Tema 2 Núcleos - Filosofía - Antigua

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 29

Tema 2.

Núcleos de la filosofía antigua

2.1 Introducción

La filosofía –como otros tantos saberes y fenómenos de singular importancia–


tuvo su comienzo en el mundo griego, él fue su cuna, el lugar de su irrupción, allí donde
surgieron, en definitiva, un conjunto de factores constitutivos de lo que denominamos
“occidente”. Desde luego Grecia nos sigue dando mucho que pensar, de todo el enorme
repertorio de asuntos que por su relevancia e interés pueden reclamar nuestra atención
nos centraremos en poner de relieve cuatro núcleos: la controvertida cuestión del “mito”
y del “logos”; la concepción dualista del ser humano que se dibuja en Platón y que es
discutida por su discípulo Aristóteles; los primeros desarrollos de la filosofía política –
espoleados por la peculiar “democracia griega”-; por último, abordaremos las relaciones
entre la filosofía y las ciencias –relaciones caracterizadas porque a diferencia de otros
contextos históricos se niega tanto su radical separación como también la entera
subordinación de la una a las otras (o viceversa). Tenemos aquí, como decimos, cuatro
temas y problemas sobre los que merece la pena volver una y otra vez pues siempre
encontraremos en ellos valiosas y enjundiosas enseñanzas.

2.2 El paso del mito al logos

La expresión “paso del mito al logos” es el recurso más habitual con el que se
intenta explicar el surgimiento de la filosofía en Grecia, en la cuna del mundo
occidental. Esta idea fue acuñada por los historiadores de la filosofía de finales del siglo
XIX y comienzos del XX; según ellos –y en base a la creencia en el progreso de la
razón en la historia- el logos superaba y suprimía al mito. Sin embargo –y desde F.
Cornford, J. P. Vernant, G. Colli, etc.– se ha ido perfilando una concepción más
matizada y compleja de este singular “paso”. ¿En qué consiste? Pese a que su
caracterización no es ni fácil ni sencilla, diremos algo al respecto.

El término “mito” alude a los relatos o narraciones sobres los dioses y sus
peripecias; los mitos –juntos con los ritos, cultos o ceremonias– constituyen el núcleo
del saber religioso, de la comprensión religiosa del mundo. Ésta –en la medida en que se
arrogaba un omnímodo poder explicativo y un firme alcance justificativo– ocupaba un
lugar central en las culturas antiguas. Desde luego la religión olímpica griega fue bien
peculiar, y sus principales notas merecen destacarse: no estaba acaparada por una celosa
casta sacerdotal con poder político; no dependía de un libro sagrado fruto de una
revelación profética; no postulaba ni prometía una vida ultraterrena más plena y feliz
que la vida mundana; además: era politeísta y, por otra parte, señalaba que por encima
de los propios dioses regía una fuerza superior –“moira” –. Dicho en otros términos: la
religión griega no se erigía en un dogma férreo, fijo, inmodificable. Ya por eso
propiciaba, entonces, lo que vendría después.

Según la “explicación” habitual más o menos en el siglo VI a. C. “se pasó del


mito al logos”. Antes de indicar qué sucedió en o con ese “paso” conviene detenerse en
caracterizar –aunque sea a grandes rasgos– a qué se está llamando aquí “logos”.

1
En el “logos” cabe reconocer la reunión de una doble vertiente: la de un “pensar
racional” al que corresponde un “orden racional”. El logos, por lo tanto, presupone e
induce un mundo racionalmente ordenado, sea esa racionalidad actual o potencial; esto
es: presupone e induce un orden regido por una ley o unas leyes y, por ello, un orden
inteligible y, en esa medida, justificado o legitimado desde sí mismo. Lo
verdaderamente decisivo es que el “logos” así entendido se reflejó e irradió
simultáneamente en una serie de campos o territorios distintos. Con el “paso del mito al
logos” no sólo surgió la filosofía sino también una precisa serie de específicas
configuraciones del saber: en las ciencias la matemática, la física y la astronomía; en las
artes la arquitectura, el teatro y la poesía; en la política, la democracia, etc. (sin olvidar
la acuñación de moneda, la escritura alfabética, etc.). La filosofía es inseparable de
todas ellas. Por eso mismo importa subrayar que el saber filosófico no monopoliza ni
acapara el “logos”: es, nada más, pero nada menos, una porción suya, de lo que él
implica y pone en juego. Estamos, en definitiva, denominando “logos” a algo que
sostiene y atraviesa por entero el mundo griego clásico –portador de un legado y una
herencia insoslayable e inolvidable.

En este contexto la filosofía inicial discutió sobre cuál es –o cuáles son– el


“arché” de la “physis” –pero este es un tema en cuyos detalles no vamos a entrar ahora 1.

Pues bien, ¿cuál fue la principal consecuencia de la implantación –a la vez


repentina y paulatina, según se mire– del “logos”? Por vez primera el mito fue
desplazado del centro a la periferia, por decirlo así; el mito –el saber religioso– perdió
su posición central. No se trata de que fuera sin más eliminado o suprimido –o, lo que es
lo mismo, declarado en su raíz como absolutamente “irracional”–: bien se ve esto en
Platón y en Aristóteles: el primero acude al mito en relevantes pasajes de su obra, el
segundo lo vincula con el afán de saber. Entonces con la llegada del “logos”, ¿qué vino
a ocupar el “lugar central”? Daremos una respuesta acudiendo a una metáfora urbana
aquí enteramente pertinente, pues el mundo clásico griego es el mundo de la “pólis”: el
centro del “lógos” lo ocupa el “ágora”, la plaza pública, el espacio de la comunicación e
intercambio, el sitio donde se dan o se quitan “razones”. En el seno del “ágora”
despuntan y se afianzan dos actitudes decisivas: la actitud crítica respecto a lo que se da
sin más por sentado, la actitud investigadora en la que se pregunta por lo que se
desconoce. Gracias al cruce de estas dos actitudes, el “paso del mito al logos” permitió
que en una pluralidad de campos pudiese cultivarse el saber de la verdad.

Como ejemplo de lo que estamos exponiendo acudiremos ahora a la figura de


Jenófanes de Colofón (s. VI-V a.C.). Él nos permitirá introducir claridad en algunos
puntos concretos. Jenófanes llevó a cabo una profunda crítica de las religiones
antropomorfas, es decir: del antropomorfismo incardinado en la religión 2. Ahora bien:
esto no significa que pretenda o aspire a poner fuera de juego definitivamente a la
religión y lo religioso –por la vía de tratarlo como algo irremediablemente “irracional”.
Más bien su mensaje de fondo es el contrario: cabe hablar –bajo ciertas condiciones– de
1
Resulta muy interesante el artículo de Felipe Martínez Marzoa “En torno al nacimiento del título
‘Filosofía’”, en De Grecia y la filosofía, Universidad de Murcia, 1990.
2
Según se nos ha transmitido escribió: «Pero si los bueyes, caballos y leones tuvieran mano o pudieran
dibujar con ellas y realizar obras como los hombres, dibujaría los aspectos de los dioses y harían sus
cuerpos, los caballos semejantes a los caballos, los bueyes a bueyes, tal como si tuvieran la figura
correspondiente a cada uno»; «Los etíopes dicen que sus dioses son de nariz chata y negros, los tracios
que tienen ojos azules y pelo rojizo», citado en Moisés González, Introducción al pensamiento filosófico,
Madrid, Tecnos, 1989, p. 50.

2
una peculiar “lógica del mito”, es decir: no es descartable de antemano un saber
religioso “conforme al logos” (y, aún así, formulado en el “lenguaje simbólico” que le
es propio”. No hay, pues, sin más y simplemente, una oposición o contradicción entre
“mito” y “logos”; sí puede haberla, claro, entre ciertos “mitos” (ciertas configuraciones
del saber religioso) y el “logos”. Es por esta razón por la que a Jenófanes se le atribuye
–en los estrictos términos señalados– el desarrollo de una “crítica del mito”.

¿Qué concluir del camino recorrido? Principalmente dos cosas:

- El “paso del mito al logos” entendido en su complejidad ha sido un logro


extraordinario, un hito irrenunciable, es decir: algo que merece ser retomado
una y otra vez.
- Con ese “paso” el “mito” (el saber religioso, la compresión religiosa del
mundo) perdió durante un tiempo (un paréntesis prodigioso) el lugar central
que recuperó en la Edad Media de la mano de la teología cristiana.

2.3. Comienzos del dualismo antropológico

Desde el comienzo de la filosofía, el cuerpo y la materia se han considerado, no


sólo opuestos al alma y al espíritu, sino como perniciosos para el desarrollo del ser
humano, que se identifica con el alma. Desde el punto de vista ético, tanto el
intelectualismo moral como la ética eudaimonista de Aristóteles, identifica el bien y la
felicidad con la razón que ejerce el autocontrol del cuerpo. Asociada con este dualismo
antropológico, se encuentra la dicotomía epistemológica entre la sensación y la
inteligencia y el dualismo ontológico entre la naturaleza y la cultura.

Como es sabido, Platón (427-347 a.C.) establece un dualismo entre el


conocimiento intelectual y el sensible: el cuerpo se destaca de lo sensible, que sólo es
una imagen de lo inteligible. En paralelo a este dualismo, establece la oposición entre la
razón y los sentidos. Este dualismo epistemológico presupone la subordinación del
segundo polo al primero y se proyecta en el dualismo antropológico entre alma y
cuerpo, que marcará toda la tradición del pensamiento Occidental. Platón afirma que el
cuerpo sólo existe pasivamente, gracias al alma y para servirla. El cuerpo es la fuente
del mal y de los placeres serviles; es la prisión y hasta la tumba del alma.

Alcibíades I, al parecer fue escrito cuando Platón se refugió en Megara, tras la


muerte de Sócrates. Por tanto, pertenecería a sus primeros escritos, muy influenciados
por el maestro. La obra está dedicada a investigar la naturaleza del hombre. No se oculta
el amor de Sócrates por su discípulo, un amor que tiene como objeto la unión de sus
almas. El diálogo concluye con la pregunta por el ser del hombre. La respuesta establece
que su parte más valiosa y divina es el alma, el ente caído en el cuerpo que puede
ascender hasta el cielo.

Sóc.“!Ea, pues, por Zeus!..¿Con quién hablas tú ahora?¿No es acaso conmigo?


Alc. Sí.
Sóc.Y yo contigo, ¿no es eso?
Alc. Sí.
Sóc.¿Es Sócrates el que habla?
Alc. En efecto.

3
Sóc. ¿Y Alcibíades el que escucha?
Alc. Sí.
Sóc. ¿Y Sócrates no habla valiéndose del lenguaje?
Alc. Sin duda.
Sóc. ¿Y hablar y servirse del lenguaje son para ti lo mismo?
Alc. Claro que sí.
Sóc. ¿El que se sirve de una cosa y la cosa de la que se sirve no cumplen el mismo fin?
Alc. ¿Qué quieres decir?
Sóc. Así, el zapatero corta con el tranchete, la cuchilla y otros útiles.
Alc. Sin duda alguna.
Sóc. ¿Y no ocurre, de la misma manera con el citarista que toca la cítara y los
instrumentos de los que él se sirve?
Alc. Sí.
Sóc. ¡Ah! Pues esto es lo que preguntaba hace poco: si puede hacerse distinción entre el
que se sirve de un instrumento y el instrumento mismo de que se sirve.
Alc. A mí me parece que sí.
Sóc. ¿Qué diremos entonces del zapatero: que corta solamente con sus instrumentos o
también con las manos?
Alc. También corta con las manos.
Sóc. Por consiguiente, se sirve de ellas, ¿no es cierto?
Alc. Sí
Sóc. ¿Y corta, así mismo, sirviéndose de sus ojos?
Alc. Indudablemente
Sóc. ¿Estamos de acuerdo en distinguir al que sirve de una cosa y la cosa de la que se
sirve?
Alc. Sí
Sóc. Pero puedes decir, desde luego, que es quien se sirve del cuerpo-
Alc. Eso sí
Sóc. ¿Y quién, en realidad, se sirve de él sino el alma?
Alc.Nadie más.
Sóc. ¿Y no es así que se sirve prevaleciendo sobre él?
Alc. Sí.
Sóc. Creo que aún hay una cosa sobre la que no existe divergencia.
Alc. ¿Cuál es?
Sóc. ¿No hay tres seres cuyo resultado es el hombre?
Alc. ¿Cuáles?
Sóc. El alma, el cuerpo o los dos juntos que constituyen el todo.
Alc. Sin duda.
Sóc. Pues bien, nos hemos puesto de acuerdo en que es el hombre quien manda en el
cuerpo.
Alc. Sí, eso hemos acordado.
Sóc. Pero, ¿és el cuerpo quien se ordena a sí mismo?
Alc. De ningún modo.
Sóc. Es claro que él mismo recibe órdenes.
Alc. Sí.
Sóc. No es esto, por tanto, lo que nosotros indagábamos.
Alc. No parece.
Sóc. Entonces, ¿es acaso el todo de cuerpo y alma el que manda en el cuerpo y ese todo
es el hombre?
Alc. Posiblemente.

4
Sóc. ¡Ah! Eso, lo menos posible; pues si una de las partes no participa en el mundo, es
de todo punto imposible que éste lo ejerza como un todo 3.

Observamos aquí una de las características de los diálogos platónicos que se


repetirá en el resto de su obra. El interlocutor de Sócrates apostilla, da la razón, incurre
en equivocaciones, etc., pero no razona por sí mismo; se limita a asentir a las
argumentaciones del maestro haciéndolas suyas.

En este fragmento, Platón presenta la persona como un alma incorpórea. El


argumento afirma que usamos palabras al hablar, pero que las cosas usadas son
diferentes de quien las usa. Empleamos nuestro cuerpo como si de un instrumento se
tratara, pero no somos cuerpo, ni siquiera cuerpo y alma juntos, porque somos
diferentes de nuestros instrumentos y el cuerpo es instrumento a disposición. La
conclusión es que el hombre es el alma. De ahí que podamos inferir que Sócrates no
está dialogando con alguien de carne y hueso, sino con el alma de Alcibíades. Para
conocer a éste, basta con conocer su alma.

En La República persiste el dualismo epistemológico, como puede verse en el


libro VII con la alegoría de la caverna. También se afirma el dualismo ontológico:

“-¿No queda, pues, en claro y de manera general que las cosas referentes al cuidado del
cuerpo participan en menor grado de la verdad y de la realidad que las concernientes al
cuidado del alma?
-Desde luego
-¿Y no crees que ocurre lo mismo con el cuerpo respecto del alma?” 4.

Naturalmente, el dualismo también se plasma en la moral 5 y, especialmente, en


los diálogos de madurez.

En esta obra, (352d-354c), Sócrates narra una conversación que, al parecer, ha


tenido con Trasímaco y en la que se produce una cierta confusión entre dos sentidos
diferentes del alma:
1) El alma como principio de la vida y
2) La persona es el alma, algo sustancial en el sentido de que puede existir
separadamente y por derecho propio. Cada cosa tiene una operación propia, cada órgano
se ordena a una virtud que le es propia:

“-(…)¿Hay una operación propia del alma que ningún otro ser pueda realizar, cual es la
de dirigir, gobernar y decidir y todas las demás cosas por el estilo, y podríamos
atribuirla a otro ser que no fuese ella, diciendo que en efecto le es propia?
-Sólo a ella
-¿Y en cuanto a la vida?¿Diremos que es una operación del alma?
-Sin duda –afirmó.
-¿Y diremos también que hay una virtud del alma?
-Claro que sí.

3
PLATÓN, “Alcibíades I” 129b-130c, Obras completas, Madrid, Aguilar, 1981, pp. 235-264, pp. 256-7.
4
PLATÓN, “República”, op. cit., Libro IX, p. 822.
5
PLATÓN, “República”, op. cit., Libro IX, pp. 824-5.

5
-Pues qué, Trasímaco, ¿el alma realizará bien sus operaciones privada de su virtud
propia, o es eso imposible?
-Imposible.
-Por lo tanto, es necesario que el alma mala mande y gobierne mal y que, en cambio, la
buena realice bien todas estas cosas.
-Si lo es.
¿Y no hemos acordado que la justicia es virtud del alma y la injusticia, vicio?
-En efecto.
-Así, pues, el alma justa y el hombre justo vivirán bien; el hombre injusto, mal” 6.

En esta misma obra, el mito de Er no sólo ilustra del modo como Platón se sirve
de los mitos, sino que plasma el abandono del cuerpo por parte del alma tras la muerte y
la elección por parte de la misma de su nueva vida, de acuerdo con las doctrinas de la
trasmigración de las almas.

“-Si dais crédito a mis palabras y estimáis que el alma es inmortal y capaz de recibir
todos los males y todos los bienes…” 7.

En una ciudad bien gobernada, como la delineada en La República, la educación


del cuerpo, su ejercitación tiene el sentido de hacerlo más adecuado (sumiso) al alma, ya
que es el habitáculo de ésta. Es verdad que el cuerpo es fuente de placeres efímeros,
definidos por la mezcla y comunes con los animales. El verdadero placer, sin embargo,
es el puro, el verdadero.

De ahí que, en Las Leyes, Platón haga referencia a la necesidad de una regla de
los deseos naturales que dirija al cuerpo hacia los placeres incondicionados. Reconoce
que los cuerpos aseguran la supervivencia de la especie y ésta es la inmortalidad natural;
por consiguiente, hay que regularla 8. Sigue persiguiendo la liberación del alma del
cuerpo, pero va comprendiendo que eso no se logra rechazando al último, sino siendo
elegido y educado por el alma. El cuerpo sólo define parcialmente nuestra humanidad.
Depende del alma su equilibrio; es ella la que manda y el cuerpo obedece.

En el Fedón, es donde Platón establece los pilares de lo que va a ser, con unos u
otros matices, el dualismo antropológico de Occidente. El cuerpo es un mal; el alma está
mezclada con él y esto le impide llegar a la Verdad, el objeto de todos nuestros deseos.
El cuerpo nos procura preocupaciones, enfermedades, temores, amores, etc. que nos
distraen de nuestro objetivo supremo: la filosofía. Él causa las guerras, nos hace
esclavos de las riquezas, nos perturba.

“(…)-Mientras tengamos el cuerpo y esté nuestra alma mezclada con semejante mal,
jamás alcanzaremos de manera suficiente lo que deseamos. Y decimos que lo que
deseamos es la verdad (…)
-(…) Si alguna vez hemos de saber algo en puridad, tenemos que desembarazarnos de él
y contemplar tan sólo con el alma las cosas en sí mismas. Entonces, según parece,
tendremos aquello que deseamos y de lo que nos declaramos enamorados, la sabiduría;
tan solo entonces, una vez muertos, según indica el razonamiento, y no en vida. En
efecto, si no es posible conocer nada de una manera pura juntamente con el cuerpo, una

6
PLATÓN, “República ”, op. cit., Libro I, p. 683.
7
PLATÓN, “República”, op. cit., Libro X, pp. 843-4.
8
Cfr. PLATON, Las Leyes, IV, 721b-c.

6
de dos: o es de todo punto imposible adquirir el saber, o sólo es posible cuando
hayamos muerto, pues entonces cuando el alma queda sola en si misma, separada del
cuerpo, y no antes” 9.

En la vida se impone la purificación del cuerpo, su separación del alma, porque


el cuerpo la ata. La filosofía es este camino de purificación; consiste en aprender a
morir, en tanto que la muerte permite al alma desencarnarse para reencarnarse en otro
cuerpo más acorde con ella:

“En efecto, si no es posible conocer nada de una manera pura juntamente con el cuerpo,
una de dos: o es de todo punto imposible adquirir el saber, o sólo es posible cuando
hayamos muerto, pues es entonces cuando el alma queda sola en sí misma, separada del
cuerpo y no antes. Y mientras estemos en vida, más cerca estamos del conocer, según
parece, si en todo los posible no tenemos ningún trato ni comercio con el cuerpo, salvo
en lo que sea de toda necesidad (…)
-¿Y la purificación no es, por ventura, lo que en la tradición se viene diciendo desde
antiguo, el separar el alma lo más posible del cuerpo y el acostumbrarla a concentrarse y
recogerse en sí misma, retirándose de todas las partes del cuerpo y viviendo en lo
posible, tanto en el presente como en el después, sola en sí misma, desligada del cuerpo
como de una atadura?” 10.

Es preciso tener en cuenta que, en esta obra, Platón describe a Sócrates


enfrentándose a su pronta muerte. No devalúa la vida, porque, de hacerlo, hubiera
decidido ponerle fin. Considera que la vida debe ser filosóficamente vivida. Ella es la
ocasión para que el alma se libere de los lugares del cuerpo que le prohíben elevarse a la
contemplación de las ideas. En este sentido hay que comprender que la vida nos prepara
para la muerte. El paso a la contemplación de las ideas sólo le está permitido a las almas
que han vivido moralmente bien, es decir, a las que han sabido mantener en su sitio al
cuerpo. Esto significa que el alma está marcada profundamente por la vida del cuerpo.
Sólo así es posible comprender la serenidad de Sócrates ante su condena a muerte.

El desprendimiento del cuerpo se ha de hacer, no con un afán morboso o


resignado, sino con complacencia, porque el cuerpo es mortal por naturaleza, está
destinado a obedecer, mientras que el alma es su contraria, da órdenes al cuerpo y eso la
hace semejante a los dioses; por eso es inmortal:

“-Evidente es, Sócrates, que el alma semeja a lo divino y el cuerpo a lo mortal (…)
-Y entonces, ¿qué? Estando así las cosas, ¿no le corresponde al cuerpo el disolverse
prontamente y al alma, por el contrario el ser completamente indisoluble, o el
aproximarse a ese estado? (…)
(…) esa alma, repito, cuya índole es tal como hemos dicho, y que así es por naturaleza
¿queda disipada y destruida acto seguido de separarse del cuerpo, como afirma el
vulgo? Ni por lo más remoto (…) Si se separa del cuerpo en estado de pureza, no
arrastra consigo nada de él, dado el que, por su voluntad, no ha tenido ningún comercio
con él a lo largo de su vida, sino que lo ha rehuido y ha conseguido concentrarse en sí
misma, por haberse ejercitado constantemente en ello. Y esto no es otra cosa que

9
PLATÓN, “Fedón”, Obras completas, Madrid, Aguilar, 1981, pp. 601-654, pp. 616-7.
10
Cfr. PLATÓN, “Fedón”, op. cit., p. 617.

7
filosofar en el recto sentido de la palabra y, de hecho, ejercitarse a morir con
complacencia ¿O es que esto no es una práctica de la muerte?” 11.

El dualismo entre alma-cuerpo es radical en Platón y se asocia al de lo invisible-


visible, divino-humano, inteligible-sensible, inmortal-mortal, etc. Alma y cuerpo
pertenecen a órdenes distintos y hasta opuestos de realidad.

Por ser muy superior al cuerpo, el alma está destinada a ser inmortal. Teniendo
en cuenta que los hombres poseen conocimientos que no han adquirido en su vida, que
son innatos, sus almas deben tenerlos desde siempre y gracias a la reminiscencia de lo
que contemplaron en otra vida más pura y menos terrena, previa a la encarnación. Allí
adquirieron los conceptos ideales. No pueden haber sido aprendidos en este universo
material donde todo cambia y prevalece la engañosa opinión.

Sócrates habla al respecto en Fedón (74e-75e) en diálogo con Simmias:

“Luego es necesario que nosotros hayamos conocido previamente lo igual con


anterioridad al momento en que, al ver por primera vez las cosas iguales, pensamos que
todas ellas tienden a ser como es lo igual, pero les falta algo para serlo.
-Así es.
-Pero también convenimos que ni lo hemos pensado, ni es posible pensarlo por causa
alguna que no sea el ver, el tocar o cualquier otra percepción; que lo mismo digo de
todas ellas.
-En efecto, Sócrates, pues su caso es el mismo, al menos respecto de lo que pretende
demostrar el razonamiento.
-Pues bien: a juzgar por las percepciones, se debe pensar que todas las cosas iguales que
ellas nos presentan aspiran a lo que es igual, pero son diferentes a esto. ¿Es así como lo
decimos?
-Es así.
-Luego, antes que nosotros empezáramos a ver, a oír y a tener las demás percepciones,
fue preciso que hubiéramos adquirido ya de algún modo el conocimiento de lo que es lo
igual en sí, si es que a esto íbamos a referir las igualdades que nos muestran las
percepciones en las cosas, (…)”
(…) -Pues bien, si lo adquirimos antes de nacer y nacimos con él, ¿no sabíamos ya antes
de nacer e inmediatamente después de nacer, no sólo lo que es igual en sí, sino también
lo mayor, lo menor y todas las demás cosas de este tipo? (…)
-(…) ¿No será lo que llamamos aprender el recuperar un conocimiento que era nuestro?
Y si a este proceso lo denominamos recordad, ¿no le daríamos el nombre exacto? 12

Platón está de acuerdo con Sócrates en que el verdadero filósofo desprecia los
placeres del cuerpo y hasta realizaría mejor su tarea si pudiera desprenderse de él.

En el siguiente argumento, parece, no obstante, distanciarse de ese sometimiento


del cuerpo a la dirección del alma y defender la idea del alma como armonía que
sobrevive a la destrucción del cuerpo y que es más biologista que la concepción órfica
que mantenía en otros escritos. Aún así, el alma sigue siendo superior al cuerpo y la
única capaz de autonomía.

11
Cfr. PLATÓN, “Fedón”, op. cit., p. 627.
12
PLATÓN, “Fedón”, op. cit., pp. 623-4

8
“-En esto, creo yo –repuso Simmias–: en el hecho de que sobre la armonía, la lira y las
cuerdas se podría emplear el mismo argumento, a saber: que la armonía es algo
indivisible, incorpóreo, completamente bello y divino que hay en la lira afinada, pero
que la lira en sí y las cuerdas son cuerpos, cosas materiales, compuestas, terrestres y
emparentadas con lo mortal. Así pues, supongamos que una vez que se rompe o se corta
la lira y se arrancan sus cuerdas, y siguen también existiendo estas, que son mortales, en
tanto que la armonía, en cambio, que tiene la misma naturaleza que lo divino e inmortal,
y con ello está emparentada, perece antes que lo mortal. Antes bien, lo que aquel diría
es que es necesario que la armonía exista aún en alguna parte, y que las maderas y
cuerdas se pudren antes que a aquella le ocurra nada. Sócrates: creo que tú también has
pensado que es precisamente así, sobre poco más o menos, como nosotros creemos que
es el alma (…) Así pues, si resulta que el alma es una especie de armonía, está claro que
cuando nuestro cuerpo se relaja o se tensa en exceso por las enfermedades o demás
males, se presenta al punto la necesidad de que el alma, a pesar de ser sumamente
divina, se destruya como las demás armonías existentes en los sonidos y en las obras
artísticas todas, en tanto que los restos de cada cuerpo perduran mucho tiempo (…)” 13

Si se defiende esta doctrina que concibe el alma como armonía entre los
elementos que componen el cuerpo, habría que decir que es mortal. Sin embargo, el
alma es muy superior al cuerpo. De ahí que Sócrates se vea obligado a mantener que el
alma es anterior al cuerpo, una especie de sustancia y no una armonía que se añada
luego a los elementos que lo conforman:

“En cambio, el argumento referente al recuerdo y al parecer se ha desarrollado


sobre un principio digno de aceptarse. Pues lo que se vino a decir fue que nuestra alma
existía antes incluso de venir a parar al cuerpo, de la misma manera que existe su
realidad que tiene por nombre el de ´lo que es`. Este es el principio que yo, estoy
convencido he aceptado plenamente y con razón. Necesariamente, pues, como es
natural, por esta causa no debo admitir, ni a mí ni a nadie, el decir que el alma es una
armonía” 14.

Al ser la forma de la vida, el alma debe ser inmortal. Ahora, Platón comprende
el alma como principio de vida, como su forma que prevalece sobre la materia. La vida
es una Idea y, como tal, Forma, Esencia, Absoluta y Eterna.

La concepción platónica del alma no tiene nada que ver con la de la persona
individual. Se deriva de su comprensión de los inteligibles puros, enfrentados al mundo
de lo sensible. Una vez establecida la existencia de aquéllos, Platón pretende demostrar
la inmortalidad del alma partiendo de ellos:

“-Contesta, pues –prosiguió Sócrates–, ¿qué debe producirse en un cuerpo para que
tenga vida?
-Un alma –contestó–
(…) -Entonces, ¿el alma siempre trae a la vida a aquello de que se ocupa?
-La trae, ciertamente.
-¿Y hay algo contrario a la vida o no hay nada?
-Lo hay –contestó Cebes–.
-¿Qué?
13
PLATÓN, “Fedón”, op. cit., p. 631.
14
PLATÓN, “Fedón”, op. cit., p. 636.

9
-La muerte.
-¿Luego el alma nunca admitirá lo contrario a lo que trae consigo, según se ha conocido
anteriormente?
-Sin duda alguna –dijo Cebes–” 15.

El alma no puede desintegrarse y es, por tanto, distinta del cuerpo mortal.
Aquélla es una estructura dinámica del cuerpo, un poder especial de éste, pero el cuerpo
no puede concebirse como una sustancia con atributos mentales y físicos. Sólo puede
definirse en los términos del alma, que es lo que hace al cuerpo tal. Éste depende de
aquélla para existir.

Más adelante, veremos que Descartes hereda este dualismo platónico, aunque
distinguirá claramente la sustancia extensa de los cuerpos de la sustancia pensante del
alma.
Si, como acabamos de ver, en Fedón el cuerpo es la cárcel del alma, en Cratilo
es también signo de la misma.
Dice Sócrates refiriéndose al cuerpo:

“Algunos lo definen como la tumba o sepulcro (sêma) del alma, donde ella se
encontraría actualmente sepultada; y, por otra parte, puesto que por medio de él es como
expresa el alma sus manifestaciones, bajo este concepto es exactamente llamado signo
(sêma) por ellos. Con todo, me parece que fueron los órficos sobre todo los que
establecieron este nombre por pensar que el alma expía las faltas por las que es
castigada, y que, para guardarla, tiene ella como recinto este cuerpo, que figura una
prisión; que él es, por consiguiente, según su mismo nombre lo dice, la cárcel (el sôma)
del alma, hasta tanto ella haya pagado su deuda, y que no hay que cambiar en él ni una
sola letra” 16.

Una misma alma se encarna en cuerpos diferentes que expresan los diversos
grados en los que paga sus deudas o recibe sus recompensas.

El alma parece concebirse como sustrato o sustancia, tanto de los bienes como
de los males.

En Fedro, Platón sigue preguntándose por la naturaleza del alma. Esto es lo que
realmente le importa: su inmortalidad, su forma y su encarnación. Su discurso elogia
nuevamente la filosofía, concebida ahora como aspiración a lo bello, que es lo mismo
que lo verdadero. Se sirve nuevamente de un mito –el del carro alado y su auriga– para
mostrar la inmortalidad del alma, a pesar de su encarnación sensible en el cuerpo. El
dualismo todavía se complica más porque, mientras que los dioses tienen buenos
caballos y aurigas, los de los hombres están mezclados. El auriga representa la parte
intelectual del alma, el buen caballo la parte irascible y el malo, la parte deseante. Entre
las diferentes almas humanas, algunas llegan a contemplar lo inteligible, otras tienen
una visión parcial y otras se contentarán con la opinión. La bondad del alma humana se
medirá por la cualidad y la duración de su contemplación de lo verdadero. Esta
contemplación viene dificultada por la unión con el cuerpo, el cual sigue siendo un

15
PLATÓN, “Fedón”, op. cit., p. 645.
16
PLATON, Cratilo, en Obras completas, Madrid, Aguilar, 1981, pp. 499-508, pp. 521-2.

10
obstáculo para el conocimiento y la moralidad. La inmortalidad del alma es avalada por
su condición de principio de movimiento. Tal es la esencia del alma 17, no la del cuerpo.
¿Hay que atribuir a ella, entonces, todas las acciones humanas?

La crítica de Platón a Anaxágoras en el Fedón ha dejado claro que la verdadera


causa de las mismas no es ni material ni fisiológica, sino mental 18: la mente es la que
mantiene el orden y el alma es la que regula el cuerpo.

En sus últimos diálogos, Platón parece trascender un poco ese dualismo entre cuerpo y
alma que ha consagrado en Fedón. A nivel epistemológico, el alma ya no está tan
separada de la sensación como en los diálogos anteriores. Por el contrario, los sentidos
parecen suministrar ahora la base para la reflexión o, al menos, una parte necesaria para
que esta última se produzca.

“Ahora bien: cuando un razonamiento verdadero e inmutable, relativo a la naturaleza de


lo Mismo y a la de lo Otro, es arrastrado sin ruido ni eco al interior de lo que se mueve a
sí mismo, este razonamiento puede formularse en relación con las cosas sensibles.
Entonces el círculo de lo Otro camina en línea recta y transmite al alma entera noticias
sobre lo sensible y puede así formarse en ella opiniones que sean sólidas y
verdaderas” 19.

El alma está constituida por la percepción y no sólo por el pensamiento; dentro


de ella está todo lo corporal “(…) y haciendo coincidir el punto medio del cuerpo y el
del alma, los armonizó. Así, el alma, difundida en todas las direcciones, (…) El alma,
pues, fue formada de la naturaleza de lo Mismo, de la naturaleza de lo Otro y de la
tercera sustancia. Y compuesta de la mezcla de estas tres realidades, partida y unificada
matemáticamente, se mueve por sí misma en círculo, dando vueltas sobre sí misma” 20.
No hay un alma sustantiva separada, sino que es mezcla de mundo material y de Formas
abstractas. Cada vez está más unida al cuerpo. El dualismo que persiste, no obstante, en
los últimos diálogos, es el de los atributos mentales y los corpóreos. En La República,
Platón reserva la causalidad para el alma 21; el cuerpo no es agente; ni siquiera es causa
efectiva.

Mientras que en la primera filosofía platónica el cuerpo tiene un papel


completamente negativo, en el Timeo se abren otras perspectivas. Así lo afirma C.
Joubaud:

“En efecto, la problemática es radicalmente nueva: más allá de la historia del mundo tal
y como es sistematizada en la primera parte, se trata de investigar el origen de la especie
humana y de exponer su historia. Para ello, se apoya en la ciencia más contemporánea y
lleva a cabo la matematización del universo” 22.

17
PLATÓN, “Fedón”, op. cit., p. 639.
18
Ibídem.
19
PLATÓN, “Timeo”, Obras completas, Madrid, Aguilar, 1981, pp. 1126-1182, p. 1138
20
PLATÓN, “República”, Obras completas, Madrid, Aguilar, 1981, pp. 655-846, Libro I, p. 683.
21
PLATÓN, “República”, op. cit., Libro I, p. 683.
22
JOUBAUD, C., Le corps humain dans la philosophie platonicienne. Étude à partir du Timée, Paris,
Vrin, 1991, p. 19.

11
La cuestión del cuerpo se inscribe en la de la cosmología. La génesis y
organización del mundo sensible descansa en un proceso matemático y se integra en una
compleja filosofía subtendida por la teleología.

En el Timeo, Platón describe la vejez del cuerpo, su disgregación progresiva


paralela al vuelo alegre del alma liberada, porque la muerte encamina a la naturaleza a
su propio fin 23. El cuerpo del hombre vive en el gran cuerpo del universo, en el reino de
la necesidad, de la mecánica que une a los cuatro elementos, de la materia primordial de
la que todo está hecho y que presta un lugar a las Formas universales.

En el Timeo, fija el criterio de humanización, el paso de lo animal a lo humano,


en el alma filosófica que ha podido contemplar lo inteligible. En este sentido, no ha
cambiado su perspectiva con respecto a la del Fedón. La encarnación de cada alma es la
sanción de esta primera vía en cuyo curso se han practicado la virtud y el vicio. La
mujer aparece como el primer hombre degradado o como el animal previo al hombre, el
cuerpo en el que se reencarna el hombre inmoral. La proximidad con el cristianismo es
evidente. La inmoralidad se asocia con la sexualidad de la mujer. La caída continúa, tras
ella en los animales (primero en los pájaros, luego en los mamíferos, reptiles, peces,
etc.) definirá el peregrinar de las almas.

En el Timeo, Platón aborda el cuerpo mediante un mito. Éste es fabricado por el


Demiurgo. Éste toma como modelos las formas inteligibles puras para construir el
mundo sensible mezclado y perecedero.

Ese mito se inscribe en una cosmogonía. El cuerpo sigue perteneciendo a lo


sensible, pero se asimila a un microcosmos. Su relación con el macrocosmos intenta
salvar el nuevo dualismo que, no obstante, se mantiene. La génesis del cuerpo participa
de la compleja génesis del universo, en la que cada elemento se corresponde con figuras
geométricas precisas.

Primero, Platón describe el alma y el cuerpo del mundo. El universo está vivo, es
decir, no solamente posee un cuerpo, sino también un alma dotada de razón.
Oponiéndose a los presocráticos, a los que luego volverá Aristóteles e incluso los
estoicos, sostiene que la naturaleza está desprovista de movimiento regular, mientras
que el cielo se mueve con regularidad. Esto se debe a que existe un motor en los cuerpos
celestes cuya acción se percibe incluso en el mundo sublunar. Este motor es el alma del
mundo fabricada por el Demiurgo e implantada en el cuerpo mundanal. Al estar
fabricado por el mismo a imagen del universo, el ser humano está dotado de un alma. El
Demiurgo proporciona orden matemático al universo y a los cuerpos, se impone sobre
la necesidad ciega. Primero fabrica el alma del hombre y ella constituye la geometría
del cuerpo; cada parte del alma se corresponde con una del cuerpo: la inmortal con la
cabeza; la parte mortal del coraje con el diafragma y el cuello y la parte mortal y
deseante con el tórax. El alma del hombre tiene tres partes: la primera es inmortal y ha
sido fabricada por el demiurgo tomando como modelo el alma del mundo; se aloja en la
cabeza y tiene como funciones el intelecto (nous), la inteligencia (dianoia) y la
sabiduría (phronesis). Las otras dos partes son mortales, pero están jerarquizadas: la
parte superior, el coraje, radica en el corazón, mientras que el deseo está encadenado
entre el ombligo y el diafragma.

23
Cfr. PLATÓN, “Timeo”, Obras completas, Madrid, Aguilar, 1981, pp. 1126-1182, p. 1171.

12
Como el cuerpo del mundo, el del hombre resulta de un medio espacial y a partir
de cuatro sólidos regulares que corresponden a los cuatro elementos. Ahora, en el
cuerpo humano aparece una nueva distinción entre la médula y la carne. En la primera
se inserta cada parte del alma y está constituida por triángulos regulares, mientras que la
carne se compone de triángulos menos regulares. Esta explicación mecanicista pretende
ser matemática. El modelo de las matemáticas explica todo el universo; en él se pueden
distinguir tres dominios: el astronómico o el del alma del mundo, el microscópico o el
de los cuatro elementos y el complejo o el del ser humano y de los otros vivientes.

La explicación platónica de la constitución del cuerpo humano tiene, además, una


explicación final: asociar cada parte del cuerpo humano a una finalidad precisa. Por eso,
Platón pasa a describir las dos funciones esenciales de la vida: la respiración y la
circulación.
Dos características distinguen el microcosmos del macrocosmos: la unión cuerpo-
alma en éste es eterna, mientras que en el ser humano la unión es efímera y puede
degradarse (p. e. un alma que deja el cuerpo del hombre puede encarnarse en otro
cuerpo más grosero).

Al estar penetrado por el logos matemático, el cuerpo humano es equilibrado y


proporcionado; su finalismo o su razón se encuentran, sin embargo, fuera de él, en el
alma. Ésta corresponde a su estructura interna y es lo que le da valor humano. Ahora el
cuerpo ya no es rechazable en razón de su materialidad, pues su estructura es armónica
y bella. Sin embargo, en la vida sensible se debe aspirar a parecerse a lo divino.

Estamos viendo que, en el Timeo, Platón concede cierta autonomía al cuerpo con
respecto al alma, de un modo similar al autómata que es el cuerpo en Descartes, a pesar
de que, a diferencia de éste, el alma en Platón no es una sustancia.

En esta obra, el alma sigue siendo la causa última del movimiento/cambio, pero esto
no significa que la materia sea inmóvil en sí misma; hay cambios de lugar que implican
separación de masas y diversificación, nacimientos, generación, etc. 24

La última psicología platónica va a tener muchos rasgos en común con la


aristotélica. Para ambos, el alma es la esencia del ser viviente, lo que hace al cuerpo tal.
En sus últimos diálogos, Platón concibe la razón como aquello que sólo se encuentra en
el alma (“el entendimiento no puede producirse en ninguna cosa si se le separa del
alma” 25) y aquello por lo que ésta es creada.
“El mundo es realmente un ser vivo, provisto de un alma y de un entendimiento, y que
ha sido hecho así por la Providencia del Dios” 26.

El alma inmortal de Platón sobrevive en el intelecto aristotélico que no muere.

Aristóteles (384-322 a. C)

Sin embargo, la actividad del alma era, para Platón, una prueba de su independencia
del cuerpo y de su inmortalidad. Aristóteles, en cambio, fue el primero en reconocer que

24
Cfr. PLATÓN, “Timeo”, op. cit., p. 1153.
25
PLATÓN, “Timeo”, op. cit., p. 1135.
26
PLATÓN, “Timeo”, op. cit., p. 1134.

13
los fenómenos mentales son psicofísicos. Para él, alma y cuerpo son una unidad, siendo
el alma la forma del cuerpo. Las dos sólo son separables mentalmente, pero si la mente
está unida al cuerpo, esa separación es sólo una abstracción.

En Aristóteles, el cuerpo cobra mucha más visibilidad que en su maestro. Su teoría


hilemórfica aplicada al hombre definirá una nueva antropología. Muestra la unidad entre
cuerpo y alma en el ser vivo, compuesto –como todos los seres naturales– de forma
(alma) y materia (cuerpo). Sin embargo, esta teoría no agota toda la investigación del
Estagirita. Sus primeras obras, como es sabido, siguen siendo deudoras, en gran parte,
de las doctrinas de Platón.

Si para éste último el alma era de naturaleza divina, para Aristóteles el alma forma la
realidad de la physis. En el primero, permanece unida al cuerpo como un castigo,
accidentalmente; en el segundo, el alma se origina del compuesto humano y su relación
con el cuerpo es necesaria para que éste sea un cuerpo humano. Estas diferencias se
siguen de sus respectivas gnoseologías: en Platón, el conocimiento verdadero es
alcanzado por el alma liberada del cuerpo; en Aristóteles, el alma o forma constituyente
del cuerpo no puede aislarse de él ni siquiera para conocer.

Si en sus primeros escritos (Eudemo), Aristóteles sólo toma en consideración el alma


humana y acepta básicamente la doctrina platónica sobre el alma contenida en el Fedón,
posteriormente sus obras serán más biológicas y defenderán una concepción más amplia
del alma deteniéndose en las gradaciones que poseen las diferentes formas de vida
(vegetal, animal, humana). Su tesis es que la vida (alma) utiliza como instrumentos a los
cuerpos, pero los trasciende. Ahora bien, sigue hablando del alma como si estuviera en
el cuerpo y hasta la sitúa en el corazón. A pesar de toda su investigación biológica, no
alcanza a emplazarla en el cerebro, como tampoco irradian de él las funciones que
emanan de ella, para empezar, la sensación.

Finalmente, De Anima, obra de madurez, rechaza las bases religiosas órfico-


pitagóricas de la doctrina antropológica de Platón y ofrece una explicación naturalista.
La atención aristotélica a la physis no tiene parangón en el maestro.

Enlaza la psicología con la biología, aunque también con los principios generales de
su propia filosofía. De ahí que, para estudiar lo que el filósofo piensa del cuerpo, haya
que ir a su doctrina del alma.

En realidad, este tratado que investiga la naturaleza del alma es un estudio de los
seres vivientes y de las funciones que los hacen tales. En esta fase critica su anterior
recepción de la doctrina platónica:

“Pues los que hablan y estudian el alma parecen, hoy en día, limitar sus investigaciones
al alma del hombre. Por otra parte, hay que ir con cuidado para no eludir la cuestión de
si es suficiente una definición del alma, igual que podemos dar una sola definición del
animal, o bien si debe haber una definición distinta para cada especie de alma, como la
hay para el caballo, el perro, el hombre o el dios, y entonces el animal en general o no es
nada o es posterior. Y lo mismo habrá que decir respecto de cualquier otro predicado
común que se afirme o predique (…) Si, pues, alguna función o afección del alma es
peculiar y propia de ella, el alma debe poder ser separada del cuerpo (…) Ahora bien,
parece que todas las afecciones del alma están ligadas al cuerpo (…) las afecciones del

14
alma son nociones insitas en la materia. Sus definiciones, por consiguiente, deben estar
en armonía con esto; por ejemplo, la ira debe ser definida como un movimiento del
cuerpo o de una parte o facultad del cuerpo, en un estado particular suscitado por una
determinada causa (…) Hay dos características en las que lo que posee un alma parece
diferir radicalmente de lo que carece de alma: éstas son el movimiento y la sensación. Y
estas dos son, aproximadamente, las concepciones del alma que nos han transmitido
nuestros predecesores (…) Demócrito arguye que el alma es una especie de fuego y
calor (…) De la misma manera, Anaxágoras –y también cualquier otro filósofo que haya
sostenido que la mente es la que puso en movimiento el universo– dice que el alma es lo
que produce el movimiento, si bien su opinión es completamente la de Demócrito. El
último identificaba actualmente el alma y la mente, pues creía que la verdad es lo que
aparece (…) Empédocles, por ejemplo, pensó que el alma estaba compuesta de todos los
elementos, e incluso que cada uno de ellos era un alma (…) De la misma manera,
Platón, en el Timeo, compone el alma a partir de los elementos …” 27.

Los teorizadores anteriores a Aristóteles no logran comprender la estrecha relación


entre el alma y el cuerpo. Para Aristóteles, en cambio, el alma y el cuerpo juntos forman
una criatura única:

“Ahora bien: hay un absurdo en esta teoría y en la mayoría de las doctrinas acerca del
alma, y es que asocian el alma con el cuerpo y la sitúan en el cuerpo, sin especificar por
qué razón esto es así ni de que manera se comporta el cuerpo; sin embargo, tal
explicación parece necesaria. Es, en efecto, por medio de esta asociación que una actúa
y el otro es actuado, que una mueve y el otro es movido. Y una relación de esta clase no
se halla en combinaciones casuales o fortuitas. Pero estos filósofos sólo intentan
explicar qué es la naturaleza del alma, sin añadir detalle alguno acerca del cuerpo, que
es quien debe recibirla, como si fuera posible que, según los mitos pitagóricos, un alma
cualquiera pudiera vestirse de un cuerpo cualquiera. Eso es absurdo puesto que
podemos ver que cada cuerpo tiene una forma propia y una figura. Esta teoría es lo
mismo que decir que el arte de la carpintería puede cumplir con su manera típica de
obrar usando flautas; cada arte debe emplear sus instrumentos apropiados y peculiares;
y cada alma, su propio cuerpo” 28.

Así, para Aristóteles, el cuerpo es un instrumento del alma, en el sentido de que


existe por su causa; pero el cuerpo no es intercambiable, sino adecuado a la misma.
Indica que, si queremos estudiar la vida, hay que estudiar el cuerpo vivo; en tanto
orgánico, el cuerpo que posee la vida en potencia.

El alma es causa y principio del cuerpo viviente en cuatro sentidos: 1) como su


esencia, 2) como eso de lo que deriva el cambio (kinesis); 3) hace referencia a la causa
eficiente como motivo de lo que ocurre y de que el cuerpo esté vivo y 4) es causa final
de éste.

El alma no sólo causa el cambio de lugar, sino también la alteración y el crecimiento.


Ella alimenta al cuerpo mediante el calor y el movimiento hacia el sustento.

27
ARISTÓTELES, “Del Alma”, op. cit., 407b-407c.
28
ARISTÓTELES, “Del Alma”, op. cit., pp. 124-5, 407b-407c.

15
“Puesto que ningún ser es alimentado si no participa ya de la vida, lo que es alimentado
debe ser un cuerpo que tenga alma, en cuanto que tiene alma, de manera que el alimento
dice referencia a lo que posee un alma y esto no de manera accidental” 29.

De Anima es una especie de tratado de metabiología que no se ocupa tanto de lo que


hoy entendemos por “alma”, como de lo que podríamos llamar “mente” o, mejor, del
principio que proporciona la vida o, en realidad, de la vida misma. Su objetivo es llegar
a la esencia del alma. Su tesis es que ésta es la forma de un cuerpo viviente particular.
La forma actualiza a la criatura viva y el cuerpo es su materia. Ahora bien, la forma
aristotélica diverge de la platónica. Aristóteles no cree que las formas o esencias sean
separables de los cuerpos.

En ocasiones, Aristóteles llama al alma logos y ousía del cuerpo. El alma aristotélica
surge de la materia del cuerpo particular, del mismo modo que la estatua proviene de los
materiales de los que está hecha. Por tanto, no es separable del cuerpo. Podría parecer
que el dualismo platónico sólo ha cambiado, con Aristóteles, la denominación de sus
polos, pero, en realidad, lo que hace el filósofo es defender una aproximación
materialista y monista a la naturaleza del hombre, en consonancia con su talante
experimental.

“Pues la vida animal tiene en el alma su principio. Por eso intentaremos conocer e
investigar en primer lugar la naturaleza y esencia del alma y luego sus atributos
esenciales. Entre estos últimos, algunos parecen ser afecciones peculiares del alma,
mientras que otros parecen corresponder igualmente a las cosas vivas, en virtud del
alma” 30.

La vida animal es la del cuerpo viviente, esa totalidad unificada del organismo cuyo
centro es el corazón. El calor de éste preserva la vida.

Contra la doctrina del alma-armonía, Aristóteles establece que el alma no puede ser
una mezcla y tampoco armonía, ya que ésta no puede causar el movimiento, cuando éste
es la característica principal del alma 31. Sin embargo, el alma no se mueve a sí misma:

“Ahora bien: el intelecto parece ser una sustancia independiente engendrada en


nosotros y parece ser imperecedera. Sí pudiera ser destruida, la causa más probable de
ello sería la debilidad de la vejez; pero de hecho, probablemente ocurre lo mismo que en
los órganos de los sentidos, pues si un hombre de edad avanzada pudiera adquirir un ojo
de buena especie, vería como ve un hombre joven (…) Es, pues, evidente, según estas
consideraciones, que el alma no puede ser movida; y si en absoluto no puede ser
movida, evidentemente no se mueve por sí misma” 32.

Así pues, el alma no es auto-móvil. No es una sustancia que pueda existir separada
del cuerpo, sino la forma de un cuerpo natural. La sustancia es el compuesto de materia
y forma. Aunque Aristóteles no declara, como Platón, que la materia sea el nivel más
bajo de la realidad, considera que no es al margen de la forma.
Los cuerpos son sustancias:

29
ARISTÓTELES, “Del Alma”, op. Cit., Libro II, cap. IV, p. 153.
30
Cfr. ARISTÓTELES, “Del Alma”, op. Cit., Libro I, cap. IV, p. 125.
31
ARISTÓTELES, “Del Alma”, op. Cit., Libro I, cap. IV, p. 128.
32
ARISTÓTELES, “Del Alma”, op. Cit., Libro I, cap. IV, p. 128.

16
“Los cuerpos son sustancias, y entre ellos, los cuerpos naturales, pues estos son los
principios de que nacen los demás. Ahora bien, de entre los cuerpos naturales, unos
tienen vida y otros no la tienen; con el término vida significamos el hecho de nutrirse,
crecer y perecer por sí mismo” 33.

Esto significa que Aristóteles no separa la biología de la psicología: la nutrición es


función vital del alma al mismo tiempo que del conocimiento. Todo cuerpo natural,
pues, que posee la vida, debe ser sustancia, y sustancia de tipo compuesto. Pero puesto
que es un cuerpo de una especie definida, a saber, en posesión de la vida, el cuerpo no
puede ser el alma, porque el cuerpo no es algo predicado de un sujeto, sino que es él,
más bien, lo que se considera como sustrato o materia.

“De esta manera, el alma debe ser sustancia en el sentido de ser la forma de un cuerpo
natural, el cual posee potencialmente la vida. Y la sustancia es, en este sentido, la
entelequia o acto. El alma es, pues, la entelequia de la clase de cuerpo que hemos
descrito” 34.

La sustancia es todo el cuerpo natural dotado de vida, pero, ¿esto es así porque es un
cuerpo animado o porque está dotado de un alma que le confiere la vida? Es decir, ¿lo
que hay de sustancial en el cuerpo humano –modelo de todo cuerpo– viene del cuerpo o
del alma? Aristóteles parece responder a estas cuestiones de manera negativa. Así, niega
que un cuerpo vivo pueda existir sin alma, ya que lo que define la vida es el movimiento
que el alma proporciona al cuerpo. Aunque todo cuerpo posee la vida en potencia, el
acto que la realiza es el alma. Al mismo tiempo, Aristóteles niega la existencia de un
alma independiente del cuerpo. El alma es entelequia del cuerpo, porque lo lleva a su
perfección, pero, insistimos, siempre es definida por su relación con el cuerpo. El
cuerpo es condición de efectuación del principio que es el alma.

La distancia con respecto a Platón es evidente. Sin embargo, si la doctrina


hilemórfica de Aristóteles se mantuviera a ultranza, quedaría anulada la inmortalidad: si
el alma está indisolublemente unida al cuerpo, muere con él. Para evitarlo, Aristóteles
precisa que “el alma no es cuerpo ni existe sin el cuerpo” 35. No es cuerpo, pero le
pertenece y, por ello, existe en el cuerpo y en uno adecuado; no pertenece atada a
cualquier cuerpo como castigo por el que deba peregrinar eternamente. A diferencia de
Platón, el alma individualiza, pero sólo por su unión con un cuerpo concreto. Existir es,
por tanto, ser en una forma determinada, de manera que todo cuerpo es esencialmente
definido, delimitado por una forma precisa. Así pues, aunque el alma es acto de vida y
el cuerpo potencia, ambos se dan conjuntamente:

“El cuerpo es lo que es sólo potencialmente; pero igual que la niña del ojo y la facultad
de ver constituyen un ojo, así, en el otro caso, el alma y el cuerpo constituyen un ser
vivo” 32.

En el libro II, cap. II, insiste en la inseparabilidad del cuerpo y del alma. La primera
característica de un ser vivo, es decir, animado o con alma, es la sensación. El alma es el

33
ARISTÓTELES, “Del Alma”, op. cit., Libro II, cap. I, p. 140.
34
Ibidem.
35
ARISTÓTELES, “Del Alma”, op. cit., p. 146.
32
ARISTÓTELES, “Del Alma”, op. cit., pp. 83-220, Libro II, cap. I, p. 142.

17
principio de la misma, así como de la nutrición, del pensamiento y el movimiento y se
define por ellas. Al estar unida al cuerpo, éste interviene en todas estas operaciones,
incluido el conocimiento. La nutrición es la función más baja, poseída por todo ser vivo;
le sigue la sensación (la sensación primaria es el tacto) y después la razón (nous o
intuición intelectual infalible). Esta parte del alma no puede ejercer su destino, o sea,
pensar más que a partir de la sensación y ésta sólo se instala en el alma en virtud del
cuerpo al que está unida. Por tanto, un alma desencarnada carecería de medios para
realizar su esencia, que es el pensamiento.

La sensación es ejercicio del cuerpo y del alma junta, una excitación del alma a
través del cuerpo. Consiste en la recepción por el perceptor de la forma perceptible del
objeto. Es una unidad, de la misma manera que lo es el alma. Se trata del paso necesario
para la ciencia; ésta es ciencia de lo que perdura, de la sustancia. La sensación nos
conduce, sin embargo, a algo individual, concreto y cambiante, no a algo universal,
general y necesario. Hemos de partir de ella, pero sólo nos ofrece cuerpos y éstos sólo
son el grado más bajo de la sustancia.

Será la metafísica la que se ocupe de ella. La física sólo describe lo que hay en los
cuerpos de cambiante y para erigirse en ciencia tendrá que dar cuenta de lo que lo que
hay de permanente en los cuerpos, es decir, de sus causas.

A la sustancia, en un primer sentido, le pertenece la individualidad. Si es sustancia


corporal, la materia será la causa necesaria –pero no suficiente– de su existencia:

“Decimos que uno de los géneros del Ser es la substancia; ahora bien, es sustancia, en
un primer sentido, la materia que, por sí misma, no es un ser determinado; en un
segundo sentido es la figura y la forma, según la cual la materia es ya denominada un
ser concreto; y, en un tercer sentido, es sustancia el compuesto de la materia y la forma.
Ahora bien, la materia es potencia, y la forma es entelequia o acto, término éste que
puede entenderse en dos sentidos, bien al modo de la ciencia, bien al modo del ejercicio
de la ciencia. Los cuerpos se consideran preeminentemente substancias, y entre ellos,
los cuerpos naturales, pues estos son los principios de que nacen los demás. Ahora bien:
de entre los cuerpos naturales, unos tienen vida y otros no la tienen; con el término vida
significamos el hecho de nutrirse, crecer y perecer por sí mismo. Todo cuerpo natural,
pues, que posee la vida, debe ser substancia, y substancia de tipo compuesto. Pero
puesto que es un cuerpo de una especie definida, a saber, en posesión de la vida, el
cuerpo no puede ser el alma, porque el cuerpo no es algo predicado de un sujeto, sino
que es él, más bien, lo que se considera como sustrato o materia. De esta manera, el
alma debe ser substancia en el sentido de ser la forma de un cuerpo natural, el cual
posee potencialmente la vida. Y la substancia es, en este sentido, la entelequia o acto. El
alma es pues, la entelequia de la clase de cuerpo que hemos descrito…” 36.

Aplica el término de “sustancia” a los cuerpos físicos, tengan o no vida. Entiende el


cuerpo como sustancia, en tanto posee existencia separada e individualidad y, en ese
aspecto, se opone frontalmente a la ontología platónica. Hace de la física la ciencia de lo
corporal, pero ésta no se ocupará de la sustancialidad del cuerpo, ya que éste sólo
satisface imperfectamente el tercer criterio para la misma: la permanencia. La física sólo

36
ARISTÓTELES, “Del Alma”, op. cit., Libro II, cap. I, pp. 139-140.

18
se centrará en el cuerpo para estudiar sus cambios y el cuerpo será tratado como un
compuesto de materia y forma, potencia y acto.

Aristóteles distingue tres tipos de sustancias: la abstracta e inmutable (por ejemplo,


los objetos matemáticos); la concreta inmutable (objetos teológicos) y la concreta
cambiante (objetos físicos o cuerpos). Los cuerpos constituyen el primer objeto de la
ciencia. Al igual que para Platón, para Aristóteles los cuerpos, incluso los vivientes, son
avistados únicamente como objetos. Ocupan espacio y pueden ser localizados en virtud
de su reposo y su movimiento naturales. La extensión de los cuerpos implica limitación:
el cuerpo es lo que está limitado por superficies. De ahí deduce que no puede haber
cuerpos infinitamente grandes, pues no existe el infinito en acto. No puede haber
cuerpos sensibles infinitamente grandes, porque no admitirían ninguna forma, ninguna
estructura física.

El lugar no es cuerpo, pero no existe sin él. Puede separarse del cuerpo y, por tanto,
no es algo que le sea inherente. El lugar se define por la relación entre dos cuerpos al
menos, como límite del cuerpo envolvente y por el cuerpo envuelto.

La naturaleza es el modo de ser de los cuerpos; para Aristóteles, no es ni una simple


forma, ni mera materia, sino como un modo por el que ésta se encuentra “informada”
por el movimiento natural. Por eso, rechaza, tanto el materialismo atomista, como el
idealismo platónico. El hilemorfismo aristotélico nos lleva a su teoría metafísica de la
sustancia. Lo que confiere a ésta su esencia es la forma. El alma es la forma sustancial
del cuerpo, lo que lo forma. Ella es el acto por el que lo que está potencia se actualiza.
El acto es la entelequia, o sea, el estado final y acabado que limita la realización posible.
La esencia es lo que no cambia. Por su parte, la materia es el conjunto de condiciones
que deben ser realizadas para que la forma pueda efectuarse.

Si la física aristotélica del movimiento concreto se ocupa de los cuerpos en general,


los cuerpos vivos serán el objeto de estudio de la biología y la psicología. El cuerpo es
el sustrato, la materia de la vida, mientras que ésta es su predicado o forma. Su reflexión
sobre la relación entre la materia y la forma en el viviente ayudará a Aristóteles a fundar
la biología.

Las capacidades del cuerpo están jerarquizadas, con excepción del intelecto (nous),
que no proviene ni del cuerpo ni del alma, sino que viene de fuera, no de la naturaleza,
sino de lo divino, puesto que es el elemento puro, sin mezcla e inmortal en el hombre.
No es el alma, porque ésta no es ni sin cuerpo, aunque tampoco es un cuerpo, sino algo
perteneciente al cuerpo y, por tanto, existe en un cuerpo determinado.

“Por esta razón opinan rectamente los que sostienen que el alma no puede existir sin un
cuerpo, ni puede ser un cuerpo. No es un cuerpo, sino que es algo del cuerpo y, por
tanto, reside en un cuerpo y en un cuerpo de una determinada especie; pero de ninguna
manera al modo como nuestros predecesores la adaptaban al cuerpo, sin añadir ninguna
determinación acerca de la naturaleza y cualidad de ese cuerpo, por más que sea
evidente que cualquier cosa no es capaz de recibir cualquier cosa” 37.

37
ARISTÓTELES, “Del Alma”, op. cit., Libro II, cap. II, p. 146.

19
El alma ya no está encarcelada en el cuerpo, sino que reside en él. No puede
separarse del cuerpo porque es la entelequia de sus partes. A diferencia del resto de las
partes del cuerpo, el intelecto, sin embargo, es separable, porque no es entelequia de
ningún cuerpo. ¿Se trata, por consiguiente, de la parte inmortal del alma? En efecto,
Aristóteles considera que lo único que puede sobrevivir es el intelecto individual, pero
esto no significa que sea una sustancia incorpórea. El intelecto puro no tiene otra
sustancia que la de ser una capacidad y una capacidad no existe separadamente. Tal vez
tenga razón Pomponazzi al interpretar que el alma aristotélica, incluido el intelecto, no
es individual, sino una forma que comienza y termina con el cuerpo.

Teniendo presente, sin embargo, que Aristóteles distingue entre el intelecto agente y
el paciente, suele decirse que el primero es inmortal. La intelección, por ser análoga a la
sensación, presupone una parte impasible receptiva de la forma; como ella, la
intelección está en potencia en la materia, aunque se diferencia claramente de ella. Es
decir, hay un elemento psíquico meramente lógico y sin contenido material que es el
instrumento del pensamiento puro y es distinto del alma o forma del cuerpo; aquél
puede gozar de cierta inmortalidad contemplativa después de la muerte de alma y
cuerpo:

“Cada uno de los inteligibles reside sólo en potencia en las cosas que contienen materia.
De donde se sigue que el intelecto no podrá pertenecer a estas cosas –ya que el intelecto
solo es, en potencia, tales cosas, cuando se excluye de ellas la materia–, pero si será
propia del intelecto la inteligibilidad” 38.

El intelecto, pues, no es en acto ningún ser antes de pensar. Es aquello por lo que el
alma piensa y concibe, pero no está mezclado con el cuerpo, porque no tiene cualidades,
ni posee órganos.

Curiosamente, la distancia con Platón se acorta. Da la impresión de que sólo se haya


producido una fragmentación mayor de los mundos y hayan cambiado los nombres:

“Y dijeron bien los que afirmaron que el alma es el lugar de las Ideas, con una reserva,
sin embargo, y es que no se trata del alma entera, sino del alma intelectual, y no de las
Ideas en entelequia, sino de las Ideas en potencia” 39.

El compuesto único no deja, por tanto, de tener fisuras en el Estagirita. El nous


separado, sin mezcla e inmortal no encaja en la teoría hilemórfica: puesto que no es del
alma, no puede ser forma del cuerpo. Se trata de un entendimiento que ejerce sus
funciones en el alma, pero tampoco es de ella.

A diferencia de Platón, ya no es el alma sola la que conoce, sino el compuesto, lo cual


significa que el cuerpo cuenta para conocer. Sin embargo, el nous que aprehende lo
universal y necesario queda fuera del compuesto y éste se limita al conocimiento de lo
singular y concreto.

Ciertamente, Aristóteles no trató el cuerpo como pura materia extensa, pero tampoco
profundizó en las relaciones del individuo con su cuerpo. Lo que guiaba su filosofía era

38
ARISTÓTELES, “Del Alma”, op. Cit., Libro III, cap. IV, p. 202
39
ARISTÓTELES, “Del Alma”, Obras Completas. Madrid: Aguilar, 1982, pp. 83-220, Libro III, cap. IV,
p. 198.

20
la investigación sobre la sustancia y todos sus esfuerzos se orientaban a articular la
lógica del devenir con la del ser, la física de lo que cambia con la de lo inmutable. De
ahí que la física aristotélica culmine en la metafísica y el cuerpo esté siempre a distancia
de la forma pura, de la misma manera que la identidad humana se cumple en la
actividad de un intelecto sin cuerpo. Finalmente, el conocimiento más elevado sólo
comienza con la sensación. En definitiva, la física aristotélica ha tratado del cuerpo,
pero sólo para luego superarlo. De Anima también se ocupa del cuerpo, pero
fundamentalmente del alma. Este tratado sobre el alma fue durante siglos básico para la
psicología escolástica.

El naturalismo aristotélico sólo unificó en apariencia el dualismo platónico.


Demostró que los inteligibles no están fuera del ser humano y que éste es un compuesto;
sin embargo, como Platón el objetivo último del hombre, su felicidad aspira a la
contemplación. La exaltación de la vida teórica coexiste con los elementos míticos (por
ejemplo, el primer motor inmóvil). Ninguno de ellos tiene conciencia verdadera de los
límites y las posibilidades reales de la vida sobre la tierra. El reconocimiento de los
mismos es paralelo al de la corporalidad del ser humano y de la existencia.

Epicuro (341-270 a.C.) lo hará. Ciertamente, a diferencia de sus antecesores, no


construyó un sistema filosófico y, sin embargo, ha atraído a muchos filósofos e
investigadores posteriores como, por ejemplo, al propio Marx 40. Su interés por la ética
para alcanzar una vida feliz, sus críticas a los aspectos menos liberadores de Platón y su
vuelta a los jonios, han contribuido seguramente a suscitar ese interés.

El objeto de la filosofía es, para Epicuro, el logro de la felicidad del ser humano. Para
ello, hemos de desprendernos de los prejuicios, de los miedos y, según el filósofo del
Jardín, éstos se disuelven con una educación que no nos aleje de la naturaleza, que no
sea una Paideia, sino una filosofía entendida como saber práctico. El saber para la vida
no inculca terror a los dioses, ni a la muerte, como sí hace la cultura griega. Ese saber
epicúreo comienza con la física, pero ésta adquiere un valor instrumental al servicio de
la ética. Para alcanzar la felicidad, es necesario conocer cómo son realmente las cosas,
conocer científicamente la naturaleza. La comprende como realidad material cuya
explicación no requiere recurrir a realidades inmateriales. En este sentido, entronca con
la filosofía jónica.

A pesar de sus críticas a la filosofía precedente, Epicuro también adopta muchos de


sus presupuestos que le parecen acordes con esa investigación científica tendente a
diluir nuestras angustias e ignorancias. Vuelve al atomismo de Demócrito y Leucipo,
asume el hedonismo de Aristipo de Cirene, el sensualismo que podría derivarse de
Aristóteles y, al igual que cínicos y estoicos, aspira a la autarquía.

Frente a Platón, Epicuro niega la necesidad y universalidad de la filosofía y la


religión, afirmando el origen histórico de ambas.

Todo conocimiento comienza por la doxa y ésta tiene su origen en el cuerpo. La


sensación es contacto con el mundo, respuesta de nuestra naturaleza corporal a contacto
con el mundo. Todo proceso de conocimiento viene de ella, al igual que todo criterio de
verdad; está fundada en la evidencia y no necesita ningún fundamento racional. Los
40
Marx dedicó su tesis doctoral a la Diferencia de la filosofía de la naturaleza de Demócrito a Epicuro.
Publicada en castellano en Madrid, Editorial Ayuso, 1971.

21
sentidos son el nivel esencial y primero del saber, no una etapa a superar por otro
conocimiento menos corpóreo. Existen otros tres principios del conocimiento, también
sensualistas: las afecciones o sentimientos son las impresiones que los sentidos nos
causan, las respuestas del sujeto ante los datos sensibles; fundamentalmente son el dolor
y el placer. En segundo lugar, las anticipaciones o prolepsis son opiniones rectas o ideas
generales que se hallan en nosotros; huella que deja en nosotros una sensación repetida.
Las proyecciones imaginativas o representaciones estructuradas del pensamiento
constituyen el último momento del proceso cognoscitivo. Son las conclusiones que
alcanzamos a través de la comprobación de los procesos anteriores experimentalmente.
Frente al racionalismo platónico, este sensualismo epicúreo se enmarca en una teoría
cosmológica bien distinta. Para Platón, el universo tiene estructura matemática, mientras
que, para Epicuro, es un conjunto de átomos.

El dualismo entre sensibilidad e inteligibilidad, así como el antropológico desaparece,


ya que el alma es material y no hay ideas inmutables puras. El cuerpo es la base natural
sobre la que se construye la cultura que, por tanto, es sustentada por aquél. Está
formada, como toda realidad, inclusive el alma y los dioses, de átomos indivisibles.
Ellos le proporcionan el movimiento y, dado que el universo carece de providencia,
también finalidad.

La ética epicúrea, asentada en esta física, es opuesta a la de Sócrates y Platón. No es


una ética social que pretenda solucionar los problemas de la polis, sino que parte de la
convencionalidad de la justicia y se refugia en la amistad y en el Jardín. Persigue la
felicidad a través de una cultura razonable de los placeres. Éstos consisten en la
ausencia del dolor, tanto espiritual como corporal.

“El placer es principio y consumación de la vida feliz, porque lo hemos reconocido


como bien primero y congénito a partir del cual comenzamos toda elección o rechazo y
hacia el que llegamos juzgando todo bien con el sentimiento como regla. Y ya que éste
es el bien primero e innato, por eso mismo no escogemos todos los placeres, sino que
hay veces en que renunciamos a muchos placeres, cuando de ellos se sigue para
nosotros una incomodidad mayor. Y a muchos dolores los consideramos preferibles a
los placeres si, por soportar tales dolores durante mucho tiempo, nos sobreviene un
placer mayor” 41.

Los placeres del “vientre” se unen a los del alma, que pasan por la supresión de los
deseos no naturales.

“La carne tiene los límites del placer por infinitos y un tiempo infinito lo proporciona.
Pero la mente, que ha efectuado el cálculo de la finalidad y el límite de la carne y que ha
disipado los temores acerca de la eternidad, proporciona la vida perfecta y no tenemos
ya ninguna necesidad del tiempo infinito. Y no rechaza el placer ni cuando las
circunstancias disponen nuestra salida de la vida, acaba como si pasara por alto algo de
la vida mejor” 42.

El placer exige la eliminación de los temores que causan las supersticiones, el miedo
a los dioses y a la muerte. La desmitificación de ésta se funda en la teoría epicúrea de la

41
EPICURO, “Carta a Meneceo”, en Carta a Meneceo y Máximas capitales, México, Alhambra, 1987, p.
49.
42
EPICURO, “Máximas capitales”, en op. cit., p. 56.

22
sensación. La muerte es ausencia de sensaciones y, puesto que éstas son el principio del
conocimiento, de la ética y de la vida, ya que en la muerte no sentimos, no vale la pena
preocuparse por ella. También se funda en la concepción epicúrea del alma. Éste se
opone a la platónica y hasta a la aristotélica. El alma epicúrea es material, un compuesto
de partículas esparcidas por el cuerpo. No puede ser inmaterial, porque no sentiría. La
sensación y la conciencia de la misma no nacen sólo del alma, sino de la combinación
de átomos. Al estar en el cuerpo, es solidaria con él. La unión entre ambos será
heredada por Lucrecio. Puesto que el alma es corpórea, no es inmortal. La muerte deja
de ser, entonces, un problema filosófico y se reduce a simple asunto fisiológico del que
no tenemos ninguna experiencia. A diferencia de Platón, filosofar es aprender a vivir, no
a morir.

“Acostúmbrate a considerar que la muerte no es nada para nosotros, puesto que todo
bien y todo mal están en la sensación, y la muerte es pérdida de la sensación. Por ello, el
recto conocimiento de que la muerte no es nada para nosotros hace amable la mortalidad
de la vida, no porque le añada un tiempo indefinido, sino porque suprime el anhelo de
inmortalidad.

Nada hay terrible en la vida para quien está realmente persuadido de que tampoco se
encuentra nada terrible en el no vivir” 43.

Esto no significa que Epicuro recaiga en el materialismo; en realidad, pretende


trascender el dualismo entre materialismo y espiritualismo y aceptar lo que es. Sólo así
se logra la sabiduría: sintiendo y conociendo las propias limitaciones, comenzando por
las del cuerpo que nos enraíza en el mundo y nos abre todos sus confines.

2.4 Política y filosofía en la Grecia clásica

En Grecia –más o menos en el siglo VI a.C.– tuvo lugar un suceso no sólo


inédito sino, lo que es más destacable aún, enteramente insólito: el nacimiento de la
política democrática (la cual constituye un relevante aspecto del “logos” –entendido
como entraña del mundo griego clásico–). La política democrática es –nada menos– el
gobierno de los ciudadanos. El poder político, así, reside en la “asamblea”: ella es la
máxima autoridad, la autoridad legítima 44. Surgió así la política deliberativa: una

43
EPICURO, “Carta a Meneceo”, en op. cit., p. 47.
44
El enclave de la asamblea era el “ágora”, refiriéndose a ella escribe Felipe Martínez Marzoa: «El ágora
es ciertamente el lugar en el que se intercambian cosas, pero lo es porque ante todo es en general el lugar
de reunión, o, para ser más exactos, la reunión o asamblea misma; esto es lo que significa el ágora; y, si
esa palabra es en efecto el nombre para el “espacio vacío en el medio” cuya mención Heródoto pone en
boca del rey Ciro, ello ciertamente tiene que ver con que allí se reunían. En el fondo de todo ello está el
reunir como tal: reunir es a la vez separar, pero no sólo en el sentido de que reunir ciertas cosas con
ciertas otras es a la vez separar unas y otras de algunas terceras, sino también en el de que sólo se reúnen
cosas unas con otras en cuanto que a la vez se las mantiene como distintas unas de otras; de la misma
manera, separar es reunir, pues sólo pueden ser distintos si lo uno es por lo mismo que lo otro es; el día es
día por lo mismo que la noche es noche, el invierno es invierno por lo mismo que el verano es verano,
estamos vivos porque morimos, el dios es dios por lo mismo que el hombre es hombre, es cielo es cielo
por lo mismo que la tierra es tierra, yo soy yo porque tú eres tú, el amigo es amigo porque el enemigo es
enemigo; lo siempre ya supuesto es el “lo mismo” de que esto es esto por lo mismo que aquello es
aquello, y tal “lo mismo” no es sino la reunión que es a la vez contraposición; todo es en virtud del
“espacio vacío en el medio”; el ágora de las ciudades griegas es la insolente pretensión en la que lo

23
política articulada por un debate o discusión (pólemos) entre distintas opciones, una
política en la que los conflictos no son eliminados ni suprimidos sino reconocidos y
encauzados, una política, en definitiva, centrada por el cruce –una y otra vez revisado–
del “consenso en el disenso” y el “disenso en el consenso”. ¿Cuál es, por cierto, el fin
supremo o el fin último de la política deliberativa? El bien común y la vida buena,
entendidas en toda su enorme complejidad.

Los dos pilares de la política democrática fueron la “isonomía” y la “isegoría”.


La “isonomía” era la igualdad ante la ley 45. La “isegoría” era la igualdad en el acceso al
“discurso”: a la posición del que se dirige a la asamblea con ánimo del persuadirles y
convencerles de algo (la argumentación política, por lo tanto, transcurre así en el seno
de un marco “retórico” –en la mejor acepción del término–).

Por último –y como colofón a esta caracterización sucinta– subrayar que el


corazón de la política democrática se encuentra en su “Constitución”, la propia de cada
una de las ciudades; ella es su ley principal, la ley de las leyes. Sin ella la trama política
se desmoronaría.

Este crucial aspecto del “logos” era enormemente inestable y frágil –un
magnífico ‘experimento’ difícil de sostener. Ya en el siglo IV a.C. presentaba una serie
de agudos síntomas de crisis –de, por decirlo así, “descomposición”. En este punto
deben situarse tanto la obra de Platón como la de Aristóteles: ambos proporcionaron una
repuesta filosófica –muy distinta como se sabe– a esta difícil y comprometida situación.
Con brevedad vamos, en adelante, a poner sobre el tapete la diferencia de los separa a la
hora de plantear y desarrollar un “filosofía (de la) política”. Ésta –y en esto están de
acuerdo los dos– se orienta –entre otras cosas– a localizar cuál es la mejor “forma de
gobierno”, el “régimen político” superior, una vez encontrado desde él o a partir de él la

siempre ya supuesto, el juego que siempre ya se está jugando, aspira a hacerse él mismo relevante», en
Manuel Cruz (comp.), Los filósofos y la política, FCE, 1999, pp. 106-107.
45
«Estamos aquí en el propio corazón del sistema político ateniense. La isonomía establecida por
Clístenes, es decir, la igualdad de todos sin distinción de nacimiento o de fortuna, era el propio
fundamento de la democracia. Es en ella que descansaba el principio mayoritario que implicaba que una
vez tomada la decisión, aunque fuese por una débil mayoría, como fue el caso del año 427/426 cuando los
atenienses decidieron perdonar a los habitantes de Mitilene que se habían separado de su alianza, la
minoría lo aceptaba. Esto, que parece normal en la actualidad, no era evidente, tanto más cuando no se
invocaba ninguna clase de soporte divino. Únicamente contaba el respeto a las leyes y también, no hay
porque hacerse ilusiones, la relación de fuerzas en el momento del voto. Pues la decisión concerniente a
los habitantes de Mitelene se había adoptado al término de un debate en el que uno de los oradores había
demostrado la incorrección de un primer voto que preveía la ejecución de los mitelenios rebeldes. El
talento del orador había desplazado la mayoría de los pocos votos necesarios para modificar la primera
decisión adoptada la víspera. Sin embargo, no debe creerse que era frecuente que el demos cambiase de
un día para otro una decisión tomada por la mayoría. Tucídides escogió exponer con detalle el asunto de
Mitilene en su relato de la Guerra del Peloponeso pues le permitía presentar dos discursos antagonistas
sobre la evolución de las relaciones entre Atenas y sus aliados, y de esta liga de Delos que, constituida
inmediatamente después de las guerras médicas, se había transformado insensiblemente en imperio
ateniense. De hecho, lo numerosos decretos grabados en piedra que llegaron hasta nuestros días
atestiguan que la democracia ateniense funcionaba mucho mejor de lo que pretendían sus detractores. La
publicación de decretos, hecha en nombre de la Boule que los había preparado, y del demos, la mención
del nombre de quien había hecho la propuesta y de los que habían aportado enmiendas atestiguan que
ningún voto de la asamblea se podía ignorar y que cada cual tenía que conocer las decisiones adoptadas.
Estas decisiones trababan de una infinidad de asuntos, pues la asamblea era soberana. La guerra, la paz,
las embajadas, las finanzas, las construcciones públicas, la organización de las fiestas religiosas eran
asuntos de su competencia, también la legislación», El saber griego, J. Brunschwig (ed.), Madrid, Akal,
p. 144.

24
“filosofía (de la) política” se convierte en una “teoría crítica” de las formas políticas
meramente vigentes pero, en el fondo, “ilegítimas”.

En el texto denominado “carta séptima”, Platón declara dos cosas: su poderosa


vocación política y su profundo desencanto o marcada decepción por la “política
democrática” 46. Siendo el centro de su propuesta filosófica la “doctrina de las Ideas”
ésta constituye también –con entera coherencia– el núcleo de su “filosofía política” (de
tal modo que la “Idea del bien” –situada en la cúspide de la pirámide del reino eterno de
las esencias– constituye el nexo entre ellas). J. M. Navarro y T. Calvo explican así la
continuidad entre esos aspectos de la obra platónica: «La filosofía de Platón sitúa a las
Ideas como foco de referencia del mundo físico, del conocimiento intelectual, de la
concepción del hombre, de la fundamentación de los ideales morales y políticos,
haciendo además del mundo de las Ideas un mundo plenamente racional y organizado
jerárquicamente. Hay que subrayar, pues, el carácter fundante de las Ideas respecto del
conocimiento intelectual al cual se ofrece como un sistema de estructuras matemáticas,
de esencias inteligibles, de verdades exactas y eternas (un teorema matemático, por
ejemplo, no está sometido a mutación o variación alguna). La teoría de las Ideas
constituye, además, la clave de la antropología platónica: es cierto que el hombre está

46
Merece la pena citar un fragmento de esa “carta”: «Siendo yo joven, pasé por la misma experiencia que
otros muchos; pensé dedicarme a la política tan pronto como fuera dueño de mis propios actos; y he aquí
las vicisitudes de los asuntos públicos de mi patria a que hube de asistir. Siendo objeto de general censura
el régimen político a la sazón imperante, se produjo una revolución; al frente de este movimiento
revolucionario se instauraron como caudillos cincuenta y un hombres: diez en el Pireo y once en la capital
… mientras que treinta se instauraron con plenos poderes al frente del gobierno en general. Se daba la
circunstancia de que alguno d éstos era allegados y conocidos míos y en consecuencia requirieron al
punto mi colaboración, por entender que se trataba de actividades que me interesaban. La reacción mía no
es de extrañar, dada mi juventud; yo pensé que ellos iban a gobernar la ciudad sacándola de un régimen
de vida injusto y llevándola a un orden mejor, de suerte que les dediqué mi más apasionada atención, a
ver si lo conseguían. Y vi que en poco tiempo hicieron aparecer bueno, como una edad de oro, el anterior
régimen. Entre otras tropelías que cometieron estuvo la de enviar a mi amigo, el anciano Sócrates, de
quien yo no tendría reparo en afirmar que fue el más justo de los hombres de su tiempo, a que en unión de
otras personas prendiera a un ciudadano para conducirlo por la fuerza a ser ejecutado; orden dada con el
fin de que Sócrates quedara, de grado o por fuerza, complicado en sus crímenes; por cierto que él no
obedeció, y se arriesgó a sufrir toda clase de castigos antes de hacerse cómplice de sus iniquidades.
Viendo, digo, todas estas cosas y otras semejantes de la mayor gravedad, lleno de indignación me inhibí
de las torpezas de aquel periodo … No mucho tiempo después cayó la tiranía de los Treinta y todo el
sistema político imperante. De nuevo, aunque ya menos impetuosamente, me arrastró el deseo de
ocuparme de los asuntos públicos de la ciudad. Pero dio también la casualidad de que algunos de los que
estaban en el poder llevaron a los tribunales a mi amigo Sócrates a quien acabo de referirme, bajo la
acusación más inicua y que menos le cuadraba … Al observar yo cosas como éstas y a los hombres que
ejercían los poderes públicos, así como las leyes y las costumbres, cuanto con mayor atención lo
examinaba, al mismo tiempo que mi edad iba adquiriendo madurez, tanto más difícil consideraba
administrar los asuntos públicos con rectitud … De esta suerte yo, que al principio estaba lleno de
entusiasmo por dedicarme a la política, al volver mi atención a la vida pública y verla arrastrada en todas
las direcciones por toda clase de corrientes, terminé por verme atacado de vértigo, y si bien no prescindí
de reflexionar sobre la manera de poder introducir una mejora en ella, sí dejé, sin embargo, de esperar
sucesivas oportunidades de intervenir activamente, Y terminé por adquirir el convencimiento con respecto
a todos los Estados actuales de que están, sin excepción, mal gobernados; en efecto, lo referente a su
legislación no tiene remedio sin una extraordinaria reforma, acompañada además de suerte para
implantarla. Y me vi obligado a reconocer, en alabanza de la verdadera filosofía, que de ella depende
obtener una visión perfecta y total de lo que es justo, tanto en el terreno público como en el privado, y que
no cesará en sus males el género humano hasta que los que son recta y verdaderamente filósofos ocupen
los cargos públicos, o bien los que ejercen el poder en los Estados lleguen, por especial favor divino, a ser
filósofos en el auténtico sentido de la palabra» (traducción de M. Toranzo, Instituto de Estudios Políticos,
1970).

25
inmerso en el mundo físico al cual su cuerpo pertenece; pero es cierto igualmente que la
parte más noble del hombre, su alma racional, pertenece al mundo de las Ideas a cuyo
conocimiento está destinada y aspira impulsada por su propia naturaleza. El mundo de
las Ideas alberga, en fin, todo el conjunto de los ideales morales y políticos (justicia,
bondad, etc.) al que ha de acomodarse la conducta individual y la organización de la
convivencia social. Por último, conviene señalar que las Ideas no son un aglomerado
inconexo de esencias, sino que constituyen un sistema en que todas se ensamblan y
coordinan en una gradación jerarquizada cuya cúspide ocupa la Idea de Bien. El Bien
como Idea primera, como principio supremo, es expresión del orden, del sentido y de la
inteligibilidad de todo lo real. Al matemático y sobre todo más allá de éste, al filósofo,
corresponde ascender dialécticamente en el conocimiento de las Ideas hasta alcanzar a
contemplar la Idea de Bien. La contemplación de la Idea de Bien es conocimiento
teórico y práctico a la vez: teórico, en cuanto que hace posible la captación del orden y
la estructura de todo lo real; práctico, en cuanto que proporciona las normas de toda
ordenación moral y política. Esta identificación de ambos tipos de conocimiento, teórico
y práctico, hace que el sabio, para Platón, sea el llamado a gobernar en toda comunidad
humana» 47.

Platón sostiene y postula que hay, que debe haber, un estricto y riguroso “saber
político” 48 de la “ciudad ideal”. La “ciudad ideal” presenta un orden rígido e inflexible,
una jerarquía inamovible; así en el diálogo La República se refiere, por un lado, a tres
estamentos, y por otro lado, a una educación encargada de seleccionar a cuál de ellos
pertenece cada uno o cada una –con independencia de su filiación inicial. ¿Qué
encontramos, pues, en la filosofía política platónica? ¿Cuál es su característica
principal? En ella desde la “utopía” de la “ciudad ideal” 49 se lleva a cabo una íntegra
crítica de la “ciudad real” –en este caso de la “política democrática”.

¿Y Aristóteles? Su posición se define por una expresa renuncia al utopismo


platónico (en la medida en que considera dogmático postular un solo “saber político” de
una única “ciudad ideal”) sin renunciar por ello a la tarea crítica de la filosofía política,
es decir: en él encontramos “crítica sin utopía” 50. Ya el mismo “proceder comparativo”

47
J. Manuel Navarro Cordón, T. Calvo Martínez, Historia de la filosofía, Madrid, Anaya, 1990, pp. 30-
31.
48
Platón entiende por “saber” (epistéme) siempre un “saber absoluto”: un incontrovertible conocimiento
conceptual de la esencia (la única “realidad de verdad”). Esta noción tan rígida de “saber” surgió en él
cruzando al “saber matemático” con el “saber técnico” (como puede verse en los diálogos Menón y
Timeo).
49
Véase artículo en El saber griego, J. Brunschwig (ed.), Madrid, Akal, “Utopía y crítica de la política”,
por Paul Cartledge.
50
En el segundo capítulo del primer libro de la Política de Aristóteles encontramos este célebre texto:
«La ciudad es la comunidad, procedente de varias aldeas, perfecta, ya que posee, para decirlo de una vez,
la conclusión de la autosuficiencia total, y que tiene su origen en una urgencia del vivir, pero subsiste para
el vivir bien. Así que toda ciudad existe por naturaleza, del mismo modo que las comunidades originarias.
Ella es la finalidad de aquéllas, y la naturaleza es finalidad. Lo que cada ser es, después de cumplirse el
desarrollo, eso decimos que es su naturaleza, así de un hombre, de un caballo o de una casa. Además, la
causa final y la perfección es lo mejor. Y la autosuficiencia es la perfección, y óptima. Por lo tanto, está
claro que la ciudad es una de las cosas naturales y que el hombre es, por naturaleza, un animal cívico. Y
el enemigo de la sociedad ciudadana es, por naturaleza, y no por casualidad, o bien un ser inferior o más
que un hombre. Como aquel al que recrimina Homero: “sin fratría, sin ley, sin hogar”. Al mismo tiempo,
semejante individuo es, por naturaleza, un apasionado de la guerra, como una pieza suelta en un juego de
damas. La razón de que el hombre sea un ser social, más que cualquier abeja y que cualquier otro animal
gregario, es clara. La naturaleza, pues, como decimos, no hace nada en vano. Sólo el hombre, entre los
animales, posee la palabra. La voz es una indicación del dolor y del placer; por eso la tienen también los

26
al que acude Aristóteles en su pensamiento político es un buen ejemplo de lo que
decimos. Sobre él nos dice Tomás Calvo: «Aristóteles se interesó vivamente por lo que
denominaríamos “derecho constitucional comparado”. Uno de los proyectos
enciclopédicos del Liceo fue reunir una vasta colección de constituciones, uno de cuyos
volúmenes era la Constitución de los atenienses obra del propio Aristóteles y
afortunadamente conservada. En la Política estudia distintas formas de gobierno
analizando los objetivos y funcionamiento característicos de cada una de ellas» 51.
Desde luego también el planteamiento aristotélico –como antes el platónico– se
formuló como respuesta a una crisis. Carlos García Gual lo expone así: «Pero conviene
no olvidar tampoco la situación histórica del filósofo: en el que ha orientado sus
consejos como respuesta a las circunstancias de una Grecia empobrecida y amenazada
por constantes guerras civiles, desgarrada por un enfrentamiento entre clases que hacía,
entre crueles e inútiles revueltas, inverosímil el viejo ideal democrático de concordia
ciudadana. Aristóteles, que vivió desde el 384 al 322 a.C. (los mismos años que
Demóstenes) y que no participó de forma destacada en la vida política de su tiempo, fue
un testigo sensible de una larga y tremenda crisis social» 52. ¿Cómo situar, pues, a
Aristóteles? García Gual lo ubica entre su maestro Platón y su peculiar “discípulo”
Alejandro Magno: «Resulta interesante considerar la meditación política de Aristóteles
en contraste con la obra de las dos figuras más importantes de la época, que él trato de
cerca: su maestro Platón y su pupilo durante algunos años, Alejandro de Macedonia. La
Política queda a unos cincuenta años de distancia de La República y a unos veintitantos
de Las Leyes de Platón, el maestro siempre discutible, criticado tantas veces, y, sin
embargo, decisivo en la formación aristotélica. Él fue, sin duda, quien orientó a nuestro
autor en este terreno de la política; y, aun después de muerto, seguirá siendo su principal
interlocutor. Por aquellos años, los de la madurez de Aristóteles, su extraño e
incompresible discípulo Alejandro Magno revolucionaba con sus fulgurantes conquistas
el panorama de la geografía política a una escala inaudita por entonces. El pensamiento
político de Aristóteles cobra una peculiar animación entre estas dos referencias: la
polémica y crítica a las teorías de Platón y, por otro lado, la coetaniedad con la creación
de un gran imperio (escindido pronto en varios) que lleva consigo la destrucción de los

otros animales. (Ya que por su naturaleza ha alcanzado hasta tener sensación del dolor y del placer e
indicarse sensaciones unos a otros). En cambio, la palabra existe para manifestar lo conveniente y lo
dañino, así como lo justo y lo injusto. Y esto es lo propio de los humanos frente a los demás animales:
poseer, de modo exclusivo, el sentido de lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, y las demás
apreciaciones. La participación comunitaria en éstas funda la casa familiar y la ciudad. Es decir, que por
naturaleza, la ciudad es anterior a la casa y a cada uno de nosotros. Ya que el conjunto es necesariamente
anterior a la parte. Pues si se destruye el conjunto ya no habrá ni pie ni mano, a no ser con nombre
equívoco, como se puede llamar mano a una de piedra. Eso será como una mano sin vida. Todas las cosas
se definen por su actividad y su capacidad funcional, de modo que cuando éstas dejan de existir no se
puede decir que sean las mismas cosas, sino homónimas. Así que está claro que la ciudad es por
naturaleza y es anterior a cada uno. Porque si cada individuo, por separado, no es autosuficiente, se
encontrará, como las demás partes, en función de su conjunto. Y el que no puede vivir en sociedad, o no
necesita nada por su propia suficiencia, no es miembro de la ciudad, sino como una bestia o un dios. En
todos existe, por naturaleza, el impulso hacia tal comunidad; pero el primero en establecerla fue el
causante de los mayores beneficios. Pues así como el hombre perfecto es el mejor de los animales, así
también, apartado de la ley y la justicia, es el peor de todos. La injusticia es más feroz cuando posee
armas, y el hombre se hace naturalmente con armas al servicio de su sensatez y su virtud; pero puede
utilizarlas precisamente para las cosas opuestas. Por eso, sin virtud, es el animal más impío y más salvaje,
y el peor en su sexualidad y en su voracidad. La justicia, en cambio, es algo social, como que la justicia es
el orden de la sociedad cívica, y la virtud de la justicia consiste en la apreciación de lo justo», Aristóteles,
Política, ed. Alianza, pp. 43-44.
51
T. Calvo, Aristóteles y el aristotelismo, Madrid, Akal, 1996, p. 47.
52
Introducción a La política de Aristóteles, Madrid, Alianza, 1997, p. 33.

27
márgenes tradicionales, en un momento de una trascendencia singular» 53. ¿Qué resulta
clave en el planteamiento de Aristóteles? Que lleva a cabo una crítica (filosófica) de la
política y lo político que nunca pierde de vista el lábil y ambiguo horizonte de las
“posibilidades históricas”. En su filosofía política –por otro lado– encontramos una
clasificación de las formas de gobierno en la que varias de ellas son consideradas
legítimas, sólo son rechazadas aquellas en la que se suprime como fin el bien común
arruinando con ello los cauces del logro de una vida buena 54.

Es el momento de extraer de lo apuntado unas pocas conclusiones. Sobre la


comparación entre Platón y Aristóteles veamos para empezar qué nos dicen J. M.
Navarro y T. Calvo: «La cuestión política venía, pues, a plantearse como el problema de
decidir entre distintas formas de gobierno cuál es la más conveniente y eficaz.
Aristóteles distingue tres formas de gobierno: monarquía (gobierno de uno solo),
aristocracia (gobierno de unos cuantos, los mejores) y democracia (gobierno del
pueblo); discutiendo las ventajas y desventajas de cada una de ellas. Platón, por su
parte, se esforzó por describir la organización política ideal, es decir, aquella que
responde a la naturaleza del hombre y la sociedad. Su teoría está presidida por dos
principios teóricos: de un lado, por su identificación del saber teórico y el saber práctico
que lleva a Platón a afirmar que los gobernantes han de ser los sabios; de otro lado, su
concepción de la justicia como orden en que cada parte de un todo cumple con su
cometido. Y puesto que las partes o grupos sociales (en paralelismo con las partes del
alma) son tres, gobernantes, soldados y productores, la justicia u orden se realizará si los
gobernantes son realmente sabios, los soldados valientes, y todos los ciudadanos
moderados» 55. Según Platón, en definitiva, la política democrática es inviable,
insostenible y, en última instancia, injusta (desordenada); debe, por lo tanto, ser
desterrada. Aristóteles, en cambio, entendía que convenientemente reformada era
sostenible, viable, legítima; apuesta, pues, por afianzarla o reforzarla. En el fondo el
maximalismo de Platón –perceptible en su postulación de un “universo eidético” fijo y
permanente– le conducía coherentemente a rechazar todo atisbo de imperfección.
Aristóteles, por su parte, aceptaba de entrada la imperfección y proponía intentar que
aún así la filosofía política puede guiarse por la búsqueda de lo mejor de lo posible (por
un “ideal” desde el que criticar el statu quo). En esto cabe cifrar una relevante diferencia
entra ellos 56.
53
Ibíd., pp. 8-9. La lectura íntegra de la Introducción de C. García Gual resulta recomendable pues con
brevedad nos sitúa ante algunas de las cuestiones de fondo del pensamiento político aristotélico.
54
Una sucinta y precisa exposición de la clasificación aristotélica puede consultarse en el libro de Tomás
Calvo Aristóteles y el aristotelismo, op. cit., p. 48.
55
Historia de la filosofía, op. cit., pp. 54-55.
56
Ambos, de todos modos, propugnaban un profundo –y desde una posición contemporánea discutible–
“esencialismo político” –el de Platón sostenido por la postulación de un “universo eidético”, en
Aristóteles por la apelación a la “naturaleza”– (sobre este punto resulta muy interesante el libro de
Philippe Corcuff, Los grandes pensadores de la política, Madrid, Alianza, 2008). Sobre el peculiar
“esencialismo político” aristotélico García Gual escribe en la página 33 de su Introducción a La Política:
«Aristóteles, que había reunido una enorme documentación histórica, carecía, como la generalidad de los
pensadores griegos, de una verdadera conciencia histórica (en sentido moderno); y, aunque habla de un
cierto desarrollo de las sociedades y de las instituciones políticas, éste se lo figura como un proceso
natural, según una analogía biológica: como el llegar a cumplirse las posibilidades marcadas en la
naturaleza de cada organismo, de modo que la forma más perfecta es sólo la entelequia ya prefigurada por
la physis. Y no hay una evolución posterior en esta asimilación de los procesos sociales a los físicos. Por
eso, como señala Lloyd, “el ideal de Aristóteles es estático”, no va más allá de la polis como forma
política, y en general el futuro le interesa poco». El “esencialismo político”, dicho con rapidez, impide
entender que caben múltiples y distintos modos de ser y de darse (o sea, de acaecer y acontecer) la
política y lo político.

28
De todos modos, el interesantísimo y crucial “debate” entre maestro y discípulo
pronto se quedó sin contexto: sin suelo en el que arraigar, desarrollarse y surtir efectos.
Tras la muerte de Aristóteles se puso fin a la política democrática: comenzó el llamado
“helenismo”. En él –y en justa correspondencia con la desaparición de la política
democrática– la filosofía política propiamente dicha fue sustituida por consideraciones
éticas o doctrinas morales (epicúreas, estoicas, etc.) 57.

Nada de esto evita –más bien al contrario– que la frágil y efímera política
democrática se erija ante nosotros como un logro inolvidable, un logro que –como bien
vio, entre otros y entre nosotros, Hannah Arendt 58– por su esplendor propio se proyecta
como una indeclinable tarea que aún hoy nos concierne e interpela. Retomarlo –repetir
ese acontecimiento en alguna de sus diferentes declinaciones posibles– es hoy algo más
que una obligación.

57
Para adentrarse en la filosofía política griega son recomendables, por ejemplo, los siguientes libros:
Tomás Calvo, De los sofistas a Platón: política y pensamiento, ed. Cincel; Salvador Mas, Ethos y Polis,
ed. Istmo; Laura Sánchez (coord.), Filosofía y democracia en la Grecia Antigua, ed. Prensas
Universitarias de Zaragoza.
58
De sus libros citaremos ¿Qué es la política? ed. Paidós, 1997 y La promesa de la política, ed. Paidós,
2008.

29

También podría gustarte