Laurel (Siete Novias) de Leigh Greenwood
Laurel (Siete Novias) de Leigh Greenwood
Laurel (Siete Novias) de Leigh Greenwood
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Leigh Greenwood Laurel
LEIGH GREENWOOD
LAUREL
4º Siete novias
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Leigh Greenwood Laurel
ÍNDICE
ARGUMENTO ............................................................................. 4
Capítulo 1.................................................................................. 5
Capítulo 2................................................................................ 19
Capítulo 3................................................................................ 28
Capítulo 4................................................................................ 42
Capítulo 5................................................................................ 53
Capítulo 6................................................................................ 63
Capítulo 7................................................................................ 74
Capítulo 8................................................................................ 84
Capítulo 9................................................................................ 96
Capítulo 10............................................................................ 107
Capítulo 11............................................................................ 119
Capítulo 12............................................................................ 132
Capítulo 13............................................................................ 145
Capítulo 14............................................................................ 158
Capítulo 15............................................................................ 170
Capítulo 16............................................................................ 180
Capítulo 17............................................................................ 191
Capítulo 18............................................................................ 202
Capítulo 19............................................................................ 214
Capítulo 20............................................................................ 227
Capítulo 21............................................................................ 240
Capítulo 22............................................................................ 251
Capítulo 23............................................................................ 263
Capítulo 24............................................................................ 274
Capítulo 25............................................................................ 289
Capítulo 26............................................................................ 302
Capítulo 27............................................................................ 312
Capítulo 27............................................................................ 329
Capítulo 29............................................................................ 346
Epílogo .................................................................................. 352
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ARGUMENTO
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Capítulo 1
El alarido parecía fuera de lugar en ese pacífico cañón desértico, lleno de arces
altísimos y miles de pájaros cantores. La primera vez que lo oyó Hen Randolph
pensó que debía de producirlo alguno de esos pájaros, pero cuando lo oyó por
segunda vez se dio cuenta de que se trataba del grito de una mujer. Sin saber hacia
dónde se dirigía o qué lo esperaba más adelante, arrancó a correr a lo largo del
estrecho camino que bordeaba la pared del cañón.
Al dar una curva, oyó la voz ronca de un hombre. El cañón se abría en un pequeño
claro, libre de rocas, que reposaba sobre la empinada ladera que caía sobre el arroyo.
En el fondo, contra la pared del cañón, bastante alejada del riachuelo, Hen vio una
pequeña casa de adobe. Frente a ella, un hombre y una mujer estaban discutiendo;
gritaban y se atacaban mutuamente, dándose golpes con la mano abierta. Hen
disminuyó el paso y luego se detuvo. Le habían dicho que Laurel Blackthorne no
estaba casada, pero lo que estaba presenciando parecía una pelea doméstica. Sin
embargo, justo cuando Hen comenzó a dar media vuelta, la mujer volvió a gritar con
un tono desesperado que indicaba que estaba en peligro.
—Si tocas a mi hijo, ¡te juro que te mataré!
El hombre la empujó hacia un lado, pero ella salió corriendo delante de él.
—¡Adam, escóndete!—gritó la mujer.
El hombre era más rápido y la alcanzó. La mujer se abalanzó sobre él y lo agarró
del brazo para no dejarlo avanzar.
Hen decidió acercarse.
El hombre parecía querer deshacerse de ella. Aunque la mujer era mucho más
bajita, lo agarraba con fuerza. Entonces la golpeó. Sencillamente, le dio un puñetazo.
La mujer cayó al suelo.
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Hen sintió que se llenaba de rabia. Tenía pocos principios, pero se aferraba con
tenacidad a los pocos que tenía. Entre los más importantes estaba el de que un
hombre nunca debía golpear a una mujer.
Sacó el arma, pero antes de que pudiera gritar para advertirle, el hombre entró
como una exhalación en la casa de adobe. Un momento después salió, iba
arrastrando a un niño.
—¡Suélteme! —gritaba el niño, al tiempo que daba patadas y puñetazos al
desconocido.
Laurel hizo un esfuerzo para ponerse de pie y trató de quitarle el niño, pero él
volvió a golpearla. La joven se tambaleó, pero no se dio por vencida. Lo siguió,
mientras él caminaba hacia su caballo.
Hen volvió a enfundar el arma y comenzó a correr hacia ellos tan rápido como
podía. No podía disparar y arriesgarse a herir a la mujer o al niño. Absortos en el
forcejeo, ninguno oyó que Hen se aproximaba.
—¡Suéltelos! —gritó Hen cuando todavía estaba a unos cuantos metros del grupo.
El hombre se quedó paralizado; el chico siguió forcejeando; Laurel golpeó al
hombre con el puño, pero él la agarró por el brazo y la obligó a arrodillarse. Al llegar
hasta él, Hen lo golpeó tan fuerte que el hombre se desplomó, aturdido. El chico se
soltó y corrió hacia su madre.
—Venga, señora, déjeme ayudarla a levantarse —dijo Hen y le ofreció la mano.
La mujer no trató de levantarse enseguida. Cuando se inclinó hacia delante y se
apoyó en el suelo con una mano, mientras agarraba a su hijo con la otra, se
estremeció al tratar de llenarse los pulmones de aire. Entonces levantó la cabeza para
mirarlo. Hen sintió que el estómago se le revolvía y la rabia que había surgido dentro
de él se arremolinaba con más ferocidad que antes. La mujer tenía la cara llena de
golpes. Se veía que había presentado batalla y que el hombre le había pegado de
manera inclemente.
Al dar media vuelta, Hen vio que aquel canalla estaba tratando de levantarse.
—Sólo un cobarde es capaz de golpear a una mujer —gruñó y le dio un empujón
que lo mandó de nuevo al suelo. Hen se agachó y lo levantó—. Sólo un maldito
gallina es capaz de hacerle daño a un niño. —Una serie de golpes consecutivos
dejaron al hombre en el suelo, incapaz de levantarse, pero Hen lo sostuvo para que
no se cayera.
—Si lo vuelvo a encontrar aquí, le meteré una bala en la cabeza. Si vuelve a tocar a
esta mujer o a su hijo, lo mataré. —Una última bofetada lo mandó al suelo. Hen le dio
una patada al arma para que quedara bien lejos del alcance del hombre. Luego tomó
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una cuerda de su silla de montar, le dio la vuelta al hombre hasta hundirle la cara en
la tierra y le ató las manos por detrás.
—Lo voy a matar —rugió el hombre por entre un par de labios ensangrentados.
—Puede intentarlo —dijo Hen, mientras apretaba el nudo con fuerza.
—Nadie toca a un Blackthorne y sigue vivo.
Hen se agachó y le habló al hombre al oído, con voz amenazadora:
—Este don nadie tiene un nombre. Randolph. Hen Randolph. Recuérdelo. Si
vuelve a molestar a esta mujer, se lo voy a grabar en la frente. —Hen le dio otra
vuelta al hombre. Cuando éste hizo ademán de darle una patada y trató de ponerse
en pie, le dio un tirón a la cuerda y el hombre soltó un alarido de dolor. Luego lo
obligó a ponerse de rodillas y lo amarró de pies y manos, como un ternero a punto de
ser marcado.
Luego se volvió a mirar a Laurel. Todavía estaba sentada en el suelo y tenía a su
hijo abrazado de manera protectora.
—Déjeme ayudarla a ponerse en pie. Tenemos que hacer algo con esos golpes.
—¿Quién es usted? —preguntó la mujer.
—Soy el nuevo comisario de Valle de los Arces. Supongo que usted es Laurel
Blackthorne.
Laurel lo miró fijamente.
—¿Se da cuenta de que acaba de firmar su sentencia de muerte?
La mujer hablaba con un tono pendenciero que no indicaba ningún sentimiento de
gratitud por lo que él acababa de hacer. No era exactamente la respuesta que Hen
esperaba.
—No, señora, no pensé en eso. Creí que les estaba ayudando a usted y a su hijo.
No me pareció que usted se estuviera divirtiendo mucho.
—Ese es Damián Blackthorne —dijo la mujer, todavía con un tono airado, sin
rastros de gratitud.
—¿Y?
—Que tiene al menos dos docenas de hermanos, primos y tíos.
Tal vez estaba demasiado asustada para mostrar sus verdaderos sentimientos, se
dijo Hen.
—Me lo imagino. Los problemas nunca se ven, pero sí tienen mucha compañía.
Laurel siguió mirándolo fijamente.
—O usted está loco o es un imbécil.
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Hen sonrió.
—Me han acusado de las dos cosas. Pero ahora lo mejor será que comience a
curarle la cara. Me dijeron que usted era una mujer muy bonita, pero en este
momento no está muy atractiva que digamos. —Volvió a ofrecerle la mano, pero la
mujer se negó nuevamente a aceptarla.
—Al menos usted es más amable que los otros pistoleros que trataron de ser
comisarios —dijo Laurel y siguió mirándolo fijamente—. Espero que le organicen un
gran funeral.
—Señora, hasta ahora el trabajo de comisario no me ha llevado mucho tiempo,
pero, si usted no se levanta pronto del suelo, creo que en cualquier minuto llegará
Hope a preguntarme por qué no he llegado a comer. Además, será más fácil limpiar
toda esa sangre antes de que se seque.
Laurel por fin aceptó la ayuda de Hen. Tenía unas manos secas y ásperas al tacto,
no suaves y delicadas como las de las mujeres que él conocía.
—Éste es mi hijo, Adam —dijo Laurel, al tiempo que se levantaba.
Adam siguió aferrado a su madre; al parecer todavía no estaba seguro de poder
confiar en Hen.
—¿Qué estaba haciendo él aquí? —preguntó Hen, mientras señalaba a Damián.
—¡A usted qué le importa! —gritó Damián—. Cuando me suelte, ¡le voy a llenar el
trasero de agujeros!
Hen agarró el pañuelo de Damián y se lo metió en la boca.
—Ese tío no sabe cómo hablar frente a una señora—dijo Hen y volvió a concentrar
su atención en Laurel.
—¿Usted nunca se inmuta ante nada? —preguntó Laurel.
—Eso es una pérdida de energía y no cambia las cosas. Ahora, veamos si puedo
hacer algo por su cara.
—Yo me puedo cuidar sola.
A Hen le molestó que ella pareciera temerosa de que
la tocara.
—Estoy seguro de que puede, pero no tiene que hacerlo.
—Preferiría hacerlo.
—La gente no siempre puede hacer lo que prefiere.
—Su trabajo es proteger a la gente, no atacarla. ¿Acaso no se lo le dijeron cuando
lo contrataron?
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—No hable.
Laurel se sentó absolutamente quieta, mientras se esforzaba por disimular lo
mucho que le dolía la cara. En ese momento, el impacto inicial ya estaba pasando y
sentía que cada herida le palpitaba de manera intensamente dolorosa. La tela fría y
mojada que Hen le aplicó sobre la cara no logró aliviar el dolor, ni borrar las marcas
que le impedirían dejarse ver en público durante varias semanas.
—¿Tiene algún remedio para curar las heridas? —preguntó Hen.
—Unas hierbas —contestó Laurel.
Laurel le pasó a Hen una botella pequeña. Hen la olisqueó y, luego de quedar
aparentemente satisfecho, le limpió con cuidado la sangre y la tierra de un lado de la
cara y le aplicó una buena cantidad de la solución medicinal para desinfectar la
herida.
Hen trabajaba en silencio.
Entretanto, Laurel se maravillaba de su delicadeza. Nunca había conocido a un
hombre que considerara siquiera la idea de atender a una mujer. Las mujeres tenían
que atenderse solas. Tampoco se había imaginado que un hombre lo suficientemente
fuerte como para dominar a Damián tendría tanto cuidado para no hacerle daño. Sin
embargo, debajo de esa delicadeza, Laurel presentía una dureza que parecía llegarle
hasta el propio corazón.
—¿De qué iba todo eso? —preguntó finalmente Hen.
—Pensé que no le interesaba —respondió Laurel. No sabía por qué, pero el hecho
de que él no hubiese preguntado antes le resultaba irritante.
—A mí no me interesa. Pero al comisario sí.
—¿Acaso hay alguna diferencia?
—Claro.
Laurel le creyó. Si alguien pudiera dividirse en dos, ese alguien sería el hombre
que se encontraba frente a ella. ¿De qué otra manera podía ser tan delicado al tocarla,
cuando en todo lo demás él parecía tan frío? Sin embargo, el contraste la intrigaba
bastante, al igual que esos ojos, los más azules que había visto en su vida.
—Mi esposo murió antes de que Adam naciera. Ninguno de sus parientes le
prestó atención cuando era un bebé. Pero ahora que tiene seis años creen que el niño
debe irse a vivir con ellos.
—Y supongo que usted no está de acuerdo.
—¿Y usted sí? —En medio de su agitación, Laurel se retorció mientras Hen la
curaba e hizo un gesto de dolor.
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—Quédese quieta.
Es verdad que era un hombre que podía ser delicado, pero no tenía ni una pizca
de compasión. Laurel estaba segura de que sería más expresivo con su caballo.
—Yo no sé nada sobre su situación —dijo Hen, sin apartar los ojos de lo que estaba
haciendo—, pero, de acuerdo con mi experiencia, un chico que crece rodeado
solamente de mujeres tiende a volverse un cobarde. Y eso le puede costar la vida.
Laurel se zafó.
—¿Y su experiencia le ha mostrado lo que les pasa a los chicos que crecen como
Damián?
—Por lo general, se hacen matar.
Hen se comportaba como si estuviese hablando del clima y no de la vida y la
muerte.
—¿Y cree que Adam debería crecer así? —le espetó
ella.
—Nunca me ha gustado ver morir a nadie, ni siquiera a aquellos que se lo
merecen. —Hen volvió a agarrarle la cara y reanudó su trabajo.
Al menos no estaba de acuerdo con asesinar; eso ya era algo, pensó Laurel.
—No tengo ninguna intención de permitir que Damián ni ningún otro Blackthorne
ponga sus manos sobre Adam. No quiero que se convierta en un cobarde, pero tengo
la intención de que crezca con algunos principios.
—Ojalá lo logre.
—¿Acaso no cree que pueda hacerlo? —preguntó Laurel. Pero ¿a ella qué le
importaba lo que pensara ese hombre? Enseguida se sintió mal por haber
preguntado.
—No lo sé. Usted parece ser una mujer muy testaruda, pero no sé si es buena para
lograr lo que se propone.
Laurel volvió a zafarse.
—He logrado muchas cosas, entre otras, cuidarme sola durante casi siete años.
—No lo estaba haciendo tan bien hace un rato.
Hen volvió a girarla hacia la luz. La mujer hizo un gesto de dolor cuando él le tocó
el hombro.
—Tiene un golpe debajo del vestido.
—Me di contra una piedra cuando me caí.
—Déjeme verlo.
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—No.
—¿Acaso tiene miedo de que me aproveche de usted? —preguntó Hen y la miró
de manera inflexible.
—No... no.
—¿Le parece que sería inmoral?
—Claro que no.
—Entonces, déjeme ver el golpe.
Tampoco tenía sensibilidad, pensó Laurel para sus adentros, mientras se deslizaba
el vestido por encima del hombro. Estaba claro que ese hombre no entendía lo
humillante que era para ella tener que someterse a sus cuidados.
Cuando Hen la tocó, Laurel prácticamente saltó de la silla. Pero no porque le
hubiese hecho daño. Por el contrario, la tocó con tanta delicadeza que sintió una
oleada de energía que la dejó un poco mareada. Se olvidó por completo del dolor en
la cara y sólo sentía los dedos de Hen sobre la piel ardiente de su hombro. Laurel no
logró obligarse a mirarlo. De repente se sintió intensa y dolorosamente consciente de
que él era un hombre y ella una mujer.
«Deja de portarte como una tonta. Sólo estás actuando así porque llevas siete años
sin que te toque un hombre».
Independientemente de la razón, era imposible quedarse indiferente.
—No hay una herida profunda —dijo Hen y le hizo un poco de presión. Laurel
sintió un dolor tan agudo como la punta de un alfiler. Hen debió de ver la mueca de
dolor, pero no se disculpó—. Tendrá que tener mucho cuidado durante varios días.
—¿Ya me puedo vestir, doctor?
Hen sonrió.
—¿Tiene alguna planta de higo chumbo por aquí?
—Subiendo el cañón —dijo Laurel, mientras se arreglaba el vestido.
—Ahora mismo vuelvo —dijo Hen y se marchó caminando con toda tranquilidad.
Laurel se alegró de que se marchara. Necesitaba tiempo para tranquilizarse. Era
evidente que no estaba tranquila, porque de otra manera no estaría sintiendo esa
reacción tan ridícula, esa sensación de no querer que Hen la tocara, pero desear al
mismo tiempo que lo hiciera; de buscar consuelo en un lugar donde no esperaba
encontrarlo.
—¿Adónde va, mamá? —preguntó Adam. El niño no se había separado del lado
de su madre durante todo este tiempo.
—A buscar unos higos chumbos, aunque no sé qué quiere hacer con ellos.
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Pero ese misterio no le interesaba tanto como descubrir la razón por la cual ese
hombre le producía un efecto tan poderoso. Laurel nunca había disfrutado de las
caricias de Carlin. Desde el comienzo, cuando todavía era una muchacha alocada e
ingenua y creía que estaba enamorada de él, estar cerca de Carlin le resultaba
extrañamente desagradable. Sin embargo este desconocido la había tocado sólo una
vez, pero había sido suficiente para que ella sintiera que su cuerpo comenzaba a
estremecerse de deseo, que la piel le quemaba y toda su sensibilidad se despertaba
haciendo que se sintiera vulnerable y estúpida.
Debía de ser el impacto de los golpes, pensó Laurel. Damián se había portado
como un animal. Pasarían muchos días antes de que ella se sintiera otra vez en
forma.
—¿Alguien más va a venir a buscarme? —preguntó Adam y parecía asustado.
Laurel siempre había tenido miedo de que los Blackthorne vinieran por Adam,
pero esperaba que eso ocurriera más tarde. La aparición de Damián hoy había sido
un duro golpe para ella.
—Tal vez —dijo Laurel—, pero la próxima vez estaremos preparados.
Hoy la habían tomado por sorpresa. De no ser por ese hombre tan inusual, en este
momento Adam estaría muy lejos de su alcance. Cierto, era el comisario y tal vez su
trabajo era protegerla, pero Laurel creía que nunca había conocido a nadie como
Hen.
—Ahí viene —advirtió Adam.
Hen se acercaba hacia la casa con los brazos cargados de higos chumbos.
—Venga, sostenga esto —dijo cuando entró, dejando caer los higos sobre el regazo
de la mujer. Luego sacó un cuchillo del bolsillo, partió un higo en dos y lo cortó en
rebanadas—. ¿Tiene un paño limpio?
—Sí.
—Corte el resto de los higos de esta forma. Luego póngaselos en los moretones y
envuélvase la cara con el trapo. Sanará en la mitad del tiempo.
—Parecerá que estoy lista para el ataúd —protestó Laurel. Luego se quedó callada,
mirándolo fijamente—. ¿Por qué ha venido hasta aquí? —preguntó.
—Quería pedirle que me lavara la ropa. —Hen echó un vistazo a su alrededor—.
La dejé allí.
—Yo iré por ella —dijo Adam y salió corriendo. Ya había recuperado un poco de
seguridad.
—No sé cuándo podré lavarla —le dijo Laurel—. Tengo muchas cosas que hacer.
—Laurel sabía que debía lavársela sin protestar, aunque sólo fuera por gratitud, pero
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Laurel se quedó mirando, mientras su hijo regresaba al arroyo. Era un buen chico.
Independientemente de lo que Hen Randolph pensara, ella tenía la intención de
mantener a Adam lejos de las garras de los Blackthorne, sin importar lo que tuviera
que hacer. Y eso incluía usar la escopeta que mantenía al lado de la cama. Laurel no
creía que Hen aprobara el comportamiento de los Blackthorne, aunque sintiera que
Adam necesitaba a un hombre. Pero ¿cómo podía estar tan segura? No había
ninguna ley que dijera que un hombre tenía que ser bueno sólo porque era tan bien
parecido que hacía que una mujer se sintiera débil cuando estaba cerca de él.
Laurel recordó el cabello rubio casi blanco que se asomaba por debajo del
sombrero, esa piel bronceada, del color del cuero nuevo, esos rasgos finos que
componían una expresión que no dejaba ver sus pensamientos y ese cuerpo alto y
fuerte, capaz de tumbar al suelo a Damián Blackthorne con un solo golpe.
Pero lo que ejerció el efecto más fuerte sobre ella fueron los ojos de Hen. Tan
intensamente azules como el cielo, eran unos ojos que no revelaban ningún indicio de
afecto, humor o tristeza. Nada. A pesar de que la había defendido y le había curado
las heridas, Hen parecía completamente frío e insensible. Pero no podía ser así, no
podía ser insensible y al mismo tiempo haber arriesgado su vida por ella.
«Deja de portarte como una tonta», se dijo. «Todas estas preguntas son una
pérdida de tiempo. Si hubieses invertido al menos la mitad del tiempo que llevas
pensando en ese hombre en hacerte preguntas acerca de Carlin antes de casarte, no
estarías ahora en este lío».
Laurel trató de olvidarse de su antiguo marido, tomó la bolsa con la ropa y la puso
sobre una silla. Pero el esfuerzo, aunque mínimo, hizo que la sangre le fluyera a la
cara y los golpes comenzaran a dolerle. Entonces se recostó contra el respaldo de la
silla. Tal vez no estaba lo suficientemente bien para trabajar hoy.
Pero luego pensó en que la alacena estaba casi vacía y se dio cuenta de que no
tenía opción. Ojalá la gente del pueblo fuera tan estricta para pagar las cuentas como
para insistir en que su ropa estuviera lista a tiempo.
—Quisiera que estuviéramos más cerca del arroyo —dijo Adam, mientras vertía el
último cubo de agua en la olla. Tenía la cara roja por el esfuerzo de arrastrar tres
baldes llenos hasta los bordes.
—Lo sé, pero entonces el arroyo inundaría la casa cada vez que lloviera. —Adam
lo sabía, pero a ella no le importaba que el chico se quejara de vez en cuando. Lo
hacía muy rara vez.
Laurel abrió la bolsa y comenzó a sacar una camisa tras otra. Estaba asombrada de
pensar que un hombre pudiera usar tantas camisas. Pero, más que la cantidad, le
llamó la atención la calidad de las camisas. Entonces examinó la tela con más
cuidado. Era lino fino, el mejor que había visto en su vida. Luego inspeccionó las
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costuras y los dobleces. Eran prendas mejores y más caras que cualquier cosa que se
pudiera conseguir en el pueblo. Siguió sacando camisas de la bolsa hasta completar
veintidós. La ropa interior, los pantalones y las medias eran de la misma calidad.
Incluso tenía una camisa para corbata. Hen debía de tener un traje completo en su
guardarropa.
Ese hombre no debía de llevar mucho tiempo trabajando como comisario;
primero, porque con el sueldo de comisario no habría podido permitirse semejante
guardarropa y segundo porque no se comportaba como un servidor de la ley. No. Un
comisario tenía que ser calculador y cuidadoso. Tenía que saber quién ostentaba el
poder y actuar con cautela, sin molestar mucho al más poderoso. Sin embargo, Hen
parecía ser el tipo de hombre que hace lo que desea, sin preocuparse por las
consecuencias.
Laurel se preguntó si su vida habría sido mejor si se hubiese casado con un
hombre como Hen, en lugar de casarse con Carlin.
Estaba segura de que Hen no la habría abandonado por una ramera cualquiera, ni
se habría hecho matar por tratar de robar un toro. Se habría casado con ella en una
iglesia, habrían celebrado una boda decente, en lugar de sacar de la cama a un
predicador cualquiera, en mitad de la noche; un predicador al que ella no había
podido localizar en siete años. Y no la habría dejado con un chico que había tenido
que educar sola y sin dinero.
Pero Laurel no se había casado con un hombre como Hen. Se había casado con
Carlin Blackthorne y llevaba seis años educando sola a su hijo. Y ahora no tenía
intenciones de renunciar a él. Y tampoco iba a dejarlo morir de hambre. Laurel
lavaría la ropa de ese hombre y luego se acostaría. Él le pagaría y así ella podría
comprar comida.
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castaño rojizo que le llegaba a la cintura, Hope se movía con la energía de una
marioneta. Sus risueños ojos color café, su sonrisa fácil y su resuelta seguridad hacían
que fueran bien recibida en todas partes.
—Te he traído el almuerzo —anunció.
—No tenías que hacerlo. Puedo comer en el restaurante.
—No, no quieres hacer eso —dijo Hope. Cerró la puerta con el pie y luego puso la
bandeja sobre el escritorio—. Esto mantiene alejadas a las moscas y lo protege del
polvo —dijo, al tiempo que apartaba el paño de cuadros blancos y rojos con el que
cubría la comida de la cesta.
—Me imagino que las moscas están tan hambrientas como yo.
Hope levantó la vista, asombrada, y luego se rió.
—Mamá dijo que tú eras un tío muy serio, pero yo le dije que sólo te portabas así
para evitar que todos los idiotas del pueblo te molestaran. —Hope quitó la cubierta
del plato y sacó el tenedor y el cuchillo, que estaban envueltos en una servilleta
blanca.
—¿Y hay muchos idiotas en Valle de los Arces?
—Montones —le aseguró Hope—. En realidad no hay mucho más. Papá dice que
es el calor. Mamá dice que en realidad nadie tiene mucho cerebro.
—Eso lo explicaría —dijo Hen, a quien le divertía tanto la charla espontánea de la
muchacha como la cantidad de comida que ella parecía creer que él necesitaba. Hen
no le había dicho nada sobre Damián. Pero no importaba. Perderse una comida tal
vez le ayudaría a perder un poco de energía.
Hope le sonrió a Hen como si servirle el almuerzo fuera la cosa que la hiciera más
feliz en el mundo. Le sirvió una taza de café y puso la jarra sobre la estufa fría.
—Espero que sea suficiente.
—Sería suficiente aunque tuviera que alimentar a tres prisioneros —dijo Hen y le
echó un vistazo al festín. Luego fue hasta el escritorio y se sentó.
—Tengo entendido que los hombres comen mucho —dijo Hope. Tomó un asiento
que estaba contra la pared y lo instaló junto al escritorio—. Todos los hombres que
conozco comen mucho. Mamá siempre se está quejando de eso. —Se sentó en el
asiento a horcajadas.
—Pues bien, no quiero que ella se queje de mí, en especial cuando llevo aquí sólo
una semana. ¿Por qué no almuerzas conmigo? —Hen sirvió un poco del espeso
estofado de res en el plato que habían usado para cubrir el suyo.
—No puedo —dijo Hope.
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—Dice que tú debes de ser pariente del demonio porque sólo el demonio puede
montar ese caballo. Jesse siempre está hablando de demonios y fantasmas. Dice que
puede verlos.
Hen sonrió. Si todo el mundo era como Hope, quedarse en ese pueblo no iba a ser
tan malo.
—¿De verdad Jesse piensa que soy el diablo?
—No, pero está seguro de que eres su secuaz. —La risa de Hope inundó el
ambiente—. Entonces yo le dije que el demonio se había conseguido un ayudante
muy bien parecido.
—No puedes esperar que el demonio atraiga a la gente si la carnada no es
atractiva.
—No había pensado en eso. —Hope sonrió—. Supongo que ésa es la razón de que
las palomas le gusten a todo el mundo.
La expresión jocosa de Hen sólo era una apariencia. Estaba pensando en su padre.
Ese sí que era una carnada atractiva. Nunca tanta belleza había encubierto una
maldad tan profunda. Comenzó a comerse el pastel, pero sintió que ya no tenía
hambre. Siempre que pensaba en su padre le pasaba lo mismo. Se quitó la servilleta y
se levantó para servirse más café.
—Dale las gracias a tu madre de mi parte, pero estoy muy lleno para comerme el
pastel. La próxima vez puedes traer sólo la mitad de la porción.
—Ceo que yo he comido más que tú —dijo Hope con timidez.
—No se nota. Eres tan delgada como un palillo.
—Lo sé. —La joven no parecía contenta con el cumplido—. Y por más que como
no consigo engordar. —Comenzó a colocar los platos en la bandeja.
A Hen le tomó un segundo darse cuenta de que la muchacha estaba hablando de
sus senos. O mejor, de la carencia de ellos.
—Yo no me preocuparía por eso. La gente se desarrolla muy rápidamente a tu
edad.
—Lo sé. Mary Parker parecía un chico y un minuto después todos los muchachos
del pueblo la seguían a todas partes con la boca abierta.
—Espera y verás. En un par de años te estarán siguiendo a ti.
—Yo no quiero que me sigan. No me interesan los chicos. Son demasiado
inmaduros.
Hen tuvo la sensación repentina de estar siendo acosado por una chica de catorce
años que se moría por tener un romance.
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—Tal vez —dijo con frialdad, para mantener las distancias—, pero podrías
hacerles pagar por todas las veces que no te prestaron atención.
Hen vio que la idea le había parecido atractiva a Hope.
—A propósito, seguí la sugerencia de tu madre y le llevé mi ropa sucia a la viuda
de Blackthorne esta mañana. Una mujer más bien extraña. ¿Cómo es ella? —
Cualquier cosa con tal de evitar el tema de la falta de senos de Hope.
—No lo sé. No viene mucho al pueblo.
—¿Una mujer a la que no le gusta venir al pueblo?
Hope se rió.
—Probablemente se debe a que se siente incómoda por la forma en que la miran
los hombres.
—¿Cómo es eso?
—Es muy hermosa.
—Tiene un chiquillo.
—¿Y?
—No tiene marido.
—Ser una viuda no afecta a sus posibilidades de encontrar otro marido.
—Ella nunca tuvo marido.
Hen levantó la vista con gesto inquisitivo.
—Dice que estaba casada con Carlin Blackthorne, pero la familia de él lo niega.
—¿Y qué dice el señor Blackthorne al respecto?
—Está muerto.
—Tal vez sea mejor que le pida a otra persona que me lave las camisas.
—Pero ella necesita el dinero.
Hen volvió a levantar la vista.
—Es muy pobre —insistió Hope—. Vive en ese cañón completamente sola.
—Lo pensaré. Ahora, será mejor que lleves la bandeja al restaurante. Seguro que
tu madre te está esperando hace rato.
—A ella no le molesta —dijo Hope—. Mamá dice que es una lástima que una
mujer decente tenga que estar en la misma habitación con la mitad de los hombres de
este pueblo. ¿Está bien si te traigo la cena a las seis?
—De verdad no tienes que hacerlo.
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—Quiero hacerlo. Además, eso me permite escaparme del trabajo. Esa cocina es
más caliente que el infierno. —Hope se quedó quieta y se llevó una mano a la boca—.
No se lo contarás a nadie, ¿verdad?
—¿Qué es lo que no tengo que contar?
—Lo que acabo de decir.
—¿Y qué has dicho? Ah, eso del restaurante. —Hen sonrió—. No, por el momento.
Sólo lo haré si te portas mal.
—Yo sabía que eras un buen tío. Se lo he dicho a todo el mundo, pero la gente
insiste en que siempre andas con el ceño fruncido y no hablas y parece que siempre
estuvieras sintiendo un mal olor. Yo les digo que ésa es tu manera de ser.
Hen no podía entender por qué esta chica lo veía distinto a como lo veía todo el
mundo. Tenía que admitir que le gustaba que fuera así.
Laurel escurrió la última camisa y se recostó, exhausta. Había lavado todas las
camisas de Hen Randolph. Sólo podía planchar unas pocas esa noche, pero
plancharía unas cuantas cada día hasta terminarlas todas.
Le dolía horriblemente la cabeza. Tenía palpitaciones en la cara y sentía un dolor
tan intenso que estaba mareada. Instintivamente, se llevó una mano a la mejilla y se
encontró con la tela con la que mantenía los trozos de higo chumbo contra las
heridas. No pudo evitar sonreír. Debía de parecer una loca. Si alguien la viera, con
seguridad pensaría que estaba loca. Y había hecho eso sólo porque se lo había dicho
un desconocido. Hasta donde ella sabía, los higos chumbos sólo le irritarían más la
cara.
Pero ella creyó a Hen. Parecía tan poco interesado en la gente que Laurel no creía
que se tomara la molestia de mentir. ¡Qué extraño que se sintiera atraída hacia un
hombre que parecía totalmente desprovisto de pasión!
Se había casado con Carlin debido a sus emociones desbocadas. Y ahora se sentía
atraída hacia Hen Randolph precisamente por lo contrario. ¿Acaso les tenía tanto
miedo a las emociones que había renunciado a la idea de encontrar a un hombre que
pudiera darle ese amor cariñoso y protector que deseaba con tanta desesperación?
No. Pero Laurel tampoco creía que Hen fuera tan frío como parecía. En algún
lugar dentro de él había un corazón tierno, una ternura más profunda que la dureza
que había sentido antes. Sólo necesitaba que apareciera alguien que se tomara el
trabajo de sacarla a flote. Pero Laurel no se atrevía a pensar que esa persona pudiera
ser ella.
~27~
Leigh Greenwood Laurel
Capítulo 3
~28~
Leigh Greenwood Laurel
—Finn Peterson está disparando en la cantina de Elgin —logró decir Hope y luego
se detuvo para recuperar el aliento—. Está totalmente ebrio. —Volvió a tomar aire—.
¿Qué vas a hacer?
—Todavía no lo sé.
—Te va a matar.
—No lo creo —dijo Hen y comenzó a caminar hacia la cantina—. La mayor parte
de los hombres no se arriesgan a que los maten a menos que se trate de algo
importante.
Pero Hope no estaba con ánimo para filosofar.
—¿Vas a empezar un tiroteo en la calle?
—No lo sé. Ahora regresa al restaurante y mantén la cabeza dentro.
—Pero yo quiero ver. —Hope parecía estar reuniendo valor para quedarse a mirar,
pero en ese momento salió de la cantina otra ráfaga de disparos, seguidos de dos
hombres que se lanzaron de cabeza por la puerta.
—¡Lárgate! ¡Ya! —gritó Hen de manera tan tajante y firme que Hope dio un
brinco—. Y mantén la cabeza gacha.
Hope le lanzó una mirada de resentimiento, pero dio media vuelta y huyó.
Hen se dirigió a la cantina.
La calle se había quedado vacía como por arte de magia. Nada se movía. Hasta los
caballos parecían haberse quedado quietos por miedo a llamar la atención. Ahora se
oían disparos cada pocos minutos. Scott Elgin tendría que reparar el techo antes de
que llegara el invierno. A esa hora ya debía de haber suficientes agujeros en el techo
como para que los clientes pudieran saber la hora por la ubicación de las estrellas.
Mientras se aproximaba a la cantina, Hen se dio cuenta de que no tenía deseos de
dispararle a ese hombre. La gente tenía derecho a esperar que él defendiera su
propiedad y la paz del pueblo, al igual que su vida, pero eso no significaba que
tuviera que matar a un inofensivo borracho. Hen se detuvo a la entrada de la cantina
para permitir que sus ojos se adaptaran a la sombra, antes de empujar las puertas de
vaivén.
No era un lugar muy grande, más bien estrecho y profundo, con las mesas muy
pegadas las unas a las otras. Al fondo de la cantina había una barra que debía de
medir apenas unos cuatro metros. Hen no estaba seguro de cuántos clientes
quedaban todavía, porque todos estaban debajo de las mesas. El pistolero estaba
sirviéndose otra copa. Le estaba dando la espalda a la puerta y no notó la llegada de
Hen.
—Creo que ya ha bebido bastante —dijo Hen.
~29~
Leigh Greenwood Laurel
Finn Peterson se volvió de manera tan rápida que perdió el equilibrio y tuvo que
apoyarse contra la barra. Hen sintió náuseas. No le gustaban los borrachos. Si podía
evitarlo, prefería no dirigirles la palabra.
—Yo puedo beber todo lo que quiera —dijo Finn, y movió torpemente la pistola
mientras le apuntaba al cantinero, que estaba extremadamente nervioso. Hablaba
arrastrando las palabras, pero era evidente que sabía lo que estaba diciendo.
—Tal vez en otra ocasión. Pero ahora le sugiero que guarde esa pistola y regrese a
donde pertenece. No es justo que le deje todo el trabajo a su compañero.
—¡Ese maldito desgranado! —estalló Finn. Luego hizo el esfuerzo de dar media
vuelta para quedar mirando a Hen—. Él me ha dejado solo muchas veces. Que vea
ahora si le gusta.
¡Un borracho haciendo disparos en el pueblo porque estaba molesto con su
compañero! Le molestaba tanto la situación, que Hen no quería seguir conversando.
Así que comenzó a avanzar hacia el hombre.
Finn disparó otra vez. La bala se desvió y rompió una ventana.
—Será mejor que venga a dormir un rato en la cárcel —dijo Hen, sin inmutarse
por el disparo—. Su puntería es lamentable.
Hen se daba cuenta de que no estaba manejando bien ese asunto. Debería estar
hablando suavemente, tratando de calmar a Finn para poder quitarle el arma. Pero él
era demasiado impaciente. Sólo quería sacarlo de la cantina y acabar con el asunto.
—¡Desenfunde, maldita sea! —gritó Finn y se movió con más agilidad de lo que
Hen había previsto.
—Pero aquí no. Podría herir a alguien.
—¡Desenfunde! —volvió a gritar Finn; parecía estar furioso por el hecho de que
Hen no se tomara en serio su amenaza.
—Ya ha causado suficientes daños en la cantina del señor Elgin —dijo Hen e hizo
el ademán de volverse hacia la puerta, con la esperanza de que Finn lo siguiera.
—Usted no se puede ir así.
—Yo no me enfrento con hombres borrachos.
—Yo no estoy borracho. —Finn se apoyó contra la pared y apuntó a Hen con su
pistola.
Hen perdió la paciencia. Desenfundó y disparó.
—¡Aauuuu! —El arma de Finn salió volando y se estrelló contra el suelo, mientras
él sacudía frenéticamente la mano.
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Leigh Greenwood Laurel
—Deje de gritar —dijo Hen con indiferencia, al tiempo que enfundaba su pistola—
. No está herido. —Agarró a Finn por los hombros y lo empujó a través de la puerta,
hacia la acera de madera y luego hacia la calle, donde brillaba el sol.
—Usted me ha disparado en la mano —dijo Finn con incredulidad—. Me ha
disparado en la mano.
—Le he disparado a su pistola —dijo Hen, mientras empujaba al hombre delante
de él—. La bala no le ha tocado la mano.
—¡Pero no puedo mover los dedos!
—Estará bien en un par de horas y podrá volver a manejar el lazo con la destreza
de siempre.
Finn se miró la mano con perplejidad.
—Damián Blackthorne es mi compañero —dijo—. Cuando se entere de lo que
usted acaba de hacer, vendrá aquí y lo matará en el acto.
—Gracias por la advertencia.
En ese momento la gente comenzó a aparecer en las entradas de las casas y en las
ventanas y a salir a los callejones que separaban las construcciones. De repente
apareció Hope, al lado de Hen.
—¿Por qué no lo mataste? —preguntó Hope.
—Yo no mato a hombres ebrios —dijo Hen, mientras seguía llevando a Finn hacia
la cárcel—. Además, disparar al aire en una cantina no es un delito tan grave.
Hope parecía decepcionada. Hen se preguntó si la gente del pueblo sentiría lo
mismo. Todo el mundo guardaba la distancia, mientras Hen seguía empujando a
Finn a lo largo de la calle, hacia la cárcel.
—Saca la llave del escritorio —le dijo Hen a Hope, mientras metía a Finn por la
puerta. Lo empujó a través de la oficina y de la segunda puerta, y lo metió en la celda
que estaba al lado de la de Damián.
—¿Qué diablos está haciendo Finn aquí? —preguntó
Damián.
—¿Qué estás haciendo tú aquí? —preguntó Finn a su vez.
—Los dos tendrán mucho tiempo para darse explicaciones —dijo Hen, mientras
empujaba a Finn hacia la celda.
—Lo voy a matar —gritó Damián.
—Ya me lo había dicho. —Hen cerró la puerta que comunicaba con la oficina, para
no tener que oír el resto de las amenazas de Damián.
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podría hacer frente a varios Blackthorne al mismo tiempo. Tal vez opusiera
resistencia por un rato, pero Hen sabía que al final ellos se quedarían con el chico.
Y él era el único que podía hacer algo para evitarlo. Pero ¿qué? Ella no aceptaría
ninguna ayuda. Laurel se había encargado de dejar muy claro que no quería que Hen
la ayudara.
—Supongo que tendré que enviar a alguien a hablar con ella. Tendrá que mudarse
al pueblo, donde pueda estar a salvo.
—Pero ella no le va a hacer caso a nadie.
Eso era lo que Hen temía.
—Pues bien, a mí seguramente no me va escuchar. ¿Por qué no vas tú?
Probablemente...
De pronto se abrió la puerta de la oficina y entró Grace Worthy.
—Conque aquí es donde estás, Hope Worthy —dijo, y era evidente que estaba a
punto de perder la paciencia con su hija—. Debí saber que estarías revoloteando en el
centro mismo de los problemas, como una abeja en torno a una flor. ¿Acaso se te ha
olvidado que comenzamos a servir la cena en menos de una hora?
El entusiasmo de Hope se desvaneció al ver la furia de su madre.
—Tenía que contarle al comisario todo lo que sé sobre los Blackthorne —explicó
Hope—. Él no tenía por qué saber que hay cientos de Blackthorne y que todos son
malos y están dispuestos a dispararle a cualquier cosa que se mueva.
—No creo que quieran matar a ningún ciudadano honesto —dijo la señora
Worthy—, pero son una familia absolutamente horrible. Usted puede estar seguro de
que siempre oirá algo sobre ellos.
—¿Lo ves? Te lo dije —concluyó Hope.
—Pero a mí me preocupa más Laurel Blackthorne —dijo Hen—. Damián dice que
seguirán intentando llevarse al chico, hasta que lo logren.
—Probablemente así será.
—Necesito que usted o alguna de las señoras del pueblo vayan hasta allí y la
convenzan para que se mude al pueblo.
La señora Worthy no respondió enseguida. Hope comenzó a decir algo, pero su
madre la hizo callar con la mirada.
—Me encantaría intentarlo, pero no creo que ella me escuche, ni a mí ni a nadie de
este lugar.
—¿Por qué?
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Leigh Greenwood Laurel
—Ella le tiene mucho resentimiento a la gente del pueblo. Por desgracia, en cierto
modo tiene razón, aunque ella también tiene su parte de culpa. Es una joven muy
difícil, en condiciones muy difíciles. Tal vez la persona más indicada para hablar con
ella sea usted.
—¿Por qué? Ni siquiera me conoce.
—Por eso mismo.
—Yo iré —se ofreció Hope.
—Tú, jovencita, vas a regresar al trabajo. Y si vuelves a salir sin permiso, pasarás
todas las noches de esta semana en tu habitación.
Esa amenaza logró amedrentar a Hope, quien salió por la puerta, delante de su
madre. La señora Worthy se volvió y dijo:
—Cuando Laurel llegó aquí por primera vez, algunas de las señoras del pueblo
aceptaron ayudarla por caridad. Por desgracia, no estaban dispuestas a creerse que
estaba casada ni a permitir que su pequeño hijo jugara con los hijos de ellas. Laurel
dejó muy claro que no iba a permitir que nadie la mirara a ella o a su hijo por encima
del hombro. Me temo que no tiene mucha fe en la bondad de la naturaleza humana.
Tal vez usted pueda cambiar esa percepción.
Hen se quedó mirando a la señora Worthy mientras se marchaba. Era como si la
mujer acabara de partirle las piernas y abandonarlo a su suerte. Él nunca había sido
capaz de convencer a nadie de nada sin usar su pistola. ¿Por qué demonios creía la
señora Worthy que podría hacer cambiar de opinión a Laurel Blackthorne? Ella no
quería ni verlo.
Hen arrojó las llaves al cajón del escritorio y lo cerró de un golpe, pero ni el ruido
sirvió para aliviar la irritación que sentía y le producía una gran tensión en los
hombros. No quería tener nada que ver con esa mujer. Estaba dispuesto a protegerla,
pero prefería hacerlo obligándola a alejarse del peligro y no involucrándose
directamente.
Hen farfulló una maldición, agarró su sombrero y se dirigió a la puerta. A pesar
del calor, la calle todavía estaba llena de gente. Como no quería hablar con nadie, dio
la vuelta hacia la parte trasera de la cárcel y se encaminó hacia el estero.
Lo que lo estaba molestando no eran los Blackthorne. Era Laurel. Nunca había
conocido a una mujer que se le metiera por debajo de la piel con tanta rapidez, y eso
que sólo la había visto una vez. Si seguía encontrándosela, sería peor que
embadurnarse de miel y atarse a un árbol junto a un hormiguero.
Desde luego, Laurel no tenía la culpa de que él estuviera molesto, irritable y
dispuesto a morder al que fuera. No era culpa suya que él se encontrara en una
posición en la que tenía la obligación de hacer un trabajo que no le gustaba. Ni
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Leigh Greenwood Laurel
Después de las nueve de la noche, las calles de Valle de los Arces se volvían
bastante ruidosas. Al igual que la mayor parte de los pueblos del Oeste, Valle de los
Arces tenía numerosas cantinas. Había una pequeña mina en la zona, de manera que
en el pueblo siempre había unos cuantos mineros que estaban comprando
provisiones, o tomando un descanso para asearse tras pasar varios meses encerrados
en la mina, o simplemente buscando un poco de diversión antes de regresar a la tarea
extremadamente aburrida de tratar de arrancarle a la tacaña Madre Tierra un poco
de la riqueza de sus entrañas.
Las mujeres habían desaparecido en el interior de sus casas, pero el entusiasmo
que había despertado el tiroteo de la mañana parecía haber atraído a todos los
hombres de la zona. Estaban ante las barras de las cantinas, o reunidos alrededor de
mesas cubiertas de cartas y botellas de whisky, o conversando en pequeños corrillos
en la calle. En cada grupo, el principal tema de conversación era el tiroteo. Aquí y
allá, algunos de los chicos mayores trataban de unirse a los adultos, o aprovechaban
el alboroto para olvidarse del toque de queda y disfrutar de unas cuantas horas
extras de diversión no supervisada.
Hen nunca había disfrutado mucho de la compañía de los hombres que
frecuentaban las cantinas, pero el hecho de ver al comisario dando vueltas por ahí
ayudaba a mantener las cosas tranquilas. Hen entró a la cantina de Elgin. No era la
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Leigh Greenwood Laurel
más popular, pero uno siempre podía encontrar allí a los hombres más respetados
del pueblo. Intercambió algunos saludos con varios de los clientes que estaban
sentados en las mesas.
—Buenas noches, comisario —le gritó Elgin con una sonrisa de sincera alegría en
el rostro—. Lo invito a tomarse un trago. Demonios, después de ese tiroteo, usted
puede tomarse una copa cada vez que quiera.
—Gracias, pero no bebo. —Hen se recostó contra la barra y recorrió con la mirada
los rostros de todos los hombres que había en la cantina. No estaba seguro de que le
gustara la apariencia de uno de los jugadores, pero el resto parecían ciudadanos
decentes y correctos.
—¿Nunca? —preguntó Elgin, que aparentemente creía que Hen sólo estaba
tratando de impresionar a los ciudadanos con su buena conducta.
—El alcohol y yo no nos llevamos bien. —Hen levantó la mirada. Las estrellas
titilaban a través de los agujeros del techo—. Será mejor que mande arreglar su techo.
—Tengo mucho tiempo. Aún faltan varios meses para la temporada de lluvias.
Hen se apartó de la barra.
—Pero es mejor no esperar hasta el último momento —dijo y se dirigió a la puerta.
—¿Quiere jugar una mano, comisario? —preguntó Wally Regen cuando Hen pasó
junto a su mesa. El jugador en el que Hen no confiaba estaba sentado precisamente
en esa mesa y no parecía muy contento con la presencia del comisario.
—No me gustan mucho los naipes. —Hen le echó un vistazo a la pila de dinero
que tenía el jugador enfrente—. Por lo general, terminan costándome más de lo que
puedo pagar.
Wally parecía un poco incómodo.
—Entonces, siéntese un rato.
—Encantado —dijo Hen y miró al jugador en lugar de mirar a Regen—. Tengo
toda la noche.
Wally le acercó un asiento con el pie y Hen se sentó.
—Todo el mundo está hablando de ese tiro de esta mañana.
—Todo el mundo tiene suerte de vez en cuando.
Wally le pasó la botella de whisky a Hen, pero éste no se sirvió bebida en el vaso.
—Ese no fue un tiro de suerte.
—Fue el tiro de un experto —dijo el jugador—. No conozco a ningún pistolero que
pudiera haberlo hecho mejor.
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—¡Maldita sea! —dijo Wally—. No sabía que el comisario estaba interesado en esa
mujer.
—No lo está —dijo Horace Worthy—. Subió hasta allá para ver si ella podía
lavarle la ropa. Y ahí fue cuando encontró a Damián tratando de llevarse al chico. Eso
fue lo que me contó mi hija Hope. Ella le lleva la comida. Hasta donde sé, no está
interesado en ninguna mujer. Aunque es tan bien parecido que uno pensaría que lo
perseguirían como las vacas a un bloque de sal.
—No lo entiendo —dijo Norton.
—Yo no confío en él —comentó el jugador. Varias cabezas se volvieron a
mirarlo—. Un hombre que no acepta una copa ni se sienta a mirar un juego de cartas
amistoso tiene que tener algo malo.
—Tal vez a él no le gusta perder su dinero —dijo Wally y miró la montaña de
billetes que tenía el jugador sobre la mesa.
—Tal vez quiera mantener la cabeza despejada, en caso de que aparezcan los
Blackthorne —dijo Norton.
—Eso no explica por qué no le gustan las mujeres.
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—No sabemos que no le gusten —dijo Norton, tratando de ser justo—. Sólo lleva
dos semanas en el pueblo. No se puede esperar que salte encima de la primera mujer
que vea.
—Tal vez no está interesado en mujeres como ella —dijo Horace—. Hope dice que
tiene muy buenos modales. No dice groserías delante de ella y mantiene la prisión y
la casa perfectamente ordenadas.
—Ese hombre parece cada vez más peculiar —dijo alguien que estaba escuchando.
—A mí no me importa cómo sea mientras pueda disparar como lo hizo esta
mañana —dijo Scott Elgin desde detrás de la barra—. Yo le pago el sueldo para que
me proteja de borrachos como Finn Peterson. Lo demás no me importa.
—¿Crees que será capaz de hacerles frente a los Blackthorne? —preguntó Wally.
—Es capaz de hacerle frente a cualquiera.
Los hombres levantaron la vista. Peter Collins acababa de entrar y se dirigió hacia
la mesa donde estaban sentados. Su recomendación fue decisiva para contratar a
Hen.
—Pero hay muchos Blackthorne, la última vez vimos varias docenas —dijo Wally.
—Mientras que Hen Randolph esté aquí, ustedes estarán a salvo,
independientemente de la cantidad de Blackthorne que se reúnan. Ahora, juguemos
una partida. —Collins tomó asiento y le echó un vistazo al dinero que había ganado
el jugador—. Veo una montaña de billetes que se mueren por meterse entre mi
bolsillo.
—Para ti es fácil decirlo —dijo Norton, mientras barajaba las cartas y comenzaba a
repartir—. Tú no vives en el pueblo. Los que vivimos en el pueblo somos los que
vamos a sufrir porque Randolph ha metido a Damián en la cárcel.
El salón quedó en silencio. No todo el mundo había oído la noticia del arresto de
Damián. Todos se volvieron a mirar a Bill Norton.
—Pensé que el que había disparado era Finn Peterson —dijo alguien.
—Así fue, pero el comisario atrapó a Damián golpeando a la viuda de Blackthorne
y tratando de llevarse al chico. De acuerdo con Horace, le dio una paliza tremenda a
Damián y luego lo metió a la cárcel. Ni siquiera le dio de comer.
—Eso va a hacer que sus hermanos se pongan más furiosos que una serpiente
cascabel amarrada a un poste.
—No lo van a dejar en la cárcel. Eso arruinaría su reputación.
—¿Qué podemos hacer?
—No lo sé, pero tenemos que hacer algo.
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Leigh Greenwood Laurel
Hen se dijo que debía tratar de olvidar lo que había dicho Luke, pero no podía.
Luke podía ser un bocazas, pero Hen sabía que lo que había dicho era lo que todo el
mundo pensaba. Y le enfurecía que Luke, o cualquier otro, pensara que Laurel podía
satisfacer sus apetitos físicos. Hasta donde Hen podía ver, ella era una mujer bonita,
recta y valerosa y el hecho de que tuviera un hijo fuera del matrimonio no cambiaba
su naturaleza básica. Ciertamente era mucho mejor que los hombres de la cantina.
Tal vez no cumplía con los estándares de lo que el pueblo creía que se necesitaba
para ser una dama, pero él no podía ver ninguna razón para que un solo error la
marcara de por vida. Hen estaba absolutamente seguro de que toda la gente de Valle
de los Arces había hecho en su vida al menos una cosa que no resistiría un escrutinio
cuidadoso.
Ése, ciertamente, era su caso.
Hen se volvió hacia la casa que el pueblo había construido para un comisario con
cinco hijos. Ya era hora de que durmiera un poco. Después de una semana de no
hacer prácticamente nada, había tenido un día bastante activo.
La noche no logró disminuir la inquietud y la sensación de irritación que corroían
a Hen con la tenacidad de un domador de caballos. Se despertó a las cinco. En lugar
de quedarse dando botes en la cama, dio un largo paseo por el desierto. El paseo no
le sirvió para aclarar sus ideas, pero al menos logró relajar su espíritu. Estaba casi
tranquilo cuando llegó a la cárcel y encontró la puerta trasera abierta de par en par.
Hen no podía creerlo. La puerta de las celdas en las que estaban Damián y Finn
también estaba abierta. Alguien los había liberado y había dejado las llaves sobre el
escritorio. Hen las agarró y cruzó la calle como un rayo hasta el banco. Bill Norton
estaba abriendo en ese momento.
—¿Quién dejó salir a Blackthorne y a Peterson? —preguntó Hen.
Norton se quedó mirándolo por un momento y luego abrió la puerta del banco y
le hizo señas para que entrara.
—Me temía que iba a pasar algo así.
—¿Y no se le ocurrió participarme sus temores?
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Capítulo 4
A Laurel le encantaba la primera hora de la mañana. Era el momento del día que
más le gustaba. Al respirar el aire fresco y silencioso del cañón, casi podía creer que
la noche había devorado el pasado y su hijo no estaba bajo amenaza y que algún día
encontraría un amor tan fuerte y duradero que borraría el recuerdo de los últimos
catorce años.
Pero al ver a Adam ayudándola a llenar las cestas con ropa limpia, el sueño se
desvaneció. Nada había cambiado. Nunca cambiaría. Laurel puso las cestas en unas
angarillas que había fabricado para su burro y los tres comenzaron a bajar el cañón
hacia Valle de los Arces.
Laurel nunca dejaba de maravillarse ante la belleza de su cañón. Aun en los días
más calientes, el aire del cañón permanecía fresco, tonificante. Alimentado por una
corriente de agua que se mantenía constante durante todo el año y bajaba de las
montañas, el cañón formaba un oasis de vida en medio del agreste desierto. Los
árboles estaban llenos de pájaros y sus cantos anunciaban con júbilo la llegada de
cada día. A lo lejos, el martilleo de un pájaro carpintero resonaba entre las altas
paredes del cañón. Una bandada de codornices se atravesó en el camino. Un colibrí
volaba de aquí para allá, en medio del viento silencioso, chupando el néctar de la
florescencia tardía de un cactus. Millones de animalillos correteaban por entre las
piedras y los remolinos del arroyo. El cañón era todo un mundo independiente y
hacía que Laurel se sintiera igual.
Pero pronto llegaron al final del cañón. La sensación de seguridad de Laurel, su
sensación de bienestar, se evaporó casi con la misma rapidez que desaparecía el agua
entre la sedienta arena del desierto. Laurel se dio un empujoncillo mental. Tenía que
ganarse la vida de alguna manera, tenía un hijo que alimentar y no podía mantenerlo
si permanecía escondida en su amado refugio.
Solía bajar al pueblo a esas horas porque no le gustaba encontrarse con nadie. Las
mujeres de Valle de los Arces nunca la habían aceptado y nunca iban a permitir que
ella lo olvidara. Y ella tampoco había podido convencerlas de que no iba detrás de
sus maridos. No entendía cómo una pobre mujer con un hijo de seis años podía
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causar tanta incomodidad. Sin embargo, había visto cómo más de una mujer
empujaba a su marido hacia dentro de la casa cuando veían que ella se acercaba.
Sabía que los hombres estarían encantados de recibirla, pero de una manera que a
Laurel le parecía inaceptable. Y como era más fácil evitar los problemas que tener
que enfrentarse a ellos, bajaba al pueblo inmediatamente después del amanecer,
mientras que las mujeres estaban preparando el desayuno y sus maridos disfrutaban
de los últimos minutos de sueño.
Durante la última semana había tenido que usar una especie de velo sobre la cara
para ocultar los moretones que hacían que tuviera todavía menos ganas de
encontrarse con alguien. Solía recorrer los callejones que había detrás de las casas y
esconderse entre las sombras, mientras Adam dejaba las cestas llenas de ropa limpia
en las entradas de las casas o en las puertas traseras y recogía el dinero y la ropa
sucia. Laurel hacía sus rondas lo más rápido que podía y hablaba lo menos posible.
No era difícil. A esa hora la mayoría de las mujeres estaban demasiado ocupadas
para entablar conversación, aun que hubieran querido hacerlo, lo cual no era el caso.
Pero la señora Worthy era diferente.
—¿Qué demonios haces con la cara cubierta como un apicultor? —preguntó Grace
Worthy.
Laurel no supo qué responder. Todo el mundo sabía que Damián la había atacado,
pero no le había mostrado los moretones a nadie.
Grace se dio cuenta de su renuencia.
—No tienes que decirme nada que no quieras. Entra y tómate una taza de café —
dijo y mantuvo abierta la puerta trasera del restaurante, haciendo caso omiso de la
resistencia de Laurel a aceptar la invitación.
—Pero usted está ocupada.
—Todavía no. La gente que desayuna en mi restaurante no se levantará hasta
dentro de dos horas. Tú también, hijo —le dijo Grace a Adam—. Tengo un trozo de
pastel que sobró de ayer y está pidiendo que alguien se lo coma.
Adam no se mostró tan reacio como su madre. Laurel lo siguió de mala gana. A
pesar de lo mucho que pretendía ocultarlo, echaba de menos la compañía femenina.
No había tenido ninguna amiga desde que huyó de su casa, hacía ya siete años, y
prácticamente desde que su madre murió. Y aunque la señora Worthy sólo había
tratado de entablar una amistad casual, no trataba a Laurel con esa superioridad ni
ese desprecio con que la miraban las otras mujeres.
—Me sorprende que empieces a trabajar tan temprano —dijo la señora Worthy, al
tiempo que ponía frente a Adam un enorme pedazo de pastel de manzana y servía
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dos tazas de café—. Me asombra que a las mujeres no les moleste que las saquen de
la cama a estas horas.
Laurel sonrió y aceptó el café.
—La mayoría acostumbran a dejar la ropa y el dinero fuera, para que no tenga que
molestarlas.
—A mí me gusta ver con quién estoy tratando —dijo la señora Worthy.
—Pero no le gustaría si los demás la miraran con aire de superioridad, o miraran a
su hijo como si tuviera una enfermedad contagiosa y pudiera contaminar a los demás
críos.
—No, es cierto —dijo Grace Worthy—. Me temo que tendría que decirles unas
cuantas cosas.
—Ya lo he intentado. Pero es más fácil así.
—Eso supongo. Sin embargo, es una lástima. Cómete el resto —le dijo la señora
Worthy a Adam, que estaba mirando el último trozo de pastel.
—Me imagino que se está preguntando qué me hizo Damián—dijo Laurel.
Grace sonrió de manera espontánea y amistosa.
—Sí, no puedo negar que tengo curiosidad.
Laurel desató el velo y se lo retiró de la cara. La expresión de horror de Grace
Worthy le indicó que los moretones todavía tenían un aspecto tan terrible como ella
temía.
—Debía haberme visto la semana pasada.
—Pero ¿por qué lo hizo?
—La familia de mi marido ha decidido que es hora de enseñarle a Adam a ser un
Blackthorne. Y como no dejé que Damián se lo llevara, me golpeó.
—¿Por qué no le disparaste?
—Me tomó por sorpresa. Si el comisario no llega en ese momento, se habría
llevado a Adam.
—Gracias a Dios estás a salvo.
—Pero van a volver.
—Pero, seguramente...
—Ahora que alguien sacó a Damián de la cárcel, los Blackthorne saben que no
tienen nada que temer por parte de la gente de Valle de los Arces.
En ese momento la que se sintió incómoda fue Grace Worthy.
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—Si lo contrataron para perseguir a los cuatreros, estoy segura de que ya los
conoce. —Laurel se puso la bufanda sobre la cabeza y se envolvió de manera que la
tela le cubrió la mayor parte de la cara—. Será mejor que nos marchemos. Ya hemos
abusado demasiado de su tiempo. Vamos, Adam.
Grace los acompañó hasta la puerta.
—Parece que los pistoleros no te gustan para nada.
Laurel se volvió y en sus ojos color café brillaba una luz intensa.
—Mi padre era un amante de la paz, pero fue asesinado en un tiroteo. Mi marido
era un pistolero y lo mataron cinco semanas después de que nos casamos.
Grace abrió la boca para decir algo, pero luego cambió de opinión.
—Ya sé que nadie se cree que Carlin se casó conmigo. Hasta su familia lo niega. —
Laurel dio media vuelta—. Trataré de tener lista su ropa para mañana, pero no sé si
me dará tiempo porque voy un poco retrasada.
—No te preocupes. Pasado mañana está bien.
Laurel salió del pueblo por el Arroyo de los Arces, un lecho seco que sólo se
llenaba de agua durante la temporada de lluvias o después de una tormenta.
Normalmente, disfrutaba del paseo a través de los robles y los arces que la protegían
del calor y de los ojos curiosos. Pero hoy estaba obsesionada con Hen Randolph.
¡Era un pistolero! ¡Un asesino!
—¿Cómo es posible que un hombre que fue capaz de arriesgar su propia vida para
defenderme de Damián sea un asesino cruel y sin corazón? —le preguntó a Adam.
Laurel no podía conciliar la imagen de la amabilidad de Hen con la de los pistoleros
y asesinos que frecuentaban la cantina de su padrastro o formaban parte de la familia
de Carlin.
Adam corría delante de ella e iba pateando la arena con los pies descalzos y
arrojando piedras a los árboles para asustar a los pájaros.
—Pero él no mató a Damián —dijo el niño.
Laurel estaba demasiado absorta en sus propios pensamientos para oírlo. No
quería que Hen fuese un asesino. Llevaba toda la semana deseando que fuese un
hombre que no dependiera de un arma para solucionar sus problemas.
—Es tan fuerte y seguro de sí mismo... No se pavonea, ni se mueve, ni se porta
como si pensara que es mejor que los demás. Ni siquiera se comportó como si
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Leigh Greenwood Laurel
estuviera esperando que yo le diera las gracias. Actuó con tanta normalidad como si
estuviera cepillando su caballo o diciendo «señora» o «discúlpeme».
—Me cae bien —declaró Adam y le lanzó una nuez a una ardilla que soltó un
chillido de protesta.
Hen se había comportado como si preocuparse por Adam y por ella fuera la cosa
más natural del mundo. No se sentía avergonzado por conocer las hierbas
medicinales y saber cómo usarlas. Era exactamente la clase de hombre que ella había
estado buscando toda la vida.
—¡Pero es un pistolero y un asesino! —dijo en voz alta.
—Me cae bien —volvió a decir Adam, mientras se subía a un árbol.
Pero ¿sería un pistolero? Nadie lo había visto usar un arma.
—Esto es una tontería, estoy tratando de tapar el sol con una mano. Sólo un tonto
trataría de ganarse la reputación de ser un pistolero si no lo fuera en realidad. Hay
demasiada gente que quiere hacerse famosa matando a un pistolero conocido.
Alguien lo matará por la espalda, como hicieron con Billy «El Salvaje» Hickok.
—¿Quién es Billy «El Salvaje» Hickok? —preguntó Adam, al tiempo que se
descolgaba de un brazo y caía al suelo.
No, tenía que aceptar la verdad y mantenerse alejada de Hen Randolph.
Obviamente, era un hombre de dos caras: una extremadamente amable y la segunda
sin ningún rastro de humanidad. Laurel no podía confiar en un hombre así.
Debería haberlo aprendido con su padrastro.
Y no importaba que fuera tan bien parecido que ella no podía dejar de pensar en
él. La gente como Hen usaba su apariencia como un arma. Probablemente había
dejado una fila de corazones rotos a lo largo de buena parte del Suroeste.
Hen se recostó contra el respaldo, con los pies sobre el escritorio y el sombrero
sobre la cara.
¿Qué hacían los comisarios para ocupar las interminables horas de un día? Era
irónico que una de las razones por las que había aceptado este empleo fuera el
aburrimiento. Todavía no tenía nada que hacer y lo único que ocupaba sus
pensamientos era Laurel Blackthorne.
Y como era un tonto, no podía dejar de pensar en ella.
Al día siguiente de conocerla aparecieron cinco camisas en la puerta trasera de su
casa, con una nota que decía que por favor le dejara el dinero y ella lo recogería a la
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Leigh Greenwood Laurel
El calor del mediodía era menos opresivo en el estero. Fresnos, olmos, robles y
álamos americanos se erguían por encima de los sauces que crecían a lo largo del
lecho seco de la quebrada. Pero la mayoría de los árboles eran arces. Los mismos
árboles que rodeaban el pueblo antes de cederle el paso a una maraña
particularmente espesa de arbustos como mezquites, paloverdes y palos de grasa,
que se adentraban en el desierto. La irrigación subterránea mantenía todo verde a lo
largo de casi un kilómetro a la redonda, incluyendo el huerto de Laurel, situado en la
boca del cañón.
Hen tomó el estrecho sendero que subía hasta el cañón. Un bosque de arces se
levantaba a su alrededor y los troncos descortezados, de color crema y malva,
llegaban hasta el cielo en una infinita variedad de ángulos, mientras las ramas se
abrían como los brazos de espíritus perturbados. Las hojas, que el sol había
amarilleado, sólo permitían la entrada de unos cuantos rayos de sol que moteaban el
suelo. El agua del arroyo, pura y fría, gorgoteaba al caer de la montaña.
Hen podía entender por qué Laurel no quería dejar su cañón. Era como un
santuario.
Cuando llegó al claro, Laurel estaba junto a la alberca. Adam le estaba agregando
leña al fuego que ardía debajo de una olla de agua. Laurel levantó la vista, pero no
suspendió su trabajo. Adam sí. Laurel le dijo algo y el chico recogió un balde y salió
corriendo hacia el arroyo.
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Leigh Greenwood Laurel
Hen se dio cuenta de que no había reparado en los detalles del sitio la primera vez
que estuvo allí. La casita parecía más pequeña y miserable de lo que recordaba, como
si cualquier lluvia fuerte pudiera destruirla. En el pequeño claro donde estaba la casa
no había otra cosa que unos enormes barreños de madera, cubos y un montón de
leña seca.
—¿Qué desea? —preguntó Laurel—. Ya le llevé su ropa. No hay necesidad de que
venga usted hasta aquí.
Tenía las manos rojas y quemadas por lavar ropa. Debía de ser peor en el invierno.
El frío debía hacer que la piel se le abriera y le sangrara. Pero Hen sabía que ella no se
quejaría. Ni dejaría de lavar ropa.
Laurel llevaba un vestido gris viejo, de cuello escotado y tela burda y tenía las
mangas recogidas por encima de los codos. Como estaba lavando con agua caliente,
un fino velo de sudor le cubría la cara, el cuello y los hombros.
Hen no pudo evitar fijarse en la suave blancura de su piel, que contrastaba con la
piel de las manos y la cara. Seguramente se había puesto los higos chumbos, porque
ya no tenía hematomas, pero todavía se veían las marcas de los golpes. Hen se sintió
mal, pues parecía que a ella le incomodaba su visita; aunque no parecía que Laurel
estuviera avergonzada, lo que veía en sus ojos era una expresión de cautela y
desconfianza. Y disgusto.
—He venido a decirle que Damián me aseguró que estaban decididos a
apoderarse del chico.
—Ya lo sabía —dijo Laurel sin levantar la vista. Dejó caer otra camisa en el agua
de enjuagar.
—Será mejor que se muden al pueblo.
Laurel escurrió otra camisa y la dejó en la alberca, antes de levantar la vista para
mirar a Hen.
—¿Para qué?
—Usted estará más segura allí.
—Aquí estoy tan segura como en cualquier otra parte.
—Pero yo no la puedo proteger si se queda aquí.
Laurel se quedó callada, mientras se estiraba para agarrar otra camisa y miró a
Hen directamente a los ojos.
—Puedo cuidarme sola.
—Eso ya me lo había dicho.
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Leigh Greenwood Laurel
—Además, no tengo adonde ir. Usted no pensará que tengo dinero suficiente para
alojarme en el hotel, ¿verdad?
—No, pero...
—Tengo que estar cerca del agua.
—En el pueblo hay varios pozos.
—Nadie me va dejar usar su pozo. Yo constriño más agua en un día que la mitad
del pueblo.
—Usted no tiene que lavar ropa. Podría conseguir otro trabajo.
Laurel se quedó quieta.
—¿En qué tipo de trabajo ha pensado?
—Debe de haber millones de cosas que usted pueda hacer.
—Las hay, pero ellos no me van a dejar hacer lo que yo puedo hacer. Y yo no voy
a hacer lo que ellos quieren que haga.
Hen sabía exactamente a qué se refería Laurel.
—No puede condenar a todo el pueblo sólo porque algunas personas no han sido
muy amables con usted.
—¿Cuánto tiempo lleva aquí, comisario? —preguntó Laurel.
—Poco más de dos semanas.
—¿A cuántas personas conoce por su nombre y sabe quiénes son sus hijos y sus
parientes y sus enemigos?
—A un par de familias.
—Yo llevo aquí siete años. Los conozco a todos. Y puedo condenar a todo el
pueblo si quiero. Tal vez no todo el mundo haya sido antipático, pero prefiero
quedarme en este cañón el resto de mi vida antes que permitir que alguien me mire a
mí o a Adam por encima del hombro.
Adam regresó con un cubo de agua.
—Llena el otro cubo —le dijo Laurel y esperó hasta que el chico no pudiera oírla
para decir—: Agradezco que esté tratando de ayudarme, de verdad se lo agradezco,
pero no me voy a mudar. Ahora, regrese allá abajo, con la gente que lo contrató.
—Podría quedarse en la casa del comisario hasta que encontrara otro sitio.
—¿Acaso no vive usted ahí?
—Sí, pero hay mucho espacio.
Laurel lo miró como si fuera un idiota, pero sólo dijo:
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—Estoy bien donde estoy. Ahora, si no le importa, tengo mucho trabajo que hacer.
—Sabe que los Blackthorne lo van a volver a intentar.
—¿Por qué se preocupa tanto por mí? Sólo soy la lavandera.
—Mi trabajo es proteger a toda la gente de Valle de los Arces.
—Yo no vivo en Valle de los Arces, así que puede dejar de preocuparse por mí.
—¿Por qué tiene tantas ganas de deshacerse de mí?
Por un momento dio la impresión de que Laurel no iba a responderle, pero
después cambió de opinión.
—Supongo que nos ahorraremos tiempo y muchos malentendidos si se lo digo de
frente. La señora Worthy me contó todo sobre usted, que el pueblo lo contrató
porque usted es un asesino. Lo que el pueblo haga me tiene sin cuidado, pero yo no
quiero tener nada que ver con pistoleros. En especial, no quiero que Adam tenga
ningún contacto con gente como usted. Es muy pequeño para entender por qué es
tan horrible. No llevo seis años viviendo sola en este cañón para echarlo ahora todo
por la borda. No quiero que él recuerde ni su nombre. Ahora, regrese a Valle de los
Arces y no vuelva por aquí.
Hen se quedó mirando a Laurel sin poder creer lo que oía. No sabía si se sentía
asombrado o furioso, pero finalmente dejó que el ardor penetrante de la rabia le
calentara el cerebro e inflamara su razón.
—Supongo que está suficientemente claro, aun para un asesino como yo —replicó
y se obligó a adoptar una expresión de impasibilidad—. Estuve hablando sobre usted
con la señora Worthy y le pregunté por qué la gente del pueblo no la quería. Y ella
dijo que las dos partes tenían algo de culpa. Probablemente tiene razón, pero yo creo
que su lengua es motivo suficiente para que no la quieran. Me hace preguntarme si
usted será mejor influencia para ese chico que los Blackthorne.
Laurel se sintió como si Hen acabara de darle una bofetada. Pero cuando se
recuperó del impacto y la sorpresa y fue capaz de hablar de nuevo, Hen ya había
dado media vuelta y se estaba alejando.
—No pensará que le voy a prestar atención a la opinión
de un pistolero, ¿verdad? —le gritó.
Hen se detuvo y se volvió lentamente.
—Todavía estoy vivo. Debe de ser por algo.
Laurel sintió que se le venían a la cabeza muchas palabras soeces y mordaces, pero
no dijo nada. De los glaciales ojos azules de Hen fluían ondas de energía tan fuertes
como un torrente que bajara por el cañón de la montaña. Se sentía aturdida y sólo
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Capítulo 5
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¡Nunca! Pero Laurel sabía que eso no era posible. Ni siquiera sería justo ni
correcto.
—Tú no necesitas un arma. No tenemos que cazar para conseguir comida y
tampoco estamos en peligro.
—Pero el comisario dijo que iban a volver por mí. Si tuviera un arma, podría
matarlos.
Laurel sintió que la tierra se movía bajo sus pies. Había hecho todo lo posible por
proteger a Adam de ese tipo de ideas, pero la primera reacción del chico ante el
peligro era matar. Carlin era un hombre de poco carácter y mal educado, pero ella
había hecho un gran esfuerzo por educar a Adam de otra manera. Laurel se preguntó
si el gusto por matar era algo consustancial a los hombres, como la barba y la
tendencia a llevar barro a la casa. Se preguntó si tal vez las mujeres tenían que
preocuparse tanto por esas cosas precisamente porque a los hombres esas cosas no
les preocupaban.
—No tienes que dispararle a la gente sólo porque no quieres hacer lo que ellos
quieren que hagas —le dijo Laurel a Adam—. Hay otras maneras de protegerse.
—¿Cómo?
Otro rasgo muy masculino. Nunca confiaban en nada. Siempre querían
explicaciones. E incluso después de oírlas, seguían sin estar totalmente convencidos.
—Hablaremos de eso después. Ahora tengo que terminar con esta ropa.
—Tú no quieres que yo tenga un arma. —Adam no parecía desafiante, todavía no,
pero sí se veía que estaba molesto.
—No, no quiero. A tu padre lo mataron de un disparo. Yo le imploré que no usara
armas, pero él no me escuchó. Los hombres que usan armas terminan asesinados.
—Tal vez si mi papá hubiese sido tan bueno como el comisario no habría
terminado muerto.
Laurel combatió una sensación de pánico.
—Algunos hombres nacen para matar y que los maten. El comisario es uno de
ellos. Pero tú vas a ser diferente —dijo Laurel.
—Pero tú dijiste que mi papá era bueno, que él estaba protegiendo a la gente,
como el comisario. Entonces, ¿es malo proteger a la gente?
Laurel se preguntó por enésima vez si habría hecho lo correcto al mentirle a Adam
acerca de su padre. Todo sería mucho más fácil si supiera la verdad.
—No, no es malo, pero es peligroso. Tarde o temprano, alguien te va a disparar
antes de que tú puedas dispararle.
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—No, si soy tan rápido como el comisario. El señor Elgin dijo que era el pistolero
más rápido que había visto en la vida. Dijo que...
—¡No me importa lo que dijo el señor Elgin! —Laurel se sentía furiosa a causa de
la frustración, pero tenía que controlar su temperamento. No iba a conseguir nada
gritándole a Adam. De todas formas, el chico no entendería nada de lo que ella le
dijera—. Mañana hablaremos de eso —dijo, desesperada por ganar un poco de
tiempo—. Ahora quiero que vayas a la huerta y traigas algo para cenar.
—¿Qué quieres que traiga?
—No me importa. Algo que esté listo para comer.
¿Cómo podía pensar en comida cuando su hijo se estaba convirtiendo en un
chiquillo loco por las armas justo delante de sus ojos? Y a medida que fuera
creciendo, eso sólo empeoraría. Pero Laurel se negaba a permitir que Adam
observara a Hen Randolph, que lo admirara y quisiera ser como él.
Era evidente que no podía mantenerlo en el cañón. Y en realidad tampoco quería
hacerlo. Adam tenía que jugar con otros chicos, hacer amigos, aprender a estar con
otra gente; tenía que tomarle gusto a la gente, tratar de entenderla en lugar de querer
dispararle cada vez que no conseguía lo que quería.
Pero lo que más necesitaba no era la compañía de otros chicos. Adam necesitaba
un padre, un hombre al que pudiera admirar, al que pudiera recurrir en busca de
ayuda y tratar de imitar. Todos los chicos se merecían eso. Pero tenía que ser alguien
que pudiera ayudarlo a desarrollar un carácter fuerte, que pudiera enseñarle buenos
valores. Tenía que ser el hombre correcto o ella prefería no estar cerca de ninguno.
Una vez más, la imagen de Hen Randolph se deslizó entre sus pensamientos.
Laurel nunca había visto a un hombre tan bien dotado por la naturaleza para atraer
la atención de una mujer. Aunque se había dicho que Hen era el último hombre sobre
la tierra al que quería volver a ver, él ya llevaba varias noches acechando sus sueños.
Era imposible olvidarlo.
Pero Laurel no sólo lo recordaba con el pensamiento. Su cuerpo tenía su propio
recuerdo de la manera como la había tocado. Todavía podía cerrar los ojos y
recordar, como si él estuviera cerca de ella en ese mismo momento. El contacto de los
dedos de Hen en su hombro era algo que nunca iba a olvidar.
Laurel abrió los ojos y metió las manos en el agua. Comenzó a enjuagar las
camisas con frenesí para empezar con el siguiente lote de ropa. Ésta era su realidad.
Trabajaría tan duro como pudiera hasta encontrar a un hombre que los quisiera a ella
y a su hijo, un hombre que no dependiera de las armas, un hombre que entendiera
que la vida era una fuerza mucho más poderosa que la muerte.
Pero eso, obviamente, no incluía a Hen Randolph, sin importar lo mucho que a
ella le gustara pensar lo contrario.
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Pero, ¿dónde iba a encontrar a un hombre así? Allí no. Si no lo había encontrado
en siete años, no era probable que lo hallara ahora. Tendría que marcharse de Valle
de los Arces. Pero no tenía dinero para irse. Apenas podía comprar comida y ropa
suficiente para los dos. Además, los Blackthorne no la dejarían marcharse.
Tal vez Hen podría detenerlos.
Pero Laurel no podía depender de Hen Randolph ni de ningún otro hombre. Si iba
a construir un futuro mejor para su hijo y para ella tenía que hacerlo por sí misma.
Todavía podría recordar los años tan felices que había vivido antes de que su padre
fuera asesinado; pero no se iba a casar sólo para tener protección, como había hecho
su madre. Laurel se sentía cansada de la soledad y agotada por el duro trabajo, pero
a pesar de lo mucho que anhelaba el amor y la aceptación, prefería vivir sola a ser la
víctima de un hombre.
En ese momento divisó a Adam, que venía del arroyo.
—Lo único que he encontrado han sido judías—dijo el chico cuando llegó al lado
de su madre—. Lo mismo de siempre.
Hen salió del cañón, atravesó el estero y alcanzó a llegar más allá del pueblo antes
de que se le pasara la furia y la cabeza se le enfriara lo suficiente como para poder
pensar de manera coherente.
Estaba furioso de pensar que Laurel lo había tildado de asesino y lo había
expulsado de su tierra. Nadie le había hecho eso nunca. Nadie se había atrevido. Sin
embargo, ella lo había rechazo como persona y ni siquiera quería que su hijo
estuviera cerca de él.
¿Quién se creía que era?
Ella no era nadie, una mujer estúpida que había permitido que un inútil la
convenciera de escaparse y luego la había dejado sin una alianza en el dedo y con un
hijo que tuvo que educar sola. Él no tenía por qué ayudarla. No estaba interesado en
ella. Sólo estaba tratando de asegurarse de que no le rompieran otra vez la cara y le
robaran a su hijo.
Ella no tenía por qué estar agradecida. Pero tampoco tenía que portarse como si él
fuera una basura, sobre todo porque no sabía nada de él ni de los hombres que se
había visto obligado a matar.
Él no era ningún asesino.
«El pueblo lo contrató porque usted es un asesino».
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Eso le había dicho. Hen se preguntó si habría más gente que pensaba que él era un
pistolero, un asesino. De repente se le vinieron a la cabeza, como una serie de viñetas,
cosas que la gente decía, fragmentos de conversaciones, de acciones, de reacciones:
hombres que retrocedían al verlo, que procuraban no mirarlo a los ojos, mujeres que
lo evitaban, que susurraban y lo miraban fijamente.
Hen llevaba todos esos años pensando que evitaba a la gente, pero tal vez la
verdad era que la gente lo evitaba a él.
Pero eso no importaba. A él no le importaba lo que pensara la gente. No los
necesitaba. No los quería. Sólo quería que lo dejaran en paz.
Volvió a recordar aquel día, cuando tenía catorce años y se encontró con los dos
bandidos que habían atrapado a Monty. Le habían atado las manos a la espalda y le
habían pasado una soga por el cuello. Uno de los hombres le pegó al caballo de
Monty con una fusta y el animal se abalanzó hacia delante, de manera que Monty
quedó colgando de la soga, moviendo las piernas frenéticamente, muriéndose. No
había tiempo para pensar. Hen disparó cinco tiros: tres a la soga y uno para cada uno
de los forajidos.
Monty todavía tenía las cicatrices que le dejó la soga en el cuello. Las cicatrices del
tiroteo todavía estaban presentes en el alma de Hen, aunque eran invisibles para
todos los demás excepto para él mismo.
No tuvo alternativa. En las otras ocasiones tampoco había tenido alternativa. No
podía hacer nada si los demás no eran buenos con la pistola y él sí, no podía evitar
que la gente dependiera de él para que la protegiera. Así eran las cosas. Alguien tenía
que ser soldado. Alguien tenía que ser granjero. Alguien tenía que ser filósofo. Cada
cual cumplía su papel, aunque no lo hubiera elegido, como él. Hen tenía que cumplir
con su cometido, aunque no llevara un uniforme que legitimara lo que hacía.
No necesitaba la aprobación de nadie, y ciertamente no necesitaba la aprobación
de Laurel Blackthorne. Ella también tenía su historia. Lo mejor sería que se dedicara
a cuidarse en lugar de hacerse la virtuosa con él.
Pero cuando Hen dio media vuelta para regresar al pueblo, no pudo olvidar las
palabras de Laurel. Ella había logrado tocar una fibra profunda dentro de él, había
movido un recuerdo doloroso, una herida que no había sanado. Y la pregunta
resonaba estruendosamente en medio de la tormenta que agitaba su alma.
¿Realmente era un asesino?
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—Dieciséis —respondió Hope—. Mamá dice que ya tenía edad suficiente para
saber lo que hacía.
Tal vez, pero Hen todavía podía recordar cómo era cuando tenía dieciséis años. Si
George no hubiese estado ahí para corregirlo de vez en cuando, no se sabía lo que
habría sido de él y de Monty. Si George no se hubiese casado con Rose, habrían
terminado muy mal. Él y Monty necesitaron mucha disciplina.
Al menos ése era el caso de Monty. Hen todavía no había encontrado el camino
correcto.
Se preguntó cómo habrían sido los padres de Laurel. ¿Habrían querido que
rechazara a Carlin, o pensaban que a los dieciséis años ya era hora de que se casara y
se marchara de la casa?
Hen se levantó y fue hasta la ventana. El sol ardía en el cielo como todos los días y
las sombras se mantenían pegadas a las paredes. La calle estaba en silencio.
Probablemente, todo el mundo estaba comiendo. Eso era lo que él debería estar
haciendo en lugar de preocuparse por Laurel. Si tuviera un poco de sentido común,
se ocuparía de sus propios asuntos. Ella podía cuidarse sola. Y si él tuviera un poco
de sentido común, le habría entregado la insignia a Bill Norton en el mismo
momento en que descubrió que alguien había dejado escapar a Damián.
Pero no se había marchado. Todavía no. Y no se marcharía hasta estar
completamente seguro de que Laurel estaba a salvo.
—¿No te gusta la comida? —preguntó Hope.
—No tengo hambre.
—Mamá tampoco está contenta con la comida. Está buscando un nuevo cocinero.
Dice que un restaurante no puede pretender tener éxito si a los clientes no les gusta
la comida.
—¿Y la señora Blackthorne no sabe cocinar?
—Seguramente tiene que hacerlo, ¿no? Me refiero a que nunca come en el pueblo.
—Vamos —dijo Hen y comenzó a amontonar los platos de nuevo en la bandeja—.
Necesito hablar con tu madre.
Por la cara que puso la señora Worthy se podía ver que se sentía incómoda.
—Me gustaría ayudar, comisario, pero aunque estuviera segura de que ella sabe
cocinar, y no sé si sabe hervir agua sin quemarla, no podría contratarla.
Hen supo cuál sería la respuesta desde el momento en que empezó a explicarle sus
planes. Pudo verla en los ojos de la señora Worthy. La sintió en el tono de su voz,
cuando le dijo a Hope que los dejara solos. Hen contuvo su rabia. Después de mucho
practicar, había aprendido a eliminar cualquier indicio de sus sentimientos.
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—De verdad, me encantaría hacer algo por ella. Y probablemente lo haga, si ella
me lo permite, pero contratarla como cocinera sería un error.
—Ella necesita un lugar donde hospedarse y estar segura —dijo Hen—. No puede
permitirse el lujo de mudarse al pueblo si no tiene trabajo.
—Lo siento. Me guste o no, la gente del pueblo no la quiere. Y dejarían de venir al
restaurante si yo la contrato.
—¿Por qué? La gente del pueblo permite que les lave la ropa.
—No sé decirle por qué. Sólo sé lo que sucedería. A pesar de lo mucho que me
gustaría ayudar a la señora Blackthorne, tengo que pensar primero en mi familia. Y a
ella no le ayudaría que nosotros tuviéramos que cerrar el negocio porque la gente
deja de venir y se marcha a otro sitio.
—¿Usted la llama señora Blackthorne? ¿Cree que estaba casada?
—Yo no sé nada de eso —dijo Grace Worthy—. Si ella dice que estaba casada,
entonces para mí es la señora Blackthorne.
—¿Aunque la familia de Carlin Blackthorne lo niegue?
—Yo nunca he creído en la palabra de los Blackthorne.
Hen sintió que el nudo que tenía por dentro se aflojaba un poco.
—Tal vez usted pueda hablar con las otras mujeres sobre ella, tratar de que la
acepten... ¿Qué sucede?
La Worthy lo miraba como si no pudiera creer lo que estaba oyendo.
—Las otras mujeres no la aceptarán nunca. Lo sé, porque ya lo he intentado. Los
hombres tienen pensamientos «inconvenientes» cada vez que ella anda por ahí.
—Pero eso no es culpa suya.
—No importa. Las mujeres no van a aceptar a otra mujer que perciben como una
amenaza.
—Deberían hablar con sus maridos.
—Señor Randolph, aparentemente a usted le inculcaron ideales muy altos y espera
que los demás tengan los mismos ideales. Me gustaría que todo el mundo hubiese
tenido esa misma educación. Pero no es así. Usted puede hablar todo lo que quiera
sobre la manera como deberían ser las cosas, pero eso no va a cambiar la manera
como las cosas son. Si quiere tener éxito como comisario, será mejor que aprenda
cuanto antes esa lección.
Hen se quedó mirando a la señora Worthy con cara de asombro.
—Las mujeres de Valle de los Arces creen que Laurel Blackthorne se escapó con
Carlin y nunca se casó. Al igual que los hombres. Laurel es dos veces más bonita que
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sus hijas y cuatro veces más bonita que cualquiera de ellas. Y le tienen miedo. No
quieren que sus hijas se le acerquen y tampoco quieren que sus maridos o sus hijos lo
hagan. Es posible que a usted le guste tan poco como a mí, pero así son las cosas. Si
quiere ayudar a Laurel, será mejor que lo entienda.
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Capítulo 6
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—Siento mucho no haber podido ser de más ayuda —le dijo Miranda Trescott a
Hen—. Ella se niega a considerar la posibilidad de mudarse.
Hen no esperaba que la señorita Trescott fuera a la cárcel para hablar con él. Se
levantó de un salto cuando entró. La cárcel no era lugar para una señora.
—No, gracias —dijo Miranda cuando Hen le ofreció tomar asiento—. No me
puedo quedar. Sólo he venido a informarle del triste fracaso de mi misión.
—Agradezco sus esfuerzos.
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—Ah, pero no me he dado por vencida. Espero que después de unas cuantas
visitas pueda convencerla de la sinceridad de nuestros deseos de ayudar.
—¿Lleva mucho tiempo en el pueblo? —preguntó Hen.
—Menos de seis meses. Vine a vivir con mi tía Ruth después de la muerte de mi
madre. Crecí en Kentucky —dijo Miranda y comenzó a avanzar hacia la puerta.
—Manténgame informado de sus gestiones —dijo Hen.
Miranda se volvió y le dijo:
—Lo haré. Que tenga un buen día.
Hen sintió que estaba sudando. Se dirigió a su escritorio y se desplomó lentamente
en la silla. No sabía por qué estaba actuando así. Miranda Trescott era una mujer
perfectamente encantadora, el epítome de lo que debía ser una señora.
Tal vez por esa razón estaba sudando. No estaba acostumbrado a hablar con
mujeres como ella. Su pureza y su inocencia lo ponían nervioso. No sabía cómo
portarse ni qué decir, pero sería mejor que aprendiera, pues ella era la única mujer
que estaba dispuesta a ayudar a Laurel.
Laurel no estaba por allí cuando Hen llegó hasta la casa. Dentro no se oía ningún
ruido y nadie respondió a su llamada. Le echó un vistazo a esa pequeña isla en
medio de un cañón lleno de piedras que se estaban desintegrando y se preguntó qué
sería lo que había hecho que Laurel se quedara allí durante tanto tiempo. Al ver el
cañón sin el efecto humanizador de su presencia, Hen comprendió mejor la
determinación de Laurel de educar a su hijo a su manera. Se necesitaría mucha
persuasión para hacer cambiar de opinión a una mujer que estaba dispuesta a
convertirse en prisionera de este lugar.
Se acercó al arroyo, preguntándose si Laurel correría peligro de encontrarse con
los animales salvajes que vivían en lo alto de las montañas. Pero no creía que esos
animales tuvieran que bajar tanto para beber agua o cazar; sin embargo, decidió
revisar el lugar en busca de rastros sospechosos, por si acaso. Ahí fue cuando
encontró el camino que subía hacia el cañón. Las huellas de pisadas mostraban que
estaba bastante transitado. Así que decidió ver adonde llevaban. Cerca de quince
minutos después llegó a un pequeño pastizal, donde encontró a Adam tratando de
montarse a un caballo que era demasiado grande y brioso para él.
—¡Qué caballo más grande tienes ahí, hijo! —dijo Hen—. ¿Por qué no practicas
con uno más pequeño?
—Es el único que tengo —dijo Adam.
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Laurel sabía que no debía estar escondida entre los árboles observando a Adam y
a Hen. Debería ir hasta donde ellos estaban, despachar a Hen y encadenar a Adam a
un árbol. Le había dicho al chico que se mantuviera alejado del comisario, sin
embargo ahí estaba y parecía más feliz de lo que lo había estado en meses. También
le había dicho que se mantuviera alejado de ese caballo, pero ahí estaba, montado en
un animal que era demasiado grande incluso para ella. Laurel le había dicho a Adam
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que tendría que esperar a que fuera más grande para montar ese caballo. Pero,
después de ese día, no habría manera de mantenerlo lejos del animal.
A Laurel no le gustó la manera en que Adam miraba a Hen, como si fuera un dios.
Ella sabía que su hijo necesitaba un padre, pero sólo ahora se daba cuenta de la
magnitud de esa necesidad. Ella había tratado de ser padre y madre para el niño,
pero lo cierto es que no podía manejar ese caballo de la manera en que Hen lo hacía.
Laurel maldijo a los Blackthorne por habérselo dado a Adam. Maldijo a la gente del
pueblo por negarse a comprárselo. Debería habérselo llevado al desierto y haberlo
soltado para que se fuera.
Pero no lo había hecho. Ella no podía comprarle a Adam un caballo tan hermoso y
su hijo se merecía un caballo así. Sólo necesitaba a un hombre que le enseñara a
montarlo.
Ella también necesitaba a un hombre.
Esa idea la hizo estremecer. Nunca había considerado la posibilidad de volverse a
casar, ni por Adam ni por ella. Laurel borró esa idea de su mente. No necesitaba a
ningún hombre. Ni siquiera quería uno.
Entonces tampoco tenía por qué estar mirando a Hen Randolph como si fuera la
respuesta a todas sus plegarias. Su cuerpo no debería comenzar a estremecerse cada
vez que él estaba cerca. Sus pensamientos no deberían rondar alrededor de la imagen
de los apuestos rasgos de Hen ni de sus poderosas piernas. Ella no debería estar
obsesionada por la curva y la potencia de su espalda.
Pero lo estaba.
A Laurel no le gustaban los hombres rubios. Su blancura tenía algo que les daba
un aire de maldad. Tal vez eran las cejas casi invisibles o ese patético bigote. Pero
Hen iba perfectamente bien afeitado. No tenía nada de retorcido. Caminaba con total
seguridad en sí mismo, como un hombre fuerte que ni siquiera notaría la
responsabilidad de cargar con una mujer y un niño.
Laurel no podía negar el deseo de recostarse en ese par de hombros fuertes. Estaba
sola desde el día en que Carlin la abandonó, se había visto obligada a hacer trabajos
domésticos para mantenerse y a permanecer alejada de la comunidad. Era como si
hubiese renunciado a la vida.
¿Qué iba a hacer cuando Adam tuviera la edad suficiente para defenderse por su
cuenta? La vida ya se le habría ido de las manos. Al ver a Hen, Laurel no podía
sacudirse la sensación de que estaba ante su última oportunidad de saborear la vida.
Si la dejaba pasar no volvería a presentársele otra.
Hen y Adam se detuvieron. Hen bajó a Adam del caballo y lo mantuvo en sus
brazos durante unos minutos mientras conversaba con él y le dejaba acariciar al
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caballo para permitir que se conocieran mejor. El chico parecía diminuto entre los
brazos de ese gigante.
De repente, los ojos de Laurel se llenaron de lágrimas. Cuando era niña solía soñar
con el hombre con el que se casaría, con los hijos que tendría, con la vida que
llevarían todos juntos en un mágico rincón del mundo. Pero Laurel había olvidado
ese sueño y de repente lo recordó. Esta imagen de un hombre y un niño juntos, al
lado de un caballo, con la luz del atardecer iluminando el cañón y la paz y la soledad
del entorno era la esencia misma de sus sueños.
Trató de decirse que eso no era posible si Hen formaba parte de la imagen, pero su
corazón no quiso oír razones. Sintió que estaba contemplando la perfección. Nunca
podría tener, ni esperaba encontrar, nada mejor.
Cuando Hen puso a Adam en el suelo y le puso una mano en el hombro y
comenzó a avanzar hacia el camino, Laurel sintió un nudo en la garganta. ¡Maldito
Carlin! Así podrían haber sido las cosas.
Mientras Laurel observaba a Hen y a Adam caminando hacia ella, como padre e
hijo, era casi imposible creer que un pistolero pudiera gastar tanto tiempo y esfuerzo
en algo tan insignificante como enseñarle a un niño a montar a caballo. Hen atraía a
Adam sin hacer ningún esfuerzo, como una flor atrae a una abeja.
Y a ella la había atraído con la misma facilidad. ¿Qué era lo que tanto la atraía de
él?
Su amabilidad.
Se preocupaba tanto por ella que le había curado las heridas, había ido a advertirle
que los Blackthorne seguramente volverían y le había pedido que se mudara al
pueblo para poder protegerla. Se preocupaba tanto por Adam que era capaz de pasar
una hora de su tiempo enseñándole a manejar un caballo. Se comportaba como si
pasar tiempo con Adam fuera más importante que cualquier otra cosa que tuviera
que hacer.
Su afecto debía de ser genuino. ¿Qué podría ganar siendo amable con ellos?
Ahora estaban lo suficientemente cerca como para que Laurel alcanzara a verle los
ojos. Parecían distintos. Hen parecía distinto. No tenía una actitud abierta o
acogedora, o que revelara la simple alegría de vivir, pero había una sutil diferencia,
como si hubiese bajado un poco ese escudo protector que siempre llevaba encima.
Parecía casi humano, como si tuviera un corazón, un alma y una conciencia, como
todos los demás.
Tal vez Adam había logrado sacar eso a flote. Tal vez cuando estaba con un niño
Hen podía ser tal como era.
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Leigh Greenwood Laurel
Hen y Adam ya casi estaban llegando al lugar donde Laurel estaba escondida.
Tenía que salir de entre las sombras e ir a su encuentro, o él se daría cuenta de que
los había estado mirando a escondidas.
Hen levantó la vista cuando sintió el ruido de sus pasos, se puso tenso y se llevó la
mano a la pistola.
Era la reacción instintiva de un pistolero. Laurel sintió un escalofrío por dentro.
—Sólo soy yo —dijo Laurel y dio un paso adelante. Lo miró a los ojos. Ahora
parecían iguales que antes: azules, brillantes, duros y vacíos. Hen era como un
cascarón, un paisaje verde que escondía un desierto árido. Tenía el cuerpo de un
hombre y el alma de un asesino.
—Mamá —gritó Adam y salió corriendo hacia ella—, el comisario me estaba
enseñando a montar a Sandy.
Laurel envolvió al chico entre sus brazos. Detestaba sentir tanta aversión hacia un
hombre que había ayudado a su hijo. Ella no aprobaba la manera de ser de Hen, pero
podía decirle que estaba agradecida por lo que había hecho por Adam.
—Ya sé que el caballo es demasiado grande. Había pensado esperar hasta que
Adam creciera.
—Yo aprendí a montar antes de aprender a caminar.
La expresión de Hen permaneció inmutable. Podría estar hablando con el
banquero, con un ranchero o con una señora del pueblo. Ella podría haber sido
cualquier persona, a juzgar por el impacto que tenía sobre él. Laurel sintió que su
vanidad femenina se resentía por el desplante. La crítica implícita que percibió en las
palabras de Hen la irritó. Sin embargo, hizo un esfuerzo por controlarse; se enderezó
un poco más y comenzó a moverse con más rigidez.
—Adelántate y tráeme un poco de agua del arroyo —le dijo a Adam—. Tengo que
empezar a preparar la cena.
—Nunca me pides que vaya a por agua para la cena —dijo Adam, atónito.
—Pero esta noche sí.
Laurel observó cómo Adam se marchaba, de mala gana, irritado con ella por
alejarlo, y añadió eso a la lista de las ofensas de Hen.
—A mí no me importa cuándo aprendió a montar usted —dijo y se volvió hacia
Hen tan pronto como pensó que Adam ya no podía oírla—. Eso no tiene nada que
ver con mi hijo.
Laurel trató de hacer caso omiso de la reacción física que Hen despertaba en ella,
pero era una batalla perdida. La presencia de ese hombre siempre hacía que se
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sintiera mucho más femenina, más viva, más consciente de su cuerpo. Y el hecho de
que él pareciera ignorarla sólo agravaba la situación.
—Yo crecí en una plantación en Virginia. Pero aquí los chicos necesitan aprender a
montar incluso antes.
Laurel pensó que Hen no se parecía en nada a la idea que tenía de los aristócratas
del Sur. Se mantenía muy aseado y arreglado, pero parecía un hombre del Oeste
como cualquier habitante del pueblo. Tal vez eso explicaba algunas de las
contradicciones. A los sureños les enseñaban a proteger a sus mujeres. También les
enseñaban a disparar como el mejor.
—Mientras vivamos en este cañón, Adam no necesita saber montar.
Laurel se preguntó cuándo habría comenzado a matar gente. Hen parecía
demasiado joven para haber luchado en la guerra, pero era difícil saberlo con certeza.
Tantos años de estar expuesto al sol y al viento habían acabado con la suavidad de su
piel. Podía estar entre los veinticinco y los cuarenta años. Tal vez había luchado
contra los indios. Tal vez había sido comisario en otros pueblos.
—Usted no puede mimar tanto a ese chico. Si quiere que se convierta en un
hombre, tiene que comenzar a tratarlo como tal.
—Sólo tiene seis años —replicó Laurel—. ¿Qué quiere que haga, que le dé unas
espuelas y un arma?
—Debería darle un poni en lugar de ese caballo.
Laurel se preguntó por qué el comisario se sentiría con derecho a criticarla de
manera tan abierta. También se preguntó por qué pensaría que él sabía más sobre
cómo debía educar a su hijo que ella misma.
—Ese caballo se lo dio el abuelo.
Laurel esperaba que Hen se sorprendiera. Pero nada, esos ojos vacíos sólo se
quedaron mirándola fijamente.
—Yo traté de devolvérselo, pero no lo quiso aceptar. Traté de venderlo, de
cambiarlo por un poni, pero nadie quiso recibirlo. Tiene usted razón, yo no tengo
dinero para comprar un caballo como ése. Ni siquiera puedo comprar un poni.
Laurel sintió que lo odiaba por obligarla a admitir que ni siquiera podía darse el
pequeño lujo de comprarle un caballo apropiado a su hijo.
—Yo lo venderé por usted.
—No, no lo hará —dijo Laurel—. No quiero que usted entable ningún tipo de
relación con Adam. No quiero que mi hijo crezca pensando que las armas hacen a un
hombre.
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—El debería tener su propia arma —dijo Hen—. También debería saber cómo
usarla.
Laurel se quedó sin palabras. Ya era suficientemente malo que Hen hubiese
llegado a su vida a perturbar sus sentimientos y cuestionar sus creencias. Era todavía
peor que Adam comenzara a mirarlo con admiración. Pero era absolutamente
imperdonable que esperara que ella no sólo le diera al chico —a su bebé— un arma,
sino que también esperara que le enseñara a utilizarla.
—Pasarán varios años antes de que Adam tenga un arma. Y cuando le permita
tener una, sólo la usará para cazar.
Hen se quedó mirándola, como si estuviera tratando
de decidir algo.
—Usted no parece ser estúpida.
—¿Qué? —preguntó Laurel con perplejidad.
—Pero actúa como una estúpida en lo que tiene ver con ese chico.
—¡Cómo se atreve! Sólo porque no estoy de acuerdo con que los hombres deban
andar matándose los unos a los otros cada vez que no están de acuerdo en algo...
—Supongo que sencillamente no quiere ver la realidad —dijo Hen y la
interrumpió—. En general eso no es tan malo como ser estúpido. Pero a veces es
peor.
A Laurel le habían pasado muchas cosas a lo largo de sus veintitrés años, pero
nadie la había tratado nunca de imbécil. Sin embargo, ese hombre había aparecido de
repente en su vida y acto seguido había comenzado a decirle que todo lo que
pensaba y hacía era un error.
—Puedo entender que quiera proteger a su hijo —siguió diciendo Hen—. No
estoy de acuerdo, pero lo puedo entender.
—Muchas gracias —dijo Laurel con tono sarcástico.
—Pero desconocer la realidad no le va a servir de mucho. Él es un chico y va a
querer crecer como un hombre. Si no, alguien le va a quitar todo lo que tiene, entre
otras cosas, el respeto por sí mismo; y un día lo matarán porque no sabrá defenderse.
Desde ese punto ya se divisaba la casa. Laurel estaba tan furiosa que veía casi
borroso, pero dejó de discutir con Hen. No quería que Adam oyera lo que iba a decir.
—¿Por qué siempre quiere alejar al chico y sólo habla donde él no pueda oírla? —
preguntó Hen—. ¿Acaso piensa que al protegerlo va a hacer que esté mejor
preparado para ocupar su lugar en el mundo?
—¡Sí, así es!
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Capítulo 7
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—Dijo que tenía unas manos fuertes. Dijo que tenía buena postura —le dijo Adam
a su madre con orgullo—. Dijo que volvería mañana.
Laurel estuvo a punto de decirle a Adam que Hen no iba a regresar, pero se
mordió la lengua. Cualesquiera que fueran sus problemas con Hen, no quería que
interfirieran en su relación con Adam.
—Será mejor que corras si quieres alimentar a Sandy. Tendré la cena lista en un
minuto.
Pero Laurel no estaba pensando en la cena mientras veía cómo Adam se alejaba en
busca de su caballo. Estaba pensando en un hombre alto y rubio que había entrado
en su vida con la fuerza de la dinamita y había hecho añicos su mundo; y lo peor era
que ella ya no podía volver a recomponerlo.
Peor que eso, Hen había despertado en su corazón la esperanza de que, de alguna
macera, él fuera distinto de los otros hombres que había conocido. A pesar de la
evidencia que indicaba lo contrario, ella seguía buscando señales de que debajo de
esa dura coraza había un corazón suave y humano. Buscaba en esos ojos vacíos una
razón que justificara por qué se había vuelto tan insensible.
Durante las infinitas y aburridas horas que pasaba lavando ropa, Laurel había
inventado cientos de razones por las cuales un hombre afectuoso y decente se podía
convertir en un monstruo inhumano. Su imaginación también había sido muy fértil a
la hora de pensar en la clase de persona en que Hen podría convertirse cuando
hubiera logrado deshacerse de su duro caparazón.
Los pensamientos sobre el comisario invadían todas las horas de su tiempo, de la
misma manera en que la bruma del arroyo invadía cada rincón y cada agujero del
cañón. Laurel había tratado de luchar contra eso, pero sin éxito. Hen había
despertado en ella una necesidad que llevaba muchos años dormida, un deseo que
no podía controlar. Algo en él se comunicaba con una parte de ella que era más
elemental que el pensamiento. Y a pesar de todos los esfuerzos que hacía para
olvidarlo, no podía evitar seguir pensando en él.
La pregunta era si estaba dispuesta a tratar de buscar al hombre que sabía que
debía de estar encerrado dentro de Hen Randolph. Era un asunto arriesgado. Estaba
en juego la seguridad de su corazón. Laurel ya podía sentir la lucha que se libraba en
su interior. Si ese hombre se quedaba, ella podría ganar mucho. Pero si se marchaba,
podría perderlo todo.
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Hen oyó el ruido de la pelea, pero al principio no le dio importancia. Los chicos
solían enfrentarse a puñetazos con mucha frecuencia, en especial durante las largas
tardes del verano. Sin embargo, había algo en los gruñidos de esta pelea que le
resultó extraño, fuera de lugar. Parecían provenir de la parte de atrás de la casa, pero
cuando Hen salió, vio que venían del estero. Cuando atravesó la línea de árboles que
rodeaban la quebrada, vio a dos chicos revolcándose en el lecho seco. Al acercarse,
reconoció a Adam. Un chico algo mayor estaba sobre él y parecía estar conteniéndolo
más que golpeándolo.
Hen decidió que ya era suficiente, así que agarró al chico del cuello y lo levantó,
para quitárselo de encima a Adam. El muchacho se puso de pie como pudo y en sus
ojos brillaba el odio. Luego se volvió a abalanzar contra el otro.
—¡Basta! —dijo Hen, al tiempo que agarraba a Adam—. Creo que ya es suficiente.
—¡Él ha dicho que mi padre era un bandido! —gritó Adam, mientras trataba de
soltarse—. ¡Ha dicho que lo mataron por ladrón!
Adam forcejeaba con todas sus fuerzas para atacar al chico mayor, pero Hen lo
mantuvo bien agarrado.
—¿Cómo te llamas?—le preguntó Hen.
—¿A usted qué le importa?
—Hasta ahora, muy poco. Pero no te vendría mal ser un poco más educado.
El chico miró a Hen con odio.
—Es Jordy McGinnis —dijo Adam—. Es un huérfano.
—No me parece que eso sea ningún pecado. No es culpa suya.
La mirada de Jordy se volvió un poco menos desafiante.
—Quiero hablar contigo. ¿Me esperas un minuto aquí?
Jordy vaciló por un momento, pero luego asintió con la cabeza.
—¿No vas a salir corriendo?
—He dicho que lo esperaré, ¿no?
—Sí, lo has dicho. Ven conmigo —le dijo Hen a Adam.
—Pero Jordy ha dicho...
—Puedes contármelo mientras te aseas un poco —dijo Hen—. A tu madre le daría
un ataque si te viera como estás.
—No, no diría nada. Le diría que me caí. Siempre le digo que me tropecé.
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Adam caminó hasta la casa con una actitud desafiante, pero tan pronto estuvo
adentro, pareció encogerse. Hen vertió un poco de agua en la palangana y mojó una
toalla.
—Ahora, cuéntame qué ha pasado. Todo. —Hen puso al chico bajo la luz para
poder ver mejor.
—Él dijo que mi papá era un ladrón de poca monta. Dijo que lo mataron cuando
estaba tratando de robar unas reses.
Hen le limpió la tierra de la cara. Tenía un par de manchas rojas, pero la piel no se
había abierto, así que posiblemente no le quedaría ningún moretón.
—¿Qué te dijo tu madre?
—Mamá me dijo que a mi padre lo mataron cuando estaba tratando de detener a
unos ladrones. Mamá me dijo que era un buen hombre, como tú.
Hen se puso alerta y aguzó los sentidos. ¿Sería posible que Laurel hubiese
cambiado de opinión respecto a él?
—¿Tu madre dijo que yo era un buen hombre?
—No.
Eso se imaginaba. Sin embargo, se sintió decepcionado y eso lo sorprendió. Nunca
le había importado lo que la gente pensara de él. ¿Por qué iba a empezar ahora?
—¿Tienes peleas con mucha frecuencia?
—Algunas —dijo Adam y dejó caer la cabeza.
—¿Por lo que los otros chicos dicen acerca de tu padre?
—Nada de eso es cierto —dijo Adam enseguida—. Mi padre era un buen hombre.
Mamá me lo dijo.
—Entonces, ¿por qué estabas peleando con Jordy?
—Porque dijo que mi papá era un ladrón.
—Tienes que aprender a no hacer caso de las provocaciones. La gente es capaz de
decir cualquier cosa. Sólo están tratando de molestarte.
Adam dejó caer la cabeza.
—Eso es lo que dice mi mamá.
—Ella tiene razón. Ahora será mejor que vayas a casa. Me imagino que tu madre
te estará buscando.
Adam salió caminando hasta el estero con Hen, pero tan pronto vio a Jordy,
comenzó a pavonearse. Puso cara de malo y salió corriendo hacia el cañón. Jordy
estaba esperando justo donde Hen lo había dejado. Entretanto, se había puesto a
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dibujar rayas en el suelo. Hen lo miró durante un momento. El chico se retorció bajo
el poder de su mirada.
—¿Por qué le has dicho que su padre era un ladrón?
—Porque es cierto. —Jordy no levantó la mirada, sólo siguió dibujando rayas en la
tierra—. Todo el mundo sabe que lo mataron cuando estaba tratando de robar un
toro. No sé por qué Adam no quiere creerlo.
Porque su madre le había contado una historia distinta para que el muchacho no
se avergonzara de su padre.
—¿Por qué te enfrentaste con él? Tú eres más grande.
Jordy levantó la cabeza de repente.
—Él me atacó.
—¿Y tú no reaccionarías igual si alguien dijera que tu padre es un asesino y un
ladrón?
Jordy volvió a clavar la mirada en el suelo.
—Pero es la verdad. Todo el mundo lo sabe.
Hen vio una piedra que había al borde del estero y se sentó.
—Mi padre también era un asesino. Y supongo que un ladrón.
—No lo creo —dijo Jordy.
—Todo el mundo lo sabía. Las cosas se pusieron tan mal que la gente nos expulsó
de Virginia y tuvimos que huir a Texas.
—¿Y cómo llegaste a ser comisario?
—Porque aquí nadie lo sabe.
—¿Crees que te quitarían la insignia si lo supieran?
—¿Y quién se lo va a contar? Nadie más lo sabe, sólo tú. —Hen miró a Jordy de
arriba abajo, de manera casual.
Jordy abrió mucho los ojos.
—¿No se lo has contado* nadie más que a mí?
—No.
—¿Ni siquiera a Adam?
Hen negó con la cabeza.
—¿Y no te da miedo que yo te delate?
—Yo estaba pensando que nosotros deberíamos unirnos. Tú, Adam y yo.
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—No sé todo lo que hizo —dijo Hen y de pronto comenzó a hablar con voz ronca,
pero enseguida vio una sombra de escepticismo en los ojos de Jordy. El chico no iba a
creerle si Hen no era tan sincero como Jordy esperaba—. Pero sé que sedujo a la
hermana de su mejor amigo, y cuando el otro le pidió explicaciones lo mató.
—¡Vaya!
—Luego llevó a toda la familia a Texas y nos abandonó. Hen podía ver a su padre
tan claramente como si estuviera allí mismo. Alto y bien parecido, indiferente a la
angustia y la desgracia que había dejado a su paso. Todavía recordaba el día en que
se marchó a la guerra, el impacto que le había causado esa partida tan repentina. Esa
tarde, su madre perdió la voluntad de vivir, aunque aún tardó dos años de agonía en
ir a reunirse con él en el infierno.
Hen se puso de pie.
—Se acabaron las preguntas, ¿vale?
Jordy asintió con la cabeza.
—Ahora, ve por tus cosas. Tienes mucho trabajo que
hacer. Mi casa es un desastre.
Hen esbozó una amarga sonrisa mientras observaba a Jordy corriendo hacia el
establo. Pobres chicos. Era imposible que Jordy y Adam se sintieran bien con ellos
mismos si el mundo seguía culpándolos por los pecados de sus padres. Por eso
luchaban por encontrar excusas para lo que sus padres habían hecho, pero la única
alternativa era odiarlos. Y odiarse ellos mismos.
Eso era exactamente lo que él había hecho toda su vida.
Hen volvió a sentarse, aturdido por la fuerza del descubrimiento que acababa de
hacer. ¿Cuánto tiempo llevaba odiándose? ¿Desde que mató a esos bandidos? ¿Desde
antes? Tal vez eso era parte de la razón por la cual había aceptado el trabajo de
comisario. En su opinión, el hecho de haber matado a alguien había manchado su
integridad; sin embargo, los demás lo admiraban por eso.
La idea de que se hubiese dejado engañar por un razonamiento tan estúpido lo
avergonzó. Ni siquiera Laurel necesitaba engañarse de esa manera. Ella era lo
suficientemente fuerte para imponer sus propios criterios, para creer que tenía razón
y hacer las cosas a su manera, sin que le importara lo que los demás pensaban. Si una
mujer era capaz de mirar su pasado de frente y desafiarlo, él también podía hacerlo.
Pero cuando se puso de pie, Hen se dio cuenta de que no era tan fácil sacudirse los
fantasmas de toda una vida. Esos fantasmas tenían raíces profundas, que llegaban
hasta el propio centro de su ser.
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Capítulo 8
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—Los tendrá cuando pueda dárselos —dijo Estelle, con el rostro contraído a causa
de la rabia.
—Me llevaré el dinero ahora mismo.
—No tengo dinero suficiente.
—Sí tiene, en el cajón. La he visto contándolo cuando entré.
—¿Cómo se atreve a espiarme?
—No la estaba espiando. Usted lo escondió cuando me vio entrar a la tienda.
—No confío en usted.
Laurel sintió una oleada de rabia, pero luego se dijo que Estelle era codiciosa,
tacaña y mezquina. Esa mujer no le habría confiado su caja registradora ni al mismo
San Pedro.
—Además, lleva usted dos días sin traerme la ropa.
—Y no se la traeré hasta que me pague.
—¡Maldita mujerzuela! —gruñó Estelle—. Debí haber sospechado que una mujer
tan desvergonzada como para presentar a su hijo ilegítimo como un chiquillo
respetable también podría ser capaz de hacer algo así.
Laurel pasó detrás del mostrador y caminó con lentitud hacia donde estaba Estelle
hasta que sus caras quedaron sólo a unos centímetros de distancia.
—Si vuelve usted a decir algo así, la golpearé tan fuerte que tendrá que andar con
muletas durante el resto de su vida.
—No me amenace —dijo Estelle y retrocedió.
—No es una amenaza. —Laurel abrió el cajón de la máquina registradora y señaló
el contenido—. Págueme.
—No le voy a pagar a nadie que me amenace.
—Entonces tal vez quiera que abra la boca y cuente lo que sé —dijo Laurel y se
acercó a Estelle.
—No le tengo miedo a lo que diga alguien como usted. Mi vida es un libro abierto.
—Entonces supongo que no le molestará que todo el mundo sepa que su marido
se escapa todas las noches, alrededor de las nueve y media, a la cantina Leghorn.
Entiendo que es muy amigo de una chica conocida por el nombre de Divina Tilly.
Estelle se puso blanca como un papel.
—Si dice usted una palabra de eso, la mato con mis propias manos.
—Deme mi dinero y no tendrá nada de lo que preocuparse.
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—Pero no se va a su casa por este camino. —Hen la agarró del brazo y le dio
media vuelta—. Tardará el doble del tiempo en llegar si regresa por el camino del
estero.
—Yo quiero dar un paseo —dijo Laurel—. No tengo nada que hacer esta tarde.
—Bueno, pero tenemos que conseguirle otra cliente para reemplazar a la señora
Reed.
—Hope se lo ha contado, ¿verdad?
—Sí.
—Esa muchachita no debería meterse en asuntos que no tienen nada que ver con
ella.
—Me gustaría haber visto la cara de la señora Reed. ¿Qué fue lo que le dijo? Hope
no pudo oírlo todo.
—Algo que no tengo intención de repetir. Ahora, déjeme pasar. Necesito regresar
a mi casa con Adam.
—Pero acaba de decir que no tiene nada que hacer esta tarde.
—Mentí. Ahora, ¿está usted satisfecho?
—No, si usted insiste en esconderse en el estero.
—Yo no me estoy escondiendo.
—Claro que sí. No hay más que verla. Tiene usted la mirada de alguien que se está
escapando a escondidas. Lo estaba haciendo muy bien.
Una sonrisa reemplazó el gesto malhumorado de Laurel.
—¿Siempre es tan gracioso? Me imagino que su familia siempre estaba tratando de
que usted hablara en serio.
Hen se sorprendió.
—Mi familia nunca pudo lograr lo que quería. Y si lo hubiesen logrado, no habrían
sabido qué hacer después.
—Es una afirmación muy dura.
—Nosotros no éramos una familia muy buena. Ahora, usted y yo vamos a
regresar por donde ha venido. Todavía hay mucha gente de este pueblo que no
conozco y me gustaría que usted me los presentase.
Laurel retrocedió.
—Yo no quiero ir por esa parte.
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—... Deje de ocultarse en los callejones y escurrirse por el camino del estero y deje
de esconderse en su cañón.
—Yo no me escondo porque tenga miedo. Lo hago porque estoy cansada de
estrellarme contra una pared.
—Tiene usted que demostrarles todos los días que es más fuerte que ellos y que es
tan buena como ellos.
—Lo he intentado.
—¿Entonces va a rendirse y les dejará pensar que usted es una ramera y Adam es
un bastardo?
Antes de que ninguno de los dos se diera cuenta de lo que estaba sucediendo,
Laurel levantó la mano y la estrelló contra la mejilla de Hen.
—No permito que nadie me hable así.
Hen parecía totalmente imperturbable, como si el hecho de que lo abofeteara una
mujer enfurecida fuera algo que le pasaba todos los días.
—Bien. Ahora, avance por la calle pensando en eso.
Laurel estaba tan furiosa con él y con ella misma que dio media vuelta y regresó
por el callejón hasta la calle.
—Muy bien —dijo, cuando llegó a la calle—, ¿qué hacemos ahora?
—Caminaremos por la calle como si estuviéramos manteniendo una agradable
conversación y hablaremos con todos los que nos encontremos. Si no los conozco,
usted me presenta y me cuenta algo sobre cada uno.
—¿Cómo puedo portarme de manera amistosa cuando estoy tan enojada que
acabo de darle una bofetada?
—Finja. Los dos somos buenos para eso.
Laurel comenzó a caminar con paso rápido.
—Y camine despacio. Si va corriendo, lo que estamos haciendo no servirá de nada.
Laurel dio media vuelta y caminó hasta donde él estaba.
—¿Alguna otra instrucción?
—Sonría. Que parezca que lo está pasando muy bien. Si les da la más mínima
oportunidad, la gente se la comerá viva.
Y así comenzó la caminata más larga que Laurel había hecho en la vida. Valle de
los Arces sólo tenía unos doscientos metros de un extremo a otro, pero a ella le
parecieron doscientos kilómetros.
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Percibía el sonido de las tablas de madera debajo de sus pies, el ángulo del sol, la
quietud de la mañana. Nunca se había fijado en lo desvencijado que se veía el
pueblo. Todas las construcciones estaban descoloridas, con la madera rajada por el
calor.
La primera presentación fue un poco incómoda. Cuando terminó, Laurel sintió
ganas de volver a golpear a Hen. Pero la segunda fue más fácil. Y la tercera todavía
más fácil. Ayudaba mucho el hecho de ir caminando con el comisario. Él llamaba la
atención de la gente. No podía ser de otra manera. Cuando un hombre alto y bien
parecido caminaba por la calle como si fuera el dueño del pueblo, era natural que la
gente se volviera a mirarlo. Laurel no podía dejar de admirar la compostura de Hen.
Ella podía hacer caso omiso de la gente. Pero Hen podía hacer que todos los demás
se sintieran invisibles.
Sin embargo, lo que más la intrigaba era la manera en que las mujeres miraban
primero a Hen y la miraban luego a ella. Con un celo animal en los ojos. Más de una
mujer dejó que sus ojos deambularan por partes del cuerpo de Hen distintas de su
atractiva cara y sus anchos hombros. La manera como Hen llamaba la atención sólo
reforzó lo que Laurel ya sabía: que era un hombre peligrosamente atractivo.
Pero aun más sorprendente era la expresión de envidia de las mujeres. Era
evidente que varias habrían dado lo que fuera por cambiar de lugar con ella. Eso la
asombraba. Laurel estaba tan empeñada en pensar que Hen era la clase de hombre
que ella quería evitar a toda costa, que no se había dado cuenta de que otras mujeres
tal vez no compartían su opinión. Incluso mujeres que tenían tantas ganas de casarse
con un pistolero como ella. ¿Acaso ellas veían en él algo que ella no podía ver?
Laurel era intensamente consciente de la presencia de Hen a su lado. El aire estaba
cargado de su energía. Cada vez que él la agarraba del codo para ayudarla a subir o
bajar los escalones de la acera, el cuerpo de Laurel recibía una descarga de
adrenalina. Hasta el ruedo de su vestido parecía estremecerse cuando se rozaba
contra las botas de Hen. Laurel se alejó un poco para poner espacio entre ellos.
—¿Ha pensando en qué tipo de trabajo podría hacer?
La pregunta de Hen trajo a Laurel otra vez al momento presente.
—Ya hemos hablado de eso —respondió Laurel—. En realidad no me importa
lavar ropa. Eso me permite estar sola. Me da tiempo para estar con Adam.
—Pero eso también la mantiene a merced de los Blackthorne.
—¿Por qué le preocupa tanto lo que nos suceda a Adam y a mí? ¿Acaso está
tratando de congraciarse conmigo?
—¿Tengo posibilidades?
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Leigh Greenwood Laurel
¿Cómo podía una mujer no sentirse atraída hacia él cuando la trataba como si ella
fuera el centro del universo? La gente llevaba años ignorándola, despreciándola, a
ella y a su hijo. Hen, sin embargo, le había prestado más atención a ella que a
cualquier otra mujer del pueblo. Era fácil que perdiera la cabeza por él.
—Tal vez, pero los del pueblo no le contrataron para que protegiese a mí.
—Mi trabajo es proteger a todos los ciudadanos.
—A los habitantes de Valle de los Arces, no a los del Cañón de los Arces.
—No me puedo quedar indiferente cuando veo a alguien golpeando a una mujer.
—Usted ya no está en Virginia.
—Necesita un nuevo trabajo. Estar inclinada siempre sobre ese enorme barreño no
es bueno, debe de tener la espalda hecha un desastre.
Laurel no podía negarlo. Había pasado despierta más de una noche, sin poder
dormir debido al dolor en la espalda y los hombros.
—La gente la mira por encima del hombro porque el trabajo que usted realiza no
les parece digno. Usted es demasiado buena para eso.
A Laurel le costó trabajo no detenerse y quedarse mirándolo. Nadie le había dicho
jamás que era demasiado buena para algo. Al contrario. Laurel no podía creer que
Hen realmente pensara lo que estaba diciendo. Probablemente sólo estaba tratando
de animarla un poco después de su altercado con Estelle Reed. Se sentía agradecida
por eso, pero ella podía manejar bien a Estelle. Lo que no podía manejar era que él
fuera tan considerado como para fingir que ella era digna de consideración sólo para
animarla. Sin embargo, a pesar de lo racional que trataba de ser, Laurel no podía
evitar albergar la esperanza de que Hen no estuviera fingiendo, que realmente
pensara lo que había dicho.
—Buenos días, señora Blackthorne.
Sorprendida por el tono de genuina amabilidad del saludo, Laurel dio media
vuelta para encontrarse con Miranda Trescott, que venía hacia ella. La muchacha y su
tía acababan de salir de la tienda de víveres Loyal.
—Buenos días —dijo Laurel y su mirada se deslizó más allá de Miranda, hacia la
señora Norton.
—Buenos días, comisario —dijo Miranda y le dedicó a Hen una de sus amables
sonrisas—. Creo que nunca antes los había visto a ustedes dos a esta hora de la
mañana.
—Me cuesta trabajo alejarme de mis labores —balbuceó Laurel.
—Es la mejor hora para hacer las diligencias. Tía Ruth siempre nos hace salir
temprano, antes de que el calor apriete.
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Leigh Greenwood Laurel
—En el cañón siempre hace fresco. —Laurel no creía que los demás estuviesen
interesados en el cañón, pero no sabía qué más decir.
—Vamos a ofrecer un té informal el jueves —le dijo Miranda a Laurel—. Nos
encantaría que viniera.
Laurel se quedó muda por el asombro. Llevaba muchos años sin que nadie la
invitara a nada y nunca había recibido una invitación tan sincera.
—No sé...
—No me diga que no todavía. No será nada formal, sólo una reunión de amigas.
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Por fortuna, antes de que pudiera seguir torturándose, llegaron hasta la fila de
arces que le daba sombra al estero y donde el agua de la quebrada desaparecía
lentamente entre la arena del desierto. Entonces Laurel se volvió hacia Hen y le
extendió la mano.
—Gracias por lo que ha hecho hoy. Me molestó en un principio, pero ahora estoy
muy agradecida.
Hen le dio la mano y siguió avanzando.
Pero Laurel no se movió.
—Voy a subir con usted. Quiero ver cómo le va a Adam con Sandy.
Laurel sintió hervir dentro de ella todo un cúmulo de emociones que estaban en
abierto conflicto con lo que sentía hacia Hen.
—Preferiría que nos despidiéramos aquí —dijo Laurel.
—¿Por qué? —preguntó Hen y la miró con desconcierto.
—Ya se lo dije. No quiero que Adam tenga nada que ver con usted.
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Capítulo 9
Laurel se arrepintió de sus palabras al ver la llamarada de rabia que ardió en los
ojos de Hen. Ya no había nada vacío y frío en esos ojos. La joven sintió que se
quemaba con la furia que despedían. Si alguna vez había dudado del origen
aristocrático de Hen, ya no tenía ninguna duda.
—¿Le molestaría explicarme eso? —dijo Hen con una furia apenas contenida.
Laurel se recuperó rápidamente. Después de todas las molestias que él se había
tomado por ella, le daba pena tener que ser tan franca, pero el futuro de Adam era
más importante que los sentimientos de Hen.
—No quiero que Adam comience a depender de usted. No sé por qué vino aquí,
pero estoy segura de que no se va a quedar. Yo he lavado su ropa. Lo he oído hablar,
he visto la manera como se comporta. Usted nunca será parte de esta comunidad.
Usted se marchará... como mucho dentro de un año, no creo que dure aquí más
tiempo. Y luego Adam tendrá que seguir su camino por su cuenta, sin depender de
usted.
A Laurel no le gustó la manera en que Hen la estaba mirando. Fue inevitable el
recuerdo de los ojos de su padrastro, cuando las golpeaba a su madre y a ella hasta
que se le pasaba la rabia. Hen había golpeado a Damián de manera metódica,
sistemática, brutal.
—Será mejor que deje de mirarme como si quisiera torcerme el cuello. Yo le pedí
que se mantuviera alejado de nosotros desde el primer día. Le dije que no me
gustaban los pistoleros y que no lo quería ver cerca de Adam. Sin embargo, usted
volvió. Pues bien, usted no puede andar por ahí ignorando los deseos de la gente y
pretender que nunca lo pongan en su sitio.
—Decir que no cree que sea buena compañía para su hijo es más que ponerme en
mi sitio.
—Supongo que sí, pero ir matando gente por ahí también es un asunto serio.
—Yo no ando matando gente por ahí —dijo Hen —. Nunca le he disparado a
nadie que no haya tratado de matarme antes.
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—Tal vez tuvo razones para hacer lo que hizo, no lo sé, pero ése no es el problema.
Odio lo que las armas pueden hacer y no quiero que Adam admire a nadie que las
use. Al ser un chico, es particularmente susceptible.
—En especial porque usted le mintió acerca de su padre.
La acusación de Hen fue tan inesperada que Laurel perdió el control. Siempre
había tenido miedo de que alguien averiguara lo que había hecho.
—¿Cómo lo sabe? — preguntó, pero luego le dieron ganas de morirse. Sus
palabras eran prácticamente una confesión.
—No importa cómo me enteré. Lo que importa es que usted le tiene tanto miedo a
que Adam pueda matar a alguien algún día que está mintiendo acerca del pasado y
el futuro. Lo que no ve es que con eso está garantizando que alguien lo mate algún
día.
—No creo que tengamos nada más que decirnos.
—Tengo mucho más que decir —replicó Hen y la agarró, al ver que ella trataba de
dar media vuelta—. El único problema es que usted no quiere escuchar. Si usted
quiere hacer una estupidez, allá usted, pero eso no es justo con el chico. Él merece
una oportunidad. Y si usted no confía en el consejo de un asesino, y es obvio que no
lo hace, ¿por qué no les pregunta a alguna de esas mujeres cuando vaya a tomar el
té? Maldición, hasta Hope podría abrirle los ojos.
Y con esas palabras, dio media vuelta y la dejó sola. Otra vez.
En ese momento Laurel se debatía entre emociones contrarias, pero sobre todo se
sentía culpable por la mentira que le había dicho a Adam. Siempre se había sentido
culpable. Por alguna razón, el hecho de que Hen lo supiera hacía que se sintiera aún
peor.
También se sentía culpable por la manera en que había tratado a Hen. Él había
sido muy amable y considerado con Adam y con ella. Debía de ser un hombre muy
bondadoso. Ya no le cabía duda de eso. Y era precisamente esa bondad lo que hacía
imposible que se mantuviera en su decisión de no tener nada que ver con él.
Pero lo que la frenaba era la disposición a matar que percibía en Hen. También su
rabia. Cuando estaba enojado, su padrastro la golpeaba a ella de la misma forma en
que Hen había golpeado a Damián. Y Laurel no podía, no quería, someterse otra vez
a eso. Ni Adam. Tampoco estaba dispuesta a vivir con un pistolero. Tarde o
temprano alguien lo mataría.
Y ella volvería a quedarse sola.
Laurel no permitiría que nadie volviera a abandonarla. No permitiría que su
corazón y sus sueños sucumbieran por el estallido de un arma de fuego. Así que
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tenía que alejarse de Hen antes de que Adam y ella comenzaran a depender de él.
Porque entonces ya sería demasiado tarde.
Cuando Laurel dio media vuelta y se adentró en el cañón, se dio cuenta de que
estaba peligrosamente cerca de comenzar a apegarse a Hen. Él le gustaba. Tenía que
admitirlo. ¿Cómo podría ser de otro modo? Todo lo que ese hombre había hecho
desde ese primer día la había hecho sentir mejor consigo misma. Por primera vez en
muchos años se sentía como una mujer deseable.
Había olvidado lo agradable que era sentirse así, la forma en que esa sensación
cambiaba toda su manera de ver la vida. Había olvidado que esa sensación le
generaba esperanza. Una cosa maravillosa, pero muy peligrosa: esperanza.
Subió el sendero con lentitud, sin ser consciente de lo que sucedía a su alrededor:
de que hacía algo más de fresco allí que en el pueblo, del ruido que producía un
ratón que merodeaba entre las hojas secas y de la serpiente de cascabel que pasó
frente a ella. Ni siquiera notó las capas de roca de distintos colores que formaban las
paredes del cañón, ni los rayos de sol que penetraban la penumbra que formaban los
árboles, ni el alegre gorjeo de la quebrada, que caía de la montaña rodeando las
piedras que trataban de bloquearle el camino.
Sólo pensaba en Hen Randolph.
Él era el hombre más apuesto que había visto en la vida. Se quedaba sin
respiración cada vez que lo veía. Era como si lo hubiesen enviado a torturarla, a
mostrarle todo lo que no podría tener. Sus atractivos físicos parecían formar una
cuerda con la que una mano invisible tiraba de ella para acercarla a él en contra de su
voluntad, como un viento que la empujaba por detrás y la llevaba hacia un lugar al
que no quería ir. Cuando Hen la tocaba, no había nada que pudiera hacer para
recordar que era un pistolero.
Hen tenía un aire de autosuficiencia maravillosamente tranquilizador. Cuando
Laurel estaba a su lado, tenía la clara sensación de que él podía enfrentarse con éxito
a cualquier situación que pudiera presentarse, resolver cualquier problema,
responder a cualquier pregunta. Laurel sentía como si el peso que había cargado sola
durante tantos años fuese más ligero.
Pero no tenía ningún sentido pensar en lo que le gustaba de Hen. Él no era el tipo
de hombre que se quedaría en el Valle de los Arces. Ella sólo había llamado su
atención de manera momentánea, y tampoco mucho, en realidad, pues Hen parecía
más interesado en enseñar a montar a Adam. Y en enseñarle a manejar un arma.
Laurel llegó a la casa, pero Adam no respondió a su llamada. Esperaba que
estuviera en el pastizal con Sandy. Le había dado instrucciones estrictas de que no
volviera al pueblo. Así que siguió subiendo hacia el cañón.
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No entendía por qué Hen pensaba que Adam debía aprender a manejar un arma
ahora. Podría aprender cuando fuera un adulto. Laurel no quería que su hijo creciera
pensando que las armas eran la manera de salir de las dificultades. Así era como
habían educado a Carlin y por eso se hizo matar.
Laurel interrumpió a una ardilla que estaba reuniendo semillas. El animalillo salió
corriendo hacia la cima de una piedra cercana y comenzó a conversar con ella con
voz estridente, mientras la joven pasaba por su lado.
Laurel se rió.
Si Adam y ella pudieran quedarse en este cañón para siempre, no tendrían que
preocuparse por temas como las armas y la aceptación social, ni temer que la gente
que querían los abandonara.
Pero al mismo tiempo que pensaba en lo fácil que sería eso, se daba cuenta de que
no podía hacer eso, y tampoco quería hacerlo. Adam merecía la oportunidad de
conocer el mundo. En cuanto a ella, se había retirado allí para defenderse, pero nunca
se había preguntado si quería quedarse.
¿Qué pasaría si Hen le pedía que se marchara?
Laurel se reprendió por pensar en eso. No iba a perder el tiempo tratando de
encontrar una respuesta. Eso nunca iba a suceder. Ellos dos no tenían nada en
común.
Cuando llegó al pastizal, Laurel encontró a Adam con Sandy. Las cosas no
parecían ir tan bien como habían salido cuando estaba Hen, aunque obviamente el
muchacho estaba tratando de hacer todo lo que el comisario le había dicho. El chico
le llevó el caballo a su madre.
—No me deja montar.
—Tal vez deberías esperar —dijo Laurel, pues le preocupaba la idea de que su hijo
subiera sobre ese caballo tan grande.
—Pero quiero mostrarle al comisario lo bien que lo puedo hacer. —Adam llevó a
Sandy hasta una piedra grande—. Tenla mientras me subo.
Laurel agarró a Sandy del ronzal.
—Será más fácil cuando seas más grande.
—Pero ya no soy un bebé. El comisario dijo que ya debería montar solo.
—El comisario no lo sabe todo —espetó Laurel.
—Sí sabe todo sobre caballos.
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Adam parecía un poco inseguro cuando se montó al lomo de Sandy, pero de todas
maneras se subió. Laurel estaba orgullosa del valor y la determinación de su hijo,
pero no le gustaba que su influencia hubiese sido suplantada por la de Hen.
—Necesitas una silla —dijo la madre, cuando Adam se agarró de la crin de Sandy.
—El comisario me dijo que me iba a conseguir una, pero dijo que todos los niños
debía ser capaces de montar a pelo. Ya puedes soltarlo.
—No puedes montar a Sandy tú solo.
—El comisario dijo que lo único que tenía que hacer era guiarlo con mis rodillas.
—Tal vez puedas hacerlo cuando seas más grande, pero ahora no.
—Pero el comisario dijo que...
—¡No me importa lo que dijo el comisario! —estalló Laurel—. ¡No te voy a dejar
montar sin silla y sin freno!
—Pero yo le quiero mostrar que puedo hacerlo. Él dijo que volvería pronto.
Laurel tenía que decírselo. No era justo seguir posponiéndolo. Además, cuanto
más pronto lo supiera, más pronto lo superaría y las cosas volverían a la normalidad.
—El comisario no va a volver.
—Pero él dijo que volvería. Lo prometió. Dijo que...
—Yo le dije que no volviera.
Adam se quedó mirando a su madre durante un momento.
—¿Por qué? —La pregunta fue un largo aullido de angustia, un grito de protesta
de un chiquillo que necesitaba con desesperación lo que había encontrado en Hen.
—El comisario no es un buen hombre. Él...
—¡Sí lo es! —gritó Adam—. ¡Sí lo es! ¡Sí lo es!
—Es un pistolero —le dijo Laurel a su hijo—. Él mata a la gente.
—No me importa —gritó Adam y comenzó a sacudir la cabeza de un lado a otro,
con los ojos cerrados, mientras las lágrimas comenzaban a brotar de los lagrimales
apretados.
—Yo no quiero que tú tengas nada que ver con gente así —dijo Laurel—. No
quiero que aprendas a pensar en las armas como una manera de...
—A mí no me importan las armas —gritó Adam—. Me gusta él. Tú no tenías
derecho a alejarlo de mí.
Adam soltó la crin de Sandy y se deslizó del lomo del caballo. Cayó al suelo con
un golpe, en lugar de caer sobre los pies.
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Una semana después, Hen todavía estaba tan enfadado que la gente cruzaba la
calle para no tener que enfrentarse a su mirada penetrante. Hope guardaba un
silencio riguroso durante las comidas. Jordy se movía con sigilo.
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—¿Podría traerme a Brimstone? —le dijo Hen a Jesse McCafferty, el encargado del
establo de Chuck Wilson. Desde luego, era un chiste. Nadie estaba dispuesto a tocar
a Brimstone.
—Tráigalo usted, si lo necesita —dijo Jesse—. No he tocado a ese caballo desde
que usted estuvo aquí y no voy a empezar ahora.
—Ustedes dos ya deberían haberse hecho amigos —dijo Hen; tomó su silla de
montar y se dirigió hacia el lugar donde Brimstone estaba comiendo heno.
—Tal vez él y el demonio —dijo Jesse—. No sé por qué permite que usted se le
acerque, cuando trata de matar a todos los demás.
—Tal vez yo soy el demonio. —Hen le puso la gualdrapa al caballo y después la
silla. El caballo blanco lanzó una patada. Hen le dio una palmada en la grupa y el
animal pareció sentirse mejor. Después de eso, sólo trató de morderlo.
—No sé por qué soporta usted a esta bestia —dijo
Jesse.
—Porque es el mejor caballo que he montado en mi vida.
—Y el más malvado.
—También. —Hen llevó a Brimstone afuera y montó—. Cuando estoy en el
desierto, no me preocupa que mi caballo sea amable, siempre y cuando me traiga a
casa a salvo.
Un hombre siempre tenía que estar listo para enfrentarse al peligro, para saber
adónde mirar, qué debía evitar, cuándo tener una confrontación. Eso era algo sobre
lo que Laurel no tenía ni idea. Para una mujer las cosas eran distintas. Aunque ella
había tenido experiencias difíciles, el hecho de ser una mujer le ofrecía una especie de
protección que un hombre no tenía.
Se esperaba que el hombre siguiera un código de conducta distinto. Eso era algo
que Laurel no le podía enseñar a su hijo. No importaba si ella estaba de acuerdo con
ese código o no. Es lo que los hombres esperarían. Las mujeres también. A veces ellas
eran las peores. Un hombre le podía perdonar una debilidad a otro hombre. Pero una
mujer nunca lo haría. Tal vez se debía a que ellas eran tan vulnerables que
necesitaban a un hombre fuerte que las protegiera. Tal vez se debía a que, aunque
podían ser débiles físicamente, las mujeres eran emocionalmente más fuertes que la
mayoría de los hombres. Hen no lo sabía. Sólo sabía que las mujeres podían ser muy
duras con un hombre.
Laurel lo era y ni siquiera lo sabía.
Hen abandonó el cinturón de árboles que rodeaba Valle de los Arces y se adentró
en el desierto. La maraña de mezquites y paloverdes, que rara vez superaba los dos
metros de altura, se extendía hacia lo lejos, donde finalmente le cedía el paso a un
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área dominada por cactus. Algunos kilómetros después, el terreno caía hacia el
pantano de Ciénega, un área llena de álamos americanos altísimos y pozos de agua
estancados. Más de cien kilómetros más allá, una cadena de montañas dibujaba una
línea irregular en el horizonte.
Hen arrancó a galopar en Brimstone. Parecía tener prisa.
No, sólo estaba de mal humor y aparentemente el caballo percibió su estado de
ánimo. Hizo varios intentos de morderlo, algo que rara vez hacía después de que
Hen se subía.
—Ya no más —dijo Hen—. Yo siempre puedo pensar en peores cosas que tú.
Aparentemente, el caballo recordó al menos un ejemplo y comenzó a correr y a
devorar el terreno con sus patas. A pesar del mal carácter de Brimstone, Hen nunca
había considerado la posibilidad de comprar otro caballo. No podía encontrar un
mejor compañero a la hora de partir.
Hen siempre había sabido que Valle de los Arces era una parada temporal. Laurel
tenía razón. Ni ella ni Adam podían depender de él. Él sólo estaría aquí hasta que
alguna otra cosa atrajera su atención, hasta que el vacío interior que sentía lo hiciera
marcharse. Huyendo de todo, hacia la nada. Era la clase de hombre que no quería
que fuera Adam.
Una vez oyó decir que las mujeres eran los agentes civilizadores de la humanidad.
No sabía mucho sobre eso, pero era cierto que las mujeres tenían el hábito de echar
raíces y mantenerse al lado de los de su clase. Si uno veía a una mujer, podía estar
seguro de que había más mujeres alrededor.
Las mujeres no sabían marcharse y no les gustaba que los demás lo hicieran.
Tenían la propensión a apegarse a las cosas: a la gente, a la tierra, a los pueblos, y
esperaban que las cosas se quedaran en el mismo lugar durante el resto de su vida. Y
odiaban los cambios tanto como las despedidas.
Quedarse junto a Laurel y Adam no sería tan malo si él fuera de los que echan
raíces. A Hen le gustaría ver crecer a Adam. El chico podía tener un padre
irresponsable e inútil, pero sin duda era un buen chico. Lo único que necesitaba era
un poco de orientación.
No es que Laurel fuese una mala influencia. Sólo que no entendía a los hombres.
Se había metido en la cabeza la idea de que los hombres sólo la miraban con lujuria.
No entendía que ningún hombre podía mirarla con indiferencia. Hen se imaginaba
que había varios hombres en el pueblo a los que les habría encantado casarse con ella
y hacer las veces de padres de Adam, si ella les hubiese dado la oportunidad de
decirlo.
Laurel era una mujer muy atractiva. Ningún hombre normal podía mirarla sin
pensaren cosas que le avergonzaría decir. Él lo había hecho y eso que había pasado
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años entrenándose para mirar a las mujeres sin sentir nada. Incluso con la cara toda
hinchada y amoratada, a Hen le había parecido atractiva. Y ahora, con la cara
prácticamente perfecta, la encontraba todavía más perturbadora. Se preguntó qué
diría Laurel si él le contaba que había tenido sueños en los que estaban juntos.
Probablemente se sentiría tan impresionada como él. Hen no estaba acostumbrado
a tener ese tipo de sueños. Eran el tipo de cosas que Monty habría hecho antes de
casarse. El solo hecho de pensar en ella hacía que el cuerpo de Hen se pusiera rígido.
¡Huellas de ganado! Hen tiró de las riendas de Brimstone para detenerlo en seco y
se bajó de la montura para estudiar las huellas de rodillas. Media docena de reses
habían pasado por allí. Al igual que dos caballos herrados, y la dirección de las
huellas procedía del rancho de Peter Collins.
Hen se volvió a montar y siguió las huellas.
¿Laurel habría pensado en quién le iba a enseñar a Adam a ser un buen ranchero,
a seguir las huellas del ganado que le robaran, a defenderse de los ladrones? Los
Blackthorne podrían enseñarle, pero ella no iba a dejar que ellos se le acercaran. Él
podría enseñarle, pero ella tampoco quería que él estuviera cerca de Adam. No le
gustaba lo que él era.
¿Por qué debería gustarle? A él tampoco le gustaba. Nunca le había gustado. Por
esa razón siempre andaba yendo de un lado a otro. Estaba huyendo de sí mismo.
Esa idea le molestó tanto que casi pasa por alto el trozo de madera quemada. Hen
se bajó del caballo. Se hizo a un lado y estudió con cuidado ese recodo del desierto.
Había sido la escena de una frenética actividad que involucraba reses y caballos. Al
retirar un poco de la arena y la gravilla que cubría un montículo, descubrió los
rastros de una pequeña hoguera.
Alguien había estado marcando ganado en ese lugar. Seguramente estaban
alterando la marca, para que coincidiera con la de sus propias reses. Así que ya tenía
pruebas de que estaban robando el ganado. Ahora tenía que averiguar quién lo
estaba haciendo.
Pero cuando Hen se volvió a subir a su montura y le indicó a Brimstone que lo
llevara a casa, no iba pensando en los ladrones de ganado. Estaba pensando en
Laurel Blackthorne. De una manera u otra, le iba a demostrar que era más que un
pistolero. Y tal vez también lograra demostrárselo a sí mismo.
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Capítulo 10
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—No te estoy diciendo nada —dijo Hen y puso la taza sobre la mesa—. Es tu
dinero y son tus reses. Pero yo iría esta misma noche a hablar con Peter. Y avisadme
de lo que decidáis.
Hen no sabía si Wally seguiría su consejo. Parecía exactamente la clase de hombre
testarudo e independiente, que rechaza un buen consejo sólo para demostrar que
puede hacerlo. Pero, bueno, Peter se aseguraría de que hiciera lo correcto.
Laurel llevaba diez días sin ver a Hen. Pero en lugar de sentirse aliviada, cada vez
pensaba más en él. A donde quiera que mirara, algo la hacía acordarse de Hen.
Lo mismo le sucedía a Adam. El chico se negaba a olvidarse de esa larga tarde
soleada que había pasado en el pastizal con Hen. Y eso se interponía entre Laurel y
su hijo y abría un abismo que empeoraba cada día. Adam seguía cumpliendo con sus
deberes, pero pasaba la mayor parte del tiempo con su caballo. Y veneraba todo lo
que Hen le había dicho. Cuanto mejor le iba con el caballo, más resentido se sentía
con su madre por haber despachado a Hen.
Laurel levantó la vista y vio que Adam iba subiendo el cañón. Por su manera de
caminar, sabía que venía del pueblo. Tenía una actitud desafiante y demasiado
enérgica; llevaba la cabeza muy levantada. Estaba listo para tener una discusión.
Laurel intentó quitarse de encima la sensación de derrota. En lugar de eso, trató de
sentir rabia hacia Hen. Todo esto era culpa de ese hombre. Adam nunca la había
desafiado, hasta que él llegó con su sermón acerca de las armas y ser independiente
de la influencia de las mujeres y que los chicos tenían que aprender a portarse como
hombres. Y ahora que había desaparecido, ella tenía que luchar con los resultados de
su interferencia.
—Necesito agua —dijo Laurel incluso antes de que Adam llegara hasta donde ella
estaba—. Y necesito más leña para el fuego.
Laurel se dio cuenta de que a Adam lo había sorprendido el hecho de que ella no
le hubiese preguntado dónde había estado, ni lo hubiese regañado por hacer lo que le
había dicho que no hiciera, pero ahora Laurel sabía que tenía que encontrar una
manera diferente de llegar a Adam.
—¿Con quién has jugado hoy? —le preguntó al chico cuando él recogió el balde y
comenzó a caminar hacia el arroyo.
—Con Jordy McGinnis.
Laurel se mordió el labio. Jordy era huérfano, hijo de un hombre al que mataron
cuando estaba tratando de robar el oro que otro hombre había encontrado. El chico
siempre estaba en problemas con alguien, sobre todo por su tendencia a robar. Laurel
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se imaginaba que el muchacho sólo robaba para sobrevivir, pero no era la clase de
niño con el que quería que Adam se mezclara. Revisó la lista de los chicos del pueblo,
pero no encontró a ninguno que le gustara más. O bien no estaba de acuerdo con su
manera de ser, o sus padres no estarían de acuerdo con que su hijo jugara con Adam.
—¿Hay alguien más con quien te gustaría jugar? —le preguntó Laurel a Adam
cuando el chico regresó.
—Con Danny Elgin, pero él es amigo de Shorty Baker y yo detesto a Shorty.
Los hijos del dueño de una cantina y de un arriero.
—Jordy tiene un trabajo y dice que me pagará si le ayudo.
—¿Y quién le dio trabajo a Jordy? -—preguntó Laurel.
—El comisario —dijo Adam y le lanzó las palabras a Laurel como si fueran un
látigo.
—¿Hen Randolph?
—Jordy mantiene en orden la casa del comisario y barre su oficina y el comisario
le paga por eso. También deja que Jordy duerma en su casa y que se coma su
almuerzo.
—¿De qué estás hablando?
—El comisario nunca tiene jambre. Hope dice que ya casi nunca come.
—Se dice hambre. ¿Y deja que Jordy viva en su casa?
—A Jordy le gusta el comisario. Dice que es el mejor comisario que ha habido. Le
reventó las narices a Shorty cuando dijo que el comisario les tenía miedo a los
Blackthorne. Ellos tienen una especie de acuerdo. Pero Jordy no me quiere contar de
qué se trata. Y Hope tampoco parece saber.
—Parece saber —dijo Laurel de manera automática para corregir a su hijo, pero
Adam ya se había marchado y ella se quedó preguntándose de nuevo si se habría
equivocado al juzgar a Hen. Darle un trabajo a Jordy McGinnis era algo admirable. Y
acogerlo en su casa, todavía más. Pero lograr que ese pequeño demonio lo viera
como a un semidiós ya requería de un talento especial. El mismo tipo de talento que
había cautivado a su propio hijo: un sincero interés.
Tan pronto le echó un vistazo a la comida que Hope puso sobre su escritorio, Hen
supo que algo andaba mal.
—¿De dónde has sacado esto?—preguntó.
—Del restaurante. ¿De dónde más?
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—¿Quién lo preparó?
—Supongo que el nuevo cocinero. ¿Por qué?
Jordy miró la comida con atención.
—Tiene un aspecto raro —dijo, y probó la salsa de la carne. De pronto abrió los
ojos con asombro—. Pero sabe delicioso.
—¡Lo sabía! —dijo Hen. Agarró su sombrero y se dirigió rápidamente hacia la
puerta.
—¿Qué le pasa? —preguntó Hope—. Es carne, como siempre. Pensé que le
gustaba.
—No te preocupes por él —dijo Jordy, con la boca llena de comida—. Le gustará
cuando solucione el problema que se lo está comiendo por dentro.
—Si es que queda algo —dijo Hope, mientras observaba a Jordy llevándose el
tenedor a la boca con tanta rapidez como podía.
Hen atravesó la calle a grandes zancadas y se dirigió directamente al restaurante.
Sólo había tenido que echarle un rápido vistazo a la comida para saber quién la había
preparado. La clientela del restaurante parecía más abundante que de costumbre. Los
comensales estaban comiendo con el mismo entusiasmo de Jordy. Hen frunció
todavía más el ceño.
—Me han dicho que tiene un cocinero nuevo —le dijo a la señora Worthy, cuando
ésta salía de la cocina con tres platos.
—Es maravilloso —dijo ella y la cara le brillaba de felicidad—. Apenas hemos
podido dar abasto con los pedidos desde el desayuno.
—¿Se trata de un tío alto, flacucho y muy feo?
—Es delgado y bastante alto, pero a mí me parece que es apuesto. Ahora que lo
pienso, me recuerda un poco a usted.
—¡Maldición! —exclamó Hen y, haciendo caso omiso de la cara de asombro de la
señora Worthy, entró en la cocina.
Tal como se lo esperaba, vio a Tyler detrás del fogón, llenando una fila de platos.
Ante la mirada atónita de Horace Worthy, Hen avanzó hasta donde estaba su
hermano.
—¿Qué demonios estás haciendo aquí?
Tyler ni siquiera levantó la mirada.
—A mí también me encanta verte, hermano. Gracias por venir a darme la
bienvenida.
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—Olvídate de los sarcasmos —le espetó Hen—. Quiero saber qué estás haciendo
aquí.
—Estoy cocinando —dijo Tyler, sin suspender su trabajo—. Ofrecían un empleo y
yo lo tomé.
—Así como tú no quieres que yo ande merodeando a tu alrededor, yo no quiero
que andes persiguiéndome por todas partes.
—¿Qué te hace pensar que estoy aquí por ti?
—¿Este hombre es su hermano? —preguntó Horace Worthy.
—Sí, y ustedes se van a tener que buscar otro cocinero.
—Pero es el mejor que hemos tenido —dijo la señora Worthy cuando entró a la
cocina—. Nos quedaremos con él, aunque tengamos que pagarle el doble.
—La paga está bien para mí —dijo Tyler.
—Te marcharás de aquí en cuanto termines de preparar lo que tienes en el fogón.
—Creo que lo mejor será que pongan un cartel en la puerta diciendo que los
clientes no pueden entrar en la cocina —dijo Tyler—. Eso facilitaría las cosas.
El señor y la señora Worthy miraron a los dos hermanos.
—¿De dónde vienes? —preguntó Hen después de un momento de silencio.
—De Nuevo México. Estaba buscando petróleo.
—Tú no sabes nada sobre petróleo, sólo sabes alimentar a los trabajadores —dijo
Hen con sarcasmo.
—Tú no sabes nada sobre cómo ser comisario, sólo sabes apretar el gatillo —
contestó Tyler sin inmutarse—. Pero yo no he entrado gritando en tu oficina y
diciéndote que te tenías que ir del pueblo.
—¿Por qué has venido? —preguntó Hen—. Y no me digas que te contaron en
Nuevo México que aquí ofrecían un empleo de cocinero.
Tyler levantó la vista de su trabajo. Su expresión seguía siendo la misma.
—Está circulando un rumor según el cual todos los hombres con el apellido
Blackthorne se están reuniendo.
—Si ya estás prestando atención a los rumores, vas a...
—Se supone que deben reunirse en Tubac. Parece que tienen la intención de
deshacerse de un cierto comisario y de castigar al pueblo que lo contrató.
Los Worthy se pusieron pálidos.
—No me digas que has venido corriendo hasta aquí para protegerme.
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una buena elección. El estero le hacía pensar en el arroyo y el arroyo le hacía pensar
en el cañón y eso le hacía pensar en Laurel.
Hen debería estar preocupado por el pueblo. Debería estar pensando en su propia
seguridad. Pero en lo único en lo que podía pensar era en Laurel. Y en Adam. Si los
Blackthorne bajaban a Valle de los Arces, ellos no estarían seguros. Después de
terminar con él y con el pueblo, se dirigirían al cañón y, como mínimo, se llevarían a
Adam. Y Hen sabía que tendrían que matar a Laurel si querían quitarle al chico. Ese
niño era lo único que ella tenía en la vida.
Hen no había tomado en serio la amenaza de los Blackthorne —Damián no le
había parecido un hombre especialmente valiente—, pero debía de ser real. Si no
estuviera seguro de eso, Tyler no le habría enviado un telegrama a George. Porque
George iba a venir. Los dos lo sabían.
Soltó una maldición. Tendría que volver a hablar con Laurel y convencerla de que
saliera de ese lugar. Pero ¿cómo? Laurel no tenía dinero y él sabía que tampoco
aceptaría dinero suyo, aunque él se lo ofreciera con la mejor voluntad. Hen se
preguntó si podría secuestrar a Adam. Ella seguramente lo seguiría. Pero esa
estúpida idea mostraba lo desesperado que estaba. No podía someter a Laurel a
semejante suplicio. Además, era tan testaruda que probablemente regresaría al cañón
después de rescatar a Adam.
Hen volvió a maldecir. Se suponía que era un asesino, un pistolero, un hombre
que solucionaba todos los problemas mediante las armas. Pues bien, sus pistolas no
le servían de nada ahora. Tendría que resolver este asunto sin ellas.
—¡Fuego!
Después del grito de «¡indios!», ésa era la palabra más temida en el Oeste.
—Es el establo —gritó Jordy. Luego entró al cuarto de Hen y corrió hasta la
ventana—. Está quemándose como si fuera leña seca.
Aunque el establo estaba al otro extremo del pueblo, Hen podía ver las llamas a
través de la ventana y oír los relinchos de los caballos. ¡Brimstone! Su caballo estaba
en el establo. Lo mantenían atado y separado del resto de los caballos porque a todos
les horrorizaba el fiero carácter del animal.
—Rápido, hay que formar una cadena humana para transportar agua... —dijo
Hen, al tiempo que saltaba de la cama y metía las piernas en los pantalones. Agarró
las botas y la camisa y salió corriendo.
—Ya está formada —dijo Jordy, con la respiración entrecortada, mientras trataba
de mantener el paso de Hen—, pero no está sirviendo de nada.
Una ligera brisa sacudía las hojas de los arces. Las llamas opacaban la pálida luz
de la luna y las estrellas, y las personas que, formando una larga fila, arrojaban cubos
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de agua contra el fuego parecían sombras fantasmales moviéndose contra las lenguas
anaranjadas que cada vez comían más terreno.
Los caballos relinchaban de pavor y se arremolinaban contra el extremo del
establo. Los postes chirriaban y se sacudían por el impacto, pero resistían. Después
de echar una rápida mirada, Hen se dio cuenta de que Brimstone todavía estaba allí
dentro.
Parecía como si el pueblo entero hubiese salido, con baldes en la mano. En
cuestión de minutos, formaron una hilera que llegaba hasta el tanque de agua que
había detrás del establo. Otra fila se extendía unos treinta metros más allá, hasta el
pozo que había detrás de la cantina. El fuego ya había dado buena cuenta de la paja y
el heno.
Hen oyó un grito y, cuando se volvió, vio a Jesse McCafferty sacando del establo a
un caballo pinto castrado.
—¿Dónde está Brimstone? —gritó Hen por encima del estrépito del fuego y los
gritos de la gente.
—No me dejó acercarme —dijo Jesse—. Trató de matarme.
—¿Cuántos caballos quedan adentro? —preguntó Hen.
—El suyo y ese caballo amarillo que es del chico que vive en el cañón.
¡El caballo de Adam! ¿Qué estaba haciendo Sandy allí? Hen corrió al tanque del
agua, empapó la camisa y regresó al establo.
—Tenga cuidado —gritó Jesse—. Todo está en llamas.
—Pero sólo es la parte frontal —dijo Hen.
—Ya no. Se me estaba cayendo encima cuando estaba...
—¡Adam!
Jesse se quedó frío cuando un chico salió de entre las sombras y se dirigió al
establo. Hen vio que Laurel también emergía de la oscuridad y alcanzó a agarrarla
para impedir que siguiera a su hijo.
—¡Adam! —volvió a gritar Laurel.
—Agárrela —le dijo Hen a Jesse—. Agárrela fuerte o se escapará.
Hen entró corriendo al granero. El calor era intenso. El fuego todavía no se había
apoderado de la parte del establo donde estaban los dos últimos caballos, pero el
heno y la paja en llamas los estaban volviendo locos. Hen alcanzó a agarrar a Adam
antes de que se metiera en la casilla del bayo enloquecido de pavor. El caballo estaba
totalmente fuera de control y lo habría pisoteado.
—¡Tengo que sacar a Sandy! —gritó Adam, mientras trataba de soltarse.
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Hen vio a Laurel en medio del patio, con Adam entre sus brazos, mirando hacia el
granero con ojos llenos de pavor. Y también vio el alivio que se reflejó en sus ojos
cuando él salió del establo.
Hen se dijo que todavía debía estar molesto con ella —llevaba dos semanas
diciéndose lo mismo—, pero primero sintió que el corazón se le paralizaba y luego
arrancó a latir a toda velocidad. Hen sentía una excitación que no tenía nada que ver
con el fuego ni con el peligro que corría el pueblo. El solo hecho de ver a Laurel tenía
el poder de producirle ríos de fuego que corrían por sus venas y vibraban dentro de
cada nervio de su cuerpo convirtiéndose en ardiente energía. El hecho de saber que
ella temía por su seguridad hizo que esa energía se convirtiera en una llamarada.
Hen se apresuró a guardar a Brimstone en el corral.
Cuando regresó, Laurel todavía estaba donde la había dejado, con los brazos
alrededor de Adam y temblando como si se hubiese caído en un río helado. Parecía
estar demasiado aturdida para moverse. Hen la agarró de los hombros y la llevó
hasta un banco que había debajo de un arce. Abrazada todavía a Adam, Laurel se
dejó caer sobre el banco.
—¿Qué está haciendo aquí abajo? —preguntó Hen.
—Vi el fuego des... desde el cañón —dijo Laurel tartamudeando—. Yo sabía que
necesitaban ayuda, pero no sabía que Sandy estaba en el establo... me di cuenta
cuando vi que Adam salía corriendo hacia las llamas... —Laurel seguía temblando y
abrazó a su hijo con más fuerza—. Quería darle las gracias, decirle lo mucho que...
—Cualquiera habría hecho lo que hice yo.
—Pero fue usted quien lo hizo, nadie más. Nunca lo voy a olvidar.
Hen se preguntó si ahora sería lo suficientemente bueno para enseñarle a montar a
su hijo. Probablemente no. Si recordaba bien el viejo principio de los puritanos, el
fuego tenía que consumir por completo a una persona para que quedara purificada.
Si ésa era la única cura, él seguía condenado.
—¡Se acabó el agua! ¡No hay más agua! —Con ese grito desapareció la última
esperanza de salvar el establo.
El tanque que había detrás del granero estaba vacío, y en el pozo ya estaban
llegando al fondo de lodo. La gente se trasladó a los otros pozos más cercanos, pero
las cadenas eran más largas y los baldes más lentos y el agua se acabó incluso más
rápido. Lo único que podían hacer era tratar de evitar que el fuego se extendiera al
resto del pueblo.
Por fortuna, el establo estaba alejado del resto del pueblo unos treinta metros.
Unas cuantas chispas alcanzaron a llegar a otras construcciones, pero las apagaron
sin dificultad. La gente se quedó observando en silencio cómo las llamas devoraban
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la construcción de madera. El fuego duró varias horas más y siguió ardiendo durante
la mayor parte del día siguiente.
—Es una lástima que el arroyo se desvanezca al llegar
al desierto. Con esa agua habríamos podido salvar el establo —dijo Hen y
agradeció que su voz no revelara la súbita agitación que sentía.
Hen se dio cuenta entonces de lo mucho que extrañaba hablar con Laurel, de lo
mucho que deseaba verla, de que no quería pasar otras dos semanas sin verla.
—¿Por qué trajiste tu caballo al establo? —le preguntó a Adam.
El chico se zafó de los brazos de su madre, pero no trató de alejarse.
—Nadie te va a regañar —le aseguró Hen—. Sólo quiero saber por qué no dejaste
el caballo en el pastizal.
—Mamá dijo que no ibas a volver.
—Eso no explica...
Adam levantó la vista.
—Tú ayudaste a Jordy —dijo Adam y sonó como si lo estuviera acusando de
traición.
—Eso es parte de nuestro acuerdo. Jordy trabaja para mí y yo le enseño a montar.
—Yo he estado ayudando a Jordy —dijo Adam—. ¿Puedes enseñarme a mí
también?
Hen se volvió a mirar a Laurel, pero ella estaba mirando fijamente a su hijo. Hen
se preguntó si ella sabría lo que Adam estaba haciendo en su tiempo libre. El chico
no debería haberse escapado sin permiso para conseguir a alguien que le enseñara a
montar.
—¿Te dio tu madre permiso para traer a Sandy aquí? —preguntó Hen.
Adam negó con la cabeza.
—¿Le preguntaste si podías hacerlo?
El chico volvió a decir que no.
—Un chico debe hacerle caso a su madre —dijo Hen.
—Ella tampoco dijo que no pudiera.
—Pero tú no le preguntaste porque sabías que. diría que no, ¿verdad?
Adam asintió con la cabeza.
Hen podía recordar la impaciencia que le producían las restricciones de su madre,
tanta impaciencia que él y Monty hacían caso omiso de ellas. Él sabía lo mucho que
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Capítulo 11
—Eso tendrás que preguntárselo a tu madre —dijo Hen. Laurel le había dicho a
Adam que Hen era un mal hombre. Ella era la que tenía que explicar por qué—. No
todo el mundo ve las cosas de la misma manera. Puede ser que tu madre no quiera
que tú sigas el ejemplo de tu padre ni el mío.
Laurel no parecía entender los peligros de vivir en el territorio de Arizona, como
su madre tampoco había entendido lo que significaba vivir en Texas.
—Pero...
—Si quieres que te enseñe a montar a caballo, tendrás que portarte como un
hombre. No escaparte a escondidas de tu madre. Mírala de frente y pregúntaselo.
Eso es lo que deberían haber hecho Monty y él. Pero su madre no lo habría
entendido. Ella no les habría creído, en especial porque su padre les había asegurado
que iban a estar a salvo. La madre de Hen siempre creía todo lo que le decía su
esposo, sin importar lo insensato que fuera... pero, de todas maneras, Monty y él
deberían haberlo intentado.
—Pero ya se lo he preguntado.
—Vuelve a preguntárselo. Tu madre puede cambiar de opinión, como cualquiera
de nosotros.
Hen esperaba que Laurel estuviera comenzando a entender que un chico
empezaba a aprender a ser un hombre mucho antes de que le cambiara la voz o
comenzara a fijarse en las chicas.
—¿Puede el comisario enseñarme a montar? —le preguntó Adam a Laurel y fijó
otra vez la mirada en el suelo.
—Mírala a los ojos —dijo Hen—. Sólo los cobardes miran al suelo cuando están
hablando con alguien.
—Yo no soy ningún cobarde —dijo Adam y miró a Hen con furia.
—No he dicho que lo seas. Sólo necesitas que alguien te dé un consejo de vez en
cuando.
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Hen deseaba que Laurel pudiera entender el esfuerzo que el chico estaba haciendo
para tratar de crecer y lo importante que era para él poder portarse como un hombre,
ante los ojos de un hombre. A pesar de lo mucho que el chico amaba a su madre, la
opinión de Laurel nunca sería la última palabra en ese asunto. Si ella no lo entendía,
el chico seguiría desafiándola. Y a ella se le rompería el corazón si perdía ese amor
tan especial que siempre había existido entre los dos.
—¿Puedo, mami? —preguntó Adam.
—Si el comisario accede a ir al cañón —dijo Laurel—. Tendrás que mantener a
Sandy en el pastizal.
—Pero Jordy...
—Tal vez te deje traer de nuevo a Sandy después de que el señor Wilson
reconstruya el establo. Pero ahora no tienes dónde guardarlo.
Todos miraron hacia el establo. Las llamas estaban comenzando a perder fuerza.
El fuego había consumido toda la paja y el heno y la mayor parte de la estructura,
pero las tablas eran demasiado gruesas para quemarse tan rápido.
—¿Está segura de que no le importa verme por su querido cañón? —preguntó
Hen cuando Adam se alejó para hablar con Jordy.
—No he cambiado de opinión con respecto al gusto por matar —dijo Laurel—,
pero es evidente que Adam necesita muchas cosas que yo no le puedo dar.
Las palabras de Laurel tocaron fibras que todavía estaban resentidas por la rabia y
Hen perdió los estribos.
—Pero enseñarle a montar no va a solucionar eso. Debería buscarse un marido
para usted y un padre para el niño.
Decir eso fue como acercar un fósforo a un montón de leña seca. Laurel
prácticamente explotó. Hen nunca la había visto tan furiosa.
—Nunca me voy a casar otra vez —afirmó—. ¡Nunca! Le agradezco que pueda
ayudar a Adam, pero entienda que yo no comparto con él la necesidad de tener a un
hombre cerca.
Hen podía sentir la profunda rabia que escondían las palabras de Laurel. También
podía sentir miedo en ellas. Entonces se preguntó qué sería lo que Carlin Blackthorne
le había hecho. Tenía que ser algo más que quitarle la virginidad sin el beneficio del
matrimonio.
Hen se preguntó si algún otro hombre habría podido tocar el corazón de Laurel.
Aunque lo dudaba. Ella se había concentrado totalmente en el chico y había excluido
todo lo demás. Pero eso no era bueno, ni para ella ni para Adam. Él tendría que hacer
algo para solucionarlo, aunque ayudar a una mujer a salir de su concha no era
exactamente su especialidad.
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—Ha sido usted contratado para proteger a la gente —dijo Laurel—, no para
darles consejos personales ni para decirles cómo tienen que llevar sus vidas.
—No volveré a hacerlo —dijo Hen—. Ahora iré a ver si puedo hacer algo por
Chuck. Pasaré por su casa dentro de unos días.
Después de que tuviera tiempo para pensar. Ninguna mujer tan fogosa y volátil
como Laurel Blackthorne debía vivir sola. Podía rechazarlo a él, no sería la primera,
pero no debía seguir rechazando a todos los hombres en general. Había algo que
Laurel no le había dicho y Hen estaba decidido a averiguar qué era.
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Toda la gente que estaba en la cantina se volvió a mirar hacia atrás. Laurel acababa
de entrar sin que nadie se diera cuenta. Dio unos cuantos pasos hasta pararse al lado
de Hen. Sus miradas se cruzaron brevemente antes de que ella se enfrentara a la
gente reunida.
—El comisario tiene razón. Yo soy la dueña del cañón.
—¿De dónde sacó el dinero? —preguntó Estelle y la mala intención era tan
evidente que varias personas se sintieron avergonzadas.
—No fue negándome a pagar mis deudas —contestó Laurel.
Esta vez fue Estelle la que se puso roja.
—Pueden comenzar a construir el canal tan rápido como quieran —dijo Laurel y
les dio la espalda—. Sólo tengo dos exigencias. Deben comenzar el canal al otro lado
de los arces. No quiero que la mitad del pueblo esté subiendo y bajando por mi
cañón.
—¿Cuál es la otra exigencia?
—El comisario Randolph estará a cargo del proyecto.
—¿Por qué él?
—¿Y cuánto nos va a costar? —preguntó Estelle.
—Cinco dólares por día, pagaderos en oro el primer día de cada mes.
—Pero no necesitamos el agua todo el tiempo. Sólo cuando es temporada seca.
—Cinco dólares por día a lo largo de todo el año o no podrán construir su canal.
—¡Pero eso suma ciento cincuenta dólares al mes!
—Usted no puede hacer eso. Caramba, nosotros...
—Ya han oído la oferta de la señora Blackthorne —dijo Hen—. Ahora sugiero que
la discutan entre ustedes. Cuando estén listos, vean si alguno de ustedes sabe cómo
hablarle a una señora. Si pueden encontrar a alguien que sepa hacerlo, mándenlo a
ver a la señora Blackthorne.
Mientras que Hen acompañaba a Laurel a salir de la cantina, todo el mundo se
quedó en silencio.
—Siento mucho que haya tenido que oír todo eso —dijo Hen cuando llegaron a la
calle.
—¿Cree que comprarán el agua?
—Claro. ¿Por qué es tan importante?
—Con ese dinero Adam y yo podremos largarnos de este pueblo.
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—¡Marcharse! —Hen nunca había pensado que Laurel se podía ir—. ¿Acaso les
tiene tanto miedo a los Blackthorne?
—No sólo a ellos. También a mí misma.
Laurel dio media vuelta y Hen quedó más intrigado que nunca.
Y entusiasmado. Laurel no tendría miedo de ella misma si se sintiera segura de
sus sentimientos hacia él. Después de la forma en que esa mujer lo había tratado, no
le parecía tan mala idea verla sufrir un poco.
Pero también él tenía que tener cuidado con sus propios sentimientos. Que Laurel
lo atrajese era normal, después de todo, ella era una mujer muy hermosa, pero
siempre y cuando recordara que no estaba hecho para entablar una relación
permanente, cosa que le resultaba muy fácil olvidar cuando estaba cerca de Laurel
Blackthorne.
Laurel regresó al cañón corriendo emocionada, sus pies apenas tocaban el suelo.
Por primera vez en su vida tendría dinero. Podría darle a su hijo algo más que lo
esencial. Y después de un tiempo, estaría en disposición de marcharse de Valle de los
Arces. Así podría ir a un lugar donde la justicia no estuviera determinada por las
armas, donde los hombres supieran cómo tratar a una mujer sin golpearla, y donde
una mujer que tuviera la desgracia de haber sido abandonada por su marido no fuera
tratada como una prostituta. Laurel no sabía dónde podría ser eso, pero lo
averiguaría.
Su primer instinto fue preguntarle a Hen. Él debía de haber viajado por todo el
Oeste y sabría con exactitud dónde había un lugar así.
Se preguntó dónde habría vivido Hen, qué clase de mujeres habría conocido.
¿Alguna vez habría estado enamorado?
No sabía por qué se molestaba en pensar en Hen. Ella le había dicho la verdad. No
quería un marido. No quería a ningún hombre en su vida. Adam era suficiente. Tan
pronto se marchara, se olvidaría de Carlin, de los Blackthorne y de Valle de los
Arces.
Pero no creía que se pudiera olvidar de Hen.
El sol de finales de septiembre golpeaba con una intensidad tan inclemente que
Hen se sintió aliviado cuando llegó a la zona del estero sombreada por los árboles.
Los arces parecían inmóviles, como si estuvieran conteniendo el aliento en espera de
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la llegada de las primeras lluvias. Los sauces colgaban con la misma indiferencia en
medio de la suave brisa, pero las hojas de los álamos americanos se sacudían como
vainas de legumbres secas. El suelo cuarteado del lecho seco crujía bajo sus pies. Se
necesitaría más de un aguacero para que ese riachuelo volviera a tener agua.
Las botas de Hen aplastaron unas cuantas hojas secas cuando entró al bosque de
arces que había al pie de las montañas en las que se levantaban las paredes del
cañón, que alcanzaban una altura de cien metros. Aunque el largo verano y la sequía
habían hecho que muchas plantas se encorvaran y sus hojas se cubrieran de polvo
durante varios meses, el cauce permanente del arroyo hacía que todo se mantuviera
verde y que el follaje permaneciera siempre espeso y abundante.
Hen iba a hablar con Laurel acerca de la construcción del canal. También quería
preguntarle si podía cuidar de Brimstone hasta que Chuck Wilson reconstruyera el
establo. El enorme semental lo seguía, olfateando el aire con curiosidad.
Hen era muy consciente de que ésta sería la primera vez que Laurel se alegraría de
su visita desde que llegó a Valle de los Arces. Sentía cómo crecía la tensión dentro de
él. Tal vez Laurel se alegraría de que él fuera a verla, no sólo de contar con su ayuda,
aunque no tuvo precisamente esa impresión cuando ella lo invitó; pero esperaba que
fuera así. Le gustaba Laurel Blackthorne y deseaba que ella sintiera lo mismo por él.
Hen no entendía lo que sentía. La mayor parte del tiempo prefería que la gente lo
rechazara. De esa manera, mantenía las distancias. Incluso su familia se mantenía
alejada de él la mayor parte del tiempo. Por eso sería mejor que estuviera alerta, o
terminaría más involucrado de lo que quería. Al principio se sentía seguro porque
Laurel lo rechazaba todo el tiempo. Pero ahora había dejado de hacerlo.
Laurel levantó la vista cuando él salió de la curva que formaba el cañón y abrió los
ojos cuando vio que iba con el semental. Hen se preguntó por qué sería que el solo
hecho de verla hacía que se sintiera mejor. Tal vez no exactamente mejor, pero sí
diferente. Sentía más las cosas, también las disfrutaba más. Y por primera vez en su
vida, se sentía atraído hacia alguien, no sentía repulsión. Sencillamente, le gustaba
estar con Laurel y con Adam.
—Adam no está —dijo Laurel, sin dejar de mirar el caballo. Brimstone tenía una
reputación espantosa, una reputación que se había ganado de manera justificada,
según lo reconocía Hen con renuencia. Lo habían domado a golpes, pero en lugar de
afectar a su espíritu, ese tratamiento brutal lo había convertido en un salvaje. Hen
tardó más de un año en ganarse la confianza del caballo. Brimstone todavía
desconfiaba de los hombres, pero siempre se portaba bien con las mujeres y los
niños. Parecía no sentir hacia Laurel otra cosa que curiosidad.
—Lo sé. Está con Jordy.
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Hen sabía que ella sólo lo había invitado para que siguiera enseñándole a montar
a Adam, pero quería averiguar si el cambio de parecer también incluía un cambio en
la relación con ella.
—Estoy un poco preocupada con eso.
—¿Por qué?
—Jordy es muy grande. Y es terriblemente brusco. He oído a la gente decir que...
—dijo Laurel, pero se contuvo—. Lo siento. Estoy haciéndole a Jordy lo mismo que la
gente le hace a Adam, juzgándolo por lo que hizo su padre.
—La gente dice todo tipo de cosas sobre un chico sin padre y sin hogar. —Hen se
sintió un poco irritado. Aparentemente, Laurel no podía pensar en nada que no
girase en torno a Adam. Era como si no existiera nadie más.
—Me alegro mucho de que Jordy no estuviera durmiendo en el establo anoche.
—Habría logrado salir con vida —sentenció Hen—. Esa clase de gente siempre
sobrevive. Al igual que usted.
Al parecer, Laurel no supo cómo interpretar ese comentario, pero Hen quería decir
exactamente lo que dijo. Laurel haría lo que fuera necesario para sobrevivir. Era una
mujer fuerte, indomable, valiente. Sólo tenía que aprender a no usar esa energía para
proteger excesivamente a Adam. El chico debía aprender a ser tan fuerte y valiente
como su madre, pero no podría hacerlo si ella seguía protegiéndolo de todas las
dificultades.
A Hen no lo habían protegido sus padres: su madre porque era demasiado débil y
su padre porque era demasiado indiferente. Ese tratamiento fue duro para los
Randolph cuando eran niños, pero los convirtió en hombres fuertes. No había
ninguno que no fuera capaz de manejar sus propios problemas.
—Si ya sabía que Adam no estaba aquí, ¿por qué ha traído su caballo? —preguntó
Laurel.
—Quería saber si podría dejarlo aquí hasta que Wilson reconstruya el establo.
—He oído cosas terribles sobre su caballo.
—Pero le gustan las mujeres y los niños —dijo Hen y de repente se rió entre
dientes—. Aunque le pegaba a Zac cada vez que podía.
—¿Zac? —preguntó Laurel con desconcierto.
—Mi hermano menor —explicó Hen—. Brimstone no lo quería ni un poco. Es
bueno para juzgar el carácter de la gente.
—No debería hablar así de su hermano.
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—No, no siento que sea una obligación. Lo que quiero decir es, aunque usted no
me hubiera caído bien al principio, después de lo que me ha ayudado habría
cambiado de opinión. Pero no he tenido que cambiar, porque usted me gusta desde
el principio.
—¿Eso significa que puedo venir aquí aunque no venga a enseñarle a Adam a
montar?
Laurel parecía incómoda.
—Tengo que mantenerla informada sobre el progreso del canal.
—Sí, está bien —dijo ella, aparentemente aliviada.
Hen se preguntó si estaría preocupada por los chismes que podrían surgir si él iba
a visitarla con frecuencia. Parecía estar incómoda, pero no daba la impresión de que
quisiera que él se marchara. En realidad, parecía desconcertada, sin saber qué hacer.
Y él tampoco.
—¡Comisario Randolph! ¡Comisario Randolph!
Hen se volvió y vio que Jordy y Adam corrían hacia ellos. No pudo evitar una
sensación de irritación. Era la primera vez que Laurel no actuaba como si él fuera una
víbora ponzoñosa y los dos chicos tenían que interrumpirlos precisamente en ese
momento, cuando las cosas estaban mejorando entre ellos. Era injusto.
—El señor Collins está en el pueblo —dijo Jordy, mientras trataba de recuperar el
aliento—, y está iracundo.
—¡Cuatreros! —logró decir Adam, anticipándose a Jordy.
—Cientos de cuatreros —dijo Jordy—. Se llevaron todas sus reses y quiere que tú
las encuentres y las recuperes.
Así era Peter. Nunca había sabido cómo mantenerse a la sombra y quedarse
callado.
—Regresad al pueblo y decidle que bajaré dentro un rato. Prometí a Adam
ayudarle con su caballo.
—Pero él quiere que vayas ahora mismo —dijo Jordy—. El viejo Regen está con él.
Ya fueron a buscar el señor Norton y él...
—¿Cuántos hay en total? —preguntó Hen.
—Seis. Están desbaratando tu oficina como si fueran gatos enjaulados.
No había nada que hacer. Jordy se iba a quedar ahí hasta que él decidiera bajar.
Sentía aprecio por el chico, pero Jordy había comenzado a pegársele como si fuera su
sombra. Y Hen estaba empezando a descubrir que la sombra podía ser un estorbo a
veces.
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—Será mejor que vaya —le dijo Hen a Laurel—. ¿Crees que podrás enseñarle a
Adam cómo debe cuidar de Brimstone? —le preguntó Hen a Jordy.
—Claro. No es nada difícil.
Jordy recibió las riendas del caballo y el semental resopló, tratando de retroceder.
—No te vayas a poner tonto conmigo —dijo Jordy, que no parecía intimidado en
absoluto por la demostración del animal—. Si sigues así, te amarraré donde no
puedas comer pasto ni tomar agua.
—¿Puedo llevarlo yo? —preguntó Adam.
Laurel comenzó a poner objeciones, pero Hen le tocó el brazo y negó con la cabeza
cuando ella se volvió a mirarlo.
—Tal vez mañana —dijo Jordy—. Será mejor que lo haga yo hasta que el caballo se
acostumbre. No le gustan los desconocidos.
—Yo no soy ningún desconocido —dijo Adam, mientras comenzaba a caminar al
lado de Jordy—. Lo he visto miles de veces.
Hen vio cómo se alejaban los dos chicos: Adam, tan pequeño, tratando de portarse
como si fuera mayor, y Jordy, bajito y corpulento, pero tan fuerte como la tierra que
lo vio nacer. Dos chicos huérfanos de padre que parecían pensar que él era la
respuesta a ese algo que ellos necesitaban. Hen se preguntó qué pasaría con ellos
después de que él se marchara.
—¿Está seguro de que el caballo no les hará daño? —preguntó Laurel.
—Si nadie trata de robarlo o montarlo, todo estará bien.
—¿Va a ir a buscar a los cuatreros?
—Para eso me contrataron.
—Tenga cuidado. Seguro que los Blackthorne tienen algo que ver en eso. Damián
tiene tres hermanos y un padre que es más malo que Caín.
—¿Le preocupa lo que me pase?
Laurel pareció ponerse a la defensiva, como si él acabara de atacarla y ella
estuviese levantándose para defenderse. Hen no debía haber hecho esa pregunta. La
curiosidad no era una razón válida para esperar que ella le hiciera una confesión. Y
en la medida en que esperaba que la gente contuviera su curiosidad acerca de lo que
él sentía, él debía hacer lo mismo.
Pero con Laurel era distinto. Él quería saber. Era algo importante.
—El padre odia a todos los texanos —dijo—. El que mató a Carlin fue un hombre
de Texas. Y tenga cuidado con Allison. Está tratando de ganarse la fama de pistolero.
—No voy a ir solo.
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—No estoy diciendo que quiera ir solo —estaba diciendo Hen—. Pero si reunimos
una docena de jinetes, vamos a espantar a todo el mundo. Tengo que atraparlos con
las manos en la masa. Hasta ahora ni siquiera sabemos a quién estamos
persiguiendo.
—¿Qué propones que hagamos? —preguntó Peter Collins—. Hicimos lo que
sugeriste, pero si sigo perdiendo reses a este ritmo, en un año no seré más que un
vaquero con un salario de treinta dólares al mes.
—Me iré contigo y con Wally —dijo Hen—. Vuestros ranchos han sido los más
atacados y conocéis el terreno. En todo caso, no habrá más de uno o dos ladrones
trabajando juntos. Estarán marcando el ganado o arriándolo hacia la ganadería de
alguien más, o reuniéndolo en algún cañón para venderlo.
—¿Qué quiere que hagamos los demás? —preguntó Bill Norton.
—Seguid con vuestra vida normal. Si necesitamos reunir una partida, os
avisaremos.
—¿Crees que los Blackthorne están detrás de esto?
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—Puede ser.
—Entonces no podrás reunir una partida —dijo Peter—. Este pueblo les tiene
pánico.
—No, espera un minuto...
—Sabe que eso es cierto. Sólo tienen que escuchar el nombre de Blackthorne y
todo el mundo comienza a temblar.
—Eso es una mentira. No hay...
—Ya tendremos tiempo de discutir sobre eso —dijo Hen—. Todos a dormir. Mi
intención es salir una hora antes de que amanezca.
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Capítulo 12
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—¡No se pueden llevar a Sandy! —protestó Adam y se levantó del rincón donde
estaba agazapado.
—¡Abajo! —ordenó Laurel—. Sólo estoy tratando de distraerlo.
Laurel tenía que tener cuidado con lo que decía. Adam era capaz de poner en
riesgo su propia seguridad por ese caballo. Laurel no podía entenderlo, pero podría
apostar su escopeta a que Hen sí lo entendía.
Brimstone volvió a relinchar. Parecía estar luchando con algo.
—Si no podemos llevarnos a Adam esta noche, regresaremos después —gritó
Damián—. De cualquier manera nos quedaremos con él.
—No si están muertos —gritó Laurel y vació otro cañón. Tuvo la tentación de
tomar el rifle, pero los hombres se dispersaron hacia las paredes del cañón. No se
habían dado cuenta de que la casa estaba construida dentro de la roca. La única
manera de entrar era por la puerta principal o la ventana del frente.
—¿Todavía están ahí afuera, mami? —preguntó Adam en voz baja y con tono de
pavor.
—Sí.
—No oigo nada. ¿Qué estarán haciendo?
—Están tratando de entrar para sacarte de aquí.
—Pero yo no quiero que me lleven a ninguna parte.
—No te preocupes. No dejaré que te toquen.
—¿Crees que el comisario vendrá a ayudarnos?
A Laurel le dio vergüenza admitir que ella también se estaba preguntando lo
mismo, pero descartó la posibilidad. Las paredes del cañón eran muy altas. Laurel no
creía que Hen pudiese oír los disparos desde el pueblo, aunque estuviera despierto.
Tendría que defenderse sola.
—Hen acabaría con ellos en un abrir y cerrar de ojos —dijo Adam con la confianza
que tiene un chico en su héroe.
—Yo también puedo acabar con ellos —dijo Laurel, irritada al pensar que Adam
tenía tan poca fe en su capacidad para defenderlo—. Y lo voy a hacer si se siguen
acercando.
Los hombres parecían estar frente a un dilema. Después de fracasar en su intento
por hallar una manera de escalar las paredes del cañón, que eran casi
perpendiculares, parecían estar tratando de encontrar un nuevo método de ataque.
Detrás de ellos, Brimstone pareció tranquilizarse, aunque no paraba de dar
resoplidos y relinchar de vez en cuando.
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—Esta vez sí que se ha pasado, comisario —le dijo a Hen—. La próxima vez
vendrá Avery y lo matará en cuanto lo vea.
Hen hizo caso omiso de Efraim. Tomó las pistoleras de manos de Laurel y se las
colgó al muchacho del cuello.
—Lo mejor será que me lleve a Brimstone de una vez. Así no tendré que
despertarla por la mañana.
—Parece que siempre le estoy dando las gracias por salvarme —le dijo Laurel a
Hen.
—Para eso estoy aquí —dijo Hen.
—Usted no habría logrado pasar si ese maldito caballo no hubiera estado a punto
de matarme —dijo Efraim.
—No esté tan seguro —le advirtió Hen—. Ahora, en marcha. Vigílalo, Brimstone.
Para desgracia de Efraim, el enorme semental blanco comenzó a bajar el cañón
detrás de él.
—Me va a matar —dijo Efraim, mientras trataba de situarse lejos del alcance de los
enormes dientes de Brimstone.
—Entonces asegúrese de no hacer nada que él no entienda. ¿Usted está bien? —le
preguntó Hen a Laurel.
—Sí.
Hen despeinó a Adam con la palma de la mano.
—Parece que tienes una madre muy buena con las armas. Es difícil encontrar una
mujer que sepa disparar de esa forma, y que no le dé miedo hacerlo.
Laurel se sintió aliviada al pensar que estaban en medio de la oscuridad, pues se
había puesto roja de la vergüenza. Todo lo que había dicho acerca de que Hen era un
pistolero se había vuelto en su contra haciéndola aparecer como una redomada
hipócrita. Afortunadamente, Hen tuvo la amabilidad de no hacérselo notar.
—Será mejor que vigile a su prisionero.
—¿Puedo ayudarte a encerrarlo? —preguntó Adam.
—Preferiría que te quedaras aquí y protegieras a tu madre —dijo Hen y luego se
volvió hacia Laurel—. Quiero que se muden a la casa del comisario mientras estoy
ausente.
—Estaremos bien aquí.
—Al menos pasen la noche en el pueblo.
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—No creo que vuelvan en una temporada. —Laurel parecía tranquila, pero la
cabeza le daba vueltas como loca.
Hen debía de haberse despertado con el primer tiro de escopeta y luego debió de
correr hasta allí para llegar tan rápido. Eso era algo más que un hombre cumpliendo
con su deber. Era un hombre que sólo tenía una cosa en mente; estaba tan
obsesionado que cuando se despertó con el sonido de un disparo lejano, sólo pudo
llegar a una conclusión. Hen había acudido en su ayuda sin saber con cuánta gente se
iba a encontrar, sin pensar en el peligro que corría.
Y ahora estaba insistiendo en que ella se quedara en su casa del pueblo. Laurel
sintió la misma excitación que la consumía cada vez que él estaba cerca. Sólo que esta
vez iba acompañada por una sensación de asombro. Hen realmente parecía
preocuparse por ella, al menos un poco. Si no fuera así, nunca habría pensado en
ofrecerle su propia casa. Laurel trató de decirse que debía tomarse un tiempo para
pensar, pero rápidamente descubrió que la esperanza no era un animal muy dócil.
Superaba todos los obstáculos, hacía caso omiso de la razón, aplastaba al sentido
común y sólo necesitaba del más mínimo estímulo para acoger las posibilidades más
improbables.
Pero no podía ser. Sabía que a pesar de lo agradable que era construir inofensivos
castillos en el aire mientras lavaba las incontables piezas de ropa que llenaban su
alberca, la esperanza también tenía el poder de hacer daño. Y ella ya había sufrido un
golpe muy grande.
—No me voy a ir hasta que usted lo prometa —dijo Hen—. Podrá mantenerlos a
raya con esa escopeta, pero no va a lograr que se vayan. Y ellos podrían tenerla
atrapada aquí hasta hacerla morir de hambre.
—No, si usted está cerca.
—Ése precisamente es el problema. Voy a salir con la partida y estaré ausente
durante algún tiempo. Quiero que, mientras yo no esté, Adam y usted pasen la noche
en mi casa.
Laurel podía sentir que su determinación comenzaba a flaquear. Estaba tan
desesperada por creer que alguien se preocupaba por ella que estaba casi dispuesta a
abandonar toda precaución. Casi.
—Ya le he dicho que no es necesario.
—Si no baja al pueblo, trasladaré el pueblo al cañón.
—¿A qué se refiere?
—Voy a nombrar una docena de comisarios encargados y tres o cuatro de ellos
podrán turnarse para acampar en su patio.
—No está hablando en serio.
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—No van a escuchar ningún mensaje de parte suya —dijo Efraim, que todavía
estaba furioso por haber sido arrinconado por un caballo y forzado a pasar la noche
en prisión.
—Dígales que dejen en paz a Laurel Blackthorne —dijo Hen—. Pueden robar
todas las reses que puedan agarrar y no voy a tocar a nadie que no atrape con las
manos en la masa. Pero si le hacen daño a esa mujer o a su hijo, los mataré como a
perros y dejaré que se pudran en la calle.
—Esa es una amenaza muy grande para que la ejecute un solo hombre.
—Si lo único que saben hacer es atacar a una mujer y a un chico al abrigo de la
noche, estoy seguro de que puedo lidiar con cien hombres como ustedes —dijo Hen
con desprecio—. Ahora lárguese. Me enferma ver su cara.
Hen se olvidó de Efraim casi antes de que éste saliera de la oficina. Tenía un
problema más grande que resolver. Había decidido convencer a Laurel de que se
marchara del cañón. Con el dinero que recibiría por el agua, podría vivir donde
quisiera. Pero hasta que ella no superara la desconfianza que les tenía a los hombres,
en especial a él, no era factible que se mudara.
—Es extraño que los Blackthorne quieran a ese chico —dijo Hope mientras servía
el almuerzo—. Deben de tener docenas de chicos como ése.
Con la intención de parecerse más a su héroe, Hope había comenzado a tomar
ropa prestada del armario de su hermano. Ahora usaba camisa a cuadros, botas y
sombrero. Hen se imaginaba que también se pondría pantalones si su madre la
dejara.
—Algunas personas tienen espíritu de clan. Les gusta mantener a toda la familia
en un solo sitio.
—Entonces, ¿por qué no quieren también a la madre?
—Supongo que porque a ella no parecen agradarle mucho.
—No me refiero a eso. Laurel es tan hermosa que sería lógico que alguno quisiera
casarse con ella.
Esa idea le produjo un extraño sentimiento a Hen. Laurel jamás se casaría con uno
de los Blackthorne. Pero ¿qué le importaba a él si así lo hiciera? Eso resolvería uno de
sus problemas más urgentes.
—No puedo responder a eso.
—Tal vez ella decida casarse. Tal vez si Adam tuviera un padre, los Blackthorne
no querrían llevárselo.
—¿Por qué estás tan segura de que se va a casar?
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—Ahora tiene dinero. No se tiene que quedar en Valle de los Arces. Puede
marcharse a Tucson o a Casa Grande, o a algún lugar así. Muchos hombres querrán
casarse con ella. Mamá dice que nunca ha visto a una mujer más hermosa. Creo que
Miranda Trescott es igual de bonita, pero papá dice que los hombres siempre van a
preferir a Laurel Blackthorne por encima de Miranda. No lo entiendo. ¿Tú sí?
Sí, claro que Hen lo entendía. La belleza de Miranda podía compararse con la de
una figura de porcelana, perfecta y frágil, sólo para ser contemplada. Por otro lado,
era imposible pensar en Laurel sin desear tocarla. El color profundo e intenso de su
pelo y sus labios, el brillo de sus ojos, la textura cremosa de su piel, la redondez de su
esbelta figura, todo en ella tenía la facultad de complacer los sentidos.
Sí, Hen lo entendía muy bien.
—Supongo que los hombres y las mujeres tienen gustos distintos —dijo Hope.
—Así es.
—¿Con qué clase de hombre crees que se casará la señora Blackthorne?
Hen se sobresaltó al pensar en eso. Desde el ataque de Damián, estaba convencido
de que Laurel debería casarse para buscar protección y darle un padre a Adam. Pero
no había pensado en que se casara con nadie en particular. De hecho, ahora que
reflexionaba sobre el asunto, se dio cuenta de que siempre había estado pensando en
protegerla él mismo, en ayudarla a proteger a Adam.
Durante todo el tiempo que él estuviera en Valle de los Arces.
Realmente no había pensado en lo que podría pasar después de que se marchara.
Hen supuso que tendría que convencerla de que se mudase a algún lugar donde no
todo el mundo supiera que no estaba casada. Había montones de hombres buenos y
honorables a los que no les importaría que ella hubiese cometido un error, con tal de
que la gente no se lo echara en cara todos los días.
—Mamá dice que ella no va a encontrar a nadie que le guste por aquí. Si eso fuera
posible, ya lo habría encontrado.
—Eso suena lógico.
Hope lo miró con curiosidad.
—Mamá dice que ya es hora de que tú también pienses en casarte.
Hen la miró horrorizado.
—Yo no soy de los que se casan.
—¿Por qué no?
—No lo sé. A algunas personas les gusta quedarse en un solo lugar, tener una casa
bonita a la que regresan noche tras noche, estar junto a la gente que quieren, saber lo
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que van a hacer mañana y pasado mañana. Esa clase de vida nunca me ha llamado la
atención.
—¿Qué te llama la atención, entonces?
Hen no había pensado que llegaría el día en que se haría esa pregunta. Siempre
había estado tan ocupado huyendo de las cosas que no le gustaban, que nunca había
tenido tiempo de preguntarse adonde quería llegar. Estúpido. Nadie llega a donde
quiere por accidente.
—No creo que haya nada en particular que me llame la atención. Justo en este
momento, lo único que quiero es mantenerme en movimiento.
Pero Hen ya no estaba seguro de que eso siguiera siendo cierto. No planeaba
quedarse en Valle de los Arces y tampoco planeaba regresar al Círculo-7. Pero no
quería seguir deambulando el resto de su vida. Sólo que no había encontrado un
lugar que le gustara lo suficiente como para quedarse. Ni una mujer con la cual
quedarse. En realidad no había pensado en eso. Cuando pensaba en el futuro, nunca
se veía casado. Hen suponía que eso se debía a que Rose era la única mujer que se
había ganado su admiración incondicional, pero la admiración no era un sentimiento
de afecto.
—¿Con qué clase de mujer te casarías si decidieras establecerte? —preguntó Hope.
La chica parecía casi incómoda por la franqueza de su pregunta, pero era evidente
que estaba absolutamente interesada en la respuesta.
—Realmente no lo sé.
—Mamá dice que todos los hombres saben exactamente qué están buscando en
una mujer. Es posible que no lo encuentren, pero eso no impide que sigan buscando.
Hen no estaba buscando nada. Nunca lo había hecho.
No quería hacerlo.
—Si tuviera que casarme, supongo que buscaría a alguien como Miranda Trescott,
alguien joven, puro e inocente.
Pero tan pronto salieron de su boca esas palabras, Hen supo que no eran ciertas.
Nunca había pensado en Miranda. La vez que ella estuvo en su oficina, él
prácticamente terminó cubierto de sudor.
—No sabía que hubieses hablado con ella más de una o dos veces —dijo Hope y
era evidente que no le había gustado mucho enterarse de que él viera con tan buenos
ojos a otra mujer.
—No dije que quisiera casarme con ella, pero ella es la clase de mujer por la que
puede sentir admiración un hombre.
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—Como lo planteaste, parecía que estabas loco por ella. —Hope todavía parecía
estar molesta, pero un poco más esperanzada.
—No te atrevas a ir a cotillearle lo que te he dicho.
—Nunca lo haría —dijo Hope y enseguida se puso en pie—. Será mejor que
regrese al restaurante o mamá vendrá a buscarme —agregó y comenzó a apilar los
platos.
Aunque parecía que el de la mujer ideal de Hen fuera un tema que había perdido
interés para Hope, Hen se sorprendió pensando todavía en eso. Siempre había
pensado que quería a alguien como su madre, pero ahora sabía que no era así. Ella
era una criatura hermosa y amable y él la quería mucho, pero era demasiado frágil.
Luego Hen asumió que podría amar a alguien como Rose. Ella era fuerte, decidida y
tenía un gran sentido común, pero de alguna manera eso no le resultaba atractivo.
Ningún hombre en sus cinco sentidos ignoraría a una mujer como Miranda Trescott,
sin embargo, Hen nunca había pensado en ella como su esposa y, después de hacerlo,
no le parecía que encajara.
En cambio sí había pensado en Laurel, no como su esposa, pero sí como alguien
que le interesaba. Varias veces se había sorprendido preguntándose dónde estaría
Laurel dentro de unos años, cómo sería Adam de mayor, y todas las veces se había
visto cerca de ellos. ¿Acaso era el tipo de sentimiento que llevaba a alguien a querer
casarse con otra persona en particular?
Eso no fue lo que le ocurrió a Monty. Su hermano no podía pensar en ninguna
mujer sin querer hacerle el amor. Hen admitía que le parecía que Laurel era atractiva
en ese sentido. Sus sueños eran la prueba que necesitaba, pero también había otros
sentimientos que eran más fuertes, en especial el deseo de protegerla, de cuidarla.
Hen se preguntó qué diría George.
Pues bien, ya tendría oportunidad de preguntarle. Después del telegrama de
Tyler, estaba seguro de que no tardaría mucho en presentarse en Valle de los Arces.
—No tendrás que hacer traerme la comida durante unos días —le dijo Hen a Hope
cuando la chica iba saliendo—. Voy a salir con una partida, está desapareciendo
demasiado ganado por aquí.
—Ya lo sé, lo he oído... ¿Será peligroso?
—Eso depende de lo que encontremos.
—Todo el mundo dice que los Blackthorne son unos asesinos. Si te interpones en
su camino, te matarán.
—Creo que me interpondré en su camino tarde o temprano.
—Ya lo has hecho. La gente dice que tú serás al primero que vengan a buscar
cuando lleguen al pueblo.
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Capítulo 13
—¿Qué quiere usted que haga, comisario? —le preguntó la señora Worthy a
Hen—. Ella tampoco me va a escuchar a mí.
—Me prometió que dormiría en el pueblo —dijo Hen—. Sólo quiero que usted se
asegure de que no cambie de opinión.
—¿Cree que podría hacerlo?
—No quería venir.
—Entonces, ¿por qué aceptó?
—Porque prácticamente la obligué. —El escrutinio de la señora Worthy hizo que
Hen se sintiera incómodo—. No podía irme a perseguir cuatreros y dejarla sola allí
arriba, no después de dos ataques. Ellos podrían subir con todo un ejército hasta ese
cañón y el pueblo nunca se enteraría.
—Pero usted se dio cuenta.
—Es mi trabajo.
—¿Es la única razón?
—Eso no tiene importancia —dijo Hen, algo molesto, pues le dio la impresión de
que la señora Worthy parecía más preocupada por averiguar sus motivos que por la
seguridad de Laurel—. Usted es la persona con la que mejor se entiende.
—Haré lo que pueda. Siempre he sentido pena por ella, pero ella parece decidida a
ver lo peor en todo el mundo.
—Yo no sé nada sobre eso. Sólo quiero que esa mujer y su hijo se encuentren a
salvo mientras yo no estoy. Jordy se quedará con ellos. Ya le dije que la busque a
usted si algo anda mal.
—Todo el mundo habla de Jordy. Es increíble cómo ha cambiado ese chico desde
que vive con usted. Ha hecho un gran trabajo con él, comisario.
—Cualquiera habría podido hacerlo si alguien se hubiera tomado la molestia.
—La gente no siempre sabe qué hacer hasta que alguien le da ejemplo.
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Hen tenía la sensación de que la señora Worthy quería hablar sobre algo más, pero
estaba decidido a no dejarse presionar.
—Tal vez pueda pedirle a la señorita Trescott que vaya a visitarla.
—No sabía que se conocían.
—Lo suficiente para que la hayan invitado a tomar el té.
La señora Worthy arqueó una ceja.
—Eso haré —dijo y luego sonrió, como si estuviera riéndose de un chiste
privado—. Me pregunto qué pensará de eso Ruth Norton.
—Ella fue la que la invitó.
Grace Worthy levantó la otra ceja.
—Si Laurel ya conquistó esa fortaleza, no tiene nada de que preocuparse.
—Bien. Ahora será mejor que me vaya o Peter Collins le dirá a todo el mundo que
me retrasé tanto en salir que los cuatreros tuvieron tiempo de llevarse hasta la última
de sus reses.
—Si quiere saber mi opinión, el señor Collins se queja demasiado. Debería hacer
mejor su trabajo.
—Pero para eso me pagan a mí.
—Tal vez usted debería pensar un poco en eso. Llegará el día en que no se sienta
orgulloso de la reputación que se está labrando.
—¿A qué se refiere?
—Por lo general los hombres no duran mucho tiempo de pistoleros. O bien los
matan o renuncian para dedicarse a un trabajo más tranquilo.
—Parece que ha estado hablando con Laurel.
—Supongo que todas las mujeres sentimos más o menos lo mismo. Ahora, váyase
a atrapar a sus cuatreros. Pero no haga nada que no quiera tener que explicarle a un
hijo suyo dentro de quince o veinte años.
—No planeo tener hijos.
—Muchos hombres no planean tenerlos, pero de todas maneras los tienen.
Hen pensó que era mucho más seguro andar persiguiendo criminales que tratar
con mujeres. Parecía que independientemente de lo que hiciera, ellas siempre
querían que él hiciera otra cosa. Debería haberle dicho a Hope que la mujer ideal lo
aceptaría tal como era.
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Una vez más hizo un esfuerzo para relajarse y se obligó a hacer caso omiso de la
aspereza de las sábanas que la hacían pensar en manos que recorrían su piel, a hacer
caso omiso del estremecimiento que le producía la expectativa, a ignorar el deseo que
había permanecido dormido dentro de ella durante tanto tiempo y la sensación de
que sólo Hen podía aliviar ese dolor cada vez más profundo.
Para distraerse, Laurel se obligó a repasar la lista de las cosas que tenía que hacer
al día siguiente. Cuando la imagen de Hen siguió interfiriendo con fuerza, comenzó a
pensar en voz alta. Cuando ya no se le ocurrieron más tareas, comenzó a hacer el
inventario de las prendas de ropa que tenía que lavar, las que había que hervir dos
veces, las que estaban tan sucias que tenía que usar el doble de jabón y restregar con
más fuerza, pues mucha gente usaba la ropa hasta que la mugre se metía entre las
fibras de la tela; claro que había otras prendas que con un poco de jabón y casi sin
frotar ya estaban listas, porque sus dueños las usaban una vez y luego las echaban a
lavar, de manera que no estaban sucias aún cuando llegaban a su barreño.
Poco a poco, Laurel se fue relajando lo suficiente como para conciliar el sueño. Y
cada vez que los pensamientos sobre Hen amenazaban con perturbar esa calma que
había logrado obtener con tanto esfuerzo, se concentraba con más ferocidad en su
trabajo. Poco a poco la fatiga de un largo día, precedida de una noche casi sin dormir,
le fue ganando la partida y Laurel se sumió en un sueño intranquilo.
Hen acechó sus sueños con la misma intensidad con que acechaba sus horas de
vigilia.
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—No hay duda de que todo ha estado muy tranquilo durante estos últimos dos
días —le dijo Horace Worthy a su esposa—. No quisiera criticar tus habilidades
Culinarias, pero no tienen nada que ver con las de Tyler.
—No estás hiriendo mis sentimientos —dijo Grace—. Yo también prefiero su
comida.
—¿Crees que regresará?
—Sólo cuando regrese su hermano.
—¿Crees que podrá serle de alguna ayuda? Después de todo, sólo es un cocinero.
—No es un cocinero. Es un hombre que sabe cocinar.
Laurel había logrado mantener sus pensamientos lejos de Hen durante todo el día,
pero tan pronto empezó a lavar su ropa, fue imposible. Todos los pensamientos que
había tratado de hacer a un lado, todos los sentimientos que había negado, todas las
esperanzas que había tratado de pasar por alto cayeron de repente sobre ella como
una ola gigantesca. Hen ya llevaba tres días ausente y Laurel tenía conciencia de cada
minuto que había pasado desde que se fue.
Dormir en su cama todas las noches había hecho que la presión de pensar en él
fuera abrumadora. Pero después de tres días de tratar de pensar en cualquier cosa
que no fuera Hen, finalmente se vio forzada a admitir que no era capaz de tener
sentido común en lo que se refería a él.
No podía seguir evitando la pregunta que había comenzado a acecharla. ¿Sería la
actitud de Hen Randolph producto de una preocupación real por ella o sólo era un
comisario particularmente galante que tenía debilidad por las viudas y los chicos sin
padre? El sentido común le decía que el hecho de que él le hubiese permitido pasar
las noches en su casa sólo era parte de su deber como comisario. Pero el corazón de
Laurel no quería creerlo. Ella no quería creerlo.
Estaba segura de que lo iba a extrañar si no regresaba. Esperaba con ansia sus
visitas. Bueno, tal vez no las esperaba, porque nunca eran regulares, pero no podía
negar la emoción y el placer que sentía cuando él iba a verla.
Eso era muy difícil de admitir, pues iba contra todo lo que ella deseaba. Pero tenía
que ser honesta. Sin importar la clase de hombre que fuera Hen, él le gustaba más
que cualquier otro hombre que hubiese conocido.
Laurel restregó la camisa con un poco más de fuerza, la escurrió, la puso en el
agua para enjuagar y comenzó con otra.
Entonces sonrió para sus adentros. Hen era una especie de dandi, al menos para lo
que se estilaba en Valle de los Arces. Era muy alto y delgado, y el fuerte contraste
entre los colores blanco y negro que siempre usaba producía una impresión
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Capítulo 14
Las calles llenas de gente le daban al pueblo un ambiente festivo. Todo el mundo
quería ver a quién traía Hen. Mujeres que acababan de terminar sus compras y
hombres y chicos que suspendían sus labores se arremolinaban en la calle en medio
de murmullos y especulaciones. Laurel alcanzó a ver a Adam cuando salía corriendo
con Jordy. Había gozado de tanta libertad en los últimos días que ella ya no esperaba
que se mantuviera a su lado.
—Parece que todo el mundo ha decidido hoy salir a la calle —observó Grace
Worthy.
Laurel se volvió a mirarla con sorpresa. Estaba tan concentrada tratando de ver a
Hen que no se había dado cuenta de que Grace se acercaba.
—Supongo que tienen la esperanza de que esto signifique el fin del robo de
ganado.
—Los únicos a los que les preocupa el robo de ganado son Peter y Wally. La gente
está ansiosa por ver a quién ha atrapado el comisario.
—¿Por qué? —preguntó Miranda Trescott, que llegó segundos después que Grace.
Laurel se sintió de repente muy pequeñita. Estar junto a Miranda reforzaba sus
sentimientos de inferioridad. Sabía que ella era más hermosa que Miranda, que sus
senos eran más voluptuosos y sus curvas más redondeadas y atractivas; sin embargo,
se sentía casi fea cuando estaba junto a esa mujer. Miranda Trescott era joven y
bonita, se vestía de manera impecable, actuaba con gran seguridad en sí misma y era
simpática y muy agradable. Era amable, siempre estaba alegre y parecía toda una
dama. Laurel ya no se negaba que esperaba tener con Hen algo más que una amistad,
pero el hecho de estar junto a Miranda la hacía ver que sus sueños eran muy difíciles
de alcanzar.
—La gente tiene la esperanza de que el comisario haya atrapado a los Blackthorne
—dijo Grace Worthy—. Y al mismo tiempo esperan que no sea así.
—Eso no tiene ningún sentido —dijo Miranda.
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—Lo tiene cuando uno conoce bien el pueblo. La gente sospecha que los
Blackthorne están detrás del robo de ganado. Tal vez algunos de ellos sí están
involucrados, pero son un clan muy unido. Si tratamos de colgar a uno de los
Blackthorne, el resto se vengará del pueblo.
—Pero eso va contra la ley —dijo Miranda.
—Esa es la ley aquí —dijo Grace y señaló a Hen, que estaba entrando en el pueblo
en ese momento.
—Pero seguramente la gente del pueblo...
—El pueblo contrató a Hen Randolph para que hiciera lo que ellos no pueden
hacer —dijo Grace.
Las palabras de Grace Worthy sacudieron a Laurel. Ella sólo había pensado en el
daño que podían causar las armas, en la muerte de Carlin, en la clase de gente que
usaba las armas para lograr sus propósitos egoístas. Pero había olvidado que si no
había hombres como Hen, dispuestos a usar un arma para imponer la ley, los
delincuentes robarían y matarían a sus anchas.
Hen se lo había dicho, pero ella estaba tan ciega por su decisión de que Adam
nunca tuviera nada que ver con armas, por su propio temor a ser abandonada
nuevamente, que no podía verlo. La gente buena tenía que usar las armas, aunque no
quisiera, porque, si no lo hacía, la gente mala sí las usaría.
La multitud se apretó cuando Hen comenzó a avanzar por la calle. Detrás de él
venían dos hombres a caballo, con las manos atadas a la espalda y los pies amarrados
por debajo de la silla. Peter Collins y Wally Regen cabalgaban en la retaguardia, muy
sonrientes.
—William dice que es posible que esto no detenga los robos, pero al menos hará
que paren durante un tiempo —dijo Ruth Norton, que no era más inmune a la
curiosidad que los demás.
—Eso depende de cómo reaccione el pueblo —dijo Grace.
—¿A qué se refiere? —preguntó Miranda.
—Alguien sacó de la cárcel a Damián Blackthorne después de que atacó a Laurel
—dijo Grace—. Si el pueblo hace lo mismo con estos hombres, los únicos que
respaldarán al comisario serán Peter y Wally.
—Y William —dijo Ruth—. ¿Cómo podrían estar sus hijos a salvo si no lo hiciera?
Laurel tuvo que admitir que alguien tenía que hacer frente a los Blackthorne. Ella
sola no podía hacerlo. Probablemente la gente del pueblo pensaba lo mismo. Pero no
entendía por qué tenía que ser Hen quien lo hiciera. Debía de haber cientos de
hombres dispuestos a usar sus pistolas por doscientos cincuenta dólares al mes.
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Tyler llegó al pueblo una hora después. Entró por la parte de atrás, por el estero, y
se dirigió directamente al establo. Jesse no estaba por allí, así que fue Chuck Wilson
quien se ocupó del caballo.
—Dele un poco de avena—dijo Tyler.
—Parece fatigado —comentó Wilson.
—Lo está.
—¿Y vio algo?
—Sí. Los Blackthorne están detrás de los cuatreros.
—¿Se lo va a contar al comisario?
—Creo que me guardaré esa información por ahora, hasta que se calmen los
ánimos. El comisario y yo no nos entendemos muy bien últimamente.
—No le gusta recibir consejos de su hermano menor, ¿eh?
Un esbozo de sonrisa rompió la seriedad de la expresión de Tyler.
—Algo así.
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—No sé quién es, pero juro por la memoria de mi abuela que es un Blackthorne —
le dijo Grace a Hen—. Tenía el aire de la familia, sobre todo esos desagradables ojos
amarillos.
—¿Pero no hizo otra cosa que comerse su cena y marcharse?
—No, que yo viera, pero seguro que hay gente que vio más. Ese hombre no está
aquí porque sí.
—No, si es un Blackthorne, seguro que no —dijo Hen, que estaba de acuerdo con
la señora Worthy—. Supongo que lo mejor será que investigue un poco, a ver si me
entero de qué estuvo haciendo.
—Creo que lo mejor será que lo haga, si quiere conservar la cabeza sobre los
hombros... y a ese chiquillo en los brazos de su madre.
—¿Cree que está buscando a Adam?
—No veo por qué este Blackthorne tiene que ser distinto de los demás.
—Sí, yo vi a Avery —dijo el herrero, que estaba arreglando un eje de la
diligencia—. Dejó su caballo aquí durante un tiempo.
—¿Vio adónde fue?
—Preguntó por un trabajo. Le dije que fuera a ver a Phil Baker, el arriero. Él
siempre necesita gente para trabajar.
—Y usted, ¿ha visto a algún otro Blackthorne en su diligencia? —le preguntó Hen
a Sam Overton, el conductor de la diligencia, que estaba vigilando el trabajo del
herrero.
—Unas cuantas veces. Pero no he prestado mucha atención.
—Les agradecería mucho a los dos que a partir de ahora estén muy pendientes, y
si ven a algún extraño me lo comuniquen enseguida —dijo Hen.
—¿Espera que se presenten problemas, comisario? —Espero que no, pero tengo
que estar preparado en caso de que pase algo.
—Quiero que todo el mundo entienda bien las reglas antes de comenzar —dijo
Hen—. Si no las respetan, no podremos construir el canal.
—¿Y qué tienen de especial esas reglas? —preguntó alguien.
—Nada, si todo el mundo las respeta —contestó Hen.
En el establo había cerca de veinte hombres reunidos. Tenían varias carretas llenas
de madera recién aserrada, que habían tomado de la pila que habían ido haciendo
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detrás del establo durante los últimos días. Armados con martillos, serruchos y
hachas, estaban a punto de comenzar el canal que conduciría el agua desde el cañón
hasta el pueblo.
—¿Cuánto tardaremos en construir el canal? —preguntó un hombre—. Yo tengo
que hacer mi propio trabajo.
—Meses —contestó otro—. Ese maldito cañón está al menos a ochocientos metros
de aquí.
—Necesitaremos un millón de tablas.
—Eso costará una fortuna.
—No costará tanto como reconstruir el pueblo entero —dijo Hen—. En marcha.
Sólo recuerden: nadie debe ir más allá de la boca del cañón.
Laurel observó la procesión que se acercaba al cañón con una mezcla de
sentimientos encontrados. Le alegraba que la construcción por fin fuera a comenzar.
Cuanto más pronto terminaran, más pronto tendría el pueblo su agua y ella su
dinero. Era maravilloso pensar que esa obra iba a suponer su libertad. Llevaba tanto
tiempo sintiéndose impotente, desesperada, que la perspectiva de disfrutar de la
libertad de hacer lo que quisiera, de ir a donde quisiera, era casi increíble. Laurel no
sabía nada acerca del mundo exterior. Era posible que lo que se imaginaba no tuviera
ningún fundamento real, pero era maravilloso soñar con vivir entre gente que no
recelaría de ella, entre personas que no los mirarían a su hijo y a ella con desprecio.
Era maravilloso pensar que tendrían la oportunidad de ser como todo el mundo,
sentirse libres y vivir tranquilos.
Sin embargo, por otra parte, le molestaba que esos hombres invadieran su refugio.
Y aunque Hen la ponía más nerviosa que todos los demás juntos, le alegraba la idea
de tenerlo cerca. Laurel ya había renunciado a tratar de fingir que él no le gustaba,
que no pensaba en él casi todo el tiempo. Había dejado de decirse que esperaba que
él no se preocupara por ella. Había dejado de decirse que ese hombre era un terrible
ejemplo para Adam. Había dejado de pretender que no estaba a punto de
enamorarse de él.
Pero no era tan tonta como para pensar que él estaba enamorado de ella.
Adam pasó corriendo junto a ella. Laurel lo agarró del cuello.
—Es hora de regresar al trabajo —le dijo—. Todavía tenemos mucha ropa que
lavar hoy.
—¿No puedo mirar?
—Llevas horas mirando. Cuando termines tu trabajo, tal vez puedas montar a
caballo con Jordy.
—Está bien.
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Adam cedió con mucha facilidad. Algo le preocupaba. Laurel no sabía qué era. La
mitad del tiempo creía que eran imaginaciones suyas, pero de vez en cuando el chico
parecía pensativo y distante, como si estuviera dándole vueltas a algo.
—¿Crees que mi padre querría que yo ayudara a sus hermanos en contra del
comisario? —preguntó Adam.
La pregunta fue tan inesperada que Laurel tuvo que pensar para responder. ¿Qué
demonios le habría sucedido para que estuviera pensando en una cosa así?
—Tu padre no era como sus hermanos —dijo Laurel.
—¿Entonces no querría que ayudara a mis tíos?
—Es un error ayudar a alguien que hace daño a los demás, aunque sean familiares
de uno.
Laurel sintió alivio cuando vio que su respuesta parecía haber satisfecho las dudas
de Adam. La expresión del chico se volvió menos circunspecta y salió corriendo.
—No tardaré ni un minuto en llenar los barreños —gritó Adam, al tiempo que se
adentraba en el estero—. Ya habré terminado cuando llegues arriba.
Laurel se rió y se sintió más tranquila.
Hen notó que Adam lo observaba desde los arces.
—Desde ahí no ves nada... ¿quieres bajar aquí? —preguntó, mientras pensaba que
era extraño que el chico no hubiese estado pegado a él toda la mañana.
Adam negó con la cabeza.
—Mi madre me dijo que me mantuviera lejos.
A Hen no le sorprendió la orden de Laurel, pero sí le sorprendió que Adam hiciera
caso.
—Ella no dirá nada si te quedas conmigo.
Pero Adam se quedó entre los arces.
Hen recogió unas cuantas tablas, las puso en una carretilla y comenzó a subir el
camino.
—Mi mamá dice que el canal no subiría hasta el cañón —dijo Adam.
—Esto es para algo especial.
—¿Qué es? —preguntó Adam, sin poder controlar su curiosidad por más tiempo.
—Ven conmigo y te lo mostraré.
Adam siguió a Hen sin mirar hacia atrás.
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Leigh Greenwood Laurel
Laurel levantó la vista, sorprendida, cuando vio a Hen empujando una carretilla
cargada de tablas a través del patio. Sintió que el corazón se le subía hasta la
garganta. Ya no podía mirar a Hen sin sentir esa oleada de excitación, esa sensación
de mareo que le dificultaba respirar. Hen iba igual que siempre: camisa blanca,
chaleco y pantalones negros y un sombrero vaquero. Arrasador. Laurel no entendía
cómo había podido pensar que podía ignorarlo, cómo pudo imaginar que podría
continuar con su vida sin volver a verlo. Hen ya era parte de su vida.
Frunció el ceño cuando se dio cuenta de que la carretilla estaba cargada con
madera. Se suponía que no iban a construir allí. Entonces miró más allá de Hen, hacia
el camino, pero no había nadie detrás. ¿Qué estaría intentando hacer?
—Hoy comenzamos a construir el canal —dijo Hen, mientras dejaba la carretilla
en el suelo—. El martilleo dejará de molestarla cuando vayan bajando de la boca del
cañón.
Laurel podía oír un martilleo continuo, pero el ruido no era molesto.
—¿Qué va a hacer con esas tablas? —le preguntó.
—Voy a construir un canal desde el arroyo.
Laurel nunca había considerado la posibilidad de pedir un canal para ella.
Ciertamente nunca se le habría ocurrido pedirle a Hen que se lo construyera. Él era
un pistolero. No debía de saber nada sobre construcciones.
—Yo no necesito un canal.
—Seguro que Adam agradecería no tener que cargar toda esa agua día tras día.
—Déjalo, mamá —le rogó Adam.
—Me temo que no tengo cómo pagarlo.
—No le va a costar nada. Considérelo un gesto de buena voluntad.
—Pero ellos ya me van a pagar por el agua.
—Esto es un obsequio. ¿Quieres ayudar? —le preguntó Hen a Adam.
Una vez más, Laurel notó un cambio en la actitud de Adam con respecto a Hen. El
chico no parecía tan ansioso por ayudar y Laurel sabía que no era por pereza. Lo que
fuera que le hubiesen dicho acerca de ayudar al comisario en contra de los hermanos
de su padre lo había perturbado. Laurel se preguntó si habría sido Shorty Baker el
que le habló de eso. Ella sabía que no había sido Jordy, porque ese chico adoraba a
Hen.
—En realidad no necesito un canal.
—De todas maneras, voy a construirlo.
Laurel sonrió, a pesar de sus intenciones. Hen también sonrió.
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Mientras miraba trabajar a Hen, Laurel se recordó que él no había dicho nada
acerca de que ella le gustara. Era posible que estuviera malinterpretando los gestos
del comisario. Sin embargo, sí había algo distinto en la manera en que él hacía las
cosas. Laurel podía sentirlo. Algo muy personal, como si estuviera haciéndolas
especialmente para ella.
A Laurel le gustaba esa sensación. Hen podía ser brusco, dominante y hacer caso
omiso de lo que ella deseaba, pero también podía ser amable y considerado. Se
preocupaba por ella y le importaba la manera como la gente la trataba. Se
preocupaba por su seguridad. A Laurel le gustaba tanto esa sensación que llegaba a
sentir celos del tiempo que Hen pasaba con Adam, de la atención que él le dedicaba a
su hijo. Pero ella era la única culpable de que Hen pasara tiempo con otra gente,
porque lo había rechazado cada vez que él había tratado de acercarse.
Laurel tomó un vestido y lo metió entre el agua caliente y jabonosa. Mientras el
agua empapaba la tela y hacía que el vestido se volviera demasiado pesado para
manejarlo, Laurel decidió que no trataría de rechazar más a Hen. Permitiría que
Adam fuera a Valle de los Arces todas las veces que quisiera ver al comisario. Quería
que su hijo se pareciera lo más posible a ese extraño hombre.
Laurel pensaba en todas esas cosas mientras observaba cómo el canal comenzaba a
tomar forma. Quizá Hen fuera un pistolero, pero obviamente también sabía manejar
un martillo. Entonces se dijo que ojalá también supiera manejar su corazón, porque
temía que siempre iba a ser de ese hombre.
Hen se sorprendió cuando llegó a la casa al día siguiente y vio que no había nadie,
ni Laurel ni Adam estaban por ahí. Ya debían de haber terminado sus labores del día
y seguramente estaban juntos. Esperaba que no estuvieran lejos, así que se dirigió al
pastizal. No consideró la posibilidad de regresar al lado de los hombres que estaban
trabajando abajo. El canal iba progresando rápidamente. Todavía faltaba mucho para
llegar al pueblo, pero cuando salieran de la parte rocosa del cañón, prácticamente
podrían construir el canal sobre el suelo.
Cuando Hen llegó al pastizal, Adam estaba montando a Sandy. Hen se sintió
orgulloso de los progresos del chico. Luego tuvo que hacer un esfuerzo para
encontrar a Laurel. Ella había hallado un lugar en la pared de roca que formaba una
especie de cueva poco profunda. Eso le permitía estar a la sombra y, al mismo
tiempo, tener una vista completa sobre el pastizal.
—¿Le molesta que la acompañe? —gritó Hen, mientras subía por el montón de
piedras que llegaban hasta la cueva.
—Si cree que los hombres pueden seguir sin usted...
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Leigh Greenwood Laurel
—Así estarán más cómodos —dijo Hen, cuando llegó a la piedra que formaba la
base de la cueva—. Todavía soy un extraño por aquí.
—Pues aquí hay dos más. ¿Tiene hambre?
Laurel había puesto una manta sobre la superficie áspera y fría de la roca. Tomó
una pequeña cesta y le ofreció pan y jamón.
—No, gracias —dijo Hen—. Hope ya ha cumplido con su cometido de cebarme.
Esa chica está empeñada en que engorde.
—Pero no lo consigue.
Laurel desvió la mirada, pero no antes de que Hen alcanzara a ver en sus ojos algo
que le hizo sentirse excitado de repente. Ya no había rastros de rabia ni desprecio, ni
reprobación, ni disgusto, ni irritación, ni ninguna otra cosa que le dijera que ella
quería que él se fuera. En lugar de eso, la mirada de Laurel encerraba tanta nostalgia,
tanta necesidad, tanto deseo, que Hen no estaba seguro de poder interpretarla
correctamente. Nunca había pensado que Laurel fuese una mujer fría, pero hasta
ahora sólo había sentido rechazo.
Hen no entendía por qué ningún hombre había subido hasta el cañón a conquistar
el corazón de Laurel. Ella era una mujer hermosa. El impresionante contraste que
formaban su pelo negro y esa piel blanca estaba dominado por la luminosidad de sus
ojos color café. Hen estaba seguro de que alguien debía de haber deseado acariciar
esas mejillas y hundir los dedos en la sedosa melena. Estaba seguro de que al menos
un hombre debía de haber querido perderse en las profundidades de esos ojos.
Debería de haber al menos uno que pudiera ver que ella era una mujer adorable.
Hen se sentó al lado de Laurel. Ella tenía los ojos fijos en Adam y no se movió.
Hen sintió cómo la tensión crecía dentro de él, sintió un penetrante calor que se
dispersaba lentamente por todas las partes de su cuerpo. No había tocado a Laurel
desde ese primer día y sus dedos se morían por volver a tocarla.
Laurel se volvió hacia él.
—¿Dónde estaba antes de venir aquí? —le preguntó inesperadamente—. Usted no
pertenece a este lugar. Juraría que nunca antes ha sido comisario. —La expresión de
Laurel no dejaba ver nada de lo que podía estar sintiendo. Tenía cerrados hasta los
ojos.
—¿Tan mal comisario soy como para que se note que soy novato?
—No. Sencillamente, no es como los otros comisarios que hemos tenido. Usted
tiene la reputación de ser un pistolero, pero no ha matado a nadie. Es brusco, casi
brutal con la gente, pero acogió a Jordy en su casa. Todo el mundo en el pueblo sabe
que no bebe ni juega, ni tiene líos con mujeres.
—¿De verdad le importa tanto entenderme?
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Nada más formular la pregunta, Hen se dio cuenta de que no debió haberla hecho.
La única manera de mantener el control de su vida era desentenderse de lo que la
gente pensara de él. Pero, aunque se sentía incómodo, como un hombre que está
pisando terrenos que pueden resultar arenas movedizas, ya no podía dar marcha
atrás.
—Sí, es importante.
Hen suspiró y procedió a entregar la información.
—Nací en Virginia, pero nos mudamos a Texas cuando yo tenía once años.
Durante los últimos doce años he viajado por muchas partes. Supongo que ya no soy
de ningún lugar.
—¿Eso es todo?
—Usted quiere saber cómo me volví pistolero. —Laurel no tenía que sonrojarse ni
asentir con la cabeza, ni sentirse incómoda. Hen sabía exactamente lo que ella
quería—. Me encontré con unos cuatreros que estaban a punto de ahorcar a mi
hermano. Ya le habían puesto la soga al cuello. Tuve apenas un segundo para tomar
la decisión.
—¿Y por qué no se detuvo después de eso?
—Porque la gente siempre quería lo que nosotros teníamos y estaban dispuestos a
matar por ello. Alguien tenía que proteger a la familia. Y al parecer me tocó a mí.
—Entonces sí tiene familia.
Hen se preguntó por qué a todo el mundo le parecería
tan extraño que él tuviera familia.
—Tengo seis hermanos.
—¿Ninguna hermana? Supongo que por eso no le gustan las mujeres.
Si Laurel lo hubiese abofeteado, Hen no hubiese quedado tan perplejo.
—A mí sí me gustan las mujeres.
—No hay nada de qué avergonzarse. A muchos hombres les sucede lo mismo.
Hen abrió la boca para negar la acusación, pero volvió a cerrarla. A él sí le
gustaban las mujeres, pero había desconfiado de ellas toda su vida.
—A mi madre la cegaba la obsesión que sentía por mi padre. Se murió cuando él
la abandonó. Monty y yo teníamos trece años, Tyler y Zac eran mucho menores.
Nunca la perdoné por eso.
Hen nunca le había dicho eso a nadie. Ni siquiera lo había admitido ante sí mismo.
Sin embargo, a pesar de que se sentía culpable por pensar así, se sintió aliviado.
Odiaba a su madre por no amarlos lo suficiente como para encontrar la fuerza para
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seguir viviendo, aunque fuera por el bien de sus hijos, y eso se lo había cobrado a
todas las mujeres que había conocido desde entonces. Rose era diferente, pero ella no
había podido erradicar la rabia de su corazón ni enseñarle a amar.
—No todas las mujeres son así —dijo Laurel con voz suave.
—Lo sé.
Hen deseaba con desesperación que Laurel entendiera que él no quería ser así.
Pero era su forma de ser, y no podía hacer nada para evitarlo.
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Capítulo 15
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—Lo asesinaron cuando yo tenía cinco años. Mi madre tuvo que casarse con otro
hombre y eligió a mi padrastro.
—¿Qué fue de ella?
—Murió cuando yo tenía nueve años.
Laurel todavía podía recordar los años que había pasado esperando a que su
padrastro regresara a la casa y muriéndose de miedo después de que llegaba.
—Me casé con Carlin para escapar de él —dijo Laurel y se puso tensa, pues
esperaba que Hen dijera algo, pero él siguió callado, con las manos de ella entre las
suyas, ofreciéndole consuelo—. Yo tenía dieciséis años. Él tenía veintidós. Él era muy
apuesto y atractivo. Andaba montado en un hermoso caballo con una silla con
incrustaciones de plata y siempre se estaba riendo. Cuando empezó a cortejarme a mí
en lugar de cortejar a las chicas mayores, perdí la cabeza. Después de que le dijo a mi
padrastro que lo mataría si volvía a tocarme, decidí seguirlo hasta el fin del mundo.
Y cumplió su palabra. Laurel nunca olvidaría los viajes de un pueblo a otro,
siempre en busca de diversión.
—Carlin se emborrachaba. Me golpeaba cuando yo me quejaba. Finalmente,
cuando ya no quise seguir vagabundeando con él por los pueblos, me dejó por una
mujer mayor. Lo mataron unas semanas después, cuando estaba tratando de robar
un toro muy valioso a un ranchero mexicano.
Laurel sintió que Hen le apretaba más las manos.
—Yo estaba esperando a Adam. Mi padrastro me echó a la calle. Desde entonces
no he tenido noticias de él.
Laurel sintió que un río de lágrimas ardientes inundaba sus ojos. No estaba
llorando porque esos dos hombres la hubiesen abandonado. Estaba llorando por ella,
por todos los años que había perdido, por todos los sueños que habían durado tan
poco. Laurel suspiró y se volvió a mirar a Hen a los ojos.
—Carlin se casó conmigo.
Laurel no sabía por qué era tan importante para ella que Hen la creyera. Si su
propio padrastro no podía confiar en ella, ¿cómo podía esperar que la creyera un
extraño?
—Estoy seguro de que así fue —dijo Hen.
—Nadie más me cree, ni siquiera la familia de Carlin. ¿Por qué debería creerme
usted?
—Porque sólo la he visto mentir una vez y fue para proteger a Adam.
Laurel tuvo que retirar una mano para secarse las lágrimas que comenzaron a
escurrírsele por las mejillas como una lluvia de primavera. La duda que rodeaba su
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matrimonio era la barrera que la había separado del pueblo. Ella no iba a permitir
que nadie dijera que Adam era un bastardo. Y tampoco iba a permitir que la gente la
tratara como a una ramera. Pero la fe que Hen le estaba demostrando significaba
mucho más que cualquier gesto de aceptación que el pueblo pudiera ofrecerle.
Debido a eso, Laurel quería darle explicaciones. Quería que él supiera. Quería que él
entendiera.
—Le dije a Carlin que no me entregaría a él hasta que estuviéramos casados. Pasó
una semana arrastrándome de un lado a otro, hasta que se dio por vencido. No sé
dónde estábamos. Habíamos viajado todo el día y cuando llegamos ya había
anochecido. Carlin encontró un pastor que estaba tratando de establecerse como
granjero. Su esposa y su cuñado fueron los testigos. Desde entonces estoy tratando
de encontrarlo, pero no he podido.
—No se preocupe por eso —le aconsejó Hen.
—Pero no puedo dejar de preocuparme. Usted no sabe lo que es ser una paria. La
gente sólo nos aceptará a mí y a Adam cuando de verdad crean que estaba
legítimamente casada.
—Yo he sido un paria toda mi vida.
—Pero usted tiene familia, hermanos...
—Uno puede estar tan solo en medio de su familia como en medio de un pueblo
desconocido. —Hen se acercó más a Laurel. Ella no dijo nada cuando le pasó el brazo
por la espalda—. No tiene que pelear con todo el mundo. Sólo concéntrese en lo que
la hace feliz.
—No es tan fácil.
—Claro que no lo es. De alguna manera, lo que tenemos que hacer siempre parece
ser lo más difícil. No hay manera de cambiarlo, así que no se preocupe. Usted es una
buena mujer. Ha educado a un chico maravilloso. Ha trabajado durante todos estos
años para mantenerse sin la ayuda de nadie. Incluso logró adquirir los derechos de
propiedad de este cañón. No conozco a ninguna otra mujer que pueda afirmar que
ha hecho tantas cosas.
Las palabras de Hen eran como un bálsamo para Laurel. Había luchado durante
tanto tiempo para obligar a la gente a que la tratara con el respeto que se merecía que
era absolutamente maravilloso encontrar que Hen estaba dispuesto a darle eso y
más. Un tibio resplandor de felicidad asomó a su corazón. Por primera vez en años se
sentía como un ser humano de verdad. Aunque era pobre, se sentía como cualquier
otra mujer de Valle de los Arces. La gente del pueblo no creía su historia, pero Hen
sí. Hen confiaba en ella.
Sin embargo, no era suficiente. Quería más. Necesitaba más. Se había mantenido
alejada de todo el mundo durante tanto tiempo que no se había dado cuenta de lo
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vulnerable que sería cuando finalmente bajara sus defensas. Sin la dura coraza de la
rabia y la actitud desafiante en la que se había apoyado todos esos años, se sentía
indefensa. Necesitaba la fuerza de Hen para soportar el dolor.
Sin embargo, él no le había ofrecido nada de eso. Tendría que continuar sola,
aunque ahora, después de saber lo maravilloso que era poder apoyarse en otra
persona, iba a resultarle mucho más difícil. Laurel combatió la necesidad urgente de
comenzar a llorar, pero perdió la batalla. Unas lágrimas enormes comenzaron a rodar
silenciosamente por sus mejillas.
—Lo siento —se secó las mejillas con una servilleta—. Nunca lloro.
Hen agarró la servilleta y le secó las lágrimas.
—Tal vez por eso está llorando ahora.
Ella se quedó mirándolo fijamente.
—¿Cómo puede ser tan comprensivo y...?
—¿Y ser un asesino al mismo tiempo?
Laurel desvió la mirada para no dar una respuesta de la que se sentía avergonzada
desde el momento en que las palabras tomaron forma en su mente.
—¿Acaso no le gusta la gente? —preguntó Laurel.
—Usted y Adam me agradan.
Laurel se olvidó de los demás.
—Usted también le agrada a Adam.
—¿Y qué hay de usted?
Laurel sentía que no podía mirarlo a los ojos. Tenía miedo de ver en ellos el mismo
vacío que había visto antes. ¿Cómo podía preocuparse tanto por Adam y por ella y
mirarlos con esos ojos tan indiferentes?
—¿Todavía me tiene miedo?
—Ya no. Tal vez nunca se lo tuve. Al principio no lo conocía.
—¿Y ahora sí?
Laurel se volvió para mirarlo a los ojos. La mirada de Hen se había suavizado. No
podía decir qué veía en esos ojos, pero ya no estaban vacíos.
—No —susurró—. No lo conozco en absoluto.
—¿Y le gustaría conocerme?
—A Adam le gustaría.
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—Le estoy preguntando a usted. —Hen le puso los dedos debajo de la barbilla y le
levantó la cabeza hasta que quedó frente a él.
—Sí—dijo Laurel.
Se sorprendió de lo difícil que había sido decir esa única palabra. Era como si su
capacidad de expresar amor hubiese estado guardada durante tanto tiempo que
tuviera que tomar cada palabra y desempolvarla antes de usarla.
—¿Entonces no me echará de aquí si vengo a verla a usted y no a Adam?
—No.
Laurel nunca volvería a echarlo. Hen había acabado con los últimos residuos de su
resistencia y con eso habían desaparecido las defensas que le habían permitido estar
sola durante tanto tiempo. Ahora necesitaba la fuerza de Hen. Ya no estaba segura de
poder sobrevivir sin ella.
Estaba enamorada de Hen.
Ese pensamiento debería haberle causado una gran impresión, pero no fue así.
Amarlo le resultaba lo más natural del mundo.
Los labios de Hen rozaron los de Laurel. El efecto fue eléctrico. Fue el roce más
suave, casi imperceptible, pero ni los besos más apasionados de Carlin la habían
afectado de manera tan profunda.
—¿Alguien le ha dicho que es hermosa? —preguntó Hen y volvió a besarla.
—Hace mucho tiempo que nadie me lo dice.
—Deberían habérselo dicho. Hasta Hope dice que usted es la mujer más hermosa
del pueblo.
Laurel no entendía cómo Hen podía pensar que ella era más hermosa que Miranda
Trescott, pero no tenía ningún deseo de contradecirle.
—Lo pienso desde el primer día que la vi.
—Pues yo recuerdo con claridad que esa primera vez que nos vimos usted me dijo
que no estaba en mi mejor día.
—De todas maneras estaba muy hermosa.
Laurel sintió que iba a derretirse. Hen podía ser frío e insensible con los demás,
pero sabía muy bien qué decirle a ella.
—¿De verdad pensó eso? ¿Es verdad que le gusto desde el primer día?
—Me gustó la forma en que se enfrentó a Damián, la manera en que se levantó
después de que él la golpeó. Pero supongo que lo que más me gustó fue cómo me
miró. —Hen se rió entre dientes—. Sabía que, si daba un paso en falso, usted me
atacaría con la misma fiereza.
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Adam se sentó en el regazo de Laurel y le pasó los brazos por el cuello, como si la
estuviera protegiendo de Hen.
—¿Puedo volver mañana?
—Sí.
—Tal vez te sientas un poco mejor —le dijo Hen a Adam y luego le sonrió, pero el
niño no le devolvió el gesto.
—No entiendo... —comenzó a decir Laurel.
—No se preocupe por eso —dijo Hen, al tiempo que se ponía de pie—. Vendré
mañana para contarle cómo van las cosas. —Luego hizo una pausa—. Y todo lo que
he dicho sobre ese primer día es completamente cierto.
Laurel se quedó observándolo mientras salía del pastizal y comenzaba a bajar el
cañón. Sólo habían pasado juntos treinta minutos, pero ya nada era como antes.
Muchos imposibles se habían transformado en esperanzas brillantes y relucientes. Se
habían desvanecido tantas barreras que parecía que nunca hubiesen existido. Por
primera vez desde la muerte de su padre, Laurel no tenía miedo del futuro. Mientras
que Hen formara parte de él, ella estaría a salvo.
Laurel sintió que Adam la soltaba y comenzaba a alejarse.
—Y ahora, jovencito —le dijo—, vas a decirme por qué te has comportado tan mal
con un hombre que no ha hecho otra cosa que ser amable contigo desde el momento
en que te vio.
Para sorpresa de Laurel, Adam estalló en llanto, dio media vuelta y salió
corriendo. Laurel se quedó allí, en medio del asombro que le producían los
impresionantes cambios que acababa de sufrir su mundo.
Hen no controlaba sus emociones con toda la seguridad que aparentaba frente a
Laurel. Sabía que se sentía atraído hacia ella, pero la potencia de esa atracción lo
sorprendió. Nunca pensó que empezaría a besarla y, sin embargo, desde el momento
en que sus labios se tocaron, sintió que había esperado ese momento durante toda su
vida. Podía contar en una sola mano las mujeres a las qué había besado. Y en ningún
caso había encontrado que valiera la pena repetir la experiencia.
Pero con Laurel no había sido así. Sus dedos se morían por volver a acariciarla.
Quería tenerla entre sus brazos, aunque eso fuera todo lo que pudiera hacer. Eso le
brindaba una calma que apaciguaba la inquietud que lo atormentaba, que suavizaba
esa sensación de irritación profunda que siempre lo acompañaba. De alguna manera,
el vacío que sentía dentro de él ya no parecía tan profundo, ni el dolor tan doloroso.
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Había algo curioso acerca de ese dolor. Siempre había estado ahí. Hen se
imaginaba que todos los hombres se sentían así: como vacíos, separados de los
demás, emocionalmente aislados. Pensaba que eso era inevitable cuando uno decidía
enfrentarse al mundo solo, sin depender de los demás.
Pero ahora sabía que el dolor no tenía nada que ver con eso. Su alma era como un
desierto seco y cuarteado. Laurel y su hijo habían traído un poco de humedad a ese
desierto, un poco de afecto y el verde de un retoño de vida.
Y Hen se sentía bien.
No sabía si eso sería suficiente, pero tampoco sabía cuánto quería, cuánto se iba a
permitir desear. Hasta que lo decidiera, se concentraría en asegurarse de que Laurel
estuviera a salvo. Tenía que convencerla de que se mudara al pueblo. Cuando
terminara su trabajo en Valle de los Arces, tendría que convencerla de que se
marchara definitivamente. Había cientos de pueblos más. No sería difícil para ella
encontrar un trabajo decente en otra parte.
Desde luego, ella debía encontrar marido y volver a casarse.
Esta última solución no le agradaba, aunque admitía que era la solución perfecta.
¿Cómo podría estar seguro de que el hombre con el que se casara la trataría como
debía tratarla?
Tendría que vigilar quién cortejaba a Laurel, y estaba seguro de que tendría
montones de pretendientes. Era una mujer muy hermosa. Con la ropa apropiada,
estaría despampanante. No había razón para que tuviera que conformarse con un
granjero. Si la llevaba a San Antonio o a Austin, podría encontrar un marido rico.
Pero esa sensación de satisfacción no le duró mucho. Sólo hasta que vio a Jordy
corriendo hacia él con una sonrisa de oreja a oreja. En ese momento recordó el
extraño comportamiento de Adam. No lo entendía. Era evidente que había sucedido
algo, pero ¿qué? Tal vez Jordy lo supiera.
—Se llama Avery Blackthorne —le dijo Jesse McCafferty a Hen—. Y vive a unos
tres kilómetros del pueblo. Trabaja para Phil Baker, llevando su ganado hasta
Tucson.
—¿Y de vez en cuando viene al pueblo?
—Sólo cuando es necesario por su trabajo.
Eso no hizo que Hen se sintiera mejor. No podía encontrar ninguna razón para
que un Blackthorne anduviese por esa zona, a menos que tuviera que ver con Adam.
No creía que quisiera llevárselo a la fuerza porque, de ser así, ya lo habría hecho o, al
menos, lo habría intentado. Entonces, ¿qué estaría buscando?
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Capítulo 16
Laurel subió las escaleras de la casa Norton. Iba temblando de nervios y estaba
asustada. Esa visita le provocaba un montón de sentimientos encontrados, hasta el
punto de que no sabía qué pensar.
La llegada de Hen Randolph a Valle de los Arces la había hecho darse cuenta de
que estaba cansada de estar sola, de ser una reclusa, de no reírse nunca ni tener
amigos, de que nunca la invitaran a ninguna reunión. De pronto, ya no quería
enfrentarse al mundo sola. No creía que tuviera nada en común con los Norton, pero
tenía la intención de aceptar la amistad que le ofrecía Miranda Trescott.
Levantó la mano y dio un golpecito en la puerta.
Al ver sus manos rojas, ásperas y resecas resurgió en ella el sentimiento de
inferioridad que la acompañaba desde hacía años. Escondió las manos entre los
pliegues del vestido, pero eso sólo la hizo cobrar conciencia del miserable estado de
su ropa. El vestido era viejo, ella lo había confeccionado la primera semana de su
matrimonio, cuando Carlin estaba lo suficientemente contento como para darle un
poco de dinero. Ya no le quedaba muy bien. Ahora tenía el cuerpo más formado.
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puesta con una vajilla azul y una tetera pintada a mano. Laurel se sintió totalmente
fuera de lugar. Pero al mismo tiempo que se sentía pequeña e insignificante y
deseaba fervientemente escaparse de nuevo a su cañón y no volver a salir de allí
nunca, recordó las palabras de Hen: «Usted ha trabajado durante todos estos años
para mantenerse sin la ayuda de nadie. Debe sentirse muy orgullosa de eso». Debía
intentarlo. No podía tener tan poca fe en sí misma cuando Hen tenía tanta fe en ella.
—¿Puedo ofrecerle una taza de té? —preguntó Miranda.
—Por favor.
—¿Con azúcar y crema?
Laurel asintió con la cabeza. No sabía si le iba a gustar. La gente que ella conocía
sólo tomaba café. Pero eso de ponerle azúcar y crema al té sonaba maravillosamente
exquisito y elegante.
En ese momento apareció la señora Norton con un plato de emparedados, que
puso frente a Laurel.
—Los voy a dejar cerca de usted para no tener la tentación de comer muchos —
dijo con una sonrisa ligeramente forzada, al tiempo que se sentaba al otro lado del
salón—. Usted es muy delgada. Yo no.
Laurel tomó uno de los emparedados y le dio un mordisco. Eran de pollo. En una
tierra donde la carne de res era prácticamente la única que se conseguía, era una
delicia probar esta carne tan ligera y aliñada. El té estaba caliente, dulce y exquisito
debido a la crema. Pero para Laurel lo mejor de la comida era que no había tenido
que prepararla ella misma. Apenas podía recordar la sensación de comerse algo que
ella no hubiese preparado. La conversación avanzó tranquilamente. La llegada de
Grace Worthy fue una bendición y poco a poco Laurel se fue sintiendo más cómoda.
—Me alegra que el comisario haya estado cuidando de ti —dijo Grace—. Ya era
hora de que alguien lo hiciera.
El efecto que tuvieron esas palabras en la reunión fue similar al que habría tenido
el hecho de que alguien soltara una serpiente cascabel en medio del salón. Ruth
Norton se quedó mirando fijamente a Grace Worthy. Miranda se quedó mirando a
Laurel. Laurel se quedó con la mirada fija en el emparedado que tenía en la mano. Y
Grace Worthy miró a todo el mundo y sonrió con satisfacción.
—Le dije que tenía que convencerte de que te vinieras a vivir al pueblo. Tú no
estás segura en ese cañón.
Cuando la conversación comenzó a avanzar sobre un terreno más seguro, la
tensión fue disminuyendo.
—Ninguna mujer debe vivir en un lugar tan aislado si está sola —dijo Ruth
Norton—. No es apropiado.
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Leigh Greenwood Laurel
—Apropiado o no, es lo único que tengo —dijo Laurel—. Y hasta ahora había
estado a salvo.
—¿Y ahora por qué no está a salvo? —-preguntó Miranda.
Laurel se sintió como si estuviera en una sartén y cada una de las otras mujeres
estuviera agregando leña al fogón. Deseaba que Grace Worthy no hubiese sacado ese
tema, pero se imaginaba que estaba tratando de obligarla a hacer algo por su propio
bien. Laurel sabía que el interés de Miranda era sincero. Estaba segura de que Ruth
Norton todavía pensaba que ella no era de fiar, pero tenía que admitir que la mujer
parecía una persona justa y que debajo de esa apariencia tan rígida se escondía una
cierta bondad humana. Laurel se preguntó si Ruth Norton no tendría sus propias
inseguridades. Tal vez se sentía intimidada por una mujer más joven y más bonita.
Esa idea hizo que Laurel se sintiera tan bien que casi no le importó explicar un
asunto que sólo le incumbía a ella.
—Yo estaba casada con Carlin Blackthorne. Adam es hijo de Carlin. Los
Blackthorne quieren quitármelo.
—Eso es horrible —exclamó Miranda—. No podemos permitir que nadie le quite
un niño a su madre.
—Estamos de acuerdo —dijo Grace Worthy—. Por eso quiero que Laurel se
marche de ese cañón. El comisario no me parece el tipo de hombre que se vaya a
quedar aquí para siempre. Y, aunque lo hiciera, Laurel no puede seguir dependiendo
de él. Ya hay rumores sobre la cantidad de atención que le está prestando.
—¡Por Dios! ¿Qué puede estar diciendo la gente? —preguntó Miranda—. ¿Acaso
no se supone que el comisario está aquí para proteger a los ciudadanos ?
—Claro que sí —respondió Grace Worthy—, pero cada vez que un hombre le
preste atención a una mujer bonita habrá rumores.
—No creo que se pueda decir que él me esté prestando atención —objetó Laurel.
—¿Acaso no va a verte todos los días?
—Va a informarme sobre el progreso del canal.
—Pero eso es algo que tú puedes ver por ti misma, ¿verdad?
—Prefiero quedarme en el cañón.
—Puedo imaginarme las miradas que le echarían los hombres que están
construyendo el canal si fuera a supervisar las obras, y supongo que no sería muy
agradable —comentó Ruth Norton—. Pero, querida, hay que reconocer que la gente
se va a hacer preguntas. El señor Randolph es un hombre extremadamente apuesto.
La gente siempre va a sentir curiosidad por lo que él haga.
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especial cuando se trata de una mujer. No creo que deba hacerse muchas ilusiones —
le dijo a Miranda—. Los hombres que han llegado a la edad del comisario sin casarse
son notablemente escurridizos, en especial si son ricos y bien parecidos. Si él es todo
lo que su tía dice, debe de haber docenas de mujeres tratando de atraparlo.
Ruth se rió.
—No creo que se atrevan a tanto, pero usted tiene razón. No va a ser fácil de
pescar.
—Yo no tengo intenciones de pescar a nadie —dijo Miranda—. Me agrada mucho
el comisario, ¿cómo podría decir que no? Pero no tengo ningún interés romántico en
él. Ni él en mí.
—Bueno, el tiempo nos lo dirá —dijo su tía—. Entretanto, creo que debemos
pensar en aumentar tu guardarropa. La temporada social aquí no se parece en nada a
la de Kentucky.
—En lo más mínimo —dijo Grace Worthy—. A propósito de ropa...
Laurel se sintió aturdida. El resto de la conversación se convirtió en un murmullo
vago. Hen venía de una familia rica y aristocrática. Ella no era más que la hijastra de
un ladrón de poca monta y la dudosa esposa de otro. No era posible que Hen se
enamorara de ella. Debía sentirse agradecida por el hecho de que a él le interesara
protegerla.
Entonces observó a Miranda: serena, majestuosa, perfectamente bien vestida, una
mujer que siempre sabía qué hacer. Era la clase de esposa que debía tener un hombre
como Hen Randolph. Aunque Laurel le gustaba, él nunca pensaría en casarse con
ella. Ningún hombre como él lo haría. Tal vez podía coquetear un poco, algo más si
ella estaba dispuesta, pero nunca pensaría en algo permanente.
Laurel se puso de pie súbitamente.
—Debo irme —dijo y trató con desesperación de parecer tranquila—. No me gusta
dejar solo a Adam durante tanto tiempo.
—Otra razón más para que empieces a pensar en mudarte aquí —dijo Grace
Worthy—. Con todo el pueblo vigilándolo, no tendrías que preocuparte tanto.
—Lo pensaré —dijo Laurel. Cualquier cosa con tal de salir de esa casa.
—Tiene que venir otra vez —dijo Miranda—. Pronto.
—No lo sé. Estoy muy ocupada.
—Tendrá más tiempo cuando empiece a recibir el dinero del agua —dijo Ruth
Norton.
—Claro. No había pensado en eso —dijo Laurel—. Estoy acostumbrada a tener
que trabajar todo el tiempo.
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Leigh Greenwood Laurel
No quería ser grosera ni quería dar la impresión de ser una ingrata, pero si no
salía de esa casa en dos segundos, iba a empezar a gritar.
—Lo siento, pero me tengo que ir.
Dio media vuelta y se fue.
A la gente que la saludó mientras caminaba apresuradamente por la calle le
pareció raro que ella no contestara, pero Laurel no se atrevía a detenerse. Todo el
mundo sabía que era hosca, así que eso no sería ninguna novedad. Pero si empezara
a llorar en medio de la calle, entonces estarían hablando del asunto durante días
enteros.
—¿Ya de regreso? Pensé que, como buenas mujeres parlanchinas, pasarían toda la
tarde hablando sin parar.
—¡Hen!
Laurel sintió que el corazón le daba un salto en el pecho. Su cuerpo no parecía
capaz de moverse. Sentía un calor que le quemaba la piel. Él era la última persona
que se quería encontrar, la persona que estaba menos preparada para ver en ese
momento. Laurel no podía levantar la mirada, al menos, todavía no. Si lo hacía,
podría desmayarse.
Hen la alcanzó y comenzó a caminar junto a ella.
—¿Las damas le dijeron algo sobre la posibilidad de que usted se mude al pueblo?
—Sí.
—¿Y va a hacerlo?
—Todavía no.
Laurel quería gritar que nunca iría a vivir al pueblo, donde tendría que
encontrarse con él una docena de veces al día, en especial si Hen se casaba con
Miranda. Sintió que tenía que alejarse de él lo más posible. Su mundo había
comenzado a desmoronarse desde el momento en que él puso el pie en Valle de los
Arces.
—¿Entonces cuándo?
—No lo sé.
—Pero ¿lo va a pensar?
—Sí. —¡Nunca! Pero Laurel estaba dispuesta a decirle cualquier cosa con tal de
que Hen la dejara en paz.
—¿Por qué está tan rara? ¿Está molesta por algo?
—No.
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Leigh Greenwood Laurel
—Entonces míreme —dijo Hen, pero Laurel siguió caminando. Él le siguió el paso
y le preguntó en voz baja—: ¿Qué sucede?
—Nada.
—Yo la conozco.
—Nadie me conoce. Ahora ni siquiera yo me conozco.
En ese momento llegaron al estero que había detrás del pueblo. Hen la agarró de
la mano y la obligó a volverse para mirarlo.
—¿Acaso alguna de las mujeres dijo alguna cosa que lastimó sus sentimientos?
—No. Fueron extremadamente amables, en especial Miranda.
Era cierto. Al menos, habían tratado de serlo. Pero Ruth Norton no tenía idea de
que prácticamente le había enterrado un cuchillo en el corazón. Ella sólo estaba
pensando en su sobrina, una chica maravillosa que se merecía tener un marido tan
rico y amable como Hen Randolph.
—Entonces, ¿qué sucede?
—Supongo que estoy cansada de que la gente trate de dirigir mi vida —dijo
Laurel, movida por el dolor—. Estoy cansada de que la gente me diga dónde vivir,
qué hacer, qué pensar, cuándo hacerlo, a quién temerle, cómo vestirme, qué tipo de
trabajo debería tener, qué debería hacer con mi dinero.
—Sólo lo hacen porque se preocupan por usted.
—Pues bien, ya pueden dejar de hacerlo. Usted puede estar seguro de que estoy
bien. Voy a estar bien. Siempre lo he estado. Ahora, tengo trabajo. Y estoy segura de
que usted debe tener que atrapar a algún cuatrero.
—Ya los he atrapado.
—Entonces, vaya a buscar algún borracho para meterlo a la cárcel.
—Las cantinas no llevan mucho tiempo abiertas.
—Entonces vaya a conversar con Miranda Trescott. Yo tengo cosas que hacer. Y,
por favor, no me acompañe hasta mi casa. Yo puedo encontrar el camino sola.
—Vendré a verla por la mañana. Espero que se sienta mejor para entonces.
—Seguro que así será —dijo Laurel con un suspiro y se marchó. Luego se detuvo y
se volvió hacia Hen—. Gracias por preocuparse por mí. —Dio media vuelta y
prácticamente echó a correr para huir de Hen. Sabía que no era justo, pero no podía
aguantar más. Necesitaba estar sola.
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Leigh Greenwood Laurel
Laurel puso la canasta en el suelo y se recostó contra un árbol. Ese día estaba
recogiendo más ropa que nunca. Ya había enviado a Adam al cañón con todo lo que
el burro podía cargar, pero todavía le quedó tanta ropa para llevar en el cesto, que
tuvo que detenerse a recuperar el aliento. Estaba particularmente cansada porque
prácticamente no había pegado ojo durante la noche anterior.
No pudo evitar mirar hacia la casa del comisario. Sabía que él iba subir al cañón a
visitarla. Después de haber pasado toda la noche tratando de decidir qué le iba a
decir, finalmente decidió que no le diría nada. ¿Cómo se le puede decir a un hombre
que en realidad a uno no le importaría que él se enamorara de otra mujer, que uno
algún día lograría reponerse del dolor que eso iba a causarle?
Era imposible. Laurel no podía hacerlo.
Así que fingiría que no había pasado nada. No sabía si iba a poder hacerlo, pero lo
intentaría. Entretanto, sería mejor que se fuera. La ropa no iba a subir el cañón por sí
sola.
Cuando se agachó para recoger la canasta, oyó el sonido de unos cascos. Levantó
la vista y alcanzó a ver un jinete que salía del pueblo, cruzaba el estero y se dirigía al
desierto.
Avery Blackthorne. ¿Qué estaba haciendo él en el pueblo?
«Regresaremos por ti. Y cuando terminemos, acabaremos con este pueblo».
Laurel recordaba cada una de las palabras de la amenaza de Damián. Si Avery
estaba cerca, significaba que se estaban preparando. Su primer impulso fue pensar en
Adam, pero se relajó cuando recordó que acababa de mandarlo hacia el cañón. Pero
el chico ya no podía andar corriendo por ahí solo, no si Avery estaba cerca.
Tenía que decírselo a Hen. Tal vez Avery estaba esperando a Hen en cualquier
recodo del camino para pegarle un tiro por la espalda. Laurel recogió la canasta y se
dirigió a la casa del comisario. Se sorprendió cuando Hen le abrió la puerta,
completamente vestido y listo para salir a caballo.
—Pensé que todavía estaría en cama.
Hen dio un paso hacia afuera.
—Jordy sí está dormido. No quiero despertarlo.
¿Qué clase de hombre se saldría de su propia casa para que un chiquillo de nueve
años pudiera seguir durmiendo? Laurel creía que nunca llegaría a entender a Hen.
—Avery Blackthorne está en el pueblo.
—¿Sabía usted que está especialmente hermosa por la mañana?
La respuesta de Hen casi la deja sin palabras. Era lo último que esperaba oír.
Laurel parpadeó.
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que lo mataran. No sabía si tal vez Hen pensaba que ella era una mujer estúpida que
se preocupaba por lo que no le incumbía, o si pensaba que Avery Blackthorne era un
pistolero sobrevalorado. Pero, fuera cual fuera la razón, él no iba a hacer nada para
salvarse.
Tenía que ayudarlo. Estaba tan furiosa con él que sería capaz de golpearlo, pero no
podía quedarse sin hacer nada y permitir que lo mataran, aunque Hen no la quisiera.
Debería ir a despertar a la señora Norton. Si estaba tan deseosa de que Hen se casara
con Miranda, debería dejar que se preocupara por él.
Pero sabía que no iba a hacerlo. Hen se había metido en ese lío por causa de ella. Y
era ella quien debía hacer algo.
Sólo que no sabía qué podía hacer.
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Capítulo 17
Laurel estuvo a punto de chocar con Hope, cuando la chica salía del restaurante.
—Estás muy guapa hoy —dijo Laurel. Hope siempre había sido atractiva, pero
últimamente había comenzado a usar ropa muy masculina. Ese día, sin embargo,
llevaba un vestido amarillo brillante y una cinta amarilla en el pelo—. ¿Quién es el
afortunado?
—No me interesan los chicos —dijo Hope cuando se paró junto a Laurel—. Sólo
piensan en caballos y pistolas.
—Eso es cierto a veces —dijo Laurel—. Pero por lo general se ponen bastante
serios cuando encuentran a la chica indicada.
—No tengo tiempo para esperar a que se pongan serios.
—Pero tú eres demasiado joven para tener tanta prisa para casarte.
—Tengo catorce años —dijo Hope, como si eso la convirtiera en una mujer
adulta—. Muchas chicas se casan a mi edad. Corrin Anderson sólo es un año mayor y
ya tiene un bebé.
—Yo me casé cuando tenía dieciséis y tenía un bebé cuando tenía diecisiete. Y
decididamente era demasiado joven. —Demasiado joven para casarse, demasiado
joven para entender las consecuencias, demasiado joven para asumir las
responsabilidades—. La mayor parte de las chicas de tu edad están pensando en
divertirse, no en el matrimonio.
—Tengo que empezar a pensar en eso para estar preparada cuando alguien me lo
proponga. —Dieron unos cuantos pasos en silencio y luego Hope se detuvo y se
volvió hacia Laurel—. ¿Cree usted que yo sería una novia adecuada para el
comisario?
La pregunta sorprendió tanto a Laurel que le costó trabajo pensar en una
respuesta. ¿Acaso todas las mujeres solteras de Valle de los Arces tenían la esperanza
de casarse con Hen? ¿Qué había hecho Hen para hacer que Hope pensara que él
podría casarse con ella? ¿Sabría la señora Worthy en qué estaba pensando su hija?
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—Pues el comisario sí lo sabe. Quiere una esposa que sea joven, pura e inocente.
—Eso sólo prueba lo que te estoy diciendo.
—¿Por qué?
—Bueno, normalmente no diría ni una palabra de esto, no es más que un chisme.
Pero teniendo en cuenta lo que has hecho, creo que debo hablar contigo para evitar
que vuelvas a meter la pata.
—Yo no he metido la pata.
—Como bien sabes —dijo Miranda, haciendo caso omiso de la indignación de
Hope—, el comisario ha estado muy preocupado por la seguridad de la señora
Blackthorne. Incluso llegó a permitir que ella se quedara en su casa mientras estaba
ausente.
—Todo el mundo sabe eso.
—Lo que tú no sabes es que se está especulando mucho acerca de que esas
atenciones pueden ser de una naturaleza más seria.
—Pero ella no se parece en nada a lo que él dijo que quería.
—A eso voy —dijo Miranda—. Los hombres dicen una cosa, pero invariablemente
hacen otra.
—Tú eres más parecida a lo que él quiere que ella.
—No vuelvas a repetirle eso a ninguna persona —dijo Miranda con severidad—.
Es muy posible que hayas lastimado bastante los sentimientos de la señora
Blackthorne.
—Yo no he hecho nada.
—Sí lo has hecho, si a ella le gusta el señor Randolph. Ahora, te sugiero que dejes
de meterte en cosas que sólo pueden causar problemas y vayas a ver si tu madre
necesita ayuda en la cocina. Si tienes que enamorarte de alguien mayor que tú, ¿por
qué no piensas en el cocinero de tu madre? Él también es un Randolph y es más
joven que el comisario.
Con esa severa reprimenda, Miranda dio media vuelta y se marchó.
Hope se quedó allí, muriéndose de la rabia, a pesar de que tenía la sensación de
que Miranda podía tener razón. Así que tomó una decisión súbita y definitiva y se
dirigió a la oficina del comisario. Hen estaba sentado detrás de su escritorio, con los
pies encima, cuando ella entró.
—Todavía no es hora de almorzar, ¿o sí?
—¿A ti te gusta la señora Blackthorne? —preguntó Hope de manera precipitada—.
¿Estás enamorado de ella?
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A Hen se le cayeron los pies del escritorio y quedó sentado y derecho en un solo
movimiento.
—Tú sí que vas al grano, ¿no?
—Miranda, quiero decir, la señorita Trescott, dice que la gente está pensando que
estás enamorado de ella. Dicen que si no fuera así, no le prestarías tanta atención.
Hen pasó saliva. Era evidente que no había sido tan discreto como pensaba. Podía
ser demasiado tarde, pero tenía que hacer su mejor esfuerzo por acallar los rumores.
—La gente es capaz de decir cualquier cosa. Estoy tratando de conseguir que
Laurel se venga a vivir al pueblo. Me preocupa que los Blackthorne vuelvan a
intentar llevarse a Adam.
—¿Entonces no estás pensando en casarte con ella?
—No estoy pensando en casarme con nadie.
Eso era cierto, pero para sorpresa de Hen, la idea de casarse no le causó el pánico
que normalmente le causaba. Seguía sin estar interesado en casarse. No,
decididamente no se iba a casar. Pero si lo hiciera, bueno, no le molestaría tener una
esposa como Laurel.
—Algún día tendrás que casarte con alguien.
Hen se volvió a concentrar en Hope.
—Algunos hombres no sirven para casarse.
—Creía que todo el mundo quería casarse.
—Tal vez sea así, pero no todo el mundo puede casarse.
—No lo entiendo.
Hen tampoco lo entendía. Siempre había pensado que lo entendía, pero la verdad
era que no entendía nada.
Laurel escurrió la sábana y la arrojó al agua de enjuagar. Se puso furiosa al ver que
había errado el tiro y la cola de la sábana quedó sobre la tierra. Así que tuvo que
quitarle la tierra y volver a enjuagarla. Ya no necesitaba la ayuda de Adam para que
le llevara agua. Sólo tenía que poner el barreño bajo el canalón y el agua caía dentro.
El canalón podía contener más agua de la que necesitaba para su tarea de la mañana.
Lo único que Adam tenía que hacer era reunir suficiente leña para mantener el fuego.
Pasaba la mayor parte del tiempo con Jordy y con Sandy.
Laurel extrañaba a Adam y extrañaba la compañía del niño durante las mañanas.
Cuando él estaba cerca, trabajando, jugando, haciendo preguntas, siendo el centro de
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su universo, el trabajo le cundía más, parecía más fácil. Pero ya no podía mantenerlo
siempre a su lado. No, desde la llegada de Hen. Todo era distinto desde el momento
en que él llegó al cañón. El canalón era un testigo silencioso de los cambios que él
había introducido en su vida. Aunque ella no necesitaba ninguno.
«Joven, pura e inocente».
Las palabras resonaban en sus oídos como una burla. La perseguían como un
espíritu maligno. La acechaban desde cada rincón, la atacaban cuando estaba más
descuidada, la provocaban, acababan con su tranquilidad. Eran como una sentencia
de muerte. Sólo que ella no se iba a morir. Tenía que seguir viviendo.
Laurel había decidido marcharse del cañón de los Arces. Al principio trató de
decirse que iba a huir para proteger a Adam, pero no podía seguirse engañando.
Quería huir de Hen y lo mejor sería enfrentarse a la verdad. Llevaba mucho tiempo
viviendo en un sueño.
Escurrió la otra sábana y la arrojó al barreño de enjuagar. No sabía adonde iría,
pero estaba segura de una cosa. Nunca más volvería a lavar algo que no les
perteneciera a ella o a Adam.
Avery esperó en el estero, oculto tras un álamo americano bastante grande, hasta
que Jordy se marchó a hacer sus deberes y Adam comenzó a subir hacia el cañón.
—No quiero hablar contigo —le dijo Adam cuando lo vio.
—Siempre deberías querer hablar con tu abuelo.
—Tú no me agradas.
—Pero sí te agrada el comisario.
Adam se retorció.
—Él tampoco me agrada.
—Pero ayer lo vi ayudándote con tu caballo. Y tú no lo echas cuando él va a ver a
tu madre.
—Es demasiado grande. Además, es buena persona —dijo Adam, que por fin
había reunido el valor para decir lo que realmente pensaba—. Él me lleva cosas.
Ayuda a mi mamá. Hasta nos dejó dormir en su casa para que vosotros no podáis
sacarme de aquí.
—Podría sacarte de aquí ahora mismo si quisiera.
Adam retrocedió.
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—Tu madre no lo sabe. Yo mismo no lo sabía, lo averigüé hace poco. ¿Por qué
crees que no he hecho nada hasta ahora? Pero ahora lo sé y he venido a matarlo.
—¡No te creo! —gritó Adam y arrugó la cara mientras retrocedía—. Él es más
rápido que tú. El padre de Danny Elgin dice que es el mejor. Te matará.
—Por eso necesito tu ayuda —dijo Avery—. Tu padre querría que tú me ayudaras.
—No lo haré. ¡No te creo! —gritó Adam y luego dio media vuelta y salió corriendo
por el estero tan rápido como pudo.
Avery sonrió cuando vio que Adam se tropezaba, se levantaba y volvía a salir
corriendo. Le tomaría un tiempo aceptarlo, pero pronto estaría totalmente
convencido de la mentira. Entonces estaría dispuesto a hacer cualquier cosa que él le
pidiera.
Avery odiaba a todos los comisarios, en especial a los de Texas. Los representantes
de la ley habían expulsado a su familia de Tennessee. Un alguacil de Texas lo había
herido en la cadera y le había dejado una lesión que todavía le dolía cada vez que se
subía a un caballo. Un comisario texano retirado había pillado a Carlin tratando de
robar su toro más fino y lo mató. Y lo peor de todo era que su propia esposa había
huido con un comisario de Texas.
Avery sentía un odio especial hacia Hen Randolph. Hen había avergonzado a sus
hijos, había dañado la reputación de su familia y se había apropiado de la viuda de
su hijo. Laurel era la mujer de Carlin. Ella no tenía nada que hacer enamorándose de
otro hombre.
Hen también se había interpuesto entre él y su nieto. Era una afrenta muy amarga
darse cuenta de que Adam quería más a Hen que a su propia familia. Para Avery, la
lealtad familiar era lo primero, la fuente de su poder. Y Hen representaba una
amenaza para ese poder. Por eso Avery había decidido destruirlo.
Dio media vuelta y se encaminó hacia el pueblo. Cuando terminara con ese
comisario, se encargaría de Laurel. Todo era culpa de esa perra y Avery tenía la
intención de hacerle pagar por ello.
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Debía darse por vencido. No debía seguir yendo si no estaba seguro de cómo lo
iban a recibir. Nunca había hecho algo así. Un solo gesto de rechazo y desaparecía.
Para siempre.
Hen se detuvo frente al banco. La luz que salía a través de una ventana proyectaba
sobre el suelo un destello color ámbar. Entonces caminó hasta la casa en la que
brillaba la luz y llamó a la puerta. Momentos después, le abrió Bill Norton.
—¿Trabajando hasta tarde? —preguntó Hen.
—Ha habido varios depósitos a última hora de la tarde. Mineros. Encontraron un
nuevo filón de oro.
—¿Y espera que vengan muchos exploradores?
—No los suficientes para que el pueblo se beneficie.
—Pero sí los suficientes para causarme problemas a mí —dijo Hen, al tiempo que
se despedía con un gesto de la mano. Luego regresó a la calle y sus pensamientos
volvieron a girar en torno a Laurel.
¿Por qué vivía pensando en ella? Porque quería estar cerca de ella. Necesitaba
saber que se encontraba a salvo. No entendía cómo esa mujer había llegado a ser tan
importante para él. Había conocido mujeres más hermosas, pero ella era la primera
que lo atraía de esa manera. Era la única que había invadido sus sueños con tanta
frecuencia que no quedaba espacio para nada más.
Ella era la que había despertado el deseo físico que había dormido dentro de él
como una cosa inerte durante todos estos años.
Mientras se acercaba al nuevo establo de Chuck Wilson, se preguntó por los
cambios que había experimentado en su forma de ser y comportarse. Durante años
había condenado el insaciable apetito de Monty por las mujeres. No podía entender
cómo su hermano gemelo podía separar el deseo de la mujer que lo satisfacía. Para él
la conexión entre las dos cosas era crucial. Cualquier pasión, cualquier deseo físico,
moría cuando la mujer que lo había despertado resultaba ser indigna. Hen no podía
entender que dos cuerpos se unieran, a menos que también se unieran los corazones
y las mentes.
Ahora, por primera vez en su vida, las tres cosas se reunían en una sola persona:
Laurel.
Se detuvo junto al inmenso tanque de agua que el pueblo había construido detrás
del establo. Pronto estaría lleno del agua fresca del cañón. Era el primero de los que
pensaban levantar y que rodearían el pueblo. Agua para todos.
Hen sonrió para sus adentros, cuando vio la luz que salía del establo a través de
una pequeña ventana. Era la lámpara de Jesse McCafferty. Nunca la apagaba. Creía
que la lámpara mantenía a raya a los fantasmas.
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Frente a la cantina de Scott Elgin había varios caballos con la cabeza gacha y una
pata trasera levantada, aburridos por las horas de inmovilidad obligada, que
esperaban a que sus amos los llevaran a casa y los dejaran en el establo. Un hombre
salió de la cantina y se dirigió a la parte oscura del pueblo.
—Buenas noches, comisario —dijo, luego encaminó sus pasos vacilantes hacia su
casa.
—Buenas noches —dijo Hen, al tiempo que se acercaba a la siguiente cantina.
Estaba tranquila. Todos los que estaban dentro parecían concentrados en los naipes y
el whisky. En la siguiente cantina había suficiente ruido para compensar el silencio
de las otras dos. Un par de mujeres se movían por entre los clientes cantando una
canción obscena y evitando las manos de los hombres. Ocasionalmente, alguno
alcanzaba a agarrarlas, lo cual generaba una protesta juguetona por parte de la mujer
y una excitada reacción por parte del hombre.
Hen pasó de largo.
Al llegar al final del pueblo, completó su última ronda de la noche. No tenía nada
más que hacer que regresar a casa y asegurarse de que Jordy se lavara los pies y las
piernas antes de meterse entre la cama. A un chico que había pasado la mayor parte
de su vida durmiendo entre el heno o en el suelo, le costaba trabajo entender la
importancia del aseo.
Lo mismo le pasaba a Adam. Hen sonrió al pensar en los esfuerzos de Adam por
imitar a Jordy. Le había costado trabajo convencer a Laurel de que permitiera a su
hijo pasar la noche con su amigo, pero él sabía que eso era importante para Adam.
También era la primera vez en varios días que Adam estaba más amistoso con él.
Pero Hen estaba demasiado inquieto para irse a casa. No le importaba que Jordy
ensuciara las sábanas con sus pies llenos de barro. Necesitaba encontrar una
respuesta para esa presión que tenía en su pecho y sabía que la única que podía
ayudarle era Laurel.
Miró hacia el cañón. Era muy tarde. Ella seguramente estaba en la cama desde
hacía horas. Hen comenzó a regresar hacia su casa, pero sus pies no querían
moverse. Tenía que ver a Laurel.
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Leigh Greenwood Laurel
Capítulo 18
Debajo de los arboles estaba tan oscuro que parecía medianoche. La luna se veía
apenas como una línea de luz en el cielo, pero Hen pudo subir el camino gracias a
que lo conocía. Era prácticamente imposible que Laurel viera que alguien se estaba
acercando a la casa.
Vaciló al llegar al claro. No debería estar allí. Si alguien lo veía, el rumor se
esparciría por el pueblo antes de que amaneciera. Sin embargo, no podía dar marcha
atrás. Tenía que verla. Estaba en medio de una crisis personal.
—¡Laurel! —gritó, desde una distancia que le permitía mantenerse a salvo. Ya
había visto la escopeta de Laurel y no quería que ella le disparara por error—. Laurel,
soy Hen. Necesito hablar con usted.
El canal procedente del arroyo atravesaba el patio como una gigantesca serpiente
negra. Los baldes y los barreños parecían inmensos hongos que brotaran del suelo
del cañón. La sencilla casa de adobe era una masa negra agazapada contra las
paredes anaranjadas del cañón. La terrible pobreza de toda la escena hablaba de
muchos años de trabajo duro sólo para cubrir las necesidades básicas, de días en que
Laurel estaba enferma, en que Adam estaba enfermo, de días en que estaba
demasiado agotada para levantarse de la cama. Hablaba de días en que ella debía
haber deseado oír la voz de otro adulto, ver una sonrisa amistosa. Sin embargo,
ningún día podía dejar de lavar ropa.
Porque su vida y la de su hijo dependían de ello.
Debía de haber habido épocas en las que Laurel se había sentido tan vacía como se
sintió él cuando murió su madre. Se debía de haber sentido tan sola como se sintió él
cuando los abandonó su padre. Sin embargo, no se había dejado vencer. Se había
vuelto fuerte y autosuficiente.
Y ¿qué había hecho él? Se había volcado sobre sí mismo, se había negado a
permitir que el amor de los que lo rodeaban nutriera su alma, se había negado a
permitir que la sabiduría de los demás guiara sus pasos, o a dejar que cualquier
emoción tocara su corazón... hasta que algo en esta mujer lo había obligado a salir de
su caparazón. Hen se había sentido atraído por ella en contra su voluntad y
~202~
Leigh Greenwood Laurel
finalmente había llegado a convertirse en parte de su vida. Ahora tenía que averiguar
qué era lo que eso significaba.
—Laurel, ¿está usted ahí?
Tenía que haberlo oído. No podía tener un sueño tan profundo. Ninguna madre
podía. Sin embargo, no se oía ningún ruido dentro de la casa. Hen se acercó a la
puerta y golpeó, pero nada. Debía de estar pasando algo. Quizá estuviera enferma...
—Laurel, ¿está usted bien? Voy a entrar.
Casi de inmediato Hen se dio cuenta de que no había nadie en la casa. No había
señales de lucha, de manera que debía de haber salido voluntariamente. No era
probable que hubiera ido hasta el pueblo a esas horas de la noche. El único lugar
donde podía estar era el pastizal.
No entendía por qué estaría Laurel deambulando por ahí a medianoche, pero
tenía que asegurarse de que estaba bien.
Así que comenzó a subir el angosto camino que serpenteaba en medio de grandes
rocas. Nunca había estado en esta parte del cañón de noche, pero podía entender la
sensación de seguridad que experimentaba Laurel al vivir en esa estrecha fortaleza
rodeada de muros de piedra.
El pastizal parecía tranquilo y brumoso a la luz de la luna. Cerca de cuarenta
metros más allá pastaban cinco ciervos de cola blanca. Un macho enorme levantó la
cabeza cuando Hen salió de entre las sombras y se quedó vigilando, mientras que el
grupo de hembras siguió comiendo, con la garantía de que el macho las protegería.
Hen buscó a Laurel con la mirada, pero no la vio. Estaba a punto de dar media
vuelta, cuando recordó la cueva. Se mantuvo oculto entre las sombras para evitar
asustar a los ciervos y rápidamente llegó al camino que llevaba hasta el saliente de la
roca. Iba a mitad de camino cuando la vio sentada en la piedra, mirando hacia el
pastizal.
—¿Puedo acompañarla o es una meditación íntima?
Sorprendida, Laurel se volvió a mirarlo. La escasa luz de la luna permitió que Hen
viera una sonrisa por la que había esperado toda la vida.
—Me gustaría que me acompañara.
Era una invitación muy sencilla, pero Hen sintió que le llegaba hasta el fondo del
alma, hasta ese vacío que estaba fuera de su alcance.
—¿Qué la ha traído hasta aquí arriba? —preguntó Hen, mientras se sentaba al lado
de Laurel.
—No podía dormir. —Laurel se volvió hacia él, envuelta por las sombras—. ¿Se da
cuenta de que nunca me había ido a dormir sin que Adam estuviera cerca de mí?
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pero les cerró la puerta con firmeza. Lo dejaría todo para mañana. En la intimidad de
ese cañón, en medio del silencio y la soledad, nada podía perturbarlos. Esas horas
serían sólo para ella.
—¿Cuándo te diste cuenta de que me amabas? —preguntó Hen.
Laurel se acomodó contra el brazo de Hen.
—No estoy segura de querer decírtelo. No quiero que te envanezcas de lo rápido
que me conquistaste.
Hen la apartó un momento para poder mirarla a los ojos.
—Pero tú me odiabas.
—Odiaba lo que creía que eras. Creo que me enamoré cuando me dijiste que me
envolviera la cara con higos chumbos.
Hen esbozó una sonrisa.
—¿Eso es lo que significa el amor para ti?
—Es parte de ello.
—Dime qué sientes.
Laurel se dio la vuelta en medio del abrazo para poder mirarlo a los ojos.
—¿Por qué?
—Porque nunca antes había estado enamorado y quiero estar seguro de que ahora
lo estoy. No me siento extraño. No he hecho ninguna tontería, como hacía Monty. No
siento que me haya vuelto loco. Ni siquiera me siento enfermo.
—¿Qué te hace pensar que me amas?
—Una vez le pregunté a Rose cómo sabía que amaba a George. Ella me dijo que lo
supo en el momento en que ya no se pudo imaginar cómo sería vivir sin él. Eso es lo
que yo siento por ti, pero no tiene ningún sentido. He vivido veintiocho años antes
de conocerte. ¿Por qué ahora, de pronto, no puedo vivir un día más sin ti?
Laurel trató de decirse que no debía hacerse demasiadas ilusiones, pero su
corazón no quiso escucharla. Ella quería que Hen la amara. Tal vez si lo deseaba con
mucha fuerza, él llegaría a amarla.
—Porque no quieres vivir un día más sin mí.
—Es una respuesta muy sencilla. ¿Por qué no se me ocurrió?
—Porque los hombres siempre estáis esperando algo enorme, como un temblor de
tierra.
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Antes de que oyeran el ruido de varias personas que subían por el camino que
venía del pueblo, vieron el reflejo de las luces contra los muros del cañón. Momentos
después, varios hombres salieron de entre la oscuridad.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Scott Elgin—. Estaba a punto de cerrar la cantina
cuando oí la explosión.
—¿Vio a alguien cuando venía hacia aquí por el camino? —preguntó Hen.
—No.
—¿Alguien dejó un caballo en el establo en la última hora? —le preguntó Hen a
Chuck Wilson.
—Jesse, ¿alguien dejó algún caballo?
—No, nadie ha dejado ningún caballo en el establo desde esta tarde —dijo Jesse.
—Alguien arrojó una carga de dinamita contra la casa de la señora Blackthorne —
les dijo Hen—. Es posible que todavía ande por ahí. Echemos un vistazo.
—Yo me quedaré con la señora Blackthorne —ofreció Jesse—. No podemos dejarla
sola. Por ahí puede haber algo más que hombres —murmuró Jesse entre dientes.
—Por aquí no hay fantasmas —le dijo Laurel—. Llevo siete años viviendo aquí y
nunca he visto ninguno.
—No siempre son visibles. Sólo los ves cuando ellos quieren que los veas —dijo
Jesse.
—Pues bien, si aquí arriba hay algún fantasma, debe de ser muy bueno. Yo estaba
en el pastizal cuando pasó todo.
—¿Quiere decir que aquí hay más lugares donde esconderse?
—Muchísimos —dijo Laurel y sonrió, a pesar de la aprensión que sentía al
quedarse sola sin Hen—. También hay cuevas.
Jesse se estremeció.
—No se ve a nadie —dijo Hen, después de hacer una inspección.
—¿Qué ha pasado? ¿Qué ha pasado? —gritó Hope, al tiempo que salía de la
penumbra, un poco delante de Jordy. Adam corrió directamente a los brazos de su
madre; el miedo le había quitado todas las ganas de portarse como un niño grande.
Laurel apretó al chico contra su pecho y la sensación de alivio que sintió al verlo la
hizo temblar.
—Alguien arrojó una carga de dinamita dentro de nuestra casa —le dijo Laurel a
Hope.
—Ahí no hay nada —dijo Hope.
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Eso no parecía probable, pero Hen no tenía ninguna pista, ninguna idea que le
pareciera razonable, por eso pretendía mantener la mente abierta a todas las
posibilidades.
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qué hacer. —Hen podría jurar que Tyler parecía un poco decepcionado al ver que
Hen se contenía—. Y, cuando me lo digas, voy a darles tu deliciosa salsa a los perros,
te voy a amarrar a tu mula y la voy a mandar a Río Grande.
Tyler sonrió, pues aparentemente había recuperado la fe en su hermano.
—Sé que el viejo convocó a toda la familia. Hubo una reunión.
—Eso lo sé. Lo que quiero saber es cuántos de ellos respondieron.
—No tantos como el viejo esperaba. Tal vez una docena. Después pueden llegar
unos pocos más.
Tyler volvió a probar la salsa, agregó más especias, revolvió y volvió a probar.
—El viejo te odia, pero algunos de los miembros de la familia se han establecido y
trabajan en sus ranchos y prefieren seguir cuidando a sus vacas y no empezar una
guerra.
—¿Crees que Avery puede incitarlos a pelear?
—Es posible.
—Ya sé que es posible —replicó Hen—. También es posible que todos se vayan a
Canadá a criar ovejas.
Tyler sonrió.
—Quiero saber si crees que Avery será capaz de provocarlos lo suficiente como
para que ataquen el pueblo.
—Sí, pero no todos lo van a seguir.
—¿Cuántos?
—Demasiados. Al menos dos docenas.
—¿Cómo lograste averiguar tanto?
Tyler sonrió.
—No todas las mujeres de Tubac prefieren a los Blackthorne. Si quieres, puedo
volver otra vez.
—No, ya me has ayudado mucho. Gracias.
Tyler volvió la cabeza enseguida, con una expresión de incredulidad total.
—Es cierto, he dicho gracias —replicó Hen—. Pero será mejor que lo recuerdes,
porque, antes de que lo repita, el infierno tendría que volverse helado.
Sin embargo, no fue tan difícil de decir como esperaba. Ni siquiera estaba de mal
humor. De hecho, se sentía bien.
¡Demonios, estar enamorado estaba acabando con él!
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Capítulo 19
Avery agarró a Adam cuando el chico empezó a caminar por el callejón que
separaba dos casas. El muchacho trató de huir, pero Avery lo apretó con fuerza.
Adam parecía tenerle miedo.
—Veo que ahora estás viviendo con ese hombre. ¿Qué diría tu padre de eso?
—No tengo otro sitio donde vivir —le espetó Adam, mientras trataba de soltarse—
. Alguien voló nuestra casa.
—¿Por qué no te has quedado con tu madre?
—Porque no me voy a quedar con un grupo de mujeres —dijo Adam con
irritación—. Hay tres chicos en la casa del comisario. Ayer les dimos una paliza a
Danny Elgin y a Shorty Baker.
Era evidente que Adam estaba desesperado por parecer un chico rudo. Avery se
preguntó cómo podía usar eso en su beneficio.
—Pensándolo bien, tal vez sea mejor que te quedes con el comisario. Así me serás
de más ayuda.
—Yo no te voy a ayudar.
—Sí lo harás.
—Jordy dice que sólo los cobardes le disparan a la gente por la espalda.
Avery apretó el puño con el que tenía agarrado a Adam y lo miró de manera
amenazante.
—¿Me estás llamando cobarde?
—Fue Jordy el que lo dijo. —Adam y se aferró a su posición con valentía—. Mi
madre dice que el comisario es un buen hombre, como mi padre.
—¿Les has hablado de mí?
—No. No le he dicho a nadie que quieres matar al comisario. Él vendría y te
dispararía entre los ojos. Él no está asustado.
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Avery le dio una bofetada al chico con el dorso de la mano. Adam se tambaleó y se
cayó al suelo, pero siguió mirándolo de manera desafiante.
—Estás traicionando la memoria de tu padre —gruñó Avery, con tanta furia que
respiraba de manera entrecortada—. Estás dejando que ese asesino gobierne a todo el
mundo como si fuera alguien especial, mientras tu padre yace en una tumba helada.
Adam miró a Avery con rabia.
—Cada minuto que pasa sin que me ayudes, estás dejando que un asesino viva
mientras que tu padre se pudre bajo tierra.
—Yo no estoy dejando que él haga nada —protestó Adam.
—Ya te dije que el comisario mató a tu padre, pequeño estúpido. Le disparó por la
espalda desde unos arbustos para poder hacerse famoso por haber matado a un
Blackthorne.
—Eso no es cierto —dijo Adam, negándose tercamente a creerle.
—¿Por qué crees que estoy tan decidido a verlo muerto? Ese hombre mató a mi
hijo. Yo sería un cobarde si no tratara de matarlo. Y eso mismo serás tú si no me
quieres ayudar.
—No lo haré.
—Él es un asesino. ¿Por qué crees que el pueblo lo contrató? Para matar a más
Blackthorne, ésa es la razón.
—Mi madre me ha contado que a papá lo mataron unos hombres malos.
—Tiene razón. Fue asesinado por Hen Randolph.
—No te creo.
—Ella no te lo dijo porque está enamorada de ese asesino. Quiere casarse con él. Y
cuando lo haga, ya no te van a querer. El asesino de tu padre te va a echar de tu
propia casa. ¿En qué clase de cobarde te convierte eso?
—¡No es cierto! —gritó Adam; se levantó y salió corriendo hacia el estero—. ¡Estás
mintiendo! —volvió a gritar, pero la voz se le quebró—. Estás mintiendo —repitió
entre sollozos, mientras desaparecía entre los arbustos que había más allá del estero.
Hen estaba frente al banco, conversando con Bill Norton, cuando George entró al
pueblo. Al oír la sarta de groserías que Hen soltó, Bill se volvió a mirar con asombro.
—¿Qué sucede? —preguntó Norton, mientras contemplaba con atención a un
jinete muy bien vestido; luego volvió a mirar a Hen—. A mí me parece un respetable
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querían provocarlo, tal vez sólo estaban hablando tonterías, como todos los chicos,
pero habían lastimado sus sentimientos.
—Ven aquí y siéntate junto a mí. —Laurel se sentó en un banco y le dio unos
golpecitos al espacio que quedaba junto a ella.
Adam se acercó lentamente, con cierta renuencia. Cuando se sentó, Laurel le pasó
un brazo por la espalda y lo acercó a ella. El chico opuso resistencia por un momento,
pero luego la abrazó con fuerza.
—Yo siempre te voy a querer —dijo Laurel—. Siempre te querré más que a nadie
en el mundo. Y cuando seas un hombre y te vayas a vivir a tu propia casa, te
extrañaré mucho y me preocuparé por ti.
—Yo nunca me voy a ir a vivir a mi propia casa —dijo Adam—. Siempre voy a
vivir contigo.
—Y puedes estar seguro de que nunca me voy a casar con nadie que no te quiera
tanto como yo.
Adam la abrazó con más fuerza y Laurel le devolvió el apretón con un brazo,
mientras se limpiaba una lágrima con la otra mano. Desde que nació, Adam había
sido la persona más importante de su vida. Sin embargo, estaba tan obsesionada con
Hen que no había notado que su hijo estaba preocupado por algo importante. Tenía
que encontrar una manera de arreglar las diferencias entre Adam y Hen. Su felicidad
dependía de eso.
Pero ¿qué sucedería si a Hen no le gustaba Adam? No todos los hombres podían
aceptar al hijo de otro hombre, en especial al hijo de un delincuente, en especial si
pensaba que era un hijo ilegítimo. La familia de Hen se pondría furiosa. ¿Sería tan
fuerte el amor de Hen por ella como para mantenerse si su familia le daba la espalda?
Laurel sintió que se moría otro trocito de esa felicidad que había creído posible en
el pastizal. Parecía que su felicidad tenía demasiados obstáculos, que había muchos
abismos que los separaban. Pero había una cosa cierta. Iba a dejar de soñar despierta
acerca de su futuro con Hen y empezaría a pensar más en su hijo.
Cuando Hen entró, Adam tenía en la mano una de las pistolas que él guardaba en
su escritorio.
—Nunca juegues con una pistola cargada —le advirtió Hen, al tiempo que tomaba
el arma de las manos de Adam.
—Quiero que me enseñes a usarla —dijo Adam, pero no sonaba natural, como si
estuviera repitiendo algo que se había aprendido de memoria.
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—¿Por qué?
—El padre de Danny Elgin dice que tú eres el mejor. Y dice que, si quieres
aprender algo bien, hay que aprender con el mejor.
A Hen no le gustó que Adam no lo mirara a los ojos. El chico seguía molesto con
él.
—¿Sabe tu madre que quieres que te enseñe a disparar?
—No.
—¿Y crees que yo voy a hacer algo que sé que a tu madre no le va a gustar?
Adam adoptó una expresión de terquedad.
—Un hombre debe saber usar un arma.
—Tú aún eres muy joven.
Adam se enderezó todo lo que pudo.
—Voy a cumplir siete años. Danny Elgin sólo tiene siete y ya tiene su propio rifle.
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Hen estaba solo cuando Laurel irrumpió en su oficina. Lo había estado buscando
pero él había salido a dar uno de sus misteriosos paseos. La espera sólo había hecho
que su rabia aumentara. Estaba furiosa con Hen por enseñar a Adam a usar un arma.
También estaba asustada. Adam estaba cada vez más retraído. Al principio, el asunto
sólo parecía afectar a sus relaciones con Hen. Pero durante estos últimos días,
también había comenzado a tratarla a ella con rabia. Así fue como se enteró de que
había estado aprendiendo a disparar y de que Hen había sido su maestro.
—¡Ya sé cómo usar un arma! —le gritó cuando ella lo castigó por quedarse
demasiado tiempo en la calle sin permiso—. El comisario me ha enseñado. Ahora
puedo cuidarme solo.
Laurel sentía que entre Adam y ella se alzaba una pared de miedo y rabia, y eso le
rompía el corazón. Siempre había tenido miedo de perder a Hen. Pero también se
moriría si perdía a Adam.
—¿Qué es lo que pretendes enseñándole a Adam a usar un arma a mis espaldas?
—le preguntó tan pronto puso un pie en la oficina.
Hen se quedó mirándola por un momento, asombrado. Luego se puso de pie y
apartó una silla que estaba recostada contra la pared para que ella pudiera sentarse.
—Te juro que estás preciosa con ese vestido.
—No me quiero sentar —dijo Laurel e hizo un gesto con la mano para rechazar el
ofrecimiento de la silla y la curiosidad que le despertaba la manera en que él la estaba
mirando—. Quiero que me digas qué estabas haciendo...
—Nunca creí que el marrón te sentara bien. Me gusta mucho más el rojo. Hace que
tus ojos se vean más oscuros y tu piel más blanca.
—No he venido aquí a hablar de mi piel ni de mi ropa. Exijo saber...
—Nunca pensé que la señora Worthy tuviera vestidos como ése.
—Miranda me prestó este vestido, pero...
—Eso lo explica —dijo Hen—. No creo que se pueda encontrar ropa así en Valle
de los Arces.
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—A mí tampoco, pero son necesarias. —Hen trató de besarla en los labios, pero
ella volvió la cara. Entonces se contentó con besarla en la mejilla y mordisquearle la
oreja.
—¿Sabes? Antes me preguntaba cómo era posible que Monty pasara tanto tiempo
besando a Iris. Nunca pude entender cuál era el atractivo. Supongo que tiene que ver
con la persona a la que besas.
Era imposible seguir furiosa cuando los besos de Hen la hacían olvidar todo lo que
la rodeaba. Pero era todavía más difícil recordar que no se podía casar con ese
hombre hasta que averiguara qué estaba sucediendo entre él y Adam.
—No lo lamentas lo más mínimo, ¿verdad? —preguntó Laurel, mientras se
recostaba contra él a pesar de sus esfuerzos por apartarse.
—Lamento haber esperado tanto tiempo para averiguar lo mucho que me gusta
besarte.
—Tú siempre vas a hacer exactamente lo que deseas hacer, independientemente
de lo que digan los demás.
Hen no la estaba escuchando, pero no importaba. Estar cerca de él había hecho
que su cabeza se derritiera. El hecho de sentir sus senos contra su pecho la encendía.
La sensación de las manos de Hen sobre sus brazos y los labios de él sobre su cuello...
Laurel sólo podía pensar en lo que quería hacer, no en lo que debía hacer. Pero, antes
de que pudiera ceder al deseo de arrojarse a los brazos de Hen y olvidarse de las
consecuencias, el ruido de una persona que se aclaraba la garganta detrás de ellos
hizo que se apartaran.
—No creo que le interese mucho, comisario —anunció la señora Worthy—, pero
sus hermanos solicitan que usted los acompañe a cenar esta noche.
—¡Al diablo con mis hermanos! —exclamó Hen, mucho menos incómodo que
Laurel—. Yo no les pedí que vinieran. Así que pueden cenar solos.
—Claro que irás —dijo Laurel, mientras luchaba por recuperar la compostura y no
mirar a Grace Worthy con ojos culpables.
—Y tú estás invitada a cenar con los Norton —le dijo Grace a Laurel—. ¿Quieres
que te ayude a elegir la ropa que te vas a poner?
Laurel sabía que no había nada que elegir. También sabía que Grace no tenía la
intención de salir de la oficina hasta que Laurel se marchara con ella.
—Todavía estoy furiosa contigo —le dijo Laurel a Hen, mientras se preparaba
para partir—. La próxima vez consúltame antes de decidir qué es lo mejor para mi
hijo.
—¿A eso le llamas furia? —le dijo Grace a Laurel al salir de la oficina del
comisario—. ¡Que Dios te ayude si alguna vez decides hacer las paces con él, mujer!
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—¡Basta! ¡Quietos! Ahora quiero saber qué es lo que sucede aquí; si no, os meteré a
los dos en la cárcel hasta que tengáis ganas de hablar.
—Díselo si tienes agallas —lo provocó Jordy.
—¿Decirme qué? —le preguntó Hen a Adam, pero el chiquillo ni siquiera lo miró.
—Dile que has estado viéndote con ese maldito bizco pedazo de escoria de Avery
Blackthorne. Dile que te he visto dos veces con él.
Hen miró a Adam. El chico permaneció con la mirada clavada en el suelo.
—¿Es eso cierto, Adam?
—Claro que es cierto. Pregúntaselo a Tommy Worthy si no me crees. Él también
los vio.
—¿Por qué estabas con ese hombre, Adam? ¿Acaso no te das cuenta de que él es
una de las personas que te quieren alejar de tu madre?
—Él es mi abuelo y me quiere —gritó Adam.
—Es posible que te quiera, pero no está interesado en lo que más te conviene si
está tratando de separarte de tu madre.
—Él no se quiere deshacer de mí —le replicó Adam a Hen—. Quiere que me vaya
a vivir con él.
—Nadie se quiere deshacer de ti. Jordy y yo somos tus amigos.
—Puedes sacarme de esa lista —dijo Jordy mirando a Adam con furia—. Yo no
quiero ser amigo de nadie que anda con alguien que está tratando de matarte, Hen.
Yo tendría que volver a dormir en el establo si te matan. Y me podría quemar.
—Yo todavía soy tu amigo —le dijo Hen a Adam—. Supongo que no puedo culpar
a un chico por querer conocer a su abuelo.
—Yo sí —afirmó Jordy—. Yo no quiero tener nada que ver con una escoria y un
estafador de poca monta como Avery Blackthorne.
—¡Él no es ninguna escoria! —Adam estaba a punto de llorar, pero Hen sabía que
prefería dejarse cortar en pedacitos antes que llorar delante de Jordy—. ¡Él me quiere
enseñar a ser un hombre como mi papá!
—¿Y para qué quieres ser como ese delincuente? —preguntó Jordy.
Adam casi se rasga la ropa tratando de alcanzar a Jordy.
—¡Él no era un delincuente! Mi madre me dijo que era un hombre bueno. ¡Y tú lo
matate! —gritó Adam y se volvió hacia Hen—. Tú le disparaste por la espalda y lo
mataste.
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—¿Quién te ha dicho eso? —preguntó Hen, que estaba atónito después de oír la
acusación.
—¡Asesino! ¡Asesino!
—Déjame enseñarle —dijo Jordy—. Yo le voy a enseñar qué pasa por decir que tú
eres un asesino.
—No, déjale hablar.
Pero en ese momento Hope entró por la puerta trasera con la bandeja del
almuerzo.
—¡Te odio! —gritó Adam—. ¡Te odio! —Luego salió corriendo, pasó al lado de
Hope, que no entendía nada, y se escapó por la puerta de atrás.
—Lo atraparé y lo traeré de regreso —prometió Jordy.
Pero Hen lo agarró de los hombros.
—Deja que se vaya. Está demasiado alterado para escuchar nada de lo que yo
tengo que decirle. Avery ha debido de decirle que yo maté a su padre.
—Pero todo el mundo sabe que eso no es cierto —dijo Jordy.
—Todos menos Adam.
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Capítulo 20
El disparo resonó en los oídos de Hen como el anuncio del Juicio Final.
¡Alguien estaba tratando de armar un tiroteo en el pueblo! Hen se preguntó si toda
la gente de Arizona hacía lo mismo cuando estaba molesta o aburrida. Él no había
aceptado ese empleo para pasarse el tiempo desarmando a un puñado de borrachos
insatisfechos. Ya había echado la silla hacia atrás y había sacado el rifle de la vitrina,
cuando Jordy entró corriendo a la oficina.
—Allison Blackthorne está en la cantina de Elgin —dijo y los ojos le brillaban de le
excitación—. Dice que te va a matar por lo que le hiciste a su padre. ¿Vas a tener un
duelo en la calle?
—No si puedo evitarlo, tú quédate aquí hasta que vuelva.
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Los bandidos tenían más o menos su misma edad. Eran apenas unos muchachos.
Sabía que, en las mismas circunstancias, volvería a hacer lo que hizo; pero esa
escena todavía lo perseguía. Todos los enfrentamientos a tiros que había tenido
después no habían podido hacer que el recuerdo fuera menos doloroso, que la
imagen fuese menos vivida. Ese día lo cambió para siempre. Destruyó su inocencia,
le negó la paz de espíritu y lo obligó a asumir un papel que todavía le parecía ajeno a
su naturaleza.
Ahora estaba frente a otro chiquillo.
—¿Por qué no te vas a casa y duermes un poco? —dijo Hen. Trató de hacer que su
voz sonara impersonal, libre de cualquier rasgo de preocupación o compasión. Éste
debía de ser el primer enfrentamiento de Allison. De otra manera, no habría tenido
que emborracharse.
—Puedo sostener mi vaso —insistió Allison. Luego trató de desenfundar
rápidamente, pero la pistola se enredó en uno de los espacios para guardar cartuchos
del cinturón. La soltó y comenzó a moverla de un lado a otro de la cantina. Los
hombres que habían comenzado a ponerse de pie cuando Hen entró, volvieron a
meterse debajo de las mesas o se tiraron al suelo.
—Tal vez, pero eso no va a mejorar tu puntería.
Hen estaba buscando una manera de convencer a Allison de que guardara la
pistola y se fuera a casa, pero no podía evitar la pelea si el otro se empeñaba, de
modo que no sabía qué hacer.
—Lo voy a matar —dijo Allison otra vez.
—Claro, cuando puedas decidir a cuál de todos los hombres que estás viendo le
vas disparar primero. Así que, ¿por qué no guardas esa pistola y regresas a donde
perteneces?
Allison disparó al techo.
—Lo voy a matar —dijo por tercera vez.
Hen no creía que Allison fuese un asesino. Al menos, aún no. Parecía asustado, no
excitado. Quería probar algo ante él mismo y ante el resto de su familia. Pensó que, si
podía detenerlo ahora, tal vez no se convirtiera en un asesino. Si no lograba hacerlo,
sería demasiado tarde. Para los dos. Hen no quería tener la muerte de ese chico en su
conciencia. Pensó que quizá George pudiera convencer al muchacho de que
desistiera de su absurda provocación. Durante la guerra, su hermano había sido el
jefe de docenas de jóvenes como Allison. Él sí sabría qué hacer, qué decir.
—Yo no tengo ninguna diferencia contigo —dijo Hen—. ¿Por qué no regresas a
casa, duermes la borrachera y te das un tiempo para pensarlo bien?
—Voy a matarlo por lo que usted le hizo a mi padre.
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Al oír más disparos, Laurel sintió que no podía respirar y el corazón le palpitaba
en el pecho de manera errática y dolorosa.
—¡Ahí está el comisario! —exclamó Adam cuando vio que Hen salía a la calle—.
¿Dónde está el otro hombre?
Por un instante, Laurel abrigó la esperanza de que Hen hubiese matado al
pistolero, pero esa esperanza murió en cuanto vio a un hombre que seguía a Hen
hasta la calle. No conocía su nombre, pero al ver sus rasgos se dio cuenta de que se
trataba de otro Blackthorne que había venido a buscar a Hen. Y todo por culpa de
ella.
—Desenfunde, maldición —gritó Allison, al tiempo que salía apresuradamente de
la cantina, detrás de Hen—. ¡Lo voy a matar! ¡Desenfunde! —gritó, demasiado
furioso al ver que Hen no tomaba en serio su amenaza como para darse cuenta de
que acababa de perder la oportunidad de escaparse con el orgullo intacto.
—Vete a casa —gritó Hen por encima del hombro.
Otra bala pasó zumbando a su lado, pero el comisario siguió caminando.
—Usted es un cobarde —gritó Allison—. Tiene miedo de enfrentarse a mí como
un hombre.
Hen se dirigía al otro extremo del pueblo. Una bala más pasó zumbando cerca de
él, pero no se detuvo.
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—No te metas en esto, George. Él vino aquí a matarme. Me propongo hacer que
entienda de qué va todo esto.
—Creo que ya lo ha entendido.
—Todavía no, aún no lo ha entendido. Creo que voy a perforarte las orejas —lo
amenazó Hen.
Allison se puso blanco como un papel. Las orejas perforadas lo marcarían para
siempre como un cobarde.
Hen se detuvo más o menos a un metro y medio de Allison.
—Ahora quédate muy quieto —dijo y levantó la pistola.
—Sólo es un chico —dijo George.
La pistola siguió apuntando.
Laurel sintió que el aire se le quedaba atrapado en los pulmones. Vio que el arma
se levantaba y esperó el sonido del tiro que terminaría con la vida del joven. Sintió
náuseas y tuvo que recostarse contra el marco de la ventana para no caerse.
—¿Crees que le va a disparar? —preguntó Adam.
—No lo sé —contestó Laurel con voz ronca y quebrada.
«Por favor, no», imploró Laurel en silencio. «No era mi intención decir eso. No lo
mates. Nunca podré volver a mirarte sin ver el rostro de ese chico».
Laurel no podía entender cómo habían cambiado sus sentimientos de una forma
tan radical. Pero así era. Si Hen mataba a ese joven, su amor por él moriría.
—¿Lo estás pasando bien chico? ¿Esto es lo que ibas a hacerme a mí? Pero no es
tan divertido saber que te puedes morir, ¿verdad?
Hen bajó el arma, avanzó un poco más y levantó a Allison hasta ponerlo de pie.
—Podrás decidir si quieres ser un pistolero mientras estás en la cárcel.
Hen alcanzó a oír que George soltaba el aire que había estado conteniendo durante
todo este rato y se preguntó si su hermano habría pensado que él sería capaz de
dispararle al chico. Probablemente. No le había dado razones para pensar otra cosa.
—Será mejor que pidas que venga el médico —dijo George—. Tienen que
atenderle ese brazo.
—Tendrá que esperar a que el doctor examine primero la mejilla de Tyler —dijo
Hen y empujó a Allison.
Laurel se dejó caer contra la ventana, pues se sentía demasiado débil para
sostenerse de pie.
—¿Qué va a hacer ahora? —preguntó Adam.
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—Lo va a llevar a la cárcel —contestó Laurel y cerró los ojos para rezar una
oración de agradecimiento. Ahora amaba a Hen Randolph con más desesperación
que nunca.
Pero antes de que Hen llegara a la cárcel, el doctor Everson y Tyler pasaron
corriendo hacia el restaurante.
—¿Por qué no le has dicho que te examinara la cara? —dijo Hen cuando el médico
entró y Tyler se quedó atrás.
—El doctor ha venido a ver a Hope. Una de las balas le ha dado.
Hen sintió que algo se desmoronaba dentro de él. Sólo en ese momento identificó
el llanto que provenía de los confusos sonidos que salían del restaurante. Sin darse
cuenta de que llevaba a Allison con él, Hen empujó la puerta y entró. Hope yacía en
el suelo, al lado de la ventana, y en la parte delantera de su vestido se observaba un
agujero lleno de sangre. Sin fijarse en los pedazos de vidrio roto que había regados
por todo el suelo, Grace Worthy sollozaba de rodillas, en un vano esfuerzo por salvar
a su hija. Su marido trataba de levantarla para que el doctor pudiera examinar a
Hope.
Con una sola mirada, Hen se dio cuenta de que no había nada que hacer. Hope
estaría muerta por la mañana.
Nunca había visto morir a una mujer joven, a una mujer que él conociera y amara.
La impresión fue devastadora. Esperaba sentir furia, una rabia incontrolable, pero en
lugar de eso sintió que se secaba por dentro y sólo quedaban cenizas.
—¿Cómo sucedió? —logró preguntar.
—Ella quería mirar —respondió su padre—. Pensamos que estaría segura si se
quedaba dentro.
Grace volvió la cara llorosa y se enfrentó a Hen.
—Es culpa suya, comisario. ¿Por qué no lo mató?
—Es sólo un chico. Yo no podía disparar...
Un grito interrumpió la frase de Hen. Al reconocer a Allison, Grace Worthy lo
atacó con toda la furia de una madre a la que acaban de asesinar brutalmente a su
hija. Se abalanzó sobre el muchacho con las manos convertidas en garras. Lo golpeó
en el cuerpo con los puños cargados por el peso del dolor. Fue necesario que George
y su marido la contuvieran entre los dos.
—¡Mátelo! —gritaba entre sollozos—. ¡Mátelo! ¿Por qué debe vivir cuando ha
matado a mi hija?
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Aturdido, Hen sacó a Allison del restaurante y lo fue empujando por la calle a
trompicones hasta que atravesaron la puerta de la oficina del comisario. Buscó las
llaves en el escritorio a tientas, abrió la puerta de la celda y lo lanzó adentro.
Allison se dejó caer en el camastro.
—¿Se va a morir? —preguntó.
Su voz era la de un chiquillo asustado, no la de un pistolero, pero la pregunta hizo
que Hen explotara con la fuerza de la pólvora. No podía sentir ni una pizca de
simpatía por Allison. Dio media vuelta con la cara contraída por la ira que brotaba
desde todos los rincones de su alma.
—¿Acaso te importa? ¿Acaso tiene alguna importancia para los Blackthorne a
quién golpean o matan? ¿A una mujer que lucha por sacar adelante a su hijo, o a una
jovencita que apenas tenía edad para tener su primer novio? ¿O preferís matar a un
hombre que tenga una familia que mantener? ¿Por qué no me mataste? —dijo y
enterró un dedo en la pequeña insignia de hojalata que llevaba pegada a la camisa.
Entonces Hen abrió la puerta de un golpe y entró en la celda como una tromba.
—Yo llevo una insignia —le gritó a Allison que estaba cada vez más acobardado—
. Los comisarios son vuestros blancos preferidos, ¿no es cierto? Cada uno de los
Blackthorne tiene que matar uno.
Allison se encogió en el rincón.
—¿Qué es lo que os enseñan en esa maldita familia tuya? ¿Cuándo os dicen que
está bien que toméis todo lo que queráis? ¿Cuándo empezáis a creer que podéis
golpear o asesinar a quien se interponga en vuestro camino?
Hen agarró a Allison de la parte delantera de la camisa y lo levantó del camastro.
Con un solo brazo, lo estrelló contra los barrotes de hierro de la celda.
—¿Quién os ha dicho que todo este maldito territorio pertenece a los Blackthorne,
y que podéis matar y robar cuanto os venga en gana?
Hen volvió a estrellar el cuerpo de Allison contra los barrotes.
—Pero esto se va a acabar, así tenga que matar a cada uno de los miembros de tu
maldito clan con mis propias manos.
—Hen.
Hen apenas oyó la voz de su hermano.
—Acabáis de aterrorizar a la última mujer. Acabáis de hacer vuestro último tiroteo
en un pueblo. Acabas de matar a tu última víctima inocente.
Hen estrelló al chico contra la pared con tanta fuerza que el muchacho casi se
desmaya.
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—No hay nada que pueda hacer por ella. Hagan todo lo posible para que esté
cómoda.
La mirada de la señora Worthy se clavó en Hen y lanzó un grito de agonía.
—¡Usted la mató! —gritó, al tiempo que se zafaba de los brazos de su marido y
avanzaba tambaleándose hacia él—. Es como si usted mismo hubiese apuntado el
arma y hubiese apretado el gatillo. Si no la hubiese alentado a revolotear a su
alrededor, si no la hubiese entusiasmado con toda su charla sobre pistoleros, ella
habría estado en la cocina, adonde pertenece, y no mirando por la ventana.
El rostro enrojecido de Grace brillaba debido a que estaba empapado en lágrimas.
Algunos mechones de pelo se habían soltado del moño y le caían sobre la parte
derecha de la cara.
—Lárguese. No quiero volver a verlo nunca. Usted es un asesino. Usted envenena
todo lo que lo rodea —dijo y se quedó mirándolo, con los ojos abiertos por la
impotencia y la rabia, y llenos de lágrimas por la desesperación—. Espero que Laurel
no se case con usted. Porque también le arruinará la vida a ella.
Horace Worthy trató de contener el torrente de palabras de odio de su esposa.
Antes de que ella pudiera soltarse, Miranda y Ruth Norton entraron al restaurante.
Miranda se ofreció a supervisar el traslado de Hope hasta su cama y Ruth Norton
trató de ayudar a Horace a acallar el ataque de histeria de Grace.
George aprovechó la oportunidad para sacar de allí a Hen.
Laurel venía corriendo por la calle y vio a la gente que curioseaba a través de la
ventana rota del restaurante.
—¿Qué sucede?
—Hope recibió uno de los tiros.
—¿Cómo está?
Hen no pudo responder.
—¡Ay, por Dios! —dijo Laurel.
—Mira a ver si puedes hacer algo —dijo Hen—. La señora Worthy está histérica.
Laurel vaciló y luego se apresuró a entrar.
Tyler permanecía frente al restaurante. La sangre de su mejilla ya se había secado.
—¿Estás bien? —preguntó Hen.
—Sólo es un rasguño —contestó Tyler con expresión impasible.
—Podría haber sido más.
—Pero no lo fue.
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Capítulo 21
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—No creo que sea buena idea que entre —le dijo Horace a Hen—. Grace está
comenzando a recuperar el control. Si lo ve, puede volver a ponerse histérica.
—Sólo quería ver a Hope.
—El doctor Everson dijo que nadie debía verla.
—Entonces no... ¿Todavía está resistiendo?
Parecía como si Horace Worthy hubiese envejecido veinte años en las últimas
horas.
—El doctor dice que no pasará de esta noche. —Esa afirmación era demasiado
dolorosa y tuvo que desviar la mirada—. Será mejor que se vaya a casa. Parece que
va a llover. Un aguacero torrencial, por lo que se ve. Se va a empapar.
Hen se preguntó por qué le preocupaba a Horace Worthy, en ese momento
precisamente, si él se mojaba o no.
—¿Laurel está aquí?
—Está con Hope. No se ha despegado de su lado desde que la trajeron a casa.
—¿Y Tommy?
—Miranda se lo llevó. Y ahora será mejor que yo también regrese al lado de Hope.
Mientras daba media vuelta, unas pocas gotas de lluvia cayeron sobre la calle
polvorienta. Pero Hen no se dirigió a la cárcel ni a su casa. Tampoco al hotel. Allí no
había nada para él.
En ninguna parte había nada para él.
—No sé dónde está —le dijo George a Laurel—. Ni siquiera Jordy pudo
encontrarlo. Y me parece que ese chico es capaz de encontrar cualquier cosa que
camine o se arrastre.
Laurel sonrió, pero sin mucho entusiasmo. Se quedó con Hope hasta que la señora
Worthty estuvo lo suficientemente tranquila como para acompañar a su esposo al pie
de la cama de su hija. Después de eso, sintió que su presencia era innecesaria. Peor
aún, no podía dejar de pensar que, en cierta forma, los Worthy creían que eso era
culpa suya. Si no hubiera sido por Adam y por ella, Allison Blackthorne jamás se
habría presentado en el pueblo buscando camorra.
No había duda de que Grace creía que Hen era el responsable. Laurel lo podía ver
en sus ojos. No había en ellos ningún rastro de afecto o amistad. No había nada más
que la terrible certeza de que su adorada hija se iba a morir.
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Allison ni siquiera sabía que existía. Cuando se mata una vez, algo se muere dentro
de uno. Es imposible volver a ser como uno era antes. Hen lo sabía. Lo había
intentado. Había visto a otros que lo intentaban. Su única preocupación fue evitar
que Allison cruzara esa línea. Pero al permitir que la emoción nublara su criterio, se
olvidó de él mismo, de George, de Tyler, de todo el mundo. Y eso casi le cuesta la
vida a Tyler.
Y le había costado la vida a Hope.
Había ido allí para escapar del momento en que le dijeran que Hope había muerto,
pero también quería escapar de sí mismo. En catorce años, ninguna de las personas
que había protegido habían sufrido ningún daño. Pero hoy había fallado dos veces.
Hen trató de hacer a un lado todos los pensamientos acerca de Hope, pero era
como si su cabeza estuviera llena de demonios que se deleitaban torturándolo con
recuerdos de la muchacha tal como solía ser y como estaba la última vez que la vio:
tirada en el suelo, pálida como un papel, con un agujero lleno de sangre en el pecho.
Los recuerdos de Grace Worthy gritándole, de la apariencia moribunda y envejecida
de Horace Worthy, también se levantaban para torturarlo.
Hen se puso de pie y salió de la cueva protectora que formaba el saliente de la
roca. El golpe de la lluvia fría sobre la cara le hizo detenerse. Deseaba con
desesperación salir corriendo, esconderse hasta que pasara el dolor, permanecer
escondido hasta que pudiera volver a fortalecer su alma. Pero sabía que eso era
inútil. No estaba huyendo de Valle de los Arces ni de ninguna persona del pueblo.
Estaba tratando de huir de sí mismo.
Y de ese lugar no había manera de escapar.
Era débil. Igual que su madre. Siempre lo había sabido. Había tratado de negarlo,
pero debía haber sabido que no era posible esconderse de algo como eso para
siempre. La mayor ironía consistía en que había pensado que era suficientemente
fuerte para amar a Laurel, para cuidar de Adam y de ella.
Como por arte de magia, Laurel apareció como una visión al otro extremo del
pastizal. Caminaba hacia él, casi escondida por la espesa cortina de agua que
formaba la lluvia. Hen renegó de su imaginación por jugarle esa mala pasada. Cerró
los ojos, pero cuando los abrió la visión todavía estaba ahí.
Derrotado, demasiado agotado emocionalmente para bloquear esa visión tan
cruelmente provocadora, Hen se entregó al deseo de que la visión pudiera ser real, al
deseo de que Laurel realmente estuviera caminando hacia él. Entre los escombros de
su alma, su amor por ella era la única constante, la única cosa que tenía sentido.
Era algo a lo cual se podía aferrar, que lo podía redimir.
Hen se quedó mirando la visión, mientras ésta se movía en la oscuridad. Laurel
era tan hermosa. No sólo su cuerpo era hermoso, también su alma. Era la clase de
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mujer que puede hacer que un hombre quiera ser mejor, que puede impulsarlo a
hacer cosas que nunca pensó que fueran posibles. Laurel podía hacerle creer que era
digno de una redención.
Ella era la clase de mujer que él quería por esposa.
Sin embargo, desde el momento mismo en que supo que quería casarse con
Laurel, también supo que era lo único que no podía hacer. La debilidad siempre
estaría allí. Por fuera las cosas parecían estar bien, tal como sucedía con su madre.
Pero un día, cuando todo dependiera de él, Hen fallaría de la misma manera en que
sus padres les habían fallado a él y a sus hermanos.
Hen no podía hacerle eso a Laurel. Ella era fuerte. Ella era capaz de enfrentarse a
la vida sola. Pero, si comenzaba a depender de él, podría sumirse en una situación de
fragilidad que sería imposible de superar. No. Si Hen la amaba tanto como pensaba
que la amaba, no iba a imponerle esa carga.
El dolor de saber que debía apartarse de la única cosa que realmente quería casi
era más de lo que podía soportar. Cerró los ojos, dio media vuelta y comenzó a
golpearse la frente con los puños para desplazar esa visión que lo torturaba más allá
de lo que podía resistir. Dio unos pasos hacia delante, tambaleándose y dejando que
la fuerza de la lluvia aporreara su cuerpo. Debía enfrentarse a la realidad. Debía
decidir qué hacer y las visiones de Laurel no tenían nada que ver en esa decisión.
Pero, cuando volvió a abrir los ojos, se dio cuenta de que la visión no era ninguna
visión. Laurel era real y avanzaba hacia él.
Laurel vio a Hen parado bajo la lluvia, golpeándose la frente, y se volvió a
preguntar si había sido buena idea ir a buscarlo. Era posible que él pensara que ella
no tenía nada que hacer allí. Laurel abrazó el impermeable contra su pecho y siguió
avanzando con dificultad, pero la lluvia cada vez más fuerte no logró disminuir su
paso ni quebrantar su determinación.
No sabía qué iba a decir. No tenía idea de lo que iba a hacer. No sabía a qué clase
de demonios se estaba enfrentando Hen, pero no quería que les hiciera frente solo.
No sabía por qué pensaba que podía ayudarlo, cuando sus propios hermanos
obviamente no habían podido, pero nunca dejó de avanzar hacia él.
El hombre que amaba estaba sufriendo y ella iba a hacer lo que fuera necesario
para ayudarlo.
Ahora Hen la estaba observando fijamente. Laurel sintió que las dudas la
asaltaban de nuevo, pero siguió adelante.
Hen no dijo nada. Sólo observaba. Tenía la ropa pegada al cuerpo. Laurel nunca se
había dado cuenta de que era tan delgado. Entonces recordó a Hope diciendo que
Hen comía muy poco. Debería comer más. No era bueno que un hombre fuese tan
delgado, en especial un hombre que le exigía tanto a su cuerpo.
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Hen siguió mirándola, pero ella apenas podía distinguir sus rasgos con claridad.
Sin embargo, el agua que tenía sobre la cara reflejaba la luz y hacía posible que viera
su expresión. Su cara reflejaba indiferencia, pero los ojos le ardían como fuego azul.
Laurel sintió que una llama se levantaba en su interior como respuesta a ese fuego.
Las cadenas se habían roto. La gruesa coraza de cuero en que Hen tenía encerrada su
alma se había abierto y lo había dejado expuesto y vulnerable. Si quería conocer al
hombre al que amaba, conocerlo de verdad, tenía la oportunidad perfecta.
—Te he traído ropa seca —dijo Laurel y le extendió el impermeable doblado.
—¿Por qué has venido?
Laurel sabía que él no quería saber nada sobre ropa y tampoco se refería a su
seguridad. Su pregunta iba mucho más allá del consuelo físico. Era una pregunta que
llegaba al centro mismo de su alma.
—Porque te amo.
Eso era todo. No había nada más. Sin embargo, las palabras dejaban muchas cosas
sin decir. Era imposible que entendiera ese profundo dolor que sentía en su interior y
nunca desaparecería. Era imposible explicar por qué precisamente él se había ganado
su corazón cuando tantos habían fracasado antes en el mismo intento. Laurel misma
no lo entendía. Sólo sabía que no podía vivir sin él. Hen era esa parte de sí misma
que ella nunca había encontrado, la parte que no sabía que le faltaba.
Laurel le entregó el impermeable. Hen lo tomó, sin dejar de mirarla a la cara.
—¿Por qué has venido?
—¿Acaso no sabías que lo haría?
—No.
Laurel vio que Hen realmente no lo sabía. Y no porque dudara del amor que
sentía por él, sino porque no creía que él fuera digno de amar.
—Yo soy un pistolero, un asesino.
—Has usado las armas, pero no eres un asesino.
Los dos se quedaron en medio de la lluvia, mirándose a los ojos. A Hen le escurría
el agua por la cara como si alguien le hubiese vaciado un cubo sobre la cabeza.
—¿Dónde está tu sombrero?
Hen encogió se encogió de hombros.
Laurel le puso una mano en la mejilla.
—Estás frío.
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Pero cuando se trataba de Laurel todo cambiaba. Esta noche no, nunca. Mientras le
daba la espalda al pueblo y a la gente que lo habitaba, se había retirado a un lugar
que le pertenecía a ella, un lugar donde él la recordaba todo el tiempo. Por primera
vez en su vida no quería estar solo.
Hen la vio con la cara empapada y ese cabello renegrido pegado a la cabeza y los
hombros. Nunca le había parecido tan hermosa. El brillo del agua le daba una cierta
luminosidad a su piel blanca. Chispas de luz centelleaban en sus ojos casi negros.
Laurel parecía un ángel que hubiese venido a alejarlo del borde del abismo.
—¿Acaso crees que hay algo mejor en mí, que puedo escapar de las garras de los
demonios que llevo dentro?
—Sé que puedes hacerlo. Esta noche lo has hecho.
Hen estiró la mano y Laurel le dio la suya.
—¿Por qué has venido?
—Porque no quería que esta noche estuvieras solo.
La necesidad de Hen de abrazar a Laurel, de compartir lo que sentía, lo inundó
como un torrente que baja por el cañón de una montaña. Su vida parecía de pronto
un desierto. Desde el primer día sintió que Laurel era una persona que podía tocar
esa parte de él que siempre parecía estar fuera del alcance de todo el mundo. Hen
sentía deseos de protegerla, pero también lo empujaba un motivo más egoísta.
Quería que ella lo salvara.
La abrazó. La presión de los senos de ella contra su pecho, la sensación de tenerla
entre sus brazos era como un bálsamo para su alma torturada. La presión que sentía
en su interior, la sensación de que estaba a punto de estallar fue cediendo poco a
poco. Laurel era su punto de contacto. Mientras pudiera verla, tocarla, estaría bien.
Se inclinó sobre ella para protegerla del ataque inclemente de la lluvia. Luego se
preguntó por qué había tardado tanto tiempo en darse cuenta de que no era lo
suficientemente fuerte para hacerlo todo solo. También se preguntó por qué había
tardado tanto tiempo en darse cuenta de que deseaba a esa mujer y de que ese deseo
era distinto de los demás. Era algo físico, visceral, una necesidad que estaba
enterrada en el fondo de su ser, pero que nunca antes había querido reconocer.
Porque la consideraba una debilidad.
Mientras no necesitara nada ni a nadie, podría permanecer libre.
Pero Laurel había destruido esa libertad.
No, en realidad había destruido la jaula que él había construido para protegerse, la
jaula en la que habría permanecido siempre como un prisionero. Ella lo había
obligado a sentir, a desear, a necesitar.
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No sabía si estaba temblando a causa del frío o del temor. Nunca había sido tan
vulnerable, nunca se había sentido tan desamparado. Abrazó con fuerza a Laurel y le
dijo:
—Te necesito.
Las palabras estallaron en su cerebro como una llamarada blanca. Siempre se
había negado a depender de otra persona, incluso de su gemelo. Él se cuidaba solo.
Así quería que fueran las cosas.
Pero si esa noche se alejaba de ella, si combatía el dolor y la impresión que le
causaba la muerte de Hope hasta dejar de sentirlas, quizá nunca más pudiera volver
a sentir nada.
—Yo también te necesito —dijo Laurel.
Hen la acercó a él.
—Abrázame —susurró con voz ronca.
Laurel deslizó los brazos alrededor de la cintura de Hen y recostó la cabeza contra
su pecho.
Luego él comenzó a llorar. No sabía que podía hacerlo. No sabía por qué. Sólo
sabía que necesitaba hacerlo.
Las lágrimas disolvieron la amargura de muchos años, el odio acumulado, la rabia
implacable. Disolvieron lo último que quedaba de la coraza que había construido
alrededor de sí mismo y le permitieron llorar por todo lo que había perdido.
Le permitieron llorar por Hope.
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Capítulo 22
Laurel abrazó a Hen con más fuerza. Deseaba poder hacer algo por él, pero sabía
que Hen estaba llorando por cosas de un pasado con el cual ella no tenía nada que
ver, por cosas que había perdido y nunca podría recuperar.
Entonces ella también empezó a llorar por Hen, por todos esos años en los cuales
pudo sobrevivir sólo porque se negó a sentir. Laurel pensaba que su vida había sido
difícil, pero la vida de Hen debía de haber sido mucho peor. Había vivido bajo una
presión que finalmente acabó con él. Y luego el fuego arrasó sus entrañas para
asegurarse de que nada volviera a crecer en su interior.
Pero de alguna manera Hen había logrado mantener una pequeña parte de su
alma a salvo de las llamas. Aunque Laurel no sabía si sería suficiente.
Lo abrazó con más fuerza.
Hen aprendería a amar. Debía hacerlo. Ella iba a ayudarlo. Y no sólo por su bien y
el de Adam. Iba a ayudarlo porque lo amaba tanto que sería capaz de hacer cualquier
cosa por él.
Un rato después Hen estaba más tranquilo. Abrazaba con fuerza a Laurel, pero sus
brazos ya no se sentían rígidos. Laurel comenzó a separarse. Hen la soltó enseguida.
—¿Quieres regresar al pueblo? —le preguntó.
Laurel había pensado que tal vez él pudiera querer que ella se fuera, que tal vez él
se sintiera avergonzado por haber llorado frente a ella.
—No.
—¿Te quedarás conmigo?
Laurel sintió que pasaba una eternidad mientras pensaba cómo responder esa
pregunta. Levantó la vista y sólo vio la cara de un hombre torturado por demonios
que nunca podría derrotar solo. Ni siquiera sus hermanos habían podido ayudarlo a
derrotarlos.
Pero ella sí podía y él le estaba dando la oportunidad.
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—Sí.
—No tengo mucha experiencia.
—Yo tampoco.
—De hecho, nunca he estado con ninguna mujer.
—Nunca has... —Laurel dejó la frase sin terminar. Ésa no era una cosa fácil de
admitir para un hombre.
—Nunca me han atraído mucho las mujeres, pero tampoco podía usarlas como si
fueran una cosa. Monty podía pasar la noche con una mujer y olvidarse de su cara y
de su nombre antes del desayuno. Pero a mí eso me habría atormentado.
Laurel no sabía qué decir. Nunca había conocido a ningún hombre que no pensara
que las mujeres eran cosas desechables. Para los hombres esa actitud era natural. Y
las mujeres lo aceptaban.
—Yo sabía que algún día iba a encontrar a la mujer indicada y que ése sería el
momento correcto.
Laurel tragó saliva. Estaba asombrada de pensar que Hen quisiera que ella fuera
su primera mujer. Ella sabía que Carlin había tenido otras mujeres. Estar con ella,
concebir un hijo con ella, no había sido nada especial para él.
Pero con Hen sí lo sería.
—Protejámonos de la lluvia —dijo Laurel y lo arrastró hacia la cueva de roca—. Te
he traído una manta.
—Tú estás tan mojada como yo.
—Sólo es el vestido.
—Necesitamos una fogata—dijo Hen.
Hen tomó unos cuantos troncos de leña y encendió una pequeña hoguera al fondo
de la cueva, para que reflejara mejor el calor.
—Ahora quítate esa ropa mojada —dijo Hen.
Estaban frente a frente, cada uno muy consciente del otro.
—¿Me ayudas?
Hen nunca había desabotonado el vestido de una mujer, nunca había querido
hacerlo, pero ahora sus músculos se pusieron tensos ante la perspectiva de hacerlo
por primera vez. Laurel se paró de espaldas y Hen no podía dejar de mirarla. Le
parecía que su cuello y sus hombros eran increíblemente atractivos. A la luz de las
llamas, la piel de Laurel parecía asombrosamente suave y tersa. Hen estiró la mano
para tocarla.
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Ella se estremeció.
—Tienes frío.
—No. —Laurel lo miró por encima del hombro—. Hacía muchos años que no me
tocaba ningún hombre... y nunca me habían tocado con tanta delicadeza.
Hen apenas la había rozado. ¿Cómo era posible que el contacto de sus dedos
tuviera un efecto tan poderoso sobre ella? Abrió la mano hasta que su palma cubrió
totalmente el hombro de Laurel. Ella se volvió a estremecer.
—Tienes frío.
—No.
Hen no la creyó. Desabrochó los botones y luego desenrolló el impermeable y sacó
la manta.
—Quítate ese vestido.
Laurel se bajó el vestido hasta más abajo de la cintura y luego se lo quitó.
La humedad hacía que la combinación, que formaba apenas un frágil escudo
contra la desnudez, se le pegara a su cuerpo de una manera que revelaba redondeces
que Hen sólo había imaginado. Sintió que la sangre se le encendía en las venas y que
un calor intenso se diseminaba por todo su cuerpo a partir de la entrepierna. Como
no se sentía seguro de la reacción que podría tener, de poder controlarse, se apresuró
a ponerle a Laurel la manta sobre los hombros.
—Ahora tú —dijo Laurel.
Hen se quitó la ropa hasta quedar en ropa interior.
—Todo. Estás empapado.
—Date la vuelta.
Laurel sonrió, pero se dio la vuelta y quedó mirando hacia el pastizal. La lluvia se
había convertido en llovizna. Hacia el oeste, el cielo había empezado a despejarse.
Laurel podía ver un grupo de estrellas sobre la cima de las montañas. En menos de
una hora ya no habría nubes.
Hen se deshizo de su ropa interior y se deslizó debajo de la manta con Laurel.
—No tienes que quedarte. Es injusto que te lo haya pedido.
—¿Quieres que me vaya?
—No.
—Entonces abrázame. Hace mucho frío.
Hen no tenía frío. Se sentía deliciosamente caliente. Rodeó a Laurel con sus brazos
y la acercó a él. Podía sentir los senos de Laurel moviéndose con libertad debajo de la
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Movido otra vez por el deseo instintivo, trazó una línea de besos que bajaba por el
cuello y el pecho hasta los senos, que lo esperaban hinchados y erguidos.
Hen tenía miedo de hacerle daño o asustarla, así que se repitió mentalmente que
debía avanzar despacio. Pero había reprimido sus deseos durante tanto tiempo que
éstos se levantaron y se llevaron por delante la intención de ser suave y paciente. Así
que comenzó a besarle los senos con tanta intensidad que al momento Laurel estaba
gimiendo y retorciéndose debajo de él. A pesar de la inexperiencia, Hen pudo
ayudarla a liberarse finalmente de la combinación.
—¿Estás segura de que no tienes frío? —preguntó, mientras la acariciaba a lo largo
de los costados y se detenía momentáneamente en una pequeña depresión de los
muslos.
—No si me tienes abrazada —contestó Laurel.
Hen quería abrazarla para siempre. Quería tocarla, besarla y probarla con su boca
y con su cuerpo hasta llegar a conocerla tan bien como conocía su propio cuerpo. Se
sintió atacado por un exceso de deseo. Quería probar la fruta prohibida de sus labios,
verla reírse sin parar, oírla cantar de felicidad. Quería oler su cabello cuando estaba
caliente por el calor del sol y enterrar la nariz entre su cuerpo, cuando estaba tibio y
adormilado.
Su falta de experiencia lo llenaba de dudas. No quería hacer nada que la hiciera
apartarse de él. No tenía experiencia para hacer que ella lo deseara. No sabía cómo
complacerla, cómo ayudarla a olvidar el pasado. Era tan ignorante que incluso podía
llegar a empeorar las cosas.
Hen soltó una maldición.
Pero necesitaba tanto a Laurel emocionalmente que el deseo físico pasaba a
segundo plano. Nunca había deseado a una mujer de la manera en que deseaba a
Laurel. Nunca se había permitido dejarse dominar por ese deseo. Quería abrazarla
con fuerza, apretarla contra su cuerpo desnudo. Quería hundirse en ella hasta
sentirse perdido y a salvo.
Sin embargo, también se sentía embargado por un sentimiento de admiración ante
el hecho de que esta mujer quisiera entregarse a él, entregarle su cuerpo para que él
la controlara y encontrara en ella su satisfacción. Durante años había pensado que ese
acto era el regalo más sublime, el mayor honor posible. Y durante muchos años se
había sentido indigno de participar en él. Sin embargo, Laurel le había abierto los
brazos, el corazón y su cuerpo... sólo para él.
Hen siguió cubriéndola de besos, acariciándola con las manos y calentándola con
su cuerpo. Entretanto, su creciente deseo lo iba empujando hacia un estado de
desesperación.
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Hen sintió que Laurel comenzaba a temblar. Antes de que pudiera preguntarle si
le pasaba algo, ella lo abrazó con fuerza y comenzó a hacerle presión con una pierna,
para meterla entre las de él.
La decisión de Hen se derrumbó como una pared de barro que sucumbe al embate
de una inundación. La agarró de las nalgas y la apretó contra su cuerpo con fuerza,
de manera que ella pudo sentir la magnitud de su deseo, haciéndole presión contra el
abdomen. Entonces Hen comenzó a besarla febrilmente en la boca y luego fue
dejando una estela de besos que se extendía desde el cuello hasta el hombro y se
hundía en el valle que separaba sus senos. Laurel arqueó la espalda y Hen dejó
escapar un gemido. En ese momento Laurel deslizó una mano hacia abajo y encendió
una llamarada entre las piernas de Hen, que sintió cómo su cuerpo estallaba de deseo
y sus extremidades comenzaban a temblar.
—Por favor —murmuró Laurel.
Hen vaciló, pues no se sentía seguro. Movida por la impaciencia, Laurel se deslizó
hacia abajo y tomó entre su mano el pene de Hen.
Hen soltó una exclamación y se quedó rígido.
Entonces Laurel lo fue guiando lentamente hacia el centro de su calor y su
humedad. Cuando vio que permanecía inmóvil, se apretó contra él hasta meterlo en
su interior.
Hen se sentía prácticamente paralizado por la sensación que lo inundaba. La
fuerza de su deseo físico, la potencia de su instinto animal era mucho más intensa
que cualquier otra cosa que hubiese experimentado. Podía sentir cómo su cuerpo
comenzaba a encabritarse y hundirse dentro de Laurel. Lo empujaba un instinto tan
fuerte como la necesidad de sobrevivir.
Mientras Laurel se apretaba contra él y lo hundía cada vez más profundamente
dentro de su cuerpo, Hen se sentía consumido por una necesidad tan antigua como
el hombre mismo. Así que comenzó a moverse dentro de ella y en ese momento se
olvidó de todo lo demás menos de la necesidad de encontrar satisfacción para él y la
mujer que tenía entre los brazos.
Apretó a Laurel contra él y se entregó a una sensación que parecía girar y elevarlo
a una nube de deseo que lo empujaba hacia un vértice cegador, un estallido de
sensaciones que lo impulsaban al espacio a una velocidad increíble.
Se aferró a ella, pero a medida que se movía cada vez más rápido y más hondo en
su interior, Hen comenzó a perder la conciencia de lo que estaba sucediendo. Su
deseo fue bloqueando gradualmente todos los demás pensamientos hasta que se
sintió como si se hubiese fundido en un solo eje de energía, en un solo núcleo de luz
que atravesaba el espacio y cuya vitalidad se esforzaba por superarlas barreras hasta
explotar en una lluvia de luz cegadora.
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Mientras estaba entre sus brazos, Laurel se maravillaba de la fuerza de Hen. Él era
muy delgado, pero aun así lograba transmitir la impresión de estar lleno de energía.
Tal vez fuera la facilidad con la que la apretaba contra los músculos duros y tensos
de su pecho. Tal vez era el hecho de que ella se sentía pequeña e impotente cuando
estaba junto a él.
Pero ninguna de estas razones tenía importancia. Se sentía segura, amada y
protegida, y eso era lo único que necesitaba saber.
—Tienes frío —dijo Hen. Podía sentir que Laurel tenía la piel de la espalda
erizada. Ahora que habían pasado los fuegos de la pasión, el frío había comenzado a
penetrar a través de la manta.
—Un poco.
Hen se inclinó hacia delante y arrojó algunos leños al fuego. Luego envolvió su
ropa mojada con el impermeable y, usándola como almohada, se recostó contra la
pared de la cueva. Apretó a Laurel entre sus brazos y envolvió muy bien su cuerpo y
el de ella con la manta.
Pero a medida que su cuerpo se fue enfriando, el aura protectora que los había
abrigado hasta ese momento se fue disipando. La realidad comenzó a entrometerse y
con ella llegaron las dudas y las preguntas. Hen sabía que amaba a Laurel y que
deseaba casarse con ella, pero no sabía si ella podría amarlo lo suficiente como para
olvidar lo que él era.
—¿Qué pasa? —preguntó Laurel.
—Nada.
—Sí, yo sé que algo sucede. Es como si estuvieras empezando a alejarte de mí.
Dime, ¿qué pasa?
Hen no quería destruir la maravilla del momento, pero parecía como si ya se
estuviera desmoronando sola. En pocos minutos no quedaría nada.
—Sólo estaba recordando algunas de las cosas que dijiste.
Esta vez fue Laurel la que retrocedió y se puso rígida.
—¿Qué cosas?
—Eso de que soy un pistolero y un asesino.
—No debí decir esas cosas. Estaba molesta. Tenía miedo de que fueras como
Carlin. Ni siquiera trataba de ver cómo eras de verdad.
—¿Y cómo soy?
—Tú eres el hombre más gentil y afectuoso que he conocido. Yo no sabía que los
hombres podían ser así.
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Hen experimentó una extraña sensación, casi como si algo dentro de él se hubiese
quebrado para siempre. No dolió. Fue como si desapareciera de repente una cierta
presión interna.
—Lo supe desde el momento en que me tocaste. Tus palabras eran hoscas y te
movías con brusquedad. Pero cuando me tocaste supe que dentro de ti había una
parte que no se podía ver. —Laurel levantó la vista para mirarlo—. Yo necesitaba esa
parte más de lo que necesitaba tus poderes curativos. Ahí fue cuando me enamoré y
el resto ya no me importó.
—¿Por qué me amas?
Laurel le sonrió. Estaba tan hermosa bajo la luz del fuego que Hen deseó poder
quedarse allí para siempre. Deseó que la magia que rodeaba esa noche no terminara
nunca.
—¿Qué más podía hacer cuando un hombre grande y atractivo entró de repente
en mi vida, me dijo que iba a cuidar de mí y procedió a hacerlo? Tú me curaste las
heridas, le diste a mi hijo lo que sólo un hombre podía darle, me ofreciste la promesa
de todo lo que siempre había deseado.
Hen estaba asombrado. Nunca lo había visto de ese modo. Sólo había hecho lo que
siempre hacía, lo que habría hecho por cualquier persona. Pero en esa ocasión era
distinto. Nunca antes había terminado con una mujer entre sus brazos. Nunca se
había parado bajo la lluvia con deseos de besarla. Nunca había sentido que, si la
dejaba ir, se volvería pedazos y se disolvería con la corriente.
—¿Cuándo te enamoraste de mí? —preguntó Laurel.
—No lo sé.
Hen no lo sabía. Nunca había considerado la posibilidad de enamorarse. No la
había buscado. Ni siquiera se había dado cuenta de que estaba pasando. Cuando
finalmente se dio cuenta de que estaba enamorado, ya llevaba un tiempo así.
—Tal vez cuando te enfrentaste a Damián, cuando te negaste a darte por vencida a
pesar de que él te golpeó.
—No es posible que te enamoraras en ese momento —dijo Laurel—. Estaba
horrible. Tú me lo dijiste.
—No, estabas preciosa. Siempre estás preciosa.
—Debías de estar trastornado.
Hen era muy consciente de los defectos de Laurel y de las diferencias que había
entre los dos. Era muy consciente de las dificultades a las que tendría que enfrentarse
cualquier hombre que se enamorara de una mujer como ella. Pero le gustaba su
fortaleza, su actitud desafiante frente a cualquiera que pensara que la iba a tratar, a
ella o a su hijo, de manera inapropiada. Era la misma actitud insolente frente al
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mundo que él había tenido durante muchos años. Sólo que él la respaldaba con su
pistola. Ella, en cambio, sólo tenía su propio valor para respaldarla.
—Tal vez estaba trastornado —dijo Hen—. Tal vez todavía lo estoy.
—Nunca había conocido a un hombre menos trastornado —dijo Laurel—. Ha
habido momentos en los que me he preguntado si realmente sentías algo por mí.
Hen se preguntaba lo mismo, pero Laurel le había ayudado a responder a esa
pregunta.
—¿Crees que esto te ayudará a decidir? —preguntó Hen y enseguida la besó de
manera dubitativa. Como no tenía experiencia en eso de besar, realmente no sabía
qué debía hacer, pero el instinto parecía guiarlo y Laurel hizo el resto.
Laurel se rió entre dientes. Hen se acobardó un poco, pues temía que su beso fuera
tan inexperto que ella no pudiera evitar reírse.
—Cuando era joven, soñaba con el hombre del que algún día me enamoraría —le
dijo Laurel—. Llegaría montado en un magnífico semental, por supuesto, y
viviríamos juntos emocionantes aventuras. Pero nunca me imaginé besándolo a
medianoche, en un cañón en medio de la montaña, debajo de la lluvia.
—George te diría que no soy un hombre romántico. Monty diría incluso algo peor.
—Algún día me gustaría conocer a tus hermanos, aunque sea sólo para decirles
que están equivocados. Tú eres el hombre más romántico del mundo. Subiste
corriendo toda una montaña para tener una pelea por una mujer que nunca habías
visto. Y difícilmente pasa un día sin que encuentres una manera de hacer algo por
mí. Me dices que soy hermosa, que soy más maravillosa de lo que alguna vez tuve la
esperanza de llegar a ser.
Laurel rodeó el cuello de Hen con sus brazos, lo acercó hacia ella y lo besó con
fervor.
—Nada podría ser más romántico que eso.
—Pero yo no sé qué es lo que se debe decir o hacer.
—No has estado tan mal hace un rato.
—Pero me muevo con torpeza y tú lo sabes.
—Tal vez con un poco de torpeza, al principio, pero aprendes rápido.
—No debería ser un novato. Debería saber más.
Laurel lo besó.
—No, a mí me gusta. No muchas mujeres tienen el placer de saber que el hombre
que aman nunca ha estado con otra mujer, que ella es su primera y única mujer.
—¿De verdad no te importa?
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—No me gustaría que fuera de ninguna otra manera. —Laurel deslizó la mano
hacia el pecho de Hen y a lo largo de uno de sus poderosos muslos—. Pero te
conviene practicar —dijo, justo cuando su mano encontró un lugar más sensible—.
¿Crees que podrás hacerlo?
La reacción de Hen fue inmediata y poderosa.
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Capítulo 23
—La señora Worthy no quiere verte —le dijo Laurel a Hen—. No se separa de
Hope.
Todo el mundo en la casa Worthy estaba demasiado preocupado como para fijarse
en que Laurel no había dormido en su cama, y tampoco la oyeron salir por la mañana
a recoger la ropa de lavar.
—¿Cómo está Hope?—preguntó Hen.
—Todavía está inconsciente.
—¿Qué dice el doctor Everson?
—No entiende cómo ha podido aguantar tanto tiempo.
—¿Entonces no cree que tenga esperanzas?
Laurel negó con la cabeza.
—Debo irme —dijo—. Nadie ha querido comer en esta casa.
—Le diré a Tyler que mande algo del restaurante.
—Ya lo ha hecho. Ahora tengo que conseguir que coman.
—Regresaré dentro de un rato.
—Llama a la puerta de atrás.
—Te amo —dijo Hen en voz baja.
—Yo también te amo. Y ahora, será mejor que me vaya.
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—Nunca vas a engordar si sigues comiendo así—dijo Tyler, que fue a recoger los
platos del almuerzo de Hen.
—¿Qué es esto? —preguntó Hen, removiendo la comida con el tenedor.
—A ti nunca te ha importado qué estás comiendo. Algo te preocupa. Será mejor
que me lo digas.
—No tengo nada que decirte.
—Siempre tan terco como una mula. Todo el mundo dice que Monty es el más
terco, pero a él sólo le gusta montar escándalo. Tú eres el que cree que tiene todas las
respuestas.
—Pues bien, si te sirve de consuelo, no tengo todas las respuestas y lo sé.
—No tardé ni dos segundos en darme cuenta de eso.
—¿Cuándo te has vuelto tan suspicaz?
—El problema es que no sabes qué hacer.
—¿Y tú sí?
—Si lo supiera, tampoco me escucharías.
Hen admitió que eso era cierto. Tal vez fuera porque los hombres nunca
escuchaban a sus hermanos menores, pero no se podía imaginar contándole a Tyler
nada de lo que le preocupaba. Ni siquiera aunque pensara que él pudiera entenderlo.
—Nunca escucharía a nadie que manda telegramas para asustar a la gente y va
por ahí contando chismes.
—Deja de tratar de enfurecerme y habla con George. De todas maneras, no lo vas a
lograr.
—¿No voy a lograr qué?
—Enfurecerme. Hace muchos años dejé de prestaros atención a Monty y a ti.
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Hen miró a su hermano menor con otros ojos. Se dio cuenta de que Tyler había
crecido. ¡Qué extraño que no lo hubiese notado! Luego se preguntó qué más se
habría perdido.
Cuando Hen entró en la habitación, George estaba escribiendo una carta.
—No te detengas —dijo Hen, cuando George dejó la pluma sobre la mesa—.
Puedo esperar.
—Pero probablemente no lo harás —dijo George, así que tapó el tintero y se volvió
para mirar a su hermano—. Has hecho todo lo posible por evitarme desde que
llegué.
—No debiste venir. Fue una tontería prestarle atención a Tyler.
—Eso ya me lo has dicho.
—¿Cómo está Rose?
—Bien.
Hen entrecerró los ojos.
—Estaba embarazada, ¿verdad?
George sonrió.
—Tuvo una niña justo antes de que yo saliera para acá. De cabello negro y con los
ojos negros más grandes que hayas visto.
—Suena como si se pareciera a ti.
—Probablemente, pero se va a llamar como su madre. La vamos a bautizar
Elizabeth Rose.
Hen se puso sinceramente contento. Rose probablemente habría tenido una
docena de hijos si pudiera. Después de perder a un bebé dos años atrás, Hen no
creyó que volviera a intentarlo, pero debió saber que lo haría. Cuando Rose quería
algo, por lo general lo conseguía.
George miró a su hermano con ojos penetrantes.
—Pero tú no has venido a hablar de tu nueva sobrina.
—Demonios, no sé por qué he venido.
—Sí, sí lo sabes. Sólo que no quieres decirlo. A ti siempre te ha costado trabajo
hablar.
—Nunca he entendido cómo terminaste en esta familia. Tú no te pareces en nada
al resto de nosotros.
—Supongo que podemos estar seguros de que mamá nunca traicionó a papá.
—Mientras que él la engañaba todo el tiempo.
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George no respondió. Sólo se quedó mirándolo. Hen sabía que estaba esperando a
que él le explicara por qué había ido a verlo. Pero ahora que estaba ahí no sabía por
dónde empezar. No estaba seguro de saber lo que quería decir.
—¿Crees que soy un asesino?
Las palabras salieron de su boca antes de que pudiera pensarlas con cuidado, pero
Hen sabía que esa pregunta era la razón de su visita a George. Todo dependía de eso.
—Claro que no.
—Pero he matado a varias personas.
—Yo también, pero no soy un asesino.
—Pero eso fue en la guerra.
—Habría matado otra vez si hubiese sido necesario.
—Esa es la diferencia —dijo Hen—. Tú habrías hecho una cantidad de cosas si
hubiese sido necesario, pero nunca las hiciste. En cambio yo, parece que siempre
estuviera buscando los problemas. Es como si no quisiera evitarlos.
—Siempre pensé que los evitabas lo más posible.
Hen pareció sorprendido.
—Pues debes de ser el único.
—Monty lo ha dicho muchas veces. Y también otras personas.
Hen pensó en eso por un momento. Era natural que su familia tratara de tener la
mejor idea posible de él, en especial su hermano gemelo. Nadie quería admitir que su
hermano era un asesino.
—¿Sabes por qué me contrataron los de este pueblo?
—No.
—¿No te lo imaginas?
—Preferiría que me lo dijeras.
—Porque tenían problemas con los cuatreros y ya habían perdido a tres
comisarios. Peter Collins los convenció de que yo no sólo podía disparar más rápido
que los ladrones, sino que no sería muy estricto a la hora de asegurarme de que fuera
una pelea justa.
—Yo no me preocuparía por el hecho de que Peter tenga una idea equivocada
sobre ti.
—¿Te parece que está equivocado? Hasta que le disparé a ese chico en el brazo en
lugar de dispararle en el corazón, no habrías podido encontrar a nadie en este pueblo
que estuviera de acuerdo contigo.
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—¿Por qué?
¿Por qué no se lo había dicho? El hecho de que sólo hiciera unos pocos días que se
había dado cuenta de que la amaba no era la única razón. Hen tenía miedo de sí
mismo. Matar no era algo a lo que se pudiera quitar importancia. Hen aprovechaba
su reputación para no tener que hacerlo. Pero, cuando era necesario, no lo pensaba
durante mucho tiempo. Y a veces la vacilación podía ser mínima.
—No sé quién soy. Pensé que lo sabía, pero ahora me he dado cuenta de que he
estado escondiéndome de mí mismo, al igual que me he escondido del resto del
mundo.
—¿Es por papá?
Hen sonrió. George pensaba que todo era culpa de su padre. Eso tenía sentido
para George. Era muy parecido a él. Pero Hen y Monty se parecían más a su madre.
Y la debilidad de ella corría por sus venas como el cuarzo sobre la roca.
—Cuando mamá murió y Madison se fue, Monty y yo hicimos la promesa de
proteger lo que quedaba o morir intentándolo. Se convirtió en una obsesión, incluso
después de que Jeff y tú regresasteis. Pero luego Monty se interesó en otras cosas. Sin
embargo, yo nunca lo hice. Ahora quiero proteger a Laurel y a Adam, pero no quiero
tener que hacerlo con un arma.
De repente, Hen se dio cuenta de lo que sucedía. Todos los hombres tenían un
límite. Sin importar cuál fuera la situación, había un límite para lo que podía asumir
sin que las cosas comenzaran a fallar. Y él había llegado a ese límite. Si mataba a
alguien más, quedaría en grave peligro de perder su alma.
Sin embargo, no podía casarse con Laurel a menos que estuviera dispuesto a hacer
lo que fuera necesario para protegerla, y para proteger a su hijo. Y conociendo a los
Blackthorne, eso significaría tener que usar un arma.
—Así como yo me convertí en el cabeza de la familia, tú terminaste siendo el
protector, pero a ti no te gusta nada esa posición. Por eso estás siempre huyendo.
Pero, como al mismo tiempo sientes que es tu deber, siempre regresas. Todos somos
protectores, pero no somos asesinos.
—Entonces, ¿por qué pienso que las armas son parte de casi todos los actos?
—Todos usamos las herramientas que tenemos hasta que podemos encontrar
otras. Tú usas un arma. Monty usa los puños. Yo uso la lealtad familiar. Si te casas
con Laurel, la protegerás de la manera en que tengas que hacerlo. Temes que si
dependes enteramente de las armas se destruirá vuestro amor. Por eso has venido a
hablar conmigo, porque tienes miedo de enfrentarte a ese temor.
George era un experto en explicar las cosas, pero se le había escapado un detalle,
el más importante. Hen había aceptado la responsabilidad de cuidar a los habitantes
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—Lleva toda la mañana preguntando por usted —le dijo la señora Worthy a Hen,
mientras él la seguía escaleras arriba hasta la habitación de Hope—. Yo no quería
permitirle que lo viera, pero el médico dijo que si no la dejaba, se alteraría mucho.
«Así es como se trata a los pistoleros contratados. Todo el mundo te quiere cuando
están en problemas, pero la gente decente no quiere tener nada que ver contigo el
resto del tiempo».
—Hope fue mi primer amiga de verdad aquí —dijo Hen—. Haría cualquier cosa
para cambiar lo que sucedió.
La señora Worthy se quedó callada durante un momento cuando llegaron al
rellano superior de la escalera.
—Horace me dijo que debería disculparme por algunas de las cosas que dije.
—Olvídelo.
—No sabía lo que estaba diciendo. Estaba desesperada pensando que Hope se iba
a morir. Pero supongo que usted no lo puede entender porque no es padre.
—El primer hombre al que le disparé le había puesto una soga en el cuello a mi
hermano.
La señora Worthy estiró la mano para darle unas palmaditas en el brazo.
—Tal vez sí lo entiende. —Su sonrisa mostraba que todo estaba olvidado y
perdonado—. No se quede mucho tiempo. Todavía está muy débil.
—Pero ¿se va a recuperar?
La señora Worthy sonrió y asintió con la cabeza.
—El doctor dice que es un milagro. Aún tendrá que guardar cama mucho tiempo,
alrededor de un mes, pero se recuperará. Su hermano está con ella ahora.
—¿Tyler?
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Capítulo 24
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—He tenido muchas buenas peleas contigo —dijo Monty y bajó a su esposa de la
montura y le dio una palmada en el trasero—. Pero creo que me gustaría un cambio
de escenario.
—Vosotros dos, dejad de toquetearos en la calle —dijo Madison—. Vais a manchar
la buena reputación de la familia.
—Sólo estás celoso porque Fern no está aquí—dijo Iris, mientras se acomodaba
entre los brazos de Monty.
—Sí, lo estoy —dijo Madison con una sonrisa—. ¡Horriblemente celoso!
—Podéis alojaros en el hotel —dijo Hen—. Así, cuando os bañéis y os refresquéis
podréis regresar a Colorado.
—Espero que tengan muchas habitaciones —dijo Madison y miró con odio a Jeff—
. Porque si tengo que compartir habitación con Jeff, es posible que tengas un tiroteo
antes de que amanezca.
—Ya veo que seguís llevándoos tan bien como siempre —dijo Hen.
—A Madison no le gusta que lo vean con un lisiado —dijo Jeff—. Le da vergüenza.
—Si vuelvo a oír una palabra más sobre eso de que eres un lisiado, te juro que te
disparo en el otro brazo.
—Y si él falla, yo no fallaré —agregó Monty, para que quedara bien claro.
—¡Ha sido un viaje horroroso! —dijo Iris e hizo una mueca—. Muéstrame cuál es
el hotel antes de que yo también me ponga violenta.
—Decidle al recepcionista que avise a George de que estáis aquí —dijo Hen—.
Estoy seguro de que se alegrará de veros. Cuando os instaléis, podéis bajar al
restaurante y pedirle a Tyler que os prepare algo de comer.
—¿No vienes con nosotros? —preguntó Monty.
—Ya sois mayorcitos. Si habéis podido llegar hasta aquí desde Colorado, creo que
podréis registraros en el hotel sin mi ayuda.
Hen no tenía intenciones de hacer nada para que sus hermanos se sintieran más
cómodos. Cuanto más incómodos estuvieran, antes se marcharían. Pero cada minuto
que pasaran en el pueblo sería como una eternidad para Hen.
—No me parece que esté muy contento de vernos —dijo Madison—. Eso me
recuerda una ocasión en Abilene, cuando...
—Si cuentas eso, te juro que vas a tener la pelea que tanto quieres —lo amenazó
Hen—. Además, si no hubieses ido, estarías casado con Samantha Bruce y estoy
seguro de que ella no te permitiría dejarla embarazada todo el tiempo. Sólo te
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habrían dejado tener un par de bostonianos muy elegantes y luego te habrían dicho
hasta luego y muchas gracias.
Madison hizo una mueca.
Iris miró a su cuñado con curiosidad.
—No sabía nada de eso.
—Y no lo sabrás, aunque tenga que matar a Hen antes de que los Blackthorne
tengan la oportunidad de hacerlo.
—Mira quiénes están aquí —le dijo Hen a George, cuando su hermano salió del
hotel.
George le ofreció la mano a Iris para ayudarla a subir los escalones.
—Debes de estar exhausta. Tu habitación está lista.
Después de soltar un gruñido de disgusto, Hen dio media vuelta y se alejó
maldiciendo.
—Yo me voy al restaurante —dijo Monty—. Nunca pensé que me gustaría probar
la comida de Tyler, pero después de tres semanas de camino, me comería cualquier
cosa que él haya cocinado, sin importar lo que le eche por encima.
—Yo quiero tomar un baño —dijo Iris—. Y no pienso salir de mi habitación hasta
mañana.
—Yo quiero tomar algo —dijo Madison—. Tengo la garganta seca y me está
suplicando que le eche un buen trago de brandy. —Madison buscó entre sus alforjas
y sacó una botella. George soltó una carcajada.
—Nunca he dependido de los demás para conseguir lo que necesito —explicó
Madison.
—¿Y tú qué vas a hacer, Jeff?
—Comeré en mi habitación. No quiero que la gente se quede mirándome.
—¿Cómo has soportado viajar con él y con Monty durante tres semanas? —le
preguntó George a Madison, después de que Jeff entró al hotel.
—Tenía otras dos botellas como ésta cuando empezamos el viaje —dijo Madison y
señaló la botella de brandy.
—Por lo menos Zac no está aquí —dijo George—. Si estuviera, sería yo el que
necesitaría un trago.
Mientras caminaba de regreso a su oficina, Hen experimentó la reacción más
inesperada. Aun antes de que el último insulto saliera de sus labios, se dio cuenta de
que estaba sonriendo. Sentía una alegría que no había experimentado en mucho
tiempo. Se sentía bien y no podía entender la razón. Ahora que la mayor parte de su
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familia estaba en el pueblo, tenía más problemas que nunca. Era posible que George
y Madison contribuyeran de alguna forma a suavizar la situación, pero a Monty y a
Jeff los seguían los problemas con la misma constancia con que el trueno sigue al
rayo. Hen ni siquiera quería pensar en la cantidad de hombres que estarían metidos
en líos antes de que cayera la noche porque habían mirado a Iris durante demasiado
tiempo.
Los problemas se estaban arremolinando a su alrededor como las nubes alrededor
de la cima de las montañas, y sin embargo ahí estaba, sintiéndose como si fuera el
hombre más despreocupado del mundo. Tal vez el cerebro se le había secado por la
tensión.
Estaba actuando como un idiota porque se sentía real, sincera y profundamente
amado. Cinco hombres habían dejado todo y habían viajado miles de kilómetros
porque pensaban que él podía estar en peligro. Estaban dispuestos a arriesgar su
vida y a perder todo lo que amaban debido al amor que sentían por él. Hen sintió
que algo se agitaba en su interior, algo vergonzosamente parecido al deseo de llorar,
pero resistió la tentación.
Antes de enamorarse de Laurel, habría aceptado la presencia de sus hermanos sin
pensar mucho en ello. Pero ahora entendía el sacrificio que esto representaba. Hen
quería decirles que no valía la pena hacer todo eso por él, que debían regresar al seno
de sus familias, que prefería morir antes que tener que explicar por qué se habían
arriesgado por él sus hermanos.
Pero no lo hizo. No quería que se fueran. Por primera vez en su vida sabía lo que
significaba ser amado y no quería hacer nada para disipar esa sensación.
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convicción—, nunca había visto tantos hombres atractivos al mismo tiempo. Cuando
los vi a los cuatro caminando por la acera, casi me desmayo.
—Pero ninguno puede compararse con la pelirroja —dijo Tommy Worthy. Su
madre lo había obligado a bañarse y a asearse para recibir a su visitante, pero el chico
había pasado la mitad de la tarde con dos de sus amigos, tratando de echarle un
buen vistazo a Iris—. Sammy casi se muere cuando la vio. Y según me han contado,
no ha podido hablar desde entonces.
—¿Estás seguro de que está casada con uno de ellos? —preguntó Grace.
—Con el que es igual al comisario —le aseguró Tommy—. Es lo primero que
averigüé. De lo contrario, la mitad de los hombres del pueblo estarían merodeando
por la recepción del hotel.
—El que esos hombres estén en el pueblo va a traernos problemas —dijo Ruth—.
Puedo entender que estén preocupados por su hermano, pero oídme bien, eso traerá
problemas.
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—Pues bien —dijo Iris y agarró a Laurel del brazo—, si no me vas a dejar
portarme mal, entonces acompáñame a comprar un vestido. Monty dice que parezco
una pordiosera.
Así que Laurel se fue con Iris a comprar un vestido que ella nunca se habría
podido comprar. Iris tenía razón. Todo el mundo las saludó y fue deferente con ellas.
Laurel trató de no sentir amargura. Sabía que ese trato era un reflejo del respeto que
todo el mundo sentía hacia los ricos, poderosos e increíblemente atractivos miembros
de la familia Randolph.
Laurel se sintió cada vez más orgullosa y decidida. La gente podía admirar a los
Randolph todo lo que quisiera, pero uno de esos días todo el mundo iba a darse
cuenta de que Laurel Simpson Blackthorne era una mujer respetable por sus propios
méritos. E iban a arrepentirse de haberla tratado tan mal.
—Decidas lo que decidas, puedes contar conmigo —le susurró Iris a Laurel en el
oído—. Hen no sabe lo afortunado que es.
Laurel se quedó mirando las ruinas de su hogar. Para su sorpresa, le dio lástima
haber perdido la casa. Era un lugar pobre y miserable, pero la vida era sencilla allí.
Ahora la casa estaba destruida, al igual que su vida. Laurel no sabía qué era lo que
Hen estaba pensando o sintiendo o deseando. Y creía que él mismo tampoco lo sabía.
Echó un vistazo alrededor del patio, vio los enormes barreños abandonados y las
cenizas que ya estaban cubiertas de tierra. Todo lo que veía representaba un pasado
distante, la época anterior a la llegada de Hen. Desde el día en que él llegó al cañón,
su vida se había vuelto caótica. Había dejado de entender y controlar las cosas.
Incluso había perdido el control de su relación con Adam.
El canal que Hen construyó desde el arroyo hasta la casa yacía roto en el suelo,
seco.
Laurel dio media vuelta para no ver las ruinas y comenzó a caminar hacia el
pastizal.
Había tratado de no pensar en el futuro con Hen, pero rara vez tenía un
pensamiento en el cual él no estuviera incluido.
Hen no había hablado de matrimonio, de modo que Laurel era consciente de que
tal vez tendría que reconstruir su vida sin él, a pesar de lo cual seguía definiendo su
futuro a partir de la presencia o la ausencia de Hen. Sería imposible encontrar a otra
persona que pudiera cuidarla tan bien como él. Nadie más podría ser tan buen padre
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para Adam. Pero eso no importaba. Ella nunca se casaría de nuevo, porque nunca
dejaría de amar a Hen.
«En todo caso, nadie querría casarse contigo. Todo el mundo piensa que eres casi
una ramera».
Laurel trató de no pensar en eso. Casi había olvidado ese asunto. Desde la llegada
de Hen, los demás también parecían haberlo olvidado.
Bañado por la luz del sol, el pastizal era un lugar mucho más alegre que el que
viera aquella noche, en medio del frío y de la lluvia. Sin embargo, a ella no le parecía
ni la mitad de acogedor.
«Ese día Hen estaba aquí, pero ahora estás sola».
Laurel supuso que ahí estaba la diferencia. Ahora estaba sola. Siempre se había
sentido sola, pero por unos pocos días se había sentido protegida y segura.
Pero eso era una tontería. La verdad era que no había tenido que preocuparse por
Carlin desde hacía años y mucho menos por su padrastro. Y tampoco se había
preocupado nunca por los hombres del pueblo. El único día que tuvo miedo fue esa
tarde en que Damián trató de llevarse a Adam, la misma tarde en que Hen subió el
camino con una bolsa llena de camisas de lino y cambió su vida para siempre.
Laurel subió hasta la pequeña cueva de la roca. Había ido muchas veces a ese
lugar. Casi siempre solía ir con Adam, a observar los venados o las mariposas, o a
recoger flores, o a jugar entre el pasto alto en primavera. Era su lugar privado para
olvidarse del trabajo y los pesares de la vida cotidiana.
Pero a veces iba sola, tal como lo estaba haciendo ahora. Se sentaba a la sombra de
la piedra, con los brazos alrededor de las piernas y la barbilla apoyada sobre las
rodillas, a observar el pastizal mientras reflexionaba y deambulaba por los rincones
de su mente, cubiertos de polvo y telarañas.
No debía torturarse con los sueños incumplidos de la juventud, se dijo. Era
demasiado tarde para desear que alguien llegara a su vida y arreglara todo lo que
había salido mal. Nadie podía borrar la muerte de sus padres, el maltrato de su
padrastro o el abandono de Carlin. Nadie podía devolverle su inocencia, ni los años
que había pasado perdida en medio de la desesperanza y la tristeza. La chiquilla que
soñó esos sueños también había desaparecido para siempre.
Pero no, todavía estaba viva en alguna parte de su alma. Estaba agobiada por las
decepciones y un poco desilusionada de la vida, pero todavía estaba viva, todavía
conservaba la esperanza.
¿La esperanza de qué?
—Esperaba encontrarte aquí.
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Laurel sintió como si toda su existencia hubiese quedado en suspenso. Todo lo que
ella había soñado en la vida estaba contenido en esa voz. Pero cuando se dio la vuelta
para mirar a Hen, se preguntó si alguno de sus sueños podría hacerse realidad algún
día. El problema era que ella ya no podía aceptar fragmentos. Necesitaba tenerlo
todo o, de lo contrario, todo estaría perdido.
—¿Cómo me has encontrado?
—No hay tantos lugares adonde ir.
—Me conoces demasiado bien.
—No, no te conozco en absoluto.
—Nada te lo impide.
Hen se sentó junto a Laurel.
—Sí, tú me lo impides.
—¿Por qué dices eso?
—Supongo que es culpa de los dos —admitió Hen—. A ti no te gusta lo que yo soy
y yo no confío en lo que está pasando.
—¿A qué te refieres? —Laurel prefirió no ahondar en el tema de su desprecio por
lo que él era. Ya sabía a qué se refería. Pero en cambio no entendía bien la segunda
parte de la frase. —A este asunto de enamorarse —explicó Hen—. Siempre pensé que
era estúpido. No iba a permitir que sucediera. Pero ha sucedido.
—¿Y?
—No lo sé. ¿Cómo te sientes tú?
¿Cómo se sentía al estar enamorada de Hen Randolph? Aterrada. Nunca había
estado tan asustada en toda su vida. Al mismo tiempo, se aferraba con fuerza a ese
amor.
—A veces me da hasta miedo pensar en eso.
—¿Por qué?
—Porque es algo muy importante para mí. Laurel trató de no pensar que el
silencio de Hen era una especie de retirada, pero él pareció retraerse a sus propios
pensamientos, a reflexiones que no quería compartir con ella. —¿Qué es lo que
quieres?
Laurel pasó saliva. Todo y nada. Hen ya le había dado mucho y sin embargo se
sentía vacía. ¡Por Dios, sería mejor que no dijera eso! ¡Hen iba a pensar que estaba
loca!
—Quiero a alguien que me quiera. Mucho. No espero que ese hombre haga nada
extraordinario, pero quiero que me haga sentir que soy especial, quiero sentir que, en
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su opinión, soy la mujer más maravillosa del mundo entero. Quiero que él diga que
soy su mujer. Quiero que sea posesivo, que sea celoso. Pero quiero que sea capaz de
olvidarse de todo eso porque sabe que yo preferiría morirme antes que traicionarlo.
Hizo una pausa. Los dos se miraban con intensidad.
—Quiero que piense que soy la persona más valiosa de todo el mundo —siguió
diciendo Laurel—, que me proteja y me cuide. Pero también quiero que sepa que
tengo un cerebro y sentimientos y opiniones, y puedo pensar y defenderme por mí
misma. Quiero sentirme libre y al mismo tiempo limitada por su amor. Quiero
sentirme poseída, pero sentir al mismo tiempo que yo soy la dueña.
Laurel se preguntó si habría hablado demasiado. Hen no dijo nada, sólo se quedó
mirándola.
—¿Entiendes lo que quiero decir?
—Todo lo que dices parece una contradicción.
—Dime qué significa para ti el hecho de estar enamorado.
Hen no estaba seguro de poder explicarlo. Aunque prácticamente no pensaba en
otra cosa desde hacía días, había encontrado muy pocas respuestas.
—Para mi padre, el amor era como una cadena que acabó con su vida. Yo entonces
creía que él nos odiaba. Ahora sé que no era lo suficientemente fuerte para odiar... ni
para amar. Para mi madre, el amor fue una obsesión que la cegó y le impidió ver la
verdad. Cuando ya no pudo seguir ignorando la verdad, el amor la mató. El día que
la enterramos, juré que nunca amaría a nadie de esa manera, aunque tuviera que
vivir y morir solo. Luego, cuando George se casó con Rose, vi que su amor no tenía
nada de destructivo. Sencillamente, cada uno de ellos se preocupaba por el otro y
procuraba hacerle feliz. No había sufrimiento ni suspiros, y tampoco tenían que estar
continuamente juntos. A veces están en la misma habitación y ni siquiera parecen ser
conscientes de la presencia del otro. Pero lo están. Es como si estuvieran conectados.
No tienen que decir ni hacer nada. El amor sencillamente está ahí todo el tiempo. Es
como si cada uno fuera parte del otro. —Hen miró a Laurel a los ojos—. Eso es lo que
yo quiero.
Laurel suspiró para sus adentros y puso una mano sobre la de Hen.
—Eso también es lo que yo quiero. Sólo que no lo he sabido expresar tan bien.
—Pero ¿acaso no quieres también todo el resto: los suspiros y el sufrimiento y los
aspavientos de que Dios nunca había creado a una mujer tan hermosa?
Laurel se rió.
—Claro que sí. Te apuesto a que George le dice todo el tiempo a Rose que es muy
hermosa, sólo que no lo hace cuando sus hermanos están delante. Eso es algo que
sólo quiere compartir con ella.
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—No me importa que los demás sepan que me parece que eres hermosa.
—Y a mí no me importa que el mundo entero sepa que creo que eres el hombre
más atractivo que ha existido sobre la Tierra, pero ¿querrías que todo el pueblo
estuviera ahora sentado en el pastizal observándonos y oyendo cada palabra que
decimos?
—¿Crees que les molestaría que yo hiciera esto?
Hen besó la oreja de Laurel y hundió su nariz en el cuello de ella.
A Laurel le resultó difícil seguir pensando en Valle de los Arces o en cualquier
otra cosa, mientras Hen encendía sus sentidos de esa manera.
—Me imagino que la señora Worthy le taparía los ojos a Hope. Y la señora Norton
arrastraría a la cama a la pobre Rachel.
Hen le bajó el vestido para destaparle un hombro y estampó varios besos en esa
piel suave y blanca.
—En este momento se levantaría Bill Norton. Probablemente piensa que esta
conducta es inapropiada para un banquero.
Lo cual demostraba lo equivocados que podían estar los banqueros. Laurel no
podía pensar en nada más placentero que eso. Se imaginaba que la señora Norton se
sorprendería un poco si su marido comenzara a resoplarle de repente en el cuello y a
besarle los hombros, pero creía que a Ruth no le costaría mucho trabajo
acostumbrarse.
Laurel se había acostumbrado con mucha facilidad. Esto no tenía nada que ver con
los besuqueos egoístas de Carlin. Hen parecía más interesado en complacerla a ella
que en satisfacer sus propios deseos. Laurel tuvo la tentación de ponerle una mano
entre las piernas para ver si su presencia lo excitaba tanto como él la excitaba a ella,
pero la sola idea hizo que su cuerpo se encendiera como una llama. Él pareció pensar
que eso había sido el resultado de sus besos y movió sus labios a la cima de los senos.
Laurel decidió no confundir las cosas.
Se daba cuenta de que Hen quería hacerle el amor en ese mismo lugar y en ese
mismo momento y todo su cuerpo vibraba de excitación. Carlin sólo la deseaba
cuando estaba ebrio. El hecho de que Hen quisiera estar con ella a plena luz del día,
mientras su cuerpo recibía los rayos del sol, le parecía realmente increíble.
Claro que ella también lo deseaba. Al principio no había pensado en eso, pero
ahora esa idea la golpeaba con la fuerza de un puño. Cuando levantó la vista para
mirar a Hen parado junto a ella, sus ojos quedaron primero a la altura de las
poderosas piernas y luego a la altura de sus caderas. Sólo cuando estiró el cuello y se
hizo sombra con la mano sobre los ojos pudo ver el resto. Cuando Hen se sentó junto
a ella quedaron al mismo nivel, pero el daño ya estaba hecho.
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Laurel se acomodó después entre sus brazos, con la convicción de que estaba con
un hombre que siempre la trataría como una compañera. Segura de que vivir con él
implicaría compartirlo todo.
—Tu amor me convierte en un hombre mejor —dijo Hen.
Laurel se sintió un poco desilusionada cuando las palabras invadieron ese
maravilloso momento que sigue al amor, pero a medida que fue entendiendo el
significado de lo que Hen había dicho, se dio cuenta de la importancia que tenían
esas palabras.
Entonces se apoyó sobre un codo para poder mirarlo. Él estaba acostado de
espaldas, con los ojos cerrados y el cuerpo bañado por el sol.
—¿Estás seguro de que no se trata sólo de deseo físico? —preguntó Laurel.
—Lo que está dañado dentro de mí no tiene nada que ver con mi apetito sexual —
dijo Hen y luego se dio la vuelta para que el sol no le cayera sobre los ojos—. Si fuera
así, podría haberlo arreglado hace años.
Laurel sintió una felicidad que apenas alcanzaba a contener.
—No hay nada dañado dentro de ti.
—No hay nada bueno dentro de mí.
—¿Quién te ha dicho eso?
—Nadie me lo ha dicho. Lo sé desde hace mucho tiempo.
Laurel quería discutir con él, decirle que estaba equivocado, pero no sabía qué era
eso a lo que Hen tanto le temía.
—¿Me estás diciendo que no quieres casarte porque crees que hay algo dentro de
ti que no funciona bien?
—No. Estoy diciendo que no debería hacerlo.
Laurel no podía entender nada. Mientras se vestían, trató de ver más allá de las
palabras de Hen para entender a qué se refería, qué sentía, por qué pensaba esas
cosas.
—Aquí casi no hay nada —dijo Hen y se dio un golpecito en el pecho—. Nunca
me casaría con ninguna mujer, a menos que crea que puedo ofrecerle lo mismo que
ella me ofrece a mí. Hasta ahora nunca creí que eso fuera posible. Pero ahora deseo
que sea posible.
—Eso es lo más ridículo que he oído en la vida —dijo Laurel—. La mitad de las
mujeres del mundo matarían por tener un marido como tú.
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—Pero estoy seguro de que rápidamente se hartarían de mí. Un hombre tiene que
ser mucho más que lo que se ve desde fuera.
—Yo nunca me hartaría de ti.
—Pero no se trata sólo de nosotros. Tenemos que pensar en otras personas.
Tal vez, pero Laurel no tenía intenciones de permitir que nadie se interpusiera
entre Hen y ella. Por fin había encontrado al hombre que deseaba y estaba dispuesta
a luchar para tenerlo.
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Capítulo 25
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—Muy bien, si no quieres hablar, supongo que no te puedo obligar. Pero has
desafiado mi autoridad, Adam Blackthorne, y no puedo permitirlo. Así que tendré
que castigarte.
Laurel pensó que Adam parecía un poco dubitativo, pero no estaba segura.
—Si no quieres hacerme caso, tendrás que perder algunos privilegios. Tener un
caballo es un privilegio. Voy a llevar a Sandy al establo y no podrás montarlo ni estar
cerca de él.
Adam parecía asustado por la amenaza de su madre, pero se mantuvo en su
posición.
—Si mañana sigues sin responder a mi pregunta, tendré que venderlo. Ahora que
ya no puedo lavar tanta ropa, necesito el dinero. El señor Elgin me ofreció un muy
buen precio. Dice que Danny necesita un caballo.
—¡No puedes permitir que Danny se quede con Sandy! —estalló Adam—. No
puedes hacerlo. Él va a dejar que Shorty Baker lo monte.
—Pues depende de ti. —Laurel caminó hasta donde estaba Sandy, lo soltó y
comenzó a avanzar hacia el establo.
No le gustaba amenazar a Adam de esa manera, pero el chico tenía que aprender.
—Él dijo que tú querías casarte con el comisario —dijo Adam, con la vista clavada
en el suelo.
—¿Y qué hay de malo en eso?
—Él dijo que el comisario no iba a querer que yo fuera su hijo, que querría que
pasaras todo el tiempo con sus propios hijos.
Laurel se detuvo y se arrodilló cerca del niño. Le levantó la barbilla para que
quedara mirándola directamente a los ojos.
—Yo soy tu madre, Adam. Y nada va a poder cambiar eso, ni siquiera el hecho de
que tenga una docena de hijos. Yo te seguiré amando tanto como te amo ahora. Los
otros niños serán tus hermanos y hermanas. Y tú los vas a querer, como ellos te van a
querer a ti. Seríamos una familia. ¿Por qué crees que Jordy quiere ser hijo del
comisario? Porque sabe que es un hombre maravilloso, que puede darle mucho amor
a un niño, aunque no sea su hijo.
Adam ni siquiera parecía estar escuchándola.
—¿No recuerdas cómo te enseñó a montar? No lo habría hecho si no te quisiera. Y
te quiere mucho, jamás te separaría de mí, es un hombre bueno y te quiere...
Adam seguía mirándola con expresión testaruda.
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que él aprendiera a querer otra vez a Hen, o dejarlo seguir creyendo que su padre era
un héroe.
Se preguntó si su hijo tendría edad suficiente para entender sus razones para
mentirle. No creía que el chico fuera capaz de aceptar la verdad. Ni de perdonarla.
Tal vez algún día lo hiciera, pero en ese momento sólo se sentiría furioso y
traicionado. En el caso de que la creyese, porque también podría suceder que no
creyera ni una sola de sus palabras.
Pero tenía que decírselo, por el bien de Adam y por el suyo propio. Laurel no le
debía nada a Carlin. Había mentido porque creía que era lo mejor para Adam y
ahora le diría la verdad por la misma razón.
—Ven aquí, Adam. Hay algo que tengo que contarte.
A Laurel se le rompía el corazón al ver que su hijo no quería acercársele. Hacía
sólo unos meses, nada podría haberlos separado. Ella creía que siempre iba a contar
con la confianza de su hijo y la asustaba haber estado tan equivocada.
—Supongo que debí decírtelo antes, pero no quería que tuvieras que avergonzarte
de tu padre.
Adam trató de soltarse, pero Laurel lo tenía bien agarrado.
—Mi padre era un buen hombre. Tú me lo dijiste. Y el abuelo también me lo dijo.
Laurel se dio cuenta de que su tarea iba a ser más difícil de lo que había previsto.
Al ver la manera en que Adam fruncía la boca, se dio cuenta de que el chico no iba a
aceptar lo que ella tenía que decirle.
—No te conté la verdad sobre tu padre —comenzó a decir Laurel—, porque quería
que tú lo amaras.
—Y lo quiero.
—El comisario no mató a tu padre. Fue asesinado hace casi siete años, mucho
antes de que el comisario viniera por estas tierras. Tu padre no estaba tratando de
detener a unos ladrones. Estaba tratando de robar un toro y uno de los hombres del
rancho lo mató.
—¡Eso no es verdad! —gritó Adam—. Mi padre era bueno. El comisario es malo.
—No, Adam. A tu padre lo atraparon robando ganado.
Adam por fin logró soltarse de los brazos de Laurel.
—¡Tú estás mintiendo!
—¿Y por qué te mentiría?
—Porque quieres casarte con el comisario. Tú no quieres que yo quiera a mi padre.
Quieres que quiera a Hen.
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—Ella dijo que mi papá era malo —le dijo Adam a Avery—, tal como tú dijiste.
Aunque se cuidó de adoptar una expresión de consternación, Avery sonrió para
sus adentros. Laurel acababa de caer en su trampa y ahora sólo tenía que convencer a
Adam para que lo ayudase. Pero el chico estaba demostrando ser notoriamente terco.
Al igual que su padre. Si Carlin le hubiese hecho caso, todavía estaría vivo. No se
habría casado con Laurel Simpson. Ella era muy hermosa, Avery tenía que admitirlo,
pero con sólo echarle una mirada supo que sería un problema.
—No puedes culpar a tu madre —le dijo Avery a Adam—. Las mujeres hacen casi
cualquier cosa por atrapar a un hombre. Decir mentiras es lo menos que he visto
hacer a algunas.
—¿A qué te refieres? —preguntó Adam.
—Eso no importa ahora. Lo que importa es que me ayudes a desquitarnos del
comisario por haberle disparado a tu padre.
—Mamá dijo que eso pasó hace mucho tiempo. Dijo que el comisario todavía
estaba en Texas en esa época.
—Tu madre no sabe nada de eso. Ella no estaba allí. Ahora bien, me vas a ayudar
¿sí o no?
—Mi madre dice que no fue el comisario —repitió el muchacho.
—Ya te lo dije, niño, estoy seguro. Ahora deja de preocuparte por eso. Vamos a
hacer un plan.
Pero Adam no le estaba prestando atención. Avery tuvo la impresión de que el
chico estaba pensando en su propio plan.
—No pongas esa cara de tristeza —le dijo Iris a Laurel—. Ese enorme y testarudo
cuñado mío tendrá que entrar en razón en algún momento.
—¿A q-qué te r-refieres? —dijo Laurel tartamudeando, al darse cuenta de que
estaba perdida en sus ensoñaciones.
—Todo el mundo se da cuenta de que estás enamorada de Hen. Es tan evidente
como que él está enamorado de ti. Si eso es cierto, la única razón que puedo ver para
toda esa tristeza y esos suspiros es que él no te haya propuesto matrimonio todavía.
No lo ha hecho, ¿cierto?
—Él nunca ha dicho... Yo no espero que... No.
—Eso me parecía. Ninguno de los Randolph se casa con facilidad. Creo que todos
están un poco locos. Sé que Jeff lo está. Y a Zac es imposible entenderlo. El único que
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ojos, últimamente Hen no pensaba en cosas muy agradables. Laurel quería hablar
con él, pero se contenía. Cualquier cosa que estuviera pensando, era algo que tenía
que resolver por sí solo. Y cuando estuviera listo, iría a buscarla.
—Pero tú estás preocupada por otra cosa aparte de Hen, ¿no? —preguntó Iris y se
quedó estudiando a Laurel durante un momento—. ¿Es porque proviene de una
antigua familia de Virginia? Algunas de las mujeres del pueblo lo comentan por ahí,
es su chisme favorito... —explicó Iris—. Eso es parte del problema, ¿verdad?
Laurel asintió con la cabeza.
—Pues bien, puedes dejar de preocuparte por eso. El padre de Rose era un oficial
del ejército yanqui. No te puedes imaginar cómo cayó eso en el resto de la familia. El
padre de Fern era un granjero de Kansas, un guerrillero partidario de la abolición de
la esclavitud, para más señas. No te voy a contar cómo eran mis padres. Sólo te digo
esto para que te convenzas de que los Randolph se casan con quien quieren. Según
Monty, toda esa sangre azul está cada vez más diluida y necesitan una buena
infusión de espesa sangre roja, de la sangre que estoy segura que corre por tus venas.
—Si están buscando una estirpe corriente, pero buena y resistente, han venido al
lugar correcto. Eso es lo único que hay en Valle de los Arces. Y yo soy la más
corriente de todas.
—Pero también la más hermosa y, por lo que he oído, probablemente la más lista.
—¿A qué te refieres?
—No es fácil para una mujer salir adelante sola. Y entiendo que no sólo lo lograste
sino que tienes una propiedad.
—Ah, te refieres al cañón...
—Es la principal fuente de agua del pueblo, ¿verdad?
—Sí.
—En este pueblo no hay nada más valioso que eso, ni siquiera el oro.
Sí, sí lo había. Hen Randolph. Pero Laurel no sabía si tendría la suerte de reclamar
propiedad sobre él.
Hen estaba de mal humor. Llevaba varios días así. Siempre se ponía como una
serpiente venenosa cuando no podía descubrir algo. Y el hecho de no ser capaz de
decidir qué papel quería que desempeñara Laurel en su vida hacía que se sintiera
peor que nunca.
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—Pareces un animal enjaulado —dijo Monty—. Crees que hemos venido a crear
problemas, en lugar de a ayudarte a acabar con los que tienes.
—No, os agradezco que hayáis venido, al menos agradezco que os preocupéis
tanto de mí como para venir a ayudarme. Pero vuestra presencia en el pueblo ha
despertado rumores sobre una confrontación entre nuestra familia y los Blackthorne.
Lo último que necesito es que venga otro idiota a dispararle a un chico. Si eso llegara
a suceder, los Blackthorne comenzarían a competir con los del pueblo para ver quién
me mata primero.
—Supongo que eso puede ser un poco preocupante —dijo Monty—. Pero no
consigo que Madison y Jeff se queden en casa. Lo cual es una estupidez. Hacía años
que Madison no se subía a un caballo. Pero hay que reconocérselo. El desgraciado no
se quejó ni una sola vez. Desde luego, Jeff le dio suficientes problemas.
Pero a Hen no le importaba lo que sucediera con Jeff y Madison. Su futuro pendía
de un hilo y ni las cicatrices que le dejó a Madison la montura ni sus peleas con Jeff
iban a ayudarlo a tomar una decisión.
—Pero lo que realmente te preocupa es algo más. Es esa mujer, ¿verdad? La viuda
con el chico. ¿Cuál es el problema?
—Estoy enamorado de ella, estúpido. Ése es el problema.
Monty miró a su hermano durante un momento de asombro, antes de que los ojos
comenzaran a brillarle con sorna. Luego estalló en carcajadas.
—¡Deja de reírte o te tiraré al suelo de un puñetazo!
—Puedes tirarme al suelo y pisotearme después, que yo
seguiré riendo —logró decir Monty entre carcajada y carcajada—. Después de
cómo te portaste cuando yo estaba viviendo un infierno por Iris, no pienso levantar
ni un solo dedo para ayudarte, aunque estuvieras colgado de las pelotas en medio de
un ventarrón.
—Siempre pensé que tú eras el peor canalla de todo Texas.
—Y yo siempre pensé que el peor canalla de todo Texas eras tú.
—Si no fuera muy infantil, te daría una paliza.
—Vamos, golpéame si eso hace que te sientas mejor, pero eso no va a solucionar tu
problema.
Hen tuvo la tentación de desquitarse con su hermano por la frustración que sentía,
pero en lugar de eso estrelló el puño contra una silla de cuero, que le respondió con
un gemido seco.
—¿No quiere casarse contigo? —preguntó Monty.
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—No se lo he preguntado.
—Entonces, ¿cómo sabes que hay un problema?
—Yo soy el problema.
—¿Por qué?
—No voy a ser un buen marido.
—Probablemente no. Dios sabe que yo no querría casarme contigo. Tienes un
temperamento espantoso, nunca le dices a nadie lo que vas a hacer hasta después de
hacerlo y no puedes mantener una conversación decente en la mesa. Probablemente
esperas que ella se siente por las noches en casa a ver cómo pones mala cara por
todo.
Hen sonrió brevemente.
—No es sólo eso. Tú sabes que todos somos como papá. Yo juré que nunca trataría
a nadie de la forma en que él trató a mamá.
—Espero que no.
—¿Quién dice que yo no le voy a hacer lo mismo a Laurel?
—Tú tienes mucho genio y tiendes a ser una persona taciturna, pero no eres cruel.
—Gracias. De todos modos, supongo que ella no querrá un marido como el que
acabas de describir.
—Pregúntaselo. Dile que eres un maldito bastardo. Y si se casa contigo, no podrá
decir que no se lo advertiste.
—Pero yo no quiero hacer eso, idiota. Yo la amo. Preferiría salir por esa puerta y
no volver a verla nunca antes que hacerle daño.
—La amas de verdad, ¿eh?
—Claro que la amo. ¿Crees que te daría la oportunidad de burlarte de mí si no la
amara?
Monty se quedó mirándolo fijamente.
—¿Has hecho el amor con ella?
Hen asintió con la cabeza.
—Entonces es serio.
—Ya te he dicho que es muy serio.
—Lo sé, pero no creí que hubieses roto ese celibato que
te autoimpusiste.
—No era mi intención.
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—¿Acaso lo lamentas?
—No. Es sólo que ahora creo que me he comprometido a algo que no estoy seguro
de poder hacer. Tú sabes lo que significa pensar en casarse.
Monty se rió.
—Mucho más que tú.
—Pero siempre haces las cosas antes de pensarlas.
—Es una lástima que tú no puedas hacer lo mismo de vez en cuando.
—Una vez lo hice.
—Yo ya lo he olvidado.
—Pues bien, yo no puedo olvidarlo.
—Deberías. Tú amas a esa mujer. ¿Quieres cuidarla y estar con ella todo el
tiempo?
—Claro.
—Entonces, ¿cuál es el problema?
—No sé si podré hacerlo. Hablando en serio, ¿de verdad crees que yo podría ser
un buen marido?
—El mejor. Tú siempre has entendido a las mujeres mejor que cualquiera de
nosotros. Pero tiene que ser la mujer indicada.
—Laurel es la indicada.
—Entonces no tienes nada de qué preocuparte. Bueno, eso no es cierto, pero nada
que otros hombres casados no hayan tenido que aprender.
—Sencillamente, no estoy seguro de ser el hombre indicado.
—Ningún hombre lo es. Yo me acobardaba cada vez que pensaba en casarme con
Iris.
—Pero tú la adoras.
—Eso no cambia nada. El matrimonio es una cosa aterradora para un hombre.
—Y tú me lo dices... En especial cuando ella tiene un chico que me odia a muerte.
—Eso lo podrás superar. Siempre has tenido mucho encanto.
—Pero si tú eras el del encanto.
—No. Yo soy el tipo de hombre que se sale con la suya porque soy bien parecido y
rico y no soy un mal tío a fin de cuentas. En cambio tú eres malo como un demonio y
suave como la seda. Exactamente el tipo de hombre que les resulta irresistible a las
mujeres.
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—No estoy seguro de que me guste la idea de que todos ellos estén en el pueblo.
Eso puede ser el detonante para que los Blackthorne nos ataquen.
—Hace un rato los vi a los seis caminando por la calle y estoy seguro de que no me
gustaría hacerles frente.
—Y su gemelo es bastante grande.
—Os estáis preocupando por nada —les dijo Peter Collins a los hombres que
estaban reunidos en la cantina Elgin—. Los Randolph no están aquí para causarnos
ningún daño.
—Eso ya lo sabemos. El problema es que si se enfrentan aquí con los Blackthorne
cualquiera de nosotros puede salir herido sin tener nada que ver en el asunto...
—¿Y por qué iban a enfrentarse aquí?
—Los Blackthorne pueden pensar que nosotros los estamos protegiendo.
—¿Y acaso no los estamos protegiendo?
—Contratamos al comisario para que nos protegiera a nosotros. No al revés.
—Creo que deberíamos deshacernos de él —dijo alguien—. Yo no quiero que
traiga sus problemas aquí.
—Pero los Blackthorne saben que lo contratamos para perseguirlos. Tal vez
vengan por nosotros después de que él se vaya.
—Nadie ha visto a los Blackthorne después de que el comisario capturó a esos
cuatreros —señaló Bill Norton—. Tal vez no vengan. Y ahora, ¿por qué no os tomáis
una copa y habláis de lo pronto que han llegado las lluvias este año ?
—¡Fuego! —El grito venía de la calle—. ¡Alguien le ha prendido fuego a todo el
pueblo!
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Capítulo 26
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—Eso sólo suma seis personas. Y habrá al menos dos docenas de Blackthorne. Tal
vez más. —Hen no entendía el peligro, no comprendía los temores de Laurel. Nunca
lo haría.
—Eso sólo son cuatro por cabeza. Monty se va a sentir estafado.
Laurel dio un zapatazo en el suelo para expresar su frustración.
—Ponte serio. No te quedes ahí como si esto fuera un juego. Tú y yo sabemos que
esa gente tiene la intención de matarte, a ti y a cualquiera que se ponga de tu lado.
—Muchas personas han querido matarme. Y hasta ahora nadie ha podido.
—Pero esta vez se trata de los Blackthorne. Vendrán al menos veinticuatro de
ellos...
—Después de que George y Jeff regresaron de la guerra, nos enfrentamos con más
de cuarenta McClendon que estaban decididos a matarnos por medio millón en oro
que no teníamos. Eso fue hace once años. Ahora sabemos pelear mejor.
—Pero ellos son ladrones de ganado.
—Igual que los McClendon.
—Y asesinos.
—Los McClendon mataron al joven Alex Pendleton. Lo asesinaron sin darle
ninguna oportunidad.
Laurel no podía entender por qué los hombres parecían pensar que si una vez
lograban hacer algo peligroso, podían seguir haciéndolo toda la vida sin que les
pasara nada. Se preciaban de pensar con lógica, pero cualquier mujer, sin importar lo
sentimental que fuera, sabía que uno no podía vivir tentando al destino. Ni siquiera
los Randolph eran inmortales.
Hen agarró a Laurel y la acercó a él para besarla suavemente en los labios.
—La gente como los Blackthorne nunca hace planes. Piensan que el solo hecho de
ser numerosos los hace invencibles. Si las cosas no les salen como esperan, no saben
qué hacer. Cuando teníamos la edad de Hope, Monty y yo sobrevivimos a cinco años
de pelear con ladrones de ganado, bandidos e indios. George y Jeff eran oficiales en
la guerra. Los tendremos dominados en segundos.
¿Acaso Hen no se daba cuenta de que Laurel no estaba interesada en hablar sobre
estrategia? Ella no quería que él estuviera en ese enfrentamiento. La idea de ver su
atractivo rostro cubierto por el frío y la rigidez de la muerte le producía pánico.
—No tienes que preocuparte por la estrategia ni por ningún error, ni por nada más
—dijo Laurel—. Puedes marcharte, ahora... hoy mismo, esta noche.
Hen la tenía abrazada, pero de pronto la miró con unos ojos llenos de frialdad.
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Laurel quería decir que sí. La palabra saltaba de manera frenética en su garganta
con deseos de salir. Sus labios se movían, tratando de pronunciar la palabra por
voluntad propia, pero el temor y la incertidumbre formaban una barrera
infranqueable. Lo que ella había pensado que sería la cosa más maravillosa que
podía sucederle, se le presentaba de repente a un precio que no podía pagar.
—No puedo.
Se sintió como si acabara de clavarse un cuchillo en el corazón. Había vivido toda
la vida para llegar a este momento y sin embargo ahora que estaba frente a él, tenía
que decir que no.
—¿Por qué? ¿Acaso no me amas? —preguntó Hen con desconcierto. Su cara
reflejaba sorpresa, incredulidad—. Después de que hicimos el amor pensé que...
—Yo pensé lo mismo —dijo Laurel—. Llevaba varias semanas deseando que me
propusieras matrimonio.
—Entonces, ¿por qué me rechazas?
—No soy capaz de afrontar el futuro sabiendo que después de este tiroteo habrá
otro. Y después otro, hasta que algún día alguien te mate. Yo sé lo que es pasar toda
la noche despierta preguntándome si regresarás. Si estarás muerto, o herido o
quedarás lisiado de por vida. Te amo más de lo que creí que podía amar a nadie,
pero no puedo hacerlo. Tal vez sea una debilidad mía. Tal vez sea un defecto. No lo
sé. Pero sencillamente no puedo.
—Nadie me va a matar.
—Todos los hombres que van a un duelo piensan que el otro será el que termine
muerto. Pero uno de los dos está equivocado.
—Un hombre debe hacer lo que...
Laurel estalló debido al dolor que la asfixiaba.
—Estoy cansada de que me digan lo que un hombre debe hacer. Eso siempre
termina en que una mujer tiene que quedarse esperándolo, sola, preguntándose si el
hombre que ama regresará a sus brazos, y sin nadie que la ayude a mantener viva a
su familia. Mi padre se hizo matar por una discusión sobre una mina sin ningún
valor, porque sentía que tenía que defender sus derechos. Pero lo único que obtuvo
fue una tumba fría. Mi madre se consiguió un marido que le pegaba. Yo me casé con
Carlin para escapar de él, pero Carlin se hizo matar y me dejó con un bebé. Ahora tú
quieres que yo me case contigo para que me vuelva a quedar sola. No puedo hacerlo.
He pasado toda mi vida tratando de sobrevivir al abandono de la gente que decía
amarme, que prometió cuidarme. No me pidas que vuelva a hacerlo.
—Laurel, escúchame. Uno no puede permitir que los forajidos le roben su ganado
y aterroricen su pueblo. Si lo hace, sería mejor entregar todo lo que tiene de una vez y
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marcharse a otro lugar. Pero eso tampoco serviría de nada. Un hombre que huye de
un forajido en un lugar, seguirá huyendo de todos los lugares.
—A mí no me importan los demás —dijo Laurel, y se preguntó por qué Hen
siempre tenía que pensar en términos de pueblos y familias y gente en general. ¿Por
qué no podía pensar simplemente en él mismo, en ella, y olvidarse de todos los
demás?
—A mí no me sirve de nada saber que Bill Norton está a salvo en su cama, o que
Horace Worthy está roncando junto a Grace, si tú estás enterrado en ese cementerio.
Tal vez a ti te preocupa más este pueblo que tu propia seguridad, pero a mí no.
—No he querido decir eso. Pero tú no me respetarías si yo le diera la espalda al
pueblo.
—¿Y de qué me serviría el respeto si tú estás muerto? —preguntó Laurel—.
¿Acaso el respeto me puede abrazar cuando estoy triste o asustada? ¿Puede ponerme
higos chumbos en las heridas? ¿Puede llenar un corazón que está a punto de secarse
debido a la soledad?
Laurel no sabía por qué se molestaba en explicar sus sentimientos.
Independientemente de lo que dijera, Hen nunca iba a entenderla.
—También está Adam —agregó.
—¿Qué hay con él?
—¿Crees que puedo darle un padre que sé que algún día van a matar? Eso ya le
ocurrió una vez. Sería una crueldad hacerle pasar otra vez por eso.
—Ya te lo dije...
—Ya sé lo que me dijiste. Me imagino que el comisario Alcott le dijo lo mismo a su
esposa. Pero ahora ella es una viuda con tres hijos que educar. Tendrá que casarse
otra vez, con el primero que se lo proponga. Al igual que hizo mi madre. Pero yo no
voy a hacer eso, Hen. Yo te amo. Pensé que podría hacer cualquier cosa si tú querías
casarte conmigo, pero no puedo. Sencillamente, no puedo.
Laurel lo había perdido. Podía verlo en los ojos de Hen. Pudo sentirlo en la
manera en que él la soltó y se alejó de ella. Pudo verlo en las barreras que parecían
estar levantándose entre los dos tan claramente como una pila de tablas de pino.
Y eso le dolía más que cualquier otra cosa que hubiese pasado en la vida.
Laurel se sentía triste por no haber podido cumplir las expectativas que Hen tenía
sobre lo que debía ser una mujer, pero ella sólo podía hacer lo que podía hacer. Tal
vez Iris podía quedarse en casa mientras Monty se enfrentaba a la muerte, pero ella
no podía hacerlo.
No le había dicho a Hen nada sobre Adam. Pero ya no importaba.
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Hen trató de combatir ese sentimiento. Amaba a Laurel y ella lo amaba a él. Tenía
que haber una solución y se propuso encontrarla. El precio del fracaso era demasiado
alto y él lo sabía. Lo había estado pagando durante la mayor parte de su vida.
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Esa sugerencia fue abucheada tanto por la gente del pueblo como por los
rancheros, pero cuanto más se prolongaba la discusión, menos gente parecía estar de
acuerdo. Todo el mundo tenía su propia idea acerca de qué hacer y cuanto más
hablaban, menos dispuestos estaban a llegar a un consenso. Laurel tuvo miedo de
que varios de ellos se liaran a puñetazos. De pronto se quedaron callados, cuando
Miranda Trescott se levantó para hablar, aunque fueron necesarios varios codazos y
uno que otro golpe para acallar a los más acalorados.
—Supongo que es lógico que cada uno de nosotros tenga una idea distinta sobre lo
que pensamos que debe hacerse —dijo y se escuchó un rumor generalizado de
aprobación—, pero es esencial que lleguemos a un acuerdo. No creo que los
Blackthorne tengan la cortesía de posponer su ataque hasta que tengamos tiempo de
culminar nuestras deliberaciones.
Se oyó una risa general.
—No llevo mucho tiempo viviendo aquí, pero ya siento que este pueblo es como
mi casa. Así que espero que tengan la bondad de permitirme decir unas cuantas
palabras.
—Ya ha dicho más de unas cuantas y apenas está empezando —susurró algún
impertinente y enseguida recibió un codazo en las costillas.
—La responsabilidad de mantener la ley y el orden en este pueblo descansa en el
jefe de la fuerza de policía. Y a él es a quien le corresponde la decisión acerca de cuál
es la mejor manera de actuar. Una vez se decida eso, dependerá de la gente del
pueblo si sigue sus recomendaciones o no. Así se hacen las cosas en el Este. No veo
cómo puede hacerse de otra manera sin correr el peligro de caer en el caos y la
anarquía.
—Gracias, señorita Trescott —dijo Bill Norton, mientras Miranda regresaba a su
puesto—. Estoy seguro de que nosotros...
—¡Eso no es más que basura! —gritó un hombre mal vestido que se puso de pie
abruptamente—. Aquí no tenemos fuerza de policía. Sólo tenemos un comisario. Y
no estamos lidiando con un criminal, ni siquiera con una pandilla de criminales. Nos
estamos enfrentando a todo un clan, unos individuos muy peligrosos que quieren
acabar con nuestro pueblo porque el comisario, aquí presente, está a punto de llevar
a la horca a algunos de sus miembros.
—Si pudiéramos lograr que viniera el Ejército, sería otra cosa.
—No necesitamos al Ejército —dijo Horace Worthy— mientras nos mantengamos
unidos.
—¿Usted está dispuesto a salir a la calle a enfrentarse a esos Blackthorne? —
preguntó el hombre.
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—Claro que lo estoy —dijo Horace—. Y espero que el resto de los aquí presentes
estén de acuerdo conmigo.
—Entonces es un pobre imbécil.
Laurel no fue capaz de aguantar más. Había soportado a esta gente durante siete
años. Odiaba a algunos y se había enfurecido con otros, pero nunca se había sentido
tan avergonzada que no podía mantener la cabeza en alto. Así que se levantó.
La gente se quedó mirándola con asombro y todo el mundo comenzó a callarse.
—Me dan asco —siseó Laurel, al tiempo que interrumpía los esfuerzos de Bill
Norton por tranquilizar los ánimos—. Me da asco pensar que alguna vez quise ser
parte de ustedes. Me da asco pensar que me senté en ese cañón durante casi siete
años a preguntarme si alguna vez nos aceptarían a mí y a mi hijo, si alguna vez
podría caminar por la calle y sentirme acogida, sentir que pertenecía a este lugar.
Ahora me da vergüenza decir que soy una de ustedes.
—¿Cómo se atreve a hablarnos de esa manera? —gritó una mujer.
Laurel se volvió hacia la mujer con la velocidad con que un hurón se lanza sobre
su presa y comenzó a caminar entre las mesas llenas de gente.
—Así es, Mabel, la viuda Blackthorne tiene las agallas de avergonzarse de ustedes.
A esta mujerzuela le da pena pensar que alguien pueda creer que formo parte de
semejante partida de cobardes y llorones.
Enseguida se oyeron varias protestas que provenían de distintos lugares del salón,
pero Laurel no se dejó amilanar.
—Sí, yo también creo que son ustedes unos cobardes. No les gusta, ¿verdad? Me
han mirado con desprecio durante años, me han insultado, han acabado con mi
reputación, pero no pueden decir nada porque saben que tengo razón.
De manera inesperada, Laurel se volvió hacia el dueño de la cantina.
—Usted dejó que el comisario saliera solo a la calle a perseguir a un chico de
dieciséis años, mientras se escondía detrás de sus puertas de vaivén. Lo sé porque yo
lo vi con mis propios ojos.
Antes de que el hombre se recuperara de la sorpresa, Laurel ya tenía acorralado a
un ranchero.
—Y le pidió que atrapara a los cuatreros que le robaban el ganado, pero en cuanto
se presenta el más mínimo problema está dispuesto a echarlo del pueblo, y también a
mí, y a darse por vencido.
Un hombre que estaba al fondo se puso de pie.
—Y si usted se atreve a abrir la boca, Julius Hatfield, también tengo un par de
cosas que decir a propósito de unas reses perdidas.
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Capítulo 27
Hen nunca había estado tan orgulloso de nadie en su vida como lo estaba en ese
momento de Laurel. El silencio cargado que siguió a sus comentarios acentuó el
poder de sus palabras. Laurel lo miró por encima de la cabeza de la gente. Si alguna
vez había dudado que ella lo amaba, ya no tenía ninguna duda. Laurel acababa de
hacer eso por él, no por el pueblo.
Grace Worthy se puso de pie.
—Cada uno puede hacer lo que quiera, pero yo me propongo apoyar a mi marido.
Ustedes podrán pensar que nosotros no tenemos nada aquí que valga la pena
defender, pero sí lo tenemos.
—Yo también —anunció Ruth Norton y se puso de pie—. Tú comenzaste esto,
Miranda —le dijo a su sobrina—. Así que ponte de pie.
A lo largo de todo el salón se oían murmullos que iban y venían. Aquí y allá varios
maridos renuentes recibían codazos de sus esposas para que se levantaran, y poco a
poco la mitad de la gente que estaba en la cantina se fue poniendo en pie.
—Bien —dijo Bill Norton y tomó su lugar al frente del salón, antes de que los
disidentes pudieran comenzar a protestar—. Ahora que ya hemos decidido que
actuaremos, creo que deberíamos oír lo que el comisario tiene que decirnos.
Mientras Hen se dirigía al frente del salón, Laurel comenzó a retirarse hacia el
fondo. En pocos segundos se cruzarían. ¿Qué podía decirle para que ella se diera
cuenta de lo orgulloso que estaba de ella por lo que acababa de hacer? Tal vez Laurel
había cambiado de opinión respecto al matrimonio, pues no habría dicho nada de lo
que acababa de decir si continuara pensando como antes. Hen apresuró el paso, pues
se sentía un poco más esperanzado y el corazón le latía con rapidez.
—Laurel, yo...
Laurel lo miró y con esa sola mirada acabó con todas sus esperanzas.
—En cuanto esto termine, Adam y yo nos marcharemos de Valle de los Arces.
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Laurel trató de pasar de largo, pero Hen la agarró del brazo. Ella dio media vuelta
para mirarlo a los ojos, un poco asustada.
—No —dijo y sonó como si le estuviera suplicando que la comprendiera y la
ayudara al mismo tiempo.
—Te amo —susurró Hen.
Pero la expresión de Laurel permaneció inmutable.
—Déjame ir.
Hen la soltó. Tenía que hacerlo, con tanta gente observándolos. Pero cuando todo
terminara, se proponía volver a hablar con ella. Era evidente que Laurel no entendía
nada acerca del destino y no sabía que era inútil luchar contra lo que está escrito.
Hen se paró al frente de la gente.
—Tengo un plan que no requiere la participación de mucha gente, así que si hay
personas que no están dispuestas a defender el pueblo, les sugiero que se marchen
ahora. Eso sí, mañana, antes de amanecer, tendrán que haber salido del pueblo con
todas sus pertenencias.
Se oyeron muchos gritos y la gente dijo cosas bastante duras, pero Hen
permaneció firme. Las opciones eran estar dispuesto a pelear o marcharse. Después
de unos cuantos minutos, los cobardes, los que no estaban de acuerdo y los que no
hacían más que gruñir comenzaron a salir. Hen veía que no querían irse porque
sabían que esa actitud los marcaría para siempre, pero de todas maneras se fueron.
Rápidamente, la cantina volvió a quedar en silencio.
—Bien, esto es lo que quiero que hagan —dijo Hen.
Hen oyó el ruido de una pistola y se quedó paralizado. Pensó que debería haberse
tomado más en serio las advertencias de Laurel acerca de los Blackthorne, pero
siempre había pensado que irían en grupo, no que mandarían a alguien para que lo
sorprendiera en su oficina.
Hen esperó, pero la persona que estaba detrás no hizo ningún ruido, no le dio
ninguna instrucción. Movido por la curiosidad, comenzó a volverse en la silla
lentamente para no asustar al intruso.
Era Adam. El chico estaba a unos tres metros de él y tenía un arma en la mano, con
la que le apuntaba directamente al pecho.
—Deja esa pistola —dijo Hen.
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—Te voy a disparar —dijo Adam. El chico estaba pálido y parecía muy asustado,
pero se le veía también muy decidido.
—¿Por qué?
—Así mi padre ya no será malo.
Esa afirmación no tenía sentido para Hen, pero era evidente que sí resultaba lógica
para Adam.
—Yo no hice que tu padre fuera malo.
—Sí, sí lo hiciste —insistió Adam; estaba muy nervioso y el arma comenzó a
temblarle en las manos. Ya había quitado el percutor, de manera que no se
necesitaría mucha presión para devolverlo a su posición original. Hen podía sentir la
tensión que se iba acumulando en su vientre. Tenía que encontrar una manera de
quitarle el arma, pues el menor error podría hacer que Adam apretara el gatillo.
—No lo entiendo —dijo Hen—. Explícamelo. —Si lograba entender lo que Adam
estaba pensando, tal vez pudiera encontrar una manera de convencerlo de que bajara
el arma.
—Tú dijiste cosas malas sobre mi papá —dijo Adam—. También hiciste que mi
mamá dijera cosas malas sobre él.
—Así que si me matas...
—Nadie volverá a decir cosas malas y mi papá ya no será malo.
Hen nunca habría pensado las cosas de esa manera, pero podía entender que un
niño de seis años llegara a esa conclusión.
—Yo no hice que tu madre dijera nada.
—Sí, sí lo hiciste —insistió Adam y se le aguaron los ojos—. Tú hiciste que ella
dijera mentiras sobre mi papá. —Las lágrimas comenzaron a escurrírsele por las
mejillas y entonces el chico estalló—: Tú quieres que ella se case contigo. Quieres
llevártela lejos. Quieres que ella quiera a tus hijos y no me quiera a mí.
Así que eso era. Eso explicaba la razón por la que Adam había comenzado a
odiarlo.
—¿Quién te dijo eso?
—Mi abuelo.
Hen no sabía qué era más importante para Adam, si ser capaz de creer que su
padre era un buen hombre o que su madre no iba a abandonarlo, pero sabía que el
chico iba a tener que aceptar a su padre como lo que era y no como quería que fuese.
Y aún más importante, Adam tenía que dejar de creer que su propia autoestima
dependía de la de su padre.
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«¿Y por qué un chico de seis años debería ser capaz de entender eso, cuando tú no
has podido hacerlo, a pesar de que tienes veintiocho años?», le dijo una vocecilla en
su interior.
Toda su vida, Hen había sido víctima de su propio odio. El odio le había impedido
acercarse a sus hermanos, le había impedido ser capaz de dar o recibir amor. Hen no
quería que a Adam le ocurriera lo mismo.
—Adam, lo siento, pero lo que tu madre dijo es la verdad. Tu padre no era un
buen hombre.
—Estás mintiendo. Te voy a matar.
Adam agarró el arma con más fuerza. Hen sintió que una gota de sudor le escurría
por la espalda. Tenía que seguir hablando, tenía que seguir tratando de razonar con
Adam.
—¿Acaso Jordy no te dijo lo mismo? ¿Al igual que Shorty Baker y otros chicos?
¿Piensas matar a todo el que diga cosas que no te gustan?
—Si te mato, ellos no dirán nada más.
—Pero eso no convertirá a tu padre en un buen hombre.
Adam no dijo nada, pero nunca dejó de sostener la pistola con fuerza. Si la
situación no fuera tan seria, Hen se habría reído de lo irónico que sería que un
famoso pistolero resultara asesinado por un niño de seis años.
—Supongo que todos los niños desean tener un padre que puedan amar y del cual
puedan sentirse orgullosos, pero no todos tenemos esa oportunidad. Yo no la tuve.
Mi padre era peor que el tuyo. Peor que el de Jordy.
Hen se preguntó si serviría de algo saber que alguien más había sentido el mismo
dolor que uno sentía. No creía que eso sirviera de nada. Eso no les había ayudado ni
a él ni a sus hermanos. Sin embargo, sí parecía haberle servido a Jordy. Tal vez
también podría ayudar a Adam.
—Estoy seguro de que tu padre quería ser un buen hombre. Pero algo salió mal.
Adam parecía querer negar las palabras de Hen, pero no dijo nada.
—No todos podemos hacer lo que queremos ni ser lo que queremos. Mi padre fue
una persona terrible, pero estoy seguro de que alguna vez quiso ser mejor. Estoy
seguro de que lo intentó. Y estoy seguro de que para tu padre fue igual. Puedes
sentirte orgulloso de eso.
«Deberías seguir tus propios consejos», continuó la vocecilla de su interior,
«¿acaso no puedes sentirte orgulloso ni de la manera en que murió tu padre?».
—Mi padre era bueno —insistió Adam, pero esta vez no parecía tan seguro de lo
que decía.
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—Estoy seguro de que fue un buen hombre la mayor parte del tiempo. Y sé que te
habría amado mucho y se habría sentido orgulloso de ti.
Hen se preguntó si su propio padre se habría sentido orgulloso de él. O su madre.
Es posible que pensaran que les había dado la espalda. Y tal vez lo había hecho. Y al
mismo tiempo le había dado la espalda a una parte de sí mismo.
—¿Sabes? El padre de Jordy siempre se estaba metiendo en líos. Y Jordy se pasaba
la vida peleando por eso. No le gustaba que la gente hablara de su padre, así como a
ti no te gusta que hablen del tuyo.
—Jordy no vive peleando.
—Lo sé. Tuve una larga conversación con él. Le hablé de mi padre y él me habló
del suyo. Entonces hicimos la promesa de apoyarnos mutuamente. Jordy también
prometió apoyarte a ti.
Adam parecía mantenerse en la misma posición recalcitrante, pero Hen podía ver
que se estaba suavizando. Estaba comenzando a aceptar que su madre había mentido
cuando le dijo que su padre era un buen hombre. Probablemente seguía negándolo
porque pensaba que, si lo negaba, dejaría de ser cierto.
Hen se dio cuenta de que él también lo había estado negando. Después de sacar a
sus dos padres de su corazón, pudo fingir que no le dolía. Había tratado de ser como
Madison y Monty, a quienes no les importaba, pero él no podía hacerlo. Él tenía que
encontrar una manera de arreglar el asunto. Adam también necesitaba encontrar una
solución. Y tenía que ser ahora mismo.
—¿No quieres saber por qué Jordy se ofreció a apoyarte y protegerte? —le
preguntó Hen a Adam.
El chico negó con la cabeza, pero la expresión de sus ojos era una súplica tácita
para encontrar la manera de aliviar el dolor que sentía y no entendía.
—Por la misma razón por la que yo decidí proteger a Jordy. Porque él es un gran
chico y lo quiero. Siento mucho que su papá fuera un hombre tan malo. Los dos
sentimos mucho que tu papá no fuera un buen hombre todo el tiempo, pero tú eres
un gran chico. Y te queremos mucho.
Adam siguió mirando fijamente a Hen, pero el arma comenzó a temblar.
—Tú le gustas a todo el mundo. Incluso a Hope. Ella dice que eres bastante
razonable para ser un niño tan pequeño.
Los ojos de Adam parecieron perder un poco de ese intenso ardor que los hacía
brillar.
—Y tu madre te quiere más que todos nosotros juntos. Ella te ama tanto que te
mintió acerca de tu padre porque sabía que tú querías tener un padre como todos los
demás niños. Y como no podía traerlo de nuevo a la vida, optó por lo único que
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podía hacer. Te habló de un padre que tú pudieras amar y del cual pudieras estar
orgulloso.
Tal vez eso era lo que su propia madre estaba haciendo cuando les imploraba a
sus hijos que quisieran a su padre. Tal vez la fuerza que unió a su familia para
siempre fue el amor de su madre. Ella había sido una víctima de su propio amor,
pero eso fue lo que salvó a sus hijos.
De repente, Hen sintió que algo se rompía en su interior. Toda la energía que
había usado para construir las barreras con las que había contenido once años de
emociones se vino al suelo de repente y él se sintió demasiado débil para resistir la
marea. Durante unos minutos pensó que la ola de emociones iba a arrastrarlo y
envolverlo entre sus corrientes cambiantes.
Pero luego todo terminó, con la misma velocidad con que había comenzado. Se
había ido. Estaba libre.
Después de once años, finalmente estaba libre.
—Tu madre te ama —le dijo Hen a Adam—. Jordy también te quiere. Mucha gente
te quiere. Yo te quiero.
Eso último pareció incitar a Adam. El niño fijó sus ojos en Hen y volvió a apretar
el arma y a apuntarla contra él.
—¡Tú me odias! ¡Tú quieres...!
—No. Yo quiero casarme con tu madre. Quiero que seas mi hijo.
—¡Estás mintiendo! El abuelo me dijo que te matara para que no dijeras más
mentiras.
—¿Acaso no crees que yo te pueda querer? ¿Crees que porque tu padre no era
bueno, nadie te puede querer? Eso no es cierto. Mi padre no era un buen hombre,
pero tu madre me ama. El padre de Jordy no era bueno, pero él te gusta más que
Danny Elgin o Shorty Baker.
—¡Estás mintiendo!
—Adam, si crees a tu abuelo, entonces adelante, dispárame. Pero antes de que
aprietes ese gatillo, quiero que vengas aquí y me mires a los ojos. Vamos, acércate.
Adam se acercó un poco.
Hen se bajó de la silla y se arrodilló en el suelo frente al chico, para quedar frente a
frente.
—Yo amo a tu madre, Adam. Y también te amo a ti. Quiero que seamos una
familia.
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Le costó más trabajo decir eso que cualquier otra cosa que hubiese dicho en la
vida, pero Hen sabía que era lo que tenía que decir, lo que debía haberle dicho a
Laurel. Tal vez si hubiese sido capaz de exponer las cosas con tanta sencillez, ella no
lo habría rechazado.
—Ya no quiero ser comisario. Quiero que tengamos un rancho en el condado de
Pecos, donde tu madre nunca tendrá que lavar la ropa de nadie, donde tú me podrás
ayudar con el ganado. Yo te enseñaré a manejar a vigilar los terneros y...
—¡No! —gritó Adam— ¡No hables más!
Hen se quedó frío. Adam le apuntó con el arma.
Hen se quedó mirando el cañón de la pistola, que le apuntaba desde muy cerca.
¿Qué iría a hacer Adam? Todo dependía de si el chico realmente pensaba que
matándolo solucionaría todos sus problemas. Hen le habría disparado a cualquier
persona en el mundo si hubiese creído que eso podía resucitar a su madre, o hacer
que su padre se convirtiera en una persona que él pudiera amar. Y no podía esperar
que Adam fuera distinto.
Hen oyó que la puerta se abría a sus espaldas, pero no se atrevió a volverse.
—Baja el arma, Adam.
Era Laurel. Hen dio media vuelta sobre las rodillas. Ella estaba en el umbral y
miraba fijamente a su hijo.
—Baja el arma, Adam —repitió.
—Voy a dispararle.
—Tú no le vas a disparar a nadie. Baja el arma.
—El abuelo dijo que...
—Tu abuelo te mintió. Yo también te mentí. El único que nunca te ha mentido es
Hen.
Adam se quedó mirando a Hen, sin poderse decidir.
—No puedes dispararle a Hen, Adam. Él te ama. Aunque tú no has sido muy
amable con él, y aunque yo tampoco lo he sido, nos quiere a los dos. Eso es muy
extraño. No te puedes dar el lujo de desperdiciar esa oportunidad.
—Pero el abuelo dijo que tú te ibas a casar con él y ya no me ibas a querer más.
Dijo que tenía que dispararle.
Hen observó con asombro cómo Laurel avanzaba y se paraba entre él y Adam.
Ella lo estaba protegiendo con su propio cuerpo.
—No me voy a casar con nadie, Adam —dijo Laurel—. Tú y yo nos vamos a
marchar de aquí y todo será como era antes.
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—Tengo que encontrar a Adam —dijo Laurel y se negó a mirar a Hen a los ojos—.
Probablemente no tiene muchas ganas de verme en estos momentos, pero todavía es
muy pequeño. Necesita a su madre.
—Ya has oído lo que te he dicho —dijo Hen cuando ella comenzó a avanzar hacia
la puerta—. Te seguiré a donde vayas.
Laurel dio media vuelta, pero siguió sin mirarlo a los ojos.
—Espero que cambies de opinión.
—No lo haré.
Laurel se fue sin decir nada más.
—¿Vas a explicarnos qué ha pasado? —preguntó Monty, después de que Laurel
salió y la oficina quedó sumida en un silencio incómodo.
—No.
—Ya me lo imaginaba. Ah, bueno, si aparecen los Blackthorne, avisadme. Prefiero
enfrentarme a ellos antes que a Iris.
—Será mejor que vuelva al restaurante —dijo Tyler.
—¿Y tú a qué estás esperando? —preguntó Hen cuando vio que George se había
quedado.
—No lo sé —contestó George—. Contigo nunca se sabe.
Hen se sintió culpable. Siempre se sentía así con George, pero no quería dar
ninguna explicación. Hoy no. Las heridas eran demasiado recientes, demasiado
dolorosas.
—Si no tengo nada que hacer aquí, será mejor que vuelva al hotel. Madison está
dándole vueltas a una idea que lo tiene obsesionado: quiere descubrir cómo
podríamos reunir el suficiente dinero para comenzar la construcción de nuestro
propio ferrocarril. ¿Te imaginas? Nuestra familia, dueña de un ferrocarril... —dijo y
guardó silencio, pero al ver que Hen no contestaba se marchó.
Hen se quedó allí durante un largo rato después de que George salió, pensando
obsesivamente en Laurel y Adam. Sabía que no podía permitir que ella se fuera sin
hacer todo lo que estuviera en su poder para convencerla de que se quedara, pero no
se le ocurría qué podía hacer. Tal vez le preguntaría a Iris.
Pero la nube que ensombrecía su futuro no logró opacar por completo su
entusiasmo. Se sentía exhausto, pero feliz. Después de años de impotencia, de años
de no saber siquiera qué era lo que estaba mal, estaba libre del yugo de la culpa y de
su propio odio. Y fue Adam quien lo ayudó a liberarse. La sensación de alivio era
casi abrumadora. Se sentía más fuerte. Ahora podía presentarse ante Laurel como
una persona íntegra, completa, un hombre digno de su amor.
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Avery no quería que nadie supiera que mantenía escondida un arma. Era su as
bajo la manga. Y dado el estado de agitación de Adam, no se arriesgó a contarle que
había estado practicando con un arma.
—Es sólo un truco que estaba practicando con los caballos. Me pongo un trozo de
manzana dentro de la manga y luego me rasco la cabeza. Cuando bajo el brazo, la
manzana me cae en la mano. Ahora vuelve y dile a Allison que esté listo. Ven
mañana a medio día, para entonces Valle de los Arces será ya un pueblo Blackthorne.
Se hacía llamar señorita Katrina Gibbs y era la mujer más alta que Sam Overton
había visto en la vida. Se quedó mirándola fijamente mientras ella daba instrucciones
a los mozos que estaban atando su baúl al techo de la diligencia. Parecía muy
atractiva, aunque un velo le impedía verle la cara con tanta libertad como quisiera.
La mujer era demasiado alta para su gusto, pero tenía un cuerpo voluminoso, tal
como debía ser. Aunque su manía porque aseguraran el baúl tal como ella quería
resultaba casi antifemenina, la señorita Katrina tenía una manera muy agradable de
hablar, pausada y seductora.
La lujosa tela de su vestido producía un suave rumor cuando se movía. Esa mujer
tenía dinero, eso era evidente. Parecía demasiado elegante para montarse en una
diligencia que atravesaba el sur de Arizona. Tal vez se dirigía a una de esas elegantes
cantinas de las cuales había oído hablar en California. La gente decía que algunas de
las mujeres de esos sitios eran tan hermosas que uno pensaba que provenían de las
mejores familias de Estados Unidos. La señorita Katrina se comportaba como si
estuviera acostumbrada a tener sirvientes.
—Déjeme ayudarla a subir, madame —dijo Sam y ella le dio una de sus elegantes
manos enguantadas—. Me temo que esta diligencia es mucho más tosca que aquellas
a las que usted debe de estar acostumbrada.
—No me molesta para nada, siempre y cuando esté en manos de un hombre
grande y fuerte como usted —murmuró la señorita Katrina.
Sam se sintió tan ardiente y excitado que comenzó a abrirse el cuello de la camisa.
—Está haciendo un calor horrible —dijo la señorita Katrina para expresarle su
solidaridad—. A veces creo que me voy a desmayar.
Sam se murió de susto al pensar que tal vez tendría que sostener esa gigantesca
montaña de feminidad entre sus brazos. Ahora le tenía la mano en la cintura, una
cintura muy menuda. Sam esperaba poder verle los tobillos, pero la mujer llevaba
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botas altas y se cuidó de mantener la falda en su sitio. Los pies eran demasiado
grandes para ser atractivos, pero, claro, era una mujer muy alta.
A Sam le gustaba la idea de estar con una mujer que fuera lo suficientemente
grande para dominarlo y decidió que no opondría mucha resistencia.
—¿Está seguro de que vamos a llegar a tiempo? —preguntó la señorita Katrina,
mientras lo miraba de manera ensoñadora con sus enormes ojos negros—. Es
absolutamente imperativo que llegue esta misma noche a Valle de los Arces.
—Estaremos allá al atardecer. Yo mismo la acompañaré hasta el hotel.
—Es usted muy amable —dijo la señorita Katrina y le sonrió—. Me aseguraré de
escribirle a la compañía sobre usted cuando regrese a casa. Usted ha sido
extremadamente gentil.
La dama se acomodó en un rincón de la diligencia y metió las manos dentro de su
inmensa maleta para sacar un abanico. Sam no debió asombrarse al ver un revólver
entre las ropas, pero se sorprendió. Sabía que una mujer que viajaba sola debía estar
preparada para defenderse, aunque no se podía imaginar que alguien fuera tan
salvaje como para molestar a la señorita Katrina. Pero, bueno, ella no tendría
necesidad de usar ese revólver mientras Sam Overton fuese su conductor. Sam no se
podía imaginar por qué una mujer tan formidable querría ir a un pueblo tan
desolado como Valle de los Arces, pero si allí era donde quería ir, él se aseguraría de
que llegara con todos los cabellos en su lugar.
—¿Necesita ayuda?
Laurel levantó la vista. Se sorprendió al ver a Monty Randolph parado en el
umbral. Aunque vivían en la misma casa, apenas habría cruzado una docena de
palabras con él.
—Usted no ha venido a ayudarme a hacer las maletas —dijo Laurel—. Usted
quiere convencerme de que cambie de opinión.
—Hen siempre ha dicho que no soy bueno para decir mentiras.
—¿Lo envía él?
—Hen nunca manda a nadie a que haga nada por él. Se imagina que si la gente no
hace las cosas por su cuenta, no dura mucho.
—Siempre he dicho que Hen es muy inteligente.
—Sí, pero no es fácil de entender. La mayoría de la gente le tiene miedo.
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—Iris es tan tan hermosa que uno casi no puede creer que exista una mujer así,
pero es tan extravertida y testaruda como yo. Nos entendemos bien. Por eso quería
hablar con usted. Nunca pensé que Hen pudiera encontrar a una mujer como él.
Ninguno pensó que eso fuera posible. Pero usted es perfecta para él, así como Iris es
perfecta para mí.
—Lo siento, pero no estoy de acuerdo. Además, tengo que pensar en mi hijo. Lo
que más me interesa en este momento es qué es lo mejor para él.
—Pero Hen sería un padre perfecto.
—Si logra vivir lo suficiente.
—Así que ésa es la razón.
—Sí.
—Está cometiendo un error.
—Usted también está cometiendo un error. Hen se pondría furioso si supiera que
está aquí.
Monty se rió.
—Llevo toda mi vida peleando con Hen. Tuvimos una pelea tremenda a propósito
de Iris. Me parece justo que tengamos también una por usted.
Laurel se dio por vencida. Nunca entendería a los Randolph. Ella no tenía tanta
energía, no tenía esa capacidad de absorber el dolor, derrotarlo y volver a por más.
Sólo quería marcharse a un lugar donde pudiera curarse las heridas.
—Gracias por venir, aunque esté más preocupado por su hermano que por mí y
por mi hijo. Ya lo he pensado muy bien y he tomado una decisión.
—Pero esto no va a quedar así, y usted lo sabe. George también va a venir.
Siempre lo hace y a él no podrá despacharlo tan fácilmente como a mí.
—Por favor, dígale que no venga. No servirá de nada. No voy a cambiar de
opinión.
—No sé si él podrá hacerla cambiar de opinión, pero le aseguro que vendrá. Si
vino desde Texas para salvarle el pellejo a Hen, no va a dejar de cruzar la calle para
salvar también el resto de él.
—Tal vez debería poner una lista en mi puerta. De esa manera todos podrían estar
seguros de que tuvieron su oportunidad de convencerme —dijo Laurel y se rió con
amargura—. Pensaba que los hermanos de Hen no iban a considerarme lo
suficientemente buena como para formar parte de su familia, y aquí está usted,
tratando de convencerme de que me case con él.
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Capítulo 27
La diligencia llegó a valle de los arces cerca de una hora después del atardecer. El
pueblo estaba desierto. Sam saltó del pescante y entró en el hotel.
—¿Dónde está todo el mundo? —le preguntó al recepcionista.
—Se han marchado del pueblo —contestó el hombre—. Los Blackthorne van a
venir mañana. La gente se imagina que van a matar a todo el que se encuentren.
Sam se apresuró a volver a la diligencia.
—No se puede bajar, madame. Todo el mundo se ha marchado porque va a haber
una guerra.
—No sea absurdo —dijo la señorita Katrina—. No voy a permitir que unos
cuantos criminales me obliguen a cambiar de planes.
Sam la ayudó a bajar de la diligencia. Tenía la sensación de que, si fuera necesario,
ella se habría bajado de un salto. La mujer entró enseguida en el hotel y se detuvo
sólo para gritar por encima del hombro:
—Tráiganme mi baúl.
Cuando Sam logró bajar de la diligencia el enorme baúl y subirlo por los escalones
para meterlo en el hotel, la señorita Katrina estaba enzarzada en una discusión con el
recepcionista.
—¿Qué quiere decir con que las mejores habitaciones ya están ocupadas? No
esperará que duerma en la recepción.
—Lo siento, señora —contestó el recepcionista, bastante azorado—, pero ya están
reservadas por una semana.
—Pues saque a alguien —dijo ella y movió la mano de manera imperiosa.
—No puedo hacerlo. Se trata de los Randolph. Está toda la familia aquí.
—¿Y quiénes son esos Randolph? —preguntó la señorita Katrina—. Nunca había
oído hablar de ellos.
—Vienen de Texas.
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—Ah, eso lo explica. En Texas no hay nadie importante —dijo y luego sonrió y
abanicó los ojos de manera seductora. Sam pensó que él habría echado a la calle al
gobernador mismo para darle la habitación a la señorita Katrina, pero el
recepcionista del hotel era más testarudo.
Después de haber llegado a la conclusión de que al parecer sus encantos no iban a
funcionar, la señorita Katrina recurrió al autoritarismo y dijo:
—Si no va a sacar a nadie, al menos deme dos habitaciones. No es posible que
espere que duerma en la misma habitación en que me baño. Y debe poner a mi
disposición la bañera más grande que pueda encontrar, llena de agua caliente, tan
pronto como sea posible. Ahora iré a mi habitación. Espero la cena tan pronto haya
terminado de bañarme.
La señorita Katrina subió las escaleras dando grandes zancadas, con el donaire de
una princesa.
—Deberíamos mandarla a ella a enfrentarse con los Blackthorne —dijo el
recepcionista y se secó el sudor de la frente—. Así ellos no tendrían ninguna
oportunidad.
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De repente se oyó el chirrido de una puerta que se abría y todos los hombres se
volvieron a mirar hacia el hotel. Una mujer salió por la puerta.
Damián dejó escapar un silbido.
—¿Quién demonios es esa mujer? —exclamó; parecía que no daba crédito a sus
propios ojos.
—No sé —dijo Efraim—, pero estoy seguro de que ningún pueblo en el que haya
una mujer así está deshabitado.
—Mantened la cabeza en lo que estamos haciendo —los reprendió Avery.
—¿Quién es esa mujer? —le preguntó Efraim a su padre.
—Una ramera que llegó anoche en la diligencia.
—¿Qué está haciendo aquí una ramera?
—No lo sé y no me importa. Ahora, dejad de babear y prestad atención.
—¡Está mirando hacia aquí! —exclamó Damián.
La señorita Katrina brillaba de pies a cabeza, envuelta en un vestido de seda verde
claro, y una pluma insolente se mecía sobre su magnífica melena negra. Se había
quitado el velo y aunque su espeso maquillaje podría hacer que algunos cuestionaran
su moral, nadie podía cuestionar su belleza. Era una mujer despampanante, que
debía de medir cerca de un metro ochenta. Los Blackthorne la observaron,
hipnotizados, mientras ella bajó los escalones y avanzó hasta la mitad de la calle.
Luego se detuvo y comentó, con fingida sorpresa:
—¡Nunca había visto a tantos hombres tan bien parecidos en un solo lugar! —dijo
con una voz seductora y ronca—. Tal vez debería quedarme en este pueblo en lugar
de ir a San Francisco.
Comenzando con Efraim, la señorita Katrina fue inspeccionando uno a uno a
todos los Blackthorne, al tiempo que murmuraba comentarios que hicieron que más
de uno se sonrojara. Luego tomó su pluma y, usándola como instrumento de tortura,
fue dejando a su paso una estela de caras boquiabiertas. El pesado aroma de su
perfume contribuía a acentuar la sensación de desconcierto. La señorita Katrina
caminaba con desparpajo y no parecía preocuparle que el ruedo de su vestido se
arrastrara por el barro.
—¿Qué está haciendo esa mujer en la calle? —le preguntó Hen a George.
—No lo sé. Tal vez no pudo resistir ver a tantos hombres juntos.
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—Dile al recepcionista que tiene que hacerla entrar en el hotel. Podría terminar
muerta cuando empiece el tiroteo.
—También él, no creo que quiera arriesgarse.
—Dile que nos mantendremos ocultos hasta que entren en el hotel.
—No creo que el hombre salga solo.
—Pídele a Sam Overton que le ayude. Está tan fascinado con ella que es capaz de
hacer cualquier cosa.
—Es la mujer más atractiva que he visto en mi vida —suspiró Efraim, en un estado
de excitación cercano al éxtasis.
—No sabía que existieran mujeres así —dijo uno de sus primos.
—Sólo existen para estúpidos como tú —rezongó Avery, irritado de ver que sus
hombres habían olvidado la razón por la que habían ido a Valle de los Arces antes de
que él tuviera tiempo de averiguar dónde estaba escondido Hen Randolph. Los
hombres se habían dispersado por el pueblo, pero cuando ella apareció, se fueron
acercando hasta que prácticamente rodearon a la señorita Katrina.
—¡Qué agradable bienvenida! —dijo la mujer con un suave acento sureño—.
Ustedes sí que saben hacer que una chica se sienta a gusto, muchachos.
—¿Cómo te llamas? —preguntó un hombre.
—Katrina Gibbs —susurró ella—, pero puedes llamarme señorita Katrina.
Avery se abrió paso a través del círculo de jinetes.
—¿Usted sabe dónde está escondido Hen Randolph?
—No sé nada sobre nadie con ese nombre, excepto que tienen ocupadas las
mejores habitaciones del hotel —dijo ella e hizo un puchero.
—¿Todavía están aquí?
La señorita Katrina se abanicó con fuerza.
—¡Qué calor hace en Arizona!
—¿Todavía están aquí? —repitió Avery.
La señorita Katrina recorrió con la vista a un Blackthorne tras otro.
—No veo ninguna razón para que se marchen.
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Leigh Greenwood Laurel
Avery entrecerró los ojos, pero la señorita Katrina no pareció darse cuenta de que
había dicho algo que lo había molestado mucho. Entretanto estaba atormentando a
Earle, un primo de los cuatreros.
El recepcionista del hotel se abrió paso entre el círculo y se acercó a la mujer
extremadamente nervioso.
—No debería estar en la calle —le susurró a la señorita Katrina, mientras
observaba con pánico a los Blackthorne.
—¿Por qué no? Estos hombres han sido muy amables.
—Va a haber un tiroteo —siseó el hombre.
—¿De verdad? Nunca he visto un tiroteo —dijo y se volvió hacia los
Blackthorne—. ¿Se disparan entre ustedes?
—Les vamos a disparar a los Randolph —explicó Damián.
—¿A los Randolph que no han podido encontrar? —preguntó la mujer y los miró
con los ojos muy abiertos y expresión de inocencia.
—Los encontraremos —le aseguró Avery.
Sam Overton se abrió paso a empujones hasta el centro del corrillo. No parecía tan
nervioso como el recepcionista del hotel.
—Usted no tiene nada que hacer aquí en la calle, señorita Katrina —dijo y la
agarró con fuerza del brazo—. Debí haberla subido en la diligencia que iba para Casa
Grande en cuanto supe que iba a haber una pelea. —Aunque la mujer opuso una
resistencia bastante poco femenina, Sam y el recepcionista por fin lograron empujarla
hacia el hotel—. Una dama decente como usted no tiene idea de las cosas tan terribles
que pueden hacer estos hombres cuando están enfadados.
—Pero son tan bien parecidos... —protestó la señorita Katrina, mientras miraba
por encima del hombro y le hacía un guiño a Damián.
—Siempre he dicho que es más importante el comportamiento que la apariencia —
dijo Sam—. Y a menos que me equivoque, en pocos minutos en este pueblo estarán
pasando cosas muy poco atractivas.
—¿Usted sabe dónde está escondido ese comisario? —preguntó Avery.
—Él no está escondido —respondió Sam por encima del hombro—. Pronto lo
encontrarán.
Molesto por la grosería de Sam, uno de los hombres comenzó a desenfundar el
arma.
—No seas idiota —le gritó Damián—. Podrías hacerle daño a la señorita Katrina.
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Leigh Greenwood Laurel
—¿Todavía estás decidida a salir? —le preguntó Iris a Laurel. Las dos mujeres
habían oído el inicio de la confrontación desde la casa del comisario.
—Sí.
—¿No sería mejor que te quedaras aquí? Esos hombres parecen listos a iniciar una
guerra.
—¿Tú irías si se tratara de Monty?
—Nunca he podido pensar cuando se trata de Monty.
—A mí me sucede lo mismo con Hen.
—¿Él sabe que vas a salir?
—Se lo dije, pero no creo que me creyera.
Laurel puso una mano sobre la carta que tenía entre el bolsillo. Había llegado por
la mañana. Después de siete años, por fin tenía la prueba de que Carlin se había
casado con ella. Pero había llegado demasiado tarde para ella y para Adam. Ya no
importaba que pudiera presentarse ante Hen como una mujer decente. Ya no
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Leigh Greenwood Laurel
importaba que pudiera probar que Adam y ella eran tan honorables como cualquier
otra persona de Valle de los Arces. Esa tarde se marcharían del pueblo.
Y también se alejarían de Hen.
Laurel abrió la puerta, atravesó la acera y bajó a la calle. Mientras avanzaba hacia
Hen, pensó en los Randolph. Ellos formaban un frente unido contra el mundo, y
Laurel no pudo evitar pensar que le gustaría pertenecer a una familia así. Si se
quedara podría pertenecer a esa familia...
Se obligó a hacer a un lado esa idea. Debía pensar solamente en Avery
Blackthorne. Tenía que detener esa pelea de alguna manera. Demasiada gente podía
morir. Y una de esas personas podía ser Hen.
Laurel sentía que no podría vivir con esa culpa.
Trató de pasar de largo al lado de Hen, pero él la agarró del brazo.
—Sé que estás haciendo esto por mí, pero estar aquí es muy peligroso.
—Esta pelea es tan mía como tuya.
—¿Desde cuándo se esconde detrás de una mujer, comisario? —le gritó Avery con
sorna.
—Qué tal, Avery —dijo Laurel—. No puedo decir que me alegre verte.
—Usted no tiene nada que hacer aquí —dijo Avery y los ojos le brillaban de la
rabia—. Lárguese.
—Usted es el que no tiene nada que hacer aquí. Si no se marcha ahora, destruirá a
su familia.
—¿Y quién la va a destruir? ¿Usted? ¿Por qué ha tardado tanto en salir? —le dijo
Avery a Hen.
—Estaba esperando a que sacaran a esa mujer de la calle.
—¿Y dónde están esos hermanos suyos de los que tanto he oído hablar?
—Por ahí.
—No le servirá de nada. Nosotros somos más.
Hen notó que algunos de los Blackthorne todavía estaban mirando hacia el hotel.
Aparentemente, estaban más interesados en la señorita Katrina que en él.
—Diga qué quiere, Avery. Queremos terminar con esto y que usted y su gente
salgan del pueblo.
—¿Queremos? —cacareó Avery y soltó una carcajada—. Yo no veo a nadie más
que a usted —dijo y se volvió a poner serio—. Tenemos varias cuentas que arreglar.
Un hombre adelantó su caballo.
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Leigh Greenwood Laurel
—Mi nombre es Barlow. Usted tiene a mis hermanos en la cárcel. Quiero que los
libere.
—Y yo quiero a Allison —dijo Avery—. Es sólo un chico.
—Corbet y Doyle están esperando que los juzguen por robo de ganado —dijo
Hen—. Y dependiendo de lo que ustedes hagan, decidiré qué hacer con Allison.
—Matemos al comisario y saquémoslos de la cárcel —dijo Barlow.
—Si disparan un solo tiro, estarán muertos antes de que ustedes lleguen a la
cárcel.
Varios hombres estaban comenzando a sacar sus armas. Avery los detuvo con un
gesto de la mano que denotaba impaciencia.
—Usted y esa mujer no lo pueden hacer solos. Los vamos a hacer pedazos.
—Ustedes no ven a Sam ni al recepcionista del hotel, pero ellos tienen armas
apuntándoles.
—No les tengo miedo.
—Pero ellos no son los que están vigilando a sus parientes.
—¿Entonces quién?
—Mi hermano.
Avery echó un vistazo a su alrededor. La señorita Katrina estaba observándolo
todo desde la ventana del hotel. Les hizo señas a los hombres con la mano, pero no
había señales de la presencia de nadie más.
—Antes de que decida matarme justo donde estoy, déjeme mostrarle algo.
Los ojos amarillos de Avery brillaron.
—¿Por qué cree que voy a matarlo?
—Por su forma de mirarme.
Avery se relajó y se echó hacia atrás en la silla.
—Muy bien, muéstreme lo que me quiere mostrar.
—¡Ahora! —La orden resonó con tanta fuerza y fue tan inesperada que los
Blackthorne saltaron en sus sillas. Antes de que el eco del grito de Hen se disipara,
una serie de disparos de rifle acabaron con la calma matutina. La primera fila de
Blackthorne quedó hecha un desastre.
Dos disparos echaron a volar todos los sombreros. Otro destruyó la cabeza de una
silla. Otro rompió la cacha de un rifle. Otro más levantó una nube de polvo entre las
patas delanteras de un caballo y el animal comenzó a corcovear frenéticamente.
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Varios Blackthorne sacaron sus armas, pero buscaron en vano alguien a quien
dispararle.
—Dígales a sus hombres que guarden las armas —dijo Hen—. Si lo hacen, nadie
saldrá herido.
—¡Primero muertos! —gritó Earle Blackthorne, mientras su caballo caracoleaba
impulsado por el pánico.
—Dígales que las guarden —dijo Hen.
—No —dijo Avery—. Yo...
—¡Ahora!
Los disparos de rifle estallaron tan simultáneamente que sonaron como si fueran
uno solo. Varias armas salieron volando de las manos de los Blackthorne. Un hombre
terminó con una bala en el hombro.
—Lo siento, pero Jeff no es el mejor tirador de la familia. Sólo tiene un brazo.
Los ojos de Avery se llenaron de pánico mientras buscaban frenéticamente la
ubicación de los rifles mortales. Las cosas no estaban saliendo como él había
planeado y sentía que no podía hacer nada.
—¿Va a ordenarles a sus hombres que guarden las armas? —preguntó Hen.
—Lo vamos a matar —juró Avery con una expresión de rabia salvaje—.
Encontraremos a calla uno de sus hermanos y los mataremos a todos. Luego
quemaremos el pueblo.
Pero antes de que las últimas palabras salieran de la boca de Avery, el atronador
ruido de los cascos de unos caballos al galope hizo que todo el mundo se volviera a
mirar. Varios caballos habían invadido la calle, galopando en estampida hacia ellos
con Brimstone a la cabeza.
En cuanto lo vio, Efraim Blackthorne se puso pálido y espoleó a su caballo. Hen
agarró la brida del caballo cuando Efraim trataba de pasar de largo y lo bajó de la
silla.
—Detesto hacer esto —le dijo a Laurel—, pero corres peligro aquí. —Luego la
agarró de la cintura, la levantó del suelo, la puso sobre la silla y le dio una palmada
al caballo para que saliera galopando por la calle. Laurel se agarró de la crin para
mantenerse sobre la silla y miró hacia atrás, pero Hen ya había dado media vuelta.
Los caballos llenaban la calle y no parecían encontrar forma de continuar su
estampida. En segundos, el pueblo se convirtió en un remolino de caballos que
relinchaban y hombres que gritaban. Y de repente un grupo de personas comenzaron
a materializarse de la nada: salían de detrás de las puertas, las ventanas y los
callejones, e incluso algunos salieron de debajo de la acera de madera. Con rifles en la
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—Si quería llevarse a Allison —dijo Hen—, sólo tenía que decirlo. Únicamente lo
estaba cuidando mientras se recuperaba de su lesión. Jordy —gritó Hen—, trae a
Allison.
Durante los minutos que pasaron mientras Allison caminaba desde la cárcel,
parpadeando repetidas veces para que sus ojos se adaptaran a la luz del sol, todo el
mundo fijó su atención en la señorita Katrina, que siguió coqueteando con los
Blackthorne, a pesar de que estaban bajo vigilancia. Se detuvo frente a un
Blackthorne particularmente joven y susceptible y comenzó a abanicarse con su
pluma.
—¿Por casualidad sabes dónde puede conseguir una chica algo de beber en este
pueblo? —preguntó.
Esa voz ronca y seductora y esas mejillas maquilladas no parecían tener ningún
efecto sobre Hen, pero el joven Blackthorne se puso primero pálido y seguidamente
rojo como un tomate.
Avery observaba el fracaso de sus planes con impotencia y rabia. Había planeado
la pelea perfecta. Se suponía que todos los habitantes del pueblo habían huido y él
tenía cuatro veces más hombres que el comisario, por lo que todo debería haber
salido bien. Pero no había sido así. Ahora todos sus hombres estaban en el suelo, sin
poder hacer nada. Y algunas de las personas que los tenían inmovilizados eran
mujeres. La humillación era tan grande que casi no podía respirar.
Y no había esperanzas de un contraataque. Sus hombres seguían a la señorita
Katrina con la mirada como animales idiotizados, mientras la mujer se paseaba entre
ellos, provocándolos, coqueteando, deslumbrándolos. Aunque los hubiesen soltado y
les hubiesen devuelto sus armas, ninguno podría haber organizado un contraataque.
Avery todavía estaba luchando por controlarse cuando vio el brazo de Allison.
—Usted lo ha dejado así —le gritó a Hen—. Nunca volverá a sostener un arma.
—Se va a recuperar —le aseguró Hen.
—No importa —dijo Allison.
—¿Dónde está su caballo? —preguntó Avery—. ¿Se lo ha robado?
—Jordy ya lo está trayendo —dijo Hen. En ese momento apareció Jordy, montado
en el caballo y galopando desde el establo, más orgulloso que un pavo real.
—¿Y qué va a hacer conmigo?
Hen veía que Avery se había dado por vencido.
—Lo voy a dejar ir.
Una pequeña chispa brilló en las profundidades de los ojos amarillos de Avery.
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luchaba por convertirse en un lugar del que se pudiera estar orgulloso. Y el pequeño
revólver en la mano de Avery.
Una vez más, Hen se veía obligado a decidir entre la vida y la muerte. Sólo que
esta vez no se trataba de un asunto de honor o de orgullo o de alguna propiedad.
Esta vez era la vida de Avery o la suya. Era irónico que eso pasara justo cuando había
jurado no volver a matar.
Pero Hen no vaciló. Avery estaba dispuesto a destruir a Adam y a Laurel. Sin
importar lo que costara, tenía que protegerlos. Él los amaba demasiado para hacer lo
que fuera.
Con un movimiento demasiado rápido para que llegara a captarlo el ojo, Hen
desenfundó y le disparó a Avery justo donde estaba.
Durante un momento todo el mundo se quedó paralizado. Avery permaneció de
pie, inmóvil. Lo único que indicaba que el sonido de un disparo no formaba parte de
un sueño era un pequeño agujero en su camisa. Luego se desplomó en el suelo,
mientras que una mirada de furia se apoderaba de su rostro.
En medio del silencio que siguió, Damián se acercó.
—Tenía un arma escondida —dijo Hen.
Damián se inclinó sobre Avery y le dio la vuelta. Avery todavía tenía una pequeña
pistola en la mano derecha.
—Quítele la chaqueta. Así podrá ver el arnés.
—No necesito hacerlo —dijo Damián.
—Todo ha terminado —le advirtió Hen—. El pueblo no va a aguantar más
atropellos. Si vuelven a venir aquí como si fueran los dueños de un ejército privado,
los harán pedazos.
—No vamos a regresar.
Como siempre, Monty fue el primero en romper el silencio.
—Estoy de acuerdo con esa extraordinaria mujer —dijo y señaló a la señorita
Katrina—. Esto ha sido un verdadero fraude.
—Evidentemente no valía la pena que viniéramos a caballo como locos por la ruta
de los forajidos —se quejó Madison—. Mi intención es regresar en tren.
—Pero tampoco ha estado tan mal —dijo Monty—. Es la primera vez que estamos
juntos desde que me fui a Wyoming.
—Todos menos Zac —señaló George.
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—Pero eso es bueno. Nunca se sabe lo que podría haber hecho ese tío.
Probablemente le habría volado la cabeza a alguien y todos habríamos terminado
muertos.
—Él no habría hecho nada así —dijo la señorita Katrina, pero a la mitad de la frase
se le quebró la voz.
George miró a la señorita Katrina con asombro y entrecerró los ojos con malicia.
La señorita Katrina se acercó entonces a Monty, lo tomó del brazo y le sonrió de
manera provocativa.
—Eres un hombre muy bien parecido —le susurró con voz seductora—. Tal como
me gustan: grande y rudo. ¿Qué dices si nos vamos a mi habitación y me hablas de
ti?
Mientras sus hermanos estallaban en una carcajada, Monty trataba de evitar la
pluma que le hacía cosquillas en la nariz.
Iris fue menos diplomática. Retiró la mano de la señorita Katrina del brazo de
Monty y le dio un empujón.
—Aparte sus manos de mi marido, mujerzuela pintarrajeada, antes de que le meta
esa pluma por la nariz.
La señorita Katrina aceptó la intervención de Iris de manera filosófica.
—¿Aquél sí está disponible? —preguntó, señalando a Madison—. Parece
maravillosamente peligroso.
—Está casado y es padre de tres hijos y de un cuarto que viene en camino.
La señorita Katrina lanzó un silbido.
—¡Qué lástima! Ese otro sí parece casado —dijo y señaló a George, que tenía una
sonrisa de oreja a oreja— y ese otro tan alto parece un pino. —Tyler—. Supongo que
los Randolph de Texas no son tan maravillosos como la gente dice. A menos que
tengan más hermanos.
—Uno —dijo Monty—, el peor de todos.
—Yo no diría eso. Él parece haber aportado su grano de arena para salvar el día —
dijo la señorita Katrina y enseguida se quitó tranquilamente la peluca y les hizo una
venia a todos los que la miraban con asombro.
George comenzó a aplaudir.
—¡Maldito desgraciado! —exclamó Monty—. ¡Es Zac! Te voy a romper la cara por
esto.
—Y yo te voy a ayudar —dijo Iris.
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Capítulo 29
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Laurel le dio un tirón tan brusco al burro que el animal rebuznó a manera de
protesta. Se apeó de la silla convertida en una persona distinta de la mujer afligida y
triste que acababa de salir de Valle de los Arces. Sentía el cuerpo tenso, como un
resorte a punto de saltar. Prácticamente tumbó a Adam de la silla para ponerlo en el
suelo y arrodillarse frente a él.
—Adam Blackthorne, mírame a los ojos. ¿Quieres ser hijo de Hen? —le preguntó.
—Supongo que sí, si él todavía me quiere —dijo el niño, bastante sorprendido.
—No quiero oír suposiciones. Di que sí, que sí quieres a Hen, o di que no, que lo
odias, pero no vuelvas a decirme que supones nada.
—Lo quiero —dijo Adam con cierta vacilación, confundido por el extraño
comportamiento de su madre.
—¿Estás seguro? ¿No vas a volver a cambiar de opinión? Te venderé a los piratas
del río si lo haces.
Adam se rió.
—No hay piratas por aquí, mamá. Y tampoco hay ningún río.
—Móntate otra vez, Adam —dijo Laurel—. Tenemos que encontrar a un hombre.
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Hen también tendría que marcharse de Valle de los Arces. Podría regresar a Texas
y unirse a los Rangers para perseguir indios y cuatreros, pero en realidad no quería
hacer eso. Cuando vio el cuerpo de Avery a sus pies se dio cuenta de que ya no
quería matar más. No lamentaba haber matado a Avery, pero sí lamentaba el pedazo
de alma que había perdido por matarlo. Cada trozo de alma que perdía lo acercaba a
ese asesino que Laurel vio en él cuando lo conoció.
Pero Hen era un protector, no un asesino. Había una diferencia entre los dos y
ahora lo sabía.
Quería proteger a Laurel y a Adam. Pero, sin ellos, el hecho de liberarse de esa
maldición no significaba nada. Por eso iba a seguirla. Pero ¿qué haría cuando la
encontrara? No podía obligarla a hacer algo que ella no quería hacer, algo que le
causaría dolor. Laurel ya había sufrido mucho. Y sin importar lo mucho que le
doliera, no iba a hacerla sufrir más.
Hen dio media vuelta y salió de la habitación. Necesitaba pensar. Debía de haber
algo que pudiera hacer. Salió de la casa y tomó el camino del arroyo. Pero no se le
ocurría ninguna solución, sólo veía imágenes de Adam jugando con Jordy y
practicando con su caballo.
Subió hasta el cañón. Los restos de la casa de Laurel lo hicieron pensar en los
restos de sus sueños. Entonces se dirigió hacia el pequeño pastizal donde había
vivido los momentos más felices de su vida.
Era el pastizal de Laurel. ¿Acaso tenía derecho a estar ahí?
Sí, sus recuerdos vivían allí, al lado de los de ella. Y él
quería estar cerca. Era lo único que le quedaba.
Entonces la vio. Laurel pareció detenerse un momento, mientras inspeccionaba el
pastizal con la mirada y luego comenzó a correr hacia él. Hen se quedó inmóvil
donde estaba. Cerró los ojos y volvió a abrirlos, pero Laurel todavía estaba ahí. Y
también Adam. Los dos iban corriendo hacia él. No era un truco de su imaginación.
Durante un instante, Hen no se pudo mover. El pasado era como un ancla que lo
aferraba al suelo. No podía creer que Laurel y Adam pudieran amarlo lo suficiente
como para olvidar todo lo que él era.
Luego se dio cuenta de que Laurel lo amaba precisamente por su manera de ser.
Al igual que él la amaba a ella. Él no quería perfección. Se había enamorado de una
mujer que lo necesitaba tanto como él a ella.
Finalmente, Hen también comenzó a correr hacia ella, con los brazos extendidos y
el corazón abierto. Laurel se lanzó entre sus brazos. Él la levantó en el aire y comenzó
a darle vueltas por la felicidad de abrazarla nuevamente.
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—No he podido marcharme —dijo ella entre besos humedecidos por las
lágrimas—. ¿De verdad vas a comprar un rancho en Pecos?
—Tan pronto como consiga una esposa.
—¿Y no vas a volver a ser comisario?
—Nunca.
—Entonces me gustaría mucho que te casaras conmigo y nos llevaras a donde
vayas.
—¿Estás segura? Los ranchos son muy peligrosos. Podría caerme de un caballo o
tropezar y romperme el cuello.
—Correré el riesgo. Adam y yo queremos vivir contigo todos los años que
tengamos. Probablemente él se convertirá en tu sombra antes de que se acabe la
semana.
Hen se puso serio.
—¿Qué dice Adam sobre mí?
—Pregúntale.
Adam estaba detrás, al borde del círculo que formaban sus brazos, esperando que
lo invitaran a entrar.
Hen se volvió hacia él.
—Quiero casarme con tu mamá. ¿Estás de acuerdo?
Adam asintió con la cabeza.
Con la mano de Laurel entre la suya, Hen se arrodilló delante de Adam.
—Tengo otra pregunta que hacerte y es muy importante que me digas la verdad.
¿Lo harás?
Adam volvió a asentir.
—¿Crees que podrás llegar a quererme tanto como para que te adopte? Quiero que
seas mi hijo.
Adam se arrojó a los brazos de Hen. Con el chico abrazado contra su pecho, Hen
se puso de pie. Laurel tenía los ojos inundados de lágrimas.
—Creo que eso es un sí —dijo Laurel.
Hen la rodeó con el otro brazo.
—Hay algo más que quiero que hagáis por mí. Quiero adoptar a Jordy. Él se
merece algo mejor que dormir en el establo y rogarle a la señora Worthy para que le
dé de comer.
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—¿Eso significa que sería mi hermano? —preguntó Adam, que levantó la cara del
hombro de Hen justo a tiempo para ver el gesto afirmativo de su madre.
—Por supuesto.
—¿Puedo decírselo?
—No veo por qué no.
Adam se soltó enseguida y salió corriendo por el camino. De pronto se detuvo y
gritó:
—Shorty Baker se va a morir de la rabia cuando se entere.
Laurel se rió, mientras veía a su hijo desaparecer entre los árboles.
—¿Estás seguro de que podrás aguantar a una familia tan grande?
—Se te olvida que tengo seis hermanos.
—Tiendo a pensar en ti como un solitario.
—Antes lo era, pero ya no.
Laurel metió la mano en el bolsillo y sacó un sobre que le entregó a Hen.
—¿Qué es esto? —preguntó Hen.
—La prueba de que Carlin y yo sí estábamos casados.
Hen se la devolvió.
—¿No quieres verla?
—No. Guárdala para Adam.
Laurel deslizó el brazo por la cintura de su marido. Había tardado algún tiempo
en conseguirlo, pero realmente ahora tenía todo lo que deseaba.
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Epílogo
Laurel se sentía como si estuviera soñando. Se iba a casar. En una iglesia. Frente a
todo el pueblo. Hen, respaldado por sus seis imponentes hermanos, ya estaba dentro.
Ella les había pedido a Miranda y a Hope que fueran sus damas de honor, junto con
la señora Worthy. Todas estaban esperando que reuniera el valor para comenzar a
caminar hacia el altar.
—Vamos, mamá —le rogó Adam—. Esta ropa me está matando. —Adam estaba
vestido con un traje que pertenecía al hijo más pequeño de Ruth Norton. Estaba tan
guapo que Laurel sintió un nudo en la garganta.
—Es más fácil después de dar el primer paso —le susurró Iris—. Yo habría
caminado descalza por encima de una plantación de cactus para casarme con Monty.
—Estoy bien —dijo Laurel.
—¿Estás segura?
Ella asintió con la cabeza.
—Vamos, mamá —le rogó Adam—. Si no te das prisa, Jordy y Tommy se lo van a
comer todo.
Hen había insistido en que Adam la condujera hasta el altar. «Quiero que todo el
mundo sepa que me estoy casando con los dos», había dicho.
A Laurel todavía le costaba trabajo creer que se iba a casar con un hombre tan
maravilloso, que tenía tantos amigos dispuestos a apoyarla y que todo el pueblo
había ido a acompañarla el día de su boda. Y todo eso se debía a que se había
enamorado de Hen. Ella no quería enamorarse. Incluso trató de alejarlo.
Sonrió para sus adentros. Hen nunca le prestaba atención a nadie. Siempre creía
que tenía razón. Por fortuna para ella, esta vez sí la había tenido. Él ya había tomado
la mayor parte de las decisiones acerca de su rancho. Laurel volvió a sonreír. Iba a
dejar que él decidiera por los dos. Llevaba siete años luchando sola y ya no tenía que
demostrar nada a nadie. Dejaría que Hen cuidara de ella y disfrutaría de cada minuto
que pasara a su lado.
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Leigh Greenwood Laurel
También ella lo cuidaría. Se proponía amarlo un poco más cada día. Había
prometido convencerlo de que era digno de su amor. También esperaba darle hijos,
pues Hen se merecía tener un hijo de su propia sangre. Laurel pensaba mantenerlo
feliz y contento y poner un poco más de carne sobre esos huesos. Hen era demasiado
delgado. Quería que tuviera el mismo aspecto imponente de Monty. Iris le parecía
muy simpática, pero no iba a permitir que el marido de Iris tuviera ninguna ventaja.
Y se proponía mantener a Hen a salvo. Se había asegurado de guardar su escopeta.
Cualquier pistolero que fuera a buscar a Hen tendría que vérselas antes con ella.
Laurel estiró el brazo y agarró la mano de su hijo.
—Vamos —dijo.
—Ya era hora —dijo Adam y le dio un tirón al cuello de la camisa—. Shorty Baker
me está haciendo muecas. Le voy a romper la cara en cuanto me quite esta horrible
chaqueta.
FIN
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