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El Misterio

Antón Chéjov

textos.info
Biblioteca digital abierta

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Texto núm. 242

Título: El Misterio
Autor: Antón Chéjov
Etiquetas: Cuento

Editor: Edu Robsy


Fecha de creación: 20 de mayo de 2016

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Maison Carrée
c/ Ramal, 48
07730 Alayor - Menorca
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España

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El Misterio
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La noche del primer día de Pascua, el consejero de Estado Navaguin,
después de haber hecho sus visitas, tornó a su casa y tomó en la antesala
el pliego de papel en donde los visitantes de aquel día habían puesto sus
firmas. Mudóse de traje, bebió un vaso de agua de Seltz, sentóse
cómodamente en una butaca y comenzó la lectura de aquellas firmas. Al
llegar a la mitad del primer pliego se estremeció y dio muestras de
asombro.

¡Otra vez! —exclamó golpeándose la rodilla—. ¡Es pasmoso! ¡Otra vez ha


firmado ese diablo de Fedinkof, que nadie conoce!

Entre las numerosas firmas había, en efecto, la de un Fedinkof. ¿Qué


clase de pájaro era ese Fedinkof? Navaguin, decididamente, lo ignoraba.
Pasó mentalmente revista a los nombres de sus parientes, de sus
subordinados; exploró en el fondo de su memoria su pasado más lejano, y
nada descubrió parecido, ni remotamente, al nombre de Fedinkof. Lo más
extraordinario era que, en los últimos trece años, ese incógnito Fedinkof
aparecía fatalmente en ocasión de cada Pascua de Navidad y de cada
Pascua florida. ¿Quién es? ¿De dónde viene? ¿Qué representa? Nadie lo
sabía, ni Navaguin, ni su mujer, ni el portero.

—¡Esto es increíble! —decíase Navaguin paseándose por el gabinete—;


¡es extraordinario e incomprensible!... ¡Llamad al conserje! —gritó
asomándose a la puerta—. ¡Esto es diabólico! No importa; yo he de
averiguar quién es... ¡Oye, Gregorio! —añadió dirigiéndose al conserje—;
otra vez ha firmado ese Fedinkof. ¿Le has visto?

—No, señor contestó el conserje.

—Sin embargo, él ha firmado, lo cual prueba que estuvo en la portería.

—No, señor, no estuvo.

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—Pero ¿cómo pudo firmar sin venir a la portería?

—Eso yo no lo sé.

—Entonces, ¿quién lo ha de saber? Acaso te duermes y no ves quién


entra. Procura acordarte. Piénsalo bien.

—No, señor; ninguna persona desconocida ha franqueado la entrada.


Vinieron nuestros empleados; también vino la baronesa, con objeto de
visitar a la señora; asimismo vino el clero de la iglesia vecina con el
crucifijo; y nadie más.

—Así, pues, Fedinkof, para firmar, se hizo invisible.

—No lo puedo saber; lo que sí sé es que no había entre los visitantes


ningún Fedinkof; esto lo juraría delante de Cristo.

—¡Increíble! ¡Incomprensible! ¡Ex—tra—or—di—na—rio! —reflexionó


Navaguin—. ¡Hasta tiene algo de cómico! Por espacio de trece años viene
un hombre, firma, y no hay modo de averiguar quién es. ¿Será una
broma? ¿Será que alguno de mis empleados, por chancearse, escribe el
nombre de Fedinkof?

Navaguin emprendió el estudio de la firma de Fedinkof; la rúbrica, floreada,


llena de rasgos y de curvas, al modo antiguo, no se parecía a ninguna de
las otras rúbricas. Figuraba junto a la del secretario Stutchkin, hombre
modesto y de pocos ánimos, quien antes moriría de susto que permitirse
broma tan osada.

—Otra vez ha firmado ese misterioso Fedinkof —dijo Navaguin,


penetrando en el aposento de su esposa—, y tampoco ahora me ha sido
posible averiguar quién es.

La señora de Navaguin era espiritista y explicaba cosas más inexplicables


con la mayor sencillez del mundo.

—No veo en ello nada de extraordinario —repuso—; tú te empeñas en no


creerlo; sin embargo, cuántas veces te he advertido que en la vida hay
muchas cosas sobrenaturales, inaccesibles a nuestra comprensión. Estoy
certísima de que el tal Fedinkof es un espíritu que siente simpatías por ti...
En tu lugar, yo le llamaría y le preguntaría qué es lo que desea.

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—¡Vaya una sandez!

Navaguin no tenía preocupaciones; pero el acontecimiento en cuestión se


le antojaba tan misterioso que su cabeza llenóse de ideas del otro mundo.
Transcurrió la velada, y entretanto, meditó sobre si ese Fedinkof sería
alguno de sus subordinados, arrojado del servicio por algún predecesor
suyo, y que se vengaba en la persona de uno de los sucesores de aquél.
O quién sabe si no es el deudo de algún escribiente despedido por el
propio Navaguin. O acaso también el espíritu de alguna doncella por él
seducida... Durante toda la noche, Navaguin vio en sueños a un empleado
viejo, flaco, con uniforme ajado, la tez amarilla como un limón, pelos de
punta y ojos de plato. El empleado, con voz de ultratumba, pronunciaba
frases y enviaba gestos amenazadores.

Navaguin estuvo a punto de sufrir un ataque cerebral. Por espacios de dos


semanas anduvo de un lado para otro en su habitación. Fruncía el
entrecejo y callaba. Vencido su escepticismo, entró en la habitación de su
mujer y le dijo con voz ronca:

—Zina, llama a Fedinkof.

La espiritista, regocijada, ordenó que le trajeran un trozo de cartón y un


platillo, y procedió inmediatamente a sus manipulaciones. Fedinkof no se
hizo esperar.

—¿Qué quieres? —le preguntó Navaguin.

—Arrepiéntete —contestó el platillo.

—¿Qué fuiste tú en la tierra?

—Yo erré mi camino.

—¿Ves? —le murmuró su mujer al oído—, ¡y tú no creías!

Navaguin conversó largamente con Fedinkof, luego con Napoleón, con


Aníbal, con Ascotchensky, con su tía Claudia Zajarrovna; todos daban
respuestas cortas, pero justas y de un sentido profundo. Cuatro horas duró
este ejercicio. Navaguin acabó por dormirse, traspuesto y feliz, por haber
entrado en contacto con un mundo nuevo y misterioso.

Diariamente se ocupó en el espiritismo, explicando a sus subalternos que

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existen muchas cosas sobrenaturales y milagrosas, dignas, desde mucho
tiempo, de fijar la atención de los sabios. El hipnotismo, el medionismo, el
bischopismo, el espiritismo, la cuarta dimensión y otros temas nebulosos
acapararon completamente su atención. Consagraba días enteros, con el
mayor júbilo por parte de su esposa, a la lectura de libros espiritistas; se
entretenía con el platillo, con la mesa, y trataba de hallar explicación a los
problemas sobrenaturales. Influidos por su verbosidad convincente, y
deseosos de serle agradables, todos sus empleados dieron en dedicarse
al espiritismo, y con tanto afán que uno de ellos se volvió loco, y hubo de
expedir un telegrama concebido en estos términos:

«Al Infierno, en la Tesorería, siento que me transformo en espíritu malo;


¿qué debo hacer? —Respuesta pagada. Vasilio Krinolinski.»

Luego de haber leído algunos centenares de librejos espiritistas, Navaguin


viose poseído de la ambición de componer él mismo una obra. Al cabo de
cinco meses de estudios y compilaciones, produjo un enorme manuscrito,
con el nombre de «Lo que yo opino a mi vez», resolviendo mandarlo a una
revista espiritista. El día en que tomó esta resolución fue para él un día
memorable. Navaguin, en aquella hora trascendental, tenía a su lado a su
secretario y al sacristán de la parroquia vecina, llamado para un menester
urgente. El autor contempló con cariño su obra; la palpó, sonrió satisfecho,
y dijo a su secretario:

—Supongo, Felipe Serguievitch, que habrá que expedir esto certificado;


será más seguro —volvióse luego hacia el sacristán—. Amigo, te hice
llamar porque, teniendo que mandar a mi hijo al colegio, necesito su
partida de bautismo. Es preciso que me la procures cuanto antes.

—Perfectamente, excelencia —replicó el sacristán inclinándose—;


perfectamente; comprendo lo que vuecencia desea.

—¿Puedes hacerlo para mañana?

—Perfectamente; puede vuecencia contar conmigo; mañana estará todo


listo. Sírvase mandar alguien a la iglesia antes del Ángelus. Yo me
encontraré allí, como de costumbre; que pregunten por Fedinkof.

—¿Cómo? —exclamó Navaguin pálido y estupefacto.

—Fedinkof.

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—¿Tú eres Fedinkof? —preguntó Navaguin abriendo desmesuradamente
los ojos.

—Así como suena: Fedinkof.

—¿Eres tú quien firmaba en los pliegos de mi antesala?

—Era yo, en efecto —confesó el sacristán, confuso y avergonzado—.


Excelencia, cuando visitamos con el crucifijo a personajes de calidad, yo
acostumbro a firmar... Esto me complace en extremo... Vuecencia me
censurará; pero viendo en la antesala un pliego de papel destinado a
recibir firmas, es indispensable que yo estampe allí mi nombre. Una fuerza
oculta me impulsa a ello.

Mudo y entristecido, Navaguin se puso a caminar a grandes pasos.


Extendió la mano con ademán trágico; una sonrisa extraña asomó a sus
labios, y con el dedo señaló algo en el espacio.

—Excelencia —dijo el secretario—, voy al correo para expedir el paquete.

Estas palabras llamaron de nuevo a Navaguin a la realidad. Miró


alternativamente al secretario y al sacristán; acordóse de todo; pataleó y
gritó en tono agudo:

—¡Déjame en paz! ¡Les repito que me dejen en paz! ¿Qué me quieren?

El secretario y el sacristán salieron rápidamente del gabinete, mientras el


consejero de Estado seguía gritando con voz estentórea:

—¡Dejadme en paz! ¡Les repito que me dejen en paz! ¿Qué me quieren?...

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Antón Chéjov

Antón Pávlovich Chéjov (en ruso: ?????? ????????? ??????,


romanización: Anton Pavlovi? ?ehov), (Taganrog, 17 de enero [calendario
juliano] / 29 de enero de 1860 [calenario gregoriano] - Badenweiler, Baden-
Wurtemberg (Imperio alemán), 2 de julio / 15 de julio de 1904) fue un
médico, escritor y dramaturgo ruso. Encuadrable en la corriente más
psicológica del realismo y el naturalismo, fue un maestro del relato corto,
siendo considerado como uno de los más importantes escritores de este
género en la historia de la literatura. Como dramaturgo se enclava dentro

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del naturalismo, aunque con ciertos toques de simbolismo y escribió unas
cuantas obras, de las cuales son las más conocidas La gaviota (1896), El
tío Vania (1897), Las tres hermanas (1901) y El jardín de los cerezos
(1904). En estas obras idea una nueva técnica dramática que él llamó de
“acción indirecta”, fundada en la insistencia en los detalles de
caracterización e interacción entre los personajes más que el argumento o
la acción directa, de forma que en sus obras muchos acontecimientos
dramáticos importantes tienen lugar fuera de la escena y lo que se deja sin
decir muchas veces es más importante que lo que los personajes dicen y
expresan realmente. Chéjov compaginó su carrera literaria con la
medicina; en una de sus cartas escribió al respecto:

La medicina es mi esposa legal; la literatura, solo mi amante.

La mala acogida que tuvo su obra La gaviota (en ruso: "?????") en el año
1896 en el estatal (imperial) Teatro Alexandrinski de San Petersburgo casi
lo desilusiona del teatro, pero esta misma obra tuvo un gran éxito dos años
después, en 1898, gracias a la interpretación del Teatro del Arte de Moscú
dirigido por el innovador director teatral Konstantín Stanislavski, quien
repitió el éxito para el autor con Tío Vania ("???? ????"), Las tres
hermanas ("??? ??????") y El jardín de los cerezos ("????ë??? ???").

Al principio Chéjov escribía simplemente por razones económicas, pero su


ambición artística fue creciendo al introducir innovaciones que influyeron
poderosamente en la evolución del relato corto. Su originalidad consiste en
el uso de la técnica del monólogo, adoptada más tarde por James Joyce y
otros escritores del modernismo anglosajón, además del rechazo de la
finalidad moral presente en la estructura de las obras tradicionales. No le
preocupaban las dificultades que esto planteaba al lector, porque
consideraba que el papel del artista es realizar preguntas, no
responderlas.

Según el escritor estadounidense E. L. Doctorow, Chéjov posee la voz


más natural de la ficción, «sus cuentos parecen esparcirse sobre la página
sin arte, sin ninguna intención estética detrás de ellos. Y así uno ve la vida
a través de sus frases».

(Información extraída de la Wikipedia)

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