Smith Hume Simpatía

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ESTUDIOS, NOTAS, TEXTOS Y COMENTARIOS

DAVID HUME Y ADAM SMITH:


SEMEJANZAS Y DIFERENCIAS EN TORNO A LA SIMPATÍA

BELÉN ALTUNA
Universidad del País Vasco (UPV-EHU)

RESUMEN: El artículo presenta y contrasta el papel central de la simpatía en las teorías morales de
Hume y Smith a lo largo de cinco puntos: 1) la simpatía como «fuente principal de las distinciones
morales» y como contrapunto al egoísmo, 2) el papel auxiliar de la razón, 3) el mecanismo imaginativo
que sustenta la simpatía, 4) el sesgo de parcialidad que la caracteriza y, por ello mismo, 5) la necesi-
dad de corrección reconocida por Hume con «el punto de vista estable y general» y por Smith con «el
espectador imparcial». Por último, revisa la noción de «simpatía» de ambos autores a la luz de algu-
nas aportaciones psicológicas contemporáneas en torno a la «empatía», valorando la contribución de
Smith como gran teórico de la adopción de perspectiva imaginativa en todas sus variantes.
PALABRAS CLAVE: empatía; adopción de perspectiva; espectador imparcial; sentimentalismo moral;
David Hume; Adam Smith.

David Hume and Adam Smith: similarities and differences about sympathy
ABSTRACT: This article presents and contrasts the central role of sympathy in the moral theories
of Hume and Smith through five points: 1) the sympathy as the «main source of moral distinctions”
and as a counterpoint to selfishness, 2) the auxiliary role of reason, 3) the imaginative mechanism of
sympathy, 4) the bias to the partiality that characterizes this mechanism and, therefore, 5) the need
for correction recognized by Hume with the «steady and general point of view», and by Smith with the
«impartial spectator». Finally, the text reviews the notion of sympathy used by both authors following
some contemporary psychological contributions about «empathy», and evaluating the contribution of
Smith as the great theorist of the imaginative perspective-taking in all its variants.
KEY WORDS: Empathy; Perspective-Taking; Impartial Spectator; Moral Sentimentalism; David Hume;
Adam Smith.

Reconozco que yo hice el camino al revés. Primero leí a los contemporáneos, a


algunos filósofos y, especialmente, a los científicos: es tan abundante y entusiasta
la investigación actual en torno a la empatía por parte de psicólogos cognitivos
y evolutivos, psicólogos sociales, neurocientíficos, primatólogos, teóricos de la
mente… Por supuesto, sabía que sus precursores, los ilustrados escoceses Hume y
Smith, habían teorizado sobre la simpatía (un término equivalente, aunque mucho
más antiguo que empatía, pues éste no empezó a usarse hasta principios del siglo
XX y se generalizó a mediados). Pero no los había estudiado a fondo. Cuando un
día por fin me puse a ello, me di cuenta una vez más de la grandeza de los clásicos:
muchas de las observaciones de los contemporáneos ya estaban allí, sin necesidad
de complejas investigaciones empíricas, y a menudo mejor expuestas e hilvanadas,
más sistematizadas.
No voy a defender aquí que Hume y/o Smith acertaran de pleno en su visión
de la naturaleza humana o del aspecto moral de la naturaleza humana. En este

© PENSAMIENTO, ISSN 0031-4749 PENSAMIENTO, vol. 77 (2021), núm. 294, pp. 381-399
doi: 10.14422/pen.v77.i294.y2021.009
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asunto nunca tendremos la tranquila complacencia que proporcionan las leyes de


la física; lo que tendremos son mejores o peores aproximaciones, explicaciones
que casan mejor o peor con todos los datos empíricos de los que disponemos y
con nuestras intuiciones, conocimiento y experiencia. Sí que creo que las teorías
morales de Hume y de Smith están entre las más sugerentes o convincentes, y que
encajan en muchos aspectos con las investigaciones científicas a las que he aludido
al principio1.
¿Cuál es esa naturaleza humana que retratan ambos ilustrados? Ciertamente no
la que presentó en 1714 Bernard Mandeville con La fábula de las abejas, reavivando
la polémica hobbesiana, al postular una vez más que detrás de nuestros actos,
incluidos los de apariencia más benévola o generosa, no late sino el interés propio,
el egoísmo, y añadiendo además que tampoco habría de importarnos, puesto que
sus consecuencias sociales son en conjunto beneficiosas. Pronto le respondería
Francis Hutcheson (1694-1746) (Una investigación sobre el origen de nuestra idea de
la virtud, 1725; Ilustraciones del sentido moral, 1728; ambas en Hutcheson, 1999), el
fundador de la que fue conocida como la Escuela escocesa de filosofía moral, quien
ejerció una notable influencia en sus representantes más ilustres: Hume (1711-
1776), autor precoz del monumental Tratado de la naturaleza humana (en adelante
Tr; 1739-1740) y del más breve Investigaciones sobre los principios de la moral (en
adelante In; 1751)2; y Adam Smith, doce años menor que el anterior (1723-1790),
autor de La teoría de los sentimientos morales (en adelante Te; 1759), eclipsada por
el éxito de su archiconocida La riqueza de las naciones (1776), el libro fundador del
liberalismo económico3.
Todos ellos seguirán la senda empirista de Locke: todo conocimiento proviene
de la experiencia4. Todo viene de los sentidos y ha de ser primero sentido. Por
supuesto, también la moral. Hutcheson hablaba de un «sentido moral» específico
que nos lleva a percibir el bien y el mal morales. Hume y Smith, en cambio, no creen
que sea una facultad diferente, separada de otras: nuestra capacidad de simpatía
ya explicaría, a juicio de ambos, el fenómeno moral. La moral es antes que nada
sentida, sí, una percepción de agrado o desagrado dependiendo del dolor o placer

1
  He trabajado muchos aspectos relacionados con la empatía, el rostro, la moral y la imagina-
ción, ya en el libro Una historia moral del rostro (Altuna, 2010) y en varios estudios más recientes
(Altuna, 2018a y 2018b).
2
  Aunque las Investigaciones se presentan como un resumen y una reformulación de la parte
moral del Tratado, hay diferencias significativas entre ambas. Véase la nota nº 9.
3
  Ya desde el siglo XIX se hablaba del llamado «Das Adam Smith Problem»: ¿cómo podía ser
que un mismo autor firmara dos teorías aparentemente tan diferentes y contradictorias? No son
pocos, sin embargo, los que ven más bien continuación y coherencia entre ambas (por ejemplo,
Rodríguez Braun, en la introducción de Smith, 2004). No es éste el lugar para entrar en esa contro-
versia. En cualquier caso, el propio Smith consideró que la Teoría era un libro superior a la Riqueza
y, de hecho, siguió trabajando en ella toda su vida, introduciendo cambios hasta la sexta edición
(1790), poco antes de su muerte.
4
 En Investigaciones, Hume afirma que se propone explorar los «principios de la moral» par-
tiendo siempre de «hechos y observaciones»: «Como ésta es una cuestión de hecho, no de ciencia
abstracta, sólo podemos esperar alcanzar el éxito si seguimos el método experimental e inferimos
máximas generales a partir de la comparación de casos particulares» (In: 36). Empieza, así, consi-
derando «las virtudes sociales, la benevolencia y la justicia» tal como las percibimos y valoramos
según nuestra experiencia.

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que nos produzca lo que estamos observando o considerando, pero esa percepción
no se produce sólo ante lo que nos afecta personalmente, sino también ante aquello
que afecta a otros: porque las mentes, sentenció Hume premonitoriamente, «son
espejos unas de otras» (Tr: 499). Es decir, tenemos una capacidad natural para
comunicar o transferir las emociones de uno a otro, de manera que constantemente
nos sentimos afectados, tocados o contagiados por las emociones de otros a
través de la simpatía. Todo ello nos convierte en animales en extremo sociables
y comunicativos (y no sólo a través de la palabra) y muestra la moral como un
asunto naturalmente intersubjetivo: en absoluto como un trato o contrato entre
individuos aislados y (únicamente) egoístas o autointeresados. La benevolencia y
el sentimiento de humanidad nacerían de ese compartir natural que es la simpatía,
según Hume y Smith, aunque desde luego no negarán que ésta tiene que lidiar con
las pasiones egoístas e, incluso, con las limitaciones propias de la simpatía.
El propósito de este artículo es pues, doble: en los primeros cinco apartados
presentaré de la manera más directa posible y sin intermediaciones esa noción de
simpatía en el seno de las teorías morales de ambos pensadores, comparándolas y
contrastándolas; después, en el sexto apartado, apuntaré algunas consideraciones
a la luz de la investigación y teorización contemporánea sobre la empatía.
Comencemos.

1.  Algo de paloma, no sólo de lobo y serpiente. No es verdad que seamos seres
meramente egoístas

1.1. Hume fue especialmente beligerante con la idea del egoísmo universal, esa
supuesta naturaleza unívoca común al conjunto de los mortales, que no actuarían
sino en beneficio propio, fueran conscientes o no de ello. Según tan influyente
idea, en el fondo ninguno de nuestros actos puede ser desinteresado, pues aunque
creamos actuar por benevolencia, buscando la felicidad del otro, en realidad no
perseguimos sino nuestra propia satisfacción.
¿Cuál es la objeción más obvia a la hipótesis egoísta?, se pregunta Hume. Que
resulta «contraria al sentir común». ¿Cómo va a ser en el fondo lo mismo la actitud
del que se preocupa y ayuda a los demás y del que no actúa sino mezquina o
cruelmente? Los filósofos que han defendido tal cosa han tenido que utilizar todo
tipo de sofisterías para intentar probar «una paradoja tan extraordinaria» (In: 171);
se entiende por la afición filosófica a reducirlo todo a una única causa y por la
necesidad de simplificar que todos tenemos, pero no se sostiene. Para empezar
porque si la naturaleza nos hubiera encerrado a todos en el círculo estrecho del
autointerés, todas las distinciones morales de las que hacemos gala habrían de ser
inculcadas por la educación y la presión social, que actuarían como represoras o
moldeadoras de ese egoísmo congénito. Pero, como concluye Hume,
seguramente ningún investigador juicioso admitirá nunca que todo afecto o aver-
sión morales provienen de ese origen. Si la naturaleza no hubiera hecho una tal
distinción, basada en la constitución original de la mente, las palabras honorable
y vergonzoso, amable y odioso, noble y despreciable nunca hubieran tenido lugar
en ninguna lengua, ni hubieran sido capaces los políticos, si hubieran inventado

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estos términos, de volverlos inteligibles o de hacerles transmitir una idea a la au-


diencia (In: 81).5

Así que, algún grado de sentimiento de benevolencia o de humanidad, distinto del


amor a uno mismo, ha de ser connatural al ser humano; un sentimiento impulsado
por la simpatía, la «comunicación de pasiones» que nos caracteriza. Hume concibe
así la naturaleza humana como una mezcla de pasiones egoístas y benevolentes,
aunque prudentemente se niegue a entrar en la disputa del grado en que imperan
unas u otras: le basta el hecho de que «no puede cuestionarse sin caer en el mayor
absurdo, que en nuestro pecho se ha infundido cierta benevolencia, por pequeña
que sea; alguna chispa de amistad por la especie humana; que alguna partícula de
la paloma forma parte de nuestra constitución, junto con los elementos del lobo y
la serpiente» (In: 143).
Pues bien, cuando hablamos de moral nos referimos a nuestra «partícula de
paloma» y no a nuestras pasiones egoístas y estrechamente autointeresadas. Porque
«la noción de moral implica algún sentimiento común a toda la humanidad, que
recomienda el mismo objeto a la aprobación general y hace que todos los hombres,
o la mayoría de ellos, concuerden en la misma opinión o decisión sobre él» (In:
144). Ello se ve claramente en nuestro uso del lenguaje moral:
Cuando un hombre denomina a otro su enemigo, su rival, su antagonista, su
adversario, se entiende que habla el lenguaje del egoísmo, y que expresa senti-
mientos que le son peculiares y que surgen de su situación y circunstancias par-
ticulares. Pero cuando otorga a cualquier hombre los epítetos de vicioso, odioso
o depravado, habla entonces otro lenguaje, y expresa sentimientos con los que
espera que todo su auditorio estará de acuerdo (In: 144-145).

En definitiva, aunque nuestras partículas de lobo y serpiente sean muy poderosas,


nunca somos completamente indiferentes al interés público, al bien común, y son
sólo estos sentimientos de humanidad los que pueden constituir «el fundamento de
la moral o de un sistema general de censura o alabanza» (In: 145).

1.2. Adam Smith también se esmera en contestar a Hobbes y, sobre todo a


Mandeville, a quien acusa de eliminar por entero la distinción entre el vicio y la
virtud, al presentar todo espíritu cívico como «pura trampa y falsedad» (Te: 521).
Al igual que Hume, Smith no niega la importancia fundamental de las pasiones
egoístas en nuestra naturaleza; de hecho, les otorga un protagonismo aún mayor.
Sin embargo, él también reconoce en el mecanismo de la simpatía —en su caso,
planteado más claramente como un ponerse imaginativamente en el lugar del otro—
la fuente de los sentimientos morales y la clave para negar la teoría del egoísmo
universal. Veamos cómo lo argumenta en el siguiente párrafo, que merece ser
reproducido en su integridad:
En ningún sentido cabe considerar la simpatía como un principio egoísta. Es
verdad que cuando yo me identifico con su pesar o su indignación cabría decir

5
  Hume añade además otro argumento, constante en su obra: «los animales son capaces de
experimentar bondad, tanto hacia su propia especie como hacia nosotros; y en este caso no cabe
la menor sospecha de disfraz o artificio». Y «si admitimos una benevolencia desinteresada en las
especies inferiores, ¿mediante qué regla de analogía podemos rechazarla en la superior?» (In: 175).

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que mi emoción se basa en el amor propio, puesto que brota porque yo asumo su
caso, me pongo en su lugar y concibo así lo que yo sentiría en tales circunstan-
cias. Pero aunque es correcto argumentar que la simpatía surge de un imaginario
cambio de papeles con la persona principalmente afectada, no se supone que este
cambio imaginario tiene lugar en mi propia persona y carácter sino en los de la
persona con la cual yo simpatizo. Cuando me duelo por la muerte de su único
hijo, con objeto de identificarme con su aflicción, no pienso en lo que yo mismo,
una persona con tales características y profesión, sufriría si tuviese un hijo y ese
hijo desgraciadamente muriese; lo que hago es considerar cuánto sufriría yo si yo
fuese en realidad usted, y no sólo cambio con usted el contexto sino también las
personas y los caracteres. Mi pesadumbre, entonces, obedece por entero a su cau-
sa y en nada a la mía. Por consiguiente, no es egoísta en absoluto. ¿Cómo puede
calificarse de egoísta una pasión que ni siquiera en la imaginación brota de nada
que me haya sucedido o que tenga que ver conmigo, con mi persona y carácter,
sino que sólo le atañe lo que tiene que ver con usted? Un hombre puede simpatizar
con una parturienta, aunque es imposible que se conciba sufriendo sus dolores en
su propia persona y carácter. La explicación de la naturaleza humana, pues, que
deduce todos los sentimientos y afectos del amor propio (…) proviene a mi juicio
de una confusa y falsa interpretación del sistema de la simpatía (Te: 537-538).

2.  La moral es, ante todo, sentida. El papel auxiliar de la razón

2.1. Hume. Es necesario que repasemos, aunque sea de manera somera, el


complejo edificio epistemológico que sienta las bases del Tratado de la naturaleza
humana. El punto de partida es que todo lo que está presente en la mente son sus
percepciones, es decir, que «todas las acciones de ver, oír, juzgar, amar, odiar y
pensar caen bajo esa denominación» (Tr: 617). Todas las percepciones se reducen
a dos clases, impresiones e ideas, que no se distinguen sino en el grado de fuerza y
vivacidad con que inciden en la mente: «a las percepciones que entran con mayor
fuerza y violencia las podemos denominar impresiones; e incluyo bajo este nombre
todas nuestras sensaciones, pasiones y emociones tal como hacen su primera
aparición en el alma. Por ideas entiendo las imágenes débiles de las impresiones,
cuando pensamos y razonamos» (Tr: 43). Las impresiones, a su vez, pueden ser
de dos clases: de sensación (manifestadas en primer lugar en los sentidos, como
calor o frío, placer o dolor, etc.) y de reflexión, derivadas de nuestras ideas, pues
éstas también pueden producir «impresiones de deseo y aversión, esperanza y
temor». Estas impresiones de reflexión, «a su vez, son copiadas por la memoria y la
imaginación, y se convierten en ideas» (Tr: 51).
Pues bien, los juicios por los que distinguimos el bien y el mal morales, como
cualquier otra operación de la mente, no pueden ser sino percepciones. ¿De qué
tipo? Es indiscutible que cuando contemplamos una acción que nos parece virtuosa
o buena sentimos una impresión de agrado y, al revés, ante una conducta que nos
parece viciosa o mala, la impresión es de desagrado. Pero, ¿cuál es el orden correcto
de los factores? Leamos a Hume:
Tener el sentimiento de la virtud no consiste sino en sentir una satisfacción
determinada al contemplar un carácter. Es el sentimiento mismo lo que constituye
nuestra alabanza o admiración. (…) No inferimos la virtud de un carácter porque

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éste resulte agradable; por el contrario, es al sentir que agrada de un modo pecu-
liar cuando sentimos de hecho que es virtuoso. Sucede en este caso lo mismo que
en nuestros juicios relativos a toda clase de gustos, sensaciones y belleza. Nuestra
aprobación se halla implícita en el placer inmediato que nos proporcionan (Tr:
636-637).

«Al sentir que nos agrada de un modo peculiar», acabamos de leer. Una matización
muy importante. ¿De qué modo «peculiar» tiene que agradarnos para que sea una
aprobación moral? De un modo desinteresado, he ahí la clave6:
No todo sentimiento de placer o dolor surgido de un determinado carácter
o acciones pertenece a esa clase peculiar que nos impulsa a alabar o condenar.
Las buenas cualidades del enemigo nos resultan nocivas, y pueden, sin embargo,
seguir mereciendo nuestro aprecio y respeto. Sólo cuando un carácter es conside-
rado en general y sin referencia a nuestro interés particular causa esa sensación
o sentimiento en virtud del cual lo denominamos moralmente bueno o malo (Tr:
638).

Es claro, a su juicio, que lo que motiva la acción u omisión de la voluntad


es siempre ese sentimiento de gozo o de repulsa, no la razón, o al menos no
directamente. Es aquí donde Hume introduce la famosa idea de la razón como
esclava de las pasiones: «Nada puede oponerse al impulso de una pasión, o
retardarlo, sino un impulso contrario, y si este impulso contrario surgiera de la
razón, esta facultad debería tener una influencia originaria sobre la voluntad», cosa
que no ocurre, de modo que «la razón es, y sólo debe ser, esclava de las pasiones, y
no puede pretender otro oficio que el de servirlas y obedecerlas» (Tr: 561)7.
En definitiva, puesto que los sentimientos que consideramos morales son,
para merecer ese calificativo, desinteresados, Hume concluye en el Tratado que la
simpatía constituye «la fuente principal de las distinciones morales»: «Se aprueba
la existencia de la justicia por la sola razón de su tendencia al bien común, pero
hasta el mismo bien común nos sería indiferente si la simpatía no nos hiciera
interesarnos por él. Lo mismo podemos pensar de todas las demás virtudes que
tienden de modo análogo al bien común» (Tr: 818). Y en la Investigación resume de
manera similar el papel auxiliar, si bien fundamental, de la razón:
aunque la razón sea suficiente, cuando se encuentra plenamente asistida y per-
feccionada, para instruirnos sobre las tendencias útiles o perniciosas de las cua-
lidades o acciones, ella sola no es suficiente para producir ninguna aprobación o

6
  Pues si todos nuestros juicios morales se redujeran a nuestras impresiones y sentimientos
particulares, subjetivos y cambiantes, no tendríamos sino una moral emotivista, relativista. Sin
embargo, se puede argumentar convincentemente que Hume sería un pluralista moral, no un rela-
tivista (véase Arrieta/Vicente, 2013).
7
  Es cierto, sin embargo, que para excluirla de esa manera y darle ese mero papel auxiliar,
tiene que aclarar lo que a su juicio es una grave confusión. Generalmente lo que identificamos
por razón (la «facultad que juzga de la verdad y la falsedad») suele actuar sin producir emociones
sensibles, sin proporcionar apenas placer o desagrado y, por ello mismo, es habitual confundir
con ella toda acción de la mente que proporcione asimismo esa calma. Un error, porque puede
tratarse de ciertas pasiones tranquilas (calm passions) que, como tales pasiones, son motivadoras,
pero que a diferencia de las pasiones violentas, actúan de manera suave y ordenada sobre nuestro
comportamiento (Tr: 564).

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censura moral. La utilidad8 es sólo una tendencia hacia un cierto fin, y si el fin nos
resulta completamente indiferente, sentiríamos la misma indiferencia respecto al
medio. Con vistas a conceder la preferencia a las tendencias útiles sobre las perni-
ciosas es indispensable que se manifieste aquí un sentimiento. Este sentimiento no
puede ser otro que una apreciación de la felicidad de la humanidad y una indig-
nación por su sufrimiento; puesto que éstos son los diferentes fines que la virtud
y el vicio tienen tendencia a promover. Por lo tanto, la razón nos instruye aquí en
las diferentes tendencias de las acciones, y la humanidad establece una distinción
a favor de aquellas que son útiles y beneficiosas (In: 159).

Como vemos, una diferencia significativa es que en esta segunda obra suele
denominar «humanidad» a lo que en el Tratado designaba como el principio de
«simpatía». Se ha escrito mucho sobre este aparente cambio de enfoque, aunque
la mayoría de los críticos subraya la congruencia entre ambas obras, a pesar
de las diferencias de acento: ese sentimiento de benevolencia y de humanidad
sería activado por el principio asociativo de la simpatía, como veremos a
continuación9.

2.2. Smith secunda en lo fundamental lo suscrito por Hume en torno al papel


de la razón y los sentimientos. Puesto que el placer y el dolor son los dos grandes
objetos de deseo y aversión, es «totalmente absurdo e ininteligible suponer que
las primeras percepciones del bien y del mal pueden ser derivadas de la razón.
Tales primeras percepciones, como todas las demás experiencias sobre las que se
fundan las normas generales, no pueden ser objeto de la razón sino del sentimiento
y emoción inmediatos» (Te: 542).
Ahora bien, lo que sí hace la razón, a partir de la experiencia y por inducción, es
derivar «las reglas generales de la moral» y descubrir «los criterios generales de la
justicia» (Te: 541). Nuestra continua observación de la conducta ajena nos conduce
a formarnos unas reglas generales sobre lo que es justo y apropiado. Es decir, nos
basamos «en última instancia en la experiencia de lo que en casos particulares
aprueban o desaprueban nuestras facultades morales, nuestro sentido natural
del mérito y la corrección» (Te: 283). Estas reglas generales de conducta «son de

8
  Hume concede un papel fundamental a la utilidad (especialmente en la Investigación), y ésa
será una de las principales diferencias respecto a Smith, tal como éste reconoce y subraya en su
libro. Si Hume sostiene que lo que nos produce simpatía y benevolencia es lo que resulta útil, esto
es, lo que maximiza el bienestar general y minimiza el dolor, Smith le responde que la utilidad «es
rara vez el primer fundamento de nuestra aprobación y que el sentimiento de aprobación siempre
involucra un sentido de la corrección muy diferente a la percepción de la utilidad» (Te: 330).
9
  Son muchos los que han visto un notable cambio del Tratado a las Investigaciones, en la línea
que señala Seoane Pinilla (2004: 83): «El mundo de la simpatía es tan inestable, implica un equili-
brio tan delicado y difícil de mantener, que pronto el mismo Hume, que de modo tan fundamental
la había usado para dar comienzo a la moral, la oscurece de modo relevante». En los últimos años,
en cambio, no son pocos los investigadores que, con gran batería de argumentos, muestran más
bien una continuidad y congruencia entre ambas obras, y entre los principios de simpatía (fun-
damentalmente expuesta en el Tratado) y de benevolencia y humanidad (preferentemente usadas
en las Investigaciones). Es el caso de de Kate Abramson (2001), quien justifica dicho cambio de
enfoque en Hume por motivos pedagógicos, de Rico Vitz (2004), y de Remy Debes (2007a y 2007b),
uno de los que trata de manera más sistemática este «puzzle» entre las dos grandes obras éticas
del filósofo escocés.

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copiosa utilidad para corregir las tergiversaciones del amor propio» y son las que
reciben «el apropiado nombre de sentido del deber» (Te: 288).
¿Y cuáles son esas reglas generales, esos criterios morales, a juicio de Smith?
La respuesta tiene que ver la división antes advertida entre pasiones egoístas o
autointeresadas y pasiones benevolentes, derivadas de nuestra capacidad de
simpatía. Esas diferentes motivaciones impulsan diferentes formas de conducta y
nos hacen inferir diferentes virtudes o modelos de excelencia para tales conductas:
La preocupación por nuestra propia felicidad nos recomienda la virtud de la
prudencia; la preocupación por la de los demás, las virtudes de la justicia y la be-
neficencia, que en un caso nos impide que perjudiquemos y en el otro nos impulsa
a promover dicha felicidad. (…) La primera de esas tres virtudes nos es origina-
riamente recomendada por nuestros afectos egoístas, y las otras dos por nuestros
afectos benevolentes. La consideración de los sentimientos de los demás es algo
que viene a continuación para garantizar el cumplimiento y dirigir la práctica de
todas esas virtudes, y ninguna persona (…) ha recorrido con tesón y sin descan-
so los senderos de la prudencia, la justicia o la correcta beneficencia, sin que su
conducta haya sido principalmente orientada merced a una referencia a los senti-
mientos del supuesto espectador imparcial (Te: 450).

Nos encontramos aquí ya con la figura del espectador imparcial, al que


dedicaremos atención más adelante: será la instancia que asegure, precisamente,
que el ámbito de lo moral sea el ámbito de lo desinteresado.

3.  Las «mentes-espejos» y el mecanismo de la simpatía. La función de la imaginación

3.1. Hume subraya que «las mentes de los hombres son espejos unas de otras»,
espejos que reflejan las emociones de las demás mentes (Tr: 499). Esa «comunicación
de pasiones» o simpatía caracteriza a todas las especies sociales, como no se
cansa de repetir al observar cómo actúa la «simpatía en todo el reino animal»; sin
embargo, «se ve de forma aún más notable en el hombre, que es la criatura que
más ardiente deseo de sociabilidad tiene en el universo, y que está dotada para
ello con las mayores ventajas. (…) Todo placer languidece cuando no se disfruta
en compañía, y todo dolor se hace más cruel e insoportable. El alma o principio
vivificante de todas las pasiones es la simpatía» (Tr: 497)10.
Nuestras mentes son espejos o bien, según otra metáfora que utiliza Hume,
instrumentos de cuerda:
Del mismo modo que cuando se pulsan por igual las cuerdas de un instru-
mento el movimiento de una se comunica a las restantes, así pasan fácilmente de
una persona a otra las afecciones (…). Cuando percibo los efectos de la pasión en
la voz y el gesto de una persona, mi mente pasa de inmediato de estos efectos a
sus causas, y se hace una idea tan vivaz de la pasión que al instante la convierte

10
  «Ni en sí misma ni en sus consecuencias existe cualidad de la naturaleza humana más no-
table que la inclinación que tenemos a simpatizar con los demás, y a recibir al comunicarnos con
ellos sus inclinaciones y sentimientos, por diferentes y aun contrarios que sean a los nuestros» (Tr:
576). Y en otro lugar: «es este principio [la simpatía] el que nos pone tan fuera de nosotros mismos
que hace que el carácter de los demás nos produzca el mismo placer o desagrado que si mostrara
una tendencia en favor o en contra de nuestro propio provecho» (Tr: 769).

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en esa misma pasión. De igual modo, cuando me doy cuenta de las causas de una
emoción, mi mente pasa a los efectos que esas causas producen, con lo que se ve
movida por una emoción similar (Tr: 765).

Es decir, continúa Hume (Tr: 765), «ninguna pasión ajena se descubre


directamente a la mente: sólo percibimos sus causas o sus efectos. Por estas cosas
es por lo que inferimos la pasión y son ellas, en consecuencia, las que dan origen a
nuestra simpatía». Es por ello que, técnicamente, Hume define la simpatía como
«la conversión de una idea en impresión por medio de la fuerza de imaginación»
(Tr: 576). Una caracterización llamativa, que se aviene especialmente bien con
los casos en que la persona que suscita nuestra simpatía no está presente (y no
tenemos, por tanto, ninguna impresión directa de los sentidos), o con los frecuentes
casos de simpatía por anticipación: «Como la simpatía no es otra cosa que una idea
vivaz convertida en impresión, es evidente que al considerar la condición futura,
posible o probable, de una persona participamos de esa condición de una forma
tan viva que produce en nosotros inquietud por su suerte», incluso aunque nada le
haya acaecido aún (Tr: 524).
Otra cosa es que dicha definición encaje con claridad en los casos en los
que parece producirse una transferencia inmediata de emociones en el cara a
cara, en el contacto directo con los otros. De hecho, las imágenes mencionadas
(espejos, instrumentos de cuerda) parecerían aludir a los frecuentes casos de
contagio o mimetismo, en los que, como decía Horacio y cita Hume, «el rostro
humano toma prestadas sonrisas y lágrimas del rostro humano». Así, el humor de
nuestros compañeros se nos traspasa de inmediato: «Un semblante jovial produce
complacencia y serenidad en mi mente, mientras que otro enfadado y triste me
infunde un repentino desaliento» (Tr: 439); y podemos compartir igualmente
cualquier otra sensación: «Incluso simpatizamos con la incomodidad trivial de
una persona que tartamudea y pronuncia con dificultad, y sufrimos con él… ¡Tan
delicada es nuestra simpatía!» (In: 92). Por supuesto, para esa comunicación poco
importa que la pasión sea real o ficticia, como en el teatro, siempre y cuando esté
bien representada.

3.2. Smith, otorgando la misma centralidad a la simpatía, tiene sin embargo otra
concepción de sus mecanismos. No suele hacer referencia tanto a una transferencia
mecánica de emociones, como en muchos de los ejemplos que pone Hume (y que
casan mal, como acabamos de sugerir, con su definición «técnica» de simpatía),
sino que la presenta como una operación cognitivamente más compleja, como un
ponerse en la piel del otro o una adopción de perspectiva imaginativa y sentida, tal
como hemos comprobado en la cita del primer apartado, cuando subrayaba que la
simpatía no podía calificarse de ninguna manera como «un principio egoísta». Al
igual que Hume, Smith subraya el aspecto imaginativo del proceso:
Como carecemos de la experiencia inmediata de lo que sienten las otras per-
sonas, no podemos hacernos ninguna idea de la manera en que se ven afectadas,
salvo que pensemos cómo nos sentiríamos nosotros en su misma situación. (…)
La imaginación nos permite situarnos en su posición, concebir que padecemos
los mismos tormentos, entrar por así decirlo en su cuerpo y llegar a ser en alguna
medida una misma persona con él y formarnos así alguna idea de sus sensaciones,
e incluso sentir algo parecido, aunque con una intensidad menor (Te: 50).

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390 B. ALTUNA, DAVID HUME Y ADAM SMITH: SEMEJANZAS Y DIFERENCIAS EN TORNO A LA SIMPATÍA

Se entiende así que la simpatía no sea una mera copia de las emociones que
percibimos en el otro, pues «no emerge tanto de la observación de la pasión como
de la circunstancia que la promueve. A veces sentimos hacia otro ser humano una
pasión de la que él mismo es completamente incapaz, porque cuando nos ponemos
en su lugar esa pasión fluye en nuestro pecho merced a la imaginación, aunque no
lo haga en el suyo merced a la realidad» (Te: 53). Es el caso de la vergüenza ajena,
señalada también por Hume (Tr: 506), que nos lleva a sentir la incomodidad que
padeceríamos si hubiéramos actuado de la forma ridícula en la que se comporta
la persona observada, aunque ésta no la sienta en absoluto. De la misma manera,
simpatizar con alguien que ha perdido la razón nos lleva a compadecernos de esa
persona, aunque ella no sea consciente de su situación y se muestre sonriente y
alegre. Igualmente podemos simpatizar con un conocido que acaba de morir, añade
Smith (Te: 55), al transportarnos imaginariamente a su piel, y ¡aún sabiendo que,
en realidad, ya no está sintiendo nada!
Si Hume había basado el lado emotivo del juicio moral en la simpatía por la
persona afectada por las consecuencias de una acción, Smith le añade a esta relación
fundamental los elementos de simpatía con el agente y el motivo de la acción. Esta
auto-proyección dentro del rol del agente suscita el sentimiento de «propiedad», es
decir, nuestro sentimiento de que tanto la acción como su motivo son adecuados,
correctos, dada la situación11. Dicho de otro modo, Smith subraya la función normativa
de la simpatía, entendida no como un contagio de pasiones mecánico y prerreflexivo,
sino como una adopción de perspectiva consciente. En sus palabras: «Aprobar las
pasiones de otro como adecuadas a sus objetos es lo mismo que observar que nos
identificamos completamente con ellas; y no aprobarlas es lo mismo que observar
que no simpatizamos totalmente con ellas» (Te: 61). Así, «la persona cuya simpatía
late junto a mi pena no puede sino admitir la razonabilidad de mi pesar», del mismo
modo que quien «ríe el mismo chiste igual que yo, no podrá negar la corrección de mi
risa» (Te: 61). Igualmente, para simpatizar con el enojo de una persona hacia otra y
sentir una «indignación simpatizadora» contra el origen de su infortunio, necesitamos
aprobar la corrección o adecuación de ese sentimiento en esa situación dada.

4.  Parcialidad y limitaciones de la simpatía

4.1. Hume será muy consciente tanto de las potencialidades como de las
limitaciones de la simpatía. Para empezar, porque ésta («una idea vivaz convertida
en impresión») funciona fundamentalmente a través de los principios que guían
toda asociación de ideas: por semejanza, por contigüidad en tiempo y en lugar, y por
causa-efecto. El principio de semejanza está muy claro, y el hecho de que todas las
personas seamos similares en aspectos decisivos hace que potencialmente nos sea
posible simpatizar con cualquiera; ahora bien, no cabe duda de que resultará tanto

11
  Como Hume, Smith subraya que la simpatía no deriva sólo en «compasión», sino que denota
«nuestra compañía en el sentimiento ante cualquier pasión», si bien «esto no es universalmente válido
ni rige para todas las pasiones. Algunas de ellas no generan identificación alguna, y antes de que detec-
temos lo que las ha promovido nos suscitan disgusto y rechazo. El furioso comportamiento de un hom-
bre iracundo es probable que nos exaspere más en su contra que en contra de sus enemigos» (Te: 52).

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B. ALTUNA, DAVID HUME Y ADAM SMITH: SEMEJANZAS Y DIFERENCIAS EN TORNO A LA SIMPATÍA 391

más fácil cuanto más como yo percibamos o imaginemos al otro: «allí donde existe,
además de la semejanza general de nuestra naturaleza, una peculiar similitud en
nuestra forma de ser, carácter, país o lenguaje, todo ello facilitará la simpatía» (Tr:
441). Además, si como se ha recalcado la simpatía se produce sobre todo en el
cara a cara, es clara que la contigüidad, esto es, la presencia y cercanía física, será
fundamental «para poder comunicar los sentimientos en toda su integridad».
Estos sesgos, unidos a nuestras pasiones egoístas, suponen serias limitaciones a
la simpatía como principio o fuente de moralidad. Precisamente porque, a pesar de
que somos afectados por otros y nos importan los otros, el círculo de esos otros es
limitado. Hume es plenamente consciente de ello y lo expone con lucidez:
Es manifiesto que en la estructura original de nuestra mente la atención más
intensa está centrada en torno a nosotros mismos; la siguiente en intensidad se
dirige a nuestras relaciones y conocidos; tan sólo la más débil alcanza a los extra-
ños y a las personas que nos son indiferentes. Por tanto, esta parcialidad y esta
desigual afección deberán tener influencia no sólo sobre nuestra conducta y com-
portamiento en sociedad, sino incluso sobre nuestras ideas de virtud y vicio (…).
De todo esto se deduce que nuestras ideas naturales y no cultivadas de la moralidad,
en lugar de proporcionar remedio a la parcialidad de nuestras afecciones, más bien
la configuran en esa parcialidad y les confieren fuerza e influencia adicionales (Tr:
657-658, cursiva mía).

Esa moralidad natural, guiada a medias por nuestros intereses egoístas, a


medias por nuestras simpatías parciales y por la benevolencia derivada de ellas,
habrá de ser, por tanto, cultivada y corregida hasta cierto punto, como veremos.
Relacionado con todas esas limitaciones está el hecho de que los humanos
tendemos a la comparación, de manera que variamos nuestros juicios sobre los
objetos de atención según la proporción que guarden con aquello con lo que los
comparamos, más que por su mérito propio. Y puesto que «ninguna comparación es
más obvia que la que tiene por punto de referencia a nosotros mismos», resulta que
ésta tiende a mezclarse con la mayoría de nuestras pasiones. De ahí dos fenómenos,
directamente contrarios a la simpatía, y a los que Hume dedica un detallado análisis:
la malicia y la envidia. Ambas proceden de la comparación con nuestra posición (o
con cómo percibimos o interpretamos nuestra posición) y suponen una especie de
«piedad al revés». Porque «la desgracia ajena nos proporciona una idea más viva
de nuestra felicidad; la felicidad ajena, de nuestra desgracia» (Tr: 512). Por ello,
en lugar de emociones empáticas, la desdicha ajena puede producir deleite (eso
que después se conocerá en la literatura especializada con el término alemán de
Shadenfreude) y la dicha, en cambio, malestar (envidia). Pues bien, tanto la simpatía
como esta tendencia a la comparación son «dos principios muy notables de la
naturaleza humana» y su interacción resulta inevitable, de manera que la segunda
también puede limitar a veces los efectos benevolentes derivados de la simpatía.

4.2. Smith también reconoce la mayoría de estos sesgos y limitaciones de la


simpatía. Si bien apenas hace referencia directa a la malicia o a la envidia, éstas
están sin duda englobadas entre las pasiones egoístas: para él, el gran enemigo
a combatir. Al igual que Hume, reitera que si bien los seres humanos sienten
simpatía natural, tienen muy poca hacia aquellos que no sienten como próximos:
«Para las pasiones egoístas y primarias de la naturaleza humana, la pérdida o

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392 B. ALTUNA, DAVID HUME Y ADAM SMITH: SEMEJANZAS Y DIFERENCIAS EN TORNO A LA SIMPATÍA

ganancia del más pequeño de nuestros intereses nos parece de una importancia
bastamente superior (…) que la máxima preocupación de alguna otra persona
con la que no tenemos ninguna relación especial» (Te: 251). Imaginemos que un
terrible terremoto devastara el inmenso imperio de China. ¿Cómo afectaría esta
noticia a un «hombre humanitario» cualquiera en Europa? Tras algunas reflexiones
melancólicas, volvería en seguida a su tarea como si tal cosa:
El contratiempo más frívolo que pudiese sobrevenirle daría lugar a una per-
turbación mucho más auténtica. Si fuese a perder su dedo meñique mañana, no
podría dormir esta noche; pero, siempre que no los haya visto nunca, roncará con
la más profunda seguridad ante la ruina de cien millones de semejantes y la des-
trucción de tan inmensa multitud claramente le parecerá algo menos interesante
que la mezquina desgracia propia (Te: 252).

Al fin y al cabo, ¿puede uno imaginarse en la piel de «cien millones de semejantes»


desconocidos? Smith insiste en que, para que pueda haber una verdadera
correspondencia de sentimientos, el espectador debe ponerse atentamente en el
lugar del otro y esforzarse para que ese imaginario cambio de posiciones sobre el
que se funda su simpatía sea lo más perfecto posible. Ahora bien, es consciente de
que, incluso cuando se produce tal cosa, ese intercambio de situación no puede ser
más que momentáneo: «La compasión nunca podrá ser idéntica al dolor original,
porque la conciencia secreta de que el cambio de situaciones del que surge el
sentimiento de simpatía es simple imaginación no sólo lo atenúa en intensidad, sino
que además en cierto sentido modifica su carácter y lo vuelve algo bastante diferente»
(Te: 70). Pero esto no imposibilita realmente la simpatía, como concluye Smith: «Es
evidente, sin embargo, que estos dos sentimientos pueden tener recíprocamente la
correspondencia suficiente para la armonía de la sociedad. Nunca serán idénticos pero
pueden ser concordantes, y no se necesita o requiere más que eso» (Te: 70, cursiva mía).

5.  La necesidad de corrección: El «punto de vista general y estable»


y el «espectador imparcial»

5.1. Hume. Si la simpatía es tan variable como reconoce, es claro que nuestras
evaluaciones morales no pueden depender únicamente de esas fluctuaciones. Y de
hecho, no lo hacen, como señala certeramente (volviendo también él la vista a China):
Las personas que nos son cercanas nos resultan más simpáticas que las leja-
nas; nuestros conocidos nos son más simpáticos que los extraños; nuestros com-
patriotas, más que los extranjeros. Y, sin embargo, a pesar de esta variación en
nuestra simpatía damos una misma aprobación a las mismas cualidades morales
en China y en Inglaterra. Estas cualidades son manifiestamente igual de virtuosas
y exigen el mismo aprecio por parte de un observador prudente (Tr: 771).

¿Cómo puede ser? Ya hemos visto que aquello que consideramos moral tiene que
ver con un sentimiento de aprobación desinteresado y, por lo tanto, somos capaces de
enderezar o regular esas variaciones por normas de imparcialidad, por un mecanismo
correctivo que Hume denomina «punto de vista estable y general». En sus palabras:
«Para que no se produzcan esas continuas contradicciones y podamos establecer un
juicio más constante sobre cualquier asunto, convenimos en mirarlo desde algún

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B. ALTUNA, DAVID HUME Y ADAM SMITH: SEMEJANZAS Y DIFERENCIAS EN TORNO A LA SIMPATÍA 393

punto de vista estable y general, de modo que nuestros razonamientos nos situamos
siempre en él, con independencia de nuestra real situación en ese momento» (Tr: 772).
Es cierto que Hume no elabora en el Tratado una exposición sistemática de
ese método de corrección, ni le otorga la claridad que merecería; lo introduce, de
hecho, hacia el final de su exposición. ¿Es la razón la facultad que ejercita esa
labor generalizadora (como Hutcheson y, más o menos, Smith, reconocerán)? En la
Investigación, sigue refiriéndose a esa «corrección» bajo estos términos:
La naturaleza ha dispuesto sabiamente que las relaciones privadas prevalez-
can normalmente sobre las consideraciones y los puntos de vista universales (…).
De esta forma, un pequeño beneficio hecho a nosotros o a nuestros amigos más
próximos excita más vivamente los sentimientos de amor y aprobación que un
gran beneficio hecho a una comunidad lejana. Pero aun aquí sabemos, igual que
con todos los sentidos, corregir estas desigualdades mediante la reflexión y retener
una norma general del vicio y la virtud basada principalmente en la utilidad gene-
ral (In: 98, cursiva mía).

Es decir, la parcialidad (de la simpatía) no es mala per se: para empezar, sin ella
no existirían ni el amor ni la amistad, lo que ocurre es que hay ocasiones en las que
tenemos que corregir esas impresiones para no caer en un juicio o comportamiento
injustos..
5.2. Smith, con su conocida teoría del «espectador imparcial» elabora una
corrección similar, aunque de manera más densa y sistemática que Hume.
Recordemos que nuestras pasiones egoístas mandan mucho y que si bien sentimos
una benevolencia natural hacia otras personas, ésta suele manifestarse sobre todo
hacia los «nuestros». Sin embargo, sabemos enderezar estas parcialidades. ¿Cómo?
«Antes de poder formular una comparación apropiada entre estos intereses opuestos
debemos cambiar de lugar. Debemos enfocarlos no desde nuestra posición ni desde
la de la otra persona, no con nuestros ojos ni con los suyos, sino desde la posición
y con los ojos de un tercero, que no mantenga ninguna conexión particular con
ninguno de nosotros y que nos juzgue con imparcialidad» (Te: 251). Un «tercero»
abstracto e imparcial que habita (o ha de habitar) en nosotros:
Es la razón, el principio, la conciencia, el habitante del pecho, el hombre in-
terior, el ilustre juez y árbitro de nuestra conducta. Él es quien, cuando estamos a
punto de obrar de tal modo que afecte a la felicidad de otros, nos advierte con una
voz capaz de helar la más presuntuosa de nuestras pasiones que no somos más
que uno en la muchedumbre y en nada mejor que ningún otro de sus ingredientes
(…). Sólo por él conocemos nuestra pequeñez y la de lo que nos rodea, y las confu-
siones naturales del amor propio sólo pueden ser corregidas por la mirada de este
espectador imparcial12 (Te: 253).

Como sugiere Smith en ese párrafo, una larga tradición ha llamado a ese
observador imparcial conciencia o razón. Se trata, en definitiva, de juzgar desde

12
  Como resume Chavel (2012: 60), para Smith podemos estar seguros de que juzgamos ade-
cuadamente «si, en tanto que espectadores, nos imaginamos estar en la situación del agente; o si,
en tanto que agente, nos imaginamos la reacción del espectador y moderamos nuestras reacciones
en función de ese modelo. El juicio justo es el resultado de un proceso al término del cual mi reac-
ción afectiva singular está precisada por el coeficiente de corrección proporcionado por la reacción
de un “espectador imparcial”».

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394 B. ALTUNA, DAVID HUME Y ADAM SMITH: SEMEJANZAS Y DIFERENCIAS EN TORNO A LA SIMPATÍA

una perspectiva en la que nuestros actos serían razonables, es decir, justificables


y compartibles por las demás personas en una situación similar. Y como señalaba
Hume, todo el lenguaje moral que utilizamos apunta en esa dirección: manifiesta
una expectación de que los otros compartan nuestra condena o nuestra alabanza,
una pretensión de que ésta se basa únicamente en las cualidades del acto o de la
persona juzgada, no en nuestra idiosincrasia o preferencia personal.
Por supuesto, Smith reconoce que el que nos habita a menudo no es el espectador
imparcial, sino el «espectador indulgente y parcial»: ése al que alimentan las luchas
partidistas y los fanatismos varios (Te: 276). Pero es claro que es el imparcial el que
debería mandar en nosotros. Y no sólo a la hora de juzgar los actos de otros, sino,
claro está, los nuestros propios. Al examinarse a uno mismo, uno ha de desdoblarse
y medirse asimismo con los ojos del espectador imparcial, aprobar o desaprobar la
propia conducta desde ese punto de vista general. Y es que tanto la virtud como el
vicio «guardan una referencia inmediata a los sentimientos ajenos», porque el ser
humano desea no sólo ser amado sino saber que merece serlo, de la misma forma
que teme no sólo ser odiado, sino merecer serlo (Te: 225).

6.  De la «simpatía» de Hume y Smith a la «empatía» contemporánea: una revisión

6.1. Formas de suscitación empática, según la psicología contemporánea

Doscientos cincuenta años más tarde, ese mecanismo intersubjetivo fundamen-


tal de la simpatía —ahora empatía— sigue siendo algo hasta cierto punto misterioso,
a pesar de la ingente labor científica de las últimas décadas dedicada a desentrañarlo.
En este breve espacio no podemos resumir esas investigaciones, ni profundizar en
las grandes preguntas metaéticas que se siguen de las teorías de los sentimentalistas
británicos. Pero sí podemos apuntar algunas reflexiones, derivadas del cruce de
ambas, en torno a la concepción de la simpatía/empatía en Hume y Smith.
Las definiciones contemporáneas de los psicólogos expertos en la empatía se
avienen en los fundamental a la ofrecida por nuestros filósofos: «es una respuesta
emocional que brota del estado emocional del otro y que es congruente con ese estado
emocional del otro» (Eisenberg/Strayer, 1992: 15); «es nuestra capacidad de identificar
lo que otra persona piensa o siente y responder ante sus pensamientos y sentimientos
con una emoción adecuada» (Baron-Cohen, 2012: 28). En cualquier caso, un «sentir
con otro», una reacción afectiva, cuya relación con el altruismo y la conducta prosocial
ha sido corroborada y/o matizada por numerosos estudios empíricos (Batson, 1991).
En la actualidad se suelen distinguir diferentes modos de suscitación empática —de
la más básica y especular a la cognitivamente más compleja—, que aquí vamos a
resumir en tres13: la primera y especialmente la segunda encajarían con la visión de
Hume, mientras que la tercera equivale a la desarrollada por Smith.

13
  Sigo a uno de los más reputados psicólogos de la empatía, Martin Hoffman, 2002, y simpli-
fico reduciendo a tres los cinco modos de suscitación empática que él desglosa: los tres primeros
«primitivos», automáticos e involuntarios (mímica, condicionamiento clásico y asociación directa)
y los dos últimos (asociación mediada por el lenguaje, y perspective-taking o role-taking, adopción
de perspectiva) cognitivamente más complejos.

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B. ALTUNA, DAVID HUME Y ADAM SMITH: SEMEJANZAS Y DIFERENCIAS EN TORNO A LA SIMPATÍA 395

1) Empatía mediante mimetismo. La empatía más básica es la que se presenta


como transferencia automática de sentimientos o contagio emocional. Es decir,
como una reacción innata e involuntaria ante una expresión de emoción ajena,
cuando imitamos automáticamente la expresión facial de la persona con la que
interactuamos, su tono de voz o su postura corporal; y sentimos en consecuencia,
pues nos cuesta experimentar una emoción distinta o incompatible con la expresión
facial que adoptemos.
A ese contagio en el cara a cara parecen referirse algunos de los ejemplos
que utiliza Hume, si bien resultan difícilmente compatibles con su definición de
la simpatía como «la conversión de una idea en impresión», pues en estos casos
parecería tratarse más bien —directamente, sin mediación imaginativa— de una
impresión. Igualmente, cuando insiste en que la simpatía o «la comunicación de
pasiones» funciona del mismo modo en los demás animales, cabe suponer que
está refiriéndose al mimetismo y al contagio emocional, que da pie asimismo a
conductas de consuelo y ayuda, tal como corroboran hoy numerosas investigaciones
(notablemente, De Waal, 2011).
2) Empatía mediante asociación: puede tratarse de una asociación directa,
cuando presenciamos la situación de otra persona y alguna característica o algún
estímulo de esa situación o de la persona afectada nos recuerdan a otra experiencia
similar vivida por nosotros mismos, suscitándonos las emociones correspondientes.
O puede tratarse de una asociación mediada por el lenguaje, sin que la persona con
la que empaticemos se encuentre presente: simplemente porque nos cuentan algo
de ella o leemos sobre su situación, asociándola a nuestras propias experiencias.
Éste es el mecanismo al que más explícitamente hace referencia Hume, cuando
sostiene que la simpatía funciona según los mecanismos habituales de asociación
de ideas: por semejanza, por contigüidad en tiempo y en lugar, y por causa-efecto.
3) Empatía mediante adopción de perspectiva imaginativa (perspective-taking
o role-taking): consiste en ponerse en el lugar del otro e imaginar lo que piensa
y siente, lo que exige el nivel más alto de procesamiento cognitivo. Es sin duda
la forma de empatía de la que nos habla sistemáticamente Smith. Desde los
estudios empíricos de finales de la década de 1960, se comienzan a distinguir dos
formas principales de toma de perspectiva: a) la autocentrada: imaginarme qué
sería para mí estar en tu situación (y sentir en concordancia); b) la heterocentrada:
imaginarme qué supone para ti estar en tu situación (y sentir en concordancia);
es decir, no con mi carácter y mi mentalidad, sino con los tuyos, lo que implica
poseer información relevante de tu persona y de tus circunstancias, así como una
considerable apertura y flexibilidad mentales, sobre todo para ponerme en la piel
de personas muy diferentes a mí.
Hemos visto en la larga cita del apartado 1.2. que Smith aboga explícitamente
por esa adopción de perspectiva heterocentrada, si bien es verdad que a lo
largo de su libro se intercalan estos ejemplos con algunos otros de perspectiva
autocentrada, indistintamente (algunos expuestos en el apartado 3.2.). Lo cierto
es que ese ponerse en el lugar del otro heterocentrado es la forma de empatía más

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396 B. ALTUNA, DAVID HUME Y ADAM SMITH: SEMEJANZAS Y DIFERENCIAS EN TORNO A LA SIMPATÍA

claramente asociada a la moralidad por la mayoría de autores posteriores a Smith14.


Precisamente porque evitaría una posible «desviación egoísta», a la que puede dar
pie la adopción autocentrada de perspectiva, pues no es raro que al proyectarnos
con nuestros recuerdos, miedos o sensaciones en la situación del otro, en realidad
nuestra atención esté más en nosotros mismos que en la otra persona.
Pues bien, como decía, algunos filósofos contemporáneos —como Peter Goldie
(2000) o Amy Coplan (2011)— proponen limitar el uso del término «empatía» a la
adopción de perspectiva centrada en el otro, la exaltada por Smith, para preservar
así su estrecha conexión con la moralidad15.

6.2.  Adam Smith como el gran teórico de la adopción de perspectiva


Uno de los aspectos más interesantes de la diferencia entre la forma de enfocar
la simpatía/empatía por parte de Hume y Smith es el dispositivo que la convierte
en una empatía extensiva y regulada por esa «norma general» o ese «espectador
imparcial». Porque para esa regulación, Hume se ve obligado a introducir un
principio de corrección distinto o desligado del mecanismo de la simpatía; Smith,
en cambio, no. La caracterización de la simpatía en Smith —como un imaginativo
ponerse en el lugar del otro— admite e impulsa un ensanchamiento tal que incluye
hasta la adopción de perspectiva del espectador imparcial. Es decir, consigue que
el mismo mecanismo sirva para ambas cosas: para una empatía natural o parcial y
para una empatía regulada. De modo que podríamos concluir que la razón práctica
actúa también, de acuerdo con Smith, como una toma de rol imaginativa, en la que,
por supuesto, los sentimientos están siempre implicados.
Más aún, Smith desarrolla la idea de adopción de perspectiva en todas sus variantes
imaginativas, todas ellas con claras implicaciones éticas. Si Hume dijo aquello de que
nuestras mentes «son espejo unas de otras», Smith recalcó que toda la sociedad es
«un espejo» en el que nos miramos, también, para conocernos y juzgarnos a nosotros
mismos. Ocurre, claro está, en el cara a cara (un espejo «desplegado en el semblante
y actitud de las personas que lo rodean, que siempre señalan cuando comparten o
rechazan sus sentimientos», Te: 222), pero igualmente en el escenario de nuestra
mente, cuando imaginamos cómo reaccionarían los demás ante nuestras opiniones o
actitudes: «Suponemos que somos espectadores de nuestro propio comportamiento
y tratamos de imaginar qué efecto produciría en nosotros visto desde tal perspectiva.
Éste es el único espejo mediante el cual podemos, en alguna medida, escudriñar la
corrección de nuestra conducta con los ojos de los demás» (Te: 224).
Podríamos desglosar de la siguiente manera las modalidades de toma de rol
o adopción de perspectiva que desarrolla —sin llamarlas así, ni diferenciarlas—
Smith en su Teoría:
1) La adopción de perspectiva personal, situada o parcial: a) como espectador, para
saber, para comprender cómo se sienten, cómo son afectados los otros concretos:

14
  Es claramente el caso de Schopenhauer, al explicar el mecanismo de la verdadera com-
pasión (2009: 255), y de Max Scheler, al diferenciar la «simpatía genuina» de la autocentrada o
egoísta (2005: 78-80).
15
  Una cuestión controvertida: ¿por qué trazar el límite en ese punto del espectro de la empa-
tía, a todas luces un continuum (desde la básica transferencia mimética de emociones a la sofisti-
cada adopción de perspectiva centrada en el otro)?

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B. ALTUNA, DAVID HUME Y ADAM SMITH: SEMEJANZAS Y DIFERENCIAS EN TORNO A LA SIMPATÍA 397

ese hombre al que se le ha muerto su único hijo, esa parturienta; b) pero también,
como agente, para saber cómo me ven y sienten los otros concretos respecto a mi
persona: cómo ese hombre, cómo esa parturienta.
2) La adopción de perspectiva impersonal y general, a través del espectador
imparcial: a) como espectador, para saber cómo juzgar al otro concreto (desde
esas «reglas generales»); b) pero también, como agente, para saber cómo juzgar
mis propios actos (a través de las mismas «reglas generales»). Es significativo que
Smith afirme que incluso en ese caso actuamos «por simpatía»: «Tratamos de
examinar nuestra conducta tal como concebimos que lo haría cualquier espectador
recto e imparcial. Si al ponernos en su lugar podemos asumir cabalmente todas las
pasiones y motivaciones que la determinaron, la aprobamos por simpatía con la
aprobación de este juez presuntamente equitativo» (Te: 222).
Ese constante ejercicio de descentramiento nos ayudaría, entiende Smith,
para desarrollar tanto la virtud de la prudencia (inducida por la preocupación
por nuestra propia felicidad), como las virtudes de la justicia y la beneficencia
(inducidas por la preocupación de la felicidad de los demás). Frente a la estirpe de
psicólogos sociales y morales que en el siglo XX idearon y desarrollaron el concepto
de «adopción de rol» como algo fundamentalmente cognitivo (comenzando por
G. H. Mead, y siguiendo por Piaget, Selman o Kohlberg), y que lo prefirieron por
eso mismo al concepto de «empatía» —asociado tanto a componentes cognitivos
como afectivos—, es reseñable que Smith asiente toda su teoría de los sentimientos
morales en esa simpatía que «denota nuestra compañía en el sentimiento» (Te: 52).
Aunque parte de ese ejercicio de ponernos en el lugar de los otros cotidiano sea más
cognitivo que afectivo, Smith no duda de que es el ejercicio descentralizador de la
imaginación empática lo que nos impulsa a desarrollar las citadas virtudes y lo que
guía nuestros correctos juicios morales.
El auge del sentimentalismo moral contemporáneo y de la ética del cuidado,
con la que se la relaciona habitualmente, han impulsado en los últimos tiempos
la importancia teórica e inspiradora de Hume y Smith. En especial del primero,
hemos de decir, pues algunos de los principales pensadores en esta línea, como
Michael Slote, siguen y actualizan la visión de la simpatía de Hume, mientras que
dejan abiertamente de lado a Smith: «creo que depender de su visión nos llevaría
finalmente a una dirección menos satisfactoria y de facto menos sentimentalista de
lo que yo y otros sentimentalistas quisiéramos», concluye Slote (2010: 34). Frente
a esa opción, y reconociendo la ingente y seminal labor de Hume, considero —al
igual que John Rick (2007) y Karsten Stueber (2015)—, que el camino mostrado
por Smith puede resultar más fructífero y prometedor, especialmente si en dicho
camino ligamos y abonamos la teoría filosófica moral con los datos empíricos que
van aportando a diario disciplinas como la psicología o las neurociencias.

Bibliografía

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Universidad del País Vasco (UPV-EHU)  Belén Altuna


Facultad de Educación, Filosofía y Antropología
Dpto. de Filosofía de los Valores y Antropología Social
[email protected]

[Artículo aprobado para publicación en diciembre de 2016]

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