Senderos de Gloria - Humphrey Cobb

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Durante

la Primera Guerra Mundial, en el escenario de la guerra de


trincheras, un regimiento francés recibe la orden imposible de tomar una
posición enemiga inexpugnable, el llamado Grano. Numerosos hombres son
barridos por el fuego de ametralladora apenas comienza la ofensiva. Los
generales al mando organizan un juicio sumarísimo ejemplarizante, bajo la
acusación de cobardía.
Una novela sobrecogedora, brillante e inteligente. Publicada en Estados
Unidos en los años treinta del siglo XX, fue un inmediato éxito de ventas y
formó parte del grupo de narraciones que contribuyó a cambiar
definitivamente la percepción romántica de la guerra. En esta magnífica
novela se inspiró el cineasta Stanley Kubrick para el guion de su película
homónima, interpretada por Kirk Douglas.

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Humphrey Cobb

Senderos de Gloria
ePub r1.2
Titivillus 2.3.2015

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Título original: Paths of Glory
Humphrey Cobb, 1935
Traducción: Juan José Pulido

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2

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NOTA DEL AUTOR
Todos los personajes, unidades militares y lugares mencionados en el presente libro
son ficticios.
No obstante, si el lector preguntase: «¿Sucedieron realmente estos hechos?», el
autor responde: «Sí», y remite a las siguientes fuentes, que inspiraron la historia: Les
crimes des conseils de guerre, de R. G. Réau; Les fusillés pour l’example, de J.
Galtier-Boissière y Daniel de Ferdon; Les dessous de la guerre révélés par les
comités secrets e Images secrètes de la guerre, de Paul Allard; un despacho especial
dirigido a The New York Times el 12 de julio de 1934, que se publicó bajo este titular:
«LOS FRANCESES ABSUELVEN A 5 FUSILADOS POR REBELIÓN EN 1915; DOS DE LAS VIUDAS
RECIBEN UNA INDEMNIZACION DE 7 CENTAVOS CADA UNA»; y por último Le fusillé, de
Blanche Maupas, una de las viudas, que logró la exoneración póstuma de la memoria
de su marido y fue indemnizada con un franco.

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I
—Marchan muy desaliñados —afirmó el más joven.
—Como marcharías tú si hubieras tenido que pasar por lo mismo que ellos —
replicó el otro.
Los dos soldados se encontraban, medio escondidos, tras un grupo de árboles
junto a la carretera. Una ligera brisa del noreste traía el sonido de lejanos cañonazos
que el mayor de los dos reconoció como las postreras notas de los bombardeos del
amanecer. Los dos hombres tenían la vista fija en el cuerpo de ejército que se
acercaba por la carretera. Se trataba de un regimiento de infantería y, a medida que se
aproximaba a ellos, sus no del todo rítmicos pasos se oían con más nitidez y borraban
el ruido de la distante artillería. El más joven habló de nuevo:
—¿Cómo sabes que han tenido que «pasar por algo»?
—Hay varias formas de decirlo —aseguró el mayor de los dos, preparando su
explicación con una pausa que expresaba, al mismo tiempo, hastío por la obviedad y
placer por la ocasión que se le brindaba de dar rienda suelta a su arrebato didáctico—.
No es sólo porque estén sucios y sin afeitar. No hace falta una guerra para eso. No.
Pero mira sus caras. ¿No ves esa especie de tinte grisáceo en la piel? No lo tienen por
haber pasado la tarde del domingo sentados en un café. Y fíjate en algunas de esas
mandíbulas. ¿No te das cuenta de que la mandíbula inferior parece desencajada,
como si les colgara un poco? Es una reacción. Señal de que han tenido que soportar
una gran tensión. Echa un vistazo a sus ojos. Los tienen abiertos, pero dan la
sensación de no ver gran cosa. Lo han pasado mal, seguro. Sus ojos parecen de
vidrio. Casi todos están estreñidos, por supuesto, pero no se trata de eso, sino…
—Ahora sí sé que me estás tomando el pelo. Todo el mundo dice que el frente te
provoca justo lo contrario.
—¿Sí?
—Sí. Mira, precisamente el otro día le pedí una pastilla al oficial médico. Me
preguntó: «Va a unirse a su regimiento, ¿verdad?». Yo contesté: «Sí, señor». Y él me
dijo: «Bueno, aquí tiene la pastilla, pero es la última que necesitará hasta que termine
la guerra. A partir de ahora los artilleros alemanes se encargarán de mantener sus
intestinos bien abiertos».
—Ese médico era un imbécil. Y lo que es más, está claro que jamás ha visto el
frente de cerca, o no hablaría así.
—Pero todo el mundo…
—Sí, ya lo sé. Pero no olvides esto: no todo el aire caliente de este ejército está
almacenado en la sección de globos aerostáticos.
—¿Qué quieres decir?
—Lo que quiero decir es lo siguiente: los alemanes tienen localizadas todas las
letrinas de nuestra trinchera, y nosotros también las suyas. Pues bien, a los soldados
no les gusta ir a sitios localizados. Y es más, no les gusta bajarse los pantalones

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porque cuando uno tiene los pantalones bajados no puede ni saltar ni correr. Por
tanto, ¿qué hace? Se le convierte en una dura bola dentro. Llevo en este frente casi
dos años y todavía no he visto un solo caso de diarrea. Y el motivo es que cuando los
hombres tienen miedo, se ponen tensos y todo en su interior se solidifica. Sus
funciones vitales se detienen. Las secreciones se secan. Cuando percibes el sonido de
una granada que viene hacia ti, contienes todo, hasta el aliento. No puedes evitarlo.
Por esa razón las caras de esos tipos adquieren un aspecto grisáceo. Tienen la piel
reseca. Y los ojos, además de por la falta de sueño. De ahí su apariencia de vidrio.
Por algún motivo lo primero que se relaja son las mandíbulas. Cada vez que un
hombre viene del frente, en su interior ocurre algo comparable a cuando salta la
manecilla de las horas en un reloj. Además, da la casualidad de que sé que a esos
tipos les han dado una paliza terrible en el valle de Souchez.
—Sabes muchas cosas, ¿no?
—No, no tantas. Sólo procuro tener los ojos y los oídos abiertos, eso es todo. Pero
sé de buena tinta que lo han pasado mal porque se trata de mi regimiento y en la
terminal del ferrocarril me encontré con un sargento al que habían herido allí y me lo
contó.
—¿Qué regimiento es?
—No sé si debo decírtelo. Haces tantas preguntas que quizá seas un espía. Es el
regimiento 181… o lo que queda de él.
—¡Vaya!, es al que me han ordenado unirme. Vamos a seguirlos. Nos evitaremos
la caminata de quince kilómetros de ida y vuelta a Villers. Venga, coge tu petate…
—¡Eh! ¡Eh! Espera un momento. No hay prisa. Deja que me ocupe yo de esto y
así no tendremos problemas.
—Es curioso. He visto el número que llevas, pero por alguna razón no me he
dado cuenta. La emoción de dirigirme al frente y todo eso, supongo… Bueno, me
llamo Duval. ¿Y tú? ¿De dónde vienes? ¿Del hospital?
—No, soldado de primera Langlois. Hace nada estaba en el Edén o, lo que es lo
mismo, de permiso.
Los dos hombres se dieron la mano, se miraron por primera vez a los ojos con
intensidad, por un instante, y luego sonrieron. El regimiento en el horizonte azul (a
aquella distancia, era el azul de un horizonte en el que se fraguaba una tormenta)
empezaba a quedar fuera del alcance de su vista y se mezclaba con los álamos que
flanqueaban la carretera. El sonido de sus irregulares y fatigados pasos también se
había alejado de ellos.
—Bueno, ¿qué hacemos? —preguntó Duval.
—Alguien dijo que un buen soldado es el que sabe cuándo desobedecer. Tenía
razón, y yo soy un buen soldado. Nos han ordenado incorporarnos a nuestro
regimiento en Villers. Sin embargo, parece que acaban de venir de allí, así que nos
vamos a evitar una absurda caminata de treinta kilómetros. Pero tampoco vamos a ir
con la lengua fuera detrás de ellos. ¿Te queda dinero? Vale. Entonces vamos a volver

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a aquel bistro junto al que pasamos, en el cruce; tomamos algo y hacemos tiempo.
Allí nos dirán qué camino ha tomado el regimiento y saldremos para alcanzarlos a la
hora de comer. ¿Nos vamos?
Se echaron las mochilas al hombro, se colgaron los fusiles y treparon en dirección
a la carretera. Al girar a la izquierda, echaron a andar sin prisa tras la estela del
regimiento mientras intercambiaban información acerca de sí mismos. Langlois se
enteró de que su compañero trabajaba en un banco de Belfort y vivía con sus padres
en los suburbios de la ciudad. Su reemplazo comenzaba a incorporarse al frente, y él,
de algún modo, quedó rezagado debido a la orden de unirse al 181. Por eso estaba
solo. Era una complicada historia de órdenes confusas, y Langlois no le prestó
demasiada atención. Duval, tras lanzar una involuntaria y fugaz mirada a los galones
de Langlois, dijo que esperaba ganar una medalla y se preguntó qué posibilidades
tendría de lograr un ascenso en el plazo de un año o algo así. Langlois le respondió
que bastantes, siempre que se encomendase de manera exclusiva al paso del tiempo y
a las bajas entre los oficiales. Por su parte, Langlois no quería ningún ascenso.
Bastante tenía con cuidar de su propio pellejo como para encima preocuparse por un
montón de hombres más. Era ingeniero, le confesó a Duval, y añadió con sorna que
por esa razón estaba, sin duda, en infantería. Duval señaló que el general Joffre era
ingeniero, pero Langlois simplemente se rió.
Empezó a caer una ligera lluvia y pronto la conversación languideció. Langlois se
preguntó por qué la lluvia siempre parecía poner fin a una charla durante las marchas.
Acogió bien el silencio y lo utilizó para disfrutar de la sensación de alivio que le
producía alejarse del frente. Duval, por el contrario, estaba bastante decepcionado por
la dirección que habían tomado y se hallaba algo molesto a causa de ello. Se
consolaba con el lejano sonido de la artillería. A fin de cuentas, reflexionaba, había
oído el ruido de la guerra: la Orquestación del Frente Occidental. Aquellas palabras
surgieron en su imaginación, en mayúsculas y todo, tal y como las había visto en un
titular de periódico. Pronto vería la guerra. Su romanticismo y su inexperiencia le
protegían de la idea de que quizá también la sentiría.
Caminaban uno junto al otro. Ambos hombres se sentían ya camaradas. Langlois
pensaba en que aquella amistad, nacida de forma tan repentina, moriría, como tantas
otras, de igual manera. Ese pensamiento penetró en su cabeza sin saber cómo ni por
qué y dejó que allí se disolviera. En cuanto tuviera ocasión, debía enviar una nota a
su mujer para decirle que su regimiento iba a descansar en la retaguardia durante una
semana o diez días y que durante ese tiempo podía estar tranquila.
Era una mañana de principios de primavera y el chubasco había pasado. El campo
se refrescó con las lluvias y el paisaje parecía a punto de hacer estallar sus delicados
verdes. Los dos hombres se detuvieron para encender un cigarrillo, se pusieron de
nuevo en marcha con parsimonia y descubrieron un inesperado placer al hacerlo de
ese modo. En cualquier caso, tenían tiempo de sobra.

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***

El regimiento llegó al cruce, rodeó el café que allí había y dobló a la derecha para
abandonar la carretera principal. Algunos de los hombres levantaron la vista de las
pantorrillas de los que los precedían y miraron hacia el Café du Carrefour. No se
trataba de un interés abstracto, ya que era el primer edificio entero que habían visto
en tres semanas; más que eso, era un lugar donde tendrían la oportunidad de beber
algo y que anticipaba la existencia de sitios similares más adelante, en alguno de los
cuales esperaban finalizar la marcha.
—Casi hemos llegado —afirmó Didier.
—¿Adónde? —preguntó Lejeune.
—Al lugar al que vamos, por supuesto.
—¿Cómo sabes cuál es?
—No lo sé. Pero sé que casi hemos llegado porque si un regimiento se pasa
cuatro horas andando por una carretera principal y de pronto se desvía de ella, es que
está llegando a algún sitio.
Entre las tropas se oían otras voces:
—¡Oh, descanso! No me vendría mal descansar un poco…
—A mí tampoco, chico. No eres el único…
—Dormir es lo que necesito yo, dormir; un sueño largo y tranquilo…
—Y quitarme las ropas. Están tiesas. Tengo un estómago fuerte, os lo aseguro, no
queda más remedio en esta guerra, pero casi no puedo soportar mi propio olor.
—Estoy contigo, amigo mío —asintió el hombre que estaba detrás de él—. A mí
tampoco me resulta muy agradable cómo olemos.
—Pero si hay que elegir, prefiero mi olor al tuyo —replicó el primero.
El teniente, que caminaba junto al sargento a la cabeza del pelotón, le comentó:
—Eso suena mejor. Ya están empezando a soltar la tensión. Lo que me pone
nervioso es que los hombres dejen de bromear.
—Sí, señor —asintió el sargento sin comprender del todo el significado de las
palabras del oficial.
Comenzó a caer una fina lluvia, y las conversaciones, que bullían desde que
abandonaran la carretera principal, se fueron difuminando. Los hombres agacharon la
cabeza para proteger el rostro de la lluvia y se encogieron de hombros con el fin de
evitar que el agua les cayera por el cuello. Suspiros y expresiones de alivio golpeaban
los oídos del teniente: «Descanso… Mis pies… Descanso… Vaya marcha…
Dormir… Descanso…».
«No cabe duda de que su capacidad de resistencia está por los suelos —decía el
teniente hablando consigo mismo—. Y su moral también. Pero ¿quién puede
reprochárselo? ¿Hasta dónde tendremos que llegar? Si al menos nos dijeran de
antemano a dónde vamos, sería posible mentalizarse para la marcha. Podríamos saber

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que empezaría a llover nada más pisar el barro del camino…». Súbitamente furioso
contra las pequeñas y eternas perversidades de la vida, el teniente dejó de pensar y, a
cambio, permitió que una retahíla de expresiones blasfemas y obscenas empezase a
dar vueltas por su mente; una vez agotadas, se obligó a repetir el proceso. Sus labios
se movían al ritmo del vehemente lenguaje interior, pero no salió un solo sonido de
ellos hasta que, apaciguado por aquella explosión silenciosa, se dirigió una vez más al
sargento y afirmó:
—Nos tendrán que dar por lo menos diez, yo creo.
—Por lo menos diez, señor —confirmó el sargento.
Hablaban de manera elíptica, tal y como hablan los hombres obsesionados por un
tema vital y omnipresente, tal y como se habla cuando a nadie se le ocurre que sea
posible pensar en algo distinto al lugar común. Ninguno de ellos, no obstante, acabó
por convencerse a sí mismo o al otro de que conseguirían de verdad un permiso de
diez días.
El regimiento pasó por una aldea, atravesó un arroyo y subió por una colina
boscosa cubierta de un barro lleno de surcos. Los hombres iban dando tumbos, se
resbalaban, se empujaban unos a otros y maldecían, y la formación perdió el poco
orden con el que había llegado allí. El bosque terminaba de forma abrupta y definida
en la cima de la colina y se vieron ante los campos situados en una baja meseta.
Cruzaron la llanura mientras echaban pestes de aquella ruta que los obligaba a
caminar haciendo eses en lugar de en línea recta. En cuanto se dieron cuenta de que el
desvío en el trazado no estaba causado por obstáculo natural alguno, recrudecieron
las maldiciones contra el camino, transformado en una absurda S.
«Estas cosas son las que hacen que uno se enfade como un demonio —reflexionó
el teniente—. La hostilidad de los objetos empieza a parecer real, sobre todo cuando
estás exhausto. Y cuanto más te enfadas, más te cansas, y viceversa». Estaba a punto
de entregarse de nuevo a una andanada de blasfemias silenciosas, cuando el
regimiento giró a un lado y comenzó a bajar por una senda que conducía a un valle
poco profundo. Varias voces estallaron tras él:
—Por fin hemos llegado.
—Interesantes ruinas, sin duda…
—De ruinas, nada. ¡Mirad! Las casas tienen tejado.
—Entonces no son para nosotros.
Pero esta vez el escéptico profesional estaba equivocado. El pueblo situado en el
fondo del valle iba a ser el suyo; las casas con tejado iban a ser sus casas. Los
hombres, al avistar su destino final, avivaron el paso, deslizándose por el camino.
Todo el mundo conversaba y lo hacía en un tono más alto del utilizado durante
muchos días. Entre lo empinado y resbaladizo del trayecto, los hombres iban casi
corriendo, deseosos de llegar a aquel lugar. De pronto, la masa azul se apelotonó, se
plegó como un acordeón y se detuvo por completo. El coronel, al frente de la
columna, estaba hablando con el oficial encargado del alojamiento; éste, a un lado del

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camino, tenía a su comitiva en formación tras él, como si de una guardia de honor se
tratase.
La fila no tardó en ponerse otra vez en marcha, despacio y a tirones. A medida
que iba pasando cada compañía, uno de los hombres del grupo encargado del
alojamiento se destacaba del mismo, saludaba al mando de turno y le indicaba el
camino:
—Por aquí, señor. Mostraré a cada pelotón su alojamiento y después podrán
volver a formar para ir recibiendo una comida caliente de las cocinas de campaña.
Las órdenes del coronel, señor, son que los hombres quedan rebajados de todo
servicio hasta mañana a mediodía.

***

En el Café du Carrefour, Langlois le escribió una nota a su mujer. Puso todo su


empeño en transmitir la información de la manera más vaga posible para así
asegurarse de que la carta pasara con toda celeridad ante el censor.

Tan sólo unas líneas, amor mío, para decirte que no estaré en el frente hasta
dentro de una semana o diez días, por lo menos. Por tanto, aún no tienes que
preocuparte por mí durante una temporada. En realidad no tienes que preocuparte
por mí en absoluto porque, como te he dicho tantas veces, estoy absolutamente
convencido de que mi destino es sobrevivir a esta guerra. Ya sabes, algunos de
nosotros deben lograrlo y estoy seguro de que yo soy uno ellos. No hay ninguna
granada ni bala alemana que lleve escrito mi nombre…

Era muy consciente de la necedad que suponía escribir así y también de lo inútil
que resultaba. Pero ¿qué podía hacer un hombre cuando sorprendía aquella mirada en
los ojos de su mujer; cuando sentía que la mano de ella apretaba de tal modo la suya;
cuando la veía, cada vez con más frecuencia, dejar de hacer lo que estuviera
haciendo, venir hacia él y abrazarlo, abrazarlo con una increíble ternura?

… Estoy contento de la decisión que tomamos el pasado jueves. (Contó


con los dedos). Quizá tengas alguna noticia que darme la próxima vez que
volvamos de nuestro viaje a las trincheras. (Estuvo pensando un buen rato sin
apartar la mirada de la carta, sin verla, y entonces aventuró una frase repleta
de implicaciones). Espero que sea una niña. Con esto acabo. Escribiré pronto
otra vez. Con todo mi amor, mi vida…

Cerró la carta y la guardó en su cartera con la intención de llevarla esa misma


tarde a la oficina de correos del regimiento. «Espero que sea una niña». Se

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preguntaba si el censor consideraría aquella frase como prueba de sus tendencias
derrotistas. Se preguntaba cómo interpretaría su mujer aquella esperanza, qué
conclusiones sacaría de ella. Quizá no debería haberlo dicho, después de todo. Había
sido deseo de ella, mencionado de forma inesperada dos días antes de que terminase
su permiso, tener un hijo. Aquello significaba invertir por completo su parecer previo
y su común acuerdo sobre el tema, pero él comprendió sin problemas su cambio de
opinión… tanto más cuanto que ella se había abstenido de darle razón alguna.
La puerta del café se abrió y entró un cabo. Estaba cubierto de barro, pero era el
barro con que uno se salpica por los caminos, no el barro seco y endurecido de las
trincheras. De un vistazo captó la presencia de Duval y de Langlois, fijándose
primero en la insignia de su regimiento y luego en sus rostros. Parecía tener mucha
prisa.
—¿Dónde está vuestro regimiento? —preguntó, discriminando instintivamente
entre el recluta Duval y el veterano Langlois, y finalmente se dirigió a este último—.
He estado buscándolo por todo el frente.
—No lo sé —respondió Langlois—. Yo también he estado detrás de ellos. La
vieja de aquí dice que un regimiento de infantería se desvió por ese camino esta
mañana. Lo más seguro es que sean los nuestros. De todas formas, ¿qué ocurre?
—Tómate algo —propuso Duval, que ya había bebido lo suficiente como para
mostrarse amigable con un extraño.
Es improbable que el cabo le oyera, no obstante, porque ya estaba saliendo por la
puerta (que no se preocupó de cerrar) mientras hablaba Duval. Y, en caso de que el
estruendo del motor y el derrape con el que la motocicleta dobló la esquina fueran
una señal, es aún más improbable que hubiera aceptado la oferta, de haberla
escuchado.
—¡Uf! ¡Vaya tornado! —exclamó Duval—. Pero ¿qué mosca le ha picado?
—Es uno de esos mensajeros en moto —explicó Langlois—. Siempre actúan
como si fueran importantes. A veces lo son.
—¿A qué vienen esas prisas? ¿Crees que los cabezas cuadradas han roto ya
nuestras líneas o algo por el estilo?
—Dios mío, no. Puede que sea una invitación para que nuestro gran jefe acuda a
una comida de la división. A lo mejor es que organizan una lotería para sortear unas
cuantas medallas…
—Así es como conseguiste la tuya, en una lotería, ¿no? —ironizó Duval, que
esperaba una inmediata negativa y se sorprendió bastante al comprobar que ésta no se
producía.
—Sí, prácticamente. Escucha, mi joven camarada, no dejes que lo de las medallas
te sorba el seso. Te obliga a hacer estupideces y, si eres paciente, lo más probable es
que logres la medalla en cualquier caso sin necesidad de hacer tonterías. No te hagas
el indignado. ¿Qué otra cosa podía ser salvo una lotería? Todos esos hombres
merecen una medalla, si es que le tienen que dar medallas a alguien, por lo que han

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sufrido en Souchez. Pero sólo algunos las obtendrán. Por tanto, es una lotería, ¿no
crees?
—Bueno, tú has tenido bastante suerte porque te ha tocado una croix de guerre
con dos palmas, por no hablar también de tu médaille militaire. No deberías quejarte.
—Y no me quejo. Sólo digo que es una lotería. Aunque en un aspecto es distinta
de las loterías al uso: cada vez que ganas un premio, se incrementan las posibilidades
de ganar otro. Parece que así funciona esto. O sería mejor compararlo con ganar
dinero. Tras el primer millón, el resto viene con más facilidad… Vaya, se está
haciendo tarde. Hay que largarse.
Duval pagó las bebidas y se asomaron a un paisaje sobre el que el declinar del sol
desparramaba largas sombras, unidas a bandas de resplandor dorado. El aire era
suave y la luz iba haciéndose cada vez más tenue. La tarde poseía la efímera calidad
de una caricia y Duval se entregó a ella, abrió sus ojos de ciudad, sus pulmones de
ciudad, su carne de ciudad. «¡Merece la pena luchar por un país así!», pensó, con la
sensibilidad en su punto álgido gracias a la cantidad adecuada de vino. Era consciente
de que una sola copa más lo habría estropeado todo, le habría hecho comportarse de
manera ridícula gritando «¡Vive la France!». Pero así se sentía, tuvo que admitir para
sus adentros.
Langlois avanzó dos pasos para desviarse a propósito y darse el capricho de
plantar la bota en la rodada que la ruidosa motocicleta había dejado en el barro.
—¿Qué demonios llevaba ese tipo en la valija? —se preguntó—. Jamás había
visto a un cabo rechazar una copa, sobre todo cuando es gratis. ¡Bueno! Pronto lo
sabremos. O, mejor aún, nunca lo sabremos.
Tras doblar la esquina, los dos hombres iniciaron la marcha por el camino
embarrado. Pasaron por una aldea, atravesaron un arroyo y subieron por una colina
boscosa, uno detrás de otro, poniendo gran cuidado al caminar por el lodo lleno de
surcos. El bosque terminaba de forma abrupta y definida en la cima de la colina y se
vieron ante los campos de una baja meseta. El camino les obligaba, ahora ya andando
codo con codo, a hacer continuas eses al cruzar la llanura. Se trataba, pensó Langlois,
de una tradición de agradable informalidad que había que agradecer a los caminos. La
más ligera elevación en la ruta le devolvía de nuevo el efecto del atardecer; ya había
anochecido en una ocasión mientras él se encontraba en el bosque. Lo sinuoso de la
senda le proporcionaba una segunda despedida y se sintió agradecido por ello.
Al final de la planicie, el camino comenzaba a descender en dirección a un valle
poco profundo. En ese momento, Langlois se detuvo y se volvió para lanzar una
última mirada al crepúsculo antes de bajar hacia las sombras, que pronto se
convertirían en noche. Estuvo un rato contemplando, aunque no tanto como hubiera
deseado, la callada y hermosa campiña sobre la que plácidamente se cernían los
arreboles del sol poniente.
«Eso es —su pensamiento empezó a cobrar cuerpo—, paz, tranquilidad. Lo que
estoy mirando es su auténtica esencia. Yo soy la única prueba de que la escena no es

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una ilusión». Se dio la vuelta, olvidó durante unos instantes la presencia de Duval y
bajó la vista hacia su propio uniforme, como para verificar la falta de armonía. Vio la
culata del rifle empujando el portafusil hacia delante, vio la tela azulada de su rodilla
y después la bota militar negra. Veía la bota lo bastante alejada, mientras daba un
primer paso, como para percatarse de que, al dar el segundo, volvería a pisar la
rodada de un neumático de motocicleta.
—¿Qué demonios llevaba ese cabo en…? —de nuevo su mente se puso en
funcionamiento. Pero, antes de completarla, la pregunta obtuvo como respuesta un
toque de corneta proveniente del fondo del valle.
Estaban tocando para reunir a la tropa.

***

Si las notas de la corneta hubieran sido lo bastante potentes como para oírse a
unos diez kilómetros al sur, habrían llegado hasta el cuartel general de división,
instalado en la mairie de un pueblo; por estas notas, el mayor de los dos hombres
reunidos en la planta habría sabido que sus órdenes se estaban cumpliendo.
Se trataba de un hombre en ese período de la vida en que el aspecto puede resultar
muy distinguido: su madurez no transmitía sensación alguna de decrepitud. Tenía
conciencia de ello, se percibía en la pulcritud del uniforme y en la forma de llevarlo;
también en lo cuidado del rostro, bien rasurado excepto en lo que se refiere al bigote:
una línea blanca sobre un fondo rosado y saludable. Tenía los ojos azules, serenos y
amables, sin rastro del carácter sanguíneo que escondían. La boca y la barbilla no
eran muy poderosas, pero en modo alguno parecían endebles. Había dos filas de
insignias sobre la parte izquierda de su pecho y, en la derecha, cuatro pequeñas
presillas, en las que se podía colocar la estrella de Gran Oficial de la Legión de Honor
en ceremonias o actos importantes. Era el teniente general al mando del decimoquinto
ejército.
El otro hombre, el general de división Assolant, en un principio no daba la
impresión de merecer el apodo con el que se le conocía en el estado mayor: General
Insolente. Mostraba una actitud demasiado respetuosa, lo cual sorprendió al teniente
general, que había esperado algo distinto de aquel formidable subordinado, al que,
gracias a los informes, conocía bien, pero que no había visto hasta entonces. El
teniente general escrutó a Assolant con un interés que no se molestó en disimular.
Lo que tenía ante la vista era un cuerpo robusto y de corta estatura sostenido por
un par de sólidas piernas de soldado de caballería, unas piernas cuyos talones podían
juntarse, pero no así las rodillas. Veía un uniforme tan poco convencional como
práctico. Las botas y las polainas en espiral eran de las que utiliza la tropa y no cabía
duda de que los pantalones habían salido del almacén de un furriel de artillería. La
capa era de segunda mano, aunque de buen género: una prenda envidiable por su
comodidad y la libertad de movimientos que proporcionaba. Nadie que viese aquel

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uniforme pensaría que pertenecía a un oficial de alta graduación hasta que sus ojos se
toparan con las tres estrellas situadas por encima de los puños. Pero el rostro era el de
un hombre de acción, el rostro de un hombre que sólo podía sentirse satisfecho en un
puesto de mando. Pertenecía con toda claridad al tipo de los considerados duros,
aguileños, incluso brutales. Un bigote negro y muy recortado delataba que la ranura
inferior era una boca. La ranura se plegaba hacia abajo por los extremos, el bigote
seguía el mismo camino y así se tenía la impresión de que la carne de las mandíbulas
estaba también obligada a descender. Esto ayudaba a hacer aún más angulosa una
barbilla que ya lo era de por sí. Tenía la nariz ganchuda y prominente y los pelillos le
salían erizados por las dos impertinentes fosas nasales. Los ojos eran oscuros,
enérgicos, ambiciosos. Las cejas, al igual que la boca, se doblaban hacia abajo en sus
extremos y acentuaban el desdén de la expresión. El pelo fuerte y negro, peinado con
un tieso tupé, nacía casi a la altura de las cejas. Al teniente general no se le escapaba
que el tupé cumplía la función de añadir altura a una frente que debería ser más alta.
«No —pensaba el teniente general—, el trato respetuoso no le cuadra. Es
ocasional. Pero vale. Cumplirá su función». Preguntó en voz alta:
—Creo que estuvo usted a mis órdenes en Argelia, ¿no es así, Assolant?
—Sí, señor. Cuando usted era el jefe del estado mayor del decimonoveno ejército.
Por entonces yo tenía el grado de mayor y estaba destinado en Aïn-Sefra.
—Oh, sí, ya me acuerdo —apuntó el teniente general para, acto seguido, cambiar
de tema antes de que se notase que no lo recordaba en absoluto—. Le contaré el
motivo por el que he venido a verle. No podía hablar de ello por teléfono. Por cierto,
¿están avanzando todas sus tropas?
—Todas las que están disponibles, excepto las del 181, y éstas ya deberían
haberse puesto en marcha. Al mensajero le resultó difícil encontrarlos. Si me permite
decirlo…
—Sí, sí, ya lo sé. Pero aguarde a que le haya puesto en antecedentes y después
oiré lo que usted tenga que decir. ¿Ha leído el parte militar de esta mañana?
—Yo no leo partes, señor, yo los hago —expuso Assolant con una sonrisa con la
que esperaba suavizar su insolencia.
—¡Vaya! —exclamó el teniente general mientras ignoraba tanto la sonrisa como
la insolencia—. Bien, ha tenido lugar un lamentable error que ahora mismo le
explicaré. Usted sabe que el comandante en jefe ha estado quejándose durante algún
tiempo porque no se ha logrado tomar el Grano. De un tiempo a esta parte ha
insistido en ello, por la razón que también le haré saber. Ha habido varios intentos de
hacerse con esa colina, el último ayer por la mañana, con los tirailleurs. Todos han
fracasado.
—No me extraña; es un Gibraltar en miniatura.
—El motivo de preguntarle por el parte es que, al parecer, y debido a alguna
equivocación, en él se informa de la toma del Grano. No quiero que me malinterprete.
Lo que quiero decir es que eso no tiene nada que ver con…

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—Lo entiendo muy bien, señor. ¡Lo que me va a pedir es que gane con mis
bayonetas lo que un cagatintas del cuartel general ya ha logrado sin querer con la
punta de su pluma!
—Ésa es exactamente la conclusión a la que no quería que usted…
—Así que se trata de eso, ¿no? —Assolant no se anduvo con rodeos y se expresó
con una excitación alimentada por su fobia obsesiva contra los partes militares.
El teniente general, que estaba al tanto de aquellas rabietas porque salían a relucir
siempre que se mencionaba a Assolant, estaba presenciando una por sí mismo.
—Así que se trata de eso, ¿no? —repitió Assolant—. En el cuartel general ya no
les basta con servirse de las ofensivas como decorado para sus partes. ¡Ahora tienen
que dar un paso más y convertir esa literatura infernal en un fin en sí misma! Debo
leer el comunicado, ¿verdad? Ahí es donde encontraré las órdenes referentes a mis
operaciones, ¿no? Mi reputación en este ejército como jefe de unidades de combate
me obliga a rechazar…
—Ya basta, general —interrumpió con brusquedad la voz del teniente general—.
No hace falta dramatizar, sobre todo si tiene la amabilidad de escucharme.
—Le pido disculpas, señor. Me he dejado llevar…
—Está bien —señaló el teniente general con tono conciliador y no del todo
molesto por el arrebato de su subordinado. Por el contrario, le agradó el genuino
fuego de aquel hombre, una cualidad que Assolant necesitaría por encima de todas las
demás a la hora de llevar a cabo el trabajo que se le iba a encomendar—. Esto debe
permanecer en el más absoluto secreto —añadió—, esta parte de la cuestión, quiero
decir. De ninguna manera debe saberlo nadie más que su jefe de estado mayor, y ni
siquiera él, a no ser que esté usted seguro de su discreción. Hay un conjunto de tropas
agrupándose en este frente para lanzar una ofensiva dentro de unas tres semanas,
momento que el comandante en jefe ha elegido para romper por completo las líneas
enemigas. Sin embargo, ningún ataque logrará su objetivo mientras los cabezas
cuadradas sigan en posesión del Grano. Como usted sabe, se trata de una posición
clave que puede frenarnos y hacer mucho daño a nuestro avance desde el inicio. Por
consiguiente, debe ser tomada… y hay que defenderla. Estuve con Joffre hace un par
de días y me dio órdenes de carácter oficial para tomar el Grano no más tarde del día
ocho, es decir, pasado mañana…
—Pero señor…
—He confiado esta misión a dos generales, como usted ya sabe, y ambos me han
fallado. Si hay un hombre en este ejército que pueda hacerlo es usted, Assolant. Y le
hubiera llamado en primera instancia, pero estaba usted hasta el cuello con lo de
Souchez.
—Bueno, debo decirle, señor, que no podía haber elegido peor momento que el
actual para acudir a mí. Mi división está hecha añicos, y los hombres que me quedan,
exhaustos. No, es absurdo. No estoy en condiciones de defender el Grano y mucho
menos de tomarlo. Es incuestionable. ¿No puede usted hacer que el comandante en

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jefe mande tropas de reserva del cuartel general para este cometido? Estarían frescas
y…
—Sí, pero no serían tropas de asalto y el éxito de esta misión va a estar en manos
de tropas de asalto.
—Bueno, las mías ya no son tropas de asalto y no lo volverán a ser hasta que
hayan disfrutado de un buen descanso para recuperarse como es debido.
—Puedo proporcionarle toda la artillería que desee, sin dar cuentas a nadie.
—La artillería no servirá de mucho en el Grano, señor. Conozco el lugar. No es
un grano, es un forúnculo. Es un nido de ametralladoras y por la parte de atrás está
conectado con un pasaje subterráneo que tiene varias salidas. No. Las granadas no
hacen más que rebotar; ya lo hemos visto antes. Es una fortaleza.
—Entonces, ¿cómo propone tomarlo?
—De ninguna forma. Lo que propongo es que lo haga el comandante en jefe con
parte de las tropas que va a utilizar para la ofensiva principal. ¿Por qué no lleva a los
marroquíes? Son buenos con la bayoneta, y así es como habrá que tomar ese lugar,
cuerpo a cuerpo. Además, ellos son de piel oscura, y puesto que tendremos muchas
pérdidas…
Durante unos instantes el teniente general pensó en expresar su rechazo más
vigoroso contra aquel comentario, que le inspiraba una repugnancia intensa. De
inmediato se dio cuenta de que Assolant no entendería una palabra de lo que le dijera.
—No querrá ni oír hablar de ello. Como le he dicho, espera romper las líneas
enemigas del todo. ¿Sabe usted dónde se encuentran los objetivos del primer día? A
treinta kilómetros. En esas «operaciones menores», como las llama él, no utilizará un
solo hombre de los que ha reservado para la ofensiva. Tienen que estar absolutamente
frescos para sacar partido del gran avance: de forma indefinida, si es necesario. Está
convencido de que este ataque será el último de la guerra.
—Lo cierto es que el ataque contra el Grano será el último de mi división.
—Vamos, vamos, Assolant, tiene usted una división que es de lo mejorcito. Puede
que estén un poco cansados, sí, pero el nuevo reemplazo que se les ha unido debe
reanimarles y reavivar sus fuerzas.
—Vaya, señor, no me irá a decir usted que los reclutas son el material adecuado
para una tarea de este tipo…
—¿Por qué no? Son jóvenes, fuertes, con buena salud: llenos de ardor juvenil. No
sueñan más que en cargar con la bayoneta. Ni siquiera sabrán que el ataque es un
poco… ¡hummm!… un poco… in… insólito.
La satisfacción que el teniente general extrajo del hallazgo de esta última palabra
bastó para disipar el ligero malestar que le procuraba su propio cinismo, hasta que
Assolant, sin tacto alguno, le hizo reparar en ello.
—Eso es muy cierto. Y nunca tendrán la oportunidad de descubrirlo.
—¿Cuál de sus unidades está en mejor forma? —el teniente general cambió de
tema con rapidez una vez más para no quedar enredado en el que no le interesaba.

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—Supongo que el regimiento 181. Gracias a lo estúpido que es el mensajero,
tienen que haber dormido cinco o seis horas —explicó Assolant, sin darse cuenta de
la ironía.
—Ah, el 181, sí. Los he visto citados en las Órdenes del Ejército en más de una
ocasión. Colóquelos en primera línea y haga que sus otros regimientos los apoyen y
consoliden la posición.
—Podría lograrse —aventuró Assolant casi hablando consigo mismo.
—Por supuesto que puede lograrse. De cualquier modo, debe lograrse. Un
regimiento de primera categoría que está, justo en este momento, en su mejor
condición, compuesto mitad por reclutas y mitad por veteranos. Los reclutas pondrán
el entusiasmo, los veteranos lo apaciguarán. No cabe mejor combinación. Y, como ya
le he dicho, dispondrá de todos los cañones que quiera.
El teniente general sabía que estaba adornando el asunto, pero vio con
satisfacción que Assolant, siempre reticente cuando de ofensivas se trataba, se iba
contagiando de su entusiasmo sin preocuparse nada por lo engañoso de la
descripción.
—Ahora preferiría el descanso a la artillería, señor. Sin embargo, esta experiencia
es nueva, lo de disponer de munición sin límites. ¿Cuántas cargas de gas puedo
conseguir? Si el viento es favorable, me gustaría asfixiar ese Grano con gas…
—Pídaselo a De Guerville y también a su jefe de estado mayor… ¿Cómo se
llama? Couderc. Nos ocuparemos de ello sin dejar cabos sueltos. Y no vacile ante
Couderc, sin reservas. Estas noticias corren como la pólvora.
—No se preocupe, señor, estoy decidido. Le conseguiré el Grano si usted me da
carta blanca y un buen puñado de granadas, además de la artillería.
—Le daré más que eso cuando haya terminado, Assolant. Le daré un cuerpo de
ejército completo… ¿Cree usted que mañana podríamos habernos hecho con el
Grano?
—Imposible, señor. Pero pasado mañana se lo serviré para comer. En realidad,
puede ya ponerlo en el parte. ¡Oh, no! Lo había olvidado. Ya está en el parte. Bueno,
haré que sea oficial. Puede que haya oído, señor, que jamás he dejado de tomar una
posición que hubiera dicho que tomaría.
—Y usted puede que haya oído que jamás he dejado de cumplir una promesa que
hubiera dicho que cumpliría.
—Sí, señor. Y eso me lleva a preguntarme si…
El teniente general esperó a que Assolant terminara la frase, pero al darse cuenta
de que no pensaba acabarla, buscó con la mirada los ojos de Assolant. Sin embargo,
sus miradas no se encontraron porque la del general estaba deliberada y
significativamente fija en las cuatro pequeñas presillas de su propia chaqueta, las
cuatro pequeñas presillas en las que se podía colocar la estrella de Gran Oficial de la
Legión de Honor en ceremonias o actos importantes.
—Quizás… —dijo el teniente general disimulando su desprecio—. Ahora, ¡a

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trabajar! Pida a los mandos que pasen.
Entonces añadió, hablando consigo mismo: «¡Qué vulgaridad! ¡Qué
sinvergüenza! Pero tomará el Grano».

***

Ya había anochecido. El súbito ruido de las tachuelas de las botas al golpear el


adoquinado, y su igualmente repentino final, indicaban a cada una de las compañías
del regimiento 181, siguiendo los pasos de la precedente, que estaban atravesando
una carretera principal.
Didier, de la compañía número 2, era, quizá, el único de los tres mil soldados que
conocía el lugar en que se encontraban o que podía sentir algún interés personal por
él. Aunque su interés tampoco era excesivo, porque estaba tan cansado y preocupado
por sus doloridos músculos como el resto. Identificar su paradero, no obstante, era
una función automática, propia de un antiguo guardia fronterizo y vigilante nocturno,
y esa función seguía activada a pesar de la fatiga. No la cumplía con menos eficacia
porque estuviera oscuro. Por el contrario, los sentidos, que durante el día habían
estado latentes, sin por ello dejar de absorber impresiones, afloraban a la superficie
por la noche e intensificaban su capacidad de percepción; después de todo, la
oscuridad sólo le había privado parcialmente de uno de ellos: la vista.
Didier tenía muy desarrollado el sentido de la orientación; tan desarrollado que,
de hecho, tendía a ser poco tolerante con los que no lo tenían y los despreciaba por su
pereza, a la que él atribuía tal carencia. Didier sabía con exactitud dónde se hallaba;
era para él una cuestión de orgullo el saberlo. Sabía que el regimiento había dejado el
pueblo poco después de la caída de la noche por el mismo camino por el que había
entrado. Sabía que había subido una colina. Había sentido los campos abiertos de la
baja meseta y lo sinuoso de la ruta que los atravesaba. No era capaz de distinguir el
contorno del bosque en el que de pronto se habían internado, pero sabía que estaban
en un bosque porque sentía el espacio y el ruido delimitados con más nitidez en torno
a él. El sexto sentido que poseía cuando se hallaba al aire libre le decía que aquellos
lugares eran los mismos por los que habían pasado esa misma mañana. La orden de
romper el paso, transmitida a lo largo de toda la columna a medida que se
aproximaban al puente sobre el arroyo, no hizo más que confirmar la certidumbre
acerca de su situación; y muy poco después, la ligera modificación tonal en el eco
causado por la marcha del regimiento le hizo darse cuenta de que estaba caminando
entre muros de ladrillo en lugar de muros de árboles: los muros del pueblo.
De esta forma, cuando oyó que las botas de la compañía precedente golpeaban los
adoquines, que resonaban unos instantes, automáticamente tuvo la certeza de que el
regimiento estaba atajando por la carretera, pasando junto al Café du Carrefour y
dirigiéndose de nuevo hacia otro sector de aquel frente, un sector que, en su opinión,
había abandonado hacía muy poco tiempo.

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«Así que es eso —se dijo—. Hay orden de entrar en combate y en esa dirección.
Pues muy bien, más trabajo. La luna estará arriba pronto, y entonces me podré hacer
una idea de cómo es el terreno».
El regimiento caminaba con ritmo cansino y en silencio. Hasta los reclutas recién
incorporados habían perdido parte de su ánimo, a causa de los continuos cambios de
dirección en la marcha. Los demás estaban demasiado cansados y aturdidos por la
falta de sueño como para maldecir. Existe un grado de aturdimiento en la fatiga y la
exasperación que sólo puede expresarse mediante un hosco silencio. Cinco horas de
sueño habían bastado para que aquellos hombres endureciesen los músculos, pero no
para hacerlos revivir. El equipamiento, las botas, la ropa, también se habían
endurecido y, lo que era peor, las botas habían encogido un número a causa de la
hinchazón de unos pies que los soldados ansiaban liberar…
La cola del regimiento se desvaneció por el lado contrario de la carretera, y a cada
momento se hacía más grande el hueco entre aquélla y el Café du Carrefour.
—Otra vez a las trincheras —aseguró la vieja una vez que las últimas tachuelas
de la columna callaron al continuar por el camino embarrado y dejar atrás los
adoquines: sus adoquines, como ella acostumbraba a llamarlos al pensar en ellos.
Estaba sentada junto a la estufa, el local con los cierres echados por completo,
bebiendo a sorbos un tazón de negro café. «Otra vez a las trincheras». No añadió:
«¡Pobres diablos!», ya que esa compasiva idea no se le pasaba por la cabeza. No
hacía más que constatar verbalmente un hecho. Había estado sentada allí, tal y como
estaba ahora, durante casi dos años, tomando buena nota de los misteriosos y
erráticos movimientos de los ejércitos que pululaban en torno a su cruce. Al principio
se sentaba a la puerta y los observaba. El invierno la condujo al interior y allí había
permanecido, sola y carente de curiosidad. No había, por otro lado, necesidad alguna
de salir porque, como pronto descubrió, había aprendido el significado de los sonidos,
y sus oídos ahora le daban tanta información de lo que ocurría en los alrededores del
cruce como antes lo habían hecho sus ojos. Era capaz, por ejemplo, de hacer una
precisa estimación del tamaño de un cuerpo de ejército, guiándose por la duración y
los intervalos del paso que llevaban. Diferenciaba el estrépito de una columna de
artillería del de un convoy de camiones y podía decir si éstos iban cargados o vacíos.
Distinguía entre el ruido del vehículo de un alto mando y el de una ambulancia y, lo
que era incluso más digno de mención, entre una tropa de caballería y una patrulla de
policía militar a caballo. Cuando se le preguntaba sobre esto, ella explicaba así su
don: «Quien lleva un bistro debe ser capaz de oler a la policía o dejar el negocio».
Los soldados se daban una vuelta por el Café du Carrefour con el propósito de hacer
esta pregunta y oír la respuesta. Nunca quedaban decepcionados, a no ser que
resultaran ser policías.
Por lo tanto, allí se sentaba, en el punto álgido de la guerra en aquella región, a
veces dentro de la zona afectada por las operaciones de artillería pesada, bebiendo a
sorbos sus tazones de café negro y contando para sus adentros los fragmentos de

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ejército que pasaban junto a su local, contándolos no porque tuviese algún interés
especial, patriótico o de otro tipo, por los asuntos militares, sino por tratarse de
numerosos y buenos clientes perdidos.
En la carretera hubo un estruendo, que se iba acercando mientras ella terminaba
su tazón de café. Atizó una o dos veces la estufa, encendió una vela y apagó la
lámpara. Se dirigió a la puerta y, vela en mano, se detuvo un instante para escuchar.
—Cocinas de campaña —aseguró. Entonces bajó al sótano y se metió en la cama.

***

El coronel Dax marchaba al frente de su regimiento junto con el oficial al mando


del primer batallón, el mayor Vignon.
—Siempre se parece a una tormenta lejana, ¿verdad? —sugirió el mayor. Se
refería a los resplandores a lo largo del frente y a las reverberantes notas de los
cañonazos.
—No tan lejana —respondió el coronel con una voz que no animaba a seguir
conversando. El mayor se dio por enterado y se refugió en el silencio. Pero ¿por qué?,
se preguntaba, ¿por qué razón se le había invitado a marchar al lado de su jefe? ¿Era
sólo para tener a alguien con quien guardar el paso?
«Mal asunto —pensaba el coronel— que uno no pueda pedir a un hombre que
camine con él sin que éste dé por sentado que también quieres que hable contigo.
¿Por qué no le puedo decir: “Mire, empiezo a sentir la ansiedad de costumbre cuando
se llega a este punto, y su compañía me hace bien? Pero debe ser una compañía
silenciosa. Sólo quiero tenerle cerca, que su piel esté cerca de mí, al alcance de la
mano. Alivia mi ansiedad y me ayuda mucho”. Pero Vignon no lo entendería en
absoluto. Pensaría que estoy loco. No está capacitado para entender por lo que estoy
pasando en este momento. Si tuviera alguna sospecha de la crisis a la que me
aproximo, lo más probable es que considerase su deber sacar la pistola y meterme una
bala en la cabeza. En realidad, eso es precisamente por lo que me es tan necesaria su
presencia en estas circunstancias. Tiene un carácter imperturbable».
Y estaba en lo cierto. Ni Vignon ni nadie tenía la más mínima sospecha de que
Dax, coronel del regimiento 181 del frente, de la extraordinaria división de Assolant,
el próximo en la lista para lograr las estrellas de general y la medalla de la Legión de
Honor, con cuatro menciones al valor en las Órdenes del Ejército… Nadie tenía la
más mínima sospecha, con tanta eficacia disimulaba Dax la situación, de que el
miedo que ya se había apoderado de él se estaba transformado a pasos agigantados en
pánico.
Ese temor era, a su modo de ver, parte de su carácter, un temor que crecía con
cada paso que daba, un temor que se hacía más agudo cada vez que debía guiar a su
regimiento a las trincheras. Una vez que sus hombres estuvieran en las trincheras, la
crisis se evaporaría. Era plenamente consciente de lo irracional de su miedo, de que

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incluso, en cierta medida, carecía de fundamento, pero eso no le facilitaba el dominio
de sí mismo. No podía dejar de pensar en la compacta masa de carne humana, viva,
vulnerable, que formaba una fila de unos dos kilómetros detrás de él. No podía dejar
de pensar en que media hora más tarde aquellos dos kilómetros de carne viva,
humana, vulnerable, bien podrían estar al alcance de los cañones alemanes. La idea le
horrorizó; también le impidió que su boca siguiera produciendo saliva.
«Carne, cuerpos, nervios, piernas, testículos, cerebros, brazos, intestinos, ojos…».
Podía sentir su masa, su peso, empujando hacia adelante, amontonándose sobre sus
hombros indefensos, apabullándolo con una alucinación de fantástica carnicería. Algo
del tamaño de un punto cobró forma en su estómago, comenzó a extenderse y a
ascender despacio. Subió hasta cerca del diafragma y allí se quedó y pareció
incrustarse. No le era posible expulsarlo ni moverlo arriba o abajo, pero lo reconoció
como lo que era: la náusea producida por un intenso miedo.
«Tres mil hombres. Mis hombres. Aguantar la presión de marchar por caminos
sin protección, vigilados, con tres mil hombres. Todos perfectamente juntos para la
masacre. Es demasiado para que un solo hombre lo soporte. No les puedo ordenar
que se separen ahora o se darían cuenta de que estoy muerto de miedo. Notan
enseguida si un oficial está asustado. En cualquier momento… Esta tensión es
intolerable. Vaya ruido que están haciendo. ¿Dónde demonios van a salir a nuestro
encuentro esos guías? Parecería un loco si me presento con el regimiento en fila
india, unos separados de otros. Piénsalo, no puedes ordenar que vayan a intervalos
para dificultar el fuego enemigo, porque no parecería lógico. Y, sin embargo, qué
alivio supondría… Hay que mantener las apariencias, no importa cuántas vidas
cueste. Qué tortura, y ese Vignon, de paseo, como si estuviera en un bulevar. ¡El
bueno de Vignon! ¿Por qué no tendré yo algo de su…? Tres mil hombres, dos
kilómetros de carne concentrada. ¡Qué gran diana! ¿Qué es aquella luz de allí?…».
Su imaginación se desbocó de repente y después recuperó el control ante otro
espejismo. A lo lejos vio, en la línea del frente, artilleros alemanes, figuras grotescas
embutidas en cascos que se movían con callada eficacia en torno a sus cañones;
colocaban los obuses y las cargas en su sitio y cerraban las recámaras, leían los
indicadores, giraban las ruedas. Vio el gigantesco cañón, la abertura aún humeante
por el último disparo, elevándose, lento y erecto, hasta que su boca apuntaba al lugar
correcto en el cielo. Vio a los artilleros alejarse y taparse los oídos con las manos,
todos excepto un hombre que en cada cañón cogía con fuerza el cordón de la
recámara. Vio al oficial llevarse un silbato a los labios. Los vio a todos ellos inclinar
un poco la cabeza y dar media vuelta. Vio los cordones tensos de pronto; parecía que
tirasen de los cañones hacia atrás, tan al unísono se producían la explosión y el
retroceso.
«Carne, cuerpos, nervios, piernas…». Todo se mezclaba en su mente. Parecía
repleta de carne, empalagada con el olor dulzón de la carne desgarrada, sobre la que
se va vertiendo la sangre. Era su carne, la carne de sus hombres, que yacía aún viva,

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pero muriendo, muriendo tan despacio, muriendo tan rápido…
«Marchar, marchar, marchar. Lentamente, como en un sueño.
»Marcha lenta, marcha funeral…
»El camino desnudo. El camino de áspera superficie. La cuneta, tan poco
profunda que ni siquiera sirve para que un conejo se esconda del metal silbante,
centrífugo…
»La fatal masa nítida y compacta sobre el fatal y nítido camino, señalado en el
mapa de forma tan nítida…
»El nítido capitán alemán en su compacto refugio. Sus fatales y nítidas cifras, las
fatales y nítidas coordenadas del camino desnudo…
»Los cordones que se tensan de pronto y parecen tirar de los gigantescos cañones
hacia atrás…
»La eclosión del terrorífico ruido…
»Dos kilómetros de carne humana compacta, viva, vulnerable, detrás de él. Tres
mil hombres paralizados sobre sus propias huellas…
»Los cegadores destellos de las detonaciones…
»El metal silbante, centrífugo…
»El caos…
»Y después las nubes de humo acre, que se asientan poco a poco…
Las alucinaciones se sucedían en su cabeza, después saltaban en pedazos cuando
las palabras las interrumpían, destruyéndolas.
—¡Vaya! Está saliendo la luna. Creí que era un reflector. Me había olvidado de la
luna…
—¡Cuidado con ese cráter de bomba!
—¡Oh! Gracias, amigo, gracias.
Incluso a Vignon, poco acostumbrado a reparar en ese tipo de reacciones, el tono
de exagerada gratitud de su jefe le resultó desproporcionado ante algo tan frecuente
como lo era el aviso para no caer en un agujero; tanto era así, en efecto, que no pudo
evitar dedicarle a su compañero una mirada de refilón. Dax, que más que ver sintió la
mirada, decidió recobrar la calma y desviar la atención.
—Dé la orden de apagar las pipas y los cigarrillos, ¿de acuerdo, mayor? Y que
tengan puestas las máscaras antigás por si acaso.
Le gustó notar que su voz sonaba de nuevo con naturalidad; también le gustó
notar que Vignon volvía a sentirse seguro gracias a su acostumbrado tono decidido.
«Basta dar una orden para inspirar confianza —pensó Dax—, aunque parezca
estúpido. No importa si es una orden necesaria o no, ni siquiera si es acertada».
Unos instantes más tarde le vino a la mente otro pensamiento: «Una orden
también inspira más confianza en sí mismo al hombre que la da».
El regimiento avanzaba pesadamente. La luna hacía la marcha más cómoda, no
sólo porque permitía ver las irregularidades del camino, sino también porque definía
formas y los hombres tenían algo que mirar. El propio ejercicio físico, además,

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comenzaba a hacer más flexibles los músculos, las botas y los correajes. El
equipamiento había dejado de ser un peso muerto y obstinado. Se movía, ahora que
volvía a poseer vida, e incluso aportaba cierta ductilidad, con la cadencia del
movimiento de los cuerpos, los brazos y las piernas. El ritmo de los hombres en
marcha se fue haciendo uniforme una vez más.
La orden de no fumar y de ajustarse las máscaras antigás tenía un significado que
los hombres entendían bastante bien. La comprensión del mensaje tuvo su reflejo en
un cambio casi imperceptible en el ritmo de la marcha. No se trataba tanto de que
aceleraran el paso (cosa que no hicieron) como de procurarle más tensión: más
tensión, quizá, a modo de respuesta a una contracción profunda y visceral que
recorrió, al igual que la orden, toda la columna desde el principio hasta el final.
Expectación, una expectación de carácter nervioso parecía flotar sobre aquellos
pálidos rostros a la luz de la luna, y los hombres mostraban cierta tendencia a pisar
los talones de los que los precedían.
La lejana tormenta del mayor Vignon estaba ya sensiblemente más cerca. Daba la
sensación de que la orden de no fumar la había acercado en un abrir y cerrar de ojos.
El estruendo de los cañones había dejado de ser un estruendo porque se había
descompuesto en puntuales salvas de artillería. Las luces de Verey se hallaban al otro
lado de una colina y aún producían un efecto colectivo más que individual, un efecto
que, sin embargo, ya no era el del relámpago, porque ahora las luces parecían
desvanecerse con demasiada lentitud.
El coronel Dax maldijo la luz de la luna. Aunque su actitud resultase infantil, no
dejaba de sentir que de esa forma su regimiento sería más visible para los artilleros
enemigos. De cualquier modo, deseaba maldecirla y no le importaba lo irracional de
su actitud. Vignon, por el contrario, al igual que la mayoría de la tropa, tenía la
sensación opuesta. Acogieron con agrado una visibilidad que les permitiría evitar los
pequeños, aunque no por ello menos exasperantes, accidentes de un relevo de tropas
que se estaba llevando a cabo en medio de la más completa oscuridad.

***

—¡Eh! ¡Vosotros! ¿Sois el 181?


El saludo era al mismo tiempo un desafío y una pregunta: llegó de detrás del
resplandor de un cigarrillo encendido en la penumbra a un lado del camino. El
coronel Dax giró sobre sus talones y gritó:
—¡Alto! —Acto seguido, con un tono de voz incluso más elevado, añadió—: No
se agolpen. Mantengan los intervalos de separación. Los mandos de cada compañía,
que se adelanten sin perder un segundo. ¡Transmitan la orden al resto! —Dirigió la
vista hacia la silueta del camino—: El 181, en efecto. Y apague ese cigarrillo.
El cigarrillo cayó al suelo y desapareció bajo una bota.
—Somos los guías de los tirailleurs; los llevaremos, señor. Le habla el teniente

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Trocard.
—De acuerdo, teniente, usted se queda aquí conmigo y con el destacamento del
cuartel general. Que el destacamento se retire hacia la derecha. Calen las bayonetas.
¡Transmitan la orden de calar bayonetas!
Un chasquido metálico se propagó de inmediato a lo largo del camino. Por todas
partes, el ruido de recámaras de fusiles que se abrían y cerraban daba a entender que,
como era habitual, había algunos hombres lo bastante reacios a las armas de fuego
como para retrasar hasta el último momento la puesta a punto de las mismas. Del otro
lado de la baja colina, se oía un deslavazado fuego de ametralladora y, de cuando en
cuando, una explosión ahogada. Un silbido furtivo cruzaba el aire, un extraño y
fantasmal sonido al que nadie prestaba atención. Una bengala, elevándose por encima
del resto, estalló y comenzó a caer con elegancia iluminando el perfil de la recortada
colina. Sonaron cuatro cañonazos de repente, no todos a la vez, pero tan cerca que
hicieron dar un respingo a todo el mundo.
—¿Dónde demonios están? —preguntó el coronel.
—No mucho más allá, por el camino. Hay allí dos baterías de cañones del setenta
y cinco.
—Están locos —aseguró el coronel—. ¿Acaso no saben que esta noche hay un
relevo? Conseguirán que nos disparen. ¡Herbillon! ¡Herbillon! ¿Dónde está ese
ayudante?
—Aquí, señor.
—Vaya allí e intente que ese idiota deje de disparar hasta que se complete el
relevo. Y dígale que no arme más jaleo de lo que…
Sonaron otras cuatro andanadas.
—Dese prisa, por favor… ¿De quién es esa señal? —El coronel señalaba tres
luces de colores que ascendían desde la otra cara de la colina—. Rojo, verde y rojo.
No son nuestras, ¿no, teniente?
—No, señor. Es la señal de los cabezas cuadradas para bombardear.
—Justo lo que pensaba. Sabía que ese chalado provocaría algo.
Para ser exactos, no era eso lo que de verdad pensaba el coronel, sino más bien lo
que sentía. Era un soldado lo bastante veterano como para saber que la mayoría de
aquellas señales de bombardeo estaban, casi siempre, ocasionadas por los nervios de
una avanzada o un centinela que oía el movimiento de una rata y creía que se le
estaba echando encima algún comando enemigo. La bengala de socorro era el clavo
ardiendo al que ningún hombre renunciaba a agarrarse en momentos de pánico. El
teniente de los tirailleurs se lo recordó al coronel con una indirecta:
—Es un sector muy agitado, señor, sobre todo después de los ataques que hemos
lanzado sobre el Grano.
—Aquí están los oficiales. Manos a la obra. Paolacci, ¿está usted por ahí?,
¿capitán Charpentier? Muy bien, teniente, ¿algún otro detalle importante?
—Sólo uno, señor. Hay una cantera de yeso más o menos a un kilómetro por la

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carretera, por donde pasa el ferrocarril de vía estrecha. Los cabezas cuadradas la
bombardean de vez en cuando con proyectiles del cincuenta y nueve. Han estado
tranquilos hasta esta tarde, pero puede que esa llamada de auxilio desate todo otra
vez. Las bombas suelen caer cada treinta segundos. La única solución es atravesarla a
todo correr, media sección cada vez entre los intervalos de las bombas. No se puede
rodear, el suelo está en unas condiciones penosas y es una maraña de alambres viejos.
¿Preparado, señor?
—Sí, sí. Ya han oído, caballeros. Actúen en consecuencia y, sobre todo, no vayan
demasiado juntos. Pasen la información a mi refugio, la Trinchera de los Zuavos, en
cuanto hayan completado sus relevos. La contraseña esta noche es… ¿Cuál es la
contraseña, teniente?
—«Calais», señor.
—«Calais». Vuelvan a sus puestos, caballeros. Charpentier, quédese conmigo.
Tengo un trabajo para usted. ¡Primera compañía, adelante! ¡Por secciones!
La columna volvió a moverse, esta vez en fila india. Los guías abandonaron uno a
uno las sombras de las cunetas y ocuparon su lugar junto a los mandos de las
compañías, a medida que cada uno de éstos llegaba a la altura del grupo del cuartel
general. El coronel Dax en persona hacía que cada destacamento se detuviera hasta
que le dejaba satisfecho el intervalo que lo separaba del precedente. Entonces
permitía que continuase:
—Muy bien, ¡adelante! Recuerden, no se apelotonen. ¡Guarden la distancia!
El fuego de ametralladora del otro lado de la colina había dejado de ser
inconstante. Cuando la mitad del regimiento ya había desaparecido por el camino, los
intervalos entre explosiones se hicieron cada vez más cortos. La cresta de la colina
mostraba ahora, de forma casi permanente, su perfil contra los festones de las
bengalas; el aire estaba cargado de un profundo desasosiego, un desasosiego que se
transmitía entre los hombres, los hacía sentirse inquietos y provocaba que sus
palabras, sus actos y sus pensamientos se produjesen a espasmos.
Tres fogonazos de un rojo vivo se elevaron, perpendiculares y sin prisa, hacia el
cielo. Alcanzaron su cénit, se detuvieron un instante y después, tras perder la
alineación, comenzaron a hundirse con lentitud en su regreso a la tierra.
—Rojo, rojo y rojo —describió el teniente de los tirailleurs—. Es nuestra señal de
socorro. Va a ser una noche movida.
Después añadió para sí mismo: «Y tengo que pasar por esa cantera dos veces.
«Por lo menos se han separado de forma adecuada y en fila de a uno —pensaba el
coronel—. Lo peor ha pasado, por lo menos para mí. Pronto estarán entre los
protectores muros de la trinchera de enlace…». Una sensación de profundo alivio le
invadió.
Sonaron ocho cañones, no del todo al unísono. Otros ocho respondieron, un poco
más lejos. Los primeros ocho sonaron otra vez… y otra vez… y otra vez…
El coronel gritaba lo más fuerte que le permitían sus pulmones e intentaba hacerse

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oír:
—Intervalos… cantera de yeso… juntarse… intervalos…

***

La cantera de yeso era una excavación circular situada en el ángulo sureste,


formado por la intersección de la carretera y el ferrocarril de vía estrecha. Un globo
aerostático colocado allí hubiera parecido un huevo de gran tamaño dentro del nido.
Al avanzar por la carretera en dirección al sector del Grano, se dejaba la cantera a la
derecha. Quedaba lo bastante cerca de la ruta como para escupir en ella si se quería.
Muchos de los hombres que pasaban al lado lo deseaban porque se trataba de una
tentadora escupidera. Asimismo, gozaba de una terrible reputación, y escupir en
aquel lugar era una forma de expresar la opinión que les merecía. Pocos lo hacían, sin
embargo, ya que incluso el acto trivial de escupir exigía girar la cabeza y desviar por
un instante la atención del asunto sumamente importante de atravesar ese sitio lo más
rápido posible. Volver la cabeza hacia un lado, además, implicaba perder durante un
momento la orientación acústica y, por muy breve que pudiera ser ese momento,
quizá terminase resultando demasiado largo.
Con el regimiento en formación por orden numérico, la primera sección de la
compañía número 1 fue la primera en acercarse a la cantera. El tirailleur iba delante y
la sección se extendía tras él en fila india. Duval, que se había separado de Langlois y
se había incorporado a esa sección, estaba casi al final. Cuando el destacamento llegó
a la cantera, el paso del tirailleur se avivó. Caminaba un poco agachado y como si
tuviera que caminar descalzo sobre guijarros. Todo su cuerpo estaba en tensión y la
sangre le zumbaba en la cabeza y le palpitaba en el corazón. Respiraba más rápido
porque estaba obsesionado con introducir el aire profundamente en los pulmones;
también tenía un gusto amargo. Miraba fijamente al frente, pero tenía la cabeza un
poco vuelta hacia la izquierda, de tal manera que el oído derecho fuera capaz de
captar cualquier ruido procedente de ese lado. Había afinado la orientación acústica a
la perfección y se esforzaba por mantenerla bien sintonizada.
Cuando el guía estuvo a la altura de la cantera, ya iba a paso ligero. Cruzó el
ferrocarril de vía estrecha a la carrera con la sección siguiéndole el ritmo y
maldiciéndolo por ser un loco dominado por el pánico. En caso de que esas
maldiciones hubieran llegado hasta él, no las habría percibido, ocupados como se
hallaban sus oídos con otros sonidos y absorto él en sus pensamientos:
«Veinte metros más y habré dejado atrás esto, sano y salvo. Quince… Doce…
Diez… Ocho…».
La carrera ya se había convertido en paso ligero, el paso ligero pasó a ser marcha
normal, ya que veía por delante elevaciones del terreno que pronto dejarían el camino
encajonado. Se relajó un poco la tensión que dominaba su cuerpo, toda excepto la de
los oídos. Éstos aún hacían denodados esfuerzos por seguir atentos a cualquier aviso

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de peligro… Un sonido sibilante se elevó por encima de sus cabezas. Apenas había
comenzado, cuando creció hasta convertirse en un silbido desgarrador; apenas había
pasado a ser un silbido cuando se transformó en un ruido tremendo y espantoso que
iba lanzado a una velocidad terrible hacia la sección. Todo el mundo se tiró al suelo,
también Duval, que creyó que algo enorme iba a golpearlo. El aterrador objeto
pareció rozar todas y cada una de las encogidas espinas dorsales, para después
estallar con gran estruendo por detrás de ellos. Duval tuvo la extraña sensación de
que la explosión se había producido demasiado lejos para tratarse de algo que había
pasado justo por encima. Alzó la cabeza y se preparó para levantarse, ahora que todo
había terminado. Casi no había tenido tiempo de darse cuenta de que el resto de la
sección todavía estaba cuerpo a tierra, cuando el aire a su alrededor cobró vida con
los zumbidos de la metralla. Se echó de nuevo al suelo y oyó cómo el metal se hundía
de repente en la tierra en la que él mismo estaba incrustado.
—Bautismo de fuego —musitó. Se otorgó el galardón a sí mismo sin ser
consciente de ello, pero con un fugaz brote de orgullo.
Un minuto después de que la metralla hubiera caído, los hombres se pusieron en
pie y reemprendieron la marcha por el camino sin mirar atrás; todos excepto Duval.
Volvió la cabeza para mirar el punto en que se había tumbado, como para guardarlo
en la memoria. Después echó a correr tras la sección. Sentía que era, en cierto modo,
una persona diferente. Sin embargo, tuvo que pasar algo de tiempo antes de que
pudiera definir el cambio, y sólo entonces se le ocurrió que en aquel lugar del camino
había dejado de ser un niño.
El teniente Paolacci, provisionalmente al mando de la compañía número 2,
mientras el capitán Charpentier seguía con el coronel, se acercaba a su vez a la
cantera de yeso. Entre los hombres, se le tenía por un mando estricto, aunque
valiente; entre los oficiales, se le consideraba concienzudo hasta lo temerario. Se
enorgullecía de no encogerse de miedo jamás ni agacharse ante el fuego enemigo si
podía evitarlo. También se enorgullecía de cuidar de sus hombres. Tanto era así que,
mientras la mayoría de los demás oficiales se limitó a dar las órdenes necesarias y
luego dejar que sus secciones se las arreglaran como mejor pudieran al atravesar el
obstáculo de la cantera, Paolacci creyó que su deber consistía en permanecer en
medio del peligro con el objeto de dirigir en persona los rápidos movimientos de sus
hombres. Y lo hizo con tal eficacia desde el mismo borde de la excavación que logró
hacer pasar intactas a tres secciones a través del fuego de artillería: un fuego de
artillería al que él mismo estaba expuesto con gran riesgo.
Hacía pasar a sus hombres a razón de media sección cada vez. El último proyectil
había explotado al otro lado de la vía, cerca de la cuneta del camino. Su alcance,
observó, estaba un poco más allá de la vía, así que decidió acercar con cuidado a sus
secciones a la misma antes de dar la orden de salir. La última sección se encontraba
ahora en fila de a uno, tumbada boca abajo en el camino. Él aguardaba a que cayera
un proyectil más.

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—¿Preparados ahí? Después del próximo, entonces, cuando dé la orden, a correr.
Llegó el siguiente y estalló exactamente en la vía.
—¡Vamos! —gritó.
La fila se incorporó y echó a correr hacia delante, agazapada. La segunda mitad
de la sección se levantó al mismo tiempo y se aproximó a la vía.
Oyeron un silbido sobre sus cabezas. Descendió con una velocidad terrible,
aumentando hasta convertirse en un estruendo descomunal. Los hombres vacilaron,
con la sensación de que algo los golpeaba directamente, se agruparon con el gesto
instintivo de buscar protección en la carne de quien tenían al lado. Paolacci los
observó transfigurado, incapaz de emitir un sonido. Vio a algunos de ellos caer de
bruces, despatarrados, algunos volvían la espalda y se agachaban, otros salían
corriendo en cualquier dirección. Comprobó que, en los pocos segundos que tardó en
caer la bomba, las dos mitades de las secciones se habían transformado de manera
increíble en una confusa piña de gente.
Hubo dos detonaciones, tan cercanas una de la otra que parecieron una sola. El
destello de las explosiones fotografió en su mente la fantástica imagen de un vibrante
caos. Un pedazo de metralla volaba girando a gran velocidad, directamente hacia
donde se encontraba Paolacci. Le atravesó la pelvis, se llevó por delante la cadera
derecha entera y le hizo caer desde el borde hacia el interior de la cantera de yeso.
Cayó, cayó, cayó…
Una vez que el humo se hubo disipado, no quedaba nadie para ver que, allí donde
había estado la sección, ya no quedaban más que dos cráteres en llamas, en medio de
unos cuantos rimeros dispersos de ropa inmóvil.

***

A medianoche el relevo se había completado y la marea alta creada por una doble
acumulación de hombres en las trincheras iba bajando con rapidez. Habían muerto
treinta y dos hombres del 181 mientras entraban, y diecisiete tirailleurs habían
perdido la vida al salir. Ninguno de ellos cayó a causa de la aglomeración creada por
coincidir con el otro regimiento, pero todos, sin embargo, desde los dos oficiales al
mando para abajo, aceptaron justificarlo con el engañoso argumento de echar la culpa
de las bajas a la turbamulta. La razón les decía que las posibilidades de que un
hombre muriese en un momento dado eran las mismas tanto si estaba solo como si se
hallaba en un grupo. La razón, no obstante, cedía su posición de privilegio a las
emociones. Y las emociones eran demasiado fuertes para hacer caso de la paradoja a
que daban lugar, la paradoja de los hombres que buscaban con ansia protegerse ante
el fuego de artillería y que estaban convencidos de que en grupo, aunque fueran
invisibles para el enemigo, atraerían los proyectiles y sufrirían sus peores
consecuencias.
El 181 había perdido treinta y dos hombres; los tirailleurs, diecisiete. No era mal

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resultado para un relevo llevado a cabo en medio de un intenso bombardeo y tampoco
iba a cambiar en nada el curso de la guerra. Todos los días y todas las noches morían
hombres a un ritmo de cuatro por minuto. El frente permanecía igual, todo
permanecía igual: los uniformes, el equipamiento, los rostros, los cuerpos, los
hombres. Hombres en los mismos puestos, escuchando los mismos sonidos, oliendo
los mismos olores, con los mismos pensamientos y pronunciando las mismas
palabras. Habían muerto cuarenta y nueve hombres; y en sus cuellos, un juego de
números de identificación había ocupado el lugar de otro. A las ratas no les
interesaban los números de identificación, así que eso tampoco suponía ninguna
diferencia para ellas.
Los oficiales de la inteligencia militar, por su parte, sí tenían interés en los
números de identificación, interés en conocer los de las tropas del adversario y en
ocultar los de las propias.
Hacia la una de la madrugada, cuando la intensidad del duelo artillero había
decrecido un tanto, el capitán Charpentier mandó buscar a Paolacci. Un cuarto de
hora después, el teniente Roget entró en el refugio del capitán para comunicarle que
era imposible hallar a Paolacci.
—Sí —contestó Charpentier—. He oído que una de sus secciones dio un mal paso
en la cantera. Vi algunos cuerpos al pasar por allí. Puede que haya regresado para
saber qué ha sido de ellos. En cualquier caso, estamos justos de oficiales y no puedo
esperar. Así que usted tendrá que hacerlo. Por cierto, ¿ha salido de patrulla alguna
vez?
—Sólo una vez, señor, cuando era soldado raso.
—Bien, entonces lo mejor será que vaya con Didier. Es perro viejo en esos
menesteres. El coronel quiere que salga una patrulla de reconocimiento. Páseme el
mapa que está ahí en la litera. Mire esto, es el Grano. Aquí está nuestro frente, vea,
desde aquí hasta aquí. Ahí está la alambrada de los cabezas cuadradas, a unos
quinientos metros de nuestras líneas. Tienen que salir por la izquierda y abrirse
camino hacia el lugar en que acaban por la derecha, donde podrán pasar por el puesto
de vigilancia, mírelo aquí, el puesto número 8. La división desea saber en qué
condiciones se encuentra la alambrada alemana. Este mapa no está actualizado y los
tirailleurs dicen que los cabezas cuadradas han estado reforzando las alambradas.
Pero también deben buscar cualquier puesto de vigilancia alemán. Eso es tan
importante como lo anterior, porque queremos saber dónde se encuentran para así
dejarlos fuera de combate antes de la ofensiva. La luna brilla con fuerza; por tanto, si
encuentran alguno, no deberían tener problemas para situarlo con exactitud. Llévense
una brújula de luz y utilicen la cumbre del Grano como referencia. Y no olviden
traerse todas las identificaciones de los cuerpos alemanes que vean.
—Sí, señor. Pero ¿cómo sabré que he vuelto a entrar en mis propias líneas?
—Déjeme ver. Tendrá que estar fuera unas dos horas. De acuerdo, entonces, dos
horas después de que usted haya salido, ordenaré al puesto número 8 que lance

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bengalas. Una bengala roja cada cinco minutos hasta que haya regresado.
—¿Y cuántos hombres me llevaré?
—Llévese dos, además de usted. Recuerde, esto es una patrulla de
reconocimiento, ni más ni menos. Tienen que evitar por todos los medios cualquier
enfrentamiento y deben hacer todo lo posible para que los cabezas cuadradas no se
huelan que andan por ahí. Salgan, reconozcan el terreno e informen, eso es todo. Pero
hasta el último detalle. Puede confiar en Didier. Es un experto en este tipo de
operaciones.
—Si no le importa, señor, preferiría llevar a otro.
—¿Qué problema tiene con Didier?
—Bueno, esto… Bueno, si a usted le da igual, señor, preferiría que viniera otro
hombre.
—No, no me da igual en absoluto. De hecho, Roget, si no fuera porque el informe
debe realizarlo un oficial, estaría encantado de poner a Didier al mando de la patrulla.
De todas formas, ¿qué tiene usted en su contra?
—¿Yo? Nada. Pero lo que me gustaría saber es qué tiene él contra mí.
—Vaya, ¿que qué tiene él contra usted?
Charpentier, en muchas ocasiones, había querido enterarse de qué era lo que los
oficiales (incluido él mismo), así como los soldados, parecían tener contra aquel
teniente.
—¿Cómo voy a saberlo? Supongo que será porque a mí me ascendieron a oficial
y a él no. Hasta dormíamos juntos, ¿sabe?, y no es muy normal que me hayan
destinado otra vez a la misma compañía. No sé cómo pudo ocurrir. Seguramente está
resentido porque ahora soy oficial. Es un tipo huraño y envidioso. Pensaba que si
usted…
—Puede que sea así. Pero es un explorador de primera clase y va a ir con usted.
Quizá se alegre antes de que acabe la noche. Ahora estudie ese mapa con mucha
atención. Apréndaselo de memoria.

***

A medida que la luna ganaba altura en el cielo, la sombra que proyectaba


descendía por el lateral de la cantera de yeso en la que había caído el teniente
Paolacci. La mayor parte del fondo de la cantera estaba aún en sombras, un lugar
pestilente. Si Paolacci hubiese girado la cabeza desde donde yacía, en lo alto del
acceso a una galería y en diagonal con respecto a él, quizá habría visto el reflejo de la
luna en el agua estancada que cubría el suelo de la cantera. Pero por mucho que
hubiera disfrutado al contemplar la luna, aunque no fuese más que su reflejo, no
volvió la cabeza. No lo hizo por diversas razones, ninguna de las cuales cobró cuerpo
como tal en su mente. Primera, ese esfuerzo era excesivo para él. Segunda, vomitaba
cada vez que trataba de realizar el más leve movimiento de cabeza. Tercera, no sabía

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que había un charco de agua reflectante por debajo de él; en realidad pensaba que se
hallaba en el fondo de la cantera, sin más. Cuarta, sentía que su mejilla izquierda
estaba apoyada contra algún obstáculo, algo que olía a estiércol de caballo.
—Que alguien me explique —requirió, divagando en voz alta—, que alguien me
explique, por favor, cómo puede ser que haya boñiga de caballo en el fondo de esta
cantera. ¿Cómo puede haber entrado un caballo aquí? Muy fácil; como lo he hecho
yo. Pero ¿cómo he entrado yo? ¿Cómo ha hecho el caballo para salir otra vez? Es
imposible, las paredes son demasiado empinadas. Entonces, tiene que haber un
caballo en algún sitio por aquí abajo. Es obvio.
La sencillez de su lógica, la claridad de su mente, lo asombraron.
—Es un inmenso placer —continuó— darse cuenta de que la maquinaria del
pensamiento trabaja de forma tan brillante. Tengo que sacarle el máximo partido y
librarme de todas mis dudas de una vez y para siempre.
Dio comienzo a la ardua persecución de sus dudas, pero no logró encontrar
ninguna. Estaban ahí, lo sabía, pero fuera de su alcance, y eso le exasperaba.
—Bueno, empecemos de nuevo. ¿Dónde estaba? Ah, sí, eso es. Boñiga de
caballo, boñiga de caballo… Pero ¿cómo demonios he llegado aquí? Maldita sea, esto
no funciona. Todo está revuelto. Espera un poco y se aclarará otra vez…
Movió la cabeza, intentando sacudirse la confusión, y se atragantó. La bilis le
ascendió hasta la boca y le goteó por las comisuras de los labios. Trató de escupir,
pero no pudo, así que se vio obligado a tragarse el resto. La oscuridad se cernió sobre
él y perdió de nuevo el conocimiento.
La luna se elevó más en el cielo, las sombras descendieron por el lateral de la
cantera. Se desplazaron de manera imperceptible sobre la figura del teniente, después
cayeron rápidamente desde el techo hasta el umbral de la entrada de la galería. Una
piedra bajó rebotando por la pared de la cantera y terminó cayendo al agua. Se
produjo un ruido de ratas que se escabullían.
Paolacci volvió en sí con el olor del estiércol de caballo en las fosas nasales.
—Ah, sí. Un caballo aquí abajo, en alguna parte. Pero no puede salir a menos que
yo le ayude. Me ocuparé de eso más tarde, no ahora. Ja, ja, ja, ja, ja, ja…
La posibilidad de que hubiera un caballo allí abajo se había convertido, de
repente, en una idea tremendamente divertida. Paolacci bramaba de risa, una risa que
le salía sólo de la garganta. De un modo tan imperceptible como el deslizarse de las
sombras, la risa de Paolacci se transformó en lágrimas, y las lágrimas en sollozos
profundos surgidos de sus entrañas. Esos sollozos le zarandearon de un modo que la
risa no había logrado. Un ardiente dolor se materializó en su hombro izquierdo y se
llevó la mano a él. La retiró manchada y pegajosa. El pánico estalló en su interior.
—¡Ayuda! ¡Ayuda! Me han dado. ¡Ayuda! ¡Ayuda! ¡Camilleros! ¡Sáquenme de
aquí! ¡Aquí abajo! ¡Por el amor de Dios! ¡Ayuda! ¡Ayuda! Me estoy muriendo. Estoy
completamente solo. ¡Aquí abajo! ¡Aquí, en la cantera! ¡Dios! ¡Camilleros! ¡Ayuda!
¡Ayuda! ¡Ayuda!… Ayuda…

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Sus alaridos hacían eco de una pared a otra de la cantera. Cada vez que hacía una
pausa lo bastante larga como para oír un eco, lo confundía con las voces de los
equipos de rescate y redoblaba los gritos.
La luna iba desapareciendo de su vista y se quedó quieto por unos instantes. Una
rata trepó sin hacer ruido por la jamba de la entrada a la galería y miró a Paolacci
durante un buen rato. Después dio media vuelta y bajó de nuevo. Estallaron dos
proyectiles junto a la pared opuesta, y sobre el teniente, privado de sentido, cayó una
lluvia de gravilla…
Paolacci empezó a sentir el dolor en el hombro. También notaba un bulto entre los
omoplatos. Se dio cuenta de que quería levantarse y salir de la cantera, luego aguardó
a que ese deseo se hiciera más enérgico. Mientras esperaba, su mano derecha
comenzó a explorar el terreno. Entró en contacto con el objeto apoyado en su mejilla.
Lo empujó y cedió, haciendo retroceder al mismo tiempo el olor a estiércol de
caballo. Giró la cabeza con cuidado para mirar aquello. Se trataba de su propia bota,
no cabía duda. Pero ¿cómo había ido a parar allí, cerca de su cara? Formuló el deseo
de estirar la pierna, pero no hubo respuesta. Echó la mano hacia abajo para sentir su
cuerpo. Notaba el cuerpo, pero el cuerpo, por debajo del tercer o cuarto botón de la
chaqueta, no daba la sensación de notar la mano. Dio un pellizco y el pellizco se
cerró en el aire. Buscó a tientas el muslo y no lo encontró. En su lugar, la mano se
introdujo en una enorme y pegajosa cavidad, en apariencia llena de afilados puntos…
Poco a poco, con una indolente paciencia y una persistencia de continuo frustrada
por oleadas de delirio silencioso, desentrañó el caos de su existencia. Aquel proyectil
le había alcanzado. Una herida en el hombro izquierdo y otra, mucho más grave, en la
cadera derecha. Al caer a la cantera de yeso, la pierna se le había doblado hacia atrás
y en diagonal, de tal manera que ahora estaba tumbado sobre ella con la mejilla
izquierda apoyada en su propio talón.
—Debo de haber pisado alguna boñiga de caballo —concluyó. La voz, que no
reconoció como suya, le sobresaltó por la potencia con la que sonó, pero su sorpresa
duró sólo un instante, ya que la muerte traía consigo su anestesia particular. La fiebre
le iba subiendo, proporcionándole bienestar a su cuerpo y una paz inefable a su
mente. El terror de hallarse solo e indefenso había desaparecido. Cerró los ojos para
de esa manera apreciar mejor el placer de las alucinaciones…
Un poco más tarde sus ojos se abrieron y la mandíbula se relajó.
Más tarde aún, cuando la sombra proyectada por la luna ascendía una vez más por
el lateral de la cantera de yeso, una rata trepó sin hacer ruido por la jamba de la
entrada de la galería y observó a Paolacci durante un rato. Después dio un grácil paso
hacia delante, saltó sobre el pecho del teniente y allí se detuvo. Miró a derecha e
izquierda dos o tres veces, rápidamente. Luego bajó la cabeza y comenzó a comerse
el labio inferior de Paolacci.

***

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El teniente Roget bajó a la trinchera para buscar a Didier. Lo encontró de pie en la
banqueta de tiro, con el fusil colocado en una abertura del parapeto, un pequeño
montón de granadas de mano a un lado y una pistola Verey al otro. Había otra figura
acurrucada en la banqueta de tiro, una figura que, en lugar de dar el alto al teniente al
pasar éste de la barrera de protección, se puso a toser.
—¿Qué ocurre? ¿Los dos durmiendo? —preguntó Roget.
—Sí —replicó Didier al reconocer la voz.
—Señor —espetó Roget.
—Señor —contestó Didier, tratando de dejar clara su reticencia.
La figura respondió tosiendo de nuevo.
—Bien, tengo algo que los despertará. Van a venir los dos de patrulla conmigo.
—Él no —replicó Didier.
—¿Por qué no?
—Porque tiene tos.
—Terrible. Y supongo que a usted le dolerá el culo.
—Sí, pero eso es distinto.
—¿Por qué es distinto?
—Porque el dolor de mi culo es silencioso y su tos hace un ruido de mil
demonios.
—Bien, me da igual cómo estén de enfermos, los dos van a salir de patrulla. En
marcha, ¿de acuerdo? No hay tiempo que perder.
—Escucha, Pierre, sabes tan bien como yo…
—Atrévase a llamarme Pierre otra vez y le arresto. Ya está bien. Vamos.
—Muy bien, teniente. Sólo intentaba contarle algo. Sabe cómo mataron a
Marchand, ¿verdad?
—Sí, de patrulla. Y le estuvo bien empleado, era casi tan insolente como usted.
—Sí, de patrulla. Pero ¿por qué? Porque tenía tos. Y aquella noche tosió justo
delante de un cabeza cuadrada. ¿Se da cuenta? Bueno, fue la última vez que tuvo tos
en su vida. El cabeza cuadrada se la curó allí mismo. Y esa misma tos nos costó
perder tres hombres más, dos heridos y otro muerto, cuando empezaron a
bombardearnos.
—De acuerdo, entonces. Haremos lo que usted dice. Pero muévase y deje de
parlotear. Vaya a por otro, el que quiera.
—Traeré a Lejeune. Ya ha patrullado conmigo antes. Es un buen tipo.
Didier empuñó el fusil y bajó. El hombre de la tos le sustituyó y dispuso su arma
con cuidado en la abertura.
—Las bengalas de socorro están aquí —informó Didier—. No deben lanzarse
salvo que lo ordene un oficial. ¿Lo comprende? Enviaremos un hombre para que
ocupe mi lugar.
A Roget le escoció aquel «enviaremos». Estaba claro, ese tipo necesitaba que le

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bajasen los humos. Pero ¿cómo podría hacerlo? Aunque la vanidad de Roget le
impedía admitirlo, sabía que jamás había logrado ascendencia alguna sobre Didier.
El hombre de la tos tenía la mirada clavada en tierra de nadie y los otros dos
echaron a andar por la trinchera, en dirección a sus refugios. El teniente iba delante y
habló a Didier por encima del hombro:
—Patrulla de reconocimiento. Sólo nosotros tres. Alambradas alemanas y puestos
de ametralladoras. Identificación de cadáveres, si es posible. Salimos por la izquierda.
Entramos por el puesto número 8, a la derecha. Lanzarán bengalas rojas. Vaya a por
Lejeune y prepárense. Luego diríjanse al número 8 y asegúrense de que lo entienden
como es debido. Después informen a mi refugio. Y a la vuelta, digan a todos los
centinelas que va a salir una patrulla. Al resto se lo iremos comunicando cuando
vayamos hacia la izquierda. Ahora, de prisa. Y por cierto, procuren comportarse con
más respeto en lo que a mí se refiere, sobre todo si hay otras personas cerca. No
quiero volver a oír lo de Pierre o algo similar, ¿han entendido?
—Sí, Pierre. Quiero decir, señor.
—No estoy bromeando. Hablo muy en serio. Eso sólo empeora las cosas para mí.
Y lo hará para ustedes si no se andan con cuidado. Aquí está mi refugio. Envíenme
sus informes.
Roget se agachó, dio un paso lateral hacia el muro de la trinchera y desapareció.
«Parece que me ha hecho una reverencia —declaró para sus adentros Didier—.
Vaya un piojo, con ese galoncito dorado que lleva. ¿Por qué diablos no habrán
mandado al corso con nosotros? Es el tipo de hombre que uno quiere para salir de
patrulla».
Didier fue caminando por la trinchera hasta que vio dos cajas de munición de
fusil que sobresalían de un nicho en la pared. Pasó ante las cajas, se agachó de
repente y también desapareció de la trinchera. Descendió tres o cuatro escalones
tanteando a oscuras y terminó tocando una manta con la mano. La manta estaba
húmeda, algo grasienta y pesada. La apartó y la colocó con delicadeza tras él. Había
una luz tenue muy por debajo de donde se encontraba, un olor a carbón y a hombres,
así como el sonido de varias voces. Bajó treinta o cuarenta escalones más y entró en
la galería principal del refugio. Era cómodo y cálido y daba la sensación de estar muy
alejado de la guerra. Una de las paredes albergaba dos niveles de literas. La mayoría
eran para los suboficiales. Los hombres estaban tirados por el suelo. Todos dormían,
excepto un grupo de tres que hablaban sentados alrededor de una vela sin despegarse
de una botella de vino. El refugio no estaba lleno y la mayoría de los hombres que allí
había eran veteranos. Didier, que siempre había sabido interpretar signos de esa
índole, ató cabos y se dio cuenta de que a los reclutas se los utilizaba para formar
grupos de trabajo, repartir las raciones de comida y otros servicios propios del frente.
Así es como debía ser.
—¿Alguna novedad? —preguntó uno de los hombres que estaba junto a la vela.
—De patrulla. ¿Dónde está Lejeune?

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—Es el bocazas que está allí, al final.
Volvió a mirar a sus compañeros y prosiguió:
—… No, por Dios, no están tan locos. Pero si no hemos tenido ningún descanso.
He oído que nos darán un día o dos mientras…
—Vale. Entonces, ¿por qué hemos ocupado sólo el espacio de medio regimiento?
El mismo en el que estuvieron los tirailleurs cuando atacaron. Aquí estamos como
sardinas en lata. Y ahora lo de esa patrulla…
Didier había dado con Lejeune y estaba sacudiéndolo para hacer que despertase.
—Vamos, arriba. Salimos de patrulla.
—¿Qué?
—Ya lo has oído. De patrulla.
—No puedo. Estoy hecho polvo. Llévate a otro. Déjame en paz.
—Vamos, levántate, ¿me oyes? No puedo llevarme a otro. Órdenes del capitán.
Tú, el teniente y yo.
Lejeune intentó hacer un poco de tiempo hablando:
—¿Quién? ¿Paolacci?
—No. Roget.
—¡Ese cabrón!
—Sí. Venga. Ya vamos mal de tiempo.
—¿Qué hora es?
—Sobre las dos y media.
Didier entró en su juego y adelantó la hora a propósito.
—Las dos y media, ¿no?…
—Sí, las dos y media. Y si no empiezas a moverte ya mismo, nos va a amanecer y
tendremos que pasar el día entero ahí fuera.
Didier le dio una leve patada a Lejeune. Debido a su impaciencia, la patada
resultó ser menos leve de lo que había pretendido.
—Si piensas seguir por ese camino, ya sabes dónde puedes meterte tu patrulla —
protestó Lejeune.
—Y si piensas seguir por ese camino, ya sabes dónde te voy a meter la bayoneta.
Vamos, Paul, levántate. Al teniente le he pedido sobre todo que vengas tú.
—Ah, ¿de verdad? Qué considerado de tu parte.
Allí donde los zarandeos, las órdenes e incluso las patadas habían fracasado, los
halagos lograron su objetivo; Lejeune reaccionó ante el cumplido incorporándose por
fin con un gran esfuerzo, aunque no por ello dejó de rezongar.
Didier se acercó de nuevo a la vela y comenzó a prepararse. Y lo hizo con la
solemnidad y la precisión propias de un ritual.
Se despojó de todo el equipo, incluyendo la máscara antigás y el casco de
trinchera, y lo colocó en un rincón junto con el fusil. De la mochila sacó una gorra de
punto y un espejo de acero bruñido y los dejó sobre un estante. Se vació todos los
bolsillos, hizo una pausa para encender la pipa y metió en la mochila lo que

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contenían. Se desenrolló las polainas hasta abajo y después se rascó las pantorrillas
durante un minuto largo. Se desató los cordones de las botas y luego los volvió a atar,
cuidadosamente. Se puso de nuevo las polainas y las ató también con un nudo. Echó
un vistazo alrededor hasta encontrar lo que buscaba: un corcho. Quemó el corcho en
la vela y empezó a ennegrecer su cara y sus manos de forma metódica, parando de
cuando en cuando para contemplar los resultados en el espejo de acero. Cuando hubo
terminado, empaló el corcho en la punta de su bayoneta, llamó la atención de Lejeune
con un gesto y le hizo saber que el corcho se encontraba a su disposición. Una vez
más, miró a su alrededor hasta que encontró lo que quería: esta vez era una
cartuchera. Extrajo el revólver, desenrolló el cordón que tenía unido a la culata y acto
seguido lo sostuvo de tal manera que el revólver quedara suspendido por completo y
bien recto. Deshizo el lazo del cordón, se lo pasó por encima del hombro izquierdo y
bajo la axila derecha, después tiró del lazo y lo tensó al deslizar el revólver hacia
atrás, a través de él, como si fuera una aguja de bordar. Tiró de él hacia arriba y lo
examinó con atención. Lo abrió con un chasquido y lo descargó para después mirar
por el cañón. Lo volvió a cerrar de golpe, tiró del gatillo varias veces, ajustó el punto
de mira apuntando a la llama de la vela y lo disparó una o dos veces más. Una vez
satisfecho con su funcionamiento, lo cargó de nuevo, no sin antes haber examinado
las balas. Cogió algunas más del morral que había junto a la cartuchera y se las metió
en el bolsillo izquierdo de la chaqueta. El arma acabó en el bolsillo del pantalón. Se
puso la gorra de punto, se miró una vez más en el espejo, apagó la pipa y, finalmente,
metió el espejo y la pipa en la mochila y la cerró.
—Si el sargento busca su revólver —anunció al grupo que estaba junto a la vela
—, decidle que lo he tomado prestado. Mientras tanto, él puede coger mi fusil. Aquí
están mis cosas. Mis efectos personales, en la mochila. No hay dinero, así que no
hace falta que os pongáis a pelear por él tan pronto como me haya ido. De todas
formas, voy a volver. ¿Listo, Paul? Entonces, adelante. Nos haremos con unas
cuantas bombas en el refugio del teniente cuando bajemos otra vez.
—¡Eh!, yo creía que esto era una patrulla de reconocimiento.
—Y lo es, pero de todas formas nos vamos a llevar unas cuantas bombas.
—¿Y por qué no también unas cuantas ametralladoras?
—Venga, mueve el culo. Hasta pronto, capullos del refugio.
—¡Buena suerte!
—¡Tráeme un casco con pincho!
—Ven y lo consigues tú mismo.
—Mantén el culo bien abajo, Paul, o te tirarán bombas de las grandes.
—Y no me pises cuando entres.
—¡Buena suerte!… Pues, como os estaba contando, va el doctor y le dice: «¡Qué
maravilla! ¿De dónde lo ha sacado?». Y era realmente una maravilla, yo lo vi con mis
propios ojos. Así de largo. «Del cañón de 155 mm», respondió él. «Debe de ser usted
un joven muy apasionado», prosiguió el médico. «Aunque no me refería a lo de la

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enfermedad venérea. Sólo hay una forma de coger eso, ya lo sabe usted». «Sí, señor»,
contestó el tipo. «En mi escuadrón había un hombre que lo tenía y yo me habré
contagiado a través del cañón». ¡Vaya un imbécil! ¡Y cómo se puso el doctor!
Hacedme caso, chicos, el ungüento de cloruro de mercurio es lo mejor para la sífilis,
pero nunca se es lo bastante precavido cuando se trata de…

***

El teniente Roget vio temblar la vela y supo, incluso antes de oír los pasos, que
habían apartado la manta antigás de la entrada y la habían vuelto a cerrar. Puso la
botella de la que estaba bebiendo debajo del abrigo que tenía sobre la litera.
—Vaya, se lo ha tomado con calma, ¿no? —dijo.
—No son más que las dos y diez —calculó Didier.
—¿Alguna información importante?
—Sí. Ya están avisados todos los centinelas. Hay fuego de artillería por allí, a la
derecha; también hay gas. Los del número 8 empezarán a lanzar bengalas a las cuatro
y media. Pero lo harán cada diez minutos, no cinco. Y no desde el puesto de guardia,
sino a unos cincuenta metros a la izquierda…
—Comprendo. Quizá sería mejor que se fueran al cine en lugar de estar ahí.
—El sargento dice que cada cinco minutos es demasiado. Seguro que eso hace
que vuelvan a bombardear. Diez minutos también es bastante, dice. Revelará la
posición del puesto de guardia y cree que después de la tercera o cuarta bengala ya no
quedará puesto alguno. Por lo tanto, va a enviar un hombre más allá, por la trinchera,
para que dispare las bengalas a cierta distancia. Todo lo que tenemos que hacer es
torcer a la izquierda de ellas cuando volvamos.
—Todo un estratega ese sargento. ¿Cómo se llama?
—No lo sé.
—Es usted un mentiroso, pero eso no le ayudará a él. Ya me enteraré más tarde.
¿Tenía ese hombre alguna observación más que hacer?
—No —respondió Didier con un gran placer interior por la malicia de su evasiva.
No le había dicho a Roget que el sargento se había cubierto las espaldas al solicitar
permiso para los cambios al jefe de su compañía.
—De acuerdo, ustedes dos vayan y cojan unas cuantas bombas. Me uniré a
ustedes de inmediato.
—Ya tenemos las bombas.
—¿Dónde están sus máscaras antigás?
—No se llevan máscaras antigás en una patrulla —apuntó Didier—. Son un
engorro, se enredan en las alambradas…
—Bien, en cualquier caso, en marcha. Estaré arriba en un minuto.
Didier y Lejeune subieron los escalones del refugio, pasaron a través de la manta
antigás y se detuvieron al otro lado para esperar.

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—Está reuniendo fuerzas —señaló Didier—. ¿Has visto la botella debajo del
abrigo?
—No, pero todo el lugar apesta como un bistro.
—Es fácil saber cuándo ha echado unos tragos. Se pone sarcástico.
—Ya podía habernos invitado, el muy cabrón.
—Ni siquiera un barril entero le hará tener agallas. Escucha, Paul, si le da por
hacer el tonto o armar ruido…
—Entiendo.
El teniente Roget se sentía bien, casi del todo bien, pensaba. Se encontraba en un
estado tan cercano a la perfección que decidió dar un paso más echándose otro
chupito de coñac; y ahora que aquellos dos se habían quitado de en medio, podía
hacerlo. Cogió la botella de debajo del abrigo y le dio un buen trago, después la
depositó bajo la mesa. Encendió un cigarrillo y miró el mapa una vez más.
«Es muy simple —pensó—. Salimos por aquí, donde el principio del bosque
marca la divisoria, vamos reptando hacia la alambrada alemana, ahí, después
seguimos junto a ella unos cientos de metros hasta que lleguemos a esta vieja
trinchera de enlace que nos llevará al puesto número 8. En realidad, el número 8 está
detrás de una de las secciones de esa trinchera, a unos cincuenta metros de nuestra
línea del frente».
También era simple en el mapa. La banda blanca, lisa y agradable a la vista, que
era la tierra de nadie. La alambrada alemana, señalada con toda claridad mediante una
doble fila de X. Las afueras del pueblo situado a lo largo de la alambrada y después,
más allá, la delgada y sinuosa línea azul donde confluían los dos frentes y que
representaba la trinchera de enlace sin dueño. En el mapa no estaban los agujeros
dejados por las bombas, no había cadáveres ni alambradas dispersas, no había
obstáculos de ningún tipo. No se veían símbolos para los hombres situados tras las
alambradas, ni signos que indicasen que estaban armados con fusiles, bombas,
ametralladoras y bengalas.
—Será fácil —aventuró Roget en voz alta, luego eructó. Cogió la botella para
colocarla en su sitio, se dio cuenta de que aún quedaba algo de líquido dentro y la
sostuvo en alto a la luz de la vela para comprobarlo—. Para cuando vuelva —dijo sin
dejar de mirarla. Pero cuando decidió apartar la mirada, supo, tal como él mismo
había esperado, que había cambiado de opinión—. Por si acaso —concluyó,
bebiendo. Su tono poseía esa mezcla de disculpa y jovialidad, como si estuviera en
presencia de otra persona.
Tiró la botella vacía a la litera, pisoteó el cigarrillo y apagó la vela, después subió
los escalones del refugio, chocando con los braseros y las cajas que había y
maldiciéndolos. Encontró a Didier y a Lejeune sentados en la banqueta de tiro.
Los tres hombres se pusieron en camino por la trinchera, Roget delante, Didier el
último. El teniente apretó el paso y no tardó en dejar atrás a los otros dos, ya que
éstos se paraban en todas las barreras de protección para avisar a los centinelas de la

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salida de la patrulla. En algunas ocasiones, los centinelas eran algo duros de
entendederas y Didier tenía que perder el tiempo explicándoles de qué iba todo
aquello. Él no lo consideraba en absoluto una pérdida de tiempo, pero Lejeune sí.
Éste quería darse prisa y tratar de seguir el ritmo del teniente. Didier, por el contrario,
insistió en cerciorarse de que los centinelas se enterasen bien.
—Adelante. Sigue tú si quieres —propuso—. Pero yo voy a hacer todo lo posible
por que estos cabezas huecas se enteren de que vamos a salir. Te diré algo: una de las
partes más peligrosas de una patrulla consiste en intentar regresar a tus propias líneas.
Y puede que tengamos que volver por cualquier sitio.
No lejos de la línea divisoria izquierda, doblaron por una barrera de protección y
hallaron a Roget plantado allí, con los brazos por encima de la cabeza y maldiciendo
furioso al centinela. La bayoneta del centinela rozaba el pecho del teniente.
—¡Calais! ¡Calais! —gritó Didier al percatarse de la situación con una simple
mirada.
—De acuerdo —señaló el centinela—. Pasen. ¿De dónde salen aquí unos
senegaleses? Tengo a un tipo disfrazado de oficial que no se sabe la contraseña. Y
que también habla francés, ¡pues vaya! Pregunten al sargento, ¿quieren? Le
encontrarán por ahí, a lo largo de la línea del frente. Conozco mis órdenes. No soy un
estúpido, créanme…
—Pues da la casualidad de que esta vez lo ha sido —intervino Didier—. No
somos senegaleses, a pesar de las apariencias. Baje la bayoneta, éste es nuestro
teniente. Salimos de patrulla y estaremos fuera un par de horas. Así que tenga
cuidado con lo que hace, ¿vale? ¿Entiende? Le pregunto que si lo entiende.
—Sí, lo entiendo. Pero ¿cómo iba yo a saberlo? Las órdenes son las órdenes,
¿no?, y son los oficiales los que las dan. Se presenta aquí un demonio con la cara
negra doblando la esquina y cuando le doy el alto…
—Está bien, olvídelo. Sólo ha hecho lo que tenía que hacer. Recuerde que vamos
a salir ahí fuera. Y acuérdese de informar a su relevo.
Roget se había vuelto a adelantar. Le encontraron unos minutos después
conversando con otro oficial, y Didier se alegró de oír lo que decía aquél:
—… de cualquier manera, no era uno de mis centinelas, y desde luego no es
culpa de él que usted olvide la contraseña.
—Aquí están —anunció Roget—. Didier, busque un lugar por donde atravesar la
alambrada.
—Quizá el capitán conozca algún sitio… —comenzó a decir Didier.
—Sí, así es. Vengan conmigo y se lo mostraré.
Volvieron por donde habían venido y pasaron por dos barreras de protección. En
la tercera, vieron media docena de hombres, tres de los cuales estaban de pie junto a
una ametralladora situada sobre el parapeto.
—Por aquí se puede cruzar la alambrada —informó el capitán—. Ese cañón
apunta al lugar exacto y cubre todo el paso.

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—Gracias, Sancy —indicó Roget—. Mantengan los dedos lejos de ese molinillo
de café hasta que estemos fuera de su alcance. Muy bien, ustedes dos. ¡Andando!
Los tres empuñaron los revólveres, desabotonaron las solapas de los bolsillos
donde guardaban las bombas; después, uno tras otro, con Roget a la cabeza, treparon
por el parapeto y se dirigieron a toda velocidad hacia la abertura de la alambrada,
agazapados. Llegaron al paso arrastrándose y avanzaron por él, alejándose unos
metros en diagonal de la línea del frente. A mitad de camino del largo de la
alambrada, el paso giró a la derecha y los llevó, también en diagonal, en dirección
contraria. Justo cuando pensaban que estarían a punto de salir, se hallaron atrapados
en la alambrada. Roget empezó a maldecir.
—Cállese —susurró Didier—. Lo único que sucede es que el paso está
bloqueado. Sígame. Podemos ir arrastrándonos por aquí.
Bajó por una leve inclinación de terreno, serpenteando entre los alambres,
quitándose con gran trabajo los pinchos que se le enganchaban al uniforme. En
cuanto se vio libre, se puso de rodillas y miró a su alrededor, entonces se dirigió hacia
el cráter excavado por un proyectil, examinó la zona aledaña con atención, tomó nota
del lugar en que se hallaba el bosque que tenía tras de sí y de su situación con
respecto a las líneas propias y las alemanas. Estaba mirando la luna, absorto, cuando
Roget y Lejeune se unieron a él.
—¿Quiénes son esos dos? —preguntó Roget, señalando hacia las dos figuras que
ocupaban el cráter y que, aparentemente, estaban durmiendo.
—¿Es que no huele? Están muertos.
Lejeune se acercó a ellos.
—Tirailleurs —informó.
—Entonces, ¡adelante! —ordenó Roget, incorporándose y echando a andar con
brío en dirección a las líneas alemanas, según pensaba él.
Se sentía realmente bien, muy valiente y muy inteligente. El coñac le había
conferido la sensación de ser incorpóreo e inmune. Hubiera deseado tener un fusil,
porque quería encabezar una carga de bayoneta, una carga de bayoneta a la luz de la
luna. La idea le seducía inmensamente…
—¡Eh! ¡Por ahí no! —gritó Didier—. Se volverá a meter en nuestra alambrada
dentro de un minuto. Hay que ir por allí. Deje la luna a su derecha. Y arrastrándose
por el suelo. No estamos en los Campos Elíseos.
—Bueno, esos dos sí —sentenció Roget, riéndose de su propio chiste.
—Y nosotros vamos a ir detrás de ellos si seguimos haciendo este ruido —añadió
Lejeune, fulminando al teniente con la mirada.
Roget miró hacia donde le habían indicado y comenzó a caminar por el borde del
cráter con Didier y Lejeune detrás, de tal manera que él era el vértice y ellos los
extremos de una V invertida.
Roget, incluso reptando, seguía avanzando a un ritmo muy rápido; tan rápido, en
realidad, que Didier se aproximó a él dos veces y le cogió del tobillo. La última de

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esas veces, se puso a su altura y le susurró al oído:
—No tan deprisa. Nos estamos acercando a la alambrada. Creo que es eso de ahí.
Sí, ahora ya puede verla bien. Tómeselo con calma, unos cuantos metros cada vez y
después párese y escuche. Puede que también ellos tengan una patrulla fuera. Y si
están poniendo alambradas, seguro que cuentan con algún grupo que los cubre desde
alguna parte.
Roget eructó.
—Y evite eso también. Arma un escándalo de mil demonios. Mire bien por donde
va y no golpee latas y lo que haya por ahí.
—¿Con quién piensa que está hablando?
—Con usted. Si no es capaz de mandar una patrulla como es debido, yo sí. Sé
hacer mi trabajo y no voy a dejar que me vuelen la cabeza sólo porque usted no sepa.
—Tendrá usted noticias sobre este asunto más adelante.
Didier no dijo nada y Roget se puso en marcha de nuevo, torciendo un poco a la
derecha. Didier esperó a que Lejeune llegara hasta donde estaba. Había varios
cadáveres diseminados a su alrededor y apestaban.
—¿Qué ocurre? —susurró Lejeune.
—Muchas cosas. Roget está borracho y no le… Tendremos suerte si salimos de
ésta sin meternos en algún follón.
—¿Qué tal si…?
—No. Quizá se le pase la borrachera.
Roget avanzaba ahora junto a la alambrada alemana, con Lejeune tras él y Didier
a un par de metros a un lado. El Grano se alzaba imponente a su izquierda, una masa
de enormes dimensiones perfilada limpiamente contra el cielo dominado por la luna.
Tenían la sensación de arrastrarse por su base; en realidad, se encontraban a unos
trescientos o cuatrocientos metros.
Roget eructó.
Al instante, surgió una bengala, tan cerca que parecía que ellos mismos la
hubieran lanzado. Una ametralladora empezó a disparar y se quedaron quietos, como
muertos, haciendo fuerza contra la tierra implacable. La bengala estalló exactamente
encima de ellos, la ametralladora también disparaba por encima de ellos y se sintieron
gigantescos y desnudos en una desnuda llanura. Contuvieron el aliento y sus mentes
se vaciaron de todo pensamiento.
La bengala se apagó y la ametralladora, tras dos o tres ráfagas más, dejó de
disparar. Didier llegó a oír un puñado de silenciosos proyectiles que pasaban muy por
encima de sus cabezas.
La alambrada alemana ocupaba cada vez más terreno y los forzaba a regresar en
dirección a sus propias líneas. Atravesaron una serie de cráteres de bombas
conectados por trincheras poco profundas. A Didier le parecía que la tierra estaba
muy húmeda y se preguntaba si Roget lo habría notado. Un poco más adelante,
llegaron a una zona repleta de cadáveres franceses. El olor era nauseabundo. Roget se

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puso a eructar otra vez, apretó el paso para avanzar haciendo caso omiso del ruido
que provocaba y sin temer el peligro al que podía estar aproximándose.
Didier se fue acercando a él desde su posición en el flanco y por fin consiguió
agarrarlo de una pierna.
—¡Por el amor de Dios! ¡No haga eso! —protestó Roget.
Aquello fue casi un chillido.
—Otro ruido más y le mataré —susurró Didier.
—Muy bien, entonces no se acerque a mí dándome esos sustos. Hace que a uno
se le salga el corazón. Apresúrese y lléveme lejos de esos cadáveres. Me voy a poner
enfermo.
—Avance y vomite, pedazo de cabrón, pero sin hacer ruido. Estamos justo
delante de un punto caliente.
Se oyó un borboteo sordo mientras Roget expulsaba el coñac y lo esparcía en un
charco.
—Vayamos en esa dirección —sugirió Didier.
Se apartaron de la cada vez más profusa y extensa alambrada alemana y se
retiraron en dirección a la tierra de nadie. Durante unos instantes, permanecieron
juntos en un cráter para hacer balance de la situación y permitir que Roget se
tranquilizase. Después prosiguieron formados en V, ahora con Didier a la izquierda
del teniente y Lejeune a la derecha. La impresión de inmunidad de Roget se había
esfumado poco después de haber desaparecido el licor de su cuerpo. En ese momento,
tenía la imperiosa necesidad de poner fin a la patrulla y volver a la seguridad de su
propio refugio. La sensación de bienestar se había evaporado y le había dejado
indefenso y aterrado en un mundo hostil. Sus nervios regresaron a la vida una vez
más al escapar de la anestesia alcohólica. Ahora los tenía a flor de piel y le resultaba
difícil controlarlos.
De pronto se encontraron con lo que parecía ser un gran montón de leña apilada.
Roget se dio la vuelta y les lanzó unos terrones a sus compañeros, la señal para
juntarse los tres. Se tumbaron boca abajo y juntaron las cabezas. El aliento de Roget
era agrio.
—¿Qué cree que puede ser eso? —preguntó a Didier.
—Ruinas de casas.
—De acuerdo. Entonces, Lejeune, usted rodee la pila de leña por la derecha.
Didier vendrá conmigo por la izquierda. Nos encontraremos en el otro lado.
—Ni se le ocurra —protestó Didier—. ¿Dividir una patrulla? ¡Está usted loco!
—Silencio. Haga lo que se le ha ordenado, Lejeune.
—No lo hagas, Paul. Es una locura.
Roget giró la muñeca de forma casi imperceptible y Didier se encontró encarado
con la boca de la pistola del teniente. Lejeune también captó el movimiento y se
guardó la observación que estaba a punto de realizar. Buscó los ojos de Didier. En la
expresión de Lejeune estaba claramente impresa la pregunta que deseaba hacer a su

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compañero. Didier, sin embargo, tenía los ojos clavados en el cañón del revólver; su
propia arma apuntaba de manera inútil desde debajo de la axila izquierda. Lejeune
estaba desconcertado. Decidió que la forma más segura de superar la situación sería
obedecer. Comenzó a avanzar, arrastrándose hacia la derecha del montículo.
Cuando Roget dejó de oír a Lejeune, bajó el arma, esbozó una sonrisa
desagradable y echó a andar hacia la izquierda. Didier le siguió mientras se esforzaba
por mantener alerta todos sus sentidos, furioso con el teniente por cometer el doble y
garrafal error de dividir la patrulla y hacerle entrar en la zona situada entre las ruinas
y la alambrada enemiga. Roget, asimismo, se dio cuenta muy pronto de que se había
equivocado al meterse en aquel corredor, no importaba lo corto que resultara ser. Se
detuvo para cogerle un par de bombas a Didier y las puso en sus bolsillos superiores
con las solapas desabotonadas, después prosiguió, extremando el cuidado para no
remover los escombros de las casas en ruinas. El lugar quedaba oculto a la luz de la
luna, y a pesar de su cautela, era imposible no hacer algún ruido en el montón de
escombros desparramados alrededor. Por ese motivo, al teniente el corazón se le salía
por la boca. Didier se preguntaba qué encontrarían al otro lado del montículo. Todo
apuntaba a que alrededor de la zona podría haber algún tipo de avanzadilla. En
realidad, estaba sorprendido y su tensión crecía por momentos ante el hecho de que
aún no se hubieran encontrado con nada más que con ladrillos y maderas sueltos. ¿Le
estaban llevando directamente a una emboscada? ¿Cómo era que Lejeune no había
terminado? ¿O acaso sí lo había hecho y ahora yacía con una bayoneta en la
garganta?…
Salieron de la sombra de las ruinas después de lo que les había parecido un largo
viaje, tanto en el espacio como en el tiempo. Lo cierto es que habían tardado unos
quince minutos en recorrer las fachadas de tres o cuatro casas. Avanzaron unos
metros más hasta apartarse por completo del montículo. Roget se detuvo para
examinar cuanto le rodeaba…
Didier, tumbado justo detrás de él, sudaba. Ahora estaba preocupado por la tarea
en exceso delicada de recuperar a Lejeune para la patrulla. La patrulla, que consistía
en una unidad defensiva, se había convertido en dos unidades ofensivas doblemente
peligrosas. El reencuentro iba a tener que producirse en las circunstancias más
agitadas que cabía pensar. La tensión sería terrible durante unos segundos, los
segundos que utilizaría Lejeune para tratar de darse a conocer, para darse a conocer a
unos hombres de cuya identidad él mismo ya no estaría seguro.
«Esto le enseñará a no dividir las patrullas —comentó para sí Didier—. ¿Dónde
demonios se habrá metido Paul?…».
Hubo un cercano ruido de tablones que se desploman, hacia la derecha. Didier
alzó la cabeza y apuntó con el revólver. Vio a Roget incorporarse, poniéndose de
rodillas. Vio que su brazo comenzaba a balancearse, disponiéndose a lanzar algo…
En ese preciso instante, Didier disparó a la cabeza de Roget y falló…
El brazo completó su movimiento. Didier vio que la forma redondeada de una

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bomba se separaba de la mano y volaba hacia arriba, describiendo una parábola.
Se oyó una detonación, un grito de sorpresa y dolor, después el silencio.
El silencio duró cuatro segundos, lo suficiente para que Didier oyera que le
llamaban por su nombre. Entonces hubo un estruendo ensordecedor y tres bengalas
estallaron a la vez por encima de ellos. Vio a Roget de pie, con la boca abierta y
gesticulando. Le vio echar a correr, aún gesticulando de un modo salvaje, por el
camino por el que había venido. Le observó mientras desaparecía tras el montículo de
ruinas y deseó que le mataran. El estruendo había cesado de repente, después volvió a
empezar, mientras la ametralladora barría el terreno de un lado a otro. Didier miró a
su alrededor con la máxima cautela y captó el resplandor del arma. Estaba situada en
la parte alta de las ruinas, a tiro de piedra de él. Se dio cuenta de que estaba en un
ángulo muerto y se agachó de nuevo, sintiéndose a salvo. Dos resplandores verdes se
elevaban desde la cima del montículo. Didier se arrastró hacia un lado, se acercó con
precaución al montículo y se metió en un agujero no muy profundo. Esperó. La
ametralladora seguía bramando. Ahora paraba, mientras le ponían un cargador nuevo.
Ahora volvía a bramar. En menos de cinco minutos, el bombardeo de protección
había descendido por delante del puesto de la ametralladora. Didier permanecía
tumbado y quieto mientras el suelo temblaba a su alrededor; contemplaba el aluvión
de proyectiles. En cuanto hubo deducido a qué distancia se encontraba la
ametralladora, comenzó a arrastrarse hacia ella en busca de Lejeune.

***

—¡A sus puestos! ¡A sus puestos! ¡Suban a las banquetas de tiro! ¡Fuera de los
refugios! ¡Arriba! ¡Arriba! ¡Todos a sus puestos! ¡A sus puestos! ¡A sus puestos!…
Oficiales y suboficiales, desde Suiza hasta el mar, recorrían de arriba abajo los
diversos frentes de batalla dirigiendo a sus hombres y alineándolos en las banquetas
de tiro. Los dos ejércitos se hallaban cara a cara, tensos y en alerta. Ni un solo
hombre dormía, ni un solo hombre permanecía desarmado, ni un solo hombre
quedaba sin calzar sus botas mientras las líneas del frente aguardaban, mirándose
fijamente la una a la otra en la distancia, esperando, mirándose, esperando…
Duval, de pie en la posición de tiro desde la que el puesto de guardia número 8
había lanzado las bengalas rojas, se vio a sí mismo en un mundo irreal. El aire titilaba
con la constante iluminación de las bengalas, como si se estuviera celebrando alguna
fiesta. Oyó tras él el repiqueteo de las ametralladoras de la brigada. Más atrás aún, los
cañones del setenta y cinco retumbaban de nuevo. De cuando en cuando, desde más
lejos todavía, llegaban los plúmbeos aldabonazos de la artillería pesada. El aire estaba
repleto de ruidos, los inverosímiles, estremecedores, quejumbrosos ruidos de los
proyectiles en su vuelo. Más cerca del suelo, demasiado cerca para resultar agradable,
se propagó el silbido de balas de ametralladora que caían a ráfagas a lo largo de los
parapetos y barreras defensivas. Los hombres se agachaban y de vez en cuando

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alguno era alcanzado.
—¡Suban ahí arriba! ¡Suban a las banquetas de tiro! ¡Bajen la cabeza! ¡A sus
puestos! ¡A sus puestos! ¡Esa ametralladora, más arriba, allí!
El ruido iba en aumento. Se convirtió en un barullo, el barullo pasó a ser tumulto,
un ruido in crescendo tan ensordecedor que había que gritar al oído a quien estaba al
lado para que se enterase: «La Orquestación del Frente Occidental». La frase regresó
a la mente de Duval.
—Y tengo un asiento de primera fila. ¡Es glorioso! ¡Es grandioso!
Duval, fuera de sí por la emoción, gritaba a pleno pulmón, chillaba con una
intensidad que no lograba siquiera alcanzar sus propios oídos, tan ensordecedor era el
sonido del bombardeo. Los proyectiles caían en las barreras de protección, las balas
de ametralladora seguían golpeando la línea del parapeto, pero Duval continuaba
gritando, intoxicado casi hasta el límite de la histeria por la vibración del fuego de
artillería y ajeno a todo peligro.
El número de bengalas era cada vez menor, pero así y todo se veía algo de luz. El
bombardeo era ya un fuego continuo de artillería pesada y el aire se había cargado
con el olor de los explosivos. Se iba haciendo más difícil ver los destellos de las
detonaciones, ya que disminuía la oscuridad de la noche. Pero la tierra continuaba
dando respingos, convulsa, y sectores completos de la trinchera se venían abajo, se
desmoronaban hasta quedar inertes, humeantes. La alambrada cimbreaba en respuesta
al metal que la alcanzaba volando, y algunos trozos, que saltaban por los aires a causa
de los proyectiles, caían en la trinchera.
El horizonte se empezaba a ensanchar con lentitud, recorrido por el amanecer, que
ahora avanzaba a una velocidad cada vez mayor. Los hombres contemplaban los
restos a su alrededor y se miraban unos a otros en busca de los rostros de los amigos,
después se volvían a girar y esperaban y miraban fijamente…
Un fuego comenzó a arder sobre las líneas alemanas. El fuego se hacía más
brillante por momentos y reveló su forma: el sol. Se elevó despacio sobre la tierra,
rojo y de apariencia hostil, pero bienvenido para los hombres que lo observaban. Se
hinchó hasta alcanzar un enorme tamaño, luego se detuvo en un delicado contacto
con el borde del mundo, como un bailarín que espera las primeras notas del ballet.
Durante unos instantes, el perfil del sol y el de la tierra fueron tangentes; daba la
sensación de que estaban adheridos el uno al otro. Después el sol se separó y de
inmediato flotó en un espacio propio.
El bombardeo inició su declive lentamente y el holocausto se fue extinguiendo
poco a poco. La tierra dio la impresión de relajarse tras su espantoso castigo de acero.
Los hombres también se relajaron, en cierta medida, y empezaron a hablar con
monosílabos y con elipsis. Más tarde, todo parecía muy tranquilo, una vez superado
el paroxismo de las máquinas bélicas. Más tarde aún, cuando había pasado por
completo el peligro de un ataque al amanecer, una orden recorrió las líneas
trasmitiéndose de boca en boca:

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—¡Fuera de los puestos! ¡Fuera de los puestos! Fuera de los puestos…
Duval se retiró de su puesto, en la parte derecha; lo mismo hizo Langlois en la
izquierda. Didier también se retiró, en el centro, donde le había sorprendido el
bombardeo. Todo el mundo se retiró, excepto algunos centinelas diseminados. Todos
se lamieron en silencio las heridas interiores producidas por el bombardeo.
El sol, del que todo aquel infierno no había sido más que un preludio, ascendía
más y más hacia el cielo sin nubes, indiferente, o así lo parecía, a los estragos
producidos en honor del acontecimiento. Ya se encontraban en pleno día y Langlois
comprobó que estaban realmente en primavera. Veía las delicadas briznas de hierba
que habían fertilizado los cuerpos de sus camaradas; veía los tiernos brotes de los
árboles alcanzados por los proyectiles. Veía volar de un lado a otro, transportadas por
ligeras brisas, las bocanadas de humo de la metralla. Veía pájaros haciendo el amor
en la alambrada que poco tiempo antes resonaba con la munición que la alcazaba
volando. Oía el placentero sonido de las alondras allí arriba, cerca del cénit de las
trayectorias. Sonrió un poco. Había algo profundamente triste en aquella escena.
Todo parecía demasiado frágil y demasiado absurdo.

***

Había pasado más o menos una hora cuando el coche del general Assolant llegó
al número 5. El número 5 era el lugar en el que los guías de los tirailleurs se habían
encontrado con el coronel Dax la noche anterior, y el punto exacto del puesto del
coronel Dax ahora estaba marcado por un enorme y reciente cráter de bomba. De
hecho, fue aquel cráter el que obligó a parar al coche del general. De no haber estado
allí, el general hubiera continuado sin detenerse, fingiendo no haber visto al oficial
que le saludaba desde el borde opuesto del agujero. Para consternación de su chófer y
del ayudante de campo se habría dirigido directamente a la entrada de la trinchera de
enlace, unos cientos de metros más allá de la cantera de yeso y, casi con toda
seguridad, habría entrado sin más dilación en su propia línea del frente. Aquella
forma de comportarse le encantaba al general. Creía que estaba obligado a mostrar
signos de autoridad y fuerza para mantener su reputación de hombre enérgico, una
reputación a cuyo mantenimiento dedicaba buena parte de su tiempo.
El chófer detuvo el coche al borde del cráter con un patinazo. En su rostro había
una expresión de alivio cuando se dio la vuelta y anunció:
—No podemos seguir, señor.
—Muy bien. Entonces, espérenos aquí. Vamos, Saint-Auban, habrá que caminar.
El ayudante de campo salió y le sujetó la puerta al general; acto seguido, los dos
echaron a andar rodeando el borde del cráter. El oficial que estaba al otro lado del
agujero seguía saludando y, cuando el general se acercó a él, giró sobre sus talones
para mantener el saludo de cara al hombre al que iba destinado.
—De acuerdo, capitán. Me considero ya suficientemente saludado. Puede usted

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pasar al siguiente punto.
—El coronel Dax me envía a su encuentro, señor, con el objeto de escoltarlo a su
cuartel general. Soy el ayudante del 181, Herbillon, señor.
—¿Acaso piensa Dax que no soy capaz de orientarme en mis propias trincheras?
—Oh, no, señor, sí, señor. Todo el mundo sabe que al general se le encuentra
siempre en las trincheras.
No había respondido a la pregunta, pero aquello era lo que había que decir.
«Algún día serás ayudante de campo, siempre que sigas con esa actitud», vaticinó
para sí Saint-Auban.
—Dígame, Herbillon, ¿a qué se debe que este sitio del todo insignificante, en esta
parte del camino, lleve por nombre «número 5»?
Los nombres de los lugares, sobre todo de los militares, constituían un
pasatiempo para el general. La verdad es que iba archivando algunas notas personales
con la intención de publicar un libro sobre el tema al finalizar la guerra.
—Sólo «número 5». Es extraño. Número 5 ¿qué?, ¿batería?, ¿regimiento?, ¿qué?
—Yo… esto… No lo sé, señor. Unas coordenadas en el mapa, quizá…
—No tiene sentido. ¿Quién ha oído hablar nunca de unas coordenadas de una sola
cifra?
—Sí, señor.
—Yo digo no, señor.
—Sí, señor. No, señor.
Herbillon se sintió algo perdido y trató de recuperar su capacidad verbal. El
ayudante de campo, tras estar seguro de que no le podría contradecir, intervino con
una respuesta brillante, no menos brillante por tratarse de una improvisación.
—Kilómetro número 5, señor —indicó en voz baja, con una sonrisa que se
esforzó en mostrar de un modo tan brillante como su respuesta.
—Por supuesto —asintió Assolant. Realizó una comprobación mental del hecho y
se sintió tan satisfecho con la información que no se dio cuenta de que era
incompleta: kilómetro número 5, ¿desde dónde? Saint-Auban no hubiera sabido
contestar a eso, ya que el lugar no se hallaba a 5 kilómetros de ningún otro sitio en
particular. Siempre había sido y siempre seguiría siendo (excepto en las notas
personales del general) el número 5, nada más, nada menos.
Era una mañana clara y fresca de primavera. El bombardeo del amanecer se había
silenciado y su rastro sólo se podía seguir por algunos cráteres de bomba nuevos, que
en algunos lugares se unían a los antiguos y en otros se situaban sobre ellos. El
general iba andando por el camino, disfrutando del fresco y la fragancia de la
mañana. De vez en cuando, se filtraba por los pelos de su nariz un olorcillo menos
fragante que, en cierta manera, también le resultaba placentero. Las bajas formaban
parte de la guerra. Donde no había bajas, no había combate. Sería impensable no
entrar en combate si se estaba bajo el mando de un jefe de tropas de combate. El olor
de los muertos le hizo reafirmarse en su opinión.

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—¿Y qué tal fue el relevo, Herbillon?
—Bastante bien, señor. Sólo perdimos unos treinta hombres. Alcanzaron a una
sección completa. Parece que hay un oficial desaparecido.
—¿Y el bombardeo?
—Cuando yo he salido, aún no habían llegado los informes, señor.
—¿Descubrió algo la patrulla?
—Nada que no supiéramos. La alambrada de los cabezas cuadradas es muy densa
y está bien defendida. Encontraron un puesto de ametralladora en unas ruinas, un
poco hacia la derecha de nuestra sección central. El teniente está en el cuartel general
para informarle personalmente, si usted desea verlo, señor.
—Bueno, haremos que la artillería lo borre del mapa con el huracán de bombas
que les vamos a enviar… Ah, esto debe de ser la famosa cantera. La verdad es que
tiene mala pinta. Supongo que piensan que tenemos cañones o un cuartel general
aquí. Ya podrían imaginarse que se trata de una posición demasiado obvia.
—Sí, señor, es el lugar en el que acabaron con la sección que le mencioné. Mire,
ahí están los cuerpos.
Assolant echó un rápido vistazo a los rimeros de ropa inmóvil, sin aminorar el
paso. Se dio cuenta de que un grupo vestía el uniforme de un regimiento del frente, y
otro, más pequeño, llevaba el de los tirailleurs. Enormes moscas azules zumbaban de
modo indiscriminado sobre ambos grupos, y nubes enteras comían con fruición de los
ojos, las fosas nasales, las bocas y las heridas abiertas.
—El funesto instinto gregario de las tropas en presencia del enemigo.
No había piedad en el comentario del general, sólo cierto desprecio. Herbillon
pensó que la observación había sido acertada. Situaciones de aquella índole eran,
quizá en mayor medida que otras, las que le permitían asumir el misterio de por qué
los Assolant llegaban a generales y los Herbillon no.
—Eso es exactamente, señor —asintió, sin hacer esfuerzo alguno por disimular su
genuina admiración ante tal capacidad de precisión. Saint-Auban no dijo una palabra.
Había oído aquella frase antes y conocía la fuente en la que se inspiraba el general,
aunque él no lo admitiría: un libro de texto militar.
El camino, al dejar atrás la cantera, se convertía en una ruta encajonada entre
terraplenes. Se encontraron con un destacamento del 181 que acudía a rellenar, en
medio de un tintineo constante, las latas de combustible en los tanques de agua. El
cabo al mando saludó formalmente a Herbillon, que, para él, era el oficial de mayor
graduación de los tres. No se había percatado de las estrellas de la manga de
Assolant, la única indicación de la presencia allí de un general. Assolant se sintió
encantado ante el error del cabo y lo aceptó como un reconocimiento a su aspecto de
soldado.
Los oficiales se apartaron a un lugar en el que los excrementos de caballo y los
cráteres de las bombas se veían con mayor profusión en el camino, señal de que se
hallaban en alguna clase de punto de encuentro.

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—Aquí está el acceso a la trinchera de enlace, señor. El Corredor de los Perdidos.
—¡Al diablo con esos nombres de lloricas! —exclamó Assolant con tono
petulante—. ¿Es qué no podemos poner nombres con algo de inspiración, nombres
que expresen el espíritu victorioso de las tropas? Pero no, siempre tienen que estar
relacionados con la muerte, casi son una propaganda derrotista. Corredor de los
Perdidos; Trinchera de los Suplicios; Glorieta de la Muerte. Estoy harto de eso.
¡Corredor de los Perdidos! ¡Bah! Y fíjense, ¿quieren? Ni siquiera lo han escrito…
¿Qué había aquí? ¿Una casa de putas?
El general señalaba un cartel de madera a un lado del camino y se refería a la
forma femenina de la palabra «perdido». El cartel rezaba así: «Corredor de las
Perdidas». Debajo tenía una flecha apuntando en la única dirección que conducía a la
trinchera, es decir, directamente hacia el terraplén de la derecha del camino.
—Sí, señor —replicó Herbillon—, está mal escrito. Me encargaré de que lo
cambien en seguida. ¿Cómo sugiere usted que se llame, señor? ¿Le gustaría al
general…? Quiero decir… Esto… ¿Nos concedería el general el honor de ponerle su
nombre?
—Desde luego que no —contestó Assolant con rotundidad, con tanta rotundidad,
de hecho, que a Herbillon le dio la impresión (Saint-Auban lo sabía, sin más) de que
nada le hubiera producido una mayor satisfacción—. No se puede ir cambiando los
nombres así como así. Provocaría demasiada confusión, por no hablar del trabajo que
daría rectificar los mapas. Pero en cuanto tenga ocasión, voy a llevar este asunto de
los nombres derrotistas a las altas instancias militares. De todos modos, si mientras
tanto desean ustedes regodearse con la perdición, al menos podrían escribir sin
erratas.
—En realidad, señor —intervino Saint-Auban, con una emoción contenida que
indicaba que había llegado un gran momento en su carrera de ayudante de campo—,
el error de esa señal es de omisión, no de léxico ni de ortografía…
—¿De qué está hablando?
—¿Da usted su permiso para que lo explique, señor?
—Eso es lo que estoy esperando que haga.
—Bien, señor, originalmente había ahí otra palabra, una palabra que es al mismo
tiempo femenina y masculina. Por así decirlo, femenino en cuanto a la gramática,
masculino en cuanto a la anatomía.
Saint-Auban volvía a mostrar aquella brillante sonrisa suya, la sonrisa destinada a
transmitir brillantez en caso de que su ingenio no lo hiciera.
—Déjese de sonrisitas y acertijos y vaya al grano.
—Sí, señor, sí, señor. Lo que quiero decir es que a esta trinchera le dieron un
nombre derivado de una herida de guerra legendaria que supuestamente se produjo
aquí. El cartel, en un principio, decía: «Corredor de las Pelotas Perdidas»; en
memoria de la mutilación sufrida por un sargento. Alguien borró esa palabra
malsonante. Sin embargo, el género femenino del adjetivo se mantuvo. Por lo menos,

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eso es lo que se cuenta.
—Oh, es interesante, muy interesante, la verdad, Saint-Auban. No, bajo ningún
concepto debe cambiarse el nombre. ¡Ja, ja, ja! ¿Cree usted que ese sargento sentirá
que su sacrificio ha tenido compensación por haberle puesto su nombre a una
trinchera para conmemorarlo? Ni que decir tiene que es un honor, ¡un honor de
eunuco!
Todos rompieron a reír con sonoras carcajadas y entraron en la trinchera con
Herbillon a la cabeza.

***

En cuanto se hubo transmitido la orden de alto el fuego, Didier recorrió la


trinchera en dirección a su compañía. Bajó al refugio, encendió una cerilla y encontró
su equipo. La cerilla se apagó y él tanteó sus pertenencias hasta que la mano tocó una
navaja, un trozo de pan y una lata de sardinas. Cogió la cantimplora y subió a ciegas
por las escaleras. Se sentó en el último escalón y se puso a abrir la lata de sardinas
con el abrelatas de la navaja. Una vez medio desenrollada la tapa, cerró el abrelatas y
abrió una de las hojas. Quitó el tapón de la cantimplora y echó un trago de agrio vino
tinto. Frunció el ceño, hizo una mueca y comenzó a comer. Comía rápida y
hábilmente, utilizando la navaja unas veces como tenedor para las sardinas y otras
como cuchillo para el pan. Regaba cada bocado con un trago de vino. Tenía hambre y
la comida le sabía bien. Había otros hombres en cuclillas repartidos por la escalera
del refugio y la barrera de protección en el exterior. También estaban desayunando y
conversaban mientras comían.
—¡Eh, Caranegra! ¿Qué tal ha ido la patrulla?
—Bien. ¿Qué tal en el refugio?
—¡Qué refugio ni qué…! Yo he estado llevando granadas toda la noche.
—¿Dónde está el casco de cabeza cuadrada que me prometiste?
—Mañana lo podrás conseguir tú mismo.
—¿De verdad? ¿Dónde?
—Allí, en el Grano.
—¿Es oficial?
—Totalmente. Ha salido en la Gaceta de las Letrinas.
—¿Qué has hecho con Lejeune?
—Muerto.
—Bueno, a ése se le han acabado los problemas.
—¿Cómo ocurrió?
—Una bomba.
—¿Y el teniente?
—No lo sé.
—Pues buena patrulla, ¡sí, señor!

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—Sí, así es.
—Yo vi al teniente aquí cuando se nos dio la orden de ocupar nuestros puestos.
—¿De veras? ¿Cuándo volvió?
Didier comenzaba a mostrarse interesado.
—¿Cómo iba a saberlo? Apareció, sin más, eso es todo, pero se fue antes de que
empezara el bombardeo.
—Eso es muy propio de él —señaló Didier.
—Pero ¿qué te hace pensar que vamos a atacar, Didier?
—Leo las señales.
—¡O la Gaceta de las Letrinas!
—Claro, ¿acaso no has dicho que te has pasado la noche llevando bombas de aquí
para allá?
—Entonces, ¿dónde la palmó Lejeune? ¿Cómo…?
—Por Dios, dejadme comer.
—¡Hablas más que un loro cabrón!
—¡Vamos, vete con la música a otra parte!
—Lejeune no era mal tipo. Su problema es que le apestaban los pies.
—Oye, Didier, ¿seguro que está muerto? Es que me debía tres francos.
—Bueno, mañana los recuperarás, cuando vayas a donde ha ido él.
—Gracias. Y espero que tú estés allí para que le veas pagarme.
—Lo más seguro es que así sea.
—Por Dios, no digáis eso. Es la manera más fácil de que ocurra.
—Le ocurrirá de todas formas. ¡Mira! ¡Ya tiene cara de luto! ¡Ja, ja, ja!
—No hables así, ¡trae mala suerte!
—¡La suerte me la paso yo por…! Si estás por aquí el tiempo suficiente, te llegará
el turno.
—A mí no. Los de allí no tienen mi número.
—Os digo que no habléis así. Trae mala suelte. Es desatar la ira de Dios…
—Mucho que le importa a ése.
—De todas formas, está con los cabezas cuadradas.
—Si atacamos, los cabezas cuadradas no tendrán ni idea de por dónde les caen los
palos.
Didier alzó la vista y comprobó, tal y como esperaba, que aquella observación
procedía de uno de los nuevos reclutas.
—No digas sandeces —le sugirió.
—El chico tiene razón —afirmó uno de los veteranos.
—Y yo digo que no —indicó Didier.
—Sabrás tú mucho de eso.
—Más que tú, seguro. He visto la alambrada de los cabezas cuadradas. Y también
lo que les hicieron a los tirailleurs.
Didier se puso en pie y empezó a recoger sus pertenencias.

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—Oye, Didier. Es acerca de esos tres francos. Dime dónde están las cosas de
Lejeune, ¿te importa?
—No —respondió Didier, sin tratar de esconder ni exagerar su desdén.
Didier volvió a bajar al refugio y comenzó a transformarse de explorador en
soldado del frente. El lugar ahora estaba atestado, atestado de hombres que ya
dormían el sueño de la fatiga extrema. Didier hizo todo lo posible por no
despertarlos. En cuanto estuvo preparado, fue a informar al cuartel general de su
compañía.

***

Roget estaba solo, sentado a la mesa de Charpentier, en el momento en que Didier


entró en el refugio del cuartel general de la compañía. Leía el informe que había
redactado acerca de la patrulla. Eso le proporcionaba una enorme satisfacción, ya que
tanto su letra como su prosa le parecían delicadas y admirables.
Notó la presencia de alguien delante de él, pero durante unos instantes continuó
absorbido por su informe. Didier aguardaba con paciencia. Su sensación era que se
podía permitir ser indulgente dadas las circunstancias, unas circunstancias que le
colocaban en una posición ventajosa, y cuya explicación estaba deseoso de conocer.
Además, le resultaba divertido el evidente placer que el teniente hallaba en el texto
que había salido de su mano.
—¿Bien? —preguntó por fin Roget sin alzar la vista.
—¿Bien? —repitió Didier.
Roget dio un respingo al oír el timbre de la voz, después miró hacia arriba. La
expresión de su rostro mostraba desagrado, entre la sorpresa y el enfado.
—Bueno, seré… ¿De dónde viene?
—¿De dónde piensa usted que vengo?
—Bueno, seré… Creí que estaría muerto. En realidad, en el informe he puesto
que…
—Pero no esperó para asegurarse, ¿verdad, Roget?
—Espere, mire… ¿Qué quiere decir con eso?
—Cuando salió corriendo. Después de matar a Lejeune.
—¿Se ha vuelto usted loco? Matar a Lejeune, ¿de qué está hablando?
—Ya lo sabe. Usted tiró la bomba.
—Claro que tiré la bomba. ¿Qué quería que tirase? ¿Ramos de flores?
—Bueno, aquella bomba mató a Lejeune. Y si usted no hubiera estado
borracho…
—¡Ya es suficiente!
—No lo dudo. Se ha metido en un pequeño lío, Roget.
—De acuerdo, si mantiene esa actitud, no tendré problema en decirle que usted se
ha metido en un lío bastante peor.

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—¿Y eso?
—Se lo diré —respondió Roget—. He estado pensando en ello. Primero,
insubordinación general. Segundo, amenazar con matar a su superior. Delito de
rebelión número uno. Tercero, desobedecer una orden e incitar a otros a hacer lo
mismo. Delito de rebelión número dos y número tres. Cuarto, disparar a un superior.
Eso es asesinato en grado de tentativa y delito de rebelión número cuatro. ¿Cómo
cree que quedarían esos cargos sobre el papel?
—Bueno, ya que lo dice —contestó Didier—, creo que no quedarían ni la mitad
de bien que estos otros: estar bebido de servicio; poner en peligro las vidas de sus
hombres a causa de la imprudencia acarreada por la borrachera; no admitir consejos
tras reunirse el grupo; asesinato gratuito de uno de sus hombres; una incompetencia
absoluta en términos generales y, por último, Roget, cobardía ante el enemigo. No
olvide que salió corriendo. ¿Cómo ha explicado eso en su informe?
Los dos hombres guardaron silencio durante unos instantes, después Roget
empezó a mostrar aquella desagradable sonrisa suya.
—Entiendo. Así que de eso se trata, ¿verdad? No lo he explicado en mi informe.
Pero a usted le explicaré otra cosa y le aconsejo que reflexione sobre ello con
atención. Es simplemente lo siguiente: yo soy oficial, y usted, un soldado. Es mi
palabra contra la suya. ¿Cuál de las dos piensa que van a creer? O déjeme decirlo de
otra manera, si lo prefiere. ¿Cuál piensa usted que aceptarán? ¿Alguna vez ha
intentado acusar a un oficial? Piénselo un momento.
De nuevo ambos hombres se quedaron callados. Roget volvió a su informe y
fingió leerlo. Didier miró la parte superior de la cabeza del teniente.
«Esto le hará pensárselo dos veces —reflexionó Roget—. Es una suerte para mí
haber matado a Lejeune, si es que lo hice. Hubiera sido un testigo de mierda muy
poco conveniente. En cuanto lo eche de aquí, pondré por escrito los cargos en su
contra, por si acaso se va de la lengua. Lo cierto es que se lo voy a decir. Sí, se lo
diré. Puede que así se le quiten las ganas de hacer estupideces. Qué idiota, acusar de
esa forma a un oficial. No tiene la más mínima posibilidad. Espero que se dé cuenta.
O se quita la idea de la cabeza o voy a por él y hago que le arresten. Dios quiera que
le maten mañana. Un tipo peligroso. Imagínate que se emborracha y empieza a largar.
¿No convendría arrestarlo ya y así evitar que vaya a mayores? Pero ¿y si le matan?
Sí, eso sería lo mejor. Oh, Dios, mátalo, mátalo, mátalo…».
—Muy bien, Roget, lo he pensado mejor. ¿Qué propone?
Didier, en realidad, no había pensado un solo segundo tras los primeros instantes
de silencio, los instantes que habían llevado a su metódica y práctica mente a fijar
esta idea: «Me ha pillado. No puedo hacer nada». Se había dedicado sólo a mirar
fijamente, a dejar pasar el tiempo, retrasando de forma instintiva su capitulación para
que de ese modo pareciese menos completa.
—Nada más que esto: si mantiene la boca cerrada, yo también. Y no olvide
mantenerla bien cerrada. Después nos pondremos de acuerdo para contar la misma

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historia sobre la patrulla. Y eso pondrá fin al asunto. ¿Qué le parece?
Roget se mostraba casi afable. Tenía el aire de un hombre de negocios que
acabara de cerrar un turbio pero lucrativo trato. También se felicitaba por no haberse
precipitado a la hora de decirle a Didier que iba poner los cargos contra él por escrito.
Decidió no hacerlo, después de todo, ya que supuso con astucia que aquello podría
abrir los ojos de Didier y llevarle a hacer lo mismo.
—De acuerdo —contestó Didier con una reticencia que no hacía justicia al dolor
interno que le ocasionaba su rendición—. Pero ya sabe lo que pienso de usted.
Ahora le tocaba a Roget ser indulgente y puso en práctica ese privilegio
ignorando la observación de Didier.
—Muy bien —indicó, mientras cogía la última página del informe e iniciaba su
lectura—. Entonces, esto es lo que sucedió: hice señas a los hombres para que me
siguieran por la izquierda del montículo de ruinas. Salí por el otro lado y me detuve
para observar y escuchar. Oí un ruido de maderas que se movían por mi derecha y vi
con claridad un casco alemán. Le tiré una bomba y le maté. En ese momento, una
ametralladora situada en algún lugar en lo alto de las ruinas abrió fuego y, al mismo
tiempo, estallaron tres bengalas por encima de mí. Miré alrededor para ver si estaban
mis hombres, pero no los encontré. Comprendí que habían malinterpretado mi señal y
se habían ido por la derecha del montículo. El puesto de la ametralladora lanzó dos
bengalas verdes y en cuestión de minutos tenía por delante todo un bombardeo de
protección. Me retiré de mi posición, volviendo por donde había venido. Tras esperar
un rato a que cesara el bombardeo, regresé a nuestras líneas por la posición de la
compañía número 2. El bombardeo había cortado por completo el paso del flanco
derecho de la tierra de nadie. No cabe duda de que los soldados Didier y Lejeune han
sido alcanzados por el bombardeo y están muertos.
—Apuesto a que lamenta que yo no lo esté —remarcó Didier—. Pero es una
bonita historia. ¿Cómo va hacer encajar todas esas mentiras?
—Oh, ya está bien, déjelo, ¿quiere? Y en lo que se refiere al informe, es fácil.
Añadiré una posdata que diga: «Parece que el soldado Didier no fue alcanzado en el
bombardeo y volvió sano y salvo a nuestras líneas e informa de lo siguiente». Muy
bien, ahora dígame qué hizo.
—Después de que usted matara a Lejeune… Usted lo mató, ya lo sabe. Me
acerqué a verlo y estaba tumbado muy por detrás de la línea de bombardeo y tan
cerca del montículo que tampoco estaba al alcance de la ametralladora. La bomba
tuvo que caerle justo al lado de su cabeza. Era un amasijo…
—Entonces, ¿cómo sabía que era Lejeune?
—Me traje su etiqueta de identificación. ¿Satisfecho?
—No pensará que me vaya tragar que se dio todo ese paseo bajo fuego de
ametralladora, ¿verdad que no?
—No me importa lo que usted crea, pero lo hice. Si supiera lo que yo sé sobre
patrullas, sabría que, si mantiene la calma, con frecuencia está más seguro cerca de

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una ametralladora que huyendo de ella. Sobre todo en el lugar en que estábamos
entonces, por detrás y en ángulo muerto incluso si se volvía hacia nosotros. Toda la
base del montículo era un ángulo muerto. Podían tirarnos bombas, pero su atención
estaba puesta en lo que tenían delante, no en el flanco. Por eso fui arrastrándome por
el suelo y eché un vistazo a Lejeune en medio del bombardeo. No se podía hacer nada
por él, por tanto regresé hacia la alambrada alemana y me abrí paso junto a ella hacia
la derecha. Fue fácil, ya que ellos sólo estaban ocupados con el tumulto del
montículo. Bueno, me llevó su tiempo, porque estaba solo. No quería precipitarme.
Llegué a la vieja trinchera de enlace al tiempo que el número 8 lanzaba la primera
bengala. La trinchera tenía huellas frescas, así que no quise arriesgarme. Después di
con más alambradas y fui avanzando, pero después de haber oído algunas voces. Me
metí en un cráter de bomba y tiré un par de piedras a la alambrada. Como me
esperaba, la ametralladora abrió fuego. Estaba a unos treinta metros de las líneas
alemanas, en la misma trinchera de enlace que nuestro puesto número 8. No olvide
poner eso en el informe y diga que había una densa alambrada.
—¿Qué hizo después?
—Localicé el puesto y entré —respondió Didier, sin más. No hubiera sido propio
de él dar explicaciones gratuitas, por sobrias que fueran.
—Entonces, arreglado. Terminaré el informe y lo enviaré al cuartel general. Y si
sabe lo que le conviene…
Pero Didier ya estaba subiendo los escalones del refugio. Se apartó en la entrada
para dejar paso al capitán Charpentier, que bajaba.
—Buenos días, Didier —saludó el capitán con amabilidad.
—Buenos días, señor —replicó Didier.
—¿Qué tal la patrulla?
—No ha ido mal, señor —explicó Didier, incapaz de contenerse a la hora de
lanzar al capitán una mirada que se quedó al límite de un guiño—. El teniente está ahí
abajo. Ha redactado el informe.
—Sin duda —señaló Charpentier en un tono cortante, luego continuó su
descenso, mientras deseaba no haber sido tan seco y que sus palabras no hubieran
sonado tan mordaces.
Didier sonrió. «Buen tipo —comentó para sus adentros—. Y sabe lo que se trae
entre manos. No se le puede engañar».
Charpentier se vio, en el fondo del refugio, aceptando el informe de la patrulla de
las ansiosas manos de Roget, demasiado ansiosas, pensó. Leyó el informe con gran
atención y luego pidió un mapa y una fotografía aérea. Tomó la libreta de Roget y
escribió lo que sigue a continuación, utilizando el nombre en clave del regimiento y
refiriéndose al mapa y a la fotografía:

A: Sanglier.
Asunto: Patrulla.

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El oficial al mando de la patrulla informa: puesto de ametralladora situado en
las casas en ruina de 8B-63-24. Otro puesto de ametralladora en la vieja trinchera,
en 8B-61-24. Alambrada enemiga densa y en buenas condiciones.
Trinchera enemiga aparentemente bien pertrechada y alerta.

Capitán Charpentier
compañía número 2.

Arrancó el informe y la copia de la libreta y entregó el original a Roget.


—Llévelo al cuartel general—ordenó —y espere por si el coronel quiere hablar
con usted.
Dobló el informe de Roget y su copia juntos y se los metió en el bolsillo. Había
algo en la actitud de Charpentier que impidió a Roget iniciar una conversación, una
conversación que le hubiera gustado mantener acerca de su papel en la patrulla.
Sentía la necesidad de dar solidez a la versión que se había inventado y su instinto le
decía que la mejor manera era diciéndolo de viva voz. Por el contrario, abandonó el
refugio con más prisa y menos alivio de lo que había esperado.
Charpentier se quedó pensativo: «Es extraño. Un hombre muerto. Roget viene por
un sitio, Didier por otro. ¿Esa mirada suya en la escalera quería decirme algo o ha
sido mi imaginación? Se separa de su oficial, eso no es normal en él. Y ¿cómo es que
el bombardeo no le impidió también a él completar la patrulla? Tendré que ocuparme
de esto cuando tenga más tiempo. Después de la ofensiva».
Ningún hombre parecía caer en la cuenta de que si quería ocuparse de algo, más
le valdría hacerlo antes de una ofensiva.

***

El general Assolant y su ayudante de campo seguían al coronel Dax a lo largo de


la Trinchera de los Zuavos en su sinuoso discurrir por el frontal de la baja colina, la
misma baja colina desde cuya parte de atrás había contemplado Dax las bengalas de
aviso la noche anterior. La trinchera tenía una ligera pendiente hacia arriba en esa
parte delantera de la elevación. Muy cerca de su punto más alto llegaron a un discreto
refugio construido a un lado. Se agacharon para entrar y se cuidaron de volver a
poner en su sitio la cortina de sacos terreros vacíos que hacía las veces de telón de
fondo. El lugar en que se encontraban era un puesto de vigilancia y ya estaba
ocupado por el vigilante. El puesto estaba diseñado para albergar a dos hombres
cómodamente, tres estarían incómodos; por tanto, ordenaron al vigilante que esperase
fuera, y también a Saint-Auban, una vez que le hubo entregado a Assolant un mapa,
varias fotografías aéreas y un telescopio.
El flanco del puesto que daba a las líneas alemanas lo habían construido con

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sacos terreros hábilmente dispuestos para proteger una abertura enmarcada por
listones y que llegaba a la altura del pecho. La abertura era lo bastante amplia como
para acomodar el abultado extremo de un telescopio. Su anchura era algo menor que
la del puesto y había un trozo de saco terrero que colgaba delante de ella con la
finalidad de evitar los reflejos. Los vigilantes prudentes siempre tendían ese trapo
cuando un repentino incremento en la luz del interior del puesto les indicaba que
alguien había abierto la cortina tras ellos. Este celo a la hora de impedir que se viera
desde fuera un pequeño rectángulo de luz procedente del fondo podría parecer
exagerado. Sin embargo, no lo era desde el punto de vista del hombre que tenía que
permanecer en el puesto. Debido a que él mismo, en alguna ocasión, había localizado
puestos alemanes gracias a similares y delatores atisbos de luz o destellos de lentes,
se sabía igualmente vulnerable en esa situación. Además, en los lugares en que su
ausencia podía significar una muerte rápida y dolorosa, la prudencia, la precaución,
nunca se consideraba exagerada.
Dax y Assolant extendieron los mapas y las fotografías sobre los tablones que
servían para apoyar los codos, se quitaron los cascos y respiradores de trinchera y se
acomodaron para contemplar a sus anchas la vista que surgió ante ellos una vez que
retiraron el trapo. Al principio miraban a simple vista, después utilizaron los
telescopios. Durante diez o quince minutos, hablaron poco, excepto para intercambiar
preguntas y respuestas cuya finalidad era identificar los accidentes del terreno.
Lo que veían era lo que habían venido a ver: el Grano. En lo que se refiere a su
perfil general y a su tamaño, era más bien como un transatlántico recién botado, es
decir, un transatlántico con toda su estructura, pero sin la altura que le añadirían las
chimeneas. Sobresalía lo suficiente de la línea de la llanura, de lado respecto al frente
francés, como para dar la impresión de que su proa se precipitaba sobre el límite entre
el 181 y sus vecinos de la izquierda, el 183. Era marrón y de apariencia lisa a simple
vista. Los telescopios, por el contrario, mostraban que no era tan liso como parecía:
en realidad estaba plagado de incontables cráteres de proyectiles y contaba con una
tupida red de alambradas. Cualquier clase de vegetación que pudiera haber existido
allí, hacía tiempo que había sido sustituida por los cráteres de las bombas, y las
manchas más oscuras eran matojos de alambres, no de hojas. También a simple vista,
la pendiente de su ladera le hubiera invitado a uno a pasear, pero observada por el
telescopio era formidable.
—Siniestro —se dijo Dax—. Ni más ni menos. ¿O es que me parece siniestro
porque sé que es siniestro?
Intentó, sin lograrlo, disociarlo de la guerra, valorarlo como si se tratase de
cualquier colina de cualquier paisaje, pero no se imaginaba su existencia sin que su
reputación le afectase. El sol de la mañana se dejaba caer brillante y alegre, pero ni
así transmitía alegría. Un vapor casi imperceptible parecía emanar de él, quedándose
pegado a su alrededor.
«Si el cura pudiera ver esto —pensó Dax—, diría que son los espectros de todos

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los hombres que han muerto en esas cuestas. Deben de ser los humos que evacuan las
catacumbas. Y catacumbas serían si llegáramos a pisar la colina. Pero si son
espectros, mañana a estas horas habrá muchos más».
El Grano, para Assolant, era igual que todas las demás colinas, obstáculos
topográficos que tenía que atacar o defender. Veía el caos de la tierra de nadie y la
línea marrón de la alambrada alemana en su lado más lejano. La pendiente de la
colina daba la sensación de ser fácil, aunque él era muy consciente de que no lo era
tanto. En silencio, mientras observaba una y otra vez los diversos accidentes del
terreno, calculaba mentalmente porcentajes de pérdidas. Le agradó descubrir que su
aritmética le dejaba un margen sustancial de efectivos para ocupar la cima de la
colina y establecerse en el terreno que había más allá. Su optimismo crecía y, en
proporción, la altura y la reputación de la colina disminuían. Si contaba con
suficientes tropas y munición, era capaz de conquistar lo que fuese. Todo era cuestión
de porcentajes. Morirían hombres, por supuesto, quizá muchos. Absorbían las balas y
la metralla y al hacerlo permitían que otros lograran los objetivos. Se podía decir que
un cinco por ciento, siendo muy generoso, caería víctima del fuego amigo. Un diez
por ciento de pérdidas al cruzar la tierra de nadie y un veinte por ciento más al
atravesar la alambrada. Eso dejaba un sesenta y cinco por ciento con la peor parte del
trabajo hecha, la parte más expuesta.
Su razonamiento era defectuoso y los porcentajes, pura elucubración; pero no era
consciente de sus falacias por culpa de la exultación que una victoria militar
procuraba a su mente. Ni siquiera fue consciente cuando ellas mismas le dieron un
aviso en forma de idea, una idea que le cautivó de tal manera que desplazó a todas las
demás, le cegó con la propia luz que lo atraía. La idea era simplemente la siguiente:
tras la ofensiva, haría que las partidas de enterramiento registraran de forma detallada
en los mapas los puntos en que se había hallado a todos los muertos. Sus oficiales y él
ordenarían la información, redactarían un informe y un análisis acerca de la misma y
enviarían todo cadena de mando arriba, con la esperanza de que al final alcanzase el
cuartel general y allí llamase la atención sobre el hecho de que su autor era un
hombre de gran inteligencia y no sólo de bayonetas. El general Assolant no tardó en
estar impaciente por el comienzo del ataque para así poner en práctica su idea cuanto
antes. Su estado mental le impedía recordar que una batalla es un vaivén continuo y
que no se puede medir un vaivén por los despojos que deja atrás. Ni se le pasó por la
cabeza que, aunque una operación podía ser un plan ideado con pulcritud en cuanto a
la estrategia, tácticamente tendía a convertirse en una serie de accidentes.
—La hora cero será a las siete de la mañana —afirmó Assolant, más bien como si
hablase consigo mismo—. He elegido esa hora porque no podemos atacar durante el
bombardeo del amanecer ni tampoco antes. Esta acción habrá que llevarla a cabo a la
luz del día para ver lo que estamos haciendo. Eso es también una ventaja adicional.
Después del bombardeo del amanecer, los cabezas cuadradas creerán que ha pasado
el peligro de ofensiva durante veinticuatro horas. Los pillaremos con la guardia baja.

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—Lo dudo, señor —repuso Dax—. Por la experiencia y la información que tengo,
ahí nunca bajan la guardia. Saben que el Grano es tan importante para nosotros como
para ellos. Sus bombardeos responden casi de forma instantánea a las señales. Y están
muy bien situados.
—Además —prosiguió Assolant, sin prestar atención a los comentarios de Dax
—, teniendo en cuenta que el bombardeo del amanecer parece una costumbre
arraigada por aquí, podemos hacer que la artillería corte las alambradas en ese
momento.
—¿Y no se darán cuenta los alemanes de ello, señor?
—¿Y qué si lo hacen? No pueden repararlas antes de que caiga la noche y para
entonces habrán dejado de ser suyas.
—Sí, pero pueden cubrir los huecos con ametralladoras. Les mostrará los puntos
exactos por los que esperarán que lleguemos.
—Bueno, el caso es que hay que cortar las alambradas. ¿Preferiría usted que se
hiciera en pleno bombardeo y antes del ataque? Van a ser sólo cinco minutos y
empezaremos a arrastrarnos por el suelo. Es un ataque sorpresa, ¿entiende? No se
esperarán que ocurra con tan poco tiempo de diferencia con el anterior.
Dax no se jactaba de conocer las expectativas de los alemanes, pero sí sabía que
el asunto de cortar las alambradas siempre se convertía para él en un dilema. Si se
corta la alambrada mientras se avanza, al mismo tiempo es inevitable poner sobre
aviso al enemigo de que se va a atacar por esos puntos en las siguientes veinticuatro
horas. En caso de esperar a que el bombardeo previo haga el trabajo, se corre el
riesgo de que no lo realice con la suficiente precisión, sobre todo si, como estaba
previsto en este caso, iba a ser muy breve.
—En líneas generales, señor, creo que tiene usted razón. Será mejor cortar bien
las alambradas en primer lugar. Así los cañones estarán libres para ocuparse de los
cabezas cuadradas cuando terminemos.
—Ordenaré que lo haga la artillería con cierto disimulo. Les diré que lancen
proyectiles hacia la alambrada de vez en cuando, como si se estuvieran quedando
cortos. Pueden tirar unos cuantos de prueba esta tarde. Un oficial tomará nota de su
trayectoria desde este puesto. Eso me da una idea. Éste va a ser un sitio excelente
para que yo siga las evoluciones de la ofensiva. ¡Saint-Auban!
—Sí, señor.
—Baje al cuartel general del coronel Dax y llame a Couderc. Dígale que disponga
todo lo necesario para instalar un tendido de cables telefónicos desde mi cuartel
general directamente hasta este puesto.
La vista de la empinada ladera del Grano le había sugerido a Assolant otra idea, la
de dirigir la ofensiva en persona desde el puesto de observación.
—Espere un momento. Dax, ¿sería posible conectarme con una línea a los
cañones del setenta y cinco que están tras la colina?
—Por supuesto, señor.

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—Bien. Entonces dígale a Couderc que, después del bombardeo principal, esas
dos baterías de ahí atrás, entérese de cuáles son, van a quedar bajo mi mando
personal. Actuarán de acuerdo con los planes previstos, pero deben estar preparadas
para disparar contra cualquier objetivo que yo les marque a lo largo del avance.
Assolant estaba encantado con el curso que tomaban los acontecimientos, con la
perspectiva de poder seleccionar él mismo algunos objetivos y estar allí para
contemplar cómo saltaban hechos pedazos. Aquello sí que sería una guerra como
Dios manda. El terreno era el más indicado para una proeza, una proeza cuya
singularidad, ahora ya estaba convencido, recorrería un largo camino hasta hacer de
su codiciado ingreso en la Legión de Honor una realidad. Regresó a su telescopio y
una vez más observó el Grano. Cuando se dio la vuelta para hablar, Dax vio en su
rostro una expresión que mostraba una mezcla de avidez y afecto, la expresión de un
hombre que acababa de contemplar un amado trofeo.
—Quiero bajar para inspeccionar su línea del frente.
—Sí, señor. Pero debo avisarle de que es un lugar peligroso.
—Me gustan los lugares peligrosos —afirmó el general, diciendo una gran
verdad.
Dax se sentía cansado y alicaído mientras guiaba a Assolant por las trincheras en
dirección al frente. Se le hacía bastante obvio, tristemente, que la hora larga que en el
cuartel general había invertido para indicar a ese hombre las dificultades de la
ofensiva y la fatiga de sus tropas, había sido en vano. La conversación, además, había
finalizado con una nota desagradable, una nota que no había servido más que para
herir la vanidad de Assolant y reafirmar su testarudo rechazo a considerar que la
ofensiva pudiera ponerse en duda desde algún punto de vista. La vehemencia al
defender el argumento de que sus tropas no estaban en condiciones de realizar la
tarea asignada, había llevado a Dax a cometer una indiscreción que conllevaba una
ofensa. Había afirmado:
—Además, señor, ésta es una misión para todo un cuerpo de ejército, no sólo una
división.
La réplica había sido fría, severa:
—Por favor, limítese a obedecer las órdenes de sus superiores, coronel Dax, no a
criticarlas.
La vista del Grano desde el puesto de observación y del terreno que los separaba
había intensificado las dudas de Dax. Las del general, si es que había tenido alguna,
parecían haberse disipado por esa misma contemplación.
«Rara vez —se dijo Dax— un soldado mira con sus ojos, así sin más. Casi
siempre lo hace a través de lentes, unas lentes fabricadas con los galones de su rango
militar».
Los dos hombres llegaron a la línea del frente y torcieron a la izquierda. Al
abrirse camino entre las barreras de protección, en las que se veían con claridad los
efectos del bombardeo del amanecer, se encontraban con grupos de trabajo ocupados

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en sacar la tierra de las avalanchas caídas en el interior de la trinchera. Iban
metiéndola con cuidado en sacos terreros y los apilaban en las barreras de protección
como si de objetos preciosos se tratase. Y preciosos eran, sin duda, aunque si los
amontonaban era para que el enemigo no conociera su posición al verlos echar
paladas de tierra alegremente sobre el parapeto. De cuando en cuando, sin embargo,
allí donde en el parapeto se habían abierto peligrosos huecos, con gran cautela tiraban
o iban encajando sacos en las aberturas. Que los alemanes también tenían
observadores y estaban alerta, lo probaban las frecuentes ráfagas de ametralladora
atraídas por sus esfuerzos en la reparación del parapeto.
A Dax no le molestaba ese fuego intermitente. Esperaba que Assolant se diera
cuenta de lo rápida y eficaz que era la respuesta, de la buena puntería que tenían, y
cuando pensaba que el general no prestaba atención, él procuraba que lo hiciese. En
más de una ocasión tuvieron que agazaparse, con la espalda pegada al parapeto
dañado, y contemplar la pequeña tormenta de polvo que se precipitaba sobre el
espaldón de la trinchera, a unos treinta centímetros sobre sus cabezas. A pesar de ello,
Assolant no dejaba de encaramarse a las banquetas de tiro para echar rápidos vistazos
hacia la tierra de nadie. A Dax, esos vistazos le parecían cada vez menos breves.
—Por favor, señor —señaló cuando ya no podía contenerse más—, eso es un
suicidio. Me está poniendo usted en una situación incómoda, ya que soy en cierto
modo responsable de su seguridad, compréndalo, y no puedo responder de ella si
mantiene esa actitud. Ya ha visto con qué precisión barren nuestra línea del frente.
Tenemos un periscopio un poco más allá y me sentiría más tranquilo si esperase a
utilizarlo.
A pesar de su apego a los lugares peligrosos, el ruego de Dax fue como música
celestial para los oídos de Assolant, tan celestial, de hecho, que pensó que debía
haber hecho mucho antes lo que le pedía.
El periscopio de la trinchera ya se encontraba instalado en el trípode cuando los
dos hombres doblaron la esquina. Dax se colocó en él el primero, tal y como
pretendía, y comenzó a elevarlo con gran precaución sobre el parapeto. Estuvo
buscando unos instantes hasta que dio con lo que quería encontrar, enfocó hacia allí y
se retiró al tiempo que con un gesto invitaba al general a observar.
Assolant miró a través de los binoculares y no pudo controlar el respingo que Dax
había esperado arrancarle gracias a la vista que le había preparado. Por las lentes
telescópicas, daba la impresión de que la masa de cuerpos le saltaba directamente a la
cara. Los cadáveres formaban tal maraña que, en su mayor parte, no era posible
distinguirlos. Repugnantes, retorcidos y putrefactos, yacían caídos unos sobre otros o
colgados de las alambradas en posturas obscenas, una impresionante pila de carne
humana hinchada y descolorida. Los números personales de los tirailleurs eran
claramente visibles aquí y allá.
Assolant giró sobre sus talones para encarar a Dax, encolerizado por la
impertinencia de una lección en cuya cuenta había caído por fin; palabras de protesta

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se le agolpaban en la punta de la lengua…
Se produjo un estruendo, un tintineo de cristales, y el periscopio se desplomó
hecho añicos.
—No le entretengo más, coronel. Buenos días.
Assolant se marchó solo, doblando la esquina de la barrera de protección.

***

El sargento Picard, que había estado al mando del puesto número 8 la noche
anterior, entró en el refugio del capitán Renouart y saludó.
—Disculpe, señor. ¿Es cierto que vamos a atacar por la mañana? El rumor corre
por todas partes.
—Sí, es cierto, sargento. Y quiero ver a todos los suboficiales aquí esta noche
después de la cena. Transmita la orden, ¿de acuerdo?
—Sí, señor. ¿Tengo su permiso para visitar a los hombres? No estoy de servicio.
—Desde luego.
El sargento se rebuscó en el bolsillo durante un instante y sacó una larga y
estrecha cinta de tela púrpura con una banda gris. La besó, se la pasó sobre la cabeza
y la dejó colgada por delante de sus rodillas.
—Hijo mío —anunció, con una voz que pareció adquirir un tono más amigable
ahora que llevaba la estola—, ¿deseas hacer las paces con Dios?
—Sí, padre —respondió el capitán—. ¿Dónde podemos ir?
—¿Por qué no salimos fuera? —propuso el sargento. Miró al resto de los hombres
del refugio, media docena de oficiales, mensajeros y ordenanzas, y añadió—: Cuando
baje el capitán, el que quiera puede subir. Estaré esperando.
El sargento se sentó en la banqueta de tiro y el capitán Renouart se arrodilló en el
suelo de la trinchera para iniciar su confesión. Un soldado entró en la barrera de
protección y pasó a toda velocidad sin que pareciese darse cuenta de lo que ocurría.
Una vez recibida la absolución, el capitán se incorporó, se limpió las rodillas y
regresó al refugio.
El sargento aguardó, sentado en la banqueta de tiro. Esperó durante diez minutos,
después él también se levantó y dirigió la vista a la entrada del refugio. Hizo la señal
de la cruz en esa dirección, en silencio concedió a sus ocupantes la absolución
general y luego cogió su fusil y echó a andar por la trinchera.

***

A lo largo de la tarde, a Langlois lo enviaron al convoy del regimiento con un


mensaje para el furriel. Entregó el mensaje y se puso a buscar a un amigo suyo, el
cabo que hacía las veces de carpintero del regimiento. El cabo no estaba allí, pero la

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disposición de sus herramientas indicaba que se trataba de una ausencia temporal.
Langlois se sentó en una caja junto a la tienda del cabo para esperarlo y fumar un
cigarrillo. Aún tenía en el bolsillo la carta que había escrito a su mujer en el Café du
Carrefour el día anterior, en la que le decía que durante una semana más o menos no
correría peligro. Ahora tenía la oportunidad de mandar la carta, pero era incapaz de
decidir si hacerlo o no. Si la enviaba y después le mataban, la notificación del
Ministerio de la Guerra sería un golpe doblemente cruel para ella. Por otro lado,
podía imaginarse que la mandaba y al final todo salía bien. Entonces le habría hecho
un gran favor al anticiparle su destino. Sin embargo, ¿acaso tenía derecho a jugar con
los sentimientos de otra persona? La respuesta era sí, si ganaba la apuesta, y no, si
perdía. Estaba justo como al principio.
Su mirada vagaba por el trabajo interrumpido del cabo: una sierra, un martillo y
clavos y, apilados en orden junto al improvisado banco, listones de madera. Los de
uno de los montones eran más largos que los del otro y sólo uno de sus extremos
terminaba en punta. «¿Qué está haciendo?», se preguntó Langlois. No dio con la
respuesta antes de haberse acabado el cigarrillo. Arrojó la colilla y la siguió con la
mirada hasta el lugar en que cayó, exactamente junto a una caja de muestras. Las
diferentes partes de la labor del cabo encajaron al instante y adquirieron forma
definida en su mente: cruces para tumbas.
Langlois se puso en pie y encendió otro cigarrillo. Mantuvo viva la llama de la
cerilla mientras sacaba la carta del bolsillo con la mano desocupada, luego la prendió
fuego y la tiró al suelo, donde la vio arder, arrugarse y yacer inmóvil.

***

El día transcurrió como una exhalación para la mayoría de los hombres del 181.
Había una actividad intensa, aunque poco ostentosa, en el sector, una actividad
subterránea y semisubterránea que los observadores enemigos no podían captar. Todo
el mundo estaba empeñado en mantener, en lo que se refiere a los alemanes, una
apariencia de normalidad a lo largo de un día que no podía ser muy normal. La noche
previa a una ofensiva siempre parecía poseer la cualidad de lo nuevo, de lo nuevo y
excitante, al margen de la frecuencia con que se repitiera.
Uno o dos aeroplanos cruzaron las líneas alemanas cubriendo cierta distancia
hacia el norte, giraron a la derecha y regresaron a sus líneas tras haber recorrido más
o menos el mismo espacio en dirección sur. Sin embargo, los observadores y sus
cámaras no habían quitado ojo al sector del Grano.
En el refugio del cuartel general, en la Trinchera de los Zuavos, el ayudante
Herbillon había pasado casi toda la tarde desempeñando labores administrativas. Lo
último que hizo antes de subir para respirar el aire de la noche fue poner por escrito la
solicitud de las raciones del regimiento para el día siguiente. Y le resultó sencillo y
rutinario hacerlo, ya que no tuvo más que tomar la solicitud del día anterior y quitarle

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el cincuenta por ciento.
Un oficial de artillería, seguido por un hombre que iba tendiendo un cable, llegó
al puesto de observación. Por algún motivo no le satisfizo la ubicación, de ahí que lo
abandonara en busca de otro lugar más adecuado. Allí tomó nota de unos cuantos
disparos en las alambradas alemanas con una intrincada jerga, después lo recogió
todo y se fue, llevándose el cable consigo. Todo lo hizo con precisión y una gran
seguridad; siempre que se tenía que dirigir a otro militar, aunque tuviese un grado
superior al suyo, había cierta condescendencia en su actitud.
Puede que la razón por la que al oficial de artillería no le había gustado el puesto
de observación fuese que, desde la visita del general, había pasado a ser un punto con
una actividad inusitada. En primer lugar, habían llegado los de comunicaciones para
instalar el tendido telefónico que lo conectaba con las baterías de los cañones del
setenta y cinco. Aún no habían acabado su trabajo cuando aparecieron otros colegas
suyos con la línea privada del cuartel general de la división. La cooperación entre
ambos grupos no rezumaba entusiasmo. Los encargados del tendido para la división
creían que su cometido era prioritario, mientras que los que de momento tenían
verdaderamente la prioridad eran reacios a renunciar a ella. El enfrentamiento tenía
todas las trazas de dejar de ser sólo verbal para convertirse en físico, cuando
comenzaron a llegar al puesto los oficiales del regimiento, de dos en dos, con la
finalidad de familiarizarse con los objetivos y los límites del terreno, en ese momento
fáciles de identificar gracias a que el sol poniente iluminaba con claridad la ladera de
la colina de enfrente. No les quedó más remedio a todos que limar asperezas y
terminar el trabajo esforzándose por tener un comportamiento correcto en presencia
de la autoridad.
Toda esta actividad, así como el resto de la que pudiera haber en la zona, no era
más que un reflejo del intenso trabajo que se producía en su origen: el cuartel general
de la división. La energía se extendía desde esa fuente como expulsada por un
ventilador, en dirección a los diversos centros dependientes e intercomunicados, con
una intensidad que decrecía a medida que la distancia recorrida aumentaba. La hora
cero daría por completo la vuelta a ese flujo de energía, y el punto central de la
actividad se trasladaría de golpe desde atrás hacia delante, algo que daba la razón a
Assolant en una de sus principales quejas contra la guerra moderna: un general estaba
condenado a días de preparación frenética antes de una ofensiva, pero una vez que
llegaba la hora cero, muy bien podía dejar el mando e irse a dormir.
En aquel preciso instante, sin embargo, todo estaba hasta cierto punto tranquilo y
silencioso entre las tropas, excepto las destinadas a labores de intendencia, sobre todo
quienes se encargaban del acarreo de munición para las armas ligeras, granadas y
cargas explosivas de los refugios. Los hombres dormían en los refugios o en nichos
improvisados, o sentados en sus accesos o en las mismas barreras de protección,
jugueteando con el equipamiento, despiojándose, fumando, pensando o hablando.
El sargento Picard acababa de abandonar la compañía número 4 del capitán

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Sancy. Haber visto al sargento, pero más que nada su estola, había tenido como
consecuencia que el extendido rumor de ofensiva pasara a ser una certidumbre. Un
grupo de hombres de la compañía número 4 estaba hablando:
—Cuando aparecen los curas, es que la muerte anda rondando.
—Sí, y tú eres el primero que corre a verlos.
—Naturalmente, siempre tomo precauciones.
—¿Eso incluye el permanganato de potasio?
—No blasfemes.
Esto último se dijo en tono sarcástico.
—¡Mira quién habla de blasfemar! ¡El judío!
—Bueno, no hay nadie que sepa más del tema que esos dos.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Pues que tú has pasado una temporada en Cayena, ¿no es así, Meyer? Y Férol
ha estado en la legión. Esos sitios no son seminarios, por lo que tengo entendido.
—Tú lo has dicho. Tienes que ser todo un hombre para sobrevivir a la guillotina
seca —confirmó Meyer.
—Y tienes que valer lo que dos hombres juntos para estar en la legión —replicó
Férol.
Meyer y Férol se enzarzaron una vez más en su eterna disputa, una disputa que
siempre los separaba de la conversación general y que con frecuencia terminaba a
golpes.
—Ya están otra vez. ¿A quién coño le importa cuál de las dos era más dura, si
Argelia o Guyana?
—Tienes razón. Esta guerra ya me parece lo bastante dura. Me cambiaba con los
ojos cerrados por cualquier convicto o legionario, dondequiera que estén ahora
mismo…
—Porque tienes miedo de ir ahí mañana, miedo de que te maten.
—No me van a matar.
—No digas eso. Trae mala suerte.
—Ni mala suerte ni leches. Lo que trae mala suerte es esta guerra.
—Sé que no me van a matar porque no tengo miedo. A los que siempre matan es
a los que tienen miedo. Vosotros lo sabéis.
—Puede que sea así. No lo sé. Pero yo tengo miedo y aún no me ha tocado la
china. Y lo que es más, no me va a tocar. No han sacado mi papeleta.
—Te lo vuelvo a decir, no hables así. Si lo haces, seguro que te toca.
—Si vives el tiempo suficiente, te tocará. Es lo único que está claro.
—¿Cuándo es la hora cero?
—Como siempre. Al amanecer, supongo.
—Dicen que el general se ha pasado hoy por aquí.
—¿Cuál de ellos? Hay millones de generales. En este ejército no hay más que
generales y soldados rasos.

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—Joffre, por supuesto.
—¡Venga, hombre! A ése no le cabe el cuerpo en una trinchera.
—Y si así fuera, él no se metería.
—Tendrían que comer menos en el cuartel general.
—Los generales y los curas siempre están gordos.
—En las fotografías yo no he visto nunca a un general inglés gordo. Y Assolant
no está gordo.
—¿Quién es Assolant?
—Díselo.
—Es la mascota de la división. Una mascota que muerde. Te puede matar con la
mirada.
—Bueno, lo que está claro es que los generales y los curas son señal de muerte.
—Si esos dos de las colonias se callaran un poco la boca, me echaría un rato.
—Lo de las colonias ha estado bien…

***

Langlois regresó a su sección a tiempo para la cena, desayuno en el caso de los


hombres que habían logrado dormir un poco durante el día.
—¡Eh, tú, Langlois! ¿Alguna novedad del convoy del regimiento? ¿Algún
periódico?
—No hay periódicos, pero lo que sí está claro es que va a haber una ofensiva.
—¡Noticias frescas! Por aquí ya lo sabemos hace horas.
—Sí, el general ha estado dándose una vuelta…
—Y el cura…
—Y mira esos suministros adicionales de munición…
—Sí, ya lo sé. El carpintero estaba haciendo cruces de madera.
—¿Y tenían buena pinta?
—A mí no me han hecho ninguna.
—No digas eso. Si lo haces, seguro que te toca.
—Quédate el tiempo suficiente, así es como te toca seguro.
—¿Te estaba haciendo una a ti, Langlois? ¿No has escrito tu nombre, ya que
tenías la oportunidad?
—No lo sé y tampoco me preocupa mucho. No tengo miedo de morir, sólo de que
me maten.
—Hablando eres más espeso que el barro de la trinchera.
—Entonces, ¿con que preferiríais que os liquidaran, con una bayoneta o con una
ametralladora?
—Con una ametralladora, por supuesto.
—Por supuesto… A eso voy. Las dos te meten trozos de acero en las tripas. Lo
que ocurre es que la ametralladora es más limpia, más rápida, menos dolorosa, ¿no

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creéis?
—¿Y eso qué prueba?
—Lo que prueba es que la mayoría de nosotros tiene más miedo de resultar
herido que de que lo maten. Fijaos en Bernard. Le entra el pánico cuando oye hablar
del gas, pero a mí el gas no me produce ninguna sensación. Ha visto fotos que
muestran los efectos del gas y a él le parece terrible. A mí me dejan frío. Pero me
pone de los nervios estar sin mi sombrero de latón. Y sin embargo, no me importa no
tener uno para el culo. ¿Por qué será?
—Pues la verdad es que debería importarte, porque da la impresión de que es ahí
donde tienes el cerebro. ¿Que cómo es que no quieres un sombrero de latón para el
culo? Pues tú nos dirás.
—Porque sé que una herida en la cabeza duele más que en el culo. El culo no es
más que carne, pero la cabeza es todo hueso…
—Habla por ti.
—Eso hago. Y ahora, decidme, dejando a un lado las bayonetas, ¿qué es lo que
más miedo os da?
—Los explosivos de gran potencia.
—Lo mismo digo yo.
—Y yo.
—Exacto. Es lo que me pasa a mí —afirmó Langlois—. Porque te hace papilla
con más facilidad que cualquier otra cosa. Eso es lo que trato de deciros. Si de verdad
tenéis miedo de morir, vais a estar en un sinvivir el resto de vuestra vida, porque
sabéis que un día os llegará la hora, cualquier día. Y además, si lo que teméis es la
muerte, ¿qué más os da lo que os mate? ¿Por qué hay que tener más miedo de las
bombas que de las ametralladoras, o más de las bayonetas que de las bombas?
—Eres demasiado profundo para mí, profesor. Lo único que sé es que nadie
quiere morir.
—Eso significa que eres tú el que no quiere.
—Sí, y tú tampoco quieres.
—Ahí es donde te equivocas —señaló Langlois—. Personalmente, más bien me
gustaría. Es el único hecho absoluto de la vida. Posee un misterio y una perfección
inherentes. Tengo una enorme curiosidad. Tan grande que, en ocasiones, he pensado
muy en serio en el suicidio.
—Vale, contén tu curiosidad durante unas horas más y quedarás satisfecho sin que
corras el riesgo de perder tu alma inmortal.
—No invoques al destino. Trae mala suerte.
—¿Y cómo sabes que mi alma es inmortal?
A Langlois le encantaba discutir de esos temas.
—Porque lo sé y ya está.
—Pues yo no. La verdad es que mi inteligencia me dice que no lo es. De la nada a
la nada, ¿por qué no? Es bastante lógico.

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—Sí, pero entonces, ¿por qué estamos aquí?
—No hay ninguna razón, que yo sepa.
—Estamos aquí para propagar la especie.
—Esa frase es otra de las que me pone enfermo —anunció Langlois, contento de
poder expresar sus ideas sobre el tema—, como la de «instinto de conservación».
¡Menudo instinto de conservación el que lleva a la gente a seguir viviendo bajo un
volcán o en zonas de terremotos y tifones! Y puede que a salir con una mujer lo
llamen «instinto de reproducción», cuando no es más que el instinto de salir con una
mujer. ¿O es que cada vez que te tiras a una tía quieres tener un niño? Claro que no, y
bien que se cuida uno de no tenerlo. Es el mejor deporte que existe tanto al aire libre
como en pista cubierta y no hay que inventarse ninguna excusa. ¿Por qué la gente
tiene que marear la perdiz tratando de darle una aureola de nobleza y diciendo que
están multiplicando la especie cuando lo único que hacen es pasárselo bien?
—Pues vaya, si todo el mundo actuase como tú dices, la especie desaparecería.
—De acuerdo, ¿y quién lloraría por eso? Un montón de especies ya han
desaparecido y nadie parece lamentarlo. A la nuestra le ocurrirá también y apuesto
que los animales estarán encantados cuando ese día llegue.
—¿Y qué me dices de los niños no nacidos?
—¿Qué problema hay con ellos? Ojalá yo fuera un no nacido en este momento…
—Eso lo dices porque vamos a atacar mañana.
—¿De verdad crees que le haces un favor a alguien creándolo de la nada para el
más que dudoso gozo de vivir una vida de miseria y dolor en el mundo de los
humanos, los más salvajes de todos los animales depredadores?
—Es la ley natural. No es culpa mía.
—Mira esta guerra —prosiguió Langlois—. ¿Piensas que nuestros padres nos
habrían tenido si hubieran previsto las situaciones a que nos condenaban?
—Probablemente. Siempre ha habido guerras y siempre las habrá. Forman parte
de la vida, como la enfermedad, las tormentas, la muerte. Para mí hay cosas peores
que la muerte. Por ejemplo, estar sentado sobre tu culo en la oficina de algún cabrón
y contándole el dinero. Para hacer una guerra se necesita un hombre, pero cualquier
piojo puede hacerse rico.
—Lo que se necesita para una guerra es un loco, si nos guiamos por los que están
haciendo ésta. Esta ofensiva en la que nos van a embarcar ahora es un asesinato en
toda regla. Fijaos en lo que los cabezas cuadradas les hicieron a los tirailleurs. En
cualquier caso, la guerra nunca ha aclarado nada, salvo determinar quién es el más
fuerte.
—Bueno, eso es algo.
—Pero no es suficiente.
—Nunca es suficiente.
—Me voy a echar un rato —concluyó Langlois.
—Buenas noches. Y que no se te peguen las sábanas. O te perderás la oportunidad

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de satisfacer esa curiosidad que tienes.

***

A lo largo de la noche, grupos de trabajo pertrechados con tenazas abrieron varios


corredores a través de las defensas francesas. La misión terminó con cuatro hombres
muertos y nueve heridos.

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II
A falta de treinta minutos para la hora cero, es decir, a las seis y media de la
mañana, cada uno de los hombres de la división, desde el general hasta el último
soldado, se hallaba en su puesto. Todo el mundo estaba armado y preparado, con la
mente puesta sólo en la orden de atacar. Los cañones estaban cargados y apuntando a
sus blancos. Los relojes se habían sincronizado. Los mapas, las delimitaciones del
terreno y los objetivos se conocían de memoria. Habían reparado las líneas
telefónicas y funcionaban sin problema. Las bengalas de aviso se habían
inspeccionado y revisado.
La calma habitual que sucedía al bombardeo del amanecer cubría todo el frente.
Assolant y el capitán de artillería Nicolas se hallaban en el puesto de observación.
Ambos utilizaban potentes prismáticos en lugar de telescopios y ambos estudiaban un
mapa dividido en incontables cuadraditos numerados. En cuclillas en el suelo y
tratando de no tocar las rodillas del oficial de artillería, había un cabo telefonista.
Hablaba en voz baja por los dos receptores que sostenía, unas veces por uno y otras
por el otro.
—Tenemos conexión con la división, señor —informó—. Conexión con el
Polígono —añadió, utilizando el código asignado a las baterías de cañones del setenta
y cinco.
Nicolas no dijo nada. Assolant no dijo nada. El general no tenía muchas ganas de
hablar. En realidad, se sentía dominado por la furia, una furia que era incluso más
amarga debido a que no tenía posibilidad de desahogarse si no era con el tiempo, un
blanco poco receptivo.
El viento del noreste había comenzado a soplar durante la noche, acompañado de
rachas de intensa lluvia. Ahora mismo no llovía, pero el suelo ya había quedado en
malas condiciones. Las nubes, sin embargo, seguían desplazándose por el cielo en un
vuelo tan bajo que parecían a punto de golpear con sus panzas oscuras la cima del
Grano, unas panzas oscuras que daban la impresión de ir a soltar agua de un
momento a otro. «¿Qué prisa tenéis?», quería preguntarles Nicolas; tenía la sensación
de que eran como trabajadores, apurados de tiempo, que se encaminaran a toda
velocidad hacia sus oficinas por la mañana.
Un día de perros, no sin razón, había puesto a Assolant de un humor de perros. El
bombardeo con gas tuvo que suspenderse debido a la dirección del viento. Ese mismo
viento haría, si volvía a llover, que el agua les saltara con gran violencia a sus
hombres a la cara mientras avanzaban. Además estaba el barro. El barro y la lluvia,
como bien sabía Assolant, habían enfriado los ánimos de más de una ofensiva. Pero
lo que más le molestaba era, quizá, que su sueño de dar la orden de disparar a algún
objetivo concreto podía irse al traste a causa de un súbito chubasco. El ambiente
cargado de humedad ya había hecho disminuir la visibilidad. Si volvía a llover, se
reduciría incluso más y el horizonte se limitaría a su propia línea del frente, a unos

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cuatrocientos o quinientos metros de allí.
—Traiga el último parte meteorológico —ordenó el general sin más motivo que la
pura y simple ira que le inundaba. Era el tercero que Assolant le ordenaba traer al
cabo desde que había llegado al puesto, y que resultó ser el primero y mismo parte,
repetido de nuevo:
—Vientos del noreste, lluvia y chubascos durante las próximas seis horas.
Pero el general ya había olvidado que lo había pedido. Estaba mirando a través de
los prismáticos. Las lentes le presionaban un poco sobre los ojos.
—Quince minutos para la hora cero —anunció el cabo, repitiendo lo que le decía
la voz del auricular que comunicaba con la división—. Todo está tranquilo. Los
informes de todas las unidades indican que están listas.

***

La trinchera del frente estaba abarrotada, más abarrotada, o al menos eso parecía,
que cuando se había llenado con la doble congestión del relevo de hacía dos noches,
abarrotada de hombres de uniformes de color gris pizarroso por la humedad y con
pensamientos de color gris pizarroso por el miedo. Permanecían en pie, en posición
para el ataque, en silencio y casi sin moverse, mirando fijamente al frente. Cada uno
de los hombres llevaba dos paquetes adicionales de munición para los fusiles y una
pequeña bolsa con bombas. De vez en cuando, se veía a algún hombre cargado con lo
que parecían carteras, con el aspecto de un viajero esperando el tren. Esas carteras
eran cargas explosivas para las galerías y los refugios del Grano. Daban la impresión
de ser bastante más altos que los demás, pero se trataba de un engaño causado por el
efecto menguante de los fusiles de los otros soldados, prolongados a su vez por las
bayonetas, desproporcionadamente largas.
Un objeto de cruel apariencia, una bayoneta, pensó Langlois. Y la de apariencia
más cruel, la francesa. Quizá porque era la más esbelta, porque la pureza de sus líneas
era la más perfecta; sus proporciones, las más bellas. O quizá porque tenía fama de
producir la más terrible de las heridas, esa herida cuadrangular tan difícil de curar.
Langlois nunca había utilizado su bayoneta y jamás lo haría a no ser que le atacara un
alemán que le sorprendiese con el cargador del arma vacío. Preguntó la hora al
teniente Bonnier, que estaba de pie justo a su lado.
—Veinte minutos para la hora cero —respondió el teniente. Era quien estaba al
mando de la compañía y sentía una ligera náusea en el fondo del estómago.
Langlois miró a los hombres a su alrededor. Algunos de ellos estaban condenados
a morir en no más de media hora. Puede que él fuese uno de ellos. La idea cruzó su
cabeza, una idea extrañamente impersonal, como si no fuera suya, sino una historia
que estuviese leyendo. Se fijó en el extraordinario autocontrol de aquellos hombres,
pero ya lo había visto con anterioridad y lo aceptó como algo normal. La idea le
volvía una y otra vez a la mente: ése, o ése, o aquél, en realidad, sin remisión,

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estarían muertos en unos minutos. Intentó, sin mucho ánimo, adivinar quiénes.
Después: un número indefinido de vidas, de personas que se hallaban próximas a él, a
las que podía tocar con sólo alargar el brazo, con las que, en algunos casos, había
tenido una relación tan estrecha, se precipitaban a una velocidad increíble (y sin
embargo también estática) hacia su final. No, el fin se precipitaba hacia ellas. Treinta
minutos más de existencia y luego lo totalmente desconocido, la apoteosis. La idea
poseía una fuerza tan conmovedora en aquel momento y en aquel lugar que ella
misma se fue asfixiando hasta extinguirse.
Su mente, una vez que se hubo vaciado de un pensamiento cuyo poder ya no era
capaz de soportar, regresó al más común y particular asunto de su propia carne.
Langlois temía ante todo tres heridas: en los ojos, en los genitales y en los pies.
Cuando reflexionaba sobre ese tema, lo cual hacía de cuando en cuando, en
situaciones de seguridad, la que más repugnancia le causaba era la de los genitales.
La noche le hacía desear que, sobre todas las cosas, fueran los ojos los que se
salvaran. Pero ahora, en la víspera de un encuentro cuerpo a cuerpo con el enemigo,
eran sus pies los que le obsesionaban, los pies, sin los cuales quedaría impedido para
caminar. Era lo que sentía y no había que darle más vueltas. Sí, los pies no le serían
de gran utilidad si perdiera los ojos, pero ni así cambiaría de opinión. Con los pies
podría moverse, caminar a tientas, valerse por sí mismo. Ante todo, podría caminar,
caminar, caminar…
—Quince minutos para la hora cero —anunció Bonnier sin que nadie le hubiera
preguntado.

***

«Esta vez me toca», se dijo Didier. Lo cierto es que no se imaginaba a sí mismo


muerto, ya que esto hubiera estado fuera de su alcance. «La séptima vez en la pomada
y sin un rasguño, eso es esperar demasiado». Lo que hubiera dicho de haber sido
capaz de razonar acerca de las señales que tan bien se le daba captar, era lo siguiente:
«Esta vez debería tocarme». Sentía que su racha de buena suerte había terminado,
acumulando un montón de probabilidades en su contra. El peso lo oprimía y tenía la
sensación de que había algo injusto en ello, de que ahora ya se encontraba en
desventaja. Langlois hubiera podido decirle que sus posibilidades, fueran las que
fueran, digamos al cincuenta por ciento, eran las mismas en cualquier ofensiva, no
importa las veces que uno se haya beneficiado de ellas. Didier habría seguido con
facilidad tal razonamiento, una vez que alguien lo hubiera hecho por él, pero, no
obstante, se habría ido convencido de que era un hombre marcado.
Miró el reloj y vio la hora. El hombre que estaba junto a él le preguntó por ella y
Didier tuvo que volver a mirar su reloj.
—Faltan quince minutos —contestó.

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***

Al capitán Charpentier le había salido en el talón una ampolla tan dolorosa que le
hacía cojear. Al mismo tiempo, era lo bastante dolorosa como para apoderarse casi
por completo de su mente. Estaba de pie en la trinchera y no paraba de lanzar contra
ella maldiciones sin fin. También renegaba del tiempo por haberle añadido la
dificultad de caminar en el momento exacto en que él deseaba la más absoluta
libertad corporal, el momento en que deseaba, de hecho, ser lo menos consciente
posible de poseer un cuerpo.
Miró su reloj de muñeca por vigésima vez, pero lo que veía en la esfera era la
herida en carne viva del talón, esa exasperante ampolla que se interponía entre él y
todo lo demás. Charpentier estaba furioso…

***

A seis minutos para la hora cero comenzó de nuevo a llover, una lluvia sesgada,
hostil, enloquecedora y penetrante.
«Está claro —reflexionaba Dax con cierta amargura—. El tiempo siempre se
pone de parte de los cabezas cuadradas. Vamos a pasarlo mal». Bostezó con un
pequeño y nervioso bostezo que no llegó a completar.

***

El general Assolant estaba inquieto. Su reloj parecía haberse parado. Lo cotejó


con el del oficial de artillería y comprobó que estaban sincronizados. Los potentes
prismáticos le presionaban el globo ocular y, a pesar de ello, no era capaz de
apartarlos más que unos segundos cada vez, tanta era la impaciencia que tenía por el
inicio de su victoria. De esa forma pensaba en aquel instante, una vez sustituida en su
mente, sin paliativos, la palabra «ataque» por la palabra «victoria».
Nicolas no seguía mirando el reloj. Había aprendido a dejar en paz al tiempo.
Sabía que en el momento en que el tiempo se sentía observado, comenzaba a darse
importancia. Se hacía más lento, se burlaba de ti.
—Un minuto para la hora cero —anunció el cabo, todavía repitiendo la
información que llegaba a través del teléfono.
Assolant cogió los prismáticos, pero tuvo que apartarlos otra vez casi de
inmediato, ya que estaban empañados por el sudor que le caía desde la frente. Los
secó con un pañuelo y esta vez se los colocó un poco separados del rostro. Las
imágenes bailaban ante él, pero era mejor que no ver nada y siempre podría
ajustárselos a las cavidades oculares con un movimiento de muñeca en cuanto se
desataran las hostilidades. Nicolas, que estaba deseando preservar sus ojos de la

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presión de los anteojos, dejó transcurrir cuarenta y cinco segundos, contando uno a
uno con su propio pulso.
La concentración de los dos hombres había llegado a estar tan intensamente
dirigida hacia lo que pretendían ver que no llegaron a oír el trueno de la primera
descarga. Un muro de humo oscuro de pronto cobró forma en las lentes de los
prismáticos y se sobresaltaron. Nicolas se echó a reír por dentro ante la sorpresa que
le causaba un acontecimiento que había sido el objeto de sus planes y de su trabajo en
las últimas treinta y seis horas.
—Aquí está… —afirmó.

***

—Aquí está —afirmó el capitán Charpentier cuando el cielo tras él se llenó del
penetrante gemido acarreado por incontables proyectiles.
El estrépito de la descarga, similar al de una fuerza largamente reprimida que ha
hecho saltar por los aires sus límites, borró todo pensamiento de su mente. A su
espalda se hacía el silencio por unos instantes, mientras recargaban los cañones, al
tiempo que por delante se producía el estruendo de las bombas al golpear el suelo y
estallar a doscientos metros de la trinchera. La tierra temblaba con la potencia de los
impactos. Nubes de oscuro humo saltaban hacia lo alto y después cedían ante el
viento. De repente, el acre olor de los explosivos se hallaba por todas partes. Por el
aire volaban paladas de tierra que luego volvían a caer, diseminadas. El lugar se cargó
de zumbidos y de música creada por el vuelo de trozos de metal. Los hombres se
agachaban un poco y se iban acercando unos a otros.
Charpentier miró su reloj. Ya estaban en la hora cero más cuarenta segundos.
El terremoto no cesaba. El bombardeo se asemejaba a una poderosa sacudida, que
aterrorizaba tanto a quienes se suponía que debía proteger como a quienes iba
encaminada a destruir. Las bengalas de socorro estallaban a lo largo de todas las
líneas enemigas, se elevaban, explotaban y descendían con su absurda morosidad,
despreocupadas del tumulto que había debajo.
Las balas de las ametralladoras se aferraron al parapeto francés y salpicaban todos
los alrededores de barro.
Tres minutos después de la hora cero, el contraataque alemán se sumó al caos,
haciendo pedazos la alambrada francesa, barriendo por completo la línea del frente en
todas direcciones. En la trinchera ya se oían gritos que llamaban a los camilleros,
pero nadie podía oírlos. De forma simultánea, las potentes ametralladoras enemigas
entraban en acción a lo largo y ancho del sector y los parapetos se vieron sumidos en
un continuo baño de balas.
Cinco minutos después de la hora cero, se produjo una momentánea tregua,
durante el tiempo en que se redirigían los cañones franceses hacia los lugares
afectados por el arrollador bombardeo.

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Sonaron silbatos por toda la línea elegida para el inicio de la ofensiva.
Charpentier se encaramó al humeante parapeto, gritando y haciendo gestos a sus
hombres para que le siguieran. Estaba allí, de pie, haciendo gestos y gritando, una
figura de apariencia heroica, idónea para la propaganda de alistamiento. Sin embargo,
él no se sentía un héroe. Lo único que sentía era la ampolla de su talón y la ebriedad
de la vibrante actividad a su alrededor.
Los hombres empezaron a trepar por el parapeto, se resbalaban, clavaban las
uñas, jadeaban. Charpentier se dio la vuelta para guiarlos. Un instante después, su
cuerpo decapitado caía a su propia trinchera.
Otros cuatro cuerpos lo siguieron y cayeron golpeando a algunos de los que
trataban de salir. En tres ocasiones, los hombres de la compañía número 2 intentaron
avanzar, y en cada una de ellas el parapeto se vio barrido por el letal fuego de
ametralladora. No era posible llevarlo a cabo, eso era todo. Los hombres, de común
acuerdo, decidieron esperar.
La compañía número 1 logró llegar hasta su propia alambrada, pero el fuego
alemán les obligó a echarse cuerpo a tierra allí. Incapaces de avanzar, los hombres
regresaron arrastrándose por el suelo, uno a uno, hasta ponerse bajo la protección de
su trinchera, menos frágil. El capitán Renouart fue el último en volver. Había dejado
de ordenar a sus hombres que siguieran hacia delante. Era inútil.
Las dos compañías de la izquierda, en un principio, realizaron un despliegue
mejor. Unos cincuenta hombres de la compañía número 4 consiguieron pasar de su
alambrada, pero sólo media docena sobrevivió, entre ellos Meyer y Férol.
La compañía número 3, con el teniente Bonnier a la cabeza, salió de su línea de
inicio de la ofensiva con menos dificultad que las demás. Pero no encontraron
algunos de los pasillos abiertos y quedaron atrapados en su alambrada, y allí fue
donde les alcanzó el fuego generalizado de las ametralladoras alemanas. Todo el
mundo gritaba sin que nadie oyera al que tenía al lado. Daba la impresión de que
ejecutaban un baile de locos en sus esfuerzos por desenredarse de los alambres…
—¡Cuerpo a tierra! ¡Cuerpo a tierra! —gritaba Bonnier, mientras él mismo
permanecía de pie con los alambres por la cintura—. ¡Cuerpo a tierra! ¡Cuerpo a
tierra!
Sus gritos se transformaron en gorjeos. La sangre le salía a borbotones de la boca.
Sus piernas cedieron. El estruendo se desvaneció de sus oídos a una velocidad
espeluznante. Silencio. Oscuridad. El teniente Bonnier se sentó sobre la alambrada.
Se sentó allí como si estuviese concentrado en la lectura de un libro. Una ráfaga de
ametralladora le había alcanzado de lleno en el pecho.
Treinta y cinco minutos después de la hora cero, el tercer ataque sobre el Grano
había finalizado, detenido en su mismo inicio, asfixiado.
La solicitud que el ayudante Herbillon había hecho con respecto a la cantidad de
raciones de comida había resultado bastante certera.

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***

El cabo telefonista Nolot tenía una buena historia que contar. Era evidente para
sus compañeros de comedor en la división, así que le cedieron el lugar de honor en la
mesa y dejaron una botella y una jarra a su alcance.
—El mejor día de mi vida —empezó, casi retorciéndose de placer—. Dando
lecciones al viejo Tiburón de qué es lo que tenía que hacer. ¡Y un simple capitán! Lo
oí todo, no podía cerrar la conexión porque hablaba por la extensión abierta. En un
puesto de observación no se puede utilizar una centralita, está claro. Y, de todas
formas, he oído algo sobre su…
—Eso no importa…
—Sí, empieza por el principio…
—Y no te dejes nada…
—Pero tampoco añadas nada.
—Abrevia, que tengo que irme.
—No le hagas caso; cuéntanoslo todo.
—Bien, estaba en cuclillas. Tenía en una mano el auricular por el que hablaba con
los de la batería de cañones del setenta y cinco, y el otro en la otra. Ernest, este de
aquí, estaba al otro lado. El general había pedido el parte meteorológico trescientas
setenta y nueve veces…
—Sesenta y nueve —rectificó Ernest.
—Venga, deja eso de una vez…
—Sí, no interrumpas. Tengo que irme enseguida y quiero oírlo.
—Bueno, yo no dejaba de dar los partes del tiempo. Siempre eran iguales. La
última vez que lo pidió, faltaban unos quince minutos para la hora cero. Seguíamos
liados con eso, con Ernest diciéndome la hora a cada minuto y repitiéndola. Pero era
malgastar el aliento, porque el Tiburón no paraba de mirar su reloj y hacia el Grano.
Un ojo en cada sitio, por así decirlo.
»Entonces, al rato, Ernest dice: “Cero”. Yo sabía que, en efecto, era la hora cero.
Se acababa de desatar el infierno. Cero para los cabezas cuadradas y también para un
montón de chicos…
—No nos importan los detalles…
—El Tiburón y Nicolas, o sea, el oficial de artillería, estaban pegados a sus
prismáticos. Y siguieron pegados. Entonces Ernest dice: “Cero y cinco minutos”, y se
oye que el fuego afloja por unos instantes mientras montan los cañones. Ernest
empieza a contarme una historia guarra. Por cierto, ¿dónde dijiste que se despertó la
pulga…?
—¡Oh, venga ya!
—Vale. De pronto oigo gritar al Tiburón: “¡Por el amor de Dios! ¿Dónde están?”.
»“Allí, a la izquierda, señor”, le grita a su vez Nicolas.

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»“Pero si son sólo un puñado. ¿Dónde están los demás? Cero y seis minutos y aún
no han salido de la trinchera…”.
»Luego, un par de minutos más tarde, nos dice el Tiburón:
»“¿Todavía no hay ningún informe?”.
»Ernest responde que aún no hay ninguno. ¡Qué informe iba a haber! Me pongo a
gritarle a Nicolas, pero el Tiburón ya está lanzando sus propios alaridos:
»“¡Esos sucios cobardes! No están avanzando. Las bombas se van retirando de su
posición…”. Entonces se queda pensando. Y ¿qué te crees que dice a continuación?
Está terriblemente enfadado. Dice:
»“¡Por Dios que si no avanzan ante un bombardeo, lo harán cuando tengan otro
detrás de ellos! Capitán, ordene a las baterías del setenta y cinco que disparen sobre
las posiciones de inicio de la ofensiva. Eso les obligará a salir”.
—¡Por Dios! ¿No lo dirás en serio?
—Tan en serio como que estoy sentado aquí.
—¿Qué hace el capitán?
—Se queda igual que si le hubieran pegado un tiro. Dice: “¿Señor?”. En tono de
interrogación, ¿os dais cuenta?
—¿Y qué dice el Tiburón?
Nolot dejaba que le tirasen poco a poco de la lengua y disfrutaba al hacerlo.
—Dice: “Ya me ha oído”, y le dedica al capitán una mirada que dejaría
petrificado a cualquiera. Así que Nicolas echa mano del mapa y del auricular para
comunicarse con los de los cañones del setenta y cinco y dice: “Atención, Polígono.
El general ordena que abran fuego sobre el 32, el 58 y el 73. Eso es todo. Repita”.
Eran los cuadrados marcados en el mapa. El tipo del otro lado los vuelve a decir y
luego le oigo transmitirlos. Pasan dos minutos y regresa la voz:
»“Al habla el Polígono. El capitán al mando de la batería comunica que debe de
haber algún error. Esas indicaciones corresponden a nuestras propias líneas. Por
favor, verifíquenlo. Es todo”.
»Entonces Nicolas se lo cuenta al Tiburón y éste dice: “Dígales que no se trata de
ningún error y que obedezcan de inmediato. Las tropas se están rebelando, se niegan
a avanzar. Abran fuego como se les ha dicho, hasta nueva orden”. Y os aseguro que
es capaz de decir más palabrotas que cualquier soldado que yo haya oído.
»Hay otra pausa, un poco más larga esta vez. Entonces la voz dice: “El capitán de
la batería comunica, con el debido respeto, que no puede ejecutar una orden así a no
ser que se le entregue por escrito y vaya firmada por el general”.
»“Pásemelo”, dice el Tiburón y le arranca el auricular de la mano a Nicolas.
Brama como un toro: “Póngame ahora mismo con el mando de la batería. Le habla el
general Assolant”.
»Oigo al tipo al otro lado de la línea desviviéndose por satisfacer la petición del
general. Poco después aparece otra voz:
»“Al habla el capitán al mando de la batería, señor”.

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»“¿Va usted a obedecer mis órdenes?”, le ruge el Tiburón.
»“Ésta no, señor, con el debido respeto, a menos que sea por escrito”. Habla con
toda la calma del mundo.
»“Se lo digo por última vez, ¿va a obedecer usted mi orden? ¡Por Dios!”.
»“Con el debido respeto, señor, no. A no ser que me la dé por escrito y firmada
por usted”.
»Se produce otra pausa durante un instante. El Tiburón está que echa humo, como
a punto de explotar. Entonces regresa la voz:
»“Con el debido respeto, señor, no tiene derecho a ordenarme que dispare sobre
mis propios hombres, salvo que esté dispuesto a asumir usted la total y absoluta
responsabilidad por ello. Yo tengo que recibir la orden por escrito antes de ejecutar
una acción de esa índole. Suponga que usted muere, señor, entonces yo estaría…”.
»“Usted estará ante un pelotón de fusilamiento mañana por la mañana, ahí es
donde estará. Estoy al mando de una batalla, no de un banco. ¿Acaso piensa que llevo
la oficina conmigo? ¿Cómo se llama?”.
»“Pelletier, señor”.
»“Entregue el mando y comunique usted mismo al cuartel general que queda
arrestado”.
»“Sí, señor”. Lo dice así, tal cual. Suena como si estuviera cansado.
»Habían pasado treinta minutos de la hora cero y la voz de Ernest empieza a
zumbarme en el oído: “Según todos los informes, parece que el ataque ha fracasado a
lo largo del frente”. Pero el Tiburón interrumpe: “Pídale a mi jefe de estado mayor
que lo disponga todo para el relevo inmediato del regimiento 181. Que los envíen al
Château de l’Aigle. Dígale que forme un consejo de guerra de campaña y que esté
organizado a mediodía”. Después sigue hablando con Nicolas: “Si esos cabrones no
se enfrentan a las balas alemanas, se las tendrán que ver con las francesas”.
»“¿Qué va usted a hacer, señor?”, dice Nicolas. Estaba tan estupefacto que se
pone a preguntarle al general. Pero el Tiburón parece contento por la oportunidad de
hablar: “Voy a hacer que fusilen a una sección de cada compañía por rebeldía y
cobardía ante el enemigo, eso es lo que voy a hacer”.
»“¡Dios!”, dice Nicolas. “¡Una sección de cada compañía! ¡Dios! Va a tener que
utilizar una ametralladora”.
»“Una idea espléndida, sí, señor”, dice el Tiburón. Estaba tan satisfecho con ella
que ya se sentía mejor. Y no pareció notar que Nicolas no había dicho “señor”, que le
hablaba como si fuese su igual.
»“Vamos”, dice el general. “No hay razón para quedarse aquí. Pero les voy a
enseñar una lección que no olvidarán. Querer ir de listillo conmigo. Para listo ya
estoy yo”.
»Entonces cogen sus cosas y se van. Nicolas no deja de decir: “¡Dios! ¡Dios!
¡Madre de Dios!”. Pero el Tiburón sólo sonríe, si es que se puede llamar sonrisa a esa
mirada. La verdad es que le cuadra bien el sobrenombre, Tiburón. Nunca me ha

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parecido que le cuadrara tan bien como cuando salía de aquel puesto de observación.
¡Vaya día!
El cabo telefonista Nolot se estremeció de satisfacción.

***

Eran tres las razones por las que Assolant había mandado llevar al regimiento 18l
al Château de l’Aigle. Más tarde le alegró saber que había existido una cuarta. Las
razones retrospectivas eran habituales subproductos de las decisiones del general y
siempre las aceptaba como un tributo adicional a su sagacidad, sin que, ni por un
momento, se le pasara por la cabeza reconocer su falsedad. Muy al contrario, eran
bien recibidas por él, tanto más porque venían a añadir sensatez a una opinión, eso
pensaba, ya de por sí sensata.
La más importante de las tres razones genuinas, no obstante, que había cruzado
por su mente como un relámpago en el puesto de observación y le había llevado a
pensar de inmediato en el Château de l’Aigle, consistía en el hecho de que el
Château, daba esa casualidad, poseía la mejor plaza de armas de aquella región del
país. El general sabía muy bien que, en el extremo norte de la finca, existía una
amplia y llana extensión de tierra delimitada por bosques en dos de sus lados y, en los
otros dos, por el paseo de álamos que salía de los edificios y por la carretera a la que
daba acceso.
Sin embargo, ¿cómo era posible que en medio de la tensa y difícil situación del
puesto de vigilancia, la mente del general hubiera permanecido tan equilibrada como
para que, en el mismo instante en que decidió relevar al regimiento, ya supiera con
exactitud adónde quería enviarlo?
Sorprendido por tal pregunta, a cualquiera que se la hubiera hecho le habría
respondido con un motivo muy simple: conocía muy bien el lugar. Allí había pasado
revista a las tropas en más de una ocasión.
Detrás de esa explicación perfectamente simple se hallaba, sin embargo, una
razón más profunda, aunque igualmente simple, para su memoria, de retentiva poco
común con respecto a los detalles de una plaza de armas. Aquella plaza de armas se
había convertido, desde la primera vez que la vio, en parte integrante de sus sueños
de grandeza. Era el sitio en el que nada menos que el presidente de la República
prendería la estrella de Gran Oficial de la Legión de Honor a la derecha del pecho del
general de división Assolant. ¿No resultaba adecuado que quienes le habían privado
de la estrella pagaran su deuda en la misma plaza? Los bosques serían un buen fondo
para los postes de ejecución y se disponía de gran cantidad de espacio para tener al
regimiento en formación, completando los otros tres lados del cuadrado de tal manera
que nadie se perdiera el espectáculo.
Las otras dos razones por las que resultó elegido el Château de l’Aigle eran su
conveniente distancia tanto del frente como del cuartel general de la división (a unos

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diez kilómetros de cada uno de ellos) y que el general tenía la impresión de que un
castillo como aquél sería un lugar más digno y, por lo tanto, más apropiado para
celebrar un consejo de guerra que cualquier alojamiento en ruinas próximo a la línea
del frente.
En sus tiempos, la finca, sin duda alguna, había tenido su encanto, un encanto
decoroso que todavía era evidente en algunos puntos, a pesar de haber quedado en
zona de combate desde el comienzo de la guerra. El propio castillo se encontraba en
medio de un parque de considerables dimensiones. Ahora la mayor parte del parque
estaba invadida por barracones levantados bajo los árboles con propósitos de
camuflaje. Albergaban los alojamientos y los comedores de los oficiales. Más allá del
parque, había campos, y más allá de los campos, bosques. Habían limpiado de maleza
algunos sectores del bosque y también se habían realizado talas para permitir la
construcción de dos acantonamientos para las tropas, los campamentos A y B. El más
cercano a la plaza de armas de Assolant era el campamento B, y a él se iba acercando
ya el regimiento 18l a lo largo del paseo de álamos.
Los hombres hablaban.
—… He oído que el coronel se ha suicidado.
—Pues entonces se le ha pasado rápido; acabo de verle venir en ese coche.
—Es verdad. Iba en el coche con el general.
—Puede que esté arrestado.
—Debería, por habernos mandado a aquel matadero.
—Dicen que amenazó con disparar a un oficial.
—¿Quién?
—El general.
—Debería disparar al coronel por habernos enviado a esa ofensiva.
—Entonces debería pegarse un tiro él mismo. El coronel no ha tenido nada que
ver con eso. Sólo obedecía órdenes.
—Cierto. Dijo que renunciaría si seguían adelante con el ataque.
—¿Quién te lo ha dicho?
—Lo he oído.
—Y yo he oído decir a uno de los mensajeros del cuartel general que el
telefonista había asegurado que hubo una escena de lo más movidita en algún sitio y
amenazaron con dispararse mutuamente.
—¿Quiénes?
—Dax y el general.
—La verdad es que no me extrañaría.
—De todas formas, me huelo algo. Este relevo tan repentino…
—Nadie podía avanzar contra un fuego como aquél. Georges, vosotros sabéis
quién es Georges, asomó la cabeza para subir al parapeto y las ametralladoras le
arrancaron de cuajo la parte de arriba, justo a la altura de los ojos.
—Las ametralladoras no rebanan tan bien.

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—Aquélla sí. Su cerebro me salpicó por todas partes.
—Qué raro, yo pensaba que no tenía.
—Más que tú, seguro.
—No. Yo he tenido el cerebro suficiente para que no me mataran.
—No se necesita cerebro para esconderse en un refugio, sólo estar cagado de
miedo.
—Bueno, sus problemas se han acabado. Siempre estaba diciendo que no tenían
su papeleta. Así le tocaba seguro.
—Si te quedas aquí lo suficiente, te toca.
—A alguien le va a tocar por este fiasco, eso sí es verdad.
—¿Tocar qué?
—Bueno, si eres general, una medalla. A ellos siempre les tocan las medallas, da
igual lo que pase. Pero si eres soldado, te toca una patada en la cara. Y siempre te
toca eso, da igual lo que pase.
—Está ocurriendo algo raro. Lo percibo. Todo ese follón para sacarnos del frente.
Y los oficiales no se comportan de modo natural. ¡Vaya! Dragones…
El regimiento había girado a la derecha en el paseo de álamos y se encaminaba
hacia los bosques, a unos cincuenta metros de distancia.
Veían los barracones más próximos al otro lado mismo de la línea de árboles y,
delante de la entrada al campamento, un grupo de dragones a caballo. Aquella
caballería tenía toda la apariencia de un comité de recepción, pero no muy efusivo,
todo sea dicho.
La columna pasó entre la tropa de dragones, que los miraba fijamente con una
curiosidad fría, y después desapareció en el bosque. No tardaron en saber para qué
era aquella guardia de honor, cuando formaron por compañías antes de que los
enviasen a sus alojamientos. Los jefes de cada compañía leyeron la siguiente orden:
El regimiento está bajo arresto colectivo y permanecerá confinado en los cuarteles
hasta nueva orden. El campamento se encuentra vigilado y a cualquier hombre al que
se vea tratando de abandonarlo sin pase se le disparará.
La presencia de los dragones era la cuarta y retrospectiva razón por la que
Assolant se sentía satisfecho con la elección del Château de l’Aigle.

***

El capitán Pelletier se terminó su taza en el Café du Carrefour y le preguntó a la


anciana cuánto le debía.
—Cinco céntimos —respondió ella.
Pelletier pagó y encendió un cigarrillo.
—¿Se va de permiso? —inquirió ella mientras recogía las monedas. Era la
primera pregunta de tono meramente coloquial que había formulado a nadie desde
hacía semanas.

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—Sí —contestó Pelletier.
—¿Diez días? —insistió ella.
—No, más que eso, creo —señaló Pelletier, sonriéndole en parte a ella y en parte
a sí mismo.
Parecía muy joven, muy cansado y muy sucio. La anciana se fijó en su palidez, en
la tensión muscular alrededor de la boca, en la mirada vidriosa. También se percató
de que sus movimientos y sus gestos comenzaban de forma brusca y terminaban con
desgana.
—¿Lleva mucho tiempo por aquí? —preguntó ella.
—Demasiado —respondió él.
—Tómese otro café con un poco de coñac —sugirió ella.
—No, gracias, tengo que irme.
—Si espera media hora, pasarán por aquí los camiones de munición vacíos de
vuelta a la cabecera del ferrocarril.
—Gracias, pero creo que me pondré a andar. El ejercicio me vendrá bien.
—Ha sido un mal día.
—Ni que lo diga.
—En fin, buena suerte, joven.
—Gracias, la necesitaré. Lo mismo le deseo.
—Au revoir, capitán.
—Adieu, madame.

***

Cuando el general De Guerville, jefe del estado mayor del decimoquinto ejército,
entró en el despacho de Assolant, en el cuartel general de la división, poco antes de
mediodía, por un instante tuvo la sensación de estar interrumpiendo un consejo de
guerra debido a la similitud que guardaba la escena con un proceso de tal índole.
Halló al general Assolant sentado tras la larga mesa que le servía de escritorio. A su
izquierda, se situaba el jefe del estado mayor de la división, el coronel Couderc, y a la
derecha, una silla vacía. Por delante de la mesa, de pie, había un grupo de oficiales
cuya actitud se aproximaba mucho a la mostrada por Assolant dos noches antes,
cuando había expresado al teniente general sus dudas acerca de la ofensiva.
Cualquiera que fuese el tema del que se hablaba, Assolant lo silenció al levantarse
para recibir a De Guerville. Todos dieron un taconazo y saludaron.
—Buenos días, general. Buenos días, caballeros —anunció De Guerville con tono
afable mientras avanzaba por la estancia en dirección a la silla vacía que Couderc
había apartado y sostenía para él—. Ha sido un día terrible. Por favor, no quisiera
interrumpirles.
—Buenos días, señor —señaló Assolant—. Permítame presentarle a estos
oficiales. Creo que ya conoce al coronel Couderc. El coronel Dax está al mando del

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regimiento 181 del frente. El coronel Labouchère, uno de mis colaboradores. Capitán
Herbillon, ayudante del coronel Dax.
Hubo más taconazos y saludos, incluso por parte de Saint-Auban y otros dos
oficiales jóvenes a quienes Assolant no se había tomado la molestia de presentar.
—Por favor, no quisiera interrumpirles —insistió De Guerville.
Dax le tomó la palabra y, dirigiéndose a Assolant, quien le había hecho un gesto
de asentimiento, retomó con decisión el hilo del diálogo donde lo habían
interrumpido.
—Lo digo una vez más, señor. Insisto en que no hubo rebelión.
—Yo ordeno un ataque y sus tropas se niegan a atacar. Si eso no es rebelión, ¿qué
es?
—Mis tropas atacaron, señor, pero les fue imposible seguir adelante.
—Porque ni siquiera lo intentaron. Y sepa usted que lo vi con mis propios ojos
desde el puesto de observación. Hubo tres cuartas partes del regimiento que no
llegaron ni a salir de las posiciones iniciales de la ofensiva.
—Dos tercios del regimiento tenían misiones de apoyo, señor. No estaban ni en el
frente.
—Quería decir del batallón, por supuesto. Por favor, no me discuta. Por cierto,
¿dónde está el oficial al mando del batallón? Debería andar por aquí.
—¿El mayor Vignon? Ha muerto. En el bombardeo ordenado por usted. Algunos
proyectiles se quedaron cortos. Redactaré un informe en cuanto tenga tiempo. Eso es
otro asunto, señor…
—Cíñase al tema que nos ocupa, Dax, ¿quiere? Es decir, que su primer batallón
fue incapaz de avanzar en el modo en que se le ordenó y que, ya lo he repetido en
varias ocasiones, haré que ejecuten a una sección de cada compañía. Y lo considero
indulgente. Lo justo sería que todo el batallón…
—¿Indulgente? No puede usted hablar en serio, señor. Además, los hombres sí
avanzaron. Por Dios, hemos tenido casi un cincuenta por ciento de bajas…
—Sí, en nuestras propias trincheras, Dax. Deberían haberse producido al otro
lado del Grano.
—Me parece, Assolant —interrumpió De Guerville—, que las bajas prueban que
el fuego fue intenso, no importa que la mayoría se dieran en las posiciones iniciales
de ataque.
—Sí —asintió Assolant—, pero el caso es que los hombres no fueron capaces de
avanzar. Tendrían que haber muerto fuera de las trincheras y no dentro.
—Ellos no elegían el lugar en que iban a morir —indicó Dax—. Los alemanes lo
hacían por ellos.
—No avanzaron. ¿No puede entenderlo? —replicó Assolant.
—Sí, señor —respondió Dax—. Pero usted afirma que se negaron a avanzar y yo
digo que no pudieron avanzar. Era materialmente imposible. A pesar de todo, muchos
de ellos lograron adelantarse unos cuantos metros. A algunos de ellos los

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devolvieron, literalmente, volando por los aires a su propia trinchera.
Dax, pensando que había encontrado un aliado en De Guerville, había dado media
vuelta al considerar finalizadas las observaciones dirigidas a él.
—¡Oh! —exclamó De Guerville, apresurándose a rechazar la alianza—, es
necesario dar algún ejemplo que sirva de lección.
—Sin duda alguna —asintió Assolant—. Una sección de cada compañía.
—Creo que es un poco excesivo, general —apuntó De Guerville.
—Bien, ¿qué sugiere usted, señor? —preguntó Assolant.
—Oh, digamos que diez hombres por compañía. Cuarenta.
—Eso prácticamente significa una sección —protestó Dax—, teniendo en cuenta
las fuerzas con que cuenta el batallón ahora mismo.
—¿No exagera un poco, coronel? —preguntó De Guerville con una plácida
sonrisa.
—Si es un ejemplo lo que quiere, señor —prosiguió Dax—, dará igual un hombre
que cien. Pero no sabría cómo elegirlo. Me tendría que ofrecer yo mismo. Después de
todo, soy el mando responsable.
—Vamos, vamos, coronel —alegó De Guerville—, creo que está usted nervioso.
No es una cuestión de mandos.
—Vaya, ¿y por qué no habría de serlo? —señaló Dax. Se dio cuenta de que De
Guerville se mostraba incómodo ante la sugerencia e insistió.
A De Guerville, la verdad sea dicha, no le gustaban en absoluto los derroteros que
iba tomando la discusión. Tomó con rapidez la decisión de maniobrar de un modo
paradójico, esquivando y al mismo tiempo ignorando la acometida de Dax. Se dirigió
a Assolant e hizo una observación:
—Supongamos que son una docena. No diremos que ha sido rebeldía. Lo mejor
sería, yo creo, mantener esa espinosa palabra al margen. Lo dejaremos en cobardía
ante el enemigo.
—Yo hablaba de cuatro secciones —recordó Assolant—, y ya hemos bajado hasta
un solo pelotón…
—Les ruego, caballeros —prorrumpió Dax, incapaz de reprimirse por más
tiempo, ahora que tenía la impresión de que De Guerville se implicaba del todo—.
¡Doce hombres! Doce hombres, como doce cabezas de ganado. ¡Es monstruoso! O
todo el batallón es culpable, o lo soy yo solo. Pero piense en nuestra hoja de
servicios, en nuestras forrajeras de gala, en lo que tuvimos que pasar en Souchez. En
las condiciones en que se encontraban los hombres. En la lluvia. Y en el criminal
bombardeo de los alemanes. El general tuvo oportunidad de experimentarlo en
persona ayer. Si lo que quiere es dar ejemplo, ¿acaso no bastará un hombre? ¡Pero
doce! ¿Quién decidirá cuáles son? ¿De dónde? ¿Qué conexión pueden tener entre
ellos? Pobres diablos, intentaron avanzar. Era imposible. Lo juro por mi honor,
caballeros, que no se comportaron como cobardes. Nada más lejos de la verdad.
Actuaron como héroes…

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De Guerville volvió a interrumpir. Se había quedado con una de las observaciones
de Dax:
—¿Qué conexión pueden tener entre ellos?
A De Guerville no le agradaban las implicaciones que esa frase podría evocar. Se
veía obligado a admitir que lo más probable es que una docena de hombres tuvieran
más conexiones que en un número inferior de hombres. Y esas conexiones también
llegarían más lejos. Además, había cargos políticos entre las tropas. Una
interpelación en el Parlamento tendría…
—Pienso, Assolant, que lo mejor para zanjar el asunto sería determinar, en total,
un hombre por compañía. Eso nos daría cuatro.
—Pero señor… —empezó a protestar Assolant.
—No hay peros que valgan, general. Está decidido.
—Si insiste, señor, no tengo más remedio que ceder. Pero sólo porque es usted un
superior.
—Sí, insisto, Assolant. No más de cuatro.
—Muy bien, entonces tendré que aceptar cuatro. Un hombre de cada compañía,
Dax, será fusilado mañana. ¿Está claro?
—Pero ¿sin juicio, señor?
—Oh, no. El consejo de guerra se celebrará en el Château esta tarde a las tres. ¿Le
viene bien, Labouchère?
Dax miró a Labouchère, de pie muy cerca de él, y después volvió a mirar a
Assolant.
—No lo entiendo muy bien, señor —expuso—. ¿Se me ha relevado del mando?
El coronel Labouchère…
—De ninguna manera —explicó Assolant—. El coronel Labouchère será el
presidente del consejo de guerra, eso es todo.
—En ese caso, ruego se me permita protestar formalmente —repuso Dax—, y de
la forma más enérgica, contra la participación del coronel Labouchère en el consejo
de guerra después de haber estado presente en esta conversación.
—Le recuerdo, Dax, que son órdenes…
—Sí, señor. Pero, con el debido respeto, me gustaría hacerle saber que no es
correcto por su parte utilizarlas así con un oficial que va a actuar con capacidad
jurídica…
—¡Silencio! ¡Por Dios! ¡Basta de comentarios!
—¿Puedo saber, señor —preguntó Dax—, cuáles son los cuatro hombres que
quiere usted que fusilen?
—Eso no me importa. Lo único que quiero es que sean cuatro, uno de cada
compañía, para dar a los demás una lección de obediencia y cumplimiento del
servicio.
—No tengo candidatos para tal honor, señor.
—Entonces, encargue a alguien para que los encuentre.

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—Pero ¿cómo? Son todos igual de inocentes…
—¡Por Dios, coronel! ¿Intenta usted obstaculizar mi labor? Si es así, se está
colocando en una posición más que difícil. Deje que los jefes de cada compañía
escojan a los… los… los… culpables. Es una orden y no hay más que hablar. Pueden
retirarse, caballeros. General, espero que pueda quedarse a comer.
—Lo haré encantado —respondió De Guerville.
Media hora más tarde, durante la cual De Guerville explicó a Assolant sus
motivos para haber reducido el número de ejecuciones, los dos hombres salieron del
despacho. Dos capitanes se encontraron con ellos en el pasillo y se detuvieron para
saludar. Uno de ellos parecía muy joven, muy cansado y muy sucio.
—¿Qué desea? —interrogó Assolant con un tono que para nada invitaba a
expresar un deseo.
—Usted me ordenó presentarme aquí, señor —empezó a explicarse el de aspecto
más pálido, cuyos músculos de la cara aún estaban muy tensos y con los ojos
vidriosos—. Pelletier, oficial al mando de la batería…
—Sí, sí. Quería hablar con usted porque algunos de sus proyectiles se quedaron
cortos. El coronel del regimiento 181 ha realizado un informe verbal sobre eso y
puede que el caso deba remitirse a una comisión de investigación. No tengo tiempo
para ocuparme de ello ahora. Ponga los detalles a disposición de su superior hasta
nueva orden.
El rostro de Assolant estaba por completo bajo control y su expresión no animaba
a continuar la conversación. Pelletier echó un vistazo a De Guerville, vio la banda del
estado mayor del ejército en la manga y se apartó para dejar paso a los dos generales.
Cuando ya nadie podía oírles, De Guerville señaló:
—Eso es grave, disparar sobre su propia infantería. Debe usted castigar ese tipo
de actuaciones con la mayor severidad, Assolant.
—Coincido del todo con usted —asintió Assolant—. Y el peor castigo para él
sería un traslado forzoso. Por ejemplo, a Macedonia o a una colonia. Es un hombre
ambicioso y muy problemático. Cursaré la orden de inmediato. ¿Se ocupará usted de
confirmarla tan pronto como sea posible?
—Por supuesto, si así lo desea. Pero ¿qué hay acerca de la comisión de
investigación?
—Bueno, en los casos en que se abre fuego sobre las propias tropas, siempre trato
de evitar las investigaciones. Impone en exceso a los hombres y da muy mala
impresión. El traslado forzoso es la mejor disciplina para él. Daré curso a la orden
hoy mismo y si usted tiene a bien acelerar su confirmación…
—Lo que usted diga, Assolant. Seguramente usted conoce mejor…
—Sí, señor, por el bien del servicio.
A De Guerville no se le escapó lo gratuito de la explicación, así como la estrecha
relación que parecía haber entre el general y un simple capitán de artillería, pero no
hizo ningún comentario.

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***

Los hombres estaban hablando. Siempre estaban hablando. Parecían hablar


incluso cuando estaban en silencio, o en una marcha, o en un desfile, o en posición de
combate en las trincheras. Es decir, parecían comunicarse. Una mirada, el
movimiento de una mano o de un pie, la expresión de una cara o la inclinación de una
cabeza, el ángulo exacto con que se llevaba puesto un gorro o un casco, con
frecuencia parecían implicarse de un modo extraordinario en el curso de una
conversación. ¿De qué hablaban? Sobre todo de sí mismos, desde luego, pero
también de todo, de todo en relación con ellos mismos y viceversa. Las charlas eran,
de forma inexplicable, siempre las mismas y siempre nuevas. Parecían formar parte
de una conversación más amplia que se había iniciado tiempo atrás y que iba a
continuar sin variaciones en un futuro cuya duración nadie era capaz de predecir.
Poseía una extraña capacidad para perpetuarse a sí misma, lo que llevaba a pensar
que mientras los hombres podían morir o marcharse, la conversación no, ya que otros
hombres llegarían para darle nuevo impulso de un modo despreocupado e
inconsciente.
Había dejado de llover y los hombres estaban juntos cerca de la cocina de
campaña, comiendo de pie.
—… los dragones.
—Vaya una cara de amargados que tienen. Cualquiera diría que somos
prisioneros cabezas cuadradas.
—Ojalá lo fuéramos, así estaríamos a salvo.
—Y lo estamos, de no ser por los bombarderos que actúan de noche.
—No es eso lo que me preocupa. Son los mandos. ¿Estamos a salvo de ellos?
—Siempre lo hemos estado. Pero ¿adónde quieres ir a parar?
—Por ahí corre el rumor de que va a haber algunas ejecuciones.
—¡Venga, no digas gilipolleces! Que no estamos en el cine.
—Vale, ¡pues serán gilipolleces! Aunque ya pensarás de otra forma cuando te las
esté diciendo un tío con un fusil apuntándote.
—Tiene razón. Me huelo que algo se cuece.
—Puede que alguien haya tirado una letrina de una patada.
—Tiene toda la razón. Si no, ¿por qué nos han arrestado? A todo el regimiento. Es
inaudito. Todo un regimiento.
—A lo mejor piensas que van a fusilar a todo el regimiento, ¿no?
—¿Por qué no? Pueden hacer lo que les dé la gana.
—No digas sandeces.
—¿Por qué son sandeces?
—Porque son sandeces, y ya está.
—Supongo que entonces no fue una sandez que nos ordenaran aquella ofensiva,

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¿verdad?
—Eso es otra cosa… Una ofensiva.
—Bueno, el caso es que no me gusta un pelo. Está todo demasiado tranquilo.
Alguna perrería preparan. Siempre hay alguna cuando las cosas están tranquilas.
—Sí, ¿y dónde están todos los oficiales? No hay inspecciones, ni desfiles, nada.
—Ni siquiera han venido a probar la sopa.
—Nos leyeron la orden y se largaron.
—Comen su propia sopa, por eso ha sido.
—Y nosotros estaremos en ella, me apuesto lo que sea.
—Uno de los dragones ha dicho que era un consejo de guerra.
—Consejo de guerra en campaña equivale a ejecuciones de campaña.
—Bueno, todavía no han formado destacamentos para cavar fosas. Ya es algo.
—¿Qué sentido tiene que os engañéis a vosotros mismos? Os digo…
Meyer, que no había contribuido en absoluto a la conversación, pero que la había
escuchado con atención, terminó de comer y se fue a su barracón. Colocó el plato y el
cubierto sin limpiarlos; luego se quedó unos minutos allí dentro, pensativo. Sus ojos,
al igual que sus pensamientos, comenzaron a vagar de un lado a otro. Muy poco
después, su cuerpo también se puso en movimiento, sin prisa, decidido. Sacó la
cartera y verificó el contenido: cinco francos y tres fotografías pornográficas. De su
mochila extrajo un cuchillo y una barra de chocolate y se los metió en el bolsillo.
Buscó un par de calcetines, pero al no encontrar ninguno entre sus pertenencias, miró
a su alrededor y halló un par seco. Se cambió de calcetines con parsimonia. Su
mirada recayó en una capa que colgaba de un clavo en el centro del barracón, fue a
por ella y se puso a rebuscar en los bolsillos. Halló una carta, que empezó a leer, pero
no dinero. A sus espaldas, un hombre entró en el barracón y Meyer dio media vuelta.
Con un rápido vistazo comprobó que el hombre llevaba su capa puesta, así que
prosiguió con lo que estaba haciendo. Meyer era así, impasible. Se trataba de un truco
cuyo aprendizaje debía agradecer al ejército. Su sargento de instrucción había hecho
hincapié de forma descarada en ese punto: «Si te vienes abajo, ocúltalo, mantén la
calma. No llames la atención intentando recobrar la compostura». Era un buen truco y
funcionaba. El hombre salió del barracón sin dedicar un solo pensamiento a Meyer.
Meyer terminó de leer la carta y regresó a su sitio. Pensó en llevarse el abrigo.
Resultaría práctico para dormir al raso en el campo. Luego decidió no cogerlo.
Demasiadas cosas con que cargar, y eso sería demasiado llamativo. Nadie llevaba
abrigo en este tiempo, salvo cuando llovía.
Meyer salió y deambuló por el campamento, casi siempre próximo a sus límites,
donde podía ver a los dragones. Trató de hablar con uno o dos de ellos, pero no
lograba que dijeran demasiado. «Cerdo indeseable», se decía, tomando el apuro que
sentían por acritud hacia los prisioneros, el apuro de hombres corrientes que
desempeñaban el inusual y desagradable papel de carceleros.
Meyer se iba acercando más y más hacia la parte más alejada del campamento, el

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extremo que más se adentraba en los bosques. Sacó un cigarrillo y después lo volvió
a guardar para más adelante. Se desabotonó la capa, introdujo la gorra en el bolsillo
trasero y le dio la sensación de que estaba realizando una buena imitación de alguien
que actúa con total despreocupación. No veía a un solo dragón en las cercanías, por lo
que se internó en el bosque, caminando despacio y con expresión distraída en el
rostro…
—¡Alto!
Meyer simuló no haber oído nada.
—¡Alto ahí o disparo!
Meyer se dio la vuelta y vio a un dragón, que se había bajado del caballo unos
pasos más allá. Tenía el fusil apoyado en un árbol y Meyer se percató de que él era el
blanco al que apuntaba el arma.
—Si te vas a poner así…
—Sí, me voy a poner así. Las órdenes son las órdenes. Vuelve a tu sitio.
—Mira, amigo, sólo voy al pueblo a divertirme un rato. Estaré de regreso dentro
de una hora. Nadie notará la diferencia.
—Tú sí, si das un paso más. Tenemos órdenes de disparar…
—¿Y a qué viene tanto empeño en disparar?
—Estáis todos arrestados. Mañana sí que habrá un montón de disparos…
—En nombre de Cristo, ¿y eso por qué? ¿Qué he hecho yo?
—Tú sabrás. Estás tratando de escapar.
—No trato de escapar. Sólo voy a darme un paseo…
—Un amante de la naturaleza, ¿verdad?
—Sí.
—Lo pareces. Bueno, disfruta de tus margaritas por esta zona. Será más agradable
que si te entierran debajo de ellas.
El dragón meneó la cabeza en dirección al campamento. A Meyer no le pasó
desapercibido que lo había hecho sin mover el fusil, todavía apuntándole al pecho.
Meyer sopesó las posibilidades de emprender la huida. Había un árbol en las
proximidades, pero era demasiado delgado para protegerse tras él. Al otro lado veía
otro árbol de tamaño considerable, con el que sí podría cubrirse mientras ponía
terreno de por medio entre él y el dragón. Pero necesitaría cuatro zancadas para llegar
hasta allí y tres de ellas no llegaría a darlas nunca. Meyer comprobó que el dragón
llevaba espuelas y se maldijo a sí mismo por no tener aquel cigarrillo en la mano. Se
lo podría haber tirado al dragón y así hacer que bajase el arma lo suficiente como
para darle tiempo a saltar y correr hacia el árbol. Las espuelas no eran de mucha
ayuda al correr, sobre todo en un bosque. Pero tenía las manos vacías y las espuelas
no suponían impedimento alguno para las balas.
—Tú ganas, comemierda —concluyó, y echó a andar de vuelta al campamento,
mirando con el rabillo del ojo por si acaso.
El dragón rodeó el árbol en el que apoyaba el rifle y mantuvo a la vista a Meyer

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hasta que éste se hubo marchado.

***

Cuartel general del regimiento


Regimiento 181 del frente
N° 13934-CD-19
Confidencial. Urgente.

A: Cap. Renouart, oficial al mando. Compañía n.º 1


Cap. Sancy, oficial al mando. Compañía n.º 4
Ten. Roget, en representación del oficial al mando. Compañía n.º 2
Sgto. mayor Jonnart, al mando de la compañía n.º 3

Por la presente se les ordena arrestar a un hombre de cada una de sus compañías
y conducirlo al puesto de guardia del regimiento, en el Château, no más tarde de las
14.30 de hoy, presto para comparecer ante un consejo de guerra bajo el cargo de
cobardía ante el enemigo.

Por orden:
Herbillon
Cap. Aydte.

—¿Qué significa esto, señor? —preguntó Herbillon al entregar el papel al coronel


Dax.
—¡Uf! —exclamó Dax—. Esto parece disimular la situación. Pero no es posible.
Lo que quiero decir es que espero que esos hombres sepan lo que se les pide. Que lo
más probable es que vayan a escoger a un hombre para que lo fusilen, no sólo para
que lo juzguen en un consejo de guerra.
—¿Por qué no les llama y se lo explica, señor?
—No puedo, Herbillon. No podría mirarles a la cara. No voy a hacerle el trabajo
sucio a Assolant. No aguantaría sus reproches…
—No se atreverían, señor…
—No, me refiero a los que no se expresan con palabras. Serían los más difíciles
de soportar. Soy literalmente incapaz de discutir un segundo más sobre este asunto.
¡Una orden es una orden, por Dios! He tenido que enfrentarme con temas así desde
que nos enviaron al frente. Protestas, protestas, protestas, todas como si chocaran
contra una pared, la pared de la testarudez y la vanidad de Assolant. La verdad es que
está un poco mal de la cabeza, ya lo sé. Pero me temo que van a tener que morir
muchos hombres antes de que los de arriba se den por enterados. Por cierto, ¿sabes lo

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que hizo? ¡Ordenó a los cañones del setenta y cinco que disparasen sobre nuestras
líneas para obligar a avanzar a los hombres e iniciar la ofensiva! Pelletier se negaba a
hacerlo, a menos que la orden le llegara por escrito. Pero Assolant no está tan loco. El
oficial de la avanzadilla de observación de Pelletier me lo contó. Ya ve con lo que me
tengo que pelear. Estoy hecho polvo. Me he pasado unas dos horas discutiendo con el
general sobre ello. Y es evidente que todos mis esfuerzos han sido en vano.
—Oh, yo no diría tanto, señor…
—Por supuesto, había olvidado que usted estuvo presente en la reunión.
—Por favor, permita que yo, en su nombre, se lo explique a los mandos de cada
compañía, señor —propuso Herbillon, que estaba realmente deseoso de aliviar el
sufrimiento de su jefe.
—No, no servirá de nada. Insistirían en verme y también en cargar la
responsabilidad sobre mí. Ellos tienen que asumir la suya y actuar lo mejor que
puedan. En cualquier caso, se trata de órdenes del general y pienso aprovecharme de
ello por completo. Además, si de todo este embrollo se puede obtener un ápice de
justicia, lo más probable es que se logre dejando actuar a los jefes de compañía según
su propia iniciativa. Conocen a sus hombres, o al menos los conocen mejor que yo. El
general quería fusilar una sección por compañía. Piénselo, ¡una sección! Ese hombre
es un demente. Conseguí rebajarlo a cuatro hombres, con la ayuda del general del
estado mayor. He hecho lo que he podido. Ha sido una negociación degradante, se lo
aseguro. No, deje que todo siga su curso. Apareceré en el consejo de guerra para
hacer un alegato final, aunque lo más seguro es que sea inútil. Ya oyó usted que
Assolant le dio a Labouchère órdenes que prácticamente condenaban a los hombres.
Si ocurre lo peor, apelaré al teniente general, por encima de Assolant. Pero quiero que
esos oficiales sean conscientes de la gravedad de la elección que tienen que realizar.
—Bien, ¿y debo plantear la posibilidad de que haya ejecuciones…?
—No. Eso sería darlo por hecho en gran medida. No puedo creer que realmente
vayan a llegar hasta el final, aunque en el fondo sé que lo harán. Y no ayudaría en
nada admitir que nos esperábamos algo así. Sería injusto para los hombres. Siempre
hay alguna esperanza, ¿no?, mientras aún no estén muertos.
—¿Qué le parece una frase de este tipo: «Las órdenes referentes a los pelotones
de fusilamiento se cursarán más adelante…?».
—Eso es prácticamente lo mismo. Es mejor que diga «consejo de guerra
sumarísimo» en lugar de sólo «consejo de guerra». Así se darán cuenta de la
importancia del asunto. Y al mismo tiempo sabrán que no se puede apelar. Y, por
cierto, cambie el principio. Si Assolant va a dar órdenes de ese calibre, quiero que
quede constancia de ello. Empiece así: «Por la presente se les ordena, en
cumplimiento de las disposiciones del general al mando de la división, seleccionar y
arrestar…». Esto les hará ver que no trato de eludir ninguna responsabilidad
pasándosela a ellos. También debería llevarles a comprender que la orden es
definitiva y que no tiene sentido discutirla conmigo. Voy a intentar dormir un poco,

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pero si alguien quiere verme en relación con este tema, debe usted despertarme, por
supuesto.
Una vez se hubo marchado Dax, Herbillon volvió a coger el borrador de la orden
y la mecanografió de nuevo con los cambios que había querido incorporar Dax y
utilizando cuatro hojas de calco. Firmó cada una de las copias, las introdujo en un
sobre y lo selló. Escribió la dirección en los sobres, añadió la indicación «Personal y
urgente» y llamó a un mensajero.
—Lléveselos y entréguelos en mano a los oficiales a quienes van dirigidos —
solicitó—. Con acuse de recibo.
El mensajero saludó y se fue. En cuanto se vio a una distancia prudencial de la
puerta, miró los sobres e intentó, sin éxito, abrirlos lo suficiente para husmear. Puso
cara larga, pero enseguida se le alegró al ver el nombre del sargento mayor Jonnart.
Aquello significaba que había que ir hasta el campamento B, un corto y agradable
paseo. También era una oportunidad para cotillear un poco con los muchachos. Ser
mensajero tenía sus ventajas. Pero también sus desventajas. Había que permanecer
sentado fuera del despacho, sin hacer nada, a veces durante una mañana entera. Sin
poder siquiera fumar. Y tener que ponerse en pie y saludar cada vez que pasaba un
oficial. Nadie con quien hablar, excepto los otros mensajeros, y uno sabía tanto como
ellos, o tal vez más. Desde luego, lo habitual era estar enterado de lo que sucedía por
el cuartel general y eso te convertía en persona de cierta importancia. Hasta los
sargentos te escuchaban o intentaban sonsacarte. Pero se echaba de menos estar con
tus iguales y conversar con toda franqueza sobre temas que eran familiares. Había
que tener cuidado con lo que se decía en el puesto de correos. Además, al margen de
lo decente que pudiera ser un oficial, seguía siendo un oficial y tú no. Los oficiales
hablaban un idioma diferente. Incluso comían una comida diferente…
El mensajero inició su recorrido por el parque militar para entregar las cartas.
«Con acuse de recibo, dice el imbécil de Herbillon —reflexionó—. Siempre
traemos acuse de recibo. Idiota quisquilloso. Pero es que los ayudantes siempre son
quisquillosos. Se creen que el mundo entero descansa sobre sus hombros. Me fumaré
un cigarrillo mientras voy hacia el campamento B. El sargento mayor Jonnart,
¿verdad? No es mala gente, pero un poco espeso. Los sargentos mayores son todos
así. Quizá pueda contarme lo que está pasando. En el cuartel general no sueltan
prenda. Hablan dentro de las oficinas, así que desde fuera no te enteras de nada. A lo
mejor los dragones saben algo. ¡Un regimiento entero arrestado! Gracias a Dios por
esta oportunidad de fumar. Parece que va a ser un buen día, después de todo. El
campo está bonito. Estará en su punto cuando dentro de un mes me vaya de permiso.
Puede que consiga echar un trago en la cantina cuando regrese…».
El mensajero no tenía prisa. Inhalaba profundamente el humo del cigarrillo,
procurando a sus pulmones la nicotina de la que habían estado privados y ante la que
se mostraban agradecidos. Estaba encantado de que le hubieran dado algo que hacer.

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III
El capitán Renouart abrió el sobre, sacó el delgado papel oficial y miró su reloj.
Extendió el papel y en el ángulo superior derecho escribió: «Recibido a las 12.48».
Después firmó con una R. Mientras lo hacía, sus ojos ya se esforzaban por entresacar
lo fundamental del mensaje expuesto en las líneas mecanografiadas. Su vista estaba
tan entrenada y era tan selectiva que supo el contenido de la orden casi antes de haber
estampado su inicial. Sus ojos actuaban de un modo telegráfico, transmitiéndole el
mensaje de esta manera: «Renouart… arrestar a un hombre… puesto de guardia…
14.30… consejo de guerra…».
¡Al fin! Allí estaba. Por lo tanto, así pensaban llevarlo a cabo. Esperaba que
sucediera algo, aunque no exactamente de esa forma. En el comedor se había hablado
mucho, con cierta vaguedad, acerca de ejecuciones. Renouart, a diferencia de los
demás, se inclinaba a pensar que, en caso de que se fuera a aplicar alguna sanción
disciplinaria, ésta iría contra los oficiales, y entre ellos, con toda probabilidad, él
mismo. En lo que se refería a los soldados, estaba seguro de que cancelarían sus
permisos y en su lugar les asignarían unos cuantos servicios en sectores poco
atractivos. Pero lo que ahora le comunicaban era distinto.
Renouart puso fin a su ya inútil especulación sobre lo que podría haber pasado y
leyó la orden con atención, palabra por palabra.
Elegir y arrestar a un hombre. Repitió la frase en voz alta y empezó a repetirla de
nuevo, pero se detuvo en la palabra «elegir» y fue la única que siguió repitiendo.
Su decisión adquirió forma a una distancia que le pareció enorme, una forma
diminuta. En un instante había crecido hasta convertirse en algo de un tamaño gigante
aunque intangible y se le había echado encima a una velocidad terrorífica,
abrumándolo con el carácter absoluto de su finalidad.
No. No podía hacerlo y no elegiría a un hombre. Un juicio de guerra sumarísimo,
sabía lo que eso significaba. Nadie tenía el poder de obligarle a hacerlo. Podrían
fusilarlo a él primero. Pero no se atreverían. Lo mejor sería ir a ver a Dax, hablarlo
con él. No, mejor no, Dax sólo le ordenaría que obedeciera y él lo único que podría
hacer sería negarse. Eso precipitaría los acontecimientos y probablemente empeoraría
la situación para todo el mundo. ¿Y si acudía al sacerdote? Tampoco serviría de nada.
Sabía lo que le diría. No matarás. Una pobre versión. Debería ser «No asesinarás». O
mejor, «No asesinarás a un individuo concreto». La iglesia debería cambiar eso antes
de la próxima guerra. Sería más fácil para los buenos católicos responder a preguntas
embarazosas. ¿Por qué molestarse en seguir pensando en todo aquello? Su mente
tenía claro qué hacer en esa situación y, además, ya lo había decidido…
Renouart se hizo con una hoja de papel y comenzó a redactar una respuesta.

Coronel Dax:

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Tal y como ya le comuniqué, mi compañía abandonó las posiciones de inicio del
ataque sin excepción alguna e intentó avanzar. Ante un fuego que era, sin ánimo de
exagerar, devastador, lograron llegar a los límites de su propia alambrada, donde no
tuvieron más remedio que permanecer cuerpo a tierra. En dos ocasiones los ordené
continuar y en dos ocasiones obedecieron; en ambas, muchos de ellos, demasiados,
se ponían en pie para, acto seguido, caer fulminados por un disparo. Para entonces
ya habían demostrado un heroísmo sobrehumano. Éste, sin embargo, no suponía
protección alguna contra las ametralladoras y el fuego de artillería. Por lo tanto,
permití que buscaran cualquier refugio posible dentro de su propia trinchera a la
espera de una oportunidad para un asalto en condiciones favorables.
No hubo cobardes en la compañía número 1. Puedo declararlo bajo juramento,
ya que estaba entre ellos y contemplé sus acciones con mis propios ojos.
Por consiguiente, no hay un solo hombre en mi compañía al que pueda acusar de
cobardía, y menos aún fundamentar tal acusación en una base sostenible.
Además, y con el debido respeto, considero que entre las prerrogativas de las
autoridades militares no se encuentra la posibilidad de ordenarme una forma de
actuar que supondría una violación de mis deberes como ciudadano y de mis
escrúpulos como cristiano y católico practicante. En calidad de oficial con
capacidad jurídica, sería culpable de negligencia en el cumplimiento del deber al
presentar cargos que sé que son falsos. En calidad de cristiano, no puedo dar un
paso que me marcaría como asesino ante mis propios ojos así como ante los ojos de
Dios y mis congéneres.
Redacto la presente contestación con el más profundo de los respetos por su
persona y por su rango, y lo hago con completa conciencia de cuáles pueden ser
para mí las consecuencias. No obstante, mi sentido del deber como oficial y como ser
humano no me permite actuar de otro modo.

Renouart escribió dos réplicas más, cada una más corta que la anterior. Por último
escribió la que terminó siendo definitiva:

De: capitán Renouart, oficial al mando compañía número1.


A: coronel Dax, oficial al mando del regimiento 181.

Señor:

En respuesta a su comunicación 13934-CD-19 de fecha de hoy, tengo el honor de


hacerle saber que no estoy en disposición de complacer sus instrucciones debido a
que no hay ningún miembro de mi compañía contra quien se puedan presentar o
sostener cargos de cobardía ante el enemigo.

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(Fdo). Cap. Renouart

«Sí, está mejor —señaló Renouart, hablando consigo mismo—. Suena a respuesta
rutinaria ante una orden rutinaria. Me alegro de haber usado la palabra
“instrucciones” en lugar de “órdenes”. Hace que la negativa parezca menos una
negativa. Un buen trabajo, en líneas generales. Las otras daban demasiadas
explicaciones, ésta no».
Satisfecho del tono aséptico con que había conseguido revestir su respuesta,
Renouart decidió extenderla a sus acciones, poniendo tierra de por medio hasta que el
consejo de guerra hubiera concluido. La lentitud, no se le escapaba ese hecho, incluso
en un consejo de guerra, ayudaba a frustrar los objetivos de la acusación. Al mismo
tiempo, le daba a la burocracia la oportunidad de adueñarse de la situación, algo que
siempre surtía efecto. Selló el escrito, lo señaló como personal para el coronel Dax, se
lo metió en el bolsillo y llamó a su ayudante.
—Traiga mi caballo aquí dentro de media hora —ordenó—. Voy a dar un paseo.
Añadió la explicación de sus intenciones a propósito, con la esperanza de
transmitir, y que se corriera la voz, que su ausencia sería sólo temporal y que, en
consecuencia, no se molestaba en delegar su autoridad en nadie más.
Renouart caminaba despacio hacia el Château. El ayudante estaba solo en la
oficina.
—¿Dónde se ha metido todo el mundo?
—No lo sé. Durmiendo, supongo —contestó el ayudante, que daba la impresión
de desear lo mismo que mencionaba.
—Traigo una nota para el jefe…
—Es que está durmiendo y no se le puede molestar a no ser que…
—¡No le estoy pidiendo que le moleste! Sólo que se la entregue cuando llegue,
¿de acuerdo? Voy a dar una vuelta. No estaré de regreso hasta la hora de cenar.
—¡Vaya!, pregúntele si tiene una hermana o una amiga que quiera…

***

El teniente Roget, en representación del oficial al mando de la compañía 2, leyó


la orden del cuartel general del regimiento; una vez leída, le vino a la cabeza el
nombre de Didier e inmediatamente lo rechazó. El repudio de un pensamiento tan
indigno le recompensó con un destello de admiración por sí mismo. No se trataba de
una experiencia nueva para Roget, pero la autenticidad del destello sí lo era. Durante
unos instantes, su mente se detuvo, es decir, todos los pensamientos que contenía
parecieron haber tomado asiento, como la gente de una sala de espera, consciente de
que aún no les ha llegado el turno. Fue en ese momento cuando descubrió que el
rechazo del nombre de Didier no había ido acompañado de su expulsión completa.

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Seguía allí, y allí se quedaría, lo sabía muy bien, a pesar de que aún no se encontraba
preparado para admitirlo de una forma explícita.
No obstante, no había manera de eludir la cuestión. Debía elegir a un hombre. Era
una orden y procedía directamente del general. No es que eso la hiciera diferente.
Una orden era una orden, sin importar de qué rango militar hubiera surgido, siempre
que se tratase de alguien investido de autoridad. Roget cogió la botella de coñac de
entre sus pertenencias y la colocó en el suelo, cerca de la litera en la que había estado
tumbado. Se trataba de un movimiento característico y, de haber tenido Roget la
curiosidad de analizar y definir sus procesos psíquicos, los habría descrito así:
«El alcohol me aclara la mente y la mantiene lubricada para funcionar. Simplifica
mis contradicciones, las hace más remotas y menos trascendentes. Con tal que sea la
cantidad adecuada de alcohol. Los dos o tres primeros tragos siempre son la cantidad
adecuada o, al menos, buena parte de ella. El licor toma mis pensamientos vaporosos
y errantes y los fija y solidifica. También da la sensación de mejorar sus cualidades y
limpiarlos de protuberancias y erosiones no esenciales. Al mismo tiempo, crea otro
conjunto de pensamientos vaporosos y errantes que siempre suponen una mejora
sustancial de los antiguos gracias a su originalidad. Una estupidez sería, fácil es
deducirlo, no aprovecharse de esa reserva de originalidad cuando la clave de acceso a
ella se encuentra en casi todas las botellas. A todo esto, hay que añadir que el alcohol
tiene la propiedad de conferir valor y empujar a la acción. ¿Qué importa que no se
trate más que de una ilusión, que no incremente de verdad el valor, sino que en
realidad reduzca el temor mediante sus propiedades anestésicas? El resultado es el
mismo. Ahora estoy a punto de elegir a un hombre: para que lo fusilen, no cabe
ninguna duda. Eso exigirá valor. Pero infinitamente más valor exigirá elegir al
hombre que es mi enemigo, que podría erigirse en mi destructor, y quitarlo de en
medio con la sangre más fría que se pueda imaginar, esto es, sin ponerme en peligro a
mí mismo. Muy al contrario, es mi deber elegir a un hombre y voy a tener las agallas
de elegir a uno en particular. Un cinismo tal exigirá un valor…».
Todo lo anterior no se le pasó por la mente a Roget como pensamiento consciente.
Lo único que sabía es que un trago le ayudaría y se lo tomó, uno largo, y después
encendió un cigarrillo. Fumó sin pensar durante unos minutos, tiempo en el que el
alcohol se fue abriendo camino hacia el cerebro. Después se inició el pensamiento
consciente, lo bastante consciente como para reflejarse en el silencioso movimiento
de los labios y los pequeños, vagos gestos a medio definir, suficientemente
característicos como para, en un principio, mostrarse de un modo no demasiado
evidente.
«No sería justo para el otro hombre, quienquiera que fuese, que se le castigara
porque yo tenga que hacer lo imposible por dejar al margen a Didier. El hecho de que
desee deshacerme de él no debe concederle la más mínima ventaja de inmunidad. Al
revés, mis razones para querer perderlo de vista son bien sólidas, absolutamente
legítimas, cada una de ellas suficiente, por separado, para llevarlo ante un pelotón de

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fusilamiento. En este caso, la única pega es que mis deseos personales coinciden en
gran medida con mi deber».
Roget se bebió otro trago de coñac, uno más corto. La coincidencia entre sus
deseos y su deber comenzaba a desvanecerse de su pensamiento.
«Un hombre debe ser elegido para comparecer ante un consejo de guerra
sumarísimo. Eso significa, sin duda, que será ejecutado. Didier no murió en la
ofensiva, ni siquiera le hirieron. Entonces, ¿dónde estaba? Está claro que en el
parapeto no, porque todos los hombres de nuestra compañía que subieron a él,
murieron. Por lo menos la mayoría, o resultaron heridos. Así que eso lo convierte en
candidato desde ahora mismo. No salió de la trinchera. Además, su comportamiento
durante la patrulla basta para fusilarlo tres veces. Sacaré eso a colación en el consejo
de guerra, si es necesario. Y si empieza a hablar, no hará más que empeorar su
situación. Verán que se trata de un hombre en circunstancias desesperadas que hace
acusaciones absurdas en su esfuerzo por salvarse a expensas de otro. Dará muy mala
impresión. Gracias a Dios que Charpentier se lo tragó. Nunca me ha tenido aprecio y
no me gustó su forma de actuar en relación con aquel informe mío. Lo cierto es que
he tenido algo de suerte. Sería del género tonto por mi parte intervenir en
acontecimientos que ya siguen su curso natural. Más adelante, quizá, haré que me
trasladen fuera de este regimiento. Largarme bien lejos de todo esto… quizá con una
bonita y pequeña herida…».
—¡Mensajero!
—¿Señor?
—¿Está por aquí el sargento Gounod?
—Creo que sí, señor. Iré a ver.
—Dígale que se presente inmediatamente.
Roget se tomó un tercer trago, dejó la botella y se encendió otro cigarrillo. Se
sentía muy satisfecho consigo mismo por haber tomado una decisión, una decisión
que ahora parecía lógica, plena de sentido del deber, inevitable. El alcohol, en efecto,
le había anestesiado los escrúpulos y había hecho desaparecer sus dudas. Sin ser
consciente de lo que hacía, le rindió homenaje, le expresó reconocimiento por su
ayuda:
—Cada crisis pide su propio alcohol —afirmó, y se echó a reír.
—¿Quería usted verme, señor? —preguntó el sargento, saludando en la puerta del
barracón.
—Sí, Gounod, adelante. Lea esto. ¿Lo ha comprendido? Muy bien, vaya al
campamento, arreste al soldado Didier y tráigalo al puesto de guardia, como dice la
orden. Pero hágalo con discreción, sin que nadie se entere, si es posible.
—Será difícil, señor, con todos los hombres por allí.
—Le diré cómo. Hágalo de esta forma. Sólo dígale que venga con usted, que tiene
un trabajo para él. No le arreste oficialmente hasta que estén fuera del campamento.
Y no le cuente nada. Si le hace alguna pregunta, diga que no lo sabe. Por cierto, ¿sabe

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quién es Didier?
—Sí, señor.
—Bien, no cometa ningún error.

***

—¡Eh! Mira esto, Arnaud. ¿Quién dice que no hay nada nuevo bajo el sol? He
tenido unas cuantas experiencias en mi vida, pero es la primera vez que me obligan a
hacer el papel del destino o de Dios o como quiera que se llame. Va a ser interesante.
—«Interesante», extraña palabra para aplicarla a una responsabilidad como la que
te confiere esa orden, Sancy.
—No seas solemne, chico. Para un hombre de mi temperamento, todo es
interesante. Y esto más que nada. Hasta el momento, en lo que se refiere a mi labor
científica, nunca he hecho de Dios más que con los microbios, los monos o las ratas.
Pero ahora tengo que ser Dios para mi propia especie, para los humanos. ¡Qué gran
ocasión para ejercitar mis facultades intelectuales!
—Hablas de Dios y de ti como si cenarais juntos. Es de mal gusto, por decirlo con
suavidad. Y, después de todo, ese papel no es tan poco habitual. Todos los oficiales
que han estado al mando de tropas en el frente han sido responsables del destino de
sus hombres en una u otra ocasión.
—Oh, pero eso es muy diferente. Se trata de una responsabilidad más o menos
predeterminada o colectiva. Tú no eres más que un eslabón en una cadena de
responsabilidad. Y no te es posible medir con ninguna precisión qué parte de ella te
corresponde. Pero esto es otra cosa. Aquí estoy yo, el capitán Sancy, de la compañía
número 4, probablemente el único hombre en el mundo al que se ha pedido que
escoja a un individuo de su misma especie para dirigirlo hacia la destrucción. Fíjate:
elegirlo. En otras palabras, hacer que mi inteligencia trabaje en un problema en el que
no interviene ninguna suma de dinero, que no es un asunto cotidiano de la vida, ni
siquiera una cuestión militar, sino la existencia de un hombre. Muevo mi dedo sobre
una fila de hombres y cuando se detenga y señale, esa señal será fatal.
—Eres un tipo raro, Sancy. Pareces disfrutar con este encargo. Pero estás
equivocado en un par de aspectos. En primer lugar, tú no eres el único hombre en el
mundo que hace de Dios, como acabas de decir. No olvides que los otros mandos de
compañía tienen que hacer lo mismo. El segundo es que se trata, sobre todo, de una
cuestión militar. El tercero, que los cirujanos a diario se encuentran en la misma
posición que estás tú…
—No es igual, en absoluto. Se sirven de su inteligencia para preservar la vida. Yo,
por el contrario, tendré que quitarla.
—A veces pienso que estás un poco majareta. En este momento estoy encantado
de que seas tú y no yo quien vaya a hacer la elección. No sabría cómo.
—Sí, supongo que lo echarías a suertes. No tienes imaginación.

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—¿Qué pasa? ¿Es qué tú no vas a hacerlo así?
—Desde luego que no. Además, si actuase de ese modo, estaría desobedeciendo.
Las órdenes dicen que el capitán Sancy, no la fortuna, debe elegir a un hombre. Y
ésta es la primera orden inteligente que veo llegar de los de arriba. No cabe duda de
que el mando de la compañía es el mejor cualificado para escoger a un hombre al que
van a fusilar, porque conoce a sus hombres.
—No te he visto tan contento desde el día en que te pusieron al frente de aquel
asalto…
—Me gusta utilizar la cabeza, Arnaud. La belleza del presente caso reside en que
está libre de toda complicación, ya que todos los hombres son igual de inocentes.
Ninguno de ellos se comportó como un cobarde ante el enemigo, pero uno será
fusilado por ello, a pesar de todo. Ahora el problema es: ¿quién?
—Van a fusilar a un hombre por un crimen que no ha cometido, que nadie ha
cometido. ¿Llamas «justicia» a eso?
—¿Quién está hablando de justicia? No existe tal cosa. Pero la injusticia forma
parte de la vida en la misma medida que el tiempo. Y te estás apartando del meollo
del problema una vez más. No va a ser fusilado por un crimen que no cometió. Se le
fusila como ejemplo. Ahí está su contribución a la victoria en la guerra. Heroica, si lo
prefieres.
—Entonces, tú consideras que el hombre fusilado a modo de ejemplo forma parte
del esquema de una ofensiva al igual que el que calcula las trayectorias de los
proyectiles, el soldado de infantería que llega hasta el final o el furriel que no lo hace,
¿no es así?
—Sin duda, ¿por qué no? La disciplina es el primer requisito de un ejército. Hay
que mantenerla con firmeza y una de las maneras de lograrlo es fusilar a un hombre
de vez en cuando. De esa manera, muere, en última instancia, en beneficio de sus
camaradas y de su país.
—Dicho de otra forma, piensas que el general debería pasarse por aquí y
condecorar a la víctima con la médaille militaire, después hacerse a un lado y dejar
que el pelotón de fusilamiento realice su trabajo, ¿no?
—¡Excelente, chico, excelente!
—En todas las compañías hay holgazanes. Yo tengo uno de primera categoría en
mi pelotón, si es que piensas llevar por ahí el asunto.
—No, no, vas mal encaminado.
—¿Se puede saber qué camino has escogido tú? ¿Acaso no quieres estrecharlo
para que sólo pasen por él los pobres soldados?
—Ciudadanos, chico, ciudadanos, no soldados. Esta guerra no durará para
siempre, y cuando se haya acabado, nos agradará bastante librarnos de los soldados y
tener ciudadanos, para variar. Además, lo que tú llamas «pobre soldado» con
frecuencia es un buen ciudadano. Fíjate en mí, por ejemplo. Desde el punto de vista
de un soldado, soy pobre. Por eso sólo llevo tres bandas en lugar de tres estrellas. De

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hecho, y no hay contradicción alguna, soy un muy buen soldado. Pero soy, si cabe,
mejor ciudadano. Soy inteligente, trabajador, culto, con buena salud mental y física.
Y contribuyo con mi talento a mejorar el mundo en que vivo. No por petulancia,
entiéndeme, sino por inteligencia. Cuanto mejor sea el mundo, mejor le irá a toda la
gente y, por lo tanto, mejor para mí y para los míos.
—Bien, ¿y a quién tienes en mente?
—Respuesta sencilla e instantánea: los dos incorregibles, Meyer y Férol.
—¡Pero si son los mejores soldados de la compañía! Y según todos los informes,
llegaron más lejos durante la ofensiva que ningún otro del regimiento.
—Hecho que añade más pruebas acerca de su estupidez. Ahora, escúcheme,
Arnaud. Si todo el regimiento hubiese estado formado por Meyers y Férols, ¿lo
habría hecho mejor? ¿Habría llegado más lejos? No. Las bombas matan a los buenos
y a los malos soldados sin distinción. Por eso, hablando incluso en términos militares,
no son más valiosos que los demás. Todos somos carne de cañón. ¿No me irás a pedir
que perdone la vida a uno de esos cafres y sacrifique la de alguien que podría ser de
alguna utilidad para la sociedad, alguien que podría tener sólo una utilidad negativa,
pero que, al menos, no supondría un peligro indudable de la clase que esos dos ya han
demostrado ser? No. Es uno de los dos, o Meyer o Férol, y te haré saber quién dentro
de unos minutos, una vez que me lo haya pensado detenidamente.
Se hizo el silencio durante un rato, mientras el capitán Sancy cavilaba sobre el
problema. Caminaba de un lado a otro del barracón, parándose cada dos por tres para
apuntar algo en una hoja de papel que estaba sobre la mesa. El teniente Arnaud,
sentado en sus proximidades, podía ver que las notas del capitán iban tomando de
manera gradual la forma de dos columnas. Una columna era más larga que la otra y
se convirtió en el centro de las deliberaciones de Sancy. Arnaud intentaba ver los
nombres al principio de las columnas, pero a aquella distancia no era capaz de
distinguir la pequeña letra del capitán. Después de unos veinte minutos, Sancy dio la
vuelta al papel sin decir palabra y Arnaud leyó lo siguiente:

MEYER
Crímenes sexuales, algunos contra menores
Sospechoso de asesinato
Sifilítico
Historial de adicción a las drogas
Absolutamente deshonesto
Cruel

FÉROL
Robos
Deficiente mental
Alcohólico crónico

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Absolutamente deshonesto

—Aquí están sus mejores virtudes —anunció Sancy—. Una pareja de cuidado,
¿eh?
—Parece que Meyer es el elegido —supuso Arnaud.
—¿Por qué piensas eso?
—Su lista es la más larga, y también la más siniestra.
—Sí, teniendo eso en cuenta, sería el más indicado para despedirnos de él. Pero
existe otra circunstancia que has pasado por alto. Es judío.
—Pues razón de más para…
—Ahí es donde se demuestra tu miopía. En esta ocasión, la condición de judío va
a salvar la vida a un hombre en lugar de ser su perdición.
—¿Qué? No te sigo…
—Me explicaré. Estoy haciendo funcionar mi cabeza en este tema a base de bien.
¿Recuerdas el escándalo Dreyfus?
—Algo he oído. Pero ¿qué tiene que ver con esto?
—Es una lección, eso es todo, una lección para que uno no se exponga a pasar por
lo mismo.
—Pero aquí no va a haber ningún escándalo Dreyfus…
—Nadie pensó tampoco que el de Dreyfus se fuera a convertir en noticia. No
podían soñar, cuando eligieron a aquel tranquilo y pequeño oficial judío, que el
mundo entero resonaría con su nombre durante años, que iría cayendo un ministerio
tras otro y que, por su causa, aparecería la amenaza de la guerra, o que toda Francia
se mantendría en un constante estado de intranquilidad en torno a él y a su destino.
—Pero Dreyfus era un oficial. Este Meyer no es más que un delincuente común,
un ex convicto…
—Bueno, medio mundo también pensaba que Dreyfus era un criminal. Uno de los
peores, un traidor a su patria. E hicieron de él un ex convicto por ello. No, chico, no
voy a tocarle un pelo a Meyer. En primer lugar, nunca sabes qué contactos pueden
tener esos judíos. Por otro lado, incluso si no tuviera ninguno, y este asunto se
resuelve del modo en que está indudablemente previsto, surgirá al instante la
acusación de antisemitismo. Y una vez que surja esa queja, nadie estará en
disposición de decir cuándo o a qué precio quedará silenciada. Por eso estoy usando
la cabeza, estoy intentando tener visión de futuro.
—Pero es una injusticia para Férol que Meyer sea judío y que tú tengas tanta
visión de futuro.
—Siempre es injusto para alguien, Arnaud. La vida es así. El mundo es un
inmenso cementerio que obtiene cuidados perpetuos de los supervivientes.
—Pero Meyer es mucho más peligroso para la sociedad que Férol. Sólo con su
sífilis puede causar estragos incalculables en la sociedad, y lo más probable es que lo
haga.

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—No lo dudes. Pero lo que estoy diciendo es que puede ser todavía peor para la
sociedad, puede causar incluso más estragos, una vez muerto: es decir, ejecutado por
un pelotón de fusilamiento. Además, quizá lo maten cualquier día. No, no hay dos
caminos en este tema. Estoy decidido. Así que vete al campamento, ¿quieres?, y dile
a uno de los sargentos que arreste a Férol y lo traiga al puesto de guardia
inmediatamente.
—Si son tus órdenes, lo haré. Pero no puedo dejar de pensar…
—Lo que de verdad me hubiera encantado, Arnaud, habría sido tener entre las
filas a alguien con conexiones importantes… realmente importantes, por ejemplo en
el cuartel general, o con un diputado o algo así. Lo habría elegido por puro morbo,
sólo para ver retorcerse a los gerifaltes dándole vueltas al dilema. Hubiera sido de lo
más interesante…
—Sí —asintió Arnaud, mientras se colocaba la gorra—. Seguramente más
interesante para ti de lo que puedas imaginar.

***

El sargento mayor Jonnart pertenecía a esa clase de hombres de los que se dice
que constituyen la espina dorsal de un ejército, es decir, los suboficiales con largo
tiempo de servicio a sus espaldas. Es cierto que se trataba de un hombre grueso, pero
no tan espeso de mente como suponía el mensajero. Lo único que ocurría es que era
poco curioso, de escasa imaginación, metódico y taciturno. La vida militar le venía
como anillo al dedo. Le gustaba la rutina y hacía tanto tiempo que se había mezclado
con su sangre que no habría sabido qué hacer sin ella.
La orden del coronel Dax no sorprendió a Jonnart en absoluto. Nada le sorprendía
en el ejército, porque todo formaba parte de la rutina, y la rutina no era más que otro
nombre con que denominar los canales a través de los cuales fluía la autoridad. El
sargento mayor Jonnart, por lo tanto, se puso manos a la obra con el objetivo de
obedecer la orden del coronel. Sacó la lista de turnos de la compañía, ya corregida
tras las bajas de la mañana, y comprobó que los efectivos se habían reducido a ciento
cincuenta y ocho hombres. Tachó los nombres de tres sargentos, siete cabos y treinta
y seis soldados a los que se había asignado servicios especiales para el ataque o a los
que habían dejado en el convoy del regimiento como elemento central, pero que en
ningún caso habían intervenido en la ofensiva. Después llamó a sus tres sargentos, les
leyó la orden y les explicó sus intenciones.
Luego añadió:
—Reúnan a toda la compañía número 3 junto al barracón del comedor de
sargentos. Ahí caben, ¿no es así?
—De sobra.
—Dos de ustedes entrarán en el barracón y se colocarán a ambos lados de la
puerta. El otro permanecerá conmigo. Tengo aquí una lista de nombres y los iré

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leyendo en voz alta para que los soldados pasen uno a uno al interior del barracón.
Ustedes los contarán y comprobarán que están todos según van entrando. Cuando
estén dentro, pasaré yo, y los que no se hayan mencionado podrán retirarse.
—¿Por qué no los hacemos entrar a todos primero y después decimos que se
vayan los que no queremos?
El sargento mayor miró a quien había pronunciado esas palabras, pero no hizo
ningún comentario.
—Bien, ¡a trabajar! No digan nada a nadie acerca de esta orden. Yo saldré dentro
de diez minutos.
Una vez que hubo entrado el último hombre al barracón y se ordenó retirarse al
resto, Jonnart se sintió molesto al descubrir que se había olvidado de algo. «Después
de todo —se excusó a sí mismo—, es la primera vez que tengo que hacer un trabajo
así a lo largo de mi carrera». Volvió a la oficina de la compañía, cogió dos lapiceros y
un recambio para el cuaderno de notas y se dirigió hacia el barracón del comedor de
sargentos.
—¡Atención! —gritó el sargento junto a la puerta. El zumbido de las
conversaciones se detuvo como cortado por un cuchillo. Jonnart se sintió satisfecho
con el brío que demostraba la compañía y sabía muy bien a quién atribuirle el mérito
por ello. Recorrió la mitad de la longitud del barracón con paso enérgico, sin mirar a
los ojos a ninguno de los hombres, se subió a una mesa y los miró desde el otro
extremo.
—¡Descansen! —ordenó—. Pero sin hablar. Tengo que leerles la siguiente orden:
«… el cuartel general del regimiento 181 de primera línea uno-tres-nueve-tres cuatro
c-d diecinueve a los capitanes etcétera y sargento mayor Jonnart en representación del
oficial al mando de la compañía número tres por la presente se les ordena en
cumplimiento de las disposiciones del general al mando de la división seleccionar y
arrestar a un hombre de cada una de sus compañías y conducirlo al puesto de guardia
del regimiento en el Château no más tarde de las catorce treinta de hoy presto para
comparecer ante un consejo de guerra sumarísimo bajo el cargo de cobardía ante el
enemigo por orden firmado Herbillon capitán ayudante».
El sargento mayor finalizó de manera repentina, algo jadeante, la lectura de
carrerilla que había realizado de la orden, y se encontró en medio de un silencio lleno
de perplejidad. Ese silencio lo quebró una incrédula risotada que procedía de la parte
de atrás del grupo.
—¡Cállese! —ordenó uno de los sargentos. La risa dejó de oírse.
—Señores, no es para tomárselo a risa —explicó Jonnart, y el suave tono de
amabilidad de su voz despertó cierto desasosiego en más de uno de los que le
escuchaban—. En realidad, es muy serio. Todos saben lo que significa un consejo de
guerra sumarísimo. Quiere decir que uno de ustedes abandonará este barracón con
muy poco tiempo de vida por delante…
—¿Quién?

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—Están locos.
—No me lo creo.
—¡Yo no fui un cobarde!
—Es una broma.
—Y la verdad es que no tiene mucha gracia.
—¡Silencio! ¡Silencio todo el mundo! —gritó Jonnart—. ¿Cómo voy a decirles
quién de ustedes será si no dejan de hacer ruido? Ahora, escúchenme. He revisado
hasta el último detalle la lista de turnos de la compañía y todos ustedes, los que están
en este barracón, participaron en la ofensiva de esta mañana. Todos los miembros de
nuestra compañía que han quedado fuera del barracón estaban en servicios especiales
o en el convoy del regimiento…
—Yo no estaba en el ataque…
—¿Quién lo ha dicho? Venga aquí. ¿Dónde estaba, si puede saberse?
—¿No lo recuerda, jefe? Usted mismo me envió al depósito de municiones a por
detonadores, por si encontrábamos bombas que no tuvieran.
—Tiene razón. En ese caso, puede irse.
—Creo que me quedaré por aquí para ver el espectáculo.
—Salga de aquí, cabrón, antes de que cambie de opinión y le haga participar en el
sorteo…
—¡Dios! Lo va a echar a suertes.
—Echarlo a suertes…
—Yo no quiero echarlo a suertes…
—Ni yo.
—No tienen derecho…
—Los hombres casados deberían quedar exentos.
—Los hombres con madres…
—Sobre todo con madres viudas.
—O hermanas…
—Yo llegué más lejos que nadie en el frente.
—Sólo los que se quedaron atrás…
—Ya han matado a mis tres hermanos.
—Yo no fui un cobarde. No lo echaré a suertes.
—Que lo echen a suertes sólo los gallinas.
—Ja, ja. Mira, los gallinas dan un paso al frente…
—No hubo cobardes.
—El coronel no está de acuerdo contigo.
—¿Dónde están los cabos? No hay ningún…
—Tengo cuatro hijos…
—A mí me han citado en las Órdenes del Ejército y en las de la división.
—¡Ya basta, soldados! —interrumpió Jonnart—. ¡He dicho silencio! Todo el
mundo tiene una buena razón para no querer morir. Las órdenes son las órdenes y uno

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de ustedes tiene que ser la víctima. Por lo tanto, se va a echar a suertes. Son ciento
once aquí dentro. Voy a cortar ciento once trozos de papel. Uno de ellos se marcará
con una cruz. El hombre al que le toque comparecerá ante el consejo de guerra. Yo
soy el que da las órdenes aquí, pero al tratarse de un asunto tan serio, estoy dispuesto
a oír cualquier objeción que quieran hacerle a este sistema.
—Sí, yo tengo una. El papel es fino y podremos ver el que está marcado.
—Eso es una tontería. Los trozos estarán doblados y metidos en mi gorra.
Tendrán vendados los ojos antes de acercarse a sacar el papel.
—Tener los ojos vendados nunca ha impedido a nadie mirar hacia abajo por
alguna abertura.
—Además, el que saque el papel puede borrar la marca o cambiarlo por otro trozo
de papel. La mayoría de nosotros lleva algo. Es fino y viene bien para…
—Muy bien, de acuerdo —admitió Jonnart—. Lo haremos de la siguiente forma,
aunque nos llevará más tiempo…
—No tenemos prisa, jefe…
—Escribiremos dos grupos de números del uno al ciento once. Uno irá a mi
gorra, el otro a la del sargento Darde. Cada uno de los soldados se acercará por orden
alfabético, sacará un número y lo abrirá inmediatamente. Se anotará junto a su
nombre. Cuando hayan salido todos los números, el sargento Darde sacará un número
de su gorra. El que tenga el número correspondiente será el elegido. Sí, así está mejor.
Todos los papeles estarán marcados y no se sabrá quién es el desafortunado hasta que
se hayan sacado todos los números.
—«Desafortunado» es la palabra…
—Muy bien, Darde. Aquí tiene papel y un lápiz. Divida cada hoja en cuatro
trozos iguales y escriba los números en ellos, del uno al ciento once. Hágalos con
cuidado, pero no los doble hasta que yo se lo diga.
Al sargento Darde le llevó doce minutos escribir los números, mientras que
Jonnart necesitó otros cinco. Los soldados los contemplaban en silencio, fascinados
por la labor.
—¿Ha terminado, Darde? —preguntó Jonnart, una vez que él hubo acabado—.
Ahora, mientras cuento cada número, usted lo coge, lo dice, lo dobla y lo mete en su
gorra. Yo haré lo mismo con los míos. Uno.
—Uno —repitió Darde.
—Dos.
—Dos…
—Oiga, jefe, ¿podría quedarme con el número trece?
—No, no puede —contestó Jonnart—, a no ser que lo saque. Sesenta y dos.
—Sesenta y dos…
—Yo quiero el número uno —pidió una voz.
—¿Por qué el uno?
—Porque nunca he oído que el uno haya salido en ninguna lotería.

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—¡Qué listo eres! Yo, entonces, me pido el cien…
—Tendrán el que les toque, todos —decidió Jonnart—. Ciento tres.
—Ciento tres…
—Oiga, jefe, ¿puedo salir a fumarme un cigarro?
—Ciento once.
—Ciento once.
—…Y se acabó —anunció Jonnart—. No. No se puede fumar y no se puede salir.
Nadie sale del barracón hasta que hayamos acabado con este asunto. Ahora, déjenme
ver, ¿dónde está el listado de nombres? Ah, sí. Primero, Aboville. Acérquese,
Aboville. No tan rápido. Espere a que haya terminado de mezclarlos. Bien, ahora
saque un número de mi gorra, aquí. Tenga cuidado de no coger dos. ¿Cuál es?
Déjeme verlo. Veintidós.
—Aboville, veintidós. ¿Lo ha oído, Darde? Póngalo ahí, delante del nombre. El
siguiente. ¿Quién es el siguiente? Ajalbert. Vamos, acérquese, más rápido. No coja
más de uno. Deje que lo vea.
—Ajalbert, cincuenta y nueve.
—Lalance, ciento tres.
—Cuidado, se pegan a los dedos. Langlois, setenta y seis.
—Ravary, cuarenta y siete.
—Richet… Richet… —Jonnart vaciló ante el número, dándose cuenta de repente
de que algo se le había pasado por alto: algo que podría terminar siendo un problema.
«¡Merde!— dijo para sí, —¡si los hubiera escrito así, sin más, en lugar de trazarlos
con tanta precisión! Pero puede que se solucione bien si soy capaz de hacer que mi
memoria retenga rápida y correctamente los números que han salido ya».
—Richet, seis…
Uno a uno, los hombres fueron saliendo para sacar sus números y tenerlos
apuntados junto a sus nombres. Uno a uno bromeaban, caminaban pavoneándose,
protestaban, discutían, simulaban indiferencia, o actuaban como si estuvieran
recogiendo trozos de carbón calientes. Todos hacían lo que se les había mandado,
pero cada uno de ellos sentía que estaba ante una ocasión en la que podía mostrar su
expresividad mientras obedecía una orden. Ni a uno solo dejó de dominarlo una
crecida sensación de dramatismo personal, de individualidad… Sobre todo, quizá, de
poder, esa curiosa impresión de poder que un hombre posee cuando vota.
El proceso de escribir los números y registrarlos llevó, en total, unos tres cuartos
de hora. Una vez finalizado, el sargento mayor Jonnart repasó la lista y la leyó a voz
en cuello. Hasta ahora su memoria se había portado bien.
—Darde —llamó—, remueva bien los trozos de papel de su gorra y luego
póngase de espaldas y saque uno.
—Si no le importa, jefe, preferiría no ser yo el que…
—¡Haga lo que se le ordena!
—De acuerdo, pero no me entusiasma esta tarea.

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—¿A quién piensa que le entusiasma lo que estamos haciendo aquí? Vamos,
muévase.
Darde removió los papeles de su gorra. Los mezcló con ambas manos, como si
estuviera inspeccionando un montón de grano. Removió y removió y removió…
—¡Por lo que más quiera, saque uno! —exigió una ahogada voz desde el fondo.
Darde dejó de remover. Lo hizo con reticencia.
—Póngase de cara a la pared —ordenó Jonnart—, y coloque la mano a su
espalda.
El silencio en el barracón era absoluto, esa calma de especial intensidad que
parece imponerse sobre una masa de hombres expectantes e inmóviles. Darde se dio
la vuelta y se puso a mirar a la pared del barracón. Halló un clavo y mantuvo la vista
fija en él. Jonnart cogió la gorra del sargento y la alzó de tal manera que la mano de
Darde quedara inmersa en el montón de papeles. Darde miraba el clavo y sentía los
papeles alrededor de la mano. Movió los dedos, tomó un trozo de papel, lo dejó,
cogió otro y también lo soltó…
—¡Saque uno, por el amor de Cristo, saque uno!
Se trataba de la misma voz ahogada.
Los dedos del sargento se cerraron en torno a algunos de los papeles. Palpó dos
trozos y soltó uno. Sacó el otro y lo sostuvo sobre su cabeza.
Jonnart le quitó a Darde el papel de las manos, lo desdobló y lo alisó sobre la
mesa con la palma de la mano.
—Sesenta y ocho —anunció.
Fue a consultar el listado de la compañía, pero, incluso antes de que pudiera decir
el nombre, ya había un hombre abriéndose camino hacia la mesa.
—Fasquelle.
En el barracón surgió el sonido de múltiples suspiros de alivio.
Fasquelle, delante de la mesa, miraba el trozo de papel; después miró a Jonnart.
—¿Qué le hace pensar que ese número es el sesenta y ocho, sargento mayor? —
preguntó sin inmutarse.
—Mírelo. ¿No sabe leer? —preguntó Jonnart con una aspereza que en realidad no
era más que irritación consigo mismo.
—Por suerte para mí, sí que sé —respondió Fasquelle—. Desde donde yo estoy,
el número es el ochenta y nueve, no el sesenta y ocho.
—Pero reconocerá usted que, por el trazo, puede pasar más como sesenta y ocho
que como ochenta y nueve, ¿no es así?
—¿Me va a mandar a un consejo de guerra por un trazo?
—De acuerdo, no. No lo haré —resolvió Jonnart—. Lo que hay que hacer,
evidentemente, es que usted se la juegue con el hombre que haya sacado el ochenta y
nueve. ¿Quién tiene el ochenta y nueve? Poujade. Venga aquí, Poujade. Tiene que
sortear con Fasquelle.
—Ni hablar —protestó Poujade—. Está claro que el número es el sesenta y ocho.

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Y el mío es muy distinto a ése.
—El número —intervino Fasquelle— no está claro que sea el sesenta y ocho.
—Da igual-replicó Poujade. —Me niego a echarlo a suertes contigo. No admito
que me obliguen a jugármela contra un tío después de haber tenido que hacerlo contra
ciento diez.
—No quiero oír una negativa más —intervino Jonnart.
—Pues no le quedará más remedio —repuso Poujade—, si es que intenta que lo
sorteemos entre dos cuando yo me he ganado el derecho a librarme entre más de cien.
Además, se ve bien que el número es el sesenta y ocho y ya se ha echado a suertes.
Yo saqué uno como todos los demás y sin armar ningún follón. Se trata de mi vida,
sargento mayor, y pienso defender mis derechos.
Jonnart estaba confuso y molesto consigo mismo por no haber sido capaz de
prever la posibilidad de que ocurriera algo así. Estaba convencido de que el número
era el sesenta y ocho, pero no tenía la intención de enviar a un hombre para que lo
ejecutaran sólo por una mera convicción. La aprobación que le había merecido el
comportamiento de Fasquelle en el asunto reducía aún más su disposición a actuar de
ese modo.
—Darde, abra todos los números de su gorra y encuentre el ochenta y nueve.
Siguieron como al principio. El número ochenta y nueve, una vez hallado, estaba
escrito de tal manera que podía mirarse de una forma o de otra. Podría haber sido
tanto el ochenta y nueve como el sesenta y ocho.
—La única solución —decidió Jonnart— es hacer el sorteo de nuevo.
Un coro de protestas se abrió paso al instante.
—¿Cuántas veces? ¡Por el amor de Dios!
—Ya lo hemos echado a suertes una vez…
—Ésa debía ser la buena.
—Que se lo jueguen esos dos.
—Es indignante.
—Yo lo he sorteado con los demás y no pienso jugármela otra vez.
—¡Silencio, todos! —bramó Jonnart—. Harán lo que se les diga. No quiero más
comentarios o haré que saquen unos cuantos números más de regalo. El sorteo se
celebrará de nuevo. Se quedarán con sus números, pero corregiré éstos para que no
haya ninguna duda.
Jonnart fue mirando los números de Darde uno por uno, cogiéndolos y
revisándolos del derecho y del revés. Al llegar al último, había subrayado los
siguientes pares de números:
69 66 99 68 89 86 98
Había más números, de los que contenían el uno, tales como el dieciocho y el
ochenta y uno, que podrían haber estado sujetos a la misma confusión al ponerlos al
revés si Darde no hubiera sido francés. Al serlo, y teniendo en cuenta que él había
trazado las cifras, el sargento dibujó los unos con dos claros rabitos que no dejaban

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lugar a dudas en cuanto a la posición en que debían leerse.
—Muy bien. ¡Atención, soldados! Estamos preparados. Y esta vez no habrá
errores. Darde, mezcle los papeles una vez más. Todos los números que pueden
confundirse están subrayados. La línea debe quedar abajo al leer el número.
—Por favor, sargento —dijo una voz—, mi colega y yo queremos intercambiar
nuestros números…
—No —respondió Jonnart.
—¿Por qué? —preguntó Darde.
—Bueno, hemos pensado que nuestros números nos han traído suerte ya una vez
y no quisiéramos esperar demasiado de ellos…
—Si os han traído suerte una vez —insistió Jonnart—, será mejor que sigáis
confiando en ellos. ¿Listo, Darde?
Darde se volvió a poner de espaldas a los soldados, de nuevo situó la mano a su
espalda y sintió que la gorra se alzaba y los papeles se apiñaban en torno a sus dedos.
Cogió un pequeño fajo, los soltó todos salvo uno, que sacó y mostró con el brazo
extendido sobre la cabeza. Jonnart se hizo con él.
—Número setenta y seis.
La multitud se fue apartando para dejar pasar al poseedor del número setenta y
seis, pero no era necesario, porque Langlois había estado en pie todo el tiempo cerca
de la mesa.

***

El puesto de guardia estaba instalado en uno de los edificios anexos al Château,


en las cocheras, para ser exactos. La guardia se realizaba en las cocheras propiamente
dichas, mientras que las caballerizas a las que se accedía por ellas se habían
transformado en calabozo mediante la simple instalación de una plataforma baja de
tablas inclinadas, de la longitud de un hombre, a lo largo de uno de los muros. Su
finalidad era que los prisioneros no tuvieran que dormir sobre el suelo de cemento y
constituía el único mobiliario del lugar, a excepción de un orinal próximo a la puerta.
Férol fue el primero de los tres en estar encerrado. Un solo vistazo le bastó para
saber qué lugar del habitáculo era el mejor, el rincón que estaba más cerca de la
ventana y más lejos de la puerta; por tanto, se fue directo hacia allí y tomó posesión
del espacio. Férol procuró acomodarse en un sitio en el que se sentía prácticamente
como en su casa. Había estado en muchas prisiones de diferentes partes del mundo y
ésta no era, ni de lejos, la peor de ellas. Se quitó la capa y las botas, se desabotonó los
pantalones y se estiró sobre las tablas desnudas con la cabeza apoyada en la capa,
doblada para hacer las veces de almohada. Instantes después, ya dormía.
En el intervalo de la media hora siguiente, acompañaron a Didier y a Langlois,
uno tras otro, al puesto de guardia. Despertaron a Férol y los tres se hablaron por
primera vez en sus vidas. Se dijeron sus nombres y comprobaron que ninguno tenía

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cigarrillos.
—¿Por qué estás aquí? —preguntó Didier a Férol.
—¿Y cómo voy a saberlo? Estoy en mi cuartel general. Siempre acabo aquí. Y,
tarde o temprano, me entero del motivo. ¿Alguno tiene una baraja de cartas?
—¿Y por qué estás tú aquí? —le preguntó Langlois a Didier.
—Es una larga historia y me la reservaré para más tarde —contestó Didier—.
Hay un teniente que es un pedazo de cabrón y me tiene ganas, eso es todo. Sé que
esto ha sido cosa suya. ¿Y tú? ¿Qué me dices de ti?
—Bueno, estoy aquí por lo mismo que vosotros, lo que pasa es que no lo sabéis.
Pronto debería aparecer un cuarto hombre. Así podríamos jugar al bridge, si
tuviéramos cartas…
—¿Bridge? ¿Qué es eso? —inquirió Férol.
—Un juego —respondió Langlois.
—De qué va este juego es lo que a mí me gustaría saber —expuso Didier.
—Oh, este juego —indicó Langlois—, este juego es mucho más sencillo que el
bridge.
—Bueno, ¿de qué se trata? Si lo sabes, suéltalo.
—Muy fácil. Estamos aquí acusados de cobardía ante el enemigo y nos van a
juzgar en un consejo de guerra esta tarde, un consejo de guerra sumarísimo —explicó
Langlois.
—¿Cómo te has enterado? —preguntó Didier.
—Porque me han leído la orden en voz alta.
—¿Y qué decía la orden? Vamos, desembucha, ¿quieres?
—Lo que os he contado. Cada mando de compañía tenía que elegir y arrestar a un
hombre para que compareciera ante un consejo de guerra sumarísimo, acusado de
cobardía ante el enemigo.
—Pero ¿qué cobardía? ¿Cobardía de quién? No entiendo nada.
—Esta mañana —prosiguió Langlois—. Debido al fracaso de la ofensiva,
supongo. Los que mandan quieren dar algún que otro ejemplo y nosotros somos los
ejemplos.
—¿Por qué nosotros? —intervino Férol.
—En tu caso no lo sé —puntualizó Langlois—, pero en el mío sí. En nuestra
compañía se echó a suertes y yo saqué el número malo. Malo para mí, claro, bueno
para los demás.
—¡Dios! —exclamó Didier—. ¿A suertes, eh? El asunto parece grave.
—Sí —anunció Férol—, al menos parece algo… En mi compañía ni se echó a
suertes. El sargento simplemente se acercó a mí y me dijo: «Ven conmigo». En
cuanto salimos del campamento, me comunica que estoy arrestado. Menuda novedad
para mí…
—De la misma forma que hicieron conmigo —informó Didier—. En mi
compañía tampoco lo echaron a suertes. ¡Ah!, ahora empiezo a darme cuenta. Elegir

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y arrestar a un hombre, eso es lo que dices que venía en la orden, ¿verdad? ¡Sucio y
apestoso cabrón! ¡Y se atreve a hablar de cobardes! Pero ya diré un par de cosas en el
consejo de guerra. No dejaré que ese cerdo se salga con la suya…
La puerta del calabozo se abrió de repente y apareció el sargento de guardia.
—¡Prisioneros! ¡Atención! —ordenó—. Pónganse en pie. ¡Rápido!
Un oficial, un capitán, entró y el sargento se fue, cerrando y asegurando la puerta
tras él. El capitán miraba una hoja de papel que llevaba consigo.
—¿Soldado Didier?
—Presente, señor.
—¿Langlois?
—Presente, señor.
—¿Férol?
—Presente, señor.
—Descansen, soldados. Siéntense, si lo desean. Esto es un asunto muy grave y no
tengo demasiado tiempo, así que escúchenme con atención…
—¿No tendrá un cigarro, capitán? —interrumpió Férol.
El capitán les pasó un paquete de tabaco y, una vez que todos hubieron cogido un
cigarrillo, lo vio desaparecer en el bolsillo de Férol. Le pasó una cerilla a Didier y
con ella se dieron fuego.
—Todos ustedes saben —continuó el capitán— que el ataque de esta mañana fue
un fracaso. En la división insisten en que la causa es que la tropa no se atrevió a
avanzar por cobardía. No pueden castigar a todo un regimiento; por lo tanto, han
decidido que, bajo la acusación de cobardía, un hombre de cada una de las compañías
de primera línea comparezca ante un consejo de guerra. No voy a discutir si es
acertado o no, no tengo tiempo. Y, en cualquier caso, no solucionaría nada. El coronel
Dax ha hecho todo lo posible para evitarlo, pero se ha estrellado contra un muro de
piedra. Las órdenes son las órdenes. Mi nombre es Étienne. Estoy al mando de la
compañía número 7 del segundo batallón, y el coronel me ha asignado su defensa en
el consejo de guerra, ya que soy abogado en la vida civil. Está por ver si eso me sirve
de algo en un consejo de guerra. Haré todo lo que pueda, no lo duden, pero no quiero
transmitirles falsas esperanzas ni que den nada por sentado. Un consejo de guerra es
muy distinto a un juicio no militar, incluso si se trata de un proceso penal.
»Bien, en primer lugar, quiero hacerles una pregunta a cada uno y deseo que
respondan con total honestidad. Será por su propio bien. Si voy a defenderles, no se
me debe ocultar nada. Y recuerden que todo lo que me digan aquí será estrictamente
confidencial. Está tan a salvo conmigo como si se lo hubieran contado en confesión a
un sacerdote.
»¿Alguno de ustedes mostró algún signo que pudiera, de alguna manera, ser
interpretado por testigos como cobardía ante el enemigo?
—No.
La negativa sonó tres veces con grados variables en cuanto al énfasis.

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»Si hubiera ocurrido tal cosa, les ruego que me lo digan para poder elaborar una
defensa. No quiero que ningún testigo aparezca con algo así de pronto y no tener
preparada la respuesta.
—Yo pasé de nuestra alambrada —se justificó Férol—. Meyer puede decírselo,
estaba conmigo. Y el capitán Sancy.
—Yo estaba justo al lado del teniente Bonnier, en la alambrada, cuando lo
mataron —afirmó Langlois.
—Y yo estaba subiendo al parapeto —señaló Didier—, cuando el cuerpo del cabo
Valladier me cayó encima y me dejó fuera de combate arrastrándome a la trinchera.
Cuando me puse de pie otra vez, mi compañía entera estaba de vuelta en la trinchera.
No podían avanzar.
—Eso está bien —indicó el capitán, con fingido entusiasmo—. Mi consejo es que
se mantengan fieles a esos relatos y no dejen que la acusación les haga dudar. Les
ayudaré en lo que pueda, pero las reglas habituales con respecto a las pruebas no
logran, en un consejo de guerra, los objetivos que consiguen en otros juicios. Se
darán cuenta de que todo el proceso estará lleno de arbitrariedades.
»Ahora les daré un par de consejos acerca de cómo comportarse. Recuerden que
seguirán siendo soldados en presencia de sus superiores, no litigantes frente a un
tribunal de justicia. Muéstrense respetuosos, pero bajo ningún concepto serviles.
Actúen como lo que son, soldados, y valientes, por cierto, pero no lo exageren hasta
el punto de parecer arrogantes o de carecer de sentido de la disciplina. He echado un
vistazo a la sala en la que se celebrará el juicio. La luz de la tarde les dará en los ojos.
No permitan que eso les desconcierte y, sobre todo, no den la sensación de bajar la
mirada igual que si se avergonzasen de algo. Alíense con la luz. Mantengan la
barbilla erguida. Repítanselo, si es necesario: “Debo mantener la barbilla erguida”.
Cuando hablen, miren a los jueces a los ojos. No lloriqueen ni supliquen ni suelten
discursos. Realicen afirmaciones con espíritu militar. Que sean breves, pero que todos
puedan oírlas en la sala. Traten de no repetirse. Yo lo haré por ustedes cuando tenga
que recapitular. Haré hincapié en los puntos más sobresalientes de su testimonio.
Limítense a responder a las preguntas que les hagan y déjenme los sermones a mí.
¿Hay algo que quieran decirme ahora?
—Sí —admitió Férol—. ¿Le importaría dejarnos unas cerillas antes de irse?
—Sí —intervino Langlois—. Estoy en este lío porque me tocó en una rifa. ¿No
sería un buen punto para una defensa? Demuestra bien a las claras que en mi
compañía no hay ningún cobarde al que el sargento mayor hubiera podido señalar con
el dedo.
—Sí —asintió Didier, y se puso a contarle al capitán la historia de la patrulla. Se
la narró despacio, sin omitir ningún detalle, ni siquiera el de que él había disparado a
Roget para impedir que matara a Lejeune. Los tres hombres le escucharon con mucha
atención y, una vez acabado el relato, todos, hasta donde cada uno era capaz, sentían
que su corazón se llenaba de rabia.

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—Usted me cree, señor, ¿verdad? —preguntó Didier, apasionadamente deseoso
de que lo creyeran.
—Sí, le creo, Didier, pero ¿quién más lo hará? ¿Quién más querrá hacerlo? Me
temo que su historia no le va a ayudar demasiado, más bien podría perjudicarle
mucho. En primer lugar, no tiene testigos. Muy mal asunto. Por otro lado, aunque los
tuviera, creo que lo único que lograría sería suscitar la animadversión del tribunal. No
admitirían de muy buen grado que un soldado hiciera acusaciones de ese calibre
contra un oficial. Y se sentirían inclinados a sospechar y a creer que está mintiendo
para salvarse. Eso les llevaría a reaccionar contra usted de la peor manera posible.
Siga mi consejo y no mencione ese incidente en el consejo de guerra. Si las cosas van
mal, ya veré cómo me puede ser útil más adelante, en alguna conversación privada
con uno de los jueces o algo por el estilo.
—¿Piensa que las cosas irán mal? ¿Qué posibilidades tenemos?
—Con franqueza, soldados, debo decirles que se trata de un asunto muy grave
para ustedes. La división quiere dar ejemplo. Lo que lo convierte en grave es que, al
parecer, les trae sin cuidado con quiénes se dé ejemplo.
—Pero echarlo a suertes… —comenzó a decir Langlois.
—Ya, ya lo sé. Pero eso es una práctica habitual en el ejército. Me temo que,
precisamente por haberse echado a suertes, su posición es de lo más endeble. Tendré
que ir viendo cómo se desarrolla el juicio antes de decidir qué hacer con ese tema. ¿Y
usted, Férol? ¿Cómo le tocó?
—Siempre me toca a mí, eso es todo.
—Bien, tengo que irme. No se vengan abajo, muéstrense valientes. Haremos todo
lo que podamos por ustedes, estén seguros. El coronel en persona va a elevar una
petición. He hablado con él y vamos a sacar a la luz su hoja de servicios como
regimiento y también desde un punto de vista individual…
—Deje la mía quietecita —advirtió Férol.
—Me refiero a su hoja de servicios como tropa de combate. Después elevaremos
una sólida petición de clemencia, o de cárcel, como máximo. No olviden lo que les he
comentado sobre comportarse como soldados. Me parece que es de vital importancia.
El tribunal se presentará dentro de una media hora. ¡Sargento! ¡Abra la puerta, por
favor!
—Las cerillas, capitán… —le recordó Férol.

***

Un sargento asomó la cabeza por la puerta del despacho del coronel Couderc, en
el cuartel general de la división.
—El coronel Dax, señor —anunció—. Al teléfono.
Couderc asintió y cogió el auricular que estaba sobre la mesa.
—¿Sí? ¿Dax?

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—Sí, soy yo.
—Soy Couderc. Es sobre los soldados que tienen que presentarse en el consejo de
guerra. En el informe sólo veo los nombres de tres. ¿Dónde está el cuarto? ¿Quién es?
—No lo sé.
—¿Qué ha dicho?
—He dicho que no lo sé.
—¡No lo sabe! Pero es que saberlo es su obligación.
—No he hecho más que seguir las instrucciones, Couderc. Transmití las órdenes
que me dio el general a los mandos de cada compañía, es decir, que eligieran a un
hombre para comparecer en consejo de guerra. Uno de ellos no lo cumplió, eso es
todo.
—¿Me está diciendo que uno de ellos no lo cumplió? ¿Por qué? ¿Acaso se negó?
—Oh, no, no se negó. Se limitó a decir que no había ningún soldado en su
compañía al que se pudiera acusar en esos términos.
—¿Cuándo lo dijo?
—Bueno, la verdad es que no lo dijo. Lo escribió.
—Debería haberme enviado una copia.
—¿No lo hice? Le pido disculpas. Se me debe de haber pasado.
—¿Tiene ahí esa nota, Dax? Léamela.
—Dice: «En respuesta a su etcétera, tengo el honor de hacerle saber que no estoy
en disposición de complacer sus instrucciones debido a que no hay ningún miembro
de mi compañía contra quien se puedan presentar o sostener cargos de cobardía ante
el enemigo».
—Se trata de una negativa en toda regla. ¿Le ha dejado claro ese hecho?
—Me es imposible. Ha salido a dar una vuelta a caballo y no regresará hasta que
no haya terminado el consejo de guerra.
—Entonces, es un caso evidente de desobediencia. Debe arrestarlo en cuanto
vuelva, sin perder un minuto. ¿Cómo se llama?
—Capitán Renouart, de la compañía número 1.
—¿Cómo se escribe?
—R-e-n-o-u-a-r-t.
—Bien, arréstelo inmediatamente en cuanto haya regresado y ya le diré lo que
hay que hacer con él. ¿Está ahí el coronel Labouchère?
—¿Ha apuntado bien el nombre? ¿Renouart?
—Sí, lo tengo: Renouart. Ahora, Dax, páseme con Labouchère.
—Perdone, creo que no ha entendido bien…
—¿Qué es lo que no he entendido bien?
—El tal Renouart es un oficial de la máxima independencia y probado valor…
—No hay lugar para la independencia en este ejército…
—Puede que sea cierto. Pero Renouart no es el tipo de hombre que acepta
dócilmente lo que sea. Es una persona con sólidos principios y luchará por

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defenderlos con todas sus fuerzas. Sólo le estoy avisando, Couderc, de que se las
tendrá que ver con una personalidad fuerte que puede darle más quebraderos de
cabeza de los que supone. Yo en su lugar sería muy cauto, sobre todo teniendo en
cuenta todas las circunstancias que rodean este asunto del consejo de guerra. Todo se
ha producido de una forma algo precipitada, por decirlo suavemente…
—Muy bien, no puedo preocuparme por eso, Dax. No lo he organizado yo. Pero
ningún oficial de esta división puede negarse a obedecer órdenes y quedar impune.
Tiene que arrestarlo. No hay vuelta de hoja.
—Aún hay algo más que usted parece haber pasado por alto, y es que existe un
senador Renouart que es miembro de la comisión parlamentaria para temas militares.
No me consta que les una parentesco alguno, pero pensé que le gustaría tener en
cuenta ese aspecto del problema…
—Oh, vaya, eso es distinto. ¿Por qué no lo ha dicho antes? Tiene usted razón,
Dax, debemos andarnos con cuidado. Le diré lo que vamos a hacer. Envíeme una
copia de su orden y el original de su respuesta. Haré que el general se ocupe de ello y
veremos qué dice. Me alegro de que lo haya mencionado, incluso si al final todo se
queda en nada. Y ahora, déjeme hablar con Labouchère, ¿le importa?
—Aquí está.
—Labouchère al habla.
—Es una suerte, Labouchère, poder hablar con usted al fin. ¿Ha oído mi
conversación con Dax?
—Sí, en efecto.
—Entonces, ya sabe que al final sólo van a juzgar a tres hombres. Como
presidente del tribunal, por favor, ocúpese de que la cuestión acerca del cuarto no se
suscite en el juicio. Lo que quería decirle es lo siguiente: el general me ha entregado
una nota para usted, pero tendré que leérsela por teléfono, ya que no hay tiempo para
que la reciba. Desea que haga saber su contenido a los otros jueces antes de que
empiece el proceso. Dice así: «Los acusados han de comparecer ante el consejo de
guerra lo antes posible. No me cabe la menor duda de que el tribunal sabrá cómo
cumplir con su deber. Firmado, Assolant». ¿Está claro?
—Perfectamente.
—¿Cuándo comienza el consejo de guerra?
—Dentro de unos minutos.
—De acuerdo entonces. Llámeme en cuanto hayan dictado sentencia y hágame
llegar un informe. Au revoir.

***

El salón del Château era espacioso, de altos techos, orientado hacia el oeste y con
vistas a un césped que parecían haber extendido allí como alfombra para los
declinantes rayos del sol poniente. Aquella dependencia del edificio había tenido,

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desde su construcción a finales del siglo dieciocho, una bien nutrida ración de guerra
y de guerreros. Napoleón había pasado dos noches en el lugar; y de hecho, el nombre
de Château de l’Aigle se había puesto en su honor. Más tarde, Wellington, otra noche,
había bailado hasta altas horas de la madrugada. Debido a su ubicación demasiado
occidental, los soldados de la guerra franco-prusiana no se interesaron por él.
Cuarenta y cuatro años después, no obstante, sus abrillantados suelos de madera
noble y las losas del patio volvían a resonar con el tintineo de las espuelas y sus
espejos reflejaban relucientes uniformes, unos uniformes que relucían menos a
medida que pasaba el tiempo. Von Kluck había comido allí un día, no mucho antes de
cometer su fatal error a las puertas de París. Eso sucedió tres días después de que Sir
John French hubiera cenado en el mismo lugar. Un oficial de piernas arqueadas y
tupido mostacho, con las hojas de roble de general en la gorra, había hecho un alto en
el camino, mientras se dirigía a un encuentro con el rey de los belgas, para llamar por
teléfono. «Foch al aparato», había dicho. En uno u otro momento, la mayoría de los
altos mandos de los ejércitos aliados se había alojado allí. Joffre cenó en ese sitio, en
silencio pero con placer, y después se fue a la cama y durmió sin que las pesadillas de
Verdún lo desvelaran. Haig se había subido al caballo junto a la caseta del guarda y
desde allí recibió el saludo de los regimientos canadienses que se dirigían a la
carnicería de Passchendaele. Clemenceau se había detenido al lado de la misma
caseta para preguntar por dónde debía continuar su camino.
—Siento envidia de usted —le había confesado a la anciana que vivía aquí.
—¿Por qué, monsieur le ministre? —le preguntó ella.
—Porque tiene usted un bigote más espléndido que el mío.
Hay que reseñar el curioso dato de que la procesión de altos mandos y
celebridades que habían visitado el lugar estaba destinada a finalizar, en consonancia
con el modo en que se había iniciado en esta guerra, con la presencia de un alemán,
un hombre alto, frío, afligido, que se sentó en aquel espacioso salón para cenar
frugalmente con un reducido grupo de compatriotas, a última hora de una noche de
noviembre de 1918. Era el general Von Winterfeldt, el componente militar de la
delegación que a la mañana siguiente pediría a Foch la negociación del armisticio.
Sin embargo, en los momentos que nos ocupan, el oficial de mayor graduación en
la sala era el capitán Étienne, del regimiento 181 de primera línea del frente. Estaba
sentado junto a una mesa que se hallaba delante de otra mesa más grande en frente de
él y paralela al muro oeste y a las ventanas del salón. Detrás del capitán, había tres
hombres sentados en un banco. Tenían la cabeza descubierta, estaban desarmados y
daban la impresión de no saber qué hacer con las manos. Parecían lo que eran, presos,
ni más ni menos. Justo a las espaldas de los tres hombres, permanecían de pie un
sargento y otros seis soldados. En este caso, sí llevaban casco, su equipación
correspondía a la reglamentaria en estado de revista, es decir, cartucheras de
munición y fusiles con las bayonetas caladas. Ellos disponían de los fusiles para
mantener las manos ocupadas con ellos, pero, aun así, tampoco daban la sensación de

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estar muy tranquilos.
La sala comenzó a llenarse. Los oficiales iban entrando poco a poco y tomaban
asiento. Llegó el sargento mayor del regimiento, Boulanger, colocó unos cuantos
papeles sobre la mesa grande, después paseó la mirada con atención por toda la
escena, movió una o dos sillas de las que tenía a mano y rectificó las posiciones de
los centinelas en las puertas y a lo largo del muro.
La tensión iba aumentando por momentos: parecía relajarse un poco cada vez que
alguien pasaba al interior, pero después volvía con renovado vigor.
Entró otro oficial con un sobre grande. Se fue hacia Étienne, le estrechó la mano,
sonrió e intercambió unas palabras con él sin mirar a los prisioneros; después se
dirigió a una mesa próxima y sacó unos papeles del sobre. Étienne se sintió algo más
animado al ver que no abultaban demasiado.
—El fiscal —dijo Étienne, volviéndose hacia los prisioneros.
Didier y Langlois lo observaron, estudiaron su perfil, la parte de atrás de los
hombros, el cuello y la cabeza. Férol, al parecer, no mostraba interés.
El fiscal miraba a su alrededor buscando a alguien.
—¡Ordenanza! ¡Haga venir al sargento mayor!
Un minuto más tarde, Boulanger se hallaba inclinado sobre la mesa del fiscal.
—Esto es muy irregular —protestó el fiscal—. Saque a los prisioneros. No deben
entrar hasta que el tribunal se constituya y lo ordene.
El sargento mayor transmitió varias instrucciones. Los guardias rodearon a los
prisioneros y se marcharon. De inmediato, éstos sintieron esperanzas.
El sargento mayor volvió a entrar e hizo una señal a los centinelas para que
dejasen las puertas abiertas.
—¡Atención! —bramó—. ¡Guardias! ¡Presenten armas!
Hubo un arrastrar de sillas, el roce y el golpeteo del equipamiento de los
soldados, los taconazos con y sin espuelas. La petrificación del saludo.
Entraron tres oficiales en fila de a uno, encabezados por el coronel Labouchère.
El que iba detrás, un teniente, no guardaba el paso, pero lo recuperó cuando iba por la
mitad del recorrido de la sala. El coronel se encaminó sin vacilar hacia el asiento
central de la mesa del tribunal y se quedó de pie tras él; después esperó hasta que el
capitán y el teniente se hubieron colocado respectivamente a su derecha y a su
izquierda. Labouchère saludó al grupo que se situaba frente a él y ordenó:
—¡Descansen!
La tensión muscular que había en la sala remitió, no así la emocional.
—El consejo de guerra ha comenzado —informó el coronel—. Hagan pasar a los
acusados.
Se gritaron órdenes en el pasillo de acceso y trajeron de nuevo a los prisioneros.
—Esto es un consejo de guerra sumarísimo —comunicó Labouchère, una vez que
todo estuvo otra vez en silencio—, y, por consiguiente, prescindiremos de la mayor
parte de las formalidades. Sin embargo, se deberá leer en alto la orden de

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nombramiento de los miembros del tribunal. El secretario del tribunal será el
encargado de hacerlo.
Un teniente, situado en uno de los extremos, a la derecha de la mesa del tribunal,
se puso en pie y comenzó a leer:

El general al mando de la división ordena que el consejo de guerra sumarísimo,


constituido en el Château de l’Aigle con el objeto de juzgar los casos de cuatro
soldados acusados de cobardía ante el enemigo, estará compuesto como sigue:

Presidente: coronel Labouchère;


Jueces: capitán Tanon, teniente Marignan;
Fiscal: capitán Ibels;
Secretario: teniente Mercier.

Firmado:
Assolant, general de división.

ÉTIENNE (incorporándose): ¿Puedo solicitar que se exponga la naturaleza del


servicio desempeñado por los oficiales que forman parte del tribunal?
PRESIDENTE: ¿Con qué finalidad realiza esa solicitud?
ÉTIENNE: Con la de determinar si prestan servicio en la retaguardia o se trata de
oficiales de primera línea. En otras palabras, oficiales que combaten.
TANON (el único oficial combatiente de la sala, hecho del que dio buena cuenta
moviendo el cuello de la camisa para mostrar el distintivo): Puede usted comprobarlo
mirando nuestra insignia.
PRESIDENTE: Es completamente irrelevante. Por favor, no nos haga perder el
tiempo con estúpidos detalles técnicos. Omitiremos la lectura de los cargos.
Tardaríamos demasiado y viene a resumirse en que los acusados mostraron cobardía
ante el enemigo en el ataque de esta mañana sobre el Grano. Acusados, ¡en pie!
ÉTIENNE (al tiempo que se levantaba): ¡Señor presidente! La lectura de los cargos
es importante en este caso. Ni siquiera yo he visto aún el documento. Solicito que sea
leído en voz alta.
PRESIDENTE (que tampoco ha visto el documento con los cargos, por la sencilla
razón de que tal documento no existe): Se deniega su solicitud.
(La expresión del rostro de Étienne es de estupefacción, incluso de miedo. No le
gusta el tono del comienzo y tiene la sensación de que harán todo lo posible por
mantenerlo).
ÉTIENNE: Pero, señor presidente, la lectura de cargos es de vital importancia.
Tenemos derecho a saber de qué se les acusa para…
PRESIDENTE: La solicitud ha sido denegada. Por favor, no haga que el proceso se

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demore. Los acusados tienen que dar sus nombres.
(Langlois, Didier y Férol se miran entre sí, dudando).
ÉTIENNE: De izquierda a derecha. Usted primero. ¡Hable!
(Los prisioneros dicen sus nombres).
PRESIDENTE: ¿Dónde está el cuarto…? Retiro lo dicho. De acuerdo, siéntense. El
fiscal llamará a su primer testigo.
(Es el momento que Étienne ha estado esperando con ansiedad. La presencia del
primer testigo le permitirá tener una primera pista acerca de cuál va a ser la táctica
del fiscal. Se queda sorprendido y perplejo al oír el nombre).
IBELS: El acusado, soldado Férol.
(Dos de los guardias se separan del resto del grupo y conducen a Férol delante del
secretario y al otro lado de la gran mesa; le colocan casi frente a los jueces, que
quedan algo a su derecha. El presidente consulta unas notas, después empieza a
interrogar a Férol, sin siquiera mirarlo al principio).
PRESIDENTE: ¿Formaba usted parte de la compañía número 4 en la ofensiva de
esta mañana?
FÉROL: Sí, señor.
PRESIDENTE: ¿Se negó usted a avanzar?
FÉROL: No, señor.
PRESIDENTE: ¿Avanzó usted?
FÉROL: Sí, señor.
PRESIDENTE: ¿Cuánto avanzó?
FÉROL: Más o menos hasta la mitad de la tierra de nadie.
PRESIDENTE: ¿Luego qué hizo?
FÉROL: Bueno, las ametralladoras de los cabezas cuadradas eran como una
tormenta de granizo y vi que…
PRESIDENTE: No. Responda a mi pregunta. ¿Qué hizo?
FÉROL: Bueno, señor, vi que Meyer y yo…
PRESIDENTE: No le he preguntado por lo que vio. Le he preguntado qué hizo.
FÉROL: Sí, señor.
PRESIDENTE: ¿Avanzó usted?
FÉROL: No, después de ver que Meyer y yo…
PRESIDENTE: ¿Dio usted la vuelta y regresó?
FÉROL: Bueno, cuando vi que…
PRESIDENTE: ¡Atención! Conteste a mi pregunta. ¿Dio la vuelta y regresó? ¿Sí o
no?
FÉROL: Sí, señor.
PRESIDENTE: ¿Alguna pregunta, señor Fiscal?
IBELS (con una sonrisa que daba a entender que las hábiles preguntas del

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presidente hacían innecesario añadir más): No, señor.
PRESIDENTE: El acusado puede volver a su sitio.
ÉTIENNE: Un momento, señor presidente. Me gustaría interrogar al testigo.
PRESIDENTE: ¿Se refiere usted al acusado?
ÉTIENNE: Sí, señor.
PRESIDENTE: Adelante. Pero sea breve.
ÉTIENNE: Férol, cuando llegó a la mitad de la tierra de nadie, dígale al presidente
por qué dio la vuelta.
PRESIDENTE: ¿Eso es una pregunta?
ÉTIENNE: Sí, señor.
PRESIDENTE: Entonces, formúlela como una pregunta.
ÉTIENNE: Sí, señor. Cuando llegó a la mitad de la tierra de nadie, ¿usted y Meyer
estaban solos?
FÉROL: Sí, señor.
ÉTIENNE: Diríjase al tribunal. ¿Qué sucedió con el resto de la compañía?
FÉROL: No lo sé. Los que teníamos más cerca estaban muertos o heridos. El resto
había retrocedido, supongo.
ÉTIENNE: Por lo tanto, al darse cuenta de que estaban solos, ¿decidieron que lo
único que podían hacer era volver para incorporarse a su compañía?
FÉROL: Sí, señor.
ÉTIENNE: ¿El fuego era muy intenso?
FÉROL: Ya se había cargado a media compañía.
ÉTIENNE: Entonces, si hubieran seguido avanzando, ¿habrían sido dos hombres
avanzando en solitario?
FÉROL: Sí, y no hubiéramos recorrido ni dos metros más. Tuvimos que volver
arrastrándonos cuerpo a tierra, en realidad.
ÉTIENNE: Es todo.
PRESIDENTE: ¿Señor fiscal?
IBELS: Es decir, retrocedieron, ¿no es así?
FÉROL: Bueno, cuando vimos que…
IBELS: ¿Retrocedieron, sí o no?
FÉROL: Sí.
IBELS: ¿Sí, qué?
FÉROL: Sí, señor.
PRESIDENTE: El acusado puede volver a su sitio. Llame a su siguiente testigo,
señor fiscal.
(A Étienne se le encoge el corazón. Ya no le cabe ninguna duda sobre cuál va a
ser la repulsiva táctica de la acusación. No se van a molestar en traer testigos, ni
siquiera testigos previamente aleccionados. Van a hacer, de una forma simple y

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cínica, que los prisioneros se inculpen a sí mismos. Murmura para sí: «¡Jesuitas!
¡Dictadores! ¡Asesinos!»).
IBELS: ¡Soldado Langlois, al estrado!
(Langlois se coloca mirando a los jueces, con los guardias a ambos lados. Se sitúa
un poco más de frente porque quiere que su médaille militaire y su croix de guerre
queden bien a la vista).
PRESIDENTE: ¿De qué compañía formaba parte durante la ofensiva?
LANGLOIS: De la número 3, señor.
PRESIDENTE: ¿Se negó usted a avanzar?
LANGLOIS: No, señor.
PRESIDENTE: ¿Avanzó usted?
LANGLOIS: Sí, señor, en efecto, señor.
PRESIDENTE: En ese caso, ¿por qué está aquí?
LANGLOIS: Porque lo echamos a suertes y…
PRESIDENTE: Retiro la pregunta. ¿Hasta dónde llegó?
LANGLOIS: Estaba justo al lado del teniente Bonnier cuando le mataron en la
alambrada.
PRESIDENTE: ¿La alambrada enemiga?
LANGLOIS: No, señor, la nuestra.
PRESIDENTE: Nuestra alambrada está próxima a nuestra trinchera, ¿verdad?
LANGLOIS: No tan próxima, señor. Hay un buen trecho entre la alambrada y la
trinchera.
PRESIDENTE: Pero no se trataba de la alambrada enemiga, ¿cierto?
LANGLOIS: No, señor.
PRESIDENTE: Entonces, usted no avanzó más que unos metros, ¿no es así?
LANGLOIS: Avancé todo lo que pude, señor.
PRESIDENTE: Ya veo. Y después, ¿qué hizo?
LANGLOIS: Mataron al teniente Bonnier. Había muchos hombres muertos. No
parecía haber nadie al mando. No sabía qué hacer.
PRESIDENTE: ¿Tomó usted el mando? ¿Hizo que los hombres siguieran adelante?
LANGLOIS: No había hombres a quienes hacer continuar.
PRESIDENTE: Conteste a mi pregunta. ¿Tomó usted el mando?
LANGLOIS: No, señor. No había nada que mandar.
PRESIDENTE: ¿Se quedó donde estaba?
LANGLOIS: Sí, señor.
PRESIDENTE: Así que no siguió avanzando, ¿es así?
LANGLOIS: No podía. El fuego era demasiado intenso. El ataque parecía haber
fracasado.
PRESIDENTE: ¿Y después retrocedió hasta su trinchera?

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LANGLOIS: Volví a ella cuando me di cuenta de que se había detenido el avance.
PRESIDENTE: Pero si el avance hubiera continuado, no se habría detenido, ¿no es
cierto?
LANGLOIS: ¿…?
PRESIDENTE: Responda a mi pregunta.
LANGLOIS: Sí, supongo que sí. Ya estaba detenido a causa del fuego alemán que…
PRESIDENTE: O a causa de la cobardía francesa. De todos modos, lo que está claro
es que no logró avanzar, ¿verdad?
LANGLOIS: No es cierto, señor.
PRESIDENTE: ¿Qué quiere decir con «no es cierto, señor»? Usted mismo ha dicho
que no pasó de su propia alambrada.
LANGLOIS: No pude, señor.
PRESIDENTE: Porque tenía miedo.
LANGLOIS: Porque era inútil.
PRESIDENTE: Ah, ya entiendo. Usted, un simple soldado, decidió que era inútil.
¿Alguna pregunta, señor fiscal?
IBELS: No, señor.
PRESIDENTE: ¿Alguna pregunta, capitán Étienne?
ÉTIENNE: Con la venia del tribunal, me gustaría leer las menciones al valor que
este hombre ha obtenido en dos ocasiones. La primera, la mención en las Órdenes del
Ejército por…
PRESIDENTE: No tiene relevancia, capitán. Al acusado no se le juzga por su valor
en el pasado, sino por su cobardía reciente. Las medallas no sirven como defensa.
ÉTIENNE: En ese caso, ¿me da su permiso para llamar a testigos que pueden hablar
de su comportamiento, así como de su inclusión en una lista de futuros ascensos que
pasarán por una academia de oficiales?
PRESIDENTE: No, no se lo doy. Pero, en su lugar, sí se lo concedo para llamar a
testigos que puedan afirmar que llegó a la alambrada alemana.
ÉTIENNE: Me es imposible hacerlo, señor, porque nadie en todo el regimiento
pudo ni siquiera acercarse a la alambrada alemana.
PRESIDENTE: Eso es discutible. Me va a permitir que no esté de acuerdo con usted,
capitán.
ÉTIENNE: No esperaba menos, señor.
PRESIDENTE: Me satisface pensar que no lo decepcionaré. El acusado puede
regresar a su sitio. Siguiente testigo, señor fiscal.
IBELS: ¡Soldado Didier!
PRESIDENTE: Ya ha oído las preguntas que se les ha planteado a los otros
prisioneros. ¿Debo suponer que usted, al igual que ellos, participó en la ofensiva, que
no se negó a avanzar y que, en realidad, avanzó, sin duda, más que nadie en su

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compañía?
DIDIER: Sí, señor, traté de avanzar.
PRESIDENTE: Trató de avanzar. ¿Quiere darme a entender que no lo logró?
DIDIER: Bien, señor, conseguí llegar incluso más lejos que muchos otros.
PRESIDENTE: Explíquese.
DIDIER: Formábamos una fila de tres o cuatro a lo ancho de la trinchera. Yo estaba
apoyado en el espaldón. Cuando sonaron los silbatos, el de delante empezó a
ascender al parapeto. El capitán Charpentier fue el primero y le mataron al instante.
Me llegó el turno y me puse a subir por la escala. En ese mismo momento, me cayó
encima el cuerpo del cabo Valladier. Tiró la escala hacia atrás y a mí con ella.
Valladier pesaba mucho y, tanto él como la escala, se desplomaron sobre mí como
una carga de carbón. Cuando me recuperé y salí del fondo de la trinchera, el ataque
había terminado.
PRESIDENTE: Entonces, ¿nunca llegó a abandonar su posición inicial para el
ataque?
DIDIER: Sí, prácticamente estaba ya fuera.
TANON (interrumpiendo): ¿Tenía los pies sobre el parapeto?
DIDIER: Bueno, casi, señor.
PRESIDENTE: ¿Qué parte de su cuerpo se encontraba sobre el parapeto?
DIDIER: Bueno, ninguna parte de mi cuerpo estaba sobre el parapeto. Como le he
dicho, me hallaba en la escala. Pero de cintura para arriba sobresalía del parapeto.
PRESIDENTE: Pero sus pies pisaban la escala, no el parapeto, ¿es así?
DIDIER: Es que tenían que estar en la escala para luego acceder al parapeto.
PRESIDENTE: Sí, me hago cargo. Sin embargo, lo cierto es que todo su cuerpo
permanecía en el espacio delimitado por los muros de la trinchera, ¿cierto?
DIDIER: No entiendo lo quiere decir, señor.
PRESIDENTE: ¿Acaso no es un hecho que no llegó a salir en ningún momento de su
posición inicial en la trinchera?
DIDIER: Bien, como le estaba diciendo, señor, ya estaba saliendo cuando el cuerpo
de Valladier…
PRESIDENTE: Conteste a mi pregunta. ¿Salió o no salió de la posición inicial en la
trinchera?
DIDIER: Intentaba decirle, señor…
PRESIDENTE: Conteste sí o no.
DIDIER:…
PRESIDENTE: Le repito que me responda.
DIDIER: No.
PRESIDENTE: ¿Alguna pregunta, señor fiscal?
IBELS: No hay preguntas, señor.

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PRESIDENTE: Capitán Étienne.
ÉTIENNE: Me gustaría llamar a varios testigos que describirán las condiciones en
que se encontraba la trinchera de la compañía número 2. Quisiera mostrar que…
PRESIDENTE: Totalmente innecesario. El propio acusado ha confesado que no llegó
a abandonar la posición inicial de la trinchera.
ÉTIENNE: Por eso mismo, quiero probar que…
PRESIDENTE: Petición denegada.
ÉTIENNE: Podría llamar a testigos en relación con la hoja de servicios y
personalidad del acusado, así como…
PRESIDENTE: Ya le he dicho que no se juzga al acusado por su personalidad.
Desearía que se abstuviera usted de sacar a colación todos esos detalles irrelevantes.
El acusado puede regresar a su sitio. Si quiere realizar su alegato, capitán Étienne,
puede hacerlo ahora. Dispone de cinco minutos.
ÉTIENNE: Sí, señor. En ese caso, y antes que nada, considero mi deber protestar,
con el debido respeto, contra el modo en que se ha desarrollado el presente juicio.
Protesto, con la formalidad más solemne, contra el hecho de que no se haya dado
lectura a los cargos imputados. Considero que se trata de una omisión cuya ilegalidad
hace que este consejo de guerra carezca de validez y lo convierta en nulo y sin efecto
alguno. Además, protesto porque no se han tomado notas taquigráficas del proceso.
Ello priva a los acusados del instrumento con que podrían fundamentar una petición
de indulto al presidente de la República.
PRESIDENTE: Olvida usted que la figura del indulto presidencial ya no existe,
capitán Étienne. Fue, precisamente, el aumento de la cantidad de estos casos de
cobardía e insubordinación lo que llevó al presidente a renunciar a su privilegio de
indulto y lo que hizo que se reinstaurasen los consejos de guerra sumarísimos. De ahí
que no hubiera necesidad alguna de tomar notas taquigráficas.
ÉTIENNE: No obstante, señor, quisiera dejar constancia de la gravedad de tal
omisión. Y me gustaría hacerlo más enérgicamente, si cabe, apoyándome en la tercera
objeción que expondré sin mayores preámbulos. Con el debido respeto, aunque no
por ello con un carácter menos oficial, protesto contra el modo en que se ha
interrogado a los acusados, obligándoles a admitir hechos formulados de forma tan
retorcida que no podían conducir más que a su incriminación. Me gustaría llamar la
atención del tribunal acerca de lo terriblemente injusto que ha sido el interrogatorio
de los testigos, así como de las trabas con que se ha encontrado la defensa para
realizar las repreguntas, eso en los casos en que no se ha impedido sin más. Como ya
he explicado con anterioridad, consideraría que no estoy cumpliendo con el deber que
se me ha encomendado a la hora de defender a estos hombres si no elevara
formalmente estas protestas a sus señorías.
»Permítanme, con la venia del tribunal, centrarme a continuación en los hombres
aquí sentados bajo el estigma de una de las peores acusaciones de que puede ser

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objeto un soldado: la de cobardía.
»Caballeros, les aseguro que estos hombres no se comportaron como cobardes.
¡Lo hicieron como héroes! Pertenecen a un célebre regimiento de tropas de asalto, un
regimiento cuyo estandarte soporta el peso de las condecoraciones que una nación
agradecida ha acumulado sobre él, un regimiento al que tengo el enorme orgullo de
pertenecer. Sólo a lo largo del último mes, se distinguieron en la fiera lucha que tuvo
lugar en el Valle de Souchez y los promontorios colindantes, donde tanta sangre
francesa se derramó. Diezmados, exhaustos, somnolientos y traumatizados,
finalmente fueron relevados, más bien lo que quedaba de ellos, hace dos o tres días,
para que pudieran disfrutar de un bien merecido periodo de reposo y renovación de
material. Mientras marchaban en dirección a la zona de descanso, les hicieron
desviarse de su camino y dirigirse al sector del Grano con órdenes de tomar ese
obstáculo notablemente formidable, tan formidable, de hecho, que dos ataques
efectuados hace poco tiempo por tropas de refresco, de refresco, repito, han
fracasado. Sin quejarse una sola vez, dejaron de lado su cansancio y se vieron de
nuevo en las trincheras la misma noche en que tenían que haber estado reponiendo
fuerzas. Se someten durante treinta y seis horas al devastador fuego enemigo. A su
alrededor, la tierra está cubierta por los cadáveres de sus camaradas caídos en ataques
anteriores. El aire está cargado por el hedor de la muerte y resuena con los sonidos de
la muerte.
»La hora cero llega y el bombardeo comienza. El contraataque alemán no se hace
esperar y responde con precisión. Las mortales ráfagas de ametralladora rocían los
parapetos con un fuego tan denso como una impenetrable lluvia. ¿Y acaso ellos
dudan? No, en absoluto. Avanzan hacia el horrendo infierno mientras sus efectivos
disminuyen en número a un ritmo amargamente rápido, cada vez que dan un paso al
frente.
»Férol llega más lejos que nadie, hasta situarse en medio de esa avenida de la
muerte que llaman tierra de nadie. Allí se da cuenta de que está solo. ¿Se espera de él
que ataque el Grano por su cuenta y riesgo? No, nadie osaría pedir algo así a un
hombre, sería demasiado absurdo. Caballeros, ¡el acusado Férol no se comportó
como un cobarde!
»Langlois, portando su médaille militaire y su croix de guerre, se encuentra al
lado mismo de su jefe de compañía, por completo atrapado en su propia alambrada,
que no deja de zumbar ante las balas de las ametralladoras enemigas. El jefe de la
compañía cae muerto, la compañía está hecha pedazos. Como él mismo ha
testificado, no tomó el mando porque no había nada que mandar… excepto los
muertos. Obligado a detenerse, no puede ir más lejos. Caballeros, ¡el acusado
Langlois no se comportó como un cobarde!
»Didier tiene mala suerte, debo admitirlo. Pero ¿es que debemos colgarle la
etiqueta de cobarde porque el cuerpo de un hombre le cayera encima y le dejara fuera
de combate? He querido hacer comparecer a testigos que describieran las condiciones

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existentes en la línea del frente de la compañía número 2, quizá el peor sitio de todo
el sector. Les hubieran dicho que la ofensiva fue literalmente segada como el trigo al
borde de la trinchera por medio de un fuego exterminador. Didier trataba de avanzar
cuando se lo impidió uno de esos accidentes que parecerían divertidos en otras
circunstancias, pero que, en las que nos ocupan, no podría calificarse más que de
horrible. También era mi intención que comparecieran los testigos que habrían
detallado cómo, antes de la ofensiva, llevó a cabo él solo una peligrosa y valiente
misión de patrulla en la alambrada enemiga, que habrían afirmado que era uno de los
mejores en ese tipo de misiones en opinión de su jefe de compañía, tristemente caído
unos segundos antes de guiar con valor a sus hombres en el asalto. Caballeros, ¡el
acusado Didier no se comportó como un cobarde!
»¿Qué más puedo decir…?
PRESIDENTE: Nada. Ya ha sobrepasado su tiempo.
ÉTIENNE: Si me permiten, caballeros. Sé que han exigido tomar medidas
ejemplares. Pero se equivocan en lo que se refiere a estos hombres. Con toda
seguridad, no serán ustedes, honorables jueces de un tribunal de justicia militar,
quienes contribuyan a la grotesca ironía que supone condenar a estos soldados por un
crimen que es la antítesis de las cualidades que en realidad han demostrado poseer y
por las cuales deberían ser condecorados.
»Caballeros, convencido del inquebrantable sentido del deber que anima sus
conciencias como oficiales, del profundo sentido de la justicia que gobierna sus
conciencias como jueces, del inmenso sentimiento de compasión que impulsa sus
conciencias como hombres, pongo los destinos de los acusados en manos de la
generosidad de su alma, seguro de que tres oficiales franceses tan íntegros como
ustedes no creerán posible actuar de un modo que los haría cómplices de lo que
podría convertirse en un horrendo y nauseabundo crimen judicial.
»Gracias por su atención y por su paciencia.
PRESIDENTE: Señor fiscal.
IBELS: Señor presidente y jueces del tribunal. No poseo el don de la oratoria del
que hace gala mi oponente y, si así fuera, no lo utilizaría en este momento, ya que lo
considero, desde el punto de vista de la acusación, innecesario. Los acusados, uno por
uno, han comparecido y han admitido que no fueron capaces de avanzar en un ataque
que les había sido ordenado. En las leyes militares, a eso se le llama, en el mejor de
los casos, cobardía ante el enemigo. Por consiguiente, me limito a pedir al tribunal
que actúe de acuerdo con las medidas previstas en el Código de Justicia Militar, que
declare a los acusados culpables de los cargos imputados y que les imponga la pena
que el mencionado código prescribe.
PRESIDENTE: Acusados, ¡en pie! ¿Tienen algo que decir en su defensa?
(Los acusados miran a Étienne y él habla con ellos susurrando).
ÉTIENNE: El acusado Férol se declara inocente e implora el perdón del tribunal. El
acusado Langlois se declara inocente. Pide al tribunal que tenga en cuenta sus

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condecoraciones. El acusado Didier se declara inocente, alega que está casado y tiene
cuatro hijos, e implora el perdón del tribunal.
PRESIDENTE: Muy bien. Que acompañen a los acusados al puesto de guardia. Doy
por concluida la vista. Ahora el tribunal se retirará para deliberar.

***

Un reducido grupo de hombres se alineaba en el patio de las cocheras del


Château. El sol había descendido tras los edificios y las palomas arrullaban a la
sombra de los aleros. Tres hombres, con la cabeza descubierta y desarmados,
permanecían en posición de firmes. Detrás de ellos, la guardia estaba presentando
armas. Tenían en frente al Fiscal, flanqueado por el secretario del tribunal militar y el
sargento mayor. El capitán Ibels leía algo escrito en una hoja de papel.

En nombre del pueblo francés.

En el día de hoy, en las deliberaciones a puerta cerrada del consejo de guerra


sumarísimo del Château de l’Aigle,
El presidente planteó la siguiente pregunta: «¿Se considera a los soldados Férol,
Langlois y Didier, del regimiento 181 de primera línea del frente, culpables de haber
mostrado cobardía ante el enemigo durante el ataque efectuado por dicho regimiento
sobre el sector de las líneas alemanas conocido como el Grano?».
Tras haberse llevado a cabo la votación de acuerdo con lo marcado por la ley,
por separado y comenzando por el miembro de más baja graduación y terminando
por el presidente del tribunal,
El consejo de guerra declara, por unanimidad, que la respuesta a la mencionada
pregunta es la siguiente: «Sí, los acusados son culpables».
A continuación de lo cual, y a instancias del ministerio fiscal, el presidente
sometió a votación la cuestión de la pena que se debería imponer, llevándose a cabo
la misma de acuerdo con lo marcado por la ley, por separado y comenzando por el
miembro de más baja graduación y terminando por el presidente del tribunal;
El consejo de guerra sumarísimo, en consecuencia, por dos votos a favor y uno
en contra, condena a los soldados Férol, Langlois y Didier a morir fusilados del
modo previsto por el Código de Justicia Militar.
Se ordena al ministerio fiscal que lea sin demora la presente sentencia a los
acusados en presencia de la guardia en armas.

Firmado: Labouchère, presidente del tribunal,


Tanon, Juez,
Marignan, Juez

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***

El sargento mayor del regimiento, Boulanger, había tenido que realizar algunos
preparativos y le quedaban órdenes que transmitir. Había completado su labor de
manera competente y, ahora, en su despacho, daba instrucciones precisas a un selecto
grupo de suboficiales del primer batallón.
—Como ya saben ustedes, el consejo de guerra ha declarado a los acusados
culpables y les ha condenado a morir fusilados. La ejecución tendrá lugar a las ocho
de la mañana, ni un minuto más tarde. El coronel insiste en que todo debe transcurrir
sin el más mínimo tropiezo y, a ser posible, sin retrasos. No hay que apresurarse
innecesariamente, pero no debe haber titubeos. Se me ha encomendado esta misión y
soy la persona responsable de que se cumplan las órdenes y de que no se cometan
errores. Pueden dar por hecho que cualquier queja motivada por la negligencia en el
cumplimiento de su deber, la haré recaer, y con creces, sobre ustedes. Ese deber,
dicho sea de paso, es más que sencillo. Cojan sus cuadernos y asegúrense de que
toman nota de lo que les voy a decir.
»Sargento Gounod, a usted se le confiere el mando de la escolta que conducirá a
los prisioneros del puesto de guardia a los postes de ejecución. Tendrá usted una
guardia de doce hombres armados, con los fusiles cargados, las bayonetas caladas,
cuatro hombres por cada prisionero. Los cuatro tendrán asignado en exclusiva un
prisionero y serán responsables sólo de él en caso de que surja alguna complicación.
Ante cualquier indicio de problemas, los prisioneros serán protegidos de inmediato.
Si el conflicto se alarga demasiado, se disparará al prisionero allí mismo. Si durante
el desplazamiento se produce algún tipo de acción concertada, a todos ellos se les
disparará o se les atravesará con la bayoneta. Pero deberán hacer todos los esfuerzos
posibles para mantenerlos bajo control sin tener que recurrir a dispararles. ¿Está
claro?
»No, los prisioneros no tendrán las manos atadas hasta que no se encuentren en
los postes de ejecución. El coronel desea que no se les inflija ninguna crueldad
innecesaria. Además, de esa forma les resultaría más difícil caminar.
»La escolta no intercambiará una sola palabra con los prisioneros a excepción de
las órdenes. A ustedes se les hará entrega de un litro de coñac, con el que llenarán su
cantimplora. Cuando vayan a por los prisioneros, les darán a cada uno de ellos un
buen trago y un cigarrillo, si alguno así lo quiere. Pero no permitan que beban
demasiado. No olviden que el coñac caerá en estómagos vacíos… completamente
vacíos, si no me equivoco. Después, cuando el destacamento llegue al extremo del
bosque en el que hay que girar en dirección a la plaza de armas, les darán otro trago.
Éste será el último. ¿Está claro?
»En cuanto finalice esta reunión, el sargento Gounod irá hasta el puesto de
guardia y, tomando buena nota del tiempo que necesita, se encaminará hacia la plaza

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de armas a un ritmo un poco menor que el habitual de marcha. Deberá conocer con
exactitud lo que tarda en llegar a la zona central del lugar, cerca de su lado oeste,
junto a los árboles. Ese tiempo, más ocho minutos, es lo que habrá de restar de las
ocho en punto para saber a qué hora saldrá la escolta con los prisioneros del puesto de
guardia. ¿Les ha quedado todo suficientemente claro?
»De acuerdo. El sargento furriel se encargará de organizar dos grupos, uno para
levantar los postes de ejecución en los lugares que yo les indicaré, el otro para cavar
la fosa, una fosa lo bastante grande para los tres cuerpos, en el bosque que hay por
detrás de los postes de ejecución. Estos grupos permanecerán de servicio hasta que
todo el asunto haya terminado. El sargento será el responsable de que haya cuchillo,
soga y tela para vendar los ojos. La soga es para atar a los condenados a los postes.
Las manos quedarán atadas por detrás de ellos con la finalidad de que sus cuerpos
estén sujetos a los postes, y lo harán con suficiente fuerza como para evitar que
caigan en caso de desmayarse o de que sus rodillas cedan. Los soldados de estas
partidas pertenecerán a la compañía número 3.
»Ahora, lo referente a los pelotones de ejecución. Las órdenes son que estén
integrados sólo por soldados del último reemplazo. No, no conozco el motivo, pero
supongo que es para impresionarles infundiéndoles sentido de la disciplina y, quizá,
con el objeto de evitar cualquier problema que pueda surgir al negarse alguno de los
veteranos a disparar a un camarada. Sí, ya sé que los reglamentos establecen que un
pelotón de ejecución debería proceder de un regimiento diferente o, al menos, de uno
de los otros batallones. Pero las órdenes son las órdenes y éstas vienen de la división.
Ellos saben lo que se traen entre manos y, si no lo saben, a nosotros no nos incumbe.
En cualquier caso, eso es algo secundario. Otro punto del que debo informarles es
que el coronel quiere que todo se disponga de tal manera que los pelotones no salgan
de la misma compañía que el hombre al que van a ejecutar. El de Langlois, por tanto,
será de la compañía número 1; el de Didier, de la número 4; el de Férol, de la número
2. Doce hombres y un sargento por cada pelotón; cada pelotón marchará de forma
independiente por la plaza de armas y esperará, apartado, en el extremo más alejado.
Yo los haré ocupar su puesto cuando llegue el momento.
»El regimiento al completo estará en el lugar a las siete y cuarto, formado en
perfecto estado de revista en el extremo oriental. A las siete y media, yo me pondré al
frente de la tropa y la haré formar ocupando tres lados del cuadrado de la plaza de
armas.
»A las ocho menos cuarto, los oficiales harán acto de presencia y ocuparán sus
puestos. Haré que los soldados en formación se giren en dirección al oficial al mando.
»Tan pronto como los condenados hayan llegado al lugar y se les esté atando a los
postes, ordenaré a los pelotones de ejecución que se sitúen en los sitios previstos y
después comunicaré al oficial al mando que todo está preparado. Cuando él dé la
orden, la banda hará redoblar los tambores y, acto seguido, el ayudante leerá en alto
la sentencia del consejo de guerra. Al finalizar esta lectura, los tambores redoblarán

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de nuevo. Un suboficial dará la orden de disparar. Aún no sé si el regimiento tendrá
que desfilar ante los cadáveres o no.
»¿Alguna pregunta…?
»No, no se llevará a cabo ninguna ceremonia de degradación. Al parecer, en las
órdenes de la división se ha pasado por alto y el coronel se piensa aprovechar de ello.
¿Alguna otra pregunta…?
»De acuerdo, ¡rompan filas!

***

—En nombre del pueblo francés… —repitió Langlois.


—Tendría que haber dicho «en nombre de los carniceros franceses» —apostilló
Didier.
—Y pensar que —prosiguió Langlois—, después de todo, nosotros somos el
pueblo francés, tú, yo y Férol, y millones como nosotros.
—No te lo tomes tan a pecho —sugirió Férol—. Es el tercer consejo de guerra en
el que comparezco y jamás han acabado en nada, excepto una temporadita en la
cárcel. Y la cárcel no es, en absoluto, un mal sitio, sobre todo en tiempo de guerra.
Estamos a salvo, nos sacan al patio tres veces al día y nadie nos molesta. Lo único
que hay que hacer es sentarse y esperar. Puede que también nos manden algo de faena
de vez en cuando. Hacedme caso, después de estar a la sombra en Argelia, esto es un
lujo. Amigos, por vuestra forma de hablar, se diría que ha llegado el fin del mundo.
—Bueno, para nosotros sí —intervino Didier—, sólo que tú no lo sabes.
—¿Cómo lo sabes tú? —preguntó Férol.
—Tengo en cuenta los indicios. Para empezar, Langlois está aquí por un sorteo.
Cuando se ponen a sortear estas cosas, ya puede uno ir redactando su testamento.
Después, que Roget me haya escogido a mí. Ha sido listo ese cabrón al quitarme de
en medio tan hábilmente. Creedme, jamás he deseado matar a un hombre, excepto en
la guerra, claro, pero daría lo que fuera por tener a Roget encogiéndose mientras le
apunto con el revólver. ¿Y sabéis lo que haría? Pondría cinco balas de fogueo y sólo
una de verdad. Dispararía las cinco dejando pasar un largo rato entre bala y bala y le
haría morir cinco veces antes de disparar la de verdad…
—¡Vaya, es una gran idea! —exclamó Férol, mientras los ojos le brillaban de
admiración—. ¿Cómo se te ha ocurrido? Tengo que recordarla para cuando salga.
Hay un capullo que…
—Pero ¿es que tu sebosa cabeza no se va a dar por enterada, Férol, de que esta
vez no vas a salir? —replicó Langlois.
—¡Venga ya! ¡Eres un agorero!
—Bueno, ¿es que ese consejo de guerra, si es que se le puede llamar así, no os ha
convencido de que no tenéis la menor posibilidad?
—Para ser sincero, tíos, yo no le he prestado demasiada atención. Estaba

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pensando en si sería capaz de escapar pegando un salto por aquella ventana que tenía
a mi lado. Ya casi me había decidido a correr el riesgo. El capitán estaba dando su
discursito. Miré alrededor de la sala para comprobar si alguien me vigilaba. Y, por
Dios, cuando volví la vista otra vez hacia la ventana, uno de los guardias se había
colocado junto a ella y no me quitaba de encima sus ojos de cerdo.
—Estás loco —concluyó Didier.
Langlois dio por buena la conclusión sobre Férol, y él y Didier se pusieron a
hablar entre ellos.
Estaban inquietos, y mucho, pero, por el momento, no se encontraban realmente
asustados. Se habían liberado de la tensión inherente a un consejo de guerra, de un
desarrollo incluso más hostil de lo que cabía esperar, debido a la rigidez del tribunal,
la cantidad apabullante de uniformes de oficiales y las largas, esbeltas y relucientes
bayonetas caladas de los guardias. Ahora, la mayoría de sus secreciones corporales
funcionaban de nuevo con normalidad y, una vez más, la saliva humedecía unas
bocas que habían estado secas.
Cada uno de ellos intentaba superar al otro con argumentos que probaran que iban
a morir, aunque a la vez estaban convencidos de que vivirían. Reaccionaban con el
curioso instinto que impulsa a los hombres a evadirse de una situación hablando de
ella. Iban acumulando, uno tras de otro, comentarios llenos de desesperanza y sentían
que de ese modo le hacían algún bien a su causa. Conversaron durante una hora o
más en un vano esfuerzo por liberarse de las contradicciones de sus sentimientos.
Sabían que iban a morir y, al mismo tiempo, no se lo creían. O creían que iban a ser
ejecutados y, a pesar de todo, la idea de que algo así pudiera sucederles a ellos era
impensable.
Ese estado de sensaciones contradictorias y enrevesadas se aclaró poco después
de la noche; casi todo el edificio de su inmunidad, tan laboriosamente construido, se
vino abajo, y los dejó, de modo repentino e increíble, en posesión de lo único que
quedaba, es decir, la desesperanza. La aclaración llegó en forma de visita del sargento
Picard, el sacerdote.
—Hijos míos —les anunció—, sois soldados y no necesito andarme por las
ramas. Os traigo malas noticias. Debéis prepararos para lo peor. El coronel me ha
pedido que os lo diga. Ha estado hablando por teléfono con el cuartel general del
ejército. El teniente general estaba cenando y no ha podido hablar con él. Ha
conversado con el jefe del estado mayor, pero le ha explicado que él no tenía
autoridad para intervenir en un asunto de esta índole. El coronel le ha suplicado y,
después, la línea se ha cortado. Dax intentó hablar con él de nuevo, pero cuando
recuperó la comunicación con el cuartel general y dijo quién era, le tuvieron
esperando un rato y, al final, le contestaron que el jefe del estado mayor había salido
y no era posible localizarlo. Dice que entenderéis que, en realidad, no quieren ser
localizados. Lo mismo ocurre en la división.
»Hijos míos, no tengo nada que deciros en este momento. Pero hay algo que

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puedo hacer, y lo he hecho. Os he traído lápiz y papel. Si alguno de vosotros no sabe
escribir, estoy yo para ayudaros. Será igual que en un confesionario… Muy bien, aquí
están los útiles para escribir. Volveré más tarde. Podéis redactar las cartas sin miedo a
la censura, porque me encargaré de que lleguen a vuestras familias. La iglesia, al
igual que el estado, ya lo sabéis, tiene sus propios canales de comunicación.
—Sargento —intervino Langlois—, ¿cuánto tiempo tenemos?
—No mucho, mi pobre camarada, pero creo que, por lo menos, hasta que haya
amanecido.
—¿Por qué lo cree? ¿Está seguro?
—Sí, estoy seguro, porque se ha dado la orden de que todo el regimiento forme en
estado de revista. El estado de revista no tendría sentido en la oscuridad. Además, los
pelotones de…
Picard se contuvo de pronto y se sintió aliviado al oír que Didier ocultaba su
torpeza con una pregunta.
—¿Dolerá mucho, sargento?
—Ni siquiera creo que os enteréis. El dolor lo sentiréis ahora, y no será en el
cuerpo. El… esto… Lo recibiréis como un final deseado para vuestra angustia.
Volveré para auxiliaros a lo largo de esas horas, si puedo.
—Sargento —pidió Férol—, tráiganos tabaco, ¿le importa? Y no olvide también
las cerillas.
El sargento Picard se fue.
«Ninguno de ellos me ha llamado “padre” —observó, hablando consigo mismo
—. Más adelante, quizá…».
Didier estaba sentado en las tablas y escribía una carta a su mujer. Las palabras, al
principio, surgían con mayor lentitud del lápiz que de su lengua.
Empezó por el principio y le contó la historia de la patrulla, su acuerdo con
Roget, el ataque sobre el Grano y todo lo que ocurrió después con una velocidad
desconcertante. Llegó a estar tan inmerso en la enumeración de acontecimientos
militares de su relato que, a veces, el estilo se deslizaba hacia el tono de un informe
oficial. Era su defensa lo que estaba redactando, la defensa de la que le habían
privado. De cuando en cuando, lo injusto de todo lo que había sucedido le abrumaba
y las palabras aparecían en avalanchas de indignación, casi histéricas en su denuedo
por transmitir la sensación de ultraje. Después venía, con más calma, un intervalo de
pesadumbre; y no se puede decir que sus ideas se estructurasen de una forma algo
farragosa sólo porque expresara la pena en términos de amor por las menudencias que
tenía en los bolsillos, esas menudencias que una mujer envía a su marido al frente.
Daba instrucciones detalladas del modo en que deseaba que se criara a sus hijos, de
qué pasos debían seguir. En la frase siguiente, dejaba todo eso en manos de su mujer.
Hablaba con dignidad y orgullo de su propia vida y de su trabajo. Siempre había sido
un hombre de carácter y quería que su mujer preservara su reputación entre los
amigos y conocidos, más en beneficio de sus hijos que del suyo personal. Le aseguró

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que jamás se había comportado como un cobarde. Lo fusilaban sólo para dar ejemplo.
Nunca había tenido suerte y se resignaba a su destino. Después de todo, Francia ya
estaba llena de niños sin padres y de viudas. Le prometió que haría frente al pelotón
de ejecución como un soldado valiente. Ni ella ni los niños debían agachar la cabeza
avergonzándose de él. Volvió a los objetos que tenía en los bolsillos y que había
extendido ante él, la bolsa de tabaco, una carta, un mechón de pelo, todo ello de su
amada Annette. Entonces, sintiéndose abrumado de repente, terminó la carta sin más:

«¡Cómo te quiero, amor mío! ¡Y cómo estoy llorando!», y Didier lloró, en


silencio, volviendo la cabeza para que los otros no pudieran verlo.

***

La carta de Langlois:

Desde el frente.

Querida esposa:

¿Por dónde podría empezar a contarte lo que me ha ocurrido? Es demasiado


cruel, pero cuando leas esta carta, ya estaré muerto, caído ante las balas de un
pelotón de ejecución francés. Me siento perdido y solo. Debes perdonar mis
incoherencias. Las ideas y los sentimientos me brotan con tanta rapidez que las
emociones terminan dominándome.
Si el sargento Picard o el capitán Étienne te visitaran, has de creer lo que te
digan. Eran amigos y Picard es el cura que ha prometido encargarse de que recibas
esta carta. El coronel Dax, eso creo, también era mi amigo, aunque más lejano. Ellos
te contarán cómo se ha desarrollado todo. Para ser breve, esto es lo que ha pasado.
Esta mañana fracasamos a la hora de lograr nuestros objetivos. Parece que hace
siglos ya. No fue culpa nuestra. Ningún ser humano hubiera sido capaz de avanzar a
través de un fuego así. Alguien ha querido que se diera ejemplo, y yo soy uno de
ellos. Hay otros dos además de mí. Nos han formado un consejo de guerra y nos
fusilan por la mañana. Nos han acusado de cobardía y el consejo de guerra ha
funcionado como una apisonadora. No me comporté como un cobarde, te lo juro.
Pero querían dar ejemplo. No digo que no tuviera miedo. Todos lo teníamos.
¡Oh, mi amor! ¡Mi vida! Palabras, palabras, ¡qué penosamente insuficientes me
resultan! El presidente del tribunal era un coronel, un tal Labouchère, y su nombre
suena a lo que es, un carnicero, aunque supongo que lo que hacía era cumplir con su
deber.

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La velocidad con que pasa el tiempo me aturde. En cualquier momento puedo oír
los pasos de los guardias que vienen a por nosotros. No, eso no es cierto. Todavía es
de noche y no nos fusilarán antes del amanecer. Les hace falta la luz para apuntar.
Es tan difícil ser honesto, sobre todo en los momentos críticos. Lo que quiero decir es
que me siento como si pudieran venir en cualquier momento. La verdad es que aún
me quedan unas horas de vida. Pasarán despacio y deprisa al mismo tiempo. Me
noto entumecido por dentro, igual que si tuviera los intestinos llenos de plomo.
Pronto lo estarán de verdad. Perdona este sarcasmo barato y cruel. Quizá, mientras
te escribo, sea capaz de controlarme un poco. Trataré de no infligir a tu corazón el
dolor que siento porque, cuando tú sepas de él, el mío ya habrá terminado para
siempre. Jamás hubiera imaginado que el tiempo pudiera ejercer una presión tan
terrible.
¿Qué será de ti, mi amor? ¿Qué será de esa nueva vida que ya debe de agitarse
dentro de tu cuerpo, ese cuerpo que he amado tanto y que no volveré a ver nunca?
Pero no es en tu cuerpo en lo que pienso ahora. Sintiéndome, en estos momentos, un
ser medio incorpóreo, he perdido toda inclinación a la sensualidad. Por el contrario,
mi mente trabaja con una intensidad tal que está a punto de estallar. Mi añoranza
por ti es una angustia que a duras penas puedo soportar. Hasta el último átomo de
mi ser se pone en tensión ante tu recuerdo en un lastimero y desesperado intento por
traerte junto a mí para que podamos consolarnos el uno al otro. Pero estoy solo, y mi
única forma de comunicación consiste en dejarte esta triste carta para que la leas
cuando yo haya desaparecido.
En ese punto reside, creo, la brutalidad de la muerte: la repentina incapacidad
para comunicarse. Dentro de mí crece la ira y me pregunto si acabaré volviéndome
loco. Entonces siento la necesidad de decirle a la vida lo que pienso de ella, ahora
que voy a partir de sus dominios. Luego me doy cuenta de lo inútil que sería, y la ira
remite y floto por unos instantes en un sereno océano de tolerancia y resignación.
Acaba de ocurrirme y no he escrito nada durante los veinte minutos anteriores a
completar esta frase. Estaba en una especie de trance, supongo. He observado a
Didier mientras redactaba su carta. He observado a Férol, tumbado en su rincón,
fumando sin inmutarse, como si tuviera todo el tiempo del mundo por delante. Bueno,
el caso es que lo tiene, aunque no parece darse por enterado de la forma que va a
adquirir. Envidio su fatalismo. Siempre he pensado que yo también lo poseía, pero el
suyo da la sensación de funcionar, el mío no.
Ahora, de pronto, la amargura regresa. Esta vez la trae la visión de una
cucaracha que explora las grietas del suelo en el puesto de guardia. La cucaracha
estará viva, explorando como siempre ha hecho, cuando yo esté muerto. Esa
cucaracha tendrá la posibilidad de comunicarse contigo, una posibilidad que a mí, a
tu marido, le han robado: la posibilidad de comunicación que supone la vida.
Ayer, sin ir más lejos, antes de la ofensiva, hablaba con los soldados. Les decía
que yo no tenía miedo de morir, sólo de que me mataran. Era verdad, y lo sigue

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siendo, aunque sé que soy capaz de enfrentarme al pelotón de ejecución sin flaquear.
Pero ahora he aprendido que el temor a una cita con la muerte es algo real y
terrible. Y pensar en ti, amor mío, es lo único que me da fuerza para vivir estas
horas.
La injusticia que rezuma todo este asunto me resulta tan obvia que no deseo
extenderme al respecto. No cabe duda de que me encuentro en un estado de violenta
rebeldía contra ella. Pero es la injusticia que te hacen a ti la que provoca que me
exalte si me detengo a pensarlo más de la cuenta. Aquí estamos, dos seres humanos
que nunca le han hecho daño a nadie. Nos amamos y hemos creado juntos, a partir
de dos vidas, otra nueva, una vida que es nuestra, sólo nuestra, que es nuestra más
preciada posesión, algo hermoso y que nos llena, intangible, pero más real, más
necesario que cualquier otra cosa en la vida. Hemos dedicado nuestros esfuerzos y
nuestra inteligencia a construir, a expandir y a mantener el armazón en su sitio. De
repente, alguien irrumpe sin el más mínimo cuidado, sin siquiera saber quiénes
somos, y en un instante transforma nuestra relación exclusivamente personal en una
horrible ruina, destrozada, que se desangra y se retuerce de dolor.
Dulce y adorada mitad de mí mismo, estoy divagando. No diré, no puedo decir,
todo lo que siento o pienso. Si pudiésemos estar el uno en brazos del otro, si
tuviésemos la oportunidad de mirarnos a los ojos, no necesitaríamos ningún otro tipo
de comunicación. Pero no soy capaz de poner fin a esta carta. Es mi único medio
para hablarte. Cuando acabe, y tarde o temprano tendré que hacerlo, el silencio, de
acuerdo con mis creencias, será eterno. ¿Vas a reprocharme que trate de prolongar
una conversación que ya no podrá reanudarse jamás? ¿Vas a reprocharme que
intente retrasar una despedida que será para siempre? ¿Vas a reprocharme que
intente expresar mi incapacidad para expresarme?
Te quiero tanto.
Me tocó en un sorteo. El sargento mayor hizo una chapuza, así que hubo que
repetirlo. Fue la segunda vez cuando me eligieron a mí. Una simple confusión de
números y aquí estamos, tú y yo, sometidos a esta tortura. No trato de entenderlo.
Por favor, por favor, habla con un abogado y que investigue mi caso. Tu padre te
ayudará. Utiliza toda la influencia que puedas, pide dinero prestado, si es necesario,
recurre a las últimas instancias judiciales, al mismo presidente. Haz que mis asesinos
paguen por su crimen. No tengo perdón en mi corazón para ellos, quienesquiera que
sean, sólo venganza, un profundo deseo de venganza que dejo en tus manos como un
deber que tienes que cumplir.
¡Cómo te amo, mi vida! Tengo en la mano la cartera que me diste. La estoy
tocando. Es un objeto que has tocado tú. Haré que te lo envíen. La beso por todas
partes, triste tentativa de transmitirte mis besos. Pobre, desgastado y grasiento
trocito de cuero. Qué brote de amor emana de mí y se derrama sobre este triste
objeto, el único vínculo, trágico, personal, que me une a ti. Se me saltan las lágrimas
y no puedo contenerlas. Se vierten por la cartera y le dan un aspecto aún más

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endeble y feo del que tenía. Cómo me alegro de no haberme traído tu fotografía.
¿Recuerdas, cuando me la diste, cómo lloré por lo bella que era y la expresión tan
triste que tenías? Tenerla ahora aquí conmigo me mataría, pero a pesar de ello, no
apartaría los ojos de ella.
Los límites de mi alma parecen estallar. Me ahogo de pena y de melancolía. Férol
sigue fumando. Didier ha terminado su carta y yo tengo que ir dejando la mía; así no
me debilitará el pensar en ti.
Adiós, mi vida, mi amor, mi querida esposa. Sé valiente. El tiempo te ayudará.
Ahora consigo controlarme. Ya no tengo miedo. Me enfrentaré a las balas francesas
como un francés. El sacerdote acaba de regresar. Cómo te amo, cómo te necesito. Mi
amor, siempre te he amado, siempre te he necesitado. Me has dado todo lo que podía
satisfacerme. Adiós, adiós. Ya no me importa si va a ser niño o niña. Puede que lo
mejor es que sea un niño, porque tu sufrimiento al leer esta carta será mucho mayor
que el mío al escribirla. Todo mi amor es sólo para ti…

***

El sargento Picard, el sacerdote, volvió al puesto de guardia poco después de


medianoche. Reunió las cartas de los prisioneros y las metió cuidadosamente en uno
de sus bolsillos interiores.
—¿Tú no tienes ninguna? —le preguntó a Férol.
—No.
—¿Nadie a quien escribir? ¿Ningún familiar? ¿Ni siquiera un amigo?
—Sí, tenía una amiga —recordó Férol, todavía tirado en su rincón—. Era puta en
Marsella, pero he olvidado su nombre.
—Así que tu mejor amiga es una puta cuyo nombre se te ha olvidado —señaló el
cura. Lo dijo con compasión y con un tono reflexivo—. Pobre diablo.
—Puede ahorrarse su lástima —indicó Férol—. La mejor amiga de un hombre
suele ser una puta. Mejor que muchas esposas de las que he visto.
—Cierra esa sucia bocaza —explotó Didier.
El sacerdote percibió un extraño brillo en los ojos de Didier y decidió que se
trataba de lágrimas secas.
—De acuerdo —asintió Férol—. No era nada personal.
—Mejor que no lo sea o yo le haré el trabajo al pelotón de ejecución aquí mismo.
—No te rasgues las vestiduras —aconsejó Férol en un tono no exento de
afabilidad—. Tampoco te queda mucho tiempo para llevarlas puestas, de todas
formas, y no van a tardar mucho en necesitar unos remiendos. ¡Ja, ja!
Férol estaba encantado con su propio ingenio.
—Déjale en paz —ordenó el sacerdote.

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El puesto de guardia se quedó en silencio durante unos minutos, excepción hecha
del monótono ritmo de Langlois al pasear de un lado a otro, darse media vuelta,
caminar, y darse media vuelta…
El sacerdote deseaba plantear el tema de la confesión y de la extremaunción, pero
no tenía muy claro cómo abordarlo. Tampoco daba la impresión de que los hombres a
los que irían destinados dichos ritos estuvieran demasiado dispuestos a facilitarle la
labor. Sentía que la actitud de los tres era amistosa hacia él en cuanto hombre, pero
hostil en su condición de sacerdote. Decidió rezar una oración en voz alta.
—¡Santa María, llena eres de gracia! El Señor está contigo…
—¡Eh, sargento! Espere un segundo —interrumpió Didier—, es usted un buen
tipo y un camarada y todo eso. Pero no empiece a soltar ese rollo aquí. No quiero ni
oírlo, ¿lo entiende? Si los otros lo desean, váyanse a un rincón y dígalo en voz baja. A
mí me pone enfermo.
—Didier —replicó el cura, y había cierta severidad en su tono de voz—, me
parece muy bien que no seas creyente, si no quieres serlo, pero deberías tener el
suficiente respeto por mis sentimientos y mi ministerio como para no blasfemar.
—¡Usted y su ministerio! ¡Usted y su Jesucristo! En buen lío nos ha metido. Me
hace usted reír. Me hace vomitar.
—No, no, hijo mío. No sabes lo que estás diciendo…
—Sí, ¡claro que lo sé! ¡En nombre de Dios! Y digo que Dios y todas sus obras no
son más que mentiras… y también le digo que si no deja de decir chorradas, yo le
obligaré a hacerlo.
Didier miró con furia al cura y agitó, con un ligero temblor, la mano en dirección
a él. Langlois y Férol observaban a Didier, sorprendidos por su repentina pérdida de
compostura.
—No tienes derecho a privar a tus camaradas del consuelo que puedo ofrecerles.
—Pues deje de perder el tiempo. Adelante con su consuelo, si es lo que quieren.
¡Dios! ¡Cristo! Demonios digo yo que son…
Didier se calmó y sus palabras se convirtieron en murmullos.
El sacerdote pasó por alto aquel arrebato y aceptó la sugerencia que conllevaba, a
pesar de su irreverencia. Se dirigió a Férol.
—Hijo mío, ¿te gustaría confesarte?
—No, no me gustaría. Además, nos llevaría demasiado tiempo.
—Nunca es tarde para arrepentirse.
—Bueno, esperaré un poco más. Ya he esperado durante más de treinta años.
—¿Acaso no crees en Dios y en Jesucristo, su único hijo, quien…?
—Puede que creyera en otro tiempo. No me acuerdo. Pero ahora lo único que me
apetece es un buen trago de coñac. Eso me vendría mejor que todos los únicos hijos
de la creación.
—A pesar de ti mismo, y en el nombre del Redentor, perdono tu estúpida
blasfemia.

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—Y yo le perdono a usted por no haberme dejado echar una cabezadita.
Langlois seguía dando vueltas cuando el cura se aproximó a él y se puso a andar
con el mismo paso. Didier, sentado contra la pared, los observó ir de un lado a otro;
esbozaba una mueca de burla.
—Por favor, por favor, padre —soltó Langlois antes de que Picard tuviera ocasión
de comenzar—. Es del todo inútil y no quiero herir sus sentimientos. Me crié como
católico. Sé con exactitud lo que va a decir. Respeto su fe, pero no es el momento de
que me obligue a aceptarla. No me sirve de nada.
—Pero, hijo mío, eres un hombre inteligente y culto. Seguro que tu mente está
abierta a la razón…
—Precisamente, padre, y las historias de las que usted habla no son razonables.
Sólo son supersticiones. Supersticiones de una cruel ironía, teniendo en cuenta las
circunstancias.
A Langlois le salió una sonrisa levemente amarga y luego prosiguió:
—No puede hacer nada por mí. Por favor, compréndalo. Lo digo con toda la
buena intención, al igual que sé que también usted la tiene. Pero esta noche debo
vivirla solo. Si mi mujer pudiera estar conmigo…
Las lágrimas afloraron a los ojos de Langlois y avivó el paso por unos instantes.
Impotente, lleno de una profunda tristeza, perplejo, el sacerdote se separó de
Langlois y se fue hasta el centro de la estancia. Se arrodilló en el cemento y empezó a
repetir la absolución general en voz alta.
Didier le observó durante un corto tiempo, después se levantó despacio y avanzó
con determinación hacia el hombre arrodillado. Langlois dio la vuelta en su caminar
justo a tiempo para ver la violenta patada en el estómago que Didier le propinó al
cura.
—¡Basta ya! —chilló Didier, para después abalanzarse sobre la encogida figura
del sacerdote—. ¡Fuera de aquí, cerdo enlutado y llorón, y llévate tus murmullos
contigo!
Comenzó a arrastrar al cura hacia la puerta, mientras gritaba a los guardias que la
abrieran. Langlois se recuperó de su sorpresa por la violencia y la ira del ataque
sufrido por Picard y se echó sobre Didier por detrás de él. Cayeron como un fardo
encima del cuerpo postrado del sacerdote y, al hacerlo, derribaron un orinal. Didier
logró zafarse de Langlois, se incorporó hasta quedar de rodillas y le arreó un
puñetazo que lo dejó fuera de combate. Langlois cayó de espaldas, tambaleándose
sobre las pantorrillas, con la boca abierta de par en par y sangrando, y finalmente se
desplomó hecho un ovillo. Férol se sentó y empezó a mostrar un interés de espectador
en la reyerta. Se preguntó qué pasaría después.
Didier no dejaba de gritar:
—¡Abrid la puerta! ¡Por el amor de Dios! ¡Vosotros, cerdos, sacad a este buitre de
aquí!
Se había apartado un paso de la puerta y ahora estaba de pie sosteniendo el orinal

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vacío por encima de la cabeza.
La puerta se abrió de golpe, cediendo a la presión de la guardia, que entró a toda
prisa. Didier les arrojó el pesado recipiente a la cara y dos hombres se fueron al suelo.
Didier chillaba a pleno pulmón. Parecía un demente y también actuaba como tal, ya
que llegó a arremeter contra la sólida masa de hombres que se arremolinaban en el
pasillo. Arremetió sin importarle los cañones de los fusiles, sin importarle las
bayonetas en posición de ataque. Al parecer, los soldados tenían órdenes concretas,
porque alzaron las bayonetas de tal manera que no pudieran herir a Didier; después le
obligaron a regresar al calabozo a culatazos.
Didier peleaba de una forma desesperada, arañando, dando puñetazos, patadas…
un poco de espuma asomaba en su boca.
De repente, sintió un agudo dolor por encima de la rodilla, comenzó a caer y, un
instante después, se desmayó. Había recibido, al mismo tiempo, un culatazo que le
rompió la pierna y un golpe similar en la cabeza que le dejó sin sentido.
Una vez reducido Didier, los guardias se reagruparon, cogieron del suelo al
sacerdote, que estaba inconsciente, y se lo llevaron sin mirar a Langlois, que seguía
tirado sobre el pavimento, ni a Férol, que todavía estaba sentado en su rincón,
lamentándose porque la diversión parecía haber llegado a su fin.

***

A las cuatro menos diez de la madrugada, Didier empezaba a volver en sí. A las
cuatro en punto, ya había recuperado lo suficiente la consciencia como para proferir
alaridos de dolor.
Entró el sargento de guardia y vio que algo sucedía con la pierna de aquel
hombre, y sucedía mucho, la verdad, ya que daba la impresión de haber desarrollado
una articulación extra a medio camino entre la rodilla y la cadera. El sargento salió y
envió a un mensajero a buscar al médico.
Tres cuartos de hora más tarde, el médico hizo su aparición. Era joven, tenía
sueño y se mostraba molesto. Miró a Didier y se dio cuenta, a primera vista, de que
tenía el fémur izquierdo completamente fracturado.
—¿Es que no podías haberte esperado unas horas? —se lamentó, pensando en su
sueño interrumpido—. No sabéis comportaros con propiedad. Os da por romperos
una pierna justo antes de que no os vaya a servir para nada nunca más.
Didier no llegó a oír aquella burla, porque sus oídos estaban ocupados por el
estruendo que tenía lugar en su propia cabeza. Férol y Langlois se acercaron y
observaron al médico cortar la pernera del pantalón. Lo hizo con rudeza y Didier se
puso a gritar de nuevo.
El doctor dejó de cortar y se fue a por su equipo. Extrajo una jeringuilla
hipodérmica llena, la sostuvo en alto e hizo salir las burbujas de aire y varias gotas,
luego palpó el pecho de Didier en busca de un punto adecuado y le inyectó la dosis.

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Sacó un lápiz de tinta indeleble del bolsillo, humedeció la punta con la lengua y pintó
en la frente de Didier varios símbolos, por los que los iniciados sabrían que se le
había administrado un cuarto de gramo de morfina a las cinco.
—¿Cómo ha sucedido? —le preguntó al sargento.
El sargento se lo contó.
—¡Vaya! —exclamó el médico—. Busque por ahí y tráigame algo que me sirva
para entablillar.
Los gritos de Didier habían ido calmándose hasta convertirse en gemidos. Notaba,
con cierta vaguedad, que algo iba partiendo de su interior, sin prisa, con placidez,
disipándose como un paisaje que se va borrando tras un banco de niebla. No tenía
tiempo de distinguir, ni siquiera lo intentó, si el relajante borrado que se estaba
operando en su interior era mental o físico. Sólo sabía que le hacía sentirse bien. Y,
acto seguido, se desvaneció.
Cuando el sargento regresó con la tablilla, el médico ya había terminado de cortar
la pernera del pantalón de Didier y le había puesto en su sitio el fémur, tirando de sus
dos extremos con una enérgica sacudida. Cogió la tablilla y la sujetó con las polainas
de Langlois, que se hallaban convenientemente a mano.
—Esto servirá —afirmó mientras se incorporaba y recogía su material—. Por
supuesto, no puede ponerse de pie con el fémur roto. Tendré que informar al coronel
y les haré saber lo que me comunique. A propósito, que vengan dos hombres y
limpien bien todo esto. Huele que apesta.
Una hora más tarde, más o menos, el médico estaba de vuelta.
—¿Cómo está? —preguntó al sargento.
—Tranquilo, señor. Parece que duerme.
—Es la morfina. Espero no haberle dado demasiada.
—¿Qué hacemos con él, señor?
—He hablado con el coronel para contarle lo sucedido. Estaba furioso con usted
por haber permitido que ocurriera algo así.
—Por Dios, señor, no pude evitarlo. Ese hombre luchaba como si se hubiese
vuelto loco.
—Ya lo sé, ya lo sé. Pero ¿por qué no completó el trabajo, ya que estaba en ello?
De cualquier modo, el coronel llamó a la división y sacó al general de la cama.
Intentó posponer la ejecución de este tipo. Fue una conversación breve y no
demasiado agradable, por lo que me pareció entender, y el general le colgó. El
coronel estaba que echaba humo. Lo único que me dijo fue: «El general ha dicho que
el oficial médico sabrá cómo poner a este hombre de pie para que pueda estar frente
al pelotón de ejecución. Adelante, ocúpese de ello, ¡si es capaz!».
»Por supuesto que no soy capaz. No sé hacer milagros. No tendremos más
remedio: he pedido que me envíen una camilla. Es plegable, de las únicas que hay.
Tienen que clavar un sólido travesaño en ambos extremos, justo debajo de las andas.
Colóquenle encima y asegúrenle bien pasando la soga por debajo de las axilas y sobre

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el travesaño para que no se caiga cuando pongan la camilla en posición vertical.
Háganlo en cuanto llegue la camilla, mientras él está todavía bajo los efectos del
narcótico. Lo más probable es que yo esté aquí cuando se vayan y podré
acompañarles. Pero si no estoy, ustedes se ocuparán de hacerle volver en sí, en caso
de que siga inconsciente. La mejor manera es darle una buena bofetada. Si no
reacciona, le dan un par de golpecitos con el pulgar aquí mismo, ¿lo ven?, en la zona
que está descolorida e hinchada. Eso le hará despertar. Por algún motivo que se me
escapa, a un hombre al que se va a ejecutar, antes hay que tenerlo consciente. Ahora
voy a ver si puedo terminar de dormir…
—Doctor —intervino Langlois, con una voz al borde del temblor—, ¿será muy
doloroso? Supongamos que sólo nos hieren…
—Para eso está el sargento mayor —respondió el médico, y se fue.
—¡Vaya un pájaro! —exclamó Férol.
Langlois esbozó una sonrisa idiota.

***

El sargento llegó al puesto de guardia con una comitiva que se había visto
engrosada por ocho camilleros. Escogió a cuatro de ellos y entró en la zona de los
prisioneros. Langlois y Férol estaban de pie, esperándolo. Didier yacía en su camilla,
semiinconsciente.
—Bien —anunció el sargento Gounod, y no fue capaz de decir nada más durante
un buen rato. Langlois y Férol le miraban. Él los miraba a ellos, y lo que veía era dos
animales aterrorizados y acorralados.
—Bien —repitió Gounod—, manos a la obra. De nada sirve perder el tiempo.
—Sí —ironizó Langlois—. Rápido, rápido. ¿Adónde?, ¿está lejos? Vayamos
corriendo, ¿qué le parece?
Langlois sonreía y a Gounod no le quedó más remedio que apartar la mirada.
—¡En nombre de Cristo! ¿No nos ha traído algo de beber? —preguntó Férol.
—Por supuesto —contestó Gounod, aliviado al ver que la conversación no
continuaba en la peligrosa dirección que daba la sensación de haber tomado—. Casi
se me olvida. Aquí tenéis.
Férol echó un trago de la cantimplora, un trago tan largo que Gounod tuvo que
quitársela de las manos.
—Deja algo para los demás, ¿no te parece?
—Sí, supongo que para los sargentos, como siempre.
Gounod no dijo nada y le pasó la cantimplora a Langlois.
Langlois bebió un poco y lo tragó con esfuerzo. El coñac descendió despacio,
creando una cálida columna por el centro de su helado y trémulo cuerpo, pasando
junto a su palpitante corazón, donde comenzó a expandirse hacia los lados.
De pronto, todo el líquido le volvió a la garganta y lo vomitó por la nariz y la

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boca. Se quedó sorprendido por lo inesperado de la reacción, con el coñac goteándole
por la cara y las lágrimas cayéndole de los ojos.
—No puedo aguantarlo —señaló, y sonrió una vez más a través de sus acres
babas.
—Vale, pues déjaselo a alguien que pueda —propuso Férol. El sargento Gounod
volvió a mirar para otro lado.
—Aquí tenéis tabaco —anunció el sargento.
Cogieron uno cada uno y Gounod les dio fuego. Langlois temblaba de tal modo
que al sargento le resultó difícil mantener la cerilla cerca de él.
Gounod se acercó a Didier y se inclinó para ofrecerle un trago, pero Didier, que
dio la impresión de comprender el gesto, apartó el rostro de la cantimplora.
—Dámelo a mí, entonces —indicó Férol—. Lo necesito. El último trago no me
supo a nada.
Gounod le dio otro trago y le observó mientras se introducía en los pulmones una
profunda calada del cigarrillo.
—Venga —le conminó Gounod—. Tenemos que ir pensando en irnos. Coged la
camilla, ¡allí! Vamos, vosotros dos, tened valor. Pronto habrá acabado todo y estaréis
en un lugar mejor que éste.
Los camilleros levantaron a Didier y le sacaron fuera. El sargento de la guardia
que allí estaba, al ver que tenía los ojos cerrados, le dio un par de bofetadas secas y
rápidas cuando pasaba. Didier abrió los ojos.
Férol salió inmediatamente detrás de la camilla. Había ido acumulando cierta
cantidad de gases en su interior y, en el momento en que pasaba junto a la guardia, los
dejó en libertad.
—Esto es lo que pienso de vosotros —confesó, satisfecho por su sincronización.
Nadie llegó a reírse.
Langlois salió después de Férol. Cómo amaba el puesto de guardia… su último
hogar sobre la tierra. Dispuso los labios para silbar, pero no emitió más que un
suspiro.
—Oh, amor mío…

***

El regimiento, como es habitual en el caso de los desfiles y, si se ha de creer a los


historiadores, rara vez sucede en los ataques, estaba preparado antes de que hubiese
llegado la hora.
Allí estaba el sargento mayor del regimiento, Boulanger, ocupado, competente,
como suelen ser los sargentos mayores, con ese aire que también poseen los
camareros jefes, ocupados, competentes, o al menos ésa es la sensación que dan, si es
que de verdad son buenos camareros jefes.
Allí estaban los pelotones de fusilamiento, formados en el lado más alejado del

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lugar por el que habían accedido a la plaza. Miraban los postes de ejecución y se
miraban unos a otros. Miraban al sargento mayor Boulanger y en dirección a la
entrada del lugar. Ellos mismos eran observados por el regimiento. El regimiento los
miraba como si de hombres ajenos se tratase. Había curiosidad, intensa curiosidad, en
muchas de aquellas miradas.
Allí estaban el sargento furriel y los grupos a su cargo, cerca de los postes de
ejecución. Iban de un lado para otro, intranquilos, hablando en voz baja,
inspeccionando y volviendo a inspeccionar los postes, las sogas y las telas para
vendar los ojos que Boulanger ya había revisado y considerado adecuadas.
Allí estaban los postes, espaciados y perfectamente alineados. Tenían un aire
desolador, solitario y algo absurdo. Y parecían absurdos, no cabía ninguna duda,
porque también eran un elemento extraño. Tres postes de aquellas características no
solían estar muy bien vistos dentro de los confines de un área de operaciones
militares. Daban la impresión de no encajar, aspecto que quedaba reforzado, quizá,
por los pequeños montículos de tierra fresca en los que hundían su base. Habida
cuenta de lo que se iba a llevar a cabo allí, tanto por su textura como por su forma los
postes parecían diferentes de los normales. Ni uno solo de los hombres presentes
podría explicar la diferencia, pero todos la sentían.
La plaza de armas había cobrado vida mediante cierta clase de electricidad, la
electricidad de las miradas de los soldados que no cesaban de ir de un lado a otro, de
los postes al sargento mayor, de la entrada de la plaza a los pelotones de ejecución.
A pesar de la orden del sargento de no apresurarse, se percibía en todo el mundo
una tendencia a adelantar o anticipar el tiempo. También en Boulanger, que a las siete
y veinticinco ya estaba ante el regimiento, en el centro de la plaza, gritando órdenes.
Durante varios minutos, hizo maniobrar a aquella masa azul para que ejecutara
correctamente los movimientos adecuados, hasta que la tuvo formada como deseaba.
Se trataba de un cuadrado de dos hileras de soldados en tres de sus lados, con su base
ocupada por el primer batallón; el cuarto lado del cuadrado quedaba vacío, excepción
hecha de los tres postes de ejecución, los hombres que se situaban cerca de ellos y las
alargadas sombras de primera hora de la mañana proyectadas por unos y otros. El
sargento mayor puso al regimiento en posición de descanso y se dirigió hacia los
pelotones de ejecución.
Pasó revista a los pelotones con gran atención, mirando a cada uno de los
soldados a los ojos, como si quisiera calibrar su capacidad para realizar el trabajo que
le aguardaba. Inspeccionó los fusiles con igual detenimiento y llamó la atención de
dos de los hombres para que ajustaran los puntos de mira de sus armas. Dio la orden
de cargar e inmediatamente después la de descargar. Treinta y seis balas cayeron al
suelo; entonces Boulanger tuvo la seguridad de que los tambores de las armas se
volverían a cargar automáticamente, de modo que ningún hombre podría eludir su
deber dejando la suya sin munición. Después se dirigió a ellos:
—Tienen un deber que cumplir. Es igual que cualquier otro deber en el ejército y

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debe llevarse a cabo como es debido. Cuanto mejor lo hagan, más fácil resultará todo
para los condenados. Ustedes no estarán a más de siete metros de los postes. Apunten
al pecho de los prisioneros y disparen cuando el suboficial dé la orden. ¡Atención!
¡Carguen!
Treinta y seis proyectiles volvieron a alojarse en los cargadores con un clic. Los
oficiales ya llegaban a la plaza en grupo. Boulanger llamó al orden a los soldados,
luego fue a encontrarse con el coronel y le comunicó que todos se encontraban
presentes y en perfecto estado.
El coronel Dax hizo que el regimiento volviera a la posición de descanso y le hizo
señas al sargento furriel para que se aproximara.
—Ya sabe, sargento —le informó—, que un hombre se ha roto la pierna y estará
en una camilla. ¿Puede usted colocarle en la adecuada posición vertical en el poste?
—Sí, señor.
—Bien, asegúrese de ello. No quiero que ocurra nada desagradable.
Dax miró su reloj.
—Que los oficiales vayan a sus puestos —ordenó.
El grupo se puso en movimiento, comenzó a disgregarse; sus componentes se
dispersaron y se distribuyeron a lo largo de la línea formada por los tres batallones. El
coronel Dax echó a andar arriba y abajo con el ayudante.
—Esto lo hace aún más duro, un día tan espléndido —se lamentó—. ¡Pobres
tipos! ¡Qué temible tortura!
Herbillon no dijo una palabra. Lo que le preocupaba era leer la sentencia del
consejo de guerra. Se sentía incómodo y tenía miedo de no poder controlar la voz.
También estaba obsesionado con la idea de que una vez acabada la lectura, a los
prisioneros sólo les restarían unos segundos de vida. Aquello parecía imponerle una
responsabilidad, una responsabilidad que rozaba lo atroz.

***

Los prisioneros y la escolta se detuvieron junto al grupo de árboles próximo a la


entrada a la plaza de armas, mientras sacaban de la ambulancia la camilla de Didier.
Gounod les ofreció la cantimplora de nuevo, pero Férol fue el único que quiso echar
un trago. Gounod tuvo que quitarle el coñac de las manos por segunda vez.
—Se ha desmayado —indicó uno de los guardias, señalando a la figura que
respiraba profundamente en la camilla. Gounod fue hacia Didier y le pellizcó en la
cara hasta que abrió los ojos.
—Aquí se está en la gloria —manifestó Didier—. ¿Me han herido?
—Sí —contestó Gounod.
—¿Adónde vamos?
—Al hospital —informó Gounod.
—¿Ve eso que hay ahí arriba en las ramas del árbol?

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Didier prosiguió, hablando despacio y más para sí mismo que para los que había a
su alrededor.
—Algo divertido está pasando ahí. No llego a entenderlo muy bien. Tiene un
nombre que no da la sensación de pertenecerle. ¿Por casualidad alguien ha oído que a
una cosa como ésa la llamen Sambre y Mosa?
—¿Una cosa como qué? —preguntó el sacerdote, que permanecía al lado de la
camilla—. Yo no veo nada.
—Como eso. No deja de deslizarse hacia abajo, pero nunca baja. No deja de
moverse y, sin embargo, siempre está ahí —murmuraba Didier, obviamente fascinado
por lo que veía entre sus párpados, con tendencia a cerrarse—… Ah, ahora empiezo a
comprender. Tiene que ver conmigo… Es mi dolor, eso es… Pero ¿por qué está ahí
arriba, en el árbol…? Un extraño dolor, la verdad… Lo que se dice doler, no parece
que duela… Extraño, pero nunca me he sentido mejor en mi vida… Me siento de
maravilla… Me siento tan bien que pienso que debo de estar muerto…
—Pronto lo estarás —señaló Férol, y esquivó con rapidez el puñetazo que le
lanzó Gounod.
Didier había vuelto a cerrar los ojos. Su rostro presentaba una expresión de
inefable satisfacción.
—Es casi un placer llevar a un salvaje como tú al lugar de ejecución —confesó
Gounod, clavando los ojos en Férol.
—El placer es todo suyo —intervino Langlois, y empezó a sonreír abiertamente,
con suficiencia, con gesto halagador y un aire algo estúpido.
—Vamos —ordenó Gounod—. Los de la camilla, vayan delante.
—Oh, más rápido, más rápido… —sugería Langlois. Realizó un gesto casi
imperceptible con la mano, y nada hubiera resultado más adecuado para transmitir la
idea de desesperación.
Gounod se sentía extremadamente incómodo y, de los tres condenados, era
Langlois el que en mayor medida le inducía tal estado. Cada vez que miraba a aquel
hombre, o le oía hablar, era consciente de hallarse en el umbral de un horror
inesperado. Era incapaz de definir lo que veía que estaba sucediendo, pero tenía la
impresión de contemplar una mente en pleno proceso de extravío, una vida humana
situada en las oscuras y sutiles etapas de una desintegración solitaria. Le hacía
sentirse un poco enfermo y algo más que un poco atemorizado. Gounod se santiguó
subrepticiamente.
El grupo se alejó de la arboleda y se encaminó hacia la plaza, caminando con
lentitud. Férol iba detrás de la camilla y no dejaba de lanzar invectivas soeces y
obscenas en un tono lo bastante alto como para ahogar las plegarias masculladas por
el sacerdote, quien, a su vez, constituía el objetivo de buena parte de sus insultos.
Férol estaba lo suficientemente borracho como para que todo le resultara muy claro y
cercano, pero no como para ver doble. Saludaba con la mano a las filas de atrás del
regimiento a medida que se aproximaba a ellas y gritaba:

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—¡Asesinos! ¡Vais a ver morir a un héroe!
Langlois entró en la plaza con la vista fija en sus propios pies, viéndolos moverse
al dar los pasos, mirando al suelo y pensando: «Esta hierba sobre la que camino es la
última frontera del mundo en que he vivido. No se me había ocurrido antes, pero el
próximo lugar en que me detenga después de esta superficie será el infinito». Miró
hacia arriba, como buscando el infinito en el cielo, pero lo que vio, todo al mismo
tiempo, fue el regimiento, los postes de ejecución y, más allá, los pelotones de
fusilamiento.
—¿Dejarán que me quite la chaqueta? —preguntó, dándose la vuelta rápidamente
hacia Gounod—. Tengo miedo de que los botones conviertan los proyectiles en balas
dum-dum.
El pánico acechaba en el fondo de sus ojos.
—Claro —admitió Gounod sin devolverle la mirada.
—Mire —continuó Langlois, aliviado—, es que se me acaba de ocurrir. Se me
están ocurriendo montones de cosas. Se me acaba de ocurrir que no he tenido ni un
solo pensamiento sexual desde que hicieron el sorteo. Eso es bastante raro en un
hombre. Es lo que te produce el miedo. El miedo y el dolor son los neutralizadores
absolutos de la sexualidad. Por supuesto, el miedo es dolor, el más terrible de todos.
Pero, en este preciso momento, no siento demasiado temor. Curioso, ¿verdad? Son
esos postes los causantes, creo, esos postes que señalan el final de mi vida. Poca
gente, apostaría yo, ha visto señalado el final de su vida de ese modo, tanto en el
tiempo como en el espacio. O puede que sea el movimiento. ¿Se ha dado cuenta
alguna vez de que es mucho más difícil controlar el miedo si se queda quieto? El
momento anterior a la hora cero es mucho peor que el instante siguiente. Esperar,
esperar, eso es lo que resulta insoportable. Pero ahora puedo ver los postes y a esos
tipos de ahí. Deben de ser los pelotones de ejecución. Eso quiere decir que la espera
toca a su fin. Eso quiere decir que este trozo de hielo que está dentro de mí pronto se
deshará…
»Esos postes hacen que se parezca a la Crucifixión, ¿no le parece? Y si seguimos
en el orden en que vamos, Férol será el que haga el papel de Cristo. Ahí está el
auténtico toque de ironía, claro que sí. ¿No le parece extraordinario que ese toque de
ironía pocas veces parezca estar ausente, incluso en los acontecimientos más
triviales? Pero ahora estamos ante un asunto realmente trivial para todo el mundo,
excepto para nosotros. Media hora después de que hayamos muerto, usted volverá al
comedor de sargentos, se acabará esa cantimplora de coñac, se pondrá a pensar
cuándo le tocará irse de permiso otra vez y estar con su mujer…».
Langlois dejó de hablar de repente. Una explosión de lágrimas le impedía ver,
casi perdió el equilibrio, se tambaleó, apoyándose en uno de los guardias, y terminó
por recuperar la compostura. El guardia le miró por el rabillo del ojo. Vio un rostro
pálido, magullado, sucio, sin afeitar y empapado en sudor. Un labio inferior que
temblaba y estaba totalmente fuera de control. Una chaqueta arrugada que colgaba de

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dos hombros abatidos, dos medallas suspendidas con languidez de la parte derecha
del pecho. Unos pantalones anchos, desarreglados y caídos, que aleteaban alrededor
de unas trémulas piernas. Un vagabundo. El guardia miró hacia otro lado.
—Hemos llegado —anunció Gounod—. ¡Valor, viejo camarada! Que vean tu
valentía. Muchos de nosotros pronto nos uniremos a ti. Esta guerra…
—¡Oh, Dios! ¡Oh, Jesús!
Langlois dispuso los labios para silbar, pero, una vez más, todo lo que le salió fue
el aire de un profundo suspiro. Sintió que le agarraban por los codos y se dio la
vuelta.
—Dejen que me quite la chaqueta —pidió.
Le quitaron la chaqueta con cierta brusquedad, ya que los hombres que lo
hicieron actuaban nerviosos, con un celo excesivo. Langlois oyó el tintineo de sus
medallas.
—Por favor, denme las medallas.
Arrancaron las medallas de la chaqueta y se las entregaron.
—Devuelvo al pueblo francés estas condecoraciones que me fueron concedidas
por mi valor. Ahora no me siento un valiente.
Pronunció estas palabras con sencillez y arrojó las medallas lejos de sí sin
ninguna intención melodramática. Las vio cruzar el aire, brillar a la luz del sol y
separarse para, al final, caer al suelo. Sus ojos las siguieron como habían seguido la
colilla del cigarro que había arrojado entre los útiles del carpintero: ¿cuándo había
sido aquello? ¿En otra vida? No, sólo anteayer. Las medallas yacían en la hierba con
las cintas en alegre disposición, evocadoras de los bailes de los permisos y las
miradas maravilladas de las mujeres, las de envidia de los hombres…
Cuando Langlois levantó la vista del lugar en que habían caído los metales,
descubrió que un muro de horizonte azul había formado ante él, tan cerca que
ocultaba todo el mundo a excepción de una estrecha banda de suelo.
De nuevo respiró profundamente, tratando de liberar la angustia solidificada de su
espíritu. En aquel instante, sintió que le cogían las muñecas, se las colocaban a la
espalda y se las ataban. Estaba totalmente rodeado de hombres que resoplaban en su
cara con un olor desagradable, moviéndose con torpeza, aunque mostrando
compasión. Le agradaba su contacto cuando le rozaban, le gustaba su olor.
Le obligaron a dar un par de pasos atrás y notó el duro apoyo del poste a su
espalda, notó que le pasaban las sogas alrededor del pecho y la cintura, después sintió
una opresión cuando le ataron con fuerza al poste, con tanta fuerza que le dolieron los
puños cerrados y atados.
Una voz, por detrás, le preguntó si quería que le vendaran los ojos.
—No —respondió. La vista era el último resto de libertad que le quedaba y se
aferraría a él hasta el final.
La pequeña multitud alrededor del poste se alejó. Langlois se quedó allí de pie,
chorreando sudor, jadeante, solo. La rigidez de su postura le confería un aire de

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desafío que no sentía. Miró hacia la hilera azul situada ante él, pero los rostros de los
soldados no daban la impresión de poseer rasgo alguno.
Llegó un hombre y le examinó, revisó la tensión de las cuerdas, le quitó la gorra y
la tiró a un lado.
—¡Valor! —animó el sargento mayor Boulanger, para después desaparecer tan
rápidamente como había venido.
El silencio sobrenatural en el que Langlois parecía estar flotando se quebró de
repente con el ruido de los tambores. Era un sonido palpitante, salvaje y cargado de
fatalidad, pero a Langlois le reconfortaba en cierta medida, ya que absorbía parte del
hiriente dolor de su propio corazón palpitante.
Los tambores cesaron y una monótona voz se dejó oír. Captaba algunas palabras,
que le sonaban familiares. Las había oído en la misma combinación y cadencia en
algún otro lugar, un lugar en el que también había ruido de agua corriente, ¿o eran
palomas? Los rostros del pelotón de ejecución ya iban cobrando detalles. Aquel tipo
del final, ¿dónde lo había visto antes? Ah, sí, el recluta que quería ganar medallas.
Bueno, se podía quedar con esas dos, las de ahí abajo, cerca de sus pies. ¿Cómo se
llamaba? Du… no se qué. ¿Duclos? No. ¿Morval? No, tampoco Morval. ¡Eso es,
Duval! Igual que el restaurante donde Louise y él solían comer antes de casarse…
Férol seguía atado a su poste, murmurando… murmurando, si alguien hubiera
estado allí para oírlo, un batiburrillo de datos autobiográficos, opiniones, prejuicios y
blasfemias. El último trago de coñac ya había tomado plena posesión de su cerebro y,
en consecuencia, veía doce hombres delante de él que borraban parcialmente a otros
doce, duplicados de sí mismos. El tiempo no significaba nada para Férol. Nada
significaba nada para él. Había logrado, sin darse cuenta de ello y con una mezcla de
odio, desprecio y coñac, alcanzar un estado de aislamiento que le hacía casi tan ajeno
a lo que sucedía a su alrededor como lo estaba el hombre de su izquierda.
De los tres, Didier era el que con más intensidad mantenía la ilusión de que se
estaba produciendo una crucifixión. Estaba colgado de la camilla, que habían
apoyado en vertical contra el poste. Estaba suspendido allí, con los hombros
deformados por las cuerdas del mismo modo en que los hombros de los inválidos
están deformados por las muletas. La punta del poste, que atravesaba la tela de la
camilla, presionaba la cabeza de Didier hacia delante y ligeramente hacia abajo. Sus
dos brazos se extendían hacia fuera para caer a la altura de los codos como en una
despedida etílica. Tenía la boca abierta y la lengua fuera. Respiraba con esfuerzo,
babeando un poco, quedándose sin aire de vez en cuando. Cuando se ahogaba, su
cabeza se alzaba para librarse de la obstrucción, pero se trataba de un mero acto
reflejo, ya que la morfina había sumido a Didier en un profundo letargo. En cualquier
caso, habría acabado por morir allí mismo, porque se hallaba en una posición tal que
se iba estrangulando poco a poco. Didier no lo sabía. Didier no sabía nada.
El zumbido monótono de la voz que leía terminó de pronto.
Los tambores se alborotaron de nuevo.

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—¡Que se haga justicia! —anunció una voz clara y potente.
Se produjo una agitación general y el coronel y el ayudante dieron media vuelta.
El sargento mayor del regimiento se acercó al lugar en que estaba el suboficial al
mando de los pelotones de ejecución, situado en su flanco derecho. Picard, el
sacerdote, que se encontraba tras ese hombre, vio que Boulanger desabrochaba la
cartuchera de la pistola. El suboficial sacó el sable y lo sostuvo sobre su cabeza. Una
borla pendía de la empuñadura. Dio una orden. Treinta y seis fusiles apuntaron al
mismo tiempo.
—¡Apunten!
Los fusiles se quedaron absolutamente inmóviles.
—¡Fuego!
Al descender, el sable brilló. Retumbó la descarga, los fusiles escupieron humo,
treinta y seis hombros retrocedieron al unísono. El humo se desvió hacia los lados,
después desapareció a gran velocidad.
Los rígidos cuerpos de los postes comenzaron a relajarse imperceptiblemente.
La camilla de Didier empezó a deslizarse, furtivamente, así lo pareció en un
primer momento, y después se inclinó hacia la izquierda y cayó con él debajo. Didier
se asemejaba a un animal de carga que se hubiera desplomado y hubiera perecido
bajo el peso que llevaba encima.
Férol también cayó despacio, a medida que las cuerdas que lo sujetaban se
aflojaron. Cayó hacia delante, nutriendo y al mismo tiempo siguiendo su propio
rastro de sangre, y quedó de rodillas. Su cabeza, ahora irreconocible, golpeó la tierra.
Durante un instante estuvo en la posición de un mahometano que reza, luego perdió
el equilibrio y se derrumbó como un fardo.
A Langlois, una bala le había dado en la pierna y comenzó a doblarse hacia ese
lado. Sus cuerdas no se habían roto del todo con la descarga, que le había desgarrado
los intestinos y los pulmones, y lo dejaron allí colgando, con los brazos pegados al
poste. Hizo una especie de gesto, grotesco y digno de lástima, como suplicando que
le liberasen, después se deslizó hacia abajo, dando la sensación de abrazar e implorar
miserablemente a su poste.
El sargento mayor Boulanger iba recorriendo la espantosa fila, pistola en mano.
Tuvo que dar la vuelta a la camilla antes de hallar la oreja de Didier; puso la boca del
cañón junto a ella y le dio el tiro de gracia. Férol fue más fácil de manipular, pero
encontrar su oído le resultó más difícil. Boulanger se inclinó y le pegó un tiro en la
cabeza. No podría decir exactamente dónde, porque dos balas de fusil la habían
atravesado antes.
Es justo decir que Boulanger tenía cierto instinto con respecto a la dignidad de los
actos, porque, cuando llegó a Langlois, su primer pensamiento y su primera acción
fueron liberarle de la desconcertante y abyecta postura en que estaba antes de poner
fin al resto de vida que pudiera quedarle. Su primer disparo fue, por lo tanto, el que
diestramente cortó la cuerda y permitió que el cuerpo se apartara del poste y cayera al

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suelo. El siguiente disparo penetró en un cerebro que ya estaba muerto.

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Siena, 1899 - New York, 1944, Humphrey Cobb fué el primer hijo de la médica
Alice L. Cobb y el artista Arthur M. Cobb, ambos estadounidenses. Vivió durante su
infancia en distintas ciudades europeas, hasta su regreso a Estados Unidos, ya en la
pubertad. A los diecisiete años fue expulsado del instituto (nunca llegó a graduarse) y
se alistó en el ejército canadiense para combatir en la Gran Guerra o Primera Guerra
Mundial (1914-1918). Fruto de su experiencia de la guerra fue su novela Senderos de
gloria.
Tras servir en el ejército durante la primera guerra mundial, regresó a Estados Unidos
para trabajar en el comercio de acciones de la marina mercante y en la Oficina de
Información de Guerra (precursora de la OSS y predecesora de la CIA), dedicado
principalmente a escribir propaganda en el extranjero. De sus novelas, destacan
Senderos de gloria (1935), un inmediato éxito de ventas en el momento de su
publicación, en 1935, y que con el tiempo se ha convertido en un clásico de la
narrativa bélica y pacifista, posteriormente fué llevada al cine en 1957 por Stanley
Kubrick, en la película homónima protagonizada por Kirk Douglas. También es
destacable Todos fueron valientes (1938). Humphrey Cobb fue el guionista principal
de la película San Quintín (1937), protagonizada por Humphrey Bogart. Murió en
1944 en New York.

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