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Entre Mareas
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Se recogen en este volumen cuatro novelas cortas que Joseph Conrad recopiló en 1915: El Plantador de Malata, Por culpa de los dólares (ambas inéditas en castellano desde 1931), El socio y La posada de las dos brujas.
Un hacendado de una remota isla ayuda a una mujer de la que está enamorado a encontrar a su prometido; un barco se hunde misteriosamente en el puerto de Londres; un soldado inglés se enfrenta a fuerzas sobrenaturales en una posada regentada por dos brujas en el norte de España; un capitán se complica la vida socorriendo a una pobre mujer...
El lector, que no podrá abandonar la lectura una vez empezada, encontrará en estas historias la quintaesencia del universo narrativo de Conrad: personajes solitarios que pretenden, casi siempre en vano, hacer el bien, conflictos morales de imposible solución, cadáveres, intrigas y el mar, siempre el mar omnipresente de fondo.
IdiomaEspañol
EditorialJoseph Conrad
Fecha de lanzamiento13 may 2016
ISBN9786050437478
Entre Mareas
Autor

Joseph Conrad

Joseph Conrad (1857–1924) und Ford Madox Ford (1873–1939) gehören zu den bedeutendsten Erzählern der modernen Literatur des 20. Jahrhunderts. In seinen vielschichtigen, auch vieldeutigen Romanen und Erzählungen knüpfte Conrad oft an die Erfahrungen seiner Seemannsjahre an. Die Romane von Ford Madox Ford haben an Wertschätzung in den letzten Jahrzehnten ständig zugenommen und gelten heute ebenfalls als Klassiker; er arbeitete viel und eng mit Joseph Conrad zusammen, mit dem er mehrere Bücher verfasste.

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    Entre Mareas - Joseph Conrad

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    Se recogen en este volumen cuatro novelas cortas que Joseph Conrad recopiló en 1915: El Plantador de Malata, Por culpa de los dólares (ambas inéditas en castellano desde 1931), El socio y La posada de las dos brujas.

    Un hacendado de una remota isla ayuda a una mujer de la que está enamorado a encontrar a su prometido; un barco se hunde misteriosamente en el puerto de Londres; un soldado inglés se enfrenta a fuerzas sobrenaturales en una posada regentada por dos brujas en el norte de España; un capitán se complica la vida socorriendo a una pobre mujer...

    El lector, que no podrá abandonar la lectura una vez empezada, encontrará en estas historias la quintaesencia del universo narrativo de Conrad: personajes solitarios que pretenden, casi siempre en vano, hacer el bien, conflictos morales de imposible solución, cadáveres, intrigas y el mar, siempre el mar omnipresente de fondo.

    JOSEPH CONRAD

    Entre Mareas

    Traducción de Gloria Ayerra Vacas

    El Olivo Azul

    Sinopsis

    Se recogen en este volumen cuatro novelas cortas que Joseph Conrad recopiló en 1915: El Plantador de Malata, Por culpa de los dólares (ambas inéditas en castellano desde 1931), El socio y La posada de las dos brujas.

    Un hacendado de una remota isla ayuda a una mujer de la que está enamorado a encontrar a su prometido; un barco se hunde misteriosamente en el puerto de Londres; un soldado inglés se enfrenta a fuerzas sobrenaturales en una posada regentada por dos brujas en el norte de España; un capitán se complica la vida socorriendo a una pobre mujer...

    El lector, que no podrá abandonar la lectura una vez empezada, encontrará en estas historias la quintaesencia del universo narrativo de Conrad: personajes solitarios que pretenden, casi siempre en vano, hacer el bien, conflictos morales de imposible solución, cadáveres, intrigas y el mar, siempre el mar omnipresente de fondo.

    Traductor: Ayerra Vacas, Gloria

    Autor: Joseph Conrad

    ©2008, El Olivo Azul

    Colección: Narrativas del olivo azul, 4

    ISBN: 9788493590048

    Generado con: QualityEbook v0.60

    ENTRE MAREAS

    JOSEPH CONRAD

    EL HACENDADO DE MALATA

    CAPÍTULO I

    EN el despacho de redacción del primer periódico de una gran ciudad colonial dos hombres charlaban. Ambos eran jóvenes. El más corpulento de ellos, rubio y envuelto en una apariencia más urbana era el redactor jefe y copropietario del importante periódico.

    El otro se llamaba Renouard. Que algo ocupaba su mente era evidente en su fino rostro bronceado. Era un hombre esbelto, relajado, activo. El periodista continuó con la conversación.

    —De manera que ayer estuviste cenando en la casa del viejo Dunster.

    Empleó la palabra viejo no con el trato entrañable que a veces se da a los íntimos, sino en toda la sobriedad de su sentido. El tal Dunster era viejo. Había sido un notable estadista colonial, pero ahora se hallaba retirado de la vida política tras una gira por Europa y una prolongada estancia en Inglaterra, durante la cual había tenido en efecto muy buena prensa. La colonia se enorgullecía de él.

    —Sí, cené allí —dijo Renouard—. El joven Dunster me invitó justo cuando yo salía de su oficina. Pareció ser una idea repentina, y sin embargo no puedo dejar de sospechar alguna intención detrás de ella. Fue muy insistente. Juró que a su tío le agradaría mucho verme. Dijo que éste había mencionado últimamente que haberme otorgado la concesión de Malata había sido el último acto de su vida oficial.

    —Muy enternecedor. El amigo se pone sentimental de vez en cuando con el pasado.

    —En realidad no sé por qué acepté —continuó el otro—. El sentimentalismo no me conmueve con mucha facilidad. El viejo Dunster fue, desde luego, cortés conmigo, pero no se informó siquiera de mi progreso con las plantas de la seda. Probablemente olvidó que tal cosa existiera. Debo admitir que había más gente allí de la que esperaba encontrar. Una reunión bastante grande.

    —Me invitaron —puntualizó el hombre de la prensa—. Sólo que no podía ir. ¿Pero cuándo llegaste de Malata?

    —Ayer al amanecer. He anclado allá en la bahía..., frente a Garden Point. Fui a la oficina de Dunster antes de que éste hubiese terminado de leer sus cartas. ¿Has visto alguna vez al joven Dunster leer sus cartas? Lo entreví por la puerta abierta. Sostiene el papel con ambas manos, encorva los hombros hasta la altura de sus feas orejas, y acerca su narizota y sus gruesos labios a él como un aparato de succión. Un monstruo de anuncio.

    —Aquí no lo consideramos un monstruo —dijo el hombre de la prensa observando pensativo a su visita.

    —Probablemente no. Estáis acostumbrados a ver su rostro y otros tantos. No sé cómo es que cuando vengo a la ciudad el aspecto de la gente en la calle me arrebata con tanta fuerza. Parece tan tremendamente expresiva.

    —Y sin encanto.

    —Bueno..., no. No por principio. Resulta violento sin que sea evidente... Sé que crees que se debe a mi forma solitaria de vida ahí fuera.

    —Sí, así lo creo. Es desmoralizador, no ves a nadie durante meses enteros. Llevas una vida poco saludable.

    El otro apenas sonrió y admitió musitando que ciertamente habían pasado sus once buenos meses desde que estuviera en la ciudad por última vez.

    —Ya ves —insistía aquel—. La soledad actúa como una especie de veneno. Y entonces percibes insinuaciones en los rostros... misteriosas y violentas, que a ningún hombre sano preocuparían. Por supuesto, a ti sí.

    Geoffrey Renouard no explicó a su amigo periodista que las insinuaciones de su propio rostro, el rostro de un amigo, le preocupaban tanto como los demás. Detectó una cualidad degradante en las marcas de la edad que cada día se suman al semblante humano. Lo conmovieron y perturbaron como los signos de una penosa labor interior que fuera espantosamente evidente a los ojos que él traía renovados de su aislamiento en Malata, donde se había instalado tras cinco fatigosos años de exploración y aventura.

    —La verdad es —dijo— que cuando estoy en mi hogar de Malata no veo a nadie conscientemente, obvio a los muchachos de la plantación.

    —Bueno, y nosotros aquí obviamos a la gente por las calles, y ello es cuerdo.

    La visita no contestó nada a esto por temor a enzarzarse en una discusión. Lo que había ido a buscar a la redacción no era controversia sino información. Sin embargo, por alguna razón vacilaba en abordar el tema. La vida solitaria vuelve a un hombre reticente en lo relativo a materia de murmuración, la cual para aquellos que departen sobre los de su especie es un ejercicio cotidiano considerado como el más común uso de la lengua.

    —¿Muy ocupado? —preguntó.

    El redactor jefe, que ponía marcas rojas sobre una tira extensa de papel impreso, arrojó el lápiz.

    —No, he terminado. Párrafos de sociedad. Esta oficina es el lugar donde se sabe todo de todos... incluyendo también una gran cantidad de don nadies. Tipos raros vagan dentro y fuera de esta sala. Desvalidos y extraviados de su país natal, del norte del Pacífico. Y a propósito, la última vez que estuviste aquí recogiste a uno de ésos como ayudante tuyo..., ¿no es así?

    —Contraté un asistente sólo para que pares de sermonear acerca de los males de la soledad —dijo Renouard atropelladamente, y el reportero rió en un tono medio ofendido. No fue una risa muy fuerte, pero su ser rollizo se estremeció todo. Era consciente de que el respeto del joven amigo hacia sus consejos se basaba únicamente en una deficiente fe en su sabiduría... o su sagacidad. Pero había sido él el primero en ayudar a Renouard en sus planes de exploración: el programa de cinco años de aventura científica, de trabajo, de peligro y resistencia, llevado a cabo con gran notoriedad y modestamente recompensado por el sobrio gobierno colonial con el arrendamiento de la isla de Malata.

    Y esta recompensa, además, se debió al respaldo, con verbo y pluma, del periodista... pues era hombre de prestigio en la comunidad. Dudando mucho de que agradara a Renouard de veras, él mismo no sentía gran inclinación por cierto lado de aquel hombre que no podía descifrar del todo. Sólo sentía inciertamente que éste respondía a su auténtico carácter..., el verdadero... y, quizá, ridículo. Como por ejemplo en el caso del ayudante. Renouard había dado rienda a los razonamientos de su amigo y garante..., el razonamiento contra el efecto malsano de la soledad, el razonamiento por la seguridad de la compañía aun sin avenencia. Muy bien, en esta docilidad se mostraba sensato e incluso simpático. ¿Pero qué había hecho a continuación? En lugar de pedir consejo en la elección a su viejo amigo y garante y, a su vez, un hombre que conocía a todo el mundo, empleado o desempleado, sobre el pavimento de la ciudad, el excepcional de Renouard repentinamente y poco menos que de forma subrepticia recoge a un tipo..., dios sabe quién..., y se hace precipitadamente a la mar con él de regreso a Malata; un proceder obviamente temerario y a su vez no del todo recto. Así era la cosa. El secretamente implacable periodista rió un poco más y luego cesó de estremecerse todo.

    —Oh, sí. Respecto a ese ayudante tuyo...

    —¿Qué pasa con él? —dijo Renouard, al cabo de esperar un rato, con una sombra de inquietud en su rostro.

    —¿No tienes nada que contarme sobre él?

    —Nada salvo... —Una incipiente pesadumbre se desvaneció del semblante y la voz de Renouard, mientras vacilaba, como si reflexionara seriamente antes de cambiar de idea—. No, nada de nada.

    —¿No lo habrás traído contigo por casualidad..., para variar?

    El hacendado de Malata miró fijamente, después negó con la cabeza y finalmente musitó despreocupado: «Creo que está muy bien donde está. Pero ojalá pudieras explicarme por qué el joven Dunster insistió tanto en que cenara con su tío anoche. Todo el mundo sabe que no soy un hombre de sociedad».

    El redactor jefe exclamó ante tanta modestia. ¿No sabía su amigo que él era su solo y único explorador..., que era él el hombre que experimentaba con la planta de la seda?...

    —Aun así, eso no me explica por qué fui convidado ayer, pues al joven Dunster nunca antes se le había ocurrido tener esta cortesía...

    —Nuestro Willie —dijo el popular periodista— nunca hace nada sin una intención, ésa es la verdad.

    —¡Y además a la casa de su tío!

    —Vive allí.

    —Sí, pero podría haberme ofrecido comer en algún otro lugar. Lo extraordinario del caso es que el viejo no parecía tener nada especial que decir. Me sonrió con amabilidad una o dos veces y eso fue todo. Era una gran reunión, dieciséis personas.

    Entonces el redactor jefe, tras expresar su pesar por no haber podido ir, quiso saber si la reunión había sido amena.

    Renouard lamentó que su amigo no hubiese estado allí. Siendo un hombre cuyo negocio o, al menos, cuya profesión era conocer todo lo que pasaba por ese punto del globo, probablemente le habría contado algo de algunas personas que habían llegado últimamente de la metrópoli y que se encontraban entre los invitados. El joven Dunster, Willie, con su amplia pechera y las vetas de piel alba brillando desagradablemente a través del ralo cabello negro emplastado sobre su coronilla, se abalanzó sobre él y lo presentó en la reunión como si fuera un perro amaestrado o un niño prodigio. Decididamente, dijo, Willie no le agradaba; uno de esos incómodos hombres corpulentos...

    Hubo un silencio, y parecía que Renouard no fuese a decir nada más cuando, de repente, salió con el auténtico motivo de su visita a la sala de redacción.

    —Los vi como hechizados.

    El redactor jefe lo contempló admirado pensando que, fuese el resultado de la soledad o no, ello era prueba de una percepción susceptible a la expresión de los rostros.

    —Has pasado por alto el decirme sus nombres, pero puedo adivinarlo. Te refieres al profesor Moorsom, a su hija y a su hermana..., ¿no es así?

    Renouard asintió. Sí, una dama de cabellera plateada. Pero por su silencio, por sus ojos fijos que sin embargo evitaban al amigo, era fácil adivinar que no era la dama de la cabellera plateada quien le interesaba.

    —Palabra —dijo recobrando su aplomo habitual—, diría que fui invitado allí tan sólo para que la hija hablara conmigo.

    No disimuló que su aspecto le había arrebatado enormemente. Nadie habría podido remediar impresionarse. Ella era diferente de cualquier otro en aquella casa, y no solamente como resultado de su indumentaria londinense. No había bajado con ella para cenar, lo había hecho Willie. Fue más tarde, en el terrado...

    Era una velada maravillosamente plácida. Él estaba sentado a distancia y solo, y deseaba estar en algún otro lugar..., preferentemente a bordo de la goleta, sin guarniciones de etiqueta delante. No había cruzado con el resto de invitados más de cuarenta palabras en toda la velada. La vio de repente yendo completamente sola hacia él, el lóbrego alumbrado del terrado adelante, desde bastante lejos.

    Era alta y grácil, portaba con nobleza sobre su cuerpo erguido una cabeza de una naturaleza que a él se le antojó singular, algo..., en fin..., pagana, coronada por una formidable cabellera. Había estado a punto de levantarse, pero el decidido aproximarse de ella provocó que siguiera sentado. No la había observado mucho durante aquella velada. No poseía la libertad de contemplar que se adquiere en los usos de sociedad y las reuniones asiduas con extraños. No era timidez, sino la circunspección de un hombre no acostumbrado al mundo y a la práctica de mirar disimuladamente con curiosidad despreocupada. Todo lo que había captado en la entusiasta e instantáneamente reprimida primera ojeada fue la impresión de que su cabello era esplendorosamente rojo y sus ojos muy negros. Resultó turbador, pero fue pasajero; casi lo había olvidado cuando muy inesperadamente la vio descendiendo al terrado despacio pero ansiosa, como si se estuviera refrenando a sí misma, y con una ascendente ondulación cadenciosa de toda su figura. La luz de una ventana abierta caía frente a su camino, y súbitamente toda aquella melena cuidadosamente peinada apareció incandescente, cincelada y fluida, con la desafiante insinuación de un yelmo de cobre pulido y los fluyentes chorros del metal fundido. Ello había encendido en él una admiración pasmosa. Pero nada dijo sobre esto a su amigo el redactor jefe. Ni tampoco le contó cómo el aproximarse de ella había despertado en su mente la imagen de la gracia infinita del amor y el significado de inagotable gozo que habita en la belleza. ¡No! Lo que transmitió al redactor jefe no fueron emociones, sino meros hechos expresados con voz impostada y palabras sin inspiración.

    —La joven dama vino y se sentó junto a mí. Dijo: «¿Es usted francés, señor Renouard?».

    Respiró una bocanada de perfume —de algún perfume que no conocía— sobre el que tampoco dijo nada. La voz de ella era suave y nítida. Sus hombros y sus brazos desnudos resplandecían con esplendor excepcional, y cuando adelantó la cabeza hacia la luz vio el admirable contorno de su cara, la fina y recta nariz de orificios delicados, la refinada pincelada carmesí de los labios en ese óvalo sin pintar. La expresión de los ojos se perdía en un indefinido juego misterioso de plata y azabache, bullendo bajo el encarnado oro cobrizo de su cabello como si se tratase de un ser hecho de marfil y metales preciosos transmutados en tejido viviente.

    —... Le conté que mi gente vivía en Canadá pero que yo me crié en Inglaterra antes de presentarme aquí. No acierto a imaginar qué interés podía tener en mi vida.

    —¿Y te quejas de su interés?

    El tonillo del periodista sabelotodo pareció chirriarle al hacendado de Malata.

    —¡No! —dijo con una voz amortiguada que resultó casi huraña. Pero tras un breve silencio continuó—. Realmente extraordinario. Le expliqué que salí a recorrer mundo libremente cuando tuve diecinueve años, casi justo después de dejar el colegio. Parece que su difunto hermano estuvo en el mismo colegio un par de años antes que yo. Quería que le contara qué hice al principio de presentarme aquí, lo que se hallaron haciendo otros hombres al presentarse..., a dónde acudían, lo que era presumible que les sucediese..., como si yo pudiese adivinar y predecir desde mi experiencia el destino de los hombres que arriban aquí con un centenar de proyectos diferentes, por centenares de razones diferentes..., o por ninguna razón salvo el trajín..., ¡que vienen, van y desaparecen! Ridículo. Parecía querer escuchar sus vidas. Le expliqué que la mayoría de ellas no merecía contarse.

    El insigne periodista, apoyado sobre el codo, la cabeza descansando sobre los nudillos de la mano izquierda, escuchaba con gran atención, pero no dio las muestras de sorpresa que Renouard, al hacer una pausa, pareció esperar.

    —Tú sabes algo —dijo con brusquedad este último. El sabelotodo meneó ligeramente la cabeza y dijo—: Sí, pero continúa.

    —Se trata simplemente de esto. No hay más. Me vi a mí mismo hablándole de mis aventuras, de mis días de juventud. Era imposible que le interesara. De veras —clamó—, es de lo más extraordinario. Esa gente trama algo. Nos sentamos a la luz de la ventana, mientras su padre merodeaba por el terrado con las manos detrás de la espalda y la cabeza baja. La dama de la cabellera plateada fue a la ventana del comedor dos veces..., estoy seguro de que para observarnos. El resto de los invitados comenzó a irse..., y con todo nosotros permanecimos sentados allí. Evidentemente los Dunster hospedan a estas personas. Fue la anciana señora Dunster quien puso fin a la cosa. El padre y la tía planeaban alrededor como si temieran molestar a la joven. Luego ella se levantó de pronto, me ofreció la mano, y dijo que esperaba poder verme de nuevo.

    Mientras Renouard hablaba, de nuevo vio oscilar su figura con un movimiento elegante y tenaz..., sintió la presión de su mano..., escuchó los últimos acentos del hondo murmullo que salía de su garganta, tan blanca a la luz de la ventana, y recordó los rayos negros de sus ojos firmes recorriendo su cara al apartarse. Recordó todo ello de forma visual y no fue del todo placentero. Era bastante sobrecogedor, como el descubrimiento de una nueva facultad en sí mismo. Hay facultades de las que uno más bien prescindiría... tales como, por ejemplo, la de ver a través de un muro de piedra o la de recordar

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