El Libro Negro de La Justicia C - Alejandra Matus

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Su publicación en 1999 desató la furia del expresidente de la Corte

Suprema, Servando Jordán, quien interpuso un requerimiento por


Ley de Seguridad del Estado. El libro fue incautado y su circulación
prohibida en Chile durante los dos años y medio que duró el litigio.
Su autora, la periodista Alejandra Matus, huyó de Chile antes de que
se concretara la orden de detención que se dictó en su contra. Huyó
con un bolso pequeño: primero a Argentina, luego a Estados
Unidos, donde pidió asilo político. Allá vivió casi tres años.
Todo ocurría —paradójicamente— durante el segundo gobierno
democrático postdictadura, con Augusto Pinochet ya preso en
Londres. En medio de la batahola y la prohibición, la gente lo leyó
fotocopiado, lo bajó por la incipiente internet, lo compró pirateado.
Quince años después de que Alejandra Matus pudo regresar a
Chile, la autora revisa la versión original y la complementa con dos
capítulos imprescindibles para entender el Chile de la transición, sus
contradicciones y deudas pendientes. Sin duda, un clásico del
periodismo chileno, al fin, sin censura.
Alejandra Matus

El libro negro de la justicia


chilena
Edición revisada y aumentada

ePub r1.0
Titivillus 03.03.2021
Título original: El libro negro de la justicia chilena
Alejandra Matus, 1999

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1
Prólogo a la nueva edición
GATOPARDO

Cuando escribí El libro negro de la justicia chilena no había baño de mujeres en


el Palacio de Justicia, donde funciona la Corte Suprema. No había
departamento de Comunicaciones. Si era necesario interrogar a un militar, los
jueces tenían que ir a algún regimiento. Si debían interrogar a un civil con
poder, tenían que ir a su casa. No se transmitían los juicios por streaming. Estos
simples datos anecdóticos dan cuenta de la magnitud de la transformación que
ha sufrido la justicia desde aquel entonces. Desde esa perspectiva, no sorprende
tal vez que la publicación en 1999 del libro que ahora tiene en sus manos haya
desatado la furia del expresidente de la Corte Suprema, Servando Jordán, quien
interpuso en su favor y en resguardo de la honra de todo el poder judicial —
según justificó en su momento— un requerimiento por Ley de Seguridad del
Estado. Por causa de esa acción, este libro fue incautado y, en los hechos,
prohibida su circulación en Chile durante los dos años y medio que duró el
litigio. Además se dictó una orden de detención en mi contra (que no pudo
cumplirse porque hui antes de que se ejecutara, tema que relataré con más
amplitud en el capítulo final de esta reedición) y en contra del editor de
Planeta, Carlos Orellana, y de su gerente general, Bartolo Ortiz (quienes sí
pasaron un fin de semana presos en el desaparecido anexo cárcel Capuchinos).
Tal reacción en el segundo gobierno democrático postdictadura, con Pinochet
ya preso en Londres, provocó un vigoroso rechazo tanto en la población en
general, como en su elite política. El consenso —que ya era bastante amplio
sobre la necesidad de hacer reformas al Poder Judicial— ganó momentum y de
paso cobró fuerza la demanda por eliminar normas que obstaculizaban la
libertad de expresión. En medio de la batahola, sin embargo, poco se podía
decir públicamente respecto del contenido de este libro. La gente lo leyó
fotocopiado, lo bajó por la incipiente internet, lo compró pirateado (en ese
tiempo, Planeta estimaba que se habían vendido unas cien mil copias
«cuneta»). Y, sin embargo, no se podía hablar de su contenido públicamente
sin temor a ser citado ante los tribunales, como ocurrió con Alejandro Guillier
cuando osó mostrarlo en pantalla. Por lo tanto, se dio la situación absurda y
cómica que se podía hablar sobre la prohibición y sus consecuencias, pero no
sobre por qué esto había ocurrido.
Cuando se levantó la prohibición en 2001, tras la reforma a la Ley de
Seguridad del Estado impulsada por el gobierno de Ricardo Lagos, el libro
pudo volver a circular, pero ya había pasado el momento noticioso para
discutir su contenido. Planeta recuperó los libros incautados y los distribuyó en
librerías y luego publicó una segunda edición —con tapa verde para
diferenciarlo de los libros piratas— y una vez agotada aquella, la obra
simplemente dejó de circular. Desde entonces, cada vez con más frecuencia,
numerosas personas me han pedido que los ayude a encontrarlo. Y no es fácil.
Hasta las copias piratas parecen haberse esfumado. En internet algunos
ejemplares se venden hasta por más de cien mil pesos chilenos.
Que el libro, en cuanto documento histórico, esté disponible es la
principal motivación de esta reedición. Que esté para quien quiera releerlo,
para quien quiera reemplazar su copia pirata por una original, para quien
quiera conocerlo por primera vez, para quien quiera criticarlo en un contexto
menos apasionado que el que existía al momento de su prohibición.
Sin embargo, antes de presentarles el texto original, tal como fue
publicado en 1999, es necesario, me parece, explicar algunos puntos, pues estos
17 años parecen un siglo si se miden por la cantidad de cosas que han pasado.

El ocaso de los personajes

Servando Jordán López, el expresidente de la Corte Suprema entre 1996 y


1997, y uno de los personajes centrales de este libro, murió el 30 de junio de
2012, a los 85 años. Su tercera mujer, Linda Scarlett Bosch Jiménez, dijo a La
Tercera en ese momento: «Nosotros vivíamos muy felices. A Servando le
gustaba mucho la música, era muy bromista y le gustaba compartir con
nuestras mascotas».
También dijo: «La gente no sabía cómo era él en realidad, yo sé que era
una persona pública y que era conocido por otros motivos, pero me gustaría
señalar que con sus hijos todo lo pasado ya se superó y mañana ellos estarán
con su padre en su funeral».
Esa mención al pasar sobre los hijos del magistrado fue el reconocimiento
indirecto del conflicto que la enfrentó con los descendientes de su marido. Yo
entrevisté a Rafael (abogado) y Servando Jordán (exmarino) en 2006, cuando
me contaron sin reservas la problemática que los afectaba. Me dijeron que
Servando Jordán, su padre, sufría los primeros síntomas de demencia senil
cuando en 2005, a los casi 80 años, dejó a su madre, Diana Jadrievic, y se fue a
vivir a la casa de la notaria Bosch. Por esta razón, Diana Jadrievic, la segunda y
más estable esposa del magistrado (estuvieron casados 48 años), pidió a la
justicia que lo declarara interdicto, en resguardo de su patrimonio y el de sus
hijos. La esposa de Jordán lidiaba en ese momento con un cáncer avanzado, del
que murió poco después. La causa por interdicción la continuaron entonces sus
hijos Rafael y Servando.
El exmagistrado fue sometido a un peritaje para determinar si estaba en
sus cabales en casa de la notaria. Los peritos a cargo se dieron cuenta de que del
oído del expresidente de la Corte Suprema colgaba un audífono a través del
cual terceros intentaban dictarle las respuestas correctas. Tan burdo fue el
montaje, que los expertos hasta pudieron escuchar el eco de esas voces y se
dieron cuenta de que además estaban siendo filmados. Así me lo relató el
geriatra a cargo de la prueba para un reportaje que publiqué en e Clinic y el
hecho fue ratificado también por el segundo perito, el siquiatra Luis Alberto
Pulido, en su informe al tribunal. A pesar de la intervención de la pericia,
Pulido llegó a la conclusión de que Jordán sufría una «demencia grave». La
jueza a cargo del caso, sin embargo, no tomó nota de la irregularidad y
desoyendo a los especialistas, resolvió que el magistrado estaba en su sano
juicio, porque en la entrevista que ella le hizo personalmente se notaba bien.
Más tarde, intentó cerrar la causa invocando el fallecimiento de la demandante,
la señora Jadrievic. Cuando los hijos apelaron a la Corte de Apelaciones,
señalando que ahora ellos eran los demandantes y que la causa no se podía
cerrar, el expediente se perdió. Tuvieron que reconstituirlo pieza por pieza para
que la causa siguiera viva. Como si el poder que alguna vez exhibió su padre
siguiera presente, a pesar de haberse jubilado hacía rato.
Cuando la salud de Jordán se deterioró, los hijos se dieron por vencidos y
abandonaron la causa por interdicción. Confiaban como último recurso, me
cuentan en 2016, en que al fallecimiento de su padre, el asunto hereditario se
resolviera por la simple aplicación de la ley. No contaban con que durante esos
últimos años su padre hubiera traspasado prácticamente todos sus bienes a su
esposa, un patrimonio calculado en más de un millón de dólares. Los hijos
sospechan que el exmagistrado ya no estaba en su sano juicio cuando esos
traspasos se hicieron. Como argumento me exhiben un estudio de las tres
propiedades que poseía Jordán al separarse de su mujer: dos casas en El
Melocotón y una tercera en La Reina. Las propiedades quedaron
completamente en manos del exmagistrado cuando sus hijos le cedieron, en
2008, la parte que les correspondía por derechos hereditarios por sucesión de
su madre. Lo hicieron, según me cuentan, porque estaban hastiados de ser
citados a distintos tribunales, aún bajo apercibimiento de arresto, para
responder por el supuesto uso que estarían haciendo de bienes de su padre.
«Un día nos trajeron a mí de La Serena y a mi hermano desde Viña para que
preguntarnos dónde estaban las llaves de una moto que el papá tenía, con
todos los perjuicios que eso provocaba en nuestros trabajos», recuerda Rafael
Jordán. «Estábamos fastidiados y decidimos dar un paso al lado, para pacificar
el tema», pero no se imaginaron lo que ocurriría después.
Según las escrituras, Jordán padre le vendió propiedades de El Melocotón
a Lilian Torres Jiménez, prima de la notaría, en 2009. Y a su turno esta se las
vendió a la notaría Bosch, en 2014, después del fallecimiento del exministro.
Con esta operación, se logró que los bienes no estuvieran a nombre de su
marido al momento de su deceso y, por lo tanto, sus hijos no pudieron heredar
su parte. Cosa similar ocurrió con un bien en calle Francisco Bilbao, en la
comuna de La Reina, que Jordán López traspasó a Carmen Gloria Bosh,
hermana de la notaría, y que sigue a su nombre.
A pesar del millonario avalúo comercial de las tres casas, en el papel,
fueron vendidas por unos 70 millones de pesos que no cubrirían siquiera su
avalúo fiscal.
«Nos sentimos víctimas de un fraude. Esta señora no solo se burló de
nosotros durante el proceso de interdicción, interviniendo de manera burda los
peritajes, sino que ha demostrado una codicia y perversión ilimitados. No solo
hizo estas ventas simuladas para apropiarse de la totalidad de los bienes raíces
de mi padre y de lo que nos correspondía como herederos. También se quedó
con todo lo demás: dinero en cuentas corrientes, joyas, vehículos, acciones,
aprovechándose de su manifiesta discapacidad intelectual», relatan hoy sus hijos
Rafael y Servando.
Paralelamente, la notaría Bosch enfrentó sus propios problemas. Ya
fallecido Jordán, fue formalizada por el delito de «falsificación de instrumento
público», por autorizar firmas falsas en la constitución del partido MAS de
Alejandro Navarro y más tarde se le inició un sumario en la Corte de
Apelaciones de Santiago cuando una Ministra Visitadora detectó
irregularidades en la gestión de su notaría. Sin embargo, continúa a cargo de la
notaría en el centro de Santiago.
Todos los ministros que formaban parte de la Corte Suprema junto a
Jordán, en 1999, jubilaron o han fallecido. Tras la publicación del libro se creó
una Comisión de Ética y algunos de los magistrados mencionados aquí por
actividades reñidas con la ética, como Luis Correa Bulo y Gloria Olivares,
fueron removidos de sus cargos por el pleno de la Corte Suprema, en un acto
inédito. El cargo que se le formuló fue haber sido permeables al tráfico de
influencias.
Varios de los ministros que fueron postergados o castigados por la Corte
Suprema moldeada bajo dictadura, como Milton Juica, forman hoy parte de la
nueva Corte Suprema. El caso más emblemático quizás sea el de Carlos Cerda
—el ministro que se negó a aplicar la Ley de Amnistía en casos por violaciones
a los derechos humanos y que estuvo a punto de ser expulsado del Poder
Judicial por eso—, cuyo ascenso se demoró a niveles humillantes, pero que
finalmente ocurrió en 2014.
Ningún magistrado que haya sido promovido por Pinochet sigue en la
Corte Suprema. Todos los integrantes de la actual Corte Suprema, que vio
aumentar sus miembros de 17 a 21, han sido nombrados en democracia.
Las mayores transformaciones ocurrieron en el ámbito de la justicia
criminal, que fue objeto de la Reforma Procesal Penal a partir del año 2000, y
en la reforma al sistema de nombramientos de la Corte Suprema. La Reforma
Procesal Penal implicó que varios vicios de los descritos en este libro —el
proceso escrito, la doble función del juez como investigador y sentenciador, el
excesivo control e intervención de la Corte Suprema en lo que ocurría en los
tribunales inferiores y sobre la carrera de sus subordinados, entre otros— casi se
esfumaron. Se creó el Ministerio Público, con sus fiscales, que son los
encargados de sostener la investigación y la acusación penal, por un lado, y la
Defensoría Penal, por otro, para que, al menos en teoría, abogados y fiscales se
enfrenten en igualdad de condiciones ante un panel de jueces que solo tienen
la tarea de dictar sentencia y asegurarse de garantizar un debido proceso. Los
juicios se realizan de manera oral y con publicidad, y a nadie sorprende hoy ver
los detalles de un juicio o una declaración por televisión.
Un documento de balance de la reforma, publicado por el ministerio de
Justicia en 2015, a diez años de su plena implementación (los primeros cinco
años fueron de aplicación de un plan piloto), señalaba: «Hasta antes de la
Reforma al sistema de procedimiento penal, en Chile rigió un sistema
inquisitivo, donde quien conducía la investigación era la misma persona que
debía juzgar el asunto, restando la imparcialidad que exige el debido proceso.
Asimismo, los procedimientos carecían de inmediación, eran engorrosos, lentos
y poco garantistas». Tras la reforma, en cambio, se decía, la justicia incorporó
«principios importantísimos, que se tradujeron en un proceso oral,
transparente, expedito, cercano a la gente y en concordancia con los
instrumentos internacionales suscritos por nuestro país; que protegiera a las
víctimas, pero no dejara de lado la garantía de los derechos de los imputados».
En cifras, el sistema puede exhibir los siguientes resultados: si antes la
mayoría de las personas que estaban en la cárcel, estaban esperando su proceso
(es decir, podía suceder que después de varios años presos se descubriera que
eran inocentes), hoy el mayor porcentaje corresponde a condenados. Es decir,
personas respecto de las cuales la justicia ya pronunció un veredicto. «Desde su
implementación», decía el informe, «han ingresado al Ministerio Público más
de 13 millones 62 mil casos (a marzo de 2015), de los cuales el 97,24 por
ciento ha llegado a su término». El tiempo de duración de los procesos también
se redujo: antes una causa por homicidio tenía una duración promedio de casi
700 días. Ahora ese promedio fluctúa entre 465 y 485 días, dependiendo del
tipo de salida que tenga.
Es en este nuevo contexto que se han desarrollado causas contra algunos
poderosos integrantes de la sociedad chilena, formalizados y enviados a prisión
preventiva, aunque por corto plazo, y todos los chilenos hemos podido seguir
por televisión los argumentos de las partes.
Sin embargo, las quejas sobre las deficiencias del actual sistema abundan y
no son pocos los que piden una reforma a la reforma. La Comisión de Ética de
la Corte Suprema, tras un gran impulso de partida, perdió fuerza y viejas
prácticas han tomado nuevos bríos o incluso se han acentuado. No es mi
intención, ahora, en el contexto de esta publicación, abordar en toda su
magnitud estas deficiencias. Eso demandaría escribir otro libro. No obstante,
me parece importante que el lector conozca algunas de ellas, quizás las más
graves.

Besamanos reloaded

En El libro negro de la justicia chilena se describe la práctica habitual del


«besamanos» a la que tenían que someterse los integrantes del Poder Judicial
que deseaban ascender en su carrera. Los jueces ante sus superiores de las
Cortes de Apelaciones; los Ministros de Cortes de Apelaciones ante los de la
Corte Suprema. Las rogativas para ser considerados en ternas o quinas de
ascenso terminaban en el Ministerio de Justicia, donde finalmente se resolvía
quién, de esas listas, ascendía.
Esto creaba camarillas, jueces que doblegaban sus opiniones al parecer de
sus superiores para evitar ser postergados en su carrera judicial, un bien
aceitado sistema de padrinos y aspirantes, en que los jueces independientes
tenían altas probabilidades de ser postergados, cualesquiera que fueran sus
méritos.
Un poco antes de aprobarse la reforma procesal penal, se modificó la
forma de designación de los ministros de cortes de Apelaciones y Corte
Suprema y se le dio poder de veto al Senado, que puede bloquear la preferencia
señalada por el Presidente de la República, si no se alcanza cierto quorum. En la
práctica, sucede que los dos grandes conglomerados con mayor representación
en el Senado —hoy conocidos como Nueva Mayoría y Chile Vamos— tienen
garantizado que los nombramiento recaerán en sus preferidos en forma
alternada.
Juan Enrique Vargas, decano de la Facultad de Derecho de la Universidad
Diego Portales, quien ha sido candidato también a Fiscal Nacional, opina que
«esta forma de designación fue un acuerdo político que permitía sacar de la
Corte a los ministros que venían desde la dictadura. Fue una muy mala
decisión, porque fortaleció una suerte de sistema binominal, sustentado en un
alto quorum y en vetos recíprocos. Fue un gran error político de parte del
gobierno de Eduardo Frei».
Otros observadores, a condición de anonimato, señalan que, por causa de
estos cambios, la vieja y criticada práctica del besamanos no solo no ha
desaparecido, sino que se ha fortalecido. Los candidatos a ministros de la Corte
Suprema deben buscar primero el favor de sus superiores para que los pongan
en una quina y el del ministro de Justicia vigente para que los seleccione; y a
continuación deben, además, buscar el apoyo de los senadores de uno u otro
sector para conseguir la nominación final.
Hay quienes miran con nostalgia la vieja forma de designación, que solo
recaía en el gobierno de turno, pues producía lentamente una renovación de la
Corte Suprema en el llenado de cada vacante, y así se iba adecuando al espíritu
de los tiempos, representado por quien ostentase el cargo de Presidente de la
República. «Lo que ahora hay es una petrificación de un status quo que no
representa a la sociedad, porque elegir un ministro con apoyo de la derecha y
luego otro socialdemócrata no representa la forma en que se distribuyen las
fuerzas políticas en la sociedad», dice una fuente.
La necesidad de buscar apoyo en los sectores políticos con mayor
representación en el Senado le ha dado poder a personas que hacen de puente
entre los magistrados y el mundo político. Cada partido tiene su encargado
informal de estas relaciones. Al momento de escribir estas líneas, por ejemplo,
se estima que quien da el visto bueno a los candidatos en la UDI es el senador
Hernán Larraín; en RN, principalmente Alberto Espina,; en la DC, la dupla
compuesta por Soledad Alvear (exministra de Justicia) y su marido, Gutenberg
Martínez; en el Partido por la Democracia, Guido Girardi; en el Partido
Socialista, Alfonso de Urresti. Pero el principal de todos es el cientista político
Eugenio González, muy cercano a Girardi, a quien recurren frecuentemente los
magistrados que necesitan ser presentados en el mundo político. De hecho, se
estima que González fue determinante en la elección de seis de los ocho
últimos nombramientos. Se excluyen Carlos Cerda y Ana Chevesich, quienes
no se involucraron en gestiones para conseguir sus designaciones y tampoco
nadie se hubiera atrevido a proponérselas, por temor a ser denunciados por los
propios magistrados. No obstante, claramente Cerda fue elegido en el «cupo»
de centroizquierda y su colega, en la vacante asignada por estos acuerdos no
escritos, a la derecha.
Posteriormente, en la Reforma Constitucional de 2005, se realizó
simultáneamente una transformación sustancial en cuya gravedad pocos
parecen haber reparado: se debilitaron las facultades de la Corte Suprema como
tribunal revisor de la constitucionalidad de las leyes y se fortalecieron las del
Tribunal Constitucional. Resultado: hoy el TC se ha convertido tanto en una
suerte de tercera instancia judicial (que puede entrometerse en lo que deciden
los tribunales) como en tercera cámara legislativa (que puede enmendar lo que
decide el Congreso). Y a los integrantes del TC, como es sabido, no los eligen
los ciudadanos. Además, se aumentaron los integrantes de siete a diez: tres
nombrados por el Presidente de la República, tres por la Corte Suprema, dos
por el Senado y dos por el Senado a propuesta de la Cámara de Diputados. En
la práctica, se ha dado también un sistema de nombramiento binominal: uno
para cada conglomerado. Los currículum de los postulantes han perdido peso a
la hora de las consideraciones que se toman en cuenta para los nombramientos
y así, en la actualidad, no es necesario ser un experto constitucionalista para
integrar el tribunal.
«Es una paradoja que un conglomerado político como la Concertación,
que cuestionaba la legitimidad de la Constitución, le diera un poder y una
fuerza al Tribunal Constitucional que nunca antes tuvo. El TC de antes no
tenía casi ninguna relevancia. Le quitaron poder a la Corte Suprema y, con un
sorprendente problema de visión política, se lo dieron al TC. No hubo
discusiones serias sobre el impacto que tendrían estas modificaciones. Se quiso
cambiar la Corte Suprema, pero se pagó un precio demasiado alto. Fue un gran
error en el que nadie reparó en su momento», dice Vargas.
En la misma línea y quizá teniendo como base las mismas
consideraciones de antaño, en que se instaló, no sin razón, la desconfianza en
los criterios de los ministros de la Corte Suprema, se han ido creando cada vez
más tribunales especiales, que han horadado las facultades del máximo tribunal
chileno a riesgo de volverlo cada vez más irrelevante.
El propio Milton Juica, al inaugurar el año judicial en 2011 en su calidad
de presidente de la Corte Suprema, se quejaba de que «la creación de
jurisdicciones especiales, que se apartan de los factores de independencia e
imparcialidad» sería contraria a los principios de un sistema democrático y más
corrientes en los sistemas «autárquicos».
Entre los tribunales especiales que existen hoy en Chile se encuentran: el
Tribunal Calificador de Elecciones (y los tribunales regionales electorales), el
Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, los Tributarios y Aduaneros, los
de Propiedad Industrial y el Tribunal Ambiental.

Un nuevo poder: el Ministerio Público

Con la entrada en vigor de la reforma procesal penal, una gran tajada del poder
que otrora tuvo la Corte Suprema fue a dar a una nueva institución: el
Ministerio Público, que no es integrante del sistema judicial chileno ni
depende de la Corte Suprema para su existencia y funcionamiento. Por
ejemplo, el Fiscal Nacional es propuesto en una quina que confecciona la
Corte Suprema, pero lo elige el Presidente de la República, con la anuencia del
Senado. Los Fiscales Regionales son propuestos en terna por las Cortes de
Apelaciones respectivas, pero nombrados por el Fiscal Nacional, sin consultar a
ningún otro poder del Estado. Y los fiscales adjuntos, encargados de la
investigación de casos concretos, no dependen para su ascenso y promoción de
ninguna autoridad judicial, como antes dependían los jueces del crimen.
La creación de esta entidad hizo que los jueces de primera instancia en el
sistema penal dejaran de tener la doble función que ostentaban antes:
investigar y sentenciar, lo que implicaba una grave disparidad entre el
imputado y el juez pues, obviamente, si el magistrado al investigar se convencía
de que el acusado era culpable, era muy difícil de que el defensor pudiera
persuadirlo de lo contrario. Tampoco pueden ahora decidir la detención o
prisión preventiva de una persona, si el fiscal a cargo no lo solicita o no
formaliza la investigación. Estas y otras falencias alimentaban la crítica de los
expertos sobre el carácter «inquisitivo» del viejo sistema judicial. El Ministerio
Público se quedó, en el nuevo sistema, con la función de investigar y levantar
cargos, cuando estime que los hechos lo ameritan. Y a los jueces, se reservó el
control de la investigación y la dictación de sentencias, divididos entre jueces
de garantía (los que supervigilan que se respeten las normas del debido proceso
durante la etapa de investigación) y los tribunales orales en lo penal (un panel
de tres jueces que, cuando un caso llega a la etapa de acusación, dictan
sentencia condenatoria o absolutoria). Solo muy excepcionalmente las Cortes
de Apelaciones pueden intervenir revisando las decisiones de los jueces de
garantía y de los tribunales orales en lo penal. Y todavía de manera más
excepcional, lo hace la Corte Suprema, la que incluso no tiene en el Código
Procesal Penal facultades para revisar los fallos de las cortes de Apelaciones, por
equivocados que fuesen.
También se creó la institución de la Defensoría Penal Pública, que se hace
cargo de representar a los imputados aunque, a diferencia del Ministerio
Público en que los fiscales son empleados a tiempo completo del Estado, está
integrada fundamentalmente por estudios de abogados particulares que se
ganan, en licitaciones públicas, las defensas.
El decano Vargas reconoce que la reforma ha evidenciado problemas
antiguos y ha creado otros. «Me impresiona que muchos de los problemas que
tenía la justicia antigua, esa cosa corporativa, cerrada, oscura, muy refractaria al
escrutinio público, sea uno de los mayores problemas del actual Ministerio
Público. Es una institución nueva, que se creó con otros estándares, con
criterios modernos de gestión, con aparato de comunicaciones, departamento
de estudios, metas, incentivos, todo muy revolucionario (…), pero me
impresiona que se replicara el lado malo de la vieja institución judicial muy
rápidamente en esta institución nueva».
Una fuente del Ministerio Público me relata, a condición de anonimato,
cómo algunos fiscales se apoltronan en cargos por ejemplo de fiscales
regionales, a pesar de que explícitamente se impuso un plazo máximo de ocho
años para ejercer tal función. «La forma en que se ha torcido la letra de la ley,
es saltar de una región a otra y así la cuenta comienza desde cero». Y otro
problema, señala, es que tampoco existen normas que regulen inhabilidades a
la hora de la salida, y así ha sucedido con los fiscales Alejandro Peña y Solange
Huerta que han salido del Ministerio Público para ocupar cargos políticos y
otros han sido contratados por importantes estudios jurídicos con los que antes
se enfrentaban. «Hay muchas cosas irregulares que ocurren al interior y que
nadie supervisa en honor a la autonomía del Ministerio Público: desde
nombramientos en cargos por influencias político-partidistas, hasta casos de
corrupción que no han sido denunciados ante la justicia, pasando por maltrato
laboral y abuso de poder». Como ejemplo, se cita el llamado caso «metas»: la
adulteración de listados de teléfonos de usuarios y víctimas que debían ser
encuestados para cumplir un indicador de calidad en la gestión, asociado al
pago de bonos de los fiscales, que se descubrió en la Fiscalía Centro Norte bajo
el mandato de Sabas Chahuán. El caso fue denunciado en un juicio por acoso
laboral iniciado por Lugarda Andrade, Coordinadora de Metas de la Fiscalía
Nacional, quien luego dijo en algunas entrevistas que se había dado cuenta de
que la práctica era mucho más extendida.
La investigación de la denuncia quedó en manos del propio Ministerio
Público y el Consejo de Defensa del Estado se quejó públicamente de que se le
rechazaron las diligencias que pidió para avanzar en las indagatorias, entre ellas,
la incautación de computadores y documentación que podrían probar la
falsificación. Hasta el momento de escribir estas líneas, la fiscalía no había
presentado una denuncia penal por estos hechos y solo había sancionado a
algunos funcionarios involucrados y despedido a la propia denunciante.
En la relación entre las cortes superiores (de Apelaciones y Suprema), se
acabó un problema antiguo y se presentó uno nuevo: antes, cuando los jueces
del crimen investigaban y sancionaban y su carrera dependía, para el ascenso,
de sus superiores, había mucho incentivo para que los primeros se ajustaran a
los deseos de los segundos. En aquel tiempo, había tres jueces por cada
ministro de Corte de Apelaciones y la mayoría quería dejar contentos a sus
superiores. Eso disciplinaba. En la actualidad la tasa es diez a uno y la
probabilidad de ascenso es solo para unos pocos. La mayoría de los jueces son
abogados jóvenes, quienes saben que muy probablemente su carrera va a
terminar ahí y no les parece grave, porque en la actualidad sus remuneraciones
no son tan distintas de las de los superiores. Así que ahora el incentivo es a la
inversa: cada juez es potencialmente un pequeño rey que, sin control por parte
de sus superiores, puede conducirse en la práctica con total independencia. Las
reformas en la justicia de familia y en la laboral, que han seguido la misma
lógica de la justicia penal, han producido en los tribunales respectivos similar
distanciamiento y falta de control sobre sus actuaciones.
Y si se suma a la combinación de factores que los jueces no tienen
obligatoriedad de respetar una jurisprudencia y que las sucesivas reformas han
limitado los recursos de impugnación de sus resoluciones, el resultado es que
cada juez es su propio mundo.
«La reforma le dio mucho poder a los jueces. Esos son los que aparecen
en la prensa. En el caso tsunami, por ejemplo, el juez se tomó hora y media
para dar un speech antes siquiera de que se iniciara la audiencia. Todos se
toman su minuto de gloria, sienten que tienen el poder, que no tienen
posibilidades de ascender y la posibilidad de ser disciplinados por sus
superiores casi se esfumó. Es gente joven que siente que no le debe el puesto a
nadie, porque se lo ganó por mérito. Todo eso ha hecho que el Poder Judicial
esté escindido, con una Corte Suprema que sigue defendiendo su fuero, que
trata de imponerse, pero sin armas para hacerlo. Es bien impresionante el
fenómeno: haciendo un trabajo de investigación, conversé con una que jueza
me decía: “Me fascina ser jueza, pero odio el Poder Judicial”», relata el decano
Vargas.
Como en el péndulo, si en el viejo sistema se acusaba a los jueces de
«inquisitivos» por enviar a la cárcel a culpables e inocentes antes siquiera de
comenzar las investigaciones, ahora el reproche en boga es decirles que son
«garantistas».
«Si un juez es garantista, significa que está haciendo bien su trabajo, que
muchas veces es contraintuitivo y poco comprendido por las personas, a menos
que les toque en lo personal», opina Vargas. El problema, agrega, es con jueces
que son «hipergarantistas», como un juez del norte que dejó con libertad
provisional a un grupo de peruanos acusados de narcotráfico, que se fugaron en
masa. «Gente que resuelve en forma poco criteriosa y que le ha hecho muy mal
al sistema».
Además, hay un problema de incentivos que involucra a todos los actores:
Al fiscal, a los jueces y al defensor les convienen las causas cerradas. Las causas
pueden cerrar principalmente por:
- Salidas alternativas. Por ejemplo, archivo provisional, que equivale al
antiguo sobreseimiento temporal por falta de antecedentes. Esto significa que
aunque haya un delito, la falta de pistas impide avanzar en la investigación.
Otra salida alternativa es la suspensión condicional: casos en los que sí hay
antecedentes para inculpar a determinadas personas, pero sus defensas y los
fiscales acuerdan que si se cumplen ciertas condiciones durante un lapso de
tiempo (mantener el mismo domicilio, por ejemplo), esas personas no son
juzgadas y se cierra la causa. Por ejemplo, en casos de delitos leves, las víctimas
pueden acordar con los imputados el pago de una cantidad de dinero con el
que se declara terminada la causa. Si la causa termina con suspensión
condicional, la persona responsable del delito queda con el papel de
antecedentes limpio.

- Juicios simplificados. Son juicios en los cuales las personas reconocen su


responsabilidad en ciertos delitos y reciben algunos beneficios por su
colaboración. En estos casos, se presenta una acusación y el juez de garantía
dicta una sentencia de inmediato, pero normalmente las penas de cárcel se
sustituyen por sanciones como firma mensual o arresto domiciliario por un
período de tiempo. La persona queda con antecedentes mientras dura la pena,
pero una vez que la cumple, puede hacer un trámite y quedar con su hoja en
limpio. Y Juicios abreviados: Se usa para casos con penalidad inferior a cinco
años de presidio. La pena sustitutiva que se acuerda puede ser un poco más
gravosa que en el caso anterior, pero el resultado final es el mismo. Una vez que
la persona la cumple, puede hacer un trámite para limpiar sus antecedentes.

- Sentencias definitivas (condenas o absoluciones). Esta es la salida de las


películas: un juicio oral en que se enfrentan fiscal y defensor ante un panel de
tres jueces, que puede condenar o absolver al imputado. Actualmente, en Chile
esto ocurre en menos del diez por ciento de las causas penales.

- Sobreseimiento definitivo. La causa se cierra porque el imputado ha


caído en demencia o muere, o porque se estima que los hechos no son
constitutivos de delitos. Son contados con los dedos de una mano los casos que
terminan de esta manera.
La gran mayoría de las causas penales se resuelve con archivos
provisionales o suspensiones condicionales. Son los procedimientos más
sencillos y los incentivos, dicen los expertos, están puestos en que los actores
del sistema busquen «matar causas» recurriendo a estas salidas alternativas.
Según el tipo de causa, pueden representar hasta el 80 por ciento de la forma
en que terminan los juicios. Si no se puede, se pasa al siguiente nivel y se busca
el juicio simplificado o el abreviado (llegar a un acuerdo con el imputado en
que se le ofrecen beneficios si reconoce su culpabilidad). Llevar la causa hasta la
etapa del juicio oral es la forma más lenta y trabajosa y todos, obviamente,
tratan de evitarla.
«Por eso a los actores del sistema les cargan los abogados querellantes
contratados por las víctimas. Son los únicos con incentivos para pedir
diligencias, investigación, etcétera. O los defensores que quieren probar la
inocencia de sus clientes y no aceptar simplemente una salida alternativa o un
juicio abreviado», agrega un observador a condición de anonimato.
Aún si se llega a la etapa condenatoria, hay muchas probabilidades de que
se impongan penas que se cumplen en libertad, si se comenten los delitos de
mayor ocurrencia: hurto, robos y lesiones, porque el proceso está muy
automatizado. «En esta clase de delitos con penas bajas, se producen fuertes
negociaciones entre fiscales y defensores, para recalificar los hechos, admitir
atenuantes o eliminar agravantes, de modo que pueda acordarse la sustitución
de la pena de cárcel por una medida alternativa», dice una fuente.
Los jueces, que antes debían valorar la prueba, ahora deciden en atención
a lo que piden fiscales y defensores, que, como primera línea de acción, buscan
la suspensión condicional. Para eso, tienen que sacar calculadora: si el
imputado no tiene antecedentes penales, se le considera con irreprochable
conducta anterior y se cuenta como una atenuante (que puede ser o no
calificada, según lo que hayan negociado). Aunque al imputado lo hayan
descubierto en delito flagrante, si acepta un procedimiento negociado, se
considera que demuestra colaboración con la justicia, entonces ya tiene dos
atenuantes. Con dos atenuantes y ninguna agravante, queda libre. Antes de las
reformas de 2014 y de la recientemente aprobada «agenda corta», un
homicidio, por ejemplo, que comenzaba con una pena de cinco años y un día,
con este sistema de cálculo podía reducirse a 61 días de presidio y eso
significaba que la pena se cumplía «en libertad». Todo primerizo condenado a
una pena inferior a cinco años, queda libre automáticamente. Y esas son las
penas que se aplican en la mayor parte de los hurtos, robos y lesiones, que
están entre los delitos más recurrentes.
Si el caso es más complejo, entonces normalmente se realiza un juicio
abreviado, pero también se saca la calculadora y, en general, las penas son bajas.
Contrariando el sentido común, aún en los delitos de mayor connotación
social, el 80 o 90 por ciento de los casos termina con salidas alternativas o
penas sustitutivas.
Esto, que en espíritu promueve los derechos humanos de las personas y la
idea de que un primerizo tiene derecho a rehabilitarse, en realidad se presta
para farsas, porque muchos de esos primerizos lo son solo en el papel. Hay
personas que han pasado por el sistema de justicia cuatro, cinco o más veces y
siguen siendo considerados primerizos, porque, por ejemplo, si la primera vez
se archivó provisionalmente la causa, es primerizo; si luego aceptó una o más
veces una salida alternativa sigue siendo primerizo.
Se estima que el 18 por ciento de las causas que se archivan corresponden
a delitos cometidos por personas conocidas por el sistema. ¿Por qué se
archivan? Por cosas como que el monto es pequeño. O porque el fiscal estima
que las pruebas son «insuficientes» para acusar, lo que permite «matar» la causa.
¿Y cómo se suspenden los procedimientos? Si la persona se compromete a
mantener su mismo domicilio por un año, transcurrido ese lapso se considera
cumplida la «condición» y la persona queda libre de reproche penal y sin
mancha en sus antecedentes. ¿Cuántas veces se puede hacer esto? Infinitas. De
hecho existe un instructivo del Ministerio Público sugiriendo a los fiscales
limitar las suspensiones que favorecen a una misma persona a un máximo de
tres consecutivas, pero es una sugerencia, no una obligación. Y los fiscales
pueden ignorarla.
Incluso la ley dice que no se puede dar suspensión condicional a una
persona que tiene una suspensión en curso, pero los únicos que saben eso son
los fiscales que llevan la causa. El juez no tiene un registro que se lo indique. Si
el fiscal omite el dato, el juez no tiene como saberlo.
«Entonces el fiscal se hace la siguiente pregunta: ¿sigo el proceso y tengo
una causa pendiente o lo termino aquí? Y se arregla con el defensor para
aceptar la suspensión y terminar ahí. Es punto para el fiscal y para los
defensores significa dinero en efectivo, porque a los defensores licitados se les
paga por causa terminada, con independencia de la razón por la que se
termine», revela una fuente.
Así las cosas, personas que han hecho del delito su estilo de vida y que
conocen el sistema, entran y salen con mucha rapidez. Buena parte de las salas
del Centro de Justicia construido en Santiago como símbolo de la reforma,
pasa vacía. La mayoría de los casos se resuelve sin llegar al juicio oral, en las
oficinas de fiscales que firman archivos o acuerdan suspensiones. Los
condenados que están en la cárcel son los actores frecuentes a los que se les
agotó «la cuenta corriente» (y que se van condenados a prisión efectiva pues ya
no tienen irreprochable conducta anterior) o quienes enfrentan procesos de alta
connotación pública (si hay cámaras de televisión, el comportamiento de los
actores del sistema cambia).
«Si tú miras las estadísticas de las condenas, un porcentaje menor (7 %)
está condenado por robo, que es un delito grave. Y no es que hayan
disminuido tanto los robos. Lo que pasa es que se recalifican como delitos de
lesiones o hurtos, que son leves. Entonces estas personas reciben varias
suspensiones antes de sufrir su primera condena. Cuando finalmente se les
aplica la primera sentencia condenatoria, se les considera primerizos y, por lo
tanto, salen libres. Cuando llevan unos dos años con condenas por las que han
recibido penas alternativas (se cumplen en libertad), se dice que se les acabó la
“cuenta corriente”, los condenan a penas privativas de libertad, pero como son
delitos leves, reciben penas de 41, 60 días. Entonces las cárceles están llenas,
pero de gente cumpliendo condenas cortas. En Chile, más de la mitad de los
presos cumple penas inferiores a un año», dice la fuente.
En el viejo sistema, estas mismas personas pasaban 500 días en prisión
preventiva antes de que llegara el día del juicio. En ese momento, si eran
encontrados culpables, una buena porción salía libre porque se les abonaba el
tiempo que ya habían estado presos y habitualmente recuperaban entonces la
libertad. El problema era, claro, cuando después de la larga prisión
«preventiva», las personas resultaban inocentes.
La jueza Ema Margarita Tapia al dejar en 2016 el Poder Judicial relató sin
ambages su molestia con algunas de estas prácticas: «Mira, no puede ser que los
fiscales pasen un robo con violencia como un hurto con lesiones para que el
individuo reconozca culpabilidad y así cumplir sus metas de gestión». La
propia magistrada explicó que cuando se hace esto el imputado recibe una pena
baja por hurto y como las lesiones casi siempre son leves, «entonces el hombre
sale con 41 días por el hurto y por un tercio de una UTM (por las lesiones); en
cambio, el robo con violencia (el delito que verdaderamente cometió) está
penado con 5 años y un día. Lo mismo pasa con el robo con intimidación: lo
pasan por hurto con amenazas; uno, la verdad, no entiende el criterio».
El actual atochamiento de las cárceles, por tanto, no se debe a que haya
un gran número de condenados, sino a personas que están entrando y saliendo
constantemente. La puerta giratoria.

El poder del dinero

A pesar de su pérdida de poder, «aún es rentable tener a un ministro de la Corte


Suprema», dice con cinismo una fuente conocedora del sistema. Importantes
materias laborales, civiles, penales, comerciales, familiares se resuelven en sus
salas.
El militarismo ha perdido fuerza con el traslado a la justicia civil de la
mayor parte de las causas por violaciones a los derechos humanos. El Auditor
General del Ejército, cargo que ocupó por mucho tiempo el general Fernando
Torres Silva, actualmente condenado como autor de los delitos de asociación
ilícita, secuestro y homicidio del químico de la DINA Eugenio Berríos, ya no se
sienta en la Corte Suprema, como un ministro más, formando sala en cada
causa donde hay un militar involucrado.
Sin embargo, con la reforma de Soledad Alvear y Eduardo Frei se
permitió el ingreso, como ministros de la Corte Suprema, a abogados extraños
al Poder Judicial (no se trata de los llamados «abogados integrantes» que son
especies de ministros part-time contratados para reemplazar a los magistrados
titulares, sino que a ministros de pleno derecho que en vez de provenir de la
carrera judicial, provienen de la abogacía). Hay quienes estiman que por esta
vía se le ha dado voz y voto en el máximo tribunal a los grandes poderes
económicos, como antes lo tuvieron los militares.
Así se acusó de representar este conflicto de interés al abogado-ministro
Pedro Pierry, quien integró el máximo tribunal entre 2006 y 2016. Experto en
derecho administrativo, Pierry fue llevado a la Comisión de Ética del máximo
tribunal por votar a favor del megaproyecto Hidroaysén, de la empresa
formada por Endesa y Colbún, a pesar de que tenía casi 110 mil acciones de
Endesa, adquiridas en 1988 y valorizadas en más de 97 millones de pesos al
momento del fallo. Pierry integraba la Tercera Sala que resolvió sobre los
recursos presentados en contra del proyecto en 2012 y su pronunciamiento fue
decisivo pues el proyecto fue votado 3 a 2.
El abogado, que se jubiló en 2016 al cumplir el límite de 75 años,
rechazó las acusaciones de conflicto de interés pues su paquete accionario era
inferior al diez por ciento que impone la ley al establecer las inhabilidades. En
su favor se dijo que, al no cumplir el requisito, Pierry no solo no podía
inhabilitarse, sino que estaba obligado por ley a cumplir su función. La
Comisión de ética terminó dándole la razón.
Otro abogado-ministro con extensas redes en el mundo empresarial es
Patricio Valdés Aldunate, quien, además, se diferencia de quienes han
ascendido desde dentro de la carrera judicial por poseer acciones en una amplia
gama de empresas: CMPC, Gasco, Masisa, CAP, Enersis, Copec, Invercap, Feria
La Calera, Iansa, Sociedad Anónima Soc. Fomento Fabril, y Banco Bice.
Su colega Carlos Künsemüller, en tanto, posee paquetes de Cencosud,
Colbún, Viña Concha y Toro, Enersis, Corpbanca, Aguas Andinas, Almendral,
Ripley, Banco de Chile, Banco Santander y SM-Chile.
Sin embargo, según la ley, como Pierry, mientras no superen el diez por
ciento de la propiedad accionaria en alguna de esas empresas, no pueden
inhabilitarse si se presenta una causa que les concierna. Y en favor de todos
ellos, se alega que en sus fallos no siempre han favorecido a las grandes
empresas y que en más de una oportunidad han fallado en contra. «Resuelven
lo que creen correcto según la ley, y no por interés de unas acciones sobre
sociedades que no controlan», afirma una fuente.
Como antes, las relaciones de parentesco entre los ministros del más alto
escalafón y otros funcionarios judiciales no solo se mantiene, sino que,
aparentemente, ha ido aumentado. Los observadores dicen que es poco
probable que un ministro de Corte Suprema pueda incidir en las decisiones de
un pariente juez, por las razones expuestas más arriba, pero las posibilidades de
tráfico de influencias se expanden cuando los parentescos se dan entre
ministros e hijos abogados. «Se conocen casos de profesionales que ofrecen
como parte de sus servicios la influencia que pueden ejercer sobre su padre
magistrado», señala una fuente.
Quizá una de las zonas donde hay más cruce de intereses es en los
llamados «centros de negocio» del Poder Judicial: notarías, archiveros y
conservadores de bienes raíces. Se trata de funciones que ejercen privados, pero
supervisados y designados por el Ministerio de Justicia, a partir de cinco
nombres que proponen las respectivas cortes de Apelaciones, cuyos ministros
«visitan» o supervisan su funcionamiento. Su remuneración está dada por
tarifas que cobran a los usuarios.
Por ejemplo, el conservador de Bienes Raíces de Santiago es Luis
Maldonado, hijo de un expresidente de la Corte Suprema del mismo nombre.
Se estima que sus ingresos oscilan entre los 140 y 160 millones mensuales,
después del pago de gastos de oficina y sueldos. La presión por obtener una de
estas nominaciones cuando se abre una plaza es, obviamente, alta, y es poco
claro cómo y por qué se eligen las personas que finalmente se las adjudican.
Más que los vínculos políticos, lo que parece pesar a la hora de decidir estas
designaciones son las relaciones de parentesco o la amistad.
Maldonado estuvo hace un tiempo involucrado en un escándalo de
extorsión, cuando una examante suya intentó cobrarle una alta suma de dinero
para evitar la publicidad de unas fotos en que el conservador aparecía desnudo
sobre una cama. La mujer y su abogado fueron condenados por extorsión, pero
él resistió el chaparrón, incluso la divulgación de esas fotos, sin perder el
puesto. Es difícil imaginar que un parlamentario o ministro de Estado
sometido a similar trance hubiera podido mantenerse en su rol.
Al conservador de Santiago le han llamado históricamente «la oficina del
fin de semana», pues a él han recurrido algunos magistrados para pedir el
cambio de cheques por dinero en efectivo, por un apuro de fin de semana;
cheques que el conservador tiene la delicadeza de no cobrar. Y se dice que esta
práctica se reproduce en algunos Conservadores de regiones.
En el presente gobierno, la ministra Javiera Blanco insistió en que su
amiga Patricia Pérez, exministra de Justicia bajo el gobierno de Sebastián
Piñera, fuera designada como conservadora de Bienes Raíces en Villa Alemana,
puesto en el que recibiría ingresos que se estiman, según cual sea la fuente
consultada, en un mínimo de 8 millones de pesos y un máximo de 27 millones
de pesos mensuales. Pérez es, a su vez, esposa del fiscal Pablo Gómez, designado
para investigar el posible financiamiento ilícito de campañas políticas a través
del caso SQM.
En los últimos días del gobierno de Sebastián Piñera, esa administración
designó como conservador en La Serena al esposo de su fiel aliada, la senadora
Lily Pérez, Miguel Bauzá.
Otra parcela de altos ingresos son las notarías. Por ejemplo, es sabido que
la notaria Linda Bosch obtuvo ese nombramiento gracias a las gestiones de
Servando Jordán, cuando ya tenían una relación de amantes. Las notarías
también han sido plazas donde la presión por nombrar amigos y familiares de
integrantes del Poder Judicial o personas con influencia política ha sido alta, al
punto que en 2012 se presentó un proyecto de ley para evitar el nepotismo en
estos nombramientos, que no ha avanzado.
Si bien la influencia y poder de los ministros de la Corte Suprema es la
sombra de lo que fue en el pasado, aún alcanza para zafar, aunque con más
dificultades que antes, de escándalos que en otros ámbitos consumen en la
hoguera del escarnio público a sus protagonistas, como los juicios por
paternidad.
En 2010, el animador de televisión Mario Kreutzberger fue demandado
de paternidad por un hombre que estaba convencido de ser su hijo. La noticia
acaparó la atención de los medios de comunicación que siguieron el caso en
todos sus detalles, hasta que un informe del Servicio Médico Legal dictaminó
que no había compatibilidad genética entre ambos y que, por lo tanto, Don
Francisco no podía ser el padre del demandante. Luego, el tema siguió vigente
con la demanda contra otro conocido animador, Julio Videla.
Paralelamente y sin que se escribiera una sola línea al respecto, un
ejecutivo de ventas de Talca, Alejandro Arriagada Arriagada, demandó por
paternidad al entonces ministro de la Corte Suprema Juan Araya Elizalde. De
acuerdo con el relato del joven, a quien entrevisté en Talca, Araya conoció a su
madre cuando él era Secretario en el Juzgado de San Antonio y ella, una
chiquilla de 16 años que acompañaba a sus padres al tribunal, por un pleito
que tenían. El joven magistrado, bastante mayor que ella, estaba solo en esa
ciudad porteña, pues había dejado a su esposa en Santiago. Alejandro cuenta
que, según le dijo su propia madre, el magistrado y ella iniciaron una relación
fugaz de la que resultó embarazada. Pero el juez volvió a Santiago para
convertirse en relator de la Corte de Apelaciones, sin darse por enterado.
Según los relatos que Alejandro conoció en su adolescencia, el magistrado
siempre negó esa paternidad y cuando se le acercaron algunos familiares para
confrontarlo, «respondió que no se metieran con él, que él tenía mucho poder
y trató a mis abuelos de ignorantes». Y así pasaron los años.
En algún momento, en su juventud, Alejandro lo llamó por teléfono,
pero recibió una dura y cortante respuesta, diciéndole que esa paternidad era
imposible. «En el momento en que yo le dije que era su hijo, me respondió:
“Usted señor está muy equivocado, tenga cuidado con lo que está haciendo,
porque se puede meter en problemas”. Yo le dije: “Pero si no estoy haciendo
nada malo”. “No, pero usted está diciendo que yo soy su padre y eso es
mentira, es falso. Su familia le mintió y yo no conozco a nadie de su familia” y
me cortó». En aquel tiempo, si el padre no reconocía a un hijo, había poco que
hacer para forzarlo.
Pero en 2010, aleonado por su pareja y cuando ya había nacido su
primera hija, en la vorágine del caso de Don Francisco, Alejandro buscó un
abogado que lo representara en un juicio por paternidad en contra del
magistrado. Ya entonces la nueva ley de filiación (que data de 1998 y fue
perfeccionada en 2005) ordenaba a los tribunales disponer de una prueba de
ADN, con o sin consentimiento del presunto padre que, de ser positiva,
obligaba al reconocimiento. La ley modificó el criterio anterior, en que esto era
una concesión del padre. Ahora se entiende que el reconocimiento es un
derecho de los hijos.
Alejandro cuenta que, sin embargo, no pudo encontrar un abogado que
tomara el caso en contra de un ministro de la Corte Suprema, pero no se
rindió y envió una carta al gobierno, entonces dirigido por Sebastián Piñera.
Como respuesta recibió una sugerencia: recurra a la Corporación de Asistencia
Judicial, que es el servicio que presta asesoría jurídica gratuita a las personas sin
recursos para costear un abogado y es atendido, como se cuenta en este libro,
por estudiantes en práctica que van rotando.
Pese a las dificultades, Arriagada, entonces un treinteañero, presentó su
demanda y, en poco tiempo, le cayó encima un equipo de abogados de
Santiago, que en nombre del juez, intentó persuadirlo de que estaba
equivocado.
«Yo les dije: esto es muy simple. Sigamos el proceso judicial, vamos al
Servicio Médico Legal y pidamos una prueba de ADN. Mi fuente es mi familia,
no creo que ellos me hayan mentido. Estoy seguro de que él es mi padre y estoy
dispuesto a hacerme el ADN. Pero si me mintieron y no estoy hablando con la
verdad, el único que puede salir perdiendo soy yo. Ellos aceptaron el examen,
pero si lo hacíamos en forma particular y no en el SML».
Alejandro accedió a la propuesta. Se concordó que si la prueba de ADN
salía positiva, él se contentaría con una recompensa económica y se desistiría de
la demanda de paternidad. Es decir, en la jerga jurídica, el asunto se resolvería
por la vía «extrajudicial».
«Yo estuve de acuerdo, pero pedí como condición que el día que él viniera
a hacerse el examen, hablara conmigo, que me conociera en persona. Y así fue.
Él me dijo: “Efectivamente tuve una relación con tu mamá, pero yo no soy tu
padre y te voy a decir por qué: en mi matrimonio he tenido solamente un hijo.
Quise más, pero no pude. Un examen clínico y la ciencia me dijeron que yo no
podía seguir engendrando más hijos. Por eso yo estoy convencido de que no
soy tu padre, además que la relación que yo tuve con tu mamá fue apenas un
ponceo”. Esa palabra usó».
Pero la prueba de ADN le dio la razón a Alejandro. El resultado fue que
existía un 99,9 por ciento de posibilidades de que Juan Araya fuera su padre. El
notario, donde se firmaría el acuerdo extrajudicial, se lo dijo al joven.
«Yo no hallaba qué hacer, te juro. Siempre soñé, y tal vez aún sigo
soñando, que él me diga: “Te pido perdón (por no haberte reconocido)” o que
se creara al menos un lazo, una amistad, poder rescatar algo, aunque fuera un
vínculo mínimo, un llamado, lo que fuera. Es angustiante saber que tienes un
hermano al que no le puedes decir hermano. Obviamente que él tiene una muy
excelente carrera, es fiscal del Banco Central», dice Alejandro.
Pero ese reencuentro de fantasía no se materializó. Araya pagó 20
millones de pesos y no quiso saber más de Alejandro..
Al poco tiempo, se sintió esquilmado. El dinero se le fue en pagar deudas,
darse algunos gustos y muy pronto estaba donde mismo: hijo de una madre
adolescente que luego de haberlo engendrado emigró a Argentina, criado por
sus abuelos sin mucho estímulo para seguir estudiando, con su trabajo como
vendedor, luciendo en su certificado de nacimiento solo el apellido de su
madre, y con una hija sin una historia qué contar sobre sus ancestros y sus
hazañas. Una hija sin abuelo.
Del acuerdo notarial y el pago de los 20 millones, dice Alejandro, no
quedó evidencia alguna. Los abogados se encargaron de que el pago fuera en
efectivo y de que no quedara un papel en que se reconociera su existencia.
Alejandro pensó en continuar con la demanda, pero entonces descubrió que su
abogado se había apurado en presentar, a su nombre, el desistimiento. «Me dijo
que era para generar las condiciones favorables al acuerdo». Ese fue el único
acto oficial que quedó registrado. Sin embargo, un cabo quedó suelto: «Unos
meses después, yo fui a la clínica Maule de Talca donde nos hicimos el examen
de ADN y pedí una copia del resultado. Para mi sorpresa, como yo era parte
involucrada, me la dieron».
Para esta entrevista, Alejandro me proporcionó una copia original de ese
certificado. En él se señala que se tomaron muestras de saliva con un algodón
de la boca de ambos. Tras el análisis de los indicadores genéticos, el informe
fechado el 19 de enero de 2011 concluye de modo contundente:
«Hay inclusión de paternidad por cuanto existe coincidencia entre Padre
Presunto e Hijo en todos los marcadores analizados. La persona cuya muestra
venía rotulada como perteneciente al Sr. Juan Araya Elizalde tiene una
probabilidad de 99.997 % de ser el padre biológico de la persona cuya muestra
venía rotulada como perteneciente a Alejandro Andrés Arriagada Arriagada».
Con ese resultado, en cualquier juicio de este tipo, se declara la
paternidad positiva del demandado. El joven volvió a la carga y presentó una
nueva demanda.
«Hubiera sido mucho más barato para él que me hubiera dicho:
“Reconozco mi error, sentémonos, conversemos, yo te puedo contar mi
historia” porque a lo mejor la culpa no es completamente de él. A lo mejor en
su tiempo se sintió solo, cuando no estuvo con su mujer, ella en Santiago y él
en San Antonio, a cualquiera le puede pasar, hombres y mujeres, todos somos
mortales, débiles, pero lo que no entiendo es por qué nunca quiso hacer nada.
Eso duele», dice.
Sin embargo, Araya, a pesar de estar al borde del retiro, no estaba
dispuesto a perder esa batalla. Le ganó al muchacho en primera y segunda
instancia y remató con el rechazo que hicieron en la Cuarta Sala de la Corte
Suprema sus, hasta hacía poco, colegas. Para la justicia el tema se había resuelto
con el primer desistimiento del joven y ya era cosa juzgada. Los argumentos de
sus abogados en cuanto a que en materia de paternidad no existe el criterio de
la cosa juzgada, no fueron atendidos.
Araya se retiró del Poder Judicial el 22 de enero de 2014, tras servir siete
años en la Corte Suprema. En la tradicional ceremonia de despedida, el
entonces presidente del máximo tribunal, Sergio Muñoz, dijo: «Lleva contigo
el afecto de todos tus colegas, representados por quienes hoy te acompañamos,
de todos los funcionarios que trabajaron junto a ti y de este, tu amigo».
En la audiencia, escuchaban atentos su esposa y a quien el magistrado
considera su único hijo, Juan Pablo Araya.
El ideal de que la justicia resuelva los conflictos que conoce sin mirar a
quién sigue siendo una quimera, opina el decano Vargas.
«En el caso de menor cuantía, contra defensores públicos, el Ministerio
Público lleva las de ganar. En el caso grande, con defensores pagados por las
partes, parece niño de pecho. Mientras más plata hay involucrada, mejor les va
(a los imputados). Esto, que siempre había sido así, se evidencia mucho más
ahora», opina.
Es decir, hay casos en que personas inocentes con poco poder para
oponerse a un fiscal y a un abogado con buenas relaciones con los medios de
comunicación, como Mario Schilling, terminan en la cárcel, como ocurrió al
profesor de música Julio Lorca, que estuvo preso un año y medio acusado de
abusar sexualmente de una niña con síndrome de Down antes de que la justicia
reconociera su error. Y otros en que a pesar de los graves antecedentes en su
contra, logran, con una buena defensa, esquivar las penas de presidio efectivo.
Por ejemplo, el caso Nutricomp-ADN. Se trata de una leche especial para
guaguas prematuras, producida por B. Braun Medical, y cuya preparación
defectuosa implicó la muerte de seis niños y daños a otras 59 personas entre
2007 y 2008. Los exejecutivos de la empresa, acusados originalmente de graves
delitos, contrataron al estudio del abogado más prestigioso en el ámbito penal,
Luis Ortiz Quiroga.
Conocedores del caso cuentan que el profesional se dedicó tiempo
completo a esta causa y que, durante el período más álgido de la defensa, cerró
el estudio, derivando los clientes que tenía entonces a otros colegas. Además, se
contrataron expertos extranjeros que estuvieron alojados en Chile, con todos
los gastos pagados, por varios meses y con honorarios de mil dólares la hora,
cada uno. El objetivo era evitar que los exejecutivos fueran a la cárcel y Ortiz lo
consiguió. En la sentencia final, en la Corte Suprema, los exejecutivos Ezio
Olivieri, Egon Hofman, Robert Oiteker y Juan Cristóbal Costal, fueron
condenados solo por delitos de salud pública a cuatro años de presidio que
cumplirían en libertad.
¿Se ha convertido en estos años el Poder Judicial en un auténtico poder
del Estado,? El primer ministro de Justicia de Patricio Aylwin, Francisco
Cumplido, entrevistado para este libro, opina que, a pesar de los avances, aún
no. «Para ser un poder del Estado los Tribunales deberían gozar de
independencia financiera, que no tienen actualmente, pues dependen de lo
aprobado en la ley de Presupuesto por el Presidente de la República y el
Congreso Nacional. Asimismo, el procedimiento para designar a los Ministros
de la Corte Suprema, como lo advertí en su oportunidad, ha conducido a
politizar los nombramientos indebidamente».

¿Lo justo o lo legal?

Por último, entre tantas cosas que se pueden decir sobre los cambios en la
administración de la justicia en estos años, es que del irrestricto apego a las
leyes, que defendían los jueces cuando se les reprochaba no haber hecho más en
defensa de los derechos humanos, durante dictadura, se ha pasado al criterio de
resolver según lo que se considera justo o constitucional, aún en desmedro de
lo que expresa la letra de la ley.
El exministro Cumplido revela que «los tribunales chilenos resuelven
muy influidos por el régimen político vigente, como lo demuestran las
investigaciones académicas. En efecto, en los regímenes dictatoriales y
autoritarios habidos en nuestro país la interpretación de la Constitución, de las
leyes, de los decretos con fuerza de ley y, especialmente, de los decretos leyes es
restrictiva y literal, preferentemente. En los regímenes democráticos la
interpretación es finalista y actualizadora. Así se comprueba en materia de
violaciones de los derechos humanos, en los que, en el último tiempo, se
resuelve, por ejemplo, que tales delitos no prescriben, de acuerdo con los
tratados internacionales suscritos por Chile y vigentes, o que las amnistías no se
pueden aplicar respecto de esos delitos, que los procesos sobre detenidos
desaparecidos no pueden cerrarse mientras no se determine lo ocurrido».
Esto, que a primera vista suena loable, no lo es tanto a ojos de los
especialistas. No son pocos los que opinan que el criterio debió haberse
aplicado a la inversa. Es decir, bajo dictadura, cuando las leyes eran claramente
oprobiosas o ilegítimas, los jueces podrían haber hecho gala de su facultad para
aplicar un criterio de justicia más que uno legal.
Pero, en democracia, cuando las leyes las hace el Congreso donde, al
menos en teoría, está representado el pueblo, el Soberano, los jueces deben
hacer un esfuerzo por apegarse a la letra de la ley, pues esta goza de la
legitimidad democrática. El criterio de un solo juez, por brillante o justo que se
considere, no se equipara, en un sistema democrático, a la expresión del
Soberano y sus leyes.
La expansión del criterio constitucionalista ha hecho que hoy sea más
difícil que nunca, dicen algunos, saber cuál es la jurisprudencia válida, pues
todo dependerá de la sala y de la opinión particular que tenga cada magistrado.
Pero, bien, este es un tema que les dejo para reflexión mientras leen y se
enteran de lo que fue, a ojos de esta periodista, hasta el fin del siglo XX, la
Justicia Chilena.
Alejandra Matus
Agosto, 2016
En memoria de Carlos Orellana y Bartolo Ortiz
Palabras preliminares

Llevaba varios días tratando de hallar el punto de partida de estas líneas


explicativas, cuando recibí una llamada telefónica desde Santiago. Rodolfo
Arenas, periodista de La Tercera, se comunicaba conmigo: habiéndose enterado
de la existencia de este libro quería la primicia de un anticipo para su diario o,
al menos, la información necesaria para preparar una crónica. Me vi forzada a
recurrir a todo tipo de evasivas. No quería revelar detalles de su contenido, que,
hechos públicos antes de la aparición de la obra, podían ponerla legalmente en
peligro.
Recordé algunos hechos ocurridos durante mis últimos meses en Chile.
Los periodistas Rafael Gumucio y Paula Coddou fueron a parar a la cárcel solo
porque en un artículo ella reprodujo las opiniones expresadas por él en una
entrevista. Gumucio dijo simplemente que el ministro Servando Jordán de la
Corte Suprema era «feo y de pasado turbio». Por menos fueron más tarde
encausados y también encarcelados —por un breve período, lo que no le quita
gravedad al incidente— el exdirector de La Tercera, Fernando Paulsen, y el
periodista José Ale.
La llamada de Arenas sirvió para revivir en mi ánimo las aprensiones por
los riesgos que corremos (la casa editorial y la autora) por el solo acto de
difundir hechos que, aunque fundamentados y comprobados, van a resultar
ciertamente incómodos para sus protagonistas. Y qué contrastante me resulta
esta realidad cuando la comparo con la de otros países democráticos, en donde
no hay cortapisas para criticar a sus autoridades a través de los medios de
comunicación, reírse de ellos incluso, sin que el periodista o escritor corra el
peligro de tener que ir a parar a la cárcel. No necesitamos ir muy lejos, basta
cruzar la frontera y asomarse a la Argentina. Otro ejemplo —muy reciente y de
resonancia planetaria— es el que hemos visto desarrollarse en el país más
poderoso del mundo, cuya seguridad no pareció sufrir ningún riesgo con las
escabrosas historias de la vida íntima del Presidente que se hicieron públicas.
Recordé las dificultades que tuve muchas veces que enfrentar, ideando
todo tipo de eufemismos y rodeos lingüísticos para esquivar los rigores de la
Ley de Seguridad del Estado. Ella protege, como se sabe, a nuestras autoridades
políticas y administrativas, a los generales y a los ministros de la Corte
Suprema. ¡Cuántas veces fui censurada porque el artículo se ocupaba de alguno
de estos intocables!
Se revivieron con esa llamada mis temores. Los mismos que tuvieron que
superar las casi ochenta personas que entrevisté a lo largo de varios años para
poder penetrar en las intimidades de nuestro Poder Judicial. Similares también
a los que, sacando fuerzas de flaqueza, alimentaros mis energías en la tediosa
tarea de investigación, de verificación de antecedentes, de cotejo de fuentes.
Artículos de diarios y revistas, expedientes legales, oficios judiciales,
monografías, los pocos libros que se han escrito sobre el tema.
Es absurdo y quizás si hasta ridículo, tener que admitir que sentí esos
temores, y que en alguna medida todavía los vivo, cuando en Chile ha
transcurrido ya casi una década de haberse recuperado la democracia.
Sin real libertad de expresión el periodismo se pervierte, pierde su altura
ética y puede transformarse en un engendro monstruoso: inquisitivo, osado,
mordaz, descalificador y hasta cruel contra quienes no tienen leyes que los
protejan; tolerante, obsecuente y servil con los poderosos, sin excluir, por
supuesto, a la autoridad, a la que sin embargo está llamado a fiscalizar.
Creemos en la libertad de expresión y creemos en la necesidad del
periodismo fiscalizador, que investiga e informa, que no persigue denigrar a
personas o instituciones, pero que tampoco vacila en acometer la verdad,
aunque esta, como es a veces inevitable, moleste a algunos de los protagonistas
de la sociedad en que vivimos.
Esto último puede ser un obstáculo, porque un libro como este, escrito
pensando en los principios enunciados, aunque sea social y culturalmente
necesario, es evidente que corre el riesgo de concitar la ira de quienes se han
predefinido como encarnaciones de la Virtud Pública, la Seguridad y la Patria.

Las cosas han cambiado desde que en 1992 comencé mis investigaciones con
miras a la preparación de este libro. Iniciado el gobierno de Eduardo Frei
Ruiz-Tagle, la vieja Corte y ciertas prácticas se quedaron sin su paraguas
protector. La posibilidad cierta, por ejemplo, de una acusación constitucional
contra algún magistrado y, tal vez principalmente, los recientes cambios en la
cúpula del más alto tribunal, han debilitado algunos de los viejos vicios. La
aprobación, además, de leyes tan radicales como la modificación del proceso
penal, son signos de la recuperación que se avizora, que viene lenta pero que ya
está en marcha.
Es evidente que todavía queda bastante bajo la alfombra. Hay que
recapitular muchos actos de la Magistratura que entrañan traiciones a la
confianza pública, y que continúan siendo convenientemente ignorados por la
mayoría de la población. También hay otros aspectos importantes que merecen
conocerse: los actos de grandeza, valentía y hasta heroísmo de muchos de sus
hombres.
No he pretendido escribir «todo» acerca de la Justicia chilena, sino narrar
solo lo necesario para explicar y entender lo que ha sido su itinerario, el
ejercicio de sus funciones en tanto «Poder» del Estado. El lector, especialmente
el más informado, encontrará ciertamente que hay en este trabajo omisiones y
hasta simplificaciones. Son propios de las dificultades de un lego, cuya cercanía
al tema se ha dado, no desde el ángulo del profesional de la jurisprudencia,
sino del periodista preocupado del «área judicial» durante largos años en
diversos medios de comunicación. No tengo ninguna duda de que hay jueces y
abogados que disponen de información mucho más amplia que la mía, o que
habrían privilegiado la evocación de antecedentes que, aun yo conociéndolos,
no consideré pertinente evocar.
No están en estas páginas las historias de algunos grandes casos judiciales
—cada uno de los cuales da probablemente para un libro aparte—, y aquellos
que se mencionan son, por lo general, únicamente aludidos para dar luces
sobre el comportamiento de la Corte Suprema, hilo conductor y tema central
de este libro. Otro tanto ocurre con aquello que podría relatarse a propósito de
los abogados, la policía, la gendarmería, el Servicio Médico Legal.
Muy lejos de mí la idea de querer emparentar la estructura de este
volumen con modelos literarios ilustres. Puede, sin embargo, leerse conforme al
consejo cortazariano: en cualquier orden. El producto será siempre el mismo.
En todos los capítulos el lector encontrará componentes de la viga maestra
sobre la que descansan las afirmaciones de mi libro: no ha existido en la
Historia de Chile un Poder Judicial que se entienda y conduzca como tal; lo
que hemos tenido —salvo, reitero, las actuaciones aisladas de jueces tan
brillantes y valientes como escasos— ha sido un «servicio» judicial, no más
moderno, ético ni independiente que cualquier otro de la administración
pública.

La autora
Miami, Estados Unidos, 1999.
Capítulo I

El poder degradado
Secretos de palacio

El frío marmóreo del Palacio de los Tribunales se pega a la piel como el vaho de
un frigorífico. La sensación de estarme congelando en eternas esperas es lo
primero que recuerdo al repasar esos cinco años que estuve cubriendo el sector.
El invierno parece más crudo y más largo en medio de esos pasillos.
Cuando comencé —en 1990, para el diario La Época— no había sala de
periodistas en el edificio que alberga a la Corte de Apelaciones de Santiago y a
la Corte Suprema. Tampoco baño para mujeres. El café de la Estelita —que
todavía pasa una vez al día con sándwiches, queques y café con leche— era lo
único cálido en esos tediosos plantones que podían durar hasta doce horas. O
dieciséis o dieciocho, si había algún caso especial. Y, por esos años, los había a
montones.
Recién llegada, un día vi al ministro Jordán, trastabillando y apoyado en
los hombros de un empleado que lo llevaba hasta su vehículo.
En otra ocasión, presencié como este ministro se retiraba temprano sin
cumplir con su obligación de firmar las resoluciones del día, cuando presidía la
Cuarta Sala.
Yo me había quedado esperando el «listado» de fallos (es el nombre que
dábamos a una página que preparaban los funcionarios de secretaría, con el
resumen del trabajo de todas las salas, al finalizar el día). Excepcionalmente, el
listado no salía. Los funcionarios me dijeron que estaban esperando las
resoluciones de la Cuarta Sala. Jordán, se había ido poco antes de las cinco de
la tarde diciendo: «Voy y vuelvo», pero no regresaba. Cerca de las ocho de la
noche, los funcionarios se dieron por vencidos. El listado quedó pendiente para
el día siguiente, cuando Jordán reasumiera sus labores.
Era usual entonces que este magistrado llegara atrasado y se fuera
temprano, aunque su obligación, como la de todo juez, era la de permanecer
en su despacho por lo menos cuatro horas al día (o cinco, si la sala tenía
atraso). Es decir, por lo menos de dos a seis de la tarde. Las continuas faltas a
este compromiso le granjearon reprimendas de algunos de sus propios colegas,
quienes se irritaban por su feble disciplina y el retraso que provocaba en el
trabajo de los demás.
Tengo viva la imagen del mismo juez paseándose un día, lentamente, con
los pantalones mojados, de ida y vuelta por el pasillo del segundo piso (donde
funciona la Corte Suprema), mientras conversaba con uno de mis colegas.
Ambos pasaron junto a mí dos veces. La amplia mancha de líquido en los
pantalones grises del ministro era fácilmente distinguible de frente y de
espaldas.
—El dice que se le dio vuelta un jarro con agua —me explicó suspicaz mi
colega, más tarde.
Un misterio para mí era la tolerancia colectiva de la magistratura a la
figura del fiscal de la Corte de Apelaciones de Santiago, Marcial García Pica.
Una vez tuve que visitarlo, pues había emitido un informe favorable a
una resolución del ministro Juica, en el caso degollados y me interesaba escribir
un artículo al respecto.
Fui a sus oficinas, ubicadas en el delgado tercer piso que emerge justo
sobre la Corte Suprema. Hice antesala con una menor en uniforme escolar. Era
una de las «sobrinas» del fiscal. Yo entré primero. García Pica, un hombre viejo
y macizo, vestía unos suspensores burdeos sobre su camisa blanca. Sentado
detrás de un escritorio de carpeta verde —me recordó al Servicio de Impuestos
Internos— me preguntó cuál era el motivo de mi visita. Empecé a explicar,
pero el magistrado parecía no entender lo que yo le decía. No recordaba haber
escrito el mentado informe. Súbitamente, comenzó a lanzarme besos y a hacer
grotescas muecas con la boca. El anciano continuó sus avances con piropos.
Desconcertada, me levanté y salí. El fiscal instruyó a su secretaria para que me
entregara el informe que yo andaba buscando.
Más tarde, reporteando para este libro, me enteré de otros detalles acerca
de este funcionario —quien, al menos en la letra de la ley, representaba los
intereses de la sociedad ante el tribunal de alzada— que narraré más adelante.
También recuerdo de aquellos primeros años la congoja de un amigo
nuestro, un profesional a quien un abogado le pidió el favor de llevar un
maletín a determinado magistrado de la Corte Suprema. Cuando llegó con el
encargo, las actitudes del destinatario le hicieron comprender que el maletín
contenía una recompensa. Había sido usado como correo para pagar una
coima y no sabía cómo quitarse esa mancha de encima. Aunque no tuvo interés
pecuniario alguno en la operación, por mantener la confianza del abogado y
del magistrado, nuestro amigo optó por callar.
Recién asumido el Gobierno Patricio Aylwin los tribunales eran,
periodísticamente, tierra descubierta y conquistada por los profesionales de El
Mercurio y La Segunda, Miguel Yunisic y Daniel Martínez, quienes,
legítimamente, no estaban dispuestos a compartir sus fuentes, ganadas durante
años de oficio, aunque sí —especialmente Daniel—, aceptaban ejercer cierta
labor pedagógica con la nueva hornada de periodistas de Tribunales: Mario
Aguilera, Claudio Mendoza, Teresa Barría, Yasna Lewin, Sebastián Campaña y
yo.
Antes incluso de pensar en reportear, había que aprender algunas
nociones básicas de la forma en que operaba este sector, en que el lenguaje era
ininteligible, los jueces inasequibles y los relacionadores públicos, inexistentes.
En mis primeros días, llegaba al edificio tempranísimo y me paseaba por
sus cuatro pisos de escaleras y recovecos tratando de entender. Las caras de
jueces y abogados me eran, como para casi todos los ciudadanos,
absolutamente desconocidas. Me daba pavor pensar en aquella frase: «La ley se
entiende conocida por todos». Yo, a diario, me daba cuenta que con mis
entonces tres años de ejercicio profesional y mis estudios universitarios, no la
conocía. Tampoco esas personas de ropas y zapatos gastados, que preguntaban
conmigo: «¿Dónde está la primera sala?».
Si la ley era un misterio para mí, los procedimientos judiciales, un
acertijo.
Durante los primeros meses mis colegas me dieron como bombo en
fiesta. Cuando yo iba a la Corte, ellos estaban en algún tribunal. Cuando me
iba al juzgado, la actividad estaba en las fiscalías militares.
Pero poco a poco aprendí a leer los movimientos de actuarios y jueces. A
descifrar los incomprensibles letreros que cuelgan de las paredes para
«informar» a los litigantes qué causas se verán cada día. El significado de la letra
y el número negro de metal que los oficiales de sala cuelgan en menudas
pizarras de madera cada vez que se inicia la vista de una nueva causa. A
rastrojear en los libros. A indagar en los listados de fallos.
Fue un duro proceso de autoeducación que eliminó de mi memoria la
imagen idealizada del Poder Judicial, construida a temprana edad sobre la base
de retazos de películas norteamericanas y series televisivas.
Yo llegaba antes de que las salas de las Cortes de Apelaciones y de la
Corte Suprema empezaran a funcionar (a las dos de la tarde, casi todo el año,
excepto en el corto verano, en que la media jornada de labores se traslada a la
mañana) y me iba mucho después de que los magistrados partían a sus casas.
Al medio año, ya podía «ver». Por ejemplo, distinguir cuando se estaba
realizando un «alegato de pasillo». Identificar la estampa de ciertos mediadores
que aparecían solicitando audiencias con ministros de la Corte Suprema
después de las 18 horas, aprovechando la leve oscuridad que sucedía a la
extinción paulatina de la iluminación interna.
En el sistema chileno, que no tiene imitadores en ninguna parte del
mundo moderno, el papel escrito ha sido históricamente la medida de toda
acción judicial. Allí donde se perdió un expediente, el proceso y la posibilidad
de reparar un daño o dar a cada quien lo que le corresponde desaparece, las
más de las veces, para siempre. La táctica de pagar a algún funcionario una
pequeña suma de dinero para que «extravíe» un legajo es antigua. Un día vi a
una persona, a quien tenía en alta consideración por su reconocida probidad,
acudir a esta argucia para hacer desaparecer una causa de nulidad matrimonial
que se había complicado mucho para un cliente suyo.
También oí. Oí tantas cosas que me parecía inconcebible que el resto de
los medios las ignoraran. Cuando discutíamos el tema, algunos de mis colegas
suscribían la tesis de que solo debía escribirse aquello escrito en papel oficial.
Que no se debía informar de un fallo mientras no estuviera firmado —la
publicidad anticipada, argumentaban sobre la base de su propia experiencia,
podía instigar a los jueces o ministros a cambiar de parecer—. Cierto sentido
reverencial los cohibía de reportear los entretelones de las decisiones judiciales.
Era la herencia de otros tiempos que los advenedizos al sector no estábamos
dispuestos a venerar.
Un día de junio de 1991, bastante tarde, me encontré con el funcionario
del Consejo de Defensa del Estado (CDE) encargado de permanecer al tanto
del avance de las causas. Parecía acongojado. Me contó sobre un extraño fallo
de la Tercera Sala de la Corte Suprema que había otorgado la libertad a un
narcotraficante procesado por la internación de cocaína más grande descubierta
hasta entonces y que el CDE ni siquiera se había enterado. El funcionario temía
perder su puesto, porque era su responsabilidad perseguir esa causa. El caso
apareció en las páginas de La Época y, un mes más tarde, en la revista APSI, pero
los demás medios ni siquiera mencionaron el hecho. Tales antecedentes
tampoco fueron motivo de interés político.
Era el tiempo del enfrentamiento entre el Ejecutivo y la Corte Suprema,
por la actuación de los tribunales en los casos de violaciones a los Derechos
Humanos y por los proyectos de reforma. Momentos en que la oposición
defendía a brazo partido la «independencia» del Poder Judicial y se oponía a
cualquier intento de «politizarlo». El Mercurio, que ha sido por años el medio
por excelencia entre jueces y abogados, editorializaba en el mismo sentido. Los
ministros, tras el escudo del irascible —pero probo— presidente de la Corte
Suprema, Enrique Correa Labra, se sentían seguros.
Afuera, el país parecía enfrentar problemas más importantes. La tensión
entre el Ejército y el recién instalado gobierno de Aylwin era la preocupación
central. Los actos de violencia de grupos de extrema izquierda añadían
inesperados ingredientes a la ya difícil gobernabilidad.
Por eso, aunque en el seno del Poder Judicial se hablaba de corrupción —
de corrupción en la propia Corte Suprema— el tema permaneció por un
tiempo desconocido masivamente y sus autores, impunes. No fue sino hasta la
acusación constitucional contra Hernán Cereceda que las lenguas se soltaron.
Un poco.
Se soltaron todavía más con la posterior acusación contra Servando
Jordán, quien fue el chivo expiatorio escogido para pagar pecados propios y
ajenos. Pero la acusación llegó tarde, cuando la mayor parte de las faltas
estaban consumadas y Jordán —lo mismo que otros magistrados— le había
bajado el perfil a ciertas actitudes, tal vez para ocultarlas del escrutinio público.
Fue en los primeros años de los ‘90 que cristalizó en la Corte Suprema el
punto más bajo de un largo proceso de degradación. Si no fuera por la actitud
individual de algunos notables magistrados la condena sería total.
La renuncia a los objetivos de su ministerio por parte de algunos
integrantes del más alto tribunal fue particularmente dañina, considerando que
la estructura del sistema es extremadamente jerarquizada. Se crearon
mecanismos tácitos de protección. «Yo no te acuso, tú no me acusas».
En algunos tribunales se llevaban cuadernos de los ministros que
llamaban pidiendo favores. No para denunciarlos (hasta ahora no ha ocurrido),
sino para «cobrar» el favor cuando llegara el momento en que se necesitara
alguna ayudita «de arriba».
Se crearon núcleos de poder. Quien quedaba fuera de alguna «familia»,
sin un padrino, podía considerarse huérfano y estancando en su carrera, tal vez
para siempre.
Para oponerse a la voluntad superior había que ser más que honesto.
Había que ser heroico. Las facultades discrecionales de la superioridad,
definiendo los destinos de cada funcionario, eran tan grandes que cualquier
gesto de oposición podía interpretarse como desobediencia. Rebeldía que sería
castigada con una sanción directa o con algo peor, intangible: la postergación.

Los amigos de Aylwin

Cuando Patricio Aylwin asumió el gobierno, contaba con una Corte Suprema
absolutamente hostil, que había sido remodelada en los últimos años de
Gobierno militar con personas que el ministro de Justicia, Hugo Rosende,
consideró incondicionales. Según se recapitula más adelante, no importaron
mucho los méritos de los postulantes, sino la lealtad e incondicionalidad al
ideario del general Augusto Pinochet.
Apenas instalado en La Moneda, Patricio Aylwin comenzó a recibir toda
suerte de comentarios acerca de negligencia, actitudes indecorosas y hasta
corrupción entre ministros de la Corte Suprema. Sus amigos —casi todos
abogados— canalizaban parte de estos comentarios que se hacían privada, pero
animadamente, en los tribunales.
Aylwin dijo a tres de sus más cercanos colaboradores que si le traían algo
concreto, «se podría hacer algo».
El Ejecutivo no tiene facultades fiscalizadoras sobre la Corte Suprema y el
Parlamento cuenta como única herramienta la medida extrema de la acusación
constitucional. Aylwin no estaba en posición de patrocinar una, pero sí de
sugerir la renuncia a algún magistrado «complicado» con ciertos antecedentes.
Eso es lo que sus amigos entendieron por «hacer algo»[1].
Los escogidos se propusieron reunir pruebas que dieran respaldo a las
acusaciones que se estaban haciendo y pidieron a los denunciantes que las
sustentaran con sus testimonios o con alguna prueba documental.
Uno de ellos, Alejandro Hales, cuenta que «tuvimos la intención de
aportar. Queríamos armar dossiers, pero no tuvimos la capacidad. Primero,
porque no éramos policías, ni podíamos usar métodos habituales en otras
épocas. Y segundo, porque se decían muchas cosas, pero a la hora de pedir
pruebas, las acusaciones se diluían»[2].
Hales afirma que la petición nunca la formuló el Presidente, sino que fue
iniciativa propia.
Otro de los profesionales, que admite haber recibido el encargo de boca
del Presidente, afirma que de todo lo que oyó, solo encontró testigos dispuestos
a ratificar afirmaciones sórdidas sobre la vida privada de Luis Correa Bulo, uno
de los ministros de la Corte de Apelaciones que Aylwin nombraría en la Corte
Suprema. Este colaborador sabía que Correa Bulo había tenido una actitud
constante y valiente en las causas por violaciones a los derechos humanos y no
estaba dispuesto a que de todos los magistrados acusados de actitudes
irregulares, Correa Bulo fuera el único en pagar. «Nunca le dije a Aylwin»,
afirma hoy[3].
Era discutible la presunta incompatibilidad del comportamiento descrito
por esos testigos con el ejercicio del ministerio. Tal vez, hasta discriminatorio.
Pero no lo es el reproche a otras conductas del ministro Correa Bulo.
Conductas que llevarían posteriormente al propio Aylwin a manifestar a
cercanos suyos su arrepentimiento por haberlo nombrado en la Corte
Suprema[4].
El tercero de los encomendados por Aylwin logró reunir alguna
información que le entregó al Presidente y este, después de procesarla, la habría
derivado, sin revelar su fuente, al ministro de Justicia, Francisco Cumplido,
quien nunca estuvo enterado de las intenciones de las amistades de Aylwin,
pero asegura que, paralelamente, también recibió información. Una vez un
abogado le dijo: «Al ministro tal le pagamos tanto dinero por este fallo».
Cumplido le pidió al profesional una prueba: el recibo del depósito. El
abogado se esfumó, pero no pasó mucho tiempo para que ambos volvieran a
encontrarse. El ministro preguntó:
—¿Y…? ¿Qué pasó con el recibo…?
—Es que eso es muy complicado para mí. Yo te conté para que
intervinieras tú.
—Pero sin pruebas no puedo hacer nada. Tú dices que quieres ayudarme
a limpiar esto, pero no lo estás haciendo…[5]
Cumplido oyó a otros que, aunque pocos, estuvieron dispuestos a
ratificar sus quejas. Muchas de ellas eran formuladas por personas de escasos
recursos que tenían que lidiar con la corrupción en el último peldaño del
sistema judicial. Allí donde los actuarios —que cumplen apenas con el mínimo
requisito de haber egresado de cuarto medio— y los oficiales de sala aparecen
mandando más que el distante e inaccesible juez.
Cuando Cumplido representó acusaciones fundadas contra los tribunales
de primera instancia, los presidentes de la Corte Suprema Luis Maldonado y
Enrique Correa ordenaron inmediatas investigaciones y adoptaron sanciones.
Es lo que ocurrió con el comportamiento indebido de ministros y jueces
ariqueños en causas de narcotráfico y con los casos de corrupción flagrante en
los Juzgados de San Bernardo.
Durante el período de Patricio Aylwin la Corte de Apelaciones de
Santiago investigó las irregularidades cometidas por los jueces Geraly Sterio
(quien nunca fue habida para su procesamiento), Pedro Cornejo, Lientur
Escobar y Eduardo Castillo, quienes luego fueron removidos del servicio por la
Corte Suprema.
Pero, en dos ocasiones Cumplido informó a la Corte Suprema sobre una
actuación irregular entre sus pares. Luis Maldonado y Marcos Aburto fueron
los receptores de sendas quejas contra los ministros Arnaldo Toro y Servando
Jordán. Ninguno de los dos fue sancionado, ni investigado en sumarios
internos, pues el procedimiento ni siquiera está contemplado en esas alturas del
Poder Judicial.

El viaje de «Torito»
El ministro Arnaldo Toro fue uno de los últimos designados durante el
gobierno militar. Llegó a la Corte Suprema el 12 de julio de 1989 sin que
pueda contarse en su currículum ninguna actividad académica de importancia,
ni fallo relevante. Según un magistrado en funciones en la Corte Suprema, a
Rosende se le acabó la lista de ministros que pudiera considerar
incondicionales y tuvo que «raspar la olla»[6]. Otros dicen que fue
recomendado por Manuel Contreras. El caso es que Toro, «Torito», como le
decían sus colegas, asumió.
Los ministros de la Corte Suprema tienen derecho a pedir tres días libres
al mes y seis días administrativos al año, más 30 días de vacaciones. Sin
embargo, no están obligados a firmar un libro de asistencias. De su presencia
en el tribunal solo queda constancia en una página que se cuelga en las pizarras
ubicadas afuera de cada sala, para que los abogados sepan qué ministros están
presentes, cuáles están ausentes y quiénes los reemplazan en un día equis.
Indagar cuántos días libres se toma cada uno al año es una tarea casi imposible.
No obstante, es un hecho que Arnaldo Toro ha sido, desde que asumió su
cargo, el ministro más ausente. Pocos podrían incluso describirlo físicamente.
Personalmente, durante los cuatro años que pasé más horas en ese edificio que
en ningún otro lugar y en los que memoricé los rostros de la mayoría de los
magistrados, de los funcionarios y hasta de los gendarmes, no recuerdo haberlo
visto.
Toro se ha tomado todos los días libres a que ha tenido derecho
legalmente. Aunque eso ya es bastante, fue más allá cada vez que pudo. Y si
bien los presidentes que ha tenido el máximo tribunal han iniciado sus
períodos tratando de poner coto al exceso de inasistencias, «es difícil para ellos
decir que no a un colega, especialmente cuando argumenta graves dificultades
personales»[7].
Toro, además, sufre de sinusitis crónica. Largos episodios de este malestar
lo aquejan varias veces al año, de acuerdo con el registro de licencias médicas
que ha presentado durante su ejercicio ante la Corte Suprema.
Sus prolongadas ausencias no fueron obstáculos, empero, para que
realizara la gestión judicial, en 1990, que motivó los reparos del Ministerio de
Justicia ante el presidente, Luis Maldonado.
El 2 de octubre de 1990, Toro, Marianela Valencia y Sergio Ramos
Echaiz abordaron el avión Ladeco que cubría el trayecto entre Santiago y
Antofagasta, con escala en Copiapó. Las tres reservas se hicieron bajo un
mismo código: «C.2.»
Ramos era el socio principal y administrador de la Sociedad Legal Minera
Afuerina, que se hallaba en una disputa legal con la Compañía Minera Ojos
del Salado, en dos causas acumuladas en el Tercer Juzgado de Letras de
Copiapó, bajo los roles 26.932 (originada en el Primer Juzgado) y 5.017
(iniciada en el Tercero).
La razón de ambas causas era una disputa entre La Afuerina y Ojos del
Salado por una inversión que haría Philips Dodge Corporation, bajo el nombre
de proyecto cuprífero La Candelaria. La Afuerina aparecía como la beneficiaria
de los 300 millones de dólares que Philips Dodge Corporation planeaba
invertir. Pero Ojos del Salado reclamaba que los bienes que se usarían para
concretar el proyecto (identificados como «Lar 1-10») le pertenecían.
Al llegar a Copiapó, Toro y sus acompañantes se alojaron en la casa del
cuñado de Ramos, el empresario Sergio Herrero. Ese mismo día, el titular del
Primer juzgado, Álvaro Carrasco, le llevó al ministro de la Corte Suprema una
fotocopia de los expedientes.
Dos días después, aprovechando una ausencia provisoria del titular del
Tercer Juzgado, Toro llamó a Carrasco —que, recordemos, era juez del Primer
Juzgado— y le ordenó reponer una resolución que había sido desechada el 15
de ese mes, en la causa que se había iniciado en el Tercero. La instrucción era
acoger las peticiones de La Afuerina.
Al día siguiente, Samuel Lira, exministro de Minería bajo el gobierno
militar y apoderado de Ojos del Salado, se quejó ante el presidente de la Corte
Suprema, Luis Maldonado.
—Usted tiene que llamar al magistrado para asegurar la imparcialidad en
este caso —le dijo al magistrado.
Maldonado ordenó a su secretaria que le comunicara con el tribunal
copiapino. Cuando logró contactarse con el juez Carrasco, Maldonado
comprobó que efectivamente Arnaldo Toro estaba presionándolo.
—No se deje influenciar… Usted falle ajustado a Derecho y no se
preocupe de nada más. Nosotros lo vamos a proteger —le dijo Maldonado al
atemorizado juez[8].
El caso llegó también a oídos del ministro Francisco Cumplido, quien se
entrevistó con Maldonado para plantear oficialmente la queja.
Es probable que Maldonado haya amonestado privadamente a Toro, pero
no se inició ninguna investigación oficial sobre su proceder y estos
antecedentes nunca se hicieron públicos.

Las primeras batallas de Aylwin

A fines de los ‘70 el llamado grupo de los 24, encabezado por Patricio Aylwin,
comenzó la elaboración de proyectos que incorporaría a su plataforma
gubernamental. Una subcomisión de ese grupo, dirigida por Manuel Guzmán
Vial, desarrolló los lineamientos para el sector justicia. La preocupación
principal era entonces cómo enfrentar el tema de los derechos humanos.
Una vez que Aylwin asumió el poder, Guzmán se convirtió en el
presidente de una comisión oficialmente encargada de estudiar proyectos de
reforma al Poder Judicial. Mientras el grupo trabajaba, el Presidente asumió
una estrategia de choque.
El viernes 30 de marzo de 1990, apenas después de probarse la banda
presidencial, Aylwin inauguró la XVII Convención de Magistrados en Pucón.
En la testera estaban sentados el presidente de la Corte Suprema, Luis
Maldonado, el presidente de la Asociación Nacional de Magistrados, Germán
Hermosilla, el ministro de Justicia, Francisco Cumplido, y el presidente de la
Cámara de Diputados, José Antonio Viera-Gallo. Centenares de magistrados
desde Arica a Punta Arenas asistían a esta, la primera convención tras el fin del
régimen militar, una de las más concurridas en la historia de la Asociación.
Apenas empezando su discurso, Aylwin dijo: «Nadie puede objetivamente
negar que la administración de justicia experimenta una grave crisis»[9]. Varios
de los que escuchaban se removieron, incómodos, en sus asientos.
El Presidente recordó la figura de su padre, Miguel Aylwin, quien fue
presidente de la Corte Suprema al finalizar los ‘50, e hizo un listado de las
deficiencias del sistema. Partió mencionando la falta de tribunales —nada
nuevo, esa era una demanda compartida por todos los que habían presidido la
Corte Suprema durante, por lo menos, dos décadas—, pero continuó
afirmando que, según la opinión ciudadana, la judicatura no actuaba como un
Poder del Estado realmente independiente.
«Se la ve más bien como un mero servicio público que “administra
justicia” en forma más o menos rutinaria, demasiado apegada a la letra de la ley
y a menudo dócil a las influencias del poder», dijo y la incomodidad se instaló
definitivamente en los rostros de algunos asistentes.
Aylwin comentó que compartía la opinión de la mayoría de los
ciudadanos en cuanto a que los tribunales «no hicieron suficiente uso de las
atribuciones que la Constitución y las leyes» les conferían para proteger los
derechos fundamentales de las personas.

«Mi gobierno tiene la firme decisión (…) de afrontar derechamente y a fondo este
problema, en el ánimo de elevar la judicatura a su más alto nivel, procurando que
su institucionalidad le confiera el carácter de efectivo Poder Público, realmente
independiente, y abordar para ello una reforma integral, tanto orgánica como
procesal, que la convierta en un instrumento eficaz para realizar la justicia en la
convivencia social»[10].
¿Convertir al Poder Judicial en un verdadero Poder del Estado? ¿Qué
insolencia era esa? La mayoría de los ministros de la Corte Suprema (aunque
no asistieron a ese encuentro, sino que se enteraron luego) se sintieron
ofendidos. Luego le reprocharían a Maldonado haberse quedado hasta el
último minuto oyendo tales agravios. Desde su perspectiva, el Poder Judicial
era el único que había emergido incólume de la traumática experiencia de la
Unidad Popular y se había mantenido independiente y apegado a la ley bajo el
Gobierno militar. «Puro», como decía el ministro Enrique Correa Labra.
Según ellos, crear más tribunales y aumentar los sueldos eran las únicas
mejorías posibles. Las nuevas autoridades debían aplaudir el heroísmo de la
magistratura antes que criticarla.
Aylwin siguió explicando que se proponía duplicar el presupuesto
asignado al sector justicia en un plazo de cinco años. Luego anunció su
programa de reformas, que partiría por modificar la carrera judicial, para que se
«respete plenamente la dignidad de los magistrados». Esa fue una crítica directa
al corazón de la Corte Suprema, que había ejercido en los últimos años un
poder sin contrapeso para promover las carreras de unos jueces —no siempre
los mejores— y frenar las de otros, especialmente de aquellos que acogieron e
investigaron causas por violaciones a los derechos humanos.
«Propondremos cambios legislativos para que los sistemas de
nombramientos, ascensos y calificaciones sean lo suficientemente objetivos,
transparentes y competitivos», decía Aylwin, y sus palabras se iban traduciendo
como el peor de los insultos para ciertos magistrados.
En el mismo capítulo el Presidente atacó la práctica del «besamanos» a
que históricamente se vieron sometidos los magistrados, primero ante sus
superiores, para solicitar ser incluidos en ternas o quinas de ascenso, y luego
ante el Ministerio de Justicia de turno, para que los seleccionara:

«Aspiro a que no sea jamás necesario pedir audiencia al ministro, al subsecretario o


a otros funcionarios para exponer los méritos. Ellos se encuentran en las
calificaciones, en la hoja de servicios y en la independencia y prestancia con que se
ha desempeñado el cargo. Les ruego tener confianza en que así procederemos».
Aylwin recordó a su padre, quien, por su carácter «tieso de espinazo», se
negaba a hacer antesala ante sus superiores para ser incluido en ternas o quinas.
Eso le valió postergaciones, pero también reconocimiento y respeto entre sus
pares y entre los abogados. Cuando asumió como presidente de la Corte
Suprema, Aylwin padre elaboró un sistema de anotaciones que llamaba
«pragmáticas»: en una libreta llevaba la cuenta de los méritos de cada
magistrado, de la certeza y agudeza de sus sentencias, de su antigüedad y otros
merecimientos, con los que confeccionaba una lista. Los más capaces arriba, los
menos, en orden, hacia abajo.
En su cargo de Presidente del país, Patricio Aylwin copió el método y
diseñó «pragmáticas» para determinar a quién nombrar, especialmente cuando
había alguna vacante en la Corte Suprema. En Pucón, pidió a las autoridades
judiciales que usaran similar criterio para elaborar las ternas o quinas de
postulantes, pues, dijo «el sistema de cooptación puede llevar a la formación de
castas judiciales y hasta el nepotismo, lo que daña gravemente la autoridad y
prestigio de la judicatura».
El Presidente estaba tocando otra de las prácticas de vieja data en el
sistema. La de preferir a los amigos, a los incondicionales o aun a los parientes
para llenar los cargos, especialmente en los nombramientos más cotizados y
que dependen del Poder Judicial, como notarías, secretarios en juzgados civiles,
conservadores de bienes raíces, procuradores del número.
Aylwin expuso la necesidad de que los jueces dictaran fallos razonados y
fundados y de que se pusiera coto al abuso de ciertos recursos extraordinarios,
como las quejas, que convirtieron a la Corte Suprema en una «tercera
instancia». Lo razonable es que existan solo dos: en primera instancia, la
resolución de un juez, y en segunda, el dictamen de una corte de apelaciones.
Pero la Corte Suprema debiera reservar para sí el rol de interpretadora de la ley
y fijación de la jurisprudencia, sin intervenir en el contenido de los fallos.
Recordó que en 1989, la Corte resolvió unos 500 recursos de casación
(que son los propios del máximo tribunal, destinados a fijar la interpretación
de ley, y que requieren un alto nivel de razonamiento y fundamentación) en
contra de 2.000 recursos de queja que, mayoritariamente, modificaron los
fallos de los tribunales inferiores antes que sancionar alguna «falta o abuso»
cometido por un juez, cual era el espíritu de la queja en su origen.
Aylwin anunció desde esa tribuna el proyecto que provocaría más rechazo
entre la superioridad judicial: la creación del Consejo Nacional de la Justicia,
destinado a transformar «al servicio público judicial en un auténtico poder del
Estado, ¡en el Poder Judicial!».
Sus palabras sonaron para algunos como amenaza de revancha, augurio
de descabezamiento.
Aylwin quería que esa entidad, conformada por representantes de los tres
poderes del Estado, Facultades de Derecho y abogados dictara la «política
judicial», administrara el presupuesto y designara a los ministros, fiscales y
abogados integrantes de la Corte Suprema, y dirigiera y supervigilara a los
órganos auxiliares, como la policía, el Servicio Médico Legal, Gendarmería, la
escuela judicial y el servicio de asistencia judicial, además de realizar las
calificaciones y el control disciplinario en la judicatura.
Todas esas eran facultades que estaban en manos hasta entonces de la
Corte Suprema.
Para terminar por enemistarse con la Corte superior, Aylwin agradeció a
la Asociación Nacional de Magistrados y al Instituto de Estudios Judiciales la
invitación, entidades, especialmente esta última, que se habían convertido en el
refugio de los magistrados que estaban en favor de las reformas.

«Es cierto que hay una crisis de la justicia en Chile y una pérdida de confianza
colectiva a su respecto. Pero también es cierto que existen en el Poder Judicial
personas preparadas, eficientes, probas, que a pesar de las limitaciones que sufren,
se sienten responsables de superar los actuales signos de la crisis y tratan de
cumplir, lo mejor posible, con la alta misión de impartir justicia que el pueblo ha
depositado en sus manos. Son la base fundamental para la renovación y las
reformas que efectuaremos. Confío en ellos, confío en ustedes y me siento
optimista»[11].
Era obvio que Aylwin, no estaba hablando de los ministros de la Corte
Suprema.
Desde ese minuto, la guerra se dio por declarada.
Ese fin de semana los jueces y ministros de cortes reunidos en Pucón
respaldaron la tesis de que la justicia estaba en crisis y apoyaron la idea de crear
un Consejo Nacional de la Magistratura. No querían que tuviera la facultad de
calificar a los magistrados, pero una comisión presidida por Luis Correa Bulo
propuso modificaciones al sistema vigente.
En la Corte Suprema ninguno de esos conceptos fue bienvenido. Al
iniciar la semana, más de un centenar de familiares de presos políticos
protestaron en los tribunales y se encadenaron en los pasillos de la Corte
Suprema, precisamente cuando los magistrados estaban discutiendo en pleno el
alcance de las palabras de Aylwin. Los ministros suspendieron su reunión. Luis
Maldonado llamó a Carabineros y los autorizó a ingresar y a usar «medios
disuasivos».
Recuerdo que yo estaba en el segundo piso cuando súbitamente el gas
lacrimógeno inundó el edificio. Con los ojos entrecerrados y llenos de lágrimas
hui hacia los ascensores. En la escapada vi al ministro Rafael Retamal que con
ademán pausado se enjugaba los ojos con un pañuelo. Caminando lenta y
cansinamente, también trataba de encontrar la salida. Parecía una imagen en
cámara lenta dentro del frenético cuadro.
Ese día hubo más de 30 detenidos y un confuso incidente protagonizado
por el presidente de la Corte de Apelaciones, Guillermo Navas. Navas afirmó a
los medios de comunicación que había sido «empujado» por los manifestantes,
pero una indiscreta cámara de televisión captó que, en medio de la confusión,
el magistrado le había dado una bofetada a Elena Carrillo, la hermana del
expreso político Vasily Carrillo.
—Manipularon ese video. Lo cierto es que yo no golpeé a la dama. Yo la
tomé de la muñeca cuando ella intentaba golpear en la nuca a un carabinero—
fue otra de las respuestas que ensayó Navas con posterioridad[12]. El incidente
le penaría un poco, pero no fue obstáculo para su ascenso a la Corte Suprema,
años más tarde.
Ese mismo loco día, la Suprema emitió una declaración justificando el
uso de la fuerza policial y quejándose de la escasa dotación de gendarmes para
el Palacio de los Tribunales. El dardo iba dirigido al ministro de Justicia, pues
Gendarmería estaba bajo su tutela.
El martes, 14 de 17 magistrados que componían la Corte Suprema
emitieron una segunda declaración, ahora para rechazar los juicios de Aylwin:

«El Poder Judicial no está en crisis, y no lo está porque cumple y seguirá


cumpliendo su elevada misión de ser justo, con la más absoluta y total
independencia que tiene, ha tenido y que siempre ha sido respetada por los otros
Poderes del Estado (…) Nuestros problemas económicos (…) desaparecen cuando
se cumple la incomprendida hermosa tarea de hacer justicia»[13].

En una advertencia directa a Aylwin, dijeron: «El respeto mutuo es útil y


necesario conservarlo».
En un voto aparte, el presidente de la Corte, Luis Maldonado, junto a
Hernán Cereceda, Servando Jordán, Roberto Dávila, Arnaldo Toro y Marco
Aurelio Perales manifestaron que había sido su parecer abstenerse de cualquier
declaración pública, pues, en su opinión, no era siquiera necesario explicar que
la Corte Suprema «ha desempeñado sus funciones durante años con sujeción a
la Constitución y las leyes». No obstante, esta minoría más «conciliadora»
firmaba el voto de mayoría.
El máximo tribunal hizo además un gesto de desaire y rechazó una
invitación del Presidente a «tomar el té» en La Moneda. Lo único que querían
discutir con el jefe de Estado era la débil protección que tenían en el edificio.
Buena parte de los ministros sentía que las palabras de Aylwin en Pucón
habían azuzado a los manifestantes y los más alarmistas difundían la tesis de
que el Ejecutivo había disminuido las medidas de seguridad al interior del
Palacio, premeditadamente.
Los ministros se sentían amenazados.
Cumplido visitó a Maldonado con el fin de deplorar las manifestaciones y
su respaldo al uso de la fuerza policial. Pero, diplomáticamente, también
rechazó las acusaciones de haber desprotegido a los magistrados: «El Gobierno
tiene y mantiene las mismas medidas de seguridad en el Palacio de Tribunales
que existían con anterioridad»[14], recalcó, no obstante lo cual anunció el
aumento en la dotación de gendarmes.
El vocero del Gobierno, el ministro Enrique Correa afirmó que la
relación entre ambos poderes era normal, pero ratificó el diagnóstico oficial de
que el Poder Judicial atravesaba por una grave crisis. Como para sembrar cizaña
y subrayar que los únicos que no compartían ese juicio estaban sentados en el
segundo piso del Palacio de los Tribunales, Correa recordó que los magistrados
reunidos en Pucón habían ovacionado a Aylwin.

Cuánto tarda en escribir un juez

La Corte Suprema realiza anualmente la calificación de sus funcionarios


subalternos, pero nadie califica a la Corte Suprema. Es parte, se entiende, del
resguardo a su independencia.
La única vía, hasta ahora, para controlar que los magistrados del más alto
tribunal cumplan con sus tareas (fuera de la retórica fiscalización que puede
ejercer el ministro que los preside) es la traumática acusación constitucional.
Palabras mayores. En la práctica, para soportar las consecuencias de la
injerencia de un poder del Estado sobre otro, una acusación requiere un
fundamento político, una razón poderosa que mueva a acusar (o a defender) a
un ministro de la Corte Suprema.
Hernán Cereceda, pese a sus innumerables actuaciones venales, no
hubiera caído de no mediar su entusiasmo por enviar a la justicia militar el
proceso por la desaparición de Alfonso Chanfreau. Y la acusación contra
Jordán (que además fue rechazada) tal vez no se hubiera presentado si el
magistrado hubiese votado en contra de las condenas a Manuel Contreras y
Pedro Espinoza, por el homicidio del excanciller Orlando Letelier. O,
concretada la acusación, quizás no se habría salvado de caer si no hubiera
contado con el apoyo de ciertas abstenciones y silencios.
Según el Código Orgánico de Tribunales, para ingresar al escalafón
judicial como juez basta ser chileno, tener 25 años de edad, haber ejercido al
menos dos años como abogado y no haber sido condenado a una pena superior
a tres años y un día. Más años de ejercicio y mayor edad se piden como
requisitos para los ministros de Cortes de Apelaciones y de la Corte Suprema
(y, según las últimas modificaciones, la aprobación de ciertos cursos en la
Academia Judicial). No es mucho.
Pero el mismo Código, en otros capítulos, expresa otras opiniones acerca
de lo deseable en un magistrado.
Por ejemplo, en las normas que estuvieron vigentes bajo el gobierno de
Aylwin, se disponía que en el momento de las calificaciones quedarían
incluidos en Lista Uno, sobresaliente, los jueces que «además de tener una
moralidad intachable, reúnan cualidades sobresalientes de criterio y
preparación jurídica, vocación profesional, laboriosidad, eficiencia y celo en el
cumplimiento de sus deberes y obligaciones»[15]. El sistema de listas cambió en
1996 por uno de notas, pero el concepto de lo deseable en los magistrados se
mantuvo más o menos igual.
Mientras duró el sistema de listas, la gran mayoría de los magistrados era
calificado en Lista Uno y, por supuesto, se consideraban implícitamente en esta
categoría quienes habían llegado a las alturas de la Corte Suprema.
Para aclarar lo que los jueces no deben hacer, dice el Código que serán
castigados, cuando corresponda, «el cohecho, la falta de observancia en materia
sustancial de las leyes que reglan el procedimiento, la denegación y la torcida
administración de justicia y, en general, toda prevaricación o grave infracción
de cualquiera de los deberes que las leyes imponen a los jueces»[16].
El Código Penal explica que la prevaricación se comete cuando los jueces,
a sabiendas, fallan expresamente contra la letra de la ley y cuando, por sí
mismos o por intermedio de un tercero, «admitan o convengan en admitir
dádiva o regalo por hacer o dejar de hacer algún acto de su cargo» y aun
cuando, ejerciendo sus funciones, «o valiéndose del poder que este les da,
seduzcan o soliciten a mujer procesada o que litigue ante ellos»[17].
En Pucón, Aylwin hizo una definición de sentido común acerca de la
especial obligación de los magistrados de ser independientes. Ella exige, dijo,
«la firme voluntad del magistrado de descubrir a toda costa la verdad y de ser
justo, protegiéndose con recia coraza de toda clase de influencias y presiones,
aun las de sus propios prejuicios y visiones globales sobre la sociedad y el diario
acontecer». Para no hacer «justicia de escritorio» el magistrado debe
compenetrarse «de la realidad del mundo contemporáneo y, muy
especialmente, del que viven las personas que a él recurren» al mismo tiempo
que «saber colocarse por encima de las pasiones y tendencias propias de la
condición humana»[18].
Es la Corte Suprema la que supuestamente resume en sus integrantes
todos estos altos valores y tiene las herramientas legales para prevenir que sus
subalternos cometan las faltas descritas. La confianza en que los ministros que
han llegado al máximo tribunal actuarán siempre de acuerdo con esos nobles
principios es ciega, pues no existen procedimientos regulares para fiscalizar su
comportamiento.
Solo el Parlamento puede intervenir, como ya hemos dicho,
excepcionalmente, con la dramática acusación constitucional. En la realidad, lo
que se supone ser resguardo de la independencia del tercer poder del Estado, es
también una manga amplia en la que se guarecen quienes se inclinan más por
satisfacer intereses personales y menos por los de la sociedad.
El Código Orgánico de Tribunales recomienda, por ejemplo, a las Cortes
Suprema y de Apelaciones sancionar con vigor las siguientes faltas en la
magistratura:

a) Las agresiones «de palabra por escrito o de obra» a los superiores.


b) Las infracciones graves al respeto debido a funcionarios, empleados o
personas que acuden a los estrados.

c) Las ausencias «sin licencia, del lugar de sus funciones» o de su sitio de


trabajo durante las horas que corresponde, o cualquier negligencia en el
cumplimiento de los deberes.

d) Las irregularidades de conducta o vicios de quienes, por esa razón,


hicieren desmerecer en el concepto público o comprometieren el decoro
de su ministerio».

e) Los endeudamientos por montos «superiores a su fortuna», que


pongan al funcionario en riesgo de ser demandado.

f ) El escoger siempre a las mismas personas como síndicos, depositarios,


peritos u otros cargos similares.

g) Las infracciones a la ley[19].

Otras conductas, como involucrarse en actos políticos que comprometan


su independencia, asistir a actos sociales organizados por litigantes y oír
alegatos de alguna parte fuera de las instancias normales de un juicio, también
tienen su mención en el área de lo prohibido.
Se presupone que los ministros de la Suprema observarán, con más celo
que ningún magistrado, estas obligaciones. Pero, como se verá en las páginas
siguientes, más de un magistrado de ese tribunal ha incurrido en alguna o
varias de esas faltas sin que recibiera sanción por ello.
Los ministros supremos, por ejemplo, comparten con sus subalternos
obligaciones concretas, como la de «despachar los asuntos sometidos a su
conocimiento en los plazos que fija la ley o con toda la brevedad que las
actuaciones de su ministerio les permitan».
Si el Parlamento, recién instaurado (o antes, la Junta Militar), hubiera
fiscalizado el cumplimiento de esta norma, tendría que haber acusado
constitucionalmente a varios exministros de la Corte Suprema —algunos de los
cuales fueron posteriormente nombrados senadores designados— que se
retiraron sin que hasta ahora hayan redactado fallos que se les fueron
encomendados.
El sistema opera más o menos así: una sala de la Corte Suprema, en algún
caso, se reúne para discutir un tema. Digamos, un recurso de queja. El relator
les expone los antecedentes y los magistrados expresan su parecer. Y se obtiene
un resultado, a veces unánime, otras veces dividido. Antes de dar a conocer esa
decisión, se encarga a un magistrado (a veces dos, cuando la minoría, por
ejemplo, quiere fundamentar su voto) la redacción del fallo, que los demás
revisarán, aprobarán y finalmente, firmarán. En esta etapa de redacción, el
tribunal informa que el fallo «está en acuerdo». Pendiente.
Normalmente, esta debiera ser la última espera, la más corta. Es solo el
tramo final de una causa, que ya ha recorrido la primera y segunda instancias y
que, por alguna razón, en teoría excepcional, ha llegado a la Corte Suprema.
La mayor parte de las veces en que a un magistrado se le encarga la tarea
de redactar un fallo no tiene que estudiar mucho, ni discutir asuntos
pendientes. Eso se ha resuelto en las etapas previas. Su misión es
primordialmente poner en papel la decisión que ya se ha tomado. Pero si no lo
hace, el fallo no existe. Permanece pendiente.
Para constatar la tardanza en la redacción de los fallos en la Corte
Suprema, a comienzos de los ‘90, bastaba mirar un informe pegado a la entrada
de la secretaría de la Corte Suprema. Dos o tres páginas que se exhibían allí, en
cumplimiento de la ley (el artículo 587 del Código Orgánico de Tribunales),
detallaban ante los ojos del público el estado de los casos que estaba
conociendo la Corte Suprema y, cuando correspondía, qué ministro estaba
escribiendo el acuerdo.
Tras el cambio de gobierno, alguien llegó con la copia del estado de fallos
al Ejecutivo. Los reclamos menudearon.
En la Corte Suprema algunos ministros cayeron en la cuenta de que en
muchos casos no era siquiera posible revertir el desaguisado. Los nombres de
ministros «redactores» que habían dejado ya el Poder Judicial estaban en
exposición permanente en la secretaría. Otros que estaban todavía en funciones
se quejaron ante su presidente porque los litigantes iban a molestarlos a sus
despachos.
Obviamente los particulares querían saber cuándo se emitirían los fallos,
que para bien o para mal, pondrían fin a su prolongada incertidumbre.
Un día, sin mediar anuncio público ni justificación legal, la publicación,
conforme manda el artículo 587, cesó. Hoy se publica otra forma de estado de
fallos que, convenientemente, omite el nombre de los ministros que se han
comprometido a redactar.
Sin embargo, una copia del antiguo 587 que guindaba de la puerta de la
secretaría a comienzos de los ‘90 está en mi poder.
En ese listado es fácil apreciar que el ministro Octavio Ramírez dejó
pendientes ocho fallos solamente en la Tercera Sala (otros tantos quedaron
repartidos en las demás) al retirarse del Poder Judicial en 1989.
Algunos dirán que la ley no señala con precisión un plazo para que se
dicten los fallos después de que se ha adoptado un acuerdo y que ciertas
redacciones fundamentadas toman su tiempo, pero un mínimo sentido común
indica que los litigantes no pueden esperar diez años para que alguien se digne
a darles forma escrita. Así ocurrió con el acuerdo en la causa «Enrique Fon
Aguilar», que el ministro Ramírez se comprometió a redactar el 20 de marzo de
1980 y que en 1990 todavía estaba pendiente.
Según el mismo informe, Ramírez tenía otros cinco acuerdos pendientes
desde remotas fechas registradas entre 1980 y 1982, repartidos en diferentes
salas. En la Primera, tenía fallos esperando desde 1983 y 1984 («Aspej
Hermanos con el Servicio de Impuestos Internos» e «Hipermercado Jumbo»,
respectivamente).
Abraham Meersohn, se comprometió en junio de 1986 a escribir el fallo
relacionado con las Fábricas de Cecinas La Portada y, en 1987, otro de la
Compañía Nacional de Teléfonos. Se retiró en 1988 sin que esos fallos, ni otros
dos que recibió justo ese mismo año, vieran la luz.
El exministro y abogado integrante Ricardo Martin se convirtió en
senador designado antes de escribir la resolución en la causa «Juan Kizmanic
Stancic», que le fue confiada el 17 de diciembre de 1988.
Según el mismo listado, el abogado integrante Juan Colombo tenía dos
causas esperando desde 1987; dos, desde 1988 y una tercera, desde 1989.
Servando Jordán anotaba fallos a la espera desde 1987 y 1988, junto a
Marcos Aburto, el abogado integrante Riesco y el infaltable Ramírez.
En 1989, el expresidente de la Corte Suprema Israel Bórquez se retiró
dejando pendiente la redacción del fallo en la causa «Jorge Bellalta Soto y
otros», que le fue encargada el 4 de abril de ese mismo año.
Ante la avalancha de quejas al comenzar los ‘90, ciertamente la Corte
Suprema intentó dar una solución a este problema y encargó a ciertos relatores
que «sacaran» los fallos. Pero estos extraviaron los expedientes y no pudieron
cumplir —no, al menos a cabalidad— la tarea que, en cualquier caso, no
estaba entre sus obligaciones.
El Código Orgánico de Tribunales, que describe la forma en que deben
adoptarse los acuerdos y de qué modo deben dirimirse las diferencias, ni
siquiera se pone en el caso de que un ministro no presente el borrador de la
sentencia. Sí dispone que «todos los jueces que hubieren asistido a la vista de
una causa, quedan obligados a concurrir al fallo de la misma, aunque hayan
cesado en sus funciones, salvo que, a juicio del tribunal, se encuentren
imposibilitados física o moralmente para intervenir en ella» y determina que,
incluso, «no se efectuará el pago de ninguna jubilación de ministros de Corte,
mientras no acrediten haber concurrido al fallo de las causas»[20].
De perogrullo es suponer que si los ministros están obligados a concurrir
al momento de las decisiones, también lo estarán a entregar los fallos
redactados. Especialmente si una tan extendida demora tiene consecuencias
trágicas, como en el caso del constructor Mario Castillo Villalón.
Castillo inició una demanda contra el SERVIU para que le reconociera su
calidad de contratista. Por la vía de un recurso extraordinario la causa llegó a la
Corte Suprema el 18 de julio de 1985. Una sala discutió el caso y quedó en
acuerdo el 19 de agosto de 1987. Ese día, el ministro Carlos Letelier fue
designado para redactar la decisión. Antes de que el pronunciamiento
definitivo fuera emitido, el 24 de noviembre de 1988, Letelier llamó a las
partes para tratar de obtener una conciliación. El trámite no dio resultado.
Letelier, entonces, estaba obligado a presentar un borrador de la sentencia
acordada inicialmente, para que sus pares le dieran el visto bueno y la firmaran.
No lo hizo. Abandonó el Poder Judicial para convertirse en senador designado.
El constructor se desvivió en gestiones para obtener el fallo que esperaba.
La Corte Suprema no atendió sus presentaciones. Murió en 1997 y la sentencia
en su caso todavía está pendiente.

La vara con que mides

El ministro Carlos Cerda Fernández en la Corte de Apelaciones de Santiago,


viste sobrios trajes y usa lentes de grueso marco negro sobre sus ojos achinados.
Parece profesor de castellano de algún liceo fiscal. No se adivinan en su aspecto
ni su inteligencia ni su rigor intelectual. Pero basta leer el más trivial de sus
fallos para advertirlos. No solo por la profundidad de sus reflexiones, sino por
su envoltura, propia de un escritor de talento y agudo sentido de la ironía.
Cerda no acepta alegatos de pasillos, coimas, ni invitaciones que
comprometan su juicio. Pero tampoco se aísla del mundo en que vive. En su
opinión, el magistrado debe ser abierto, políticamente responsable de sus actos,
creativo, audaz, auténtico y humano: «El juez hosco, el encerrado, el
enquistado, el huraño, el solitario, el apartado, el oscuro, estará impedido de
legitimar su discurso en el consenso, pues este le será ajeno y cuando no,
entonces, peligroso»[21].
Cerda es valiente. Y ha demostrado que su independencia resiste la más
dura de las pruebas, incluso la comidilla de sus propios colegas que resurge
cada vez que se pregunta por qué el ministro no ha sido incluido en una quina
para integrar la Corte Suprema. «Cerda no va a llegar nunca arriba… Está
complicado en su situación personal… además es conflictivo»[22], responden
entre ambiguos y misteriosos algunos de sus pares.
Cerda Fernández, sometió a proceso a 40 integrantes del Comando
Conjunto por la desaparición de 13 dirigentes comunistas en 1986. Esa fue la
primera vez que la Corte Suprema no lo puso en Lista Uno, en la que había
estado desde que llegó al Poder Judicial. En 1991, sus superiores casi lo
expulsan del servicio. Su falta fue haberse negado a aplicar la ley de Amnistía y
dar por cerrada definitivamente la causa antes de terminar la investigación.
La Corte Suprema le permitió quedarse sólo después de oírlo suplicar.
Cerda Fernández, todavía está ahí, en la Corte de Apelaciones de
Santiago, en el primer piso del Edificio de los Tribunales, adonde llegó, en
1974, como relator.
Este magistrado, que se doctoró en Lovaina y París, que ha sido profesor
invitado en la Universidad de Harvard en Estados Unidos, compartió durante
años un mismo espacio de trabajo con el fiscal Marcial García Pica,
protagonista de uno de los casos más notables y paradigmáticos de nuestra
historia judicial reciente.
García Pica nunca estudió nada. Siempre fue calificado en Lista Uno,
hasta el día en que voluntariamente decidió jubilarse. Era un ser extraño que se
paseaba por los tribunales con una malla de compras —de esas medio
coloradas que venden en la Vega Central— llena de objetos indescriptibles. A
veces se sentaba en un banco en los pasillos de la Corte y, por largo rato, decía
frases sueltas, inconexas, para sí mismo o para algún interlocutor invisible. Era
el retrato de un anciano desvalido que no revelaba en su aspecto el salario que
recibía, equivalente al de un ministro de Corte de Apelaciones.
García Pica podía avergonzar hasta al menos rígido de los magistrados
supremos si alguno de ellos, por azar, se encontraba caminando junto a él en la
calle. «Le gritaba piropos y cosas a cualquier niña que le gustara»[23], cuenta
uno de ellos.
—¡Déjenme con mis cochinadas! —respondía él ante los reproches, que
sus interlocutores disfrazaban de broma. A lo compadre.
A García Pica le gustaba ir a las carreras de caballos. Religiosamente
estaba en el Club Hípico o el Hipódromo miércoles y sábados. Allí conoció a
Mario Silva Leiva —el «Cabro Carrera», famoso por su larga carrera delictual
—, pero también era ese el punto donde contactaba a niñas de escasos recursos,
entre los 13 y los 15 años, a quienes invitaba a su despacho.
Temprano o bien tarde, cuando el trabajo de las Cortes no había
empezado o estaba por terminar, era habitual ver a escolares dirigiéndose al
despacho del magistrado, en el tercer piso, usando las escaleras del lado Oeste o
incluso tomando el mismo ascensor que usan los ministros de la Corte
Suprema para llegar a sus despachos.
Las niñas lo esperaban revoloteando en el tercer piso hasta que él las hacía
pasar a su oficina.
Oficiales de sala que trabajaban con los fiscales y otros que se
desempeñaban en la Corte Marcial (que también está en el tercer piso)
conocían los hábitos de García. Cuando yo reporteaba para este libro entre
1993 y 1994, algunos de ellos me contaron que «todos los días llegan
diferentes niñas preguntando por el “tío Marcial”. Todas son sus sobrinas. Él
les hace de todo. Las toquetea, las desviste, les toma fotografías que luego
destruye y echa en el papelero. Muchas veces vimos esos pedacitos de foto al
sacar la basura»[24].
A veces García se asomaba por la ventana de su oficina, que daba a calle
Bandera, y hacía señales a menores que lo esperaban afuera, para que subieran.
«Después de estar con él un rato, García les daba algo de plata y las niñas se
iban. Los ministros saben de esto. Lo sabía Sergio Mery (exsecretario de la
Corte Suprema, quien murió en 1990, justo después de haber sido designado
ministro de la Corte Suprema)»[25].
Bajo el gobierno de Patricio Aylwin, el superior jerárquico de García Pica
era su primo, el fiscal de la Corte Suprema, René Pica Urrutia. Pica Urrutia
siempre fue de la opinión de calificar a su pariente en Lista Uno. Pero García
Pica llegó como fiscal de la corte capitalina en 1958 y los predecesores de Pica
Urrutia, Urbano Marín padre y Gustavo Chamorro, también lo consideraron
un funcionario sobresaliente, año tras año, a pesar de tener muchas maneras de
enterarse de su comportamiento.
Ministros de la Corte de Apelaciones o de la Corte Suprema que
entrevisté con posterioridad, buscando información para este libro, admitieron
que la predilección de García por las menores era conocida y de antigua data.
Se declararon conocedores de las visitas que le hacían escolares al propio
edificio de los Tribunales, pero, por distintas razones, se sentían inhibidos de
denunciarlo.
En un sector, la respuesta más común para explicar la tolerancia a las
actitudes del fiscal es que era «inofensivo». En otro, que alguna vez emitió
informes en favor de las causas por violaciones a los derechos humanos. «Es
uno de los nuestros y no podemos estar denostando a los pocos que
tenemos»[26], me dijo un magistrado.
Todos, al unísono, admiten que Marcial García Pica «era un
pedigüeño…, pero nadie le hacía caso». Pedía a los jueces de primera instancia
que fulanito de tal no fuera condenado en un juicio criminal, a los ministros de
Corte que acogieran una apelación o que le dieran la libertad bajo fianza a otro.
Características propias en un «cristiano» o en una persona que trata de
ayudar a los pobres, según los conceptos que emitieron públicamente los
ministros Servando Jordán y Marcos Aburto para defenderlo.
En su pretendida ingenuidad, García Pica no solo ayudó a Mario Silva
Leiva. Trató asimismo de favorecer a personas procesadas o condenadas por
violación o abusos deshonestos contra menores. Sus informes, en calidad de
fiscal, eran coherentes con esa postura. Uno que tengo en mi poder fue emitido
el 22 de junio de 1993 y pide que se absuelva a Enrique del Carmen Romero
Fuentes, condenado como autor de abusos deshonestos en contra de la menor
O.M.Ch., de 12 años.
El caso es el siguiente: Carabineros sorprendió in fraganti a Romero
tratando de abusar de la niña, que había ido a venderle unos pedazos de cobre
por encargo de su madre. Cuando el acusado vio a la policía, soltó a la niña y
esta logró huir. Posteriormente, la madre, la niña, y la policía presentaron una
denuncia en contra de Romero, la ratificaron en el tribunal y la niña sostuvo
sus dichos incluso en un careo a que fue sometida con el autor. La menor
reveló que el hombre, en una ocasión anterior, había ya abusado de ella sin que
nadie hubiera podido defenderla. Pero esta segunda vez los vecinos oyeron sus
gritos y llamaron a la policía, que sorprendió al autor cuando tenía a la menor
a su merced sobre un camión en desuso. El 19.º Juzgado del Crimen condenó
a Romero, porque si bien no hubo violación —que requiere penetración— la
menor fue víctima de abusos deshonestos, de acuerdo con la forma en que
están descritos en la ley.
Cuando la apelación llegó a la Corte capitalina, Pica emitió un informe
defendiendo al acusado. En un escrito plagado de faltas de ortografía y escrito
en un riguroso lenguaje coloquial, Pica expone que en ninguno de los dos
ataques denunciados por la menor «constan indicios coherentes, serios que
permitan presumir que quien le habría comprado “el cobre” y “las ollas viejas”
habría cometido con la vendedora siquiera abusos deshonestos».
«POR DE PRONTO (…) se demuestra una mentira por parte de la
Policía y en ella no deben estar ageptos (sic) los aprehensores, ambos
carabineros». Según García Pica, no estaba claro si Carabineros presentó la
denuncia a instancias de la madre o si la madre fue inducida por la policía a
denunciar.
«Mientras más se estudia este expediente, más cuerpo toma el
convencimiento en el sentido que TODO ES EL RESULTADO DE UNA
INVOLUNTARIA (sic) Y VERDADERA CONFABULACIÓN PARA
preocuparse de la vida íntima del inculpado, y no obstante tales afanes, NO SE
COMPROBÓ HECHO PUNIBLE ALGUNO», decía el fiscal y aseguraba
que la menor fue «usada por quienes con buen o mal espíritu quisieron
preocuparse del vecino»[27].
Es probable que ninguno de sus pares tomara en serio estos informes o
aun sus peticiones verbales, pero el punto es que García Pica estaba en la Corte
de Apelaciones para representar los intereses de la sociedad en las distintas
causas y su opinión era consultada, como la del resto de los fiscales, en la
mayoría de los asuntos criminales. Y que García Pica, en su condición de juez,
tenía vedado intervenir en favor de partes litigantes y aun atender él mismo
ningún requerimiento. Por cristiano que fuera.
Fueron las grabaciones que hizo la policía investigando a Mario Silva
Leiva (SL), por lavado de dinero, las que desbarataron al fin las
argumentaciones sobre la pretendida ingenuidad y espíritu cristiano de García
Pica (GP), quien en 1996, al final de su carrera, fue inculpado únicamente
como autor de prevaricación. Estos son algunos de los textos:

SL: ¿Cómo le va, padrino?


GP: Oiga, ahijado querido, no ha venido na’.
SL: ¿Ah?
GP: Tampoco vino usted.
SL: Si yo, yo me desocupo y me voy para allá, porque estoy re’ ocupado.
GP: Ah, ya.
SL: Oiga, ¿sabe qué, padrino?
GP: Sí.
SL: Que en la octava sala, donde está el Araya…
GP: … Sí…
SL: El ministro Araya, se le dé la libertad a mi compadre Manuel.
GP: ¿Manuel cuánto?
SL: Manuel Fuentes Cancino.
GP: Aaaah.
SL: Usted sabe.
GP: A ese gallo le hicimos empeño, pero hace tiempo.
SL: Claro, escuche, necesito que se le dé la libertad ahí en la Octava Sala,
hoy día (…)
GP: No, si yo lo voy a hacer, que ahora no tenga resultado o tenga, es
otra cosa.
SL: Claro, ecolecuá, échele una habladita al Araya.
GP: La petición la voy a hacer.
SL: Claro, Araya es un buen hombre.
GP: Sí, sí (…)
SL: Échele una habladita padrino y después me dice a mi po’.
GP: Sí, sí, sí.
SL: Ah, ya está. Porque hoy día se ve la causa en la… ahí, en la Octava.
GP: Ya está.
SL: Ah.
GP: Aquí me acaban de…
SL: ¿Ah?
GP: Aquí me acaban de estafar setenta mil pesos.
SL: Ya, después hablamos, padrino.
GP: Conforme, conforme.[28]
Poco después, García Pica se presentó en la sala que debía resolver la
libertad de Fuentes Cancino. Iba acompañado de la esposa del procesado,
Mónica Gómez. El abogado del Consejo de Defensa del estado, Julio Disi,
quien debía alegar en contra de la libertad, lo vio. En un segundo diálogo
grabado por la policía, García Pica le contó a Silva Leiva, que «me fue bastante
bien, no sé el resultado», pero que le preocupa que Disi lo haya observado.

GP: …Lo que me preocupó es que me puso en vitrina.


SL: Ya.
GP: Llegué allá y estaba el abogado fiscal, pues iñor.
SL: Ya.
GP: Para comer a la gente.
SL: Chuchesumadre.
GP: Y me miraba muchísimo.
SL: Ya.
GP: Y le grité: «Qué miras, sapo», pero no dijo nada[29].
García Pica comenzó su carrera judicial en 1937, como secretario del
Juzgado del Loa y terminó el 14 de enero de 1997, cuando se aceptó su
renuncia voluntaria. Durante esos 60 años, solo una vez, en 1958, recibió el
reproche de sus superiores por su conducta como ministro en la Corte de
Valdivia. Tras las indagatorias de un ministro «visitador» para constatar las
acusaciones de ministros acusados de mal comportamiento, dos magistrados de
esa Corte fueron trasladados y uno destituido. La prensa local decidió no
informar al respecto, para no afectar la imagen del Poder Judicial.
García Pica, que ya era un reconocido jugador de póker, tras cinco años
ejerciendo como ministro, fue trasladado a Santiago, como fiscal de la Corte de
Apelaciones. Aunque fue rebajado de ministro a fiscal, el cambio a Santiago
constituyó en realidad más un premio que un castigo.
En el reciente caso de Silva Leiva, que todavía se sustancia, después de
retirarse García Pica del Poder Judicial, la jueza porteña Beatriz Pedrals lo
procesó por el delito de prevaricación, pero más tarde, una sala de la corte de
Valparaíso, con los votos de Dinorah Ramos y Carmen Salinas, lo liberó de
toda culpa.
Otra muy distinta ha sido la trayectoria del ministro Carlos Cerda. Entró
al Poder Judicial como oficial de secretaría en el Cuarto Juzgado Civil de
Santiago —cuando el titular era Guillermo Navas— gracias a una gestión del
ministro de la Corte Suprema, José María Eyzaguirre, y de su profesor en
cuarto año de Derecho, Ricardo Gálvez. Apenas ingresó oficialmente al Poder
Judicial, la Corte Suprema aprobó que se fuera en comisión de servicios a la
Universidad de Lovaina, Bélgica, donde obtuvo el grado de doctor especial. Su
tesis se tituló: «El juez y los valores jurídicos».
Diez años más tarde, en París, Cerda se doctoró en Filosofía del Derecho.
Al volver, en 1979, fue nombrado relator en la Corte Suprema. En 1983, se
incorporó a la Corte de Apelaciones de Santiago y ese mismo año asumió la
investigación por la desaparición, en 1976, de 13 dirigentes comunistas. El
ministro Rubén Galecio no había podido hacerse cargo del caso, por razones de
salud, y tampoco avanzó el juez que lo tomó en primera instancia, Aldo
Guastavino, porque dio crédito a informes gubernamentales que afirmaban que
los desaparecidos habían salido a Argentina.
Día y noche, sábados y domingos, Cerda investigó. Desatendió las
amenazas que se le hacían (especialmente de quedar en las listas negras al
interior del Poder Judicial) y se constituyó en centros de detención y tortura. El
juez descubrió que eran falsos todos los informes sobre la salida del país de las
víctimas. Que, en realidad, habían sido secuestrados por un grupo especial que
dirigía la Fuerza Aérea, conocido luego como el Comando Conjunto, en
competencia con la DINA por el control de la «inteligencia antisubversiva».
Tres años más tarde, el 14 de agosto de 1986, cuando el expediente
sumaba ocho mil fojas, el magistrado dictó el auto de procesamiento de 40
personas, entre ellas 38 miembros de las Fuerzas Amadas y de Orden,
incluyendo al excomandante en jefe de la Fuerza Aérea, Gustavo Leigh.
Las resoluciones provocaron un terremoto al interior del Gobierno. Hubo
reuniones en La Moneda, en el Ministerio de Defensa y en cada una de las
ramas implicadas, para buscar la manera de enfrentar la situación.
El ministro de Justicia, Hugo Rosende, estuvo al menos dos veces
conversando sobre el tema con ministros de la Corte Suprema.
Desde el Gobierno los procesados recibieron la sugerencia de presentar
recursos de queja para que la causa «subiera». El 6 de octubre de 1986, la
Segunda Sala, con los votos de Enrique Correa Labra, Marcos Aburto,
Estanislao Zúñiga y Hernán Cereceda, dejó sin efecto las encargatorias de reo y
ordenó a Cerda sobreseer definitivamente el caso por aplicación de la Ley de
Amnistía.
Cerda Fernández, en una decisión inédita, envió un oficio a sus
superiores comunicándoles que no cumpliría sus deseos, pues, de acuerdo con
el artículo 226 del Código Penal, los magistrados no están obligados a acatar
una orden evidentemente contraria a la ley. «En mi modesto concepto,
sobreseer en este momento en razón de la Ley de Amnistía es a todas luces
contrario a derecho (…) por eso suspendo la orden que me han dado mis
superiores»[30].
Según el ministro, solo en el momento de la sentencia definitiva cabía
discutir la procedencia de la amnistía. No mientras la investigación estuviera en
curso.
Pero la Corte Suprema no estaba en ánimo de aceptar el principio de
«obediencia reflexiva» (que implica el derecho de los subalternos a representar
ante sus superiores una orden que consideren manifiestamente injusta y que
hasta las Fuerzas Armadas reconocen a su personal). El 9 de octubre castigó a
Cerda con dos meses de suspensión, bajo el cargo de «alzarse y discutir
resoluciones judiciales» y de «desconocer absolutamente sus obligaciones y
faltar gravemente a la disciplina judicial». En ausencia de Cerda, Manuel Silva
Ibáñez debió dictar el sobreseimiento del caso.
De Silva Ibáñez no cabía esperar una actitud similar a la de Cerda. En
1977, como suplente en el Sexto Juzgado del Crimen de Santiago, conoció el
proceso por la muerte de Carlos Guillermo Osorio Mardones, exdirector de
Protocolo de la Cancillería, quien aparentemente se había suicidado.
A Guillermo Osorio le había correspondido firmar los pasaportes falsos
que Michael Townley y Armando Fernández usaron en su viaje para asesinar a
Orlando Letelier el 21 de septiembre de 1976, en Washington.
Sin realizar mayores diligencias, Silva Ibáñez, declaró que se trataba de un
suicidio y ordenó no practicar autopsia. En el expediente consta que el
entonces vicecomandante en Jefe del Ejército, general Carlos Forestier, lo
presionó «para que no se efectuara la autopsia y para que los funerales se
celebraran a la brevedad posible»[31].
No fue sino hasta que el ministro Adolfo Bañados reabrió el caso Letelier
y el exagente de la DINA, Michael Townley declaró desde Estados Unidos, que
se descubrió que Osorio fue asesinado por la DINA.
Silva Ibáñez, fue también quien, en 1985, como titular en el mismo
Sexto Juzgado en Santiago, recibió al atribulado abogado Héctor Salazar, quien
presentaba una querella por los secuestros de José Manuel Parada, Manuel
Guerrero y Santiago Nattino, ocurridos a plena luz del día y ante numerosos
testigos. Silva la rechazó porque no identificaba a los culpables. Horas más
tarde, el abogado volvió con un dato que les hubiera salvado la vida: los
secuestrados se encontraban en un cuartel de la policía en el centro. Salazar le
dio la dirección y le pidió que se constituyera ahí inmediatamente. El juez
desoyó las súplicas. Horas después, Parada, Nattino y Guerrero aparecieron
degollados.
Finalmente y solo en fecha reciente, en su calidad de ministro de la Corte
de Valparaíso, Silva se hizo cargo del caso por la muerte del soldado Pedro Soto
Tapia, que en sus manos no ha avanzado precisamente hacia el esclarecimiento
total de lo ocurrido con el conscripto.
Pero así Silva Ibáñez, recorrió su carrera sin tachas en su hoja de vida.
En cambio, al finalizar 1986, después de la suspensión, el ministro Cerda
Fernández, fue calificado en Lista Tres y quedó al borde de la expulsión por
haberse negado a dictar el sobreseimiento en el proceso contra el Comando
Conjunto, que su colega aplicó tan diligentemente durante su ausencia.
La batalla en el caso de los 13 desaparecidos no terminó. Los familiares de
las víctimas presentaron recursos de queja para tratar de enmendar el rumbo
del proceso. La Corte Suprema no aceptó sus argumentos y en agosto de 1989
reiteró su opinión acerca de que correspondía archivar para siempre el caso.
Como resultado, y puesto que no quedaban recursos pendientes, la Corte de
Apelaciones ordenó dictar el «cúmplase» del cierre definitivo de la causa.
Cerda contaba ahora con la incorporación a la Constitución de los pactos
internacionales de protección a los derechos civiles y políticos y nuevas
condiciones políticas en el país que, tras el plebiscito del 5 de octubre de 1988,
se preparaba para cambiar de Gobierno. En vez de dictar el cúmplase, Cerda
archivó el expediente temporalmente, lo que dejaba el caso durmiendo solo
hasta que un nuevo antecedente obligara a reactivarlo.
El 30 de agosto Cerda comunicó a sus superiores su decisión y sus
razones:

«¿Qué hace entonces, el juez que al tiempo de enfrentarse a un “cúmplase” de


rutina perciba que con él vulnera abiertamente lo que la sociedad
mayoritariamente en un primer atisbo de soberanía popular, después de lustros de
excepcionalidad jurídica, le encarga preservar? (…) ¿Y por qué, me pregunté,
siendo mis superiores y yo miembros de un mismo cuerpo —el querido Poder
Judicial— podemos concebir una misma cosa de manera tan distinta y opuesta? ¿Y
por qué los presiento a ellos tan lejanos de la fuente de lo justo, mientras yo tan
cercano? ¿Cómo comprobar que no se trata únicamente de mi arrogancia y
pedantería?»[32].

Cerda dijo que no halló justificación legal ni valórica para la resolución


que se le estaba imponiendo y sí para oponerse a ella, aferrándose al juramento
de guardar la Constitución y las leyes, que hizo —en el nombre de Dios—
cuando se invistió de juez. Para mayor enfado de los ministros de la Suprema,
mayoritariamente declarados católicos, el magistrado invocó la Biblia:

«¿Galopan los caballos por las rocas? ¿Se ara el mar con los bueyes? Pues vosotros
hacéis del juicio veneno y del fruto de la justicia, ajenjo (…) Tus príncipes son
prevaricadores. No hacen justicia al huérfano y a ellos no tiene acceso la causa de la
viuda. Por eso dice el Señor, Yavé Sebaot, el Fuerte de Israel: reconstituiré a tus
jueces como jueces como eran antes y a tus consejeros como al principio. Y te
llamarán entonces ciudad de justicia, ciudad fiel. Y Sión será redimida por la
rectitud, y los conversos de ella, por la justicia».

La osadía de Cerda pasó sin reparos hasta el año siguiente. A mediados de


1990, sin embargo, los ministros del máximo tribunal fueron advertidos de
que el cúmplase en el caso del Comando Conjunto seguía pendiente y
ordenaron a Cerda acatar la resolución. El magistrado, sin encontrar acogida a
sus planteamientos, obedeció esta vez, y el 20 de julio cerró para siempre la
causa.
En enero de 1991, como se acercaba el período de las calificaciones, la
mayoría de los magistrados se apresuró en dictar una sanción contra Cerda,
que sirviera de precedente para su posterior evaluación. El 16 de enero, un
pleno convocado extraordinariamente lo castigó con dos meses de suspensión,
durante los cuales recibiría solo la mitad del sueldo.
Para diez de los 14 magistrados que asistieron, la renuencia de Cerda
había constituido «un desconocimiento absoluto de sus obligaciones y una
gravísima falta a la disciplina judicial»[33], que se veía agravada por el hecho de
haber sido sancionado en 1986 por similar razón. En la minoría, Marcos
Aburto y Marco Aurelio Perales votaron por sancionarlo solamente con una
amonestación escrita. Rafael Retamal y el recién llegado Roberto Dávila
estimaron que cabía apenas «observar» al ministro su omisión.
Solo unos días más tarde la Corte Suprema se reunió nuevamente para
hacer las calificaciones anuales. Con la suspensión como precedente, nueve
ministros votaron por poner a Cerda en Lista Cuatro. Aunque la votación fue
dividida —cuatro magistrados querían dejarlo en Lista Tres y un par más
probablemente Retamal y Dávila, en Lista Dos— con ese dictamen Cerda
quedaba fuera de la judicatura.
El magistrado regresaba de un viaje a Estados Unidos cuando fue
notificado de la sanción. Ante el asombro de quienes lo conocían, en vez de
tomar sus cosas y marcharse, pidió a la Corte Suprema que reconsiderara la
medida. Aunque no se retractó de sus actuaciones, redactó una emotiva súplica
a sus superiores para que lo mantuvieran en el servicio. Luego, pidió audiencias
a cada uno de ellos. Cerda buscó dejarles en claro que nunca pretendió alzarse
por sobre sus investiduras, pues sabía que era la arrogancia que sus superiores
veían en sus actos lo que más les molestaba.
En opinión de muchos, Cerda Fernández se estaba humillando, pero el
ministro no se detuvo ante las críticas de sus admiradores. Pidió perdón —«un
perdón muy sincero. Íntimo. Profundo»— y suplicó:

«Tal vez soy distinto. A lo mejor, difícil. A vuestros ojos, probablemente altanero y
algo más. Pero si hay en el Poder Judicial espacio para un juez así, es decir, que no
puede dejar de ser como es y que quiere con todo su ser continuar en la
institución, os suplico hagáis todo lo que esté de vuestra parte por reconsiderar
vuestra decisión»[34].

Con su presentación, el ministro logró dos votos en el nuevo pleno


extraordinario que declaró, por 9 contra 7, que Cerda podía permanecer en el
Poder Judicial, aunque con la mancha de haber quedado en Lista Tres por
segunda vez en su vida. De paso, el mensaje de que la Corte Suprema no
aceptaría actos de insubordinación aun bajo el nuevo escenario político fue
claramente oído en el resto de la magistratura. También, el concepto de que
debía aplicarse Amnistía a los casos por violaciones a los derechos humanos,
justo cuando comenzaban a reactivarse.
Al volver de su castigo, Cerda asumió como presidente de la Corte
Marcial, por un año. En 1992, reemplazó por un mes a Luis Correa Bulo en la
investigación del secuestro de Cristián Edwards y, paradójicamente, mientras
tuvo el proceso en su poder, dio garantías de acuciosidad e independencia a
todos los involucrados, especialmente a Agustín Edwards, quien estaba
descontento con la forma en que los tribunales estaban enfrentando la
situación. Cerda fue designado también ministro en visita por el caso de
malversación de fondos en la Oficina Nacional de Emergencias, ONEMI, y
procesó a los funcionarios de Gobierno que la dirigían.
Recientemente, para malestar de los parlamentarios de la Concertación y
de algunos de Renovación Nacional, presidió la sala que liberó de
responsabilidad a Francisco Javier Cuadra, en el requerimiento que presentó el
Senado en su contra, por sus declaraciones acerca de parlamentarios que
consumían cocaína. Cerda redactó el fallo que revocó el auto de procesamiento
que había sido dictado por el ministro sumariante Rafael Huerta. Luego tuvo
que defender su voto, el de Juan Guzmán y Gloria Olivares, ante los recursos
de queja que interpusieron los prestigiosos abogados Luis Ortiz Quiroga,
Nelson Contador y Alfredo Etcheberry (en representación de la Cámara de
Diputados, Renovación Nacional y el Senado, respectivamente). Lo menos que
dijeron los profesionales es que los tres ministros estaban violando la ley y hasta
alejándose de la racionalidad con el fin de absolver al exministro del general
Pinochet.
Las respuestas de Cerda, en nombre propio y de sus colegas, no fueron
menos contundentes:

«(…) Entendemos que también es cierto que una de las mejores maneras de
involucionar en la cultura nacional es la de acallar. Atención sea hecha a estándares
y status quos que, a modo de burbujas —valga la expresión tan solo como didáctico
símil—, hacen de distanciadores entre el que detenta el poder y quien se lo otorga.
En este orden de ideas quizás si el gran desafío cultural sea el de que asumamos
como pueblo que debemos dejar definitivamente atrás el tiempo en que “la
autoridad era verdad”, para advenir a aquel otro en que “la verdad sea
autoridad”»[35].

Esta vez la Corte Suprema tampoco dio la razón a Cerda y revocó la


sentencia condenando a Cuadra.

El peso del Informe Rettig

El lunes 4 de marzo de 1991 el Presidente Patricio Aylwin dio a conocer


oficialmente el contenido del Informe de la Comisión de Verdad y
Reconciliación. El secretario ejecutivo de la entidad, Jorge Correa Sutil, le
había pasado la única versión impresa del grueso documento dos meses antes y
guardó el respaldo en disquetes. Ninguna autoridad o institución pública tuvo
acceso a él, sino hasta apenas horas antes de que se difundiera públicamente.
El «elemento sorpresa» añadió al contenido del informe un peso
insoportable para la desprevenida y mal vinculada Corte Suprema. Sus
integrantes aún no encontraban una respuesta única y coherente frente al
anuncio de reformas al Poder Judicial cuando se vieron enfrentados a este
nuevo desafío, que puso a prueba su capacidad de respuesta política.
El Informe marcó un hito en la ya tensa relación entre el Ejecutivo y el
Poder Judicial. Fue el momento escogido por la mayoría de sus integrantes para
amotinarse soterradamente en contra de los objetivos presidenciales, lo que
significó, al final del período del primer gobierno de la Concertación, el
naufragio total de todas las reformas propuestas por Aylwin.
Los integrantes de la Comisión Rettig ratificaron unánimemente el severo
juicio a la actitud del Poder Judicial entre el 11 de septiembre de 1973 al 11 de
marzo de 1990.
«Durante el período que nos ocupa, el Poder Judicial no reaccionó con la
suficiente energía frente a las violaciones a los derechos humanos», decía el
informe apenas inaugurado el capítulo IV, dedicado a analizar la actitud del
Poder Judicial[36].
El texto usaba un lenguaje diplomático, hacía concesiones —como
reconocer en favor de los magistrados algunas limitaciones de la legislación o
aún las «condiciones del momento»—, pero dejaba delicadamente en claro que
a la magistratura le faltó valor para ejercer sus propias atribuciones en la
defensa de los derechos de las víctimas y en la represión de quienes los
atropellaron.
Según la Comisión Rettig, el Poder Judicial ejerció «con normalidad» sus
funciones en casi todas las áreas del quehacer nacional, excepto frente a las
violaciones los derechos humanos, en que su acción «fue notoriamente
insuficiente»: Grave, porque era «la» institución llamada a cautelarlos.
El informe osaba comparar la contradictoria timidez del Poder Judicial
frente al gobierno militar, con la tenaz defensa del Estado de Derecho que
había hecho hacia finales del régimen de la Unidad Popular. Era un dardo
directo para los pocos ministros que estuvieron en ambos períodos,
especialmente Enrique Correa Labra, designado por Allende.
Una acusación más:

«La actitud adoptada durante el régimen militar por el Poder Judicial produjo, en
alguna e importante e involuntaria medida, un agravamiento del proceso de
violaciones sistemáticas a los derechos humanos, tanto en lo inmediato, al no
brindar la protección de las personas detenidas en los casos denunciados, como
porque otorgó a los agentes represivos una creciente certeza de impunidad por sus
actuaciones delictuales»[37].

La palabra «involuntaria» no fue suficiente para suavizar la gravedad de la


conclusión, que era refrendada más adelante con la afirmación de que muchas
vidas se hubieran salvado si la magistratura hubiera actuado con firmeza en vez
de debilidad.
En las diez páginas dedicadas al Poder Judicial, el informe describió en
detalle cómo esta institución actuó torciendo el sentido de las leyes, en algunos
casos, hasta convertir el recurso de amparo en un instrumento ineficaz, o cómo
en otros, bajo un pretendido y excesivo respeto a la formalidad, aceptó sin
discusión las versiones oficiales, las confesiones bajo torturas y las defensas de
los presuntos autores de las violaciones, amén de aplicar en el sentido más
extenso posible la Ley de Amnistía.
Tras conocer el informe, en la Corte Suprema se impuso la opinión
mayoritaria de que nadie hablaría hasta acordar una respuesta unánime. La idea
era dar una versión contundente. De «pleno». Oficial.
Dos días después, el 6 de marzo, Aylwin, se reunió con algunos ministros
del máximo tribunal. Les pidió que dieran la mayor atención a las causas por
violaciones a los derechos humanos que serían reactivadas por el envío de
antecedentes de la Comisión Rettig a los distintos tribunales. Ya se perfilaba la
llamada «doctrina Aylwin»: que los jueces investigaran hasta aclarar los delitos,
ubicaran a la víctima (en los casos de detenidos desaparecidos) e identificaran a
los culpables y solo después aplicaran la Amnistía. Es decir, toda la verdad y
justicia solo en «la medida de lo posible».
El mismo día que Aylwin se entrevistaba con ministros de la Suprema, un
centenar de militantes de las juventudes socialista, comunista y mirista llegaron
al Palacio Judicial para acusar a los magistrados de «cómplices de la injusticia» y
pedir la renuncia a ocho ministros: Lionel Beraud, Efrén Araya, Hernán
Cereceda, Osvaldo Faúndez, Servando Jordán, Emilio Ulloa, Germán
Valenzuela y Enrique Zurita.
Obviamente los ministros no renunciaron, pero la manifestación
aumentó su ira. No obstante, respetaron el acuerdo de callar. Las declaraciones
vinieron del sector más blando. Marco Aurelio Perales reconoció que durante
los primeros años después del golpe militar la magistratura no reaccionó con la
suficiente energía, pero explicó que eso se debía a que «no había medios para
hacer cumplir las órdenes que se daban».
El presidente, el componedor Luis Maldonado, estaba enfermo. El
presidente subrogante, Rafael Retamal, respaldó a Aylwin. Pidió perdón.
—He debido equivocarme a menudo y pido perdón por haberme
equivocado.
—¿También en materia de derechos humanos? —le preguntó un
periodista.
—Es posible. Traté de no cometer ningún error, pero es posible[38].
Retamal estaba solo.
El 7 de marzo El Mercurio editorializó contra la doctrina Aylwin,
manifestando que «la amnistía equivale al olvido jurídico». Según el influyente
matutino, los tribunales investigan para, al final de cuentas, aplicar sanciones.
Y si ya no procedía sancionar, tampoco procedía investigar. Los ministros duros
se sintieron respaldados.
Pero el domingo 9, en las mismas páginas de ese periódico, Raquel
Correa entrevistó a Aylwin: «Hubo falta de coraje moral de parte de los
miembros del sistema judicial (…) hubo excepciones que salvaron un poco el
prestigio y el buen nombre, pero no lograron imponerse», dijo el Presidente a
la periodista y terminó por encender la hoguera.
El lunes y martes inmediatamente siguientes los magistrados se reunieron
en plenos extraordinarios para analizar la situación. Por añadidura, ese mismo
martes una bomba estalló en el jardín de la casa del ministro Efrén Araya. Y
Carabineros afirmó haber hallado un retrato del recién designado ministro de
la Corte Suprema, Adolfo Bañados, en poder de extremistas.
El jueves de esa semana la Corte Suprema emitió una temeraria
declaración asegurando que el atentado podía ser parte de un plan para atacar a
los más altos magistrados, según los descubrimientos de Carabineros, y que eso
«ponía en riesgo la estabilidad institucional».
En el Ejecutivo, algunos entendieron que la Corte Suprema estaba
golpeando las puertas de los cuarteles.
El ministro del Interior, Enrique Krauss, describió como «ligera» la
apreciación de la Corte Suprema y rechazó la idea de que existiera un «plan»
extremista para atacar a sus ministros.
Retamal le restó importancia a los comentarios de Krauss, pero no logró
siquiera calmar la furia que no ocultaba la mayoría de sus colegas.
Enrique Correa Labra, que a los 83 años se perfilaba como el sucesor
natural de Maldonado, hizo de portavoz de los duros. Consultado por la
prensa dijo que Krauss estaba profundamente equivocado, que la Corte
Suprema no hablaba «así no más, a tontas y a locas». Que el plan existía. Y, de
paso, para que no quedaran dudas, se declaró «enemigo absoluto de las
reformas al Poder Judicial».
El ministro Adolfo Bañados, inaugurando su nuevo cargo en el máximo
tribunal, comentó que el acuerdo de pleno había sido estudiado por los
magistrados, por lo que su contenido no podía calificarse de ligero.
Detrás, el ministro Araya fue más lejos e hizo pública al fin la verdadera
opinión de la mayoría en la Corte Suprema: existía una ligazón entre las
expresiones de Aylwin y los atentados extremistas, de los que se declaraba
personalmente víctima: «Ha habido ciertas expresiones de parte del Ejecutivo
que han dado motivación a ciertos grupos que quieren atentar contra los
tribunales»[39].
Auguró que si se atacaba al Poder Judicial, si se le quería «avasallar» —el
calificativo estaba aludiendo a las propuestas de reformas— podría haber
«consecuencias políticas (…) Prácticamente puede llegar a eliminarse la labor y
la función de los tribunales de justicia con lo cual se eliminaría uno de los
poderes del Estado».
Ergo, si estaba en peligro el Estado de Derecho, alguien tendría que
poner orden.
Este grupo en la Corte Suprema consideraba todo parte de un mismo
cuadro: las manifestaciones, el atentado a Araya, el Informe Rettig y los
«ataques» del Gobierno (entre los que contaban primordialmente los proyectos
de reforma).
La oposición, especialmente la UDI, sacó la voz también para dejar en
claro que el objetivo gubernamental de «desmantelar» el Poder Judicial no sería
aceptado.
Las Cortes de Apelaciones de Valparaíso y Concepción, en actos
inesperados, emitieron declaraciones de solidaridad con sus superiores.
Obviamente los días del componedor Luis Maldonado a la cabeza de la
Suprema estaban terminando. Los duros necesitaban un líder y lo encontraron
en el más combativo, irascible y conservador de todos: Enrique Correa Labra.
El lunes 13 de mayo los ministros de la Corte Suprema emitieron su
respuesta al Informe Rettig. El viernes 17, eligieron a Correa Labra como su
nuevo presidente.
El rechazo de la Corte Suprema al informe fue tan agrio y público como
el del Ejército. El objetivo fue desacreditar su calidad de contenedor de la
verdad oficial en materia de violaciones a los derechos humanos, al menos en lo
concerniente al Poder Judicial.
El texto fue redactado por Adolfo Bañados, Roberto Dávila y Lionel
Beraud, bajo la supervisión de Servando Jordán. No participaron en el acuerdo
ni Luis Maldonado, ni Rafael Retamal. Presididos interinamente por Correa
Labra, el resto de los magistrados (Emilio Ulloa, Marcos Aburto, Hernán
Cereceda, Enrique Zurita, Osvaldo Faúndez, Arnoldo Toro, Efrén Araya,
Marcos Perales, Germán Valenzuela y Hernán Álvarez) respaldó la respuesta de
24 carillas.
El informe Rettig fue calificado de «apasionado, temerario y
tendencioso».
Lo primero fue desconocer cualquier atribución a la Comisión Rettig
para realizar ningún enjuiciamiento válido del Poder Judicial. Lo segundo,
desmenuzar y desmentir las críticas.
La actitud de la Corte Suprema bajo el gobierno militar, según esa
respuesta, tuvo fundamento principal en lo que el informe consideraba apenas
como una atenuante: «Las condiciones del momento». Para la más alta
magistratura, las condiciones del momento lo fueron todo:

«Un conjunto de factores de toda índole que conforman una verdadera


universalidad que gravitó en todos los planos y esferas de la vida nacional en un
grado superlativo, de modo que no es posible desconocer históricamente la
magnitud de su influencia»[40].

Significaron restricciones tales como una copiosa legislación especial, falta


de medios y de cooperación policial. Las condiciones del momento impidieron
«que este Poder ejerciera una labor efectiva de protección de los derechos
esenciales de las personas cuando estos fueron amenazados, perturbados o
conculcados por autoridades o particulares, con la complicidad o tolerancia de
aquellas»[41].
Pese a todo, dijo la Corte Suprema, la actitud de la magistratura no fue
pasiva. Para dar fundamento a este aserto, los magistrados citaron algunos
ejemplos, mayoritariamente fechados después de 1978, cuando la práctica de la
desaparición masiva de personas había cesado.
En la versión de la Corte Suprema, el Poder Judicial representó a las
autoridades las anomalías, cuando se detectaron; ordenó la constitución de
jueces en los cuarteles secretos de detención, cuando se pudo; designó
ministros en visita para investigar los casos de los desaparecidos; protestó en
contra de funcionarios de la CNI que se negaron a mostrar a los detenidos. Y
jamás castigó a los jueces que sí investigaron.

«Si a la larga las pesquisas quedaron frustradas, en muchos casos no hay otra
explicación que la que los jueces no lograron contar con los antecedentes que
requerían para individualizar y encarcelar a los culpables»[42].

La Corte insistió en que durante el gobierno militar no hizo otra cosa que
cumplir «literalmente la ley», como era su obligación.

«Lo más grave, a juicio de esta Corte, radica en que las invectivas que se han
descargado en contra del Poder Judicial se orientan inequívocamente a torcer de
modo artificial y por caminos extraviados y fuera del ordenamiento jurídico,
aquellas interpretaciones que los tribunales han dado a las mencionadas leyes (…)
En último término se busca que las sentencias se adapten o readapten a nuevas
interpretaciones, fruto de una hermenéutica original más del sabor de las
corrientes políticas de los autores del informe»[43].

Era un rechazo directo y anticipado a la doctrina Aylwin.


La conclusión de la Corte fue que la Comisión Rettig «extralimitándose
en sus facultades, formula un juicio en contra de los Tribunales de Justicia,
apasionado, temerario y tendencioso, producto de una investigación irregular y
de probables prejuicios políticos, que termina por colocar a los jueces en un
plano de responsabilidad casi a la par con los propios autores de los abusos de
los derechos humanos».
Las rabietas de Correa

Me acuerdo de este ministro y no puedo dejar de sonreír. La frondosa cabellera


gris siempre despeinada, con una especie de remolino en el cenit, la nariz
redonda y grande, resaltando como único rasgo en su cuerpo menudo.
Era la imagen de un ser extemporáneo, cada vez que se lanzaba, con la
cara roja de ira, en apasionada defensa de la judicatura. Pero era también un
niño jugando a ser grande, cuando aparecía escoltado por los cuatro fornidos
carabineros del GOPE, con sus trajes verdes llenos de bolsillos, cuya asistencia
requirió tras la revelación del supuesto plan extremista para atacar a los
ministros de la Corte Suprema.
Aunque el plan nunca se comprobó como verdadero, Correa se sentía una
víctima potencial.
El ministro terminaba habitualmente gritando cuando le pedíamos su
parecer por acciones o declaraciones del Gobierno. Recuerdo que un día mi
colega Yasna Lewin le preguntó algo y él, muy serio, le contestó:
—Mire señorita, si es que es señorita…
Correa —considerado un masón y radical de la vieja guardia— era el
máximo representante de la defensa corporativa del Poder Judicial. Aunque él
mismo era de reconocida probidad y austero vivir, bajo las faldas de sus
cruzadas se ocultaron otros que no lo eran tanto. Correa lo sabía. Un día, justo
después de emitir un fallo se quedó mirando a su colega Hernán Cereceda y le
dijo:
—Ya… Vaya, apúrese, vaya a cobrarle a sus clientes[44].
Cereceda no le respondió el insulto, pero las relaciones entre ambos
nunca fueron buenas.
El viernes 17 de mayo de 1991, los ministros de la Corte Suprema se
reunieron para decidir, en votación secreta, quién sería el sucesor de Luis
Maldonado. La tradición imponía que Correa Labra, el más antiguo de todos,
fuera electo sin discusión, pero cuatro magistrados optaron por respaldar la
candidatura alternativa de Emilio Ulloa. Cuando la votación terminó, las
opiniones de sus pares competían en elogios y destacaban la trayectoria e
integridad de su nuevo líder. Salvo Cereceda que se abstuvo con un escueto:
«No acostumbro a opinar sobre otros colegas»[45].
Pero Correa se hubiera cortado una mano antes que denunciar a sus
pares. En sus batallas políticas con el Gobierno, los defendió a todos como si
fueran él mismo. En sus primeras declaraciones el nuevo presidente dijo que no
sentía ni el menor remordimiento por haber rechazado los recursos de amparo
en favor de personas cuyas osamentas habían aparecido en Pisagua, entre otros
lugares. Afirmó que «rechazamos (los recursos) porque la ley lo ordenaba».
También se declaró enemigo «irreconciliable» del Consejo Nacional de la
Justicia, que pretendía transformar a la Corte Suprema «en un partido
político».
El Poder Judicial no atravesaba por ninguna crisis. Es «puro e
independiente», sin defecto «ninguno», dijo. Lo único que hacía falta, sostenía,
era aumentar el número de jueces.
—Pero la opinión pública no cree lo mismo —le replicaron los
periodistas.
—No me interesa la opinión pública (porque) es la sociedad en su
conjunto: las matronas, los alfareros, todo el mundo. Doctos e indoctos en
Derecho. A los doctos en Derecho les aceptamos su opinión. De los indoctos,
no nos interesa[46].
El trato de Correa hacia los periodistas no fue el mejor, pero tampoco era
peor que el de otros magistrados. El actual presidente, Roberto Dávila, es
conocido por su mal humor y respuestas airadas. La tesis imperante es que los
jueces, por no formar parte de un poder de elección popular, no tienen
obligación de atender las opiniones ciudadanas. Desdén y arrogancia se
interpretan como expresiones de virtuosa independencia.
Un día los periodistas del sector Judicial elegimos nueva directiva. Daniel
Martínez y Yasna Lewin fueron a presentarse ante Rafael Retamal, cuando
subrogaba a Luis Maldonado. Yasna extendió su mano para saludar al
magistrado, pero él la dejó con el brazo estirado. Después de que Daniel y el
magistrado intercambiaron los saludos protocolares de rigor, Retamal se volvió
hacia Yasna y le dijo:
—Usted no puede estirar la mano para saludar a un ministro de la Corte
Suprema como si saludara a cualquier persona. Tiene que esperar. Si el
ministro quiere saludarla, le va a ofrecer la mano primero.
Fue el tiempo en que se entornaron las puertas de los tribunales —al
modo que antes solo se hacía para notificar del fallecimiento de algún
magistrado—. No cualquiera podía entrar al edificio. Todos los visitantes —
salvo abogados y funcionarios— tenían que entregar su carné al ingresar. En los
días en que parecía que había ánimo de manifestaciones, los gendarmes además
hacían preguntas y dejaban entrar solo a un par de visitantes por causa.
La relación entre el Poder Ejecutivo y el Judicial era casi tan difícil como
la relación gobierno-Ejército. No obstante, Aylwin estaba empeñado en
conseguir los dos objetivos que se había planteado para el sector justicia:
mejorar el sistema judicial, para restaurar la confianza que habían perdido en él
grandes sectores de la población, y promover y proteger los derechos humanos.
Estos dos valores —justicia y derechos humanos— formaban parte
importante del programa de la Concertación. Pero tales metas no tenían un
objetivo puramente valórico. Había tras ellas también un importante
contenido económico y político. Digamos que, al menos, eran propósitos
compartidos por los gobiernos que colaboraron para que la transición fuera
posible. Estados Unidos, el primero de la lista.
Las autoridades norteamericanas no solo querían ver resuelto el crimen de
Orlando Letelier, que, por cierto, estaba en la agenda. Aspiraban, además, a dar
ciertas garantías de certeza jurídica a los inversionistas de su país, que tenían
bandera verde para iniciar sus negocios aquí. Era parte de la normalización de
relaciones y el estado de la economía chilena era una invitación para esos
capitales.
Pero había un gran problema (y serio), y es que los inversionistas
estadounidenses necesitaban alguna certidumbre sobre cuáles serían las
decisiones de los tribunales en determinados juicios económicos y en Chile, no
había quién se las diera. A preguntas como cuánto se tarda un litigio civil o
cuál es la jurisprudencia para determinada materia, la respuesta era simple y
única: «No se sabe».
Fueron problemas como este los que ahuyentaron a un número
considerable de inversionistas. Algunos de ellos llegaron al Ministerio de
Justicia y pidieron «certificaciones» de la legislación vigente y de la
interpretación que los tribunales hacían de esas leyes. El ministerio respondía
que no podía hacer esa certificación ni siquiera a un mes plazo. Las decisiones
podían variar de sala a sala de la Corte Suprema. Incluso un mismo magistrado
podía cambiar su opinión de un día para otro, sin necesidad de expresar
fundamento.
Millones de dólares en inversiones mineras dejaron de llegar a Chile solo
por esta razón[47].
Así, desde mucho antes del cambio de Gobierno, entidades
estadounidenses como la gubernamental Agencia para el Desarrollo
Internacional (USAID) aportaban recursos para que el Centro de Promoción
Universitaria (CPU) analizara las reformas que era necesario hacer en la Justicia.
El CPU exprimió la intelligentzia nacional, aglutinando entre sus colaboradores
a los más destacados juristas y magistrados chilenos (ninguno de la Corte
Suprema, por entonces). Otro tanto se hacía desde la Universidad Diego
Portales.
Esos centros de estudios nutrirían luego de expertos a la Concertación,
para la elaboración de los proyectos y, más tarde, de asesores al Ministerio de
Justicia.
En la oposición también se reconocía la necesidad de cambios. El Centro
de Estudios Públicos (CEP) esbozó las posturas de este sector: reformas para
aumentar la «eficiencia» del Poder Judicial. Entre las preocupaciones
principales estaban la necesidad de dar certeza jurídica a los inversionistas y la
represión de la delincuencia, en el marco del concepto sobre «seguridad
ciudadana», entendida como el principal rol del Estado, que sería recogido
luego por la Fundación Paz Ciudadana.
Las políticas del Gobierno quedaron expresadas en los bocetos que
Manuel Guzmán le entregó a Aylwin en noviembre de 1990. El presidente los
corrigió y envió los textos a diversas instituciones, que incluyeron las
asociaciones gremiales de magistrados, institutos académicos y parlamentarios.
En marzo, poco antes de que Correa Labra, asumiera la presidencia, los
proyectos fueron enviados al Congreso.
El Presidente Aylwin había discutido con sus asesores el mejor camino
para reformar el Poder Judicial: o el impulso de una gran y radical reforma de
una vez y para siempre o la presentación de distintos proyectos, que atacaran
los puntos esenciales, pero que en conjunto no representaran sino una reforma
moderada, las bases para los cambios posteriores. En las condiciones
imperantes, se optó por el segundo camino.
Quedaría a la espera la reforma del procedimiento penal (para hacerlo
oral en vez de escrito), pero se impulsarían otros, que tendrían un efecto
político inmediato.
El análisis que se hizo en el Gobierno es que el máximo tribunal, así
como había sido heredado del Gobierno anterior, «no estaba en condiciones de
dirigir el Poder Judicial»[48]. No solo porque su conformación era considerada
ideológicamente comprometida con el régimen militar (que ya era un dolor de
cabeza para el primer gobierno de la Concertación), sino porque el sistema
había ido acumulando una serie de deficiencias de funcionamiento imposibles
de modificar desde la cúpula judicial.
Los asesores del Gobierno consideraban que la mayoría de los ministros
de la Suprema, más allá de sus posturas políticas, eran reaccionarios (en el
sentido literal de la palabra: reaccionaban oponiéndose a cualquier cambio, sin
una justificación racional). Tampoco contaban entre ellos a un jurista
descollante con quien poder debatir en el plano académico.
Entre los primeros proyectos del gobierno, que se presentaron sin
considerar las opiniones de los supremos, se incluyeron la creación del Consejo
Nacional de la Justicia, la reforma a la Corte Suprema (aumento del número de
ministros de 17 a 21, especialización de las salas por materia), la creación de la
figura del defensor del pueblo (una especie de ombudsman) y modificaciones a
la carrera judicial (calificaciones y ascensos, Escuela Judicial).
Otras propuestas incluían precisar el rol de la Corte Suprema (de la que
se esperaba que dictara jurisprudencia a través del recurso de casación y que
limitara su pronunciamiento en los recursos de queja); creación del ministerio
público (para evitar que un mismo juez cumpliera con la doble y contradictoria
tarea de investigar las causas y pronunciar la sentencia, el Ministerio Público
tomaría la investigación y el juez se quedaría con la sentencia); y
modificaciones al sistema de arbitraje (para ampliar su cobertura, pues permite
resolver conflictos que, por su naturaleza, no necesariamente deberían llegar a
los tribunales y que en Chile es usado principalmente por las empresas).
Pero lo que era moderado desde el punto de vista del gobierno, parecía el
propósito revolucionario de un gobierno marxista, a los ojos de la oposición y
la propia Corte Suprema.
Desde el comienzo, el punto de quiebre fueron el Consejo Nacional de la
Justicia y las reformas a la Corte Suprema. Eran las modificaciones que le
quitaban poder a ese cuerpo colegiado y nadie lo pasó por alto. El Mercurio
editorializó reconociendo que el Poder Judicial atravesaba por una crisis de
«legitimidad» —por no haber sido sus miembros elegidos democráticamente—
y una crisis de «eficiencia». Pero en vez de recomendar cambios para salvar
ambas, el matutino aconsejaba a las autoridades políticas mantenerse al margen
de la «corriente crítica», pues en las debilidades de ese Poder del Estado se
encerraba «un peligro potencial para el Estado de Derecho, pues convierte al
Poder Judicial en general, y a la Corte Suprema en particular, en un blanco
fácil de grupos extremistas que buscan la desestabilización institucional»[49].
Otro tanto escribió ese mismo diario para desacreditar al Consejo
Nacional de la Justicia. El organismo fue atacado también por la oposición,
que no le «compró» el discurso a la Concertación de que la pluralidad de sus
integrantes daba garantías de independencia. La oposición sabía que el Poder
Judicial era el «enclave autoritario» (como lo llamaba la Concertación) más
fácil de desmantelar y que el Gobierno aprovecharía sus debilidades para
hincarle el diente.
La batalla fue, obviamente, política.
Uno de los aspectos en disputa tenía que ver con las causas por
violaciones a los derechos humanos. Recién comenzado el gobierno la Corte
Suprema había fijado el criterio de que los pactos internacionales, aprobados
por Chile, no se considerarían incorporados a la legislación chilena como para
dar por abolida la ley de Amnistía. También, en general, había expresado que la
Amnistía impedía investigar. Para la oposición, un recambio de sus miembros
ponía en peligro esa «jurisprudencia».
La Concertación esperaba que una nueva conformación en el máximo
tribunal abrazaría un criterio más amplio sobre la Ley de Amnistía y permitiría,
al menos, la investigación de las desapariciones y ejecuciones entre 1973 y
1978.
El Consejo Nacional de la Justicia murió prematuramente en la Cámara
de Diputados, donde se perdió por «culpa» del diputado socialista Mario
Palestro, quien se ausentó inconvenientemente de la sala el día en que el
polémico proyecto sería debatido y restó el voto que la Concertación
necesitaba. Para tranquilidad en la conciencia de Palestro, hay que decir que esa
iniciativa jamás hubiera pasado las pruebas siguientes.
El resto de las propuestas logró sortear la fase de aprobación en la
Cámara, aunque los propios representantes de la Concertación no estaban cien
por ciento convencidos de apoyarlas todas. Sin embargo, los proyectos se
empantanaron en el Senado.
En el intertanto, Correa Labra cada vez que podía atacaba las reformas.
La Corte Suprema en pleno emitió un informe negativo al conjunto de las
propuestas, el 8 de agosto de 1991. Solo abría la puerta a la creación de más
juzgados. Correa Labra se convirtió, con sus posturas, en el blanco de los
ataques políticos y no le gustó. El 9 de enero de 1992, convocó a un pleno para
pedir respaldo. Obtuvo apenas una declaración dividida en que los magistrados
expresaron «su parecer solidario» con la «defensa pública» que estaba haciendo
su presidente[50].
Los dos nuevos integrantes nombrados por Aylwin, Adolfo Bañados y
Oscar Carrasco firmaron el voto de mayoría diciendo que los proyectos
contenían disposiciones que «de alguna manera limitan y vulneran las
atribuciones de esta Corte Suprema». Junto a ellos, Marcos Aburto, Servando
Jordán, Osvaldo Faúndez, Lionel Beraud, Arnaldo Toro, Efrén Araya, Marco
Aurelio Perales y Germán Valenzuela, hacían presente que «casi» todos los
ministros opinaban igual.
Una minoría separó aguas de su presidente y declaró que «es de la mayor
urgencia mejorar la actual administración de justicia por medio de reformas,
que deberán abordarse razonablemente con altura de miras y con carácter
técnico, a fin de obtener su efectiva modernización, que coloque al Poder
Judicial en concordancia con las reales exigencias de una sociedad
permanentemente dinámica y cada vez más compleja»[51].
Este voto estaba firmado por Hernán Álvarez, autor de la moción, Emilio
Ulloa, Hernán Cereceda, Roberto Dávila y Rafael Retamal. Estos, excepto
Retamal, dieron al mismo tiempo un voto de respaldo a su presidente.
El lunes 2 de marzo, en su primer discurso de inauguración del año
judicial, Correa Labra hizo un llamado a «estar alerta» frente a las reformas. Sin
atimorarse porque tuviera sentado en el mismo estrado al ministro de Justicia,
el presidente de la Corte acusó al Gobierno de promover la «intervención
política» en los nombramientos del máximo tribunal, «que un día ha de pesar
al país».
Aunque el Consejo ya había muerto, el magistrado no aceptaba la
intervención del Senado en los nombramientos, ni el advenimiento de un
tercio de integrantes «externos» escogidos entre abogados de prestigio, ni
mayores facultades para la Corporación Administrativa del Poder Judicial.
En una de las tantas salidas de libreto, espetó: «Puedo gritar desde esta
tribuna que somos jueces honrados. Por esto yo pienso que el Poder Judicial
tiene que estar alerta a todas estas reformas».
En las fotografías de los medios de ese día aparece la imagen de
Cumplido escuchando a Correa con la cara larga.
Fuera de cámara, ambos tenían buenas relaciones personales. El
expresidente de la Corte Suprema fue receptivo a las denuncias que le llevó el
ministro de Justicia sobre corrupción en los juzgados de San Bernardo y en la
Corte ariqueña y tomó medidas.
Cumplido y su asesor Jorge Correa Sutil se pasaron ese año en Valparaíso,
tratando de revitalizar los proyectos, que navegaban a la deriva, sin apoyo
político, atrapados en interminables indicaciones en las que el senador Miguel
Otero se hizo un experto. Los informes que emitía la Corte Suprema para cada
uno de los cuerpos legales, con el mayor retraso posible y siempre negativos, no
ayudaban.
Entre septiembre y octubre de 1992, Aylwin se reunió con el presidente
del Senado, Sergio Diez. Quería salvar lo que pudiera de su paquete de
reformas. Los dirigentes políticos negociaron y separaron lo que tenía
viabilidad política de lo que no.
Correa Labra había caído gravemente enfermo y en la presidencia lo
subrogaba Marcos Aburto.
En el encuentro Aylwin-Diez murieron para siempre las iniciativas
relacionadas con el Consejo Superior de la Justicia, el Ombudsman, el
Ministerio público y la reforma procesal penal. Se acordó que se daría curso a
la reforma al rol de la Corte Suprema, el aumento del número de ministros, la
especialización de las salas, el recurso de queja y casación, la Academia Judicial
y la carrera y calificación de los jueces. En lista de espera y con menores
posibilidades de resurrección, quedaron la modernización al sistema de
asistencia judicial, la regionalización y reforzamiento de los tribunales de paz y
el sistema de arbitraje.
Pese a este pacto, en el camino el Senado rechazó el proyecto de aumento
del número de ministros de la Corte Suprema.
Aylwin también organizó una comida con miembros de la Corte, a la que
invitó a Sergio Diez. Cuando Marcos Aburto asumió como nuevo presidente
de la Corte, a comienzos de 1993, Aylwin lo invitó también a comer con Diez.
Luego se reunió con ambos oficialmente en La Moneda.
Con Aburto en la presidencia, el gobierno interpretó que la
especialización de las salas, la modificación de los recursos de queja y casación,
la Academia Judicial y los cambios en la carrera judicial y las calificaciones
serían viables.
No obstante, aunque las relaciones entre el Ejecutivo y la Corte Suprema
se distendieron, nada cambió en el fondo. El máximo tribunal siguió
informando negativamente los proyectos, incluso el de la Academia Judicial.
En el plano administrativo, el diagnóstico oficial era que el Poder Judicial
había sido el pariente pobre del Ejecutivo y Legislativo. Históricamente fue
siempre así, pero la precariedad de recursos se hizo más notoria y vergonzosa
bajo el gobierno militar.
En los ‘80, con Mónica Madariaga en el ministerio de Justicia, fue la
última vez que el Poder Judicial recibió un aumento significativo de recursos,
pero el aumento se quedó en las capas superiores. No hubo nada para los jueces
de primera instancia, ni para los funcionarios y menos para mejoras en la
infraestructura.
El gobierno de Aylwin estableció un plan quinquenal de mejoramiento
de recursos del Poder Judicial, con el fin de modernizar la infraestructura,
aumentar el número de tribunales y reajustar remuneraciones. El plan consistió
en duplicar los recursos que recibía el Poder Judicial en 1991 en un plazo de
cinco años.
De la inyección de nuevos recursos, el 40 por ciento se utilizó en
aumento de sueldos. Cumplido determinó que la distribución se hiciera a la
inversa de lo que fue la experiencia Madariaga: más para los que ganaban
menos, menos para los que ganaban más. Los funcionarios adoptaron esta
política «solidaria» motu propio. A los magistrados, en cambio, hubo que
imponérsela.
Pero en lo sustancial, pese a su compromiso personal con el sector
justicia, Aylwin, el Presidente-abogado, no alcanzó a ver promulgado ninguno
de sus proyectos de reforma. Incluso las iniciativas que logró salvar en su pacto
con Diez se convirtieron en ley solo bajo el gobierno del ingeniero Eduardo
Frei Ruiz-Tagle.
Hoy hay quienes culpan al ministro Cumplido del fracaso. Algunos de los
funcionarios del Gobierno de Aylwin, cercanos a estas negociaciones, afirman
que tuvo poca «muñeca», que si hubiera negociado con la oposición
proponiendo «nombres», en el caso del aumento de ministros de la Corte
Suprema, este proyecto habría sido aprobado. Si hubiera involucrado a los
magistrados en «los ritos del poder», haciéndolos participar en cócteles y otros
eventos mundanos, por ejemplo, permaneciendo él mismo en ellos más tiempo
que el simplemente protocolar, los resultados habría sido otros.
El exministro se defiende: «A mí me tocó el round de ablandamiento.
Nuestra estrategia fue remecer al Poder Judicial»[52].
Ya a punto de terminar su período, el exsecretario de Estado le dijo un
día a uno de los magistrados del máximo tribunal:
—Con nuestras acciones, nosotros los pusimos de pie.
—¡Los ministros de la Corte Suprema nunca hemos estado de rodillas! —
fue la respuesta airada.
—No —replicó Cumplido—, pero estaban sentados[53].
El delfín de Krauss

En medio de muchas derrotas, el Gobierno obtuvo un triunfo: La designación


por parte de la Corte Suprema de un ministro especial para que investigara el
homicidio del excanciller Orlando Letelier. Bajo el apremio de la diplomacia
norteamericana —que hizo su propio trabajo de persuasión hacia la
magistratura—, el canciller Enrique Silva Cimma presentó la petición en
marzo. A mediados de año, el primer ministro que Aylwin nombró en la
Suprema, Adolfo Bañados fue designado —no sin dificultades— para instruir
la causa.
Bañados llegó a la Corte Suprema en diciembre de 1990. Aunque no era
el más antiguo en la quina de postulantes, Aylwin lo prefirió sobre Víctor
Hernández Rioseco y Oscar Carrasco. Menos antiguos que él, también
postulaban Guillermo Navas y Ricardo Gálvez.
Bañados había aparecido en varias quinas bajo el Gobierno militar, pero
nunca fue seleccionado. Al nombrarlo para reemplazar al fallecido Sergio Mery
Bravo, Aylwin solo estaba reparando la injusticia de su postergación. No por
eso el nuevo ministro se comportó como un enviado de la Concertación en la
Suprema. Paradójicamente, él mismo votó en contra de que un ministro de la
Corte Suprema se hiciera cargo del caso Letelier. Su opinión era que un
magistrado del tribunal inferior, la Corte de Apelaciones, debía hacerse cargo
de la causa. A los ministros de la Suprema no les correspondía inmiscuirse en la
investigación de causas criminales, por importante que fuera el caso. En
doctrina Bañados tenía razón, pero en su nombramiento influyó el deseo del
gobierno chileno y del estadounidense de asegurarse una investigación
imparcial.
Bañados, fiel a sus opiniones conservadoras en materia judicial, sumó su
voto al rechazo a las reformas.
Por eso es quizás mayor el mérito de su investigación en el caso Letelier.
Bañados no aclaró el caso porque fuera de izquierda como muchos creen.
Ciertamente no lo es. Lo hizo porque es un buen juez.
Hasta el último día en el Poder Judicial, Bañados fue la efigie de la
independencia. No otorgaba audiencias a los litigantes, ni recibía recados del
gobierno. Fuera de sus oficinas, ni siquiera hacía mucha vida social con sus
pares. Seducido por las montañas, su pasatiempo preferido era irse a escalar
algún cerro los fines de semana, acompañado por amigos de los más diversos
ámbitos, con quienes se permitía hablar de todo, menos del Poder Judicial.
Así las cosas, el Gobierno contaba solo con Rafael Retamal, que por
convicción apoyaba los predicamentos de la Democracia Cristiana, pero que a
esas alturas estaba demasiado enfermo como para tener un rol activo o
influencia entre sus pares.
Mientras Cumplido trataba de empujar las reformas con escasa
interlocución en la Corte Suprema, otro miembro del gabinete, menos
principista y más astuto, lograba la influencia que el titular de justicia no tenía.
El ministro del Interior, Enrique Krauss, era el otro hombre del gobierno
en el Palacio de Justicia.
Los abogados Jorge Burgos y, especialmente, Luis Toro, eran sus
representantes. Ambos llegaron para representar al Gobierno en las causas
contra el FPMR-Autónomo y el MAPU-Lautaro. Después del asesinato de Jaime
Guzmán y del secuestro de Cristián Edwards aparecían por el edificio de calle
Bandera casi a diario. Burgos y Toro presentaban escritos, pedían audiencias,
buscaban la cooperación de los magistrados.
Gracias a la aureola del poder visible inevitablemente tras sus cabezas,
ministros de la Corte Suprema y de la Corte de Apelaciones y hasta jueces de
primera instancia los recibían no solo con ceremonia, sino hasta con cierta
reverencia.
Tanto como reformar el Poder Judicial (o tal vez más, según el
momento), el gobierno quería controlar a los grupos de extrema izquierda y
acallar lo antes posible las críticas de la oposición. Toro y Burgos no llegaban a
los tribunales con la amenaza de decapitamiento, sino con el gesto
comprensivo de quien busca ayuda para una misión común. Y detener el
terrorismo era para un sector de la magistratura un eslogan más seductor que la
creación del Consejo Nacional de la Justicia.
De los primeros encuentros formales y distantes, los abogados de Interior,
especialmente Toro, pasaron a un trato más familiar y amistoso con algunos
magistrados. Las preocupaciones del joven exabogado de la Vicaría de la
Solidaridad se ampliaron. Su presencia se transformó para nosotros, los
periodistas, no solo en anuncio de que se vería alguna causa contra grupos
extremistas, sino que otras materias relevantes, como algún proceso por
violaciones a los derechos humanos u otro de aquellos que comprometían a
militares y complicaban al Gobierno.
El ejercicio del realismo político se imponía también en el Ejército, que
contaba con un nutrido equipo de mensajeros y oidores. El auditor general
Fernando Torres, quien tenía el privilegio de actuar como ministro de la
Suprema cada vez que se discutía un asunto en que aparecía mencionado
personal militar, ejercía una indiscutible influencia directamente sobre la
mayoría de los magistrados de la Suprema.
A Torres lo secundaba el coronel Enrique Ibarra, cuya figura, como la de
Toro, era presagio de que algo importante se estaba discutiendo en la cúpula
judicial.
Otros funcionarios militares de menor rango tenían la cotidiana misión
de alertar sobre cualquier movimiento que tuvieran las causas que interesaban a
la institución. Yo conocía bien las caras de los aspirantes a abogado que
cumplían con estas tareas. Aunque nuestros objetivos eran distintos, a diario
nos encontrábamos rastrojeando en los mismos libros en la secretaría del
máximo tribunal o nos quedábamos esperando hasta entrada la noche «el
listado de fallos». Uno de ellos me dijo un día, como para romper el hielo: «Yo
conozco bien tu trabajo. A mí me tocaba leer los artículos de La Época en la
Auditoría».
La Policía de Investigaciones hacía lo propio y enviaba al estacionamiento
del palacio judicial a un par de policías de Inteligencia. Condenados a la
periferia del edificio, a veces recurrían a los periodistas para saber qué estaba
pasando.
La presencia de toda suerte de agentes ajenos al ejercicio de la labor
judicial era apenas el signo evidente de que cualquiera con poder no confiaría
en la publicitada independencia del Poder Judicial. Los votos de los ministros
se contaban —y «conseguían»— antes de que las causas empezaran a discutirse.
Fuera de escena, familiares y amigos de algunos magistrados se ofrecían para
enviar recados. Una invitación a comer al Club de la Unión podía ser la
ocasión propicia.
No solo en política se usaron las influencias. En el ámbito económico era
popular por entonces hablar de los estudios de abogados «con llegada» a la
Suprema. Estudios con profesionales de todos los signos que, por un motivo u
otro, profitaban de un vínculo privilegiado con alguno o varios miembros del
máximo tribunal.
En ese escenario, para el Gobierno era políticamente inconducente
mantener las ásperas relaciones que Cumplido tenía con la cúpula judicial. Los
procuradores militares tenían bastante más conocimiento y manejo de las
fuentes judiciales que el par de detectives de Inteligencia parados en el
estacionamiento. Los abogados de Interior estaban también en desventaja
cualitativa con el general Torres, y el ministro Krauss, que también es abogado,
estaba consciente del problema.
Llegó la hora de hacer nuevos nombramientos en la Corte Suprema.
El 12 de agosto de 1991, Oscar Carrasco, un ministro de Temuco,
vinculado a la masonería, fue el nuevo elegido por Aylwin entre otros cuatro
postulantes: Víctor Hernández, Mario Garrido Montt, Guillermo Navas y
Ricardo Gálvez. Carrasco reemplazaba al recién renunciado expresidente del
tribunal, Luis Maldonado, lo que Cumplido lamentaba, porque había
establecido con él una relación cordial.
Pero Carrasco, aunque avalado por un brillante desempeño profesional,
no tenía la personalidad suficiente como para influir de modo importante en la
Corte. Además, venía de provincia. En sus primeros meses en el tribunal, era
un ser solitario, se lo veía desconcertado de haber alcanzado esas alturas.
Poco después, otra renuncia —Emilio Ulloa— produjo una nueva
vacante. La Corte Suprema conformó una quina. Esta vez fue eliminado el
nombre de Mario Garrido Montt, que había aparecido en la quina anterior y a
quien el ministro de Justicia, Francisco Cumplido y el propio Aylwin
esperaban ver como el sucesor. En su reemplazo, en el cuarto lugar de
antigüedad, apareció el nombre de Luis Correa Bulo.
El ministro Servando Jordán, su amigo desde los tiempos en que ambos
estaban en la Corte de Apelaciones, había sido su promotor en la Suprema. Y
Correa Bulo en persona había participado en el lobby para que sus superiores
pusieran su nombre en la quina.
Junto a él, postulaban nuevamente Víctor Hernández, Guillermo Navas y
Ricardo Gálvez. Al último lugar había subido Amoldo Dreysse, el candidato de
los ministros derechistas más duros. Ya allí Correa Bulo continuó su campaña
para obtener la nominación, abordando a los abogados concertacionistas y a los
funcionarios de Gobierno que conocía.
Al Ministerio de Justicia no pudo acudir, porque Cumplido mantuvo,
como lo había hecho hasta entonces, la política de puertas cerradas para todos
los postulantes a cargos en el poder judicial. En eso era consecuente hasta el
final con el rechazo al «besamanos» que el Gobierno había adoptado como
cuestión de principios desde el comienzo del período.
La verdad es que a pesar de esta política tan expresa, todavía había jueces
de provincias que viajaban a Santiago para repetir el arraigado rito del Poder
Judicial: «regar las plantitas», lo llamaban y consistía en un largo y humillante
peregrinaje que se iniciaba en los despachos de los ministros de las Cortes y
terminaba en el Ministerio de Justicia.
Cumplido había sido intransigente en esto: simplemente no los recibía.
La única excepción la hizo una vez que su secretaria le rogó que atendiera a una
magistrada de Punta Arenas. La mujer estaba de pie, llorando, mientras
esperaba en las puertas de su oficina. El ministro aceptó hablar con ella unos
minutos. Entre lágrimas, la magistrada explicó que había gastado la mitad de
su sueldo para viajar a Santiago y pedirle que considerara su promoción. El
ministro averiguó sobre sus antecedentes y descubrió que el decreto de ascenso
ya había sido aprobado por él y por Contraloría.
—¿Ve? —le dijo—. Perdió el viaje y su platita[54].
Aunque todavía restaba la decisión del Presidente Aylwin, quien se guiaba
por las opiniones de sus ministros pero sobre todo por sus «pragmáticas»,
Correa Bulo no se conformó con la simple espera, conforme a la política de
principios de Cumplido, y buscó (y encontró) un aliado en alguien tanto o más
poderoso que el ministro de Justicia: su excompañero de curso en la
Universidad, el ministro del Interior, Enrique Krauss.
A Correa Bulo no le correspondía todavía el nombramiento, según las
«pragmáticas» de Aylwin, pero Krauss argumentó que, al no figurar en la quina
Garrido Montt, su excondiscípulo era el mejor candidato. Cumplido optó por
otro nombre, pero en definitiva Aylwin oyó a Krauss.
Algunos abogados llegaron con historias sobre las presiones que ejercía
Correa Bulo en los tribunales inferiores, mientras fue miembro de la corte
capitalina, pero ninguno pudo mostrar pruebas[55]. Más influencia tenían
aquellos que lo defendían por su actitud durante los años de la dictadura, o
porque contaban, quizás, con que su voto era seguro para apoyar las políticas
de la Concertación en la Suprema.
El mejor antecedente en el currículum de Correa, según estos partidarios,
era su actitud en el caso del recurso de amparo presentado en 1984 por Ignacio
Vidaurrázaga, hijo de una distinguida jueza. Vidaurrázaga había sido detenido
por la CNI y trasladado a Concepción. Cuando la Corte de Apelaciones de esa
ciudad, en un gesto inusitado, ordenó con gran rapidez que una jueza se
constituyera en el cuartel para constatar su estado, el organismo de seguridad lo
trajo nuevamente a Santiago. En la capital, Correa Bulo se presentó en el
cuartel de la CNI, logró ver al detenido y constató las numerosas heridas que
tenía por causa de las torturas. El magistrado tomó nota e informó a sus
superiores en detalle. La CNI tuvo que liberarlo[56].
Una vez instalado en la Suprema el magistrado retribuyó el apoyo que le
brindó el ministro del Interior. Se convirtió en su contacto privilegiado. Buscó
contrarrestar la influencia castrense en el máximo tribunal informando
oportunamente de las movidas e intenciones del auditor Torres.
Profesor en la Escuela de Investigaciones, fue también un puntal clave de
la Concertación cuando más tarde llegaron a la Corte Suprema las
controvertidas resoluciones cuestionando la acción de la llamada «Oficina» —
dependencia creada por el gobierno de Aylwin para cubrir los temas de
Inteligencia— y del director de la policía civil en los casos del crimen de Jaime
Guzmán y del secuestro de Cristián Edwards[57].
¿Podría alguien reprochar a Correa Bulo por hacer en favor del Gobierno
o la Concertación lo mismo que habían hecho otros varios altos magistrados de
la Corte Suprema por el Gobierno Militar o incluso, más tarde, por el Ejército?
Recuérdese que fueron esos contactos entre Interior y la Suprema los que
permitieron al Ejecutivo, años más tarde, enterarse de una resolución que
hubiera cambiado el rumbo de la sentencia por el caso Letelier. El general (r)
Manuel Contreras se había internado en el Hospital Félix D’Amesti para evitar
su traslado al penal de Punta Peuco, presentando enseguida un recurso de
protección para que se le permitiera continuar cumpliendo la pena en un
recinto asistencial. El recurso estuvo a punto de ser acogido por la Corte
Suprema por 3 a 2. Pero funcionarios de Interior se enteraron e hicieron
gestiones para que uno de los abogados integrantes fuera cambiado. Eugenio
Velasco ingresó a la sala y la protección fue rechazada. Contreras tuvo que
resignarse a ingresar a la cárcel[58].
La defensa política ha sido sin duda la mejor cobertura del ministro
Correa Bulo en estos años, pero ha sido insuficiente para avalar otras
actuaciones suyas.
Desde que llegó a la Suprema, comenzó a alejarse del grupo de
magistrados con quienes otrora se reunía para estudiar formas de mejorar el
sistema judicial. Se acercó, en cambio, a los dos últimos ministros nombrados
por Rosende, Lionel Beraud y a Arnaldo Toro, cuyos contactos, por otra parte,
con Manuel Contreras no son desconocidos. En compañía de ambos visitó en
más de una ocasión a un misterioso intermediario, el joyero Cristián
Chavesich, conocido por actuar promoviendo en ciertas causas fallos en favor
de «clientes» suyos[59].
De acuerdo con antecedentes que recibieron funcionarios del Gobierno
de Aylwin, Chavesich recibía comisión por esas gestiones. En su fundo en
Talagante, Beraud y Toro —y luego Correa Bulo— eran visitantes siempre
bien recibidos[60].
También se hicieron más habituales las salidas nocturnas con Jordán,
acompañados en ocasiones por abogados especializados en tramitar libertades
en favor de personas acusadas de narcotráfico. Entre ellos, los llamados
«excarceleros», como Luis Edmundo Rutherford y Mario Adolfo Fernández[61].
Funcionarios que trabajaron con Correa cuando el ministro estaba en la
Corte de Apelaciones, son testigos de que el magistrado llamaba en algunas
ocasiones a los juzgados para expresar su opinión en causas que se estaban
tramitando. Pero fue su actuación en favor de su hermana, Gilda Correa,
acusada por la policía de venta irregular de sustancias sicotrópicas, en 1995, la
que terminó por alejar de su lado a algunos abogados y jueces que antes se
contaban entre sus amigos.
Gilda Correa Bulo era la propietaria de la farmacia Pocuro 2. El
departamento de control de drogas del OS-7 de Carabineros denunció ante el
Sexto Juzgado del Crimen, en julio de 1995, que en esa farmacia se vendía
Metanfetamina, conocida como Cidrín, con recetas-cheques robadas y
adulteradas. La evidencia aportada por la policía al tribunal fue que en quince
días se habían vendido 62 de esas recetas, con un total de 7.440 tabletas.
Las recetas fueron presentadas por una misma pareja. Gilda Correa
consignó datos falsos para aparentar que los compradores eran muchos y
distintos. La policía estableció que los nombres de los presuntos compradores y
sus cédulas de identidad habían sido extraídos, en buena parte, de un listado de
subsidios habitacionales, publicado en la prensa.
El caso lo recibió la jueza María Inés Contreras, quien, en marzo de
1996, estimó que no había antecedentes suficientes para procesar a la hermana
del ministro y cerró el sumario. El Consejo de Defensa del Estado, que actuaba
como querellante, pidió la reapertura del caso, pero la jueza lo rechazó. El CDE
apeló a la Corte de Apelaciones. Allí, los ministros Gloria Olivares y Juan
Guzmán (con la opinión en contra del abogado integrante Crisologo Bustos)
respaldaron a la jueza.
Las visitas de Luis Correa Bulo a la Corte de Apelaciones y sus esfuerzos
para que la sala quedara conformada de modo de beneficiar a su hermana
fueron más que evidentes y públicos.
Tras la decisión de la Corte de Apelaciones, en julio de 1996, la titular del
Sexto Juzgado decretó oficialmente el sobreseimiento temporal del caso.
Nuevamente el Consejo apeló, pero obtuvo idéntico resultado en la Corte de
Apelaciones. Entonces el CDE presentó un recurso de queja en la Corte
Suprema en contra de los ministros Olivares y Guzmán. La Suprema respondió
«inadmisible».
El CDE insistió por último con una queja disciplinaria en contra de la
magistrada de primera instancia, acusándola de irregularidades y negligencias.
A fines de 1996, cuando el presidente de la Corte era ya Servando Jordán el
pleno de la Corte Suprema emitió su última opinión: «Se declara sin lugar la
queja deducida por el presidente del CDE. Devuélvase el expediente tenido a la
vista. Regístrese y archívese»[62].
La hermana del magistrado logró escapar de las severas acusaciones, pero
la imagen de Correa Bulo quedó manchada. Demasiadas personas se dieron
cuenta de los esfuerzos que hizo para que la causa fuera enterrada. Así y todo,
los antecedentes no se hicieron públicos sino hasta un año después, cuando la
UDI quiso incorporarlos a la acusación constitucional en contra de Servando
Jordán. El caso fue retirado en una decisión de última hora, pero la
información fue distribuida entre los medios de comunicación.
Recién terminado el gobierno de Aylwin, un abogado cercano al
expresidente, que había apoyado a Correa Bulo y no daba crédito a las historias
que oía sobre el magistrado, decidió hablar francamente con él.
—Lucho —le dijo—, déjame hacerte un comentario de amigos. Varias
personas me han hablado sobre tu comportamiento. Dicen que eres obsequioso
en las causas de narcotráfico. Creo que tienes que cuidarte de eso[63].
El gesto y silencio de Correa Bulo notificaron a su amigo que el
comentario no había sido bien recibido. La fría y cortés distancia que mantuvo
a continuación se lo confirmó.
Hoy Correa Bulo no apoya los intentos de los nuevos integrantes de la
Corte Suprema —con quienes en el pasado compartía un mismo afán
reformista—, por establecer algún tipo de control sobre la ética de los más altos
magistrados.
El propio Patricio Aylwin se habría arrepentido de haberlo nombrado[64].

El astuto Lionel Beraud

El Código Orgánico de Tribunales es claro. Los jueces deben mantenerse


independientes y para ello es menester que rechacen invitaciones de personas
que tengan juicios pendientes en los tribunales. Un poco de sentido común
indica que también deben evitar involucrarse en actos sociales con personas
que asiduamente discutan sus asuntos en los tribunales de Justicia, como los
agentes políticos y los grandes empresarios.
En las palabras del Código: «Prohíbese a los jueces letrados y a los
ministros de los tribunales superiores de Justicia aceptar compromisos, excepto
cuando el nombrado tuviere con alguna de las partes originariamente
interesadas en el litigio, algún vínculo de parentesco que autorice su
implicancia o recusación»[65].
Pero ahí estaban Lionel Beraud y Hernán Cereceda dejándose ver, sin
mayor pudor, en el matrimonio de María Ignacia Errázuriz, hija del empresario
Francisco Javier Errázuriz (antes de que se convirtiera en parlamentario), con
quien no tienen ningún grado de parentesco que se sepa, y a pesar de que el
empresario y actual senador ha sido seguramente uno de los personajes
públicos chilenos que más frecuentemente se ha visto envuelto en litigios
judiciales. Errázuriz invitó a todos los ministros de Corte a ese casamiento,
pero la mayoría rehusó asistir.
En favor del dúo Béraud-Cereceda sí hay que agregar, en todo caso, que,
como se verá, no están entre los jueces que hayan aparecido votando con
mayor frecuencia en forma favorable por Errázuriz.
Siempre me llamó la atención la habilidad de Beraud para desprenderse
de las acusaciones constitucionales. Si Cereceda Bravo y Jordán cometieron
actos reñidos con el servicio, Beraud no hizo menos, pero a diferencia de
ambos, terminó su carrera judicial impecablemente, sin mancha en su hoja de
vida. Lo que se llama, un artista.
Lionel Leandro Beraud Poblete inició su carrera judicial en 1946, como
secretario del Juzgado de Coronel. Luego fue juez en Nacimiento, Coronel,
Maipo (Buin), Chillán y Concepción. En 1959 fue nombrado fiscal en la
Corte de Apelaciones de Temuco y en 1964 llegó al cargo de ministro de la
Corte de Apelaciones de Chillán.
Quince años estuvo en la corte chillaneja, hasta que en 1979 fue
trasladado dos veces, en lo que puede considerarse un doble ascenso, primero
como ministro a la Corte de San Miguel y, casi inmediatamente después, a la
Corte de Santiago.
El propio Beraud recordaría más tarde, en declaraciones públicas, que el
general Augusto Pinochet le había prometido sacarlo de la Corte de Chillán y
traerlo a Santiago.
El 29 de mayo de 1989, el ministro de Justicia Hugo Rosende lo designó
en reemplazo del fallecido Israel Bórquez como ministro de la Corte Suprema,
en los reemplazos que siguieron a la llamada «ley Caramelo».
Rosende lo escogió porque lo consideraba incondicional al general
Pinochet, aparte de que, al parecer, fue ayudado a conseguir el cargo por el
general Manuel Contreras.
Beraud había dado pruebas de lealtad. En 1979 investigó el atentado
explosivo contra la casa del presidente de la Corte Suprema, Israel Bórquez,
cuando el ministro analizaba la petición de extradición a Estados Unidos de los
exjefes de la DINA. Aunque posteriores procesos judiciales demostrarían que el
ataque a Bórquez fue ejecutado por personal del propio organismo de
seguridad, Beraud dio validez a la versión que le entregó la recién creada
Central Nacional de Informaciones (CNI), acusando a un grupo de presuntos
militantes de partidos de izquierda. Desechó investigar las torturas que los
inculpados decían haber recibido, porque —dijo— «ello no pasa de ser una
maniobra utilizada por estos delincuentes».
Me ha llevado algunos años reunir documentación para este libro, y en
todo este tiempo me ha tocado toparme constantemente con las más severas
acusaciones contra este magistrado. Importantes abogados, ministros de la
Corte de Apelaciones y hasta de la Corte Suprema las dan por comprobadas,
aunque, como suele ocurrir, pocos de ellos pueden señalar evidencias.
El problema de la «prueba» es lo que seguramente detuvo a varias de las
personas que entrevisté, y que junto con pedir que sus nombres se mantuvieran
reserva, se abstuvieron de ir más lejos con sus aseveraciones.
Sin embargo, huellas de su particular conducta y concepto del ejercicio
de su ministerio están a la vista de quien haya conocido un poco el mundo del
Poder Judicial a comienzos de los ‘90.
Parte de esos antecedentes eran conocidos por el Ministerio del Interior
bajo el gobierno de Aylwin. Cuando se iba a discutir en la Tercera Sala de la
Corte Suprema la contienda de competencia por el secuestro de Alfonso
Chanfreau (caso que costó la acusación constitucional y posterior destitución
de su colega Hernán Cereceda), Lionel Beraud recibió la visita de un amigo
muy cercano. El intermediario llevaba un mensaje: «Hay quienes en el
Gobierno conocen aspectos de tu vida que pueden complicarte en el
futuro»[66].
Si aprobaba el traspaso, Beraud sería acusado constitucionalmente y esos
antecedentes podrían quedar expuestos. Podrían hacerlo caer. Beraud tomó una
decisión. Le dijo a su amigo que votaría para que el proceso se quedara en la
justicia ordinaria. Eso significaba que la votación sería tres votos contra tres (el
general Torres integraría la sala en nombre del Ejército), abriendo las
posibilidades para que el caso quedara en manos de la ministra visitadora,
Gloria Olivares.
Pero horas antes de la decisión, Beraud cambió nuevamente de parecer.
Junto a Hernán Cereceda, Germán Valenzuela y el auditor Torres, votó por el
traspaso de la causa a la justicia militar.
Funcionarios del Ministerio del Interior recibieron como explicación que
el general Torres había hecho un trabajo de persuasión aún más efectivo,
recordándole a Beraud las numerosas ocasiones en que el Hospital Militar lo
había atendido con generosa y especial dedicación, derecho del que podría
seguir disfrutando en el futuro[67].
El hecho es que en 1981, el Ministerio de Defensa había dictado un
decreto que creó una nueva categoría de pacientes en el Hospital Militar. La
categoría «C», que permitió a los ministros de la Corte Suprema esquivar las
deficiencias de los hospitales públicos y atenderse en condiciones preferenciales
en ese recinto asistencial, junto al personal del Ejército, los ministros de Estado
y los pilotos de LAN Chile. Lejos estaba todavía el día en que el otorgamiento
de ese privilegio a Beraud le costaría caro a la institución castrense.
Algunos que lo conocen más de cerca aseguran que fue su esposa y no
Torres quien lo hizo retractarse, encarándole el agradecimiento que le debían
no solo al Hospital Militar, sino al Ejército y al general Pinochet. Lo cierto es
que Beraud se arriesgó y puso su cabeza, junto a la de Cereceda Bravo,
Valenzuela Erazo y Torres en una acusación constitucional que no lo dejó vivir
en paz sino hasta el día en que, respecto de su nombre, la acusación fue
rechazada.
Posteriormente, solo fue cuestión de tiempo para que retomara, aunque
con mayor cautela, una de las prácticas características de su paso por la Corte
Suprema: las llamadas a sus subalternos para hacerles conocer su opinión en
ciertas causas, su interés en que un proceso tal se fallara «conforme a derecho».
En estos menesteres, solía jugar un papel protagónico en los pasillos de la
Corte Suprema su esposa Gloria, quien no evitaba los acercamientos a las
partes interesadas en los juicios que se discutían en la sala de su esposo. Un
comentario personal sobre las dificultades económicas de la familia y la
necesidad de vender algún determinado y preciado bien familiar para solventar
gastos extraordinarios, podía inclinar a un abogado en litigio a un gesto
caritativo. En el transcurso de tal conversación no se mencionaba jamás el
juicio, por supuesto, pero desde ese minuto el profesional quedaba a la espera,
con cierto grado de confianza, de un resultado favorable a su postura en la
resolución pendiente[68].
Beraud tiene un hijo, Lionel, también abogado, quien trabaja en el Banco
del Estado. Si el profesional tenía una causa pendiente en un tribunal de
alzada, los magistrados en cuestión probablemente recibían un llamado de
Beraud padre haciendo notar que en el proceso determinado litigaría su hijo.
El novel jurisconsulto ganó cierta fama por lograr resoluciones favorables
en casos «imposibles». Ofrecía sus servicios pidiendo una parte de sus
honorarios por adelantado y la otra, al final, de acuerdo con el resultado[69].
También un cuñado del magistrado, Nelson Guzmán Troncoso (que está
casado con la hermana de Gloria de Beraud) intermediaba en juicios,
invocando sus especiales contactos en la Corte Suprema, aunque luego ambos
se enemistaron. Guzmán Troncoso estuvo preso por estafar a una compañía
aseguradora y las relaciones familiares quedaron severamente dañadas[70].
Otro intermediario que alardeaba de sus contactos ante la Corte
Suprema, aún sin ser abogado, es el joyero Cristián Chavesich estrecho amigo
de Beraud, que ya hemos mencionado anteriormente. El magistrado es un
asiduo visitante del fundo que el joyero tiene en Talagante, y la amistad de
Beraud con él formó parte de los antecedentes que recibieron los
parlamentarios durante la acusación constitucional contra la Tercera Sala.
Especialmente porque Chavesich tenía «prontuario» por infracción a la ley de
oro, aunque este dato no llegó a esgrimirse específicamente en el plenario.
Las actuaciones del magistrado Beraud llamaron la atención del Consejo
de Defensa del Estado en 1993, en la demanda por el cobro de los quinquenios
Dipreca.
El caso es el siguiente: en el 17.º Juzgado Civil de Santiago se inició la
causa caratulada como «Jara Cartagena, Berta y otras, con Dirección de
Previsión de Carabineros de Chile (DIPRECA)». Consistía en la demanda de
873 exfuncionarios de Gendarmería que pedían el reconocimiento, a partir del
1.º de enero de 1974, de los «quinquenios penitenciarios», lo que significaba
recuperar una cifra global cercana a los 10 millones de dólares.
En este tipo de demandas colectivas, la cifra que se obtenga, repartida
entre todos los trabajadores, no representa a veces gran cosa, pero el abogado a
cargo de la defensa y los intermediarios, si los hay, cobran una comisión
individual que se calcula sobre el total del monto. Y esa sí es una suma
considerable.
Los demandantes obtuvieron una sentencia favorable en primera
instancia, pero el CDE apeló a la Corte de Apelaciones, argumentando que los
quinquenios habían dejado de pagarse en 1974 y vinieron a reclamarse 18 años
después, cuando las eventuales acciones legales estaban prescritas. La
contraparte argumentó que se trataba de un derecho de carácter alimentario y
por lo tanto, imprescriptible.
La sala integrada por los ministros Milton Juica, Juan Araya y María
Antonia Morales dio la razón al fisco y revocó la sentencia, el 17 de abril de
1993. En el mismo acto, rechazaron la demanda de 49 de los litigantes, pues
adolecía de vicios procesales.
Los demandantes presentaron un recurso de queja que fue resuelto apenas
19 días más tarde, adquiriendo una prioridad inexplicable sobre otras 2.000
quejas que estaban pendientes en el máximo tribunal.
La sala de la Corte Suprema estuvo integrada por los ministros Lionel
Beraud los recién designados por Aylwin, Mario Garrido y Víctor Hernández y
por los abogados Alejandro Silva y Luis Cousiño.
El CDE no pudo hacerse parte en el recurso porque el ingreso de la causa
no quedó registrado como debía. La institución tampoco fue notificada de que
se vería esta queja, pese a que un reglamento de la Corte la facultaba para
informar a las partes en una queja, cuando las «consecuencias o efectos
jurídicos» de su decisión fueran de importancia.
Alarmados por el irregular fallo, los abogados del CDE se entrevistaron
con los magistrados. Ni Garrido ni Hernández ni Silva ni Cousiño recordaban
haber oído la relación de esa causa, así como tampoco que se les hubiera
advertido del monto comprometido y de significación de la misma, como
ocurre normalmente en este tipo de causas. En el libro de registros aparecía que
el relator original, Gómez, fue reemplazado por Eduardo González, a decisión
del presidente de la sala, Lionel Beraud[71].
El Consejo protestó por las irregularidades ante el presidente de la Corte
Suprema y pidió una reconsideración de oficio de la resolución.
En tanto, tres importantes abogados del CDE interrogaron al relator
González: el representante del CDE en la causa, Rodrigo Herrera; el consejero
Pedro Pierry y la abogada procuradora de Santiago, María Eugenia Manaud. Se
sospechaba que González no había relatado la causa y le había sacado las firmas
a los ministros por «secretaría». (Normalmente, después de que hay un acuerdo
en un caso en la Suprema, los relatores recorren las oficinas de los ministros
para que los firmen).
González admitió que al exponer no leyó el monto involucrado, pero
afirmó que hizo la relación completa de los fallos de primera y segunda
instancia.
Pierry y Herrera sostuvieron que le creían. Conocían a González desde
cuando era funcionario en la Corte de Valparaíso y conocían sus antecedentes
académicos y funcionarios, todos inmejorables.
No obstante, un fallo «obtenido» por Cereceda Bravo tres años antes,
sobre la misma materia y en condiciones similares, apuntaban a la posibilidad
de que Beraud hubiera «trabajado» al funcionario para que no relatara o para
que lo hiciera de manera que los demás integrantes de la sala no se percataran
de lo que estaba en juego. En esta forma, después solo era cuestión de sacarles
la firma para la resolución que él mismo se habría encargado de sugerir.
Otros antecedentes sobre la gestión de González en Santiago vinieron a
empañar su buena reputación: su estrecha relación con el relator Jorge Correa y
el «gestor», Luis Badilla.
Badilla, quien trabajaba en el Banco del Estado, era, a comienzos de los
‘90, una cara familiar en el segundo piso de los tribunales, a la hora en que ya
no había luz, ni muchos testigos. Íntimo amigo del relator Correa, quien más
tarde se vería involucrado en un procedimiento similar que permitió la libertad
al narcotraficante Luis Correa Ramírez, siempre estaba al tanto de los juicios
contra el fisco y ofrecía sus servicios para ganar quejas «imposibles».
El CDE protestó, pero no pudo revertir la sentencia.
Beraud era un hombre que no permitía que se pasara por alto la
importancia de su investidura como ministro de la Corte Suprema. Hasta en
los asuntos cotidianos más nimios, hacía notar la significación de su rango y de
su nombre. Si mandaba a comprar una receta a la farmacia, el funcionario tenía
que mencionar que los remedios eran para «el ministro Beraud».
Tal vez por esa especie de ingenua arrogancia, el ministro aceptaba sin
titubeos las invitaciones a una cena de gala que cada tanto en tanto hacía la
Sudamericana de Vapores. O a alguna función especial en el Teatro Municipal,
con un regio cóctel final para los distinguidos asistentes, ofrecido por cuenta
del Banco O’Higgins. Antes que admitir lo compromitente que podía ser para
su independencia el aceptar la generosidad de Ricardo Claro o de la familia
Luksic, el magistrado se mostraba honrado por estas invitaciones.
Beraud no estaba solo en esto. La mayoría de los magistrados de la Corte
Suprema acudía a los convites, halagada seguramente por la sensación de
reconocimiento de una clase social que tradicionalmente los había ignorado.
Adolfo Bañados y Mario Garrido formaban parte de la excepcional minoría
que estaba por el rechazo a este tipo de concesiones[72].
Quizás donde mejor quedó reflejada la personalidad de Beraud, fue en el
caso de su operación en el Hospital Militar.
Beraud sufre de artrosis. El 5 de julio de 1993 se internó en ese recinto
asistencial para insertarse una prótesis en la cadera derecha. Al día siguiente, el
jefe del Servicio de Traumatología, Alfredo Elgueta Parodi, ingresa al
quirófano, donde el paciente ha sido ya preparado por sus asistentes. Coge su
instrumental y se pone a la tarea. Practicada ya la incisión en la zona marcada
por los ayudantes, advierte, demasiado tarde, que estaba operando la cadera
equivocada. En lugar de intervenir la cadera derecha la cirugía la estaba
aplicando en la izquierda.
El médico medita rápidamente y toma una decisión: insertará sendas
prótesis en ambas caderas. Más tarde o más temprano, reflexiona, la zona
izquierda tendrá que ser también intervenida.
En cuanto Beraud recuperó la conciencia, Elgueta le informó de
inmediato del error cometido. Literalmente, le pidió perdón. El hospital
decidió no cobrar un solo centavo por sus servicios, pero ni las excusas ni este
gesto de supuesta generosidad lograron aplacar la furia del magistrado.
Algunos se apresuraron a sostener que Beraud no iba a atreverse a actuar
«contra el Ejército», entablando una demanda legal. Se equivocaron:
representado por Hugo Rivera, el ducho abogado que, un año antes, había
logrado revertir un auto de procesamiento en contra del empresario Francisco
Javier Errázuriz, presentó una querella por daños contra el equipo médico que
lo había intervenido y una demanda de indemnización contra la institución
hospitalaria.
La Corte de Apelaciones nombró al ministro Cornelio Villarroel para
instruir el proceso, mientras el Consejo de Defensa del Estado designaba al
abogado Davor Harasic para que defendiera el patrimonio del fisco,
comprometido en última instancia en la indemnización. En medio de la causa,
el profesional pidió que Beraud fuera llamado a «absolver posiciones»,
procedimiento que permite al abogado de la contraparte interrogar en este caso
al querellante, para aclarar contradicciones en que este haya incurrido.
Uno de los puntos claves era precisar el eventual daño. Beraud aseguraba
que era físico y moral. Afirmaba haber quedado con una cojera permanente. El
fisco dudaba de esos asertos. Daño físico no había, era la opinión del CDE; si
acaso, moral.
Villarroel aprobó el trámite, convocando a las partes a la espaciosa
segunda sala de la Corte de Apelaciones de Santiago. En este escenario, el
querellante, en un gesto que puede calificarse de excepcional, se sentó en el
estrado. Delante suyo, pero en un asiento inferior, quedó el magistrado
Villarroel, a quien, como es de suponer, le correspondía presidir la diligencia.
En primera fila, en el sector reservado al público, se ubicó su esposa, quien, en
un sillón especial, estuvo todo el tiempo rezando el rosario. A su lado, sus dos
hijos. Beraud argumentó, como ejemplo del daño moral sufrido, que había
quedado inhabilitado para impartir «la santa comunión», lo que le provocada
un inmenso dolor.
Todos los periodistas del sector recuerdan que, por esos días, el ministro
se paseaba sin ayuda de muletas. Pero en privado, porque apenas divisaba a
gente de la prensa, regresaba presuroso a su privado y reaparecía con ellas.
Según se sostenía en la demanda, Beraud había quedado atado a las muletas de
por vida.
Como era previsible, Villarroel condenó a los médicos y al hospital a
pagar una indemnización de 80 millones de pesos. El CDE apeló. La suma
resultaba absolutamente excepcional. En la jurisprudencia chilena, los casos
por negligencia médica rara vez se fallan en favor de los pacientes y, si llega a
ocurrir las indemnizaciones por daños y perjuicios, aun en casos de muerte, no
logran alcanzar ni el diez por ciento de lo que se acordaba al ministro Beraud.
En septiembre de 1995, la Primera sala de la Corte de Apelaciones de
Santiago, integrada por los ministros Raquel Camposano, Sergio Valenzuela
Patiño y Rafael Huerta, acogió los argumentos del fisco y rebajó el beneficio a
la mitad. El magistrado recurrió de casación y de queja, pero la Corte Suprema,
ya bajo el Gobierno de Eduardo Frei, mantuvo el criterio de la Corte de
Apelaciones. El Hospital Militar (es decir, en última instancia, el fisco) fue
condenado en definitiva a pagar 40 millones de pesos.
Beraud, rencoroso, no olvidó. A comienzos de 1996, la Corte Suprema
estrenaba el nuevo sistema de calificaciones, y en vez de las famosas «cuatro
listas» que se utilizaban en el pasado, los ministros de la Suprema debían ahora
poner notas de 1 a 7 a sus subalternos. Como en el colegio. Los aspectos a
evaluar se dividen en distintos rubros, cuyo promedio da finalmente la
calificación anual. Para estar en categoría «sobresaliente» no bastaría, como
antes, quedar simplemente en Lista Uno. Hay que sacar un promedio superior
a 6,5.
Beraud no dejó pasar la oportunidad. Les asignó notas tan bajas a los
ministros que le habían rebajado la indemnización, que pese a la buena
evaluación de los otros ministros, los tres salieron de la categoría de
«sobresaliente» y quedaron en desmedrada condición para aspirar a un ascenso.
Ese mismo año, Beraud calificó también con notas bajas a los ministros
Juan Araya y Milton Juica, quienes nunca habían sido de su agrado. Juica una
vez, siendo relator de la Corte Suprema, se negó a una petición extraña a los
procedimientos normales que le hizo el magistrado[73].
Reportera, en aquel tiempo del diario La Tercera, escribí una crónica
informando sobre las calificaciones de Beraud. El ministro me citó a la Corte.
Me manifestó el riesgo que yo corría por haber publicado ese artículo;
derechamente, una querella por infracción a la ley de Seguridad del Estado si la
información resultaba ser falsa. Lo que él necesitaba, me dijo, era conocer la
identidad de mi fuente. Le dije que estaba en su derecho de actuar en mi
contra, pero me constaba que la información era efectiva (había visto algunas
de las planillas de las calificaciones) y que, por cierto, no revelaría mi fuente.
Beraud primero se hizo el duro, después cambió de táctica, jugando al blando y
comprensivo. Cuando comprendió que no iba a lograr nada conmigo, dio por
terminada la conversación y me dejó ir.
Días después, el magistrado aceptó la apelación de los ministros afectados
y condescendió, subiéndoles la nota.
En la historia de sus animosidades contra ciertos jueces, Beraud sufrió
algunas derrotas. Como la que le tocó vivir con el ascenso del extitular del
Quinto Juzgado del Crimen, Alejandro Solís, al rango de ministro de la Corte
de Apelaciones de Santiago. Lo persiguió en forma implacable, más allá de los
años de la dictadura, tiempo en que se lo consideraba un juez «opositor»,
frustrando las esperanzas de Solís con la llegada del nuevo gobierno. Quince
veces estuvo el magistrado en humillantes esperas en las antesalas de los
ministros, sometido a la arbitrariedad de los oficiales de sala, para pedirles que
lo incluyeran en las quinas de ascenso a la Corte capitalina o como relator de la
Corte Suprema. El mayor obstáculo era esta, porque, allí, cada vez que se
mencionaba su nombre, Beraud lo vetaba[74].
Finalmente, en 1992, ausente Beraud, en un pleno al que asistían solo 9
ministros de la Suprema, Solís fue aprobado. Beraud hizo gestiones para anular
la decisión de sus colegas, pero ya era tarde. Poco después, el Presidente Aylwin
escogía a Solís y el magistrado pudo finalmente llegar a la corte de Apelaciones
de Santiago.
Avanzada la década del ‘90, con la renovación de la Corte Suprema, el
ministro Beraud perdió influencia. No toda, sin embargo. Un día de 1996, el
abogado del Consejo de Defensa del Estado Claudio Arellano Párker, esperaba
su turno para alegar una causa por violación a la ley de alcoholes. Un
funcionario de la Corte se le acercó y le dijo:
—No se moleste en alegar. El ministro Beraud ya habló con los ministros
adentro.
Arellano, inquieto por el anuncio, presentó de todos modos su alegato.
Perdió.
No se dejó amilanar ante la Corte Suprema y otra vez lo siguió la sonrisa
irónica del funcionario. «No se moleste». El CDE perdió nuevamente[75].
En uno de los episodios finales de su gestión, en la acusación contra
Jordán, Beraud cumplió un influyente, pero no aclarado papel. Junto a Luis
Correa Bulo, asistió a una cena con el exministro Enrique Krauss para tratar el
tema. Lo que discutieron los tres forma parte de los enigmas no resueltos en la
operación de salvataje de Jordán.
Finalmente, llegó para Beraud el término de su carrera como ministro de
la Corte Suprema. Cuando la ministra Soledad Alvear logró la aprobación del
límite de 75 años como edad tope para la permanencia en el máximo tribunal,
el magistrado fue uno de los que mostró mayor ansiedad y angustia por el
retiro forzoso. Intentó mantenerse. Estableció todo tipo de contactos para
conseguir alguna exención: que se dejara, por ejemplo, al margen de la
disposición a los ministros que estaban en funciones todavía. Esta vez, fracasó.
Tenía 80 años de edad cuando cursó su retiro. Su hoja de vida
funcionaría era un modelo de pulcritud: inmaculada, en ella no figuraba ni la
más mínima sombra de reserva o reproche.

Cereceda y la querella de los membrillos

Hernán Cereceda Bravo llegó al Poder Judicial en 1957. Era un entusiasta,


brillante y ambicioso secretario del Primer Juzgado de Menores. La meta que se
proponía en su vida funcionaria era clara e inequívoca: ascender.
En 1964, se convierte en juez titular del Quinto Juzgado de Menores, y
apenas cinco años más tarde, su nombre figura en una quina de proposiciones
para integrar como ministro la Corte de Apelaciones de Santiago.
El hecho es extraordinario, porque rara vez un juez de menores asciende a
ministro, y es más raro todavía si se trata de un juez joven. Finalmente, es
inusual también que un juez de Santiago acceda directamente la Corte de
Apelaciones de la capital.
Pero Cereceda, a pesar de esta triple dificultad, estaba a punto de alcanzar
el ansiado nombramiento. Faltaba solo la decisión del ministro de Justicia de
Eduardo Frei Montalva, Jaime Castillo Velasco, y como Cereceda no era
hombre que dejara las cosas libradas al azar, mientras esperaba la resolución del
Ejecutivo, en un encuentro con Alejandro Hales —ministro, también, del
gabinete de Frei Montalva— dijo, como sin ningún propósito en particular,
según recuerda el interpelado:
—¿Usted sabe, Alejandro, dónde tengo que ir a pagar las cuotas del
partido?[76]
Su cálculo era erróneo, porque Hales no era militante de la democracia
cristiana.
De todos modos, el ascenso fue aprobado por Castillo Velasco y el
presidente lo nombró ministro de la corte de Apelaciones capitalina, en la que
rápidamente el liderazgo de Cereceda se hizo notar.
Su liderazgo se convertiría años después, durante la dictadura militar, en
un franco predominio hegemónico.
En 1980 se encontró con que el destino del ministro de Justicia que había
aprobado su ascenso estaba en sus manos. Cereceda formaba parte de la sala de
la corte de Apelaciones de Santiago que debía decidir sobre el amparo
presentado por Jaime Castillo Velasco, entonces presidente de la Comisión
Chilena de Derechos Humanos, que afrontaba —por segunda vez— una
condena de expulsión del país.
El amparo fue rechazado con los votos de Ricardo Gálvez y Arnoldo
Dreysse. Cereceda fue el encargado de redactar el fallo, y fundamentó su
decisión acusando al exministro de Frei de promover, con sus prácticas, actos
de «terrorismo», como el atentado a la casa del expresidente de la Corte
Suprema, Israel Bórquez, en 1979.
El ministerio del Interior, representado por Ambrosio Rodríguez, acusaba
a Castillo: de haber suscrito en Argelia «un pacto con el partido comunista»,
desprestigiar el plebiscito de 1980, haber viajado a Caracas para apoyar la
acción de la DC venezolana y participar en una huelga de hambre en la iglesia
de San Francisco en agosto de 1978 y otra en la Parroquia Universitaria en
mayo de 1979.
Como ministro de la corte de alzada, Cereceda jamás acogió un recurso
de amparo y siempre dio crédito a las versiones oficiales en los juicios por
violaciones a los derechos humanos. Apelativos como «narcotraficantes» y
«terroristas» figuraban en sus sentencias para definir a los opositores al gobierno
militar.
Cuando Hugo Rosende llegó al Ministerio de Justicia, en 1984, Cereceda
se convirtió en el favorito. Lo ascendió a la Suprema en junio del ‘85, en el que
fuera justamente el primer nombramiento resuelto por Rosende en relación
con la Corte. En la propuesta, previa al fallo ministerial, figuraba en segundo
lugar otro postulante, con muchos más años de antigüedad que Cereceda y con
el antecedente adicional de haber hecho la etapa de rigor en los tribunales de
provincia. Su nombre era Servando Jordán. Fue el punto de partida de una
rivalidad entre ambos que se convirtió en legendaria en la pequeña historia de
nuestro poder judicial.
A poco de asumir su cargo en el máximo tribunal, Cereceda formuló lo
que podría estimarse su código de principios: «Tenemos que aplicar las leyes
vigentes (…) Las leyes las hace otro Poder del Estado. A nosotros solo nos
corresponde aplicarlas». Paralelamente, se apoyó dogmáticamente en la tesis de
que la amnistía impedía investigar, defendió la competencia de la justicia
militar sobre la civil en casos de violaciones a los derechos humanos y rechazó
invariablemente las presentaciones de la Vicaría de la Solidaridad.
Cultivó su liderazgo, promoviendo la carrera de algunos jueces y
entorpeciendo la del resto. Aprovechando su cercanía con Rosende, mantenía
informado al Ejecutivo de las conductas de sus colegas y los juicios que a él le
interesaban. No solo profesionales, también políticos.
El Código Orgánico de Tribunales es terminante: «Los jueces deben
abstenerse de expresar y aún de insinuar privadamente su juicio respecto de los
negocios que por ley son llamados a fallar». Cereceda no solo hizo caso omiso
de estas disposiciones, sino que usó el cargo para beneficio personal y de los
suyos. Llamaba a los jueces subalternos para pedir, por ejemplo, el
nombramiento como peritos, en causas judiciales, de su hermano Pablo
Cereceda Bravo y su sobrino, Raúl Cereceda Zúñiga.
El primero es síndico de quiebras y el segundo, perito contable. Ambos
forman parte de una lista de entre las cuales los magistrados pueden escoger un
nombre cuando necesitan designar a un síndico en una empresa en bancarrota
o hacer un peritaje que es pagado por el Estado o por las partes litigantes.
A veces la petición ni quisiera era necesaria. Los jueces, conociendo la
relación de parentesco con el ministro, los preferían sobre los demás, lo que,
más allá de que Cereceda pudiera o no intervenir, también cae dentro del
margen de la ilegalidad flagrante.
Era moneda corriente que el magistrado llamara a los jueces para
manifestar su opinión sobre la manera en que debían resolver ciertos juicios. La
forma en que «obtenía» fallos aun en la Corte Suprema en causas que le
interesaban, era historia conocida por todos en los tribunales aún antes del
cambio de gobierno.
Un hecho que ilustra en forma cruda y casi novelesca las actuaciones
abusivas de Cereceda es el proceso contra los campesinos Berta Contreras Soto
y su hijo Luis Díaz.
En 1987, el ministro le compró al sobrino de Berta Contreras, Erasmo
Arredondo, terrenos que daban al lago Rapel y que le pertenecían legalmente a
la anciana, dueña de casa y habitante de la comuna de Las Cabras.
Ignorantes de la operación, el 18 de abril de ese año, Berta y sus hijos
fueron sorprendidos cortando membrillos en el predio que habían recibido por
herencia un año antes. Juan Segundo Caroca, el cuidador contratado por el
nuevo dueño, los increpó al verlos con la fruta en los faldones de sus chalecos.
—Estos terrenos son nuestros —replicó Luis Díaz[77].
Se presentó Erasmo Arredondo, sobrino de Berta y vendedor del predio,
quien avaluó lo hurtado en diez mil pesos, correspondientes a 30 kilos de
manzanas, higos y membrillos.
Berta Contreras y su hijo Luis fueron a parar al juzgado. Una hija de la
mujer, que trabajaba en la Empresa Nacional del Petróleo (ENAP), tuvo que
asumir la tarea de buscar abogado. Ni ella contaba con mayores recursos, ni la
familia tampoco, que provenía de la clase media empobrecida. Tuvieron que
recurrir a un abogado de Santiago, Eduardo Soto, tras recibir la negativa de
una larga lista de abogados rancagüinos. Nadie quería pelear con un supremo.
Menos con Cereceda. Su poderío e influencia en los juzgados, policía y hasta
municipio de Rapel y, en general, en la Sexta Región eran sobradamente
conocidos. Y temidos.
Soto, que nunca recibió remuneración por este caso, argumentó lo obvio:
la familia no podía ser acusada del hurto de frutas en terrenos que creían
propios. Que además todo lo que había sacado eran unos pocos membrillos,
apena lo que podían cargar en los faldones de sus chalecos.
Hernán Cereceda se querelló contra Berta Contreras y su hijo. Pese a la
insignificancia del monto comprometido y de la acumulación de centenares de
procesos de mayor envergadura en los tribunales rancagüinos, la Corte de
Apelaciones de esa ciudad designó —cosa absolutamente insólita— ¡un
ministro especial para que se hiciera cargo del caso!
Al asumir, el magistrado Juan Rivas estableció que Berta Contreras tenía
realmente la posesión efectiva de los terrenos (según una resolución del 19.º
Juzgado civil de Santiago) y que el título de propiedad a nombre del ministro
Cereceda le había sido concedido gracias al contrato de compraventa con
Erasmo Arredondo, quien formaba parte de la misma herencia, pero cuyos
derechos aún no habían sido reconocidos legalmente.
El juez determinó que antes de resolver sobre el hurto, debía aclararse el
asunto civil sobre la propiedad y sobreseyó temporalmente la causa, en julio de
1987.
Cereceda no quedó, por supuesto, conforme.
Al cabo de un tiempo reanudó la querella, acusando esta vez a Berta
Contreras de «violación de domicilio», iniciando así una nueva causa. Ella
rechazó la acusación, declarando que solo había ido a la propiedad del ministro
para mostrarle los papeles que la acreditaban como dueña legal. Ocurrió
entonces algo que escapa a la racionalidad: la jueza de Peumo-Cachagua, Irene
Morales, encargada del proceso, no le dio crédito y ordenó su detención,
disponiendo su traslado, ¡con los tobillos engrillados!, a la ciudad de Rancagua.
Allí, sin embargo, fue puesta en libertad, previo pago de una fianza.
Cereceda presentó ante la Corte Suprema un escrito, quejándose de la
falta de acuciosidad con que se tramitaban ambos procesos. El 12 de agosto de
1988, el máximo tribunal reabrió la causa por hurto, la acumuló con el proceso
por violación de domicilio y le recomendó al ministro Rivas prestar «especial
atención» a ambos procesos.
El magistrado solicitó dos informes periciales para que se estableciera
fidedignamente el monto de lo hurtado. Los peritos respondieron que los
árboles del lugar producían fruta de mala calidad, sin valor comercial. Uno de
ellos avaluó toda la producción en un máximo de 820 pesos. El segundo, en
mil 50 pesos. Desgraciadamente, Rivas enfermó, y el 28 de agosto, el mismo
día que asumió como suplente, el magistrado Alfonso Álvarez sometió a
proceso a Berta Contreras y a su hijo Luis Díaz como coautores del delito de
hurto. La causa quedó estancada hasta febrero de 1989, cuando Rivas, el
titular, sobrepasado por la evaluación del caso que hacían sus superiores,
confirmó los autos de reo por hurto. Sin embargo, desechó la acusación de
supuesta violación de domicilio y sobreseyó temporalmente ese segundo
proceso.
El abogado que defendió a la familia Contreras siguió insistiendo en que
fueran declarados inocentes, pues no podían ser autores de hurto de un terreno
que les pertenecía legalmente. El ministro Rivas replicó diciendo simplemente
que «tal fundamentación cae por su base» pues ya había sido rechazada por la
Corte Suprema. Sostuvo que si bien la mujer tenía derechos sobre la
propiedad, eso no significaba que los tuviera sobre los bienes que había en ella.
El magistrado fijó arbitrariamente lo sustraído en una suma levemente superior
a los siete mil pesos y les impuso la pena de presidio menor en su grado
mínimo: es decir, 61 días de cárcel.
En 1990, las apelaciones llegaron a la Corte de Rancagua. El fiscal
Hernán Matus, cuyo parecer fue consultado antes de fallar, recomendó la
absolución de los condenados. El delito, dijo, no estaba configurado. Berta
Contreras era la heredera legal de ese predio y, por lo tanto, también dueña, al
menos como comunera, de «todos» los bienes que había en él. Rechazó
también el cálculo de lo sustraído. Dijo que si los peritos estimaron el valor de
toda la producción en un máximo de mil pesos, la fruta que los condenados se
llevaron en los faldones de sus chalecos no podía costar más de ¡trescientos
pesos!
A pesar de todo, la Corte de Rancagua rechazó los razonamientos del
fiscal y confirmó los autos de reo. Otro tanto ocurrió con las presentaciones de
la defensa de Berta Contreras y su hijo ante la Corte Suprema.
Resultado final: Cereceda se quedó con los terrenos. Berta Contreras y su
hijo, condenados y llenos de impotencia, se vieron en la obligación de firmar
periódicamente en el patronato de reos. Luis Díaz se aburrió un día y no fue
más. Hasta hace muy poco tenía todavía en sus antecedentes el traspié legal y le
era muy difícil encontrar trabajo.
Estas y otras actuaciones del ministro Cereceda quedaron, tras el cambio
de gobierno, ocultas bajo el vendaval que produjo la disputa política entre el
Poder Ejecutivo y el Poder Judicial.
Cereceda intentó actuar con astucia en el nuevo escenario. Como queda
registrado en estas mismas páginas, el magistrado mantuvo una postura
ambigua, con una apariencia de cercanía a las propuestas de reforma que hacía
el gobierno. Era evidente que si se alineaba claramente con los «duros» sus
posibilidades de sobrevivencia funcionaria iban a ser menores. Motivado quizás
también por su rivalidad con Enrique Correa Labra, Cereceda se ubicó en la
vereda del frente, junto a Roberto Dávila y Hernán Álvarez.
Pero su astucia no lo llevó muy lejos.
En junio de 1990, la Corte de Apelaciones de Santiago nombró a Gloria
Olivares para que investigara el secuestro y desaparición del dirigente del MIR,
Alfonso Chanfreau. Los testimonios de la exinformante Luz Arce y de exiliados
retornados que habían estado recluidos con él, habrían agregado los «nuevos
antecedentes» que la causa necesitaba para su reapertura.
La magistrada tomó el caso con pasión y, sin medir las consecuencias
políticas, citó a los agentes de la DINA que estuvieron al mando del centro
clandestino de detención conocido como Villa Grimaldi. Entre ellos, al coronel
en servicio activo Miguel Krasnoff Martchenko, comandante de la IV división
de Ejército, con asiento en Valdivia.
Fue el límite que colmó la paciencia del Ejército. La justicia militar
reclamó para sí la causa y se trabó la contienda de competencia que solo la
Corte Suprema podía dirimir. Fue así como el caso llegó a la Tercera Sala,
presidida por Cereceda, e integrada por Lionel Beraud, Germán Valenzuela
Erazo, dos abogados integrantes y, excepcionalmente, por el auditor general del
Ejército, Fernando Torres Silva.
El 30 de octubre de 1992, los magistrados, con los votos en contra de los
abogados integrantes, traspasaron el caso a la justicia militar.
Gloria Olivares no pudo evitar el llanto cuando supo la noticia.
Las reacciones no se hicieron esperar: la bancada de diputados socialistas
de la Cámara presentó de inmediato una acusación constitucional por «notable
abandono de deberes» en contra de Cereceda, Beraud, Valenzuela y el auditor
Torres. Se apoyaba en el argumento de que el fallo había significado una
manifiesta denegación de justicia, pues era un hecho que en la justicia militar
los casos por violaciones a los derechos humanos terminaban sobreseídos
definitivamente.
En la fundamentación se agregaba un caso anterior, el del secuestro del
coronel Carreño. Los mismos ministros habían permitido que Torres integrara
la sala, a pesar de que había sido él mismo quien había ordenado las
detenciones e interrogatorios (realizados bajo tortura) y había dictado en
primera instancia una sentencia de condena. No solo no habían sugerido la
inhabilidad de Torres para pronunciarse sobre los recursos presentados por la
defensa, sino que, los ministros de la Corte Suprema lo habían nombrado
ministro redactor del fallo.
Un tercer argumento estaba ligado al segundo: la demora de la sala, más
allá de los plazos legales y pese a haber «reo preso», en dictar el fallo sobre la
sentencia definitiva.
Aunque los fundamentos eran débiles, principalmente porque era
evidente que se trataba de irregularidades que la mayoría de los magistrados
había cometido y seguía cometiendo en numerosos casos, los partidos de la
Concertación en pleno apoyaron la acusación, mientras que la oposición la
rechazó. Con los votos de los primeros, fue aprobada en la Cámara de
Diputados, tras una discusión en que empezaron a surgir indicios de la
vulnerabilidad de Cereceda por otros hechos. Actos que nadie mencionó en
público, con excepción del diputado Jaime Campos quien tuvo el coraje de
decir en el hemiciclo que Cereceda era «un juez venal». Aunque no dio detalles,
las personas mejor informadas, en verdad casi todo el mundo «en el foro»,
sabían lo que había detrás del comentario.
En el Senado los pronósticos apuntaban a que la acusación iba a ser
rechazada. La oposición, con los senadores designados, era superior en un voto
sobre la Concertación.
Horas antes de la votación, el presidente del Senado, Gabriel Valdés,
anunció que se votaría separadamente el caso de cada uno de los ministros,
dividiendo además la votación en cada una de las tres acusaciones.
La mayoría de la oposición le permitió fáciles victorias, produciéndose
incluso un margen favorable adicional inesperado en el punto de la acusación
que condenaba la integración del general Torres en el proceso por el secuestro
del coronel Carreño. En este caso se sumaron a los votos de la oposición los de
dos representantes de la Concertación, rompiendo la cohesionada conducta del
conglomerado: los de los senadores Eduardo y Arturo Frei.
Lo que no estaba previsto, sin embargo, fue que tres parlamentarios de
Renovación Nacional, Ignacio Pérez Walker, Sebastián Piñera y Hugo Ortiz de
Fillipi, apoyaran la acusación en uno de los puntos —la demora en la sentencia
del caso Carreño— en contra de uno de los magistrados, Hernán Cereceda,
produciendo un verdadero terremoto político.
Sus «razones de conciencia» nada tenían que ver con el caso Chanfreau,
ni con los tópicos formales de la acusación. Más bien tenían su origen en las
experiencias del senador Ortiz, como abogado, en su trato con el ministro
Cereceda. «Yo sé que es corrupto», sostuvo en conversaciones privadas que
mantuvo con parlamentarios de la Concertación, a los que les anunció su
decisión de apoyar la acusación. «Yo mismo le pagué una vez»[78], había
agregado, lapidario.
En los tribunales se hablaba del «cobro a la italiana» que Ortiz le había
hecho a Cereceda. Y del respaldo otorgado por Servando Jordán con su
silencio.
Lo cierto es que al menos una parte de esas otras razones estaba en
conocimiento de los dirigentes de la Concertación cuando la acusación fue
presentada. Ninguno de ellos, sin embargo, las hizo públicas ni entonces, ni
después. Nunca se mencionó, por ejemplo, que el Servicio de Impuestos
Internos (SII) había verificado la falta de correspondencia entre el nivel de
ingresos y de gastos que revelaban algunos de los ministros de la Corte
Suprema.
Yo estaba, por esas fechas, comenzando a reunir información para este
libro y tuve la oportunidad de conversar con el abogado del SII a cargo de esas
investigaciones. Le pedí que me revelara los resultados. «Ahora no puede ser»,
me dijo, «la cosa está muy caliente». Repetidas veces, incluso mucho tiempo
más tarde, le insistí sobre el punto. La última respuesta suya es inolvidable:
«¿Para qué quieres nada ahora? Eso ya pasó».
Era obvio que los bienes que exhibía Cereceda llamaban a sospecha. Su
automóvil último modelo contrastaba con los vehículos fiscales asignados a sus
colegas; sus lujosos departamentos —comprados rigurosamente al contado—
en El Bosque y Las Condes, uno de los cuales tenía un avalúo fiscal, en ese
entonces, de 180 millones de pesos. Imposible compararlos con la vivienda
fiscal, por ejemplo, que habitaba en Providencia Enrique Correa Labra.
Cereceda cultivaba, además, el hobby de coleccionista de obras de arte
caras.
Si desde que asumió Aylwin los presidentes del Colegio de Abogados
reclamaban repetidamente por los «alegatos nocturnos» —quejas que
Cumplido representó ante los presidentes de la Corte Suprema de turno—, se
debía principalmente a la conducta de Cereceda, cuyo despacho «se llenaba de
gente para pedir audiencias»[79].
Sus especiales vínculos con el relator Jorge Correa y con el abogado Luis
Badilla hacía tiempo que llamaban la atención. Cereceda procuraba que Correa
fuera el relator en las causas de su interés, y el funcionario llegó a cobrar tal
presencia, que llegaba al extremo de desplazar por propia iniciativa a sus
colegas, quitándoles los expedientes con el argumento de que era su función
narrar «todas» las quejas. Como se sabe, el papel del relator es fundamental,
porque depende en una buena medida de su «narración» el que lo que se
resuelva se incline en uno u otro sentido.
El relator Correa llegó a la Corte Suprema en 1990, por decisión del
presidente Luis Maldonado, quien en estos casos se dejaba asesorar por
Cereceda, favorito suyo. El relator «suplente» no tenía rango de titular, pero se
le adjudicó la tarea de ayudar a despachar las quejas, que aumentaban día a día
en la Corte Suprema. Como él mismo reconocería en una entrevista, tiempo
más tarde, al año de iniciada su labor en la Suprema, el número de fallos en
recursos de queja aumentó en más de mil respecto de 1989.
Correa tuvo el talento de instalarse en el alero de Cereceda, sin desdeñar,
sin embargo, la cercanía con su rival, Servando Jordán.
El abogado Badilla —hijo de una empleada de Cereceda—, era conocido
en el foro porque ofrecía sus servicios como «gestor», según ya se ha señalado, y
como habitué en el despacho de Cereceda cuando se realizaban los alegatos
nocturnos.
También era ampliamente conocida la protección que Cereceda les
brindaba a sus parientes en funciones asignadas por la Justicia.
Tras el quiebre de la empresa Lozapenco, por ejemplo, que implicó el
procesamiento de Feliciano Palma y el despido de miles de trabajadores
penquistas, un tribunal civil nombró como síndico suplente a Pablo Cereceda.
El profesional se haría cargo de la empresa hasta que la Junta de Acreedores —
en que el actor principal era el fisco— se reuniera para ratificar o rechazar su
designación. Reunida esta, se acordó reemplazar a Cereceda, por el síndico
Germán Sandoval.
El primero había cumplido sus funciones entre el 22 de noviembre de
1990 y el 20 de enero de 1991, y a la hora de tener que finiquitar sus servicios
presentó su cuenta de honorarios: ¡140 millones de pesos! Una suma como
para no creerlo. La Junta contaba con que no serían más de tres o cuatro
millones.
Le tocó a Selim Carrasco, entonces fiscal de la Tesorería General de la
República y asesor jurídico de la Junta Militar, discutir con Pablo Cereceda el
tema de sus honorarios. El encuentro estaba apenas comenzando cuando sonó
el teléfono y tras las palabras rituales de buena crianza, se produjo el siguiente
diálogo:
—Tengo entendido que hay un problema con los honorarios de mi
hermano—. La amable voz en el otro lado de la línea era la del ministro de la
Corte Suprema Hernán Cereceda. —A ver, cómo explicarle: esta es la primera
vez que hago algo así… Ocurre que él es un excelente profesional, otro nivel,
usted sabe. Lo que pide, en realidad, no es exagerado; y yo me atrevo a
sugerirle que apruebe el pago.
—Ministro, yo no le podría asegurar nada. La verdad es que en estos
casos lo normal es que el fisco pague el mínimo… No cuestionamos las
capacidades de Pablo, hizo un buen trabajo, pero sus honorarios son demasiado
elevados[80].
La conversación duró más de quince minutos. Cuando colgó, Carrasco
estuvo todavía un rato en pleno regateo con el perito y al cabo logró llegar con
él a un acuerdo: convinieron en rebajar sus honorarios a 20 millones de
pesos[81].
A pesar de lo acordado, Cereceda volvió posteriormente a la carga en la
reunión de la Junta de Acreedores, exigiendo subir la postura a 25 millones con
la amenaza, en caso de contrario, de llevar el caso a los tribunales. Aunque
notoriamente la suma era excesiva, considerando que no había siquiera recursos
suficientes para pagar a los trabajadores, los accionistas cedieron a la petición,
por temor a que Cereceda obtuviera una indemnización todavía mayor si
llevaba el problema a los estrados judiciales.
Pablo Cereceda actuaba en sus funciones de síndico, normalmente, en
unas treinta quiebras simultáneas, todas importantes. Sus honorarios, lo mismo
que los de Raúl Cereceda Zúñiga, sobrino del ministro, eran cuestionados por
el Consejo de Defensa del Estado en el 80 por ciento de los casos, pero lo
habitual era que el fisco perdiera los juicios al llegar a la Corte Suprema[82].
Tras la destitución de su pariente, ambos perdieron influencia, aunque
continuaron recurriendo a los tribunales en búsqueda de amparo. Menudearon
sus conflictos con el Servicio de Impuestos Internos por los más diversos
problemas tributarios.
El 21 de enero de 1993 el Senado aprobó la destitución del ministro
Hernán Cereceda, y desde ese mismo día el magistrado dejó de ser integrante
del máximo tribunal.
Bajo la presidencia de Marcos Aburto, el pleno de la Corte Suprema
decidió acatar la decisión del Senado. En un acuerdo del que no se dejó registro
escrito, los magistrados resolvieron además no recibirlo en audiencias. Aunque
públicamente continuaron defendiéndolo.
En la Corte de Apelaciones de Valparaíso se presentaron dos recursos de
protección a favor suyo, en los cuales naturalmente Cereceda se hizo parte.
Ambos fueron rechazados, tras lo cual el destituido ministro pidió ser recibido
por la Suprema.
Quería decir su último adiós.

«Mi carrera judicial ha concluido dramáticamente (…) La acusación


constitucional de que fui objeto trascendió de su contenido específico y avanzó
temeraria y con solapada publicidad hacia el pantanoso campo de las suposiciones
e intrigas perversas. Las razones formales del texto escrito fueron el escudo para
condenarme por las motivaciones encubiertas o audazmente proferidas gracias a
privilegios políticos que lesionan el orden jurídico»[83].

Aludía, obviamente, a las acusaciones que se le hacían en privado —él lo


sabía— de actos de corrupción. Y a las que le había formulado el diputado
Jaime Campos en el hemiciclo, protegido por el fuero de la Cámara.
Cereceda agregaba que no estaba pidiendo que se revisara el recurso de
protección rechazado por la corte porteña, pero reiteraba que el Senado, al
separar su caso del de los otros ministros, había hecho «una diferencia
arbitraria» conduciendo «a un resultado injusto».

«En este lugar de honor y de justicia ha quedado escrito que el término de mi


carrera judicial, cuya diáfana trayectoria fue siempre el mandato de mi conciencia,
ha sido producto de la más injusta maniobra política, adoptada por una mayoría
ocasional (…) Esta exposición tan personal constituye el punto final a este proceso
que llevó a decir a su sabio Presidente (Marcos Aburto), que él constituía una
especie de “noche triste del Poder Judicial”. Confío, al igual que él, que esta noche
haya quedado definitivamente atrás»[84].

Los misterios de la Tercera Sala


En los primeros años del gobierno de Patricio Aylwin la Tercera Sala aparece
con una aureola que la distingue con tintas precisas de las restantes salas de la
Corte Suprema.
En 1991 la integraban Marcos Aburto, Servando Jordán, Osvaldo
Faúndez y Enrique Zurita. En los solo tres meses comprendidos entre marzo y
junio de ese año los magistrados dictaron tal cantidad de resoluciones
polémicas, que lograron crear para la sala una fama cercana a lo mítico.
A modo de ejemplo, evoquemos un fallo memorable, el que ordenó la
reincorporación de diecisiete detectives de Temuco que habían sido dados de
baja por su participación en operaciones de narcotráfico, extorsión,
complicidad en fraudes tributarios y hasta comercialización de cheques
robados. Era parte de la depuración del servicio resuelta por el director de
Investigaciones, general (r) Horacio Toro. La Sala acogió una queja de los
expolicías, estimando que sus defensas no habían sido oídas adecuadamente.
El veredicto provocó un conflicto entre el Ejecutivo y el Poder Judicial,
pues las resoluciones habían sido firmadas por el Presidente, quien tiene la
facultad privativa de pedir la renuncia a los empleados fiscales cuando pierden
su confianza.
Otro caso. El mismo tribunal, con el voto en contra del ministro Enrique
Zurita, revocó el auto de procesamiento del exagente de la CNI Jorge Vargas
Bories, inculpado por el asesinato del periodista José Carrasco y dejó esa causa
en punto cero.
Suma y sigue. El asesinato del empresario Sergio Aurelio Sichel (cuya
muerte dio origen a la investigación por la financiera ilegal «La Cutufa»)
también quedó impune, después que la Tercera Sala anuló los autos de
procesamiento dictados por la Corte de San Miguel, por violación de
domicilio, en contra del abogado Jaime Laso, del exagente de la CNI capitán (r)
Patricio Castro, del exagente bancario Ramón Escobar y del mayor de Ejército,
Luis Rodríguez Nova. Por los mismos hechos, la Corte también determinó
revocar un auto de procesamiento que ni siquiera se había dictado aún en
contra del exdirector de la CNI, general (r) Gustavo Abarzúa.
Los mismos ministros acogieron el recurso de amparo que le permitió al
empresario Francisco Javier Errázuriz liberarse del auto de procesamiento que
había dictado en su contra el titular del Quinto Juzgado del Crimen, Alejandro
Solís.
Ciertamente no podía pedírseles a los ministros de la Corte Suprema que
resolvieran según las demandas de la opinión pública. Esa ha sido una de sus
defensas fundamentales: La Corte Suprema debe aplicar la ley le parezca mal a
quien le parezca. Pero ciertos hechos, ciertas sombras llenan de dudas al más
legalista de los analistas.
Esa misma sala fue la que el 13 de mayo de 1991, acogió una
«reposición» en un recurso de queja que otorgó la libertad provisional al
colombiano Luis Correa Ramírez, procesado, junto a otros cuatro cómplices,
por la internación a Chile del cargamento de cocaína más grande jamás
descubierto (500 kilos que ingresaron por el puerto de Arica y que serían
reenviados a Estados Unidos). La queja en cuestión había sido rechazada, en un
voto unánime, menos de 30 días antes —el 17 de abril de 1991— por el
mismo tribunal.
Inmediatamente después del fallo que le otorgó la libertad, Correa huyó
de Chile. Aunque más tarde fue condenado en ausencia, hasta el día de hoy
está prófugo.
Recuerdo muy bien este caso porque, tal como se da cuenta en otro
capítulo, me encontré con el funcionario del Consejo de Defensa del Estado,
Oscar López, el día que se dio cuenta del desatino. El recurso de reposición
había ingresado sin que el CDE hubiera podido percatarse. López estaba
francamente aterrado.
Reuní los antecedentes del caso y escribí un artículo de una página en La
Época. El presidente del CDE, Guillermo Piedrabuena, inició una investigación
interna sobre los hechos y protestó ante el presidente de la Corte Suprema,
Enrique Correa Labra, por las irregularidades constatadas. La periodista
Patricia Verdugo escribió también más tarde sobre el caso en la revista APSI,
pero nadie en el mundo político pareció entonces darle importancia.
Tras el sumario del CDE resultó despedido López, por no haber advertido
que se vería la reposición, pese a que quedó establecido que la irregularidad se
cometió en la Corte Suprema, que no registró el ingreso en los libros
destinados para ello.
El proceso tenía antecedentes sospechosos. Se había iniciado en Arica el
12 de agosto de 1989 tras el descubrimiento del cargamento de cocaína por
parte del OS-7.
En octubre de 1990, una sala de la Corte de Apelaciones de Arica,
compuesta por dos abogados integrantes y un ministro titular, le concedió la
libertad provisional a Correa Ramírez. Los abogados dijeron sí y el ministro
titular, Hernán Olave votó no. El CDE alcanzó a reaccionar a tiempo y presentó
una queja disciplinaria contra los abogados integrantes Luis Cabanni y Hugo
Silva. Dos días después, el pleno del tribunal ariqueño revocó la libertad. Un
año más tarde la Corte Suprema se negó a sancionar a los abogados integrantes,
conformándose con hacerles un llamado de atención.
El 13 de marzo de 1991, Correa Ramírez pidió nuevamente la libertad,
que fue rechazada por el juez investigador y por la corte de Arica. El procesado
entonces, bien aconsejado por su abogado, presentó una queja a la Suprema,
que fue rechazada inicialmente por los ministros de la Tercera Sala: Marcos
Aburto, Servando Jordán, Enrique Zurita y dos abogados integrantes.
Tal vez motivado por una confianza ciega en los tribunales chilenos, el
colombiano insistió con la reposición, de la que no quedó registro en ninguna
de sus etapas de tramitación, como tampoco de su envío al relator suplente
Jorge Correa, quien se hizo cargo del expediente originalmente asignado al
relator Waldo Otárola.
Al relatar los argumentos de la reposición, el lunes 13 de mayo de 1991,
Correa utilizó un subterfugio: mencionó al procesado alterando, al parecer, el
orden de nombres y apellidos (barajando los varios disponibles: Luis Eduardo
Correa Ramírez), y omitió enseguida algunos antecedentes, aminorando otros
y poniendo en cambio otros más en primer plano. Consiguió en esta forma
hacer aparecer el caso como si fuera otro distinto. Esta vez la sala, integrada por
los mismos Aburto, Jordán y Zurita, más Osvaldo Faúndez y el abogado
integrante Fernando Fueyo acogió la reposición. Al cierre de la jornada esa
tarde, López, al revisar el listado de fallos, constató la enormidad de la
situación y se dirigió de inmediato al Consejo a dar cuenta a sus superiores.
El CDE presentó entonces dos días después, un escrito pidiendo que se
dejara nula la resolución, pues no había fundamentos para que los ministros
hubieran cambiado de opinión en menos de treinta días, y además hacía notar
la existencia de irregularidades en la tramitación del recurso. Pero Correa
Ramírez ya había sido puesto en libertad.
El 26 de junio el tribunal determinó un simple «no ha lugar» a los
reclamos del CDE.
Más tarde, los procesados en esa misma causa intentaron escapar de las
condenas usando un procedimiento entonces habitual por los abogados,
quienes buscaban una «sala» o un relator que beneficiara sus posturas. Por un
lado presentaron recursos de queja y, por otro, de casación, en contra de las
sentencias de primera instancia. Viendo que las casaciones eran destinadas a
salas que no les parecían adecuadas, se desistieron de estas y se quedaron con
las quejas. Estas, que fueron asignadas originalmente cada una a un relator
distinto, terminaron todas en manos del relator Correa. Y en vez de seguir el
destino de las quejas anteriores (la Tercera Sala) fueron a parar a la Segunda,
que presidía interinamente Hernán Cereceda.
Este ministro alcanzó a oír la relación de las quejas, el 9 de septiembre de
1992, pero fue suspendido (por la acusación constitucional) antes de que
hubiera un fallo al respecto. El 22 de junio de 1993 las quejas de los
procesados fueron rechazadas unánimemente y las condenas confirmadas. La
vía judicial no fue necesaria para la defensa del resto de los procesados (los
colombianos Sayl Sánchez y Fernando Cuesta, el boliviano Hans Kollros y el
chileno Ángel Vargas Parga). Los tres primeros huyeron de la cárcel y el
segundo recibió el indulto presidencial de parte del Presidente Eduardo Frei,
cuando hubo cumplido la mitad de la condena.
Y hay más en relación con la Tercera Sala.
En 1992, estaba integrada por Cereceda (presidente), Beraud y
Valenzuela. Poco antes de la acusación por el fallo en el caso Chanfreau, ese
tribunal rechazó la extradición de Chile a Estados Unidos del exprefecto de
Investigaciones, Sergio Oviedo. «El chueco» Oviedo, como lo llamaban los
policías al interior de Investigaciones, había dirigido la Brigada de Asaltos hasta
el cambio de gobierno. Según el expediente de extradición enviado por las
autoridades norteamericanas, Oviedo había «facilitado» la salida de Chile de la
«correo» Jael Joely Marchant, evitando que fuera controlada en el aeropuerto
en Santiago. La mujer llegó con medio kilo de cocaína al aeropuerto de Miami.
Funcionarios del DEA atestiguaron que la mujer ingresó con un pasaporte falso
y portando un papelito en que tenía anotados el nombre y número personal
del exjefe policial.
La Tercera Sala confirmó el pronunciamiento inicial del presidente de la
Corte Suprema, Enrique Correa Labra. Los antecedentes, según todos ellos,
eran insuficientes para deportar a Oviedo.

El descarriado Jordán

Cinco años después del fallo de la Suprema que acordó la libertad de Luis
Correa Ramírez, este hecho constituyó una de las piezas clave en la acusación
constitucional levantada por el diputado de la UDI Carlos Bombal contra el
ministro Servando Jordán. La otra fue su involucramiento indebido en el
proceso contra Mario Silva Leiva y el exfiscal de la Corte de Apelaciones,
Marcial García Pica.
En algún sentido, la acusación contra Jordán fue extemporánea, porque
mientras fue presidente de la Corte Suprema demostró el mejor
comportamiento posible. Llegaba a las 7 de la mañana a la Corte y se retiraba
tarde, ya de noche, mucho después que sus demás colegas. Había moderado el
consumo de alcohol, por lo menos en las horas de trabajo.
Se lo veía feliz, plenamente cómodo en el ejercicio de sus funciones.
En 1991 había enfrentado al abogado Pablo Rodríguez y al contundente
equipo de profesionales contratados por el BHIF para disputar al empresario
Francisco Javier Errázuriz la propiedad del Banco Nacional.
Como se recordará, la superintendencia de Bancos había intervenido el
Banco Nacional, después de constatar que no contaba con la liquidez necesaria
para seguir operando y luego, como propietaria de la institución, lo vendió al
BHIF.

El equipo de abogados del BHIF preparó un informe sobre la conducta de


los ministros de la Corte Suprema en los innumerables juicios —como
querellante o querellado— sostenidos a lo largo de los años por el actual
senador, quien tenía fama de hombre poderoso en el máximo tribunal.
El estudio revelaba que entre 1988 y 1991, Jordán había fallado dieciséis
veces a favor y once en contra de Errázuriz. En el caso de sus votos favorables,
los más numerosos son aquellos en que estos se suman al parecer mayoritario;
en los menos, en cambio, aparece como un solitario voto favorable contra los
otros cuatro.
En las ocasiones, en fin, en que aparecía votando contra Errázuriz, en dos
de ellas lo hizo como parte del voto de minoría, es decir, no dañaba al
empresario y en otras siete, el fallo se había definido por cinco votos a cero, lo
que obviamente significa que el suyo no definía la suerte de la resolución.
Solo dos veces aparece votando en contra en un fallo dividido (tres contra
dos), contrariando frontalmente los intereses de Errázuriz[85].
En alguna de esas querellas, el abogado Pablo Rodríguez, conocido como
«infalible» en la Corte Suprema y de notoria amistad con el destituido
Cereceda, estando en el equipo contrario a Errázuriz, presentó una recusación
amistosa contra Jordán. Rodríguez le pidió que se abstuviera de resolver el
asunto, pues eran públicos sus lazos de amistad con el empresario, a quien
había recibido en audiencia en dos ocasiones.
Jordán no solo rechazó la recusación. Respondió con una ácida carta en la
que, en su afán por desacreditar a Rodríguez, hizo revelaciones muy claras
sobre el tráfico de influencias existentes en el máximo tribunal. Contó haber
recibido en su despacho al abogado Rodríguez, en el mes de septiembre de
1991, para agradecerle sus buenos oficios en el nombramiento de su hijo Rafael
como abogado del BHIF.
Agregaba: «Hablamos también que, por esas cosas de la vida, al señor
Rodríguez “le había ido mal” en todas las causas en que había intervenido el
ministro Jordán (se refería a sí mismo en tercera persona) y por último me hizo
presente —objeto fundamental de su visita— que tenía interés puesto en un
recurso de queja interpuesto por la inmobiliaria Kennedy, agregándome su
preocupación porque en ella en el trasfondo se hallaba el señor Errázuriz, de
quien se decía que era íntimo amigo del suscrito»[86].
Jordán negaba su amistad con Errázuriz, aunque admitía haberle
concedido dos audiencias «con atinencia a sus juicios», pese a que les está
vedado a los magistrados recibir a las partes comprometidas en litigios.
Lanzando un dardo a sus colegas Cereceda y Beraud, Jordán recordaba que
aunque Errázuriz había invitado a todos los magistrados de la Corte al
casamiento de su hija, él personalmente no concurrió.
El recurso de queja de Errázuriz fue acogido por unanimidad, decía
Jordán, haciendo presente que si personalmente se hubiera dejado conducir por
sentimientos de agradecimiento, que los tenía hacia Rodríguez, hubiera votado
en contra y no fue así. Añadió que si se consideraban «actos de estrecha
familiaridad» los de su conducta al recibir en audiencia a Errázuriz, «el señor
Pablo Rodríguez dejaría en compromiso análogo a múltiples jueces, pues ello
(pedir audiencias) constituye su costumbre».
Rodríguez rechazó los comentarios de Jordán en una réplica en que
expuso que le había pedido una audiencia solo para manifestarle
«personalmente» el motivo de la recusación y admitió haber recomendado a
Rafael Jordán para que trabajara en el BHIF, antes de asumir la representación
de ese banco, «por sus méritos personales y no por la relación de parentesco
que lo liga con el ministro recusado»[87].
Cuando asumió el gobierno de Aylwin, sus funcionarios recibieron
abundante información sobre diversos aspectos de la vida y conducta de
Jordán.
Algunos detectives dieron cuenta extraoficialmente al director de
Investigaciones, Horacio Toro, que el ministro —también otros de sus colegas
— consumía algo más que alcohol en sus salidas a locales nocturnos en
Santiago. Cuando el jefe policial traspasó al gobierno estos antecedentes, sus
interlocutores le comentaron que «ya sabían»[88].
Lo cierto es que nunca se dispuso en concreto alguna medida destinada a
investigar estas acusaciones. Principalmente porque el Ejecutivo no tenía
atribuciones para hacerlo y podría haberse creado, además, un problema mayor
que el eventual beneficio de tal operación de inteligencia. Por lo demás, lo que
hiciera o no el ministro para divertirse fuera de las horas de trabajo, era
estrictamente un asunto de su vida personal.
La conducta de Jordán no siempre fue tan cuestionada. Inició su carrera
como oficial de la Corte de Apelaciones de Santiago y en 1953 fue nombrado
juez de Santa Cruz. Fue luego juez de San Fernando, relator de la Corte de
Apelaciones de Santiago y juez del Crimen en Santiago.
Hasta ese entonces sus superiores y los ministros de Justicia de turno
opinaban que Jordán era un excelente magistrado. Un sabueso. Aunque su
carácter difícil hacía improbable su ascenso a la Corte de Santiago. No estaba
listo para pasar la prueba del besamanos.
Jordán aprovechó la posibilidad que le brindó el subsecretario de Justicia
de Alessandri, Jaime del Valle, y se trasladó como ministro de la nueva Corte
de Punta Arenas, plaza que era rechazada por buena parte de los jueces
santiaguinos, aunque ofrecía duplicar extraordinariamente los años de
antigüedad.
En esa lejana ciudad, Jordán sufrió un inesperado revés personal y se
separó de su primera esposa. Comenzaron a circular, a partir de entonces, los
comentarios dentro de la magistratura sobre su «vida licenciosa»[89].
Como parte del ejercicio de su ministerio, se espera que los jueces no
beban en exceso, ni acudan a casas de prostitutas, ni se endeuden, ni tengan
más de una mujer. No por espíritu puritano —que a veces también cuenta en
la carrera judicial— sino porque esas acciones comprometen su independencia.
Expresan debilidades que pueden ser explotadas más tarde en los juicios. Los
jueces, al abrazar la vocación, están condenados a una vida en cierta medida
solitaria y moderada.
Jordán, no parecía ser excesivamente fiel a esos códigos. Su buena
disposición para lo que suele llamarse «la buena vida» hallaba, al parecer, un
caldo de cultivo apropiado en la fría y distante ciudad austral.
Después de permanecer una década en aquellas lejanías y habiendo
acumulado más años de antigüedad de los requeridos, logró, en 1970, su
traslado a la corte de Santiago.
En la capital, especialmente tras el golpe de Estado, el ministro constató
que los ascensos en la carrera judicial estaban reservados para los
incondicionales. Aprendió las «mañas» —aunque no el talento— de Cereceda
y comenzó a promover la carrera de sus amigos. Era mucho más informal que
aquel; seguidor de la filosofía oriental y aficionado a la poesía y a la escultura.
Se casó en segundas nupcias, esta vez con una secretaria de Andrónico Luksic
padre. Uno de sus hijos se transformó en oficial de la Armada, otro en abogado
y un tercero, en dentista.
En la lucha por el liderazgo interno, Cereceda, mucho más hábil en el
juego de los halagos, le llevaba la delantera. La rivalidad entre ambos se
convirtió en mitológica.
Ya en la Corte de Apelaciones, las salas que integraba Jordán eran
conocidas por ser las preferidas de los acusados por narcotráfico. El magistrado
no ocultaba su opinión «liberal» en cuanto a que los adultos son libres en su
vida privada de ingerir lo que les plazca. Que los adictos deben ser
considerados enfermos, no delincuentes, aunque la ley chilena diga otra cosa.
Cuando llegó a la Corte Suprema, mantuvo el mismo criterio y se lo planteó,
entre otros, al exministro del régimen militar, Francisco Javier Cuadra, en una
audiencia que le concedió al ahora analista político en medio de las querellas
que presentaron en su contra la Cámara y el Senado.
Así, desde que Jordán fue promovido a la Corte de Apelaciones, los
procesados sabían que si invocaban su condición de consumidores, tendrían
más posibilidades de recuperar la libertad en la sala de Jordán que en otras[90].
En junio de 1979 la Corte de Apelaciones lo designó ministro de turno
para investigar los casos de detenidos desaparecidos en Santiago. Después de
reiteradas negativas, la Corte Suprema acogió la petición del arzobispado de
Santiago y Jordán fue el escogido para tramitarlos.
El ministro se constituyó en cuarteles secretos de la DINA, que a esas
alturas ya habían sido desarmados y decretó un importante número de
diligencias. Entre ellas, consiguió determinar la estructura de la disuelta DINA.
Los abogados de la Vicaría de la Solidaridad consideraron valioso el resultado
de sus pesquisas, pero pocos meses más tarde, en noviembre, Jordán se declaró
incompetente en favor de la justicia militar.
Orgulloso de su investigación, no obstante, el magistrado encuadernó el
expediente y se ha preocupado desde entonces de que no se pierda. Mientras el
expediente estaba vivo, su preocupación por el legajo era tal que lo llevaba
donde fuera. Incluso a los locales que visitaba en sus salidas nocturnas[91].
La verdad es que habría podido ir más lejos en sus pesquisas sobre los
desaparecidos, pero no quiso arriesgar su ascenso a la Corte Suprema, que
finalmente llegó el 15 de enero de 1985, cinco días después que Cereceda.
Ambos, junto a Enrique Zurita, conformaron el trío escogido por
Rosende para aumentar el número de magistrados en la Suprema de trece a
dieciséis.
El nombramiento de Cereceda antes que Jordán significaba otorgarle la
prioridad para ser electo como presidente de la Suprema cuando les llegara el
turno por antigüedad, lo que añadió un nuevo motivo de enemistad entre
ambos.
No por haber llegado a la Corte Suprema la conducta de Jordán varió.
«Es un poeta. Un bohemio. Un incomprendido», dicen sus amigos, asumiendo
su defensa[92]. El ministro siguió visitando un local nocturno en la calle
Compañía, cerca del Parque Forestal, «Las catacumbas del 2000». Allí, en los
privados, protegidos por la penumbra, los grupos de visitantes sienten
garantizado su derecho a mantenerse a buen recaudo de la curiosidad de los
intrusos.
Al comenzar los ‘90, era habitual que llegara atrasado o se fuera temprano
sin completar su horario normal de trabajo. No pocas veces los funcionarios a
cargo de su sala lo sorprendieron bebiendo whisky de la botella que mantenía
religiosamente disponible en su oficina.
Cambió en ese tiempo, varias veces, de chofer, testigos involuntarios de
las diferentes mujeres que lo acompañaban en su vehículo. Uno de estos
choferes inició con una de ellas, Julia, una relación amorosa que perdura hasta
hoy. Enterado de ello, el magistrado lo despidió de inmediato. Antes, este
mismo funcionario había sufrido las furias de su superior, quien lo acusaba por
el extravío de importantes documentos. Hizo incluso allanar su domicilio, y tal
vez habría llegado a mayores si desde un club nocturno de la capital no
hubieran hecho llegar los legajos a la Corte Suprema. Se le habían quedado al
magistrado en una de sus salidas rituales[93].
También los carabineros que custodiaban su casa conocían sus hábitos. Su
pasión, por ejemplo, por conducir motos a alta velocidad, aun en estado de
ebriedad.
Cuando llegó el ministro Adolfo Bañados a la Corte Suprema, Jordán
recibió por primera vez el reproche directo de uno de sus colegas. La inquietud
por los rasgos tan especiales de su personalidad aumentó durante el gobierno
de Aylwin por diversos motivos. En una ocasión, se encendió la alarma cuando
una adolescente acudió a la policía civil de la zona de El Melocotón, donde
Jordán tiene una parcela, con una acusación de «abusos deshonestos», en una
fiesta, contra quien ella llamaba «el tío Jordán». Llevado el caso a los tribunales
de San Miguel, la joven no quiso reconocer al ministro de la Corte Suprema
como el autor de los abusos. La causa fue sobreseída[94].
Jordán no ocultó nunca su estrecha amistad con los abogados especialistas
en la defensa y excarcelación de personas acusadas de narcotráfico, Edmundo
Rutherford y Mario Fernández, lo que también mereció el reproche de
funcionarios de gobierno y de sus propios colegas. Sus amigos eran sus amigos
y nadie podía cuestionarle aquello.
Como Cereceda, Jordán también parecía cercano al relator Correa, pero
no se vinculaba, en cambio, con el abogado Luis Badilla. En su despacho era
habitual ver a otro mediador, Manuel Mandiola, personaje que, en medio de la
acusación constitucional contra el magistrado, llamó al abogado Luis Ortiz
Quiroga y le dijo sin mayores preámbulos:
—Quiero ofrecerle mi testimonio. He sido víctima de mi examigo
Servando Jordán[95].
Mandiola dijo que Jordán cobraba por los fallos, que tenía una «cajita» en
su oficina donde guardaba los dineros obtenidos por esos servicios, y que él
personalmente analizaba junto al ministro las causas en que Ortiz era
representante y buscaban el modo de hacerlo perder.
—¿Usted repetiría estos mismos dichos ante el Colegio de Abogados?
—Sí, claro, no tengo inconveniente.
Mandiola estaba en esos minutos seriamente enfadado con Jordán y
aceptó la petición de Ortiz, pero el día que acordaron para la comparecencia,
Mandiola se excusó. «No voy a ir», le dijo simplemente al abogado Ortiz
Quiroga. Había hecho las paces con el magistrado.
Los comentarios y quejas contra Jordán eran tantos durante el Gobierno
de Aylwin, que motivaron la segunda visita del ministro de Justicia, Francisco
Cumplido, para entregar antecedentes sobre un ministro del máximo tribunal
al presidente de la Corte Suprema.
Ya había asumido ese cargo Marcos Aburto. Sin alardes, pero con firmeza,
Cumplido expresó las quejas que le habían llegado del Consejo de Defensa del
Estado por su actuación en el caso de la excarcelación del colombiano Luis
Correa Ramírez que, tras las indagatorias de la institución fiscal, se atribuyó a
una maniobra concertada entre el magistrado y el relator Correa. También se
quejó por los frecuentes espectáculos que Jordán daba paseándose en estado de
ebriedad y hasta con «los pantalones manchados» por los pasillos de la
Corte[96].
Después de esta conversación, Jordán varió según testigos, su
comportamiento, al menos en el último aspecto.

El corto reinado del sagaz Aburto

Tras sus modos campechanos y aspecto tranquilizador y hasta inofensivo,


Marcos Aburto esconde dotes propias de un hábil político o de algún obispo
sagaz. De movimientos finos y con gestos que pueden ser imperceptibles, el
cazurro Aburto sabe cómo y cuándo.
Llegó a la Corte Suprema en 1974. Formó parte del primer grupo
designado en el máximo tribunal por el gobierno militar, junto a Emilio Ulloa
y Osvaldo Erbetta.
El ministro había iniciado su carrera como juez de San José de la
Mariquina, en 1945. Durante quince años desarrolló su carrera en juzgados y
cortes sureñas (Magallanes, Mulchén y Valdivia), hasta que en 1960 fue
nombrado ministro de la Corte de Valdivia. En 1964 ascendió a la Corte de
Apelaciones de Santiago, razón por la cual algunos de sus colegas lo tenían por
democratacristiano. Cuando llegó a la Suprema, el ministro José María
Eyzaguirre y los abogados Julio Durán y Alejandro Silva Bascuñán volvían de
su misión política por Europa explicando «los fundamentos» del
«pronunciamiento militar», hablando de lo bien que los había recibido la
España de Francisco Franco. El presidente de la Corte, Enrique Urrutia
Manzano investía por esas fechas al general Augusto Pinochet con la banda
tricolor que lo declaraba Presidente de Chile[97]. Todo esto quiere decir que
Aburto, como los demás, tuvo que demostrar cierto nivel de compromiso con
el ideario del nuevo régimen antes de obtener un despacho en el segundo piso
del Palacio de los Tribunales.
El «huaso» Aburto, como le dicen sus amigos, apoyó desde su cargo en la
Corte Suprema todas las tesis del gobierno militar. Al comenzar el gobierno de
Aylwin sumó su voto en oposición a las reformas y participó de las defensas
corporativas del Poder Judicial rechazando, por ejemplo, la acusación
constitucional contra Cereceda.
Estaba tan comprometido políticamente con el antiguo régimen como
Germán Valenzuela, Osvaldo Faúndez o Enrique Zurita, pero no fue ubicado
definidamente en el grupo de «los duros».
Junto a Jordán, Aburto participó del voto en la Tercera Sala que otorgó la
libertad al narcotraficante Luis Correa Ramírez y, como su colega, también
defendería años más tarde, públicamente, la «calidad humana» del exfiscal
Marcial García Pica, comprometido en el proceso por lavado de dinero contra
Mario Silva Leiva. Sin embargo, tal vez por la magia de su estilo de bajo perfil,
por la ausencia de pasión en sus palabras, nunca fue blanco de las amenazas de
acusaciones constitucionales, ni menos aún se sembraron sobre él sospechas de
actuaciones irregulares.
En el informe del banco BHIF sobre los fallos de los ministros en las
causas que comprometían a Francisco Javier Errázuriz, Aburto aparecía más
que ningún otro en las resoluciones favorables al empresario. Entre 1988 y
1991 figuraba con diecisiete fallos a favor y solo cuatro en contra. Pero nunca
fue cuestionado por esta razón con la fuerza que lo fuera Jordán.
Aburto asumió la presidencia de la Corte Suprema a comienzos de 1993,
tras el deceso de Enrique Correa Labra, cuando las acusaciones de nepotismo
dentro del poder judicial, entre otras irregularidades, se habían desatado tras la
destitución de Cereceda.
Hasta hubo una propuesta de Aylwin —que obviamente no prosperó—
para establecer que un juez o ministro no pudiera tener parientes en el sistema
judicial que prestaran servicios remunerados por particulares, tales como:
notarios, receptores, procuradores del número, conservador de bienes raíces. El
proyecto pretendía dar un plazo para que, en el caso de presentarse la
incompatibilidad renunciaran tantos parientes como fuera necesario para que
quedara solo uno en el servicio. Es decir, en un caso hipotético, se quedaba el
juez o se quedaba el notario.
Al asumir, Aburto tenía tres hijos notarios, pero nadie se lo reprochó:
Manuel, en Rancagua; Mario, en Concepción y Miguel, en Lontué. El notario
y conservador de Calbuco, Alberto Ebensperguer Aburto también llevaba el
apellido del magistrado, porque es pariente suyo.
Por muy destacados que hayan sido los méritos y vocación de sus hijos, es
poco probable que los tres hayan conseguido la designación si el sistema de
selección hubiera sido abierto y transparente, considerando que una vacante en
notaría debe ser la que más postulantes recibe dentro del sistema judicial, por
el atractivo que representa el nivel de remuneraciones.
Pero Aburto gobernó con ese pecado tranquilamente, quizás porque no
era exclusivamente atribuible a su persona. El expresidente de la Corte
Suprema Rafael Retamal instaló a unos cincuenta parientes en cargos de
distinta categoría dentro del Poder Judicial. Este magistrado no lo ocultaba.
«Mejor que estén los parientes míos (que son democráticos) a que estén los de
los otros», se defendía[98].
El Poder Judicial está plagado de jueces, secretarios y oficiales de sala que
son amigos, primos, hermanos o hijos de ministros de la Corte Suprema o las
cortes de Apelaciones (precisamente quienes determinan los candidatos a
incluir en las ternas). Todo esto, a pesar de la discusión sobre la validez de
negar al hijo de un ministro, por ejemplo, el derecho a seguir la vocación de su
padre. Un caso famoso fue el del exministro de la Corte de Apelaciones de
Santiago, Enrique Paillás, cuyo ascenso a la Corte Suprema le fue prohibido
por años debido a que un pariente suyo, en segundo grado —el ministro
Domingo Yurac Soto— ejercía en la Corte de Apelaciones de Valparaíso.
Según la ley, ninguno de los dos, pese a sus reconocidos méritos, podría
ascender mientras el otro estuviera en servicio. ¿Una situación injusta?
Probablemente.
Donde la incompatibilidad aparece mucho más clara es en aquellos
servicios remunerados por los particulares. Es difícil aceptar que el hijo de un
ministro tenga realmente la «vocación» de ser notario, procurador de número
(unos pocos escogidos que están instalados en las cortes y que se preocupan de
seguir el estado de las causas y de hacer algunas presentaciones en nombre de
los abogados), conservador de bienes raíces (uno por «asiento de Corte» y que
son considerados los funcionarios públicos mejor pagados de Chile) y receptor
(son los que realizan, entre otras gestiones, las notificaciones judiciales).
Cuando Aburto llegó a la presidencia, el conservador de bienes raíces y
comercio de Rancagua era Luis Maldonado Croquevielle, hijo del expresidente
de la Corte Suprema, Luis Maldonado. El conservador y Archivero de Valdivia,
Teodoro Croquevielle Brand, llevaba el apellido de la esposa de este
magistrado. El notario y conservador de San Fernando era Efrén Araya Adam,
hijo del ministro del mismo nombre. Manuel Jordán López, hermano del
ministro de la Corte Suprema, era notario en Valparaíso. La esposa del
ministro Roberto Dávila, Josefina Bernales, era una de los diez procuradores de
número de la Corte de Santiago. En esa categoría, estaban también Noemí
Valenzuela Erazo, hermana del ministro de la Corte Suprema de los mismos
apellidos y Jorge Calvo Letelier, sobrino del exministro y senador designado,
Carlos Letelier.
También había parientes como secretarios de los ministros. Marco
Aurelio Perales contaba con los servicios de su nuera; Oscar Carrasco, de su
hijo; Enrique Zurita, de su nieta; Arnaldo Toro, de un hijo; Valenzuela Erazo,
de un sobrino y Correa Bulo, de un hijo[99].
Marcos Aburto fue electo presidente de la Corte Suprema, sin mayores
sobresaltos. Era el más antiguo y había estado ejerciendo la función, de hecho,
durante los ocho que duró la larga enfermedad de Enrique Correa Labra.
Patricio Aylwin había anunciado, a fines de 1992, que con el fin de
obtener la aprobación de las reformas al Poder Judicial, ya no insistiría en el
Consejo Nacional de la Justicia, en la aprobación mixta Ejecutivo-Senado de
nombramiento de los ministros del máximo tribunal, ni en la posibilidad de
permitir el ingreso de abogados ajenos a la carrera judicial.
Esas concesiones abrían las puertas a un nuevo trato. Con Aburto, se
iniciaría, justamente, casi al finalizar el gobierno de Aylwin, la transición en el
Poder Judicial.
En marzo de 1993 el nuevo presidente de la Suprema pronunció su
primer discurso de inauguración del año judicial. Tuvo que dedicar parte de su
tiempo a recordar a los ministros que habían partido el año anterior. Algunos
por fallecimiento, como Enrique Correa Labra, Rafael Retamal y el
expresidente de la Corte de Apelaciones de Santiago y fundador del Instituto
de Estudios Judiciales, Hernán Correa de la Cerda; otros, porque habían
jubilado, como Emilio Ulloa. Estaba finalmente el caso de Hernán Cereceda,
que había sido destituido. El relevo lo tomaban otros y la Corte Suprema tenía
ya, a comienzos del nuevo año tres nuevos integrantes: Luis Correa Bulo,
Mario Garrido Montt y Víctor Hernández Rioseco. El máximo tribunal estaba
cambiando y continuaría en esa senda.
En aquel discurso, Aburto trató de conciliar. Reconoció la necesidad de
reformas. Pero, evocando el caso Cereceda, dejó dramáticamente en claro que
ningún intento prosperaría si no se libraban del fantasma de las acusaciones
constitucionales. Los «desbordes» y «amenazas» contra el Poder Judicial, dijo,
«han llegado a tal grado que ponen en actual y gravísimo peligro a todo el
régimen jurídico vigente»[100].
Homenajeó la «laboriosidad y rigurosa disposición jurídica, constante,
permanente, erudita y calificada» de los tres ministros incluidos en la acusación
de Cereceda. Dijo que los delicados y serios procedimientos de fiscalización
entre los poderes del Estado, se estaban usando «por afanes simplemente
políticos». Defendió a Cereceda diciendo que resultaba «asombroso e
incomprensible» que solo respecto de él se hubiera acogido la acusación.
Sobre el pasado, reiteró las posturas de Correa Labra en cuanto a que la
Corte Suprema «siempre ha sido (…) independiente de todo gobierno». Que
los amparos no se acogieron por impedimentos de la copiosa legislación ad hoc.
Agregó que «el fiel y abnegado esfuerzo cumplido por las Cortes y Magistrados
para esclarecer detenciones arbitrarias, desaparecimientos y hasta posibles
decesos» permanecía desconocido por el ejercicio de ciertas «prácticas de la
desinformación».
Ya hacia el final de su discurso, Aburto rechazó las reformas que Aylwin
seguía empeñado en impulsar. Sus palabras eran similares a las de Correa
Labra, pero no sonaban igual. La verdad es que no importaba demasiado que
apareciera en el estrado rechazando las reformas —que de todos modos no
tenían mucha viabilidad política— porque, privadamente, había aceptado
reunirse con el Presidente y con el senador Sergio Diez para discutir el tema.
La Corte siguió recibiendo nuevos integrantes: Guillermo Navas
reemplazó a Cereceda en abril de 1993. En septiembre, la vacante dejada por la
renuncia de Marco Aurelio Perales fue ocupada por Marcos Libedinsky. Con
este último, Aylwin lograba completar siete designaciones en el máximo
tribunal durante su período.
El Presidente trataba de guiarse por sus pragmáticas de méritos al escoger
a los nuevos ministros. Pero el sistema no lo libró de caer en algunas discutibles
postergaciones, como la de Ricardo Gálvez. El ministro y expresidente de la
Corte de Apelaciones de Santiago es conocido por sus posturas políticas de
derecha, pero también por su indiscutible independencia, fuera de su
condición de académico de gran prestigio. Ese nivel de independencia fue el
que le impidió llegar a la Corte Suprema bajo el gobierno militar. Y sus fallos
en causas de derechos humanos, por otro lado —especialmente su voto en
contra del recurso de amparo por Jaime Castillo Velasco— fueron los que
obstaculizaron su ascenso bajo Aylwin. Solo avanzado el gobierno de Eduardo
Frei alcanzó el cargo que notoriamente merecía más que otros.
Con esta nueva Corte, integrada por mitades entre los seguidores del
régimen militar y los partidarios de un sistema democrático, entre duros y
reformistas, llegaba el tiempo de Aburto. Los duros ya no eran ni tan duros ni
tan combativos como lo fueron en los comienzos de la transición. Y los
reformistas sabían que todavía debían esperar para impulsar cambios desde la
cúpula judicial. El haberse logrado un aumento en las remuneraciones había
hecho perder su sentido a una bandera de lucha entre los poderes ejecutivo y
judicial.
La tensión entre los militares y los tribunales había disminuido, porque
los tribunales habían decidido acoger la jurisprudencia que admitía la idea de
amnistiar todos los casos por violaciones a los derechos humanos entre 1973 y
1978. Después de la turbulencia inicial y la reapertura de casos por el informe
Rettig, los tribunales, mayormente, dejaron dormir las causas, en el entendido
de que cualquier procesamiento contra militares implicaría inevitablemente un
rápido sobreseimiento de la Corte Suprema o su traspaso a la justicia militar,
que en la práctica significaba lo mismo. O, más simple todavía, se adelantaron
a cerrar muchos casos, a sabiendas de que el tribunal superior iba a aprobar la
medida. Así, no fue necesario dictar nuevas leyes de amnistía o
reinterpretaciones de la misma. Ni siquiera la acusación contra Cereceda
modificó este criterio.
Al finalizar el gobierno de Aylwin, se tenía la sensación en los tribunales
de que, en cuanto a derechos humanos, el caso Letelier sería el único ocurrido
antes de 1978 que llegaría hasta el final.
A esas alturas ya no era tan mal visto en la Corte Suprema aparecer
apoyando ciertos cambios, que ahora contaban con el respaldo de El Mercurio.
Tras el bochorno sufrido por descubrir que Sergio Olea Gaona no era el autor
del secuestro de Cristián Edwards, en la página editorial de ese diario y en
amplios reportajes en sus ediciones dominicales se inició una ofensiva para
modificar el sistema judicial.
La creación de la Fundación Paz Ciudadana atrajo a los especialistas que,
aunque desde otras perspectivas, buscaban similar objetivo desde el Centro de
Promoción Universitaria y la Universidad Diego Portales.
Cierto consenso estaba cristalizando y Aburto estaba dispuesto a jugar el
papel de gran componedor, de puente de comunicación y entendimiento entre
«duros» y «reformistas».
Capítulo II

La era Rosende
En la Facultad de Derecho

Un grueso candado colgaba de la puerta de acceso al Departamento de


Ciencias Sociales de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile, en
marzo de 1976. Ignacio Balbontín, profesor de la cátedra de Introducción a las
Ciencias Sociales, junto a una veintena de académicos, se presentó a trabajar a
la vuelta de vacaciones y no pudo siquiera entrar al edificio en la Avenida
Salvador.
Balbontín había estudiado leyes en la Facultad de Derecho de la
Universidad de Chile y, paralelamente, Sociología en la Universidad Católica.
Hizo un máster en sociología en la universidad de Lovaina, Bélgica, y al
regresar a Chile logró combinar sus dos carreras: se hizo cargo de la cátedra de
Introducción a las Ciencias Sociales en la Facultad de Derecho en la Chile.
Luego asumiría la dirección del departamento, cuando Máximo Pacheco era el
decano.
A sus 36 años, Balbontín se enteraba ahora, parado en la calle, que el
departamento había sido allanado y clausurado, como si se tratara de un bar de
mala muerte.
Hugo Rosende, el nuevo decano, había decidido desterrar para siempre la
enseñanza de las ciencias sociales en la facultad. El programa se retrotraería a
las asignaturas que se impartían en los años ‘30. Los académicos, que
representaban un amplio espectro de ideas políticas, fueron despedidos ahí
mismo, en las puertas del departamento. Se les permitió retirar sus lápices, pero
no sus documentos. Balbontín perdió una larga investigación sobre
movimientos sociales en la que participaban 700 alumnos[101].
Hugo Rosende Subiabre nació en Chillán en 1916. Tuvo 22 hermanos.
En 1941 se recibió como abogado en la Universidad Católica. Fue funcionario
del Consejo de Defensa Fiscal desde 1936 y, a un mismo tiempo, jefe del
Archivo Catedrático de Derecho Civil de las universidades de Chile y Católica.
Fue diputado conservador por Santiago entre 1954 y 1957 y entre 1961 y
1965.
En 1958 dirigió la campaña de Jorge Alessandri y durante tres años se
desempeñó como su asesor. Salió por la puerta trasera, en medio de un
escándalo económico conocido como los bono-dólares: fue acusado de haber
comprado divisas para enriquecerse ilícitamente, gracias al conocimiento
anticipado que tuvo de un alza en la moneda estadounidense. Alessandri le
quitó la confianza y la Cámara de Diputados realizó una investigación.
Tras el golpe de Estado, Rosende asumió como decano en la Facultad de
Derecho de la Universidad de Chile. El asunto de los bono-dólares estaba
suficientemente olvidado.
Rosende se hizo una fama contradictoria de hombre siniestro y brillante,
desequilibrado y poderoso. Más emotivo que racional, con conocimientos y
memoria fuera de serie, imposible de vencer en un debate verbal.
Al asumir su puesto, Rosende eliminó de su camino a respetados
profesores como Máximo Pacheco y Francisco Cumplido. Era, desde entonces,
uno de los promotores de combatir a la Democracia Cristiana tanto como a los
partidos de la ex Unidad Popular. Pronto se convertiría en uno de los pocos
civiles asesores del gobierno militar. Junto a Juan de Dios Carmona y Miguel
Schweitzer fue incluido en la exclusiva ASEP (Asesoría Política), dependiente
del Ministerio del Interior, que realizaba análisis y recomendaciones al más alto
nivel y cuya existencia era desconocida incluso para otros miembros del
gabinete[102]. La ASEP influía directamente en el general Pinochet y con el
tiempo se convertiría en «el corazón, el cerebro y la piel del gobierno»[103].
Con el ascenso de Rosende, también subió su ayudante en Derecho Civil,
el abogado Ambrosio Rodríguez, quien llegaría a ocupar el puesto de
Procurador General de la República, creado a su medida. También serían
honrados con la amistad del decano otros dos profesores de esa facultad: el
brillante abogado y exintegrante de Patria y Libertad, Pablo Rodríguez, y el
entonces ministro de la Corte de Apelaciones de Santiago, Hernán Cereceda.
Ninguno de ellos, hay que decirlo, podría ser calificado de ignorante.
Rosende solía mofarse de los abogados que no tenían los conocimientos
suficientes para estar a su altura. A sus espaldas, los estudiantes y algunos
académicos tildaban al nuevo jefe de la facultad como «El Monje Negro»[104].
El decano asumiría la defensa del Gobierno en uno de los casos de
recursos de amparo más bullados del primer lustro.
En 1976, el gobierno decidió expulsar del país a dos abogados: el
democratacristiano Jaime Castillo Velasco y el radical Eugenio Velasco Letelier,
quienes habían venido representando a familiares de víctimas de violaciones a
los derechos humanos.
El 6 de agosto de 1976 ambos fueron arrestados por agentes armados y
puestos en un avión rumbo a Buenos Aires. Un contingente de abogados DC
presentó un recurso de amparo en su favor. Una petición de «no innovar» fue
acogida para suspender la expulsión, mientras se resolvía el fondo del recurso,
pero era tarde, porque los abogados ya estaban fuera de Chile.
Vinieron los alegatos. Patricio Aylwin contra Hugo Rosende. El defensor
del gobierno atacó a su oponente con cruel ironía: «Se dice que son
exembajadores, exministros, exprofesores universitarios… Bueno, ahora son
expulsados»[105].
Diez días más tarde la Séptima Sala de la Corte de Apelaciones rechazó el
amparo con los votos de los ministros Eduardo Araya y Sergio Dunlop. En la
minoría, Rubén Galecio estuvo por acogerlo. Los abogados apelaron a la Corte
Suprema.
La publicidad generada en torno a este caso y la decidida protesta de la
Iglesia, la DC y organismos internacionales, ponía a prueba la fortaleza de las
posturas oficiales en el Poder Judicial. Hasta entonces, tres mil recursos de
amparo habían sido rechazados por los tribunales. Pero este parecía un caso
especial. Las víctimas eran personas ampliamente conocidas y respetadas en el
mundo académico, entre los políticos que estaban en la oposición bajo el
gobierno de Allende, y también en los círculos sociales más elevados.
No podían ser tratados bajo la simple etiqueta de «extremistas».
Cientos de personas desafiaron las restricciones vigentes y acudieron a
presenciar los alegatos en la Suprema. José María Eyzaguirre ordenó instalar
parlantes, para que quienes estaban afuera pudieran escuchar, y se reforzó la
guardia de gendarmes. En su nuevo alegato, Rosende dijo que los antecedentes
para expulsar a los abogados eran secretos, de «seguridad nacional». Y emplazó
a los cinco magistrados que debían resolver diciendo que su resolución podría
generar alteraciones del orden público en cualquier momento:
—¿Y Vuestras Excelencias tienen los instrumentos para los efectos de
poder resguardar al país en tales circunstancias? Y si se equivocan, ¿vuestras
Excelencias van a responder?[106]
Los magistrados Eyzaguirre, Enrique Correa, Rafael Retamal, Juan Pomés
y Osvaldo Erbetta, confirmaron el rechazo del recurso el 25 de agosto de 1976.
Al día siguiente, Pinochet envió a Rosende una carta de felicitación.

Tiempo de perpetuar

Mientras Rosende estuvo en la Universidad de Chile, hubo pocos cambios en


la Corte Suprema. Solo los necesarios para llenar vacantes que se fueron
produciendo por jubilaciones.
En 1974 ingresaron Osvaldo Erbetta, Emilio Ulloa y Marcos Aburto.
Estanislao Zúñiga llegó en 1975, Abraham Meersohn, en 1976, y Carlos
Letelier, en 1979. Los nuevos ocupantes cumplían el requisito de considerarse
políticamente adeptos al régimen.
En la primera década, el gobierno militar se mostró satisfecho con las
actuaciones del máximo tribunal y decidió mantener a sus integrantes, a tal
punto que en la nueva constitución de 1980 se dejó expresamente establecido
que el límite de edad máxima (75 años) fijado para ejercer esa magistratura, no
tendría efecto sobre los ministros efectivamente en ejercicio. Los ministros
envejecieron y se fueron perpetuando en sus puestos.
La imagen de los ancianos con un chalón sobre las piernas, dormidos
durante los alegatos, se convirtió en símbolo del Poder Judicial chileno de esos
años.
Entre 1973 y 1975 el Ministerio de Justicia fue un cargo de bajo perfil,
ocupado sucesivamente por dos uniformados: Gonzalo Prieto y Hugo
Musante. En abril de 1975, cuando las quejas por violaciones a los derechos
humanos atochaban los tribunales, asumió Miguel Schweitzer, quien renunció
en marzo de 1977. Ese mismo año asumió Mónica Madariaga, una de las
preferidas del general Pinochet.
Según el profesor Carlos Peña, pese a que los cuadros neoliberales, que se
habían apropiado de la conducción de la economía, modificaron
sustancialmente el funcionamiento del Estado chileno, ni siquiera cuestionaron
el sistema judicial.
La Universidad de Chile hizo un estudio acerca de las características y
duración del proceso judicial entre 1979 y 1984, que detectó un progresivo
atraso en el despacho de causas. En todas las materias, el volumen de
expedientes en tramitación se demostraba cada vez más elevado que el número
de causas terminadas. El estudio estableció un alto grado de «informalidad en
la forma de organizar el trabajo del despacho judicial, un deficiente sistema de
manejo de la información, y por lo mismo, de control de eficiencia; y un muy
bajo porcentaje de personas dedicadas por modo exclusivo a las tareas
administrativas-financieras».
Las conclusiones de este y otros estudios de aquel tiempo, que
compartían una visión común y concordante con las políticas oficiales —
reducir costos, maximizar eficiencia— sin incorporar otro tipo de
cuestionamientos, no fueron, sin embargo, consideradas prioritarias por el
gobierno.
Durante la gestión de Mónica Madariaga se analizaron algunas medidas
para mejorar la eficiencia del Poder Judicial, pero hasta la más superficial de
ellas, se encontró con el fuerte rechazo de la Corte Suprema. Un par de
propuestas hechas por el Ejecutivo en ese período, como el uso de la
computación en el procesamiento de datos y la creación de la Corporación
Administrativa, vinieron a ver la luz solo bajo el gobierno de Aylwin. Solo el
aumento de tribunales y de jueces contaba con el apoyo unánime de la cúpula
judicial.
Mónica Madariaga satisfizo parte de ambas aspiraciones. El gasto
presupuestario en el Poder Judicial aumentó en un 76 por ciento a partir de
1977, pero el 80 por ciento de los nuevos recursos fue usado en mejoras
salariales. Los tribunales de primera y segunda instancia aumentaron de modo
considerable, sin que creciera por ello la eficiencia en el despacho de materias.
No obstante, eran necesarios aún más tribunales y cortes de apelaciones,
no solo para dar salida al atochamiento de causas, sino como una forma de
responder a las expectativas de ascenso, detenidas por la perpetuación de los
ministros en la Corte Suprema.
La Madariaga, a quien se le criticaba un escaso conocimiento del mundo
judicial, tuvo un excelente aliado en el presidente de la Corte, Israel Bórquez,
quien en 1978 reemplazó a Jaime Eyzaguirre. La dupla Madariaga-Bórquez
condujo el Poder Judicial con relativa facilidad, salvo por algunas escaramuzas
mínimas, como las polémicas con el presidente de la Asociación de
Magistrados, Sergio Dunlop.
El ministro de la corte capitalina, que había sido a comienzos del régimen
un decidido partidario suyo, venía reclamando mejoras salariales para sus
asociados y protestaba contra medidas que atentaban contra la carrera judicial.
A Dunlop no le gustaba la idea de mantener sin límite de edad a los ministros
en la Corte Suprema. Hizo públicos los acuerdos de la Asociación de respaldar
un límite de edad de 70 años. Esto en plena discusión de la nueva
Constitución que, como se sabía, permitiría la extensión indefinida de los
magistrados entonces en ejercicio.
El propio presidente de la Suprema ya había pasado el límite sugerido por
la Asociación.
Bórquez se trenzó luego en otra polémica pública con Dunlop, por un
decreto que abrió la carrera judicial a los abogados con quince años de ejercicio
que quisieran postular a los cargos de ministros y fiscales de las cortes de
Apelaciones.
Dunlop se opuso. Lo suyo, dijo, era en «defensa de la carrera judicial».
La réplica de Bórquez fue clara: «Sería demasiado peligroso para un juez
que, ante todo debe ser juez de sí mismo, estimar que en Chile no hay
abogados capaces de desempeñarse en el papel de juez de alzada… sería una
fatuidad de su parte»[107].
Dunlop no oyó y volvió a la carga.
Otro motivo de desaveniencia entre ambos fue el proceso por el atentado
explosivo contra Bórquez. Cuando el presidente de la Corte Suprema estudiaba
las extradiciones en el caso Letelier, desconocidos pusieron una bomba en su
casa. Dunlop fue nombrado para indagar. Bórquez quería ver tras las rejas a los
«extremistas» que cometieron el atentado y sentía que el magistrado no
avanzaba con la fuerza necesaria en esa dirección (años más tarde, se
descubriría que la bomba fue instalada por agentes de la DINA).
El ministro había caído también en desgracia ante los ojos de Mónica
Madariaga, pues estimaba que el dirigente le había dado «datos falsos» sobre un
magistrado que fue trasladado de Iquique a Concepción[108].
Ese año la Corte Suprema sancionó a Dunlop dos veces. La primera, por
sus afirmaciones proponiendo un tope de edad para sus ministros. Y la
segunda, por la forma en que llevó el caso Bórquez. Luego, con el beneplácito
de Mónica Madariaga, fue calificado en Lista Dos.
Con ese antecedente, Dunlop podía olvidarse de sus aspiraciones de
ascenso a la Corte Suprema. Expresidente de la Asociación de Magistrados
durante catorce años, decidió jubilar y aceptar una notaría en la capital. Desde
su nueva función declaró que «si uno tiene carácter para andar de rodillas, se
queda… Si no lo tiene, mejor se va»[109].
La iniciativa que abrió la carrera judicial a los abogados fue amarrada a un
reajuste de salarios que Mónica Madariaga negoció con Bórquez. La Corte
Suprema distribuyó los recursos, aumentando principalmente sus propias
rentas y las de ministros de cortes de Apelaciones.
Los más altos magistrados, que fueron beneficiados con asignaciones
especiales por «dedicación exclusiva» y «responsabilidad», recibieron hasta un
86,3 por ciento de reajuste, en tanto que los subalternos lograron un 48,9.
El beneficio no llegó a los jueces de primera instancia.[110]
El gobierno militar también premió a los más altos magistrados con un
auto con chofer. En 1981, los incorporó como pacientes del moderno Hospital
Militar.
Bórquez fue el escogido para repetir el gesto de Enrique Urrutia Manzano
en los primeros años del régimen. El 11 de marzo de 1981 debería tomar
juramento al general Pinochet como Presidente de la República, de acuerdo
con la nueva Constitución. Bórquez, junto a todos los miembros del gabinete y
de la Junta de Gobierno se ubicó en el podio detrás del general, a la espera de
la señal para cumplir su papel. Sin embargo, llegado el momento, Pinochet se
levantó dando la espalda a Bórquez y al resto de su gabinete y prestó juramento
ante sí mismo, mirando hacia el público. Bórquez se tragó el bochorno.
En esta primera década, Rosende mantuvo una influencia tras bambalinas
en el Poder Judicial, en su rol de asesor jurídico y político del gobierno. Fue él
quien concibió y redactó las actas constitucionales de 1976, que garantizaron el
recurso de protección y de amparo y que sirvieron de fundamento a muchos
magistrados en sus votos de minoría en favor de acoger tales presentaciones.
Esa herramienta jurídica fue usada para defender la reapertura de la
Radio Balmaceda, clausurada en 1977. El propio Rosende tuvo que rectificar
los alcances de su creación, para impedir que los recursos fueran acogidos,
declarando que no tenían vigencia durante los estados de excepción.
Este caso generó la primera crisis en la justicia militar.
La Corte Marcial del Ejército estaba compuesta hasta entonces por dos
ministros de la Corte de Apelaciones y por los auditores del Ejército,
Carabineros y Aviación que, con el rango de generales en retiro, gozaban del
beneficio de inamovilidad. Las transgresiones cometidas por el Juez Militar de
Santiago al cerrar la radio Balmaceda eran de tal magnitud, que la Corte
Marcial, por unanimidad, acogió el recurso de protección.
El fallo provocó un terremoto que casi cuesta la caída a los auditores de la
Aviación y de Carabineros que, sin embargo, fueron defendidos por los
integrantes de la Junta, César Mendoza y Gustavo Leigh. El auditor general del
Ejército, Camilo Vial, no tuvo el mismo respaldo y fue destituido tras la
dictación de un decreto que estableció que los integrantes de la Corte Marcial
debían ser, en adelante, coroneles en servicio activo. Es decir, tendrían un
rango menor y quedarían privados del beneficio de la inamovilidad, que
garantizaba su independencia. Como remache, la jefatura de Plaza emitió un
decreto ley desconociendo el derecho de la Corte Marcial a interpretar la Ley
de Seguridad del Estado.[111]

Vientos de cambio

Hasta 1979 muchos ministros de la Corte Suprema y de las cortes de


Apelaciones realmente creían que los desaparecidos y las torturas eran
invenciones de los «marxistas». Pensaban que el Comité Pro-Paz era un antro
de comunistas orquestados para atacar al gobierno de las Fuerzas Armadas.
La intervención de la Iglesia Católica en defensa de las víctimas
convenció a algunos jueces creyentes de que algo realmente grave y cruel estaba
pasando. El caso Lonquén y el resultado de las investigaciones del ministro
Adolfo Bañados hizo lo propio con otros. Había personas desaparecidas y
podían haber sido asesinadas y ocultadas, como los cuerpos de esos campesinos
encontrados en los hornos de Lonquén.
La cercanía de una nueva década traía la perspectiva de un cambio en la
actitud del Poder Judicial. Pero por si surgiera en algunos el deseo de comenzar
investigaciones a partir de entonces, el gobierno dictó la Ley de Amnistía.
Sergio Fernández, otro de los delfines de Rosende, debutó en el
Ministerio del Interior con la dictación de este decreto. En tanto, el decano, en
plena crisis por el caso Letelier, acudió al matrimonio de la hija del general
Manuel Contreras.
En 1980 el gobierno creó nuevas notarías para dar salida a ministros que
se consideraban, sin mayor antecedente que sus fallos, de «izquierda». Así salió
de la Corte de Santiago el apreciado y respetado Rubén Galecio. Y más todavía:
para dar tiraje a la chimenea y bajar la presión sobre la Corte Suprema, se
crearon nuevas Cortes (la de San Miguel, en Santiago) y nuevos juzgados,
aunque ni los sueldos, ni las condiciones políticas del país eran propicias para
atraer a los más capaces y con vocación.
Rafael Retamal, en la Corte Suprema, esperaba su turno por antigüedad,
para reemplazar a Bórquez. Era evidente que el ministro tenía una nueva
postura proclive a acoger los recursos por violaciones a los derechos humanos.
Bórquez debía dejar el cargo en mayo de 1981 y ciertamente sería reemplazado
por Retamal. Los ministros del máximo tribunal ya tenían el acuerdo de
elegirlo, respetando la tradición, aunque le dejarían a Eyzaguirre la
representación protocolar de la Corte, especialmente ante el Ejecutivo.
Pero el gobierno no quería a Retamal. Por ningún motivo.
Sorpresivamente, dictó un decreto que extendió irregularmente el mandato de
Bórquez por otros dos años. Varios ministros de la Corte protestaron por el
atropello a una de sus facultades más caras, la de la elección de su presidente.
Bórquez convocó a un pleno en el que la ministra de Justicia prometió que
nunca más se dictaría una resolución similar sin consultar a la Corte.
Bórquez siguió en el cargo, pero nada pudo evitar que llegara 1983. Los
ministros de la Corte Suprema no habían olvidado el atropello y no estaban
todavía dispuestos a terminar con la tradición de escoger al más antiguo. Mal
que mal era una garantía de que, en algún momento, todos pasarían por el
puesto.
Para disgusto de Pinochet, Rafael Retamal fue electo presidente de la
Corte Suprema justo después de la primera protesta masiva en contra del
general. Apenas asumió su cargo, Retamal manifestó que las manifestaciones
opositoras eran legítimas.
La normativa dictada para evitar su llegada al alto tribunal se volvió en
contra del propio gobierno, pues ahora tendría que aguantar a Retamal por
cinco años.
Tras la crisis de 1982 se había detenido cualquier nueva inversión en el
sector y las quejas por la precariedad económica ahogaban a la superioridad de
la magistratura. El conflicto estaba tocando las puertas del Poder Judicial.

El año de Jaime del Valle

Tras el sorpresivo conflicto entre Pinochet y Mónica Madariaga, el nuevo


presidente del Colegio de Abogados, Jaime del Valle, fue invitado a sucederla
en el Ministerio de Justicia, en febrero de 1983.
Del Valle llegaba con la aureola de haber trabajado para el gobierno de
Jorge Alessandri, como subsecretario de Justicia. Además, exhibía entre sus
méritos un buen conocimiento del mundo judicial, pues en su juventud fue
funcionario de la Corte Suprema.
Ambas características le permitieron un trato llano con el máximo
tribunal.
Días después de su nombramiento, Del Valle estaba sentado en la testera,
en la sala de plenarios de la Corte Suprema, oyendo a Bórquez. En su último
discurso, el ministro atacó al diario La Segunda, con el que venía enfrentando
una polémica pública desde el año anterior. El vespertino había criticado la
falta de eficacia de los tribunales de justicia para aclarar los actos delictuales y
condenar a los culpables. Bórquez había respondido denostando la forma
sensacionalista en que el periódico publicaba las noticias.
En aquel discurso, Bórquez reconoció que solo en un 25 por ciento de los
procesos criminales en Santiago la investigación daba algún resultado, pero
insistió en que las quejas por la falta de eficacia debían dirigirse hacia la
«desidia» y «lenidad» de los servicios auxiliares. Específicamente, de
Investigaciones. En la ceremonia —a la que también asistió Mónica
Madariaga, aunque ahora estaba en Educación— Bórquez se quejó por la falta
de interés de los abogados por entrar a la carrera judicial.
En sus once meses de gestión, Jaime del Valle se propuso hacer cambios,
como la creación de una Escuela de Jueces que nunca prosperó.
Mientras fue subsecretario de Alessandri, Del Valle se sentía orgulloso de
haber promovido la carrera de jueces que estimaba «independientes» como
Adolfo Bañados, a quien consideraba ducho, recto y probo. Lo defendió ante
Alessandri, quien no quería ascenderlo porque dictó una condena de sesenta
días de presidio por injurias en contra del abogado de la Presidencia, quien
había calificado de «plumario» a un periodista.
Acostumbrado a leer sentencias, desde sus tiempos de relator, Del Valle se
oponía entonces a ascender a magistrados que demostraran poco conocimiento
en sus fallos. Admite que, ya en el gobierno militar, siguió atendiendo a la
calidad de las sentencias para decidir sobre ascensos y traslados, pero que ahora
ponía especial atención al contenido «político» de estas.
Los propios abogados le llevaban cuentos sobre algunos jueces para que
les detuviera el ascenso. El estereotipo de frase era: «Este ministro es buena
persona, es un tipo que sabe, yo tengo un buen juicio de él, pero está influido
políticamente. Mira el fallo».[112]
A Del Valle no le gustaba que los magistrados expresaran su descontento
con la situación política en las sentencias. No había ejercido nunca un cargo
bajo un gobierno de facto, pero pensaba que algunos jueces se aprovechaban.
El fallecido ministro Hernán Correa de la Cerda, fundador del Instituto
de Estudios Judiciales, estuvo una vez en el despacho de Del Valle pidiéndole
que considerara su nombre para un traslado a la Corte de Santiago.
—Mire, magistrado, yo he leído algunas sentencias suyas y usted emite
juicios políticos… Yo no voy a calificar sus conocimientos jurídicos, ni
aprobarlos, ni desaprobarlos. Pero si veo juicios políticos en sus fallos, para
bien o para mal, en favor o en contra, no me gusta —le dijo el secretario de
Estado.
Correa de la Cerda palideció.
—Cómo, a qué se refiere…
—Sí, pues. A mí no me importa que falles negro o blanco, pero aquí hay
juicios que no tienes por qué emitir. Yo no te voy a nombrar.[113]
Bajo la gestión de Del Valle, el gobierno militar contó entre sus éxitos
haber «neutralizado» a Rafael Retamal. El secretario de Estado le advirtió a
Retamal que no se vieran la suerte entre gitanos. Si el presidente de la Corte
Suprema hablaba contra el Gobierno, tendría que aguantar que el ministro de
Justicia dijera algo en su contra.
Según exfuncionarios del gobierno militar, nunca se le formuló una
amenaza directa a Retamal, pero ya en ese tiempo el ministro tenía unos 50
parientes en el Poder Judicial, tres de los cuales fueron designados por Del
Valle.
Del tiempo de la gestión de este ministro de Justicia data un documento
secreto enviado por una alta autoridad militar a cada una de las secretarías de
gobierno, con instrucciones generales y específicas. La misión de Justicia, según
el texto emitido el 12 de julio de 1983, era sin duda política:
«1. Deberá contactarse con los ministros de la Corte Suprema partidarios
del Gobierno con el objeto de neutralizar la acción veladamente opositora del
Presidente de dicha Corte.
«Se deberán realizar todos los esfuerzos posibles para esta finalidad.
«2. Deberá programar contactos que relacionen al Presidente de la Corte
Suprema con el Gobierno, de tipo oficial o extraoficial»[114].
Al terminar 1983, Del Valle pasó al Ministerio de Relaciones Exteriores.
Llegaba la hora de Rosende.

El debut del Decano

Hugo Rosende juró como nuevo ministro de Justicia el 20 de enero de 1984.


Su arribo al gabinete solo oficializó un rol que el decano de la facultad de
Derecho de la Universidad de Chile venía cumpliendo hacía años.
Rosende no solo fue un ministro de Justicia. Fue un asesor político y uno
de los hombres de mayor confianza de Pinochet. En marzo, en su primer
discurso al mando de la Corte Suprema, con Rosende sentado a sus espaldas,
Retamal sugirió a las autoridades administrativas que impartieran instrucciones
a los servicios policiales para que respetaran las disposiciones legales sobre el
trato a los detenidos y de esa manera hicieran «inverosímiles» las denuncias
sobre secuestros, torturas y desaparecidos.
Con su particular modo de redactar, abusando de una ingeniosa y
pretendida ingenuidad, Retamal tocó todos los aspectos que podían alterar la
hasta entonces armoniosa relación entre el Poder Ejecutivo y el Judicial.
Dio cuenta de los numerosos recursos de amparo que se estaban
tramitando en contra de las detenciones decretadas por el Ejecutivo. Dijo que
se había demostrado cierto «progreso» en la resolución de tales presentaciones,
por la decisión uniforme de las cortes de rechazarlos. No obstante, acogiendo
las críticas que se formulaban por la falta de acuciosidad y estudio en los fallos,
recomendó a los tribunales que emplearan «más su talento y su tiempo para
que sus trabajos sean convincentes»[115].
Reconoció que los procesos por detenidos desaparecidos habían
terminado casi todos en cierres temporales o definitivos o en manos de la
justicia militar. Los jueces, dijo, estaban haciendo todo lo posible para mejorar
la administración de la justicia. Mencionó como ejemplo el acto «heroico» de
un ministro (era Servando Jordán) que se había dedicado exclusivamente a
analizar los 116 expedientes del llamado «proceso del siglo» que estaba a punto
de cumplir cien años depositado en los anaqueles del 16.º Juzgado de la
capital. Pero pidió a las autoridades que tomaran sus propias medidas para
ayudar a descongestionar la labor judicial. Pronunciando palabras que no se
habían usado desde esa tribuna en los años que duró el régimen militar,
demandó el término del exilio, modificaciones a la ley antiterrorista y rebajas
de penas para los procesados por haber ingresado clandestinamente al país.
Las palabras del nuevo líder no les cayeron en gracia a sus colegas. En
abril de ese año, Retamal volvió a la carga en una ceremonia de juramento de
39 abogados. El ministro invitó a los nuevos profesionales a perfeccionar el
estudio del Derecho Político, preparándose para las exigencias de la Nación,
envuelta en tensiones sociales que amenazaban con estallar como los gases
acumulados en el fondo de la tierra. Instó a los jóvenes y a los jueces a
«declararse en beligerancia jurídica en contra de quienes, aunque dicen
respetarlas, resisten las decisiones judiciales».
Sus colegas no tardaron en reaccionar. En un acto insólito, pues ha sido la
única vez que los miembros de la Corte Suprema sancionan a su propio
presidente, la mayoría de los magistrados firmó un acta de censura contra
Retamal, manifestando no aceptar, ni compartir sus palabras, que podían
«prestarse a interpretaciones de orden político que la ley prohíbe a los ministros
de los Tribunales de Justicia».
En medio de la crisis política que amenazaba con infiltrarse también en el
Poder Judicial, Rosende era, a no dudarlo, la mano que necesitaba el gobierno
para imponer control. Con sus cuarenta años de ejercicio profesional, que le
daban un conocimiento sin competidores sobre los secretos del palacio de calle
Bandera, parecía el candidato ideal.
Su especial carácter causó resistencia en algunos integrantes del gabinete,
pero el haber sido asesor de Jorge Alessandri lo investía de una aureola de
santón, que ni la leyenda sobre los bono-dólares lograba empañar. Además, fue
bendecido con la virtud de la oportunidad.
Rosende se incorporó en un momento muy difícil para Pinochet. Las
protestas y la crisis económica sacudían al gobierno. Pinochet estaba ávido de
palabras e informes halagüeños, en medio de un gabinete que lo agobiaba con
cuentas alarmistas que recomendaban enmendar los cursos de acción.
Rosende era su hombre: un duro con excelentes dotes de adulador.
El nuevo ministro de Justicia no tenía que fingir. El general lo
obnubilaba. El servilismo, la zalamería le nacían espontáneamente.
Rosende usaba sus propias definiciones para referirse al resto de los
funcionarios que rodeaban al general. A unos los llamaba «ñatitos». Esos eran
sus amigos. Otros eran los «mononos»: sus enemigos o los ignorantes.
Inmediatamente entró en conflicto con Sergio Onofre Jarpa, que ocupaba
el gabinete de Interior. Las diferencias políticas (Jarpa estaba por la apertura y
Rosende se oponía) y el estilo sibilino del titular de Justicia hacían rabiar al jefe
del gabinete. El secretario de Justicia se movía en las sombras. Lo acechaba.
Sabía manejar la información que le sacaba a un integrante del equipo y usarla
para indisponer a uno con el otro. El ejercicio de la intriga era su especialidad.
«Mira, ñatito, me he enterado de tal situación… Te lo comento para que
te luzcas con eso. Pero no me menciones, que aparezca como cosa tuya», era
una frase típica en él[116].
Rosende mantuvo su oficina como abogado. Miembros del gabinete
estaban convencidos de que sus acciones en el Poder Judicial estaban
beneficiando sus asuntos particulares. También lo acusaban de cobrar
comisiones por nombrar interventores en las liquidaciones de empresas.
Nada de eso tocó al secretario, que siguió empeñado en sabotear a Jarpa.
En un discurso insólito, pues las contradicciones públicas entre los ministros
no eran habituales bajo el gobierno militar, el ministro de Justicia lo atacó de
frente.
«Dentro de este período de transición se ha ido produciendo un proceso
de apertura política y la opinión pública que desea vivir en paz y
democráticamente ve con asombro cómo se producen ciertas incoherencias en
esta apertura. Ahí está la actitud de ciertos personeros políticos anhelantes de
poder, de movimientos ideológicos extranjeros y nacionales que se mueven de
un extremo a otro, de los grupos terroristas»,[117] dijo al inaugurar el año
académico, en marzo de 1984, recién ingresado al gabinete.
Jarpa se quedó callado. Sabía que Rosende era un caso especial en el
gabinete, pues gozaba de una particular predilección de Pinochet.
El ministro de Justicia usaba guardaespaldas. Jarpa no. Cuando el
ministro del Interior le propuso al jefe de gobierno terminar con ese tipo de
guardias para los secretarios del gabinete, Pinochet le respondió: «No estoy para
que me secuestren un ministro, porque con los terroristas yo no voy a
negociar».[118]
Los enfrentamientos entre ambos continuaron con el tema de la
nunciatura, que complicaba al gobierno desde enero. Los autores del crimen
del general Carol Urzúa habían pedido asilo en la nunciatura y el Papa Juan
Pablo II había dado a conocer su deseo personal de que se les permitiera salir de
Chile.
Rosende se oponía diciendo que «los terroristas van a empezar a matar
generales y después se meten a una embajada y listo»[119].
Después de varios meses de debate, las razones políticas se impusieron
sobre la voluntad de Rosende de entregar a los miristas a la CNI y a la justicia.
A Rosende no le gustaba el regreso de los exiliados.
En el segundo semestre de 1984, siete miembros del gabinete se
reunieron para discutir, sin la presencia de Pinochet, si se autorizaba el ingreso
de Aníbal Palma, antiguo ministro de Allende. En la sesión, el jefe de gabinete
argumentó que se debía permitir el regreso del dirigente radical, pues tenía un
juicio pendiente en los tribunales. Era una contradicción que la justicia lo
reclamara y al mismo tiempo no se le permitiera entrar al país. Rosende, que
veía con malos ojos la política de la apertura, cuidando muy bien sus palabras,
aportilló su exposición con otras y complejas lucubraciones jurídicas.
Jarpa se salió de sus casillas. Quería golpear al anciano ministro.
—¡Hasta cuándo me molestas, Hugo! —le dijo y se le abalanzó—. ¡Pelea
de frente si eres hombre![120]
Rosende, que a esas alturas tenía problemas para caminar, se quedó
mudo, paralizado en su silla. Le tiritaba la barbilla. Los demás ministros
atajaron a Jarpa, que con sus antecedentes de antiguo boxeador podía
lastimarlo de verdad en forma severa.
El ministro del Interior quiso renunciar ese mismo día, pero Pinochet lo
respaldó y Palma fue autorizado a ingresar al país.
No por eso Rosende cedió en lo suyo.
Jarpa abandonó finalmente el gabinete, en febrero de 1985, en medio de
las protestas populares masivas. Pinochet le ofreció a Rosende el puesto
vacante, pero el exdecano prefirió continuar en Justicia. En Interior fue
nombrado Ricardo García, aunque Rosende mantuvo su sitial de favorito. Fue
el único civil elegido como orador para celebrar un aniversario de la
Constitución del ‘80. Ocurrió en 1985, cuando la oposición cuestionaba el
contenido y los plazos fijados por esta. En un acto cargado de simbolismo, el
presidente de la Corte Suprema, Rafael Retamal, fue invitado a situarse en el
estrado junto a los miembros de la Junta y al general Pinochet.
Rosende cubrió la ceremonia con mensajes sobre el respeto a la juricidad:
la Constitución se aplicaría en todas sus letras, les gustara o no a quienes
fueren.
Ya a mediados de los ‘80 las crisis económica y política hacían temblar al
gobierno y las relaciones con el Poder Judicial, especialmente por la precariedad
económica que angustiaba a sus miembros, amenazaba con encrisparse.
En la intimidad de las Cortes, los magistrados se sentían vigilados. La
lógica del soplón y la paranoia los afectó a ellos como a cualquier otro
funcionario público en el país. Bajo el reinado de la CNI, en la Corte de
Apelaciones de Santiago se afirmaba que un procurador del número tenía
grado y sueldo de coronel y que prestaba servicios para esa entidad. Otros
funcionarios menores, como oficiales de sala y actuarios, eran mirados con
desconfianza.
Aun en ese escenario, el ministro de Justicia fue absolutamente eficiente:
Según palabras de Jaime del Valle, «Hugo mantuvo un entendimiento
entre los poderes Ejecutivo y Judicial, que significó que no hubiera fricciones,
peticiones desmedidas ni protestas por los sueldos, a pesar del estancamiento
que se produjo desde el final del período de Mónica Madariaga. Tuvo la virtud
de crear un lazo muy estrecho y cordial, que evitó algunas dificultades que
podría haber enfrentado el gobierno»[121].

La disidencia judicial

En 1980 se creó en Santiago la Corte de San Miguel. Los presidentes de la


Corte Suprema venían reclamando desde hacía tiempo la creación de un nuevo
tribunal de alzada en la capital y finalmente el Ejecutivo, seducido por los
consejos de Mónica Madariaga, accedió.
En esa Corte se instaló un microclima. Ascendieron a ella jueces
relativamente jóvenes, inspirados, motivados. Uno de ellos, Hernán Correa de
la Cerda, con su carismático carácter entre ingenuo, afable y optimista, se
convirtió en el catalizador de un grupo que comenzó a reunirse para reflexionar
sobre los problemas de la justicia en Chile. También, para leer sentencias y
analizar las motivaciones tras ellas.
La nueva «tendencia», que sumó a algunos de los ministros de la Corte de
Santiago, evitaba identificarse con movimientos o partido político alguno. Sus
aspiraciones eran, se decían a sí mismos, «gremiales». No obstante, era evidente
que los cambios a que aspiraban no se producirían bajo dictadura.
Pululaban en torno a este grupo Marcos Libedinsky, Luis Correa Bulo,
Mario Garrido Montt, Carlos Cerda, Rodrigo Viel, Héctor Toro, José Benquis
y Haroldo Brito, entre otros. Las únicas diferencias explícitas entre ellos se
daban entre masones y católicos.
Las mujeres también participaron activamente: Nancy de la Fuente,
Mónica Maldonado (hija del expresidente de la Corte Suprema, Luis
Maldonado), Cecilia Venegas, Irma Meuner Montalva (de Concepción), María
Teresa Letelier y Adriana Sottovia.
De estos encuentros salió una «carta de reflexión» que describió un listado
de críticas que la ciudadanía hacía al Poder Judicial. Solamente una narración
de lo que los magistrados oían en sus cargos, sin conclusiones políticas, ni
alusiones puntudas. Nada de propuestas, por el momento. Todavía se trataba
de las iniciativas de un grupo muy reducido.
En los primeros años de los ‘80 los ministros de cortes de Apelaciones y
los jueces vivían en la paranoia de ser mal calificados o expulsados si deslizaban
algún comentario o hacían algo que no gustara en las alturas de la Corte
Suprema o en el gobierno. La comunicación entre ellos, las invitaciones a una
actividad, por abstracta que fuera, era difícil. Además, los ministros de la Corte
de Santiago no aceptaban de buena gana a sus colegas de la Corte
sanmiguelina.
Los actos de valentía de unos quedaron en el desconocimiento de los
demás. El respaldo, la solidaridad, serían penados. Fue así como uno de los
hechos que más conmovió a la Corte de San Miguel apenas fue conocido por
sus colegas en Santiago y menos en el resto de las regiones. El acto, del que fue
protagonista el actual ministro de la Corte Suprema José Benquis, no fue
publicado en los diarios.
Era octubre de 1984. El matrimonio constituido por Francisco Jara y
Teresa Rosas y su empleada, María Vásquez, presentaron un recurso de amparo
ante la Corte de San Miguel, afirmando que un grupo de agentes de la CNI los
tenía prisioneros en su propia casa, sin orden de detención, ni de allanamiento
alguna.
Benquis, junto a la secretaria de la corte y al relator Roberto Miranda
Villalobos, partió a la casa de los Jara, por decisión de la Corte. Tras golpear
por largo rato un portón que antecedía el domicilio, un agente se asomó. En el
informe que el juez presentaría más tarde al tribunal, lo describió como: «Un
sujeto con lentes de color amarillo que pidió la identidad de los presentes»[122].
Cuando el magistrado se identificó, el agente desapareció sin pronunciar
palabra.
Veinte minutos más tarde salió otro individuo, de barba, que se negó a
proporcionar su nombre. El sujeto dijo ser un funcionario de seguridad que
estaba «a cargo» del domicilio y conminó a la delegación a explicar el motivo
de su presencia. Les exigió pruebas de su identidad. Benquis le informó sobre
el recurso de amparo y le entregó una credencial. Sobraban las explicaciones
acerca de sus atribuciones para inspeccionar el domicilio, pero el desconocido
de barba le dijo que pediría instrucciones a sus superiores y le cerró el portón
en la cara.
El tiempo pasaba. Nada parecía moverse. Benquis, que tenía las llaves de
la casa, decidió entrar. Se las arregló para comunicarse con Investigaciones y
dos detectives llegaron a asistirlo. Pasadas las cinco de la tarde, el ministro trató
de abrir el portón. Otra vez apareció el agente barbudo, acompañado por un
segundo sujeto. Ambos portaban sus metralletas.
—Exijo que se me deje entrar —reclamó con energía el magistrado, pero
los agentes, levantando sus armas, le negaron el paso.
—Mire, soy un ministro de la Corte de Apelaciones y de acuerdo con la
ley vigente, estoy autorizado a inspeccionar este inmueble y constatar el estado
de las personas que se encuentran en su interior[123].
Los agentes usaron pocas palabras para negarse nuevamente. Blandieron
sus ruidosas armas en frente de la cara del magistrado. La amenaza era directa.
El ambiente se puso tenso. Uno de los detectives exhibió su placa, conminando
a los agentes a franquear la entrada de la propiedad. El sujeto de barba pidió la
credencial oficial a la secretaria del tribunal, la miró, y dijo que no les
autorizaba el ingreso, que apuraría los contactos con sus superiores.
Los hombres de la CNI lograron por la fuerza cerrar el portón.
Unos 25 minutos después, llegó a la casa otro grupo de agentes,
exhibiendo sus metralletas. Eran los «superiores» de los funcionarios que
permanecían dentro. Entre ellos, uno que se identificó como el abogado
Vicente Garrido, empleado del Estado Mayor de la Defensa Nacional, ordenó
abrir el portón y permitir el ingreso del magistrado, quien finalmente pudo
interrogar a la familia Jara.
Teresa Rojas narró al magistrado que la noche anterior, escalando la
pandereta, repentinamente ingresaron a su casa algunos sujetos que portaban
metralletas y que la dejaron detenida en su casa a ella, a su esposo, a su
pequeño hijo, a la empleada del hogar y hasta al pololo de esta, José Arriagada,
quien se encontraba accidentalmente ahí. Posteriormente se habían llevado a su
esposo, no sabía a dónde. Los detenidos no podían salir, abrir las cortinas,
escuchar radio ni ver televisión. Ante la mirada entre furiosa y confundida de
los agentes, que se mantuvieron todo el tiempo con sus metralletas en alto,
Benquis, junto a la dueña de casa, recorrió la propiedad anotando los destrozos
del allanamiento.
El abogado Garrido le dijo al ministro que la ocupación había sido
ordenada por un fiscal militar y que el Ministerio del Interior había dispuesto
la detención del dueño de casa, pero no exhibió documento alguno que
acreditara sus dichos.
A su regreso al tribunal, el ministro ordenó que se llevara ante su
presencia al detenido Francisco Jara, con el objeto de constatar su estado de
salud.
Fue una de las contadas veces bajo los 17 años de gobierno militar en que
un magistrado hizo uso de la facultad del habeas corpus implícito en el recurso
de amparo.
En respuesta, el Director de la CNI, Humberto Gordon, dijo que Jara ya
estaba en libertad. Dos días después, el 24 de octubre, el tribunal pleno de la
Corte de San Miguel protestó por el incidente expresando que los agentes
tuvieron «una actitud prepotente, haciendo innecesaria exhibición de armas de
fuego ante el señor ministro encargado de la diligencia»[124]. Se enviaron
copias del acta a la Corte Suprema y al director de la CNI. El tribunal de alzada
pedía a sus superiores que tomaran las «medidas» pertinentes para evitar una
«repetición de actos como los ocurridos». La Corte de San Miguel rechazó el
recurso de amparo, pues a la fecha de la resolución las detenciones habían
cesado, pero se dejó expresa constancia de que el acto había sido ilegal y
arbitrario.
Solo quince días después la Corte Suprema tomó un acuerdo que pareció
respaldar, al menos en parte, la actuación de este tribunal. Ofició a las cortes de
Apelaciones para que en aquellos procesos «en que les sean denunciado delitos
contra la libertad y seguridad de las personas (…) procedan a constituirse de
inmediato en el recinto no militar que se les señale responsablemente por los
denunciantes»[125]. A los cuarteles de la CNI envió instrucciones para que
«siempre» tuvieran un funcionario responsable de atender los requerimientos
de los tribunales.
La Corte Suprema, además, se comunicó por oficio con el general
Pinochet, quien respondió que acciones como esa no se volverían a repetir. No
obstante, en el futuro, varios otros magistrados serían impedidos de ingresar a
los cuarteles de esa policía secreta y la Corte Suprema aceptaría el argumento
de que los cuarteles de la policía secreta eran también recintos militares.
El caso de Benquis removió la conciencia de algunos de sus colegas que
sentían la impotencia de tratar de avanzar en las investigaciones y encontrarse
con el escaso respaldo de sus superiores. Tampoco colaboraba mucho la
Asociación de Magistrados. Tras la salida de Sergio Dunlop del Poder Judicial,
en 1979, estaba en la presidencia Alfredo Pfeiffer, a quien sus pares reconocían
como un decidido partidario del gobierno militar. Bajo su gestión, los temas de
«bienestar» y salariales eran el exclusivo tópico de la organización.
En 1985 el grupo disidente se atrevió y presentó una lista de candidatos a
la Asociación, con la voluntad de reivindicar la imagen del Poder Judicial.
Unos cuarenta magistrados se reunieron un fin de semana largo en El Tabito y
prepararon un programa y las declaraciones de principios. En sus escritos
plantearon su preocupación por el desprecio que sentía la opinión pública
hacia la magistratura y por los nombramientos políticos en la carrera judicial.
Sugirieron ideas para ampliar la independencia de los magistrados, recuperar la
dignidad perdida y crear una transparente y efectiva carrera judicial.
No hablaban de cambios en el sistema político, pero en el contenido de
sus propuestas subyacía la necesidad de un retorno a la democracia.
El candidato a la presidencia fue Germán Hermosilla.
El primer año que se postularon, los disidentes perdieron. Pero al
siguiente arrasaron.

Cuando el magistrado decide hacer justicia

Con la expansión de las protestas masivas en contra del régimen militar en


1983, y el surgimiento del Frente Patriótico Manuel Rodríguez, recrudeció la
represión contra los opositores. La policía política, bajo el mando del general
Humberto Gordon, usó la tortura, las detenciones sin decreto y los cuarteles
secretos como sus herramientas.
Esta vez, sin embargo, no todo el Poder Judicial se prestó para tolerar
tales prácticas en la presunta investigación de delitos políticos. Las ocasiones en
que los tribunales ordenaron a sus ministros constituirse en recintos de la
policía secreta o en que pidieron que los detenidos fueran puestos a su
disposición no llegan a veinte en un total de más de 10 mil recursos de amparo
presentados durante todo el régimen militar, pero es evidente que hacia
mediados de los ‘80 algunas cortes de Apelaciones estaban decididas a hacer
respetar la ley.
En la Corte de San Miguel, las resoluciones en protección de los derechos
de los detenidos se hicieron habituales. En 1985, ese tribunal de alzada logró
que dos amparados por torturas fueran llevados a su presencia. El primero fue
el caso de Pablo Yuri Guerrero, estudiante de educación física y presunto
integrante del FPMR. Según la información aparecida en la prensa, agentes de la
CNI habían atrapado al estudiante, junto a Gilberto Victoriano Veloso,
conduciendo una Renoleta en que trasladaban 60 granadas de mano, seis
patentes falsas y explosivos iniciadores para granadas. En el enfrentamiento,
según los diarios, murió Victoriano y Guerrero quedó en estado grave.
Apenas recibió el recurso de amparo, la Corte sanmiguelina llamó a las
distintas reparticiones oficiales hasta confirmar que el detenido se encontraba
en el cuartel ubicado en la Avenida Santa María. El general Gordon informó
que un decreto del Ministerio del Interior autorizaba la detención por cinco
días.
La Corte insistió en que la Constitución, que garantiza el amparo, está
por sobre los decretos y que, por lo tanto, Guerrero debía ser puesto a su
disposición. El 4 de julio, tres días después de la detención, Guerrero fue
llevado a la Corte de San Miguel, donde un perito del Instituto Médico Legal
constató que presentaba contusiones, cicatrices y esquimosis por todo el
cuerpo. Los ministros José Benquis, Jorge Medina y el abogado integrante,
Sergio Urrejola, presenciaron el examen. El especialista concluyó que las
heridas se debían a la acción de «un cuerpo punzante y contundente»[126].
Guerrero tenía miedo. Pensaba que todavía estaba en poder de la CNI.
Los magistrados tuvieron que convencerlo de que estaba en un tribunal para
que se atreviera, finalmente, a declarar. Benquis tomaba notas:
«Me amarraron ambos tobillos y las muñecas y comenzaron a aplicarme
corriente primero en los tobillos, luego en los genitales, en las nalgas, en una
herida que tengo al costado derecho del tórax producida por una operación
que me practicaron en octubre del año pasado (…) Para la aplicación de la
tortura que llamaban “submarino” me llevaron desnudo a una pieza que al
parecer era un baño y me sumergieron en el interior de una tina, de espaldas y
los tobillos también amarrados… En esta posición me fueron sumergiendo de
a poco en el interior del agua de la tina, llegando el nivel del agua hasta los
orificios nasales… El individuo que me interrogaba dijo que mi vida dependía
de él, ya que habían anunciado a la prensa que yo me encontraba herido de
gravedad, así es que perfectamente podían matarme y a ellos no les iba a pasar
nada»[127].
Los magistrados acogieron de inmediato el recurso de amparo y
ordenaron la internación de Yuri Guerrero en el Hospital Barros Luco. Luego
enviaron los antecedentes al Quinto Juzgado del Crimen para que iniciara la
investigación de los presuntos delitos cometidos por los agentes.
Pocos meses después, la Corte recibió otro recurso similar. La víctima esta
vez era una mujer: la profesora de 28 años Delfina Carmen Briones, detenida
por la CNI en octubre de 1985. El abogado que la representó informó al
tribunal que la mujer sufría un problema de desnutrición y pidió que, donde
fuera que estuviera, se le permitiera la visita de un médico.
Cinco días después aún se desconocía su paradero. El 24 de octubre los
ministros Aquiles Rojas, José Benquis y el abogado integrante Sergio Urrejola
ordenaron al director de la CNI poner a su disposición a la amparada. La mujer
compareció ante los ministros ese mismo día, después de que se resolvieran una
serie de disputas entre Gendarmería, la fiscalía, la CNI y la secretaria del
tribunal.
Delfina Briones declaró que fue detenida en compañía del ciudadano
argentino Juan Carlos Espinoza cuando se retiraban de una barricada en el
callejón Lo Ovalle con Avenida La Feria, en medio de una protesta. Los
agentes que los aprehendieron los llevaron a la casa del argentino para buscar
su pasaporte y allí encontraron «literatura marxista, unos panfletos que se
pensaban repartir ese día de protesta y además unas hojas mimeografiadas, de
carácter informativo, que tenían las “R”, símbolo de resistencia».[128] Los
detenidos fueron llevados al cuartel de Santa María. La mujer fue interrogada
con aplicaciones de corriente en una camilla conocida como «la parrilla». El
médico cirujano Ramiro Olivares, de la Vicaría de la Solidaridad, aceptó el
llamado de los ministros y constató en el tribunal una docena de lesiones que
presentaba la mujer por causa de las torturas. El informe del profesional sería
refrendado más tarde por el Instituto Médico Legal. El caso fue enviado a un
tribunal del crimen.
En Valparaíso, en una actitud similar, el entonces juez Haroldo Brito
enfurecía a los jefes de la CNI con su implacable voluntad de constituirse en los
cuarteles secretos.
El veranito no duró mucho. La Corte Suprema aceptó la interpretación
del Gobierno en cuanto a que los cuarteles de la CNI debían considerarse
recintos militares y que las detenciones en virtud de los Estados de Emergencia
no eran susceptibles de recursos de amparo.
No obstante, la Corte de San Miguel siguió dejando constancia del
incumplimiento por parte de la CNI de importantísimas normas legales. El 29
de septiembre de 1986, el pleno, con el ministro Hernán Correa de la Cerda
como presidente subrogante, protestó ante la Corte Suprema porque ese
organismo, en los recursos en favor de tres detenidos «además de haber
proporcionado información confusa y dilatoria, se ha negado a cumplir las
instrucciones impartidas, sin justificación alguna». Tres días después, la Corte
volvió a reclamar porque en los recursos por otro grupo de seis detenidos, el
general Gordon «ha dejado de cumplir lo ordenado por las tres salas de esta
Corte en orden a poner a disposición de este tribunal a los amparados (…) a
objeto de constatar las condiciones físicas en que se hallaban. Esta negativa
reiterada, además de constituir una omisión evidente del auxilio que dicha
institución se encuentra obligada a prestar a este órgano superior de justicia,
importa una infracción delictual»[129].
Los ministros se quejaban, además, porque agentes de la policía secreta
llamaban al tribunal para entregar antecedentes falsos y confundir a los
magistrados.
Las cortes de Concepción y Valdivia también se quejaron por actos
similares.
La Corte Suprema informó al gobierno y el general Pinochet, en un
oficio fechado el 20 de octubre de 1986, respondió manifestando «el profundo
malestar que me causara la ocurrencia de los hechos relatados, habiendo
impartido de inmediato las instrucciones correspondientes a los señores
ministros del Interior y de Defensa Nacional, para que reiteren a ese servicio las
órdenes en cuanto a que se ha de proceder en todo momento con estricta
sujeción a la Constitución y a las Leyes»[130].
A pesar de todo esto, el servicio secreto continuó desconociendo las
resoluciones de los tribunales. En el mismo período, la Corte de Santiago
instruyó al ministro Juan González para que se constituyera en el recinto de
calle Borgoño 1470, pero el oficial a cargo le impidió el ingreso, diciendo que
necesitaba la orden del director de la Central. La Corte de Apelaciones dio
cuenta a la Corte Suprema del hecho y esta transmitió el reclamo al Ejecutivo,
aunque posteriormente aceptó la explicación de que se había tratado de un
error.
En 1987, la Corte Suprema, con Retamal en la presidencia, declaró que
la CNI «no ha debido impedir el cumplimiento de las resoluciones judiciales
dictadas por la Corte de Apelaciones de Santiago en un recurso de amparo, ni
aun por orden del Fiscal Militar de Santiago, Fernando Torres Silva».[131]
El caso de Yuri Guerrero llegó a manos del juez René García Villegas. El
magistrado debió enfrentarse a una CNI que insistía en presentarle agentes con
identidad falsa. Cuando, no obstante, logró establecer que se había cometido el
delito de torturas, la justicia militar pidió el traspaso del caso. El juez se negó a
declararse incompetente y la Corte Suprema, en mayo de 1988, lo amonestó
por haber usado en su resolución expresiones que se consideraron «desmedidas
en contra de la justicia castrense». García Villegas había dicho simplemente que
los procesos terminan normalmente con sobreseimiento definitivo en el ámbito
de la justicia militar.
A finales del mismo año, el tribunal superior volvió a castigarlo, con
quince días de suspensión y una multa de medio sueldo, por haberse
involucrado en política. El magistrado había hecho declaraciones a la Radio
Exterior de España a comienzos de año, diciendo que en Chile se practicaba la
tortura. La entrevista fue usada en la Propaganda del No y aunque el
magistrado afirmó que el material había sido usado en ese espacio sin su
autorización, la Corte no le creyó y el 25 de enero de 1990, en votación
dividida, lo destituyó del cargo.
En el mismo proceso de calificaciones, los magistrados José Benquis,
Hernán Correa y Germán Hermosilla fueron puestos en Lista Dos por haberlo
visitado para expresar su solidaridad, cuando el juez estaba suspendido.
A mediados de los ‘80, en la Corte de Santiago, el ministro Carlos Cerda
investigaba al Comando Conjunto, al mismo tiempo que José Cánovas se hacía
cargo del caso por los tres profesionales degollados y establecía la participación
de policías y agentes civiles dependientes de la Dirección de Comunicaciones
de Carabineros (Dicomcar). Su investigación contaba con el respaldo del
presidente de la Corte Suprema, Rafael Retamal.
Mientras Cánovas avanzaba en su tarea, los jefes de los servicios de
seguridad se reunían diariamente con los estados mayores de las diferentes
ramas de las Fuerzas Armadas para comentar el estado del proceso.
Cánovas había marginado de la investigación a Carabineros y se apoyaba
paradojalmente en la CNI, que emitió el primer informe incriminatorio en
contra de la policía uniformada. El director de Carabineros, César Mendoza, se
quejó ante Rosende por la exclusión de sus hombres en las pesquisas y el
ministro de Justicia transmitió la inquietud a la Corte Suprema.
Cánovas fue citado para explicar el proceso en el pleno. Tras una
extenuante sesión, solo uno de ellos se levantó de su asiento para felicitarlo.
Cánovas quiso renunciar, pero Rafael Retamal lo persuadió para que siguiera
adelante[132].
Agobiado por las presiones y las amenazas de muerte que soportaba en
silencio, Cánovas decidió someter a proceso a dos de los eventuales autores y
decretar arraigos en contra de otros dieciséis, al mismo tiempo que se declaraba
incompetente en favor de la justicia militar.
Con un día de anticipación comunicó su voluntad a Retamal. Retamal
informó a Rosende y Rosende, a la Moneda.
Pinochet convocó a una reunión urgente en la que participaron los
ministros más importantes —Ricardo García, Francisco Javier Cuadra, Jaime
del Valle y Santiago Sinclair— con los generales Mendoza y Rodolfo Stange.
Caso excepcional en este tipo de procesos, la justicia militar rechazó
quedarse con él. Sin embargo, la Corte Suprema anuló los encausamientos de
Cánovas y el ministro se quedó sin otra salida que decretar el cierre temporal
de la causa.
Pese a que los antecedentes se quedaron durmiendo hasta el cambio de
gobierno, el caso degollados provocó una de las mayores crisis en el gobierno
militar e implicó la salida del director general de Carabineros, César Mendoza.
Ante la nueva actitud que estaban demostrando las cortes de Apelaciones
y algunos jueces, el gobierno militar optó, a partir de 1986, por reforzar la
acción de la justicia militar. Las fiscalías se transformaron en tribunales para los
delitos políticos, con la CNI como su policía auxiliar y premunida de especiales
facultades, como la de decretar reiteradas y prolongadas incomunicaciones.
Llegaba el momento estelar para el fiscal ad hoc Fernando Torres Silva.

La visión crítica de los académicos

Desde que Hugo Rosende llegó al Ministerio de Justicia, los magistrados se


acostumbraron a los movimientos en las sombras. A la macuquería. Al ascenso
de personas sin la menor calificación profesional. A la postergación de los
capaces e independientes.
El líder de los preferidos por el ministro de Justicia en el Poder Judicial
fue, indiscutiblemente, Hernán Cereceda, quien constantemente nutría al
gobierno de informes políticos sobre sus colegas.
«Hicieron lo que quisieron. No se les escapaba ningún nombramiento, ni
de oficial de sala. Se produjo un caciquismo. Había que tener una lealtad
absoluta hacia alguna de las “familias” o te quedabas afuera»[133].
En ese escenario, los ministros disidentes se cuidaban bastante de emitir
opiniones políticas. Trataban de mantenerse al margen de cualquier expresión
opositora. En general, no daban entrevistas. Sin embargo, se expresaban en el
campo académico.
Parte de estos magistrados fueron atraídos por instituciones como la
Universidad Diego Portales y el Centro de Promoción Universitaria (CPU), que
ya desde mediados de los ‘80 estudiaban las reformas que sería necesario
practicar al Poder Judicial. A su pesar, de sus dichos o artículos, aunque no
circulaban en un área más extensa que las universidades y centros de estudio,
siempre llegaba algún comentario a la Corte Suprema.
Las expresiones académicas de los disidentes, por abstractas que fueran,
no escapaban a la crítica y la censura.
Destacados profesores como el juez Héctor Toro fueron tachados de
«izquierdistas» en el alto tribunal y en el Ministerio de Justicia. Toro figuró en
numerosas quinas para ascender a ministro, pero nunca fue nombrado. Tuvo
que esperar hasta el gobierno de Patricio Aylwin.
Otros recibían mensajes sutiles, como los que sorprendieron a Hernán
Correa de la Cerda, Nancy de la Fuente, Germán Hermosilla y Marcos
Libedinsky, por haber colaborado en la obra del Centro de Estudios Públicos,
Proposiciones para la reforma judicial, con Eugenio Valenzuela Somarriva como
editor coordinador. Después de la publicación, los cuatro magistrados
recibieron votos para ser incorporados en Lista Dos.
El sistema de calificaciones operaba hasta entonces de la siguiente
manera: al finalizar cada año, los jueces elevaban a su respectiva Corte de
Apelaciones un informe sobre los funcionarios bajo su tutela, proponiendo la
inclusión de ellos en alguna de las cuatro listas que establecía la ley (al
comienzo del gobierno militar eran solo tres, pero luego se agregó la Lista
Cuatro). El tribunal de alzada analizaba esos informes y calificaba a los jueces y
a los funcionarios hacia abajo. El resultado se ponía en conocimiento de los
afectados para que formularan sus descargos, de ser necesarios.
Sin embargo, cuando el máximo tribunal, que tenía la última palabra,
recibía tales informes, resolvía en el más absoluto secreto. La ubicación en las
diferentes listas se decidía por simple mayoría. Al interesado se le daba a
conocer, en forma confidencial, únicamente la nómina en que había sido
calificado y el número de votos obtenidos, sin los fundamentos ni la identidad
de quienes los pronunciaban.
En rigor, un magistrado puesto en Lista Uno en votación dividida
pertenecía a esa categoría tanto como otro calificado unánimemente. Sin
embargo, en la práctica, un puñado de votos para la Lista Dos manchaba su
trayectoria. Era una advertencia. Una señal de que probablemente su nombre
no sería considerado en las quinas de ascenso.
En la mentada publicación sobre «Proposiciones para una reforma al
Poder Judicial», los participantes mencionaron una serie de deficiencias del
sistema chileno, que los ministros de la Corte Suprema estimaron injuriosas.
Uno de los artículos, titulado «Análisis crítico de usos y prácticas
judiciales y eficiencia del Poder Judicial», examinaba al Poder Judicial desde el
punto de vista de la teoría organizacional: sus objetivos, cumplimiento de
metas, eficiencia. Aunque ni siquiera mencionaba la palabra corrupción,
hablaba de cotidianas prácticas «anómalas», como los pagos de coimas que
hacían los abogados para conocer los expedientes.
El autor describía entre las deficiencias del sistema, la institucionalización
de «violaciones pautadas, disimuladas e informales del proceso legal», como el
abuso del recurso de queja, y la configuración de múltiples centros de decisión
e influencia, ajenos a lo jurídico:
«Los tribunales aparecen como una institución que ha exagerado aquello
que Carl Schmitt llamaba los “pasillos del poder”. Esto es, como una
institución que ha exacerbado esa inevitable antesala de influencias e
informaciones indirectas con las que el poderoso adopta sus decisiones… la
decisión jurisdiccional depende, más que del juez, de aquellos que manejan la
antesala y el pasillo»[134].
En el mismo libro, el abogado Eugenio Somarriva analizaba las cinco
primordiales funciones de la Corte Suprema y las deficiencias en su
cumplimiento. «La jurisprudencia emanada de la Corte Suprema», acusaba,
«ha logrado, en muy escasa medida, uniformar el genuino sentido de ley y
enriquecer y vivificar el derecho y poco o nada ha contribuido al progreso
jurídico»[135].
Eso era lo mismo que imputar flojera y falta de vuelo intelectual a los
altos magistrados.
Valenzuela les reprochaba además un errado concepto sobre la separación
de Poderes, que los había inhibido de ejercer el necesario control sobre el Poder
Ejecutivo.
El sistema de designaciones también se ponía en tela de juicio, pues la
conformación de quinas y ternas se hacía sin ningún llamado a concurso, ni
procedimiento objetivo de selección, basado casi exclusivamente en la arbitraria
propuesta de los ministros de la Suprema, estimulando «un espíritu de cuerpo
que con tanta facilidad degenera en uno de casta»[136].
«Son muchos los testimonios que demuestran la existencia de un
elemento que, a pesar de no figurar explícitamente en los textos legales, es
tanto o más relevante llegado el momento de efectuar los nombramientos y
promociones. Me refiero al gravitante rol que juega la influencia política»[137].
Estas palabras sonaban a calumnia dentro de la Corte Suprema que se
jactaba, precisamente, de haberse mantenido al margen de la «política».
Al final del libro, el magistrado Hernán Correa de la Cerda, exponía la
necesidad de crear una escuela judicial, argumentando que la mejor garantía de
un Poder Judicial eficiente e independiente era la personalidad del juez.
Citando a Eduardo Couture, el magistrado decía:
«El instante supremo del Derecho no es el del día de las promesas más o
menos solemnes consignadas en los textos constitucionales o legales. El
instante realmente dramático es aquel en que el juez, modesto o encumbrado,
ignorante o excelso profiere su solemne afirmación implícita en la sentencia
(…) La Constitución vive en tanto se aplica por los jueces: cuando ellos
desfallecen, ya no existe más»[138].
Respaldando sus reflexiones, el entonces presidente de la Asociación
Nacional de Magistrados, Germán Hermosilla, describía un listado de valores
deseables en el juez: independencia, imparcialidad, equilibrio y ponderación,
espíritu analítico, crítico y creativo, compromiso con la verdad. «El juez no es
un mero aplicador de ley», decía.
La mayoría de los ministros de la Corte Suprema, con la cuota de
suspicacia que la situación ameritaba, tomaron tales análisis como insultos a
sus personas. Fue así que se originaron los votos en Lista Dos, manchando la
calificación anual de quienes participaron en la obra.
Algo no previsto y hasta insólito fue el interés del Departamento de
Estado del gobierno estadounidense por las inquietudes de los académicos
disidentes. El hecho es que trató de conquistarlos.
«Harry Barnes (el exembajador en Chile) nos infiltró. Ellos tenían mucho
interés en sensibilizarnos sobre los casos de violaciones a los derechos humanos.
Sobre el caso Letelier. Fueron muy hábiles», cuenta uno de ellos[139].
A finales de la década, Correa de la Cerda fundó el Instituto de Estudios
Judiciales y la Corte Suprema, inesperadamente, le cedió un espacio en el
edificio donde funcionan los tribunales civiles, en Huérfanos con Amunátegui.
Correa quería que el instituto se transformara en una escuela para los jueces.
Estos disidentes-académicos tendrían una importancia gravitante en los
acuerdos que se tomaron en la primera convención de magistrados bajo el
gobierno de Patricio Aylwin, como el respaldo a la creación de un Consejo
Nacional de la Justicia, e incluso en la elaboración de los proyectos para
reformar el Poder Judicial que se presentarían en el futuro.
Las causas económicas

La responsabilidad de asumir la defensa de los derechos de los ciudadanos no


fue lo único en que falló el Poder Judicial chileno bajo el gobierno militar.
Otra, menos debatida y publicitada, dejó en evidencia las deficiencias que hasta
el día de hoy afectan a ese poder del Estado.
Me refiero a la responsabilidad de afrontar con idoneidad y eficacia las
causas económicas.
La crisis de 1982 congestionó los tribunales civiles y los del crimen con
demandas por cobro de deudas y querellas por fraudes, estafas, problemas con
empresas de papel. La sola crisis de los bancos rebotó con los juzgados en la
forma de más de cincuenta causas.
Recordemos las páginas de los diarios mostrando la imagen del
biministro Rolf Lüders, mientras es conducido a Capuchinos, después de haber
sido sometido a proceso.
¿Cuál fue el destino de esos expedientes? Aunque es difícil pesquisarlos,
pues se encuentran distribuidos en una maraña inextricable de causas
repartidas en numerosos tribunales, puede afirmarse sin temor al yerro que,
casi dos décadas más tarde, la mayoría de ellos todavía está en tramitación.
Muy pocas de las causas criminales han culminado en sentencia definitiva
y, si lo han hecho, ha sido solo recientemente. Tal vez demasiado tarde. Un
ejecutivo que incurrió en delitos económicos a los 36 años y que ha venido a
ser condenado a prisión cuando ya tiene más de 50, conmueve los sentimientos
de compasión de cualquiera.
La justicia cuando tarda mucho, no es justicia.
La actitud de los tribunales frente a estos procesos habla de las
incapacidades de los jueces para enfrentar temas nuevos, difíciles y complejos, y
de las deficiencias de la legislación, que han permitido alargarlos hasta el
infinito. Es también una prueba de lo que el ciudadano común critica en cada
encuesta que se hace sobre el Poder Judicial: los tribunales, en general, no
actúan con igual celo y severidad cuando el demandado o querellado tiene
poder político o económico.
En 1986 el presidente de la Corte Suprema, Rafael Retamal, reconoció
los problemas que estaba enfrentando el Poder Judicial por la proliferación de
este tipo de juicios.

«Es natural que cualquiera crisis económica produzca como resultado la


proliferación de pleitos. Los bancos y las instituciones financieras han cobrado sus
créditos y los deudores no han podido pagarlos y (…) han resuelto hacer uso de
todos los recursos posibles para dilatar los juicios, provocando incidentes, algunos
de larga tramitación. Así cada expediente civil ha originado varios cuadernos. En el
orden penal ha acontecido algo semejante. Las dificultades en el cobro en el orden
civil han promovido en los letrados la tendencia a convertir en asunto penal
algunas medidas del deudor para evitar el cobro»[140].

La crisis del ‘82 descubrió que gran parte de la pujanza económica de los
años anteriores se había sustentado en empresas especulativas. Empresas de
papel. Algunos bancos las usaban para prestarse dinero a sí mismos o como
pantalla para simular un capital que no poseían.
Después de la debacle, el costo lo pagó el fisco. Para tratar de recuperar lo
perdido, el Consejo de Defensa del Estado se hizo parte en procesos para
perseguir los delitos cometidos por las entidades financieras, como infracciones
a la ley de bancos, estafas y falsificación de documentos.
En un registro que se lleva a mano en esa institución, es fácil advertir que
la mayoría de las 12 causas en que el CDE todavía es parte siguen abiertas.
Los jueces de primera instancia han gastado años decretando pericias
contables, auditorías, informes. Tratando de entender cómo y por qué se
produjeron los delitos. Los acusados, en la contraparte, han contado con la
representación de abogados expertos en prolongar los procesos, inspirados en la
idea de que, si alguna vez llega el momento de la sentencia definitiva,
obtendrán mejores condiciones para sus clientes pasado el escándalo y olvidada
la materia en la memoria colectiva.
Los jueces, por su impericia, no han tenido la capacidad de darse cuenta
de los errores en los informes periciales, pues tendrían que entender los pasos
que siguen sus autores para llegar a un resultado. Todo esto es muy difícil para
ellos. En general, se han guiado solo por lo que dice la conclusión. El CDE, en
su rol de acusador, ha debido subsidiar esta incapacidad, aguzando la vista para
detectar los yerros y pedir correcciones.
Cuando han llegado, las condenas han sido mayormente simbólicas. En
ninguno de los casos los tribunales aprobaron las demandas civiles, que es lo
más importante en este tipo de juicios, pues permite al fisco recuperar los
dineros.
En solo dos de las causas en que el CDE es parte, la Corte Suprema ha
confirmado una condena y el fallo está a firme en los casos del Banco de
Linares y de la Financiera de Capitales. En ambos, la resolución definitiva llegó
en los ‘90 y los inculpados recibieron penas mínimas, de presidio remitido.
Es evidente que el Estado no ha ganado esta cruzada.
He aquí algunos ejemplos:
La causa en contra de la Compañía General Financiera (CGF) —que era,
en rigor, un banco— estuvo diez años en estado de sumario. Los trámites que
realizó el tribunal correspondieron principalmente a peritajes contables de gran
magnitud, que mantuvieron el expediente pasando de las manos de un perito a
las de otro. De tanto en tanto, la defensa de los inculpados solicitó que se
declarara la prescripción, argumentando que la causa había estado demasiado
tiempo paralizada. Y aunque no lo estaba, la sola presentación de la incidencia
alargó todavía más el sumario.
El Estado perseguía allí dos tipos de actos delictivos: el primero, las
empresas de papel. El grupo económico Sahli-Tassara, dueño de la CGF, creó
una serie de sociedades ficticias, donde ponían como presidentes y gerentes a
personas que pertenecían al grupo. Estas empresas tenían un giro inexistente,
no poseían ningún tipo de activo y su capital era mínimo, unos 500 mil pesos
de hoy. Aun así, pedían créditos a la CGF por 20 o 30 veces el valor de ese
capital. Como el grupo controlaba el banco y las empresas, autorizaba los
créditos. En el fondo se estaban prestando dinero a sí mismos.
Si un particular cualquiera posee una empresa que cuesta 100 mil pesos y
pide 3 millones de pesos a un banco, sin ofrecer ningún otro tipo de garantía
que los mismos 100 mil pesos, es obvio que la respuesta será negativa. La
obviedad no era, sin embargo, la regla en la CGF que, al momento de su
intervención, había comprometido entre el 50 y el 55 por ciento de su cartera
en este tipo de créditos.
Los préstamos que los dueños de la CGF sacaron a través de estas
empresas de papel fueron a dar a una empresa Holding, Santa Berta, que
realizó algunas actividades productivas, como la construcción del edificio
Panorámico. Santa Berta llegó a acumular 2.500 millones de pesos de la época
solamente gracias a estos préstamos indirectos.
El segundo tipo de delito se refería al arrendamiento de inmuebles: dos
empresas de papel del grupo Sahli-Tassara se adjudicaron la licitación de un
edificio que una Asociación de Ahorro y Préstamos poseía en Moneda con
Ahumada. Como no tenían con qué pagar, en una operación relámpago le
arrendaron esa misma propiedad a la CGF, por diez años. Con el dinero del
arriendo pagaron el edificio y se quedaron con 20 millones de remanente.
El proceso en contra de la CGF se inició hacia fines de 1981, por la
administración provisional del banco, después de que fuera intervenido. Se
presentaron querellas por estafa e infracción a la Ley General de Bancos, pero
el tribunal de primera instancia dijo que solo había pruebas suficientes para dar
por configurada la estafa.
Los dueños de la CGF, Alejandro Mauricio Tassara y Bernardo Sahli,
fueron procesados por ese delito junto al presidente del banco, Rodolfo
Antonio Yunis, y un testaferro confeso, Gino Osvaldo Pellegrini. El proceso
siguió con los inculpados en libertad hasta que el caso pasó a un ministro en
visita. En 1990, Eduardo del Campo (hoy jubilado) cerró el sumario y absolvió
a los procesados, planteando que la Ley General de Bancos dispone solo una
sanción de multa por las infracciones cometidas. Nada dijo de la estafa, que era
el delito por el que en verdad se los acusaba.
En las apelaciones, que llegaron a verse solo entre 1994 y 1995, los
magistrados Alejandro Solís, José Luis Ramaciotti y Juan Araya revocaron la
resolución y condenaron a los inculpados por estafa y añadieron el delito de
infracción a la Ley General de Bancos. Además determinaron que debían
responder civilmente por dos mil 500 millones de pesos.
Las defensas recurrieron a la Corte Suprema. Finalmente, el 2 de
diciembre de 1997 —dieciséis años después de iniciada la causa— la Corte
Suprema revocó nuevamente la sentencia, exponiendo, en defensa de los
derechos de los inculpados, que no podían ser condenados por un delito por el
cual no fueron procesados en primera instancia: la infracción a la Ley General
de Bancos.
Por la absolución votaron Adolfo Bañados y los abogados integrantes José
Luis Pérez y Vivian Bullemore. Por mantener la condena, los ministros Roberto
Dávila y Guillermo Navas.
La abogada María Inés Horvitz, representante del CDE, se sintió
profundamente frustrada: «El fallo es pésimo», dice. «La Corte Suprema no se
pronunció sobre la estafa, delito por el cual estos ejecutivos sí habían sido
procesados en primera instancia»[141].
En un segundo proceso iniciado en 1981 contra el mismo Tassara,
todavía no se dicta la sentencia de primera instancia. La causa está ahora en
manos del ministro en visita Haroldo Brito.
En otra causa, contra Javier Vial y todos los directores del Banco de
Chile, BHC, Banco Andino y Panamá, lo que interesaba al fisco era atrapar al
comité ejecutivo, que era la cabeza de todo el grupo económico y que
controlaba todos los directorios y los bancos: el propio Vial, César Sepúlveda
Tapia, Joaquín Emiliano Figueroa (ya fallecido), Rolf Lüders y Pablo Molina
Benítez.
Recién en 1997, el fisco logró una sentencia definitiva de primera
instancia en contra de doce directores, incluyendo a los mencionados.
Este es el único caso en que, al menos en primera instancia, se ha acogido
la demanda civil. El abogado que representa al CDE, Víctor Hugo Rojas, está
satisfecho. «En lo que respecta, a los querellantes —el fisco, el Banco de Chile y
el Patronato Nacional de la Infancia—, fue un pleno éxito, pues se acogió
todo: la sanción penal, la indemnización civil y el pago de las costas»[142].
Sin embargo, aún resta saber lo que pasará con los recursos que están
pendientes contra la sentencia.
En 1985 se inició un juicio en contra del abogado que actuaba como
Fiscal Nacional de Quiebras, junto a otras personas acusadas de haberse
quedado con los dineros de varias empresas tras la declaración de bancarrota.
La causa duró unos catorce años. Los inculpados fueron condenados en un
principio a tres años con pena remitida, pero el CDE peleó hasta el final.
En la Corte Suprema uno de los acusados fue absuelto y al exfiscal se le
aumentó la condena a cinco años. Eso significaba que a sus 50 años de edad,
cuando ya creía el asunto olvidado, tendría que ir a la cárcel por actos que
cometió a los 35.
El propio abogado que representaba al fisco en las últimas instancias,
Claudio Arellano Parker, se sintió golpeado. ¿Y si el exfuncionario se hubiese
redimido?

El apogeo del fiscal Torres

La gestión de Hugo Rosende en el Ministerio de Justicia coincidió con el


ascenso de un personaje a los más altos niveles de popularidad —o
impopularidad, según como se lo mire— que haya alcanzado ningún otro
funcionario del régimen militar.
Desde las pantallas de televisión, el rostro entre temible y compadrero del
fiscal militar Fernando Torres Silva ha estado durante años presente en los
hogares de todos los chilenos.
Los periodistas han seguido sus acciones en los más diversos casos
político-policiales: las armas de Carrizal Bajo, el atentado al general Pinochet,
el secuestro del coronel Carreño, el asalto a la Panadería Lautaro, la fuga de
Sergio Buschmann, el asesinato del dirigente de la UDI Simón Yévenes.
Torres, que inicialmente era solo un oficial de rango medio, se convirtió
en el célebre «fiscal ad hoc». El latinazgo le dio una prestancia que llegó a
competir en la imaginería oficial con la del propio Pinochet.
El abogado, incorporado al aparato judicial del Ejército, tuvo un paso
modesto por la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile. Le costó
titularse. Roberto Garretón, contemporáneo suyo, recuerda que cuando
ingresó a la carrera, Torres ya estaba en la Facultad. Y que cuando egresó,
Torres seguía allí.
El fiscal estuvo estudiando desde fines de los ‘50 hasta 1965, pero vino a
titularse recién en 1974, con una memoria sobre «la jerarquía militar».
Torres fue uno de los oficiales de Justicia del Ejército designado para
participar en los Consejos de Guerra instaurados inmediatamente después del
Golpe de Estado. Terminada esa función, fue contratado como asesor
presidencial y jefe de la Secretaría de Legislación del Diego Portales.
Sus quince minutos de gloria llegaron años después con el atentado a
Pinochet. Torres se convirtió en fiscal ad hoc para indagar todos los procesos en
que estuviera involucrado el FPMR.
El Ejército lo dotó de grandes recursos y Torres creó una megaoficina,
con abogados que hizo trasladar desde diversas dependencias militares. El
mayor Francisco Baguetti lo ayudaba en el caso del atentado; el capitán
Ricardo Latorre, en el de la Panadería Lautaro y el de los arsenales; Carlos
Troncoso, en el secuestro del coronel Carreño.
Respondiendo a oficios de la Corte de San Miguel —que trataba de
ponerle cortapisas al abuso de sus atribuciones—, Torres reclamó el trato de
«Señoría».
El militar se sentía cómodo en su papel. Era una especie de
superprocurador, beneficiado por las enormes facultades de que fue dotada la
justicia militar, en perjuicio de la justicia ordinaria. Obtuvo también granjerías
especiales —«pitutos» en nuestra jerga popular— que incrementaron sus
ingresos. En 1986, Rosende firmó un decreto autorizando su contratación
como «asesor jurídico» de Gendarmería.
El fiscal era generoso con las demandas de los periodistas. Alimentaba
constantemente los noticiarios con el resultado de sus averiguaciones. Se
movilizaba rodeado de guardaespaldas y procuraba no quitarse nunca sus lentes
Ray-Ban. Ganó fama de frío, calculador, experto en inteligencia, y cultivó la
reputación de «amigo de Pinochet» y de su esposa, Lucía Hiriart.
Torres se jactaba de haber procesado a 120 integrantes del Frente
Patriótico Manuel Rodríguez, y afirmaba que en cualquier momento iba a
atrapar a la cúpula.
Los detenidos bajo sus órdenes, denunciaron haber sufrido las más
aberrantes torturas en cuarteles de la CNI. Muchos de ellos no lograban
diferenciar entre los recintos de la policía secreta y la fiscalía. Torres, sordo a las
quejas, aumentaba sus penurias con largas y reiteradas incomunicaciones.
El caso más dramático fue el de Karin Eitel, procesada por el secuestro
del coronel Carreño, quien apareció en las pantallas de Televisión Nacional
confesando su participación y dando, además, muestras evidentes de haber sido
sometida a crueles torturas.
El propio coronel Carreño sufrió el rigor del suspicaz funcionario.
Después de ser liberado por sus captores, fue recluido en el Hospital Militar
para enfrentar numerosas y prolongadas sesiones de interrogatorio.
Las protestas contra las actitudes del fiscal ad hoc llegaron hasta las
Naciones Unidas. El relator especial Fernando Volio afirmó que los «procesos
hipertrofiados que atiende el fiscal Torres son contrarios al debido proceso legal
y, por tanto, se apartan o desvían de lo normal en perjuicio de los derechos de
los procesados y quienes los defienden»[143].
Pero los tribunales de justicia no obstaculizaron su gestión.
Hasta que se metió con la Iglesia.
El fiscal, como Rosende y otras altas autoridades del gobierno militar,
pensaba que la Iglesia era la protectora de la oposición al gobierno, y la
posibilidad de probarlo se le presentó con el caso de la Panadería Lautaro.
Asaltada el 28 de abril de 1986 por un grupo de militantes del FPMR, en su
huida estos se enfrentaron con Carabineros hiriendo de muerte al policía
Miguel Vásquez Tobar. También murió uno de los asaltantes.
El hecho le sirvió a Torres para intentar de manera frontal el
encausamiento de la Vicaría de la Solidaridad. Tomó como pretexto la ayuda
médica que esta le había prestado a Hugo Gómez Peña, quien resultó ser uno
de los acusados del asalto. El fiscal hizo procesar a médicos y abogados,
desafiando incluso las decisiones de la Corte Suprema.
Durante la existencia de la Vicaría de la Solidaridad esta sostuvo, es
efectivo, relaciones con los partidos y organizaciones de ultraizquierda. Se
estableció un diálogo en que las reglas de juego estuvieron perfectamente
delimitadas. La Vicaría defendía a las víctimas de atropellos a los derechos
humanos (detenciones arbitrarias, torturas, crímenes, desapariciones), sin
importar su creencia política; pero no aceptaba actuar como «pantalla» en la
defensa de delitos de sangre o de otro orden que pudieran cometer los
militantes de esas colectividades, aun cuando argumentaran legitimidad
política. Para eso existían otros organismos, como el CODEPU[144]. Tanto el
MIR como el FPMR estaban perfectamente al tanto de estos códigos de
conducta.
Torres sostenía, empero, que los «terroristas» tenían en la Vicaría su
retaguardia de protección. El argumento no era sólido desde el punto de vista
legal, pero su instinto le decía que en ese organismo, colaborador o no de los
grupos izquierdistas, las caras que él quería atrapar eran conocidas. Con
astucias de sabueso, buscaba hacer caer en trampas a la institución.
En los interrogatorios a funcionarios menores de ese organismo, Torres
usaba todo su poder de persuasión para intentar delaciones. Ponía el arma
sobre la mesa y les decía: «Usted sabe que yo tengo el poder de meterlo preso o
dejarlo libre».
El fiscal estaba obsesionado con el organismo eclesiástico. Quería saber
todo sobre él: su estructura, organización, financiamiento, personal,
procedimientos, vínculos, situación tributaria y el rol del vicario. También
quería conocer la identidad de las personas atendidas por la Vicaría,
especialmente los heridos a bala. Pretendió apoderarse de todas las fichas
médicas con la esperanza de reconstruir la estructura del FPMR.
La paciencia del obispo Valech se colmó cuando Torres allanó la sede de
la AFP Magíster para incautar antecedentes sobre las imposiciones de los
empleados de la Vicaría de la Solidaridad desde 1981 a 1988.
Valech presentó dos recursos de queja ante la Corte Marcial,
argumentando que el fiscal se había extralimitado en el ámbito de la
investigación del asalto a la Panadería Lautaro y estaba entrometiéndose en la
organización y funcionamiento de la Vicaría de la Solidaridad. De hecho, los
medios llamaban ahora a la investigación «el caso Vicaría».
El obispo defendió el secreto profesional. No estaba protegiendo a nadie
en particular, sino que la sacrosanta institución eclesiástica del secreto de
confesión, base de la confianza que millones de personas habían depositado en
la Iglesia por siglos. No se trataba tanto de una defensa en un momento
puntual en la historia de Chile, como de la protección de los fundamentos de
la creencia católica. Ningún poder político podía pretender avasallarlos.
La Corte Marcial había rechazado todas las anteriores quejas en contra
del fiscal, aunque en más de una ocasión le había advertido, en forma privada,
que morigerara su comportamiento. El presidente del tribunal, Enrique Paillás,
le había dejado caer «consejos» y «observaciones» en las hojas de los
expedientes.[145] Hasta que se produjo esa resolución del 7 de diciembre de
1988, en que la Corte Marcial, por cuatro votos a uno, acogió
inesperadamente el recurso de la Vicaría de la Solidaridad.
Votaron a favor los ministros civiles, Paillás y Luis Correa Bulo. Eso era
predecible. Lo inesperado fue el voto favorable del representante del Ejército,
brigadier general Joaquín Erlbaum y el de la Fuerza Aérea, Adolfo Celedón.
Solo la representante de Carabineros, Ximena Márquez, respaldó al fiscal ad
hoc.
El fallo ordenó a Torres devolver las fichas incautadas en Magíster, sin
usar sus datos, y circunscribir su investigación a los hechos estrictamente
vinculados con el asalto, abandonando su pretensión de entrometerse con la
Vicaría.
El hecho produjo un terremoto en el Ejército. El fiscal general de la
institución (superior a Torres, pero inferior a Erlbaum) el comandante Enrique
Ibarra, comentó que el fallo había sido «político», influenciado por el resultado
del plebiscito. Sus palabras, que acusaban a su superior de haberse puesto en el
bando opositor, desataron una crisis aún mayor.
El martes 13, en Las Últimas Noticias apareció el primer indicio de la
catástrofe. El Ejército había pedido la renuncia a toda la plana mayor de la
justicia militar: al general Eduardo Avello, que ocupaba el cargo de Auditor
General del Ejército; al brigadier general Erlbaum, y a los auditores, coroneles
Rolando Melo y Alberto Márquez, por sus discrepancias con Torres. El propio
fiscal ad hoc se apresuró en anunciar que él ocuparía el más alto cargo en la
justicia militar, reemplazando al general Avello, pese a la distancia en grado y
antigüedad entre ambos. Es «una decisión del Mando que, en este caso en
particular, me enorgullece», dijo al diario La Segunda.
Sus palabras desataron una ola de críticas de envergadura no solo en la
oposición. Uno de los principales dirigentes de la derecha, Miguel Otero, en
ese entonces vicepresidente de Renovación Nacional, dijo: «En mis treinta y
tres años de ejercicio profesional, nunca antes he tenido conocimiento de que
luego de un fallo adverso a un fiscal militar, se llamara de inmediato a retiro al
Auditor General y al miembro de la Corte Marcial (…)»[146]. Le molestaba la
oportunidad de la medida, pues era el argumento perfecto para quienes
criticaban la falta de independencia de la justicia militar. «La mujer del César,
no solo tiene que ser honrada, sino que también debe parecerlo», dijo,
recurriendo a la conocida sentencia.
El Mercurio y La Segunda editorializaron en contra de las destituciones. El
vespertino dijo que «resulta difícil de comprender por lo inoportuna la sola
eventualidad de que quien ha sido cuestionado por estas (las instancias
judiciales competentes) pudiera venir a sustituir a sus superiores jerárquicos».
[147]

En medio de la avalancha de ataques, el Ejército aparentó retractarse


nombrando interinamente al general Rolando Melo Silva, quien, al asumir
como auditor general, admitió que la justicia militar estaba en «crisis». Torres
quedó como Fiscal General Militar, en reemplazo del comandante Enrique
Ibarra, quien descendió abruptamente tras sus imprudentes comentarios.
Las especulaciones corrieron en los medios de comunicación. Se dijo que
la propia Corte Suprema y la oposición en el generalato habían influido en el
fracaso del nombramiento de Torres. Sin embargo, el 28 de diciembre, día «de
los inocentes», la junta de generales, después de una jornada completa de
deliberaciones en el Edificio Diego Portales, demostró que el fiscal ad hoc era
mucho más poderoso de lo que se pensaba. Con la anuencia del comandante
en jefe, representado en este caso por el vicecomandante de la institución,
Torres fue ascendido al puesto de auditor general.
Sin complejos, ese mismo día la nueva autoridad declaró: «Yo creo que la
crisis, a la cual se habría referido el coronel Melo, no existe». El subsecretario
de Justicia y fiel asesor de Rosende, Luis Manríquez Reyes, entregó la opinión
de esa cartera: «El fiscal Torres es un héroe de la democracia en Chile»[148].
No opinó igual El Mercurio, que en un ácido editorial, apuntó
derechamente a la decisión política detrás del nombramiento.
«El daño ya está hecho. En momentos en que el combate contra el
terrorismo exigía alejar toda posibilidad de desprestigio de los instrumentos
con que esa lucha debe llevarse a cabo, se dio prioridad a otras consideraciones,
lo cual no hará sino dificultar su defensa cuando sea necesario (…) El dolido
desconcierto de los partidarios del régimen es explicable. Y no puede
sorprender el regocijo con que ciertos sectores opositores han seguido el
episodio, que es, a no dudarlo, un obsequio para su propaganda»[149].
La Corte Suprema le dio un último y final espaldarazo al revocar, el
mismo día de su nombramiento, las sentencias de la Corte Marcial que lo
habían castigado por su actuación en el caso Vicaría. Torres sería, como auditor
general del Ejército, integrante del máximo tribunal cuando hubiera causas que
interesaran a los militares y no lucía bien que un magistrado de esa categoría
llegara con una queja disciplinaria a sus espaldas. Mejor era limpiarle los
antecedentes.
Aunque el ascenso podría haber significado un alivio para la Vicaría,
porque Torres, en su nueva función tendría que dejar los casos, la verdad es que
por un tiempo continuó prestándoles atención. Él mismo se encargó de avisar
que perseveraría: «Los procesos son como los hijos (…) No se les puede dejar
solos»[150].
Ese verano, el fiscal militar Sergio Cea se presentó finalmente en la
Vicaría a cumplir las órdenes de Torres. Llegó acompañado con los integrantes
de su escolta vestidos de civil. Ese día solo estaban en el edificio de la entidad el
vicario y un par de asistentes. No se atendió público y todo el personal fue
autorizado a ausentarse. No querían ser vistos ni identificados por personal
militar. Por lo demás, las fichas que buscaba Cea tampoco estaban allí.
Precaución elemental.
Los asesores de Valech le habían sugerido que vistiera para la ocasión sus
prendas de obispo, con báculo y todo. Pero el vicario no quiso. Se limitó al
simple traje negro con el clásico cuello clergyman.
Hizo pasar a Cea y le dijo en tono amable:
—Como sacerdote estoy obligado a respetar el secreto profesional y,
además, soy custodio de la confianza que la gente ha puesto en la Vicaría; no
acepto, por lo tanto, que se registre nuestra sede. Yo no puedo romper mis
compromisos. Si usted quiere ver las fichas, tiene que pasar por sobre este
obispo…[151]
La sola presencia física de Valech, grueso y de elevada estatura, era lo
bastante imponente como para intimidar al menudo y delgado Cea. Aunque
estaba claro que no se trataba de un enfrentamiento cuerpo a cuerpo con el
prelado.
Fue una medición de fuerzas que no duró más de quince minutos.
Amabilidad y tensión se reflejaban al mismo tiempo en las caras del vicario, el
fiscal y los escasos testigos de la escena. Cea optó finalmente por retirarse,
ordenando el repliegue del contingente de carabineros que había estado
esperando afuera para proceder al allanamiento.
Se acercaba el cambio de gobierno y Torres tuvo finalmente que desistir.
Las causas contra militares que comenzarían a llegar a la Corte Suprema una
vez que asumió el gobierno Patricio Aylwin, iban a ocupar en el futuro sus
buenos oficios.

Una crítica a la justicia militar

El nuevo presidente de la Corte Suprema, al término del período de Retamal,


fue Luis Maldonado, un antizquierdista con fama de democratacristiano, de
espíritu conciliador y experto en los asuntos del Poder Judicial.
Conocía a todos los ministros y jueces. Sus debilidades y fortalezas.
Comenzó su mandato otorgándole un especial estatus a Hernán Cereceda, de
quien valoraba su juventud y conocimientos. (Muchos años después, tras la
acusación constitucional que lo destituyera, Maldonado confesaría a amigos
suyos que sentía traicionada la confianza que había depositado en el
exministro. Estaba arrepentido de haberlo ayudado).
Con sus ademanes suaves y amables, el nuevo presidente inauguró sin
embargo el año judicial, con uno de los discursos más incendiarios que se haya
oído a presidente alguno de esa Corte. Compitiendo con Retamal, planteó una
severa crítica a la justicia militar.
Era sin duda un signo de que la transición política estaba comenzando.
Entre los invitados, que repletaban la sala de plenarios, a las 11 de la
mañana de ese 1.º de marzo de 1989, estaban desde el nuevo auditor general
del Ejército, todavía coronel Fernando Torres, el procurador general de la
República, Ambrosio Rodríguez, el ministro Rosende, hasta el vicepresidente
de la Comisión Chilena de Derechos Humanos, Máximo Pacheco.
Maldonado alabó la decisión de poner fin a los estados de excepción,
vigentes por tantos años. «Se ha concretado un anhelo del pueblo chileno»,
dijo.[152] Pero pidió a las autoridades militares que indultaran, antes de
marcharse, a los chilenos que terminado el exilio seguían condenados por haber
ingresado ilegalmente a la Patria.
También celebró que se hubiera reducido el período de presidencia de la
Corte Suprema a tres años. Las cosas volvían a su sitio. Protestó por el escaso
porcentaje del presupuesto asignado al Poder Judicial (apenas un 0.74 en ese
momento) y demandó una vez más la autonomía económica para ese poder del
Estado. Era un mensaje dirigido más a los dirigentes de la Concertación que a
los del gobierno saliente.
Maldonado dijo que la Corte Suprema estaba oyendo en silencio las
críticas, para aceptar lo válido y desechar lo impropio. Era una postura distinta
a la expresada solo dos años antes por el pleno del máximo tribunal, que había
rechazado las quejas a su incapacidad para hacer justicia, diciendo simplemente
que «los tribunales de justicia son fieles cumplidores de la ley, que para ellos
sigue siendo la razón escrita».[153]
El presidente se mostraba más abierto. Y no podía evadir el tema de la
cuestionada justicia militar. Remeció a su audiencia reconociendo que los
tribunales militares juzgaban a más civiles que uniformados, en un porcentaje
que superaba el 80 por ciento. El reemplazo de un tribunal ordinario por uno
militar, dijo el ministro, «ocasiona un grave desmedro para las garantías
procesales del civil imputado»[154]. La independencia judicial y la confianza de
la ciudadanía en tales tribunales especiales estaba en cuestionamiento, agregó, y
demandó normas que retrotrayeran las cosas como al principio. Los juzgados
militares, para militares. Los ordinarios, para los civiles.
El auditor Torres respondió que las críticas a la justicia militar se debían
al desconocimiento sobre la materia, y las provocaba la «publicidad
intencionada de ciertos sectores».
La reforma solicitada sería uno de los primeros cuerpos legales aprobados
por el gobierno de Aylwin en el paquete conocido como «leyes Cumplido».

La «ley caramelo»

Apenas asumió como ministro de Justicia, en enero de 1984, Rosende tomó


una medida que había sido rechazada por la Corte Suprema el año anterior.
Aumentó el número de ministros en el máximo tribunal, que de trece pasaron
a ser dieciséis. Los nombres de los tres nuevos integrantes habían sido
seleccionados por el secretario antes incluso de crear las plazas.
El orden en el nombramiento también fue analizado cuidadosamente.
Primero, Hernán Cereceda, el 10 de enero de 1985. El exministro y
expresidente de la Corte de Apelaciones contaba con los méritos formales
mínimos para ascender. Por cierto, también y principalmente, con los
merecimientos políticos: una completa afinidad con el gobierno militar. El
general Pinochet lo había premiado en una ocasión y Cereceda se demostraba
agradecido. Rosende ponía las manos al fuego por él.
Luego Jordán, el 15 de enero. Por antigüedad no podía postergarse su
nombramiento. Algunos en el gabinete, como Jaime del Valle, tenían una
excelente opinión de él. Sin embargo, otros hicieron reparos. Estaban bien
enterados de sus antecedentes personales. De su afición por el alcohol y los
prostíbulos desde sus tiempos de ministro en Punta Arenas.[155] Pero Rosende
lo consideraba un incondicional y eso era lo que le importaba. Lo nombró, sin
embargo, en segundo lugar, para estropear su oportunidad de llegar a ser
presidente del tribunal antes que Cereceda. No contaba en los planes del
secretario de Justicia que en el futuro su preferido sería destituido por una
acusación constitucional y que sería Jordán y no él quien se invistiera como
presidente en 1996.
El tercero en la lista fue Enrique Zurita, designado el 21 de enero de
1985. Un hombre modesto, probo, amable, que tuvo muchas dificultades en
su juventud para estudiar, pues proviene de una familia pobre, y que ha
mantenido históricamente una postura invariable en favor del régimen militar.
Con los nombramientos de Cereceda y Jordán, especialmente hacia el fin
del gobierno militar, comenzó a hablarse de una institución antes poco
difundida: los estudios de abogados «con llegada a la Suprema». Los grandes
consorcios y los empresarios comenzaron a preferir los servicios de aquellos
profesionales para aumentar sus posibilidades de éxito ante el máximo tribunal.
Pese a las quejas, entre otros, del Colegio de Abogados que pedía
terminar con la práctica de los «alegatos de pasillo», se creó un circuito más o
menos organizado para ejercer el tráfico de influencias. Algunos abogados
incluso pedían a sus clientes montos adicionales a sus honorarios para
«sensibilizar» a los magistrados.
Los ministros honestos e independientes, aún en su calidad de testigos de
estos actos, no estaban en condiciones de reaccionar ni oponerse. El gobierno
militar tampoco puso coto a tales prácticas. El control político era su objetivo.
Retamal estaba en la presidencia de la Corte y, aunque algo se había
moderado después de la sanción que le impusieron sus colegas en 1984, en
cada marzo, al inaugurar el año judicial, dejaba caer un pasaje aquí y otro allá
para criticar al gobierno.
En 1986, por ejemplo, el magistrado alabó indirectamente a la Vicaría de
la Solidaridad, comparándola con las corporaciones de asistencia judicial. Al
año siguiente, en el preludio de la visita del Papa, el ministro declaró que
marzo debía considerarse «el mes de la benevolencia, en contraposición al
tiempo de la severidad». En el último de sus discursos, en 1988, aprovechó que
dejaba el cargo para traspasar los límites permitidos. Comentó que las
disposiciones del artículo 24 transitorio de la Constitución y el resultado de los
recursos de amparo que contra él se dictaban estaban cuestionando la
independencia del Poder Judicial. Recordó que los tribunales rechazaban los
amparos porque aparentemente el artículo 24 no era susceptible de recurso
alguno, aunque otro artículo del mismo cuerpo legal garantizaba la vigencia del
habeas corpus siempre.
«Se ha dicho que tal interpretación literal del precepto prohibitivo
demostraría una falta de independencia de criterio con respecto al Poder
Central»[156], dijo Retamal. Opinión que, como había dejado en claro
anteriormente, personalmente compartía.
El presidente de la Corte Suprema no era, sin embargo, un problema
realmente grave para Rosende, quien sabía que contaba con una mayoría a su
favor en el máximo tribunal. Y se había preocupado de que en el resto de la
judicatura, sus preferidos estuvieran bien ubicados. Creía que la mejor manera
de garantizar la estabilidad del régimen militar y la preservación futura de las
instituciones creadas por este, era nombrar jueces que jamás lo tocaran
políticamente.
—Este juez es probo. Todos los asuntos que rozan con la parte política,
los va a fallar siempre bien, porque es un hombre recto —era la explicación
tipo que Rosende daba a otros miembros del gabinete sobre sus promociones.
—¿Sabe?
—Mira, más o menos… pero me da una garantía: jamás se va a meter en
política.[157]
Un ministro del gobierno militar cuenta que dos veces el magistrado
Ricardo Gálvez estuvo en una quina para subir a la Corte Suprema y que él
personalmente abogó ante Rosende para que lo nombrara. Le contó al ministro
de Justicia sobre su larga trayectoria como académico, del prestigio que tenía
en el ámbito universitario, de su erudición como jurista. Rosende respondía
que estudiaría su caso, pero no lo nombraba.
Ambos secretarios de Estado tuvieron un diálogo cuando en la quina que
presentó la Corte Suprema al gobierno iban los nombres de Gálvez y Germán
Valenzuela Erazo.
—…Gálvez sabe más. Es mejor juez.
—Pero Valenzuela es más confiable —replicó Rosende[158].
Gálvez tampoco fue nombrado por Aylwin. Sus votos en causas por
derechos humanos y especialmente el que respaldó la expulsión de Jaime
Castillo Velasco de Chile le pesarían por siempre.
Que «no se metan en política» era la obsesión del ministro de Justicia.
Política definida, por supuesto, como política disidente. La extrema
independencia no le gustaba. Por ese tiempo el abogado Francisco Merino
recibió un llamado en su casa del ministro de Justicia.
—Pancho, te llamo para decirte que acabo de tener el honor de firmar el
decreto que te designa abogado integrante —le dijo Rosende.
Merino, sorprendido, le respondió en forma cortés pero tajante:
—Don Hugo, le agradezco mucho, pero entonces, a continuación, borre
de su agenda el número telefónico de mi casa[159].
El nombramiento de Merino nunca salió de las oficinas de Rosende.
El secretario de Justicia, no obstante, se daba cuenta de que los ministros
de la Corte Suprema, por leales que le fueran, habían envejecido tanto que no
podría contar con ellos por mucho tiempo más.
Como político sagaz, estaba consciente de que necesitaría renovar la
Corte para asegurarse el respaldo al Ejército durante la siguiente década.
Esperó el resultado del plebiscito. Después del triunfo del No, el 5 de
octubre de 1988, supo que inevitablemente habría que entregar el Poder y que
la «obra» del régimen militar se vería amenazada por una avalancha de procesos
por violaciones a los derechos humanos. A lo mejor hasta se derogaba la Ley de
Amnistía.
Tenía que hacer algo.
Dos semanas después del plebiscito, nombró al ministro Juan Osvaldo
Faúndez como nuevo integrante de la Suprema. De antecedentes personales
intachables, Faúndez era ciertamente un incondicional.
Necesitaba más.
Pujó, entonces, por la aprobación de la llamada «ley caramelo». El cuerpo
legal, que había sido obra suya, estaba estancado en la Junta de Gobierno desde
junio de 1988, junto a otras de las llamadas leyes de «amarre», pues los
proyectos eran cuestionados en su constitucionalidad.
Tras el plebiscito, Rosende presionó por su aprobación y consiguió lo que
quería: el gobierno ofreció sumas millonarias a los ministros de la Suprema que
decidieran jubilar antes del 15 de septiembre de 1989. Gracias al «caramelo», se
retiró buena parte de los ministros más antiguos. Y Rosende llenó rápidamente
los cargos con quienes creyó proclives al régimen.
El 12 de mayo de 1989, Roberto Dávila ascendió desde su cargo de
relator de la Corte Suprema. El gobierno lo consideraba erróneamente un
incondicional, por sus fallos en favor de la Ley de Amnistía.
En la misma camada subieron Lionel Beraud, el 29 de mayo de 1989, y
Arnaldo Toro, el 12 de julio de 1989, aunque otros integrantes del gabinete
tenían la peor de las opiniones sobre ellos. De Beraud, por su bajo nivel
intelectual. De Toro, por leyendas de actuaciones irregulares que lo perseguían
desde los tiempos en que estaba en la Corte de Temuco. Uno de los miembros
del gabinete recibió expedientes sobre procesos por incendios en que los votos
del magistrado daban siempre la razón a los autores. Incluso cuando los
incendiarios estaban confesos.
En septiembre, ascendieron Marco Aurelio Perales, Hernán Álvarez y
Germán Valenzuela Erazo. Todos considerados pinochetistas, aunque Álvarez
resultaría ser uno de los líderes de las posturas reformistas en el futuro.
Finalmente, y ya en el umbral de la entrega del poder, Rosende designó a
Sergio Mery Bravo, que hasta entonces se desempeñaba como secretario del
tribunal.
El ministro, que con sus cuarenta años de ejercicio conocía el Poder
Judicial mejor que nadie, ignoró las advertencias de los demás miembros del
gabinete. Todos sus escogidos iban a las celebraciones del 19 de septiembre en
el Club Militar y varios continuaron haciéndolo después del cambio de
gobierno. Serían leales, creyó.
El reforzamiento del Poder Judicial en favor de los intereses del régimen,
no pasó inadvertido para la oposición, que se lanzó en picada en contra de la
«ley caramelo».
El Mercurio defendió a Rosende. El 28 de septiembre de 1989 ese
matutino afirmó en su editorial: «Cabe preguntarse si en caso de detentar el
poder, se habrían abstenido los personeros de aquella (la Concertación) de
hacer otro tanto, o al menos de intentarlo…».
Ya sabía el gobierno militar y los líderes oficialistas que la Concertación
planeaba crear el Consejo Nacional de la Justicia. El Mercurio atacaba la
iniciativa de antemano argumentando que el Colegio de Abogados o las
facultades de Derecho, que tendrían participación minoritaria en esa entidad,
podrían ser usados «por la izquierda» para tomar parte en los nombramientos
del Poder Judicial. Sostenía el matutino:

«Si la autoridad consideró o no tales elementos es un punto opinable. Pero si lo


hizo, no solo obró legítimamente y conforme a derecho, sino que logró anticiparse
a un eventual atentado contra el ordenamiento judicial de la república», esgrimía
el matutino.
«Estas columnas han mantenido una posición invariable de crítica a ciertos
aspectos negativos de la judicatura, y de apoyo a reformas que, a su juicio,
perfeccionarían el sistema judicial chileno. Pero tales mejoramientos no podrían,
en caso alguno, atropellar los principios fundamentales del derecho en que el
sistema se funda. La actual Corte Suprema no es nueva. Es la misma, en su espíritu
y hasta en alguno de sus integrantes, que en su acuerdo del pleno del 25 de junio
de 1973 advirtió al Presidente marxista de la época: “Mientras el Poder Judicial no
sea borrado como tal de la Carta Política, jamás será abrogada su
independencia”»[160].

Los partidos oficialistas también respaldaron las medidas de Rosende.


En total, el ministro de Justicia de Pinochet nombró a doce de los
diecisiete ministros que conformaban la Corte Suprema en 1990, cuando
Patricio Aylwin tomó el mando, los que sumados a Marcos Aburto y Emilio
Ulloa, ascendidos en 1974, totalizaban catorce nombramientos bajo el
gobierno militar.
Solo Rafael Retamal y Luis Maldonado, en la Corte desde 1966, y
Enrique Correa Labra, nombrado por Allende en 1971, habían llegado antes,
pero de estos tres, el gobierno militar confiaba en que Maldonado y Correa se
negarían a dar nuevas interpretaciones a la ley de Amnistía.
Esta nueva Corte Suprema estaba dotada de facultades que jamás tuvo en
las constituciones anteriores a 1980. Su presidente integraría el Consejo de
Seguridad Nacional, junto a los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas, y
tendrían la facultad de nombrar a tres senadores designados: dos entre
exministros y uno, entre un excontralor.
El ministro de Justicia podía decir con toda propiedad: «Misión
cumplida».
Capítulo III

De la Real Audiencia al golpe de estado


El queso y la balanza de la justicia

«La Justicia de Chile haría reír, si no hiciera llorar. Una Justicia que lleva en un
platillo de la balanza la verdad y en el otro platillo, un queso. La balanza inclinada
del lado hacia el queso. Nuestra justicia es un absceso putrefacto que empesta el
aire y hace la atmósfera irrespirable. Dura e inflexible para los de abajo, blanda y
sonriente con los de arriba. Nuestra justicia está podrida y hay que barrerla en
masa. Judas sentado en el tribunal después de la Crucifixión, acariciando en su
bolsillo las treinta monedas de su infamia, mientras interroga a un ladrón de
gallinas. Una justicia tuerta. El ojo que mira a los grandes de la tierra, sellado,
lacrado por un peso fuerte y solo abierto el otro que se dirige a los pequeños, a los
débiles».[161]

El poeta Vicente Huidobro se unía con estas ácidas palabras a las críticas
que en 1925 se hacían al sistema judicial chileno. La oleada de descontento
contra jueces y ministros de corte formó parte de los muchos factores que dos
años después generaron el golpe militar encabezado por el coronel Carlos
Ibáñez del Campo que derrocaría al presidente Arturo Alessandri Palma.
En 1924 el propio León de Tarapacá se quejaba contra las deficiencias del
Poder Judicial:

«Me llega diariamente el clamor uniforme y constante de (…) como la Corte


Suprema desempeña sus funciones (…) No obstante estar obligados (sus
ministros) a trabajar cuatro horas diarias, es público y notorio que las audiencias
las empiezan solo a las tres, para terminar a las cinco de la tarde (…) Los estados
anotan que en estos últimos meses se han dictado muy pocos fallos».

La evolución del sistema judicial casi no figura en los libros sobre Chile.
Fue olvidada por los historiadores lo mismo que por los políticos que
instalaron la República, aunque desde antiguo ha sido un lugar común afirmar
que Chile es «un país legalista».
Las críticas de Huidobro no han sido ciertamente las únicas. Mucho
antes que él, don Andrés Bello, redactor de nuestro Código Civil, vigente
desde 1855, opinaba:

«Para que esta reforma sea verdaderamente útil, debe ser radical. En ninguna parte
del orden social (…) es tan preciso emplear el hacha. En materia de reformas
políticas no somos inclinados al método de la demolición; pero nuestro sistema de
juicios es tal, que nos parecería difícil no se ganase mucho derribándolo hasta los
cimientos y sustituyéndole otro cualquiera».

Pero el hacha no se usó.


En 1903, un artículo de prensa contiene comentarios que bien podrían
publicarse hoy por la plena vigencia de las opiniones:

«Aquí como allá se siente malestar; aquí como por allá no se hace justicia recta
(…) aquí como por allá prevalecen y dominan otros intereses, otras influencias que
el interés de la justicia inmaculada y la influencia de las sanas aspiraciones (…) La
primera condición de los negocios es la seguridad y cuando en un país el Poder
Judicial se ha rodeado de atmósfera de desprestigio, todo el mundo teme colocar
en ese país capitales».

El llamado sistema «inquisitivo» —que presume al inculpado culpable en


vez de inocente— subsistente en Chile, podría ser solo una curiosidad o una
extravagancia en un mundo globalizado que hace tiempo se convenció de su
obsolescencia, entre otras razones, por su contradicción con la organización
democrática del Estado. Pero es nuestra realidad, hasta que no entren en vigor
las reformas aprobadas en 1997.
Aunque la Constitución Política de 1980 declara, como sus predecesoras,
que los poderes del Estado chileno son tres, es evidente que el Judicial no ha
sido materia de mayor interés para los historiadores.
Está claro que no es propio de los periodistas suplantar a los profesionales
de la Historia. Pero sacudirle a esta un poco de polvo y dar luces sobre algunos
antecedentes que nos ayuden a entender el presente, es una obligación ética.
Hay que tratar de desentrañar el porqué de las críticas de otro tiempo de
Huidobro, Bello y Alessandri, y de las quejas de hoy de nuestra opinión
pública, virtualmente unánime en su condena de la justicia chilena.
La justicia en la Colonia

España tenía, antes de conquistar América, una arraigada tradición jurídica


proveniente de raíces romanas y germanas. Pero el Rey (quien reunía en su
persona todos los poderes y era en sí administrador, legislador y juez) traspasó a
los territorios conquistados solo la base romana,[162] aquella parte que —como
conviene a un Rey— excluía la participación del pueblo.
Un poder fáctico de la época, la Iglesia, compartía el control sobre la
función judicial establecida por el Rey, pues estaba preocupada por los tratos
que los aventureros navegantes daban a los indígenas.
Así se llegó a una fórmula simple: para imponer la ley en las nuevas
tierras, la Corona enviaba a sus propios especialistas, la mayor de las veces
letrados, para que aplicaran justicia. Su voz era la ley.
En Chile, las autoridades coloniales estaban complicadas por la eficaz
resistencia indígena, y optaron por crear un sistema judicial muy simple.
En 1609 nació la Real Audiencia, una especie de Corte de Apelaciones
más poderosa que las que conocemos hoy, presidida por el gobernador y
compuesta por tres oidores y un fiscal, que era el acusador y cuya figura,
desaparecida del sistema chileno, reaparecerá cuando empiece en el futuro
inmediato a aplicarse la reforma que crea el Ministerio Público.
Los alcaldes, en las ciudades que se mantenían en pie, y los corregidores,
en los campos, hacían las veces de jueces de primera instancia. Como todavía
no se hablaba de división de poderes, la Real Audiencia no solo administraba
justicia actuando como el tribunal de segunda instancia, sino que cumplía
tareas ejecutivas e incluso legislativas.
A fines del siglo XVIII, se instaló un regente como presidente de la Real
Audiencia, para que el gobernador se quedara solo con las funciones ejecutivas.
En ese momento también se hizo otra reforma: el Tribunal Superior se
dividió en dos salas especializadas. Una se dedicaría solo a «lo criminal» y otra a
«lo civil», distinción que —digámoslo para ilustración de legos en la materia—
se funda en lo siguiente: criminal es el área de la justicia que regula las
obligaciones de los individuos con la sociedad, o el Estado, es decir, la que
sanciona delitos e impone penas; civil, por el contrario, es la que regula la
relación entre los particulares y tiene que ver casi siempre con reclamos
pecuniarios.
En 1757 se creó en Chile la primera universidad, la Universidad de San
Felipe, que impartió inicialmente la carrera de Derecho. Salieron de sus aulas
notables ciudadanos «criollos» capacitados para integrarse a ese incipiente
sistema judicial. Pero los Reyes de España se oponían a designar a los nacidos
en una colonia como jueces.
Pese al resentimiento que se alimentaba en el corazón de los criollos en
contra de la Real Audiencia, la calidad de los magistrados españoles era en
muchos casos notable y sus procedimientos penales tenían entonces virtudes
que hoy escasean.
Un estudio de 1941 que analiza las sentencias de la Real Audiencia,
concluye que «la substanciación de los juicios criminales se lleva durante la
Colonia, por lo general, en corto tiempo y con escaso volumen de autos»[163].
Entre los fallos de la Real Audiencia se cita una sentencia «modelo», que
gráfica el comportamiento ejemplar de ese tribunal de la Colonia. El fallo,
dictado en una causa por «amancebamiento», data de 1788. El expediente
tiene apenas nueve páginas, incluyendo la sentencia definitiva. La investigación
de los hechos —conocida como la etapa del sumario— duró apenas un mes y
dos días. Hoy eso sería un proceso «bala».
Era la «causa criminal contra Dn. José Flores por concubinato con
Manuela Espinosa, alias la Badanera, ambos casados; y por otros excesos».
Flores enfrentaba el cargo de hallarse «viviendo amancebado con una mujer
casada, con total abandono de la que lo es legítima suia, y sin que haia hecho
juicio a los requerimientos judiciales que por la Rl. Juzticia se le han hecho; por
esto y por la vida ociosa que tiene, sin el menor destino».[164] El acusado, por
la escasez de sus recursos, contó con la defensa de un procurador de «pobres».
Defensor y fiscal acusador se enfrentaron en las mismas condiciones ante el
juez. Esa paridad se perdió en el proceso chileno y se recuperará solo llegado el
año 2.000, cuando se instauren el Ministerio Público y el juicio oral.
Dice el estudio que estamos citando que, además, los procuradores de los
pobres en la Colonia cumplieron su labor con «diligencia y meticulosidad
ejemplares», características que no siempre pueden atribuirse actualmente a los
postulantes a abogados que defienden a las personas de escasos recursos en los
Servicios de Asistencia Judicial.
Los fiscales cumplían en la Colonia un papel fundamental al «velar por la
correcta y rápida sustanciación de los procesos y sus dictámenes son, por lo
corriente, las piezas más eruditas, con mayor acopio de citas legales y más
profundos raciocinios jurídicos y éticos en los juicios criminales».[165]
Los jueces de la Real Audiencia también eran ejemplares. Aunque no
tenían facultades en la letra de la ley, acortaban los procesos y buscaban
acuerdos entre las partes. Las sentencias no aludían tanto a fundamentos
legales, como a raciocinios éticos y sociales. Las penas aplicadas estaban, con la
mayor frecuencia, por debajo de la penalidad legal, y hasta usaban los métodos
alternativos al cumplimiento de las penas, como sancionar con tres meses de
trabajos públicos a un reincidente en el delito de abigeato que, según la letra de
la ley, debía ser condenado a muerte.
En el Chile de hoy, el 70 por ciento de las penas significan privación de
libertad, aunque la tendencia moderna es a crear sistemas alternativos que
busquen la rehabilitación del delincuente y desahoguen las cárceles. En
Alemania, por citar un ejemplo, solo el 22 por ciento de las penas implican
cárcel.
La tendencia a moderar las penas fue tal en las colonias americanas que el
Rey reiteradamente llamó la atención a sus jueces, haciéndoles ver que no les
correspondía «el arbitrio» o la interpretación de la ley, sino que la mera
«ejecución» de aquellas, pues «esta es nuestra voluntad»[166].
Fin de la Real Audiencia

Sobrevino la guerra de la Independencia. Los líderes criollos acusaron a la Real


Audiencia de amparar a los batallones realistas.
En 1811, en medio de las batallas, el tribunal realista fue clausurado. Los
vencedores crearon una nueva Cámara de Apelaciones en el mismo edificio en
que hasta entonces funcionaba la Real Audiencia.
Ese fue el gesto revolucionario, pero en el resto del país la situación
continuó igual que en la época colonial, con pequeños tribunales dirigidos por
personas de buena voluntad, no letradas y excepcionalmente asesoradas por
algún abogado.
Con todo, O’Higgins consagró en la Constitución de 1818 la división de
los tres poderes del Estado. Se creó el Supremo Tribunal Judiciario (que sería la
Corte Suprema) por sobre el de Apelaciones.
Pero ya dos años más tarde la demora en los procesos comenzaba a ser un
problema y O’Higgins tuvo que dictar decretos que buscaran acelerarlos.
La Constitución de 1822 dedicó casi la tercera parte al Poder Judicial,
pero hablar de administración de justicia en aquellos años era una entelequia,
considerando la situación que se vivía en los entonces reducidos territorios de
Chile. En las provincias, especialmente en el sur, reinaba el pillaje, que no
encontraba resistencia de organismos policiales, ni la represión de tribunales.
[167]

La inseguridad era la misma en las ciudades y en el campo. Policía no


había ninguna y el Ejército, embarcado en grandes proyectos nacionales, partía
a la misión libertadora del Perú.
Diego Portales, quien en el cargo de ministro del Presidente Joaquín
Prieto ejerció realmente el poder con mano dictatorial, intentó organizar una
especie de justicia ambulatoria, para llevar tribunales a aquellos lugares más
peligrosos. El objetivo era combatir los ataques de los indígenas a las nuevas
autoridades criollas y también a los bandidos que dominaban en la región de
La Frontera.
Las cabezas y manos de los jefes de los grupos perseguidos eran esparcidas
en los caminos y vados de los ríos, para infundir miedo a sus integrantes.
Tal vez impresionado por la efectividad del método, Portales decidió
usarlo contra sus enemigos, los sospechosos de conspirar para derrocarlo. En
connivencia con el ministro Mariano Egaña, intentó además establecer
Consejos de Guerra permanentes para delitos políticos.
Egaña, quien ocupó varios cargos ministeriales durante la década
portaliana, fue al mismo tiempo el propulsor de numerosas leyes e instituciones
que fueron estructurando un sistema judicial chileno. Incluyó la creación de
una Corte Suprema, con asiento en Santiago, en la Constitución de 1833.
Además, él mismo participó como fiscal en el máximo tribunal durante casi
toda esa década.
Egaña redactó varios proyectos conocidos como las leyes Marianas, que
dieron origen, en 1875, a la Ley de Organización y Atribuciones de los
Tribunales, que se mantuvo durante más de un siglo prácticamente intocada,
aunque luego mudó de nombre y pasó a llamarse Código Orgánico de
Tribunales (COT).

Justicia republicana

El país se dividió, terminada la guerra de Independencia, en provincias. En


cada una de ellas, se estableció un Juzgado de Letras, a cargo de letrados. Ese
fue el debut de los primeros jueces «chilenos».
Los ministros de la Corte Suprema preguntaron en aquella época a
Mariano Egaña qué debían hacer cuando, frente a determinado delito,
contaban con leyes en desuso o penas absurdas. Este estimó legítimo que los
jueces usaran su propio criterio para interpretar las normas obsoletas y, para
formalizar su decisión, dictó una ley que les dio la libertad de aplicar otra
norma existente o de hacer un esbozo de «jurisprudencia» cuando no hubiera
en los textos legales una respuesta adecuada a los conflictos que se les
planteaban.
La inquietud de esos jueces del siglo pasado no era antojadiza, pues
algunas de las normas, por mucho que aparecieran en los textos legales, les
resultaban ridículas, como cuenta el historiador Armando de Ramón. Por
ejemplo, la pena fijada para los parricidas. Según la ley, el autor debía ser
azotado 50 veces, encerrado en un saco debidamente sellado, junto a una
serpiente, un mono, un perro rabioso y otros animales feroces. Después, debía
ser lanzado en altamar, dentro del saco, asegurado con un fierro que le
impidiera flotar si por alguna circunstancia quedaba vivo e intentaba huir.
La pena no parecía adecuada a los nuevos tiempos que vivía el país. Lo
que después no siempre se ha entendido. Esa facultad de interpretación de la
voluntad de una época, por ejemplo, nunca fue reclamada bajo el gobierno del
general Augusto Pinochet. La Corte Suprema de finales del Siglo Veinte
consideró que su única misión era aplicar el tenor literal de la ley.
En un comienzo, los tribunales debían aplicar las leyes españolas, tal
como estaban redactadas, pues no hubo legislación chilena hasta 1855 cuando
apareció el Código Civil, gracias casi por completo al esfuerzo solitario del
venezolano Andrés Bello. Diez años más tarde surgió el Código del Comercio,
que se debe a otro extranjero: el argentino José Gabriel Ocampo.
En 1874 se dictó el Código Penal y poco después el Código de
Procedimiento Penal. La legislación española gozaba de buen prestigio en el
medio nacional, aunque por los odios de la guerra de independencia, no se
mencionaba explícitamente cuándo había que recurrir a ella. Las rencillas con
los conquistadores no impidieron, sin embargo, que los criollos, al redactar el
Código Penal chileno hicieran una mera adaptación del texto español.
El Código de Procedimiento Civil data de 1893 y el Código Orgánico de
Tribunales se dictó en 1943.
Más tarde, la explotación de yacimientos de plata en Chañarcillo y de
salitre en el norte, permitirían la expansión del Poder Judicial. Se crearon
juzgados por todo el país y nuevas Cortes de Apelaciones.

Una «acusación constitucional»

A mediados de 1800, el Poder Judicial se había convertido en el último reducto


del Partido Nacional, fundado por Manuel Montt y Antonio Varas, que se
ubicaba a medio camino entre conservadores y liberales.
El propio expresidente Manuel Montt (1851-1861) se convirtió en
presidente de la Corte Suprema, después de dejar el Ejecutivo.
Montt hacía equipo con Varas —como bien lo retrata el monumento
dedicado a ellos que está en el acceso al Palacio de los Tribunales— y este lo
respaldaba desde el Congreso.
Para minar la fuerza de la dupla nacional Montt-Varas en los tribunales,
el Partido Conservador —eclesiástico— acusó constitucionalmente a la Corte
Suprema de «notable abandono de deberes» en 1868.[168]
La acusación contenía un grave cargo contra Montt. Decía que, abusando
de su cargo de presidente de la Corte Suprema, había tratado de influir sobre el
juez de Melipilla para que absolviera a un sobrino suyo acusado de homicidio.
Fermín Silva Montt, el mentado sobrino, era administrador de una hacienda y
como tal, oficiaba de «inspector» del distrito. En esa calidad, impuso en las
tierras a su cuidado la «ley seca», disponiendo que durante los días de fiesta no
se podía vender vino a los inquilinos. Por supuesto, en los campos la
prohibición se cumplía a medias.
Silva, que se tomó en serio el edicto, estaba controlando su
cumplimiento, cuando fue agredido por un ebrio. Para defenderse, tomó una
varilla de rueda de carreta y, con ella, dio dos certeros golpes en la cabeza del
borracho. Le rompió el hueso parietal y lo mató.
El juez de Melipilla procesó a Silva Montt por homicidio, aunque el
acusado alegaba defensa propia.
Manuel Montt viajó a Melipilla y a su vuelta fue acusado
constitucionalmente por haberse entrometido en el juicio. El argumento que
usó fue que se había visto obligado al viaje, porque el fundo de su sobrino
había quedado sin administrador.
Los conservadores decían que Montt había coaccionado al juez,
obligándolo a citar nuevamente a los testigos para que se desdijeran de sus
dichos, y que lo había presionado para que dejara en libertad al sobrino. El
acusado admitió haber hablado con el juez; pero dijo que no lo presionó, sino
que apenas le pidió, por favor, que llamara a los testigos para que ratificaran sus
declaraciones y se evitara con ello más dilaciones, pues una resolución rápida
aminoraba el sufrimiento de la familia.
Había un segundo cargo en la acusación, que se amplió a otros tres
ministros: José Alejo Valenzuela, José Gabriel Palma y José Miguel Barriga.
Este era que en una querella de capítulos en contra del juez de Talca, la Corte
de Apelaciones había decidido aplicar la resolución que más favorecía al juez —
al producirse un empate de votos— y se imputaba a la Corte Suprema haber
ratificado indebidamente ese fallo.
El juez en cuestión estaba acusado de torturar y flagelar a los reos para
sacarles las confesiones.
Los ministros de la Suprema se defendían alegando que los cargos por
tortura ni siquiera estaban incluidos en la querella que buscaba desaforar al juez
y que si bien la Suprema aceptó el fallo de la Corte de Apelaciones, había
dispuesto al mismo tiempo que se ampliara la querella en su contra para
investigar tales denuncias.
Más allá del sustento que pudieran tener o no los cargos, la acusación
constitucional se convirtió, a los ojos de los historiadores, en una contienda
política entre conservadores, por un lado, y liberales y nacionales, por el otro.
En ese contexto, a Montt lo defendieron algunos de sus exenemigos,
como los liberales José Victorino Lastarria —quien estuvo exiliado durante casi
todo el gobierno de Montt— y Domingo Santa María (Presidente de Chile
entre 1881 y 1886).
Santa María hizo un emotivo alegato ante los diputados, destacando el
carácter de revancha política que tenía la acusación constitucional:

«Confío en que la Cámara, al pronunciarse sobre la proposición de acusación,


cerrará sus ojos a todo estímulo que no sea noble y bien intencionado: que
desgracia para el país, antes que para los magistrados, si sucediera que los intereses
políticos pudieran arrastrar a una Cámara a tomar resoluciones contrarias a la
justicia y al bien público. Un partido triunfante haría desaparecer de los Tribunales
a los Magistrados para dar asiento a sus adeptos, pero caído ese partido y
reemplazado por otro, este emprendería igual tarea, igual cruzada para dar entrada
a sus amigos. La magistratura se convertiría de este modo, en un vil juguete de los
cálculos y de las expresiones políticas y sin prestigio ni responsabilidad sería
abandonada por todos los hombres honrados que no podrían contar con los
veleidosos favores de los partidos y que mirarían al sillón del magistrado como un
banco de vergüenza y de la afrenta, entonces buscaríamos aquí en vano la justicia y
tendríamos que alzar a cada momento los ojos al cielo»[169].

En la Cámara la acusación constitucional contra Montt y los demás


ministros fue aprobada, pero el Senado la rechazó.

Politización, decadencia y corrupción

Durante el período parlamentarista (1891-1924), el Poder Legislativo, por


definición el más político de los poderes del Estado, reemplazó al Ejecutivo en
su rol de preeminencia.
El Poder Judicial se había convertido en las décadas anteriores en baluarte
del Partido Liberal, especialmente porque las inversiones hechas por José
Manuel Balmaceda durante su mandato (1886-1891) impulsaron su
expansión, y los nuevos cupos se fueron llenando, obviamente, con jueces que
adherían a sus ideas. El Poder se había cambiado del bando nacional al liberal.
Cuando se instauró el período parlamentario, los conflictos puramente
políticos se trasladaron al Poder Judicial. Los magistrados, obedeciendo a una
tendencia de la época, expresaban sin tapujos sus preferencias políticas. Las
pasiones se exacerbaron sobrepasando todos los límites de la mesura, hasta
desembocar en el estallido de la Guerra Civil de 1891.
El 7 de enero de ese año, Balmaceda rechazó las presiones del Congreso y
declaró vigente el presupuesto del año anterior. La mayoría del Congreso se
reunió y lo declaró destituido. La Armada se alineó con los congresistas y
ocupó el país desde Valparaíso al norte. El Ejército, en Santiago, se mantuvo
leal al Presidente, quien siguió ejerciendo el poder, instituyendo una verdadera
dictadura. Tomó, entre otras medidas, la decisión de disolver la Corte Suprema
y las Cortes de Apelaciones. Declaró vacantes todos los cargos de los ministros
y fiscales de la Corte Suprema y jueces de la República. Expulsó a todos
quienes consideró opositores a su gobierno e inmediatamente llamó a concurso
y llenó las vacantes con partidarios suyos. Algunos de los despedidos, que
cumplían con ese requisito, fueron recontratados.
Aunque continuaron trabajando los tribunales de primera instancia,
desaparecidas las cortes superiores, los juzgados se convirtieron en
dependencias administrativas del Ejecutivo.
Esta ha sido la única vez en nuestra historia que se ha clausurado el Poder
Judicial.
El conflicto político siguió ahondándose y Balmaceda se suicidó.
Los congresistas, triunfantes en la guerra civil, anularon muchas de sus
disposiciones, incluidas aquellas que desmantelaron el Poder Judicial.
Todos los magistrados que despidió Balmaceda, fueron repuestos en sus
cargos. Y expulsados aquellos que el Presidente contrató.
Los decretos de Balmaceda y aquellos de los congresistas que
posteriormente los revocaron, implicaron renovar alrededor del 80 por ciento
del Poder Judicial en cinco años.
La nueva judicatura era así completamente distinta de aquella anterior a
1891. Y aunque las leyes se mantuvieron, naturalmente los recién llegados
imprimieron un nuevo estilo de administrar justicia, más comprometido con
sus propios idearios políticos. El Partido Conservador se quedó con la cuota
más alta.
Pronto comenzarían las acusaciones de intervención electoral. En
provincias surgió el caudillismo y se extendió el cohecho. Los grupos que se
disputaban el poder participaban en feroces y cruentas batallas. Y los jueces no
estaban ausentes, como lo prueban innumerables historias.
Sobrevino un tiempo en que los partidos o grupos políticos competían
provocando caídas de gabinete y repartiéndose el poder.
Gobernar era tan difícil, como que los jueces dieran garantías de
investigación imparcial de cualquier denuncia de intervención política.
El Poder Judicial comenzó a corromperse y a desacreditarse. Los delitos
más atroces quedaban sin castigo y la Corte Suprema dejó de cumplir el
mandato de velar por el mejor y correcto funcionamiento de los tribunales.

Manu militari

El desprestigio del sistema parlamentario se extendió también al Poder Judicial,


área en la cual también intentaron intervenir los militares, en el período que se
inicia el 9 de septiembre de 1924, cuando derriban de la presidencia a Arturo
Alessandri.
Como se recordará, cuatro meses después de aquel golpe de Estado, uno
nuevo restituye a Alessandri en la presidencia. Tiempo después, en 1925, lo
sucede en el cargo Emiliano Figueroa, hermano del presidente de la Corte
Suprema, Javier Ángel Figueroa.
Javier Ángel no era un hombre de la carrera judicial. Había sido político,
diputado y senador, y candidato a la presidencia en 1915. Como varios otros
casos anteriores, cuando vio cerradas sus posibilidades en el campo político,
decidió ingresar al Poder Judicial. Entró por arriba, directo a la Corte Suprema.
Y no pasó mucho tiempo para que fuera nombrado presidente del máximo
tribunal.
Mientras tanto, Emiliano, su hermano, ejercía de Presidente gracias al
apoyo militar. Pero renuncia al comenzar 1927 y el coronel Carlos Ibáñez
ocupa su lugar e interviene el Poder Judicial, y su ministro de Justicia, Aquiles
Vergara presiona a la Corte Suprema para que saque a aquellos jueces que todo
el mundo conoce como venales y corruptos.
Este es justamente el tiempo en que el poeta Huidobro escribe su violenta
diatriba.
No era fácil lo que se proponía el ministro. El presidente de la Corte,
Javier Ángel Figueroa se oponía. De las diferencias entre ambos quedó para el
registro de la historia un duro intercambio de notas: Vergara escribe:

«No ha escapado seguramente al conocimiento de V.E. el verdadero clamor


público que reclama la lentitud en la substanciación de los procesos civiles y
criminales, que han ido en constante aumento hasta llegar en ciertos casos al
extremo de traducirse en verdadera denegación de justicia. No se os ocultará
tampoco a V.E. el hecho de que hayan llegado a aceptar plazas y actúen en el
servicio judicial elementos de escasa competencia y de dudosa moralidad que los
hacen inhábiles e indeseables para ejercer con autoridad y prestigio sus nobles y
elevadas funciones»[170].

Figueroa responde que «los jueces permanecerán en sus cargos durante su


buen comportamiento». Defendía las facultades fiscalizadoras de la Corte
Suprema sobre los tribunales y esgrimía que nadie podría ser depuesto sin una
causa que los hubiera sentenciado legalmente.
El notorio ejercicio, por años, de malos funcionarios judiciales que no
habían sido removidos, ni recibido la más leve sanción disciplinaria, debilitaba
la postura de Figueroa en su intento de proteger la autonomía del Poder
Judicial.
En la Suprema, los ministros se dividieron entre aquellos que apoyaban al
gobierno y aquellos que lo rechazaban. Figueroa se negaba a llamar a retiro a
los treinta magistrados que, según el Ejecutivo, debían ser removidos. Como
Figueroa no obedecía, Ibáñez declaró vacantes, el 24 de marzo de 1927, los
puestos que ocupaban cinco ministros de cortes de Apelaciones y trece jueces
letrados.
En respuesta, el presidente de la Corte Suprema renunció y pocos días
más tarde el gobierno lo deportó. Junto a Figueroa dimitieron los ministros
que lo habían apoyado en la Corte: Alejandro Bezanilla Silva, Antonio María
de la Fuente, Manuel Cortés y Luis David Cruz.
Los ministros que se quedaron, pues respaldaban al gobierno, fueron:
Ricardo Anguita, quien reemplazó al presidente, Dagoberto Lagos, Moisés
Vargas, Germán Alcérreca y José Astorquiza. Ellos mismos habían ayudado a
Vergara a confeccionar la lista de los treinta indeseables.
Ibáñez comenzó así la prometida depuración del sistema judicial, que
terminó con la expulsión de dieciocho funcionarios, el exilio del presidente de
la Suprema, del presidente de la Corte de Apelaciones de Santiago y de otros
altos funcionarios judiciales.
Pese a la conmoción, la mayoría de los miembros del Poder Judicial
observó la razzia en silencio, entre otras razones, porque gran parte de los
jueces removidos eran realmente venales, aunque también hubo jueces
corruptos que no fueron castigados. Y además, por el obvio temor que
generaron en ellos los allanamientos, prisiones, torturas, exilio y destituciones
que el gobierno impuso a sus opositores.
La depuración de Ibáñez no implicó reformas en los procedimientos
judiciales, pese a que gran parte de los ataques tenían su causa en ellos.
Desde la Guerra Civil de 1891 los partidos políticos preferidos por los
magistrados fueron aquellos que «propendían a la mantención del status
existente o, cuando menos, a una evolución moderada y pausada de las
estructuras sociales, económicas y políticas de la República. Esto permitía dar
un carácter muy conservador a las instituciones judiciales y a su modo de
operar, por lo cual puede entenderse que si uno de sus miembros adhería a
ideas que parecían discrepar con este modus operandi, no podía continuar
perteneciendo a esta comunidad tan cerrada en sí misma»[171].
La cúpula judicial, inspirada en esta arraigada cultura conservadora, en
adelante puso obstáculos a cualquier modificación profunda del aparato y
sistema judiciales, pese al clamor que se venía oyendo desde principios de siglo.
El propio ministro de Justicia de Ibáñez, Aquiles Vergara, decía después
de asumir su cargo en 1927:

«Pocos servicios del Estado necesitaban más de la atención del gobierno, que
nuestra administración de justicia. Varios eran los factores que, agravados por el
correr de los años, sin fuerza de reacción propia, y contando con la paciencia
nacional, habían creado una pesada atmósfera de lenidad y hasta de impureza
alrededor de la magistratura, doblegada a los intereses de la política, pero soberbia
y encastillada en sus relaciones con los demás poderes del Estado»[172].

Pero la reforma que se proponía Vergara no pasó de la aplicación bruta de


la manu militari y postergó, hasta nuestros días, las reformas sustanciales.

Décadas de olvido

Entre 1891 y 1933 se produjo en Chile el llamado surgimiento de la «cuestión


social» que sumió en la crisis la hasta entonces llamada república oligárquica,
según han registrado los historiadores.
Con la expansión del aparato estatal, se fortalecieron los «sectores
medios» y emergió el proletariado urbano e industrial. Siguió una etapa
política en que las distintas clases sociales dominantes compartieron el poder
político, sin imponerse unas sobre otras, equilibrándose en un sistema de
alianzas que duró hasta 1960. Según Carlos Peña, durante esta etapa se habría
producido una «profesionalización» de la judicatura. Y durante las tres décadas
que van desde 1930 a 1960 el Poder Judicial se mantuvo prácticamente libre de
críticas y presiones sociales.
No es que las deficiencias del sistema hubieran desaparecido. Es que
nadie se interesaba en ellas. Tampoco el Estado prestaba mucha atención a la
administración de justicia.
El ministro José Cánovas (fallecido en 1992) recuerda en sus memorias
que el 28 de septiembre de 1942, recién ingresado a la judicatura, fundó el
Juzgado de Letras de Santa Juana (localidad dependiente del departamento de
Coronel, en la entonces provincia de Concepción). Relata así la experiencia:

«De inmediato, del sueño pasé a la realidad y así aprendí a enfrentarla desde el
primer día de mi magistratura. En efecto, la llegada a Santa Juana fue
desalentadora. Para instalarnos tuve que conseguir un bodegón abandonado, lleno
de ratones, sin cielo raso y sin piso. Me prestaron una mesita vieja que se
balanceaba al compás de un lápiz y había una silla que solo tenía dos patas buenas,
de modo que para sentarse uno tenía que apuntalarse con las piernas. El secretario
se ubicó en una banca de madera rústica. Conseguí una máquina de escribir que
tal vez la había llevado el primer civilizado del pueblo».[173]

Cuando quiso dictar el «acta de instalación» al secretario, este se excusó


diciendo que no sabía escribir a máquina. Cánovas le pidió que escribiera a
mano, pero el secretario volvió a excusarse diciendo que se le habían quedado
los anteojos en Concepción. Cuenta entonces: «Opté por escribir yo el acta,
que él me autorizó con gran dificultad caligráfica».
El secretario de Cánovas no sabía escribir, pese a que tenía, como todos
los secretarios de los juzgados, rango de juez y debía reemplazar al titular
cuando este se ausentaba.
En Curanilahue, Cánovas fue expulsado de la residencial en que se
alojaba por haber encarcelado a un pariente del dueño. En Lota, que vivía
convulsionada por los conflictos entre los mineros y los explotadores de los
yacimientos de carbón, el magistrado descubrió que la Compañía minera
controlaba el juzgado local. Le había asignado una casa al juez de turno
(cuando llegó Cánovas la ocupaba el secretario) y una cuota de sacos de carbón
al mes.
Cánovas se negó a habitar en el inmueble y obligó a su secretario a
abandonarlo.

«Al administrador de Schwager lo llamé a mi despacho y le representé su mal


proceder, ya que se permitió enviarme los trece sacos de carbón sin siquiera
tomarme la venia o consultarme. Le advertí que no era su empleado, y que sin
darse cuenta estaba cometiendo un delito»[174].

La corrupción en el juzgado de Lota era histórica. Uno de sus jueces fue


conocido por dejar impunes incluso delitos de homicidio, simplemente
archivando los procesos. Murió rico.

«Había un oficial primero (los oficiales, que van de oficial cuarto a oficial primero,
son los responsables de los servicios menores en los tribunales, equivalentes a los
que realizan los juniors en las empresas) que era el explotador de los pobres
familiares de los presos. Al cumplir estos los cinco días de detención me iba a
consultar mi resolución. Como era mi costumbre, escribía al margen de cada causa
si alguien quedaba en libertad o sometido a proceso. Si les daba la libertad, de
inmediato el oficial primero salía de mi despacho hacia el mesón de atención al
público y llamaba a los familiares del detenido, a los que cobraba diversas sumas
por la libertad del preso, la que, según él, “tenía que arreglar con el juez”»[175].

Situaciones como estas han continuado ocurriendo en el Poder Judicial


chileno. Fue por actos similares que el actual ministro de la Corte de
Apelaciones, Alejandro Solís, pidió la destitución de algunos oficiales a su cargo
cuando dirigía el Quinto Juzgado del Crimen.
Atrapar a los funcionarios en estos actos requiere dedicación. Un juez
descuidado, que se encierra en su despacho, no lo advertirá.
Cánovas descubrió las maniobras de su oficial y pidió la destitución.
En sus primeros años en el cargo pudo establecer que muchos juicios se
arreglaban «a lo compadre», influyendo en los parientes de los jueces, en sus
amigos. Se acostumbraba fabricar pruebas, pagando a testigos para que
declararan en tal o cual sentido. El extravío de expedientes era tan habitual
como lo es hoy.
Pero es justo decir que al mismo tiempo que demonios, la judicatura
prohijó distinguidos e ilustres jueces. Las cortes de Apelaciones de Santiago y
Concepción, por ejemplo, se hicieron muy prestigiosas entre los abogados.
Vicios y virtudes fueron virtualmente ignorados por los medios de
comunicación de aquellos tiempos. El silencio, más que reflejo de satisfacción
con el sistema, evidenciaba la indiferencia social hacia el rol que debía jugar
este, el tercer poder del Estado. El interés ciudadano, reflejado en los archivos
de prensa de la época, estaba focalizado en las conductas del Ejecutivo y el
Legislativo.
Después de la desastrosa experiencia parlamentarista, el Ejecutivo había
recuperado su primacía entre los tres poderes y así se quedaría.
El sistema judicial siguió funcionando con la misma estructura afianzada
a comienzos del siglo XIX, en un estado de evidente abandono. Entre 1962 y
1963, el presupuesto público general de la Nación aumentó en un 17,5 por
ciento; pero los montos asignados al sistema judicial crecieron, en el mismo
período en apenas un siete por ciento, un porcentaje inferior al alza del costo
de la vida[176]. Entre 1947 y 1962, el porcentaje del presupuesto asignado al
Poder Judicial disminuyó del 1,07 por ciento al 0,52 por ciento.
Solo hacia fines de los ‘50, la preocupación por los temas judiciales
comenzó a formar parte del debate público. Un estudio sobre la presencia del
Poder Judicial en las informaciones de prensa entre 1954 y 1967, revela que el
86 por ciento de las noticias se concentran en el último año.

La huelga «larga»
El intento por establecer un modelo que sacara a Chile del subdesarrollo obvió
de la lista de prioridades la realización de las reformas que se venían
proponiendo al sistema judicial.
Nada se hacía por mejorarlo, aunque arreciaban las críticas al sistema. Los
magistrados se agazaparon en una actitud de desconfianza hacia «la» política y
en un arraigado corporativismo.
Si bien no hubo una voluntad real de hacer cambios, el tema estuvo
presente en los programas de gobierno. El de Eduardo Frei Montalva planteaba
la necesidad de modernizar el sistema judicial, de hacer cambios estructurales
para que las nuevas leyes no tropezaran con «una justicia lenta, cara y
anticuada» y propugnaba la necesaria «democratización» del sistema, entendida
como medidas para asegurar su gratuidad y ampliar el acceso de los
ciudadanos.
Frei padre creía necesarios «una renovación más acelerada de sus cuadros
y el acceso de las nuevas generaciones a cargos de responsabilidad en el Poder
Judicial», pero no llegó a concretarlos.
Bajo su mandato, el ministro de la Corte de Apelaciones de Santiago,
Rubén Galecio, propuso crear un Ministerio Público. Considerando que no
habría mucho dinero para ejecutar su idea de un modo radical, Galecio sugirió
una adecuación a «la chilena». Habría que dividir la judicatura en dos: una
parte de los jueces, los instructores, se dedicarían solo a la investigación de los
procesos y realizarían las labores del Ministerio Público. El resto, los falladores,
dictarían las sentencias. La propuesta de Galecio incluía que algunas de las
etapas del proceso fueran orales.
El revolucionario y solitario esfuerzo de Galecio murió en las carpetas de
Frei Montalva, junto a las propias ideas del gobernante, pues Justicia no era
una prioridad. La idea de Galecio fue solo acogida en el proyecto de Ministerio
Público aprobado bajo el gobierno de Eduardo Frei Ruiz-Tagle casi al llegar el
siglo XXI.
El mayor conflicto del gobierno de Frei Montalva con el Poder Judicial
no fue el debate en torno a las propuestas de reforma, sino que la demanda
gremial por mejoras salariales.
En 1967, magistrados y funcionarios hicieron un movimiento de «brazos
caídos», un paro que duró 24 horas y pasó casi inadvertido. Pero cuando
concluía el gobierno, los jueces y empleados volvieron a unirse para realizar la
única huelga total de que se tenga conocimiento en el Poder Judicial. Lo
lideraba la Asociación Nacional de Magistrados, que tenía entonces entre sus
principales dirigentes al influyente Sergio Dunlop, presidente en la Corte de
Apelaciones de Talca en 1965, 1969 y 1973.
El ministro de Hacienda de Frei, Andrés Zaldívar, se negaba a otorgar
mejoramientos extraordinarios a los magistrados —el Escalafón Primario— y a
los funcionarios —el Escalafón Secundario—. Seiscientos jueces y mil 600
empleados pedían satisfacción urgente de sus demandas económicas y
respaldaban las peticiones que en el mismo sentido había estado haciendo la
Corte Suprema.
Los ministros del máximo tribunal, empero, tomaron cierta distancia del
movimiento y solo aceptaron el rol de mediadores.
La personalidad de Dunlop generaba fricciones al interior del Poder
Judicial. Había quienes desconfiaban de su modo personalista. Se resistían al
estilo «sindicalero» para tratar los problemas económicos del Poder Judicial.
Los jueces, afirmaban, no pueden presentarse como «empleados» ante el
Ejecutivo, pues, en el ejercicio de su ministerio, se les requerirá la obediencia
de subalternos, en desmedro de su independencia.
Entre los detractores de Dunlop estaba el ministro José Cánovas, quien
fue designado junto a Gustavo Chamorro para representar al ministro de
Justicia, Gustavo Lagos, la inconfortable situación económica en que se
encontraban los magistrados. El presidente de la Corte Suprema, Ramiro
Méndez, se excusó de acompañarlos, pero les dio su bendición.
Cánovas y Chamorro le advirtieron anticipadamente al ministro que se
preparaba una huelga y que ellos, como otros magistrados de cortes de
Apelaciones, estaban contra el movimiento. Subir la oferta evitaría una
catástrofe, pero el ministro no escuchó.
El paro comenzó a medianoche del sábado 28 de noviembre de 1969. El
domingo, ministros de la Corte Suprema se reunieron con los líderes de la
huelga para informarles que existía un acuerdo con el gobierno para otorgar un
20 por ciento de aumento en las remuneraciones. Los huelguistas lo
rechazaron. Querían un 60 por ciento de aumento: un 40 por ciento en
sueldos, un 20 por ciento en la asignación de vivienda. Magistrados y
funcionarios decidieron continuar el movimiento hasta las 14.30 horas del
lunes.
Los ciudadanos que por cualquier motivo ingresaron ese fin de semana a
las cárceles en Chile, no pudieron ser atendidos y se pasaron cinco días presos,
sin que nadie oyera sus descargos. Muchos policías tuvieron que realizar
trámites de jueces. Sobrevino el caos.
Los jueces demandaban además una modificación al sistema de
calificaciones que seguía vigente y que consideraban un arma de presión de la
Corte Suprema hacia sus subalternos.
Dunlop dio una conferencia de prensa ese domingo para informar de sus
planteamientos y del avance de las conversaciones. Sus declaraciones casi le
costaron el puesto. El lunes 30, La Nación publicó la noticia bajo el título «La
Suprema lamenta y no acepta un paro que infringe las normas legales». La nota
describía la postura del máximo tribunal, que afirmaba que los huelguistas no
tenían el derecho legal de parar, junto a las declaraciones de Dunlop, culpando
a la corte de indiferencia. Según el matutino, Dunlop había dicho que: «De no
haber operancia por parte de la Corte Suprema, este movimiento huelguístico
buscará la remoción de todos los integrantes de aquel organismo de Justicia».
Ante tamaña declaración de guerra, la Corte Suprema se reunió en pleno.
Algunos, como Rafael Retamal, pedían la destitución inmediata del rebelde.
Dunlop tuvo que dar explicaciones ante el presidente, Ramiro Méndez.
Con la grabación de la conferencia, facilitada por la periodista de Radio
Cooperativa, Carmen Puelma, Dunlop demostró que nunca había hecho tales
aseveraciones. Se salvó.
Las negociaciones continuaron. En la tarde del lunes, el gobierno llegó a
un acuerdo con la Corte Suprema. El tribunal aprobó el proyecto de
mejoramiento económico del Poder Judicial propuesto por el Ejecutivo, pese a
la oposición de la magistratura y los funcionarios.
Junto con anunciar el acuerdo, el ministro de Justicia, tal vez para seducir
a los huelguistas, informó que se modificaría también el sistema de
calificaciones, para permitir «una real valorización del mérito funcionario». Sin
embargo, tal idea no llegó a concretarse.
El acuerdo cupular no fue suficiente. Magistrados y funcionarios
decidieron prorrogar el paro por otras 48 horas. El martes 2 de diciembre, el
conflicto llegó a su nivel más alto de enfrentamiento. El ministro de la Corte
Suprema, Rafael Retamal, asumió la labor de mediador y estuvo negociando
todo el día, pero fracasó.
El Presidente Frei manifestó que lamentaba «profundamente» el
movimiento y que «esto no es solo un problema del Ejecutivo, sino un
problema que afecta al país entero. No tengo forma de imponer autoridad
sobre el Poder Judicial. Sin embargo, espero que los funcionarios recapaciten,
pues su movimiento huelguístico, siendo ellos los administradores de la Justicia
en Chile, les resta autoridad moral frente al país».
El Ministerio del Interior amenazaba con aplicar la ley de Seguridad
Interior del Estado. Parte de las advertencias iban dirigidas indirectamente
contra Dunlop. La asamblea de los huelguistas recibió el mensaje y respondió
amenazando con abandonar «nuestras funciones en forma total e indefinida»
en respaldo de cualquier dirigente que fuera sancionado individualmente.
El gobierno cedió un poco y ofreció un 30 por ciento de aumento. El
presidente del Colegio de Abogados, Alejandro Silva Bascuñán, asumió el papel
de mediador en reemplazo de Retamal, que rechazó continuar después que los
huelguistas rechazaran también ese 30 por ciento.
El Colegio elaboró una nueva propuesta, que otorgaba un reajuste del 35
por ciento sobre el reajuste general que recibiría la administración pública en
1970. El Ejecutivo aceptó la idea. El miércoles hubo acuerdo. El jueves, a las 8
de la mañana, los magistrados y funcionarios volvieron a sus puestos de
trabajo. El acuerdo con el Gobierno incluyó que no habría sanciones a los
dirigentes y que los días de paralización no serían descontados.
Ese mismo día La Nación publicó una explicación pública del entonces
secretario de la Corte Suprema, René Pica Urrutia, en respuesta a las
informaciones de prensa que aseguraban que los ministros de la Corte Suprema
recibían «remuneraciones excesivas».

Justicia «popular»

Poco antes de que Salvador Allende llegara al Gobierno, la crítica en boga era
que el Poder Judicial había establecido una «justicia de clase». Quien más
insistía en esta definición era el jurista y académico Eduardo Novoa Monreal.
Novoa llegó a ser presidente del Consejo de Defensa del Estado bajo el
gobierno de Salvador Allende y defendió la nacionalización del cobre ante
tribunales europeos en 1972.
En un trabajo, «¿Justicia de clase?», publicado en la revista de los jesuitas
Mensaje, Novoa cita veinte casos para demostrar que «la justicia está al servicio
de la clase dominante, y que interpreta y aplica la ley con miras a favorecer a
los grupos sociales que disfrutan del régimen económico-social vigente, en
desmedro de los trabajadores, que constituyen en el país una amplia mayoría».
[177]

Entre los casos recopilados por el autor estaba el del periodista de La


Serena Raúl Pizarro, quien escribió a comienzos de 1969 una serie de artículos
que revelaban los abusos cometidos en contra de familias campesinas, entre
otros, por el ministro de la Corte de esa ciudad, Ruiz Aburto.
Según las crónicas de Raúl Pizarro, el magistrado realizaba una
persecución inhumana en contra de los campesinos y detenía a quienes
denunciaban los abusos. Hasta hubo una protesta en contra del magistrado y la
Central Única de Trabajadores pedía su destitución.
Pero, como suele ocurrir en estos casos, el periodista fue procesado por
desacato al ministro cuestionado. El profesional presentó un recurso de
amparo, argumentando que había obrado lícitamente, en el ejercicio de su
derecho a informar y criticar, pero la Corte Suprema rechazó el recurso el 22 de
abril de 1969, declarando que sus artículos constituían «demasías verbales que,
extralimitando el derecho de crítica e información, se convierten en
maledicencia desprovista de objetivos serios y lícitos».
Posteriormente, la Cámara de Diputados aprobó una acusación
constitucional en contra del ministro Ruiz Aburto, que fue desechada en el
Senado, pese a que la mayoría de los presentes la aprobaba, pero no reunían el
quorum necesario. La Corte Suprema lo mantuvo en el servicio y solo tomó la
medida de trasladarlo. En enero de 1970, el desprestigiado juez renunció
voluntariamente a su cargo.
Un segundo caso narrado por Novoa describía la manipulación de los
tribunales por parte de la empresa Braden Copper, propietaria de los minerales
de cobre de Sewell.
En junio de 1945 se produjo en aquel enclave minero uno de los más
grandes accidentes del trabajo que se hayan producido en Chile. Murieron más
de 150 trabajadores, a raíz de lo cual el Congreso dictó una ley que concedió
una indemnización especial a las viudas y huérfanos de los fallecidos.
Para liberarse del pago, la empresa Braden Copper objetó la
constitucionalidad de la ley, utilizando un sucio subterfugio legal. Antes de que
ninguno de los 510 huérfanos y 165 viudas hubiera alcanzado a cobrar, en un
juzgado de Santiago apareció demandando a la empresa una tal Clarisa Díaz,
que decía ser una de las viudas; no indicaba domicilio, ni acompañaba
documentos que demostraran su calidad. El juicio sirvió de excusa a la empresa
para iniciar un recurso de inaplicabilidad de la ley de indemnización ante la
Corte Suprema. El fallo declaró inconstitucional la norma el 12 de mayo de
1947, dejando en el desamparo a las viudas y los hijos de los trabajadores.
Posteriormente, una organización de mujeres ofreció pruebas al máximo
tribunal de que el juicio lo había arreglado la empresa, para obtener un fallo
que sentara jurisprudencia y le permitiera detener los cobros que las auténticas
favorecidas por la ley quisieran entablar. La Corte Suprema ordenó de un
plumazo archivar esta denuncia, desestimando su relevancia.
Tras la publicación del largo artículo de Novoa, se encendió una ácida
polémica en torno al Poder Judicial. El presidente de la Corte Suprema,
Ramiro Méndez, aceptó el desafío del debate y se presentó en un programa de
televisión, junto a Rafael Retamal, para responder de sus actuaciones en cada
uno de los casos citados por Novoa.
Méndez aprovechó también la ceremonia de inauguración del año
judicial para replicar a Novoa. Acuñó una célebre sentencia: «Es absurdo decir
que nuestras cortes son clasistas. Ellas solo aplican las leyes que rigen en el
país»[178]. La frase se convertiría en una muletilla en las respuestas de los
presidentes de la Corte ante futuras y más severas críticas.
Un estudio del Centro de Desarrollo Urbano y Regional (publicado por
la Universidad Católica de Valparaíso) sobre la percepción de la justicia entre
los pobres detectó que un 71 por ciento de los pobladores encuestados estuvo
de acuerdo con la frase «uno no consigue justicia si no tiene dinero»; un 74 por
ciento, estuvo de acuerdo con que «uno no consigue justicia si no tiene
influencia». Los encuestados opinaron, en un 52 por ciento, que los abogados
son «negociantes que actúan por lucro», sin considerar lo que es «justo». Frente
al caso de una persona de estrato social alto que atropellara a un obrero, el 75
por ciento afirmó su convicción de que el obrero, aún teniendo testigos
favorables, perdería el juicio[179].
En veinte años la percepción de los sectores marginados no había
cambiado mucho. En 1993, la Corporación de Promoción Universitaria, CPU,
publicó un estudio realizado por la Dirección de Estudios Sociológicos de la
Universidad Católica, DESUC, sobre la opinión de los pobres acerca de la
justicia. Ante la pregunta ¿Qué opina usted sobre cómo anda la justicia en
Chile?, un 82,8 por ciento opinó negativamente. Los encuestados usaron
espontáneamente calificativos como «ineficiente», «discriminatoria», «lenta»,
«arbitraria» y «corrupta» para referirse a ella.
Los académicos partidarios del gobierno de la Unidad Popular
propugnaban en esos años la creación de tribunales vecinales, para solucionar
los problemas de acceso a la justicia de los sectores más desposeídos, pero la
idea no llegó a prosperar.
Los juzgados vecinales o de paz también formaron parte de los proyectos
impulsados por Patricio Aylwin y Eduardo Frei Ruiz-Tagle. Es curioso que este
último, que ha logrado la mayor reforma al Poder Judicial en el siglo, no ha
podido obtener este simple cambio. El eterno y pregonado deseo de acercar la
justicia a los más pobres ha quedado, como entonces, postergado.

La Corte Suprema en la antesala del golpe

El programa de gobierno de Allende sostenía que la misión del Poder Judicial


era adecuarse al concepto de «Estado Popular».
En su declaración de intenciones, el nuevo gobierno reconocía el
principio de autonomía entre los tres poderes del Estado y reiteraba otra de las
eternas e incumplidas promesas al Poder Judicial de otorgarle una «real
independencia económica». Hasta ahí, todo iba bien.
Pero Allende afirmaba además que su gobierno concebía «la existencia de
un tribunal supremo, cuyos componentes sean designados por la Asamblea del
Pueblo sin otra limitación que la que emane de la natural idoneidad de sus
miembros. Este tribunal generará libremente los poderes internos,
unipersonales o colegiados, del sistema judicial. Entendemos que la nueva
organización y administración de justicia devendrá en auxilio de las clases
mayoritarias. Además será expedita y menos onerosa. Para el gobierno popular
una concepción de la magistratura reemplazará a la actual, individualista y
burguesa».
El gobierno de Allende nunca tuvo intenciones serias de llevar a cabo este
planteamiento, pero los conceptos vertidos en su programa fueron suficientes
para que la judicatura se sintiera amenazada y se refugiara en un mayor
corporativismo y autodefensa. Además, la Unidad Popular trasladó al sector
Justicia el debate partidista, y los más altos magistrados, olvidados ya de
antiguas manifestaciones políticas de sus miembros, reaccionaron despreciando
a quienes se dejaron llevar por la corriente.
Apenas instalado el gobierno, se formó al interior del Ministerio de
Justicia un Comité de la Unidad Popular (CUP), que pronto se reprodujeron al
interior de la judicatura. En el Ministerio, seis o siete integrantes del CUP
asesoraban al titular de la cartera en los nuevos nombramientos. Aunque el
gobierno de Allende no hizo remociones masivas, llenó las vacantes que se
producían con partidarios suyos.
En 1971 se produjo una de las elecciones más duras en la Asociación
Nacional de Magistrados. Una lista de los CUP —cuyos candidatos postulaban
reformar el sistema judicial para convertirlo en tribunales populares— perdió
frente a la antigua directiva, representada por Sergio Dunlop con el eslogan de
la defensa de la independencia del Poder Judicial. Los resultados, sin embargo,
fueron abiertamente cuestionados y no solo los allendistas acusaron a la lista de
Dunlop de fraude.
En 1972, los miembros de los CUP se retiraron de la Asociación y
formaron una agrupación separada, minoritaria.
Simultáneamente, la Corte Suprema iniciaba un duro y largo debate con
el Ejecutivo, por la resistencia de este a cumplir las decisiones judiciales. En
medio de la batalla, un grupo de partidarios del gobierno se tomó la Corte de
Apelaciones de Talca, en protesta por la petición de desafuero del intendente
de la zona, que se había formulado ante el Senado.
Los ministros no pudieron ingresar al edificio, donde también se
ubicaban el correo y el Servicio de Impuestos Internos. Un coronel de
Carabineros ofreció desalojar a los manifestantes, pero el segundo en el mando
le recordó que, independientemente de las instrucciones del tribunal, primero
debían consultar al Ministerio del Interior. El conflicto terminó cuando el
propio intendente, un joven militante socialista, pidió a los manifestantes que
dejaran el edificio.
Hacia 1973, el Poder Judicial era uno de los baluartes en las acusaciones
sobre las ilegalidades en que incurría el gobierno de la Unidad Popular. Allende
había dispuesto el incumplimiento o postergación de órdenes judiciales, por
ejemplo, de lanzamiento de quienes se hubieran tomado fundos, fábricas y
casas. Además, dispuso que los fallos que pedían el auxilio de la fuerza pública
fueran consultados con el Ministerio del Interior antes de ser ejecutados.
En medio de ese clima polarizado, el gobierno elaboró un proyecto de
reforma para crear «una justicia participativa con criterios de actuación
distintos de los preceptuados por el pensamiento jurídico tradicional». Allende
entendía que el Poder Judicial como cuerpo estaba en la oposición a su
gobierno y que contaba con el respaldo de los partidos políticos de centro y
derecha, que asumieron, en este tema, la defensa del Estado de Derecho.
A mediados de 1973, Allende envió una carta a la Corte Suprema,
criticando la actuación de los tribunales. Acusaba a los jueces de extralimitarse
en sus atribuciones y de estorbar el cumplimiento de las labores
administrativas.
Mencionaba como ejemplo del «trastrueque de valores de la justicia» el
caso Chesque. Chesque era un fundo que fue tomado por un grupo de
campesinos mapuches. Los propietarios, que decidieron «retomarlo», mataron
en la refriega a uno de los ocupantes. Los Tribunales, decía Allende, resolvieron
que los dueños del fundo no cometieron homicidio porque actuaron en
defensa de su propiedad. En cambio, los mapuches estuvieron siete u ocho
meses en prisión preventiva.
Según el Presidente, los tribunales superiores demostraban una
«manifiesta incomprensión (…) del proceso de transformación que vive el país
y que expresa los anhelos de justicia social de grandes masas postergadas».
Allende también acusaba a los magistrados de la Corte Suprema de acudir
a él siempre por motivos «personales» antes que jurídicos.
El 25 de junio, un pleno, presidido ahora por Enrique Urrutia Manzano,
envió un oficio al Presidente. Es la respuesta más severa que ese tribunal haya
dirigido a Presidente alguno en la historia de Chile:

«(…) Quiere también esta corte expresar con entereza a V.E. que el poder que ella
preside merece de los otros Poderes del Estado, por deber constitucional, el respeto
de que disfruta y lo merece, además, por su honradez, ponderación, sentido
humano y eficiencia y que ninguna apreciación insidiosa de algún parlamentario
innombrable o de sucios periodistas logrará perturbar sobre este particular asunto
el criterio de los chilenos.

«El Presidente de la República, sin advertirlo o inducido a ello, cometió un error al


tomar partido en la sistemática tarea —nunca lograda— que algunos sectores del
país han desatado en contra de esta Corte. Lo lamenta este Tribunal hondamente,
y lo dice porque si S.E. ha invadido en su comunicación un campo jurídico que
constitucionalmente le es vedado, este tribunal puede, a su vez, para restablecer el
equilibrio así perturbado, insinuarse en las costumbres administrativas, aunque no
sea más que para significarle a V.E. la importancia y las consecuencias de su error.
La equivocación consistió en cambiar el pedestal del Poder Supremo en que la
ciudadanía, y por consiguiente esta Corte, lo tenían colocado, por la precaria
posición militante contra el órgano jurisdiccional superior del país que, por
imperativo del deber, tiene que contrariar a veces en sus fallos los deseos más
fervientes del Poder Ejecutivo.

«Error es el expresado de trascendental gravedad porque el Jefe Supremo de la


Nación estaba siendo considerado por el ciudadano común y por esta Corte como
guardián de la legalidad administrativa del país contra los excesos de algunos
subordinados, y es por eso lamentable que se constituya ahora en censor del Poder
Judicial tomando partido al lado de aquellos a quienes antes daba sus órdenes de
cumplir la ley. Los ministros suscritos experimentamos sorpresa por el cambio y la
actitud de V.E. porque entendemos que deprime su función constitucional.

«(…) El Presidente ha asumido la tarea —difícil y penosa para quien conoce el


Derecho solo por terceristas— de fijar a esta Corte Suprema las pautas de
interpretación de la ley, misión que en los asuntos que le son encomendados
compete exclusivamente al Poder Judicial y no al Poder Ejecutivo, según lo
mandan los artículos 80 y 44 de la Constitución Política del Estado, no derogados
todavía por las prácticas administrativas.

«(…) Ninguna discusión sociológica, o sutileza jurídica, o estratagema


demagógica, o maliciosa cita de regímenes políticos pretéritos son capaces de
derogar los preceptos legales copiados (en el oficio), que se copiaron para que V.E.
lea con sus propios ojos y aprecie por sí mismo su calidad y precisión tales que no
admiten interpretaciones elusivas.

«(…) Aun si el Juez o el Tribunal Superior cometieran un delito de prevaricación,


aun si fallaran por dádiva o promesa no podría el funcionario administrativo
resistir la orden, sino que tendría otros derechos funcionarios y ciudadanos, cuyo
ejercicio, sin embargo, debería iniciarse ante el Tribunal de Justicia
correspondiente».

El oficio también respondía por el caso Chesque:

«¿Pretende el oficio de V.E. que los Tribunales de Justicia olviden la ley, prescindan
de todos los principios y en nombre de una justicia social sin ley, arbitraria,
acomodaticia y hasta delictuosa en su caso amparen incondicionalmente a los
tomadores y repudien de la misma manera a los que pretenden la recuperación de
los predios tomados?».

Los trece ministros que integraban el máximo tribunal firmaron el


acuerdo —autorizado por el secretario René Pica Urrutia—: Enrique Urrutia
Manzano, Eduardo Varas Videla, José María Eyzaguirre Echeverría, Manuel
Eduardo Ortiz, Israel Bórquez Montero, Rafael Retamal López, Luis
Maldonado Boggiano, Juan Pomés García, Octavio Ramírez Miranda,
Armando Silva Henríquez, Víctor Manuel Rivas del Canto, Enrique Correa
Labra y José Arancibia.
Allende recibió el oficio del máximo tribunal y lo devolvió sin
comentarios. El pleno volvió a reunirse (esta vez con la ausencia de Arancibia,
Correa y Ortiz) y emitió un nuevo acuerdo:

«Que por tratarse de Poderes del Estado de igual rango constitucional entre los
cuales no existe subordinación, es inaceptable la actitud del Presidente de la
República de devolver el oficio de este tribunal».

El acuerdo está firmado el 4 de julio de 1973. Poco más de dos meses


después, el 11 de septiembre, se produjo el golpe de Estado.
Capítulo IV

Los ritos del poder


Un microbús del Ejército

El presidente de la Corte Suprema, Enrique Urrutia Manzano, se levantó de


madrugada el 11 de septiembre de 1973. Muy lejos de su departamento en
calle Lota, su chofer, un hombre enjuto y de modales medidos, salía del sueño
antes de las seis de la mañana. Como de costumbre, a las siete el funcionario
salió de su casa para llegar a las ocho en punto al departamento del magistrado.
El empleado, como la gran mayoría de los chilenos, desconocía a esa hora
que sería un día especial. Pero no lo ignoraba Urrutia quien, al ver llegar a su
chofer, le advirtió que esta vez no usarían el auto.
Mientras esperaba, el funcionario oyó que el ministro hablaba por
teléfono. El magistrado había conseguido que el comandante en jefe del
Ejército, general Augusto Pinochet, le enviara a su casa un bus militar.
Minutos después, un chofer y dos soldados designados como escoltas
aparecieron en una micro de la institución. El ministro y su empleado
abordaron el inusual vehículo e iniciaron un recorrido por las casas de algunos
de los trece magistrados que componían el máximo tribunal, con quienes
Urrutia ya se había puesto de acuerdo telefónicamente. Luego, se dirigieron
hacia el Palacio de los Tribunales.
«Al llegar al centro, frente a la Iglesia Santo Domingo, nos comenzaron a
disparar desde algún techo. Nos tuvimos que tirar al suelo»,[180] recuerda el
funcionario.
El militar que conducía aceleró. Los jueces, sus dos escoltas y el empleado
de Urrutia se tendieron en el suelo para protegerse de las balas. Con algunos
vidrios rotos, pero sin heridos, la micro logró llegar al Palacio de los Tribunales,
en Compañía con Bandera. Los ministros se bajaron y se encerraron durante
casi dos horas en el auditorio en el segundo piso del Palacio.
El día estaba nublado. A las 11 de la mañana, caía una suave llovizna
sobre la capital.
Aunque según los registros de prensa, los ministros de la Corte Suprema
no asistieron al tribunal sino hasta el 13 de septiembre, el chofer de Urrutia,
casi el único testigo vivo de los hechos, afirma que siete magistrados se
reunieron en secreto con Urrutia esa mañana del 11: Eduardo Ortiz, Israel
Bórquez, Luis Maldonado, Juan Pomés García, Armando Silva, Manuel Rivas y
Enrique Correa.
El mismo día la Junta Militar dictó el Decreto Ley n.º 1, contenido en el
Acta de Constitución de la Junta de Gobierno. El decreto, redactado por el
capitán de navío Sergio Rillón, tiene tres artículos. El primero declara que los
comandantes se constituían como Junta para asumir el mando supremo de la
nación, con el compromiso de restaurar la «Chilenidad», la «Justicia» y la
«Institucionalidad» quebrantadas. El segundo, designa al general Pinochet
como Presidente de la Junta. El tercero, «garantiza la plena eficacia de las
atribuciones del Poder Judicial (…) en la medida en que la actual situación del
país lo permita (…)».
Pocos meses después, el ministro Urrutia Manzano se adelantaría a
investir al general con la banda presidencial y pediría a sus colegas la
ratificación del acto.
El 11, solo algunos ministros de la Corte de Apelaciones de Santiago
lograron llegar al centro. No les fue fácil. Apenas se podía caminar. «Las fuerzas
militares se habían tomado la ciudad», recuerda uno de los magistrados que se
desempeñaba en el tribunal capitalino en ese entonces. «Algunos tratamos de
llegar porque pensábamos que habría personas con recursos de amparo, pero
después nos dimos cuenta de que, en esas condiciones, era imposible»[181].
Quienes consiguieron acercarse al tribunal tuvieron que regresar a sus
casas y permanecieron allí, pegados a la radio, siguiendo los acontecimientos.
Otros, como Enrique Paillás, vivían en el centro y pudieron ver desde sus casas
el bombardeo a La Moneda.
En provincias, la mayoría de los jueces y ministros no tuvieron problemas
para presentarse en sus despachos, salvo el cambio de condiciones políticas.
En la Corte de Apelaciones de Talca los magistrados trabajaron hasta las
12.30. Esa mañana el juez de Menores se presentó ante el presidente de la
Corte, el controvertido Sergio Dunlop, y le dijo que había recibido una orden
de presentarse al regimiento de Talca, junto a otros dos jueces.
El presidente decidió que no debían concurrir y llamó por teléfono al Jefe
de Zona en Estado de Emergencia, teniente coronel Efraín Jañas.
—Entiéndase conmigo —le dijo y partió rumbo a la oficina del militar,
junto a su secretaria. Allí Dunlop advirtió al oficial: «Según mis informaciones,
las nuevas autoridades no han ordenado paralizar el Poder Judicial. Así que si
tiene peticiones que hacer, hágamelas directamente a mí, que soy el presidente
de esta Corte»[182].
El oficial debió asentir. Los jueces fueron citados, pero no detenidos. En
contradicción con este predicamento, Dunlop, quien presidía la Asociación de
Magistrados, se acoplaría enseguida al grupo de jueces que se manifestaron
abiertamente partidarios del régimen militar. Tal vez por eso se le permitió
continuar en su cargo de presidente de la Asociación y sería uno de los
colaboradores de Urrutia en la confección de listas de magistrados considerados
proclives a la Unidad Popular, que fueron destituidos del servicio[183].
Ese día, los ministros de la Corte Suprema regresaron a sus domicilios en
el mismo vehículo militar que los trasladó al centro, y aunque la Junta de
Gobierno había prohibido a todos los civiles abandonar sus casas, desde las 15
horas del martes 11 y durante todo el día siguiente, el toque de queda absoluto
no fue obstáculo para que Urrutia Manzano emitiera una declaración pública
el miércoles 12:

«El presidente de la Corte Suprema, en conocimiento del propósito del nuevo


gobierno de respetar y hacer cumplir las decisiones del Poder Judicial sin examen
administrativo previo (…) manifiesta públicamente por ello su más íntima
complacencia en nombre de la Administración de Justicia de Chile y espera que el
Poder Judicial cumpla con su deber como lo ha hecho hasta ahora»[184].
El jueves 13 se permitió a los ciudadanos salir de sus casas solo entre las
12 y las 15 horas. Esa noche, el general Pinochet tomaba juramento a quienes
serían sus primeros ministros, en la Escuela Militar.
El titular de Justicia, Gonzalo Prieto Gándara, fue uno de dos civiles
nombrados en el gabinete compuesto casi enteramente por uniformados. El
abogado de 49 años no era, sin embargo, completamente ajeno al mundo
castrense: había sido auditor en la Subsecretaría de Marina en diferentes
períodos entre 1943 y 1969 y, luego, abogado coordinador de Asmar, los
Astilleros de la Armada.
A poco de asumir, Prieto declararía que el presidente de la Corte Suprema
«se ha portado extraordinariamente bien con la Junta y conmigo y comprendió
las justificaciones morales y éticas que tuvieron las Fuerzas Armadas para
intervenir en los destinos de Chile». Los objetivos de las nuevas autoridades,
decía el exauditor de la Armada, era respetar la autonomía del máximo tribunal
y la «democratización de la Justicia».
Según informó El Mercurio, once ministros de la Corte Suprema se
trasladaron el jueves al Palacio de los Tribunales «en un microbús del Ejército
debidamente custodiado por personal militar» y, «extraoficialmente», realizaron
un pleno en el que acordaron «ratificar la declaración del presidente del
Tribunal dado a conocer por los medios informativos del gobierno» y «disponer
que los distintos tribunales de Justicia de la Nación continúen cumpliendo sus
labores ante la certeza de que la Autoridad Administrativa respectiva les
prestará la garantía necesaria en el desempeño normal de sus funciones»[185].
La declaración fue firmada por Urrutia, Eduardo Ortiz, Israel Bórquez,
Luis Maldonado, Juan Pomés, Armando Silva, Manuel Rivas, Enrique Correa,
Rafael Retamal, Eduardo Varas y José María Eyzaguirre. Las rúbricas del
expresidente Octavio Ramírez y de José Arancibia no ratificaron el
pronunciamiento. El mismo día, la Junta de Gobierno difundió el Bando
n.º 29, cuyo contenido decía escuetamente: «Clausúrase el Congreso Nacional
y decláranse vacantes los cargos de los parlamentarios»[186].
El viernes de esa semana, la mayoría de jueces y ministros volvió a sus
labores en normalidad. O a una normalidad aproximada.
El sábado 15 en el diario La Tercera apareció un inserto de breve
extensión pero extensas consecuencias, por la polémica que generaría más
tarde. Decía:

«Nombramiento de los Consejos de Guerra: Se pone en conocimiento de la


ciudadanía de que con el fin de acelerar al máximo sustanciación de causas que
corresponda incoar a los Tribunales Militares en tiempo de Guerra, la Junta de
Gobierno ha delegado en los comandantes de las diversas Zonas Jurisdiccionales la
atribución de nombrar los Consejos de Guerra»[187].

A pesar de que eso significaba sacar del ámbito de atribuciones de la


máxima autoridad judicial los primeros procesos contra los opositores, las
relaciones entre las nuevas autoridades administrativas y el máximo tribunal de
la República fueron desde un comienzo cordiales. La mayoría de los ministros
opinaba que ahora sí llegaba un gobierno que los entendía, que los respetaría y
les daría el lugar que merecían en la sociedad. Se sentían alegres y agradecidos,
y en vez de reclamar por la usurpación de funciones, la Corte Suprema inició
inmediatamente el despacho de oficios pidiendo aumentos de sueldos.

La rutina ceremonial

La Tercera apareció en la mañana del 25 de septiembre con la primera


entrevista al ministro Gonzalo Prieto Gándara.
«Todos los sectores ciudadanos deben estar tranquilos porque se actuará
con un criterio técnico-jurídico sabio para que la justicia sea realmente
justicia», reflexionaba el titular de Justicia.
Al mediodía, los integrantes de la Junta Militar llegaron al Palacio de los
Tribunales, vistiendo sus uniformes de gala. Luis Maldonado Boggiano los
recibió en la entrada. Urrutia Manzano los esperaba dentro del edificio. Los
saludó con solemnidad y los acompañó mientras subían la escalera de mármol
que conduce a la Corte Suprema.
Arriba, las autoridades militares se reunieron con los trece magistrados en
pleno. Urrutia expresó satisfacción y recordó que solo semanas antes habían
temido ser «avasallados» por el «antiguo régimen».
Pinochet respondió: «Sin ley no hay justicia».[188] Y agradeció enseguida
el que los ministros hubieran reconocido la legitimidad de las nuevas
autoridades.
Más tarde, Urrutia encabezaría una delegación de ministros supremos que
sostendría una nueva reunión con los integrantes de la Junta de Gobierno. El
tema en tabla eran las reivindicaciones salariales. El gobierno envió al ministro
de Hacienda, contraalmirante Lorenzo Gotuzzo, para que se entrevistara con
los magistrados y tomara nota detallada de sus demandas.
Por esos días, un vecino del ministro Rafael Retamal, cercano a sus hijos,
visitó su casa en la calle Los Talaveras, en Ñuñoa. El magistrado lucía su eterna
boina y se mostró afable con el visitante, que estaba ya en la oposición al
régimen militar y que no pudo resistir la tentación de preguntar al magistrado
cuál era su posición.
—A los militares hay que darles un plazo para que cumplan lo que han
prometido —respondió, enérgico, Retamal—. Ese plazo no puede ser superior
a cinco años[189].
Retamal, declaradamente católico en lo religioso y antimarxista en
política, se manifestaba próximo a los postulados de la Democracia Cristiana.
Su casa, en la que vivía con una nutrida parentela, era alumbrada de noche por
los helicópteros que recorrían la ciudad. Según el gobierno, era una medida de
protección.
Mientras tanto, los ministros de la Corte de Apelaciones de Santiago,
recién reinstalados, comenzaban a recibir decenas de recursos de amparo por
personas que estaban desaparecidas, detenidas o habían sido ejecutadas por
violar el toque de queda.
Durante los primeros meses posteriores al Golpe de Estado, en
conocimiento de tales recursos, la Corte capitalina ordenó a algunos ministros
que se constituyeran en recintos destinados a la detención masiva de personas.
Uno de ellos fue Rubén Galecio, quien se constituyó, por orden de la
Corte de Apelaciones, al menos cuatro veces en centros de detención. Fue a
Investigaciones, a dependencias de la Fuerza Aérea y dos veces al Estadio Chile.
Se presentaba exigiendo constatar el estado de prisioneros en favor de quienes
sus familiares habían recurrido de amparo. Siempre se le impidió el ingreso y el
Ejecutivo respaldó la respuesta de los funcionarios militares, que se escudaban
en las disposiciones especiales que regían el Estado de Sitio.
Las protestas en contra de las actuaciones de los militares fueron elevadas,
por los propios magistrados afectados, a la Corte Suprema que, sin embargo,
los archivó sin más trámites. Contrariamente a como lo hizo con el gobierno
de Allende, la Corte no mostró el menor signo de rebelión en contra de la
dictadura militar.
Los primeros recursos de amparo fueron rechazados con el pretexto de
que no era posible constatar la presencia de los detenidos en los recintos
militares.
En enero de 1974 la presidencia de la Corte de Apelaciones de Santiago
fue asumida por José Cánovas. El ministro estaba agobiado por los recursos que
le llevaban los abogados de una incipiente Agrupación de Derechos Humanos
(Eugenio Velasco, Jaime Castillo), del Comité Pro Paz (predecesor de la
Vicaría, al alero del cardenal Raúl Silva Henríquez) y del Servicio de Paz y
Justicia (Serpaj).
Cánovas, un ministro de larga trayectoria, estimaba que algunos de los
recurrentes abusaban del amparo, pero también constató la desidia con que el
gobierno respondía a los requerimientos de los tribunales.
Cuando el asunto se tornó grave, Cánovas obtuvo el consentimiento del
pleno y pidió una audiencia al ministro del Interior, el general César Bonilla.
Cánovas le recordó las especiales disposiciones que rigen el recurso de amparo,
las obligaciones del Ejecutivo y los vicios y atropellos en que estaban
incurriendo las nuevas autoridades militares.
Bonilla se mostró honestamente sorprendido. En presencia del
magistrado, ordenó a sus asesores jurídicos para que despacharan cuanto antes
los informes pendientes. El Ministerio despachó unos 300 informes atrasados.
Pero la actitud asumida por Bonilla, quien murió en un extraño accidente
aéreo, no sería seguida por sus sucesores. La Corte Suprema tampoco respaldó
las preocupaciones de sus subalternos.
Aunque en la Corte de Apelaciones de Santiago se instauró una oficina
especial para tramitar los recursos de amparo, estos continuaron siendo
rechazados masivamente.
Paulatinamente, las cortes de Apelaciones dejaron de designar
magistrados para que se constituyeran en los cuarteles militares y se limitaron,
casi siempre, a enviar oficios a los organismos oficiales. Pasó a ser una suerte de
rutina. Del mismo modo se convirtió también en rutina el traslado diario de
los ministros de la Corte Suprema al Palacio de los Tribunales en un bus del
Ejército.

Primer aniversario

El 29 de diciembre de 1973, la Corte Suprema celebró su aniversario número


150. Se hizo una ceremonia y un cóctel en el Palacio de los Tribunales en la
cual festejaron el acontecimiento los 13 ministros del máximo tribunal y las
nuevas autoridades, encabezadas por el general Pinochet.
El 1 de marzo de 1974, prácticamente la misma audiencia se congregó de
nuevo para oír el discurso inaugural del año judicial. Era viernes. El país seguía
bajo Estado de Sitio. Las detenciones de opositores eran masivas y las
denuncias por desapariciones se hacían progresivamente más frecuentes.
En el segundo piso del Palacio de los Tribunales, el primer ministro de
Justicia del régimen militar, Gonzalo Prieto; el subsecretario de la cartera, Max
Silva; el presidente del Colegio de Abogados, Alejandro Silva Bascuñán; el
presidente de la Corte de Apelaciones de Santiago, José Cánovas, y todos los
magistrados en ejercicio en la capital lucían formales. Un solo extranjero estaba
junto a ellos: el presidente de la Corte Suprema de Hannover (Alemania),
Helmut Kovold, quien, según la información de prensa, fue «especialmente
invitado».
En la sala de plenarios, Urrutia Manzano dio lectura a su discurso. El
Mercurio lo publicó al día siguiente bajo el título: «Enérgica y severa exposición
del presidente de la Suprema». El ministro advirtió que algunos de sus
comentarios los hacía en «términos personales». Como este:

«Producidos los hechos que ocurrieron el día 11 de septiembre último y de los


cuales me ocuparé más adelante, puedo asegurar de una manera enfática que los
Tribunales de nuestra dependencia han funcionado en la forma regular que
establece la ley, que la autoridad administrativa que rige el país cumple nuestras
resoluciones y a nuestros jueces se los respeta con el decoro que merecen. Para el
que habla, es muy satisfactorio declarar lo expresado»[190].

Para Urrutia todavía estaba vivo el recuerdo del gobierno «marxista» que
«con sus desaciertos y su constante violación de la ley de manera tan
manifiesta, tanto en su letra como en su espíritu, había perdido ya la
legitimidad obtenida con su elección por el Congreso Nacional»[191].
El ministro defendió al nuevo régimen de las acusaciones por violaciones
a los derechos humanos, recordando que el 6 de agosto de 1970, poco antes de
que Allende asumiera el gobierno, un grupo de abogados pidió a la Corte
Suprema que tomara medidas para evitar abusos, flagelos y maltratos a los
procesados en los recintos policiales o en las cárceles. La Corte había
investigado las acusaciones y, en menos de veinte días, acogido gran parte de las
peticiones. Sin embargo, según Urrutia, los principales firmantes fueron
nombrados en altos cargos de gobierno y se olvidaron de las quejas.
Lo que estaba ocurriendo en ese momento en Chile, por lo demás, no era
de la gravedad que se reclamaba:

«El Presidente que habla se ha podido imponer de que gran parte de los detenidos,
que lo fueron en virtud de disposiciones legales que rigen el Estado de Sitio, han
sido puestos en libertad. Otros se encuentran procesados en los Juzgados
ordinarios o militares, y con respecto a aquellos que se encuentran detenidos en
virtud de las facultades legales del Estado de Sitio en vigencia, se hace un esfuerzo
para aliviar su situación de detenidos y clarificar cuanto antes su participación en
actividades reñidas con la ley. Es de desear que este esfuerzo pueda terminar
cuanto antes con la situación eventual en que se encuentran las familias
afectadas»[192].

El presidente de la Corte Suprema comentó también que había recibido


la visita de dos delegados de Amnistía Internacional. Los visitantes le
expresaron su preocupación por la indiferencia del Poder Judicial ante las
denuncias de violaciones a los derechos humanos y, particularmente, por la
decisión de la Corte Suprema de renunciar a su potestad fiscalizadora sobre los
Consejos de Guerra, que ya habían ordenado la ejecución de numerosos
detenidos.
Urrutia dijo que les hizo presente a los delegados «lo infundado» de sus
preocupaciones. Si se habían registrado ejecuciones, encontraban su pleno
fundamento en las leyes vigentes en Chile y estas armonizaban plenamente con
«los compromisos internacionales sobre derechos humanos». Lamentó el
ministro que, más tarde, el informe de Amnistía no incluyera sus opiniones:
«Se prefiere dar crédito a rumores anónimos o a consignas interesadas». Los
derechos humanos, alegó, son «respetados en nuestra patria».
Un segundo capítulo demandaba mejoras económicas. Para graficar los
apremios en que vivían los jueces, citó el caso de seis o siete supremos jubilados
que recibieron como pensión un cheque de cero escudos:

«El presidente de la Honorable Junta de Gobierno, en conocimiento de este


desorden, dio un plazo perentorio de tres días para que se normalizara el pago de
pensiones a los ministros jubilados. Y cosa curiosa, dentro de los tres días dicho
pago quedaba formalizado. Por supuesto, que gracias a la intervención personal del
general señor Pinochet»[193].

Urrutia reclamó una nueva cárcel pública, un departamento de bienestar,


nuevos juzgados, más casas para magistrados. Casi ninguna fue satisfecha por el
gobierno militar. Citemos únicamente el caso de la cárcel pública, cuya sede,
hasta no hace mucho, funcionaba en General Mackenna con Teatinos. En el
viejo edificio no se practicaron siquiera reparaciones menores, y como signo de
su decrepitud recuérdese la espectacular fuga protagonizada por varias decenas
de presos políticos, a comienzos de 1990, gracias a lo fácil que les resultó
excavar un túnel subterráneo que los llevara a la libertad.
La Junta Militar dio algunas compensaciones materiales a los
magistrados, pero estas fueron principalmente simbólicas.
Según el profesor Carlos Peña, la Corte Suprema encontró en los
militares un aliado en sus temores frente a la sociedad civil. «Ambos se
autoperciben como sectores excluidos, postergados, incomprendidos y
sometidos al deseo de instrumentalización».
El gobierno militar se encargó de hacer participar al Poder Judicial «en los
ritos del poder —aunque no en el poder mismo— y, de esa manera, ambos se
satisfacen mutua y simbólicamente: el Poder Judicial percibe que por primera
vez se le hace salir de su exclusión pública y las Fuerzas Armadas revalidan sus
débiles lazos de legitimidad con la antigua República»[194].
Gracias a tales gestos, la Corte Suprema sentía que por primera vez se le
daba rango de «poder» del Estado.
Por estas razones el ministro José María Eyzaguirre aceptó gustoso
acompañar a los abogados Julio Durán y Alejandro Silva Bascuñán en una gira
política por Europa organizada para explicar las razones y fundamentos del
«pronunciamiento militar».

La hora de la «razzia»
Mientras los ministros de la Corte Suprema no ocultaban su embeleso con el
sabor del triunfo de las Fuerzas Armadas sobre el gobierno izquierdista, buena
parte de sus subalternos se sumían en el miedo y la paranoia. Los magistrados
en las cortes y en los juzgados sabían que sus opiniones y sus fallos serían
analizados políticamente. Los ascensos, bastante difíciles, serían reservados para
los incondicionales.
La figura de Sergio Dunlop en la Asociación de Magistrados cobraba la
faz temible del vencedor para quienes lo habían enfrentado en las luchas
gremiales. Se preparaban las listas negras. Los jueces tuvieron que someterse sin
chistar a que sus sueldos fueran incorporados a Escala Única vigente para los
empleados públicos. Cualquier demanda que no fuera patrocinada por el más
alto tribunal podía ser objeto de reprensiones.
En 1974, la Corte de Apelaciones de Santiago, bajo la presidencia de José
Cánovas, envió a Pinochet un oficio solicitando una escala especial para el
Poder Judicial. Pinochet llamó a Urrutia y le pidió explicaciones. El presidente
de la Corte Suprema le dijo que le devolviera el oficio sin contestar, pues él se
encargaría de dar cuenta en el pleno. Habría que sancionar tamaño
atrevimiento.
Urrutia se encontró con Cánovas en las cercanías de la Corte y lo regañó.
Le dijo que el tribunal de alzada había atropellado el principio de jerarquía al
dirigirse directamente a Pinochet, sin consultar previamente a la Corte
Suprema.
Cánovas tuvo suerte. Cuando Urrutia expuso la situación al pleno, los
supremos acogieron el reclamo de la Corte de Apelaciones y decidieron
reenviar el oficio, ahora con sus firmas, a la Junta. Pero el gobierno, que para
estos asuntos se entendía directamente con Urrutia, consideró que el respaldo
de este era suficiente para rechazar el petitorio.
Los que no tuvieron suerte ninguna fueron los jueces catalogados de
izquierdistas. En uno de los párrafos de su primer discurso, Urrutia admitía
entre líneas la razzia que se estaba registrando al interior de la judicatura. Dijo
que las calificaciones correspondientes a 1973 se estaban realizando de acuerdo
con nuevos procedimientos establecidos en decretos leyes. «Algunos», dijo
Urrutia usando un eufemismo, fueron «separados» del Poder Judicial[195].
Fue una escueta admisión pública de actos que fueron planificados en
reuniones privadas.
Recién asumido, el gobierno militar expresó a la Corte Suprema su
molestia con los empleados del Poder Judicial que consideraba marxistas. Entre
1973 y 1975, más de 250 magistrados y funcionarios fueron trasladados,
removidos u obligados a renunciar, según un estudio realizado por el Colegio
de Abogados en 1986. Entre ellos, unos veinte fiscales y ministros de las cortes
de Apelaciones; más de cincuenta jueces, secretarios de juzgados, relatores y
secretarios de Corte; y unos 180 miembros del Escalafón Secundario
(funcionarios, receptores, defensores públicos y notarios).
La mayoría de esos funcionarios nunca había tenido un reparo en su hoja
de vida.
Otra gran cantidad de jueces y empleados, aunque no salieron del Poder
Judicial, fueron sancionados con medidas disciplinarias o se los puso en Lista
Dos, que equivalía a describir su desempeño como «regular». Es lo que ocurrió
al caso del magistrado Alejandro Solís, quien ejercía en Illapel. El actual
ministro de la Corte de Apelaciones de Santiago, elegido mejor juez por los
abogados en 1991, fue puesto en Lista Dos por la presunción de que no
apoyaba a las nuevas autoridades[196].
El trabajo presentado al Colegio de Abogados por Mario Rossel, concluye
que desde el mismo 11 de septiembre fue violado «el principio de
inamovilidad», aun cuando estuvo consagrado en la ley por lo menos hasta
diciembre de ese mismo año, conforme a la disposiciones de la Constitución de
1925. Esta, así como las leyes derivadas de ella, establecen causales muy
precisas para dar curso a la remoción de magistrados.
Pero el 6 de diciembre de 1973 se dictaron los decretos leyes 169 y 170,
que modificaron las normas constitucionales y permitieron que la Corte
Suprema calificara a los magistrados y funcionarios en tres listas. En la Lista
Uno pondría a los meritorios; en la Dos, a los satisfactorios, y en la Lista Tres, a
los deficientes, quienes serían automáticamente removidos del Poder Judicial.
Los decretos establecieron que nuevas calificaciones se harían el 2 de
enero de cada año, en audiencia y votaciones «secretas»; que contra la
calificación no sería posible interponer «recurso alguno», y que los magistrados
podrían ser incluidos en Lista Tres por «simple mayoría» (se rebajó el quorum)
de los ministros de la Corte Suprema.
Los cambios otorgaron a la Corte Suprema facultades para remover a los
magistrados y funcionarios «sin forma de juicio» alguno, sin «darles la
posibilidad de conocer los cargos que se les formulaban» y, por lo tanto, sin
brindarles la elemental garantía de contestar las acusaciones.

«Así, se consagra un procedimiento inquisitorial, digno de la etapa más oscura de


la justicia Medieval, que vulnera las garantías más esenciales de toda
administración de justicia (…) Al amparar a los juzgadores con el anonimato, no
solo se vulnera un elemental principio ético, sino también la fundamental base de
la administración de justicia que se denomina el principio de responsabilidad, base
que entraña por esencia que todo juzgador debe responder de que lo que resuelva
se ajuste a derecho, lo que salvaguarda de cualquier arbitrariedad»[197].

Es lo que denunciaba el estudio presentado al Colegio de Abogados, pero


las votaciones sobre las calificaciones de los magistrados continuaron siendo
secretas hasta el gobierno de Eduardo Frei Ruiz-Tagle.
Al iniciarse 1974, en una actitud sin precedentes, la Corte Suprema
incluyó en Lista Tres, por su desempeño durante 1973, a numerosos
magistrados, ministros de cortes de Apelaciones, relatores, fiscales y jueces,
quienes quedaron inmediatamente y sin derecho a reclamo, despedidos.
La redacción de los decretos 169 y 170 habría sido sugerida desde la
misma Corte Suprema que ya, desde antes de que entraran en vigencia, había
enviado a ministros «visitadores» a las cortes del país para «fiscalizar» a sus
funcionarios. Además había aprobado, inmediatamente después del Golpe, la
decisión del Ejecutivo de trasladar, sin dilaciones, a innumerables magistrados,
varios de los cuales después terminaron siendo expulsados.
Los traslados, efectuados profusamente a fines de 1973, importaron una
degradación moral y cotidiana para los afectados, que debieron dejar casa,
familia y círculo social para cumplir las funciones, aunque fueran las mismas,
en otras jurisdicciones.
Entre los traslados más dramáticos estuvo el de Julio Aparicio Pons, la
primera antigüedad entre los ministros de la Corte de Apelaciones de Santiago.
El ministro, a pesar de sus méritos, cayó en desgracia ante sus superiores por
haber aceptado la titularidad del Tribunal del Cobre, creado por Allende para
regular los juicios por indemnizaciones en contra de las expropiaciones
mineras.
Al 11 de septiembre, por antigüedad y mérito, Aparicio debió haber
ascendido a la Corte Suprema. Sin embargo, para evitar su nombramiento, el
máximo tribunal puso a otro en la quina, que se estimó más antiguo que él,
solo por provenir de la Corte de Magallanes. Como este último no tenía
condiciones para el cargo, al poco tiempo fue obligado a jubilar.
Aparicio fue rebajado a fiscal de la Corte de Rancagua el 14 de marzo de
1974. Los ministros de la Corte Suprema pensaron que el nombramiento, por
su avanzada edad, lo obligaría a jubilar. Pero el magistrado no hizo tal. Todos
los días viajaba de Santiago a Rancagua, hasta que su estado de salud se agotó.
Al retirarse, envió una sentida carta a sus colegas de la corte capitalina. Murió
poco después de un infarto.
La ministra Violeta Guzmán Farren fue enviada desde la Corte de
Santiago a la de Concepción, pero se salvó de la remoción. Hoy está de vuelta
en la corte capitalina.[*]
El estudio del Colegio registra otros dieciséis casos de ministros y
relatores de Corte que fueron degradados con el traslado, la mayoría de los
cuales fue finalmente expulsada o renunció.
En la categoría de jueces, entre 1973 y 1975, salieron del Poder Judicial
ventiocho jueces, ventiocho secretarios de juzgados, tres relatores y dos
secretarios de cortes de Apelaciones. Entre los de funcionarios, abandonaron el
servicio 180 empleados de secretaría, juzgados y cortes; doce receptores; cuatro
defensores públicos, y un notario.
El resto de la magistratura no reaccionó contra la depuración por temor o
bien porque opinaban que sus superiores actuaron con prudencia, castigando
estrictamente a quienes efectivamente se excedieron en sus manifestaciones
políticas en favor de la Unidad Popular.
El 1.º de marzo de 1975, el presidente de la Corte Suprema, Enrique
Urrutia Manzano, inauguró un nuevo año judicial anunciando su retiro. En su
discurso valoró la homologación de la carrera judicial con la Escala Única que
regía entonces solo para los funcionarios públicos. Y criticó el escaso tiraje
dentro de la carrera judicial, por la inexistencia de límite de edad para jubilar y
por la inamovilidad de que gozaban los jueces.
En su despedida, ante su público compuesto por autoridades militares y
magistrados, dijo:

«Como primera expresión declaro, con la veracidad que me exige la solemnidad de


este acto, que los tribunales han continuado actuando con la independencia que
les confiere la ley, según su real saber y entender, ajenos a toda intromisión del
gobierno que ahora rige al país».[198].

Urrutia quiso rubricar con broche de oro su carrera, y decidió aceptar el


ofrecimiento del gobierno para asumir la embajada en Francia, pero las
autoridades galas le negaron el beneplácito.

La increíble historia del juez Acuña

Todos los días, a las siete de la tarde, El Lito tomaba su desvencijada bicicleta y
se iba a pasear por el camino alto, que da a Pisagua Viejo, hasta llegar al centro
del cementerio.
Ángel de la Cruz Venegas, El Lito, era bien conocido en ese desértico
pueblo a orillas del mar, entre Arica e Iquique. Aseaba el retén de Carabineros
en que trabajaba su hermano, el sargento Juan de Dios de la Cruz. Pese a que
arrastraba una condena de presidio de cinco años y un día por «hurtos
reiterados», El Lito podía recorrer el pueblo sin problemas. En pleno Estado de
Sitio, a él nadie le impedía llegar al cementerio.
Un día vio «a varias personas que corrían y les disparaban por la espalda.
Estas eran como tres personas y luego que les dispararon, los ensacaron (…)
Las personas que dispararon eran militares. También vi, en una ocasión, que en
la Gobernación a varios detenidos les sacaban las uñas. Recuerdo que Mario
Acuña, a quien ubico, era quien daba las órdenes»[199].
Se refería al juez Mario Acuña Riquelme. Este personaje inició su carrera
en Santiago, y de su paso por los tribunales de San Miguel quedó la memoria
de grandes defensores y severos detractores suyos. Había quienes lo calificaban
de «brillante», pero la Corte Suprema acogió reclamos por su mala gestión y lo
trasladó a Iquique al comenzar los ’70.
Abogados que lo conocieron como titular del Primer Juzgado de la capital
nortina afirman haberlo visto varias veces borracho en su oficina. Muchas otras
cosas vieron. El Consejo de Defensa del Estado incluyó su nombre, junto al del
presidente de la Corte iquiqueña, Ignacio Alarcón y otros importantes
magistrados, como parte de una lista de jueces vinculados con el narcotráfico.
En 1972, tras recibir la queja del CDE, la Corte encomendó al ministro
Enrique Correa Labra que se trasladara al norte a investigar. El magistrado
contó con la ayuda en Iquique del abogado Procurador Fiscal (el representante
del CDE), Julio Cabezas Gazitúa. En Santiago, con la del abogado Manuel
Guzmán Vial. Agentes del Departamento de Investigaciones Aduaneras (DIA),
entre otras entidades, también habían reunido información sobre los
magistrados mientras buscaban desbaratar una red de tráfico de drogas y
contrabando entre Chile y Bolivia.
Correa Labra estuvo ocho meses en el norte. Al volver, emitió un grueso
informe y la Corte Suprema intervino destituyendo al presidente de la Corte
iquiqueña y al fiscal de ese tribunal, Raúl Arancibia. Otro grupo,
probablemente para no generar un escándalo, solo fue trasladado o
amonestado.
Acuña se salvó. Sin embargo, el magistrado sabía perfectamente que el
abogado Cabezas había sido el promotor de las acusaciones en su contra y que
todavía le quedaba carga por usar.
Cabezas —45 años, casado, cuatro hijos— era considerado un abogado
brillante, un funcionario de «dedicación ejemplar»[200], que actuaba además
como jefe del Servicio de Asistencia Judicial en Iquique.
En 1973, Cabezas y el director de Odeplán, Freddy Taberna, tenían
pruebas suficientes de los vínculos de Acuña con los dos poderosos
narcotraficantes que dirigían las operaciones de tráfico y contrabando entre
Chile y Bolivia y que, por su peso económico, incluso habían llegado a ser
miembros de la Cámara de Comercio de Iquique: Nicolás Chánez y Doroteo
Gutiérrez[201].
Ambos transportaban diariamente desde Santiago al norte toneladas de
azúcar, café, harina, conservas, mantequilla, medias, ropa y medicinas, entre
otros productos obtenidos ilícitamente. Era el tiempo de las colas y la escasez
bajo el gobierno de la Unidad Popular.
Los camiones con la carga prohibida se dirigían a dos pueblos limítrofes:
Cancosa y Colchane. Las inmensas bodegas en que la mercadería era
almacenada dominaban el paisaje de ambos caseríos, cuyas poblaciones
sumadas no llegaban a los 150 habitantes. En la frontera, los chilenos
entregaban los insumos a traficantes bolivianos, quienes les pagaban con
grandes cantidades de cocaína semielaborada. Los alimentos y medicinas se
iban a Oruro y luego eran distribuidos en Santa Cruz y La Paz. El sulfato de
cocaína era internado en Iquique para su elaboración.
Antes del 11 de septiembre, Chánez y Gutiérrez fueron detenidos
repetidamente por contrabando y narcotráfico, pero obtuvieron la libertad con
facilidad gracias a sus vínculos con el ministro Ignacio Alarcón, el juez Acuña y
su actuario Raúl Barraza. Este último había sido descubierto in fraganti por la
policía trabajando de noche en el procesamiento de la cocaína en un
laboratorio que tenía en su propia casa, en Wilson 151. Su superior, el juez
Acuña, fue vinculado por la investigación policial con la gestión del
laboratorio.
Pesaban en la carpeta que el CDE tenía sobre el magistrado otro tipo de
corruptelas. Se comprobó que desde mayo de 1970 el magistrado cobraba
asignación familiar por su cónyuge, aunque esta no tenía derecho a ella, pues
era funcionaría de la CORFO. Además, había informado al Servicio de
Impuestos Internos que su esposa no trabajaba, con el solo fin de rebajar el
pago de impuestos.
Acuña adquirió en forma fraudulenta varios automóviles, haciendo uso
de una franquicia que por entonces era derecho exclusivo de los residentes en
Arica. Y pagó parte de uno de esos vehículos con un cheque del comerciante
Raúl Nazar, que estaba encausado por estafa en su propio tribunal y que quedó
libre «por falta de méritos» justo después de extender ese documento.
El magistrado recibió regalos de navidad, ante testigos, de otro conocido
narcotraficante iquiqueño, Francisco Manríquez Valenzuela, «El Gallina».
El abogado Julio Cabezas sabía también, y lo informó a la Corte
Suprema, que el 7 de abril de 1972, el juez Acuña viajó junto al narcotraficante
Pascual Gallardo a Santiago y que ambos abordaron un vehículo que los
esperaba en el aeropuerto Pudahuel, con destino desconocido.
Gallardo había sido inculpado como parte de una banda de
narcotraficantes descubierta en 1969 en una causa que tuvo en su poder el juez
Acuña. Poco después, sospechosamente, se presentó en Santiago una querella
por estafa en contra de uno de los encausados. Eso significaba que el proceso
por narcotráfico debía salir del tribunal iquiqueño y ser enviado la capital. En
el viaje, el actuario designado para trasladar el expediente lo perdió sin
explicación plausible. Ya no importaba mucho. Los documentos que
inculpaban a Gallardo se habían extraviado antes, desde las propias oficinas del
juzgado iquiqueño.
Gallardo nunca fue procesado.
Pese a sus antecedentes, la Corte Suprema autorizó al juez Acuña para
que, inmediatamente después del 11, se constituyera como fiscal en los
Consejos de Guerra en el norte grande. Al personaje le gustó, por supuesto, la
nueva investidura. El mismo día del Golpe llegó vestido con uniforme de
comando al tribunal, que siguió atendiendo paralelamente por un breve lapso.
En ese período, sus subalternos también debían lucir trajes militares cuando lo
acompañaban a la «fiscalía».
El juez Acuña fue uno de los pocos magistrados elegidos para tan inusual
misión y él iba a aprovecharlo.
Mediante llamados radiales, el abogado Julio Cabezas fue convocado por
bando para presentarse ante las nuevas autoridades militares junto a los más
importantes dirigentes políticos de la zona. Cabezas, que no tenía militancia
política ni «tendencia revolucionaria alguna»[202], se autodefinía entonces
como simpatizante DC y, como tal, había sido un opositor al gobierno de
Allende. Pero su nombre, para extrañeza de abogados y jueces, se repetía por las
radios junto al de los máximos jerarcas de la Unidad Popular.
El 14 de septiembre, terminado el toque de queda absoluto, el profesional
decidió entregarse. Ese día se reunió con un grupo de ocho profesionales que
hacían su práctica profesional en el Servicio de Asistencia Judicial. En el
segundo piso de los tribunales iquiqueños, Cabezas dio tareas a sus alumnos.
Entre ellos estaban el actual ministro de la Corte ariqueña Javier Moya y los
abogados Valdemar de Lucky, Juan Rebollo, Ernesto Montoya, Enrique
Castillo e Ismael Canales.
—Yo vengo luego. Sigan con los casos, que voy a revisar lo que han hecho
a la vuelta —les dijo.[203]
Cabezas no dejó reemplazante. Con una frazada en un brazo y un
chaquetón de castilla en el otro salió caminando hacia la Sexta División de
Ejército. Algunos de sus alumnos —con quienes le gustaba tener irónicas
discusiones intelectuales, pues los jóvenes eran mayoritariamente partidarios de
la UP— lo acompañaron hasta la puerta del regimiento. El abogado creía que
su nombre había sido incluido por error y que quedaría libre de inmediato.
El error era suyo.
Fue hecho prisionero y trasladado al campamento en Pisagua. Sus
celadores lo golpearon mientras permanecía colgado, le quemaron la piel con
cigarrillos, lo lanzaron desde un cerro encogido dentro en un barril sin tapas, le
quebraron un tobillo, le hicieron fusilamientos falsos. Cabezas presintió su
muerte. Logró enviar un mensaje a Santiago pidiendo la intervención de sus
colegas del Consejo de Defensa del Estado. La mayoría de los consejeros del
CDE estaba en la oposición al gobierno de Allende y apoyaban la intervención
militar, pero acogieron su súplica, pues sabían que Cabezas no era izquierdista.
Manuel Guzmán Vial fue el encargado de redactar un oficio al Jefe de
Zona en Estado de Emergencia en la zona de Tarapacá, general de brigada
Carlos Forestier. El documento daba cuenta de la excelente calidad profesional
del representante del CDE en Iquique y de sus cualidades como un hombre «de
paz».
Forestier no respondió.[204]
El 10 de octubre el nombre de Julio Cabezas apareció en un nuevo
comunicado. Esta vez, en una convocatoria a Consejo de Guerra.
El Colegio de Abogados había establecido un sistema de defensa gratuito
para los prisioneros y le nombró un representante: su propio alumno en el
consultorio jurídico, Ernesto Montoya. El joven viajó en una avioneta militar a
Pisagua. La nave partió a las 19 horas. El Consejo estaba fijado al día siguiente,
el 11 de octubre, a las cinco de la madrugada.
El joven abogado esperaba poder entrevistarse con su profesor, pero se le
dijo que estaba incomunicado. Quiso ver el expediente, pero los militares
estaban cenando. Solo pasadas las 23 horas y por diez minutos, se le permitió
examinar unas hojas que parecían ser una confesión de Cabezas ante el fiscal
Acuña. Los papeles decían que Cabezas admitía su vinculación con el Plan
Zeta (que luego se demostraría inexistente) y con el acopio de armas.
Montoya intentó una defensa. Alegó con vehemencia, pero los militares
estaban borrachos y permanecieron indiferentes a sus argumentos. El Consejo
de Guerra condenó a Cabezas a la pena de muerte.
El capellán de Pisagua se acercó a Montoya y le confesó que Cabezas ya
estaba muerto. El abogado no quería creerlo, pero hacia fines de los ’70, ante
insistentes gestiones de la familia, las autoridades militares extendieron
documentos oficiales en que reconocían la fecha real de la muerte y decían que
Cabezas fue «ajusticiado» por «alta traición a la Patria» el 10 de octubre, junto
a otros cuatro detenidos.
El expediente del supuesto Consejo de Guerra nunca apareció.
En 1990 el cuerpo de Julio Cabezas fue hallado en las fosas clandestinas
descubiertas en Pisagua. Otra vez el abogado Montoya estuvo junto a su
exprofesor. Como abogado del arzobispado, acompañó a los profesionales de la
Vicaría de la Solidaridad que lograron la ubicación de las osamentas.
También murió en Pisagua el exdirector de Odeplán, el socialista Freddy
Taberna, quien había investigado al juez Acuña junto a Cabezas.
No fueron los únicos. Dos funcionarios del Departamento de
Investigaciones Aduaneras (DIA) fueron ejecutados en el mismo campamento.
Justo antes del Golpe de Estado, el DIA estaba precisamente tras los pasos del
contrabando de cocaína por el corredor Oruro-Iquique. Ya entonces los
profesionales, motejados por La Tercera como los «intocables chilenos»[205],
creían que Chile se estaba convirtiendo en un «pasillo» para el contrabando del
clorhidrato.
El grupo aduanero actuaba en coordinación con la agencia
estadounidense antinarcóticos (DEA) y varios de sus miembros fueron
entrenados en Estados Unidos, como parte de una de las pocas áreas de
cooperación entre ambas naciones, cuando en Chile gobernaba Allende y en el
país norteamericano, Richard Nixon. El Golpe sorprendió en el norte a unos
ocho agentes de este servicio. Entre ellos, Juan Efraín Calderón, militante
socialista, quien fue ejecutado en un supuesto intento de fuga, junto a su
colega y amigo, Juan Jiménez, pese a las intervenciones en su favor del
delegado de la DEA en Chile, George Frangullie.
El cuerpo de Calderón apareció en las fosas en Pisagua amarrado de pies y
manos y con una venda sobre los ojos. Testimonios de otros exprisioneros
permitieron determinar que los agentes no intentaron huir, sino que fueron
escogidos de entre los presos para ser fusilados, sin expresión de causa.
Un grupo de narcotraficantes, que había formado parte de las
investigaciones de la DIA, la policía y el CDE en los ’70, también fue capturado
en la asonada militar. Los detenidos, acusados de delitos comunes, fueron
trasladados a Pisagua junto al resto de los prisioneros políticos. En el
campamento, controlado en buena parte por el fiscal Acuña, recibieron un
trato especial. Pero solo por un tiempo.
En este grupo figuraba Francisco Manríquez, «El Gallina», quien había
hecho regalos de Navidad a Acuña, y el poderoso Nicolás Chánez, la cabeza
visible de opulenta red de narcotráfico Oruro-Iquique, varias veces liberado
gracias a la benevolencia de los tribunales. Junto a ellos cayeron prisioneros
Hugo Martínez, Juan Mamani y Orlando Cabello.
José Ramón Steinberg, médico cirujano, reveló lo siguiente:

«En el mes de enero de 1974 llegaron a Pisagua diez personas de quienes se nos
dijo eran traficantes de drogas. De estos diez, nueve fueron fusilados por el fiscal
Acuña y su equipo integrado por los militares Aguirre, Fuentes y el carabinero
Barraza y el teniente Muñoz. Estos fueron fusilados en el cementerio de Pisagua,
siendo conducidos hasta ese lugar en un jeep militar, lo que yo vi y me consta por
la información que me dio uno de los practicantes, quien me dijo que los mataban
de a dos y esto lo presenciaban otros dos traficantes que serían fusilados
después»[206].

En 1990, los cuerpos de los «coqueros» fueron encontrados junto a los de


los prisioneros políticos en las fosas en Pisagua.
El proceso iniciado por ese hallazgo permitió conocer otras acusaciones
en contra de Acuña. El 26 de septiembre, un grupo de conscriptos allanó la
casa del doctor Steinberg. Los militares lo arrestaron diciéndole que el «fiscal»
quería hablar «unas palabritas» con él. Fue llevado al Regimiento
Telecomunicaciones y luego al campamento de Pisagua.

«El día 12 de octubre de 1973 me tocó a mí el turno para ser interrogado y fui,
igualmente, golpeado, sometido al “fusilamiento simulado” y otras torturas,
estando con la vista vendada e interrogado por el fiscal Acuña»[207].

Cerca de las cuatro de la tarde del 16 de enero de 1974, llegó a Pisagua


Isaías Higueras Zúñiga. Los uniformados a cargo del campamento le dieron
instrucción militar, obligándolo a realizar ejercicios físicos. Por la noche lo
interrogaron bajo torturas.
El doctor Steinberg recuerda que cerca de la una de la mañana del 17, fue
llamado de urgencia a la enfermería para que hiciera un chequeo médico a
Higueras. Cuando preguntó qué le había pasado al prisionero, un suboficial le
respondió: «Militarmente, se cayó».
El médico constató que el preso estaba sufriendo un infarto. Indicó a los
enfermeros que le inyectaran un «vaso dilatador y un tranquilizante», pero el
fiscal Acuña, después de preguntar a los militares qué efecto tendrían esos
medicamentos, negó autorización para el tranquilizante.
—Es que tengo que seguir interrogándolo —explicó.
—Pero no puede seguir interrogándolo en estas condiciones. El paciente
debe permanecer en reposo absoluto —replicó el médico.
Acuña se volvió hacia los enfermeros y les ordenó:
—Déjenlo aquí quince minutos. Después me lo llevan a la Fiscalía.
El médico volvió a su habitación. Cuatro horas más tarde los soldados lo
despertaron otra vez y lo llevaron a la enfermería. Higueras había muerto.
Los enfermeros militares dijeron a Steinberg que cerca de las cinco de la
mañana el prisionero había pedido permiso para ir a orinar y que cuando
volvió a acostarse, murió. Le aseguraron que nunca lo llevaron de regreso a la
fiscalía.
El doctor tomaba constancia del fallecimiento, cuando el exjuez Acuña
apareció nuevamente en la enfermería.
—¿Qué pasa?
—Esta persona ha muerto —respondió el doctor.
—¿Usted sabe cuáles son las causas?
—Tal como le dije antes, esta persona sufrió un infarto.
—¿Usted puede certificarlo?
—Claro…, pero además habría que hacer una necropsia.
—No. Aquí no hay condiciones para eso.[208]
Steinberg extendió el certificado de defunción diciendo que la causa
inmediata de la muerte había sido un «infarto del miocardio», provocado por
«stress físico emocional». Esa fue su manera científica de describir las torturas.
Hay no pocas historias más que podrían agregarse al prontuario de este
tenebroso personaje.[209]
Terminada su labor como fiscal, el juez Acuña se retiró del servicio y se
dedicó al ejercicio libre de la profesión. Por esos años se jactaba en el foro de su
amistad con el general Carlos Forestier —Forestier admiraba a Acuña[210]— y
con el propio general Pinochet, asiduo visitante de Iquique.
Entre 1975 y 1976 no había quien discutiera su poder e influencia en la
capital nortina. Pero el exceso de alcohol lo enfermó de cirrosis y diabetes. Su
familia lo abandonó. Los mismos abogados que lo vieron antes en la cima del
poder, se encontraban ahora con su cuerpo alcohólico tirado en alguna calle
iquiqueña.
En 1988 el juez Raúl Mena lo encargó reo por el homicidio calificado del
gendarme Villegas. El abogado Montoya representó a la familia del
exprisionero de Pisagua. A Acuña lo defendió su amigo, el expresidente de la
Corte iquiqueña, el destituido Ignacio Alarcón.
Cuando el caso llegó a la Corte de Apelaciones de Iquique, el tribunal
nortino declaró que estaba cubierto por la Ley de Amnistía. La Vicaría de la
Solidaridad presentó un recurso de queja ante la Corte Suprema, pero el
proceso fue enviado a la justicia militar. Desde entonces no se ha vuelto a saber
de Acuña en Iquique.[*] Alarcón murió en 1997.
Fue la Corte Suprema quien autorizó a los jueces ordinarios a integrar los
Consejos de Guerra. El exabogado de la Vicaría de la Solidaridad Roberto
Garretón recuerda con tristeza no solo las intervenciones del temido Mario
Acuña. También la del Juez de Temuco, Hugo Olate. «Hubo algunas
excepciones —afirma—, como las del Juez de Antofagasta Juan Sinn y la jueza
de Quillota Olga Vidal, quienes, obligados a integrar los Consejos, hicieron
esfuerzos por mitigar la crueldad y las irregularidades de los integrantes
militares»[211]. Otros, como Rubén Ballesteros, Berta Rodríguez, Patricia
Roncagliolo, Elba Sanhueza y Mario Torres, si bien muchas veces trataron de
influir para rebajar las enormes penas que proponían los integrantes castrenses
de los Consejos, en los aspectos de fondo suscribieron las tesis del régimen.
Particularmente la aplicación retroactiva de la ley penal, con los aumentos de
pena establecidos para el Estado de Guerra, para hechos ocurridos entre el 11 y
el 21 de septiembre, a pesar de que ese estado comenzó a regir solo desde el 22
de septiembre.
Este último aspecto no es menor si se considera que cientos de personas
fueron detenidas y condenadas en Consejos de Guerra por presuntos hechos
ocurridos en ese breve período de diez días.

Un curco quedó en la historia

El ministro José María Eyzaguirre, quien reemplazó a Urrutia Manzano en la


presidencia de la Corte Suprema, mantuvo una postura ambigua hacia el
gobierno militar. Públicamente aparecía como un partidario del nuevo
régimen. Participaba religiosamente en todas las fiestas a que era invitado por
las autoridades. Defendió la tesis de que los detenidos desaparecidos habían
salido del país o se mantenían bajo identidades falsas, pero al mismo tiempo,
fue el autor de votos de minoría que coincidían con los argumentos de los
abogados de la Vicaría de la Solidaridad.
Bajo su presidencia el titular del 11.º Juzgado del Crimen dio cuenta a
sus superiores de la Corte de Apelaciones de las dificultades que estaba
teniendo para continuar sus averiguaciones sobre la DINA, pues el gobierno le
había informado que no procedía citar a los miembros de la policía secreta. La
Corte de Apelaciones discutió el asunto y concordó que no había ninguna
disposición vigente que diera fuero a esos agentes y que no solo procedía
citarlos, sino que, llegado el caso, procesarlos. La conclusión era tan sólida que
fue respaldada en un acuerdo similar por la Corte Suprema.
Sin embargo, a los pocos días el mismo tribunal se desdijo y envió nuevas
instrucciones a las corte pidiéndoles que se abstuvieran de indagar a los
integrantes de la DINA. Los ministros de la Corte de Santiago se enteraron más
tarde que el gobierno había alegado ante el tribunal superior que una policía
secreta requería respaldo y no persecución. No era adecuado que los agentes,
gracias a los cuales «estaban vivos y sin novedad» los miembros de la Junta de
Gobierno, quedaran expuestos[212].
En su último discurso de inauguración del año judicial, en marzo de
1978, Eyzaguirre dijo que auguraba un «oscuro porvenir» a la judicatura si no
se adoptaban medidas rápidas para mejorar su situación.
El magistrado tocó temas que más tarde formarían parte de los proyectos
de reforma del Gobierno de Aylwin. Pidió la autonomía económica para el
Poder Judicial, destacando que el porcentaje del presupuesto nacional asignado
al sector había vuelto a decrecer y llegaba al límite de un 0,59 por ciento.
Señaló el abuso del recurso de queja que estaba convirtiendo a la Corte
Suprema en una tercera instancia. Propuso la creación de un Ministerio
Público. Indicó que desde que la Corte funcionaba en tres salas (bajo el
gobierno militar) se producían sentencias contradictorias y abogó por la unidad
en la jurisprudencia, como una de las funciones esenciales del máximo
tribunal.
Al despedirse, dijo que la nueva Constitución que se estaba preparando y
en cuyas subcomisiones participó «debe contar con la aceptación mayoritaria
de aquellos a quienes va a regir»[213]. Se atrevió a demandar un mayor grado de
independencia a los tribunales para que pudieran ser «los efectivos guardianes
de los derechos y garantías de todos los ciudadanos».
En la presidencia, lo reemplazó Israel Bórquez, público partidario del
gobierno militar, quien dejó inscrita en la Historia una frase memorable
pronunciada en 1978: «¡Los desaparecidos ya me tienen curco! ¡Pregúntenle a
la Vicaría!».
Bórquez fue el encargado de analizar las extradiciones solicitadas por
Estados Unidos en el caso Letelier y rechazó entregar a la justicia
estadounidense a los jefes de la DINA, pero en el mismo fallo dejó establecidas
contradicciones y aseveraciones inverosímiles en que cayeron los imputados. El
ministro envió los antecedentes a la justicia militar y estos sirvieron de base
para el proceso que una década más tarde dirigiría Adolfo Bañados.
En su primer discurso, en 1979, Bórquez, pese a su conocida postura
política, se quejó en contra de las modificaciones al Código de Procedimiento
Penal que establecieron que las inspecciones a recintos militares deberían
realizarla los jueces a través de la justicia militar, limitando las facultades de los
magistrados. Dijo:

«En las circunstancias actuales, en que el país sufre tantos y mal intencionados
ataques de orden político en el exterior, es mi opinión personal que debiera
restablecerse en este asunto la situación que existía (previamente). La Justicia
Ordinaria de nuestra patria merece la confianza de la ciudadanía».[214]

Pero sus palabras cayeron en el vacío. Con Mónica Madariaga en el


Ministerio de Justicia y una Ley de Amnistía para cubrir los delitos cometidos
entre 1973 y 1978, se iniciaba una nueva década.
Capítulo V

Docudrama en cinco actos:


Justicia y derechos humanos
Consejos de Guerra: el primer renuncio

11 de septiembre de 1973. Roberto Garretón, joven abogado, trabajaba en la


Empresa de Obras Sanitarias, EMOS. Simpatizante democratacristiano, no era
un partidario de la Unidad Popular, pero el Golpe de Estado lo violentó.
Algunos de sus colegas desaparecieron. Familiares suyos fueron arrestados.
Quería hacer algo, pero no sabía exactamente qué ni por dónde empezar.
Comenzó por leer la prensa de un modo distinto, intentando seguir la
huella de lo que pasaba con los prisioneros. Puso especial atención a los
Consejos de Guerra. Se compró un Código de Justicia Militar. En cuanto
pudo, fue a los tribunales, en Bandera. Allí se encontró un día con Andrés
Aylwin.
—Tenemos que hacer algo, Andrés. En el Código dice que si los acusados
en los Consejos de Guerra no tienen abogados, cualquier militar asumirá su
defensa… Yo creo que nosotros podríamos hacerlo mejor[215].
Aylwin ya estaba en contacto con personeros de la Iglesia que crearían el
Comité Pro-Paz, pero no se lo confió a Garretón. Solo se despidió diciéndole
que lo llamaría si sabía de algo.
Por esos mismos días Garretón vio en la oficina destinada a los abogados
en el Palacio de los Tribunales un letrero que decía: «Se necesitan abogados
para asumir defensas en Consejos de Guerra». Lo había instalado un abogado
de apellido Guarello (Fernando Guarello Zegers), conocido por sus posturas
políticas de derecha, quien ofrecía sus servicios pese a la oposición de sus
colegas de oficina.
Antes de que Garretón tomara alguno de los casos de Guarello, Aylwin lo
llamó por teléfono:
—Se formó un organismo para el asunto que te preocupaba. He dado tu
nombre… Tienes que hablar con Andrés Rabeau.
El abogado se fue al despacho del exmagistrado y una hora más tarde
estaba asumiendo su primera defensa.
Los siempre entrecerrados ojos azules de Garretón y su sonrisa irónica se
enfrentarían a militares investidos de jueces en más de cien Consejos de
Guerra, sintiendo la amenaza permanente de convertirse en víctima de los
mismos procesos en que él intentaba actuar como defensor.
Lo primero era buscar a los aprehendidos en alguno de los varios centros
de detención masiva que operaban en el país. En esos días cortos, la mayoría
había caído por violación del «toque de queda».
En Santiago, los abogados iniciaban la procesión en las cárceles y seguían
con el Estadio Nacional y el Estadio Chile, tratando de obtener algún
documento que reconociera la detención. Luego, se involucraban en una
exasperante lucha para que a los prisioneros se les iniciara alguna forma de
juicio y terminar así con las torturas, que formaban parte de la etapa de
«investigación». En las condiciones de desamparo total en que se hallaban los
presos, lograr la convocatoria a un Consejo de Guerra era considerada un éxito
para los abogados que se unieron al Comité Pro-Paz. Al menos podrían
defenderlos.

«Teníamos que averiguar qué fiscal tenía al prisionero de una lista que había en los
estadios. Te decían: “Lo tiene Barría”, o Sánchez, o Pomar. Ibas donde Barría y te
informaban que el fiscal atendería a los abogados solo una vez al mes. Y el día que
te citaban, el fiscal no iba. Quedabas pendiente para el mes siguiente»[216].

Cuando por fin el fiscal emitía el pronunciamiento de primera instancia,


se formaba el Consejo de Guerra, en que los defensores podían ensayar sus
defensas. Tras la sentencia, el juez militar (que coincidía normalmente con el
jefe de la Zona en Estado de Emergencia respectiva), daba su aprobación final.
Había dos tipos de Consejo: los comunes y los «Vip» (very important
persons). En los primeros, el Consejo lo integraban normalmente siete Oficiales
de Reserva Asimilados al Servicio Activo (los «Orasa»), provenientes en general
de la Fuerza Aérea o Carabineros, con escaso conocimiento jurídico y muchas
veces con precario nivel educacional.

«Los Orasa siempre condenaban. Ellos trataban de dar una imagen de dureza y de
justicia al mismo tiempo. Si se daban cuenta de que el acusado no tenía nada que
ver con nada —que así era siempre— le rebajaban la pena. Nosotros debíamos
alegrarnos en medio de la brutalidad que significaba que gente inocente fuera
condenada a varios años de presidio… ¡por hacer nada!».[217]

En los Consejos «Vip», oficiales en servicio activo reemplazaban a los


«Orasas». Tal fue el caso del Consejo convocado para juzgar al comandante
Fernando Reveco Valenzuela, el más importante que realizó el Ejército. En
aquel tiempo se estableció tácitamente que cada rama juzgaría a sus
«infiltrados»: el Ejército a los militares, la Fuerza Aérea a los aviadores. En
cuanto a los opositores, había otro tipo de distribución: la Fuerza Aérea tomaba
los casos de los grupos considerados armados (MIR, VOP y las brigadas Elmo
Catalán y Ramona Parra). La Armada se quedaba con los altos jerarcas de la
Unidad Popular.
El 11 de septiembre, el mayor Reveco estaba en Calama. Era el delegado
del jefe de zona en Estado de Emergencia en Chuquicamata. Por órdenes de
sus superiores tomó el control del estratégico mineral e incautó armas entre la
población. Más tarde, presidiría el Consejo de Guerra en contra del exgerente
general de Chuquicamata, David Silberman.
El 2 de octubre Reveco fue detenido sorpresivamente. Sin que nadie lo
supiera en Calama, fue trasladado a Santiago. En la pequeña y desértica ciudad
se afirmaba que el mayor estaba muerto. Que lo habían tirado desde un
helicóptero.
Los cargos en su contra habían surgido de un proceso que tramitaba en
Santiago el fiscal de Aviación general Orlando Gutiérrez, en contra del capitán
de bandada Jaime Donoso. En parte de su testimonio, Donoso dijo que otro
oficial —Raúl Vergara— le había comentado su participación en una comida,
en 1969, en que un mayor de Ejército de apellido Reveco se habría
pronunciado como «marxista».
La Aviación envió un oficio con el dato al comandante en jefe del
Ejército, general Augusto Pinochet, y ese mismo día el oficial fue arrestado en
Calama[218]. El mayor fue detenido, inusualmente, por la Fuerza Aérea y
torturado en la Academia de Guerra, en Santiago.
Un fiscal de Ejército se trasladó a Calama y comenzó a interrogar a civiles
y subalternos del oficial que trataban de demostrar su filiación «marxista».
Como lo creían muerto, no ahorraron detalles.
En Santiago, Reveco era trasladado al Regimiento Blindado n.º 2, donde
se le permitió tener una radio, un aparato de televisión y recibir visitas de su
esposa.
Un año después, el fiscal dio por agotada la investigación. En el
expediente, los testigos entregaron antecedentes sobre el comportamiento
social del acusado e interpretaron sus supuestas motivaciones ocultas para dar
buen trato a los prisioneros o demorar allanamientos.
En el legajo quedó impreso el interés del fiscal por aclarar su actuación en
una comida realizada en honor del «pronunciamiento militar», en el Rotary
Club de Calama, la noche del 26 de septiembre de 1973. Según los testigos, un
subteniente de apellido Lapostol defendió al Gobierno de la Unidad Popular y
Reveco, en señal de respaldo le habría ofrecido un vaso de vino.
Otro aspecto de la investigación fue la conducta del comandante en el
caso Silberman. Los testigos lo acusaban de no haberlo perseguido, pues este se
entregó en forma voluntaria el 15 de septiembre, y por haberle dado una pena
muy baja en el Consejo de Guerra.
En su defensa, Reveco decía que en la reunión en que participó en 1969
—y que dio origen al proceso en su contra— se analizaron las preocupaciones
de las Fuerzas Armadas que culminaron con el Tacnazo ese mismo año y que
nunca se declaró marxista.
Sobre la comida en el Rotary Club, cuatro años más tarde, dijo que sus
únicas palabras en esa ceremonia fueron para agradecer la manifestación y que
solo después de que el presidente del Rotary insultara a su subalterno, el
subteniente Lapostol, por haber comentado que no se debería «hacer leña del
árbol caído», optó por retirarse, como un gesto de respeto al militar. Vino no le
ofreció, replicó irónico, «porque se había terminado».
Acerca de Silberman, afirmó que la condena a 16 años de presidio en su
contra por «traición a la patria», fue justa y resuelta por «unanimidad» en el
Consejo de Guerra.
Admitió haber sido «allendista» en los primeros años del gobierno de la
Unidad Popular, pero negó tener ideología marxista. El fiscal, de vuelta en
Santiago, dictaminó que Reveco había cometido el «delito de incumplimiento
de deberes militares».
Garretón, su abogado, fue citado entonces al Salón de Actos del
Ministerio de Defensa, en Zenteno con Alameda, donde está hoy el Edificio de
las Fuerzas Armadas. Un guardia lo revisó al ingresar al edificio. Pacientemente,
desmontó su pluma fuente y escrutó el estuche en que guardaba sus lentes de
contacto. Dentro, numeroso personal armado custodiaba en la sala en que se
oirían los alegatos en favor de 22 personas que estaban siendo acusadas en un
mismo Consejo de Guerra.
Un soldado se acercó a Garretón y le dijo:
—Tiene que pasarme el texto de su defensa… para la censura.
Momentos más tarde se lo devolvió tarjado. No obstante, quedó material
suficiente para que Garretón arremetiera contra la forma en que se acusó a su
defendido. Hizo notar que el fiscal daba valor probatorio a testimonios de
«civiles fanatizados, resentidos con las autoridades militares por no haber
empleado más rigor en contra de los personeros del antiguo régimen», quienes
nada sabían sobre las órdenes militares impartidas a Reveco, ni tenían
autoridad para opinar sobre la forma en que las había cumplido.
Garretón defendió el profesionalismo con que el oficial desarrolló las
tareas que se le encomendaron el 11 de septiembre, según el reconocimiento
que habían hecho sus propios superiores, aunque nunca se les permitió declarar
en la causa. Por lo demás, alegó, «jamás un proceso criminal puede, dentro de
un estado de Derecho, estar dirigido a sancionar ideologías de ciudadanos.
Todo el avance de la ciencia penal y una de las grandes conquistas de los
derechos humanos es haber obtenido como consagración jurídica internacional
la impunidad de los pensamientos»[219].
Pero no estaba el Consejo para aceptar tales preceptos y confirmó la
condena propuesta por el fiscal.
Desde el punto de vista del Derecho, estos tribunales especiales
cometieron un sinnúmero de abusos: configuraron delitos que no existían en
las leyes y tomaron como una licencia sin límites la norma que permite a los
jueces apreciar la prueba «en conciencia».
Los fiscales no realizaron investigaciones acuciosas y dieron pleno valor a
las confesiones obtenidas bajo amenazas y torturas. Tampoco pesquisaron
aquellos antecedentes que podrían favorecer a los inculpados. Aplicaron severas
penas por hechos no demostrados, sobre la base de una particular concepción
del «bien que debemos hacer y el mal que queremos evitar»[220]. «La magia
militar produjo, entonces, no solo muchos delitos, sino también muchos
culpables»[221].
El lenguaje de las sentencias no parecía el propio de una judicatura, sino
más bien la «resultante de la repulsa y el odio hacia gobiernos, partidos y
personas, bajo un alero de patriotismo y deber. En general, entonces, no se
juzgaba, sino que se castigaba al enemigo».[222]
El Ejército informó a la Comisión Rettig que los expedientes de los
Consejos de Guerra se hallaban «totalmente quemados, por acción del fuego
(sic), producto de un atentado terrorista». Sin embargo, esa entidad pudo
reconstituir parte de la historia de más de 258 personas condenadas en este
tipo de juicios, 27 de las cuales fueron ejecutadas.
La mayor cantidad de ejecuciones y muertes de esos primeros años se
produjeron, no obstante, sin forma de juicio alguno.
Para que los Consejos pudieran constituirse, la Junta Militar dictó varios
decretos entre el 11 y el 22 de septiembre de 1973. El Número 3 declaró el
Estado de Sitio en todo el país y el 5, que el país estaba en Tiempo de Guerra.
Los fallos de los Consejos discreparon acerca de la naturaleza y duración de esta
guerra. Algunos la fijaron a partir del 11 de septiembre, otros después, y no
pocos incluso antes de que terminara el gobierno de Salvador Allende.
Aceptando la existencia de legal de la guerra —pues no aceptaban su
existencia real— las defensas de los acusados intentaron hacer valer el respeto a
los tratados internacionales, suscritos por Chile, sobre tratamiento especial y
humano a los prisioneros, pero sus argumentos no fueron jamás aceptados.
Los abusos cometidos por estos tribunales militares no pudieron ser
discutidos ante la Corte Suprema porque el máximo tribunal renunció a su
facultad fiscalizadora sobre ellos. Un ejemplo ilustrativo se dio el 13 de
noviembre de 1973. Al rechazar los recursos presentados en favor de Juan
Fernando Silva Riveros, condenado en Valparaíso, el máximo tribunal se lavó
las manos. Resolvió que en Tiempo de Guerra el jefe de zona en Estado de
Emergencia era la autoridad superior de tales tribunales. Para llegar a esa
conclusión, la Corte citó truncamente el mensaje presidencial que acompañaba
a la derogada ley de Organización y Atribuciones de los Tribunales de 1875 y
dio una nueva interpretación al artículo 74 del Código de Justicia Militar[223].
Los abogados del Comité Pro-Paz no compartían la idea que la Corte
Suprema renegara de sus atribuciones y al mismo tiempo aparentara que el
Estado de Derecho operaba con normalidad, pero fracasaron en sus intentos
por modificar ese criterio. Varias veces argumentaron en sus escritos que la
Corte estaba dando una interpretación mañosa al Código de Justicia Militar,
que jamás pretendió tener el alcance sugerido por el máximo tribunal. Y que,
aun si ese hubiera sido el caso, la Corte debía declarar la inconstitucionalidad
del mentado artículo, pues la Carta Magna —a cuya letra las demás leyes
obedecen— daba a la Corte Suprema la facultad de supervigilar a todos los
tribunales de la nación. «Todos», recalcaban.
La Corte no los oyó.
Al comenzar 1974, la Corte de Apelaciones de Santiago acogió
parcialmente un recurso de amparo en favor del menor Luis Alberto Muñoz
Mena y dispuso que antes de ser juzgado por un Consejo de Guerra, un
tribunal de menores debería determinar si actuó con discernimiento (el
procedimiento se aplica en Chile para menores entre 16 y 18 años).
Posteriormente, sin embargo, la Corte Suprema anuló el fallo opinando que ni
aún las medidas de protección de los menores «pueden prevalecer sobre las
disposiciones que adopta la autoridad con ocasión de un Estado de Sitio»[224].
Poco después se pidió a la Suprema que determinara qué tribunal era el
encargado de pronunciarse sobre el discernimiento de otros dos adolescentes,
antes de que fueran condenados por un Consejo de Guerra: si la Fiscalía de
Aviación o el Primer Juzgado del Crimen.
La Corte insistió en que el país se encontraba en «Estado de Guerra» y
que, por lo tanto, solo la Fiscalía de Aviación o el Consejo de Guerra o la
Comandancia en Jefe de la Fuerza Aérea podían resolver sobre el
discernimiento de los niños. La resolución fue respaldada por los ministros
Rafael Retamal López, Luis Maldonado Boggiano, Armando Silva Henríquez y
el auditor general del Ejército, Osvaldo Salas Torres[225].
Víctor Manuel Rivas y Osvaldo Erbetta argumentaron que no existía en
las leyes chilenas una sola disposición que conculcara a los tribunales de
menores su facultad para pronunciarse sobre los discernimientos. Ni había
norma expresa alguna que se la entregara a los tribunales militares. Pero estaban
en minoría.
Más tarde, en un recurso de queja en contra de la sentencia del Consejo
de Guerra de Arica que condenó a Sergio Rubilar González, el ministro José
María Eyzaguirre fue el único en defender las facultades constitucionales de la
Corte Suprema.
Recogiendo los argumentos de los abogados del Comité Pro-Paz,
Eyzaguirre recordó que el artículo 86 de la Constitución Política reconocía a la
Corte Suprema «la superintendencia directa, correccional y económica de
todos los tribunales de la Nación» y que el artículo 74 del Código de Justicia
Militar no podía «prevalecer sobre el texto de la Carta Fundamental y, en caso
de contradicción entre uno y otro, esta Corte debe aplicar la
Constitución»[226].
Eyzaguirre era ladino. Aparecía como el magistrado supremo más
ecuánime, pero solo respaldaba estas posturas cuando tenía la certeza que
aparecería en un pronunciamiento de minoría.
La renuncia de la Corte Suprema a las facultades que le reconocía la
Constitución de 1925 es tan clara que en la Constitución de 1980 «la Junta
Militar debió disponer que la Corte Suprema carecería —a futuro— de
competencia sobre los tribunales militares en tiempo de Guerra»[227].
Reveco, al igual que cientos de prisioneros políticos condenados en
Consejos de Guerra, quedó al poco tiempo en libertad, porque era física y
jurídicamente insostenible para las Fuerzas Armadas mantener el rol de
tribunal y Gendarmería sobre una proporción tan grande de la población.
Sin embargo, creció proporcionalmente el poder de la DINA, aumentó el
número de presos cuya detención no era reconocida oficialmente y debutaron
las cárceles clandestinas.
Hacia 1975, muchos Consejos de Guerra que dictaban sentencias
absolutorias, añadían un párrafo que dejaba a los procesados a disposición del
Ministerio del Interior. La autoridad administrativa podía requerirlos en virtud
del «Estado de Sitio» y enviarlos a los campos de concentración.

Cinco mil recursos de amparo


«¡Ayúdenme!», fue el grito angustioso que escucharon los transeúntes que
circulaban por calle Nataniel, entre Coquimbo y Atacama, el 3 de noviembre
de 1976.[228] Eran aproximadamente las 11.30 de la mañana cuando se vio a
un hombre de aparentemente unos treinta años —aunque en realidad tenía
menos— lanzarse a las ruedas de un microbús. Antes había alcanzado a agregar
en sus gritos que los de la DINA lo venían persiguiendo. El conductor de la
«Vivaceta-Matadero» intentó frenar, pero no pudo evitar la embestida.
En la calzada quedó tendido el cuerpo del exregidor comunista por
Concepción, Carlos Contreras Maluje. Le sangraba la cabeza, pero estaba
consciente. En pocos segundos, los curiosos rodearon al herido.
El capitán de la 12a Comisaría de Carabineros de San Miguel
(identificado en el expediente judicial solo por sus iniciales: C.N.B.V.) pasaba
casualmente por esa esquina en un jeep institucional. Vio la muchedumbre y el
cuerpo del peatón atropellado. Se acercó.
—Soy Carlos Contreras Maluje, ¡por favor, ayúdenme! Los de la DINA
me estaban torturando… me escapé… traté de suicidarme… —era la súplica
del hombre tendido en el suelo.
Mientras el capitán volvía al jeep para pedir una ambulancia y
comunicarse con sus superiores, de un Fiat 125 celeste bajaron cuatro civiles.
Mostraron tarjetas de la DINA y señalando al caído dijeron que lo venían
siguiendo. Al verlos este, se removió desesperado y reanudó sus gritos:
—¡No dejen que me lleven de nuevo! ¡Son de la DINA! ¡Por favor! —
imploró, dirigiéndose al público—, avisen a mis familiares, la Farmacia Maluje
de Concepción… ¡Carabineros! ¡Ayúdenme, por favor! ¡La Farmacia Maluje!
[229]

El público congregado miraba al herido y escuchaba sus ruegos entre


atónito y temeroso; nada hicieron ni podrían haber hecho cuando los agentes
lo subieron al Fiat. «¡Soy Carlos Contreras!» y la insistencia en que se avisara a
la Farmacia Maluje de Concepción fue lo último que se escuchó.
«Los civiles del Fiat 125 recogieron al herido y lo subieron a la fuerza al
auto. Digo a la fuerza porque el lesionado gritaba que no se lo llevaran y que lo
dejaran morir tranquilo»,[230] declaró luego ante los tribunales el conductor del
microbús, Luis Rojas Reyes.
«Llegó el automóvil patente EG-388, Fiat 125 color celeste, bajándose las
personas que dijeron ser de DINA, tomaron al individuo y lo subieron
violentamente al vehículo, llevándoselo del lugar»[231], escribió el capitán de
Carabineros en el Libro de Novedades de su Comisaría.
«Un vehículo Fiat 125 (…) se detuvo a prestar cooperación, desde el cual
bajaron cuatro personas que subieron al lesionado a dicho vehículo, retirándose
del lugar, ignorándose todo antecedente de su paradero, debido a que no
concurrió a ningún Centro Asistencial… Se hace presente que en este
procedimiento intervino personal de DINA», menciona el parte Número 41,
que la Sexta Comisaría de Carabineros envió al Segundo Juzgado Militar de
Santiago, dando cuenta de los hechos[232].
El mayor R.A.M.G., ayudante del segundo jefe de la Prefectura General,
contó que él había recibido la llamada del capitán. «Como en el lugar se
encontraba bastante gente, testigos oculares, un lesionado y habría actuado
personal de la DINA, se le dio instrucciones de que trasladara al inculpado a la
Comisaría del sector, y se diera cuenta a los Juzgados Militares»[233].
El «inculpado» era el chofer de la micro, quien fue detenido y luego
puesto en libertad provisional bajo el cargo de lesiones «al parecer, menos
graves en atropello».
Carabineros entendía que si personal de la DINA se hacía cargo de un
«procedimiento» le correspondía retirarse. Así lo hizo el capitán que presenció
los hechos, y que le dijo al chofer que no se «preocupara».
El capitán recibió después instrucciones de no mencionar a la DINA
cuando redactara el parte dirigido a los tribunales.
Anónimos transeúntes cumplieron el deseo de Contreras Maluje. Unos
llevaron el nombre a la Vicaría de la Solidaridad, ubicada a un costado de la
Catedral, en la Plaza de Armas. Otros llamaron a su familia en Concepción.
Inmediatamente la Vicaría presentó ante la Corte de Apelaciones de
Santiago un recurso de amparo en su favor y agregó más tarde declaraciones de
los testigos y de los propios carabineros. Su familia estaba esperanzada en que,
con tanta información disponible, los tribunales podrían encontrarlo y
rescatarlo con vida.
La Corte de Apelaciones envió oficios a los centros asistenciales y estos
informaron que no había ingresado ninguna persona identificada con ese
nombre. Tampoco el Servicio Médico Legal había recibido su cadáver.
Casi tres meses más tarde, el 30 de enero de 1977, la Quinta Sala de la
Corte de Apelaciones, integrada por los ministros Marcos Libedinsky, Adolfo
Bañados y José Cánovas, pidió a la sección «patentes» de la Municipalidad de
Las Condes que identificara al propietario del Fiat celeste. La respuesta fue que
le pertenecía a: «Fisco de Chile, Fach, Estado Mayor General, Dirección de
Inteligencia».
El 31 de enero la Sala, en votación dividida, acogió el amparo. «En
consecuencia, se declara que el señor ministro del Interior, a fin de restablecer
el imperio del Derecho y asegurar la debida protección del amparado, deberá
disponer su inmediata libertad»[234].
El voto de mayoría, emitido por Bañados y Libedinsky, se sustentó en el
Acta Constitucional n.º 3 de septiembre de 1976, dictada por la propia Junta
de Gobierno, asegurando a todas las personas el derecho a la libertad personal y
la garantía de que nadie podría «ser arrestado o detenido sino por orden de
funcionario público expresamente facultado por la ley y después de que dicha
orden le sea intimada en forma legal»[235].
El fallo expresó que aunque la DINA negaba la detención, «debe aceptarse,
asimismo, que ella se llevó a efecto sin orden competente de autoridad alguna».
Cánovas estuvo por rechazar el recurso y enviar los antecedentes a la
justicia militar.
El Ministerio del Interior rehusó dar cumplimiento a la orden de la
Corte.
El ministro subrogante, Enrique Montero Marx, envió una arrogante
comunicación manifestando que «oportunamente (…) esta Secretaría de
Estado informó a Usía Ilustrísima que no tenía antecedentes de la persona
investigada, ni tenía conocimiento fidedigno de que hubiera sido arrestado por
algún determinado organismo de seguridad y que no habría pronunciado ni
mantenido pendiente resolución alguna que lo afectara».
Como la DINA le decía que no lo tenía en su poder y su deber era dar fe
de sus asertos «especialmente si su dependencia es en forma directa del
Presidente de la República», el ministro concluía que el fallo «es imposible de
cumplir», salvo que el tribunal le indique «el lugar preciso» en que Contreras
Maluje se halla.[236]
El flagrante desacato del Ejecutivo motivó una reunión del pleno de
ministros del tribunal de alzada capitalino, que resolvió informar a la Corte
Suprema «para los fines que procedan».
Pero antes de que la Corte manifestara su parecer, el general Pinochet usó
un método indirecto para difundir su opinión. Dirigió un oficio al juez militar
de Santiago, que había recibido el parte policial, sugiriendo que la detención
pudo ser practicada por «elementos subversivos». El general afirmaba haber
«comprobado fehacientemente», en su calidad de Presidente de la República,
que ningún órgano bajo su dependencia había practicado la detención, de lo
cual se derivaba la «absoluta imposibilidad jurídica y de hecho» de cumplir el
mandato judicial.

«El Jefe de Estado que suscribe reitera a Usía su decidido propósito de llegar —ya
sea por la vía de los Tribunales de su jurisdicción o a través de la justicia ordinaria
— a un amplio esclarecimiento de los hechos investigados (…) que, sin que en su
comisión haya mediado decisión, intención, ni intervención Suprema, pueden
comprometer el prestigio del Gobierno, de sus instituciones fundamentales y que,
en definitiva, afectan gravemente la seguridad interior, ya que preocupa al
infrascrito que pudiera esta detención arbitraria haber sido premeditadamente
efectuada por elementos subversivos»[237].
La Corte Suprema no respaldó a sus subordinados, ni dio completa razón
al Ejecutivo. En abril de 1977 declaró que los magistrados no habían agotado
todas las diligencias destinadas a identificar el organismo que «eventualmente
detuvo al amparado, que pudo ser cualquiera de las Fuerzas Armadas, de
Carabineros o de Investigaciones»[238] y les ordenó continuar las pesquisas.
Los familiares de Contreras se desesperaban, en tanto, viendo que el
tiempo pasaba y nada sabían de él.
En sus nuevas diligencias, los magistrados averiguaron que el Fiat usado
en la operación estuvo el día y a la hora de los hechos a disposición, para uso
personal, del director de Inteligencia de la Fuerza Aérea, general Enrique Ruiz.
El oficial, que a la fecha se desempeñaba como intendente en la Décima
Región, intentó eludir los cuestionamientos de los magistrados, pero
finalmente, a mediados de año, envió sus respuestas por escrito, diciendo que el
auto lo había dejado a las 8.30 de la mañana en el estacionamiento del
Ministerio de Defensa y que solo lo retiró de allí a las 14.30 horas. El aviador
especuló que la «errada individualización» de su vehículo como aquel que se
usó para secuestrar a Contreras pudo deberse a una «equivocación de los
testigos» —«las letras y dígitos de las patentes de automóviles suelen formar
combinaciones que pueden fácilmente confundirse»— o al uso de placas
adulteradas por «algún grupo interesado en imputar un hecho a los Servicios de
Inteligencia»[239].
Después de interrogar al general Ruiz, la Quinta Sala dio cuenta a la
Corte Suprema de que la «diligencia ordenada» se hallaba «cumplida». Pero el
tribunal desestimó tomar medidas que obligaran al Ejecutivo a cumplir el fallo
judicial. Como argumento, citaron «lo expuesto por su Excelencia el Presidente
de la República, en un oficio de 22 de marzo último (aquel dirigido al juez
militar), que en esta fecha se agrega al proceso». La conclusión era tajante:
«Devuélvanse los antecedentes acompañados. Archívese»[240].
Tal fue el destino del único recurso de amparo acogido por los tribunales
de Justicia entre el 11 de septiembre 1973 y comienzos de 1979, período en el
que se presentaron más de cinco mil.
Pese a los esfuerzos de Adolfo Bañados y Libedinsky, el fallo no cumplió
su objetivo de terminar con una detención «ilegal o arbitraria», ni de hallar a la
víctima para traerla a presencia del tribunal.
La verdad no sería descubierta sino varios años más tarde, por el ministro
Carlos Cerda Fernández, quien determinó que Contreras Maluje fue
secuestrado por el grupo de combate antisubversivo de la Fuera Aérea conocido
como Comando Conjunto.
Pero el paradero de Carlos Contreras Maluje aún se desconoce.[*] Su
desaparición formó parte de las investigaciones del ministro Cerda, pero el
proceso se encuentra sobreseído, por aplicación de la Ley de Amnistía.
Pasaron más de ocho meses entre el día que Contreras Maluje se lanzó a
las ruedas de un microbús en calle Nataniel y aquel en que la Corte Suprema
emitió la última resolución en el caso, aunque la ley establece, desde el siglo
pasado, que los amparos deben resolverse en un plazo de 24 horas o un
máximo de seis días, cuando es necesario practicar diligencias.
El 19 de septiembre de 1932 la Corte Suprema dictó un Auto Acordado
(que equivale a un reglamento) para instruir a los tribunales sobre la forma
correcta de tramitar los amparos. Recordaba la Corte que está en la naturaleza
de ese recurso «principalmente, que sea resuelto a la mayor brevedad y no
cuando el mal causado por una prisión injusta haya tomado grandes
proporciones o haya sido soportado en su totalidad». El tribunal superior
ordenaba ya entonces a los jueces que tomaran las medidas necesarias para
inducir a los funcionarios a «cumplir oportunamente con su deber» de entregar
los informes que se les requirieran y hasta prescindir de ellos, si la demora
excediese el límite de lo razonable. «No sería posible dejar la libertad de una
persona sometida al arbitrio de un funcionario remiso o maliciosamente
culpable en el cumplimiento de una obligación», reflexionaba la Corte
Suprema de 1932.
Todas las constituciones chilenas han reconocido a los ciudadanos la
garantía del recurso de amparo e incluso la Junta Militar de Gobierno, en el
Acta Constitucional n.º 3, aseguró su vigencia bajo el Estado de Sitio.
Sin embargo, rara vez los jueces ordenaron traer al amparado a su
presencia y, cuando lo hicieron, no protestaron por el incumplimiento de los
servicios de seguridad. No más de una decena de veces, en más de diez mil
recursos de amparo, ordenaron que un juez se constituyese en el lugar de
arresto. Habitualmente se negaron a fijar plazo a las autoridades para las
respuestas.
Nunca apremiaron a un funcionario renuente a informar y jamás
prescindieron de los informes requeridos, como en cientos de ocasiones la
Vicaría les solicitó. Más aun las Cortes dieron toda clase de facilidades a las
autoridades para dilatar las respuestas que debían entregar dentro de plazo. Las
cortes de Apelaciones rechazaron, en general, constituirse en centros de
detención, incluso cuando estos eran identificados por los recurrentes, y en los
domicilios de personas detenidas, liberadas y obligadas a permanecer en su
propia casa.
«Objetivamente, los magistrados se han inhibido de comprobar con sus
propios ojos una situación que los obligaría a adoptar medidas favorables para
los amparados», decía la Vicaría en un escrito al máximo tribunal en 1977[241].
Cuando el Ministerio del Interior informaba que no había orden en
contra de un ciudadano y que los servicios a su mando señalaban no haberlo
aprehendido, las Cortes rechazaban el recurso de amparo diciendo que no
había antecedentes que demostraran la efectividad de la detención. Cuando el
Ministerio reconocía la detención, aunque lo hiciera después de haberlo
negado inicialmente y sin señalar la fecha del arresto, las Cortes igualmente
rechazaban el amparo diciendo que la detención había sido ordenada por
autoridad competente.
La Vicaría alegaba: «¿En qué casos, entonces, podemos tener la esperanza
de que se acoja un recurso de amparo?»[242].
Un problema más era a quién dirigir las peticiones de informes. La Corte
Suprema respaldó, en general, la tesis de que debían enviarse al Ministerio del
Interior y no a los órganos aprehensores.
En abril de 1975 la Suprema reprochó la osadía de la Corte de
Apelaciones de Santiago, por atreverse a preguntar directamente a la DINA
sobre un detenido. El máximo tribunal acogió así un perentorio oficio del
entonces poderoso director de la DINA, coronel Manuel Contreras Sepúlveda,
manifestando que «toda información de detenidos debe ser proporcionada a los
tribunales de Justicia, cualquiera que ellos fueren, por el señor Ministro del
Interior o por el Sendet (Servicio Nacional de Detenidos)»[243].
En respuesta, el máximo tribunal comentó que «dada la situación en que
se encuentra el país, resulta conveniente usar la vía propuesta por el Supremo
Gobierno para obtener aquellos informes»[244].
En otra ocasión —en el recurso de amparo de Eduardo Francisco
Miranda, a quien testigos habían visto preso en Cuatro álamos—, una sala de
la Corte santiaguina, con el voto de minoría de Hernán Cereceda Bravo, no
aceptó el desacato del organismo de seguridad y reiteró el oficio a la DINA en
términos enérgicos. El Ministerio del Interior redactó una atrevida respuesta
que recordaba al tribunal capitalino su deber de respetar las «instrucciones» del
Gobierno. El tribunal no volvió a insistir y el 16 de junio de 1977 rechazó el
recurso.
Uno de los magistrados que estuvo en el tribunal capitalino durante la
primera década del gobierno militar afirma que «los ministros vivíamos con
mucha intranquilidad. No es que la Corte Suprema nos diera instrucciones
sobre cómo resolver los asuntos, que nos dijera: “Rechacen los recursos de
amparo”, pero había órdenes implícitas. Sabíamos que si los acogíamos,
nuestras decisiones serían revocadas arriba y que corríamos serio peligro de ser
mal calificados al finalizar el año»[245].
Pese a los magros resultados en las Cortes, el Comité Pro-Paz y la Vicaría
mantuvieron siempre la decisión de recurrir a los tribunales y de defender
porfiadamente el respeto al Estado de Derecho y a las leyes. Había en ello,
aparte de las decisiones humanitarias, dos razones políticas: una, desalentar las
alternativas violentas de oposición al régimen militar, y otra, que quedara el
registro escrito y documentado de las violaciones a los derechos humanos.
Secuestro en la cárcel

El gendarme abrió la mirilla del grueso portón y vio a cuatro oficiales de


Ejército. Reconoció a uno, porque en otras ocasiones había estado en el penal.
Sabía que era de la DINA.
De todos modos el gendarme pidió el «santo y seña». Era la rutina. El
oficial que parecía estar a cargo del grupo respondió correctamente y el
gendarme abrió.
—Soy el teniente Quinteros… Traigo una orden de la Asesoría Militar de
los Tribunales en Tiempos de Guerra para retirar al prisionero David
Silberman[246] —dijo el oficial al gendarme.
Media tarde. 4 de octubre de 1974.
Silberman, ingeniero civil industrial, era gerente general del mineral de
Chuquicamata hasta el 11 de septiembre de 1973. El 15 se entregó
voluntariamente al Comandante Militar de Calama, respondiendo a un bando
que reclamaba su comparecencia. En esa ciudad fue condenado por un
Consejo de Guerra a trece años de prisión por infracción a la Ley de Seguridad
del Estado y a la Ley de Control de Armas. (El mayor Reveco, quien presidió el
Consejo, enfrentaría más tarde el juicio de sus compañeros de armas).
En la misma causa fueron condenados varios ejecutivos y empleados de la
empresa estatal, junto a militantes de los partidos Comunista y Socialista de la
zona. Silberman fue trasladado a Santiago y recluido en la Penitenciaría el 30
de septiembre. Los demás quedaron en el norte.
El 4 de octubre de 1973, Silberman fue sacado por primera vez desde la
Penitenciaría. Lo llevaron a la Academia de Guerra, donde permaneció recluido
hasta el 20. Un día antes, en Calama, una unidad militar había secuestrado a
veinticinco de sus excompañeros de trabajo desde la cárcel, fusilándolos en el
desierto.
Exactamente un año después, aquel viernes 4 de octubre de 1974 el
teniente Quinteros llegaba a la Penitenciaría reclamando nuevamente a
Silberman.
El gendarme lo condujo hasta las oficinas del alcaide. Alejandro
Quinteros mostró su documento de identidad, TIFA 245-03 y pidió permiso
para retirar al exejecutivo.
—El prisionero está cumpliendo condena. ¿Con qué fin lo solicita? —
inquirió el alcaide.
—Debe someterse a un interrogatorio. Volverá enseguida —respondió el
oficial y exhibió una orden suscrita por un tal «coronel Ibáñez».[247] Explicó
que Silberman estaba siendo investigado por infiltración a las Fuerzas Armadas,
sedición y el asalto a una sucursal del Banco de Chile.
Siguiendo los procedimientos regulares, el alcaide pidió corroborar la
orden telefónicamente. Discó el número que le dio Quinteros: 516403 y
preguntó por el «auditor Leyton» o el «comandante Marcelo Rodríguez», quien
en el documento figuraba como «asesor militar» de los Consejos de Guerra.
El alcaide recibió la confirmación que esperaba y accedió a lo solicitado.
En el acta de entrega quedó estampada su firma, junto a la rúbrica del teniente
Alejandro Quinteros Romero. Hora: 18.40.
Uno de los gendarmes condujo a los oficiales a la salida y vio que el
grupo, armado con fusiles, partía en un vehículo Ika-Renault, sin patente. «El
típico auto de la DINA», pensó.
A no muchos metros de distancia, el ingeniero Alejandro Olivos Olivos
abandonaba la Planta Chiloé de la Compañía de Teléfonos, ubicada en
Avenida Pedro Montt. Olivos había pedido permiso momentos antes para
entrar al «pararrayos» (nombre que los técnicos dan al lugar en que se ubican
todas las conexiones) con el pretexto de hacer una conexión de prueba a Isla de
Maipo.
Los empleados de turno le ofrecieron ayuda, pero Olivos la rechazó. Con
un «enrulador» había estado realizando trabajos en el panel donde se hallaba la
serie telefónica desde el 51-6401 al 51-6449.
El sábado 5, Mariana Abarzúa, esposa de Silberman, se presentó en la
Penitenciaría para la visita de rutina. Aunque no era fácil atender a sus tres
hijos y enfrentar el presidio de su esposo, ella creía que lo peor había pasado.
Tenía esperanzas en que pronto las gestiones que realizaba para lograr la
libertad de su esposo tendrían un resultado positivo. Confiaba, por ejemplo, en
una respuesta favorable de la Comisión de Indultos creada en el Ministerio de
Justicia, pues en ciertos casos esta había conmutado penas de reclusión por
extrañamiento. Esa posibilidad no era tan mala para Silberman, que ya tenía
ofrecimientos de trabajo en Israel.
Mariana se sorprendió cuando esa mañana de sábado los gendarmes le
informaron que Silberman no estaba en la Penitenciaría. Lo había visto por
última vez una semana antes y él no le dijo nada sobre un eventual traslado.
Confundida, solo atinó a recurrir al Ministerio de Justicia. El 9 de
octubre, un funcionario en esa secretaría le dijo que Silberman estaba en manos
de un servicio de inteligencia y que el siguiente fin de semana sería devuelto al
penal. Pero en el Ministerio del Interior, un ayudante le dio otra versión:
—Tal vez su marido se fugó…
—¡¿Qué?! ¿Fugarse? ¿Cómo puede decirme eso? Mi marido no es un
extremista ni ha tenido nunca contacto con ellos! ¡Él es un intelectual y no un
guerrillero![248] —protestó, vivamente ofuscada. Prefirió creer al funcionario de
Justicia y ese fin de semana volvió a la Penitenciaría. Silberman no había
regresado.
El lunes 14 interpuso un recurso de amparo ante la Corte de Apelaciones
de Santiago, exponiendo que «encontrándose condenado y llevando un año de
la pena ya cumplida, es extraño e inusitado que se le saque del penal por un
oficial de Ejército, sin mayores explicaciones, lo que contraviene todas las
normas sobre cumplimiento de condena»[249].
Ese mismo día, Mariana se entrevistó con otro empleado en el Ministerio
del Interior, quien la tranquilizó:
—Su esposo no se ha fugado, no se preocupe. Existe un documento en
que las personas que dictaron la orden de sacar a su esposo de la cárcel están
identificadas. Lamentablemente, no le puedo informar dónde se encuentra su
esposo[250].
Cinco días más tarde, la mujer concurrió a una cita que obtuvo con el
vicario general castrense, Francisco Gilmore, quien le dijo que las autoridades
estaban «muy preocupadas del problema» y que habían iniciado un sumario
para determinar las responsabilidades al respecto, puesto que el documento con
que se retiró al prisionero «sería falso».
—Seguramente se trata de funcionarios del gobierno marxista que usaron
esta treta para liberarlo —dijo Gilmore.
En cuanto al sumario, el obispo no mentía. Gendarmería había
informado a Justicia que funcionarios militares habían sacado a Silberman de la
Penitenciaría, pero que, consultados los servicios de inteligencia, estos negaban
la detención. El ministro Miguel Schweitzer envió los antecedentes a la
Segunda Fiscalía Militar donde, a petición suya, se abrió un proceso fechado el
18 de octubre.
El Ministerio del Interior respondió a los oficios de la Corte de
Apelaciones recién a mediados de noviembre, señalándole que lo único que
sabía era que Silberman estaba cumpliendo condena en un recinto penal.
Simultáneamente, sin embargo, el Ministerio de Justicia admitió conocer el
inicio de un proceso en la justicia castrense.
Con ese dato, la Corte capitalina rechazó el recurso y ordenó remitir los
antecedentes al Segundo Juzgado Militar.
La familia apeló ante la Corte Suprema, que fue enterada así de que en
sus propias barbas un grupo no identificado había secuestrado desde el interior
de una cárcel ordinaria —bajo su dependencia— a un prisionero:
—¡Esto es intolerable![251] —vociferaba el ministro José María
Eyzaguirre.
Eyzaguirre creía firmemente que pertenecía a un Poder independiente del
Estado. Profundamente conservador y católico, no había titubeado en
representar a Allende las ilegalidades en que había incurrido; nunca le gustó el
gobierno marxista, que amenazaba, según él, las raíces del Estado de Derecho.
Y ciertamente compartía los fundamentos del «pronunciamiento militar». Pero
el secuestro de Silberman lo perturbaba francamente, porque le hacía sentir que
algunos funcionarios de la administración estaban invadiendo las atribuciones
del Poder Judicial.
—¡Hay que hacer algo! —les planteó a sus colegas de la Corte Suprema,
cuando se enteró del caso. Propuso—: Hablemos con el Presidente.
Ninguno de ellos mostró interés en su idea. Cada uno tuvo una excusa
diferente. «Recuerda que este gobierno nos salvó de la muerte…». «No
podemos olvidar que los extremistas tenían un plan para asesinarnos…». «Lo
vivimos en carne propia el 11; de no ser porque Su Excelencia nos puso esa
micro del Ejército, quizás qué nos hubiera pasado…»[252].
Pero la indignación de Eyzaguirre era verdadera. «Es hora de que nos
pongamos los pantalones», y tal como lo había anunciado, pidió una entrevista
con Pinochet.
Ya en presencia del general, respetando los códigos de la formalidad, el
magistrado, le expuso la gravedad de la situación: el Poder Judicial no podía
aceptar que un prisionero, que estaba cumpliendo una pena ya aprobada por la
Corte Suprema, desapareciera de una institución bajo su jurisdicción. En su
presencia, el general Pinochet llamó al coronel Manuel Contreras, entonces
director de la DINA, le dijo que estaba con un ministro de la Corte Suprema, y
que si tenía al detenido, debía liberarlo. Es un misterio lo que Contreras
respondió al general Pinochet. Lo único cierto es que el jefe de Estado hizo
simplemente saber al ministro que no podría cumplir sus deseos.
Eyzaguirre volvió al edificio de calle Bandera con las manos vacías. Y la
Corte no tuvo otra alternativa: seguir los procedimientos regulares, enviando
insistentes consultas a la Segunda Fiscalía Militar y reiterando oficios a los
comandantes de Tres y Cuatro álamos. Todo sin resultados.
El 23 de enero de 1975, puesto que el jefe militar del primero de estos
campos de prisioneros se negaba a responder al máximo tribunal, el pleno
decidió oficiar al Presidente de la República. En su lugar, respondió el ministro
del Interior, quien expuso que, según el Servicio Nacional de Detenidos
(Sendet), Silberman no se hallaba en Tres álamos.
El 31 de enero, «con el mérito de lo expuesto», la Corte Suprema resolvió
denegar definitivamente el amparo, pero instruyó al fiscal militar para que
acelerara las diligencias de su proceso e informara a la Corte de sus pasos.
La Segunda Fiscalía explicó a la Corte Suprema poco después que no se
había constituido en Cuatro álamos por cuanto el comandante de ese recinto le
informó que el preso no estaba allí.
En octubre de 1976, el Segundo Juzgado Militar sobreseyó
temporalmente en la causa.
Mucho tiempo después, Mariana Abarzúa y sus abogados tendrían acceso
a ese expediente. Sorprendidos, se enteraron que el fiscal militar había logrado
establecer no pocos hechos.
En primer lugar, que los oficiales Leyton, Rodríguez y Quinteros no
existían, como tampoco el departamento de Asesoría Militar a Tribunales en
Tiempos de Guerra, ni la TIFA 245-03, con que se identificó el supuesto
teniente Quinteros.
En cuanto al ingeniero Alejandro Olivos, se comprobó que eran suyas las
huellas encontradas en la Planta Chiloé de la CTC, frente al número 516403, y
que este número no tenía ningún dueño. Tras ser detenido, confesó que el día
de los hechos había concurrido a esa planta para cumplir una «misión
confidencial», encargada por su superior en el departamento de Asuntos
Especiales de la CTC, el mayor Marcos Derpich Miranda. Interrogado este
(años más tarde llegaría a ser un alto jefe de la CNI), declaró que «fui designado
en la Compañía para trabajos especiales confidenciales; mantengo contacto
diario con todos los servicios de inteligencia de todas las ramas de las Fuerzas
Armadas. Cuando me designaron para el cargo, pedí, para la realización
material de ellos, a una persona de la más absoluta confianza,
recomendándoseme al señor Olivos, quien hasta la fecha me ha demostrado
gran lealtad. Pero después de sus declaraciones, le he perdido la confianza.
Niego terminantemente haberle dado la instrucción a que alude. Jamás se la he
dado»[253].
El fiscal realizó un careo entre ambos y como se mantuvieran en sus
dichos, los dejó en libertad incondicional.
La DINA emitió un informe firmado por el coronel Contreras en que se
afirmaba que «se ha comprobado definitivamente» que Silberman fue
secuestrado por el «archienemigo del PC, el MIR»[254]. Como pruebas de su
aserto exponía que «en un enfrentamiento» en que murió el «mirista» Claudio
Rodríguez se le había encontrado documentos que permitieron el allanamiento
en la casa de otro «mirista», Alejandro de la Barra y que en el domicilio de este
se hallaba una TIFA a nombre del «teniente Quinteros», pero con la foto de
Rodríguez.
El informe acompañaba la supuesta TIFA como prueba de que Rodríguez,
con identificación militar falsa, había sacado a Silberman de la Penitenciaría.
También entregó un «microteléfono standar», que permitiría conectarse a
cualquier teléfono, según manifestaba el informe del «ingeniero» Vianel
Valdivieso Cervantes, entregado también por la DINA al tribunal (el proceso
Letelier demostró que Valdivieso era uno de los hombres de confianza de
Contreras en la dirección de ese organismo).
El fiscal citó al alcaide de la Penitenciaría, quien dijo que esa no era la
TIFA que le había exhibido el supuesto Quinteros el día del secuestro, pues en
la foto en blanco y negro aparecía otra persona y el formato con fondo azul del
documento correspondía a las TIFA antiguas. Al tal Quinteros, «yo lo puedo
reconocer en cualquier momento»[255], dijo el funcionario y además declaró
que la TIFA que él había visto era del tipo vigente: con fondo verde y foto a
color. Los demás gendarmes de turno el día de los hechos coincidieron en sus
declaraciones con el alcaide.
En respuesta, la DINA recomendó investigar exhaustivamente al alcaide, a
quien acusó de «encubridor de extremistas».
Citado Vianel Valdivieso, se negó a concurrir, señalando que lo haría solo
si se lo ordenaba el comandante en jefe del Ejército, bajo las órdenes del cual
trabajaba. El fiscal anuló la citación.
Dos exprisioneras declararon en el extranjero haber visto a Silberman
primero en el cuartel de José Domingo Cañas y luego en Cuatro álamos (sector
de incomunicados de Tres álamos), entre el 5 y el 15 de octubre de 1974,
cuando fue sacado junto a un grupo de prisioneros con destino a un lugar
desconocido.
El fiscal pidió al juez militar de Santiago que sobreseyera la causa en
forma temporal, señalándole que, en su opinión, se había acreditado el
secuestro, pero no los autores. El juez militar declaró que el caso quedaba
cerrado, pero que no se había demostrado delito alguno y que «perfectamente»
Silberman «pudo haber salido por su propia voluntad»[256]. Todo lo demás,
sostuvo en su resolución, corresponde a suposiciones de testigos «de la misma
ideología del detenido» que, por lo tanto, no valían como prueba.
David Silberman figura hasta hoy en la lista de detenidos desaparecidos.
Hacia fines de 1974, en el momento en que se creaba la Dirección de
Inteligencia Nacional (DINA), bajo el mando del coronel Manuel Contreras, el
Comité Pro-Paz contabilizaba la existencia de 131 detenidos desaparecidos, por
los cuales el Poder Judicial había rechazado ya recursos de amparo. Por los
mismos casos se formalizaron denuncias por presunta desgracia ante los
respectivos tribunales del crimen. Pero las investigaciones no avanzaban. Ni las
víctimas aparecían.
En febrero de 1975, el Comité pidió a la Corte Suprema que tomara
cartas en el asunto y designara un ministro en visita. El máximo tribunal
rechazó por mayoría la solicitud.
Al inaugurar el año, el 1.º de marzo de 1975, Enrique Urrutia Manzano
anunció su retiro del Poder Judicial. En su discurso ante las autoridades
militares y judiciales habló de los problemas relacionados con el atraso en el
trabajo de la Corte capitalina:

«Es explicable que la Corte de Apelaciones de Santiago no haya absorbido su


ingreso, en atención a los innumerables recursos de amparo que se interpusieron
ante ella y que distrajeron bastante de su tiempo en las visitas respectivas (…) Esta
presidencia ha debido atender, en numerosas ocasiones durante el transcurso del
año que acaba de terminar, diversas comunicaciones extranjeras llegadas al país, a
propósito de denuncias formuladas en el exterior en orden al supuesto
quebrantamiento de los derechos humanos que habría ocurrido en Chile.
Lamentablemente, como ya se expresó en nuestra exposición del año anterior, otra
vez aquellas han incurrido en las mismas omisiones en los informes ante sus
consejos: han ignorado —o no han querido recordar— lo que les hemos
manifestado, y aún acreditado con documentos y expedientes»[257].

Urrutia dijo que no podía entender que esas instituciones humanitarias «a


pesar de lo que aquí han observado, de lo que aquí han oído, y de lo que aquí
se les ha demostrado» no hayan «expuesto la verdad». Y agregaba: «¿Han
llegado estas comisiones a esta presidencia con un juicio preconcebido del que
no se han podido desprender?»
Y añadía a continuación:

«No hay duda, ni nosotros hemos negado, que desde el 11 de septiembre de 1973
a esta parte, se vive en este país en momentos legales de excepción, ya que las
Cámaras de Senadores y de Diputados se encuentran en receso, y reemplazadas por
la Honorable Junta de Gobierno. Pero es del caso advertir que todos los demás
organismos del Estado, como la Contraloría, Banco Central, Tesorería, Impuestos
Internos y otros, funcionan normalmente. Aún más, es conveniente subrayar que
en lo referente a la Administración de Justicia y en especial los Tribunales, se
encuentran, como dije al comenzar, actuando con la independencia que les
reconoce la Constitución Política del Estado (…)».

Finalmente, señalaba con toda solemnidad:

«Este país adhirió en su oportunidad a la Declaración Universal de los Derechos


Humanos y Chile, que no es tierra de bárbaros, como se ha dado a entender en el
exterior, ya por malos patriotas o por individuos extranjeros que obedecen a una
política interesada, se ha esmerado en dar estricto cumplimiento a tales derechos, y
solo se le podrá atribuir las detenciones expedidas ya en procesos legalmente
tramitados o en virtud de facultades dadas por el estado de sitio referido. En
cuanto a torturas y a atrocidades de igual naturaleza, puedo afirmar que aquí no
existen paredones ni cortinas de hierro; y cualquiera afirmación en contrario se
debe a una prensa proselitista de ideas que no pudieron ni podrán prosperar en
nuestra patria»[258].

Las visitas de Eyzaguirre

Tras el retiro de Urrutia, José María Eyzaguirre fue elegido presidente del
máximo tribunal.
A mediados de 1975, cuando la lista de detenidos desaparecidos
denunciados ante los tribunales sumaban ya más de 350 y la situación
alarmaba a los organismos internacionales, dos supuestas revistas que en verdad
solo aparecieron en una única oportunidad —O' Dia en Brasil y Lea en
Argentina— difundieron 119 nombres de personas que habrían muerto en
presuntos enfrentamientos. El general Augusto Pinochet afirmó al respecto que
«la lista de 119 extremistas muertos o desaparecidos, que (el gobierno) ha
ordenado investigar, debe ser una nueva maniobra del marxismo
internacional».[259]
Repuestos del impacto, los abogados de los familiares concluyeron que
tales publicaciones eran obra de un montaje, pues los desaparecidos habían
sido vistos en recintos de detención a cargo de la DINA o bien existían
antecedentes sobre su secuestro en Chile[260]. Pidieron entonces la designación
de un ministro en visita, pero la Corte Suprema rechazó la demanda.
En enero de 1976, Eyzaguirre y el ministro de Justicia, Miguel
Schweitzer, fueron autorizados a constituirse en Tres y Cuatro álamos, en
Puchuncaví y en Villa Grimaldi. Los abogados de la Vicaría alegaron que se
trataba de una maniobra publicitaria, pues, para recibir a los visitantes, a los
prisioneros en «libre plática» se les permitió afeitarse y salir a los patios. Fueron
fotografiados leyendo el diario.
Las visitas, no obstante, sirvieron al menos para constatar la existencia
real de centros de detención cuya existencia había sido hasta ese momento
negada por las autoridades.
En Tres álamos, Eyzaguirre pudo recorrer solo el pabellón Uno, donde
estaban los prisioneros reconocidos oficialmente y que ya tenían contactos con
sus familiares. El ministro recorrió las instalaciones acompañado por oficiales
de Carabineros, responsables de esa parte del recinto. Otro sector, el de
«incomunicados», a cargo de la DINA, quedó fuera de su vista.
Eyzaguirre se detuvo a hablar con los presos. Entre ellos, conversó con
Fernando Ostornol y con Lautaro Videla, hermano de la asesinada Lumi
Videla. Ostornol era un hombre mayor. Videla, un muchacho.
Ostornol se explayó con crudeza sobre las torturas que había sufrido, las
duras condiciones de la prisión, el vejatorio trato a su familia. Ministro y
detenido debatieron sobre el régimen militar y su legalidad. Ostornol
argumentó que la detención arbitraria a que estaban sometidos, era un
atentado a la juridicidad, pues no estaban bajo la tuición de ningún tribunal
competente.
—No puedo entender, señor ministro —le dijo a Eyzaguirre—, el rol que
ha jugado el Poder Judicial en estos años.
—Trate de comprender. Nuestras atribuciones son limitadas. Yo mismo
estoy siendo vigilado por los servicios de seguridad. Lo que nosotros sufrimos
no es tan duro, claro, pero cada día que salgo, cada mañana que mi esposa me
despide se queda pensando que cualquier día me va a pasar algo. No solo
porque los extremistas puedan atacarme… también temo a la gente de la DINA.
[261]

Eyzaguirre les contó que algunas veces había tenido que eludir cercos de
vigilancia, usar técnicas para escabullirse.
Lautaro Videla le informó a continuación sobre la muerte de su hermana,
cuyo cadáver fue lanzado al interior de la embajada de Italia. Y su propio caso,
pues personalmente había sido detenido por agentes de la DINA y torturado en
Villa Grimaldi. Contó además que había encontrado en esos cuarteles prendas
de vestir de su hermana y de su cuñado, Sergio Pérez, hoy también un detenido
desaparecido.
—Estoy convencido de que la DINA mató a mi hermana. Los propios
agentes me lo decían en Villa Grimaldi —insistió Videla.
Eyzaguirre lo miraba atento. Parecía conmovido. Videla fue generoso en
detalles. Sabía que tenía enfrente a un hombre que representaba «al régimen»,
pero quería convencerlo. Él y Ostornol dijeron a Eyzaguirre que si quería hacer
algo por ellos, influyera para que se terminaran los campamentos de
prisioneros.
—No es posible. No están bajo mi jurisdicción. Incluso ustedes
dependen exclusivamente del Ministerio del Interior, no del Poder Judicial. Si
estuvieran bajo la tuición de los tribunales, podría asegurarles, al menos, el
respeto a las normas procesales. Aquí, lo más que puedo hacer es oír su versión
y hacer algunos reclamos dentro del marco legal[262] —contestó el juez.
Los prisioneros no compartían la visión extremadamente formalista del
ministro, pero agradecieron su interés.

El 1.º de marzo de 1976, el año judicial fue inaugurado por Eyzaguirre, en una
ceremonia a la que asistieron el ministro de Justicia, Miguel Schweitzer, el
presidente del Colegio de Abogados, Julio Durán, y el decano de la Facultad de
Derecho de la Universidad de Chile, Hugo Rosende.
Eyzaguirre reconoció un retraso en los juicios en los tribunales del
crimen, que atribuyó a la escasez de juzgados. Agradeció la preocupación del
gobierno por el perfeccionamiento del Poder Judicial y resaltó el aumento del
presupuesto fiscal asignado al sector: de un 0,37 por ciento en 1975 a 0,48 por
ciento en 1976. Valoró luego las modificaciones legales tendientes a proteger
los derechos de los detenidos «por delitos contra la seguridad nacional», como
la obligación de los organismos «encargados de velar por el normal
desenvolvimiento de las actividades nacionales y por la mantención de la
institucionalidad» de informar, al menos 48 horas después de la detención, a
los familiares del inculpado. También destacó las atribuciones entregadas al
presidente de la Corte Suprema para inspeccionar los centros de detención[263].
«Es necesario combatir el terrorismo», admitió Eyzaguirre, «pero al
mismo tiempo respetar las necesarias garantías del imputado».
En la misma cuenta anual, el presidente de la Corte Suprema opinó que
los jueces no debían ser tan indulgentes con los infractores del tránsito y, como
si hablara de lo mismo, se refirió a la petición del Comité Pro-Paz:

«Los ministros visitadores han expedido sus informes y de ellos se desprende que
en numerosos casos las personas cuyo desaparecimiento se investigaba se
encuentran en libertad; otras han salido al extranjero, otras están detenidas en
virtud del Estado de Sitio; otras son procesadas en los Tribunales Militares y
finalmente, respecto de algunas, se trata de delincuentes de derecho común cuyos
procesos se tramitan. Muchos procesos (por desaparecimiento) se encuentran en
actual tramitación y numerosos han sido sobreseídos sin resultados»[264].

Esa era su cara pública. En privado, tenía otra menos ingenua.


En un informe confidencial enviado al ministro de Justicia, Eyzaguirre
narraba a Schweitzer sus visitas a Tres y Cuatro álamos y las entrevistas que
sostuvo con los connotados dirigentes políticos Luis Corvalán, Daniel Vergara,
José Cademártori, Tito Palestro, Fernando Flores, Jorge Montes y Alfredo
Joignant.
Le contaba que estos denunciaron haber sufrido torturas, que llevaban 30
meses privados de libertad a la espera de juicios que nunca comenzaban, que
había presos con graves secuelas por los maltratos recibidos, que otros estaban
detenidos sin orden alguna o utilizando una «orden en blanco», que la DINA se
había apropiado de un taxi de un prisionero y que el Ministerio del Interior
había informado a los tribunales que el propietario del vehículo no se
encontraba detenido.
No obstante lo anterior, 120 días después de haber enviado ese informe,
Eyzaguirre y la Corte declararían que los abogados que denunciaron ante la
Corte Interamericana de Derechos Humanos lo mismo que él había visto,
«faltaban a la verdad».
Solo en una oportunidad la visita del Presidente de la Corte Suprema a
los recintos de detención sirvió para ubicar a un detenido cuya privación de
libertad había sido negada. Fue el caso de Manuel Guerrero Ceballos, en 1976.
Guerrero sería secuestrado y degollado, casi diez años más tarde, junto a José
Manuel Parada y Santiago Nattino[265].
Eyzaguirre ordenó que los detenidos por delitos comunes fueran
trasladados a cárceles comunes, bajo la tuición de los tribunales, pues no había
razón para que permanecieran en los campos de concentración. Sin embargo,
la medida fue en muchos casos transitoria, porque numerosos detenidos fueron
sacados de las cárceles y llevados nuevamente a recintos bajo dependencia de la
DINA. En uno de esos casos —el de David Silberman— el detenido
desapareció.
A mediados de 1976, Lautaro Videla fue llevado frente a un Consejo de
Guerra en Valparaíso, que lo condenó a la pena de extrañamiento.
Funcionarios militares lo entregaron a los gendarmes en el anexo-cárcel de
Capuchinos, desde donde iba a ser expulsado inmediatamente del país. Sin
embargo, por instrucciones del Ministerio del Interior, agentes de civil lo
sacaron del recinto penal y lo trasladaron nuevamente a Tres álamos, junto a
Sergio Vesely Fernández. El fantasma del caso Silberman se instaló en las
mentes de ambos.
Videla envió un mensaje angustioso a su madre: «Pide una audiencia con
Eyzaguirre». La mujer, bien asesorada en los asuntos legales, se presentó en el
despacho del ministro y le dijo que su hijo había sido secuestrado desde un
recinto penal bajo la jurisdicción de los tribunales de Justicia, donde esperaba
el cumplimiento de una condena emitida por un tribunal legalmente
constituido.
Eyzaguirre le dio su palabra de que no permitiría obstrucciones
administrativas al cumplimiento de las penas, pues el pronunciamiento de un
tribunal —aunque fuera uno militar— estaba por sobre una orden de
detención preventiva emanada del Ejecutivo.
Cuatro días más tarde, Videla y su compañero de proceso fueron
devueltos a Capuchinos y expulsados finalmente del país. Para ellos, fue un mal
considerablemente menor que el muy incierto destino de quedar en Chile, a
merced de la DINA. Para Eyzaguirre, fue una posibilidad mínima pero concreta
de imponer el respeto a su autoridad.
En agosto de 1976, la Vicaría de la Solidaridad volvió a la carga con una
solicitud de ministro en visita para que investigara la situación de los
desaparecidos, que ya sumaban 383. La presentación fue rechazada una vez
más por la Corte Suprema:

«Puede advertirse que, contrariamente a lo que se afirma en la aludida solicitud —


y como se reitera en las tres presentaciones de los familiares de aquellos presuntos
desaparecidos— las investigaciones realizadas (…) demuestran celo y acuciosidad y
cuentan con la vigilancia directa de los ministros visitadores de la Corte de
Apelaciones de esta ciudad. Resulta que de las personas que se decían
desaparecidas han sido encontradas 38, que se hayan libres y residiendo en sus
respectivos domicilios; que se han ubicado a cinco que han salido al extranjero; se
ha verificado que, de ellas, 11 están arrestadas en virtud del Estado de Sitio, 3 por
los tribunales militares y 3 por los tribunales ordinarios por tratarse de
delincuentes comunes»[266].

Según el voto de mayoría, las presentaciones de la Vicaría repetían los


nombres de las víctimas «con el evidente propósito de aumentar ficticiamente
el número de estos, y aunque en dichas repeticiones, por lo general, figura
como familiar denunciante el mismo nombre, se advierte a simple vista la
disconformidad de firmas».
El fallo fue pronunciado con el voto de los ministros Israel Bórquez, Luis
Maldonado, Octavio Ramírez, Víctor Rivas, Emilio Ulloa, Estanislao Zúñiga y
Abraham Meersohn. El propio presidente Eyzaguirre, junto a Rafael Retamal,
Osvaldo Erbetta y Marcos Aburto, en minoría, estuvieron por nombrar al
ministro en visita.
Cristián Pretch, el vicario de la Solidaridad, decidió entonces pedir que la
Corte indicara cuáles de los desaparecidos estaban viviendo en sus casas y
cuáles detenidos en un lugar conocido.
Solo a fines de 1976 la Corte certificó los once casos de personas que
figuraban en sus registros como arrestadas en virtud del Estado de Sitio, pero
debió reconocer que tales nombres no estaban incluidos en las listas de
desaparecidos de la Vicaría. En el mismo acto rechazó certificar el resto de los
antecedentes que había mencionado al rechazar la petición.
Al inaugurar el año judicial en 1977, Eyzaguirre lamentó, aunque en
forma indirecta, la ampliación de las facultades al jefe de Estado para que en
estados de emergencia conculcara las libertades de opinión, información y
reunión, censurara la correspondencia y las comunicaciones y limitara el
derecho de propiedad.

«No puede ponerse en duda que ha existido el laudable propósito de asegurar la


paz interna y el orden público, que tan gravemente se ven amenazados en nuestros
días, por intervenciones foráneas, pero la experiencia indica que legislaciones
dictadas de la mejor buena fe o intención son usadas después buscándoles
interpretaciones torcidas o usando de los lamentables resquicios legales de tan
funesta memoria».[267]

El ministro estaba haciendo una comparación directa con el uso de los


«resquicios» durante el gobierno de Salvador Allende.
Eyzaguirre expresó también su preocupación por los límites impuestos al
recurso de protección bajo los estados de emergencia.
Ese marzo fue un mes duro para las relaciones Iglesia-Gobierno. La
Conferencia Episcopal emitió un documento denominado «Nuestra
Convivencia Nacional» que hizo rechinar los dientes en los círculos oficiales.
Bajo el capítulo «El Poder Judicial y los Desaparecidos», los obispos pidieron
que «se esclarezca de una vez y para siempre el destino de cada uno de los
presuntos desaparecidos desde el 11 de septiembre hasta la fecha». Mientras
ello no ocurra, decían, «no habrá tranquilidad para sus familiares, ni verdadera
paz en el país, ni quedará limpia la imagen de Chile en el exterior».
El ministro de Justicia, Miguel Schweitzer, renunció a su cargo el 11 del
mismo mes. Fue reemplazado por el hoy olvidado Renato Damilano Bonfante
quien, recién instalado, criticó a la Iglesia Católica y la acusó de alianza con los
«marxistas». Cayó precipitadamente y lo reemplazó Mónica Madariaga.
A mediados de año el vicario de la Solidaridad, Cristián Pretch, volvió a
la carga con un téngase presente, para insistir sobre el tema de los
desaparecidos, que habían aumentado a más de 400, y sobre la necesidad de
que la Corte certificara los casos que dio por aclarados. Sus palabras, en un
ambiente cargado de tensión, tenían un peso demoledor:

«El problema de las personas desaparecidas (…) es un problema que mantiene su


dramática actualidad, y en que está en juego la integridad misma de la vida, y la
vida es lo más sagrado que hay en este mundo. Nadie puede atentar contra la vida,
nadie puede arrogarse derechos sobre la vida ajena. Es la vida de 411 chilenos que
está en juego; detrás de ellos hay una multitud de familiares y amigos,
sorprendidos y atónitos (…) El problema de las personas desaparecidas y la
situación de sus familiares no se supera con desoírlos; por el contrario, si
asumiéramos semejante actitud estaríamos incubando un peligroso germen de
proyecciones incalculables».

«Las más elevadas voces han expresado su inquietud por el problema, tanto a nivel
nacional como internacional (…) ¿Qué fundamento jurídico y moral puede ser
tan poderoso que no permita la realización de una investigación a fondo para
esclarecer cada uno de los casos?»[268].

El domingo 29 de septiembre el programa «Lo que Usted quiere saber»


de Canal 5 de Valparaíso, tenía un invitado especial: José María Eyzaguirre. El
moderador del programa era Patricio Bañados y entre los panelistas estaban
Cristián Zegers, Joaquín Villarino, Jaime Martínez Williams, Hermógenes
Pérez de Arce y Enrique Lafourcade. Era uno de los pocos espacios de debate
político en esos momentos.
—Me preguntan siempre —fueron las primeras palabras del magistrado
— sobre la independencia del Poder Judicial, exactamente. Yo puedo decir que
lo que contesto siempre es que el Poder Judicial en Chile está intacto…[269]
Los funcionarios de la Vicaría no solo escucharon atentamente la
emisión, sino que uno de ellos grabó la entrevista y la transcribió para los
registros de la institución.
Bañados comenzó el interrogatorio:
—Señor Eyzaguirre, ¿cuántos recursos de amparo se han presentado en
Chile? (…) ¿Serán 500?
—Pueden ser 500 o más.
—¿Cuántos han sido aprobados?
—(…) Los recursos de amparo no han sido acogidos porque, como usted
sabe muy bien, los tribunales chilenos, desde 1833, han mantenido la
jurisprudencia de que cuando el Presidente de la República efectúa una
detención en virtud del Estado de Sitio, es una facultad privativa del Poder
Ejecutivo y no le es lícito al Poder Judicial mezclarse en la facultad del Poder
Ejecutivo.
—O sea, ¿no ha sido aprobado ninguno? ¿O hay alguno aprobado?
—Hay uno acogido.
—¿Y ha sido plenamente cumplido?
—No ha podido ser cumplido.
Eyzaguirre se defendía diciendo que las facultades que tenía del Ejecutivo
en virtud del Estado de Sitio inhibían al Poder Judicial. Los detenidos
administrativamente, no podían ser llevados a cárceles bajo jurisdicción de los
tribunales.
—Don José María, usted dice que se habrían presentado alrededor de
500 o más recursos de amparo, ¿eso significa que esas 500 personas están
desaparecidas?
—No significa necesariamente que estén desaparecidas, sino que
sencillamente algunas de esas personas, cuando el ministro del Interior dice
que no han sido detenidas por organismos del Estado, se instruye el proceso
por desaparecimiento.
—¿Y en los recursos de amparo en que aparecen testigos?
—Normalmente el trámite del recurso de amparo (…) no admite prueba
de testigos. El recurso de amparo (…) debe fallarse con el informe de la
autoridad que presumiblemente ha efectuado la detención…
—¿Por qué los familiares de algunas de estas personas dicen que hay
pruebas y que ellos tienen testigos de que estas personas estuvieron realmente
detenidas en algunos puntos y que fueron vistas por otras personas? Por lo
tanto, habrían estado en lugares de detención, aunque el Ministerio del
Interior haya dicho que no fueron detenidos, ¿no es así?
—Hay algunos casos (…) en que el gobierno ha negado la existencia de la
detención y ha podido establecerse que esas personas han sido efectivamente
detenidas. El caso más claro, es el caso de las personas que fueron detenidas en
Valparaíso, en que el gobierno dijo que no habían estado detenidas, por las
informaciones que tenía; en cambio el comandante del Regimiento Maipo
manifestó que esas personas habían pasado por el Regimiento en calidad de
detenidas. Eran unas pocas personas…
—¿Fueron encontradas esas personas?
—No le podría decir con seguridad, porque no lo tengo en la memoria.
Eyzaguirre aseguró en el panel que algunos «supuestos» desaparecidos
estaban durmiendo en sus casas o cruzaron la frontera. (Era el caso de los
secuestrados por el Comando Conjunto, en que un ministro de la Corte de
Santiago había aceptado un informe de Investigaciones diciendo que cruzaron
por el paso Caracoles hacia Argentina). «Ahora, que el gobierno argentino,
según dicen los afectados diga que estas personas no han entrado a la
Argentina, ese es un problema interno de la policía argentina», agregó.
Enrique Lafourcade, el único de los panelistas identificado en la
transcripción, no aceptó el argumento.
—… El problema de los desaparecidos, para mí —dijo— no es
estadístico… que sean dos mil, 800 o 500. Basta que haya un desaparecido
para que la justicia chilena llegue hasta el fondo para descubrir cuál es la verdad
(…). La justicia tiene que ir de la mano de la ética, tienen que ir juntas, porque
si no, la justicia no es tal. No hay justicias formales, hay una justicia de
fondo… Entonces tenemos que intentar emplear las medidas —y estoy seguro
de que el gobierno está en el mismo predicamento— para que se disipen todas
las dudas sobre esos desaparecidos, algunos de los cuales han aparecido o están
especulando políticamente y otros de los cuales no se sabe nada. Yo creo que en
ese punto no podemos estar en desacuerdo, me parece…
La atmósfera se espesó. No era común en esos años que alguien se
aventurara públicamente con un comentario de tal franqueza.[270]
—Yo no estoy de acuerdo. Todo lo contrario, señor Lafourcade, pero no
se olvide usted de una cosa que está muy clara para los tribunales; es un poco
técnica, pero es clarísima… —contestó Eyzaguirre y repitió el argumento de la
incompetencia de los tribunales ordinarios sobre los militares, y la lógica que
animaba, por lo tanto, las resoluciones de las Cortes—: La mayoría de las
desapariciones se imputan a la Dirección de Inteligencia Nacional (…) La
Dirección de Inteligencia Nacional es un organismo militar y por lo tanto, sus
componentes son militares y están sometidos al fuero militar y, en
consecuencia, los tribunales ordinarios no son competentes.
Mientras el presidente de la Corte trataba de dar las respuestas correctas
para mantener su jerarquía, otro ministro se arriesgaba a demostrar sensibilidad
frente a las quejas por los atropellos a los derechos humanos.
Rafael Retamal, quien al comienzo del régimen parecía más duro que
Eyzaguirre, había empezado a cambiar y, en adelante, sería claramente el más
proclive a acoger los recursos de amparo en el alto tribunal. Especialmente
desde 1977, cuando se dio por terminado el Estado de Guerra.
Por esa fecha, el joven vecino opositor lo visitó nuevamente y le recordó
su promesa de dar a los militares un plazo máximo de cinco años, a contar del
11 de septiembre de 1973.
—¿Se acuerda, magistrado?[271]
—¿Yo le dije eso?
Retamal pretendió haber olvidado la conversación que ambos habían
tenido en los primeros días del Golpe, pero en su acción pública, era claro que
recordaba. Lo puso en evidencia al terminar el primer lustro del régimen, en
una entrevista que concedió a la revista Qué Pasa. El ministro respondió
entonces algunas preguntas sobre la situación del Poder Judicial.
—El Estado de Sitio es una emergencia. Nos ha producido muchos
dolores de cabeza, sería mejor que fuera poco a poco, eliminándose…
Tendríamos menos dolores de cabeza y del corazón. Porque ha de saber usted
que los jueces para administrar justicia necesitan cabeza y corazón… Si falta
cualquiera de estos simbólicos elementos, lo que sale es una torpeza y una
crueldad… Y no es justicia la torpeza, no es justicia la crueldad.[272]
La aceptación «dogmática» en los tribunales de Justicia de los informes
oficiales tuvo su expresión máxima cuando la Corte Suprema rechazó la
apelación al recurso de amparo en favor de José Orlando Flores Araya, un
detenido desaparecido quien fue visto en Villa Grimaldi. El amparo fue
acompañado de las declaraciones de un teniente de Ejército quien dijo haber
presenciado su detención. Interior informó a la Corte Suprema que
efectivamente Flores Araya había sido arrestado, pero luego puesto en libertad
en fecha indeterminada, y agregaba esta frase asombrosa: «No existe el lugar de
detención denominado Villa Grimaldi».
La Corte confirmó el rechazo al amparo aunque su propio presidente,
José María Eyzaguirre, se había constituido en ese cuartel y certificado su
existencia.
El 20 de diciembre de 1977, la Corte emitió el certificado tantas veces
solicitado por la Vicaría de la Solidaridad. El certificado mencionaba los
nombres de 38 personas presuntamente desaparecidas que, conforme con los
informes oficiales, se hallaban en «libertad» al momento de iniciarse los
recursos de amparo en su favor y agregaba otras tres que no estaban
desaparecidas, sino recluidas por delitos comunes. Otros cinco procesos habían
sido sobreseídos, porque las personas buscadas aparecieron.
Pero nuevamente la Corte tuvo que admitir que ninguna de esas
desapariciones «aclaradas» figuraban en el listado de denuncias de la Vicaría.
El 21 de septiembre de 1976, el excanciller Orlando Letelier fue
asesinado en el centro diplomático de Washington. Cinco semanas después, el
2 de noviembre, el demócrata Jimmy Carter fue electo como nuevo Presidente
de Estados Unidos.
Sin ningún anuncio previo, el gobierno chileno dio por terminado el
Estado de Sitio y liberó a todos los detenidos que aún permanecían en campos
de concentración. Muchas condenas fueron conmutadas por extrañamiento y
miles de chilenos salieron al exilio. Tras estas disposiciones, las autoridades se
apresuraron a declarar que tales medidas nada tenían que ver con la elección en
el país norteamericano.
Carter ejerció una dura presión contra el gobierno militar, especialmente
destinada a esclarecer el caso Letelier. Acorralada por el resultado de las
investigaciones del FBI, la dictadura accedió a expulsar al exagente Michael
Townley. Mientras tanto, un civil, Sergio Fernández, asumía la cartera de
Interior.
Ante las concesiones que estaba haciendo el gobierno, un grupo
importante de oficiales jóvenes planteó sus inquietudes a la superioridad del
Ejército: temían que si se abría la puerta a juicios por violaciones a los derechos
humanos se viera afectada su seguridad. Reclamaban, por tanto, protección.
Fue así como, entre gallos y media noche, en abril de 1978 se dictó el decreto
ley de Amnistía.
En 1979, la Corte Suprema decidió por fin acoger las presentaciones del
Arzobispado y nombró al ministro Servando Jordán para que investigara los
casos de unos 300 detenidos desaparecidos en el departamento de Santiago. El
ministro se constituyó en recintos de la DINA ya vacíos y en desuso. Poco
después se declaró incompetente, traspasando los juicios a la justicia militar.
Historia alucinante en Villa México

Mayo de 1977: Carlos Veloso Figueroa, un antiguo dirigente sindical y


militante democratacristiano, había comenzado a trabajar media jornada en la
Fundación Cardjin, dependiente de la Iglesia Católica, poniendo fin a dos
meses de penosa cesantía.
La fundación eclesial preparaba a dirigentes sindicales, especialmente los
ligados a la DC. Trabajaba allí Luis Mardones Geza, exdirigente nacional de la
Federación del Cuero y Calzado y «compadre» de Carlos Veloso.
Veloso vivía en la Villa México, en Maipú, con su esposa y su hijo Carlos,
de dieciséis años.
Osvaldo Figueroa —exmilitante del PC—, Williams Zuleta —
simpatizante DC, activo miembro de la parroquia Nuestra Señora de la
Reconciliación— y Humberto Drouillas —militante DC—, eran los vecinos de
la familia Veloso; también Jorge Troncoso —simpatizante de izquierda— y
Eduardo de la Fuente, ex-PC, que había vivido hasta hacía poco en la misma
población.
El 1.º de mayo de ese año las organizaciones sindicales celebraron el Día
del Trabajo «hacia adentro», en misas o actos cerrados. Las condiciones aún no
permitían actos públicos ni se reconocía la legitimidad de esas organizaciones.
No obstante eso, una centena de ellas había presentado 44 demandas a la Junta
Militar.
Veloso, que fue uno de los que ayudó a mecanografiar el petitorio, supo
que dos sujetos de aspecto sospechoso andaban preguntado por él. Habían
estado en casa de una tía y también en la Fundación.[273] Enviado al día
siguiente su hijo a indagar detalles, fue interceptado por desconocidos cuando
volvía a su casa y obligado a subir a un Chevy negro. Le cubrieron la vista y lo
tiraron al suelo. Tras largas vueltas que desorientaron completamente al
adolescente, fue obligado a descender y empujado a una habitación en un
edificio desconocido.
Cuando le quitaron la venda, sintió los ojos heridos por una fuerte luz
que se balanceaba sobre su cabeza. Lo obligaron a desvestirse y comenzaron a
interrogarlo sobre las actividades de su padre. Mientras preguntaban, los
agentes lo golpearon en diferentes partes del cuerpo hasta hacerlo vomitar.[274]
Desfalleciente, el menor oyó la voz de un supuesto detenido que fue
instalado a su lado. Este le daba ánimos. «No digas nada sobre tu padre»…
Sobrevino luego un largo silencio interrumpido al cabo por un disparo. Una
aguja se clavó en uno de sus brazos. Comenzó a sentir que flotaba, como si
fuera volando por los aires. Sus captores le mostraron un cuerpo tendido en el
suelo, sobre un charco de sangre.
—Lo mismo te va a pasar a ti, si no colaboras…
Vino enseguida una sucesión de golpes, luego aplicaciones de corriente.
Para finalizar con cigarrillos que apagaban en sus brazos[275].
Como a la medianoche, el muchacho fue abandonado cerca de la casa de
su abuela, en Las Rejas.
Cuando por fin estuvo de vuelta en su hogar, su padre acudió
inmediatamente a la Vicaría de la Solidaridad y el 4 de mayo presentó un
recurso de amparo preventivo en su favor y en el de su hijo. En el escrito señaló
como presuntos responsables a los organismos de seguridad. También
interpuso ante los tribunales del crimen una denuncia por las lesiones sufridas
por su hijo.
Esa misma noche, dos agentes de la DINA llegaron a su casa. Dijeron que
estaban investigando los hechos, advirtiendo que ellos no tenían «nada que ver»
con lo sucedido. Confiando en que esos hombres decían la verdad, el joven les
narró su odisea. Volvieron varias veces para inquirir más detalles, y en una de
esas ocasiones se llevaron a Veloso padre, a quien, «por seguridad», le vendaron
la vista y lo condujeron a un recinto desconocido, donde fue interrogado sobre
sus actividades gremiales y políticas. Luego lo dejaron marcharse.
El sábado 7 de mayo, cerca de las 20 horas, los agentes fueron
nuevamente a buscar a Veloso para volver a interrogarlo. Dos horas más tarde,
le pidieron que llamara a su hijo porque necesitaban aclarar con él algunos
detalles. Conversaron con el muchacho y le dijeron algo que él se negó a creer:
que sus secuestradores eran «los marxistas» y que estos lo habían hecho para
vengarse de su padre; porque «están enojados con él ya que saben que es un
soplón de los milicos». No consiguieron, a pesar de las presiones y amenazas,
que firmara un documento que contenía una versión falsa sobre su secuestro,
pero lograron que sí lo hiciera al pie de un papel que decía: «Quiero conversar
con ustedes sin la presencia de mi padre».
A las 2.30 de la madrugada del domingo, los agentes le permitieron a
Veloso padre que volviera a su casa, pero le advirtieron que ellos iban a estar
presentes porque debían «proteger» a su hijo de quienes habían intentado
secuestrarlo: activistas de grupos de extrema izquierda, según dijeron. Se
instalaron, sin más, llegando con Veloso a la casa, donde se presentaron además
con un televisor, «para hacer más llevadera la permanencia en casa», fue la
explicación. Por supuesto, cuando Carlos vio llegar a su padre con los agentes y
con el aparato, creyó que era verdad lo que le habían dicho aquellos.
En la mañana del domingo 8, sin que padre e hijo hubieran tenido la
oportunidad de conversar, los agentes los trasladaron, con la vista vendada, al
mismo recinto en que Veloso había estado antes. Llevaron a Carlos al segundo
piso, cumpliendo su supuesto «deseo» de conversar a solas con ellos. Allí, a
pesar de las amenazas, siguió negándose a firmar un documento con una
declaración falsa sobre su secuestro.
En medio de la discusión, los agentes hicieron subir a Veloso. Le dijeron
que su hijo formulaba declaraciones contradictorias, aunque había reconocido
en un momento que los autores eran de izquierda. El padre, desconcertado,
increpó duramente a su hijo. Este se desmoralizó.
—Su hijo se contradice porque los autores son conocidos de ustedes… —
le dijo a Veloso uno de los agentes.
Carlos fue llevado a una pieza vecina, en verdad era un baño, desde
donde podía ver a su padre, sin que este lo viera a él, en virtud de que el muro
divisorio era uno de esos vidrios que permite la visión solo desde uno de sus
lados. Vio así, aterrado, cómo uno de los sujetos encañonaba a su padre,
recriminándolo por la poca colaboración del joven. En ese momento otros
agentes llegaron al baño con un set de fotografías:
—¿Conoces a alguno de estos?
—Sí… —contestó el muchacho—, a este, este y este… Son vecinos
nuestros.[276]
Había reconocido a Figueroa, De La Fuente y Zuleta. No entendía para
qué le mostraban esas fotos, pero el asunto comenzó a parecerle extraño
cuando uno de los sujetos dijo:
—Ahora solo falta el chofer…
No pudo entonces contenerse y dijo: «¡Yo sé quién es!», y apuntó a través
del vidrio al hombre que encañonaba a su padre: «Es ese, ese que está ahí…».
Apenas alcanzó a terminar la frase cuando sintió el escozor caliente de la
bofetada con que acababan de cruzarle la cara.
—¡No! —le gritó al oído uno de los sujetos—. …Yo te voy a decir lo que
pasó y tú no vas a olvidar nada ¿correcto?… Bien: estas tres personas que tú
reconociste, son quienes te secuestraron en un Volkswagen verde. Lo que más
te preguntaron fue si es cierto que tu padre es un soplón de los milicos.
Figueroa, este de aquí, te golpeaba constantemente y te quemaba con
cigarrillos. Además, te violaron y te dijeron que fueras a la Vicaría a denunciar
el secuestro. A ver, ¡repite…!
Obligaron a Carlos a repetir una y otra vez la versión y a memorizarla y
luego fue llevado al cuarto donde su padre estaba aún bajo la amenaza de un
arma.
—Cuéntanos de nuevo qué fue lo que pasó —dijo uno de los agentes y el
muchacho, aturdido y aterrorizado, repitió la historia recién aprendida.
—¿Lo juras?
Vaciló apenas y dijo, balbuceante: «Lo juro».
Veloso creyó entonces que su hijo estaba diciendo efectivamente la
verdad. Firmó por eso sin poner mayor resistencia una declaración que le
pasaron los agentes en la cual recriminaba a «los marxistas» por haberlo
atacado.
Padre e hijo fueron enseguida trasladados a otro recinto, con apariencia
de clínica, en el que Carlos fue sometido a una sesión de hipnosis que solo le
produjo efectos parciales. El objetivo era que repitiera y memorizara la versión
construida del secuestro.
A las 4.30 de la madrugada del lunes 9, pudieron por fin volver a casa.
Habían estado ausentes durante dieciocho horas.
Poco después comenzaban varios operativos para detener a los vecinos
incriminados.
Entre el lunes 9 y el jueves 12, fueron secuestrados Osvaldo Figueroa,
Eduardo de la Fuente, Williams Zuleta, Humberto Drouillas y Jorge Troncoso.
En los allanamientos de sus casas lo único que los agentes pudieron incautar
fue la copia de un recurso de amparo interpuesto por una de las víctimas y el
título de propiedad de la casa de otro. Más tarde afirmarían, sin embargo, que
habían hallado explosivos.
Mucho tiempo después, en testimonios notariales, los detenidos revelaron
las torturas a que habían sido sometidos y las «confesiones» que la DINA
obtuvo de esta manera.
De la Fuente narró que fue llevado a «la parrilla», mientras los agentes lo
golpeaban en los testículos. Desnudo, lo amarraron a una camilla. En el pie
derecho le pusieron un alambre en cuyo extremo tenía una especie de moneda.
A cada pregunta para la que no daba la respuesta esperada, seguía un golpe de
corriente y, a veces, un golpe en el tórax con la suela de un zapato. Como
seguía ignorante de un supuesto rapto y violación del adolescente, le pusieron
unos ganchos en el pene y a través de estos le daban golpes de corriente.
El dolor y las convulsiones le desprendieron la prótesis dental y, como
estaba amordazado, comenzó a tragarla. Hizo unos gestos desesperados. Los
torturadores se detuvieron un momento creyendo que eso significaba que
estaba dispuesto a «confesar», pero De La Fuente solo vomitó.
Tras este primer interrogatorio fue introducido en una pieza con
Figueroa, quien ya había «confesado» y le pidió que hiciera lo mismo. De la
Fuente volvió a los interrogatorios, ahora sobre las actividades de Troncoso y
Figueroa. Esa tarde lo colgaron de las manos de manera que sus pies no tocaran
el suelo. En esa posición los agentes lo golpeaban en el estómago. Era para
ellos, según las palabras que oyó, un puching ball. Así estuvo casi una hora.
Uno de los agentes le tomó fuertemente la cabeza y se la cargó hacia abajo.
Logró así, cuando el prisionero estaba ya a punto de desfallecer, que este
reconociera su culpabilidad y que había violado al muchacho. Se le permitió
descansar mientras Figueroa volvía a la «parrilla».
Durante la noche del 10 al 11 De la Fuente no pudo dormir, pues los
agentes lo obligaban a saltar y lo golpeaban cada veinte o treinta minutos. El
miércoles 11, fue puesto ante Drouillas, a quien se le obligó a reconocer como
el que «dirigía las reuniones». Drouillas ya exhibía moretones y tenía la vista
vendada, a pesar de lo cual negó siempre las acusaciones que se le hicieron.
De la Fuente fue llevado a la pieza de la parrilla y oyó cuando los agentes
le ordenaban a Troncoso desvestirse. Vendado, supo del momento en que
comenzarían a aplicarle electricidad, porque le advirtieron que levantara un
dedo cuando quisiera confesar. Troncoso insistía en su inocencia.
«Sentí que comenzaban nuevamente a aplicarle corriente a Troncoso y
que este gritaba muy fuerte. El jefe ordenó: “Tápenle la boca”. Los agentes
siguieron aplicando corriente y uno de ellos dijo: “Paren, háganle masajes,
parece que se nos murió”. Después alguien ordenó: “Sáquenlo pa’ fuera”. Sentí
que me tomaban y rápidamente me sacaron de la pieza».[277]
Los interrogatorios continuaron todo el día y esa noche. De la Fuente fue
llevado a una pieza en que estaban otros detenidos. Oyó la voz de un
adolescente individualizando a uno de ellos. En esa ocasión le pasaron a De la
Fuente una pistola para que se matara. El detenido rechazó la sugerencia, pero
los agentes dijeron que no importaba, pues ya tenían sus huellas dactilares en el
arma. El muchacho «reconocería» a De la Fuente como quien lo había
amenazado con arma de fuego el 2 de mayo.
Persuadido por un golpe que le dieron en la cabeza con un fierro o un
arma, finalmente De la Fuente firmó una declaración que jamás leyó.
Ese mismo día los agentes le advirtieron que no mencionara más a
Troncoso en sus declaraciones, porque este «ya no estaba detenido».
El viernes 13 fue llevado a Cuatro álamos, donde se reuniría con los
demás detenidos, excepto Troncoso.
El 14, dado que, según la versión, De la Fuente era el chofer y Zuleta su
acompañante, ambos fueron sacados a «recorrer» el trayecto que «habían
hecho» con el menor y en el camino los agentes les decían lo que
supuestamente habían hecho en cada lugar.
A esas alturas, ya estaban presentados los recursos de amparo por todos
los detenidos ante la Corte de Apelaciones de Santiago, reclamando el
incumplimiento de las mínimas formalidades jurídicas, como la exhibición de
órdenes de autoridad competente, la individualización de los aprehensores, el
aviso escrito a los familiares. Se pedía que el ministro del Interior, Carabineros,
Investigaciones, Juzgado Militar y la DINA dijeran si habían ordenado las
detenciones.
La Corte solo accedió a pedir informes al ministro del Interior.
En cuanto al primer amparo presentado en nombre de Carlos Veloso y de
su hijo, la Corte solamente preguntó si había una orden de arresto en contra
del recurrente. El Ministerio no contestó.
Mientras los Veloso seguían recluidos en su casa, en la Iglesia la situación
era difícil. El asunto parecía confuso y complejo. En lo interno, el análisis del
tema fue encargado al Vicario General de Santiago, obispo Sergio Valech. Se
consideró que el prelado, reconocido por sus posturas conservadoras, tendría la
independencia suficiente para encararlo.
Para los abogados de la Vicaría de la Solidaridad no cabía duda alguna de
que estaban frente a un montaje preparado por la DINA y así lo presentaban al
vicario en sus informes diarios. Pero Valech se mostraba incrédulo. Pensaba que
verdaderamente el secuestro del menor había sido cometido por un grupo de
izquierda. Admitir otra posibilidad le parecía demasiado brutal, excesivamente
sórdido[278].
Fue la denuncia que había hecho Luis Mardones a la Vicaría sobre el
secuestro de su amigo y su propia detención, la que llevó a Valech a
encomendar al obispo auxiliar de Santiago, Enrique Alvear, que realizara una
seria indagación. Mardones, compadre de Veloso, no vivía en la Villa México,
pero se enteró de lo acontecido. Había ido por lo tanto el jueves 12 a la Vicaría
para contar lo que estaba pasando con su compadre. Dijo que temía por él
porque sabía que estaba virtualmente secuestrado por la DINA en su propia
casa. Prosiguió su peregrinaje yendo a la Fundación Cardjin y cuando
pretendía llegar también a la Vicaría Episcopal Oeste fue detenido en plena
calle.
Alvear, en suma, fue a la Villa México y comprobó que los Veloso no
podían salir de su casa ni comunicarse con nadie. Decidió entonces interponer
un nuevo recurso de amparo en favor de la familia y pidió a la Corte que se le
permitiera narrar lo que él mismo había visto, pero esta rechazó.
En tanto, los tribunales esperaban los informes del Ministerio del Interior
sobre las detenciones de Figueroa, Zuleta, Drouillas, De la Fuente y Mardones,
quienes ya se encontraban en Cuatro álamos.
El 15 de mayo, el menor Veloso fue sacado de su casa y conducido al
Hospital Militar. El médico Jorge Bassa Salazar lo miró solo desde lejos —
mientras se lavaba las manos, según contó después un testigo—. En una
palabra, sin examinarlo extendió un certificado en que aseguraba haber
constatado que Carlos fue violado. (Exámenes posteriores en el Instituto
Médico Legal demostrarían que el menor nunca sufrió ese vejamen).
Pendientes aún los recursos de amparo en primera instancia, el 24 de
mayo apareció la primera información de prensa. Un texto emanado de la
Secretaría General de Gobierno fue divulgado por la agencia Orbe y
reproducido en La Segunda. La misma información fue despachada desde la
Dirección de Informaciones de Gobierno al canal 13, en un papel sin
membrete, pero con una recomendación en una tarjeta anexa en que el director
de Informaciones, Max Reindler, solicitaba que se leyera a la mayor brevedad.
Decía la nota:

«Los servicios de seguridad detuvieron a cuatro individuos que aparecen


implicados en el secuestro, apremio y maltrato físico del menor de dieciséis años,
Carlos Arnaldo Veloso Reindenbach (…) Los sujetos en cuestión son los
siguientes: Robinson Williams Zuleta Mora, Osvaldo Figueroa Figueroa, Luis
Rubén Mardones Geza y Humberto Drouillas Ortega. Estas personas están
sindicadas como colaboradoras del instituto apostólico Fundación Cardjin»[279].

La DINA montó una «conferencia de prensa» en la casa de los Veloso. Los


agentes que estaban instalados en el inmueble escribieron en un papel
instrucciones sobre la forma en que el menor debía comportarse:

«Es necesario que al relatar los hechos del secuestro y torturas a (sic) que ha sido
sometido se atenga a los términos y detalles de la declaración que hizo en presencia
de su padre, el día 8 de mayo», «si se le pregunta si su casa está bajo custodia y
están limitados los movimientos suyos y de su grupo familiar, debe contestar
porque tiene miedo, porque lo amenazaron de muerte y prometieron que
asesinarían a su padre, de modo que la custodia es una medida que toda la familia
considera necesaria hasta que no se aclaren los hechos»; debe mostrarse «nervioso y
todavía atemorizado»; «la justificación básica de su experiencia es que los
secuestradores le repetían constantemente que su padre era un soplón de los
milicos»[280].

Ese mismo 25 de mayo el Ministerio del Interior reconoció que Zuleta,


Mardones, Drouillas y Figueroa permanecían detenidos en Cuatro álamos, sin
entregar detalles sobre sus aprehensiones. Sobre Troncoso, simplemente afirmó
que su detención nunca fue ordenada.
Hasta el 27 de mayo, la casa de los Veloso estuvo bajo la «protección» de
la DINA. Durante ese período, nadie pudo visitarlos. Carlos no se sinceró con
su padre, pues sospechaba que era un colaborador de la DINA, y este
continuaba convencido de que los autores del secuestro de su hijo eran
militantes de izquierda.
La Corte de Apelaciones entró entonces a conocer de los amparos en
favor de los inculpados. A los antecedentes entregados inicialmente, los
familiares añadieron que las fechas de detención dadas por el gobierno eran
falsas y el abuso que significaba que la autoridad administrativa arrestara a
personas para, supuestamente, indagar delitos comunes, pues esa era atribución
exclusiva de los tribunales ordinarios, aún bajo el Estado de Sitio. También se
quejaron por las prolongadas e ilegales incomunicaciones y defendieron la
completa y total inocencia de los acusados.
La Corte de Apelaciones, con los votos de los ministros Hernán Cereceda
y Efrén Araya, rechazó los amparos, argumentando que los detenidos fueron
aprehendidos por orden de autoridad competente —el Ejecutivo— en virtud
del Estado de Sitio. Adujeron, que por «no constar» que el arresto tuviera
relación exclusivamente con delitos comunes, no consideraban usurpadas sus
facultades. En la minoría, el presidente de la Sala, Enrique Paillás, estimó que
lo procedente era poner inmediatamente a los detenidos a disposición del
tribunal ordinario que investigaba el secuestro. Y recordó que la
incomunicación no estaba entre las facultades que el Estado de Sitio otorgaba
al Ejecutivo, como tampoco la de indagar delitos comunes.
El amparo en favor de Jorge Troncoso fue rechazado el 7 de junio. Otro
tanto ocurrió antes, el día 3, el que se había pedido en favor de la familia
Veloso, porque el Ministerio del Interior informó, para fundamentar su
rechazo, que no existía ninguna resolución que afectara al padre o al hijo.
La Corte Suprema estudiaba paralelamente las apelaciones de las familias
de los detenidos. El presidente, José María Eyzaguirre, los visitó en Cuatro
álamos el 2 de junio. Ante la autoridad judicial, los recurrentes se declararon
inocentes y narraron sus propios secuestros y las torturas que habían sufrido en
poder de los agentes de la DINA.
Ese mismo día la Corte despachó un oficio pidiendo al Ministerio del
Interior que explicara la incomunicación irregular a que el Ejecutivo los tenía
sometidos.
El tribunal debió esperar pacientemente las respuestas. Respecto de
Drouillas, esta llegó cuando el reo ya estaba en libre plática en la cárcel pública
y a disposición de la fiscalía que lo procesaba por «actividades subversivas» y
«lesiones a un menor». Respecto de los demás, el Ministerio dijo que se
hallaban en Cuatro álamos no «incomunicados», sino que, por medidas
exclusivamente de seguridad, solo «se ha determinado la suspensión de visitas
al citado campamento de detenidos».
Ante esa respuesta, la Corte emitió una inmediata orden de suspensión de
ese tipo de precaución, pues lo que precisamente caracteriza a la
incomunicación es la prohibición de visitas.
La Corte preguntó también al ministro del Interior la autenticidad del
télex que el 24 de mayo había emitido la Dirección de Informaciones del
gobierno difundiendo la aprehensión de los acusados. A la Suprema le
interesaba aclarar el punto, pues revelaba desdén hacia los tribunales de Justicia
por parte de las autoridades, que habían informado primero y más
extensamente a los medios de comunicación que a quienes sustanciaban los
amparos. Era también una prueba de que se estaba usando la vía administrativa
para indagar delitos comunes.
El gobierno negó la autenticidad del comunicado, con lo cual la Suprema
rechazó definitivamente los recursos.
Una vez que Carlos Veloso y su hijo fueron liberados —y pudieron por
primera vez comunicarse libremente sus experiencias—, la Corte recibió una
declaración notarial en que ambos narraban su odisea y explicaban que habían
sido obligados a inculpar a sus vecinos. La Corte rechazó el recurso, pero dictó
dos medidas: que se interrogara al obispo Alvear (diligencia que jamás llegó a
realizarse) y que el ministro Marcos Aburto tomara declaración al niño.
A esas alturas, el obispo Valech había entrevistado ya a los familiares de
las víctimas y se había convencido de que estaba frente a una monstruosa
operación de falseamiento de los hechos montada por la DINA. En la
privacidad de sus oficinas comentaba a sus cercanos que no podía entender la
pasividad de los tribunales ante tal acumulación de atropellos e irregularidades.
El fiscal militar Juan Carlos Lama, quien procesaba a los presuntos
autores del secuestro, en cuanto se enteró de que el ministro Aburto
interrogaría a los Veloso, ordenó que padre e hijo fueran detenidos. Aburto
debió cumplir su cometido en un Cuartel de Investigaciones, pero eso no
impidió que los Veloso ratificaran ante el magistrado la verdadera versión de los
hechos y exculparan a sus vecinos.
El proceso en la fiscalía militar se había iniciado por un requerimiento del
Ministerio del Interior, que intentaba, sin rodeos, vincular a la Iglesia Católica
con los presuntos delitos. El escrito ministerial, firmado por el general César
Benavides, es muy claro a este respecto:

«Los hechos delictivos que habrían cometido las personas mencionadas y que al
parecer serían sus responsables directos, se inician con su relación con la
Fundación Cardjin, organismo dependiente de la Vicaría de la Solidaridad, y en
consecuencia, en forma indirecta del Arzobispado de Santiago; las señaladas
personas formaban parte de un grupo subversivo de aquellos que se han formado
en esta Fundación, y cuyo objetivo fundamental consiste en cumplir labores
subversivas al amparo de una actividad eclesiástica y religiosa, tendientes a socavar
el actual gobierno del país»[281].

El texto sostenía que los procesados consideraban a Carlos Veloso un


infiltrado y por esa razón raptaron a su hijo. Los acusaba de asociación ilícita,
tenencia ilegal de armas de fuego, organización para derrocar al gobierno
constituido, incitación a la formación de grupos armados, atentados o
privación de libertad a las personas, usurpación de funciones, abusos
deshonestos y lesiones.
El requerimiento fue acompañado por las declaraciones «extrajudiciales»
de los acusados, la declaración del niño el 8 de mayo, la que suscribiera su
padre reprochando la conducta de los «marxistas», el informe del doctor Bassa
y un oficio secreto, fechado el 19 de mayo, con la rúbrica del director de la
DINA, Manuel Contreras:
«Desde hace un tiempo a esta parte, la Dirección de Inteligencia Nacional ha
detectado la puesta en marcha de un plan subversivo tendiente a socavar el actual
gobierno (…) Los autores e instigadores de dicho plan son, entre otros, la Vicaría
de la Solidaridad, la Fundación Cardjin, por citar los más relevantes»[282].

Los familiares cuestionaron que los detenidos estuvieran siendo juzgados


según las normas de Tiempo de Guerra, en circunstancias que ese estado había
cesado jurídicamente, y pidieron al fiscal Lama su inmediata liberación. El
fiscal no respondió.
Los familiares presentaron un recurso de queja en contra del fiscal en la
Corte Suprema, alegando que puesto que el país vivía ya en estado jurídico de
paz, el tribunal supremo estaba facultado para corregir los abusos de la justicia
militar.
La Corte tardó varios meses en dar a conocer su respuesta y en ella repetía
el argumento de que el Código de Justicia Militar no menciona a la Corte
Suprema como tribunal superior en Tiempo de Guerra, ignorando
simplemente que ese estado jurídico había cesado.
Tras interrogar a los Veloso en el cuartel central de la policía civil, Aburto
los dejó a disposición del fiscal. Lama citó al menor y este le contó todo
nuevamente. Pero el fiscal estaba interesado en otras materias. Le preguntó por
la asesoría que le brindaba la Vicaría, el nombre de los abogados, la forma en
que se realizó la declaración jurada que depositó ante notario. Luego determinó
que el joven debía quedar detenido e incomunicado, pues sus declaraciones
eran contradictorias con las que había prestado ante la DINA el 8 de mayo.
En el marco de esta situación absolutamente insólita —porque el menor
era la víctima del delito, no el acusado— se practicaron nuevos careos entre él y
los detenidos. No hubo contradicciones. Víctima y acusados concordaron en
que ninguno de ellos participó en el secuestro.
El 21 de junio el fiscal alzó las incomunicaciones de los procesados, que
se habían extendido por más de 40 días. Al día siguiente, puso término
también a la incomunicación y detención de Carlos y dejó en libertad
incondicional a Figueroa, De la Fuente y Mardones.
Lama no pudo acreditar que los detenidos hubieran participado en el
secuestro del joven, pero mantuvo en prisión a Drouillas y Zuleta, por los
supuestos explosivos encontrados en sus casas.
Las familias Veloso, De la Fuente, Mardones y Figueroa huyeron al exilio.
En Chile, los intentos por obtener la libertad de Zuleta y Drouillas se
hacían difíciles en el ámbito de la justicia castrense. El fiscal Lama había
propuesto una pena de cinco años y un día para cada uno y citado a un
Consejo de Guerra para el 26 de octubre. Solo entonces los abogados de la
defensa pudieron conocer el expediente, tras lo cual le pidieron al ministro de
turno, Ricardo Gálvez, que reclamara el caso, pues en las nuevas condiciones
jurídicas del país, el proceso no le correspondía a la justicia militar. Ante el
rechazo de Gálvez, apelaron a una sala de la Corte.
El caso llegó a manos de los ministros Germán Valenzuela, Servando
Jordán y el abogado integrante José Bernarles.
El expediente, que ya quemaba las manos de todos los que debían
ocuparse de él, se perdió antes de que hubiera fallo. Nunca apareció.
La defensa intentó una última movida para impedir el Consejo de
Guerra: un recurso de protección, sobre la base de la normativa dictada por la
propia Junta Militar: el Acta Constitucional n.º 3. Pero nada pudo impedirlo.
El Consejo aplicó las penas propuestas por el fiscal, pero considerando la
irreprochable conducta anterior de los acusados y el tiempo que llevaban
privados de libertad —seis meses— les remitió la pena y dispuso su libertad
condicional, bajo control del Patronato de Reos por tres años.
Zuleta y Drouillas también partieron al exilio.
Comenzaba 1978. En el proceso iniciado en contra de los autores de los
secuestros de los procesados no se pudo identificar a los culpables. En parte,
porque el ministro Eyzaguirre se negó a informar al Séptimo Juzgado lo que
había visto en Cuatro álamos, cuando los visitó, argumentando que formaba
parte de un informe «confidencial». La justicia militar, que debía también
investigar los apremios ilegítimos en contra de los encausados, a denuncia del
propio Eyzaguirre, nunca practicó las diligencias que se le solicitaron. El Primer
juzgado del Crimen calificó las lesiones al menor Veloso como «clínicamente
leves» y constitutivas de una mera falta y tampoco identificó a los verdaderos
autores de su secuestro y torturas.
El Decreto Ley de Amnistía, dictado en abril de 1978, puso fin a los
procesos incoados en la Justicia Militar y dejó durmiendo, con sobreseimiento
temporal, el caso del detenido Troncoso.
Lo vivido por las familiares de los Veloso, los pobladores injustamente
acusados y el infortunado Jorge Troncoso, que se convirtió en desaparecido, es
una de las pruebas más flagrantes de la debilidad —por decir lo menos— del
Poder Judicial ante las violaciones a los derechos humanos.
Esta actitud de la judicatura en los primeros años de dictadura tiene, para
algunos, explicación en las actitudes humanas que es dable esperar bajo un
régimen de fuerza.

«Los ministros les tenían miedo a los milicos. De las mismas bajezas de las que es
capaz cualquier ser humano bajo dictadura, un preso bajo torturas, eran capaces
los jueces. Estaban divididos. Desconfiaban unos de otros. También entre ellos se
daba la lógica del soplón».[283]

Para otros, la respuesta está en un compromiso ideológico de la


magistratura, especialmente del tribunal superior, que se aferró a un excesivo y
dogmático formalismo:

«El Poder Judicial ejerció un positivismo legalista que se autoatribuyó como la


única fuente legítima y adecuada a un Estado de Derecho, con lo que fue
funcional a la dimensión represiva del régimen militar»[284].

Según Roberto Garretón ni siquiera es cierto que se hayan aplicado las


leyes.

«Si lo hubieran hecho, habrían acogido los recursos de amparo y salvado muchas
vidas. Lo que hicieron fue buscar resquicios legales o incluso torcer la letra de la ley
para hacer lo que las autoridades militares esperaban de ellos»[285].
Entre 1978 y 1980, con el general Odlanier Mena a la cabeza de la CNI y
el general Contreras retirado de sus funciones como jefe de la policía secreta,
los casos de secuestros, torturas y muertes decrecieron considerablemente en el
país.
Pero al comenzar los ’80 el republicano Ronald Reagan ganó las
elecciones en Estados Unidos. Su política hacia los gobiernos militares en
Latinoamérica dejó de lado la línea de severidad —bastante moderada, por lo
demás— de la administración Carter. A la semana de haberse instalado en la
Casa Blanca el nuevo presidente, en Santiago se registró el caso del secuestro
realizado por el grupo de Investigaciones conocido como Covema.
El general Mena fue reemplazado en la CNI y comenzó una nueva
ofensiva de la policía secreta en contra de las manifestaciones opositoras. Los
tribunales se inundaron otra vez con recursos de amparo.
Se acercaba la era Rosende.
Capítulo VI

La hora de la reforma
La obra de Soledad

Está llegando la hora de la reforma. Tras un siglo de debates, fue finalmente el


gobierno de Eduardo Frei —quien paradójicamente es un ingeniero y no un
abogado— el que logró obtener el consenso necesario para practicar reformas
profundas al Poder Judicial.
Probablemente los efectos de las modificaciones se sentirán realmente
solo en un par de generaciones más. Aún está por verse si el uso y la tradición
no le doblarán la mano a los cambios que prevé la ley. Ciertamente, en el
futuro habrá que pulir imperfecciones. Pero nadie puede negar que la reforma
es lo más cerca que se ha llegado de una verdadera modernización de este poder
del Estado, que, ahora sí, dispondrá de herramientas suficientes para
desempeñarse como tal.
Importante parte del proceso es el recambio en la Corte Suprema. Como
dijo el ministro Osvaldo Faúndez con voz quejumbrosa, el día que el máximo
tribunal decidió traspasar a la justicia ordinaria el llamado caso de la
«Operación Albania»: «Esta es otra Corte Suprema».
Los factores que contribuyeron a que esto fuera posible son muchos, pero
pueden mencionarse al menos tres:
Primero, la personalidad de la ministra de Justicia Soledad Alvear. La
abogada, militante DC, llegó a la cartera sin que nadie apostara mucho por ella.
Los ministros de la Corte Suprema y muchos dirigentes de la Concertación la
recibieron con reservas porque era mujer, una abogada civilista con escasa
presencia como litigadora en los pasillos de la corte, reconocible sobre todo por
ser la esposa de un político importante.
Su nombramiento fue interpretado por algunos como reflejo de la poca
importancia que Frei le otorgaba al Ministerio de Justicia, pues el nuevo
mandatario no estaba empeñado en hacer de los derechos humanos un tema
central de su gobierno, ni tenía la intención de enfrentarse con ese poder del
Estado.
Sin embargo, a poco andar se demostró que Soledad Alvear no había
llegado a las oficinas de calle Morandé solo para dedicarse a firmar oficios y
dedicar el resto de su tiempo al bordado.
Bien asesorada por académicos que venían estudiando el tema de la
reforma judicial desde hacía tiempo, tomó la decisión de convertirse en
impulsora del cambio. A los antiguos temas de discusión, agregó otros
emergentes y de amplia aceptación, como la violencia intrafamilar y la
protección de los menores.
Ella logró lo que no se pensaba que un gobierno de la Concertación
podría hacer. Sus herramientas no fueron el duro enfrentamiento, ni el debate
estéril. Su labor con los ministros de la Corte Suprema fue más bien una
campaña de seducción, incorporándolos, entre otras movidas, a los ritos del
poder.
Las simples invitaciones, por ejemplo, al presidente de la Corte —en sus
comienzos, Marcos Aburto— a participar junto al resto de las autoridades de la
Nación en una ceremonia oficial cualquiera o a viajar en la comitiva
presidencial en algunas de la tantas giras de Frei, hicieron por ella lo que la
fuerza de la razón no hizo por Cumplido.
Al asumir su puesto, ella dijo que haría la reforma «con» la Corte
Suprema y no «contra» ella. El nuevo contingente de siete integrantes
designados por Aylwin y la cooptación de otros nombrados por Pinochet —
como Roberto Dávila y Hernán Álvarez— aportaron lo suyo.
El segundo elemento, sin el cual el primero no habría sido posible, fue el
respaldo del diario El Mercurio. Como se ha señalado ya en estas páginas, lo
que el influyente matutino ha dicho sobre el Poder Judicial ha influido en
todas las épocas en el destino de ese poder del Estado. Soy de los periodistas
que recuerda que en los tribunales había magistrados para quienes diarios como
La Época, simplemente no existían; solo contaba El Mercurio, y lo que este
dijera o dejara de decir, era para ellos esencial.
El matutino, hay que reconocerlo, impulsaba algunos cambios ya desde el
régimen militar, pero se trataba de reformas mínimas, que no tocaban la cabeza
de este poder del Estado: la Corte Suprema. Esta, en efecto, fue siempre
defendida por el diario, en consonancia con las antiguas autoridades del
régimen militar, con el argumento, frente a los ataques opositores, del necesario
respeto a su independencia y autonomía, postura que mantuvo incluso durante
la acusación constitucional contra Hernán Cereceda.
El cambio se produjo tras el secuestro de Cristián Edwards, que puso a su
padre, el influyente dueño del periódico, en las manos del Poder Judicial real.
Buen conocedor de otros sistemas, como el estadounidense, Agustín Edwards
se sumó sin reservas a las voces que se alzaban clamando por la reforma. Y
como consecuencia del plagio, creó la Fundación Paz Ciudadana, conducida
por una mujer, María Pía Guzmán. El énfasis principal fue producir las
reformas necesarias para asegurar el castigo de los delitos, detener la
criminalidad y, en resumen, favorecer un clima de tranquilidad ciudadana que
permita el libre desarrollo económico. El aumento de las penas y las
limitaciones al otorgamiento de la libertad provisional, por ejemplo, han sido
temas centrales para esta organización.
En otro extremo aparece operando un elemento que permitió aunar
voluntades: grupos de académicos concentrados en el Centro de Promoción
Universitaria y en la Universidad Diego Portales, que promovían cambios para
asegurar el respeto a los derechos de los procesados, impotentes frente al poder
inquisitivo del sistema judicial chileno; y dotar a la Corte Suprema de los
hombres y facultades necesarias para que se comportara como un verdadero
poder del Estado, capaz de controlar los excesos del Ejecutivo y de garantizar la
defensa de los derechos de los ciudadanos.
Uno y otro objetivo confluían en la necesidad de hacer los mismos
cambios. La Fundación atrajo a los especialistas de la Diego Portales. Soledad
Alvear integró a la Fundación y al CPU como parte de sus organismos asesores.
Fue así como se produjo el consenso.
En 1997, el año en que la ministra logró la aprobación de la mayoría de
las reformas planteadas por el Ejecutivo, El Mercurio escribió un editorial que
puede calificarse de revolucionario, porque llamaba a derribar la vieja
institucionalidad judicial:

«La profunda desadaptación del sistema judicial a las características actuales de la


sociedad chilena parece estar haciéndose evidente a un grado quizás incómodo,
pero que no se puede soslayar. La sorprendente estabilidad institucional que esta
potestad normativa exhibe a lo largo de la historia dejó hace mucho tiempo de ser
un rasgo positivo que, en general, aquella representa para las organizaciones. Por el
contrario, y no obstante las causas y responsabilidades históricas que explican este
fenómeno, la inercia y retraimiento en que se ha sumido la judicatura arriesgan el
peligro de acentuar las disfunciones del Estado. Hace más de un siglo que Andrés
Bello advertía sobre este riesgo, e indicaba que respecto de los tribunales urgía
“usar el hacha” a fin de adecuarlos funcional e institucionalmente a la marcha de la
sociedad».

«(…) El retraimiento corporativo, la obsesión porque sus deficiencias solo se deben


a un problema de recursos y el pretexto de que la solución de su crisis es, una
responsabilidad ajena solo contribuyen a que la metáfora de Bello cobre urgente
actualidad»[286].

Un tercer factor muy importante —en el que confluyeron las voluntades


del Ejecutivo, Paz Ciudadana y los fondos estadounidenses que patrocinaban
los proyectos del CPU— fueron los requerimientos de los inversionistas
extranjeros. La Corte Suprema, así como estaba a comienzos de los ’90, era
incapaz de otorgar certidumbre jurídica a nadie, pues sus fallos variaban de sala
a sala, de ministro a ministro. Incluso un mismo magistrado podía opinar un
día «A» y al siguiente «B», sin expresión de fundamento. Además, el Poder
Judicial como tal era incapaz, salvo excepciones, de analizar y resolver con
alguna solvencia los conflictos económicos que se ponían en su conocimiento.
Los grandes conglomerados favorecieron la vía del arbitraje (jueces
pagados por las partes), pero, por más que renunciaran de antemano, como
ocurrió en muchos casos, a recurrir a la Corte Suprema en última instancia,
necesitaban de la opinión del tribunal superior de Chile.
Los empresarios hicieron en verdad por los cambios lo que no lograron
hacer años de crítica por la actitud del Poder Judicial frente al tema de los
derechos humanos.
Al fondo del escenario aparecían los ciudadanos, quejándose de la falta de
atención y de la incomprensión de la Justicia por sus problemas; por algo en
cada encuesta de opinión ubicaban al Poder Judicial como la menos respetada
de las instituciones públicas.
La sospecha de la corrupción en el máximo tribunal terminó por
convencer a los más recalcitrantes opositores de la reforma. Entre ellos,
antiguos partidarios del régimen militar que veían como los jueces suyos se
acomodaban a las nuevas circunstancias, traicionando lealtades que se creían
eternas.
Por lo demás, los tribunales habían ya decretado amnistías o traspasado a
la justicia militar la mayor parte de los juicios por los derechos humanos y Frei
no parecía interesado en modificar esa realidad.
En resumen: Soledad Alvear logró así, desde el inicio de la nueva
administración, que se terminara la tramitación de proyectos iniciados bajo el
gobierno de Patricio Aylwin; patrocinó y consiguió la aprobación de otros que
ella había resucitado, y produjo el milagro que parecía un sueño imposible a
comienzos de los ’90: la reforma del proceso penal, que dejará de ser escrito
para transformarse, como en todos los países modernos, en oral, y la creación
del Ministerio Público, que separará la función del investigador de la de quien
juzga.
Hacia 1998, la secretaria de Estado había conseguido la aprobación para
limitar el recurso de queja y favorecer el de casación; crear un departamento de
recursos humanos en la Corporación Administrativa del Poder Judicial, una
Comisión de Control Ético en la Corte Suprema para recibir denuncias e
iniciar procesos administrativos; transformar las corporaciones de asistencia
judicial en Defensoría Pública; crear los tribunales de familia y modernizar el
sistema penitenciario.
La ministra consiguió también una profunda reforma de la Corte
Suprema (acicateada en especial por el caso Jordán): se aumentó el número de
sus integrantes, se permitió el ingreso de abogados externos al cargo de
ministro, se especializaron las salas, y lo que tal vez es más importante, un
recambio casi total de sus miembros. Se abandonó una disposición transitoria
de la Constitución y se puso como límite para ejercer la función la edad de 75
años.
El proceso no ha sido fácil.
El gobierno de Frei ha enfrentado, en el ámbito de la Justicia, por lo
menos cuatro desafíos importantes, que siembran dudas sobre la real
efectividad de las reformas conquistadas: La acusación contra Jordán; la
actuación del aparato judicial en el caso de Colonia Dignidad; la pervivencia
de algunas viejas prácticas viciadas y notorias deficiencias en el sistema de
nombramientos.

Jordán, presidente

Recuerdo el día en que se hizo el sorteo de la sala que atendería las apelaciones
a la sentencia en el caso Letelier. Servando Jordán estaba de presidente
subrogante y quiso hacer un gesto de transparencia, aceptando la petición de
los querellantes para que el sorteo fuera público. Los abogados de las partes y
los periodistas nos congregamos en el amplio despacho del presidente. El
secretario de la Corte, Carlos Meneses, puso unos papelitos con los números de
las salas (de la primera a la cuarta) en una bolsita de terciopelo rojo, como las
que se usan para las colectas.
Se había decidido que la sala escogida estaría compuesta solo por
ministros titulares.
El azar definiría. Los dos primeros números se fueron «al agua». Fabiola
Letelier, la escogida para sacar el tercero, metió la mano a la bolsita y tomó un
papelito. Carlos Meneses leyó en voz alta: la cuarta sala. Desconozco los
pensamientos que pasaron por la cabeza de Jordán, pero recuerdo con nitidez
la cara que puso. Estaba pálido, descompuesto. La Cuarta Sala era la suya y, por
añadidura, la presidía. No tenía escapatoria. Tarde o temprano tendría que
participar en esa decisión y tal vez presentía que eso, para bien o para mal, iba a
cambiar su futuro.
En 1995 llegó su hora. En la intimidad de su conciencia están registradas
las presiones que debe haber recibido. En el juicio por el asesinato de Letelier
optó por condenar. Cuando se conoció el fallo, un alto oficial del Ejército
habló de traición, apuntando a Jordán.
Pero, aunque se ganó enemigos en el bando que antes lo apoyaba, el gesto
le permitió acercarse a los políticos de la Concertación, y cuando finalmente
Contreras y su subalterno, el brigadier Pedro Espinoza, fueron recluidos en el
penal de Punta Peuco, se sintió seguro. Se acercaba 1996, Marcos Aburto
dejaría la presidencia y Jordán planeaba reemplazarlo. Sabía de las reservas que
algunos de sus camaradas tenían en su contra. Tendría que hacer campaña.
Pero si sus colegas respetaban la tradición, lo nombrarían a él.
Necesitaba vencer vetos que todavía pesaban sobre su persona, por sus
antecedentes personales y porque, después de todo, había llegado a la Corte
gracias al nombramiento de Pinochet. Gracias al fallo, sin embargo, encontró
un aliado en el exministro del Interior Enrique Krauss. Por otra parte, su
amigo, el ministro Luis Correa Bulo, lo promovió entre los políticos de la
Concertación y en el interior de la Corte. El mensaje era que Jordán, un
incomprendido de su tiempo, era la mejor opción. Los otros candidatos eran
malos oponentes: Enrique Zurita y Osvaldo Faúndez, quienes, aparte de ser
menos antiguos, eran pinochetistas y antirreformistas.
Jordán había condenado a Contreras y sería un partidario de las reformas,
eran parte de los argumentos a su favor.
También lo respaldaba la tradición. Si los ministros, independientemente
de sus creencias políticas, seguían apoyando al más antiguo para la presidencia,
aseguraban la rotación y su lugar en la lista para ocupar algún día ese puesto.
Entre los abogados, algunas firmas influyentes lo patrocinaron. Entre
ellos, Darío Calderón, que organizó comidas para difundir el mismo eslogan:
Jordán es el mejor posible.
La contienda se presagiaba difícil. Los ministros de la Corte sabían que
Jordán no era la persona indicada para asumir el cargo. Para algunos que lo
conocían bien, reformistas o no, escogerlo significaba pasar por alto demasiadas
circunstancias. Su figura arriesgaría el decoro que debe exigírsele al presidente
del máximo tribunal. Los ponía en cuestionamiento a todos. Marcos
Libedinsky, Hernán Álvarez y Mario Garrido se oponían con firmeza.
Para otros, no quedaba más que cerrar los ojos y votar por él. Un Zurita o
un Faúndez entorpecería el proceso de cambios en el sistema judicial, ya por
demasiado tiempo postergado. Con un poco de presión, Jordán sabría
comportarse.
Solo unos pocos, como Correa Bulo, lo apoyaron con sincero entusiasmo
y devoción.
Llegó el día de la votación. Por primera vez, en vez de expresar su
voluntad a mano alzada, los magistrados concordaron en realizar la votación
con un sistema de cédula para garantizar el secreto de su pronunciamiento.
El primer resultado fue: Zurita, ocho votos; Jordán, siete; Faúndez, uno.
Ganaba Zurita, pero sin la mayoría más uno que necesitaba. En segunda
vuelta, el voto de Faúndez se sumó a Jordán y alguien de los que respaldaba a
Zurita cambió de opinión. El nuevo resultado fue: Jordán, nueve; Zurita, siete.
La división y la amplia resistencia a Jordán en esta elección fue la prueba
de que los propios ministros de la Suprema, aunque callaran, conocían mejor
su comportamiento que lo que el más informado de los abogados pudiera
presumir.
Para algunos de fuera de la Corte, la elección de Jordán, en enero de
1996, fue la constatación más dramática de la degradación del Poder Judicial.
Jordán conduciría la institución designada para hacer justicia, pese a la certeza
que tenían algunos de sus pares y funcionarios de los dos gobiernos de la
Concertación de que el magistrado llevaba una vida personal y como
magistrado «absolutamente impropia»[287]. En un gesto absolutamente
insólito, el presidente del Colegio de Abogados, Sergio Urrejola, comentó que
era «lamentable» el resultado de la elección.
A Jordán nada parecía importarle. Asumió su nuevo cargo y se convirtió
en un hombre nuevo; llegaba temprano; se iba tarde; moderó su
comportamiento, especialmente en el consumo del alcohol. Y comenzó una
campaña agresiva en defensa de su ministerio.
Al parecer no se daba cuenta de lo débil que era su posición.
Después de inaugurar el año judicial, en marzo de 1997, El Mercurio
publicó un artículo criticando su mensaje. El matutino recordaba que un año
antes por nueve votos contra ocho, la Corte Suprema había respaldado un
paquete de reformas enviados por Soledad Alvear al Congreso, y que Jordán no
se había referido a ello en su discurso. Tampoco había recordado las presiones
ejercidas en contra de algunos jueces, como Alfredo Pfeiffer, por la
investigación del asesinato del senador Jaime Guzmán; o Roberto Contreras,
en el caso del presunto tráfico de drogas; o los ministros que amnistiaron el
caso Soria, con la consecuente presentación de una acusación constitucional en
su contra.
El Mercurio citaba la opinión de un militar, el auditor general del
Ejército, Fernando Torres, lamentado las omisiones y afirmando que «las
presiones, especialmente de sectores políticos, fueron constantes en 1996»[288].
El 8 de marzo apareció en las páginas del matutino una carta aclaratoria
de Jordán, protestando por la forma en que se había tratado su mensaje. Era
una larga comunicación, excesiva por su insistencia en aclarar una cita suya,
irrelevante dentro del contexto. Veía mala fe en la forma en que se había
tomado la frase en que sostenía que «los magistrados no son seres impregnados
de santidad que administran justicia, en la soledad de las alturas»[289].
Un mes después, el 9 de abril, Jordán volvió a escribir al diario. Se
quejaba por detalles, imprecisiones que, a su modo de ver, contenía un
artículo. Tratándose de El Mercurio, se fijaba hasta en los signos de puntuación.
Dentro del tribunal, Jordán se sentía más cómodo. En marzo de 1997,
por 16 votos contra uno, sus pares lo eligieron para integrar el Tribunal
Constitucional. Lo interpretó como una señal de respaldo. Y lo apreció,
además, porque le permitía aumentar significativamente sus ingresos.
Algunas crónicas periodísticas aparecidas a mediados del año, en que se
abundaba sobre sus ingresos y sus propiedades, no lo inquietaron mayormente.
Sus verdaderos problemas comenzaron con el proceso por lavado de
dinero iniciado por el CDE en contra de Mario Silva Leiva. El juicio se
extendió más tarde, como se sabe, a dos actuarios que habían otorgado la
libertad a la procesada por falsificación de pasaporte en la misma causa, Rita
Romero, y al fiscal de la Corte de Apelaciones de Santiago, Marcial García
Pica. Este había intentado intervenir en favor de la libertad de uno de los
encausados, por encargo del «Cabro Carrera».
Olvidándose de que el mundo lo observaba y en un acto temerario
dictado por un exceso de confianza en sí mismo, Jordán absolvió públicamente
al fiscal y a los funcionarios, interrogó a estos irregularmente, pasando por
sobre la jueza que tramitaba el proceso, y demostró conocer los antecedentes de
un sumario que se suponía secreto.
No se había dado cuenta el ministro que 1997 era un año de críticas al
Poder Judicial y a la Corte Suprema, y que estas provenían de un sector antes
ajeno a ellas: la Derecha.
En medio de la crisis se fue de vacaciones. Los ministros Luis Correa y
Eleodoro Ortiz fueron a su casa en el Melocotón para convencerlo de que
reasumiera, pues la UDI estaba planteando que siguiera vacacionando hasta que
el caso del «Cabro Carrera» se aclarara completamente.
En una discreta mesa del bar del Hotel Carrera, su eterno enemigo, el
exministro Hernán Cereceda, se reunía con el auditor Torres para conversar
sobre el tema.
El gobierno tomó una posición pública distante del problema, pero
encargó al ministro del Interior, Carlos Figueroa, que gestionara su renuncia
antes de que la sangre llegara al río. No tuvo éxito.
La ministra Soledad Alvear fue recibida por un pleno del más alto
tribunal, convocado especialmente a petición del Presidente Frei para tratar la
«crisis» por la que estaba atravesando ese poder del Estado. Los magistrados
oyeron a la ministra con el recogimiento de alumnos bien portados, atentos a
las palabras de la profesora jefe.
Al terminar la sesión, dieciséis de los diecisiete ministros firmaron una
declaración acogiendo buena parte de sus propuestas, pero exponiendo que
muchas de las quejas «resultan injustas, porque existen deficiencias evidentes,
recargos excesivos de causas, insuficiente número de tribunales, falta de
personal y bajos recursos presupuestarios». Parecía la postura simple de años
anteriores: necesitamos más recursos, más tribunales.
La Corte acogió la idea de crear una Comisión de Control Ético, aunque
en el futuro debería decidir si extender sus facultades hacia la supervisión de los
propios ministros de la Corte Suprema, y emitió instrucciones para que se
terminara con los alegatos de pasillo en todos los niveles. Por supuesto,
también debería colaborar el Colegio de Abogados con instrucciones a sus
asociados para que se abstuvieran de pedir audiencias destinadas a argumentar
en favor de sus clientes.
La ministra se quejó más tarde por la respuesta «claramente insuficiente»
del máximo tribunal y dijo que insistiría en propuestas desechadas por este.
Finalmente, las quejas del CDE en contra de Jordán, por sus
intervenciones en el caso del «Cabro Carrera», desembocaron en una acusación
constitucional patrocinada por el diputado de la UDI, Carlos Bombal.
Jordán reaccionó de mala manera: replicó con una amenaza encubierta de
hacer públicos antecedentes que decía tener en contra del diputado. En la
discusión posterior, resurgieron las dudas sobre su actuación en el caso de la
liberación del narcotraficante Luis Correa Ramírez, y el libelo llegó finalmente
al Congreso, asumiendo Jordán personalmente su defensa.
Sus argumentos ante la Cámara fueron, entre otros, que al pedir datos
sobre los procesos de Mario Silva Leiva actuó de acuerdo con sus facultades y
que no podía juzgárselo por su fallo en la causa del colombiano Luis Correa
Ramírez, pues el Parlamento no tiene atribuciones para revisar las resoluciones
judiciales. Como en el caso de Cereceda, uno de los exabogados de Colonia
Dignidad, Fidel Reyes en este caso, lo ayudó con la defensa.
En su comparecencia como testigo, la presidenta del Consejo de Defensa
del Estado, Clara Szczaranski reveló que la agencia para el control de
estupefacientes de Estados Unidos (la DEA) le había manifestado su
preocupación por la conducta de Jordán en relación con el narcotráfico, pero
que el CDE no había podido verificar la información aportada por esa agencia.
El ministro Osvaldo Faúndez, que había sido su competidor en las
elecciones a la presidencia, defendió a Jordán con un golpe bajo. Dijo que si se
le iba a juzgar por su conducta en el caso del narcotraficante colombiano, debía
enjuiciarse también al Presidente de la República, quien otorgó el indulto a
otro procesado en el mismo caso, el contador Luis Vargas Parga.
No se han olvidado las largas semanas que llevó el debate, ni el empate
que finalmente se produjo, con lo que la acusación se consideró rechazada.
Tampoco se ha olvidado la abstención del entonces diputado y presidente del
Partido Socialista, Camilo Escalona, que definió el resultado. Fundamentó su
voto diciendo que la acusación era simplemente una revancha que se tomaba la
Derecha contra Jordán por haber este contribuido a condenar al general
Manuel Contreras.
Jordán se salvó, pero quedó agotado. En vez de acoger la sugerencia de
renunciar, que le habían dado funcionarios del gobierno y más de algún amigo,
se desgastó en su autodefensa.
Quedó seriamente resentido. La demostración más evidente fue la
querella que interpuso contra los periodistas Rafael Gumucio y Paula Coddou,
por algunos textos humorísticos aparecidos en un artículo de corte más bien
frívolo en la revista Cosas. Pidió la aplicación de la Ley de Seguridad del
Estado. Otro tanto hizo, más recientemente, contra los periodistas José Ale y
Fernando Paulsen, director de La Tercera hasta fines de 1998. Jordán ha
reaccionado como un león herido, descargando sobre la prensa todas sus furias
acumuladas.
En la intimidad de la Corte, las emprendió contra los ministros que no lo
apoyaron o que simplemente tomaron distancia durante la acusación
constitucional.
Al parecer, ya no le importa lo que pueda decirse u ocurrir. Ha vuelto a
reincidir en algunas de sus antiguas malas prácticas: llegar tarde, desaparecer de
cuando en cuando… No apoya la idea de que la Comisión de Control Ético
supervise también a la Corte Suprema. En esto lo acompaña su amigo, Luis
Correa, quien se ubicó, hasta antes de su enfermedad, en una posición lejana a
las propuestas de reforma que impulsaba al comenzar los ’90.
Es un hecho notorio que el peso de ambos en la Corte Suprema es cada
vez menor.

La fuerza de la costumbre

La Corte Suprema chilena es hoy mucho más diversa de lo que fue en el


pasado. La renovación del más alto tribunal ha traído magistrados de distintas
opiniones políticas y profesión de credos.
Históricamente los nombramientos de ministros de la Corte Suprema se
hicieron con criterio político. Durante los gobiernos democráticos, las
principales tendencias se alternaban para cubrir las vacancias. Si se escogía a
uno de izquierda, en el caso siguiente le tocaba a uno de derecha. Si el
nombrado era católico, venía luego uno masón.
Bajo el gobierno militar, como corresponde a un sistema unipartidario, el
criterio se restringió rigurosamente a la elección solo de personas que se
estimaban incondicionales.
Durante Aylwin, el Presidente trató de promover a los jueces meritorios
que habían estado postergados y que se caracterizaron por fallos favorables a los
derechos humanos.
Mérito y apoyo a las reformas, fue el criterio de Frei. Pero surgió un
hecho nuevo: la intervención del Senado en las designaciones. Fue el producto
de la cruzada de Soledad Alvear por obtener las reformas a la Corte Suprema,
empeño en el cual tuvo que aceptar una propuesta de Renovación Nacional
que incorporaba al Senado en la ratificación de las propuestas del Ejecutivo.
El quorum que se negoció —dos tercios— le dio a la Cámara Alta
virtualmente el poder de veto sobre las decisiones del Presidente.
El nuevo sistema de designaciones funcionó bien en los primeros casos,
cuando las propuestas del Presidente comprendían dos nombres, lo que
permitía acudir al cómodo cuoteo: uno para la Derecha, otro para la
Concertación. Pero tropezó con dificultades cuando se trató de cubrir una sola
vacante. Hasta ahí no más llegó el consenso. El Senado no dio el pase para
ratificar el nombramiento de Milton Juica, a quien la Derecha no le perdona
haber tratado de implicar al exdirector de Carabineros y hoy senador Rodolfo
Stange en la investigación sobre el caso degollados.
Ahora habrá que «reformar la reforma», opina el exministro de Justicia,
Francisco Cumplido. «Cuando se establece que hay que llegar a acuerdo en la
designación de ministros (con los dos tercios del Senado), es inevitable que se
haga una valoración política de los magistrados»[290].
En la base del Poder Judicial, una respetada jueza, Dobra Luksic, afirma
que los jueces no estaban de acuerdo con la participación del Senado. El caso
Juica «hizo más patente algo que nosotros habíamos advertido: se corre el
riesgo de que los jueces pierdan su independencia; que no se atrevan a tomar
decisiones que puedan comprometer instituciones o personajes de cierta
connotación, porque están mutilándose. Fue una triste experiencia la del
ministro Juica y a nosotros nos pareció que el sistema había fracasado, aunque
se reivindicó con los nombramientos de los ministros Yurac y Huerta».[291]
La pregunta que muchos se hacen ahora es qué pasará en el futuro. Los
ministros que se atrevan a procesar a alguna autoridad del Estado tendrán que
pagar con la postergación.
Los funcionarios medios, los que no quiebran huevos, tendrán más
posibilidades de ascender que los díscolos e irreverentes como Carlos Cerda.
Cuando el nombramiento recae en la mano de la discreción de las
autoridades del Estado es inevitable el juego de las negociaciones políticas.
También participan, a espaldas de los ciudadanos, otros sectores de influencia.
Un grupo de abogados católicos, por ejemplo, se quejó ante la ministra Alvear
porque había mucho masón entre los nuevos escogidos. Según ellos, la
«aspiración masónica» es apoderarse de la judicatura. Consideran parte de este
grupo a los ministros Benquis, Álvarez, Ortiz y Carrasco. A Dávila, electo con
su apoyo, lo tienen en la mira.
En países como Estados Unidos, son simplemente los ciudadanos los que
deciden votando por sus jueces en elecciones directas. Otros tienen organismos
como el fenecido Consejo Superior de la Magistratura que está conformado
por representantes de las principales instituciones del Estado y reparte en
mayor número de cabezas esta decisión.
Más allá de las comparaciones posibles, es evidente que el sistema chileno
no ha llegado a su perfección en este campo.
Como quiera que sea, los nuevos ministros y las reformas aprobadas bajo
el gobierno de Eduardo Frei dan esperanzas de un Poder Judicial mejor, más
asequible, humano, valiente y decidido que en el pasado. Un verdadero Poder
del Estado.
La sola calidad humana, ética y académica de sus nuevos integrantes
marca una gran diferencia con el pasado.
Los ministros que dieron el respaldo a Roberto Dávila, electo como
nuevo presidente el 5 de enero de 1998, rompieron por primera vez la
costumbre de nombrar al más viejo.
Dávila se comprometió ante sus electores (ocho, en contra de cinco que
votaron por el más antiguo, Osvaldo Faúndez) a apoyar las reformas al Poder
Judicial. Su «base» se siente ajena a la vieja corte y no está dispuesta a ponerse
el sayo por actos que no cometieron. Especialmente, en los casos de los
derechos humanos.
La nueva Corte está preocupada de mejorar la imagen pública y se han
establecido normas de control ético bastante severas hacia el interior. Están
pasando la escoba. Pero, al mismo tiempo, están decididos a defenderse de las
críticas infundadas. El que dispare a la bandada se arriesga a sufrir acciones
penales.
Están discutiendo cuál va a ser el papel y atribuciones del Consejo de
Control Ético. ¿Tendrá facultades disciplinarias? Si sus integrantes son
ministros de la Corte Suprema, ¿podrán fiscalizar a sus pares? Algunos
procuran que sean llamados a integrarlo exministros de gran prestigio, pero
todavía (al momento de finalizar este capítulo) no hay acuerdo.
Las reformas traen esperanza, pero la cultura no cambia de un día para
otro. Aún el peso de prácticas históricas amenaza con torcer el espíritu de las
leyes.
Ocurrió, por ejemplo, con el caso de una simple norma aprobada durante
el gobierno de Patricio Aylwin que disponía que la «relación» de los recursos y
apelaciones interpuestos ante las cortes de Apelaciones y la Corte Suprema
serían públicas. Es decir, que en el momento en que el relator narrara los
hechos a los magistrados, los abogados de las partes podrían estar presentes y
hacer sus comentarios. El público también podría entrar.
Ha sucedido en la práctica, sin embargo, que por la fuerza de la
costumbre, cada vez que un abogado pide la relación pública, los magistrados
solicitan al relator que primero haga una exposición privada y luego la pública.
Eso sin contar el hecho de que las peticiones de los profesionales exigiendo este
derecho no son siempre bien recibidas y algunos se abstienen de formularla
para no arriesgar un resultado desfavorable a su cliente.
Algo similar ha sucedido con la modificación al recurso de queja. A la
Corte Suprema le ha costado entender que este quedó como un recurso
extraordinario, destinado a corregir los abusos que puedan cometer sus
subalternos y que, en caso de aprobarse, deriva lógicamente en una sanción
contra el recurrido. Es cierto que han aumentado los números de casaciones
acogidas el —recurso propio de la Corte Suprema—, pero no han disminuido
los de queja, ni el uso que se les da para modificar resoluciones judiciales antes
que para sancionar un abuso.
Un tercer caso es el horario de funcionamiento. La Corte Suprema aceptó
extender el horario de los tribunales inferiores, pero sigue oponiéndose a
aumentar las horas de trabajo en el segundo piso del Palacio de Tribunales.
Teóricamente, el tiempo libre lo ocupan los magistrados en «estudiar» los
asuntos que tienen bajo su conocimiento, pero el hecho es que muchos lo
destinan a dar clases en las universidades y es discutible si un magistrado del
más alto tribunal de la nación deba estar corriendo a las aulas dos o tres veces
por semana y corrigiendo pruebas en sus horas libres.
En su favor hay que decir que, al menos, determinaron que una sala debe
trabajar de turno en febrero, como ya ocurría en el resto del Poder Judicial.
El sistema de calificaciones (con notas de 1 a 7) tampoco ha resultado de
la manera que esperaban los propios magistrados que impulsaron el sistema.
No pocos se han sentido agraviados por calificaciones que, aunque siguen un
patrón teóricamente objetivo, todavía permiten la arbitrariedad. Un superior
poco ético aún puede usar la herramienta para estropear evaluaciones de
magistrados que no sean de su agrado. O, más comúnmente, uno que
desconozca la trayectoria de sus subalternos.
Nueva Corte, viejas prácticas

Una demostración de que las reformas por sí solas no resuelven los problemas y
que mucho depende de la calidad de los magistrados, es lo ocurrido con el
ministro Germán Valenzuela Erazo mientras se tramitaba la acusación contra
Jordán.
Este es el caso.
Valenzuela se casó con Darioleta Gutiérrez Mora en 1964, bajo el
régimen de separación de bienes, cuando ella tenía 25 años y él ya andaba por
los 50. Tiempo después, el matrimonio se separó y, aunque nunca se anuló,
vivían aparte.
Poco antes de morir, «Tita» Gutiérrez, que ya nada quería saber de su
exmarido, donó todos sus bienes a la Asociación de Padres de Espásticos
(ASPEC). Conocía los efectos del mal por un matrimonio amigo que tenía una
hija que lo sufría. Ella misma, por años, participó en las actividades de la
organización, a la que prometió construir una sede, con la única condición de
que la entidad le pusiera el nombre de su madre.
Cuando Darioleta, aquejada por una enfermedad al corazón, supo que su
momento de morir estaba cerca, redactó el testamento. Si no lo hacía, sus
bienes irían a dar a manos de su esposo. En el documento, donó a la ASPEC sus
dos casas en Temuco, un departamento en la calle San Martín en Santiago, el
departamento en que vivía sola, acompañada por su empleada, y sus ahorros en
dos bancos.
La mujer no tenía obligación de consultar a su esposo pues los bienes le
pertenecían por ley y no había hijos a quienes dejar la herencia.
En el testamento ella pidió ser sepultada en el Parque del Recuerdo junto
a dos espásticos que no tuvieran recursos para pagar una sepultura. Además,
dejó establecido que a su esposo solo se le devolvieran los únicos tres bienes
que él le regaló cuando vivían juntos: un ventilador, un collar y un florero.
Valenzuela, al enterarse del testamento, interpuso una demanda en el 30.º
Juzgado Civil reclamando la posesión efectiva, antes de que la ASPEC pudiera
hacerlo válido. El tribunal le dio la razón en tiempo récord.
Cuando estos hechos aparecieron publicados en La Época y en El
Mercurio, Valenzuela respondió amenazando con presentar querellas por
injurias. Se defendió diciendo que tras el fallecimiento de su esposa, dos
hermanas de ella y el magistrado solicitaron la posesión efectiva en su calidad
de «herederos legítimos», y que posteriormente fueron demandados por la
ASPEC en virtud de un testamento al que no le reconoce validez legal.

En sus cartas a los medios, Valenzuela acusó a la institución de «haber


conseguido un testamento de una persona absolutamente inhabilitada para
testar, muy gravemente enferma, cada día acercándose a la muerte: cada día
recibía menos oxígeno; y además, por este motivo, sus facultades intelectuales
no estaban sanas. Motivos de salud y de ética, repugnan cualquier testamento
en esa situación angustiosa».
Las conclusiones médicas del magistrado son, no obstante, bastante
dudosas pues su esposa sufría del corazón, no de la cabeza y, al morir, estaba
todavía bastante joven.
Que vivían separados, dice Valenzuela, era solo obra de las circunstancias,
pues «mi señora» poseía un «departamento nuevo, confortable, con un
dormitorio en suite y walking closet, con una hermosa vista panorámica a la
cordillera» que no había sido posible arrendar cuando vivían juntos.

«Mi señora estaba muy grave y desahuciada, apenas recibía oxígeno, se encontraba
muy alterada y presentía su muerte. Me manifestó su deseo de que nos fuéramos a
vivir a dicho departamento. Yo le acepté, pero no se hizo un traslado total, tanto
porque yo sabía que su muerte se aproximaba, como porque yo tenía y tengo en
nuestra casa mi biblioteca con todas las obras jurídicas que uso para apoyar el
estudio de proceso»[292].

Flor de marido es alguien que admite que su mujer se vaya a vivir sola
porque «sabía que su muerte se aproximaba». La explicación no puede ser peor
como excusa.
Cuando terminamos este libro, la ASPEC todavía estaba luchando por
lograr que se cumpliera la voluntad de Darioleta Gutiérrez.
Valenzuela Erazo tuvo que abandonar la Corte Suprema al cumplir 75
años de edad. Su comentario sobre las reformas que originaron su salida del
máximo tribunal, aspiraba a quedar como sentencia lapidaria: «El gobierno se
tomó el Poder Judicial».

Los pobres y los poderosos

Un hecho que no parece concordar con la idea de que las cosas han cambiado
en el Poder Judicial es el aciago caso de Colonia Dignidad.
En descargo de la responsabilidad de la judicatura, hay que decir que la
Colonia ha demostrado ser históricamente más poderosa no solo que los
tribunales, sino que el propio Ejecutivo.
El Gobierno de Patricio Aylwin consiguió, después de mucho batallar,
anular la personalidad jurídica de la llamada Corporación Benefactora
Dignidad. Pero las cosas se dieron de tal modo, que la entidad cambió su razón
social —hoy se llama Villa Baviera— y traspasó todos sus bienes a diversas
sociedades anónimas. Y las cosas siguieron exactamente iguales, como si nada
hubiera pasado.
Las investigaciones realizadas por diversos órganos administrativos del
gobierno dieron lugar a decenas de procesos que poco avanzaron, hasta que
bajo el gobierno de Eduardo Frei, por el delito de abusos deshonestos contra
menores, se logró romper, en parte, la barrera de defensa política que había
generado a su alrededor la Colonia y dictar, por primera vez, una orden de
aprehensión contra Paul Schäffer, el jefe indiscutido de la Colonia.
La orden, sin embargo, no se cumplió en la forma como suelen ejecutarse
cuando se trata, por ejemplo, de poblaciones populares, con allanamiento
inmediato, destrozo de bienes y arrestos masivos.
Aunque los tribunales y aun los organismos encargados del caso
disponían de las herramientas para hacerlo del modo más enérgico, enfrentarse
al poder de la Colonia y su líder hacían temer una catástrofe mayor, con toda
suerte de acusaciones contra el Estado por violaciones de derechos del
inculpado y sus seguidores. Se optó por el camino más largo, actuar con guante
blando. Allanamientos avisados con anticipación, restricción del uso de la
fuerza pública al mínimo necesario.
Como resultado, el exconscripto nazi sigue prófugo.
El ministro en visita Hernán González García mantiene la investigación
de trece procesos vinculados entre sí, por delitos como sustracción, secuestro y
abusos deshonestos de menores, ejercicio ilegal de profesión, negativa a la
entrega de menores y atentado contra la autoridad, destrucción de parte de
vehículo fiscal, usurpación de nombre y obstrucción a la justicia y negligencia
médica. Además de Schäffer, se encuentran procesados varios de sus
colaboradores.
No es todo. En los tribunales que dependen de la Corte de Apelaciones
de Talca existen 27 juicios sobre anomalías tributarias, y una querella por la
desaparición de 38 personas que, en los primeros años del régimen militar,
habrían sido conducidas hasta los terrenos de la Colonia. En Santiago, diversos
procesos por fraude tributario y falsificación y otorgamiento irregular de
contratos se tramitan en diferentes juzgados del crimen.
Los hechos son abrumadores: a más de dos años de haberse dictado,
todavía está sin cumplirse la orden de detención emitida contra el líder de la
entidad germana.
Los ejemplos de arbitrariedades judiciales relacionados con el caso
Dignidad son innumerables. En 1997, por ejemplo, la Tercera Sala de la Corte
Suprema acogió un recurso de amparo presentado por el brazo derecho de
Schäffer, el doctor Hartmut Hopp (que en realidad nunca ha probado tener los
títulos para ejercer la profesión) y su esposa Dorotea Wittham, en contra del
juez de Parral Jorge Norambuena.
La Sala, presidida por el hoy jubilado Lionel Beraud, anuló la orden de
detención contra el matrimonio, dictada después de que ambos viajaron a
Mendoza con uno de los niños de la Colonia, Michael, adoptado por ellos. La
madre biológica del menor había solicitado al juez Norambuena que dictara
una medida de protección de la integridad física y síquica del niño.
Beraud, acosado por la prensa, dijo que Hopp adoptó «legítimamente» al
menor y que «la mamá biológica no tiene ningún derecho sobre él. Lo perdió».
La sala no consideró el contexto de abusos deshonestos y estilo de vida de
campo de concentración en que han sido educados los menores en la Colonia,
incluyendo al propio Hopp, que se crió al lado de su líder. Cuando la Corte
acogió el amparo, Hopp estaba procesado como encubridor de los abusos
deshonestos de Schäffer, pero «eso es otra cosa», dijo Beraud.
Hay que recordar que durante la acusación constitucional que le afectó
en 1992, Beraud fue representado por uno de los abogados más estables de la
Colonia, Fernando Saenger.
Al acoger el amparo, el máximo tribunal acordó llamar severamente la
atención al juez Norambuena por haber dictado la orden de aprehensión
contra Hopp. Ya antes lo habían castigado por hablar mucho con la prensa.
Las madres de los menores abusados son pobres y poco han conseguido
para reparar el daño causado a sus hijos, pese a los empeños fuera de lo común
del ministro González García y del juez Norambuena.
Esas madres sufren una suerte parecida a la que viven los pobres en los
tribunales de la periferia capitalina. Allende los límites del centro de la capital,
en Pudahuel, por ejemplo, donde los actuarios son los jueces y los aspirantes a
abogados de las Corporaciones de Asistencia Judicial, los defensores. Donde los
edificios han sido remodelados, pero no las actitudes de sus funcionarios.
En esa zona de la periferia capitalina la vida y los bienes tienen un precio
inferior al valor que les dan los tribunales del centro, acostumbrados a tratar
con litigantes de ingresos importantes.
Hasta ahora, quien no tiene recursos para pagar a un abogado debe
recurrir a las Corporaciones de Asistencia Judicial. Si ni querellante ni
querellado tienen dinero —como suele ocurrir— el que llega primero gana
defensa. El otro tiene que esperar que se le designe uno de los abogados de
turno.
Los abogados de las Corporaciones son los estudiantes de Derecho que
tienen la obligación de «hacer práctica» y otorgar servicios gratis por seis meses.
Los abogados del «turno» son los recién egresados que están en una lista para
prestar el servicio por un mes.
En los tribunales de población, solo los abogados con título reciben un
trato deferente. Los practicantes tienen que esperar a veces los seis meses que
tienen en su poder una causa para obtener apenas una resolución (que, por
cierto, no será la definitiva). Sus clientes pobres o sus familiares se presentan a
veces para ver cómo marchan sus causas. Esperan, esperan. Si tienen suerte, un
oficial les extiende los libros para que lean las resoluciones, cuyo lenguaje ellos
de todas maneras no entienden.
Los aspirantes a abogados tienen que defender hasta 90 causas
simultáneamente en su paso por las corporaciones. La mayor parte del tiempo
la gastan pidiendo las libertades provisionales de los encausados por delitos
comunes, que viven años en las cárceles antes de que los tribunales resuelvan
sus casos. Los visitan en la Penitenciaría en cuartos pequeños, húmedos y fríos,
color de nada, semejantes a cualquier celda.
¿De qué influencia pueden echar mano en defensa de los pobres? Para
ellos y sus clientes no hay alegato de pasillo. A veces una cajetilla de cigarros
sirve para movilizar la voluntad de un actuario que, si no está motivado, puede
botar sus escritos a la basura o simplemente responder que se le olvidó
proveerlo.
Mi madre, María Angélica Acuña, quien abandonó una vida de profesora
básica para estudiar Derecho, asumió en 1997, durante su práctica en la
Corporación de Asistencia Judicial, la defensa en los tribunales de Pudahuel,
del caso de Guillermo Hernández.[293] Hernández había sido el cuidador de un
predio por 15 años. Vivía en una casita de madera, que fue ampliando en la
medida de sus posibilidades. De un día para otro, el terreno se vendió y el
nuevo dueño lo notificó del término del contrato. Como Hernández se
demoraba en marcharse, el propietario presentó una demanda; el tribunal
aprobó una orden de desalojo y el dueño concurrió a notificarla en persona,
acompañado por un receptor judicial. Auxiliados por una retroexcavadora,
simplemente destruyeron los tres dormitorios, el living, el baño y la cocina, y
todas las pertenencias de Hernández para obligarlo a marcharse.
La abogada presentó una querella por daños, pues el desalojo no autoriza
a destruir bienes muebles. El caso ha pasado de un aspirante a otro y ha
cumplido dos años en los tribunales, sin que todavía se dicte un auto de
procesamiento en contra de los infractores.
En el mismo tribunal, Juana Mardones busca la reparación por las
lesiones que le provocó un carabinero. La mujer estaba parada en una esquina
de su población, junto a otros vecinos, cuando alguien del grupo le gritó «tiro
loco» al policía que pasaba frente a ellos. El carabinero, que también era un
vecino del sector, sacó su pistola y disparó. Juana sufrió lesiones graves en una
mano. El proceso se demoró tres años antes de que se dictara un auto de
procesamiento contra el autor. El policía está prófugo.
Rosa Espinoza ha recurrido a los mismos tribunales porque su hijo de
siete años fue atropellado y muerto por un chofer de micro en 1992. La
sentencia definitiva tuvo que esperarla hasta 1997.
El chofer fue condenado y se estableció que debía pagar un millón de
pesos a la mujer, por la pérdida de su hijo. El ministro de la Corte Suprema
Lionel Beraud obtuvo 40 millones del fisco por la operación errónea de su
cadera. Rosa, sin embargo, no ha recibido la insignificante indemnización,
pues el chofer no tiene bienes con qué pagarle.
Patricia Inostroza en otra causa, se querelló contra el autor de la violación
de su hija. El tribunal condenó al autor y ordenó el pago de un millón 800 mil
pesos, de los cuales el ofensor no ha podido responder.
El juez, en ese mundo, es una figura inaccesible. Como un notario,
invisible en su despacho, firma papeles todo el día. Atiborrado de expedientes,
le es físicamente imposible resolver por sí mismo todos los juicios que llegan a
su tribunal. La justicia de los pobres está, de verdad, en manos de esos
funcionarios no letrados —los actuarios, los oficiales— no menos ignorantes
que quienes llegan a sus mesones pidiendo auxilio.

Idea de la justicia

En las aulas de las escuelas de Leyes, los alumnos estudian a Hans Kensel. El
teórico dice que el Derecho es el ordenamiento de la conducta humana. El
comportamiento recíproco de los hombres en la sociedad, afirma, es lo que
hace surgir la norma que los obliga a pagar sus deudas y a abstenerse de matar.
«La autoridad jurídica exige una determinada conducta humana solo
porque —con razón o sin ella— la considera valiosa para la comunidad
jurídica de los hombres», explica.
Los estudiantes, entonces, aprenden lo mismo que parece sentido común
en las calles: Que «lo justo» es lo deseado por la mayoría, e «injusto» lo que se
opone a esa voluntad.
Los Estados democráticos modernos han llegado al convencimiento de
que, además, existen derechos fundamentales del hombre que no pueden ser
cuestionados. Las naciones que adscriben a tales principios —Chile, entre ellos
— se han declarado obligadas a respetarlos. Así, los tribunales de justicia tienen
tanto la obligación de sancionar los delitos, como la responsabilidad de
defender la vida, la integridad física, la libre expresión de ideas y todos los
demás derechos reconocidos a sus ciudadanos.
Qué lejanos han estado nuestros tribunales, en especial durante las
últimas dos décadas, de tales conceptos.
En otros tiempos, en las monarquías, la legitimidad del sistema judicial
estaba dada por la adecuación del pronunciamiento del juez a la voluntad del
Rey, quien reunía a un mismo tiempo las funciones ejecutiva, legislativa y
judicial.
Como contrapartida, durante la Ilustración francesa surgió la doctrina
que separó los tres poderes del Estado, pero, para el juez, en un primer
momento, solo se cambió la figura del Rey por la letra de la ley. Montesquieu
lo definía así: «Los jueces de la nación no son, como hemos dicho, más que el
instrumento que pronuncia las palabras de la ley, seres inanimados que no
pueden moderar ni la fuerza ni el rigor de las leyes (…) De los tres poderes de
que hemos hablado, el de juzgar es, en cierto modo, nulo».
Esa es, al parecer, la concepción que dominó en el sistema chileno hasta
hoy. En un país situado en el extremo sur del mundo, arrinconado entre la
cordillera y el mar, ha habido un Poder Judicial nulo, cuando la mayoría de las
sociedades civilizadas le han dado ya una nueva significación a la judicatura.
La explicación que han dado los tribunales sobre su proceder durante el
gobierno militar tuvo su fundamento en esta doctrina. «Solo aplicamos la ley».
Según el abogado y profesor Jorge Correa Sutil, exsecretario ejecutivo de
la Comisión Verdad y Reconciliación, en las actitudes de nuestro poder judicial
ha imperado una cultura «explícita» y otra «implícita». Una cosa es lo que se ha
dicho y otra, lo que se ha hecho. Se ha dicho que se respetaba la ley, cuando lo
que se hacía en realidad era resolver según lo que se consideraba bueno,
conveniente. Bajo el gobierno militar, lo bueno no era responder al clamor de
las víctimas, sino adecuarse a la voluntad del poder político, aunque fuera
ejercido por el poder de las armas.
El nuevo presidente del tribunal, Roberto Dávila, hizo un
reconocimiento explícito de este modelo de comportamiento en una
conferencia con corresponsales extranjeros en 1998. Cuando le preguntaron
por la sumisión del máximo tribunal a la voluntad de las autoridades militares,
Dávila dijo con meridiana claridad:
«A la Corte Suprema no le quedaba, en ese momento, otro camino que
esa posición. Si la Corte Suprema, conociendo a los ministros de ese entonces,
hubieran adoptado otra forma de actuar, me atrevería a pensar que la Corte
Suprema habría sido clausurada». Ergo, se impuso la obediencia.
El propio caso de Dávila es una prueba viviente de que, en nuevas
condiciones, las opiniones de los jueces cambian. Antes de 1990, él estuvo por
aplicar la Ley de Amnistía; al asumir como presidente en 1998, declaró que
ahora pensaba distinto.
Entonces, ¿hicieron justicia los magistrados bajo el gobierno militar o se
adecuaron a las condiciones del poder imperante? Del mismo modo cabe
preguntarse por los motivos que tiene un magistrado determinado para
doblegarse a la presión de un empresario o político poderoso, o a sus propios
sentimientos de amistad en favor de una parte en un juicio.
En el futuro, nada asegura que los cambios en las estructuras impidan
que algunos magistrados sigan moviéndose guiados por los intereses de los
poderes involucrados en la definición de sus destinos. Ni que el poder político
se sienta tentado de imponer sus opiniones.
Un caso ilustrativo es —y no podía no serlo— el de Pinochet. Al
comienzo de los gobiernos de Aylwin y Frei el predicamento fue no empujar
los juicios que lo pudieran involucrar. Frei fue incluso explícito y pidió al
Consejo de Defensa del Estado que diera por cerrado el expediente relacionado
con el sonado caso de los cheques del hijo mayor del general. «Razones de
Estado», declaró sin ambigüedad. Cuando, en cambio, estalló el conflicto por
el arresto en Londres y la petición española de extradición, la postura es
exactamente la contraria. Ahora se trata de dar seguridades al mundo de que el
general puede ser juzgado en Chile.
Podemos aceptar que en una democracia la opinión del Presidente y del
Parlamento representan la voluntad soberana, pues han sido elegidos
democráticamente, y que al seguir sus deseos los jueces no hacen otra cosa que
atender el clamor de las mayorías. Pero a mayor concentración y secreto en las
decisiones que tienen que ver con la judicatura, mayor posibilidad de
arbitrariedad, de que los escogidos para llenar vacantes o ascender se sientan
obligados a retribuir los favores de los demás poderes, sin una justificación
racional.
El éxito de las reformas al Poder Judicial dependerá entonces, en gran
medida, de la personalidad del juez. Desde el más encumbrado al más
humilde.
El derecho moderno reconoce que el legislador es incapaz de predefinir
todos los posibles conflictos jurídicos. La función del juez es hoy en día
inevitablemente volutiva. Su poder radica precisamente en la facultad de
interpretar la Constitución y las leyes, con el fin de «hacer» justicia. Es ese
poder el que, férreamente asido por los magistrados en países como España,
Italia, Inglaterra, Estados Unidos —y varios latinoamericanos que han dejado
atrás la herencia colonial—, ha permitido a muchos pueblos enfrentar, sin
disgregarse, el cáncer de la corrupción, aunque este haya amenazado con hacer
caer, a un mismo tiempo, a los poderes Legislativo y Ejecutivo.
En un sistema democrático (aquel en que las decisiones públicas son
tomadas por el pueblo, en que la determinación de lo que resulta deseable para
el pueblo solo puede ser lícitamente tomado por este mismo y en que los
gobernantes son libremente elegidos por los ciudadanos en forma periódica) el
juez es aquel que conoce y resuelve los conflictos sociales.
El fallecido ministro José Cánovas decía en sus memorias que «al
administrar justicia, los jueces son los llamados a velar por la vigencia del
derecho, poniendo el límite exacto al ejercicio del poder por parte de las
autoridades (…) Vale decir, imponerles el llamado “principio de Legalidad”,
que no puede ser otro que el determinado por la voluntad soberana».
Hay magistrados que entienden que para cumplir su función deben
aislarse del mundo. Desprecian la opinión de los legos que los rodean y se
sienten seguros en su escrupuloso conocimiento de la formalidad judicial. Se
consideran puros e independientes. Sin embargo, según el ministro de la Corte
de Apelaciones de Santiago, Carlos Cerda, en su obra Iuris Dictio, no hay nada
peor que el juez que cree estar por encima de los ciudadanos. «No se mezcla, ni
se ensucia: “allá ellos”… el lumpen…». Para hacer justicia no se necesita recluir
al magistrado en una torre de marfil. Precisamente —afirma— entre los males
que aquejan al juez actual está la tendencia al aislamiento social.
Concuerdo plenamente con esta afirmación suya:

«No es juez el que da las espaldas al clamor social concerniente a la justicia.


Tampoco lo es el que se jacta de estar por sobre lo que la población le demanda.
Menos aún quien, consciente de la falta de asentimiento ciudadano de su labor, se
oculta o ampara en el poder del solo imperio».

El juez moderno, democrático, —dice Cerda— debe estar inserto en la


comunidad histórica. Y agrega:

«El juez es un calibrador del sentido jurídico de su época. (…) La justicia chilena
debe ofrendarse sin restricciones a la crítica de la opinión pública. Y sus jueces,
disponerse a la refrendación de su desempeño por parte de la comunidad».

Esa idea ha sido una de las motivaciones profundas de este libro.


Ya en 1966, el magistrado Rubén Galecio escribía sobre el «juez en la
crisis» diciendo que el magistrado debe estar compenetrado del devenir social
de su época, pero alerta para mantener su independencia. Ni en la torre de
marfil, incontaminado, ni arribista en la competencia por el prestigio social.
Una cierta apostura, cultura y carácter se hacen necesarios en el
magistrado moderno, pues debe enfrentar el juicio de la sociedad y el propio.

«Si el concepto de juez es una idea-símbolo, también es una idea-fuerza, es un


motor de la paz social en la lucha contra la arbitrariedad, la delincuencia y el
abuso. Si la sociedad actual aprovecha esta fuerza, encausándola con inteligencia y
buen sentido, ella puede contribuir caudalosamente a lo que es más imprescindible
para una Democracia: la fe del pueblo en el Derecho»[294].
Epílogo a la nueva edición
ASILADA

Recuerdo los momentos previos al lanzamiento de El libro negro como si


encontrara en mi cartera fotos polaroid sueltas y arañadas por el roce constante
con las llaves de mi casa, la billetera, el celular. Las saco, las limpio, las vuelvo a
mirar. Ya no se ven detalles. Poco permanece fresco después de contar tantas
veces la misma historia. Me queda la urgencia con que José Miguel Varas —a
quien Carlos Orellana, el editor de Planeta, había mostrado el texto definitivo
— me advertía de los riesgos de ir a la cárcel. «Tendré que llevarte cigarros», me
dijo. «Que sean chocolates. No fumo», le respondí. Orellana, Bartolo Ortiz —
en ese entonces gerente general de la editorial— y yo nos reímos, no de mi mal
chiste, sino de la posibilidad. No creíamos que en 1999, con Pinochet preso en
Londres, terminando ya el segundo gobierno de la Concertación, fuera posible,
en serio, terminar en la cárcel.
Quizás el riesgo estuviera más presente siete años antes, en 1992, cuando
Carlos Orellana, recién llegado a Editorial Planeta, tuvo la idea de hacer un
libro sobre la justicia. Orellana, guatemalteco de nacimiento, quien fue asesor
de la editorial Quimantú en los 60 y que vivió cárcel y exilio después del golpe,
llegó a esa casa editorial para hacerse cargo de la «nueva narrativa chilena».
Mientras editaba, entre otros, a los ahora consagrados Alberto Fuguet, Jaime
Collyer, Gonzalo Contreras, Marcela Serrano, Darío Oses, Sergio Gómez,
Carlos Cerda, Hernán Rivera Letelier y Roberto Ampuero, se dio tiempo para
sacar adelante este libro. El Informe Rettig, recién publicado por aquel
entonces, hizo una dura crítica a la forma en que se condujo el Poder Judicial
en dictadura e inspiró a Orellana quien quería que el libro, junto con tratar el
tema de los derechos humanos, abordara también la corrupción y la decadencia
del máximo tribunal, que comenzaba recién a conocerse. El editor pensó que
quien mejor podía abordar el desafío era la portentosa Mónica González,
reconocida ya por su trayectoria como periodista de investigación durante la
dictadura y a la sazón, editora general del diario La Nación, ubicado entonces
enfrente de La Moneda.
Editorial Planeta estaba en el cuarto piso del edificio de Olivares 1229 y
dos pisos más arriba estaba el diario La Época, donde yo trabajaba, pero Carlos
no me conocía y nunca hubiera pensado en incluirme en esta obra si no fuera
porque ella le sugirió mi nombre. Yo no conocía a Mónica más que por su
trabajo y siempre he dicho que cuando me invitó a su oficina para proponerme
que escribiéramos este libro a dos manos me sentí como una jugadora de
segunda división convocada por Maradona a integrar una selección de fútbol.
Acepté sin titubear y sin pensar en la magnitud del desafío. Por razones
personales, ella tuvo que abandonar el proyecto y al dejarlo tuvo un segundo
acto de generosidad: proponer a Carlos que me dejara a cargo. Él mismo me
confesó tiempo después que no sabía si yo sería capaz, pero por aquel entonces
eran muy pocos los periodistas dispuestos a «quemarse» con un tema tan
espinudo y no le quedó más remedio que confiar. En cuanto a mí, una
importante cuota de ignorancia sobre lo que me esperaba me inhibió de
desistir. En 1992 llevaba solo cinco años trabajando como periodista, dos de
ellos en La Época asignada al sector de tribunales. Había escrito, sí, reportajes
largos, pero nada parecido a un libro. El plan era, si mal no recuerdo, que
entregara el borrador en un plazo de un año. A poco andar, me di cuenta de
que no sabía por dónde partir. Más allá de que conocía un par de buenas
anécdotas, no sabía la respuesta a preguntas básicas: ¿por qué era malo nuestro
Poder Judicial? ¿Había otros mejores? ¿La corrupción era sistémica o problema
de unas cuantas manzanas podridas? ¿Por dónde comenzar a hablar de lo
sucedido en dictadura? Tuve que aceptar que antes de escribir las primeras
líneas me hacía falta estudiar. Gracias a los seminarios y conferencias que se
realizaban al alero del Centro de Promoción Universitaria, de la Universidad
Diego Portales, del Instituto de Estudios Judiciales, entre otros, poco a poco fui
aprehendiendo la información que me hacía falta para mirar el cuadro
completo y no solo poner atención a los fragmentos. A partir de ese
conocimiento recién pude desarrollar una hipótesis periodística con cierta
solvencia. Pero eso era, según aprendí a porrazos, apenas el punto de partida.
Aún recuerdo que un invierno, cuando La Época se había trasladado a calle
Serrano, le pedí a Ascanio Cavallo, director del diario, que me diera quince
días de vacaciones para terminar el libro. Él, que ya había escrito La historia
oculta del régimen militar junto a los entonces editores del diario Oscar
Sepúlveda y Manuel Salazar, y preparaba otros, se burló de mí.
—¿Quieres escribir un libro en quince días? No sabes lo que estás
diciendo.
Ascanio me dio mis vacaciones, pero por supuesto el tiempo solo me
alcanzó para darme cuenta de que el jefe tenía la razón.
En el interín, en 1993, otro libro de Planeta fue prohibido: Impunidad
Diplomática, de Francisco Martorell. Orellana me dijo que mi demora era, en
ese momento, conveniente, pero el tiempo comenzó a pasar y año tras año la
posibilidad de terminar el libro sobre la justicia parecía alejarse. A mí me dolía
el estómago cada vez que Orellana me llamaba para pasar revista a mis avances.
Varias veces pensé que no iba a lograrlo, que era mejor renunciar.
En 1994, me fui a La Nación y allí, junto a Francisco Artaza, escribí el
trabajo en profundidad sobre el asesinato de Orlando Letelier, por el cual
obtuvimos el Premio Ortega y Gasset que otorga el diario El País de España. El
reportaje se publicó, después de recibir el premio, como un libro. Esa
experiencia me dio confianza en que sí podía escribir un libro entero. En 1996
me fui a La Tercera y abandoné tribunales para cubrir política. Quizás fue el
momento en que estuve más lejos de terminar mi cometido. En 1997 se
presentó la acusación constitucional contra Servando Jordán y Orellana volvió
a la carga, presionándome para que terminara el libro. Ese mismo año obtuve
una beca para trabajar seis meses en un diario estadounidense. Tal vez la
distancia de Chile y del reporteo diario me permitió tomar el último impulso y
adoptar una decisión arriesgada, pero efectiva: renuncié a La Tercera y me
dediqué un año completo a terminar el libro de la justicia. Además, por cierto,
influyó que hubiera conocido a mi novio de aquel entonces, el estadounidense
Jorge Junco, quien estuvo dispuesto a solventar nuestros gastos mientras yo
escribía.
Desde Estados Unidos, a fines de 1998, envié el borrador a Carlos
Orellana, justo en el momento en que Pinochet caía preso en Londres y La
Época bajaba sus cortinas para siempre.
Durante el verano de 1999, Orellana lo editó. Internet había llegado con
los emails y podíamos comunicarnos, a pesar de la distancia, rápida y
eficazmente. Todavía recuerdo su sorpresa por las revelaciones que hacía en el
libro, porque hasta entonces, salvo cosas generales, no le había contado los
detalles. Entonces a él se le ocurrió el título: El libro negro de la justicia chilena
y pidió a Hervi (Hernán Vidal) que realizara la portada con la idea de los tres
monos que se cubren los oídos, los ojos y la boca. Con el artículo 6 b) de la
Ley de Seguridad del Estado plenamente vigente, Orellana tomó el resguardo
de mostrarle el borrador a un par de amigos abogados, quienes concluyeron
que el libro estaba bien fundamentado, pero que no había modo de escapar de
alguna acción legal, dadas las numerosas normas que en aquel entonces
protegían la honra de las autoridades, aun si lo que se publicaba superaba la
prueba de veracidad. La decisión, más bien, era otra: se publica o no se publica.
Orellana y el gerente general de la editorial, Bartolo Ortiz, decidieron publicar,
respaldados por el entonces gerente de Planeta en Argentina, Ricardo Sabanes,
jefe de ambos. Por mi parte, mostré el libro a mi hermano, el penalista Jean
Pierre Matus, quien me hizo algunas sugerencias para esquivar una posible
querella por injurias, y que acogí casi en todos sus puntos, salvo en uno: él creía
que debía eliminar el pasaje en que describo haber visto a Servando Jordán con
los pantalones mojados. Su opinión era que ese detalle se convertiría en un
pájaro rojo que desviaría la atención de los lectores hacia ese punto y no a otros
aspectos más centrales e importantes del libro. Era un consejo táctico
atendible. Pero no lo obedecí por dos razones: me pareció que esa escena era
una síntesis del nivel de decadencia al que había llegado el Poder Judicial
chileno y porque no solo yo lo había visto. La escena era tan frecuente que
motivó una queja planteada por el ministro de Justicia de Aylwin, Francisco
Cumplido, ante el máximo tribunal y que él me confirmó en una entrevista «en
on». Es decir, se trataba de un hecho que había cobrado relevancia pública y no
encontré argumentos periodísticos para omitirlo. Es cierto que para mucha
gente, especialmente personas que probablemente no leyeron el libro, ese
episodio se convirtió en el pájaro rojo del que intentó prevenirme mi hermano,
pero aún pienso que de las consideraciones tácticas a la autocensura la distancia
es corta y he preferido confiar en la inteligencia y capacidad de los lectores,
antes que intentar tomarlos de la mano. En fin. Tema para seguir debatiendo.
Finalmente, terminando el verano chileno, Carlos Orellana me anunció
la fecha de publicación del libro: martes 13 de abril de 1999. Volví a Chile con
esa emoción adolescente, mezcla de angustia y alegría, para participar de la
ceremonia en el Hotel Plaza San Francisco y con la idea de reinsertarme en el
medio chileno. Tenía planeado casarme en agosto y con mi novio habíamos
decidido establecernos en Chile.
El libro lo presentó el exjefe jurídico de la Vicaría de la Solidaridad,
Roberto Garretón, ante unas cincuenta personas, entre ellas numerosos
periodistas. Los colegas me preguntaban si no temía la aplicación de la Ley de
Seguridad del Estado. A mí me parecía que si bien el riesgo existía, era menor.
Los cálculos de la editorial eran que, en cualquier caso, pasaría un tiempo
razonable para que alguien tomara el libro y redactara un escrito. No menos de
quince días. Se había tomado el resguardo de no distribuir ejemplares antes del
lanzamiento, para evitar que el texto llegara a manos de alguien interesado en
impedir la publicación.
Después del lanzamiento, que ocurrió a mediodía, parientes y amigos
fuimos a almorzar al Bar Nacional, para celebrar. En la tarde, di varias
entrevistas y esa noche me acosté exhausta y contenta.
Sin embargo, a la mañana siguiente el teléfono —fijo, no se habían
masificado los celulares— me despertó con la noticia de que la policía se
encontraba en las dependencias de Planeta, en calle Santa Lucía, con una orden
de incautación de todos los ejemplares. Carlos Orellana me contó, mientras
hablábamos, que en ese momento Bartolo Ortiz se dirigía con los agentes a las
bodegas de Planeta para incautar los que aún no se habían distribuido (cerca de
la mitad de esa primera edición de tres mil libros). El resto tendrían que
retirarlo librería por librería y así lo hicieron durante toda esa mañana. Años
después, un librero de la Editorial Jurídica, que estaba en calle Huérfanos, a
pasos del Palacio de Justicia, me contó que entre que escucharon la noticia de
la incautación en la radio y que llegaron agentes de Investigaciones a su local,
vendieron casi todos los ejemplares que les habían sido entregados por Planeta.
Otros pocos los escondieron debajo de las estanterías para clientes que ya los
habían encargado: principalmente jueces y abogados, así que la policía solo
pudo llevarse un puñado de libros.
En esa conversación con Orellana mi única reacción fue obvia: hay que
avisarle a la prensa, le dije. Minutos más tarde, el teléfono volvió a sonar. Esta
vez era mi hermano Jean Pierre. Un amigo suyo le había soplado que el
expresidente de la Corte Suprema, Servando Jordán, había iniciado en mi
contra una querella por el famoso artículo 6 b) de la Ley de Seguridad del
Estado. «Pronto», me dijo, «se dictará una orden de detención en tu contra». Y
me expuso los escenarios: si te reconocen irreprochable conducta anterior, te
dejarán libre en un par de días, pero sino, quedarás presa. Hasta entonces yo
no había sido «procesada» (formalizada en el lenguaje de hoy) por ningún
delito, pero al menos dos causas se habían iniciado en mi contra por mis
reportajes en el Diario La Época: uno por «sedición impropia» en la Justicia
Militar y otro por injurias y calumnias, ambos iniciados por cuenta de la
Auditoría General del Ejército. Jean Pierre creía que se podrían usar para
negarme la libertad condicional. «Tienes que irte», sentenció. Yo me resistí
inicialmente. Irme significaba, para mí, por un lado, renunciar a defender la
calidad de mi trabajo y, por otro, claro, desprenderme de la inconfesable
tentación de enfrentarme a titanes en el ring. Él me dio argumentos
inapelables: quedarme significaba dar una batalla ya perdida, pues no había
manera de vencer a un ministro de la Corte Suprema en los tribunales, con una
ley que no admitía siquiera la prueba de verdad para repeler los cargos. Si no
me reconocían irreprochable conducta anterior, podría quedar presa un largo
período. «Los defensores de la libertad de expresión y la prensa», me dijo, «te
van a acompañar una semana, dos, un mes tal vez, pero después cada quien
volverá a sus actividades y tú seguirás encarcelada». Mientras hablábamos,
Jorge, mi novio, daba vueltas por la habitación como un león enjaulado. No
podía entender lo que estábamos viviendo. «¿No me dijiste que en tu país había
democracia?», me reprocharía luego. Jean Pierre me hizo ver los riesgos reales
de quedarme, aún si me dejaban libre después de una detención segura: estaría
atrapada en un litigio, como ya dije, con casi nulas posibilidades de éxito y que
podía terminar con una condena a cinco años de presidio; sometida a presiones
que probablemente harían añicos mis planes de trabajar en algún medio
chileno y posiblemente también los de casarme ese año. «Tú ya hiciste tu
trabajo. Que otros lo defiendan. Tienes que irte de inmediato», sentenció.
Dubitativa, llamé a Carlos Orellana y le pedí la opinión de Planeta. Si me
quedaba, ¿la editorial podría hacerse cargo del costo que eso significaría?
Siempre prensé que Carlos había consultado el tema con alguna jefatura, pero
años más tarde me enteré de que solo lo conversó con la encargada de prensa,
María Elena Ansieta, la Malala. Y me llamó con el veredicto: tienes que irte.
Finalmente, mi novio tampoco quería quedarse un segundo más, ya que temía
que las peores cosas pudieran ocurrirme si iba presa en un país prácticamente
desconocido para él.
Fue así que finalmente decidí obedecer, a contrapelo. Empacamos lo más
rápido que nos fue posible y a los periodistas que no cesaban de llamar les dije
que por favor me encontraran en el aeropuerto, pues si continuaba
respondiendo a sus preguntas, no saldría nunca del departamento en que me
alojaba en Providencia. Llamé a un amigo en la Policía de Investigaciones,
quien me confirmó que hasta ese minuto aún no se dictaba la orden de
detención. Pero eso podía ocurrir en cualquier momento y, si sucedía, era
posible que se me impidiera salir de Chile. En el viaje en taxi, por las dudas, le
entregué a Jorge un papelito donde había escrito los nombres y teléfonos de
algunas personas a las que contactar en Chile y en Estados Unidos.
En el aeropuerto compramos un pasaje al destino más próximo a Chile y
en el primer vuelo disponible. Eso fue Buenos Aires, a las 14 horas. Tuvimos
que esperar poco más de una hora para abordar, tiempo que pasé conversando
con los colegas que llegaron hasta allá enviados por sus medios. No hubo
tiempo para despedirme de mi familia, ni de los amigos. En Policía
Internacional Jorge y yo nos separamos, para que él quedara libre en caso de
que se me impidiera continuar. Afortunadamente para mí, la velocidad de
respuesta de los tribunales era todavía bastante lenta y al momento de traspasar
ese control no había llegado aún la orden de detención.
En Buenos Aires nos recibió Ricardo Sabanes y allí nos quedamos unos
días, esperando que la querella se revirtiera. Yo pensaba, todavía, que una
acción tan extrema como la tomada por un ministro de Corte Suprema que a
duras penas se había librado de la acusación constitucional, no podría
mantenerse en el tiempo. Pero estaba equivocada. Luego me enteraría de que la
querella se presentó el mismo día del lanzamiento del libro y que la mañana de
la incautación la Corte de Apelaciones de Santiago ya había designado a un
ministro especial (de fuero) para dedicarse al caso: Rafael Huerta, quien fue el
autor de la orden de incautar los libros.
Apenas un año antes, Human Rights Watch había dicho en un informe
sobre Chile que: «Es posible que este derecho —el de la libertad de expresión
—, tan fundamental para la democracia, sea más vulnerado en Chile que en
ningún otro país democrático del hemisferio occidental». Y como prueba de la
fortaleza de ese veredicto me bastó constatar en esos días cómo el proceso
siguió su curso sin alteraciones, inmune a las protestas de los parlamentarios de
distinto signo político, de los escritores, de los periodistas amordazados en
tribunales, de la presentación de escritos ante Huerta por organizaciones pro
libertad de expresión, de la protesta del estadounidense Comité de Protección
de los Periodistas, de Reporteros sin Fronteras, del relator especial para la
Libertad de Expresión de la OEA, Santiago Cantón, de la Sociedad
Interamericana de la Prensa, del Freedom Forum, de las asociaciones de
periodistas argentinos, uruguayos y puertorriqueños; en medio de la
publicación periódica de alabanzas a Chile, ejemplo de modernidad y
desarrollo económico en Latinoamérica; con Pinochet preso en Londres —que
algunos consideraban el fin de la transición— y Manuel Contreras encerrado
en Punta Peuco.
Diez días después, cuando parecía insostenible continuar viviendo a
expensas de Planeta sin un horizonte claro de cuándo podría volver a Chile
(salvo que aceptara algunas propuestas afiebradas, como la de un grupo de
parlamentarios que querían ir a buscarme para ingresar conmigo a Chile y
acompañarme a presentarme ante Huerta), volví a Estados Unidos, donde
podría vivir con mi novio y trabajar. Por supuesto, durante los dos años y
medio que permanecí allí gran parte de mi trabajo consistió en intentar,
obsesivamente, que este proceso se revirtiera. Mi hermano Jean Pierre inició, a
la par con organizaciones de defensa de la libertad de expresión, una demanda
contra el estado de Chile ante la Comisión Interamericana de Derechos
Humanos, con sede en Washington. En tanto yo, recibí la asesoría de José
Miguel Vivanco, de Human Rights Watch, quien me sugirió que explorara la
posibilidad de pedir asilo político. Y con ese fin me puso en contacto con el
destacado jurista chileno Claudio Grossman. Grossman me transmitiría luego
el ofrecimiento de José Miguel Insulza —entonces canciller de Frei— de
contratarme en el consulado de Miami, para ayudarme con mi manutención y
para que así «no tuviera» que pedir asilo. El abogado me aclaró que él solo me
transmitía el mensaje, pero que él apoyaría la decisión que yo tomara. El
ofrecimiento del canciller me pareció insultante, porque si estaba explorando la
posibilidad de pedir asilo era para dejar en evidencia las deficiencias de la
democracia chilena y en protesta por la falta de libertad de expresión, porque
trabajo, afortunadamente, podía conseguir por mis propios medios, así que
rechacé amablemente su propuesta.
En el intertanto, fueron arrestados, sometidos a proceso y encarcelados
por un fin de semana Carlos Orellana y Bartolo Ortiz. Esa medida motivó la
visita a Chile del relator especial para la libertad de expresión, Santiago
Cantón. En cuanto a mí, Huerta dictó la orden de detención de rigor y, al no
encontrarme en Chile, me declaró en rebeldía. De haber querido, podría haber
pedido mi arresto a los países asociados a Interpol.
En ese escenario, acepté el consejo de Vivanco y Grossman me puso en
contacto con una abogada especialista en inmigración, Lauren Gilbert. Ella
tomó mi caso probono y preparó la presentación que llevamos al Servicio de
Inmigración estadounidense (por entonces conocido como el INS, por sus
siglas en inglés). La oficial que nos recibió me dijo: «La estábamos esperando».
En noviembre de 1999, me llegó la notificación de que mi solicitud de asilo
había sido aceptada. Ha sido la primera y única solicitud de este tipo que ese
país ha aceptado después de que Chile recuperó la democracia.
No fueron pocas las críticas que me llegaron, por correo electrónico, por
haber tomado ese camino. «Asilo había que pedir en dictadura, cuando se
cometían crímenes atroces, no en democracia», me dijo un muy querido
amigo. Le concedí que no era comparable el nivel de violaciones a los derechos
humanos entre la dictadura y la democracia, pero mi acción no pretendía ni
por lejos nivelar ambos regímenes, sino simplemente hacerme cargo de la
violación grave de mis derechos, al punto de que me veía impedida de vivir en
mi país sin sufrir persecución legal, pero ilegítima, pues todo lo que había
hecho fue ejercer mi derecho a la libertad de expresión y, en cuanto periodista
profesional, intentar satisfacer el derecho de los chilenos a estar informados.
Esas fueron precisamente las razones por las que se me concedió el asilo en
tiempo récord y por las cuales la Corte Interamericana aceptó la demanda
contra el Estado de Chile.
A partir de la concesión de asilo, las relaciones con el gobierno de Chile
fueron tensas. Por aquel entonces, el gobierno estaba empeñado en demostrar a
la comunidad internacional que la democracia y la justicia en Chile estaban a la
altura del desafío de juzgar a Pinochet por las violaciones a los derechos
humanos cometidas bajo su régimen y demandaba a Londres —y a la justicia
española que había ordenado su captura— que lo devolvieran al país. Una libro
prohibido, los editores procesados y la autora con asilo político no en Cuba,
sino en la potencia mundial en cuyo espejo Chile se quería mirar en esos años,
le hacían flaco favor a ese propósito. Y me convertí en una piedra en el zapato,
según tuve oportunidad de constatar en varias ocasiones.
Una de ellas ocurrió en la Feria del Libro en Guadalajara, que en 1999
estuvo dedicada a Chile. El gobierno no me incluyó en la lista de autores
invitados —no tenía por qué hacerlo—, pero Planeta decidió invitarme por su
cuenta. El escritor chileno Luis Sepúlveda me acompañó en la presentación
que organizó Planeta de El libro negro y dijo que renunciaba a formar parte de
la delegación oficial en protesta por la censura que estaba sufriendo. Entre el
público, estaba el periodista Juan Pablo Cárdenas, entonces agregado de prensa
en México, quien hizo declaraciones a mi favor. En la feria recibí la solidaridad
de Faride Zerán, que me invitó a incorporarme a un panel en el que ella
exponía para contar lo que estaba sucediendo con El libro negro. Más tarde, el
vicecanciller Mariano Fernández acusaría a Faride de «abuso de confianza» por
haberme incluido en un panel al cual yo no había sido invitada. En cuanto a
Juan Pablo Cárdenas, el embajador de Chile en el país azteca, Luis Maira, le
instruyó volver de inmediato a Ciudad de México y abandonar la feria. Lo
curioso era que, al menos en términos de discurso público, el gobierno había
dicho que, sin entrometerse en el ámbito de otros poderes del Estado,
lamentaba la censura de El libro negro y que se hacía evidente la necesidad de
reformar la Ley de Seguridad. En lo personal, me sorprendió y me dolió la
actitud de Maira, a quien había escuchado en un foro cuando yo era estudiante
universitaria y me habían cautivado su serenidad, lucidez y fortaleza para
oponerse a la dictadura.
Otros momentos amargos vendrían después con motivo de la demanda
ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. En una ocasión, tuve
que ir a testificar a Washington, junto al delegado del gobierno de Chile, que
debía defender al Estado frente a esa demanda. Él planteó que la solicitud —en
que yo alegaba violación de mis derechos a la libertad de expresión y a la
propiedad intelectual— debía ser rechazada, pues yo no era una perseguida en
Chile, sino que simplemente se me requería por la legislación vigente, parte del
ordenamiento jurídico chileno, y que si volvía a Chile, mi derecho a defensa
estaría garantizado. Del mismo modo, decía, la incautación de los libros no
podía entenderse como una violación a mi derecho de propiedad intelectual,
porque nadie discutía que yo era la autora de dicha obra.
El delegado se percató de que me había acompañado hasta el edificio
donde se realizaban sesiones Odette Magnet, entonces agregada de prensa en la
embajada de Washington. Y la reprendió duramente: «Tú con quién estás.
¿Con el gobierno o con el enemigo?». No contento con eso, se quejó con el
vicecanciller Fernández y este, a su turno, reprendió al embajador Mario
Artaza, quien, sin embargo, se negó a tomar medidas contra la periodista.
Todo 1999 trabajé en El Nuevo Herald y me tocó cubrir el caso del
balsero Elián y las cuestionadas elecciones presidenciales de ese año, en
particular en el Estado de La Florida, donde me encontraba. También fui
corresponsal para medios chilenos y escribí sobre la desclasificación de
documentos del Departamento de Estado sobre Chile para el diario El
Metropolitano. Experiencias profesionales gratificantes que, no obstante,
saboreé poco, pues tenía el corazón y la mente puestas en lo que ocurriera con
El libro negro en Chile. A fines de año recibí la llamada del entonces candidato
presidencial Ricardo Lagos, quien me expresó su solidaridad y me dijo que, si
era elegido presidente, se proponía eliminar el artículo 6 b) de la Ley de
Seguridad del Estado.
Y así llegamos al año 2000. A comienzos de ese año yo me casé, en
Estados Unidos, y Lagos cumplió su promesa. Al poco de asumir como
Presidente presentó un proyecto que modificaba la Ley de Seguridad del
Estado, en los artículos más represivos de la Libertad de Expresión. La
discusión parlamentaria de aquella época es ilustrativa del sentimiento de
temor que sentían diputados y senadores ante la posibilidad de quedar
«desprotegidos» ante la modificación de la norma. Jorge Schaulsohn, antes de
los desvarios del presente, era uno de los pocos solitarios defensores de la
libertad y la transparencia. A pesar de los remilgos, el proyecto de Lagos fue
aprobado y a comienzos del 2001, promulgó la nueva Ley de Prensa, en un
acto en La Moneda en que mencionó la censura de El libro negro como un
gatillante de los cambios.
Eso fue en marzo. Yo tuve que esperar a julio para regresar a Chile,
porque hubo que persuadir al ministro de fuero que continuaba con el caso de
que no podía mantener una orden de detención sobre la base de una ley ya
derogada. Un poco más se demoró que terminara la orden de incautación de
los libros que, finalmente, a fines de ese año, fueron restituidos a Planeta.
Mientras esperaba escribí un libro sobre los episodios que aquí resumo y
contando la historia de los otros 33 procesados por Ley de Seguridad del
Estado y otros casos de censura y prohibición de libros durante la transición a
la democracia. Ese libro, para el que Carlos Orellana escogió el título poco
atractivo y críptico de Injusticia duradera, tuvo buena crítica, pero bajísima
circulación.
Muchas cosas han pasado en los quince años que han corrido desde mi
regreso. Hubo cambios importantísimos tanto respecto de la justicia como de
la libertad de expresión. Cualquier portada del e Clinic y de los medios
digitales que hoy se difunden en Chile con completa normalidad, hubiera
desatado escándalo y persecución en la década de los 90. Hoy cualquiera
escribe sobre los Pinochet sin recibir represalia alguna —sin ir más lejos, yo no
sufrí amenaza ni demanda por escribir la biografía no autorizada de Lucía
Hiriart—. Sin embargo, pareciera que los ejes del poder se han movido hacia
otras zonas. Los periodistas y opinólogos no pasan por la cárcel como hace
algunos años, pero aún hay maneras efectivas y sutiles de impedir que
información de relevancia pública se difunda, todavía hay editores de medios
de difusión masiva que se ponen nerviosos con la mención de ciertos nombres
al «aire» o «en pantalla», todavía hay gente que te advierte «cuidado con lo que
dices». La prensa escrita está más concentrada que nunca y los medios digitales
aún no tienen la fortaleza ni los recursos suficientes para competir con ellos en
la definición de la «agenda» diaria. Los canales de televisión, sumergidos en su
propia crisis financiera, miran con mayor libertad hacia el pasado que el
presente: ya no es raro que en los matinales se traten, por ejemplo, temas sobre
violaciones a los derechos humanos que en el pasado estaban vedados. No
obstante, todavía es más fácil que se comprometan con un reportaje en
profundidad sobre traficantes en Puente Alto, que sobre las redes de poder que
gobiernan Chile. Una anomalía del sistema de medios es que el periodismo de
investigación —cuya temática es, por definición, algo de relevancia pública que
alguien con poder no quiere que se sepa— se hace todavía y principalmente
puertas afuera de los medios. Los periodistas de investigación que se lucieron
en dictadura trabajan, casi todos, en medios alternativos o en otros oficios que
les permitan financiar sus libros. A diferencia de lo que ocurre en Europa o
Estados Unidos, o aquí en el barrio, en Argentina, Perú y Bolivia, en Chile es
difícil envejecer haciendo periodismo investigativo en los medios de
comunicación. No tenemos, en este ámbito, siquiera nuestro niño o niña
símbolo, un caso demostrativo de los cambios, como fue en Justicia el ascenso
de Carlos Cerda a la Corte Suprema. En mi opinión, esta sequía de un
periodismo investigativo que cuestione las verdades oficiales con información
de calidad es uno de los indicativos de la fragilidad de nuestro sistema
democrático.
En lo personal, me separé de Jorge Junco y con mi actual marido, Alberto
Barrera, tenemos dos preciosos hijos, Alejandro y Alberto. El Estado de Chile
fue finalmente condenado por la Comisión Interamericana, debió reconocer
que mis derechos habían sido conculcados y pagó una indemnización por ello.
En 2009 volví a Estados Unidos becada por la Universidad de Harvard.
Extraño, es verdad, la vitalidad de formar parte de una sala de redacción en un
medio comprometido con la sociedad en que vive, pero trabajo en la
Universidad Diego Portales, donde tengo un amplio espacio de libertad para
enseñar e investigar, y editoriales, como Ediciones B, interesadas en publicar
mi trabajo. Por eso digo, como decía Rinaldo Rafanelli en la despedida de Sui
Generis: «No se quejen, chicos. Ya vendrán tiempos mejores».
Bibliografía consultada

Artículos

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Discursos

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Revistas y diarios

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Revista Hoy. Nómina de Casos Mandados por la Comisión de Verdad y


Reconciliación a los Tribunales. Número 711. Santiago, del 4 al 10 de marzo
de 1991.

Colecciones de El Mercurio, La Nación, La Época, La Tercera, APSI y Análisis.


ALEJANDRA MARCELA MATUS ACUÑA (San Antonio, Chile, 11 de
enero de 1966) es periodista de la Universidad Católica y Master en
Administración Pública en la Harvard Kennedy School. Autora de
una serie de libros de investigación y de una novela, su trabajo ha
sido premiado nacional e internacionalmente y se consigna en
varias antologías periodísticas. Escribió, entre otros libros, el best
seller de no ficción Doña Lucía (2013), que retrata a la esposa del
exdictador Augusto Pinochet y que se ha mantenido entre los libros
más vendidos desde su publicación. Actualmente es académica de
la Facultad de Comunicación y Letras de la Universidad Diego
Portales. La edición original de El libro negro de la justicia fue
censurada en 1999, lo que la llevó a vivir más de dos años como
asilada política en Estados Unidos.
Notas
[1]Del testimonio de uno de esos colaboradores, quien pidió reserva de
identidad. En todas las notas siguientes en que no se hace mención expresa del
nombre, existe el compromiso de la autora de mantener la identidad en
reserva. <<
[2] Entrevista a Alejandro Hales. <<
[3] Del testimonio de un excolaborador de Aylwin. <<
[4] Antecedente corroborado por tres entrevistados diferentes. <<
[5] Entrevista con Francisco Cumplido. <<
[6] Entrevista a un ministro de la Corte Suprema. <<
[7] Entrevista con un funcionario de la Corte Suprema. <<
[8]
De la entrevista con Francisco Cumplido, más los antecedentes recogidos
por la autora en sus investigaciones. <<
[9]
Patricio Aylwin, discurso de inauguración de la XVII Convención de
Magistrados en Pucón. Versión del diario La Tercera, 8-IV-1990. <<
[10]
Patricio Aylwin, discurso de inauguración de la XVII Convención de
Magistrados en Pucón. Versión del diario La Tercera, 8-IV-1990. <<
[11]
Patricio Aylwin, discurso de inauguración de la XVII Convención de
Magistrados en Pucón. Versión del diario La Tercera, 8-IV-1990. <<
[12] La Nación, 25-IV-1993. <<
[13] La Tercera, 4-IV-1993. <<
[14] La Tercera, 12-IV-1993. <<
[15] Código Orgánico de Tribunales (en 1993), Art. 275 <<
[16] Código Orgánico de Tribunales (en 1993), Art. 324 <<
[17] Código Penal, Art. 223. <<
[18] Patricio Aylwin, discurso citado. <<
[19] Código Orgánico de Tribunales, Art. 544. <<
[20] Código Orgánico, op. cit., Art. 79. <<
[21]
Carlos Cerda, «Exigencias primordiales de la Jurisdicción del Presente y del
Mañana», en la serie Documentos del Instituto Chileno de Estudios
Humanísticos, Santiago, 1989. <<
[22] Testimonio de un ministro de la Corte de Apelaciones de Santiago. <<
[23] Testimonio de un ministro de la Corte Suprema. <<
[24]
Testimonios concordantes de oficiales de sala que trabajaban en la Corte de
Apelaciones y en la Corte Marcial, entre 1993 y 1994. <<
[25]
Testimonios concordantes de oficiales de sala que trabajaban en la Corte de
Apelaciones y en la Corte Marcial, entre 1993 y 1994. <<
[26] Entrevista a dirigente de la Asociación Nacional de Magistrados. <<
[27] Informe del fiscal Marcial García Pica en la causa 43.052-4. <<
[28] De las grabaciones hechas por Investigaciones. <<
[29] La Tercera, 16-VII-1997. <<
[30] Carlos Cerda, citado en «El juez sin miedo», revista APSI n.º 415. <<
[31] «La mano del general Forestier», APSI, n.º 354. <<
[32] Carlos Cerda, art. cit. <<
[33] La Época, 17-1 1991. <<
[34] La Época, 30-1-1991. <<
[35]Informe de los ministros Carlos Cerda, Juan Guzmán y Gloria Olivares en
la queja 63.244-95. <<
[36] Informe de la comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, pág 95. <<
[37] Informe de la comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, pág 95. <<
[38] La Segunda, 6-III-1991. <<
[39] La Época, 15-III-1991. <<
[40] La Época, 16-IV-1991. <<
[41] Acuerdo de la Corte Suprema, 13-IV-1991. <<
[42] Acuerdo de la Corte Suprema, 13-IV-1991. <<
[43] Acuerdo de la Corte Suprema, 13-IV-1991. <<
[44]Anécdota narrada en similares términos por dos diferentes fuentes que
pidieron reserva de su identidad. <<
[45] La Época, 18-IV-1991 <<
[46] La Época, 18-IV-1991 <<
[47] Francisco Cumplido, entrevista citada. <<
[48] Francisco Cumplido, entrevista citada. <<
[49] «Críticas a la Judicatura», en El Mercurio, 14-IX-1990. <<
[50] Acuerdo del pleno de ministros de la Corte Suprema, 9-I-1992. <<
[51] Acuerdo del pleno de ministros de la Corte Suprema, 9-I-1992. <<
[52] Francisco Cumplido, entrevista cit. <<
[53] Francisco Cumplido, entrevista cit. <<
[54] Francisco Cumplido, entrevista cit. <<
[55] Antecedentes aportados por abogados del foro. <<
[56] Entrevista con Roberto Garretón. <<
[57]Testimonios de exfuncionarios del Ministerio del Interior y de
Investigaciones. <<
[58] Testimonios de personas con conocimiento directo de estos hechos. <<
[59]
Testimonios de un funcionario judicial con conocimiento directo de estos
hechos, y de exfuncionarios del gobierno de Aylwin. <<
[60]
Testimonios de un funcionario judicial con conocimiento directo de estos
hechos, y de exfuncionarios del gobierno de Aylwin. <<
[61] Entrevistas con varios funcionarios judiciales. <<
[62] El Mercurio y La Tercera, 29-VI-1997. <<
[63] Entrevista con el abogado aludido. <<
[64]Testimonio de Patricio Aylwin confiado a uno de sus amigos entrevistados
por la autora. <<
[65] Código Orgánico de Tribunales, Art. 317. <<
[66]
Testimonio de un alto exfuncionario del Ministerio del Interior. Versión
confirmada por personas cercanas al magistrado. <<
[67]
Testimonio de un alto exfuncionario del Ministerio del Interior. Versión
confirmada por personas cercanas al magistrado. <<
[68]Descripción del método usado por la esposa de Lionel Beraud en los juicios
en que su esposo debía resolver, según testimonios de destacados abogados del
foro. <<
[69]Testimonios de ministros de la Corte de apelaciones, funcionarios que
trabajaron cerca del magistrado y abogados ligados al gobierno de Patricio
Aylwin. <<
[70] Testimonios de personas cercanas al magistrado. <<
[71]Antecedentes reunidos por la autora en fuentes documentales, más
versiones de testigos. <<
[72] Antecedentes aportados por funcionarios de la Corte Suprema. <<
[73] Antecedentes aportados por magistrados de la Corte de Apelaciones. <<
[74]Antecedentes aportados por ministros de la Corte de Santiago y un relator
de la Corte Suprema. <<
[75] Antecedentes aportados por el profesional, en entrevista para este libro. <<
[76] Entrevista con Alejandro Hales. <<
[77]Antecedentes que constan en el proceso n.º 21 y acumulada rol n.º 23” de
la Corte de Apelaciones de Rancagua. <<
[78] Testimonio de uno de los asistentes. <<
[79] Testimonios de funcionarios de la Corte. <<
[80]Recreación de acuerdo con antecedentes reunidos en investigación de la
autora y versiones de testigos que pidieron mantener en reserva su identidad.
<<
[81] Recurso de protección 1192-93, cobro de honorarios. <<
[82]
Según versión del propio Cereceda Zúñiga, en el recurso de protección
1192-93. <<
[83] Hernán Cereceda, en discurso de despedida al Poder Judicial. <<
[84] Hernán Cereceda, en discurso de despedida al Poder Judicial. <<
[85] Según copia de ese análisis. <<
[86] La Época, 31-X-1991. <<
[87] La Época, 31-X-1991. <<
[88] Antecedentes recopilados entre funcionarios del Gobierno de Aylwin. <<
[89] Antecedentes recopilados en entrevistas a magistrados y abogados del foro.
<<
[90] Entrevistas con funcionarios de la Corte de Santiago y abogados. <<
[91]
Entrevistas con funcionarios de la corte capitalina y funcionarios del
gobierno de Patricio Aylwin. <<
[92] Entrevistas con ministros de la Corte de Santiago. <<
[93] Entrevistas con empleados de la Corte Suprema. <<
[94] Antecedentes entregados por fuentes de Investigaciones. <<
[95] Entrevista a testigo con conocimiento de estos hechos. <<
[96] Entrevista con Francisco Cumplido. <<
[97]
Antecedentes obtenidos en entrevistas con Roberto Garretón y Alejandro
Hales. <<
[98] Testimonio de un exrelator de la Corte Suprema. <<
[99]
Los antecedentes sobre parentescos fueron obtenidos por los registros
oficiales de Escalafón Judicial. <<
[100]
Marcos Aburto, audiencia pública de iniciación de funciones de la Corte
Suprema, 1-III-1993. <<
[101] Entrevista con Ignacio Balbontín. <<
[102] Ascanio Cavallo y otros. Historia oculta del régimen militar, cap. 11. <<
[103] Ascanio Cavallo y otros. Historia oculta del régimen militar, cap. 11. <<
[104] Testimonio de un exabogado del Consejo de Defensa del Estado. <<
[105] Diario El Cronista, 17-VII-1976. <<
[106] A. Cavallo, op. cit., cap. 13. <<
[107] La Tercera, 21-XII-1979. <<
[108] José Cánovas, Memorias de un magistrado, pág. 83. <<
[109] Revista Hoy, 27-IV-1983. <<
[110] Entrevista a Francisco Cumplido y datos de José Cánovas en op. cit. <<
[111] J. Cánovas, op. cit. pág. 55. <<
[112] Entrevista con Jaime del Valle. <<
[113] Entrevista con Jaime del Valle. <<
[114] Testimonio de Roberto Garretón. <<
[115] El Mercurio, 2-III-1984. <<
[116] Testimonio de un exfuncionario del gobierno militar. <<
[117]
«Juridicidad y constitucionalidad», clase magistral, inauguración del año
académico en la Escuela Militar, 19-III-1984. <<
[118] Entrevista con Sergio Onofre Jarpa. <<
[119] Testimonio de exmiembros del gabinete del gobierno militar. <<
[120]Testimonios de dos exministros presentes en ese consejo de gabinete. Jarpa
admite las diferencias políticas que existían entre ellos, pero niega haber tenido
intenciones de golpear a Rosende. <<
[121] Entrevista con Jaime del Valle. <<
[122]
Según informe del ministro José Benquis, en el recurso de amparo rol
513-84, de la Corte de Apelaciones de Pedro Aguirre Cerda. <<
[123]
Según informe del ministro José Benquis, en el recurso de amparo rol
513-84, de la Corte de Apelaciones de Pedro Aguirre Cerda. <<
[124]
Informe a la Corte Suprema, rol 513-84 de la Corte de Apelaciones de
Pedro Aguirre Cerda. <<
[125] Oficio de la Corte Suprema n.º 08011 del 12-XI-84. <<
[126] Expediente del recurso de amparo rol 258-85 <<
[127] Expediente del recurso de amparo rol 258-85 <<
[128] Expediente del recurso de amparo rol 258-85 <<
[129] Testimonio de Roberto Garretón. <<
[130] Testimonio de Roberto Garretón. <<
[131] Oficio de la Corte Suprema, 29-1-1987. <<
[132] A. Cavallo, op. cit., cap. 44. <<
[133] Entrevista con exministra de Corte de Apelaciones. <<
[134]Eugenio Valenzuela Somarriva, «Análisis crítico de usos y practicas
judiciales y eficiencia del Poder Judicial», en Proposiciones para una reforma del
Poder Judicial, pág. 93. <<
[135]
Eugenio Valenzuela Somarriva, «Labor jurisdiccional de la Corte
Suprema», en op. cít., pág. 145. <<
[136]Juan Ignacio Amunátegui, «Por una modernización del Poder Judicial», en
op. cit., pág. 222. <<
[137]Juan Ignacio Amunátegui, «Por una modernización del Poder Judicial», en
op. cit., pág. 224. <<
[138]Hernán Correa de la Cerda, «Proposiciones para una Escuela Judicial», en
op. cít., pág. 280 <<
[139] Entrevista con exministra de Corte de Apelaciones. <<
[140] El Mercurio, 2-III-1986. <<
[141] Entrevista con María Inés Horvitz. <<
[142] Entrevista con Víctor Hugo Rojas. <<
[143] Revista Solidaridad, n.º 276. <<
[144] Testimonio de un exalto funcionario de esa institución. <<
[145] Enrique Paillás, entrevista en revista Análisis 19-XII-1988. <<
[146] La Segunda, 14-XII-1988. <<
[147] La Segunda, 14-XII-1988. <<
[148] La Segunda, 4-III-1989 <<
[149] El Mercurio, 2-1-1989. <<
[150] APSI, n.º 285, 2-1-1989. <<
[151] Testimonio de un exalto funcionario de la Vicaría de la Solidaridad. <<
[152] El Mercurio, 2-III. 1989. <<
[153]Acuerdo de la Corte Suprema citado por Carlos Peña, en «Poder Judicial y
sistema político. Las políticas de modernización». <<
[154] El Mercurio, 2-III-1989. <<
[155] Testimonio de un exministro del gobierno militar. <<
[156] El Mercurio, 2-III-1988. <<
[157] Testimonio de un exministro del gobierno militar. <<
[158] Testimonio de un exministro del gobierno militar. <<
[159]Según descripción de exabogado del Consejo de Defensa del Estado bajo
petición de reservar su identidad. <<
[160] El Mercurio, 28-IX-1989. <<
[161]Huidobro, Vicente, «Balance patriótico», revista Acción, n.º 4, 8-VII-1925
. Citado por Mario Góngora, en Ensayo histórico sobre la noción del Estado en
Chile, Editorial Universitaria, Santiago, 1984. <<
[162]Armando De Ramón, «Tres momentos de la Historia Judicial Chilena», en
Ciclo de tres conferencias, edit. Instituto de Estudios Judiciales, Santiago, julio
1990, pág. 286. <<
[163]«Nota para el estudio de la Criminología y la Penalogía en Chile colonial
(1673-1816)», Aporte del Seminario de Derecho Público al II Congreso
Latino-Americano de Criminología, Seminario de Derecho Público; edit.
Escuela de Ciencias Jurídicas y Sociales Universidad de Chile, Santiago, enero
1941, pág. 75. <<
[164]
«Un expediente Modelo», en «Nota para el estudio de la Criminología y la
penalogía de Chile colonial», ob. cit., pág. 65. <<
[165]
«Un expediente Modelo», en «Nota para el estudio de la Criminología y la
penalogía de Chile colonial», ob. cit., pág. 75. <<
[166]
«Un expediente Modelo», en «Nota para el estudio de la Criminología y la
penalogía de Chile colonial», ob. cit., pág. 76. <<
[167] Armando De Ramón, op. cit., pág. 291. <<
[168] Armando De Ramón, op. cit., pág. 313. <<
[169] Domingo Santa María, citado en De Ramón, op. cit., pág. 314. <<
[170]Aquiles Vergara, «Ibáñez, César criollo», págs. 171 y ss, citado por A. De
Ramón, «La Justicia chilena entre 1875 y 1924», en Cuadernos de Análisis
Jurídico n.º 12, Facultad de Derecho, Universidad Diego Portales, pág. 15. <<
[171]Hugo Frühling, «Poder Judicial y Política en Chile»; en La Administración
de Justicia en América Latina, Consejo latinoamericano de Derecho y
Desarrollo, Lima, Perú, 1984, pág. 110 (citado por Carlos Peña en «Poder
Judicial y Sistema Político», pág. 22). <<
[172]
Carlos Peña, «Poder Judicial y Sistema Político. Las políticas de
Modernización», pág. 22. <<
[173] José Cánovas. Memorias de un magistrado, Ed. Emisión, Santiago, pág. 12.
<<
[174] José Cánovas. Memorias de un magistrado, Ed. Emisión, Santiago, pág. 20.
<<
[175] José Cánovas. Memorias de un magistrado, Ed. Emisión, Santiago, pág. 20.
<<
[176] Carlos Peña: op. cit., pág. 24. <<
[177] Eduardo Novoa Monreal, Mensaje, Santiago, marzo-abril 1970. <<
[178] El Mercurio, 2-III-1970. <<
[179]Equipo Poblacional del Centro de Desarrollo Urbano y Regional (CIDU),
El surgimiento de una Justicia popular, Universidad Católica de Valparaíso,
Valparaíso, 1973, pág. 111. <<
[180] Testimonio del funcionario. <<
[181] Entrevista con un ministro de la Corte de Apelaciones de Santiago. <<
[182] Entrevistas con testigos. <<
[183]
José Cánovas, op. cit., Memorias de un magistrado, pág. 63. Aunque no
menciona a Dunlop, identifica al presidente de la Asociación de Magistrados
en 1973. <<
[184] El Mercurio, 14-IX-1973. <<
[185] El Mercurio, 14-IX-1973. <<
[186] El Mercurio, 14-IX-1973. <<
[187] La Tercera, 15-IX-1973. <<
[188] La Tercera, 26-IX-1973. <<
[189] Contado por el vecino a la autora. <<
[190] El Mercurio, 2-111-1974. <<
[191] El Mercurio, 2-111-1974. <<
[192] El Mercurio, 2-111-1974. <<
[193] El Mercurio, 2-111-1974. <<
[194]
Peña, Carlos. «Poder Judicial y sistema político. Las políticas de
modernización», Página 27. <<
[195] El Mercurio, 2-III-1974. <<
[196] Testimonios de ministros de la Corte de Apelaciones de Santiago. <<
[197]
Según estudio del Colegio de Abogados a cuyos borradores tuvo acceso la
autora. <<
[198] El Mercurio, 2-111-1975. <<
[199]Expediente del proceso rol n.º 3.805, por «Inhumación ilegal y otros»,
foja 1.029. <<
[200]
Vial Correa, Gonzalo. «Consejo de Defensa del Estado, 100 años de
Historia», pág. 88. <<
[201] Testimonios de testigos más datos recogidos en medios de prensa. <<
[202] Vial Correa, Gonzalo, op. cit., pág. 89. <<
[203] Recreación según entrevista a testigo que pidió reserva de identidad. <<
[204] Testimonio de testigo. <<
[205] La Tercera, 24-IV-1973. <<
[206] Expediente rol n.º 3.805, foja 1.171. <<
[207] Expediente rol n.º 3.805, foja 1.161 vuelta y ss. <<
[208] Expediente rol n.º 3.805, foja 1.161 vuelta y ss. <<
[209] Expediente rol n.º 3.805, Registra varios otros testimonios. <<
[210] Testimonio de testigo. <<
[211] Entrevista con Roberto Garretón. <<
[212] José Cánovas, op. cit., pág. 77. <<
[213] El Mercurio, 2-111-1978. <<
[214] El Mercurio, 2-III-1979. <<
[215] Entrevista con Roberto Garretón. <<
[216] Entrevista con Roberto Garretón. <<
[217] Entrevista con Roberto Garretón. <<
[218]Antecedentes que constan en la Fundación Documentación y Archivo de
la Vicaría de la Solidaridad. <<
[219]Antecedentes que constan en la Fundación Documentación y Archivo de
la Vicaría de la Solidaridad. <<
[220]
Consejo de Guerra rol n.º 21-74 en Linares, en «Jurisprudencia. Delitos
contra la Seguridad del Estado. Consejos de Guerra». Tomo II, Volumen 3,
página 4. <<
[221]
Consejo de Guerra rol n.º 21-74 en Linares, en «Jurisprudencia. Delitos
contra la Seguridad del Estado. Consejos de Guerra». Tomo II, Volumen 3,
página 5. <<
[222]
Consejo de Guerra rol n.º 21-74 en Linares, en «Jurisprudencia. Delitos
contra la Seguridad del Estado. Consejos de Guerra». Tomo II, Volumen 1,
página 7. <<
[223] En fallo de la Corte Suprema, la queja rol n.º 6.603. <<
[224]
Corte Suprema, apelación al amparo n.º 170-74 de la Corte de
Apelaciones de Santiago. <<
[225] Corte Suprema, contienda de competencia rol n.º 18.720. <<
[226] Corte Suprema, recurso de queja rol n.º 7.633-74. <<
[227] Entrevista con Roberto Garretón. <<
[228] Antecedentes del caso recogidos en el recurso de amparo rol 1020-76 de la
Corte de Apelaciones de Santiago y en la denuncia criminal por secuestro rol
n.º 103.372 del Quinto Juzgado del Crimen de Santiago. La misma fuente fue
utilizada en el libro Los secretos del Comando Conjunto, de Mónica González y
Héctor Contreras (Santiago, 1993), que desarrolla el caso in extenso. <<
[229] Rol cit. <<
[230] Amparo rol 1020-76, foja 79 vta. <<
[231]
Amparo rol 1020-76, declaración en foja 76 y constancia en el Libro de
Novedades, según copia autorizada a fojas 93. <<
[232] Amparo rol 1020-76, foja 13. <<
[233] Amparo rol 1020-76, foja 110. <<
[234] Amparo rol 1020-76, foja 110. <<
[235] Amparo rol 1020-76, foja 110. <<
[236] Oficio 0484, 4-II-1977. <<
[237]Oficio del presidente de la república al juez militar de Santiago,
22-III-1977. <<
[238]
Corte Suprema, resolución ante oficio de la Corte de Apelaciones,
7-IV-1977. <<
[239] Recurso de amparo rol 1020-76, foja 116. <<
[240] Corte Suprema, resolución de 22-VII-1977. <<
[241]
Presentaciones de la Vicaría de la Solidaridad obtenidas de la compilación
de Cuadernos Jurídicos de esa entidad, 1977. <<
[242]
Presentaciones de la Vicaría de la Solidaridad obtenidas de la compilación
de Cuadernos Jurídicos de esa entidad, 1977. <<
[243]
Presentaciones de la Vicaría de la Solidaridad obtenidas de la compilación
de Cuadernos Jurídicos de esa entidad, 1977. <<
[244]
Presentaciones de la Vicaría de la Solidaridad obtenidas de la compilación
de Cuadernos Jurídicos de esa entidad, 1977. <<
[245] Entrevista con magistrado de la Corte de Apelaciones de Santiago. <<
[246]
Proceso rol 1.053-74 de la Segunda Fiscalía Militar de Santiago y recurso
de amparo rol n.º 1053-74. <<
[247]
Informe del director general de prisiones a la Segunda Fiscalía Militar, en
oficio reservado 636 del 24-XI-1974 y otros antecedentes que constan en el
mismo proceso. <<
[248]
Testimonio de Mariana Abarzúa de Silberman, según registro de la
Fundación de Documentación y Archivo de la Vicaría de la Solidaridad. <<
[249] Recurso de amparo rol n.º 1053-74. <<
[250] Testimonio de Mariana Abarzúa cit. <<
[251] Entrevista con ministro de la Corte Suprema. <<
[252] Entrevista con ministro de la Corte Suprema. <<
[253] Causa rol 1.053-74 de la Segunda Fiscalía Militar de Santiago. <<
[254] Causa rol 1.053-74 fojas 134 de la Segunda Fiscalía Militar de Santiago.
<<
[255] Causa rol 1.053-74 fojas 134 de la Segunda Fiscalía Militar de Santiago.
<<
[256] Sentencia del juez militar de Santiago del 20-X-1976. <<
[257] El Mercurio, 2-III-1975. <<
[258] El Mercurio, 2-III-1975. <<
[259] La Tercera, 24-VIII-1975. <<
[260]
Investigaciones judiciales posteriores a 1990 han constatado que se trató
de una operación de la DINA, en la que, entre otros, participó el agente
Michael Townley. <<
[261] Entrevistas con Lautaro Videla y testigos. <<
[262] Entrevistas con Lautaro Videla y testigos. <<
[263]
Hasta ese momento, el gobierno solo reconocía como centros de
detención Cuatro y Tres álamos y Puchuncaví, aunque cientos de detenidos
permanecían, sin reconocimiento legal, en el campo de prisioneros de Villa
Grimaldi y otros cuarteles clandestinos de la DINA. <<
[264] El Mercurio, 2-III-1976. <<
[265] Entrevista con Roberto Garretón. <<
[266]
Fallo de la Corte Suprema sobre la petición de ministro en visita para 383
detenidos desaparecidos, según consta en la Fundación de Documentación y
Archivo de la Vicaría de la Solidaridad. <<
[267] El Mercurio, 2-111-1977. <<
[268]
Presentación de la Vicaría de la Solidaridad en 1977, según consta en la
Fundación de Documentación y Archivo de la Vicaría de la Solidaridad. <<
[269]«Lo que Usted quiere saber», Canal 5 de Valparaíso, 29-IX, según registro
de la Fundación de Documentación y Archivo de la Vicaría de la Solidaridad.
<<
[270]Enrique Lafourcade no recuerda la entrevista, pero asegura que el pasaje
corresponde a su pensamiento de entonces. Patricio Bañados, que sí recuerda,
aportó los antecedentes sobre el resto de los panelistas (que no están
identificados en la transcripción) y sobre el clima que se generó por la
intervención del escritor. <<
[271] Entrevista con el protagonista. <<
[272] Qué Pasa, n.º 236. <<
[273]
Expedientes y un informe sobre el caso, «Cuadernos Jurídicos» de la
Vicaría de la Solidaridad, 1979. <<
[274]
Expedientes y un informe sobre el caso, «Cuadernos Jurídicos» de la
Vicaría de la Solidaridad, 1979. <<
[275]
Las lesiones fueron confirmadas por un informe del Servicio Médico
Legal, el 5 de mayo. <<
[276] «Cuadernos Jurídicos», número cit. <<
[277] «Cuadernos Jurídicos», número cit. <<
[278] Entrevista con exfuncionario de la Vicaría de la Solidaridad. <<
[279]
Antecedentes proporcionados por la Fundación de Documentación y
Archivo de la Vicaría de la Solidaridad. <<
[280]
Antecedentes proporcionados por la Fundación de Documentación y
Archivo de la Vicaría de la Solidaridad. <<
[281]
Antecedentes proporcionados por la Fundación de Documentación y
Archivo de la Vicaría de la Solidaridad. <<
[282]
Antecedentes proporcionados por la Fundación de Documentación y
Archivo de la Vicaría de la Solidaridad. <<
[283] Entrevista con exconsejero de la Vicaría de la Solidaridad. <<
[284] Carlos Peña, op. cit. <<
[285] Entrevista con Roberto Garretón. <<
[286] El Mercurio, 15-VI-1997. <<
[287] Entrevista a observadores del Gobierno. <<
[288] El Mercurio, 2-III-1997. <<
[289] El Mercurio, 8-III-1997. <<
[290] Entrevista al ministro Francisco Cumplido. <<
[291] Entrevista a la ministra Dobra Luksic. <<
[292] La Época, 13-VII-1997. <<
[293]Excepcionalmente, a petición de la fuente informativa, se dan cambiados
los nombres de las personas involucradas en los juicios citados. <<
[294]Rubén Galecio Gómez, disertación en el Colegio de Abogados el 15 de
julio de 1966, reproducida en la revista Derecho y Jurisprudencia. <<
[*]
Nota a la nueva edición: La ministra Violeta Guzmán Farren falleció en
2000, a los 68 años. <<
[*]
Nota a la nueva edición: Mario Acuña Alarcón falleció en 2000, a los 63
años. Había sido procesado como autor de secuestro calificado de diez
exprisioneros de Pisagua. <<
[*]
Nota a la nueva edición: La justicia ha avanzado en aclarar que Contreras
Maluje estuvo detenido en un cuartel secreto conocido como «La Firma» y que
huyó cuando los agentes intentaban usarlo para atrapar a otros compañeros
con los que debía reunirse en calle Teatinos. Su paradero continúa siendo
desconocido. <<
Índice de contenido

Cubierta

El libro negro de la justicia chilena

Prólogo a la nueva edición. Gatopardo


El ocaso de los personajes
Besamanos reloaded
Un nuevo poder: el Ministerio Público
El poder del dinero
¿Lo justo o lo legal?

Palabras preliminares

Capítulo I. El poder degradado


Secretos de palacio
Los amigos de Aylwin
El viaje de «Torito»
Las primeras batallas de Aylwin
Cuánto tarda en escribir un juez
La vara con que mides
El peso del Informe Rettig
Las rabietas de Correa
El delfín de Krauss
El astuto Lionel Beraud
Cereceda y la querella de los membrillos
Los misterios de la Tercera Sala
El descarriado Jordán
El corto reinado del sagaz Aburto

Capítulo II. La era Rosende


En la Facultad de Derecho
Tiempo de perpetuar
Vientos de cambio
El año de Jaime del Valle
El debut del Decano
La disidencia judicial
Cuando el magistrado decide hacer justicia
La visión crítica de los académicos
Las causas económicas
El apogeo del fiscal Torres
Una crítica a la justicia militar
La «ley caramelo»

Capítulo III. De la Real Audiencia al golpe de estado


El queso y la balanza de la justicia
La justicia en la Colonia
Fin de la Real Audiencia
Justicia republicana
Una «acusación constitucional»
Politización, decadencia y corrupción
Manu militari
Décadas de olvido
La huelga «larga»
Justicia «popular»
La Corte Suprema en la antesala del golpe

Capítulo IV. Los ritos del poder


Un microbús del Ejército
La rutina ceremonial
Primer aniversario
La hora de la «razzia»
La increíble historia del juez Acuña
Un curco quedó en la historia

Capítulo V. Docudrama en cinco actos: Justicia y derechos humanos


Consejos de Guerra: el primer renuncio
Cinco mil recursos de amparo
Secuestro en la cárcel
Las visitas de Eyzaguirre
Historia alucinante en Villa México

Capítulo VI. La hora de la reforma


La obra de Soledad
Jordán, presidente
La fuerza de la costumbre
Nueva Corte, viejas prácticas
Los pobres y los poderosos
Idea de la justicia

Epílogo a la nueva edición. Asilada

Bibliografía consultada

Sobre la autora

Notas

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