Robert E. Howard - El Jardin Del Miedo (1934)

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 12

EL JARDÍN DEL MIEDO

ROBERT E. HOWARD

Antaño yo fui Hunwulf, el Errante. Soy incapaz de comprender si mi conocimiento de ese hecho se debe a
algún medio oculto o esotérico, y no intentaré explicarlo. Un hombre recuerda su vida pasada; yo recuerdo
mis vidas pasadas. Lo mismo que un individuo normal recuerda aquellas formas que fueron las suyas
durante su infancia, su juventud y adolescencia, yo recuerdo las formas que fueron James Allison en las
edades olvidadas. El por qué de esta memoria no sabría decirlo, lo mismo que tampoco puedo justificar la
miríada de otros fenómenos de la naturaleza a los que diariamente nos vemos confrontados, yo y cualquier
otro mortal. Pero ahora, tendido aquí, esperando la muerte que me liberará de la larga enfermedad que
padezco, contemplo con la mirada clara y limpia el inmenso panorama de las vidas que se han sucedido
para llegar hasta mí. Veo los hombres que fueron yo, y veo las bestias que vivieron en mí.

Mi memoria, remontándose al filo de los siglos, no se detiene con la aparición del Hombre. ¿Cómo
podría ser así si el animal se confunde tanto con el hombre que no existe una línea de división claramente
trazada, algo que marque los límites de la bestialidad? En este preciso instante diviso un paisaje
crepuscular, oscuro, entre los árboles gigantescos de un bosque primitivo en el que el hombre nunca ha
pisado con sus pies recubiertos de cuero. Veo una masa enorme, erizada de pelo, de andar pesado y
renqueante..., avanza cansina y torpemente, aunque con rapidez, a veces erguida, a veces a cuatro patas. El
ser busca gusanos e insectos, rascando bajo los troncos podridos; sus pequeñas orejas se agitan
continuamente. Levanta la cabeza y revela unos colmillos amarillentos. Es primitivo, bestial, antropoide. Y,
sin embargo, reconozco su parentesco con la entidad que ahora se llama James Allison. ¿Parentesco?
Digamos más bien unidad. Yo soy él, él es yo. Mi carne es sensible, blanca, desprovista de pelo; la suya
oscura, dura, hirsuta. Y, pese a todo, hemos sido uno, y su cerebro embrionario, poblado por las sombras,
comienza a agitarse y a verse dominado por pensamientos de hombre, groseros, caóticos, fugitivos. Y, no
obstante, ellos son el fundamento de todas las grandes y orgullosas visiones que los hombres han tenido en
todas las épocas que se han sucedido desde entonces.

Mi conocimiento no se detiene ahí. Se remonta todavía más lejos, muy lejos, ofreciéndome perspectivas
olvidadas hacia las que no me atrevo a volverme, abismos demasiado sombríos y demasiado terribles como
para que el espíritu humano pueda sondearlos. Sin embargo, incluso allí, tengo conciencia de mi identidad,
de mi individualidad. Les aseguro que el individuo nunca se pierde, ni en el pozo negro del que un día
salimos arrastrándonos, berreando, ciegos y repudiados, ni en el eventual Nirvana al que algún día
accederemos..., y que he podido ver, a lo lejos, centelleando como un lago azulado en el crepúsculo, entre
las montañas estelares.

Pero ya basta. Les hablaré de Hunwulf. ¡Oh, pasó hace tanto tiempo, tantísimo tiempo! Hace cuánto
exactamente, no me atrevo a decirlo. ¿Debería buscar pobres comparaciones humanas para describir las
descripciones indescriptibles e incomprensiblemente lejanas? Desde aquella era, la Tierra ha cambiado de
aspecto no una vez, sino una docena de veces. Ciclos completos de la especie humana han cumplido sus
destinos.
He sido Hunwulf, uno de los hijos de los Aesir de rubios cabellos quienes, desde las heladas llanuras de
la helada Asgard, enviaron a sus tribus de ojos azules por el mundo, en migraciones seculares, para dejar la
marca de su paso en muchos extraños lugares. Nací durante una de las migraciones hacia el sur. Nunca
contemplé la tierra de mis ancestros, allí donde la mayoría de los pueblos nórdicos vive todavía en tiendas
de piel de caballo, entre las nieves.

Crecí hasta la edad adulta durante aquella larga carrera vagabunda, en una edad cruel, vigorosa e
indómita en que los Aesir no reconocían a dios alguno salvo a Ymir, el gigante de la barba helada por la
escarcha, y cuyas hachas estaban tachonadas por la sangre de numerosas naciones. Mis músculos parecían
cuerdas de acero trenzado. Mis cabellos rubios caían sobre mis poderosos hombros como la melena de un
león. Me ceñía los riñones con una piel de leopardo. Podía manejar la pesada hacha de punta de sílex con
cualquiera de mis manos.

Año tras año mi tribu se encaminaba hacia el sur, describiendo a veces inmensos arcos hacia el este o el
oeste, afincándose a veces durante meses o años en valles o fértiles llanuras, en lugares donde pululaban
animales comedores de hierba. Pero siempre descendía hacia el sur, lenta e inexorablemente. A veces,
nuestra ruta nos conducía a través de vastas soledades inanimadas en las que nunca había retumbado un
grito humano. A veces, extraños pueblos primitivos se oponían a nuestro avance. Nuestro rastro pasaba
entonces por encima de las cenizas anegadas en sangre de las aldeas destruidas. Durante aquel viaje
errático, durante aquellas cacerías y matanzas, llegué a la edad adulta y amé a Gudrun.

¿Qué puedo decir de Gudrun? ¿Cómo describir los colores a un ciego? Sólo puedo decir que su piel
era más blanca que la leche, que sus cabellos eran de oro fundido cuando el brillo del sol jugueteaba entre
sus bucles, que la ligera belleza de su cuerpo habría hecho avergonzarse al sueño que modeló a las diosas
griegas. Pero soy incapaz de hacerles comprender el fuego y la maravilla que albergaba Gudrun. No se
pueden establecer comparaciones; sus cánones de la mujer reflejan solamente a las mujeres de una época.
Pero, junto a ella, serían como simples lámparas intentando rivalizar con el resplandor de la luna llena. No,
en milenios, ninguna mujer se ha asemejado a Gudrun. Cleopatra, Tais, Helena de Troya, todas fueron
pálidos reflejos de su belleza, pobres imitaciones de la rosa que floreció en todo su esplendor solamente en
el origen del tiempo.

Por Gudrun abandoné mi pueblo y mi tribu. Partí hacia las tierras desoladas, exilado y fuera de la ley,
con sangre manchándome las manos. Ella era de mi raza, pero no de mi tribu: una niña perdida a la que
habíamos encontrado, errando solitaria por un bosque sombrío, extraviada por algún pueblo errante de
nuestra propia sangre. Creció en el seno de la tribu. Cuando alcanzó la madurez de su gloriosa y joven
femineidad fue entregada a Heimdull, el Poderoso, el más grande de todos los cazadores de la tribu.

Pero el sueño de Gudrun era una locura que me devoraba el alma, un fuego que ardía en mi interior
eternamente. Por ella maté a Heimdull, aplastando su cráneo con mi hacha de sílex antes que pudiera
llevarla a su choza de piel de caballo. Y luego comenzó nuestra larga huida para escapar de la venganza de
mi tribu. Gudrun me siguió con alegría, pues me amaba con ese amor de las mujeres Aesir que es como una
llama devoradora que destruye la debilidad. Oh, era un tiempo salvaje, la vida era cruel y sanguinaria, y los
débiles morían rápidamente. No había en nosotros nada suave o dulce. Nuestras pasiones eran las de la
tempestad, el asalto y el choque de la batalla, la del desafío del león. Nuestros amores eran tan terribles
como nuestros odios.
Y de aquel modo me llevé a Gudrun lejos de la tribu y los asesinos nos siguieron la pista muy de cerca.
Durante una noche y un día nos siguieron los pasos hasta que, a nado, atravesamos un río desbordado, un
torrente bramador y espumante que incluso los hombres de Asgard no se atrevieron a franquear. Pero en la
locura de nuestro amor y nuestro descuido, nos lanzamos al agua y nadamos, golpeados y zarandeados por
el furor de las olas. Y llegamos a la otra orilla sanos y salvos.

Después de aquello, durante numerosos días, atravesamos los bosques de las regiones del altiplano,
guaridas de tigres y leopardos, y llegamos, por fin, a una gran cadena montañosa. Los azules contrafuertes
se recortaban contra el cielo de un modo terrible y las pendientes se sucedían a las pendientes.

En aquellas montañas fuimos atormentados por los vientos helados y por el hambre, atacados por
cóndores que se abatían sobre nosotros entre el fragor de sus alas gigantescas. En el transcurso de
siniestras batallas en los desfiladeros, agoté todas las flechas y quebré la lanza de punta de sílex. Pero
franqueamos finalmente el lúgubre espinazo de la cordillera y, descendiendo por las laderas septentrionales,
llegamos a la vista de una aldea hecha de cabañas de tierra entre los acantilados. Aquella aldea estaba
habitada por gentes pacíficas de piel morena que hablaban una lengua desconocida y practicaban extrañas
costumbres. Pero nos recibieron con el signo de la paz y nos llevaron a su poblado. Colocaron ante
nosotros carne, pan de cebada y leche fermentada, se acuclillaron formando un círculo a nuestro alrededor
al tiempo que comíamos, mientras una mujer golpeaba levemente sobre un tambor con forma de cuenco
para honrarnos.

Habíamos llegado a la aldea en el crepúsculo. La noche cayó durante los festejos. Por todas partes se
alzaban acantilados y picos, como masas imponentes recortándose contra las estrellas. El pequeño grupo
de chozas terrosas y las minúsculas hogueras se perdían en la inmensidad de la noche. Gudrun sintió la
soledad y la desolación agobiante de las tinieblas. Se apretó contra mí, apoyándome el hombro en el
pecho. Pero mi hacha estaba al alcance de la mano, y yo mismo no había sentido ningún atisbo de miedo.

El pequeño pueblo de piel ocre se acurrucaba ante nosotros. Hombres y mujeres intentaban hablarnos,
haciendo gestos con sus manos menudas. Por haber habitado siempre en el mismo lugar, dentro de una
seguridad relativa, estaban desprovistos de la intransigente ferocidad de los nómades Aesir. Sus manos
revoloteaban con gestos amistosos a la luz del fuego.

Les hice comprender que habíamos llegado del norte, que habíamos atravesado el espinazo de la gran
cadena montañosa y que, al día siguiente por la mañana, teníamos la intención de descender hacia las
verdes llanuras que habíamos visto más al sur desde las cimas. Cuando comprendieron mi intención
empezaron a gritar mientras sacudían la cabeza violentamente y golpeaban como locos en el tambor.
Estaban tan ansiosos por comunicarme algo que me confundían en vez de iluminarme. Finalmente,
consiguieron hacerme comprender que no querían que abandonase las montañas. Al sur de la aldea había
un peligro que acechaba. Pero no pude saber si se trataba de un hombre o de un animal.

Cuando todos ellos gesticulaban y mi atención estaba puesta en su mímica, el golpe cayó. Advertí en
primer lugar un súbito trueno de alas batiendo en mis oídos. Luego, una forma sombría surgió de la noche y
algo me golpeó en la cabeza al tiempo que me daba la vuelta. Caí, medio inconsciente. ¡En aquel instante
escuché a Gudrun lanzando un aullido mientras era arrebatada de mi lado! Levantándome de un salto,
temblando por el furioso deseo de desgarrar y masacrar, vi una forma oscura que desaparecía nuevamente
en las tinieblas, con una forma blanca que gritaba y se debatía prisionera entre sus garras.
Aullando de dolor y rabia empuñé el hacha y cargué contra las tinieblas... Me detuve bruscamente,
huraño y desesperado, sin saber en qué dirección ir.

El pueblo moreno se había esparcido por doquier, gritando y proyectando chispas en todas direcciones
al atropellar las hogueras en su ansia por volver a sus cabañas. Pero de nuevo volvían a salir, arrastrándose
temerosos y gimoteantes como perros heridos. Se reunieron a mi alrededor y me agarraron con manos
tímidas, parloteando en su idioma. Maldije mi impotencia, enfermo de rabia, sabiendo que querían decirme
algo que yo no conseguía comprender.

Por fin, les dejé que me condujeran hasta la hoguera. El más anciano de la tribu trajo una cinta de cuero
ahumado, un pote de arcilla con materiales colorantes y un bastón. Sobre el cuero, pintó la silueta de una
criatura alada llevándose a una mujer blanca. Oh, era muy grosero, pero comprendí el significado. Acto
seguido, todos me señalaron hacia el sur y comenzaron a gritar ruidosamente en su propia lengua.
Comprendí que la amenaza contra la que me habían prevenido era la del ser que se había llevado a Gudrun.
Hasta aquel momento yo había creído que había sido arrebatada por los aires por uno de los cóndores de
las montañas. Pero el dibujo ejecutado por el anciano con la negra pintura era, más que nada, el de un
hombre alado.

Lenta y laboriosamente comenzó a trazar algo que por fin reconocí. Era un mapa... Sí, incluso en aquella
época oscura teníamos mapas, primitivos, cierto, pero que un hombre moderno hubiera sido incapaz de
interpretarlos, a causa de la diferencia de nuestro simbolismo.

Aquello nos llevó mucho tiempo, y se hizo la medianoche antes que el viejo hubiera terminado y yo
comprendido sus dibujos. Pero finalmente, todo quedó completamente claro. Si seguía el camino trazado
en el mapa, descendiendo el largo y estrecho valle en que se alzaba la aldea, atravesando una llanura y
siguiendo después una sucesión de desgarradas pendientes, llegaría al lugar en donde moraba el ser que
había robado a mi compañera. En aquel lugar, el viejo dibujó lo que parecía ser una cabina deforme, con
numerosos signos extraños a su alrededor, trazados con la ayuda de pigmentos rojos. Los dibujaba con el
dedo, y luego me señalaba a mí, sacudía la cabeza y lanzaba gritos sonoros que parecían indicar un gran
peligro para aquellos seres.

Más tarde intentaron persuadirme para que no fuera, pero, en mi ardor, tomé la cinta de cuero y el saco
de comida que me habían puesto a la fuerza entre las manos (¡realmente era un pueblo muy extraño para
aquella época!), recogí el hacha y me dirigí hacia las tinieblas sin luna. Mis ojos eran más penetrantes de lo
que puede concebir una mentalidad moderna, y mi sentido de la orientación era el de un lobo. Una vez
grabado el mapa en mi cerebro, habría podido tirarlo y dirigirme infaliblemente hacia el lugar que buscaba.
Sin embargo, lo plegué y me lo guardé en el cinturón.

Caminé tan rápido como pude bajo la claridad de las estrellas, sin preocuparme de las bestias feroces
que, quizá, buscaban una presa: osos de las cavernas o tigres de dientes de sable. A veces, escuchaba
cómo la arenilla se deslizaba bajo patas furtivas. Por un instante, entreveía unos ojos feroces y amarillos
ardiendo en las tinieblas y percibía formas que, en medio de la oscuridad, huían cuando me acercaba. Pero
proseguí intrépidamente mi carrera, con un humor tan desesperado que no era capaz de cederle el paso a
ningún animal, ¡por terrible que fuera!

Atravesé el valle, escalé una cresta montañosa y llegué a una amplia meseta, cuajada de zanjas y
alfombrada de rocas. La franqueé y, en las tinieblas que preceden el alba, comencé a descender por las
laderas llenas de asechanzas. Parecían no terminar nunca, y desaparecían a mis pies como una larga línea
escarpada e inclinada que se perdía en la oscuridad. Pero continué con mi temerario descenso, sin
detenerme ni para desatar la cuerda de cuero que llevaba enrollada alrededor de los hombros. Confiaba en
mi suerte y mi destreza para llegar a la base de la montaña sin romperme el cuello.

Y, justo cuando la aurora lamía con su blanca luz las cimas, llegué a un amplio valle rodeado de
acantilados prodigiosos. En aquel lugar en que me hallaba, el valle se extendía al este y al oeste. Los
acantilados convergían en su extremo inferior, dándole el aspecto de un gran abanico que se estrechaba
rápidamente hacia el sur.

El suelo era uniforme, atravesado por un curso de agua sinuoso. Algunos árboles se elevaban en él,
aislados. No había rastrojos, pero sí un tapiz de altas hierbas que, en aquella época del año, estaban
particularmente secas. A lo largo del curso de agua crecía una vegetación exuberante y, por aquí o por allá,
deambulaban unos mamuts, verdaderas montañas de carne y músculos llenas de pelo.

Me quedé a buena distancia, pues aquellos gigantes eran demasiado poderosos para que me enfrentase
a ellos. Confiaban en su poder, y sólo temían a una cosa en el mundo. Orientaban hacia mí sus grandes
orejas y levantaban las trompas con aire amenazador si me acercaba a ellos más de lo imprescindible, pero
no me atacaron. Corrí rápidamente entre los árboles. Cuando llegué al lugar donde convergían los
acantilados, el sol aún no se había levantado por encima de las murallas del este, cuyas crestas destacaban
con una llamarada dorada. El descenso por las montañosas laderas, pese a que me había llevado toda la
noche, no había afectado mis músculos de acero. No sentía ninguna fatiga; el furor me devoraba aún con el
mismo ardor. No podía saber lo que se hallaba más allá de los acantilados; no hice hipótesis. Mi cerebro
sólo dejaba penetrar la negra cólera y el ansia por masacrar.

Los desfiladeros no formaban un muro compacto. Aquello quería decir que los extremos de las paredes
rocosas no se unían completamente, dejando una ranura o una brecha de unos cien pies de ancho. La
corriente de agua la atravesaba y los árboles crecían robustos junto a ella. Crucé la brecha, tan ancha como
larga, y desemboqué en un segundo valle o, más bien, en la continuación del primero que se ampliaba
nuevamente más allá del pasaje.

Las paredes rocosas se alejaban en una curva pronunciada hacia el este y el oeste, para formar una
muralla gigantesca que rodeaba completamente el valle, describiendo un vasto óvalo. Formaban un reborde
azulado alrededor del valle, sin brecha alguna, con la excepción de un pedazo de cielo claro que parecía
indicar otra abertura en el extremo septentrional. El valle interior tenía la forma de una botella con dos
bocas.

El gollete por el que había penetrado estaba lleno de árboles que crecían numerosos en varios cientos
de metros. Luego daban paso bruscamente a un campo de flores carmesíes. A varios cientos de metros
más allá del lindero de los árboles, pude ver un extraño edificio.

Debo hablar de lo que veía no sólo como Hunwulf, sino también como James Allison. Hunwulf no
comprendía nada más que muy vagamente las cosas que veía y, como Hunwulf, no sería capaz de
describirlas. Yo, en mi vida como Hunwulf, lo ignoraba todo sobre la arquitectura. Las únicas moradas
construidas por la mano del hombre que yo hubiera visto eran las tiendas de cuero de caballo de mi Pueblo
y las chozas de tierra con techumbre de paja del pueblo devorador de cebada..., y otros pueblos igual de
primitivos.
Así que, como Hunwulf, sólo podría decir que contemplaba una gran choza, cuya construcción
sobrepasaba mi entendimiento. Pero yo, James Allison, sé que era una torre, de unos sesenta pies de
altura, construida con una curiosa piedra verde, extremadamente pulida, y revestida de una sustancia que
daba la impresión de diáfana transparencia. Era cilíndrica y, por lo que podía ver, desprovista de puertas y
ventanas. El cuerpo principal de la construcción puede que tuviese setenta pies de altura. En su centro se
elevaba una torre más pequeña que remataba el conjunto. Aquella torre, con una circunferencia apenas más
pequeña que el cuerpo principal del edificio, estaba rodeada por una especie de galería con un parapeto
almenado. Tenía dos puertas curiosamente abovedadas y ventanas enrejadas con sólidos barrotes, como
pude darme cuenta incluso desde el lugar donde me encontraba.

Aquello era todo. No había ningún signo de presencia humana. Ningún signo de vida en el valle. Pero
resultaba evidente que aquel castillo era lo que el viejo de la montaña se había esforzado en dibujar. Y
estaba seguro de poder encontrar a Gudrun en su interior... si es que aún vivía.

Más allá de la torre pude contemplar la débil claridad de un lago azulado en el que se precipitaba la
corriente de agua, siguiendo la curvatura de los muros occidentales. Disimulado entre los árboles, examiné
la torre y las flores que la rodeaban por todas partes. Crecían con exuberancia a lo largo de los muros y se
extendían a lo largo de cientos de metros en todas direcciones. Volvían a verse árboles al otro extremo del
valle, cerca del lago, pero ninguno crecía entre las flores.

Aquellas flores no se parecían a ninguna planta que hubiera visto hasta entonces. Crecían muy cerca
unas de otras. Tenían unos cuatro pies de altura, con una sola flor en cada tallo..., una flor más grande que
la cabeza de un hombre, con largos pétalos pulposos, muy cerca unas de otras. Aquellos pétalos, de un
color rojo carmesí, parecían heridas abiertas. Los tallos eran tan gruesos como el puño de un hombre,
incoloros, casi transparentes. Las hojas de un verde venenoso tenían la forma de puntas de lanza,
marchitándose en largas colas serpentinas. Su aspecto era repugnante, y me pregunté lo que camuflaría su
densidad.

Todos mis instintos, desarrollados por una vida salvaje, estaban fuertemente excitados. Sentía un peligro
oculto, exactamente igual al que habría sentido ante un león emboscado, incluso antes que mis sentidos lo
percibieran. Estudié de cerca las compactas hojas, preguntándome si ocultarían alguna serpiente inmensa.
Mis narices se dilataron al buscar un olor, pero el viento no soplaba en mi dirección. Sin embargo, había
algo anormal en aquel inmenso jardín. Aunque el viento del norte lo atravesaba, ninguna flor se movía,
ninguna hoja se agitaba. Permanecían inmóviles y sombrías, como aves de presa de lánguidas cabezas.
Tuve la extraña sensación que ellas me observaban como criaturas vivientes.

Hubiera podido decirse que era el paisaje visto en un sueño. A ambos lados, los acantilados azules se
elevaban hacia un cielo desprovisto de nubes. A lo lejos, el lago se sumía en una tranquilidad dormida y la
torre, de un verde fantástico, se alzaba en medio de aquel campo de un color rojo lívido.

Y había otra cosa... Aunque el viento soplase en dirección contraria, sentía manar de las flores un olor,
una exhalación de cubil..., de muerte, podredumbre y corrupción.

Me agazapé bruscamente, permaneciendo a cubierto. Había vida en el castillo. Una silueta emergió de la
torre. Se acercó al parapeto, se inclinó por encima y miró hacia el valle. Era un hombre, pero un hombre
como nunca había soñado, ¡ni siquiera en una pesadilla!
Era alto y robusto. Su piel era negra, con la tintura del ébano pulido. Pero los rasgos que hacían de él
una pesadilla humana eran las alas de murciélago que sobresalían por encima de sus hombros aun estando
plegadas. Sabía que sus alas eran auténticas: aquel hecho resultaba evidente e indiscutible.

Yo, James Allison, he meditado largamente sobre aquel fenómeno del que fui testigo con los ojos de
Hunwulf. Aquel hombre alado, ¿era solamente un monstruo, un ejemplo de una aberración de la naturaleza
viviendo en una soledad y desolación inmemoriales? ¿O bien era el superviviente de una raza olvidada que
había aparecido, reinado y se había extinguido antes de la llegada del hombre tal y como nosotros lo
conocemos? Quizá el pueblo moreno de las colinas habría podido responder a aquellas preguntas, pero
carecíamos de un lenguaje común. Sin embargo, me inclino por esta última hipótesis. Los hombres alados
se encuentran muy frecuentemente en la mitología; se les encuentra en las leyendas populares de numerosas
naciones y numerosas razas. Tan lejos como el hombre puede remontarse en el pasado gracias a los mitos,
crónicas y leyendas, encuentra siempre historias de arpías y dioses alados, de ángeles y demonios. Las
leyendas son los reflejos deformados de realidades preexistentes. Estoy convencido que, en otros tiempos,
hubo una raza de hombres alados de piel oscura que reinó en el mundo preadánico y que yo, Hunwulf,
encontré al último superviviente de aquella raza en el valle de las flores rojas.

Estos pensamientos los formulo como James Allison, con mi saber moderno que es tan imponderable
como mi ignorancia moderna.

Yo, Hunwulf, no me daba a tales especulaciones. El escepticismo moderno no formaba parte de mi


naturaleza, y no pretendía racionalizar lo que parecía no coincidir con un universo natural. No reconocía
ningún dios, excepto Ymir y sus hijas, pero no ponía en duda la existencia como demonios de otras
deidades, veneradas por otras razas. Seres sobrenaturales de toda especie estaban en pleno acuerdo con
mi concepto de la vida y del universo. Creía tanto en la existencia de dragones, espíritus y diablos como en
la de leones, búfalos y elefantes. Aceptaba aquella aberración de la naturaleza como un demonio
sobrenatural, y no me preocupaba en lo más mínimo ni por sus orígenes ni por su procedencia. Tampoco
me sentía dominado por un pánico provocado por un terror supersticioso. Yo era un hijo de Asgard que no
temía ni a hombres ni a demonios, y confiaba más en la fuerza demoledora de mi hacha de sílex que en las
plegarias de los sacerdotes y los encantamientos de los brujos.

Pero no me lancé inmediatamente a la descubierta para ir al asalto de la torre. La prudencia instintiva de


la vida salvaje era mía, y no veía ningún medio de escalar los muros del castillo. El hombre alado no
necesitaba puertas, pues entraba, por todas las evidencias, por arriba, y la superficie lisa de los muros
parecía desafiar al escalador más avezado. Pero pronto se me presentó un medio para acceder a lo alto de
la torre. Dudaba, esperando a ver si otros seres alados se presentaban ante mí, aunque tuviese el
sentimiento inexplicable que aquel era el único de su especie en todo el valle..., quizá en todo el mundo.
Mientras me mantenía al acecho, oculto entre los árboles, observando, le vi apartar los codos del parapeto
y estirarse con la ligereza de un enorme felino. Luego atravesó la galería circular y penetró en la torre. Un
grito sordo retumbó en el aire y me tensé, aunque descubrí que no era el grito de una mujer. No tardó en
aparecer el sombrío dueño del castillo, arrastrando tras él una silueta más pequeña..., una forma que se
retorcía, se debatía y lanzaba lastimeros gritos. Vi que se trataba de un hombrecillo moreno, muy parecido
a los habitantes de la aldea de la montaña, capturado, no tenía dudas, del mismo modo que lo había sido
Gudrun.
Mantenido entre los brazos de su gigantesco adversario, parecía un niño. El hombre negro desplegó las
inmensas alas y echó a volar desde el parapeto, llevado a su cautivo como un cóndor que llevase un
corderillo. Planeó por encima del campo de flores y yo me agazapé en un refugio de hojarasca, mirando
estupefacto el extraño espectáculo.

El hombre alado, planeando en lo alto del cielo, lanzó un grito raro y fantástico. Fue respondido de un
modo terrible. El estremecimiento de una vida horrible recorrió el campo encarnado que se extendía bajo
él. Las grandes flores rojas temblaron, se abrieron, desplegaron los pétalos carnosos, parecidos a bocas de
serpientes. Los tallos parecieron distenderse y alzarse hacia el cielo con impaciencia. Las largas hojas se
levantaron y estremecieron, produciendo un sonido curiosamente funesto, como un serpentín de campanas.
Un ligero silbido capaz de poner la carne de gallina retumbó por todo el valle. Las flores suspiraban,
tendiéndose hacia lo alto. Con una risa diabólica, el hombre alado dejó caer a su cautivo, que seguía
debatiéndose vanamente.

Con el aullido de un alma condenada, el hombre moreno cayó rápidamente, aplastándose entre las
flores. Las plantas se lanzaron sobre él con un estremecedor silbido. Sus tallos espesos y flexibles se
curvaron, como cuellos de serpientes, y sus pétalos se cerraron sobre la carne. Un centenar de flores se
asieron a él como los tentáculos de algún gigantesco pulpo, sofocándole y machacándole. Sus gritos
agónicos llegaron hasta mí, ensordecidos; estaba completamente cubierto por las flores que se abatían
silbando sobre él. Las que se encontraban lejos de su alcance se agitaban y retorcían furiosamente como si
quisieran arrancar sus propias raíces en su deseo por reunirse con sus congéneres. En toda la pradera las
grandes flores rojas se inclinaban y retorcían hacia el lugar donde la siniestra batalla se desarrollaba. Los
gritos disminuyeron y fueron siendo cada vez más débiles hasta desaparecer. Un terrible silencio reinó en
todo el valle. El hombre negro volvió a la torre con un vuelo apacible y desapareció en su interior.

Poco después, las flores se fueron apartando una tras otra de su víctima que quedó tendida, blanca e
inmóvil. Sí, su palidez era peor que la de la muerte. Se habría dicho que era una estatua de cera, una efigie
de mirada quieta, a la que toda gota de sangre le hubiera sido absorbida. Y una sorprendente
transformación era visible en las flores que habían en las proximidades del cuerpo. Los tallos ya no eran
incoloros; estaban hinchados y teñidos de un rojo sombrío, como bambúes transparentes, estallando de
sangre fresca.

Impulsado por una curiosidad insaciable, abandoné furtivamente mi refugio entre los árboles y me
deslicé hasta las mismas lindes del campo encarnado. Las flores silbaron y se inclinaron hacia mí, dilatando
los pétalos como el capuchón de una cobra excitada. Elegí una flor alejada de las demás, corté el tallo de
un hachazo y la criatura se derrumbó por el suelo, retorciéndose como una decapitada serpiente.

Cuando sus movimientos cesaron, me incliné sorprendido sobre ella. El tallo no era hueco como había
supuesto..., es decir, hueco como un bambú seco. Estaba atravesado por una red de venas, parecidas a
filamentos; algunos estaban vacíos, otros exudaban una savia incolora. Las colas que unían las hojas al tallo
eran notablemente tenaces y ligeras. Las propias hojas estaban bordeadas de espinas curvadas, como si
fueran acerados colmillos.

Cuando aquellas espinas se hundían en la carne, la víctima se veía forzada a arrancar la planta entera, a
partir de las raíces, si quería escapar.
El pétalo era tan ancho como mi mano y tan grueso como una porra armada con clavos. En el borde
interno, cada uno de ellos estaba recubierto de innumerables y minúsculas bocas, no más grandes que la
cabeza de un alfiler. En el centro, en el lugar que debía haber ocupado el pistilo, había una punta arpada,
cuya textura recordaba la de una espina, con estrechos canales que unían los cuatro bordes dentados.

Una vez terminadas mis investigaciones de aquella horrible parodia de vegetación, levanté súbitamente
los ojos, justo a tiempo de ver reaparecer sobre el parapeto al hombre alado. No pareció sorprendido al
verme. Gritó algo en una lengua desconocida e hizo un gesto burlón mientras yo me quedaba inmóvil como
una estatua, asiendo fuertemente el hacha. No tardó en dar media vuelta y penetrar en el interior de la torre,
como lo había hecho antes. Y, al igual que antes, volvió llevando a una cautiva. Mi furor y mi odio casi se
sumergieron en el torrente de alegría que se desbordó en mí al ver que Gudrun estaba viva.

Pese a su fuerza ligera, que era la de las panteras, el hombre negro mantenía a Gudrun con la misma
facilidad con que había sujetado al hombrecillo moreno. Levantando su cuerpo blanco, que no dejaba de
debatirse en el aire por encima de la cabeza del ser alado, me la mostró mientras lanzaba gritos sarcásticos.
Los rubios cabellos de Gudrun caían sobre sus blancos hombros, se agitaba vanamente y me gritaba,
dominada por un terror y un horror extremos. Raramente una mujer Aesir conoce un terror tan abyecto
como el que se había apoderado de Gudrun. Medí el abismo de la diabólica conducta de su raptor por sus
gritos desenfrenados.

Pero me quedé inmóvil. Si hubiera valido que, para ayudarla, hubiese tenido que hundirme en el interior
de aquel pantano rojo como el infierno, aceptando ser apresado, traspasado y chupada toda mi sangre por
aquellas flores diabólicas, lo hubiese hecho. Pero aquello no habría ayudado en nada. Mi muerte,
solamente, la habría privado de su único defensor. Así que me quedé inmóvil mientras Gudrun se retorcía y
sollozaba, mientras las risotadas del hombre negro hacían desbocarse en mi cerebro las rojas oleadas de la
demencia. En un momento, hizo un gesto como de arrojarla entre las flores. Mi control de acero estuvo a
punto de ceder y de impulsarme en aquel mar rojizo e infernal. Pero sólo era un simulacro. No tardó en
arrastrarla de nuevo a la torre y lanzarla a su interior. Luego volvió al parapeto, apoyando en él los codos y
quedándose en aquella postura para observarme. Aparentemente, jugaba conmigo como un gato hace con
un ratón antes de matarlo.

Sin embargo, con el hombre negro todavía acechándome, volví la espalda y me hundí en el interior del
bosque. Yo, Hunwulf, no era un pensador, al menos no en el sentido que lo entienden los hombres
modernos. Vivía en una época en la que las emociones se traducían por el golpe del hacha de sílex más que
por los elaborados productos del intelecto. Y, pese a todo, yo no era el animal desprovisto de inteligencia
que el hombre supone que debía ser. Poseía un cerebro humano, estimulado por la eterna lucha de la
existencia y la supremacía.

Sabía que no podía franquear vivo la banda rojiza que rodeaba el castillo. Antes que pudiera dar una
docena de pasos, una multitud de puntas dentadas se habrían hundido en mi carne y sus bocas ávidas
chuparían la sangre de mis venas para alimentar su apetito demoníaco. Incluso mi energía de tigre me sería
inútil para intentar abrirme camino entre ellas.

El hombre alado no me siguió. Mirando por encima del hombro, le vi acodado solemnemente en la
misma posición. Cuando sueño, como James Allison, los sueños de Hunwulf, esta imagen se encuentra
como grabada en mi mente. Veo la silueta de gárgola, con los codos plantados en el parapeto, como un
meditabundo diablo medieval, agazapado sobre las almenadas murallas del Infierno.
Franqueé las gargantas del valle y penetré en el que había más allá, en el que los árboles se diseminaban
y los mamuts seguían las corrientes de agua con su pesado deambular. Me detuve tras sobrepasar a la
manada y, sacando dos piedras de sílex de la mochila, me agaché e hice saltar una chispa hacia la seca
hierba. Yendo rápidamente de un sitio para otro, eligiéndolos cuidadosamente, encendí una docena de
hogueras, dispuestas en un amplio semicírculo. El viento del norte las atizó, las hizo propagarse y las
empujó ante él. En pocos instantes, una muralla de llamas avanzó con rapidez hacia el fondo del valle.

Los mamuts dejaron de comer, levantaron las grandes orejas y lanzaron barrites de alarma. No temían
más que una cosa en el mundo: ¡el fuego! Empezaron a batirse en retirada hacia el sur, las hembras
empujando a las crías ante ellas; los machos barritando tan fuerte como harán las trompetas en el Juicio
Final. Con un gruñido de tormenta, el fuego extendiéndose acelerado, los mamuts huían ante la
conflagración precipitadamente, en desorden. Era un terrible huracán de carne, un terrible temblor de tierra,
huesos y músculos devastando y aplastándolo todo a su paso. Los árboles estallaban y caían ante ellos, el
suelo temblaba bajo sus patas violentas. Tras ellos llegaba el rápido fuego. Y, justo detrás, iba yo,
siguiendo las llamas tan de cerca que la tierra humeante me quemaba las sandalias de piel de ciervo.

Atravesaron el estrecho gollete con un gruñido retumbante, nivelando los espesos bosquecillos como
una guadaña gigantesca. Los árboles eran arrancados y desarraigados; era como si un tornado se hubiera
abismado por el pasadizo.

Con el trueno ensordecedor de sus patas machacando la tierra entre barrites, se desbocaron hacia el
mar de flores rojas, como una devastadora tempestad. Las plantas demoníacas habrían hecho caer a un
solo mamut aislado, pero, bajo el impacto de la manada entera, parecían flores ordinarias. Los
mastodontes, enloquecidos por la furia, las aplastaron por completo, las patearon, las machacaron, las
abatieron, las hicieron jirones, hundiéndolas en la tierra, que absorbió sus humores.

Temblé por un instante, temiendo que aquellos brutos continuaran su loca carrera hacia el castillo y que
éste fuera incapaz de soportar su asalto fatal. Evidentemente, el hombre alado compartía mis temores, pues
se lanzó enérgicamente desde lo alto de la torre y voló rápido hacia el cielo, dirigiéndose hacia el lago. Pero
uno de los machos se dio de cabeza contra la muralla, rebotó sobre la superficie uniforme, lisa y sin curvas,
y embistió contra el que le seguía inmediatamente y el rebaño se dividió en dos. Sobrepasaron mugiendo la
torre, rodeándola por los lados. Los mastodontes pasaron tan cerca de ella que sus flancos velludos se
rasparon contra las murallas. Bajaron a lo largo del campo encarnado y se dirigieron en medio del
estruendo de los truenos hacia el lejano lago.

El fuego alcanzó el lindero de los árboles y se apagó por sí solo. Los restos aplastados y atestados de
savia de las plantas rojas no ardían. Los árboles, sin raíces o aún en pie, humeaban y crepitaban,
devorados por las llamas. Ramas ardientes llovían a mi alrededor mientras me abalanzaba a través de los
árboles. Luego corrí hacia el gigantesco guadañazo que la carga de la manada había producido en el lívido
campo.

Mientras corría le grité a Gudrun, quien me respondió.

Su voz sonaba ensordecida y acompañada por un martilleo. El hombre alado la había encerrado en la
torre.
Cuando llegué a la base de las murallas del castillo, pisoteando lo que quedaba de las flores rojas y los
tallos serpentinos, desenrollé la cuerda de cuero en bruto, la hice girar y envié la lazada hacia arriba,
apuntando a uno de los morlones del parapeto almenado. No tardé en trepar a pulso por ella, agarrándola
entre los dedos de los pies, hiriéndome codos y dedos contra el liso muro mientras permanecía suspendido
en el aire.

Estaba a menos de cinco pies del parapeto cuando fui galvanizado por un batir de alas cerca de mi
cabeza. El hombre negro se abatió desde lo alto del cielo y se posó en la galería. Tuve una buena vista suya
cuando se inclinó por encima del parapeto. Sus rasgos eran rectos y regulares; no había en él ninguna
sugerencia de rasgos negroides. Sus ojos eran aberturas oblicuas y los dientes le brillaban con un salvaje
rictus de odio triunfal. Durante mucho, muchísimo tiempo, había reinado en el valle de las flores rojas,
cobrando un tributo de vidas humanas a los desgraciados pobladores de las colinas, llevándose por los
aires a víctimas inocentes para que sirvieran de alimento a sus flores carnívoras, aquellos medio animales
que eran sus súbditos y sus protegidos. En aquellos momentos, yo estaba en su poder; mi encarnizamiento
y audacia no habían servido de nada. Un único golpe de la curva daga que empuñaba me enviaría al pie de
la muralla, cayendo hacia la muerte. En alguna parte, Gudrun, viendo en qué peligro me encontraba,
lanzaba gritos de bestia salvaje. Luego, una puerta se rompió con un estrépito de paneles en explosión.

El hombre negro, dedicado a su demoníaco plan, apoyó el borde acerado de la hoja contra la cuerda de
cuero... Luego, por su espalda, un brazo blanco y vigoroso se cerró sobre su cuello y fue violentamente
echado hacia atrás. Por encima de sus hombros pude ver la cara magnífica de Gudrun, sus hirsutos
cabellos, sus ojos dilatados por el horror y la rabia. El hombre negro se volvió con un rugido, luchando
contra su presa. La arrancó de su cuello y la tiró contra la torre con tal violencia que Gudrun quedó inmóvil,
medio aturdida. Luego, se volvió hacia mí. Pero, en el mismo instante, yo terminaba de trepar ya hasta el
parapeto y saltaba hacia la galería empuñando el hacha.

Dudó por unos instantes; medio desplegó las alas. Aún asía la daga, preguntándose si debía batirse o
huir por el aire. Por la talla, era un gigante, y sus músculos destacaban como surcos ribeteados por todo su
cuerpo. Pero dudaba, tan inseguro como un hombre enfrentado a una bestia.

Yo no dudé. Con un rugido que me nació en el fondo de la garganta, salté hacia adelante y eché hacia
atrás el hacha con toda mi fuerza de coloso. Con un grito estrangulado levantó los brazos. Pero el filo del
hacha se hundió entre ellos silbando y le aplastó el cráneo, reduciéndolo a sangrientos fragmentos.

Me volví hacia Gudrun. Se arrodilló titubeante y, luego, me echó los brazos al cuello en un frenético
abrazo de amor y miedo, abriendo los ojos de forma desorbitada y mirando el lugar en que yacía el alado
señor del valle. La pulpa enrojecida que había sido su cabeza se bañaba en un océano de sangre y cerebro.

A menudo he deseado que fuera posible reunir las diversas vidas que han sido la mía en el interior de un
único cuerpo, aliando las experiencias de Hunwulf con el saber de James Allison. Si hubiera podido ser así,
Hunwulf habría franqueado la puerta de ébano que Gudrun había hecho saltar en pedazos con un
sobresalto de desesperada energía. Habría penetrado en aquel salón fantástico que se atisbaba entre los
dislocados paneles. Aquella habitación estaba atestada de muebles extraños y de anaqueles cubiertos de
rollos de pergamino. Habría desplegado aquellos rollos y se habría inclinado sobre los caracteres hasta
haberlos descifrado y, quizá, leído las crónicas de aquella raza extraña de la que acababa de matar a su
último superviviente. Seguramente su historia era más rara que los sueños engendrados por el opio y tan
maravillosa como la narración de aquella Atlántida que se tragaron los mares en tiempos remotos.
Pero Hunwulf no poseía tal curiosidad. Para él, la torre, la habitación de los muebles de ébano y los
rollos de pergamino eran emanaciones de la brujería, cosas carentes de sentido e inexplicables, cuyo
significado residía en su propio carácter diabólico. Aunque la solución del misterio se hallase al alcance de
su mano, estaba tan inmensamente alejado de ella como de James Allison, que no debía nacer más que al
filo de los milenios.

Para mí, como Hunwulf que era, el castillo no resultaba ser más que una trampa monstruosa. Sólo sentía
por él una sola emoción y un solo deseo: abandonarlo lo antes posible.

Con Gudrun agarrándose a mí, me deslicé hasta el suelo, luego solté la cuerda con un hábil movimiento
de torsión y la volví a enrollar. Nos alejamos, tomados de la mano, y seguimos el camino abierto por los
mamuts que se perdían en la distancia. Nos dirigimos hacia el lago azulado en el extremo sur del valle y
hacia la embocadura de los acantilados que se alzaban más allá.

FIN

Título Original: The Garden of Fear © 1934.


Escaneado por Conner MacLeod.
Revisión y Reedición Electrónica de Arácnido.
Revisión 5.

También podría gustarte