La Insignia
La Insignia
La Insignia
De este modo, poco a poco, fui ganando cierta consideración. Al cabo de un año, en
una ceremonia emocionante, fui elevado de rango. “Ha ascendido usted un grado”,
me dijo el superior de nuestro círculo, abrazándome efusivamente. Tuve, entonces,
que pronunciar una breve alocución, en la que me referí en términos vagos a nuestra
tarea común, no obstante lo cual, fui aclamado con estrépito.
En mi casa, sin embargo, la situación era confusa. No comprendían mis desapariciones
imprevistas, mis actos rodeados de misterio, y las veces que me interrogaron evadí las
respuestas porque, en realidad, no encontraba una satisfactoria. Algunos parientes
me recomendaron, incluso, que me hiciera revisar por un alienista, pues mi conducta
no era precisamente la de un hombre sensato. Sobre todo, recuerdo haberlos
intrigado mucho un día que me sorprendieron fabricando una gruesa de bigotes
postizos pues había recibido dicho encargo de mi jefe.
Esta beligerancia doméstica no impidió que yo siguiera dedicándome, con una energía
que ni yo mismo podría explicarme, a las labores de nuestra sociedad. Pronto fui
relator, tesorero, adjunto de conferencias, asesor administrativo, y conforme me iba
sumiendo en el seno de la organización aumentaba mi desconcierto, no sabiendo si
me hallaba en una secta religiosa o en una agrupación de fabricantes de paños.
A los tres años me enviaron al extranjero. Fue un viaje de lo más intrigante. No tenía
yo un céntimo; sin embargo, los barcos me brindaban sus camarotes, en los puertos
había siempre alguien que me recibía y me prodigaba atenciones, y en los hoteles me
obsequiaban sus comodidades sin exigirme nada. Así me vinculé con otros cofrades,
aprendí lenguas foráneas, pronuncié conferencias, inauguré filiales a nuestra
agrupación y vi cómo extendía la insignia de plata por todos los confines del
continente. Cuando regresé, después de un año de intensa experiencia humana,
estaba tan desconcertado como cuando ingresé a la librería de Martín.
Han pasado diez años. Por mis propios méritos he sido designado presidente. Uso una
toga orlada de púrpura con la que aparezco en los grandes ceremoniales. Los afiliados
me tratan de vuecencia. Tengo una renta de cinco mil dólares, casas en los balnearios,
sirvientes con librea que me respetan y me temen, y hasta una mujer encantadora
que viene a mí por las noches sin que yo la llame. Y a pesar de todo esto, ahora, como
el primer día y como siempre, vivo en la más absoluta ignorancia, y si alguien me
preguntara cuál es el sentido de nuestra organización, yo no sabría qué responderle. A
lo más, me limitaría a pintar rayas rojas en una pizarra negra, esperando confiado los
resultados que produce en la mente humana toda explicación que se funda
inexorablemente en la cábala.
FIN