Ágatha Christie - El Oráculo de Delfos
Ágatha Christie - El Oráculo de Delfos
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Agatha Christie
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Aquella mañana, Willard había salido temprano para ver algunos mosaicos bizantinos.
Mrs. Peters, sintiendo instintivamente que los mosaicos bizantinos la dejarían fría (tanto
material como espiritualmente), se había excusado.
-Lo comprendo, madre -había dicho Willard-: quieres quedarte sola para ir a sentarte en
el teatro o arriba, en el estadio, y mirar todo aquello tan hermoso e impregnarte bien.
-Eso es, querido -había contestado Mrs. Peters.
-Ya sabía yo que este lugar te encantaría -había dicho Willard, entusiasmado, y había
partido solo en busca de antigüedades.
Y ahora, con un suspiro, Mrs. Peters se preparó para levantarse y desayunar.
En el comedor sólo encontró a cuatro personas: una madre y una hija, vestidas con un
estilo especial y que estaban discutiendo sobre el arte de la propia expresión en la danza; un
caballero grueso, de mediana edad, que le había salvado una maleta cuando bajaba del tren y
se llamaba Thompson, y un recién llegado calvo y también de mediana edad, que estaba allí
desde ayer por la noche.
Este personaje era el último que se había quedado en el comedor y Mrs. Peters no tardó
en entrar. Las maneras de mister Thompson eran claramente desalentadoras (Mrs. Peters
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llamaba a esto «la reserva británica»), y la madre y la hija se habían mostrado muy superiores
y sabihondas, aunque la muchacha había parecido congeniar con Willard.
A Mrs. Peters el nuevo huésped le pareció una persona muy agradable. Comunicaba su
información sin alardes de sabiduría. Le comunicó varios detalles interesantes y simpáticos
acerca de los griegos, dándole la impresión de que eran verdaderas personas y no historias
aburridas sacadas de un libro.
Mrs. Peters le contó a su nuevo amigo todo lo relativo a Willard, que era un muchacho
tan listo y que hubiera podido usar la palabra «Cultura» a modo de apellido. En aquel
personaje suave y benévolo había algo que facilitaba la conversación.
Él, por su parte, no le dijo a Mrs. Peters a qué se dedicaba ni cómo se llamaba. Aparte de
que había viajado y se tomaba un descanso completo de sus ocupaciones (¿qué ocupaciones?),
no fue comunicativo acerca de sí mismo.
En conjunto, se le pasó el día mucho más rápido de lo que ella hubiera supuesto. La
madre y la hija y mister Thompson continuaban siendo insociables. Mrs. Peters y su nuevo
amigo encontraron a este último saliendo del museo y vieron cómo tomaba inmediatamente la
dirección opuesta.
Su nuevo amigo se lo quedó mirando con las cejas fruncidas.
-¡Estoy preguntándome quién puede ser ese individuo!
Mrs. Peters le comunicó el nombre del otro, pero no podía hacer nada más.
-Thompson... Thompson... No creo haberlo visto antes. Y sin embargo, hay algo en su
cara que me resulta familiar. Pero no puedo situarlo.
Por la tarde, Mrs. Peters disfrutó una tranquila siesta en un lugar sombreado. El libro que
se había llevado para leer no era el excelente tratado sobre arte griego que le había
recomendado su hijo, sino una novela titulada El misterio de la barca del río. Contenía cuatro
asesinatos, tres raptos y una banda numerosa y variada de criminales peligrosos. Mrs. Peters
se sentía a la vez fortificada y apaciguada con su lectura.
Eran las cuatro cuando regresó al hotel. Estaba segura de que, a aquella hora, Willard
habría vuelto ya. Tan lejos se encontraba de presentir ninguna desgracia, que casi se olvidó de
abrir la nota que, según le había comunicado el dueño, había traído por la tarde un hombre
desconocido.
La nota estaba extremadamente sucia. La abrió con gesto distraído. Al leer las primeras
líneas, su rostro palideció y alargó una mano para sostenerse. Estaba escrita por un extranjero,
pero en inglés. Decía así:
«Señora:
La presente es para informarle de que su hijo ha sido secuestrado. Nuestro lugar es muy
seguro. El joven caballero no sufrirá ningún daño si usted obedece nuestras órdenes. Pedimos
por él un rescate de diez mil libras esterlinas. Si habla usted de esto al dueño del hotel o a la
policía, o a otra persona, ¡su hijo morirá! Se le avisa para que reflexione. Mañana le daremos
instrucciones sobre el modo de entregar el dinero. Si no las obedece, las orejas del honorable
joven serán cortadas y le serán enviadas. Y si no las obedece entonces, al día siguiente morirá.
No amenazamos en vano. Reflexione y, sobre todo, guarde silencio.
DEMETRIUS, el de las cejas negras»
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Iría inmediatamente a buscar a la policía, llamaría a sus vecinos. Pero quizás si lo hacía...
Y se estremeció.
Luego, animándose, salió de su habitación en busca del dueño del hotel: la única persona
del establecimiento que hablaba inglés.
-Está haciéndose tarde -le dijo-. Mi hijo no ha regresado aún.
El simpático hombrecillo le miró muy satisfecho.
-Cierto -dijo-. El señor despidió las mulas. Deseaba volver a pie. A esta hora, debería ya
estar aquí, pero sin duda se ha entretenido por el camino -y sonrió con feliz expresión.
-Dígame -preguntó de pronto Mrs. Peters-: ¿hay en los alrededores personas de mala
reputación?
Mala reputación no era una expresión conocida en el vocabulario inglés del hombrecillo.
Mrs. Peters se explicó con más claridad. Y recibió la respuesta de que, en todos los
alrededores de Delfos, no había más que gente buena, tranquila y muy bien dispuesta hacia
los extranjeros.
En sus labios temblaban las palabras, pero las obligó a retroceder. La siniestra amenaza
le ataba la lengua. Podía ser una pura fanfarronada, pero ¿y si no lo era? En América, a una
amiga suya le habían robado a un niño que fue asesinado al informar ella a la policía.
Efectivamente, estas cosas ocurrían.
Estaba casi frenética. ¿Qué iba a hacer? Diez mil libras... ¿qué era esto en comparación
con la seguridad de Willard? Pero ¿cómo podía conseguir una suma así? En aquel momento
había interminables dificultades con el dinero y era difícil retirarlo de los bancos. Una carta de
crédito por unos cuantos centenares de libras era todo lo que tenía en su poder.
¿Entenderían esto los bandidos? ¿Querrían ser razonables? ¿Querrían esperar?
Al acercarse su doncella, la despidió a cajas destempladas. A la hora de la comida sonó
la campanilla y la pobre señora se vio obligada a pasar al comedor. Comió maquinalmente.
No veía a nadie. Por lo que a ella se refería, la habitación hubiera podido estar desierta.
Al servirle la fruta, le colocaron una nota delante. La infeliz retrocedió, pero la letra era
completamente distinta de la que había temido ver: una letra limpia de amanuense inglés. La
abrió sin demasiado interés, pero su contenido la intrigó:
«En Delfos no puede usted consultar al Oráculo, pero "puede" consultar a mister Parker
Pyne.»
Había dejado, prendido con un alfiler, un anuncio de periódico y al final del pliego una
fotografía de pasaporte. Se trataba de su amigo calvo de la mañana.
Mrs. Peters leyó dos veces el recorte:
¿Feliz? ¿Feliz? ¿Había sido nadie nunca tan infeliz? Aquella era una respuesta a una
plegaria.
Apresuradamente, garabateó en una hoja de papel que acertaba a llevar en el bolso:
«Le ruego me ayude. ¿Puede reunirse conmigo fuera del hotel dentro de diez minutos?»
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-El rostro humano, mi querida señora -dijo mister Parker Pyne con dureza-. He sabido
inmediatamente que le había ocurrido algo, pero espero que usted me diga de qué se trata.
Todo salió como de un torrente. Le entregó la carta, que él leyó a la luz de su linterna de
bolsillo.
-Hum -dijo-. Un documento notable. Un documento muy notable. Tiene ciertos
aspectos...
Pero Mrs. Peters no estaba de humor para escuchar los aspectos más curiosos de la carta.
¿Qué iba a ser de Willard? ¿De su querido, delicado Willard?
Mister Parker Pyne se mostró tranquilizador. Trazó un cuadro atractivo de la vida de los
bandidos griegos. Tendrían un cuidado especial con su prisionero, puesto que para ellos
representaba una posible mina de oro.
Y gradualmente, la serenó.
-Pero ¿qué voy a hacer yo? -gimió Mrs. Peters.
-Espere hasta mañana. Es decir, a no ser que prefiera acudir directamente a la policía.
Mrs. Peters le interrumpió con un chillido de terror. ¡Su querido Willard sería asesinado
inmediatamente!
-¿Cree usted -preguntó a continuación- que volveré a ver a Willard sano y salvo?
-Sobre esto no hay duda -dijo mister Parker Pyne tratando de calmarla-. El único
problema es saber si tendrá usted a su hijo sin pagar diez mil libras.
-Lo que quiero es a mi hijo.
-Sí, sí -dijo mister Parker Pyne con tono tranquilizador-. A propósito, dígame, ¿quién
trajo la carta?
-Un hombre a quien el dueño del hotel no conoce: un extraño.
-¡Ah! Aquí hay posibilidades. El hombre que traiga la carta mañana podría ser seguido.
¿Qué es lo que les dirá usted a las personas del hotel sobre la ausencia de su hijo?
-No he pensado en ello.
-Me pregunto ahora... -dijo mister Parker Pyne reflexionando-. Creo que de modo natural
podría usted expresar alarma e inquietud con motivo de su ausencia. Podría ponerse en
marcha un destacamento de exploración.
-¿No teme usted que esos demonios...? -Y se quedó sin voz.
-No, no. Mientras no corra el rumor del rapto o del rescate, no pueden ponerse
intratables. Después de todo, no pueden esperar que acepte usted la desaparición de su hijo sin
agitarse poco ni mucho.
-¿Puedo dejar todo eso en sus manos?
-Esto me corresponde a mí.
Apenas se habían puesto en marcha para regresar al hotel, estuvieron a punto de tropezar
con un hombre corpulento.
-¿Quién era? -preguntó mister Parker Pyne con expresión pensativa-. ¿Era Thompson...?
Thompson... hum.
Al retirarse a descansar, Mrs. Peters pensó que era una buena idea la de mister Parker
Pyne a propósito de la carta. Quienquiera que fuese el que la trajera, debía estar en contacto
con los bandidos. De este modo, se sintió consolada y se durmió mucho más pronto de lo que
hubiera podido creer.
Mientras se vestía, a la mañana siguiente, advirtió de pronto que había algo en el suelo,
cerca de la ventana. Lo recogió... y su corazón dio un vuelco. El mismo sobre barato y sucio,
el mismo tipo de letra... Lo abrió.
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nos contentaremos, en lugar de la suma. Escuche, esto es lo que tiene que hacer: Usted, o
alguien que usted envíe, debe recoger ese collar y traerlo al estadio. Desde allí subirá al lugar
donde hay un árbol junto a una gran roca. Habrá ojos vigilando para asegurarse de que sólo
venga una persona. Entonces, su hijo será cambiado por el collar. La hora debe ser mañana a
la seis, un momento después de haber salido el sol. Si pone a la policía tras de nosotros,
dispararemos contra su hijo cuando su coche vaya a la estación.
Ésta es nuestra última palabra. Si mañana no hay collar, le enviaremos las orejas de su
hijo. Al día siguiente, morirá.
Saludos, señora.
DEMETRIUS»
Mrs. Peters corrió en busca de mister Parker Pyne. Éste leyó inmediatamente la carta con
profunda atención.
-¿Es verdad lo que dice sobre el collar de diamantes? -preguntó.
-Completamente. Mi esposo pagó por él cien mil dólares.
-Nuestros ladrones están bien informados -murmuró mister Parker Pyne.
-¿Qué dice usted?
-Solamente estaba considerando algunos aspectos del caso.
-Le aseguro, mister Pyne, que no tenemos tiempo para eso. Debo tener a mi hijo de
regreso cuanto antes.
-Pero usted es una mujer de espíritu, Mrs. Peters. ¿Le gusta dejarse asustar y dejarse
quitar diez mil libras? ¿Le gusta entregar sus diamantes mansamente a una pandilla de
rufianes?
-Bien, por supuesto ¡si lo presenta usted así! -y la mujer de espíritu que era Mrs. Peters
estaba en lucha con la madre-. ¡Cómo quisiera ajustarles las cuentas a esos brutos cobardes!
En el mismo instante en que recupere a mi hijo, mister Pyne, lanzaré a la policía de la
vecindad tras ellos... ¡Y si es necesario alquilaré un coche blindado para ir con Willard a la
estación de ferrocarril! -Mrs. Peters estaba ahora encendida, respirando venganza.
-Sí... -dijo mister Parker Pyne-. Ya lo ve usted, mi querida señora, me temo que se
preparan para eso. Saben que una vez haya recuperado a Willard, nada le impedirá dar la voz
de alerta por todos los alrededores.
-Pues bien: ¿qué piensa usted hacer?
Mister Parker Pyne sonrió.
-Quiero probar un pequeño plan propio -y paseó una mirada por todo el comedor. Estaba
desierto y con las puertas de ambos extremos cerradas-. Mrs. Peters, conozco a un hombre en
Atenas... un joyero especializado en los buenos diamantes falsos... un trabajo de primera clase
-y bajo la voz hasta que fue sólo un murmullo-. Puedo llamarle por teléfono. Puedo tenerlo
aquí esta tarde con una selección de piedras...
-¿Y se propone usted...?
-Retirar los verdaderos diamantes y sustituirlos por diamantes falsos.
-¡Cómo! ¡Esto es lo más ingenioso que he oído nunca! -y Mrs. Peters le dirigió una
mirada de admiración.
-¡Chiss! No tan alto. ¿Quiere usted hacerme un favor?
-Sin duda.
-Vigile que nadie se acerque de modo que pueda oír lo que digo por teléfono.
Mrs. Peters hizo un gesto afirmativo.
El teléfono estaba en el despacho del administrador, que se apartó amablemente después
de ayudar a mister Parker Pyne a encontrar el número. Al salir, vio fuera a Mrs. Peters.
-Sólo estoy esperando a mister Parker Pyne. Vamos a dar un paseo.
-Oh, sí, señora.
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Todo fue bien. El joyero llegó un momento antes de comer en un coche lleno de turistas.
Mrs. Peters llevó el collar a sus habitaciones. El hombre manifestó su aprobación con un
gruñido.
-Madame peut étre tranquille. Je réussirai -y sacando algunas herramientas de un saquito,
se puso manos a la obra.
A las once, mister Parker Pyne llamó a la puerta de Mrs. Peters.
-¡Aquí los tiene!
Y le entregó una bolsita de gamuza. Ella miró al interior.
-¡Mis diamantes! -exclamó.
-Chis. Aquí está el collar con las piedras falsas que sustituyen a los diamantes. Un buen
trabajo, ¿no le parece?
-Sencillamente admirable.
-Aristopoulos es un hombre muy hábil.
-Cree usted que no lo sospecharán?
-¿Cómo habían de sospecharlo? Saben que tiene usted aquí el collar. Usted lo entrega.
¿Cómo pueden sospechar el ardid?
-Bien, lo encuentro admirable -insistió Mrs. Peters devolviéndole el collar-. ¿Quiere
usted entregárselo a ellos? ¿O es pedir demasiado?
-Naturalmente que se lo entregaré. Sólo déme la carta para que tenga claras las
instrucciones. Gracias. Ahora, buenas noches y bon courage. Su muchacho estará aquí
mañana a la hora del desayuno.
-¡Con tal de que eso fuese verdad!
-Vamos, no se inquiete. Déjelo todo en mis manos.
Mrs. Peters pasó una mala noche. Cuando se dormía tenía sueños terribles: sueños de
bandidos armados que, desde coches blindados, disparaban sobre Willard, que bajaba por una
montaña corriendo en pijama. Y se alegró de despertarse. Por último, llegó el primer fulgor de
la aurora. Mrs. Peters se levantó y se vistió. Y se quedó sentada... esperando.
A las siete oyó un golpe en la puerta. Tenía la garganta tan seca que apenas podía hablar.
-Adelante -dijo.
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La puerta se abrió y entró mister Thompson. Ella abrió mucho los ojos. Le faltaron las
palabras. Tenía el presentimiento de un desastre. Y, sin embargo, el hombre que había entrado
tenía una voz completamente natural y vulgar, una voz fuerte y suave.
-Buenos días, Mrs. Peters -dijo.
-¡Cómo se atreve usted, caballero! ¿Cómo se atreve usted...?
-Debe usted excusar mi visita a una hora tan intempestiva -contestó mister Thompson-,
pero ya lo ve, tengo un asunto que tratar.
Mrs. Peters se inclinó hacia delante con una mirada acusadora.
-¡O sea que fue usted quien raptó a mi hijo! ¡Y no hay tales bandidos!
-Ciertamente, no hay tales bandidos. Ya pensé que ese detalle era muy torpe, muy poco
artístico. Es lo menos que puede decirse.
Mrs. Peters era una mujer de una idea fija.
-¿Dónde está mi hijo? -preguntó con ojos de tigresa enfurecida.
-Lo cierto -contestó mister Thompson- es que está detrás de esa puerta.
-¡Willard!
La puerta se abrió de golpe. Willard, pálido, con las gafas y claramente con necesidad de
afeitarse, fue estrechado contra el corazón de su madre.
Mister Thompson observaba la escena con ojos benignos.
-Sea como sea -dijo Mrs. Peters rehaciéndose de pronto y volviéndose hacia él-, haré que
lo procesen por esto. ¡Vaya si lo haré!
-Estás confundida, mamá -dijo Willard-. Este caballero es quien me ha libertado.
-¿Dónde estabas?
-En una casa situada al borde de la roca, sólo a una milla de aquí.
-Y permítame, Mrs. Peters -dijo mister Thompson-, que le devuelva lo que le pertenece.
Y le entregó un pequeño paquete con una ligera envoltura de papel de seda. Al caer el
papel, quedó al descubierto el collar de diamantes.
-No necesita guardar la otra bolsa de piedras, Mrs. Peters -dijo mister Thompson
sonriendo-. Las verdaderas piedras continúan en el collar. La bolsa de gamuza contiene
algunas imitaciones excelentes. Como le ha dicho su amigo, Aristopoulos es en su profesión
un verdadero genio.
-La verdad es que ni entiendo una palabra de todo esto -dijo Mrs. Peters débilmente.
-Debe usted mirar el caso desde mi punto de vista -observó mister Thompson-. Atrajo mi
atención el uso de un determinado nombre. Me tomé la libertad de seguirla a usted y a su
supuesto amigo cuando salieron del hotel, y escuché (lo confieso francamente) su
interesantísima conversación. Me pareció notablemente significativa, tan significativa que
comuniqué el caso confidencialmente al administrador. Éste tomó nota del número al que
había telefoneado para que un camarero escuchase por completo su conversación en el
comedor.
»El plan se me presentó claramente. Era usted víctima de un par de hábiles ladrones de
joyas. Conocen todo lo relativo a su collar de diamantes, la siguen a usted hasta aquí y raptan
a su hijo, y le escriben una carta «de bandidos» bastante cómica. Y se lo organizan para que
usted ponga su confianza en el principal instigador del plan.
»Después de esto, todo es muy sencillo. El buen caballero le entrega a usted una bolsa de
falsos diamantes y desaparece con su compadre. Esta mañana, al ver que su hijo no venía,
usted se pone frenética. La ausencia de su buen amigo le induce a creer que también ha sido
raptado. Deduzco que se las habían arreglado para que alguien fuese mañana a la villa. Esta
persona hubiera descubierto a su hijo y, entonces, entre usted y él se hubieran hecho una idea
del complot. Pero en aquel momento los picaros hubieran conseguido estar muy lejos.
-¿Y ahora?
-Oh, ahora están bien encerrados bajo llave. Yo me he ocupado de eso.
-¡El miserable! -exclamó iracunda Mrs. Peters-. El miserable e hipócrita gordinflón.
-Una persona poco recomendable -convino mister Thompson.
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-No acierto a comprender cómo ha podido usted llegar a intervenir en todo esto -dijo
Willard con admiración-. Ha sido usted muy listo.
El otro movió la cabeza con gesto de excusa.
-No, no -dijo-. Cuando uno viaja de incógnito y oye su propio nombre usado
falsamente...
Mrs. Peters le miró.
-¿Quién es usted? -le preguntó de repente.
-Yo soy mister Parker Pyne -explicó aquel caballero.
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