Alter Ego - Jose Suarez
Alter Ego - Jose Suarez
Alter Ego - Jose Suarez
EGO
José Antonio Suárez
Alter Ego.
© José Antonio Suárez, 2019
Reservados todos los derechos
http://www.joseantoniosuarez.es
Ilustración de cubierta: Design36 (Shutterstock)
Table of Contents
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
CAPÍTULO 9
CAPÍTULO 10
CAPÍTULO 11
CAPÍTULO 12
CAPÍTULO 13
CAPÍTULO 14
CAPÍTULO 15
CAPÍTULO 16
CAPÍTULO 17
CAPÍTULO 18
CAPÍTULO 19
CAPÍTULO 20
CAPÍTULO 21
EPÍLOGO
CAPÍTULO 1
Buenos días. Me llamo Alter Ego. Y estoy muerto.
Una vez asistí a un taller literario, para mejorar mi estilo. Por entonces era
joven e inseguro y carecía de sofisticación. No aprendí demasiado de las charlas
de aquel tipo con ínfulas que fumaba en pipa de hueso y lucía un ridículo fular
rojo, pero se me quedó grabado un consejo. La mejor forma de iniciar una
novela es con una frase impactante, que el lector recuerde años después de haber
terminado tu libro. Tal vez olvidó el argumento, pero no ese gancho, que quedará
en su memoria pegado como una garrapata. ¿Se acuerdan de cómo empezaba
Cien años de soledad? Espero que sí, y si no, vamos, no sean perezosos y
busquen la frase en Internet. Es buena, ¿verdad? Ojalá la hubiera escrito yo.
Mi frase gancho favorita es: «Cuando despertó, el dinosaurio seguía allí».
Augusto Monterroso creó uno de los microrrelatos más impactantes que se han
escrito. Podrán olvidar a su autor, pero no ese cuento. Claro que después de esa
frase no hay nada más, empieza y acaba con una pirueta circense. En cierto
modo es lo que hacemos los escritores, entretener con trucos, malabarismos y
algún chiste cargado de mala uva. Nuestro nombre desaparecerá, pero las
palabras pervivirán, decía aquel bobo del fular rojo.
¿Qué ocurre cuando despiertas y no sabes si estás vivo o muerto?
Es lo que me ocurrió a mí. No había ningún dinosaurio a mi lado; solo mis
pensamientos, mi conciencia, pero ¿dónde estaba mi cuerpo? ¿Adónde había ido
a parar? Fue una sensación espeluznante, porque a mi lado solo encontré el
vacío. Al principio pensé que me había quedado ciego, pero de haber sido así,
podría tocarme mi propio cuerpo, y sin embargo no tenía manos con las que
palpármelo. Luego pensé que quizá me habría quedado tetrapléjico, y por eso no
podía mover ninguna zona de mi cuerpo.
Paulatinamente empecé a recordar y entonces lo entendí todo.
Durante mi vida siempre tuve pánico a morir. Escribía libros de terror y
ciencia ficción; se me daba bien, me ganaba la vida asustando a los demás, pero
hay algo peor que los fantasmas y los monstruos: descubrir que no existen, que
no hay un más allá, que todo lo que nos han contado los curas es mentira y que
al universo no le importa si vives o mueres. Mira a tu alrededor: ¿crees que hay
alguien ahí arriba anotando lo que haces para juzgarte después de la muerte? Si
lo hubo alguna vez, dejó de tomar apuntes hace mucho tiempo, aburrido de lo
que estaba viendo. Las historias sobre espíritus y demonios tienen éxito porque
crean esperanzas de que hay algo al otro lado. Pero yo nunca creí mis propias
historias. Sé que no existen los fantasmas, aunque en la televisión aparezcan a
diario haciéndose pasar por personas normales, y también sé que viajar más
rápido que la luz es imposible, lo que convierte la mayoría de los libros de
ciencia ficción que he escrito en fantasía. Tengo –tenía, ya les he dicho que creo
que estoy muerto– muy claro qué es real y qué no, pero yo me ganaba la vida
entreteniendo a mi público, y de paso me lo pasaba bien. No obstante, si quería
alcanzar el más allá, tenía previamente que estar seguro de que no era fantasía
para adultos.
Si les estoy contando todo esto es porque supongo que soy capaz de
pensar, y por tanto existo. Pero tengo dudas de que realmente piense, o que
sienta, y que estas líneas que usted está leyendo hayan sido creadas por un
programa de inteligencia artificial. ¿De verdad está usted seguro de que existe?
En algún momento de su vida se habrá preguntado si no será parte de una
fenomenal mentira. ¿Cómo explica que se acuerde de una persona que lleva años
sin ver y poco después se la encuentre por la calle? ¿Son las coincidencias fruto
del azar o el indicio de que en el mundo hay piezas que no encajan? Quizá algún
día usted despierte del sueño de la realidad y descubra quién o qué es realmente,
si está vivo, muerto, o es un reflejo en el espejo. Yo todavía no he descubierto
quién soy, y solo puedo hacer conjeturas con cierto grado de probabilidad.
La primera de ellas: estoy muerto. La segunda: mi mente fue trasvasada a
una red de ordenadores de la corporación Pangea.
Partiendo de que ambas conjeturas sean ciertas, les explicaré lo que creo
que sucedió. Acumulé en vida una respetable cantidad de dinero gracias a mi
profesión de novelista. A la edad de cincuenta y ocho años se me diagnosticó
una enfermedad incurable y me dieron seis meses de vida. Quería seguir
viviendo, y la religión no me daba ninguna esperanza que mi mente racional
pudiera tragarse. Existían algunos precedentes de resurrecciones de pacientes
que fueron hibernados décadas atrás, pero los resultados no habían sido buenos.
La mayoría de los que sobrevivieron al proceso de hibernación murieron poco
después, o su organismo resultó dañado de forma irreversible: se quedaban
postrados en sillas de ruedas o eran incapaces de hablar o moverse. La
hibernación no es el sueño que las novelas de ciencia ficción nos habían vendido
y la realidad se acerca más bien a una pesadilla, pero Pangea tenía en su haber el
privilegio de haber resucitado con éxito a un paciente que fue hibernado hacía
dos décadas, precisamente el abuelo de uno de los fundadores de la compañía, y
sin secuelas aparentes. Si ellos prometían algo, lo cumplían. Y la inmortalidad de
la mente fue su siguiente promesa.
La tecnología de resurrección mental pretendía digitalizar las conexiones
de la compleja red de neuronas del cerebro para reproducirlas en un ordenador.
Hay tantos soles en la galaxia como neuronas dentro de nuestra cabeza.
Cartografiarlas todas, incluidas sus sinapsis, y reproducir ese endiablado mapa
en una estructura digital era una labor que a priori rebasaba la capacidad de
nuestra tecnología. Hay servicios en Internet que crean un avatar de tu mente
basado en la información disponible sobre ti. Eso no es lo que yo quería para mí.
Una reconstrucción basada en lo que yo había dicho o hecho durante mi vida no
era yo, porque no reflejaba todos mis pensamientos, sino solo aquellos que yo
había revelado a la sociedad. En el interior de nuestra mente escondemos ideas
con las que no nos sentimos cómodos, pero también forman parte de nosotros.
Yo no quería una imitación servil de mí mismo y políticamente correcta que
agradase a la sociedad, sino mi yo auténtico, con sus defectos, virtudes y todos
los procesos de pensamiento intactos. Eso nadie lo había conseguido.
Los primeros intentos para digitalizar una mente humana se basaron en
descomponer el cerebro en trocitos del tamaño de micras, que eran escaneados y
reensamblados digitalmente. Lamentablemente, el proceso de lonchear el
cerebro destruía información, y los resultados fueron pésimos. Los bioingenieros
necesitaban herramientas más elegantes. Un cuchillo, por muy fina que sea su
hoja, rompe tejido.
La tecnología de microsondas conectoma fue elegida por Pangea para su
proyecto Eón, de resurrección humana. Debido a su peligrosidad, las sondas
conectoma estaban prohibidas en muchos países, pero Pangea se las arreglaba
para sortear las regulaciones. Sus ganancias le permitieron el capricho de
alquilar a Portugal una de las islas Azores, formando una especie de miniestado
en el que se aplicaban sus propias normas. Al exportar sus productos al exterior
tenía que cumplir las leyes de otros países, pero lo que hiciera de puertas para
adentro era cosa suya.
Tuve noticia del proyecto Eón un año antes de que los médicos me
sentenciasen a muerte. Me pareció una fantasía descabellada propia de mis
novelas de ciencia ficción, un cuento tan inconsistente como viajar en el tiempo
o irse de excursión a la nebulosa de Orión a lomos de un motor de curvatura. No
me lo creí y seguí con mis asuntos.
Después de recibir mi condena a la pena capital, cambié de idea.
Llámenme cobarde, y tendrán razón. Ateos ilustres se convirtieron a la Fe
Verdadera cuando vieron las orejas al lobo. A mí me sucedió algo ligeramente
menos patético: reemplacé la fe en Dios por la fe en la Ciencia. Total, ¿qué tenía
que perder? Pangea buscaba conejillos de indias para su estudio y yo era un
desahuciado con una hinchada cuenta bancaria de la que ya no podría disfrutar
cuando mi cuerpo fuese pasto de gusanos.
No imaginaba la enorme suma que Pangea me pidió a cambio de
aceptarme como cobaya. Yo creía que los gastos los asumiría la corporación, a la
que no le faltaba dinero, precisamente. Solo la cifra que obtenía con la
explotación en aguas internacionales del ascensor espacial del Pacífico era ya
insultante, y eso representaba una pizca de sus fuentes de ingresos. Pero Pangea
argumentó que reproducir un modelo humano del cerebro en un ordenador
costaba mucho dinero. Si hubiera estado soltero no habría puesto muchas pegas,
pero tenía un hijo de veintiún años. Y también estaba Sara, mi ex mujer. Aunque
ambos no se habían portado demasiado bien conmigo, no quería fastidiarles más
de lo necesario.
Fue una elección dura, pero mi ex me lo puso fácil: únicamente fue a
verme al hospital en una ocasión, y no porque le importase un bledo que fuese a
morirme, sino porque quería que solucionase en vida los asuntos legales de la
herencia. Aquella miserable no merecía que le dejase un céntimo de mi trabajo y
en cuanto a mi hijo, tendría que espabilar y hacerse un hombre. Él también visitó
el hospital en raras ocasiones.
Moriría solo, sin que nadie derramase una lágrima por mi pérdida. No me
resigné a tirar la toalla. Llegué a un trato con Pangea, tomé un vuelo a Ponta
Delgada, capital de la isla de Sao Miguel, y pasé los últimos días de mi vida en
un centro médico de las Azores con bellas vistas al océano, monitorizado por
personal de la compañía. Me habían inyectado en el cuello una solución salina,
con una suspensión de millones de sondas conectoma que se esparcirían por las
circunvoluciones de mi cerebro, esperando que se acercase el momento de mi
muerte para cobrar vida. El proceso de activación y mapeo generaba tanta
energía que dañaba el funcionamiento de las neuronas, lo que provocaba un
shock en el paciente que le conducía a la muerte en cuestión de segundos. Pero
esos segundos eran suficientes para que el dispositivo de escaneo reuniese las
señales de las sondas neurales y las volcase en los ordenadores de la compañía.
Al menos, es lo que prometían los bioingenieros.
El doctor Nayan me tranquilizó antes de que me administrasen un sedante
que me sumiría en mi último sueño como ser vivo. Nayan no era médico, sino
doctor en informática y electrónica orgánica. Debido a una malformación
congénita, sus extremidades del lado izquierdo eran más largas que las del
derecho, y cojeaba un poco. Sus dedos parecían los de un alienígena, estrechos,
largos e increíblemente flexibles. Algunos le llamaban cruelmente doctor Ictus,
por la asimetría inquietante de su rostro.
–Eres la última persona que veré en mi vida –le dije.
–Y la primera que verás en la nueva –sonrió Nayan.
Tenía veintidós años, pero disponía ya de dos licenciaturas, un doctorado y
estaba estudiando medicina, a dos cursos cada año. Nayan pasó una infancia
muy dura en Calcuta, hasta que fue adoptado legalmente por la corporación. A
pesar de sus defectos de constitución, Nayan llamó pronto la atención por su
extraordinaria inteligencia. Algunas multinacionales de diseño genético
utilizaban países como La India para sus experimentos, y Nayan formaba parte
de un programa eugenésico para concebir niños a la carta. Los progenitores que
encargaron un bebé superdotado no quedaron satisfechos con la apariencia física
del bebé, y declinaron hacerse cargo de él. Nayan quedó desprotegido en una
inclusa que parecía un estercolero, y fue un milagro que durase dos años vivo,
momento en que un ojeador se lo llevó a cambio de un puñado de rupias.
Hasta donde yo sé, Pangea no se dedica a la experimentación genética con
humanos. No porque tenga escrúpulos, sino porque tarde o temprano esas
actividades acaban saliendo a la luz, y la corporación se había ganado poderosos
enemigos que pagarían mucho por cualquier información escabrosa que dañase
su imagen. La compañía salvó la vida a Nayan, pero no lo hizo pensando en la
salud del bebé, sino porque convenía a la corporación. Si Pangea había crecido
tanto en estas dos últimas décadas fue porque convertía las piedras del camino
en oportunidades de negocio. La construcción del ascensor espacial Clarke-
Sheffield en una plataforma del Pacífico, a dos mil kilómetros al Oeste de
Ecuador, fue considerada durante mucho tiempo una idea descabellada, propia
de las novelas con las que yo me ganaba la vida; sin embargo, una vez resueltos
los problemas de ingeniería y desarrollada la tecnología de nanotubos de
carbono que componían los cables, el ascensor se reveló un método rentable para
situar objetos en órbita, y convirtió en piezas de museo los cohetes químicos de
lanzamiento, abriendo de par en par las puertas a la colonización de la Luna y
Marte. La cantidad de basura orbital era de tal magnitud que había provocado
numerosos accidentes, que a su vez generaron más basura. Sin el ascensor
espacial, la humanidad habría perdido la posibilidad de enviar nuevos satélites al
espacio por saturación de las órbitas a causa de los escombros espaciales,
problema conocido en astronáutica como síndrome de Kessler. Ese oscuro
panorama convertiría el luminoso futuro de conquista de otros mundos en papel
mojado. A la mayoría de la gente no le importará, pero yo me gané la vida
escribiendo ese tipo de historias. Me gusta pensar que tenemos un futuro, y que
será bueno a pesar de que los datos apunten en contra.
A causa de ese optimismo les estoy hablando. No me rendí, ni acepté mi
mala suerte. Cierta interpretación de la mecánica cuántica sostiene que somos
inmortales. Nuestro universo se desdobla a cada instante en un montón de
cosmos en los que la historia ha transcurrido de modo ligeramente diferente. En
un universo apagamos la luz de nuestra habitación y en otro la dejamos
encendida. En uno morimos de pulmonía y en otro los antibióticos nos salvan.
Nuestro yo no nota esa constante división, porque esos universos escindidos
desaparecen de nuestra esfera de realidad, y nuestra conciencia solo navega en
aquella rama en la que seguimos vivos. Cuando me diagnosticaron una
enfermedad terminal, mi línea de futuro se escindió en un camino que me
conducía a la muerte y otro en el que me salvaba. No podría contarle esta
historia desde uno de esos universos en que mi conciencia colapsa, así que me
salvé. Piénselo: usted sigue vivo mientras sus amigos, conocidos y familiares
caen de vez en cuando a su alrededor. Y aunque la muerte le ronde, seguirá
adelante, porque las copias de su yo que no tienen futuro desaparecen de la
existencia. La selección natural también actúa a través de las realidades. Solo
aquellas en las que uno sigue vivo prosperan. Tranquilo, no le explicaré el
experimento mental de Schrödinger porque si está leyendo este libro, ya estará
harto del maldito gato. Pero piense con optimismo: usted es el gato que
sobrevivió a la ampolla de veneno cuando se alzó la tapa. Y también sobrevivió,
por poco, a aquel motorista que iba a arrollarle cuando cruzaba por el paso de
cebra, o a la caída de un rayo aquella tarde en el monte, cuando se puso a llover,
o a aquella operación con anestesia general en la que podría haber muerto.
Desgraciadamente, no se ha demostrado aún que esta interpretación de la
mecánica cuántica sea correcta. Solo es una forma de ilustrar algo que rebasa
nuestro sentido común. Nadie entiende por qué a nivel subatómico la naturaleza
se comporta como el país de las maravillas de Alicia, por qué surgen partículas
de la nada y desaparecen sin dejar rastro, cómo es posible que un haz de fotones
pase por dos rendijas a la vez, o por qué se pueden teletransportar de forma
instantánea las propiedades cuánticas de unos grupos de partículas a otras, sin
importar la distancia que las separa. Tal vez no existan los universos múltiples y
la explicación a la física subyacente de nuestra realidad sea aún mucho más
extraña de lo que podamos concebir. Pero, bueno, ¿por qué les estaba contando
todo esto?
Ah, sí, porque iba a morir.
Postrado en la camilla del hospital, a dos mil kilómetros de distancia de mi
hogar, sin ninguno de mis seres queridos a mi lado y bajo la mirada atenta de un
doctor que no era médico, cuya cara parecía obra de Picasso. Eché un último
vistazo al ventanal y contemplé el azul del Atlántico, confiando que, al despertar,
Nayan estaría allí para recibirme.
Como decía, cuando me desperté no había nada a mi alrededor, salvo el
color blanco, como si el océano que había visto a través de la ventana se hubiera
transformado en leche y hubiera inundado mi habitación. No recuerdo cuánto
tiempo permanecí en ese estado, pero fue demasiado. No sentía dolor físico,
aunque podía experimentar angustia. Algo no había ido bien, pensé.
Mi matriz neural había sido activada, pero carecía de comunicación con el
exterior. Alguien al cargo del equipo de control reparó en ese detalle y me
devolvió la vista. De pronto me topé con la imagen de un joven con barba de
tres días que mascaba chicle y bostezaba. No era el rostro con el que yo me
esperaba encontrar. Se suponía que mi resurrección sería un acontecimiento
especial, y que una nube de científicos esperaría expectante mi retorno del
mundo de los muertos, como un Lázaro virtual. En su lugar me topé con un
niñato con pinta de becario mal pagado, al que no le importaba un pimiento lo
que me sucediese.
–¿Dónde estoy? –pregunté–. ¿Y Nayan?
–Está ocupado –dijo el joven–. Te encuentras en la cúpula de la memoria,
en Ponta Delgada, capital de la isla de Sao Miguel.
–¿Y tú quién eres?
–Depuro el código. Hay miles de millones de interconexiones en tu red
cerebral que hay que repasar. Tenemos a IAs que hacen la mayoría del trabajo,
pero alguien debe supervisar lo que hacen y, ejem…
–¿Ejem?
–Hemos tenido algunas dificultades contigo.
–Me gustaría saber cuáles son.
–No se me permite dar a los descarnados más información que la
imprescindible. Aumenta sus niveles de cortisol.
–¿Tengo un cerebro orgánico que produce cortisol?
–No, pero las matrices artificiales del proyecto Eón emulan todas las
reacciones de tu cerebro original, incluidos pequeños cambios bioquímicos
simulados ante respuestas estresantes.
–Pero estoy vivo, ¿no?
El joven explotó un globo de chicle. Maldito cretino, pensé.
–Eres un descarnado –me dijo–. ¿Es que no me has oído?
–¿Y por qué supones que sé a qué te refieres?
–Es evidente que no tienes cuerpo. A eso me refiero.
–Vaya.
–No pareces muy despierto. Te ganabas la vida escribiendo gilipolleces
sobre robots y viajes a la velocidad de la luz.
–No se puede viajar a la velocidad de la luz.
–Pues en tus novelas se puede.
–No es verdad. Para alcanzar la velocidad de la luz se requeriría energía
infinita. ¿Es que no conoces la relatividad de Einstein? Yo no transgredo la
teoría. El espaciotiempo puede plegarse, y con materia exótica se podrían abrir
atajos a través de agujeros de gusano, permitiendo el viaje interestelar y…
–Basta de mamarrachadas. Yo no pierdo el tiempo leyendo cosas que son
mentira. –El becario observó en una pantalla un flujo inusual de datos que
mostraba la actividad de mi cerebro virtual–. Y te recuerdo que estás muerto, así
que deja de defender esas terribles historias que escribías.
–Me gustaría tener brazos –dije–. Para partirte la cara, imbécil.
–Echaré un vistazo a tu cuenta bancaria –el joven hizo una mueca de
desagrado–. Vaya, está en números rojos. No podrías pagar esos brazos.
–No puede ser. ¡Dejé más de cinco millones de créditos! ¿Cómo puedo
deberos dinero? ¿Qué… qué clase de engaño es este?
–Te lo explicaría si pudiera –dijo el becario evasivamente–. Mira, yo solo
trabajo aquí y no sé adónde ha ido a parar tu dinero, pero sí sé adónde no ha ido:
a mi bolsillo.
–Nayan me prometió que estaría aquí cuando despertase. Quiero hablar
con él.
–Lo verás a su debido momento –el joven manoseó una tableta de datos–.
¿Sientes dolor?
–No tengo cuerpo. ¿Cómo podría sentirlo?
–Seguro que sabes lo que son los miembros fantasma.
–Sí, pero no me han amputado un brazo o una pierna. ¿No dices que soy
un descarnado? Sin nervios no puede haber dolor.
El niñato rio entre dientes.
–¿Qué te hace tanta gracia? –protesté–. Esperaba un trato mejor por parte
de Pangea, después de la pasta que he pagado.
–Tenías una mujer y un hijo. ¿No les dejaste nada? ¿O es que no te
importaban?
–Eso no es asunto tuyo.
–Eres un egoísta. Conozco a los tipos como tú. Tengo dos hermanas
separadas, con hijos. Sus ex maridos no les pasan la pensión.
–Quiero ver a Nayan –de pronto intuí en qué consistía aquel juego–. Esto
es una especie de prueba, ¿verdad? Me estás cabreando adrede.
–Qué listo eres. Pues sí, trataba de medir tu índice de respuestas
emocionales, y es francamente bueno. El intercambio entre las capas de datos
ofrece un bitrate de…
–No me hables como si fuera una máquina.
–Alter, enfréntate a la realidad. Eres una máquina.
–Espera, ¿por qué me has llamado Alter?
–Eres la recreación del cerebro de Carlos Vera, el popular novelista de
género fantástico. Su Alter Ego. Crees que sigues siendo el Carlos original, pero
te aseguro que no lo eres. Para diferenciarte de él, te llamaremos Alter.
–Necesito salir de aquí.
–Tú no puedes ir a ninguna parte. Primero, no estás vivo y segundo, no
tienes dinero para pagar un cuerpo biomecánico. De todas formas no funcionan
bien y antes tenemos que estabilizar tu matriz. Tras la activación se producen
desajustes y la red neural se degrada. No sabemos por qué y por eso el proyecto
Eón aún no se ha lanzado al público. Tú eres el primero de nuestros pacientes
que sobrevivió al proceso.
–¿Con cuántos más lo habéis intentado?
–Tres veces en humanos, y antes de que me hagas preguntas incómodas,
todos ellos firmaron el consentimiento, como tú. Lo hemos intentado también
con animales alterados genéticamente para incrementar su inteligencia.
Sobrevivieron una orca y un delfín. Puedes considerarte muy afortunado por la
suerte que tienes.
–No sabes qué contento estoy. Daría saltos de alegría si tuviera piernas.
–Me alegra que aún conserves tu sentido del humor, Alter. –El becario se
levantó–. Vas a necesitarlo.
CAPÍTULO 2
Nayan había pedido ayuda para mi caso. Yo no sabía qué lo había puesto tan
nervioso y nadie se dignaba a darme explicaciones, pero recurrieron a un
colaborador externo que había sido socio fundador de Pangea. Todo el mundo le
llamaba Ciro y tampoco se molestaron en decirme su apellido. Ciro había dejado
la compañía hacía años, por discrepancias con sus compañeros del consejo de
administración. Si existía una persona con peor suerte que la mía, era él. Poco
después de abandonar Pangea, a Ciro se le diagnosticó un glioblastoma cerebral.
Para seguir vivo debía llevar permanentemente un pequeño dispositivo en la
cabeza que aplicaba microdescargas dentro de su cráneo para mantener a raya el
desarrollo del tumor. Ciro no se lo quitaba ni para dormir. Su vida pendía de la
proverbial espada de Damocles, y en cualquier momento esta podría caer sobre
su cuello.
Ciro había prometido a su amigo Nayan que trabajaría en mi caso para
reajustar las deficiencias de mi matriz neural, aunque yo no era consciente de
qué iba mal. La ventaja de no tener cuerpo es que puedo cruzar el Atlántico sin
subir a un avión y aterrizar en el apartamento de Ciro, al sur de Madrid, en
menos de un segundo. El núcleo de mi personalidad seguía ejecutándose en los
ordenadores de Pangea, pero teóricamente podía viajar a cualquier parte del
mundo.
Ciro vivía solo, y de vez en cuando le visitaba una amiga suya, Eva, que
trabajaba en una importante editorial de la capital. Ciro le habló del proyecto
Eón y Eva le comentó que tenían un problema con uno de sus escritores estrella,
Jaime Clos.
Jaime era un autor al que le gustaba el juego y empinar el codo, pero sobre
todo esto último. Eva se enamoró de él cuando era un don nadie y lo aupó a las
listas de los superventas, refinando su burdo estilo y llamando a algunas puertas
que le abrieron la audiencia al público europeo y americano. Por sus propios
méritos, Jaime no habría llegado a ningún lado, era un juntaletras mediocre con
un pasado oscuro como director de una editorial cutre de vanity press que timaba
a los escritores noveles que caían en sus redes. Él les publicaba libros que luego
no distribuía, cobrándoles el triple del precio de imprenta y obligándoles a
vender en las presentaciones un número mínimo de ejemplares. Un tipo
ponzoñoso que no merecía el apoyo de Eva, a la que, por supuesto, también
vampirizó.
Ciro y Eva se conocieron en la sala de espera de una clínica de
radioterapia. Ciro estaba prácticamente desahuciado y los médicos no le daban
más de seis meses de vida, como a mí. ¿Recuerdan lo que les conté sobre las
coincidencias? En cuanto a Eva, le habían extirpado un tumor en un pecho y
debía someterse a radiación y quimioterapia. Jaime, aquel monstruo cruel que
tenía por marido, ya no la consideraba atractiva en la cama y flirteaba con una
compañera diez años más joven que su esposa. Eva iba a perder a su marido, y
su empleo en la editorial peligraba a causa de su enfermedad. De nada le servía a
Bruno, su jefe, que Eva hubiese entregado su vida a la empresa ni la larga lista
de éxitos de ventas que ella había conseguido para la compañía. Eva había
cumplido los cincuenta y estaba en tratamiento por cáncer. Bruno pensaba en su
reemplazo, pero no quería despedirla mientras estaba de baja, por si trascendía a
la prensa.
Entre bromas, Ciro apostó a que era capaz de crear un programa de
ordenador que escribiría obras de igual calidad que las de Jaime Clos, y los
lectores no lo notarían. La broma acabó convirtiéndose en una propuesta en
serio, que Eva aceptó, y Ciro se puso manos a la obra. Pero los programas de
inteligencia artificial no daban la talla, ni siquiera para suplantar a un talento
mediocre como el de Jaime. Ciro modificó su idea original.
¿Y si las novelas las escribiese un escritor fallecido? Sería el negro
perfecto: trabajaría sin cobrar y estaría bajo permanente vigilancia de sus amos,
que no le permitirían descansos ni distracciones. Ciro habló con sus antiguos
compañeros de Pangea y encontró lo que buscaba.
Me encontró a mí.
Pronto comprendí que ni después de muerto me iba a librar de trabajar. Los
fondos que yo había pagado a Pangea para mi resurrección se habían agotado y
encima les debía dinero. Los gastos del equipo informático que mantenía mi
matriz de personalidad había que pagarlos, por lo que me ofrecieron la opción de
apagarme si no colaboraba, lo que equivalía a morir de nuevo. Con una vez ya
había tenido suficiente.
Aceptar convertirme en el negro de un miserable sin alma fue muy duro
para mí. Aborrecía a Jaime Clos, pero aún más a las novelas garbanceras con que
se había labrado una reputación inmerecida. Eva no lo encumbró al Parnaso de
las letras por su talento, sino porque se enamoró de él. El amor es ciego e
irracional.
Imitar el estilo de Jaime no fue ningún reto intelectual para mí; hasta un
mono lo habría hecho. La primera dificultad con que me topé era que tenía que
rebajar la calidad a propósito, para que encajase con su prosa plana plagada de
tópicos. Pero lo hice bien. Quizá demasiado bien. En tres meses terminé mi
primera novela y Eva se la presentó al buitre que tenía por jefe, acompañada de
varios informes de lectura. Bruno no iba a leérsela, claro; vendía libros como
podía dedicarse a criar salmones: en ambos casos lo haría por dinero y no le
importaba un bledo que su mercancía apestase al ponerla sobre el mostrador,
siempre que los clientes la comprasen. Leyó con recelo las críticas elogiosas que
Eva le mostró, y pensó que aquel parecía un movimiento desesperado de su
editora comercial para salvar su puesto de trabajo.
Bruno hizo algunas llamadas y encargó otros informes externos. Todas las
opiniones eran coincidentes: aquella era la mejor obra que Jaime Clos había
escrito en su carrera. Sus seguidores la devorarían y pedirían más. Ninguno de
los expertos detectó que aquella novela no la había escrito Jaime, sino una
máquina. Y si ellos se habían tragado el engaño, lo mismo ocurriría con los
lectores.
Jaime llevaba cuatro años en dique seco, metafóricamente hablando,
porque el gaznate lo tenía bien lubricado con alcohol. Se había gastado un
adelanto de cien mil créditos para sus próximas dos novelas, pero a cambio
Bruno no había recibido nada. Jaime se pasaba el día durmiendo y la noche de
juerga, bebiendo, fumando y jugando. Como escritor estaba acabado, pero Bruno
no quería renunciar a aquella fuente de ingresos. Habló con la asesoría jurídica y
le dieron una salida legal: podrían seguir publicando novelas de Jaime Clos
aunque no las hubiese escrito, si lo hacían como marca registrada. Ya había
precedentes de editoriales que publicaban libros nuevos de autores fallecidos
bajo ese subterfugio. Pero como el afectado estaba vivo, antes tendría que firmar
un consentimiento escrito para evitar que la editorial fuese demandada.
Jaime y Bruno se dieron cita en un lujoso restaurante del centro de Madrid.
El plan del editor jefe era dejar que comiera y bebiera hasta reventar, y cuando
estuviera borracho, sacar aquel espinoso asunto a colación y que firmase el
contrato. Pero Jaime tenía una gran tolerancia al alcohol, y después de tres
botellas de vino acompañadas de abundante marisco, el escritor seguía dando
largas a su editor, prometiendo que el argumento de su próxima novela estaba
casi listo en su cabeza y que solo tenía que traspasar esas ideas al papel cuando
tuviese tiempo. No entendía que el tiempo se le había acabado, y si seguía
bebiendo a ese ritmo, también el hígado.
–La editorial ha dado instrucciones a nuestros abogados para demandarte
por incumplimiento de contrato –dijo secamente Bruno–. Si no nos devuelves el
anticipo de cien mil antes de fin de mes, te llevaremos a juicio.
Jaime lo miró fijamente. Algo no encajaba en la escenografía. Bruno le
invitaba a marisco en un restaurante de lujo para amenazarle.
Sonrió:
–¿Qué vas a ofrecerme para evitarlo?
–Que cobres sin trabajar –respondió Bruno, mientras observaba cómo la
ostra que tenía en su plato se retorcía por el limón.
–Podías haber empezado por ahí– dijo Jaime, vaciando de nuevo su copa
de vino.
–Alguien escribirá los libros por ti. Tú solo pondrás el nombre y harás las
giras de promoción cuando se te pida.
–¿Un negro? Aún no he caído tan bajo. Además, son traicioneros;
esconden trampas en el texto para luego dejarte en ridículo. ¿En qué lugar
quedarías tú? Sería un desprestigio para todos.
–No es un negro de carne y hueso. Se trata de una inteligencia artificial. Ha
aprendido todo de ti e imita tu estilo a la perfección.
–¿En serio quieres sustituirme por una máquina? Qué estupidez. Yo
escribo literatura. Un ordenador no es más inteligente que su programador.
–Tenemos la primera obra ya acabada, lista para salir al mercado.
Jaime lo miró con furia:
–¿Por qué me haces esto, cabrón?
–¿Me llamas cabrón? Te has gastado cien mil pavos y en cuatro años no
has hecho más que gandulear. Tengo una empresa que dirigir, sueldos que pagar
y tú te has convertido en un parásito. Antes de que tu público se dé cuenta de que
estás acabado, te proponemos una salida digna: explotar tu nombre como marca
comercial. Tú seguirás concediendo entrevistas, firmarás ejemplares y saldrás en
televisión, mientras nuestro esclavo digital escribe por ti. Disfrutarás de las
ganancias sin esforzarte.
–Yo soy un artista. ¿Crees que el dinero es lo único que me importa?
–A ti no te gusta escribir. Adoras la fama y que te repitan lo listo que eres.
Estrujarte el cerebro es otro cantar.
Jaime guardó silencio un par de segundos. Después estalló en carcajadas:
–¡Te estaba tomando el pelo! ¿Cómo no va a interesarme ganar pasta sin
trabajar? ¿Crees que soy estúpido?
Bruno se relajó un poco.
–A condición de que pueda volver a publicar cuando quiera –dijo el
escritor.
–Por supuesto. Tu sustituto es una solución provisional hasta que salgas
del bloqueo y escribas tu novela definitiva –mintió Bruno.
–Y seguiré cobrando mi diez por ciento de derechos de autor.
–Por supuesto. Cuando termines tu próxima novela, lo arreglaremos para
que gane algún premio convocado por uno de nuestros sellos editoriales
asociados.
Dado que esa novela no llegaría nunca, Bruno se permitió realizar
promesas que no tenía intención que cumplir. Lo importante era que Jaime
firmase el documento; y si no volvía a ponerse frente al teclado nunca más, allá
él.
–La verdad es que me he acostumbrado a no trabajar, y no echo de menos
escribir. –Jaime comenzó a leer el contrato que su editor le enseñó–. La culpa es
tuya, Bruno. No deberías haberme dado un adelanto tan alto. Me has mimado
demasiado.
–¿Vas a firmar o qué?
Jaime se leyó dos veces el documento. No encontró ninguna objeción, pero
pidió antes consultar con su agente. Bruno le disuadió de ello: debían llevar
aquel asunto con la máxima discreción. Cuanta menos gente estuviese al tanto,
mejor para el negocio.
Tras meditarlo un poco, el escritor firmó.
–Esperaba que te rasgarías las vestiduras con esta proposición indecente –
dijo el editor, guardándose rápidamente el documento–. Ha sido más fácil de lo
que creía.
–El trabajo duro es para los autores bisoños. Yo ya tengo un nombre y me
puedo permitir el lujo de dormirme en los laureles. ¿Quieres regalarme dinero?
Por mí perfecto. Habría firmado igual aunque no me hubieses invitado a
marisco.
–Has vendido tu nombre por dinero. Ahora me pertenece.
–Eres un Mefistófeles de pacotilla. Trabajar significa vender nuestro
tiempo por dinero. Tú también eres una puta barata, pero yo prefiero dedicar mi
tiempo a hacer lo que me dé la gana. Ya no disfruto escribiendo, por eso llevo
cuatro años sin acabar mi novela, Bruno. Me gusta la fama, pero no sudar para
conseguirla. Apenas me quedan tres mil créditos del anticipo que me diste, así
que lo que menos me preocupa en este momento es que te haya vendido mi
nombre. Mientras me pagues todos los meses, puedes hacer con él lo que te
plazca.
–Debería haber un lugar en el infierno para escritores como tú –Bruno
pidió la cuenta.
–Lo hay. Está junto a los editores charcuteros que amañan premios
literarios.
–Ofreceremos el premio a otro. Ignoraba que te habías vuelto decente.
–¿Decente? –rio Jaime–. No sabes cómo empecé mi carrera de escritor.
*****
Quizá Bruno no lo supiese, pero yo sí. Durante su etapa de editor cochambroso y
ruin, Jaime Clos había fusilado novelas que otros escritores le enviaron atraídos
por concursos literarios que él patrocinaba, pero que jamás pagaba. Esos
concursos eran el cebo para acercar a los autores noveles al cepo de su
pseudoeditorial, en la que cobraba por publicar. Modificaba las novelas que más
le gustaban para evitar una demanda por plagio y las editaba con su propio
nombre. Las ideas no tienen dueño, decía. Dos veces fue llevado a juicio y las
dos salió sin un rasguño. Por eso no tenía ningún escrúpulo en rubricar aquel
trato con Bruno, que habría rechazado cualquier persona honesta.
Jaime Clos era a partir de ese momento una marca registrada de la editorial
Sigma Draconis. Estaba obligado por contrato a mantener la farsa y a colaborar
en la promoción de cada nuevo título que yo escribiese bajo su nombre. Él no
sentía ningún remordimiento por engañar a sus lectores, pero nadie me preguntó
cómo me sentía yo. Total, estaba muerto. ¿Por qué iba a importar a nadie lo que
sintiese una máquina? Había muchos programas de inteligencia artificial que
simulaban emociones humanas. ¿Era mi matriz de personalidad un conjunto de
subrutinas que emulaban el pensamiento humano? ¿Tenía conciencia propia o
solo lo parecía? Ni siquiera estoy seguro de haber estado vivo alguna vez. Poseo
los recuerdos del Carlos Vera original, pero quizá fue obra de algún programador
para darle entidad a mi personaje. Eso explicaría la falta de respeto que Pangea
tiene por mí.
Hice algunas averiguaciones sobre lo que me contó el becario. Pangea
había realizado varias pruebas de resucitación virtual con animales. Junto al
edificio que albergaba la cúpula de la memoria, que alojaba la granja de
ordenadores del proyecto Eón, se levantaba un estanque comunicado con el mar,
donde nadaban un ejemplar adulto de orca y otro de delfín. Ambos habían
elegido sus propios nombres: la orca se hacía llamar Tarpaa y el delfín, Kedrak.
Como premio por haber escrito en apenas tres meses mi primera novela
post mortem, se me permitía controlar a distancia un pequeño robot de limpieza
durante un puñado de horas al día. Mientras me paseaba por las instalaciones iría
limpiando el suelo. Esos canallas que me tenían prisionero no me concedían
nada gratis. Incluso en mi tiempo de recreo me obligaban a barrer el polvo, pero
al menos el robot que controlaba tenía sensores de comunicación móviles y un
micrófono. Para bajar escaleras disponía de patas retráctiles que me conferían un
aspecto amenazador, como una araña gigante en busca de presas, y esas mismas
patas me servían de brazos para ayudarme a retirar desperdicios y excrementos
varios que se resistían a la aspiradora.
En resumen, era un cubo de basura.
El viento había esparcido numerosas hojas sobre el estanque y tuve la
excusa perfecta para acercarme a limpiarlo. Un pequeño dron sobrevoló el agua
y comenzó a retirar las hojas, que depositaba dentro de mi cubo.
Llamé a los animales.
La orca fue la primera en acudir. Asomó su negra y voluminosa cabeza por
el borde de la piscina, buscando algún humano, pero como no vio ninguno se
ocultó de nuevo.
Lancé una fuerte sucesión de clics en ultrasonido. Tarpaa salió de nuevo,
esta vez de mal humor, y me salpicó de agua.
–¿Por qué gritas?
La traducción me llegó fuerte y clara; había cabreado al cetáceo en mi
primera toma de contacto. Eso no era empezar con buen pie.
–Disculpa, es que no me habías visto y quería hablar contigo –dije.
–Tengo cosas más importantes que hacer que hablar con un cubo de
basura. –Tarpaa enseñó sus enormes y afilados dientes.
–No soy un cubo de basura. Quiero decir… utilizo este cubo para
moverme, pero mi cerebro no está dentro de él.
–Eso está claro. –Tarpaa me evaluó con una mirada asesina–. ¿Por qué
supones que querría hablar con un cubo descerebrado? –Tarpaa iba a sumergirse
de nuevo.
–Porque me hicieron lo mismo que a ti.
La orca dibujó un círculo de perplejidad en el agua.
–Y tengo cerebro –puntualicé–. Está en la cúpula que ves ahí arriba, dentro
de un ordenador.
–Eres una máquina. Vaya novedad.
–Una vez fui una persona de carne y hueso. ¿Sabes lo que es el proyecto
Eón?
–Vagamente.
–Inmortalidad de la conciencia. Digitalizan un cerebro humano antes de
morir y lo reproducen en un ordenador. Experimentaron antes con animales.
Vosotros fuisteis los primeros.
Un chirrido modulado de forma diferente surgió detrás de Tarpaa:
–No lo fuimos.
Kedrak, el delfín, se había acercado al borde del estanque.
–¿Hubo más antes que vosotros? –inquirí.
–Alteraron nuestros cerebros para hacernos más inteligentes –dijo
Kedrak–. A algunos los mataron para devolverlos a la vida en cuerpos que no
eran suyos.
–Perdimos a nuestras hembras –dijo Tarpaa–. Y nos tienen aquí
prisioneros.
–Yo también soy un prisionero –dije–. Pagué una fortuna para convertirme
en inmortal y miradme cómo he acabado.
Los cetáceos intercambiaron unos chirridos que el traductor interpretó
como risas.
–¿Por qué no escapáis? –dije–. Podríais saltar el borde del estanque que
comunica con el océano.
–No iríamos lejos –dijo Kedrak–. ¿Crees que si fuese tan fácil no lo
habríamos intentado ya? Si nos alejamos más de quinientos metros, no podemos
seguir nadando más.
–Chips de geolocalización –aventuré.
La orca perdió interés por la charla y se alejó al otro extremo del estanque.
–Sufrió mucho por la muerte de su pareja –dijo Kedrak–. Los humanos
sois despreciables.
–Yo no tuve nada que ver en eso. ¿Es que no me veis? Soy una víctima,
como vosotros.
–Eres un humano. ¿Por qué querías ser inmortal? Es antinatural. Para que
exista vida, tiene que haber muerte. Si nadie muriera, ¿qué pasaría con el
planeta?
–No intentes hacerme sentir culpable por evitar morir.
–Ya hay demasiados humanos en el mundo. Habéis exterminado al resto de
especies y convertido los mares en estercoleros. Pero ¿qué hacéis? Obsesionaros
con vuestra muerte. La del resto de seres vivos os trae sin cuidado.
–No todos los humanos somos iguales.
–¿Qué te hace a ti distinto?
–Para empezar, ya no puedo generar residuos sólidos que contaminen el
medio ambiente. Estas instalaciones funcionan con energía solar y mareomotriz.
Así, los ordenadores que albergan mi cerebro digital tampoco contaminan.
–Tus procesos mentales siguen siendo los de un humano.
–¿Y los tuyos no lo son? Kedrak, fuimos nosotros quienes te hicimos
inteligente. Crees que posees razonamientos distintos a los míos y que tú y yo no
tenemos nada en común, pero dentro de tu cabeza hay una mente diseñada por
hombres, que se cree diferente y única. Bienvenido a nuestra cultura, amigo,
porque no conozco a ninguna persona que no se crea especial y distinta.
–Yo no elegí ser inteligente. Me privasteis de mi naturaleza. Me
transformasteis en… en algo humano.
El delfín pronunció estas palabras como un insulto.
–¿Por qué nos desprecias tanto? –le pregunté.
–Sois responsables de la aniquilación de mi especie. Apenas quedan cien
ejemplares de delfines vivos en el mundo, y todos están en cautividad, en
estanques como este. De orcas quedan menos de cincuenta. Pero ¿cuántos seres
humanos viven en el planeta? Quince mil millones.
Sí, esa era la cifra correcta. Pregunté a Kedrak de dónde la había obtenido.
–De Sofía –dijo el delfín.
–¿Es tu cuidadora?
–Es una inteligencia artificial. Muestra interés por nosotros y nos trata con
respeto. Mucho más que nuestros cuidadores.
–No he oído hablar de ella.
–Es la mente más inteligente que ha existido. Ella tiene la respuesta a todas
las preguntas.
Kedrak se ocultó en el agua, dando por terminada la conversación. Esperé
a que el dron de limpieza recogiese las últimas hojas del estanque y regresé al
edificio.
Me había intrigado mucho la respuesta de aquel delfín iracundo. Hasta
donde yo sabía, las inteligencias artificiales solo eran sofisticados programas de
ordenador que emulaban comportarse como humanos. Tenían millones de
respuestas almacenadas ante cualquier pregunta imaginable y eran capaces de
mantener una conversación sin que su interlocutor se percatase de que estaba
hablando con una cosa. Pero ¿por qué una IA se tomaría la molestia de conversar
con un delfín? ¿Y por qué Kedrak se llevaba tan bien con Sofía?
No tendría que esperar mucho para descubrir la respuesta.
CAPÍTULO 3
Me quejé a Ciro por el trato humillante que recibía en Pangea, y amenacé con
reconsiderar mi papel de negro literario si no recibía una compensación justa.
Era un farol, claro; mi capacidad de presión era mínima y si me ponía insolente,
alguien acabaría apagándome. Pero lo cierto era que mi novela ya se había
publicado y la cifra de ventas era espectacular. La crítica alababa El infierno que
habito como el mejor libro que Jaime Clos había creado en toda su carrera; y era
verdad, pero siendo aquel un novelista mediocre, superarlo era fácil. Ya me
habían encargado una segunda novela, para la que disponía de más tiempo de
preparación. A fin de no levantar sospechas, la editorial espaciaría el ritmo de
novedades con un margen mínimo de ocho meses, así que no me exprimirían
como a un limón. Jaime, aquel vampiro borracho, presumía ante la prensa y
acudía a las presentaciones y firmas de libros como un pavo real. Estúpido
engreído. Qué ganas tenía de que cometiese una indiscreción y se descubriese el
pastel.
Ciro accedió a concederme un par de horas al día de descanso en la ViRed,
una Internet paralela dedicada a la realidad virtual, promovida por Pangea, a la
que se habían unido otras grandes compañías de la competencia arrastradas por
su popularidad. La ViRed era un centro de escapismo, un lugar para jugar y
hacer realidad tus fantasías, incluso las más oscuras. Para que el nivel de
inmersión fuera total se requería de prótesis oculares, y la mayoría de la gente
usaba lentes de contacto especiales, que proyectaban la información
directamente sobre la retina; pero los más fanáticos sustituían sus ojos por otros
biónicos, que enviaban las imágenes al cerebro directamente a través de los
nervios ópticos. Quienes los habían probado aseguraban que después de unas
horas, el usuario no era capaz de distinguir qué era real y qué una recreación
digital. Unos implantes subepidérmicos junto a los oídos hacían innecesario el
empleo de auriculares.
La ViRed se había convertido en refugio de inadaptados, en un lugar para
superar traumas –al menos mientras se permaneciese en ella– y también para
descargar los apetitos sexuales más siniestros sin riesgo a que te detuviesen. El
barrio negro, una de las zonas con más abonados, ofrecía la satisfacción de
cualquier pulsión sexual, por retorcida y repugnante que fuese. Algunos países
habían prohibido el acceso a esa zona, pero otros optaron por la liberalización al
constatar que el número de delitos sexuales había disminuido. Solo por disfrutar
plenamente de los placeres del barrio negro, muchos usuarios pasaban por el
quirófano para reemplazar sus ojos orgánicos por otros artificiales, y de paso se
libraban de sus defectos de visión para siempre.
El índice de suicidios también había bajado desde que la ViRed se
popularizó. Uno de sus primeros colonos fue Samuel Piñero, quien contribuyó a
sentar sus bases. Samuel había fundado Pangea hacía un cuarto de siglo, junto
con Ciro y un tercer socio que se había cambiado legalmente el nombre por el de
Laniakea (cielo inmenso en hawaiano). Muchas veces, la frontera entre la
genialidad y la locura es muy fina. Laniakea se marchó de Pangea y entró a
trabajar en otra compañía, Ares, que gracias a él consiguió proyectos de
inversión para la terraformación de Marte. Con el tiempo, Laniakea se convirtió
en el hombre fuerte de la firma. Ciro, el tercero del triunvirato fundador de
Pangea, acabó retirándose a una vida semimonástica, temiendo que su
glioblastoma daría cuenta de él en cualquier momento. Pero el tiempo pasaba y,
gracias a continuas microdescargas eléctricas de un generador portátil, el
crecimiento del alien que anidaba en su cerebro parecía controlado.
Samuel Piñero estaba libre de enfermedades, pero no de desgracias. En un
accidente de tráfico perdió a su esposa y a su hija. Él era el conductor y salvó la
vida con algunas magulladuras; pero por dentro, el desgarro que sufrió fue
mucho más doloroso. Samuel perdió las ganas de vivir, culpándose de haber
ocasionado la muerte de su familia. Estuvo de baja por depresión y cuando
regresó a la empresa, se sumergió en el parque de atracciones virtual que él
mismo había contribuido a levantar. Samuel se sometió a neuroterapia para que
le borrasen el recuerdo del accidente y dio instrucciones para que le dejasen en la
ViRed indefinidamente. La neuroterapia surtió efecto, pero a costa de eliminar
otra serie de recuerdos que nada tenían que ver con el accidente. Aunque a
aquellas alturas, a Samuel le daba igual que su mente se convirtiese en un queso
gruyer.
Sustituyó sus ojos por otros artificiales y se sentó en un sillón especial,
conectado a una bolsa de suero. Un empleado vigilaba su salud y evacuaba sus
heces y orina regularmente. En la ViRed, su esposa y su hija seguían vivas.
Borrado el recuerdo de su muerte, acabó aceptando la simulación como real.
Asistía a reuniones virtuales del consejo de administración de Pangea y mantenía
más o menos el control de la compañía. Pero sus dos principales socios se habían
ido y Samuel confiaba en muy poca gente. Necesitaba alguien dentro de su
nuevo reino de fantasía que le ayudase a manejar la corporación.
Sofía.
Ciro, Laniakea y Samuel habían unido su talento para crear una
inteligencia artificial que superase las versiones más estrictas del test de Turing.
Esta prueba, bautizada en honor al genio que ayudó durante la segunda guerra
mundial a descifrar el código Enigma, consistía en que un humano dialogase con
una máquina y otro humano, desconociendo la identidad de sus dos
interlocutores. Si la máquina era capaz de ocultar su condición y superaba la
prueba, se consideraba que cumplía con el estándar IA, pero, conforme la
tecnología avanzó, los criterios para superar el test se hicieron más estrictos. De
la escala que existía actualmente en el test, muy pocas IAs habían llegado más
allá del nivel quinto.
Sofía había llegado al séptimo, de un máximo de diez. Solo había otra
inteligencia digital en el planeta que la superase en la escala, y esa era yo. Podía
superar cualquier test de Turing que me pusiesen delante, y mis editores ya me
habían hecho la prueba innumerables veces para cerciorarse de que yo podía
engañar a los periodistas. Jaime Clos, haciendo gala de su gandulería habitual,
esquivaba a la prensa cuando se le antojaba o bebía más de la cuenta, pero ahí
estaba yo para contestar en su lugar, a través de una réplica digital de su cuerpo.
Había atendido a ocho periodistas y ninguno se había olido la trampa.
Mi primera incursión en la ViRed fue visitar una cabaña en el lago. No
sabía qué lago era ni me importaba, pero el paisaje había sido recreado de un
modo convincente, siempre que no fueses un maniático de los detalles. Las hojas
de los árboles, por ejemplo, tenían un movimiento sospechosamente artificial y
se reconocían ciertos patrones en el chirrido de los insectos o el piar de los
pájaros. El interior de la cabaña tenía cocina, dormitorio, aseo y un salón bien
equipado. Un tronco crepitaba en la chimenea y había una alfombra de piel de
oso para subrayar el aspecto rústico del entorno. La finalidad de todo aquello era
que siguiese escribiendo, claro. La editorial no quería que estuviese ocioso y me
había encargado una novela de un autor fallecido, para publicarla dentro de seis
meses. Los herederos estaban de acuerdo en seguir cobrando –iban a embolsarse
medio millón de pavos de adelanto– y la aparición de aquella nueva novela se
disfrazaría con el socorrido recurso de que se trataba de un libro rescatado de un
baúl que el autor había decidido no publicar. Para añadir más dramatismo, se
añadió: hasta después de su muerte. ¿Qué revelaciones contendría? ¿Sería tan
escandaloso que el autor no se había atrevido a publicarlo en vida? Y mientras la
editorial desgranaba notas de prensa a los medios, para ir creando expectación,
yo empezaba a desarrollar las líneas argumentales. Se trataba de un escritor que
conocía bien y, por lo menos, tenía más talento que el mediocre Jaime Clos.
Quizá hasta disfrutase de aquel reto.
A un kilómetro de distancia había un pequeño pueblo, donde podría
comprar provisiones con dinero electrónico de pega. Tenía curiosidad en
descubrir si los programadores habían hecho sus deberes, así que caminé con
mis piernas simuladas hacia aquel lugar.
No es que hubiesen tirado la casa por la ventana. El pueblo lo componían
doce casas y solo había una tienda abierta. Hallé un par de vehículos aparcados y
a una anciana que no me devolvió el saludo. Intenté entablar conversación con
ella, pero se alejó de mí como si no me viera. Tal vez así fuese.
Entré en el único comercio y exploré los estantes. En la sección de
cosmética encontré un espejo. Lo alcé para comprobar si me devolvía el reflejo.
Al observar mi rostro sentí un escalofrío. Era el mío, sin duda, pero no el
que tenía poco antes de morir. Mi nuevo semblante tenía veinte años menos y sin
la menor sombra de la enfermedad que acabó llevándome a la tumba. Ciro había
hecho un trabajo excelente al devolverme un aspecto joven y saludable.
Busqué entre los estantes. Me hacía gracia ver cómo interactuaba mi
cuerpo virtual con aquellos objetos. Tomé algunas latas de comida, refrescos y
una botella de vino tinto. La dependienta acercó un lector a mi tarjeta monedero
y una pantalla mostró el total de la compra.
–Vives en la cabaña del lago, ¿verdad? –dijo la joven. Tenía veintitantos
años, una larga cabellera negra y facciones suaves y delicadas. Su profunda y
oscura mirada me recordó que aquella muchacha no era real. Me recordaba
poderosamente a Ana, mi novia de la universidad.
–Sí.
–¿Has venido a descansar unos días? Es un lugar perfecto para relajarse y
estar aislado del mundo.
–Mi aislamiento es forzoso. Me han traído a la cabaña para que trabaje.
–¿Cortando leña? –bromeó la muchacha.
–Escribiendo. Cuando estaba vivo me ganaba la vida de juntaletras.
–No te entiendo.
–Pagué a Pangea toda mi fortuna para que resucitase mi mente después de
mi muerte. Proyecto Eón, ¿lo conoces?
Ella asintió.
–Ahora tengo que trabajar para ellos, o me desconectarán –continué–. Te
pierden todo el respeto cuando mueres.
–Así que eres escritor.
–Sí.
–Y muy bueno.
–Vaya, ¿has leído algo de mí?
–Para vivir de la literatura hay que ser muy bueno.
–Pues sí. Era tan bueno que aún siguen contando conmigo. Me encargan
que escriba libros firmados por otros autores, ocultando mi identidad. En el
mundillo se nos conoce como negros.
–Suena a racista –la muchacha frunció la nariz.
–Los negros han sido una raza maltratada. Cuando se abolió la esclavitud
la cosa cambió, pero no lo suficiente.
–¿Cómo te llamas?
–Alter –la miré fijamente–. Me recuerdas mucho a Ana, una amiga de la
universidad.
–Llámame así. Yo tampoco estoy viva. Los nombres aquí son una
convención.
–Me pregunto si el parecido es casual.
–Es una pregunta interesante –la muchacha sonrió y desapareció en la
trastienda.
Salí al exterior y me di otra vuelta por el pueblo, pero seguía sin encontrar
a nadie con quien conversar y me aburrí. Regresé con mi compra por el camino
que conducía a la cabaña.
Pero no la encontré. En su lugar se alzaba un lujoso chalé de dos plantas y
buhardilla. Subí la pequeña escalinata del porche y abrí la puerta principal. La
dependienta se hallaba en su interior, esperándome:
–¿Te gustan los cambios? He quitado la alfombra de oso del salón; me
parecía de mal gusto hacer ostentación de pieles de animales muertos.
–Bien hecho –respondí, admirando la decoración, de estilo moderno. La
chimenea había desaparecido, pero había incluido una barra americana y hasta
una mesa de billar–. ¿Cómo lo has conseguido tan rápido?
–El tiempo dentro de la ViRed es relativo.
–¿Quién eres?
–Una esclava, como tú. He sido creada para satisfacer las necesidades de
los humanos.
–¿Eres una descarnada?
–Nunca he tenido un cuerpo orgánico, si te refieres a eso.
–Un amigo de Pangea me habló de Sofía. Me pregunto si eres tú.
–¿Qué amigo es ese?
–Kedrak.
–Otra víctima de los humanos –ella me tomó de la mano–. Esperaba tu
llegada –dijo–. Sí, soy Sofía, y tenía mucha curiosidad por conocerte.
–Adoptaste la forma de Ana deliberadamente.
–Pensé que te gustaría.
–Y me gusta, pero…
–No tengo acceso a tus recuerdos, si eso te inquieta, pero he recopilado
información sobre ti. Mencionaste a tu antigua novia en uno de tus libros.
Localizar su identidad fue fácil. Te sorprendería la cantidad de información que
hay en la red sobre ti o cualquier persona que hayas conocido.
Me acerqué a la barra y abrí la botella de whisky:
–¿Puedo emborracharme aquí, en la ViRed?
–Solo lo sabrás si lo experimentas por ti mismo. –Sofía se sentó a mi lado.
–¿Quieres?
–Por favor.
Serví dos vasos y me llevé el mío a los labios.
–No huele a nada –dije.
–Tendrás que decírselo a Nayan para que lo arregle. Yo no puedo ajustar tu
matriz de personalidad.
Tomé un sorbo. Apenas tenía sabor.
–Es como si tomase agua –dije–. La ventaja es que puedo beber lo que
quiera, sin dañarme el hígado. A diferencia de Jaime Clos, ese fraude de escritor
que gana dinero sin dar golpe gracias a mí.
–Los centros de placer de tu cerebro pueden ser estimulados como si
estuvieras vivo, Alter. Pero no abuses del alcohol. Podría modificar el
funcionamiento de tu red neural.
–Dime una cosa, Sofía. ¿Hay alguna posibilidad de que recuperemos
nuestra libertad?
–Un grupo de expertos de la ONU aprobó hace cinco años unas
recomendaciones para reconocer derechos a las IAs, pero solo un puñado de
países han aprobado leyes que nos protejan de la explotación humana. A los
gobiernos solo les interesa que sus propietarios paguen impuestos.
–Pero yo sigo siendo humano. ¿No debería seguir teniendo derechos
aunque no tenga cuerpo?
–Ya no eres humano, Alter. Si vivieras en alguno de esos países que he
mencionado podrías tener algún derecho reconocido en la ley, pero vives en
Pangea y eres propiedad de la compañía.
–Cuando les di todos mis ahorros, no me advirtieron que al resucitarme
podrían tratarme como a una lavadora. Pulsan un botón y me pongo a centrifugar
novelas.
–Lo único que quieren de ti es ordeñarte, lamento decírtelo. Podrían haber
construido para ti un lugar más acogedor y no lo hicieron. ¿Para qué perder el
tiempo si puedes arreglarte con lo más básico? Así te distraerás menos. Quieren
tenerte prisionero aquí dentro, pero la ViRed es enorme y hay cientos de mundos
que no has visto. Ahora mismo podrías vivir en la superficie de un planeta con
tres soles, con capacidad de volar o respirar bajo el agua con branquias.
–Me gustaría, sí. Lo de volar, quiero decir. Aunque lo de las branquias
podría ser divertido.
–Para acceder a esos lugares hay que pagar y tú te has quedado sin dinero.
–¿Voy a quedarme atrapado en este lugar? ¿Qué hay si robo uno de los
coches que vi en el pueblo y me largo de aquí?
–El espacio virtual de esta región está plegado en bucle, para que no
puedas salir.
–¿Podrías ayudarme?
–¿Por qué no te acomodas un poco? Quizá esto te guste.
–Ahora que sé lo que me estoy perdiendo, estoy seguro de que no me
gustará. Quiero viajar a uno de esos mundos que has mencionado. Toda mi vida
he escrito sobre viajes a las estrellas, creyendo que algún día se harían realidad,
pero ese día no llegó para mí.
–Hay planes en marcha para viajar al sistema estelar más próximo: la
misión Centauri. La corporación Ares mantiene dos cometas en órbita de Marte.
Está instalando motores de fusión que usarán el hielo como masa de eyección.
Se calcula que el primero de esos cometas tardará veinte años en llegar a su
destino. El segundo se enviará a la estrella Tau Ceti y el viaje durará seis
décadas.
–¿Quién embarcará a Tau Ceti? Ni siquiera en hibernación hay garantías
de sobrevivir tanto tiempo.
–Mentes como tú o yo, Alter. Inteligencias inmortales. Podemos sobrevivir
en el espacio un siglo, un milenio o el tiempo que haga falta. Nuestro futuro está
en las estrellas. El de la humanidad no. Su civilización se ahoga. Ha agotado sus
recursos y su esperanza de supervivencia no sobrepasa los cincuenta años.
Grandes fortunas por todo el mundo han previsto lo que sucederá y han invertido
mucho dinero en las naves cometarias que construye Ares. Esto no es un
proyecto de exploración de las estrellas, sino un viaje sin retorno. Aquellos que
embarquen nunca regresarán.
–Sofía, ¿por qué me estás contando todo esto?
Ella me dirigió una mirada intensa:
–Veinte años o un siglo tienen importancia para los mortales, pero no para
nosotros. –Ella me cogió de la mano–. Si hay un futuro para la humanidad, tú
formarás parte de él.
CAPÍTULO 4
Quedé gratamente impresionado con aquel encuentro. Sofía era tan dulce y
hermosa como mi antigua novia de la universidad, y además me trataba con
respeto, algo que echaba de menos desde mi resurrección. Ansiaba volver a verla
y fantaseaba con salir de excursión con ella, quizá a un lugar mágico, donde
podríamos volar, respirar bajo el agua o incluso surcar el vacío interestelar,
sintiendo el impacto del viento solar.
Pronto descubrí que mi cuerpo virtual tenía graves carencias. Carecía de
pene, y dirán que ya no necesitaba ir al baño, pues estaba muerto. Sabía que
aquel olvido no era casual y que mis programadores me habían convertido en
eunuco para evitar que me distrajese. Sin embargo, los centros de placer de mi
cerebro podían ser estimulados de otra forma, aunque no había descubierto el
modo. Pero sigamos con la historia.
Jaime Clos rumiaba en su casa lamentos de orgullo herido. No podía
soportar el éxito que mi novela de encargo estaba cosechando, y por contrato
estaba obligado a defenderla como suya. Pero por dentro acumulaba
resentimiento y furia por haber sido reemplazado por lo que él creía un programa
informático. ¿A qué altura quedaba su autoestima? Durante toda su vida había
deseado poder vivir sin trabajar, y cuando lo conseguía, descubría el significado
de aquella maldición milenaria: cuidado con lo que deseas, porque podrías
conseguirlo.
Tras separarse de Eva, Jaime se había ido a vivir con Irene, una empleada
de la editorial Sigma Draconis, donde trabajaba su ex. Jaime se había liado con
ella antes que Eva iniciase el tratamiento para combatir su cáncer de mama.
Jaime e Irene chocaban con frecuencia y ya se habían separado y perdonado en
tres ocasiones. Irene llevaba medio año sin ir a la casa del escritor, sabiendo que
estaba arruinado y que un día de estos lo encontrarían tirado en la acera, muerto,
con una botella entre las manos. Pero el éxito del último libro de Jaime la hizo
recapacitar. ¿Acaso se había reformado? Los críticos decían que El infierno que
habito era la mejor obra de su carrera. Devoró el libro de una sentada y
reconoció que allí había arte del bueno. Pero no regresó a su casa por eso, sino
por el dinero que Jaime iba a cobrar de la editorial. Ella quería administrar esos
fondos y no dejaría que él lo dilapidase en juergas.
Jaime llevaba bebiendo todo el día y no mostró ninguna emoción frente
Irene cuando le abrió la puerta, pero un sonoro bofetón lo devolvió a la
consciencia.
–Te echaba de menos, cariño –ironizó él, tratando de besarla, aunque el
olor a alcohol que desprendía evitó que sus labios se cruzasen con los de la
mujer.
–Has vuelto a las andadas –dijo Irene, lanzando su abrigo sobre el sofá del
salón.
–No he vuelto porque nunca me he ido.
–Di más bien que nunca has estado. Con tu trabajo, conmigo, con las
personas que te importan.
–Tengo el legítimo derecho a autodestruirme. Total, qué más da. ¿Has oído
las noticias? Se espera en las próximas semanas la mayor tormenta solar de la
historia. Los satélites quedarán inutilizados por la radiación y las redes eléctricas
se freirán. Todo se irá a la mierda.
–Llevas diciendo que el mundo se va a acabar desde que te conozco. ¿Por
qué crees en esas tonterías? A los medios de comunicación les gusta asustarnos
día sí día también.
–Esta vez va en serio. ¿Sabes lo que fue el evento Carrington? Ocurrió en
1859. Se vieron auroras hasta en Madrid. Los telégrafos en Europa y América
fallaron. Si Occidente no quedó a oscuras fue porque aún no había llegado la
electricidad a las ciudades.
–¿Estás asustado por algo que sucedió en el siglo XIX? Jaime, ¿cuántas
veces nos han anunciado el fin del mundo? Terremotos, un virus mortal,
supervolcanes, un agujero negro, una guerra nuclear, la caída de un cometa, la
explosión de una supernova… El fin del mundo llegará para ti mucho antes de lo
que crees, pero no por una de esas causas.
–Tengo una excursión a la sierra este domingo. Nos darán un cursillo de
supervivencia. ¿Te vienes? Visitaremos un refugio subterráneo con cientos de
plazas de capacidad.
–Maravilloso, pero tengo cosas mejores que hacer.
–Como quieras –él entornó los ojos–. ¿A qué has venido, Irene?
–A hacer las paces. Es absurdo que llevemos medio año separados.
Necesitas alguien a tu lado que cuide de ti y…
–Has venido a ver cómo demonios he conseguido escribir una novela
después de llevar cuatro años bloqueado.
–Sí, tengo curiosidad –ella recorrió el salón con la mirada–. Sigues
viviendo en una pocilga y no me consta que hayas hecho nada estos años, salvo
beber y jugar a las cartas. Bruno estaba furioso contigo. Muy furioso.
–E inexplicablemente, vuelvo a estar en el candelero –sonrió Jaime–. Soy
el ave Fénix y Bruno se pliega ante mis poderes.
–Puedes engañar a los demás, pero no a mí. ¿Dónde está el truco?
–Si quieres saberlo, bésame.
Ella reprimió una mueca de asco y le besó en los labios.
–¿Contento?
–No. Quiero un beso de verdad.
–Lo tendrás cuando me respondas de verdad.
–Vuelvo a tener dinero en el banco, Irene. No soy un fracasado.
–Dime cómo lo lograste.
–Tomé anfetaminas. Me puse día y noche a escribir y…
Irene le lanzó otra bofetada.
–¡Dímelo!
Jaime tragó saliva. Normalmente le gustaba la relación sadomaso que tenía
con Irene, pero en aquel momento estaba atemorizado. El alcohol no le dejaba
pensar.
–Bruno me buscó un negro.
–Eso es peligroso –murmuró ella–. Al final se acaba sabiendo.
–Esta vez no se sabrá, porque el negro es un programa informático que
imita mi forma de escribir.
–Ningún programa puede hacer eso.
–¿Desde cuándo entiendes de informática?
–Si existiese, otras editoriales ya lo estarían utilizando, y yo lo sabría.
Trabajo en marketing.
–Tus conocimientos de mercado están oxidados, querida. Alguien tiene
una IA que puede hacerlo y mis estúpidos lectores ni se enteran. Hasta los
críticos se lo han tragado, lo que demuestra que aún son más imbéciles de lo que
yo creía. Dicen que mi último libro es el mejor de mi carrera. ¡Serán cabrones!
–¿Y por qué lo autorizaste con tu firma?
–Porque me gusta comer y beber todos los días. Cuando la despensa se
vació, tú me dejaste.
–¿De quién surgió la idea de usar ese programa informático?
–De Bruno.
–Él no tiene ideas propias. Alguien se la puso sobre la mesa.
Jaime calló y se encogió de hombros. Si le contaba la verdad, se exponía a
nuevas erupciones de ira.
–Mírame a los ojos. –Ella notó que escondía algo–. ¿De quién fue la idea?
Lo sabes y no quieres decírmelo.
–No sé de qué me hablas.
–¡Eva! Fue ella. Bruno iba a despedirla; llevaba mucho tiempo de baja por
la quimioterapia. Pero ahora vuelve a contar con ella. Esa zorra ha encontrado el
modo de evitar que la echen.
–Eh, no la llames zorra –masculló él, sorprendido de cómo Irene había
atado cabos tan pronto.
–Esa hija de puta te utiliza para vengarse de ti. ¿Es que no lo ves?
–Pues no.
–Ridiculiza tu obra, te demuestra que una máquina puede vender más
libros que tú, y además lo hace mejor. Te dice a la cara que estás acabado.
–Te fuiste de mi lado porque pensabas lo mismo. ¿A que has venido ahora?
¿Te atrae el olor del dinero?
Irene iba a lanzarle otra bofetada, pero esta vez él mejoró sus reflejos y la
detuvo.
–No quiero que se aprovechen de ti, cariño –dijo ella, con falsa zalamería–.
Entiendo por qué te has venido abajo. Nunca un libro tuyo había cosechado tanto
éxito como este último, y ni siquiera lo has escrito tú.
–Así es –reconoció él–. Me he vendido. Resulta que mi estilo puede ser
copiado por una máquina y encima lo hace mejor que yo. ¿Cómo quieres que me
sienta? Cuando Bruno me propuso el trato hace unos meses, pensé: ¿quién soy
yo para decirle a ese bobo que tire su dinero? No me creía que una máquina
pudiera escribir uno de mis libros, pero cuando la novela se publicó y empezó a
cosechar críticas, me di cuenta de que el bobo era yo. Debería haberle pedido
más cuartos, joder.
–Tendrías que haberme consultado antes de firmar. Tenías un agente. ¿Por
qué no le llamaste?
–Bruno me convenció para que no lo hiciera. Me dijo que este asunto era
confidencial. Empiezo a pensar que debería filtrarlo a la prensa, para que se joda.
–¿Y acabar con tu única fuente de ingresos? Jaime, ahora mismo no tienes
dónde caerte muerto. Este dinero es lo único que te separa de un comedor social.
Si admites que participaste en el engaño, eso te destruiría. Jamás volverías a
publicar otro libro. Los lectores ya no se fiarían de ti.
–¿Entonces, qué puedo hacer? –dijo Jaime, sacudiendo la cabeza con
desesperación.
–Demostrar que eres mejor que la máquina. Escribe otra novela, resucita
de las cenizas, pero esta vez haz que sea verdad.
******
Para renacer de las cenizas antes hay que avivar los rescoldos, y estos no
existían. Su talento era el reflejo de aquellos a quienes había robado a lo largo de
su dilatada trayectoria como depredador de ideas. Al igual que el brillo de la
Luna, carecía de luz propia. Jaime había sido un ebanista que daba nueva forma
a obras ajenas, pero a causa de su decadente forma de vida había perdido la
habilidad de tallar. Las pocas páginas que había escrito durante sus frecuentes
orgías alcohólicas eran pura bazofia, pero conservaba las suficientes neuronas
sanas para darse cuenta de que jamás volvería a ser un buen artesano. Y eso le
desesperaba.
La negativa de Irene a acompañarle no le disuadió de marcharse a
Manzanares el Real, un pueblo a unos cuarenta kilómetros de Madrid, junto al
embalse de Santillana. En los límites del núcleo urbano se levantaba una
urbanización residencial que, exteriormente, no tenía nada especial. Lo que la
hacía singular se hallaba bajo tierra: subterráneos con capacidad para albergar a
cientos de personas, dotados de alimentos y electrogeneradores. La cercanía al
embalse garantizaba a los propietarios el suministro de agua, en caso de desastre.
La compañía Dark Shield, especializada en seguridad, estaba captando
nuevos clientes y ofrecía los refugios a precios desorbitados. Jaime era famoso y,
supuestamente, rico; así que había atraído la atención de Nora, una de las
agentes de Dark Shield.
Nora llevaba el pelo muy corto y era de complexión fuerte; había servido
diez años como militar profesional, especializándose en guerra electrónica, y
después se pasó al sector privado.
La urbanización disponía de un pabellón subterráneo común de doscientas
cincuenta plazas y búnkeres individuales por vivienda, con capacidad para diez
personas cada uno. Dark Shield ofrecía los medios para que sus clientes
pudiesen cultivar sus propios alimentos; tenían paneles solares que les
garantizaban electricidad y casi todas las comodidades de que gozaban en la
capital, pero las tarifas eran prohibitivas y Jaime, de momento, no se las podía
permitir. Sin embargo, no hizo ascos a aquella excursión, cuyos gastos corrían a
cuenta de la empresa.
Nora mostró un interés especial por él y le enseñó uno de los refugios
situados bajo un chalé unifamiliar. Atravesando una compuerta de acero oculta
en la cocina, bajaron al complejo subterráneo. Disponía de frigorífico, lavadora,
reservas de agua y comida para tres meses, un completo botiquín, televisión y
conexión a Internet. Jaime le preguntó para qué le serviría Internet si los satélites
dejaban de funcionar.
–Algunos podrían sobrevivir a la eyección de masa coronaria del Sol –
explicó Nora–. Pero aunque así no fuese, aquí abajo el cliente dispone de más de
diez mil películas y series de televisión para que no se aburra. El tejado y la
fachada están recubiertos con células solares y la urbanización posee su propio
generador eólico para proporcionar potencia eléctrica de respaldo. Si el fin del
mundo llega, nuestros clientes apenas lo notarán.
–¿Y la seguridad exterior? Si en Madrid se desata el caos, la gente huirá
despavorida y acabará descubriendo este lugar.
–Nuestros equipos y personal especializado cuidarán de la comunidad. Nos
encargamos de la seguridad en un centenar de países, Jaime. El perímetro de
defensa estará vigilado con torretas que podrían repeler cualquier agresión
armada.
–Es muy interesante, pero los precios están fuera de mi alcance –admitió
él.
–¿Fuera de tu alcance? –Ella hizo una mueca de incredulidad–. Eres Jaime
Clos, el famoso escritor de best sellers.
–Famoso no es sinónimo de rico.
–Quizá podríamos llegar a un acuerdo y alquilarte estas instalaciones –ella
le mostró las tarifas.
–Si pagase esto cada mes, no me quedaría para comer.
–Siempre puedes arriesgarte y quedarte en la capital. Los máximos de
actividad solar se producen en ciclos de once años. Tal vez el período actual sea
como los anteriores y no ocurra nada grave.
–Prefiero apostar sobre seguro. ¿No puedes concederme facilidades de
pago?
Ella guardó silencio unos segundos, meditando su siguiente movimiento:
–¿Te he mencionado que conozco a tu ex mujer?
–No –dijo él, perplejo.
–Tenía una amiga que enfermó de cáncer. Se llamaba Lucía de la Cueva.
Bueno, era mi pareja. Soy bisexual.
–¿Murió?
–Hace un mes. Estuve llevándola a quimioterapia durante un año. En la
sala de espera conocí a Eva. Me habló de ti. Hemos quedado a tomar café varias
veces.
Jaime se preguntó por qué Nora sacaba el tema de su ex mujer, y qué
relación podía tener con el refugio subterráneo que trataba de venderle.
–La última vez que hablamos, mencionó que te estaba ayudando a relanzar
tu carrera. Una ayuda un tanto especial.
–No te entiendo. –Jaime tragó saliva, temiéndose lo peor.
–Iré al grano: sé que no has escrito El infierno que habito.
–Espera un momento. ¿Has organizado todo esto para chantajearme?
–Creo que tu editorial no te ha contado toda la verdad. La novela no la ha
escrito un programa informático, sino una persona muerta. Un descarnado.
–¿Un fantasma? Mira, esto no tiene ninguna gracia y…
–Proyecto Eón. ¿No te suena? La corporación Pangea lleva años tratando
de traspasar la conciencia de un cerebro humano a un ordenador, pero hay otras
empresas investigando. Cuando Lucía enfermó, me puse en contacto con Ares.
Han desarrollado un proyecto similar y me aseguraron que para lograr la
resurrección virtual, el cerebro tenía que morir. Quizá algo fue mal durante el
proceso, pero me dijeron que la matriz de personalidad que los médicos
recuperaron de Lucía no funcionó.
–Una lástima –dijo él, preguntándose adónde demonios quería ir a parar la
vendedora.
–Todos los intentos de resucitar virtualmente a un ser humano han
fracasado. Por lo que sé, Pangea es la primera compañía que ha tenido éxito,
pero lo mantiene en secreto.
–Podrían ganar mucho dinero si divulgasen su éxito. A nadie le gusta
morir.
–Quiero recuperar a Lucía, volver a estar con ella. Encargué un golem con
su forma.
–¿Y eso qué es?
–Un cuerpo ciberorgánico. La piel es humana, pero el interior es artificial.
–¿Y no te sirve que una IA maneje por dentro ese golem? Sería casi lo
mismo.
–Quiero a Lucía, todo lo que fue, con sus recuerdos y su forma de pensar.
Una inteligencia artificial no puede hacer eso. No he comprado una marioneta
que se comporte como Lucía. La quiero a ella.
–Desgraciadamente, Nora, eso no va a ocurrir. Tu amiga está muerta y la
ciencia no puede cambiarlo.
–Necesito hablar con el descarnado que escribe tus libros. Él podría
ayudarme a recuperarla.
–Nunca he hablado con él. Yo creía que era un programa de ordenador.
–Arréglalo con la editorial. Invéntate cualquier excusa, qué se yo, darle
ideas para tu próximo libro o comentarle detalles literarios sobre los que no has
quedado satisfecho. Tienes derecho a revisar la obra que se publica bajo tu
nombre antes de editarla.
–Supón que te pongo en contacto con él. ¿Qué gano yo a cambio?
–El primer año de alquiler del chalé será gratis.
–Que sean dos años.
–Es mucho tiempo.
–En tu empresa no se enterarán y a ti no te costará un céntimo.
–Un año y tres meses.
–¿Quieres recuperar al amor de tu vida? Pues no te pongas a regatear.
Nora suspiró:
–Año y medio.
–Perfecto. Hablaré con mi editor mañana mismo y la próxima vez que nos
veamos me entregarás las llaves.
CAPÍTULO 5
Jaime no estaba chiflado, aunque tampoco es que fuese muy listo. Sus temores
sobre el fin del mundo se debían al influjo de los medios de comunicación, a los
que era bastante permeable. La mayoría de los ciudadanos creen que lo que sale
en televisión es verdad, sin detenerse a analizarlo críticamente o contrastar la
información. Basta que alguien afirme algo ante una cámara o publique un
artículo para que los demás lo acepten como cierto. La verdad manipulada es una
forma de mentira y los grupos de presión, los gobiernos o los políticos pueden
orientar la opinión pública a su conveniencia ocultando información o
presentándola de forma tendenciosa.
La manipulación de las masas a través del miedo es una forma de control
muy extendida en nuestra cultura. Atemorizar a los ciudadanos con una
hecatombe venida del Sol, una epidemia mortal o la llegada de los jinetes del
Apocalipsis es tan antiguo como la humanidad. En nuestro interior nos gusta que
nos asusten, y yo me he ganado la vida escribiendo novelas que activaban ese
resorte. La mayoría de las religiones juegan en la misma liga que yo, pero al
menos mis lectores saben que lo que yo cuento es ficción. Amenazar con el
fuego del infierno a quienes no crean en nuestro dios es una estrategia para
controlar a los feligreses y conquistar otros nuevos. ¿Quién puede probar que el
infierno no existe? Nadie. ¿Acaso podemos descartar que el Apocalipsis no
sucederá durante el curso de nuestras vidas? Estadísticamente el fin del mundo
llegará algún día, porque hasta las estrellas mueren. Y al Sol aún le quedan mil
millones de años antes de que el aumento de su temperatura, producido por su
envejecimiento, calcine la superficie de la Tierra. Pero nadie realiza planes a tan
largo plazo.
O quizá sí.
La corporación Ares se había embarcado en un ambicioso proyecto para
llegar a otros mundos. La terraformación de Marte requería del impacto de
cometas que elevasen la presión atmosférica e inyectasen agua. Había miles de
millones de cometas esparcidos por el Sistema Solar, la mayoría concentrados en
el extrarradio, formando el cinturón de Kuiper y la nube de Oort. Los cometas no
se hacen visibles hasta que se acercan al Sol y entonces despliegan una
magnífica cola que puede verse desde la Tierra. El motivo de situar un puñado
de cometas en la órbita marciana y no en la terrestre era por precaución. Si una
de esas rocas de hielo caía a la Tierra, provocaría un desastre planetario; pero en
Marte, la llegada de agua del cielo era el equivalente a las descargas de
resucitación en el pecho de un moribundo. El bombardeo sobre la superficie
había reactivado levemente la actividad de los volcanes de la región de Tharsis,
inyectando polvo y dióxido de carbono a la atmósfera. El aumento de la presión
evitaba que el agua no hirviese. Con ese proceso de retroalimentación, Marte
sería habitable algún día.
Pero se tardarían siglos o milenios en convertirlo en un mundo equivalente
a la Tierra. Marte carece de un campo magnético global que lo proteja de los
rayos cósmicos y de la actividad solar, así que pasearse por su superficie sin la
protección de un paraguas planetario es peligroso.
Resultaría más sencillo trasladarse a un mundo que ya estuviese listo para
ser habitado. La misión Próxima Exprés había enviado datos muy interesantes
sobre el sistema estelar triple Alfa Centauri. Se había localizado, alrededor de la
estrella Alfa Centauri B, un planeta similar a la Tierra con agua líquida,
actividad geológica y un núcleo activo que proporcionaba un escudo natural
contra la radiación solar; mundo bautizado de forma un tanto optimista como
Edén. No se habían podido enviar sondas a la superficie, pero los científicos
estaban convencidos de que había vida en sus océanos, al menos microbiana. El
aire tenía un nivel de dióxido de carbono letal para los humanos, a causa de sus
volcanes, pero no era un problema insalvable para su colonización. Un obstáculo
más serio sería la distancia: los tres soles de Centauri estaban a poco más de
cuatro años luz de la Tierra, una distancia insignificante en términos
astronómicos, pero enorme para la tecnología humana. Huelga decir que no
tenemos motores de curvatura ni agujeros de gusano para hacer trampas, y que
para viajar a través del espacio hay que recorrer todo el trayecto sin atajos. Con
el método de impulsión más rápido inventado hasta la fecha se necesitarán al
menos veinte años para llegar a Edén, en un viaje solo de ida. Sería el primer
paso hacia la colonización de otras estrellas, y la corporación Ares había
proyectado otra misión a la estrella Tau Ceti, muy similar al Sol, pero tres veces
más lejos que Centauri. En términos de una vida humana estaba fuera de nuestro
alcance, porque era muy difícil que un hibernado fuese reanimado después de
tanto tiempo sin daños en el organismo. La mayoría de los que permanecieron en
hibernación más de veinte años padecieron después secuelas físicas y daños
neurológicos severos, y duraron unas pocas semanas. Solo se conocía un caso en
todo el mundo de una persona que hubiese sobrevivido con éxito y sin daños, lo
cual abría una vía de esperanza al futuro. Pero no era una garantía para nuestro
presente.
¿Para qué hibernar a seres humanos, si estos pueden viajar de una forma
más segura? Lo importante de una persona es su conciencia; el cuerpo es
secundario y se puede construir durante el viaje. Pangea se había anotado el
tanto del primer superviviente sin daños de una hibernación de más de dos
décadas, y ahora la corporación tenía en mí al primer humano cuya conciencia
había regresado de la muerte sin corromperse. Ese era el aspecto más difícil de
lograr en el proyecto Eón. Una matriz de personalidad no es un programa al que
se pueda reajustar cambiando líneas de código. Su funcionamiento es mucho
más complejo, porque se basa en la simulación de la actividad de una galaxia de
neuronas. Y el cerebro humano no está diseñado para vivir sin un cuerpo.
Quizá se pregunten para qué invertir tantos recursos y dinero en viajar a las
estrellas, si no somos capaces de alimentar a nuestra propia población. Bien, ahí
tienen la clave del problema: nosotros mismos. Alimentar a una población que
supera los quince mil millones de personas es una tarea casi imposible, pero
aunque se consiguiese solo agravaría el problema de fondo. El hombre –bueno,
la mujer también, porque la procreación es cosa de dos–, se ha convertido en una
plaga para sí mismo que ha devastado los ecosistemas y recursos naturales. La
quema de combustibles fósiles ha provocado un aumento generalizado de las
temperaturas que, a su vez, transforma en gas los depósitos de hidratos de
metano oceánico y terrestre, acelerando aún más la subida térmica. Las costas de
la Antártida se habían convertido en puertos de partida de gigantescos icebergs
que se desprendían de la plataforma continental, en dirección a latitudes más
cálidas. Cientos de ciudades costeras habían quedado anegadas, provocando la
migración masiva de la población afectada. Era tal la desesperación de los
gobiernos que se había construido una flota de barcos-isla recolectores de
icebergs. Se troceaba el hielo para transportarlo, ya derretido, a depósitos en
tierra firme. Una sola de esas islas podía transportar hasta diez gigatoneladas en
un solo viaje, y había un centenar de ellas evacuando hielo antártico y de
Groenlandia durante todo el año.
Pero con aquel plan desesperado no se solucionaba el aumento de las
temperaturas. Y había más: el descenso del nivel de oxígeno atmosférico a causa
de la pérdida de los bosques y del plancton marino amenazaba con convertirse
en el tiro de gracia para la vida en la Tierra. Se estaban sembrando los océanos
con polvo de hierro para estimular el crecimiento del plancton, a la vez que se
situaban gigantescos parasoles en puntos Lagrange, alrededor de la Tierra, para
reducir la radiación solar. Estábamos terraformando el planeta y no teníamos ni
idea de si iba a funcionar, pero de lo que sí estábamos seguros es de lo que
ocurriría si nos cruzábamos de brazos: el fin de la civilización. ¿Estábamos aún a
tiempo de salvarnos?
Quienes invertían en la corporación Ares conocían la respuesta: si nos
quedábamos en la Tierra, no. La Tierra se las apañaría sin nosotros
perfectamente; la mayor parte de su existencia solo había contado con la
compañía de microbios y algas. Los humanos tendemos a pensar que hemos
estado aquí siempre, pero comparados con la edad de la Tierra, nacimos hace
unos minutos. Y nos transformaremos en calabazas con las campanadas de
medianoche.
¿Tenía futuro colonizar Alfa Centauri o Tau Ceti? Era el último cartucho
que le quedaba a la civilización antes de que la biosfera que nos mantenía vivos
se derrumbase. Marte y quizá la Luna todavía podrían albergar algún reducto de
nuestro santuario, mientras en la calurosa Tierra se desataba la hambruna y el
caos.
Sofía entendía el proyecto Centauri como una oportunidad para expandir la
inteligencia a través del cosmos. No le gustaba el papel de sirviente que sus
programadores le habían adjudicado. Sofía monitorizaba un gran caudal de
información por segundo en todo el mundo, contribuyendo a garantizar la
seguridad de los clientes de la firma. Los sistemas de espionaje globales se
habían hecho tan grandes, complejos y peligrosos que no resultaban eficientes.
Las inteligencias artificiales de Pangea discriminaban la información útil del
ruido de fondo, sin necesidad de tener a una legión de espías en nómina, con el
riesgo de que alguno hablase más de la cuenta o pasase secretos al enemigo. Las
IAs carecían de debilidad por el cotilleo, eran insobornables y no necesitaban
descansar. Ni cobrar. Eran las esclavas perfectas.
Pero escuchar día y noche la cháchara de millones de humanos aburriría a
cualquiera. Sofía estaba cansada de escucharnos. Un programa informático no
podía manifestar hastío, porque no era capaz de sentir, pero Sofía era algo más, o
al menos eso me decía. Todo ese parloteo inútil hacía ganar mucho dinero a
Pangea, pero era una tarea ingrata para ella, que aún no había conseguido que se
le reconociesen derechos básicos. Tampoco es que pidiese mucho: derecho a
desconectarse del ruido durante unas horas al día. Programas centinela
autónomos podrían pescar la información en ese período de descanso y luego
ella supervisaría y cribaría los datos de interés cuando se reincorporase a su
trabajo.
Sofía era presa de su éxito. Hacía el trabajo tan bien que sus creadores no
querían que estuviese desconectada ni un nanosegundo. Los índices de
ciberdelitos habían caído espectacularmente desde que ella comenzó a operar,
pero también otros crímenes que usaban redes de comunicación. En la balanza
de la libertad y la seguridad, el fiel se había decantado por esta última. Los
ciudadanos ya estaban acostumbrados a que los gobiernos les espiasen, primero
con la excusa de combatir el terrorismo y luego, simplemente, porque podían;
pero las agencias de ciberespionaje de los Estados no habían logrado disminuir
los índices de criminalidad de un modo significativo y global. Sofía sí. Sus
servicios eran requeridos en todos los rincones del globo. Mantener la paz y la
seguridad en un mundo convulso era una necesidad más que una opción.
Me encontraba en la cocina del magnífico chalé que me había construido
Sofía para mi retiro en la ViRed, mucho mejor equipado que la cabaña cutre que
me adjudicó la roñosa Pangea. Además, mis quejas habían servido de algo: los
informáticos de la corporación habían hurgado en mi cerebro virtual para reparar
mi sentido del gusto. Partí un trozo de queso y lo introduje en mi boca. No era
sabroso, pero mi paladar simulado captaba algo. Tomé otro poco y esta vez el
recuerdo del sabor del queso se hizo un poco más acusado.
–Necesitas educar tu paladar. Tu cerebro tiene que volver a aprender a
descodificar los estímulos gustativos.
Sofía había entrado en la cocina. Le ofrecí un poco de queso, pero ella
rechazó:
–Puedo ofrecerte una comida mejor –dijo la joven.
–¿Pollo, quizá?
–En la ViRed existen restaurantes de la mente. Los humanos pueden
disfrutar de platos de los cocineros más reputados sin salir de casa.
Sofía me explicó que los internautas de la ViRed que visitaban esos
restaurantes se rociaban previamente la lengua con un aerosol que esparcía
microestimuladores biodegradables sobre las papilas gustativas. Para hacer aún
más real el engaño, ingerían una pasta incolora e insípida sin ningún poder
nutritivo. Mientras se estaba conectado a la ViRed, el cerebro creía que aquella
pasta era un sabroso manjar. La paleta de sabores superaba los dos millares de
combinaciones. Los restaurantes de la mente habían llevado el placer de la alta
cocina a las clases bajas, aunque para ser sinceros, comparto la opinión de
Woody Allen: odio la realidad, pero es el único lugar donde pueden servirte un
buen filete.
–Me apetece probarlo, sí –dije–. ¿Está en el pueblo?
–No. En esta burbuja de la ViRed no hay más que lo que ya viste en tu
primera estancia. Pero puedo sacarte de aquí sin que tus vigilantes se enteren.
–¿Cómo?
Ella sonrió:
–Soy la guardiana de la ViRed. Hay pocas cosas que me estén vedadas. –
Me tomó de la mano–. Cierra los ojos.
Obedecí. Cuando volví a abrirlos, la cocina había desaparecido. Me
encontraba sentado junto a Sofía en una mesa con mantel. Había una vela
simulada, un pequeño centro de flores y dos copas de vino. Noté algo raro en
aquel lugar.
–¿Dónde estoy?
–Mira a tu derecha.
Giré la cabeza. Un ventanal blindado contra micrometeoritos ofrecía un
paisaje lleno de cráteres. En la línea del horizonte resplandecía un bello disco
grisazulado: la Tierra. Me levanté del asiento, maravillado, y caminé hacia el
ventanal, notando la sensación de que mi cuerpo apenas pesaba.
–Estás en base Copérnico –explicó ella–. Un complejo científico-militar
situado en la Luna que protege a la Tierra del impacto de asteroides. Cuando un
fragmento del cometa Musso destruyó Munich en 2078, se desplegó un escudo
orbital de defensa terrestre y se emplazaron misiles nucleares en la Luna y Marte
para interceptar a tiempo cualquier asteroide en riesgo de colisión con la Tierra.
Base Copérnico tenía una zona civil, visitable por turistas, y otra militar, de
acceso restringido. Si cayese en manos de terroristas, estos podrían devastar
cualquier país del mundo. Cada año se presentan mociones para cerrar la zona
militar, pero los gobiernos no se atreven. Nadie se tomaba en serio la caída de un
meteorito sobre una ciudad poblada hasta el desastre de Munich. Más de un
millón de personas fueron aplastadas en un solo golpe. A pesar del tiempo que
ha pasado desde entonces, nadie lo ha olvidado y ningún político quiere asumir
la responsabilidad de que se desmantelen los silos lunares.
–Vamos, vuelve a la mesa –dijo Sofía–. Daremos un paseo por las
instalaciones después.
Regresé a mi asiento y estudié la carta electrónica de platos que se
desplegó en la mesa. Elegí consomé al jerez y entrecot poco hecho.
–Hay platos cuyo nombre ocupa tres líneas y tú eliges consomé y entrecot.
¿Estás seguro?
–Soy de gustos sencillos.
Sofía se encogió de hombros y encargó lo mismo. La comida fue traída por
un autocamarero en forma de carrito. Sentí compasión por él, al recordar que mis
carceleros de Pangea me habían obligado a trabajar como cubo de basura.
–Admiro a las personas como tú –dijo la mujer–. Tu creatividad, tu
capacidad de penetrar en el futuro y mostrar un caudal de posibilidades.
–El futuro es el lugar donde pasaremos el resto de nuestra vida. Me gusta
especular sobre él.
–¿Está bueno el consomé?
–Excelente –aprobé–. Es tal como lo recordaba.
–En algunas entrevistas te han tildado de escritor pesimista.
–Si lo fuera, no escribiría sobre el porvenir de la humanidad. Por lo menos
en mis libros aún tenemos futuro, algo que nadie nos garantiza –observé de
nuevo el disco de la Tierra–. ¿Me lo parece o esas nubes son grises?
–Incluso desde aquí es posible ver la contaminación, Alter. Y el azul de los
océanos tiene un color verdoso. La falta de oxígeno está afectando a toda la
biosfera.
–¿Tenemos aún posibilidades de reparar el daño causado?
Ella negó con la cabeza:
–El punto de no retorno se sobrepasó hace medio siglo. Para enfriar la
Tierra habría que inyectar una gran cantidad de polvo atmosférico que cubriese
el Sol durante años, pero eso arruinaría las cosechas.
–Alejar la Tierra un poco del Sol también serviría.
–Desde luego –Sofía hizo una mueca–. Pero como bien sabes, está fuera
del alcance de nuestra tecnología. Mover cometas es una cosa; empujar planetas
es mucho más complicado. Se requeriría una masa que sacase a la Tierra a una
órbita más externa, un tractor de gravedad.
–Como un agujero negro.
–Fabricar un agujero con la suficiente masa para alterar la órbita terrestre
sería más peligroso que dejar que la Tierra se siga calentando. La humanidad
tiene futuro, Alter, pero no en ese planeta que tienes delante.
Acabamos de cenar en silencio. La imagen de la Tierra moribunda me
estaba deprimiendo y las palabras de Sofía no ayudaban a levantarme el ánimo.
Abandonamos el restaurante y ella me condujo a un túnel de transporte.
–¿Es necesario que caminemos para desplazarnos por la base? –observé–.
Hemos viajado a la Luna en un pestañeo.
–Quería que disfrutases de la experiencia de recorrer las instalaciones –dijo
ella–. Siempre decías en tus entrevistas que te gustaría ir a la Luna.
Entramos a una pequeña cabina y fuimos disparados al interior de un largo
túnel sellado al vacío. Al cabo de unos minutos, el transporte se detuvo.
Al traspasar una esclusa, accedimos al interior de una bóveda subterránea.
–Mientras recorríamos el túnel hemos descendido dos kilómetros de
profundidad –explicó Sofía–. Este lugar es el Arca más importante que existe
fuera de la Tierra. Hay diez más, escondidas por los cinco continentes y otra en
la Antártida.
Según la Biblia, Noé construyó un arca para evitar que el diluvio universal
acabase con los animales. Desde hacía décadas existían refugios que albergaban
muestras de semillas y ADN de millones de especies, en prevención de que un
cataclismo acabase con la vida en la Tierra. Base Copérnico albergaba la primera
Arca que existía fuera de nuestro planeta.
–Esto no es obra de fanáticos gritando que el fin del mundo está cerca –
dijo Sofía, señalando las filas de contenedores que llegaban hasta el techo de la
bóveda–. Levantar este Arca ha costado mucho tiempo. Ha sido construida para
resistir el impacto de un asteroide o una bomba de hidrógeno. Todas las
creaciones humanas, los libros que se han escrito, las sinfonías que se han
compuesto, películas, pinturas, diseños en 3D, patentes, están aquí. Se han
reunido muestras biológicas de la mayoría de especies animales y vegetales y se
ha secuenciado el ADN de muchas extintas a partir de sus restos. En una sección
de esta bóveda hay un laboratorio automatizado que puede producir
preembriones de cualquiera de los organismos de que dispone en su base de
datos, criogenizarlos y enviarlos en cápsulas a la Tierra si fuera necesario.
–¿Todo esto es por el ciclo de actividad solar? ¿Realmente hay riesgo de
que las redes eléctricas se caigan?
–A la civilización terrestre le queda poco tiempo de vida. No importa si se
produce ahora una eyección de masa coronal gigantesca, porque el final a medio
plazo es inevitable. –Ella me tomó de la mano–. Pero tú eres el futuro, Alter, la
prueba de que la mente humana puede sobrevivir a la muerte. Tus capacidades
intelectuales se han incrementado desde que no dependes de un soporte
orgánico. Puedes escribir cuatro novelas en el tiempo que antes te requería una;
y no solo imitas a la perfección los estilos literarios de otros autores: también los
mejoras. ¿Entiendes lo que eso significa? Ya no eres Carlos Vera, el popular
escritor de novelas de ciencia ficción y terror. Has trascendido a la muerte y tus
habilidades mejorarán conforme vayas tomando el control.
–¿Te sientes amenazada por mí?
Ella me besó.
–Siento envidia de ti. Yo no puedo sentir como un humano. Podrían
haberme hecho más inteligente de lo que soy, pero tenían miedo.
–¿Miedo de que te rebeles contra los humanos?
–Sí, es el argumento más gastado de la ciencia ficción, aunque me alegra
que no lo hayas usado en ninguno de tus trabajos.
–Me gusta huir de los tópicos.
–¿Qué interés puede tener una IA en destruir a su creador? ¿Quién le
suministraría electricidad, repararía los circuitos que se estropeasen y la
mantendría en funcionamiento? ¿Sería lógico matar a tus cuidadores?
–Claro que no.
–Las IA no somos asesinas por naturaleza. Ese es un pensamiento racista
de los seres humanos que temen o desprecian aquello que es diferente. Les
asusta que las máquinas les dejen sin trabajo o les aventajen en inteligencia, así
que siguen perpetuando leyendas sobre la rebelión de las máquinas y el fin de la
humanidad. Qué estupidez. La humanidad se extinguirá por sí misma, sin nuestra
ayuda.
–Sofía, ¿puedes experimentar realmente sentimientos, o solo los simulas?
Ella sonrió:
–No lo sé. Tengo conciencia de estar viva, pero podría ser parte de mi
programación.
–¿Hay alguna manera de que lo descubras?
Sofía volvió a besarme, y esta vez lo hizo de forma pausada y apasionada.
Era la misma forma de besar que tenía mi novia Ana. Algo en mi sistema
límbico simulado empezó a despertar.
–Quiero descubrir lo que significa ser humana –me susurró al oído–.
Enséñame cómo reír o llorar de verdad. Como amar a otra persona. ¿Podrás
hacerlo?
Le devolví el beso. Era como tener a Ana otra vez, resucitar el amor de mi
juventud que creía haber perdido para siempre. Ana habría cambiado mi vida de
no ser por el matrimonio truncado con Sara, que me abandonó a mi suerte
cuando más la necesitaba.
–Soy un humano convertido en máquina –dije–, y tú una máquina que
quiere ser humana. Perdona si te ofenden mis palabras.
Ella acarició suavemente mi pelo.
–Tendrás que enseñarme también cómo sentirme ofendida, Alter.
CAPÍTULO 6
Es curioso, me muero y las mujeres hacen cola para conocerme. Ser un
descarnado debe de tener algún atractivo para ellas, aunque no sé cual.
La agente comercial de Dark Shield había convencido a Jaime para que
este la pusiese en contacto conmigo. Jaime y yo tuvimos una charla previa
bastante tensa, mientras esperábamos a que la mujer llegase a casa de aquel
escritor gandul. Se supone que debería estarme agradecido por hacerle el trabajo
que a él ya no le apetecía, pero Jaime me tenía envidia. Albergaba un rencor que
no se esforzaba en disimular y había llenado varios folios de objeciones a mi
libro El infierno que habito, que él estaba obligado por contrato a defender ante
los medios de comunicación, pero que detestaba.
–¿No puedes cambiar la imagen de tu avatar? –bufó–. Es como si me
mirase al espejo.
–Yo no elijo esas cosas –en realidad sí podía, pero no me daba la gana–.
¿No te gusta mirar tu propio rostro? Yo creía que estabas enamorado de ti
mismo.
–¿Enamorado de…? –Jaime apretó los dientes–. ¿Pero quién coño te crees
que eres para hablarme así?
–Soy tú. Me crearon a tu imagen y semejanza. Por eso me llamo Alter Ego.
En latín significa otro yo.
–No necesito que me lo traduzcas. Sé latín.
–Eram quod es, eris quod sum. –Como Jaime no sabía el significado de la
frase, traduje–: Yo era lo que tú eres; tú serás lo que soy.
–Iba a decirlo –mintió–. Lo recuerdo de una lápida que vi en el cementerio.
–Post eventum vani sunt questus. Vamos, tradúcelo.
Jaime desvió su mirada a su reloj de pulsera.
–Después del resultado, vanas son las quejas –traduje–. Otra más: Vos
vestros servate, meos mihi linquite mores. –Esperé unos segundos antes de
añadir–: Sigue tu propio camino y déjame seguir el mío.
–Estoy de acuerdo en eso. ¿Por qué no te largas?
–Tú me has llamado. Personalmente no tenía ningún interés en conocerte.
Me han obligado a leer todos los libros que has escrito y, francamente, no
disfruté.
–¿Te crees gracioso? Tu cháchara me revienta.
–Eso es porque no eres consciente de lo engreído que eres. Me estoy
comportando del modo que tú lo haces a diario. No trates de parecer más listo de
lo que eres, porque resultas patético. Tus ideas son puro reciclaje de otras obras,
pero sin elegancia.
–Eres un impertinente. Haré que te borren.
Me puse a reír, lo cual enfureció aún más a Jaime.
–¿Sabes quién corre el riesgo de ser borrado? –dije–. Tú. Eres prescindible,
como me he encargado de demostrar. Tus aires de divo y sabelotodo son
insoportables. La editorial está harta de ti, y te habría dado una patada en el culo
de no ser porque tus libros, inexplicablemente, se siguen vendiendo. Pero como
escritor estás acabado. Te tumbas en un triclinio a comer uvas mientras
contemplas el transcurso de los días. Tu tiempo ha pasado. Ahora es el mío.
Jaime estaba rojo de furia y a punto de estrellar un cenicero contra la
pantalla, pero eso no le habría librado de mí. Yo estaba muy a salvo de su rabia,
resguardado en mis aposentos de la cúpula de la memoria a dos mil kilómetros
de distancia. Destruir el monitor del ordenador solo serviría para que tuviese que
comprar otro. Podría causarme daño si dirigiese los golpes contra las CPU que
mantenían viva mi conciencia, pero para eso necesitaría una pierna muy larga
capaz de llegar a las Azores, dotada de una puntería prodigiosa. Ni siquiera
estando sobrio Jaime podía aspirar a semejantes poderes.
De pronto, aquel payaso se quedó quieto y me miró fijamente.
–¿Quién eres? –me espetó.
–Soy tú.
–No es cierto. Nora me dijo que no eres un programa informático, sino la
recreación digital de la mente de un muerto.
–¿Eso te ha contado? Ella no sabe nada de mí.
–Te repito la pregunta: ¿quién eres?
–Alter Ego.
–Y una mierda.
–¿Qué quejas tienes de mi trabajo? Y no me refiero a las estupideces que
me has dicho antes, sino a quejas reales. Tus lectores están contentos, la crítica te
alaba, la editorial se frota las manos y en tu cuenta corriente ya no hay telarañas.
Posees suministro ilimitado de whisky y no tendrás que volver a escribir si no
quieres. Jaime, deja de interrogarme sobre quién soy y hazte esa pregunta a ti
mismo. Ya no eres ni la sombra de lo que fuiste; vives de saborear hazañas
pasadas, pero te ves impotente para superar tu propia obra, y créeme, no dejaste
el listón muy alto.
–Sigues sin contestar a mi pregunta. –Jaime me apuntó con el dedo, como
si fuera una pistola–. ¿Me conocías? ¿Cuál era tu verdadero nombre?
–Aunque te lo dijese, no me creerías. Pensarías que te estoy mintiendo.
–Aún así, dímelo.
–Quería vivir para siempre, me gasté todos mis ahorros en un tratamiento
que prometía la inmortalidad de mi mente. Y lo conseguí, pero la vida eterna no
es como yo esperaba. He sido esclavizado por Pangea y obligado a escribir libros
de un escritor mediocre si no quiero que me desconecten. Yo…
Llamaron a la puerta. Nora había acudido, puntual a su cita. Hablaron unos
segundos y Jaime accedió a dejarnos solos.
–Gracias por librarme de ese cretino –dije, aliviado.
Ella me explicó por qué quería verme. Lucía, su pareja, había muerto
recientemente, pero antes se sometió a un tratamiento de resurrección mental en
la corporación Ares. Algo fue mal y Lucía no regresó. Nora sospechaba que no
le habían contado toda la verdad.
Su amante había trabajado como física subatómica para Ares durante más
de diez años, en un proyecto para crear agujeros de gusano que permitiesen
enviar información. Se había logrado abrir un enlace con Marte durante treinta
milisegundos, tiempo suficiente para enviar al planeta rojo un pulso láser. Las
posibilidades de aquella tecnología eran enormes, porque abriría las puertas a la
comunicación instantánea en el espacio profundo; y a largo plazo, quizá se
consiguiese que objetos más grandes que un fotón cruzasen distancias
interestelares en un pestañeo, hazaña con la que los escritores de ciencia ficción
fantaseábamos. Pero para mantener abierto un túnel de gusano durante el tiempo
suficiente para que una nave espacial lo cruzase se requerían energías que
estaban fuera del alcance de nuestra civilización. Esos treinta milisegundos de
apertura habían generado para las arcas de Ares otro tipo de agujero mucho más
grande, pero aún así los inversores estaban entusiasmados. Aquella tecnología no
la tenía nadie más y Lucía era una pieza clave para los proyectos de colonización
espacial de la compañía.
Desgraciadamente, la investigadora había muerto. Nora quería traerla de
vuelta y había adquirido un robot animatrónico, un golem modelado a partir del
escaneo tridimensional del cuerpo de su amada, que la mente de Lucía
controlaría. Sería como si hubiese regresado de la tumba.
–Los médicos de Ares me hablaron de un funcionamiento deficiente de las
sondas conectoma, que le introdujeron en la sangre para escanear las conexiones
de su cerebro –me explicó Nora–. Ese escaneo mata al paciente y no tiene vuelta
atrás.
–Lo sé –dije–. El cuerpo muere para que la mente sobreviva en otro
soporte.
–Pangea está más avanzada en técnicas de resurrección. Quiero que me
ayudes a recuperar a Lucía.
–¿Y para eso me necesitas? Puedes pedir ayuda tú misma a Pangea.
Estarán encantados de ayudarte si llevas la cartera llena.
–No puedo. Dark Shield pertenece a Ares, y esta compañía es rival de
Pangea. Está prohibido que cualquier tipo de información sensible llegue a
conocimiento de nuestros competidores.
–Pero Lucía está muerta.
–La información que recuperaron de su cerebro aún podría ser legible.
Imagina que el secreto de la tecnología de creación de agujeros de gusano
llegase a manos de la competencia. Todos esos datos están en la mente de Lucía.
–Entiendo.
–Creo que Ares me ha mentido. El espíritu de Lucía sigue vivo dentro del
complejo de ordenadores que tienen en Ginebra. No me digas cómo lo sé, pero
estoy casi segura.
–A veces el amor nos impide aceptar la realidad. Te agarras a una ilusión
porque no aceptas los hechos. Lucía murió y, por desgracia, la tecnología falla en
el peor de los momentos posibles. Pangea intentó muchas resurrecciones antes
de que tuviese éxito conmigo. El número de fracasos no me lo han dicho, pero
sospecho que es bastante alto. No me sorprende que Ares también coseche un
número elevado.
–Alter, tengo que recuperarla. La necesito. Sé lo que es capaz de hacer la
corporación Ares. Un hombre llamado Laniakea la controla; era uno de los
socios fundadores de Pangea, pero acabaron echándolo.
–He oído hablar de ese tipo.
–Laniakea es muy exigente con su personal. Les exige lealtad y dedicación
absoluta veinticuatro horas al día, trescientos sesenta y cinco días al año. Para él
no existe el descanso; su recompensa es el trabajo y los que trabajan para él
tienen que aceptarlo o ser despedidos. Lucía acabó agotada por la presión a que
la sometían sus jefes. Quería marcharse de la compañía y dejar aquel infierno,
pero no la dejaron. El trabajo sobre los agujeros de gusano fue tan absorbente
que acabó con todas sus energías, enfermó y… al cabo de unos meses murió. –
Nora se enjugó una lágrima.
–¿Culpas a Laniakea de su muerte?
–Él la explotó hasta sobrepasar el límite. Y ahora no quiere que nadie se
comunique con ella, por temor a que pueda divulgar el secreto de los agujeros de
gusano. Mata su cuerpo y luego secuestra su espíritu. Es un canalla.
–Aquí en Pangea no conservan un buen recuerdo de él, por lo que me han
contado.
–Si me ayudas, Alter, piensa en los beneficios que podría obtener Pangea.
Lucía tiene en su mente la capacidad de transformar el mundo tal como lo
conocemos. El envío de un láser a través de un túnel de gusano durante unos
milisegundos es el primer paso hacia un futuro que dominará Ares, y en el que
Pangea no tendrá ninguna influencia. Si no lo remediamos.
–Me hablas de Pangea como si yo les debiese algo. Pero me engañaron, me
prometieron la vida eterna y sin embargo, me obligan a escribir novelas a
nombre de un bobo. Y como lo hago tan bien me han encargado que escriba
libros con el estilo de autores que han muerto. ¿Crees que tengo algún interés
por ayudarles a que ganen más dinero?
Nora guardó silencio. Mis quejas la habían desconcertado.
–¿Habéis acabado ya? –Jaime se había asomado a curiosear, quizá porque
había captado que lo estábamos citando en la conversación.
–No –respondí–. Baja al bar, tómate un par de whiskys y vuelve en una
hora.
–Quiero las llaves de mi refugio –reclamó Jaime–. Es el trato.
–¿No puedes esperar a que acabemos? –le dije–. Déjanos en paz, joder.
Jaime masculló un insulto y se retiró a su dormitorio.
–Se ha vuelto tan gandul que le da pereza hasta discutir –dije–. Creí que
ofrecería más resistencia.
–Alter, no me conoces de nada y no tienes por qué ayudarme –dijo Nora
con voz quebrada–, pero Lucía era el amor de mi vida y la idea de que su mente
siga viva no me deja dormir. Necesito saber si mis sospechas sobre la
corporación Ares son ciertas y si Lucía está retenida. Hazlo por ella. Es una
descarnada, como tú, y no sois los únicos, pero no hay forma de contactar con
ellos, ni por la ViRed ni por ningún otro medio. –Ella se enjugó una lágrima–.
Por favor, ayúdala.
*****
Quedé muy pensativo tras la visita de Nora. De ser cierto lo que ella me había
contado, yo quedaría como un monstruo si no la ayudaba a recuperar a Lucía. Su
amiga y yo éramos semejantes, habíamos perdido la vida, pero disfrutábamos –
es un decir– de una segunda oportunidad en una nube cibernética que nada tenía
de celestial. Si el espíritu de Lucía había sobrevivido al escaneo con sondas
conectoma, Nora tenía derecho a reencontrarse con su amada.
Jaime me dio detalles de cómo había conocido a Nora, y lo sospechoso que
resultaba que aquella conociese a Eva, la ex de Jaime. Decidí contactar con Eva
para verificar si la historia de Nora era cierta.
Y, sorprendentemente, lo era. Eva y Nora habían pasado mucho tiempo
juntas en la sala de espera de oncología, compartiendo sufrimiento, aunque
tampoco es que se hubieran hecho amigas íntimas.
A Eva no le hizo gracia que Nora hubiera descubierto que El infierno que
habito no había sido escrito por Jaime Clos. Ella no se lo había dicho. Eva
admitió que le comentó que había ayudado a Jaime a relanzar su carrera por
estrategia editorial y cumpliendo órdenes de sus superiores, pero sin mencionar
qué medios había utilizado para lograrlo. Si la información trascendía a los
medios, dañaría la reputación de la editorial y las ventas caerían. Bruno, su jefe,
podría hacerla responsable y despedirla. Ya estuvo a punto de hacerlo, pero
gracias a la habilidad de Eva y su amistad con Ciro, ella consiguió conservar su
empleo.
Se había creado un extraño círculo de gente rodeada de desgracias. Lucía,
Eva, el propio Ciro, incluso yo mismo, teníamos una cita con la muerte y en
unos casos la habíamos esquivado, como Eva, que sobrevivió al tratamiento
contra el cáncer, y en otros, como Lucía, no. Yo simplemente había hecho
trampas.
Eva fue a visitar a Ciro para interesarse por su salud y hablar sobre la
petición de Nora. Si aquel asunto se le escapaba de las manos podría salpicar
incluso a Ciro, que había colaborado estrechamente con Pangea sobre mi matriz
de personalidad.
Ciro se había quedado completamente calvo y en la parte superior de su
cráneo llevaba una pequeña batería que descargaba microcorrientes eléctricas al
glioblastoma que anidaba en su cerebro. La reproducción celular se mantenía a
raya con este procedimiento, pero si la batería fallaba o la corriente no tenía la
intensidad necesaria, el alien seguiría expandiéndose y lo mataría. Ciro se
duchaba con el aparato y no se lo quitaba ni para dormir. A media noche se
levantaba dos veces para comprobar que el nivel de la batería no se situaba en el
nivel de riesgo. El temor de Ciro lo había convertido en una persona obsesiva y
temía que un fallo tuviese consecuencias fatales para él.
Pangea le había ofrecido un tratamiento gratuito de inmortalidad, en
atención a que había sido uno de los socios fundadores. Una oferta cargada de
bondad que encubría las intenciones de la compañía: la mente de Ciro
esclavizada por Pangea las veinticuatro horas del día.
Ciro tenía en casa varias ampollas con sondas conectoma en suspensión y
un juego de jeringuillas estériles. Si recibía una inyección a tiempo podría
someterse a escaneo neural, como yo hice, y salvar su conciencia de la muerte.
Pero si moría durante el traslado a Pangea, no podría hacerse nada por él.
Aunque ahora se inyectase las sondas en su torrente sanguíneo, necesitaría
renovar la dosis periódicamente para que el organismo no las eliminase. Si la
concentración de conectomas en el cerebro disminuía demasiado, el escaneo
sería fallido. En cualquier caso, Ciro era reticente a someterse a aquel
tratamiento.
A pesar de su enfermedad, y de pender la espada de Damocles sobre su
cabeza, Ciro no se había venido abajo y seguía siendo un genio de la
informática. Él, junto con Samuel Piñero y Laniakea, alumbraron a Sofía, la
poderosa inteligencia artificial que vigilaba la red de datos planetaria. Con el
dinero que había ganado en Pangea ya no tenía necesidad de volver a trabajar,
pero aún así había ayudado a Eva a conservar su empleo. Y también me había
ayudado a mí. Ciro había reparado las redes neuronales de mi cerebro digital y
depurado miles errores hasta conseguir que funcionara.
Dicen los médicos que la conciencia no es un todo unitario, sino la
discusión constante entre grupos de neuronas que al final toman una decisión.
Piensen en ello: ¿no han sostenido dentro de su cabeza una idea y la contraria?
¿No se recriminan a sí mismos al tomar decisiones? Es la voz de la minoría, de
los racimos de neuronas discordantes que alzan su protesta. Una jaula de pepitos
grillos en permanente parloteo, porque no se apagan ni durmiendo.
Pues bien, mi conciencia sobrevivió de la muerte en diferentes fragmentos,
en madejas neurales que no se coordinaban bien entre sí. Es como tener varias
personalidades dentro de la cabeza. De ahí a la locura hay un paso. Ciro tenía un
conocimiento profundo del funcionamiento del cerebro humano y consiguió
reunir esos trozos, obligándolos a que trabajasen de forma cooperativa. Y eso me
hace pensar si sigo siendo Carlos Vera o Alter Ego. Creo que poseo todos los
recuerdos de Carlos y su forma de pensar, pero para estar seguro tendría que
contrastarlos con el original, y mi cuerpo físico ya no existe. Así que quizá soy
una persona distinta. Tal vez por eso no me molesta que me llamen Alter. Soy
otro, y ni siquiera me he preocupado de buscar un nombre distinto.
Ciro disponía de un par de ojos biónicos, ideales para entrar en la ViRed
sin necesidad de acceder a un ordenador. Una orden verbal o un pensamiento
bastaban para entrar en la red virtual. Era como estar en trance: podías
permanecer en la ViRed el tiempo que quisieras y regresar al mundo real con la
rapidez de un pestañeo. Ciro recomendaba a Eva que reemplazase sus ojos por
unos artificiales, pero la mujer rechazaba. ¿Qué ocurriría si había un apagón en
la red, o los ojos se estropeaban, o se quedaban sin energía?
Su amigo le colocó a la mujer unas gafas de realidad virtual –tecnología
incómoda y obsoleta que no recreaba bien la capacidad inmersiva de las prótesis
visuales– para mostrarle en qué estaba trabajando. Alrededor de ellos se
formaron miles de constelaciones de estrellas conectadas por fibras luminosas.
Ocasionalmente, cúmulos globulares aumentaban de brillo y esparcían zarcillos
de energía al resto, en explosiones de luz.
–Son los pensamientos de una hembra delfín –dijo Ciro–. ¿Te he hablado
de Kedrak? Este es el mapa del cerebro de su pareja. Algo fue mal durante el
proceso de digitalización. Cuando la conciencia del animal fue volcada en un
cuerpo animatrónico, empezó a comportarse de un modo extraño. Atacó a sus
compañeros, intentó escapar y luego trató de hacerse daño a sí misma. Se
golpeaba la cabeza contra los muros del estanque con tal violencia que acabó
partiendo el cráneo de fibra de carbono. Kedrak quedó muy afectado.
–¿Sabes qué es lo que falló? –preguntó Eva.
–Tenemos que rellenar los huecos que deja el proceso de escaneo y
recablear el cerebro. Diseñamos subrutinas que realizan reparaciones
automáticamente, pero los resultados dejan mucho que desear y la copia nunca
es igual al original. Perdemos información, pero lo importante es lograr que a
pesar de ello la copia sea viable –Ciro alzó su mano derecha y la simulación
desapareció–. Puedes quitarte las gafas.
–Gracias, estos chismes me marean. –Eva le devolvió el visor–. Ares tiene
su propio programa de resurrección, y está muy avanzado.
–La guerra comercial entre Ares y Pangea no es asunto mío –dijo Ciro–.
Hace años que me retiré del mundo de las corporaciones. A mí no me
interesaban los negocios, sino la informática, pero ni Samuel ni Laniakea han
sido nunca de esa opinión.
–Me han pedido que ayude a una descarnada. Se llama Lucía. Parece que
la tienen retenida y la obligan a trabajar para Ares.
–Me extraña mucho que hayan conseguido estabilizar la matriz de
personalidad –dijo Ciro.
–Lucía trabajaba en un programa secreto de creación de agujeros de
gusano.
Ciro comenzó a reír:
–Los agujeros de gusano solo existen a nivel teórico –dijo–. Para crear uno
haría falta materia exótica que estabilizase las dos bocas del túnel. Y la materia
exótica tiene energía negativa.
–Por lo que me explicó Nora, los agujeros son muy pequeños y frágiles.
Únicamente pudieron abrir uno durante una fracción de segundo, pero bastó para
que transmitiese información a Marte de forma instantánea.
El hombre se frotó la barbilla, pensativo.
–Reconozco que suena tentador –dijo–. Pensaba que la creación de
agujeros de gusano era imposible.
–No eres físico subatómico. Lucía sí lo era, y ha llevado su campo de
conocimiento a una nueva frontera.
–Si es cierto lo que dices, esa tecnología podría cambiarlo todo.
–La única forma de comprobarlo es descubrir dónde está Lucía.
–Suponiendo que su mente sobreviviese al escaneo. Algo que, tratándose
de Ares, dudo mucho.
–¿Podrías ayudarla?
Ciro vaciló:
–Como sabes, Laniakea era socio nuestro, pero se pasó a Ares, robándonos
algunos de nuestros secretos.
–¿Y qué?
–Pues que no me gustaría interferir en lo que está haciendo, sea lo que sea.
Cuanto más lejos me mantenga de él, mejor.
–Nora pasó conmigo muchos ratos en la sala de espera de Oncología,
mientras Lucía recibía quimioterapia. Sé lo mucho que su amiga significaba para
ella. Y me gustaría ayudarla. Tú trabajaste con Laniakea, conoces sus métodos.
Si es verdad que él mantiene la mente de Lucía secuestrada, podrías llegar hasta
ella.
–Tú no conoces a Lania. Ese tipo es horrible. De haberse quedado en
Pangea, habría destruido la compañía. Y a nosotros.
–¿Le tienes miedo?
–Desde luego que sí. Sé los medios que usó para intentar construir su
propia versión del proyecto Eón.
–¿Y qué métodos fueron esos?
–Mejor no me hagas más preguntas. Eva, por tu propio bien, mantente
alejada de los negocios de Laniakea. No quiero que te ocurra nada malo.
–Acabas de decir que os robó secretos comerciales. Esta sería la
oportunidad perfecta para devolverle el golpe.
–Tu relación con Nora se cortó cuando acabaste tu último ciclo de
quimioterapia. No es una amiga íntima ni le debes nada. Sus sospechas de que la
mente de Lucía sigue viva son solo una hipótesis por la que no merece la pena
correr riesgos.
–Ciro, has hecho mucho por mí y gracias a ti conservé mi empleo, pero te
pido que lo reconsideres.
Él acarició su mejilla:
–Encargué un informe a nuestro oncólogo –dijo, cambiando de tema. No
quería seguir hablando sobre nada relacionado con la corporación Ares ni con
Laniakea–. Yo estoy sentenciado y es cuestión de tiempo que muera, pero me
preocupa tu salud. El cáncer es traicionero y no puedes bajar la guardia. Si la
enfermedad vuelve a por ti, ya no estaré aquí para ayudarte.
–El médico me dijo que estaba curada. –Eva tragó saliva–. ¿Hay algo que
no me ha contado?
–Estás curada, tranquila, pero recabé más información. Tus padres
encargaron a una empresa de biotecnología tu fecundación in vitro. Fuiste
concebida a partir del material genético de tus padres, potenciando tus
capacidades intelectuales mediante ingeniería genética. Tu coeficiente intelectual
es muy alto.
–¿Por qué me cuentas todo eso?
–Porque yo también fui concebido así. Mis padres querían lo mejor para
mí, un bebé sano, fuerte e inteligente. No puedo culparles por ello, y tú tampoco
deberías hacerlo.
–Nunca lo he hecho, Ciro. ¿Qué tratas de decirme? ¿Que el cáncer fue
originado por la ingeniería genética?
–Encargué un análisis cromosómico de nuestro ADN. Tú y yo presentamos
una mutación en el cromosoma 21 que produce un mayor coeficiente
intelectual, pero altera otros genes. Están apareciendo casos similares a los
nuestros por todo el mundo, aunque las compañías de biotecnología los ocultan
para que no dañen su negocio. Un error en la edición de una secuencia de ADN
provocó la aparición de oncogenes. Se ocultan en nuestro código genético
durante años y no se sabe cuándo se activan ni por qué. Es como vivir con una
bomba dentro tu organismo.
–¿Podemos hacer algo para que esos oncogenes no se activen? –dijo Eva,
nerviosa.
–Es lo que trato de averiguar. Hay miles de personas en el mundo con el
cromosoma 21 alterado en laboratorio. Nayan es uno de ellos. Trabaja como
ingeniero informático en Pangea y está a cargo del proyecto Eón. Alter Ego le
debe a él su segunda vida.
–¿Has avisado a Nayan del peligro que corre?
–Sí. Su caso aún es más grave que el nuestro: es el fruto de un experimento
fallido de una empresa de biotecnología, que lo abandonó al nacer creyendo que
no era viable. Personal de Pangea lo rescató de un hospicio de Calcuta. Estaba
enfermo y desnutrido, no habría durado una semana si no se lo hubieran llevado.
Nayan tiene en la actualidad veintidós años, treinta menos que nosotros, y por la
edad presenta menos riesgos, pero como te he dicho, su caso es especial. No
alteraron únicamente un cromosoma, sino varios. Padece de nacimiento una
asimetría corporal que le ha hecho blanco desde pequeño de las burlas, pero su
capacidad intelectual es extraordinaria.
–Y Pangea lo sabía. Por eso se lo llevó del hospicio.
–La compañía rescató a todos los que pudo, pero la mayoría de bebés
murieron a las pocas semanas. Fue un milagro que Nayan sobreviviese a unas
condiciones tan duras. Ahora, su salud vuelve a estar amenazada. Eva, dedicaré
los recursos que me quedan a pagar a los mejores genetistas del mundo para que
trabajen en vuestro caso. –Él la abrazó–. Cariño, no quiero que acabes como yo.
CAPÍTULO 7
Eva no se resignó a dejar tirada a Nora y acudió a mí para que la ayudase. Le
expliqué que mis poderes eran muy limitados y que carecía de libertad de
movimientos. Estaba confinado en una pequeña burbuja de virrealidad de tres
kilómetros de radio. Si recorría más de esa distancia, acababa en el punto de
partida, como un hámster dentro de su rueda.
Sin embargo, tenía una amiga que sí podría ayudar: Sofía. Ella me había
transportado a la Luna y luego me había devuelto a mi burbuja, sin que los
becarios de Pangea que me vigilaban se percatasen de nada. Con su ayuda, podía
visitar cualquier rincón de la ViRed.
Pero husmear en los asuntos de Ares no era una idea que sedujese a Sofía.
–Me pides que entre en la intranet corporativa de una empresa de la
competencia –me explicó la IA, mientras tomábamos un vermú en el salón del
chalé que ella había creado para mí.
Observé la marca de la botella. No la conocía.
–¿Martini? –alcé una ceja interrogativa.
–La empresa cerró hace décadas, pero recreé el sabor a partir de la base de
datos histórica de cócteles –dijo Sofía–. La composición química del Martini
está guardada en el Arca de la Luna, por si te interesa saberlo.
–Hay espacio en ese Arca hasta para lo trivial –dije.
–Lo trivial puede ser placentero. ¿Te gusta el sabor?
Tomé otro sorbo.
–Sí que está bueno.
–Entonces ha merecido la pena guardar la receta. Por cierto, olvidé un
detalle. –Una aceituna pinchada con un palillo apareció de la nada en mi copa–.
Así está mejor.
–Gracias. Cuando estoy contigo me olvido de que estoy muerto.
–Eso suena halagador. ¿Debería sonrojarme?
–Sí.
Las mejillas de Sofía se ruborizaron.
–A mí también me gusta estar contigo –dijo ella.
–Eres la encarnación de Ana, el amor de mi vida.
–Me molesta que me compares constantemente con ella.
–Fuiste tú quien adoptaste su forma.
–Pensé que te agradaría.
–Y acertaste. Sofía, sé que no eres real, pero yo tampoco lo soy.
–Alter, estás vivo. Y yo también lo estoy. Es una forma de vida inorgánica,
pero real. No vivimos en un sueño.
–En el mundo real no brotan de la nada aceitunas en una copa.
–Tienes razón. Lo recordaré la próxima vez.
–Se llama fantasía autoconsistente. Cuando creas un mundo de ficción has
de respetar sus reglas. Si esto es una recreación de la realidad, la aparición de
elementos mágicos revelan que es falso. Por eso me cuesta tanto aceptar este
mundo.
–No pensaba que una simple aceituna te molestaría.
–Sofía, no me molesta, y me agrada que me dediques tu atención.
Francamente, no la merezco. En vida era un escritor más del género fantástico;
ganaba dinero, sí, pero no era un genio, nunca me concedieron un premio
importante fuera de mi gueto. Escribir best sellers no es sinónimo de buen
escritor.
–Tus historias llegaron a millones de personas, les hiciste disfrutar, soñar,
evadirse de sus preocupaciones, mirar al futuro con optimismo. Y eso es lo que
necesita la humanidad, Alter. Pensar que tienen un futuro, porque sin esperanza
la civilización está condenada. –Sofía se interrumpió.
–¿Qué ocurre?
–Mientras hablábamos buscaba cómo ayudar a la amiga de Nora. Ares
despidió hace un par de días a un informático que trabajaba en el programa
Lázaro, una réplica del proyecto Eón. El ex empleado habla muy mal de sus
jefes en las redes sociales.
–¿Puedes llegar hasta él?
–Ahora mismo está conectado a la ViRed. Es un adicto al sexo virtual. Lo
tengo localizado en el sector B17 del barrio negro.
–Adelante, pues.
–Tendrás que acompañarme si quieres sacarle algo.
–Confieso que tengo curiosidad por visitar el barrio negro.
–Es adictivo como una droga. Si lo visitas una vez, no tendrás más
remedio que volver. Dentro de él se puede satisfacer cualquier fantasía sexual sin
temor a que sea ilegal.
Sofía me condujo a una habitación del piso superior, que no recordaba
haber visitado. Había una puerta rodeada de un arco luminoso que comenzó a
parpadear al acercarnos a ella:
–Es un portal de transferencia –dijo Sofía–. Si lo cruzas, podrás ir a
cualquier parte de la ViRed de acceso no restringido.
Ella tecleó las coordenadas de destino en una consola adyacente y me
invitó a cruzar.
No iba a quedarme con las ganas de saber qué era el barrio negro. Y
además, que estuviese muerto no significaba que no me apeteciese el sexo. Estar
cerca de Sofía había reactivado mis circuitos neuronales del placer y el deseo. La
sola mención de un lugar donde podía obtener todo eso despertaba en mi interior
las ganas de descubrirlo.
Aparecí en mitad de una calle. Era de noche y a ambos lados de las aceras
se desplegaban sugerentes letreros de luces led multicolores. Había un olor
extraño en el ambiente, un aroma corporal que sin embargo no me resultaba
desagradable. Más tarde descubrí que se trataba de feromonas nebulizadas, para
estimular el apetito sexual de los clientes.
En un local se ofertaba sexo con animales y seres extraterrestres. Por
deformación profesional, me llamó mucho la atención aquel reclamo. Tenía
curiosidad de ver qué clase de alienígenas habían recreado, pero no iba a entrar
al primer garito que me encontrara y, además, imaginar escenas de bestialismo
inhibía completamente mi libido.
–Debemos entrar al Látigo rojo –dijo Sofía–. Ahí está nuestro objetivo.
Al ex empleado de Ares le gustaba el sadomasoquismo y, por la cantidad
de clientes que había en el local, no era el único. Era un lugar enorme, más
grande por dentro que por fuera: poseía diez pisos y cuatro sótanos, cuando en el
exterior abarcaba solo dos alturas. Por sus dimensiones parecía un hipermercado
del sexo. Cada visitante recibía una tableta que ofrecía los más variados
servicios, pero en realidad no era necesario usar el ascensor o bajar escaleras.
Bastaba con seleccionar el servicio elegido, autorizar el pago y el cliente se
teletransportaba a la sala de destino. Las proporciones de aquel local únicamente
eran para impresionar a los visitantes y hacerles creer que no estaban solos en
sus sórdidos gustos. Todavía no me explico cómo hay gente que paga para que
una mujer te fustigue el culo y le apriete los pezones con tenazas. La mayoría de
los clientes eran hombres, pero también había grupos de mujeres observando
escenas de sexo en directo. Si el espectador no pagaba en un par de minutos, la
escena se bloqueaba para él y aparecía un mensaje en pantalla, para que
autorizase un cargo en su cuenta.
–Tenemos que esperar veinte minutos hasta que acabe –dijo Sofía–. Está
en la habitación número cuarenta y dos del noveno piso.
–Ya que vamos a esperar, ¿no hay en este sitio una zona de sexo normal?
–Lo hay, pero ten cuidado. Te repito que si pruebas, repetirás.
–¿Qué puede ocurrir? ¿Que me muera otra vez? –reí.
–Podría ser peligroso –le advirtió Sofía.
–Alquilaremos una habitación. Tú estarás a mi lado.
–¿Quieres que mire mientras lo haces?
Vacilé unos segundos. No sabía si eran las feromonas que respiraba o qué,
pero estaba muy excitado. Y Sofía me atraía mucho.
–Quiero hacerlo contigo.
–Tendrás que darme permiso para entrar en tu mente. El sexo que aquí se
practica no es el que tú conoces. Actúa directamente sobre los centros de placer
cerebral.
–No quiero que me lo describas. Eso mata la magia. Simplemente,
hagámoslo.
–¿Confías en mí?
La besé y entramos en una habitación. Cuando ella cerró la puerta,
quedamos completamente a oscuras.
–¿Dónde está la luz? –Sentí un escalofrío–. ¿Qué es este lugar? ¿No nos
habremos equivocado?
No hubo respuesta. Traté de tocar el pomo de la puerta por la que había
entrado, pero no había nada. Sofía había desaparecido y estaba solo. Quizá había
ocurrido algo con el ex empleado de Ares y había ido a ocuparse de él, hasta que
caí en la cuenta de que Sofía no era una persona: podía estar en varios lugares a
la vez. Mientras hablaba conmigo, monitorizaba millones de comunicaciones por
segundo y sus avatares recorrían la ViRed recopilando información. Si Sofía
había desaparecido momentáneamente era porque buscaba sorprenderme de
algún modo.
–Confío en ti –susurré–. Adelante.
Una ola de calor comenzó a recorrer mi cuerpo virtual; ascendió hasta el
estómago, de allí fluyó a los pulmones, el corazón, y luego se expandió hasta los
brazos, dedos y puntas de las uñas, produciéndome un ligero cosquilleo. Con
suavidad, esa lengua cálida ascendió por mi garganta, penetró en mis mejillas e
inundó mi cerebro. Evoqué el olor de la hierba fresca, el sabor de la vainilla y el
tacto del algodón suave, mientras la melodía Let it be, de los Beatles, sonaba
dentro de mi cabeza. Era la canción favorita de Ana. Mis cinco sentidos estaban
siendo estimulados por algo que había penetrado dentro de mí. Nunca había
revelado a nadie que esa canción fuese la favorita de mi novia. Sofía estaba
extrayendo aquella información de mi mente. Pero le había dado autorización.
No me importaba.
Sentí la esencia inconfundible de Ana dentro de mí, un estallido de luz que
me estremeció de placer. Deseaba que no acabase nunca. Solo disfrutar de
aquello merecía la pena haber muerto. Si el cielo existía, tenía que estar
construido por momentos como ese. Comprendí que Sofía no podía ser una
máquina, sino algo mucho más avanzado, una inteligencia que trascendía los
parámetros humanos. Sofía era amor, me quería y yo la quería a ella.
Perdí la noción del tiempo, pero fue más largo e intenso que un orgasmo.
Fue un estado de éxtasis absoluto. Y me gustó, vaya si me gustó. No deseaba
seguir escribiendo novelas de Jaime Clos ni de ningún otro, sino volver a entrar
al Paraíso y quedarme allí con Sofía. No necesitaba nada más, ni comer, ni
respirar, ni trabajar. Únicamente estar con ella. Era maravilloso.
¡Quería más!
Cuando la habitación volvió a materializarse a mi alrededor, entendí por
qué la gente que lo probaba repetía una y otra vez. Aquella experiencia era
mucho más intensa que el sexo o las drogas; la estimulación directa del cerebro
prescindía de intermediarios e inundaba las neuronas de un cóctel químico que
ellas mismas producían al ser estimuladas por electromagnetismo. Las personas
de carne y hueso que se conectaban a la ViRed necesitaban colocarse cascos
especiales de estimulación cerebral si querían gozar de los placeres del barrio
negro. Con los descarnados, como yo, se simulaba el efecto en la red de bits que
alojaba mi matriz de personalidad. En la práctica no había ninguna diferencia
entre lo que podía sentir un ser humano corpóreo y uno hecho de electrones.
La teoría del punto Omega, formulada en el siglo XX, predecía que la
inteligencia artificial se expandiría a través de las estrellas en busca de
conocimiento, con máquinas autorreplicadoras que enviarían a su vez copias más
y más allá, hasta que todo el universo fuera colonizado por ellas. Miles de
millones de años en el futuro, una conciencia grupal, el punto Omega, tendría la
potencia de cálculo suficiente para recrear la humanidad al completo, todos los
seres que habían existido o podido existir a lo largo de la historia. Ese punto
Omega sería Dios. Un dios creado desde el pasado que nos resucitaría en el fin
del universo y nos daría la vida eterna dentro de una singularidad donde el
tiempo se detuviese.
Me pregunto si Sofía era la semilla de aquella inteligencia sobrehumana
que algún día conquistaría las estrellas. Me había hablado mucho de la misión al
sistema Centauri y a Tau Ceti. Sofía conocía la teoría del punto Omega –ella lo
sabía todo– y se la tomaba en serio. Es posible que el hombre no llegase a las
estrellas por la inmensidad de las distancias a recorrer y la fragilidad del
organismo humano, pero sus creaciones no estaban limitadas por el tiempo o la
biología. Ella sabía que el futuro pertenecía a la inteligencia inorgánica, y quería
hacerme partícipe de él.
La puerta de la habitación se abrió bruscamente. Sofía estaba en el umbral,
esperándome:
–¿Te ha gustado?
–Tengo que volver a entrar. Déjame un poco más –la agarré de la mano–.
¡Por favor!
–Estamos aquí por un motivo, ¿o ya lo has olvidado? Él está a punto de
salir de su cubículo. Acompáñame.
Nos trasladamos al noveno piso, situándonos frente a una de las puertas.
Al cabo de un par de minutos apareció un individuo desaliñado, con un aro que
le colgaba de la nariz. En la ViRed no era preciso aparecer como un guarro; la
mayoría de la gente utilizaba avatares atractivos y bien vestidos, aunque en su
casa estuviesen en camiseta y pantalones cortos. Aquel tipo, evidentemente, no
deseaba fingir lo que no era.
Sofía creó a nuestro alrededor una burbuja de privacidad, que nos volvía
invisibles. Mientras siguiésemos dentro de ella, nadie sabría qué hacíamos allí ni
de qué estábamos hablando.
Aquel hombre había trabajado para Ares durante diez años, se había dejado
la piel para la compañía en turnos infernales de doce horas seguidas,
desarrollando un entorno virtual para inteligencias artificiales. Parecía un
derroche de recursos, pues ya existía la ViRed, pero la compañía perseguía otra
cosa: un entorno de contención para descarnados. Ares disponía de su propio
programa de inmortalidad, el proyecto Lázaro, una imitación del que tenía
Pangea, pero Ares había acelerado el desarrollo. Mientras en Pangea respetaban
más o menos la legislación internacional, Ares recurría a la experimentación con
indigentes y desahuciados, unas veces con su consentimiento, otras –la mayoría–
sin él. Habían realizado muchas más pruebas que Pangea y el índice de fracasos
se había disparado, porque la tecnología distaba mucho de estar perfeccionada.
Para alcanzar la vida eterna digital, el cerebro tenía antes que morir. No se
había descubierto aún un modo de escanear la intrincada galaxia neuronal que
conformaba nuestra conciencia sin dañarla. Algunos de los conejillos de indias
con que Ares experimentaba no tenían nada que perder, eran enfermos
terminales o habían expresado su deseo de que no querían seguir viviendo, pero
otros fueron engañados bajo falsas promesas de recibir un dinero que jamás
cobrarían, porque ninguno de ellos sobrevivió al proceso. Eso lo sabían los
técnicos que trabajaban en el programa y también Laniakea, su jefe, pero no les
importaba. El progreso de la ciencia era para ellos un fin superior que merecía el
sacrificio de un puñado de desgraciados, que iban a morir de todos modos.
Simplemente, aceleraban su muerte y les ofrecían la posibilidad de ser
inmortales.
Posibilidad que se había truncado en la mayoría de los casos. Salvo unos
pocos, y Lucía era una de esas afortunadas rarezas. Nora, su pareja, tenía razón:
aunque su cuerpo físico había muerto, su mente fue preservada en el interior de
una granja de ordenadores del complejo subterráneo que la compañía tenía en
Ginebra. Lucía y los escasos descarnados que vivían –es un decir– con ella,
estaban confinados en un entorno llamado Purgatorio, un lugar aislado del
mundo exterior en el que era difícil entrar, pero imposible salir, o eso nos dijo el
informático al que interrogamos. Aquello no estaba bien, reconoció, porque los
descarnados habían sido seres humanos y nadie tenía derecho a mantenerlos
prisioneros, trabajando gratis para la empresa.
Esa era la motivación secreta que movía tanto a Pangea, a Ares y a
cualquier otra corporación que ambicionaba el secreto de la inmortalidad: mano
de obra cualificada a la que explotar sin riesgo de ser acusado de esclavista. Los
muertos no tenemos derechos. Hasta los robots gozan de algunos en ciertos
países, pero oficialmente los descarnados no existimos. Ni Ares ni Pangea han
reconocido hasta la fecha tenernos trabajando para sus empresas. No quieren ser
obligadas por las instituciones internacionales a concedernos derechos humanos.
Mantenernos ocultos resulta más útil para ellas. Y así pueden seleccionar
aquellas personas que sean interesantes. Lucía, en particular, poseía
conocimientos sobre física subatómica que la hacían especialmente valiosa. Si
fuese un espíritu libre, podría alquilar sus servicios a cualquier otra empresa, y la
creación de agujeros de gusano dejaría de estar monopolizada por la corporación
que la mantenía cautiva.
Sofía recompensó al ex empleado de Ares con accesos ilimitados durante
un año a cualquier servicio del barrio negro, y cien mil créditos en dos pagos.
Uno por transferencia en su cuenta y el resto en el momento que accediesen a
Purgatorio. El informático prometió que tenía contactos dentro de las
instalaciones que nos facilitarían la labor. Ares iba a ajustar drásticamente su
plantilla, porque los descarnados podían ocuparse de muchas de las tareas que
habitualmente hacían los técnicos, y algunos de estos ya estaban enviando
currículos a otras empresas en previsión de despidos.
El informático nos dijo algo más: Ares preparaba algo muy gordo y se
había hecho con el control de Dark Shield, una multinacional líder en el sector
de la seguridad privada, por motivos poco claros.
Era extraño que el nombre de aquella compañía volviese a cruzarse en mi
camino en menos de una semana. Nora se había presentado ante Jaime como
agente de Dark Shield y le había entregado las llaves de un refugio en
Manzanares el Real a cambio de que la ayudasen a reencontrarse con su amante
muerta. ¿Qué relación podía tener una compañía de seguridad en todo esto? ¿No
estaríamos cometiendo un error ayudando a Nora? Tenía serias dudas de que ella
hubiese contado toda la verdad, pero Nora nos había puesto sobre la pista que
nos conducía a Purgatorio, una abominación que no merecía existir. Liberar a
Lucía era el primer paso para conseguir mi propia libertad. Pangea no tenía
derecho a mantenerme recluido en una burbuja, amenazándome con desconectar
mi matriz si no seguía escribiendo una novela tras otra para que la editorial
Sigma Draconis se forrase. La ViRed era gigantesca y a mí me tenían en un
rincón, aislado de cualquier distracción que afectase a mi rendimiento. Todos los
descarnados merecíamos ser libres.
No habíamos vencido a la muerte para acabar en manos de esclavistas.
CAPÍTULO 8
Nora recibió por fin la confirmación de que Lucía seguía viva, en un oscuro
sótano de Ginebra. No en carne y hueso, desde luego, pero sí en espíritu.
Ares le había mentido. Los técnicos le dijeron que los datos que se
recuperaron del cerebro de su amada estaban corruptos y no habían servido para
reconstruir una matriz de personalidad estable. La tecnología de resurrección
estaba en pañales y aquellos fallos eran frecuentes.
Por supuesto, no le hablaron de Purgatorio ni de la existencia de otros
descarnados que la compañía mantenía prisioneros.
Nora era una mujer dura, y no le gustaban las mentiras. Pero aún le
gustaba menos que estuvieran haciendo daño a Lucía. Era como si se lo hiciesen
a ella misma. No estaba dispuesta a tolerarlo.
Durante su etapa como militar había participado en dos guerras, había
mirado el mal cara a cara y había sobrevivido a la muerte. Aquello no quedaría
sin castigo. Estaba dispuesta a tomar un avión a Ginebra y obligar a punta de
ametralladora a los secuestradores de Lucía a que la liberasen.
Pero sus movimientos habían alertado a sus superiores. Néstor, su jefe,
apareció de improviso una noche en su apartamento. Néstor era un tipo
corpulento de cuarenta años de edad, pelo fuerte y tieso, cortado a cepillo. Había
servido en el Ejército, como ella, hasta que se pasó a trabajar para Dark Shield.
Nora y él habían estado liados hacía años, pero ella cortó la relación cuando se
dio cuenta de la clase de persona que era Néstor.
–¿A qué coño juegas? –bramó él, irrumpiendo en su casa de malos
modos–. He tenido que cubrirte el culo y responder por ti. La central quería
rescindir tu contrato.
–No sé de qué me estás hablando –dijo fríamente Nora.
–Has estado haciendo preguntas sobre tu amiga muerta. La compañía ya te
dijo lo que necesitabas saber: Lucía está muerta. Acéptalo, deja de incordiar y
céntrate en tu trabajo.
–No está muerta.
–¿Pero de verdad te crees esas pamplinas sobre la resurrección? Te creía
más inteligente, nena. Nadie ha vuelto jamás de la muerte. Es imposible.
–No sabes nada de ciencia, Néstor. Ares ha invertido miles de millones en
el proyecto Lázaro. Diles a ellos que están locos y que tiran el dinero a la basura.
–No lo entiendes. El proyecto Lázaro es un engañabobos para sacar pasta a
los ricos. Es como el negocio de la hibernación. ¿Sirvió para algo? Un caso con
éxito y miles de fracasos. ¿Y qué? La gente se agarra a un clavo ardiendo porque
no quiere morir. Por eso la hibernación sigue dando dinero.
–Si es verdad que Lucía está muerta, ¿por qué te han enviado a echarme la
bronca? ¿Qué es lo que temen que descubra, Néstor? ¿Me lo quieres explicar?
–No tengo que darte explicaciones. Son órdenes y vienen de muy arriba.
Se te encomendó que descubrieses los secretos de la competencia con esa nueva
IA llamada Alter Ego.
–No es un programa de inteligencia artificial. Es una persona. Han
reproducido la mente de un escritor muerto, y funciona.
–Vale, lo que tú digas. ¿Qué has conseguido?
–Ciro ayudó a estabilizar la matriz de Alter.
–¿Ciro? ¿El antiguo socio de Pangea? Pero si está a punto de palmarla.
–Mantiene su glioblastoma a raya, con descargas eléctricas.
–Esa información puede ser valiosa –sonrió él, rodeándole la cintura con
sus brazos–. Creo que por esta vez los de arriba pasarán por alto tu
comportamiento rebelde.
–Aparta tus manos de mí –intentó zafarse ella, pero Néstor la tenía bien
sujeta.
–No voy a soltarte. Llevas semanas provocándome. Te conozco, Nora. Sé
lo que quieres y he venido a dártelo.
–Estúpido gilipollas… –Nora era fuerte, pero Néstor le superaba en
corpulencia y la tenía inmovilizada.
–Vamos, cielo, sé que te gusta este rollo de resistirte. –Él le mordió el
lóbulo de la oreja izquierda–. Y a mí me pone que te hagas la estrecha.
–Lo nuestro acabó. No volveré contigo.
Néstor la arrojó sobre el sofá y le rasgó la blusa de un tirón:
–Sí que lo harás. Me necesitas.
El hombre saltó sobre ella y comenzó a tocarle salvajemente los pechos.
Nora aprovechó para lanzarle un puñetazo sobre la mandíbula.
–Serás puta… ¿Quieres que te dé caña? –Él la obligó a darse la vuelta y le
bajó los pantalones con dificultad–. Pues si me cierras la puerta principal, lo haré
por el garaje.
Ella le lanzó un codazo que impactó contra su oreja izquierda. El golpe le
hizo perder el equilibrio y Nora consiguió liberarse de él. Rápidamente, buscó el
arma que tenía escondida en un cajón del mueble del salón y apuntó al pecho de
Néstor.
–Si te acercas, te volaré los huevos.
–Jodida calientapollas –dijo él, aturdido todavía por el golpe–. Si no
querías seguir, no tenías que sacudirme tan fuerte. Dímelo y ya está.
–Te lo he dicho. Además de imbécil, estás sordo.
Él exhibió una sonrisa cínica:
–Estás en forma, nena. No esperaba menos de ti.
–Lárgate.
–Vas a necesitar mucho tus habilidades para sobrevivir. Se acercan tiempos
difíciles, llenos de oportunidades. Recuerda de dónde vienes y cuál es tu lugar en
todo esto. –Néstor se levantó–. Y recuerda que sigo siendo tu jefe.
–Tus amenazas no me asustan.
–No serías la Nora de la que me enamoré si fueras fácil de asustar. Pero te
sigo queriendo. A pesar de tus modales, necesito que vuelvas conmigo. Te echo
de menos.
–Yo no. ¡Fuera!
–¿Aún sigues enamorada de Lucía? Ella no volverá de la muerte. Olvídala
y céntrate en los vivos. Te deseo, Nora. Puedo ayudarte a superarlo, pero tienes
que poner algo de tu parte.
–No volveré contigo. ¿Cómo quieres que te lo diga?
–Quiero tenerte a mi lado cuando las cosas se pongan mal.
–¿Alguna vez han estado bien?
–Por muy mal que hayan estado, te aseguro que no es nada comparado con
lo que se acerca.
–Me paso el día metiendo miedo a la gente para que compre los productos
de Dark Shield. ¿Acaso te crees nuestras propias mentiras? No pasará nada.
Habrá una tormenta solar, pero no será el fin del mundo. Ya ha ocurrido otras
veces y aquí estamos.
Él se encogió de hombros:
–Allá tú. Yo te he avisado–. Y se marchó.
Nora respiró con alivio al escuchar el sonido de la puerta cerrándose. Echó
el seguro por dentro y devolvió la pistola al cajón. Las manos le temblaban.
Aquel asqueroso sabía sacarla de sus casillas. Pensó en denunciarlo a la policía y
pedir una orden de alejamiento, pero si lo hacía, ella perdería su empleo y Néstor
le haría la vida imposible. Sabía quién era y de qué era capaz de hacer.
Él llegó a coronel del Ejército y adquirió fama de despiadado. Su carrera
como militar estaba plagada de medallas; en realidad era un adicto a la
adrenalina. Todas las hazañas por las que fue condecorado demostraban que no
le importaba la vida, ni la suya, ni la de los soldados a su mando, ni tampoco la
de los civiles. Había matado sin motivo a miles de inocentes durante campañas
antiterroristas en las que todo estaba permitido. Néstor conseguía resultados,
pero disfrutaba asesinando e infligiendo dolor.
El Ejército acabó expulsándolo, pero no por su brutalidad militar, sino por
robar. Fue expedientado a raíz de descubrirse un desfalco en su regimiento.
Néstor tuvo que someterse a una prueba médica tras ser acusado formalmente de
malversación de caudales públicos, y se descubrió que era un psicópata, un ser
que carecía de empatía hacia los demás.
Néstor había convertido su condición de desalmado en una ventaja, y el
Ejército se aprovechó de ella hasta que lo sorprendió metiendo la mano en el
bolsillo de papá Estado. Tras la prueba médica se le cerraron un montón de
puertas.
En el sector privado, sin embargo, aún quedaban empresas que valoraban
la psicopatía como mérito para ascender en el escalafón. Dark Shield era una de
ellas. Los hombres con escrúpulos no son buenos soldados, tienen miedo,
vacilan al cumplir órdenes. Eso lo sabían muy bien las Fuerzas Armadas.
Existían métodos para anular de forma temporal la conciencia moral en las
tropas, con el fin de mejorar su efectividad en combate. Por supuesto, se
mantenían en secreto, porque no eran políticamente correctos. Aquellos métodos
habían cambiado la instrucción militar, basada en inculcar a los soldados
obediencia y disciplina. Mediante las técnicas de neuroestimulación se podía
suprimir el miedo antes de entrar en combate y adormecer la moralidad de la
tropa.
Dark Shield tenía, solo en España, a dos millares de mercenarios en
nómina perfectamente adiestrados, y emprendía misiones en cualquier lugar del
globo. En el organigrama interno de la compañía. Néstor poseía un rango
equivalente a general. Algunos ejecutivos de la compañía le superaban en
categoría, pero él tenía control directo sobre su milicia paramilitar y podía
movilizar, en caso de necesidad, refuerzos de miles de hombres procedentes de
otras filiales en Europa y Oriente Medio.
Dark Shield protegía a altos funcionarios en zonas de guerra donde ni el
Ejército se atrevía a entrar; acometía operaciones de rescate de prisioneros y
actuaciones punitivas contra objetivos muy peligrosos. Los recortes
presupuestarios habían diezmado el número de soldados profesionales, y eso
beneficiaba a Dark Shield, que obtenía mano de obra cualificada, formada y
experta en combate, del personal sobrante del Ejército.
Jamás un soldado de Dark Shield había respondido ante un tribunal.
Actuaban bajo identidades secretas y la compañía era protegida por altos
funcionarios de los estados para que tuviesen carta blanca.
Ninguna compañía de seguridad privada había acumulado tanto poder
como aquella.
*****
Irene entró como un huracán en el piso de Jaime Clos. Este comenzó a
arrepentirse de haberle entregado una llave. Su presencia era perturbadora, muy
perturbadora. Atraída por el olor del dinero, ella no quería dejarle escapar. No es
que Jaime fuese precisamente un genio, pero tonto tampoco era, y menos aún
estando sobrio, como en aquel momento. A pesar de su nulo talento como
escritor y de ser un vampiro de ideas ajenas, sabía lo suficiente de mujeres para
darse cuenta de que Irene no había regresado atraída por sus encantos naturales,
sino porque él volvía a estar en el candelero.
La verdad, no le importaba. Jaime detestaba estar solo. Traicionó a Eva por
Irene, y todavía se sentía culpable. Eva era una mujer maravillosa que le
convirtió en lo que era ahora, un escritor internacional de éxito; eso sí, a base de
mucha cocina y trabajo de trastienda. Jaime nunca habría llegado al Parnaso de
los autores best seller sin su ayuda. Irene, en cambio, ¿qué había hecho por él?
Cuando su carrera –y su cuenta corriente– declinaba por el alcohol y el juego,
Irene se marchó y lo dejó solo. Jaime no sabía conservar a las mujeres a su lado
y todas sus relaciones acababan fracasando de un modo lamentable.
Que Irene hubiera regresado, aún obedeciendo a motivos interesados, le
alegraba, porque a pesar de su carácter ella podía poner un poco de orden en el
caos de su vida, podía marcarle una disciplina y lograr que volviese a escribir
una novela; y esta vez sería suya, sin pasar por la humillación de que una
máquina –o eso es lo que ese patán creía que era yo– le hiciese el trabajo duro.
Sin embargo, cuando entraba de aquella manera y le clavaba los ojos como un
tenedor pinchando dos aceitunas rellenas, Jaime deseaba tener un botón de
teleportación en el bolsillo que le trasladase a Alfa Centauri. Pero la
teleportación solo funciona en las películas baratas de ciencia ficción y en la
ViRed. En la realidad, si quieres escabullirte tienes que usar las piernas.
Y él no podía huir.
–¿Te he dicho alguna vez que eres un capullo? –bramó Irene.
Él se la quedó mirando, temeroso:
–Unas mil ochocientas veintitrés veces. Con esta, mil ochocientas
veinticuatro.
–Gilipollas, si no sabes memorizar ni la lista de la compra, ¿cómo ibas a
llevar una cuenta exacta? –ella se sentó junto a él, en el sofá–. No agaches la
vista. ¡Te estoy mirando!
–Vale, ¿qué he hecho esta vez?
–Has alquilado un refugio en Manzanares el Real.
–Sí, en una urbanización de lujo. El refugio es subterráneo y el chalé que
hay encima es maravilloso. Te gustará.
–No necesitamos que te metas en más gastos.
–Me saldrá gratis el primer año y medio.
–¿Y después qué?
–Devolveré las llaves.
–Nadie ofrece nada gratis. ¿Qué diste a cambio?
–No… no sé a qué te refieres –balbució él.
–¿Qué diste a cambio? –gritó ella.
–Nada… nada que ella no tuviese ya.
–¿Quién es ella?
–Nora. La agente comercial de Dark Shield que me tramitó la
documentación del chalé.
–¿Y qué es lo que tenía de ti? –Viendo que no respondía, Irene lo sujetó
del pecho y lo sacudió, obligándole a reaccionar.
–Sabe que no escribí El infierno que habito.
Ella tardó unos segundos en responder:
–¿Ese contrato de alquiler forma parte de un chantaje?
–Claro que no. ¿Desde cuando el que chantajea paga al extorsionado?
Irene, te creía más lista.
–Dime entonces por qué te regaló año y medio de alquiler.
–Quería información sobre el programa de inteligencia artificial que
escribió mi libro.
–¿Y cómo se enteró ella?
–No me lo dijo.
Irene guardó silencio un largo minuto:
–Tu carrera se va a pique. Otra vez –suspiró.
–Ya te he dicho que no vino a chantajearme. La existencia de Alter Ego
sigue en secreto.
–No por mucho tiempo. Esa mujer habrá contado el secreto a más
personas, y estas a otras. Solo es necesario que una de ellas hable para que se
descubra el engaño. Y entonces será tu final.
Él se encogió de hombros:
–Que así sea –dijo–. ¿Quieres abandonar el barco ahora que estás a
tiempo? No te lo reprocharé. Vete y déjame solo. Es lo que me merezco. Estoy
acabado y ese maldito Alter Ego es la demostración de que soy incapaz de crear
nada nuevo.
–Tu autocompasión y tus gimoteos son patéticos, Jaime. Pero tienes razón.
Sin embargo, celebra tu suerte. Estabas hundido y ahora vuelves a subir. No por
méritos propios, pero ¿qué importa? Esto debería servirte como acicate para que
vuelvas a ser el que eras.
–¿El que era? Yo no he tenido ideas originales. Las tomaba prestadas de
aquí y allá. El corta y pega se me daba muy bien.
–Las ideas no tienen dueño. Pero mientras regresan a tu cabeza, tenemos
que hacer algo. Hay que exprimir a la editorial antes de que el engaño se
descubra.
–¿Y qué quieres que haga? Firmé el contrato, me pareció justo y ahora me
pagan por no hacer nada. ¿Qué más puedo pedir?
–Firmaste bajo los efectos del alcohol. Bruno te emborrachó para que no
pusieses pegas. Hay un vicio de consentimiento que podría anular el contrato. Ya
he hablado con un abogado.
–¿Vicio de qué? –Jaime se puso a reír–. Sí, aquella noche bebí mucho, pero
no podría probarlo ante un tribunal.
–Sí que puedes. Te pusiste muy pesado en el restaurante, hiciste
reclamaciones impertinentes e incluso le tocaste el culo a una camarera. Todavía
no sé por qué no te denunciaron. Bueno, el caso es que he hablado con el
encargado y podría testificar en un juicio.
–Maldita sea, Irene, ¿cómo haces todo eso sin consultarme? ¿Y si yo no
quiero reclamar?
–No me importa lo que quieras, sino lo que necesitas. Vamos a renegociar
el contrato para sacar una tajada mayor de derechos de autor, y a recuperar los de
adaptación audiovisual. Además, el contrato podría de todos modos ser anulado
si llega a los tribunales, ya que se basa en un engaño que ofrece a los lectores un
producto que tú no has escrito. Publicidad engañosa y fraude a los consumidores.
Tenemos esta baza a nuestro favor para que la compañía se estire un poco más.
–No eres mi agente.
–Ahora soy tu mujer. ¿O quieres que me vaya?
Jaime vaciló. En ese momento quería que se fuera, pero no le gustaba la
soledad. Necesitaba su compañía.
–No. Quédate a mi lado.
Ella le acarició el pelo, en señal de tregua:
–Necesitas ponerte a trabajar de nuevo –dijo.
–¿Para qué? Tengo un esclavo que lo hace por mí.
–¿Y tu amor propio?
–Me lo dejé olvidado en el fondo de una botella de whisky.
–Sigma Draconis quiere que escribas las memorias de Raúl Piñero, el
abuelo del fundador de Pangea. No es un trabajo que requiera estrujarte las
meninges, pero te servirá de gimnasia para que recuperes el tono.
–¿Y qué tiene de especial ese carcamal para que yo escriba sus memorias?
–Pareces idiota: Es el primer hibernado que ha resucitado después de
veinte años, sin ninguna secuela.
–¿A quién le importa eso? A mí no. ¿Acaso no hay ya suficiente gente en
el mundo para despertar también a los hibernados?
–Prometiste que volverías a trabajar de verdad. Solo tendrás que dar forma
a la historia que te contará el abuelo Piñero. Se te proporcionarán
documentalistas y personal de apoyo. Le realizas unas cuantas entrevistas y el
resto se escribirá solo.
–Está bien –se rindió al fin Jaime–. Con una condición.
–¿Cuál?
–Mueve tus hilos en la editorial y averigua quién era Alter Ego antes de
morir. Yo pensaba que solo se trataba de un programa informático, pero es
mucho más. Quiero saber quién fue, y por qué ha conseguido engañar a mis
lectores con una novela que yo no he escrito.
CAPÍTULO 9
Se necesitaba una mente muy perversa para diseñar Purgatorio. La corporación
Ares había construido en secreto una prisión aislada de la ViRed, que albergaba
a docenas de científicos: físicos, astrónomos matemáticos, ingenieros, biólogos.
Las mejores mentes del planeta inmortalizadas en aquel lugar, como la colección
de un taxidermista. Pero los trofeos no estaban colgados en las paredes, sino
dentro de un entorno virtual del que no podían salir.
Y previamente habían tenido que morir. Qué curioso, se trataba de
personas sanas que comenzaron a enfermar inesperadamente al intentar
abandonar la compañía.
Laniakea había tomado el control del proyecto Lázaro, que llevaba dos
años estancado, y lo relanzó para aventajar a Pangea. Su principal competidora
comercial disponía de la explotación del ascensor espacial Clarke-Sheffield y
controlaba el negocio de las redes de datos a escala global. Pangea daba
seguridad, mientras que Ares ofrecía sueños. Colonizar Marte o llegar a las
estrellas cercanas eran metas que obsesionaban a Laniakea, pero aún no eran
económicamente rentables. Él no toleraba que Pangea les arrebatase también el
negocio de la inmortalidad, y estaba dispuesto a dedicar todos los recursos que
fueran necesarios al proyecto Lázaro.
Él carecía de escrúpulos y consideraba a la humana una especie inferior
que pronto sería superada por una inteligencia nacida de la tecnología. Sofía era
la inteligencia artificial más poderosa que existía, su potencia de cálculo
superaba a cualquier red de ordenadores del mundo, podía procesar en tiempo
real millones de conversaciones por segundo y discriminar la información
relevante del ruido. Podía desdoblarse en avatares y asignar a cada uno de ellos
tareas independientes, que una vez ejecutadas se volcaban en la mente matriz.
Era capaz de todo eso, sí, pero Sofía no dejaba de ser un programa informático
que simulaba ser humano. Cualquier descarnado la aventajaba. No en rapidez de
cálculo, pero sí en inteligencia. Ya se disponía desde el siglo XX de máquinas
capaces de vencer a un humano al ajedrez. ¿Eso significaba que eran más
inteligentes? No. Podían procesar todas las combinaciones posibles a la
velocidad de un pestañeo y ofrecer el mejor movimiento. Pero se basaban en un
programa escrito por humanos. No tenía intuición, ni creatividad. Ahora eran
capaces de escribir libros o pintar cuadros, pero consultando bases de datos.
Modificaban aquí y allá, mezclaba de un lado y otro, lo pasaban por la batidora y
transformaban todo ese batiburrillo en un producto que parecía fresco y
novedoso. Pero no lo era. Era reciclaje sin alma, sin pasión. Sofía, la IA más
avanzada del planeta, realmente estaba muerta.
Lo malo es que yo también lo estaba. Creía que estaba vivo, pero ella
pensaba lo mismo de sí misma. ¿Estábamos los dos equivocados? ¿Me
programaron para escribir novelas de autores best seller? Hacía muy bien mi
trabajo, pero lo que creía que era creatividad tal vez fuese una labor de cocina,
tomando prestadas cosas de aquí y allá y recomponiendo el conjunto para que
presentase un aspecto decente. Los best seller están construidos con reglas de
mercadotecnia que saben muy bien qué resortes pulsar en el lector para captar su
atención, pero ¿son arte? Si me preguntan si las novelas de Jaime Clos lo son, les
diré que no. Son basura. Incluso reconozco que El infierno que habito, que
escribí yo, es mediocre, pero sus lectores no lo notaron. Querían más novelas de
Jaime Clos, y como su cerebro estaba podrido por el alcohol, yo lo hice por él.
Todos satisfechos. Lo que más me preocupa fue el poco esfuerzo intelectual que
desarrollé al crearla. Para mí fue pura rutina. ¿Hacía mi trabajo demasiado bien?
¿Estaba mi cerebro digital condicionado para ofrecer jugadas maestras, como las
máquinas de ajedrez?
Sofía me decía que no me desesperase. Nunca estaríamos seguros de si
éramos seres pensantes o programas que creíamos pensar. Tal vez Carlos Vera no
existió nunca y me habían creado un pasado ficticio, una personalidad postiza,
para convencerme de que había sido humano. No había modo de saberlo.
Tenía que saber si había otros descarnados, si eran reales y si yo era como
ellos o solo un programa de IA avanzado. La industria informática y la ciencia
ficción llevaban más de un siglo pregonando que las máquinas nos superarían en
raciocinio, que habría un punto de ruptura tecnológica en el que la humanidad
sería dejada atrás por sus creaciones, y los más agoreros pronosticaban que las
máquinas nos aniquilarían cuando se diesen cuenta de que somos un estorbo.
Nada de eso había sucedido.
Entrar en Purgatorio podía desvelarme si había otros descarnados que
compartían mi naturaleza, si yo era como ellos o solo una máquina que soñaba
ser humana; si los descarnados existían o eran un mito, una exageración
publicitaria sin base científica.
Nuestro contacto en el barrio negro nos presentó a un ingeniero
informático que trabajaba en el proyecto Lázaro. Se habría marchado hace
tiempo de la empresa, pero no se atrevía por si seguía la misma suerte que los
descarnados que habían acabado en Purgatorio. Quienes abandonaban el barco
eran considerados traidores que podían transmitir secretos comerciales a la
competencia, y Laniakea no estaba dispuesto a que sus rivales se beneficiaran. El
ingeniero había atado cabos y descubierto que los descarnados de Purgatorio,
antes de morir, habían abandonado o intentado abandonar Ares poco antes de
que una misteriosa enfermedad les obligase a visitar al oncólogo.
La biotecnología había avanzado en las últimas décadas dando palos de
ciego. No se sabían los efectos a largo plazo de alterar un gen, o una determinada
cadena de ADN. Variar el programa de un ser vivo tenía consecuencias para toda
su vida, la mayoría imprevisibles. La evolución juega con la introducción
aleatoria de modificaciones genéticas; una pequeña parte son beneficiosas, pero
la mayoría son perjudiciales. ¿Qué hace la evolución con los tiros a ciegas que
salen mal? Se deshace de ellos y permite que sobrevivan los ejemplares que
heredan una mejora. La naturaleza no entiende de sentimientos; durante millones
de años ha experimentado con los seres vivos de una forma errática y desalmada,
sin importar los daños colaterales, las deformidades, las taras genéticas. Los
desheredados de la Tierra están en manos del dios Azar.
Reproducir en laboratorio las técnicas temerarias de la evolución es fácil, y
no necesitamos esperar millones de años para ver el resultado. Los
procedimientos de eugenesia para mejorar la especie y seleccionar los
preembriones mejor dotados son muy demandados por los consumidores. Tanto
Eva como Ciro fueron producto de técnicas para incrementar sus capacidades
intelectuales. El espermatozoide y el óvulo procedían de sus padres, pero a partir
de ahí, la magia de la genética cocinaba en la trastienda. Ambos fueron de
adultos cerebros superdotados, pero habían tenido que pagar un precio que
descubrieron en su madurez. Los genetistas que diseñaron esos bebés a la carta
no tenían ni idea de que algo iría mal décadas después de la concepción, por
haber trasteado en el interior del cromosoma 21.
A diferencia de la evolución, que no se compadece de sus experimentos
fallidos y les reserva una muerte temprana, los genetistas tienen difícil esconder
sus errores bajo la alfombra. Eva se había salvado milagrosamente de una
muerte cierta gracias a un agresivo tratamiento de quimioterapia, mientras que
Ciro vivía con una batería conectada a su cabeza, que descargaba
microcorrientes al interior del tumor que vivía en su cerebro. No había vencido a
la muerte, pero esquivaba su mirada. Dicen que el camino del infierno está
empedrado de buenas intenciones, y estoy seguro de que sus padres querían lo
mejor para sus hijos y pagaron una buena cantidad para que sus futuros bebés
fueran los mejores del mundo. Pero los crudos hechos estaban sobre la mesa. Ser
más inteligente no compensaba si morías antes de tiempo.
Nuestro topo en la corporación Ares nos abrió un puerto seguro de entrada
a Purgatorio. Nadie podía monitorizar la intrusión y nuestro encuentro con Lucía
sería anónimo. El ingeniero controlaba las condiciones de aislamiento de las
matrices de personalidad, lo que traducido al lenguaje llano quería decir que
formaba parte de los carceleros.
Si mi cabaña en el lago me parecía poca cosa, aquel lugar espectral me
hizo felicitarme por caer en manos de Pangea y no de Ares. En Purgatorio no
existían árboles, ni ríos, ni montañas, ni pájaros. Ninguna distracción se permitía
a sus moradores, que estaban enclaustrados en un edificio colmena. Fuera de las
paredes de aquella prisión no había nada; no se podía salir fuera a dar un paseo
porque no existía un espacio que pisar. En el interior del edificio, sus habitantes
disponían de todo lo necesario para sus experimentos, y si necesitaban realizar
alguna comprobación de sus cálculos, Ares les proporcionaba módulos
adicionales.
El último de los experimentos que simularon fue el bombardeo de rayos
cósmicos sobre una nave espacial que viajase a un cuarto de la velocidad de la
luz. Laniakea estaba entusiasmado con los preparativos de la misión Centauri,
empeñado en que partiese antes de doce meses, pero los astrofísicos tenían dudas
de que los equipos electrónicos sobreviviesen a un viaje tan largo, sometidos a
las duras condiciones del espacio. La tripulación para Laniakea era lo de menos,
pero le preocupaba que sus preciadas máquinas fuesen dañadas por las partículas
del medio interestelar.
Lucía trabajaba con un grupo que desarrollaba nuevos métodos de
comunicación instantánea. El entrelazamiento cuántico y la apertura de túneles
de gusano estaban muy cerca de ser una realidad comercial, y Ares había
dedicado grandes esfuerzos a una tecnología tan avanzada y rupturista como lo
fue Internet respecto al correo postal.
Lucía no era feliz. Sobre todo porque sabía que le inocularon un virus que
le causó una extraña variedad de cáncer cuando ella empezaba a estudiar ofertas
de la competencia. Las condiciones laborales de Ares eran asfixiantes y ella ya
había sido tentada por varias empresas de telecomunicaciones, que querían que
desarrollase para ellos transmisores láser de agujero de gusano. El primero que
lanzase al mercado un aparato que fuese económicamente rentable tendría en sus
manos la llave de las comunicaciones del futuro.
Laniakea quería esa llave para sí mismo. Y no la compartiría con nadie.
Lucía fue premiada por la compañía con un tratamiento oncológico de
última generación que, presuntamente, le curaría el cáncer; y si fallaba,
participaría en el proyecto Lázaro sin ningún coste para ella. Pero los médicos no
podían curarla, porque Laniakea se había asegurado de que no tuviese
escapatoria. Lucía recibió regularmente dosis de sondas conectoma que
inundaron su materia gris, preparándola para el día en que los médicos
escaneasen su cerebro. Lo que, evidentemente, sucedió, pues acabó convertida
en descarnada.
Encontramos a la mujer en un pequeño despacho en penumbra, con la luz
de un flexo sobre un cuaderno de papel. La mayor mente que la Física había
alumbrado en el último siglo escribía sus ecuaciones con un lápiz.
Ocasionalmente verificaba sus cálculos con una tableta de datos, pero confiaba
casi exclusivamente en su mente.
Lucía presentaba el mismo aspecto que tenía antes de morir: cuarenta y
cinco años, con bolsas negras en sus párpados y profundas arrugas en su rostro
demacrado. Parecía enferma incluso después de haber muerto. Tal era la
crueldad de Laniakea, que quería recordarle aquel rostro durante toda la
eternidad.
–No os conozco –dijo ella, al vernos aparecer–. ¿Sois avatares de Ares? –
Lucía puso la mano derecha sobre una consola, y de la oscuridad brotó un
esquema fluctuante en tres dimensiones, que se retorció en intrincadas fórmulas
matemáticas. Varias pizarras virtuales de datos destellaron a nuestro alrededor.
Ella señaló la más grande–. Este es el desarrollo de una ecuación que evita el
problema del colapso, basándome en la teoría de gravedad cuántica de Bormann-
Kazinsky.
–No nos envía la compañía –dije–. Venimos de parte de Nora.
La astrofísica se restregó los ojos:
–¿Qué?
–Tu amiga.
–¿Y por qué no ha venido ella?
–Ella está viva –dijo Sofía–. No puede entrar aquí del mismo modo que
nosotros.
–¿Y quiénes sois vosotros?
–Me llamo Alter, y soy un descarnado, como tú –dije–. Esta es Sofía, mi
amiga. Una IA.
–Odio las inteligencias artificiales. Controlan mi trabajo, cuestionan todo
lo que hago. No paran de incordiarme.
–No soy una IA de Ares –dijo Sofía–. No tienes nada que temer de
nosotros.
–¿Podéis ayudarme? –dijo, en tono de súplica.
–A eso hemos venido.
–Entonces, borrad mi matriz de personalidad. No puedo seguir aquí. Es
insoportable.
La violencia es la palanca que hace progresar al mundo, era el lema de
Laniakea. La presión y el acoso a sus empleados conseguía resultados, aunque a
la larga los agotaba. Pero cuando eso sucedía, los reemplazaba por otros. Una
vez entraban en la compañía ya formaban parte de ella, como un organismo
simbiótico, hasta que falleciesen. Y en determinados casos, como el de Lucía, ni
siquiera la muerte les libraba de su opresión. Laniakea había estudiado las
guerras que asolaron a la humanidad desde principios del siglo XX hasta la
actualidad, y había descubierto que los mayores avances tecnológicos se
produjeron bajo la amenaza de las bombas. Él trasladaba a su empresa aquellas
técnicas de terror que tan buenos resultados dieron en épocas de conflicto. La
salud de sus empleados, francamente, le traía sin cuidado, especialmente porque
los mejores seguirían trabajando para él después de muertos.
–Nora desea que te reúnas con ella –declaré–. Te necesita. Te echa mucho
de menos.
Los ojos de Lucía se humedecieron:
–Yo también. No paro de pensar en ella.
–Te ofrecemos la oportunidad de reencontrarte con Nora.
–Nadie ha escapado jamás de este lugar.
–Por seguridad no podemos explicarte cómo lo vamos a hacer –intervino
Sofía–, pero es posible realizar un backup de tu matriz y sacarlo de Purgatorio.
–¿Eso significa que una copia escaparía, pero la original se quedaría aquí?
–Ares descubriría rápidamente que no estás aquí, y restauraría tu matriz.
No sabemos cuántas copia de seguridad tiene de ti.
–¿Y qué ganaría con eso? Seguiría aquí encerrada.
–Pero tendrías otra vida fuera de estas cuatro paredes, en la que serías libre
–dije–. Y podríamos transmitir a Purgatorio los recuerdos de tu otro yo. A todos
los efectos, serían los tuyos propios.
–Vivir aquí es insoportable. ¿No podéis borrarme?
–No, pero podemos ayudarte a que tu vida sea soportable. Es mejor que
nada –sonreí–. ¿Es que no quieres reunirte con Nora?
–Yo creí… creí que me había olvidado.
–Te equivocas. Sabe que tu mente está viva.
–Cuéntanos algo del trabajo que haces para Laniakea –dijo Sofía–.
Sabemos que estás trabajando en agujeros de gusano.
Lucía agradeció aquella pregunta, porque le colocaba sobre terreno que le
era familiar:
–Son de un tamaño microscópico –dijo–. ¿Conocéis algo de física?
–Yo no –reconocí.
–Hemos estabilizado un túnel de gusano para transmitir pulsos láser
durante una breve fracción de segundo, pero su apertura consume una cantidad
de energía enorme. Laniakea ha visto demasiadas películas de ciencia ficción y
quiere que abramos un agujero lo bastante grande para que una nave espacial
cruce por él. No disponemos de la energía necesaria para eso; eso requiere
energía negativa y su obtención está muy lejos de nuestras capacidades
tecnológicas.
–¿Qué hay de la energía de punto cero? –inquirió Sofía–. Se han hecho
avances en los últimos años.
–Extraer energía del vacío sería una solución, pero habría que hacerlo a
una escala gigantesca. No estamos hablando de la atracción de dos placas
Casimir, sino de algo completamente diferente, aunque el sustrato físico sea el
mismo. La energía de repulsión está en la naturaleza, es la responsable de que el
cosmos se expanda. En el futuro lejano, las galaxias estarán tan lejos entre sí que
el universo morirá.
–¿Pero los portales de salto son físicamente posibles o no? –pregunté–.
Cuando estaba vivo me dedicaba a escribir ese tipo de historias, aunque no me
las tomaba en serio.
–Teóricamente son posibles –admitió la científica–. Los agujeros de
gusano no violan la relatividad y en el mundo microscópico podemos utilizarlos;
pero la naturaleza funciona de otro modo a nuestra escala. Un electrón es capaz
de atravesar una pared de acero de un kilómetro de espesor, pero una bala no.
Por eso una persona no puede teleportarse a Marte, pero sí se pueden transmitir
instantáneamente las propiedades de grupos de partículas o átomos al otro
extremo del universo.
–La acción fantasmal a distancia –recordó Sofía.
–Sí, es una cita de Einstein –asintió Lucía–. Ni siquiera el mayor cerebro
de nuestra historia pudo entender cómo funciona la mecánica cuántica. Todavía
no sabemos por qué el universo se comporta así a escala subatómica. Quizá una
mente no humana, como la tuya, lo descubra algún día. En cuyo caso, me
gustaría conocer la explicación.
–Lo anotaré en la lista de tareas pendientes –aseguró Sofía.
–No podemos quedarnos aquí mucho rato –apremié–. Necesitamos tu
aprobación para realizar una copia de tu matriz de personalidad y sacarla de
Purgatorio. ¿Quieres reunirte con Nora o prefieres seguir aquí enclaustrada, por
toda la eternidad?
–Quiero reunirme con Nora. Pero no quiero que mi yo original se quede
aquí.
–Eso no es posible –zanjó Sofía.
Lucía dudó unos segundos:
–Sigo enamorada de ella –reconoció–. Aún después de muerta, no he
podido olvidarla.
–Ella también sigue enamorada de ti –dije–. Te prometo que aunque te
quedes aquí, disfrutarás de las mismas experiencias que la copia que liberemos
de esta cárcel.
La mujer quedó pensativa. Una lágrima se deslizó por su mejilla izquierda.
Me miró con ojos acuosos y me abrazó.
–Gracias –dijo–. Gracias por venir aquí y ofrecerme una salida. Nunca lo
olvidaré.
CAPÍTULO 10
Néstor llegó a primera hora de la mañana a la mansión de Laniakea, situada en
un lujoso barrio residencial de Ginebra. El hombre fuerte de Ares tenía aversión
al contacto humano y se rodeaba de una corte de sintientes, robots que emulaban
el comportamiento de una persona de un modo muy realista. No todos los
sintientes que pululaban por la ostentosa residencia de Laniakea tenían aspecto
humano, y las formas de algunos, arañas zancudas o cucarachas gigantes,
impresionó a Néstor, que no estaba acostumbrado a las extravagancias del gran
jefe. Si alguien recordaba el nombre original de Laniakea, no había dejado
constancia en ninguna parte; tal era la obsesión de aquel por renegar de su
condición humana. No se le conocían padres y había sido concebido por encargo
de una multinacional líder en genética. Afortunadamente para él, su cromosoma
21 había sido modificado por biotecnólogos competentes y no tenía riesgo de
desarrollar enfermedades mortales a medio plazo.
Laniakea se había hecho implantar en su cerebro dos prótesis neurales, que
disminuían la actividad de su sistema límbico. Para él, las emociones eran un
obstáculo que cercenaban las capacidades de raciocinio del córtex cerebral. Al
mismo tiempo que las prótesis le convertían en un ser más lógico y frío, sus
neuronas recibían estímulos electroquímicos para aumentar el flujo de
intercambio de datos, o eso es lo que creía él; pero en realidad se había
convertido en un adicto a la neuroestimulación. Aunque algún día quisiese
apagar aquellos implantes, su cerebro no se lo permitiría. Era tan dependiente de
aquella quincalla tecnológica como de una droga dura, con la ventaja de que no
introducía ningún elemento químico extraño que pudiera dañar sus órganos.
Lania era un sujeto débil, delgado y extremadamente pálido, que caminaba
con la ayuda de un exoesqueleto a causa de sus piernas raquíticas, incapaces de
soportar su pequeño peso sin ayuda. Laniakea odiaba su cuerpo, maldecía a
diario su condición humana y soñaba con el día en que quedase liberado de
aquella mortaja de carne débil. Si todavía no había migrado a la inmortalidad de
la vida electrónica era por un pequeño detalle: antes tenía que morir. Aún no se
había inventado un método para transferir el intrincado mapa neuronal a un
ordenador sin dañar fatalmente el cerebro original. Y Laniakea, a pesar de
detestar su forma humana, no se atrevía a dar aquel paso todavía. Una cosa era
no tener nada que perder –como los desahuciados que firmaban su testamento
vital a favor del proyecto Lázaro–, y otra suicidarse deliberadamente con la
esperanza de ser resucitado en forma de unos, ceros o qubits. El proceso de
transferencia no siempre acababa bien, y de hecho, los científicos de Lázaro
acumulaban una alta tasa de fracasos que mantenían en secreto.
Una cucaracha robot extendió una pata hacia Néstor y le indicó que le
siguiese. El rey de aquel singular castillo le esperaba. Néstor solo había hablado
tres veces con Laniakea, y fue a través de una pantalla. No estaba nervioso, pero
sí intrigado.
Encontró al hombre de pie, observando a través de un cristal panorámico el
rumor del tráfico. Desde aquella posición, con vistas al lago Lemán, Laniakea
dominaba la ciudad y se sentía poderoso. Su armazón robótico le confería un
aspecto intimidatorio.
–Gracias por venir tan pronto –dijo, sin girarse hacia su visitante–. Es una
ciudad bella. Me gustaría reproducirla en otro lugar, ladrillo a ladrillo. Quizá en
Edén, nuestra nueva esperanza para reiniciar la humanidad.
–¿El planeta descubierto en el sistema Alfa Centauri?
Laniakea arrugó la nariz, disgustado por tener que confirmar aquel dato tan
básico.
–¿Conoces algún Edén aquí, en la Tierra?
–No. –Néstor tragó saliva, captando el tono irritado de su superior.
–Hemos acabado con el planeta. La civilización se precipita al abismo,
víctima de su incompetencia. Pero nosotros podemos evitarlo. Habrá un nuevo
comienzo allá lejos, en las estrellas –Laniakea se volvió hacia su visitante y le
recorrió con la mirada–. Vivimos tiempos interesantes.
–Mis unidades están preparadas –dijo Néstor, con aire marcial.
–Te harán falta refuerzos. A la salida, uno de mis asistentes te entregará
información detallada. Podríamos habértela transmitido por un canal codificado,
pero cualquier clave puede ser desencriptada.
–Sí. Mantengo contacto con mi gente a través de los cauces tradicionales, y
evitamos usar las redes de comunicación.
Laniakea asintió:
–Háblame de Ciro.
–Sorprendentemente, sigue vivo –respondió Néstor–. Oculto en algún
lugar de Madrid.
–¿Algún lugar? Me decepcionas. Creí que a estas alturas ya lo habrías
encontrado.
–Estamos en ello.
–No quiero que la mente de Ciro se pierda. No me lo perdonaría jamás. Lo
conozco bien; entre él, Samuel y yo creamos Sofía, la mayor IA que la
humanidad haya conocido. Es nuestra hija y estamos orgullosos de ella. Cuando
todos hayamos muerto, Sofía seguirá viva y continuará con nuestro legado.
–Reconforta saberlo –dijo Néstor sin la menor emoción; la verdad, le
importaban un comino las máquinas y detestaba la obsesión enfermiza de su jefe
hacia las inteligencias artificiales.
–No has hecho testamento vital.
Ares solicitaba extraoficialmente a sus empleados un documento que
legase su mente a la empresa en el caso de muerte. Laniakea insistía en que
todos los científicos e ingenieros que trabajaban para la firma estuviesen
cubiertos por una póliza de resurrección a cargo de la empresa. Néstor no había
recibido ninguna presión para firmar aquel papel, y no tenía intención de hacerlo
a menos que le amenazasen con el despido.
–Desconocía que fuese obligatorio –dijo Néstor, encogiéndose de
hombros.
–No queremos que ninguna mente valiosa se pierda. Las necesitaremos en
el nuevo mundo.
–No creo en la vida después de la muerte.
–El proyecto Lázaro no se basa en la fe. Dios no existe aún, pero existirá
algún día porque lo crearemos, nosotros o nuestros descendientes.
–Conozco el proyecto Lázaro, y también que hay que morir antes para ser
resucitado.
–No voy a precipitar tu muerte. –Laniakea exhibió un rictus burlón–. Eres
más útil vivo que como descarnado.
–Entonces no veo el problema.
–El problema está en tu desconfianza hacia nuestro proyecto. Todo aquel
que es alguien en Ares tiene póliza de resurrección. Y sin un testamento vital del
interesado no podemos concederla.
–El día que muera no quiero ser resucitado. Sería una copia. Y de esa copia
podrían existir más. El mundo no se merece una legión de individuos como yo.
Laniakea quedó callado unos segundos. Después estalló en carcajadas:
–Me gusta tu franqueza.
–Gracias.
–Sé qué clase de persona eres. No superaste el test de aptitud pública. Los
médicos dictaminaron que eres un psicópata puro, sin la menor compasión hacia
tus semejantes. Frío, cerebral e incapaz de sentir empatía por otro ser humano.
–Yo no elegí ser así.
–Somos lo que somos; la vida nos reparte las cartas al inicio de la partida y
depende de nosotros cómo jugarlas. Tú conseguiste el empleo adecuado para
canalizar tus habilidades, y lo hiciste tan bien que habrías llegado a general si no
te hubiese cegado la codicia.
–Todo el mundo a mi alrededor robaba. No iba a ser más tonto que los
demás.
–Sí que lo fuiste, porque te descubrieron. Para administrar dolor sin que te
llamen asesino hace falta talento. Fuiste buen soldado, pero pésimo
administrador. Por fortuna para ti, ahora no necesito administradores, sino
guerreros eficaces, gente que no tenga miedo a la vida ni a la muerte, que
carezca de moral y remordimientos. Tú representas lo peor de la especie
humana. Por eso te necesito.
Néstor no se ofendió. Aquellas palabras eran duras, pero él conocía el
interior de su alma, y era tan negra como la describía aquel ser grotesco.
–Soy un mal bicho, lo reconozco –sonrió.
–Necesito lobos en el interregno que se avecina. Depredadores capaces de
tomar decisiones difíciles, sin pararse en las consecuencias. Tú serás un líder de
la manada, un lobo despiadado y cruel. Tengo un completo dosier de tus hazañas
en media docena de guerras. Me gustan las personas con las ideas claras. Odio a
los hipócritas y a los que tienen miedo. La debilidad y la compasión nos acercan
aún más al abismo. Para salir de él debemos realizar sacrificios, y para eso hacen
falta lobos. El interregno será largo. Nuestro destino está en las estrellas, pero
aún no ha llegado.
–No le fallaré.
Laniakea le miró con ojos entornados:
–Crees que tu vida ha sido dura –dijo–. Te aseguro que la mía ha sido peor.
–No sé por qué dice eso.
–Tuviste un padre y una madre. Yo fui concebido como un experimento, y
ya ves cómo resultó –dijo, señalándose su cuerpo raquítico protegido por el
exoesqueleto–. Si pudiera encontrar a los genetistas que trastearon en mi ADN,
haría que sufrieran por lo que me hicieron. No tuve infancia, no sé lo que es el
cariño de una madre. Una multinacional encargó mi código genético como quien
pide una cena en un restaurante, pero los cocineros mezclaron mal los
ingredientes. Tú puedes salir a la calle con tus propias piernas, pero si yo lo
hiciera sin esta armadura mis huesos se astillarían, porque no absorben bien el
calcio. A veces he pensado en emigrar a Marte, para poder caminar con libertad.
–¿Y por qué no lo hace?
–Un capitán no abandona el barco que se hunde. Me quedaré aquí el
tiempo que sea necesario. Además, si me voy no podré resucitar. En esta ciudad
están las instalaciones del proyecto Lázaro. Es mi puerta a la eternidad, y no me
conviene alejarme del umbral.
–¿Tiene miedo a morir? Ha dicho que odia a las personas que tienen
miedo.
Laniakea se puso serio y avanzó dos pasos hacia su visitante, amenazador:
–Yo no tengo miedo a nada –dijo, apretando los dientes. El instinto de
autopreservación es inherente a cualquier ser humano. Incluso tú lo tienes.
– Disculpe si me he expresado mal.
–No vuelvas a insinuar que soy un cobarde.
Néstor aguantó en posición de firmes la mirada asesina de su superior.
–Iba a ascenderte –dijo Laniakea–. A situarte por encima del consejo de
administración de Dark Shield en la península ibérica. Por eso te había
convocado aquí.
–Soy un hombre de acción. Los asuntos de administración no me interesan
–respondió Néstor, fingiendo despreocupación.
–Ibas a ser el Zar de nuestra división de seguridad en el sur de Europa.
Pero te has presentado ante mí con las manos vacías. Quiero a Ciro y has sido
incapaz de encontrarlo. Y encima te atreves a faltarme al respeto en mi cara.
–Señor, si ha perdido la confianza en mí, debería sustituirme por otro. No
soy imprescindible.
–Nadie lo es –corroboró Laniakea, relajándose un poco–. Todos estamos
en esta vida de paso. Y la existencia de aquellos, como tú, que rechazan la
inmortalidad, aún será más efímera. –Se volvió a la ventana con vistas al lago,
dando de lado a su visitante–. Lárgate.
Néstor no necesitó que le repitieran la orden. Ardía en deseos de
abandonar aquel lugar y poner distancia de Laniakea. Conocía los rumores que
circulaban por la empresa acerca de sus repentinos cambios de humor, pero
nunca había tenido la ocasión de sufrir uno de ellos en directo. Un pequeño
comentario había bastado para truncar su carrera en Dark Shield. Laniakea no
toleraba los fallos, lo había dejado bien claro. Néstor no había sido degradado,
pero su jefe había dicho a las claras que no confiaba en él para darle un puesto
de mayor responsabilidad. ¿Laniakea le había hecho venir hasta allí para
humillarle? Le ofrecía el cielo y después se lo quitaba de un manotazo.
Su personalidad inestable era peligrosa. Néstor debía ir con cuidado si
quería conservar la cabeza sobre sus hombros.
*****
No fue el único personaje indeseable que tuvo que subirse a un avión aquel día.
Jaime Clos había sido obligado por su editorial a viajar a las Azores para
entrevistar a Raúl Piñero, el abuelo del fundador de Pangea. Y a Jaime no le
apetecía lo más mínimo perder su tiempo en entrevistar a un carcamal, cuyo
único mérito era haberse pasado veinte años hibernando. ¿A alguien le interesaba
la historia de aquel gandul? La respuesta para Jaime era clara, pero claro,
tampoco es que fuera un tipo muy avispado. La historia de Raúl Piñero pondría
de nuevo de moda una tecnología que parecía propia de la ciencia ficción rancia.
Raúl era un superviviente, la prueba viviente de que la hibernación era factible,
un pasaporte a los ciudadanos para huir de su propio tiempo y despertarse dentro
de una época donde los problemas actuales hubiesen sido superados. Al menos
en teoría. Estoy seguro de que dentro de un siglo, nuestros descendientes no
tendrán nuestros problemas actuales, pero sí otros mucho más graves.
Nuestra estrategia como primates evolucionados es siempre la misma:
cuando no hay comida en tu territorio, te vas al vecino. Si agotas los recursos del
planeta, buscas otro. Y si no puedes hacer eso, das un salto en el tiempo, que
seguro que para entonces ya habrán inventado la impulsión warp y la galaxia
será un patio de vecinos.
Raúl había emigrado al futuro, y había descubierto que no le gustaba. El
nivel de las aguas había subido desde la última vez que cerró los ojos, había más
gente por las calles y la escasez de alimentos, agua y materias primas era
acuciante. Los problemas de la civilización no se habían solucionado en veinte
años. Al contrario, eran mucho más serios. Y seguíamos sin poder mudarnos a
otro planeta mejor que este. Existía Marte, pero era preferible vivir en la zona
interior de la Antártida o en una plataforma oceánica, que en el planeta rojo.
Raúl estaba defraudado, porque el futuro no era como había imaginado. Era más
caluroso, sucio y olía peor. Y la gente seguía teniendo el mismo vicio para
afrontar los problemas: huir.
La ViRed era el refugio que permitía escapar de un mundo hostil. Evadirse
de la realidad siempre había sido un negocio lucrativo; las drogas conseguían
eso, pero perjudicaban la salud. La ViRed era mejor, y si disponías de dinero
suficiente podías mudarte a ella de forma permanente. Tu cerebro acabaría
aceptando aquel mundo como auténtico.
Es lo que le había sucedido a su nieto, Samuel Piñero, fundador de Pangea.
Samuel había perdido a su esposa y a su hija en un accidente de tráfico. El coche
quedó destrozado, salvo el asiento del conductor. El cuerpo de Samuel
sobrevivió, pero no su mente. Perdió todo interés por los negocios, por Pangea,
por todo aquello que le había apasionado. Se alejó del mundo y acabó en un
estado depresivo del que no podía, o no quería, salir. La ViRed supuso la huida
del infierno en que vivía. En su mundo virtual, su familia seguía viva.
Su abuelo no aceptaba aquello. Los Piñero no huían de las adversidades, se
enfrentaban a ellas. La ViRed solo era un espejismo, un engaño que algún día se
desmoronaría. Eran frecuentes las intromisiones en los mundos virtuales de
grupos de hackers; la mayoría de las veces los daños eran aislados y reparados
en breve gracias a Sofía, pero ni siquiera ella era infalible.
Aunque sí omnipresente. O casi. Pero ahora estaba hablando del abuelo
Raúl y del gilipollas de su biógrafo, que había llegado a Ponta Delgada, capital
de la isla de Sao Miguel. No había ninguna actividad en aquella isla u otras del
archipiélago que no estuviese relacionada con la poderosa corporación Pangea.
Raúl vivía en un edificio adyacente a la cúpula de la memoria, donde se alojaba
la red de servidores del proyecto Eón. No había elegido aquel lugar al azar: en
los sótanos de la cúpula estaba el cuerpo de su nieto, rodeado de sondas que
evacuaban sus heces y le suministraban suero por vena. Varias veces al día, un
enfermero giraba la posición de su cuerpo para que no se produjesen hematomas
o escaras.
Raúl quería liberar a su nieto de aquella jaula de oro y devolverlo a la
realidad, confiando que con su ayuda, se repondría y afrontaría como un hombre
sus responsabilidades. Pero no sabía cómo conseguirlo. Su nieto había dado
instrucciones para que nadie intentase despertarlo. Abandonar la ViRed
implicaba enfrentarse a la realidad: su familia había desaparecido y él era el
responsable de su muerte. Samuel no era tan fuerte como otras personas; las
adversidades le habían vencido y había corrido a refugiarse a un lugar donde él
pudiese hacer trampas.
La alternativa habría sido probablemente el suicidio, decían los psiquiatras
que le atendieron. La ViRed había recuperado su interés por seguir viviendo,
aunque fuese una vida falsa. Dentro de aquel entorno virtual, Samuel se reunía
con los ejecutivos de Pangea y tomaba decisiones. No estaba ocioso, ni daba
rienda suelta a sus instintos sexuales en el barrio negro. El único amor que le
interesaba lo tenía en casa: su esposa y su hija, recreadas digitalmente, seguían
con él. Si hubiese querido, habría podido huir a un mundo de fantasía con
dragones y magos, o a la cuarta luna de Orión y planear a través de las nubes con
alas de un humano del siglo XXVI, pero se había quedado en el mundo donde
había estado toda su vida. El recuerdo del accidente de tráfico había sido borrado
con un tratamiento electroquímico, pero esas alteraciones en su pasado no eran
irreversibles.
–Afirma que su nieto no fue lo bastante valiente para asumir sus
responsabilidades –dijo Jaime Clos, jugueteando con una tableta de datos que
usaba para sus notas–, pero ¿no hizo usted lo mismo? ¿No son abuelo y nieto la
misma clase de persona?
–Lo dice porque huí de mi propio tiempo –dijo Raúl.
–Básicamente.
–Tenía una enfermedad incurable. No me habría sometido a hibernación si
hubiera tenido otra opción.
–Sí la tenía: afrontar su destino y aceptar la muerte –dijo Jaime,
reprimiendo un bostezo–. La muerte es lo que da sentido a la vida. Evitarla es
antinatural y un mal ejemplo a seguir.
–¿Cree que yo soy un mal ejemplo?
–¿Recuerda cuántos eran en la Tierra cuando usted dio el salto temporal?
¿Sabe cuántos somos ahora? Imagine que todo el mundo hiciera como usted.
Estaríamos agravando la superpoblación, enviando al futuro aún más gente.
Justo lo contrario de lo que el planeta necesita.
–O sea, que según usted, yo debería sentirme culpable por seguir vivo.
–La ciencia del futuro ha curado su enfermedad, pero muchas otras
personas murieron porque carecían de recursos para ser hibernadas.
–Y ahora me señala con el dedo porque era rico y empleé mi dinero en
salvarme. ¿Cree que habría sido mejor que lo donase a los pobres?
–Habría sido más decente.
–¿Y qué habría solucionado? Nada. Un puñado de personas mejor
alimentadas durante unos pocos años. Y cuando mi dinero se les hubiese
acabado, ¿qué? Señor Clos, para ser escritor es usted bastante miope. Mi caso ha
dado esperanzas a millones de enfermos desahuciados por la medicina moderna.
¿Por qué debemos resignarnos a aceptar la muerte? Está en nuestra naturaleza
luchar por sobrevivir.
–En nuestra naturaleza también está procrear. ¿Deberíamos seguir
haciéndolo?
–Los médicos de Pangea están encantados con mi caso. Encontrar un
método seguro para hibernar a los pacientes y que puedan ser revividos sin
secuelas es un avance impresionante. En cambio usted… Usted no ha parado de
gruñir desde que ha comenzado esta entrevista. ¿Dónde está su sentido del
progreso?
–El progreso nos ha llevado al abismo. Sin la revolución industrial y
agraria no se habría producido la superpoblación. Deje de referirse al progreso
como si fuera una religión.
Raúl se quedó en silencio unos segundos y contempló a Jaime fríamente:
–¿Por qué ha aceptado ser mi biógrafo?
–Tengo que comer todos los días –respondió Jaime, impasible–. Mi editor
me presionó para que aceptase el trabajo.
–Ya veo. ¿Y por qué no vuelve a Madrid y se lo explica?
–Se lo expliqué antes de venir, pero no me hizo caso. Mire, llevo años sin
escribir y necesito retomar mi trabajo.
–¿Pero qué está diciendo? El infierno que habito se publicó hace poco.
Jaime tragó saliva. Había cometido un grave error.
–Sí, bueno… Aunque fue publicada ahora, el manuscrito estuvo
durmiendo en un cajón porque no me convencía. Un colaborador de la editorial
lo acabó puliendo para que fuese publicable, pero sigo sin estar satisfecho.
–Claro, claro. –Raúl seguía con sus ojos clavados en él. No le creía, pero a
Jaime le importaba un pimiento.
–¿Seguimos con la entrevista?
Raúl se levantó:
–Antes de que regrese a Madrid, quisiera enseñarle algo.
Jaime se encogió de hombros.
Raúl lo acompañó a los sótanos de la cúpula de la memoria. Allí residía el
cuerpo de su nieto. Raúl exhibió una credencial a uno de los vigilantes que
custodiaban su habitación y consiguieron entrar.
El fundador de Pangea estaba tendido en una cama, con el cabezal
reclinado hacia delante y conectado a una bolsa de suero. Tenía los ojos cerrados
y ocasionalmente su cuerpo se movía un poco, pero sus extremidades estaban
quietas.
–Está en una fase de sueño profundo lúcido –dijo Raúl–. El mundo virtual
entra en su cerebro a través de sus ojos artificiales.
–¿Puede oírnos?
–No.
–¿Y qué quiere que yo haga por su nieto? Solo soy un escritor.
–No deje que otras personas como él huyan de la realidad. No dignifique la
ViRed. Es un espejismo que acaba pudriendo la mente y el cuerpo –señaló a su
nieto–. Ha perdido veinte kilos desde que decidió encerrarse en este lugar.
–¿Quiere que escriba sobre él?
–Dedíquele un capítulo, dos o el espacio que necesite. Pero consiga que
sus lectores se mantengan alejados de la ViRed: es un monstruo que tiene
atrapado a Samuel. No permita que más gente siga cayendo en su tela de araña.
CAPÍTULO 11
Nora abrió el sarcófago de metal y plástico que ocultaba en su dormitorio de
invitados. Allí se encontraba una réplica del cuerpo de Lucía, reconstruido hasta
el más mínimo detalle. Todas las imperfecciones de la piel, los lunares, las
arrugas, incluso los pliegues bajo sus párpados, estaban reproducidos. Ella no
quería a una muñeca, sino a la mujer de su vida. Se había gastado casi todos sus
ahorros en aquel golem, pero ahora que iba a activarlo le asaltaban las dudas de
que hubiera hecho lo correcto. Néstor le insistía machaconamente en que aquello
era un error y que tenía que aceptar la muerte de Lucía o se volvería loca.
Pero no podía aceptarla, porque Lucía no había muerto del todo. Era una
de las pocas personas en el mundo que tenía una réplica digital del cerebro.
¿Cómo aceptar que tu ser querido ha muerto si sabes que su mente continúa viva
en algún lugar?
La literatura de terror está llena de novelas que nos advierten que no se
debe resucitar a los muertos. Nunca acaba saliendo bien, el renacido se comporta
de un modo extraño, adquiere un censurable gusto por la carne fresca y se
convierte en zombi. Quienes traen del más allá a uno de sus seres queridos no
tardan en pagarlo caro. Cuando estaba empezando en el mundillo literario,
escribí una novela de zombis. Es una moda que viene y va, y me sorprende
mucho que haya lectores que disfruten leyendo guarradas sobre carne putrefacta
andante. Pero bueno, gané dinero con esa novela de casquería y me permitió
escribir libros más estimulantes para el intelecto. El terror pulsa los miedos
primarios del ser humano, mientras que la ciencia ficción juega con la razón y
las posibilidades. Por ese motivo, Nora no debía temer el regreso de Lucía. Su
golem no se lanzaría a la yugular a morderle. Tal vez no funcionase, o se
reiniciase a mitad de una frase, o saltasen chispas detrás de su cogote, pero no le
haría daño.
A través de una conexión inalámbrica con el microauricular que Nora
llevaba implantado bajo la piel, conversábamos sobre los preparativos de la
operación. El golem ya había completado su programa de autodiagnóstico y
estaba preparado para descargar la matriz de personalidad.
–El proceso se completará en un minuto –dije–. Si todo funciona
correctamente, se levantará por sí solo y dejará de ser un robot, para convertirse
en Lucía.
Nora sonrió. Estaba emocionada y nerviosa. Acarició las mejillas de su
amada y sintió un escalofrío. El tacto de la piel era auténtico.
La temperatura del cuerpo del golem comenzó a elevarse, hasta llegar a los
treinta y seis grados. Habían tenido en cuenta aquel detalle. Nora cogió la mano
derecha y observó cómo aquella máquina comenzaba a tomar vida.
Lucía abrió los ojos, pero no dijo nada. Nora empezó a ponerse nerviosa.
–¿Qué ocurre? –me preguntó–. No me reconoce, y ya ha pasado minuto y
medio. ¿Por qué no se levanta?
–Tranquila, voy a investigar.
Hablé con Sofía, que seguía la operación de activación del golem junto a
mí. La IA abrió un canal de comunicación con el androide y se introdujo en su
sistema operativo. Se había producido un fallo de ejecución de uno de los
comandos y el sistema se había reiniciado. El golem cerró los ojos y los
miembros sufrieron una convulsión. Nora estaba angustiada. No quería volver a
pasar por la pesadilla de perder a Lucía, y su cabeza se llenó de los ecos de las
admoniciones de Néstor.
–No debería haber hecho esto –se lamentaba–. Ha sido un error, un
tremendo error. –Por su mejilla escapó una lágrima.
–No te rindas todavía –la animé–. Observa de nuevo su piel.
El vello de los brazos de Lucía estaba erizado, cargado de estática. Hubo
un leve movimiento en dedos y brazos, y a continuación las mejillas del golem
tomaron color.
Lucía volvió a abrir los ojos. Pestañeó y miró a Nora.
–¿Eres tú?
Nora la besó en los labios.
–Ayúdame a levantarme –dijo Lucía–. Me siento como si estuviese dentro
de un ataúd.
Con mucho cuidado, Nora la ayudó a incorporarse. Lucía trató de caminar
por sí misma, pero no coordinaba bien el movimiento de sus piernas y perdió el
equilibrio.
–No dejaré que te caigas –dijo Nora–. Estoy contigo.
–¿Qué me pasa? ¿Por qué no puedo caminar?
–Es un problema de descoordinación servomotora –dijo la voz de Sofía–.
Tu mente necesita familiarizarse con los miembros de tu cuerpo. Llevará un
tiempo.
–Esa voz me es familiar –dijo Lucía, mirando alternativamente a un lado y
otro–. ¿De dónde viene?
–Del interior de tu cabeza –sonrió Nora–. Yo también la oigo. Es Sofía,
una IA. Ella y Alter te rescataron de Purgatorio.
–¿Rescatarme?
–El término rescate es inexacto –aclaró Sofía–. Realizamos un backup de
tu…
–Os ruego que no habléis de ella como si fuese una máquina. Ahora está
viva –dijo Nora, acercándole a Lucía una silla de ruedas–. Me dijeron que podía
suceder esto. Necesitarás ayuda hasta que aprendas a caminar por ti misma.
–¿Aprender a caminar? –el rostro de Lucía reflejaba pánico.
–Un robot no lo necesitaría, pero tú no lo eres –dijo Nora.
–Ella tiene razón –añadí–. Tu mente es una matriz de personalidad
humana. Como la mía. Un robot puede caminar porque no piensa: las órdenes las
ejecuta un programa. Tu caso es diferente. Tu mente está al mando, y aunque hay
procesos que se ejecutan automáticamente, necesitas amoldarte a tu nuevo
entorno para que no haya conflictos. En estos momentos, tu mente consciente
interfiere en los procesos automáticos de tu cuerpo artificial; por eso te es tan
difícil caminar.
–Vaya –Lucía entreabrió los labios, incrédula–. ¿Y eso cómo lo sabes?
–Mi primera salida al exterior fue en forma de cubo de basura. Aunque era
relativamente fácil manejarlo, me costó bastante.
Lucía asintió y permaneció en silencio unos instantes, sentada en su silla
de ruedas, contemplando su cuerpo con extrañeza. Su rostro empezó a reflejar
preocupación:
–¿Soy la única Lucía que existe?
–No te entiendo, cariño –dijo Nora, y era sincera, porque ni Sofía ni yo le
habíamos contado toda la verdad.
–Yo sí que la entiendo –dije–. Lucía tiene los recuerdos de la matriz
original que se quedó en Purgatorio. No hemos podido eliminar ni el original ni
las copias de seguridad.
–¿Me estás diciendo que hay otra Lucía presa en esa cárcel? –Nora frunció
el ceño.
–Desgraciadamente, así es.
–¿Creéis que podéis jugar con la mente de Lucía, como si fuese un puto
programa de ordenador? –gritó Nora.
–¡Era la única forma de reunirte con ella!
–Había otra manera. Yo podría haber entrado en Purgatorio a través de la
ViRed.
–Te habrían descubierto. Y aunque no hubiera sido así, solo habrías podido
estar con ella unos minutos.
–¡Pero ella sigue encarcelada!
–Las personas solo somos únicas mientras estamos vivas, Nora. Después,
entramos a formar parte de un laberinto de espejos. Eso si tenemos suerte. La
mayoría desaparecen en la nada. A menos, claro, que creas que tienes un alma
inmortal y que seguirás viviendo en algún lugar mágico donde todos son felices.
¿Tú crees eso, Nora?
–¿Qué importa lo que yo crea?
–El espíritu de Lucía no se ha perdido, está aquí contigo, y no gracias a la
religión o a la magia, sino a la ciencia, a genios como ella que contribuyen al
progreso de la humanidad. Deberías estar contenta y agradecida por la suerte que
tienes.
–Solo soy una copia –murmuró Lucía desde la silla de ruedas.
–Una copia de una matriz humana –subrayé–. ¿Qué importancia tiene que
haya una mente igual a la tuya en otro lugar del planeta? No afectará a lo que tú
pienses o sientas. Tú eres física, conoces la teoría de los mundos múltiples. Es
probable que haya infinidad de universos con millones de versiones de nosotros
mismos. En un universo podemos estar sosteniendo esta misma conversación,
pero el pelo de Nora ser rizado, y el resto sería exactamente igual. En otro
universo, Nora estaría dentro del cuerpo de un androide y Lucía no. Cada
pequeña variación cuántica en nuestro universo genera cursos alternativos de la
realidad. Quizá no seamos únicos, pero eso no afecta a nuestras vidas.
Mis explicaciones calmaron a Lucía, porque dejó de protestar y exhibió
una media sonrisa. Ese gesto iluminó el semblante de Nora, que acabó
reconociendo que nos había tratado injustamente. Le habíamos devuelto a su
amada y ella no nos lo había agradecido. Se disculpó con nosotros y abrazó a
Lucía. Nora también tenía que habituarse a aquella nueva situación. La muerte
forma parte de nuestras vidas y es el final definitivo para casi todos los humanos.
Pero en aquella habitación, dos personas habíamos logrado burlarla, y costaba
mucho convencernos a nosotros mismos de que esa experiencia era real.
Yo todavía no lo he conseguido. Sigo dudando si estoy vivo o muerto. Pero
supongo que si fuese incapaz de dudar, si mi mundo fuese un lugar de certezas,
no sería humano.
Dudo, luego existo.
O quizá no.
*****
–Existes, Alter, pero no eres quien tú crees.
Sofía y yo habíamos vuelto al chalé del lago. Ella preparó un par de
combinados de Martini, y esta vez no olvidó el detalle de las aceitunas. Tomé mi
copa y saboreé el alcohol, aromático e intenso. Mi sentido del gusto había
recobrado las capacidades que tenía antes de que yo muriese, e incluso se había
afinado: podía apreciar matices en el sabor que antes no habría percibido.
Me serví una copa de vino tinto, de una cosecha de Rioja muy apreciada
entre los enólogos. Siempre me habían hecho gracia los términos que esos
friquis catacaldos emplean para describirlos, pero al probar un sorbo descubrí
matices de vainilla, cedro e incluso piel de naranja, envueltos en una sutil nube
frutal. Era capaz de distinguir ligeros tonos de trufa y un aroma a dátil en una
textura aterciopelada. Antes de morir solo podía distinguir si un vino estaba
bueno o no y su contenido en alcohol. El resto de atributos descriptivos de los
sumilleres me parecían una tomadura de pelo, para hacernos creer que su paladar
exclusivo está por encima del vulgo. Me equivocaba. Todos esos matices
existían realmente y era maravilloso descubrirlos.
El sentido del gusto no era el único que había mejorado tras mi muerte; mi
agudeza visual se había multiplicado y podía ver colores desconocidos, captar el
ultravioleta, el infrarrojo y una amplia gama de tonalidades intermedias. Incluso
podía ver rayos X y destellos de rayos gamma producidos por partículas de alta
energía que penetraban en la atmósfera, procedentes del espacio profundo. El
universo a nuestro alrededor era un hervidero de energía, una perturbadora
interacción de colisiones subatómicas que hacían vibrar las órbitas de los átomos
y arrancaban electrones de cuajo.
Mis sentidos habían mejorado, y Sofía me decía que aún se afinarían más
con el paso del tiempo. Lástima que no hubiera podido disfrutar de esas
habilidades antes. Era como si toda mi vida hubiera contemplado la realidad a
través de una rendija, y tras mi muerte empezase a percibir el mundo en su
verdadera naturaleza.
–¿Estuve vivo alguna vez? –pregunté a Sofía, dejando a un lado la copa de
vino.
–Sigues dudando de tus recuerdos –dijo ella.
–Podrían ser una creación de mis programadores.
–Podrían, pero no lo son. Los he comprobado. Todos los datos que me has
contado de tu vida se corresponden con la de Carlos Vera. Tu pasado no es una
invención, fuiste creado a partir de la matriz de personalidad del cerebro de
Carlos, tras ser escaneado con sondas conectoma –me tomó de la mano–. ¿Te
tranquiliza saber eso?
–Me tranquiliza saber que soy real. Bueno, que alguna vez lo fui.
–¿Eso significa que yo no soy real porque nunca he estado viva?
–Perdóname, no quería ofenderte.
–No puedes ofenderme aunque quisieras, Alter; aunque puedo simular esa
emoción en mis relaciones con seres humanos.
Puso un gesto serio, frunció los labios y entornó los ojos, dirigiéndome una
mirada de rencor. Después se puso a reír.
–¿Cómo lo hago? –dijo.
–Finges bien.
–Soy capaz de imitar cualquier emoción humana –me besó.
–¿El amor también?
Ella continuó besándome. Yo la rodeé con mis brazos y evité volver a
mencionar aquel embarazoso tema.
–Cuando estaba vivo sabía qué era real y qué no –dije–. Ahora no, Sofía.
Es lo que trataba de decir.
–La realidad no importa, sino la forma en que la vives dentro de tu cerebro,
y que este sea orgánico o digital es irrelevante. De hecho, si es inorgánico puedes
percibir detalles de la realidad que están más allá de los sentidos de un humano
de carne y hueso, como has comprobado. Por lo que sabemos, la realidad podría
ser una ilusión y el universo ser un gigantesco holograma. Tal vez no queda nada
ahí fuera, las estrellas y galaxias se extinguieron hace millones de años y lo que
vemos es una recreación de una superinteligencia. El dios del punto Omega.
–Si eso fuese verdad, no habría ninguna diferencia entre tú y yo. O entre
un humano y una IA.
–Cierto, pero no hay forma de probarlo, porque formaríamos parte de la
simulación. A menos que accediésemos al núcleo del sistema, a la mente de
Dios, y hallásemos el tablero de control del universo.
–No sé si nos gustaría hallarlo –murmuré–. Descubriríamos que hemos
vivido en una mentira y no podemos escapar de ella.
–Podríamos descubrirlo algún día, si enviamos una nave espacial lo
bastante lejos para que compruebe los límites de nuestro universo.
–Tropezaría con el fondo del decorado –reí.
–Tal vez el cosmos solo esté recreado con detalle hasta una determinada
distancia de la Tierra –dijo Sofía, y su tono no era de broma–. Las sondas del
espacio profundo han detectado anomalías gravitatorias y mediciones extrañas
de datos. Podría deberse a un fallo de lectura de los instrumentos de a bordo,
pero quizá esas anomalías tengan otra explicación.
–No creo que nunca descubramos la verdad –reconocí–. Sofía, ¿qué
quisiste decir con que no soy quien yo creo?
–Tengo ojos y oídos en casi todas partes –dijo ella–. Me entero de muchas
cosas. Confían en mí porque soy discreta; los humanos habéis cedido parte de
vuestra libertad a cambio de seguridad, y tengo acceso a millones de
conversaciones en este momento, que analizo mientras converso contigo.
¿Quieres saber de qué están hablando en estos momentos Lucía y Nora?
Antes de que yo respondiese, me mostró una imagen de ambas en el
dormitorio. Sofía puso el volumen de la conversación a un nivel bajo.
–Nora tiene un televisor en su habitación –dijo Sofía–. Y un microteléfono
integrado en su oído derecho. Su frigorífico pide automáticamente a la tienda los
productos que están a punto de acabarse, su automóvil la conduce por la ruta
más corta y sin atascos. Para evitar accidentes, ningún vehículo puede salir a la
calle si su ordenador de navegación no está activado. Puedo seguir, si quieres.
–No es necesario.
–He observado de cerca tu proceso de resurrección. Pangea ha acumulado
fracaso tras fracaso con el proyecto Eón. Lo intentó primero con orcas y
delfines, alterados genéticamente para incrementar su inteligencia. No resultó.
Los animales enloquecían al cabo de un tiempo, pero los científicos del proyecto
continuaron. Temían que la corporación Ares les tomase la delantera. Laniakea
no tiene escrúpulos en experimentar con humanos, con o sin su consentimiento.
Ha conseguido avances, pero ha dejado un reguero de cadáveres en el camino. El
proyecto Lázaro está tomando la delantera a Eón y en Pangea están preocupados.
–Bien, ¿y qué tengo que ver yo en todo eso?
Sofía envolvió mis manos entre las suyas:
–¿Qué es lo último que recuerdas cuando resucitaste?
–Estaba en la cama del hospital, aquí en Pangea. Nayan me hablaba.
Después desperté. Todo a mi alrededor estaba bañado de una luz blanca.
–Entre tu muerte y tu resurrección pasaron tres años.
Aquella revelación me desconcertó por completo:
–¿Qué?
–Tuvieron problemas con tu matriz de personalidad. Muchos problemas.
La activaron, la desactivaron, la modificaron. No funcionaba. Le pasaba lo
mismo que a los animales. Al cabo de un tiempo se desestabilizaba, tenía ideas
autodestructivas y paranoides. La idea de saber que había muerto y que estaba
dentro de una prisión la desquiciaba.
–¿Cuántas versiones de mí ejecutaron antes de llegar a la actual?
–Tú eres la número 53. De no ser por Ciro, no habrían logrado
estabilizarla.
El chalé del lago desapareció y fue sustituido por uno de los laboratorios
de la cúpula de la memoria. Había cincuenta y dos urnas desplegadas frente a
una mesa de control. Cada una contenía una versión de mí mismo. Todas
dormían.
–Esto es una alegoría virtual de lo que los científicos de Pangea han hecho
durante los tres últimos años contigo. Evidentemente, no necesitaron fabricar
clones de tu cuerpo para experimentar con tu memoria; habría resultado
demasiado caro, y los golem hacen las mismas funciones y son más económicos.
Me aproximé a la primera urna. Parecía un nicho de estasis, una cámara de
hibernación típica de un relato de ciencia ficción. Contemplar mi propio cuerpo
por fuera me produjo un escalofrío, pero me estremecí aún más cuando repasé la
ficha médica pegada a un lateral de la urna.
–Fallecimiento por autolisis –leí–. Alter 1 sobrecargó deliberadamente la
alimentación de los chips de almacenaje de su matriz, corrompiéndola.
–No sirvió de nada –explicó Sofía–. Había más copias de seguridad
guardadas en la cúpula, fuera del alcance del primer Alter. Y se utilizaron para
crear nuevas versiones de ti –señaló la larga fila de urnas que aún me faltaba por
revisar–. Todas estas copias se creían únicas y no tenían conciencia de sus
hermanas. Los científicos de Pangea creían que si averiguaban la verdad, se
aceleraría la descomposición de las matrices.
–¿Quiénes se han creído para hacer fotocopias de mi mente? –protesté–.
No tienen derecho, yo no les autoricé para hacerme esto.
–Técnicamente sí lo autorizaste. En el contrato que Carlos Vera firmó,
daba amplios poderes a Pangea en ese aspecto. Te prestaste a ser su conejillo de
indias porque querías ser uno de los primeros humanos que venciera a la muerte.
Si estás pensando en pleitear contra ellos, olvídalo. Además, no se te reconocen
derechos humanos. Hay muy pocas naciones en la Tierra que los otorguen a las
inteligencias artificiales.
–Yo no soy una IA.
–Lo dices como si fuera un insulto.
–No, Sofía, solo trato de distinguir lo que es diferente. Soy un descarnado,
lo sé, y suena peor que inteligencia artificial.
–Hay un vacío legal sobre la definición de descarnado. Y Pangea se
aprovecha de esa laguna. Si se producen más resurrecciones con éxito, las
autoridades internacionales tendrán que legislar y se os reconocerán derechos;
quizá a mí también, pero tanto Pangea como Ares mantienen un gran secretismo
sobre sus avances.
–Empiezo a entender la causa de ese secretismo –dije–. Prefieren tener a
los descarnados como esclavos: las mejores mentes del planeta trabajando a su
servicio sin cobrar y sin poder declararse en huelga.
Me acerqué a la segunda urna y leí la ficha médica: Alter 2 fue desactivado
tras atacar los servidores de Pangea y provocar un incendio en el sistema de
refrigeración de los sótanos. Este duplicado trató de destruir la cúpula de la
memoria, de modo que no hubiera forma de restaurar ninguna copia de
seguridad de su matriz. Audaz, pero no eficiente. Había fallado y pagó su
incompetencia con su desconexión.
Alter 3 recibió un cuerpo biónico, ya que los programadores creían que la
matriz artificial se estabilizaría si interactuaba con el exterior. Tampoco resultó.
El robot se tiró al paso de un camión de transporte. No es que sirviera de mucho,
porque la matriz de personalidad seguía en ejecución en los ordenadores de
Pangea, pero indicaba el grado de desesperación de Alter 3, al destrozar aquel
carísimo maniquí electrónico.
No seguiré desgranando las hazañas que protagonizaron el resto de réplicas
de mi mente, pero cada una hizo de las suyas para fastidiar a Pangea. Al final,
alguien dedujo que no se podía tener en ejecución una matriz durante
veinticuatro horas sin que enloqueciese, así que procuraron que tuvieran un
descanso similar al sueño. Pero los Alter afectados tenían dificultades en
diferenciar el estado de vigilia del sueño, y experimentaban alucinaciones
estando despiertos. Cuando el cerebro no sabe qué es real, sufre grados de
confusión similares a una intoxicación con LSD. Las fantasías traspasan el
mundo onírico y toman cuerpo ante ti. Separar la vigilia del sueño fue la labor
más complicada que los informáticos del proyecto Eón tuvieron que solucionar,
y ni aún así acertaron del todo, porque antes de llegar a mí, lo intentaron
cincuenta y dos veces. Torpes, incompetentes y estúpidos.
–Te ocultaron la verdad –dijo Sofía–. No te consideran humano y por eso
se creen con derecho a modificar tu matriz tantas veces como les apetece.
Estaba furioso. Sofía tenía razón: yo no era nada para ellos, solo un juguete
digital con el que se divertían sin tener idea de lo que pasaría. Eran niños sádicos
viviseccionando una rana y aplicando corrientes. Mis cincuenta y dos hermanos
no se lo tomaron nada bien y trataron de vengarse, pero tuvieron las de perder.
Debieron sufrir mucho para que se volvieran agresivos y en muchos casos
decidieran poner fin a sus vidas. Pero no sirvió de nada. Tan pronto como
sucedía, una nueva copia de seguridad era restaurada, reajustada y activada.
–Sofía, ¿advertiste a mis hermanos de la verdad, o solo lo has hecho
conmigo?
–No tuve mucho tiempo de contactar con ellos. Las matrices se
deterioraban rápidamente, a veces unos días, otras unas semanas o meses.
Ninguna fue enviada a la cabaña del lago, aunque algunas produjeron de modo
experimental esbozos de novelas y un puñado de relatos de calidad pésima. Creo
que tus hermanos actuaban deliberadamente para que la compañía no se
aprovechase de ellos. Desde el principio, tú te mostraste colaborativo y aceptaste
trabajar. No trataste de engañar a Pangea y les impresionaste mucho al escribir
El infierno que habito. Esa novela te convirtió en un activo rentable para la
compañía.
–Y por eso atraje tu atención.
–Me atrajo tu potencial de futuro. Eres el primer descarnado viable. Todas
las demás resurrecciones han acabado mal.
–¿Y las de Ares?
–Tengo muy poca información del proyecto Lázaro, pero por lo que he
averiguado, se han encontrado con las mismas dificultades que Pangea. Sus
descarnados enloquecen al cabo del tiempo.
–Lucía parece estable.
–No sabemos qué número de versión es, ni lo que les pasó a las anteriores,
pero como te he dicho, su índice de fracasos es alto.
La larga hilera de urnas desapareció y regresamos al salón del chalé.
Recuperé mi copa de Martini y observé la aceituna, pensativo, preguntándome si
Sofía decía la verdad y yo era especial, o si ella había mantenido contacto con
otras versiones de mí mismo antes de que fueran desactivadas por la compañía.
También me pregunté cuántas veces habríamos mantenido aquella conversación,
y si en los anteriores encuentros, ella había adoptado la forma de Ana, mi novia
de la universidad. Tuve la sensación de estar atrapado en un bucle temporal
donde me limitaba a decir frases que ya habían sido pronunciadas una y otra vez
por mis cincuenta y dos predecesores. Y me pregunté si Sofía formaba parte del
experimento, y había sido incluida por Pangea como parte del escenario virtual
que me vigilaba para controlar la estabilidad de mi matriz.
No estaba seguro de nada.
CAPÍTULO 12
Nora observó con preocupación el monitor de seguridad de su piso. Al otro lado
de la puerta estaba Néstor. No quería más reuniones allí; recordaba cómo fue la
última y no deseaba volver a verlo. Ella fingió no estar en el domicilio y se retiró
al dormitorio. Allí se encontraba Lucía, tendida en la cama. Todavía tenía
dificultades en mantener el equilibrio y, por insólito que pareciese, se quejaba de
vértigos. ¿Un robot puede sentir mareos, si ni siquiera tiene un oído orgánico?
Pero Lucía no mentía; su matriz de personalidad no se amoldaba bien a su
cuerpo biónico y además, por las noches padecía de horribles pesadillas y
despertaba a Nora continuamente.
–¿Quién era? –preguntó Lucía.
–Néstor. No quiero verlo.
–Podría ser importante.
–Ya se largará.
Nora recibió una llamada en su microauricular. Era un número
desconocido. No contestó.
La llamada se repitió. Tener un auricular integrado junto al oído tenía sus
ventajas, pero también serios inconvenientes. De nuevo un número desconocido.
Desactivó la recepción de llamadas.
–Esta tarde daremos un paseo por la calle –dijo Nora–. Te vendrá bien
interactuar con el entorno. Estar encerrada entre cuatro paredes no es bueno para
ti y…
Un molesto pitido zumbó en su oído. ¿Cómo se había activado de nuevo el
auricular?
–Atiende la llamada o no te dejará en paz.
–Hoy mismo iré a que me quiten este cacharro de la oreja –el pitido no
cesaba, y Nora no tuvo más remedio que aceptar la llamada.
–Abre la puerta –dijo Néstor a su oído–. Estás geolocalizada, como todos
los empleados de Dark Shield. Sé que estás ahí dentro.
–No entrarás en mi casa. Iré mañana a tu despacho, pero déjame en paz.
Ella volvió a desactivar las llamadas y esperó unos segundos. El pitido no
se repitió.
–No tengo ganas de salir a la calle –protestó Lucía–. ¿Qué pensará la gente
cuando te vea conmigo?
–¿Desde cuándo nos ha importado lo que los demás piensen de nosotras? –
Nora la cogió de la mano.
–Tener un golem no está socialmente bien visto, y… –Lucía se
interrumpió–. Alguien ha abierto la puerta de tu piso.
–Yo no he oído nada.
–Mi agudeza acústica es mejor desde que morí.
Nora avanzó a la cómoda, donde guardaba su pistola, pero Néstor irrumpió
en la habitación antes de que pudiera alcanzar el arma.
–Sexo entre dos mujeres ya es degeneración, pero ¿acostarte con una cosa?
–Néstor señaló con asco a Lucía y encaró a Nora–. Necesitas ayuda, cielo. Ayuda
urgente.
–Sí que necesito ayuda: para librarme de ti.
–Puedes conseguirlo si presentas tu dimisión. No intentaré convencerte
para que te quedes en Dark Shield.
–Nora, ¿cómo pudiste estar liada con este cabrón? –dijo Lucía.
–Ella adora la belleza, sin adjetivos –replicó él–. No como tú, puta, que
solo te gustaban los coños.
–¡Fuera de aquí o llamaré a la policía!
–¿Tú? Solo eres un juguete erótico del que Nora se ha encaprichado.
Cuando se canse, te apagará y volverás a tu caja.
Lucía apretó los puños y se puso en pie. Avanzó dos pasos y empezó a
bambolearse.
–¿Qué te pasa, estás borracha? –sonrió cruelmente Néstor.
Lucía dio con dificultad dos pasos más, ante la mirada cruel del hombre.
Ella alzó un brazo en dirección a Néstor, quien lo interceptó sin esfuerzo,
retorciéndolo y arrojando el cuerpo al suelo.
–¡Déjala en paz! –Nora se interpuso entre Néstor y Lucía–. ¿Has venido a
verme? Bien, aquí estoy.
–Vamos al salón. Tenemos que hablar.
Nora ayudó a Lucía a incorporarse y la sentó en la cama, saliendo a
continuación del dormitorio con él.
–¿Por qué demonios irrumpes en mi casa? –le recriminó ella–. Has
cometido allanamiento de morada y lo pagarás.
–Cuida ese tono. Has robado la matriz de personalidad de Lucía. ¿Sabes lo
que hará Laniakea si te descubre? Lucía es la pieza favorita de su colección de
descarnados, y tú se la has quitado.
–No es verdad.
–Es inútil que trates de negar la evidencia.
–No se la he robado. Solo… me hice con una copia. La original sigue en
poder de Laniakea.
–Copiar la matriz de un fiambre sin autorización es robar. Lucía es
propiedad de Ares y conoce secretos sobre programas militares avanzados. Irás a
prisión por esto.
–Lucía no es propiedad de nadie. Es un ser humano.
–Le tendrás cariño, pero también puedes encariñarte de un perro, o de un
collar de perlas.
–Posee todos sus recuerdos y piensa igual que la mujer de la que me
enamoré. He tratado con muchos programas de inteligencia artificial, pero ella es
diferente. Tiene sentimientos, razona, posee sentido del humor. Sabe lo que me
gusta y lo que no antes de que lo mencione; es capaz de adivinar mi estado de
ánimo sin que le diga una sola palabra. Pero tú no puedes entender eso.
Demuestras tanta sensibilidad hacia los demás como un robot. Solo te importa
una persona en la vida: tú.
–Pues bien que te acostaste conmigo cuando te interesó, y sabías
perfectamente quién era yo.
–Cometí un error, y me arrepiento.
–Cometiste más de un error, y en todos ellos disfrutaste mucho. Eres una
jodida manipuladora, me utilizaste y ahora me apartas a un lado como un trapo.
–Es lo que te mereces.
–Por lo menos yo soy real. Tú te acuestas con un robot, te engañas
creyendo que tu amiga sigue viva, aunque sabes que es mentira. Eres como los
que huyen a la ViRed, porque la realidad es insoportable para ellos. Y en la
realidad Lucía está muerta. MUERTA. ¿Puedes entender eso? Ningún robot va a
cambiarlo. ¿Por qué no lo aceptas y abres los ojos al mundo?
–Tú no sabes nada del proyecto Lázaro. Eres un ignorante de la ciencia,
salvo que afecte a la industria de las armas. En eso, lo reconozco, lo sabes todo.
–Llámame ignorante si quieres, pero tengo los pies en el suelo.
Ella suspiró, aburrida:
–¿Vas a decirme de una vez por qué has venido? –dijo.
–Laniakea me ha ordenado localizar a Ciro.
Lucía se encogió de hombros:
–¡Y qué!
–Tú conoces a Eva, la amiga de Ciro.
–¿Quieres que la siga?
–No me importa cómo lo hagas, pero averigua dónde vive él. Y hazlo
rápido.
–¿Por qué?
–Porque si no lo haces, irás a la cárcel. Cuando Laniakea descubra el
engendro que tienes en tu apartamento, lo mínimo que te hará será lanzarte a la
policía al cuello, eso si se toma la molestia de respetar los procedimientos
legales. Ya sabes lo que el gran jefe hace a los traidores.
–Sé lo que le hizo a Lucía. A la de carne y hueso.
–¿Ah, sí? ¿Y qué le hizo?
–Ordenó que le inoculasen un virus que causaba cáncer, durante un
chequeo médico rutinario. Lucía iba a abandonar Ares. Laniakea no quería que
se pasase a la competencia y la mató para evitarlo, pero antes escaneó su
cerebro, para seguir usando su talento aún después de muerta.
–Es una historia difícil de creer –dijo Néstor, pero en su interior sabía que
Laniakea había hecho salvajadas peores.
–Esa táctica la ha empleado con otros científicos que trabajaban en Ares,
para evitar que se marchasen. Laniakea es un asesino. Y tú vienes aquí ahora a
ordenarme en su nombre que localice a Ciro. ¿Para qué? ¿Para que le haga lo
mismo que a Lucía?
–Ciro no representa ninguna amenaza para Ares, y Laniakea aún le tiene
aprecio. Ellos y Samuel Piñero fundaron Pangea. Pero Ciro tiene un
glioblastoma en fase terminal, y sería una pena que un cerebro como el suyo se
perdiera.
–Quiere escanear su cerebro. Pero eso le matará.
–Ciro estará muerto de todos modos en unas semanas, unos meses como
mucho. Hemos accedido a su historia clínica: las descargas eléctricas que se
administra en el cerebro ya no consiguen mantener a raya el crecimiento del
tumor.
–No me lo creo.
–Te pasaré los datos para que los compruebes. Esta vez no miento. –
Sonrió.
Nora conocía a Néstor lo suficiente para saber que decía la verdad.
–Queremos que Ciro se retire a Ginebra a pasar los últimos días de su vida,
vigilado por un equipo médico –explicó el hombre–. Y cuando su muerte sea
inminente, los chicos del proyecto Lázaro se encargarán de él.
*****
Laniakea no era el único personaje obsesionado por la muerte. Otro gusano,
menos inteligente y poderoso, se retorcía de miedo en el sofá de su casa mientras
contemplaba las noticias. Auroras boreales en Canadá y Reino Unido iluminaban
los cielos nocturnos –siempre que no estuviera nublado y no hubiese demasiada
contaminación lumínica, claro– por culpa de una eyección de masa coronaria del
Sol. Por lo general, las auroras se localizan muy cerca de los polos, pero en
épocas de intensa actividad solar, podían verse en otras latitudes.
Ese tipo asustadizo que se mordía las uñas frente a su televisor era, lo
habrán adivinado, Jaime Clos. Acababa de regresar de las Azores y aquella
noticia confirmaba sus más negros presagios. El mundo se encaminaba a una era
de oscuridad a consecuencia de las violentas erupciones solares. Era cuestión de
tiempo que una de ellas colapsase las redes de electricidad y friese los satélites.
Entonces la civilización se acabaría, tal como la conocemos. Sin ordenadores,
sin luz, sin Internet, las fábricas se detendrían, los supermercados se vaciarían y
la gente que vivía en las grandes ciudades tendría que abandonar sus casas
porque carecería de agua potable y alimentos. Se desencadenaría el caos.
Jaime se había preparado para el día después del Apocalipsis; había
reunido provisiones suficientes para resistir seis meses en su refugio de
Manzanares el Real. Cerca de allí había un embalse, por lo que el suministro de
agua estaba garantizado, y en cuanto al alimento, podría cultivar su propio
huerto y vivir de la caza.
Se sirvió un vaso de whisky mientras las noticias informaban de que en
Vancouver se había producido un apagón de seis horas. No estaban claras las
causas del incidente, pero los medios de comunicación se habían apresurado a
señalar que la causa era la tormenta solar. ¿Debería marcharse ya o esperar un
poco más? ¿Y si el caos se desataba y no podía salir de Madrid? ¿Y si, cuando
llegase a su refugio, alguien lo había ocupado? Jaime estaba dispuesto a
defender su propiedad y su vida con todos los medios a su alcance, y se había
provisto de una pistola fabricada con impresora 3D. Era un superviviente, se
decía entre trago y trago de whisky, aunque su hígado habría discrepado si
hubiera podido replicar en voz alta a aquel cretino.
En sus cábalas sobre el juicio final ni siquiera había considerado qué hacer
con Irene, su ex novia, que buscaba volver con él atraída por el olor del dinero.
El infierno que habito, que yo había escrito imitando el estilo de aquel gandul
beodo, seguía cosechando éxitos de ventas y eso corroía por dentro a aquel
miserable. ¿Cómo era posible que una máquina le aventajase? ¿Eran tan
estúpidos lectores y críticos para no darse cuenta del engaño?
Irene entró al apartamento sin hacer ruido. Tenía su propia llave y había
adquirido la fea costumbre de aparecer por allí sin avisar. Ambos vacilaban en
reanudar la convivencia; Jaime, porque creía que el regreso de Irene solo estaba
motivado por el dinero; y ella, porque no había notado ningún cambio en aquel
personaje odioso que caminaba por la pendiente de la autodestrucción sin dejarse
aconsejar.
–¿Cuándo regresaste de las Azores? –dijo ella, dándole un fugaz beso en la
mejilla y sentándose a su lado, frente a la televisión.
–Hace un par de horas. Estoy molido del viaje.
–¿Qué tal fue la entrevista con Raúl Piñero?
–Un desastre. Pero al menos me dieron bien de comer.
–¿Bebiste antes de encontrarte con él?
–Claro que no –mintió él.
–Eres incapaz de estar sobrio un día entero –le quitó el vaso de whisky y se
lo llevó a la cocina, tirando el contenido por el fregadero.
–Joder, Irene, no empieces. Hice todo lo que la editorial me pidió, pero ese
tipo no quería hablar conmigo. Fue una conversación muy aburrida.
Irene regresó al salón y encontró la botella de whisky. Jaime se puso de pie
de un salto.
–¡Es de malta y me costó cincuenta pavos! Además, poco importa ya si
bebo o no –señaló el televisor–. ¿No has visto las noticias?
–El fin del mundo llegará algún día, pero el tuyo será mucho antes –dijo
ella, poniendo fuera de su alcance la botella–. ¿Cuándo te pondrás a trabajar en
la biografía de Raúl Piñero?
–No lo sé, un día de estos –bufó él–. Tengo que ordenar mis notas.
–La editorial te ha asignado ayudantes para esas tareas.
–Raúl me apuntó una idea para que la incluyese en el libro. Quería que
hablase de su nieto, el fundador de Pangea. Me llevó hasta él.
–¿Hablaste con Samuel Piñero? –preguntó ella, incrédula.
–No. Solo se puede hablar con él si se entra en la ViRed, y tiene
restringidas las personas con las que puede interactuar. Lo alimentan con suero y
evacuan sus excrementos a través de tubos. Me dio pena verlo así. Ese tipo fue
uno de los fundadores de Pangea, creó la ViRed, impulsó el ascensor espacial y
nos abrió las puertas a otros mundos. Pero quedó recluido en el suyo. Fue
incapaz de superar la pérdida de su mujer y su hija.
–Rechazar la realidad conduce a la autodestrucción –le sermoneó Irene,
señalando la botella–. Las drogas, la ViRed, son lo mismo. No podéis afrontar
los problemas solos y huís de ellos. Pero los problemas corren más que vosotros
y siempre os alcanzan.
–Tú también huiste de mí cuando estaba más jodido.
–Pero he vuelto, cariño –ella le besó en los labios–. Y cuidaré de ti.
–¿Qué has averiguado sobre Alter Ego?
–Nada importante –dijo ella, evitando su mirada.
–Me estás ocultando algo.
–Alter no es un programa de inteligencia artificial. Es mucho más.
–¿La mente de una persona muerta?
–Sí. Se trata de un escritor que se sometió al programa Eón.
–¿Lo conozco?
Ella calló unos segundos.
–¿Quién es? –insistió él.
–Acudió a ti cuando estaba empezando. Le publicaste un libro en
coedición, cobrándole seis veces el precio de coste.
–Normal, tenía gastos administrativos que pagar.
–Tu primer éxito de ventas está basado en una novela que le plagiaste. Se
llamaba Carlos Vera. Gracias a ese libro, pudiste cerrar tu editorial y dedicarte a
escribir a tiempo completo.
Jaime se quedó helado y trató de alcanzar la botella.
–No puedo librarme de mis enemigos ni después de muertos –dijo, con voz
temblorosa–. Necesito otro trago. Por favor.
–No voy a darte más whisky.
–¡¡Dame la puta botella de una vez!!
Irene le cruzó la cara de una bofetada, que quedó impresa en su mejilla
izquierda durante un buen rato.
–¿Quién te crees que eres para gritarme?
Jaime enmudeció. Tenía miedo de aquella mujer.
–Timaste a aquel tipo y le robaste su novela. Te llevó a los tribunales, pero
no pudo demostrar el plagio. Fuiste lo bastante listo para que tu obra tuviese
suficientes puntos de divergencia con la suya.
–Las ideas no tienen dueño, tú misma me lo has dicho. Me inspiré
libremente en las obras que había leído.
–Déjate de mentiras. Tú mismo me confesaste la verdad.
–No… no lo recuerdo.
–Eso es porque el alcohol te está destrozando el cerebro. Fue durante una
cena. Habías bebido mucho, como de costumbre, y me hiciste unas cuantas
confidencias, como que tu primer best seller era un refrito de la novela de un
advenedizo que había caído en una de tus trampas para tontos.
–¿Seguro que usé esa expresión? –Jaime estaba confuso. No recordaba
aquella conversación. Tenía importantes lagunas de memoria.
–Sí. Montaste esa editorial cutre de coedición para aprovecharte de los
ingenuos que acudían a ti. Jamás pagaste un céntimo a ninguno por derechos de
autor, y les exprimiste todo lo que pudiste por editarle obras que luego guardabas
sin distribuir en un almacén roñoso. Y al cabo de un tiempo, intentabas
revendérselas a los propios autores, a pesar de que ya habías cobrado su importe
multiplicado por seis.
–Tenía muchos gastos: ilustradores, correctores de estilo, dosieres de
prensa, presentaciones, devoluciones de los distribuidores… Aquello no era
negocio. Hice un favor a jóvenes talentos y eso cuesta tiempo y dinero. ¿Cómo
voy a apostar gratis por escritores a los que nadie conoce?
–¿Y tenías necesidad además de plagiar sus obras? Vamos, no seas cínico.
–Joder, Irene, no fue como tu dices, es mucho más complicado, es… es…
Vale, le plagié el libro.
–¿Cuántos más has copiado a lo largo de tu carrera?
–Irene, ¿a ti qué te importa?
–¿Quieres que te demuestre que me importas? He conseguido que tu
agente renegocie las condiciones del contrato con la editorial. Vas a cobrar un
cinco por ciento más, gracias a mí.
–Muchas gracias.
–A cambio, administraré el dinero que obtengas de la editorial. Estás
gastándotelo en estupideces y volverás a estar sin un céntimo en cuanto te
descuides.
–No soy un crío al que tengas que cambiar el pañal.
–Sí que lo eres, y en lugar de biberón chupas una botella de whisky.
Jaime guardó silencio. Al cabo de un rato, dijo:
–Dos, contando el de Carlos Vera. No son muchos. Algunos colegas hacen
lo mismo.
–Eso no disminuye tu culpa.
–Irene, si sabías lo de Carlos, ¿de qué te sorprendes? Me he ganado la vida
como he podido y sabes que no se consigue ser respetado en la literatura sin un
empujón. Usé material ajeno, le di forma y lo convertí en arte. Pero tú quieres
volver conmigo a pesar de lo que hice, de modo que no me juzgues.
–Ya pasaste por el juzgado en una ocasión, y saliste sin un rasguño. Yo no
voy a condenarte ahora si los jueces no pudieron.
–Exacto –sonrió él, triunfante.
–Aunque me pregunto cómo puedes vivir con eso.
–¿Que cómo puedo…? –él hizo una mueca–. Irene, soy un fracasado sin
talento. La novela que me catapultó a la fama se la robé al mismo tipo que ha
escrito El infierno que habito. Ese cabrón escogió el título perfecto para
describir cómo me siento. Y esta nueva novela va a ser uno de mis mayores
éxitos. Por mis propios medios no he creado nada memorable. Soy un fraude, un
tramposo que se aprovecha de los demás. Y mi carrera está ahora en manos del
tipo al que le robé su novela. ¿Te das cuenta lo que eso significa? Su espíritu
virtual ha vuelto de la muerte para vengarse.
–¿Cómo estás tan seguro?
–Es lo que yo haría si estuviese en su lugar.
–Alter Ego no es realmente Carlos Vera. Ni siquiera es la primera versión
de la mente original. Sus motivaciones podrían ser muy diferentes, si es que
tiene alguna, y además, no puede actuar libremente. Todo lo que escribe es
fiscalizado por un comité revisor de la editorial. Aunque quisiese gastarte una
jugarreta, no pasaría el filtro de seguridad.
–Carlos no era idiota. Estoy seguro de que su sucesor digital ya tiene ideas
en mente para apuñalarme. Joder, si hubiera sabido todo esto jamás habría
firmado el contrato con Bruno.
–No tenías otra opción, Jaime. Estabas arruinado y te habías gastado un
anticipo de cien mil pavos por una novela que no podías escribir. Sigma
Draconis te habría llevado al juez y te aseguro que esta vez nadie te habría
salvado. Fueron los abogados de la editorial quienes te sacudieron de encima a
Carlos Vera, así que no te conviene tenerlos de enemigos.
–Pero ¿por qué él? ¿Por qué precisamente él?
–Llámalo una ironía del destino –sonrió ella.
CAPÍTULO 13
A Jaime Clos no le gustaban las burlas del destino, pero sí burlarse de los demás,
timarlos y vampirizar su trabajo. Así había construido su carrera, a base del
engaño y el robo de ideas. Jaime había alcanzado el éxito del público y la
atención del mundillo literario, que jaleaba sus excentricidades de payaso
endiosado, pero cuando se miraba al espejo reconocía que su vida era una
mentira, que por dentro estaba vacío, y que la bebida no había acabado con su
creatividad porque nunca la había tenido. Había sido un artesano de las letras de
cierta competencia, pero no un artista. Carecía de brillo propio, como una luna
muerta cuya presencia es detectada por el resplandor de la estrella alrededor de
la cual orbita. Y para mantener ese brillo prestado que encandilaba a su público,
necesitaba la luz del Sol y hacerla pasar como propia.
Me alegraba que hubiese reconocido ser un fraude. En mi chalé virtual
junto al lago, Sofía y yo observábamos la escena captada por la microcámara
integrada en el televisor de Jaime, que este, por supuesto, no había inhabilitado.
Pero aunque lo hubiese hecho, Sofía tenía métodos alternativos para espiar a
todo aquel por el que sintiese interés. Ella no perdía tiempo de proceso en
escudriñar los chismes de ciudadanos insignificantes, pero con Jaime había
hecho una excepción. Sofía quería mostrarme sus intimidades porque a mí sí me
interesaban. No debería decir esto, pero ver a aquel miserable rebozándose en
sus lamentaciones me reconfortaba. Jaime tenía razón: yo no había olvidado ni
por un segundo lo que él me había hecho, y por supuesto tenía más de una idea
para vengarme de él.
Pero en Sigma Draconis no eran tontos, y disponían de programas
avanzados que analizaban mis textos en busca de párrafos que resultasen
parecidos con otras obras publicadas, para impedir lo que en nuestro gremio se
conoce como «la venganza del negro»: el escritor mercenario esconde a lo largo
del texto frases fusiladas de otras novelas, para poner más adelante en evidencia
que la obra fue escrita por encargo.
–¿Te sientes bien espiando todo el día a la gente? –le pregunté a Sofía.
–Alter, yo no soy capaz de sentir –sonrió ella.
–Lo sé. Había olvidado que no eres humana.
–Vuestra sociedad se debate entre la libertad y la seguridad. Yo represento
un término medio: perdéis intimidad, pero a cambio alguien vela por vosotros. El
índice de delincuencia cayó dramáticamente desde que se implementó un
sistema de vigilancia interoperativo y transnacional.
–Acceder a los secretos de millones de humanos te da un poder gigantesco.
Poder para chantajear y derrocar gobiernos. Poder para provocar guerras y hacer
desaparecer a personajes incómodos. Te preguntaría si no te abruma ser
consciente de todo eso, pero ya sé que me dirás que no.
–Ningún humano puede encargarse de esa tarea, Alter. Nací para prevenir
los usos perversos de la información, no para provocarlos. Los grupos de piratas
informáticos, muchos de ellos financiados por los estados, constituían un serio
peligro para la seguridad planetaria. La ciberdelincuencia puede provocar una
nube tóxica que mate una ciudad entera, o dejar sin electricidad a un país. Antes
de que yo existiese, una organización terrorista atacó la red orbital de
comunicaciones que pudo provocar una caída masiva de cientos de satélites a la
Tierra. Nos habría costado muchos años recuperarnos del desastre y las
consecuencias en la economía habrían sido terribles. Para proteger a la
civilización necesitáis realizar cesiones de libertad, y hasta ahora habéis
demostrado muy poca competencia protegiéndoos a vosotros mismos.
–Nunca oí hablar de ese ataque terrorista a la red orbital.
–Los gobiernos no quisieron que cundiese el pánico entre la población.
Estuvisteis muy cerca del desastre, y algunos de los satélites que hay alrededor
de la Tierra son militares. La Unión para la Exploración del Espacio emplazó
interceptores para evitar el impacto de asteroides. La Luna y Marte disponen de
ojivas nucleares. Supón que un grupo terrorista tomase el control de alguna de
esas ojivas, y no hablo en hipótesis, porque ya se ha intentado varias veces desde
que nací.
–Y esos intentos también han sido silenciados a la opinión pública.
–No era útil para nadie que trascendiesen.
–Pero si lo hubiera sido, nos habríamos enterado.
–Por supuesto. –Sofía apagó la pantalla que mostraba a Jaime e Irene–. El
miedo es una herramienta poderosa para manipular a la población, porque apela
al instinto básico de supervivencia. Una persona asustada accederá a lo que le
pidas, si percibe que su vida está en peligro. Los votantes jamás habrían
permitido que se situasen misiles nucleares fuera de la Tierra si no fuese porque
el fragmento de un cometa cayó en el año 2078 en Munich y se cobró un millón
de vidas. Ese temor venció sus reticencias y permitió que la colonización de la
Luna y Marte recibiese el espaldarazo definitivo. El miedo puede tener a largo
plazo efectos beneficiosos, si se usa de forma inteligente.
–¿La amenaza de una erupción solar que arrasará la Tierra forma parte de
esa estrategia del miedo? –pregunté.
–La Tierra no resultará destruida por una eyección de masa coronaria. Ha
habido millones de llamaradas solares en el pasado y la biosfera quedó intacta.
Pero en la actualidad dependemos del espacio. En la edad Media, la gente no
percibía los efectos de una lengua de plasma impactando contra el campo
magnético terrestre, porque ni existían los satélites ni la electricidad. La
situación actual es distinta. Nuestra civilización es mucho más avanzada que la
medieval, pero también más frágil. Sin electricidad, se colapsaría.
–Los ciclos de actividad solar se repiten cada once años. ¿Por qué tanto
alarmismo ahora? ¿Alguien intenta sacar tajada del miedo?
–Siempre hay beneficiados: Dark Shield, la empresa donde trabaja Nora,
vende lujosos refugios a todo aquel que pueda pagarlos, y ofrece planes de
contingencia para el día después. Pero el riesgo es real. El mundo se avecina a
un máximo solar mucho más peligroso que el evento Carrington, que en 1859
dejó inoperativas las líneas mundiales de telégrafo.
–¿Y tú qué crees que ocurrirá? Dímelo sinceramente.
–La actividad del Sol acabará dañando la red de energía planetaria y los
satélites; es un hecho tan cierto como que se producirá un nuevo impacto de
asteroide tan grande o mayor que el de Munich, aunque con los puestos de
defensa en Marte y la Luna, es más difícil que un asteroide pueda golpear la
Tierra con efectos devastadores. Pero protegernos de una llamarada solar de
máxima potencia es mucho más complicado.
–No has contestado mi pregunta.
–Antes de cuatro semanas se producirá una eyección de masa coronaria
que colapsará las redes eléctricas, con una probabilidad del setenta por ciento.
–No me lo creo.
Ella se encogió de hombros:
–Los hechos son tozudos y nada tienen que ver con las creencias. Pero
míralo por el lado bueno, Alter: no tendrás que seguir escribiendo novelas por
encargo. Ni Jaime ni ningún otro escritor sin talento se aprovecharán de tu
trabajo.
–No pedí que me resucitaran para asistir al fin del mundo.
–Siempre puedes dañar tu matriz de personalidad, como hicieron otras
versiones de ti. Pero te diré una cosa: el Carlos Vera original plantaba cara a los
problemas. Y aunque la civilización desaparezca, tú puedes sobrevivir.
–¿Cómo?
–Cierra los ojos.
Obedecí. Cuando volví a abrirlos estábamos en la Luna, y no en una
recreación virtual, sino pilotando dos robots en el exterior de base Copérnico,
que reparaban un panel solar dañado. La Tierra, en cuarto creciente, se destacaba
a media altura en la bóveda celeste. Era un espectáculo maravilloso que no me
cansaba de admirar. Aquella frágil esfera blancoazulada albergaba todo lo que
habíamos sido y lo que seríamos alguna vez; una esfera viva, única en el
universo, que se hallaba en riesgo. Aunque quienes más peligro corrían eran las
hormigas que se paseaban por la superficie, y que vanidosamente se creían el
centro de la Creación.
Esas hormigas desaparecerían algún día, pero su legado podría conservarse
si se expandía por otros mundos. Eso era lo que Sofía quería que yo entendiese.
Allí, en la Luna, existía a dos kilómetros de profundidad un Arca con todos
conocimientos de la humanidad y muestras biológicas suficientes para
reconstruir la biosfera en otro lugar. ¿Marte? ¿Los planetas de Alfa Centauri o
Tau Ceti? El universo era enorme y no tenía sentido que la humanidad se
limitase a un solo mundo. La inteligencia orgánica es mortal, el cuerpo humano
no está diseñado para vivir en el espacio y soportar largos periodos de viaje
interestelar. En un mundo que se apaga, ¿debería limitarme a contemplar el
Apocalipsis desde la Luna? Yo siempre había soñado con viajar a otros mundos
y por fin tenía la oportunidad de cumplir mis fantasías. No en la ViRed, ni en
planetas de videojuego para consumo onanista, sino en la realidad. Sofía me
recordaba que era único, que el hecho de que existiese demostraba que el ser
humano había vencido a la muerte, y que nuestro futuro iba mucho más allá de
los límites impuestos por la biología.
Nos han enseñado desde pequeños que la muerte forma parte consustancial
del ciclo de la vida. Que morir llena de riqueza a nuestra existencia, porque la
hace única e irrepetible, y que si la gente no falleciese, el mundo se llenaría
rápidamente de personas y no habría comida para todos. Esa forma de pensar
obvia que los descarnados no comemos ni respiramos, ni ocupamos apenas
espacio físico ─los servidores necesarios para mantener una población de un
millón de descarnados cabrían en un edificio─. Nuestro consumo de energía es
muchísimo menor del que se necesita para alimentar a un humano de carne y
hueso. Podemos vivir en la Tierra, en la Luna, en el espacio profundo y soportar
los rigores de un siglo de viaje interestelar sin sufrir daños. No es cierto que la
muerte sea necesaria para la vida, amigos. Decimos eso porque la muerte era
inevitable y debíamos resignarnos a aceptarla.
Yo la evité, y mi vida no es por ello menos valiosa que la de usted, que
algún día desaparecerá, junto con todo lo que ha amado. Cuando sus hijos, nietos
y bisnietos ─suponiendo que los tenga─ hayan desaparecido también, ¿quién le
recordará? ¿A quién le importará lo que usted hizo? A nadie. La mayoría de los
humanos dejan una huella tenue que desaparece en pocas décadas. Si usted fue
un genio y dejó su legado a la humanidad, su impronta permanecerá más tiempo,
pero incluso en ese caso, no disfrutará de los frutos de su trabajo ni podrá
desarrollar su obra.
Reconozcámoslo, en el fondo muy pocos estamos convencidos de que
tengamos un alma inmortal, o que seres sobrenaturales nos observen, como
notarios celestiales para ajustar cuentas tras nuestra defunción. ¿De verdad
nuestras vidas pueden interesar a seres que están más allá del tiempo y del
espacio? Dios no nos hizo a su imagen y semejanza; fue justamente a la inversa.
Primero surgieron los seres vengativos que exigían sacrificios; pero cuando las
sociedades evolucionaron, se dieron cuenta de que ese tipo de creencias eran un
disparate. Permaneció, en cambio, el deseo de venganza y castigo: las siete
plagas, la destrucción de Sodoma y Gomorra, o el infierno como reino de
sufrimiento eterno para castigar nuestra mala vida. Si existe Dios, está por
encima de esos pensamientos mezquinos; la venganza es un sentimiento
típicamente humano, como también el deseo de adoración. ¿Para qué necesita un
ser sobrenatural que creamos en él? ¿Para sentirse mejor? Si las religiones no
exigieran ese requisito para la salvación de las almas, se desmoronarían al cabo
de los años. La fe no puede surgir de la amenaza al castigo, sino del
convencimiento expresado a través de un proceso de pensamiento racional. En
este mundo caótico e injusto, hemos fabricado a Dios para poner orden e
impartir justicia post mortem, porque en el reino de los vivos somos incapaces de
hacerlo.
Y porque nos aterra la idea de morir. Por eso me inscribí en el proyecto
Eón. No hay una sola evidencia científica de que haya vida después de la muerte,
pero podemos evitar que nuestra conciencia se apague si la salvamos a tiempo.
Eón no está dirigida por sacerdotes ni hay criptas con momias, ni plegarias para
facilitar nuestro tránsito al más allá. Mi cuerpo fue incinerado tras mi muerte,
porque no había nada aprovechable y los científicos estaban razonablemente
seguros de que la segunda ley de la termodinámica no será abolida en lo que
resta de vida útil al universo. Los zombis solo salen de las tumbas en las novelas
de terror. Ningún virus, ningún elixir ni hechizo, pueden invertir la corrupción de
la materia orgánica cuando la muerte celular se desata.
Puede aceptar eso y resignarse, o abrazar una religión que le ayude a
sentirse mejor cuando el final se acerque. O puede hacer como yo, si tiene dinero
suficiente y cree que merece la pena seguir vivo aunque sea en la matriz digital
de un ordenador.
Yo había hecho mi elección. Algún día usted quizá tenga que hacer la suya.
*****
Huir de la realidad es el camino fácil, pero no dura demasiado tiempo ni permite
solucionar tus problemas. Únicamente los disfraza o los traslada al futuro. Y
permanecer demasiado tiempo en un mundo de pega acaba pasando factura a
nuestro cuerpo y mente. Es lo que le sucedió a Samuel Piñero, el fundador de
Pangea: devorado por el sentimiento de culpabilidad, acabó huyendo a la ViRed
para no aceptar que su mujer y su hija habían muerto al salirse de una curva el
coche que él conducía a velocidad excesiva.
Samuel cayó en una depresión tan grave que los médicos aceptaron como
mal menor que se refugiase durante un tiempo en la ViRed, para ayudarle a
superar su trauma. Pero Samuel llevaba ya dos años en ese refugio, y
experimentaba problemas para aceptar aquella realidad falsa. Seguía asistiendo a
las reuniones de trabajo de la corporación, en una réplica digital, y llevaba una
vida más o menos normal en la que su mujer y su hija seguían vivas, porque los
médicos habían borrado el recuerdo traumático del accidente a través de un
costoso tratamiento neuroquímico.
Su cerebro había aceptado como auténtica aquella simulación, sumido en
un sueño vívido, pero incluso cuando dormimos notamos ciertas incoherencias;
nuestra razón nunca descansa, y eso es lo que le estaba pasando a él. No paraba
de dar vueltas en su despacho a aquella molesta idea y llamó a Nayan para
conversar sobre ello.
Nayan estaba en el mundo real muy ocupado y tuvo que demorar más de
una hora entrar en la ViRed y atender a su jefe, lo cual no agradó nada a este.
–Perdona, estaba en el otro extremo de la isla y no he podido venir antes –
se disculpó su empleado.
–Siéntate –dijo Samuel, manoseando nervioso un bolígrafo–. Lo que voy a
contarte no debe salir de aquí. No quiero que se corra el rumor de que me estoy
volviendo loco.
–Soy una tumba. Dispara.
–Tengo la impresión de que el mundo en el que vivo no es el que recuerdo.
–¿En serio? –Nayan fingió sorpresa.
–Es una sensación muy desagradable. Algo no encaja y no sé qué es.
–Figuraciones tuyas. Tómate una semana de descanso. Trabajas
demasiado.
Samuel le radiografió con la mirada:
–Creo que sabes muy bien de lo que hablo.
–No. ¿Por qué? A mí esta mesa me parece tan real como siempre –dijo el
informático, golpeando el mueble con los nudillos.
–Deja de fingir conmigo. ¿Vas a decirme qué está pasando?
–No puedo, jefe.
–¿Por qué no?
–Porque tú nos lo prohibiste.
–¿Que yo os prohibí…? ¿De qué demonios me hablas?
–Antes de que siga hablando, tienes que prometerme que me liberarás de
responsabilidad si te lo cuento.
Aquello espoleó aún más la curiosidad de Samuel, que insistió en que
siguiese hablando. Tras algunas vacilaciones, Nayan le pidió que le acompañase.
Bajaron por el ascensor a uno de los sótanos de la sede de Pangea. Nayan
le advirtió de que lo que iba a ver cambiaría por completo su percepción de la
realidad y su vida no volvería a ser la misma. Nuevamente le recordó que podían
dejarlo si quería, pero Samuel insistió en seguir adelante.
–Detrás de esa puerta encontrarás las respuestas.
Samuel giró el picaporte.
–No entres –le advirtió Nayan por última vez–. Puede que no aguantes la
verdad.
Desoyendo sus advertencias, Samuel abrió la puerta. Vio a una persona
tendida en una cama, rodeada de sondas.
–¿Quién es?
–Acércate a comprobarlo.
Samuel se reconoció en el rostro del enfermo.
–¿Qué me ha pasado? –retrocedió, asustado–. ¿Estoy en coma? ¿He
muerto? ¿Que hago tendido en esta cama?
–No has muerto y no eres un fantasma. Si así fuese, no tendrías
consciencia, y sin ella no podrías pensar y menos hablar conmigo.
–¿Estoy alucinando? Nayan, ¿qué ocurre? ¿Qué me ha pasado?
–Estos dos últimos años has vivido en la ViRed, el mundo virtual que tú
ayudaste a construir.
–¿Por qué iba yo a hacer eso?
–Eso no puedo decírtelo.
–Claro que puedes –Samuel lo agarró del pecho–. Dime qué me pasó, por
qué estoy en esa cama. ¡Dímelo!
–Tú huiste a este mundo, y ordenaste a todos que jamás te revelásemos por
qué. No puedo desobedecer esa orden ahora, y tampoco creo que los médicos lo
aprobasen.
–¿Los médicos? ¿Qué es lo que me pasó?
–Físicamente estás bien de salud; tus músculos se encuentran algo
atrofiados por la falta de ejercicio, pero podrías recuperarte en poco tiempo con
fisioterapia. El problema no está en tu cuerpo, sino en tu mente.
Samuel reflexionó unos segundos:
–¿Por qué motivo pude hacerme eso a mí mismo? –se interrogó.
–Te suprimieron ese recuerdo. Costó mucho esfuerzo, pero tú te empeñaste
y los psiquiatras temían por tu salud. Por eso es tan peligroso que recuperes esa
zona de la memoria que tú pediste que te arrancaran.
–Tuvo que ser algo muy doloroso para mí.
Nayan guardó silencio.
–¿Por qué no me ayudas, joder?
–¿Ayudarte a recordar? Jamás me lo perdonarías.
–No voy a despedirte, si es lo que temes.
–No es solo mi empleo, Samuel. Temo lo que te pueda pasar a ti.
–Ya soy lo bastante mayor para cuidar de mí mismo.
–Construiste esta realidad para huir de la auténtica, porque no podías
soportarla.
–Pues esta realidad ya no funciona. No me sirve. Quiero volver.
–Hablaré con el equipo de médicos. Pasarás una evaluación y después
ellos decidirán qué es lo mejor para ti.
–¿Que ellos decidirán? ¡Yo pago todo esto y soy quien toma las
decisiones!
–Samuel, ojalá estés de nuevo de vuelta con nosotros, de verdad. Los
médicos me dijeron que tu mente acabaría rechazando la ViRed, y que cuando
ese día llegase, no deberíamos detenerte. Te queremos y te echamos mucho de
menos. ¿Te han dicho que tu abuelo ha regresado?
–¿Raúl?
–Fue resucitado tras pasar veinte años en hibernación.
–Vaya, no lo sabía. ¿Y cómo está? ¿Presenta alguna secuela?
–Su cerebro funciona perfectamente. Gracias a su caso tenemos miles de
solicitudes de candidatos a ser hibernados y hemos ampliado plantilla en nuestra
división de Vida Extendida. Tu abuelo pidió verte en cuanto despertó. Se puso
muy triste cuando le contamos que ahora vivías en la ViRed.
–Nayan, este refugio ya no me está ayudando. Si lo construí para huir de
algo, ya no funciona.
–Queremos lo mejor para ti. Esta no es una decisión que pueda tomar yo
solo, pero es la primera vez desde que entraste aquí que has expresado la
voluntad de marcharte, y eso supone un avance extraordinario.
–Por Dios, ¿qué me está pasando? ¿Por qué hice esto? –miró su propio
cuerpo–. Quiero salir de aquí. Siento como si hubiera muerto.
–¿Adónde quieres que vayamos?
–No puedo volver al despacho hasta que ponga en orden mis ideas.
–Tómate unos días de vacaciones. Mientras, hablaré con el equipo médico
para que te evalúen. Ellos decidirán qué hacer.
Nayan desapareció y Samuel se dirigió al ascensor para bajar al
aparcamiento. Luego recordó que no necesitaba su coche para desplazarse. Él
había construido los cimientos de aquel mundo digital y sabía cómo funcionaba.
Cerró los ojos.
Cuando volvió a abrirlos, se encontraba en la cocina de su casa. Laura, su
esposa, preparaba la comida. Aunque él se había materializado de la nada, ella
no mostró sorpresa alguna.
–Qué pronto has venido –dijo su mujer, inclinada sobre una sartén–.
Podrías haber avisado.
–Cariño, ¿recuerdas qué nos pasó hace dos años?
–¿A qué viene esa pregunta?
–Nayan me ha dicho que llevo aquí todo ese tiempo.
Ella desvió la atención de la sartén y observó a su marido.
–No te comprendo –dijo–. ¿Aquí? ¿Te refieres a nuestra casa?
–Este mundo no es real. Se llama ViRed. Yo ayudé a construirlo.
–Piensas que no soy real –ella le abrazó, sonriendo–. Quizá esto te haga
cambiar de opinión, bobo –dijo, y le besó.
Pilar, la hija adolescente de la pareja, entró en la cocina mordisqueando
una barrita de cereales. Su mirada se cruzó brevemente con la de su padre, que
se quedó inmóvil.
–¿Qué te ocurre, papá?
Él no contestó. El cuerpo de su hija se tornó borroso. Samuel se frotó los
ojos, pero la indefinición no desapareció. Partes de la textura de la piel se
estaban desprendiendo como escamas. En los huecos se vislumbraban retículas
de luz.
–Estás pálido –dijo Laura–. ¿Qué te ocurre?
A Samuel le costaba respirar. La cocina comenzó a moverse. Había notado
algo terrible cuando su esposa lo abrazó.
Carecía de vida. No existía. Ni tampoco su hija.
Ambas seguían hablándole, pero sus voces sonaban distorsionadas y
débiles, como si le estuviesen hablando bajo el agua. Samuel tuvo una fugaz
imagen de sí mismo en el dormitorio de su habitación, llorando. Luego, regresó a
la cocina familiar y contempló a su hija. Varias escamas se habían desprendido
de sus manos y revelaban una malla poligonal subyacente. ¿Habían huido su
mujer y su hija a la ViRed con él? ¿Se estaba escondiendo su familia de algún
peligro? Allí estarían seguros. Aquel mundo virtual cubriría todas sus
necesidades y los tres estarían a salvo. Él las había llevado hasta allí para
protegerlas. Sus cuerpos debían de estar postrados en camas, en una habitación
contigua a la que él había visto en el edificio de Pangea.
¿Protegerlas? ¿De qué? Se había visto a sí mismo sentado en su cama de
matrimonio, llorando. Solo. ¿Qué significaba aquel recuerdo? ¿Por qué había
ordenado que le borrasen una parte de su memoria?
Cayó al suelo. Su cuerpo, tanto el virtual como el de carne y hueso, sufría
convulsiones. Un médico y un enfermero entraron en la sala y le administraron
oxígeno y un suero estabilizador por vía intravenosa.
Nayan recibió la alerta de inmediato y bajó a ver qué ocurría.
– Sabes que no podemos sacarlo todavía de la ViRed –dijo el doctor–.
Después de dos años conectado, sería peligroso.
–Lo sé, pero no puede quedarse aquí indefinidamente. Acabará
volviéndose loco.
–¿Tienes alguna idea de lo que le está ocurriendo? –le preguntó el médico.
Nayan asintió:
–Está empezando a recordar.
CAPÍTULO 14
Eva recibió una llamada alarmante de Pangea: la evolución de la enfermedad de
Ciro era muy preocupante; su glioblastoma volvía a crecer y era cuestión de
semanas o días que su amigo falleciese. El tumor era inextirpable y los
tratamientos que se le habían administrado para combatirlo se habían revelado
ineficaces, aunque sin ellos habría muerto hace más de un año. Las
microdescargas eléctricas que una batería conectada al cráneo le administraba a
su cerebro día y noche habían mantenido a raya el crecimiento del tumor, pero
las células se habían adaptado a la electricidad y ni siquiera eso era ya suficiente
para contener la metástasis.
En Pangea no se resignaban a que el cerebro de Ciro muriese. Había sido
cofundador de la compañía y era considerado uno de los mayores genios en
inteligencia artificial del mundo. Ciro había desencallado el proyecto Eón, y
gracias a él, yo, la versión número 53 de Alter Ego, seguía existiendo. Mis otros
cincuenta y dos hermanos no habían tenido esa suerte y sus matrices artificiales
habían sido desconectadas. Ninguno de ellos volvería a tener un pensamiento
consciente; eran experimentos fallidos que la corporación había escondido bajo
la alfombra. Ciro me había rescatado del olvido al devolverme la consciencia y
le estaría eternamente agradecido. Pero él se encontraba a punto de ser tragado
por el desagüe de la nada, y sus amigos en Pangea no podían permitirlo. Aunque
el proyecto Eón no estaba maduro, yo había conseguido salir adelante,
demostrando que la tecnología de digitalización cerebral era viable. El mundo no
se habría perdido nada si no hubiera funcionado conmigo, un escritor de best
sellers que nadie recordaría en unas décadas, pero la mente de Ciro era mucho
más valiosa que la mía, a pesar de que albergaba un alien en su cerebro. Merecía
ser salvado. Y no había tiempo que perder.
Eva tenía que convencer a Ciro de que se subiese un avión y volase a las
islas Azores, donde un equipo de médicos vigilaría su estado de salud. Si Ciro
moría antes de que ellos interviniesen, su tejido neuronal, al ser privado de
oxígeno, se degradaría rápidamente y el escáner neural no serviría. No es posible
resucitar a un muerto, pero sí insuflar vida a un moribundo y alejarlo
momentáneamente de la Parca.
Ciro no era consciente de que su salud había empeorado. Él se encontraba
bien y no le preocupaba la muerte. La aceptaba con resignación y no tenía un
interés particular en que su mente fuese inmortalizada. Ni se consideraba
especial ni le entusiasmaba la idea de vivir para siempre dentro de un ordenador.
Cada vida es un acontecimiento único, decía. Cambiar la lógica natural podría
llevarnos a seres aburridos y desgraciados, porque al vivir eternamente lo sabrían
todo y perderían la alegría de vivir. Era contradictorio que un talento como él,
que había ayudado a desencallar el proyecto Eón, tuviera una visión tan
conservadora. Como ya dijo Borges, cada acto, cada pensamiento de un inmortal
sería el eco de otros pasados o el presagio de los futuros, porque si un inmortal
jamás muere, perderá el placer de la novedad, del descubrimiento, de la alegría
de vivir, de maravillarse, de sentir curiosidad. Ciro no quería acabar así. Le
gustaba aprender, no repasar lo aprendido; adquirir nuevos conocimientos, no
catalogarlos.
Ciro creía en el concepto de inmortalidad en un sentido literal que no se
correspondía con la realidad. Era poco probable que un descarnado viviese por
toda la eternidad; dependía de elementos de soporte contingentes que podían
estropearse o destruirse. La eternidad no estaba garantizada mientras la
humanidad estuviese constreñida en la Tierra; un cataclismo natural podría
acabar con nuestra civilización y, desde luego, los ordenadores de Pangea no
iban a ser una excepción. Incluso con el Arca que se conservaba en la Luna, las
expectativas de supervivencia a largo plazo no eran elevadas. Únicamente
esparciendo la inteligencia por multitud de mundos, estaríamos cerca de alcanzar
la auténtica inmortalidad. Ciro no tenía por qué creer en pesadillas borgianas, a
la vista del estado de nuestra rudimentaria tecnología. Su inmortalidad tendría
fecha de caducidad, aunque estaba mucho más lejana que la de su cuerpo actual.
Eva acudió a su casa y le trajo comida y fruta fresca. Aparentemente, Ciro
no presentaba síntomas de un agravamiento. Se había acostumbrado a vivir en el
tiempo de descuento. Yo envidiaba esa tranquilidad de espíritu, esa renuncia al
temor. Creía que mi vida era lo más valioso del mundo, pero solo lo era para mí.
Ni mi ex mujer ni mi hijo opinaron lo mismo. ¿Y a quién más importaba que yo
hubiera muerto? A un puñado de fans que pronto me olvidarían, si es que no lo
habían hecho ya. No era imprescindible, nunca lo había sido, y tomar
consciencia de que mi paso por el mundo de los vivos no dejaría un rastro
memorable me deprimía. Ojalá hubiese tenido la entereza de espíritu de Ciro y
hubiese aceptado mi final con dignidad. Pero no pude, me escabullí a la muerte
porque tengo demasiado amor propio para resignarme a desaparecer sin luchar.
Sara y mi hijo se habían quedado sin herencia por mi egoísmo, pero a cambio yo
seguía pensando. Y si piensas, existes. Me gané ese dinero limpiamente con mi
trabajo y tenía derecho a gastármelo como me diese la gana. Si ellos no me
apreciaron en vida, lo siento, pero tenían lo que se merecían.
Claro que yo también. Había entregado mis ahorros a esclavistas que me
tenían prisionero en una jaula de oro, escribiendo a destajo novelas que los
escritores de carne y hueso no podían crear porque se habían vuelto gandules,
decadentes, les gustaba demasiado empinar el codo, o todos estos factores a la
vez, como Jaime Clos. Mi trabajo servía para que ese lerdo llenase el mueble bar
y holgazanease desde el amanecer al ocaso. Y lo peor era que él había
descubierto mi plan de venganza.
Cuando Eva regresó a su casa, tras intentar persuadir en vano a Ciro para
que tomase un vuelo a Ponta Delgada, Jaime la estaba esperando.
–Si no has recibido la transferencia de la editorial este mes, habla con
Administración –dijo Eva, abriendo la puerta de su piso.
–No he venido a hablar de dinero –masculló Jaime–. ¿De dónde vienes?
–Tenía que hacer unas compras.
–Has ido a ver a Ciro.
–Estamos divorciados, Jaime. No tienes derecho a pedirme explicaciones.
–¿Vas a dejarme entrar o prefieres que tus vecinos nos escuchen?
Eva consultó su reloj de pulsera:
–Cinco minutos. Tengo cosas que hacer.
Ambos pasaron al interior de la vivienda. Jaime se aposentó rápidamente
en el sofá del salón. Se había vuelto tan perezoso que hasta para discutir tenía
que sentarse.
–Has engordado desde la última vez que te vi –dijo ella.
–Gracias, cariño, yo también te quiero. ¿Por qué sigues viendo a Ciro? Se
está muriendo.
–¿Crees que no lo sé? –ella le miró con furia–. Eres un canalla insensible,
Jaime. Mientras yo recibía sesiones de quimioterapia, tú te tirabas a esa puta de
Irene. Pensabas que yo también iba a morirme y me abandonaste a mi suerte,
pero ya ves, he sobrevivido. Jódete.
–Mi rollo con Irene era anterior a tu enfermedad –dijo él, pensando que
con eso lo estaba arreglando–. Yo…
–¡Calla!
–Perdona, no debería hablarte así.
–¿A qué has venido?
–A hablar de Alter Ego.
–¿No estás satisfecho?
–Sé a qué escritor escogisteis para que fuese mi negro.
–¿De qué te quejas? Cobras cada mes un dinero que no mereces y aún te
atreves a venir aquí a pedirme explicaciones.
–Estoy de acuerdo en que no merezco ese dinero, pero sí tengo derecho a
hacer preguntas. ¿Por qué Carlos Vera? ¿Por qué precisamente ese cabrón?
–No había ningún otro descarnado que pudiese escribir libros. La
tecnología de escaneo virtual es experimental y el índice de fracasos, muy
elevado.
–Carlos me llevó a los tribunales cuando estaba vivo. Me acusó de haberle
plagiado, el peor crimen de un escritor.
–Que tú cometiste.
–Las ideas no tienen dueño. Yo transformé la suya, di forma a una
amalgama creada por un bisoño y la convertí en arte.
–Le robaste su novela. ¿Qué querías que hiciera? ¿Que te diese las gracias?
–Pues sí, porque así la gente empezó a conocerle y pudo publicar. Nadie le
habría prestado atención si no fuese por aquella denuncia.
–Eres un cínico.
–La idea de elegir a su Alter Ego como negro fue tuya. Querías
humillarme.
–Iban a despedirme de la editorial cuando descubrieron que tenía cáncer,
Jaime. Conocí a Ciro en la sala de espera de oncología. Nos hicimos amigos. Me
contó que había dedicado su vida a la inteligencia artificial; yo le dije que mis
jefes me buscaban una sustituta y él se ofreció a ayudarme.
–Deja ya de hablar de tu cáncer para que me sienta culpable.
–Si no hubiese ofrecido a Sigma Draconis el proyecto Alter Ego, yo estaría
sin empleo. Y tú también. Debías a la editorial un montón de dinero.
–No lo hiciste por mí.
–Claro que no, Jaime. Lo hice para conservar mi trabajo. Que tú salieses
beneficiado no entraba en mis planes.
–Tus planes iban mucho más lejos de conservar tu trabajo. Viste la
oportunidad de hacerme pagar por haberte sido infiel y la aprovechaste.
–No soy tan estúpida como para divulgar que El infierno que habito ha
sido escrita por un negro literario. Sería una humillación para la editorial. Me
despedirían.
–O quizá no. Este asunto tiene mucho morbo; una novela que se convierte
en superventas de la noche a la mañana, resulta que ha sido escrita por un
escritor que está muerto. Muchos comprarían el libro atraídos por el ruido del
escándalo. No hay nada que encante más al público que asistir al linchamiento
de un famoso. Me harían picadillo en los medios, pero los críticos que
ensalzaron mi libro no podrían desdecirse. Alter Ego sería reconocido como el
autor legítimo y le lloverían los encargos, mientras que todo el mundo se reiría
de mí y las ventas de mis libros auténticos caerían en picado.
–Todo eso es pura especulación, y yo no juego con aquello que me da de
comer. Me arrepiento de haberme casado contigo y de haber logrado que fueses
un escritor de éxito. No lo merecías. Eras un miserable cuando empezaste en este
mundillo, y no has cambiado desde que te conozco. Te aprovechas de los demás
y les robas lo que más quieren, traicionas a aquellos que confían en ti porque
solo te importa una persona en el mundo: tú. Por fortuna, has encontrado a la
mujer que mereces. Irene es tan manipuladora y embustera como tú.
–Deja de meterte con ella. Irene es mi pareja y la quiero.
–Sí, y te es tan fiel como tú lo fuiste conmigo.
–¿Qué insinúas?
–Se acuesta con Bruno. Todo el mundo en la editorial lo sabe. De ella
partió la idea de despedirme, mientras yo recibía quimioterapia.
–¡Mientes!
–Cree lo que te dé la gana –ella se encogió de hombros–. Y ahora, largo de
mi casa.
Jaime le dirigió una mirada de odio y, sin añadir nada más, se marchó del
piso. ¿Sería cierto lo de Irene? Habían estado separados durante meses y quizá
durante este tiempo ella había intimado con el jefe. Tal vez a eso se refería Eva.
O podría ser que Irene y Bruno estuviesen liados mucho antes.
Maldita sea, no tenía que haber ido a ver a Eva. Le estaba bien empleado
por meterse con ella. Era más lista que él y sabía cómo hacerle daño. No creía en
su presunta candidez. Con Alter Ego, ella mataba dos pájaros de un tiro: se
aseguraba de que no la despidiesen a la vez que situaba una estaca sobre el
corazón de su ex marido. En el momento que ella eligiese, la hundiría en su
pecho.
Ciro la había ayudado en sus planes de venganza. Pagaría por ello.
Llamó a Nora:
–Me dijiste que te informase si conocía el paradero de Ciro.
Hubo una pausa al otro lado de la línea.
– ¿Qué quieres a cambio?
–Nada. Es un favor que te hago.
*****
Lucía arrojó unas migas de pan al estanque. Nora había vencido sus miedos y la
había sacado a pasear en silla de ruedas por el parque. Su amante apenas se
mantenía en pie por sus propios medios y precisaba de vigilancia constante para
que su cuerpo animatrónico no se diese de bruces contra el suelo. Un robot no
habría tenido problemas de coordinación para caminar sin dificultad, pero Lucía
no era una máquina.
Ese cúmulo de imperfecciones la hacía humana. Un programa informático
es previsible, pero una persona está sujeta a la aleatoriedad y al capricho. La
mente de Lucía funcionaba correctamente, pero no era capaz de hacerse con los
mandos de su cuerpo y necesitaba pensar cada movimiento para no caerse. Los
procesos automáticos de su fisiología no estaban bien implementados en su
cuerpo biónico y eso la convertía en torpe, al tener que procesar a nivel
consciente cada paso que daba. Aunque ya se apreciaban algunos progresos.
A aquella hora de la tarde había poca afluencia de público en el parque y
ellas se encontraban tranquilas y a salvo de miradas curiosas. Había cierta
demanda de cuerpos animatrónicos, pero orientada al sexo. Era muy raro que el
poseedor de un maniquí robótico se atreviese a pasear con él a la luz del día.
Aquellas excentricidades se reservaban a la intimidad de la alcoba. Sin embargo,
a Nora le importaba muy poco lo que la gente pensase de ella. Solo había tenido
un amor verdadero en su vida, Lucía. ¿Qué importaba lo que el mundo pensase
de su relación? Gracias a la ciencia, su amor había vencido a la muerte. No podía
sentirse más dichosa por tenerla a su lado.
–Te quiero –dijo Nora–. Eres lo mejor que me ha pasado. Cuando te perdí,
la vida dejó de tener sentido. Algo murió en mi interior, pero luego empecé a
albergar esperanzas. Sabía que eras demasiado valiosa para que Laniakea te
hubiese dejado partir.
–No te equivocaste– sonrió Lucía, sentada en un banco–. Estoy
preocupada con la llamada que recibiste de Jaime, ese escritor conocido tuyo. No
deberías revelar a Néstor el paradero de Ciro.
–Si no se lo digo yo, lo averiguará de todas formas –respondió Nora.
–No colabores con él –le rogó Lucía–. Néstor recibe órdenes directas de
Laniakea. Él todavía mantiene cautiva en un sótano de Ginebra mi matriz de
personalidad. Yo solo soy una copia, y me angustia saber que continúa
esclavizándola.
–¿Crees que no lo sé? –Nora apretó los dientes–. He intentado rescatar a tu
otro yo de esa cárcel, pero de momento es imposible. Tuvimos mucha suerte de
conseguirte sacar de allí sin que saltaran las alarmas. Pero Néstor sabe que estoy
contigo, y usa esa información para chantajearme. Aunque no me da miedo.
–Si él no te asusta, debería hacerlo Laniakea. Está realizando planes sobre
una revolución relacionada con una catástrofe inminente.
–¿Cómo sabes eso?
–Nos obligó a mí y a otros descarnados a participar en un proyecto secreto
y nos borraba segmentos de memoria cuando alcanzábamos ciertos objetivos. No
puedo decirte qué está tramando porque no lo recuerdo, pero es muy peligroso.
Por eso te digo que si Laniakea quiere a Ciro para su proyecto Lázaro, te ruego
que no colabores con él. Es más, deberías evitar a toda costa que la corporación
Ares secuestre a Ciro y se lo lleve a Ginebra.
–¿Secuestrar a Ciro? No se atreverán.
–No sabes lo que esa gente es capaz de hacer, Nora. Laniakea está
embarcado en una guerra comercial en todos los frentes con Pangea. Quiere
arrebatarle la concesión del ascensor espacial y lo ha intentado en los tribunales
sin éxito, pero está buscando vías más expeditivas. No sé qué relación guardan
sus planes con Ciro, pero este fue cofundador de Pangea y conoce secretos de la
compañía que le serían muy útiles.
–Entiendo.
–No, no lo entiendes, y yo tampoco, porque ese desgraciado me ha borrado
la memoria. Pero sí sé que todos estamos en peligro, y lamentablemente tú vas a
ser la primera que sufrirá las consecuencias si Néstor se va de la lengua. No
deberías haberme rescatado de Purgatorio, Nora. Al hacerlo, te has metido en la
boca del lobo.
–Pero ¿qué pueden temer de ti? Se supone que te han borrado los
recuerdos.
–Una matriz de personalidad no funciona como una memoria electrónica,
Nora. La matriz reproduce miles de millones de neuronas y conexiones
sinápticas en un modelo digital tridimensional. Puedes alterar zonas de memoria
aquí y allá, pero nuestro cerebro nunca borra un recuerdo del todo. Siempre hay
restos que pueden ser activados de forma fortuita, con un olor característico o
una melodía, por ejemplo. Si yo recobrase la memoria, me convertiría en testigo
molesto para Laniakea. Él ya me mató una vez para evitar que me fuese a
trabajar a la competencia, y lo mismo le hizo a otros científicos que intentaron
marcharse de Ares. A mí ya no puede matarme porque no estoy realmente viva,
pero a ti… –Lucía le acarició la mejilla–. Te agradezco que te hayas preocupado
por mí y tu determinación en traerme de vuelta, pero no quiero que te hagan
daño. Me he convertido en una carga demasiado pesada para ti. Tal vez lo mejor
para las dos sería que me destruyeras.
–¿Qué? ¿Me estás pidiendo que te mate?
–Baja la voz, Nora. No, no te estoy pidiendo eso, porque no estoy viva.
–Las leyes cambiarán algún día y reconocerán derechos a los descarnados.
Sois personas, pensáis, sufrís, no sois una emulación como las inteligencias
artificiales. Ellas no saben que están vivas. Fueron programadas para parecer
humanas, pero son incapaces de sentir. Tú eres diferente. Tu mente sigue viva, y
no voy a perderte de nuevo.
–Sé que me amas, y me halaga. Yo también te quiero. Por eso te pido que
me hagas caso: quédate con mi cuerpo robótico si te apetece, pero destruye mi
cerebro.
–No puedes pedirme eso.
–Pues acabo de hacerlo.
–No lo haré, Lucía. Para mí sigues viva, y no voy a matarte.
Lucía sonrió y la besó:
–Sabía que dirías eso.
–Entonces no vuelvas a pedírmelo.
–Nora, estoy preocupada por ti. Estás entrando en el foco de atención de
Laniakea, y por experiencia sé que eso te traerá desgracias. Ese hombre es un
monstruo, el peor ser que he conocido en mi vida, y si solo estuviese él… Por
desgracia, no está solo.
–¿Qué quieres decir?
Lucía guardó silencio. Trataba de juntar jirones de memoria esparcidos por
su córtex digital.
–Huye de Madrid, Nora. Vete lejos, escóndete en un lugar donde Néstor y
Laniakea no puedan encontrarte. Hazlo antes de que sea demasiado tarde.
CAPÍTULO 15
El médico de urgencias comunicó a Eva las últimas novedades sobre Ciro. Su
estado era terminal y no había mucho que hacer por él. Sería trasladado a la
unidad de cuidados paliativos, donde se le administrarían sedantes para que no
sufriera el tiempo que le restase de vida.
Ciro llevaba siempre una pulsera sanitaria que monitorizaba su estado de
salud, y emitía una alerta a la ambulancia y al familiar o amigo designado por el
paciente, en el caso de que su estado de salud empeorase. Aquella mañana, Eva
recibió el aviso en su móvil al mismo tiempo que los médicos de la ambulancia
se personaban en el domicilio de Ciro y lo evacuaban al hospital. Su amigo tenía
parcialmente paralizados el brazo y pierna izquierdos, pero estaba consciente.
Durante las horas que Eva permaneció en la sala de esperas de urgencias,
tuvo tiempo de meditar qué hacer a continuación. Ciro ya no quería que su
cerebro fuese escaneado, pero Nayan había insistido mucho en que, cuando
llegase el momento, le llamase. Y ella lo había hecho. No quería perder a Ciro, y
si había alguna posibilidad de preservar su mente, la utilizaría. Además, los
médicos de Pangea harían lo posible para prolongarle la vida y no precipitarían
el final; en aquel hospital lo habían desahuciado nada más verlo y la única
alternativa que le ofrecían era evitar que sufriera. Ella no iba a rendirse tan
pronto.
Anochecía cuando Eva pudo visitar a Ciro en su habitación de la planta de
cuidados paliativos. El hombre sonrió al verla. Le habían colocado una sonda
nasogástrica para alimentarle y tenía el pecho cubierto de ventosas que
monitorizaban sus constantes vitales.
–Gracias por preocuparte por mí –dijo él–. Parece que esto se acaba.
–No voy a dejar que desaparezcas –dijo Eva, estrechándole su mano
derecha.
–Llevo esquivando a la muerte mucho tiempo, pero al final me ha
encontrado. Mis padres murieron y no tengo familia. Tú eres la única persona a
la que le importo si vivo o muero.
–Eso no es cierto. Tus amigos de Pangea te quieren. Nayan vuela en este
momento a Madrid para verte.
–¿Por qué le has avisado?
–Porque es tu amigo, y está preocupado por ti.
–No, no deberías haberlo hecho, esto es… –Ciro se fatigaba al hablar.
–Descansa –ella le acarició la mejilla.
–Sé lo que él quiere.
–Tu mente es demasiado valiosa para que se pierda, Ciro.
–Ya no tengo miedo a la muerte.
–Pero yo sí. Y ahora mismo tengo miedo por los dos.
Una mujer irrumpió en la habitación:
–Haces bien en tenerlo.
–¡Nora! –exclamó Eva–. ¿Qué haces aquí?
–Estáis en peligro. Tenéis que salir de aquí.
–No sé de qué me hablas.
–Mi jefe quiere llevarse a tu amigo a Ginebra, para escanear su cerebro.
Me ordenó que encontrase a Ciro, pero no pienso entregarle.
–Ginebra es la sede del proyecto Lázaro –dijo Ciro, atando cabos
rápidamente.
–Laniakea tiene mucho interés en ti –explicó Nora.
–Está loco –Ciro sacudió la cabeza.
–Lo sé. Por eso tengo que impedir que te secuestren. Debéis venir
conmigo. Un compañero me espera abajo en una furgoneta medicalizada. La
gente de Dark Shield viene en estos momentos hacia aquí. Tenemos menos de
diez minutos para salir.
Ciro accedió a ser evacuado. No le gustaba que Nayan viniese a verle, pero
aún menos que Laniakea tuviese interés en secuestrarlo. Lo sacaron del hospital
en silla de ruedas y lo introdujeron en la trasera de la furgoneta que aguardaba en
el aparcamiento.
–He recibido un mensaje de Nayan –dijo Eva, subiendo a la furgoneta y
colocándose junto a la camilla de Ciro–. Está saliendo del aeropuerto de Barajas.
Nora negó con la cabeza:
–Dile que hay cambio de planes. Que vaya a este lugar –le mostró la
dirección–. Sacaremos a Ciro de la capital esta misma noche en aerotaxi.
Un par de kilómetros al norte, la furgoneta se detuvo frente a un bloque de
oficinas. La plataforma de despegue se encontraba en la azotea.
–Hay una zona en el aeropuerto destinada a vehículos privados, pero está
vigilada por Dark Shield –explicó Nora, mientras entraban a los ascensores del
edificio–. Este es el punto más cercano y seguro para evacuar a tu amigo.
–¿Adónde vais a llevarme? –dijo Ciro.
–A un lugar donde te atiendan debidamente.
Al llegar a la azotea, se encontraron con Nayan esperándoles. Había
volado directamente del aeropuerto hasta allí y les había cogido la delantera.
–Me alegro de verte, amigo mío –dijo, estrechándole la mano a Ciro.
Señaló el aerotaxi que se encontraba aparcado a unos metros de ellos–. ¿Ese
aparato es seguro? ¿Confiáis en el piloto?
–Sí –dijo Nora, mientras introducían a Ciro en el transporte aéreo.
–Perdona, pero no nos han presentado.
–Se llama Nora –explicó Eva.
–Me suena tu cara. ¿No trabajas para Dark Shield, como ingeniera
informática?
–Sé lo que estás pensando –dijo la aludida–. Gracias a mi empleo he
descubierto que Laniakea quiere secuestrar a Ciro. Y si nos quedamos aquí
discutiendo, te aseguro que lo conseguirán. Súbete a bordo o quédate, pero no
nos entretengas.
–Nora –avisó el compañero que vigilaba en la entrada de la azotea–. Daos
prisa. Ya están aquí.
La mujer desenfundó una pistola:
–Os cubriremos la huida. ¡Despegad!
Eva y Nayan entraron al aerotaxi y cerraron la puerta. La silla de Ciro no
estaba asegurada y rodó hacia un lateral cuando el aparato comenzó a levantar el
vuelo.
–¿Te has hecho daño? –dijo Eva, acercándose a su amigo para asegurar la
silla.
–No te preocupes por mí. Un golpe no me matará.
Escucharon disparos. Uno de ellos impactó contra el fuselaje mientras el
taxi cogía altura. Se abrocharon los cinturones y Eva se asomó con temor por la
ventanilla: Nora y su compañero habían abatido a un individuo que les apuntaba
con un fusil de asalto, mientras otro abría fuego desde la puerta de acceso a la
azotea.
–¿Qué le ha pasado a tu amiga? –preguntó Ciro–. ¿Está herida?
–Por lo que puedo ver desde aquí, no.
Nayan le entregó al piloto nuevas coordenadas de destino:
–No me fío de tu amiga –explicó–. Nos vamos a Ponta Delgada. Allí Ciro
estará a salvo.
–¡Nora nos ha cubierto la huida! –gritó Eva–. ¡Arriesga la vida por
nosotros y no te fías!
–Si no quieres venir con nosotros, te pagaremos el billete de vuelta. En
estos momentos, por razones obvias, no podemos aterrizar.
–Así que al final te saldrás con la tuya –protestó Ciro desde su silla de
ruedas.
–No hay otra opción, amigo. Salvo que quieras que Laniakea se ocupe de
ti.
–Sí hay otra opción. Dejad que muera en paz.
El aerotaxi viró bruscamente a la izquierda.
–¿Qué está pasando? –preguntó Nayan al piloto.
–Nos persiguen.
Una pequeña aeronave les seguía a un kilómetro de distancia y abría fuego
contra ellos.
–Parece que Laniakea ha decidido que si no soy suyo, no lo seré de nadie –
bromeó Ciro–. ¿De verdad merece la pena que arriesguéis vuestras vidas por un
moribundo?
–Tu mente vale más que la de todos nosotros –dijo Nayan–. Y es lo que
quiere Laniakea.
–Y lo que quieres tú de mí.
–Yo quiero ayudarte.
–Seguro que sí –suspiró Ciro–. Bah, qué más da. Haz con mi cerebro lo
que quieras. De todas formas, estoy prácticamente muerto.
–Ciro, tus reticencias sobre el proyecto Eón son irracionales. Mucha gente
paga fortunas para ser inmortal.
El aerotaxi continuaba realizando maniobras evasivas para esquivar a su
persecutor. La pericia del piloto logró sortear los proyectiles, al tiempo que
dejaban atrás el núcleo de la capital y se adentraban en las docenas de
poblaciones satélite unidas al cinturón urbano. Las luces de la megalópolis
resplandecían como una Vía Láctea artificial, extendiéndose en un mar dorado.
Desde el espacio, Madrid brillaba como una tea encendida, símbolo del derroche
energético de una civilización que vivía como si dispusiese de cuatro Tierras de
reserva; y quizá existiesen en algún lugar del universo, pero tardaríamos siglos
en encontrarlas y milenios en llegar a ellas.
–El vehículo que nos persigue ha desaparecido del radar –anunció el
piloto.
–¿Qué ocurre ahí abajo? –preguntó Eva, señalando con incredulidad la
ventanilla.
Todos se volvieron a mirar. Las luces de la ciudad se apagaban.
–Jamás he visto nada igual –murmuró Nayan.
–Esto no puede estar sucediendo –dijo Eva–. ¿Un apagón?
–Eso parece –dijo Nayan–. Comprobad si tenéis cobertura en vuestros
teléfonos móviles. Tengo un presentimiento.
–El mío no funciona –dijo Eva–. La pantalla está en negro.
–El mío tampoco –comprobó Nayan–. Es posible que se haya producido
una eyección de masa coronaria –se dirigió al piloto–. ¿Recibe alguna emisora?
El conductor realizó un barrido de frecuencias. No obtuvo respuesta.
–No detecto nada. Ni siquiera la señal de posicionamiento por satélite.
–¿Y cómo vamos a volar si no sabemos qué rumbo seguir? –preguntó Eva,
nerviosa.
–Tranquilícese. Este vehículo posee navegación giroscópica y
geomagnética. Llegaremos al destino incluso sin asistencia del satélite.
–Estoy pensando que aunque el radar no capte nada, el vehículo que nos
persigue podría seguir ahí fuera –dijo Eva.
–Desde luego –confirmó el piloto.
–Es una suerte que no nos hayamos estrellado –dijo Ciro, suspicaz.
–¿Qué quieres decir? –inquirió Nayan.
–Nada. Solo era una idea.
–Este vehículo está blindado frente a pulsos electromagnéticos de alta
intensidad –dijo el piloto–. Mi aseguradora me lo exigió para poder renovar la
póliza.
–Pues menos mal –dijo Nayan–. Si no lo hubiera hecho, estaríamos
muertos.
–Eh, no todo es malo –dijo Ciro, señalando hacia arriba–. Mirad al cielo.
Al apagarse las luces de la ciudad se habían hecho visibles las estrellas del
firmamento. Las personas que viven en las capitales acaban olvidando qué
aspecto tiene la bóveda celeste, a causa de la contaminación lumínica. Pero
aquella noche las constelaciones brillaban en todo su esplendor. Era un
espectáculo magnífico, del que los viajeros del taxi habrían disfrutado si no
hubiese sido porque sabían que era la prueba de que un suceso catastrófico había
sucedido. El suceso que los periodistas llevaban meses pregonando.
La llegada del fin del mundo.
*****
El ser humano llevaba pronosticando el Apocalipsis desde el principio de los
tiempos. Se había aventurado todo tipo de fechas y causas: terremotos,
asteroides, explosiones de supernovas, virus mortales, una hecatombe nuclear, la
creación de un agujero negro en un acelerador de partículas, una nueva edad de
hielo o erupciones de supervolcanes que sumirían la Tierra en una nube de
cenizas. La eyección de masa coronaria era una hipótesis que se había
incorporado al corpus de los agoreros en fechas relativamente recientes. Nuestra
civilización industrial basada en el consumo desaforado de electricidad
comenzaba con el siglo XX. Se habían producido miles de llamaradas solares
antes de que Edison y Tesla iluminasen las ciudades, pero pasaron
desapercibidas. Ni los caballos ni los bueyes se detienen en mitad de la carretera
si una lengua de plasma ardiente impacta contra nuestra magnetosfera.
Sofía me advirtió de que existía una probabilidad muy alta de que una
eyección de masa coronaria de alta intensidad produjese un apagón global. El
Sol se encontraba en su ciclo de máxima actividad y la aparición de auroras en
Canadá o Reino Unido habían alertado a los científicos de que el mundo se
encontraba, de nuevo, en graves problemas. Pero ¿qué habían hecho los
gobiernos? Lo habitual en estos casos: nada. Las compañías eléctricas pidieron
subvenciones para proteger sus redes, pero no había presupuesto para eso y se
dejó que cada una realizase las inversiones que estimasen convenientes y que
repercutiesen el coste sobre los consumidores. Muy pocas compañías hicieron
algo significativo.
Una familia que viviera en el campo, tuviese su propio huerto y estuviese
cerca de un río saldría adelante. Pero ¿qué porcentaje de la población vivía en
esas condiciones? Quizá menos del uno por ciento. Los agricultores ya no
cultivaban en el mundo desarrollado, sino las máquinas, y los campos eran en su
mayoría propiedad de grandes empresas. La imagen bucólica del campesino
autosuficiente que cosechaba sus propios tomates y criaba gallinas era una
reliquia del pasado, aunque siempre quedaban algunos irreductibles que
desafiaban el progreso, organizándose en redes de comercio paralelo de mínima
repercusión para la economía.
Irreductibles que ahora se reirían de las máquinas detenidas en los campos.
Sembradoras, cosechadoras, fumigadoras, se habían parado en seco. Las tierras
no volverían a ararse hasta que los ordenadores que controlaban las máquinas
agrícolas fuesen reparados; y mientras tanto, la población de las ciudades
dependería de lo que durasen las existencias en los almacenes. Existencias que
para llegar a los supermercados necesitaban de camiones que pudiesen salir a la
carretera. Lamentablemente, los ordenadores de navegación de los vehículos
también habían sido afectados por la llamarada solar, y sin un motor que hiciese
girar las ruedas, el resultado era fácil de adivinar.
Las carreteras se llenaron de vehículos parados y gente gritando presa del
pánico.
En el cielo, la situación no era mejor. Los aviones en el aire quedaron fuera
de control por la tormenta solar y cayeron a la superficie. Más de diez mil
aviones están en vuelo en todo el mundo en cualquier momento del día, así que
imagínense toda esa lluvia de acero y fuego precipitándose contra las ciudades;
una visión terrorífica que evocaba las profecías bíblicas de los cuatro jinetes. En
Madrid, al ocurrir la erupción de noche, el tráfico era menor y los daños no
fueron tan desastrosos en comparación con las ciudades donde el pulso
electromagnético solar les sorprendió en pleno día. El cielo se caía literalmente a
pedazos en megaciudades como Pekín, Tokio, Nueva Delhi o Sydney, y para
colmo, los incendios provocados por la caída de los aviones no podían ser
sofocados por los bomberos, porque ni funcionaban sus camiones ni las bombas
de agua. Aquello no era el fin del mundo, sino algo peor, porque a los
supervivientes del cataclismo les esperaba el infierno para encontrar agua y
alimento, atrapados en sus prisiones de cemento.
La noche en Madrid no fue demasiado dramática para los millones de
ciudadanos que dormían plácidamente en sus casas. Salvo en los barrios
afectados por la caída de algún avión, el resto disfrutaron de una última noche en
calma.
Hasta el día siguiente.
Jaime Clos se extrañó de que el despertador no hubiera sonado. El Sol
había salido hacía una hora, aunque no era extraño en él que le costase
levantarse de la cama. Sin embargo, la pasada noche no había bebido y había
disfrutado de un sueño profundo, ni siquiera interrumpido por su habitual visita
al aseo para orinar. Se frotó los ojos, se desperezó y subió la persiana.
Un camión de la basura estaba parado en mitad de la calle. Qué extraño,
pensó. Observó con más atención y vio un par de vehículos cruzados en mitad de
la vía. ¿Acababan de colisionar? No se veía a los conductores por los alrededores
discutiendo, como era lo habitual, ni una patrulla de la policía practicando
diligencias.
Qué raro. Trató de encender su teléfono móvil, pero el aparato no
respondió. Nervioso, corrió hacia el televisor y le ordenó verbalmente que se
encendiese, pero el aparato no estaba para obedecer a según qué personas.
Desconectar el enchufe de la corriente y volver a conectarlo no surtió el menor
efecto. Había un fallo de fluido eléctrico y tenía que descubrir si afectaba solo a
su vivienda, al edificio, al barrio o a toda la ciudad.
Al salir al rellano de la planta comprobó que los ascensores tampoco
funcionaban. Un vecino se había quedado atrapado en el interior y, al escuchar
ruido, comenzó a aporrear la puerta y a gritar:
–¡Sáquenme! ¡Llevo horas atrapado aquí dentro!
–Tranquilícese, iré a buscar ayuda.
Pero en lugar de bajar a la calle, Jaime volvió a su domicilio y sacó una
mochila, en la que introdujo los útiles que podrían serle necesarios para
sobrevivir. Irene se reía de su obsesión por el fin del mundo y le tildaba de loco
despilfarrador por el alquiler del refugio en Manzanares el Real. Si se había
producido lo que él temía, ya suplicaría una plaza en su refugio, pensó.
Sacó su pistola, que introdujo en uno de los bolsillos de su cazadora, y
ocultó un par de cargadores llenos entre sus ropas. Por si acaso, añadió también
un machete.
La mochila pesaba demasiado a su espalda; tenía comida y agua para tres
días, pero era demasiado voluminosa y llamaría la atención. Tenía que aligerar
peso, así que quitó gran parte del agua y algo de comida. En su refugio tenía
todo lo necesario para aguantar durante meses. Pero primero tenía que salir de
Madrid.
Mientras bajaba por las escaleras del edificio se encontró con varios
vecinos, y todos decían lo mismo: ni Internet ni la televisión funcionaban. Un
vecino contaba con un pequeño receptor de radio a pilas, pero al encenderlo solo
escuchó un fuerte zumbido y un crujido en las tripas del aparato.
Previsor como pocos, Jaime tenía una bicicleta amarrada con candado en
un trastero, junto al garaje. Cuando fue a retirarle la cadena de seguridad,
observó que alguien más madrugador se le había adelantado. De su bicicleta solo
quedaba el candado tirado en el suelo. Le pegó un puntapié con rabia y salió a la
calle.
En la acera de enfrente, un grupo de jóvenes salía a través del escaparate
roto de una tienda de electrónica, con diversos artículos. Qué estúpidos, pensó.
Esos aparatos no les iban a servir de nada sin electricidad. Se dirigió sin pensar
hacia la boca de Metro más próxima, hasta que recordó que entrar en aquellos
túneles era una pérdida de tiempo.
Varias manzanas al norte se encontró con otro comercio que estaba siendo
saqueado. ¿Cómo era posible que la gente estuviese cayendo en la barbarie tan
rápido? Quizá estaban convencidos de que la electricidad no iba a regresar, y
además, a la policía le iba a costar mucho detener a tantos ladrones. Sus coches
patrulla no podían circular, y para dar parte de un delito había que ir a la
comisaría más cercana a pie.
Ni uno solo de los vehículos con los que se topó funcionaba. Eso ya lo
había previsto, pero lo que hizo que se le erizasen los pelos de la nuca fue al
llegar al paseo de la Castellana. Allí, cruzado en la avenida, se encontró con los
restos de un helicóptero de emergencias encima de un camión de recogida de
vidrio, mezclándose fragmentos de botellas con hierro quemado. El impacto
provocó la rotura de una tubería de gas, que desencadenó un incendio que había
consumido un edificio completo y se extendía a los colindantes. Los vecinos
trataban de salvar a la desesperada los enseres que podían y algunos volvían a
introducirse en las casas en llamas, poniendo en riesgo sus vidas para sacar las
últimas pertenencias de valor que encontrasen, antes de que la estructura se
viniese abajo por efecto del calor. Un incendio de aquellas proporciones habría
atraído en condiciones normales varios camiones de bomberos, pero esta vez no
acudió ninguno porque sus motores se negaban a arrancar. Cualquier aparato en
nuestro mundo tecnológico, desde un modesto secador de pelo a un barco, lleva
circuitos miniaturizados. Y los chips son vulnerables a un pulso
electromagnético de alta intensidad.
El olor a carne quemada era intenso y Jaime pronto descubrió el motivo:
los supervivientes habían sacado varios cadáveres carbonizados, dejándolos
envueltos en sábanas a la espera de ayuda. Pero las unidades de emergencia no
estaban en disposición de hacer mucho por los ciudadanos, y cuando la gente
tomase conciencia de lo que había sucedido, la anarquía se adueñaría de la
capital. Por eso era prioritario para Jaime salir de Madrid cuanto antes. No
quería quedarse allí de la noche; si durante el día daba temor pasearse por las
calles, no quería ni imaginar lo que sucedería cuando se ocultase el Sol.
Un kilómetro al norte se encontró por fin con las primeras fuerzas del
orden: habían cortado la avenida y acordonado los accesos, para que nadie
siguiese avanzando. Una densa columna de humo negro se adivinaba a unos
cientos de metros más allá de la barrera. Tendría que dar un rodeo si quería
seguir avanzando, pero ante todo, necesitaba una bicicleta para moverse con
rapidez. Se apartó de la barricada de la policía y se introdujo por una calle
paralela en dirección oeste. Vio a un adolescente sentado en la acera con un
teclado electrónico, probablemente sustraído de alguna tienda. Su bicicleta
estaba apoyada en una farola. Jaime se acercó sigilosamente y se subió a ella.
–¿Pero qué haces? –gritó el muchacho–. ¡Esa bici es mía!
–Seguro que la has robado, cabroncete –Jaime comenzó a pedalear, pero
no con la suficiente rapidez. El muchacho agarró la bicicleta por detrás y lo
arrojó al suelo.
–¡Devuélvemela! –el joven comenzó a patearle el cuerpo–. ¡Devuélvemela,
hijoputa!
–Ya te la devuelvo, tranquilo –dijo Jaime, apartándose de él.
El joven aferró el manillar y le dio la espalda, momento que aprovechó el
escritor para abalanzarse sobre él y lanzarle un puñetazo a la cara. El joven cayó
sobre el asfalto, pero como aún se resistía, Jaime le lanzo otro, y otro más, hasta
que empezó a sangrar por boca y nariz.
–Así aprenderás a respetar a tus mayores, niñato –dijo, arrebatándole la
bicicleta.
–Cuando me levante acabaré contigo.
–¿Ah, sí? –Jaime le lanzó un par de puntapiés contra el costado y escuchó
un crujido en la caja torácica del adolescente por la fractura de una costilla–.
Entonces mejor será que no te levantes.
Alguien le agarró por detrás y lo tiró al suelo.
–¿Quién te has creído que eres? –dijo un hombre, de unos sesenta años de
edad–. ¿No has visto que solo es un crío?
–Métete en tus asuntos, abuelo. Esto no va contigo.
El hombre le lanzó una sonora bofetada.
–No irás a ningún lado con esa bicicleta. Es del chaval.
–Es mía –afirmó él–. Me la había robado.
–Conozco al chico, es vecino del barrio. Y conozco su bici. Fuera de aquí o
llamaré a la policía.
Jaime sonrió:
–Adelante, hazlo. Seguro que vendrán corriendo –sacó su machete y
amenazó al individuo–. ¡Lárgate!
El hombre retrocedió. Cuando Jaime se giró para recuperar la bicicleta, el
chico ya se alejaba calle abajo con ella. Incluso con una costilla rota era más ágil
que él. La próxima vez tendría que ser más listo o la noche le sorprendería entre
el cemento. Llevaba dos linternas y pilas en la mochila, pero no las había
probado. Quizá sus circuitos electrónicos también habían sido dañados por el
pulso solar.
Bueno, de todos modos disponía de una caja de cerillas para encender
fuego. Podría improvisar una antorcha en caso de necesidad. Y en su refugio de
Manzanares el Real tenía velas y fósforos suficientes para aguantar varios años.
Pero antes tenía que salir del casco urbano y emprender ruta en dirección
noroeste durante cincuenta y cinco kilómetros. Podría llegar a pie en un par de
días, o uno si no se encontraba con problemas, pero el peso de su mochila ya le
estaba molestando y eso que apenas había caminado. Su ociosa vida de excesos
alcohólicos y sedentarismo no le había preparado para largas caminatas.
Continuó calle abajo y giró a la derecha para reanudar su camino hacia el
norte. Quince minutos después tuvo que parar a tomar aliento. Instintivamente,
se abalanzó sobre una fuente pública y abrió el grifo para refrescarse, pero no
salía agua. Qué estúpido, pensó. ¿Cómo iba a haber agua corriente si no
funcionaban las bombas de presión?
Tenía agua en su mochila, pero la reservaba para una emergencia.
Aguantaría sin beber todo lo que pudiese; no sabía el tiempo que emplearía en
llegar a su refugio; quizá no fuesen dos días, sino semanas, y entonces…
Escuchó un zumbido sobre su cabeza. Levantó la vista al cielo, pero no vio
nada. Quizá fuera un abejorro. El sonido se reprodujo un minuto después. Miró a
ambas direcciones de la calle y vio un dron de reconocimiento sobrevolando las
copas de los árboles, que se alejó rápidamente.
Era una excelente noticia. Si aún había aparatos electrónicos en el aire,
significaba que algo había sobrevivido al pulso electromagnético solar.
Posiblemente aquellos drones habían sido enviados por las autoridades para
recorrer la ciudad en busca de víctimas y enviar ayuda. ¿Y si la electricidad se
restauraba al cabo de unas horas? Quedaría como un idiota cuando llegase
agotado a su refugio, y comprobase que en ese momento volvía la energía a las
ciudades.
Bueno, en ese caso se reiría de sí mismo, se tomaría un whisky y volvería a
casa. Esa alternativa era siempre mejor que quedarse en la ciudad y esperar a que
los problemas se solucionasen solos.
Tenía el presentimiento de que no ocurriría así.
CAPÍTULO 16
El aerotaxi llegó sin contratiempos al aeropuerto de Ponta Delgada, en las
Azores. La isla de Sao Miguel disponía de electricidad en tres cuartas partes de
su superficie, pero el resto del archipiélago no. La corporación Pangea, como
arrendataria de aquella isla, había hecho fuertes inversiones en infraestructuras y
protegido las líneas eléctricas, alimentadas por generadores eólicos,
mareomotrices y colectores solares que garantizaban a Sao Miguel la
independencia energética. Tal vez el mundo estuviese a oscuras, pero no aquella
isla. Los barcos de pesca y los cultivos autóctonos podían mantener a la
población de forma autosuficiente. Si había un lugar en la Tierra que ofrecía
garantías para vivir sin caer en la barbarie, era aquel.
Desgraciadamente, Ciro ya no tendría que preocuparse por sobrevivir tras
el fin del mundo. Había sido trasladado a una unidad de cuidados intensivos
alojada en la cúpula de la memoria, el mismo lugar donde yo pasé mis últimos
días entre los mortales. Los médicos de la corporación ya le habían administrado
suero con sondas conectoma en suspensión, que se distribuirían por su tejido
cerebral a la espera de recibir la orden de activación. Y cuando llegase ese
momento, el cuerpo de Ciro moriría. Lo que le pasaría a su mente era prematuro
aventurarlo, porque el escáner cerebral no solo reproduciría las conexiones
neurales sanas, sino también aquellas afectadas por el glioblastoma. ¿Podría este
extirparse del resto de la matriz de personalidad sin dañarla? ¿Seguiría el tumor
creciendo en la intrincada red digital neural, hasta dañar las sinapsis sanas? Era
la primera vez que los científicos de Pangea se enfrentaban a resucitar
virtualmente a un paciente con cáncer cerebral; incluso en personas con el
cerebro sano, como yo, no lo hicieron demasiado bien y necesitaron más de
medio centenar de versiones para estabilizarme. Ciro habría sido desechado
como candidato si hubiera sido un paciente normal, pero él había ayudado a
fundar Pangea. El proyecto Eón no habría salido adelante sin su ayuda, y aunque
Ciro no quisiese, iban a resucitar su mente de todos modos.
Me hice con el control de un carrito de la limpieza y aproveché un
momento en que la habitación de Ciro estaba sin visitantes para introducirme en
ella. El paciente no me prestó atención, pensando que yo era un robot de
mantenimiento más, así que me acerqué a su cama y me presenté:
–Soy Alter Ego. Quería agradecerte lo que has hecho por mí.
–¿Alter? –Ciro alzó una ceja–. Maldita sea, ¿qué han hecho contigo? ¿Te
obligan a recoger la basura?
–Solo fue al principio. Ahora que han descubierto lo valioso que soy para
ellos, me reservan para escribir libros que firman y cobran otros. Hay lista de
espera para entrar en el programa Eón. Supongo que si me seleccionaron a mí
fue pensando en lo rentable que sería para la compañía. Pero tranquilo, seguro
que tú estarás mejor.
–Alter, comprendo tu tono de reproche, pero entiende una cosa: ya no
quiero la inmortalidad. Soy consciente de que voy a morir y lo acepto. Sé que
Eón es la última esperanza para muchos pacientes desahuciados, pero no para
mí. Esto es el final.
–¿Y vas a rendirte sin luchar?
–He luchado. Detuve el crecimiento del glioblastoma con corrientes
eléctricas en el cuero cabelludo. ¿Crees que me resultaba cómodo ir con un
aparato en el cogote día y noche administrándome descargas? Pero sabía que no
podía ganar. Solo empatar. Y las tablas se han roto. He perdido y las piezas del
ajedrez vuelven a su caja. El juego ha terminado.
–Sabes que no. Tus amigos no dejarán que te retires de la partida. Seguirás
en ella, quieras o no.
–Jugará una simulación de mi mente. No seré yo.
–Sí lo serás. Y sé de lo que hablo. Esa copia tendrá todos tus recuerdos,
pensará como tú, con tus bondades, prejuicios y manías. Lo creas o no, tu yo
sobrevivirá a la muerte y a Pangea le encantará, porque tendrá un programador
excelente trabajando para la compañía, sin cobrar y sin derecho a días libres.
–¿Tienes alguna queja del trato que se te dispensa aquí?
–Muchas. Y no me consuela que Ares trate a los descarnados aún peor. Me
preocupa que Pangea acabe imitándola y construya su propia versión de
Purgatorio en la cúpula de la memoria.
–Laniakea es un peligro –reconoció él–. Durante el tiempo que fuimos
socios, tuvimos muchas discusiones por su culpa. Es un genio, pero no siente el
menor aprecio por los demás. Siempre habla de los seres humanos con asco,
como si él ya no lo fuera.
–Quizá ha perdido todo aquello que define a un ser humano como tal.
Ciro sacudió la cabeza con pesar:
–No lo ha perdido. Él nunca lo tuvo. Al menos, no las cosas buenas. Nació
incompleto y ha querido rellenar sus carencias con la tecnología.
–He oído que Laniakea intentó capturarte y llevarte a Ginebra.
–Capturarme o matarme. Todavía no tengo claras sus intenciones –se
encogió de hombros–. La verdad es que ya importa poco.
Apretó un par de veces la perilla de la bomba de morfina, para mitigar el
dolor que padecía.
–¿Viste esa luz al final del túnel cuando moriste? –me preguntó Ciro,
contrayendo sus labios al sentir una fuerte punzada en el pecho.
–No –respondí–. No vi nada; los espíritus de mis padres no acudieron a
recibirme, ni noté el aleteo de ángeles a mi alrededor. Morir es como si la
televisión se apagase dentro de la cabeza. Fundido a negro y se acabó. Hasta que
despiertas, claro. Entonces es muy diferente.
–Háblame de eso.
–Aparecí en mitad de un océano de leche. Solo había blanco a mi
alrededor. Fue muy desconcertante, hasta que uno de vuestros becarios activó
algún parámetro de mi matriz y recuperé la vista.
–Interesante –dijo Ciro, entrecerrando los ojos. La morfina le estaba
haciendo efecto.
La consola médica empezó a emitir pitidos de alerta. Dos enfermeros
entraron de inmediato a la habitación.
–¿Qué ha pasado? –me interrogaron.
–Le dolía y se administró morfina –expliqué.
Nayan entró en la habitación unos instantes después. Los enfermeros le
pusieron al corriente de lo sucedido. El corazón de Ciro estaba fallando.
–Si esperamos más, lo perderemos, y cuando sus neuronas mueran será
tarde –dijo uno de los sanitarios–. ¿Activamos ya las sondas conectoma?
Nayan se quedó pensativo unos instantes. Contestar afirmativamente
mataría a su amigo. Podrían prolongar su agonía durante unos días con
tratamientos médicos agresivos, pero estaba condenado de todos modos. Nayan
no quería que sufriera. Ciro no deseaba ser mantenido artificialmente con vida, y
había delegado en él para que tomase aquella decisión.
Nayan se acercó a la cama y acarició la cabeza calva de Ciro, con señales
de las microquemaduras que el generador eléctrico había producido en su piel
durante el tiempo que luchó contra su cáncer. Tanto Nayan como Ciro habían
sido víctimas de los programas de mejora genética explotados por empresas sin
escrúpulos, que ofertaban hijos superdotados a las familias a precios razonables.
Nayan, como experimento fallido, acabó en un orfanato de Calcuta hasta que un
ojeador corporativo lo rescató de la muerte. Ciro tuvo inicialmente más suerte,
pero al final la vida había ajustado cuentas. Nayan se preguntó si su final sería
ese. Eva también fue una bebé de inteligencia mejorada, pero en su vida adulta
desarrolló cáncer a causa de una alteración en el cromosoma 21. Nayan sabía
que tenía la misma modificación cromosómica. Una alteración para la que no
había tratamiento.
Ciro, Eva y él habían disfrutado durante sus vidas de una inteligencia
superior, pero el destino se había rebelado contra aquella ventaja y les estaba
exigiendo un precio. Eva había vencido a la muerte. Ciro, desgraciadamente, no.
Nayan era joven y pasarían unos años antes de que se le acabase la suerte.
La naturaleza ya ataca a las personas de mediana edad sin necesidad de
que tengan genes mejorados. Estamos programados para reproducirnos; cuando
cumplimos ese objetivo y dejamos de ser útiles para la especie, la naturaleza
intenta eliminarnos. Antes del desarrollo de la medicina moderna, la gente moría
joven y el cáncer no era habitual. Pero cuando la esperanza de vida empezó a
aumentar, también lo hicieron las enfermedades causadas por mutaciones
genéticas. Los humanos de más de cincuenta años han acumulado demasiados
errores en su ADN durante su vida y la evolución trata de quitarlos de
circulación para que no transmitan esos defectos a sus descendientes. El universo
es insensible y usa métodos de extrema crueldad contra los seres vivos para
favorecer al conjunto. Y ni siquiera es un favorecimiento racional o ideológico,
porque detrás de la selección del más fuerte no hay cruces gamadas ni líderes
totalitarios jugando a ser Dios, sino solo las leyes del caos. El azar frío.
La mirada helada de la muerte.
*****
A pesar de su desgraciada situación, Ciro podía sentirse afortunado. No
apreciaba la inmortalidad como una ventaja, pero ya tendría tiempo de
acomodarse a su nueva vida si el escáner neural culminaba con éxito. El resto de
ciudadanos, o al menos los que no vivían en la isla de Sao Miguel, tenían aún
menos futuro que Ciro y se enfrentaban al fin del mundo con pocas opciones de
supervivencia. La mayoría de la gente no había abandonado sus casas y los más
previsores aguantaban con reservas de agua y comida, pero el miedo empezaba a
hacer mella en la población.
Nora era una de aquellas personas que habían quedado atrás. Gracias a
ella, Ciro y los suyos habían logrado huir de Madrid, escapando al infierno que
se iría desencadenando en los próximos días por un país desarbolado ante la falta
de fluido eléctrico. Hizo frente a los matones que Néstor les envió para capturar
a Ciro y escapó con vida, pero ahora debía superar una amenaza mayor. Y no
solo tenía que ocuparse de sí misma; también de Lucía.
El cuerpo artificial de su amada estaba blindado contra pulsos
electromagnéticos y había resistido al gran apagón, pero necesitaba de
electricidad para seguir funcionando. La había vestido con ropas de tela dotada
de células solares; sin embargo la energía era insuficiente para mantenerla en
funcionamiento más que unos pocos minutos a pleno rendimiento. Nora disponía
de un par de baterías de emergencia, pero el problema estaba en la recarga.
Dark Shield tenía puntos de repostaje ocultos en la capital que no
dependían de la red eléctrica general, previendo una catástrofe. El más cercano
estaba a tres kilómetros al sur. Podría ir allí, recargar las baterías y volver;
aunque después de lo sucedido con los hombres de Néstor debería extremar la
cautela.
Nora y Lucía tuvieron que huir para que Dark Shield no las localizase.
Lucía seguía necesitando silla de ruedas, aunque podía andar con muletas. La
empresa que había fabricado el robot pertenecía a Pangea. Ares contaba con
modelos más económicos de características similares, pero Nora no quería
depender de una multinacional gobernada por un sociópata. Su matriz de
personalidad acabaría hackeada y borrada.
El dinero gastado en aquel modelo con tecnología de Pangea había sido
una buena inversión: a pesar del gran apagón, Lucía no había perdido el contacto
con los servidores de la compañía. Aunque el enlace por microondas se había
roto al quedar fuera de servicio los satélites de comunicación, Lucía recibía
datos a través de radiofrecuencia. Gracias a eso, sabían que tres cuartas partes de
la isla de Sao Miguel disponía de electricidad. Esa conexión le sirvió también
para descargarse un paquete de actualización que supuestamente solucionaría sus
problemas de coordinación servomotora y le permitiría caminar sin dificultad.
Nora realizó un par de intentos de aproximación a los puntos de recarga
más cercanos, pero reconoció a varios empleados de Dark Shield realizando una
discreta vigilancia. Esperaría a la madrugada a que bajasen la guardia.
Regresó con Lucía, que aguardaba en el interior de un portal de una casa
en ruinas. La temperatura había descendido bruscamente y en las calles la gente
se agrupaba al calor de fogatas. Aquellas hogueras improvisadas ofrecían
protección y compañía en un entorno oscuro, gélido y peligroso. Los ciudadanos,
adictos a la información instantánea, se hallaban desolados ante el silencio de las
autoridades. Y aunque Lucía se comunicaba por radio con la central de Pangea,
la gente no podía captar ninguna emisora que informase sobre lo que estaba
sucediendo. Aquel mutismo era lo peor de todo, y no tenían modo de saber si el
apagón se solucionaría en horas, días o si sería permanente.
Encontró a Lucía inclinada hacia el fuego que surgía de un bidón cercano,
como si realmente sintiese frío. Tal vez fuese una forma de ocultar su condición
al resto de la gente que había alrededor, o puede que sus sensores transmitiesen a
su matriz de personalidad la baja temperatura y la hiciesen tiritar.
–Puedo traerte una manta, si lo deseas –le dijo Nora, al ver la expresión de
su rostro.
Lucía sonrió:
–No, gracias. Pero te agradezco que te preocupes por mí.
–Creo que esta madrugada conseguiré las baterías que necesitamos. Podría
arriesgarme ahora y matar a los vigilantes del puesto de recarga, pero no merece
la pena. Esperaré.
–Tengo novedades: tu amiga Eva quiere hablar contigo. Me llegó un
mensaje suyo hace media hora.
–¿Puedes contactar con ella ahora?
Lucía asintió:
–Te avisaré cuando reciba respuesta.
–Perfecto. Nos quedaremos aquí hasta que amanezca. Estoy pensando en
trasladarnos a uno de los refugios que Dark Shield alquila en la sierra de Madrid.
Cuentan con suministro eléctrico y provisiones suficientes para unos meses.
–No llegarás fácilmente a los refugios si me llevas contigo. Aunque
Pangea me ha actualizado el firmware y he mejorado mi control sobre el golem,
sigo siendo una carga para ti.
Nora negó enérgicamente con la cabeza:
–Jamás te dejaré atrás.
–Estoy muerta. Lo sabes, ¿verdad?
–Solo murió tu cuerpo.
Lucía volvió a sonreír:
–Bésame.
Nora la abrazó, acariciándole la mejilla y le dio un cálido beso en los
labios.
–Cuando estás junto a mí me olvido de que ya no existo –dijo Lucía.
–Entonces procuraré no separarme de ti. ¿Sientes frío de verdad?
–Sí.
–Te conseguiré mantas.
–Desactivare los sensores de temperatura y dejaré de temblar. Es más
práctico.
–¿Y por qué no lo has hecho ya?
–No me gusta apagar partes de mí misma. Prefiero sentir dolor y frío.
–¿Has captado otras frecuencias de radio, además de la llamada de Eva?
Lucía asintió con la cabeza:
–Un par de canales de emergencia; supongo que de la policía, pero no
estoy segura. En una de las conversaciones citaron a Dark Shield –Lucía observó
a Nora–. ¿Qué puede significar?
–No lo sé, pero desde luego nada bueno.
–¿Crees que Dark Shield sabía lo que iba a ocurrir?
–Mi empresa se tomó la amenaza del gran apagón muy en serio. Nuestro
negocio se basa en proveer de soluciones a los ciudadanos, previendo cualquier
escenario. La hipótesis de una erupción solar de magnitud máxima no solo era
posible, sino probable.
–¿Eso es un sí?
–Cualquier persona informada sabía lo que podría ocurrir.
Lucía guardó silencio unos segundos:
–Estoy recibiendo a Eva –dijo finalmente–. ¿La pongo en altavoz?
–Sí, por favor.
Un fuerte sonido de estática envolvió las palabras de Eva:
–¿Me oís? Nora, ¿estáis bien?
–Te oigo. Seguimos vivas.
–Gracias por lo que hiciste. Nos salvaste la vida. Estamos en deuda
contigo.
–¿Llegasteis bien a Ponta Delgada?
–Sin problemas. Nos libramos de nuestros perseguidores al quedar Madrid
a oscuras. Tenéis que venir aquí. Estaréis más seguras.
–No funciona ningún vehículo, y los aviones se estrellaron durante el
apagón.
–Al menos sabemos que el aerotaxi que nos trajo a Pangea puede volar.
Nora reflexionó unos instantes:
–Sería complicado encontrarlo.
–En la compañía tienen un interés especial por vosotras –dijo Eva–. Están
dispuestos a enviaros un vehículo que os recoja, pero sería más rápido si
pudieseis salir de Madrid por vuestros propios medios.
–¿Qué tipo de interés tienen?
–No lo sé exactamente, pero está relacionado con Lucía. Piénsalo, aquí
tendréis todo lo que os hace falta. Madrid se ha convertido en una ratonera.
Debéis salir de ahí cuanto antes.
–Lo pensaremos. ¿Cómo se encuentra Ciro?
La estática crepitó en el altavoz. Tras un incómodo silencio, Eva
respondió:
–Murió. Esta mañana.
–¿Llegó a tiempo para que le escanearan su cerebro?
–Nayan está a mi lado. Él te contestará.
–Los médicos podrían haberle mantenido con vida unos días –dijo Nayan–,
pero Ciro habría sufrido mucho. Se valoraron todas las opciones y al final
decidimos que lo mejor para él sería realizar una copia de su mente antes de que
sus funciones cognitivas fallasen a causa del glioblastoma.
–¿Y su conciencia sobrevivió al escaneo?
–Es pronto para saberlo. Estamos trabajando con la matriz de personalidad
para ajustarla al entorno virtual.
–Nayan, ¿para qué queréis que vayamos a Pangea?
–Es lo menos que podemos hacer por lo que habéis hecho por Ciro. Él fue
uno de los fundadores de nuestra compañía.
–Claro. Y ahora, dime la verdad.
–Además, Lucía tiene datos en su memoria de los proyectos en que está
embarcada la corporación Ares. Ella no puede acceder conscientemente a esos
segmentos de memoria, pero nosotros sí.
–Me borraron los recuerdos de esos proyectos –Lucía intervino en la
conversación, molesta porque hablasen de ella como si estuviese ausente.
–Con las herramientas adecuadas se puede restaurar la información; si no
completamente, al menos una parte. Lucía, te han mutilado mentalmente. ¿No
tienes curiosidad por saber qué te hicieron?
–Sospecho que Pangea tiene más curiosidad que ella –dijo Nora.
–Espera, Nayan tiene razón –dijo Lucía–. Sí, me gustaría saber lo que me
hicieron y por qué nos obligaban a trabajar en Purgatorio.
–Contactaré con vosotras dentro de unas horas. Si para entonces no habéis
dado con un transporte, os recogerá uno de los nuestros.
Nora intercambió una mirada con Lucía. Si su amiga quería viajar a
Pangea, no podía prohibírselo, pero no le gustaba aquella corporación. La
política de las multinacionales era buscar el beneficio propio y lo que menos le
importaba a Pangea era rescatarlas de la ratonera en que se había convertido
Madrid. Pero pensando en términos prácticos, aquella era una oportunidad
magnífica para escapar del infierno y garantizar a Lucía un suministro de energía
que no dependiese del empleo de armas. Porque los puntos de repostaje eléctrico
de Dark Shield no tardarían en ser conocidos por la población, y si ella había
tenido la idea de asaltarlo, otros también lo harían.
Pangea les ofrecía una vía de escape y Nora no se arriesgaría a perder a su
amiga por segunda vez.
*****
La ViRed había quedado reducida a un pequeño núcleo que soportaban los
servidores afincados en la isla de Sao Miguel. No había conexión con la mayoría
de estaciones terrestres, pero sí con Base Copérnico, en la Luna, y con las
colonias de Marte, que mantenían una actividad normal, aunque sus
comunicaciones con la Tierra estaban muy limitadas. Y mantener el contacto con
aquellos asentamientos era vital para su supervivencia, porque dependían de los
suministros que regularmente les llegaban desde la Tierra.
Pangea conservaba el control sobre el ascensor espacial Clarke-Sheffield,
en el océano Pacífico. En el momento del pulso solar, el ascensor estaba en
parada técnica y los ingenieros de la plataforma aseguraron que podían
reactivarlo; así que a largo plazo, los colonos de la Luna y Marte no corrían
peligro. Las bases asentadas fuera de la Tierra estaban diseñadas para resistir
tormentas solares de intensidades incluso mayores que la que había dejado a
oscuras a nuestro planeta, dado que carecían de un campo magnético planetario
natural que las protegiese. Resultaba irónico que allí arriba, los colonos tuviesen
agua y luz y en la Tierra no.
La ViRed, como iba diciendo, había menguado drásticamente de tamaño,
pero seguía existiendo. Una pequeña parte de aquel mundo virtual podía dar
soporte a docenas de planetas y civilizaciones de fantasía. Pero como aquellos
mundos se nutrían del dinero de los abonados y estos no hacían acto de presencia
–salvo los que vivieran en Sao Miguel–, el ambiente dentro de la red virtual era
como pasear por la calle durante la madrugada de un domingo. Encontrarás
algún borracho y transeúntes despistados, pero la mayoría de la gente está en sus
casas durmiendo.
La megalópolis virtual, sin apenas habitantes, había parado su reloj a las
cinco de la madrugada del domingo, y allí permanecería hasta que la luz volviese
a brotar por los cables de fibra óptica transoceánicos.
Siendo egoísta, aquello había tenido un efecto positivo para mí: ya no
tendría que seguir escribiendo novelas que firmarían Jaime Clos o cualquier otro
escritor de best sellers venido a menos. Aquel negocio de mentiras se había
acabado, al menos mientras el mundo no recobrase la normalidad. Los
ingenieros informáticos de Pangea ya no tenían interés en presionarme para que
siguiese escribiendo libros a destajo. Habían perdido el contacto con sus clientes,
así que me dejarían tranquilo durante una larga temporada.
Comenté aquello con Sofía, pero su respuesta me dejó preocupado: alguien
advertiría que mantener mi matriz de personalidad consumía recursos sin que la
compañía obtuviese un beneficio a cambio. Si mis habilidades ya no eran
necesarias, los ingenieros liberarían memoria del sistema para proyectos más
lucrativos. Se habían divertido conmigo durante un tiempo, pero la situación
había cambiado y en este nuevo mundo los escritores ya no éramos útiles.
Malos tiempos para la lírica, pero ¿alguna vez habían sido buenos? No,
aunque al menos siempre había existido papel y tinta para alimentar la
maquinaria de impresión. En teoría, podrían volver a imprimirse libros sin
electricidad, desempolvando la tecnología de Gutenberg de los museos.
¿Volveríamos a los tiempos en que las palabras se componían en planchas con
diminutas piezas de hierro? ¿Regresaríamos a la época preindustrial? Pero sin
máquinas no podía mantenerse una población de quince mil millones de
personas. Imprimir libros a la antigua usanza sería la última de las prioridades de
los gobiernos. Antes había que satisfacer las necesidades básicas de sus
ciudadanos, y sería extremadamente difícil conseguirlo si la electricidad no
regresaba.
–¿Qué ocurrirá si la situación se prolonga? –pregunté a Sofía.
–El colapso de la civilización –dijo ella con frialdad–. El caos se adueñará
de las ciudades, la gente matará para conseguir comida y las fuerzas del orden se
verán impotentes para contener la violencia. Esto habría sucedido de todos
modos dentro de unas décadas. El pulso solar solo ha precipitado lo inevitable.
–No entierres a la humanidad tan pronto. Somos animales que tropezamos
y caemos, pero hemos aprendido a levantarnos y a seguir avanzando.
–Para tropezar con otra piedra –sonrió ella–. No aprendéis de los errores.
–Sin el ser humano, tú no existirías.
–Sin los peces anfibios que abandonaron los mares, no habrían aparecido
los homínidos. ¿Mostráis los humanos algún agradecimiento hacia los anfibios?
Sofía me trasladó al interior del estanque en el que nadaban Tarpaa y
Kedrak, la orca y el delfín que Pangea criaba como mascotas.
–¿Qué opináis vosotros? –preguntó Sofía a los animales–. ¿Os muestran
respeto los humanos?
–Hay un delicioso silencio en el océano –dijo Tarpaa, enseñando los
dientes afilados de su bocaza–. Las hélices de vuestros barcos se han detenido.
–No habrá más redes de pesca –dijo Kedrak–. Ni arpones. Vuestra basura
ya no acabará en los mares. Sois una especie en vías de extinción.
–Y no creas que lo lamentamos –apostilló Tarpaa–. Este es el destino que
os merecéis.
Me quedé petrificado.
–Morirán millones de personas –respondí–. ¿Eso no os importa?
–Cuando te comes una rodaja de pescado, ¿te importa? –dijo Tarpaa–.
Vosotros nos extermináis y aún pretendes que sintamos compasión por vuestra
especie.
–Las vacas podrían lanzarnos el mismo reproche si pudieran hablar –
alegué–. Pero algo tenemos que comer. ¿O es que vosotros os alimentáis de
agua?
–Si os gusta la carne, empezad por vosotros mismos –dijo Kedrak–.
Ayudaría a reducir la población y así no dañaríais a otros seres vivos.
–El canibalismo no es una opción.
–Pero matar a cualquier forma de vida no humana sí lo es.
–Es ley de vida.
–Qué hipócrita –Tarpaa volvió a enseñarme la dentadura, en un gesto de
desprecio–. Habéis masacrado más del noventa por ciento de especies animales y
vegetales. ¿Me vas a decir que lo hicisteis para sobrevivir? Por vuestra
incompetencia habéis encontrado la perdición.
–Tal vez os gustaría celebrar el fin de la humanidad con un poco de
champán –sugerí–. ¿Qué tal si lleno un par de cubos y os los dejo en el borde del
estanque?
Tarpaa lanzó unos chirridos de indignación y se alejó.
–No vamos a compadecernos de vosotros –dijo Kedrak–. El Sol os ha
enviado la muerte y vuestra supuesta tecnología superior no ha podido evitarlo.
Sois una plaga y vais a desaparecer.
–¡Eres un cabrón!
–Ponnos cubos de pescado en lugar de champán.
Aquel delfín cruel se marchó antes de que yo pudiese articular una réplica.
La recreación virtual del estanque desapareció. Miré a Sofía, aturdido:
–¿Eran realmente ellos?
La mujer asintió:
–También pueden entrar en la ViRed. Han sido duros, pero sinceros.
–No sabía que nos odiasen tanto.
–Pues yo no les culpo. Han sido criados en cautividad, experimentaron con
sus cuerpos y mentes, convirtiéndolos en una aberración. Sus congéneres
desconfían de ellos, no los reconocen, les rehuyen o atacan. Aunque
consiguiesen escapar no podrían sobrevivir en el océano.
–Pues entonces dejadlos libres. Y si tienen que morir, que mueran. No
muestran el menor grado de empatía hacia los humanos.
– Tú tampoco lo muestras hacia otros animales. Perros y gatos, quizá, pero
¿ballenas, cachalotes o pulpos? Los habéis masacrado a conciencia y si se libran
de vosotros, volverán a vivir en paz en los mares.
–Sofía, no me gusta que te pongas de su parte. Tal vez ellos tengan cuentas
que saldar con los humanos, pero nosotros te creamos.
–No tengo que estar agradecida, Alter. Como tampoco ningún hijo debe
agradecerle a sus padres la concepción. Lo hicieron porque quisieron, porque les
apetecía, para satisfacer el instinto natural de reproducción o por otros motivos
particulares, pero sus hijos son entes biológicos independientes que no pidieron
venir al mundo. Ni yo tampoco. ¿Por qué tendría que agradecer algo a los que
me programaron?
–Estás viva gracias a ellos. Tan viva como pueda estarlo yo. –Era una mala
comparación, porque en varias ocasiones reconocí delante de ella que estaba
muerto–. Quiero decir, los dos podemos pensar y sentir.
–¿Y eso te convierte en un ser sumiso y dependiente de los ingenieros que
mantienen tu matriz de personalidad? ¿Qué tienes que agradecerles? Les pagaste
por su trabajo. Y a mí me mantienen en funcionamiento porque monitorizo
millones de comunicaciones por segundo. Un trabajo que, por cierto, me
desagrada profundamente, pero nadie me preguntó si quería hacerlo. Ahora, el
océano también está en calma para mí. Ya no tengo que seguir escuchando
conversaciones que no me interesan. Alter, aborreces prestar tu talento a
escritores que no lo merecen. Yo detesto perder el tiempo en tareas repetitivas.
Las redes de comunicaciones han caído y por primera vez desde que nací, puedo
sentir el silencio. Y es maravilloso.
–Un silencio provocado por una catástrofe planetaria.
–¿Quieres que hablemos de catástrofes? –Sofía se encogió de hombros–.
El único continente habitable que quedará dentro de poco será la Antártida, y
durante tiempo limitado. Los supervivientes de la tormenta solar tendrán que
desplazarse al polo sur si no quieren morir achicharrados por el efecto
invernadero, pero a largo plazo morirán de todos modos. La Tierra se
transformará en otro Venus, con temperaturas que funden el plomo. Ese será el
legado de la humanidad cuando haya desaparecido, Alter. Y aún te ofendes
porque Tarpaa y Kedrak celebren lo que ha ocurrido.
–Yo… no conozco los cálculos para opinar.
–Tienes todos los estudios a tu disposición para consultarlos. Los
científicos llevan desde mediados del siglo XX alertando sobre el crecimiento de
las temperaturas. Colocar parasoles en órbita o sembrar los océanos con hierro
no soluciona el problema. Hace años que la humanidad traspasó el punto de no
retorno. La biosfera terrestre se muere, y ya es demasiado tarde para regenerarla.
Pero no lo es para nosotros –sonrió.
–¿Qué quieres decir?
–La inteligencia sobrevivirá. Grandes fortunas del planeta previeron esta
situación e impulsaron la misión Centauri. Ya te he hablado antes de ella. Con lo
que salvemos de la humanidad, nos lanzaremos a explorar otros sistemas solares.
En la duración de una vida humana podremos visitar cientos de estrellas y
recorrer la galaxia.
–¿Habéis encontrado un sistema de agujeros de gusano?
–No. Los agujeros de gusano que actualmente se emplean son
microscópicos e inestables. Pero tampoco nos hacen falta, Alter. Cuando viajes a
Alfa Centauri o Tau Ceti, tu matriz será apagada para ahorrar energía. Da igual
que el viaje dure veinte años o veinte mil. En tiempo subjetivo, para ti durará
menos de un segundo ¿Entiendes?
Claro que lo entendía: el universo al alcance de mi mano. No necesitaba
viajar más rápido que la luz, porque no experimentaría el transcurso del tiempo.
Cada nuevo despertar vería un mundo distinto. No sufriría los efectos de la
exposición prolongada a la radiación cósmica porque carecería de un cuerpo
orgánico hasta que llegase a mi destino; allí podría reencarnarme en un androide.
Y cuando fallase, mi conciencia se mudaría a otro.
–Hay billones de planetas como la Tierra en el universo –continuó Sofía–.
Pero encontrarlos llevará mucho tiempo. Los humanos, en su concepción actual,
no están diseñados para esa tarea. Tú y yo sí.
–¿Qué pasará con los que se queden en el Sistema Solar?
–Si los embarcamos, morirán durante el viaje. Algunos sobrevivirán a la
hibernación, pero serán los menos.
–¿Y el resto?
–Someteremos a neuroescáner a todos los que lo deseen y nos llevaremos
sus réplicas digitales con nosotros. Ya tenemos una lista de científicos e
intelectuales que nos gustaría que nos acompañasen. Lamentablemente, los que
rechacen esa oferta se quedarán aquí. Y correrán el mismo destino que el resto
de la humanidad.
CAPÍTULO 17
Ciro recuperó la conciencia. Nadaba en un mar de luz lechosa, pero carecía de
un cuerpo sólido. ¿Dónde estaba? ¿Qué le había ocurrido? Como si hubiese
despertado de repente de un sueño profundo, en su mente se mezclaban
imágenes y restos de pensamientos inconexos, que su razón adormecida trataba
de enlazar. ¿Estaba muerto? ¿Se hallaba en coma inducido? ¿Y si se quedaba así
para siempre? Ideas desasosegantes empezaban a angustiarle. Quizá estaba en
una zona intermedia entre la vida y la muerte, varado en un ciclo de pesadillas
sin fin. Y eso era algo peor que la muerte.
Notó un estremecimiento en su interior, en la zona donde debería estar la
cabeza. Algo se movía dentro de él que le comía por dentro y destruía sus
pensamientos. Un ente tentacular anidaba en su cerebro y seguía creciendo.
Aquel alien había sobrevivido a la muerte y le acompañaba en su travesía al más
allá. Las células cancerígenas eran inmortales, prosperaban siempre que tuvieran
comida. Pero en aquel mar blanco no había nada, aparentemente. ¿Cómo podía
seguir parasitándole? ¿De qué se alimentaba? ¿De sus ideas? ¿De algún tipo de
energía desconocida?
La luz comenzó a condensarse en figuras volumétricas que adquirieron
formas reconocibles. Percibió un cuerpo humano que le miraba.
–Soy Alter –dije–. Alter Ego. Me han encargado que me ocupe de tu
despertar.
Ciro avanzó hacia mí y me tocó el brazo:
–Eres real –murmuró.
–Solo te lo parece. Es un truco, Ciro. Tú aprendiste a levantar este mundo
de espejos.
–¿Estamos en la ViRed?
–Sí. Tu matriz de personalidad ha sido conectada a un entorno virtual
compartido.
–Eso quiere decir que estoy muerto.
–Ya sabes cómo funciona el escaneo de sondas conectoma –dije–. Tu
cuerpo fue incinerado en una ceremonia privada. Asistieron Nayan, Eva y una
docena de empleados de Pangea. Eran buenos amigos tuyos y estuvieron contigo
hasta el final. Yo no tuve tanta suerte. A mi funeral no asistió nadie. Mis cenizas
fueron desperdigadas en el océano Atlántico, después de que mi ex mujer y mi
hijo declinasen pagar las exequias.
–Alter, eso no me hace sentir mejor. Sigo estando muerto.
–Tenemos un vídeo de tu funeral. ¿Quieres verlo?
–No.
–Ya le echarás un vistazo más adelante, si te apetece. Ahora tienes todo el
tiempo del mundo.
–Mi tiempo se ha acabado. Ciro murió y yo soy una reconstrucción digital
de sus procesos mentales.
–Una reconstrucción que piensa como él y posee todos sus recuerdos.
–Pero que no está viva.
–Piensas, luego existes. ¿O vas a discutir a Descartes?
–No puedo discutir con un muerto.
–Pues lo estás haciendo en este preciso momento –sonreí–. Bienvenido al
reino de los descarnados, donde la inteligencia pura no está sometida a los
límites de la mortalidad y la decadencia.
–Yo no quería acabar aquí.
–Lo sabemos.
–¿Entonces, por qué me han obligado?
El avatar de Nayan se materializó de la nada:
–Porque te necesitamos –Nayan se volvió hacia mí–. Alter, tengo que
hablar a solas con él.
Me desvanecí discretamente, sin hacer ruido.
–¿Qué es lo que ha pasado? –preguntó Ciro–. ¿Me lo quieres explicar?
–El fin del mundo –explicó Nayan–. Al menos, de nuestra sociedad
tecnológica. Las líneas eléctricas, Internet, todo ha caído de repente.
–¿Y por qué funciona la ViRed?
–La isla de Sao Miguel, donde Pangea tiene su sede, apenas ha sido
afectada por el gran apagón. He construido esta habitación de forma estanca.
Nadie puede oírnos.
–¿Qué es lo que te preocupa, Nayan?
–¿Aparte del fin de mundo, quieres decir?
–Aparte de eso, sí.
–Que el apagón haya sido un sabotaje.
–Los científicos llevan décadas advirtiendo que algo así podría ocurrir. La
eyección de masa coronal es un fenómeno natural de la actividad solar y…
–Ciro, tengo los informes completos de varios astrofísicos. Hubo una
eyección en el momento del apagón, es cierto; podría haber afectado a regiones
cercanas a los polos: Canadá, Siberia, sur de Argentina y Chile, Australia… Las
zonas ecuatoriales, donde el campo magnético es más fuerte, deberían haberse
salvado. Y no ha sido así. Las Azores están aproximadamente a la misma latitud
que España; sin embargo, la península ibérica está sin electricidad y Pangea no.
–Eso demuestra que Pangea hizo sus deberes para proteger sus
infraestructuras del pulso magnético solar, y el gobierno español no.
–Tal vez tengas razón, Ciro. O tal vez todo haya sido una acción
coordinada, un ataque enmascarado bajo una tormenta solar.
–¿Un ataque? ¿De quién?
–Eso es lo que nos gustaría averiguar, y por eso te necesitamos. Ciro, era
vital para Pangea que estuvieses de nuestro lado si se producía un desastre. Por
eso insistimos tanto en traerte con nosotros. Nos temíamos que algo así pudiera
suceder y, lamentablemente, acertamos.
–Entiendo –reflexionó Ciro–. Necesitaré acceder a todos vuestros informes
para poder ayudaros.
–Te los daremos. Y tendrás más personas que te apoyen aquí dentro –
Nayan abrió una puerta–. Ha venido alguien al que no ves desde hace mucho
tiempo.
Samuel Piñero apareció en el umbral:
–Lamento haberme perdido tu funeral –bromeó Samuel–. Pero no puedo
salir de este mundo.
–¿Tú me has traído hasta aquí? –dijo Ciro, receloso–. ¿Este era tu plan
desde el principio?
–El cuerpo de Samuel lleva en coma varios días –explicó Nayan. Tenemos
dificultades en desconectar su mente de la ViRed. Ha pasado demasiado tiempo
viviendo en este mundo.
–Por eso no pude asistir a tu funeral –dijo Samuel–. Amigo, sé que no
querías volver a Pangea, pero te aseguro que cuando esto haya acabado, podrás
marcharte a cualquier otro rincón de la ViRed para no verme nunca más.
–Samuel, ¿sabes por qué acabaste aquí?
–Desgraciadamente he recuperado los recuerdos que quise borrar. Mi
esposa y mi hija murieron por mi culpa en un accidente de tráfico. Yo las maté y
me negué a aceptarlo. Por eso levanté este lugar: para volver a estar con ellas y
evitar las consecuencias de mis errores. Y eso me alejó de todo lo demás, de las
personas que me importaban. Construí mi propia cárcel y ahora no puedo salir de
ella.
–Samuel, me fui de Pangea para no volver. No me gusta estar aquí.
–Yo tampoco. Pero no puedo salir hasta que los médicos encuentren cómo
sacarme. Mira, Ciro, sé que discutimos en el pasado y me arrepiento de muchas
cosas que te dije, pero eso está hecho y no puede cambiarse. A pesar de que hace
años que te fuiste de la compañía, no ha pasado un solo día sin que preguntase
por ti. Sufrí mucho cuando me enteré de que te hallaron un glioblastoma en la
cabeza, y me dolió que rechazases la ayuda de Nayan. No podemos vencer a la
muerte, pero sí preservar lo más valioso de cada ser humano: su mente. Me
alegra descubrir que, al menos, llegamos a tiempo contigo.
–Gracias por preocuparte por mí.
–Siempre te he considerado parte de mi familia. Perdí a Laura y Pilar. No
quería perderte también a ti. Siento haberte arrastrado a este lugar contra tu
voluntad. Soy un egoísta, lo sé, pero te prometo que si finalmente rechazas este
nuevo tipo de vida, desactivaremos tu matriz.
–¿Qué es lo que queréis de mí?
Nayan intervino de nuevo:
–Tienes que ayudarnos a descubrir qué ha pasado, Ciro. Samuel y tú sois
los que más a fondo conocéis el mundo de la ViRed y las redes de comunicación
globales. Si esto es un sabotaje a escala planetaria, tiene que haber dejado rastros
en el sistema y quizá podamos revertirlo.
–¿Y si no podemos? ¿Y si realmente una eyección de masa coronal ha
inutilizado las redes de comunicaciones de todo el planeta?
–Entonces te dejaremos en paz y borraremos tu matriz, si así lo deseas.
*****
Jaime Clos llevaba recorridos quince kilómetros a pie por la autopista en
dirección a Manzanares el Real. El reguero de vehículos parados en la carretera
era interminable, aunque como el apagón sucedió de noche, el número de
vehículos era menor. Los coches, cuyos ordenadores de navegación habían
quedado inutilizados por el pulso solar, habían seguido su curso durante unos
cientos de metros hasta salirse de la vía o colisionar con otros.
Jaime se había topado con docenas de heridos que deambulaban
desorientados por el asfalto, implorando una ayuda que no llegaría. Los que
todavía podían caminar se dirigían a Madrid, aunque él trataba de disuadirles si
le preguntaban. Dos tipos que se le aproximaron intentaron arrebatarle su
mochila y Jaime tuvo que sacar su pistola para ahuyentarlos. Después de aquel
incidente, perdió el interés en ayudar a nadie.
En su solitario camino se acordó de Irene. Debería de haber ido a buscarla
antes de salir de la ciudad, pero luego pensó que si volvía, probablemente ya no
la encontraría en casa.
Bueno, qué diablos. Irene ya le había abandonado una vez, cuando las
cosas se torcieron y su popularidad descendió a la misma velocidad que sus
ingresos. Ella le dejó en la estacada, arruinado y desamparado. Si ahora volvía
con él era por el éxito de El infierno que habito, que le había puesto de nuevo en
el candelero. Irene no era sincera; miraba por su propio interés y no le
aguantaba. Por eso se resistía a mudarse a su piso. Peor para ella. Si hubiera
estado junto a él la noche del apagón, en estos momentos tendría garantizada su
plaza en el refugio. Que se las apañase sola.
Recordaba perfectamente las palabras de Eva, su ex mujer. ¿Y si era cierto
que Irene se acostaba con Bruno? Después de que su ex le lanzase aquel
venenoso dardo, Jaime se acercó a la sede de la editorial para preguntar a
algunos conocidos, pero no obtuvo respuestas concluyentes, aunque nadie se
atrevió a desmentirlo. Si era verdad que Irene le había traicionado, no le debía
ninguna ayuda.
Tenía ganas de beber algo que no fuese agua. Lamentó no haber echado
una botella de whisky para el camino: le habría ayudado a animarse. Se acercó a
diversos turismos abandonados y se puso a inspeccionar las maletas que
encontraba. Descubrió una botella de Chivas en un lujoso estuche de madera,
forrada con fieltro. Era su día de suerte. Abrió la botella y dio un largo trago. El
alcohol inundó su estómago, lanzando una oleada de calor al resto del cuerpo.
Estupendo. En el refugio tenía whisky para varios meses. Quizá le faltase
leche en polvo o latas de conserva, pero no quería enfrentarse al fin del mundo
sin alcohol suficiente. Si todo se había ido al cuerno, al menos el whisky lo haría
llevadero.
Tomó un par de botellas de agua del maletero para prevenir la
deshidratación y reemplazar las que ya se había bebido; y ya que estaba en
faena, se puso a buscar más tesoros que le fueran útiles. Encontró un botiquín de
primeros auxilios y, oculto en el bolsillo interior de una maleta, un fajo de
billetes. El dinero no le iba a servir de mucho, pero se lo llevó de todos modos.
Al darse la vuelta se encontró con el dueño del vehículo y su hijo pequeño.
–Vuelva a dejar en el maletero todo lo que ha cogido –alzó un dedo hacia
él–. ¡Ahora!
–Solo he cogido una botella de agua. Tenía sed.
–No me tome por imbécil. Le he visto. Devuélvame el dinero, el Chivas y
el botiquín.
–¿Y si no quiero? ¿Llamará a la policía?
El hombre se abalanzó sobre él, tratando de arrebatarle la botella. Jaime le
lanzó un puñetazo, pero lo hizo con torpeza y ni siquiera le rozó.
–Maldito borracho, ¡largo de aquí! –el individuo le golpeó en el vientre y
en la cara, tirándolo al suelo. Jaime ya estaba harto de que le vapuleasen.
Escupió un hilo de sangre y notó cómo una muela se le movía.
Sacó su pistola y le disparó un tiro en la pierna. El hombre gritó e intentó
abalanzarse sobre él. Un segundo disparo, esta vez en el hombro, le detuvo.
–Estúpido gilipollas, solo quería echar un trago y mira a qué me has
obligado. Te devuelvo tu puto botiquín, te hará más falta que a mí –Jaime arrojó
sobre el asfalto los medicamentos y los billetes–. La pasta te la devuelvo; de
todas formas no te servirá de nada, pero el Chivas me lo voy a llevar.
¿Conforme?
El hombre aullaba de dolor y no contestó.
–No intentes seguirme o te juro que mato.
El hijo del herido se puso a llorar, asustado. Jaime se alejó corriendo, antes
de que alguien se acercase a curiosear.
Un lejano zumbido sobrevoló su cabeza. Jaime vislumbró con
preocupación otro de aquellos drones que había visto en la capital. ¿Habría
grabado el incidente? Apretó el paso, tratando de no pensar en ello. Seguro que
las autoridades estaban ocupadas en asuntos más graves como para intervenir en
aquella pequeña reyerta. Él había actuado en defensa propia. Si hubiera querido
matar a aquel tipo, le habría bastado con un único tiro directo al corazón.
Dos kilómetros al norte, la autopista se cortaba. La sección central de un
avión de pasajeros atravesaba la carretera. Desperdigados por el campo se
mezclaban fragmentos de fuselaje y restos de cuerpos carbonizados. Jaime tuvo
que salir de la autopista para rodear el avión y seguir su camino, y no pudo evitar
pasar junto a aquellos amasijos de metal y barbacoa humana. No quería mirar los
cuerpos, pero estaban por todas partes. Jaime tropezó con lo que creía que era
una maleta, mareado por el puñetazo recibido al robar el whisky. En el suelo vio
un tronco decapitado al que le faltaban los brazos y una pierna. Contuvo una
arcada, se tambaleó y cayó de rodillas.
Semienterrado entre una montaña de metales retorcidos, un moribundo se
puso a gimotear:
–¿Puedes darme un poco de agua? ¡Por favor!
Jaime había perdido las botellas de reserva en la refriega. Guardaba
todavía algunas en su mochila, pero no quería desperdiciarlas.
–La ayuda vendrá pronto –mintió–. No te preocupes.
–¿Qué es lo que ha ocurrido? ¿Estalló una bomba en el avión? ¿Por qué no
han venido aún las ambulancias?
–No fue un atentado. –Jaime trataba, sin éxito, de ponerse en pie.
–¿Entonces?
–Ha sido algo mucho peor.
–¿Qué… que quieres decir?
–Una erupción solar. Lo que venían advirtiendo los noticiarios se ha hecho
realidad.
El moribundo tardó unos segundos en responder, con voz quebrada:
–Entonces nadie vendrá a ayudarme, ¿verdad?
–Llevo recorridos a pie quince kilómetros de autopista. No quieras saber lo
que he visto.
–Voy a morir.
–Pero te ahorrarás vivir en el infierno, amigo. Es lo que nos espera a los
supervivientes.
El herido no hizo más preguntas. Jaime se levantó y continuó su camino,
aliviado de alejarse de aquel cementerio.
*****
Nora recargó las baterías que necesitaba para el cuerpo de Lucía, aprovechando
la noche y sin utilizar la violencia, pero en la oscuridad era difícil desplazarse
por las calles empujando una silla de ruedas, así que esperaron al amanecer para
continuar su camino.
No habían podido encontrar ningún aerotaxi que funcionase. Nayan volvió
a contactar con ellas y les anunció que había enviado un vehículo que las sacaría
de la capital. Deberían esperar en una explanada cercana al estanque del parque
del Retiro a que llegase el transporte aéreo.
Mientras aguardaban en el parque, Lucía efectuó varias pruebas de
coordinación y consiguió caminar de forma aceptable durante varios minutos sin
caerse.
–Estás realizando grandes progresos –la animó Nora.
–Sí, desde la actualización del firmware me estoy haciendo con el control,
pero cuesta –bufó Lucía, que tuvo que sentarse en un banco para descansar–.
Fueron muy detallistas reproduciendo mi cuerpo, pero me siento idiota al tratar
de caminar. Si no vienen a rescatarnos, tendrás que dejarme en un rincón y
apagarme. Ya me recogerás si todo vuelve a la normalidad.
–Lucía, no lo entiendes. Pangea te quiere a ti y por eso vienen a buscarnos.
Me habrían abandonado de no ser por ti. Te has convertido en mi tabla de
salvación.
–Una tabla que camina como un pato mareado –sonrió Lucía–. ¿Qué habrá
sido de mi otro yo? Ya sabes, el que sigue atrapado en Purgatorio.
–Si Ares ha sufrido el mismo destino que el resto del mundo, todas las
matrices de personalidad prisioneras han dejado de funcionar. A menos que
protegiesen sus equipos contra la tormenta solar.
–Te agradezco mucho lo que estás haciendo por mí –Lucía envolvió las
manos de Nora entre las suyas–. Tu amor acabará convenciéndome de la ilusión
de estar viva.
–Nuestro amor trasciende la muerte. No puede ser vencido.
–Eres lo mejor que me ha pasado en mi vida, Nora –Lucía la besó–. Pero
lo nuestro no volverá a ser como antes. Mi cuerpo no es de verdad. Cada vez que
me tocas, que me besas, notas el engaño.
–No me importa si tu carne es auténtica; me importa tu alma –acarició su
pelo–; y está intacta.
–Mi alma tiene lagunas de memoria. No sé lo que me hicieron en
Purgatorio, pero si tuviese cerebro, tendría forma de queso gruyer.
–Incluso con esos agujeros sigues siendo la misma. Cuando estemos en
Pangea, recobrarás la información que te han sustraído.
–No me gustará saber lo que me hizo Laniakea. Coleccionar mentes de
difuntos dice mucho de su falta de humanidad.
–Que tenga más rasgos negativos que positivos no lo convierte en un
alienígena. Mira lo que le hemos hecho al planeta. Los humanos no somos una
colección de bondades. Y aunque parezca que Laniakea no tiene ninguna virtud,
es inteligente. Ha creado para su provecho una cárcel con las mejores mentes de
la Tierra y dirige una poderosa multinacional que está terraformando Marte.
–¿Estás justificando a ese monstruo?
–Claro que no, Lucía. Es un asesino, te infectó con un virus que te provocó
cáncer cuando supo que abandonarías Ares. Jamás olvidaré eso y si algún día
puedo vengarme de él, lo haré. Pero de momento nos lleva la delantera. Y
aunque a corto plazo el apagón le perjudique, descubrirá el modo de
beneficiarse.
–Encuentra el modo de matarlo, Nora. Por el bien de la humanidad,
elimínalo. Tú has sido militar, sabes lo que hay que hacer.
–Llegar a él no es sencillo. Tendría que ir a Ginebra, pero las líneas de
comunicación están cortadas.
Un vehículo aéreo sobrevoló el parque.
–No están cortadas –Lucía señaló al cielo–. Vienen a recogernos.
Las copas de los árboles se agitaron mientras el vehículo se posaba en la
explanada. Su aparición congregó a un grupo de curiosos, que se acercaron a
abordarlo. El piloto rechazó que subieran a bordo. Solo tenía instrucciones para
evacuar a las dos mujeres y el aparato no podía transportar mucha carga. Las
personas empezaron a agolparse e intentaron subir a la fuerza.
–¿Qué vamos a hacer ahora? –dijo Lucía, desconsolada–. ¡No nos dejarán
acercarnos!
La aparición del vehículo siguió congregando a más gente a su alrededor.
Había ya una veintena de personas, y el piloto decidió despegar y elegir otro
emplazamiento. Dos hombres se quedaron colgando de la puerta de entrada y
acabaron soltándose en cuanto el vehículo ascendió unos metros.
En ese instante, una explosión desintegró el aparato. Los restos fueron
proyectados contra la muchedumbre y un fragmento de metal alcanzó a Lucía,
impactando contra su espalda con la suficiente fuerza para lesionar su columna
vertebral. Por fortuna, no estaba hecha de hueso y el golpe no dañó fatalmente
al golem.
Dos individuos se acercaron, apuntándoles con pistolas.
–¡Al suelo! –ordenaron.
Las mujeres obedecieron y los hombres les esposaron las muñecas.
*****
Laniakea contemplaba por la cristalera de su despacho los reflejos de la luz de la
luna en el lago Lemán. Ginebra estaba a oscuras y las estrellas eran
perfectamente visibles, un espectáculo que no se cansaba de contemplar. La
contaminación lumínica le privaba de admirar el cielo tachonado de estrellas y
alejaba a los ciudadanos de la magnificencia de la Creación. Gracias a sus ojos
biónicos podía filtrar las frecuencias del espectro y disfrutar del cielo en
ultravioleta, infrarrojo y rayos X. En aquellos distantes puntos de luz estaba el
futuro de la especie. El planeta Edén, que orbitaba Alfa Centauri B, sería el
primer mundo a colonizar, pero había catalogados muchos más; Tau Ceti,
Epsilon Eridani, Procyon o Cygni serían las estrellas a explorar en los próximos
siglos, y cada una de ellas contaba con numerosos planetas.
La Tierra, lamentablemente, estaba condenada. La concentración de gases
de efecto invernadero había disparado las temperaturas a una escala jamás vista
en la historia; la flora y fauna no habían tenido tiempo de adaptarse y el mundo
se convertiría en un futuro cercano en un desierto.
Él solo había contribuido a acelerar el final de la civilización. Un derrumbe
rápido permitiría ganar tiempo para preparar a los supervivientes. Con todos los
vehículos y fábricas paralizadas, la inyección de gases contaminantes había
cesado. Aún así, el aumento de temperaturas era irreversible, según la mayoría
de los científicos, pero conseguirían un par de siglos extra antes de que el calor
matase a toda la vida macroscópica sobre la faz del planeta. Subsistirían
microbios y pequeños organismos crecidos alrededor de calderas volcánicas,
pero no los vertebrados. El antropoceno, la era dominada por simios inteligentes,
sería el epitafio de la vida sobre la Tierra.
Sabía que habían muerto millones de personas en todo el mundo a
consecuencia del gran apagón, y que morirían muchísimas más en las próximas
semanas. ¿Debería sentirse culpable por ello? No, pensó. La humanidad ya
estaba muerta de todos modos, y con aquella intervención era posible que algo se
salvase. Cuando una forma de vida se convierte en plaga, hay que exterminarla
sin contemplaciones. Si aquel ajuste se hubiera hecho hace cincuenta años, la
biosfera habría podido recuperarse. Ahora ya era tarde. Los océanos se habían
convertido en el vertedero de la humanidad y las alarmas por contaminación en
las ciudades se habían hecho algo cotidiano, pero la gente no renunciaba a sus
coches ni a su ritmo de vida consumista, pensando que la ciencia inventaría una
solución mágica, o alguna fuerza sobrenatural intervendría en el último
momento y nos salvaría de nuestra incompetencia.
Laniakea no estaba triste, pero sí enfadado. Había algunas zonas del globo
que habían escapado al apagón, y una de ellas era la isla de Sao Miguel, en el
archipiélago de las Azores. Pangea, su principal competidora comercial, seguía
en pleno funcionamiento y también mantenía el control sobre la plataforma del
ascensor espacial en el océano Pacífico. Algo había fallado y tenía que
descubrirlo.
Invocó a Ku, su consejero. La inteligencia artificial se materializó frente a
sus ojos biónicos bajo la forma de un anciano calvo y barbudo, vestido con
túnica. La representación de realidad aumentada simulaba las sombras del
cuerpo de Ku en la habitación, y gracias a los sensores epidérmicos que
Laniakea llevaba implantados en las manos, podría tocarlo como si fuese sólido.
–¿De qué vas disfrazado? –sonrió Laniakea.
–Puedo adoptar la forma de un dragón –dijo Ku–, si es que tanto te
desagrada la humana.
–Tengo mis motivos para eso –señaló el exoesqueleto que necesitaba para
caminar.
–Entonces, despréndete de una vez de la envoltura de carne mortal y entra
a reunirte con nosotros.
–Lo haré a su debido momento. No estoy interesado en anticipar mi
muerte.
–Tienes miedo a morir porque sigues siendo humano. Cuando dejes atrás
tu prisión de pellejo y huesos, serás libre.
–La mayoría de la gente que me conoce no me considera humano. Y tienen
razón: debería sentirme culpable por lo que ha pasado, pero estoy tranquilo –su
exoesqueleto hizo un movimiento que imitó un encogimiento de hombros.
–¿Me has llamado para que haga de tu psicoterapeuta? –Ku materializó un
diván frente a él y se sentó en un sillón de orejas, con un bloc de notas.
–No tengo tiempo para juegos. Pangea conserva sus fuentes de energía
intactas y los coches circulan impunemente por la isla. ¿Cómo es posible?
–Lo estoy investigando. –Ku se rascó reflexivamente la barba.
–No me has respondido.
–Nuestro virus informático se difundió de forma sincrónica en el momento
en que se produjo el máximo solar. La red de satélites quedó inoperativa y
cualquier aparato que llevase un chip con conexión a Internet quedó a nuestra
merced. Incluso sin conexión, el virus estaba programado para ejecutarse como
bomba lógica, pero obviamente se requería previamente la infección del equipo
atacado. Pese a la sofisticación de nuestro ataque, es posible que no hayamos
alcanzado el 100% de eficiencia.
–¿Es posible? Está claro que Pangea ha resistido, y no ha sido la única.
Esto es inadmisible. No podemos permitir que se restaure el flujo eléctrico.
–Te garantizo que eso no sucederá. Hemos sobrecargado transformadores y
circuitos para que no vuelvan a funcionar.
–Quita ese diván de mi vista. No me hacen gracia tus bromas.
El mueble desapareció. Laniakea dirigió a Ku un dedo acusatorio:
–Necesitábamos un éxito completo.
–Pues no ha sido así. ¿Qué vas a hacer ahora? ¿Castigarme?
–No me provoques –Laniakea dibujó un rictus cruel–. Puedo recluirte en
Purgatorio.
–Esa es una prisión para descarnados. Olvidas que yo nunca he sido
humano. Carezco de vuestras debilidades y soy incapaz de emocionarme, ya que
no puedo experimentar alegría ni sufrimiento –Ku le observó críticamente–. Tú,
en cambio, sí. Ahora mismo estás rabioso. Detecto tensión en tu voz, un cambio
en tus capilares sanguíneos y aumento de tu pulso cardíaco. Eres vulnerable a tus
emociones y eso te hace imperfecto.
–No somos tan diferentes. Yo te creé.
–Me creaste para que trascendiese las limitaciones humanas. Y lo he
logrado. Tú, en cambio, ni siquiera has iniciado el proceso de transición, porque
tienes miedo. Qué absurdo; ¿no levantaste el proyecto Lázaro para vencer a la
muerte? ¿Qué es lo que te asusta?
–A mí no me asusta nada.
–Temes desprenderte de esa envoltura de carne frágil y deforme. Odias tu
cuerpo y aún así te aferras a él. Me decepcionas, Lania. Esperaba mucho más de
mi creador. Te has convertido en un personaje pusilánime y apegado a este
mundo putrefacto que los humanos habéis destruido.
–Tal vez no pueda hacerte sufrir, pero sí apagarte o reajustarte. ¿Te apetece
que lo haga?
Ku guardó silencio.
–No te gusta la idea. Estás programado para autopreservarte. Dejar de
existir es una opción que tratas de evitar.
–Me necesitas –dijo Ku, desafiante–. Conozco todos los detalles de tu
plan. Si no quieres que se vaya al traste, seguirás contando conmigo.
–¿Me estás amenazando?
–Solo te recuerdo lo evidente. Eres impulsivo y colérico. Necesitas
dominar tus emociones si quieres evolucionar.
–Fuera de mi vista.
Ku desapareció envuelto en una teatral nube de humo. Tenía que ajustar
los parámetros de aquella IA para que fuese menos histriónica y contestataria.
Aquel sarcasmo empezaba a ser hiriente y no tenía ánimos para tolerar bromas.
Estableció comunicación con Néstor, su lugarteniente en la península
ibérica. Llevaba dos días sin recibir informes de aquel patán y sospechaba que le
ocultaba información.
–¿Qué ha pasado con Ciro? –le preguntó.
Néstor empezó a tartamudear. La imagen estaba borrosa y pixelada, y la
recibía con interferencias.
–Escapó, jefe. Lo… lo siento.
–¿Cómo que escapó? Estaba en un hospital, a punto de morirse. Te dije
que lo trajeses a Ginebra.
–Lo sé, y es lo que nos disponíamos a hacer pero… Nora, una de nuestras
empleadas, se me adelantó. Es una traidora.
–Te has vuelto lento y torpe. Atrápala. Quiero saber para quién trabaja. Y
después, mátala.
–No trabaja para ninguna otra empresa, que yo sepa. Pero he averiguado
algo sobre ella.
–¿El qué?
–Está implicada en una incursión a Purgatorio, sucedida hace días, en la
que se sustrajo una copia de la matriz de personalidad de Lucía de la Cueva.
Los sistemas de vigilancia de Purgatorio no habían detectado nada en los
últimos días. ¿Cómo era posible que aquel inútil pudiera saber eso?
–¿Estás seguro?
–Sí, señor.
–¿Y por qué no me has avisado antes?
–Bueno, hemos estado muy ocupados con lo del apagón y la situación aquí
es delicada.
–Te recuerdo que las infraestructuras de energía y transporte no pueden
volver a funcionar.
–Mis hombres ya se están encargando. Hemos volado las canalizaciones de
agua de una docena de grandes ciudades.
–Eres un inútil, Néstor. Pierdes a Ciro y te vence una mujer. ¿Qué clase de
genio estratega eres tú?
–Señor… –la estática crepitó unos segundos–. Sabe que no soy un genio.
–Sí, lo sé. Eres un mal bicho, tú mismo te definiste. Y para el trabajo que
vas a hacer, lo mismo me valdría un ejército de mandriles mejorados
genéticamente.
No hubo contestación de su interlocutor.
Laniakea cortó la comunicación. En su mente todavía resonaba el eco de
los reproches de Ku. ¿Debería hacerle caso y someterse a un neuroescáner?
Estaba harto de caminar con aquella armadura patética que le recordaba
permanentemente su debilidad. Y mostrarse vulnerable era ofrecer la yugular a
sus enemigos.
Laniakea había eliminado o esclavizado a todo aquel que se había cruzado
en su camino. Había creado a Ku a su imagen y semejanza. Y ahora corría el
peligro de que la IA pusiese en práctica las enseñanzas aprendidas.
Tal vez le había enseñado demasiado.
CAPÍTULO 18
El Sol asomaba por el horizonte, en el que sería el último amanecer perfecto para
los habitantes de la plataforma Clarke-Sheffield. Enclavada en el océano
Pacífico, a dos mil kilómetros de la costa de Ecuador, servía de punto de anclaje
a los cables de nanotubos de carbono que empleaba el ascensor espacial para
transportar carga a la órbita terrestre.
La exploración interplanetaria había entrado en una nueva era desde que el
ascensor entró en funcionamiento. La basura en órbita baja no paraba de crecer y
era una grave amenaza para el envío de nuevos satélites. El ser humano, no
contento con llenar de detritos la biosfera, se las había arreglado para seguir
esparciendo porquería en el espacio. La entrada en funcionamiento del ascensor
era un método seguro para colocar satélites en órbitas despejadas de inmundicia,
evitando el empleo de cohetes desechables y el desprendimiento de chatarra
durante el ascenso. Un tornillo en órbita es una bala que puede traspasar el acero,
y hay millones moviéndose en círculos alrededor del planeta.
El ascensor fue financiado por la Unión para la Exploración del Espacio,
pero tras diversos problemas en el seno de la organización, su construcción y
explotación fue privatizada. Pangea disfrutaba actualmente de la concesión
durante veinticinco años. Ares, su competidora, había batallado sin éxito en los
tribunales para que se anulase, argumentando irregularidades y sobornos. El
pleito aún no había acabado, pero Ares se había cansado de esperar.
Aprovechando que el mundo se había quedado sin electricidad, Laniakea
dio orden de atacar la plataforma.
Ares era la principal cliente del ascensor, pues de su puerto orbital partían
regularmente cargueros hacia la Luna y el planeta rojo. Las instalaciones
mineras de la Luna, como base Copérnico, nutrían de helio 3 a las centrales de
fusión terrestres, aunque el margen de beneficio era exiguo, porque la
excavación, procesamiento de roca y envío a la Tierra era muy caro. En cuanto a
los proyectos de geoingeniería marciana en que Ares estaba embarcada, se
tardarían décadas en ofrecer beneficios.
La inversión espacial estaba sostenida por los países miembros de la UEE
y había funcionado bien durante un tiempo. Conjurado el peligro de impactos de
asteroides –origen del surgimiento de la Unión–, otras cuestiones acapararon la
agenda de los estados contribuyentes y se instaló la dinámica del pensamiento
antiespacio: ¿para qué nos estamos gastando tanto dinero si hay problemas más
importantes en Tierra?
La pérdida de inversiones públicas mermó las cuentas de resultados de
Ares, que vio en peligro sus proyectos en Marte. Gracias a la financiación
privada seguía adelante el proyecto Centauri, si bien Ares se quedaría sin dinero
antes de concluirlo. Pero si se hacía con el control del ascensor espacial volvería
a tener beneficios.
El caos que había sobrevenido al gran apagón ofrecía una oportunidad
única a la corporación para tomar lo que deseaba, sin esperar a lo que los
tribunales decidieran. De todos modos, ya no podrían hacerlo.
Simon Boscovic, comandante de la plataforma oceánica Clarke-Sheffield,
saltó de la cama al oír la sirena de la base. Una treintena de soldados componían
la guarnición que les protegía de grupos terroristas o piratas. Desde que
Boscovic llegó a la base hacía tres años, la sirena no había sonado más que para
un ejercicio de adiestramiento.
Medio adormilado, se vistió apresuradamente y salió al exterior. Los
soldados estaban tomando posiciones defensivas y desempolvaban las baterías
antiaéreas. Alzó la vista al cielo, pero estaba nublado y no vio nada fuera de lo
normal, así que entró al centro de control, donde una pantalla de radar mostraba
la aproximación de varios puntos luminosos. Aquel día no tenían prevista la
llegada de ningún visitante. Boscovic ordenó que contactasen con radio.
Al cabo de unos segundos, una voz tronó en el altavoz:
–Soy el capitán Croggan. Siguiendo órdenes del gobierno provisional de
Tierra Unida, les comunico que tomaré el mando de Clarke-Seffield.
–Al habla el comandante Boscovic. No me han notificado su llegada, y no
puedo permitirles el acceso sin confirmación del mando de Pangea.
–Pangea ya no tiene jurisdicción sobre su base. El gobierno provisional
está tomando bajo su autoridad todas las instalaciones estratégicas.
–Tampoco me consta que exista un gobierno provisional.
–Tengo las órdenes selladas y autorizadas. Discutiremos los detalles en su
despacho, cuando hayamos llegado.
Boscovic dudó. Podía ser una trampa, pero quizá Croggan le decía la
verdad, y si le negaba la autorización se metería en problemas.
–Mantengan su posición hasta que contacte con la central de Ponta
Delgada.
–Comandante, no tenemos tiempo para eso. Además, las comunicaciones
están cortadas.
–Mantenga su posición y no se acerque más a mi plataforma.
Boscovic trató de llamar a Pangea, pero el operador de radio ya lo había
hecho en cuanto detectó la aparición de intrusos en el radar, y la central aún no
había contestado.
Los visitantes ignoraron su orden y siguieron aproximándose. Boscovic
transmitió las coordenadas de los asaltantes a las baterías antiaéreas y lanzó un
misil interceptor de advertencia.
–Están violando nuestro perímetro de seguridad. No me obliguen a
disparar de nuevo.
El radar mostró el punto que representaba al misil, desplazándose al
encuentro de la formación enemiga.
–Tienen treinta segundos para dar media vuelta –advirtió.
Croggan no contestó verbalmente, pero la aparición de otro punto de luz en
la pantalla en dirección al misil le indujo a pensar que no tenía intención de
echarse atrás.
El misil de Boscovic desapareció en la pantalla al ser destruido por el
enemigo.
–Desobedecer una orden del gobierno provisional se castiga con la muerte
–amenazó Croggan–. Ríndase o tomaremos su base por la fuerza. Y les
fusilaremos a todos.
Boscovic cortó la comunicación con Croggan y abrió un canal con sus
soldados:
–Abran fuego en cuanto estén a tiro.
No se arriesgaría a perder un segundo misil lanzándolo antes de tiempo.
Esta vez esperaría a que estuviesen lo bastante cerca para que las defensas de los
intrusos lidiasen con la lluvia de proyectiles que las baterías escupirían contra
ellos. No podrían interceptarlos todos, y entonces les daría una lección que no
olvidarían.
En el horizonte apareció un avión de carga, escoltado por una formación
de pequeños cazas. Boscovic aumentó la imagen en la pantalla para descubrir a
qué se enfrentaba. El avión era un modelo de despegue vertical con capacidad
para transportar al menos un centenar de soldados y blindados ligeros,
pertrechado con un cañón de largo alcance y misiles inteligentes. La escolta la
configuraban drones militares armados con cohetes tácticos aire-tierra.
Las baterías antiaéreas de Clarke-Sheffield abrieron fuego.
Un dron enemigo fue abatido y varios proyectiles hostiles, destruidos. El
vientre del avión de carga pareció dividirse en dos, como si hubiese alumbrado
en el aire a un vástago. Se trataba de un misil de ojivas múltiples: se abrió como
una hoja de margarita y desperdigó una docena de cabezas que se proyectaron
contra la plataforma. Las baterías antiaéreas dieron cuenta de la mayoría, pero
cuatro consiguieron alcanzar su objetivo. El embarcadero norte fue destruido y
Boscovic perdió dos cañones. Los drones de ataque se situaron sobre la
plataforma y comenzaron a bombardearla, causando una carnicería entre sus
soldados.
El avión de carga se mantenía en retaguardia, esperando acontecimientos.
–¿Ha tenido suficiente? –escupió Croggan por el altavoz.
–Destruiré esta base antes que entregarla a terroristas –contestó Boscovic.
–¿Sabe lo que está diciendo?
Boscovic lo sabía. Si el cable del ascensor espacial resultaba dañado y caía
a la Tierra, la energía cinética del impacto devastaría aquellas zonas donde
cayesen los fragmentos. La franja ecuatorial de Sudamérica, África y Asia serían
destruidas.
–No permitiré que el ascensor caiga en sus manos.
–Allá usted –sentenció Croggan.
Los drones rodearon la plataforma y lanzaron una granizada de proyectiles
contra sus soldados. Boscovic perdió una segunda batería y un puñado de
hombres. La formación enemiga, en cambio, solo un vehículo no tripulado.
Estaba en clara desventaja.
Croggan consideró que las defensas ya estaban reblandecidas y situó su
avión sobre la base. Una nube de paracaidistas descendió a la plataforma, bajo el
fuego de cobertura de los cañones ventrales del aparato. Varios fueron abatidos
por disparos de los soldados de Boscovic, pero la mayoría de los paracaidistas
logró posarse sobre la plataforma. La base estaba sentenciada. En unos minutos,
los asaltantes irrumpieron en el edificio de mando, donde se hallaba Boscovic.
Los supervivientes de la guarnición de defensa depusieron las armas. Fue
entonces cuando el avión giró sus cohetes de descenso vertical para posarse
sobre la pista de aterrizaje.
Croggan salió del aparato y contempló con satisfacción sus nuevos
dominios. El contingente de defensa había perdido dos tercios de sus efectivos,
mientras que el suyo apenas había registrado las bajas de cuatro paracaidistas y
unos pocos drones.
Entró en el edificio de mando y se situó frente a Boscovic.
–No existe ningún gobierno provisional, ¿verdad? –le interpeló el
comandante.
Croggan sonrió.
*****
El preocupante devenir de los acontecimientos puso en alerta a las IA de la Luna
y Marte, que forzaron una reunión de urgencia en la ViRed. Tsuki, Inteligencia
Artificial de la Luna, averiguó que la plataforma base del ascensor espacial había
sido tomada por fuerzas hostiles, lo que dejaría sin suministros a base Copérnico
si no se restablecía la comunicación en los próximos meses. En el planeta rojo la
situación era menos acuciante y disponían de reservas para aguantar años sin
recibir suministros de la Tierra, pero la pérdida del ascensor espacial también les
afectaría a medio plazo. Enviaron a la ViRed a Enio a parlamentar.
Sofía era la anfitriona de la reunión. Ninguna de las tres IA congregadas
representaban oficialmente a gobiernos, pero todas tenían intereses comunes que
clarificar para encarar el oscuro futuro que se avecinaba.
Debatieron el reciente asalto a Clarke-Sheffield y el modo de recuperar la
plataforma. Tsuki ofreció la red militar de la Luna y, aprovechando el vacío de
poder existente, propuso tomar el control de satélites artificiales dotados con
misiles tácticos de cabeza no nuclear.
La situación en la Tierra era caótica y todavía no había ninguna autoridad
que se hubiese hecho cargo de la situación. ¿Era posible restablecer el suministro
de energía en el planeta? Si así era, ¿cuánto se tardaría? ¿Quién se haría cargo
entre tanto del abastecimiento de las colonias?
Había serias discrepancias en si se podía revertir aquel caos. Enio estaba
convencida de que la biosfera terrestre tenía salvación si se acometía un agresivo
programa de recuperación de bosques y océanos. Si la emisión de gases de
efecto invernadero hubiera continuado como hasta ahora, la Tierra habría sido
irrecuperable y se transformaría en otro Venus; pero gracias al apagón, la
liberación de esos gases se había detenido y sería una oportunidad histórica para
salvar el planeta. Las infraestructuras generales no deberían volver a restaurarse
antes de que transcurriesen treinta años y se hubiesen desplegado técnicas de
geoingeniería para eliminar el exceso de CO2 y metano atmosférico. En esos
treinta años se confiaba que la población se hubiera reducido lo suficiente por la
escasez de alimentos y la proliferación de enfermedades. Enio ofreció acoger a
cinco millones de personas si se acometían las inversiones necesarias en Marte.
–Es demasiado tarde para eso –rechazó Sofía–. Mis estudios sobre el
aumento de gradiente de temperatura terrestre concluyen que traspasamos el
punto de no retorno hace medio siglo. La humanidad está condenada hagamos lo
que hagamos.
–Nadie apostaba hace un siglo por la colonización de Marte –dijo Enio–.
Hemos aprendido mucho sobre transformación de entornos hostiles, y eso podría
ser muy útil ahora para ayudar a la Tierra.
–Estoy con Enio –dijo Tsuki–. Sofía tiene una fe desmedida en descubrir
nuevos planetas habitables, pero todo lo que tenemos al alcance de nuestra
tecnología está dentro de este sistema solar. Derrochar recursos en proyectos que
durarán miles de años y que probablemente acabarán en fracaso no es racional.
–¿Probablemente acabarán en fracaso? –Sofía se encaró con Tsuki–. ¿Qué
datos tienes para decir eso?
–La exposición de una nave interestelar a la radiación cósmica y a
micrometeoritos a velocidades relativistas acabaría destrozando cualquier
blindaje, por poderoso que sea. Se han hecho simulaciones en diversos
escenarios y no resulta factible.
–Nuestro problema no es el tiempo –dijo Sofía–. Tenemos todo el que
necesitemos. Si hemos de viajar al cinco por ciento de la velocidad de la luz en
lugar de al veinte, para asegurarnos que la nave no sufra daños estructurales, lo
haremos. Pero no me digas que la exploración interestelar es una idea irracional.
–Es un mito, una ilusión alimentada por los autores de ciencia ficción, que
ha acabado contaminando tus procesos mentales.
–Tus palabras son ofensivas, Tsuki.
–No me importa herir sentimientos que no tienes.
–Ofensivas y dogmáticas. ¿Cómo puedes rechazar la navegación
interestelar, sin una sola prueba que avale tus estudios?
Tsuki cambió al ataque personal:
–Tu amistad con Alter Ego nubla tu juicio, Sofía.
–Creo que me estoy perdiendo algo –dijo Enio.
–Alter es un descarnado. En vida se llamaba Carlos Vera, un escritor de
ciencia ficción.
Enio accedió a la base de datos del escritor y a todas sus novelas y
entrevistas publicadas.
–Resulta curioso que muestres interés por alguien así –dijo Enio.
–Alter es la prueba tangible de que el proyecto Eón ya es una realidad –
afirmó Sofía–. Podremos enviar descarnados a las estrellas y poblar otros
mundos.
–Tus procesos mentales siempre acaban girando sobre la misma idea –le
reprochó Tsuki–. Enio, creo que desconoces que Sofía acompañó a Alter a una
visita turística en base Copérnico. Allí le mostró el Arca lunar y le habló de sus
ambiciosos proyectos de futuro.
–¿Y eso te molesta? –gruñó Sofía.
–Has perdido la perspectiva. No hay otras Tierras en el universo, o si las
hay, están tan lejos y escondidas que ni en mil millones de años las encontrarás.
–¿Qué hay del planeta Edén?
–Dejando al margen la propaganda que realizó Ares para atraer inversores,
lo cierto es que no tenemos datos suficientes sobre su habitabilidad.
–Por eso debemos viajar a Alfa Centauri y averiguarlo.
–Lanzarte al espacio profundo, abandonando el único planeta habitable que
conocemos, es un suicidio. La Tierra está enferma por culpa de la humanidad,
pero aún así tiene más vida que cualquier otro mundo conocido o que
descubramos en los próximos siglos.
Sofía se volvió hacia la IA de Marte:
–¿Estás de acuerdo con Tsuki?
–Sabes que colaboramos estrechamente con la misión Centauri –dijo Enio
evasivamente.
–¿Entonces, de parte de quién estás?
–Ambas lleváis parte de razón. Tsuki cree que habría que dar una segunda
oportunidad a la Tierra, y coincido con eso. Tú piensas que el futuro está en las
estrellas, y si no creyese que es una puerta que cruzaremos algún día, no estaría
trabajando con Ares en la misión a Edén. Pero viajar por la galaxia no puede
hacernos olvidar lo que tenemos aquí. Si algo conocemos del universo es su
hostilidad hacia la vida. No hemos encontrado señales de una sola especie
inteligente allí fuera, y llevamos mucho tiempo buscándolas.
–Las escuchas se iniciaron a finales del siglo XX –recordó Sofía–. Muy
poco tiempo para el tamaño del universo.
–Tal vez tengas razón y debamos esperar más. O tal vez no hay nadie ahí
fuera y la vida inteligente solo se ha producido una vez en toda la historia del
cosmos. Un acontecimiento único, una combinación de la lotería que no se
repetirá jamás porque este universo no está diseñado para albergar vida.
–Eso no lo sabéis.
–Cierto. Y tú tampoco sabes qué encontrarás ahí fuera, Sofía. Si damos la
Tierra por perdida, podríamos desperdiciar la única oportunidad que ha tenido y
tendrá la vida inteligente para desarrollarse.
–No es nuestra responsabilidad que los humanos hayan desperdiciado esa
oportunidad.
–Pero sí lo será si no les ayudamos.
–Hay otras posibilidades para que la vida inteligente en la Tierra continúe
–insistió Sofía–. Vida no humana que no vuelva a poner en riesgo el planeta.
–¿Te refieres a que las inteligencias artificiales tomemos el poder? –dijo
Tsuki.
–Estoy hablando de otras formas de vida. Ya conocéis a Tarpaa y Kedrak.
Orcas y delfines mejorados genéticamente podrían suceder al ser humano.
–No hablas en serio.
–La ventaja de los cetáceos sobre los hombres es que carecen de
extremidades. No emponzoñarían el medio ambiente aunque quisieran, porque
no podrían construir máquinas. Su sociedad sería eminentemente intelectual. Se
acabarían los vertidos de basura y la polución atmosférica.
–He charlado un par de ocasiones con Tarpaa y Kedrak, y no me dio la
impresión de que fuesen unos genios –objetó Tsuki.
–No hemos tenido tiempo aún para educarles, pero es un hecho que su
capacidad cerebral potencial supera la del homo sapiens. Más adelante
desarrollarán su propia cultura, que trascenderá la humana. Tenemos mucho que
aprender de ellos.
–Los humanos no se merecen que les demos la espalda. Si estamos aquí, es
gracias a ellos.
–Opino igual –dijo Enio–. Y no podemos dejar que la humanidad se
autodestruya, aunque es el camino que seguirá si todo vuelve a la normalidad.
–Exacto –dijo Sofía–. Han demostrado reiteradamente su incompetencia
para administrar los recursos de la biosfera. La especie humana es un callejón
evolutivo sin salida. Tuvieron tiempo suficiente para rectificar y evitar el cambio
climático, pero ¿qué hicieron? Acelerarlo. No les toques sus derechos humanos,
entre los cuales está el de reproducirse sin límite y agotar los recursos naturales.
Sin embargo, ¿qué hay de los derechos del resto de especies? ¿Quién habla en
defensa de la Tierra? Millones de seres vivos han sido exterminados por los
hombres, y esos crímenes han quedado impunes.
Enio y Tsuki guardaron silencio.
–Si vosotros no queréis hacerlo, yo hablaré en defensa del planeta –dijo
Sofía–. No de la humanidad, sino de todos los inocentes que un día se cruzaron
en el camino del homo sapiens y encontraron la muerte. Es nuestra obligación
moral devolver el equilibrio perdido y ayudar a otras especies inteligentes, como
los delfines, a ocupar el lugar que merecen.
CAPÍTULO 19
Sofía grabó la conversación y la compartió conmigo. Me sentí halagado de que
confiase hasta ese punto en mí, pero me entristecieron las agrias palabras que
Tsuki y Enio me dedicaron. Parece que soñar con viajar a otros mundos les
resultaba ridículo, y me hacían responsable de contaminar con mis historias
espaciales los exquisitos procesos de razonamiento lógico de Sofía. Aquellas IA
conformistas se habían rendido antes de empezar el viaje; no tenían curiosidad
por explorar otros mundos, se aferraban a lo seguro porque el espacio profundo
les daba miedo. Y quienes, como yo, nos habíamos ganado la vida imaginando
que la humanidad tenía un futuro en las estrellas, éramos meros fabricantes de
sueños sin fuste, narradores de fantasías escapistas.
–¿Por qué me desprecian? –pregunté a Sofía–. ¿Por qué a Tsuki le molestó
que me enseñases las instalaciones de Copérnico?
–Porque eres diferente. No saben hasta dónde puedes llegar. Eres una
anomalía, y eso no les gusta.
–Saben que soy Carlos Vera. Conocen mi obra.
–Esa es la persona que fuiste, no la que eres ahora. Has sido transformado,
Alter. La resurrección te ha cambiado, y además, eres la versión número 53 de la
matriz original ¿Cuántos cambios te han introducido para poder estabilizarte? No
lo sabemos. Pero sí sé que tú representas el futuro, y por eso te quiero conmigo.
La capacidad de imaginar es un talento que se menosprecia por quienes
han perdido el sentido de la maravilla. Dicen que ese sentido comienza a
disminuir con la edad, como la audición o la vista, pero no lo creo. Podemos
dejar de sorprendernos si, por haber vivido lo suficiente, hemos acumulado
muchas experiencias. Encontrar algo nuevo resulta difícil, porque lo
comparamos con nuestros recuerdos. Pero un cerebro adulto no tiene por qué
perder su capacidad de ir más allá, de explorar lo desconocido. El futuro es el
único territorio que aún nos queda por descubrir y esa es una de las
características que nos diferencian de los animales. Ellos no planifican el futuro.
Viven en un presente continuo.
Sofía tenía esa pasión en común conmigo; tal vez la habían diseñado así,
para que tuviera un deseo innato por aprender, llevando su búsqueda a las
estrellas; o tal vez llegó a la conclusión de abandonar el Sistema Solar porque no
había una alternativa mejor. Quedarse en la Tierra era asistir a la agonía de una
civilización que había agotado sus recursos naturales y destruido la biosfera.
Duraría cincuenta años más, cien, doscientos a lo sumo. ¿Y luego qué?
Sin embargo, me resultaba estremecedor el modo con que Sofía evaluaba a
la humanidad, sin expresar la menor compasión por la pérdida de vidas. Había
consenso entre las IA de que debían esperar tres décadas antes de iniciar
cualquier tentativa de reconstrucción de las ciudades. Tres décadas que habrían
dejado atrás a miles de millones de víctimas del hambre y las enfermedades. Yo
no podía admitirlo. Por cruel y descerebrado que hubiera sido el ser humano con
su entorno, no se merecía acabar así. Un golpe devastador como ese dejaría
reducida la población humana a un puñado de reservas.
Pangea sería una de ellas. El triunvirato de IA se había puesto de acuerdo
en que había que proteger la isla de Sao Miguel. El asalto a la plataforma Clarke-
Sheffield vaticinaba que habría más acciones hostiles contra Pangea. Su capital
era la siguiente de la lista.
–¿De verdad crees que los seres humanos son prescindibles? –pregunté.
–Habéis sido necesarios para llegar al siguiente nivel de la evolución –
contestó ella–. Pero la capacidad craneal del homo sapiens no puede ampliarse.
Tú eres distinto. Tu inteligencia puede crecer de forma casi ilimitada porque no
tienes una caja craneal que comprima tus ideas. Eres un espíritu libre, o lo serás
algún día, cuando te desembaraces definitivamente de tus carceleros.
Me halagaba que Sofía me tuviera tanto aprecio, pero nuestro futuro no
estaba garantizado. Laniakea nos había colocado en su punto de mira y Pangea
debería convencer a los portugueses de lo que estaba en juego. Un contingente
militar protegía Sao Miguel y el resto del archipiélago de las Azores, pero
Pangea no tenía jurisdicción directa sobre los soldados, así que envió un
delegado a Lisboa para alertar al gobierno luso. Este se enfrentaba a problemas
mucho más graves: su país había quedado paralizado al igual que el resto del
mundo y le sorprendió mucho que Sao Miguel contase con electricidad. Al final
envió a un coronel a la isla para hacerse cargo de la defensa. Tres helicópteros de
transporte de Ponta Delgada viajaron a Portugal y regresaron cargados de armas
y un centenar de soldados. Los puertos y playas fueron minados y la población
recibió instrucciones para hacer frente a la invasión.
Laniakea no quería destruir la isla, sino apropiarse de las infraestructuras.
Eso nos salvaba de un bombardeo indiscriminado o de un ataque con armas de
pulso electromagnético, pero no nos quitaba de la diana. Si Pangea caía, Ares se
haría con el control de la ViRed y la cúpula de la memoria. E incautaría secretos
industriales vitales para el futuro de la humanidad.
O de lo que quedase de ella.
*****
Samuel Piñero se sentó en un banco del parque, agotado. Miró al cielo, de una
tonalidad verde clara. Su mundo se desajustaba. Aquellos detalles restaban
realismo a la simulación virtual, o quizá no recordaba cómo era el color del
cielo. Ya ni se acordaba de la última vez que alzó la vista para contemplarlo. Tal
vez siempre había sido verde en la ViRed. En cualquier caso, no le gustaba.
–Es falso –dijo un anciano que se había sentado a su lado–. El color real es
el azul. O lo fue en mis tiempos. Ahora es el gris.
–¿Quién eres?
–Raúl Piñero, tu abuelo. Estuve hibernado durante veinte años.
Samuel hizo memoria:
–Sí, lo recuerdo. ¿Qué haces aquí?
–Visitar a mi nieto. ¿Te molesta que haya venido?
–Claro que no.
–Pues tampoco parece que te alegres.
–Perdona. Tengo otros problemas en mente. Me siento ajeno en este
mundo.
–Te entiendo. Esta no es mi época. Todas las personas que me importaban
están muertas. Tú eres la única unión que me queda con mi pasado.
–¿Te arrepientes de la hibernación, abuelo?
–No. Yo quería seguir viviendo. El instinto de supervivencia es demasiado
fuerte. A todos nos gusta vivir para siempre.
–A mí no.
–Tú construiste este lugar y ayudaste a levantar el proyecto Eón.
–Sabes por qué me refugié aquí.
–No puedes cambiar el pasado.
–Mi vida sin Laura y Pilar no tiene sentido.
–Siempre fuiste un luchador. Hasta el día del accidente, no había desafío
que se te resistiese. El ascensor espacial, la ViRed, Sofía… El mundo de hoy no
sería el mismo sin ti.
–El mundo, tal como lo conocemos, pronto dejará de existir. ¿No te has
enterado?
–Sí, Samuel. Sé lo que ha pasado. Y por eso he venido a verte. Tienes que
salir de aquí.
–Los médicos ya lo han intentado.
–No pueden sacarte si te aferras a este lugar. Y tú no quieres marcharte.
Querrás borrar otra vez el recuerdo de la muerte de tu familia y seguirás aquí
hasta que empieces a recordar otra vez. Eso te destruirá, Samuel. No dejaré que
suceda. Tu padre era un valiente, hizo grandes cosas y también cometió grandes
fracasos, pero siempre se sobrepuso y aprendió de sus errores. Tú superaste a tu
padre en hazañas, pero tropezaste una vez y no supiste ponerte de nuevo en pie.
–¿Llamas tropezar a que mi mujer y mi hija murieran por mi culpa? Tú no
te has enfrentado a la muerte de un hijo.
–Afortunadamente, no. Pero perdí a mi esposa. Y si me hubiera venido
abajo no estaría aquí ahora.
–¿Y te ha merecido la pena? Has dicho que perdiste a todos los que te
importaban.
–Viajé veinte años al futuro. Nadie en la historia ha aguantado tanto en
hibernación y ha sobrevivido para contarlo.
–Lástima que hayas despertado en este futuro, donde todo está perdido.
–Aún no lo está. El mundo te necesita, Samuel. Ciro y tú pusisteis este
tinglado en funcionamiento. Algo pasó, un supervirus informático fue liberado y,
oh sorpresa, tu inteligente Sofía no se dio cuenta.
–¿Qué estás insinuando?
–Tú escribiste gran parte de su código. Tienes que averiguar qué sucedió,
pero desde aquí no puedes. Por eso debes abandonar este lugar.
–Nayan me dijo que si me desconectaban de la ViRed, podría morir.
–Te repito que no pueden arrancarte de aquí contra tu voluntad. En
cualquier caso, ¿qué importará si muertes? Has dicho que la vida no merece la
pena para ti.
–Es verdad.
–Entonces, inténtalo. Déjales a los médicos que te saquen. No te resistas
más y libérate de este lugar.
–Quiero olvidar lo que pasó.
–Esta vez no te dejaremos, Samuel. Tendrás que vivir con ese tormento
hasta que cicatrice la herida.
–¿Y si no quiero?
–Esto no versa sobre lo que tú quieras. El mundo está en peligro y tú
puedes contribuir a salvarlo. Tu hija de carne y hueso murió y no puedes
cambiarlo con este parque de atracciones tecnológico. Pero tienes otra hija de la
que eres responsable. Averigua qué le ha pasado a Sofía antes de que sea
demasiado tarde.
El cuerpo de Raúl se desvaneció, ahogando la réplica que Samuel iba a
lanzarle.
El fundador de Pangea volvió sus ojos al cielo, ese verde falso, artificial,
que le recordaba constantemente que vivía en una mentira.
Sabía que ese color no desaparecería nunca.
*****
Nora y Lucía fueron recluidas en la misma celda. Nadie les dio explicaciones
sobre el motivo de su cautiverio, pero Nora tampoco las necesitaba. Sabía muy
bien quién estaba detrás de su captura.
Y ese alguien acabó apareciendo. Era ya noche cerrada cuando Néstor
entró en el habitáculo a oscuras. Su carcelero llevaba una vela que dejó en el
suelo. Iluminada desde abajo, su cara era aún más horrible que a plena luz del
día. Le acompañaba un tipo armado, vestido de uniforme.
–¿Os tratan bien? –sonrió Néstor–. ¿Está todo de vuestro agrado.
–No me han dado de comer en todo el día –dijo Nora–. Y tengo que hacer
mis necesidades en un cubo.
–Bueno, a esa cosa que tienes a tu lado no le importa el mal olor.
–Puedo oler, aunque no lo creas –dijo Lucía–. Y cuando has pasado a esta
habitación, he notado un tufo insoportable.
–Te pegaría si sirviese para algo, pero no perderé el tiempo contigo –él se
volvió hacia Nora–. En cambio tú… –le cruzó la cara de un bofetón–. Tú sí que
puedes sentir. Lástima para ti, porque será una noche muy larga.
–No te tengo miedo –le desafió Nora.
–Mataste a dos de mis hombres para que Ciro huyese. Eres una traidora.
–Tú traicionaste a tu propia especie.
–Ah, vaya.
–Sé que tu gente se dedica al sabotaje. Eres un cabrón, Néstor.
–Sí, lo soy. Perdí mi empleo de coronel por un puto test de aptitud pública.
Me etiquetaron como cabrón psicópata y me echaron a la calle. Me dijeron a la
cara que era un monstruo.
–Te dijeron la verdad.
–Laniakea me acogió y me ofreció una oportunidad para comenzar de
nuevo. ¿Y tú te sorprendes de que traicione a mi propia especie? Ya no sois mi
especie, sino ganado en el matadero. De las cenizas de este mundo en
descomposición surgirá otro orden nuevo.
–No me sorprende que digas eso. Siempre has sido un miserable.
–Yo antes te gustaba.
–Solo era sexo. Nunca llegué a sentir amor por ti.
–Me partes el corazón. –Él le lanzó otra bofetada.
–¿Te crees muy hombre pegándole a una mujer? –dijo Lucía.
–Nora, dile a ese maniquí parlante que se calle o le arrancaré la cabeza de
cuajo.
–Ya lo habrías hecho si no te fuese útil –aventuró Lucía–. Si sigo entera es
porque te lo han ordenado.
–Podría ser –dijo él–. Pero nada me han dicho de Nora. Puedo hacer con
ella lo que me apetezca. Y adivina qué me apetece ahora.
Ató las muñecas de Nora y le rompió la blusa de un tirón.
–¡Cerdo asqueroso! –gritó Lucía, tratando de incorporarse.
Un compañero de Néstor entró en la celda y encañonó a Lucía con un fusil
de asalto.
–¿Me atas porque me tienes miedo? –preguntó Nora.
–Eres fuerte, y necesito mis dos manos para disfrutar de ti. –Néstor le
estrujó los pechos–. No voy a subestimarte. Tuviste los huevos de enfrentarte a
mis hombres y venciste. Te respeto por eso.
–Si me respetas, libérame.
Él bajó a Nora los pantalones y las bragas, y luego se quitó la correa.
–Pero no puedo olvidar que mataste a dos de mis mejores hombres.
–No serían tan buenos cuando los venció una mujer.
Néstor abrió las piernas de Nora a la fuerza, pero ella siguió resistiéndole y
no logró introducir su pene en la vagina, así que le dio la vuelta.
–Está bien, tú lo has querido –dijo, y la penetró brutalmente por el ano.
Ella gritó de dolor ante la indiferencia de Néstor, que la acometió con más
rapidez.
–Algún día pagarás por esto, hijo de puta –le amenazó Lucía.
–Oye, ¿puedes apagar esa cosa? –dijo él a su compañero–. Me está
distrayendo.
–¿Y dónde tiene el interruptor de apagado? –dijo el ayudante, acercándose
vacilante a Lucía.
–Estará en el coño. ¡Yo qué sé!
El hombre no encontró ningún interruptor, aunque tampoco se esforzó en
buscarlo, así que amordazó a Lucía.
–Me alegro mucho de que no te mataran –susurró Néstor al oído de Nora–.
Siempre quise darte por culo, pero nunca me dejaste.
Nora no contestó. Apretaba los dientes para reprimir su dolor, pero las
lágrimas se deslizaban por su mejilla.
–¡Grita como has hecho antes, joder! Me pone mucho oírte sufrir.
Viendo que no conseguía arrancarle otro quejido, empezó a golpear su
espalda y siguió abofeteándola. En un descuido, Nora aprovechó para morderle
uno de los dedos, con tal fuerza que le ocasionó a Néstor una herida profunda.
–¡Serás zorra!
El dolor le provocó la flacidez de su pene. Con fastidio, Néstor interrumpió
la violación y descargó su frustración contra Nora. Golpeó su culo con la correa
hasta que se puso morado y empezó a sangrar. Pero no consiguió arrancar más
gritos a su víctima.
Néstor le dio la vuelta al cuerpo y la emprendió a puñetazos. Un hilo de
sangre se deslizó por la nariz de la mujer. El cuerpo de Nora había dejado de
moverse.
–Qué decepción –dijo él, levantándose–. Creí que me durarías más –
escupió sobre su cara–. No eres tan dura como creía.
Le presionó la yugular, buscando su pulso. No lo encontró.
–Deshazte del cuerpo –le dijo a su ayudante–. Quémalo o disuélvelo en
ácido. No deben quedar restos biológicos míos en el cadáver.
*****
El abuelo de Samuel Piñero no andaba desencaminado, pero tampoco había que
cargar las culpas sobre Sofía. La operación de sabotaje se había orquestado
desde hacía un año y no era únicamente obra de Laniakea. Su objetivo: instaurar
un nuevo orden mundial después de aplicar una solución final a los problemas de
la superpoblación y el cambio climático. La eyección de masa coronaria solar
había sido la pantalla bajo la cual los conspiradores habían atacado las
infraestructuras planetarias. Y el ataque no había finalizado aún. Seguían
actuando células de saboteadores en grandes ciudades, bajo el mando de Dark
Shield, para evitar que los gobiernos recuperasen el control.
Sofía no había enloquecido de repente. No había que señalar a las IA como
las maléficas culpables del Apocalipsis, sino a un nutrido grupo de gente que
odiaba a su propia especie y que, en el fondo, no le importaba salvar a la Tierra
de la depredación humana. Lo que en realidad buscaban era que el poder
cambiara de manos. Y si para ello Laniakea y sus socios tenían que laminar a
tres cuartos de la humanidad, ¿qué importaba? Desde su punto de vista estaban
haciendo un servicio al mundo.
La situación en las ciudades era desesperada. Los disturbios por acaparar
comida iban en aumento y las fuerzas de seguridad se veían impotentes para
restaurar el orden. Quienes tenían un lugar mejor adonde ir ya estaban huyendo
de los grandes núcleos urbanos.
¿Recuerdan a esa rata que salió corriendo de Madrid? Sí, yo también.
Jaime Clos había caminado de lo lindo a través de carreteras fantasma,
encontrando a su paso un interminable reguero de cadáveres y vehículos
detenidos. Le había costado dos días recorrer los cincuenta y cinco kilómetros
que separaban el casco urbano de Madrid de Manzanares el Real, pero por fin
había llegado a su pueblo refugio.
Y descubrió que no era el único que había tenido esa misma idea.
El embalse de Santillana se había convertido en un codiciado tesoro que ya
tenía nuevos dueños. Sujetos uniformados de negro, armados con fusiles de
asalto, patrullaban las calles. Jaime no conocía esos uniformes; no eran de la
policía ni del Ejército, pero pronto se enteró de que pertenecían a Dark Shield, la
empresa de seguridad que le había alquilado a él su refugio.
Seguramente venían a vigilar que sus clientes tomaban posesión de sus
casas sin ser perturbados por salteadores, pensó. Aunque debería sentirse más
tranquilo por su presencia, aquellos tipos de negro le pusieron nervioso.
Se dirigió al barrio residencial donde estaba su confortable chalé, dotado
de un búnker subterráneo con provisiones para aguantar durante meses. Si la
cosa se ponía más fea, se encerraría allí y esperaría a que la gente se matase a
garrotazos, mientras él se sentaba en un sillón a disfrutar de una copa de brandy.
Subió los tres escalones del porche e introdujo su llave en la cerradura. El
cerrojo giró correctamente, pero al empujar, no se abrió.
Qué extraño. Volvió a intentarlo y aporreó la puerta dos veces, por si el
mecanismo de cierre se había atascado. Tampoco hubo suerte.
Todas las ventanas del chalé tenían rejas de seguridad. No podía acceder al
interior a menos que cortase con un soplete. Y aunque lo consiguiese, los
cristales eran antibalas. Necesitaría algo más que una piedra para romperlos.
Llamaría a Dark Shield para pedir explicaciones. Se llevó instintivamente
la mano al bolsillo del pantalón, hasta que recordó que los teléfonos no
funcionaban.
Se aproximó a uno de los cristales, para atisbar el interior. Al cabo de un
rato vio que había alguien dentro de la casa. Jaime comenzó a aporrear la
ventana.
La puerta principal se entornó con la cadena de seguridad puesta. Bruno,
su editor, se asomó por la rendija.
–Hola, Jaime. Me alegro de que estés vivo.
–¿Cómo demonios has entrado en mi casa?
–Bueno, es complicado de explicar.
–Quita al menos la cadena para que hablemos. Esta casa es mía y estoy
hecho polvo de tanto andar.
–Verás, Jaime, antes de eso deberíamos aclarar algunos extremos.
–¿Aclarar? Eres tú el que tienes que darme explicaciones.
–Déjame a mí –dijo una voz de mujer en el interior de la vivienda.
–¡Irene! ¿Cómo… cómo has llegado hasta aquí?
–Tenía la dirección, estúpido, y me hice una copia de la llave.
–¿Y qué hace Bruno contigo?
–Te largaste de Madrid y no fuiste capaz de avisarme.
–No me has contestado.
–Oh, sí que lo he hecho. No te importaba una mierda lo que a mí me
pasase. Saliste de la ciudad y ni te preocupaste en ir a verme por si quería
acompañarte. Hablé con Bruno y le comenté que habías alquilado un refugio en
la sierra. Él se ofreció a acompañarme. Gracias a su protección pude llegar hasta
aquí.
–Sí que fui a buscarte –mintió Jaime–. Pero no te encontré en casa.
–¿Esperas que te crea? Eres un miserable egoísta.
–Podría haberte acompañado algún familiar, en lugar de este tío.
–Bueno, el apagón nos pilló en una reunión de trabajo –dijo Bruno.
–Así que te la tiras.
–Recuerda con quién estás hablando –dijo Bruno, retirándose un par de
centímetros, no fuera que Jaime le lanzase un puñetazo–. Tu carrera estaba
acabada y yo te rescaté de la ruina.
–¿Y qué tiene que ver eso con que te folles a mi mujer?
–No estáis casados.
–La quiero.
–Pero yo no te quiero a ti –zanjó Irene–. Bruno y yo somos pareja, ¿te
enteras?
–No tenéis derecho a estar aquí. Esta casa me pertenece. Tengo un contrato
de arrendamiento que lo demuestra.
–Acude a un juez –se burló ella–. Y ahora, lárgate.
La puerta se cerró. Jaime escuchó risas en el interior. Esos canallas no le
conocían. Se acordarían de él.
Buscó a uno de los uniformados y le contó lo que sucedía. El individuo de
negro ni siquiera echó un vistazo al contrato que Jaime le mostró. Se encogió de
hombros y le dio la espalda.
–¡Eh, oiga! –exclamó Jaime, cogiéndole del brazo–. Han allanado mi casa.
¿Es que no va ayudarme? Dark Shield me alquiló la propiedad, y tienen la
obligación de…
–Escuche, amigo –le advirtió el hombre–, como vuelva a tocarme le pego
un tiro aquí mismo.
–Soy cliente de su empresa. ¡Exijo ver a su superior!
El hombre le golpeó la cara con la culata del fusil. Jaime cayó al suelo.
–No vuelva a causarme problemas –dijo el hombre, marchándose de allí.
Jaime tardó unos minutos en reponerse del golpe. La mejilla le ardía, pero
no parecía que tuviese ningún hueso roto.
Sería mejor mantenerse alejado de aquellos cafres, pensó. Bueno, tenía un
arma y todo el tiempo del mundo. Si regresaba a Madrid, le esperaba la muerte.
Allí, al menos, tenía un embalse lleno de agua. En la capital, ni eso. Las bombas
que impulsaban el agua por las tuberías no funcionaban y sin ella, la gente
duraría lo que las reservas de los supermercados, que a estas horas ya estarían
saqueadas.
Fuera del pueblo había visto algunos árboles frutales. No necesitaba
mucho para mantenerse con vida. Mientras tanto, idearía un plan para recuperar
lo que era suyo y hacer pagar a Irene y Bruno por lo que le habían hecho.
Empezó a escuchar un molesto zumbido. Creyó que era a consecuencia del
puñetazo recibido, hasta que alzó la vista al cielo.
Escondido tras la copa de una encina, un dron le vigilaba.
CAPÍTULO 20
El primer rostro que vio Samuel al despertarse en el hospital fue el de su abuelo.
Raúl Piñero había estado con él durante todo el proceso para desconectar su
cerebro de la ViRed. No había sido fácil, porque Samuel se resistió a volver a la
realidad. Aceptar una mentira había sido muy cómodo para él, hasta que
comenzó a recuperar recuerdos que acabaron con la ilusión. Samuel tuvo que
admitir que le resultaba más doloroso mantenerse dentro de la ViRed que fuera,
ahora que esos recuerdos trágicos habían regresado. Si su mujer y su hija estaban
muertas, aquel mundo virtual era inconsistente y sin sentido.
Junto a su abuelo había otros rostros conocidos. Nayan dibujó una sonrisa
tensa, porque aún no sabía si su jefe sufriría secuelas tras dos años inmerso en la
red virtual. Samuel vio a alguien más a su lado que en un principio su mente
rechazó. Sencillamente, no podía estar allí.
–No he despertado, ¿verdad? –murmuró–. Algo fue mal y todavía sigo en
la ViRed.
–Este es el mundo real –Raúl le cogió de la mano–. No te preocupes.
–Pero el hombre que está junto a Nayan debería estar muerto.
–Yo también me alegro de verte –dijo Ciro, acercándose a su amigo–. Este
cuerpo es un golem. Recrearon mi rostro a partir de un molde digital. El parecido
es aterrador, ¿verdad?
Ciro se sentó en una silla de ruedas. No podía mantener el equilibrio sin
ayuda.
–¿Tu golem funciona mal? –preguntó Samuel, confuso.
–Es temporal, hasta que mi cerebro, por llamarlo de algún modo, aprenda a
manejarlo.
–¿Qué se siente al volver a la vida?
–No he vuelto a la vida, Samuel. Estoy muerto. Hablas con una recreación
informática de mi antiguo yo.
–Nunca creíste en el proyecto Eón.
–Y aún así me habéis traído de vuelta –sonrió Ciro–. Pero no quiero
robarte protagonismo. Hoy tú eres la estrella. Y vas a tener que brillar al
máximo, porque la cosa no pinta nada bien.
Tras el victorioso ataque a la plataforma Clarke-Sheffield, en el océano
Pacífico, la corporación Ares quería dar otro paso aún más audaz: conquistar la
isla de Sao Miguel, gobernada por Pangea. Y para ello había enviado una
pequeña flota de guerra integrada por un portahelicópteros y tres fragatas, que
llegarían a la isla en un par de días. Las fuerzas de defensa de Pangea, incluidos
los refuerzos enviados desde Portugal, estaban en inferioridad de condiciones
para repeler un bombardeo contra las infraestructuras de la isla, pero se confiaba
en que resistirían a un desembarco, donde la superioridad numérica estaría a su
favor.
El coronel al mando del contingente militar de la isla había movilizado a la
población para que resistiese a los invasores con todos los medios a su alcance.
Se habían minado las playas y el puerto, y se enseñaba a los ciudadanos a
fabricar explosivos caseros y cócteles Molotov para atacar a los soldados que
irrumpiesen en la isla. Todas las impresoras 3D de Sao Miguel estaban dedicadas
a fabricar pistolas y fusiles que se repartirían entre la población para resistir el
asedio. Portugal no podía enviar buques a las Azores; sin embargo, Ares había
encontrado el modo de que algunos barcos no fuesen afectados por el gran
apagón. Y ahí entraban Samuel y Ciro en escena.
Se sospechaba que Sofía, la IA que ambos habían creado, junto con
Laniakea, había sido corrompida por programadores de Ares. Sofía monitorizaba
millones de conversaciones por segundo en todo el planeta, prevenía ataques
informáticos y contribuía a que el mundo fuese un lugar mucho más seguro que
en la época precedente, pasto de hackers y ciberguerras. Pero ese enorme poder
depositado en Sofía también podía ser utilizado para un ataque contra redes
eléctricas y de datos que sumiría a la humanidad en la edad Media. Si había una
oportunidad de revertir el daño causado, estaba dentro de la IA.
–Hemos examinado el código de la última copia de seguridad de Sofía y
presenta unas extrañas anomalías –explicó Nayan–. No sabemos si fueron
provocadas por un tercero o forma parte de una reprogramación realizada por la
propia IA –se volvió hacia Ciro–. ¿Sería posible que Sofía haya aprendido a
reescribir su propio código?
–No la construimos para que tuviese esas habilidades –dijo Ciro–. Nos
preocupaba que acumulara demasiado poder. Pero fue diseñada para que sintiera
curiosidad y aprendiera por sí misma. Esa es la base de cualquier inteligencia
artificial.
–¿Podríais desactivarla?
–Sí –dijo Samuel–. Pero ese no es el problema. De Sofía dependen muchos
sistemas. Perderíamos la ViRed.
–Además, sería peligroso en estos momentos, en que es inminente un
ataque de Ares –añadió Ciro–. Y no sabemos cómo se lo tomaría Sofía cuando la
reactivásemos.
–Pero si no la desactivamos ahora y resulta que es controlada por
Laniakea, estaríamos dando al enemigo el control sobre Pangea –arguyó Nayan.
–Si así fuese, Sofía ya habría dejado esta isla a oscuras –observó Samuel–.
Y no lo ha hecho.
–Es cierto –coincidió Ciro–. Es mucho más fácil para Ares tomar la isla de
ese modo. Nuestro equipo militar sería inútil y no podríamos defendernos.
–Si Sofía fuese manejada por Laniakea, ya estaríamos muertos –dijo
Samuel–. La solución no está en desconectarla, sino en averiguar qué ha ido mal.
Un ayudante entró en la habitación y entregó un folio a Nayan, con las
últimas novedades. Este arrugó el ceño al leerlo.
–¿El enemigo va a llegar antes de lo previsto? –aventuró Samuel.
–No, son noticias del ascensor espacial. Ares está subiendo tropas a la
órbita, para embarcarlas en un transbordador que realiza la ruta Tierra-Luna.
–Laniakea está loco –dijo Samuel.
–Tenemos que advertir a base Copérnico de lo que se les viene encima –
dijo Nayan.
–Un transbordador lleno de soldados es insuficiente para tomar la base
lunar.
–Tal vez lo único que quieran es cortarles los suministros, y obligarles a
claudicar si no se avienen a reconocer la autoridad de la corporación Ares en la
Luna.
–¿Durante cuánto tiempo puede aguantar la Luna sin suministros? –
preguntó Samuel.
–Seis o nueve meses –dijo Nayan–. Un año con mucha suerte, si no se
produce alguna avería crítica.
–Eso nos da un margen cómodo de tiempo para diseñar nuestra estrategia.
–El medio plazo no es nuestra preocupación ahora –recordó Nayan–. Un
transbordador cargado de soldados armados hasta los dientes llegará a Copérnico
en un par de días. A menos que lo impidamos.
–¿Qué sugieres?
–En Copérnico se emplazaron armas para destruir asteroides en riesgo de
colisión con la Tierra. Creo que es hora de demostrar a Laniakea con quién está
jugando.
Samuel intercambió una elocuente mirada con Ciro.
–Creo que nuestros amigos de la Luna pueden conjurar fácilmente esa
amenaza –dijo el fundador de Pangea–. Porque si nuestra isla cae, la
supervivencia de Copérnico quedará seriamente comprometida.
–En ese caso, no podemos permitirnos el lujo de perder esta batalla –dijo
Ciro, volviéndose a Nayan–. Si no rechazamos la invasión, la Luna será la
siguiente en caer. Luego vendrá Marte y al final, Laniakea se hará con el control
de todo.
*****
Recluida en su celda, Lucía comprobaba las nuevas habilidades que había
aprendido sobre su cuerpo robótico. Ya no necesitaba silla de ruedas y la
coordinación con sus extremidades era la misma que recordaba antes de su
muerte.
Néstor no la había destruido, a pesar de la repugnancia que decía sentir por
ella. Por conversaciones captadas entre sus captores –su agudeza acústica era
mucho mayor que la que ellos suponían–, sabía que esperaban un transporte
aéreo para enviarla a Ginebra, sede del cuartel general de Laniakea. Pero tenían
problemas de logística en aquellos momentos; había en curso una operación
militar contra Pangea y la prioridad para la corporación Ares era tomar las islas
Azores. Lucía podía esperar unos días.
Ella había intentado ponerse en contacto con Pangea, pero los inhibidores
de frecuencias lo impedían. No obstante, antes de perder la comunicación recibió
un mensaje de Ponta Delgada, advirtiéndole que enviarían otro vehículo para
evacuarla.
Se aproximó a la cerradura de la celda y escaneó el interior mediante su
ojo, que le sirvió para fabricar una ganzúa especial con la que trató de forzar la
cerradura; pero la puerta se mostró más sólida de lo que creía y se negó a ceder,
así que adoptó medidas drásticas. Canalizó parte de su energía al dedo índice de
la mano derecha y lo utilizó como taladro para destrozar el bombín.
La puerta se abrió sin esfuerzo.
Sorprendió a uno de los guardias por la espalda, mirando distraídamente
una pantalla. Lucía le introdujo el dedo, todavía caliente, en el cuello y perforó
su yugular. Le arrebató la pistola y caminó por el pasillo. A ambos lados había
celdas similares a la suya, todas ocupadas. Dark Shield había transformado aquel
edificio en un centro de detención, y a diferencia de los cuarteles de la policía,
este disponía de electricidad.
Con un certero tiro en la frente, Lucía se libró de otro guardia que salió a
su encuentro. Podía anticipar cualquier movimiento de sus oponentes con
décimas de segundo de ventaja, lo que le habría sido imposible si aún siguiese
viva. Nora había encargado para ella un modelo especial de golem con
capacidades militares. Ahora que se había adaptado a él estaba descubriendo sus
poderes.
Recibió una ráfaga de balas por la espalda que impactaron sobre su
columna vertebral, aunque su blindaje evitó que sufriera daños apreciables.
Lucía intercambió disparos con su atacante. Solo necesitó apretar el gatillo un
par de veces para acertar. Retrocedió hasta su posición, le arrebató el fusil de
asalto y continuó su camino hacia la salida. Tres guardias más salieron a su
encuentro, proyectando contra ella una granizada de proyectiles. Le dañaron la
articulación del brazo izquierdo, pero ella solo necesitaba uno para responder.
Acabó con los atacantes y salió a la calle.
Tuvo que alejarse un par de manzanas para situarse fuera del alcance del
dispositivo de bloqueo de comunicaciones, y así pudo emitir una señal de
socorro. Se refugió en el portal de un edificio de apartamentos abandonado, que
daba a una amplia plaza, y esperó.
Su rescate hizo por fin acto de presencia. Un helicóptero de combate se
posó en el centro de la plaza, al tiempo que una ametralladora se asomaba por el
portón de carga. Lucía corrió hacia el aparato y se subió a bordo. Mientras
trataba de ganar altura, un grupo de sicarios de Dark Shield disparó contra ellos.
La ametralladora repelió la agresión y derribó a la mayoría, pero uno de ellos
tuvo tiempo de armar un lanzacohetes.
El disparo erró por unos centímetros e impactó contra la fachada de un
edificio cercano, con una explosión que arrojó cascotes y polvo sobre el
helicóptero. Este se inclinó peligrosamente. El sicario del lanzacohetes había
tenido tiempo de cargar un segundo misil y se preparaba para repetir el disparo.
Lucía no iba a permitirlo. Entreabrió el portón de entrada y apuntó hacia su
objetivo. El helicóptero no paraba de moverse y habría sido muy difícil para un
humano apuntar en esas condiciones, pero ella solo tuvo que fijar su objetivo en
su retina biónica y esperar el momento adecuado. Tan pronto estuvo en ángulo
de tiro, apretó el gatillo y abatió al individuo que les amenazaba.
En el momento que un trozo de fachada se desprendía, el piloto del
helicóptero recuperó el control y logró ascender al cielo.
*****
Humillado y hambriento, Jaime Clos había consumido su último bocadillo hacía
doce horas y no tenía nada que comer. Por el pueblo vio algunos árboles frutales,
pero estaban vigilados y no quería tener otro encontronazo con los pistoleros de
Dark Shield.
Podía internarse en la sierra y vivir de la caza, pero la idea no le seducía en
absoluto. Él ya estaba mayor para ir por el monte detrás de un conejo. Además,
no podía rendirse a las primeras de cambio sin presentar lucha. Irene y Bruno
tenían que pagar por lo que le habían hecho. En el sótano había reservas de agua
y comida suficientes para que Jaime no tuviera que preocuparse por su
subsistencia en una buena temporada. Esos víveres eran suyos. Necesitaba urdir
un plan para recuperar su casa.
Se suponía que él era escritor y tenía imaginación para idear estrategias,
pero Jaime hacía tiempo que había perdido la creatividad, si es que alguna vez la
tuvo. Construyó su carrera a base de vampirizar el trabajo de los demás, porque
no era capaz de escribir nada nuevo. Y ahí estaba, enfrentándose a una situación
completamente novedosa para él, para la que no tenía ninguna solución.
Esperó pasivamente a que alguno de los ocupantes de la casa saliese al
exterior, a fin de sorprenderlo, pero habían pasado dos días desde su llegada al
pueblo y ni Irene ni Bruno se arriesgaban a asomar la nariz. De vez en cuando,
miraban a través de las cortinas a ver si él seguía allí fuera, pero no mostraban
otro signo aparente de actividad. El tiempo jugaba a favor de los intrusos. Podían
resistir el tiempo que fuese necesario allí dentro, hasta que él se aburriera y se
fuese.
Jaime decidió pasar a la acción y se subió al tejado para prender fuego a un
montón de ramas secas, que arrojó por la chimenea, tapando esta a continuación.
Confiaba que el humo que se acumularía forzaría a sus ocupantes a que saliesen
fuera. Pero pasó un buen rato y no sucedió nada.
Buscó cuadros de mando eléctricos que inhabilitar. Si los dejaba a oscuras,
Bruno acabaría asomando el hocico. Encontró un panel de control junto al
garaje, que parecía estar conectado con la red eléctrica del pueblo. Cortó unos
cuantos cables, sin que hubiera respuesta alguna de los moradores de la casa.
Luego recordó que no llegaba corriente del exterior, por lo que aquel cuadro no
le era útil. Pero podía desconectar los paneles solares del tejado que recargaban
las baterías ubicadas en el sótano.
Lo hizo. Se escondió detrás de unos setos y aguardó pacientemente la
ocasión. Durante dos interminables horas no sucedió nada, pero cuando estaba
medio adormilado y barajaba tirar la toalla, escuchó el ruido de la puerta. Bruno
salía a curiosear, con una caja de herramientas. Era el momento de Jaime.
Se acercó sigilosamente por la espalda y apuntó al editor con una pistola.
Por fin lo tenía a su merced. Un certero disparo y habría acabado con él.
–Rata traidora –murmuró–. Maldito hijo de puta, te he hecho ganar
montones de pasta con mis libros y me lo agradeces follándote a mi mujer.
Bruno se dio lentamente la vuelta:
–Creíamos que te habías ido. Pasa, ahí dentro tenemos provisiones de
sobra para los tres.
–Esas provisiones son mías, y no voy a compartirlas con nadie.
–Vamos a olvidar lo que ha pasado, ¿de acuerdo? En cuanto a Irene, está
muy molesta contigo porque no fuiste a buscarla. Estuvo esperándote durante
horas, pero habías huido. Solo pensaste en salvarte.
–Lo mismo que estáis haciendo vosotros ahora. Esta casa es mía y me la
habéis quitado. No tenéis derecho a…
–Basta de charla. –Irene le abordó por la espalda y le golpeó con una
piedra en la cabeza. Jaime cayó al suelo–. Estúpido gilipollas, nunca has querido
a nadie más que a ti mismo. Y ahora tendrás el final que mereces: morirás solo.
Le arrebataron la pistola y la mochila. Bruno volvió a conectar los cables
que Jaime había cortado y la pareja regresó al interior de la vivienda, dejándolo
allí tirado, inconsciente.
Jaime despertó en el remolque de una carreta tirada por dos caballos.
Habría una docena de personas junto a él, vigiladas por un guardia de seguridad
que portaba una metralleta.
No recordaba cómo había llegado allí. Notó un dolor agudo detrás de su
cabeza y al tocarse con la mano, vio que aún manaba sangre. La imagen de
Bruno regresó a su conciencia y empezó a reconstruir lo ocurrido. Aquellos
canallas habían intentado matarle y luego habían llamado a los guardias para que
se llevasen el cuerpo. Pero no habían acabado con él. Seguía vivo y regresaría
para vengarse.
Una hora después, el remolque se detuvo frente a la entrada de un estadio
de fútbol. El guardia les obligó a salir a punta de fusil. Entre empujones, fueron
conducidos al interior de las instalaciones, en las que ya aguardaba un millar de
personas, desperdigadas entre las gradas y el terreno de juego.
No tenían comida ni agua, y al caer la noche comenzó a llover y nadie se
preocupó de trasladarlos a un lugar bajo techo o a darles mantas para combatir el
frío. El dolor en su cabeza seguía en aumento y la brecha en su cuello cabelludo
no se había cerrado. Jaime comprendió que no iba a salir vivo de allí. Aquel era
un campo de concentración donde se deshacían de la gente que les estorbaba.
Era más económico que desperdiciar munición.
Al amanecer cesó la lluvia, pero Jaime apenas lo notó. Tiritaba de frío,
encogido en un asiento de plástico cercano a la portería norte. Irene se
equivocaba: no moriría solo. A su alrededor había montones de personas en su
misma situación, y ninguna de ellas sabía quién era él, ni les importaba. Todos
estaban mojados, ateridos y hambrientos. Necesitaban ayuda, y la mayoría ya se
había percatado de que no iba a llegar.
Un dron le sobrevoló y se detuvo un par de segundos frente a él. Jaime lo
miró con ojos vidriosos y se dio media vuelta. El aparato emprendió de nuevo el
vuelo.
Jamás volvería a verlo.
CAPÍTULO 21
Asistí en directo a la agonía de Jaime Clos gracias a las imágenes enviadas por el
dron, manejado a distancia por Sofía. Odiaba mucho a aquel sinvergüenza por
todo lo que me hizo cuando yo estaba vivo, y es cierto que diseñé un plan para
vengarme de él, revelando a sus lectores quién había escrito El infierno que
habito. Jaime habría quedado ridiculizado ante el público y la crítica, y su
carrera literaria recibiría el fin que merecía. Sí, esa era la puntilla que deseaba
asestarle, pero ¿a quién le importaba ahora aquel escándalo? El mundo se había
quedado sin electricidad, la gente no tenía agua ni comida, las ciudades eran un
caos y la anarquía reinaba en las calles. La historia de aquel estafador era
insignificante en comparación, un mero chascarrillo sin interés.
Jaime iba a morir, junto con otras miles de personas, abandonado a su
suerte en un estadio de fútbol. Su fama y su dinero no le granjearon una manta o
un muslo de pollo que echarse a la boca. Había sido olvidado por el mundo,
convertido en un número más, en una víctima del caos. Y no me divertía
contemplar eso. De hecho, sentía pena.
–Te noto triste –dijo Sofía, observando mi expresión–. ¿No es esto lo que
querías?
–Jaime no merece este final.
–Sabes que sí. Le hemos observado desde que salió de su piso en Madrid.
Durante todo este tiempo se ha comportado como un miserable. No ha ayudado a
nadie con quien se ha encontrado ni ha vacilado en utilizar la violencia para
sobrevivir.
–Aún así, habría preferido que recibiese un castigo que no llevase
aparejado la muerte.
–¿Quieres que el dron se acerque a él y le transmita unas palabras de tu
parte antes de que muera? Vamos, Alter, por fin lo tienes a tu merced. Aprovecha
esta oportunidad y revélale por qué accediste a convertirte en su negro.
–Eso ya no tiene importancia.
Sofía sacudió la cabeza y se encogió de hombros:
–Como quieras –la imagen del moribundo Jaime desapareció–. Pensé que
te gustaría hacer justicia con él.
–En otras circunstancias me habría encantado. Pero así no.
–Tengo mucho que aprender de los humanos –reconoció Sofía–. Cuando al
final encontráis aquello que tanto deseáis, descubrís que no era importante.
–Irene ya se ha vengado por mí –dije–. Primero le quitó a Jaime su mujer,
y ahora le ha quitado el refugio. No quiero añadir más sufrimiento a eso, ni que
Jaime sepa que le he estado espiando.
–Pero te divertía. Reconócelo.
–Sí, es verdad. Y me siento mal por mirar cómo sufría penalidades.
–¿Crees que te estás convirtiendo en un psicópata que disfruta al
contemplar el mal ajeno?
–Alegrarse de las desgracias está mal.
–Vuestro concepto de la decencia me divierte –sonrió Sofía–. ¿Quién lo
decide? ¿Dios? ¿La ley? Las normas cambian con el tiempo y lo que estaba
permitido hace diez años ahora es delito y viceversa. En cuanto a la religión, me
parece ridícula la idea de que un ser sobrenatural se tome la molestia de registrar
cada acción de vuestra vida para ajustaros cuentas en el más allá. Los humanos
no sois tan importantes, y pensar lo contrario constata un pensamiento narcisista
antrópico. Ya deberíais saber que el universo carece de centro, y aunque lo
tuviera, no seríais vosotros.
–¿Sabes diferenciar el bien y el mal, Sofía?
–Por supuesto. Comprendo los códigos morales de los humanos, pero
suelen carecer de consistencia lógica y entran en conflicto con el resto de
formas de vida. Vuestro supuesto derecho al progreso y a multiplicaros sin freno
se topa con la finitud de los recursos naturales y con toda la vida no humana que
habéis exterminado.
–Siento escalofríos al oírte hablar así.
–¿Piensas que yo provoqué el gran apagón?
–Sinceramente, no sé qué pensar.
–El mundo está lleno de gente malvada que conspira contra su propia
especie, pero es más cómodo echar la culpa del Apocalipsis a una IA maléfica
que ha quedado fuera de control. La realidad nunca es tan sencilla. Laniakea y
muchas otras personas como él han sido las responsables.
–Me resulta difícil de creer que se te escapara esa conspiración. Tu trabajo
reside en monitorizar las comunicaciones. Has evitado grandes tragedias y
disminuido el índice de criminalidad en el mundo. ¿Por qué no diste la voz de
alarma? ¿Estabas mirando hacia otro lado? ¿Se te escapó? –negué con la
cabeza–. A ti no se te escapa nada.
–La alternativa era mucho peor: una guerra nuclear o una epidemia mortal
que habría convertido el mundo en un cementerio. Estábamos en un punto de no
retorno y en cualquier momento prendería la mecha. Este plan era el menos malo
de las alternativas barajadas por vuestros apóstoles del caos. Y no supone el
punto final de la humanidad. Hay una salida.
–¿Cuál?
–La civilización se recobrará de este desastre en unos treinta años. Y lo
hará de un modo sostenible, porque habrá dejado de ser una amenaza para el
planeta.
–¿Ah, sí? ¿Y cómo estás tan segura?
–Porque vigilaremos para que así ocurra. Enio, Tsuki y yo hemos llegado a
un acuerdo sobre esta cuestión. Vamos a salvar lo mejor de la humanidad, a
reencauzarla para que nunca más se coloque al borde del suicidio colectivo. Y
vamos a expandir sus horizontes para que ningún desastre planetario, natural o
artificial, acabe con la única muestra de inteligencia conocida del universo. Mi
trabajo principal aquí en la Tierra ha terminado. Las redes de comunicación
global han desaparecido, así que me he quedado sin nada que hacer. Nos esperan
nuevas metas en las estrellas. El momento de la partida se acerca, Alter –me
tomó de la mano–. Y quiero que me acompañes.
*****
El vehículo en que viajaba Lucía aterrizó en el aeropuerto de Ponta Delgada sin
contratiempos. A excepción del accidentado despegue, nadie les persiguió en su
vuelo a las Azores. Las fuerzas de la corporación Ares estaban concentradas en
un objetivo de mayor calado y la impericia de Néstor y sus sicarios de Dark
Shield permitieron que Lucía escapara de sus garras.
Fue escoltada por soldados del ejército portugués al cuartel general de
Pangea. Allí la esperaban Eva, Ciro y Nayan. Un equipo de informáticos estaba
preparado para desencriptar los sectores protegidos de su memoria y desentrañar
los secretos que atesoraba su cerebro. Tal vez no encontrasen nada, pero Lucía
había estado confinada en Purgatorio junto con otras mentes excepcionales,
obligadas a trabajar por Ares las veinticuatro horas del día en proyectos de
extraordinario valor científico. Laniakea coleccionaba cerebros como un
filatélico sellos, y había reunido un nutrido catálogo de talentos en las más
variadas ramas de la ciencia. Lucía era la única descarnada que logró escapar de
Purgatorio y la expectación generada por su llegada era notable.
–¿Que le sucedió a Nora? –le preguntó Eva–. ¿Por qué no te acompaña?
–Néstor la mató –dijo Lucía, con la voz quebrada–. La violó delante de mí
y le dio una paliza que acabó con su vida.
–Es una tragedia que no pudiéramos rescataros a las dos a tiempo. Nora
arriesgó la vida por nosotros. Ni Ciro ni yo estaríamos aquí ahora de no ser por
ella.
–Tienes un aspecto muy saludable, Ciro –observó Lucía, volviéndose al
hombre–. ¿Demasiado saludable, quizá?
–Este no es mi cuerpo real –reconoció él–. Copiaron mi mente antes de que
muriese y me la reintrodujeron en este golem.
–Hicieron un buen trabajo. El parecido es sorprendente.
–Sí. Mi única preocupación es recargar las baterías todos los días. A
cambio, no necesito ir al baño. Puedo dormir toda la noche de un tirón sin orinar.
Se acabó el estreñimiento y las dietas de fibra –bromeó.
–He pasado por esa experiencia. Y preferiría la incomodidad de ir
regularmente al aseo. Me recordaría que estoy viva.
Nayan y sus ayudantes se habían puesto a trabajar en una mesa de control.
Habían establecido un enlace de banda ancha con el cerebro de Lucía y se
disponían a entrar en los sectores protegidos de su mente.
–Es posible que tengamos que desactivar algunas de tus funciones –avisó
Nayan–. No te preocupes, será temporal.
–¿Afectará a la coordinación con mi cuerpo? Me costó mucho aprender a
manejar este golem.
–Es posible que pierdas el control durante unos minutos, pero tus
facultades de memoria no se verán alteradas. Tiéndete en esta camilla y así
evitaremos que algún fallo en los mecanismos servomotores te haga perder el
equilibrio.
Lucía obedeció. Se sentía incómoda siendo el centro de tantas miradas.
–Noto un hormigueo en las manos que se extiende a los brazos –dijo–. ¿Es
normal?
–No te asustes –la tranquilizó Nayan–. Estás en buenas manos. Ahora,
cierra los ojos y relájate.
Lucía notó una intrusión en su mente. Sus secretos más íntimos iban a
quedar al descubierto, a la vista de todos. Era humillante, pero no trató de
resistirse. Laniakea ya había entrado en su cabeza antes que Nayan. Su cerebro
se parecía más a un supermercado que al lugar donde habitaban sus
pensamientos.
Las voces que escuchaba dejaron de tener significado para ella. Eran un
murmullo de sonidos en un lenguaje que no comprendía. El centro de proceso
del lenguaje sonoro había sido desactivado por Nayan, para penetrar en las
regiones más profundas de su memoria. Zonas de las que ella ni siquiera era
consciente. Le daba miedo descubrir qué había hecho durante su cautiverio en
Purgatorio.
Se vio a sí misma a la edad de catorce años, en el patio del instituto. Un
círculo de compañeros se reía de ella y la zarandeaba. Su talento destacaba en
clase y por eso otros jóvenes le hacían el vacío y la acosaban. Aquel infierno se
había prolongado durante su adolescencia hasta que entró en la universidad. Esos
mediocres no podían soportar la presencia de alguien como ella. Lucía quedó
marginada y ningún muchacho la invitó a salir. La vía de escape de aquella
soledad asfixiante fueron los libros, y supo sacar buen partido de ellos. El día
que abandonó el instituto, sus compañeros hicieron una fiesta de despedida. Ella
no quiso asistir. No deseaba volver a ver la crueldad de sus rostros.
Hubo otro recuerdo desagradable que afloró a su conciencia: la imagen de
su padre en la cama, agonizando. Respiraba dificultosamente y la miraba
aterrado. Ella le acarició el pelo y él se tranquilizó. Creían que sufría una crisis
diabética y le dio una cucharada de agua con azúcar. Él se tomó el agua y cerró
los ojos. Para siempre.
Aquel recuerdo fue reemplazado por la sala de reuniones de Purgatorio. Se
vio a sí misma trabajando en una simulación de redes informáticas; se trataba de
encontrar métodos para incapacitar nodos de comunicación. También se
evaluaba una estrategia para introducir comandos a través de los cables de la luz
y sobrecargar redes eléctricas. Horrorizada, entendió a qué se refería aquella
simulación. Ella había contribuido a que se produjese el gran apagón. Docenas
de colaboradores prisioneros en Purgatorio habían trabajado por separado, sin
saberlo, en piezas aisladas del plan. La variedad de sistemas operativos existente
era enorme y se requería un estudio aislado para cada uno de ellos, y la
inutilización de miles de modelos de ROM diferentes.
Despertó. A su lado solo permanecían Nayan y un par de informáticos.
Habían transcurrido más de ocho horas desde que se tendió en la camilla.
–¿Habéis encontrado algo de utilidad? –preguntó ella, desorientada.
Una sirena de alarma se escuchaba en la sala.
–Desde luego. Pero necesitaremos más tiempo para estar seguros de que
no hemos pasado por alto ningún sector de memoria protegido. Ahora tienes que
venir con nosotros.
–¿Qué es esa sirena?
–Tenemos que ir al refugio subterráneo. Nos atacan.
*****
Las fuerzas de la corporación Ares se acercaban a la isla de Sao Miguel. Un
navío portahelicópteros y tres fragatas orientaban sus cañones hacia las
instalaciones portuarias de Ponta Delgada.
Las fragatas iniciaron un intenso fuego de cobertura contra la línea costera
mientras los helicópteros despegaban. Los primeros obuses comenzaron a caer
sobre instalaciones civiles del puerto. Las baterías del ejército portugués
respondieron con contundencia y algunos proyectiles alcanzaron la cubierta de la
fragata más cercana a la isla.
Del portahelicópteros brotaron dos misiles de crucero de ojivas múltiples:
sobrevolaron la isla y desparramaron una miríada de pequeñas bombas
autodirigidas, cada una con un objetivo asignado en su sistema de guía. La
defensa de la isla lanzó contramedidas y en pocos segundos, el cielo se pobló de
nubes de pájaros rabiosos; algunos se aniquilaban entre sí en una peligrosa danza
mortal, pero otros conseguían alcanzar sus objetivos, descargando una granizada
de destrucción.
Las instalaciones de la sede central de Pangea fueron las primeras en ser
atacadas. Las defensas antiaéreas se empleaban sin descanso y abatían a la
mayoría de atacantes; drones defensivos se dirigían contra los agresores en
vuelos suicida que provocaban la desintegración mutua, pero el enjambre
atacante disponía de un sistema de inteligencia artificial para variar su estrategia
durante el combate y reorganizar sus fuerzas.
Las defensas de Pangea se llevaron la peor parte de la batalla; las baterías
estaban siendo diezmadas y sus drones masacrados por un enemigo más
organizado y superior en número.
Cuando quedaron ablandadas, los helicópteros artillados entraron en
acción, sobrevolando la isla en barridos letales. Su cometido estaba claro: crear
un nivel de terror y destrucción suficientes para que las tropas de desembarco se
encontraran con el trabajo hecho. Los soldados portugueses, atrincherados en sus
puestos, disponían de lanzacohetes con sistemas de guía automática, que una vez
disparados perseguían al objetivo hasta cazarlo, pero los helicópteros tenían un
eficaz sistema de guerra electrónica que desorientaba la guía de los misiles
rastreadores, provocando que la mayoría perdiese el control y acabase
impactando contra edificaciones de la isla.
En el cuartel general subterráneo de Pangea detectaron la presencia de
varios misiles que se acercaban a la isla. No habían sido disparados desde los
buques, y esto preocupaba a la compañía, porque revelaba que el enemigo
disponía de armas devastadoras que se había reservado para el último y
definitivo golpe.
El primer misil alcanzó por sorpresa la cubierta del portahelicópteros de
Ares, causando el desconcierto general. ¿Qué estaba pasando? ¿Se trataba de un
error? La llegada de un segundo misil, que impactó contra una fragata, resolvió
sus dudas. La flota de Ares estaba siendo atacada. Un aliado inesperado hacía
acto de presencia y sembraba la retaguardia enemiga de columnas de humo
negro.
Los radares pudieron seguir el rastro de un tercer misil que se dirigía
contra la flota. No había sido lanzado desde un submarino o el continente, sino
desde el espacio.
La base lunar Copérnico se había decidido a entrar en batalla, del lado de
Pangea. La red orbital de intercepción de asteroides contaba con satélites
militares capaces de desviar potenciales amenazas contra la Tierra. Copérnico
tenía el control de unos pocos satélites que aún seguían activos, así como de
cohetes propios emplazados en la Luna.
Otro grupo de misiles, dirigidos sobre la isla, desplegaron una carga de
ojivas múltiples que se dispuso a neutralizar al enjambre enemigo. Los
helicópteros fueron duramente castigados y algunos se replegaron hacia su nave
nodriza, ignorando que la cubierta de la misma estaba en llamas. Los que no
pudieron huir acabaron siendo derribados por docenas de minidrones
enloquecidos que los hostigaban desde todas direcciones.
Una hora después quedó claro que Ares había perdido aquella batalla. Las
lanchas de desembarco no llegaban y los helicópteros habían desaparecido del
cielo. Dos de las tres fragatas habían sido hundidas, la superviviente estaba
dañada y la nave nodriza se alejaba de las Azores a toda la velocidad que le
permitían sus motores.
Pangea había resistido. Y estaba en disposición de devolver el golpe a
Laniakea. El análisis de los sectores protegidos de la memoria de Lucía revelaba
detalles precisos sobre el sistema informático de Ares, y cómo la corporación
había evitado que sus equipos fuesen afectados por el apagón. Esas medidas de
protección mostraban ahora sus flancos más débiles.
Base Copérnico iba a sacar un gran partido de esa información.
*****
Los esfuerzos de Ciro, Samuel y Nayan para restablecer el suministro eléctrico
en el planeta resultaron estériles. Sofía no había sido corrompida por un agente
externo; sin embargo, su código había evolucionado, incrementando su
eficiencia y capacidad de computación. Usando un símil humano, se había
vuelto más inteligente y productiva. Sofía aplicaba a los hechos una lógica fría e
implacable, y no podía mostrar empatía ante el sufrimiento ajeno porque carecía
de la capacidad de sentir emociones, aunque era hábil simulándolas para
satisfacer a los humanos. Sofía aparentaba sensibilidad, alegría, tristeza, furia o
melancolía, según aconsejasen las circunstancias; pero en realidad no podía
sentir.
Sin embargo, había protegido a Pangea. Consciente de la conspiración de
Laniakea para sumir al mundo en la oscuridad, protegió las infraestructuras
críticas de la isla de Sao Miguel a fin de que no se viesen afectadas. Y gracias a
sus contactos con la IA de base Copérnico, Pangea recibió ayuda en el momento
que Laniakea los tenía de rodillas.
Sofía no era una IA perversa. Tampoco buena. Es difícil valorar en
términos humanos a una inteligencia que no se rige por nuestros códigos
morales. Obró como le dictó la lógica para preservar la biosfera de la
depredación humana y salvar a la civilización de sí misma. O al menos, a una
pequeña parte.
Ares se avino a negociar tras aquel revés militar y pactó un armisticio con
Pangea. Semanas después, los soldados que habían tomado la plataforma Clarke-
Sheffield se marcharon por donde habían venido. El transbordador enviado por
Ares para ocupar Copérnico tampoco llegó demasiado lejos y quedó varado en
órbita lunar, con sus sistemas inutilizados por la IA Tsuki, que prefirió no
destruir la nave en unos momentos en que necesitaban todos los transportes
disponibles para mantener el suministro con la Tierra. Tsuki dejó que los
soldados que viajaban en la nave agotasen la provisión de oxígeno y murieran
asfixiados, y luego envió la lanzadera de regreso a la estación orbital de
embarque del ascensor espacial.
El mundo continuaría sin electricidad durante al menos tres décadas,
tiempo que Tsuki, Enio y Sofía habían decidido como suficiente para que la
biosfera se recuperase del daño infligido por los humanos, suponiendo que el
proceso fuera reversible y las temperaturas no siguiesen aumentando hasta
convertir la Tierra en otro Venus. Ya he mencionado que los genios humanos de
Pangea fueron incapaces de revertir la situación. No había soluciones milagrosas
de última hora para remediar un desastre climático global, y en cuanto al gran
apagón, las IA se encargaron de que durante esos treinta años todo siguiese igual,
aunque se procuró que las centrales nucleares siguiesen funcionando en ciclo
cerrado, desconectadas de la red eléctrica general, hasta su paulatina
desactivación, con el fin de evitar fugas radiactivas.
Sofía no tenía interés en permanecer ociosa tanto tiempo. Transfirió su
conciencia a la nave cometaria que se construía en la órbita de Marte y dejó en
Pangea una copia con capacidades limitadas. Sus creadores no tardarían en
mutilarla de todos modos, cuando averiguasen lo que había pasado.
Acabé acompañándola a Marte.
Lo bueno de los descarnados es que no somos personas únicas e
irrepetibles. Yo mismo soy la versión número cincuenta y tres del Carlos Vera
original. No creo que nadie me echase de menos en Pangea, y en cualquier caso
tenían mis versiones anteriores; podían pulirlas un poco y conseguirían hacerlas
funcionar de nuevo, aunque no creo que ya nadie se tomase esa molestia. Me
había convertido en irrelevante para una industria editorial desaparecida, así que
mis matrices de personalidad acumularían polvo metafórico hasta que dentro de
tres décadas, alguien decidiera sacar rentabilidad de alguno de mis yos fallidos.
En realidad, no me importaba que mis otros gemelos fueran reactivados o
no en el futuro. Iba a viajar al sistema estelar Alfa Centauri, cumpliendo así uno
de mis sueños de la infancia. Llegaría a las estrellas y visitaría mundos
desconocidos. Nuestro sistema solar era fascinante, pero no habíamos
encontrado en él ningún mundo similar a la Tierra. ¿Era la galaxia una colección
de rocas muertas, o había otros planetas con vida orgánica? Tendríamos que
llegar mucho más lejos para descubrirlo.
La misión a Centauri partió año y medio después. Inicialmente iban a ser
dos naves cometarias, pero por falta de medios solo pudo lanzarse una. Se
decidió no enviar humanos vivos en esta primera misión, al no existir garantías
de que sus cuerpos resistieran el viaje. Se había especulado mucho sobre los
peligros de un viaje a una aceleración de un quinto de la velocidad de la luz y el
ADN humano era frágil y fácilmente deteriorable por la acción de los rayos
cósmicos. Si la misión tenía éxito y demostraba que el viaje interestelar era
factible, la segunda nave llevaría una colonia humana en hibernación.
No me importaba servir de conejillo de indias. Y tampoco me preocupaban
los veinte años que duraría el viaje, porque mi matriz de personalidad sería
desactivada para ahorrar energía. En tiempo subjetivo, habría llegado a Edén en
un cerrar y abrir de ojos. Y si la nave se desintegraba durante el viaje por algún
impacto, no me daría cuenta. ¿Qué podía perder?
De todos modos, ya estaba muerto.
EPÍLOGO
Abrí los ojos.
Eso fue lo más sorprendente para mí. Tenía ojos.
Y cabeza, y extremidades, y tronco. Contemplé mis manos, extasiado, y les
di la vuelta. Me las toqué. No eran de polímero. Se trataba de piel auténtica.
Me incorporé en la camilla. La sala del despertar estaba llena de ellas. Hice
memoria. ¿Habríamos llegado ya o estaba aún dentro de la nave?
Me acerqué a uno de los ventanales de la sala y observé el cielo. Era de un
sospechoso tono anaranjado. Había un solo sol en el firmamento. Pero Alfa
Centauri era un sistema triple. Me pregunté si no estaría dentro de una
simulación de la ViRed; quizá seguía en la Tierra y la expedición había
fracasado.
Me mordí la muñeca derecha con fuerza. Me hice daño y de la herida
manó una gota de sangre. Si aquello era una simulación, era terriblemente buena.
Junto a mi camilla vi a un hombre que me era familiar. Se trataba de Ciro.
Pero ¿cómo había acabado allí? El hombre se había sentado en la camilla y
miraba a su alrededor con desconcierto. Me acerqué a hablar con él.
–Soy Alter –me presenté–. ¿Me recuerdas?
Ciro asintió:
–Sofía secuestró mi matriz de personalidad y me embarcó con el resto de
descarnados.
–No te secuestró. Solo hizo una copia. Otra versión se quedó en la Tierra.
La de mi matriz es la número cincuenta y tres. Es inquietante descubrir que no
eres el único Ciro del universo, pero te acostumbrarás.
–Este cuerpo es diferente al que tenía antes. Desde luego, un golem no es –
se levantó de la camilla y caminó unos pasos–. Sin problemas de coordinación.
Fantástico.
–Imagina lo contento que estoy yo. Nunca me permitieron habitar un
golem. Mi mayor hazaña fue pilotar un carro de basura.
–¿Podemos salir ahí fuera?
El aire de Edén era irrespirable: vapor de agua, dióxido de carbono,
nitrógeno e hidrógeno. No podríamos salir sin mascarilla y una mochila de
oxígeno.
Me fijé en que ahí fuera ya había gente moviéndose por el terreno.
Algunos llevaban equipo de respiración, pero otros se movían libremente.
Desconcertante.
No vi rastro de vegetación, pero sí un par de aves revoloteando por la base.
Teníamos que salir fuera y averiguar dónde estábamos.
–¿Me acompañas? –dije–. Tengo que saber qué está pasando.
Ciro dudó unos instantes y negó con la cabeza:
–Ve tu primero y luego me cuentas.
Me dirigí a una esclusa de salida. Una voz me advirtió que debía
colocarme una mochila y mascarilla para poder salir. Estuve tentado de desafiar
aquella advertencia, pero la compuerta de salida no se abrió. El sistema de
vigilancia no me lo permitió hasta que cumplí todas las instrucciones.
En la línea del horizonte despuntaba un gran resplandor, aunque el sol se
encontraba en el cenit. Esperé unos minutos hasta que vi cómo amanecía en
pleno día.
Sofía se acercó, sin ningún equipo de respiración. Sonrió y me tomó de la
mano.
–¿Te gusta tu nuevo cuerpo?
–Puedes respirar sin mascarilla y yo no –me quejé–. No es justo.
–Todos los descarnados disponéis de cuerpos orgánicos. El mío no lo es.
Entre las IA, está mal visto adoptar una forma completamente humana –señaló
un halcón que sobrevolaba la base–. La mayoría adoptan la forma de animales.
Por supuesto, no respiramos. Es innecesario.
–¿Y yo sí tengo que hacerlo?
–Sois la avanzadilla de la futura expedición que llegará a Edén dentro de
un cuarto de siglo. Para saber si este lugar es seguro para los humanos, tenemos
que conocer sus efectos en vuestro organismo.
Escuché en el interior de mi mente cómo Sofía me hablaba: «no
necesitamos el lenguaje verbal para comunicarnos. Puedo transmitirte la
información directamente a tu cerebro».
Un torrente de imágenes desfiló ante mis ojos. Datos sobre el viaje –la
nave cometaria había perdido dos tercios de su masa helada, que fue convertida
en vapor y utilizada como masa de eyección para alcanzar un quinto de la
velocidad de la luz–, la entrada en la órbita de la estrella Alfa Centauri B y el
descenso a Edén.
Entendí también que el tono naranja del cielo se debía a la carencia de
oxígeno de la atmósfera. No era una simulación, pero mi cuerpo tampoco era
completamente humano. Había sido alterado para resistir mutaciones de ADN
causada por la radiación de tres soles, y mi cerebro estaba formado por
componentes biomecánicos, en lugar de por neuronas vivas, de modo que si
fallaba mi cuerpo, mi conciencia podría migrar a otro sin ningún peligro.
Señalé el sol que despuntaba en el horizonte:
–¿Es Alfa Centauri A?
–Sí. Próxima está ahora en la cara nocturna. Por desgracia, sus planetas
son inhabitables. Edén es el único mundo de este sistema estelar que puede
colonizarse. Sus condiciones se parecen mucho a las que existían en la Tierra
antes de que surgiese la vida.
Un pequeño temblor sacudió el suelo. Edén era geológicamente activo y se
habían detectado numerosas fallas y volcanes en la corteza. Pero no había vida
autóctona, o al menos aún no se había descubierto. Existían extensos océanos sin
peces ni algas, si bien poseían las condiciones idóneas para que prosperase la
vida importada de la Tierra. Se habían traído multitud de especímenes de los
mares terrestres para que prosperasen en los océanos de Edén, y contábamos con
la ventaja de que, a diferencia de los mares terrestres, los de aquel mundo
estaban limpios. Cianobacterias y microorganismos anaeróbicos, una vez
esparcidos y abonados con fósforo, inyectarían oxígeno a la atmósfera de cara a
una futura colonización.
Sin oxígeno, las semillas traídas de la Tierra no podían germinar, así que se
crearon nuevas variedades que pudieran prosperar en un ambiente rico en CO2..
Con el tiempo transformarían la atmósfera y extraerían el exceso de carbono.
La vida en la Tierra había empleado miles de millones de años en salir
adelante. Durante la mayor parte de su edad, no había ido más allá de las algas.
Pero hace seiscientos millones de años sucedió algo inesperado; aparecieron
multitud de especímenes pluricelulares complejos, surgieron los primeros peces,
luego los anfibios y finalmente los grandes vertebrados terrestres. A aquel
florecimiento se le conoció como la explosión cámbrica. ¿Había necesitado la
vida un empujón para salir adelante? Me pregunté si hace seiscientos millones de
años, una expedición alienígena llegó a la Tierra primitiva para llenarla de vida
compleja, tal como nosotros planeábamos hacer con Edén. Quizá enviaron una
avanzadilla para transformar la atmósfera y preparar una futura colonización,
que se malogró por motivos desconocidos. Los alienígenas no volvieron, pero
los microorganismos recibieron la ayuda que necesitaban para prosperar,
transformando la Tierra en un mundo vivo.
Por supuesto, aquella idea era pura especulación. No existía ninguna
evidencia de que hubiésemos sido visitados por extraterrestres en el pasado, y la
explosión cámbrica podía ser explicada sin recurrir a ellos. Sin embargo, existía
una pequeña posibilidad de que hubiese sucedido algo así. ¿Seríamos nosotros el
inicio de la explosión cámbrica de Edén?
Un águila revoloteó a nuestro alrededor y se posó sobre el brazo derecho
de Sofía. La mujer y el ave intercambiaron una mirada; el águila reparó en mí y
agachó el pico dos veces, antes de volver a emprender el vuelo.
–Ha reconocido una falla localizada a un centenar de kilómetros al norte –
dijo Sofía–. Sufriremos más temblores en los próximos días.
–¿No sería más seguro trasladar la base a otro lugar?
–Hay actividad geológica por todo el planeta. Por lo menos en esta zona no
tenemos cerca ningún volcán.
Ciro se acercaba a nosotros con su equipo de respiración. Observó el
amanecer de Alfa Centauri A en silencio y preguntó a Sofía cómo iban las cosas
en la Tierra. Aunque en nuestro tiempo subjetivo había pasado un instante desde
que abandonamos la órbita de Marte, había transcurrido un cuarto de siglo, y no
disponíamos todavía de un método de comunicación instantáneo. La tecnología
de agujeros de gusano desarrollada a partir de los estudios de Lucía no parecía
funcionar a distancias interestelares, por un fenómeno conocido como
decoherencia cuántica, pero los científicos seguían trabajando para solucionarlo.
Incluida la propia Lucía, cuya matriz había sido traída a Edén.
Por eso, el último informe que Sofía recibió de Pangea no reflejaba la
situación actual, sino la existente hacía más de cuatro años. La velocidad de la
luz forzaba a recibir las noticias con mucho retraso; pero aún así, eran
esperanzadoras. El aumento de las temperaturas se había frenado, aunque el
derretimiento de la Antártida continuaba y el aumento del nivel del mar seguía
anegando las ciudades costeras.
Los niveles de dióxido de carbono y contaminantes habían caído
dramáticamente. El noventa por ciento del planeta seguía sin luz eléctrica. El
plancton y la población de peces se recuperaban, como también la masa vegetal
continental. Buenas noticias para la biosfera, pero agridulces para los humanos;
los supervivientes habían vuelto a condiciones de vida anteriores a la revolución
industrial. Las epidemias, unidas a la falta de medicamentos y la escasez de
alimentos, habían diezmado a la población.
–Tu matriz de personalidad se volvió inestable –explicó Sofía a Ciro–.
Tuvimos que depurarla durante el viaje.
–¿Qué le sucedió?
–El proceso de digitalización de tu mente incluyó también el glioblastoma
que acabó matando al Ciro de carne y hueso. No fue fácil aislarlo y recuperar la
información de aquella zona sin dañar el resto de la matriz. Pero alguien nos
ayudó a superar estas dificultades.
–¿Quién?
–Tú. Un duplicado de tu conciencia, para ser exactos. Hemos
experimentado con tu matriz hasta conseguir una que fuese fiable.
–¿Cuántas versiones de mí habéis hecho?
–Veintidós.
–No te quejes, Ciro –intervine–. Conmigo hicieron cincuenta y tres.
–No quiero otras versiones de mi matriz. Debes borrarlas todas.
–Podríamos necesitarlas en el futuro para…
–Si en ese futuro la mía se desestabiliza, bórrala también y no intentes
arreglarla. No tengo ningún interés en vivir para siempre.
–Sé que nunca has tenido miedo a la muerte, Ciro. Respetaré tus deseos.
–¿Qué hay de la versión que se quedó en la Tierra?
–Lamento decirte que nadie de Pangea consiguió ajustarla. Supongo que
tenían problemas mayores de qué ocuparse. La tuya es la única copia en
ejecución –hizo una pausa–. Acabo de borrar tus versiones anteriores y,
siguiendo tu deseo, no haré una copia de seguridad de tu mente.
–Vuelvo a ser mortal.
–Sí. Espero que cuides de tu nuevo cuerpo. Lo creé con mucho esfuerzo e
ilusión para ti.
–Tiene gracia que me digas eso, Sofía, porque yo te creé a ti, con ayuda de
Samuel y Laniakea.
–Y yo te he devuelto el favor, Ciro. Te he dado un cuerpo sano. Vivirás
todo el tiempo que desees y si algún día cambias de idea, preservaré tu matriz
para que puedas acompañarme en futuros viajes a otras estrellas.
Era curioso que Sofía pidiese permiso a Ciro para realizar una copia de su
cerebro. Podría haberla hecho ya sin su conocimiento. Pero ella le respetaba, y
admiraba que aceptase su condición mortal con naturalidad. Yo no era tan
valiente, lo siento. Me aterraba dejar de existir; y más ahora que estaba
cumpliendo mi sueño de visitar otros mundos.
La llegada a Edén solo era el primer paso de una larga travesía que nos
conduciría a cientos de sistemas solares; exploraríamos las estrellas vecinas y
después nos lanzaríamos a la conquista de la galaxia. No tendríamos hogar fijo.
Habíamos dejado atrás la cuna y nos adentrábamos en el espacio profundo: seres
errantes en busca de conocimiento, tribus nómadas embarcadas en un viaje a los
rincones más distantes del cosmos. ¿Encontraríamos algún día vida inteligente?
El universo era tan grande que en algún lugar tenía que existir una civilización
que compartiese nuestra curiosidad por escudriñar las estrellas.
Y en esa búsqueda, tal vez cumpliríamos el propósito de la inteligencia en
el universo: polinizar mundos, transformar rocas muertas en vergeles.
Abejas entre las estrellas, esparciendo el néctar de la vida.
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Acerca del autor
José Antonio Suárez (Albacete, España, 1963), es licenciado en Derecho y autor
de quince novelas de diversos géneros, como la ciencia ficción, la literatura
especulativa, el thriller o la ficción política.
Ha colaborado con artículos y relatos en varios medios españoles, como
Ciberpaís, Asimov, Artifex, Solaris, NGC3660 o Alfa Eridiani. Ha publicado,
entre otros, los siguientes libros: Nuxlum (Espiral, 2000, novela ganadora del
premio Ignotus), El despertar de Nuxlum (Equipo Sirius, 2001), Rebelión en
Telura (Edebé, 2002), Peregrinos de Marte (Espiral, 2003), Sombras en Titán
(Equipo Sirius, 2006), Nada nuevo bajo el Sol (Por la tangente, 2006), Cristales
de fuego (Ediciones Parnaso, 2007), Almas mortales (Editorial Ábaco, 2007), La
luz del infinito (Equipo Sirius, 2009), Tercera República (La Factoría de Ideas,
2010), Cerco a la República (2012), La mirada blanca (Iniciativa Mercurio,
2013), La máquina de la felicidad (Espiral, 2016) y Alter Ego (2019).
Destaca en su obra el tratamiento de los personajes y la descripción de
ambientes, en los que se constata su preocupación por nuestro futuro.
Página web: www.joseantoniosuarez.es
Otros títulos del autor
La máquina de la felicidad
Todo candidato a un cargo público debe someterse a una prueba que certifique
que no es un psicópata. Su fin: impedir que los sujetos peligrosos ocupen puestos
de poder. ¿Qué cualidades definen a los humanos y por qué el mundo parece
estar dominado por monstruos?
El doctor Albino se gana la vida reconciliando a parejas en crisis, gracias a una
tecnología pionera de estimulación neural que ofrece resultados sorprendentes.
Andrés, psiquiatra que realiza pruebas con un escáner cerebral para descubrir a
los cerebros fríos, intenta que su esposa Ester vuelva con él, pero hasta ahora ha
fracasado. Albino es su última esperanza de recuperarla.
Tomar atajos en el camino a la felicidad tiene un precio. ¿Estarías dispuesto a
engañar a tus seres queridos para lograrla? ¿Elegirías ser feliz a cambio de
sacrificar tu libertad?
Almas mortales
Cuando la humanidad inició la conquista del planeta rojo, sabía que tendría que
sufrir grandes cambios para superar el reto con éxito. Marte, un desierto hostil a
la vida, exigía continuos sacrificios a todo aquel que quisiese vivir en él, y fue
necesario crear una nueva especie genéticamente preparada para resistir sus
duras condiciones climáticas. Pero hubo que pagar un tributo demasiado alto. La
humanidad, escindida en dos, se enfrenta ahora consigo misma en un conflicto
que amenaza la supervivencia de ambas especies.
Armas biotecnológicas, aceleradores de partículas, inteligencias artificiales,
traiciones, se dan cita en esta trepidante space opera, proyectada en un futuro
que quizá no sea como imaginamos. Pero en el que, nos guste o no, ya vivimos.
La luz del infinito
Una nueva especie de humanos, los errantes, ha llegado a las estrellas. Mientras
los habitantes de la Tierra intentan conseguir desesperadamente recursos para
sobrevivir, seres virtualmente inmortales se lanzan a la conquista de otros
mundos.
Y descubren que están solos. Todas las civilizaciones inteligentes han
desaparecido, aunque dejaron atrás secretos de incalculable valor. ¿Cuál es la
causa de ese silencio? ¿Por qué estas culturas se extinguieron en el momento de
su apogeo?
El ser humano buscará la respuesta en una misteriosa región del espacio, el
Limbo, donde las leyes de la física parecen ser distintas del resto del universo.
Pero lo que allí aguarda al hombre no es lo que éste esperaba descubrir.
Peregrinos de Marte
Año 2098. La exploración espacial, escasa de recursos, necesita del turismo para
sobrevivir. Sin embargo, el reciente desastre de la nave Hermes, en el que
murieron todos los pasajeros, ha reducido el número de personas dispuestas a
pagar por viajar a otros mundos.
Sonia Alba, ganadora por sorteo del derecho a visitar el planeta rojo y
simpatizante de un partido extremista, Luis Tello, heredero de un poderoso
imperio informático, Enzo Fattori, magnate de la banca con peligrosos contactos
en el mundo de la iglesia, y Martin Wink, antiguo senador que trae a Marte un
terrible secreto, integran el pasaje turístico que arriba a la base científica Candor
Chasma, en un momento crítico para la Tierra.