades agustinianas deben ser un estímulo
a la convivencia, a la solidaridad y al diálogo, y no solamente en su ámbito
interno. Estas ideas han encontrado acogida en la Ratio formationis de los
agustinos, en uno de cuyos puntos se lee: «La regla resuena como una pro-
testa contra la desigualdad de una sociedad caracterizada por el egoísmo
y el individualismo, por la sed de poseer, el orgullo y el afán del poder, por
una visión distorsionada de la libertad y de la sexualidad»3. Ésos son los
elementos que darían el tinte propio que la Iglesia exige hoy a la acción
pastoral de los religiosos y del que se hace eco el número 283 de nuestras
Constituciones4.

3
Ratio formationis, Roma 2003, 32.
4
«El estilo propio de santificación y apostolado de la orden exige a ésta una inser-
ción precisa en la vida de la Iglesia. De ahí que nuestras comunidades pueden y deben
ser centros de oración, recogimiento y diálogo personal y comunitario con Dios, ofreciendo
generosamente iniciativas y servicios concretos en la línea de lo contemplativo y comuni-
tario, para que el pueblo de Dios encuentre en nosotros verdaderos maestros de oración y
agentes de comunión y de paz en la Iglesia y en el mundo».
identidad, Historia y carisma 11

5. Situación actual: teoría y práctica. Dos puncta dolentia: ascesis y


recogimiento

En el mundo de la teoría hoy los agustinos recoletos estamos en un


momento privilegiado. Tras años de olvido e ignorancia de nuestra auténti-
ca historia, hoy conocemos bastante bien nuestro origen, sabemos de dónde
venimos y cuáles fueron los móviles e ideales de nuestros padres. Sabemos
también cómo y cuándo embocamos la parábola descendente y cómo y cuán-
do ésta se consumó hasta quedar casi convertidos en un grupo de espiritua-
lidad sacerdotal e individualista, muy alejada de la ascesis recogida y comu-
nitaria de nuestros orígenes. Pero la fuerza de la inercia y el influjo de las
estructuras creadas, y también un poco de temor ante un carisma exigente,
que requiere esfuerzo, estudio y creatividad, nos paralizan o al menos nos
restan entusiasmo y nos colocan a la defensiva, contentándonos con imitar
los modelos de vida religiosa del momento, que pueden ser muy buenos y
muy dignos –y lo son, sin duda–, pero que quizá no respondan plenamente
al modelo recoleto. Creo que hay que poner más cuidado en la búsqueda de
modelos, en la elección de maestros, en la dirección de ejercicios. Quizá lo
que sea bueno para un claretiano, no lo sea tanto para un agustino recoleto.
Nuestro modelo de vida religiosa está más cercano a los dominicos, a los car-
melitas descalzos y aun a los franciscanos.
No es, pues, hoy el desconocimiento de nuestro origen y de nuestro ca-
risma nuestra carencia más grave. La orden tiene ya ideas suficientemente
claras sobre su origen, su contenido y su significado. Lo que se echa en falta
es la percepción y el aprecio de su valor, amén de una cierta dosis de valentía
para afrontarlo con sinceridad y ánimo desapasionado.
Ese miedo es el responsable, al menos en parte, de la falta de análisis
más circunstanciados y más prácticos, de la escasez de trabajos de discerni-
miento que criben el contenido de nuestra primitiva legislación, que separen
la paja del trigo, las charcas pantanosas de las fuentes de agua viva. Así
como de una asunción más clara de las exigencias que conllevan la sobriedad
y el recogimiento, dos actitudes que impregnan las leyes y la vida de nues-
tras comunidades primitivas. Ambas actitudes son, por otra parte, profunda-
mente agustinianas y, a la vez, denuncian y pueden sanar dos de los males
que más afligen hoy a nuestro mundo occidental. La sobriedad podría ser el
nombre actual de la penitencia y un antídoto cristiano contra el consumismo
que tanto se depreca, pero que con tanto afán se persigue. No hay que olvidar
que la sobriedad templa el carácter y dispone el alma a la oración y a la lu-
cha. No sin razón afirmaba Agustín que quien no se abstiene de cosas lícitas
está cerca de caer en las ilícitas: qui enim a nullis refrænat licitis, vicinus est
et illicitis5. Uno de los más autorizados intérpretes actuales del pensamiento
agustiniano, a pesar de ser muy consciente de las insidias que encierra, es-

5
De utilitate ieiunii, 5,6: PL 40, 711.
12 Ángel Martínez Cuesta

cribió hace unos años que la vida religiosa –también la agustiniana– exige
ascesis. Incluso ve en la ascesis uno de los pocos rasgos que permiten identi-
ficar al religioso en el mundo de hoy6.
Juan Pablo ii creía que la ascesis «es indispensable a la persona con-
sagrada para permanecer fiel a la propia vocación y seguir a Jesús por el
camino de la Cruz»7. Purifica y transforma la existencia de «las personas
consagradas» y de las comunidades religiosas. Las libera «del egocentrismo y
la sensualidad» y las capacita para dar «testimonio de las características que
reviste la auténtica búsqueda de Dios, advirtiendo del peligro de confundirla
con la búsqueda sutil de sí mismas o con la fuga en la gnosis»8. En otro nú-
mero de la misma exhortación afirma que el empeño ascético «es necesario
para dilatar el corazón y abrirlo a la acogida del Señor y de los hermanos»9.
También Benedicto xvi ha insistido en la necesidad de la ascética y en su
inseparable conexión con la mística, al punto de no ser posible la una sin la
otra. Así acaba de expresarse en carta al rector mayor de los salesianos del
1 de marzo de 2008: «No puede existir una mística ardiente sin una ascesis
robusta que la sostenga, y, al revés, nadie está dispuesto a pagar un precio
alto y exigente si no ha descubierto un tesoro fascinante e inestimable. En
un tiempo de fragmentación y fragilidad como es el nuestro, es necesario
superar la dispersión del activismo y cultivar la unidad de la vida espiritual
a través de la adquisición de una profunda mística y de una sólida ascéti-
ca. Esa adquisición alimenta el empeño apostólico y es garantía de eficacia

6
T.J. van Bavel, The Basic Inspiration of Religious Life, Villanova 1996, 123-25: «A
religious interpretation of asceticism is not only possible, but, indeed, religion calls for as-
ceticism. […] Asceticism and the service of God are closely linked to one another […] Whe-
rein does the difference between the usual Christian mode of living and that of religious
life? As I see it, in this: that religious try to make the eschatological and ascetic aspect of
Christian existence to be the predominant aspect of their lifestyle».
En ese mismo libro (pp. 49-64) explica el sentido cristiano del ascetismo. No es sólo
renuncia, privación, mortificación, repliegue y recelo ante las criaturas. Es también un
instrumento imprescindible en la tarea de la autoformación y desarrollo de todo hombre.
Demócrito, el filósofo griego, creía que más gente llegaba a hacerse humana por el esfuerzo
que por aptitud natural. La ascesis ayuda a ser más libre, a superar las tensiones o, al
menos, a convivir con ellas. Esa concepción, común entre los filósofos antiguos, está teñida
de egocentrismo, ya que busca, ante todo, el desarrollo de la propia personalidad. Resulta,
por tanto, ambigua y poco satisfactoria para el cristiano. Pero no es totalmente negativa.
Infinidad de cristianos la han hecho propia en su afán por disciplinar el carácter, conse-
guir la virtud y llegar a la perfección. Con todo, el cristianismo valora más su dimensión
escatológica –si este mundo es transitorio, si no es nuestra morada definitiva, hay que
usar de él con discreción (1Co 7,29-31)–, la doctrina del pecado original y, sobre todo, el
ejemplo de Cristo y de los primeros cristianos. Hoy psicólogos y sociólogos subrayan sus
valores sociales: libera energías preciosas para la construcción de una sociedad más justa
y humana. En cierto sentido cabría decir que la sobriedad ha entrado hasta en el mundo
de la publicidad, que ya habla con frecuencia del ahorro de energía, del respeto a la natu-
raleza y del cuidado de sus recursos.
7
Vita consecrata, 38.
8
Ibid., 103.
9
Ibid., 38.
identidad, Historia y carisma 13

pastoral»10. Poco más adelante añadía que «una vida simple, pobre, sobria,
esencial y austera» ayudará al salesiano de nuestro tiempo a robustecer su
respuesta vocacional y a afrontar las insidias de la mediocridad y del abur-
guesamiento y a hacerlos más cercanos a los menesterosos. De san Nicolás
de Tolentino, el santo «primogénito de la familia agustiniana», dijo un testigo
en su proceso de canonización que «crucificaba la propia carne […] para po-
der servir por entero y plenamente a nuestro Señor Jesucristo»11.
Estas ideas concuerdan con las enseñanzas de Agustín en la carta a
Proba –«Los ayunos, las vigilias, y todo tipo de mortificaciones ayudan sobre-
manera a la oración»12– y las exigencias de la Forma de vivir13.
En la Baja Edad Media la ascesis adquirió un matiz cristológico que
entre nosotros vivió de modo especial san Ezequiel Moreno. «No se trata
ya de vencer con Cristo y, participando con Él de la cruz, el poder del peca-
do, sino de sufrir con Cristo como para aligerar su sufrimiento tomándolo
sobre sí: una ascesis de compasión, que desde san Pedro Damián, se hará
patente en los franciscanos, y formulará abiertamente en el siglo xiv Enrique
Suso. A ello añadirá la Edad Moderna una ascesis de reparación (el Sagrado
Corazón)»14.
Ese rechazo de la ascesis y del esfuerzo desvela dos lagunas de la reno-
vación postconciliar de la vida religiosa. La primera sería una idea parcial,
cuando no falsa, del hombre caído, que se manifiesta en la preeminencia que
de ordinario se da al aspecto racional en la formación inicial y, sobre todo, en
la permanente. Es una confianza digna de los ilustrados del siglo xviii, que
creían que para cambiar al hombre bastaba con educar su entendimiento. La
historia y la actualidad más cotidiana nos muestran cada día que el hombre
es algo más que razón y que el hombre ilustrado también se encuentra des-
armado ante los embates de las pasiones. La otra laguna sería la poca aten-
ción prestada a la acción de la gracia. Agustín, sin embargo, estaba conven-
cido de que sin el auxilio de la gracia el esfuerzo humano no daría grandes
frutos. Su propia experiencia le había enseñado que la convicción intelectual

10
«Non vi può essere un’ardente mistica senza una robusta ascesi che la sostenga;
e viceversa nessuno è disponibile a pagare un prezzo alto ed esigente, se non ha scoperto
un tesoro affascinante e inestimabile. In un tempo di frammentazione e di fragilità qual
è il nostro, è necessario superare la dispersione dell’attivismo e coltivare l’unità della vita
spirituale attraverso l’acquisizione di una profonda mistica e di una solida ascetica. Ciò
alimenta l’impegno apostolico ed è garanzia di efficacia pastorale»: L’Osservatore Romano,
3-4 marzo de 2008, p. 8.
11
Citado por P. Panedas, El santo de la estrella. San Nicolás de Tolentino, Madrid
2005, 115.
12
Epístola 130,31: PL 33, 507.
13
FV 5, 13.
14
Alejandro Massoliver, «Ascesis»: Diccionario teológico de la vida religiosa, Madrid
1989, 66-76; San Ezequiel Moreno, Devoción a los dolores internos del Sagrado Corazón
de Jesús, Pasto 1900, 112-13.
14 Ángel Martínez Cuesta

es insuficiente para abrazarse decididamente con el bien15, que la voluntad


humana se resiste a arrostrar las angosturas del camino que a él conduce16
y a sacrificar los bienes terrenos para adquirir la margarita del evangelio17.
Más agustiniano, y diría también que más necesario para nuestro
mundo, es todavía el silencio, el recogimiento. Es uno de los presupuestos
y manifestaciones esenciales de la interioridad agustiniana. La reflexión, la
contemplación, la inquisición, la búsqueda incesante y otras actitudes afines
forman el haz de hábitos que mejor definen su vida y su pensamiento. Es,
además, una actitud imprescindible para quien aspire a ser dueño de su vida
y de sus destinos. Las constituciones preconciliares lo tenían por el adorno
más hermoso de las órdenes regulares –præcipuum omnium ordinum regu-
larium decus18-; y en 1950 el general de la época veía en el recogimiento el
rasgo distintivo de los recoletos dentro de la familia agustiniana19. El Kem-
pis lo comparaba al terreno fértil en que crece vigorosa la virtud: In silentio
et quiete proficit anima devota20.
«Todo libro es hijo del silencio», leí hace unos años en una recensión
bibliográfica. Y se podría añadir que sin silencio no hay progreso tecnológi-
co ni madurez humana ni religión auténtica. Sin interioridad el hombre es
pura superficialidad, sin consistencia interna, y, por tanto, un ser siempre a
la deriva, víctima de la emoción del momento, de la moda, de la voz que más
grita, del viento que más sopla o del disfraz más vistoso.
Séneca advirtió que la primera señal de un ánimo equilibrado es la
capacidad de pararse y permanecer tranquilo en compañía de sí mismo: pri-
mum argumentum compositæ mentis existimo posse esse consistere et secum
morari21. Agustín hizo suyo ese pensamiento y lo enriqueció con las célebres
fórmulas en que resumió su teoría sobre la interioridad: Noli foras ire, in
te ipsum redi, in interiore homine habitat veritas […] transcende teipsum22.
Sólo en nuestra recámara interior, –por emplear un término del gusto de los
15
Conf. 8,5,11: PL 32, 753-54.
16
Conf. 8,1,1: PL 32, 749: «Placebat via, ipse Salvator, et ire per eius angustias adhuc
pigebat: me gustaba el camino, el mismo Salvador, pero me retraía su angostura».
17
Conf. 8,1,2: PL 32, 749: «Inveneram iam bonam margaritam, et venditis omnibus
quæ haberem, emenda erat, et debilitabam: había yo ya encontrado la margarita preciosa
que había de comprar tras vender todos mis haberes, pero continuaba vacilando».
18
Constitutiones oar 1937, n. 325.
19
Feliciano de Ocio, «Instructio de congruentiori modo sodales ordini adsciscendi
eosque in religiosam et sacerdotalem perfectionem ducendi», n. 196: «Insistamos en el
concepto de recogimiento, que en nuestro caso viene a ser sinónimo de Recolección, es
decir de lo especificativo en nosotros dentro de la gran familia agustiniana»: Acta Ordinis
1 (1950-51) 76.
20
De Imitatione Christi, liber 1, cap. 20, 4.
21
Ad Lucillium 1,2: L. Annæi Senecæ ad Lucillum epistolæ morales. Recognovit… D.
Reynolds, Oxford Classical Texts, Oxford 1978, 2. Traducción española: Epístolas morales
a Lucilio I (Libros I-IX, Epístolas 1-80), Madrid, Editorial Gredos, 1994, 98.
22
De vera religione 39, 72: PL 34,134.
identidad, Historia y carisma 15

recogidos del siglo xvi, tan empapados de doctrina agustiniana y progenito-


res inconscientes de la Recolección–, nos encontramos con nosotros mismos
y llegamos a conocer la verdad. Es necesario, por tanto, pararse a pensar,
distanciarse de lo que nos rodea y nos aturde, si queremos reencontrarnos
con nosotros mismos y encontrar al Dios que habita en nosotros: «Regresa
primero a tu corazón, tú que andas desterrado y errante. ¿A dónde? Al Señor.
[…] Vuelve al corazón y contempla allí lo que quizás sientas de Dios. Allí está
la imagen de Dios. En el interior del hombre habita Cristo»23.
En las Confesiones invita a la interioridad con palabras que parecen
escritas en nuestros días, en que todos vivimos volcados hacia el exterior,
pendientes de la última noticia y deseosos de conocer y viajar al último pa-
raíso de las ofertas turísticas: «Viajan los hombres para admirar las crestas
de los montes, la inmensidad del océano, el oleaje proceloso de los mares, el
copioso curso de los ríos, los giros de los astros. Y sin embargo, pasan de largo
delante de sí mismos»24. Para Pablo vi el silencio era «una exigencia del amor
divino»25. Y Juan Pablo ii creía incompatible la santidad con el bullicio: «La
llamada a la santidad es acogida y puede ser cultivada sólo en el silencio de
la adoración ante la infinita trascendencia de Dios»26. Nuestras constitucio-
nes primitivas prescriben una rigurosa disciplina del silencio, porque, con
Isaías, lo creían fuente de fortaleza para los religiosos27.
El capítulo general de 1968 hundió desconsideradamente el bisturí en
el cuerpo devocional y ceremonial de la orden. Canceló prácticas que desde
tiempo inmemorial formaban parte de su tejido espiritual y, en su afán de
«racionalizar» su vida de piedad y de ascesis, se olvidó de las razones del
corazón, con el peligro de dejar ambas a la intemperie. En su necesaria labor
de criba, no siempre acertó a separar lo que estaba muerto de lo que, aunque
enfermo, era susceptible de cura28. No advirtió con suficiente claridad que,
como escribiría años más tarde Juan Pablo ii, la ascesis forma parte de todo
carisma religioso29. Con esa y otras opciones contribuyó a minar las bases del

23
Tract. in Ioannem 18,10: PL 35,1.541-42.
24
Conf. 10, 8,15: PL 32,785. Petrarca, el gran humanista y lector entusiasta de las
Confesiones, tuvo muy presentes esas palabras al comentar, en las cartas familiares, su
célebre ascensión al monte Ventoux: Évelyne Luciani, Les Confessions de saint Augustin
dans les lettres de Pétraque, París 1982, 115-17, 124, 243.
25
Evangelica Testificatio, 46: Aas 63 (1971) 520.
26
Vita consecrata, 38.
27
«Quoniam Spiritus Sanctus per prophetam docendo dicit: “in silentio et spe erit
fortitudo vestra” [Is 30,15], idcirco statuimus et mandamus…»: Constitutiones 1664, 75;
Constitutiones 1745, 69.
28
La ordenación 9 del capítulo da la lista de las prácticas abolidas: Acta Ordinis 10
(1968) 347.
29
«En la dimensión del carisma convergen, finalmente, todos los demás aspectos,
como en una síntesis que requiere una reflexión continua sobre la propia consagración en
sus diversas vertientes, tanto la apostólica, como la ascética y mística»: Vita consecrata,
71.
16 Ángel Martínez Cuesta

optimismo que impregna su mensaje final y que la experiencia parece haber


desmentido: «Este capítulo ha inaugurado un nuevo periodo de la orden, más
radicado en Cristo y en su Evangelio, más solícito de las necesidades de la
Iglesia y de los hombres»30.

6. Alcance y límites del aporte de la historia y de la tradición

En esta breve descripción valorativa de nuestra identidad religiosa, o,


más bien, de algunos rasgos que, según las constituciones y la tradición re-
coleta, forman parte de ella, faltan detalles y precisiones. He presentado
rasgos extraídos de la tradición y de la historia, y que, por tanto, no nos
es dado desconocer o marginar. Para ser significativos el hombre y las so-
ciedades tienen ser lo que son, según la célebre sentencia de Píndaro31. A
Rizal le gustaba repetir la vieja sentencia: «quien ignora de dónde viene no
llegará a donde va». Para Giorgio Pasquali, el filólogo italiano, no había vida
sin recuerdo, porque sólo el recuerdo hace presentes y amables –recuerdo y
corazón tienen una raíz común– los valores, la riqueza interior y comunita-
ria que forman la fisonomía de la persona y del grupo32. Y Benedicto xvi ha
exhortado últimamente a los cristianos a volver sus ojos a sus orígenes si
han de corregir algunos de los errores en que han incurrido en los tiempos
modernos: «Es necesario que en la autocrítica de la edad moderna conflu-
ya también una autocrítica del cristianismo moderno, que debe aprender
siempre a comprenderse a sí mismo a partir de sus propias raíces»33. Si es
cierto que sólo la historia conserva la memoria común y que sin memoria
común no hay identidad colectiva, es clara la necesidad que de ella tienen los
organismos vivos. Es ella la que «garantiza y conserva los valores» que los
definen y constituyen. «Las memorias de las generaciones pasadas, de sus
sufrimientos y derrotas, de sus triunfos, de sus experiencias en las situacio-
nes históricas, de los valores importantes de la vida […] crean comunidad y
señalan a sus miembros los caminos de la vida. Sin memoria, sin raíces no
puede vivir ni la comunidad ni la persona. La memoria nos da las raíces de
las que sorbemos el “sentido” de la vida». «Un pueblo pervive si guarda su
tradición y la vivifica con el diálogo intergeneracional. Si se interrumpe la
transmisión de padres a hijos, éstos se sentirán desarraigados, huérfanos,
sin morada espiritual. Sin memoria una comunidad muere»34.

30
«Mensaje del capítulo a todos los hermanos»: Acta Ordinis 10 (1968) 353.
31
Píticas 2, estrofa III, 12; traducción española en Píndaro, Obras y fragmentos, Ma-
drid, Editorial Gredos, 1994, 152, cf. Aldo Magris, Nietzsche, Brescia, Morcelliana, 2003,
326 (nota). San León Magno aplicó la frase a la formación cristiana del bautizado al exhor-
tarle a tomar conciencia de su dignidad de nueva creatura y a obrar en sintonía con ella:
Paolo Miccoli, «Diventa ciò che sei»: L’ Osservatore Romano, 3 marzo 2006, 3.
32
Giorgio Pasquali, Filologia e storia, Florencia 1998.
33
Spe Salvi 22.
34
Liberi perché cristiani: entrevista con el card. Caffara: L’Avvenire, Roma, 8 junio
2008. García Márquez ha desarrollado plásticamente esta idea en Cien años de Soledad:
identidad, Historia y carisma 17

Muchas de estas ideas las ha barajado recientemente Benedicto xvi en


el discurso que dirigió a los miembros de la Pontifica Comisión de Ciencias
Históricas el 7 de marzo último. La marginación e ideologización que hoy
sufre la enseñanza de la historia en la universidad y en la escuela de to-
dos grados despoja a la sociedad de los criterios adquiridos a través de la
experiencia, la incapacita «para proyectar una convivencia armoniosa y un
compromiso común con vistas a la realización de objetivos futuros» y la ex-
pone a la manipulación ideológica. «Producto inevitable de este desarrollo es
una sociedad que ignora su pasado y, por consiguiente, carece de memoria
histórica. Cualquiera puede ver la gravedad de esa consecuencia: así como
la pérdida de la memoria provoca en la persona la pérdida de su identidad,
de modo análogo este fenómeno se verifica en la sociedad en su conjunto»35.
Si la historia y la tradición tienen tanto peso en cualquier sociedad
humana, más deben tenerlo en una sociedad que se reconoce fruto del Es-
píritu y que recibió su última sanción de la Iglesia jerárquica. En sentido
estricto, tal sociedad no es dueña absoluta de sus destinos, sino que tiene
que responder siempre al Espíritu que un día la trajo a la vida; y a la Iglesia,
que la acogió en su seno. El carisma de los institutos religiosos, les dijo Pa-
blo vi a los jesuitas en 1975, es bien común de la Iglesia y, por tanto, ningún
instituto puede modificarlo a su antojo. En última instancia, su árbitro es el
sumo pontífice36 o la sede apostólica, si se prefiere la nomenclatura del código
actual37.
Pero todo esto puede resultar peligroso si se exagera su alcance, si se le
da un valor absoluto, si se olvida lo que antes se ha dicho sobre el dinamismo
de toda identidad. Hay, pues, que recordar que la identidad está siempre en
proceso, que es una realidad en construcción, es decir que se va forjando y
construyendo al contacto e influjo de los más variados factores culturales y
sociológicos. «Construccionista» es, precisamente, el término preferido por
muchos estudiosos de la identidad al constatar los límites de quienes prefie-
ren subrayar el influjo de los orígenes y hablan de una identidad esencialista
y perenne38. Renán esculpió esta idea en una de sus célebres sentencias:
«Toda sociedad humana es un plebiscito cotidiano»39.
Hay, pues, que relativizar y contrastar esta descripción que puede ado-
lecer de «esencialista» con otras perspectivas. Una de ellas es imprescindi-

la gente de Macondo sólo recobra la vida cuando Melquiades le devuelve la memoria y con
ella el significado de las cosas.
35
L’Osservatore Romano, 8 marzo 2008.
36
Discurso de Pablo vi a los jesuitas, 7 marzo 1975.
37
Codex Iuris Canonici 1983, canon 583.
38
Robert G. Dunn, Identity Crises: A social Critique of Postmodernity, Minneapolis
1998.
39
E. Renan, «Qué es una nación», cf. José Ortega y Gasset, La Rebelión de las Masas,
Madrid, Espasa Calpe (Colección Austral 1), 1966, 149-52.
18 Ángel Martínez Cuesta

ble, y es la apertura al futuro, propia de todo ser vivo. Toda sociedad que per-
manezca anclada en el pasado, apartando la vista del horizonte y reacia al
cambio, inseparable de todo ser vivo, está destinada a desaparecer de la faz
de la tierra40. Caerá en la insignificancia y en la esterilidad, la red en que al
final quedan atrapados todos los narcisismos. Recientemente, en un discurso
a gentes de leyes, Benedicto xvi ha afirmado que toda ley «debe responder a
las circunstancias mudables de la realidad histórica del Pueblo de Dios». Y
que esa fidelidad exige «abrogar las normas que resulten anticuadas; modi-
ficar las que necesiten ser corregidas; e interpretar –a la luz del Magisterio
vivo de la Iglesia– las dudosas»41.
No resulta difícil aplicar sus palabras al tema que ahora nos ocupa. El
culto indiscriminado al propio pasado, el apego excesivo y exclusivo a una
identidad de rasgos estáticos, adolece de un esencialismo que choca con la
sociabilidad del hombre, la catolicidad del mensaje cristiano y la movilidad
del mundo actual. En enero de este año Benedicto xvi animaba a la Iglesia
de Roma a no contentarse con las recetas del pasado, a no interrumpir nunca
la búsqueda. «A diferencia de lo que sucede en el campo técnico o económico,
donde los progresos actuales pueden sumarse a los del pasado, en el ámbito
de la formación y del crecimiento moral de las personas no existe esa misma
posibilidad de acumulación, porque la libertad del hombre siempre es nueva
y, por tanto, cada persona y cada generación debe tomar de nuevo, personal-
mente, sus decisiones. Ni siquiera los valores más grandes del pasado pue-
den heredarse simplemente; tienen que ser asumidos y renovados a través
de una opción personal, a menudo costosa»42.
No es tampoco el estilo de quien se precie de seguir las huellas de Agus-
tín, quien no cesó nunca de ponerse en cuestión. La orden, como sociedad
humana, no es nunca autosuficiente, no encuentra en su seno respuestas a
todos los interrogantes que plantea la vida, y para encontrar su sitio en la
sociedad y en la Iglesia ha de estar atenta a cuanto sucede a su alrededor.
Antonio Gala ha expresado estas mismas ideas de un modo más desenfa-
dado, pero extremamente eficaz: «Un organismo vivo no se alimenta de re-
cordatorios: necesita sustento, luz, aire, compromisos, mudanzas, proyectos,
sentimientos. Sin futuro, el pasado no es nada, y menos aún el presente.
Descansar sobre el pasado sólo sirve para levantarse después y hacer nueva
andadura; quedarse inmóviles en él es peor que olvidarlo. Hemos de aseme-

40
Diocesi di Roma, Ho creduto per questo ho parlato, Roma 2004, 29: «Una religione
che rimanesse ferma al suo passato originario senza accettare lo sviluppo che, creando
tradizione, permette anche il suo progresso, sarebbe facilmente destinata a scomparire
presto o tardi dalla faccia della terra. Dall’altra parte il declino sarebbe inarrestabile se
una religione si trasformasse a tal punto da perdere il riferimento alla dimensione spiri-
tuale ed etica».
41
Benedicto XVI, «Discurso a los participantes en el congreso sobre los textos legis-
lativos», Roma, 15 enero 2008: L’Osservatore Romano, 26 enero 2008, 5.
42
Ibid.
identidad, Historia y carisma 19

jarnos a los dioses bifrontes, uno de cuyos rostros aprendía del pasado mien-
tras otro encaraba el porvenir. Ahí residen la ventaja y el riesgo»43.
También Rahner ha subrayado la interdependencia del pasado y el fu-
turo: «Sólo podremos conservar intacto el pasado si nos sentimos urgidos por
el futuro y si, al mismo tiempo que conservamos, conquistamos»44. Es preciso
combinar las tres dimensiones que configuran al hombre total. Un teólogo
de nuestro tiempo, Olegario González de Cardedal, ha escrito que «el hom-
bre existe en la verdad cuando conjuga el pasado, el presente y el futuro, sin
recortar ninguno y sin que ninguno se yerga autoritario sobre los otros dos».
Incluso llega a comparar el papel de estas tres categorías en la vida humana
con el que juegan en la sobrenatural «la fe, la esperanza y la caridad», que se-
rían «la expresión teologal de esta estructura temporal de la vida humana».
Mucho antes había escrito Agustín que el hombre vive y obra en el tiempo,
orientado por la memoria del pasado, por la percepción del presente y por la
tensión hacia el futuro45.
De todo ello deduzco, con Elliot, uno de los mejores hispanistas ingleses,
que «la misión del historiador es establecer un diálogo entre el pasado, el
presente y el futuro; dar a la generación actual una larga perspectiva sobre
por qué estamos así y por qué hemos llegado a este punto. Mostrar sencilla-
mente que, en cualquier momento de la Historia hubo opciones y caminos
que no se tomaron, tratando de explicar por qué no fueron elegidos cuando
había posibilidades de hacerlo»46.
Entre nosotros esa labor, de carácter sintético y global, quizá todavía
deba esperar algunos años. Es una historia que sólo se puede escribir a par-
tir de microhistorias o al menos de biografías, relatos y crónicas que narren
con suficiente amplitud y veracidad, sin miedo a las páginas negras, la vida
de las personas y de las comunidades, que nos hagan comprender sus re-
acciones ante las circunstancias en que les puso la vida. Hay que recordar
siempre la regla áurea de Cicerón: «Primam esse historiæ legem, ne quid
falsi dicere audeat; deinde ne quid veri non audeat: la primera ley de la his-
toria es no atreverse a decir nada falso, y luego no atreverse a omitir nada
verdadero». León xiii la tuvo muy presente en 1883 al abrir el archivo vatica-
no a los estudiosos, llegando a afirmar que la Iglesia nada tiene que temer de

43
Antonio Gala, «Andalucía»: Así se hizo España. 5: Andalucía, 2007, 90.
44
Escritos de teología, citado por E. Ayape, «Quinto reportaje de la Recolección»: bpsn
59 (1969) 62; Juan Pablo II a la Universidad Gregoriana en el 450 aniversario de su
fundación: «Dinanzi alle sfide dell’odierna società, questo è il momento per un coraggioso
rilancio della vostra Istituzione. È l’occasione per ribadire una totale fedeltà all’intuizione
ignaziana e porre in atto un rinnovamento coraggioso, perchè la memoria del passato non
si esaurisca nella contemplazione del già fatto, ma diventi impegno nel presente e profezia
per il futuro»: L’Osservatore Romano, 7 abril 2001.
45
S. Agustín, Confessiones 11, 28, 38: PL 32, 824.
46
Entrevista concedida a la historiadora Asunción Doménech: Aventura de la Histo-
ria, enero 2003, 96.
20 Ángel Martínez Cuesta

la verdad47. Y san Gregorio Magno, aunque en otro contexto, todavía había


dado un paso más, llegando a afirmar que si de la verdad se siguiera algún
escándalo, es más útil permitirlo que renunciar a la verdad: «Si autem de
veritate scandalum sequitur, utilius permittitur scandalum quam veritas
relinquatur»48.
Son palabras que habrá que tener muy presentes al narrar la historia
de los siglos xix y xx. Porque en ellas nos encontraremos con situaciones poco
prósperas para emplear las palabras del Quijote. Uno se sentiría inclinado
a pasarlas por alto. Pero con ello traicionaría a la verdad y con ella a la his-
toria y, lo que es más grave, haría un flaco servicio a la misma comunidad.
Quien haya posado sus ojos sobre la correspondencia del cardenal Rampolla
o incluso sobre algunas de las cartas dirigidas a san Ezequiel Moreno podrá
ver que he tratado de evitar ese escollo y lo mismo quisiera hacer mañana y
pasado al entrar de lleno en la materia que se me ha asignado.
Ángel Martínez Cuesta, oar

47
Arnold Esch, «Leone xiii, l’apertura dell’Archivio Segreto Vaticano e la storiogra-
fia»: Leone xiii e gli studi storici, Ciudad del Vaticano 2004, 21-43; la cita en p. 31.
48
San Gregorio Magno, In Ezechielem hom. liber I, VII, 5: PL 76, 842; Bac 170, Ma-
drid 1958, 298.

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