El Libro Negro de La Justicia C - Alejandra Matus
El Libro Negro de La Justicia C - Alejandra Matus
El Libro Negro de La Justicia C - Alejandra Matus
ePub r1.0
Titivillus 03.03.2021
Título original: El libro negro de la justicia chilena
Alejandra Matus, 1999
Besamanos reloaded
Con la entrada en vigor de la reforma procesal penal, una gran tajada del poder
que otrora tuvo la Corte Suprema fue a dar a una nueva institución: el
Ministerio Público, que no es integrante del sistema judicial chileno ni
depende de la Corte Suprema para su existencia y funcionamiento. Por
ejemplo, el Fiscal Nacional es propuesto en una quina que confecciona la
Corte Suprema, pero lo elige el Presidente de la República, con la anuencia del
Senado. Los Fiscales Regionales son propuestos en terna por las Cortes de
Apelaciones respectivas, pero nombrados por el Fiscal Nacional, sin consultar a
ningún otro poder del Estado. Y los fiscales adjuntos, encargados de la
investigación de casos concretos, no dependen para su ascenso y promoción de
ninguna autoridad judicial, como antes dependían los jueces del crimen.
La creación de esta entidad hizo que los jueces de primera instancia en el
sistema penal dejaran de tener la doble función que ostentaban antes:
investigar y sentenciar, lo que implicaba una grave disparidad entre el
imputado y el juez pues, obviamente, si el magistrado al investigar se convencía
de que el acusado era culpable, era muy difícil de que el defensor pudiera
persuadirlo de lo contrario. Tampoco pueden ahora decidir la detención o
prisión preventiva de una persona, si el fiscal a cargo no lo solicita o no
formaliza la investigación. Estas y otras falencias alimentaban la crítica de los
expertos sobre el carácter «inquisitivo» del viejo sistema judicial. El Ministerio
Público se quedó, en el nuevo sistema, con la función de investigar y levantar
cargos, cuando estime que los hechos lo ameritan. Y a los jueces, se reservó el
control de la investigación y la dictación de sentencias, divididos entre jueces
de garantía (los que supervigilan que se respeten las normas del debido proceso
durante la etapa de investigación) y los tribunales orales en lo penal (un panel
de tres jueces que, cuando un caso llega a la etapa de acusación, dictan
sentencia condenatoria o absolutoria). Solo muy excepcionalmente las Cortes
de Apelaciones pueden intervenir revisando las decisiones de los jueces de
garantía y de los tribunales orales en lo penal. Y todavía de manera más
excepcional, lo hace la Corte Suprema, la que incluso no tiene en el Código
Procesal Penal facultades para revisar los fallos de las cortes de Apelaciones, por
equivocados que fuesen.
También se creó la institución de la Defensoría Penal Pública, que se hace
cargo de representar a los imputados aunque, a diferencia del Ministerio
Público en que los fiscales son empleados a tiempo completo del Estado, está
integrada fundamentalmente por estudios de abogados particulares que se
ganan, en licitaciones públicas, las defensas.
El decano Vargas reconoce que la reforma ha evidenciado problemas
antiguos y ha creado otros. «Me impresiona que muchos de los problemas que
tenía la justicia antigua, esa cosa corporativa, cerrada, oscura, muy refractaria al
escrutinio público, sea uno de los mayores problemas del actual Ministerio
Público. Es una institución nueva, que se creó con otros estándares, con
criterios modernos de gestión, con aparato de comunicaciones, departamento
de estudios, metas, incentivos, todo muy revolucionario (…), pero me
impresiona que se replicara el lado malo de la vieja institución judicial muy
rápidamente en esta institución nueva».
Una fuente del Ministerio Público me relata, a condición de anonimato,
cómo algunos fiscales se apoltronan en cargos por ejemplo de fiscales
regionales, a pesar de que explícitamente se impuso un plazo máximo de ocho
años para ejercer tal función. «La forma en que se ha torcido la letra de la ley,
es saltar de una región a otra y así la cuenta comienza desde cero». Y otro
problema, señala, es que tampoco existen normas que regulen inhabilidades a
la hora de la salida, y así ha sucedido con los fiscales Alejandro Peña y Solange
Huerta que han salido del Ministerio Público para ocupar cargos políticos y
otros han sido contratados por importantes estudios jurídicos con los que antes
se enfrentaban. «Hay muchas cosas irregulares que ocurren al interior y que
nadie supervisa en honor a la autonomía del Ministerio Público: desde
nombramientos en cargos por influencias político-partidistas, hasta casos de
corrupción que no han sido denunciados ante la justicia, pasando por maltrato
laboral y abuso de poder». Como ejemplo, se cita el llamado caso «metas»: la
adulteración de listados de teléfonos de usuarios y víctimas que debían ser
encuestados para cumplir un indicador de calidad en la gestión, asociado al
pago de bonos de los fiscales, que se descubrió en la Fiscalía Centro Norte bajo
el mandato de Sabas Chahuán. El caso fue denunciado en un juicio por acoso
laboral iniciado por Lugarda Andrade, Coordinadora de Metas de la Fiscalía
Nacional, quien luego dijo en algunas entrevistas que se había dado cuenta de
que la práctica era mucho más extendida.
La investigación de la denuncia quedó en manos del propio Ministerio
Público y el Consejo de Defensa del Estado se quejó públicamente de que se le
rechazaron las diligencias que pidió para avanzar en las indagatorias, entre ellas,
la incautación de computadores y documentación que podrían probar la
falsificación. Hasta el momento de escribir estas líneas, la fiscalía no había
presentado una denuncia penal por estos hechos y solo había sancionado a
algunos funcionarios involucrados y despedido a la propia denunciante.
En la relación entre las cortes superiores (de Apelaciones y Suprema), se
acabó un problema antiguo y se presentó uno nuevo: antes, cuando los jueces
del crimen investigaban y sancionaban y su carrera dependía, para el ascenso,
de sus superiores, había mucho incentivo para que los primeros se ajustaran a
los deseos de los segundos. En aquel tiempo, había tres jueces por cada
ministro de Corte de Apelaciones y la mayoría quería dejar contentos a sus
superiores. Eso disciplinaba. En la actualidad la tasa es diez a uno y la
probabilidad de ascenso es solo para unos pocos. La mayoría de los jueces son
abogados jóvenes, quienes saben que muy probablemente su carrera va a
terminar ahí y no les parece grave, porque en la actualidad sus remuneraciones
no son tan distintas de las de los superiores. Así que ahora el incentivo es a la
inversa: cada juez es potencialmente un pequeño rey que, sin control por parte
de sus superiores, puede conducirse en la práctica con total independencia. Las
reformas en la justicia de familia y en la laboral, que han seguido la misma
lógica de la justicia penal, han producido en los tribunales respectivos similar
distanciamiento y falta de control sobre sus actuaciones.
Y si se suma a la combinación de factores que los jueces no tienen
obligatoriedad de respetar una jurisprudencia y que las sucesivas reformas han
limitado los recursos de impugnación de sus resoluciones, el resultado es que
cada juez es su propio mundo.
«La reforma le dio mucho poder a los jueces. Esos son los que aparecen
en la prensa. En el caso tsunami, por ejemplo, el juez se tomó hora y media
para dar un speech antes siquiera de que se iniciara la audiencia. Todos se
toman su minuto de gloria, sienten que tienen el poder, que no tienen
posibilidades de ascender y la posibilidad de ser disciplinados por sus
superiores casi se esfumó. Es gente joven que siente que no le debe el puesto a
nadie, porque se lo ganó por mérito. Todo eso ha hecho que el Poder Judicial
esté escindido, con una Corte Suprema que sigue defendiendo su fuero, que
trata de imponerse, pero sin armas para hacerlo. Es bien impresionante el
fenómeno: haciendo un trabajo de investigación, conversé con una que jueza
me decía: “Me fascina ser jueza, pero odio el Poder Judicial”», relata el decano
Vargas.
Como en el péndulo, si en el viejo sistema se acusaba a los jueces de
«inquisitivos» por enviar a la cárcel a culpables e inocentes antes siquiera de
comenzar las investigaciones, ahora el reproche en boga es decirles que son
«garantistas».
«Si un juez es garantista, significa que está haciendo bien su trabajo, que
muchas veces es contraintuitivo y poco comprendido por las personas, a menos
que les toque en lo personal», opina Vargas. El problema, agrega, es con jueces
que son «hipergarantistas», como un juez del norte que dejó con libertad
provisional a un grupo de peruanos acusados de narcotráfico, que se fugaron en
masa. «Gente que resuelve en forma poco criteriosa y que le ha hecho muy mal
al sistema».
Además, hay un problema de incentivos que involucra a todos los actores:
Al fiscal, a los jueces y al defensor les convienen las causas cerradas. Las causas
pueden cerrar principalmente por:
- Salidas alternativas. Por ejemplo, archivo provisional, que equivale al
antiguo sobreseimiento temporal por falta de antecedentes. Esto significa que
aunque haya un delito, la falta de pistas impide avanzar en la investigación.
Otra salida alternativa es la suspensión condicional: casos en los que sí hay
antecedentes para inculpar a determinadas personas, pero sus defensas y los
fiscales acuerdan que si se cumplen ciertas condiciones durante un lapso de
tiempo (mantener el mismo domicilio, por ejemplo), esas personas no son
juzgadas y se cierra la causa. Por ejemplo, en casos de delitos leves, las víctimas
pueden acordar con los imputados el pago de una cantidad de dinero con el
que se declara terminada la causa. Si la causa termina con suspensión
condicional, la persona responsable del delito queda con el papel de
antecedentes limpio.
Por último, entre tantas cosas que se pueden decir sobre los cambios en la
administración de la justicia en estos años, es que del irrestricto apego a las
leyes, que defendían los jueces cuando se les reprochaba no haber hecho más en
defensa de los derechos humanos, durante dictadura, se ha pasado al criterio de
resolver según lo que se considera justo o constitucional, aún en desmedro de
lo que expresa la letra de la ley.
El exministro Cumplido revela que «los tribunales chilenos resuelven
muy influidos por el régimen político vigente, como lo demuestran las
investigaciones académicas. En efecto, en los regímenes dictatoriales y
autoritarios habidos en nuestro país la interpretación de la Constitución, de las
leyes, de los decretos con fuerza de ley y, especialmente, de los decretos leyes es
restrictiva y literal, preferentemente. En los regímenes democráticos la
interpretación es finalista y actualizadora. Así se comprueba en materia de
violaciones de los derechos humanos, en los que, en el último tiempo, se
resuelve, por ejemplo, que tales delitos no prescriben, de acuerdo con los
tratados internacionales suscritos por Chile y vigentes, o que las amnistías no se
pueden aplicar respecto de esos delitos, que los procesos sobre detenidos
desaparecidos no pueden cerrarse mientras no se determine lo ocurrido».
Esto, que a primera vista suena loable, no lo es tanto a ojos de los
especialistas. No son pocos los que opinan que el criterio debió haberse
aplicado a la inversa. Es decir, bajo dictadura, cuando las leyes eran claramente
oprobiosas o ilegítimas, los jueces podrían haber hecho gala de su facultad para
aplicar un criterio de justicia más que uno legal.
Pero, en democracia, cuando las leyes las hace el Congreso donde, al
menos en teoría, está representado el pueblo, el Soberano, los jueces deben
hacer un esfuerzo por apegarse a la letra de la ley, pues esta goza de la
legitimidad democrática. El criterio de un solo juez, por brillante o justo que se
considere, no se equipara, en un sistema democrático, a la expresión del
Soberano y sus leyes.
La expansión del criterio constitucionalista ha hecho que hoy sea más
difícil que nunca, dicen algunos, saber cuál es la jurisprudencia válida, pues
todo dependerá de la sala y de la opinión particular que tenga cada magistrado.
Pero, bien, este es un tema que les dejo para reflexión mientras leen y se
enteran de lo que fue, a ojos de esta periodista, hasta el fin del siglo XX, la
Justicia Chilena.
Alejandra Matus
Agosto, 2016
En memoria de Carlos Orellana y Bartolo Ortiz
Palabras preliminares
Las cosas han cambiado desde que en 1992 comencé mis investigaciones con
miras a la preparación de este libro. Iniciado el gobierno de Eduardo Frei
Ruiz-Tagle, la vieja Corte y ciertas prácticas se quedaron sin su paraguas
protector. La posibilidad cierta, por ejemplo, de una acusación constitucional
contra algún magistrado y, tal vez principalmente, los recientes cambios en la
cúpula del más alto tribunal, han debilitado algunos de los viejos vicios. La
aprobación, además, de leyes tan radicales como la modificación del proceso
penal, son signos de la recuperación que se avizora, que viene lenta pero que ya
está en marcha.
Es evidente que todavía queda bastante bajo la alfombra. Hay que
recapitular muchos actos de la Magistratura que entrañan traiciones a la
confianza pública, y que continúan siendo convenientemente ignorados por la
mayoría de la población. También hay otros aspectos importantes que merecen
conocerse: los actos de grandeza, valentía y hasta heroísmo de muchos de sus
hombres.
No he pretendido escribir «todo» acerca de la Justicia chilena, sino narrar
solo lo necesario para explicar y entender lo que ha sido su itinerario, el
ejercicio de sus funciones en tanto «Poder» del Estado. El lector, especialmente
el más informado, encontrará ciertamente que hay en este trabajo omisiones y
hasta simplificaciones. Son propios de las dificultades de un lego, cuya cercanía
al tema se ha dado, no desde el ángulo del profesional de la jurisprudencia,
sino del periodista preocupado del «área judicial» durante largos años en
diversos medios de comunicación. No tengo ninguna duda de que hay jueces y
abogados que disponen de información mucho más amplia que la mía, o que
habrían privilegiado la evocación de antecedentes que, aun yo conociéndolos,
no consideré pertinente evocar.
No están en estas páginas las historias de algunos grandes casos judiciales
—cada uno de los cuales da probablemente para un libro aparte—, y aquellos
que se mencionan son, por lo general, únicamente aludidos para dar luces
sobre el comportamiento de la Corte Suprema, hilo conductor y tema central
de este libro. Otro tanto ocurre con aquello que podría relatarse a propósito de
los abogados, la policía, la gendarmería, el Servicio Médico Legal.
Muy lejos de mí la idea de querer emparentar la estructura de este
volumen con modelos literarios ilustres. Puede, sin embargo, leerse conforme al
consejo cortazariano: en cualquier orden. El producto será siempre el mismo.
En todos los capítulos el lector encontrará componentes de la viga maestra
sobre la que descansan las afirmaciones de mi libro: no ha existido en la
Historia de Chile un Poder Judicial que se entienda y conduzca como tal; lo
que hemos tenido —salvo, reitero, las actuaciones aisladas de jueces tan
brillantes y valientes como escasos— ha sido un «servicio» judicial, no más
moderno, ético ni independiente que cualquier otro de la administración
pública.
La autora
Miami, Estados Unidos, 1999.
Capítulo I
El poder degradado
Secretos de palacio
El frío marmóreo del Palacio de los Tribunales se pega a la piel como el vaho de
un frigorífico. La sensación de estarme congelando en eternas esperas es lo
primero que recuerdo al repasar esos cinco años que estuve cubriendo el sector.
El invierno parece más crudo y más largo en medio de esos pasillos.
Cuando comencé —en 1990, para el diario La Época— no había sala de
periodistas en el edificio que alberga a la Corte de Apelaciones de Santiago y a
la Corte Suprema. Tampoco baño para mujeres. El café de la Estelita —que
todavía pasa una vez al día con sándwiches, queques y café con leche— era lo
único cálido en esos tediosos plantones que podían durar hasta doce horas. O
dieciséis o dieciocho, si había algún caso especial. Y, por esos años, los había a
montones.
Recién llegada, un día vi al ministro Jordán, trastabillando y apoyado en
los hombros de un empleado que lo llevaba hasta su vehículo.
En otra ocasión, presencié como este ministro se retiraba temprano sin
cumplir con su obligación de firmar las resoluciones del día, cuando presidía la
Cuarta Sala.
Yo me había quedado esperando el «listado» de fallos (es el nombre que
dábamos a una página que preparaban los funcionarios de secretaría, con el
resumen del trabajo de todas las salas, al finalizar el día). Excepcionalmente, el
listado no salía. Los funcionarios me dijeron que estaban esperando las
resoluciones de la Cuarta Sala. Jordán, se había ido poco antes de las cinco de
la tarde diciendo: «Voy y vuelvo», pero no regresaba. Cerca de las ocho de la
noche, los funcionarios se dieron por vencidos. El listado quedó pendiente para
el día siguiente, cuando Jordán reasumiera sus labores.
Era usual entonces que este magistrado llegara atrasado y se fuera
temprano, aunque su obligación, como la de todo juez, era la de permanecer
en su despacho por lo menos cuatro horas al día (o cinco, si la sala tenía
atraso). Es decir, por lo menos de dos a seis de la tarde. Las continuas faltas a
este compromiso le granjearon reprimendas de algunos de sus propios colegas,
quienes se irritaban por su feble disciplina y el retraso que provocaba en el
trabajo de los demás.
Tengo viva la imagen del mismo juez paseándose un día, lentamente, con
los pantalones mojados, de ida y vuelta por el pasillo del segundo piso (donde
funciona la Corte Suprema), mientras conversaba con uno de mis colegas.
Ambos pasaron junto a mí dos veces. La amplia mancha de líquido en los
pantalones grises del ministro era fácilmente distinguible de frente y de
espaldas.
—El dice que se le dio vuelta un jarro con agua —me explicó suspicaz mi
colega, más tarde.
Un misterio para mí era la tolerancia colectiva de la magistratura a la
figura del fiscal de la Corte de Apelaciones de Santiago, Marcial García Pica.
Una vez tuve que visitarlo, pues había emitido un informe favorable a
una resolución del ministro Juica, en el caso degollados y me interesaba escribir
un artículo al respecto.
Fui a sus oficinas, ubicadas en el delgado tercer piso que emerge justo
sobre la Corte Suprema. Hice antesala con una menor en uniforme escolar. Era
una de las «sobrinas» del fiscal. Yo entré primero. García Pica, un hombre viejo
y macizo, vestía unos suspensores burdeos sobre su camisa blanca. Sentado
detrás de un escritorio de carpeta verde —me recordó al Servicio de Impuestos
Internos— me preguntó cuál era el motivo de mi visita. Empecé a explicar,
pero el magistrado parecía no entender lo que yo le decía. No recordaba haber
escrito el mentado informe. Súbitamente, comenzó a lanzarme besos y a hacer
grotescas muecas con la boca. El anciano continuó sus avances con piropos.
Desconcertada, me levanté y salí. El fiscal instruyó a su secretaria para que me
entregara el informe que yo andaba buscando.
Más tarde, reporteando para este libro, me enteré de otros detalles acerca
de este funcionario —quien, al menos en la letra de la ley, representaba los
intereses de la sociedad ante el tribunal de alzada— que narraré más adelante.
También recuerdo de aquellos primeros años la congoja de un amigo
nuestro, un profesional a quien un abogado le pidió el favor de llevar un
maletín a determinado magistrado de la Corte Suprema. Cuando llegó con el
encargo, las actitudes del destinatario le hicieron comprender que el maletín
contenía una recompensa. Había sido usado como correo para pagar una
coima y no sabía cómo quitarse esa mancha de encima. Aunque no tuvo interés
pecuniario alguno en la operación, por mantener la confianza del abogado y
del magistrado, nuestro amigo optó por callar.
Recién asumido el Gobierno Patricio Aylwin los tribunales eran,
periodísticamente, tierra descubierta y conquistada por los profesionales de El
Mercurio y La Segunda, Miguel Yunisic y Daniel Martínez, quienes,
legítimamente, no estaban dispuestos a compartir sus fuentes, ganadas durante
años de oficio, aunque sí —especialmente Daniel—, aceptaban ejercer cierta
labor pedagógica con la nueva hornada de periodistas de Tribunales: Mario
Aguilera, Claudio Mendoza, Teresa Barría, Yasna Lewin, Sebastián Campaña y
yo.
Antes incluso de pensar en reportear, había que aprender algunas
nociones básicas de la forma en que operaba este sector, en que el lenguaje era
ininteligible, los jueces inasequibles y los relacionadores públicos, inexistentes.
En mis primeros días, llegaba al edificio tempranísimo y me paseaba por
sus cuatro pisos de escaleras y recovecos tratando de entender. Las caras de
jueces y abogados me eran, como para casi todos los ciudadanos,
absolutamente desconocidas. Me daba pavor pensar en aquella frase: «La ley se
entiende conocida por todos». Yo, a diario, me daba cuenta que con mis
entonces tres años de ejercicio profesional y mis estudios universitarios, no la
conocía. Tampoco esas personas de ropas y zapatos gastados, que preguntaban
conmigo: «¿Dónde está la primera sala?».
Si la ley era un misterio para mí, los procedimientos judiciales, un
acertijo.
Durante los primeros meses mis colegas me dieron como bombo en
fiesta. Cuando yo iba a la Corte, ellos estaban en algún tribunal. Cuando me
iba al juzgado, la actividad estaba en las fiscalías militares.
Pero poco a poco aprendí a leer los movimientos de actuarios y jueces. A
descifrar los incomprensibles letreros que cuelgan de las paredes para
«informar» a los litigantes qué causas se verán cada día. El significado de la letra
y el número negro de metal que los oficiales de sala cuelgan en menudas
pizarras de madera cada vez que se inicia la vista de una nueva causa. A
rastrojear en los libros. A indagar en los listados de fallos.
Fue un duro proceso de autoeducación que eliminó de mi memoria la
imagen idealizada del Poder Judicial, construida a temprana edad sobre la base
de retazos de películas norteamericanas y series televisivas.
Yo llegaba antes de que las salas de las Cortes de Apelaciones y de la
Corte Suprema empezaran a funcionar (a las dos de la tarde, casi todo el año,
excepto en el corto verano, en que la media jornada de labores se traslada a la
mañana) y me iba mucho después de que los magistrados partían a sus casas.
Al medio año, ya podía «ver». Por ejemplo, distinguir cuando se estaba
realizando un «alegato de pasillo». Identificar la estampa de ciertos mediadores
que aparecían solicitando audiencias con ministros de la Corte Suprema
después de las 18 horas, aprovechando la leve oscuridad que sucedía a la
extinción paulatina de la iluminación interna.
En el sistema chileno, que no tiene imitadores en ninguna parte del
mundo moderno, el papel escrito ha sido históricamente la medida de toda
acción judicial. Allí donde se perdió un expediente, el proceso y la posibilidad
de reparar un daño o dar a cada quien lo que le corresponde desaparece, las
más de las veces, para siempre. La táctica de pagar a algún funcionario una
pequeña suma de dinero para que «extravíe» un legajo es antigua. Un día vi a
una persona, a quien tenía en alta consideración por su reconocida probidad,
acudir a esta argucia para hacer desaparecer una causa de nulidad matrimonial
que se había complicado mucho para un cliente suyo.
También oí. Oí tantas cosas que me parecía inconcebible que el resto de
los medios las ignoraran. Cuando discutíamos el tema, algunos de mis colegas
suscribían la tesis de que solo debía escribirse aquello escrito en papel oficial.
Que no se debía informar de un fallo mientras no estuviera firmado —la
publicidad anticipada, argumentaban sobre la base de su propia experiencia,
podía instigar a los jueces o ministros a cambiar de parecer—. Cierto sentido
reverencial los cohibía de reportear los entretelones de las decisiones judiciales.
Era la herencia de otros tiempos que los advenedizos al sector no estábamos
dispuestos a venerar.
Un día de junio de 1991, bastante tarde, me encontré con el funcionario
del Consejo de Defensa del Estado (CDE) encargado de permanecer al tanto
del avance de las causas. Parecía acongojado. Me contó sobre un extraño fallo
de la Tercera Sala de la Corte Suprema que había otorgado la libertad a un
narcotraficante procesado por la internación de cocaína más grande descubierta
hasta entonces y que el CDE ni siquiera se había enterado. El funcionario temía
perder su puesto, porque era su responsabilidad perseguir esa causa. El caso
apareció en las páginas de La Época y, un mes más tarde, en la revista APSI, pero
los demás medios ni siquiera mencionaron el hecho. Tales antecedentes
tampoco fueron motivo de interés político.
Era el tiempo del enfrentamiento entre el Ejecutivo y la Corte Suprema,
por la actuación de los tribunales en los casos de violaciones a los Derechos
Humanos y por los proyectos de reforma. Momentos en que la oposición
defendía a brazo partido la «independencia» del Poder Judicial y se oponía a
cualquier intento de «politizarlo». El Mercurio, que ha sido por años el medio
por excelencia entre jueces y abogados, editorializaba en el mismo sentido. Los
ministros, tras el escudo del irascible —pero probo— presidente de la Corte
Suprema, Enrique Correa Labra, se sentían seguros.
Afuera, el país parecía enfrentar problemas más importantes. La tensión
entre el Ejército y el recién instalado gobierno de Aylwin era la preocupación
central. Los actos de violencia de grupos de extrema izquierda añadían
inesperados ingredientes a la ya difícil gobernabilidad.
Por eso, aunque en el seno del Poder Judicial se hablaba de corrupción —
de corrupción en la propia Corte Suprema— el tema permaneció por un
tiempo desconocido masivamente y sus autores, impunes. No fue sino hasta la
acusación constitucional contra Hernán Cereceda que las lenguas se soltaron.
Un poco.
Se soltaron todavía más con la posterior acusación contra Servando
Jordán, quien fue el chivo expiatorio escogido para pagar pecados propios y
ajenos. Pero la acusación llegó tarde, cuando la mayor parte de las faltas
estaban consumadas y Jordán —lo mismo que otros magistrados— le había
bajado el perfil a ciertas actitudes, tal vez para ocultarlas del escrutinio público.
Fue en los primeros años de los ‘90 que cristalizó en la Corte Suprema el
punto más bajo de un largo proceso de degradación. Si no fuera por la actitud
individual de algunos notables magistrados la condena sería total.
La renuncia a los objetivos de su ministerio por parte de algunos
integrantes del más alto tribunal fue particularmente dañina, considerando que
la estructura del sistema es extremadamente jerarquizada. Se crearon
mecanismos tácitos de protección. «Yo no te acuso, tú no me acusas».
En algunos tribunales se llevaban cuadernos de los ministros que
llamaban pidiendo favores. No para denunciarlos (hasta ahora no ha ocurrido),
sino para «cobrar» el favor cuando llegara el momento en que se necesitara
alguna ayudita «de arriba».
Se crearon núcleos de poder. Quien quedaba fuera de alguna «familia»,
sin un padrino, podía considerarse huérfano y estancando en su carrera, tal vez
para siempre.
Para oponerse a la voluntad superior había que ser más que honesto.
Había que ser heroico. Las facultades discrecionales de la superioridad,
definiendo los destinos de cada funcionario, eran tan grandes que cualquier
gesto de oposición podía interpretarse como desobediencia. Rebeldía que sería
castigada con una sanción directa o con algo peor, intangible: la postergación.
Cuando Patricio Aylwin asumió el gobierno, contaba con una Corte Suprema
absolutamente hostil, que había sido remodelada en los últimos años de
Gobierno militar con personas que el ministro de Justicia, Hugo Rosende,
consideró incondicionales. Según se recapitula más adelante, no importaron
mucho los méritos de los postulantes, sino la lealtad e incondicionalidad al
ideario del general Augusto Pinochet.
Apenas instalado en La Moneda, Patricio Aylwin comenzó a recibir toda
suerte de comentarios acerca de negligencia, actitudes indecorosas y hasta
corrupción entre ministros de la Corte Suprema. Sus amigos —casi todos
abogados— canalizaban parte de estos comentarios que se hacían privada, pero
animadamente, en los tribunales.
Aylwin dijo a tres de sus más cercanos colaboradores que si le traían algo
concreto, «se podría hacer algo».
El Ejecutivo no tiene facultades fiscalizadoras sobre la Corte Suprema y el
Parlamento cuenta como única herramienta la medida extrema de la acusación
constitucional. Aylwin no estaba en posición de patrocinar una, pero sí de
sugerir la renuncia a algún magistrado «complicado» con ciertos antecedentes.
Eso es lo que sus amigos entendieron por «hacer algo»[1].
Los escogidos se propusieron reunir pruebas que dieran respaldo a las
acusaciones que se estaban haciendo y pidieron a los denunciantes que las
sustentaran con sus testimonios o con alguna prueba documental.
Uno de ellos, Alejandro Hales, cuenta que «tuvimos la intención de
aportar. Queríamos armar dossiers, pero no tuvimos la capacidad. Primero,
porque no éramos policías, ni podíamos usar métodos habituales en otras
épocas. Y segundo, porque se decían muchas cosas, pero a la hora de pedir
pruebas, las acusaciones se diluían»[2].
Hales afirma que la petición nunca la formuló el Presidente, sino que fue
iniciativa propia.
Otro de los profesionales, que admite haber recibido el encargo de boca
del Presidente, afirma que de todo lo que oyó, solo encontró testigos dispuestos
a ratificar afirmaciones sórdidas sobre la vida privada de Luis Correa Bulo, uno
de los ministros de la Corte de Apelaciones que Aylwin nombraría en la Corte
Suprema. Este colaborador sabía que Correa Bulo había tenido una actitud
constante y valiente en las causas por violaciones a los derechos humanos y no
estaba dispuesto a que de todos los magistrados acusados de actitudes
irregulares, Correa Bulo fuera el único en pagar. «Nunca le dije a Aylwin»,
afirma hoy[3].
Era discutible la presunta incompatibilidad del comportamiento descrito
por esos testigos con el ejercicio del ministerio. Tal vez, hasta discriminatorio.
Pero no lo es el reproche a otras conductas del ministro Correa Bulo.
Conductas que llevarían posteriormente al propio Aylwin a manifestar a
cercanos suyos su arrepentimiento por haberlo nombrado en la Corte
Suprema[4].
El tercero de los encomendados por Aylwin logró reunir alguna
información que le entregó al Presidente y este, después de procesarla, la habría
derivado, sin revelar su fuente, al ministro de Justicia, Francisco Cumplido,
quien nunca estuvo enterado de las intenciones de las amistades de Aylwin,
pero asegura que, paralelamente, también recibió información. Una vez un
abogado le dijo: «Al ministro tal le pagamos tanto dinero por este fallo».
Cumplido le pidió al profesional una prueba: el recibo del depósito. El
abogado se esfumó, pero no pasó mucho tiempo para que ambos volvieran a
encontrarse. El ministro preguntó:
—¿Y…? ¿Qué pasó con el recibo…?
—Es que eso es muy complicado para mí. Yo te conté para que
intervinieras tú.
—Pero sin pruebas no puedo hacer nada. Tú dices que quieres ayudarme
a limpiar esto, pero no lo estás haciendo…[5]
Cumplido oyó a otros que, aunque pocos, estuvieron dispuestos a
ratificar sus quejas. Muchas de ellas eran formuladas por personas de escasos
recursos que tenían que lidiar con la corrupción en el último peldaño del
sistema judicial. Allí donde los actuarios —que cumplen apenas con el mínimo
requisito de haber egresado de cuarto medio— y los oficiales de sala aparecen
mandando más que el distante e inaccesible juez.
Cuando Cumplido representó acusaciones fundadas contra los tribunales
de primera instancia, los presidentes de la Corte Suprema Luis Maldonado y
Enrique Correa ordenaron inmediatas investigaciones y adoptaron sanciones.
Es lo que ocurrió con el comportamiento indebido de ministros y jueces
ariqueños en causas de narcotráfico y con los casos de corrupción flagrante en
los Juzgados de San Bernardo.
Durante el período de Patricio Aylwin la Corte de Apelaciones de
Santiago investigó las irregularidades cometidas por los jueces Geraly Sterio
(quien nunca fue habida para su procesamiento), Pedro Cornejo, Lientur
Escobar y Eduardo Castillo, quienes luego fueron removidos del servicio por la
Corte Suprema.
Pero, en dos ocasiones Cumplido informó a la Corte Suprema sobre una
actuación irregular entre sus pares. Luis Maldonado y Marcos Aburto fueron
los receptores de sendas quejas contra los ministros Arnaldo Toro y Servando
Jordán. Ninguno de los dos fue sancionado, ni investigado en sumarios
internos, pues el procedimiento ni siquiera está contemplado en esas alturas del
Poder Judicial.
El viaje de «Torito»
El ministro Arnaldo Toro fue uno de los últimos designados durante el
gobierno militar. Llegó a la Corte Suprema el 12 de julio de 1989 sin que
pueda contarse en su currículum ninguna actividad académica de importancia,
ni fallo relevante. Según un magistrado en funciones en la Corte Suprema, a
Rosende se le acabó la lista de ministros que pudiera considerar
incondicionales y tuvo que «raspar la olla»[6]. Otros dicen que fue
recomendado por Manuel Contreras. El caso es que Toro, «Torito», como le
decían sus colegas, asumió.
Los ministros de la Corte Suprema tienen derecho a pedir tres días libres
al mes y seis días administrativos al año, más 30 días de vacaciones. Sin
embargo, no están obligados a firmar un libro de asistencias. De su presencia
en el tribunal solo queda constancia en una página que se cuelga en las pizarras
ubicadas afuera de cada sala, para que los abogados sepan qué ministros están
presentes, cuáles están ausentes y quiénes los reemplazan en un día equis.
Indagar cuántos días libres se toma cada uno al año es una tarea casi imposible.
No obstante, es un hecho que Arnaldo Toro ha sido, desde que asumió su
cargo, el ministro más ausente. Pocos podrían incluso describirlo físicamente.
Personalmente, durante los cuatro años que pasé más horas en ese edificio que
en ningún otro lugar y en los que memoricé los rostros de la mayoría de los
magistrados, de los funcionarios y hasta de los gendarmes, no recuerdo haberlo
visto.
Toro se ha tomado todos los días libres a que ha tenido derecho
legalmente. Aunque eso ya es bastante, fue más allá cada vez que pudo. Y si
bien los presidentes que ha tenido el máximo tribunal han iniciado sus
períodos tratando de poner coto al exceso de inasistencias, «es difícil para ellos
decir que no a un colega, especialmente cuando argumenta graves dificultades
personales»[7].
Toro, además, sufre de sinusitis crónica. Largos episodios de este malestar
lo aquejan varias veces al año, de acuerdo con el registro de licencias médicas
que ha presentado durante su ejercicio ante la Corte Suprema.
Sus prolongadas ausencias no fueron obstáculos, empero, para que
realizara la gestión judicial, en 1990, que motivó los reparos del Ministerio de
Justicia ante el presidente, Luis Maldonado.
El 2 de octubre de 1990, Toro, Marianela Valencia y Sergio Ramos
Echaiz abordaron el avión Ladeco que cubría el trayecto entre Santiago y
Antofagasta, con escala en Copiapó. Las tres reservas se hicieron bajo un
mismo código: «C.2.»
Ramos era el socio principal y administrador de la Sociedad Legal Minera
Afuerina, que se hallaba en una disputa legal con la Compañía Minera Ojos
del Salado, en dos causas acumuladas en el Tercer Juzgado de Letras de
Copiapó, bajo los roles 26.932 (originada en el Primer Juzgado) y 5.017
(iniciada en el Tercero).
La razón de ambas causas era una disputa entre La Afuerina y Ojos del
Salado por una inversión que haría Philips Dodge Corporation, bajo el nombre
de proyecto cuprífero La Candelaria. La Afuerina aparecía como la beneficiaria
de los 300 millones de dólares que Philips Dodge Corporation planeaba
invertir. Pero Ojos del Salado reclamaba que los bienes que se usarían para
concretar el proyecto (identificados como «Lar 1-10») le pertenecían.
Al llegar a Copiapó, Toro y sus acompañantes se alojaron en la casa del
cuñado de Ramos, el empresario Sergio Herrero. Ese mismo día, el titular del
Primer juzgado, Álvaro Carrasco, le llevó al ministro de la Corte Suprema una
fotocopia de los expedientes.
Dos días después, aprovechando una ausencia provisoria del titular del
Tercer Juzgado, Toro llamó a Carrasco —que, recordemos, era juez del Primer
Juzgado— y le ordenó reponer una resolución que había sido desechada el 15
de ese mes, en la causa que se había iniciado en el Tercero. La instrucción era
acoger las peticiones de La Afuerina.
Al día siguiente, Samuel Lira, exministro de Minería bajo el gobierno
militar y apoderado de Ojos del Salado, se quejó ante el presidente de la Corte
Suprema, Luis Maldonado.
—Usted tiene que llamar al magistrado para asegurar la imparcialidad en
este caso —le dijo al magistrado.
Maldonado ordenó a su secretaria que le comunicara con el tribunal
copiapino. Cuando logró contactarse con el juez Carrasco, Maldonado
comprobó que efectivamente Arnaldo Toro estaba presionándolo.
—No se deje influenciar… Usted falle ajustado a Derecho y no se
preocupe de nada más. Nosotros lo vamos a proteger —le dijo Maldonado al
atemorizado juez[8].
El caso llegó también a oídos del ministro Francisco Cumplido, quien se
entrevistó con Maldonado para plantear oficialmente la queja.
Es probable que Maldonado haya amonestado privadamente a Toro, pero
no se inició ninguna investigación oficial sobre su proceder y estos
antecedentes nunca se hicieron públicos.
A fines de los ‘70 el llamado grupo de los 24, encabezado por Patricio Aylwin,
comenzó la elaboración de proyectos que incorporaría a su plataforma
gubernamental. Una subcomisión de ese grupo, dirigida por Manuel Guzmán
Vial, desarrolló los lineamientos para el sector justicia. La preocupación
principal era entonces cómo enfrentar el tema de los derechos humanos.
Una vez que Aylwin asumió el poder, Guzmán se convirtió en el
presidente de una comisión oficialmente encargada de estudiar proyectos de
reforma al Poder Judicial. Mientras el grupo trabajaba, el Presidente asumió
una estrategia de choque.
El viernes 30 de marzo de 1990, apenas después de probarse la banda
presidencial, Aylwin inauguró la XVII Convención de Magistrados en Pucón.
En la testera estaban sentados el presidente de la Corte Suprema, Luis
Maldonado, el presidente de la Asociación Nacional de Magistrados, Germán
Hermosilla, el ministro de Justicia, Francisco Cumplido, y el presidente de la
Cámara de Diputados, José Antonio Viera-Gallo. Centenares de magistrados
desde Arica a Punta Arenas asistían a esta, la primera convención tras el fin del
régimen militar, una de las más concurridas en la historia de la Asociación.
Apenas empezando su discurso, Aylwin dijo: «Nadie puede objetivamente
negar que la administración de justicia experimenta una grave crisis»[9]. Varios
de los que escuchaban se removieron, incómodos, en sus asientos.
El Presidente recordó la figura de su padre, Miguel Aylwin, quien fue
presidente de la Corte Suprema al finalizar los ‘50, e hizo un listado de las
deficiencias del sistema. Partió mencionando la falta de tribunales —nada
nuevo, esa era una demanda compartida por todos los que habían presidido la
Corte Suprema durante, por lo menos, dos décadas—, pero continuó
afirmando que, según la opinión ciudadana, la judicatura no actuaba como un
Poder del Estado realmente independiente.
«Se la ve más bien como un mero servicio público que “administra
justicia” en forma más o menos rutinaria, demasiado apegada a la letra de la ley
y a menudo dócil a las influencias del poder», dijo y la incomodidad se instaló
definitivamente en los rostros de algunos asistentes.
Aylwin comentó que compartía la opinión de la mayoría de los
ciudadanos en cuanto a que los tribunales «no hicieron suficiente uso de las
atribuciones que la Constitución y las leyes» les conferían para proteger los
derechos fundamentales de las personas.
«Mi gobierno tiene la firme decisión (…) de afrontar derechamente y a fondo este
problema, en el ánimo de elevar la judicatura a su más alto nivel, procurando que
su institucionalidad le confiera el carácter de efectivo Poder Público, realmente
independiente, y abordar para ello una reforma integral, tanto orgánica como
procesal, que la convierta en un instrumento eficaz para realizar la justicia en la
convivencia social»[10].
¿Convertir al Poder Judicial en un verdadero Poder del Estado? ¿Qué
insolencia era esa? La mayoría de los ministros de la Corte Suprema (aunque
no asistieron a ese encuentro, sino que se enteraron luego) se sintieron
ofendidos. Luego le reprocharían a Maldonado haberse quedado hasta el
último minuto oyendo tales agravios. Desde su perspectiva, el Poder Judicial
era el único que había emergido incólume de la traumática experiencia de la
Unidad Popular y se había mantenido independiente y apegado a la ley bajo el
Gobierno militar. «Puro», como decía el ministro Enrique Correa Labra.
Según ellos, crear más tribunales y aumentar los sueldos eran las únicas
mejorías posibles. Las nuevas autoridades debían aplaudir el heroísmo de la
magistratura antes que criticarla.
Aylwin siguió explicando que se proponía duplicar el presupuesto
asignado al sector justicia en un plazo de cinco años. Luego anunció su
programa de reformas, que partiría por modificar la carrera judicial, para que se
«respete plenamente la dignidad de los magistrados». Esa fue una crítica directa
al corazón de la Corte Suprema, que había ejercido en los últimos años un
poder sin contrapeso para promover las carreras de unos jueces —no siempre
los mejores— y frenar las de otros, especialmente de aquellos que acogieron e
investigaron causas por violaciones a los derechos humanos.
«Propondremos cambios legislativos para que los sistemas de
nombramientos, ascensos y calificaciones sean lo suficientemente objetivos,
transparentes y competitivos», decía Aylwin, y sus palabras se iban traduciendo
como el peor de los insultos para ciertos magistrados.
En el mismo capítulo el Presidente atacó la práctica del «besamanos» a
que históricamente se vieron sometidos los magistrados, primero ante sus
superiores, para solicitar ser incluidos en ternas o quinas de ascenso, y luego
ante el Ministerio de Justicia de turno, para que los seleccionara:
«Es cierto que hay una crisis de la justicia en Chile y una pérdida de confianza
colectiva a su respecto. Pero también es cierto que existen en el Poder Judicial
personas preparadas, eficientes, probas, que a pesar de las limitaciones que sufren,
se sienten responsables de superar los actuales signos de la crisis y tratan de
cumplir, lo mejor posible, con la alta misión de impartir justicia que el pueblo ha
depositado en sus manos. Son la base fundamental para la renovación y las
reformas que efectuaremos. Confío en ellos, confío en ustedes y me siento
optimista»[11].
Era obvio que Aylwin, no estaba hablando de los ministros de la Corte
Suprema.
Desde ese minuto, la guerra se dio por declarada.
Ese fin de semana los jueces y ministros de cortes reunidos en Pucón
respaldaron la tesis de que la justicia estaba en crisis y apoyaron la idea de crear
un Consejo Nacional de la Magistratura. No querían que tuviera la facultad de
calificar a los magistrados, pero una comisión presidida por Luis Correa Bulo
propuso modificaciones al sistema vigente.
En la Corte Suprema ninguno de esos conceptos fue bienvenido. Al
iniciar la semana, más de un centenar de familiares de presos políticos
protestaron en los tribunales y se encadenaron en los pasillos de la Corte
Suprema, precisamente cuando los magistrados estaban discutiendo en pleno el
alcance de las palabras de Aylwin. Los ministros suspendieron su reunión. Luis
Maldonado llamó a Carabineros y los autorizó a ingresar y a usar «medios
disuasivos».
Recuerdo que yo estaba en el segundo piso cuando súbitamente el gas
lacrimógeno inundó el edificio. Con los ojos entrecerrados y llenos de lágrimas
hui hacia los ascensores. En la escapada vi al ministro Rafael Retamal que con
ademán pausado se enjugaba los ojos con un pañuelo. Caminando lenta y
cansinamente, también trataba de encontrar la salida. Parecía una imagen en
cámara lenta dentro del frenético cuadro.
Ese día hubo más de 30 detenidos y un confuso incidente protagonizado
por el presidente de la Corte de Apelaciones, Guillermo Navas. Navas afirmó a
los medios de comunicación que había sido «empujado» por los manifestantes,
pero una indiscreta cámara de televisión captó que, en medio de la confusión,
el magistrado le había dado una bofetada a Elena Carrillo, la hermana del
expreso político Vasily Carrillo.
—Manipularon ese video. Lo cierto es que yo no golpeé a la dama. Yo la
tomé de la muñeca cuando ella intentaba golpear en la nuca a un carabinero—
fue otra de las respuestas que ensayó Navas con posterioridad[12]. El incidente
le penaría un poco, pero no fue obstáculo para su ascenso a la Corte Suprema,
años más tarde.
Ese mismo loco día, la Suprema emitió una declaración justificando el
uso de la fuerza policial y quejándose de la escasa dotación de gendarmes para
el Palacio de los Tribunales. El dardo iba dirigido al ministro de Justicia, pues
Gendarmería estaba bajo su tutela.
El martes, 14 de 17 magistrados que componían la Corte Suprema
emitieron una segunda declaración, ahora para rechazar los juicios de Aylwin:
«¿Galopan los caballos por las rocas? ¿Se ara el mar con los bueyes? Pues vosotros
hacéis del juicio veneno y del fruto de la justicia, ajenjo (…) Tus príncipes son
prevaricadores. No hacen justicia al huérfano y a ellos no tiene acceso la causa de la
viuda. Por eso dice el Señor, Yavé Sebaot, el Fuerte de Israel: reconstituiré a tus
jueces como jueces como eran antes y a tus consejeros como al principio. Y te
llamarán entonces ciudad de justicia, ciudad fiel. Y Sión será redimida por la
rectitud, y los conversos de ella, por la justicia».
«Tal vez soy distinto. A lo mejor, difícil. A vuestros ojos, probablemente altanero y
algo más. Pero si hay en el Poder Judicial espacio para un juez así, es decir, que no
puede dejar de ser como es y que quiere con todo su ser continuar en la
institución, os suplico hagáis todo lo que esté de vuestra parte por reconsiderar
vuestra decisión»[34].
«(…) Entendemos que también es cierto que una de las mejores maneras de
involucionar en la cultura nacional es la de acallar. Atención sea hecha a estándares
y status quos que, a modo de burbujas —valga la expresión tan solo como didáctico
símil—, hacen de distanciadores entre el que detenta el poder y quien se lo otorga.
En este orden de ideas quizás si el gran desafío cultural sea el de que asumamos
como pueblo que debemos dejar definitivamente atrás el tiempo en que “la
autoridad era verdad”, para advenir a aquel otro en que “la verdad sea
autoridad”»[35].
«La actitud adoptada durante el régimen militar por el Poder Judicial produjo, en
alguna e importante e involuntaria medida, un agravamiento del proceso de
violaciones sistemáticas a los derechos humanos, tanto en lo inmediato, al no
brindar la protección de las personas detenidas en los casos denunciados, como
porque otorgó a los agentes represivos una creciente certeza de impunidad por sus
actuaciones delictuales»[37].
«Si a la larga las pesquisas quedaron frustradas, en muchos casos no hay otra
explicación que la que los jueces no lograron contar con los antecedentes que
requerían para individualizar y encarcelar a los culpables»[42].
La Corte insistió en que durante el gobierno militar no hizo otra cosa que
cumplir «literalmente la ley», como era su obligación.
«Lo más grave, a juicio de esta Corte, radica en que las invectivas que se han
descargado en contra del Poder Judicial se orientan inequívocamente a torcer de
modo artificial y por caminos extraviados y fuera del ordenamiento jurídico,
aquellas interpretaciones que los tribunales han dado a las mencionadas leyes (…)
En último término se busca que las sentencias se adapten o readapten a nuevas
interpretaciones, fruto de una hermenéutica original más del sabor de las
corrientes políticas de los autores del informe»[43].
El descarriado Jordán
Cinco años después del fallo de la Suprema que acordó la libertad de Luis
Correa Ramírez, este hecho constituyó una de las piezas clave en la acusación
constitucional levantada por el diputado de la UDI Carlos Bombal contra el
ministro Servando Jordán. La otra fue su involucramiento indebido en el
proceso contra Mario Silva Leiva y el exfiscal de la Corte de Apelaciones,
Marcial García Pica.
En algún sentido, la acusación contra Jordán fue extemporánea, porque
mientras fue presidente de la Corte Suprema demostró el mejor
comportamiento posible. Llegaba a las 7 de la mañana a la Corte y se retiraba
tarde, ya de noche, mucho después que sus demás colegas. Había moderado el
consumo de alcohol, por lo menos en las horas de trabajo.
Se lo veía feliz, plenamente cómodo en el ejercicio de sus funciones.
En 1991 había enfrentado al abogado Pablo Rodríguez y al contundente
equipo de profesionales contratados por el BHIF para disputar al empresario
Francisco Javier Errázuriz la propiedad del Banco Nacional.
Como se recordará, la superintendencia de Bancos había intervenido el
Banco Nacional, después de constatar que no contaba con la liquidez necesaria
para seguir operando y luego, como propietaria de la institución, lo vendió al
BHIF.
La era Rosende
En la Facultad de Derecho
Tiempo de perpetuar
Vientos de cambio
La disidencia judicial
La crisis del ‘82 descubrió que gran parte de la pujanza económica de los
años anteriores se había sustentado en empresas especulativas. Empresas de
papel. Algunos bancos las usaban para prestarse dinero a sí mismos o como
pantalla para simular un capital que no poseían.
Después de la debacle, el costo lo pagó el fisco. Para tratar de recuperar lo
perdido, el Consejo de Defensa del Estado se hizo parte en procesos para
perseguir los delitos cometidos por las entidades financieras, como infracciones
a la ley de bancos, estafas y falsificación de documentos.
En un registro que se lleva a mano en esa institución, es fácil advertir que
la mayoría de las 12 causas en que el CDE todavía es parte siguen abiertas.
Los jueces de primera instancia han gastado años decretando pericias
contables, auditorías, informes. Tratando de entender cómo y por qué se
produjeron los delitos. Los acusados, en la contraparte, han contado con la
representación de abogados expertos en prolongar los procesos, inspirados en la
idea de que, si alguna vez llega el momento de la sentencia definitiva,
obtendrán mejores condiciones para sus clientes pasado el escándalo y olvidada
la materia en la memoria colectiva.
Los jueces, por su impericia, no han tenido la capacidad de darse cuenta
de los errores en los informes periciales, pues tendrían que entender los pasos
que siguen sus autores para llegar a un resultado. Todo esto es muy difícil para
ellos. En general, se han guiado solo por lo que dice la conclusión. El CDE, en
su rol de acusador, ha debido subsidiar esta incapacidad, aguzando la vista para
detectar los yerros y pedir correcciones.
Cuando han llegado, las condenas han sido mayormente simbólicas. En
ninguno de los casos los tribunales aprobaron las demandas civiles, que es lo
más importante en este tipo de juicios, pues permite al fisco recuperar los
dineros.
En solo dos de las causas en que el CDE es parte, la Corte Suprema ha
confirmado una condena y el fallo está a firme en los casos del Banco de
Linares y de la Financiera de Capitales. En ambos, la resolución definitiva llegó
en los ‘90 y los inculpados recibieron penas mínimas, de presidio remitido.
Es evidente que el Estado no ha ganado esta cruzada.
He aquí algunos ejemplos:
La causa en contra de la Compañía General Financiera (CGF) —que era,
en rigor, un banco— estuvo diez años en estado de sumario. Los trámites que
realizó el tribunal correspondieron principalmente a peritajes contables de gran
magnitud, que mantuvieron el expediente pasando de las manos de un perito a
las de otro. De tanto en tanto, la defensa de los inculpados solicitó que se
declarara la prescripción, argumentando que la causa había estado demasiado
tiempo paralizada. Y aunque no lo estaba, la sola presentación de la incidencia
alargó todavía más el sumario.
El Estado perseguía allí dos tipos de actos delictivos: el primero, las
empresas de papel. El grupo económico Sahli-Tassara, dueño de la CGF, creó
una serie de sociedades ficticias, donde ponían como presidentes y gerentes a
personas que pertenecían al grupo. Estas empresas tenían un giro inexistente,
no poseían ningún tipo de activo y su capital era mínimo, unos 500 mil pesos
de hoy. Aun así, pedían créditos a la CGF por 20 o 30 veces el valor de ese
capital. Como el grupo controlaba el banco y las empresas, autorizaba los
créditos. En el fondo se estaban prestando dinero a sí mismos.
Si un particular cualquiera posee una empresa que cuesta 100 mil pesos y
pide 3 millones de pesos a un banco, sin ofrecer ningún otro tipo de garantía
que los mismos 100 mil pesos, es obvio que la respuesta será negativa. La
obviedad no era, sin embargo, la regla en la CGF que, al momento de su
intervención, había comprometido entre el 50 y el 55 por ciento de su cartera
en este tipo de créditos.
Los préstamos que los dueños de la CGF sacaron a través de estas
empresas de papel fueron a dar a una empresa Holding, Santa Berta, que
realizó algunas actividades productivas, como la construcción del edificio
Panorámico. Santa Berta llegó a acumular 2.500 millones de pesos de la época
solamente gracias a estos préstamos indirectos.
El segundo tipo de delito se refería al arrendamiento de inmuebles: dos
empresas de papel del grupo Sahli-Tassara se adjudicaron la licitación de un
edificio que una Asociación de Ahorro y Préstamos poseía en Moneda con
Ahumada. Como no tenían con qué pagar, en una operación relámpago le
arrendaron esa misma propiedad a la CGF, por diez años. Con el dinero del
arriendo pagaron el edificio y se quedaron con 20 millones de remanente.
El proceso en contra de la CGF se inició hacia fines de 1981, por la
administración provisional del banco, después de que fuera intervenido. Se
presentaron querellas por estafa e infracción a la Ley General de Bancos, pero
el tribunal de primera instancia dijo que solo había pruebas suficientes para dar
por configurada la estafa.
Los dueños de la CGF, Alejandro Mauricio Tassara y Bernardo Sahli,
fueron procesados por ese delito junto al presidente del banco, Rodolfo
Antonio Yunis, y un testaferro confeso, Gino Osvaldo Pellegrini. El proceso
siguió con los inculpados en libertad hasta que el caso pasó a un ministro en
visita. En 1990, Eduardo del Campo (hoy jubilado) cerró el sumario y absolvió
a los procesados, planteando que la Ley General de Bancos dispone solo una
sanción de multa por las infracciones cometidas. Nada dijo de la estafa, que era
el delito por el que en verdad se los acusaba.
En las apelaciones, que llegaron a verse solo entre 1994 y 1995, los
magistrados Alejandro Solís, José Luis Ramaciotti y Juan Araya revocaron la
resolución y condenaron a los inculpados por estafa y añadieron el delito de
infracción a la Ley General de Bancos. Además determinaron que debían
responder civilmente por dos mil 500 millones de pesos.
Las defensas recurrieron a la Corte Suprema. Finalmente, el 2 de
diciembre de 1997 —dieciséis años después de iniciada la causa— la Corte
Suprema revocó nuevamente la sentencia, exponiendo, en defensa de los
derechos de los inculpados, que no podían ser condenados por un delito por el
cual no fueron procesados en primera instancia: la infracción a la Ley General
de Bancos.
Por la absolución votaron Adolfo Bañados y los abogados integrantes José
Luis Pérez y Vivian Bullemore. Por mantener la condena, los ministros Roberto
Dávila y Guillermo Navas.
La abogada María Inés Horvitz, representante del CDE, se sintió
profundamente frustrada: «El fallo es pésimo», dice. «La Corte Suprema no se
pronunció sobre la estafa, delito por el cual estos ejecutivos sí habían sido
procesados en primera instancia»[141].
En un segundo proceso iniciado en 1981 contra el mismo Tassara,
todavía no se dicta la sentencia de primera instancia. La causa está ahora en
manos del ministro en visita Haroldo Brito.
En otra causa, contra Javier Vial y todos los directores del Banco de
Chile, BHC, Banco Andino y Panamá, lo que interesaba al fisco era atrapar al
comité ejecutivo, que era la cabeza de todo el grupo económico y que
controlaba todos los directorios y los bancos: el propio Vial, César Sepúlveda
Tapia, Joaquín Emiliano Figueroa (ya fallecido), Rolf Lüders y Pablo Molina
Benítez.
Recién en 1997, el fisco logró una sentencia definitiva de primera
instancia en contra de doce directores, incluyendo a los mencionados.
Este es el único caso en que, al menos en primera instancia, se ha acogido
la demanda civil. El abogado que representa al CDE, Víctor Hugo Rojas, está
satisfecho. «En lo que respecta, a los querellantes —el fisco, el Banco de Chile y
el Patronato Nacional de la Infancia—, fue un pleno éxito, pues se acogió
todo: la sanción penal, la indemnización civil y el pago de las costas»[142].
Sin embargo, aún resta saber lo que pasará con los recursos que están
pendientes contra la sentencia.
En 1985 se inició un juicio en contra del abogado que actuaba como
Fiscal Nacional de Quiebras, junto a otras personas acusadas de haberse
quedado con los dineros de varias empresas tras la declaración de bancarrota.
La causa duró unos catorce años. Los inculpados fueron condenados en un
principio a tres años con pena remitida, pero el CDE peleó hasta el final.
En la Corte Suprema uno de los acusados fue absuelto y al exfiscal se le
aumentó la condena a cinco años. Eso significaba que a sus 50 años de edad,
cuando ya creía el asunto olvidado, tendría que ir a la cárcel por actos que
cometió a los 35.
El propio abogado que representaba al fisco en las últimas instancias,
Claudio Arellano Parker, se sintió golpeado. ¿Y si el exfuncionario se hubiese
redimido?
La «ley caramelo»
«La Justicia de Chile haría reír, si no hiciera llorar. Una Justicia que lleva en un
platillo de la balanza la verdad y en el otro platillo, un queso. La balanza inclinada
del lado hacia el queso. Nuestra justicia es un absceso putrefacto que empesta el
aire y hace la atmósfera irrespirable. Dura e inflexible para los de abajo, blanda y
sonriente con los de arriba. Nuestra justicia está podrida y hay que barrerla en
masa. Judas sentado en el tribunal después de la Crucifixión, acariciando en su
bolsillo las treinta monedas de su infamia, mientras interroga a un ladrón de
gallinas. Una justicia tuerta. El ojo que mira a los grandes de la tierra, sellado,
lacrado por un peso fuerte y solo abierto el otro que se dirige a los pequeños, a los
débiles».[161]
El poeta Vicente Huidobro se unía con estas ácidas palabras a las críticas
que en 1925 se hacían al sistema judicial chileno. La oleada de descontento
contra jueces y ministros de corte formó parte de los muchos factores que dos
años después generaron el golpe militar encabezado por el coronel Carlos
Ibáñez del Campo que derrocaría al presidente Arturo Alessandri Palma.
En 1924 el propio León de Tarapacá se quejaba contra las deficiencias del
Poder Judicial:
La evolución del sistema judicial casi no figura en los libros sobre Chile.
Fue olvidada por los historiadores lo mismo que por los políticos que
instalaron la República, aunque desde antiguo ha sido un lugar común afirmar
que Chile es «un país legalista».
Las críticas de Huidobro no han sido ciertamente las únicas. Mucho
antes que él, don Andrés Bello, redactor de nuestro Código Civil, vigente
desde 1855, opinaba:
«Para que esta reforma sea verdaderamente útil, debe ser radical. En ninguna parte
del orden social (…) es tan preciso emplear el hacha. En materia de reformas
políticas no somos inclinados al método de la demolición; pero nuestro sistema de
juicios es tal, que nos parecería difícil no se ganase mucho derribándolo hasta los
cimientos y sustituyéndole otro cualquiera».
«Aquí como allá se siente malestar; aquí como por allá no se hace justicia recta
(…) aquí como por allá prevalecen y dominan otros intereses, otras influencias que
el interés de la justicia inmaculada y la influencia de las sanas aspiraciones (…) La
primera condición de los negocios es la seguridad y cuando en un país el Poder
Judicial se ha rodeado de atmósfera de desprestigio, todo el mundo teme colocar
en ese país capitales».
Justicia republicana
Manu militari
«Pocos servicios del Estado necesitaban más de la atención del gobierno, que
nuestra administración de justicia. Varios eran los factores que, agravados por el
correr de los años, sin fuerza de reacción propia, y contando con la paciencia
nacional, habían creado una pesada atmósfera de lenidad y hasta de impureza
alrededor de la magistratura, doblegada a los intereses de la política, pero soberbia
y encastillada en sus relaciones con los demás poderes del Estado»[172].
Décadas de olvido
«De inmediato, del sueño pasé a la realidad y así aprendí a enfrentarla desde el
primer día de mi magistratura. En efecto, la llegada a Santa Juana fue
desalentadora. Para instalarnos tuve que conseguir un bodegón abandonado, lleno
de ratones, sin cielo raso y sin piso. Me prestaron una mesita vieja que se
balanceaba al compás de un lápiz y había una silla que solo tenía dos patas buenas,
de modo que para sentarse uno tenía que apuntalarse con las piernas. El secretario
se ubicó en una banca de madera rústica. Conseguí una máquina de escribir que
tal vez la había llevado el primer civilizado del pueblo».[173]
«Había un oficial primero (los oficiales, que van de oficial cuarto a oficial primero,
son los responsables de los servicios menores en los tribunales, equivalentes a los
que realizan los juniors en las empresas) que era el explotador de los pobres
familiares de los presos. Al cumplir estos los cinco días de detención me iba a
consultar mi resolución. Como era mi costumbre, escribía al margen de cada causa
si alguien quedaba en libertad o sometido a proceso. Si les daba la libertad, de
inmediato el oficial primero salía de mi despacho hacia el mesón de atención al
público y llamaba a los familiares del detenido, a los que cobraba diversas sumas
por la libertad del preso, la que, según él, “tenía que arreglar con el juez”»[175].
La huelga «larga»
El intento por establecer un modelo que sacara a Chile del subdesarrollo obvió
de la lista de prioridades la realización de las reformas que se venían
proponiendo al sistema judicial.
Nada se hacía por mejorarlo, aunque arreciaban las críticas al sistema. Los
magistrados se agazaparon en una actitud de desconfianza hacia «la» política y
en un arraigado corporativismo.
Si bien no hubo una voluntad real de hacer cambios, el tema estuvo
presente en los programas de gobierno. El de Eduardo Frei Montalva planteaba
la necesidad de modernizar el sistema judicial, de hacer cambios estructurales
para que las nuevas leyes no tropezaran con «una justicia lenta, cara y
anticuada» y propugnaba la necesaria «democratización» del sistema, entendida
como medidas para asegurar su gratuidad y ampliar el acceso de los
ciudadanos.
Frei padre creía necesarios «una renovación más acelerada de sus cuadros
y el acceso de las nuevas generaciones a cargos de responsabilidad en el Poder
Judicial», pero no llegó a concretarlos.
Bajo su mandato, el ministro de la Corte de Apelaciones de Santiago,
Rubén Galecio, propuso crear un Ministerio Público. Considerando que no
habría mucho dinero para ejecutar su idea de un modo radical, Galecio sugirió
una adecuación a «la chilena». Habría que dividir la judicatura en dos: una
parte de los jueces, los instructores, se dedicarían solo a la investigación de los
procesos y realizarían las labores del Ministerio Público. El resto, los falladores,
dictarían las sentencias. La propuesta de Galecio incluía que algunas de las
etapas del proceso fueran orales.
El revolucionario y solitario esfuerzo de Galecio murió en las carpetas de
Frei Montalva, junto a las propias ideas del gobernante, pues Justicia no era
una prioridad. La idea de Galecio fue solo acogida en el proyecto de Ministerio
Público aprobado bajo el gobierno de Eduardo Frei Ruiz-Tagle casi al llegar el
siglo XXI.
El mayor conflicto del gobierno de Frei Montalva con el Poder Judicial
no fue el debate en torno a las propuestas de reforma, sino que la demanda
gremial por mejoras salariales.
En 1967, magistrados y funcionarios hicieron un movimiento de «brazos
caídos», un paro que duró 24 horas y pasó casi inadvertido. Pero cuando
concluía el gobierno, los jueces y empleados volvieron a unirse para realizar la
única huelga total de que se tenga conocimiento en el Poder Judicial. Lo
lideraba la Asociación Nacional de Magistrados, que tenía entonces entre sus
principales dirigentes al influyente Sergio Dunlop, presidente en la Corte de
Apelaciones de Talca en 1965, 1969 y 1973.
El ministro de Hacienda de Frei, Andrés Zaldívar, se negaba a otorgar
mejoramientos extraordinarios a los magistrados —el Escalafón Primario— y a
los funcionarios —el Escalafón Secundario—. Seiscientos jueces y mil 600
empleados pedían satisfacción urgente de sus demandas económicas y
respaldaban las peticiones que en el mismo sentido había estado haciendo la
Corte Suprema.
Los ministros del máximo tribunal, empero, tomaron cierta distancia del
movimiento y solo aceptaron el rol de mediadores.
La personalidad de Dunlop generaba fricciones al interior del Poder
Judicial. Había quienes desconfiaban de su modo personalista. Se resistían al
estilo «sindicalero» para tratar los problemas económicos del Poder Judicial.
Los jueces, afirmaban, no pueden presentarse como «empleados» ante el
Ejecutivo, pues, en el ejercicio de su ministerio, se les requerirá la obediencia
de subalternos, en desmedro de su independencia.
Entre los detractores de Dunlop estaba el ministro José Cánovas, quien
fue designado junto a Gustavo Chamorro para representar al ministro de
Justicia, Gustavo Lagos, la inconfortable situación económica en que se
encontraban los magistrados. El presidente de la Corte Suprema, Ramiro
Méndez, se excusó de acompañarlos, pero les dio su bendición.
Cánovas y Chamorro le advirtieron anticipadamente al ministro que se
preparaba una huelga y que ellos, como otros magistrados de cortes de
Apelaciones, estaban contra el movimiento. Subir la oferta evitaría una
catástrofe, pero el ministro no escuchó.
El paro comenzó a medianoche del sábado 28 de noviembre de 1969. El
domingo, ministros de la Corte Suprema se reunieron con los líderes de la
huelga para informarles que existía un acuerdo con el gobierno para otorgar un
20 por ciento de aumento en las remuneraciones. Los huelguistas lo
rechazaron. Querían un 60 por ciento de aumento: un 40 por ciento en
sueldos, un 20 por ciento en la asignación de vivienda. Magistrados y
funcionarios decidieron continuar el movimiento hasta las 14.30 horas del
lunes.
Los ciudadanos que por cualquier motivo ingresaron ese fin de semana a
las cárceles en Chile, no pudieron ser atendidos y se pasaron cinco días presos,
sin que nadie oyera sus descargos. Muchos policías tuvieron que realizar
trámites de jueces. Sobrevino el caos.
Los jueces demandaban además una modificación al sistema de
calificaciones que seguía vigente y que consideraban un arma de presión de la
Corte Suprema hacia sus subalternos.
Dunlop dio una conferencia de prensa ese domingo para informar de sus
planteamientos y del avance de las conversaciones. Sus declaraciones casi le
costaron el puesto. El lunes 30, La Nación publicó la noticia bajo el título «La
Suprema lamenta y no acepta un paro que infringe las normas legales». La nota
describía la postura del máximo tribunal, que afirmaba que los huelguistas no
tenían el derecho legal de parar, junto a las declaraciones de Dunlop, culpando
a la corte de indiferencia. Según el matutino, Dunlop había dicho que: «De no
haber operancia por parte de la Corte Suprema, este movimiento huelguístico
buscará la remoción de todos los integrantes de aquel organismo de Justicia».
Ante tamaña declaración de guerra, la Corte Suprema se reunió en pleno.
Algunos, como Rafael Retamal, pedían la destitución inmediata del rebelde.
Dunlop tuvo que dar explicaciones ante el presidente, Ramiro Méndez.
Con la grabación de la conferencia, facilitada por la periodista de Radio
Cooperativa, Carmen Puelma, Dunlop demostró que nunca había hecho tales
aseveraciones. Se salvó.
Las negociaciones continuaron. En la tarde del lunes, el gobierno llegó a
un acuerdo con la Corte Suprema. El tribunal aprobó el proyecto de
mejoramiento económico del Poder Judicial propuesto por el Ejecutivo, pese a
la oposición de la magistratura y los funcionarios.
Junto con anunciar el acuerdo, el ministro de Justicia, tal vez para seducir
a los huelguistas, informó que se modificaría también el sistema de
calificaciones, para permitir «una real valorización del mérito funcionario». Sin
embargo, tal idea no llegó a concretarse.
El acuerdo cupular no fue suficiente. Magistrados y funcionarios
decidieron prorrogar el paro por otras 48 horas. El martes 2 de diciembre, el
conflicto llegó a su nivel más alto de enfrentamiento. El ministro de la Corte
Suprema, Rafael Retamal, asumió la labor de mediador y estuvo negociando
todo el día, pero fracasó.
El Presidente Frei manifestó que lamentaba «profundamente» el
movimiento y que «esto no es solo un problema del Ejecutivo, sino un
problema que afecta al país entero. No tengo forma de imponer autoridad
sobre el Poder Judicial. Sin embargo, espero que los funcionarios recapaciten,
pues su movimiento huelguístico, siendo ellos los administradores de la Justicia
en Chile, les resta autoridad moral frente al país».
El Ministerio del Interior amenazaba con aplicar la ley de Seguridad
Interior del Estado. Parte de las advertencias iban dirigidas indirectamente
contra Dunlop. La asamblea de los huelguistas recibió el mensaje y respondió
amenazando con abandonar «nuestras funciones en forma total e indefinida»
en respaldo de cualquier dirigente que fuera sancionado individualmente.
El gobierno cedió un poco y ofreció un 30 por ciento de aumento. El
presidente del Colegio de Abogados, Alejandro Silva Bascuñán, asumió el papel
de mediador en reemplazo de Retamal, que rechazó continuar después que los
huelguistas rechazaran también ese 30 por ciento.
El Colegio elaboró una nueva propuesta, que otorgaba un reajuste del 35
por ciento sobre el reajuste general que recibiría la administración pública en
1970. El Ejecutivo aceptó la idea. El miércoles hubo acuerdo. El jueves, a las 8
de la mañana, los magistrados y funcionarios volvieron a sus puestos de
trabajo. El acuerdo con el Gobierno incluyó que no habría sanciones a los
dirigentes y que los días de paralización no serían descontados.
Ese mismo día La Nación publicó una explicación pública del entonces
secretario de la Corte Suprema, René Pica Urrutia, en respuesta a las
informaciones de prensa que aseguraban que los ministros de la Corte Suprema
recibían «remuneraciones excesivas».
Justicia «popular»
Poco antes de que Salvador Allende llegara al Gobierno, la crítica en boga era
que el Poder Judicial había establecido una «justicia de clase». Quien más
insistía en esta definición era el jurista y académico Eduardo Novoa Monreal.
Novoa llegó a ser presidente del Consejo de Defensa del Estado bajo el
gobierno de Salvador Allende y defendió la nacionalización del cobre ante
tribunales europeos en 1972.
En un trabajo, «¿Justicia de clase?», publicado en la revista de los jesuitas
Mensaje, Novoa cita veinte casos para demostrar que «la justicia está al servicio
de la clase dominante, y que interpreta y aplica la ley con miras a favorecer a
los grupos sociales que disfrutan del régimen económico-social vigente, en
desmedro de los trabajadores, que constituyen en el país una amplia mayoría».
[177]
«(…) Quiere también esta corte expresar con entereza a V.E. que el poder que ella
preside merece de los otros Poderes del Estado, por deber constitucional, el respeto
de que disfruta y lo merece, además, por su honradez, ponderación, sentido
humano y eficiencia y que ninguna apreciación insidiosa de algún parlamentario
innombrable o de sucios periodistas logrará perturbar sobre este particular asunto
el criterio de los chilenos.
«¿Pretende el oficio de V.E. que los Tribunales de Justicia olviden la ley, prescindan
de todos los principios y en nombre de una justicia social sin ley, arbitraria,
acomodaticia y hasta delictuosa en su caso amparen incondicionalmente a los
tomadores y repudien de la misma manera a los que pretenden la recuperación de
los predios tomados?».
«Que por tratarse de Poderes del Estado de igual rango constitucional entre los
cuales no existe subordinación, es inaceptable la actitud del Presidente de la
República de devolver el oficio de este tribunal».
La rutina ceremonial
Primer aniversario
Para Urrutia todavía estaba vivo el recuerdo del gobierno «marxista» que
«con sus desaciertos y su constante violación de la ley de manera tan
manifiesta, tanto en su letra como en su espíritu, había perdido ya la
legitimidad obtenida con su elección por el Congreso Nacional»[191].
El ministro defendió al nuevo régimen de las acusaciones por violaciones
a los derechos humanos, recordando que el 6 de agosto de 1970, poco antes de
que Allende asumiera el gobierno, un grupo de abogados pidió a la Corte
Suprema que tomara medidas para evitar abusos, flagelos y maltratos a los
procesados en los recintos policiales o en las cárceles. La Corte había
investigado las acusaciones y, en menos de veinte días, acogido gran parte de las
peticiones. Sin embargo, según Urrutia, los principales firmantes fueron
nombrados en altos cargos de gobierno y se olvidaron de las quejas.
Lo que estaba ocurriendo en ese momento en Chile, por lo demás, no era
de la gravedad que se reclamaba:
«El Presidente que habla se ha podido imponer de que gran parte de los detenidos,
que lo fueron en virtud de disposiciones legales que rigen el Estado de Sitio, han
sido puestos en libertad. Otros se encuentran procesados en los Juzgados
ordinarios o militares, y con respecto a aquellos que se encuentran detenidos en
virtud de las facultades legales del Estado de Sitio en vigencia, se hace un esfuerzo
para aliviar su situación de detenidos y clarificar cuanto antes su participación en
actividades reñidas con la ley. Es de desear que este esfuerzo pueda terminar
cuanto antes con la situación eventual en que se encuentran las familias
afectadas»[192].
La hora de la «razzia»
Mientras los ministros de la Corte Suprema no ocultaban su embeleso con el
sabor del triunfo de las Fuerzas Armadas sobre el gobierno izquierdista, buena
parte de sus subalternos se sumían en el miedo y la paranoia. Los magistrados
en las cortes y en los juzgados sabían que sus opiniones y sus fallos serían
analizados políticamente. Los ascensos, bastante difíciles, serían reservados para
los incondicionales.
La figura de Sergio Dunlop en la Asociación de Magistrados cobraba la
faz temible del vencedor para quienes lo habían enfrentado en las luchas
gremiales. Se preparaban las listas negras. Los jueces tuvieron que someterse sin
chistar a que sus sueldos fueran incorporados a Escala Única vigente para los
empleados públicos. Cualquier demanda que no fuera patrocinada por el más
alto tribunal podía ser objeto de reprensiones.
En 1974, la Corte de Apelaciones de Santiago, bajo la presidencia de José
Cánovas, envió a Pinochet un oficio solicitando una escala especial para el
Poder Judicial. Pinochet llamó a Urrutia y le pidió explicaciones. El presidente
de la Corte Suprema le dijo que le devolviera el oficio sin contestar, pues él se
encargaría de dar cuenta en el pleno. Habría que sancionar tamaño
atrevimiento.
Urrutia se encontró con Cánovas en las cercanías de la Corte y lo regañó.
Le dijo que el tribunal de alzada había atropellado el principio de jerarquía al
dirigirse directamente a Pinochet, sin consultar previamente a la Corte
Suprema.
Cánovas tuvo suerte. Cuando Urrutia expuso la situación al pleno, los
supremos acogieron el reclamo de la Corte de Apelaciones y decidieron
reenviar el oficio, ahora con sus firmas, a la Junta. Pero el gobierno, que para
estos asuntos se entendía directamente con Urrutia, consideró que el respaldo
de este era suficiente para rechazar el petitorio.
Los que no tuvieron suerte ninguna fueron los jueces catalogados de
izquierdistas. En uno de los párrafos de su primer discurso, Urrutia admitía
entre líneas la razzia que se estaba registrando al interior de la judicatura. Dijo
que las calificaciones correspondientes a 1973 se estaban realizando de acuerdo
con nuevos procedimientos establecidos en decretos leyes. «Algunos», dijo
Urrutia usando un eufemismo, fueron «separados» del Poder Judicial[195].
Fue una escueta admisión pública de actos que fueron planificados en
reuniones privadas.
Recién asumido, el gobierno militar expresó a la Corte Suprema su
molestia con los empleados del Poder Judicial que consideraba marxistas. Entre
1973 y 1975, más de 250 magistrados y funcionarios fueron trasladados,
removidos u obligados a renunciar, según un estudio realizado por el Colegio
de Abogados en 1986. Entre ellos, unos veinte fiscales y ministros de las cortes
de Apelaciones; más de cincuenta jueces, secretarios de juzgados, relatores y
secretarios de Corte; y unos 180 miembros del Escalafón Secundario
(funcionarios, receptores, defensores públicos y notarios).
La mayoría de esos funcionarios nunca había tenido un reparo en su hoja
de vida.
Otra gran cantidad de jueces y empleados, aunque no salieron del Poder
Judicial, fueron sancionados con medidas disciplinarias o se los puso en Lista
Dos, que equivalía a describir su desempeño como «regular». Es lo que ocurrió
al caso del magistrado Alejandro Solís, quien ejercía en Illapel. El actual
ministro de la Corte de Apelaciones de Santiago, elegido mejor juez por los
abogados en 1991, fue puesto en Lista Dos por la presunción de que no
apoyaba a las nuevas autoridades[196].
El trabajo presentado al Colegio de Abogados por Mario Rossel, concluye
que desde el mismo 11 de septiembre fue violado «el principio de
inamovilidad», aun cuando estuvo consagrado en la ley por lo menos hasta
diciembre de ese mismo año, conforme a la disposiciones de la Constitución de
1925. Esta, así como las leyes derivadas de ella, establecen causales muy
precisas para dar curso a la remoción de magistrados.
Pero el 6 de diciembre de 1973 se dictaron los decretos leyes 169 y 170,
que modificaron las normas constitucionales y permitieron que la Corte
Suprema calificara a los magistrados y funcionarios en tres listas. En la Lista
Uno pondría a los meritorios; en la Dos, a los satisfactorios, y en la Lista Tres, a
los deficientes, quienes serían automáticamente removidos del Poder Judicial.
Los decretos establecieron que nuevas calificaciones se harían el 2 de
enero de cada año, en audiencia y votaciones «secretas»; que contra la
calificación no sería posible interponer «recurso alguno», y que los magistrados
podrían ser incluidos en Lista Tres por «simple mayoría» (se rebajó el quorum)
de los ministros de la Corte Suprema.
Los cambios otorgaron a la Corte Suprema facultades para remover a los
magistrados y funcionarios «sin forma de juicio» alguno, sin «darles la
posibilidad de conocer los cargos que se les formulaban» y, por lo tanto, sin
brindarles la elemental garantía de contestar las acusaciones.
Todos los días, a las siete de la tarde, El Lito tomaba su desvencijada bicicleta y
se iba a pasear por el camino alto, que da a Pisagua Viejo, hasta llegar al centro
del cementerio.
Ángel de la Cruz Venegas, El Lito, era bien conocido en ese desértico
pueblo a orillas del mar, entre Arica e Iquique. Aseaba el retén de Carabineros
en que trabajaba su hermano, el sargento Juan de Dios de la Cruz. Pese a que
arrastraba una condena de presidio de cinco años y un día por «hurtos
reiterados», El Lito podía recorrer el pueblo sin problemas. En pleno Estado de
Sitio, a él nadie le impedía llegar al cementerio.
Un día vio «a varias personas que corrían y les disparaban por la espalda.
Estas eran como tres personas y luego que les dispararon, los ensacaron (…)
Las personas que dispararon eran militares. También vi, en una ocasión, que en
la Gobernación a varios detenidos les sacaban las uñas. Recuerdo que Mario
Acuña, a quien ubico, era quien daba las órdenes»[199].
Se refería al juez Mario Acuña Riquelme. Este personaje inició su carrera
en Santiago, y de su paso por los tribunales de San Miguel quedó la memoria
de grandes defensores y severos detractores suyos. Había quienes lo calificaban
de «brillante», pero la Corte Suprema acogió reclamos por su mala gestión y lo
trasladó a Iquique al comenzar los ’70.
Abogados que lo conocieron como titular del Primer Juzgado de la capital
nortina afirman haberlo visto varias veces borracho en su oficina. Muchas otras
cosas vieron. El Consejo de Defensa del Estado incluyó su nombre, junto al del
presidente de la Corte iquiqueña, Ignacio Alarcón y otros importantes
magistrados, como parte de una lista de jueces vinculados con el narcotráfico.
En 1972, tras recibir la queja del CDE, la Corte encomendó al ministro
Enrique Correa Labra que se trasladara al norte a investigar. El magistrado
contó con la ayuda en Iquique del abogado Procurador Fiscal (el representante
del CDE), Julio Cabezas Gazitúa. En Santiago, con la del abogado Manuel
Guzmán Vial. Agentes del Departamento de Investigaciones Aduaneras (DIA),
entre otras entidades, también habían reunido información sobre los
magistrados mientras buscaban desbaratar una red de tráfico de drogas y
contrabando entre Chile y Bolivia.
Correa Labra estuvo ocho meses en el norte. Al volver, emitió un grueso
informe y la Corte Suprema intervino destituyendo al presidente de la Corte
iquiqueña y al fiscal de ese tribunal, Raúl Arancibia. Otro grupo,
probablemente para no generar un escándalo, solo fue trasladado o
amonestado.
Acuña se salvó. Sin embargo, el magistrado sabía perfectamente que el
abogado Cabezas había sido el promotor de las acusaciones en su contra y que
todavía le quedaba carga por usar.
Cabezas —45 años, casado, cuatro hijos— era considerado un abogado
brillante, un funcionario de «dedicación ejemplar»[200], que actuaba además
como jefe del Servicio de Asistencia Judicial en Iquique.
En 1973, Cabezas y el director de Odeplán, Freddy Taberna, tenían
pruebas suficientes de los vínculos de Acuña con los dos poderosos
narcotraficantes que dirigían las operaciones de tráfico y contrabando entre
Chile y Bolivia y que, por su peso económico, incluso habían llegado a ser
miembros de la Cámara de Comercio de Iquique: Nicolás Chánez y Doroteo
Gutiérrez[201].
Ambos transportaban diariamente desde Santiago al norte toneladas de
azúcar, café, harina, conservas, mantequilla, medias, ropa y medicinas, entre
otros productos obtenidos ilícitamente. Era el tiempo de las colas y la escasez
bajo el gobierno de la Unidad Popular.
Los camiones con la carga prohibida se dirigían a dos pueblos limítrofes:
Cancosa y Colchane. Las inmensas bodegas en que la mercadería era
almacenada dominaban el paisaje de ambos caseríos, cuyas poblaciones
sumadas no llegaban a los 150 habitantes. En la frontera, los chilenos
entregaban los insumos a traficantes bolivianos, quienes les pagaban con
grandes cantidades de cocaína semielaborada. Los alimentos y medicinas se
iban a Oruro y luego eran distribuidos en Santa Cruz y La Paz. El sulfato de
cocaína era internado en Iquique para su elaboración.
Antes del 11 de septiembre, Chánez y Gutiérrez fueron detenidos
repetidamente por contrabando y narcotráfico, pero obtuvieron la libertad con
facilidad gracias a sus vínculos con el ministro Ignacio Alarcón, el juez Acuña y
su actuario Raúl Barraza. Este último había sido descubierto in fraganti por la
policía trabajando de noche en el procesamiento de la cocaína en un
laboratorio que tenía en su propia casa, en Wilson 151. Su superior, el juez
Acuña, fue vinculado por la investigación policial con la gestión del
laboratorio.
Pesaban en la carpeta que el CDE tenía sobre el magistrado otro tipo de
corruptelas. Se comprobó que desde mayo de 1970 el magistrado cobraba
asignación familiar por su cónyuge, aunque esta no tenía derecho a ella, pues
era funcionaría de la CORFO. Además, había informado al Servicio de
Impuestos Internos que su esposa no trabajaba, con el solo fin de rebajar el
pago de impuestos.
Acuña adquirió en forma fraudulenta varios automóviles, haciendo uso
de una franquicia que por entonces era derecho exclusivo de los residentes en
Arica. Y pagó parte de uno de esos vehículos con un cheque del comerciante
Raúl Nazar, que estaba encausado por estafa en su propio tribunal y que quedó
libre «por falta de méritos» justo después de extender ese documento.
El magistrado recibió regalos de navidad, ante testigos, de otro conocido
narcotraficante iquiqueño, Francisco Manríquez Valenzuela, «El Gallina».
El abogado Julio Cabezas sabía también, y lo informó a la Corte
Suprema, que el 7 de abril de 1972, el juez Acuña viajó junto al narcotraficante
Pascual Gallardo a Santiago y que ambos abordaron un vehículo que los
esperaba en el aeropuerto Pudahuel, con destino desconocido.
Gallardo había sido inculpado como parte de una banda de
narcotraficantes descubierta en 1969 en una causa que tuvo en su poder el juez
Acuña. Poco después, sospechosamente, se presentó en Santiago una querella
por estafa en contra de uno de los encausados. Eso significaba que el proceso
por narcotráfico debía salir del tribunal iquiqueño y ser enviado la capital. En
el viaje, el actuario designado para trasladar el expediente lo perdió sin
explicación plausible. Ya no importaba mucho. Los documentos que
inculpaban a Gallardo se habían extraviado antes, desde las propias oficinas del
juzgado iquiqueño.
Gallardo nunca fue procesado.
Pese a sus antecedentes, la Corte Suprema autorizó al juez Acuña para
que, inmediatamente después del 11, se constituyera como fiscal en los
Consejos de Guerra en el norte grande. Al personaje le gustó, por supuesto, la
nueva investidura. El mismo día del Golpe llegó vestido con uniforme de
comando al tribunal, que siguió atendiendo paralelamente por un breve lapso.
En ese período, sus subalternos también debían lucir trajes militares cuando lo
acompañaban a la «fiscalía».
El juez Acuña fue uno de los pocos magistrados elegidos para tan inusual
misión y él iba a aprovecharlo.
Mediante llamados radiales, el abogado Julio Cabezas fue convocado por
bando para presentarse ante las nuevas autoridades militares junto a los más
importantes dirigentes políticos de la zona. Cabezas, que no tenía militancia
política ni «tendencia revolucionaria alguna»[202], se autodefinía entonces
como simpatizante DC y, como tal, había sido un opositor al gobierno de
Allende. Pero su nombre, para extrañeza de abogados y jueces, se repetía por las
radios junto al de los máximos jerarcas de la Unidad Popular.
El 14 de septiembre, terminado el toque de queda absoluto, el profesional
decidió entregarse. Ese día se reunió con un grupo de ocho profesionales que
hacían su práctica profesional en el Servicio de Asistencia Judicial. En el
segundo piso de los tribunales iquiqueños, Cabezas dio tareas a sus alumnos.
Entre ellos estaban el actual ministro de la Corte ariqueña Javier Moya y los
abogados Valdemar de Lucky, Juan Rebollo, Ernesto Montoya, Enrique
Castillo e Ismael Canales.
—Yo vengo luego. Sigan con los casos, que voy a revisar lo que han hecho
a la vuelta —les dijo.[203]
Cabezas no dejó reemplazante. Con una frazada en un brazo y un
chaquetón de castilla en el otro salió caminando hacia la Sexta División de
Ejército. Algunos de sus alumnos —con quienes le gustaba tener irónicas
discusiones intelectuales, pues los jóvenes eran mayoritariamente partidarios de
la UP— lo acompañaron hasta la puerta del regimiento. El abogado creía que
su nombre había sido incluido por error y que quedaría libre de inmediato.
El error era suyo.
Fue hecho prisionero y trasladado al campamento en Pisagua. Sus
celadores lo golpearon mientras permanecía colgado, le quemaron la piel con
cigarrillos, lo lanzaron desde un cerro encogido dentro en un barril sin tapas, le
quebraron un tobillo, le hicieron fusilamientos falsos. Cabezas presintió su
muerte. Logró enviar un mensaje a Santiago pidiendo la intervención de sus
colegas del Consejo de Defensa del Estado. La mayoría de los consejeros del
CDE estaba en la oposición al gobierno de Allende y apoyaban la intervención
militar, pero acogieron su súplica, pues sabían que Cabezas no era izquierdista.
Manuel Guzmán Vial fue el encargado de redactar un oficio al Jefe de
Zona en Estado de Emergencia en la zona de Tarapacá, general de brigada
Carlos Forestier. El documento daba cuenta de la excelente calidad profesional
del representante del CDE en Iquique y de sus cualidades como un hombre «de
paz».
Forestier no respondió.[204]
El 10 de octubre el nombre de Julio Cabezas apareció en un nuevo
comunicado. Esta vez, en una convocatoria a Consejo de Guerra.
El Colegio de Abogados había establecido un sistema de defensa gratuito
para los prisioneros y le nombró un representante: su propio alumno en el
consultorio jurídico, Ernesto Montoya. El joven viajó en una avioneta militar a
Pisagua. La nave partió a las 19 horas. El Consejo estaba fijado al día siguiente,
el 11 de octubre, a las cinco de la madrugada.
El joven abogado esperaba poder entrevistarse con su profesor, pero se le
dijo que estaba incomunicado. Quiso ver el expediente, pero los militares
estaban cenando. Solo pasadas las 23 horas y por diez minutos, se le permitió
examinar unas hojas que parecían ser una confesión de Cabezas ante el fiscal
Acuña. Los papeles decían que Cabezas admitía su vinculación con el Plan
Zeta (que luego se demostraría inexistente) y con el acopio de armas.
Montoya intentó una defensa. Alegó con vehemencia, pero los militares
estaban borrachos y permanecieron indiferentes a sus argumentos. El Consejo
de Guerra condenó a Cabezas a la pena de muerte.
El capellán de Pisagua se acercó a Montoya y le confesó que Cabezas ya
estaba muerto. El abogado no quería creerlo, pero hacia fines de los ’70, ante
insistentes gestiones de la familia, las autoridades militares extendieron
documentos oficiales en que reconocían la fecha real de la muerte y decían que
Cabezas fue «ajusticiado» por «alta traición a la Patria» el 10 de octubre, junto
a otros cuatro detenidos.
El expediente del supuesto Consejo de Guerra nunca apareció.
En 1990 el cuerpo de Julio Cabezas fue hallado en las fosas clandestinas
descubiertas en Pisagua. Otra vez el abogado Montoya estuvo junto a su
exprofesor. Como abogado del arzobispado, acompañó a los profesionales de la
Vicaría de la Solidaridad que lograron la ubicación de las osamentas.
También murió en Pisagua el exdirector de Odeplán, el socialista Freddy
Taberna, quien había investigado al juez Acuña junto a Cabezas.
No fueron los únicos. Dos funcionarios del Departamento de
Investigaciones Aduaneras (DIA) fueron ejecutados en el mismo campamento.
Justo antes del Golpe de Estado, el DIA estaba precisamente tras los pasos del
contrabando de cocaína por el corredor Oruro-Iquique. Ya entonces los
profesionales, motejados por La Tercera como los «intocables chilenos»[205],
creían que Chile se estaba convirtiendo en un «pasillo» para el contrabando del
clorhidrato.
El grupo aduanero actuaba en coordinación con la agencia
estadounidense antinarcóticos (DEA) y varios de sus miembros fueron
entrenados en Estados Unidos, como parte de una de las pocas áreas de
cooperación entre ambas naciones, cuando en Chile gobernaba Allende y en el
país norteamericano, Richard Nixon. El Golpe sorprendió en el norte a unos
ocho agentes de este servicio. Entre ellos, Juan Efraín Calderón, militante
socialista, quien fue ejecutado en un supuesto intento de fuga, junto a su
colega y amigo, Juan Jiménez, pese a las intervenciones en su favor del
delegado de la DEA en Chile, George Frangullie.
El cuerpo de Calderón apareció en las fosas en Pisagua amarrado de pies y
manos y con una venda sobre los ojos. Testimonios de otros exprisioneros
permitieron determinar que los agentes no intentaron huir, sino que fueron
escogidos de entre los presos para ser fusilados, sin expresión de causa.
Un grupo de narcotraficantes, que había formado parte de las
investigaciones de la DIA, la policía y el CDE en los ’70, también fue capturado
en la asonada militar. Los detenidos, acusados de delitos comunes, fueron
trasladados a Pisagua junto al resto de los prisioneros políticos. En el
campamento, controlado en buena parte por el fiscal Acuña, recibieron un
trato especial. Pero solo por un tiempo.
En este grupo figuraba Francisco Manríquez, «El Gallina», quien había
hecho regalos de Navidad a Acuña, y el poderoso Nicolás Chánez, la cabeza
visible de opulenta red de narcotráfico Oruro-Iquique, varias veces liberado
gracias a la benevolencia de los tribunales. Junto a ellos cayeron prisioneros
Hugo Martínez, Juan Mamani y Orlando Cabello.
José Ramón Steinberg, médico cirujano, reveló lo siguiente:
«En el mes de enero de 1974 llegaron a Pisagua diez personas de quienes se nos
dijo eran traficantes de drogas. De estos diez, nueve fueron fusilados por el fiscal
Acuña y su equipo integrado por los militares Aguirre, Fuentes y el carabinero
Barraza y el teniente Muñoz. Estos fueron fusilados en el cementerio de Pisagua,
siendo conducidos hasta ese lugar en un jeep militar, lo que yo vi y me consta por
la información que me dio uno de los practicantes, quien me dijo que los mataban
de a dos y esto lo presenciaban otros dos traficantes que serían fusilados
después»[206].
«El día 12 de octubre de 1973 me tocó a mí el turno para ser interrogado y fui,
igualmente, golpeado, sometido al “fusilamiento simulado” y otras torturas,
estando con la vista vendada e interrogado por el fiscal Acuña»[207].
«En las circunstancias actuales, en que el país sufre tantos y mal intencionados
ataques de orden político en el exterior, es mi opinión personal que debiera
restablecerse en este asunto la situación que existía (previamente). La Justicia
Ordinaria de nuestra patria merece la confianza de la ciudadanía».[214]
«Teníamos que averiguar qué fiscal tenía al prisionero de una lista que había en los
estadios. Te decían: “Lo tiene Barría”, o Sánchez, o Pomar. Ibas donde Barría y te
informaban que el fiscal atendería a los abogados solo una vez al mes. Y el día que
te citaban, el fiscal no iba. Quedabas pendiente para el mes siguiente»[216].
«Los Orasa siempre condenaban. Ellos trataban de dar una imagen de dureza y de
justicia al mismo tiempo. Si se daban cuenta de que el acusado no tenía nada que
ver con nada —que así era siempre— le rebajaban la pena. Nosotros debíamos
alegrarnos en medio de la brutalidad que significaba que gente inocente fuera
condenada a varios años de presidio… ¡por hacer nada!».[217]
«El Jefe de Estado que suscribe reitera a Usía su decidido propósito de llegar —ya
sea por la vía de los Tribunales de su jurisdicción o a través de la justicia ordinaria
— a un amplio esclarecimiento de los hechos investigados (…) que, sin que en su
comisión haya mediado decisión, intención, ni intervención Suprema, pueden
comprometer el prestigio del Gobierno, de sus instituciones fundamentales y que,
en definitiva, afectan gravemente la seguridad interior, ya que preocupa al
infrascrito que pudiera esta detención arbitraria haber sido premeditadamente
efectuada por elementos subversivos»[237].
La Corte Suprema no respaldó a sus subordinados, ni dio completa razón
al Ejecutivo. En abril de 1977 declaró que los magistrados no habían agotado
todas las diligencias destinadas a identificar el organismo que «eventualmente
detuvo al amparado, que pudo ser cualquiera de las Fuerzas Armadas, de
Carabineros o de Investigaciones»[238] y les ordenó continuar las pesquisas.
Los familiares de Contreras se desesperaban, en tanto, viendo que el
tiempo pasaba y nada sabían de él.
En sus nuevas diligencias, los magistrados averiguaron que el Fiat usado
en la operación estuvo el día y a la hora de los hechos a disposición, para uso
personal, del director de Inteligencia de la Fuerza Aérea, general Enrique Ruiz.
El oficial, que a la fecha se desempeñaba como intendente en la Décima
Región, intentó eludir los cuestionamientos de los magistrados, pero
finalmente, a mediados de año, envió sus respuestas por escrito, diciendo que el
auto lo había dejado a las 8.30 de la mañana en el estacionamiento del
Ministerio de Defensa y que solo lo retiró de allí a las 14.30 horas. El aviador
especuló que la «errada individualización» de su vehículo como aquel que se
usó para secuestrar a Contreras pudo deberse a una «equivocación de los
testigos» —«las letras y dígitos de las patentes de automóviles suelen formar
combinaciones que pueden fácilmente confundirse»— o al uso de placas
adulteradas por «algún grupo interesado en imputar un hecho a los Servicios de
Inteligencia»[239].
Después de interrogar al general Ruiz, la Quinta Sala dio cuenta a la
Corte Suprema de que la «diligencia ordenada» se hallaba «cumplida». Pero el
tribunal desestimó tomar medidas que obligaran al Ejecutivo a cumplir el fallo
judicial. Como argumento, citaron «lo expuesto por su Excelencia el Presidente
de la República, en un oficio de 22 de marzo último (aquel dirigido al juez
militar), que en esta fecha se agrega al proceso». La conclusión era tajante:
«Devuélvanse los antecedentes acompañados. Archívese»[240].
Tal fue el destino del único recurso de amparo acogido por los tribunales
de Justicia entre el 11 de septiembre 1973 y comienzos de 1979, período en el
que se presentaron más de cinco mil.
Pese a los esfuerzos de Adolfo Bañados y Libedinsky, el fallo no cumplió
su objetivo de terminar con una detención «ilegal o arbitraria», ni de hallar a la
víctima para traerla a presencia del tribunal.
La verdad no sería descubierta sino varios años más tarde, por el ministro
Carlos Cerda Fernández, quien determinó que Contreras Maluje fue
secuestrado por el grupo de combate antisubversivo de la Fuera Aérea conocido
como Comando Conjunto.
Pero el paradero de Carlos Contreras Maluje aún se desconoce.[*] Su
desaparición formó parte de las investigaciones del ministro Cerda, pero el
proceso se encuentra sobreseído, por aplicación de la Ley de Amnistía.
Pasaron más de ocho meses entre el día que Contreras Maluje se lanzó a
las ruedas de un microbús en calle Nataniel y aquel en que la Corte Suprema
emitió la última resolución en el caso, aunque la ley establece, desde el siglo
pasado, que los amparos deben resolverse en un plazo de 24 horas o un
máximo de seis días, cuando es necesario practicar diligencias.
El 19 de septiembre de 1932 la Corte Suprema dictó un Auto Acordado
(que equivale a un reglamento) para instruir a los tribunales sobre la forma
correcta de tramitar los amparos. Recordaba la Corte que está en la naturaleza
de ese recurso «principalmente, que sea resuelto a la mayor brevedad y no
cuando el mal causado por una prisión injusta haya tomado grandes
proporciones o haya sido soportado en su totalidad». El tribunal superior
ordenaba ya entonces a los jueces que tomaran las medidas necesarias para
inducir a los funcionarios a «cumplir oportunamente con su deber» de entregar
los informes que se les requirieran y hasta prescindir de ellos, si la demora
excediese el límite de lo razonable. «No sería posible dejar la libertad de una
persona sometida al arbitrio de un funcionario remiso o maliciosamente
culpable en el cumplimiento de una obligación», reflexionaba la Corte
Suprema de 1932.
Todas las constituciones chilenas han reconocido a los ciudadanos la
garantía del recurso de amparo e incluso la Junta Militar de Gobierno, en el
Acta Constitucional n.º 3, aseguró su vigencia bajo el Estado de Sitio.
Sin embargo, rara vez los jueces ordenaron traer al amparado a su
presencia y, cuando lo hicieron, no protestaron por el incumplimiento de los
servicios de seguridad. No más de una decena de veces, en más de diez mil
recursos de amparo, ordenaron que un juez se constituyese en el lugar de
arresto. Habitualmente se negaron a fijar plazo a las autoridades para las
respuestas.
Nunca apremiaron a un funcionario renuente a informar y jamás
prescindieron de los informes requeridos, como en cientos de ocasiones la
Vicaría les solicitó. Más aun las Cortes dieron toda clase de facilidades a las
autoridades para dilatar las respuestas que debían entregar dentro de plazo. Las
cortes de Apelaciones rechazaron, en general, constituirse en centros de
detención, incluso cuando estos eran identificados por los recurrentes, y en los
domicilios de personas detenidas, liberadas y obligadas a permanecer en su
propia casa.
«Objetivamente, los magistrados se han inhibido de comprobar con sus
propios ojos una situación que los obligaría a adoptar medidas favorables para
los amparados», decía la Vicaría en un escrito al máximo tribunal en 1977[241].
Cuando el Ministerio del Interior informaba que no había orden en
contra de un ciudadano y que los servicios a su mando señalaban no haberlo
aprehendido, las Cortes rechazaban el recurso de amparo diciendo que no
había antecedentes que demostraran la efectividad de la detención. Cuando el
Ministerio reconocía la detención, aunque lo hiciera después de haberlo
negado inicialmente y sin señalar la fecha del arresto, las Cortes igualmente
rechazaban el amparo diciendo que la detención había sido ordenada por
autoridad competente.
La Vicaría alegaba: «¿En qué casos, entonces, podemos tener la esperanza
de que se acoja un recurso de amparo?»[242].
Un problema más era a quién dirigir las peticiones de informes. La Corte
Suprema respaldó, en general, la tesis de que debían enviarse al Ministerio del
Interior y no a los órganos aprehensores.
En abril de 1975 la Suprema reprochó la osadía de la Corte de
Apelaciones de Santiago, por atreverse a preguntar directamente a la DINA
sobre un detenido. El máximo tribunal acogió así un perentorio oficio del
entonces poderoso director de la DINA, coronel Manuel Contreras Sepúlveda,
manifestando que «toda información de detenidos debe ser proporcionada a los
tribunales de Justicia, cualquiera que ellos fueren, por el señor Ministro del
Interior o por el Sendet (Servicio Nacional de Detenidos)»[243].
En respuesta, el máximo tribunal comentó que «dada la situación en que
se encuentra el país, resulta conveniente usar la vía propuesta por el Supremo
Gobierno para obtener aquellos informes»[244].
En otra ocasión —en el recurso de amparo de Eduardo Francisco
Miranda, a quien testigos habían visto preso en Cuatro álamos—, una sala de
la Corte santiaguina, con el voto de minoría de Hernán Cereceda Bravo, no
aceptó el desacato del organismo de seguridad y reiteró el oficio a la DINA en
términos enérgicos. El Ministerio del Interior redactó una atrevida respuesta
que recordaba al tribunal capitalino su deber de respetar las «instrucciones» del
Gobierno. El tribunal no volvió a insistir y el 16 de junio de 1977 rechazó el
recurso.
Uno de los magistrados que estuvo en el tribunal capitalino durante la
primera década del gobierno militar afirma que «los ministros vivíamos con
mucha intranquilidad. No es que la Corte Suprema nos diera instrucciones
sobre cómo resolver los asuntos, que nos dijera: “Rechacen los recursos de
amparo”, pero había órdenes implícitas. Sabíamos que si los acogíamos,
nuestras decisiones serían revocadas arriba y que corríamos serio peligro de ser
mal calificados al finalizar el año»[245].
Pese a los magros resultados en las Cortes, el Comité Pro-Paz y la Vicaría
mantuvieron siempre la decisión de recurrir a los tribunales y de defender
porfiadamente el respeto al Estado de Derecho y a las leyes. Había en ello,
aparte de las decisiones humanitarias, dos razones políticas: una, desalentar las
alternativas violentas de oposición al régimen militar, y otra, que quedara el
registro escrito y documentado de las violaciones a los derechos humanos.
Secuestro en la cárcel
«No hay duda, ni nosotros hemos negado, que desde el 11 de septiembre de 1973
a esta parte, se vive en este país en momentos legales de excepción, ya que las
Cámaras de Senadores y de Diputados se encuentran en receso, y reemplazadas por
la Honorable Junta de Gobierno. Pero es del caso advertir que todos los demás
organismos del Estado, como la Contraloría, Banco Central, Tesorería, Impuestos
Internos y otros, funcionan normalmente. Aún más, es conveniente subrayar que
en lo referente a la Administración de Justicia y en especial los Tribunales, se
encuentran, como dije al comenzar, actuando con la independencia que les
reconoce la Constitución Política del Estado (…)».
Tras el retiro de Urrutia, José María Eyzaguirre fue elegido presidente del
máximo tribunal.
A mediados de 1975, cuando la lista de detenidos desaparecidos
denunciados ante los tribunales sumaban ya más de 350 y la situación
alarmaba a los organismos internacionales, dos supuestas revistas que en verdad
solo aparecieron en una única oportunidad —O' Dia en Brasil y Lea en
Argentina— difundieron 119 nombres de personas que habrían muerto en
presuntos enfrentamientos. El general Augusto Pinochet afirmó al respecto que
«la lista de 119 extremistas muertos o desaparecidos, que (el gobierno) ha
ordenado investigar, debe ser una nueva maniobra del marxismo
internacional».[259]
Repuestos del impacto, los abogados de los familiares concluyeron que
tales publicaciones eran obra de un montaje, pues los desaparecidos habían
sido vistos en recintos de detención a cargo de la DINA o bien existían
antecedentes sobre su secuestro en Chile[260]. Pidieron entonces la designación
de un ministro en visita, pero la Corte Suprema rechazó la demanda.
En enero de 1976, Eyzaguirre y el ministro de Justicia, Miguel
Schweitzer, fueron autorizados a constituirse en Tres y Cuatro álamos, en
Puchuncaví y en Villa Grimaldi. Los abogados de la Vicaría alegaron que se
trataba de una maniobra publicitaria, pues, para recibir a los visitantes, a los
prisioneros en «libre plática» se les permitió afeitarse y salir a los patios. Fueron
fotografiados leyendo el diario.
Las visitas, no obstante, sirvieron al menos para constatar la existencia
real de centros de detención cuya existencia había sido hasta ese momento
negada por las autoridades.
En Tres álamos, Eyzaguirre pudo recorrer solo el pabellón Uno, donde
estaban los prisioneros reconocidos oficialmente y que ya tenían contactos con
sus familiares. El ministro recorrió las instalaciones acompañado por oficiales
de Carabineros, responsables de esa parte del recinto. Otro sector, el de
«incomunicados», a cargo de la DINA, quedó fuera de su vista.
Eyzaguirre se detuvo a hablar con los presos. Entre ellos, conversó con
Fernando Ostornol y con Lautaro Videla, hermano de la asesinada Lumi
Videla. Ostornol era un hombre mayor. Videla, un muchacho.
Ostornol se explayó con crudeza sobre las torturas que había sufrido, las
duras condiciones de la prisión, el vejatorio trato a su familia. Ministro y
detenido debatieron sobre el régimen militar y su legalidad. Ostornol
argumentó que la detención arbitraria a que estaban sometidos, era un
atentado a la juridicidad, pues no estaban bajo la tuición de ningún tribunal
competente.
—No puedo entender, señor ministro —le dijo a Eyzaguirre—, el rol que
ha jugado el Poder Judicial en estos años.
—Trate de comprender. Nuestras atribuciones son limitadas. Yo mismo
estoy siendo vigilado por los servicios de seguridad. Lo que nosotros sufrimos
no es tan duro, claro, pero cada día que salgo, cada mañana que mi esposa me
despide se queda pensando que cualquier día me va a pasar algo. No solo
porque los extremistas puedan atacarme… también temo a la gente de la DINA.
[261]
Eyzaguirre les contó que algunas veces había tenido que eludir cercos de
vigilancia, usar técnicas para escabullirse.
Lautaro Videla le informó a continuación sobre la muerte de su hermana,
cuyo cadáver fue lanzado al interior de la embajada de Italia. Y su propio caso,
pues personalmente había sido detenido por agentes de la DINA y torturado en
Villa Grimaldi. Contó además que había encontrado en esos cuarteles prendas
de vestir de su hermana y de su cuñado, Sergio Pérez, hoy también un detenido
desaparecido.
—Estoy convencido de que la DINA mató a mi hermana. Los propios
agentes me lo decían en Villa Grimaldi —insistió Videla.
Eyzaguirre lo miraba atento. Parecía conmovido. Videla fue generoso en
detalles. Sabía que tenía enfrente a un hombre que representaba «al régimen»,
pero quería convencerlo. Él y Ostornol dijeron a Eyzaguirre que si quería hacer
algo por ellos, influyera para que se terminaran los campamentos de
prisioneros.
—No es posible. No están bajo mi jurisdicción. Incluso ustedes
dependen exclusivamente del Ministerio del Interior, no del Poder Judicial. Si
estuvieran bajo la tuición de los tribunales, podría asegurarles, al menos, el
respeto a las normas procesales. Aquí, lo más que puedo hacer es oír su versión
y hacer algunos reclamos dentro del marco legal[262] —contestó el juez.
Los prisioneros no compartían la visión extremadamente formalista del
ministro, pero agradecieron su interés.
El 1.º de marzo de 1976, el año judicial fue inaugurado por Eyzaguirre, en una
ceremonia a la que asistieron el ministro de Justicia, Miguel Schweitzer, el
presidente del Colegio de Abogados, Julio Durán, y el decano de la Facultad de
Derecho de la Universidad de Chile, Hugo Rosende.
Eyzaguirre reconoció un retraso en los juicios en los tribunales del
crimen, que atribuyó a la escasez de juzgados. Agradeció la preocupación del
gobierno por el perfeccionamiento del Poder Judicial y resaltó el aumento del
presupuesto fiscal asignado al sector: de un 0,37 por ciento en 1975 a 0,48 por
ciento en 1976. Valoró luego las modificaciones legales tendientes a proteger
los derechos de los detenidos «por delitos contra la seguridad nacional», como
la obligación de los organismos «encargados de velar por el normal
desenvolvimiento de las actividades nacionales y por la mantención de la
institucionalidad» de informar, al menos 48 horas después de la detención, a
los familiares del inculpado. También destacó las atribuciones entregadas al
presidente de la Corte Suprema para inspeccionar los centros de detención[263].
«Es necesario combatir el terrorismo», admitió Eyzaguirre, «pero al
mismo tiempo respetar las necesarias garantías del imputado».
En la misma cuenta anual, el presidente de la Corte Suprema opinó que
los jueces no debían ser tan indulgentes con los infractores del tránsito y, como
si hablara de lo mismo, se refirió a la petición del Comité Pro-Paz:
«Los ministros visitadores han expedido sus informes y de ellos se desprende que
en numerosos casos las personas cuyo desaparecimiento se investigaba se
encuentran en libertad; otras han salido al extranjero, otras están detenidas en
virtud del Estado de Sitio; otras son procesadas en los Tribunales Militares y
finalmente, respecto de algunas, se trata de delincuentes de derecho común cuyos
procesos se tramitan. Muchos procesos (por desaparecimiento) se encuentran en
actual tramitación y numerosos han sido sobreseídos sin resultados»[264].
«Las más elevadas voces han expresado su inquietud por el problema, tanto a nivel
nacional como internacional (…) ¿Qué fundamento jurídico y moral puede ser
tan poderoso que no permita la realización de una investigación a fondo para
esclarecer cada uno de los casos?»[268].
«Es necesario que al relatar los hechos del secuestro y torturas a (sic) que ha sido
sometido se atenga a los términos y detalles de la declaración que hizo en presencia
de su padre, el día 8 de mayo», «si se le pregunta si su casa está bajo custodia y
están limitados los movimientos suyos y de su grupo familiar, debe contestar
porque tiene miedo, porque lo amenazaron de muerte y prometieron que
asesinarían a su padre, de modo que la custodia es una medida que toda la familia
considera necesaria hasta que no se aclaren los hechos»; debe mostrarse «nervioso y
todavía atemorizado»; «la justificación básica de su experiencia es que los
secuestradores le repetían constantemente que su padre era un soplón de los
milicos»[280].
«Los hechos delictivos que habrían cometido las personas mencionadas y que al
parecer serían sus responsables directos, se inician con su relación con la
Fundación Cardjin, organismo dependiente de la Vicaría de la Solidaridad, y en
consecuencia, en forma indirecta del Arzobispado de Santiago; las señaladas
personas formaban parte de un grupo subversivo de aquellos que se han formado
en esta Fundación, y cuyo objetivo fundamental consiste en cumplir labores
subversivas al amparo de una actividad eclesiástica y religiosa, tendientes a socavar
el actual gobierno del país»[281].
«Los ministros les tenían miedo a los milicos. De las mismas bajezas de las que es
capaz cualquier ser humano bajo dictadura, un preso bajo torturas, eran capaces
los jueces. Estaban divididos. Desconfiaban unos de otros. También entre ellos se
daba la lógica del soplón».[283]
«Si lo hubieran hecho, habrían acogido los recursos de amparo y salvado muchas
vidas. Lo que hicieron fue buscar resquicios legales o incluso torcer la letra de la ley
para hacer lo que las autoridades militares esperaban de ellos»[285].
Entre 1978 y 1980, con el general Odlanier Mena a la cabeza de la CNI y
el general Contreras retirado de sus funciones como jefe de la policía secreta,
los casos de secuestros, torturas y muertes decrecieron considerablemente en el
país.
Pero al comenzar los ’80 el republicano Ronald Reagan ganó las
elecciones en Estados Unidos. Su política hacia los gobiernos militares en
Latinoamérica dejó de lado la línea de severidad —bastante moderada, por lo
demás— de la administración Carter. A la semana de haberse instalado en la
Casa Blanca el nuevo presidente, en Santiago se registró el caso del secuestro
realizado por el grupo de Investigaciones conocido como Covema.
El general Mena fue reemplazado en la CNI y comenzó una nueva
ofensiva de la policía secreta en contra de las manifestaciones opositoras. Los
tribunales se inundaron otra vez con recursos de amparo.
Se acercaba la era Rosende.
Capítulo VI
La hora de la reforma
La obra de Soledad
Jordán, presidente
Recuerdo el día en que se hizo el sorteo de la sala que atendería las apelaciones
a la sentencia en el caso Letelier. Servando Jordán estaba de presidente
subrogante y quiso hacer un gesto de transparencia, aceptando la petición de
los querellantes para que el sorteo fuera público. Los abogados de las partes y
los periodistas nos congregamos en el amplio despacho del presidente. El
secretario de la Corte, Carlos Meneses, puso unos papelitos con los números de
las salas (de la primera a la cuarta) en una bolsita de terciopelo rojo, como las
que se usan para las colectas.
Se había decidido que la sala escogida estaría compuesta solo por
ministros titulares.
El azar definiría. Los dos primeros números se fueron «al agua». Fabiola
Letelier, la escogida para sacar el tercero, metió la mano a la bolsita y tomó un
papelito. Carlos Meneses leyó en voz alta: la cuarta sala. Desconozco los
pensamientos que pasaron por la cabeza de Jordán, pero recuerdo con nitidez
la cara que puso. Estaba pálido, descompuesto. La Cuarta Sala era la suya y, por
añadidura, la presidía. No tenía escapatoria. Tarde o temprano tendría que
participar en esa decisión y tal vez presentía que eso, para bien o para mal, iba a
cambiar su futuro.
En 1995 llegó su hora. En la intimidad de su conciencia están registradas
las presiones que debe haber recibido. En el juicio por el asesinato de Letelier
optó por condenar. Cuando se conoció el fallo, un alto oficial del Ejército
habló de traición, apuntando a Jordán.
Pero, aunque se ganó enemigos en el bando que antes lo apoyaba, el gesto
le permitió acercarse a los políticos de la Concertación, y cuando finalmente
Contreras y su subalterno, el brigadier Pedro Espinoza, fueron recluidos en el
penal de Punta Peuco, se sintió seguro. Se acercaba 1996, Marcos Aburto
dejaría la presidencia y Jordán planeaba reemplazarlo. Sabía de las reservas que
algunos de sus camaradas tenían en su contra. Tendría que hacer campaña.
Pero si sus colegas respetaban la tradición, lo nombrarían a él.
Necesitaba vencer vetos que todavía pesaban sobre su persona, por sus
antecedentes personales y porque, después de todo, había llegado a la Corte
gracias al nombramiento de Pinochet. Gracias al fallo, sin embargo, encontró
un aliado en el exministro del Interior Enrique Krauss. Por otra parte, su
amigo, el ministro Luis Correa Bulo, lo promovió entre los políticos de la
Concertación y en el interior de la Corte. El mensaje era que Jordán, un
incomprendido de su tiempo, era la mejor opción. Los otros candidatos eran
malos oponentes: Enrique Zurita y Osvaldo Faúndez, quienes, aparte de ser
menos antiguos, eran pinochetistas y antirreformistas.
Jordán había condenado a Contreras y sería un partidario de las reformas,
eran parte de los argumentos a su favor.
También lo respaldaba la tradición. Si los ministros, independientemente
de sus creencias políticas, seguían apoyando al más antiguo para la presidencia,
aseguraban la rotación y su lugar en la lista para ocupar algún día ese puesto.
Entre los abogados, algunas firmas influyentes lo patrocinaron. Entre
ellos, Darío Calderón, que organizó comidas para difundir el mismo eslogan:
Jordán es el mejor posible.
La contienda se presagiaba difícil. Los ministros de la Corte sabían que
Jordán no era la persona indicada para asumir el cargo. Para algunos que lo
conocían bien, reformistas o no, escogerlo significaba pasar por alto demasiadas
circunstancias. Su figura arriesgaría el decoro que debe exigírsele al presidente
del máximo tribunal. Los ponía en cuestionamiento a todos. Marcos
Libedinsky, Hernán Álvarez y Mario Garrido se oponían con firmeza.
Para otros, no quedaba más que cerrar los ojos y votar por él. Un Zurita o
un Faúndez entorpecería el proceso de cambios en el sistema judicial, ya por
demasiado tiempo postergado. Con un poco de presión, Jordán sabría
comportarse.
Solo unos pocos, como Correa Bulo, lo apoyaron con sincero entusiasmo
y devoción.
Llegó el día de la votación. Por primera vez, en vez de expresar su
voluntad a mano alzada, los magistrados concordaron en realizar la votación
con un sistema de cédula para garantizar el secreto de su pronunciamiento.
El primer resultado fue: Zurita, ocho votos; Jordán, siete; Faúndez, uno.
Ganaba Zurita, pero sin la mayoría más uno que necesitaba. En segunda
vuelta, el voto de Faúndez se sumó a Jordán y alguien de los que respaldaba a
Zurita cambió de opinión. El nuevo resultado fue: Jordán, nueve; Zurita, siete.
La división y la amplia resistencia a Jordán en esta elección fue la prueba
de que los propios ministros de la Suprema, aunque callaran, conocían mejor
su comportamiento que lo que el más informado de los abogados pudiera
presumir.
Para algunos de fuera de la Corte, la elección de Jordán, en enero de
1996, fue la constatación más dramática de la degradación del Poder Judicial.
Jordán conduciría la institución designada para hacer justicia, pese a la certeza
que tenían algunos de sus pares y funcionarios de los dos gobiernos de la
Concertación de que el magistrado llevaba una vida personal y como
magistrado «absolutamente impropia»[287]. En un gesto absolutamente
insólito, el presidente del Colegio de Abogados, Sergio Urrejola, comentó que
era «lamentable» el resultado de la elección.
A Jordán nada parecía importarle. Asumió su nuevo cargo y se convirtió
en un hombre nuevo; llegaba temprano; se iba tarde; moderó su
comportamiento, especialmente en el consumo del alcohol. Y comenzó una
campaña agresiva en defensa de su ministerio.
Al parecer no se daba cuenta de lo débil que era su posición.
Después de inaugurar el año judicial, en marzo de 1997, El Mercurio
publicó un artículo criticando su mensaje. El matutino recordaba que un año
antes por nueve votos contra ocho, la Corte Suprema había respaldado un
paquete de reformas enviados por Soledad Alvear al Congreso, y que Jordán no
se había referido a ello en su discurso. Tampoco había recordado las presiones
ejercidas en contra de algunos jueces, como Alfredo Pfeiffer, por la
investigación del asesinato del senador Jaime Guzmán; o Roberto Contreras,
en el caso del presunto tráfico de drogas; o los ministros que amnistiaron el
caso Soria, con la consecuente presentación de una acusación constitucional en
su contra.
El Mercurio citaba la opinión de un militar, el auditor general del
Ejército, Fernando Torres, lamentado las omisiones y afirmando que «las
presiones, especialmente de sectores políticos, fueron constantes en 1996»[288].
El 8 de marzo apareció en las páginas del matutino una carta aclaratoria
de Jordán, protestando por la forma en que se había tratado su mensaje. Era
una larga comunicación, excesiva por su insistencia en aclarar una cita suya,
irrelevante dentro del contexto. Veía mala fe en la forma en que se había
tomado la frase en que sostenía que «los magistrados no son seres impregnados
de santidad que administran justicia, en la soledad de las alturas»[289].
Un mes después, el 9 de abril, Jordán volvió a escribir al diario. Se
quejaba por detalles, imprecisiones que, a su modo de ver, contenía un
artículo. Tratándose de El Mercurio, se fijaba hasta en los signos de puntuación.
Dentro del tribunal, Jordán se sentía más cómodo. En marzo de 1997,
por 16 votos contra uno, sus pares lo eligieron para integrar el Tribunal
Constitucional. Lo interpretó como una señal de respaldo. Y lo apreció,
además, porque le permitía aumentar significativamente sus ingresos.
Algunas crónicas periodísticas aparecidas a mediados del año, en que se
abundaba sobre sus ingresos y sus propiedades, no lo inquietaron mayormente.
Sus verdaderos problemas comenzaron con el proceso por lavado de
dinero iniciado por el CDE en contra de Mario Silva Leiva. El juicio se
extendió más tarde, como se sabe, a dos actuarios que habían otorgado la
libertad a la procesada por falsificación de pasaporte en la misma causa, Rita
Romero, y al fiscal de la Corte de Apelaciones de Santiago, Marcial García
Pica. Este había intentado intervenir en favor de la libertad de uno de los
encausados, por encargo del «Cabro Carrera».
Olvidándose de que el mundo lo observaba y en un acto temerario
dictado por un exceso de confianza en sí mismo, Jordán absolvió públicamente
al fiscal y a los funcionarios, interrogó a estos irregularmente, pasando por
sobre la jueza que tramitaba el proceso, y demostró conocer los antecedentes de
un sumario que se suponía secreto.
No se había dado cuenta el ministro que 1997 era un año de críticas al
Poder Judicial y a la Corte Suprema, y que estas provenían de un sector antes
ajeno a ellas: la Derecha.
En medio de la crisis se fue de vacaciones. Los ministros Luis Correa y
Eleodoro Ortiz fueron a su casa en el Melocotón para convencerlo de que
reasumiera, pues la UDI estaba planteando que siguiera vacacionando hasta que
el caso del «Cabro Carrera» se aclarara completamente.
En una discreta mesa del bar del Hotel Carrera, su eterno enemigo, el
exministro Hernán Cereceda, se reunía con el auditor Torres para conversar
sobre el tema.
El gobierno tomó una posición pública distante del problema, pero
encargó al ministro del Interior, Carlos Figueroa, que gestionara su renuncia
antes de que la sangre llegara al río. No tuvo éxito.
La ministra Soledad Alvear fue recibida por un pleno del más alto
tribunal, convocado especialmente a petición del Presidente Frei para tratar la
«crisis» por la que estaba atravesando ese poder del Estado. Los magistrados
oyeron a la ministra con el recogimiento de alumnos bien portados, atentos a
las palabras de la profesora jefe.
Al terminar la sesión, dieciséis de los diecisiete ministros firmaron una
declaración acogiendo buena parte de sus propuestas, pero exponiendo que
muchas de las quejas «resultan injustas, porque existen deficiencias evidentes,
recargos excesivos de causas, insuficiente número de tribunales, falta de
personal y bajos recursos presupuestarios». Parecía la postura simple de años
anteriores: necesitamos más recursos, más tribunales.
La Corte acogió la idea de crear una Comisión de Control Ético, aunque
en el futuro debería decidir si extender sus facultades hacia la supervisión de los
propios ministros de la Corte Suprema, y emitió instrucciones para que se
terminara con los alegatos de pasillo en todos los niveles. Por supuesto,
también debería colaborar el Colegio de Abogados con instrucciones a sus
asociados para que se abstuvieran de pedir audiencias destinadas a argumentar
en favor de sus clientes.
La ministra se quejó más tarde por la respuesta «claramente insuficiente»
del máximo tribunal y dijo que insistiría en propuestas desechadas por este.
Finalmente, las quejas del CDE en contra de Jordán, por sus
intervenciones en el caso del «Cabro Carrera», desembocaron en una acusación
constitucional patrocinada por el diputado de la UDI, Carlos Bombal.
Jordán reaccionó de mala manera: replicó con una amenaza encubierta de
hacer públicos antecedentes que decía tener en contra del diputado. En la
discusión posterior, resurgieron las dudas sobre su actuación en el caso de la
liberación del narcotraficante Luis Correa Ramírez, y el libelo llegó finalmente
al Congreso, asumiendo Jordán personalmente su defensa.
Sus argumentos ante la Cámara fueron, entre otros, que al pedir datos
sobre los procesos de Mario Silva Leiva actuó de acuerdo con sus facultades y
que no podía juzgárselo por su fallo en la causa del colombiano Luis Correa
Ramírez, pues el Parlamento no tiene atribuciones para revisar las resoluciones
judiciales. Como en el caso de Cereceda, uno de los exabogados de Colonia
Dignidad, Fidel Reyes en este caso, lo ayudó con la defensa.
En su comparecencia como testigo, la presidenta del Consejo de Defensa
del Estado, Clara Szczaranski reveló que la agencia para el control de
estupefacientes de Estados Unidos (la DEA) le había manifestado su
preocupación por la conducta de Jordán en relación con el narcotráfico, pero
que el CDE no había podido verificar la información aportada por esa agencia.
El ministro Osvaldo Faúndez, que había sido su competidor en las
elecciones a la presidencia, defendió a Jordán con un golpe bajo. Dijo que si se
le iba a juzgar por su conducta en el caso del narcotraficante colombiano, debía
enjuiciarse también al Presidente de la República, quien otorgó el indulto a
otro procesado en el mismo caso, el contador Luis Vargas Parga.
No se han olvidado las largas semanas que llevó el debate, ni el empate
que finalmente se produjo, con lo que la acusación se consideró rechazada.
Tampoco se ha olvidado la abstención del entonces diputado y presidente del
Partido Socialista, Camilo Escalona, que definió el resultado. Fundamentó su
voto diciendo que la acusación era simplemente una revancha que se tomaba la
Derecha contra Jordán por haber este contribuido a condenar al general
Manuel Contreras.
Jordán se salvó, pero quedó agotado. En vez de acoger la sugerencia de
renunciar, que le habían dado funcionarios del gobierno y más de algún amigo,
se desgastó en su autodefensa.
Quedó seriamente resentido. La demostración más evidente fue la
querella que interpuso contra los periodistas Rafael Gumucio y Paula Coddou,
por algunos textos humorísticos aparecidos en un artículo de corte más bien
frívolo en la revista Cosas. Pidió la aplicación de la Ley de Seguridad del
Estado. Otro tanto hizo, más recientemente, contra los periodistas José Ale y
Fernando Paulsen, director de La Tercera hasta fines de 1998. Jordán ha
reaccionado como un león herido, descargando sobre la prensa todas sus furias
acumuladas.
En la intimidad de la Corte, las emprendió contra los ministros que no lo
apoyaron o que simplemente tomaron distancia durante la acusación
constitucional.
Al parecer, ya no le importa lo que pueda decirse u ocurrir. Ha vuelto a
reincidir en algunas de sus antiguas malas prácticas: llegar tarde, desaparecer de
cuando en cuando… No apoya la idea de que la Comisión de Control Ético
supervise también a la Corte Suprema. En esto lo acompaña su amigo, Luis
Correa, quien se ubicó, hasta antes de su enfermedad, en una posición lejana a
las propuestas de reforma que impulsaba al comenzar los ’90.
Es un hecho notorio que el peso de ambos en la Corte Suprema es cada
vez menor.
La fuerza de la costumbre
Una demostración de que las reformas por sí solas no resuelven los problemas y
que mucho depende de la calidad de los magistrados, es lo ocurrido con el
ministro Germán Valenzuela Erazo mientras se tramitaba la acusación contra
Jordán.
Este es el caso.
Valenzuela se casó con Darioleta Gutiérrez Mora en 1964, bajo el
régimen de separación de bienes, cuando ella tenía 25 años y él ya andaba por
los 50. Tiempo después, el matrimonio se separó y, aunque nunca se anuló,
vivían aparte.
Poco antes de morir, «Tita» Gutiérrez, que ya nada quería saber de su
exmarido, donó todos sus bienes a la Asociación de Padres de Espásticos
(ASPEC). Conocía los efectos del mal por un matrimonio amigo que tenía una
hija que lo sufría. Ella misma, por años, participó en las actividades de la
organización, a la que prometió construir una sede, con la única condición de
que la entidad le pusiera el nombre de su madre.
Cuando Darioleta, aquejada por una enfermedad al corazón, supo que su
momento de morir estaba cerca, redactó el testamento. Si no lo hacía, sus
bienes irían a dar a manos de su esposo. En el documento, donó a la ASPEC sus
dos casas en Temuco, un departamento en la calle San Martín en Santiago, el
departamento en que vivía sola, acompañada por su empleada, y sus ahorros en
dos bancos.
La mujer no tenía obligación de consultar a su esposo pues los bienes le
pertenecían por ley y no había hijos a quienes dejar la herencia.
En el testamento ella pidió ser sepultada en el Parque del Recuerdo junto
a dos espásticos que no tuvieran recursos para pagar una sepultura. Además,
dejó establecido que a su esposo solo se le devolvieran los únicos tres bienes
que él le regaló cuando vivían juntos: un ventilador, un collar y un florero.
Valenzuela, al enterarse del testamento, interpuso una demanda en el 30.º
Juzgado Civil reclamando la posesión efectiva, antes de que la ASPEC pudiera
hacerlo válido. El tribunal le dio la razón en tiempo récord.
Cuando estos hechos aparecieron publicados en La Época y en El
Mercurio, Valenzuela respondió amenazando con presentar querellas por
injurias. Se defendió diciendo que tras el fallecimiento de su esposa, dos
hermanas de ella y el magistrado solicitaron la posesión efectiva en su calidad
de «herederos legítimos», y que posteriormente fueron demandados por la
ASPEC en virtud de un testamento al que no le reconoce validez legal.
«Mi señora estaba muy grave y desahuciada, apenas recibía oxígeno, se encontraba
muy alterada y presentía su muerte. Me manifestó su deseo de que nos fuéramos a
vivir a dicho departamento. Yo le acepté, pero no se hizo un traslado total, tanto
porque yo sabía que su muerte se aproximaba, como porque yo tenía y tengo en
nuestra casa mi biblioteca con todas las obras jurídicas que uso para apoyar el
estudio de proceso»[292].
Flor de marido es alguien que admite que su mujer se vaya a vivir sola
porque «sabía que su muerte se aproximaba». La explicación no puede ser peor
como excusa.
Cuando terminamos este libro, la ASPEC todavía estaba luchando por
lograr que se cumpliera la voluntad de Darioleta Gutiérrez.
Valenzuela Erazo tuvo que abandonar la Corte Suprema al cumplir 75
años de edad. Su comentario sobre las reformas que originaron su salida del
máximo tribunal, aspiraba a quedar como sentencia lapidaria: «El gobierno se
tomó el Poder Judicial».
Un hecho que no parece concordar con la idea de que las cosas han cambiado
en el Poder Judicial es el aciago caso de Colonia Dignidad.
En descargo de la responsabilidad de la judicatura, hay que decir que la
Colonia ha demostrado ser históricamente más poderosa no solo que los
tribunales, sino que el propio Ejecutivo.
El Gobierno de Patricio Aylwin consiguió, después de mucho batallar,
anular la personalidad jurídica de la llamada Corporación Benefactora
Dignidad. Pero las cosas se dieron de tal modo, que la entidad cambió su razón
social —hoy se llama Villa Baviera— y traspasó todos sus bienes a diversas
sociedades anónimas. Y las cosas siguieron exactamente iguales, como si nada
hubiera pasado.
Las investigaciones realizadas por diversos órganos administrativos del
gobierno dieron lugar a decenas de procesos que poco avanzaron, hasta que
bajo el gobierno de Eduardo Frei, por el delito de abusos deshonestos contra
menores, se logró romper, en parte, la barrera de defensa política que había
generado a su alrededor la Colonia y dictar, por primera vez, una orden de
aprehensión contra Paul Schäffer, el jefe indiscutido de la Colonia.
La orden, sin embargo, no se cumplió en la forma como suelen ejecutarse
cuando se trata, por ejemplo, de poblaciones populares, con allanamiento
inmediato, destrozo de bienes y arrestos masivos.
Aunque los tribunales y aun los organismos encargados del caso
disponían de las herramientas para hacerlo del modo más enérgico, enfrentarse
al poder de la Colonia y su líder hacían temer una catástrofe mayor, con toda
suerte de acusaciones contra el Estado por violaciones de derechos del
inculpado y sus seguidores. Se optó por el camino más largo, actuar con guante
blando. Allanamientos avisados con anticipación, restricción del uso de la
fuerza pública al mínimo necesario.
Como resultado, el exconscripto nazi sigue prófugo.
El ministro en visita Hernán González García mantiene la investigación
de trece procesos vinculados entre sí, por delitos como sustracción, secuestro y
abusos deshonestos de menores, ejercicio ilegal de profesión, negativa a la
entrega de menores y atentado contra la autoridad, destrucción de parte de
vehículo fiscal, usurpación de nombre y obstrucción a la justicia y negligencia
médica. Además de Schäffer, se encuentran procesados varios de sus
colaboradores.
No es todo. En los tribunales que dependen de la Corte de Apelaciones
de Talca existen 27 juicios sobre anomalías tributarias, y una querella por la
desaparición de 38 personas que, en los primeros años del régimen militar,
habrían sido conducidas hasta los terrenos de la Colonia. En Santiago, diversos
procesos por fraude tributario y falsificación y otorgamiento irregular de
contratos se tramitan en diferentes juzgados del crimen.
Los hechos son abrumadores: a más de dos años de haberse dictado,
todavía está sin cumplirse la orden de detención emitida contra el líder de la
entidad germana.
Los ejemplos de arbitrariedades judiciales relacionados con el caso
Dignidad son innumerables. En 1997, por ejemplo, la Tercera Sala de la Corte
Suprema acogió un recurso de amparo presentado por el brazo derecho de
Schäffer, el doctor Hartmut Hopp (que en realidad nunca ha probado tener los
títulos para ejercer la profesión) y su esposa Dorotea Wittham, en contra del
juez de Parral Jorge Norambuena.
La Sala, presidida por el hoy jubilado Lionel Beraud, anuló la orden de
detención contra el matrimonio, dictada después de que ambos viajaron a
Mendoza con uno de los niños de la Colonia, Michael, adoptado por ellos. La
madre biológica del menor había solicitado al juez Norambuena que dictara
una medida de protección de la integridad física y síquica del niño.
Beraud, acosado por la prensa, dijo que Hopp adoptó «legítimamente» al
menor y que «la mamá biológica no tiene ningún derecho sobre él. Lo perdió».
La sala no consideró el contexto de abusos deshonestos y estilo de vida de
campo de concentración en que han sido educados los menores en la Colonia,
incluyendo al propio Hopp, que se crió al lado de su líder. Cuando la Corte
acogió el amparo, Hopp estaba procesado como encubridor de los abusos
deshonestos de Schäffer, pero «eso es otra cosa», dijo Beraud.
Hay que recordar que durante la acusación constitucional que le afectó
en 1992, Beraud fue representado por uno de los abogados más estables de la
Colonia, Fernando Saenger.
Al acoger el amparo, el máximo tribunal acordó llamar severamente la
atención al juez Norambuena por haber dictado la orden de aprehensión
contra Hopp. Ya antes lo habían castigado por hablar mucho con la prensa.
Las madres de los menores abusados son pobres y poco han conseguido
para reparar el daño causado a sus hijos, pese a los empeños fuera de lo común
del ministro González García y del juez Norambuena.
Esas madres sufren una suerte parecida a la que viven los pobres en los
tribunales de la periferia capitalina. Allende los límites del centro de la capital,
en Pudahuel, por ejemplo, donde los actuarios son los jueces y los aspirantes a
abogados de las Corporaciones de Asistencia Judicial, los defensores. Donde los
edificios han sido remodelados, pero no las actitudes de sus funcionarios.
En esa zona de la periferia capitalina la vida y los bienes tienen un precio
inferior al valor que les dan los tribunales del centro, acostumbrados a tratar
con litigantes de ingresos importantes.
Hasta ahora, quien no tiene recursos para pagar a un abogado debe
recurrir a las Corporaciones de Asistencia Judicial. Si ni querellante ni
querellado tienen dinero —como suele ocurrir— el que llega primero gana
defensa. El otro tiene que esperar que se le designe uno de los abogados de
turno.
Los abogados de las Corporaciones son los estudiantes de Derecho que
tienen la obligación de «hacer práctica» y otorgar servicios gratis por seis meses.
Los abogados del «turno» son los recién egresados que están en una lista para
prestar el servicio por un mes.
En los tribunales de población, solo los abogados con título reciben un
trato deferente. Los practicantes tienen que esperar a veces los seis meses que
tienen en su poder una causa para obtener apenas una resolución (que, por
cierto, no será la definitiva). Sus clientes pobres o sus familiares se presentan a
veces para ver cómo marchan sus causas. Esperan, esperan. Si tienen suerte, un
oficial les extiende los libros para que lean las resoluciones, cuyo lenguaje ellos
de todas maneras no entienden.
Los aspirantes a abogados tienen que defender hasta 90 causas
simultáneamente en su paso por las corporaciones. La mayor parte del tiempo
la gastan pidiendo las libertades provisionales de los encausados por delitos
comunes, que viven años en las cárceles antes de que los tribunales resuelvan
sus casos. Los visitan en la Penitenciaría en cuartos pequeños, húmedos y fríos,
color de nada, semejantes a cualquier celda.
¿De qué influencia pueden echar mano en defensa de los pobres? Para
ellos y sus clientes no hay alegato de pasillo. A veces una cajetilla de cigarros
sirve para movilizar la voluntad de un actuario que, si no está motivado, puede
botar sus escritos a la basura o simplemente responder que se le olvidó
proveerlo.
Mi madre, María Angélica Acuña, quien abandonó una vida de profesora
básica para estudiar Derecho, asumió en 1997, durante su práctica en la
Corporación de Asistencia Judicial, la defensa en los tribunales de Pudahuel,
del caso de Guillermo Hernández.[293] Hernández había sido el cuidador de un
predio por 15 años. Vivía en una casita de madera, que fue ampliando en la
medida de sus posibilidades. De un día para otro, el terreno se vendió y el
nuevo dueño lo notificó del término del contrato. Como Hernández se
demoraba en marcharse, el propietario presentó una demanda; el tribunal
aprobó una orden de desalojo y el dueño concurrió a notificarla en persona,
acompañado por un receptor judicial. Auxiliados por una retroexcavadora,
simplemente destruyeron los tres dormitorios, el living, el baño y la cocina, y
todas las pertenencias de Hernández para obligarlo a marcharse.
La abogada presentó una querella por daños, pues el desalojo no autoriza
a destruir bienes muebles. El caso ha pasado de un aspirante a otro y ha
cumplido dos años en los tribunales, sin que todavía se dicte un auto de
procesamiento en contra de los infractores.
En el mismo tribunal, Juana Mardones busca la reparación por las
lesiones que le provocó un carabinero. La mujer estaba parada en una esquina
de su población, junto a otros vecinos, cuando alguien del grupo le gritó «tiro
loco» al policía que pasaba frente a ellos. El carabinero, que también era un
vecino del sector, sacó su pistola y disparó. Juana sufrió lesiones graves en una
mano. El proceso se demoró tres años antes de que se dictara un auto de
procesamiento contra el autor. El policía está prófugo.
Rosa Espinoza ha recurrido a los mismos tribunales porque su hijo de
siete años fue atropellado y muerto por un chofer de micro en 1992. La
sentencia definitiva tuvo que esperarla hasta 1997.
El chofer fue condenado y se estableció que debía pagar un millón de
pesos a la mujer, por la pérdida de su hijo. El ministro de la Corte Suprema
Lionel Beraud obtuvo 40 millones del fisco por la operación errónea de su
cadera. Rosa, sin embargo, no ha recibido la insignificante indemnización,
pues el chofer no tiene bienes con qué pagarle.
Patricia Inostroza en otra causa, se querelló contra el autor de la violación
de su hija. El tribunal condenó al autor y ordenó el pago de un millón 800 mil
pesos, de los cuales el ofensor no ha podido responder.
El juez, en ese mundo, es una figura inaccesible. Como un notario,
invisible en su despacho, firma papeles todo el día. Atiborrado de expedientes,
le es físicamente imposible resolver por sí mismo todos los juicios que llegan a
su tribunal. La justicia de los pobres está, de verdad, en manos de esos
funcionarios no letrados —los actuarios, los oficiales— no menos ignorantes
que quienes llegan a sus mesones pidiendo auxilio.
Idea de la justicia
En las aulas de las escuelas de Leyes, los alumnos estudian a Hans Kensel. El
teórico dice que el Derecho es el ordenamiento de la conducta humana. El
comportamiento recíproco de los hombres en la sociedad, afirma, es lo que
hace surgir la norma que los obliga a pagar sus deudas y a abstenerse de matar.
«La autoridad jurídica exige una determinada conducta humana solo
porque —con razón o sin ella— la considera valiosa para la comunidad
jurídica de los hombres», explica.
Los estudiantes, entonces, aprenden lo mismo que parece sentido común
en las calles: Que «lo justo» es lo deseado por la mayoría, e «injusto» lo que se
opone a esa voluntad.
Los Estados democráticos modernos han llegado al convencimiento de
que, además, existen derechos fundamentales del hombre que no pueden ser
cuestionados. Las naciones que adscriben a tales principios —Chile, entre ellos
— se han declarado obligadas a respetarlos. Así, los tribunales de justicia tienen
tanto la obligación de sancionar los delitos, como la responsabilidad de
defender la vida, la integridad física, la libre expresión de ideas y todos los
demás derechos reconocidos a sus ciudadanos.
Qué lejanos han estado nuestros tribunales, en especial durante las
últimas dos décadas, de tales conceptos.
En otros tiempos, en las monarquías, la legitimidad del sistema judicial
estaba dada por la adecuación del pronunciamiento del juez a la voluntad del
Rey, quien reunía a un mismo tiempo las funciones ejecutiva, legislativa y
judicial.
Como contrapartida, durante la Ilustración francesa surgió la doctrina
que separó los tres poderes del Estado, pero, para el juez, en un primer
momento, solo se cambió la figura del Rey por la letra de la ley. Montesquieu
lo definía así: «Los jueces de la nación no son, como hemos dicho, más que el
instrumento que pronuncia las palabras de la ley, seres inanimados que no
pueden moderar ni la fuerza ni el rigor de las leyes (…) De los tres poderes de
que hemos hablado, el de juzgar es, en cierto modo, nulo».
Esa es, al parecer, la concepción que dominó en el sistema chileno hasta
hoy. En un país situado en el extremo sur del mundo, arrinconado entre la
cordillera y el mar, ha habido un Poder Judicial nulo, cuando la mayoría de las
sociedades civilizadas le han dado ya una nueva significación a la judicatura.
La explicación que han dado los tribunales sobre su proceder durante el
gobierno militar tuvo su fundamento en esta doctrina. «Solo aplicamos la ley».
Según el abogado y profesor Jorge Correa Sutil, exsecretario ejecutivo de
la Comisión Verdad y Reconciliación, en las actitudes de nuestro poder judicial
ha imperado una cultura «explícita» y otra «implícita». Una cosa es lo que se ha
dicho y otra, lo que se ha hecho. Se ha dicho que se respetaba la ley, cuando lo
que se hacía en realidad era resolver según lo que se consideraba bueno,
conveniente. Bajo el gobierno militar, lo bueno no era responder al clamor de
las víctimas, sino adecuarse a la voluntad del poder político, aunque fuera
ejercido por el poder de las armas.
El nuevo presidente del tribunal, Roberto Dávila, hizo un
reconocimiento explícito de este modelo de comportamiento en una
conferencia con corresponsales extranjeros en 1998. Cuando le preguntaron
por la sumisión del máximo tribunal a la voluntad de las autoridades militares,
Dávila dijo con meridiana claridad:
«A la Corte Suprema no le quedaba, en ese momento, otro camino que
esa posición. Si la Corte Suprema, conociendo a los ministros de ese entonces,
hubieran adoptado otra forma de actuar, me atrevería a pensar que la Corte
Suprema habría sido clausurada». Ergo, se impuso la obediencia.
El propio caso de Dávila es una prueba viviente de que, en nuevas
condiciones, las opiniones de los jueces cambian. Antes de 1990, él estuvo por
aplicar la Ley de Amnistía; al asumir como presidente en 1998, declaró que
ahora pensaba distinto.
Entonces, ¿hicieron justicia los magistrados bajo el gobierno militar o se
adecuaron a las condiciones del poder imperante? Del mismo modo cabe
preguntarse por los motivos que tiene un magistrado determinado para
doblegarse a la presión de un empresario o político poderoso, o a sus propios
sentimientos de amistad en favor de una parte en un juicio.
En el futuro, nada asegura que los cambios en las estructuras impidan
que algunos magistrados sigan moviéndose guiados por los intereses de los
poderes involucrados en la definición de sus destinos. Ni que el poder político
se sienta tentado de imponer sus opiniones.
Un caso ilustrativo es —y no podía no serlo— el de Pinochet. Al
comienzo de los gobiernos de Aylwin y Frei el predicamento fue no empujar
los juicios que lo pudieran involucrar. Frei fue incluso explícito y pidió al
Consejo de Defensa del Estado que diera por cerrado el expediente relacionado
con el sonado caso de los cheques del hijo mayor del general. «Razones de
Estado», declaró sin ambigüedad. Cuando, en cambio, estalló el conflicto por
el arresto en Londres y la petición española de extradición, la postura es
exactamente la contraria. Ahora se trata de dar seguridades al mundo de que el
general puede ser juzgado en Chile.
Podemos aceptar que en una democracia la opinión del Presidente y del
Parlamento representan la voluntad soberana, pues han sido elegidos
democráticamente, y que al seguir sus deseos los jueces no hacen otra cosa que
atender el clamor de las mayorías. Pero a mayor concentración y secreto en las
decisiones que tienen que ver con la judicatura, mayor posibilidad de
arbitrariedad, de que los escogidos para llenar vacantes o ascender se sientan
obligados a retribuir los favores de los demás poderes, sin una justificación
racional.
El éxito de las reformas al Poder Judicial dependerá entonces, en gran
medida, de la personalidad del juez. Desde el más encumbrado al más
humilde.
El derecho moderno reconoce que el legislador es incapaz de predefinir
todos los posibles conflictos jurídicos. La función del juez es hoy en día
inevitablemente volutiva. Su poder radica precisamente en la facultad de
interpretar la Constitución y las leyes, con el fin de «hacer» justicia. Es ese
poder el que, férreamente asido por los magistrados en países como España,
Italia, Inglaterra, Estados Unidos —y varios latinoamericanos que han dejado
atrás la herencia colonial—, ha permitido a muchos pueblos enfrentar, sin
disgregarse, el cáncer de la corrupción, aunque este haya amenazado con hacer
caer, a un mismo tiempo, a los poderes Legislativo y Ejecutivo.
En un sistema democrático (aquel en que las decisiones públicas son
tomadas por el pueblo, en que la determinación de lo que resulta deseable para
el pueblo solo puede ser lícitamente tomado por este mismo y en que los
gobernantes son libremente elegidos por los ciudadanos en forma periódica) el
juez es aquel que conoce y resuelve los conflictos sociales.
El fallecido ministro José Cánovas decía en sus memorias que «al
administrar justicia, los jueces son los llamados a velar por la vigencia del
derecho, poniendo el límite exacto al ejercicio del poder por parte de las
autoridades (…) Vale decir, imponerles el llamado “principio de Legalidad”,
que no puede ser otro que el determinado por la voluntad soberana».
Hay magistrados que entienden que para cumplir su función deben
aislarse del mundo. Desprecian la opinión de los legos que los rodean y se
sienten seguros en su escrupuloso conocimiento de la formalidad judicial. Se
consideran puros e independientes. Sin embargo, según el ministro de la Corte
de Apelaciones de Santiago, Carlos Cerda, en su obra Iuris Dictio, no hay nada
peor que el juez que cree estar por encima de los ciudadanos. «No se mezcla, ni
se ensucia: “allá ellos”… el lumpen…». Para hacer justicia no se necesita recluir
al magistrado en una torre de marfil. Precisamente —afirma— entre los males
que aquejan al juez actual está la tendencia al aislamiento social.
Concuerdo plenamente con esta afirmación suya:
«El juez es un calibrador del sentido jurídico de su época. (…) La justicia chilena
debe ofrendarse sin restricciones a la crítica de la opinión pública. Y sus jueces,
disponerse a la refrendación de su desempeño por parte de la comunidad».
Artículos
Correa Sutil, Jorge. «e Judiciary and the Political System in Chile: e
Dilemmas of Judicial Independence during de Transition to Democracy», En
Transition to Democracy in Latin America (Stotzky, Irwin) Editorial Westview
Press.
Lavados Montes, Iván y Vargas Viancos, Juan Enrique. «La Gestión Judicial».
Documento para el Seminario «La Justicia en Latinoamérica y el Caribe en la
década de los 90». Santiago, 1993.
Peña G., Carlos; Verdugo, Mario; Ramírez A., José; Correa S., Jorge; Bates,
Luis; Cortés A., Joaquín «El poder Judicial en la encrucijada. Estudios acerca
de la Política Judicial en Chile». Cuadernos de Análisis Jurídico n.º 22. Serie
seminarios, editado por la Escuela de Derecho de la Universidad Diego
Portales. Santiago, julio de 1992.
Libros
Vargas Viancos, Juan Enrique y Correa Sutil, Jorge. Diagnóstico del Sistema
Judicial Chileno. Editado por la Corporación de Promoción Universitaria.
Santiago, 1995.
Discursos
Human Rights Watch. «Human Rights in Chile at the Start of the Frei
Presidency». Volumen VI. Número 6. Nueva York. Mayo de 1994.
Cubierta
Palabras preliminares
Bibliografía consultada
Sobre la autora
Notas