Carta A Unos Amigos Que Osaron Escribir Un Libro

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Carta a unos amigos que osaron

ESCRIBIR UN LIBRO

Marta Elena y Guillermo:

En diciembre de este año 2013 se cumplirán los 45 de mi egreso como ba­


chiller del Colegio San Ignacio de Medellín; por esa fecha ya había ya tomado
la decisión que me llevaría, literalmente, a vivir durante 24 años en el bloque
14 de la Ciudadela Universitaria del Alma Mater, primero como estudiante y
luego como docente.
En ese entonces lo que concernía a la familia y al derecho que la regulaba
estaba, para mí, institucionalmente consolidado. Todo era cierto, indiscutible
y seguro. Había un modelo de familia plausible, cerrado y único: la familia era
monogámica, sellada por el matrimonio católico.
El contexto en el que aprehendí los valores del entorno, condujo a que yo
tuviera como datos culturales inexcusables:
- Que el matrimonio católico era el único que contaba con la bendición
conjunta del Estado y de la Iglesia. Otra relación diferente era socialmente
proscrita. Expresiones como dañado y punible ayuntamiento, amancebamien­
to, concubinato eran, entre muchas, las utilizadas para descalificar cualquier
tipo de relación entre hombre y mujer no formalizada solemnemente por el
sacramento. Aún el matrimonio civil, si bien era tímidamente acogido por la
legislación civil, exigía de los contrayentes católicos un acto expreso, público
y ejemplarizante de apostasía, que significaba, ni más ni menos, una exclusión
de la familia de la Iglesia y la subsiguiente imposición de una lacra social
que diferenciaba a los contrayentes, para todos los efectos, de los demás seres
humanos. Tanto así que, aún después del fallecimiento de alguno de ellos, sus
restos mortales eran discriminados pues eran lanzados a un cementerio de
excluidos.

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Que la figura dominante de la familia era el hombre-padre. La mujer-
esposa-madre, tríada de términos que formaban un único concepto y de
finían un mismo destino, agotaba su rol en el hecho de ser madre y en
prolongar sus destrezas prácticas para ser, además de una excelente madre,
una hacendosa y adorable esposa; estas exigencias le imponían el rol de
administradora del hogar, de lo interno, de puertas para adentro, en orden
a asegurar que, en la casa, todo fuera bueno, limpio, oportuno. Su poder
partía de la cocina, se extendía al comedor, a las habitaciones y demás re­
cintos sólo para garantizar que los demás, padre e hijos, se sintieran bien
en el hogar; a la mujer se le asignaba ese arduo e interminable trabajo invi­
sible, que la condenaba al reclamo si no lo desempeñaba con excelencia o
al burdo silencio si, como resultado de su inclemente esfuerzo, en casa las
cosas marchaban como los otros lo esperaban y exigían. Ante este cuadro,
recuerdo que sólo en 1932 la ley 2S había eliminado en el derecho, mas
no en la vida, la Potestad Suprema que el marido ejercía sobre su mujer,
porque suya era; y también, que en el no tan lejano 1957 se le reconoció
a la mujer la calidad de sujeto político, pues al menos se le concedió el
derecho al voto.
Que la paternidad y maternidad jurídicamente aceptada y legítima sólo
era la habida durante el matrimonio; el hijo que nacía fuera de ese ámbito
era repudiado por nosotros, quienes graciosamente nos autoproclamába-
mos “gentes de bien”; su destino estaba marcado por la denominación
misma que se le daba: hijo natural. Se le negaba el derecho a tener padre
ya que no disponía de mecanismos judiciales para obtener una declara­
ción estatal que refrendara su condición de hijo; se les llamaba de ma­
nera insultante “hijo de dañado y punible ayuntamiento”, “ilegítimos o
naturales . El reconocimiento de su calidad de tales quedaba librado a la
mera voluntad y capricho del omnímodo padre. A mediados del siglo XX,
en 1936, mediante la Ley 45, el Estado volteó la mirada hacia los hijos
excluidos y les hizo la merced de acceder al juez para lograr su reconoci­
miento como hijo natural. Con todo, el sistema conservó una clasificación
scriminatoria de los hijos; había tres estratos: los legítimos, los adoptivos
y s naturales, y según la capa que se ocupara se era beneficiario o no de
ventajas en el orden social y jurídico.

sexii l^01^ ^^m°’ fara m’ generación era incuestionable que la relación


cialm.-nf PresuPuesto necesario de cualquier embarazo; que consecuen-
e e acto sexual “natural” determinaba, sin lugar a duda alguna,

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quien era el padre y quien era la madre del niño por nacer. Lo segundo era
fácil de conocer, pues el hecho personalísimo c intransferible del parto nos
indicaba quien era la madre. Pero, saber quién era el padre era mucho más
complejo, porque el hecho de la concepción estaba por fuera de la percep­
ción de los sentidos de cualquier ser humano, por observador y curioso
que éste fuera. Por eso la ley acudió a diversas presunciones apoyadas en
el trato social, para inferir de ellas la relación sexual y de ésta la concep­
ción por el presunto padre. Había pues una suma de inferencias: del trato
social se infería la relación sexual y de la presunción de ésta se llegaba a la
inferencia de la concepción.
De otro lado la ley, siempre prevalida de la solidez, prestancia y crédito
social del matrimonio, había -o casi - determinado que la fidelidad con-
yugal era un efecto indefectible del matrimonio, propio de las leyes de
causalidad, que se le imponía a la mujer. El argumento era simplemente
cartesiano: hay matrimonio, luego la mujer es fiel. Con fundamento en
estos dos enunciados, se estableció la célebre y recurrida presunción de
paternidad del artículo 214 del Código Civil que proclama oficialmente
que se presume hijo del cónyuge el hijo concebido durante el matrimonio
de la madre. Y, a riesgo de ser iconoclasta, me temo que esta disposición,
emitida en una sociedad febrilmente machista, no se expidió para proteger
el derecho de los hijos de tener alto grado de certeza sobre quién es su
padre, sino para cubrir, con el velo de la presunción, cualquier conducta
contraria al voto de fidelidad asumido por la dislocada cónyuge y evitar
así la mancha a la virilidad de un hombre cuya mujer había incurrido en
un devaneo que ofendía al titular supremo de la potestad marital y de la
potestad parental.
Tan consolidado se hallaba este estado de cosas, que por lo menos para
mí y para quienes compartían conmigo esos tiempos en la Universidad de
Antioquia, se dieron tres circunstancias que hicieron irrumpir, por lo menos,
algunos signos de interrogación, en ese escenario donde ya todo estaba dicho:
La primera, la ley 75 de 1968, que reafirmó el camino del reconocimiento
cierto de la calidad de hijo extramatrimonial; la segunda, la tesis de grado,
laureada por la Universidad de Antioquia, de Carlos Betancur Jaramillo,
titulada “Régimen legal de los concubinos en Colombia”, publicada en
1962, en la que se formula una primera exploración dirigida a la protección
jurídica de las compañeras extramatrimoniales o “concubinas” como se les
Lz denominaba. Y, tercera, la aprobación de la ley 1“ de 1976, que estableció el

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divorcio del matrimonio civil; tengo que confesar que no se si recuerdo con
nitidez ese tiempo, del nuevo estatuto de divorcio, por el impacto social de
la norma, que abrió una fisura al pétreo postulado de la inmutabilidad de los
efectos personales del matrimonio, o si, lo que me llama a la evocación es
el regocijo espiritual, y el brillo en los ojos, que evidenciaba Gustavo León
Jaramillo Osorio, mi profesor y amigo ya fallecido, cuando revisaba una y otra
vez la primera edición de su obra “Nuevo régimen de divorcio y separación
de cuerpos”. A propósito, Gustavo también me solicitó que le presentara su
libro y hoy me pregunto, ¿qué extraña circunstancia conduce a mis amigos,
que escriben sobre derecho de familia, a pedirme que diga algo sobre lo que
ha sido producto de sus cavilaciones y de sus reflexiones.'' Mis otros amigos
que escriben sobre otras cosas, no se han aventurado a hacerlo. Creo que éstos
últimos han hecho gala de una mayor prudencia y de un mejor criterio de
selección.
Pues bien, lo que antes era cierto, seguro e indiscutible, fue horadado pro­
gresivamente por los cambios de paradigmas aupados por el curso del tiempo
y por el desenvolvimiento de las relaciones sociales. Hoy, 45 años después de
mi llegada al mundo del derecho, como alumno de la Universidad de Antio-
quia, nada está protegido con la coraza de la unanimidad ni con la fuerza de
la certeza.
El derecho a la igualdad ha echado raíces en el medio familiar y hoy se
vive, con intensidad y con apremio, un proceso dirigido a hacer cierto, en la
relaciones de vida, el axioma que postula que si hombre y mujer comparten la
condición de seres humanos, esa común calidad tiene que manifestarse en una
plena, vivida y absoluta igualdad. La igualdad ha hecho e irá haciendo explotar
todas las diferencias que la cultura ha erigido en nombre del predomino del
macho.
Los perfiles conductuales de las personas, en función del sexo, se han di­
versificado y diferenciado. La pluralidad de comportamientos ha resquebra­
jado las tradicionales dicotomías sexo masculino/sexo femenino, conductas
típicas hombre/mujer, opción sexual masculina/opción sexual femenina.
I lay ahora múltiples formas de vivir la decisión de un ser humano de
compartir su existencia con otro. La heterosexualidad comparte hoy escenarios
de familia con la pareja homosexual; la intensidad o grado o frecuencia de los
encuentros de pareja son variables pues no siempre se comparte conjuntamen­
te tocho, lecho y mesa, sino algunos de ellos y no de modo diario y constante;
e concepto de fidelidad, entendido como monopolio de relaciones afectivas y

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sexuales también se ha conmovido; inclusive, la idea de la convivencia de dos
hoy tiene en entredicho su definición lógica y se sugiere la existencia de unio­
nes de más de dos. Hay, pues, otras opciones de vida familiar que el derecho
no puede eludir, aunque no sean las que yo prefiera.
La continuidad entre relación sexual, fecundación, gestación y nacimiento
aseguraba la identidad constante de las personas comprometidas en las dis­
tintas fases de ese proceso genético. Esta descripción proyectiva se derrumbó,
estruendosamente, por los avances de la ciencia. La fecundación in vitro o ex­
terna anuló el añejo enunciado según el cual toda fertilización de un óvulo está
precedida de una relación sexual. Por su parte, el manejo de espermatozoides
y de óvulos en ambientes distintos al originario natural, permite que el padre
o la madre, o incluso ambos, no hagan aporte alguno del material genético
necesario para la fecundación. Ahora la madre también puede abstenerse de
sustentar en su vientre el fruto vivo de la concepción hasta el momento del
parto, pues la gestación se encomienda a otra mujer. Y, frente a ese nuevo uni­
verso policromado, a mi no me queda más camino que exclamar: ¿Entonces,
qué criterios apoyarán mi juicio cuando de identificar el padre o la madre de
alguien se trate?
O puedo ofrecer una inquietud igualmente crítica: ¿La paternidad y la
maternidad surgen del nexo biológico, de la conjunción de un espermatozoide
y un óvulo, o ellas pueden nacer de la fuerza de los hechos, de una relación
intensa surgida entre un padre o madre “de crianza”y un hijo de igual calidad?
Una respuesta plausible se tiene que ofrecer por el derecho, pues la vida mues­
tra ejemplos de tensiones entre personas que reclaman el derecho de herencia
del padre o madre de crianza, muchas veces, con soluciones jurídicas contrarias
al hecho, para mí patente, que el amor, el afecto, la solidaridad y el compartir,
son elementos estructurales de la familia, cualquiera que sea su composición y
origen, por lo que se debe encontrar un criterio que module los elementos bio­
lógicos y sociales de los conceptos padre, madre e hijo y, finalmente, de familia.
En este momento, en el que me siento más confuso que cuando comencé
este monólogo para ustedes, vuelvo la mirada al poeta Miguel Hernández y
escucho su voz que canta al vientre, que sí es seguro:
“Menos tu vientre,
todo es confuso.
Menos tu vientre,
todo es futuro
fugaz, pasado

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baldío, turbio.
Menos tu vientre,
todo es oculto.
Menos tu vientre,
todo inseguro,
todo postrero,
polvo sin mundo.
Menos tu vientre,
todo es oscuro.
Menos tu vientre
claro y profundo.”
Amigos:
Si osaron escribir un libro sobre el derecho de la familia, tienen el com­
promiso de responder, a mi generación y a la nueva que llega, a ese infinito
conjunto de interrogantes y perplejidades que comienza con una cuestión ele­
mental: “¿Qué es una familia?”.
Mi estado de confusión no es un llamado a preservar los que eran mis
apoyos hace 45 años, sino a formular una pretensión que reclame del Derecho
respuestas contemporáneas, dignas c igualitarias, a las maneras emergentes de
ser de las personas y a los nuevos modelos de interrelación, dentro de un marco
de respeto y exaltación de los valores esenciales del ser humano.
Ustedes dos, que han hecho de la docencia un modo de ser en la vida,
están llamados a ayudar a los demás a recorrer ese camino que lleva a que “el
Derecho de Familia” se reconcilie con los hombres y mujeres de hoy, con los
grupos familiares de ahora. Sé que la obra que hoy someten a la consideración
de la comunidad académica, contribuirá significativamente, a alcanzar ese lo­
gro deseado.
Un abrazo afectuoso.

Alberto Ccballos Vclásquez

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