El Espia Que Bajo Al Infierno-Holaebook

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Jeff

Brandon se consideraba el más feliz de los mortales.


Tenía motivos para ello.
Recientemente, había conseguido el premio Battle de periodismo por unos reportajes
sobre la vida y costumbres de distintas capitales europeas. El galardón era casi tan
cotizado como el Pulitzer.
Jeff Brandon, con sólo treinta años de edad, gozaba de gran renombre como escritor.
Autor de varios libros y colaborador en las más importantes publicaciones de Estados
Unidos.

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Adam Surray

El espía que bajó al infierno


Bolsilibros - Servicio Secreto - 1207

ePub r1.0
Titivillus 04-12-2019

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Título original: El espía que bajó al infierno
Adam Surray, 1973

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1

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CAPÍTULO PRIMERO

Jeff Brandon se consideraba el más feliz de los mortales.


Tenía motivos para ello.
Recientemente, había conseguido el premio Battle de periodismo por unos reportajes
sobre la vida y costumbres de distintas capitales europeas. El galardón era casi tan
cotizado como el Pulitzer.
Jeff Brandon, con sólo treinta años de edad, gozaba de gran renombre como escritor.
Autor de varios libros y colaborador en las más importantes publicaciones de Estados
Unidos.
Pero Brandon no se mostraba feliz por sus éxitos profesionales.
Aquello no le importaba. No se dejaba impresionar. La gloria y fama siempre son
pasajeras. Conocía a más de un escritor que, de candidato al Nobel, pasó a publicar
novelas policíacas para poder comer.
Para poder comer mal, por supuesto.
No.
El éxito actual no importaba.
Para Jeff Brandon, el colmo de la felicidad era estar junto a Julie.
Julie…
La muchacha más maravillosa y seductora del Universo.
La conoció en la redacción del Washington Post. Entablaron amistad, salieron juntos,
realizaron románticos paseos por el Potomac River, contemplando los cerezos en flor,
alegres veladas en el club Crazy Horse…
Pero jamás consiguió que Julie aceptara cenar en su apartamento de Rich Street.
Jamás… hasta aquel día.
Sí.
Julie estaba allí. En su apartamento. Preparando una cena que sin duda resultaría
inolvidable. Por eso Jeff Brandon se consideraba el más feliz de los mortales.
Cualquiera, conociendo a Julie, sentiría lo mismo.
La muchacha era algo fuera de serie.
Brandon lo había pensado todo a conciencia.
Sin que faltara un solo detalle.
El frigorífico a rebosar para que Julie preparara una suculenta cena. También un buen
surtido de champaña francés.
Jeff Brandon, conocedor de que la joven era una admiradora de Elvis Presley,
adquirió todos cuantos singles y «LP» encontró en el mercado. Desde el viejo tema
«Heartbreak Hotel» al álbum grabado en directo desde el Madison Square Garden
neoyorquino.
Todo en honor de Julie.

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Brandon abandonó el mueble bar, portando dos largos vasos. Los depositó sobre la
mesa que se alzaba en el centro del salón. Se acomodó en el sofá, atrapando la
cajetilla de «Winston».
Encendía el emboquillado cuando surgió Julie, procedente de la cocina.
El cigarrillo casi se escapa de los labios de Brandon.
Aquello era como la aparición de un ángel, de una ninfa, de una diosa escapada del
Olimpo…
Veintidós años de edad. Pelo negro. Rostro semiovalado, donde se dibujaban unos
ojos oscuros y rasgados, la nariz ligeramente respingona, pómulos algo salientes y
unos labios gordezuelos sumamente tentadores. Sus cincuenta y ocho kilos de peso
estaban muy bien repartidos.
Lucía un corto vestido en satén de algodón color verde. Muy favorecedor. La falda
por la mitad de sus bronceados y esbeltos muslos.
—La cena estará dispuesta dentro de unos cuarenta minutos, Jeff. Tenemos tiempo.
Brandon sintió un nudo en la garganta.
La velada se iniciaba prometedora.
—No perdamos ese tiempo, Julie.
—Cuarenta minutos para beber tu combinado y escuchar a Elvis —recalcó la
muchacha con una sonrisa. Se sentó junto a Brandon—. ¿Habías imaginado alguna
otra cosa, querido?
El brillo de entusiasmo se eclipsó en los ojos de Brandon. La joven se percató de ello,
dejando escapar en alegre risa los cascabeles de su garganta.
—¡Pobre Jeff!
—No te burles de mí, nena. Sabes que me tienes loco.
—Lo dudo. Nos conocemos bien, Jeff. Eres frío, impasible, calculador… Jamás te he
visto traicionado por tus emociones.
Brandon decidió llevar la contraria a la muchacha.
Aprovechó que Elvis cantaba en ese momento su romántico «Surrender» para entrar
en acción.
Se inclinó sobre Julie, rodeándola con sus brazos. Besó con suavidad los sedosos
cabellos femeninos deslizando sus labios por el cuello de la muchacha. Sintió
estremecer el cuerpo de Julie. Ésta correspondió a las caricias echándole los brazos al
cuello.
Elvis Presley iniciaba ahora su fabuloso «Kentucky Rain».
Pero Julie, declarada entusiasta del rey del rock and roll, ni tan siquiera se percató de
ello.
—Jeff…
—¿Sí, nena?
—Déjame ir a la cocina. La cena puede quemarse. Déjame.
—¡Al diablo con eso!

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La leve resistencia de la muchacha iba a ser vencida, cuando sonó el llamador de la
puerta.
Julie y Brandon intercambiaron una mirada.
—¿Esperas a alguien, Jeff?
—¿Yo? Llevo tiempo intentando convencerte para cenar conmigo. ¿Crees que iba a
invitar a algún amigo?
El timbre del apartamento volvió a sonar.
En prolongada llamada.
—Quienquiera que sea tu visitante, se muestra impaciente.
—Ya se cansará. ¿Seguimos?
Julie se incorporó, sonriendo para dominar el rubor que acudía a sus mejillas. Se
compuso superficialmente el desordenado cabello.
—No creo que nos deje en paz. Despídele, mientras yo echo un vistazo a la cena. ¿De
acuerdo?
El timbre seguía sonando.
Brandon asintió:
—Sí, es preferible. No tardaré ni un segundo en desembarazarme del inoportuno
visitante.
Jeff Brandon abandonó el salón, avanzando hacia el living.
Abrió la puerta del apartamento, sorprendiendo a un individuo con el dedo índice
apoyado en el pulsador.
El rostro de Brandon endureció sus facciones.
Conocía al visitante.
—¡Hola, Jeff! Perdona mi insistencia, pero sabía que estabas en casa. Desde aquí se
escuchaba a Elvis Presley. ¿O eras tú quien cantaba?
—Siempre tan gracioso, Douglas. ¿Qué quieres?
—¿Puedo pasar?
El individuo unió la acción a la palabra, intentando penetrar en el apartamento, pero
Brandon no se lo permitió.
Permaneció inmóvil.
Cerrándole el paso.
—Te he formulado una pregunta, Douglas. ¿Qué quieres?
Warren Douglas era un individuo de unos cincuenta años de edad. Rostro de
angulosas facciones. Ojos diminutos, de fuerte brillo, expresivos, de inteligente y
astuta mirada.
En sus labios, de fino trazo, se dibujó una sonrisa.
—Comprendo. Estás acompañado, ¿eh, muchacho? Continúan tus dotes de
conquistador. Recuerdo que la última vez que nos vimos engatusaste a la hija de…
—Adiós, Douglas.
Jeff Brandon hizo ademán de cerrar la puerta. Se disponía a ello, pero el individuo se
le anticipó penetrando ágilmente en el apartamento. La sonrisa había desaparecido de

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su rostro.
—Quiero hablar contigo, Jeff. Asunto urgente.
—No me interesa nada de lo que digas, Douglas. ¡Al infierno con tus malditos
problemas!
Warren Douglas no se inmutó.
Llevó su diestra al bolsillo interior de la chaqueta para extraer un papel, que tendió a
Brandon.
—Echa un vistazo a esto, Jeff.
—¿Qué es?
—Una orden de detención contra Jeff Brandon. ¿Qué respondes ahora?
Los ojos de Brandon eran grises. Generalmente fríos e inexpresivos. Carentes de
vida. Sin embargo, ahora adquirieron un extraño fulgor. También sus labios trazaron
una firme línea. Apretó con fuerza las mandíbulas.
—Eres un hijo de perra, Douglas. Un sucio y repugnante bastardo.
—¡Por favor, Jeff! Deja a mamá en paz. ¿Utilizo esta orden o accedes a dialogar
conmigo?
—Mañana pasaré por…
—No, Jeff. Tenemos que hablar ahora. Sólo ponerte en antecedentes. Cuestión de
minutos. Brandon dudó.
Por último, sin pronunciar palabra, giró para adentrarse en el salón. Reapareció
ajustándose una chaqueta sobre el jersey shetland de cuello cisne.
—Hablaremos fuera de mi apartamento.
—Okay, Jeff. ¿Ya te has despedido de ella? ¿Por qué no me la presentas?
—Mancharías la alfombra con tu baba.
Warren Douglas rió en sonora carcajada.
—Eres muy ocurrente, muchacho. Siempre me has resultado simpático.
—No puedo decir lo mismo de ti, Douglas. Cada vez que te veo, siento deseos de
vomitar.
Abandonaron el apartamento.
Uno de los elevadores del edificio les llevó a la planta baja.
Jeff Brandon encendió un cigarrillo ante la burlona mirada de su acompañante.
Esperaba encontrar algún nerviosismo en sus manos, pero Brandon hizo gala de una
total indiferencia.
—Tengo el coche en la esquina, Jeff.
—Prefiero no alejarme de Rich Street.
—Como gustes. Buscaremos un lugar discreto.
Rich Street estaba situada en el corazón de Washington. Entre Franklin Square y la
New York Avenue. La ciudad, capital de la nación, sede del Gobierno federal, del
presidente, del Tribunal Supremo, del Congreso… Parecía, sin embargo, sumergida
en una placentera calma. Los famosos cerezos en flor y las amplias avenidas de

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frondosos árboles hacían olvidar que era allí, en Washington, donde se acordaban
decisiones que podían hacer variar la faz de la tierra.
Brandon se detuvo ante un snack de Rich Street.
Intercambió una mirada con Warren Douglas. Éste, tras contemplar fugazmente la
fachada del local, asintió:
—Adelante, Jeff.
Los dos hombres buscaron una de las apartadas mesas. No comenzaron a hablar hasta
que el camarero sirvió el pedido.
Dos vasos de «Johnnie Walker». El de Brandon, sin hielo y sin soda.
—A tu salud, Jeff.
—Estás dando muchos rodeos, Douglas. Escupe lo que tengas que decirme de una
maldita vez. Tengo prisa.
Warren Douglas paladeó el whisky.
Sonrió cínicamente.
—Supongo que ya lo imaginas, Jeff. La última vez que te vi fue en el año 1972, ¿no
es cierto? Poco después de que el presidente Nixon fuera reelegido. Desde entonces,
no hemos vuelto a importunarte. No obstante, seguíamos tus pasos. Contentos de tu
brillante carrera, muchacho. Incluso alguna noche, cuando el programa de televisión
resulta aburrido, me dedicaba a contemplar alguno de tus libros. Te felicito por el
reciente galardón. El premio Battle es muy cotizado. Tus triunfos los consideramos
como nuestros, Jeff.
—Sigues dando rodeos, Douglas.
—Okay. Iré directamente al asunto. Queremos que trabajes para nosotros, Jeff. Una
peligrosa misión que sólo tú puedes llevar a cabo.
—No cuentes conmigo.
—¿Quieres repetir eso, muchacho? Temo no haber oído bien.
Por segunda vez, los inexpresivos ojos de Jeff Brandon adquirieron aquel siniestro
brillo. Destellaron al contemplar fijamente a su interlocutor.
Furiosos.
Dominados por la ira.
—Lo has oído perfectamente, Douglas. Quedé muy escarmentado la última vez.
—¿De veras? ¿Por qué?
—No me gustan vuestros procedimientos.
Warren Douglas se encogió de hombros a modo de disculpa.
—El mundo es cruel, Jeff. Y tú sabes que nuestros procedimientos, comparados con
los utilizados en otros países, son juegos de niños.
—Es posible.
—También sabes que no puedes negarte a trabajar para nosotros.
Jeff Brandon entornó los ojos, quedando con la mirada fija en la nívea ceniza.
Al no recibir ningún comentario ni protesta, Douglas añadió:

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—Juraste realizar tres misiones para la Central Intelligence Agency. Ya has
desempeñado dos con pleno éxito, Jeff. Te queda la tercera y última. Lo lamento,
muchacho. Pero la CIA vuelve a reclamar los servicios de su agente Jeff Brandon.

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CAPÍTULO II

Brandon exhaló una bocanada. Tras la azulada cortina de humo, sus ojos
contemplaron fríamente a Douglas.
—No soy un agente, Douglas. Yo no pertenezco a la CIA.
—Has trabajado para nosotros en dos ocasiones.
—Conoces los motivos.
Warren Douglas no se inmutó por el despectivo tono de voz de su interlocutor.
Parecía acostumbrado.
—Desde luego, los conozco, muchacho. La CIA no goza de muchas simpatías; sin
embargo, es necesaria su existencia. Prueba de ello son los dos mil millones de
dólares anuales de presupuesto de que disponemos. ¿Por qué reniegas tanto? Tu padre
fue uno de nuestros mejores agentes.
—Mi padre se inició en la OSS[1]. En aquel entonces, el espionaje no había adquirido
la resonancia actual, ni su crueldad. Ahora… ahora es diferente. Mi padre se percató
de ello demasiado tarde, y pagó las consecuencias. De haberse retirado a tiempo,
nada hubiera ocurrido.
—Creo que nos guardas rencor por aquello, Jeff. Y haces mal. Tu padre era un agente
nuestro, y conocía los riesgos de su trabajo. Cayó en manos enemigas, le torturaron,
le lavaron el cerebro… Sufrió años de prisión por espía. Tú acudiste a nosotros,
ofreciendo cualquier cosa por lograr el regreso de tu padre. Y la CIA aceptó el trato.
—Cerdos…
El insulto hizo sonreír a Warren Douglas.
—Sí, diablos. Nos guardas rencor. Tú ignorabas que la liberación de tu padre era
inmediata; pero nosotros conseguimos tu palabra de honor para realizar tres trabajos
para la CIA. Nos interesabas, Jeff. Tus conocimientos de Europa, tu dominio de
idiomas, tu inteligencia, valor…
—Basta de jabón, Douglas.
—Es la verdad. Eres un tipo inteligente y astuto. Has realizado dos misiones para
nosotros. Ambas con éxito. Te queda una. La última. Una vez llevada a cabo te
dejaremos en paz, Jeff. No volveremos a solicitar tus servicios. Nuestro compromiso
quedará zanjado.
Brandon se llevó el vaso de whisky a los labios.
Bebió pausadamente para luego quedar con la mirada fija en el amarillento líquido.
—Mi padre regresó convertido en un pelele. En un despojo humano. Era como un
cadáver viviente. Murió a los cinco meses de su regreso a Estados Unidos.
—No fue obra nuestra, muchacho. ¿Recuerdas el pacto? Tres trabajos para la CIA a
cambio del regreso de John Brandon. Nosotros cumplimos.

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—¿Qué ocurrirá si me niego? Al realizar aquellas dos misiones, mi padre ya había
muerto. Estuve tentado de enviaros al infierno. Tal vez me decida ahora.
—No lo harás, Jeff. Eres uno de los pocos fulanos que quedan en el mundo con
sentido del honor. Fieles a la palabra dada. El tener escrúpulos es un feo vicio,
muchacho. No faltarás a tu promesa. Es tu tercera y última misión. La última, Jeff.
No te molestaremos más. Tienes razón al decir que no perteneces a la Central
Intelligence Agency. Es más, puedo asegurarte que tu nombre no figura en nuestros
archivos. Eres un colaborador no oficial. Nadie te relaciona con la CIA. Tenemos
miles de colaboradores voluntarios. Ingenieros, abogados, comerciantes, conserjes de
hotel, mujeres de la limpieza… Algunos sí figuran en nuestros archivos. Tu caso es
distinto. Ninguna unión con la CIA. De ahí que nos resultes tan útil, muchacho.
Brandon se mesó, en nervioso ademán, sus cabellos.
Su nerviosismo era provocado por la ira.
—¿Por qué yo? La CIA dispone de treinta mil empleados y una legión de agentes y
voluntarios. Yo no soy un espía, Douglas. No me gusta ese tipo de trabajo.
—Has realizado dos.
—¡Sí, maldita sea! ¡Y todavía se me revuelve el estómago! ¿Por qué yo? ¿Por qué
acudir de nuevo a mí?
Warren Douglas se reclinó en el asiento.
Movió de un lado a otro la cabeza. Con gesto apesadumbrado. Como molesto por la
resistencia de Brandon.
—En verdad tenemos miles de hombres, Jeff. La CIA los divide en dos categorías:
blancos y negros. Estos últimos son los que arriesgan el pellejo dentro y fuera de
Estados Unidos. Los blancos suelen permanecer aquí en Washington, e incluso se les
permite declarar que pertenecen a la Central Intelligence Agency. Son hombres con
títulos universitarios, y expertos en diferentes materias de investigación. Tú, pese a tu
inteligencia demostrada, has trabajado para nosotros como empleado negro.
Arriesgando el pellejo. En esta tercera ocasión volverás a jugártelo.
—¿Por qué precisamente yo? —interrogó de nuevo Brandon—. ¿Por qué?
—Cuando conozcas la misión que te va a ser encomendada, lo comprenderás, Jeff.
Necesitamos a un hombre desligado por completo de la CIA, de toda actividad
relacionada con el espionaje…, tú eres la persona adecuada, muchacho. Te has hecho
muy popular por tus reportajes sobre las capitales europeas. Dominas los idiomas y
conoces como la palma de tu mano las principales ciudades de Europa. Todos te
consideran un buen escritor. Tus visitas son frecuentes a Inglaterra, Luxemburgo,
Suecia, Noruega, Polonia, URSS…
Jeff Brandon creyó sospechar las intenciones del hombre de la CIA.
—Recientemente he llegado de Moscú, Douglas. Otro viaje resultaría…
—No te precipites, muchacho. Tu pasaporte tiene visados de todas las capitales
europeas. Con mucha frecuencia te desplazas allí, recogiendo información para tus

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libros.
No sospecharán al verte de nuevo.
—Los rusos sospechan hasta de su sombra.
—No irás a la URSS, Jeff. Visitarás otras ciudades europeas que conoces muy bien.
Será como unas vacaciones a gastos pagados. La Central Intelligence Agency es muy
generosa.
—Aún no has mencionado el trabajo a realizar, Douglas. ¿De qué se trata esta vez?
Warren Douglas consultó la esfera de su reloj de pulsera.
Chasqueó la lengua repetidamente.
—Se ha hecho un poco tarde, muchacho. Mañana a las nueve pasaré a recogerte.
Prepara tu equipaje. También mañana emprenderás el viaje. Tu primer destino,
Londres. Ya tienes el pasaje.
Brandon sonrió fríamente.
Sí.
Aquéllos eran los procedimientos de la CIA.
Manejar a los hombres como muñecos. Como peleles. Sin contar con su voluntad.
Las decisiones eran tomadas sin previo aviso.
—¿Algo más, Douglas?
—Procura descansar, muchacho. Londres no será tu único destino. Para que tengas
una idea del equipaje a llevar, te mencionaré las otras tres ciudades que debes visitar:
Hamburgo, Estocolmo y Oslo.
Jeff Brandon no alteró las facciones de su rostro.
Continuó sentado, aunque su interlocutor ya se había incorporado del asiento.
—Ah, se me olvidaba un pequeño detalle, Jeff. Es referente a Julie. La chica que
estaba contigo en el apartamento.
Brandon entornó los ojos. Su diestra se cerró con violencia, atenazando el vaso de
whisky. Sus nudillos blanquearon.
—Debí suponerlo, Douglas. Nada escapa a la CIA.
—Nada, Jeff. Últimamente te hemos sometido a vigilancia. Pareces muy
entusiasmado con esa chica. Reconozco que es endiabladamente bonita. Llevas varios
meses con ella, muchacho. Muy extraño en ti. ¿Te has enamorado?
—¡Oh, no! Antes hubiera solicitado permiso a la Central Intelligence Agency.
—Muy irónico, Jeff. Tus relaciones con Julie llegaron a preocuparme. Temí que,
influido por esa chica, me enviaras al infierno. Su compañía es preferible a un trabajo
de la CIA. Para evitar esa posible debilidad, ya no encontrarás a Julie en tu
apartamento. Tampoco en Washington.
Una imperceptible palidez se apoderó de las facciones de Jeff Brandon. Se incorporó
lentamente.
Su voz sonó fría, dura, amenazadora…
—Has cometido un lamentable error, Douglas. Si alguno de tus esbirros se ha
permitido importunar a Julie, juro que…

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—Tranquilo, muchacho. Somos unos caballeros. Julie ha recibido un comunicado
urgente desde Harrisburg. Un falso telegrama de sus padres para que acuda de
inmediato. Así te evito las vacilaciones, Jeff. Nada te retiene en Washington. Libre
para cumplir tu misión.
—Me gustaría que tuvieras algunos años menos, Douglas —silabeó Brandon, entre
dientes—. Así podría darme el placer de machacarte la cabeza.
—Ésa es mi gran suerte, muchacho. Ya peino canas. Mañana a las nueve. Felices
sueños, Jeff.
Warren Douglas abandonó el snack.
Seguido por la dura mirada de Brandon.
Éste, interiormente, admiraba a Douglas. Era uno de los mejores hombres de la CIA.
Un individuo frío, calculador, sin sentimientos… Así se les obligaba a ser en su
peligrosa profesión.
Warren Douglas ya pertenecía a los empleados blancos de la Central Intelligence
Agency. Destinado en Washington. En el cuartel general de Langley. Gran parte de la
información extranjera pasaba por sus manos.
Sí.
Douglas era un gran tipo.
Un perfecto bastardo.
Jeff Brandon depositó unos dólares sobre la mesa, abandonando a grandes zancadas
el local.
Encaminó sus pasos hacia el apartamento.
Ya dentro del elevador, consultó la esfera de su reloj. La conversación con Warren
Douglas se había prolongado unos treinta minutos.
¿Habría esperado Julie?
¿Sería cierto lo del trucado telegrama cursado por Douglas?
Sí.
Los hombres como Warren Douglas no son amigos de baladronadas.
Cuando Jeff Brandon penetró en su apartamento, el long play de Elvis permanecía
silencioso.
—¡Julie! ¡Julie!
No recibió respuesta.
Nuevamente dedicó una soez maldición a Warren, Douglas, a la Central Intelligence
Agency, a la guerra fría, que obligaba a mantener un ejército de espías, a sus
procedimientos…
Julie se había marchado.
Aquella prometedora velada con la muchacha se desvaneció como un castillo de
naipes. Tanto porfiar para que Julie aceptara su invitación, y ahora… ¡Todo se había
ido al diablo!
Jeff Brandon acudió al mueble bar.
Necesitaba otro whisky.

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De pronto, interrumpió el iniciado ademán de llenar el vaso. Sus ojos quedaron fijos
en el tocadiscos. Descubrió una nota sobre el «LP» de Elvis Presley. Escrita por Julie.
Muy breve.
Sólo unas líneas de tembloroso trazo.

«Jeff querido»:
«Apenas marcharte con tu inoportuno visitante, llegó uno de los
recepcionistas de mi domicilio. Se había recibido un telegrama
urgente de mis padres. Debo acudir cuanto antes a Harrisburg. Lo
lamento, amor. Estaba muy ilusionada y de seguro la cena hubiera
resultado maravillosa. Estaré pronto de regreso y prometo
reanudarla, Julie».

Jeff Brandon esbozó una amarga sonrisa.


Imaginaba a Julie camino de Harrisburg, presa de la angustia ante el alarmante
telegrama falsamente enviado por sus padres.
Brandon llenó el vaso de whisky.
Leyó de nuevo la nota.

«Estaré pronto de regreso y…».

La cena con Julie se iba a demorar. Al regreso de la muchacha, Jeff Brandon ya no


estaría en Washington. Ni tan siquiera en Estados Unidos. Emprendería viaje hacia
Europa.
Cumpliendo una misión de la CIA.
¿Regresar?
Jeff Brandon, por su experiencia en los dos anteriores trabajos realizados, dudaba de
esa posibilidad.
Tal vez no regresara nunca.
Aquél era su tercer trabajo para la Central Intelligence Agency. Así quedaría
cumplida su deuda. Su promesa.
La CIA consiguió rescatar a su padre. Volvió convertido en un cadáver viviente, pero
ellos eran ajenos a su desgracia. Cumplieron lo pactado. John Brandon se encontraba
de nuevo en Estados Unidos, tras años de cautiverio y tortura. Llegó para morir.
Sí.
La CIA había cumplido.
Jeff Brandon también se mantendría fiel a su palabra.
Tercera y última misión.

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¿Ultima?
Brandon sonrió en triste mueca.
Mentalmente, se despidió de Julie. De su apartamento de Rich Street. De los floridos
cerezos de Washington…
Tenía el presentimiento de no regresar con vida de la misión que le iba a ser
encomendada.

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CAPÍTULO III

Warren Douglas fue puntual.


Aquélla era otra de sus cualidades.
A las nueve de la mañana hizo su entrada en el apartamento de Jeff Brandon. Éste
también estaba preparado. Permanecieron pocos minutos en el edificio.
Douglas manipuló en la portezuela de un negro «Pontiac».
—¿Adónde vamos, Douglas? Creí que me darías toda clase de detalles en mi
apartamento.
Warren Douglas se había introducido en el vehículo, acomodándose frente al volante.
Abrió la portezuela correspondiente a Brandon.
—Sube, Jeff. Vamos a realizar un corto viaje.
Brandon obedeció.
Se reclinó en el asiento delantero, encendiendo un cigarrillo con total indiferencia.
No se molestó en ofrecer tabaco a su acompañante.
El «Pontiac» abandonó el estacionamiento, enfilando hacia la extensa Massachusetts
Avenue. El trayecto prometía ser largo. El centro de Washington quedó atrás. Ya
próximo a la Western Avenue, en el distrito de Columbia, volvió Jeff Brandon a
formular su anterior pregunta:
—¿Adónde vamos?
—A Langley.
Brandon arqueó las cejas.
—¿Al cuartel general de la CIA?
—Correcto, Jeff. ¿Por qué te sorprende?
—Consideraba el caso top secret. Fui elegido por no, estar relacionado oficialmente
con la Central Intelligence Agency. Y ahora, a plena luz del día, entro en el edificio
principal de la CIA. Acompañado de uno de sus más relevantes miembros. Nadie
creerá que se trata de una visita turística, Douglas.
—Ya te comportas como un espía profesional, muchacho. Empiezas a sospechar de tu
propia sombra. Estamos en casa, Jeff. Nada hay que temer.
—Existen soplones en todas partes, Douglas. Y tú lo sabes. Incluso dentro de la
Empresa[2]. Si la misión que me va a ser encomendada requiere la máxima
discreción, es contraproducente que vaya contigo a Langley. ¿Por qué no hablar en mi
apartamento o en cualquier otro lugar?
—Algunas cosas no pueden salir de la CIA, Jeff. Ni yo mismo puedo sacarlas de los
archivos.
—Comprendo.
—Vamos a los departamentos de máxima seguridad. El personal de allí es de toda
confianza.

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—No dudo de ellos, pero desde Washington a Langley hay doce kilómetros de
recorrido. Trayecto suficiente para que alguien se sorprenda de que Jeff Brandon,
pacífico escritor y periodista, viaje con un miembro de la Central Intelligence
Agency, en dirección a Virginia.
Warren Douglas sonrió sin hacer ningún comentario.
En efecto, eran tan sólo doce kilómetros los que separaban Washington de Langley,
localidad de la comarca de Virginia. Allí, en aquel tranquilo pueblo, se alzaba el
cuartel general de la CIA.
Una descomunal fortaleza.
Cualquier visitante, apenas llegar, se llevaba una agradable sorpresa. Nadie le
impedía la entrada al recinto más secreto del mundo. Podía estacionar su auto en las
dos zonas destinadas a parking, unos veinticinco acres de extensión, con capacidad
para tres mil vehículos.
Warren Douglas y Jeff Brandon así lo hicieron.
Abandonaron el «Pontiac», encaminando sus pasos hacia el edificio.
Un monstruo de cemento, de blanca fachada. Rodeado de frondosos árboles. Ocho
pisos, tres alas y dos patios interiores.
Douglas y Brandon penetraron en el edificio.
Se vieron envueltos por el potente sistema de aire acondicionado.
Era ahora cuando entraban en funcionamiento las extraordinarias medidas de
seguridad de la CIA. Hombres armados acudieron junto a Jeff Brandon, obligándole a
rellenar una ficha, con sus datos personales.
—¿Motivo de su visita?
Jeff Brandon sonrió ante la pregunta del agente de seguridad. Dirigió una burlona
mirada a Douglas.
Éste respondió por él:
—Vamos a la Sección Azul.
—Muy bien, señor Douglas.
Uno de los guardianes tendió dos cartulinas de plástico. Rectangulares. Con
diminutos círculos sobre un fondo rojo. Aquello era una especie de salvoconducto
para deambular por determinadas zonas del edificio.
Warren Douglas se lo ajustó a la solapa de la chaqueta, siendo imitado por Brandon.
Dos agentes armados escoltaron a los visitantes.
—¿No se fían de ti, Douglas? —interrogó Brandon, con marcada ironía—. Te
consideraba un pez gordo de la CIA.
—Si un día recibimos la visita del presidente Nixon, también él irá escoltado por dos
hombres armados. Es la norma. Nos acompañarán hasta el destino indicado en la
ficha. —La Sección Azul.
—Eso es, Jeff.
Fueron hacia la escalera mecánica que conducía al primer piso. Allí eran visibles
cuatro ascensores, que comunicaban con las distintas plantas del edificio. Recorrieron

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un largo pasillo.
Algunas de las puertas estaban dotadas de cerrojos con combinaciones. Imposible
entrar allí. Todo el extenso sistema de alarma del edificio estaba conectado a un
control central.
Pasaron ante uno de los snacks.
No era el único. Descontada la cafetería principal y los comedores para el personal, el
edificio contaba con dos snacks en cada piso.
Sí.
La CIA era como una gran familia.
Warren Douglas se detuvo ante una de las puertas, del corredor. La hoja de madera
cedió a su empuje. Los dos guardianes cesaron en su escolta. A partir de aquel
momento eran otros agentes los encargados de la seguridad.
Los pertenecientes a la Sección Azul.
Brandon y Douglas penetraron en una espaciosa sala.
Aproximadamente un centenar de hombres trabajaban inclinados sobre sus mesas.
Consultando archivos. Examinando documentos. Comprobando información…
Aquello era una insignificante muestra.
Los largos tentáculos de la Central Intelligence Agency son imposibles de describir.
Dentro de aquella amplia sala existían pequeños despachos privados. En uno de ellos,
sobre la puerta semi-vidriera, figuraba el nombre de Warren Douglas.
Éste se hizo a un lado para permitir el paso de Jeff Brandon.
Volvió a cerrar la puerta, quedando los dos solos en el reducido despacho.
—Toma asiento, Jeff.
—Supongo que debemos esperar a alguien, ¿no?
—Nada de eso, muchacho. Yo dirijo la operación, recibiendo órdenes directas del
Gran Jefe. Muy pocas personas están al corriente de la misión que te va a ser
encomendada, Jeff. Muy pocas.
Brandon se había acomodado en uno de los sillones.
Warren Douglas estaba manipulando en un metálico archivo de complicado cerrojo.
Lo abrió para extraer una negra carpeta. Con ella en su diestra, se sentó tras la mesa
escritorio.
—Nuevamente quiero advertirte una cosa, Jeff. No has sido elegido al azar ni por
capricho nuestro. Eres el hombre adecuado por tus conocimientos de Europa, tus
idiomas, tu profesión y calidad de viajero empedernido, tu inteligencia… y el no estar
oficialmente vinculado a la CIA. Muchos de nuestros agentes cumplen esos requisitos,
pero la misión es para un hombre fuera de toda sospecha, al margen del mundo del
espionaje.
—¿De qué se trata?
Douglas abrió la negra carpeta.
Tendió tres fotografías a Brandon.

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—Contempla bien esos rostros, Jeff. Al pie de las fotografías constan sus nombres.
En primer lugar tienes a Hans Richter, ciudadano alemán y con domicilio en
Hamburgo. Trabaja para la CIA desde 1968. Nos suministra importante información
de Alemania Oriental, pero recientemente fue descubierto por la KGB soviética[3]. Su
enlace con nosotros sufrió un accidente, quedando fuera de circulación. En momento
muy inoportuno. Hans Richter había conseguido información sobre instalaciones,
depósitos, líneas de transmisión, aeródromos…, todo lo relacionado con los
emplazamientos de misiles. Incluso un amplio dossier sobre sistemas de control y
seguridad de los SS-9 soviéticos. Todo muy detallado en un microfilm. Algo muy
importante para nosotros, Jeff.
Brandon, mientras escuchaba a su interlocutor, mantenía la mirada fija en la
fotografía correspondiente a Hans Richter.
—¿No puede ponerse en contacto con ningún otro agente de la CIA, afincado en
Alemania?
—No, Jeff. La mayoría de nuestros agentes trabajan en solitario. Se desconocen entre
sí. Richter se sabe vigilado por la KGB. Esta ignora la información conseguida.
Esperan un paso en falso de Richter para actuar. Si Hans Richter se pusiera en
contacto con otro de nuestros agentes alemanes sería la perdición para ambos. Sólo
entregará el microfilm a una persona. A Jeff Brandon.
—¿De qué forma?
—Eso lo ignoro, Jeff. Será Hans Richter quien acuda a ti cuando lo considere
oportuno. Te reconocerá. Tu fotografía, sin contar la que se reproduce en la
contraportada de tus libros, ha sido muy aireada en la Prensa europea por la
concesión del Battle. Únicamente debes hospedarte en el hotel Brake de Hamburgo, y
hacer vida normal. Richter se pondrá en contacto contigo para entregarte el
microfilm.
—Okay.
—¿Qué te parece la chica, Jeff?
Warren Douglas se refería a la segunda de las fotografías. Le había entregado tres.
Dos hombres y una mujer.
Jeff Brandon, pese a querer mostrarse impasible, no pudo evitar un repetido
parpadeo. Sus ojos casi se salen de las órbitas.
—Diablo…
—Has mencionado la palabra adecuada, Jeff. Esa mujer es el mismísimo diablo. Su
nombre es Larisa Bremer. Veinticuatro años de edad. Con domicilio en Estocolmo. Es
bailarina de un night-club. Su número es uno de los fuertes del espectáculo. Algo
fuera de serie.
—No lo dudo.
Brandon mantenía los ojos fijos en la fotografía.
Larisa Bremer parecía haber posado recién concluido un strip-teasse. Su larga
cabellera rubia caía majestuosamente por sus desnudos hombros. Su escultural

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cuerpo, de mórbidas formas, era bañado por la luz de unos focos, de rojizas y
sensuales tonalidades.
—¿En qué local actúa? No me gustaría perderme el show.
—Lo ignoro, Jeff. Esa fotografía fue tomada en el club Falún. Larisa, como puedes
deducir, es una explosiva belleza escandinava. Tiene muchas ofertas para actuar en
diferentes y elegantes night-clubs. Se relaciona con la alta sociedad. De esos
contactos surge la información que nos suministra. Larisa lleva tan sólo un par de
años al servicio de la CIA, aunque creemos que también colabora con el Intelligence
Service británico y el Deuxiéme francés.
—Una chica muy emprendedora.
—Y sumamente ambiciosa, Jeff. Ha conseguido un fabuloso dossier, donde queda al
descubierto la más importante red de espionaje internacional. Una poderosa
organización Con sede en Nueva York, y que extiende sus tentáculos por Estados
Unidos, Canadá, Australia, Africa del Sur, Inglaterra y Francia. Larisa, como ya te he
mencionado, es ambiciosa. Lo mismo puede entregamos el dossier a nosotros que al
Intelligence Service inglés. Espera nuestra oferta. Te pones en contacto con ella, Jeff.
Ya le hemos anunciado tu visita.
—La eterna pregunta, Douglas. ¿Por qué yo?
—Y la misma respuesta, Jeff. En el caso de Larisa Bremer no sólo están al acecho la
KGB, sino también los agentes ingleses y franceses. El dossier es presa codiciada.
Puede haber lucha entre los compradores. De ti no sospecharán. Te presentas ante
Larisa y le haces la oferta con toda tranquilidad.
—¿Y cuál es?
—La mayor de todas. Puedes ofrecer veinticinco mil dólares sobre lo que ofrezca el
mejor postor.
Jeff Brandon sonrió.
Mordaz.
—Ahora comprendo por dónde se va el fabuloso presupuesto de la CIA. Sois muy
generosos.
—En efecto, Jeff. Puedes tener la seguridad de que Larisa te entregará el dossier.
—¿Sin recibir el dinero por anticipado?
—Con la oferta, Larisa se dará por satisfecha. La CIA siempre paga.
—¡Oh, sí! Había olvidado vuestra clásica caballerosidad. Bien. La visita a Estocolmo
solucionada. ¿Quién es el de la tercera fotografía?
—Ahí consta su nombre. Peter Ibsen. Uno de nuestros mejores agentes negros.
Destinado en Oslo.
—¿Qué ocurre con él? ¿Quiere aumento de sueldo?
—Peter Ibsen ya no puede pedir nada. Ha muerto. Apareció degollado sobre el lecho
de su apartamento. Ibsen era el jefe de una red de espionaje que operaba en los países
escandinavos. Con varios agentes a sus órdenes. Esos agentes, nombrados por la CIA,
figuraban en una lista que Peter Ibsen guardaba celosamente. Hemos esperado un

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tiempo prudencial desde la muerte de Ibsen. Nada ha ocurrido. Nuestros agentes
continúan operando en la zona.
—Y eso significa que la lista no ha caído en poder de los asesinos de Peter Ibsen.
—Correcto, Jeff. Pero no podemos permanecer con los brazos cruzados. Pueden dar
con ella de un momento a otro. Y entonces, la vida de esos agentes no vale un
centavo. No tenemos ninguna pista de dónde pudo Ibsen esconder la lista. Su
apartamento queda descartado. Los asesinos lo registraron a conciencia.
—Cualquiera de los agentes que trabajaba para Ibsen puede…
—No, Jeff. Peter Ibsen no se comunicaba personalmente con ellos. La profesión de
espía es sumamente peligrosa. Todas las precauciones son pocas. Lo demuestra la
muerte de Ibsen. Cometió algún fallo. Puede que insignificante, pero suficiente para
enviarle al más allá.
—¿Qué puedo hacer yo?
—Peter Ibsen frecuentaba una taberna del puerto. Muy cercana a su domicilio.
Investiga allí.
Jeff Brandon encendió un cigarrillo.
El metálico brillo de sus grises ojos desmentía la sonrisa que se dibujaba en su rostro.
—Comprendo. Pregunto por allí si Peter Ibsen entregó una lista con nombres de
agentes de la Central Intelligence Agency.
—No te hagas el gracioso. Tú sabes cómo investigar. Jeff. Si en esa taberna no
encuentras nada de interés, abandona Oslo, ya de regreso a Estados Unidos.
Brandon fingió asombro.
—¿Ya? ¿Ningún otro trabajo? ¿No debo ir a Moscú? ¿Polonia? Eres un mal bicho,
Douglas. Ésta es mi última misión, pero has sabido explotarla bien. ¿Un trabajo? No,
maldita sea… ¡Son tres las misiones a realizar! Hamburgo, Estocolmo y Oslo. —Un
trabajo en Europa, Jeff. Te servirá para ampliar conocimientos.
—Bastardo…
Warren Douglas sonrió.
Los insultos no le hacían mella.
—¿Ya has terminado con las fotografías?
Jeff Brandon no replicó, limitándose a arrojarlas sobre la mesa, con irritado ademán.
El hombre de la CIA las guardó de nuevo en la negra carpeta.
—Espero no olvides esos rostros ni los nombres. Aquí tienes el domicilio de Peter
Ibsen y el nombre de la taberna que frecuentaba. Grábalos en tu cabeza.
Brandon permaneció unos minutos con la mirada fija en la cartulina. Terminado el
cigarrillo, la tendió a Douglas.
Sí.
Aquellos datos habían quedado archivados en la mente de Jeff Brandon.
—Creo que la todopoderosa CIA ha pasado por alto un pequeño detalle, Douglas. En
mis frecuentes viajes por Europa, siempre me hacía acompañar por una secretaria que
dominara los idiomas, igual o mejor que yo. Tomando los datos que yo le dictara,

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anotaciones, costumbres del país… Al llegar a la primera ciudad, inserto un anuncio
en los principales periódicos, solicitando secretaria que me acompañará en mis
desplazamientos por Europa. Siempre lo he hecho así, Douglas. ¿No se sorprenderán
que Jeff Brandon cambie sus costumbres?
Warren Douglas sonrió con suficiencia.
Abrió uno de los cajones de su mesa escritorio para sacar una nueva fotografía, que
ofreció a Brandon.
—Te presento a Nancy Andrews. Tu nueva secretaria Te espera en Londres. El
anuncio ya ha sido publicado en varios diarios. Las candidatas acudirán al hotel
Palmer, donde ya tienes reservada habitación.
Jeff Brandon parpadeó, asombrado.
No por la seguridad de Douglas, sino al contemplar la chica de la fotografía.
Una escultural morena, de almendrados ojos. Lucía un reducido bikini, que dejaba
muy poco para la imaginación.
La fotografía era perfecta.
A color.
Captando los más insignificantes detalles. Incluso un delicioso lunar en el hombro
izquierdo de la mujer. Ésta parecía muy joven. De seguro, no sobrepasaba los
veintidós años.
—¿Quién es?
—Ya te lo he dicho, Jeff. Tu nueva secretaria. Será a ella a quien contrates para
acompañarte por todos los países a visitar.
—¿Agente de la CIA?
—Pues…, sí. Es un caso muy parecido al tuyo, Jeff. Nancy Andrews es simple
colaboradora. Agente blanco. Nunca ha realizado trabajos de importancia para
nosotros. Es profesora de idiomas y experta secretaria. Sus relaciones con la Central
Intelligence Agency puede decirse que son prácticamente nulas. Por ello la hemos
elegido.
—¿Está al corriente de la misión?
—No, Jeff. Te lo he mencionado antes. Muy pocas personas se mantienen informadas
de tu misión. Nancy Andrews ha recibido orden de ponerse a tu servicio. Solamente
eso.
—Bien. Estaba equivocado. La CIA piensa en todo.
—Gracias, muchacho. No puedes quejarte, ¿eh? La chica es todo un bombón. Ni tú
mismo la hubieras seleccionado mejor.
—Cierto. Demasiado bonita para verse involucrada en esta sucia profesión. ¿Es
inglesa?
—No. Nació en Lorain, Ohio; pero desde los cuatro años de edad reside en Inglaterra.
Una muchacha de vida sencilla, dedicada a su trabajo… La perfecta compañera para
no levantar sospechas.

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—¿Por qué debo recogerla en Londres? Mejor hubiera sido acudir directamente a
Hamburgo o…
—No, Jeff. Hay que obrar con cautela. Viajar directamente a Alemania resultaría
sospechoso. En Londres contratas a Nancy y permaneces un día o dos en la ciudad.
Como en cualquiera de tus anteriores visitas. Te dedicas a acumular datos para un
próximo libro. Sin variar tus costumbres. Luego emprendes viaje a Hamburgo,
Estocolmo y Oslo.
Por este orden. Hans Richter debe ser el primero en recibir tu visita.
—Hamburgo, Estocolmo y Oslo…
—Correcto, muchacho. ¡Y después, regreso a casa! Libre ya de tu compromiso con la
CIA.
Brandon se reclinó en el sillón.
Sonrió.
—¿En verdad crees que regresaré con vida, Douglas?
Por primera vez, Warren Douglas desvió la mirada Incapaz de enfrentarse a los fríos
ojos de Brandon.
Inclinó la cabeza.
—No seas pesimista, Jeff. Te deseo suerte.
—Gracias.
—Jeff…
—¿Sí?
—La fotografía de Nancy Andrews. Debe quedar aquí. Con las otras. Todos los datos
deben ser…
—Lo sé. Douglas. Archivados en mi cabeza —interrumpió Jeff Brandon, arrojándole
la fotografía—. Tranquilo Nancy es demasiado bonita para olvidar su rostro.
—Tampoco debes olvidar a Hans Richter, Larisa Bremer y el difunto Peter Ibsen. No
quiero que cometas ningún error. Se pagan muy caros.
—¿Cuándo es la salida?
—Hoy mismo, Jeff. Tu vuelo sale dentro de unas horas. En el buzón de
correspondencia de tu apartamento encontrarás el pasaje para Londres y dinero
suficiente para un crucero de placer.
Un viaje de placer.
Warren Douglas tenía un macabro humor.
Los dos hombres se estrecharon la mano en silencio.
Jeff Brandon giró sobre sus talones abandonando el despacho. Atravesó la amplia
sala para acto seguido caminar por el largo y frío corredor.
Ninguno de los guardianes le cortó el paso. Nadie lo haría mientras Brandon no
deambulara por otras zonas del edificio. La cartulina roja en la solapa era el
salvoconducto.
Llegó a la planta baja.

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Jeff Brandon no disponía de coche, pero en Langley existía un servicio de autobuses
que cruzaban el río en dirección a Washington.
Poco antes de abandonar el edificio, los grises ojos de Brandon quedaron fijos en una
inscripción que figuraba a la entrada del cuartel general de la CIA. Unas breves
palabras.

«Y conocerás la Verdad y la Verdad te hará libre».

Aquella cinta evangélica correspondía a San Juan.


En los labios de Jeff Brandon se dibujó una amarga sonrisa.

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CAPÍTULO IV

Sí.
Una de las ventajas de trabajar para la CIA era el tener los bolsillos repletos de
dólares. La generosidad de la mayor organización de espionaje mundial era de
auténtico despilfarro.
Jeff Brandon lo sabía.
En sus dos anteriores misiones le entregaron una fabulosa cantidad. No debía rendir
cuentas del dinero gastado. Todo pagado y siempre sobraba un buen pellizco, que era
considerado como gratificación. Sin contar los honorarios de todo buen espía.
Espía…
Aquélla era una palabra que no gustaba a Brandon.
Sus relaciones con el mundo del espionaje se limitaban a los dos anteriores trabajos
realizados para la Central Intelligence Agency. Suficiente experiencia para
comprobar que el espía es un pobre diablo, muy lejos del James Bond, creado por Ian
Fleming.
El vuelo hasta Londres, en menos de siete horas, fue realizado en clase President
Special. Lo mejorcito. Todo lujo. Máximo de comodidades para los hombres de la
CIA.
Un viaje perfecto.
Sin escalas.
Sin secuestros por comandos del Septiembre Negro.
Los trámites aduaneros en el aeropuerto londinense de Heathrow fueron breves. Jeff
Brandon consiguió un taxi para trasladarse a la ciudad. Al hotel Palmer. El trayecto sí
fue largo. El aeropuerto internacional de Heathrow distaba unos veintidós kilómetros
del centro de Londres.
Brandon encendió un emboquillado.
Se reclinó en el asiento trasero del auto, cerrando los ojos. A su mente acudió Nancy
Andrews. En bikini. Tal como le había sido mostrada en la fotografía. Su secretaria.
Sin duda, ya estaría deambulando por las proximidades del hotel.
Jeff Brandon tenía grabadas sus facciones. Al igual que las de Hans Richter, Larisa
Bremer y Peter Ibsen. Este último, ya cadáver.
Rememoró su conversación con Warren Douglas.
Hamburgo, Estocolmo y Oslo.
En Oslo parecía ser que encontraría más dificultades. Seguir la pista de un cadáver no
era sencillo.
Los pensamientos de Jeff Brandon se prolongaron hasta la entrada en el corazón de
Londres. Comprobó que el taxista, creyendo llevar como pasajero a un turista
ignorante, realizaba innecesarios rodeos para llegar a su destino.

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Brandon no protestó.
Pagaba la CIA.
El hotel Palmer se hallaba en las proximidades de Russell Square. En el distrito de
Holborn.
El taxi se detuvo frente a la elegante entrada del establecimiento.
Jeff Brandon abonó la carrera.
Uno de los empleados del hotel acudió para hacerse cargo del equipaje, llevándolo a
la sala de recepción.
—Mi nombre es Jeff Brandon. Tengo habitación reservada.
El conserje no necesitó consultar la lista de reservas. Asintió, con cordial sonrisa en
los labios.
—En efecto, señor Brandon. Ya han acudido las primeras candidatas respondiendo a
su anuncio de Prensa.
Brandon firmó el libro de registro.
—No recibiré hasta dentro de una hora.
—Muy bien, señor. Le ha sido designada la habitación 406.
—Gracias.
Jeff Brandon siguió al portador de su equipaje hacia uno de los elevadores. Con
destino a la planta cuarta. El Palmer era, sin duda, uno de los mejores hoteles de
Londres.
También la habitación reservada parecía ser una de las más lujosas del
establecimiento.
Contaba con amplio salón, dotado de televisor, dormitorio espacioso, baño y terraza.
Sí.
La CIA sabía hacer bien las cosas.
Jeff Brandon dio una magnífica propina al empleado del hotel. Había que estar a la
altura de las circunstancias, aunque todo aquel lujo y despilfarro no eran acordes con
un escritor. Por famoso que fuera.
Los escritores más bien están acostumbrados a apretarse el cinturón.
Brandon desempacó sus cosas, procediendo a darse un reconfortante baño. Acto
seguido se cambió de ropa, pasando al salón. Había empleado unos cuarenta y cinco
minutos en aquellos pormenores.
Ya estaba dispuesto a recibir a las candidatas.
Sobre la mesa del salón descubrió los periódicos londinenses. Estaba enfrascado en la
lectura del Daily Express cuando sonó el llamador de la puerta.
Jeff Brandon consultó su reloj.
Había transcurrido una hora desde su llegada al hotel.
Aquélla debía ser la primera de las solicitantes.
Acudió a abrir la puerta.
Sí.
Era la primera de las candidatas a la plaza de secretaria.

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Y Jeff Brandon estuvo próximo a sufrir un desmayo.
La mujer, de unos cincuenta años, tenía la piel materialmente pegada a los huesos.
Lucía unas gafas de grueso cristal que almacenaban sus buenas ocho dioptrías.
Descansaban sobre una ganchuda nariz. Los labios, de finos, eran casi inexistentes.
Vestía de negro, acentuando su delgadez. Su cuerpo era lo más parecido al palo de
una escoba.
Veinte minutos tardó Brandon en poder desembarazarse de aquella mujer.
Junto a sus nulas cualidades físicas, la mujer poseía, sin embargo, perfectos
conocimientos del alemán, francés, italiano y español. Experta en taquimecanografía,
en correspondencia comercial, en relaciones públicas…
Jeff Brandon, para quitársela de encima, prometió llamarla, asegurándole grandes
posibilidades de ocupar la plaza.
Cinco candidatas más pasaron por el salón.
El malhumor se iba apoderando de Brandon.
Al recibir a la séptima solicitante, su irritación desapareció.
Bajo el umbral, una muchacha de unos veintidós años de edad. Pelo negro y ojos
rasgados. Rostro semiovalado, de perfecta y seductora belleza. En sus gordezuelos
labios, una sonrisa.
Se cubría con un abrigo trenka-coat, de corte muy juvenil.
Jeff Brandon la reconoció.
Era Nancy Andrews. La chica del bikini.

* * *

Jeff Brandon telefoneó a recepción para anunciar que no acudiera ninguna otra
candidata. La plaza había sido cubierta.
Nancy Andrews se había despojado del abrigo. Lucía un seductor minivestido, con
falda en forma de capa. Escote cuadrado. Sus juveniles senos, firmes y erectos, se
modelaban desafiantes.
La muchacha se había acomodado en el sofá, cruzando graciosamente las piernas.
Merced a la corta falda, sus muslos largos y esbeltos quedaron al descubierto con
generosidad.
Brandon tenía el pasaporte de la joven en sus manos.
Ni tan siquiera lo había abierto.
Prefería contemplar a la muchacha.
—¿Qué ocurre, Jeff? ¿No compruebas mi identidad?
Brandon sonrió, sentándose junto a la joven.
—No es necesario, Nancy. Me mostraron una fotografía tuya en Washington.
—¿De veras? Entonces, ¿por qué me sigues mirando tan intensamente?
—En la fotografía lucías un bikini muy llamativo.
Nancy rió, divertida.

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Con una cantarina risa, que hizo estremecer a Brandon.
—No sería correcto que me presentara en el Palmer con bikini. Tengo varios en casa.
¿Quieres que me ponga uno?
—Me parece una magnífica idea.
Ahora rieron los dos.
Jeff Brandon ofreció un cigarrillo a la muchacha.
—¿Te han mencionado algo del trabajo, Nancy?
—No. A decir verdad, me sorprendió que acudieran a mí.
—¿Por qué?
Los carnosos labios de Nancy chuparon nerviosamente el cigarrillo.
Sus ojos, negros como el ágata, se posaron en Brandon.
—Sólo he realizado un trabajo para la CIA, Jeff. Hace exactamente dos años. Cuando
trabajaba como secretaria en la Robertson Company. Mi hermano murió en Belfast, y
yo quedé en serias dificultades económicas. Se me presentó un agente de la CIA. La
Robertson Company mantenía relaciones comerciales con la Alemania Oriental. Mi
trabajo se limitó a proporcionar una relación de nuestros distribuidores en la zona
Este. Ignoro el provecho que habrán sacado de esa relación, pero me pagaron bien.
Yo nací en Ohio, y pese a transcurrir gran parte de mi vida en Londres, mantengo la
nacionalidad norteamericana. No me avergüenza el haber servido a mi país, por
medio de la Central Intelligence Agency. Aquél fue mi único trabajo. Por eso me
sorprendió el reciente comunicado. Me ordenaban presentarme a la plaza de
secretaria, en el anuncio insertado por Jeff Brandon. Eso fue todo. Ningún otro dato o
información.
Simplemente, ponerme a tus órdenes.
—¿Sigues en la Robertson Company?
—No. Actualmente, estoy sin trabajo. Me dedico a dar clases particulares. Soy
profesora de idiomas.
Brandon sonrió.
—La CIA no deja ningún cabo suelto. Te han seleccionado a ti por dos razones,
Nancy. No estás fichada como espía habitual, y te encuentras sin empleo. A nadie
sorprenderá que acudas solicitando una plaza de secretaria. También tus
conocimientos de idiomas han influido. Vamos a viajar un poco.
—Eso se advertía en el anuncio. «Secretaria experta en idiomas y dispuesta a viajar
por Europa». ¿Adónde, Jeff? ¿Italia, Francia, España…?
Brandon volvió a sonreír.
—No tenemos esa suerte, Nancy. No vamos a viajar a ninguno de esos países.
Nuestro primer destino será Hamburgo.
—Hamburgo…
El bello rostro de Nancy no pudo ocultar una mueca de decepción. Muy fugaz. De
nuevo la sonrisa acudió a sus gordezuelos labios.
—¡De seguro me gustará Hamburgo! Dicen que es una ciudad maravillosa.

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Jeff Brandon contempló inquisitivamente a la muchacha.
Joven, bonita… e inexperta.
La muy ilusa creía ir a Hamburgo en viaje de placer. De vacaciones. Ciertamente,
Warren Douglas ya advirtió que las relaciones de Nancy con la CIA eran casi nulas.
La muchacha ignoraba los sucios procedimientos, la crueldad, el engaño…
Jugaba a ser espía.
Un peligroso juego.
—¿No tienes familia, Nancy?
—No. Mis padres murieron hace años. Estaba sola con mi hermano. Freddy nació
aquí. Cuando fue alistado como soldado para Irlanda, temí lo peor. Y mi
presentimiento se cumplió. Me quedé sola.
Una imperceptible mueca se perfiló en el rostro de Brandon.
La Central Intelligence Agency buscaba bien a sus agentes.
Hombres y mujeres solos. Sin nada que perder. Sin nadie que les llorara sobre la
tumba.
—¿Y tú, Jeff? ¿También estás solo?
—Ajá.
—¿Cuándo salimos?
—Me informaré de los vuelos; no obstante, mañana permaneceremos aquí todo el
día.
—¿Se inicia nuestro trabajo en Londres?
—No, Nancy. Mañana es día de asueto. Nos dedicaremos a recorrer la ciudad y a
divertimos.
—¡Magnífico! ¿Paso a recogerte o nos citamos en algún lugar?
—Te esperaré aquí. A eso de las diez. Estoy algo cansado, y pienso dormir hasta esa
hora. Prepara tu equipaje. No mucho. Lo que necesites se comprará en nuestros
lugares de destino.
—De acuerdo, Jeff.
Nancy se incorporó.
Brandon la ayudó a ajustarse el abrigo, acompañándola hasta la puerta.
—Adiós, Jeff.
—Hasta mañana, Nancy.
Brandon retornó al salón, acomodándose de nuevo en el sofá.
Encendió un cigarrillo.
Su flamante secretaria era, sin duda, todo un bombón, pero en caso de peligro, le iba
a resultar de muy poca ayuda.
Nancy era una muchacha inconsciente.
Ignorante del mundo del espionaje.
Unas vacaciones.
Sí.
Eso es lo que se imaginaba Nancy.

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Ni tan siquiera se había molestado en indagar la misión encomendada, las restantes
ciudades a visitar, el posible peligro…
Aprendiz de espía.
Tampoco sospechaba de aquel día de asueto en Londres, concedido por la CIA. Era
como la última voluntad de un condenado a muerte.
Divertirse antes de morir.

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CAPÍTULO V

Jeff Brandon conocía Londres como la palma de su mano.


Sin embargo, se comportó como un turista más.
En compañía de Nancy, inició el recorrido por la ciudad con una clásica visita al
Palacio de Buckingham. El estandarte real ondeaba en el mástil. Aquello indicaba
que la reina se hallaba en palacio. La única zona de Buckingham que puede ser
visitada por el público es la Queen’s Gallery.
Brandon y Nancy la pasaron por alto.
En la Torre de Londres, con sus lúgubres calabozos y fantasmagóricas armaduras,
también ignoraron la visita a las joyas de la Corona. Muchos puntos interesantes, de
Londres, quedaron olvidados. Entre una visita a la abadía de Westminster o un paseo
por el Támesis, se decidieron por lo último.
Disfrutaban de un día primaveral.
Aquello hizo que la excursión por el río fuera placentera. Subieron hasta Kew,
Richmond, Hampton Court…
Jeff Brandon no se interesaba, como en sus anteriores viajes, por indagar en los
lugares que visitaba, de formular preguntas a sus moradores, de estudiar costumbres,
de tomar datos…
Nada parecía interesarle de Londres.
No estaba allí en calidad de escritor.
Ni de vacaciones.
Realizaba un trabajo para la CIA. Y aquello, sólo de pensarlo, le ponía de malhumor.
Afortunadamente podía consolarse con Nancy.
La muchacha era, en verdad, una agradable compañera. De fácil conversación y risa
contagiosa. También era todo un espectáculo el contemplar a Nancy.
Más vistoso que los soldados de la reina, retomando a los cuarteles de Birdcage Walk.
La vestimenta de Nancy era como para hacer bailar rock and roll a un sexagenario.
Maxiabrigo en estampado geométrico sobre reducido short de cuero brillante muy
ajustado. También el jersey, en lana negra, muy ceñido.
Sí.
Era todo un espectáculo.
Tras el paseo, aguas arriba por el río Támesis, almorzaron en un discreto restaurante.
Con la caída de la tarde, encaminaron sus pasos hacia West End. Aquélla era la zona
de acción.
Plagada de discotheques y night-clubs.
Jeff Brandon conocía aquel ambiente, donde la juventud londinense se divertía al son
impuesto por el cantante o grupo más in. Muchachos melenudos, cuya euforia era

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más bien producida por borrachera de LSD o cualquier anfetamina. Chicas de
reducidos hotpants, que contemplaban todo con mirada ausente y aburrida.
Sí.
Una juventud semejante a la neoyorquina, la de San Francisco, Los Angeles o
Chicago.
Creían estar de vuelta de todo.
Nuevamente Elton John, tal vez por haber nacido en Inglaterra, estaba en auge. Se
mantenía ante un público que, generalmente, disfruta destronando a los ídolos. Sin
embargo, allí estaban las viejas canciones de Elton John. Coreadas con el mismo
entusiasmo que reinó en la época dorada de los Beatles.
—¿Nos vamos, Nancy? Estoy un poco aturdido.
—¿Aburrido? ¿Por qué?
—¡He dicho aturdido!
—¿Cómo?
Jeff Brandon profirió una soez maldición, pero ante el ensordecedor bullicio, pasó
desapercibida. Atrapó a Nancy por el brazo, llevándola hacia la puerta de salida. Fue
difícil abrirse camino entre la vociferante concurrencia.
La máquina seguía con la antología de Elton John.
Ahora se coreaban las canciones contenidas en su álbum «Honky chateau». Una
gogogirl, en su correspondiente jaula dorada, comenzó a quitarse ropa, en un ataque
de histeria.
Sí.
La juventud londinense era igual a la de otros países.
Abandonaron la discoteca.
Jeff Brandon inspiró profundamente el frío aire de la noche.
La muchacha rió alegremente.
—No te gusta el ambiente pop, ¿verdad?
—No, nena. Yo debo estar out.
De nuevo resonó la cantarina risa de Nancy. Se colgó del brazo de Brandon,
comenzando a pasear por las calles del West End.
—Ha sido un día maravilloso, Jeff. Toda mi vida en Londres y desconocía la mayoría
de los lugares visitados hoy.
—Es lo normal. Yo llevo catorce años en Washington y aún no he visto el
monumento a Lincoln. ¿Estás cansada?
—¡Oh, no!
—¿Seguro? Te advierto que mañana emprendemos viaje a Hamburgo. Ya tengo los
pasajes.
—Todavía es temprano, Jeff. Podemos ir a otro lugar menos… bullicioso. ¿Qué te
parece?
Brandon no escuchaba las palabras de la muchacha. Había girado la cabeza y
mantenía la mirada en una de las esquinas de la calle. Con los ojos entornados.

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Deslumbrado por el incesante parpadear de los luminosos de neón.
—¿Ocurre algo, Jeff?
—No. Sigamos… Cerca de aquí está el Fairfax. Es un local bastante aceptable.
Tomaremos allí una última copa.
El night-club mencionado por Brandon era, en efecto, muy distinto a los anteriores
locales visitados. Se respiraba otro ambiente. Más distinguido. Allí nada de LSD o
metedrina. Tan sólo heroína de la mejor calidad, suministrada bajo secreta
contraseña, por uno de los maîtres.
El Fairfax contaba con dos orquestas y una circular pista. El pase del show parecía
haber finalizado. Las parejas danzaban en la pista, siguiendo los compases de una
lenta melodía.
Nancy y Brandon eligieron mesa, y formularon su pedido.
—¿Bailamos, Nancy?
—He esperado toda la noche esa petición, Jeff.
—Ésta es la única música que me va, Nancy. Te advierto que no soy un buen bailarín.
Saltaron a la pista.
Jeff Brandon abarcó con sus brazos la cintura femenina, atrayéndola contra sí. Nancy
correspondió, echándole los brazos al cuello. Pegando su cuerpo al de él. El
embriagador perfume que emanaba de la joven aturdió a Brandon. La sangre le
golpeó con fuerza en las sienes.
Brandon se olvidó momentáneamente de su primitiva intención, al sacar a bailar a la
joven. No fue por galantería ni deseos de danzar, sino que, desde la pista, se
controlaba la entrada al local.
Aquélla era la intención de Brandon.
Pero ahora…
El turbador contacto con Nancy le hacía olvidarse de todo.
Reaccionó.
Reaccionó, al ver entrar al individuo.
—Nancy…
—¿Sí, Jeff?
—Creo que tu novio se muestra algo celoso.
La muchacha abaniqueo sus largas pestañas en repetido parpadeo. Contempló,
perpleja a Brandon.
—¿Mi novio? Yo no tengo novio, Jeff.
—Vas a mirar con disimulo al tipo que está acodado, en el mostrador. Al individuo
rubio y de gafas oscuras.
¿Le conoces?
Nancy dirigió sus negros ojos hacia el lugar indicado.
Fijó la mirada en el hombre.
De unos treinta años de edad. De pelo rizado e intensamente rubio. Rostro de
correctas facciones y ojos ocultos por oscuras gafas de sol. Vestía chaqueta «sport» y

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pantalones claros.
—No le conozco… Parece que nos está vigilando, ¿verdad, Jeff?
—Tal vez. Con esas gafas oscuras, es imposible descubrir su mirada.
—¿Por qué sospechas, entonces?
—Ese individuo realizó con nosotros la excursión por el Támesis. También le vi en la
discotheque. Nos siguió hasta aquí.
—¿Estás seguro?
—Lo voy a averiguar ahora mismo.
La orquesta había finalizado la pieza.
Retomaron a la mesa.
Jeff Brandon no llegó a sentarse.
—Este local tiene dos entradas, Nancy. Por eso lo elegí. Ya me había percatado de
que ese individuo nos seguía.
—¿Qué piensas hacer?
—Ahora voy a salir, y daré un rodeo, entrando por la puerta trasera. Le sorprenderé.
—Tal vez no…
Brandon dejó a la muchacha con la palabra en la boca. Con lento y despreocupado
paso, se encaminó hacia la salida. Una vez fuera del local avanzó a grandes zancadas,
doblando la esquina en busca de la segunda entrada del night-club. No invirtió en el
recorrido más de tres minutos.
La entrada posterior del local conducía directamente al largo mostrador.
Jeff Brandon se llevó una desagradable sorpresa.
El individuo de las gafas oscuras había desaparecido. En el mostrador sólo una mujer
de opulentos senos y amplias caderas. De rostro excesivamente retocado. Dirigió una
provocativa sonrisa a Brandon.
Éste ni tan siquiera se percató de ello.
Sus grises ojos recorrían el local, en busca del individuo. Ahora, sin disimulo. Ni
rastro de él.
Descubrió a Nancy, desde la mesa, haciéndole señas con la mano.
Acudió junto a la muchacha.
—¿Dónde diablos se ha metido?
—Creo que has sufrido un error, Jeff. Estabas equivocado con respecto a ese hombre.
Apenas salir tú, se le acercó una de las chicas del local. Intercambiaron unas palabras,
y luego salieron juntos. Muy acaramelados.
—Es extraño… Hubiera jurado que…
Nancy rió, divertida.
—No puedes ocultar tu calidad de espía, Jeff. Sospechas de todo el mundo. Tal vez
coincidimos con ese hombre en la discotheque, pero eso nada significa. Estaba
buscando compañía femenina.
Brandon se acomodó junto a la joven.
Bebió a pequeños sorbos su «gin-tonic».

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—Yo no soy un espía, Nancy. Soy periodista, y escribo libros de viajes.
—Trabajas para la CIA.
—También tú.
—Mi caso es diferente, Jeff. No soy un agente de la Central Intelligence Agency, sino
simple colaboradora.
—Estoy en iguales condiciones, pequeña. Nos han encomendado una difícil misión.
Un trabajo para profesionales. No creo que salga bien. Tú y yo somos simples
aprendices de espía. Y los novatos suelen pagar con la muerte.

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CAPÍTULO VI

Hamburgo.
La ciudad más cosmopolita de Alemania. Después de Berlín es la mayor urbe de la
República Federal. Cuenta asimismo con uno de los puertos más activos del mundo.
En las orillas del Alster y Elba se alzan los más bellos parques y jardines.
Maravillosamente cuidados.
Hamburgo es como un vergel.
Un paraíso.
El hotel Brake estaba situado en las proximidades a la calle Reeperbahn. Muy cerca
del St. Pauli Theater. Un edificio moderno, de doce plantas dedicadas exclusivamente
a hospedaje.
Nancy y Brandon ya habían conseguido plaza.
Dos habitaciones, que se comunicaban entre sí.
—¿Cuál es el plan, Jeff? —inquirió Nancy, asomada a la ventana—. ¿Salimos a
recorrer la ciudad? Está muy cerca de aquí el Elba, ¿verdad? Podemos dar un paseo
por el río, y atravesar la ciudad. Aseguran que Hamburgo es maravillosa.
—¿Tú nunca te cansas, nena? ¡Yo estoy agotado! Es preferible dejar el paseo para
más tarde. Además… espero una visita.
—Comprendo. Por eso hemos elegido el hotel Brake.
—¿Elegir? Lo ha impuesto la CIA, Nancy. Todo está programado. Nosotros somos
simples títeres.
—¿Cuánto tiempo estaremos en Hamburgo?
Brandon había encendido un cigarrillo.
Se encogió despreocupadamente de hombros.
—No lo sé. Una persona debe ponerse en contacto con nosotros. Puede que lo haga
hoy, mañana… o dentro de una semana.
—¡Una semana!… ¡Eso sería magnífico!
—¿De veras? —El entusiasmo de Brandon era nulo—. Te envidio, Nancy. Me
gustaría tener tu estado de ánimo.
La expresión cambió en el rostro de Nancy, desapareciendo la sonrisa de sus carnosos
labios. Se aproximó a Brandon, atenazándole por el brazo derecho. Clavó en él sus
negros ojos.
En intensa mirada.
—Me consideras una chica estúpida y despreocupada, ¿no es cierto, Jeff? Estás muy
equivocado. Tengo miedo. El que la CIA te haya designado a ti para un trabajo me
inquieta. Tú eres un famoso escritor y… Bueno, yo… yo he recibido órdenes de
ponerme a tu servicio. Sin formular preguntas. Mi angustia es mayor que la tuya, Jeff.
Desconozco la misión que nos ha sido encomendada. Me gustaría compartirla en

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todas sus consecuencias. Ayudarte. Correr juntos el peligro… Somos compañeros,
¿verdad, Jeff?
Brandon sonrió.
Abarcó con sus manos las pálidas mejillas de la muchacha.
—Tranquilízate, pequeña. Todo saldrá bien. No debes hacer caso de mi pesimismo.
Tus palabras me han dado ánimo. Me han hecho comprender que no estoy solo.
Gracias, Nancy…
Brandon se inclinó, besando fugazmente a la joven en la comisura de los labios.
Nancy retrocedió, sonriendo algo turbada.
—Bien… Voy a mi habitación a darme un baño. Creo que tienes razón. El viaje ha
sido largo. Descansaré un poco.
La muchacha se encaminó hacia la puerta que comunicaba las dos habitaciones. Giró
la cabeza, riendo alegremente.
—No pasaré el cerrojo, Jeff. Confío en tu caballerosidad.
Sin esperar comentario de Brandon, la joven desapareció, penetrando en la estancia
contigua.
En los labios de Jeff Brandon también se dibujó una sonrisa. Atrapó su valija,
depositándola sobre el lecho, y procediendo a desempacar sus pertenencias. Minutos
más tarde, estaba todo ordenado en uno de los armarios.
Se apoderó de la maquinilla de afeitar.
Antes de llegar al cuarto de baño, sonó el timbre del teléfono.
El aparato estaba sobre la mesa de noche.
Brandon se hizo cargo del auricular.
—¿Sí?
—¿Jeff Brandon?
—Yo soy.
—Deja el alemán, compañero —dijo la voz en perfecto inglés—. Celebro tu llegada.
La mano derecha de Brandon aprisionó con más fuerza el auricular.
—¿Quién eres?
—Un lejano amigo de Santa Claus. Tengo un regalo para ti, Brandon. ¿Cuándo
puedes pasar a recogerlo?
—Espero tus instrucciones.
Una risa gutural llegó a través del micro.
—Eso está bien, muchacho. No me fío de nadie. Ni tan siquiera del servicio de
centralilla del Braker. Por lo tanto, no te diré el lugar de la entrevista. Dentro de…
quince minutos abandona el hotel. Me pondré en contacto contigo. —Okay.
—Brandon…
—¿Sí?
—¿Quién es la chica que te acompaña?
—Nos han contratado a los dos para recoger el… regalo de Santa Claus.

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—Comprendo. No obstante, prefiero que salgas del hotel solo. Hasta pronto,
compañero.
Jeff Brandon depositó lentamente el teléfono sobre la horquilla. Permaneció unos
segundos inmóvil y pensativo.
No esperaba que Hans Richter entrara tan pronto en contacto. Por el tono de su voz,
jovial y despreocupado, todo parecía marchar bien.
Brandon procedió a cambiarse de ropa. Poco más tarde, luciendo un chaquetón en
piel de novak y pantalones oscuros, llamaba a la puerta que dividía las dos
habitaciones.
Le llegó la voz de Nancy:
—¡Puedes pasar, Jeff!
Brandon empujó la hoja de madera, penetrando en la estancia. Tan sólo avanzó unos
pasos. Quedó como paralizado. Con los ojos vidriosos. Devorando con la mirada a
Nancy.
La muchacha estaba sentada frente al tocador.
Peinando su negro cabello.
Lucía una deshabillé muy cortita y transparente. Podía, incluso, verse el lunar de su
hombro. Bajo la vaporosa tela, un provocativo «dos piezas» color negro.
Brandon tragó saliva.
—¿Adónde vas, Jeff? Te has puesto muy guapo…
Sin responder.
Aquello hizo que la muchacha le dirigiera una inquisitiva mirada.
—¿Ocurre algo?
Jeff Brandon avanzó como un sonámbulo. Pero sus ojos sí estaban muy despiertos.
Contemplando, admirados, el cuerpo de la mujer. Llegó junto a ella y, atrapándola
entre sus brazos, estampó un beso en su boca.
Largo.
Apasionado…
Cuando se separaron, Nancy respiraba entrecortadamente. Roja como la grana.
Contemplando, estupefacto, a Brandon.
—Jeff… eres… eres… muy fogoso… ¡Y un caradura! Me habías asustado. Al verte
dispuesto para salir, creí que había ocurrido algo.
—¿Salir? ¿Adónde?
Nancy sonrió.
—Eso me pregunto yo. ¿Por qué te has puesto esa «trenka»? ¿Vas a alguna parte?
—¡Diablos!
Brandon consultó la esfera de su reloj.
Ya habían transcurrido quince minutos desde la llamada de Hans Richter. Y él, ante la
deslumbrante belleza de Nancy, lo había olvidado.
—Voy a cambiar moneda.
—¿Otra vez? Creí que lo habías hecho en el aeropuerto.

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—Me faltó tiempo. Tú procura descansar un poco. Pasaré a recogerte para la cena.
¿De acuerdo?
Nancy se había incorporado. Con aquella sucinta négligée, era la viva imagen de la
tentación.
—No me agrada ser besada por sorpresa. Prefiero estar prevenida.
Brandon volvió a estrecharla entre sus brazos, saboreando de nuevo los labios
femeninos. En fuerte alarde de voluntad, se separó. Muy a pesar suyo.
—¡Hasta luego, pequeña! Selecciona para esta noche el mejor de tus vestidos.
¡Vamos a frecuentar los lugares más elegantes de Hamburgo!
Jeff Brandon abandonó la estancia, precipitándose hacia uno de los elevadores del
corredor. Minutos más tarde, se hallaba fuera del edificio. Denegó el ofrecimiento del
portero del hotel para proporcionarle un taxi.
Jeff Brandon encendió un cigarrillo.
Comenzó a caminar.
Lentamente.
Sin que sus ojos buscaran a Hans Richter. Éste, sin duda, seguía sus movimientos, y
se pondría en contacto cuando lo considerara oportuno.
Brandon deambuló por las calles comprendidas entre el St. Pauli Theater y la
Operettenhaus, para luego descender en dirección a las orillas del Elba. Cerca de uno
de los artificiales canales de la ciudad se alzaba un extenso hangar, semidestruido y
abandonado. Perteneciente a unos astilleros que habían dejado de funcionar. Allí se
amontonaban descomunales balas de algodón y otras mercancías, formando un
verdadero laberinto.
Fue allí donde descubrió a Hans Richter.
Sí.
Era él.
Le reconoció.
Intercambiaron una fugaz mirada. Hans Richter realizó un leve movimiento de
cabeza para acto seguido adentrarse entre las enormes balas de algodón.
Jeff Brandon, denotando una total indiferencia, cruzó la calzada. Penetró por aquel
laberinto. Su trayecto fue corto. Hans Richter le esperaba, apoyado en una de las
balas de algodón.
Sonriente.
—Hola, Brandon. Celebro verte. He leído alguno de tus libros. Se te admira en
Alemania. En la contraportada de tus libros pareces más joven.
Jeff Brandon contempló fijamente al individuo.
Le hablaba en perfecto inglés.
—El trabajar para la CIA envejece.
—¡Seguro, muchacho! —rió Hans Richter, en sonora carcajada—. Eso ha estado
bueno… ¿Cómo siguen las cosas por Washington?
—Los Washington Senators han ganado su último encuentro de base-ball.

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Richter volvió a reír.
Era un individuo de unos cuarenta años. Corpulento y pesado. Ojos saltones y rostro
de bull-dog.
—Eres un tipo gracioso, Brandon. Lamento verte mezclado en esta sucia profesión.
Procura salir de ella cuanto antes. Aquí tienes el regalo para Warren Douglas.
Richter le tendió una sortija.
No parecía valiosa.
—¿Aquí…?
—Correcto, Brandon. Bajo la piedra se encuentra el microfilme, pero eso ya es
trabajo para los técnicos de la CIA. Para los muchachos de Langley.
Jeff Brandon intentó ajustarse la sortija. Sólo le entró en el dedo meñique.
—¿Algo más, Hans?
—No, compañero. Nada más. Feliz estancia en Hamburgo.
Brandon giró sobre sus talones. Sorteando las balas de algodón abandonó el laberinto.
De pronto quedó inmóvil.
En una de las esquinas de la calle, apoyado en la carrocería de un «Ford Taunus»,
estaba el individuo de pelo rubio y gafas oscuras. El hombre que les siguió por las
discotheques de Londres.

* * *

Jeff Brandon se disponía a correr hacia el individuo, cuando algo se lo impidió.


Procedente del laberinto, le llegó ruido de lucha, seguido de un ronco estertor. De un
alarido bruscamente cortado.
Brandon dudó.
Tan sólo que Hans Richter se encontraba en dificultades, y decidió acudir en su
ayuda, olvidando momentáneamente al individuo de las gafas oscuras.
Jeff Brandon se adentró de nuevo entre las balas allí almacenadas.
Descubrió a tres individuos. Dos de ellos sujetaban a Hans Richter, mientras un
tercero le asestaba repetidas puñaladas en el pecho. Los tres hombres, al percatarse de
la presencia de Brandon, se desembarazaron de su presa.
Dispuestos a atacar al intruso.
Jeff Brandon esquivó la acometida del primero, correspondiendo con un trallazo en el
rostro. Su segundo atacante trató de inmovilizarle, pero Brandon le propinó un
codazo en el estómago. El tipo inclinó la cabeza.
Aquello fue su perdición.
Brandon le soltó un brutal rodillazo en el rostro. Se escuchó un siniestro chasquido.
Cayó con la nariz ensangrentada.
El tercer individuo, que aún mantenía en su diestra el cuchillo de corta hoja, teñido en
sangre, también se decidió a actuar. Proyectó el cuchillo en zigzag, haciendo
retroceder a Brandon.

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—¡Maldito sea! —gritó uno de los hombres, desde el suelo—. ¡Apártate, Frank! ¡Yo
acabaré con él!
El individuo estaba aplicando el tubo silenciador a una «Super-Star».
El llamado Frank obedeció a su compañero. Se hizo a un lado para que Jeff Brandon
ofreciera un magnífico blanco.
Sonó un disparo.
Un seco taponazo, amortiguado por el silenciador.
Pero una fracción de segundo antes había surgido el individuo de las gafas oscuras,
desviando el cañón del arma. El proyectil alcanzó de lleno al fulano del cuchillo.
Perforando su sien izquierda. Frank se desplomó, sin proferir un gemido.
—¡Estúpido! —gritó el de las gafas oscuras—. ¡Ese hombre debe quedar con vida!
¡Os lo advertí!
—Pero…
Jeff Brandon, repuesto de aquella súbita y providencia aparición, intentó reaccionar;
pero un fuerte golpe en la nuca le hizo caer sin sentido. Propinado por el tipo de la
nariz rota.
—Bien hecho, Arnold —aprobó el de las gafas de sol—. ¡Y ahora, larguémonos de
aquí cuando antes!
—¿Y Frank?
—¿Frank? ¡Tú mismo le has liquidado, estúpido!
—De no desviarme la pistola, no…
—Hubieras liquidado a Brandon. Y eso no nos conviene. ¡En marcha!
Los tres hombres desaparecieron con rapidez.
La fuerte y atlética complexión de Jeff Brandon hizo que recuperara pronto el
conocimiento. El golpe recibido tampoco había sido propinado con excesiva
violencia. Se incorporó lentamente, avanzando con vacilante paso hacia Hans Richter.
Éste yacía bañado en un charco de sangre.
Le habían cosido a puñaladas.
Los grises ojos de Brandon buscaron la sortija. Seguía allí. En su dedo meñique.
Acudió junto al cadáver del llamado Frank.
Comenzó a registrarle los bolsillos. Encontró un pasaporte norteamericano. Expedido
a nombre de Frank Wymark, con domicilio en San Francisco, California. La
fotografía del documento correspondía al cadáver. El visado de entrada en Hamburgo
estaba fechado el día anterior.
Brandon examinó más detenidamente el pasaporte.
Parecía auténtico.
Se incorporó, decidiendo abandonar cuanto antes aquel lugar. Si la policía de
Hamburgo le sorprendía junto a dos cadáveres se iba a ver en serias dificultades.
Dirigió una última mirada a Hans Richter.
Al alegre y despreocupado Hans Richter que, tras cumplir su trabajo para la CIA,
había emprendido viaje hacia las fronteras del Más Allá.

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También los espías profesionales pagan con la vida.

* * *

En el bello rostro de Nancy se reflejó una tenue palidez.


—No lo comprendo…
—Tampoco yo, Nancy. Pero así ocurrió. El tipo de las gafas oscuras me salvó la vida,
desviando el arma de su compañero.
—¿Estás seguro de que se trata del mismo hombre que nos siguió en Londres?
—Sí, Nancy. Era él. Con su rizado pelo rubio y las gafas de sol. No me explico qué le
impulsó a dejarme con vida.
—Puede que sólo les interesara Hans Richter.
Jeff movió lentamente la cabeza de un lado a otro. No conforme con las palabras de
la muchacha.
—No. Ellos seguían mis pasos, y yo les llevé hasta Hans Richter. Nos controlaban.
Richter me entregó un microfilme que es de gran importancia para la Central
Intelligence Agency. Un completo informe del emplazamiento, sistemas de control,
seguridad y diseño de nuevos «missiles» soviéticos. Ellos querían ese microfilme. No
hay duda.
—Entonces sí se explica la muerte de Hans Richter.
Jeff Brandon permitió que la muchacha le llenara por segunda vez el vaso de whisky.
Se encontraban en las habitaciones del Brake.
—El microfilme ya me había sido entregado por Richter, Nancy. Y ellos, si es que
espiaban mis movimientos, debían saberlo. No registraron los bolsillos de Hans
Richter. Tampoco a mí. Todas mis pertenencias están en orden. De querer el
microfilme, me hubieran interrogado. Lo lógico habría sido llevarme a un lugar
seguro, y torturarme hasta que se lo entregara. Nada de eso han hecho. Se limitaron a
liquidar a Hans.
—¿Sigue el microfilme en tu poder?
Brandon tendió su mano izquierda.
Mostrando la sortija a Nancy.
—Aquí está. Una diminuta película, disimulada bajo la piedra. Y ellos no se
molestaron en…
—Lo ignoraban, Jeff.
—Nos enfrentamos a espías profesionales, Nancy. No pueden descartar ninguna
posibilidad. Sin embargo, ni tan siquiera se molestaron en registrarme. En verdad no
lo comprendo.
—Yo me refería a que tal vez ignoraran que Hans Richter estaba en posesión de un
importante microfilme. ¿O acaso era del dominio de la KGB?
Jeff Brandon rió en seca carcajada.
Carente de alegría.

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—¿La KGB? ¿Espías soviéticos con pasaporte norteamericano? ¿Hablando con
refinado acento bostoniano?
—¿Por qué no? Hans Richter era ciudadano alemán y, sin embargo, trabajaba para la
CIA.
Brandon quedó unos segundos en silencio.
Reconociendo que no faltaba razón a la muchacha.
Reaccionó con brusquedad.
—¡Maldita sea!… ¡Ya no sé qué pensar! Lo cierto es que nuestro trabajo no ha
comenzado con buen pie. —Tienes el microfilme.
—Sí. El microfilme… y dos cadáveres. No me gusta empezar con sangre. Y apuesto
doble contra sencillo a que el fulano de las gafas oscuras nos estará esperando en
Estocolmo.
—No puede saber que nos dirigimos a Suecia.
Brandon volvió a reír.
—¿De veras? Tampoco conocía, en Londres, que nuestro destino era Hamburgo. ¡Y
se presentó aquí, un día antes!
Nancy parpadeó.
Su voz se tornó temblorosa.
—¿Cómo sabes eso?
—Por el pasaporte de ese tal Frank Wymark. Su visado de entrada está fechado ayer.
Se nos anticiparon, mientras nosotros deambulábamos por Londres.
—Si estás tan seguro… ¿por qué no variar el plan?
—¿Qué quieres decir?
—Podemos ir primero a Oslo. Incluso es lo más lógico, partiendo de Hamburgo.
Despistaremos a nuestros seguidores, si es que nos esperan en Estocolmo. Perderán
nuestra pista.
Brandon denegó con un movimiento de cabeza.
—No puede ser, Nancy. Hay que cumplir las órdenes al pie de la letra. Hamburgo,
Estocolmo y Oslo. Ése es el itinerario marcado por la Central Intelligence Agency.
Imposible variarlo.
Quedaron en silencio.
Mirándose a los ojos.
Compartiendo el mismo temor.
La muchacha, siguiendo las indicaciones de Brandon, se había puesto un elegante
vestido de noche. El bello rostro de Nancy continuaba bañado por una nívea palidez.
Y en sus negros ojos, reflejado el miedo.
Brandon se percató de ello.
Tomó las manos de Nancy entre las suyas.
Sonrió animosamente.
—Tranquilízate, pequeña. Nada nos ocurrirá en Estocolmo. ¡Y ahora, olvidemos eso!
¿Nos vamos? Conozco un magnífico restaurante, cerca del parque Planten un

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Blomen. Te gustará aquello.
—¿Por qué no cenamos aquí en el hotel?
—Ignoraba el tiempo de permanencia en la ciudad, Nancy; pero ya con el microfilme
en nuestro poder, nada hacemos en Hamburgo. Con ello quiero advertirte que
saldremos hacia Suecia cuanto antes. Mañana mismo, si encuentro pasaje. Te
quedarás sin conocer Hamburgo. Esta noche podemos recorrer los lugares más típicos
y…
Nancy le interrumpió.
—Prefiero cenar aquí, Jeff.
Se miraron a los ojos.
Fijamente.
Los gordezuelos labios de Nancy se entreabrieron para dibujar una sonrisa.
Jeff Brandon se inclinó sobre ellos. Deseando olvidar que la muerte también le estaba
esperando en Suecia.

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CAPÍTULO VII

El hotel elegido en Estocolmo fue el Selma. Muy céntrico. Situado en una de las
travesías a Fleming Gatan.
Las ambiciones turísticas de Jeff Brandon eran prácticamente nulas. Había visitado
Estocolmo en varias ocasiones. Pese a conocer la ciudad, siempre quedaba mucho por
aprender; pero él no se sentía con ánimos para ello.
Estocolmo era fuente de inspiración.
La maravillosa ciudad sobre el agua.
La Venecia del Norte.
Un escritor como Jeff Brandon, especializado en libros de viajes, tenía en Estocolmo
fabulosos argumentos. Moderna y antigua. Con grandes espacios verdes. Puentes y
canales, que eran bañados por el lago Mataren y el mar Báltico. Cuna del Nobel…
Todo aquello importaba muy poco a Brandon.
Su mente únicamente se centraba en el trabajo encomendado por la Central
Intelligence Agency.
Permaneció en el hotel, sin acompañar a Nancy en su paseo por la ciudad. Quedó en
recoger a la muchacha en el Stadshuset, pero aún faltaba una hora para la cita.
Jeff consiguió cambio de moneda en la recepción del hotel. Dólares por kronor. Sin
reparar en gastos. Todo pagado por la CIA.
Se acomodó en uno de los sillones del hall.
En una de las mesas se amontonaban los principales periódicos. Expressen, Dagens
Nyheter, Aftonbladet…
También una guía de espectáculos en Estocolmo. Teatros, cinematógrafos y night-
clubs.
Brandon se apoderó de ella.
Aquello era lo que estaba buscando.
La consultó por espacio de largos minutos. Detenidamente. Extremando su atención
en las atracciones de las salas de fiestas. Sus grises ojos quedaron fijos en la página
ocho.
Más de media plana dedicada al club Viktor. Destacando la actuación de Larisa
Bremer en grandes titulares, junto a una fotografía de la mujer, en traje de Eva.
Los labios de Brandon esbozaron una sonrisa.
Warren Douglas estaba en lo cierto, al asegurar que no encontraría dificultades para
localizar a Larisa Bremer. Era, sin duda, una cotizada artista. Sólo contemplarla ya
era un espectáculo.
El club Viktor estaba situado en una de las calles comprendidas entre el
Armémuseum y el Dramatiska Teatern.

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Jeff Brandon consultó también el horario de pase de atracciones. Acto seguido, tras
fugaz mirada a su reloj de pulsera, abandonó el hotel. La hora de su cita con Nancy se
aproximaba.
Se introdujo en un taxi.
El auto descendió, bordeando el Kronobergs Parken, para luego enfilar por Hant
verkas Gatan. La longitudinal calle comunicaba casi directamente con el edificio
Stadshuset.
Jeff Brandon abonó la carrera, descendiendo del vehículo.
Al comienzo de la extensa zona de parking existente frente al Ayuntamiento,
descubrió a Nancy.
Imposible no fijarse en ella.
Su extraordinaria belleza llamaba poderosamente la atención.
Nancy lucía un traje chaqueta en un tejido que no ocultaba la blusa camisera de seda
natural. Una cinta azul, también de seda, se ajustaba a su cintura, resaltando la
morbidez de sus caderas.
La muchacha acudió al encuentro de Brandon, con abierta sonrisa en sus gordezuelos
labios.
—Ya empezaba a aburrirme, Jeff.
—¿De veras? —Brandon rodeó los hombros femeninos con su brazo. Dirigió una
mirada al colosal edificio del Ayuntamiento—. Imposible aburrirse ante el
Stadshuset.
—No me permitieron la entrada, Jeff. No son horas de visita. ¿Es cierto que existe un
mosaico de oro?
—En efecto, Nancy. En la sala de la «Reina del lago Malar». Pero no es eso lo más
bonito de Stadshuset. En esta época del año permanece cerrada la torre. Desde lo alto
se divisa la ciudad, en inolvidable espectáculo. También es en verano, al unirse las
manecillas del reloj para dar las doce, cuando surgen de la torre las figuras de San
Jorge, la princesa y el dragón.
Nancy le escuchaba, admirada.
—Eres un perfecto cicerone. ¿También conoces Moscú?
—Mi primer libro estaba dedicado a la URSS. La mayoría de las ciudades europeas no
encierran secretos para mí. Ahora, lamento esos conocimientos.
—¿Por qué dices eso?
—De no poseerlos, no hubiera sido elegido por la CIA. Me habrían dejado en paz, de
una maldita vez.
La muchacha abaniqueo repetidamente sus largas pestañas, reflejando en su rostro un
leve estupor.
—¿No colaboras de buen grado para la Central Intelligence Agency? Creí que tú eras
uno de sus agentes…
—No, pequeña. No me gusta el papel de espía. No es la primera vez que lo
desempeño. En las anteriores, también hubo derramamiento de sangre. Me enfrenté a

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un mundo sucio y corrompido. Un mundo que yo desconocía. No, Nancy. No me
gustó la experiencia.
—¿Por qué has aceptado, entonces, este trabajo?
Brandon sonrió duramente.
—En Washington son muy convincentes.
La marcada ironía de Jeff Brandon pasó desapercibida para la muchacha.
Cruzaron el paso Stadshusbron, el más cercano al Ayuntamiento, para encaminarse a
la Central Statione. Allí se alzaba un edificio destinado a parking, un estacionamiento
de taxis y varias entradas al subterráneo.
—¿Hacia dónde vamos, Jeff?
—Conozco un buen restaurante en Linné Gatan. Después de cenar, iremos a un
nightclub de la zona.
—¿También en Estocolmo debemos esperar a que se pongan en contacto con
nosotros?
—No, Nancy. Aquí resultará más sencillo. Al menos, eso espero.
Brandon guardó silencio.
La joven no formuló ninguna otra pregunta. Se mantenía fiel a las instrucciones
recibidas de la CIA. Si Jeff Brandon no quería hablar, tampoco ella le acosaría a
preguntas.
Era lógica aquella discreción en Brandon.
Y Nancy lo comprendía así.
—¿Un taxi o el subterráneo?
Nancy no dudó en la elección.
En Estocolmo, al igual que en todas las grandes ciudades, el viajar en el subterráneo
era toda una experiencia. En muchas ocasiones, amarga experiencia. Un ejemplo
clásico es subir al «subway» neoyorquino, en las horas críticas. Una forma de
suicidarse como otra cualquiera.
Pero en Estocolmo, cuando las prematuras sombras de la noche hacían su aparición,
el subterráneo no se veía muy frecuentado.
Brandon y Nancy se acomodaron en uno de los vagones.
El recorrido por la zona oeste de la ciudad se inició en la Central Statione. El
subterráneo dibujó una línea ondulante y ascendente bajo las calles de Klarabergsg,
Master, Jakobsbergs Gat, Linné Gatan…
Fue en esta última estación donde se apearon.
Encaminaron sus pasos hacia el restaurante elegido por Jeff Brandon. La muchacha
se aferró a su brazo derecho.
—Jeff…
—¿Sí?
—¿Ocurre algo? Te veo preocupado… Has consultado tu reloj varias veces. Brandon
volvió a hacerlo.
Sonrió.

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Faltaban dos horas para que el club Viktor iniciara el pase de atracciones. Y Brandon
no quería perderse el show de Larisa Bremer.

* * *

El local era reducido y acogedor; pero deliciosamente bullicioso.


La decoración, original.
Columnas y paredes, recubiertas en madera de tono oscuro. Las mesas formaban un
semicírculo, envolviendo la pequeña pista. El mobiliario contrastaba con los paneles
de paredes y rústicos artesonados.
La iluminación, muy lejos de ser sicodélica. De acorde con el decorado. Una tenue
luz rojiza. Fija. Sin intermitencias.
Jeff Brandon tuvo que dar sustanciosa propina al maître para que le proporcionara
mesa.
Nancy contemplaba todo aquello con grandes ojos.
El local era muy distinto a las clásicas discotheques londinenses.
—No esperaba encontrar un lugar así en Estocolmo.
Brandon encendió un cigarrillo.
Sonrió.
—¿Por qué no?
—Pues… Suecia tiene fama de ser el país más desenfadado del mundo. Libre de
prejuicios.
—Y lo es. Las apariencias engañan, Nancy. Pronto lo comprobarás. También nosotros
nos comportamos como simples turistas; y, sin embargo…
Uno de los empleados del establecimiento sirvió el pedido.
A los pocos minutos, se inició el pase de atracciones. Comenzó con un grupo de
chicos y chicas, que representaron una farsa desvergonzada y atrevida.
Marcadamente obscena.
Nancy, conocedora del idioma, enrojeció en varias ocasiones. No sólo por el
vocabulario. Las escenas eran como para ruborizar a un curtido play-boy.
El segundo número estuvo dedicado a una pareja de clowns. Pasaron más bien
desapercibidos.
Luego le llegó el turno a Larisa Bremer.
El «plato fuerte» del espectáculo.
Las luces del local se apagaron. Un disco giratorio multicolor comenzó a proyectar
rayos de luz, que bañaban el cuerpo de la mujer.
Larisa saltó a la pista cubierta por una capa roja, Pronto se desembarazó de ella, en
rítmicos movimientos. Siguiendo los compases de una sensual música. Quedó con un
peto formado por diminutos discos dorados y un reducido short. El conjunto dejaba al
descubierto la cimbreante cintura de odalisca.
Comenzó una exótica danza.

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Frenética.
Su rubia cabellera se ondulaba majestuosamente, trazando rápidos semicírculos, que
cubrían su rostro para luego caer por los desnudos hombros. La danza estaba
inspirada en remotos bailes vikingos.
Fue in crescendo.
El espectáculo culminaba cuando Larisa se desprendía de los dorados discos de su
peto, que eran arrojados al público, en original strip-teasse. Sin dejar de danzar.
Una atronadora salva de aplausos acompañó a Larisa en su retirada.
Las luces del local se encendieron.
En el intermedio del show actuó la orquesta, dando lugar a que las parejas saltaran a
la pista.
La muchacha consultó con la mirada a Brandon. Pero éste no se percató de la súplica
de Nancy. O tal vez prefirió ignorar aquella mirada. No tenía la menor intención de
sacar a la joven a bailar.
—Vas a quedarte sola unos minutos, Nancy.
—¿Por qué? ¿Ocurre algo?
Brandon no replicó.
Se había incorporado, abandonando la mesa a grandes zancadas. Sus pasos se
encaminaron hacia una puerta situada próxima a la orquesta. Pese a la advertencia de
«prohibida la entrada», empujó la hoja de madera.
Se encontró ante un pequeño corredor.
Algunas muchachas, muy ligeritas de ropa, deambulaban por allí. Eran las
componentes de un ballet, que pronto iniciarían su actuación.
Ignoraron a Brandon.
Éste avanzó por el corredor hasta descubrir el aposento de Larisa Bremer. No pidió
autorización. Su diestra fue directamente al picaporte.
Larisa estaba sentada frente al espejo del tocador.
De espaldas a la puerta.
En el espejo vio reflejada la imagen de Jeff Brandon.
—¿No te enseñaron educación en la Universidad de Howard, Jeff?
Brandon sonrió, cerrando la puerta tras sí.
Se adelantó hacia la mujer.
—Yo cursé mis estudios en Washington.
—Donde quiera que fuera, no te enseñaron a llamar antes de entrar.
—Creí que me esperabas.
La mujer giró sobre el asiento, quedando frente a Brandon. Sus ojos eran azules.
Rostro de nórdicas facciones. De sensual belleza.
—Por supuesto que te esperaba, Jeff. Te vi en la sala, muy bien acompañado. ¿Es
tu… secretaria?
—Correcto.
Larisa sonrió.

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—Me informaron de eso. Jeff Brandon y una linda secretaria de la CIA. Me
sorprendió, Jeff. No tengo por costumbre leer libros. Me falta tiempo. Compré tu
último libro para estudiar la fotografía de la portada. Un famoso escritor… agente de
la CIA. Muy lamentable.
—Los editores pagan poco, Larisa.
—Esperemos que la Central Intelligence Agency sea más generosa.
—Lo es.
Larisa se incorporó.
Se abrió la roja capa que llevaba sobre los hombros, pero aquello no pareció
importarle.
A Brandon, sí.
Sus ojos casi se salen de las órbitas, admirando el escultural cuerpo de la mujer.
—¿Cuál es la oferta, Jeff?
—¿Tienes muchos compradores, Larisa?
Los gordezuelos labios de la mujer dibujaron un mohín. Intencionadamente sensual.
—Suficientes como para enviar al infierno a la todopoderosa CIA. Un atractivo agente
del Intelligence Service británico me ofrece un maletín repleto de libras esterlinas.
—Sobre ese maletín, la CIA pone veinticinco mil dólares más.
—¿Veinticinco mil dólares? —Los ojos de Larisa Bremer adquirieron un codicioso
brillo—. Aún no conoces la cantidad del Intelligence Service.
—No importa. Nosotros añadimos veinticinco mil dólares a cualquier cantidad.
La mujer sonrió.
—Da gusto trabajar con el tío Sam. Muy bien, Jeff. De acuerdo. Supongo que el pago
se efectuará como en anteriores ocasiones.
—De eso nada me han dicho. Tú me entregas el dossier. La forma de pago la ignoro.
—Yo sí la conozco. La CIA es capaz de engañar al mismísimo presidente de los
Estados Unidos, pero siempre paga a sus agentes… Te entregaré el dossier… junto
con una agradable sorpresa.
—¿De veras? No me agradan las sorpresas.
—Ésta sí te gustará. ¿Conoces a Maureen Newhart?
—No.
—¿Te resulta familiar el nombre de Peter Ibsen?
Jeff Brandon procuró dominarse. Su rostro permaneció impasible. Tan sólo en sus
grises ojos relampagueó un fugaz brillo. Apenas perceptible.
—Tal vez.
Larisa sonrió.
Era tan inteligente como bonita. Comprendió que aquel nombre significaba mucho
para Brandon.
—Hace aproximadamente una semana se presentó aquí Maureen Newhart.
Norteamericana con residencia en Oslo. Trabajaba de camarera en una taberna del
puerto. Entabló íntima amistad con Peter Ibsen.

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La mujer guardó unos instantes de silencio, esperando algún comentario por parte de
Brandon.
Al no recibirlo, prosiguió:
—Se presentó ante mí, solicitando que la ayudara a encontrar trabajo. Al preguntarle
por qué se dirigía precisamente a mí, me respondió que Peter Ibsen la enviaba.
—Peter Ibsen está muerto.
Larisa asintió.
—Ya me lo contó Maureen. Antes de que fuera asesinado, le aconsejó que acudiera a
mí. Me sorprendió. Yo no conozco de nada a ese tal Peter Ibsen; pero deduzco que él
sí me conocía. Sin duda, la CIA le informó de mis actividades. Y con ello llego a la
conclusión de que Peter Ibsen era también agente de la Central Intelligence. ¿Me
equivoco?
Brandon contestó con otra pregunta:
—¿Dónde está Maureen Nachart?
—Me resultó imposible proporcionarle trabajo en el Viktor, pero sí le conseguí un
apartamento en el 842 de Dalén Gatan, puerta diez. Allí la encontrarás. Pensaba
comentar este asunto con la CIA cuando me enviaran el dinero, pero tal vez sea un
caso importante. ¿Lo es, en verdad?
—Es posible.
—No resultas muy comunicativo, Jeff —comentó la mujer con una sonrisa—. No
obstante, a tu regreso a Washington, espero comuniques mi colaboración.
—Lo haré. ¿Qué hay del dossier?
—¿Te lo quieres llevar ahora?
Brandon entornó los ojos.
Contemplando inquisitivamente a la mujer.
—¿Lo tienes aquí?
Larisa, por toda respuesta, abrió uno de los cajones del tocador. En él se amontonaban
desordenadamente medias de nylon, objetos femeninos y prendas interiores. De un
doble fondo, perfectamente disimulado, extrajo un rectangular sobre azul. Lacrado en
sus extremos.
—Aquí está, Jeff. Jamás me separo de él. Este dossier es mi seguro para la vejez. Con
el dinero de la CIA puede, incluso, que me retire del espionaje. Me instalaré en
Francia. Me olvidaré de todo.
—¿No resultará un poco peligroso verme salir de tu camerino con ese sobre? Tengo
sospechas de que controlan mis movimientos.
—Mis actividades de espía son desconocidas, Jeff; aunque puede que tengas razón.
Todas las precauciones son pocas. ¿Cuándo piensas visitar a Maureen Newhart?
Brandon no dudó.
—Esta misma noche.
—Yo vuelvo a actuar dentro de una hora. Luego me voy a casita. Mi domicilio dista
poco del de Maureen. Habito en un bungalow de la Avenida Linneo… En el número

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1430.
—Pasaré por allí, después de mi visita a Maureen Newhart.
Larisa chasqueó la lengua repetidamente.
De nuevo, en sus gordezuelos labios una sensual sonrisa.
—Posiblemente, estaré acompañada, Jeff. Prometí tomar una botella de champaña
con un miembro de Starsrad[4]. Tal vez no acuda a la cita, pero debo esperarle. Lo
comprendes, ¿verdad, querido?
—¿Entonces…?
—Te entregaré la llave de mi buzón de correspondencia. En él encontrarás el dossier.
Jeff Brandon vaciló.
La idea no le parecía muy buena, pero terminó por aceptarla.
—De acuerdo, Larisa.
La mujer abrió un pequeño bolso de mano, depositado sobre el mueble-tocador. Se
apoderó de una diminuta llave, que tendió a Brandon.
—No lo olvides, Jeff. El 1430 de la Avenida Linneo. Adiós, querido. Ha sido un
placer conocerte.
Los ojos de Brandon admiraron por enésima vez el cuerpo de la mujer. Perfecto como
el de una diosa griega.
—Igualmente, Larisa. El placer ha sido mío. Adiós.
Jeff Brandon abandonó el aposento.
Retornó a la sala.
La orquesta acompañaba ahora a las componentes de un ballet. Unas muchachas que
causarían furor en el burlesque neoyorquino. Mujeres de escultural cuerpo y cabellos
de fuego.
Nancy suspiró ante la llegada de Brandon.
En su mirada se leía un leve reproche.
—Oh, Jeff… No te perdono el tenerme aquí abandonada.
Brandon ignoró el comentario. Consultó el boleto de la consumición, depositando
veinte coronas sobre la mesa.
—Nos vamos, Nancy.
—¿Ahora? Pero si apenas hemos…
Jeff Brandon atrapó a la muchacha por el brazo, acallando así sus protestas.
Abandonaron el local.
—¿Por qué tanta prisa, Jeff? ¿Alguna novedad?
—En efecto, Nancy. Posiblemente termine nuestra misión aquí, en Estocolmo. Sin
necesidad de desplazarnos a Oslo.
La muchacha parpadeó.
Deseosa de conocer lo ocurrido.
—¿Por qué? Tú me habías hablado de una visita a Noruega.
Jeff Brandon detuvo un taxi que procedía de la plaza del Armémuseum. Obligó a la
joven a introducirse en el vehículo.

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El permaneció en el exterior.
—Regresa al hotel, Nancy. Acudiré lo antes posible, pero no me esperes. Mañana te
lo contaré todo.
—¡Jeff!…
Nuevamente, Brandon hizo caso omiso a la llamada de la muchacha. Dio orden al
taxista para que llevara a su pasajero al hotel Selma. El auto inició la marcha. Al
verlo desaparecer, Brandon giró sobre sus talones, dirigiéndose hacia la parada de
taxis existente frente al Dramatiska Teatern.
Dispuesto a acudir al domicilio de Maureen Newhart.
Y era allí donde le esperaba la muerte.

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CAPÍTULO VIII

Dalén Gátan estaba al norte de la ciudad. Travesía o Norrtoll. Muy próxima al


Wenner Gren Center.
El taxi se detuvo junto a la post office de Norrtoll.
Jeff Brandon abonó la carrera, descendiendo del vehículo. Se adentró por Dalén
Gatan en busca del número 842. Resultó ser un viejo edificio, de gris fachada y fea
construcción.
El elevador, en lamentable estado, no inspiró confianza a Brandon. Decidió subir la
escalera hasta la cuarta planta. Un húmedo y frío corredor le llevó hasta la puerta
señalizada con el número diez.
Pulsó el llamador.
Mientras esperaba la respuesta, extrajo su cajetilla de tabaco, encendiendo un
emboquillado.
Volvió a pulsar el llamador.
Nuevos segundos de espera.
Se disponía a presionar el timbre por tercera vez, cuando se entreabrió la hoja de
madera.
Asomó el pálido rostro de una mujer.
—¿Maureen Newhart?
—Sí…
—Mi nombre es Jeff Brandon. Soy… compañero de Peter Ibsen. ¿Puedo pasar?
La mujer dudó.
En sus ojos se leía un indescriptible terror.
Terminó por hacerse a un lado, permitiendo el paso de Brandon. Apenas éste hubo
cruzado el umbral, la puerta se cerró con brusquedad.
Jeff Brandon sintió el característico e inconfundible, contacto del cañón de un arma
presionando su espalda.
—Un solo movimiento y te envío al infierno.
Brandon permaneció inmóvil.
Rígido.
Interiormente maldijo su estupidez al no saber interpretar la palidez de Maureen
Newhart.
—Regístrale, Stevens —dijo el hombre que encañonaba a Brandon.
Dos eran los individuos que estaban en la casa.
Conocidos de Jeff Brandon.
Eran los dos hombres que le atacaron en Hamburgo. Los asesinos de Hans Richter.
El llamado Stevens, que lucía una leve barba tipo «bearnes», obedeció, cacheando a
Brandon.

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—No lleva armas, Arnold.
Arnold aún tenía la nariz deformada por el golpe recibido en Hamburgo. Se distanció,
sin dejar de encañonar a Jeff.
—Has sido muy rápido, Brandon. Nosotros también acabamos de llegar. Nos
disponíamos a interrogar a la chica.
Maureen Newhart permanecía en uno de los rincones del salón-comedor.
Pálida como la azucena.
Su edad oscilaba alrededor de los veintiocho años. Busto prominente y amplias
caderas. Lucía una corta falda y ceñida blusa.
Stevens rió, divertido.
—¿Puedo seguir, Arnold?
—Por supuesto. Yo procuraré que Brandon no te moleste. Se comportará bien,
¿verdad, muchacho?
Jeff Brandon sonrió duramente.
—No tengo madera de héroe. ¿Dónde está vuestro jefe?
—¿Nuestro jefe?
—El tipo de las gafas oscuras.
—Ah… ¿te refieres a Martin Plummer? Está en un bungalow de la avenida Linneo.
Esperando el regreso de Larisa. También él pasará un buen rato. Martin es algo
brusco con las mujeres, pero un magnífico muchacho.
Los dos hombres rieron en desaforada carcajada.
Jeff Brandon palideció, apretando con fuerza las mandíbulas. Consciente del peligro
que se ceñía sobre Larisa.
Pero él nada podía hacer.
La «Luger» alemana, empuñada por Arnold, no cesaba de encañonarle.
Stevens avanzó hacia la atemorizada mujer.
—Bien, nena… Voy a repetir la pregunta formulada antes de la llegada de nuestro
amigo Brandon. ¿Te entregó Peter Ibsen alguna cosa?
—No… ya lo he dicho… No me entregó nada…
—¿Por qué te has puesto en contacto con Larisa Bremer?
—Peter me lo dijo poco antes de que fuera asesinado.
—¿Cuáles fueron sus palabras?
—Pues… Peter y yo estábamos enamorados. Nos íbamos a casar.
Los ojos de Stevens brillaron, lascivos, al recorrer descaradamente el cuerpo de la
mujer.
—No tenía mal gusto. La historia es romántica, pero no nos interesa. ¡Responde a mi
pregunta!
—Peter me dijo que, si le ocurría algo, abandonara Oslo. Debía acudir a Estocolmo y
solicitar trabajo a Larisa Bremer.
—¿Por qué?

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—No me dio explicaciones. Me ordenó establecerme en Estocolmo. Dijo que nada
me faltaría. Que unos amigos suyos acudirían en mi auxilio, que me proporcionarían
dinero para que pudiera regresar a los Estados Unidos, si era ese mi deseo.
Stevens desvió la mirada hacia su compañero.
—¿Qué opinas, Arnold?
—Miente. De seguro es también agente de la CIA.
Maureen palideció aún más.
Su voz fue apenas audible:
—No… eso no es cierto… Yo no pertenezco a…
Stevens cortó sus palabras al propinarle una brutal bofetada.
—¡Peter Ibsen era agente de la CIA! ¡También lo es Larisa Bremer! ¿Y tú, nena?
—Ignoraba que Peter fuera un espía… Jamás lo mencionó…
—No te hagas la inocente. Al acudir aquí y ponerte en contacto con Larisa, te has
delatado, nena. ¡Eres agente de la CIA! Peter Ibsen era vuestro jefe, verdad, en Oslo.
Varios hombres trabajaban para él. Quiero la lista de esos hombres, Maureen. ¡Tú la
tienes!
—No sé de qué está hablando… Peter me amaba… Temía que algo pudiera ocurrirle
y, para no dejarme desamparada, me ordenó que acudiera a Larisa Bremer. Aquí
recibiría ayuda. Amigos de Peter que…
Stevens interrumpió a la mujer.
Chasqueó la lengua.
—No tragamos tus embustes, nena. Queremos la lista de los agentes de la CIA que
operan en Noruega.
—¡No sé nada!… ¡No sé nada!…
Arnold intervino, profiriendo una soez maldición:
—Estamos perdiendo el tiempo, Stevens. Utiliza otros métodos.
Stevens asintió, con leve movimiento de cabeza. De nuevo, sus ojos adquirieron un
lujurioso brillo. Introdujo la mano derecha en uno de los bolsillos de su chaqueta para
apoderarse de una navaja de resorte.
La hizo funcionar.
La afilada y estrecha hoja, como la de un estilete, surgió destellando con siniestro
fulgor. Avanzó hacia Maureen.
La mujer retrocedió hasta quedar inmóvil en uno de los rincones del reducido salón-
comedor.
—Queremos esa lista, nena… Mi nombre es Clive Stevens. ¿Te gustaría llevar
grabadas mis iniciales?
—No sé nada… no sé de qué está hablando…
Clive Stevens sonrió.
Sádicamente.
Tendió su mano izquierda, acariciando el rostro de Maureen. La deslizó hasta cerrarse
aprisionando el cuello de la mujer. El estilete también avanzó para desgarrar los dos

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botones superiores de la blusa.
La voz de Stevens se tomó ronca.
Jadeante.
—¿Sigues sin querer hablar? Peter Ibsen te entregó algo, ¿no es cierto? Un
documento, un diario…
El rostro de Maureen Newhart estaba deformado por una mueca de terror.
—No…
Clive Stevens hizo un rápido movimiento.
Manejando la navaja como un experto.
Destrozó la blusa de la mujer, dibujando dos trazos sanguinolentos. El grito que se
inició en la garganta de Maureen quedó bruscamente cortado. La mano izquierda del
individuo se cerró ahogándolo.
Presionando salvajemente la garganta femenina.
—Nada de escándalos, nena… Nos consta que Peter Ibsen llevaba un control de los
agentes y las operaciones desarrolladas. Esa lista de agentes de la CIA está en tu
poder. —No… no… lo único que tengo de Peter son sus cartas…
—¿Sus cartas?
—Sí… Peter realizaba frecuentes viajes a Estocolmo, Berlín, Budapest, Moscú… Me
dejaba una carta antes de partir.
Arnold y Stevens intercambiaron una mirada.
—¿Dónde están esas cartas?
—Aquí… —Maureen señaló hacia uno de los muebles del salón—. Peter me advirtió
que las guardara… que nunca me separara de ellas…
Clive Stevens propinó un violento empujón a la mujer.
—¡Quiero ver esas cartas!
Maureen obedeció.
Con vacilante caminar, pasó ante Arnold y Brandon para dirigirse al mueble. Abrió
uno de los cajones para extraer un fajo de rectangulares sobres verdes. Unidos por
una cinta azul.
Clive Stevens se apoderó de ellos.
Arnold acudió junto a su compañero.
Examinaron la primera de las cartas.
—No hay duda, Clive… Esto es lo que buscamos.
—Opino igual, Arnold. Apuesto a que la lista de agentes está aquí, en clave. No
resultará difícil descifrarla.
Maureen y Brandon habían quedado junto al mueble.
Los ojos de la mujer, fijos en el abierto cajón. Jeff Brandon siguió aquella mirada.
Allí, sobre un pañuelo de seda, descansaba una automática japonesa, de pavonadas
cachas.
Brandon no lo dudó.

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No se detuvo a pensar que sus posibilidades de éxito eran prácticamente nulas. Que
su acción era suicida.
No.
Nada de eso pasó por la mente de Brandon.
Se precipitó hacia la pistola.
Antes de que lograra apoderarse de ella, Arnold apretó el gatillo de su
«GermanLuger».

* * *

El disparo se entremezcló con un desgarrador grito.


Maureen se interpuso.
El proyectil destinado a Jeff Brandon la alcanzó en el pecho. En su seno izquierdo se
dibujó un negro orificio. El disparo había sido efectuado casi a quemarropa.
Brandon reaccionó, ciego de ira.
Ya en posesión de la automática japonesa accionó el gatillo.
La bala perforó la frente de Arnold. Entre ceja y ceja. El brutal impacto le proyectó
contra la pared.
Clive Stevens, con el fajo de cartas en sus manos, perdió un tiempo vital en
apoderarse del revólver que pendía de su funda sobaquera. Su dedo índice se curvó
sobre el gatillo, pero no llegó a disparar.
Jeff Brandon se le anticipó.
Hizo funcionar el arma, por segunda vez.
Sin piedad.
Clive Stevens se desplomó, también con un balazo en la cabeza.
Brandon, consciente de que los dos individuos viajaban hacia el más allá, no se
preocupó más de ellos. Se inclinó sobre Maureen. Apartó los jirones de la
ensangrentada blusa, descubriendo su pecho.
La herida era mortal.
Muy cerca del corazón.
Los vidriosos ojos de la mujer se posaron en Brandon. Nublados ya por la
fantasmagórica mano de la muerte.
—Dios mío…
—¿Por qué lo ha hecho?… ¿Por qué me ha salvado la vida? Esa bala iba destinada a
mí.
—Ellos… ellos… me hubieran matado… Si tú caías también… yo estaba
sentenciada… —¿Se encierran en esas cartas la lista de agentes de la CIA?
—No… no lo sé…
Brandon entornó los ojos.
Sorprendido.

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—¿No perteneces a la CIA?
Una amarga mueca se dibujó en el rostro de Maureen.
—No… Yo no sabía nada… Amaba a Peter… Creía en sus palabras… No
comprendo… no comprendo… Oh, Dios mío… ¿Por qué? ¿Por qué tengo que morir?
Yo nada he hecho… Dios mío…
La mujer sufrió un espasmo.
Un estertor ahogó sus palabras.
Sus facciones se crisparon. Lentamente echó la cabeza hacia atrás. Con los ojos
desorbitados. Quedó inmóvil.
Jeff Brandon cerró aquellos ojos.
Unos ojos que ya no reflejaban miedo, sino profundo estupor. Incredulidad. Sin
comprender las causas de su muerte.
Sí.
Maureen Newhart había muerto sin comprender los motivos. Por una causa que no
era la suya. Engañada por Peter Ibsen, que la hizo mensajera de una mercancía
sumamente peligrosa.
Unas cartas.
Aquellas cartas de amor habían sentenciado a Maureen.
Procedentes del corredor, llegaron alteradas voces. Los vecinos del edificio,
sobresaltados por los disparos, sin duda, habían dado aviso a la policía.
Brandon se apoderó de aquellas malditas cartas.
Dominando su odio.
Controlando la ira que se acumulaba en su pecho.
Deseando enviar al diablo la misión encomendada por la CIA, deseando salir del sucio
y cruel mundo del, espionaje…
Pero no podía hacerlo.
Estaba aprisionado en él.
A grandes zancadas, abandonó el apartamento.
En el corredor se encontró con varios vecinos, que le contemplaban, atemorizados.
Ninguno se atrevió a cortarle el paso.
Aún empuñaba en su diestra la automática japonesa. El cañón, todavía caliente.
Aquello imponía demasiado respeto.
Jeff Brandon corrió hacia la escalera.
Su mente se centraba en Larisa y en el individuo de las gafas oscuras. Debía salvar a
la mujer. Acudir de inmediato en su auxilio, antes de que fuera demasiado tarde.
Al llegar a la calle, escuchó el ulular de la sirena de un coche patrulla de la policía.

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CAPÍTULO IX

Jeff Brandon consiguió abandonar Dalén Gatan antes de que el coche de la policía
ordenada acordonar la zona. Afortunadamente, logró un taxi que le condujo al barrio
residencial de Linneo.
No dio el número correspondiente al bungalow de Larisa.
Si algo le había ocurrido a la mujer, la policía investigaría, y el taxista podría dar su
descripción. Por ello ordenó detener el vehículo en las proximidades a la Avenida
Linneo.
Descendió del auto.
La noche ya era dueña de la ciudad.
Jeff Brandon corrió por la solitaria avenida, escoltada de frondosos árboles. Los
bungalows eran todos iguales. De una sola planta y pequeño jardín. Separados por un
alto seto.
Se detuvo, jadeante, frente al número 1430.
La portezuela de la verja abierta. Brandon cruzó el pequeño jardín, llegando hasta el
porche. Dos de los ventanales aparecían iluminados.
Pulsó el llamador.
Una y otra vez.
Nerviosamente.
Al no recibir inmediata respuesta, se dirigió hacia el ventanal más cercano. Se
apoderó de la automática, golpeando el cristal. Introdujo la mano izquierda, corriendo
el pasador y penetrando en la casa.
Su reloj, por el impacto, cayó al suelo. Lo recogió, guardándolo en el bolsillo de su
chaqueta. Se encontraba en el amplio living. Encaminó sus pasos hacia el iluminado
salón.
La otra habitación iluminada correspondía al dormitorio.
Allí estaba Larisa Bremer.
Lo que quedaba de ella.
Jeff Brandon palideció. No fue capaz de soportar el espeluznante espectáculo. Fue
hacia el contiguo cuarto de baño. Allí, inclinado sobre el lavabo, vomitó.
El espejo reflejó sus facciones.
El brillo de sus ojos.
La línea dura y firme de sus labios.
Retornó al dormitorio, posando de nuevo su mirada en el lecho.
Allí yacía Larisa. Su rubia cabellera rozando la alfombra. Sus bellas facciones
desencajadas en indescriptible mueca de terror, arrancada por la conciencia de una
muerte horrible.
Brandon volvió a sentir náuseas.

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Fueron dominadas por el odio.
Mantuvo la mirada fija en Larisa.
En aquellos azules ojos, que ahora aparecían fuera de las órbitas. Sus cuencas vacías,
ensangrentadas… Las ropas, desgarradas. Bañada en sangre. Cosida a puñaladas…
Torturada.
Sí.
Aquella espeluznante escena jamás podría ser olvidada.
Jeff Brandon giró lentamente. Fue hacia el living. Allí abrió la puerta, abandonando
el bungalow. Quedó unos instantes bajo el umbral. Encendió el cigarrillo. Sin ocultar
el temblor de sus manos.
No era miedo.
El temblor era motivado por la ira. Por el odio que se había acumulado en su corazón.
Fue hacia la verja de salida. Junto a ella estaba el poste del buzón de la
correspondencia.
Jeff Brandon lo abrió, utilizando la llave proporcionada por Larisa. No esperaba
encontrar el dossier. Larisa había sido torturada. Ningún ser humano soportaría
aquello.
Lógicamente, habría revelado el escondite del dossier.
Brandon quedó paralizado por la sorpresa.
En el interior del buzón estaba el sobre lacrado.
Intacto.
Tal como lo viera en el vestuario de la infortunada Larisa.

* * *

—Necesitas tomar algo, Jeff. Llevas todo el día sin probar alimento alguno.
Brandon esbozó una sonrisa, levantando el vaso de whisky.
—Esto es lo único que necesito.
—Por favor, Jeff… Debes olvidar.
—¿Olvidar? No, Nancy. Nunca podré olvidarlo. Tres personas han muerto por mi
culpa.
—No digas eso. Tú no…
Nuevamente, Jeff Brandon interrumpió a la muchacha.
Con amarga voz.
—Yo soy el culpable. En Hamburgo me comporté como un estúpido. Me siguieron.
Yo llevé a los asesinos hasta Hans Richter. También controlaron mis movimientos
aquí. Mi entrevista con Larisa. Y luego les llevé hasta Maureen Newhart. ¿Olvidar?
No, Nancy… No podré.
—Tú no sabías que te seguían.
—Después de lo de Hamburgo, debí sospecharlo. Debí tomar precauciones. Aunque
dudo que…

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Brandon quedó en silencio.
La joven le dirigió una inquisitiva mirada.
—¿En qué estás pensando?
—Esos dos hombres, Arnold y Stevens, no me siguió ron hasta el domicilio de
Maureen. Ya estaban allí cuando yo llegué. Sabían que yo acudiría allí. Arnold lo
dijo.
También conocían la entrevista de Maureen con Larisa.
—Tal vez escucharon tu conversación en el vestuario.
—¿Cómo? ¿Desde el corredor? No, Nancy. Ellos lo sabían. También estaban al
corriente de la lista de agentes de la CIA en poder de Peter Ibsen.
—Puede que los asesinos de ahora sean los mismos que degollaron a Peter Ibsen en
Oslo.
Brandon volvió a guardar silencio.
—Terminó su vaso de whisky.
—Me gustaría encontrarme con ese Martin Plummer. Es el nombre que Arnold dio al
individuo de las gafas oscuras. Martin Plummer mató a Larisa. Cometió un
repugnante crimen, que no quedará impune.
—¿Qué piensas hacer?
Brandon sonrió en amarga mueca.
—Hans Richter y Larisa Bremer. Los dos contactos de la CIA han sido asesinados. Y,
sin embargo, la misión ha resultado un éxito. Triste ironía… Tengo el microfilme, el
dossier y la lista de agentes, escrita en clave en unas cartas de amor. Misión
cumplida.
Felicitaciones para mí, y un epitafio en la tumba de los espías muertos.
—Nada puedes remediar, Jeff.
—Te equivocas. Existen muchos puntos oscuros que espero que Warren Douglas me
solucione. Puede que mi misión con la Central Intelligence Agency haya concluido;
pero no descansaré hasta que los hijos de perra paguen sus crímenes. Buscaré a
Martin Plummer aunque tenga que bajar al mismísimo infierno.
—Tú eres un escritor, Jeff. No puedes…
—Me obligaron a sumergirme en este sucio mundo 106 —del espionaje. Me repugna,
pero continuaré en él hasta castigar a los culpables.
—No te lo consentirán, Jeff. Warren Douglas te prohibirá seguir. Ya has terminado tu
trabajo.
Brandon rió duramente.
—El me obligó a entrar en el juego. Te dejaré en Londres, Nancy. Yo seguiré hasta
Washington para comunicar el resultado de mi misión. Luego marcharé a San
Francisco. Mi única pista es el domicilio de ese Frank Wymark.
—Duro que tengas éxito, Jeff; pero quisiera ayudarte. ¿Puedo ir contigo a los Estados
Unidos?

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—No, pequeña. Éste fue mi último trabajo para la CIA. Te aconsejo que para ti sea
también el último. Jugar a espías es peligroso. Bien… Dentro de unas horas,
emprenderemos el vuelo. Voy a preparar mis cosas. Hasta luego, Nancy.
Jeff Brandon abandonó la cafetería del hotel.
Fue hacia la sala de recepción para introducirse en uno de los elevadores. Rebuscó
entre los bolsillos un cigarrillo. Sus dedos tropezaron con el reloj. Lo examinó. Uno
de los enganches de la correa se había roto al golpear el ventanal del bungalow.
También la tapa estaba algo levantada.
Brandon quitó la esfera tratando de recomponerlo.
Entornó los ojos.
Su mirada quedó fija en un diminuto objeto cilíndrico. Un objeto que no correspondía
al mecanismo del reloj.
Era un talking-bugs[5].
Ahora lo comprendía todo.
Aquel micrófono, verdadera obra maestra en técnica y perfección, era el causante de
la muerte de Richter, Larisa y Maureen. Por aquel diabólico aparato le siguieron los
asesinos.
Sí.
Ahora comprendía por qué siempre se adelantaban a sus pasos. Cómo conocían de
antemano sus intenciones.
Tan sólo un enigma.
¿Quién instaló el micrófono en su reloj?

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CAPÍTULO X

Habían conseguido plaza en un vuelo «Charter», con destino a Londres. Ya en el


aeropuerto internacional de Heathrow, lograron que un taxi les trasladara a la ciudad.
Los veintidós kilómetros de recorrido transcurrieron en silencio.
A la entrada en Londres se vieron envueltos en una espesa niebla. El clásico «puré de
guisantes» londinense se adueñaba de la ciudad.
El día era frío.
Gris.
Triste…
La muchacha, adelantándose a Brandon, había proporcionado al taxista su domicilio
en Londres.
736 de Crunyn Street.
Por el sur de Londres, bordeando el Támesis, el vehículo se dirigió hacia el barrio de
Chelsea. Tras rodear los Ranelagh Gardens, se adentró en Crunyn Street.
El 736 era un edificio moderno. De reciente construcción. Para no contrastar con las
demás casas de Crunyn Street, el edificio constaba tan sólo de siete plantas.
Jeff Brandon abonó la carrera, haciéndose cargo del equipaje.
Guiado por Nancy, penetró en el edificio.
El apartamento de la muchacha, en la tercera planta, era amplio y magníficamente
decorado. Con lujo. Un espacioso living conducía al salón. Un largo sofá, butacones
de elegante diseño y una mesa de cortas patas se alzaban en el centro de la estancia.
El televisor y el tocadiscos acoplados en el mueble-bar.
—Te estoy ocasionando muchas molestias, Nancy. Debí quedarme en el aeropuerto.
Sale un vuelo nocturno con destino a Washington.
Nancy le echó los brazos al cuello.
—No me gusta que digas eso, Jeff. No somos dos extraños. Tú no puedes
molestarme. No iba a permitir que permanecieras en el aeropuerto hasta la
madrugada. Cenaremos juntos. Tengo mi coche en el aparcamiento del edificio. Yo
misma te llevaré a Heathrow.
¿De acuerdo?
La muchacha no esperó la respuesta.
Entreabrió sus gordezuelos labios para unirlos a los de Brandon.
Se separó con dulce sonrisa. Permitiendo que un ligero rubor naciera en sus mejillas.
—Voy a cambiarme de ropa. ¿Me preparas un whisky? No tardaré más de diez
minutos.
Nancy abandonó el salón.
Jeff Brandon fue hacia el mueble-bar.

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Puso en funcionamiento el tocadiscos, haciendo girar el primer long play que
encontró a mano. Resultó ser de David Bowie. Se inició con el tema «The Jean
Genie».
Llenó dos vasos de whisky. Sólo en uno de ellos añadió soda. Los depositó sobre la
mesa, acomodándose en el largo sofá.
Encendió un cigarrillo.
Estaba a medio consumir cuando apareció Nancy.
Luciendo una bata en terciopelo. De audaz escote en «V», que llegaba hasta la
cintura.
La joven se sentó junto a Brandon.
—¿Cuál es mi vaso, Jeff?
—El de soda.
—¿Ya has bebido tú?
—No.
Nancy atrapó su vaso.
—Entonces, brindemos, Jeff.
Brandon no hizo ademán de apoderarse del vaso.
Permaneció con la mirada fija en Nancy. Ésta terminó por sonreír nerviosamente,
depositando de nuevo el vaso en la mesa. Sin haber probado el líquido.
—Debes olvidar, Jeff… Olvidar esas muertes que te atormentan…
La muchacha le echó los brazos al cuello. Sus dedos acariciaron la nuca de Brandon,
atrayéndolo contra sí.
—Bésame, Jeff…
Un enigmático brillo destelló en los grises ojos de Brandon. Su voz sonó ronca, tensa,
dominada por la ira…
—¿Para quién trabajas, Nancy?
—¿Cómo?
—Me has oído perfectamente, víbora.
—No te comprendo… —musitó la muchacha, borrando la sonrisa de sus labios.
Brandon se desembarazó de los brazos femeninos.
—Has cometido algunos errores. Tal vez demasiados para una profesional. Sí, Nancy.
Estaba equivocado contigo. No eres un aprendiz de espía. El único novato soy yo.
Nancy parpadeó, perpleja.
—¿Te has vuelto loco?
—¿Por qué seguir fingiendo? Ya te he dicho que has cometido algunos errores. El
primero de ellos aquí, en Londres, durante nuestra visita al club Fairfax. Cuando yo
me disponía a sorprender al individuo de las gafas oscuras. Apenas salí del local, tú le
advertiste de mis intenciones. Por eso, al entrar por la puerta trasera, ya había
desaparecido.
—Eso es…

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—Déjame seguir, Nancy. En el vuelo a Hamburgo me dormí profundamente en el
avión. Cosa que jamás me había ocurrido con anterioridad. ¿Un pequeño somnífero?
Sí. Eso debió ser. Tiempo suficiente para que te apoderaras de mi reloj y escondiera
en su interior un pequeño micrófono. En el hotel de Hamburgo, mientras yo hablaba
telefónicamente con Hans Richter, tú podías escuchar parte de la conversación y
avisar a tus compinches.
—No hay duda, Jeff. ¡Estás rematadamente loco!
—¿De veras? De igual forma te enteraste de mi conversación con Larisa, en el Viktor.
Así se explica que siempre se anticiparan a mis proyectos. Le dije a Larisa que
acudiría al domicilio de Maureen. Y al llegar yo, ya estaban allí tus compañeros. El
micrófono os adelantaba mis planes.
—¡Todo eso es absurdo, Jeff! De ser cierto, ya estarías muerto. ¡Hubieras muerto con
Hans Richter!
—No, Nancy. También comprendo, ahora, los motivos de Plummer al salvarme la
vida.
No debía morir. Yo debía conduciros a Larisa y Maureen. Muerto, no os resultaba de
utilidad. En cuanto al microfilme de la sortija, estaba seguro. Cuando finalizara por
completo mi trabajo, todo pasaría a vuestro poder, ¿no es cierto? No era conveniente
matarme sin culminar mi misión. Ahora ya es tiempo de hacerlo. El microfilme, el
dossier de Larisa y la lista de agentes de la CIA. De liquidarme en Hamburgo,
posiblemente solo obtendríais el microfilme.
—Todo eso son suposiciones, Jeff. ¡No tienes ninguna prueba!
—Sólo una.
—¿De veras? ¿Algún otro error?
—En efecto, Nancy. Tú mencionaste que Peter Ibsen había muerto degollado. Yo
únicamente te anuncié su asesinato. ¿Cómo sabías que fue degollado? Pero la
principal prueba me la acabas de proporcionar ahora mismo, al mostrarme tu
delicioso lunar del hombro derecho.
Una mueca de estupor se reflejó en el bello rostro de la joven.
—¿Qué quieres decir?
—Muy sencillo, nena. Tú no eres Nancy Andrews.
La muchacha palideció, llevando instintivamente su mano al hombro derecho.
Brandon sonrió.
—Es imperdonable ese fallo, nena. Te caracterizaste ante un espejo, ¿no es cierto?
Colocaste ese lunar falso en el hombro derecho… cuando Nancy Andrews lo tenía en
el izquierdo. ¿Qué fue de ella? ¿Dónde está la verdadera Nancy?
—Eres un tipo muy listo —dijo súbitamente una voz desde la puerta del salón.
Brandon giró la cabeza.
Dos individuos habían penetrado en el mismo.
Uno de ellos era el individuo de pelo rubio y gafas oscuras. Ambos empuñaban una
pistola, encañonando a Brandon.

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La muchacha se incorporó del sofá.
—Cierto, Martin. Nos encontramos con un hombre muy inteligente. Sí, Jeff. Has
acertado en todas tus sospechas. Yo instalé en micrófono, y comunicaba a mis
compañeros tus planes. No soy Nancy Andrews. Descubrimos que ella colaboraba
para la CIA, desde su trabajo en la Robertson Company. Interceptamos una carta
donde se le ordenaba ponerse al servicio de Jeff Brandon. Sabíamos que la CIA tenía
algo importante entre manos. Liquidamos a Nancy y yo tomé su lugar. Mi verdadero
nombre es Janet Decker. Físicamente, muy parecida a Nancy. Algunos toques de
cirugía…
—¿Para quién trabajas?
—Somos independientes, querido. Trabajamos para el mejor postor. ¿Cuánto crees
que pagará la KGB por una lista de agentes de la CIA, desplazados en Europa? El
dossier de Larisa, con instalaciones de misiles y nuevos cohetes nucleares puede
interesar a muchas naciones. Pagarán precios fabulosos.
Martin Plummer se adelantó unos pasos.
—Empieza por entregamos la sortija.
Brandon obedeció.
Se despojó de la sortija, depositándola sobre la mesa.
Mientras tanto, Janet Decker se había apoderado de un portafolios, perteneciente a
Brandon.
—Aquí está el dossier y las cartas de Peter Ibsen.
—Conway lo llevará todo a nuestro cuartel general. Nos esperas allí, Conway.
El llamado Conway era el acompañante de Martin Plummer. Se hizo cargo de la
sortija y del portafolios abandonando el apartamento.
La muchacha acudió junto a Plummer.
—Acaba con él, Martin.
—¿No tomó el whisky?
Janet sonrió.
—No. Hubiera sido mejor así, Jeff. Una muerte dulce. ¿La prefieres a una bala en la
cabeza?
Jeff Brandon continuaba sentado en el sofá.
Dirigió una indiferente mirada a la botella de whisky.
—No me gusta el veneno. Prefiero el balazo.
Martin Plummer extrajo del bolsillo un tubo silenciador. Comenzó a enroscarlo en el
cañón del arma.
Brandon no desaprovechó aquella oportunidad.
Se arrojó sobre la alfombra, a la vez que llevaba velozmente su diestra al bolsillo
interior de la chaqueta para apoderarse de la automática japonesa.
Martin Plummer, creyéndole desarmado, se vio sorprendido. Para protegerse empujó
a Janet, que recibió en el pecho la bala a él destinada.
Plummer apretó el gatillo.

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Pero ya un segundo proyectil, disparado por Jeff Brandon, se había incrustado en su
frente.
Plummer se desplomó a poca distancia de la muchacha.
Jeff Brandon se había incorporado, acudiendo en auxilio de la mujer. No era
necesaria aquella ayuda.
Janet Decker estaba muerta.
Con los ojos abiertos y el estupor en sus facciones. Aun así, continuaba
diabólicamente bella.
Brandon abandonó el apartamento, en desenfrenada carrera. Deseoso de alcanzar al
llamado Conway.
Se detuvo jadeante en la calzada.
Mirando de izquierda a derecha.
De pronto, vio avanzar un negro «Triumph Stag». El coche se detuvo con estridente
chirriar de frenos. El rostro sonriente de Warren Douglas, el hombre de la CIA, asomó
por una de las ventanillas:
—Sube, Jeff. Tu misión ha terminado.

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CAPÍTULO XI

El avión especial de la CIA, procedente de Londres, sobrevolaba en ese momento el


aeropuerto nacional de Washington.
Jeff Brandon se pasó el dorso de la mano por la frente. Parpadeó una y otra vez, como
queriendo despertar de una pesadilla.
—No comprendo, Douglas…
Warren Douglas sonrió.
—Te lo explicaré de nuevo, muchacho. Vimos salir a ese Conway con el portafolios.
Le dejamos marchar. Nos conviene que entregue los documentos en su cuartel
general.
—Pero ¿por qué? ¡Con ello fracasa la misión!
—Todo lo contrario, Jeff. Tu trabajo ha sido un auténtico éxito. ¿Aún no lo
comprendes? Voy a poner las cartas boca arriba. Nosotros sabíamos que Nancy
Andrews había sido asesinada y suplantada por una espía internacional. Janet Decker
pertenecía a una red de espionaje que está ocasionando mucho daño a la CIA. Pronto
quedará exterminada. Todo lo del portafolios es falso.
Brandon entornó los ojos.
—Repite eso, Warren.
—Sí, muchacho. El acudir en tu busca y pasearte por Washington antes de ir a
Langley formaba parte, del plan. Queríamos que ellos estuvieran al corriente de que
iba a ser Jeff Brandon el enviado de la CIA. Hans Richter te entregaría un microfilmes
con falsas instalaciones soviéticas. Todo trucado. Cuando quieran vender el material
pagarán las consecuencias. El comprador creerá que trataban de engañarle y ajustará
las cuentas con esos espías. En cuanto a la lista de agentes de la CIA está, en efecto,
en sencilla clave en esas cartas. Una lista de hombres, de los cuales ninguno
pertenece a la CIA. Si es la KGB la compradora, se organizará una perfecta revolución
interna. Los nombres que figuran en la lista son más bien fieles a la URSS.
—Todo un engaño… Una trampa… para esos espías.
—Correcto, Jeff. Para ellos y para los compradores. ¡Todo un éxito!
—¿Un éxito? ¡Sucios hijos de perra!
Warren Douglas arqueó las cejas.
—¿Qué te ocurre, muchacho?
—¿Qué me dicen de esas muertes? Hans, Larisa, Maureen… ¿También entraban en el
perfecto plan de la CIA?
—No, Jeff. Ahí reconozco nuestro fracaso. Supuse que Martin Plummer y sus
hombres se limitarían a los documentos; pero no se conformaron con eso. Liquidaron
a nuestros agentes. Fue lamentable. Estaba fuera de nuestros cálculos. Ni Hans ni

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Larisa, al corriente del engaño, podían imaginarlo. Nos enfrentamos a asesinos natos.
Asesinos, más que espías. No era necesario matar a nuestros agentes.
—Maureen no era agente de la CIA —dijo Brandon, con fría voz—. Era ajena a este
maldito asunto.
—Cierto. Simplemente, cumplió instrucciones de Peter Ibsen. Poco antes de que éste
fuera asesinado, precisamente por el propio Martin Plummer, que quería conseguir…
—¡No me interesa! ¡Maureen está muerta! ¡Muerta! ¡Murió preguntando el porqué!
¡Sin comprender nada!
—Ésta es una guerra cruel, Jeff. Espías y asesinos. Si tú hubieras llegado antes al
domicilio de Maureen, nada hubiera ocurrido. Te entregaría a ti las cartas…
Lamentamos esa muerte.
—¿De veras? También a mí me dejaste a merced de Plummer y Janet.
—No digas tonterías, muchacho. Tenemos instalado un circuito de televisión en el
domicilio de Janet. Vimos cómo Plummer introducía veneno en una botella de
whisky. Nosotros sustituimos ese veneno por un somnífero. Ellos te darían por
muerto, y todo solucionado. No podíamos imaginar que tú te negarías a beber.
Afortunadamente, Conway se largó con el portafolios.
—Con un cargamento de embustes. El microfilme, el dossier, la lista de agentes…
Todo falso.
—Pero que hará mucho daño. Puedo decirte lo que ocurrirá cuando los compradores
de la…
—No me interesa. ¡Nada me importa! —gritó Brandon, fuera de sí—. Me has
obligado a sumergirme en un mundo sucio y cruel. En un lugar mil veces peor que el
mismísimo infierno.
—Jeff…
—¡Al diablo con todos vosotros! He cumplido, ¿verdad, Warren? Mi tercer trabajo
para la CIA ha terminado. ¡Y con él, mi compromiso! ¡Ahora, dejadme en paz!
Douglas chasqueó la lengua.
—Eres un hombre inteligente, Jeff; y, sin embargo, te comportas como un estúpido.
¡Todo esto es necesario! ¡Habitamos en una jungla! Hay que dar siempre el primer
zarpazo para poder sobrevivir. ¿No lo comprendes? ¿Crees que nos gusta?
Brandon guardó silencio.
El avión ya había tomado tierra.
—Adiós, Douglas. Hasta nunca.
—Te llevaré en uno de los coches.
—No. De permanecer más tiempo aquí, terminaría por vomitar. Adiós, Douglas.
Jeff Brandon descendió la escalerilla.
Encaminó sus pasos hacia la primera cabina telefónica. Su dedo índice recorrió la
numeración. Sus ojos parecieron perder el siniestro brillo, y sus facciones se
suavizaron.
Incluso esbozó una sonrisa.

Página 72
Estaba llamando a Julie.
Reanudarían aquella interrumpida cena.
Julie…
Sí.
Julie era como un ángel en aquella cruel jungla.

FIN

Página 73
Adam Surray, nació en La Coruña el 7 de mayo de 1943. Sin embargo donde ha
pasado la mayor parte de su vida ha sido en Valencia, a donde se trasladó su familia
en 1948 cuando él era todavía un niño, lo que no impidió que siempre haya seguido
ejerciendo de gallego —seguidor del Depor incluido— y que vuelva todos los años,
de vacaciones y a comer pulpo, a su tierra natal. Es el seudónimo con el que escribe
José López García, un experto en la escritura en ciencia ficción y terror. Escritor
habitual en la época dorada de la editorial Bruguera, colaboró con muchos de los
textos de la colección La Conquista del Espacio, editada por Bruguera, como
Accidente en la Ipsilon-V, Amor y Muerte en la Tercera Fase, Ataúd para un Robot,
El Planeta de «No Volverás», Fauna Intergaláctica, entre otros.

Página 74
Notas

Página 75
[1] Office of Strategic Services (Oficina de Servicios Estratégicos). <<

Página 76
[2] Nombre dado familiarmente a la CIA. <<

Página 77
[3] Organización internacional de espionaje soviético. <<

Página 78
[4] Consejo de Estado. <<

Página 79
[5]
Chinches parlantes. Nombre vulgar con el que se designan a los micrófonos
ocultos. <<

Página 80

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