Reencuentro Con Don Cloro - 2023

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Reencuentro con don Cloro, después de vivir un siglo (1923-2023)

Marcelo Alvarado Meléndez*


09/02/2023 - 18:17

Clodomiro "don Cloro" Almeyda (La Época,1996).

El legado "doctrinario, político y, ante todo, humanista" de Clodomiro


Almeyda "se proyecta 'después de vivir un siglo', vigente y revitalizado en
las nuevas jornadas de rebeldía para edificar un sistema social más justo y
más digno del ser humano". Hoy se cumplen 100 años desde su
nacimiento.
Este 11 de febrero se cumple el centenario del nacimiento de Clodomiro
Almeyda importante dirigente e intelectual orgánico del socialismo chileno del
siglo XX. A modo de modesto homenaje a su memoria deseo compartir algunas
semblanzas, anécdotas y remembranzas de mis encuentros y amistad con él, a
la vez que recordar algunas de sus posiciones fundamentales sobre el proceso
político chileno y los desafíos del socialismo desde su regreso a Chile en 1987
hasta su muerte diez años después. Sin pretender abarcar todos los aspectos de
su personalidad y a sus múltiples opiniones, queremos referirnos sólo a ciertos
tópicos del período que nos tocó conocerlo y tratar con él, sin perjuicio de que
nuestras impresiones sean, y deban ser, matizadas y completadas por otros
testimonios.
I

Debe haber sido a fines de junio o comienzos de julio de 1987 cuando tuve mi
primer encuentro personal con Clodomiro Almeyda, “don Cloro”. Sin embargo,
desde ya hacía algunos años antes me había encontrado con su concepción de
la realidad y su posición frente al acuciante devenir histórico, encuentros que se
ha prolongado más allá de su desaparición física porque su memoria, su
pensamiento y su ideario han permanecido en nuestra biografía personal y
colectiva como un cartabón de la civilización radicalmente libertaria, igualitaria y
solidaria que aspiramos construir.

En marzo de aquel año, Almeyda había retornado clandestinamente al país


burlando la aberrante imposición con que la también aberrante dictadura de
Pinochet negaba el derecho a miles de chilenos de vivir en su patria. Después
de permanecer cerca de tres meses confinado en la localidad de Chile Chico,
había sido trasladado a la cárcel de Capuchinos en Santiago por un tiempo que
no se sabía cuánto se iba a prolongar.

La dirección del Partido recomendó, como un gesto de acompañamiento


fraterno a su principal líder, visitar a don Cloro para mitigar la arbitraria
privación de su libertad. Acogiendo esta recomendación y por mis propias
inquietudes personales concurrí al presidio y conocí a “don Cloro”.

En aquella época yo era un activo militante socialista que trabajaba, dentro de


mis estrechas posibilidades, para derrocar la tiranía y reconquistar las libertades
usurpadas por el régimen de oprobio. La dirección del Partido recomendó, como
un gesto de acompañamiento fraterno a su principal líder, visitar a don Cloro para
mitigar la arbitraria privación de su libertad. Acogiendo esta recomendación y
por mis propias inquietudes personales concurrí al presidio y conocí a “don
Cloro”, forma fraterna de tratar con él, que después hemos sabido que provenía
de su propio núcleo familiar.

La presencia de Almeyda en la cárcel de Capuchinos causaba gran conmoción


pública. Los primeros días se abarrotaba ese presidio de visitantes: familiares,
amigos y viejos camaradas suyos; intelectuales de izquierda y dirigentes
políticos que acudían para intercambiar puntos de vista sobre la situación
nacional; militantes socialistas de base y mujeres que habían dado ejemplos de
valor en la resistencia al régimen; obreros y jóvenes anónimos; sindicalistas y
pobladores que le llevaban una palabra de aliento; miembros del cuerpo
diplomático y representantes de las iglesias que le transmitían su solidaridad; y,
también, gentes curiosas que acudían a ver al detenido y acompañarlo
moralmente, proporcionándole abundantes cajetillas de cigarrillos que él
compartía con los visitantes fumadores entre los cuales me contaba y materiales
de lectura. Entre los libros recibidos recuerdo que en una ocasión nos enseñó un
volumen finamente empastado en piel de las Tradiciones Peruanas de Ricardo
Palma, indicando que era un obsequio de su apreciado camarada Manuel
Mandujano fundador del Partido y antiguo librero, quien lo había encuadernado
personalmente con suma prolijidad y cuya lectura disfrutaba por segunda vez
en su vida en esos momentos de reclusión.

Foto de don Cloro prisionero en isla Dawson, en primera fila, segundo de izquierda a
derecha, (Colección Centro Cultural La Moneda).

Lo que más me sorprendió de su personalidad fue su bonhomía y su trato


coloquial en el cual no se notaban aquellas distancias sociales que persisten en
no pocos izquierdistas de extracción burguesa que siempre conservan un dejo
clasista. Muy por el contrario: don Cloro era bonachón como el hombre común
de nuestro pueblo, aunque con la corrección de un gentleman. Su lenguaje era
pulcro y bien cuidado, pues jamás acudía a los vulgarismos ni a las alusiones
denigrantes contra nadie.

A todo el mundo lo trataba de “usted”, salvo a sus amigos más íntimos con
quienes se tuteaba los cuales, en general, eran de su edad o mayores que él,
como el ex presidente del BID, Felipe Herrera, Federico Klein, fundador del P.S.,
el ex diputado Alfredo Hernández, el poeta Humberto Díaz Casanueva o el
veterano dirigente Humberto Martones, quienes lo frecuentaban en la prisión.
Pero, tras las formas corteses y diplomáticas con que se dirigía a sus
interlocutores, no dejaba de transmitir ideas con la didáctica del maestro
consumado que era. Don Cloro en sus conversaciones educaba de una forma
natural, incluso cuando contaba algunas de sus copiosas anécdotas. Sutilmente
–y sin el autoritarismo del pedante–, siempre daba clases a sus contertulios,
desde modestos obreros y pobladores hasta políticos macucos o soberbios
sociólogos con las verdades en sus bolsillos, compartiendo breves esbozos de
historia política o del acervo socialista.

Sus opiniones eran, asimismo, modelos en la construcción de los argumentos


lógicos y documentados que consideraban siempre la perspectiva de totalidad
de los asuntos que trataba. Sus juicios, empero, nunca eran definitivos sino –
como él mismo sostenía– aproximativos en una realidad que no era ni
absolutamente blanca ni absolutamente negra, sino, más bien, “overa”. Los
fenómenos político-sociales procuraba comprenderlos insertos en los contextos
globales, pero sin desconocer sus particulares complejidades, tornadizas y
líquidas, que, a menudo, abren más interrogantes que interpretaciones infalibles.
Sus pláticas que eran amenas e ilustradas –“hablaba en prosa”, se decía–, no se
circunscribían al discurso estereotipado del dirigente de la medianía, sino que
tenían el espesor de un filósofo que usaba la cárcel como ágora para el
despliegue de su pensamiento.

Sorprendentemente, después de varias semanas de visitas masivas al prisionero,


fui observando que paulatinamente la concurrencia disminuía hasta el punto de
que hubo mañanas enteras en que me tocó ser su único visitante durante largos
lapsos de tiempo. Aunque Almeyda era en esos momentos un actor
fundamental de la política chilena, el país ya estaba entrando en tierra derecha
del plebiscito a realizarse el 5 de octubre del 88 y gran parte de la dirigencia
socialista estaba embarcada en el nuevo proceso que abría expectativas reales
de un cambio político y, ciertamente, no pocos apetitos personales.

No era raro, entonces, que muchos dirigentes del partido estuviesen al aguaite
de sus propios fueros los cuales no podían descuidar en visitas al encarcelado
que, después de todo, de la cárcel no se iba a mover... Comprendiendo estos
peregrinos arrestos que llevaban a algunos militantes a identificar los intereses
fraccionales –o, peor aún, personales– con los intereses del socialismo, desde
una visión de más largo plazo, don Cloro nunca dejó de recordar que vivimos en
una sociedad escindida en clases, que los valores dominantes de la sociedad
son los que impone la clase dominante los cuales operan porfiadamente como
remanentes ideológicos que bloquean la configuración de los valores
redentores de una nueva sociedad, provocando tendencias individualistas,
regresivas y funcionales a la supervivencia del sistema de opresión social.

Lo que más me sorprendió de su personalidad fue su bonhomía y su trato


coloquial en el cual no se notaban aquellas distancias sociales que
persisten en no pocos izquierdistas de extracción burguesa que siempre
conservan un dejo clasista.

Y esto, más que por mala fe de los individuos, radica en el predominio de una
conciencia que, si bien aspira discursivamente a la ruptura de todas las
servidumbres, está aún encadenada por inveteradas alienaciones del pasado.
Advertía, asimismo, que los partidos políticos, incluso los revolucionarios, no eran
iglesias ni menos capillas, sino instrumentos de las fuerzas sociales para
representar sus intereses, y, en nuestro caso, para bregar por la construcción de
una nueva sociedad. Pero, en muchas circunstancias, era inevitable que estos
instrumentos se desgastasen, entraran en crisis insanables y ya no sirvieran a los
fines para los que fueron crearon. Yo, que profesaba un fideísmo “pentecostal”
hacia el Partido, consideré que tales apreciaciones eran más bien genéricas, sin
imaginar que más tarde iba a abandonar sus filas por estimar que este
“instrumento” ya no daba cuenta de los ideales emancipadores del socialismo.

Todas las semanas, durante cerca del año y medio en que estuvo encarcelado,
visité a don Cloro hasta que fue puesto en libertad tras del triunfo de las fuerzas
democráticas en el plebiscito del 5 de octubre de 1988. Fueron largas jornadas
de conversaciones compartidas con otros visitantes o, simplemente, a solas, en
que más que intercambiar puntos de vistas yo acudía a absorber sus impresiones
sobre la realidad, sus ideas doctrinarias de fondo, su mirada del mundo, sus
expectativas del socialismo y sus atisbos del devenir de la humanidad. Debo
confesar que cuando salió en libertad junto a la alegría que significaba este
hecho también me embargó cierta nostalgia al comprender que ya no
volveríamos a tener los mismos encuentros.

Su trato con todo el mundo era deferente y respetuoso, y aunque era amable en
la conversación, no entraba en familiaridades con los visitantes lo que significaba
que tampoco éstos entrasen en los asuntos de su intimidad. Nunca se refirió en
términos ofensivos o agraviantes contra nadie y, lo más áspero que le escuché
de un tercero fue el juicio negativo sobre un antiguo dirigente que había
realizado trabajo fraccional en el Partido, el cual derivó en la salida del llamado
sector “Comandante”. En esa ocasión, se limitó a calificar al dirigente con el
extravagante apelativo de “incordio”.

Era un hombre de un solo temperamento, pero no se podría afirmar que no


tuviese debilidades. Pretender lo contrario para canonizar su figura sería caer en
un panegírico que el mismo desdeñaría. A esas alturas de la vida no se inmutaba
ni alteraba por nada, salvo en cierta ocasión que un militante le llevó como gran
cosa un pasquín titulado Topaze, donde habitualmente se presentaban
caricaturas de los políticos. Dicho militante, abrió las páginas de la historieta y le
mostró un sarcástico dibujo de su persona, pensando que lo tomaría con el
humor que merecía.
“Mire don Cloro, aquí aparece Ud., bien dibujado”, le decía. El aludido contempló
el boceto, que exageraba de forma grotesca ciertos rasgos de su rostro y, si bien,
lo desfiguraba con premeditación y alevosía, era perfectamente reconocible. El
afectado, no dijo nada mientras el visitante parloteaba y hacía escarnio con sus
risotadas del dibujo en cuestión: “Don Cloro, Ud. sale igualito aquí… je, je, je…”.
Almeyda demudó su rostro, en el cual no podía ocultar una visible irritación
interior, de la cual el audaz visitante parecía no enterarse de la molestia del
ofendido por el dibujo. Mirado este hecho a la distancia me pregunto, ¿por qué
don Cloro, reputado como uno de los grandes intelectuales de la izquierda
latinoamericana no racionalizó la trivialidad del momento, molestándose, en
cambio, por una caricatura burlesca, pero, al fin, una simple caricatura?

Caricatura de don Cloro fumando hecha por CIXTER, “Las Noticias de Última Hora”, 29 de
septiembre de 1972, p. 5.

Entre los asiduos visitantes a Capuchinos, estaba Clotario Blest, quien por lo
demás visitaba a todos los presos políticos, pero con Clodomiro tenían una
amistad de décadas ya que él, siendo ministro del Trabajo de Ibáñez, había
contribuido a la fundación de la CUT en 1953. Recuerdo que, en una ocasión,
Almeyda estaba reunido con importantes comisionados internacionales que
trataban su situación al más alto nivel.

En esos momentos llegó don Clotario con su inconfundible overol proletario, su


jockey negro y su respetable barba blanca, e interrumpió la solemne reunión
para darle su solidaridad al prisionero. Entre los presentes que aguardábamos
que se desocupara el detenido, estaban los compañeros Antonio Cortez Terzi y
Guaraní Pereda. Antonio preguntó al grupo qué se necesitaba para irrumpir así
una importante cita, a lo cual Guaraní respondió socarronamente: “se necesita
tener una barba larga y blanca”, aludiendo a la venerable figura del patriarca de
la clase trabajadora chilena.

En los funerales apoteósicos de “don Clota”, en 1990, el cortejo que partió de la


Iglesia de San Francisco en la Alameda hacia el Cementerio General, confundido
entre el público y en forma anónima estaba el ex Canciller. Al divisarlo, me
acerqué a él e hicimos todo el trayecto intercambiando opiniones sobre lo que
sucedía en el país, la situación partidaria y la vida en general. Así, atravesamos
por el centro de Santiago, luego, Avenida La Paz, hasta llegar a la plazoleta del
panteón donde comenzaban las interminables peroraciones que, después de
varias horas, los panteoneros agotados por la espera solicitaron dejar en paz al
difunto…

II

Durante su permanencia en el presidio Almeyda enfrentó la acusación de la


dictadura de transgredir el artículo octavo de la Constitución que prohibía adherir
a la doctrina marxista. Se constituyó así un tribunal con atribuciones
inquisitoriales para sancionar ejemplarmente la supuesta conducta delictiva del
acusado. El juicio era, en el fondo, una vulgar farsa porque se fundaba en la
ficción de que los magistrados tenían prerrogativas para prohibir la libertad de
pensar de Almeyda o de cualquier otro ciudadano que por sus ideas fuera
calificado de enemigo de la dictadura.

La comparecencia de Almeyda, esperada con ansiedad por la civilidad, se realizó


el 31 de octubre de 1987 y fue transmitida en vivo por algunas radios opositoras.
El imputado, que era centro de la atención mundial, aprovechó la ocasión para
denunciar ante la opinión pública nacional e internacional y ante las propias
barbas de los sátrapas del régimen la insania de la tiranía que, tras una
mascarada de legalidad, perpetraba los más aberrantes crímenes de lesa
humanidad y de lesa patria. De este modo, se transformó de acusado en
acusador.

Todas las semanas, durante cerca del año y medio en que estuvo
encarcelado, visité a don Cloro hasta que fue puesto en libertad tras del
triunfo de las fuerzas democráticas en el plebiscito del 5 de octubre de
1988.

Comenzó su alegato manifestando que las disposiciones de la Constitución, en


especial el artículo 8°, restringía el libre ejercicio de los derechos humanos,
cívicos y políticos, e institucionalizaba la expropiación de la soberanía popular,
que es “la única fuente legítima del poder público capaz de generar el deber
moral de la obediencia” y fundamento imprescindible de todo Estado de
Derecho.

Recalcó la ilegitimidad de la dictadura y la forma demencial con que implantaba


sus desvaríos arbitrarios: “No voy sólo a defenderme de las acusaciones
contenidas en el requerimiento gubernativo, sino también a dar un testimonio
ante la opinión pública chilena y extranjera de los extremos a que se está
llegando en Chile, en el propósito de institucionalizar un régimen liberticida bajo
apariencias democráticas, y un testimonio además, de la forma como se
persigue a los disidentes, a los que luchan y a los que se rebelan frente a un
sistema constitucional ilegítimo, a mi juicio, en su origen y su gestión, y que sólo
se sustenta, fundamentalmente, en la violencia institucionalizada, monopolizada
y cristalizada en las Fuerzas Armadas”. (1)

En lo estrictamente jurídico, subrayó que el artículo 8° transgredía en su esencia


la Declaración Universal de los Derechos Humanos y otros convenios
internacionales subscritos por el Estado chileno, conculcando el derecho a la
libertad de pensamiento y de conciencia, garantizado por todos los cuerpos
legales vigentes en el país, incluyendo la propia Constitución de la tiranía.

Respecto a la acusación del delito de sustentar doctrinas marxistas, esta


comprendía tres acápites: 1° Que al propagar estas doctrinas propugnaba la
violencia y hacía “apología del terrorismo”; 2° Que propiciaba una concepción
totalitaria del Estado y de la sociedad; y, 3° Que promovía la lucha de clases. El
primero de estos cargos que se le imputaban los refutó contundentemente
señalando que se basaban en declaraciones a la prensa sacadas mañosamente
de contexto y en citas truncas que no podían ser pruebas serias de un delito.

Pero Almeyda no se quedó en esta simple impugnación, sino que encaró el


fenómeno de la violencia indicando que ella tiene causas y éstas pueden y
deben ser explicadas. Negaba que el marxismo fuera una doctrina violentista,
pero no descartaba que, como todas las teorías políticas clásicas y
contemporáneas, asumiera la legitimidad de la violencia en determinadas
circunstancias.

En este contexto recordaba la doctrina católica del derecho a rebelión y las


condiciones del uso de la violencia por parte de los pueblos para recuperar su
libertad negada: “Yo no sostengo como persona una doctrina que propugne la
violencia. A lo más intento o trato de explicarla en sus orígenes, porque existe y
debe tener orígenes, y trato de precisar el rol que desempeña en la vida social
y, además, la justifico en determinadas circunstancias, como una legítima
defensa del bien común y de los derechos humanos, cuando son amenazados
o desconocidos por un régimen tiránico, liberticida y prolongado, que impide
que por otro medio pueda ponérsele término y siempre que no ocasione
mayores males que los que conlleva el régimen que se quiere deponer”. (2)

La reducción del marxismo a una doctrina que propugna la violencia era para
Almeyda una forma caricaturesca y tergiversada de comprender esta compleja
y variopinta “concepción del mundo”, exponiendo, a grandes rasgos, algunas
nociones básicas de la teoría marxista de la violencia: “El marxismo es una teoría
social que, primero, rechaza la violencia como instrumento de solución de los
conflictos internacionales y sociales por los dolores y daños que produce.
Segundo, que el marxismo es una teoría social que intenta explicar la presencia
de la violencia en las sociedades, por la persistencia de antagonismos sociales y
nacionales que condicionan su emergencia, debiéndose en consecuencia luchar
hasta que desaparezcan esas condiciones para erradicar de esta manera la
violencia de la historia. Tercero, que considera lícito, sin embargo, el uso de la
violencia revolucionaria como expresión del derecho de legítima defensa en el
campo de los conflictos sociales interiores, así como ese mismo principio es
válido para legitimar las guerras defensivas entre naciones, según el Derecho
Internacional”. (3)

Entre los asiduos visitantes a Capuchinos, estaba Clotario Blest, quien por
lo demás visitaba a todos los presos políticos, pero con Clodomiro tenían
una amistad de décadas ya que él, siendo ministro del Trabajo de Ibáñez,

Respecto a la acusación del carácter totalitario atribuido al marxismo, Almeyda


lo discutía señalando que la doctrina marxista del socialismo es esencialmente
contraria al totalitarismo ya que aspira al establecimiento creciente de la
soberanía de la sociedad civil hasta lograr la extinción del Estado. De igual modo,
señalaba que su ideal de democracia ejercida directamente por los trabajadores
rechazaba conceptualmente el llamado “socialismo de Estado”, y sus
consiguientes deformaciones autoritarias y burocráticas.

Por otro lado, afirmaba que podían ser totalitarios, y de hecho lo eran, algunos
regímenes donde imperaba el liberalismo a ultranza negando el desarrollo
democrático: “Totalitaria puede llegar a ser una sociedad económicamente
liberal, en la que la libre competencia concentra el poder económico y político
y mediante ellos controle los medios de comunicación y por tanto moldee de
acuerdo a sus intereses las ideas y valores que inspiren a la sociedad. Un papel
como el que desempeña el complejo financiero, industrial-militar en los Estados
Unidos, que sin darse cuenta es uno de los países más totalitarios del planeta”.
(4)

Por último, ante la acusación de que el marxismo promovía la lucha entre las
clases, el ex Canciller argumentaba que, en el pensamiento marxista, la tesis de
la lucha de clases estaba inextricablemente unida al postulado de la supresión
de la sociedad de clases que, en otros términos, significaba el fin de la
explotación del hombre por el hombre: “La doctrina marxista no propugna ni se
funda en la lucha de clases. Lo que propugna, es decir, su fin, es precisamente
lo contrario: el establecimiento de una sociedad sin clases y en la que no exista
por lo tanto lucha entre ellas.

Lejos de hacer una apología de la lucha de clases, el marxismo se empeña por


contribuir a su erradicación de la sociedad, a fin de alcanzar mediante la
abolición de las clases un nivel más alto de armonía social”. En esa perspectiva,
Almeyda explicaba que el marxismo reconoce la necesidad de “encauzar,
organizar, hacer consciente y dirigir las luchas de clases” con miras a la
construcción de una sociedad sin clases, evitando así que esas luchas se
desarrollen en un plano primario y destructivo produciendo efectos entrópicos
en la sociedad sin apuntar a la superación de la raíz de la conflictividad social,
principal fuente de las injusticias. (5)

Comprendiendo su ineluctable proscripción, en los párrafos finales de su alegato


Almeyda reivindicó su honra difamada por imputaciones arteras, sin dejar de
enrostrarles a sus acusadores la farsa que significaba ante el Derecho y la Razón
todo el proceso: “¡Cómo se va a tomar en serio este juicio en que se quiere
proscribir a un ciudadano por violentista y apologista del terrorismo, por quienes
en poder que tienen es producto del ejercicio de la violencia ilegítima y que han
ejercido sin escrúpulos durante 14 años, ante el mundo estupefacto, que no
puede entender que quienes bombardearon La Moneda para deponer al
Presidente constitucional dictan ahora cátedra sobre lo que es y debe ser una
conducta pacífica, democrática y legalista!...

¡Cómo no va a ser absurdo que el régimen que más poder ha concentrado en la


historia de Chile y se empeña en prolongarse o “proyectarse” a través de la
puesta en práctica de una Constitución que institucionaliza esta concentración
del poder, de una autocracia, quiera proscribir de la vida política a un hombre
cuya vida ha estado y está consagrada a recuperar, desarrollar y profundizar la
democracia en nuestra patria!... ¡Cómo no va a ser un contrasentido que el
régimen que más ha contribuido a escindir el cuerpo político y moral de Chile,
en dos Chiles, el Chile de los pobres y el Chile de los ricos, llevando hasta el
extremo la conflictividad en el seno de la sociedad, acuse a un ciudadano para
proscribirlo de la vida política, a un chileno cuya actividad está signada, sí
señores, por buscar la paz a través de la realización de la justicia, sí, repito, la paz
a través de la realización de la justicia!”. (6)

Durante su permanencia en el presidio Almeyda enfrentó la acusación de


la dictadura de transgredir el artículo octavo de la Constitución que
prohibía adherir a la doctrina marxista. Se constituyó así un tribunal con
atribuciones inquisitoriales para sancionar ejemplarmente la supuesta
conducta delictiva del acusado.

El 21 de diciembre de 1987 el Tribunal Constitucional sentenció a Almeyda a diez


años de pérdida de sus derechos cívicos. La condena no fue una sorpresa
porque no se podía esperar otra decisión de los jueces rastreros del régimen. Sin
embargo, la dictadura al buscar irracionalmente un “chivo expiatorio” en la
persona de Almeyda como ejemplo de lo que no se debía hacer, produjo una
inesperada ola de solidaridad nacional e internacional que venía no sólo a darle
un espaldarazo al acusado, sino a fortalecer la lucha antidictatorial y a validar la
legitimidad del socialismo dentro de la oposición. Almeyda se convirtió así en un
símbolo de las profundas aspiraciones democráticas del país, de la inteligencia
crítica que, sin temor, se había atrevido a rebelarse contra el régimen abyecto
representándole a sus adláteres sus irracionalidades e infamias, a la vez que
reivindicando los ideales y valores éticos que daban sentido a su lucha por la
liberación de nuestro pueblo.

Foto en colores de don Cloro con fondo rojo, diario “La Época, 12 de mayo de 1996 (sin
registro de autor).

III

Poco antes del plebiscito vinieron a visitarlo unos camaradas de Chile Chico,
localidad sureña donde estuvo relegado y en la cual sorprendentemente había
trabajo partidario en los años dictatoriales, haciendo su estadía en ese paraje
más acogedora y familiar. Almeyda consultó cómo estaba la correlación de
fuerzas para la justa en las urnas, y uno de los camaradas le dijo que se ganaría
por lejos ya que se había hecho una buena campaña. El rostro de don Cloro se
iluminó con la buena noticia y sentenció: “Si ganamos en el Chile Chico, ganamos
en el Chile Grande”.

Después de su excarcelación –concedida por los tribunales luego de la derrota


del dictador el 5 de octubre–, tuve la oportunidad de escuchar muchas veces a
don Cloro en vivo, no sólo en las conversaciones personales, sino en
conferencias, cursillos, seminarios, mesas redondas y actos de masas,
incluyendo su emotiva alocución en los funerales de Salvador Allende.

Sin embargo, en ninguna de esas ocasiones su palabra nos caló tan hondo como
su discurso con motivo del 53º aniversario de la Juventud Socialista, realizado en
un teatro de la capital poco después de su salida de la cárcel, cuando por todos
lados asomaba un júbilo colectivo incontenible por el fin próximo del régimen
vesánico. El paisaje humano estaba cambiando junto con el clima político.
Almeyda no era un gran orador, pero en aquella velada su verbo fue memorable.
Su disertación revivía la tradición libertaria del “como decíamos ayer”, de Fray
Luis de León y Unamuno, retomando una cátedra proscrita, pero no acallada. En
pocos instantes concentró la atención absoluta de la concurrencia. Comenzó
indicando la promisoria etapa que se iniciaba para nuestro pueblo con el triunfo
en el plebiscito para dejar atrás la pesadilla de tantos años; no obstante, advertía
las trampas con que la dictadura dejaba amarrada fraudulentamente las
instituciones políticas y económicas para abortar el nacimiento de un genuino
sistema democrático.

Recordó a las víctimas de las persecuciones y de la represión, a quienes


inmolaron su vida por la justicia y la libertad, y se refirió al ejemplar sacrificio de
Salvador Allende. Más adelante, en un lenguaje sencillo, se explayó con
profundidad en las dramáticas circunstancias que rodean a la vida
contemporánea. Observaba que la revolución científico-técnica y la eficiencia
lograda en la producción habían creado –como nunca en la historia– una
inmensa riqueza y los medios materiales para satisfacer las necesidades de la
humanidad toda, pero que esas riquezas eran absurdamente derrochadas en los
países desarrollados por el consumo superfluo y una irracional industria
armamentista, condenando inmisericordemente a la miseria, la hambruna y al
atraso a las tres quintas partes de la población mundial.

En ese contexto, consideraba que el predominio del sistema capitalista no sólo


privaba a la mayoría de los pueblos de la tierra de los frutos comunes del trabajo
colectivo, sino que denigraba a la especie humana en su integridad, pues
mientras este orden inicuo condenaba a las mayorías oprimidas a la degradación
material y cultural, por otro lado, permitía la indolencia y degeneración moral de
las minorías opresoras que detentan el poder.

El 21 de diciembre de 1987 el Tribunal Constitucional sentenció a Almeyda


a diez años de pérdida de sus derechos cívicos. La condena no fue una
sorpresa porque no se podía esperar otra decisión de los jueces rastreros
del régimen. Sin embargo, la dictadura al buscar irracionalmente un “chivo
expiatorio” en la persona de Almeyda como ejemplo de lo que no se debía
hacer, produjo una inesperada ola de solidaridad nacional e internacional

Cuestionando el dogma de que el capitalismo basado en el afán de lucro era el


único sistema social exitoso para el progreso, explicó por qué el socialismo
constituye una opción por la causa de la humanidad: “El socialismo –apuntó en
uno de sus pasajes centrales–, no sólo no está obsoleto ni periclitado, como lo
pretenden los ideólogos del neoliberalismo de moda, sino que, al contrario, es
la única respuesta posible existente y creativa para resolver las grandes
contradicciones y sinrazones absurdas que abruman al hombre
contemporáneo…
El socialismo es la única respuesta a la expulsión del espíritu de la civilización
material engendrada por el capitalismo que carece de alma, de sentido, de
justificación... El socialismo le devuelve al hombre y a sus productos materiales
su razón de ser, insertando su quehacer en la gran empresa de realizar la Justicia
y alcanzar la verdadera Libertad, creando una sociedad en las que puedan
desplegarse, en provecho de todos, sus reales potencialidades, sobre la base
del uso conforme a la razón de los recursos de diversa índole que ha logrado
acumular la milenaria historia del trabajo humano…

La utopía socialista ya no es una utopía, sino una exigencia imperiosa de la


realidad. El socialismo es cada vez más actual y necesario a nivel mundial. La
subversión del orden establecido, la Revolución con mayúscula, está a la orden
del día, mal que les pese a los teorizadores del pragmatismo mediocre y
pedestre que quieren prolongar y reproducir un orden en que la Ciencia y la
Técnica están al servicio de la nada, mientras miles y millones de personas no
alcanzan a aprovecharse de sus frutos y viven en condiciones indignas e
inhumanas… Para hacer realidad el socialismo a escala planetaria –que es la
única escala donde puede evidenciar sus ricas virtualidades– es necesario
adquirir conciencia de que él mundo es uno solo, de que la lucha por la justicia
es una sola, sea donde sea el ámbito territorial en que se dé, y de que el
llamamiento de “Proletarios de todos los países uníos”, con que termina el
inmortal Manifiesto Comunista de Marx y Engels está hoy día más vigente que
nunca”. (7)

En síntesis, en breves minutos, en forma pedagógica, Almeyda expuso toda una


concepción del mundo. El silencio era asombroso, y el público seguía extasiado
con sus palabras. En buen chileno, “no volaba ni una mosca” en el teatro.
Posteriormente, consulté a varios compañeros, algunos modestos pobladores,
sobre la impresión del acto. Todos coincidían en la misma sensación: don Cloro
“se las había mandado”. Su discurso fue una verdadera clase magistral donde se
reveló como un maestro de juventudes y de toda persona que conservase un
espíritu juvenil, es decir, de rebeldía hacia la injusticia y a la irracionalidad del
orden imperante. Afortunadamente, el texto corre impreso, pero su lectura en
letras de molde no causará, seguramente, la misma emoción de quienes
escuchamos su palabra viva en esos apremiantes momentos históricos.

IV

A comienzos de la década de 1990 Almeyda encabezó junto a Jorge Arrate el


proceso de reunificación del socialismo chileno, pero instalado el gobierno de
Patricio Aylwin fue designado Embajador en la Unión Soviética para reestablecer
las relaciones diplomáticas y comerciales con ese país quebrantadas desde el
golpe de Estado. Aunque don Cloro tenía las dotes requeridas para cumplir esa
misión, en no pocos círculos se sospechó que el cargo no era sólo un “premio de
consuelo” –como son muchas de las designaciones diplomáticas–, sino que tras
ella se embozaba una perversa maniobra de ciertas autoridades para sacarlo de
la escena política nacional y de la dirección del Partido Socialista. Según Rafael
Otano, su presencia incomodaba en sus cálculos a las diversas tendencias del
socialismo y sus “grandes amigos” Camilo Escalona, Germán Correa y Ricardo
Solari, “se habían alejado elegantemente de él”. Su salida del país fue entonces
“una aplicación impecable del promoveatur ut amoveatur de la diplomacia
vaticana: promoverlo para sacarlo del medio”. (8)

Con todo, Almeyda estaba interesado en conocer en terreno la “Perestroika” y el


significado que ese proceso de rectificación tendría para el socialismo. Pese a
sus expectativas, asistió, en cambio, a la catastrófica “implosión” de la Unión
Soviética y fue testigo presencial de lo que el historiador británico Eric
Hobsbawm llamó el fin del “siglo corto”. Este acontecimiento lo comentó
lapidariamente en una frase: “Vi arriar en el Kremlin la bandera roja con la hoz y
el martillo”, según declaró en una entrevista a la periodista Florencia Varas. (9)

Después de su excarcelación –concedida por los tribunales luego de la


derrota del dictador el 5 de octubre–, tuve la oportunidad de escuchar
muchas veces a don Cloro en vivo, no sólo en las conversaciones
personales, sino en conferencias, cursillos, seminarios, mesas redondas y
actos de masas, incluyendo su emotiva alocución en los funerales de
Salvador Allende.

Almeyda reflexionó en diversos textos sobre lo que llamó el “colapso de los


socialismos reales”. En todos ellos, sin embargo, cuestionó que también
estuviese en crisis el marxismo como fuente del pensamiento crítico
contemporáneo y método de interpretación de la realidad que, en su opinión,
seguía constituyendo un punto de vista para situarse frente a la sociedad y al
mundo. Afirmaba que, como matriz teórica no sólo podía dar cuenta de las
contradicciones del capitalismo, sino que también explicar la crisis de los
llamados regímenes socialistas.

Desde esta perspectiva, esbozó una interpretación sobre los motivos que
malograron esta experiencia que había torcido el curso de la historia universal:
“El intento de construir una sociedad socialista a marchas forzadas, en una parte
del mundo, con un insuficiente desarrollo económico y cultural, aisladamente, y
en condiciones de un abierto antagonismo con los Estados más avanzados del
planeta, y sin que tampoco los valores socialistas hayan impregnado
mayoritariamente a la conciencia social, todo este complejo de circunstancias
tenía que conducir, necesariamente, a esas experiencias socialistas, a su
deformación primero y a su colapso después, a través de un proceso difícilmente
reversible…
Ante la magnitud de las dificultades que se interponían en la faena política
emprendida y que brotaban de la insuficiencia de las condiciones para la
emergencia y viabilidad de un socialismo maduro, se intentó suplir esas
carencias a través de una hipertrofia del aparato del Estado, al que se le asignó
la misión imposible de llevar a cabo simultáneamente las tareas incumplidas por
el capitalismo y, al mismo tiempo, la implantación de relaciones socialistas de
producción y de propiedad. Para lograr tan ambiciosos objetivos, junto con
generarse un Estado absorbente, centralizado y monopólico, hubo primero que
limitarse y, luego después, suprimirse los rasgos democráticos en el movimiento
social y en el campo político, terminando finalmente por instalarse y
consolidarse un cerrado e impermeable autoritarismo represivo, vuelto de
espaldas al resto del mundo y encerrado en sí mismo”. (10)

La frustración de las experiencias del socialismo “real” llevaba a concluir a


nuestro autor que la empresa iniciada por los revolucionarios rusos en Octubre
de 1917, sólo podría haber sido exitosa si, por un lado, desde el punto de vista
político el proceso se hubiera desarrollado en la dirección del socialismo y la
democracia; es decir, complementado con el libre juego de las fuerzas
democráticas; y si, por otro lado, culturalmente, hubiese conquistado la
hegemonía ideológica en la conciencia mayoritaria de la población, logrando así
el respaldo popular para edificar un nuevo régimen.

Añadía que el éxito de la Revolución Bolchevique en un sentido socialista y


democrático dependía, también, de un eventual triunfo de las fuerzas
revolucionarias en los países capitalistas avanzados de Europa central o, a lo
menos, haberlos dispuestos para la cooperación con la Revolución Rusa en el
campo del comercio internacional, el crédito y las inversiones, lo cual, empero,
era casi imposible que ocurriese. Pese a las condiciones adversas, Almeyda
acotaba que las tareas acometidas por los revolucionarios bolcheviques en el
terreno económico fueron relativamente exitosas, recordando la Nueva Política
Económica (NEP) implementada entre 1921 y 1924, que significó un despliegue
de las fuerzas productivas internas en el marco de una planificación
macroeconómica flexible. Sin embargo, todos estos logros positivos, más tarde
o más temprano, chocarían con dificultades objetivas, unidos a errores subjetivos
derivados de la inmadurez voluntarista, repercutiendo gravemente en el
derrotero que adoptaba el régimen soviético.

Almeyda planteaba que el balance histórico de los socialismos reales no debía


hacerse en blanco o en negro, porque la realidad no es así. El fracaso del modelo
socialista autoritario no invalidaba las significativas conquistas en diversas áreas
de la vida social que avalaban, en ciertos aspectos, su función en el progreso
social. Respaldaba esta opinión mencionando los éxitos en la eliminación de la
extrema pobreza, los mayores niveles de igualdad y la elevación de los niveles
educacionales y culturales de la mayoría de la población. Agregaba sus
conquistas en las ciencias y en el desarrollo tecnológico, como la expansión de
algunas ramas de la economía. No obstante, reconocía que estos progresos
materiales no pudieron evitar un estancamiento en el desarrollo económico y
fueron insuficientes para competir con el capitalismo occidental, lo cual no era
un impedimento para reconocer sus positivos avances sociales.

A comienzos de la década de 1990 Almeyda encabezó junto a Jorge Arrate


el proceso de reunificación del socialismo chileno, pero instalado el
gobierno de Patricio Aylwin fue designado Embajador en la Unión
Soviética para reestablecer las relaciones diplomáticas y comerciales con
ese país quebrantadas desde el golpe de Estado.

Por otra parte, constataba que, a pesar de las similitudes de los socialismos
reales, también se debía considerar la diversidad de los ensayos, cada uno en su
mérito y especificidad. Ejemplificaba con el modelo chino, que significó la
transformación de esta nación tradicional en una verdadera superpotencia
económica. En suma, sostenía que todas estas tentativas, con sus carencias y
deformaciones, aventajaron en muchos aspectos al modelo neoliberal,
idealizado por las fuerzas conservadoras. (11)

Durante el período de su misión en Moscú ocurrió el bullado affaire Honecker,


en el cual el ex hombre fuerte de la desaparecida RDA, aquejado de una
enfermedad terminal, ingresó a la casa del Embajador pidiendo asilo en nuestro
país. Las autoridades chilenas negaron el asilo y sólo aceptaron la calidad de
“huésped” temporal a quien había otorgado incondicionalmente refugio a
cientos de chilenos perseguidos por los esbirros de Pinochet. Había abundantes
y consistentes fundamentos jurídicos, políticos y humanitarios para conceder el
asilo a Honecker –conocidos de sobra por los “doctores de la ley” de la
Concertación–, pero el Gobierno de Aylwin, en un acto típico de servilismo y
cobardía moral, terminó expulsándolo de la Legación chilena para ser juzgado
en la Alemania unificada. Con esa decisión pusilánime y aleve, las autoridades
concertacionistas adoptaban una actitud reñida con toda la tradición republicana
que hacía de nuestro país un “asilo contra la opresión” y un refugio para los
perseguidos políticos; y Honecker era entonces, para bien o para mal, un
perseguido político (12).

Mientras el ex líder germano oriental estaba de “huésped” en la sede chilena en


Moscú, Almeyda se encontraba en Santiago y, bajo la eufemística figura de que
estaba “en consulta”, fue retenido para impedir que retomara su cargo. En esos
intríngulis, cuando toda la prensa de derecha, los lacayos de la dictadura y no
pocos dirigentes advenedizos de la Concertación responsabilizaban
rabiosamente a Almeyda de estar detrás del affaire, me encontré con él a la
salida del Correo Central.
Lo saludé afectuosamente y le manifesté mi solidaridad por el escarnio que
hacía la ralea de oportunistas de su persona. Trató de minimizar el acoso que
vivía y, tomando una perspectiva más política, señaló que la situación de
Honecker podía prolongarse por años, recordando el caso de Haya de la Torre
quien estuvo cinco años refugiado en la Embajada de Colombia en Lima.
Lamentablemente, con la expulsión de Honecker, el Gobierno chileno, cediendo
a las presiones de una potencia extranjera, sentó un precedente internacional
que más tarde adoptaría, de manera similar, el Gobierno de Ecuador con la
también cobarde expulsión de Julian Assange refugiado en su Embajada en
Londres. Poco tiempo después, Almeyda fue desplazado de su puesto
diplomático, que no era sino una manera sinuosa de tomar represalias y
desautorizar la licitud de sus principios.

Despojado de todo cargo político, Almeyda sentó sus reales en una institución
cultural llamada “Casa Canadá”, en el barrio Bellavista de Santiago. Ahí trasladó
su inmensa biblioteca con el fin de crear una instancia de reflexión intelectual y
debate ideológico. Ocasionalmente lo visitaba en ese espacio para conversar y
conocer sus proyectos. Desde ahí levantó su candidatura a la presidencia de su
colectividad con una propuesta titulada “El Partido Socialista como yo lo quiero”,
que buscaba enmendar el rumbo conservador que estaba tomando su dirección
partidaria reivindicando a los principios doctrinarios del socialismo y asumiendo
los nuevos desafíos políticos. (13)

Para sorpresa de muchos que lo apoyamos, su postulación fue derrotada por


sectores desgajados del antiguo “almeydismo” quienes, arguyendo una
renovación partidaria, le daban la espalda al viejo líder. En esa institución don
Cloro fue uno de los promotores de los actos del centenario del pensador
marxista peruano José Carlos Mariátegui en 1994, toda vez que él mismo había
sido el primer editor en Chile de los Siete ensayos de interpretación de la realidad
peruana. Su clase magistral en el acto de clausura de estos homenajes está
recogida en un folleto. (14) Estando en esa misma institución, al año siguiente, se
sumó a los homenajes por el centenario de la muerte de José Martí, acreditando,
nuevamente, su incansable vocación latinoamericanista.

En general, Almeyda fue prudente en sus opiniones sobre los gobiernos de la


Concertación que le tocó vivir, honrando los compromisos partidarios con la
coalición. Sin embargo, dejó varios artículos de prensa críticos a la política
oficialista que adoptaba sin ningún pudor el modelo neoliberal y se acoplaba a
los intereses de los grandes grupos económicos. En uno de ellos, formuló sin
rodeos su impresión negativa de la Administración de Eduardo Frei Ruiz Tagle
que, en la práctica, no difería en absoluto de un gobierno de la derecha
económica: “Un gobierno como este –escribía–, presidido por un ingeniero-
empresario, cuya primera actividad una vez instalado fue la de convocar a una
muestra del empresariado mundial para presentarse en sociedad, y que cuando
se trasladó en masa a incorporarse al Foro del Asia Pacífico fue acompañado por
decenas de hombres de negocios y ningún trabajador; un gobierno cuyos
ministros se pasean proclamando en cuanto torneo, exposición o convivencia
empresarial que hay en el país que su política es la de una modernización
productiva, dando de ésta una versión lo más inocua posible en su dimensión
social y transformadora, para no asustar a los anfitriones e inducirlos a invertir y
a apoyarlo políticamente; un gobierno que ahora se ufana destacando que su
principal éxito es la incorporación de Chile al Nafta, que en la imaginería popular
responde a la ecuación NAFTA igual Estados Unidos; igual capitalismo; igual
explotación; un gobierno que, last but not least, hasta en su política
discriminatoria frente a Cuba parece atenerse más a los consejos editoriales
de El Mercurio, máximo vocero empresarial, que al sentido común y al programa
de la Concertación; un gobierno que se muestra así, no puede ser percibido
desde el estado llano sino como un gobierno de los empresarios, que en la tosca
imagen popular es lo mismo que un gobierno de los ricos. Y los pobres que son
la inmensa mayoría del país, no pueden considerarlo, por tanto, como suyo y
sentirse identificado con él, en tanto lo definen –con mayor o menor razón–
como un gobierno controlado por quienes no comparten sus inquietudes ni
viven ni sienten las injusticias y privaciones que padecen”. (15)

Despojado de todo cargo político, Almeyda sentó sus reales en una


institución cultural llamada “Casa Canadá”, en el barrio Bellavista de
Santiago. Ahí trasladó su inmensa biblioteca con el fin de crear una
instancia de reflexión intelectual y debate ideológico. Ocasionalmente lo
visitaba en ese espacio para conversar y conocer sus proyectos.

En su artículo Almeyda advertía la necesidad de contener la tendencia perversa


de la captura del gobierno por el empresariado, que ya estaba en un proceso
creciente de alianza y compenetración con las autoridades concertacionistas a
quienes –cuando cesaban en sus cargos–, cooptaban con puestos en los
directorios de sus empresas para comprometerlos con sus prebendas. Se
producía, así, la puerta giratoria entre empresas privadas y cargos
gubernamentales o parlamentarios que, en la práctica, permitía a los
empresarios “comprar” a los políticos dispuestos a “venderse” para defender sus
intereses. Por otro lado, para nuestro autor no bastaba que el gobierno exhibiera
los guarismos del crecimiento macroeconómico, o índices de que el país crecía
o de que la pobreza disminuía por la aplicación de las políticas neoliberales sino
de que se definiera en qué lado del espectro social se ubicaba y cuáles intereses
de la sociedad civil estaba dispuesto a representar: “Se trata de algo más serio:
sustituir la imagen de un gobierno de los empresarios por la de un gobierno de
la gente, avalado por los hechos y, sobre todo, por estilos y formas que así lo
demuestren, por más que ellos afecten y molesten a más de alguien. No se
puede dejar satisfechos a todos y siempre hay que tener presente el viejo y
bíblico refrán: La mujer del César no sólo debe ser honesta, sino también
parecerlo”. (16)

Don Cloro sentado con la mano levantada, periódico “UyL”, abril-mayo de 1990, (fotografía
de Jaime Muñoz).

Esta observación no fue episódica, sino que estuvo presente en nuestro autor
hasta el final de sus días. En uno de sus últimos artículos reconoció
categóricamente que las políticas económicas de la Concertación
habían fracasado en el terreno de la distribución. A diferencia de lo que llamaba
la “izquierda populista”, que profería una crítica abstracta y de bulto a todo el
manejo de la economía, Almeyda hacía los distingos necesarios de todo análisis
riguroso. Rescataba el control de las “variantes macroeconómicas”,
especialmente, de la mantención del valor de la moneda que posibilitaba la
estabilidad y el crecimiento económico que eran, a su juicio, condiciones
necesarias, aunque no suficientes para una política redistributiva eficaz.

No obstante, consideraba que el fracaso de las políticas redistributivas de la


Concertación residía en la definición adoptada por los responsables de la política
económica quienes se habían inclinado pérfidamente en favor de los grandes
intereses particulares, en lugar de haber defendido las demandas de las grandes
mayorías de la población. Almeyda estimaba que el predominio
incontrarrestable de los grandes grupos privados en la economía nacional,
contando con la obsecuencia de las autoridades, barrenaba el proceso de
democratización de nuestra sociedad reivindicando la función correctora,
reguladora y planificadora del Estado como entidad garante del interés público:
“Hay que cuestionar la orientación de las actividades productivas, el destino de
los excedentes económicos en acelerado crecimiento, hay que plantear que
ellos se apliquen a satisfacer las necesidades populares y a generar las
mercaderías para ello, en vez de destinarse a calmar las apetencias de un
mercado que refleje el poder de compra de los sectores de altas rentas, víctimas
de un consumo desenfrenado.

Consumismo que brota espontáneamente de una sociedad de matriz


individualista, basada en el lucro y en la apología del egoísmo… Una crítica a la
pauta distributiva del excedente económico supone cuestionar los parámetros
de una economía capitalista de mercado, reponiendo una adecuada asignación
de responsabilidades al Estado y demás poderes públicos en tanto sean
representantes de las grandes mayorías nacionales y promotores del bien
común de toda la sociedad. Lo que significa también reponer la significación del
plan como instrumento privilegiado para encaminar la economía hacia
finalidades socialmente deseables, insertando para ello al mercado y a la
empresa privada en un contexto general signado por la primacía de los valores
de uso, que emergen de la condición humana”. (17)

Almeyda tuvo, asimismo, gestos significativos que acusaban su disconformidad


con el rumbo de la “transición”, como sumarse al “Foro por la Democracia”,
instancia convocada por Manuel Cabieses para exigir un cambio de la
Constitución de Pinochet y Jaime Guzmán. Con esta demanda se habían
comprometido todos los partidos opositores a la dictadura, pero una vez
asumidos los gobiernos civiles rápidamente fue echada al olvido. El Foro
sesionaba en la oficina de la revista Punto Final, a la entrada de la calle San Diego,
donde participaban unas doce o quince personas, entre ellas, el propio Cabieses
y su hija Francisca, periodista como su padre, Hernán Soto, subdirector de la
publicación, la jurista Graciela Álvarez, la actriz Shenda Román, la activista Coral
Pey, el ex Senador Ramón Silva Ulloa, el historiador Luis Vitale, el ex preso
político y cristiano por la liberación, Raúl Reyes, algunas compañeras de las
agrupaciones de víctimas de la represión y, marginalmente, otros más y quien
esto escribe, sin ningún pergamino relevante.

En general, Almeyda fue prudente en sus opiniones sobre los gobiernos de


la Concertación que le tocó vivir, honrando los compromisos partidarios
con la coalición. Sin embargo, dejó varios artículos de prensa críticos a la
política oficialista que adoptaba sin ningún pudor el modelo neoliberal y
se acoplaba a los intereses de los grandes grupos económicos. En uno de
ellos, formuló sin rodeos su impresión negativa de la Administración de
Eduardo Frei Ruiz Tagle que, en la práctica, no difería en absoluto de un
gobierno de la derecha económica.

Esta iniciativa no contó con el respaldo oficial del Partido Socialista; antes bien,
muchas de sus autoridades que estaban comprometidas con un proceso de
“renovación” buscaban desembarazarse de la matriz transformadora del
socialismo chileno para convertirlo en una entidad tecnocrática y administradora
del modelo. Más aún, gran parte de sus dirigentes mostraron una aquiescencia
cómplice con la institucionalidad dictatorial y el continuismo neoliberal, hasta el
punto de que uno de ellos llegó a afirmar –varios años después de la
desaparición de don Cloro– que quienes se empeñaban tozudamente al cambio
de la Constitución (entre los que siempre me he incluido) eran unos “fumadores
de opio”.

La radicalidad de Almeyda estaba muy lejos de esta domesticación ideológica y


del pragmatismo político de muchos de sus camaradas, sustentando siempre
posiciones avanzadas y tratando de ser consecuente con el ideario
revolucionario que había abrazado desde su juventud. Asimismo, procuraba
comprender el devenir social a partir de la concepción dialéctica de la historia;
vale decir, considerando los múltiples escenarios políticos probables sin
conformarse, por un realismo mal entendido, con el existente como el único
posible. Esta posición, claramente acomodaticia y conservadora, estaba reñida
con la rebeldía del acervo socialista y terminaba validando la perpetuación del
orden establecido. Por el contrario, todo su quehacer político tenía como
horizonte el socialismo, comprendido como un estadio superior de convivencia
colectiva que no adviene de golpe, sino que es resultado de aproximaciones
sucesivas y parciales, pero nunca definitivas.

No creía en utopías quiméricas que estaban fuera de la historia, sino en un


proceso en que la humanidad marcha incesante y progresivamente en la
emancipación de todas las esclavitudes sociales, económicas y culturales para
ir conquistando su propia condición humana y desarrollando sus infinitas
virtualidades. Por ello no se cansaba de repetir aquella tesis capital del
pensamiento crítico contemporáneo formulada por el joven Marx de que no
basta con interpretar el mundo, sino que es preciso transformarlo.

VI

Don Cloro fue un actor fundamental de la historia política chilena durante medio
siglo: intelectual orgánico del socialismo vernáculo; teórico del marxismo
latinoamericano; Ministro del Trabajo durante el segundo gobierno de Ibáñez;
diputado en representación del P. S. a comienzos de los años 60 y agudo crítico
del “Gobierno de los Gerentes”; académico y director de la Escuela de Ciencias
Políticas de la Universidad de Chile y, en sus días postreros, de la Escuela de
Sociología de la misma Casa de Estudios; miembro de la Organización
Latinoamericana de Solidaridad (OLAS); Canciller del Gobierno de Salvador
Allende y artífice de su política exterior; Vicepresidente de la República;
prisionero político y proscrito por la tiranía; líder máximo del socialismo chileno
y pieza clave en la recomposición de las fuerzas de izquierda durante la
inacabada reconstrucción democrática. Su legado intelectual también merece
un reconocimiento como autor de múltiples libros, folletos y documentos, a los
que se unen cientos de artículos en periódicos como Las Noticias de Última
Hora, Espartaco, Arauco, Cuadernos de Orientación Socialista, Araucaria de
Chile, Unidad y Lucha, Nueva Sociedad y Encuentro XXI, entre otros.

Con motivo del centenario del nacimiento de Clodomiro Almeyda, en el contexto


del medio siglo del fin dramático del Gobierno de la Unidad Popular y de la
tragedia que sobrevino al pueblo chileno en los años siguientes, creemos que
es un imperativo ético e intelectual, por parte de quienes compartimos su
ideario, recuperar la memoria de esta figura imprescindible de nuestra historia.
Su legado doctrinario, político y, ante todo, humanista se proyecta “después de
vivir un siglo”, vigente y revitalizado en las nuevas jornadas de rebeldía para
edificar un sistema social más justo y más digno del ser humano.

Don Cloro junto a los presidentes Juan Velasco Alvarado y Salvador Allende en el Palacio
Pizarro en Lima, en visita oficial a Perú realizada en septiembre de 1971, (Biblioteca del
Congreso Nacional).
Referencias

La mayoría de estos textos se pueden consultar en la Biblioteca Digital


“Clodomiro Almeyda”, Portal del Socialismo Chileno (www.socialismo-
chileno.org). Agradecemos a su curador, Pepe Balaguer, por las facilidades
para acceder a estas publicaciones.

1) Clodomiro Almeyda M., El alegato de Almeyda ante el Tribunal Constitucional,


Santiago, Centro de Estudios Avance, 1987, p. 6.
2) Ibídem, pp. 13-14.
3) Ibídem, p. 16.
4) Ibídem, p. 18.
5) Ibídem, p. 19
6) Ibídem, pp. 22-23.
7) Clodomiro Almeyda M., El pueblo derrotará nuevamente a quienes representen
la continuidad del régimen (Discursos), Santiago, 1988, pp. 9-10.
8) Rafael Otano, Nueva crónica de la transición, Santiago, LOM Ediciones, 2006,
p. 302.
9) El Mercurio, 15 de febrero de 1998, p. D 14.
10) Clodomiro Almeyda M., “En el debate de los socialistas chilenos”, en Obras
Escogidas (1947-1992), Santiago, ediciones del Centro de Estudios Políticos
Latinoamericano Simón Bolívar, 1992, p. 359.
11) Ibídem, pp. 359 y ss.
12) Honecker fue juzgado y condenado en Alemania y verificada la gravedad de
su enfermedad fue dejado en libertad, terminado sus días en Chile en mayo de
1994.
13) Clodomiro Almeyda M., “El Partido Socialista como yo lo quiero”, en Obras
Escogidas (1947-1992), pp. 379-382.
14) Clodomiro Almeyda M., Mariátegui 100 Años, años (Homenaje al centenario
del nacimiento de José Carlos Mariátegui), Santiago, Centro Avance, 1994.
15) Clodomiro Almeyda M., “¿Gobierno de empresarios?”, La Época, 19 de
diciembre de 1994, p. 8.
16) Ibídem, p. 8.
17) Clodomiro Almeyda M., “Reflexiones en torno a una recuperación de las
izquierdas”, Encuentro XXI, Primavera de 1996, Año 2, N° 6, pp. 80-81.

* Marcelo Alvarado Meléndez es investigador y


escritor, autor de los libros Manuel Astica. El
revolucionario utópico (2015) y Alfredo Lagarrigue.
Un positivista precursor de la vía chilena al
socialismo (2022).

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