Laurel (Siete Novias) de Leigh Greenwood

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Leigh Greenwood Laurel

~1~
Leigh Greenwood Laurel

LEIGH GREENWOOD

LAUREL
4º Siete novias

~2~
Leigh Greenwood Laurel

ÍNDICE

ARGUMENTO ............................................................................. 4
Capítulo 1.................................................................................. 5
Capítulo 2................................................................................ 19
Capítulo 3................................................................................ 28
Capítulo 4................................................................................ 42
Capítulo 5................................................................................ 53
Capítulo 6................................................................................ 63
Capítulo 7................................................................................ 74
Capítulo 8................................................................................ 84
Capítulo 9................................................................................ 96
Capítulo 10............................................................................ 107
Capítulo 11............................................................................ 119
Capítulo 12............................................................................ 132
Capítulo 13............................................................................ 145
Capítulo 14............................................................................ 158
Capítulo 15............................................................................ 170
Capítulo 16............................................................................ 180
Capítulo 17............................................................................ 191
Capítulo 18............................................................................ 202
Capítulo 19............................................................................ 214
Capítulo 20............................................................................ 227
Capítulo 21............................................................................ 240
Capítulo 22............................................................................ 251
Capítulo 23............................................................................ 263
Capítulo 24............................................................................ 274
Capítulo 25............................................................................ 289
Capítulo 26............................................................................ 302
Capítulo 27............................................................................ 312
Capítulo 27............................................................................ 329
Capítulo 29............................................................................ 346
Epílogo .................................................................................. 352

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Leigh Greenwood Laurel

ARGUMENTO

Siete hermanos que conquistaron el Oeste... y a


las mujeres que robaron sus corazones.

A pesar de que Hen Randolph sea la elección


perfecta para ser el sheriff del territorio de Arizona,
no es lo que se dice un marido ideal. El vaquero,
cansado ya de rastrear pistas, se acaba de liberar de
sus seis primitivos aunque inteligentes hermanos, y
no está dispuesto a formar su propia familia.
Pero entonces, una bella joven con una dudosa
reputación llama su atención, y la idea de tener una
mujer crece en él como nunca antes había imaginado.
Sin embargo, Laurel Blackthorne ha sido herida en
demasiadas ocasiones como para confiar ahora en
ningún hombre, y menos en uno al que considera un
despiadado e insensible pistolero. Hasta que Hen no
pruebe que desenfundar a toda velocidad y disparar
no son sus únicas habilidades, ella no le dará su
corazón. Y cuando por fin decide enfundar su pistola
para siempre, el viril representante de la ley se verá
recompensado por Laurel, que le ofrecerá el éxtasis
de su dulce y esplendoroso amor.

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Leigh Greenwood Laurel

Capítulo 1

Territorio de Arizona, 1877

El alarido parecía fuera de lugar en ese pacífico cañón desértico, lleno de arces
altísimos y miles de pájaros cantores. La primera vez que lo oyó Hen Randolph
pensó que debía de producirlo alguno de esos pájaros, pero cuando lo oyó por
segunda vez se dio cuenta de que se trataba del grito de una mujer. Sin saber hacia
dónde se dirigía o qué lo esperaba más adelante, arrancó a correr a lo largo del
estrecho camino que bordeaba la pared del cañón.
Al dar una curva, oyó la voz ronca de un hombre. El cañón se abría en un pequeño
claro, libre de rocas, que reposaba sobre la empinada ladera que caía sobre el arroyo.
En el fondo, contra la pared del cañón, bastante alejada del riachuelo, Hen vio una
pequeña casa de adobe. Frente a ella, un hombre y una mujer estaban discutiendo;
gritaban y se atacaban mutuamente, dándose golpes con la mano abierta. Hen
disminuyó el paso y luego se detuvo. Le habían dicho que Laurel Blackthorne no
estaba casada, pero lo que estaba presenciando parecía una pelea doméstica. Sin
embargo, justo cuando Hen comenzó a dar media vuelta, la mujer volvió a gritar con
un tono desesperado que indicaba que estaba en peligro.
—Si tocas a mi hijo, ¡te juro que te mataré!
El hombre la empujó hacia un lado, pero ella salió corriendo delante de él.
—¡Adam, escóndete!—gritó la mujer.
El hombre era más rápido y la alcanzó. La mujer se abalanzó sobre él y lo agarró
del brazo para no dejarlo avanzar.
Hen decidió acercarse.
El hombre parecía querer deshacerse de ella. Aunque la mujer era mucho más
bajita, lo agarraba con fuerza. Entonces la golpeó. Sencillamente, le dio un puñetazo.
La mujer cayó al suelo.

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Leigh Greenwood Laurel

Hen sintió que se llenaba de rabia. Tenía pocos principios, pero se aferraba con
tenacidad a los pocos que tenía. Entre los más importantes estaba el de que un
hombre nunca debía golpear a una mujer.
Sacó el arma, pero antes de que pudiera gritar para advertirle, el hombre entró
como una exhalación en la casa de adobe. Un momento después salió, iba
arrastrando a un niño.
—¡Suélteme! —gritaba el niño, al tiempo que daba patadas y puñetazos al
desconocido.
Laurel hizo un esfuerzo para ponerse de pie y trató de quitarle el niño, pero él
volvió a golpearla. La joven se tambaleó, pero no se dio por vencida. Lo siguió,
mientras él caminaba hacia su caballo.
Hen volvió a enfundar el arma y comenzó a correr hacia ellos tan rápido como
podía. No podía disparar y arriesgarse a herir a la mujer o al niño. Absortos en el
forcejeo, ninguno oyó que Hen se aproximaba.
—¡Suéltelos! —gritó Hen cuando todavía estaba a unos cuantos metros del grupo.
El hombre se quedó paralizado; el chico siguió forcejeando; Laurel golpeó al
hombre con el puño, pero él la agarró por el brazo y la obligó a arrodillarse. Al llegar
hasta él, Hen lo golpeó tan fuerte que el hombre se desplomó, aturdido. El chico se
soltó y corrió hacia su madre.
—Venga, señora, déjeme ayudarla a levantarse —dijo Hen y le ofreció la mano.
La mujer no trató de levantarse enseguida. Cuando se inclinó hacia delante y se
apoyó en el suelo con una mano, mientras agarraba a su hijo con la otra, se
estremeció al tratar de llenarse los pulmones de aire. Entonces levantó la cabeza para
mirarlo. Hen sintió que el estómago se le revolvía y la rabia que había surgido dentro
de él se arremolinaba con más ferocidad que antes. La mujer tenía la cara llena de
golpes. Se veía que había presentado batalla y que el hombre le había pegado de
manera inclemente.

Al dar media vuelta, Hen vio que aquel canalla estaba tratando de levantarse.
—Sólo un cobarde es capaz de golpear a una mujer —gruñó y le dio un empujón
que lo mandó de nuevo al suelo. Hen se agachó y lo levantó—. Sólo un maldito
gallina es capaz de hacerle daño a un niño. —Una serie de golpes consecutivos
dejaron al hombre en el suelo, incapaz de levantarse, pero Hen lo sostuvo para que
no se cayera.
—Si lo vuelvo a encontrar aquí, le meteré una bala en la cabeza. Si vuelve a tocar a
esta mujer o a su hijo, lo mataré. —Una última bofetada lo mandó al suelo. Hen le dio
una patada al arma para que quedara bien lejos del alcance del hombre. Luego tomó

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Leigh Greenwood Laurel

una cuerda de su silla de montar, le dio la vuelta al hombre hasta hundirle la cara en
la tierra y le ató las manos por detrás.
—Lo voy a matar —rugió el hombre por entre un par de labios ensangrentados.
—Puede intentarlo —dijo Hen, mientras apretaba el nudo con fuerza.
—Nadie toca a un Blackthorne y sigue vivo.
Hen se agachó y le habló al hombre al oído, con voz amenazadora:
—Este don nadie tiene un nombre. Randolph. Hen Randolph. Recuérdelo. Si
vuelve a molestar a esta mujer, se lo voy a grabar en la frente. —Hen le dio otra
vuelta al hombre. Cuando éste hizo ademán de darle una patada y trató de ponerse
en pie, le dio un tirón a la cuerda y el hombre soltó un alarido de dolor. Luego lo
obligó a ponerse de rodillas y lo amarró de pies y manos, como un ternero a punto de
ser marcado.
Luego se volvió a mirar a Laurel. Todavía estaba sentada en el suelo y tenía a su
hijo abrazado de manera protectora.
—Déjeme ayudarla a ponerse en pie. Tenemos que hacer algo con esos golpes.
—¿Quién es usted? —preguntó la mujer.
—Soy el nuevo comisario de Valle de los Arces. Supongo que usted es Laurel
Blackthorne.
Laurel lo miró fijamente.
—¿Se da cuenta de que acaba de firmar su sentencia de muerte?
La mujer hablaba con un tono pendenciero que no indicaba ningún sentimiento de
gratitud por lo que él acababa de hacer. No era exactamente la respuesta que Hen
esperaba.
—No, señora, no pensé en eso. Creí que les estaba ayudando a usted y a su hijo.
No me pareció que usted se estuviera divirtiendo mucho.
—Ese es Damián Blackthorne —dijo la mujer, todavía con un tono airado, sin
rastros de gratitud.
—¿Y?
—Que tiene al menos dos docenas de hermanos, primos y tíos.
Tal vez estaba demasiado asustada para mostrar sus verdaderos sentimientos, se
dijo Hen.
—Me lo imagino. Los problemas nunca se ven, pero sí tienen mucha compañía.
Laurel siguió mirándolo fijamente.
—O usted está loco o es un imbécil.

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Leigh Greenwood Laurel

Hen sonrió.
—Me han acusado de las dos cosas. Pero ahora lo mejor será que comience a
curarle la cara. Me dijeron que usted era una mujer muy bonita, pero en este
momento no está muy atractiva que digamos. —Volvió a ofrecerle la mano, pero la
mujer se negó nuevamente a aceptarla.
—Al menos usted es más amable que los otros pistoleros que trataron de ser
comisarios —dijo Laurel y siguió mirándolo fijamente—. Espero que le organicen un
gran funeral.
—Señora, hasta ahora el trabajo de comisario no me ha llevado mucho tiempo,
pero, si usted no se levanta pronto del suelo, creo que en cualquier minuto llegará
Hope a preguntarme por qué no he llegado a comer. Además, será más fácil limpiar
toda esa sangre antes de que se seque.
Laurel por fin aceptó la ayuda de Hen. Tenía unas manos secas y ásperas al tacto,
no suaves y delicadas como las de las mujeres que él conocía.
—Éste es mi hijo, Adam —dijo Laurel, al tiempo que se levantaba.
Adam siguió aferrado a su madre; al parecer todavía no estaba seguro de poder
confiar en Hen.
—¿Qué estaba haciendo él aquí? —preguntó Hen, mientras señalaba a Damián.
—¡A usted qué le importa! —gritó Damián—. Cuando me suelte, ¡le voy a llenar el
trasero de agujeros!
Hen agarró el pañuelo de Damián y se lo metió en la boca.
—Ese tío no sabe cómo hablar frente a una señora—dijo Hen y volvió a concentrar
su atención en Laurel.
—¿Usted nunca se inmuta ante nada? —preguntó Laurel.
—Eso es una pérdida de energía y no cambia las cosas. Ahora, veamos si puedo
hacer algo por su cara.
—Yo me puedo cuidar sola.
A Hen le molestó que ella pareciera temerosa de que
la tocara.
—Estoy seguro de que puede, pero no tiene que hacerlo.
—Preferiría hacerlo.
—La gente no siempre puede hacer lo que prefiere.
—Su trabajo es proteger a la gente, no atacarla. ¿Acaso no se lo le dijeron cuando
lo contrataron?

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Leigh Greenwood Laurel

—Supongo que prefirieron no darme instrucciones. Parecían tan ansiosos por


colgarme la insignia de comisario que no querían decir nada que pudiera hacerme
cambiar de opinión.
—Eso parece muy típico de Valle de los Arces —dijo Laurel con tono despectivo—
. A menos que lo vean con sus propios ojos, piensan que no puede haber nada que
esté mal.
—Mucha gente es así. Eso es más fácil que actuar para remediar lo que no está
bien. —Hen echó un vistazo a su alrededor y finalmente vio una cacerola no muy
honda—. Voy a traer un poco de agua. Mientras, busque usted algo para limpiarse
esa sangre.
Laurel lo vio salir y se maravilló de la seguridad de ese hombre. O bien era un
gran tonto, o era más hombre que media docena de Blackthorne juntos. Luego sintió
un ligero estremecimiento que le bajaba por la espalda, la misma sensación que tuvo
cuando Hen la tocó.
Por la manera en que había manejado a Damián, Laurel no tenía duda de que Hen
era un hombre inteligente, lo cual le parecía una contradicción, pues sólo un tonto
trataría de ser comisario de Valle de los Arces.
Cuando Hen regresó, Laurel estaba dentro de la casa. Adam estaba parado en la
puerta, como si estuviera protegiendo a su madre. Miraba a Hen con desconfianza,
pero no salió huyendo.
—¿Tú estás bien? —le preguntó Hen al chico.
—Sí.
—Damián nunca le haría daño a otro Blackthorne —dijo Laurel y salió de la casa—
. Adam es su sobrino —explicó, al ver la expresión de confusión de Hen.
—Lástima que no sienta lo mismo con respecto a usted.
—Podría hacerlo, si yo le hubiese dado lo que querría.
Hen corrió una silla que estaba cerca de la casa hasta un lugar donde entraba más
luz, gracias a un agujero del toldo que había encima.
—Siéntese.
Laurel pensó que nunca había conocido a nadie tan frío e imperturbable. O tan
poco curioso.
—¿No me va a preguntar qué quería Damián?
—Me imagino que no es de mi incumbencia.
—No lo es, pero Damián se va a encargar de que sí sea de su incumbencia —dijo
Laurel y gimió cuando Hen le tocó la cara y se la volvió hacia la luz.

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Leigh Greenwood Laurel

—No hable.
Laurel se sentó absolutamente quieta, mientras se esforzaba por disimular lo
mucho que le dolía la cara. En ese momento, el impacto inicial ya estaba pasando y
sentía que cada herida le palpitaba de manera intensamente dolorosa. La tela fría y
mojada que Hen le aplicó sobre la cara no logró aliviar el dolor, ni borrar las marcas
que le impedirían dejarse ver en público durante varias semanas.
—¿Tiene algún remedio para curar las heridas? —preguntó Hen.
—Unas hierbas —contestó Laurel.
Laurel le pasó a Hen una botella pequeña. Hen la olisqueó y, luego de quedar
aparentemente satisfecho, le limpió con cuidado la sangre y la tierra de un lado de la
cara y le aplicó una buena cantidad de la solución medicinal para desinfectar la
herida.
Hen trabajaba en silencio.
Entretanto, Laurel se maravillaba de su delicadeza. Nunca había conocido a un
hombre que considerara siquiera la idea de atender a una mujer. Las mujeres tenían
que atenderse solas. Tampoco se había imaginado que un hombre lo suficientemente
fuerte como para dominar a Damián tendría tanto cuidado para no hacerle daño. Sin
embargo, debajo de esa delicadeza, Laurel presentía una dureza que parecía llegarle
hasta el propio corazón.
—¿De qué iba todo eso? —preguntó finalmente Hen.
—Pensé que no le interesaba —respondió Laurel. No sabía por qué, pero el hecho
de que él no hubiese preguntado antes le resultaba irritante.
—A mí no me interesa. Pero al comisario sí.
—¿Acaso hay alguna diferencia?
—Claro.
Laurel le creyó. Si alguien pudiera dividirse en dos, ese alguien sería el hombre
que se encontraba frente a ella. ¿De qué otra manera podía ser tan delicado al tocarla,
cuando en todo lo demás él parecía tan frío? Sin embargo, el contraste la intrigaba
bastante, al igual que esos ojos, los más azules que había visto en su vida.
—Mi esposo murió antes de que Adam naciera. Ninguno de sus parientes le
prestó atención cuando era un bebé. Pero ahora que tiene seis años creen que el niño
debe irse a vivir con ellos.
—Y supongo que usted no está de acuerdo.
—¿Y usted sí? —En medio de su agitación, Laurel se retorció mientras Hen la
curaba e hizo un gesto de dolor.

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Leigh Greenwood Laurel

—Quédese quieta.
Es verdad que era un hombre que podía ser delicado, pero no tenía ni una pizca
de compasión. Laurel estaba segura de que sería más expresivo con su caballo.
—Yo no sé nada sobre su situación —dijo Hen, sin apartar los ojos de lo que estaba
haciendo—, pero, de acuerdo con mi experiencia, un chico que crece rodeado
solamente de mujeres tiende a volverse un cobarde. Y eso le puede costar la vida.
Laurel se zafó.
—¿Y su experiencia le ha mostrado lo que les pasa a los chicos que crecen como
Damián?
—Por lo general, se hacen matar.
Hen se comportaba como si estuviese hablando del clima y no de la vida y la
muerte.
—¿Y cree que Adam debería crecer así? —le espetó
ella.
—Nunca me ha gustado ver morir a nadie, ni siquiera a aquellos que se lo
merecen. —Hen volvió a agarrarle la cara y reanudó su trabajo.
Al menos no estaba de acuerdo con asesinar; eso ya era algo, pensó Laurel.
—No tengo ninguna intención de permitir que Damián ni ningún otro Blackthorne
ponga sus manos sobre Adam. No quiero que se convierta en un cobarde, pero tengo
la intención de que crezca con algunos principios.
—Ojalá lo logre.
—¿Acaso no cree que pueda hacerlo? —preguntó Laurel. Pero ¿a ella qué le
importaba lo que pensara ese hombre? Enseguida se sintió mal por haber
preguntado.
—No lo sé. Usted parece ser una mujer muy testaruda, pero no sé si es buena para
lograr lo que se propone.
Laurel volvió a zafarse.
—He logrado muchas cosas, entre otras, cuidarme sola durante casi siete años.
—No lo estaba haciendo tan bien hace un rato.
Hen volvió a girarla hacia la luz. La mujer hizo un gesto de dolor cuando él le tocó
el hombro.
—Tiene un golpe debajo del vestido.
—Me di contra una piedra cuando me caí.
—Déjeme verlo.

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Leigh Greenwood Laurel

—No.
—¿Acaso tiene miedo de que me aproveche de usted? —preguntó Hen y la miró
de manera inflexible.
—No... no.
—¿Le parece que sería inmoral?
—Claro que no.
—Entonces, déjeme ver el golpe.
Tampoco tenía sensibilidad, pensó Laurel para sus adentros, mientras se deslizaba
el vestido por encima del hombro. Estaba claro que ese hombre no entendía lo
humillante que era para ella tener que someterse a sus cuidados.
Cuando Hen la tocó, Laurel prácticamente saltó de la silla. Pero no porque le
hubiese hecho daño. Por el contrario, la tocó con tanta delicadeza que sintió una
oleada de energía que la dejó un poco mareada. Se olvidó por completo del dolor en
la cara y sólo sentía los dedos de Hen sobre la piel ardiente de su hombro. Laurel no
logró obligarse a mirarlo. De repente se sintió intensa y dolorosamente consciente de
que él era un hombre y ella una mujer.
«Deja de portarte como una tonta. Sólo estás actuando así porque llevas siete años
sin que te toque un hombre».
Independientemente de la razón, era imposible quedarse indiferente.
—No hay una herida profunda —dijo Hen y le hizo un poco de presión. Laurel
sintió un dolor tan agudo como la punta de un alfiler. Hen debió de ver la mueca de
dolor, pero no se disculpó—. Tendrá que tener mucho cuidado durante varios días.
—¿Ya me puedo vestir, doctor?
Hen sonrió.
—¿Tiene alguna planta de higo chumbo por aquí?
—Subiendo el cañón —dijo Laurel, mientras se arreglaba el vestido.
—Ahora mismo vuelvo —dijo Hen y se marchó caminando con toda tranquilidad.
Laurel se alegró de que se marchara. Necesitaba tiempo para tranquilizarse. Era
evidente que no estaba tranquila, porque de otra manera no estaría sintiendo esa
reacción tan ridícula, esa sensación de no querer que Hen la tocara, pero desear al
mismo tiempo que lo hiciera; de buscar consuelo en un lugar donde no esperaba
encontrarlo.
—¿Adónde va, mamá? —preguntó Adam. El niño no se había separado del lado
de su madre durante todo este tiempo.
—A buscar unos higos chumbos, aunque no sé qué quiere hacer con ellos.

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Leigh Greenwood Laurel

Pero ese misterio no le interesaba tanto como descubrir la razón por la cual ese
hombre le producía un efecto tan poderoso. Laurel nunca había disfrutado de las
caricias de Carlin. Desde el comienzo, cuando todavía era una muchacha alocada e
ingenua y creía que estaba enamorada de él, estar cerca de Carlin le resultaba
extrañamente desagradable. Sin embargo este desconocido la había tocado sólo una
vez, pero había sido suficiente para que ella sintiera que su cuerpo comenzaba a
estremecerse de deseo, que la piel le quemaba y toda su sensibilidad se despertaba
haciendo que se sintiera vulnerable y estúpida.
Debía de ser el impacto de los golpes, pensó Laurel. Damián se había portado
como un animal. Pasarían muchos días antes de que ella se sintiera otra vez en
forma.
—¿Alguien más va a venir a buscarme? —preguntó Adam y parecía asustado.
Laurel siempre había tenido miedo de que los Blackthorne vinieran por Adam,
pero esperaba que eso ocurriera más tarde. La aparición de Damián hoy había sido
un duro golpe para ella.
—Tal vez —dijo Laurel—, pero la próxima vez estaremos preparados.
Hoy la habían tomado por sorpresa. De no ser por ese hombre tan inusual, en este
momento Adam estaría muy lejos de su alcance. Cierto, era el comisario y tal vez su
trabajo era protegerla, pero Laurel creía que nunca había conocido a nadie como
Hen.
—Ahí viene —advirtió Adam.
Hen se acercaba hacia la casa con los brazos cargados de higos chumbos.
—Venga, sostenga esto —dijo cuando entró, dejando caer los higos sobre el regazo
de la mujer. Luego sacó un cuchillo del bolsillo, partió un higo en dos y lo cortó en
rebanadas—. ¿Tiene un paño limpio?
—Sí.
—Corte el resto de los higos de esta forma. Luego póngaselos en los moretones y
envuélvase la cara con el trapo. Sanará en la mitad del tiempo.
—Parecerá que estoy lista para el ataúd —protestó Laurel. Luego se quedó callada,
mirándolo fijamente—. ¿Por qué ha venido hasta aquí? —preguntó.
—Quería pedirle que me lavara la ropa. —Hen echó un vistazo a su alrededor—.
La dejé allí.
—Yo iré por ella —dijo Adam y salió corriendo. Ya había recuperado un poco de
seguridad.
—No sé cuándo podré lavarla —le dijo Laurel—. Tengo muchas cosas que hacer.
—Laurel sabía que debía lavársela sin protestar, aunque sólo fuera por gratitud, pero

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una sensación de decepción, de irritación irracional, se había apoderado de ella. A


pesar de que ella era intensamente consciente de que Hen era un hombre, él parecía
totalmente indiferente al hecho de que ella fuera una mujer.
—Usted no debería hacer nada más hoy.
—Excepto pincharme con unos higos chumbos.
—Excepto eso.
Laurel pensó que había visto una sonrisa, una chispa de humor en esos ojos
azules, pero tal vez sólo era el reflejo del sol. En todo caso, ella también sonrió.
—Le diré a la gente que vaya a reclamarle a usted cuando quieran saber por qué
su ropa no está lista a tiempo.
—Me parece que sería más apropiado que le hicieran la reclamación a Damián.
De repente, la sonrisa pareció desvanecerse de la expresión de Laurel.
—Eso no haría ninguna diferencia. A los Blackthorne no les importa lo que
quieran los demás.
—Debería tratar de llegar a un acuerdo con esa gente. A ese chico no le va a hacer
ningún bien quedar atrapado entre ustedes.
—Usted no conoce la situación —dijo Laurel, y su voz sonó otra vez fría y
agresiva.
—Cierto, pero usted no puede cambiar quién es el padre del niño.
—Pero sí puedo encargarme de que crezca con algunos principios —dijo Laurel de
manera terca—, que no piense que puede tomar todo lo que desea sólo porque es
más grande y está dispuesto a usar un arma.
En ese momento llegó Adam con una bolsa llena de ropa. Era un chico grande
para su edad y manejaba la bolsa con destreza.
—Tiene usted mucha ropa —dijo Laurel, cuando vio el tamaño de la bolsa.
—Estoy muy lejos de mi casa.
—Tal vez debería considerar la posibilidad de regresar —dijo Laurel. Aunque Hen
la había irritado, lo dijo con buena intención. No quería que lo mataran. Nadie había
sido nunca tan amable con ella.
—¿Considerará usted la posibilidad de permitir que el chico vea a sus tíos de vez
en cuando?
Laurel lo miró con furia y sintió que ya no tenía deseos de ser amable.
—Eso no le importa.
—Entonces a usted tampoco le importa adonde vaya yo.

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—Sí me importa, si usted está en mi propiedad —le espetó ella—. Le lavaré la


ropa, pero quiero verlo desaparecer por el cañón antes de que me mueva de este
sitio.
—Sería mejor que se pusiera un par de higos en la cara y se recostara. Así se
sentirá mucho mejor cuando se mire al espejo mañana.
—¡Váyase! —dijo Laurel, prácticamente gritando—. Y llévese su ropa.
—Regresaré mañana para ver cómo va —dijo Hen.
—Tengo una escopeta.
—Bien. Una mujer que vive sola debe ser capaz de defenderse —dijo Hen y se
volvió hacia Adam—. Cuida a tu madre, hijo. Está tan alterada que sería capaz de
atacar cualquier cosa, incluso a una pantera. El pobre gato terminaría hecho trizas
antes de que pudiera emitir el primer chillido. Y tendrías pedazos de piel de gato por
todo el jardín. Te pasarías el día barriendo para quitarlos.
Laurel tuvo que hacer un esfuerzo para conservar la cara de enojo.
—Le agradecería que se marchara antes de que me haga quedar mal con mi propio
hijo.
—Ya ve que sí puede ser amable cuando quiere —dijo Hen, pero no había ningún
rastro de humor en sus ojos—. Yo también disfruté de la visita.
Hen se dirigió hacia Damián y le desató los pies, luego prácticamente lo arrojó
sobre la montura. Con un ligero gesto del sombrero, salió del patio caminando
tranquilamente y llevando del ronzal al caballo de Damián.
—Se olvida su ropa —le gritó Adam.
Hen sólo hizo un gesto con la mano, sin mirar hacia atrás.
—Mami, ese hombre se ha olvidado su...
—No la ha olvidado —dijo Laurel—. No tenía intenciones de llevársela.
—¿Qué vas a hacer con ella?
Laurel suspiró.
—Supongo que lavarla. .
—Pero dijiste que no lo harías.
—Lo sé, pero el señor comisario no parece oír muy bien.
—Dijo que se llamaba Randolph. Yo lo oí.
—Lo sé. Hen Randolph. ¿Qué clase de nombre es ese para un hombre adulto?
Hen. Te hace pensar en algo cubierto de plumas, escarbando entre la tierra en busca
de gusanos y cacareando como loco cuando pone un huevo entre los arbustos.

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Leigh Greenwood Laurel

De repente Adam comenzó a reírse a carcajadas.


—Pero él no tiene plumas, mami. Ni caraquea.
—Cacarea —dijo Laurel para corregirlo—. No, no cacarea pero sí dice muchas
tonterías.
—Él me agrada. Le dio una paliza a ese hombre.
—Sí, le dio una buena paliza —dijo Laurel. Pero la violencia la asustaba y Hen se
había portado como un bárbaro.
—¿Crees que regresará?
Laurel dejó vagar su mirada por el lugar por donde Hen había desaparecido.
—Dudo que volvamos a verlo.
—Ese hombre no me ha gustado nada. Si tuviera un arma, le dispararía si llegara a
regresar.
—Ah, te refieres a Damián —dijo Laurel y de repente pareció regresar a la
realidad—. Me temo que él sí regresará. Y tú no le vas a disparar a nadie. Ahora será
mejor que vayas por un poco de agua y reúnas leña, si es que voy a lavar la ropa del
señor Randolph.
—Pero él te dijo que te acostaras.
—Sé lo que dijo, pero puedes estar seguro de que también espera que le tenga su
ropa lista para mañana.
Sin embargo, mientras veía a Adam levantar el balde de madera y dirigirse hacia
el arroyo, Laurel se preguntó si Hen realmente esperaría tener la ropa lista por la
mañana. Ella nunca había conocido a un hombre como ése y realmente no sabía qué
esperar. A excepción de su padre, a quien apenas podía recordar, todos los demás
hombres que conocía creían que las mujeres sólo existían para brindarles
comodidades y placer.
Hen se había portado de esa manera cuando dijo que Adam necesitaba la
influencia de un hombre. Pero cuando le limpió los golpes, la tocó con mucha
delicadeza.
No obstante, a Laurel no le pasó desapercibida la furia que reflejaban sus ojos
mientras golpeaba sistemáticamente a Damián hasta reducirlo por completo. Eso la
había hecho recordar a su padrastro. Todavía podía recordar la lluvia de golpes y la
sensación de impotencia. Laurel se estremeció. Juró no volver a tolerar eso nunca
más. Sin embargo, a pesar de lo que Hen le había hecho a Damián, Laurel estaba
segura de que él nunca golpearía así a una mujer.
—Necesito al menos dos cubos más de agua —le dijo a Adam, cuando el chico
vertió el primer cubo en la olla—. Tiene mucha ropa.

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Leigh Greenwood Laurel

Laurel se quedó mirando, mientras su hijo regresaba al arroyo. Era un buen chico.
Independientemente de lo que Hen Randolph pensara, ella tenía la intención de
mantener a Adam lejos de las garras de los Blackthorne, sin importar lo que tuviera
que hacer. Y eso incluía usar la escopeta que mantenía al lado de la cama. Laurel no
creía que Hen aprobara el comportamiento de los Blackthorne, aunque sintiera que
Adam necesitaba a un hombre. Pero ¿cómo podía estar tan segura? No había
ninguna ley que dijera que un hombre tenía que ser bueno sólo porque era tan bien
parecido que hacía que una mujer se sintiera débil cuando estaba cerca de él.
Laurel recordó el cabello rubio casi blanco que se asomaba por debajo del
sombrero, esa piel bronceada, del color del cuero nuevo, esos rasgos finos que
componían una expresión que no dejaba ver sus pensamientos y ese cuerpo alto y
fuerte, capaz de tumbar al suelo a Damián Blackthorne con un solo golpe.
Pero lo que ejerció el efecto más fuerte sobre ella fueron los ojos de Hen. Tan
intensamente azules como el cielo, eran unos ojos que no revelaban ningún indicio de
afecto, humor o tristeza. Nada. A pesar de que la había defendido y le había curado
las heridas, Hen parecía completamente frío e insensible. Pero no podía ser así, no
podía ser insensible y al mismo tiempo haber arriesgado su vida por ella.
«Deja de portarte como una tonta», se dijo. «Todas estas preguntas son una
pérdida de tiempo. Si hubieses invertido al menos la mitad del tiempo que llevas
pensando en ese hombre en hacerte preguntas acerca de Carlin antes de casarte, no
estarías ahora en este lío».
Laurel trató de olvidarse de su antiguo marido, tomó la bolsa con la ropa y la puso
sobre una silla. Pero el esfuerzo, aunque mínimo, hizo que la sangre le fluyera a la
cara y los golpes comenzaran a dolerle. Entonces se recostó contra el respaldo de la
silla. Tal vez no estaba lo suficientemente bien para trabajar hoy.
Pero luego pensó en que la alacena estaba casi vacía y se dio cuenta de que no
tenía opción. Ojalá la gente del pueblo fuera tan estricta para pagar las cuentas como
para insistir en que su ropa estuviera lista a tiempo.
—Quisiera que estuviéramos más cerca del arroyo —dijo Adam, mientras vertía el
último cubo de agua en la olla. Tenía la cara roja por el esfuerzo de arrastrar tres
baldes llenos hasta los bordes.
—Lo sé, pero entonces el arroyo inundaría la casa cada vez que lloviera. —Adam
lo sabía, pero a ella no le importaba que el chico se quejara de vez en cuando. Lo
hacía muy rara vez.
Laurel abrió la bolsa y comenzó a sacar una camisa tras otra. Estaba asombrada de
pensar que un hombre pudiera usar tantas camisas. Pero, más que la cantidad, le
llamó la atención la calidad de las camisas. Entonces examinó la tela con más
cuidado. Era lino fino, el mejor que había visto en su vida. Luego inspeccionó las

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Leigh Greenwood Laurel

costuras y los dobleces. Eran prendas mejores y más caras que cualquier cosa que se
pudiera conseguir en el pueblo. Siguió sacando camisas de la bolsa hasta completar
veintidós. La ropa interior, los pantalones y las medias eran de la misma calidad.
Incluso tenía una camisa para corbata. Hen debía de tener un traje completo en su
guardarropa.
Ese hombre no debía de llevar mucho tiempo trabajando como comisario;
primero, porque con el sueldo de comisario no habría podido permitirse semejante
guardarropa y segundo porque no se comportaba como un servidor de la ley. No. Un
comisario tenía que ser calculador y cuidadoso. Tenía que saber quién ostentaba el
poder y actuar con cautela, sin molestar mucho al más poderoso. Sin embargo, Hen
parecía ser el tipo de hombre que hace lo que desea, sin preocuparse por las
consecuencias.
Laurel se preguntó si su vida habría sido mejor si se hubiese casado con un
hombre como Hen, en lugar de casarse con Carlin.
Estaba segura de que Hen no la habría abandonado por una ramera cualquiera, ni
se habría hecho matar por tratar de robar un toro. Se habría casado con ella en una
iglesia, habrían celebrado una boda decente, en lugar de sacar de la cama a un
predicador cualquiera, en mitad de la noche; un predicador al que ella no había
podido localizar en siete años. Y no la habría dejado con un chico que había tenido
que educar sola y sin dinero.
Pero Laurel no se había casado con un hombre como Hen. Se había casado con
Carlin Blackthorne y llevaba seis años educando sola a su hijo. Y ahora no tenía
intenciones de renunciar a él. Y tampoco iba a dejarlo morir de hambre. Laurel
lavaría la ropa de ese hombre y luego se acostaría. Él le pagaría y así ella podría
comprar comida.

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Leigh Greenwood Laurel

Capítulo 2

Hen no sentía la indiferencia que le había demostrado a Laurel. Dentro de él


hervía una peligrosa rabia hacia Damián. Lo único que le había impedido darle a ese
desgraciado la paliza que se merecía era el hecho de recordar que ahora era el
comisario. Pero estaba seguro de que se la daría si alguna vez volvía a tocar a Laurel.
Mientras Hen fuera el comisario, ningún hombre golpearía a una mujer y se quedaría
impune.
Probablemente no debía haber golpeado a Damián más de una vez, y tal vez no
debía haberlo golpeado en absoluto. Pero bueno, ya no había nada que hacer. Lo
había golpeado y si Damián seguía provocándolo, le volvería a golpear.
Hen sabía que ésa no era la actitud correcta. Y eso lo irritaba. Él no estaba
acostumbrado a tener restricciones. Monty y él estaban acostumbrados a hacer
justicia por sus propias manos y a hacerla cumplir con sus armas y sus puños. No iba
a ser fácil cambiar de hábitos.
En todo caso, ¿por qué demonios había aceptado ser comisario? Nadie pagaba
doscientos cincuenta dólares al mes, a menos que fuera un trabajo que sólo aceptaría
un tonto, o a menos que los tres últimos comisarios descansaran a dos metros bajo
tierra en el desierto. Lo que debía hacer era marcharse de allí y dejar que esa gente se
cuidara sola.
Pero él no podía hacer eso y lo sabía. Era posible que no le gustara ese maldito
empleo, era posible que deseara no haber puesto nunca un pie en Valle de los Arces,
pero no podía marcharse hasta hacer lo que había prometido hacer: limpiar el pueblo
de cuatreros. Entretanto, su trabajo también incluía mantener la paz, hacer cumplir la
ley y proteger a los ciudadanos.
Y Damián Blackthorne era un ciudadano. Pero Laurel también lo era.
Hen no sabía qué debía hacer. Parecía una mujer bastante corriente, un poco
lenguaraz y malhumorada, pero no más de lo que uno esperaría de una joven con un
hijo, que se veía obligada a ganarse la vida lavando ropa ajena. Pero la que parecía
muy poco corriente y había permanecido presente en sus pensamientos era la Laurel

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que se enfrentó a Damián Blackthorne con la determinación de un lince, la Laurel


que no emitió la más mínima queja de dolor cuando él le limpió las heridas.
Era una mujer muy bonita. Ni siquiera los golpes y la sangre habían podido
ocultar su belleza. Le recordaba a una mujer que conoció una vez y que decía ser
gitana. Tenía la misma melena de cabello negro y grueso y los mismos ojos enormes
de color café oscuro, combinados con una piel del color de la luz de la luna. Era
particularmente delgada, probablemente debido a que le daba la mayor parte de la
comida a su hijo, pero aun así irradiaba sensualidad. Tal vez debido a su manera
sinuosa de moverse. Porque su comportamiento ciertamente no era muy seductor. Lo
había mirado directamente a los ojos y lo había desafiado de frente.
Sin embargo, también parecía un poco asustada. No, tal vez insegura. Incómoda.
Hen no podía imaginar que Laurel Blackthorne le tuviera miedo a alguien. Tal vez
pudo haberlo sentido cuando era más joven, pero la gente era distinta de joven, luego
uno cambia.
Él era distinto cuando era más joven, pero Hen ya no se permitía pensar en eso.
No creía que Laurel hubiese sido más bonita cuando era más joven. Era la clase de
mujer que se vuelve más atractiva en la edad madura; la clase de mujer cuya belleza
se beneficia de la ropa bien escogida y un entorno apropiado; la clase de mujer que,
cuando tuviera poco más de treinta, haría que las jovencitas parecieran superficiales
e insignificantes. No es que a él le importara. No estaba interesado en las mujeres, ni
jóvenes ni viejas. Las mujeres representaban ataduras, responsabilidades,
restricciones, todas las cosas que Hen quería evitar.
No es que no le gustaran las mujeres, es que ellas siempre estaban exigiendo,
esperando, deseando, necesitando algo. Nunca estaban satisfechas. Siempre estaban
buscando algo que él no tenía. No es que él no quisiera dárselo. Sencillamente, no lo
tenía. Hen Randolph no era más que un cascarón.
Hen se preguntó si Laurel no sería igual que él.
—Éste es un buen lugar para soltarme. Desde el pueblo no se alcanza a ver este
estero —explicó Damián, cuando Hen se quedó mirándolo.
—Usted va para la cárcel —dijo Hen.
—Usted es nuevo aquí, ¿verdad? Supongo que no sabe.
—¿Saber qué?
—Los Blackthorne nunca vamos a la cárcel.
—¿Por qué?
—Porque lo mataríamos.
—Suena como una amenaza inocua.

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—Hay gente que le podría aconsejar que no lo hiciera.


—Yo nunca atiendo consejos. Las personas que los dan sólo buscan sus propios
intereses.
—¡Usted es un imbécil!
—Tal vez, pero es usted el que se va a quedar en la cárcel.
Damián pasó una pierna por encima de la montura. Se tambaleó un poco al caer al
suelo, pero trató de salir corriendo. Hen le dio un tirón tan fuerte a la cuerda que casi
le arranca los brazos.
—¡Lo voy a matar! —logró decir Damián entre jadeos, a través de los dientes
apretados—. Le voy a sacar las vísceras y lo dejaré morir.
—Tendrá mucho tiempo para elaborar su plan —dijo Hen. Luego sacó a Damián
del estero y lo llevó hasta la puerta trasera de la cárcel. Damián no dijo nada hasta
que Hen lo arrastró adentro, lo empujó hacia una de las celdas y cerró la puerta con
llave.
—Mi familia me sacará de aquí. —Los golpes que Hen le había dado con los
nudillos estaban comenzando a aparecer en su cara—. Y después lo van a matar.
—Dígales que golpeen con fuerza la puerta cuando vengan —dijo Hen—, porque
tengo un sueño muy pesado.
Luego de pasar a su oficina, en la parte delantera de la prisión, Hen cerró la puerta
para no oír los insultos de Damián. La construcción tenía una puerta y dos ventanas
que daban a la calle. A un lado había un escritorio y al otro lado había una estufa de
carbón. El suelo era de madera de roble burda. Era una construcción pequeña, pero,
claro, el comisario no necesitaba mucho espacio. No había mucho que hacer dentro.
Hen se preguntó qué dirían sus hermanos si pudieran verlo ahora. Le había
enviado un telegrama a George. Tenía que saber adónde debía dirigirse en caso de
que tuviera que recoger su cadáver. Aunque Hen no esperaba que lo mataran, ni
quedarse mucho tiempo allí. Pero era un trabajo, algo con lo que ocupar el tiempo
mientras decidía qué demonios hacer con el resto de su vida.
Habría podido decidirlo en Texas con George, en Wyoming con Monty o en
Colorado con Madison, pero Hen estaba tratando de evitar a su familia, aunque no
huía de ellos. No, en realidad estaba huyendo de sí mismo. Había aceptado el cargo
de comisario porque creía que si se mantenía ocupado no lo asaltarían tantas
preguntas que no podía responder.
La viuda de Blackthorne representaba una bonita ocupación, algo en lo que
pensar. Hen agradeció el hecho de que hubiese entrado en su vida.
La puerta de la oficina se abrió de repente y entró un hada sonriente, de catorce
abriles, llamada Hope Worthy. Delgada, de estatura media, con pecas y un cabello

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castaño rojizo que le llegaba a la cintura, Hope se movía con la energía de una
marioneta. Sus risueños ojos color café, su sonrisa fácil y su resuelta seguridad hacían
que fueran bien recibida en todas partes.
—Te he traído el almuerzo —anunció.
—No tenías que hacerlo. Puedo comer en el restaurante.
—No, no quieres hacer eso —dijo Hope. Cerró la puerta con el pie y luego puso la
bandeja sobre el escritorio—. Esto mantiene alejadas a las moscas y lo protege del
polvo —dijo, al tiempo que apartaba el paño de cuadros blancos y rojos con el que
cubría la comida de la cesta.
—Me imagino que las moscas están tan hambrientas como yo.
Hope levantó la vista, asombrada, y luego se rió.
—Mamá dijo que tú eras un tío muy serio, pero yo le dije que sólo te portabas así
para evitar que todos los idiotas del pueblo te molestaran. —Hope quitó la cubierta
del plato y sacó el tenedor y el cuchillo, que estaban envueltos en una servilleta
blanca.
—¿Y hay muchos idiotas en Valle de los Arces?
—Montones —le aseguró Hope—. En realidad no hay mucho más. Papá dice que
es el calor. Mamá dice que en realidad nadie tiene mucho cerebro.
—Eso lo explicaría —dijo Hen, a quien le divertía tanto la charla espontánea de la
muchacha como la cantidad de comida que ella parecía creer que él necesitaba. Hen
no le había dicho nada sobre Damián. Pero no importaba. Perderse una comida tal
vez le ayudaría a perder un poco de energía.
Hope le sonrió a Hen como si servirle el almuerzo fuera la cosa que la hiciera más
feliz en el mundo. Le sirvió una taza de café y puso la jarra sobre la estufa fría.
—Espero que sea suficiente.
—Sería suficiente aunque tuviera que alimentar a tres prisioneros —dijo Hen y le
echó un vistazo al festín. Luego fue hasta el escritorio y se sentó.
—Tengo entendido que los hombres comen mucho —dijo Hope. Tomó un asiento
que estaba contra la pared y lo instaló junto al escritorio—. Todos los hombres que
conozco comen mucho. Mamá siempre se está quejando de eso. —Se sentó en el
asiento a horcajadas.
—Pues bien, no quiero que ella se queje de mí, en especial cuando llevo aquí sólo
una semana. ¿Por qué no almuerzas conmigo? —Hen sirvió un poco del espeso
estofado de res en el plato que habían usado para cubrir el suyo.
—No puedo —dijo Hope.

~22~
Leigh Greenwood Laurel

Pero Hen podía ver que sí quería hacerlo.


—¿Por qué?
—No puedo comer estofado con los dedos. No es muy femenino.
—Claro que puedes. —Hen se levantó y fue hasta un rincón, donde estaba su
morral—. También puedes sorberlo directamente del plato. Yo lo he hecho muchas
veces. —Buscó algo entre su morral—. Pero, claro, yo cargo mis propios utensilios de
cocina, justo para estas ocasiones. —Entonces sacó un plato, una taza y cubiertos—.
Sólo para poder presumir de que tengo buenos modales.
Hope sonrió con expresión de felicidad, acercó más el asiento, aceptó el tenedor y
la cuchara y comenzó a comer con un apetito muy poco femenino.
—Mamá es buena cocinera —dijo con la boca llena de carne—. Tú no vas a querer
comer en ningún otro lado; y, por supuesto, no querrás comer en ninguna de las
cantinas. El hotel no está mal, pero es demasiado caro.
—El pueblo me paga bien —dijo Hen. Se sentó y probó el estofado. No llegaba al
nivel del de Rose. Y ciertamente no alcanzaba a saber ni remotamente parecido a
cualquier cosa que hubiera hecho Tyler, pero era mejor que lo que él preparaba y eso
era lo que había estado comiendo en los últimos tiempos.
—Pero tú querrás ahorrar tu dinero.
—¿Por qué?
—Mamá dice que todos los hombres sensatos ahorran el dinero.
—¿Qué te hace pensar que soy sensato?
—No lo sé. Papá dice que debes de estar loco para haber aceptado este empleo,
pero yo le dije que lo habías aceptado porque creías en la justicia y la libertad.
Hen todavía no estaba totalmente seguro de las razones por las cuales había
aceptado el trabajo, pero sí sabía que ninguna de esas nobles razones había
intervenido en su decisión.
—Además, ya llevas aquí una semana y todavía no has estado jugando ni
bebiendo.
—Sólo estoy conociendo el terreno, tratando de ver quién sirve whisky mezclado
con agua y a quién le gusta echarle una manita a la suerte para que no haya
sorpresas.
Hope se volvió a reír.
—Sí que eres gracioso. Apuesto a que tu familia te extraña. Tu casa debe de ser
muy aburrida cuando no estás.

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Leigh Greenwood Laurel

Ningún miembro de su familia lo reconocería a partir de una descripción de Hope


Worthy. Hen se preguntó cuál sería la razón para que ella lo viera como un tío
gracioso, cuando todos los demás lo veían como un pistolero meditabundo y
temperamental.
—Yo no tengo familia.
—Seguro que sí la tienes.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque tú le abres espacio a la gente.
—¿Qué?
—Tú no acosas a la gente ni esperas recibir toda la atención. Apuesto a que tienes
montones de hermanos y hermanas.
—No tengo hermanas. Tengo seis hermanos.
—¿De verdad? ¡Caramba, verás cuando se lo diga a mamá! ¡Cómo se va a quedar!
—Tres cuñadas, cuatro sobrinos y dos sobrinas, pero no se lo digas a nadie.
—¿Por qué?
—No creo que sea de su incumbencia.
—Entonces, ¿por qué me lo cuentas a mí?
¿Por qué se lo había dicho a ella? Estaba charlando como un borracho
deslenguado.
—Supongo que llevo demasiados días viajando, sin nadie con quien hablar, sólo
mi caballo.
—En el establo no hablan de otra cosa que de tu caballo.
—¿ Qué pasa con Brimstone?
—Nada, si te gusta que te pisoteen hasta matarte.
Hen se rió entre dientes.
—Es un poco tozudo.
—Eso no es lo que dice Jesse.
Hen se detuvo cuando se estaba llevando un trozo de carne a la boca.
—¿Y qué dice Jesse?
—No puedo repetir sus palabras porque mi madre me mataría.
—La parte que puedes repetir.
Hope se rió.

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Leigh Greenwood Laurel

—Dice que tú debes de ser pariente del demonio porque sólo el demonio puede
montar ese caballo. Jesse siempre está hablando de demonios y fantasmas. Dice que
puede verlos.
Hen sonrió. Si todo el mundo era como Hope, quedarse en ese pueblo no iba a ser
tan malo.
—¿De verdad Jesse piensa que soy el diablo?
—No, pero está seguro de que eres su secuaz. —La risa de Hope inundó el
ambiente—. Entonces yo le dije que el demonio se había conseguido un ayudante
muy bien parecido.
—No puedes esperar que el demonio atraiga a la gente si la carnada no es
atractiva.
—No había pensado en eso. —Hope sonrió—. Supongo que ésa es la razón de que
las palomas le gusten a todo el mundo.
La expresión jocosa de Hen sólo era una apariencia. Estaba pensando en su padre.
Ese sí que era una carnada atractiva. Nunca tanta belleza había encubierto una
maldad tan profunda. Comenzó a comerse el pastel, pero sintió que ya no tenía
hambre. Siempre que pensaba en su padre le pasaba lo mismo. Se quitó la servilleta y
se levantó para servirse más café.
—Dale las gracias a tu madre de mi parte, pero estoy muy lleno para comerme el
pastel. La próxima vez puedes traer sólo la mitad de la porción.
—Ceo que yo he comido más que tú —dijo Hope con timidez.
—No se nota. Eres tan delgada como un palillo.
—Lo sé. —La joven no parecía contenta con el cumplido—. Y por más que como
no consigo engordar. —Comenzó a colocar los platos en la bandeja.
A Hen le tomó un segundo darse cuenta de que la muchacha estaba hablando de
sus senos. O mejor, de la carencia de ellos.
—Yo no me preocuparía por eso. La gente se desarrolla muy rápidamente a tu
edad.
—Lo sé. Mary Parker parecía un chico y un minuto después todos los muchachos
del pueblo la seguían a todas partes con la boca abierta.
—Espera y verás. En un par de años te estarán siguiendo a ti.
—Yo no quiero que me sigan. No me interesan los chicos. Son demasiado
inmaduros.
Hen tuvo la sensación repentina de estar siendo acosado por una chica de catorce
años que se moría por tener un romance.

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Leigh Greenwood Laurel

—Tal vez —dijo con frialdad, para mantener las distancias—, pero podrías
hacerles pagar por todas las veces que no te prestaron atención.
Hen vio que la idea le había parecido atractiva a Hope.
—A propósito, seguí la sugerencia de tu madre y le llevé mi ropa sucia a la viuda
de Blackthorne esta mañana. Una mujer más bien extraña. ¿Cómo es ella? —
Cualquier cosa con tal de evitar el tema de la falta de senos de Hope.
—No lo sé. No viene mucho al pueblo.
—¿Una mujer a la que no le gusta venir al pueblo?
Hope se rió.
—Probablemente se debe a que se siente incómoda por la forma en que la miran
los hombres.
—¿Cómo es eso?
—Es muy hermosa.
—Tiene un chiquillo.
—¿Y?
—No tiene marido.
—Ser una viuda no afecta a sus posibilidades de encontrar otro marido.
—Ella nunca tuvo marido.
Hen levantó la vista con gesto inquisitivo.
—Dice que estaba casada con Carlin Blackthorne, pero la familia de él lo niega.
—¿Y qué dice el señor Blackthorne al respecto?
—Está muerto.
—Tal vez sea mejor que le pida a otra persona que me lave las camisas.
—Pero ella necesita el dinero.
Hen volvió a levantar la vista.
—Es muy pobre —insistió Hope—. Vive en ese cañón completamente sola.
—Lo pensaré. Ahora, será mejor que lleves la bandeja al restaurante. Seguro que
tu madre te está esperando hace rato.
—A ella no le molesta —dijo Hope—. Mamá dice que es una lástima que una
mujer decente tenga que estar en la misma habitación con la mitad de los hombres de
este pueblo. ¿Está bien si te traigo la cena a las seis?
—De verdad no tienes que hacerlo.

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Leigh Greenwood Laurel

—Quiero hacerlo. Además, eso me permite escaparme del trabajo. Esa cocina es
más caliente que el infierno. —Hope se quedó quieta y se llevó una mano a la boca—.
No se lo contarás a nadie, ¿verdad?
—¿Qué es lo que no tengo que contar?
—Lo que acabo de decir.
—¿Y qué has dicho? Ah, eso del restaurante. —Hen sonrió—. No, por el momento.
Sólo lo haré si te portas mal.
—Yo sabía que eras un buen tío. Se lo he dicho a todo el mundo, pero la gente
insiste en que siempre andas con el ceño fruncido y no hablas y parece que siempre
estuvieras sintiendo un mal olor. Yo les digo que ésa es tu manera de ser.
Hen no podía entender por qué esta chica lo veía distinto a como lo veía todo el
mundo. Tenía que admitir que le gustaba que fuera así.

Laurel escurrió la última camisa y se recostó, exhausta. Había lavado todas las
camisas de Hen Randolph. Sólo podía planchar unas pocas esa noche, pero
plancharía unas cuantas cada día hasta terminarlas todas.
Le dolía horriblemente la cabeza. Tenía palpitaciones en la cara y sentía un dolor
tan intenso que estaba mareada. Instintivamente, se llevó una mano a la mejilla y se
encontró con la tela con la que mantenía los trozos de higo chumbo contra las
heridas. No pudo evitar sonreír. Debía de parecer una loca. Si alguien la viera, con
seguridad pensaría que estaba loca. Y había hecho eso sólo porque se lo había dicho
un desconocido. Hasta donde ella sabía, los higos chumbos sólo le irritarían más la
cara.
Pero ella creyó a Hen. Parecía tan poco interesado en la gente que Laurel no creía
que se tomara la molestia de mentir. ¡Qué extraño que se sintiera atraída hacia un
hombre que parecía totalmente desprovisto de pasión!
Se había casado con Carlin debido a sus emociones desbocadas. Y ahora se sentía
atraída hacia Hen Randolph precisamente por lo contrario. ¿Acaso les tenía tanto
miedo a las emociones que había renunciado a la idea de encontrar a un hombre que
pudiera darle ese amor cariñoso y protector que deseaba con tanta desesperación?
No. Pero Laurel tampoco creía que Hen fuera tan frío como parecía. En algún
lugar dentro de él había un corazón tierno, una ternura más profunda que la dureza
que había sentido antes. Sólo necesitaba que apareciera alguien que se tomara el
trabajo de sacarla a flote. Pero Laurel no se atrevía a pensar que esa persona pudiera
ser ella.

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Leigh Greenwood Laurel

Capítulo 3

Hen se levantó y se asomó a la ventana de su oficina. La calle estaba casi desierta,


como solía estarlo todas las tardes desde que llegó a Valle de los Arces. El ardiente
sol de septiembre mantenía a todo el mundo en su casa entre el mediodía y el ocaso.
En el corral, los caballos buscaban alivio para el calor y los insectos bajo los sauces,
parados grupa contra grupa, con la cabeza gacha y moviendo continuamente la cola
para mantener a raya a las moscas. Ocasionalmente, el silencio se veía interrumpido
por el ruido de un jinete o una carreta que llegaba al pueblo.
Los arces y los robles se erguían lánguidos en medio del calor. Y hasta los ruidosos
álamos americanos de la laguna permanecían en silencio porque no corría un soplo
de aire. Las construcciones de madera sin pintar y gastada por el tiempo
contrastaban con la intensidad del amarillo y el rojo de las rocas que rodeaban el
pueblo. Valle de los Arces era un pueblo pobre que no se sentía orgulloso de sí
mismo, un pueblo que daba la impresión de ser apenas un lugar de paso.
Hen dio media vuelta, mientras pensaba en Laurel. Se preguntaba si habría
seguido su consejo y se habría recostado. Probablemente no. No parecía la clase de
mujer que se dejaba aconsejar. Tal vez no debió haberle dejado su ropa, pensó.
Podría habérsela llevado otro día.
Hen abrió el cajón del escritorio y guardó unos cuantos carteles de «Se busca». Los
revisaría más tarde, tal vez incluso memorizara las caras. Podría serle útil algún día.
Mientras arrojaba papeles viejos a la estufa, oyó el ruido de un disparo lejano. Parecía
que venía del otro lado de la calle. Tal vez del estero que estaba detrás del pueblo.
No podían ser los Blackthorne. Todavía no le había dicho a nadie que había arrestado
a Damián. No se podía imaginar la razón por la que alguien pudiera estar
disparando tan cerca del pueblo, pero ya había aprendido que siempre había alguien
lo suficientemente estúpido para hacer cualquier cosa.
Justo en ese momento oyó un segundo y un tercer disparo y se dio cuenta de que
no venían del estero. Tomó su pistolera y se la puso, agarró el sombrero de la percha
y se lo puso sobre la cabeza. Prácticamente, se estrelló con Hope Worthy, que en ese
momento entraba por la puerta.

~28~
Leigh Greenwood Laurel

—Finn Peterson está disparando en la cantina de Elgin —logró decir Hope y luego
se detuvo para recuperar el aliento—. Está totalmente ebrio. —Volvió a tomar aire—.
¿Qué vas a hacer?
—Todavía no lo sé.
—Te va a matar.
—No lo creo —dijo Hen y comenzó a caminar hacia la cantina—. La mayor parte
de los hombres no se arriesgan a que los maten a menos que se trate de algo
importante.
Pero Hope no estaba con ánimo para filosofar.
—¿Vas a empezar un tiroteo en la calle?
—No lo sé. Ahora regresa al restaurante y mantén la cabeza dentro.
—Pero yo quiero ver. —Hope parecía estar reuniendo valor para quedarse a mirar,
pero en ese momento salió de la cantina otra ráfaga de disparos, seguidos de dos
hombres que se lanzaron de cabeza por la puerta.
—¡Lárgate! ¡Ya! —gritó Hen de manera tan tajante y firme que Hope dio un
brinco—. Y mantén la cabeza gacha.
Hope le lanzó una mirada de resentimiento, pero dio media vuelta y huyó.
Hen se dirigió a la cantina.
La calle se había quedado vacía como por arte de magia. Nada se movía. Hasta los
caballos parecían haberse quedado quietos por miedo a llamar la atención. Ahora se
oían disparos cada pocos minutos. Scott Elgin tendría que reparar el techo antes de
que llegara el invierno. A esa hora ya debía de haber suficientes agujeros en el techo
como para que los clientes pudieran saber la hora por la ubicación de las estrellas.
Mientras se aproximaba a la cantina, Hen se dio cuenta de que no tenía deseos de
dispararle a ese hombre. La gente tenía derecho a esperar que él defendiera su
propiedad y la paz del pueblo, al igual que su vida, pero eso no significaba que
tuviera que matar a un inofensivo borracho. Hen se detuvo a la entrada de la cantina
para permitir que sus ojos se adaptaran a la sombra, antes de empujar las puertas de
vaivén.
No era un lugar muy grande, más bien estrecho y profundo, con las mesas muy
pegadas las unas a las otras. Al fondo de la cantina había una barra que debía de
medir apenas unos cuatro metros. Hen no estaba seguro de cuántos clientes
quedaban todavía, porque todos estaban debajo de las mesas. El pistolero estaba
sirviéndose otra copa. Le estaba dando la espalda a la puerta y no notó la llegada de
Hen.
—Creo que ya ha bebido bastante —dijo Hen.

~29~
Leigh Greenwood Laurel

Finn Peterson se volvió de manera tan rápida que perdió el equilibrio y tuvo que
apoyarse contra la barra. Hen sintió náuseas. No le gustaban los borrachos. Si podía
evitarlo, prefería no dirigirles la palabra.
—Yo puedo beber todo lo que quiera —dijo Finn, y movió torpemente la pistola
mientras le apuntaba al cantinero, que estaba extremadamente nervioso. Hablaba
arrastrando las palabras, pero era evidente que sabía lo que estaba diciendo.
—Tal vez en otra ocasión. Pero ahora le sugiero que guarde esa pistola y regrese a
donde pertenece. No es justo que le deje todo el trabajo a su compañero.
—¡Ese maldito desgranado! —estalló Finn. Luego hizo el esfuerzo de dar media
vuelta para quedar mirando a Hen—. Él me ha dejado solo muchas veces. Que vea
ahora si le gusta.
¡Un borracho haciendo disparos en el pueblo porque estaba molesto con su
compañero! Le molestaba tanto la situación, que Hen no quería seguir conversando.
Así que comenzó a avanzar hacia el hombre.
Finn disparó otra vez. La bala se desvió y rompió una ventana.
—Será mejor que venga a dormir un rato en la cárcel —dijo Hen, sin inmutarse
por el disparo—. Su puntería es lamentable.
Hen se daba cuenta de que no estaba manejando bien ese asunto. Debería estar
hablando suavemente, tratando de calmar a Finn para poder quitarle el arma. Pero él
era demasiado impaciente. Sólo quería sacarlo de la cantina y acabar con el asunto.
—¡Desenfunde, maldita sea! —gritó Finn y se movió con más agilidad de lo que
Hen había previsto.
—Pero aquí no. Podría herir a alguien.
—¡Desenfunde! —volvió a gritar Finn; parecía estar furioso por el hecho de que
Hen no se tomara en serio su amenaza.
—Ya ha causado suficientes daños en la cantina del señor Elgin —dijo Hen e hizo
el ademán de volverse hacia la puerta, con la esperanza de que Finn lo siguiera.
—Usted no se puede ir así.
—Yo no me enfrento con hombres borrachos.
—Yo no estoy borracho. —Finn se apoyó contra la pared y apuntó a Hen con su
pistola.
Hen perdió la paciencia. Desenfundó y disparó.
—¡Aauuuu! —El arma de Finn salió volando y se estrelló contra el suelo, mientras
él sacudía frenéticamente la mano.

~30~
Leigh Greenwood Laurel

—Deje de gritar —dijo Hen con indiferencia, al tiempo que enfundaba su pistola—
. No está herido. —Agarró a Finn por los hombros y lo empujó a través de la puerta,
hacia la acera de madera y luego hacia la calle, donde brillaba el sol.
—Usted me ha disparado en la mano —dijo Finn con incredulidad—. Me ha
disparado en la mano.
—Le he disparado a su pistola —dijo Hen, mientras empujaba al hombre delante
de él—. La bala no le ha tocado la mano.
—¡Pero no puedo mover los dedos!
—Estará bien en un par de horas y podrá volver a manejar el lazo con la destreza
de siempre.
Finn se miró la mano con perplejidad.
—Damián Blackthorne es mi compañero —dijo—. Cuando se entere de lo que
usted acaba de hacer, vendrá aquí y lo matará en el acto.
—Gracias por la advertencia.
En ese momento la gente comenzó a aparecer en las entradas de las casas y en las
ventanas y a salir a los callejones que separaban las construcciones. De repente
apareció Hope, al lado de Hen.
—¿Por qué no lo mataste? —preguntó Hope.
—Yo no mato a hombres ebrios —dijo Hen, mientras seguía llevando a Finn hacia
la cárcel—. Además, disparar al aire en una cantina no es un delito tan grave.
Hope parecía decepcionada. Hen se preguntó si la gente del pueblo sentiría lo
mismo. Todo el mundo guardaba la distancia, mientras Hen seguía empujando a
Finn a lo largo de la calle, hacia la cárcel.
—Saca la llave del escritorio —le dijo Hen a Hope, mientras metía a Finn por la
puerta. Lo empujó a través de la oficina y de la segunda puerta, y lo metió en la celda
que estaba al lado de la de Damián.
—¿Qué diablos está haciendo Finn aquí? —preguntó
Damián.
—¿Qué estás haciendo tú aquí? —preguntó Finn a su vez.
—Los dos tendrán mucho tiempo para darse explicaciones —dijo Hen, mientras
empujaba a Finn hacia la celda.
—Lo voy a matar —gritó Damián.
—Ya me lo había dicho. —Hen cerró la puerta que comunicaba con la oficina, para
no tener que oír el resto de las amenazas de Damián.

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Leigh Greenwood Laurel

—¿Ése es Damián Blackthorne? —preguntó Hope y bajó la voz hasta convertirla


en un susurro, como si no quisiera que Damián oyese la pregunta.
—Eso dice él.
—¿Y qué hizo?
—Trató de llevarse a Adam y quitárselo a su madre. También la golpeó.
—¿Qué vas a hacer con él? —preguntó Hope y los ojos le brillaban de excitación.
—No estoy seguro. Lo tendré aquí hasta que decida qué hacer.
Era evidente que a Hope eso no le parecía suficientemente excitante.
—¿Y qué hay de sus hermanos?
—¿Qué hay con ellos?
—Vendrán a buscarte.
—Lo dudo.
—Son hombres terribles —le dijo Hope—. Roban y matan y les hacen cosas
horribles a las mujeres.
—Yo no soy una mujer.
—Pero tú insultaste a un Blackthorne. Ellos no lo van a olvidar. Llegarán aquí
desde todos los rincones y le dispararan a cualquier hombre que trate de detenerlos.
Habrá cadáveres por todas partes, sangre en las calles, viudas y huérfanos llorando a
medianoche...
Hen trató de contener la risa que le produjo el hecho de que evidentemente Hope
ansiaba que se produjera un baño de sangre.
—Si se puede juzgar a sus parientes por la conducta de Damián, dudo mucho que
les importe dónde esté.
—Pero sí les va a importar —le aseguró Hope con convicción—. Vendrán
corriendo.
—Pues bien, despiértame cuando lleguen. Creo que me echaré una siesta.
Hope parecía atónita, aparentemente no podía creer que Hen no estuviese
petrificado de miedo al pensar en el clan de los Blackthorne y su sed de venganza.
—¿Y qué me dices de la señora Blackthorne y de Adam? También irán tras ellos.
Ya lo hicieron una vez. Nadie detiene a un Blackthorne cuando quiere algo.
Era posible que Hen no tomara muy en serio la amenaza contra él, pero sí estaba
seguro de que los Blackthorne volverían a intentar llevarse a Adam. Eso le producía
mucha rabia. Y se enfurecía todavía más al pensar en la posibilidad de que
molestaran a Laurel. Ella era una mujer valerosa y decidida, pero Hen sabía que no

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Leigh Greenwood Laurel

podría hacer frente a varios Blackthorne al mismo tiempo. Tal vez opusiera
resistencia por un rato, pero Hen sabía que al final ellos se quedarían con el chico.
Y él era el único que podía hacer algo para evitarlo. Pero ¿qué? Ella no aceptaría
ninguna ayuda. Laurel se había encargado de dejar muy claro que no quería que Hen
la ayudara.
—Supongo que tendré que enviar a alguien a hablar con ella. Tendrá que mudarse
al pueblo, donde pueda estar a salvo.
—Pero ella no le va a hacer caso a nadie.
Eso era lo que Hen temía.
—Pues bien, a mí seguramente no me va escuchar. ¿Por qué no vas tú?
Probablemente...
De pronto se abrió la puerta de la oficina y entró Grace Worthy.
—Conque aquí es donde estás, Hope Worthy —dijo, y era evidente que estaba a
punto de perder la paciencia con su hija—. Debí saber que estarías revoloteando en el
centro mismo de los problemas, como una abeja en torno a una flor. ¿Acaso se te ha
olvidado que comenzamos a servir la cena en menos de una hora?
El entusiasmo de Hope se desvaneció al ver la furia de su madre.
—Tenía que contarle al comisario todo lo que sé sobre los Blackthorne —explicó
Hope—. Él no tenía por qué saber que hay cientos de Blackthorne y que todos son
malos y están dispuestos a dispararle a cualquier cosa que se mueva.
—No creo que quieran matar a ningún ciudadano honesto —dijo la señora
Worthy—, pero son una familia absolutamente horrible. Usted puede estar seguro de
que siempre oirá algo sobre ellos.
—¿Lo ves? Te lo dije —concluyó Hope.
—Pero a mí me preocupa más Laurel Blackthorne —dijo Hen—. Damián dice que
seguirán intentando llevarse al chico, hasta que lo logren.
—Probablemente así será.
—Necesito que usted o alguna de las señoras del pueblo vayan hasta allí y la
convenzan para que se mude al pueblo.
La señora Worthy no respondió enseguida. Hope comenzó a decir algo, pero su
madre la hizo callar con la mirada.
—Me encantaría intentarlo, pero no creo que ella me escuche, ni a mí ni a nadie de
este lugar.
—¿Por qué?

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Leigh Greenwood Laurel

—Ella le tiene mucho resentimiento a la gente del pueblo. Por desgracia, en cierto
modo tiene razón, aunque ella también tiene su parte de culpa. Es una joven muy
difícil, en condiciones muy difíciles. Tal vez la persona más indicada para hablar con
ella sea usted.
—¿Por qué? Ni siquiera me conoce.
—Por eso mismo.
—Yo iré —se ofreció Hope.
—Tú, jovencita, vas a regresar al trabajo. Y si vuelves a salir sin permiso, pasarás
todas las noches de esta semana en tu habitación.
Esa amenaza logró amedrentar a Hope, quien salió por la puerta, delante de su
madre. La señora Worthy se volvió y dijo:
—Cuando Laurel llegó aquí por primera vez, algunas de las señoras del pueblo
aceptaron ayudarla por caridad. Por desgracia, no estaban dispuestas a creerse que
estaba casada ni a permitir que su pequeño hijo jugara con los hijos de ellas. Laurel
dejó muy claro que no iba a permitir que nadie la mirara a ella o a su hijo por encima
del hombro. Me temo que no tiene mucha fe en la bondad de la naturaleza humana.
Tal vez usted pueda cambiar esa percepción.
Hen se quedó mirando a la señora Worthy mientras se marchaba. Era como si la
mujer acabara de partirle las piernas y abandonarlo a su suerte. Él nunca había sido
capaz de convencer a nadie de nada sin usar su pistola. ¿Por qué demonios creía la
señora Worthy que podría hacer cambiar de opinión a Laurel Blackthorne? Ella no
quería ni verlo.
Hen arrojó las llaves al cajón del escritorio y lo cerró de un golpe, pero ni el ruido
sirvió para aliviar la irritación que sentía y le producía una gran tensión en los
hombros. No quería tener nada que ver con esa mujer. Estaba dispuesto a protegerla,
pero prefería hacerlo obligándola a alejarse del peligro y no involucrándose
directamente.
Hen farfulló una maldición, agarró su sombrero y se dirigió a la puerta. A pesar
del calor, la calle todavía estaba llena de gente. Como no quería hablar con nadie, dio
la vuelta hacia la parte trasera de la cárcel y se encaminó hacia el estero.
Lo que lo estaba molestando no eran los Blackthorne. Era Laurel. Nunca había
conocido a una mujer que se le metiera por debajo de la piel con tanta rapidez, y eso
que sólo la había visto una vez. Si seguía encontrándosela, sería peor que
embadurnarse de miel y atarse a un árbol junto a un hormiguero.
Desde luego, Laurel no tenía la culpa de que él estuviera molesto, irritable y
dispuesto a morder al que fuera. No era culpa suya que él se encontrara en una
posición en la que tenía la obligación de hacer un trabajo que no le gustaba. Ni

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Leigh Greenwood Laurel

siquiera era culpa suya tener un chiquillo que necesitara la protección y la


orientación de un hombre fuerte y decente. Y en particular, no tenía la culpa de tener
el cabello negro más hermoso que él había visto en la vida, ni de moverse con la
elegancia de una gacela.
En ese momento, Hen se dijo que lo mejor sería dejar de pensar en ella en esos
términos. Si Laurel llegaba a sospechar lo que él estaba pensando, probablemente le
tiraría las camisas a la cara.
Hen se rió entre dientes. Laurel tenía mucho carácter, pero no tenía mucho sentido
común. Si lo tuviera, se habría casado con el primer hombre que le hubiese propuesto
matrimonio y se habría marchado de Valle de los Arces lo más lejos que hubiera
podido.
Desde luego, él tampoco tenía mucho sentido común. Debería estar haciendo algo
útil con su vida en lugar de desperdiciar el tiempo cuidando de ese pueblo y
tratando de ingeniarse la manera de convencer a la mujer más ferozmente
independiente que había conocido para que renunciara a su refugio en la montaña y
bajara a vivir con los filisteos.
Laurel nunca iba a hacerlo. Y él tampoco podía culparla por eso.

Después de las nueve de la noche, las calles de Valle de los Arces se volvían
bastante ruidosas. Al igual que la mayor parte de los pueblos del Oeste, Valle de los
Arces tenía numerosas cantinas. Había una pequeña mina en la zona, de manera que
en el pueblo siempre había unos cuantos mineros que estaban comprando
provisiones, o tomando un descanso para asearse tras pasar varios meses encerrados
en la mina, o simplemente buscando un poco de diversión antes de regresar a la tarea
extremadamente aburrida de tratar de arrancarle a la tacaña Madre Tierra un poco
de la riqueza de sus entrañas.
Las mujeres habían desaparecido en el interior de sus casas, pero el entusiasmo
que había despertado el tiroteo de la mañana parecía haber atraído a todos los
hombres de la zona. Estaban ante las barras de las cantinas, o reunidos alrededor de
mesas cubiertas de cartas y botellas de whisky, o conversando en pequeños corrillos
en la calle. En cada grupo, el principal tema de conversación era el tiroteo. Aquí y
allá, algunos de los chicos mayores trataban de unirse a los adultos, o aprovechaban
el alboroto para olvidarse del toque de queda y disfrutar de unas cuantas horas
extras de diversión no supervisada.
Hen nunca había disfrutado mucho de la compañía de los hombres que
frecuentaban las cantinas, pero el hecho de ver al comisario dando vueltas por ahí
ayudaba a mantener las cosas tranquilas. Hen entró a la cantina de Elgin. No era la

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Leigh Greenwood Laurel

más popular, pero uno siempre podía encontrar allí a los hombres más respetados
del pueblo. Intercambió algunos saludos con varios de los clientes que estaban
sentados en las mesas.
—Buenas noches, comisario —le gritó Elgin con una sonrisa de sincera alegría en
el rostro—. Lo invito a tomarse un trago. Demonios, después de ese tiroteo, usted
puede tomarse una copa cada vez que quiera.
—Gracias, pero no bebo. —Hen se recostó contra la barra y recorrió con la mirada
los rostros de todos los hombres que había en la cantina. No estaba seguro de que le
gustara la apariencia de uno de los jugadores, pero el resto parecían ciudadanos
decentes y correctos.
—¿Nunca? —preguntó Elgin, que aparentemente creía que Hen sólo estaba
tratando de impresionar a los ciudadanos con su buena conducta.
—El alcohol y yo no nos llevamos bien. —Hen levantó la mirada. Las estrellas
titilaban a través de los agujeros del techo—. Será mejor que mande arreglar su techo.
—Tengo mucho tiempo. Aún faltan varios meses para la temporada de lluvias.
Hen se apartó de la barra.
—Pero es mejor no esperar hasta el último momento —dijo y se dirigió a la puerta.
—¿Quiere jugar una mano, comisario? —preguntó Wally Regen cuando Hen pasó
junto a su mesa. El jugador en el que Hen no confiaba estaba sentado precisamente
en esa mesa y no parecía muy contento con la presencia del comisario.
—No me gustan mucho los naipes. —Hen le echó un vistazo a la pila de dinero
que tenía el jugador enfrente—. Por lo general, terminan costándome más de lo que
puedo pagar.
Wally parecía un poco incómodo.
—Entonces, siéntese un rato.
—Encantado —dijo Hen y miró al jugador en lugar de mirar a Regen—. Tengo
toda la noche.
Wally le acercó un asiento con el pie y Hen se sentó.
—Todo el mundo está hablando de ese tiro de esta mañana.
—Todo el mundo tiene suerte de vez en cuando.
Wally le pasó la botella de whisky a Hen, pero éste no se sirvió bebida en el vaso.
—Ese no fue un tiro de suerte.
—Fue el tiro de un experto —dijo el jugador—. No conozco a ningún pistolero que
pudiera haberlo hecho mejor.

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—Si un hombre no sabe disparar, es mejor que no trabaje de comisario —replicó


Hen.
—Comisario, usted sabe que los hermanos de Damián van a venir a buscarlo por
haberlo golpeado, ¿no es cierto? —le advirtió Wally. Él era uno de los hombres que lo
habían contratado. Había perdido demasiadas reses. Hen se preguntó si tendría
suficientes reses como para mantener contentos a los ladrones de ganado y a sus
compañeros de juego.
—Los Blackthorne son gente ruda.
—¿Qué piensa hacer, comisario? —preguntó Wally.
—Hacer mis rondas e irme a la cama. Y mañana, otra vez lo mismo.
—Usted no lo entiende —dijo Wally—. Debe de haber cientos de Blackthorne
regados por todas partes desde Texas hasta California. También en México.
—Si vienen, se ensañarán con el pueblo —dijo Norton—. Y usted tendrá que
protegernos.
Hen tuvo cuidado de ocultar el desprecio que sentía y miró a los dos hombres.
—Cuando empiecen a reunirse, avísenme. Hasta entonces, pueden seguir con su
juego.
Hen se levantó y comenzó a caminar hacia la puerta.
—¿Qué va a hacer con esa mujer? —preguntó un hombre que estaba en otra mesa.
Luke Tilghman. Parecía un minero. Grande, burdo y desdeñoso de las reglas.
Hen se detuvo y dio media vuelta lentamente.
—¿Qué se supone que debo hacer con ella?
Luke se rió.
—Nada, si no tiene ganas. Hay muchos otros que estarían encantados de hacerlo
por usted.
—Supongo que usted esperaría algo a cambio.
—No mucho. Al menos, nada que a ella le costara trabajo dar. Con esos
Blackthorne en pie de guerra, tal vez no sea tan remilgada.
—¿Y si yo sí estoy interesado? —Hen sabía que su mirada se había vuelto
totalmente glacial. Ni siquiera Luke pudo seguir haciendo caso omiso de la frialdad
que emanaba de las profundidades de los ojos de Hen.
—No me parece que sea especialmente amable con usted —dijo Luke con tono
defensivo.

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Leigh Greenwood Laurel

—A mí no me parece que ella sea especialmente amable con nadie —respondió


Hen. Durante un momento miró detenidamente a todos los hombres que había en el
salón, antes de volver a concentrar su mirada en Luke—. Preocuparme por la señora.
Blackthorne es parte de mi trabajo, no del de ustedes.
—¡La señora Blackthorne! —repitió Luke y soltó una carcajada—. Vaya, si ella es
una señora, yo soy un...
—Un estúpido deslenguado —terminó de decir Hen.
Luke se puso de pie de inmediato.
—¡A mí nadie me llama estúpido!
—Yo sí.
Luke se quedó mirando las pistolas de Hen. Él estaba desarmado.
—Usted no diría eso si no fuera un pistolero.
—Pero lo soy. Recuérdelo. —A sabiendas de que sus ojos se habían vuelto todavía
más feroces, Hen volvió a recorrer todo el salón con la mirada—. El que se atreva a
molestar a la señora Blackthorne se las verá conmigo. Buenas noches, señores.

—¡Maldita sea! —dijo Wally—. No sabía que el comisario estaba interesado en esa
mujer.
—No lo está —dijo Horace Worthy—. Subió hasta allá para ver si ella podía
lavarle la ropa. Y ahí fue cuando encontró a Damián tratando de llevarse al chico. Eso
fue lo que me contó mi hija Hope. Ella le lleva la comida. Hasta donde sé, no está
interesado en ninguna mujer. Aunque es tan bien parecido que uno pensaría que lo
perseguirían como las vacas a un bloque de sal.
—No lo entiendo —dijo Norton.
—Yo no confío en él —comentó el jugador. Varias cabezas se volvieron a
mirarlo—. Un hombre que no acepta una copa ni se sienta a mirar un juego de cartas
amistoso tiene que tener algo malo.
—Tal vez a él no le gusta perder su dinero —dijo Wally y miró la montaña de
billetes que tenía el jugador sobre la mesa.
—Tal vez quiera mantener la cabeza despejada, en caso de que aparezcan los
Blackthorne —dijo Norton.
—Eso no explica por qué no le gustan las mujeres.

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—No sabemos que no le gusten —dijo Norton, tratando de ser justo—. Sólo lleva
dos semanas en el pueblo. No se puede esperar que salte encima de la primera mujer
que vea.
—Tal vez no está interesado en mujeres como ella —dijo Horace—. Hope dice que
tiene muy buenos modales. No dice groserías delante de ella y mantiene la prisión y
la casa perfectamente ordenadas.
—Ese hombre parece cada vez más peculiar —dijo alguien que estaba escuchando.
—A mí no me importa cómo sea mientras pueda disparar como lo hizo esta
mañana —dijo Scott Elgin desde detrás de la barra—. Yo le pago el sueldo para que
me proteja de borrachos como Finn Peterson. Lo demás no me importa.
—¿Crees que será capaz de hacerles frente a los Blackthorne? —preguntó Wally.
—Es capaz de hacerle frente a cualquiera.
Los hombres levantaron la vista. Peter Collins acababa de entrar y se dirigió hacia
la mesa donde estaban sentados. Su recomendación fue decisiva para contratar a
Hen.
—Pero hay muchos Blackthorne, la última vez vimos varias docenas —dijo Wally.
—Mientras que Hen Randolph esté aquí, ustedes estarán a salvo,
independientemente de la cantidad de Blackthorne que se reúnan. Ahora, juguemos
una partida. —Collins tomó asiento y le echó un vistazo al dinero que había ganado
el jugador—. Veo una montaña de billetes que se mueren por meterse entre mi
bolsillo.
—Para ti es fácil decirlo —dijo Norton, mientras barajaba las cartas y comenzaba a
repartir—. Tú no vives en el pueblo. Los que vivimos en el pueblo somos los que
vamos a sufrir porque Randolph ha metido a Damián en la cárcel.
El salón quedó en silencio. No todo el mundo había oído la noticia del arresto de
Damián. Todos se volvieron a mirar a Bill Norton.
—Pensé que el que había disparado era Finn Peterson —dijo alguien.
—Así fue, pero el comisario atrapó a Damián golpeando a la viuda de Blackthorne
y tratando de llevarse al chico. De acuerdo con Horace, le dio una paliza tremenda a
Damián y luego lo metió a la cárcel. Ni siquiera le dio de comer.
—Eso va a hacer que sus hermanos se pongan más furiosos que una serpiente
cascabel amarrada a un poste.
—No lo van a dejar en la cárcel. Eso arruinaría su reputación.
—¿Qué podemos hacer?
—No lo sé, pero tenemos que hacer algo.

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—Ustedes se preocupan demasiado —dijo Peter, al tiempo que tomaba sus


cartas—. Déjenle todo a Hen. Para eso le pagamos.
—Lo que me preocupa son mi esposa y mis hijos, y mi casa.
—Entonces juega o vete a casa a sentarte junto a la escopeta —dijo Peter—. Dame
dos cartas. Lo veo y voy cinco más.

Hen se dijo que debía tratar de olvidar lo que había dicho Luke, pero no podía.
Luke podía ser un bocazas, pero Hen sabía que lo que había dicho era lo que todo el
mundo pensaba. Y le enfurecía que Luke, o cualquier otro, pensara que Laurel podía
satisfacer sus apetitos físicos. Hasta donde Hen podía ver, ella era una mujer bonita,
recta y valerosa y el hecho de que tuviera un hijo fuera del matrimonio no cambiaba
su naturaleza básica. Ciertamente era mucho mejor que los hombres de la cantina.
Tal vez no cumplía con los estándares de lo que el pueblo creía que se necesitaba
para ser una dama, pero él no podía ver ninguna razón para que un solo error la
marcara de por vida. Hen estaba absolutamente seguro de que toda la gente de Valle
de los Arces había hecho en su vida al menos una cosa que no resistiría un escrutinio
cuidadoso.
Ése, ciertamente, era su caso.
Hen se volvió hacia la casa que el pueblo había construido para un comisario con
cinco hijos. Ya era hora de que durmiera un poco. Después de una semana de no
hacer prácticamente nada, había tenido un día bastante activo.
La noche no logró disminuir la inquietud y la sensación de irritación que corroían
a Hen con la tenacidad de un domador de caballos. Se despertó a las cinco. En lugar
de quedarse dando botes en la cama, dio un largo paseo por el desierto. El paseo no
le sirvió para aclarar sus ideas, pero al menos logró relajar su espíritu. Estaba casi
tranquilo cuando llegó a la cárcel y encontró la puerta trasera abierta de par en par.
Hen no podía creerlo. La puerta de las celdas en las que estaban Damián y Finn
también estaba abierta. Alguien los había liberado y había dejado las llaves sobre el
escritorio. Hen las agarró y cruzó la calle como un rayo hasta el banco. Bill Norton
estaba abriendo en ese momento.
—¿Quién dejó salir a Blackthorne y a Peterson? —preguntó Hen.
Norton se quedó mirándolo por un momento y luego abrió la puerta del banco y
le hizo señas para que entrara.
—Me temía que iba a pasar algo así.
—¿Y no se le ocurrió participarme sus temores?

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—No estaba seguro, por eso no le dije nada.


—Pensé que me habían contratado para deshacerse de los forajidos. Pero bien
podrían mandarles una carta diciendo que la gente del pueblo es demasiado cobarde
para hacerles frente.
—La gente tenía miedo de lo que le pudieran hacer los Blackthorne si usted
mantenía a Damián en la cárcel.
—¿Entonces los han liberado con la esperanza de que los Blackthorne los dejen en
paz?
—Algo así.
—¿Alguien le ha dicho alguna vez que vive en un pueblo lleno de cobardes e
imbéciles? —replicó Hen.
—Ésas son palabras muy duras.
—Y bien merecidas —dijo Hen, sin inmutarse por la rabia de Norton—. Supongo
que no puedo esperar que sus valientes conciudadanos me apoyen cuando lleguen
los Blackthorne, ni que reúnan una partida si tengo que ir a buscarlos.
Norton clavó la vista en el suelo.
—¿Y qué me dice de usted?
—Desde luego que yo estaría dispuesto, pero...
—No se moleste —dijo Hen, luego se quitó la insignia de comisario de la camisa,
pero se detuvo justo cuando estaba a punto de entregársela a Norton—. Creo que la
conservaré un poco más. Pero a partir de este momento, el acuerdo entre este pueblo
y yo queda anulado.
—Usted no puede hacer eso. Usted firmó un contrato.
Hen le dio un golpecito a la pistola.
—Éste es el único contrato que cuenta —dijo y dio media vuelta para marcharse.
—Pero ya le pagamos el salario de un mes.
Hen volvió a darse la vuelta.
—Creo que vamos a tener que hablar sobre un aumento. Es mucho más difícil
proteger a un pueblo lleno de gallinas.

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Capítulo 4

A Laurel le encantaba la primera hora de la mañana. Era el momento del día que
más le gustaba. Al respirar el aire fresco y silencioso del cañón, casi podía creer que
la noche había devorado el pasado y su hijo no estaba bajo amenaza y que algún día
encontraría un amor tan fuerte y duradero que borraría el recuerdo de los últimos
catorce años.
Pero al ver a Adam ayudándola a llenar las cestas con ropa limpia, el sueño se
desvaneció. Nada había cambiado. Nunca cambiaría. Laurel puso las cestas en unas
angarillas que había fabricado para su burro y los tres comenzaron a bajar el cañón
hacia Valle de los Arces.
Laurel nunca dejaba de maravillarse ante la belleza de su cañón. Aun en los días
más calientes, el aire del cañón permanecía fresco, tonificante. Alimentado por una
corriente de agua que se mantenía constante durante todo el año y bajaba de las
montañas, el cañón formaba un oasis de vida en medio del agreste desierto. Los
árboles estaban llenos de pájaros y sus cantos anunciaban con júbilo la llegada de
cada día. A lo lejos, el martilleo de un pájaro carpintero resonaba entre las altas
paredes del cañón. Una bandada de codornices se atravesó en el camino. Un colibrí
volaba de aquí para allá, en medio del viento silencioso, chupando el néctar de la
florescencia tardía de un cactus. Millones de animalillos correteaban por entre las
piedras y los remolinos del arroyo. El cañón era todo un mundo independiente y
hacía que Laurel se sintiera igual.
Pero pronto llegaron al final del cañón. La sensación de seguridad de Laurel, su
sensación de bienestar, se evaporó casi con la misma rapidez que desaparecía el agua
entre la sedienta arena del desierto. Laurel se dio un empujoncillo mental. Tenía que
ganarse la vida de alguna manera, tenía un hijo que alimentar y no podía mantenerlo
si permanecía escondida en su amado refugio.
Solía bajar al pueblo a esas horas porque no le gustaba encontrarse con nadie. Las
mujeres de Valle de los Arces nunca la habían aceptado y nunca iban a permitir que
ella lo olvidara. Y ella tampoco había podido convencerlas de que no iba detrás de
sus maridos. No entendía cómo una pobre mujer con un hijo de seis años podía

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Leigh Greenwood Laurel

causar tanta incomodidad. Sin embargo, había visto cómo más de una mujer
empujaba a su marido hacia dentro de la casa cuando veían que ella se acercaba.
Sabía que los hombres estarían encantados de recibirla, pero de una manera que a
Laurel le parecía inaceptable. Y como era más fácil evitar los problemas que tener
que enfrentarse a ellos, bajaba al pueblo inmediatamente después del amanecer,
mientras que las mujeres estaban preparando el desayuno y sus maridos disfrutaban
de los últimos minutos de sueño.
Durante la última semana había tenido que usar una especie de velo sobre la cara
para ocultar los moretones que hacían que tuviera todavía menos ganas de
encontrarse con alguien. Solía recorrer los callejones que había detrás de las casas y
esconderse entre las sombras, mientras Adam dejaba las cestas llenas de ropa limpia
en las entradas de las casas o en las puertas traseras y recogía el dinero y la ropa
sucia. Laurel hacía sus rondas lo más rápido que podía y hablaba lo menos posible.
No era difícil. A esa hora la mayoría de las mujeres estaban demasiado ocupadas
para entablar conversación, aun que hubieran querido hacerlo, lo cual no era el caso.
Pero la señora Worthy era diferente.
—¿Qué demonios haces con la cara cubierta como un apicultor? —preguntó Grace
Worthy.
Laurel no supo qué responder. Todo el mundo sabía que Damián la había atacado,
pero no le había mostrado los moretones a nadie.
Grace se dio cuenta de su renuencia.
—No tienes que decirme nada que no quieras. Entra y tómate una taza de café —
dijo y mantuvo abierta la puerta trasera del restaurante, haciendo caso omiso de la
resistencia de Laurel a aceptar la invitación.
—Pero usted está ocupada.
—Todavía no. La gente que desayuna en mi restaurante no se levantará hasta
dentro de dos horas. Tú también, hijo —le dijo Grace a Adam—. Tengo un trozo de
pastel que sobró de ayer y está pidiendo que alguien se lo coma.
Adam no se mostró tan reacio como su madre. Laurel lo siguió de mala gana. A
pesar de lo mucho que pretendía ocultarlo, echaba de menos la compañía femenina.
No había tenido ninguna amiga desde que huyó de su casa, hacía ya siete años, y
prácticamente desde que su madre murió. Y aunque la señora Worthy sólo había
tratado de entablar una amistad casual, no trataba a Laurel con esa superioridad ni
ese desprecio con que la miraban las otras mujeres.
—Me sorprende que empieces a trabajar tan temprano —dijo la señora Worthy, al
tiempo que ponía frente a Adam un enorme pedazo de pastel de manzana y servía

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dos tazas de café—. Me asombra que a las mujeres no les moleste que las saquen de
la cama a estas horas.
Laurel sonrió y aceptó el café.
—La mayoría acostumbran a dejar la ropa y el dinero fuera, para que no tenga que
molestarlas.
—A mí me gusta ver con quién estoy tratando —dijo la señora Worthy.
—Pero no le gustaría si los demás la miraran con aire de superioridad, o miraran a
su hijo como si tuviera una enfermedad contagiosa y pudiera contaminar a los demás
críos.
—No, es cierto —dijo Grace Worthy—. Me temo que tendría que decirles unas
cuantas cosas.
—Ya lo he intentado. Pero es más fácil así.
—Eso supongo. Sin embargo, es una lástima. Cómete el resto —le dijo la señora
Worthy a Adam, que estaba mirando el último trozo de pastel.
—Me imagino que se está preguntando qué me hizo Damián—dijo Laurel.
Grace sonrió de manera espontánea y amistosa.
—Sí, no puedo negar que tengo curiosidad.
Laurel desató el velo y se lo retiró de la cara. La expresión de horror de Grace
Worthy le indicó que los moretones todavía tenían un aspecto tan terrible como ella
temía.
—Debía haberme visto la semana pasada.
—Pero ¿por qué lo hizo?
—La familia de mi marido ha decidido que es hora de enseñarle a Adam a ser un
Blackthorne. Y como no dejé que Damián se lo llevara, me golpeó.
—¿Por qué no le disparaste?
—Me tomó por sorpresa. Si el comisario no llega en ese momento, se habría
llevado a Adam.
—Gracias a Dios estás a salvo.
—Pero van a volver.
—Pero, seguramente...
—Ahora que alguien sacó a Damián de la cárcel, los Blackthorne saben que no
tienen nada que temer por parte de la gente de Valle de los Arces.
En ese momento la que se sintió incómoda fue Grace Worthy.

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Leigh Greenwood Laurel

—Pero está el comisario.


—Pero ¿qué puede hacer un solo hombre? Ni siquiera sé si podría hacerles frente.
¿Cómo es el comisario? —Laurel había hecho un esfuerzo para no preguntar, pero la
curiosidad sobre Hen era la verdadera razón por la cual había aceptado la invitación
de Grace—. No sé si no debería preguntar —agregó rápidamente Laurel—, pero
necesito saberlo.
—Si yo estuviera en tu lugar, querría saber todo lo que pudiera acerca del hombre
que está dispuesto a interponerse entre los Blackthorne y yo.
—Hizo más que eso. Me curó las heridas —dijo Laurel y de repente se rió entre
dientes—. Me hizo ponerme pedazos de higo chumbo en la cara. Hasta Adam se rió
de mí—agregó, pero luego se quedó seria—. Los Blackthorne no van a perdonar esta
afrenta. Alguien debe decirle al comisario que se marche del pueblo.
—¿Por qué no lo haces tú?
—Porque pensaría que soy una persona muy desagradecida, ¿cómo voy a decirle
que se marche del pueblo después de lo que hizo por mí?
—Bueno, de todos modos no creo que el comisario se marche del pueblo, se lo
pida quien se lo pida. Es un pistolero y, de acuerdo con mi experiencia, los pistoleros
no huyen de una pelea ni siquiera cuando saben que deberían hacerlo.
Laurel sintió un repentino nudo en el estómago.
—¿Qué quiere decir con qué es un pistolero? —preguntó.
—De acuerdo con lo que me contó Horace, los rancheros eligieron a Hen
Randolph porque tiene la reputación de matar a todo el que se interpone en su
camino.
¡Un asesino! ¡Hen Randolph era un asesino!
Laurel sintió que el estómago se le revolvía. Parecía que en todas partes adonde
miraba, siempre se encontraba con un hombre que mataba con la misma tranquilidad
con que ella se sentaba a comer. Tenía la esperanza de que Hen Randolph fuera
distinto. Era hosco y no parecía muy preocupado por los sentimientos de los demás,
pero había sido amable y delicado con ella. Más que por su apariencia, Laurel se
había sentido atraída hacia él por su aire de soledad. Era lógico. Ella también estaba
sola.
Laurel dejó la taza sobre la mesa y se levantó.
—Entonces supongo que no tengo que preocuparme por él. Es obvio que se puede
cuidar solo.
—¿No crees que deberías advertirle que los Blackthorne van a ir a por él? —
preguntó Grace—. Ya lo sabe, pero nunca está de más que se lo recordemos.

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Leigh Greenwood Laurel

—Si lo contrataron para perseguir a los cuatreros, estoy segura de que ya los
conoce. —Laurel se puso la bufanda sobre la cabeza y se envolvió de manera que la
tela le cubrió la mayor parte de la cara—. Será mejor que nos marchemos. Ya hemos
abusado demasiado de su tiempo. Vamos, Adam.
Grace los acompañó hasta la puerta.
—Parece que los pistoleros no te gustan para nada.
Laurel se volvió y en sus ojos color café brillaba una luz intensa.
—Mi padre era un amante de la paz, pero fue asesinado en un tiroteo. Mi marido
era un pistolero y lo mataron cinco semanas después de que nos casamos.
Grace abrió la boca para decir algo, pero luego cambió de opinión.
—Ya sé que nadie se cree que Carlin se casó conmigo. Hasta su familia lo niega. —
Laurel dio media vuelta—. Trataré de tener lista su ropa para mañana, pero no sé si
me dará tiempo porque voy un poco retrasada.
—No te preocupes. Pasado mañana está bien.

Laurel salió del pueblo por el Arroyo de los Arces, un lecho seco que sólo se
llenaba de agua durante la temporada de lluvias o después de una tormenta.
Normalmente, disfrutaba del paseo a través de los robles y los arces que la protegían
del calor y de los ojos curiosos. Pero hoy estaba obsesionada con Hen Randolph.
¡Era un pistolero! ¡Un asesino!
—¿Cómo es posible que un hombre que fue capaz de arriesgar su propia vida para
defenderme de Damián sea un asesino cruel y sin corazón? —le preguntó a Adam.
Laurel no podía conciliar la imagen de la amabilidad de Hen con la de los pistoleros
y asesinos que frecuentaban la cantina de su padrastro o formaban parte de la familia
de Carlin.
Adam corría delante de ella e iba pateando la arena con los pies descalzos y
arrojando piedras a los árboles para asustar a los pájaros.
—Pero él no mató a Damián —dijo el niño.
Laurel estaba demasiado absorta en sus propios pensamientos para oírlo. No
quería que Hen fuese un asesino. Llevaba toda la semana deseando que fuese un
hombre que no dependiera de un arma para solucionar sus problemas.
—Es tan fuerte y seguro de sí mismo... No se pavonea, ni se mueve, ni se porta
como si pensara que es mejor que los demás. Ni siquiera se comportó como si

~46~
Leigh Greenwood Laurel

estuviera esperando que yo le diera las gracias. Actuó con tanta normalidad como si
estuviera cepillando su caballo o diciendo «señora» o «discúlpeme».
—Me cae bien —declaró Adam y le lanzó una nuez a una ardilla que soltó un
chillido de protesta.
Hen se había comportado como si preocuparse por Adam y por ella fuera la cosa
más natural del mundo. No se sentía avergonzado por conocer las hierbas
medicinales y saber cómo usarlas. Era exactamente la clase de hombre que ella había
estado buscando toda la vida.
—¡Pero es un pistolero y un asesino! —dijo en voz alta.
—Me cae bien —volvió a decir Adam, mientras se subía a un árbol.
Pero ¿sería un pistolero? Nadie lo había visto usar un arma.
—Esto es una tontería, estoy tratando de tapar el sol con una mano. Sólo un tonto
trataría de ganarse la reputación de ser un pistolero si no lo fuera en realidad. Hay
demasiada gente que quiere hacerse famosa matando a un pistolero conocido.
Alguien lo matará por la espalda, como hicieron con Billy «El Salvaje» Hickok.
—¿Quién es Billy «El Salvaje» Hickok? —preguntó Adam, al tiempo que se
descolgaba de un brazo y caía al suelo.
No, tenía que aceptar la verdad y mantenerse alejada de Hen Randolph.
Obviamente, era un hombre de dos caras: una extremadamente amable y la segunda
sin ningún rastro de humanidad. Laurel no podía confiar en un hombre así.
Debería haberlo aprendido con su padrastro.
Y no importaba que fuera tan bien parecido que ella no podía dejar de pensar en
él. La gente como Hen usaba su apariencia como un arma. Probablemente había
dejado una fila de corazones rotos a lo largo de buena parte del Suroeste.

Hen se recostó contra el respaldo, con los pies sobre el escritorio y el sombrero
sobre la cara.
¿Qué hacían los comisarios para ocupar las interminables horas de un día? Era
irónico que una de las razones por las que había aceptado este empleo fuera el
aburrimiento. Todavía no tenía nada que hacer y lo único que ocupaba sus
pensamientos era Laurel Blackthorne.
Y como era un tonto, no podía dejar de pensar en ella.
Al día siguiente de conocerla aparecieron cinco camisas en la puerta trasera de su
casa, con una nota que decía que por favor le dejara el dinero y ella lo recogería a la

~47~
Leigh Greenwood Laurel

mañana siguiente, cuando le llevara cinco más. Su primer impulso fue ir a


entregárselo personalmente, pero después se imaginó que ella no quería que le viera
la cara. Hen no sabía mucho de mujeres, pero sí sabía que no les gustaba que las
vieran en su peor momento, en especial un hombre.
Así que puso el dinero en un sobre, junto con una nota en la cual le informaba de
que Damián había escapado, y lo dejó al lado de la puerta trasera. Hen no solía
dormir hasta tarde, así que estaba levantado cuando ella llegó. Sólo que fue Adam
quien le dejó las camisas, mientras Laurel se quedaba escondida en la penumbra. Un
poco después alcanzó a verla, con la cabeza envuelta en un trapo. Hen se preguntó
qué se comentaría en el pueblo. Se imaginaba que lo único que la gente podía sentir
por Laurel era compasión, en especial cuando se supiera que los moretones eran obra
de las manos de Damián Blackthorne.
Hen se puso de pie. Llevaba esperando una semana y seguía siendo Adam el que
entregaba la ropa. Con moretones o no, no podía posponerlo más. Era hora de ir a
hablar con Laurel.

El calor del mediodía era menos opresivo en el estero. Fresnos, olmos, robles y
álamos americanos se erguían por encima de los sauces que crecían a lo largo del
lecho seco de la quebrada. Pero la mayoría de los árboles eran arces. Los mismos
árboles que rodeaban el pueblo antes de cederle el paso a una maraña
particularmente espesa de arbustos como mezquites, paloverdes y palos de grasa,
que se adentraban en el desierto. La irrigación subterránea mantenía todo verde a lo
largo de casi un kilómetro a la redonda, incluyendo el huerto de Laurel, situado en la
boca del cañón.
Hen tomó el estrecho sendero que subía hasta el cañón. Un bosque de arces se
levantaba a su alrededor y los troncos descortezados, de color crema y malva,
llegaban hasta el cielo en una infinita variedad de ángulos, mientras las ramas se
abrían como los brazos de espíritus perturbados. Las hojas, que el sol había
amarilleado, sólo permitían la entrada de unos cuantos rayos de sol que moteaban el
suelo. El agua del arroyo, pura y fría, gorgoteaba al caer de la montaña.
Hen podía entender por qué Laurel no quería dejar su cañón. Era como un
santuario.
Cuando llegó al claro, Laurel estaba junto a la alberca. Adam le estaba agregando
leña al fuego que ardía debajo de una olla de agua. Laurel levantó la vista, pero no
suspendió su trabajo. Adam sí. Laurel le dijo algo y el chico recogió un balde y salió
corriendo hacia el arroyo.

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Leigh Greenwood Laurel

Hen se dio cuenta de que no había reparado en los detalles del sitio la primera vez
que estuvo allí. La casita parecía más pequeña y miserable de lo que recordaba, como
si cualquier lluvia fuerte pudiera destruirla. En el pequeño claro donde estaba la casa
no había otra cosa que unos enormes barreños de madera, cubos y un montón de
leña seca.
—¿Qué desea? —preguntó Laurel—. Ya le llevé su ropa. No hay necesidad de que
venga usted hasta aquí.
Tenía las manos rojas y quemadas por lavar ropa. Debía de ser peor en el invierno.
El frío debía hacer que la piel se le abriera y le sangrara. Pero Hen sabía que ella no se
quejaría. Ni dejaría de lavar ropa.
Laurel llevaba un vestido gris viejo, de cuello escotado y tela burda y tenía las
mangas recogidas por encima de los codos. Como estaba lavando con agua caliente,
un fino velo de sudor le cubría la cara, el cuello y los hombros.
Hen no pudo evitar fijarse en la suave blancura de su piel, que contrastaba con la
piel de las manos y la cara. Seguramente se había puesto los higos chumbos, porque
ya no tenía hematomas, pero todavía se veían las marcas de los golpes. Hen se sintió
mal, pues parecía que a ella le incomodaba su visita; aunque no parecía que Laurel
estuviera avergonzada, lo que veía en sus ojos era una expresión de cautela y
desconfianza. Y disgusto.
—He venido a decirle que Damián me aseguró que estaban decididos a
apoderarse del chico.
—Ya lo sabía —dijo Laurel sin levantar la vista. Dejó caer otra camisa en el agua
de enjuagar.
—Será mejor que se muden al pueblo.
Laurel escurrió otra camisa y la dejó en la alberca, antes de levantar la vista para
mirar a Hen.
—¿Para qué?
—Usted estará más segura allí.
—Aquí estoy tan segura como en cualquier otra parte.
—Pero yo no la puedo proteger si se queda aquí.
Laurel se quedó callada, mientras se estiraba para agarrar otra camisa y miró a
Hen directamente a los ojos.
—Puedo cuidarme sola.
—Eso ya me lo había dicho.

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Leigh Greenwood Laurel

—Además, no tengo adonde ir. Usted no pensará que tengo dinero suficiente para
alojarme en el hotel, ¿verdad?
—No, pero...
—Tengo que estar cerca del agua.
—En el pueblo hay varios pozos.
—Nadie me va dejar usar su pozo. Yo constriño más agua en un día que la mitad
del pueblo.
—Usted no tiene que lavar ropa. Podría conseguir otro trabajo.
Laurel se quedó quieta.
—¿En qué tipo de trabajo ha pensado?
—Debe de haber millones de cosas que usted pueda hacer.
—Las hay, pero ellos no me van a dejar hacer lo que yo puedo hacer. Y yo no voy
a hacer lo que ellos quieren que haga.
Hen sabía exactamente a qué se refería Laurel.
—No puede condenar a todo el pueblo sólo porque algunas personas no han sido
muy amables con usted.
—¿Cuánto tiempo lleva aquí, comisario? —preguntó Laurel.
—Poco más de dos semanas.
—¿A cuántas personas conoce por su nombre y sabe quiénes son sus hijos y sus
parientes y sus enemigos?
—A un par de familias.
—Yo llevo aquí siete años. Los conozco a todos. Y puedo condenar a todo el
pueblo si quiero. Tal vez no todo el mundo haya sido antipático, pero prefiero
quedarme en este cañón el resto de mi vida antes que permitir que alguien me mire a
mí o a Adam por encima del hombro.
Adam regresó con un cubo de agua.
—Llena el otro cubo —le dijo Laurel y esperó hasta que el chico no pudiera oírla
para decir—: Agradezco que esté tratando de ayudarme, de verdad se lo agradezco,
pero no me voy a mudar. Ahora, regrese allá abajo, con la gente que lo contrató.
—Podría quedarse en la casa del comisario hasta que encontrara otro sitio.
—¿Acaso no vive usted ahí?
—Sí, pero hay mucho espacio.
Laurel lo miró como si fuera un idiota, pero sólo dijo:

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Leigh Greenwood Laurel

—Estoy bien donde estoy. Ahora, si no le importa, tengo mucho trabajo que hacer.
—Sabe que los Blackthorne lo van a volver a intentar.
—¿Por qué se preocupa tanto por mí? Sólo soy la lavandera.
—Mi trabajo es proteger a toda la gente de Valle de los Arces.
—Yo no vivo en Valle de los Arces, así que puede dejar de preocuparse por mí.
—¿Por qué tiene tantas ganas de deshacerse de mí?
Por un momento dio la impresión de que Laurel no iba a responderle, pero
después cambió de opinión.
—Supongo que nos ahorraremos tiempo y muchos malentendidos si se lo digo de
frente. La señora Worthy me contó todo sobre usted, que el pueblo lo contrató
porque usted es un asesino. Lo que el pueblo haga me tiene sin cuidado, pero yo no
quiero tener nada que ver con pistoleros. En especial, no quiero que Adam tenga
ningún contacto con gente como usted. Es muy pequeño para entender por qué es
tan horrible. No llevo seis años viviendo sola en este cañón para echarlo ahora todo
por la borda. No quiero que él recuerde ni su nombre. Ahora, regrese a Valle de los
Arces y no vuelva por aquí.
Hen se quedó mirando a Laurel sin poder creer lo que oía. No sabía si se sentía
asombrado o furioso, pero finalmente dejó que el ardor penetrante de la rabia le
calentara el cerebro e inflamara su razón.
—Supongo que está suficientemente claro, aun para un asesino como yo —replicó
y se obligó a adoptar una expresión de impasibilidad—. Estuve hablando sobre usted
con la señora Worthy y le pregunté por qué la gente del pueblo no la quería. Y ella
dijo que las dos partes tenían algo de culpa. Probablemente tiene razón, pero yo creo
que su lengua es motivo suficiente para que no la quieran. Me hace preguntarme si
usted será mejor influencia para ese chico que los Blackthorne.
Laurel se sintió como si Hen acabara de darle una bofetada. Pero cuando se
recuperó del impacto y la sorpresa y fue capaz de hablar de nuevo, Hen ya había
dado media vuelta y se estaba alejando.
—No pensará que le voy a prestar atención a la opinión
de un pistolero, ¿verdad? —le gritó.
Hen se detuvo y se volvió lentamente.
—Todavía estoy vivo. Debe de ser por algo.
Laurel sintió que se le venían a la cabeza muchas palabras soeces y mordaces, pero
no dijo nada. De los glaciales ojos azules de Hen fluían ondas de energía tan fuertes
como un torrente que bajara por el cañón de la montaña. Se sentía aturdida y sólo

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Leigh Greenwood Laurel

pudo quedarse mirándolo, mientras él daba media vuelta, atravesaba el jardín y


luego se perdía de vista.
Mucho después de que Hen desapareciera, la rabia todavía calentaba las mejillas
de Laurel. Le parecía increíble que un pistolero común y corriente, un asesino,
hubiese tenido la osadía de criticarla. Que la comparara con los Blackthorne era
indignante. Por suerte se había marchado, de lo contrario, ella habría sentido la
tentación de golpearlo.
Laurel se llevó una mano a la mejilla. Hen le había limpiado las heridas y la había
curado. También se preocupaba lo suficiente por ella como para ir a advertirle del
peligro que corría. Incluso le había ofrecido su propia casa.
Laurel dejó caer la mano lentamente. El calor de la rabia se fue desvaneciendo y
luego sintió sólo un vacío frío. Nadie había hecho nunca tantas cosas por ella. Ni su
propia familia. Ni su propio marido.
Laurel no pensaba que Hen lo hubiese hecho por la misma razón por la cual otros
hambres se sentían atraídos hacia ella. Luego recordó el reflejo de su cara en el
espejo. No, definitivamente Hen no estaba detrás de su cuerpo. Cualquier ramera
tenía mejor aspecto que ella en esos momentos.
Laurel volvió a levantar la mano para llevársela a la cara, pero se detuvo a medio
camino. Todavía podía sentir los dedos de Hen en su mejilla, la delicadeza con que la
había tocado. También recordaba sus ojos. Los ojos azules más hermosos que había
visto en su vida, profundos y claros. Y vacíos. Carentes de emoción. Como si él fuera
sólo un cascarón.
Había sido muy duro con ella. Laurel no sabía por qué le sorprendía que él
pensara que ella no era mejor influencia para Adam que los Blackthorne. Ya le había
dicho que pensaba que los chicos que crecían rodeados de mujeres eran frágiles. A él
debía de haberlo criado un puma. Laurel nunca había visto a nadie tan hosco e
impenetrable en toda su vida.
Luego recordó lo que sintió cuando él la tocó. Parecía alguien que se preocupaba
por los demás, Hen la había tocado de la misma manera en que un hombre toca a su
hijo, con fuerza pero con delicadeza, con firmeza pero tratando de curar, de consolar.
Un pistolero no se habría molestado en preocuparse por una mujer. Tampoco un
asesino. Sin embargo, él lo había hecho. ¿Por qué?

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Leigh Greenwood Laurel

Capítulo 5

—¿Ya se ha marchado el comisario? Laurel estaba tan absorta en sus


pensamientos que no notó que Adam ya había regresado del arroyo.
—Sí —dijo y se volvió hacia el barreño donde tenía ropa en remojo.
Adam vertió el agua en el otro barreño.
—¿Vamos a mudarnos al pueblo?
—Estabas escuchando la conversación, ¿no?
—No, pero se os podía oír desde el arroyo. ¿Vamos a
mudarnos?
—No. Estamos bien aquí.
—Lo sé. El comisario le disparó al otro hombre.
Laurel se quedó quieta y se volvió a mirar a su hijo.
—¿Cómo lo sabes?
Adam se movió con nerviosismo, pero no rehuyó la mirada de su madre.
—Porque lo vi.
—Te he dicho que nunca vayas solo al pueblo.
—No lo hice —dijo Adam—, no exactamente. Estaba regando el jardín cuando oí
el tiroteo. Corrí hasta la parte de atrás de la cantina y me asomé por una ventana. No
crucé la calle, de verdad.
—¿Y qué fue lo que viste? —Laurel se arrepintió de haber preguntado. No quería
tentar a Adam a hablar sobre Hen Randolph, pero no pudo contenerse. Tenía que
saber qué había ocurrido.
—Un hombre estaba dando tiros al aire en la cantina. Le dijo al comisario que era
un cobarde. Los dos desenfundaron, pero el comisario fue más rápido.

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Leigh Greenwood Laurel

Laurel sintió un estremecimiento de pavor. —Si el hombre al que le disparó era un


Blackthorne, todos los parientes que estén a doscientos kilómetros a la redonda
vendrán al pueblo a enterrarlo y luego subirán hasta aquí.
—Pero el comisario se lo llevó a la cárcel.
Laurel se detuvo.
—¿Entonces no está muerto?
—El comisario le disparó al arma. Después el hombre comenzó a saltar y a gritar,
mientras se agarraba el brazo.
Hen no había matado al borracho, aunque éste lo había provocado y le había
apuntado con su arma. Laurel sintió una oleada de alivio, un estremecimiento de
entusiasmo, pero también sintió desconfianza hacia esa sensación.
—El señor Elgin dijo que era el mejor disparo que había visto en la vida —dijo
Adam.
Tal vez Hen Randolph no era un asesino. Grace Worthy no había dicho que lo
hubiera visto matar a nadie.
—¿Crees que el comisario sabrá disparar tan bien como mi papá? —preguntó
Adam.
Al oír eso, Laurel volvió abruptamente a la realidad. —No lo sé. Es probable.
—¿Puedo pedirle que me enseñe a manejar un arma? Cuando sea mayor, quiero
ser como mi papá.
—¡No! —dijo Laurel, con más énfasis del que quería—. Aún eres demasiado
pequeño. —Laurel sentía una punzada de pánico cada vez que Adam mencionaba
las armas. Y cada vez las mencionaba con más frecuencia.
—Danny Elgin tiene una pistola y sólo tiene siete años.
Laurel sabía que algún día Adam comenzaría a cuestionar sus decisiones, a
discutirlas y a desobedecerlas. También sabía que su hijo iba a necesitar más
compañía, pero no esperaba que ese momento llegara tan pronto. Tenía miedo de lo
que los chicos del pueblo pudieran decirle. Ella había tratado de mantener a su hijo
lo más alejado posible de los demás, pero estaba claro que no podría seguir
haciéndolo durante mucho tiempo. Así que sólo podía tratar de convencerlo de sus
razones y controlar, en la medida de lo posible, la información que el chico recibía de
los demás. Viviendo allí alejados era más fácil; aun así no le quedaba mucho tiempo
porque el chico crecía a gran velocidad.
—Estoy segura de que los chicos mayores tienen armas, pero tú todavía eres muy
pequeño.
—¿Cuándo podré tener mi propia pistola?

~54~
Leigh Greenwood Laurel

¡Nunca! Pero Laurel sabía que eso no era posible. Ni siquiera sería justo ni
correcto.
—Tú no necesitas un arma. No tenemos que cazar para conseguir comida y
tampoco estamos en peligro.
—Pero el comisario dijo que iban a volver por mí. Si tuviera un arma, podría
matarlos.
Laurel sintió que la tierra se movía bajo sus pies. Había hecho todo lo posible por
proteger a Adam de ese tipo de ideas, pero la primera reacción del chico ante el
peligro era matar. Carlin era un hombre de poco carácter y mal educado, pero ella
había hecho un gran esfuerzo por educar a Adam de otra manera. Laurel se preguntó
si el gusto por matar era algo consustancial a los hombres, como la barba y la
tendencia a llevar barro a la casa. Se preguntó si tal vez las mujeres tenían que
preocuparse tanto por esas cosas precisamente porque a los hombres esas cosas no
les preocupaban.
—No tienes que dispararle a la gente sólo porque no quieres hacer lo que ellos
quieren que hagas —le dijo Laurel a Adam—. Hay otras maneras de protegerse.
—¿Cómo?
Otro rasgo muy masculino. Nunca confiaban en nada. Siempre querían
explicaciones. E incluso después de oírlas, seguían sin estar totalmente convencidos.
—Hablaremos de eso después. Ahora tengo que terminar con esta ropa.
—Tú no quieres que yo tenga un arma. —Adam no parecía desafiante, todavía no,
pero sí se veía que estaba molesto.
—No, no quiero. A tu padre lo mataron de un disparo. Yo le imploré que no usara
armas, pero él no me escuchó. Los hombres que usan armas terminan asesinados.
—Tal vez si mi papá hubiese sido tan bueno como el comisario no habría
terminado muerto.
Laurel combatió una sensación de pánico.
—Algunos hombres nacen para matar y que los maten. El comisario es uno de
ellos. Pero tú vas a ser diferente —dijo Laurel.
—Pero tú dijiste que mi papá era bueno, que él estaba protegiendo a la gente,
como el comisario. Entonces, ¿es malo proteger a la gente?
Laurel se preguntó por enésima vez si habría hecho lo correcto al mentirle a Adam
acerca de su padre. Todo sería mucho más fácil si supiera la verdad.
—No, no es malo, pero es peligroso. Tarde o temprano, alguien te va a disparar
antes de que tú puedas dispararle.

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Leigh Greenwood Laurel

—No, si soy tan rápido como el comisario. El señor Elgin dijo que era el pistolero
más rápido que había visto en la vida. Dijo que...
—¡No me importa lo que dijo el señor Elgin! —Laurel se sentía furiosa a causa de
la frustración, pero tenía que controlar su temperamento. No iba a conseguir nada
gritándole a Adam. De todas formas, el chico no entendería nada de lo que ella le
dijera—. Mañana hablaremos de eso —dijo, desesperada por ganar un poco de
tiempo—. Ahora quiero que vayas a la huerta y traigas algo para cenar.
—¿Qué quieres que traiga?
—No me importa. Algo que esté listo para comer.
¿Cómo podía pensar en comida cuando su hijo se estaba convirtiendo en un
chiquillo loco por las armas justo delante de sus ojos? Y a medida que fuera
creciendo, eso sólo empeoraría. Pero Laurel se negaba a permitir que Adam
observara a Hen Randolph, que lo admirara y quisiera ser como él.
Era evidente que no podía mantenerlo en el cañón. Y en realidad tampoco quería
hacerlo. Adam tenía que jugar con otros chicos, hacer amigos, aprender a estar con
otra gente; tenía que tomarle gusto a la gente, tratar de entenderla en lugar de querer
dispararle cada vez que no conseguía lo que quería.
Pero lo que más necesitaba no era la compañía de otros chicos. Adam necesitaba
un padre, un hombre al que pudiera admirar, al que pudiera recurrir en busca de
ayuda y tratar de imitar. Todos los chicos se merecían eso. Pero tenía que ser alguien
que pudiera ayudarlo a desarrollar un carácter fuerte, que pudiera enseñarle buenos
valores. Tenía que ser el hombre correcto o ella prefería no estar cerca de ninguno.
Una vez más, la imagen de Hen Randolph se deslizó entre sus pensamientos.
Laurel nunca había visto a un hombre tan bien dotado por la naturaleza para atraer
la atención de una mujer. Aunque se había dicho que Hen era el último hombre sobre
la tierra al que quería volver a ver, él ya llevaba varias noches acechando sus sueños.
Era imposible olvidarlo.
Pero Laurel no sólo lo recordaba con el pensamiento. Su cuerpo tenía su propio
recuerdo de la manera como la había tocado. Todavía podía cerrar los ojos y
recordar, como si él estuviera cerca de ella en ese mismo momento. El contacto de los
dedos de Hen en su hombro era algo que nunca iba a olvidar.
Laurel abrió los ojos y metió las manos en el agua. Comenzó a enjuagar las
camisas con frenesí para empezar con el siguiente lote de ropa. Ésta era su realidad.
Trabajaría tan duro como pudiera hasta encontrar a un hombre que los quisiera a ella
y a su hijo, un hombre que no dependiera de las armas, un hombre que entendiera
que la vida era una fuerza mucho más poderosa que la muerte.
Pero eso, obviamente, no incluía a Hen Randolph, sin importar lo mucho que a
ella le gustara pensar lo contrario.

~56~
Leigh Greenwood Laurel

Pero, ¿dónde iba a encontrar a un hombre así? Allí no. Si no lo había encontrado
en siete años, no era probable que lo hallara ahora. Tendría que marcharse de Valle
de los Arces. Pero no tenía dinero para irse. Apenas podía comprar comida y ropa
suficiente para los dos. Además, los Blackthorne no la dejarían marcharse.
Tal vez Hen podría detenerlos.
Pero Laurel no podía depender de Hen Randolph ni de ningún otro hombre. Si iba
a construir un futuro mejor para su hijo y para ella tenía que hacerlo por sí misma.
Todavía podría recordar los años tan felices que había vivido antes de que su padre
fuera asesinado; pero no se iba a casar sólo para tener protección, como había hecho
su madre. Laurel se sentía cansada de la soledad y agotada por el duro trabajo, pero
a pesar de lo mucho que anhelaba el amor y la aceptación, prefería vivir sola a ser la
víctima de un hombre.
En ese momento divisó a Adam, que venía del arroyo.
—Lo único que he encontrado han sido judías—dijo el chico cuando llegó al lado
de su madre—. Lo mismo de siempre.

Hen salió del cañón, atravesó el estero y alcanzó a llegar más allá del pueblo antes
de que se le pasara la furia y la cabeza se le enfriara lo suficiente como para poder
pensar de manera coherente.
Estaba furioso de pensar que Laurel lo había tildado de asesino y lo había
expulsado de su tierra. Nadie le había hecho eso nunca. Nadie se había atrevido. Sin
embargo, ella lo había rechazo como persona y ni siquiera quería que su hijo
estuviera cerca de él.
¿Quién se creía que era?
Ella no era nadie, una mujer estúpida que había permitido que un inútil la
convenciera de escaparse y luego la había dejado sin una alianza en el dedo y con un
hijo que tuvo que educar sola. Él no tenía por qué ayudarla. No estaba interesado en
ella. Sólo estaba tratando de asegurarse de que no le rompieran otra vez la cara y le
robaran a su hijo.
Ella no tenía por qué estar agradecida. Pero tampoco tenía que portarse como si él
fuera una basura, sobre todo porque no sabía nada de él ni de los hombres que se
había visto obligado a matar.
Él no era ningún asesino.
«El pueblo lo contrató porque usted es un asesino».

~57~
Leigh Greenwood Laurel

Eso le había dicho. Hen se preguntó si habría más gente que pensaba que él era un
pistolero, un asesino. De repente se le vinieron a la cabeza, como una serie de viñetas,
cosas que la gente decía, fragmentos de conversaciones, de acciones, de reacciones:
hombres que retrocedían al verlo, que procuraban no mirarlo a los ojos, mujeres que
lo evitaban, que susurraban y lo miraban fijamente.
Hen llevaba todos esos años pensando que evitaba a la gente, pero tal vez la
verdad era que la gente lo evitaba a él.
Pero eso no importaba. A él no le importaba lo que pensara la gente. No los
necesitaba. No los quería. Sólo quería que lo dejaran en paz.
Volvió a recordar aquel día, cuando tenía catorce años y se encontró con los dos
bandidos que habían atrapado a Monty. Le habían atado las manos a la espalda y le
habían pasado una soga por el cuello. Uno de los hombres le pegó al caballo de
Monty con una fusta y el animal se abalanzó hacia delante, de manera que Monty
quedó colgando de la soga, moviendo las piernas frenéticamente, muriéndose. No
había tiempo para pensar. Hen disparó cinco tiros: tres a la soga y uno para cada uno
de los forajidos.
Monty todavía tenía las cicatrices que le dejó la soga en el cuello. Las cicatrices del
tiroteo todavía estaban presentes en el alma de Hen, aunque eran invisibles para
todos los demás excepto para él mismo.
No tuvo alternativa. En las otras ocasiones tampoco había tenido alternativa. No
podía hacer nada si los demás no eran buenos con la pistola y él sí, no podía evitar
que la gente dependiera de él para que la protegiera. Así eran las cosas. Alguien tenía
que ser soldado. Alguien tenía que ser granjero. Alguien tenía que ser filósofo. Cada
cual cumplía su papel, aunque no lo hubiera elegido, como él. Hen tenía que cumplir
con su cometido, aunque no llevara un uniforme que legitimara lo que hacía.
No necesitaba la aprobación de nadie, y ciertamente no necesitaba la aprobación
de Laurel Blackthorne. Ella también tenía su historia. Lo mejor sería que se dedicara
a cuidarse en lugar de hacerse la virtuosa con él.
Pero cuando Hen dio media vuelta para regresar al pueblo, no pudo olvidar las
palabras de Laurel. Ella había logrado tocar una fibra profunda dentro de él, había
movido un recuerdo doloroso, una herida que no había sanado. Y la pregunta
resonaba estruendosamente en medio de la tormenta que agitaba su alma.
¿Realmente era un asesino?

Dos días después, la acusación de Laurel seguía causándole irritación.

~58~
Leigh Greenwood Laurel

—Háblame de la señora Blackthorne —dijo Hen, cuando Hope comenzó a servirle


el almuerzo.
—¿Qué quieres saber?
Hen se puso serio. —Todo.
—No hay mucho que contar. —Hope puso un segundo plato sobre la mesa y
comenzó a dividir la comida. Ahora siempre tomaba sus comidas con Hen—. Llegó
aquí poco después de la fundación del pueblo y se fue a vivir a ese cañón. Desde
entonces, trabaja lavando ropa y haciendo el aseo de algunos sitios. Se mantiene sola,
con su pequeño hijo. Eso es todo lo que sé.
—¿Tiene amigos?
No.
—¿Por qué no?
—Ella dice que estaba casada con Carlin Blackthorne e insiste en que todo el
mundo la llame señora Blackthorne. Pero algunas de las mujeres del pueblo no están
dispuestas a hacerlo. Dicen que es un insulto para las mujeres casadas.
—Si estaba casada, debe de tener un certificado de matrimonio.
—Eso yo no lo sé. Los Blackthorne juran que Carlin nunca se casó con ella.
Eso explicaba muchas cosas. Hen sabía lo suficiente sobre las mujeres como para
saber que las esposas legítimas se mantenían alejadas de las mujeres disolutas.
Hope dividió el último plato e hizo la bandeja a un lado. Corrió un asiento y se
sentó.
—También evita a los hombres.
—¿Por qué? —Hen no tenía mucha hambre, pero, como siempre, Hope comió
como si se estuviera muriendo de inanición.
—Mamá dice que a una mujer en la posición de la señora Blackthorne no le
conviene ser tan bonita. Eso sólo le trae problemas a ella y a todos los demás.
Hen se llevó unas cuantas judías a la boca. Estaban insípidas y dejó el tenedor
sobre el plato. Le dio un sorbo al café, pero estaba demasiado amargo. Luego observó
cómo Hope se llevaba a la boca un bocado tras otro y se preguntó cómo podía comer
tanto y mantenerse tan delgada como un chiquillo.
Hen se preguntó cómo una mujer como Laurel podía haberse marchado con un
hombre como Carlin Blackthorne sin el beneficio del matrimonio. No le importaba lo
que pensaran las mujeres de Valle de los Arces, Laurel tenía tanto carácter,
honestidad y dignidad como cualquiera.
—¿Cuántos años tenía cuando huyó con Carlin? —preguntó Hen.

~59~
Leigh Greenwood Laurel

—Dieciséis —respondió Hope—. Mamá dice que ya tenía edad suficiente para
saber lo que hacía.
Tal vez, pero Hen todavía podía recordar cómo era cuando tenía dieciséis años. Si
George no hubiese estado ahí para corregirlo de vez en cuando, no se sabía lo que
habría sido de él y de Monty. Si George no se hubiese casado con Rose, habrían
terminado muy mal. Él y Monty necesitaron mucha disciplina.
Al menos ése era el caso de Monty. Hen todavía no había encontrado el camino
correcto.
Se preguntó cómo habrían sido los padres de Laurel. ¿Habrían querido que
rechazara a Carlin, o pensaban que a los dieciséis años ya era hora de que se casara y
se marchara de la casa?
Hen se levantó y fue hasta la ventana. El sol ardía en el cielo como todos los días y
las sombras se mantenían pegadas a las paredes. La calle estaba en silencio.
Probablemente, todo el mundo estaba comiendo. Eso era lo que él debería estar
haciendo en lugar de preocuparse por Laurel. Si tuviera un poco de sentido común,
se ocuparía de sus propios asuntos. Ella podía cuidarse sola. Y si él tuviera un poco
de sentido común, le habría entregado la insignia a Bill Norton en el mismo
momento en que descubrió que alguien había dejado escapar a Damián.
Pero no se había marchado. Todavía no. Y no se marcharía hasta estar
completamente seguro de que Laurel estaba a salvo.
—¿No te gusta la comida? —preguntó Hope.
—No tengo hambre.
—Mamá tampoco está contenta con la comida. Está buscando un nuevo cocinero.
Dice que un restaurante no puede pretender tener éxito si a los clientes no les gusta
la comida.
—¿Y la señora Blackthorne no sabe cocinar?
—Seguramente tiene que hacerlo, ¿no? Me refiero a que nunca come en el pueblo.
—Vamos —dijo Hen y comenzó a amontonar los platos de nuevo en la bandeja—.
Necesito hablar con tu madre.
Por la cara que puso la señora Worthy se podía ver que se sentía incómoda.
—Me gustaría ayudar, comisario, pero aunque estuviera segura de que ella sabe
cocinar, y no sé si sabe hervir agua sin quemarla, no podría contratarla.
Hen supo cuál sería la respuesta desde el momento en que empezó a explicarle sus
planes. Pudo verla en los ojos de la señora Worthy. La sintió en el tono de su voz,
cuando le dijo a Hope que los dejara solos. Hen contuvo su rabia. Después de mucho
practicar, había aprendido a eliminar cualquier indicio de sus sentimientos.

~60~
Leigh Greenwood Laurel

—De verdad, me encantaría hacer algo por ella. Y probablemente lo haga, si ella
me lo permite, pero contratarla como cocinera sería un error.
—Ella necesita un lugar donde hospedarse y estar segura —dijo Hen—. No puede
permitirse el lujo de mudarse al pueblo si no tiene trabajo.
—Lo siento. Me guste o no, la gente del pueblo no la quiere. Y dejarían de venir al
restaurante si yo la contrato.
—¿Por qué? La gente del pueblo permite que les lave la ropa.
—No sé decirle por qué. Sólo sé lo que sucedería. A pesar de lo mucho que me
gustaría ayudar a la señora Blackthorne, tengo que pensar primero en mi familia. Y a
ella no le ayudaría que nosotros tuviéramos que cerrar el negocio porque la gente
deja de venir y se marcha a otro sitio.
—¿Usted la llama señora Blackthorne? ¿Cree que estaba casada?
—Yo no sé nada de eso —dijo Grace Worthy—. Si ella dice que estaba casada,
entonces para mí es la señora Blackthorne.
—¿Aunque la familia de Carlin Blackthorne lo niegue?
—Yo nunca he creído en la palabra de los Blackthorne.
Hen sintió que el nudo que tenía por dentro se aflojaba un poco.
—Tal vez usted pueda hablar con las otras mujeres sobre ella, tratar de que la
acepten... ¿Qué sucede?
La Worthy lo miraba como si no pudiera creer lo que estaba oyendo.
—Las otras mujeres no la aceptarán nunca. Lo sé, porque ya lo he intentado. Los
hombres tienen pensamientos «inconvenientes» cada vez que ella anda por ahí.
—Pero eso no es culpa suya.
—No importa. Las mujeres no van a aceptar a otra mujer que perciben como una
amenaza.
—Deberían hablar con sus maridos.
—Señor Randolph, aparentemente a usted le inculcaron ideales muy altos y espera
que los demás tengan los mismos ideales. Me gustaría que todo el mundo hubiese
tenido esa misma educación. Pero no es así. Usted puede hablar todo lo que quiera
sobre la manera como deberían ser las cosas, pero eso no va a cambiar la manera
como las cosas son. Si quiere tener éxito como comisario, será mejor que aprenda
cuanto antes esa lección.
Hen se quedó mirando a la señora Worthy con cara de asombro.
—Las mujeres de Valle de los Arces creen que Laurel Blackthorne se escapó con
Carlin y nunca se casó. Al igual que los hombres. Laurel es dos veces más bonita que

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Leigh Greenwood Laurel

sus hijas y cuatro veces más bonita que cualquiera de ellas. Y le tienen miedo. No
quieren que sus hijas se le acerquen y tampoco quieren que sus maridos o sus hijos lo
hagan. Es posible que a usted le guste tan poco como a mí, pero así son las cosas. Si
quiere ayudar a Laurel, será mejor que lo entienda.

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Leigh Greenwood Laurel

Capítulo 6

Es probable que Hen hubiese agradecido la franqueza de la señora Worthy si no


se hubiese encontrado con la señora Norton al salir del restaurante. Iba acompañada
de una joven que Hen no conocía y de otra jovencita que, obviamente, debía de ser su
hija. Al ser la esposa del banquero, la señora Norton tenía una gran influencia en
Valle de los Arces. Si ella decidía aceptar a Laurel, las otras mujeres seguirían su
ejemplo.
—Buenos días, comisario —dijo la señora Norton y sonrió con amabilidad—. Hace
días que quiero decirle lo impresionada que quedé con la manera en que manejó a
ese rufián del otro día. William me ha dicho que pasará algún tiempo antes de que
pueda volver a tomar un arma entre sus manos.
Hen sonrió para sus adentros. Nadie más en el pueblo le decía William a Bill
Norton.
—Me alegra que lo mencione —dijo Hen—. Hay algo que me gustaría pedirle.
—Claro, comisario. Cualquier cosa en que yo pueda ayudar...
—Estoy tratando de convencer a Laurel Blackthorne para que se venga a vivir al
pueblo.
La sonrisa de la señora Norton desapareció de su cara, como si se la hubiesen
limpiado con un trapo mojado. Toda su actitud pasó de la amabilidad a la irritación.
—Los Blackthorne amenazaron con quitarle a su hijo —siguió diciendo Hen—.
Ella no está a salvo en ese cañón. Necesita un trabajo y un lugar donde quedarse.
La expresión de la señora Norton se volvió más agria, como si tuviera que
enfrentarse con algo desagradable pero inevitable.
—En varias ocasiones he tratado de practicar la caridad cristiana con esa mujer.
—No estamos hablando de caridad. Estamos hablando de un trabajo y un techo
para una mujer y un niño que están en peligro.
—Entonces, que ella venga y los pida.

~63~
Leigh Greenwood Laurel

—¿Usted cree que lo hará?


—No.
—Entonces, no me parece muy cristiano escudarse en
eso.
La señora Norton se puso roja.
—Yo hablaré con ella—dijo la joven.
—¡Tú no harás nada de eso! —dijo enfáticamente la señora Norton—. No
permitiré que ninguna sobrina mía confraternice con esa mujer.
La joven sonrió. Hen pensó que era una sonrisa absolutamente encantadora.
—Hablar con alguien no es confraternizar, tía Ruth.
—Miranda Trescott, tu madre nunca me lo perdonaría.
—Probablemente no, pero mamá y yo no nos entendíamos en muchas cosas.
Estaré encantada de hablar con ella, comisario. ¿Cómo sugiere que se lo plantee?
—Tal vez sea mejor que hable usted con Hope Worthy o con su madre. Ellas
pueden ser de más ayuda que yo.
—Grace Worthy siempre está acogiendo a gente que sería mejor dejar sola —dijo
la señora Norton.
—Gracias, señorita Trescott. Me alegra que alguien esté dispuesto a dar un buen
ejemplo en Valle de los Arces.
La señora Norton se puso roja como un tomate.
—Por favor, comuníqueme los resultados de sus esfuerzos.
Hen se marchó. Si se hubiese quedado un minuto más, le habría dicho a Ruth
Norton lo que pensaba de ella y su caridad cristiana. Y eso no le habría hecho bien a
nadie, en especial a Laurel.

—Siento mucho no haber podido ser de más ayuda —le dijo Miranda Trescott a
Hen—. Ella se niega a considerar la posibilidad de mudarse.
Hen no esperaba que la señorita Trescott fuera a la cárcel para hablar con él. Se
levantó de un salto cuando entró. La cárcel no era lugar para una señora.
—No, gracias —dijo Miranda cuando Hen le ofreció tomar asiento—. No me
puedo quedar. Sólo he venido a informarle del triste fracaso de mi misión.
—Agradezco sus esfuerzos.

~64~
Leigh Greenwood Laurel

—Ah, pero no me he dado por vencida. Espero que después de unas cuantas
visitas pueda convencerla de la sinceridad de nuestros deseos de ayudar.
—¿Lleva mucho tiempo en el pueblo? —preguntó Hen.
—Menos de seis meses. Vine a vivir con mi tía Ruth después de la muerte de mi
madre. Crecí en Kentucky —dijo Miranda y comenzó a avanzar hacia la puerta.
—Manténgame informado de sus gestiones —dijo Hen.
Miranda se volvió y le dijo:
—Lo haré. Que tenga un buen día.
Hen sintió que estaba sudando. Se dirigió a su escritorio y se desplomó lentamente
en la silla. No sabía por qué estaba actuando así. Miranda Trescott era una mujer
perfectamente encantadora, el epítome de lo que debía ser una señora.
Tal vez por esa razón estaba sudando. No estaba acostumbrado a hablar con
mujeres como ella. Su pureza y su inocencia lo ponían nervioso. No sabía cómo
portarse ni qué decir, pero sería mejor que aprendiera, pues ella era la única mujer
que estaba dispuesta a ayudar a Laurel.

Laurel no estaba por allí cuando Hen llegó hasta la casa. Dentro no se oía ningún
ruido y nadie respondió a su llamada. Le echó un vistazo a esa pequeña isla en
medio de un cañón lleno de piedras que se estaban desintegrando y se preguntó qué
sería lo que había hecho que Laurel se quedara allí durante tanto tiempo. Al ver el
cañón sin el efecto humanizador de su presencia, Hen comprendió mejor la
determinación de Laurel de educar a su hijo a su manera. Se necesitaría mucha
persuasión para hacer cambiar de opinión a una mujer que estaba dispuesta a
convertirse en prisionera de este lugar.
Se acercó al arroyo, preguntándose si Laurel correría peligro de encontrarse con
los animales salvajes que vivían en lo alto de las montañas. Pero no creía que esos
animales tuvieran que bajar tanto para beber agua o cazar; sin embargo, decidió
revisar el lugar en busca de rastros sospechosos, por si acaso. Ahí fue cuando
encontró el camino que subía hacia el cañón. Las huellas de pisadas mostraban que
estaba bastante transitado. Así que decidió ver adonde llevaban. Cerca de quince
minutos después llegó a un pequeño pastizal, donde encontró a Adam tratando de
montarse a un caballo que era demasiado grande y brioso para él.
—¡Qué caballo más grande tienes ahí, hijo! —dijo Hen—. ¿Por qué no practicas
con uno más pequeño?
—Es el único que tengo —dijo Adam.

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Leigh Greenwood Laurel

—¿Dónde lo conseguiste? —preguntó Hen. Era un caballo fino, demasiado fino


para que alguien en la posición de Laurel pudiera pagarlo. Además, Hen no creía
que ella estuviera tan loca como para comprarle un animal así a Adam. El chico
necesitaba un poni hasta que creciera y tuviera más fuerza.
—Mi abuelo me lo dio. Dijo que era de mi papá.
Así que Damián no era el primer Blackthorne que se había interesado por Adam.
Laurel no había dicho nada sobre eso.
—Déjame ver si puedo ayudar—dijo Hen. Adam le entregó las riendas. Hen
acarició el caballo y le habló con suavidad hasta calmarlo—. ¿Cómo se llama?
—Sandy.
—Está bien, Sandy, es hora de que tengamos una charla.
Adam se rió.
—No se puede hablar con un caballo.
—Claro que se puede. Yo hablo todo el tiempo con Brimstone.
—Jesse le tiene miedo a Brimstone.
—Así debe ser, pero Brimstone no te va a lastimar y este grandullón tampoco. Él
simplemente no sabe qué es lo que tú quieres que haga.
—Quiero montarlo.
—Entonces díselo. Acaríciale la cabeza y dile lo que vas a hacer.
Adam estiró el brazo, pero Sandy echó la cabeza hacia atrás. Hen lo mantuvo en
su lugar.
—Necesitas un poco de ayuda —dijo y tomó al niño, lo levantó y lo sostuvo con
un brazo—. Ahora, míralo directo a los ojos.
Adam no parecía estar muy seguro acerca de esto, pero acarició a Sandy y
comenzó a hablarle.
—¿Ves? Ya está más tranquilo. Ahora, te voy a poner sobre su lomo.
Adam se puso tenso cuando Hen lo sentó sobre el lomo de Sandy. Se le veía muy
pequeño encaramado sobre ese caballo tan grande. Hen mantuvo el brazo alrededor
del niño.
—Será mucho mejor cuando consigas una silla de montar, pero puedes agarrarte
de la crin y sostenerte con las rodillas. Los indios nunca usaban sillas y no se caían.
Adam relajó un poco el cuerpo.
—¿Tú sabes montar sin silla? —preguntó.

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Leigh Greenwood Laurel

—Claro. Mi hermano y yo solíamos hacerlo todo el tiempo para impresionar a la


gente.
—Quisiera tener un hermano —dijo Adam.
Hen tomó al caballo del ronzal y comenzó a darle vueltas por el pastizal, mientras
hablaba con Adam sobre todo lo que se le ocurría y le daba instrucciones cuando las
necesitaba. Después de hacerlo durante casi media hora, se dio cuenta de que la
tensión de su cuerpo también había disminuido. Se sentía más relajado y feliz de lo
que se había sentido en varios meses.
Se imaginó que debía de ser por el cañón. Allí se respiraba una maravillosa
sensación de silencio, tranquilidad y soledad. No era raro que Laurel no quisiera
marcharse. Él tampoco querría hacerlo. Bueno, no, en realidad, prefería las planicies
abiertas. Le gustaba ver cómo desaparecía el horizonte en la distancia. Sin embargo,
también podría acostumbrarse a este cañón. Allí había un sentido de privacidad, de
refugio, era un lugar donde podía relajarse, aflojar el control que siempre había
ejercido sobre sí mismo.
Tal vez parte de esa sensación de paz provenía de Adam. A Hen le gustaba el
chico y le gustaba ayudarlo con su caballo. Quizá le gustaban los chicos en general.
Tal vez era su inocencia, esa mezcla de aceptación incondicional y sin preguntas.
Fuera lo que fuera, Hen se sentía más humano de lo que se había sentido en mucho
tiempo.
Pero los niños venían con madres y éste tenía una madre muy especial. Hen
admitió que sentía curiosidad acerca de Laurel, pero ¿quién no se sentiría atraído
hacia una mujer hermosa, de piel blanca y abundante cabello negro?
Lo que más recordaba eran sus ojos, casi negros, inmensos, brillantes. Esos ojos lo
habían mirado con desconfianza. O tal vez con resignada aceptación, producto de
muchos años de desilusiones. Pero había algo más: esperanza, expectativa, ¿o tal vez
sólo era una pregunta? Hen no estaba seguro, pero Laurel había tocado algo dentro
de él, había preguntado algo que él tenía que responder. Sí, era una mujer difícil;
pero ella tenía la clave de un rompecabezas que él tenía que resolver y que tenía que
ver con su propia esencia.

Laurel sabía que no debía estar escondida entre los árboles observando a Adam y
a Hen. Debería ir hasta donde ellos estaban, despachar a Hen y encadenar a Adam a
un árbol. Le había dicho al chico que se mantuviera alejado del comisario, sin
embargo ahí estaba y parecía más feliz de lo que lo había estado en meses. También
le había dicho que se mantuviera alejado de ese caballo, pero ahí estaba, montado en
un animal que era demasiado grande incluso para ella. Laurel le había dicho a Adam

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Leigh Greenwood Laurel

que tendría que esperar a que fuera más grande para montar ese caballo. Pero,
después de ese día, no habría manera de mantenerlo lejos del animal.
A Laurel no le gustó la manera en que Adam miraba a Hen, como si fuera un dios.
Ella sabía que su hijo necesitaba un padre, pero sólo ahora se daba cuenta de la
magnitud de esa necesidad. Ella había tratado de ser padre y madre para el niño,
pero lo cierto es que no podía manejar ese caballo de la manera en que Hen lo hacía.
Laurel maldijo a los Blackthorne por habérselo dado a Adam. Maldijo a la gente del
pueblo por negarse a comprárselo. Debería habérselo llevado al desierto y haberlo
soltado para que se fuera.
Pero no lo había hecho. Ella no podía comprarle a Adam un caballo tan hermoso y
su hijo se merecía un caballo así. Sólo necesitaba a un hombre que le enseñara a
montarlo.
Ella también necesitaba a un hombre.
Esa idea la hizo estremecer. Nunca había considerado la posibilidad de volverse a
casar, ni por Adam ni por ella. Laurel borró esa idea de su mente. No necesitaba a
ningún hombre. Ni siquiera quería uno.
Entonces tampoco tenía por qué estar mirando a Hen Randolph como si fuera la
respuesta a todas sus plegarias. Su cuerpo no debería comenzar a estremecerse cada
vez que él estaba cerca. Sus pensamientos no deberían rondar alrededor de la imagen
de los apuestos rasgos de Hen ni de sus poderosas piernas. Ella no debería estar
obsesionada por la curva y la potencia de su espalda.
Pero lo estaba.
A Laurel no le gustaban los hombres rubios. Su blancura tenía algo que les daba
un aire de maldad. Tal vez eran las cejas casi invisibles o ese patético bigote. Pero
Hen iba perfectamente bien afeitado. No tenía nada de retorcido. Caminaba con total
seguridad en sí mismo, como un hombre fuerte que ni siquiera notaría la
responsabilidad de cargar con una mujer y un niño.
Laurel no podía negar el deseo de recostarse en ese par de hombros fuertes. Estaba
sola desde el día en que Carlin la abandonó, se había visto obligada a hacer trabajos
domésticos para mantenerse y a permanecer alejada de la comunidad. Era como si
hubiese renunciado a la vida.
¿Qué iba a hacer cuando Adam tuviera la edad suficiente para defenderse por su
cuenta? La vida ya se le habría ido de las manos. Al ver a Hen, Laurel no podía
sacudirse la sensación de que estaba ante su última oportunidad de saborear la vida.
Si la dejaba pasar no volvería a presentársele otra.
Hen y Adam se detuvieron. Hen bajó a Adam del caballo y lo mantuvo en sus
brazos durante unos minutos mientras conversaba con él y le dejaba acariciar al

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Leigh Greenwood Laurel

caballo para permitir que se conocieran mejor. El chico parecía diminuto entre los
brazos de ese gigante.
De repente, los ojos de Laurel se llenaron de lágrimas. Cuando era niña solía soñar
con el hombre con el que se casaría, con los hijos que tendría, con la vida que
llevarían todos juntos en un mágico rincón del mundo. Pero Laurel había olvidado
ese sueño y de repente lo recordó. Esta imagen de un hombre y un niño juntos, al
lado de un caballo, con la luz del atardecer iluminando el cañón y la paz y la soledad
del entorno era la esencia misma de sus sueños.
Trató de decirse que eso no era posible si Hen formaba parte de la imagen, pero su
corazón no quiso oír razones. Sintió que estaba contemplando la perfección. Nunca
podría tener, ni esperaba encontrar, nada mejor.
Cuando Hen puso a Adam en el suelo y le puso una mano en el hombro y
comenzó a avanzar hacia el camino, Laurel sintió un nudo en la garganta. ¡Maldito
Carlin! Así podrían haber sido las cosas.
Mientras Laurel observaba a Hen y a Adam caminando hacia ella, como padre e
hijo, era casi imposible creer que un pistolero pudiera gastar tanto tiempo y esfuerzo
en algo tan insignificante como enseñarle a un niño a montar a caballo. Hen atraía a
Adam sin hacer ningún esfuerzo, como una flor atrae a una abeja.
Y a ella la había atraído con la misma facilidad. ¿Qué era lo que tanto la atraía de
él?
Su amabilidad.
Se preocupaba tanto por ella que le había curado las heridas, había ido a advertirle
que los Blackthorne seguramente volverían y le había pedido que se mudara al
pueblo para poder protegerla. Se preocupaba tanto por Adam que era capaz de pasar
una hora de su tiempo enseñándole a manejar un caballo. Se comportaba como si
pasar tiempo con Adam fuera más importante que cualquier otra cosa que tuviera
que hacer.
Su afecto debía de ser genuino. ¿Qué podría ganar siendo amable con ellos?
Ahora estaban lo suficientemente cerca como para que Laurel alcanzara a verle los
ojos. Parecían distintos. Hen parecía distinto. No tenía una actitud abierta o
acogedora, o que revelara la simple alegría de vivir, pero había una sutil diferencia,
como si hubiese bajado un poco ese escudo protector que siempre llevaba encima.
Parecía casi humano, como si tuviera un corazón, un alma y una conciencia, como
todos los demás.
Tal vez Adam había logrado sacar eso a flote. Tal vez cuando estaba con un niño
Hen podía ser tal como era.

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Leigh Greenwood Laurel

Hen y Adam ya casi estaban llegando al lugar donde Laurel estaba escondida.
Tenía que salir de entre las sombras e ir a su encuentro, o él se daría cuenta de que
los había estado mirando a escondidas.
Hen levantó la vista cuando sintió el ruido de sus pasos, se puso tenso y se llevó la
mano a la pistola.
Era la reacción instintiva de un pistolero. Laurel sintió un escalofrío por dentro.
—Sólo soy yo —dijo Laurel y dio un paso adelante. Lo miró a los ojos. Ahora
parecían iguales que antes: azules, brillantes, duros y vacíos. Hen era como un
cascarón, un paisaje verde que escondía un desierto árido. Tenía el cuerpo de un
hombre y el alma de un asesino.
—Mamá —gritó Adam y salió corriendo hacia ella—, el comisario me estaba
enseñando a montar a Sandy.
Laurel envolvió al chico entre sus brazos. Detestaba sentir tanta aversión hacia un
hombre que había ayudado a su hijo. Ella no aprobaba la manera de ser de Hen, pero
podía decirle que estaba agradecida por lo que había hecho por Adam.
—Ya sé que el caballo es demasiado grande. Había pensado esperar hasta que
Adam creciera.
—Yo aprendí a montar antes de aprender a caminar.
La expresión de Hen permaneció inmutable. Podría estar hablando con el
banquero, con un ranchero o con una señora del pueblo. Ella podría haber sido
cualquier persona, a juzgar por el impacto que tenía sobre él. Laurel sintió que su
vanidad femenina se resentía por el desplante. La crítica implícita que percibió en las
palabras de Hen la irritó. Sin embargo, hizo un esfuerzo por controlarse; se enderezó
un poco más y comenzó a moverse con más rigidez.
—Adelántate y tráeme un poco de agua del arroyo —le dijo a Adam—. Tengo que
empezar a preparar la cena.
—Nunca me pides que vaya a por agua para la cena —dijo Adam, atónito.
—Pero esta noche sí.
Laurel observó cómo Adam se marchaba, de mala gana, irritado con ella por
alejarlo, y añadió eso a la lista de las ofensas de Hen.
—A mí no me importa cuándo aprendió a montar usted —dijo y se volvió hacia
Hen tan pronto como pensó que Adam ya no podía oírla—. Eso no tiene nada que
ver con mi hijo.
Laurel trató de hacer caso omiso de la reacción física que Hen despertaba en ella,
pero era una batalla perdida. La presencia de ese hombre siempre hacía que se

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Leigh Greenwood Laurel

sintiera mucho más femenina, más viva, más consciente de su cuerpo. Y el hecho de
que él pareciera ignorarla sólo agravaba la situación.
—Yo crecí en una plantación en Virginia. Pero aquí los chicos necesitan aprender a
montar incluso antes.
Laurel pensó que Hen no se parecía en nada a la idea que tenía de los aristócratas
del Sur. Se mantenía muy aseado y arreglado, pero parecía un hombre del Oeste
como cualquier habitante del pueblo. Tal vez eso explicaba algunas de las
contradicciones. A los sureños les enseñaban a proteger a sus mujeres. También les
enseñaban a disparar como el mejor.
—Mientras vivamos en este cañón, Adam no necesita saber montar.
Laurel se preguntó cuándo habría comenzado a matar gente. Hen parecía
demasiado joven para haber luchado en la guerra, pero era difícil saberlo con certeza.
Tantos años de estar expuesto al sol y al viento habían acabado con la suavidad de su
piel. Podía estar entre los veinticinco y los cuarenta años. Tal vez había luchado
contra los indios. Tal vez había sido comisario en otros pueblos.
—Usted no puede mimar tanto a ese chico. Si quiere que se convierta en un
hombre, tiene que comenzar a tratarlo como tal.
—Sólo tiene seis años —replicó Laurel—. ¿Qué quiere que haga, que le dé unas
espuelas y un arma?
—Debería darle un poni en lugar de ese caballo.
Laurel se preguntó por qué el comisario se sentiría con derecho a criticarla de
manera tan abierta. También se preguntó por qué pensaría que él sabía más sobre
cómo debía educar a su hijo que ella misma.
—Ese caballo se lo dio el abuelo.
Laurel esperaba que Hen se sorprendiera. Pero nada, esos ojos vacíos sólo se
quedaron mirándola fijamente.
—Yo traté de devolvérselo, pero no lo quiso aceptar. Traté de venderlo, de
cambiarlo por un poni, pero nadie quiso recibirlo. Tiene usted razón, yo no tengo
dinero para comprar un caballo como ése. Ni siquiera puedo comprar un poni.
Laurel sintió que lo odiaba por obligarla a admitir que ni siquiera podía darse el
pequeño lujo de comprarle un caballo apropiado a su hijo.
—Yo lo venderé por usted.
—No, no lo hará —dijo Laurel—. No quiero que usted entable ningún tipo de
relación con Adam. No quiero que mi hijo crezca pensando que las armas hacen a un
hombre.

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Leigh Greenwood Laurel

—El debería tener su propia arma —dijo Hen—. También debería saber cómo
usarla.
Laurel se quedó sin palabras. Ya era suficientemente malo que Hen hubiese
llegado a su vida a perturbar sus sentimientos y cuestionar sus creencias. Era todavía
peor que Adam comenzara a mirarlo con admiración. Pero era absolutamente
imperdonable que esperara que ella no sólo le diera al chico —a su bebé— un arma,
sino que también esperara que le enseñara a utilizarla.
—Pasarán varios años antes de que Adam tenga un arma. Y cuando le permita
tener una, sólo la usará para cazar.
Hen se quedó mirándola, como si estuviera tratando
de decidir algo.
—Usted no parece ser estúpida.
—¿Qué? —preguntó Laurel con perplejidad.
—Pero actúa como una estúpida en lo que tiene ver con ese chico.
—¡Cómo se atreve! Sólo porque no estoy de acuerdo con que los hombres deban
andar matándose los unos a los otros cada vez que no están de acuerdo en algo...
—Supongo que sencillamente no quiere ver la realidad —dijo Hen y la
interrumpió—. En general eso no es tan malo como ser estúpido. Pero a veces es
peor.
A Laurel le habían pasado muchas cosas a lo largo de sus veintitrés años, pero
nadie la había tratado nunca de imbécil. Sin embargo, ese hombre había aparecido de
repente en su vida y acto seguido había comenzado a decirle que todo lo que
pensaba y hacía era un error.
—Puedo entender que quiera proteger a su hijo —siguió diciendo Hen—. No
estoy de acuerdo, pero lo puedo entender.
—Muchas gracias —dijo Laurel con tono sarcástico.
—Pero desconocer la realidad no le va a servir de mucho. Él es un chico y va a
querer crecer como un hombre. Si no, alguien le va a quitar todo lo que tiene, entre
otras cosas, el respeto por sí mismo; y un día lo matarán porque no sabrá defenderse.
Desde ese punto ya se divisaba la casa. Laurel estaba tan furiosa que veía casi
borroso, pero dejó de discutir con Hen. No quería que Adam oyera lo que iba a decir.
—¿Por qué siempre quiere alejar al chico y sólo habla donde él no pueda oírla? —
preguntó Hen—. ¿Acaso piensa que al protegerlo va a hacer que esté mejor
preparado para ocupar su lugar en el mundo?
—¡Sí, así es!

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Leigh Greenwood Laurel

Laurel respiró profundo y se obligó a calmarse. Nunca llegaría a ninguna parte si


le gritaba a ese hombre. En cierta manera, Hen era todavía peor que Carlin. Él
representaba todo lo que ella detestaba y temía y, sin embargo, también era todo lo
que ella siempre había querido en un hombre. Era como una broma cruel y
desgarradora, y Laurel quería odiarlo por eso.
Trató de borrar de su cabeza todo lo que Hen había hecho por ella. Se concentró en
recordar a su padrastro, a Carlin, a los Blackthorne y a los hombres de Valle de los
Arces.
—Adam va a ser un caballero —le dijo a Hen y temblaba por la intensidad de lo
que sentía—. Va a ser compasivo y comprensivo. Va a valorar la belleza y a
despreciar la crueldad. Va a aprender que las mujeres son seres humanos a los que
hay que apreciar y mimar, seres a los que hay que cuidar y amar. Va a aprender a
tratar a los demás con paciencia y tolerancia.
Pero, sobre todo, no va a basar su autoestima en su capacidad de matar a otro ser
humano.
—Usted sí que entiende a los hombres.
—Pero usted dijo que...
—Un hombre puede ser todo eso sin tener que usar enaguas.

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Leigh Greenwood Laurel

Capítulo 7

—Yo no estoy poniéndole enaguas a Adam.


—Ya lo tiene lavando ropa y cuidando el jardín. También podría comenzar a
enseñarle a cocinar y a limpiar.
—¿Y qué hay de malo en eso ?
Hen tomó una de las manos de Laurel y la levantó contra la luz.
—En primer lugar, daña las manos.
Laurel se quedó atónita y trató de soltarse, pero Hen no se lo permitió.
—Sus manos deberían ser suaves y blancas. Usted debería vivir en una casa
grande y tener armarios llenos de vestidos hermosos y contar con alguien que los
lavara por usted.
Laurel se sintió halagada e incapaz de oponer resistencia.
—Usted debería llevar flores en el pelo e ir a bailar todas las noches.
Laurel se obligó a cerrar los oídos y el corazón para no seguir oyendo las palabras
de Hen y se soltó.
—Eso podría haber sido así si mi esposo no hubiese sido un pistolero que se hizo
matar un mes después de casarnos —dijo, y terminó de sacudirse el embrujo que
habían creado las palabras de Hen—. Que es otra de las razones por las cuales Adam
nunca va a aprender a amar las armas.
—Ningún hombre debe amar las armas ni le debe gustar matar, pero un arma es
una herramienta, una herramienta necesaria cuando se vive aquí. Sin un arma, y sin
saber cómo y cuándo usarla, un hombre está a merced de los ladrones, los bárbaros y
los asesinos.
—¿Así es como justifica sus asesinatos?
Laurel no tenía la intención de ser cruel, pero le daba mucha rabia la dureza con
que él juzgaba su forma de educar a Adam. Además, tampoco estaba totalmente
segura de que no se estuviera burlando de ella. Y esa posibilidad la llenaba de rencor.

~74~
Leigh Greenwood Laurel

—Yo no he matado a nadie aquí—dijo Hen. Luego sencillamente se marchó. No


anunció que se iba ni se despidió. Sólo dio media vuelta y se fue.
Laurel se sintió rechazada, despreciada, olvidada.
Y eso la puso furiosa. ¡Ese hombre era un insolente, estaba lleno de desprecio y
pensaba que tenía todas las respuestas! Creía que sólo tenía que abrir la boca y ella se
desmoronaría y abandonaría los principios que había seguido toda su vida.
Lo observó mientras atravesaba el claro y volvió a sentir un estremecimiento en el
vientre. La espalda de ese hombre iba a ser su ruina. Lo único que Hen Randolph
tenía que hacer para convertirla en un ovillo de nervios tembloroso e impotente era
darle la espalda, con esos pantalones apretados que forraban las curvas de su trasero
y esos poderosos muslos que estiraban las costuras de los pantalones, y esos anchos
hombros que se movían con una energía aparentemente mágica.
A Laurel le impactó sentir una vaga sensación de calor en una parte de su cuerpo
que ya casi había olvidado que le pertenecía. En siete años, nadie había despertado
en ella ninguna reacción. Sin embargo, aunque Hen Randolph acababa de insultarla,
sólo necesitaba mirarlo de espaldas para sentir en sus entrañas una corriente de
deseo que la invadía como la columna de humo de una hoguera.
Laurel desvió la mirada. No iba a permitir que él le diera órdenes ni que se burlara
de ella. Hen no era un compañero apropiado para Adam. No era la clase de hombre
que ella admiraba.
Sin embargo, al tiempo que se decía eso, Laurel levantó la vista para alcanzar a
verlo antes de que desapareciera detrás de la pared del cañón y sintió que su
determinación comenzaba a flaquear. Hen había nacido en una plantación en
Virginia. Debía de haber sido educado para ser un caballero, la clase de hombre en
que ella quería que Adam se convirtiera.
Laurel comenzó a atravesar el jardín, cuando vio que Adam venía del arroyo con
el agua.
—No voy a necesitar tanta. ¿Por qué no se la llevas a Sandy? Búscale también un
poco de hierba.
—Él se puede buscar el agua y la hierba solo.
—Lo sé, pero eso te ayudará a ir conquistándolo.
Adam la miró como si estuviera tanteando el terreno.
—¿Me vas a dejar montarlo?
—Si veo que eres lo suficientemente fuerte para controlarlo.
—El comisario me dejó montarlo.
—Pero él estuvo contigo todo el tiempo.

~75~
Leigh Greenwood Laurel

—Dijo que tenía unas manos fuertes. Dijo que tenía buena postura —le dijo Adam
a su madre con orgullo—. Dijo que volvería mañana.
Laurel estuvo a punto de decirle a Adam que Hen no iba a regresar, pero se
mordió la lengua. Cualesquiera que fueran sus problemas con Hen, no quería que
interfirieran en su relación con Adam.
—Será mejor que corras si quieres alimentar a Sandy. Tendré la cena lista en un
minuto.
Pero Laurel no estaba pensando en la cena mientras veía cómo Adam se alejaba en
busca de su caballo. Estaba pensando en un hombre alto y rubio que había entrado
en su vida con la fuerza de la dinamita y había hecho añicos su mundo; y lo peor era
que ella ya no podía volver a recomponerlo.
Peor que eso, Hen había despertado en su corazón la esperanza de que, de alguna
macera, él fuera distinto de los otros hombres que había conocido. A pesar de la
evidencia que indicaba lo contrario, ella seguía buscando señales de que debajo de
esa dura coraza había un corazón suave y humano. Buscaba en esos ojos vacíos una
razón que justificara por qué se había vuelto tan insensible.
Durante las infinitas y aburridas horas que pasaba lavando ropa, Laurel había
inventado cientos de razones por las cuales un hombre afectuoso y decente se podía
convertir en un monstruo inhumano. Su imaginación también había sido muy fértil a
la hora de pensar en la clase de persona en que Hen podría convertirse cuando
hubiera logrado deshacerse de su duro caparazón.
Los pensamientos sobre el comisario invadían todas las horas de su tiempo, de la
misma manera en que la bruma del arroyo invadía cada rincón y cada agujero del
cañón. Laurel había tratado de luchar contra eso, pero sin éxito. Hen había
despertado en ella una necesidad que llevaba muchos años dormida, un deseo que
no podía controlar. Algo en él se comunicaba con una parte de ella que era más
elemental que el pensamiento. Y a pesar de todos los esfuerzos que hacía para
olvidarlo, no podía evitar seguir pensando en él.
La pregunta era si estaba dispuesta a tratar de buscar al hombre que sabía que
debía de estar encerrado dentro de Hen Randolph. Era un asunto arriesgado. Estaba
en juego la seguridad de su corazón. Laurel ya podía sentir la lucha que se libraba en
su interior. Si ese hombre se quedaba, ella podría ganar mucho. Pero si se marchaba,
podría perderlo todo.

~76~
Leigh Greenwood Laurel

Hen oyó el ruido de la pelea, pero al principio no le dio importancia. Los chicos
solían enfrentarse a puñetazos con mucha frecuencia, en especial durante las largas
tardes del verano. Sin embargo, había algo en los gruñidos de esta pelea que le
resultó extraño, fuera de lugar. Parecían provenir de la parte de atrás de la casa, pero
cuando Hen salió, vio que venían del estero. Cuando atravesó la línea de árboles que
rodeaban la quebrada, vio a dos chicos revolcándose en el lecho seco. Al acercarse,
reconoció a Adam. Un chico algo mayor estaba sobre él y parecía estar conteniéndolo
más que golpeándolo.
Hen decidió que ya era suficiente, así que agarró al chico del cuello y lo levantó,
para quitárselo de encima a Adam. El muchacho se puso de pie como pudo y en sus
ojos brillaba el odio. Luego se volvió a abalanzar contra el otro.
—¡Basta! —dijo Hen, al tiempo que agarraba a Adam—. Creo que ya es suficiente.
—¡Él ha dicho que mi padre era un bandido! —gritó Adam, mientras trataba de
soltarse—. ¡Ha dicho que lo mataron por ladrón!
Adam forcejeaba con todas sus fuerzas para atacar al chico mayor, pero Hen lo
mantuvo bien agarrado.
—¿Cómo te llamas?—le preguntó Hen.
—¿A usted qué le importa?
—Hasta ahora, muy poco. Pero no te vendría mal ser un poco más educado.
El chico miró a Hen con odio.
—Es Jordy McGinnis —dijo Adam—. Es un huérfano.
—No me parece que eso sea ningún pecado. No es culpa suya.
La mirada de Jordy se volvió un poco menos desafiante.
—Quiero hablar contigo. ¿Me esperas un minuto aquí?
Jordy vaciló por un momento, pero luego asintió con la cabeza.
—¿No vas a salir corriendo?
—He dicho que lo esperaré, ¿no?
—Sí, lo has dicho. Ven conmigo —le dijo Hen a Adam.
—Pero Jordy ha dicho...
—Puedes contármelo mientras te aseas un poco —dijo Hen—. A tu madre le daría
un ataque si te viera como estás.
—No, no diría nada. Le diría que me caí. Siempre le digo que me tropecé.

~77~
Leigh Greenwood Laurel

Adam caminó hasta la casa con una actitud desafiante, pero tan pronto estuvo
adentro, pareció encogerse. Hen vertió un poco de agua en la palangana y mojó una
toalla.
—Ahora, cuéntame qué ha pasado. Todo. —Hen puso al chico bajo la luz para
poder ver mejor.
—Él dijo que mi papá era un ladrón de poca monta. Dijo que lo mataron cuando
estaba tratando de robar unas reses.
Hen le limpió la tierra de la cara. Tenía un par de manchas rojas, pero la piel no se
había abierto, así que posiblemente no le quedaría ningún moretón.
—¿Qué te dijo tu madre?
—Mamá me dijo que a mi padre lo mataron cuando estaba tratando de detener a
unos ladrones. Mamá me dijo que era un buen hombre, como tú.
Hen se puso alerta y aguzó los sentidos. ¿Sería posible que Laurel hubiese
cambiado de opinión respecto a él?
—¿Tu madre dijo que yo era un buen hombre?
—No.
Eso se imaginaba. Sin embargo, se sintió decepcionado y eso lo sorprendió. Nunca
le había importado lo que la gente pensara de él. ¿Por qué iba a empezar ahora?
—¿Tienes peleas con mucha frecuencia?
—Algunas —dijo Adam y dejó caer la cabeza.
—¿Por lo que los otros chicos dicen acerca de tu padre?
—Nada de eso es cierto —dijo Adam enseguida—. Mi padre era un buen hombre.
Mamá me lo dijo.
—Entonces, ¿por qué estabas peleando con Jordy?
—Porque dijo que mi papá era un ladrón.
—Tienes que aprender a no hacer caso de las provocaciones. La gente es capaz de
decir cualquier cosa. Sólo están tratando de molestarte.
Adam dejó caer la cabeza.
—Eso es lo que dice mi mamá.
—Ella tiene razón. Ahora será mejor que vayas a casa. Me imagino que tu madre
te estará buscando.
Adam salió caminando hasta el estero con Hen, pero tan pronto vio a Jordy,
comenzó a pavonearse. Puso cara de malo y salió corriendo hacia el cañón. Jordy
estaba esperando justo donde Hen lo había dejado. Entretanto, se había puesto a

~78~
Leigh Greenwood Laurel

dibujar rayas en el suelo. Hen lo miró durante un momento. El chico se retorció bajo
el poder de su mirada.
—¿Por qué le has dicho que su padre era un ladrón?
—Porque es cierto. —Jordy no levantó la mirada, sólo siguió dibujando rayas en la
tierra—. Todo el mundo sabe que lo mataron cuando estaba tratando de robar un
toro. No sé por qué Adam no quiere creerlo.
Porque su madre le había contado una historia distinta para que el muchacho no
se avergonzara de su padre.
—¿Por qué te enfrentaste con él? Tú eres más grande.
Jordy levantó la cabeza de repente.
—Él me atacó.
—¿Y tú no reaccionarías igual si alguien dijera que tu padre es un asesino y un
ladrón?
Jordy volvió a clavar la mirada en el suelo.
—Pero es la verdad. Todo el mundo lo sabe.
Hen vio una piedra que había al borde del estero y se sentó.
—Mi padre también era un asesino. Y supongo que un ladrón.
—No lo creo —dijo Jordy.
—Todo el mundo lo sabía. Las cosas se pusieron tan mal que la gente nos expulsó
de Virginia y tuvimos que huir a Texas.
—¿Y cómo llegaste a ser comisario?
—Porque aquí nadie lo sabe.
—¿Crees que te quitarían la insignia si lo supieran?
—¿Y quién se lo va a contar? Nadie más lo sabe, sólo tú. —Hen miró a Jordy de
arriba abajo, de manera casual.
Jordy abrió mucho los ojos.
—¿No se lo has contado* nadie más que a mí?
—No.
—¿Ni siquiera a Adam?
Hen negó con la cabeza.
—¿Y no te da miedo que yo te delate?
—Yo estaba pensando que nosotros deberíamos unirnos. Tú, Adam y yo.

~79~
Leigh Greenwood Laurel

—¿Por qué? A mí nadie me molesta —dijo Jordy con orgullo—. Yo le rompo la


cara al que se atreve.
—Adam me ha dicho que eres huérfano.
Jordy se puso triste.
—Debería darle una paliza por andar cotilleando sobre mí.
—¿Dónde vives ?
—Aquí y allá.—El chico volvió a retorcerse bajo la mirada de Hen—. A veces
duermo en el establo del pueblo.
—¿Y dónde comes?
—Me busco la vida.
—¿Robas?
—¡No! —Jordy bajó la mirada—. La señora Worthy me da de comer.
Estaba claro que al chico le avergonzaba depender de la caridad de los demás.
—Pues bien, me gustaría que tú cuidaras un poco a Adam, que lo protegieras de
los ataques de los chicos más grandes.
—¿Y por qué debería hacerlo?
—Será tu trabajo. A cambio, podrías dormir en mi casa. Tengo dos habitaciones
que nadie usa. También necesito que alguien mantenga mis cosas en orden. Te
pagaré un dólar por día.
—¡Un dólar!
—¿No es suficiente?
Jordy contuvo rápidamente su entusiasmo.
—Eso estaría bien al principio —dijo—, pero si lo hago bien, espero un aumento. Y
me darás cincuenta centavos extra si tengo que pelearme con alguien para defender a
Adam.
—Me parece justo. Así que, ¿por qué no vas por tus cosas?
Jordy dibujó otras rayas en el suelo.
—A mi padre lo atraparon robando oro —dijo y luego levantó la mirada—. ¿Qué
hizo el tuyo?
Hen llevaba años negándose a pensar en su padre. Y ahora, aun antes de que
pudiera decir una sola palabra, sintió la rabia que hervía dentro de él, tan ardiente y
destructiva como siempre. Muchos años de odio, rabia y vergüenza trataban de salir
a través de la pequeña grieta que se había abierto en su alma.

~80~
Leigh Greenwood Laurel

—No sé todo lo que hizo —dijo Hen y de pronto comenzó a hablar con voz ronca,
pero enseguida vio una sombra de escepticismo en los ojos de Jordy. El chico no iba a
creerle si Hen no era tan sincero como Jordy esperaba—. Pero sé que sedujo a la
hermana de su mejor amigo, y cuando el otro le pidió explicaciones lo mató.
—¡Vaya!
—Luego llevó a toda la familia a Texas y nos abandonó. Hen podía ver a su padre
tan claramente como si estuviera allí mismo. Alto y bien parecido, indiferente a la
angustia y la desgracia que había dejado a su paso. Todavía recordaba el día en que
se marchó a la guerra, el impacto que le había causado esa partida tan repentina. Esa
tarde, su madre perdió la voluntad de vivir, aunque aún tardó dos años de agonía en
ir a reunirse con él en el infierno.
Hen se puso de pie.
—Se acabaron las preguntas, ¿vale?
Jordy asintió con la cabeza.
—Ahora, ve por tus cosas. Tienes mucho trabajo que
hacer. Mi casa es un desastre.
Hen esbozó una amarga sonrisa mientras observaba a Jordy corriendo hacia el
establo. Pobres chicos. Era imposible que Jordy y Adam se sintieran bien con ellos
mismos si el mundo seguía culpándolos por los pecados de sus padres. Por eso
luchaban por encontrar excusas para lo que sus padres habían hecho, pero la única
alternativa era odiarlos. Y odiarse ellos mismos.
Eso era exactamente lo que él había hecho toda su vida.
Hen volvió a sentarse, aturdido por la fuerza del descubrimiento que acababa de
hacer. ¿Cuánto tiempo llevaba odiándose? ¿Desde que mató a esos bandidos? ¿Desde
antes? Tal vez eso era parte de la razón por la cual había aceptado el trabajo de
comisario. En su opinión, el hecho de haber matado a alguien había manchado su
integridad; sin embargo, los demás lo admiraban por eso.
La idea de que se hubiese dejado engañar por un razonamiento tan estúpido lo
avergonzó. Ni siquiera Laurel necesitaba engañarse de esa manera. Ella era lo
suficientemente fuerte para imponer sus propios criterios, para creer que tenía razón
y hacer las cosas a su manera, sin que le importara lo que los demás pensaban. Si una
mujer era capaz de mirar su pasado de frente y desafiarlo, él también podía hacerlo.
Pero cuando se puso de pie, Hen se dio cuenta de que no era tan fácil sacudirse los
fantasmas de toda una vida. Esos fantasmas tenían raíces profundas, que llegaban
hasta el propio centro de su ser.

~81~
Leigh Greenwood Laurel

—¿Dónde está el comisario? —preguntó Hope cuando encontró a Jordy solo en la


oficina.
—Trabajando —dijo Jordy.
Hope pensó que el chico estaba actuando con mucha presunción.
—¿Sabes cuándo va a regresar? Le traigo la cena.
—Se fue a buscar cuatreros. Lo más probable es que no vuelva esta noche. Dijo que
yo me comiera su cena.
A Hope no le gustó eso. Y Jordy tampoco le agradaba mucho. Por lo general era
muy quisquilloso, y nunca se fiaba de nada de lo que ella decía, aunque esa noche no
se estaba portando así.
—¿Qué estás haciendo tú aquí? —preguntó Hope.
—Ahora vivo aquí —declaró Jordy.
—No es cierto.
—Es verdad.
—¿Desde cuándo?
—Desde esta tarde.
Hope se detuvo para digerir esa última información.
—¿Por qué el comisario iba a dejarte vivir aquí?
—Porque trabajo para él. Voy a mantener sus cosas en orden. Y también tenemos
otros acuerdos. —La manera como Jordy dijo esto último le indicó a Hope que el
chico no tenía intención de dar más explicaciones.
Hope puso la bandeja sobre la mesa y comenzó a sacar los platos.
—Por lo general ceno con el comisario.
—Lo sé. Él me pidió que te atendiera mientras estuvieras aquí.
Hope comenzó a decirle que no necesitaba que un chiquillo sucio de nueve años la
cuidara, pero se detuvo.
—¿Por qué?
—Tenemos un acuerdo.
—Pues bien, nosotros también tenemos un acuerdo. Y yo no quiero que ningún
mocoso se interponga.
—Yo no soy ningún mocoso. Él me obligó a bañarme. —Parecía como si Jordy
estuviese arrepentido de haber dicho eso último.

~82~
Leigh Greenwood Laurel

—Conque sí, ¿eh? —dijo Hope y le revisó la cara y las orejas.


Jordy se alejó.
—Bueno, supongo que puedes cenar conmigo, pero tendrás que cuidar tus
modales.
—Me puedo comportar tan bien como tú.
—Quizá, pero no hablas tan bien como yo.
—El comisario también me va a enseñar a hablar bien.
Los dos chicos se sentaron a mirarse por encima de la comida.
—¿Cuál es tu acuerdo? —preguntó Hope.
—No te lo voy a decir.
—Entonces me llevaré la cena.
Jordy miró la comida.
—Comamos primero, luego te lo diré.
—La mitad —le propuso Hope.
—Está bien—dijo Jordy y arrastró hasta la mesa una silla. De repente se acordó y
cogió otra silla para Hope—. Pero tienes que jurar por la tumba de tu madre que no
se lo dirás a nadie.
—Mi mamá no está muerta.
—Entonces por tu abuela—dijo Jordy, irritado.
—Eso es una tontería.
—Entonces no te lo diré.
—Está bien —dijo Hope y se dio por vencida—, pero si es un engaño, te romperé
la boca.
—Y yo te romperé la cara.
Cuando terminaron esos acuerdos preliminares, los dos se sentaron a comer y a
conversar animadamente.

~83~
Leigh Greenwood Laurel

Capítulo 8

Laurel caminaba muy deprisa. No estaba acostumbrada a estar en el pueblo a esas


horas de la mañana. No estaba acostumbrada a ver las calles llenas de gente.
Tampoco estaba acostumbrada a que la miraran. Se bajó bien el sombrero sobre los
ojos, pues todavía eran visibles los moretones.
Pero, cuando llegó a su destino, no se sintió mejor. Se detuvo un momento ante la
puerta de la panadería de los Reed, respiró profundamente para llenarse de valor,
abrió la puerta y entró.
El magnífico aroma del pan recién horneado le hizo la boca agua. A ambos lados
de la tienda había tartas y pasteles de todas las clases, cubiertos por tapas de cristal.
Desde detrás del mostrador, Estelle Reed miró a Laurel con antipatía.
Estelle llevaba un vestido de algodón negro que le cubría la garganta hasta la
barbilla y los brazos hasta los puños. Tenía el pelo recogido en un moño tan apretado
que le achinaba los ojos. Encima llevaba un enorme delantal blanco que le servía para
protegerse el vestido del azúcar y la harina.
—¿Qué está haciendo usted aquí? —preguntó Estelle con tono brusco.
Nada enfurecía más a Laurel que el hecho de que le hablaran con tanto desprecio.
Así que avanzó hasta el mostrador y se plantó directamente frente a Estelle.
—Vengo a por mi dinero. Lleva usted más de dos semanas sin dejar nada en la
puerta.
—No puedo dejar el dinero tirado por ahí —dijo Estelle—. Uno nunca sabe quién
podría llevárselo.
—Las otras mujeres lo hacen, o me lo sacan a la puerta.
—Yo no puedo estar asomándome a la puerta a todas horas sólo porque usted
insiste en venir a las casas antes de que la gente decente esté levantada.
—Pues bien, hoy he venido a una hora decente. Usted está levantada y si alguien
me roba el dinero antes de que llegue a mi casa no será su problema. Me debe nueve
dólares. Los quiero ahora.

~84~
Leigh Greenwood Laurel

—Los tendrá cuando pueda dárselos —dijo Estelle, con el rostro contraído a causa
de la rabia.
—Me llevaré el dinero ahora mismo.
—No tengo dinero suficiente.
—Sí tiene, en el cajón. La he visto contándolo cuando entré.
—¿Cómo se atreve a espiarme?
—No la estaba espiando. Usted lo escondió cuando me vio entrar a la tienda.
—No confío en usted.
Laurel sintió una oleada de rabia, pero luego se dijo que Estelle era codiciosa,
tacaña y mezquina. Esa mujer no le habría confiado su caja registradora ni al mismo
San Pedro.
—Además, lleva usted dos días sin traerme la ropa.
—Y no se la traeré hasta que me pague.
—¡Maldita mujerzuela! —gruñó Estelle—. Debí haber sospechado que una mujer
tan desvergonzada como para presentar a su hijo ilegítimo como un chiquillo
respetable también podría ser capaz de hacer algo así.
Laurel pasó detrás del mostrador y caminó con lentitud hacia donde estaba Estelle
hasta que sus caras quedaron sólo a unos centímetros de distancia.
—Si vuelve usted a decir algo así, la golpearé tan fuerte que tendrá que andar con
muletas durante el resto de su vida.
—No me amenace —dijo Estelle y retrocedió.
—No es una amenaza. —Laurel abrió el cajón de la máquina registradora y señaló
el contenido—. Págueme.
—No le voy a pagar a nadie que me amenace.
—Entonces tal vez quiera que abra la boca y cuente lo que sé —dijo Laurel y se
acercó a Estelle.
—No le tengo miedo a lo que diga alguien como usted. Mi vida es un libro abierto.
—Entonces supongo que no le molestará que todo el mundo sepa que su marido
se escapa todas las noches, alrededor de las nueve y media, a la cantina Leghorn.
Entiendo que es muy amigo de una chica conocida por el nombre de Divina Tilly.
Estelle se puso blanca como un papel.
—Si dice usted una palabra de eso, la mato con mis propias manos.
—Deme mi dinero y no tendrá nada de lo que preocuparse.

~85~
Leigh Greenwood Laurel

—No le voy a pagar hasta que me devuelva mi ropa.


—Suponga que dejamos el asunto en manos del comisario. Seguramente le
interesará mucho saber por qué una próspera comerciante como usted no puede
pagar la cuenta de la lavandera.
Evidentemente, a Estelle no le gustó la idea de que su tacañería se hiciera pública.
—Le pagaré para que se marche de mi tienda —dijo. Abrió el cajón y sacó un
puñado de monedas. Contó cuatro dólares con cincuenta—. Tendrá el resto cuando
reciba mi ropa.
—Tendré el resto ahora o tenderé una cuerda de un lado a otro de la calle y
colgaré allí toda su ropa interior.
Estelle se indignó, pero contó el resto del dinero.
—Ahí tiene, y no se moleste en regresar cuando me devuelva mi ropa. Me buscaré
otra lavandera.
—No encontrará a nadie que se la lave tan bien y tan barato.
—Lárguese.
—Buenos días para usted también. —Cuando Laurel dio media vuelta, vio a Hope
Worthy parada en la puerta, con la boca abierta. Antes de que pudiera decirle nada,
Hope se volvió y echó a correr calle abajo.
Laurel esperaba que Hope no le fuera a contar a todo el pueblo lo que acababa de
oír. No es que las mujeres la quisieran mucho ahora, pero se horrorizarían cuando
supieran que había amenazado con regar un rumor sobre Frank Reed. Sólo había
hecho esa amenaza para asustar a Estelle, pero no pensaba que nadie fuera a creerla.
Ah, bueno, en todo caso, no importaba. De todas formas, nadie creía nada de lo que
ella decía.
Laurel miró a un lado y otro de la calle. Ahora había todavía más gente. Luego
miró hacia las montañas y hacia su cañón. Entre ella y el final del pueblo había una
fila de siete cantinas, todas llenas de hombres. No podía pasar por delante. Se
deslizaría por detrás de la oficina del comisario y tomaría el camino del estero para
regresar al cañón. Ya había cruzado la calle y tomado el callejón que había entre las
casas, cuando oyó el ruido de una puerta que se abría. Sintió que el corazón se le
paraba cuando Hen salió por la puerta trasera de la cárcel.
—Le agradezco mucho que se haya molestado en venir a saludarme, pero no tiene
que entrar por la puerta de atrás. Usted puede visitar al comisario en su oficina
cuando quiera.
—Yo no he venido a visitarlo y usted lo sabe —dijo Laurel—. Voy para mi casa.

~86~
Leigh Greenwood Laurel

—Pero no se va a su casa por este camino. —Hen la agarró del brazo y le dio
media vuelta—. Tardará el doble del tiempo en llegar si regresa por el camino del
estero.
—Yo quiero dar un paseo —dijo Laurel—. No tengo nada que hacer esta tarde.
—Bueno, pero tenemos que conseguirle otra cliente para reemplazar a la señora
Reed.
—Hope se lo ha contado, ¿verdad?
—Sí.
—Esa muchachita no debería meterse en asuntos que no tienen nada que ver con
ella.
—Me gustaría haber visto la cara de la señora Reed. ¿Qué fue lo que le dijo? Hope
no pudo oírlo todo.
—Algo que no tengo intención de repetir. Ahora, déjeme pasar. Necesito regresar
a mi casa con Adam.
—Pero acaba de decir que no tiene nada que hacer esta tarde.
—Mentí. Ahora, ¿está usted satisfecho?
—No, si usted insiste en esconderse en el estero.
—Yo no me estoy escondiendo.
—Claro que sí. No hay más que verla. Tiene usted la mirada de alguien que se está
escapando a escondidas. Lo estaba haciendo muy bien.
Una sonrisa reemplazó el gesto malhumorado de Laurel.
—¿Siempre es tan gracioso? Me imagino que su familia siempre estaba tratando de
que usted hablara en serio.
Hen se sorprendió.
—Mi familia nunca pudo lograr lo que quería. Y si lo hubiesen logrado, no habrían
sabido qué hacer después.
—Es una afirmación muy dura.
—Nosotros no éramos una familia muy buena. Ahora, usted y yo vamos a
regresar por donde ha venido. Todavía hay mucha gente de este pueblo que no
conozco y me gustaría que usted me los presentase.
Laurel retrocedió.
—Yo no quiero ir por esa parte.

~87~
Leigh Greenwood Laurel

—Y también tenemos que hablar acerca de la posibilidad de encontrar un trabajo


para usted, de manera que pueda salir de ese solitario cañón y venirse al pueblo.

Laurel se quedó donde estaba.


—¿Por qué está tan empeñado en sacarme del cañón?
—Porque no quiero tener que estar subiendo hasta allí
cada cinco minutos para ver si usted está bien. Si estuviera en el pueblo, todo el
mundo podría protegerla. Además, no creo que los Blackthorne se atrevan a
molestarla aquí. Ahora, venga conmigo.
—No.
Hen le hablaba como si ella fuera una niña testaruda, y a Laurel no le gustaba
nada esa actitud. La hacía sentirse como si fuera una estúpida.
—Tiene que dejar de huir de la gente. Si no lo hace por usted misma, al menos
hágalo por Adam.
Laurel se asombró de la capacidad de percepción de Hen. Ella se había dicho a sí
misma que no estaba huyendo, que sólo estaba evitando una situación desagradable.
Pero salir sigilosamente del pueblo por el camino del estero era algo que siempre le
dejaba un mal sabor. Y el hecho de que Hen se lo señalara sólo empeoraba la
sensación.
—¿Acaso se avergüenza de algo?
—Por supuesto que no. No tengo nada de lo que avergonzarme, ni mi hijo
tampoco.
—Pues no lo parece porque se está comportando como alguien que siente
vergüenza de sí misma.
—¿Cómo se atreve a decirme lo que debo hacer?
—Sí, ya sé. Yo soy un horrible asesino, pero no soy tan retorcido y perverso que no
sepa lo que es el orgullo. Usted ha sobrevivido porque se ha aislado, pero es una
mujer fuerte y valerosa. Ya no necesita esconderse. Quiero que camine por la calle,
como todo el mundo, y que hable con todas las mujeres con que se encuentre.
También quiero que pase frente a las cantinas y desafíe a cualquier hombre a hacerle
alguna insinuación.
—Lo hice hasta que me cansé. Y no sirvió de nada.
—Siga haciéndolo. Deje de venir furtivamente al pueblo en las horas de la
madrugada...
—¡Yo no vengo furtivamente!

~88~
Leigh Greenwood Laurel

—... Deje de ocultarse en los callejones y escurrirse por el camino del estero y deje
de esconderse en su cañón.
—Yo no me escondo porque tenga miedo. Lo hago porque estoy cansada de
estrellarme contra una pared.
—Tiene usted que demostrarles todos los días que es más fuerte que ellos y que es
tan buena como ellos.
—Lo he intentado.
—¿Entonces va a rendirse y les dejará pensar que usted es una ramera y Adam es
un bastardo?
Antes de que ninguno de los dos se diera cuenta de lo que estaba sucediendo,
Laurel levantó la mano y la estrelló contra la mejilla de Hen.
—No permito que nadie me hable así.
Hen parecía totalmente imperturbable, como si el hecho de que lo abofeteara una
mujer enfurecida fuera algo que le pasaba todos los días.
—Bien. Ahora, avance por la calle pensando en eso.
Laurel estaba tan furiosa con él y con ella misma que dio media vuelta y regresó
por el callejón hasta la calle.
—Muy bien —dijo, cuando llegó a la calle—, ¿qué hacemos ahora?
—Caminaremos por la calle como si estuviéramos manteniendo una agradable
conversación y hablaremos con todos los que nos encontremos. Si no los conozco,
usted me presenta y me cuenta algo sobre cada uno.
—¿Cómo puedo portarme de manera amistosa cuando estoy tan enojada que
acabo de darle una bofetada?
—Finja. Los dos somos buenos para eso.
Laurel comenzó a caminar con paso rápido.
—Y camine despacio. Si va corriendo, lo que estamos haciendo no servirá de nada.
Laurel dio media vuelta y caminó hasta donde él estaba.
—¿Alguna otra instrucción?
—Sonría. Que parezca que lo está pasando muy bien. Si les da la más mínima
oportunidad, la gente se la comerá viva.
Y así comenzó la caminata más larga que Laurel había hecho en la vida. Valle de
los Arces sólo tenía unos doscientos metros de un extremo a otro, pero a ella le
parecieron doscientos kilómetros.

~89~
Leigh Greenwood Laurel

Percibía el sonido de las tablas de madera debajo de sus pies, el ángulo del sol, la
quietud de la mañana. Nunca se había fijado en lo desvencijado que se veía el
pueblo. Todas las construcciones estaban descoloridas, con la madera rajada por el
calor.
La primera presentación fue un poco incómoda. Cuando terminó, Laurel sintió
ganas de volver a golpear a Hen. Pero la segunda fue más fácil. Y la tercera todavía
más fácil. Ayudaba mucho el hecho de ir caminando con el comisario. Él llamaba la
atención de la gente. No podía ser de otra manera. Cuando un hombre alto y bien
parecido caminaba por la calle como si fuera el dueño del pueblo, era natural que la
gente se volviera a mirarlo. Laurel no podía dejar de admirar la compostura de Hen.
Ella podía hacer caso omiso de la gente. Pero Hen podía hacer que todos los demás
se sintieran invisibles.
Sin embargo, lo que más la intrigaba era la manera en que las mujeres miraban
primero a Hen y la miraban luego a ella. Con un celo animal en los ojos. Más de una
mujer dejó que sus ojos deambularan por partes del cuerpo de Hen distintas de su
atractiva cara y sus anchos hombros. La manera como Hen llamaba la atención sólo
reforzó lo que Laurel ya sabía: que era un hombre peligrosamente atractivo.
Pero aun más sorprendente era la expresión de envidia de las mujeres. Era
evidente que varias habrían dado lo que fuera por cambiar de lugar con ella. Eso la
asombraba. Laurel estaba tan empeñada en pensar que Hen era la clase de hombre
que ella quería evitar a toda costa, que no se había dado cuenta de que otras mujeres
tal vez no compartían su opinión. Incluso mujeres que tenían tantas ganas de casarse
con un pistolero como ella. ¿Acaso ellas veían en él algo que ella no podía ver?
Laurel era intensamente consciente de la presencia de Hen a su lado. El aire estaba
cargado de su energía. Cada vez que él la agarraba del codo para ayudarla a subir o
bajar los escalones de la acera, el cuerpo de Laurel recibía una descarga de
adrenalina. Hasta el ruedo de su vestido parecía estremecerse cuando se rozaba
contra las botas de Hen. Laurel se alejó un poco para poner espacio entre ellos.
—¿Ha pensando en qué tipo de trabajo podría hacer?
La pregunta de Hen trajo a Laurel otra vez al momento presente.
—Ya hemos hablado de eso —respondió Laurel—. En realidad no me importa
lavar ropa. Eso me permite estar sola. Me da tiempo para estar con Adam.
—Pero eso también la mantiene a merced de los Blackthorne.
—¿Por qué le preocupa tanto lo que nos suceda a Adam y a mí? ¿Acaso está
tratando de congraciarse conmigo?
—¿Tengo posibilidades?

~90~
Leigh Greenwood Laurel

¿Cómo podía una mujer no sentirse atraída hacia él cuando la trataba como si ella
fuera el centro del universo? La gente llevaba años ignorándola, despreciándola, a
ella y a su hijo. Hen, sin embargo, le había prestado más atención a ella que a
cualquier otra mujer del pueblo. Era fácil que perdiera la cabeza por él.
—Tal vez, pero los del pueblo no le contrataron para que protegiese a mí.
—Mi trabajo es proteger a todos los ciudadanos.
—A los habitantes de Valle de los Arces, no a los del Cañón de los Arces.
—No me puedo quedar indiferente cuando veo a alguien golpeando a una mujer.
—Usted ya no está en Virginia.
—Necesita un nuevo trabajo. Estar inclinada siempre sobre ese enorme barreño no
es bueno, debe de tener la espalda hecha un desastre.
Laurel no podía negarlo. Había pasado despierta más de una noche, sin poder
dormir debido al dolor en la espalda y los hombros.
—La gente la mira por encima del hombro porque el trabajo que usted realiza no
les parece digno. Usted es demasiado buena para eso.
A Laurel le costó trabajo no detenerse y quedarse mirándolo. Nadie le había dicho
jamás que era demasiado buena para algo. Al contrario. Laurel no podía creer que
Hen realmente pensara lo que estaba diciendo. Probablemente sólo estaba tratando
de animarla un poco después de su altercado con Estelle Reed. Se sentía agradecida
por eso, pero ella podía manejar bien a Estelle. Lo que no podía manejar era que él
fuera tan considerado como para fingir que ella era digna de consideración sólo para
animarla. Sin embargo, a pesar de lo racional que trataba de ser, Laurel no podía
evitar albergar la esperanza de que Hen no estuviera fingiendo, que realmente
pensara lo que había dicho.
—Buenos días, señora Blackthorne.
Sorprendida por el tono de genuina amabilidad del saludo, Laurel dio media
vuelta para encontrarse con Miranda Trescott, que venía hacia ella. La muchacha y su
tía acababan de salir de la tienda de víveres Loyal.
—Buenos días —dijo Laurel y su mirada se deslizó más allá de Miranda, hacia la
señora Norton.
—Buenos días, comisario —dijo Miranda y le dedicó a Hen una de sus amables
sonrisas—. Creo que nunca antes los había visto a ustedes dos a esta hora de la
mañana.
—Me cuesta trabajo alejarme de mis labores —balbuceó Laurel.
—Es la mejor hora para hacer las diligencias. Tía Ruth siempre nos hace salir
temprano, antes de que el calor apriete.

~91~
Leigh Greenwood Laurel

—En el cañón siempre hace fresco. —Laurel no creía que los demás estuviesen
interesados en el cañón, pero no sabía qué más decir.
—Vamos a ofrecer un té informal el jueves —le dijo Miranda a Laurel—. Nos
encantaría que viniera.
Laurel se quedó muda por el asombro. Llevaba muchos años sin que nadie la
invitara a nada y nunca había recibido una invitación tan sincera.
—No sé...
—No me diga que no todavía. No será nada formal, sólo una reunión de amigas.

—No puedo dejar solo a Adam.


—Yo puedo cuidarlo —dijo Hen—. Ya es hora de que reciba otra lección de
equitación.
Laurel pensó en qué vestido podía ponerse. No tenía nada que pudiera ponerse
para asistir a una reunión social. Podían decir que era un té informal, pero en
realidad era una reunión social. Y también estaban sus manos. Las tenía quemadas y
rojas y no tenía ni un par de guantes con qué cubrírselas.
—Tengo mucho trabajo. No creo que me dé tiempo...
No podía ir. Se sentiría incómoda y haría que todo el mundo se sintiera incómodo.
No sabría qué decir. Se sentiría fuera de lugar.
—Haga el esfuerzo —dijo Miranda.
—Miranda, querida, si ella dice que no puede venir, es mejor no presionarla —dijo
la señora Norton con una expresión impasible.
—Lo siento —dijo Miranda—, pero todavía soy nueva en el pueblo. Y no hay
nadie de mi edad con quien conversar.
—Tengo que confesar que me sentiría un poco incómoda —dijo Laurel, después
de decidir que lo mejor para todos sería decir la verdad—. No tengo un traje
apropiado. Además, no creo que sus amigas quieran sentarse a tomar el té con la
lavandera.
—Eso no tendría ninguna importancia.
—Estoy segura de que usted trataría de que así fuera, pero sí tiene importancia. —
Hasta ahora, la única persona que la había recibido de buena gana era la señora
Worthy. Laurel sintió pena por no poder aprovechar esta invitación.
—Tal vez se sentiría usted más cómoda si sólo estamos Miranda y yo —dijo la
señora Norton.

~92~
Leigh Greenwood Laurel

Laurel se quedó paralizada. Eso no podía estar sucediéndole. No podía estar en la


calle, a plena luz del día, recibiendo una invitación a tomar el té de parte de la esposa
del banquero.
—Sí, así es.
Laurel y la señora Norton se quedaron mirándose fijamente y ninguna de las dos
parecía saber qué hacer. La situación había superado las expectativas de ambas.
—Entonces, esperamos verla el martes de la semana que viene —dijo Miranda y
sonrió con auténtico placer.
Laurel sintió cómo llegaba hasta sus labios una negativa. Pero también sintió la
presión de la presencia de Hen, de su desafío a que le demostrara a todo el mundo el
respeto que tenía por ella misma. Sería mucho más fácil negarse, quedarse en la
seguridad de su cañón, pero ella sabía que ya era hora de salir. Por el bien de Adam,
debía hacerlo.
Y también por su propio bien. En realidad, no le importaba si tomaba el té con la
señora Norton o no. Pero sí le importaba que las otras mujeres pensaran que ella era
digna de recibir una invitación. Eso hizo que Laurel se sintiera bien; y llevaba mucho
tiempo sin sentirse bien consigo misma.
—Gracias. Les agradezco de todo corazón que me hayan invitado.
—Y no se moleste en ponerse elegante —dijo Miranda—. Le prometo que no habrá
nadie más que mi tía y yo.
—No puedo creer que haya dejado que me convencieran de ir a esa casa—dijo
Laurel después de que se despidieron de la señora Norton y su sobrina.
—Debería haberlo hecho desde hace mucho tiempo.
Laurel quería discutir con Hen, quería defenderse, pero ya se estaban acercando a
la zona de las cantinas. Así que se concentró en los hombres que conversaban afuera.
La gente que se reunía en ese extremo de la calle no se parecía en nada a los que se
iban por el otro extremo.
—Ya es hora de que deje de permitir que los demás piensen que son mejores que
usted.
—Yo nunca lo he permitido —dijo Laurel y fijó la mirada en un grupo de
hombres—. Usted mismo me dijo hace un rato que nadie invita a almorzar a la
lavandera.
Uno de los hombres se hizo a un lado para dejar pasar a Laurel y a Hen.
—Buenos días, señora Blackthorne —dijo.
—Buenos días —dijo Laurel, mientras hacía un esfuerzo por mantener el control.

~93~
Leigh Greenwood Laurel

—¡Qué tal, comisario!


Esta misma escena se repitió en las dos cantinas que seguían.
—Ya sé lo que va a decir —le dijo Laurel a Hen, cuando llegaron al final de la calle
y se encaminaron hacia el cañón—, pero esto no me había pasado nunca. Esos
mismos hombres habrían dicho cosas muy distintas si yo hubiera ido sola.
—Olvídese de lo que habrían dicho. Mañana volverá a pasar por aquí mismo y
esperará recibir el mismo tratamiento de hoy.
—Pero...
—Les dará usted los buenos días y yo le garantizo que ellos le contestarán el
saludo y nada más.
Laurel comenzó a discutir, pero se torció un tobillo al empezar a caminar sobre el
suelo lleno de piedras y cayó sobre Hen. En ese momento se le olvidaron todos los
argumentos y sólo pudo enderezarse y alejarse de él. Laurel esperaba que Hen no
hubiese notado la forma en que se había ruborizado. Sentía la cara tan caliente como
una hoguera. De repente se sintió increíblemente vulnerable. Entonces miró hacia el
cañón y apresuró el paso.
Mientras estaban en el pueblo, estaba demasiado preocupada para poder pensar
en otra cosa que no fuera la siguiente persona con la que se iban a encontrar. Pero
ahora el pueblo había quedado atrás. La seguridad de su cañón todavía estaba a unos
cien metros de distancia y estaba sola con Hen.
La presencia física de Hen representaba una gran distracción. Habría sido
abrumadora si Laurel no hubiera estado aturdida por lo que Hen acababa de hacer.
No sólo la había forzado a atravesar el pueblo, sino que la había obligado a verse bajo
una luz distinta. Se había negado a permitir que nadie, ni siquiera ella misma,
pensara que era algo distinto de una persona igual a cualquier otro habitante del
pueblo, de la esposa del banquero para abajo.
Y lo había conseguido.
En una caminata de quince minutos a través del pueblo, Hen había logrado lo que
ella no había podido lograr en siete años.
¿Por qué? No era posible que pensara que ella era igual que él, un hombre que
había nacido en una plantación de Virginia y cuya ropa interior era de un lino más
fino que el de la gente más rica del pueblo. Era evidente que él había crecido
acostumbrado a mandar. Probablemente no se daba cuenta de ello, pues era algo que
lo había acompañado toda la vida, y probablemente lo negaría, pero Hen pertenecía
por derecho a la clase dirigente. ¿Qué podía ver él en ella —la hija de un minero, la
viuda de un ladrón de ganado, la madre de un chico de seis años— que pudiera
llamar su atención durante más de unas cuantas semanas a lo sumo?

~94~
Leigh Greenwood Laurel

Por fortuna, antes de que pudiera seguir torturándose, llegaron hasta la fila de
arces que le daba sombra al estero y donde el agua de la quebrada desaparecía
lentamente entre la arena del desierto. Entonces Laurel se volvió hacia Hen y le
extendió la mano.
—Gracias por lo que ha hecho hoy. Me molestó en un principio, pero ahora estoy
muy agradecida.
Hen le dio la mano y siguió avanzando.
Pero Laurel no se movió.
—Voy a subir con usted. Quiero ver cómo le va a Adam con Sandy.
Laurel sintió hervir dentro de ella todo un cúmulo de emociones que estaban en
abierto conflicto con lo que sentía hacia Hen.
—Preferiría que nos despidiéramos aquí —dijo Laurel.
—¿Por qué? —preguntó Hen y la miró con desconcierto.
—Ya se lo dije. No quiero que Adam tenga nada que ver con usted.

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Leigh Greenwood Laurel

Capítulo 9

Laurel se arrepintió de sus palabras al ver la llamarada de rabia que ardió en los
ojos de Hen. Ya no había nada vacío y frío en esos ojos. La joven sintió que se
quemaba con la furia que despedían. Si alguna vez había dudado del origen
aristocrático de Hen, ya no tenía ninguna duda.
—¿Le molestaría explicarme eso? —dijo Hen con una furia apenas contenida.
Laurel se recuperó rápidamente. Después de todas las molestias que él se había
tomado por ella, le daba pena tener que ser tan franca, pero el futuro de Adam era
más importante que los sentimientos de Hen.
—No quiero que Adam comience a depender de usted. No sé por qué vino aquí,
pero estoy segura de que no se va a quedar. Yo he lavado su ropa. Lo he oído hablar,
he visto la manera como se comporta. Usted nunca será parte de esta comunidad.
Usted se marchará... como mucho dentro de un año, no creo que dure aquí más
tiempo. Y luego Adam tendrá que seguir su camino por su cuenta, sin depender de
usted.
A Laurel no le gustó la manera en que Hen la estaba mirando. Fue inevitable el
recuerdo de los ojos de su padrastro, cuando las golpeaba a su madre y a ella hasta
que se le pasaba la rabia. Hen había golpeado a Damián de manera metódica,
sistemática, brutal.
—Será mejor que deje de mirarme como si quisiera torcerme el cuello. Yo le pedí
que se mantuviera alejado de nosotros desde el primer día. Le dije que no me
gustaban los pistoleros y que no lo quería ver cerca de Adam. Sin embargo, usted
volvió. Pues bien, usted no puede andar por ahí ignorando los deseos de la gente y
pretender que nunca lo pongan en su sitio.
—Decir que no cree que sea buena compañía para su hijo es más que ponerme en
mi sitio.
—Supongo que sí, pero ir matando gente por ahí también es un asunto serio.
—Yo no ando matando gente por ahí —dijo Hen —. Nunca le he disparado a
nadie que no haya tratado de matarme antes.

~96~
Leigh Greenwood Laurel

—Tal vez tuvo razones para hacer lo que hizo, no lo sé, pero ése no es el problema.
Odio lo que las armas pueden hacer y no quiero que Adam admire a nadie que las
use. Al ser un chico, es particularmente susceptible.
—En especial porque usted le mintió acerca de su padre.
La acusación de Hen fue tan inesperada que Laurel perdió el control. Siempre
había tenido miedo de que alguien averiguara lo que había hecho.
—¿Cómo lo sabe? — preguntó, pero luego le dieron ganas de morirse. Sus
palabras eran prácticamente una confesión.
—No importa cómo me enteré. Lo que importa es que usted le tiene tanto miedo a
que Adam pueda matar a alguien algún día que está mintiendo acerca del pasado y
el futuro. Lo que no ve es que con eso está garantizando que alguien lo mate algún
día.
—No creo que tengamos nada más que decirnos.
—Tengo mucho más que decir —replicó Hen y la agarró, al ver que ella trataba de
dar media vuelta—. El único problema es que usted no quiere escuchar. Si usted
quiere hacer una estupidez, allá usted, pero eso no es justo con el chico. Él merece
una oportunidad. Y si usted no confía en el consejo de un asesino, y es obvio que no
lo hace, ¿por qué no les pregunta a alguna de esas mujeres cuando vaya a tomar el
té? Maldición, hasta Hope podría abrirle los ojos.
Y con esas palabras, dio media vuelta y la dejó sola. Otra vez.
En ese momento Laurel se debatía entre emociones contrarias, pero sobre todo se
sentía culpable por la mentira que le había dicho a Adam. Siempre se había sentido
culpable. Por alguna razón, el hecho de que Hen lo supiera hacía que se sintiera aún
peor.
También se sentía culpable por la manera en que había tratado a Hen. Él había
sido muy amable y considerado con Adam y con ella. Debía de ser un hombre muy
bondadoso. Ya no le cabía duda de eso. Y era precisamente esa bondad lo que hacía
imposible que se mantuviera en su decisión de no tener nada que ver con él.
Pero lo que la frenaba era la disposición a matar que percibía en Hen. También su
rabia. Cuando estaba enojado, su padrastro la golpeaba a ella de la misma forma en
que Hen había golpeado a Damián. Y Laurel no podía, no quería, someterse otra vez
a eso. Ni Adam. Tampoco estaba dispuesta a vivir con un pistolero. Tarde o
temprano alguien lo mataría.
Y ella volvería a quedarse sola.
Laurel no permitiría que nadie volviera a abandonarla. No permitiría que su
corazón y sus sueños sucumbieran por el estallido de un arma de fuego. Así que

~97~
Leigh Greenwood Laurel

tenía que alejarse de Hen antes de que Adam y ella comenzaran a depender de él.
Porque entonces ya sería demasiado tarde.
Cuando Laurel dio media vuelta y se adentró en el cañón, se dio cuenta de que
estaba peligrosamente cerca de comenzar a apegarse a Hen. Él le gustaba. Tenía que
admitirlo. ¿Cómo podría ser de otro modo? Todo lo que ese hombre había hecho
desde ese primer día la había hecho sentir mejor consigo misma. Por primera vez en
muchos años se sentía como una mujer deseable.
Había olvidado lo agradable que era sentirse así, la forma en que esa sensación
cambiaba toda su manera de ver la vida. Había olvidado que esa sensación le
generaba esperanza. Una cosa maravillosa, pero muy peligrosa: esperanza.
Subió el sendero con lentitud, sin ser consciente de lo que sucedía a su alrededor:
de que hacía algo más de fresco allí que en el pueblo, del ruido que producía un
ratón que merodeaba entre las hojas secas y de la serpiente de cascabel que pasó
frente a ella. Ni siquiera notó las capas de roca de distintos colores que formaban las
paredes del cañón, ni los rayos de sol que penetraban la penumbra que formaban los
árboles, ni el alegre gorjeo de la quebrada, que caía de la montaña rodeando las
piedras que trataban de bloquearle el camino.
Sólo pensaba en Hen Randolph.
Él era el hombre más apuesto que había visto en la vida. Se quedaba sin
respiración cada vez que lo veía. Era como si lo hubiesen enviado a torturarla, a
mostrarle todo lo que no podría tener. Sus atractivos físicos parecían formar una
cuerda con la que una mano invisible tiraba de ella para acercarla a él en contra de su
voluntad, como un viento que la empujaba por detrás y la llevaba hacia un lugar al
que no quería ir. Cuando Hen la tocaba, no había nada que pudiera hacer para
recordar que era un pistolero.
Hen tenía un aire de autosuficiencia maravillosamente tranquilizador. Cuando
Laurel estaba a su lado, tenía la clara sensación de que él podía enfrentarse con éxito
a cualquier situación que pudiera presentarse, resolver cualquier problema,
responder a cualquier pregunta. Laurel sentía como si el peso que había cargado sola
durante tantos años fuese más ligero.
Pero no tenía ningún sentido pensar en lo que le gustaba de Hen. Él no era el tipo
de hombre que se quedaría en el Valle de los Arces. Ella sólo había llamado su
atención de manera momentánea, y tampoco mucho, en realidad, pues Hen parecía
más interesado en enseñar a montar a Adam. Y en enseñarle a manejar un arma.
Laurel llegó a la casa, pero Adam no respondió a su llamada. Esperaba que
estuviera en el pastizal con Sandy. Le había dado instrucciones estrictas de que no
volviera al pueblo. Así que siguió subiendo hacia el cañón.

~98~
Leigh Greenwood Laurel

No entendía por qué Hen pensaba que Adam debía aprender a manejar un arma
ahora. Podría aprender cuando fuera un adulto. Laurel no quería que su hijo creciera
pensando que las armas eran la manera de salir de las dificultades. Así era como
habían educado a Carlin y por eso se hizo matar.
Laurel interrumpió a una ardilla que estaba reuniendo semillas. El animalillo salió
corriendo hacia la cima de una piedra cercana y comenzó a conversar con ella con
voz estridente, mientras la joven pasaba por su lado.
Laurel se rió.
Si Adam y ella pudieran quedarse en este cañón para siempre, no tendrían que
preocuparse por temas como las armas y la aceptación social, ni temer que la gente
que querían los abandonara.
Pero al mismo tiempo que pensaba en lo fácil que sería eso, se daba cuenta de que
no podía hacer eso, y tampoco quería hacerlo. Adam merecía la oportunidad de
conocer el mundo. En cuanto a ella, se había retirado allí para defenderse, pero nunca
se había preguntado si quería quedarse.
¿Qué pasaría si Hen le pedía que se marchara?
Laurel se reprendió por pensar en eso. No iba a perder el tiempo tratando de
encontrar una respuesta. Eso nunca iba a suceder. Ellos dos no tenían nada en
común.
Cuando llegó al pastizal, Laurel encontró a Adam con Sandy. Las cosas no
parecían ir tan bien como habían salido cuando estaba Hen, aunque obviamente el
muchacho estaba tratando de hacer todo lo que el comisario le había dicho. El chico
le llevó el caballo a su madre.
—No me deja montar.
—Tal vez deberías esperar —dijo Laurel, pues le preocupaba la idea de que su hijo
subiera sobre ese caballo tan grande.
—Pero quiero mostrarle al comisario lo bien que lo puedo hacer. —Adam llevó a
Sandy hasta una piedra grande—. Tenla mientras me subo.
Laurel agarró a Sandy del ronzal.
—Será más fácil cuando seas más grande.
—Pero ya no soy un bebé. El comisario dijo que ya debería montar solo.
—El comisario no lo sabe todo —espetó Laurel.
—Sí sabe todo sobre caballos.

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Leigh Greenwood Laurel

Adam parecía un poco inseguro cuando se montó al lomo de Sandy, pero de todas
maneras se subió. Laurel estaba orgullosa del valor y la determinación de su hijo,
pero no le gustaba que su influencia hubiese sido suplantada por la de Hen.
—Necesitas una silla —dijo la madre, cuando Adam se agarró de la crin de Sandy.
—El comisario me dijo que me iba a conseguir una, pero dijo que todos los niños
debía ser capaces de montar a pelo. Ya puedes soltarlo.
—No puedes montar a Sandy tú solo.
—El comisario dijo que lo único que tenía que hacer era guiarlo con mis rodillas.
—Tal vez puedas hacerlo cuando seas más grande, pero ahora no.
—Pero el comisario dijo que...
—¡No me importa lo que dijo el comisario! —estalló Laurel—. ¡No te voy a dejar
montar sin silla y sin freno!
—Pero yo le quiero mostrar que puedo hacerlo. Él dijo que volvería pronto.
Laurel tenía que decírselo. No era justo seguir posponiéndolo. Además, cuanto
más pronto lo supiera, más pronto lo superaría y las cosas volverían a la normalidad.
—El comisario no va a volver.
—Pero él dijo que volvería. Lo prometió. Dijo que...
—Yo le dije que no volviera.
Adam se quedó mirando a su madre durante un momento.
—¿Por qué? —La pregunta fue un largo aullido de angustia, un grito de protesta
de un chiquillo que necesitaba con desesperación lo que había encontrado en Hen.
—El comisario no es un buen hombre. Él...
—¡Sí lo es! —gritó Adam—. ¡Sí lo es! ¡Sí lo es!
—Es un pistolero —le dijo Laurel a su hijo—. Él mata a la gente.
—No me importa —gritó Adam y comenzó a sacudir la cabeza de un lado a otro,
con los ojos cerrados, mientras las lágrimas comenzaban a brotar de los lagrimales
apretados.
—Yo no quiero que tú tengas nada que ver con gente así —dijo Laurel—. No
quiero que aprendas a pensar en las armas como una manera de...
—A mí no me importan las armas —gritó Adam—. Me gusta él. Tú no tenías
derecho a alejarlo de mí.
Adam soltó la crin de Sandy y se deslizó del lomo del caballo. Cayó al suelo con
un golpe, en lugar de caer sobre los pies.

~100~
Leigh Greenwood Laurel

Adam atravesó el pastizal corriendo.


—Le voy a decir que yo sí lo quiero.
—Adam Blackthorne, regresa aquí ahora mismo —gritó Laurel, pero Adam no se
detuvo. Laurel soltó el ronzal de Sandy y salió detrás de su hijo, pero sabía que no
podría alcanzarlo. Podía tener sólo seis años, pero era un chico rápido y fuerte.
—¡Adam, regresa! —gritó Laurel, pero no esperaba que el niño la obedeciera.
Laurel se detuvo. Mientras estaba allí, respirando de manera entrecortada y
mordiéndose los nudillos del puño cerrado, vio cómo el chico desaparecía por el
cañón.
Había perdido a su hijo.
Tenía que recuperarlo. Adam era lo único que tenía en el mundo. Sin él, no tenía
ningún motivo para vivir. Para aumentar su desgracia, se sorprendió pensando en
Hen. ¿Cómo podía permitir que un hombre que representaba todo lo que ella odiaba
hubiese podido abrirse camino hasta su corazón? Y eso era exactamente lo que él
había hecho. Al mismo tiempo que le estaba diciendo a Adam que Hen era malo,
algo dentro de ella se despertaba para negar sus propias palabras.
Era lo mismo que le había sucedido con Carlin. En esa época era una chiquilla
tonta, desesperada por escapar de las garras de un padrastro violento, pero debería
haber tenido el suficiente juicio para darse cuenta de que esa mirada salvaje de
Carlin, esa manera de burlarse de la autoridad, esa actitud temeraria, esa disposición
a dejar que los sentidos gobernaran su cabeza y su corazón sólo podían convertirlo
en un pésimo marido.
Pero no se dio cuenta. Sólo vio la emoción de estar con un hombre que no le tenía
miedo a nada, que amenazó a su padrastro con matarlo si volvía a tocarla, un
hombre que estaba dispuesto a huir con ella sin mirar hacia atrás.
Laurel parecía estar demostrando la misma falta de juicio con Hen. Tenía que
encontrar una manera de abandonar Valle de los Arces. Adam no era lo
suficientemente fuerte para resistir la fascinación que Hen ejercía sobre él y ella
tampoco. Sólo estaría segura si nunca volvían a verlo.
Pero no tenía adonde ir ni manera de irse. Sólo se podía quedar allí y enfrentarse a
sus problemas.

Una semana después, Hen todavía estaba tan enfadado que la gente cruzaba la
calle para no tener que enfrentarse a su mirada penetrante. Hope guardaba un
silencio riguroso durante las comidas. Jordy se movía con sigilo.

~101~
Leigh Greenwood Laurel

Después de almorzar en medio de un silencio total, Hen decidió que necesitaba


alejarse por un tiempo. Nunca le había gustado ser el centro de atención, pero su mal
genio estaba atrayendo las miradas de los curiosos. No tenía ninguna intención de
contarle a nadie cuál era el origen de su mal humor, pero el hecho de saber que se
estaba convirtiendo en el objeto de múltiples chismes y especulaciones empeoraba su
estado de ánimo.
—Creo que daré un paseo a caballo —le dijo a Hope—. Jordy puede terminarse mi
almuerzo.
Hope atrapó la mano de Jordy cuando estaba tratando de agarrar el plato de Hen.
—Él come demasiado —dijo Hope.
—No es cierto —dijo Jordy con indignación. Volvió a intentar agarrar el plato,
pero volvió a fallar.
—Sólo está tratando de compensar los años en que no tuvo suficiente comida —
dijo Hen.
—¿Y lo tiene que hacer de un solo bocado?
Hen esbozó una ligera sonrisa.
—Los chicos suelen hacer eso.
Jordy se apoderó del plato con un movimiento que tomó a Hope por sorpresa.
La chispa de buen humor que se había asomado al rostro de Hen desapareció de
repente. El hecho de hablar acerca de los chicos en general lo hizo pensar en Adam.
Dio media vuelta para que Hope no pudiera ver la forma en que se endurecieron sus
facciones.
—¿Otra vez vas a ir a buscar cuatreros? —preguntó Hope.
—Sí. Peter Collins ha estado perdiendo sus reses.
—Entonces deberías dirigirte al pantano de Ciénega.
—¿Qué voy a encontrar en un pantano?
—Si estás buscando ladrones de ganado, estás buscando a los Blackthorne. Varios
miembros del clan viven por ese lado.
Hen tomó su sombrero y se dirigió hacia el establo a través de calles casi vacías.
Aparentemente, nadie había terminado aún de comer, pues el pueblo estaba vacío.
Hen no sabía por qué lo irritaba tanto la opinión que Laurel tenía de él. Durante
toda su vida, la gente había estado en desacuerdo con su manera de vivir, incluida su
familia. Maldición, Jeff todavía no era capaz de hablar con él civilizadamente, pero
eso no le molestaba. Monty y él discutían todo el tiempo. Incluso Rose pensaba que
estaba acabando con su vida y se lo había hecho saber.

~102~
Leigh Greenwood Laurel

—Buenos días, comisario.


Hen interrumpió sus pensamientos sólo el tiempo suficiente para contestar a las
dos señoras que salían de la panadería de Estelle Reed. Aparentemente, no todo el
mundo estaba almorzando todavía. Una de las mujeres le sonrió nerviosamente. Hen
siguió de largo. Podía reconocer a una mujer que estaba detrás de algo a cien metros.
Pero él no quería lazos permanentes, en especial de ese tipo.
Entonces, ¿por qué la opinión de Laurel le molestaba tanto? ¿Porque lo alejaba de
Adam?
No le gustaban mucho los adultos, nunca le habían gustado, pero tenía una cierta
debilidad por los niños. Sabía que ese chico necesitaba la atención y la aprobación de
un hombre. Él se había pasado la mayor parte de su juventud buscando a un hombre
al cual pudiera admirar, que le sirviera de ejemplo. Nunca encontró a ninguno. Tal
vez ésa era la razón por la cual era un inadaptado tan irritable. Si Adam no
encontraba a alguien, podría terminar igual que él.
Pero Hen no quería eso. Una vida como la suya tenía un precio. Se perdían la
ingenuidad y la inocencia. Uno no podía ver lo mejor de la gente, no aprendía a amar
a nadie, ni a depender de nadie, ni a echar raíces. Hen desconfiaba de todo el mundo,
guardaba las distancias, vivía siempre en movimiento.
—¿Haciendo las rondas temprano, comisario? —le preguntó Scott Elgin cuando
Hen pasó por la cantina.
—Quiero ver si puedo averiguar qué está pasando con las vacas de Peter. Hope
dice que debería dirigirme al pantano de Ciénega.
La sonrisa desapareció del rostro de Elgin. . —Los Blackthorne consideran que ese
territorio es suyo.
—Según Hope, por eso precisamente debería ir a echar un vistazo.
—Sé que es bueno con esa pistola, pero tenga cuidado. Aquí necesitamos un
comisario como usted. No quisiera tener que enterrarlo.
—Lo pensaré —dijo Hen y siguió su camino—. Nunca me ha gustado la idea de
tener tierra sobre la cara.
Si la gente de Valle de los Arces podía estimarlo por su habilidad con la pistola,
¿por qué Laurel no podía hacer lo mismo? ¿Qué derecho tenía a juzgar lo que él hacía
o la manera en que vivía su vida? Uno podría pensar que ella al menos debía ver que,
si él no hubiera estado dispuesto a usar su arma y sus puños, ya habría perdido a su
hijo.
Laurel lo sabía. Se lo había dicho, pero todavía no le gustaba su manera de ser. Eso
hacía que la situación fuera más desesperada. Ella podía ver las ventajas de la
situación, pero seguía rechazándolo.

~103~
Leigh Greenwood Laurel

—¿Podría traerme a Brimstone? —le dijo Hen a Jesse McCafferty, el encargado del
establo de Chuck Wilson. Desde luego, era un chiste. Nadie estaba dispuesto a tocar
a Brimstone.
—Tráigalo usted, si lo necesita —dijo Jesse—. No he tocado a ese caballo desde
que usted estuvo aquí y no voy a empezar ahora.
—Ustedes dos ya deberían haberse hecho amigos —dijo Hen; tomó su silla de
montar y se dirigió hacia el lugar donde Brimstone estaba comiendo heno.
—Tal vez él y el demonio —dijo Jesse—. No sé por qué permite que usted se le
acerque, cuando trata de matar a todos los demás.
—Tal vez yo soy el demonio. —Hen le puso la gualdrapa al caballo y después la
silla. El caballo blanco lanzó una patada. Hen le dio una palmada en la grupa y el
animal pareció sentirse mejor. Después de eso, sólo trató de morderlo.
—No sé por qué soporta usted a esta bestia —dijo
Jesse.
—Porque es el mejor caballo que he montado en mi vida.
—Y el más malvado.
—También. —Hen llevó a Brimstone afuera y montó—. Cuando estoy en el
desierto, no me preocupa que mi caballo sea amable, siempre y cuando me traiga a
casa a salvo.
Un hombre siempre tenía que estar listo para enfrentarse al peligro, para saber
adónde mirar, qué debía evitar, cuándo tener una confrontación. Eso era algo sobre
lo que Laurel no tenía ni idea. Para una mujer las cosas eran distintas. Aunque ella
había tenido experiencias difíciles, el hecho de ser una mujer le ofrecía una especie de
protección que un hombre no tenía.
Se esperaba que el hombre siguiera un código de conducta distinto. Eso era algo
que Laurel no le podía enseñar a su hijo. No importaba si ella estaba de acuerdo con
ese código o no. Es lo que los hombres esperarían. Las mujeres también. A veces ellas
eran las peores. Un hombre le podía perdonar una debilidad a otro hombre. Pero una
mujer nunca lo haría. Tal vez se debía a que ellas eran tan vulnerables que
necesitaban a un hombre fuerte que las protegiera. Tal vez se debía a que, aunque
podían ser débiles físicamente, las mujeres eran emocionalmente más fuertes que la
mayoría de los hombres. Hen no lo sabía. Sólo sabía que las mujeres podían ser muy
duras con un hombre.
Laurel lo era y ni siquiera lo sabía.
Hen abandonó el cinturón de árboles que rodeaba Valle de los Arces y se adentró
en el desierto. La maraña de mezquites y paloverdes, que rara vez superaba los dos
metros de altura, se extendía hacia lo lejos, donde finalmente le cedía el paso a un

~104~
Leigh Greenwood Laurel

área dominada por cactus. Algunos kilómetros después, el terreno caía hacia el
pantano de Ciénega, un área llena de álamos americanos altísimos y pozos de agua
estancados. Más de cien kilómetros más allá, una cadena de montañas dibujaba una
línea irregular en el horizonte.
Hen arrancó a galopar en Brimstone. Parecía tener prisa.
No, sólo estaba de mal humor y aparentemente el caballo percibió su estado de
ánimo. Hizo varios intentos de morderlo, algo que rara vez hacía después de que
Hen se subía.
—Ya no más —dijo Hen—. Yo siempre puedo pensar en peores cosas que tú.
Aparentemente, el caballo recordó al menos un ejemplo y comenzó a correr y a
devorar el terreno con sus patas. A pesar del mal carácter de Brimstone, Hen nunca
había considerado la posibilidad de comprar otro caballo. No podía encontrar un
mejor compañero a la hora de partir.
Hen siempre había sabido que Valle de los Arces era una parada temporal. Laurel
tenía razón. Ni ella ni Adam podían depender de él. Él sólo estaría aquí hasta que
alguna otra cosa atrajera su atención, hasta que el vacío interior que sentía lo hiciera
marcharse. Huyendo de todo, hacia la nada. Era la clase de hombre que no quería
que fuera Adam.
Una vez oyó decir que las mujeres eran los agentes civilizadores de la humanidad.
No sabía mucho sobre eso, pero era cierto que las mujeres tenían el hábito de echar
raíces y mantenerse al lado de los de su clase. Si uno veía a una mujer, podía estar
seguro de que había más mujeres alrededor.
Las mujeres no sabían marcharse y no les gustaba que los demás lo hicieran.
Tenían la propensión a apegarse a las cosas: a la gente, a la tierra, a los pueblos, y
esperaban que las cosas se quedaran en el mismo lugar durante el resto de su vida. Y
odiaban los cambios tanto como las despedidas.
Quedarse junto a Laurel y Adam no sería tan malo si él fuera de los que echan
raíces. A Hen le gustaría ver crecer a Adam. El chico podía tener un padre
irresponsable e inútil, pero sin duda era un buen chico. Lo único que necesitaba era
un poco de orientación.
No es que Laurel fuese una mala influencia. Sólo que no entendía a los hombres.
Se había metido en la cabeza la idea de que los hombres sólo la miraban con lujuria.
No entendía que ningún hombre podía mirarla con indiferencia. Hen se imaginaba
que había varios hombres en el pueblo a los que les habría encantado casarse con ella
y hacer las veces de padres de Adam, si ella les hubiese dado la oportunidad de
decirlo.
Laurel era una mujer muy atractiva. Ningún hombre normal podía mirarla sin
pensaren cosas que le avergonzaría decir. Él lo había hecho y eso que había pasado

~105~
Leigh Greenwood Laurel

años entrenándose para mirar a las mujeres sin sentir nada. Incluso con la cara toda
hinchada y amoratada, a Hen le había parecido atractiva. Y ahora, con la cara
prácticamente perfecta, la encontraba todavía más perturbadora. Se preguntó qué
diría Laurel si él le contaba que había tenido sueños en los que estaban juntos.
Probablemente se sentiría tan impresionada como él. Hen no estaba acostumbrado
a tener ese tipo de sueños. Eran el tipo de cosas que Monty habría hecho antes de
casarse. El solo hecho de pensar en ella hacía que el cuerpo de Hen se pusiera rígido.
¡Huellas de ganado! Hen tiró de las riendas de Brimstone para detenerlo en seco y
se bajó de la montura para estudiar las huellas de rodillas. Media docena de reses
habían pasado por allí. Al igual que dos caballos herrados, y la dirección de las
huellas procedía del rancho de Peter Collins.
Hen se volvió a montar y siguió las huellas.
¿Laurel habría pensado en quién le iba a enseñar a Adam a ser un buen ranchero,
a seguir las huellas del ganado que le robaran, a defenderse de los ladrones? Los
Blackthorne podrían enseñarle, pero ella no iba a dejar que ellos se le acercaran. Él
podría enseñarle, pero ella tampoco quería que él estuviera cerca de Adam. No le
gustaba lo que él era.
¿Por qué debería gustarle? A él tampoco le gustaba. Nunca le había gustado. Por
esa razón siempre andaba yendo de un lado a otro. Estaba huyendo de sí mismo.
Esa idea le molestó tanto que casi pasa por alto el trozo de madera quemada. Hen
se bajó del caballo. Se hizo a un lado y estudió con cuidado ese recodo del desierto.
Había sido la escena de una frenética actividad que involucraba reses y caballos. Al
retirar un poco de la arena y la gravilla que cubría un montículo, descubrió los
rastros de una pequeña hoguera.
Alguien había estado marcando ganado en ese lugar. Seguramente estaban
alterando la marca, para que coincidiera con la de sus propias reses. Así que ya tenía
pruebas de que estaban robando el ganado. Ahora tenía que averiguar quién lo
estaba haciendo.
Pero cuando Hen se volvió a subir a su montura y le indicó a Brimstone que lo
llevara a casa, no iba pensando en los ladrones de ganado. Estaba pensando en
Laurel Blackthorne. De una manera u otra, le iba a demostrar que era más que un
pistolero. Y tal vez también lograra demostrárselo a sí mismo.

~106~
Leigh Greenwood Laurel

Capítulo 10

—¿Qué encontraste? —le preguntó Wally Regen. Hen se había detenido en el


rancho de Regen cuando iba de regreso hacia el pueblo.
—Encontré rastros de que alguien estuvo marcando ganado.
—¡Lo sabía!
—También encontré indicios de un rancho muy descuidado.
—¿Qué? —replicó Regen atónito.
—Tú no puedes soltar tus reses a pastar y olvidarte de ellas. Si Monty y yo
hubiésemos hecho eso, cuando George y Jeff regresaron a casa de la guerra no habría
quedado ni una sola vaca en el Círculo-7. —Hen siguió a Wally hasta la casa y aceptó
una taza de café.
—¿Qué sugieres que haga? —preguntó Wally y los ojos le brillaban de la rabia.
—En primer lugar, Peter y tú debéis reunir a todos los rancheros y averiguar quién
es el que está teniendo más problemas, dónde parecen atacar los ladrones con más
frecuencia. Luego deberíais organizar a los hombres en parejas y enviarlos a hacer
patrullas. Si todos los rancheros colaboran y comparten información, podremos
cubrir el doble del terreno con la mitad de los hombres. Y tendrás que mantener el
ganado más cerca para ejercer más control.
A juzgar por la cara de Wally, la crítica no le había hecho mucha gracia.
—Pero eso no va a detener los robos.
—No, pero detendrá a la mayoría de los ladrones, excepto a los que están
decididos a meterse en líos. Tarde o temprano los atraparé.
—No sé si podré aguantar estas pérdidas durante mucho tiempo.
—No podrás, desde luego, si sigues jugando a las cartas con ese jugador.
Wally se puso rojo.
—Tú no tienes por qué decirme qué debo hacer con mi dinero.

~107~
Leigh Greenwood Laurel

—No te estoy diciendo nada —dijo Hen y puso la taza sobre la mesa—. Es tu
dinero y son tus reses. Pero yo iría esta misma noche a hablar con Peter. Y avisadme
de lo que decidáis.
Hen no sabía si Wally seguiría su consejo. Parecía exactamente la clase de hombre
testarudo e independiente, que rechaza un buen consejo sólo para demostrar que
puede hacerlo. Pero, bueno, Peter se aseguraría de que hiciera lo correcto.

Laurel llevaba diez días sin ver a Hen. Pero en lugar de sentirse aliviada, cada vez
pensaba más en él. A donde quiera que mirara, algo la hacía acordarse de Hen.
Lo mismo le sucedía a Adam. El chico se negaba a olvidarse de esa larga tarde
soleada que había pasado en el pastizal con Hen. Y eso se interponía entre Laurel y
su hijo y abría un abismo que empeoraba cada día. Adam seguía cumpliendo con sus
deberes, pero pasaba la mayor parte del tiempo con su caballo. Y veneraba todo lo
que Hen le había dicho. Cuanto mejor le iba con el caballo, más resentido se sentía
con su madre por haber despachado a Hen.
Laurel levantó la vista y vio que Adam iba subiendo el cañón. Por su manera de
caminar, sabía que venía del pueblo. Tenía una actitud desafiante y demasiado
enérgica; llevaba la cabeza muy levantada. Estaba listo para tener una discusión.
Laurel intentó quitarse de encima la sensación de derrota. En lugar de eso, trató de
sentir rabia hacia Hen. Todo esto era culpa de ese hombre. Adam nunca la había
desafiado, hasta que él llegó con su sermón acerca de las armas y ser independiente
de la influencia de las mujeres y que los chicos tenían que aprender a portarse como
hombres. Y ahora que había desaparecido, ella tenía que luchar con los resultados de
su interferencia.
—Necesito agua —dijo Laurel incluso antes de que Adam llegara hasta donde ella
estaba—. Y necesito más leña para el fuego.
Laurel se dio cuenta de que a Adam lo había sorprendido el hecho de que ella no
le hubiese preguntado dónde había estado, ni lo hubiese regañado por hacer lo que le
había dicho que no hiciera, pero ahora Laurel sabía que tenía que encontrar una
manera diferente de llegar a Adam.
—¿Con quién has jugado hoy? —le preguntó al chico cuando él recogió el balde y
comenzó a caminar hacia el arroyo.
—Con Jordy McGinnis.
Laurel se mordió el labio. Jordy era huérfano, hijo de un hombre al que mataron
cuando estaba tratando de robar el oro que otro hombre había encontrado. El chico
siempre estaba en problemas con alguien, sobre todo por su tendencia a robar. Laurel

~108~
Leigh Greenwood Laurel

se imaginaba que el muchacho sólo robaba para sobrevivir, pero no era la clase de
niño con el que quería que Adam se mezclara. Revisó la lista de los chicos del pueblo,
pero no encontró a ninguno que le gustara más. O bien no estaba de acuerdo con su
manera de ser, o sus padres no estarían de acuerdo con que su hijo jugara con Adam.
—¿Hay alguien más con quien te gustaría jugar? —le preguntó Laurel a Adam
cuando el chico regresó.
—Con Danny Elgin, pero él es amigo de Shorty Baker y yo detesto a Shorty.
Los hijos del dueño de una cantina y de un arriero.
—Jordy tiene un trabajo y dice que me pagará si le ayudo.
—¿Y quién le dio trabajo a Jordy? -—preguntó Laurel.
—El comisario —dijo Adam y le lanzó las palabras a Laurel como si fueran un
látigo.
—¿Hen Randolph?
—Jordy mantiene en orden la casa del comisario y barre su oficina y el comisario
le paga por eso. También deja que Jordy duerma en su casa y que se coma su
almuerzo.
—¿De qué estás hablando?
—El comisario nunca tiene jambre. Hope dice que ya casi nunca come.
—Se dice hambre. ¿Y deja que Jordy viva en su casa?
—A Jordy le gusta el comisario. Dice que es el mejor comisario que ha habido. Le
reventó las narices a Shorty cuando dijo que el comisario les tenía miedo a los
Blackthorne. Ellos tienen una especie de acuerdo. Pero Jordy no me quiere contar de
qué se trata. Y Hope tampoco parece saber.
—Parece saber —dijo Laurel de manera automática para corregir a su hijo, pero
Adam ya se había marchado y ella se quedó preguntándose de nuevo si se habría
equivocado al juzgar a Hen. Darle un trabajo a Jordy McGinnis era algo admirable. Y
acogerlo en su casa, todavía más. Pero lograr que ese pequeño demonio lo viera
como a un semidiós ya requería de un talento especial. El mismo tipo de talento que
había cautivado a su propio hijo: un sincero interés.

Tan pronto le echó un vistazo a la comida que Hope puso sobre su escritorio, Hen
supo que algo andaba mal.
—¿De dónde has sacado esto?—preguntó.
—Del restaurante. ¿De dónde más?

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—¿Quién lo preparó?
—Supongo que el nuevo cocinero. ¿Por qué?
Jordy miró la comida con atención.
—Tiene un aspecto raro —dijo, y probó la salsa de la carne. De pronto abrió los
ojos con asombro—. Pero sabe delicioso.
—¡Lo sabía! —dijo Hen. Agarró su sombrero y se dirigió rápidamente hacia la
puerta.
—¿Qué le pasa? —preguntó Hope—. Es carne, como siempre. Pensé que le
gustaba.
—No te preocupes por él —dijo Jordy, con la boca llena de comida—. Le gustará
cuando solucione el problema que se lo está comiendo por dentro.
—Si es que queda algo —dijo Hope, mientras observaba a Jordy llevándose el
tenedor a la boca con tanta rapidez como podía.
Hen atravesó la calle a grandes zancadas y se dirigió directamente al restaurante.
Sólo había tenido que echarle un rápido vistazo a la comida para saber quién la había
preparado. La clientela del restaurante parecía más abundante que de costumbre. Los
comensales estaban comiendo con el mismo entusiasmo de Jordy. Hen frunció
todavía más el ceño.
—Me han dicho que tiene un cocinero nuevo —le dijo a la señora Worthy, cuando
ésta salía de la cocina con tres platos.
—Es maravilloso —dijo ella y la cara le brillaba de felicidad—. Apenas hemos
podido dar abasto con los pedidos desde el desayuno.
—¿Se trata de un tío alto, flacucho y muy feo?
—Es delgado y bastante alto, pero a mí me parece que es apuesto. Ahora que lo
pienso, me recuerda un poco a usted.
—¡Maldición! —exclamó Hen y, haciendo caso omiso de la cara de asombro de la
señora Worthy, entró en la cocina.
Tal como se lo esperaba, vio a Tyler detrás del fogón, llenando una fila de platos.
Ante la mirada atónita de Horace Worthy, Hen avanzó hasta donde estaba su
hermano.
—¿Qué demonios estás haciendo aquí?
Tyler ni siquiera levantó la mirada.
—A mí también me encanta verte, hermano. Gracias por venir a darme la
bienvenida.

~110~
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—Olvídate de los sarcasmos —le espetó Hen—. Quiero saber qué estás haciendo
aquí.
—Estoy cocinando —dijo Tyler, sin suspender su trabajo—. Ofrecían un empleo y
yo lo tomé.
—Así como tú no quieres que yo ande merodeando a tu alrededor, yo no quiero
que andes persiguiéndome por todas partes.
—¿Qué te hace pensar que estoy aquí por ti?
—¿Este hombre es su hermano? —preguntó Horace Worthy.
—Sí, y ustedes se van a tener que buscar otro cocinero.
—Pero es el mejor que hemos tenido —dijo la señora Worthy cuando entró a la
cocina—. Nos quedaremos con él, aunque tengamos que pagarle el doble.
—La paga está bien para mí —dijo Tyler.
—Te marcharás de aquí en cuanto termines de preparar lo que tienes en el fogón.
—Creo que lo mejor será que pongan un cartel en la puerta diciendo que los
clientes no pueden entrar en la cocina —dijo Tyler—. Eso facilitaría las cosas.
El señor y la señora Worthy miraron a los dos hermanos.
—¿De dónde vienes? —preguntó Hen después de un momento de silencio.
—De Nuevo México. Estaba buscando petróleo.
—Tú no sabes nada sobre petróleo, sólo sabes alimentar a los trabajadores —dijo
Hen con sarcasmo.
—Tú no sabes nada sobre cómo ser comisario, sólo sabes apretar el gatillo —
contestó Tyler sin inmutarse—. Pero yo no he entrado gritando en tu oficina y
diciéndote que te tenías que ir del pueblo.
—¿Por qué has venido? —preguntó Hen—. Y no me digas que te contaron en
Nuevo México que aquí ofrecían un empleo de cocinero.
Tyler levantó la vista de su trabajo. Su expresión seguía siendo la misma.
—Está circulando un rumor según el cual todos los hombres con el apellido
Blackthorne se están reuniendo.
—Si ya estás prestando atención a los rumores, vas a...
—Se supone que deben reunirse en Tubac. Parece que tienen la intención de
deshacerse de un cierto comisario y de castigar al pueblo que lo contrató.
Los Worthy se pusieron pálidos.
—No me digas que has venido corriendo hasta aquí para protegerme.

~111~
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El rostro de Tyler seguía totalmente inmutable.


—Pensé que me gustaría verificar que la lucha fuera justa. Un par de esos
Blackthorne tienen la reputación de dispararle a la gente por la espalda.
—Yo puedo cuidarme solo.
—Entonces supongo que sólo seré un observador.
—Regresa por donde viniste —dijo Hen.
—Pero me gusta este pueblo —dijo Tyler—. A los Worthy les gusta mi cocina.
—Puedo expulsarte del pueblo.
Tyler volvió a concentrarse en su trabajo.
—Necesitarás más que una insignia para sacarme de aquí.
—Tengo más que una insignia.
—Sí, también está circulando un rumor sobre eso.
—¡Maldición! —Hen dio media vuelta para marcharse.
—Le envié un telegrama a George —dijo Tyler en voz baja, pero sus palabras
tuvieron un efecto eléctrico sobre Hen. El comisario se detuvo en seco y se volvió
lentamente.
—¿Por qué?
—Nunca te lo perdonaría si no lo supiera. Él tiene derecho.
Hen salió de la cocina después de soltar una retahíla de insultos tan virulentos que
Grace Worthy sintió que las orejas le ardían.
—¿De verdad son ustedes hermanos? —preguntó Grace a su cocinero con
incredulidad.
—Mis otros hermanos y yo nunca nos hemos entendido muy bien con Hen —
explicó Tyler—. Él detesta que lo vigilen.
—¿De verdad los Blackthorne van a venir a buscar al comisario?
—Eso parece. No creo que sean el tipo de gente a la que le gustan las reuniones
familiares.

Hen no regresó a la oficina. Tampoco fue a dar un paseo a caballo. Si Brimstone


percibía su estado de ánimo, era probable que lo tumbara y se lo comiera vivo. Se fue
caminando a lo largo del estero que estaba por detrás del pueblo, pero tampoco era

~112~
Leigh Greenwood Laurel

una buena elección. El estero le hacía pensar en el arroyo y el arroyo le hacía pensar
en el cañón y eso le hacía pensar en Laurel.
Hen debería estar preocupado por el pueblo. Debería estar pensando en su propia
seguridad. Pero en lo único en lo que podía pensar era en Laurel. Y en Adam. Si los
Blackthorne bajaban a Valle de los Arces, ellos no estarían seguros. Después de
terminar con él y con el pueblo, se dirigirían al cañón y, como mínimo, se llevarían a
Adam. Y Hen sabía que tendrían que matar a Laurel si querían quitarle al chico. Ese
niño era lo único que ella tenía en la vida.
Hen no había tomado en serio la amenaza de los Blackthorne —Damián no le
había parecido un hombre especialmente valiente—, pero debía de ser real. Si no
estuviera seguro de eso, Tyler no le habría enviado un telegrama a George. Porque
George iba a venir. Los dos lo sabían.
Soltó una maldición. Tendría que volver a hablar con Laurel y convencerla de que
saliera de ese lugar. Pero ¿cómo? Laurel no tenía dinero y él sabía que tampoco
aceptaría dinero suyo, aunque él se lo ofreciera con la mejor voluntad. Hen se
preguntó si podría secuestrar a Adam. Ella seguramente lo seguiría. Pero esa
estúpida idea mostraba lo desesperado que estaba. No podía someter a Laurel a
semejante suplicio. Además, era tan testaruda que probablemente regresaría al cañón
después de rescatar a Adam.
Hen volvió a maldecir. Se suponía que era un asesino, un pistolero, un hombre
que solucionaba todos los problemas mediante las armas. Pues bien, sus pistolas no
le servían de nada ahora. Tendría que resolver este asunto sin ellas.
—¡Fuego!
Después del grito de «¡indios!», ésa era la palabra más temida en el Oeste.
—Es el establo —gritó Jordy. Luego entró al cuarto de Hen y corrió hasta la
ventana—. Está quemándose como si fuera leña seca.
Aunque el establo estaba al otro extremo del pueblo, Hen podía ver las llamas a
través de la ventana y oír los relinchos de los caballos. ¡Brimstone! Su caballo estaba
en el establo. Lo mantenían atado y separado del resto de los caballos porque a todos
les horrorizaba el fiero carácter del animal.
—Rápido, hay que formar una cadena humana para transportar agua... —dijo
Hen, al tiempo que saltaba de la cama y metía las piernas en los pantalones. Agarró
las botas y la camisa y salió corriendo.
—Ya está formada —dijo Jordy, con la respiración entrecortada, mientras trataba
de mantener el paso de Hen—, pero no está sirviendo de nada.
Una ligera brisa sacudía las hojas de los arces. Las llamas opacaban la pálida luz
de la luna y las estrellas, y las personas que, formando una larga fila, arrojaban cubos

~113~
Leigh Greenwood Laurel

de agua contra el fuego parecían sombras fantasmales moviéndose contra las lenguas
anaranjadas que cada vez comían más terreno.
Los caballos relinchaban de pavor y se arremolinaban contra el extremo del
establo. Los postes chirriaban y se sacudían por el impacto, pero resistían. Después
de echar una rápida mirada, Hen se dio cuenta de que Brimstone todavía estaba allí
dentro.
Parecía como si el pueblo entero hubiese salido, con baldes en la mano. En
cuestión de minutos, formaron una hilera que llegaba hasta el tanque de agua que
había detrás del establo. Otra fila se extendía unos treinta metros más allá, hasta el
pozo que había detrás de la cantina. El fuego ya había dado buena cuenta de la paja y
el heno.
Hen oyó un grito y, cuando se volvió, vio a Jesse McCafferty sacando del establo a
un caballo pinto castrado.
—¿Dónde está Brimstone? —gritó Hen por encima del estrépito del fuego y los
gritos de la gente.
—No me dejó acercarme —dijo Jesse—. Trató de matarme.
—¿Cuántos caballos quedan adentro? —preguntó Hen.
—El suyo y ese caballo amarillo que es del chico que vive en el cañón.
¡El caballo de Adam! ¿Qué estaba haciendo Sandy allí? Hen corrió al tanque del
agua, empapó la camisa y regresó al establo.
—Tenga cuidado —gritó Jesse—. Todo está en llamas.
—Pero sólo es la parte frontal —dijo Hen.
—Ya no. Se me estaba cayendo encima cuando estaba...
—¡Adam!
Jesse se quedó frío cuando un chico salió de entre las sombras y se dirigió al
establo. Hen vio que Laurel también emergía de la oscuridad y alcanzó a agarrarla
para impedir que siguiera a su hijo.
—¡Adam! —volvió a gritar Laurel.
—Agárrela —le dijo Hen a Jesse—. Agárrela fuerte o se escapará.
Hen entró corriendo al granero. El calor era intenso. El fuego todavía no se había
apoderado de la parte del establo donde estaban los dos últimos caballos, pero el
heno y la paja en llamas los estaban volviendo locos. Hen alcanzó a agarrar a Adam
antes de que se metiera en la casilla del bayo enloquecido de pavor. El caballo estaba
totalmente fuera de control y lo habría pisoteado.
—¡Tengo que sacar a Sandy! —gritó Adam, mientras trataba de soltarse.

~114~
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—Yo lo sacaré —dijo Hen—. En este momento está demasiado asustado y te


puede lastimar.
Hen entró en la casilla del caballo, se deslizó por detrás del frenético animal y lo
agarró del ronzal. Sandy opuso resistencia, pero Hen le puso rápidamente la camisa
mojada sobre los ojos. Al no ver el fuego que lo asustaba, Sandy se calmó, pero
todavía opuso resistencia cuando Hen trató de sacarlo del establo.
—Toma ese látigo y ponte detrás de él —le gritó Hen a Adam—. Cuando te diga,
dale un buen golpe en la grupa. —Hen luchó con el caballo hasta sacarlo del box y
darle media vuelta para que quedara en dirección a la puerta—. ¡Ahora! —gritó.
Adam le pegó a Sandy con todas sus fuerzas y el bayo se abalanzó hacia la salida.
Hen lo soltó y el caballo salió corriendo para ponerse a salvo. Hen agarró a Adam y
se apresuró a salir del establo.
Laurel abrazó a su hijo, mientras sollozaba.
Alguien agarró a Sandy. Hen le quitó la camisa de la cabeza y regresó al establo.
—No puede regresar ahí —gritó un hombre.
—Brimstone todavía está adentro.
Ahora la temperatura era mucho más alta. El ambiente estaba lleno de pavesas de
heno y paja que caían desde arriba. Los trozos de madera estallaban en el aire a
medida que las tablas del granero comenzaban a incendiarse. Era casi imposible
respirar. Hen se amarró el pañuelo mojado sobre la nariz y la boca. Brimstone estaba
enloquecido de miedo. Hen se deslizó dentro de la pesebrera y alcanzó a esquivar
por un pelo una patada mortal del animal. Agarró al caballo del ronzal, pero
Brimstone no quería dejarse y luchaba con todas sus fuerzas.
—¡Basta ya, idiota! —le gruñó Hen—. Estoy tratando de ayudarte.
Brimstone no pareció reconocer a su amo. Finalmente, Hen logró ponerle la camisa
sobre los ojos. Entonces pudo darle media vuelta y sacarlo de la casilla. Una de las
tablas de encima se rompió con el estruendo de un disparo de escopeta. Brimstone
clavó las patas en el suelo y se negó a moverse.
El fuego estaba llegando a la puerta. En pocos instantes, quedarían atrapados
dentro. Hen trepó sobre el lomo de Brimstone y, al mismo tiempo que le enterraba
los talones en la barriga, le dio una palmada sobre la grupa con la mano abierta y
soltó un grito que habría levantado a un muerto.
El caballo salió corriendo por la puerta, antes de que el piso de arriba se
desplomara y formara una feroz cascada de paja incendiada que bloqueó la puerta
con lenguas de fuego.

~115~
Leigh Greenwood Laurel

Hen vio a Laurel en medio del patio, con Adam entre sus brazos, mirando hacia el
granero con ojos llenos de pavor. Y también vio el alivio que se reflejó en sus ojos
cuando él salió del establo.
Hen se dijo que todavía debía estar molesto con ella —llevaba dos semanas
diciéndose lo mismo—, pero primero sintió que el corazón se le paralizaba y luego
arrancó a latir a toda velocidad. Hen sentía una excitación que no tenía nada que ver
con el fuego ni con el peligro que corría el pueblo. El solo hecho de ver a Laurel tenía
el poder de producirle ríos de fuego que corrían por sus venas y vibraban dentro de
cada nervio de su cuerpo convirtiéndose en ardiente energía. El hecho de saber que
ella temía por su seguridad hizo que esa energía se convirtiera en una llamarada.
Hen se apresuró a guardar a Brimstone en el corral.
Cuando regresó, Laurel todavía estaba donde la había dejado, con los brazos
alrededor de Adam y temblando como si se hubiese caído en un río helado. Parecía
estar demasiado aturdida para moverse. Hen la agarró de los hombros y la llevó
hasta un banco que había debajo de un arce. Abrazada todavía a Adam, Laurel se
dejó caer sobre el banco.
—¿Qué está haciendo aquí abajo? —preguntó Hen.
—Vi el fuego des... desde el cañón —dijo Laurel tartamudeando—. Yo sabía que
necesitaban ayuda, pero no sabía que Sandy estaba en el establo... me di cuenta
cuando vi que Adam salía corriendo hacia las llamas... —Laurel seguía temblando y
abrazó a su hijo con más fuerza—. Quería darle las gracias, decirle lo mucho que...
—Cualquiera habría hecho lo que hice yo.
—Pero fue usted quien lo hizo, nadie más. Nunca lo voy a olvidar.
Hen se preguntó si ahora sería lo suficientemente bueno para enseñarle a montar a
su hijo. Probablemente no. Si recordaba bien el viejo principio de los puritanos, el
fuego tenía que consumir por completo a una persona para que quedara purificada.
Si ésa era la única cura, él seguía condenado.
—¡Se acabó el agua! ¡No hay más agua! —Con ese grito desapareció la última
esperanza de salvar el establo.
El tanque que había detrás del granero estaba vacío, y en el pozo ya estaban
llegando al fondo de lodo. La gente se trasladó a los otros pozos más cercanos, pero
las cadenas eran más largas y los baldes más lentos y el agua se acabó incluso más
rápido. Lo único que podían hacer era tratar de evitar que el fuego se extendiera al
resto del pueblo.
Por fortuna, el establo estaba alejado del resto del pueblo unos treinta metros.
Unas cuantas chispas alcanzaron a llegar a otras construcciones, pero las apagaron
sin dificultad. La gente se quedó observando en silencio cómo las llamas devoraban

~116~
Leigh Greenwood Laurel

la construcción de madera. El fuego duró varias horas más y siguió ardiendo durante
la mayor parte del día siguiente.
—Es una lástima que el arroyo se desvanezca al llegar
al desierto. Con esa agua habríamos podido salvar el establo —dijo Hen y
agradeció que su voz no revelara la súbita agitación que sentía.
Hen se dio cuenta entonces de lo mucho que extrañaba hablar con Laurel, de lo
mucho que deseaba verla, de que no quería pasar otras dos semanas sin verla.
—¿Por qué trajiste tu caballo al establo? —le preguntó a Adam.
El chico se zafó de los brazos de su madre, pero no trató de alejarse.
—Nadie te va a regañar —le aseguró Hen—. Sólo quiero saber por qué no dejaste
el caballo en el pastizal.
—Mamá dijo que no ibas a volver.
—Eso no explica...
Adam levantó la vista.
—Tú ayudaste a Jordy —dijo Adam y sonó como si lo estuviera acusando de
traición.
—Eso es parte de nuestro acuerdo. Jordy trabaja para mí y yo le enseño a montar.
—Yo he estado ayudando a Jordy —dijo Adam—. ¿Puedes enseñarme a mí
también?
Hen se volvió a mirar a Laurel, pero ella estaba mirando fijamente a su hijo. Hen
se preguntó si ella sabría lo que Adam estaba haciendo en su tiempo libre. El chico
no debería haberse escapado sin permiso para conseguir a alguien que le enseñara a
montar.
—¿Te dio tu madre permiso para traer a Sandy aquí? —preguntó Hen.
Adam negó con la cabeza.
—¿Le preguntaste si podías hacerlo?
El chico volvió a decir que no.
—Un chico debe hacerle caso a su madre —dijo Hen.
—Ella tampoco dijo que no pudiera.
—Pero tú no le preguntaste porque sabías que. diría que no, ¿verdad?
Adam asintió con la cabeza.
Hen podía recordar la impaciencia que le producían las restricciones de su madre,
tanta impaciencia que él y Monty hacían caso omiso de ellas. Él sabía lo mucho que

~117~
Leigh Greenwood Laurel

su madre había sufrido por su desobediencia y no quería que Adam adoptara la


misma costumbre.
—Creo que deberías decirle que lo sientes y rogarle que te perdone.
—Pero ella dijo que tú no ibas a volver a vernos. Dijo que no quería que estuviera
cerca de ti porque matas a la gente... Pero si matas a la gente mala, igual que hacía mi
padre... Entonces, ¿por qué eres malo?

~118~
Leigh Greenwood Laurel

Capítulo 11

—Eso tendrás que preguntárselo a tu madre —dijo Hen. Laurel le había dicho a
Adam que Hen era un mal hombre. Ella era la que tenía que explicar por qué—. No
todo el mundo ve las cosas de la misma manera. Puede ser que tu madre no quiera
que tú sigas el ejemplo de tu padre ni el mío.
Laurel no parecía entender los peligros de vivir en el territorio de Arizona, como
su madre tampoco había entendido lo que significaba vivir en Texas.
—Pero...
—Si quieres que te enseñe a montar a caballo, tendrás que portarte como un
hombre. No escaparte a escondidas de tu madre. Mírala de frente y pregúntaselo.
Eso es lo que deberían haber hecho Monty y él. Pero su madre no lo habría
entendido. Ella no les habría creído, en especial porque su padre les había asegurado
que iban a estar a salvo. La madre de Hen siempre creía todo lo que le decía su
esposo, sin importar lo insensato que fuera... pero, de todas maneras, Monty y él
deberían haberlo intentado.
—Pero ya se lo he preguntado.
—Vuelve a preguntárselo. Tu madre puede cambiar de opinión, como cualquiera
de nosotros.
Hen esperaba que Laurel estuviera comenzando a entender que un chico
empezaba a aprender a ser un hombre mucho antes de que le cambiara la voz o
comenzara a fijarse en las chicas.
—¿Puede el comisario enseñarme a montar? —le preguntó Adam a Laurel y fijó
otra vez la mirada en el suelo.
—Mírala a los ojos —dijo Hen—. Sólo los cobardes miran al suelo cuando están
hablando con alguien.
—Yo no soy ningún cobarde —dijo Adam y miró a Hen con furia.
—No he dicho que lo seas. Sólo necesitas que alguien te dé un consejo de vez en
cuando.

~119~
Leigh Greenwood Laurel

Hen deseaba que Laurel pudiera entender el esfuerzo que el chico estaba haciendo
para tratar de crecer y lo importante que era para él poder portarse como un hombre,
ante los ojos de un hombre. A pesar de lo mucho que el chico amaba a su madre, la
opinión de Laurel nunca sería la última palabra en ese asunto. Si ella no lo entendía,
el chico seguiría desafiándola. Y a ella se le rompería el corazón si perdía ese amor
tan especial que siempre había existido entre los dos.
—¿Puedo, mami? —preguntó Adam.
—Si el comisario accede a ir al cañón —dijo Laurel—. Tendrás que mantener a
Sandy en el pastizal.
—Pero Jordy...
—Tal vez te deje traer de nuevo a Sandy después de que el señor Wilson
reconstruya el establo. Pero ahora no tienes dónde guardarlo.
Todos miraron hacia el establo. Las llamas estaban comenzando a perder fuerza.
El fuego había consumido toda la paja y el heno y la mayor parte de la estructura,
pero las tablas eran demasiado gruesas para quemarse tan rápido.
—¿Está segura de que no le importa verme por su querido cañón? —preguntó
Hen cuando Adam se alejó para hablar con Jordy.
—No he cambiado de opinión con respecto al gusto por matar —dijo Laurel—,
pero es evidente que Adam necesita muchas cosas que yo no le puedo dar.
Las palabras de Laurel tocaron fibras que todavía estaban resentidas por la rabia y
Hen perdió los estribos.
—Pero enseñarle a montar no va a solucionar eso. Debería buscarse un marido
para usted y un padre para el niño.
Decir eso fue como acercar un fósforo a un montón de leña seca. Laurel
prácticamente explotó. Hen nunca la había visto tan furiosa.
—Nunca me voy a casar otra vez —afirmó—. ¡Nunca! Le agradezco que pueda
ayudar a Adam, pero entienda que yo no comparto con él la necesidad de tener a un
hombre cerca.
Hen podía sentir la profunda rabia que escondían las palabras de Laurel. También
podía sentir miedo en ellas. Entonces se preguntó qué sería lo que Carlin Blackthorne
le había hecho. Tenía que ser algo más que quitarle la virginidad sin el beneficio del
matrimonio.
Hen se preguntó si algún otro hombre habría podido tocar el corazón de Laurel.
Aunque lo dudaba. Ella se había concentrado totalmente en el chico y había excluido
todo lo demás. Pero eso no era bueno, ni para ella ni para Adam. Él tendría que hacer
algo para solucionarlo, aunque ayudar a una mujer a salir de su concha no era
exactamente su especialidad.

~120~
Leigh Greenwood Laurel

—Ha sido usted contratado para proteger a la gente —dijo Laurel—, no para
darles consejos personales ni para decirles cómo tienen que llevar sus vidas.
—No volveré a hacerlo —dijo Hen—. Ahora iré a ver si puedo hacer algo por
Chuck. Pasaré por su casa dentro de unos días.
Después de que tuviera tiempo para pensar. Ninguna mujer tan fogosa y volátil
como Laurel Blackthorne debía vivir sola. Podía rechazarlo a él, no sería la primera,
pero no debía seguir rechazando a todos los hombres en general. Había algo que
Laurel no le había dicho y Hen estaba decidido a averiguar qué era.

—Necesitamos más agua —estaba diciendo Scott Elgin—. Si hubiese habido


viento, habríamos podido perder todas las casas del pueblo. —La gente del pueblo se
había reunido en su cantina para hablar sobre lo que podían hacer en caso de que se
presentara otro incendio.
—Pero no hay más agua, no hay agua cuando no está lloviendo —dijo Chuck
Wilson—. Yo tengo el tanque de agua más grande del pueblo y lo gastamos en
minutos.
—Podríamos hacer más pozos.
—Podríamos hacer un anillo de pozos que rodeara el pueblo, pero eso seguiría
siendo insuficiente en caso de que se presentara un gran incendio —dijo Bill Norton.
—Pues bien, yo no tengo intenciones de quedarme sin hacer nada mientras
observo cómo se quema mi panadería —dijo Estelle Reed—. Frank y yo queremos
hacer algo.
—¿Qué? —preguntó Elgin.
—Todavía no lo sabemos—admitió Frank Reed.
—En el cañón hay agua —dijo Estelle—. Mucha agua.
—Pero eso está a casi un kilómetro de distancia. No podemos cargarla desde tan
lejos.
—¿Quién ha dicho que haya que cargarla? Construyamos un canal. Es cuesta abajo
todo el tiempo.
—Eso implicaría una gran cantidad de trabajo.
—Pero tendríamos mucha agua. El arroyo tiene agua todo el año.
—¿Quién lo va a construir?
—Todos. Es nuestro pueblo.

~121~
Leigh Greenwood Laurel

—¿Y quién lo va a pagar?


—Fijaremos una cuota para cada edificación.
—¿Cuándo podemos empezar?
—Tan pronto como tengamos la madera.
—¿Cuándo la tendremos?
Hen se puso de pie.
—¿No están olvidando algo?
—¿Qué?
—El agua pertenece a Laurel Blackthorne.
—Esa agua no le pertenece a nadie. Está ahí a disposición de cualquiera.
—La señora Blackthorne adquirió los derechos sobre el cañón —dijo Hen—. Ella es
la dueña de esa tierra, desde el lugar donde el agua desaparece entre la arena del
desierto hasta más allá del pastizal de arriba.
—No lo creo. Nadie querría reclamar propiedad sobre ese cañón.
—Ella lo hizo. Yo lo verifiqué.
Se produjo un silencio sepulcral.
—Supongo que tendremos que hablar con ella.
—Eso no servirá de nada. Esa mujer odia a todo el pueblo.
—Pero vamos a tener el agua, le guste o no.
—Si el pueblo la necesita, podemos tomarla.
—Nadie va a tomar nada a la fuerza —dijo Hen.
—¿Y quién nos va a detener?
—Yo los voy a detener —dijo Hen.
—Pero usted es nuestro comisario. Se supone que debe hacer lo que nosotros le
digamos.
—Estoy aquí para mantener la ley y proteger la propiedad de todos los
ciudadanos. Eso incluye a Laurel Blackthorne.
—Lo despediremos y contrataremos a otro comisario.
—La sacaremos de ese cañón.
—Ustedes no van a tener que despedir al comisario ni sacarme de mi tierra. Yo les
venderé el agua.

~122~
Leigh Greenwood Laurel

Toda la gente que estaba en la cantina se volvió a mirar hacia atrás. Laurel acababa
de entrar sin que nadie se diera cuenta. Dio unos cuantos pasos hasta pararse al lado
de Hen. Sus miradas se cruzaron brevemente antes de que ella se enfrentara a la
gente reunida.
—El comisario tiene razón. Yo soy la dueña del cañón.
—¿De dónde sacó el dinero? —preguntó Estelle y la mala intención era tan
evidente que varias personas se sintieron avergonzadas.
—No fue negándome a pagar mis deudas —contestó Laurel.
Esta vez fue Estelle la que se puso roja.
—Pueden comenzar a construir el canal tan rápido como quieran —dijo Laurel y
les dio la espalda—. Sólo tengo dos exigencias. Deben comenzar el canal al otro lado
de los arces. No quiero que la mitad del pueblo esté subiendo y bajando por mi
cañón.
—¿Cuál es la otra exigencia?
—El comisario Randolph estará a cargo del proyecto.
—¿Por qué él?
—¿Y cuánto nos va a costar? —preguntó Estelle.
—Cinco dólares por día, pagaderos en oro el primer día de cada mes.
—Pero no necesitamos el agua todo el tiempo. Sólo cuando es temporada seca.
—Cinco dólares por día a lo largo de todo el año o no podrán construir su canal.
—¡Pero eso suma ciento cincuenta dólares al mes!
—Usted no puede hacer eso. Caramba, nosotros...
—Ya han oído la oferta de la señora Blackthorne —dijo Hen—. Ahora sugiero que
la discutan entre ustedes. Cuando estén listos, vean si alguno de ustedes sabe cómo
hablarle a una señora. Si pueden encontrar a alguien que sepa hacerlo, mándenlo a
ver a la señora Blackthorne.
Mientras que Hen acompañaba a Laurel a salir de la cantina, todo el mundo se
quedó en silencio.
—Siento mucho que haya tenido que oír todo eso —dijo Hen cuando llegaron a la
calle.
—¿Cree que comprarán el agua?
—Claro. ¿Por qué es tan importante?
—Con ese dinero Adam y yo podremos largarnos de este pueblo.

~123~
Leigh Greenwood Laurel

—¡Marcharse! —Hen nunca había pensado que Laurel se podía ir—. ¿Acaso les
tiene tanto miedo a los Blackthorne?
—No sólo a ellos. También a mí misma.
Laurel dio media vuelta y Hen quedó más intrigado que nunca.
Y entusiasmado. Laurel no tendría miedo de ella misma si se sintiera segura de
sus sentimientos hacia él. Después de la forma en que esa mujer lo había tratado, no
le parecía tan mala idea verla sufrir un poco.
Pero también él tenía que tener cuidado con sus propios sentimientos. Que Laurel
lo atrajese era normal, después de todo, ella era una mujer muy hermosa, pero
siempre y cuando recordara que no estaba hecho para entablar una relación
permanente, cosa que le resultaba muy fácil olvidar cuando estaba cerca de Laurel
Blackthorne.

Laurel regresó al cañón corriendo emocionada, sus pies apenas tocaban el suelo.
Por primera vez en su vida tendría dinero. Podría darle a su hijo algo más que lo
esencial. Y después de un tiempo, estaría en disposición de marcharse de Valle de los
Arces. Así podría ir a un lugar donde la justicia no estuviera determinada por las
armas, donde los hombres supieran cómo tratar a una mujer sin golpearla, y donde
una mujer que tuviera la desgracia de haber sido abandonada por su marido no fuera
tratada como una prostituta. Laurel no sabía dónde podría ser eso, pero lo
averiguaría.
Su primer instinto fue preguntarle a Hen. Él debía de haber viajado por todo el
Oeste y sabría con exactitud dónde había un lugar así.
Se preguntó dónde habría vivido Hen, qué clase de mujeres habría conocido.
¿Alguna vez habría estado enamorado?
No sabía por qué se molestaba en pensar en Hen. Ella le había dicho la verdad. No
quería un marido. No quería a ningún hombre en su vida. Adam era suficiente. Tan
pronto se marchara, se olvidaría de Carlin, de los Blackthorne y de Valle de los
Arces.
Pero no creía que se pudiera olvidar de Hen.

El sol de finales de septiembre golpeaba con una intensidad tan inclemente que
Hen se sintió aliviado cuando llegó a la zona del estero sombreada por los árboles.
Los arces parecían inmóviles, como si estuvieran conteniendo el aliento en espera de

~124~
Leigh Greenwood Laurel

la llegada de las primeras lluvias. Los sauces colgaban con la misma indiferencia en
medio de la suave brisa, pero las hojas de los álamos americanos se sacudían como
vainas de legumbres secas. El suelo cuarteado del lecho seco crujía bajo sus pies. Se
necesitaría más de un aguacero para que ese riachuelo volviera a tener agua.
Las botas de Hen aplastaron unas cuantas hojas secas cuando entró al bosque de
arces que había al pie de las montañas en las que se levantaban las paredes del
cañón, que alcanzaban una altura de cien metros. Aunque el largo verano y la sequía
habían hecho que muchas plantas se encorvaran y sus hojas se cubrieran de polvo
durante varios meses, el cauce permanente del arroyo hacía que todo se mantuviera
verde y que el follaje permaneciera siempre espeso y abundante.
Hen iba a hablar con Laurel acerca de la construcción del canal. También quería
preguntarle si podía cuidar de Brimstone hasta que Chuck Wilson reconstruyera el
establo. El enorme semental lo seguía, olfateando el aire con curiosidad.
Hen era muy consciente de que ésta sería la primera vez que Laurel se alegraría de
su visita desde que llegó a Valle de los Arces. Sentía cómo crecía la tensión dentro de
él. Tal vez Laurel se alegraría de que él fuera a verla, no sólo de contar con su ayuda,
aunque no tuvo precisamente esa impresión cuando ella lo invitó; pero esperaba que
fuera así. Le gustaba Laurel Blackthorne y deseaba que ella sintiera lo mismo por él.
Hen no entendía lo que sentía. La mayor parte del tiempo prefería que la gente lo
rechazara. De esa manera, mantenía las distancias. Incluso su familia se mantenía
alejada de él la mayor parte del tiempo. Por eso sería mejor que estuviera alerta, o
terminaría más involucrado de lo que quería. Al principio se sentía seguro porque
Laurel lo rechazaba todo el tiempo. Pero ahora había dejado de hacerlo.
Laurel levantó la vista cuando él salió de la curva que formaba el cañón y abrió los
ojos cuando vio que iba con el semental. Hen se preguntó por qué sería que el solo
hecho de verla hacía que se sintiera mejor. Tal vez no exactamente mejor, pero sí
diferente. Sentía más las cosas, también las disfrutaba más. Y por primera vez en su
vida, se sentía atraído hacia alguien, no sentía repulsión. Sencillamente, le gustaba
estar con Laurel y con Adam.
—Adam no está —dijo Laurel, sin dejar de mirar el caballo. Brimstone tenía una
reputación espantosa, una reputación que se había ganado de manera justificada,
según lo reconocía Hen con renuencia. Lo habían domado a golpes, pero en lugar de
afectar a su espíritu, ese tratamiento brutal lo había convertido en un salvaje. Hen
tardó más de un año en ganarse la confianza del caballo. Brimstone todavía
desconfiaba de los hombres, pero siempre se portaba bien con las mujeres y los
niños. Parecía no sentir hacia Laurel otra cosa que curiosidad.
—Lo sé. Está con Jordy.

~125~
Leigh Greenwood Laurel

Hen sabía que ella sólo lo había invitado para que siguiera enseñándole a montar
a Adam, pero quería averiguar si el cambio de parecer también incluía un cambio en
la relación con ella.
—Estoy un poco preocupada con eso.
—¿Por qué?
—Jordy es muy grande. Y es terriblemente brusco. He oído a la gente decir que...
—dijo Laurel, pero se contuvo—. Lo siento. Estoy haciéndole a Jordy lo mismo que la
gente le hace a Adam, juzgándolo por lo que hizo su padre.
—La gente dice todo tipo de cosas sobre un chico sin padre y sin hogar. —Hen se
sintió un poco irritado. Aparentemente, Laurel no podía pensar en nada que no
girase en torno a Adam. Era como si no existiera nadie más.
—Me alegro mucho de que Jordy no estuviera durmiendo en el establo anoche.

—Habría logrado salir con vida —sentenció Hen—. Esa clase de gente siempre
sobrevive. Al igual que usted.
Al parecer, Laurel no supo cómo interpretar ese comentario, pero Hen quería decir
exactamente lo que dijo. Laurel haría lo que fuera necesario para sobrevivir. Era una
mujer fuerte, indomable, valiente. Sólo tenía que aprender a no usar esa energía para
proteger excesivamente a Adam. El chico debía aprender a ser tan fuerte y valiente
como su madre, pero no podría hacerlo si ella seguía protegiéndolo de todas las
dificultades.
A Hen no lo habían protegido sus padres: su madre porque era demasiado débil y
su padre porque era demasiado indiferente. Ese tratamiento fue duro para los
Randolph cuando eran niños, pero los convirtió en hombres fuertes. No había
ninguno que no fuera capaz de manejar sus propios problemas.
—Si ya sabía que Adam no estaba aquí, ¿por qué ha traído su caballo? —preguntó
Laurel.
—Quería saber si podría dejarlo aquí hasta que Wilson reconstruya el establo.
—He oído cosas terribles sobre su caballo.
—Pero le gustan las mujeres y los niños —dijo Hen y de repente se rió entre
dientes—. Aunque le pegaba a Zac cada vez que podía.
—¿Zac? —preguntó Laurel con desconcierto.
—Mi hermano menor —explicó Hen—. Brimstone no lo quería ni un poco. Es
bueno para juzgar el carácter de la gente.
—No debería hablar así de su hermano.

~126~
Leigh Greenwood Laurel

—Cuando conozca a Zac se dará cuenta de que tengo razón.


—Dudo mucho que llegue a conocer a alguien de su familia.
Hen tuvo el impulso de hablarle sobre Tyler, pero cambió de opinión. Todavía
estaba molesto con Tyler por haberse presentado en el pueblo. Él no necesitaba la
protección de nadie. Durante años los cuatreros habían evitado el Círculo-7 porque le
tenían miedo a él. Y tener ahora a Tyler, precisamente a Tyler, un solitario de voz
melodiosa que se sentía más a gusto con las hierbas aromáticas y las especias que con
la gente, empeñado en protegerlo era algo que lastimaba su ego de hermano mayor.
—Venga, deje que Brimstone la huela.
Laurel extendió la mano. Brimstone echó la cabeza hacia atrás y resopló, pero
cuando vio que Laurel no se asustaba, bajó la cabeza para mordisquearle la manga.
Laurel sonrió.
—Me está poniendo a prueba, ¿verdad?
—Esta mujer ya te ha calado, compañero, y sabe que tu actitud hostil no es más
que un disfraz. Así que supongo que ahora tendrás que portarte bien —le dijo Hen al
caballo. Pero Laurel también lo estaba poniendo a prueba a él. Hen no sabía
exactamente cómo, pero ella parecía estar evaluando cada una de sus respuestas.
Laurel parecía diferente cuando no estaba tratando de deshacerse de él. Le sonrió
a Brimstone de manera sincera. Se veía que le caía simpático, sus ojos expresaban un
sentimiento de comprensión y aprecio por un animal que ponía a la gente a prueba
para ver hasta dónde podía llegar. Laurel no le tenía miedo a Brimstone. ¿Por qué,
entonces, no podía ser igual de comprensiva con él?
—¿Está seguro de que no le va a hacer daño a Adam?
—Jordy lo cuida todo el tiempo. Dígame... ¿tengo alguna posibilidad de llegar a
gustarle algún día?
—¿Qué? —Laurel no se esperaba ese brusco cambio de tema y se quedó muy
sorprendida.
—El otro día en el pueblo usted dijo que era posible. Sólo me preguntaba si habría
tomado una decisión en uno u otro sentido. —Hen era consciente de que estaba
conteniendo la respiración. No podía creer que la aceptación de alguien fuera tan
importante para él. Eso era algo que nunca le había ocurrido.
—Usted me agrada —dijo Laurel y clavó la mirada en el suelo—. Es amable,
considerado y bien parecido, y se preocupa por nuestro bienestar. —Entonces
levantó la vista para mirarlo—. Sería una grosería decir que no me agrada.
—No quiero que sienta que es una obligación.

~127~
Leigh Greenwood Laurel

—No, no siento que sea una obligación. Lo que quiero decir es, aunque usted no
me hubiera caído bien al principio, después de lo que me ha ayudado habría
cambiado de opinión. Pero no he tenido que cambiar, porque usted me gusta desde
el principio.
—¿Eso significa que puedo venir aquí aunque no venga a enseñarle a Adam a
montar?
Laurel parecía incómoda.
—Tengo que mantenerla informada sobre el progreso del canal.
—Sí, está bien —dijo ella, aparentemente aliviada.
Hen se preguntó si estaría preocupada por los chismes que podrían surgir si él iba
a visitarla con frecuencia. Parecía estar incómoda, pero no daba la impresión de que
quisiera que él se marchara. En realidad, parecía desconcertada, sin saber qué hacer.
Y él tampoco.
—¡Comisario Randolph! ¡Comisario Randolph!
Hen se volvió y vio que Jordy y Adam corrían hacia ellos. No pudo evitar una
sensación de irritación. Era la primera vez que Laurel no actuaba como si él fuera una
víbora ponzoñosa y los dos chicos tenían que interrumpirlos precisamente en ese
momento, cuando las cosas estaban mejorando entre ellos. Era injusto.
—El señor Collins está en el pueblo —dijo Jordy, mientras trataba de recuperar el
aliento—, y está iracundo.
—¡Cuatreros! —logró decir Adam, anticipándose a Jordy.
—Cientos de cuatreros —dijo Jordy—. Se llevaron todas sus reses y quiere que tú
las encuentres y las recuperes.
Así era Peter. Nunca había sabido cómo mantenerse a la sombra y quedarse
callado.
—Regresad al pueblo y decidle que bajaré dentro un rato. Prometí a Adam
ayudarle con su caballo.
—Pero él quiere que vayas ahora mismo —dijo Jordy—. El viejo Regen está con él.
Ya fueron a buscar el señor Norton y él...
—¿Cuántos hay en total? —preguntó Hen.
—Seis. Están desbaratando tu oficina como si fueran gatos enjaulados.
No había nada que hacer. Jordy se iba a quedar ahí hasta que él decidiera bajar.
Sentía aprecio por el chico, pero Jordy había comenzado a pegársele como si fuera su
sombra. Y Hen estaba empezando a descubrir que la sombra podía ser un estorbo a
veces.

~128~
Leigh Greenwood Laurel

—Será mejor que vaya —le dijo Hen a Laurel—. ¿Crees que podrás enseñarle a
Adam cómo debe cuidar de Brimstone? —le preguntó Hen a Jordy.
—Claro. No es nada difícil.
Jordy recibió las riendas del caballo y el semental resopló, tratando de retroceder.
—No te vayas a poner tonto conmigo —dijo Jordy, que no parecía intimidado en
absoluto por la demostración del animal—. Si sigues así, te amarraré donde no
puedas comer pasto ni tomar agua.
—¿Puedo llevarlo yo? —preguntó Adam.
Laurel comenzó a poner objeciones, pero Hen le tocó el brazo y negó con la cabeza
cuando ella se volvió a mirarlo.
—Tal vez mañana —dijo Jordy—. Será mejor que lo haga yo hasta que el caballo se
acostumbre. No le gustan los desconocidos.
—Yo no soy ningún desconocido —dijo Adam, mientras comenzaba a caminar al
lado de Jordy—. Lo he visto miles de veces.
Hen vio cómo se alejaban los dos chicos: Adam, tan pequeño, tratando de portarse
como si fuera mayor, y Jordy, bajito y corpulento, pero tan fuerte como la tierra que
lo vio nacer. Dos chicos huérfanos de padre que parecían pensar que él era la
respuesta a ese algo que ellos necesitaban. Hen se preguntó qué pasaría con ellos
después de que él se marchara.
—¿Está seguro de que el caballo no les hará daño? —preguntó Laurel.
—Si nadie trata de robarlo o montarlo, todo estará bien.
—¿Va a ir a buscar a los cuatreros?
—Para eso me contrataron.
—Tenga cuidado. Seguro que los Blackthorne tienen algo que ver en eso. Damián
tiene tres hermanos y un padre que es más malo que Caín.
—¿Le preocupa lo que me pase?
Laurel pareció ponerse a la defensiva, como si él acabara de atacarla y ella
estuviese levantándose para defenderse. Hen no debía haber hecho esa pregunta. La
curiosidad no era una razón válida para esperar que ella le hiciera una confesión. Y
en la medida en que esperaba que la gente contuviera su curiosidad acerca de lo que
él sentía, él debía hacer lo mismo.
Pero con Laurel era distinto. Él quería saber. Era algo importante.
—El padre odia a todos los texanos —dijo—. El que mató a Carlin fue un hombre
de Texas. Y tenga cuidado con Allison. Está tratando de ganarse la fama de pistolero.
—No voy a ir solo.

~129~
Leigh Greenwood Laurel

—Son famosos por haber emboscado a una partida.


—Lo tendré en cuenta. Le avisaré cuando me vaya a ir. De todas maneras, tendré
que venir a buscar mi caballo.
Hen no quería irse. Tenía algo que decir pero no estaba seguro de qué era. Y sentía
que Laurel estaba en una situación parecida. Para él era una experiencia desconocida.
Siempre había estado muy seguro de todo. Incluso cuando cambiaba de opinión.
—Puede mandar a Jordy de vuelta dentro de media hora, cuando Brimstone ya
esté instalado y tranquilo.
—¿Cuándo se irá?
—Mañana a primera hora. Nunca es bueno dejar que estas cosas se alarguen
durante mucho tiempo.
—¿Le preparo algo de comer para que se lo lleve?
—No, no hace falta.
—¿Está seguro?
—Sí.
A Hen no se le ocurrió nada más que decir, así que se marchó, pero se sentía
extraño, como si no hubiese hecho lo que había ido a hacer.

—No estoy diciendo que quiera ir solo —estaba diciendo Hen—. Pero si reunimos
una docena de jinetes, vamos a espantar a todo el mundo. Tengo que atraparlos con
las manos en la masa. Hasta ahora ni siquiera sabemos a quién estamos
persiguiendo.
—¿Qué propones que hagamos? —preguntó Peter Collins—. Hicimos lo que
sugeriste, pero si sigo perdiendo reses a este ritmo, en un año no seré más que un
vaquero con un salario de treinta dólares al mes.
—Me iré contigo y con Wally —dijo Hen—. Vuestros ranchos han sido los más
atacados y conocéis el terreno. En todo caso, no habrá más de uno o dos ladrones
trabajando juntos. Estarán marcando el ganado o arriándolo hacia la ganadería de
alguien más, o reuniéndolo en algún cañón para venderlo.
—¿Qué quiere que hagamos los demás? —preguntó Bill Norton.
—Seguid con vuestra vida normal. Si necesitamos reunir una partida, os
avisaremos.
—¿Crees que los Blackthorne están detrás de esto?

~130~
Leigh Greenwood Laurel

—Puede ser.
—Entonces no podrás reunir una partida —dijo Peter—. Este pueblo les tiene
pánico.
—No, espera un minuto...
—Sabe que eso es cierto. Sólo tienen que escuchar el nombre de Blackthorne y
todo el mundo comienza a temblar.
—Eso es una mentira. No hay...
—Ya tendremos tiempo de discutir sobre eso —dijo Hen—. Todos a dormir. Mi
intención es salir una hora antes de que amanezca.

—El comisario va a salir a perseguir a los ladrones y se va a ir con Wally y Peter —


le dijo Horace Worthy a su esposa.
—Probablemente le iría mejor solo —dijo Grace—. No sé mucho sobre Peter, pero
Wally no es capaz de arriesgarse por nadie.
Grace tenía otros comentarios cáusticos que hacer, pero en ese momento llegó la
hora de la cena y se olvidó de los cuatreros.
—¿Cuándo se va? —le preguntó Tyler al señor Worthy cuando su esposa salió a
llevar los platos al comedor.
—Mañana a primera hora.
—¿Y hacia dónde se dirige?
—Al estero de Ciénega.
—No estaré aquí para preparar el desayuno.
—Me lo imaginaba. ¿Lo va a seguir?
—Alguien tiene que guardarle las espaldas. Porque él no lo va a hacer.

~131~
Leigh Greenwood Laurel

Capítulo 12

Laurel se despertó sobresaltada.


Estaba soñando con Hen. Se había arrojado descaradamente a sus pies. Lo había
seguido y se le había ofrecido de manera desvergonzada, tomando las migajas que él
le daba, persiguiéndolo como un perro apaleado, mientras que él la ignoraba.
Laurel se sonrojó al recordar el sueño. Prefería morirse antes que permitir que un
hombre la tratara de esa manera. Aunque no esperaba que Hen se comportara así.
Sin embargo, era incómodo soñar con él. Ya era suficientemente malo estar pensando
en él durante todas las horas del día.
No había podido dejar de pensar en Hen desde que se marchó la tarde anterior. Le
pareció que estaba diferente. Por lo general actuaba con mucha seguridad, con
profesionalidad, rápidamente, incluso con impaciencia. Pero ayer parecía renuente a
marcharse. Algo había cambiado, algo que lo hacía más humano, más accesible. Fue
una pena que llegaran los chicos y los interrumpieran de aquella manera.
Pero tal vez estaba equivocada. Tal vez la razón por la que no podía quitárselo de
la cabeza era porque su caballo estaba amarrado a menos de treinta metros de la
puerta.
El hecho de pensar en Brimstone la hizo recordar qué era lo que la había
despertado. Brimstone estaba nervioso. Laurel no sabía cómo se comportaba
normalmente ese caballo, pero, de acuerdo con su experiencia, los caballos solían
estar tranquilos durante la noche. Sin embargo, Brimstone estaba piafando y
resoplando, como si percibiera la presencia de un puma. Sólo que no había felinos en
el cañón.
Entonces, Laurel recordó algo que Carlin dijo cuando estaban en medio de su loca
carrera a lo largo de la frontera mexicana. Dijo que podían dormir profundamente
porque su caballo era mejor que un perro guardián. Tal vez Brimstone era igual. Hen
dijo que no le gustaban los hombres. Tal vez eso era lo que estaba oliendo.

~132~
Leigh Greenwood Laurel

Laurel se sentó en la cama de un salto y agarró la escopeta que mantenía junto a la


almohada. Atravesó rápidamente la habitación y levantó la cabeza con cuidado hasta
que pudo ver a través de la ventana sin que la vieran.
Al principio, lo único que pudo ver en medio de la oscuridad fue la piel blanca de
Brimstone. El caballo estaba moviéndose de un lado a otro, con las orejas hacia atrás.
Había algo muy cerca y no le gustaba lo que percibía.
Luego Laurel los vio. Uno, dos, tres, cuatro hombres que se acercaban en silencio a
la casa. Tenían que ser los Blackthorne. Laurel corrió hasta el otro lado de la
habitación y despertó a su hijo.
—¡Despierta! —le susurró con tono de urgencia—. ¡Los Blackthorne están aquí!
Trae la munición.
Laurel tomó un rifle y una pistola y regresó rápidamente a la ventana. Los
hombres estaban a medio camino de la casa. Laurel apoyó el rifle contra la pared y
deslizó el cañón de la escopeta a través de la ventana.
—No se acerquen más —gritó—. Tengo una escopeta.
—Sólo queremos al chico —gritó Damián en respuesta—. No queremos hacerte
daño.
Otra vez Damián. ¿Acaso nunca se iba a dar por vencido?
—No se lo llevarán, aunque tenga que matarlos a todos.
—Él es un Blackthorne. Queremos asegurarnos de que sea educado como tal.
La respuesta de Laurel fue vaciar el primer cañón de la escopeta contra el patio en
penumbra. Tuvo la satisfacción de oír un grito de dolor. Ella sabía que la escopeta no
iba a matar a nadie desde esa distancia, pero sí podía hacer mucho daño.
—También tengo un rifle y una pistola —gritó Laurel, justo antes de vaciar el
segundo cañón de la escopeta. Entonces oyó que Brimstone relinchaba. Ojalá fuera
una manifestación de furia y no de dolor. Hen nunca le perdonaría que lastimara a
su caballo, pero Brimstone tendría que cuidarse solo. Ella tenía que proteger a Adam,
costara lo que costara. Laurel puso dos cartuchos nuevos en las recámaras de la
escopeta.
—Maldición, Laurel, ¿por qué no entregas tranquilamente al chico? —preguntó
Damián.
—¿Por qué lo desean tanto?
—Es el hijo de mi hermano, maldición. Papá ya le dio ese caballo.
—Pueden llevarse el caballo, si quieren —gritó Laurel—, pero no se pueden llevar
a Adam.

~133~
Leigh Greenwood Laurel

—¡No se pueden llevar a Sandy! —protestó Adam y se levantó del rincón donde
estaba agazapado.
—¡Abajo! —ordenó Laurel—. Sólo estoy tratando de distraerlo.
Laurel tenía que tener cuidado con lo que decía. Adam era capaz de poner en
riesgo su propia seguridad por ese caballo. Laurel no podía entenderlo, pero podría
apostar su escopeta a que Hen sí lo entendía.
Brimstone volvió a relinchar. Parecía estar luchando con algo.
—Si no podemos llevarnos a Adam esta noche, regresaremos después —gritó
Damián—. De cualquier manera nos quedaremos con él.
—No si están muertos —gritó Laurel y vació otro cañón. Tuvo la tentación de
tomar el rifle, pero los hombres se dispersaron hacia las paredes del cañón. No se
habían dado cuenta de que la casa estaba construida dentro de la roca. La única
manera de entrar era por la puerta principal o la ventana del frente.
—¿Todavía están ahí afuera, mami? —preguntó Adam en voz baja y con tono de
pavor.
—Sí.
—No oigo nada. ¿Qué estarán haciendo?
—Están tratando de entrar para sacarte de aquí.
—Pero yo no quiero que me lleven a ninguna parte.
—No te preocupes. No dejaré que te toquen.
—¿Crees que el comisario vendrá a ayudarnos?
A Laurel le dio vergüenza admitir que ella también se estaba preguntando lo
mismo, pero descartó la posibilidad. Las paredes del cañón eran muy altas. Laurel no
creía que Hen pudiese oír los disparos desde el pueblo, aunque estuviera despierto.
Tendría que defenderse sola.
—Hen acabaría con ellos en un abrir y cerrar de ojos —dijo Adam con la confianza
que tiene un chico en su héroe.
—Yo también puedo acabar con ellos —dijo Laurel, irritada al pensar que Adam
tenía tan poca fe en su capacidad para defenderlo—. Y lo voy a hacer si se siguen
acercando.
Los hombres parecían estar frente a un dilema. Después de fracasar en su intento
por hallar una manera de escalar las paredes del cañón, que eran casi
perpendiculares, parecían estar tratando de encontrar un nuevo método de ataque.
Detrás de ellos, Brimstone pareció tranquilizarse, aunque no paraba de dar
resoplidos y relinchar de vez en cuando.

~134~
Leigh Greenwood Laurel

Laurel volvió a concentrarse en los cuatro hombres, que seguían desperdigados


por el patio. Si decidían correr hacia la casa, no podría cubrirlos a todos con la
escopeta. Podría dar a dos de ellos, pero los otros dos probablemente podrían llegar
hasta la casa antes de que ella tuviera tiempo de volver a cargar la escopeta.
—Ten listo el rifle —le dijo a Adam.
—Ésta es tu última oportunidad —gritó Damián—. Entréganos al chico y no te
molestaremos más.
—No.
—Te lo advertimos.
Los hombres se acurrucaron sobre las plantas de los pies y se pusieron en posición
de arrancar a correr hacia la casa tan pronto como oyeran el primer disparo.
—Arrojen sus armas.
La voz salió de entre la oscuridad, su tono era frío y amenazante. Los Blackthorne
dieron media vuelta, pero la sombra renegrida de los arces ocultaba perfectamente a
quien estaba hablando. Trataron de buscar un blanco, pero no pudieron ver a nadie.
—Tienen diez segundos o morirán donde están.
Una bala pasó zumbando a sólo unos centímetros de la mejilla de Damián. Los
cuatro hombres quedaron paralizados.
—¡Es el comisario! —gritó Adam. Laurel tuvo que agarrarlo, o el chico habría
salido corriendo por la puerta.
—Pueden olvidarse de su centinela —dijo Hen—. Mi caballo lo tiene encaramado
a un árbol. —Hubo un momento de silencio—. Es un árbol de ramas muy frágiles.
Pueden quebrarse en cualquier minuto.
Laurel oyó nueve golpes secos, a medida que los rifles y las pistolas fueron
cayendo al suelo.
—Las pistoleras también.
—Pero nosotros no hemos hecho nada —dijo Damián Blackthorne—. Sólo
estábamos tratando de hablar con Laurel.
—Oí tres disparos.
—Todos de ella —dijo Damián.
—¿Eso es cierto?—gritó Hen.
—Sí—respondió Laurel.
En ese momento Hen se materializó de entre las sombras.
—Estoy esperando las pistoleras.

~135~
Leigh Greenwood Laurel

Los hombres gruñeron, pero se desabrocharon el cinturón y lo dejaron caer al


suelo.
—Ahora se pueden ir.
—¡No se puede quedar con nuestras armas! —exclamó otro de los hombres—. No
hemos hecho nada.
—En mi opinión, amenazar a una mujer y tratar de llevarse a su hijo es hacer
mucho.
—No puede probar nada.
—No tengo que hacerlo. Yo soy el que tiene el arma. Desde luego, si quieren tratar
de escapar, adelante.
—¿Con usted apuntándonos? —exclamó Damián—. No tendríamos ninguna
posibilidad.
—Más o menos las mismas que ustedes le estaban dando a Laurel. Ahora, tienen
cinco segundos para desaparecer de mi vista o los voy a arrestar a todos.
—¿Y qué hay de Efraim?
—Lo voy a detener por intentar robar mi caballo.
—Volveremos a buscarlo —dijo Damián.
—Ya saben dónde vivo. Entretanto, están desvelando a la señora Blackthorne. Y a
menos que quieran ayudarla a lavar, les sugiero que se larguen de aquí. A la bajada
del cañón hay un par de tíos esperándolos para llevarlos hasta la salida del pueblo.
Mañana mandaré a alguien con sus caballos.
—Pero son casi ocho kilómetros —dijo uno de los hombres.
—Alégrense de que no sea más lejos y arranquen ya.
Laurel vio cómo los Blackthorne se marchaban en silencio.
—Adam —gritó Hen—, recoge estas armas. Quiero echarle un vistazo al que está
en el árbol.
Adam ya había salido por la puerta e iba por la mitad del patio cuando Laurel
terminó de guardar sus armas y salió al frío de la noche. Ella recogió las pistoleras.
Cuando llegó hasta donde estaba el comisario, Efraim ya se había bajado del árbol y
tenía las manos amarradas a la espalda.
—Yo no estaba tratando de robar el caballo —protestó—. Él comenzó a atacarme.
Es un asesino.
—Hola, Efraim —dijo Laurel.
Efraim hizo caso omiso de Laurel.

~136~
Leigh Greenwood Laurel

—Esta vez sí que se ha pasado, comisario —le dijo a Hen—. La próxima vez
vendrá Avery y lo matará en cuanto lo vea.
Hen hizo caso omiso de Efraim. Tomó las pistoleras de manos de Laurel y se las
colgó al muchacho del cuello.
—Lo mejor será que me lleve a Brimstone de una vez. Así no tendré que
despertarla por la mañana.
—Parece que siempre le estoy dando las gracias por salvarme —le dijo Laurel a
Hen.
—Para eso estoy aquí —dijo Hen.
—Usted no habría logrado pasar si ese maldito caballo no hubiera estado a punto
de matarme —dijo Efraim.
—No esté tan seguro —le advirtió Hen—. Ahora, en marcha. Vigílalo, Brimstone.
Para desgracia de Efraim, el enorme semental blanco comenzó a bajar el cañón
detrás de él.
—Me va a matar —dijo Efraim, mientras trataba de situarse lejos del alcance de los
enormes dientes de Brimstone.
—Entonces asegúrese de no hacer nada que él no entienda. ¿Usted está bien? —le
preguntó Hen a Laurel.
—Sí.
Hen despeinó a Adam con la palma de la mano.
—Parece que tienes una madre muy buena con las armas. Es difícil encontrar una
mujer que sepa disparar de esa forma, y que no le dé miedo hacerlo.
Laurel se sintió aliviada al pensar que estaban en medio de la oscuridad, pues se
había puesto roja de la vergüenza. Todo lo que había dicho acerca de que Hen era un
pistolero se había vuelto en su contra haciéndola aparecer como una redomada
hipócrita. Afortunadamente, Hen tuvo la amabilidad de no hacérselo notar.
—Será mejor que vigile a su prisionero.
—¿Puedo ayudarte a encerrarlo? —preguntó Adam.
—Preferiría que te quedaras aquí y protegieras a tu madre —dijo Hen y luego se
volvió hacia Laurel—. Quiero que se muden a la casa del comisario mientras estoy
ausente.
—Estaremos bien aquí.
—Al menos pasen la noche en el pueblo.

~137~
Leigh Greenwood Laurel

—No creo que vuelvan en una temporada. —Laurel parecía tranquila, pero la
cabeza le daba vueltas como loca.
Hen debía de haberse despertado con el primer tiro de escopeta y luego debió de
correr hasta allí para llegar tan rápido. Eso era algo más que un hombre cumpliendo
con su deber. Era un hombre que sólo tenía una cosa en mente; estaba tan
obsesionado que cuando se despertó con el sonido de un disparo lejano, sólo pudo
llegar a una conclusión. Hen había acudido en su ayuda sin saber con cuánta gente se
iba a encontrar, sin pensar en el peligro que corría.
Y ahora estaba insistiendo en que ella se quedara en su casa del pueblo. Laurel
sintió la misma excitación que la consumía cada vez que él estaba cerca. Sólo que esta
vez iba acompañada por una sensación de asombro. Hen realmente parecía
preocuparse por ella, al menos un poco. Si no fuera así, nunca habría pensado en
ofrecerle su propia casa. Laurel trató de decirse que debía tomarse un tiempo para
pensar, pero rápidamente descubrió que la esperanza no era un animal muy dócil.
Superaba todos los obstáculos, hacía caso omiso de la razón, aplastaba al sentido
común y sólo necesitaba del más mínimo estímulo para acoger las posibilidades más
improbables.
Pero no podía ser. Sabía que a pesar de lo agradable que era construir inofensivos
castillos en el aire mientras lavaba las incontables piezas de ropa que llenaban su
alberca, la esperanza también tenía el poder de hacer daño. Y ella ya había sufrido un
golpe muy grande.
—No me voy a ir hasta que usted lo prometa —dijo Hen—. Podrá mantenerlos a
raya con esa escopeta, pero no va a lograr que se vayan. Y ellos podrían tenerla
atrapada aquí hasta hacerla morir de hambre.
—No, si usted está cerca.
—Ése precisamente es el problema. Voy a salir con la partida y estaré ausente
durante algún tiempo. Quiero que, mientras yo no esté, Adam y usted pasen la noche
en mi casa.
Laurel podía sentir que su determinación comenzaba a flaquear. Estaba tan
desesperada por creer que alguien se preocupaba por ella que estaba casi dispuesta a
abandonar toda precaución. Casi.
—Ya le he dicho que no es necesario.
—Si no baja al pueblo, trasladaré el pueblo al cañón.
—¿A qué se refiere?
—Voy a nombrar una docena de comisarios encargados y tres o cuatro de ellos
podrán turnarse para acampar en su patio.
—No está hablando en serio.

~138~
Leigh Greenwood Laurel

—Dígame en qué hombres confía.


—No confío en nadie. —Laurel no sabía si Hen estaba bromeando. No parecía que
lo estuviera, aunque lo que acababa de decir era absurdo. Pero si estaba hablando en
serio...
—No se preocupe. Dejaré a Jordy aquí para que los mantenga a raya.
Laurel no pudo dejar de sonreír, con una sonrisa de perplejidad y confusión. Toda
esa conversación era ridícula.
—No es posible que realmente espere que yo duerma en su casa.
—Sí, eso espero.
—Pero ¿qué dirá la gente?
—Cuando vean lo bien que la cuido a usted, sabrán que
así los cuidaré a ellos. La gente no tiene por qué saber que hay algo distinto de eso.

—¿Y hay algo más?


—Eso espero.
El corazón de Laurel comenzó a latir con tanta fuerza que ella estaba segura de
que él alcanzaba a oírlo.
—Suponga que acepto y luego me quedo aquí —dijo. ¡Por Dios, ya estaba
cediendo! Se estaba dando por vencida. Laurel sentía que nada estaba bien. Que todo
era un embrollo. Ya no sabía qué era lo que estaba haciendo. Sólo podía ir a donde
creía que debía ir.
—Usted no haría eso. Mantendría su palabra.
Sí, lo haría. Aunque no quisiera hacerlo.
—Está bien, pero regresaremos aquí en cuanto usted vuelva.
—Eso espero. De otra manera, tendría que acampar junto al estero. Buenas noches.

Hen no se marchó al amanecer. El ataque a Laurel le hizo posponer la partida.


Sabía que a Peter y a Wally no les iba a gustar, pero creía que la seguridad de Laurel
era más importante que unas cuantas reses robadas.
—Voy a dejarlo regresar con su familia —le dijo Hen a Efraim después de que el
hombre desayunó—. Puede llevarse los caballos y las armas. También puede
llevarles un mensaje.

~139~
Leigh Greenwood Laurel

—No van a escuchar ningún mensaje de parte suya —dijo Efraim, que todavía
estaba furioso por haber sido arrinconado por un caballo y forzado a pasar la noche
en prisión.
—Dígales que dejen en paz a Laurel Blackthorne —dijo Hen—. Pueden robar
todas las reses que puedan agarrar y no voy a tocar a nadie que no atrape con las
manos en la masa. Pero si le hacen daño a esa mujer o a su hijo, los mataré como a
perros y dejaré que se pudran en la calle.
—Esa es una amenaza muy grande para que la ejecute un solo hombre.
—Si lo único que saben hacer es atacar a una mujer y a un chico al abrigo de la
noche, estoy seguro de que puedo lidiar con cien hombres como ustedes —dijo Hen
con desprecio—. Ahora lárguese. Me enferma ver su cara.
Hen se olvidó de Efraim casi antes de que éste saliera de la oficina. Tenía un
problema más grande que resolver. Había decidido convencer a Laurel de que se
marchara del cañón. Con el dinero que recibiría por el agua, podría vivir donde
quisiera. Pero hasta que ella no superara la desconfianza que les tenía a los hombres,
en especial a él, no era factible que se mudara.
—Es extraño que los Blackthorne quieran a ese chico —dijo Hope mientras servía
el almuerzo—. Deben de tener docenas de chicos como ése.
Con la intención de parecerse más a su héroe, Hope había comenzado a tomar
ropa prestada del armario de su hermano. Ahora usaba camisa a cuadros, botas y
sombrero. Hen se imaginaba que también se pondría pantalones si su madre la
dejara.
—Algunas personas tienen espíritu de clan. Les gusta mantener a toda la familia
en un solo sitio.
—Entonces, ¿por qué no quieren también a la madre?
—Supongo que porque a ella no parecen agradarle mucho.
—No me refiero a eso. Laurel es tan hermosa que sería lógico que alguno quisiera
casarse con ella.
Esa idea le produjo un extraño sentimiento a Hen. Laurel jamás se casaría con uno
de los Blackthorne. Pero ¿qué le importaba a él si así lo hiciera? Eso resolvería uno de
sus problemas más urgentes.
—No puedo responder a eso.
—Tal vez ella decida casarse. Tal vez si Adam tuviera un padre, los Blackthorne
no querrían llevárselo.
—¿Por qué estás tan segura de que se va a casar?

~140~
Leigh Greenwood Laurel

—Ahora tiene dinero. No se tiene que quedar en Valle de los Arces. Puede
marcharse a Tucson o a Casa Grande, o a algún lugar así. Muchos hombres querrán
casarse con ella. Mamá dice que nunca ha visto a una mujer más hermosa. Creo que
Miranda Trescott es igual de bonita, pero papá dice que los hombres siempre van a
preferir a Laurel Blackthorne por encima de Miranda. No lo entiendo. ¿Tú sí?
Sí, claro que Hen lo entendía. La belleza de Miranda podía compararse con la de
una figura de porcelana, perfecta y frágil, sólo para ser contemplada. Por otro lado,
era imposible pensar en Laurel sin desear tocarla. El color profundo e intenso de su
pelo y sus labios, el brillo de sus ojos, la textura cremosa de su piel, la redondez de su
esbelta figura, todo en ella tenía la facultad de complacer los sentidos.
Sí, Hen lo entendía muy bien.
—Supongo que los hombres y las mujeres tienen gustos distintos —dijo Hope.
—Así es.
—¿Con qué clase de hombre crees que se casará la señora Blackthorne?
Hen se sobresaltó al pensar en eso. Desde el ataque de Damián, estaba convencido
de que Laurel debería casarse para buscar protección y darle un padre a Adam. Pero
no había pensado en que se casara con nadie en particular. De hecho, ahora que
reflexionaba sobre el asunto, se dio cuenta de que siempre había estado pensando en
protegerla él mismo, en ayudarla a proteger a Adam.
Durante todo el tiempo que él estuviera en Valle de los Arces.
Realmente no había pensado en lo que podría pasar después de que se marchara.
Hen supuso que tendría que convencerla de que se mudase a algún lugar donde no
todo el mundo supiera que no estaba casada. Había montones de hombres buenos y
honorables a los que no les importaría que ella hubiese cometido un error, con tal de
que la gente no se lo echara en cara todos los días.
—Mamá dice que ella no va a encontrar a nadie que le guste por aquí. Si eso fuera
posible, ya lo habría encontrado.
—Eso suena lógico.
Hope lo miró con curiosidad.
—Mamá dice que ya es hora de que tú también pienses en casarte.
Hen la miró horrorizado.
—Yo no soy de los que se casan.
—¿Por qué no?
—No lo sé. A algunas personas les gusta quedarse en un solo lugar, tener una casa
bonita a la que regresan noche tras noche, estar junto a la gente que quieren, saber lo

~141~
Leigh Greenwood Laurel

que van a hacer mañana y pasado mañana. Esa clase de vida nunca me ha llamado la
atención.
—¿Qué te llama la atención, entonces?
Hen no había pensado que llegaría el día en que se haría esa pregunta. Siempre
había estado tan ocupado huyendo de las cosas que no le gustaban, que nunca había
tenido tiempo de preguntarse adonde quería llegar. Estúpido. Nadie llega a donde
quiere por accidente.
—No creo que haya nada en particular que me llame la atención. Justo en este
momento, lo único que quiero es mantenerme en movimiento.
Pero Hen ya no estaba seguro de que eso siguiera siendo cierto. No planeaba
quedarse en Valle de los Arces y tampoco planeaba regresar al Círculo-7. Pero no
quería seguir deambulando el resto de su vida. Sólo que no había encontrado un
lugar que le gustara lo suficiente como para quedarse. Ni una mujer con la cual
quedarse. En realidad no había pensado en eso. Cuando pensaba en el futuro, nunca
se veía casado. Hen suponía que eso se debía a que Rose era la única mujer que se
había ganado su admiración incondicional, pero la admiración no era un sentimiento
de afecto.
—¿Con qué clase de mujer te casarías si decidieras establecerte? —preguntó Hope.
La chica parecía casi incómoda por la franqueza de su pregunta, pero era evidente
que estaba absolutamente interesada en la respuesta.
—Realmente no lo sé.
—Mamá dice que todos los hombres saben exactamente qué están buscando en
una mujer. Es posible que no lo encuentren, pero eso no impide que sigan buscando.
Hen no estaba buscando nada. Nunca lo había hecho.
No quería hacerlo.
—Si tuviera que casarme, supongo que buscaría a alguien como Miranda Trescott,
alguien joven, puro e inocente.
Pero tan pronto salieron de su boca esas palabras, Hen supo que no eran ciertas.
Nunca había pensado en Miranda. La vez que ella estuvo en su oficina, él
prácticamente terminó cubierto de sudor.
—No sabía que hubieses hablado con ella más de una o dos veces —dijo Hope y
era evidente que no le había gustado mucho enterarse de que él viera con tan buenos
ojos a otra mujer.
—No dije que quisiera casarme con ella, pero ella es la clase de mujer por la que
puede sentir admiración un hombre.

~142~
Leigh Greenwood Laurel

—Como lo planteaste, parecía que estabas loco por ella. —Hope todavía parecía
estar molesta, pero un poco más esperanzada.
—No te atrevas a ir a cotillearle lo que te he dicho.
—Nunca lo haría —dijo Hope y enseguida se puso en pie—. Será mejor que
regrese al restaurante o mamá vendrá a buscarme —agregó y comenzó a apilar los
platos.
Aunque parecía que el de la mujer ideal de Hen fuera un tema que había perdido
interés para Hope, Hen se sorprendió pensando todavía en eso. Siempre había
pensado que quería a alguien como su madre, pero ahora sabía que no era así. Ella
era una criatura hermosa y amable y él la quería mucho, pero era demasiado frágil.
Luego Hen asumió que podría amar a alguien como Rose. Ella era fuerte, decidida y
tenía un gran sentido común, pero de alguna manera eso no le resultaba atractivo.
Ningún hombre en sus cinco sentidos ignoraría a una mujer como Miranda Trescott,
sin embargo, Hen nunca había pensado en ella como su esposa y, después de hacerlo,
no le parecía que encajara.
En cambio sí había pensado en Laurel, no como su esposa, pero sí como alguien
que le interesaba. Varias veces se había sorprendido preguntándose dónde estaría
Laurel dentro de unos años, cómo sería Adam de mayor, y todas las veces se había
visto cerca de ellos. ¿Acaso era el tipo de sentimiento que llevaba a alguien a querer
casarse con otra persona en particular?
Eso no fue lo que le ocurrió a Monty. Su hermano no podía pensar en ninguna
mujer sin querer hacerle el amor. Hen admitía que le parecía que Laurel era atractiva
en ese sentido. Sus sueños eran la prueba que necesitaba, pero también había otros
sentimientos que eran más fuertes, en especial el deseo de protegerla, de cuidarla.
Hen se preguntó qué diría George.
Pues bien, ya tendría oportunidad de preguntarle. Después del telegrama de
Tyler, estaba seguro de que no tardaría mucho en presentarse en Valle de los Arces.
—No tendrás que hacer traerme la comida durante unos días —le dijo Hen a Hope
cuando la chica iba saliendo—. Voy a salir con una partida, está desapareciendo
demasiado ganado por aquí.
—Ya lo sé, lo he oído... ¿Será peligroso?
—Eso depende de lo que encontremos.
—Todo el mundo dice que los Blackthorne son unos asesinos. Si te interpones en
su camino, te matarán.
—Creo que me interpondré en su camino tarde o temprano.
—Ya lo has hecho. La gente dice que tú serás al primero que vengan a buscar
cuando lleguen al pueblo.

~143~
Leigh Greenwood Laurel

—¿Todo el mundo los está esperando?


—Claro. Papá me contó que tu caballo persiguió a Efraim desde el cañón. Él nunca
te perdonará por eso. Será mejor que comiences a cuidarte la espalda. Las balas no
avisan cuando es un cobarde el que aprieta el gatillo.
—Me mantendré a salvo —prometió Hen—. Si me disparan, es posible que otro de
mis hermanos decida presentarse aquí.
—¿Estás seguro de que Tyler es hermano tuyo? —preguntó Hope.
—¿Por qué lo preguntas?
—Porque no se parece en nada a ti. Pasa todo el tiempo cocinando y leyendo. El
único ejercicio que hace es cuando sale a caballo.
Hen sabía que debía haber mantenido vigilado a Tyler. Debía haber sabido que su
hermano se metería en líos.
—¿Adónde va?
—Tendrás que preguntarle a mi padre. Es el único con el que habla.
¿Qué demonios pensaba Tyler que estaba haciendo? ¿Tratando de ser el héroe?
Hen no necesitaba que lo protegieran. Tendría que tener una charla con su hermano
menor cuando regresara. En todos esos años, nunca había permitido que nadie le
siguiera los pasos y no tenía ninguna intención de comenzar ahora.

~144~
Leigh Greenwood Laurel

Capítulo 13

—¿Qué quiere usted que haga, comisario? —le preguntó la señora Worthy a
Hen—. Ella tampoco me va a escuchar a mí.
—Me prometió que dormiría en el pueblo —dijo Hen—. Sólo quiero que usted se
asegure de que no cambie de opinión.
—¿Cree que podría hacerlo?
—No quería venir.
—Entonces, ¿por qué aceptó?
—Porque prácticamente la obligué. —El escrutinio de la señora Worthy hizo que
Hen se sintiera incómodo—. No podía irme a perseguir cuatreros y dejarla sola allí
arriba, no después de dos ataques. Ellos podrían subir con todo un ejército hasta ese
cañón y el pueblo nunca se enteraría.
—Pero usted se dio cuenta.
—Es mi trabajo.
—¿Es la única razón?
—Eso no tiene importancia —dijo Hen, algo molesto, pues le dio la impresión de
que la señora Worthy parecía más preocupada por averiguar sus motivos que por la
seguridad de Laurel—. Usted es la persona con la que mejor se entiende.
—Haré lo que pueda. Siempre he sentido pena por ella, pero ella parece decidida a
ver lo peor en todo el mundo.
—Yo no sé nada sobre eso. Sólo quiero que esa mujer y su hijo se encuentren a
salvo mientras yo no estoy. Jordy se quedará con ellos. Ya le dije que la busque a
usted si algo anda mal.
—Todo el mundo habla de Jordy. Es increíble cómo ha cambiado ese chico desde
que vive con usted. Ha hecho un gran trabajo con él, comisario.
—Cualquiera habría podido hacerlo si alguien se hubiera tomado la molestia.
—La gente no siempre sabe qué hacer hasta que alguien le da ejemplo.

~145~
Leigh Greenwood Laurel

Hen tenía la sensación de que la señora Worthy quería hablar sobre algo más, pero
estaba decidido a no dejarse presionar.
—Tal vez pueda pedirle a la señorita Trescott que vaya a visitarla.
—No sabía que se conocían.
—Lo suficiente para que la hayan invitado a tomar el té.
La señora Worthy arqueó una ceja.
—Eso haré —dijo y luego sonrió, como si estuviera riéndose de un chiste
privado—. Me pregunto qué pensará de eso Ruth Norton.
—Ella fue la que la invitó.
Grace Worthy levantó la otra ceja.
—Si Laurel ya conquistó esa fortaleza, no tiene nada de que preocuparse.
—Bien. Ahora será mejor que me vaya o Peter Collins le dirá a todo el mundo que
me retrasé tanto en salir que los cuatreros tuvieron tiempo de llevarse hasta la última
de sus reses.
—Si quiere saber mi opinión, el señor Collins se queja demasiado. Debería hacer
mejor su trabajo.
—Pero para eso me pagan a mí.
—Tal vez usted debería pensar un poco en eso. Llegará el día en que no se sienta
orgulloso de la reputación que se está labrando.
—¿A qué se refiere?
—Por lo general los hombres no duran mucho tiempo de pistoleros. O bien los
matan o renuncian para dedicarse a un trabajo más tranquilo.
—Parece que ha estado hablando con Laurel.
—Supongo que todas las mujeres sentimos más o menos lo mismo. Ahora, váyase
a atrapar a sus cuatreros. Pero no haga nada que no quiera tener que explicarle a un
hijo suyo dentro de quince o veinte años.
—No planeo tener hijos.
—Muchos hombres no planean tenerlos, pero de todas maneras los tienen.
Hen pensó que era mucho más seguro andar persiguiendo criminales que tratar
con mujeres. Parecía que independientemente de lo que hiciera, ellas siempre
querían que él hiciera otra cosa. Debería haberle dicho a Hope que la mujer ideal lo
aceptaría tal como era.

~146~
Leigh Greenwood Laurel

—Sencillamente no quiero quedarme en el pueblo —le dijo Laurel a la señora


Worthy—. Si no hubiese dado mi palabra, regresaría enseguida al cañón.
—Pero tú no vas a hacer eso, porque si lo hicieras yo tendría que subir hasta ese
maldito lugar para quedarme contigo —dijo la señora Worthy riendo entre dientes—.
Y estaría tan fatigada cuando llegara a la cima que no podría dormir. Y entonces
tendrías que pasar la noche en vela cuidándome.
Laurel esbozó apenas una sonrisa. A pesar de la promesa que le había hecho a
Hen, estaba decidida a quedarse en el cañón. Pero tuvo la mala suerte de que Adam
los oyera, y el chico estaba tan excitado ante la perspectiva de pasar la noche con
Jordy, que Laurel no pudo decir que se quedarían. Además, tenía que dar ejemplo a
su hijo. No quería que pensara que ella rompía alegremente sus promesas.
La casa del comisario era de madera sin pintar y estaba en la misma calle de la
cárcel, dos puertas más abajo. Tenía tres habitaciones arriba y tres abajo y paredes de
tablas pintadas, muy sucias debido al polvo y el paso del tiempo. Las tablas del suelo
crujían. La falta de cuadros y cortinas le daba el aspecto de un lugar deshabitado, a
pesar de que estaba amueblada.
—Puedes quedarte con nosotros si no te sientes cómoda aquí —dijo la señora
Worthy y le echó un vistazo a la habitación y sus escasos muebles—. Ya sé que no es
mucho, pero a los hombres no les importa mientras tengan una cama y una silla
cómoda. Y el pueblo no va a gastar más dinero si no tiene que hacerlo.
Pero la incomodidad de Laurel no tenía nada que ver con la casa ni con los
muebles. Tenía que ver con el hecho de que era la casa de Hen y ella se sentía como si
se hubiera ido a vivir con él. Sabía que Hen estaba a kilómetros de distancia, pero eso
no tenía importancia.
—No se trata de eso, la verdad es que es mejor que mi casa —dijo Laurel.
—Con el dinero que recibirás por el agua, podrás arreglar tu casa.
—Eso supongo. —Laurel no le iba a contar a la señora Worthy que pensaba
ahorrar todo el dinero para poder marcharse del pueblo.
—Hope vendrá con el desayuno a las siete de la mañana.
—No, no podemos... de verdad, no podemos.
—Tenemos un contrato para suministrarle la alimentación al comisario. Cuando él
está ausente, alguien tiene que comérsela.
—Désela a Jordy. Me imagino que puede comer tanto como Hen.
La señora Worthy soltó una risita.
—Según Hope, come dos veces más. Ahora, acomoda a ese par de chicos y deja de
preocuparte. El comisario regresará dentro de un par de días y las cosas volverán a la

~147~
Leigh Greenwood Laurel

normalidad—. La señora Worthy se dirigió hacia la puerta—. No dudes en llamarme


si necesitas algo. Estoy sólo a tres casas de aquí.
—Lo haré. Y gracias por ser tan amable.
—De nada. Me alegra saber que no estás en ese cañón. Yo no podría dormir allí ni
un segundo.
—Yo ya lo estoy extrañando.
—Estoy segura de que es perfecto para la gente a la que le gustan ese tipo de cosas
—dijo la señora Worthy, que no estaba muy convencida—. A mí, en cambio, me
gusta tener gente alrededor. Hay felinos en esas montañas.
—Pero nunca bajan hasta el cañón.
—Nunca digas nunca —advirtió la señora Worthy, mientras abría la puerta y se
preparaba para marcharse—. Eso es tentar al destino.
Laurel oyó cómo se desvanecía el sonido de los pasos de la señora Worthy sobre la
acera de madera y experimentó varios sentimientos encontrados. Se sentía aliviada
por estar otra vez a solas, pero al mismo tiempo no sabía cómo reaccionar ante la
abrumadora sensación de la presencia de Hen. Aceptar dormir en su casa implicaba
dar un paso más en una relación que ella sabía, desde el comienzo, que no tenía
futuro.
Todo el día se había dicho que sólo había aceptado debido a los Blackthorne. Si
estaban decididos a llevarse a Adam, ella iba a tener que salir de ese cañón tarde o
temprano. A Adam le gustaría. Jordy era su primer amigo de verdad. Pero mientras
subía las escaleras para interrumpir la lucha cuerpo a cuerpo que había oído que
estaba comenzando, admitió que estaba allí porque eso hacía que se sintiera más
cerca de Hen. Estando cerca de él se sentía segura y protegida, un sentimiento que
había comenzado a disfrutar.
Un rato más tarde, Laurel se puso de pie, lavó su taza de café y la puso en la
estantería. Era hora de irse a la cama. No podía posponerlo por más tiempo. Tomó la
lámpara y comenzó a subir las escaleras. No se oía ningún ruido en la habitación de
los niños. Laurel levantó la lámpara cuando se paró en el umbral de la habitación de
Hen. Necesitó de toda su voluntad para entrar, caminar hasta la cama, poner la
lámpara sobre la mesita de noche y sentarse en el borde de la cama. Tuvo que hacer
un esfuerzo para no volver a levantarse enseguida.
«Esto es una estupidez. Ya eres una mujer adulta. Es una tontería que te
comportes como si te estuvieras metiendo en la cama con un fantasma».
La verdad es que si se hubiese encontrado con un fantasma, Laurel no se habría
asustado pues la presencia de Hen era tan tangible que parecía real.

~148~
Leigh Greenwood Laurel

Laurel se habría vestido y habría regresado al cañón en ese mismo instante, si no


supiera que se vería abocada a dar una cantidad de explicaciones que serían muy
incómodas de dar. Nunca en su vida había sido tan consciente de la presencia de un
hombre. Si Hen estuviera en la habitación con ella, su presencia no podría haber sido
más real. Finalmente, se armó de determinación y logró despejar en parte esa
enervante sensación, pero esa noche le quedó muy clara una cosa: sus sentimientos
hacia Hen habían superado la simple amistad.
Retiró las sábanas y se metió en la cama. En cuanto su cuerpo tocó las sábanas, la
asaltó un torbellino de sensaciones que la dejó abrumada. Se sentía intensamente
consciente de que su cuerpo estaba tocando los mismos lugares que había tocado el
cuerpo de Hen hacía sólo unas horas. Laurel se puso rígida, todos sus músculos en
tensión.
Mediante un esfuerzo de concentración, obligó a su cuerpo a relajarse. Pero
cuando sus músculos se aflojaron y sintió que parte de la tensión se desvanecía,
cobró conciencia de una sensación que salía del fondo de su vientre y que no había
sentido hacía muchos años.
Su relación con Carlin duró sólo unas semanas y fue muy poco satisfactoria, pero
todavía podía recordar esa primera noche y la expectativa de entregarse al hombre
que creía que amaba con todo su corazón. Ahora, sentía algo parecido: las
vibraciones que se extendían por todo su cuerpo, los estremecimientos que no tenían
nada que ver con el frío, la sensación de que estaba a punto de ocurrir algo
terriblemente excitante y maravilloso.
Laurel podía sentir en el ambiente el rastro del olor de Hen.
Podía imaginárselo acostado en esa cama, con la cabeza sobre la almohada; la
manera en que el peso de su cuerpo hacía que el colchón emitiera suaves sonidos de
protesta y la forma en que sus largas piernas llegaban hasta el extremo de la cama. La
imagen de Hen alejándose de ella cruzó de pronto por su mente con claridad: ese
cuerpo perfecto, con unos pantalones ajustados... Laurel sintió que la espiral que se
desenrollaba dentro de su vientre era cada vez más intensa y que sus extremidades
se ponían cada vez más rígidas.
¿Dormiría desnudo? No pudo evitar imaginarse el largo cuerpo de Hen
frotándose contra las sábanas, las mismas sábanas que rozaban ahora sus brazos y
sus piernas. De manera casi instintiva, el cuerpo de Laurel se hundió más en la cama.
La visión de esas piernas largas y poderosas acariciadas por la sábana se volvió más
potente y vívida.
Laurel se sorprendió al sentir que sus pezones comenzaban a endurecerse. Todo
su cuerpo estaba en un estado de excitación física sólo por el hecho de pensar en Hen
Randolph.

~149~
Leigh Greenwood Laurel

Una vez más hizo un esfuerzo para relajarse y se obligó a hacer caso omiso de la
aspereza de las sábanas que la hacían pensar en manos que recorrían su piel, a hacer
caso omiso del estremecimiento que le producía la expectativa, a ignorar el deseo que
había permanecido dormido dentro de ella durante tanto tiempo y la sensación de
que sólo Hen podía aliviar ese dolor cada vez más profundo.
Para distraerse, Laurel se obligó a repasar la lista de las cosas que tenía que hacer
al día siguiente. Cuando la imagen de Hen siguió interfiriendo con fuerza, comenzó a
pensar en voz alta. Cuando ya no se le ocurrieron más tareas, comenzó a hacer el
inventario de las prendas de ropa que tenía que lavar, las que había que hervir dos
veces, las que estaban tan sucias que tenía que usar el doble de jabón y restregar con
más fuerza, pues mucha gente usaba la ropa hasta que la mugre se metía entre las
fibras de la tela; claro que había otras prendas que con un poco de jabón y casi sin
frotar ya estaban listas, porque sus dueños las usaban una vez y luego las echaban a
lavar, de manera que no estaban sucias aún cuando llegaban a su barreño.
Poco a poco, Laurel se fue relajando lo suficiente como para conciliar el sueño. Y
cada vez que los pensamientos sobre Hen amenazaban con perturbar esa calma que
había logrado obtener con tanto esfuerzo, se concentraba con más ferocidad en su
trabajo. Poco a poco la fatiga de un largo día, precedida de una noche casi sin dormir,
le fue ganando la partida y Laurel se sumió en un sueño intranquilo.
Hen acechó sus sueños con la misma intensidad con que acechaba sus horas de
vigilia.

Avery Blackthorne frenó su caballo hasta detenerlo frente al establo. Los


escombros chamuscados ya habían sido retirados y en el mismo lugar se erguía
ahora una construcción nueva, de madera recién aserrada. Iba montado en un
jamelgo, tenía la ropa cubierta de polvo y parecía un bulto sobre la silla. Nadie sabía
su nombre, pero tenía la apariencia de un Blackthorne. Si su estatura y sus rasgos
claramente hispanos no atraían la atención de la gente, sus ojos seguramente lo
harían. Parecían los ojos de un gato, eran de color amarillo tostado y establecían un
fuerte contraste con su piel oscura y su cabello negro. También eran unos ojos duros
y crueles, algo que solía utilizar para su beneficio. Sin embargo, ese día prefirió
mantener el ala de su sombrero alto sobre la cara para evitar que lo reconocieran.
Había ido a matar a Hen Randolph.
—¿Dónde puedo dejar un caballo? —le preguntó a uno de los hombres que
estaban cortando un pedazo de madera a lo largo.
—Pregunte donde el herrero —dijo el hombre, sin levantar la vista de su trabajo—.
Tiene un pequeño corral.

~150~
Leigh Greenwood Laurel

—¿Y dónde encuentro al herrero?


—Allí —dijo el hombre y señaló hacia la casa que estaba frente a donde se
encontraban—. Desde aquí se alcanza a oír el martilleo.
Avery se apeó y condujo a su caballo hasta donde se encontraba el herrero, que
estaba arreglando el enganche de una carreta.
—Me han dicho que puedo dejar aquí mi caballo —dijo Avery.
El herrero levantó la vista de su trabajo.
—Falta mucho para que Wilson termine su nuevo establo, pero tendrá que hablar
con él sobre la comida.
Avery llevó el caballo al corral y comenzó a quitarle la silla.
—¿Cuándo se quemó el establo ?
—Hace más de una semana. El nuevo estará terminado en un par de días.
Avery levantó la silla del lomo del caballo y la puso sobre la cerca del corral. Al
lado puso la gualdrapa.
—¿Y cómo empezó el incendio?
—Probablemente fue uno de esos malditos vaqueros, que no prestan atención a
dónde arrojan los cigarros cuando están ebrios.
Avery deslizó los palos que cerraban la entrada y metió el caballo en el corral.
—Tuvieron suerte de que no se quemara nada más —dijo, y le echó un vistazo al
conjunto de construcciones de madera que formaban el pueblo—. Podría haber
ardido todo el pueblo.
—Sí. Por eso hemos decidido construir un canal hasta el arroyo que hay en el
cañón, allá arriba —le dijo el herrero—. El plan es comenzar tan pronto como regrese
el comisario.
Avery se recostó contra la cerca del corral.
—Me han dicho que ahora tienen un comisario nuevo.
—Nadie se queda mucho tiempo.
—He oído que este hombre es distinto.
El herrero hizo una pausa y levantó la mirada.
—Parece bastante competente.
—¿Cuánto tiempo va a estar fuera?
—No sé.

~151~
Leigh Greenwood Laurel

Avery se tomó el tiempo de liar un cigarrillo. Le dio unas cuantas chupadas y


aspiró el humo hasta lo más profundo de los pulmones antes de soltar el aire.
—¿Dónde puedo conseguir algo de comer?
—En el restaurante de los Worthy. Es muy fácil de encontrar. Con ese nuevo
cocinero que tienen, siempre está lleno de gente.
—Gracias —dijo Avery y empezó a caminar calle abajo. Hacía casi ocho años que
no visitaba Valle de los Arces. El pueblo había crecido. Tendría que reflexionar un
poco sobre eso. Era probable que hubiera buenas oportunidades allí.
No le costó trabajo encontrar el restaurante. Era imposible dejar de percibir el
aroma del pan recién horneado y el estofado de res. A juzgar por la cantidad de
gente que había dentro, supuso que a todo el mundo le había pasado lo mismo que a
él; ese olor te conducía directamente allí aunque no tuvieras intención de acercarte.
Avery se sentó en la única mesa que estaba sin ocupar.
—Estaré con usted en un minuto —dijo la mujer, cuando vino a recoger los platos
que habían dejado los últimos comensales.
—No hay prisa —le aseguró Avery, pero la mujer regresó casi enseguida.
—Hoy sólo tenemos un plato —dijo.
—Entonces sírvame uno de ésos.
La comida llegó pocos minutos después. Avery estudió a la gente que estaba en el
restaurante mientras comía.
—¿De quién es este lugar? —preguntó cuando la mujer fue a servirle un trozo de
pastel.
—Mío. Soy la señora Worthy.
—Mis respetos para el cocinero —dijo Avery, luego esperó a que ella volviera a
llenarle la taza de café y diera media vuelta para regresar a la cocina—. ¿Podría
decirme dónde puedo encontrar a Laurel Simpson?
La señora Worthy se puso pálida.
—No conozco a nadie con ese nombre.
—Creo que ahora se hace llamar Blackthorne.
La señora Worthy entrecerró los ojos y miró al hombre de manera penetrante.
—Si eso es lo que desea, ¿por qué no lo dijo?
—No quería llamarla por un nombre que no tiene derecho a usar.
—En cuanto a eso, parece que hay ciertas diferencias de opinión.
—No creo que importe cómo la llame.

~152~
Leigh Greenwood Laurel

—Sí importa, si usted la llama por un nombre equivocado.


Avery apretó las cejas. No estaba acostumbrado a que una mujer le llevara la
contraria. De hecho, no estaba acostumbrado a que nadie le llevara la contraria. Pero
finalmente logró controlarse con un poco de esfuerzo.
—Entonces, ¿cómo debo preguntar por ella?
—Si tiene que preguntar por ella, y le aconsejo que antes de tomar una decisión
piense bien esa pregunta, será mejor que le diga señora Blackthorne. Así todo el
mundo sabrá a quién se refiere.
—Usted no es muy amigable.
—Nunca soy amigable con la gente que anda buscando crear problemas.
—¿Qué le hace pensar que yo voy a hacer eso?
La señora Worthy lo miró con severidad.
—Si no necesita nada más, tengo otros clientes que atender.
Avery se quedó en silencio hasta que se le pasó la rabia. Luego se comió el pastel,
se bebió el café, dejó unas monedas sobre la mesa y se marchó. Calculaba que no toda
la gente del pueblo iba a ser tan tacaña con la información y en menos de treinta
minutos encontró a varias personas que estaban encantadas de decirle dónde podía
encontrar a Laurel Blackthorne y de conocer cuál era su apellido de soltera, el único
apellido que, según su opinión, tenía derecho a usar. Avery también se enteró de que
Adam pasaba la mayor parte del tiempo en el cañón y lo encontró montando a su
caballo de acá para allá y enseñándole a girar al hacerle presión con la rodilla.
—¡Qué caballo tan grande tienes ahí! —dijo Avery y salió de atrás de un arbusto
de paloverde—. ¿Quién te enseñó a montar así?
—El comisario.
Avery contrajo la cara. Estaba empezando a hartarse de ese comisario, parecía que
la gente de ese pueblo no podía
hablar sin nombrarlo en algún momento.
—Debe de ser un buen jinete.
—Él es bueno en todo.
Avery decidió que ya era hora de hacer algo con Hen Randolph.
—Debes tener cuidado con los extraños. Nunca se sabe qué están tramando.
—El comisario no es un extraño. Lleva aquí varias semanas.
—Supe que golpeó a tu tío y lo metió a la cárcel.
Adam detuvo el caballo.

~153~
Leigh Greenwood Laurel

—Él trató de sacarme de la casa. Le hizo daño a mi mamá.


—Él sólo quería llevarte con tu familia. No tenía intención de hacerle daño a tu
madre.
Adam miró a Avery con rabia.
—Pero le hizo daño. Golpeó a mi mamá.
Avery decidió que tenía que usar una táctica diferente si quería llegar a alguna
parte con ese chico.
—Tu tío no debió hacer eso. No está bien golpear a la madre de un chico.
Adam dio la impresión de bajar un poco la guardia.
—No es bueno depender de los extraños cuando tienes una familia.
—Mi madre dice que yo no tengo familia, sólo a ella.
—Claro que la tienes. Tienes tres tíos y el abuelo que te dio ese caballo. Si no lo
tratas bien, es probable que te lo quite.
—¡No! —Adam agarró las riendas como si estuviese a punto de salir corriendo.
Avery sintió que por fin había encontrado un punto débil. Era obvio que Adam
amaba a su caballo.
—¡Espera!
—Mi madre dice que no hable con extraños.
—Yo no soy ningún extraño. Soy tu abuelo.
—No te creo —dijo Adam con terquedad—. Yo no te conozco.
—Si me permites hablar contigo, me conocerás. Entonces tal vez aprendas a
quererme.
—¿Vas a tratar de sacarme de aquí?
—No. Quiero que nos volvamos amigos. Quiero que me ayudes a atrapar al
comisario.
—No. Él es un buen hombre, como mi papá.
Avery se quedó callado un momento. Era obvio que Laurel no le había contado al
niño cómo murió Carlin. Tal vez esa era la oportunidad que necesitaba.
—Tú amas a tu papá, ¿cierto?
Adam asintió con la cabeza.
—Piensas que era un buen hombre.
Adam volvió a asentir.

~154~
Leigh Greenwood Laurel

—¿Crees que a tu padre le gustaría que te aliaras con un extraño en contra de su


familia? —Avery se dio cuenta enseguida de que había tocado una fibra vulnerable—
. ¿Crees que él estaría orgulloso de un hijo que ayuda al comisario a hacerle daño a
su hermano?
—Yo no le ayudé —dijo Adam.
—Pero tampoco lo detuviste.
Adam parecía confundido.
—Pero es que soy muy pequeño.
—Tú podrías ayudarme a castigarlo.
—Pero él no hizo nada malo.
—Le hizo daño al hermano de tu padre. Y ahora anda por ahí, tratando de
hacerles daño a los demás.
—Está buscando cuatreros.
—Eso es lo que ha dicho, pero en realidad está tratando de matar a los
Blackthorne. ¿Qué clase de chico serías si ayudaras a un extraño a matar a tus tíos?
Adam levantó la quijada con un gesto de terquedad, pero Avery se dio cuenta de
que había plantado la semilla de la duda y se sintió satisfecho con el progreso del día.
—Sólo quiero que me ayudes a impedir que siga haciéndoles daño a los hermanos
de tu padre. ¿Lo harás?
Adam no respondió.
—No serías un hombre si dejaras que la gente ande por ahí haciéndole daño a tu
familia. La gente comenzará a pensar que eres un gallina.
—¡Yo no soy ningún gallina! —gritó Adam.
—Yo sé que no lo eres. Ningún Blackthorne es un gallina, pero los demás pueden
pensar otra cosa. Tienes que reflexionar sobre lo que te estoy diciendo. Volveremos a
hablar mañana.
—Se lo voy a contar a mi mamá.
—Esto es un asunto de hombres —dijo Avery y miró a Adam con seriedad—. Sólo
un afeminado le hablaría a su madre sobre los asuntos de hombres.
—Yo no soy un afeminado.
Avery sonrió.
—Piensa en lo que te he dicho. Tienes buenas manos y aptitud con los caballos.
Uno de estos días te convertirás en un excelente jinete.

~155~
Leigh Greenwood Laurel

—No hay duda de que todo ha estado muy tranquilo durante estos últimos dos
días —le dijo Horace Worthy a su esposa—. No quisiera criticar tus habilidades
Culinarias, pero no tienen nada que ver con las de Tyler.
—No estás hiriendo mis sentimientos —dijo Grace—. Yo también prefiero su
comida.
—¿Crees que regresará?
—Sólo cuando regrese su hermano.
—¿Crees que podrá serle de alguna ayuda? Después de todo, sólo es un cocinero.
—No es un cocinero. Es un hombre que sabe cocinar.
Laurel había logrado mantener sus pensamientos lejos de Hen durante todo el día,
pero tan pronto empezó a lavar su ropa, fue imposible. Todos los pensamientos que
había tratado de hacer a un lado, todos los sentimientos que había negado, todas las
esperanzas que había tratado de pasar por alto cayeron de repente sobre ella como
una ola gigantesca. Hen ya llevaba tres días ausente y Laurel tenía conciencia de cada
minuto que había pasado desde que se fue.
Dormir en su cama todas las noches había hecho que la presión de pensar en él
fuera abrumadora. Pero después de tres días de tratar de pensar en cualquier cosa
que no fuera Hen, finalmente se vio forzada a admitir que no era capaz de tener
sentido común en lo que se refería a él.
No podía seguir evitando la pregunta que había comenzado a acecharla. ¿Sería la
actitud de Hen Randolph producto de una preocupación real por ella o sólo era un
comisario particularmente galante que tenía debilidad por las viudas y los chicos sin
padre? El sentido común le decía que el hecho de que él le hubiese permitido pasar
las noches en su casa sólo era parte de su deber como comisario. Pero el corazón de
Laurel no quería creerlo. Ella no quería creerlo.
Estaba segura de que lo iba a extrañar si no regresaba. Esperaba con ansia sus
visitas. Bueno, tal vez no las esperaba, porque nunca eran regulares, pero no podía
negar la emoción y el placer que sentía cuando él iba a verla.
Eso era muy difícil de admitir, pues iba contra todo lo que ella deseaba. Pero tenía
que ser honesta. Sin importar la clase de hombre que fuera Hen, él le gustaba más
que cualquier otro hombre que hubiese conocido.
Laurel restregó la camisa con un poco más de fuerza, la escurrió, la puso en el
agua para enjuagar y comenzó con otra.
Entonces sonrió para sus adentros. Hen era una especie de dandi, al menos para lo
que se estilaba en Valle de los Arces. Era muy alto y delgado, y el fuerte contraste
entre los colores blanco y negro que siempre usaba producía una impresión

~156~
Leigh Greenwood Laurel

deslumbrante, en especial en un pueblo caluroso y polvoriento como Valle de los


Arces. Todos los días se ponía una camisa limpia, una corbata de cuero vaquera,
chaleco oscuro y pantalones negros. Nunca se ponía una prenda más de una vez.
Laurel se preguntaba si todos los ricos de Virginia estarían acostumbrados a esa
extravagancia.
Cada vez era más y más difícil recordar que Hen era un pistolero. Laurel había
llegado a preguntarse si realmente sería el pistolero que todo el mundo pensaba que
era.
Esperaba que no.
Pero, si no lo era, Hen estaba en grave peligro. Lo más probable era que los
Blackthorne estuvieran involucrados en cualquier robo de ganado que tuviera lugar
a unos ciento cincuenta kilómetros a la redonda. Y ellos eran unos asesinos.
Adam llegó al patio corriendo.
—El comisario ha vuelto —gritó— y atrapó a dos cuatreros.
Laurel puso la camisa en el agua de enjuagar y salió corriendo detrás de Adam,
mientras se secaba las manos con el delantal.

~157~
Leigh Greenwood Laurel

Capítulo 14

Las calles llenas de gente le daban al pueblo un ambiente festivo. Todo el mundo
quería ver a quién traía Hen. Mujeres que acababan de terminar sus compras y
hombres y chicos que suspendían sus labores se arremolinaban en la calle en medio
de murmullos y especulaciones. Laurel alcanzó a ver a Adam cuando salía corriendo
con Jordy. Había gozado de tanta libertad en los últimos días que ella ya no esperaba
que se mantuviera a su lado.
—Parece que todo el mundo ha decidido hoy salir a la calle —observó Grace
Worthy.
Laurel se volvió a mirarla con sorpresa. Estaba tan concentrada tratando de ver a
Hen que no se había dado cuenta de que Grace se acercaba.
—Supongo que tienen la esperanza de que esto signifique el fin del robo de
ganado.
—Los únicos a los que les preocupa el robo de ganado son Peter y Wally. La gente
está ansiosa por ver a quién ha atrapado el comisario.
—¿Por qué? —preguntó Miranda Trescott, que llegó segundos después que Grace.
Laurel se sintió de repente muy pequeñita. Estar junto a Miranda reforzaba sus
sentimientos de inferioridad. Sabía que ella era más hermosa que Miranda, que sus
senos eran más voluptuosos y sus curvas más redondeadas y atractivas; sin embargo,
se sentía casi fea cuando estaba junto a esa mujer. Miranda Trescott era joven y
bonita, se vestía de manera impecable, actuaba con gran seguridad en sí misma y era
simpática y muy agradable. Era amable, siempre estaba alegre y parecía toda una
dama. Laurel ya no se negaba que esperaba tener con Hen algo más que una amistad,
pero el hecho de estar junto a Miranda la hacía ver que sus sueños eran muy difíciles
de alcanzar.
—La gente tiene la esperanza de que el comisario haya atrapado a los Blackthorne
—dijo Grace Worthy—. Y al mismo tiempo esperan que no sea así.
—Eso no tiene ningún sentido —dijo Miranda.

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Leigh Greenwood Laurel

—Lo tiene cuando uno conoce bien el pueblo. La gente sospecha que los
Blackthorne están detrás del robo de ganado. Tal vez algunos de ellos sí están
involucrados, pero son un clan muy unido. Si tratamos de colgar a uno de los
Blackthorne, el resto se vengará del pueblo.
—Pero eso va contra la ley —dijo Miranda.
—Esa es la ley aquí —dijo Grace y señaló a Hen, que estaba entrando en el pueblo
en ese momento.
—Pero seguramente la gente del pueblo...
—El pueblo contrató a Hen Randolph para que hiciera lo que ellos no pueden
hacer —dijo Grace.
Las palabras de Grace Worthy sacudieron a Laurel. Ella sólo había pensado en el
daño que podían causar las armas, en la muerte de Carlin, en la clase de gente que
usaba las armas para lograr sus propósitos egoístas. Pero había olvidado que si no
había hombres como Hen, dispuestos a usar un arma para imponer la ley, los
delincuentes robarían y matarían a sus anchas.
Hen se lo había dicho, pero ella estaba tan ciega por su decisión de que Adam
nunca tuviera nada que ver con armas, por su propio temor a ser abandonada
nuevamente, que no podía verlo. La gente buena tenía que usar las armas, aunque no
quisiera, porque, si no lo hacía, la gente mala sí las usaría.
La multitud se apretó cuando Hen comenzó a avanzar por la calle. Detrás de él
venían dos hombres a caballo, con las manos atadas a la espalda y los pies amarrados
por debajo de la silla. Peter Collins y Wally Regen cabalgaban en la retaguardia, muy
sonrientes.
—William dice que es posible que esto no detenga los robos, pero al menos hará
que paren durante un tiempo —dijo Ruth Norton, que no era más inmune a la
curiosidad que los demás.
—Eso depende de cómo reaccione el pueblo —dijo Grace.
—¿A qué se refiere? —preguntó Miranda.
—Alguien sacó de la cárcel a Damián Blackthorne después de que atacó a Laurel
—dijo Grace—. Si el pueblo hace lo mismo con estos hombres, los únicos que
respaldarán al comisario serán Peter y Wally.
—Y William —dijo Ruth—. ¿Cómo podrían estar sus hijos a salvo si no lo hiciera?
Laurel tuvo que admitir que alguien tenía que hacer frente a los Blackthorne. Ella
sola no podía hacerlo. Probablemente la gente del pueblo pensaba lo mismo. Pero no
entendía por qué tenía que ser Hen quien lo hiciera. Debía de haber cientos de
hombres dispuestos a usar sus pistolas por doscientos cincuenta dólares al mes.

~159~
Leigh Greenwood Laurel

—¿Esos hombres son del clan Blackthorne? —preguntó Miranda.


—Son primos de Carlin —dijo Laurel—. Corbet y Doyle.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Grace.
—¿Se le olvida que estuve casada con un Blackthorne? Pasé un mes con ellos antes
de que...
Laurel se detuvo. Nunca le había dicho a nadie lo que Carlin le había hecho y no
iba a hacerlo ahora.
—... antes de que me marchara.
—¿Creen que los Blackthorne los respaldarán?
—No tendrán que hacerlo si alguien los saca de la cárcel —dijo Grace.
—Pero esto es una situación distinta. Claro, no es que el hecho de que ese hombre
la atacara a usted no sea una cosa terrible —se apresuró a asegurar Miranda,
mientras miraba a Laurel—, pero esto es un robo de ganado.
Grace soltó una risita.
—Está aprendiendo rápido. Sí, las vacas son más importantes que las mujeres. Eso
ciertamente puede marcar la diferencia.

Tyler llegó al pueblo una hora después. Entró por la parte de atrás, por el estero, y
se dirigió directamente al establo. Jesse no estaba por allí, así que fue Chuck Wilson
quien se ocupó del caballo.
—Dele un poco de avena—dijo Tyler.
—Parece fatigado —comentó Wilson.
—Lo está.
—¿Y vio algo?
—Sí. Los Blackthorne están detrás de los cuatreros.
—¿Se lo va a contar al comisario?
—Creo que me guardaré esa información por ahora, hasta que se calmen los
ánimos. El comisario y yo no nos entendemos muy bien últimamente.
—No le gusta recibir consejos de su hermano menor, ¿eh?
Un esbozo de sonrisa rompió la seriedad de la expresión de Tyler.
—Algo así.

~160~
Leigh Greenwood Laurel

—No sé quién es, pero juro por la memoria de mi abuela que es un Blackthorne —
le dijo Grace a Hen—. Tenía el aire de la familia, sobre todo esos desagradables ojos
amarillos.
—¿Pero no hizo otra cosa que comerse su cena y marcharse?
—No, que yo viera, pero seguro que hay gente que vio más. Ese hombre no está
aquí porque sí.
—No, si es un Blackthorne, seguro que no —dijo Hen, que estaba de acuerdo con
la señora Worthy—. Supongo que lo mejor será que investigue un poco, a ver si me
entero de qué estuvo haciendo.
—Creo que lo mejor será que lo haga, si quiere conservar la cabeza sobre los
hombros... y a ese chiquillo en los brazos de su madre.
—¿Cree que está buscando a Adam?
—No veo por qué este Blackthorne tiene que ser distinto de los demás.
—Sí, yo vi a Avery —dijo el herrero, que estaba arreglando un eje de la
diligencia—. Dejó su caballo aquí durante un tiempo.
—¿Vio adónde fue?
—Preguntó por un trabajo. Le dije que fuera a ver a Phil Baker, el arriero. Él
siempre necesita gente para trabajar.
—Y usted, ¿ha visto a algún otro Blackthorne en su diligencia? —le preguntó Hen
a Sam Overton, el conductor de la diligencia, que estaba vigilando el trabajo del
herrero.
—Unas cuantas veces. Pero no he prestado mucha atención.
—Les agradecería mucho a los dos que a partir de ahora estén muy pendientes, y
si ven a algún extraño me lo comuniquen enseguida —dijo Hen.
—¿Espera que se presenten problemas, comisario? —Espero que no, pero tengo
que estar preparado en caso de que pase algo.
—Quiero que todo el mundo entienda bien las reglas antes de comenzar —dijo
Hen—. Si no las respetan, no podremos construir el canal.
—¿Y qué tienen de especial esas reglas? —preguntó alguien.
—Nada, si todo el mundo las respeta —contestó Hen.
En el establo había cerca de veinte hombres reunidos. Tenían varias carretas llenas
de madera recién aserrada, que habían tomado de la pila que habían ido haciendo

~161~
Leigh Greenwood Laurel

detrás del establo durante los últimos días. Armados con martillos, serruchos y
hachas, estaban a punto de comenzar el canal que conduciría el agua desde el cañón
hasta el pueblo.
—¿Cuánto tardaremos en construir el canal? —preguntó un hombre—. Yo tengo
que hacer mi propio trabajo.
—Meses —contestó otro—. Ese maldito cañón está al menos a ochocientos metros
de aquí.
—Necesitaremos un millón de tablas.
—Eso costará una fortuna.
—No costará tanto como reconstruir el pueblo entero —dijo Hen—. En marcha.
Sólo recuerden: nadie debe ir más allá de la boca del cañón.
Laurel observó la procesión que se acercaba al cañón con una mezcla de
sentimientos encontrados. Le alegraba que la construcción por fin fuera a comenzar.
Cuanto más pronto terminaran, más pronto tendría el pueblo su agua y ella su
dinero. Era maravilloso pensar que esa obra iba a suponer su libertad. Llevaba tanto
tiempo sintiéndose impotente, desesperada, que la perspectiva de disfrutar de la
libertad de hacer lo que quisiera, de ir a donde quisiera, era casi increíble. Laurel no
sabía nada acerca del mundo exterior. Era posible que lo que se imaginaba no tuviera
ningún fundamento real, pero era maravilloso soñar con vivir entre gente que no
recelaría de ella, entre personas que no los mirarían a su hijo y a ella con desprecio.
Era maravilloso pensar que tendrían la oportunidad de ser como todo el mundo,
sentirse libres y vivir tranquilos.
Sin embargo, por otra parte, le molestaba que esos hombres invadieran su refugio.
Y aunque Hen la ponía más nerviosa que todos los demás juntos, le alegraba la idea
de tenerlo cerca. Laurel ya había renunciado a tratar de fingir que él no le gustaba,
que no pensaba en él casi todo el tiempo. Había dejado de decirse que esperaba que
él no se preocupara por ella. Había dejado de decirse que ese hombre era un terrible
ejemplo para Adam. Había dejado de pretender que no estaba a punto de
enamorarse de él.
Pero no era tan tonta como para pensar que él estaba enamorado de ella.
Adam pasó corriendo junto a ella. Laurel lo agarró del cuello.
—Es hora de regresar al trabajo —le dijo—. Todavía tenemos mucha ropa que
lavar hoy.
—¿No puedo mirar?
—Llevas horas mirando. Cuando termines tu trabajo, tal vez puedas montar a
caballo con Jordy.
—Está bien.

~162~
Leigh Greenwood Laurel

Adam cedió con mucha facilidad. Algo le preocupaba. Laurel no sabía qué era. La
mitad del tiempo creía que eran imaginaciones suyas, pero de vez en cuando el chico
parecía pensativo y distante, como si estuviera dándole vueltas a algo.
—¿Crees que mi padre querría que yo ayudara a sus hermanos en contra del
comisario? —preguntó Adam.
La pregunta fue tan inesperada que Laurel tuvo que pensar para responder. ¿Qué
demonios le habría sucedido para que estuviera pensando en una cosa así?
—Tu padre no era como sus hermanos —dijo Laurel.
—¿Entonces no querría que ayudara a mis tíos?
—Es un error ayudar a alguien que hace daño a los demás, aunque sean familiares
de uno.
Laurel sintió alivio cuando vio que su respuesta parecía haber satisfecho las dudas
de Adam. La expresión del chico se volvió menos circunspecta y salió corriendo.
—No tardaré ni un minuto en llenar los barreños —gritó Adam, al tiempo que se
adentraba en el estero—. Ya habré terminado cuando llegues arriba.
Laurel se rió y se sintió más tranquila.
Hen notó que Adam lo observaba desde los arces.
—Desde ahí no ves nada... ¿quieres bajar aquí? —preguntó, mientras pensaba que
era extraño que el chico no hubiese estado pegado a él toda la mañana.
Adam negó con la cabeza.
—Mi madre me dijo que me mantuviera lejos.
A Hen no le sorprendió la orden de Laurel, pero sí le sorprendió que Adam hiciera
caso.
—Ella no dirá nada si te quedas conmigo.
Pero Adam se quedó entre los arces.
Hen recogió unas cuantas tablas, las puso en una carretilla y comenzó a subir el
camino.
—Mi mamá dice que el canal no subiría hasta el cañón —dijo Adam.
—Esto es para algo especial.
—¿Qué es? —preguntó Adam, sin poder controlar su curiosidad por más tiempo.
—Ven conmigo y te lo mostraré.
Adam siguió a Hen sin mirar hacia atrás.

~163~
Leigh Greenwood Laurel

Laurel levantó la vista, sorprendida, cuando vio a Hen empujando una carretilla
cargada de tablas a través del patio. Sintió que el corazón se le subía hasta la
garganta. Ya no podía mirar a Hen sin sentir esa oleada de excitación, esa sensación
de mareo que le dificultaba respirar. Hen iba igual que siempre: camisa blanca,
chaleco y pantalones negros y un sombrero vaquero. Arrasador. Laurel no entendía
cómo había podido pensar que podía ignorarlo, cómo pudo imaginar que podría
continuar con su vida sin volver a verlo. Hen ya era parte de su vida.
Frunció el ceño cuando se dio cuenta de que la carretilla estaba cargada con
madera. Se suponía que no iban a construir allí. Entonces miró más allá de Hen, hacia
el camino, pero no había nadie detrás. ¿Qué estaría intentando hacer?
—Hoy comenzamos a construir el canal —dijo Hen, mientras dejaba la carretilla
en el suelo—. El martilleo dejará de molestarla cuando vayan bajando de la boca del
cañón.
Laurel podía oír un martilleo continuo, pero el ruido no era molesto.
—¿Qué va a hacer con esas tablas? —le preguntó.
—Voy a construir un canal desde el arroyo.
Laurel nunca había considerado la posibilidad de pedir un canal para ella.
Ciertamente nunca se le habría ocurrido pedirle a Hen que se lo construyera. Él era
un pistolero. No debía de saber nada sobre construcciones.
—Yo no necesito un canal.
—Seguro que Adam agradecería no tener que cargar toda esa agua día tras día.
—Déjalo, mamá —le rogó Adam.
—Me temo que no tengo cómo pagarlo.
—No le va a costar nada. Considérelo un gesto de buena voluntad.
—Pero ellos ya me van a pagar por el agua.
—Esto es un obsequio. ¿Quieres ayudar? —le preguntó Hen a Adam.
Una vez más, Laurel notó un cambio en la actitud de Adam con respecto a Hen. El
chico no parecía tan ansioso por ayudar y Laurel sabía que no era por pereza. Lo que
fuera que le hubiesen dicho acerca de ayudar al comisario en contra de los hermanos
de su padre lo había perturbado. Laurel se preguntó si habría sido Shorty Baker el
que le habló de eso. Ella sabía que no había sido Jordy, porque ese chico adoraba a
Hen.
—En realidad no necesito un canal.
—De todas maneras, voy a construirlo.
Laurel sonrió, a pesar de sus intenciones. Hen también sonrió.

~164~
Leigh Greenwood Laurel

—Ya lo sabía. Usted nunca ha hecho nada de lo que le he pedido.


Hen pareció asombrado por ese comentario.
—Sólo estoy haciendo...
—Sólo está haciendo lo que cree que es mejor para mí —terminó de decir Laurel
por él—. Todos los hombres que he conocido han hecho lo mismo. Y, si sobreviví a
los demás, supongo que podré sobrevivir también a usted.
—Tenía la esperanza de que nos pudiéramos entender un poco mejor que eso.
¿Por qué tenía que mirarla con esa ligera sonrisa en los labios? Eso la incitaba a
hacer algo extremadamente estúpido, como abalanzarse sobre él, echarle los brazos
al cuello y besarlo intensamente. Laurel sabía que no iba a hacerlo, pero llevaba
varios días pensando en eso: desde que Hen regresó de atrapar a los cuatreros.
Laurel trató de hacer caso omiso de esa ansiedad, pero no logró alejarla.
—Tal vez sí podamos hacerlo. Sólo trataré de no prestarle atención al hecho de que
mis deseos sean ignorados.
—Y yo trataré de no recordar que soy una mala influencia.
Laurel se puso roja.
—Siento mucho haber dicho eso. Estaba equivocada.
—¿Entonces ahora le gustan los pistoleros? —preguntó Hen con incredulidad.
—No. Pero cuando trajo a esos cuatreros, me di cuenta de que hay una diferencia
entre unos pistoleros y un representante de la ley. Alguien tiene que hacer su trabajo,
y me alegra que sea usted. —Laurel podía ver que Hen quería explorar más ese tema,
pero no sentía que estuviera pisando terreno firme—. Tengo que regresar al trabajo.
Y si va usted a construir ese canal para Adam, será mejor que comience.
Laurel observó a Hen mientras bajaba al arroyo; Adam había vuelto a portarse
como el niño de antes, revoloteando alrededor del comisario como si él fuera el
centro del universo y haciéndole miles de preguntas. Eso hizo que Laurel se sintiera
mejor. Ya estaba comenzando a depender de Hen para que le ayudara con Adam. Le
dolía saber que él podía hacer con Adam cosas que ella no podía, pero se dijo que
debía dejar de perder el tiempo quejándose por lo que no podía cambiar. En lugar de
eso, debía alegrarse de que Adam tuviera a alguien como Hen que le sirviera de
ejemplo.
Laurel no quería admitirlo, pero ella también se estaba volviendo muy
dependiente de Hen. Esa necesidad la asustaba mucho.
«Espero que se quede. Si no lo hace, sería mejor que se marchara ahora mismo».

~165~
Leigh Greenwood Laurel

Mientras miraba trabajar a Hen, Laurel se recordó que él no había dicho nada
acerca de que ella le gustara. Era posible que estuviera malinterpretando los gestos
del comisario. Sin embargo, sí había algo distinto en la manera en que él hacía las
cosas. Laurel podía sentirlo. Algo muy personal, como si estuviera haciéndolas
especialmente para ella.
A Laurel le gustaba esa sensación. Hen podía ser brusco, dominante y hacer caso
omiso de lo que ella deseaba, pero también podía ser amable y considerado. Se
preocupaba por ella y le importaba la manera como la gente la trataba. Se
preocupaba por su seguridad. A Laurel le gustaba tanto esa sensación que llegaba a
sentir celos del tiempo que Hen pasaba con Adam, de la atención que él le dedicaba a
su hijo. Pero ella era la única culpable de que Hen pasara tiempo con otra gente,
porque lo había rechazado cada vez que él había tratado de acercarse.
Laurel tomó un vestido y lo metió entre el agua caliente y jabonosa. Mientras el
agua empapaba la tela y hacía que el vestido se volviera demasiado pesado para
manejarlo, Laurel decidió que no trataría de rechazar más a Hen. Permitiría que
Adam fuera a Valle de los Arces todas las veces que quisiera ver al comisario. Quería
que su hijo se pareciera lo más posible a ese extraño hombre.
Laurel pensaba en todas esas cosas mientras observaba cómo el canal comenzaba a
tomar forma. Quizá Hen fuera un pistolero, pero obviamente también sabía manejar
un martillo. Entonces se dijo que ojalá también supiera manejar su corazón, porque
temía que siempre iba a ser de ese hombre.

Hen se sorprendió cuando llegó a la casa al día siguiente y vio que no había nadie,
ni Laurel ni Adam estaban por ahí. Ya debían de haber terminado sus labores del día
y seguramente estaban juntos. Esperaba que no estuvieran lejos, así que se dirigió al
pastizal. No consideró la posibilidad de regresar al lado de los hombres que estaban
trabajando abajo. El canal iba progresando rápidamente. Todavía faltaba mucho para
llegar al pueblo, pero cuando salieran de la parte rocosa del cañón, prácticamente
podrían construir el canal sobre el suelo.
Cuando Hen llegó al pastizal, Adam estaba montando a Sandy. Hen se sintió
orgulloso de los progresos del chico. Luego tuvo que hacer un esfuerzo para
encontrar a Laurel. Ella había hallado un lugar en la pared de roca que formaba una
especie de cueva poco profunda. Eso le permitía estar a la sombra y, al mismo
tiempo, tener una vista completa sobre el pastizal.
—¿Le molesta que la acompañe? —gritó Hen, mientras subía por el montón de
piedras que llegaban hasta la cueva.
—Si cree que los hombres pueden seguir sin usted...

~166~
Leigh Greenwood Laurel

—Así estarán más cómodos —dijo Hen, cuando llegó a la piedra que formaba la
base de la cueva—. Todavía soy un extraño por aquí.
—Pues aquí hay dos más. ¿Tiene hambre?
Laurel había puesto una manta sobre la superficie áspera y fría de la roca. Tomó
una pequeña cesta y le ofreció pan y jamón.
—No, gracias —dijo Hen—. Hope ya ha cumplido con su cometido de cebarme.
Esa chica está empeñada en que engorde.
—Pero no lo consigue.
Laurel desvió la mirada, pero no antes de que Hen alcanzara a ver en sus ojos algo
que le hizo sentirse excitado de repente. Ya no había rastros de rabia ni desprecio, ni
reprobación, ni disgusto, ni irritación, ni ninguna otra cosa que le dijera que ella
quería que él se fuera. En lugar de eso, la mirada de Laurel encerraba tanta nostalgia,
tanta necesidad, tanto deseo, que Hen no estaba seguro de poder interpretarla
correctamente. Nunca había pensado que Laurel fuese una mujer fría, pero hasta
ahora sólo había sentido rechazo.
Hen no entendía por qué ningún hombre había subido hasta el cañón a conquistar
el corazón de Laurel. Ella era una mujer hermosa. El impresionante contraste que
formaban su pelo negro y esa piel blanca estaba dominado por la luminosidad de sus
ojos color café. Hen estaba seguro de que alguien debía de haber deseado acariciar
esas mejillas y hundir los dedos en la sedosa melena. Estaba seguro de que al menos
un hombre debía de haber querido perderse en las profundidades de esos ojos.
Debería de haber al menos uno que pudiera ver que ella era una mujer adorable.
Hen se sentó al lado de Laurel. Ella tenía los ojos fijos en Adam y no se movió.
Hen sintió cómo la tensión crecía dentro de él, sintió un penetrante calor que se
dispersaba lentamente por todas las partes de su cuerpo. No había tocado a Laurel
desde ese primer día y sus dedos se morían por volver a tocarla.
Laurel se volvió hacia él.
—¿Dónde estaba antes de venir aquí? —le preguntó inesperadamente—. Usted no
pertenece a este lugar. Juraría que nunca antes ha sido comisario. —La expresión de
Laurel no dejaba ver nada de lo que podía estar sintiendo. Tenía cerrados hasta los
ojos.
—¿Tan mal comisario soy como para que se note que soy novato?
—No. Sencillamente, no es como los otros comisarios que hemos tenido. Usted
tiene la reputación de ser un pistolero, pero no ha matado a nadie. Es brusco, casi
brutal con la gente, pero acogió a Jordy en su casa. Todo el mundo en el pueblo sabe
que no bebe ni juega, ni tiene líos con mujeres.
—¿De verdad le importa tanto entenderme?

~167~
Leigh Greenwood Laurel

Nada más formular la pregunta, Hen se dio cuenta de que no debió haberla hecho.
La única manera de mantener el control de su vida era desentenderse de lo que la
gente pensara de él. Pero, aunque se sentía incómodo, como un hombre que está
pisando terrenos que pueden resultar arenas movedizas, ya no podía dar marcha
atrás.
—Sí, es importante.
Hen suspiró y procedió a entregar la información.
—Nací en Virginia, pero nos mudamos a Texas cuando yo tenía once años.
Durante los últimos doce años he viajado por muchas partes. Supongo que ya no soy
de ningún lugar.
—¿Eso es todo?
—Usted quiere saber cómo me volví pistolero. —Laurel no tenía que sonrojarse ni
asentir con la cabeza, ni sentirse incómoda. Hen sabía exactamente lo que ella
quería—. Me encontré con unos cuatreros que estaban a punto de ahorcar a mi
hermano. Ya le habían puesto la soga al cuello. Tuve apenas un segundo para tomar
la decisión.
—¿Y por qué no se detuvo después de eso?
—Porque la gente siempre quería lo que nosotros teníamos y estaban dispuestos a
matar por ello. Alguien tenía que proteger a la familia. Y al parecer me tocó a mí.
—Entonces sí tiene familia.
Hen se preguntó por qué a todo el mundo le parecería
tan extraño que él tuviera familia.
—Tengo seis hermanos.
—¿Ninguna hermana? Supongo que por eso no le gustan las mujeres.
Si Laurel lo hubiese abofeteado, Hen no hubiese quedado tan perplejo.
—A mí sí me gustan las mujeres.
—No hay nada de qué avergonzarse. A muchos hombres les sucede lo mismo.
Hen abrió la boca para negar la acusación, pero volvió a cerrarla. A él sí le
gustaban las mujeres, pero había desconfiado de ellas toda su vida.
—A mi madre la cegaba la obsesión que sentía por mi padre. Se murió cuando él
la abandonó. Monty y yo teníamos trece años, Tyler y Zac eran mucho menores.
Nunca la perdoné por eso.
Hen nunca le había dicho eso a nadie. Ni siquiera lo había admitido ante sí mismo.
Sin embargo, a pesar de que se sentía culpable por pensar así, se sintió aliviado.
Odiaba a su madre por no amarlos lo suficiente como para encontrar la fuerza para

~168~
Leigh Greenwood Laurel

seguir viviendo, aunque fuera por el bien de sus hijos, y eso se lo había cobrado a
todas las mujeres que había conocido desde entonces. Rose era diferente, pero ella no
había podido erradicar la rabia de su corazón ni enseñarle a amar.
—No todas las mujeres son así —dijo Laurel con voz suave.
—Lo sé.
Hen deseaba con desesperación que Laurel entendiera que él no quería ser así.
Pero era su forma de ser, y no podía hacer nada para evitarlo.

~169~
Leigh Greenwood Laurel

Capítulo 15

—¿No le parece que eso marca una diferencia? —preguntó Laurel.


—Tal vez.
Sin darse cuenta, Hen estiró un dedo y recorrió con suavidad la mano de la joven.
Laurel dio un salto.
—¿Por qué ha hecho eso?
—¿Qué? —De repente, Laurel se puso a la defensiva.
—¿Por qué ha saltado así?
—Porque me ha pillado por sorpresa. Nunca me había tocado.
—Usted no me lo había permitido.
Laurel se enderezó y se alejó un poco. Hen estiró la mano y agarró la de ella.
Laurel se sentía terriblemente incómoda. Deseaba con desesperación recuperar su
mano, pero no encontraba una forma amable de retirarla.
—¿Acaso me tiene miedo? —preguntó Hen.
—No.
—Pero se comporta como si me tuviera miedo.
—Supongo que no me gusta mucho que me toquen.
Cuando Laurel accedió a que él se sentara con ella, nunca sospechó que su
conversación iba a adquirir un tono tan personal, ni que fuera a derivar hacia temas
tan dolorosos. Probablemente era suya la culpa. Ella fue la primera en preguntar.
Pero mientras estaba ahí, con una mano entre las de Hen, Laurel se dio cuenta de
que sí le tenía un poco de miedo, como se lo tenía a todos los hombres. En lo
profundo de su alma, tenía miedo de que él fuera como su padrastro y como Carlin.
Laurel retiró la mano y se alejó.
—Usted ha dicho que ya no piensa en mí como en un pistolero.
—Es cierto.

~170~
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—Entonces, ¿por qué tiene miedo de que la toque?


—No tengo miedo.
—Entonces no huya.
Hen se volvió a acercar y le acarició el brazo con los dedos. Ella permaneció
inmóvil, mientras luchaba por descifrar las sensaciones que la recorrían como una
estampida de búfalos. Sentía ese escalofrío que le producía cualquier contacto. Eso
era fácil de identificar. Era la misma sensación de frío que había sentido con Carlin,
después de que la golpeara por primera vez. Ahí estaba el mismo deseo de salir
corriendo que sentía cuando su padrastro comenzaba a beber.
Pero, junto a esas sensaciones, también sentía la tibieza de sus dedos cuando le
curó las heridas el día en que se conocieron. Hen era tan maravillosamente delicado
que ella se sentía aliviada, tranquila. Era tan suave que parecía que tuviera los dedos
envueltos en seda. Las manos de Carlin, en cambio, eran ásperas.
Laurel también sentía un cosquilleo que se dispersaba por todo su cuerpo desde el
lugar donde él la tocaba. Igualmente, sentía esa extraña sensación que se
desenrollaba dentro de su vientre y la invitaba a acercarse más a Hen, a querer
tocarlo, a querer que él la tocara.
—¿Qué sucedió?—preguntó Hen.
—Nada.
—¿Quién la golpeó?
Laurel se sobresaltó, pero no debido a la pregunta. Hen había logrado atravesar
sus defensas. El sonido de su voz transmitía comprensión y simpatía. Era como una
absolución que borraba diez años de resentimientos, de rabia acumulada y
contenida; diez años de un miedo paralizante, que prácticamente la había mantenido
prisionera en ese cañón.
Laurel sintió que su resistencia cedía. Ella quería contarle todo. Necesitaba
contárselo a alguien. Todos esos años de guardárselo para sí misma le pesaban
demasiado. Su corazón estaba roto por la rabia acumulada. Tenía que dejarla salir.
—Mi padrastro solía golpearme —dijo.
Laurel se apartó de Hen y comenzó a retorcerse las manos con nerviosismo. Hen
se las agarró y las apretó entre sus manos. La joven sintió que parte de su serenidad
comenzaba a fluir hacia ella.
—Solía embriagarse. Yo aprendí a esconderme. Cuando crecí, salía corriendo de la
casa y dormía en cualquier parte hasta que él estuviera sobrio.
—¿Qué fue de su padre?

~171~
Leigh Greenwood Laurel

—Lo asesinaron cuando yo tenía cinco años. Mi madre tuvo que casarse con otro
hombre y eligió a mi padrastro.
—¿Qué fue de ella?
—Murió cuando yo tenía nueve años.
Laurel todavía podía recordar los años que había pasado esperando a que su
padrastro regresara a la casa y muriéndose de miedo después de que llegaba.
—Me casé con Carlin para escapar de él —dijo Laurel y se puso tensa, pues
esperaba que Hen dijera algo, pero él siguió callado, con las manos de ella entre las
suyas, ofreciéndole consuelo—. Yo tenía dieciséis años. Él tenía veintidós. Él era muy
apuesto y atractivo. Andaba montado en un hermoso caballo con una silla con
incrustaciones de plata y siempre se estaba riendo. Cuando empezó a cortejarme a mí
en lugar de cortejar a las chicas mayores, perdí la cabeza. Después de que le dijo a mi
padrastro que lo mataría si volvía a tocarme, decidí seguirlo hasta el fin del mundo.
Y cumplió su palabra. Laurel nunca olvidaría los viajes de un pueblo a otro,
siempre en busca de diversión.
—Carlin se emborrachaba. Me golpeaba cuando yo me quejaba. Finalmente,
cuando ya no quise seguir vagabundeando con él por los pueblos, me dejó por una
mujer mayor. Lo mataron unas semanas después, cuando estaba tratando de robar
un toro muy valioso a un ranchero mexicano.
Laurel sintió que Hen le apretaba más las manos.
—Yo estaba esperando a Adam. Mi padrastro me echó a la calle. Desde entonces
no he tenido noticias de él.
Laurel sintió que un río de lágrimas ardientes inundaba sus ojos. No estaba
llorando porque esos dos hombres la hubiesen abandonado. Estaba llorando por ella,
por todos los años que había perdido, por todos los sueños que habían durado tan
poco. Laurel suspiró y se volvió a mirar a Hen a los ojos.
—Carlin se casó conmigo.
Laurel no sabía por qué era tan importante para ella que Hen la creyera. Si su
propio padrastro no podía confiar en ella, ¿cómo podía esperar que la creyera un
extraño?
—Estoy seguro de que así fue —dijo Hen.
—Nadie más me cree, ni siquiera la familia de Carlin. ¿Por qué debería creerme
usted?
—Porque sólo la he visto mentir una vez y fue para proteger a Adam.
Laurel tuvo que retirar una mano para secarse las lágrimas que comenzaron a
escurrírsele por las mejillas como una lluvia de primavera. La duda que rodeaba su

~172~
Leigh Greenwood Laurel

matrimonio era la barrera que la había separado del pueblo. Ella no iba a permitir
que nadie dijera que Adam era un bastardo. Y tampoco iba a permitir que la gente la
tratara como a una ramera. Pero la fe que Hen le estaba demostrando significaba
mucho más que cualquier gesto de aceptación que el pueblo pudiera ofrecerle.
Debido a eso, Laurel quería darle explicaciones. Quería que él supiera. Quería que él
entendiera.
—Le dije a Carlin que no me entregaría a él hasta que estuviéramos casados. Pasó
una semana arrastrándome de un lado a otro, hasta que se dio por vencido. No sé
dónde estábamos. Habíamos viajado todo el día y cuando llegamos ya había
anochecido. Carlin encontró un pastor que estaba tratando de establecerse como
granjero. Su esposa y su cuñado fueron los testigos. Desde entonces estoy tratando
de encontrarlo, pero no he podido.
—No se preocupe por eso —le aconsejó Hen.
—Pero no puedo dejar de preocuparme. Usted no sabe lo que es ser una paria. La
gente sólo nos aceptará a mí y a Adam cuando de verdad crean que estaba
legítimamente casada.
—Yo he sido un paria toda mi vida.
—Pero usted tiene familia, hermanos...
—Uno puede estar tan solo en medio de su familia como en medio de un pueblo
desconocido. —Hen se acercó más a Laurel. Ella no dijo nada cuando le pasó el brazo
por la espalda—. No tiene que pelear con todo el mundo. Sólo concéntrese en lo que
la hace feliz.
—No es tan fácil.
—Claro que no lo es. De alguna manera, lo que tenemos que hacer siempre parece
ser lo más difícil. No hay manera de cambiarlo, así que no se preocupe. Usted es una
buena mujer. Ha educado a un chico maravilloso. Ha trabajado durante todos estos
años para mantenerse sin la ayuda de nadie. Incluso logró adquirir los derechos de
propiedad de este cañón. No conozco a ninguna otra mujer que pueda afirmar que
ha hecho tantas cosas.
Las palabras de Hen eran como un bálsamo para Laurel. Había luchado durante
tanto tiempo para obligar a la gente a que la tratara con el respeto que se merecía que
era absolutamente maravilloso encontrar que Hen estaba dispuesto a darle eso y
más. Un tibio resplandor de felicidad asomó a su corazón. Por primera vez en años se
sentía como un ser humano de verdad. Aunque era pobre, se sentía como cualquier
otra mujer de Valle de los Arces. La gente del pueblo no creía su historia, pero Hen
sí. Hen confiaba en ella.
Sin embargo, no era suficiente. Quería más. Necesitaba más. Se había mantenido
alejada de todo el mundo durante tanto tiempo que no se había dado cuenta de lo

~173~
Leigh Greenwood Laurel

vulnerable que sería cuando finalmente bajara sus defensas. Sin la dura coraza de la
rabia y la actitud desafiante en la que se había apoyado todos esos años, se sentía
indefensa. Necesitaba la fuerza de Hen para soportar el dolor.
Sin embargo, él no le había ofrecido nada de eso. Tendría que continuar sola,
aunque ahora, después de saber lo maravilloso que era poder apoyarse en otra
persona, iba a resultarle mucho más difícil. Laurel combatió la necesidad urgente de
comenzar a llorar, pero perdió la batalla. Unas lágrimas enormes comenzaron a rodar
silenciosamente por sus mejillas.
—Lo siento —se secó las mejillas con una servilleta—. Nunca lloro.
Hen agarró la servilleta y le secó las lágrimas.
—Tal vez por eso está llorando ahora.
Ella se quedó mirándolo fijamente.
—¿Cómo puede ser tan comprensivo y...?
—¿Y ser un asesino al mismo tiempo?
Laurel desvió la mirada para no dar una respuesta de la que se sentía avergonzada
desde el momento en que las palabras tomaron forma en su mente.
—¿Acaso no le gusta la gente? —preguntó Laurel.
—Usted y Adam me agradan.
Laurel se olvidó de los demás.
—Usted también le agrada a Adam.
—¿Y qué hay de usted?
Laurel sentía que no podía mirarlo a los ojos. Tenía miedo de ver en ellos el mismo
vacío que había visto antes. ¿Cómo podía preocuparse tanto por Adam y por ella y
mirarlos con esos ojos tan indiferentes?
—¿Todavía me tiene miedo?
—Ya no. Tal vez nunca se lo tuve. Al principio no lo conocía.
—¿Y ahora sí?
Laurel se volvió para mirarlo a los ojos. La mirada de Hen se había suavizado. No
podía decir qué veía en esos ojos, pero ya no estaban vacíos.
—No —susurró—. No lo conozco en absoluto.
—¿Y le gustaría conocerme?
—A Adam le gustaría.

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—Le estoy preguntando a usted. —Hen le puso los dedos debajo de la barbilla y le
levantó la cabeza hasta que quedó frente a él.
—Sí—dijo Laurel.
Se sorprendió de lo difícil que había sido decir esa única palabra. Era como si su
capacidad de expresar amor hubiese estado guardada durante tanto tiempo que
tuviera que tomar cada palabra y desempolvarla antes de usarla.
—¿Entonces no me echará de aquí si vengo a verla a usted y no a Adam?
—No.
Laurel nunca volvería a echarlo. Hen había acabado con los últimos residuos de su
resistencia y con eso habían desaparecido las defensas que le habían permitido estar
sola durante tanto tiempo. Ahora necesitaba la fuerza de Hen. Ya no estaba segura de
poder sobrevivir sin ella.
Estaba enamorada de Hen.
Ese pensamiento debería haberle causado una gran impresión, pero no fue así.
Amarlo le resultaba lo más natural del mundo.
Los labios de Hen rozaron los de Laurel. El efecto fue eléctrico. Fue el roce más
suave, casi imperceptible, pero ni los besos más apasionados de Carlin la habían
afectado de manera tan profunda.
—¿Alguien le ha dicho que es hermosa? —preguntó Hen y volvió a besarla.
—Hace mucho tiempo que nadie me lo dice.
—Deberían habérselo dicho. Hasta Hope dice que usted es la mujer más hermosa
del pueblo.
Laurel no entendía cómo Hen podía pensar que ella era más hermosa que Miranda
Trescott, pero no tenía ningún deseo de contradecirle.
—Lo pienso desde el primer día que la vi.
—Pues yo recuerdo con claridad que esa primera vez que nos vimos usted me dijo
que no estaba en mi mejor día.
—De todas maneras estaba muy hermosa.
Laurel sintió que iba a derretirse. Hen podía ser frío e insensible con los demás,
pero sabía muy bien qué decirle a ella.
—¿De verdad pensó eso? ¿Es verdad que le gusto desde el primer día?
—Me gustó la forma en que se enfrentó a Damián, la manera en que se levantó
después de que él la golpeó. Pero supongo que lo que más me gustó fue cómo me
miró. —Hen se rió entre dientes—. Sabía que, si daba un paso en falso, usted me
atacaría con la misma fiereza.

~175~
Leigh Greenwood Laurel

—¿Entonces le gustan los gatos monteses?


—Si eso es lo que es usted, supongo que sí.
—Uno puede salir muy lastimado.
—Tengo tres hermanos casados con mujeres de mucho carácter y nunca los había
visto tan felices. Puede ser que ellos sepan algo que yo ignoro.
Laurel se había acostumbrado a sentir las suaves caricias de Hen, se había
acostumbrado a su actitud considerada, a su comprensión. Pero no estaba preparada
para que él la tomara entre sus brazos y la besara. Esta vez no se trató de un beso
suave o vacilante. Fue un beso lleno de deseo, intenso y ardiente. Laurel se sintió sin
fuerzas. Al mismo tiempo, pensó que estaba a punto de estallar con una energía que
se componía de excitación, expectativa e incredulidad. Abrazó a Hen y se dejó llevar
por él. Era imposible pensar en la realidad o tratar de razonar, cuando él la tenía
entre sus brazos. Laurel creía que había olvidado todos los sueños que murieron con
Carlin, pero Hen los había vuelto a revivir. Sólo que ahora eran todavía más
vibrantes, más extravagantes. Estar en brazos de Hen no era la realización de sus
sueños; era el nacimiento de un nuevo sueno.
—¡Suelta a mi mamá!
El grito de Adam fue como un cubo de agua fría y trajo a Laurel de regreso a la
realidad con una fuerza arrolladora. El chico estaba empujando a Hen, golpeándolo
en el brazo y tratando de obligarlo a que soltara a su madre.
Laurel se separó de Hen y tomó a Adam en sus brazos.
—Está bien, tranquilo. No me está haciendo daño.
—Vete —dijo Adam—. Tú no me agradas.
Laurel se sonrojó de vergüenza.
—Adam, eso no es cierto. Discúlpate con el comisario.
—Sí es cierto —insistió Adam—. Quiero que él se vaya.
—Está bien —dijo Hen y se apartó un poco de Laurel—. Me iré, pero voy a
regresar. Todavía no he terminado de enseñarte a montar a caballo.
—No quiero que me sigas enseñando.
—No sé qué le pasa —dijo Laurel—. Nunca se había portado así. —Laurel sintió
que se ponía roja—. Tal vez pensó que usted me estaba haciendo daño. Nunca había
visto que nadie me besara.
—O tal vez está celoso.
—Supongo que es eso —dijo Laurel, sin estar segura pero con la esperanza de que
esa sencilla explicación pudiera ser la justificación del extraño cambio de su hijo.

~176~
Leigh Greenwood Laurel

Adam se sentó en el regazo de Laurel y le pasó los brazos por el cuello, como si la
estuviera protegiendo de Hen.
—¿Puedo volver mañana?
—Sí.
—Tal vez te sientas un poco mejor —le dijo Hen a Adam y luego le sonrió, pero el
niño no le devolvió el gesto.
—No entiendo... —comenzó a decir Laurel.
—No se preocupe por eso —dijo Hen, al tiempo que se ponía de pie—. Vendré
mañana para contarle cómo van las cosas. —Luego hizo una pausa—. Y todo lo que
he dicho sobre ese primer día es completamente cierto.
Laurel se quedó observándolo mientras salía del pastizal y comenzaba a bajar el
cañón. Sólo habían pasado juntos treinta minutos, pero ya nada era como antes.
Muchos imposibles se habían transformado en esperanzas brillantes y relucientes. Se
habían desvanecido tantas barreras que parecía que nunca hubiesen existido. Por
primera vez desde la muerte de su padre, Laurel no tenía miedo del futuro. Mientras
que Hen formara parte de él, ella estaría a salvo.
Laurel sintió que Adam la soltaba y comenzaba a alejarse.
—Y ahora, jovencito —le dijo—, vas a decirme por qué te has comportado tan mal
con un hombre que no ha hecho otra cosa que ser amable contigo desde el momento
en que te vio.
Para sorpresa de Laurel, Adam estalló en llanto, dio media vuelta y salió
corriendo. Laurel se quedó allí, en medio del asombro que le producían los
impresionantes cambios que acababa de sufrir su mundo.

Hen no controlaba sus emociones con toda la seguridad que aparentaba frente a
Laurel. Sabía que se sentía atraído hacia ella, pero la potencia de esa atracción lo
sorprendió. Nunca pensó que empezaría a besarla y, sin embargo, desde el momento
en que sus labios se tocaron, sintió que había esperado ese momento durante toda su
vida. Podía contar en una sola mano las mujeres a las qué había besado. Y en ningún
caso había encontrado que valiera la pena repetir la experiencia.
Pero con Laurel no había sido así. Sus dedos se morían por volver a acariciarla.
Quería tenerla entre sus brazos, aunque eso fuera todo lo que pudiera hacer. Eso le
brindaba una calma que apaciguaba la inquietud que lo atormentaba, que suavizaba
esa sensación de irritación profunda que siempre lo acompañaba. De alguna manera,
el vacío que sentía dentro de él ya no parecía tan profundo, ni el dolor tan doloroso.

~177~
Leigh Greenwood Laurel

Había algo curioso acerca de ese dolor. Siempre había estado ahí. Hen se
imaginaba que todos los hombres se sentían así: como vacíos, separados de los
demás, emocionalmente aislados. Pensaba que eso era inevitable cuando uno decidía
enfrentarse al mundo solo, sin depender de los demás.
Pero ahora sabía que el dolor no tenía nada que ver con eso. Su alma era como un
desierto seco y cuarteado. Laurel y su hijo habían traído un poco de humedad a ese
desierto, un poco de afecto y el verde de un retoño de vida.
Y Hen se sentía bien.
No sabía si eso sería suficiente, pero tampoco sabía cuánto quería, cuánto se iba a
permitir desear. Hasta que lo decidiera, se concentraría en asegurarse de que Laurel
estuviera a salvo. Tenía que convencerla de que se mudara al pueblo. Cuando
terminara su trabajo en Valle de los Arces, tendría que convencerla de que se
marchara definitivamente. Había cientos de pueblos más. No sería difícil para ella
encontrar un trabajo decente en otra parte.
Desde luego, ella debía encontrar marido y volver a casarse.
Esta última solución no le agradaba, aunque admitía que era la solución perfecta.
¿Cómo podría estar seguro de que el hombre con el que se casara la trataría como
debía tratarla?
Tendría que vigilar quién cortejaba a Laurel, y estaba seguro de que tendría
montones de pretendientes. Era una mujer muy hermosa. Con la ropa apropiada,
estaría despampanante. No había razón para que tuviera que conformarse con un
granjero. Si la llevaba a San Antonio o a Austin, podría encontrar un marido rico.
Pero esa sensación de satisfacción no le duró mucho. Sólo hasta que vio a Jordy
corriendo hacia él con una sonrisa de oreja a oreja. En ese momento recordó el
extraño comportamiento de Adam. No lo entendía. Era evidente que había sucedido
algo, pero ¿qué? Tal vez Jordy lo supiera.

—Se llama Avery Blackthorne —le dijo Jesse McCafferty a Hen—. Y vive a unos
tres kilómetros del pueblo. Trabaja para Phil Baker, llevando su ganado hasta
Tucson.
—¿Y de vez en cuando viene al pueblo?
—Sólo cuando es necesario por su trabajo.
Eso no hizo que Hen se sintiera mejor. No podía encontrar ninguna razón para
que un Blackthorne anduviese por esa zona, a menos que tuviera que ver con Adam.
No creía que quisiera llevárselo a la fuerza porque, de ser así, ya lo habría hecho o, al
menos, lo habría intentado. Entonces, ¿qué estaría buscando?

~178~
Leigh Greenwood Laurel

—¿Alguna vez lo ha visto cerca de Adam?


—No. Tampoco es muy probable. Ese chiquillo es tan arisco como un puma.
—¿Sabe cuándo tiene que empezar un recorrido?
—Claro. Tiene que venir aquí a recoger los caballos.
—¿Me avisará la próxima vez que lo vea? Quiero echarle un vistazo a ese hombre.

~179~
Leigh Greenwood Laurel

Capítulo 16

Laurel subió las escaleras de la casa Norton. Iba temblando de nervios y estaba
asustada. Esa visita le provocaba un montón de sentimientos encontrados, hasta el
punto de que no sabía qué pensar.
La llegada de Hen Randolph a Valle de los Arces la había hecho darse cuenta de
que estaba cansada de estar sola, de ser una reclusa, de no reírse nunca ni tener
amigos, de que nunca la invitaran a ninguna reunión. De pronto, ya no quería
enfrentarse al mundo sola. No creía que tuviera nada en común con los Norton, pero
tenía la intención de aceptar la amistad que le ofrecía Miranda Trescott.
Levantó la mano y dio un golpecito en la puerta.
Al ver sus manos rojas, ásperas y resecas resurgió en ella el sentimiento de
inferioridad que la acompañaba desde hacía años. Escondió las manos entre los
pliegues del vestido, pero eso sólo la hizo cobrar conciencia del miserable estado de
su ropa. El vestido era viejo, ella lo había confeccionado la primera semana de su
matrimonio, cuando Carlin estaba lo suficientemente contento como para darle un
poco de dinero. Ya no le quedaba muy bien. Ahora tenía el cuerpo más formado.

Miranda abrió la puerta.


—Tenía miedo de que no viniera.
Laurel sonrió a pesar de la tensión que hacía que su cara pareciera una máscara
rígida.
—Estuve tentada de no venir —admitió, al tiempo que entraba a la casa.
—Adelante. Tía Ruth bajará en un minuto.
Los Norton eran los dueños de la casa de dos pisos más grande que había en Valle
de los Arces. Y, por lo que Laurel podía ver, también debía de ser la más elegante.
Las paredes estaban pintadas con colores claros y cubiertas de cuadros; había
cortinas en todas las ventanas. Las habitaciones estaban llenas de muebles tapizados
y múltiples alfombras cubrían la mayor parte del suelo de madera. La mesa estaba

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Leigh Greenwood Laurel

puesta con una vajilla azul y una tetera pintada a mano. Laurel se sintió totalmente
fuera de lugar. Pero al mismo tiempo que se sentía pequeña e insignificante y
deseaba fervientemente escaparse de nuevo a su cañón y no volver a salir de allí
nunca, recordó las palabras de Hen: «Usted ha trabajado durante todos estos años
para mantenerse sin la ayuda de nadie. Debe sentirse muy orgullosa de eso». Debía
intentarlo. No podía tener tan poca fe en sí misma cuando Hen tenía tanta fe en ella.
—¿Puedo ofrecerle una taza de té? —preguntó Miranda.
—Por favor.
—¿Con azúcar y crema?
Laurel asintió con la cabeza. No sabía si le iba a gustar. La gente que ella conocía
sólo tomaba café. Pero eso de ponerle azúcar y crema al té sonaba maravillosamente
exquisito y elegante.
En ese momento apareció la señora Norton con un plato de emparedados, que
puso frente a Laurel.
—Los voy a dejar cerca de usted para no tener la tentación de comer muchos —
dijo con una sonrisa ligeramente forzada, al tiempo que se sentaba al otro lado del
salón—. Usted es muy delgada. Yo no.
Laurel tomó uno de los emparedados y le dio un mordisco. Eran de pollo. En una
tierra donde la carne de res era prácticamente la única que se conseguía, era una
delicia probar esta carne tan ligera y aliñada. El té estaba caliente, dulce y exquisito
debido a la crema. Pero para Laurel lo mejor de la comida era que no había tenido
que prepararla ella misma. Apenas podía recordar la sensación de comerse algo que
ella no hubiese preparado. La conversación avanzó tranquilamente. La llegada de
Grace Worthy fue una bendición y poco a poco Laurel se fue sintiendo más cómoda.
—Me alegra que el comisario haya estado cuidando de ti —dijo Grace—. Ya era
hora de que alguien lo hiciera.
El efecto que tuvieron esas palabras en la reunión fue similar al que habría tenido
el hecho de que alguien soltara una serpiente cascabel en medio del salón. Ruth
Norton se quedó mirando fijamente a Grace Worthy. Miranda se quedó mirando a
Laurel. Laurel se quedó con la mirada fija en el emparedado que tenía en la mano. Y
Grace Worthy miró a todo el mundo y sonrió con satisfacción.
—Le dije que tenía que convencerte de que te vinieras a vivir al pueblo. Tú no
estás segura en ese cañón.
Cuando la conversación comenzó a avanzar sobre un terreno más seguro, la
tensión fue disminuyendo.
—Ninguna mujer debe vivir en un lugar tan aislado si está sola —dijo Ruth
Norton—. No es apropiado.

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Leigh Greenwood Laurel

—Apropiado o no, es lo único que tengo —dijo Laurel—. Y hasta ahora había
estado a salvo.
—¿Y ahora por qué no está a salvo? —-preguntó Miranda.
Laurel se sintió como si estuviera en una sartén y cada una de las otras mujeres
estuviera agregando leña al fogón. Deseaba que Grace Worthy no hubiese sacado ese
tema, pero se imaginaba que estaba tratando de obligarla a hacer algo por su propio
bien. Laurel sabía que el interés de Miranda era sincero. Estaba segura de que Ruth
Norton todavía pensaba que ella no era de fiar, pero tenía que admitir que la mujer
parecía una persona justa y que debajo de esa apariencia tan rígida se escondía una
cierta bondad humana. Laurel se preguntó si Ruth Norton no tendría sus propias
inseguridades. Tal vez se sentía intimidada por una mujer más joven y más bonita.
Esa idea hizo que Laurel se sintiera tan bien que casi no le importó explicar un
asunto que sólo le incumbía a ella.
—Yo estaba casada con Carlin Blackthorne. Adam es hijo de Carlin. Los
Blackthorne quieren quitármelo.
—Eso es horrible —exclamó Miranda—. No podemos permitir que nadie le quite
un niño a su madre.
—Estamos de acuerdo —dijo Grace Worthy—. Por eso quiero que Laurel se
marche de ese cañón. El comisario no me parece el tipo de hombre que se vaya a
quedar aquí para siempre. Y, aunque lo hiciera, Laurel no puede seguir dependiendo
de él. Ya hay rumores sobre la cantidad de atención que le está prestando.
—¡Por Dios! ¿Qué puede estar diciendo la gente? —preguntó Miranda—. ¿Acaso
no se supone que el comisario está aquí para proteger a los ciudadanos ?
—Claro que sí —respondió Grace Worthy—, pero cada vez que un hombre le
preste atención a una mujer bonita habrá rumores.
—No creo que se pueda decir que él me esté prestando atención —objetó Laurel.
—¿Acaso no va a verte todos los días?
—Va a informarme sobre el progreso del canal.
—Pero eso es algo que tú puedes ver por ti misma, ¿verdad?
—Prefiero quedarme en el cañón.
—Puedo imaginarme las miradas que le echarían los hombres que están
construyendo el canal si fuera a supervisar las obras, y supongo que no sería muy
agradable —comentó Ruth Norton—. Pero, querida, hay que reconocer que la gente
se va a hacer preguntas. El señor Randolph es un hombre extremadamente apuesto.
La gente siempre va a sentir curiosidad por lo que él haga.

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—Dejemos que se queden con la curiosidad —dijo Laurel, con un poco de


resentimiento—. Nunca han querido creer la verdad, así que no espero que empiecen
a hacerlo ahora.
La señora Norton no pareció muy complacida con la respuesta de Laurel.
—Pero hay otras reputaciones involucradas —dijo con un tono y una actitud que
sonaban a amonestación—. No estaría bien que la gente pensara que el señor
Randolph es un casanova. Su mala fama afectaría a la reputación de cualquier
jovencita por la que mostrara un interés especial. —La señora Norton miró a su
sobrina de manera particular.
—No seas ridícula, tía Ruth. El comisario no ha mostrado ningún interés en mí.
—No puedes esperar que él demuestre un interés pronunciado en tan poco tiempo
—replicó la señora Norton con toda formalidad—, pero no puedes negar que ha sido
muy amable contigo.
—Él es amable con todo el mundo.
—Pero esa amabilidad tiene un significado especial cuando un soltero en edad de
casarse se relaciona con una jovencita soltera.
Como Grace Worthy no solía andarse con rodeos, preguntó directamente:
—¿Está usted diciendo que el comisario tiene un interés especial por su sobrina?
—Nunca tendría la pretensión de hablar por el comisario o por mi sobrina —dijo
Ruth, con toda la modestia con que podía hablar una mujer de su edad y su manera
de ser—, pero él viene de una familia muy rica de Virginia, a la que pertenece gente
muy importante. ¿Sabían que el general confederado Robert E. Lee es miembro de su
familia?
—Podrían ser otros Randolph —dijo Miranda.
—Se lo pregunté —dijo Ruth, y parecía muy pagada de sí misma—. También es
familiar de un presidente y un juez de la Corte Suprema. Entonces les pregunto,
aparte de Miranda, ¿quién en este pueblo puede ser más adecuada para convertirse
en su esposa? Y no creo que a ella le molesten las atenciones del comisario.
Miranda se puso roja.
—Es la primera vez que oigo que el comisario está buscando esposa —dijo Grace
Worthy con cierta picardía—. De hecho, el rumor parece ser que ha evitado a todas
las mujeres, excepto a Laurel.
—El comisario se ha comportado con absoluta corrección. Es fácil ver que fue
educado como un caballero de Virginia.
—De acuerdo con mi experiencia, los hombres van directamente a lo que quieren
—dijo Grace y parecía un poco impaciente por las pretensiones de Ruth—, en

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especial cuando se trata de una mujer. No creo que deba hacerse muchas ilusiones —
le dijo a Miranda—. Los hombres que han llegado a la edad del comisario sin casarse
son notablemente escurridizos, en especial si son ricos y bien parecidos. Si él es todo
lo que su tía dice, debe de haber docenas de mujeres tratando de atraparlo.
Ruth se rió.
—No creo que se atrevan a tanto, pero usted tiene razón. No va a ser fácil de
pescar.
—Yo no tengo intenciones de pescar a nadie —dijo Miranda—. Me agrada mucho
el comisario, ¿cómo podría decir que no? Pero no tengo ningún interés romántico en
él. Ni él en mí.
—Bueno, el tiempo nos lo dirá —dijo su tía—. Entretanto, creo que debemos
pensar en aumentar tu guardarropa. La temporada social aquí no se parece en nada a
la de Kentucky.
—En lo más mínimo —dijo Grace Worthy—. A propósito de ropa...
Laurel se sintió aturdida. El resto de la conversación se convirtió en un murmullo
vago. Hen venía de una familia rica y aristocrática. Ella no era más que la hijastra de
un ladrón de poca monta y la dudosa esposa de otro. No era posible que Hen se
enamorara de ella. Debía sentirse agradecida por el hecho de que a él le interesara
protegerla.
Entonces observó a Miranda: serena, majestuosa, perfectamente bien vestida, una
mujer que siempre sabía qué hacer. Era la clase de esposa que debía tener un hombre
como Hen Randolph. Aunque Laurel le gustaba, él nunca pensaría en casarse con
ella. Ningún hombre como él lo haría. Tal vez podía coquetear un poco, algo más si
ella estaba dispuesta, pero nunca pensaría en algo permanente.
Laurel se puso de pie súbitamente.
—Debo irme —dijo y trató con desesperación de parecer tranquila—. No me gusta
dejar solo a Adam durante tanto tiempo.
—Otra razón más para que empieces a pensar en mudarte aquí —dijo Grace
Worthy—. Con todo el pueblo vigilándolo, no tendrías que preocuparte tanto.
—Lo pensaré —dijo Laurel. Cualquier cosa con tal de salir de esa casa.
—Tiene que venir otra vez —dijo Miranda—. Pronto.
—No lo sé. Estoy muy ocupada.
—Tendrá más tiempo cuando empiece a recibir el dinero del agua —dijo Ruth
Norton.
—Claro. No había pensado en eso —dijo Laurel—. Estoy acostumbrada a tener
que trabajar todo el tiempo.

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No quería ser grosera ni quería dar la impresión de ser una ingrata, pero si no
salía de esa casa en dos segundos, iba a empezar a gritar.
—Lo siento, pero me tengo que ir.
Dio media vuelta y se fue.
A la gente que la saludó mientras caminaba apresuradamente por la calle le
pareció raro que ella no contestara, pero Laurel no se atrevía a detenerse. Todo el
mundo sabía que era hosca, así que eso no sería ninguna novedad. Pero si empezara
a llorar en medio de la calle, entonces estarían hablando del asunto durante días
enteros.
—¿Ya de regreso? Pensé que, como buenas mujeres parlanchinas, pasarían toda la
tarde hablando sin parar.
—¡Hen!
Laurel sintió que el corazón le daba un salto en el pecho. Su cuerpo no parecía
capaz de moverse. Sentía un calor que le quemaba la piel. Él era la última persona
que se quería encontrar, la persona que estaba menos preparada para ver en ese
momento. Laurel no podía levantar la mirada, al menos, todavía no. Si lo hacía,
podría desmayarse.
Hen la alcanzó y comenzó a caminar junto a ella.
—¿Las damas le dijeron algo sobre la posibilidad de que usted se mude al pueblo?
—Sí.
—¿Y va a hacerlo?
—Todavía no.
Laurel quería gritar que nunca iría a vivir al pueblo, donde tendría que
encontrarse con él una docena de veces al día, en especial si Hen se casaba con
Miranda. Sintió que tenía que alejarse de él lo más posible. Su mundo había
comenzado a desmoronarse desde el momento en que él puso el pie en Valle de los
Arces.
—¿Entonces cuándo?
—No lo sé.
—Pero ¿lo va a pensar?
—Sí. —¡Nunca! Pero Laurel estaba dispuesta a decirle cualquier cosa con tal de
que Hen la dejara en paz.
—¿Por qué está tan rara? ¿Está molesta por algo?
—No.

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—Entonces míreme —dijo Hen, pero Laurel siguió caminando. Él le siguió el paso
y le preguntó en voz baja—: ¿Qué sucede?
—Nada.
—Yo la conozco.
—Nadie me conoce. Ahora ni siquiera yo me conozco.
En ese momento llegaron al estero que había detrás del pueblo. Hen la agarró de
la mano y la obligó a volverse para mirarlo.
—¿Acaso alguna de las mujeres dijo alguna cosa que lastimó sus sentimientos?
—No. Fueron extremadamente amables, en especial Miranda.
Era cierto. Al menos, habían tratado de serlo. Pero Ruth Norton no tenía idea de
que prácticamente le había enterrado un cuchillo en el corazón. Ella sólo estaba
pensando en su sobrina, una chica maravillosa que se merecía tener un marido tan
rico y amable como Hen Randolph.
—Entonces, ¿qué sucede?
—Supongo que estoy cansada de que la gente trate de dirigir mi vida —dijo
Laurel, movida por el dolor—. Estoy cansada de que la gente me diga dónde vivir,
qué hacer, qué pensar, cuándo hacerlo, a quién temerle, cómo vestirme, qué tipo de
trabajo debería tener, qué debería hacer con mi dinero.
—Sólo lo hacen porque se preocupan por usted.
—Pues bien, ya pueden dejar de hacerlo. Usted puede estar seguro de que estoy
bien. Voy a estar bien. Siempre lo he estado. Ahora, tengo trabajo. Y estoy segura de
que usted debe tener que atrapar a algún cuatrero.
—Ya los he atrapado.
—Entonces, vaya a buscar algún borracho para meterlo a la cárcel.
—Las cantinas no llevan mucho tiempo abiertas.
—Entonces vaya a conversar con Miranda Trescott. Yo tengo cosas que hacer. Y,
por favor, no me acompañe hasta mi casa. Yo puedo encontrar el camino sola.
—Vendré a verla por la mañana. Espero que se sienta mejor para entonces.
—Seguro que así será —dijo Laurel con un suspiro y se marchó. Luego se detuvo y
se volvió hacia Hen—. Gracias por preocuparse por mí. —Dio media vuelta y
prácticamente echó a correr para huir de Hen. Sabía que no era justo, pero no podía
aguantar más. Necesitaba estar sola.

~186~
Leigh Greenwood Laurel

Laurel puso la canasta en el suelo y se recostó contra un árbol. Ese día estaba
recogiendo más ropa que nunca. Ya había enviado a Adam al cañón con todo lo que
el burro podía cargar, pero todavía le quedó tanta ropa para llevar en el cesto, que
tuvo que detenerse a recuperar el aliento. Estaba particularmente cansada porque
prácticamente no había pegado ojo durante la noche anterior.
No pudo evitar mirar hacia la casa del comisario. Sabía que él iba subir al cañón a
visitarla. Después de haber pasado toda la noche tratando de decidir qué le iba a
decir, finalmente decidió que no le diría nada. ¿Cómo se le puede decir a un hombre
que en realidad a uno no le importaría que él se enamorara de otra mujer, que uno
algún día lograría reponerse del dolor que eso iba a causarle?
Era imposible. Laurel no podía hacerlo.
Así que fingiría que no había pasado nada. No sabía si iba a poder hacerlo, pero lo
intentaría. Entretanto, sería mejor que se fuera. La ropa no iba a subir el cañón por sí
sola.
Cuando se agachó para recoger la canasta, oyó el sonido de unos cascos. Levantó
la vista y alcanzó a ver un jinete que salía del pueblo, cruzaba el estero y se dirigía al
desierto.
Avery Blackthorne. ¿Qué estaba haciendo él en el pueblo?
«Regresaremos por ti. Y cuando terminemos, acabaremos con este pueblo».
Laurel recordaba cada una de las palabras de la amenaza de Damián. Si Avery
estaba cerca, significaba que se estaban preparando. Su primer impulso fue pensar en
Adam, pero se relajó cuando recordó que acababa de mandarlo hacia el cañón. Pero
el chico ya no podía andar corriendo por ahí solo, no si Avery estaba cerca.
Tenía que decírselo a Hen. Tal vez Avery estaba esperando a Hen en cualquier
recodo del camino para pegarle un tiro por la espalda. Laurel recogió la canasta y se
dirigió a la casa del comisario. Se sorprendió cuando Hen le abrió la puerta,
completamente vestido y listo para salir a caballo.
—Pensé que todavía estaría en cama.
Hen dio un paso hacia afuera.
—Jordy sí está dormido. No quiero despertarlo.
¿Qué clase de hombre se saldría de su propia casa para que un chiquillo de nueve
años pudiera seguir durmiendo? Laurel creía que nunca llegaría a entender a Hen.
—Avery Blackthorne está en el pueblo.
—¿Sabía usted que está especialmente hermosa por la mañana?
La respuesta de Hen casi la deja sin palabras. Era lo último que esperaba oír.
Laurel parpadeó.

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Leigh Greenwood Laurel

—Le he dicho que Avery Blackthorne está en el pueblo.


—Supongo que es por la luz de la mañana. Hace que su piel parezca casi
transparente. Nunca creí que la piel pudiera ser tan preciosa.
Laurel se preguntó si Hen se habría vuelto loco o la loca era ella. Ahí estaba,
tratando de decirle a Hen que su vida corría peligro y él sólo hablaba de su piel. Lo
peor era que Laurel quería que él siguiera hablando de su piel. Deseaba quedarse allí
y absorber cada una de las maravillosas palabras que le decía.
Pero enseguida volvió a la realidad. Tenía que hacer que Hen entendiera. Avery
había ido a Valle de los Arces a matarlo.
—Avery es el mayor. Es el jefe.
Hen se volvió hacia el oriente. El cielo se veía claro, pero el sol todavía no se había
levantado en el horizonte.
—También tiene un efecto maravilloso sobre su cabello, tan espeso y tan negro.
—¿Quiere prestarme atención y dejar de hablar de mi piel y mi cabello? —
Consciente de que prácticamente acababa de gritarle al comisario, Laurel hizo un
esfuerzo por calmarse—. Acabo de ver a Avery saliendo del pueblo. Él no estaría
aquí a menos que haya venido a matarlo.
—¿Por qué no quiere que hable de su cabello?
—Avery Blackthorne se ha propuesto matarlo. ¿Acaso eso no tiene ningún
significado para usted?
—Lleva aquí cerca de una semana.
Laurel no podía creer lo que estaba oyendo.
—¿Y usted lo ha sabido todo el tiempo?
Hen asintió con la cabeza.
—¿Y no ha hecho nada?
—¿Qué puedo hacer? No ha quebrantado ninguna ley. Tiene tanto derecho a estar
aquí como yo.
—Debe de haber algo que pueda hacer. No puede dejar que vaya a donde quiera
hasta que lo mate. O se lleve a Adam.
—No creo que quiera hacerlo, pero será mejor que mantenga a Adam en casa por
un tiempo. —Hen puso los dedos debajo de la barbilla de Laurel y le levantó la cara
hacia la luz—. No puedo creer lo negros que son sus ojos hoy. No hay ni un rastro de
marrón.
Laurel se sintió frustrada y le retiró la mano con brusquedad.

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—¿Acaso no lo entiende? ¡Avery lo va a matar!


—Usted siempre debería salir por la mañana. No se imagina lo guapa que está a
estas horas.
—Está bien, no me preste atención. Haga caso omiso de Avery. Déjese matar. Pero
no le diga a nadie que no se lo advertí. Sencillamente, está demasiado demente para
escuchar.
—No voy a hacer caso omiso de él.
—Entonces, ¿por qué no hace algo?
—¿Qué quiere que haga?
—Que renuncie. Que se vaya para otro pueblo.
—Si un hombre empieza a huir de todos los Avery Blackthorne de este mundo,
estará huyendo toda su vida. Un hombre debe quedarse y enfrentarse a ellos si
quiere seguir considerándose un hombre.
—Parecen las palabras de todo un pistolero —le espetó Laurel—. No use la cabeza.
Sólo las armas.
—¿Alguna vez me ha visto matar a alguien?
—No, pero Avery tratará de matarlo. Es lo único que
sabe hacer.
—Entonces estaré preparado.
—Nadie puede estar preparado para alguien como Avery. Le disparará por la
espalda.
—Entonces no le daré la espalda.
—No sea tan terco. De nada va a servir que se convierta en un héroe muerto.
Usted se porta como si ni siquiera le importara.
—No tiene objeto preocuparse por algo que tal vez nunca suceda. Hay que tomar
las cosas con calma. Así, si se presenta algún problema, no estaré nervioso, lo que me
haría cometer muchas tonterías.
Laurel agarró su cesta de ropa.
—Muy bien, tómese las cosas con calma. Y mientras tanto haga los planes para su
funeral. Pero no espere que yo tenga nada que ver en eso. No voy a levantar ni un
dedo para enterrar a un hombre que no tiene el buen sentido de tratar de ponerse a
salvo.
Laurel se dirigió al estero sin pensar en el peso de la canasta llena de ropa. Hen
Randolph era un hombre terco, vanidoso y obstinado, que estaba decidido a dejar

~189~
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que lo mataran. No sabía si tal vez Hen pensaba que ella era una mujer estúpida que
se preocupaba por lo que no le incumbía, o si pensaba que Avery Blackthorne era un
pistolero sobrevalorado. Pero, fuera cual fuera la razón, él no iba a hacer nada para
salvarse.
Tenía que ayudarlo. Estaba tan furiosa con él que sería capaz de golpearlo, pero no
podía quedarse sin hacer nada y permitir que lo mataran, aunque Hen no la quisiera.
Debería ir a despertar a la señora Norton. Si estaba tan deseosa de que Hen se casara
con Miranda, debería dejar que se preocupara por él.
Pero sabía que no iba a hacerlo. Hen se había metido en ese lío por causa de ella. Y
era ella quien debía hacer algo.
Sólo que no sabía qué podía hacer.

Laurel le entregó las cartas a la encargada de la oficina de correos.


—¿Qué puede estar buscando usted al mandarles tantas cartas a los predicadores?
—preguntó la mujer al ver las direcciones—. Todos ellos no son más que unos
inútiles.
—Sólo mándelas —dijo Laurel—. Y asegúrese de avisarme tan pronto como reciba
una respuesta.
—Ya debe de haber enviado unas cien cartas. Hace cinco o seis años que las
manda con la regularidad de un reloj.
—Habrá otro paquete el próximo mes —dijo Laurel.
Y todos los meses, hasta que obtuviera la respuesta que deseaba.

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Capítulo 17

Laurel estuvo a punto de chocar con Hope, cuando la chica salía del restaurante.
—Estás muy guapa hoy —dijo Laurel. Hope siempre había sido atractiva, pero
últimamente había comenzado a usar ropa muy masculina. Ese día, sin embargo,
llevaba un vestido amarillo brillante y una cinta amarilla en el pelo—. ¿Quién es el
afortunado?
—No me interesan los chicos —dijo Hope cuando se paró junto a Laurel—. Sólo
piensan en caballos y pistolas.
—Eso es cierto a veces —dijo Laurel—. Pero por lo general se ponen bastante
serios cuando encuentran a la chica indicada.
—No tengo tiempo para esperar a que se pongan serios.
—Pero tú eres demasiado joven para tener tanta prisa para casarte.
—Tengo catorce años —dijo Hope, como si eso la convirtiera en una mujer
adulta—. Muchas chicas se casan a mi edad. Corrin Anderson sólo es un año mayor y
ya tiene un bebé.
—Yo me casé cuando tenía dieciséis y tenía un bebé cuando tenía diecisiete. Y
decididamente era demasiado joven. —Demasiado joven para casarse, demasiado
joven para entender las consecuencias, demasiado joven para asumir las
responsabilidades—. La mayor parte de las chicas de tu edad están pensando en
divertirse, no en el matrimonio.
—Tengo que empezar a pensar en eso para estar preparada cuando alguien me lo
proponga. —Dieron unos cuantos pasos en silencio y luego Hope se detuvo y se
volvió hacia Laurel—. ¿Cree usted que yo sería una novia adecuada para el
comisario?
La pregunta sorprendió tanto a Laurel que le costó trabajo pensar en una
respuesta. ¿Acaso todas las mujeres solteras de Valle de los Arces tenían la esperanza
de casarse con Hen? ¿Qué había hecho Hen para hacer que Hope pensara que él
podría casarse con ella? ¿Sabría la señora Worthy en qué estaba pensando su hija?

~191~
Leigh Greenwood Laurel

—Realmente no lo sé —dijo finalmente Laurel—. No estoy segura de que me


parezca correcto que una chica se case con un hombre que le dobla la edad.
—Pero yo sería exactamente la clase de mujer que él quiere.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque se lo pregunté.
Laurel se quedó mirando a Hope con perplejidad.
—¿Se lo preguntaste?
—Claro. Era la única forma de averiguarlo. »> :
Anonadada, Laurel preguntó:
—Y él ¿qué dijo? —Laurel sabía que no debía preguntar, pero nunca había tenido
mucho sentido común cuando se trataba de algo relacionado con Hen. Era inútil
pensar que iba a empezar a tenerlo ahora.
—Dijo que quería a una mujer joven, inocente y pura. Si eso es lo que de verdad
quiere, ¿no cree que yo le podría gustar?
Joven, inocente y pura.
No era una descripción que se ajustara mucho a ella y eso demostraba lo que se
temía desde hacía tiempo. Que independientemente de lo mucho que le gustaba a
Hen, y a pesar de lo mucho que lo atraía, él nunca pensaría en casarse con ella.
No era el tipo de mujer que los hombres querían por esposa. Su cabello negro y su
piel blanca podían excitar los sentidos de los hombres, pero sólo pensaban en ella de
una manera carnal. Para que fuera su esposa, la madre de sus hijos, la señora de su
casa, querían una mujer joven, pura e inocente, alguien a quien pudieran respetar,
alguien a quien pudiera reverenciar.
—Hen mencionó a Miranda. ¿Cree usted que ella le puede gustar más que yo?
Laurel volvió a concentrarse en el presente. En medio de su desesperación, se
había olvidado de Hope. Debía sentir pena por la chica. Probablemente era la
primera vez que se enamoraba. Y a menos que hubiese malinterpretado la situación,
la experiencia le dejaría un sabor amargo.
—Ningún hombre tendría nada que criticarte. Serás una estupenda esposa. Pero si
quieres aceptar un consejo de una mujer mayor, espera un poco y busca a alguien
que esté más cercano a tu edad.
—Usted no es una mujer mayor —dijo Hope—. Todavía es hermosa.
Laurel le dio un abrazo a Hope.
—Tengo que irme. No se sabe qué travesura puede estar haciendo Adam después
de tanto rato.

~192~
Leigh Greenwood Laurel

—Está jugando con Jordy. Acabo de verlos.


—Eso es todavía peor. Dos chiquillos pueden crear cuatro veces más problemas
que uno.
Pero mientras caminaba apresuradamente por el estero y tomaba el camino del
cañón, los pensamientos de Laurel no giraban en torno a Adam y Jordy. Sus
esperanzas de que Hen llegara a amarla tanto algún día que pudiera olvidarse de su
pasado se habían desvanecido. Durante todo ese tiempo había permitido que la
esperanza aplastara al sentido común.
Pero ahora el sentido común había recibido el apoyo de la señora Norton y de
Hope. Sí, era posible que Hen se sintiera atraído por su aspecto, pero nunca se
casaría con ella. Si insistía en seguir adelante con esa relación, lo mejor sería que
mantuviera los ojos bien abiertos y los pies en el suelo. Así, cuando él se marchara,
no sería ninguna sorpresa.
¿Podría vivir sabiendo que él nunca sería suyo? ¿Podría soportar los días, las
horas, los minutos, sabiendo que la relación llegaría a su fin y ella se quedaría sin
nada?
Laurel no lo sabía. No se podía imaginar la vida sin él. Ya había fracasado en el
intento de alejarlo de ella. No sabía si podría seguir viéndolo, aun consciente de que
no tendrían un futuro juntos.
Ningún hombre, ni su padre, ni su padrastro, ni su marido, había sido parte de su
vida durante mucho tiempo. Incluso Adam se marcharía algún día. Pero Laurel
había abrigado la esperanza de que Hen pudiera ser distinto.
—¿Qué le has dicho a la señora Blackthorne? —le preguntó Miranda a Hope.
—¿Por qué? —preguntó Hope, que estaba estudiando un vestido azul y blanco
que había en el escaparate de la tienda Bailey.
—Ha pasado junto a mí con una cara de consternación que parecía que alguien
hubiese muerto. Ni siquiera me vio. La saludé en voz bastante alta.
—Estábamos hablando sobre la clase de esposa que quiere tener el comisario.
—¿Y cómo sabes tú qué clase de esposa quiere?
—Porque se lo pregunté.
Miranda abrió tanto los ojos que parecían casi del doble de su tamaño normal.
—Ninguna mujer respetable haría algo así.
—¿Por qué no? —preguntó Hope con irritación.
—Los hombres no saben lo que quieren. Y ciertamente no saben lo que les
conviene.

~193~
Leigh Greenwood Laurel

—Pues el comisario sí lo sabe. Quiere una esposa que sea joven, pura e inocente.
—Eso sólo prueba lo que te estoy diciendo.
—¿Por qué?
—Bueno, normalmente no diría ni una palabra de esto, no es más que un chisme.
Pero teniendo en cuenta lo que has hecho, creo que debo hablar contigo para evitar
que vuelvas a meter la pata.
—Yo no he metido la pata.
—Como bien sabes —dijo Miranda, haciendo caso omiso de la indignación de
Hope—, el comisario ha estado muy preocupado por la seguridad de la señora
Blackthorne. Incluso llegó a permitir que ella se quedara en su casa mientras estaba
ausente.
—Todo el mundo sabe eso.
—Lo que tú no sabes es que se está especulando mucho acerca de que esas
atenciones pueden ser de una naturaleza más seria.
—Pero ella no se parece en nada a lo que él dijo que quería.
—A eso voy —dijo Miranda—. Los hombres dicen una cosa, pero invariablemente
hacen otra.
—Tú eres más parecida a lo que él quiere que ella.
—No vuelvas a repetirle eso a ninguna persona —dijo Miranda con severidad—.
Es muy posible que hayas lastimado bastante los sentimientos de la señora
Blackthorne.
—Yo no he hecho nada.
—Sí lo has hecho, si a ella le gusta el señor Randolph. Ahora, te sugiero que dejes
de meterte en cosas que sólo pueden causar problemas y vayas a ver si tu madre
necesita ayuda en la cocina. Si tienes que enamorarte de alguien mayor que tú, ¿por
qué no piensas en el cocinero de tu madre? Él también es un Randolph y es más
joven que el comisario.
Con esa severa reprimenda, Miranda dio media vuelta y se marchó.
Hope se quedó allí, muriéndose de la rabia, a pesar de que tenía la sensación de
que Miranda podía tener razón. Así que tomó una decisión súbita y definitiva y se
dirigió a la oficina del comisario. Hen estaba sentado detrás de su escritorio, con los
pies encima, cuando ella entró.
—Todavía no es hora de almorzar, ¿o sí?
—¿A ti te gusta la señora Blackthorne? —preguntó Hope de manera precipitada—.
¿Estás enamorado de ella?

~194~
Leigh Greenwood Laurel

A Hen se le cayeron los pies del escritorio y quedó sentado y derecho en un solo
movimiento.
—Tú sí que vas al grano, ¿no?
—Miranda, quiero decir, la señorita Trescott, dice que la gente está pensando que
estás enamorado de ella. Dicen que si no fuera así, no le prestarías tanta atención.
Hen pasó saliva. Era evidente que no había sido tan discreto como pensaba. Podía
ser demasiado tarde, pero tenía que hacer su mejor esfuerzo por acallar los rumores.
—La gente es capaz de decir cualquier cosa. Estoy tratando de conseguir que
Laurel se venga a vivir al pueblo. Me preocupa que los Blackthorne vuelvan a
intentar llevarse a Adam.
—¿Entonces no estás pensando en casarte con ella?
—No estoy pensando en casarme con nadie.
Eso era cierto, pero para sorpresa de Hen, la idea de casarse no le causó el pánico
que normalmente le causaba. Seguía sin estar interesado en casarse. No,
decididamente no se iba a casar. Pero si lo hiciera, bueno, no le molestaría tener una
esposa como Laurel.
—Algún día tendrás que casarte con alguien.
Hen se volvió a concentrar en Hope.
—Algunos hombres no sirven para casarse.
—Creía que todo el mundo quería casarse.
—Tal vez sea así, pero no todo el mundo puede casarse.
—No lo entiendo.
Hen tampoco lo entendía. Siempre había pensado que lo entendía, pero la verdad
era que no entendía nada.

Laurel escurrió la sábana y la arrojó al agua de enjuagar. Se puso furiosa al ver que
había errado el tiro y la cola de la sábana quedó sobre la tierra. Así que tuvo que
quitarle la tierra y volver a enjuagarla. Ya no necesitaba la ayuda de Adam para que
le llevara agua. Sólo tenía que poner el barreño bajo el canalón y el agua caía dentro.
El canalón podía contener más agua de la que necesitaba para su tarea de la mañana.
Lo único que Adam tenía que hacer era reunir suficiente leña para mantener el fuego.
Pasaba la mayor parte del tiempo con Jordy y con Sandy.
Laurel extrañaba a Adam y extrañaba la compañía del niño durante las mañanas.
Cuando él estaba cerca, trabajando, jugando, haciendo preguntas, siendo el centro de

~195~
Leigh Greenwood Laurel

su universo, el trabajo le cundía más, parecía más fácil. Pero ya no podía mantenerlo
siempre a su lado. No, desde la llegada de Hen. Todo era distinto desde el momento
en que él llegó al cañón. El canalón era un testigo silencioso de los cambios que él
había introducido en su vida. Aunque ella no necesitaba ninguno.
«Joven, pura e inocente».
Las palabras resonaban en sus oídos como una burla. La perseguían como un
espíritu maligno. La acechaban desde cada rincón, la atacaban cuando estaba más
descuidada, la provocaban, acababan con su tranquilidad. Eran como una sentencia
de muerte. Sólo que ella no se iba a morir. Tenía que seguir viviendo.
Laurel había decidido marcharse del cañón de los Arces. Al principio trató de
decirse que iba a huir para proteger a Adam, pero no podía seguirse engañando.
Quería huir de Hen y lo mejor sería enfrentarse a la verdad. Llevaba mucho tiempo
viviendo en un sueño.
Escurrió la otra sábana y la arrojó al barreño de enjuagar. No sabía adonde iría,
pero estaba segura de una cosa. Nunca más volvería a lavar algo que no les
perteneciera a ella o a Adam.

Avery esperó en el estero, oculto tras un álamo americano bastante grande, hasta
que Jordy se marchó a hacer sus deberes y Adam comenzó a subir hacia el cañón.
—No quiero hablar contigo —le dijo Adam cuando lo vio.
—Siempre deberías querer hablar con tu abuelo.
—Tú no me agradas.
—Pero sí te agrada el comisario.
Adam se retorció.
—Él tampoco me agrada.
—Pero ayer lo vi ayudándote con tu caballo. Y tú no lo echas cuando él va a ver a
tu madre.
—Es demasiado grande. Además, es buena persona —dijo Adam, que por fin
había reunido el valor para decir lo que realmente pensaba—. Él me lleva cosas.
Ayuda a mi mamá. Hasta nos dejó dormir en su casa para que vosotros no podáis
sacarme de aquí.
—Podría sacarte de aquí ahora mismo si quisiera.
Adam retrocedió.

~196~
Leigh Greenwood Laurel

—Podría haberte atrapado un millón de veces, pero no lo he hecho. Yo quiero que


tú tengas ganas de venir a vivir con nosotros.
—Yo quiero quedarme con mi mamá.
—¿Aunque ella se case con el comisario?
—Ella no se va a casar con nadie.
—Cuando ellos se casen, es posible que el comisario no quiera tener cerca al hijo
de otro hombre.
—Eso no es cierto. El comisario me quiere. Él me lo dijo.
—Pero no le va a gustar que tú estés cerca, sobre todo cuando tenga sus propios
hijos. Querrá que tu madre se ocupe sólo de sus hijos.
—No te creo.
Avery podía ver que Adam no quería creerle, pero se dio cuenta de que había
sembrado la duda en la cabeza del chico.
—Puedo hacer que se marche si tú me ayudas.
—¿Cómo?
—Es muy bueno con sus pistolas, ¿no es cierto?
—Es el mejor. Todo el mundo lo dice.
Avery notó que Adam se sentía orgulloso de eso. El chico seguía siendo leal a
Hen.
—A tu padre no le gustaría que admiraras a un hombre así.
—El comisario es un buen hombre, igual que mi padre. Mi madre me lo dijo.
Avery estaba furioso. Podría llevarse al chico en ese momento y regresar cualquier
otro día para matar a Hen. Pero la realidad hizo que controlara su rabia. Avery sabía
que no podía enfrentarse con Hen en un duelo. Ninguno de los Blackthorne era rival
para Hen. Si alguno de ellos llegaba a tocar a ese niño, tendrían a Hen encima más
rápido que la flecha de un apache. No, tenía que encontrar la manera de matar antes
a Hen. Después, no habría nada que le impidiera llevarse a Adam cuando quisiera.
Entonces se le ocurrió una idea.
—¿Tu madre te contó quién mató a tu padre?
—Un hombre malo.
—Fue Hen Randolph.
—¡Eso no es verdad! —dijo Adam con desesperación y le lanzó las palabras a
Avery como una lanza—. Mamá no dijo nada de eso.

~197~
Leigh Greenwood Laurel

—Tu madre no lo sabe. Yo mismo no lo sabía, lo averigüé hace poco. ¿Por qué
crees que no he hecho nada hasta ahora? Pero ahora lo sé y he venido a matarlo.
—¡No te creo! —gritó Adam y arrugó la cara mientras retrocedía—. Él es más
rápido que tú. El padre de Danny Elgin dice que es el mejor. Te matará.
—Por eso necesito tu ayuda —dijo Avery—. Tu padre querría que tú me ayudaras.
—No lo haré. ¡No te creo! —gritó Adam y luego dio media vuelta y salió corriendo
por el estero tan rápido como pudo.
Avery sonrió cuando vio que Adam se tropezaba, se levantaba y volvía a salir
corriendo. Le tomaría un tiempo aceptarlo, pero pronto estaría totalmente
convencido de la mentira. Entonces estaría dispuesto a hacer cualquier cosa que él le
pidiera.
Avery odiaba a todos los comisarios, en especial a los de Texas. Los representantes
de la ley habían expulsado a su familia de Tennessee. Un alguacil de Texas lo había
herido en la cadera y le había dejado una lesión que todavía le dolía cada vez que se
subía a un caballo. Un comisario texano retirado había pillado a Carlin tratando de
robar su toro más fino y lo mató. Y lo peor de todo era que su propia esposa había
huido con un comisario de Texas.
Avery sentía un odio especial hacia Hen Randolph. Hen había avergonzado a sus
hijos, había dañado la reputación de su familia y se había apropiado de la viuda de
su hijo. Laurel era la mujer de Carlin. Ella no tenía nada que hacer enamorándose de
otro hombre.
Hen también se había interpuesto entre él y su nieto. Era una afrenta muy amarga
darse cuenta de que Adam quería más a Hen que a su propia familia. Para Avery, la
lealtad familiar era lo primero, la fuente de su poder. Y Hen representaba una
amenaza para ese poder. Por eso Avery había decidido destruirlo.
Dio media vuelta y se encaminó hacia el pueblo. Cuando terminara con ese
comisario, se encargaría de Laurel. Todo era culpa de esa perra y Avery tenía la
intención de hacerle pagar por ello.

El sonido de los pasos de Hen sobre la acera reverberaba en medio de la noche. La


mayor parte de las edificaciones estaban a oscuras, pues sus dueños habían cerrado y
se habían ido a casa hacía varias horas. En las ventanas de la mayoría de las casas se
veía luz, pero en esta parte del pueblo reinaba el silencio. Al final del pueblo, hacia el
cañón, la luz que salía de las siete cantinas inundaba la calle. Todavía estarían
abiertas al menos una hora más.

~198~
Leigh Greenwood Laurel

Hen caminaba lentamente. Le gustaba mucho esa hora de la noche. Incluso


después del día más caliente, el desierto se volvía fresco durante la noche. Y mientras
hacía sus rondas y escuchaba cómo resonaban sus pasos en la calle vacía, disfrutaba
de la brisa fresca que venía del desierto. Pero sus pensamientos estaban en el cañón,
donde soplaban brisas todavía más frescas que bajaban de las montañas.
El cañón de Laurel. Apenas había podido alejarla de sus pensamientos desde que
Hope le preguntó si estaba enamorado de ella. No estaba enamorado ¿o sí lo estaba?
Para su sorpresa, se dio cuenta de que no tenía idea de qué era estar enamorado.
Ni siquiera sabía cómo amar. Se preguntó por sus sentimientos hacia George, Monty
y el resto de su familia. Siempre había asumido que quería a Monty. Después de
todo, era su hermano gemelo.
Hen revisó la puerta del restaurante de los Worthy. Estaba cerrada. Dentro estaba
oscuro y no se oía nada. Así que siguió su camino.
Hen se preguntaba si amaría a su familia, o si sus sentimientos serían sólo una
expresión de lealtad, una sensación de cómoda familiaridad porque eran gente a la
que había conocido toda su vida. Tal vez nunca había amado a nadie. Tal vez no
podía amar a nadie.
Esa idea lo asustó. Era un solitario porque así lo había querido, pero por primera
vez en su vida no le gustó la idea de enfrentarse solo al futuro. Quería enfrentarse al
futuro con Laurel. ¿Acaso eso significaba que estaba enamorado, o únicamente que
estaba solo y deseaba tener compañía?
Pensó en Adam. Quería estar cerca del chico cuando ensillara su primer caballo,
cuando tuviera su primer romance, cuando se convirtiera en un hombre. ¿Sería eso
amor o sólo era simpatía por un chico huérfano de padre que estaba confundido y
furioso, como lo había estado él después de la muerte de su madre?
Hen se bajó de la acera y se dirigió a un callejón que separaba dos edificaciones.
Las sombras dominaban el espacio abierto detrás de las casas, entre las edificaciones
y la zona donde la maleza y las piedras marcaban el comienzo de las montañas que
se levantaban a lo lejos. Nada se movía. Ningún ruido perturbaba el silencio.
Hen regresó a la calle y volvió a subir a la acera.
No había visto a Laurel en todo el día. Cuando terminaran el canal iba a necesitar
una nueva excusa para ir a verla, pero no estaba seguro de que debiera buscar una.
Las últimas veces, Laurel lo había recibido de manera forzada y eso lo confundía.
Hen sabía que ella lo apreciaba. A veces la sorprendía mirándolo con una nostalgia
tan intensa que hacía que su cara pareciera contraída y demacrada. Estaba seguro de
que ninguna mujer miraba a un hombre de esa manera a menos que le gustara
mucho. Sin embargo, sus palabras y su manera de comportarse negaban la calidez de
su mirada, la intimidad de esa tarde antes de que Adam se volviera en su contra.

~199~
Leigh Greenwood Laurel

Debía darse por vencido. No debía seguir yendo si no estaba seguro de cómo lo
iban a recibir. Nunca había hecho algo así. Un solo gesto de rechazo y desaparecía.
Para siempre.
Hen se detuvo frente al banco. La luz que salía a través de una ventana proyectaba
sobre el suelo un destello color ámbar. Entonces caminó hasta la casa en la que
brillaba la luz y llamó a la puerta. Momentos después, le abrió Bill Norton.
—¿Trabajando hasta tarde? —preguntó Hen.
—Ha habido varios depósitos a última hora de la tarde. Mineros. Encontraron un
nuevo filón de oro.
—¿Y espera que vengan muchos exploradores?
—No los suficientes para que el pueblo se beneficie.
—Pero sí los suficientes para causarme problemas a mí —dijo Hen, al tiempo que
se despedía con un gesto de la mano. Luego regresó a la calle y sus pensamientos
volvieron a girar en torno a Laurel.
¿Por qué vivía pensando en ella? Porque quería estar cerca de ella. Necesitaba
saber que se encontraba a salvo. No entendía cómo esa mujer había llegado a ser tan
importante para él. Había conocido mujeres más hermosas, pero ella era la primera
que lo atraía de esa manera. Era la única que había invadido sus sueños con tanta
frecuencia que no quedaba espacio para nada más.
Ella era la que había despertado el deseo físico que había dormido dentro de él
como una cosa inerte durante todos estos años.
Mientras se acercaba al nuevo establo de Chuck Wilson, se preguntó por los
cambios que había experimentado en su forma de ser y comportarse. Durante años
había condenado el insaciable apetito de Monty por las mujeres. No podía entender
cómo su hermano gemelo podía separar el deseo de la mujer que lo satisfacía. Para él
la conexión entre las dos cosas era crucial. Cualquier pasión, cualquier deseo físico,
moría cuando la mujer que lo había despertado resultaba ser indigna. Hen no podía
entender que dos cuerpos se unieran, a menos que también se unieran los corazones
y las mentes.
Ahora, por primera vez en su vida, las tres cosas se reunían en una sola persona:
Laurel.
Se detuvo junto al inmenso tanque de agua que el pueblo había construido detrás
del establo. Pronto estaría lleno del agua fresca del cañón. Era el primero de los que
pensaban levantar y que rodearían el pueblo. Agua para todos.
Hen sonrió para sus adentros, cuando vio la luz que salía del establo a través de
una pequeña ventana. Era la lámpara de Jesse McCafferty. Nunca la apagaba. Creía
que la lámpara mantenía a raya a los fantasmas.

~200~
Leigh Greenwood Laurel

Frente a la cantina de Scott Elgin había varios caballos con la cabeza gacha y una
pata trasera levantada, aburridos por las horas de inmovilidad obligada, que
esperaban a que sus amos los llevaran a casa y los dejaran en el establo. Un hombre
salió de la cantina y se dirigió a la parte oscura del pueblo.
—Buenas noches, comisario —dijo, luego encaminó sus pasos vacilantes hacia su
casa.
—Buenas noches —dijo Hen, al tiempo que se acercaba a la siguiente cantina.
Estaba tranquila. Todos los que estaban dentro parecían concentrados en los naipes y
el whisky. En la siguiente cantina había suficiente ruido para compensar el silencio
de las otras dos. Un par de mujeres se movían por entre los clientes cantando una
canción obscena y evitando las manos de los hombres. Ocasionalmente, alguno
alcanzaba a agarrarlas, lo cual generaba una protesta juguetona por parte de la mujer
y una excitada reacción por parte del hombre.
Hen pasó de largo.
Al llegar al final del pueblo, completó su última ronda de la noche. No tenía nada
más que hacer que regresar a casa y asegurarse de que Jordy se lavara los pies y las
piernas antes de meterse entre la cama. A un chico que había pasado la mayor parte
de su vida durmiendo entre el heno o en el suelo, le costaba trabajo entender la
importancia del aseo.
Lo mismo le pasaba a Adam. Hen sonrió al pensar en los esfuerzos de Adam por
imitar a Jordy. Le había costado trabajo convencer a Laurel de que permitiera a su
hijo pasar la noche con su amigo, pero él sabía que eso era importante para Adam.
También era la primera vez en varios días que Adam estaba más amistoso con él.
Pero Hen estaba demasiado inquieto para irse a casa. No le importaba que Jordy
ensuciara las sábanas con sus pies llenos de barro. Necesitaba encontrar una
respuesta para esa presión que tenía en su pecho y sabía que la única que podía
ayudarle era Laurel.
Miró hacia el cañón. Era muy tarde. Ella seguramente estaba en la cama desde
hacía horas. Hen comenzó a regresar hacia su casa, pero sus pies no querían
moverse. Tenía que ver a Laurel.

~201~
Leigh Greenwood Laurel

Capítulo 18

Debajo de los arboles estaba tan oscuro que parecía medianoche. La luna se veía
apenas como una línea de luz en el cielo, pero Hen pudo subir el camino gracias a
que lo conocía. Era prácticamente imposible que Laurel viera que alguien se estaba
acercando a la casa.
Vaciló al llegar al claro. No debería estar allí. Si alguien lo veía, el rumor se
esparciría por el pueblo antes de que amaneciera. Sin embargo, no podía dar marcha
atrás. Tenía que verla. Estaba en medio de una crisis personal.
—¡Laurel! —gritó, desde una distancia que le permitía mantenerse a salvo. Ya
había visto la escopeta de Laurel y no quería que ella le disparara por error—. Laurel,
soy Hen. Necesito hablar con usted.
El canal procedente del arroyo atravesaba el patio como una gigantesca serpiente
negra. Los baldes y los barreños parecían inmensos hongos que brotaran del suelo
del cañón. La sencilla casa de adobe era una masa negra agazapada contra las
paredes anaranjadas del cañón. La terrible pobreza de toda la escena hablaba de
muchos años de trabajo duro sólo para cubrir las necesidades básicas, de días en que
Laurel estaba enferma, en que Adam estaba enfermo, de días en que estaba
demasiado agotada para levantarse de la cama. Hablaba de días en que ella debía
haber deseado oír la voz de otro adulto, ver una sonrisa amistosa. Sin embargo,
ningún día podía dejar de lavar ropa.
Porque su vida y la de su hijo dependían de ello.
Debía de haber habido épocas en las que Laurel se había sentido tan vacía como se
sintió él cuando murió su madre. Se debía de haber sentido tan sola como se sintió él
cuando los abandonó su padre. Sin embargo, no se había dejado vencer. Se había
vuelto fuerte y autosuficiente.
Y ¿qué había hecho él? Se había volcado sobre sí mismo, se había negado a
permitir que el amor de los que lo rodeaban nutriera su alma, se había negado a
permitir que la sabiduría de los demás guiara sus pasos, o a dejar que cualquier
emoción tocara su corazón... hasta que algo en esta mujer lo había obligado a salir de
su caparazón. Hen se había sentido atraído por ella en contra su voluntad y

~202~
Leigh Greenwood Laurel

finalmente había llegado a convertirse en parte de su vida. Ahora tenía que averiguar
qué era lo que eso significaba.
—Laurel, ¿está usted ahí?
Tenía que haberlo oído. No podía tener un sueño tan profundo. Ninguna madre
podía. Sin embargo, no se oía ningún ruido dentro de la casa. Hen se acercó a la
puerta y golpeó, pero nada. Debía de estar pasando algo. Quizá estuviera enferma...
—Laurel, ¿está usted bien? Voy a entrar.
Casi de inmediato Hen se dio cuenta de que no había nadie en la casa. No había
señales de lucha, de manera que debía de haber salido voluntariamente. No era
probable que hubiera ido hasta el pueblo a esas horas de la noche. El único lugar
donde podía estar era el pastizal.
No entendía por qué estaría Laurel deambulando por ahí a medianoche, pero
tenía que asegurarse de que estaba bien.
Así que comenzó a subir el angosto camino que serpenteaba en medio de grandes
rocas. Nunca había estado en esta parte del cañón de noche, pero podía entender la
sensación de seguridad que experimentaba Laurel al vivir en esa estrecha fortaleza
rodeada de muros de piedra.
El pastizal parecía tranquilo y brumoso a la luz de la luna. Cerca de cuarenta
metros más allá pastaban cinco ciervos de cola blanca. Un macho enorme levantó la
cabeza cuando Hen salió de entre las sombras y se quedó vigilando, mientras que el
grupo de hembras siguió comiendo, con la garantía de que el macho las protegería.
Hen buscó a Laurel con la mirada, pero no la vio. Estaba a punto de dar media
vuelta, cuando recordó la cueva. Se mantuvo oculto entre las sombras para evitar
asustar a los ciervos y rápidamente llegó al camino que llevaba hasta el saliente de la
roca. Iba a mitad de camino cuando la vio sentada en la piedra, mirando hacia el
pastizal.
—¿Puedo acompañarla o es una meditación íntima?
Sorprendida, Laurel se volvió a mirarlo. La escasa luz de la luna permitió que Hen
viera una sonrisa por la que había esperado toda la vida.
—Me gustaría que me acompañara.
Era una invitación muy sencilla, pero Hen sintió que le llegaba hasta el fondo del
alma, hasta ese vacío que estaba fuera de su alcance.
—¿Qué la ha traído hasta aquí arriba? —preguntó Hen, mientras se sentaba al lado
de Laurel.
—No podía dormir. —Laurel se volvió hacia él, envuelta por las sombras—. ¿Se da
cuenta de que nunca me había ido a dormir sin que Adam estuviera cerca de mí?

~203~
Leigh Greenwood Laurel

—¿La ausencia de Adam es la única razón de su insomnio?


—¿No le parece suficiente?
No, no para Hen. Él necesitaba ser parte de la inquietud de Laurel. Tenía que ser
parte de esas preguntas sin respuesta que perturbaban su tranquilidad.
—¿Por qué no está usted en la cama? —preguntó Laurel—. ¿Cree que puede
confiar en que esos dos chicos no acaben con su casa en su ausencia?
—Jordy tendría que volver a ponerla en orden.
Laurel se rió.
—Se me olvidaba. Ha dejado usted su casa a cargo del chico de la casa. Siempre
tan inteligente.
—Pero no lo suficientemente inteligente como para entender algo que Hope
comprendió al instante.
—¿Y de qué se trata?
—¿No lo adivina?
—No. Nunca puedo adivinar nada que tenga que ver con usted.
—Creo que la amo. Sólo lo entendí cuando descubrí que usted no estaba en su
casa.
Laurel sintió que se le paralizaba el corazón. Durante un instante, nada se movió
en el universo. Luego sintió que el corazón le daba un brinco y todo comenzaba a
moverse demasiado deprisa.
¡Hen la amaba!
Laurel se olvidó de los Blackthorne y de cómo la trataba la gente del pueblo.
Olvidó que Adam se había vuelto en contra de Hen. Olvidó que Hen provenía de
una familia rica y aristocrática. Olvidó que él quería una esposa joven, pura e
inocente. Se olvidó incluso de la palabra «pensar».
Hen la amaba.
—¿No tiene nada que decir? Nunca había visto que se quedara sin palabras.
—Me ha pillado por sorpresa.
Pero no era ésa la razón. Laurel tenía miles de preguntas que hacerle, miles de
cosas que decirle. Se había quedado sin palabras debido a la intensidad de la
emoción, que casi la asfixiaba. Se sentía como si dentro de ella hubiesen soltado una
burbuja gigantesca y no fuera capaz de expulsarla. Laurel sólo podría conocer sus
verdaderos sentimientos cuando esa burbuja escapara y se llevara la sorpresa y la
impresión. De momento, sólo podía respirar profundamente y mirarlo a los ojos
como una tonta.

~204~
Leigh Greenwood Laurel

Hen estiró la mano y tomó la de Laurel.


—No le disgusta, ¿verdad?
—No.
—Pero se ha quedado muy silenciosa y seria. Yo creía que las mujeres gritaban o
se desmayaban en estas circunstancias.
Laurel sonrió.
—Probablemente la mayoría lo hacen.
—Y usted ¿por qué no?
—Porque todavía me cuesta trabajo creerlo.
—¿Por qué?
—Cuando uno pasa mucho tiempo deseando algo que está seguro de que jamás va
a obtener, sufre una gran impresión cuando le sucede sin ningún aviso... así, de
repente.
Hen le agarró la otra mano; parecía a punto de perder ese rígido control que
ejercía sobre todas sus acciones.
—¿Me está diciendo que usted quería que yo la amara, que está enamorada de mí?
Hen parecía sorprendido. ¿Acaso no se había dado cuenta de que ella llevaba
varias semanas mirándolo como una lunática? ¿Por qué creía que había abandonado
todos los principios que había cultivado durante toda la vida y había permitido que
la convencieran de hacer cosas que no quería hacer? ¿Acaso ese adorable idiota
pensaba que ella haría eso por cualquier persona?
—Lo amo desde hace mucho tiempo.
—¿A pesar de que odia a los pistoleros?
—Nunca lo he odiado a usted.
Hen la abrazó y la besó bruscamente, sin delicadeza.
—Pues ha representado muy bien su papel durante todo este tiempo.
—Tenía miedo. Todavía lo tengo. Los Blackthorne...
Hen la besó para callarla.
—Esta noche es sólo para nosotros —susurró, con los labios todavía sobre los de
Laurel-—. Los Blackthorne, el pueblo... todo quedará para mañana —dijo y volvió a
besarla—. Saca de tu mente todo lo demás. Piensa sólo en mí. En nosotros.
Hen no se podía imaginar lo mucho que Laurel ansiaba hacer precisamente eso.
Toda su vida había tenido que hacer planes y preocuparse por el futuro. Debido a la
costumbre, Laurel sintió que una procesión de preguntas martilleaba su conciencia,

~205~
Leigh Greenwood Laurel

pero les cerró la puerta con firmeza. Lo dejaría todo para mañana. En la intimidad de
ese cañón, en medio del silencio y la soledad, nada podía perturbarlos. Esas horas
serían sólo para ella.
—¿Cuándo te diste cuenta de que me amabas? —preguntó Hen.
Laurel se acomodó contra el brazo de Hen.
—No estoy segura de querer decírtelo. No quiero que te envanezcas de lo rápido
que me conquistaste.
Hen la apartó un momento para poder mirarla a los ojos.
—Pero tú me odiabas.
—Odiaba lo que creía que eras. Creo que me enamoré cuando me dijiste que me
envolviera la cara con higos chumbos.
Hen esbozó una sonrisa.
—¿Eso es lo que significa el amor para ti?
—Es parte de ello.
—Dime qué sientes.
Laurel se dio la vuelta en medio del abrazo para poder mirarlo a los ojos.
—¿Por qué?
—Porque nunca antes había estado enamorado y quiero estar seguro de que ahora
lo estoy. No me siento extraño. No he hecho ninguna tontería, como hacía Monty. No
siento que me haya vuelto loco. Ni siquiera me siento enfermo.
—¿Qué te hace pensar que me amas?
—Una vez le pregunté a Rose cómo sabía que amaba a George. Ella me dijo que lo
supo en el momento en que ya no se pudo imaginar cómo sería vivir sin él. Eso es lo
que yo siento por ti, pero no tiene ningún sentido. He vivido veintiocho años antes
de conocerte. ¿Por qué ahora, de pronto, no puedo vivir un día más sin ti?
Laurel trató de decirse que no debía hacerse demasiadas ilusiones, pero su
corazón no quiso escucharla. Ella quería que Hen la amara. Tal vez si lo deseaba con
mucha fuerza, él llegaría a amarla.
—Porque no quieres vivir un día más sin mí.
—Es una respuesta muy sencilla. ¿Por qué no se me ocurrió?
—Porque los hombres siempre estáis esperando algo enorme, como un temblor de
tierra.

~206~
Leigh Greenwood Laurel

—Pues a mí me ha afectado de una manera curiosa. Nunca había querido


sentarme a la luz de la luna con una mujer y tenerla entre mis brazos y besarla.
Ahora no quiero que la noche se acabe.
—Aún durará muchas horas... sólo acaba de empezar.
Laurel no podía creer que hubiese sido tan osada. Después de años de mantener a
los hombres a raya, prácticamente estaba invitando a Hen a que hiciera con ella lo
que quisiera. Algo dentro de ella la invitaba a echar a un lado las precauciones. Tenía
la oportunidad de vivir un amor como el que siempre había soñado. Si se echaba
para atrás en este momento, podría perder esa oportunidad para siempre.
Laurel no hizo ningún gesto para tratar de oponer resistencia cuando Hen la tomó
entre sus brazos. No trató de evitar sus labios con timidez cuando él la besó. Se
entregó al abrazo de Hen como una antigua amante y le devolvió el beso con una
intensidad que hizo que la noche pareciera más cálida. Hen no besaba como un
amante experimentado, pero tenía toda la fuerza de un amante sincero. A Laurel le
gustó sentir sus brazos alrededor de ella. Irradiaban una fuerza tan pesada como el
whisky de los indios. Se sentía envuelta en un capullo de calor. Se sentía segura. A
salvo.
También se sentía protegida. Era un sentimiento que jamás había experimentado
con Carin, ni siquiera con sus padres cuando era niña. Esta sensación iba mucho más
allá de cualquier otra cosa que hubiese experimentado. O que se atreviera a esperar.
Por primera vez sabía lo que se sentía cuando uno no tenía que preocuparse de nada,
cuando uno sabía que estaba a salvo en los brazos del hombre que podía y quería
protegerla.
Hen la apretó contra su pecho y le besó la cabeza.
—¿Alguna vez has pensado en volver a casarte? —preguntó.
Laurel sintió que el cuerpo se le ponía tenso.
—Me imagino que todas las mujeres piensan en casarse.
—Pero yo no estoy interesado en todas las mujeres sino en ti.
¿Qué debía responderle? Hen no parecía un hombre que se asustara con facilidad,
pero tenía que haber una razón para que alguien tan rico y bien parecido todavía
estuviera soltero.
—Lo he pensado con frecuencia. No es fácil educar sola a un hijo.
—Pero ¿qué hay de ti? ¿Qué es lo que quieres para ti?
¿Qué había de ella? ¿Qué esperaba de la vida? Si las circunstancias fuesen distintas
y tuviera un certificado matrimonial y no fuera pobre ni tuviera temores de ningún
tipo, ¿qué querría de la vida?

~207~
Leigh Greenwood Laurel

—Quiero a alguien que me ame a mí y a mi hijo y que nos cuide.


—¿Eso es todo?
—Es más que suficiente.
Pero no era suficiente, ya no era suficiente. Ahora quería que él la amara como
ningún hombre había amado a una mujer, que la amara tanto que ella se consumiera
en medio de su pasión. Cualquier otra cosa sería insuficiente.
De repente, Laurel sintió que la tierra temblaba. Una terrible explosión sacudió la
noche y resonó por todo el cañón. Los ciervos levantaron la cabeza del pasto y
desaparecieron en medio de la oscuridad, dejando sólo el rastro de sus colas blancas.
—¿Qué ha sido eso? —gritó Laurel y se aferró a Hen.
—Una explosión.
—¿Dónde?
—Abajo, en el cañón.
Hen y Laurel se olvidaron de su romanticismo y se apresuraron a salir del
pastizal. Al llegar al claro, el ambiente estaba lleno de polvo. El patio que hacía sólo
una hora estaba limpio y libre de obstáculos, había quedado lleno de cascotes y rocas
pequeñas. Cuando el polvo comenzó a asentarse, Hen pudo ver que la mitad del
canal que habían construido desde el arroyo estaba completamente destruido.
Cuando el polvo terminó de asentarse, sólo se veía un hueco en el lugar donde antes
estaba la casa de Laurel.

—¡Por Dios! —exclamó Laurel—. ¿Qué ha pasado?


—Dinamita —dijo Hen—. Una gran cantidad de dinamita.
—Pero ¿por qué? Nadie querría matarme.
—¿Ni siquiera los Blackthorne?
Laurel miró a Hen con los ojos muy abiertos por la impresión.
—No. Si quisieran matarme, podrían haberlo hecho hace mucho tiempo.
—Tal vez sabían que no estabas en casa. Tal vez sólo quieren asustarte para que
cedas a sus deseos.
Laurel sintió una oleada de miedo frío que le subía por la espalda. Si quien había
hecho eso sabía que ella no estaba en su casa era porque la estaban espiando sin que
ella se hubiese dado cuenta. Y si pensaban que estaba en casa, estaban tratando de
matarla. En cualquier caso, ya no estaba segura en el cañón.
¡Adam! ¿Estaría a salvo? ¿Podía ser que alguien estuviera tratando de llevárselo?

~208~
Leigh Greenwood Laurel

Antes de que oyeran el ruido de varias personas que subían por el camino que
venía del pueblo, vieron el reflejo de las luces contra los muros del cañón. Momentos
después, varios hombres salieron de entre la oscuridad.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Scott Elgin—. Estaba a punto de cerrar la cantina
cuando oí la explosión.
—¿Vio a alguien cuando venía hacia aquí por el camino? —preguntó Hen.
—No.
—¿Alguien dejó un caballo en el establo en la última hora? —le preguntó Hen a
Chuck Wilson.
—Jesse, ¿alguien dejó algún caballo?
—No, nadie ha dejado ningún caballo en el establo desde esta tarde —dijo Jesse.
—Alguien arrojó una carga de dinamita contra la casa de la señora Blackthorne —
les dijo Hen—. Es posible que todavía ande por ahí. Echemos un vistazo.
—Yo me quedaré con la señora Blackthorne —ofreció Jesse—. No podemos dejarla
sola. Por ahí puede haber algo más que hombres —murmuró Jesse entre dientes.
—Por aquí no hay fantasmas —le dijo Laurel—. Llevo siete años viviendo aquí y
nunca he visto ninguno.
—No siempre son visibles. Sólo los ves cuando ellos quieren que los veas —dijo
Jesse.
—Pues bien, si aquí arriba hay algún fantasma, debe de ser muy bueno. Yo estaba
en el pastizal cuando pasó todo.
—¿Quiere decir que aquí hay más lugares donde esconderse?
—Muchísimos —dijo Laurel y sonrió, a pesar de la aprensión que sentía al
quedarse sola sin Hen—. También hay cuevas.
Jesse se estremeció.
—No se ve a nadie —dijo Hen, después de hacer una inspección.
—¿Qué ha pasado? ¿Qué ha pasado? —gritó Hope, al tiempo que salía de la
penumbra, un poco delante de Jordy. Adam corrió directamente a los brazos de su
madre; el miedo le había quitado todas las ganas de portarse como un niño grande.
Laurel apretó al chico contra su pecho y la sensación de alivio que sintió al verlo la
hizo temblar.
—Alguien arrojó una carga de dinamita dentro de nuestra casa —le dijo Laurel a
Hope.
—Ahí no hay nada —dijo Hope.

~209~
Leigh Greenwood Laurel

Sólo en ese momento Laurel se dio cuenta de la magnitud de lo que había


ocurrido. Ahora Adam y ella sólo tenían lo que llevaban puesto. No tenía ningún
lugar donde vivir. Estaban en la calle.
—¡Por todos los cielos! —exclamó Grace Worthy, jadeando, tan pronto como llegó
al patio—. Pensar que tú solías subir hasta aquí una docena de veces al día... Debes
de ser más fuerte que un buey. —Luego se quedó mirando el hueco en la pared del
cañón—. ¡Por Dios! ¿Eso era tu casa?
Laurel asintió con la cabeza, estaba demasiado aturdida para hablar. Nunca había
tenido muchas cosas, pero darse cuenta de que todo lo que poseía en el mundo había
quedado destruido la abrumó.
—Ellos pueden quedarse conmigo —dijo Hen—. Tengo mucho espacio.
—Adam se puede quedar con usted —dijo Grace Worthy—, pero Laurel se
quedará con nosotros.
—No, no podría —dijo Laurel.
—Las opciones son quedarte conmigo o mudarte con Ruth Norton.
Laurel se preguntó si estaría soñando. La gente se estaba peleando por la
oportunidad de ayudarla. Era muy extraño. También era una sensación agradable.
—Le estaré muy agradecida si puedo quedarme con usted unos días hasta que
pueda encontrar algo para nosotros —dijo Laurel.
—Adam se puede quedar con Jordy y conmigo —le ofreció Hen—. ¿Por qué no
deja que Tommy venga a dormir a mi casa unos cuantos días? —le dijo a Grace—.
Eso puede facilitar un poco las cosas.
—No, no puede ser.
—Claro que puede ser. Yo siempre estoy fuera, el pueblo tendría que reconstruir
la casa si los chicos la queman.
Grace se rió entre dientes.
—Ven conmigo —le dijo a Laurel—. Dejemos que los hombres se ocupen de este
desastre. Después de todo, para eso están.
Laurel vaciló. La pérdida de sus posesiones hacía que se sintiera terriblemente
vulnerable. Sólo Hen podía ofrecerle la sensación de seguridad que necesitaba.
—Adelante —dijo Hen—. Pasaré un poco más tarde a ver si se le ofrece algo.
—Usted no va a hacer nada de eso —dijo Grace—. No hay nada que tenga que
decirle que no pueda esperar hasta mañana. Me propongo hacer que se acueste
enseguida y no voy a permitir que la moleste esta noche.

~210~
Leigh Greenwood Laurel

Laurel se sintió como si una marea bondadosa la hubiese arrancado de su sitio y la


estuviese arrastrando.
—¿Puedo quedarme? —preguntó Jordy.
—Será mejor que regreses con Adam. Él necesita la compañía de un hombre.
Jordy se hinchó de orgullo. En ese momento se sintió como el niño de nueve años
más grande de todo el territorio de Arizona.
Laurel le lanzó una mirada nostálgica a Hen, mientras Grace Worthy la empujaba
hacia el pueblo. Hen sonrió tratando de transmitirle toda la seguridad que pudo.
Habría preferido que Laurel se quedara con él, pero veía que la sugerencia de Grace
Worthy era mucho más lógica.
—¿Cree que fueron los Blackthorne? —le preguntó Elgin, después de que las
señoras se hubieron marchado.
—No pudo ser nadie más —dijo Chuck Wilson—. Me pregunto si serían ellos
quienes le prendieron fuego a mi establo.
—No me preocupa tanto saber quién lo hizo como saber si quien lo hizo pensaba
que Laurel estaba en la casa —dijo Hen.
—¿Dónde estaba? —preguntó Chuck.
—En el pastizal, donde mantienen el caballo de Adam.
—¿Y usted dónde estaba?
—Subí a decirle que Adam estaba bien —dijo Hen. Ésa no era la única razón, pero
pensaba que nadie necesitaba saber nada más—. Al llegar a la casa no encontré a
nadie.
—Probablemente quien lo hizo subió detrás de usted —dijo Chuck—. ¿Qué va a
hacer?
—Volveré mañana. Esta noche no podemos hacer nada más. Todo el mundo debe
irse a casa.
Pero Hen se quedó después de que todos los demás se fueron. Todavía estaba
inquieto. ¿Acaso el hombre que lo hizo sabía que Laurel no estaba, o pensaba que
Adam y ella estaban en la casa? La posibilidad era espantosa. Hen no sabía mucho
sobre los Blackthorne, pero si eran capaces de eso, tal vez los habitantes de Valle de
los Arces tenían razones para estar asustados.
Luego se le ocurrió otra cosa. Podía haber sido alguien del pueblo, alguien que
sabía que Laurel no estaba en la casa y estaba tratando de asustarla para que se fuera,
con la esperanza de que los Blackthorne dejaran así de molestarlos. Nadie había oído
el ruido de un caballo galopando por el desierto ni había visto a nadie huyendo.
¿Sería posible que el criminal todavía estuviera entre ellos?

~211~
Leigh Greenwood Laurel

Eso no parecía probable, pero Hen no tenía ninguna pista, ninguna idea que le
pareciera razonable, por eso pretendía mantener la mente abierta a todas las
posibilidades.

—¿Qué has averiguado?


Tyler hundió una cuchara de madera en una salsa que estaba preparando en una
olla grande. Sopló un poco el líquido hirviente, lo probó, volvió a soplar y volvió a
probar. Agregó unas especias más y revolvió lentamente. Sólo después de terminar,
levantó la vista para mirar a su hermano.
—Creía que no ibas a preguntármelo.
—No empecemos con el tema de mis defectos.
—Buena idea, porque no terminaríamos ni en dos días.
Hen se preguntó por qué sus hermanos siempre trataban de enfurecerlo.
—Fue idea tuya venir a meter las narices en lo que no te incumbe e ir a Dios sabe
dónde para tratar de hacerte matar. ¿Alguna vez se te ocurrió pensar que me podría
preocupar?
—No.
—Pues bien, estaba preocupado.
—Me alegra que lo hayas disimulado tan bien.
Hen tuvo el impulso de agarrar la preciosa salsa de Tyler y tirarla. Al menos eso
sacudiría su maldito autocontrol.
—No vamos a llegar a ninguna parte si seguimos discutiendo. Sé que has estado
haciendo preguntas sobre los Blackthorne. ¿Has averiguado alguna cosa?
—¿Por qué no me lo has preguntado antes?
—¡Maldición, Tyler! Tú sabes por qué.
—Dímelo.
—No te lo diría ni muerto.
Tyler casi sonrió.
—Valía la pena intentarlo.
—Si sigues tratando de enfurecerme, voy a... —¿Qué podía hacer? Tyler era su
hermano. Y aunque fuera el ser humano más irritante de todo el universo, después
de Jeff, que había hecho de eso un arte, Tyler había ido a ese pueblo perdido porque
estaba preocupado por él—. ¿Qué has averiguado? Eso me puede ayudar a decidir

~212~
Leigh Greenwood Laurel

qué hacer. —Hen podría jurar que Tyler parecía un poco decepcionado al ver que
Hen se contenía—. Y, cuando me lo digas, voy a darles tu deliciosa salsa a los perros,
te voy a amarrar a tu mula y la voy a mandar a Río Grande.
Tyler sonrió, pues aparentemente había recuperado la fe en su hermano.
—Sé que el viejo convocó a toda la familia. Hubo una reunión.
—Eso lo sé. Lo que quiero saber es cuántos de ellos respondieron.
—No tantos como el viejo esperaba. Tal vez una docena. Después pueden llegar
unos pocos más.
Tyler volvió a probar la salsa, agregó más especias, revolvió y volvió a probar.
—El viejo te odia, pero algunos de los miembros de la familia se han establecido y
trabajan en sus ranchos y prefieren seguir cuidando a sus vacas y no empezar una
guerra.
—¿Crees que Avery puede incitarlos a pelear?
—Es posible.
—Ya sé que es posible —replicó Hen—. También es posible que todos se vayan a
Canadá a criar ovejas.
Tyler sonrió.
—Quiero saber si crees que Avery será capaz de provocarlos lo suficiente como
para que ataquen el pueblo.
—Sí, pero no todos lo van a seguir.
—¿Cuántos?
—Demasiados. Al menos dos docenas.
—¿Cómo lograste averiguar tanto?
Tyler sonrió.
—No todas las mujeres de Tubac prefieren a los Blackthorne. Si quieres, puedo
volver otra vez.
—No, ya me has ayudado mucho. Gracias.
Tyler volvió la cabeza enseguida, con una expresión de incredulidad total.
—Es cierto, he dicho gracias —replicó Hen—. Pero será mejor que lo recuerdes,
porque, antes de que lo repita, el infierno tendría que volverse helado.
Sin embargo, no fue tan difícil de decir como esperaba. Ni siquiera estaba de mal
humor. De hecho, se sentía bien.
¡Demonios, estar enamorado estaba acabando con él!

~213~
Leigh Greenwood Laurel

Capítulo 19

Avery agarró a Adam cuando el chico empezó a caminar por el callejón que
separaba dos casas. El muchacho trató de huir, pero Avery lo apretó con fuerza.
Adam parecía tenerle miedo.
—Veo que ahora estás viviendo con ese hombre. ¿Qué diría tu padre de eso?
—No tengo otro sitio donde vivir —le espetó Adam, mientras trataba de soltarse—
. Alguien voló nuestra casa.
—¿Por qué no te has quedado con tu madre?
—Porque no me voy a quedar con un grupo de mujeres —dijo Adam con
irritación—. Hay tres chicos en la casa del comisario. Ayer les dimos una paliza a
Danny Elgin y a Shorty Baker.
Era evidente que Adam estaba desesperado por parecer un chico rudo. Avery se
preguntó cómo podía usar eso en su beneficio.
—Pensándolo bien, tal vez sea mejor que te quedes con el comisario. Así me serás
de más ayuda.
—Yo no te voy a ayudar.
—Sí lo harás.
—Jordy dice que sólo los cobardes le disparan a la gente por la espalda.
Avery apretó el puño con el que tenía agarrado a Adam y lo miró de manera
amenazante.
—¿Me estás llamando cobarde?
—Fue Jordy el que lo dijo. —Adam y se aferró a su posición con valentía—. Mi
madre dice que el comisario es un buen hombre, como mi padre.
—¿Les has hablado de mí?
—No. No le he dicho a nadie que quieres matar al comisario. Él vendría y te
dispararía entre los ojos. Él no está asustado.

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Leigh Greenwood Laurel

Avery le dio una bofetada al chico con el dorso de la mano. Adam se tambaleó y se
cayó al suelo, pero siguió mirándolo de manera desafiante.
—Estás traicionando la memoria de tu padre —gruñó Avery, con tanta furia que
respiraba de manera entrecortada—. Estás dejando que ese asesino gobierne a todo el
mundo como si fuera alguien especial, mientras tu padre yace en una tumba helada.
Adam miró a Avery con rabia.
—Cada minuto que pasa sin que me ayudes, estás dejando que un asesino viva
mientras que tu padre se pudre bajo tierra.
—Yo no estoy dejando que él haga nada —protestó Adam.
—Ya te dije que el comisario mató a tu padre, pequeño estúpido. Le disparó por la
espalda desde unos arbustos para poder hacerse famoso por haber matado a un
Blackthorne.
—Eso no es cierto —dijo Adam, negándose tercamente a creerle.
—¿Por qué crees que estoy tan decidido a verlo muerto? Ese hombre mató a mi
hijo. Yo sería un cobarde si no tratara de matarlo. Y eso mismo serás tú si no me
quieres ayudar.
—No lo haré.
—Él es un asesino. ¿Por qué crees que el pueblo lo contrató? Para matar a más
Blackthorne, ésa es la razón.
—Mi madre me ha contado que a papá lo mataron unos hombres malos.
—Tiene razón. Fue asesinado por Hen Randolph.
—No te creo.
—Ella no te lo dijo porque está enamorada de ese asesino. Quiere casarse con él. Y
cuando lo haga, ya no te van a querer. El asesino de tu padre te va a echar de tu
propia casa. ¿En qué clase de cobarde te convierte eso?
—¡No es cierto! —gritó Adam; se levantó y salió corriendo hacia el estero—. ¡Estás
mintiendo! —volvió a gritar, pero la voz se le quebró—. Estás mintiendo —repitió
entre sollozos, mientras desaparecía entre los arbustos que había más allá del estero.

Hen estaba frente al banco, conversando con Bill Norton, cuando George entró al
pueblo. Al oír la sarta de groserías que Hen soltó, Bill se volvió a mirar con asombro.
—¿Qué sucede? —preguntó Norton, mientras contemplaba con atención a un
jinete muy bien vestido; luego volvió a mirar a Hen—. A mí me parece un respetable

~215~
Leigh Greenwood Laurel

hombre de negocios. Probablemente es un hombre de familia, a juzgar por su


apariencia.
—Eso es exactamente lo que es —contestó Hen, con voz ronca por la rabia—. Él no
tiene nada que hacer aquí. Voy a estrangular a Tyler.
Hen se despidió del banquero, dejándolo completamente confundido y un poco
alarmado por su reacción, y salió detrás de su hermano. Al menos George había
tenido el buen sentido de dejar a Rose en casa.
George estaba hablando con el empleado del hotel cuando Hen entró.
—No necesita habitación —le dijo al recepcionista—. Se va a quedar conmigo. —
Hen cogió la maleta de George—. Así podrás regresar por donde has venido mañana
a primera hora.
—Tomaré esa habitación —le dijo George al recepcionista—. De esa manera, si no
me quiero ir, tendré un techo sobre mi cabeza.
El recepcionista parecía un poco asustado por haber quedado atrapado entre los
dos hombres, pero el aire de tranquila autoridad de George lo convenció de pasarle
el libro de registro.
—Supongo que te creíste esa absurda historia que te contó Tyler —dijo Hen.
—Hice algunas averiguaciones por mi cuenta —contestó George, mientras firmaba
el libro de registro y tomaba la llave que le pasó el recepcionista—. Hay al menos
cuarenta hombres adultos de apellido Blackthorne diseminados entre México y
Canadá. Le envié un telegrama a Jeff en Denver.
—Al menos él no va a venir corriendo a rescatarme.
—Ya veremos. Y ahora, ¿puedes darme mi maleta, por favor?
—Vete a casa, George. No tienes nada que hacer aquí. Rose y los chicos te
necesitan.
—Ah, eso me recuerda que Rose quería que te dijera que espera que vuelvas
pronto a casa.
—Es tu casa, no la mía. Y tú deberías estar allí en este mismo momento,
disfrutando de tu familia, y no aquí, persiguiendo sombras.
—Pero tú también eres mi familia, ¿o es que se te ha olvidado? A veces creo que
tratas de olvidarlo.
George tomó su maleta de las manos de Hen.
—Se comenta que los Blackthorne se están reuniendo en Tubac.
—Tyler me lo contó.
—¿Qué planeas hacer?

~216~
Leigh Greenwood Laurel

—Estoy esperando a ver cómo evolucionan las cosas.


—Eso es lo mismo que planeo hacer yo.
Hen agarró a George del brazo. ,
—Vete a casa, George.
George se enfrentó a su hermano y la feroz determinación de Hen se reflejó en sus
ojos.
—No puedo acabar con la rabia que hace que te alejes de todos los que te amamos.
Ni siquiera puedo evitar que te hagas matar. Pero prefiero morirme antes que
permitir que los Blackthorne lo hagan. Y ahora, ¿dónde puedo conseguir algo de
comer? Me estoy muriendo del hambre.
Hen volvió a agarrar la maleta de George y se la entregó al recepcionista.
—Tyler está sentando cátedra en el restaurante de los Worthy. Podéis planear
cómo salvarme mientras llenas ese hueco que tienes en el estómago.
Hen se sorprendió al darse cuenta de que no estaba tan furioso con George como
esperaba. Su hermano no debería estar allí, y pensaba matar a Tyler por enviarle ese
telegrama, pero George era lo más parecido a un padre que había tenido en la vida y,
aunque no podía vivir con él y con Rose, siempre se había sentido un poco mejor
cuando George estaba cerca. De hecho, si era sincero consigo mismo, en cierta forma
le alegraba que George estuviera allí.
Caminaron juntos sobre los tablones de la acera.
—Si quieres hacer algo útil mientras estás aquí —dijo Hen—, puedes convencer a
Tyler de que abandone ese asunto de las explotaciones mineras. Es capaz de llegar al
campamento de alguien para enseñarle cómo preparar una cena decente y hacerse
matar por invadir propiedad ajena.

—¿Te gusta mucho el comisario? —le preguntó Adam a su madre.


Laurel dejó de restregar la enagua que tenía en agua caliente. Había instalado los
barreños en la base del cañón. Grace Worthy se negó a cobrarle por quedarse en su
casa, pero Laurel insistió en pagar por la alimentación.
—Claro que me gusta el comisario. A todo el mundo le agrada.
Adam atizó los carbones debajo de la olla con agua-
—¿Te vas a casar con él?
-Laurel se lavó las manos y se las secó en el delantal.

~217~
Leigh Greenwood Laurel

—¿Por qué lo preguntas?


—¿Te vas a casar con él?
—No me lo ha pedido.
—Pero, si lo hace, ¿te casarás?
Laurel no podía entender por qué Adam le estaba haciendo esas preguntas. Los
chicos de su edad no pensaban en matrimonios ni en enamoramientos. Lo único que
les interesaba eran las armas y los caballos. Alguien debía de haber estado hablando
con él. Probablemente, Hope o Jordy. Lo más seguro era que ellos sólo estuvieran
repitiendo cosas que habían oído, pero Laurel desearía que no se las contaran a
Adam.
—Eso depende de muchas cosas.
—¿De qué cosas?
¿De qué dependía? Laurel amaba a Hen y estaba segura de que él la amaba,
aunque era posible que nunca le pidiera que se casara con él.
—No lo sé. Depende de si él todavía quiere ser comisario. Depende de si él te
gusta.
—Yo lo odio. No quiero que te cases con él.
Laurel se asombró y se preocupó por la respuesta de Adam. Ya había notado que
el muchacho parecía haber dejado de querer a Hen, pero pensó que serían celos y no
se lo tomó muy en serio. Nunca se le había ocurrido que Adam realmente no quisiera
que ella se casara con Hen. La sensación de perturbación fue creciendo. Sin importar
cuántas barreras los separaran, Laurel nunca había renunciado a la esperanza de que
algún día, de alguna manera, Hen se casara con ella. Pero la reacción de Adam era
como una bofetada. No podía casarse con un hombre al que su hijo odiaba.
Laurel se negó a contemplar el final de sus esperanzas. Tenía que haber un
malentendido. Adam no podía odiar a Hen. ¡No era posible!
—¿Por qué? A ti siempre te ha gustado Hen.
—Lo odio —insistió Adam—. Y no lo llames por su nombre.
—No es posible que odies a alguien sin ninguna razón. Eso no es justo. A ti no te
gustaría que alguien te hiciera eso.
—Él no me quiere.
—¿A qué te refieres?
—Tú vas a ser la madre de sus hijos y ya no me vas a querer.
Laurel sintió que se encendía esa vieja rabia que sentía hacia la crueldad de la
gente. Seguramente algún chico había estado molestando a Adam. Tal vez no

~218~
Leigh Greenwood Laurel

querían provocarlo, tal vez sólo estaban hablando tonterías, como todos los chicos,
pero habían lastimado sus sentimientos.
—Ven aquí y siéntate junto a mí. —Laurel se sentó en un banco y le dio unos
golpecitos al espacio que quedaba junto a ella.
Adam se acercó lentamente, con cierta renuencia. Cuando se sentó, Laurel le pasó
un brazo por la espalda y lo acercó a ella. El chico opuso resistencia por un momento,
pero luego la abrazó con fuerza.
—Yo siempre te voy a querer —dijo Laurel—. Siempre te querré más que a nadie
en el mundo. Y cuando seas un hombre y te vayas a vivir a tu propia casa, te
extrañaré mucho y me preocuparé por ti.
—Yo nunca me voy a ir a vivir a mi propia casa —dijo Adam—. Siempre voy a
vivir contigo.
—Y puedes estar seguro de que nunca me voy a casar con nadie que no te quiera
tanto como yo.
Adam la abrazó con más fuerza y Laurel le devolvió el apretón con un brazo,
mientras se limpiaba una lágrima con la otra mano. Desde que nació, Adam había
sido la persona más importante de su vida. Sin embargo, estaba tan obsesionada con
Hen que no había notado que su hijo estaba preocupado por algo importante. Tenía
que encontrar una manera de arreglar las diferencias entre Adam y Hen. Su felicidad
dependía de eso.
Pero ¿qué sucedería si a Hen no le gustaba Adam? No todos los hombres podían
aceptar al hijo de otro hombre, en especial al hijo de un delincuente, en especial si
pensaba que era un hijo ilegítimo. La familia de Hen se pondría furiosa. ¿Sería tan
fuerte el amor de Hen por ella como para mantenerse si su familia le daba la espalda?
Laurel sintió que se moría otro trocito de esa felicidad que había creído posible en
el pastizal. Parecía que su felicidad tenía demasiados obstáculos, que había muchos
abismos que los separaban. Pero había una cosa cierta. Iba a dejar de soñar despierta
acerca de su futuro con Hen y empezaría a pensar más en su hijo.

Cuando Hen entró, Adam tenía en la mano una de las pistolas que él guardaba en
su escritorio.
—Nunca juegues con una pistola cargada —le advirtió Hen, al tiempo que tomaba
el arma de las manos de Adam.
—Quiero que me enseñes a usarla —dijo Adam, pero no sonaba natural, como si
estuviera repitiendo algo que se había aprendido de memoria.

~219~
Leigh Greenwood Laurel

—¿Por qué?
—El padre de Danny Elgin dice que tú eres el mejor. Y dice que, si quieres
aprender algo bien, hay que aprender con el mejor.
A Hen no le gustó que Adam no lo mirara a los ojos. El chico seguía molesto con
él.
—¿Sabe tu madre que quieres que te enseñe a disparar?
—No.
—¿Y crees que yo voy a hacer algo que sé que a tu madre no le va a gustar?
Adam adoptó una expresión de terquedad.
—Un hombre debe saber usar un arma.
—Tú aún eres muy joven.
Adam se enderezó todo lo que pudo.
—Voy a cumplir siete años. Danny Elgin sólo tiene siete y ya tiene su propio rifle.

—¿Por qué no se lo preguntas a tu madre?


—Porque ella va a decir que soy muy pequeño.
Hen estaba de acuerdo con Laurel, pero también podía ver que para Adam era
importante saber algo acerca de las armas. Al mismo tiempo, era un asunto práctico.
En el Oeste las armas eran una herramienta necesaria. Un hombre que no supiera
usar un arma podía cavar su propia tumba.
—Está bien, te enseñaré unas cuantas cosas, pero tendré que hablar con tu madre
antes de dejarte disparar un arma.
Hen sacó las balas de la pistola.
—Sostenla. Mira cómo se siente. Tienes que practicar con el arma hasta que sientas
que es parte de tu mano. Sólo así podrás usarla con rapidez y precisión.
Durante los siguientes treinta minutos, Hen le explicó cómo cargar una pistola y
cómo funcionaba cada parte.
—Es muy importante mantener limpia el arma. Es tan importante como tu caballo.
Si cuidas tu pistola y tu caballo, ellos siempre cuidarán de ti.
A lo largo de todo el tiempo que pasó con Adam, Hen estuvo tratando de ver si
había un cambio de expresión en el chico, alguna señal de que su rabia había ido
disminuyendo. Pero el chico lo miraba como si fuera una estatua de piedra y lo
escuchaba sin hacer el torrente de preguntas que solía hacer.
—¿Cómo se carga y se dispara? —preguntó Adam.

~220~
Leigh Greenwood Laurel

Hen se preguntó si estaría haciendo lo correcto. Había algo inquietante en la


actitud de Adam.
—Lo más importante acerca de un arma es saber cuándo usarla —dijo Hen.
—Yo ya sé cuándo dispararla —dijo Adam.

Hen estaba solo cuando Laurel irrumpió en su oficina. Lo había estado buscando
pero él había salido a dar uno de sus misteriosos paseos. La espera sólo había hecho
que su rabia aumentara. Estaba furiosa con Hen por enseñar a Adam a usar un arma.
También estaba asustada. Adam estaba cada vez más retraído. Al principio, el asunto
sólo parecía afectar a sus relaciones con Hen. Pero durante estos últimos días,
también había comenzado a tratarla a ella con rabia. Así fue como se enteró de que
había estado aprendiendo a disparar y de que Hen había sido su maestro.
—¡Ya sé cómo usar un arma! —le gritó cuando ella lo castigó por quedarse
demasiado tiempo en la calle sin permiso—. El comisario me ha enseñado. Ahora
puedo cuidarme solo.
Laurel sentía que entre Adam y ella se alzaba una pared de miedo y rabia, y eso le
rompía el corazón. Siempre había tenido miedo de perder a Hen. Pero también se
moriría si perdía a Adam.
—¿Qué es lo que pretendes enseñándole a Adam a usar un arma a mis espaldas?
—le preguntó tan pronto puso un pie en la oficina.
Hen se quedó mirándola por un momento, asombrado. Luego se puso de pie y
apartó una silla que estaba recostada contra la pared para que ella pudiera sentarse.
—Te juro que estás preciosa con ese vestido.
—No me quiero sentar —dijo Laurel e hizo un gesto con la mano para rechazar el
ofrecimiento de la silla y la curiosidad que le despertaba la manera en que él la estaba
mirando—. Quiero que me digas qué estabas haciendo...
—Nunca creí que el marrón te sentara bien. Me gusta mucho más el rojo. Hace que
tus ojos se vean más oscuros y tu piel más blanca.
—No he venido aquí a hablar de mi piel ni de mi ropa. Exijo saber...
—Nunca pensé que la señora Worthy tuviera vestidos como ése.
—Miranda me prestó este vestido, pero...
—Eso lo explica —dijo Hen—. No creo que se pueda encontrar ropa así en Valle
de los Arces.

~221~
Leigh Greenwood Laurel

—Eres un hombre exasperante. Ni siquiera puedo tener una conversación normal


contigo. —Laurel podía ver la admiración con que Hen la observaba, la mirada de
deseo que ya no se preocupaba por esconder. Se le había olvidado que llevaba puesto
un vestido que le había dado Miranda y ahora se daba cuenta de que a Hen le estaba
costando trabajo adaptarse a la transformación de la lavandera en una modelo de
revista.
—Estás perdiendo el tiempo peleando conmigo por enseñarle a Adam cómo
funciona un arma, cuando lo único que yo quiero es decirte lo preciosa que eres.
Nunca me había dado cuenta de lo hermosa que eres. Nunca te lo había dicho, ¿o te
lo había dicho?
—No, no me lo habías dicho —contestó Laurel, tan absolutamente distraída de su
propósito inicial que pensó que nunca iba a ser capaz de volver a encender su furia.
Hen la tomó de las manos y la atrajo hacia él.
—¿Quieres que comience?
Laurel trató de oponer resistencia y mantenerlo alejado.
—¿Sabes? Hope ha estado tratando de decirme que tú eres un tipo raro. Yo le dije
que estaba loca, pero ahora creo que el loco eres tú.
—Tú me vuelves loco. Nunca me había sentido así. Tampoco había hablado nunca
así. Debo de haber contraído alguna fiebre.
—¿Cómo te atreves a comparar el amor con una fiebre?
—Monty dice que el amor es como una enfermedad.
—Pues dile a Monty que está equivocado.
—George y Madison dicen lo mismo.
—Todos están equivocados. El amor debe de ser el sentimiento más maravilloso
de todo el mundo.
—Una enfermedad maravillosa.
Laurel se obligó a concentrarse.
—Es inútil hablar contigo. ¿Por qué permitiste que Adam tocara esa pistola?
Hen la abrazó y le estampó un beso en la frente.
—Todos los chicos necesitan saber algo sobre armas, aunque sea para sentir
respeto por ellos mismos. Ya era hora de que Adam aprendiera.
—Pero tú sabes que no me gustan las armas.

~222~
Leigh Greenwood Laurel

—A mí tampoco, pero son necesarias. —Hen trató de besarla en los labios, pero
ella volvió la cara. Entonces se contentó con besarla en la mejilla y mordisquearle la
oreja.
—¿Sabes? Antes me preguntaba cómo era posible que Monty pasara tanto tiempo
besando a Iris. Nunca pude entender cuál era el atractivo. Supongo que tiene que ver
con la persona a la que besas.
Era imposible seguir furiosa cuando los besos de Hen la hacían olvidar todo lo que
la rodeaba. Pero era todavía más difícil recordar que no se podía casar con ese
hombre hasta que averiguara qué estaba sucediendo entre él y Adam.
—No lo lamentas lo más mínimo, ¿verdad? —preguntó Laurel, mientras se
recostaba contra él a pesar de sus esfuerzos por apartarse.
—Lamento haber esperado tanto tiempo para averiguar lo mucho que me gusta
besarte.
—Tú siempre vas a hacer exactamente lo que deseas hacer, independientemente
de lo que digan los demás.
Hen no la estaba escuchando, pero no importaba. Estar cerca de él había hecho
que su cabeza se derritiera. El hecho de sentir sus senos contra su pecho la encendía.
La sensación de las manos de Hen sobre sus brazos y los labios de él sobre su cuello...
Laurel sólo podía pensar en lo que quería hacer, no en lo que debía hacer. Pero, antes
de que pudiera ceder al deseo de arrojarse a los brazos de Hen y olvidarse de las
consecuencias, el ruido de una persona que se aclaraba la garganta detrás de ellos
hizo que se apartaran.
—No creo que le interese mucho, comisario —anunció la señora Worthy—, pero
sus hermanos solicitan que usted los acompañe a cenar esta noche.
—¡Al diablo con mis hermanos! —exclamó Hen, mucho menos incómodo que
Laurel—. Yo no les pedí que vinieran. Así que pueden cenar solos.
—Claro que irás —dijo Laurel, mientras luchaba por recuperar la compostura y no
mirar a Grace Worthy con ojos culpables.
—Y tú estás invitada a cenar con los Norton —le dijo Grace a Laurel—. ¿Quieres
que te ayude a elegir la ropa que te vas a poner?
Laurel sabía que no había nada que elegir. También sabía que Grace no tenía la
intención de salir de la oficina hasta que Laurel se marchara con ella.
—Todavía estoy furiosa contigo —le dijo Laurel a Hen, mientras se preparaba
para partir—. La próxima vez consúltame antes de decidir qué es lo mejor para mi
hijo.
—¿A eso le llamas furia? —le dijo Grace a Laurel al salir de la oficina del
comisario—. ¡Que Dios te ayude si alguna vez decides hacer las paces con él, mujer!

~223~
Leigh Greenwood Laurel

Mientras se dirigía al establo, Hen se preguntó qué le estaba pasando. Nunca le


había hablado a una mujer de la manera en que acababa de hablarle a Laurel. Parecía
un chico enamorado por primera vez. Ni siquiera Monty hablaba así cuando estaba
cerca de Iris.
Hen se encontró en el establo con Sam Overton, que estaba examinando los
caballos que Jesse iba a enganchar a la diligencia.
—¿Ha tenido noticias de los Blackthorne?
—De momento no.
—Gracias. Mantenga los ojos abiertos. Sobreviviremos a esto.
—Eso espero. Este lugar tiene posibilidades de convertirse en un bonito pueblo...
No quiero ése —le gritó Sam a Jesse y señaló otro caballo—. No me gusta. Dame ese
pequeño alazán.
Hen sólo le prestó atención al ruido de una pelea cuando se dio cuenta de que
cada vez se oía más cerca de la oficina. Se levantó del escritorio y miró por la puerta.
Jordy se dirigía hacia allí y llevaba a Adam a rastras. El chico se resistía a cada paso,
pero Jordy era demasiado fuerte para él.
—¿Qué sucede? —preguntó Hen, cuando Adam estuvo a punto de soltarse. Jordy
lo agarró, lo levantó del suelo y lo metió en la oficina. Luego cerró la puerta y se
recostó contra ella para bloquearle la salida a Adam.
—Dile lo que has estado haciendo —ordenó Jordy.
Adam se abalanzó sobre Jordy, listo para atacarlo, pero Hen lo agarró por los
tirantes de los pantalones.
—Ya está bien de peleas. ¿Por qué no me contáis qué os pasa? Siempre habéis sido
muy buenos amigos.
—Pero yo no soy amigo de los traidores —dijo Jordy—. Yo no ando por ahí
tratando de dispararle a la gente por la espalda.
—Una acusación muy seria, Jordy —dijo Hen—. Espero que tengas con qué
respaldarla.
—Lo pillé con las manos en la masa —dijo Jordy y le apuntó a Adam con un dedo
acusador.
—¿Haciendo qué?
—Díselo, traidor cobarde —gritó Jordy.
Los dos chicos trataron de liarse a puñetazos nuevamente, pero Hen los separó.

~224~
Leigh Greenwood Laurel

—¡Basta! ¡Quietos! Ahora quiero saber qué es lo que sucede aquí; si no, os meteré a
los dos en la cárcel hasta que tengáis ganas de hablar.
—Díselo si tienes agallas —lo provocó Jordy.
—¿Decirme qué? —le preguntó Hen a Adam, pero el chiquillo ni siquiera lo miró.
—Dile que has estado viéndote con ese maldito bizco pedazo de escoria de Avery
Blackthorne. Dile que te he visto dos veces con él.
Hen miró a Adam. El chico permaneció con la mirada clavada en el suelo.
—¿Es eso cierto, Adam?
—Claro que es cierto. Pregúntaselo a Tommy Worthy si no me crees. Él también
los vio.
—¿Por qué estabas con ese hombre, Adam? ¿Acaso no te das cuenta de que él es
una de las personas que te quieren alejar de tu madre?
—Él es mi abuelo y me quiere —gritó Adam.
—Es posible que te quiera, pero no está interesado en lo que más te conviene si
está tratando de separarte de tu madre.
—Él no se quiere deshacer de mí —le replicó Adam a Hen—. Quiere que me vaya
a vivir con él.
—Nadie se quiere deshacer de ti. Jordy y yo somos tus amigos.
—Puedes sacarme de esa lista —dijo Jordy mirando a Adam con furia—. Yo no
quiero ser amigo de nadie que anda con alguien que está tratando de matarte, Hen.
Yo tendría que volver a dormir en el establo si te matan. Y me podría quemar.
—Yo todavía soy tu amigo —le dijo Hen a Adam—. Supongo que no puedo culpar
a un chico por querer conocer a su abuelo.
—Yo sí —afirmó Jordy—. Yo no quiero tener nada que ver con una escoria y un
estafador de poca monta como Avery Blackthorne.
—¡Él no es ninguna escoria! —Adam estaba a punto de llorar, pero Hen sabía que
prefería dejarse cortar en pedacitos antes que llorar delante de Jordy—. ¡Él me quiere
enseñar a ser un hombre como mi papá!
—¿Y para qué quieres ser como ese delincuente? —preguntó Jordy.
Adam casi se rasga la ropa tratando de alcanzar a Jordy.
—¡Él no era un delincuente! Mi madre me dijo que era un hombre bueno. ¡Y tú lo
matate! —gritó Adam y se volvió hacia Hen—. Tú le disparaste por la espalda y lo
mataste.

~225~
Leigh Greenwood Laurel

—¿Quién te ha dicho eso? —preguntó Hen, que estaba atónito después de oír la
acusación.
—¡Asesino! ¡Asesino!
—Déjame enseñarle —dijo Jordy—. Yo le voy a enseñar qué pasa por decir que tú
eres un asesino.
—No, déjale hablar.
Pero en ese momento Hope entró por la puerta trasera con la bandeja del
almuerzo.
—¡Te odio! —gritó Adam—. ¡Te odio! —Luego salió corriendo, pasó al lado de
Hope, que no entendía nada, y se escapó por la puerta de atrás.
—Lo atraparé y lo traeré de regreso —prometió Jordy.
Pero Hen lo agarró de los hombros.
—Deja que se vaya. Está demasiado alterado para escuchar nada de lo que yo
tengo que decirle. Avery ha debido de decirle que yo maté a su padre.
—Pero todo el mundo sabe que eso no es cierto —dijo Jordy.
—Todos menos Adam.

~226~
Leigh Greenwood Laurel

Capítulo 20

El disparo resonó en los oídos de Hen como el anuncio del Juicio Final.
¡Alguien estaba tratando de armar un tiroteo en el pueblo! Hen se preguntó si toda
la gente de Arizona hacía lo mismo cuando estaba molesta o aburrida. Él no había
aceptado ese empleo para pasarse el tiempo desarmando a un puñado de borrachos
insatisfechos. Ya había echado la silla hacia atrás y había sacado el rifle de la vitrina,
cuando Jordy entró corriendo a la oficina.
—Allison Blackthorne está en la cantina de Elgin —dijo y los ojos le brillaban de le
excitación—. Dice que te va a matar por lo que le hiciste a su padre. ¿Vas a tener un
duelo en la calle?
—No si puedo evitarlo, tú quédate aquí hasta que vuelva.

Adam se apresuró a asomarse a la ventana.


—¿Qué pasa?
—No sé, parece que alguien está disparando tiros al aire —dijo Laurel, al tiempo
que se asomaba a la ventana por encima de la cabeza de su hijo. Luego sintió que el
corazón se le aceleraba cuando vio a Hen bajando por la calle. Si se casaba con él, eso
era lo que iba a padecer cada vez que oyera un disparo.
Adam salió hacia la puerta.
—Quieto ahí —gritó Laurel—. Tú no vas a salir de aquí hasta que yo te lo diga.
—Pero quiero ver qué pasa.
—Tendrás que verlo desde aquí. El comisario se encargará del asunto.
Laurel imploró que alguien cuidara a Hen.
Hen se dirigió a la cantina. Aquí y allá había hombres parados en los umbrales de
las casas y las tiendas, con el arma lista, pero todas las mujeres y los niños habían
desaparecido.

~227~
Leigh Greenwood Laurel

Mientras se aproximaba a la cantina, Hen se dio cuenta de que no tenía deseos de


enfrentarse con Allison. No le interesaba en lo más mínimo que Allison acabara a
tiros con la cantina de Elgin. No le importaba si los ciudadanos no podían dormir en
sus camas sin que los despertara un vaquero enloquecido o un borracho al que le
gustaba disparar. De hecho, ese pueblo no le importaba en absoluto.
Excepto por Laurel y Adam. Y Jordy y Hope. Y la familia de Hope. Y Miranda y
los Norton. Y unos cuantos más. Sin darse cuenta, había llegado a conocer a toda la
gente del pueblo. Y había llegado a preocuparse por ellos. Esa gente ya no era una
colección de rostros desconocidos. Hen sabía que Jesse McCafferty estaba
obsesionado con los fantasmas, pero era un genio con los caballos. Podía reconocer la
silueta de Ruth Norton a cien metros de distancia y la voz de Grace Worthy a mil
metros de distancia y el sonido de los pasos de Hope sobre la acera y las pisadas de
Jordy cuando bajaba corriendo las escaleras.
Esa gente era tan real para él como su propia familia.
George salió del hotel y se dirigió hacia él. Llevaba puestas sus pistolas.
—¿Qué sucede?
—Uno de los Blackthorne está disparando en la cantina. Puedo manejarlo.
—¿Estás seguro de que es sólo uno? Tal vez sea una trampa.
—Otra vez has estado escuchando a Tyler.
George sonrió, aunque con un poco de tristeza.
—Al menos él habla conmigo.
Hen se sintió culpable por negarse a ver a George —también se había negado a
hablar con Tyler—, pero no quería que él estuviera ahí.
—Quédate aquí. No quiero tener que explicarle a Rose por qué se quedó viuda.
—¿Cuándo he necesitado que tú me protejas?
—Nunca. Siempre fuiste tú el que nos protegió —admitió Hen—. Pero esto es cosa
mía. Estaré mejor solo.
—Esperaré fuera —dijo George y comenzó a avanzar al lado de Hen.
—Eres un cabezota.
George se rió entre dientes.
—Mira quién habla.
No habían avanzado seis pasos, cuando Hen vio a Tyler saliendo por la puerta
trasera del restaurante.

~228~
Leigh Greenwood Laurel

—¡Demonios! —maldijo—. Debí imaginarme que Tyler no iba a poder mantener


su nariz en la cocina.
Tyler estaba cruzando la calle para unirse a sus hermanos.
—No sé qué está haciendo aquí—dijo Hen—. Nunca le ha importado nadie.
—Si lo conocieras, aunque fuera un poco, sabrías que eso no es cierto.
—Estoy descubriendo que no conozco a nadie, ni a mí mismo.
George y Tyler se quedaron esperando en la calle, mientras Hen subía los
escalones de madera frente a la cantina. Luego de acercarse a la puerta con cautela, se
detuvo en el umbral para permitir que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad. Hen
no sabía nada sobre Allison Blackthorne. El hombre podía estar esperándolo para
dispararle en cuanto atravesara las puertas de vaivén, así que, con mucho cuidado
para que sus botas no hicieran ruido sobre las tablas, se acercó a una de las ventanas.
Se inclinó un poco hacia delante para poder ver el interior del local.
Todos los clientes de la cantina estaban escondidos. Allison estaba de pie ante la
barra, de espaldas a la puerta. Estaba apoyado sobre un codo, lo cual le dejaba libre
el otro brazo para sostener el vaso de whisky. Llevaba una sola pistola. No parecía
consciente de que alguien podía acercarse sigilosamente mientras él estaba de
espaldas, o tal vez no le preocupaba. Sin embargo, Hen se movió con cuidado. De la
pared colgaba un espejo, justo frente a Allison. Sólo tenía que levantar la vista para
ver todo el salón.
Hen desenfundó el arma y atravesó las puertas de la cantina.
—Hola, Allison.
Allison se quedó paralizado. Vio a Hen en el espejo y se fue volviendo lentamente.
Hen se dio cuenta de que había estado bebiendo. Con una sensación de irritación,
volvió a guardar la pistola.
—Lo voy a matar —dijo Allison. Hablaba arrastrando las palabras, pero era
evidente que sabía lo que estaba diciendo.
Hen sintió un dolor agudo en la boca del estómago. Allison no era más que un
chiquillo. No podía tener más de dieciséis años. Probablemente había empezado a
beber para darse valor. Y ahora había bebido demasiado para darse cuenta de que no
estaba en condiciones de enfrentarse en un duelo.
De repente, Hen vio una imagen que salía del fondo de su memoria y se levantaba
frente a sus ojos, una imagen de él mismo cuando vio a los bandidos que estaban a
punto de ahorcar a Monty. No recordaba haber tenido ninguna sensación, ningún
pensamiento; no recordaba haber sentido reticencia cuando les disparó a esos
hombres. Todavía sentía terror cuando recordaba cómo los había enterrado y había
arrojado tierra en sus caras.

~229~
Leigh Greenwood Laurel

Los bandidos tenían más o menos su misma edad. Eran apenas unos muchachos.
Sabía que, en las mismas circunstancias, volvería a hacer lo que hizo; pero esa
escena todavía lo perseguía. Todos los enfrentamientos a tiros que había tenido
después no habían podido hacer que el recuerdo fuera menos doloroso, que la
imagen fuese menos vivida. Ese día lo cambió para siempre. Destruyó su inocencia,
le negó la paz de espíritu y lo obligó a asumir un papel que todavía le parecía ajeno a
su naturaleza.
Ahora estaba frente a otro chiquillo.
—¿Por qué no te vas a casa y duermes un poco? —dijo Hen. Trató de hacer que su
voz sonara impersonal, libre de cualquier rasgo de preocupación o compasión. Éste
debía de ser el primer enfrentamiento de Allison. De otra manera, no habría tenido
que emborracharse.
—Puedo sostener mi vaso —insistió Allison. Luego trató de desenfundar
rápidamente, pero la pistola se enredó en uno de los espacios para guardar cartuchos
del cinturón. La soltó y comenzó a moverla de un lado a otro de la cantina. Los
hombres que habían comenzado a ponerse de pie cuando Hen entró, volvieron a
meterse debajo de las mesas o se tiraron al suelo.
—Tal vez, pero eso no va a mejorar tu puntería.
Hen estaba buscando una manera de convencer a Allison de que guardara la
pistola y se fuera a casa, pero no podía evitar la pelea si el otro se empeñaba, de
modo que no sabía qué hacer.
—Lo voy a matar —dijo Allison otra vez.
—Claro, cuando puedas decidir a cuál de todos los hombres que estás viendo le
vas disparar primero. Así que, ¿por qué no guardas esa pistola y regresas a donde
perteneces?
Allison disparó al techo.
—Lo voy a matar —dijo por tercera vez.
Hen no creía que Allison fuese un asesino. Al menos, aún no. Parecía asustado, no
excitado. Quería probar algo ante él mismo y ante el resto de su familia. Pensó que, si
podía detenerlo ahora, tal vez no se convirtiera en un asesino. Si no lograba hacerlo,
sería demasiado tarde. Para los dos. Hen no quería tener la muerte de ese chico en su
conciencia. Pensó que quizá George pudiera convencer al muchacho de que
desistiera de su absurda provocación. Durante la guerra, su hermano había sido el
jefe de docenas de jóvenes como Allison. Él sí sabría qué hacer, qué decir.
—Yo no tengo ninguna diferencia contigo —dijo Hen—. ¿Por qué no regresas a
casa, duermes la borrachera y te das un tiempo para pensarlo bien?
—Voy a matarlo por lo que usted le hizo a mi padre.

~230~
Leigh Greenwood Laurel

—Yo no conozco a tu padre.


—Usted puso un caballo a vigilarlo. La gente nunca va a dejar de burlarse de él.
Así que Allison era el hijo de Efraim. Hen se preguntaba si Efraim lo habría
enviado para vengarse. Probablemente. Los Blackthorne no parecían sentir mucho
aprecio por la vida, ni siquiera por la de sus propios hijos.
—Si tu padre tiene algún problema conmigo, dile que venga él mismo.
—He venido yo en su lugar.
—Entonces estás perdiendo el tiempo. Vuelve a casa. Si te vas ahora, llegarás a la
hora de la cena. —Hen dio media vuelta y comenzó a caminar hacia la puerta.
—No me deje hablando solo, ¡maldición! —gritó Allison—. Lo voy a matar.
—Entonces tendrás que dispararme por la espalda —dijo Hen, sin darse la vuelta.
Una bala destrozó una de las ventanas de la cantina. El estallido fue tan fuerte que
Hen sintió que se le rompían los tímpanos. Sin embargo, siguió caminando, atravesó
la puerta y luego la acera de madera y bajó a la calle.

Al oír más disparos, Laurel sintió que no podía respirar y el corazón le palpitaba
en el pecho de manera errática y dolorosa.
—¡Ahí está el comisario! —exclamó Adam cuando vio que Hen salía a la calle—.
¿Dónde está el otro hombre?
Por un instante, Laurel abrigó la esperanza de que Hen hubiese matado al
pistolero, pero esa esperanza murió en cuanto vio a un hombre que seguía a Hen
hasta la calle. No conocía su nombre, pero al ver sus rasgos se dio cuenta de que se
trataba de otro Blackthorne que había venido a buscar a Hen. Y todo por culpa de
ella.
—Desenfunde, maldición —gritó Allison, al tiempo que salía apresuradamente de
la cantina, detrás de Hen—. ¡Lo voy a matar! ¡Desenfunde! —gritó, demasiado
furioso al ver que Hen no tomaba en serio su amenaza como para darse cuenta de
que acababa de perder la oportunidad de escaparse con el orgullo intacto.
—Vete a casa —gritó Hen por encima del hombro.
Otra bala pasó zumbando a su lado, pero el comisario siguió caminando.
—Usted es un cobarde —gritó Allison—. Tiene miedo de enfrentarse a mí como
un hombre.
Hen se dirigía al otro extremo del pueblo. Una bala más pasó zumbando cerca de
él, pero no se detuvo.

~231~
Leigh Greenwood Laurel

—¡Dé media vuelta y enfréntese a mí! —volvió a gritar


Allison. Parecía el grito de un niño que no entiende por qué no juegan con él.
Hen se detuvo y dio media vuelta.
—Yo no me enfrento con borrachos y no les disparo a los niños. La diversión se ha
terminado. Todo el mundo se va a quedar en sus casas hasta que te vayas. Será mejor
que regreses a casa.
—Hay dos hombres allí —dijo Allison y señaló a George y a Tyler—. Puedo
dispararles.
—Estás demasiado borracho.
—Le demostraré que no estoy borracho —gritó Allison—. Les demostraré a todos
que son unos cobardes. —Luego disparó varios tiros a las ventanas de distintas casas.
El sonido de los cristales rotos pareció alimentar su excitación—. ¿Lo ve? Se lo dije.
—Enseguida apuntó hacia Tyler, que estaba frente al restaurante. Hasta Allison
pareció sorprendido cuando disparó el tiro.
Tyler se llevó inmediatamente la mano a la mejilla.
Se rompió otra ventana.
Alguien gritó.
Laurel se quedó paralizada. ¿Por qué Hen no hacía nada? ¿Por qué se quedaba ahí
sin hacer nada?
—¡Dispárale! —gritó—. Dispárale antes de que él te mate.
Laurel no tuvo tiempo de preocuparse por el hecho de que le estuviera
implorando a Hen que le disparara a ese pistolero. Sólo le preocupaba que Hen
estuviera demasiado lejos para oírla. Cuando supiera que él estaba a salvo, ya tendría
tiempo de reflexionar sobre su increíble cambio de parecer.
Hen observó cómo Tyler bajaba la mano cubierta de sangre.
Ahí perdió la paciencia. Ese chiquillo estúpido había estado a punto de matar a su
hermano. Entonces desenfundó y disparó, casi antes de que supiera lo que estaba
haciendo. Allison gritó y el arma salió volando de su mano. Allison se agarró el brazo
e hizo una mueca de dolor.
—Crees que es divertido jugar con armas, ¿no? —dijo Hen con voz amenazadora.
Este chico era igual que el resto. Pensaba que el hecho de tener una pistola lo
convertía en alguien importante. Ver que la gente le tenía miedo hacía que se sintiera
como un hombre, saber que podía hacerles daño, que podía hacerles suplicar. Pues
bien, ahora sabría lo que se sentía al ser la víctima. Luego Hen lo dejaría decidir si,
después de todo, seguía siendo tan divertido.

~232~
Leigh Greenwood Laurel

Hen volvió a disparar y el sombrero de Allison salió volando de su cabeza.


Avanzó hacia el chico, que ahora estaba absolutamente aterrorizado.
—Te parece que es muy divertido llegar a un pueblo e iniciar un tiroteo. Crees que
es divertido asustar a gente que no te ha hecho nada.
Allison dio media vuelta; no se sabía si estaba retrocediendo para alejarse de Hen
o estaba huyendo.
Entonces Hen volvió a disparar, dos veces. Los tacones de las botas de Allison
también salieron volando. El muchacho tropezó, pero se levantó enseguida,
tambaleándose un poco, aunque demasiado atemorizado como para dar media
vuelta y salir corriendo.
—Ya es suficiente. Déjalo en paz —dijo George, que ahora estaba al lado de Hen,
pero Hen no le hizo caso.
—Le has disparado a mi hermano. ¿Sabías eso? Si la mano te tiembla un poco más
por la borrachera, habrías podido matarlo. ¿Acaso pensaste en eso, o sólo estabas
tratando de provocarme lo suficiente para que desenfundara? ¿Eso es lo que piensas
de la gente, que son cosas que puedes usar a tu antojo?
Hen volvió a disparar y le rasgó el hombro de la camisa.
—Quédate quieto, maldito estúpido. Te voy a dejar una cicatriz en la mejilla. A ver
si te gusta.
—Ya es suficiente—repitió George.
Pero Hen no se detuvo.
—Será mejor que te quedes quieto. No es un tiro fácil. No me gustaría volarte la
mitad de la cara.
Allison se quedó como una piedra, paralizado del miedo.
—Trataré de no dejar una cicatriz muy grande. No más grande que la que le has
dejado tú a Tyler.
Allison levantó una mano para protegerse.
—No. Por favor, no. '
—¿Ya no te parece divertido?
Hen hizo otros dos disparos rápidos al suelo, a cada lado de las botas de Allison.
El chico brincó y se cayó hacia atrás y ahí se quedó.
—Pero si la diversión acaba de comenzar... Tal vez te deje una cicatriz a cada lado.
Luego puedo marcarte las costillas. Siempre he querido ver si puedo hacerlo.
—Déjalo ya, Hen.

~233~
Leigh Greenwood Laurel

—No te metas en esto, George. Él vino aquí a matarme. Me propongo hacer que
entienda de qué va todo esto.
—Creo que ya lo ha entendido.
—Todavía no, aún no lo ha entendido. Creo que voy a perforarte las orejas —lo
amenazó Hen.
Allison se puso blanco como un papel. Las orejas perforadas lo marcarían para
siempre como un cobarde.
Hen se detuvo más o menos a un metro y medio de Allison.
—Ahora quédate muy quieto —dijo y levantó la pistola.
—Sólo es un chico —dijo George.
La pistola siguió apuntando.
Laurel sintió que el aire se le quedaba atrapado en los pulmones. Vio que el arma
se levantaba y esperó el sonido del tiro que terminaría con la vida del joven. Sintió
náuseas y tuvo que recostarse contra el marco de la ventana para no caerse.
—¿Crees que le va a disparar? —preguntó Adam.
—No lo sé —contestó Laurel con voz ronca y quebrada.
«Por favor, no», imploró Laurel en silencio. «No era mi intención decir eso. No lo
mates. Nunca podré volver a mirarte sin ver el rostro de ese chico».
Laurel no podía entender cómo habían cambiado sus sentimientos de una forma
tan radical. Pero así era. Si Hen mataba a ese joven, su amor por él moriría.
—¿Lo estás pasando bien chico? ¿Esto es lo que ibas a hacerme a mí? Pero no es
tan divertido saber que te puedes morir, ¿verdad?
Hen bajó el arma, avanzó un poco más y levantó a Allison hasta ponerlo de pie.
—Podrás decidir si quieres ser un pistolero mientras estás en la cárcel.
Hen alcanzó a oír que George soltaba el aire que había estado conteniendo durante
todo este rato y se preguntó si su hermano habría pensado que él sería capaz de
dispararle al chico. Probablemente. No le había dado razones para pensar otra cosa.
—Será mejor que pidas que venga el médico —dijo George—. Tienen que
atenderle ese brazo.
—Tendrá que esperar a que el doctor examine primero la mejilla de Tyler —dijo
Hen y empujó a Allison.
Laurel se dejó caer contra la ventana, pues se sentía demasiado débil para
sostenerse de pie.
—¿Qué va a hacer ahora? —preguntó Adam.

~234~
Leigh Greenwood Laurel

—Lo va a llevar a la cárcel —contestó Laurel y cerró los ojos para rezar una
oración de agradecimiento. Ahora amaba a Hen Randolph con más desesperación
que nunca.
Pero antes de que Hen llegara a la cárcel, el doctor Everson y Tyler pasaron
corriendo hacia el restaurante.
—¿Por qué no le has dicho que te examinara la cara? —dijo Hen cuando el médico
entró y Tyler se quedó atrás.
—El doctor ha venido a ver a Hope. Una de las balas le ha dado.
Hen sintió que algo se desmoronaba dentro de él. Sólo en ese momento identificó
el llanto que provenía de los confusos sonidos que salían del restaurante. Sin darse
cuenta de que llevaba a Allison con él, Hen empujó la puerta y entró. Hope yacía en
el suelo, al lado de la ventana, y en la parte delantera de su vestido se observaba un
agujero lleno de sangre. Sin fijarse en los pedazos de vidrio roto que había regados
por todo el suelo, Grace Worthy sollozaba de rodillas, en un vano esfuerzo por salvar
a su hija. Su marido trataba de levantarla para que el doctor pudiera examinar a
Hope.
Con una sola mirada, Hen se dio cuenta de que no había nada que hacer. Hope
estaría muerta por la mañana.
Nunca había visto morir a una mujer joven, a una mujer que él conociera y amara.
La impresión fue devastadora. Esperaba sentir furia, una rabia incontrolable, pero en
lugar de eso sintió que se secaba por dentro y sólo quedaban cenizas.
—¿Cómo sucedió? —logró preguntar.
—Ella quería mirar —respondió su padre—. Pensamos que estaría segura si se
quedaba dentro.
Grace volvió la cara llorosa y se enfrentó a Hen.
—Es culpa suya, comisario. ¿Por qué no lo mató?
—Es sólo un chico. Yo no podía disparar...
Un grito interrumpió la frase de Hen. Al reconocer a Allison, Grace Worthy lo
atacó con toda la furia de una madre a la que acaban de asesinar brutalmente a su
hija. Se abalanzó sobre el muchacho con las manos convertidas en garras. Lo golpeó
en el cuerpo con los puños cargados por el peso del dolor. Fue necesario que George
y su marido la contuvieran entre los dos.
—¡Mátelo! —gritaba entre sollozos—. ¡Mátelo! ¿Por qué debe vivir cuando ha
matado a mi hija?

~235~
Leigh Greenwood Laurel

Aturdido, Hen sacó a Allison del restaurante y lo fue empujando por la calle a
trompicones hasta que atravesaron la puerta de la oficina del comisario. Buscó las
llaves en el escritorio a tientas, abrió la puerta de la celda y lo lanzó adentro.
Allison se dejó caer en el camastro.
—¿Se va a morir? —preguntó.
Su voz era la de un chiquillo asustado, no la de un pistolero, pero la pregunta hizo
que Hen explotara con la fuerza de la pólvora. No podía sentir ni una pizca de
simpatía por Allison. Dio media vuelta con la cara contraída por la ira que brotaba
desde todos los rincones de su alma.
—¿Acaso te importa? ¿Acaso tiene alguna importancia para los Blackthorne a
quién golpean o matan? ¿A una mujer que lucha por sacar adelante a su hijo, o a una
jovencita que apenas tenía edad para tener su primer novio? ¿O preferís matar a un
hombre que tenga una familia que mantener? ¿Por qué no me mataste? —dijo y
enterró un dedo en la pequeña insignia de hojalata que llevaba pegada a la camisa.
Entonces Hen abrió la puerta de un golpe y entró en la celda como una tromba.
—Yo llevo una insignia —le gritó a Allison que estaba cada vez más acobardado—
. Los comisarios son vuestros blancos preferidos, ¿no es cierto? Cada uno de los
Blackthorne tiene que matar uno.
Allison se encogió en el rincón.
—¿Qué es lo que os enseñan en esa maldita familia tuya? ¿Cuándo os dicen que
está bien que toméis todo lo que queráis? ¿Cuándo empezáis a creer que podéis
golpear o asesinar a quien se interponga en vuestro camino?
Hen agarró a Allison de la parte delantera de la camisa y lo levantó del camastro.
Con un solo brazo, lo estrelló contra los barrotes de hierro de la celda.
—¿Quién os ha dicho que todo este maldito territorio pertenece a los Blackthorne,
y que podéis matar y robar cuanto os venga en gana?
Hen volvió a estrellar el cuerpo de Allison contra los barrotes.
—Pero esto se va a acabar, así tenga que matar a cada uno de los miembros de tu
maldito clan con mis propias manos.
—Hen.
Hen apenas oyó la voz de su hermano.
—Acabáis de aterrorizar a la última mujer. Acabáis de hacer vuestro último tiroteo
en un pueblo. Acabas de matar a tu última víctima inocente.
Hen estrelló al chico contra la pared con tanta fuerza que el muchacho casi se
desmaya.

~236~
Leigh Greenwood Laurel

—Basta ya, Hen.


—Te voy a matar —gruñó Hen—. Y luego iré a Tubac y acabaré con el resto de tus
despreciables parientes.
George le puso una mano en el hombro para contenerlo.
—Déjalo. Si le haces daño ahora, serás tan malo como él.
Hen se quitó de encima la mano de George. Pero a pesar de que la rabia seguía
ardiendo en sus entrañas como lava hirviente, a pesar del deseo creciente de cumplir
cada amenaza, sabía que no podía desquitarse con el chico. Lo arrojó a un rincón de
la celda y salió.
—¿Cómo está Hope? —preguntó, al tiempo que comenzaba a cerrar la puerta de la
celda.
—No lo sé. Tyler se ha quedado allí por si puede ayudar en algo. Yo vine a verte a
ti.
Hen cerró la puerta de la celda y echó la llave.
—Como conoces bien mi temperamento, has venido a asegurarte de que no le
hiciera daño al chico.
—He venido a asegurarme de que no hicieras nada que te pudiera hacer daño a ti.
—Es demasiado tarde para eso —dijo Hen y comenzó a caminar hacia la puerta—.
Si todavía quedaba en mí algo que hubiese que proteger, hoy lo he perdido.
—¿Adónde vas? —preguntó George, mientras Hen seguía avanzando hacia la
puerta.
—A ver cómo está Hope.
—En este momento no hay nada que puedas hacer. ¿Por qué no...?
—Tengo que ir. Tengo que saber cómo está. Esa chica recibió un tiro por mi culpa.
—No ha sido culpa tuya.
—No trates de minimizar lo que sucedió —dijo Hen y se dirigió al restaurante a
paso rápido—. Eres horriblemente bueno para eso, pero ya no soy un crío. Ya no creo
en todo lo que oigo.
—No sirve de nada que te eches la culpa.
—¿A quién más quieres que culpe? Me encantaría encontrar a alguien a quien
poder culpar. Es posible que sea un pistolero endurecido y un asesino despiadado,
pero todavía soy lo suficientemente humano como para sentirme muy mal cuando
un chico resulta asesinado.
Hen entró al restaurante en el momento en que el doctor se ponía de pie.

~237~
Leigh Greenwood Laurel

—No hay nada que pueda hacer por ella. Hagan todo lo posible para que esté
cómoda.
La mirada de la señora Worthy se clavó en Hen y lanzó un grito de agonía.
—¡Usted la mató! —gritó, al tiempo que se zafaba de los brazos de su marido y
avanzaba tambaleándose hacia él—. Es como si usted mismo hubiese apuntado el
arma y hubiese apretado el gatillo. Si no la hubiese alentado a revolotear a su
alrededor, si no la hubiese entusiasmado con toda su charla sobre pistoleros, ella
habría estado en la cocina, adonde pertenece, y no mirando por la ventana.
El rostro enrojecido de Grace brillaba debido a que estaba empapado en lágrimas.
Algunos mechones de pelo se habían soltado del moño y le caían sobre la parte
derecha de la cara.
—Lárguese. No quiero volver a verlo nunca. Usted es un asesino. Usted envenena
todo lo que lo rodea —dijo y se quedó mirándolo, con los ojos abiertos por la
impotencia y la rabia, y llenos de lágrimas por la desesperación—. Espero que Laurel
no se case con usted. Porque también le arruinará la vida a ella.
Horace Worthy trató de contener el torrente de palabras de odio de su esposa.
Antes de que ella pudiera soltarse, Miranda y Ruth Norton entraron al restaurante.
Miranda se ofreció a supervisar el traslado de Hope hasta su cama y Ruth Norton
trató de ayudar a Horace a acallar el ataque de histeria de Grace.
George aprovechó la oportunidad para sacar de allí a Hen.
Laurel venía corriendo por la calle y vio a la gente que curioseaba a través de la
ventana rota del restaurante.
—¿Qué sucede?
—Hope recibió uno de los tiros.
—¿Cómo está?
Hen no pudo responder.
—¡Ay, por Dios! —dijo Laurel.
—Mira a ver si puedes hacer algo —dijo Hen—. La señora Worthy está histérica.
Laurel vaciló y luego se apresuró a entrar.
Tyler permanecía frente al restaurante. La sangre de su mejilla ya se había secado.
—¿Estás bien? —preguntó Hen.
—Sólo es un rasguño —contestó Tyler con expresión impasible.
—Podría haber sido más.
—Pero no lo fue.

~238~
Leigh Greenwood Laurel

Hen se quedó mirando a su hermano. No sabía qué decir. En realidad no sabía


cómo se sentía. Tyler era más solitario que él, sin embargo, había ido a Valle de los
Arces para asegurarse de que a su hermano no le pasara nada. Había resultado
herido en la cara por su culpa.
—Esto no te habría ocurrido si te hubieras quedado donde estabas.
Eso no era lo que quería decir, pero ésas fueron las únicas palabras que salieron de
su boca. Las demás estaban atrapadas en su garganta, en medio de un tapón de
sentimientos que no podía identificar y que mantenía encerrados porque le
resultaban totalmente desconocidos. Durante un momento, Hen se quedó mirando a
su hermano, sintiéndose incapaz de expresar aquello de lo que apenas era consciente.
De repente se volvió hacia la calle, hacia las casas, hacia la gente que pasaba por su
lado y miraba hacia el restaurante con curiosidad.
Sin decir ni una palabra, regresó a la cárcel. Pero, en lugar de entrar, tomó el
callejón y se fue hacia el estero.
George lo siguió.
Laurel se asomó a la ventana del restaurante y alcanzó a ver a Hen cuando
desaparecía detrás de la cárcel. Deseaba con desesperación estar con él. Sabía que no
debía estar solo en ese momento. Hen se iba a echar la culpa por lo que había
ocurrido.
Pero Laurel no podía ir tras él. Los Worthy la necesitaban. Además, George lo
había seguido. Laurel se sintió excluida, como si George se hubiese interpuesto entre
ellos de repente. Pero enseguida se reprendió por pensar esas estupideces. George
siempre había estado ahí, al lado de su hermano.

~239~
Leigh Greenwood Laurel

Capítulo 21

—No servirá de nada que te sientas responsable de lo sucedido —dijo George.


Hen miró a su hermano con rabia.
—¿Y a quién debo culpar?
—No lo sé. A todo el mundo. A nadie.
—Si has venido desde Texas a decirme eso, deberías haberte ahorrado esa
molestia.
—Está bien, entonces dime por qué tienes que echarte la culpa.
—No hagas preguntas estúpidas, George. Estás demasiado viejo para eso.
—Pero yo quiero entender por qué te sientes culpable.
—No, no quieres entender. Lo que quieres es enredar todo lo que yo diga hasta
que suene como otra cosa completamente distinta. Y luego usarás mis propias
palabras para demostrarme que estoy equivocado. Ya no tengo diecisiete años. Eso
no va a funcionar.
—Dímelo de todas maneras.
—¡Maldición! —Hen atravesó el estero y la línea de árboles y se paró al borde del
desierto. Las nubes que comenzaban a aparecer por el horizonte presagiaban lluvia,
pero por el momento lucía un sol abrasador. El calor del sol envolvió el cuerpo de
Hen como una ola de fuego. El sabía lo que George estaba tratando de hacer, y se lo
agradecía, pero distorsionar los hechos no iba a hacer que el dedo acusador apuntara
en otra dirección.
—Debí quitarle el arma a Allison desde el principio. Si lo hubiese encerrado en la
cárcel, nada de esto habría ocurrido.
—¿Por qué no lo hiciste?
—Porque quería darle una lección. Todavía no es un asesino. Pensé que si podía
quitarle esa idea romántica de ser un pistolero, si podía mostrarle lo que significa
realmente matar a alguien...

~240~
Leigh Greenwood Laurel

—¿Crees que lo habría aprendido si lo hubieses encerrado en la cárcel?


—No. Habría venido a buscarme para matarme en cuanto hubiera tenido otra
oportunidad.
—¿Crees que ahora seguirá con la idea de matarte?
—No, no creo que quiera matar a nadie ahora.
—Entonces has tenido éxito.
—Pero eso le ha costado la vida a Hope. Si yo no hubiese sido tan presumido...
—Podrías estar muerto.
—No, el chico estaba demasiado borracho.
—Entonces me podría haber disparado a mí, o al dueño de la cantina, o a
cualquier otra persona.
—Pero mi trabajo era asegurarme de que no le disparara a nadie. Lo demás no
importa. Regresa al hotel, George. No voy a hacer nada imprudente, pero necesito
estar solo.
Hen se dirigió hacia el desierto. No había nada allí, pero la soledad era lo que lo
impulsaba a adentrarse en él.

—¿Qué ha dicho el médico? —le preguntó Laurel a Horace Worthy.


—No sabe qué decir —le dijo Horace—. Debía haber muerto a los pocos minutos
de recibir el disparo, pero todavía está viva.
—¿Cómo está la señora Worthy?
—Les estoy muy agradecido a Miranda y a usted, y no sé qué habría hecho Grace
sin Ruth. Se ha aferrado a ella como si fuera a enloquecer si no estuviera a su lado.
Grace Worthy, que normalmente era una mujer serena y muy capaz, todavía
estaba histérica a causa del dolor. Laurel no pudo evitar preguntarse cómo habría
reaccionado ella si el herido hubiese sido Adam. El solo hecho de pensar en eso la
hizo temblar. Laurel también estaba preocupada por Hen. Nunca lo había visto tan
desesperado. Quería ir a verlo, pero no se atrevía a dejar solo a Horace. Hope podía
morir en cualquier momento y el hombre iba a necesitar todo el apoyo que ella
pudiera darle.
Pero, aunque Laurel se concentró en ayudar todo lo que podía a la atribulada
familia, no pudo dejar de pensar en Hen.

~241~
Leigh Greenwood Laurel

—No creo que sea buena idea que entre —le dijo Horace a Hen—. Grace está
comenzando a recuperar el control. Si lo ve, puede volver a ponerse histérica.
—Sólo quería ver a Hope.
—El doctor Everson dijo que nadie debía verla.
—Entonces no... ¿Todavía está resistiendo?
Parecía como si Horace Worthy hubiese envejecido veinte años en las últimas
horas.
—El doctor dice que no pasará de esta noche. —Esa afirmación era demasiado
dolorosa y tuvo que desviar la mirada—. Será mejor que se vaya a casa. Parece que
va a llover. Un aguacero torrencial, por lo que se ve. Se va a empapar.
Hen se preguntó por qué le preocupaba a Horace Worthy, en ese momento
precisamente, si él se mojaba o no.
—¿Laurel está aquí?
—Está con Hope. No se ha despegado de su lado desde que la trajeron a casa.
—¿Y Tommy?
—Miranda se lo llevó. Y ahora será mejor que yo también regrese al lado de Hope.
Mientras daba media vuelta, unas pocas gotas de lluvia cayeron sobre la calle
polvorienta. Pero Hen no se dirigió a la cárcel ni a su casa. Tampoco al hotel. Allí no
había nada para él.
En ninguna parte había nada para él.

—No sé dónde está —le dijo George a Laurel—. Ni siquiera Jordy pudo
encontrarlo. Y me parece que ese chico es capaz de encontrar cualquier cosa que
camine o se arrastre.
Laurel sonrió, pero sin mucho entusiasmo. Se quedó con Hope hasta que la señora
Worthty estuvo lo suficientemente tranquila como para acompañar a su esposo al pie
de la cama de su hija. Después de eso, sintió que su presencia era innecesaria. Peor
aún, no podía dejar de pensar que, en cierta forma, los Worthy creían que eso era
culpa suya. Si no hubiera sido por Adam y por ella, Allison Blackthorne jamás se
habría presentado en el pueblo buscando camorra.
No había duda de que Grace creía que Hen era el responsable. Laurel lo podía ver
en sus ojos. No había en ellos ningún rastro de afecto o amistad. No había nada más
que la terrible certeza de que su adorada hija se iba a morir.

~242~
Leigh Greenwood Laurel

—¿Hacia dónde se dirigía la última vez que lo vio?


—Subió el estero hacia esas montañas.
Como los animales salvajes, Hen prefería curarse las heridas en privado. Ella era
igual, pero esa noche no era momento para estar solo. Hen no debía estar solo. Y ella
tampoco.
La furia inicial de la tormenta ya había pasado, pero seguía cayendo una lluvia
continua. Laurel se puso un chal sobre la cabeza, aunque sabía que estaría empapado
en pocos minutos, y cruzó corriendo la calle embarrada para tomar uno de los
callejones y salir al estero.
El Arroyo de los Arces discurría esa noche con un cauce abundante.
Laurel levantó la vista hacia las montañas que se erguían detrás del pueblo y hacia
el cañón que había tallado el agua en la piedra durante miles de millones de años.
Hen debía de estar allí arriba. Lo encontraría. No podía consentir que Hen pasara
solo esa noche.

Hen observaba el pastizal con la mirada perdida. No era consciente de la presencia


de los venados y las cabras salvajes que pastaban en el prado húmedo, ni de la lluvia
que le empapaba la piel, ni del frío que fue penetrando en su cuerpo hasta dejarlo
helado y rígido. Tenía la atención fija en el dolor que le mordía las entrañas con tal
intensidad que sentía ganas de arrancárselas con sus propias manos.
Durante años se había negado a sentir, y esa ausencia de sentimientos le había
servido de escudo, de armadura. Pero no siempre había sido así y la tragedia de esa
noche le había evocado recuerdos de la época en que era más vulnerable, de la época
en que no parecía haber otra cosa que dolor.
Hacía catorce años se encontraba frente a la tumba de su madre. El amor de ella,
su belleza, su negativa a olvidar ese mundo más amable en el que había nacido le
habían servido de escudo contra la crueldad de su padre. Hen fue capaz de perdonar
la debilidad de su madre mientras estuvo viva. Pero su muerte, ese ferviente deseo
de morir que ella sentía, fue la traición definitiva. En la misma tumba seca de Texas
en que enterró el frágil cuerpo de su madre Hen enterró su fe en las bondades de la
vida. Y luego juró que nunca volvería a sentir nada.
Sin embargo, Valle de los Arces lo había cambiado. Lo supo en el momento en que
estuvo frente a Allison.
Hen no vio el arma, ni el peligro que corría, ni la amenaza que eso representaba
para la gente del pueblo y sus propiedades. Sólo vio a un chico muy parecido al chico
que él era hacía algunos años y que estaba al borde del abismo, un abismo que

~243~
Leigh Greenwood Laurel

Allison ni siquiera sabía que existía. Cuando se mata una vez, algo se muere dentro
de uno. Es imposible volver a ser como uno era antes. Hen lo sabía. Lo había
intentado. Había visto a otros que lo intentaban. Su única preocupación fue evitar
que Allison cruzara esa línea. Pero al permitir que la emoción nublara su criterio, se
olvidó de él mismo, de George, de Tyler, de todo el mundo. Y eso casi le cuesta la
vida a Tyler.
Y le había costado la vida a Hope.
Había ido allí para escapar del momento en que le dijeran que Hope había muerto,
pero también quería escapar de sí mismo. En catorce años, ninguna de las personas
que había protegido habían sufrido ningún daño. Pero hoy había fallado dos veces.
Hen trató de hacer a un lado todos los pensamientos acerca de Hope, pero era
como si su cabeza estuviera llena de demonios que se deleitaban torturándolo con
recuerdos de la muchacha tal como solía ser y como estaba la última vez que la vio:
tirada en el suelo, pálida como un papel, con un agujero lleno de sangre en el pecho.
Los recuerdos de Grace Worthy gritándole, de la apariencia moribunda y envejecida
de Horace Worthy, también se levantaban para torturarlo.
Hen se puso de pie y salió de la cueva protectora que formaba el saliente de la
roca. El golpe de la lluvia fría sobre la cara le hizo detenerse. Deseaba con
desesperación salir corriendo, esconderse hasta que pasara el dolor, permanecer
escondido hasta que pudiera volver a fortalecer su alma. Pero sabía que eso era
inútil. No estaba huyendo de Valle de los Arces ni de ninguna persona del pueblo.
Estaba tratando de huir de sí mismo.
Y de ese lugar no había manera de escapar.
Era débil. Igual que su madre. Siempre lo había sabido. Había tratado de negarlo,
pero debía haber sabido que no era posible esconderse de algo como eso para
siempre. La mayor ironía consistía en que había pensado que era suficientemente
fuerte para amar a Laurel, para cuidar de Adam y de ella.
Como por arte de magia, Laurel apareció como una visión al otro extremo del
pastizal. Caminaba hacia él, casi escondida por la espesa cortina de agua que
formaba la lluvia. Hen renegó de su imaginación por jugarle esa mala pasada. Cerró
los ojos, pero cuando los abrió la visión todavía estaba ahí.
Derrotado, demasiado agotado emocionalmente para bloquear esa visión tan
cruelmente provocadora, Hen se entregó al deseo de que la visión pudiera ser real, al
deseo de que Laurel realmente estuviera caminando hacia él. Entre los escombros de
su alma, su amor por ella era la única constante, la única cosa que tenía sentido.
Era algo a lo cual se podía aferrar, que lo podía redimir.
Hen se quedó mirando la visión, mientras ésta se movía en la oscuridad. Laurel
era tan hermosa. No sólo su cuerpo era hermoso, también su alma. Era la clase de

~244~
Leigh Greenwood Laurel

mujer que puede hacer que un hombre quiera ser mejor, que puede impulsarlo a
hacer cosas que nunca pensó que fueran posibles. Laurel podía hacerle creer que era
digno de una redención.
Ella era la clase de mujer que él quería por esposa.
Sin embargo, desde el momento mismo en que supo que quería casarse con
Laurel, también supo que era lo único que no podía hacer. La debilidad siempre
estaría allí. Por fuera las cosas parecían estar bien, tal como sucedía con su madre.
Pero un día, cuando todo dependiera de él, Hen fallaría de la misma manera en que
sus padres les habían fallado a él y a sus hermanos.
Hen no podía hacerle eso a Laurel. Ella era fuerte. Ella era capaz de enfrentarse a
la vida sola. Pero, si comenzaba a depender de él, podría sumirse en una situación de
fragilidad que sería imposible de superar. No. Si Hen la amaba tanto como pensaba
que la amaba, no iba a imponerle esa carga.
El dolor de saber que debía apartarse de la única cosa que realmente quería casi
era más de lo que podía soportar. Cerró los ojos, dio media vuelta y comenzó a
golpearse la frente con los puños para desplazar esa visión que lo torturaba más allá
de lo que podía resistir. Dio unos pasos hacia delante, tambaleándose y dejando que
la fuerza de la lluvia aporreara su cuerpo. Debía enfrentarse a la realidad. Debía
decidir qué hacer y las visiones de Laurel no tenían nada que ver en esa decisión.
Pero, cuando volvió a abrir los ojos, se dio cuenta de que la visión no era ninguna
visión. Laurel era real y avanzaba hacia él.
Laurel vio a Hen parado bajo la lluvia, golpeándose la frente, y se volvió a
preguntar si había sido buena idea ir a buscarlo. Era posible que él pensara que ella
no tenía nada que hacer allí. Laurel abrazó el impermeable contra su pecho y siguió
avanzando con dificultad, pero la lluvia cada vez más fuerte no logró disminuir su
paso ni quebrantar su determinación.
No sabía qué iba a decir. No tenía idea de lo que iba a hacer. No sabía a qué clase
de demonios se estaba enfrentando Hen, pero no quería que les hiciera frente solo.
No sabía por qué pensaba que podía ayudarlo, cuando sus propios hermanos
obviamente no habían podido, pero nunca dejó de avanzar hacia él.
El hombre que amaba estaba sufriendo y ella iba a hacer lo que fuera necesario
para ayudarlo.
Ahora Hen la estaba observando fijamente. Laurel sintió que las dudas la
asaltaban de nuevo, pero siguió adelante.
Hen no dijo nada. Sólo observaba. Tenía la ropa pegada al cuerpo. Laurel nunca se
había dado cuenta de que era tan delgado. Entonces recordó a Hope diciendo que
Hen comía muy poco. Debería comer más. No era bueno que un hombre fuese tan
delgado, en especial un hombre que le exigía tanto a su cuerpo.

~245~
Leigh Greenwood Laurel

Hen siguió mirándola, pero ella apenas podía distinguir sus rasgos con claridad.
Sin embargo, el agua que tenía sobre la cara reflejaba la luz y hacía posible que viera
su expresión. Su cara reflejaba indiferencia, pero los ojos le ardían como fuego azul.

Laurel sintió que una llama se levantaba en su interior como respuesta a ese fuego.
Las cadenas se habían roto. La gruesa coraza de cuero en que Hen tenía encerrada su
alma se había abierto y lo había dejado expuesto y vulnerable. Si quería conocer al
hombre al que amaba, conocerlo de verdad, tenía la oportunidad perfecta.
—Te he traído ropa seca —dijo Laurel y le extendió el impermeable doblado.
—¿Por qué has venido?
Laurel sabía que él no quería saber nada sobre ropa y tampoco se refería a su
seguridad. Su pregunta iba mucho más allá del consuelo físico. Era una pregunta que
llegaba al centro mismo de su alma.
—Porque te amo.
Eso era todo. No había nada más. Sin embargo, las palabras dejaban muchas cosas
sin decir. Era imposible que entendiera ese profundo dolor que sentía en su interior y
nunca desaparecería. Era imposible explicar por qué precisamente él se había ganado
su corazón cuando tantos habían fracasado antes en el mismo intento. Laurel misma
no lo entendía. Sólo sabía que no podía vivir sin él. Hen era esa parte de sí misma
que ella nunca había encontrado, la parte que no sabía que le faltaba.
Laurel le entregó el impermeable. Hen lo tomó, sin dejar de mirarla a la cara.
—¿Por qué has venido?
—¿Acaso no sabías que lo haría?
—No.
Laurel vio que Hen realmente no lo sabía. Y no porque dudara del amor que
sentía por él, sino porque no creía que él fuera digno de amar.
—Yo soy un pistolero, un asesino.
—Has usado las armas, pero no eres un asesino.
Los dos se quedaron en medio de la lluvia, mirándose a los ojos. A Hen le escurría
el agua por la cara como si alguien le hubiese vaciado un cubo sobre la cabeza.
—¿Dónde está tu sombrero?
Hen encogió se encogió de hombros.
Laurel le puso una mano en la mejilla.
—Estás frío.

~246~
Leigh Greenwood Laurel

Hen puso una mano en la de ella.


—Tú estás caliente.
Laurel se quería quedar así para siempre, con la mano de él sobre la suya, con él
mirándola a los ojos, sin pensar en nada ni en nadie. Pero tenía que hablar. Tenía que
encontrar una manera de ayudarlo a salir de este momento de oscuridad.
—No ha sido culpa tuya.
Hen dejó caer la mano y dio media vuelta. Laurel no quería decir esas palabras, no
quería que esos sentimientos se inmiscuyeran en lo que sentían el uno por el otro,
pero sabía cuál era la razón por la que él había ido al pastizal y evitar el asunto sería
una cobardía. Además, eso tampoco lo ayudaría.
—Es como si la hubiese matado yo mismo.
Laurel puso su mano derecha sobre el brazo de Hen y trató de darle la vuelta para
que la mirara, pero él no se movió. Así que se situó frente a él. La lluvia comenzó a
pegarle en la cara.
—Nadie piensa eso —dijo Laurel y se secó el agua de los ojos con la mano
izquierda. Podía ver la agonía por la que Hen estaba atravesando y habría dado
cualquier cosa por extinguirla.
—Las cosas rara vez salen como esperamos. Allison podría haber matado a otras
personas.
—¡Pero no a Hope!
—¿Acaso habría sido mejor que le disparara a Scott Elgin?¿O a Tyler?¿O a ti?
Más que ver las lágrimas que se asomaron a los ojos de Hen, Laurel las sintió.
—¿Cómo te sentirías si hubiese sido Adam?
Laurel no podía dejar deshacerse esa pregunta. Ella se había quedado dentro de la
casa porque tenía miedo de que Adam saliera corriendo a la calle. Todavía se sentía
un poco culpable por eso. Pero tenía que responderle. Tenía que ser tan sincera como
podía.
—Estaría enloquecida por el dolor. Estaría furiosa con todo el mundo. Trataría de
hacerte daño debido al terrible dolor que estaría sintiendo. Pero sin importar lo que
hiciera, yo sabría que no era culpa tuya. Sólo estaría tratando de arrancarme el dolor
del corazón.
—¿Crees que la señora Worthy piensa lo mismo?
—Lo pensará después de un tiempo. Lo importante es cómo te sientes tú.
Hen dio media vuelta.
—Me marcharé tan pronto entierren a Hope —dijo de manera atropellada.

~247~
Leigh Greenwood Laurel

Laurel sintió que él se le escurría de las manos y trató de contener el miedo de


perderlo para siempre.
—¿Adonde irás?
—Eso no importa.
—¿Irás a casa?
—No.
Laurel lo agarró del brazo hasta que él se volvió a mirarla
—Entonces importa más que cualquier cosa.
—¿Por qué?
—Porque no puedes seguir huyendo de ti mismo, de la gente que te quiere.
—¿Cómo puedes amarme cuando sabes lo que soy?
—Nadie sabe lo que eres, ni siquiera tú mismo.
¿Por qué Hen no se había dando cuenta de eso antes?
—¿Y no te da miedo de la persona en que me puedo convertir?
—¿A ti te da miedo?
—Sí. —Hen siempre había tenido miedo de volverse como su padre. Todos los
Randolph sentían lo mismo, menos Zac, que era demasiado pequeño para recordar al
bastardo de su padre. Pero Hen también tenía miedo de ser débil, como su madre.
—No llevo nada bueno en la sangre. ¿Cómo crees que puedo ser digno de algo?
¿Nunca te has mirado al espejo con miedo de lo que puedas ver?
—Todo el tiempo. Me aterroriza ver a mi propio padre. Siempre estaba
persiguiendo sueños imposibles e ignorando la realidad, hasta que fue demasiado
tarde. Una pequeña parte de mí siempre será como él. Pero cuando siento la
tentación de hacer algo que él habría hecho, el resto de mí me ayuda a contenerme.
No siempre puedo lograr sentir lo que debo, pero me ayuda el hecho de tener a
Adam. Soy capaz de hacer cualquier cosa por él.
Hen se sintió más solo que nunca. Sentía la necesidad de proteger a sus hermanos,
pero sospechaba que los sentimientos de Laurel hacia su hijo implicaban un tipo de
afecto que iba mucho más allá de cualquier cosa que él pudiera sentir. Hen pensó en
la manera en que se miraban George y Rose. La había visto tantas veces que la daba
por hecho. A veces le causaba impaciencia, le molestaba, le despertaba cierto
escepticismo. Pero eso provenía de ese vacío que había dentro de él, de la
incapacidad de sentir, del deseo de no sentir, de quererse distanciar siempre de
cualquier vínculo emocional.

~248~
Leigh Greenwood Laurel

Pero cuando se trataba de Laurel todo cambiaba. Esta noche no, nunca. Mientras le
daba la espalda al pueblo y a la gente que lo habitaba, se había retirado a un lugar
que le pertenecía a ella, un lugar donde él la recordaba todo el tiempo. Por primera
vez en su vida no quería estar solo.
Hen la vio con la cara empapada y ese cabello renegrido pegado a la cabeza y los
hombros. Nunca le había parecido tan hermosa. El brillo del agua le daba una cierta
luminosidad a su piel blanca. Chispas de luz centelleaban en sus ojos casi negros.
Laurel parecía un ángel que hubiese venido a alejarlo del borde del abismo.
—¿Acaso crees que hay algo mejor en mí, que puedo escapar de las garras de los
demonios que llevo dentro?
—Sé que puedes hacerlo. Esta noche lo has hecho.
Hen estiró la mano y Laurel le dio la suya.
—¿Por qué has venido?
—Porque no quería que esta noche estuvieras solo.
La necesidad de Hen de abrazar a Laurel, de compartir lo que sentía, lo inundó
como un torrente que baja por el cañón de una montaña. Su vida parecía de pronto
un desierto. Desde el primer día sintió que Laurel era una persona que podía tocar
esa parte de él que siempre parecía estar fuera del alcance de todo el mundo. Hen
sentía deseos de protegerla, pero también lo empujaba un motivo más egoísta.
Quería que ella lo salvara.
La abrazó. La presión de los senos de ella contra su pecho, la sensación de tenerla
entre sus brazos era como un bálsamo para su alma torturada. La presión que sentía
en su interior, la sensación de que estaba a punto de estallar fue cediendo poco a
poco. Laurel era su punto de contacto. Mientras pudiera verla, tocarla, estaría bien.
Se inclinó sobre ella para protegerla del ataque inclemente de la lluvia. Luego se
preguntó por qué había tardado tanto tiempo en darse cuenta de que no era lo
suficientemente fuerte para hacerlo todo solo. También se preguntó por qué había
tardado tanto tiempo en darse cuenta de que deseaba a esa mujer y de que ese deseo
era distinto de los demás. Era algo físico, visceral, una necesidad que estaba
enterrada en el fondo de su ser, pero que nunca antes había querido reconocer.
Porque la consideraba una debilidad.
Mientras no necesitara nada ni a nadie, podría permanecer libre.
Pero Laurel había destruido esa libertad.
No, en realidad había destruido la jaula que él había construido para protegerse, la
jaula en la que habría permanecido siempre como un prisionero. Ella lo había
obligado a sentir, a desear, a necesitar.

~249~
Leigh Greenwood Laurel

No sabía si estaba temblando a causa del frío o del temor. Nunca había sido tan
vulnerable, nunca se había sentido tan desamparado. Abrazó con fuerza a Laurel y le
dijo:
—Te necesito.
Las palabras estallaron en su cerebro como una llamarada blanca. Siempre se
había negado a depender de otra persona, incluso de su gemelo. Él se cuidaba solo.
Así quería que fueran las cosas.
Pero si esa noche se alejaba de ella, si combatía el dolor y la impresión que le
causaba la muerte de Hope hasta dejar de sentirlas, quizá nunca más pudiera volver
a sentir nada.
—Yo también te necesito —dijo Laurel.
Hen la acercó a él.
—Abrázame —susurró con voz ronca.
Laurel deslizó los brazos alrededor de la cintura de Hen y recostó la cabeza contra
su pecho.
Luego él comenzó a llorar. No sabía que podía hacerlo. No sabía por qué. Sólo
sabía que necesitaba hacerlo.
Las lágrimas disolvieron la amargura de muchos años, el odio acumulado, la rabia
implacable. Disolvieron lo último que quedaba de la coraza que había construido
alrededor de sí mismo y le permitieron llorar por todo lo que había perdido.
Le permitieron llorar por Hope.

~250~
Leigh Greenwood Laurel

Capítulo 22

Laurel abrazó a Hen con más fuerza. Deseaba poder hacer algo por él, pero sabía
que Hen estaba llorando por cosas de un pasado con el cual ella no tenía nada que
ver, por cosas que había perdido y nunca podría recuperar.
Entonces ella también empezó a llorar por Hen, por todos esos años en los cuales
pudo sobrevivir sólo porque se negó a sentir. Laurel pensaba que su vida había sido
difícil, pero la vida de Hen debía de haber sido mucho peor. Había vivido bajo una
presión que finalmente acabó con él. Y luego el fuego arrasó sus entrañas para
asegurarse de que nada volviera a crecer en su interior.
Pero de alguna manera Hen había logrado mantener una pequeña parte de su
alma a salvo de las llamas. Aunque Laurel no sabía si sería suficiente.
Lo abrazó con más fuerza.
Hen aprendería a amar. Debía hacerlo. Ella iba a ayudarlo. Y no sólo por su bien y
el de Adam. Iba a ayudarlo porque lo amaba tanto que sería capaz de hacer cualquier
cosa por él.
Un rato después Hen estaba más tranquilo. Abrazaba con fuerza a Laurel, pero sus
brazos ya no se sentían rígidos. Laurel comenzó a separarse. Hen la soltó enseguida.
—¿Quieres regresar al pueblo? —le preguntó.
Laurel había pensado que tal vez él pudiera querer que ella se fuera, que tal vez él
se sintiera avergonzado por haber llorado frente a ella.
—No.
—¿Te quedarás conmigo?
Laurel sintió que pasaba una eternidad mientras pensaba cómo responder esa
pregunta. Levantó la vista y sólo vio la cara de un hombre torturado por demonios
que nunca podría derrotar solo. Ni siquiera sus hermanos habían podido ayudarlo a
derrotarlos.
Pero ella sí podía y él le estaba dando la oportunidad.

~251~
Leigh Greenwood Laurel

—Sí.
—No tengo mucha experiencia.
—Yo tampoco.
—De hecho, nunca he estado con ninguna mujer.
—Nunca has... —Laurel dejó la frase sin terminar. Ésa no era una cosa fácil de
admitir para un hombre.
—Nunca me han atraído mucho las mujeres, pero tampoco podía usarlas como si
fueran una cosa. Monty podía pasar la noche con una mujer y olvidarse de su cara y
de su nombre antes del desayuno. Pero a mí eso me habría atormentado.
Laurel no sabía qué decir. Nunca había conocido a ningún hombre que no pensara
que las mujeres eran cosas desechables. Para los hombres esa actitud era natural. Y
las mujeres lo aceptaban.
—Yo sabía que algún día iba a encontrar a la mujer indicada y que ése sería el
momento correcto.
Laurel tragó saliva. Estaba asombrada de pensar que Hen quisiera que ella fuera
su primera mujer. Ella sabía que Carlin había tenido otras mujeres. Estar con ella,
concebir un hijo con ella, no había sido nada especial para él.
Pero con Hen sí lo sería.
—Protejámonos de la lluvia —dijo Laurel y lo arrastró hacia la cueva de roca—. Te
he traído una manta.
—Tú estás tan mojada como yo.
—Sólo es el vestido.
—Necesitamos una fogata—dijo Hen.
Hen tomó unos cuantos troncos de leña y encendió una pequeña hoguera al fondo
de la cueva, para que reflejara mejor el calor.
—Ahora quítate esa ropa mojada —dijo Hen.
Estaban frente a frente, cada uno muy consciente del otro.
—¿Me ayudas?
Hen nunca había desabotonado el vestido de una mujer, nunca había querido
hacerlo, pero ahora sus músculos se pusieron tensos ante la perspectiva de hacerlo
por primera vez. Laurel se paró de espaldas y Hen no podía dejar de mirarla. Le
parecía que su cuello y sus hombros eran increíblemente atractivos. A la luz de las
llamas, la piel de Laurel parecía asombrosamente suave y tersa. Hen estiró la mano
para tocarla.

~252~
Leigh Greenwood Laurel

Ella se estremeció.
—Tienes frío.
—No. —Laurel lo miró por encima del hombro—. Hacía muchos años que no me
tocaba ningún hombre... y nunca me habían tocado con tanta delicadeza.
Hen apenas la había rozado. ¿Cómo era posible que el contacto de sus dedos
tuviera un efecto tan poderoso sobre ella? Abrió la mano hasta que su palma cubrió
totalmente el hombro de Laurel. Ella se volvió a estremecer.
—Tienes frío.
—No.
Hen no la creyó. Desabrochó los botones y luego desenrolló el impermeable y sacó
la manta.
—Quítate ese vestido.
Laurel se bajó el vestido hasta más abajo de la cintura y luego se lo quitó.
La humedad hacía que la combinación, que formaba apenas un frágil escudo
contra la desnudez, se le pegara a su cuerpo de una manera que revelaba redondeces
que Hen sólo había imaginado. Sintió que la sangre se le encendía en las venas y que
un calor intenso se diseminaba por todo su cuerpo a partir de la entrepierna. Como
no se sentía seguro de la reacción que podría tener, de poder controlarse, se apresuró
a ponerle a Laurel la manta sobre los hombros.
—Ahora tú —dijo Laurel.
Hen se quitó la ropa hasta quedar en ropa interior.
—Todo. Estás empapado.
—Date la vuelta.
Laurel sonrió, pero se dio la vuelta y quedó mirando hacia el pastizal. La lluvia se
había convertido en llovizna. Hacia el oeste, el cielo había empezado a despejarse.
Laurel podía ver un grupo de estrellas sobre la cima de las montañas. En menos de
una hora ya no habría nubes.
Hen se deshizo de su ropa interior y se deslizó debajo de la manta con Laurel.
—No tienes que quedarte. Es injusto que te lo haya pedido.
—¿Quieres que me vaya?
—No.
—Entonces abrázame. Hace mucho frío.
Hen no tenía frío. Se sentía deliciosamente caliente. Rodeó a Laurel con sus brazos
y la acercó a él. Podía sentir los senos de Laurel moviéndose con libertad debajo de la

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Leigh Greenwood Laurel

combinación. El efecto sobre él fue eléctrico. Enseguida sintió un movimiento


abrupto y dramático en su entrepierna. Como tenía miedo de que ese indicio tan
evidente de su lujuria pudiera asustar a Laurel, se acomodó de manera que su estado
fuera menos obvio.
Besó a Laurel suavemente, sin prisa, saboreando cuidadosamente sus labios.
Consciente de que le estaba clavando los dedos, trató de relajarse y reducir la tensión
que hacía que su cuerpo estuviera duro y rígido.
No tuvo mucho éxito que digamos.
Esa noche había derrumbado barreras tras las cuales se había escondido durante
quince años. Había liberado una parte de sí mismo que siempre había mantenido
bajo estricto control, una parte que nunca había dejado salir. El resultado de esa
nueva situación era sorprendente. Hen deseaba a Laurel con tanta desesperación que
apenas podía controlarse.
Por primera vez en su vida comenzó a entender lo que Monty quería decir cuando
decía que si no estaba con una mujer se moriría.
Pero el carcelero que tenía dentro de él no iba a dejarse derrotar tan fácilmente.
Quería saber cómo podía hacer el amor con una mujer en una cueva, en la mitad de
un cañón entre las montañas. Quería saber qué había pasado con su sueño de
compartir la vida y su primera experiencia amorosa con una mujer joven, pura e
inocente.
Pero no se sentía culpable. Laurel había acudido a él porque lo amaba. Y se había
quedado por esa misma razón. Eso no tenía nada de deshonroso. Había ido a
buscarlo porque él la necesitaba como no había necesitado nunca a nadie en su vida.
No había pedido nada para ella. Ni siquiera había pedido que él la amara de la
misma manera.
Pero la amaba. La amaba con todas sus fuerzas. Había empezado a pensar que
estaba destinado a no conocer el amor, que era incapaz de sentir por una mujer algo
más que aprecio y amistad, pero su cuerpo le decía en ese momento que esos temores
eran infundados.
—Me gustaría poder verte mejor —susurró Hen.
—Tal vez te guste más si hay un poco de misterio. Me han dicho que la luz del
fuego hace que todo parezca más excitante y misterioso.
—Ni el sol más brillante podría opacar tu belleza.
Hen sintió una descarga eléctrica cuando desató las cintas de las enaguas de
Laurel y deslizó sus manos por dentro para acariciarle la espalda. Su piel era
increíblemente tersa y cálida, el olor de la lluvia en su pelo le daba un toque de

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Leigh Greenwood Laurel

frescura al ambiente. Hen se preguntó si iría demasiado rápido. No quería hacer


nada que la asustara. Nunca había querido que ella le tuviera miedo.
Laurel se movió hacia un lado y se deslizó las enaguas por sus hombros. Luego
agarró la mano de Hen entre la suya, la fue subiendo por el costado hasta llegar a la
altura del pecho y la puso sobre uno de sus senos.
Hen se quedó paralizado, esperando a que ella le diera permiso para seguir.
—Tócame aquí —le dijo y le llevó los dedos hasta el pezón endurecido, mientras
se iba echando hacia atrás hasta quedar totalmente acostada sobre la manta, con la
combinación abierta a manera de invitación.
Hen nunca había contemplado nada tan hermoso en toda su vida. Se sintió
tentado a sentarse a contemplarla con admiración. Pero la urgente necesidad de
tocarla y sentirla superó ese sentimiento de reverencia. Entonces le tocó el vientre. La
piel era suave y tersa. El abdomen de Laurel subía y bajaba siguiendo el ritmo de su
respiración. Hen movió la mano hasta llegar a la elevación de los senos. La
respiración de Laurel se alteró momentáneamente cuando él le puso la mano sobre
un seno y luego comenzó a respirar más rápido.
—¿Te estoy lastimando?
—No. —Laurel estiró la mano—. Yo también te quiero tocar —dijo.
Hen sintió un torbellino de emociones que lo recorrían de arriba abajo. Nunca lo
había tocado nadie. Las sensaciones eran nuevas e intensas. Pero sentir la mano de
Laurel sobre su pecho y sus hombros perturbaba totalmente su concentración, así
que tomó las manos de Laurel entre las suyas y se acostó junto a ella.
—Probablemente estoy haciéndolo todo mal —dijo, mientras le besaba los dedos—
, pero no puedo pensar cuando me estás acariciando.
Laurel se llevó las manos de Hen a los labios.
—¿Y tú crees que yo sí puedo pensar cuando me estás tocando?
—No lo sé. Sólo sé que tus caricias me están volviendo loco.
—Entonces, abrázame —dijo Laurel.
Hen abrazó a Laurel y se recostó, de manera que ella quedó encima de él. Su
cabello húmedo cayó como una cascada sobre el rostro de Hen, pero se lo echó hacia
atrás enseguida con un solo movimiento de cabeza.
—¿Así está mejor? —preguntó.
A manera de respuesta, Hen le agarró la cara con las manos y la besó larga y
profundamente. Luego se acomodó encima de ella y mientras la besaba de nuevo,
deslizó la mano de manera instintiva hasta ponerla sobre los senos de Laurel.

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Leigh Greenwood Laurel

Movido otra vez por el deseo instintivo, trazó una línea de besos que bajaba por el
cuello y el pecho hasta los senos, que lo esperaban hinchados y erguidos.
Hen tenía miedo de hacerle daño o asustarla, así que se repitió mentalmente que
debía avanzar despacio. Pero había reprimido sus deseos durante tanto tiempo que
éstos se levantaron y se llevaron por delante la intención de ser suave y paciente. Así
que comenzó a besarle los senos con tanta intensidad que al momento Laurel estaba
gimiendo y retorciéndose debajo de él. A pesar de la inexperiencia, Hen pudo
ayudarla a liberarse finalmente de la combinación.
—¿Estás segura de que no tienes frío? —preguntó, mientras la acariciaba a lo largo
de los costados y se detenía momentáneamente en una pequeña depresión de los
muslos.
—No si me tienes abrazada —contestó Laurel.
Hen quería abrazarla para siempre. Quería tocarla, besarla y probarla con su boca
y con su cuerpo hasta llegar a conocerla tan bien como conocía su propio cuerpo. Se
sintió atacado por un exceso de deseo. Quería probar la fruta prohibida de sus labios,
verla reírse sin parar, oírla cantar de felicidad. Quería oler su cabello cuando estaba
caliente por el calor del sol y enterrar la nariz entre su cuerpo, cuando estaba tibio y
adormilado.
Su falta de experiencia lo llenaba de dudas. No quería hacer nada que la hiciera
apartarse de él. No tenía experiencia para hacer que ella lo deseara. No sabía cómo
complacerla, cómo ayudarla a olvidar el pasado. Era tan ignorante que incluso podía
llegar a empeorar las cosas.
Hen soltó una maldición.
Pero necesitaba tanto a Laurel emocionalmente que el deseo físico pasaba a
segundo plano. Nunca había deseado a una mujer de la manera en que deseaba a
Laurel. Nunca se había permitido dejarse dominar por ese deseo. Quería abrazarla
con fuerza, apretarla contra su cuerpo desnudo. Quería hundirse en ella hasta
sentirse perdido y a salvo.
Sin embargo, también se sentía embargado por un sentimiento de admiración ante
el hecho de que esta mujer quisiera entregarse a él, entregarle su cuerpo para que él
la controlara y encontrara en ella su satisfacción. Durante años había pensado que ese
acto era el regalo más sublime, el mayor honor posible. Y durante muchos años se
había sentido indigno de participar en él. Sin embargo, Laurel le había abierto los
brazos, el corazón y su cuerpo... sólo para él.
Hen siguió cubriéndola de besos, acariciándola con las manos y calentándola con
su cuerpo. Entretanto, su creciente deseo lo iba empujando hacia un estado de
desesperación.

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Leigh Greenwood Laurel

Hen sintió que Laurel comenzaba a temblar. Antes de que pudiera preguntarle si
le pasaba algo, ella lo abrazó con fuerza y comenzó a hacerle presión con una pierna,
para meterla entre las de él.
La decisión de Hen se derrumbó como una pared de barro que sucumbe al embate
de una inundación. La agarró de las nalgas y la apretó contra su cuerpo con fuerza,
de manera que ella pudo sentir la magnitud de su deseo, haciéndole presión contra el
abdomen. Entonces Hen comenzó a besarla febrilmente en la boca y luego fue
dejando una estela de besos que se extendía desde el cuello hasta el hombro y se
hundía en el valle que separaba sus senos. Laurel arqueó la espalda y Hen dejó
escapar un gemido. En ese momento Laurel deslizó una mano hacia abajo y encendió
una llamarada entre las piernas de Hen, que sintió cómo su cuerpo estallaba de deseo
y sus extremidades comenzaban a temblar.
—Por favor —murmuró Laurel.
Hen vaciló, pues no se sentía seguro. Movida por la impaciencia, Laurel se deslizó
hacia abajo y tomó entre su mano el pene de Hen.
Hen soltó una exclamación y se quedó rígido.
Entonces Laurel lo fue guiando lentamente hacia el centro de su calor y su
humedad. Cuando vio que permanecía inmóvil, se apretó contra él hasta meterlo en
su interior.
Hen se sentía prácticamente paralizado por la sensación que lo inundaba. La
fuerza de su deseo físico, la potencia de su instinto animal era mucho más intensa
que cualquier otra cosa que hubiese experimentado. Podía sentir cómo su cuerpo
comenzaba a encabritarse y hundirse dentro de Laurel. Lo empujaba un instinto tan
fuerte como la necesidad de sobrevivir.
Mientras Laurel se apretaba contra él y lo hundía cada vez más profundamente
dentro de su cuerpo, Hen se sentía consumido por una necesidad tan antigua como
el hombre mismo. Así que comenzó a moverse dentro de ella y en ese momento se
olvidó de todo lo demás menos de la necesidad de encontrar satisfacción para él y la
mujer que tenía entre los brazos.
Apretó a Laurel contra él y se entregó a una sensación que parecía girar y elevarlo
a una nube de deseo que lo empujaba hacia un vértice cegador, un estallido de
sensaciones que lo impulsaban al espacio a una velocidad increíble.
Se aferró a ella, pero a medida que se movía cada vez más rápido y más hondo en
su interior, Hen comenzó a perder la conciencia de lo que estaba sucediendo. Su
deseo fue bloqueando gradualmente todos los demás pensamientos hasta que se
sintió como si se hubiese fundido en un solo eje de energía, en un solo núcleo de luz
que atravesaba el espacio y cuya vitalidad se esforzaba por superarlas barreras hasta
explotar en una lluvia de luz cegadora.

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Leigh Greenwood Laurel

Gradualmente, la tensión fue abandonando su cuerpo y se sintió como si flotara de


regreso a la Tierra en una blanda nube de amor.
Cuando se dio cuenta de que esos jadeos entrecortados que oía eran los ruidos que
producía su propia respiración, comenzó a entender la magnitud de lo que le había
ocurrido. Y mientras luchaba por acallar las palpitaciones de su corazón, Hen se dio
cuenta de que su autocontrol se había hecho añicos y ya nunca lo podría recuperar.
Nunca más podría reprimir el deseo por esa mujer. Nunca más sería capaz de negar
sus sentimientos. Laurel había hecho añicos la coraza con que solía protegerse. Y esa
parte que él había negado y mantenido prisionera durante tanto tiempo ahora estaba
libre y era un ente fuerte, lleno de energía y sediento de vida. Hen nunca podría
volver a reprimirlo.
Y tampoco quería hacerlo.
Laurel se sintió envuelta en un capullo inexpugnable de amor. Nunca en su vida
se había sentido tan caliente, tan segura, tan amada. No tenía ningún recuerdo que
no fuera una historia de abuso y maltrato. Nada en su vida la había preparado para
la experiencia de sentirse segura y protegida. No tenía manera de saber lo que era
estar en los brazos del hombre que amaba.
Era tan maravilloso que sencillamente se sentía como si no pudiera respirar.
Pensó en aquella madre que apenas recordaba y se preguntó si su padre y ella
habrían compartido alguna vez una experiencia semejante. Si alguien le hubiera
dado en la vida aunque fuera un minuto del amor que sentía ahora, envuelta entre
los brazos de Hen, nunca habría pensado que lo que sentía por Carlin era amor. Y
tampoco habría malinterpretado los sentimientos de Carlin, sino que los habría visto
como lo que eran, el simple deseo de satisfacer una necesidad física.
Pero Hen pensaba que ella era maravillosa, preciosa, valiosa... que merecía la pena
arriesgar la vida por ella. Laurel era tan importante como para él como la vida
misma. Pensaba que era hermosa. Pensaba que era la mujer más maravillosa, valiente
y fantástica de todo el territorio.
El solo hecho de pensar en eso hacía que se sintiera como si se estuviera
derritiendo. Nadie le había dicho nunca que era hermosa, ni siquiera Carlin. Y él
tampoco se había sentado a contemplarla como si no pudiera dejar de mirarla. Nunca
la había tocado con admiración ni la había besado como si estuviera saboreando el
néctar de la vida. Nunca había llorado en sus brazos ni había necesitado hacerlo. Él
sólo la deseaba, pero nunca la había necesitado.
Ella nunca había sentido la cercanía que sentía con Hen. Nunca había sentido que
participaba de la relación amorosa, sólo sabía que estaba ahí. Pero con Hen todo era
diferente, era como si ella también estuviera haciendo el amor por primera vez.

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Mientras estaba entre sus brazos, Laurel se maravillaba de la fuerza de Hen. Él era
muy delgado, pero aun así lograba transmitir la impresión de estar lleno de energía.
Tal vez fuera la facilidad con la que la apretaba contra los músculos duros y tensos
de su pecho. Tal vez era el hecho de que ella se sentía pequeña e impotente cuando
estaba junto a él.
Pero ninguna de estas razones tenía importancia. Se sentía segura, amada y
protegida, y eso era lo único que necesitaba saber.
—Tienes frío —dijo Hen. Podía sentir que Laurel tenía la piel de la espalda
erizada. Ahora que habían pasado los fuegos de la pasión, el frío había comenzado a
penetrar a través de la manta.
—Un poco.
Hen se inclinó hacia delante y arrojó algunos leños al fuego. Luego envolvió su
ropa mojada con el impermeable y, usándola como almohada, se recostó contra la
pared de la cueva. Apretó a Laurel entre sus brazos y envolvió muy bien su cuerpo y
el de ella con la manta.
Pero a medida que su cuerpo se fue enfriando, el aura protectora que los había
abrigado hasta ese momento se fue disipando. La realidad comenzó a entrometerse y
con ella llegaron las dudas y las preguntas. Hen sabía que amaba a Laurel y que
deseaba casarse con ella, pero no sabía si ella podría amarlo lo suficiente como para
olvidar lo que él era.
—¿Qué pasa? —preguntó Laurel.
—Nada.
—Sí, yo sé que algo sucede. Es como si estuvieras empezando a alejarte de mí.
Dime, ¿qué pasa?
Hen no quería destruir la maravilla del momento, pero parecía como si ya se
estuviera desmoronando sola. En pocos minutos no quedaría nada.
—Sólo estaba recordando algunas de las cosas que dijiste.
Esta vez fue Laurel la que retrocedió y se puso rígida.
—¿Qué cosas?
—Eso de que soy un pistolero y un asesino.
—No debí decir esas cosas. Estaba molesta. Tenía miedo de que fueras como
Carlin. Ni siquiera trataba de ver cómo eras de verdad.
—¿Y cómo soy?
—Tú eres el hombre más gentil y afectuoso que he conocido. Yo no sabía que los
hombres podían ser así.

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Leigh Greenwood Laurel

Hen experimentó una extraña sensación, casi como si algo dentro de él se hubiese
quebrado para siempre. No dolió. Fue como si desapareciera de repente una cierta
presión interna.
—Lo supe desde el momento en que me tocaste. Tus palabras eran hoscas y te
movías con brusquedad. Pero cuando me tocaste supe que dentro de ti había una
parte que no se podía ver. —Laurel levantó la vista para mirarlo—. Yo necesitaba esa
parte más de lo que necesitaba tus poderes curativos. Ahí fue cuando me enamoré y
el resto ya no me importó.
—¿Por qué me amas?
Laurel le sonrió. Estaba tan hermosa bajo la luz del fuego que Hen deseó poder
quedarse allí para siempre. Deseó que la magia que rodeaba esa noche no terminara
nunca.
—¿Qué más podía hacer cuando un hombre grande y atractivo entró de repente
en mi vida, me dijo que iba a cuidar de mí y procedió a hacerlo? Tú me curaste las
heridas, le diste a mi hijo lo que sólo un hombre podía darle, me ofreciste la promesa
de todo lo que siempre había deseado.
Hen estaba asombrado. Nunca lo había visto de ese modo. Sólo había hecho lo que
siempre hacía, lo que habría hecho por cualquier persona. Pero en esa ocasión era
distinto. Nunca antes había terminado con una mujer entre sus brazos. Nunca se
había parado bajo la lluvia con deseos de besarla. Nunca había sentido que, si la
dejaba ir, se volvería pedazos y se disolvería con la corriente.
—¿Cuándo te enamoraste de mí? —preguntó Laurel.
—No lo sé.
Hen no lo sabía. Nunca había considerado la posibilidad de enamorarse. No la
había buscado. Ni siquiera se había dado cuenta de que estaba pasando. Cuando
finalmente se dio cuenta de que estaba enamorado, ya llevaba un tiempo así.
—Tal vez cuando te enfrentaste a Damián, cuando te negaste a darte por vencida a
pesar de que él te golpeó.
—No es posible que te enamoraras en ese momento —dijo Laurel—. Estaba
horrible. Tú me lo dijiste.
—No, estabas preciosa. Siempre estás preciosa.
—Debías de estar trastornado.
Hen era muy consciente de los defectos de Laurel y de las diferencias que había
entre los dos. Era muy consciente de las dificultades a las que tendría que enfrentarse
cualquier hombre que se enamorara de una mujer como ella. Pero le gustaba su
fortaleza, su actitud desafiante frente a cualquiera que pensara que la iba a tratar, a
ella o a su hijo, de manera inapropiada. Era la misma actitud insolente frente al

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mundo que él había tenido durante muchos años. Sólo que él la respaldaba con su
pistola. Ella, en cambio, sólo tenía su propio valor para respaldarla.
—Tal vez estaba trastornado —dijo Hen—. Tal vez todavía lo estoy.
—Nunca había conocido a un hombre menos trastornado —dijo Laurel—. Ha
habido momentos en los que me he preguntado si realmente sentías algo por mí.
Hen se preguntaba lo mismo, pero Laurel le había ayudado a responder a esa
pregunta.
—¿Crees que esto te ayudará a decidir? —preguntó Hen y enseguida la besó de
manera dubitativa. Como no tenía experiencia en eso de besar, realmente no sabía
qué debía hacer, pero el instinto parecía guiarlo y Laurel hizo el resto.
Laurel se rió entre dientes. Hen se acobardó un poco, pues temía que su beso fuera
tan inexperto que ella no pudiera evitar reírse.
—Cuando era joven, soñaba con el hombre del que algún día me enamoraría —le
dijo Laurel—. Llegaría montado en un magnífico semental, por supuesto, y
viviríamos juntos emocionantes aventuras. Pero nunca me imaginé besándolo a
medianoche, en un cañón en medio de la montaña, debajo de la lluvia.
—George te diría que no soy un hombre romántico. Monty diría incluso algo peor.
—Algún día me gustaría conocer a tus hermanos, aunque sea sólo para decirles
que están equivocados. Tú eres el hombre más romántico del mundo. Subiste
corriendo toda una montaña para tener una pelea por una mujer que nunca habías
visto. Y difícilmente pasa un día sin que encuentres una manera de hacer algo por
mí. Me dices que soy hermosa, que soy más maravillosa de lo que alguna vez tuve la
esperanza de llegar a ser.
Laurel rodeó el cuello de Hen con sus brazos, lo acercó hacia ella y lo besó con
fervor.
—Nada podría ser más romántico que eso.
—Pero yo no sé qué es lo que se debe decir o hacer.
—No has estado tan mal hace un rato.
—Pero me muevo con torpeza y tú lo sabes.
—Tal vez con un poco de torpeza, al principio, pero aprendes rápido.
—No debería ser un novato. Debería saber más.
Laurel lo besó.
—No, a mí me gusta. No muchas mujeres tienen el placer de saber que el hombre
que aman nunca ha estado con otra mujer, que ella es su primera y única mujer.
—¿De verdad no te importa?

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—No me gustaría que fuera de ninguna otra manera. —Laurel deslizó la mano
hacia el pecho de Hen y a lo largo de uno de sus poderosos muslos—. Pero te
conviene practicar —dijo, justo cuando su mano encontró un lugar más sensible—.
¿Crees que podrás hacerlo?
La reacción de Hen fue inmediata y poderosa.

~262~
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Capítulo 23

—La señora Worthy no quiere verte —le dijo Laurel a Hen—. No se separa de
Hope.
Todo el mundo en la casa Worthy estaba demasiado preocupado como para fijarse
en que Laurel no había dormido en su cama, y tampoco la oyeron salir por la mañana
a recoger la ropa de lavar.
—¿Cómo está Hope?—preguntó Hen.
—Todavía está inconsciente.
—¿Qué dice el doctor Everson?
—No entiende cómo ha podido aguantar tanto tiempo.
—¿Entonces no cree que tenga esperanzas?
Laurel negó con la cabeza.
—Debo irme —dijo—. Nadie ha querido comer en esta casa.
—Le diré a Tyler que mande algo del restaurante.
—Ya lo ha hecho. Ahora tengo que conseguir que coman.
—Regresaré dentro de un rato.
—Llama a la puerta de atrás.
—Te amo —dijo Hen en voz baja.
—Yo también te amo. Y ahora, será mejor que me vaya.

—Montaste un buen tinglado aquí, ¿eh? ¡Vaya desastre! —Avery Blackthorne se


dirigía a Allison—. ¿Quién demonios te dijo que fueras a buscar a Randolph?
Allison ya no era el mismo chico que había llegado al pueblo hacía menos de
veinticuatro horas. Había descubierto que no le gustaba tanto disparar. Durante todo

~263~
Leigh Greenwood Laurel

el tiempo que el doctor estuvo curándole el brazo, le estuvo hablando de la jovencita


que había resultado muerta por una bala perdida. Eso le revolvía el estómago.
También se había dado cuenta de que Hen Randolph era dos veces más rápido y diez
veces mejor que cualquier otro pistolero que él hubiese visto. Hen podría haberlo
matado si hubiera querido hacerlo.
Allison decidió que no se sentía atraído por la idea de morir. Ni siquiera había
considerado esa posibilidad cuando llegó al pueblo. Pero, después de mirar a Hen
Randolph a los ojos, se dio cuenta de que la muerte era una certeza si él volvía a
apuntarle con un arma alguna vez.
—Tú dijiste que querías verlo muerto —dijo Allison, aliviado de pensar que los
barrotes de hierro lo separaban de su abuelo. Siempre le había tenido un poco de
miedo a Avery, y aunque se estaba portando de manera calmada y razonable, Allison
sabía que era inclemente.
—Si ibas a matarlo, ¿por qué no lo mataste a la primera oportunidad? Fuiste un
idiota al armar ese tiroteo en el pueblo. Lo único que lograste fue alborotar a todo el
mundo como si fuera un avispero.
—¿La chica está muerta?
—Me importa un comino esa chica. Todo el mundo le va a echar la culpa a
Randolph por no matarte antes. Y eso nos facilitará la labor de acabar con él.
Allison no tenía ganas de discutir con su abuelo, pero no podía quedarse callado.
—Él no trató de matarme. Pude verlo en sus ojos. Estaba furioso, pero no quería
matarme.
—Tú no sabes lo que estás diciendo. Hen Randolph es un asesino.
—No, no lo es —lo contradijo Allison, que se sentía envalentonado por la
protección de los barrotes—. Podría haberme matado en cualquier momento. Lo que
quería era darme una lección.
—Espero que la hayas aprendido. Un cachorro no debe meterse con un tío tan
peligroso como Randolph. Déjamelo a mí.
—Pero no tienes que matarlo —dijo Allison—. Él no ha matado a nadie de la
familia.
—¿Ya has olvidado lo que le hizo a Efraim?
—Mi padre es más estúpido que yo. Tú mismo lo dijiste. Deberíamos agarrar al
chico y olvidarnos del comisario.
—¡No! Nadie ofende a un Blackthorne y se queda tan tranquilo. Él le dio una
paliza a Damián, humilló a Efraim y ahora te ha disparado a ti. Si lo dejamos salirse

~264~
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con la suya, cualquier granjero insignificante se sentirá con el derecho de apuntarnos


con un arma. Voy a acabar con ese comisario para siempre.
—Pero él no es como los otros. Es un tío inteligente.
—Tal vez, pero de todas maneras va a morir.
Allison no quería que el comisario muriera. Tenía la sensación de que lo que Hen
había hecho por él era más importante que todo lo que le había sucedido en sus
dieciséis años de vida.

—Nunca vas a engordar si sigues comiendo así—dijo Tyler, que fue a recoger los
platos del almuerzo de Hen.
—¿Qué es esto? —preguntó Hen, removiendo la comida con el tenedor.
—A ti nunca te ha importado qué estás comiendo. Algo te preocupa. Será mejor
que me lo digas.
—No tengo nada que decirte.
—Siempre tan terco como una mula. Todo el mundo dice que Monty es el más
terco, pero a él sólo le gusta montar escándalo. Tú eres el que cree que tiene todas las
respuestas.
—Pues bien, si te sirve de consuelo, no tengo todas las respuestas y lo sé.
—No tardé ni dos segundos en darme cuenta de eso.
—¿Cuándo te has vuelto tan suspicaz?
—El problema es que no sabes qué hacer.
—¿Y tú sí?
—Si lo supiera, tampoco me escucharías.
Hen admitió que eso era cierto. Tal vez fuera porque los hombres nunca
escuchaban a sus hermanos menores, pero no se podía imaginar contándole a Tyler
nada de lo que le preocupaba. Ni siquiera aunque pensara que él pudiera entenderlo.
—Nunca escucharía a nadie que manda telegramas para asustar a la gente y va
por ahí contando chismes.
—Deja de tratar de enfurecerme y habla con George. De todas maneras, no lo vas a
lograr.
—¿No voy a lograr qué?
—Enfurecerme. Hace muchos años dejé de prestaros atención a Monty y a ti.

~265~
Leigh Greenwood Laurel

Hen miró a su hermano menor con otros ojos. Se dio cuenta de que Tyler había
crecido. ¡Qué extraño que no lo hubiese notado! Luego se preguntó qué más se
habría perdido.
Cuando Hen entró en la habitación, George estaba escribiendo una carta.
—No te detengas —dijo Hen, cuando George dejó la pluma sobre la mesa—.
Puedo esperar.
—Pero probablemente no lo harás —dijo George, así que tapó el tintero y se volvió
para mirar a su hermano—. Has hecho todo lo posible por evitarme desde que
llegué.
—No debiste venir. Fue una tontería prestarle atención a Tyler.
—Eso ya me lo has dicho.
—¿Cómo está Rose?
—Bien.
Hen entrecerró los ojos.
—Estaba embarazada, ¿verdad?
George sonrió.
—Tuvo una niña justo antes de que yo saliera para acá. De cabello negro y con los
ojos negros más grandes que hayas visto.
—Suena como si se pareciera a ti.
—Probablemente, pero se va a llamar como su madre. La vamos a bautizar
Elizabeth Rose.
Hen se puso sinceramente contento. Rose probablemente habría tenido una
docena de hijos si pudiera. Después de perder a un bebé dos años atrás, Hen no
creyó que volviera a intentarlo, pero debió saber que lo haría. Cuando Rose quería
algo, por lo general lo conseguía.
George miró a su hermano con ojos penetrantes.
—Pero tú no has venido a hablar de tu nueva sobrina.
—Demonios, no sé por qué he venido.
—Sí, sí lo sabes. Sólo que no quieres decirlo. A ti siempre te ha costado trabajo
hablar.
—Nunca he entendido cómo terminaste en esta familia. Tú no te pareces en nada
al resto de nosotros.
—Supongo que podemos estar seguros de que mamá nunca traicionó a papá.
—Mientras que él la engañaba todo el tiempo.

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Leigh Greenwood Laurel

George no respondió. Sólo se quedó mirándolo. Hen sabía que estaba esperando a
que él le explicara por qué había ido a verlo. Pero ahora que estaba ahí no sabía por
dónde empezar. No estaba seguro de saber lo que quería decir.
—¿Crees que soy un asesino?
Las palabras salieron de su boca antes de que pudiera pensarlas con cuidado, pero
Hen sabía que esa pregunta era la razón de su visita a George. Todo dependía de eso.
—Claro que no.
—Pero he matado a varias personas.
—Yo también, pero no soy un asesino.
—Pero eso fue en la guerra.
—Habría matado otra vez si hubiese sido necesario.
—Esa es la diferencia —dijo Hen—. Tú habrías hecho una cantidad de cosas si
hubiese sido necesario, pero nunca las hiciste. En cambio yo, parece que siempre
estuviera buscando los problemas. Es como si no quisiera evitarlos.
—Siempre pensé que los evitabas lo más posible.
Hen pareció sorprendido.
—Pues debes de ser el único.
—Monty lo ha dicho muchas veces. Y también otras personas.
Hen pensó en eso por un momento. Era natural que su familia tratara de tener la
mejor idea posible de él, en especial su hermano gemelo. Nadie quería admitir que su
hermano era un asesino.
—¿Sabes por qué me contrataron los de este pueblo?
—No.
—¿No te lo imaginas?
—Preferiría que me lo dijeras.
—Porque tenían problemas con los cuatreros y ya habían perdido a tres
comisarios. Peter Collins los convenció de que yo no sólo podía disparar más rápido
que los ladrones, sino que no sería muy estricto a la hora de asegurarme de que fuera
una pelea justa.
—Yo no me preocuparía por el hecho de que Peter tenga una idea equivocada
sobre ti.
—¿Te parece que está equivocado? Hasta que le disparé a ese chico en el brazo en
lugar de dispararle en el corazón, no habrías podido encontrar a nadie en este pueblo
que estuviera de acuerdo contigo.

~267~
Leigh Greenwood Laurel

—¿Por qué no le disparaste en el corazón? Con todos esos disparos a diestra y


siniestra tú sabías que existía la posibilidad de que hiciera exactamente lo que hizo.
—Tiene dieciséis años.
—A las armas no les importa cuántos años tiene el hombre que aprieta el gatillo.
—Me vi reflejado en ese chico. Recordé cómo solían ser las cosas antes de que esos
bandidos atraparan a Monty.
—Eso me imaginé.
—Si le hubiese disparado, sí habría sido un asesino.
—Pero no lo eres.
—Este pueblo me está pagando para sea un asesino. ¿Quién puede decir que yo no
empecé a matar gente porque me gustaba? Yo quería matar a Damián ese día. Si
hubiese tenido la oportunidad de dispararle sin poner a nadie en peligro, él estaría
muerto ahora. Eso me asusta mucho. Si no me detengo ahora, si mato a alguien más,
será demasiado tarde.
—¿Damián tenía algo que ver con Laurel?
Hen no sabía por qué creía que podía ocultarle algo a George. Debería habérselo
dicho desde el comienzo. George siempre había podido ver más allá de las palabras y
saber lo que estaba pensando cada uno de sus hermanos. Eso era lo que lo convertía
en un hermano tan bueno y en una maldita pesadilla.
—Él la golpeó y trató de quitarle a su hijo.
—No creo que nadie te hubiese culpado si lo hubieses matado.
—Eso era lo que esperaban que hiciera. Eso era lo que todos querían que hiciera.
—¿Y tú ya no quieres hacerlo?
—No exactamente.
—Porque no quieres que Laurel piense que eres un asesino.
Hen asintió con la cabeza.
—Pero de todas maneras ella cree que eres un asesino.
—Ella dice que no, pero no quiere que su hijo se convierta en alguien como yo.
—¿Y eso te importa?
—Sí. —Silencio—. Estoy enamorado de ella. Creo que
quiero casarme con ella.
—¿Y ella lo sabe?
—Sabe que la quiero. Pero no le he dicho nada sobre casarnos.

~268~
Leigh Greenwood Laurel

—¿Por qué?
¿Por qué no se lo había dicho? El hecho de que sólo hiciera unos pocos días que se
había dado cuenta de que la amaba no era la única razón. Hen tenía miedo de sí
mismo. Matar no era algo a lo que se pudiera quitar importancia. Hen aprovechaba
su reputación para no tener que hacerlo. Pero, cuando era necesario, no lo pensaba
durante mucho tiempo. Y a veces la vacilación podía ser mínima.
—No sé quién soy. Pensé que lo sabía, pero ahora me he dado cuenta de que he
estado escondiéndome de mí mismo, al igual que me he escondido del resto del
mundo.
—¿Es por papá?
Hen sonrió. George pensaba que todo era culpa de su padre. Eso tenía sentido
para George. Era muy parecido a él. Pero Hen y Monty se parecían más a su madre.
Y la debilidad de ella corría por sus venas como el cuarzo sobre la roca.
—Cuando mamá murió y Madison se fue, Monty y yo hicimos la promesa de
proteger lo que quedaba o morir intentándolo. Se convirtió en una obsesión, incluso
después de que Jeff y tú regresasteis. Pero luego Monty se interesó en otras cosas. Sin
embargo, yo nunca lo hice. Ahora quiero proteger a Laurel y a Adam, pero no quiero
tener que hacerlo con un arma.
De repente, Hen se dio cuenta de lo que sucedía. Todos los hombres tenían un
límite. Sin importar cuál fuera la situación, había un límite para lo que podía asumir
sin que las cosas comenzaran a fallar. Y él había llegado a ese límite. Si mataba a
alguien más, quedaría en grave peligro de perder su alma.
Sin embargo, no podía casarse con Laurel a menos que estuviera dispuesto a hacer
lo que fuera necesario para protegerla, y para proteger a su hijo. Y conociendo a los
Blackthorne, eso significaría tener que usar un arma.
—Así como yo me convertí en el cabeza de la familia, tú terminaste siendo el
protector, pero a ti no te gusta nada esa posición. Por eso estás siempre huyendo.
Pero, como al mismo tiempo sientes que es tu deber, siempre regresas. Todos somos
protectores, pero no somos asesinos.
—Entonces, ¿por qué pienso que las armas son parte de casi todos los actos?
—Todos usamos las herramientas que tenemos hasta que podemos encontrar
otras. Tú usas un arma. Monty usa los puños. Yo uso la lealtad familiar. Si te casas
con Laurel, la protegerás de la manera en que tengas que hacerlo. Temes que si
dependes enteramente de las armas se destruirá vuestro amor. Por eso has venido a
hablar conmigo, porque tienes miedo de enfrentarte a ese temor.
George era un experto en explicar las cosas, pero se le había escapado un detalle,
el más importante. Hen había aceptado la responsabilidad de cuidar a los habitantes

~269~
Leigh Greenwood Laurel

de ese pueblo. Si se quedaba, habría una confrontación. Pero... ¿acaso podía


marcharse para hacerle caso a Laurel sin sentir que estaba huyendo?
Laurel aceptaba que hubiera usado las armas en el pasado, pero ¿podría aceptarlo
nuevamente? ¿Podría ver que aunque él estaba dispuesto a usar el arma, en realidad
no le gustaba? Y en el caso de que lo entendiera... ¿podría vivir con él después de lo
que pasara?
Hen no lo sabía, pero, por lo que sabía de Laurel, era extremadamente poco
probable.

—Lleva toda la mañana preguntando por usted —le dijo la señora Worthy a Hen,
mientras él la seguía escaleras arriba hasta la habitación de Hope—. Yo no quería
permitirle que lo viera, pero el médico dijo que si no la dejaba, se alteraría mucho.
«Así es como se trata a los pistoleros contratados. Todo el mundo te quiere cuando
están en problemas, pero la gente decente no quiere tener nada que ver contigo el
resto del tiempo».
—Hope fue mi primer amiga de verdad aquí —dijo Hen—. Haría cualquier cosa
para cambiar lo que sucedió.
La señora Worthy se quedó callada durante un momento cuando llegaron al
rellano superior de la escalera.
—Horace me dijo que debería disculparme por algunas de las cosas que dije.
—Olvídelo.
—No sabía lo que estaba diciendo. Estaba desesperada pensando que Hope se iba
a morir. Pero supongo que usted no lo puede entender porque no es padre.
—El primer hombre al que le disparé le había puesto una soga en el cuello a mi
hermano.
La señora Worthy estiró la mano para darle unas palmaditas en el brazo.
—Tal vez sí lo entiende. —Su sonrisa mostraba que todo estaba olvidado y
perdonado—. No se quede mucho tiempo. Todavía está muy débil.
—Pero ¿se va a recuperar?
La señora Worthy sonrió y asintió con la cabeza.
—El doctor dice que es un milagro. Aún tendrá que guardar cama mucho tiempo,
alrededor de un mes, pero se recuperará. Su hermano está con ella ahora.
—¿Tyler?

~270~
Leigh Greenwood Laurel

—Está tratando de hacerla comer. No se puede recuperar si no come.


Cuando la señora Worthy abrió la puerta, Tyler estaba dándole a Hope uno de sus
caldos. Los ojos de Hope se iluminaron y enseguida hizo a un lado la cuchara.
—¿Por qué has tardado tanto en venir a visitarme? —dijo Hope con voz débil y
hablando lentamente, pero con la misma chispa de siempre en sus ojos.
Hen sintió una sospechosa humedad en los ojos y una extraña sensación de ahogo
en la garganta. Tenía que hacer un esfuerzo doble por mantener el control. Si Tyler
llegaba a sospechar que se estaba volviendo sentimental, nunca lo dejaría en paz.
—Tuve que esperar hasta que estuviéramos seguros de que no tendrías una
recaída cuando me vieras —respondió Hen.
Hope frunció el ceño.
—Sé que mi madre no te dejaba venir. Os he oído cuando hablabais en el pasillo.
Pero no es justo, en especial cuando deja que Tyler venga.
Hen se cuidó de no mirar a Tyler.
—Ella tenía miedo de que te sintieras muy cansada.
—Tienes que prometerme que vendrás todos los días.
—No hay necesidad. Tienes que descansar y...
—Todos los días. Yo nunca dejé de llevarte el almuerzo y la cena.
—Sólo si tu madre está de acuerdo. Ahora será mejor que me vaya.
Hope levantó la mano para retenerlo.
—¿Cómo está la señora Blackthorne? No le hicieron daño a ella ni a Adam,
¿cierto?
—Ellos están bien. Después de lo que te sucedió, si algún Blackthorne llegara a ser
tan estúpido de acercarse aunque sea a dos kilómetros del pueblo, terminaría mal.
—Ay, vamos.
—Los chicos del pueblo te han traído flores todos los días.
—Ya te dije que no estoy interesada en chicos.
Hope miró de reojo a Tyler mientras hablaba. La cara de Hen permaneció
impasible.
Hen se puso de pie.
—Cuídate mucho y ponte buena enseguida. Me has malcriado por llevarme
siempre el almuerzo. ¿Y sabes qué pasa con esos tontos sobre los que me advertiste?
—¿Qué?

~271~
Leigh Greenwood Laurel

—Me aburren a morir. Además, Jordy quiere que regreses. Tu madre no le da


tanta comida como tú.
—¿Cómo está ese pequeño monstruo?
—Tan terrible como siempre. Si puedo hacerlo entrar sin que lo vea tu madre, lo
traeré algún día. Me pregunta tanto por ti que está a punto de darme un ataque.
—Yo también he pensado en él. No se habrá metido en algún lío...
—En absoluto. Está esperando a que tú le ayudes. Dijo que no sabía que las chicas
podían pensar en cosas tan interesantes.
Hope se rió y luego se puso pálida. Era posible que estuviera mejor, pero la herida
todavía estaba abierta.
—Me voy. Tómate tu sopa y ponte buena.
—Tyler dice que es un consomé.
—Sí, bueno, Tyler tiene un nombre rebuscado para todo. En mi opinión, parece
agua sacada del fondo de una mina, pero supongo que sabe un poco mejor.
—Gracias por el cumplido —dijo Tyler y luego hizo un gesto casi imperceptible
con la cabeza para indicarle a Hen que era hora de irse.
—Regresaré, si prometes ponerte buena. De lo contrario, te quedarás con Tyler.
Cuando cerró la puerta al salir, Hen sintió que le quitaban un peso enorme del
corazón. Sin importar lo que Laurel le dijera, sólo pudo creer en la milagrosa
recuperación de Hope cuando la vio con sus propios ojos. Hen no sabía lo que habría
hecho si ella se hubiera muerto.
La señora Worthy no estaba en el rellano de la escalera, pero Laurel lo estaba
esperando abajo.
—Está muy pálida —dijo Hen—. ¿Estás segura de que se va a recuperar?
—Está espléndida comparada con ese primer día. Tu hermano le trae las sopas
más maravillosas.
—Eso hay que reconocérselo a Tyler. Puede ser el hombre más entrometido de
Arizona, pero sabe cocinar.
—No te gusta mucho tu hermano, ¿verdad? Acabo de darme cuenta de que nunca
os he visto juntos. Tampoco con tu otro hermano.
—No somos una familia muy unida.
—Entonces, ¿por qué están ellos aquí?
—Tyler tenía miedo de que los terribles Blackthorne me atacaran, así que le envió
un telegrama a George pidiéndole que viniera a ayudar para mantenerlos alejados.

~272~
Leigh Greenwood Laurel

—Pero tú crees que no necesitas ayuda.


—George no debería estar aquí. Él tiene una esposa y cuatro hijos, la más pequeña
es una recién nacida. Tyler y yo no tenemos a nadie.
Hen tuvo ganas de morderse la lengua. No quiso decir eso, pero la verdad es que
no tenía a nadie como Rose y los niños. Era posible que Laurel lo amara, pero ella no
querría casarse con alguien como él.
—Será mejor que me vaya. ¿Estás bien?
—Sí.
—Y no estás pensando en volver a mudarte al cañón, ¿verdad?
—No.
—Bien. —Hen dio media vuelta para marcharse.
—Te amo —dijo Laurel en voz baja—. Lo sabes, ¿verdad?
—Sí. Es algo que me recuerdo al menos una vez por hora. Todavía no puedo creer
que sea cierto.
—Lo es. Siempre lo será.
Hen se preguntó si eso significaría que lo amaba aunque no pensaba casarse con
él. Eso sería una maldición más que un consuelo.
—Necesitamos hablar.
—No me puedo ir ahora. La señora Worthy está echando una siesta. Se sienta a
velar a Hope todas las noches.
—Regresaré por la tarde. A eso de las dos.
—Está bien. —Laurel le dio un beso rápido—. Te veré en el estero, detrás de la
cárcel.
Hen comenzó a caminar por la acera de madera hacia el hotel. Se sentía mejor de
lo que se había sentido en varias semanas. El hecho de ver a Hope había marcado
una gran diferencia. Las cosas no iban a ser fáciles, eso estaba claro. Pero por primera
vez no sólo sabía lo que quería hacer, sino que pensaba que tenía la oportunidad de
hacerlo.
Comenzó a bajar de la acera para cruzar la calle hacia el hotel, cuando levantó la
vista y vio a Madison, a Monty, a Iris y a Jeff, que estaban entrando en el pueblo.
La retahíla de groserías que lanzó hizo que Emma Wells le tapara los oídos a su
hija y se apresurara a meterla en la ferretería, antes de que la chica pudiera seguir
oyendo las palabrotas que estaba diciendo el comisario. Pero Emma se grabó cada
palabra; tenía que contárselas a sus amigas. Estaba segura de que se quedarían tan
asombradas como ella.

~273~
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Capítulo 24

—¡Vaya recibimiento, después de que hemos recorrido más de mil quinientos


kilómetros para venir a salvarte el pellejo! —dijo Monty, al tiempo que se apeaba del
caballo y le daba un fuerte abrazo a su gemelo—. Le dije a Madison que estarías
corriendo de un lado a otro y gruñéndole a todo el que se cruzara en tu camino. Y
creo que no me equivoqué.
—Será mejor que estés hasta el cuello de problemas —dijo Madison, al tiempo que
desmontaba—. Después de cabalgar sobre este jamelgo como si fuera un caballo de
verdad a través de los peores caminos que Monty pudo encontrar, será mejor que
tengas al menos una docena de Blackthorne respirándote en el cuello.
—Lo siento. Sólo tengo tres en la cárcel y otro merodeando por el pueblo.
—¡Maldición! —dijo Madison y se sobó el trasero sin preocuparse por las miradas
curiosas—. Debí haberle hecho caso a Fern.
—¿Dónde está ella?
—En casa, otra vez embarazada, ¿dónde más podría estar? —dijo Iris y miró a
Madison con reprobación—. Creo que Madison se mudó a Colorado para tener más
espacio para todos los hijos que piensa engendrar.
—No nos cruzamos con ningún Blackthorne cuando veníamos hacia acá —dijo
Monty—. Espero que esto no vaya a resultar una patraña.
—Pues os lo mereceríais —dijo Hen—. ¿Quién os manda hacerle caso a Tyler?
—¿Y quién ha dicho nada de Tyler? —preguntó Monty—. Nos llegó la voz a través
de la ruta de los forajidos. Todo el mundo lo sabe. La noticia ha llegado hasta
Canadá.
—Supongo que así es como se han enterado los Blackthorne —dijo Hen—. Ya se
han presentado más de una docena.
—¡Bien! —dijo Monty—. Hace años que no tengo una buena pelea.
—Desde que te casaste conmigo —dijo Iris—. Vamos, dilo.

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Leigh Greenwood Laurel

—He tenido muchas buenas peleas contigo —dijo Monty y bajó a su esposa de la
montura y le dio una palmada en el trasero—. Pero creo que me gustaría un cambio
de escenario.
—Vosotros dos, dejad de toquetearos en la calle —dijo Madison—. Vais a manchar
la buena reputación de la familia.
—Sólo estás celoso porque Fern no está aquí—dijo Iris, mientras se acomodaba
entre los brazos de Monty.
—Sí, lo estoy —dijo Madison con una sonrisa—. ¡Horriblemente celoso!
—Podéis alojaros en el hotel —dijo Hen—. Así, cuando os bañéis y os refresquéis
podréis regresar a Colorado.
—Espero que tengan muchas habitaciones —dijo Madison y miró con odio a Jeff—
. Porque si tengo que compartir habitación con Jeff, es posible que tengas un tiroteo
antes de que amanezca.
—Ya veo que seguís llevándoos tan bien como siempre —dijo Hen.
—A Madison no le gusta que lo vean con un lisiado —dijo Jeff—. Le da vergüenza.

—Si vuelvo a oír una palabra más sobre eso de que eres un lisiado, te juro que te
disparo en el otro brazo.
—Y si él falla, yo no fallaré —agregó Monty, para que quedara bien claro.
—¡Ha sido un viaje horroroso! —dijo Iris e hizo una mueca—. Muéstrame cuál es
el hotel antes de que yo también me ponga violenta.
—Decidle al recepcionista que avise a George de que estáis aquí —dijo Hen—.
Estoy seguro de que se alegrará de veros. Cuando os instaléis, podéis bajar al
restaurante y pedirle a Tyler que os prepare algo de comer.
—¿No vienes con nosotros? —preguntó Monty.
—Ya sois mayorcitos. Si habéis podido llegar hasta aquí desde Colorado, creo que
podréis registraros en el hotel sin mi ayuda.
Hen no tenía intenciones de hacer nada para que sus hermanos se sintieran más
cómodos. Cuanto más incómodos estuvieran, antes se marcharían. Pero cada minuto
que pasaran en el pueblo sería como una eternidad para Hen.
—No me parece que esté muy contento de vernos —dijo Madison—. Eso me
recuerda una ocasión en Abilene, cuando...
—Si cuentas eso, te juro que vas a tener la pelea que tanto quieres —lo amenazó
Hen—. Además, si no hubieses ido, estarías casado con Samantha Bruce y estoy
seguro de que ella no te permitiría dejarla embarazada todo el tiempo. Sólo te

~275~
Leigh Greenwood Laurel

habrían dejado tener un par de bostonianos muy elegantes y luego te habrían dicho
hasta luego y muchas gracias.
Madison hizo una mueca.
Iris miró a su cuñado con curiosidad.
—No sabía nada de eso.
—Y no lo sabrás, aunque tenga que matar a Hen antes de que los Blackthorne
tengan la oportunidad de hacerlo.
—Mira quiénes están aquí —le dijo Hen a George, cuando su hermano salió del
hotel.
George le ofreció la mano a Iris para ayudarla a subir los escalones.
—Debes de estar exhausta. Tu habitación está lista.
Después de soltar un gruñido de disgusto, Hen dio media vuelta y se alejó
maldiciendo.
—Yo me voy al restaurante —dijo Monty—. Nunca pensé que me gustaría probar
la comida de Tyler, pero después de tres semanas de camino, me comería cualquier
cosa que él haya cocinado, sin importar lo que le eche por encima.
—Yo quiero tomar un baño —dijo Iris—. Y no pienso salir de mi habitación hasta
mañana.
—Yo quiero tomar algo —dijo Madison—. Tengo la garganta seca y me está
suplicando que le eche un buen trago de brandy. —Madison buscó entre sus alforjas
y sacó una botella. George soltó una carcajada.
—Nunca he dependido de los demás para conseguir lo que necesito —explicó
Madison.
—¿Y tú qué vas a hacer, Jeff?
—Comeré en mi habitación. No quiero que la gente se quede mirándome.
—¿Cómo has soportado viajar con él y con Monty durante tres semanas? —le
preguntó George a Madison, después de que Jeff entró al hotel.
—Tenía otras dos botellas como ésta cuando empezamos el viaje —dijo Madison y
señaló la botella de brandy.
—Por lo menos Zac no está aquí —dijo George—. Si estuviera, sería yo el que
necesitaría un trago.
Mientras caminaba de regreso a su oficina, Hen experimentó la reacción más
inesperada. Aun antes de que el último insulto saliera de sus labios, se dio cuenta de
que estaba sonriendo. Sentía una alegría que no había experimentado en mucho
tiempo. Se sentía bien y no podía entender la razón. Ahora que la mayor parte de su

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Leigh Greenwood Laurel

familia estaba en el pueblo, tenía más problemas que nunca. Era posible que George
y Madison contribuyeran de alguna forma a suavizar la situación, pero a Monty y a
Jeff los seguían los problemas con la misma constancia con que el trueno sigue al
rayo. Hen ni siquiera quería pensar en la cantidad de hombres que estarían metidos
en líos antes de que cayera la noche porque habían mirado a Iris durante demasiado
tiempo.
Los problemas se estaban arremolinando a su alrededor como las nubes alrededor
de la cima de las montañas, y sin embargo ahí estaba, sintiéndose como si fuera el
hombre más despreocupado del mundo. Tal vez el cerebro se le había secado por la
tensión.
Estaba actuando como un idiota porque se sentía real, sincera y profundamente
amado. Cinco hombres habían dejado todo y habían viajado miles de kilómetros
porque pensaban que él podía estar en peligro. Estaban dispuestos a arriesgar su
vida y a perder todo lo que amaban debido al amor que sentían por él. Hen sintió
que algo se agitaba en su interior, algo vergonzosamente parecido al deseo de llorar,
pero resistió la tentación.
Antes de enamorarse de Laurel, habría aceptado la presencia de sus hermanos sin
pensar mucho en ello. Pero ahora entendía el sacrificio que esto representaba. Hen
quería decirles que no valía la pena hacer todo eso por él, que debían regresar al seno
de sus familias, que prefería morir antes que tener que explicar por qué se habían
arriesgado por él sus hermanos.
Pero no lo hizo. No quería que se fueran. Por primera vez en su vida sabía lo que
significaba ser amado y no quería hacer nada para disipar esa sensación.

—¿Los has visto? —preguntó Grace Worthy.


—Todo el mundo los ha visto —contestó Ruth Norton, más entusiasmada de lo
que alguien recordara haberla visto desde que una chica de la cantina salió en medio
de un huracán y la falda se le levantó hasta la cabeza—. Si es cierto lo que dice
Miranda, todas las mujeres solteras del pueblo están suspirando por uno u otro de la
manera más espantosa.
—Todos son tan parecidos que uno se da cuenta de que son familiares con sólo
verlos.
—Como gotas de agua —contestó Ruth—. Si el comisario no fuera tan delgado
como un fideo, no sería posible distinguirlo de su gemelo. Y ese otro se parece tanto
el hermano mayor que parece su doble. Te digo que no sé cuándo había visto tantos
hombres tan atractivos en el mismo lugar. No, mentiras —dijo Ruth con mucha

~277~
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convicción—, nunca había visto tantos hombres atractivos al mismo tiempo. Cuando
los vi a los cuatro caminando por la acera, casi me desmayo.
—Pero ninguno puede compararse con la pelirroja —dijo Tommy Worthy. Su
madre lo había obligado a bañarse y a asearse para recibir a su visitante, pero el chico
había pasado la mitad de la tarde con dos de sus amigos, tratando de echarle un
buen vistazo a Iris—. Sammy casi se muere cuando la vio. Y según me han contado,
no ha podido hablar desde entonces.
—¿Estás seguro de que está casada con uno de ellos? —preguntó Grace.
—Con el que es igual al comisario —le aseguró Tommy—. Es lo primero que
averigüé. De lo contrario, la mitad de los hombres del pueblo estarían merodeando
por la recepción del hotel.
—El que esos hombres estén en el pueblo va a traernos problemas —dijo Ruth—.
Puedo entender que estén preocupados por su hermano, pero oídme bien, eso traerá
problemas.

—Pero yo no me puedo ir a vivir a tu casa —protestó Laurel.


—Claro que puedes —dijo Hen—. Es la solución perfecta. Así Adam y Jordy no se
tendrán que mudar.
—Pero ¿adónde te vas a ir tú?
—Puedo dormir en la cárcel. —Todo, menos mudarse al hotel con el resto de su
familia.
—Pero eso es absurdo. Además, no me puedo quedar allí sola. El pueblo
enloquecería por la cantidad de rumores que eso despertaría.
Cuando Hen llegó a presentarle a Iris a la señora Worthy, Laurel acababa de
decidir que tenía que marcharse de la casa de los Worthy. Ahora que Hope se estaba
recuperando, Laurel sentía que sobraba. Nunca tuvo la intención de quedarse con los
Worthy más de unos pocos días, pero después del accidente de Hope, olvidó que
tenía que buscar una casa para ella.
—¿Tienes una casa entera para ti? —preguntó Iris.
—El último comisario estaba casado —explicó la señora Worthy—. Su esposa no
quería dejarlo venir a menos de que les diéramos una casa. Pero no le sirvió de nada.
Lo mataron menos de seis meses después.
—¿Y también habría una habitación para Monty y para mí? —preguntó Iris.

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—Claro —contestó Hen.


—Bien. Así podemos hacer de carabina y nadie tendrá nada que objetar. Además,
si no alejo a Monty de Jeff, lo va a matar. Ni siquiera George quiere estar con él.
Así que pocas horas después, Laurel estaba instalada en una casa nueva,
sintiéndose más inquieta que nunca.
—No tienes que preocuparte tanto por sacar a Hen de su casa —le dijo Iris a
Laurel—. No creo que ni él ni Monty se sientan tan cómodos en casa como al aire
libre.
Laurel no le podía decirle a Iris que su inquietud no tenía nada que ver con sacar a
Hen de su casa. Tenía que ver con el hecho de estar viviendo en la casa de él. Pensó
que sería más fácil con Iris a su lado, pero había vuelto a equivocarse.
Laurel trató de decirse que no debía perder la esperanza, pero la carta que tenía en
la mano no le daba razones para conservarla. Una vez más le respondían que no
existía ninguna constancia del matrimonio entre Carlin Blackthorne y Laurel
Simpson, y no sabían de nadie que pudiera ayudarla. Después de años de escribir a
todos los juagados, misiones, pastores o jueces de paz de los que tuviera noticia, era
difícil no darse por vencida. Si en siete años no había podido encontrar a nadie que
probara que ella sí se había casado con Carlin, no era lógico que siguiera esperando
poder hacerlo en el futuro. Probablemente el hombre que los casó ya se había
olvidado de ellos o se había mudado a otro lugar.
—Tenía la esperanza de encontrarme contigo —dijo Iris, cuando prácticamente se
estrelló contra Laurel en el momento en que ésta salía de la oficina de correos—.
Tengo que confesar que no me gusta caminar sola por un pueblo desconocido.
Laurel podía entender por qué. Iris Randolph era tan hermosa que todo el mundo
se quedaba mirándola. Aunque acababa de recorrer a caballo toda la ruta de los
forajidos, era más elegante que cualquier otra mujer del pueblo.
—Monty dice que es posible que nos quedemos aquí por un tiempo. Si eso es
cierto, tengo que comprar algo de ropa. Tenía la esperanza de que me dijeras cuál es
la mejor tienda.
—Deberías preguntarle a Miranda Trescott. Siempre he sido demasiado pobre
para comprar algo que no sea indispensable.
—Tú vas directa al grano, ¿no?—dijo Iris.
—Eso ahorra tiempo.
—Y rumores.
—También eso.
Iris esperó a que Laurel intercambiara un saludo con una matrona del pueblo.

~279~
Leigh Greenwood Laurel

—Ya sé que no es de mi incumbencia, así que puedes pedirme que me calle si


quieres, pero ¿has recibido malas noticias? —señaló la carta con la cabeza.
Laurel se quedó mirando el sobre que tenía en la mano. No quería hablarle a Iris
de eso. No era de su incumbencia. Pero los Randolph se enterarían del asunto tarde o
temprano. Así que daba lo mismo que se enteraran por boca de ella misma.
—Mi marido y yo nos escapamos para casarnos. Por desgracia, no se me ocurrió
preguntarle adonde íbamos. A él lo mataron un mes después y desde entonces he
estado tratando de localizar al hombre que nos casó. Esta carta es otra respuesta
negativa.
—En otras palabras, algunas personas no creen que estuvieras casada.
—La familia de Carlin se niega a reconocerlo.
—Pero no parece haberte afectado. Nadie pasa sin saludarte.
Laurel se rió con sarcasmo.
—Pero eso no era así antes de que Hen llegara. En el mejor de los casos, yo era la
lavandera del pueblo. En el peor... bueno, prefiero no pensar en eso.
—Y ahora tienes miedo de que la familia de Hen arme un escándalo porque tú no
puedes probar que estabas casada.
—¿Tú no lo tendrías?
—En absoluto. Tengo que contarte algunos secretos familiares.
—Pero yo pensé que...
—Eso cree todo el mundo y no tengo intenciones de sacarlos de su error. Pero ese
detalle no va a influir para nada en Hen. Yo no entiendo muy bien a ese hombre, la
verdad es que no le agrado mucho, así que nunca hablamos, pero a él no le importa
lo que piensen lo demás, ni siquiera George. Si quiere casarse contigo, nada lo
detendrá.
Laurel no sabía si podía creer que Hen realmente fuera tan inmune a la opinión de
los demás, en especial a la de su familia, pero eso le dio muchas más esperanzas. Se
guardó la carta en el bolsillo y pensó que aún podía seguir escribiendo cartas.
—Dices que la gente de aquí antes te despreciaba... —comentó Iris—. Pues bien,
¿qué hacemos? ¿Desfilamos por todo el pueblo sin fijarnos en nadie, o más bien
debemos ser condescendientes? Mi madre era una mujer terrible, pero nadie la
igualaba a la hora de convencer a la gente de que todos eran despreciables.
Laurel se rió con picardía.
—Mejor no, pero tengo que confesar que es una idea muy tentadora.

~280~
Leigh Greenwood Laurel

—Pues bien —dijo Iris y agarró a Laurel del brazo—, si no me vas a dejar
portarme mal, entonces acompáñame a comprar un vestido. Monty dice que parezco
una pordiosera.
Así que Laurel se fue con Iris a comprar un vestido que ella nunca se habría
podido comprar. Iris tenía razón. Todo el mundo las saludó y fue deferente con ellas.
Laurel trató de no sentir amargura. Sabía que ese trato era un reflejo del respeto que
todo el mundo sentía hacia los ricos, poderosos e increíblemente atractivos miembros
de la familia Randolph.
Laurel se sintió cada vez más orgullosa y decidida. La gente podía admirar a los
Randolph todo lo que quisiera, pero uno de esos días todo el mundo iba a darse
cuenta de que Laurel Simpson Blackthorne era una mujer respetable por sus propios
méritos. E iban a arrepentirse de haberla tratado tan mal.
—Decidas lo que decidas, puedes contar conmigo —le susurró Iris a Laurel en el
oído—. Hen no sabe lo afortunado que es.

Laurel se quedó mirando las ruinas de su hogar. Para su sorpresa, le dio lástima
haber perdido la casa. Era un lugar pobre y miserable, pero la vida era sencilla allí.
Ahora la casa estaba destruida, al igual que su vida. Laurel no sabía qué era lo que
Hen estaba pensando o sintiendo o deseando. Y creía que él mismo tampoco lo sabía.
Echó un vistazo alrededor del patio, vio los enormes barreños abandonados y las
cenizas que ya estaban cubiertas de tierra. Todo lo que veía representaba un pasado
distante, la época anterior a la llegada de Hen. Desde el día en que él llegó al cañón,
su vida se había vuelto caótica. Había dejado de entender y controlar las cosas.
Incluso había perdido el control de su relación con Adam.
El canal que Hen construyó desde el arroyo hasta la casa yacía roto en el suelo,
seco.
Laurel dio media vuelta para no ver las ruinas y comenzó a caminar hacia el
pastizal.
Había tratado de no pensar en el futuro con Hen, pero rara vez tenía un
pensamiento en el cual él no estuviera incluido.
Hen no había hablado de matrimonio, de modo que Laurel era consciente de que
tal vez tendría que reconstruir su vida sin él, a pesar de lo cual seguía definiendo su
futuro a partir de la presencia o la ausencia de Hen. Sería imposible encontrar a otra
persona que pudiera cuidarla tan bien como él. Nadie más podría ser tan buen padre

~281~
Leigh Greenwood Laurel

para Adam. Pero eso no importaba. Ella nunca se casaría de nuevo, porque nunca
dejaría de amar a Hen.
«En todo caso, nadie querría casarse contigo. Todo el mundo piensa que eres casi
una ramera».
Laurel trató de no pensar en eso. Casi había olvidado ese asunto. Desde la llegada
de Hen, los demás también parecían haberlo olvidado.
Bañado por la luz del sol, el pastizal era un lugar mucho más alegre que el que
viera aquella noche, en medio del frío y de la lluvia. Sin embargo, a ella no le parecía
ni la mitad de acogedor.
«Ese día Hen estaba aquí, pero ahora estás sola».
Laurel supuso que ahí estaba la diferencia. Ahora estaba sola. Siempre se había
sentido sola, pero por unos pocos días se había sentido protegida y segura.
Pero eso era una tontería. La verdad era que no había tenido que preocuparse por
Carlin desde hacía años y mucho menos por su padrastro. Y tampoco se había
preocupado nunca por los hombres del pueblo. El único día que tuvo miedo fue esa
tarde en que Damián trató de llevarse a Adam, la misma tarde en que Hen subió el
camino con una bolsa llena de camisas de lino y cambió su vida para siempre.
Laurel subió hasta la pequeña cueva de la roca. Había ido muchas veces a ese
lugar. Casi siempre solía ir con Adam, a observar los venados o las mariposas, o a
recoger flores, o a jugar entre el pasto alto en primavera. Era su lugar privado para
olvidarse del trabajo y los pesares de la vida cotidiana.
Pero a veces iba sola, tal como lo estaba haciendo ahora. Se sentaba a la sombra de
la piedra, con los brazos alrededor de las piernas y la barbilla apoyada sobre las
rodillas, a observar el pastizal mientras reflexionaba y deambulaba por los rincones
de su mente, cubiertos de polvo y telarañas.
No debía torturarse con los sueños incumplidos de la juventud, se dijo. Era
demasiado tarde para desear que alguien llegara a su vida y arreglara todo lo que
había salido mal. Nadie podía borrar la muerte de sus padres, el maltrato de su
padrastro o el abandono de Carlin. Nadie podía devolverle su inocencia, ni los años
que había pasado perdida en medio de la desesperanza y la tristeza. La chiquilla que
soñó esos sueños también había desaparecido para siempre.
Pero no, todavía estaba viva en alguna parte de su alma. Estaba agobiada por las
decepciones y un poco desilusionada de la vida, pero todavía estaba viva, todavía
conservaba la esperanza.
¿La esperanza de qué?
—Esperaba encontrarte aquí.

~282~
Leigh Greenwood Laurel

Laurel sintió como si toda su existencia hubiese quedado en suspenso. Todo lo que
ella había soñado en la vida estaba contenido en esa voz. Pero cuando se dio la vuelta
para mirar a Hen, se preguntó si alguno de sus sueños podría hacerse realidad algún
día. El problema era que ella ya no podía aceptar fragmentos. Necesitaba tenerlo
todo o, de lo contrario, todo estaría perdido.
—¿Cómo me has encontrado?
—No hay tantos lugares adonde ir.
—Me conoces demasiado bien.
—No, no te conozco en absoluto.
—Nada te lo impide.
Hen se sentó junto a Laurel.
—Sí, tú me lo impides.
—¿Por qué dices eso?
—Supongo que es culpa de los dos —admitió Hen—. A ti no te gusta lo que yo soy
y yo no confío en lo que está pasando.
—¿A qué te refieres? —Laurel prefirió no ahondar en el tema de su desprecio por
lo que él era. Ya sabía a qué se refería. Pero en cambio no entendía bien la segunda
parte de la frase. —A este asunto de enamorarse —explicó Hen—. Siempre pensé que
era estúpido. No iba a permitir que sucediera. Pero ha sucedido.
—¿Y?
—No lo sé. ¿Cómo te sientes tú?
¿Cómo se sentía al estar enamorada de Hen Randolph? Aterrada. Nunca había
estado tan asustada en toda su vida. Al mismo tiempo, se aferraba con fuerza a ese
amor.
—A veces me da hasta miedo pensar en eso.
—¿Por qué?
—Porque es algo muy importante para mí. Laurel trató de no pensar que el
silencio de Hen era una especie de retirada, pero él pareció retraerse a sus propios
pensamientos, a reflexiones que no quería compartir con ella. —¿Qué es lo que
quieres?
Laurel pasó saliva. Todo y nada. Hen ya le había dado mucho y sin embargo se
sentía vacía. ¡Por Dios, sería mejor que no dijera eso! ¡Hen iba a pensar que estaba
loca!
—Quiero a alguien que me quiera. Mucho. No espero que ese hombre haga nada
extraordinario, pero quiero que me haga sentir que soy especial, quiero sentir que, en

~283~
Leigh Greenwood Laurel

su opinión, soy la mujer más maravillosa del mundo entero. Quiero que él diga que
soy su mujer. Quiero que sea posesivo, que sea celoso. Pero quiero que sea capaz de
olvidarse de todo eso porque sabe que yo preferiría morirme antes que traicionarlo.
Hizo una pausa. Los dos se miraban con intensidad.
—Quiero que piense que soy la persona más valiosa de todo el mundo —siguió
diciendo Laurel—, que me proteja y me cuide. Pero también quiero que sepa que
tengo un cerebro y sentimientos y opiniones, y puedo pensar y defenderme por mí
misma. Quiero sentirme libre y al mismo tiempo limitada por su amor. Quiero
sentirme poseída, pero sentir al mismo tiempo que yo soy la dueña.
Laurel se preguntó si habría hablado demasiado. Hen no dijo nada, sólo se quedó
mirándola.
—¿Entiendes lo que quiero decir?
—Todo lo que dices parece una contradicción.
—Dime qué significa para ti el hecho de estar enamorado.
Hen no estaba seguro de poder explicarlo. Aunque prácticamente no pensaba en
otra cosa desde hacía días, había encontrado muy pocas respuestas.
—Para mi padre, el amor era como una cadena que acabó con su vida. Yo entonces
creía que él nos odiaba. Ahora sé que no era lo suficientemente fuerte para odiar... ni
para amar. Para mi madre, el amor fue una obsesión que la cegó y le impidió ver la
verdad. Cuando ya no pudo seguir ignorando la verdad, el amor la mató. El día que
la enterramos, juré que nunca amaría a nadie de esa manera, aunque tuviera que
vivir y morir solo. Luego, cuando George se casó con Rose, vi que su amor no tenía
nada de destructivo. Sencillamente, cada uno de ellos se preocupaba por el otro y
procuraba hacerle feliz. No había sufrimiento ni suspiros, y tampoco tenían que estar
continuamente juntos. A veces están en la misma habitación y ni siquiera parecen ser
conscientes de la presencia del otro. Pero lo están. Es como si estuvieran conectados.
No tienen que decir ni hacer nada. El amor sencillamente está ahí todo el tiempo. Es
como si cada uno fuera parte del otro. —Hen miró a Laurel a los ojos—. Eso es lo que
yo quiero.
Laurel suspiró para sus adentros y puso una mano sobre la de Hen.
—Eso también es lo que yo quiero. Sólo que no lo he sabido expresar tan bien.
—Pero ¿acaso no quieres también todo el resto: los suspiros y el sufrimiento y los
aspavientos de que Dios nunca había creado a una mujer tan hermosa?
Laurel se rió.
—Claro que sí. Te apuesto a que George le dice todo el tiempo a Rose que es muy
hermosa, sólo que no lo hace cuando sus hermanos están delante. Eso es algo que
sólo quiere compartir con ella.

~284~
Leigh Greenwood Laurel

—No me importa que los demás sepan que me parece que eres hermosa.
—Y a mí no me importa que el mundo entero sepa que creo que eres el hombre
más atractivo que ha existido sobre la Tierra, pero ¿querrías que todo el pueblo
estuviera ahora sentado en el pastizal observándonos y oyendo cada palabra que
decimos?
—¿Crees que les molestaría que yo hiciera esto?
Hen besó la oreja de Laurel y hundió su nariz en el cuello de ella.
A Laurel le resultó difícil seguir pensando en Valle de los Arces o en cualquier
otra cosa, mientras Hen encendía sus sentidos de esa manera.
—Me imagino que la señora Worthy le taparía los ojos a Hope. Y la señora Norton
arrastraría a la cama a la pobre Rachel.
Hen le bajó el vestido para destaparle un hombro y estampó varios besos en esa
piel suave y blanca.
—En este momento se levantaría Bill Norton. Probablemente piensa que esta
conducta es inapropiada para un banquero.
Lo cual demostraba lo equivocados que podían estar los banqueros. Laurel no
podía pensar en nada más placentero que eso. Se imaginaba que la señora Norton se
sorprendería un poco si su marido comenzara a resoplarle de repente en el cuello y a
besarle los hombros, pero creía que a Ruth no le costaría mucho trabajo
acostumbrarse.
Laurel se había acostumbrado con mucha facilidad. Esto no tenía nada que ver con
los besuqueos egoístas de Carlin. Hen parecía más interesado en complacerla a ella
que en satisfacer sus propios deseos. Laurel tuvo la tentación de ponerle una mano
entre las piernas para ver si su presencia lo excitaba tanto como él la excitaba a ella,
pero la sola idea hizo que su cuerpo se encendiera como una llama. Él pareció pensar
que eso había sido el resultado de sus besos y movió sus labios a la cima de los senos.
Laurel decidió no confundir las cosas.
Se daba cuenta de que Hen quería hacerle el amor en ese mismo lugar y en ese
mismo momento y todo su cuerpo vibraba de excitación. Carlin sólo la deseaba
cuando estaba ebrio. El hecho de que Hen quisiera estar con ella a plena luz del día,
mientras su cuerpo recibía los rayos del sol, le parecía realmente increíble.
Claro que ella también lo deseaba. Al principio no había pensado en eso, pero
ahora esa idea la golpeaba con la fuerza de un puño. Cuando levantó la vista para
mirar a Hen parado junto a ella, sus ojos quedaron primero a la altura de las
poderosas piernas y luego a la altura de sus caderas. Sólo cuando estiró el cuello y se
hizo sombra con la mano sobre los ojos pudo ver el resto. Cuando Hen se sentó junto
a ella quedaron al mismo nivel, pero el daño ya estaba hecho.

~285~
Leigh Greenwood Laurel

El cuerpo de Laurel estaba en llamas y la causa era Hen.


Laurel hundió las manos entre el pelo de Hen. Era tan rubio y suave. Parecía casi
blanco a la luz del sol. En cambio, la piel de la nuca estaba tostada por tantos años
bajo el sol de Texas. Laurel deslizó los dedos por debajo de la camisa para sentir los
poderosos músculos de los hombros de Hen. En ese momento la lengua ardiente de
él se encontró con el pezón erecto de su seno izquierdo y a Laurel casi se le olvida
todo lo demás.
Casi.
Al tiempo que la lenguaje Hen lamía su pezón con enloquecedora intensidad,
Laurel deslizó las manos hacia atrás por debajo de la camisa hasta llegar a la espalda.
La piel de Hen se estremecía y ella podía sentir cómo se movían los músculos. Esa
piel suave y tibia. Hen olía bien. Tenía un ligero olor a especias que se intensificaba
debido al calor que recorría todo su cuerpo.
Sin saber muy bien cómo, Laurel se encontró de repente desnuda hasta la cintura,
feliz de recibir todas las atenciones de Hen. Luego de bregar un poco con los botones,
logró desabrocharle la camisa y quitársela.
La piel de Hen era increíblemente blanca. De no ser por el cuello bronceado,
habría podido ser un Adonis tallado en mármol blanco.
Pero aunque Laurel ansiaba explorar el cuerpo de Hen y disfrutar de la
posibilidad de acariciarlo con las yemas de los dedos, todo lo que él le estaba
haciendo fue reduciendo gradualmente su capacidad de hacer algo distinto que
someterse a las exigencias de sus deseos. Así que Laurel abandonó la idea de
conocerlo tan bien como él parecía estar conociéndola y hundió las manos en el pelo
de Hen y lo apretó contra sus senos.
Pero ni abrazándolo así pudo reducir el ritmo del ataque. En unos cuantos
minutos, Hen terminó de quitarle la ropa y luego se desvistió. Y nada, ni siquiera la
falta de experiencia, logró detener el impulso que lo animaba a satisfacer el deseo
que esclavizaba sus cuerpos. Sin embargo, no la penetró enseguida. Siguió buscando
maneras de complacerla y alargar cada precioso minuto de placer.
Laurel no sabía que el placer físico podía ser tan intenso. A pesar de su falta de
experiencia, Hen logró llevarla más allá de cualquier umbral que ella hubiese
conocido. Laurel se entregó totalmente y confió en Hen para que la guiara a través de
ese fantástico viaje y al final la acompañara de vuelta a la realidad, sana y salva.
Cuando por fin la penetró, los dos se convirtieron en un solo ser. Ella se aferró a él
y le enseñó todo lo que sabía, mientras soportaba los embates de su potencia y ese
deseo recién liberado. Hen llegó al clímax antes que ella, pero siguió empujándola
hasta que ella pudo compartir el mismo éxtasis.

~286~
Leigh Greenwood Laurel

Laurel se acomodó después entre sus brazos, con la convicción de que estaba con
un hombre que siempre la trataría como una compañera. Segura de que vivir con él
implicaría compartirlo todo.
—Tu amor me convierte en un hombre mejor —dijo Hen.
Laurel se sintió un poco desilusionada cuando las palabras invadieron ese
maravilloso momento que sigue al amor, pero a medida que fue entendiendo el
significado de lo que Hen había dicho, se dio cuenta de la importancia que tenían
esas palabras.
Entonces se apoyó sobre un codo para poder mirarlo. Él estaba acostado de
espaldas, con los ojos cerrados y el cuerpo bañado por el sol.
—¿Estás seguro de que no se trata sólo de deseo físico? —preguntó Laurel.
—Lo que está dañado dentro de mí no tiene nada que ver con mi apetito sexual —
dijo Hen y luego se dio la vuelta para que el sol no le cayera sobre los ojos—. Si fuera
así, podría haberlo arreglado hace años.
Laurel sintió una felicidad que apenas alcanzaba a contener.
—No hay nada dañado dentro de ti.
—No hay nada bueno dentro de mí.
—¿Quién te ha dicho eso?
—Nadie me lo ha dicho. Lo sé desde hace mucho tiempo.
Laurel quería discutir con él, decirle que estaba equivocado, pero no sabía qué era
eso a lo que Hen tanto le temía.
—¿Me estás diciendo que no quieres casarte porque crees que hay algo dentro de
ti que no funciona bien?
—No. Estoy diciendo que no debería hacerlo.
Laurel no podía entender nada. Mientras se vestían, trató de ver más allá de las
palabras de Hen para entender a qué se refería, qué sentía, por qué pensaba esas
cosas.
—Aquí casi no hay nada —dijo Hen y se dio un golpecito en el pecho—. Nunca
me casaría con ninguna mujer, a menos que crea que puedo ofrecerle lo mismo que
ella me ofrece a mí. Hasta ahora nunca creí que eso fuera posible. Pero ahora deseo
que sea posible.

—Eso es lo más ridículo que he oído en la vida —dijo Laurel—. La mitad de las
mujeres del mundo matarían por tener un marido como tú.

~287~
Leigh Greenwood Laurel

—Pero estoy seguro de que rápidamente se hartarían de mí. Un hombre tiene que
ser mucho más que lo que se ve desde fuera.
—Yo nunca me hartaría de ti.
—Pero no se trata sólo de nosotros. Tenemos que pensar en otras personas.
Tal vez, pero Laurel no tenía intenciones de permitir que nadie se interpusiera
entre Hen y ella. Por fin había encontrado al hombre que deseaba y estaba dispuesta
a luchar para tenerlo.

~288~
Leigh Greenwood Laurel

Capítulo 25

—Adam, no me estás prestando atención.


Laurel quería sacudir al chico para que le prestara atención. Cada día se volvía
más difícil. Estaba sentada a la sombra de un bosquecillo de arces y robles que había
a la orilla del arroyo, detrás de la casa del comisario, mientras Adam practicaba con
su caballo bajo el sol de la mañana.
—Deja a Sandy un segundo y ven aquí —le dijo, tratando de imponerle a su voz
toda la autoridad que era capaz de reunir—. Tengo algo muy importante que hablar
contigo y quiero tener toda tu atención.
—Puedo oírte mientras...
—¡Ven aquí! —le espetó Laurel, aunque quedó tan sorprendida como el chico por
la violencia del tono de su voz, pero Adam finalmente bajó de Sandy y obedeció. Se
plantó frente a ella muy rígido, se veía claramente que había ido sólo porque lo
habían obligado. No la miraba. Pero eso no importaba, Laurel sólo necesitaba que
Adam la escuchara.
—Estoy pensando en volverme a casar. ¿Te gustaría tener un padre?
—No.
—Pero ¿no te gustaría tener a alguien que te enseñara a montar a caballo, que te
llevara a cazar, a... ?
—¡No! —gritó Adam.
La expresión que revelaban sus ojos cuando levantó la vista para mirar a Laurel la
dejó atónita. En lugar de rabia y resentimiento, Laurel vio miedo.
Se arrodilló en el suelo y lo abrazó. El chico forcejeó un poco, pero no pudo
soltarse.
—Nunca me casaría con alguien que no te gustara —se apresuró a asegurarle—.
No tienes que preocuparte por eso.

~289~
Leigh Greenwood Laurel

—No quiero que te cases. —Habían desaparecido la rabia y el resentimiento, pero


el miedo seguía allí presente.
—Pero a ti te gusta Hen. Nunca te había gustado tanto ninguna otra persona.
Adam se apartó de los brazos de su madre.
—Yo odio al comisario —dijo y retrocedió—. ¡Lo odio!
—No seas ridículo —dijo Laurel, con un poco de impaciencia por la reacción del
chico—. Llevas varios días durmiendo en su casa, comiéndote su comida,
siguiéndolo a todas partes con Jordy. No es posible que lo odies.
—Él no quiere que yo sea su hijo. No quiere que tú sigas siendo mi madre.
Adam estaba tan alterado que estaba a punto de llorar. Laurel estiró los brazos
para acercarlo a ella, pero el chico se alejó un poco más.
—Ya te he dicho que eso no es cierto. Él te quiere mucho, pero piensa que tú no lo
quieres.
—¡No lo quiero! ¡Lo odio! Él te quiere alejar de mí.
Alguien había estado tratando de envenenar a Adam en contra de Hen. Y lo había
logrado.
—¿Quién te ha dicho eso?
Adam dejó caer la cabeza.
—Quiero saber quién te ha estado diciendo esas mentiras, Adam. ¿Fue Jordy?
—No, él quiere al comisario —dijo Adam con rencor—.
Jordy cree que el comisario es perfecto. Quiere que sea su padre.
—Y antes tú también querías que fuera el tuyo. ¿Qué te hizo cambiar de opinión?
Adam volvió a quedarse callado.
—¿Qué te han dicho?
Adam siguió callado.
—¿Vas a responderme la pregunta?
Adam negó con la cabeza.
Así que quería desafiarla.
—Pues yo soy tu madre y necesito saber lo que te dijeron.
Silencio..

~290~
Leigh Greenwood Laurel

—Muy bien, si no quieres hablar, supongo que no te puedo obligar. Pero has
desafiado mi autoridad, Adam Blackthorne, y no puedo permitirlo. Así que tendré
que castigarte.
Laurel pensó que Adam parecía un poco dubitativo, pero no estaba segura.
—Si no quieres hacerme caso, tendrás que perder algunos privilegios. Tener un
caballo es un privilegio. Voy a llevar a Sandy al establo y no podrás montarlo ni estar
cerca de él.
Adam parecía asustado por la amenaza de su madre, pero se mantuvo en su
posición.
—Si mañana sigues sin responder a mi pregunta, tendré que venderlo. Ahora que
ya no puedo lavar tanta ropa, necesito el dinero. El señor Elgin me ofreció un muy
buen precio. Dice que Danny necesita un caballo.
—¡No puedes permitir que Danny se quede con Sandy! —estalló Adam—. No
puedes hacerlo. Él va a dejar que Shorty Baker lo monte.
—Pues depende de ti. —Laurel caminó hasta donde estaba Sandy, lo soltó y
comenzó a avanzar hacia el establo.
No le gustaba amenazar a Adam de esa manera, pero el chico tenía que aprender.

—Él dijo que tú querías casarte con el comisario —dijo Adam, con la vista clavada
en el suelo.
—¿Y qué hay de malo en eso?
—Él dijo que el comisario no iba a querer que yo fuera su hijo, que querría que
pasaras todo el tiempo con sus propios hijos.
Laurel se detuvo y se arrodilló cerca del niño. Le levantó la barbilla para que
quedara mirándola directamente a los ojos.
—Yo soy tu madre, Adam. Y nada va a poder cambiar eso, ni siquiera el hecho de
que tenga una docena de hijos. Yo te seguiré amando tanto como te amo ahora. Los
otros niños serán tus hermanos y hermanas. Y tú los vas a querer, como ellos te van a
querer a ti. Seríamos una familia. ¿Por qué crees que Jordy quiere ser hijo del
comisario? Porque sabe que es un hombre maravilloso, que puede darle mucho amor
a un niño, aunque no sea su hijo.
Adam ni siquiera parecía estar escuchándola.
—¿No recuerdas cómo te enseñó a montar? No lo habría hecho si no te quisiera. Y
te quiere mucho, jamás te separaría de mí, es un hombre bueno y te quiere...
Adam seguía mirándola con expresión testaruda.

~291~
Leigh Greenwood Laurel

—Yo nunca me casaría con un hombre que no te quisiera.


Adam parecía a punto de estallar. Quería decir algo, pe
ro se veía que no se atrevía.
—¿Qué sucede? ¿Hay algo que no me has dicho?
El chico seguía sin hablar.
Laurel se puso de pie.
—Creo que deberíamos ir a hablar con el comisario. Tal vez quieras decirle a él lo
que no me quieres decir a mí.
—No.
Ya no se sentían rastros de miedo en la voz de Adam. Sólo una profunda rabia.

—¿Por qué no?


Adam ya no pudo contenerse y las palabras prácticamente se le escaparon de los
labios.
—Porque él mató a mi papá.
La respuesta fue tan inesperada, tan absurda —o tan terriblemente cruel— que
Laurel se quedó momentáneamente sin palabras.
—¿Quién te ha dicho eso? Adam, tienes que contestarme. ¿Quién te ha dicho eso?
—Mi abuelo.
¡Avery había estado hablando con Adam! Podría habérselo llevado desde hacía
tiempo y ella no habría sabido quién se lo había llevado. ¿Cómo podía haber sido tan
descuidada?
—Cuéntame qué te ha dicho tu abuelo —dijo Laurel—. Cada palabra.
—Dijo que mi papá estaba tratando de agarrar a unos delincuentes y que el
comisario le disparó.
—Pero eso no tiene sentido. Hen es el comisario. No mataría a nadie que estuviera
tratando de ayudarlo.
—El abuelo dice que él mató a mi papá —repitió Adam.
Laurel se dio cuenta de que Adam no era capaz de ser razonable en ese asunto y
era culpa suya. Debido a que pensaba que un chico necesitaba ser capaz de admirar a
su padre, había hecho todo lo que podía para hacerle creer a Adam que su padre era
un buen hombre. Había decidido que era una mentira que haría más bien que mal.
Pero ahora tenía que decidir si contarle a Adam la verdad sobre su padre y esperar a

~292~
Leigh Greenwood Laurel

que él aprendiera a querer otra vez a Hen, o dejarlo seguir creyendo que su padre era
un héroe.
Se preguntó si su hijo tendría edad suficiente para entender sus razones para
mentirle. No creía que el chico fuera capaz de aceptar la verdad. Ni de perdonarla.
Tal vez algún día lo hiciera, pero en ese momento sólo se sentiría furioso y
traicionado. En el caso de que la creyese, porque también podría suceder que no
creyera ni una sola de sus palabras.
Pero tenía que decírselo, por el bien de Adam y por el suyo propio. Laurel no le
debía nada a Carlin. Había mentido porque creía que era lo mejor para Adam y
ahora le diría la verdad por la misma razón.
—Ven aquí, Adam. Hay algo que tengo que contarte.
A Laurel se le rompía el corazón al ver que su hijo no quería acercársele. Hacía
sólo unos meses, nada podría haberlos separado. Ella creía que siempre iba a contar
con la confianza de su hijo y la asustaba haber estado tan equivocada.
—Supongo que debí decírtelo antes, pero no quería que tuvieras que avergonzarte
de tu padre.
Adam trató de soltarse, pero Laurel lo tenía bien agarrado.
—Mi padre era un buen hombre. Tú me lo dijiste. Y el abuelo también me lo dijo.
Laurel se dio cuenta de que su tarea iba a ser más difícil de lo que había previsto.
Al ver la manera en que Adam fruncía la boca, se dio cuenta de que el chico no iba a
aceptar lo que ella tenía que decirle.
—No te conté la verdad sobre tu padre —comenzó a decir Laurel—, porque quería
que tú lo amaras.
—Y lo quiero.
—El comisario no mató a tu padre. Fue asesinado hace casi siete años, mucho
antes de que el comisario viniera por estas tierras. Tu padre no estaba tratando de
detener a unos ladrones. Estaba tratando de robar un toro y uno de los hombres del
rancho lo mató.
—¡Eso no es verdad! —gritó Adam—. Mi padre era bueno. El comisario es malo.
—No, Adam. A tu padre lo atraparon robando ganado.
Adam por fin logró soltarse de los brazos de Laurel.
—¡Tú estás mintiendo!
—¿Y por qué te mentiría?
—Porque quieres casarte con el comisario. Tú no quieres que yo quiera a mi padre.
Quieres que quiera a Hen.

~293~
Leigh Greenwood Laurel

—¿Quién te ha dicho eso?


—El abuelo. Dijo que tú ibas a tratar de hacerme creer que papá era malo. Él me lo
advirtió.
Laurel se dio cuenta de que acababa de caer en la trampa de Avery. Ahora Adam
no iba a creer nada de lo que ella le dijera.
—No voy a ser hijo del comisario. Si te casas con él, me escaparé.
—Adam, escúchame. No quiero que vuelvas a ver a Avery. Él te quiere secuestrar.
Quiere que tú...
—¡No es cierto! Yo se lo pregunté. Él dijo que podría haberme secuestrado una
docena de veces, pero no lo hizo.
Esa afirmación disparó las alarmas en la cabeza de Laurel.
—¿Qué es lo que quiere Avery?
Adam se desinfló con la misma rapidez de un globo.
—Él no quiere nada. Sólo quiere que yo lo quiera.
—¿No te pidió que fueras a ningún sitio con él, ni que hicieras nada?
—No.
Adam estaba mintiendo. Laurel se podía dar cuenta de eso.
—No me estás diciendo la verdad.
—¡Sí te estoy diciendo la verdad! ¡Seguro! Él sólo quiere que yo lo quiera. Me
cuenta cosas de mi padre. Papá era un hombre bueno. Tú lo dijiste.
—Lo sé. Mentí porque pensé que sería mejor para ti que pudieras sentirte
orgulloso de tu papá. Pero ahora veo que estaba equivocada porque eso te hizo odiar
a un hombre que es realmente bueno.
—¡Estás mintiendo! Ya no te voy a escuchar más.
Antes de que Laurel pudiera detenerlo, Adam desapareció por la esquina de la
casa en dirección del cañón. Laurel odiaba dejarlo ir en ese estado de alteración, pero
en ese momento no había nada que pudiera hacer por él. El chico tenía que
tranquilizarse antes de que alguien se le pudiera acercar.
Tenía que conseguir que Adam creyera la verdad sobre Carlin. También tenía que
convencerlo de que Hen lo quería.
Tenía que hacerlo. No se podía casar con un hombre al que su hijo odiaba.

~294~
Leigh Greenwood Laurel

—Ella dijo que mi papá era malo —le dijo Adam a Avery—, tal como tú dijiste.
Aunque se cuidó de adoptar una expresión de consternación, Avery sonrió para
sus adentros. Laurel acababa de caer en su trampa y ahora sólo tenía que convencer a
Adam para que lo ayudase. Pero el chico estaba demostrando ser notoriamente terco.
Al igual que su padre. Si Carlin le hubiese hecho caso, todavía estaría vivo. No se
habría casado con Laurel Simpson. Ella era muy hermosa, Avery tenía que admitirlo,
pero con sólo echarle una mirada supo que sería un problema.
—No puedes culpar a tu madre —le dijo Avery a Adam—. Las mujeres hacen casi
cualquier cosa por atrapar a un hombre. Decir mentiras es lo menos que he visto
hacer a algunas.
—¿A qué te refieres? —preguntó Adam.
—Eso no importa ahora. Lo que importa es que me ayudes a desquitarnos del
comisario por haberle disparado a tu padre.
—Mamá dijo que eso pasó hace mucho tiempo. Dijo que el comisario todavía
estaba en Texas en esa época.
—Tu madre no sabe nada de eso. Ella no estaba allí. Ahora bien, me vas a ayudar
¿sí o no?
—Mi madre dice que no fue el comisario —repitió el muchacho.
—Ya te lo dije, niño, estoy seguro. Ahora deja de preocuparte por eso. Vamos a
hacer un plan.
Pero Adam no le estaba prestando atención. Avery tuvo la impresión de que el
chico estaba pensando en su propio plan.

—No pongas esa cara de tristeza —le dijo Iris a Laurel—. Ese enorme y testarudo
cuñado mío tendrá que entrar en razón en algún momento.
—¿A q-qué te r-refieres? —dijo Laurel tartamudeando, al darse cuenta de que
estaba perdida en sus ensoñaciones.
—Todo el mundo se da cuenta de que estás enamorada de Hen. Es tan evidente
como que él está enamorado de ti. Si eso es cierto, la única razón que puedo ver para
toda esa tristeza y esos suspiros es que él no te haya propuesto matrimonio todavía.
No lo ha hecho, ¿cierto?
—Él nunca ha dicho... Yo no espero que... No.
—Eso me parecía. Ninguno de los Randolph se casa con facilidad. Creo que todos
están un poco locos. Sé que Jeff lo está. Y a Zac es imposible entenderlo. El único que

~295~
Leigh Greenwood Laurel

parece sensato la mayoría del tiempo es George, y eso probablemente es obra de


Rose. Ella es la única persona que puede hacer algo con esa familia.
Laurel se sintió avergonzada al ser consciente de que sus problemas eran tan
evidentes. Se preguntó si todas las mujeres del pueblo pensarían que estaba tratando
de conquistar a Hen. Se puso pálida sólo de pensarlo.
—No te preocupes. Pronto entrará en razón. Siempre anda con esa cara de terror.
No será capaz de aguantar por mucho tiempo.
—Pero yo no quiero que sufra.
—Los Randolph tienen que sufrir. Eso es algo que debes saber acerca de ellos.
Rose dice que es por su padre, eso hace que les resulte imposible enamorarse como la
gente normal. A veces son un poco demasiado protectores, pero son excelentes
maridos.
A juzgar por las confidencias que le estaba haciendo, Iris ya consideraba a Laurel
como parte de la familia. Tal vez Iris entendía a los otros Randolph, pero no conocía
a Hen. Nadie lo conocía, ni siquiera él mismo. Eso era parte del problema. El hecho
de haberse enamorado lo había obligado a mirar hacia adentro, tal vez por primera
vez en la vida. Y hasta que tuviera tiempo de acostumbrarse a lo que veía, era
imposible que pensara en algo tan complicado como el matrimonio.
Lo cual estaba bien, porque mientras Adam siguiera jurando que odiaba a Hen, no
podría casarse con él.
—Tú serás una esposa perfecta para Hen. Eres tan callada como él. No pensé que
existiera una mujer que pudiera hablar tan poco. Monty y yo nunca podemos estar
callados.
Laurel le dio la razón mentalmente. Era agotador estar cerca de Monty y de Iris,
pues no paraban y, a pesar de que a veces parecía que discutían, por su forma de
hablar, era evidente que se adoraban. Monty hablaba demasiado y en voz demasiado
alta, pero era la clase de hombre con el que una mujer siempre podía contar cuando
lo necesitaba. Iris nunca se podía quedar quieta. Aunque no había duda de que
estaba convencida de que Monty era el mejor hombre sobre la tierra, con frecuencia
le daba indicaciones.
Laurel se preguntó qué diría la gente de Hen y de ella. El seguía siendo tan atento
como siempre, pero era evidente que estaba distraído. Al principio, Laurel pensó que
estaba molesto por el hecho de que sus hermanos hubiesen aparecido en el pueblo.
Toda la gente hablaba de eso. Hacían apuestas sobre cuál de las dos familias podría
reunir la mayor cantidad de hombres, si los Randolph o los Blackthorne.
Luego pensó que tal vez Hen estaba preocupado por los Blackthorne, pero él
mismo le había dicho que ya sabía lo que iba a hacer para atraparlos y que no estaba
preocupado. Eso sólo los dejaba a Adam y a ella. Y a juzgar por la expresión de sus

~296~
Leigh Greenwood Laurel

ojos, últimamente Hen no pensaba en cosas muy agradables. Laurel quería hablar
con él, pero se contenía. Cualquier cosa que estuviera pensando, era algo que tenía
que resolver por sí solo. Y cuando estuviera listo, iría a buscarla.
—Pero tú estás preocupada por otra cosa aparte de Hen, ¿no? —preguntó Iris y se
quedó estudiando a Laurel durante un momento—. ¿Es porque proviene de una
antigua familia de Virginia? Algunas de las mujeres del pueblo lo comentan por ahí,
es su chisme favorito... —explicó Iris—. Eso es parte del problema, ¿verdad?
Laurel asintió con la cabeza.
—Pues bien, puedes dejar de preocuparte por eso. El padre de Rose era un oficial
del ejército yanqui. No te puedes imaginar cómo cayó eso en el resto de la familia. El
padre de Fern era un granjero de Kansas, un guerrillero partidario de la abolición de
la esclavitud, para más señas. No te voy a contar cómo eran mis padres. Sólo te digo
esto para que te convenzas de que los Randolph se casan con quien quieren. Según
Monty, toda esa sangre azul está cada vez más diluida y necesitan una buena
infusión de espesa sangre roja, de la sangre que estoy segura que corre por tus venas.
—Si están buscando una estirpe corriente, pero buena y resistente, han venido al
lugar correcto. Eso es lo único que hay en Valle de los Arces. Y yo soy la más
corriente de todas.
—Pero también la más hermosa y, por lo que he oído, probablemente la más lista.
—¿A qué te refieres?
—No es fácil para una mujer salir adelante sola. Y entiendo que no sólo lo lograste
sino que tienes una propiedad.
—Ah, te refieres al cañón...
—Es la principal fuente de agua del pueblo, ¿verdad?
—Sí.
—En este pueblo no hay nada más valioso que eso, ni siquiera el oro.
Sí, sí lo había. Hen Randolph. Pero Laurel no sabía si tendría la suerte de reclamar
propiedad sobre él.

Hen estaba de mal humor. Llevaba varios días así. Siempre se ponía como una
serpiente venenosa cuando no podía descubrir algo. Y el hecho de no ser capaz de
decidir qué papel quería que desempeñara Laurel en su vida hacía que se sintiera
peor que nunca.

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Leigh Greenwood Laurel

—Pareces un animal enjaulado —dijo Monty—. Crees que hemos venido a crear
problemas, en lugar de a ayudarte a acabar con los que tienes.
—No, os agradezco que hayáis venido, al menos agradezco que os preocupéis
tanto de mí como para venir a ayudarme. Pero vuestra presencia en el pueblo ha
despertado rumores sobre una confrontación entre nuestra familia y los Blackthorne.
Lo último que necesito es que venga otro idiota a dispararle a un chico. Si eso llegara
a suceder, los Blackthorne comenzarían a competir con los del pueblo para ver quién
me mata primero.
—Supongo que eso puede ser un poco preocupante —dijo Monty—. Pero no
consigo que Madison y Jeff se queden en casa. Lo cual es una estupidez. Hacía años
que Madison no se subía a un caballo. Pero hay que reconocérselo. El desgraciado no
se quejó ni una sola vez. Desde luego, Jeff le dio suficientes problemas.
Pero a Hen no le importaba lo que sucediera con Jeff y Madison. Su futuro pendía
de un hilo y ni las cicatrices que le dejó a Madison la montura ni sus peleas con Jeff
iban a ayudarlo a tomar una decisión.
—Pero lo que realmente te preocupa es algo más. Es esa mujer, ¿verdad? La viuda
con el chico. ¿Cuál es el problema?
—Estoy enamorado de ella, estúpido. Ése es el problema.
Monty miró a su hermano durante un momento de asombro, antes de que los ojos
comenzaran a brillarle con sorna. Luego estalló en carcajadas.
—¡Deja de reírte o te tiraré al suelo de un puñetazo!
—Puedes tirarme al suelo y pisotearme después, que yo
seguiré riendo —logró decir Monty entre carcajada y carcajada—. Después de
cómo te portaste cuando yo estaba viviendo un infierno por Iris, no pienso levantar
ni un solo dedo para ayudarte, aunque estuvieras colgado de las pelotas en medio de
un ventarrón.
—Siempre pensé que tú eras el peor canalla de todo Texas.
—Y yo siempre pensé que el peor canalla de todo Texas eras tú.
—Si no fuera muy infantil, te daría una paliza.
—Vamos, golpéame si eso hace que te sientas mejor, pero eso no va a solucionar tu
problema.
Hen tuvo la tentación de desquitarse con su hermano por la frustración que sentía,
pero en lugar de eso estrelló el puño contra una silla de cuero, que le respondió con
un gemido seco.
—¿No quiere casarse contigo? —preguntó Monty.

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Leigh Greenwood Laurel

—No se lo he preguntado.
—Entonces, ¿cómo sabes que hay un problema?
—Yo soy el problema.
—¿Por qué?
—No voy a ser un buen marido.
—Probablemente no. Dios sabe que yo no querría casarme contigo. Tienes un
temperamento espantoso, nunca le dices a nadie lo que vas a hacer hasta después de
hacerlo y no puedes mantener una conversación decente en la mesa. Probablemente
esperas que ella se siente por las noches en casa a ver cómo pones mala cara por
todo.
Hen sonrió brevemente.
—No es sólo eso. Tú sabes que todos somos como papá. Yo juré que nunca trataría
a nadie de la forma en que él trató a mamá.
—Espero que no.
—¿Quién dice que yo no le voy a hacer lo mismo a Laurel?
—Tú tienes mucho genio y tiendes a ser una persona taciturna, pero no eres cruel.
—Gracias. De todos modos, supongo que ella no querrá un marido como el que
acabas de describir.
—Pregúntaselo. Dile que eres un maldito bastardo. Y si se casa contigo, no podrá
decir que no se lo advertiste.
—Pero yo no quiero hacer eso, idiota. Yo la amo. Preferiría salir por esa puerta y
no volver a verla nunca antes que hacerle daño.
—La amas de verdad, ¿eh?
—Claro que la amo. ¿Crees que te daría la oportunidad de burlarte de mí si no la
amara?
Monty se quedó mirándolo fijamente.
—¿Has hecho el amor con ella?
Hen asintió con la cabeza.
—Entonces es serio.
—Ya te he dicho que es muy serio.
—Lo sé, pero no creí que hubieses roto ese celibato que
te autoimpusiste.
—No era mi intención.

~299~
Leigh Greenwood Laurel

—¿Acaso lo lamentas?
—No. Es sólo que ahora creo que me he comprometido a algo que no estoy seguro
de poder hacer. Tú sabes lo que significa pensar en casarse.
Monty se rió.
—Mucho más que tú.
—Pero siempre haces las cosas antes de pensarlas.
—Es una lástima que tú no puedas hacer lo mismo de vez en cuando.
—Una vez lo hice.
—Yo ya lo he olvidado.
—Pues bien, yo no puedo olvidarlo.
—Deberías. Tú amas a esa mujer. ¿Quieres cuidarla y estar con ella todo el
tiempo?
—Claro.
—Entonces, ¿cuál es el problema?
—No sé si podré hacerlo. Hablando en serio, ¿de verdad crees que yo podría ser
un buen marido?
—El mejor. Tú siempre has entendido a las mujeres mejor que cualquiera de
nosotros. Pero tiene que ser la mujer indicada.
—Laurel es la indicada.
—Entonces no tienes nada de qué preocuparte. Bueno, eso no es cierto, pero nada
que otros hombres casados no hayan tenido que aprender.
—Sencillamente, no estoy seguro de ser el hombre indicado.
—Ningún hombre lo es. Yo me acobardaba cada vez que pensaba en casarme con
Iris.
—Pero tú la adoras.
—Eso no cambia nada. El matrimonio es una cosa aterradora para un hombre.
—Y tú me lo dices... En especial cuando ella tiene un chico que me odia a muerte.
—Eso lo podrás superar. Siempre has tenido mucho encanto.
—Pero si tú eras el del encanto.
—No. Yo soy el tipo de hombre que se sale con la suya porque soy bien parecido y
rico y no soy un mal tío a fin de cuentas. En cambio tú eres malo como un demonio y
suave como la seda. Exactamente el tipo de hombre que les resulta irresistible a las
mujeres.

~300~
Leigh Greenwood Laurel

—No estoy seguro de que me guste la idea de que todos ellos estén en el pueblo.
Eso puede ser el detonante para que los Blackthorne nos ataquen.
—Hace un rato los vi a los seis caminando por la calle y estoy seguro de que no me
gustaría hacerles frente.
—Y su gemelo es bastante grande.
—Os estáis preocupando por nada —les dijo Peter Collins a los hombres que
estaban reunidos en la cantina Elgin—. Los Randolph no están aquí para causarnos
ningún daño.
—Eso ya lo sabemos. El problema es que si se enfrentan aquí con los Blackthorne
cualquiera de nosotros puede salir herido sin tener nada que ver en el asunto...
—¿Y por qué iban a enfrentarse aquí?
—Los Blackthorne pueden pensar que nosotros los estamos protegiendo.
—¿Y acaso no los estamos protegiendo?
—Contratamos al comisario para que nos protegiera a nosotros. No al revés.
—Creo que deberíamos deshacernos de él —dijo alguien—. Yo no quiero que
traiga sus problemas aquí.
—Pero los Blackthorne saben que lo contratamos para perseguirlos. Tal vez
vengan por nosotros después de que él se vaya.
—Nadie ha visto a los Blackthorne después de que el comisario capturó a esos
cuatreros —señaló Bill Norton—. Tal vez no vengan. Y ahora, ¿por qué no os tomáis
una copa y habláis de lo pronto que han llegado las lluvias este año ?
—¡Fuego! —El grito venía de la calle—. ¡Alguien le ha prendido fuego a todo el
pueblo!

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Leigh Greenwood Laurel

Capítulo 26

—¿Cuántos incendios había? —le preguntó Laurel a Hen. El incendio del


restaurante no había causado muchos daños, pero los clientes tendrían que aguantar
durante un tiempo el olor a madera chamuscada.
—Seis —contestó Hen.
—¿Alguno fue grave?
—No. Eran una advertencia.
—¿Sobre qué?
—Alguien dejó una nota en la puerta de la cárcel. Decía que se deshicieran de mí o
el pueblo sufriría las consecuencias junto conmigo y mis hermanos.
—¿Estás seguro de que sólo era una advertencia?
—Si quisieran incendiar el pueblo, habrían esperado hasta que la gente estuviera
dormida y habrían volado los tanques de agua.
Laurel sabía que la confrontación se estaba acercando, pero ahora que era
inminente, le parecía difícil creer lo que estaba pasando.
—¿Qué vas a hacer?
—Bill Norton ha convocado una reunión para mañana por la mañana.
—No estoy hablando del pueblo —dijo Laurel—. Me refiero a qué vas a hacer tú.
—Voy a esperar a ver qué decide el pueblo.
Laurel agarró a Hen del brazo para que la mirara a la cara.
—No puedes confiar en que el pueblo te vaya a respaldar. ¿Por qué crees que la
paga es tan buena? Los últimos tres comisarios fueron asesinados y nadie hizo nada
para ayudarlos.
—Tengo a mis hermanos. Yo no les pedí que vinieran, pero ya que están aquí,
pueden servir de algo.

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Leigh Greenwood Laurel

—Eso sólo suma seis personas. Y habrá al menos dos docenas de Blackthorne. Tal
vez más. —Hen no entendía el peligro, no comprendía los temores de Laurel. Nunca
lo haría.
—Eso sólo son cuatro por cabeza. Monty se va a sentir estafado.
Laurel dio un zapatazo en el suelo para expresar su frustración.
—Ponte serio. No te quedes ahí como si esto fuera un juego. Tú y yo sabemos que
esa gente tiene la intención de matarte, a ti y a cualquiera que se ponga de tu lado.
—Muchas personas han querido matarme. Y hasta ahora nadie ha podido.
—Pero esta vez se trata de los Blackthorne. Vendrán al menos veinticuatro de
ellos...
—Después de que George y Jeff regresaron de la guerra, nos enfrentamos con más
de cuarenta McClendon que estaban decididos a matarnos por medio millón en oro
que no teníamos. Eso fue hace once años. Ahora sabemos pelear mejor.
—Pero ellos son ladrones de ganado.
—Igual que los McClendon.
—Y asesinos.
—Los McClendon mataron al joven Alex Pendleton. Lo asesinaron sin darle
ninguna oportunidad.
Laurel no podía entender por qué los hombres parecían pensar que si una vez
lograban hacer algo peligroso, podían seguir haciéndolo toda la vida sin que les
pasara nada. Se preciaban de pensar con lógica, pero cualquier mujer, sin importar lo
sentimental que fuera, sabía que uno no podía vivir tentando al destino. Ni siquiera
los Randolph eran inmortales.
Hen agarró a Laurel y la acercó a él para besarla suavemente en los labios.
—La gente como los Blackthorne nunca hace planes. Piensan que el solo hecho de
ser numerosos los hace invencibles. Si las cosas no les salen como esperan, no saben
qué hacer. Cuando teníamos la edad de Hope, Monty y yo sobrevivimos a cinco años
de pelear con ladrones de ganado, bandidos e indios. George y Jeff eran oficiales en
la guerra. Los tendremos dominados en segundos.
¿Acaso Hen no se daba cuenta de que Laurel no estaba interesada en hablar sobre
estrategia? Ella no quería que él estuviera en ese enfrentamiento. La idea de ver su
atractivo rostro cubierto por el frío y la rigidez de la muerte le producía pánico.
—No tienes que preocuparte por la estrategia ni por ningún error, ni por nada más
—dijo Laurel—. Puedes marcharte, ahora... hoy mismo, esta noche.
Hen la tenía abrazada, pero de pronto la miró con unos ojos llenos de frialdad.

~303~
Leigh Greenwood Laurel

—No puedo salir corriendo.


—Yo no he dicho que salgas corriendo.
—Sí. Has dicho que podía marcharme esta noche, antes de la reunión del pueblo.
Eso sería salir corriendo.
—Entrega tu insignia, renuncia. Así no tendrás ninguna responsabilidad con
nadie.
Hen cerró los ojos un momento. Cuando los abrió, Laurel sintió deseos de huir de
su expresión de reprobación.
—No estarás diciendo que quieres que huya de esta pelea...
—¿Acaso crees que es mejor quedarse y hacerse matar?
—Sí. Si la otra opción es ser un cobarde... es mejor quedarse.
—Nadie piensa que seas un cobarde.
—Si me marcho ahora, yo lo pensaría. A mí no me importa la opinión de nadie
más.
Laurel por fin entendió. A pesar de que gran parte del asunto tenía que ver con el
honor, la justicia y el hecho de cumplir los compromisos adquiridos, a la hora de la
verdad, lo que iba a hacer que Hen se quedara y se enfrentara a los Blackthorne era la
imagen que tenía de sí mismo. Ella no tenía forma de luchar contra eso. Laurel trató
de combatir una persistente sensación de fracaso.
—Te van a matar. A ti y a todos tus hermanos.
Hen se relajó un poco, sonrió y volvió a besarla.
—No tengo intenciones de dejarme matar. Tengo planes para cuando todo esto
termine.
La besó con fuerza y a Laurel le pareció casi imposible pensar en nada más. Era
difícil pensar en el peligro cuando estaba entre sus brazos.
—¿De qué planes estás hablando? —preguntó, con la esperanza de que Hen no
tuviera necesidad de retirar los brazos de su cintura para explicárselo.
—Quiero casarme.
Laurel sintió que el corazón se le subía a la boca.
—¿Y ya le has propuesto matrimonio a alguien?
—No.
—¿Cuándo piensas hacerlo?
—En este momento. —Hen retiró los brazos de la cintura de Laurel y dio un paso
atrás—. ¿Te casarás conmigo?

~304~
Leigh Greenwood Laurel

Laurel quería decir que sí. La palabra saltaba de manera frenética en su garganta
con deseos de salir. Sus labios se movían, tratando de pronunciar la palabra por
voluntad propia, pero el temor y la incertidumbre formaban una barrera
infranqueable. Lo que ella había pensado que sería la cosa más maravillosa que
podía sucederle, se le presentaba de repente a un precio que no podía pagar.
—No puedo.
Se sintió como si acabara de clavarse un cuchillo en el corazón. Había vivido toda
la vida para llegar a este momento y sin embargo ahora que estaba frente a él, tenía
que decir que no.
—¿Por qué? ¿Acaso no me amas? —preguntó Hen con desconcierto. Su cara
reflejaba sorpresa, incredulidad—. Después de que hicimos el amor pensé que...
—Yo pensé lo mismo —dijo Laurel—. Llevaba varias semanas deseando que me
propusieras matrimonio.
—Entonces, ¿por qué me rechazas?
—No soy capaz de afrontar el futuro sabiendo que después de este tiroteo habrá
otro. Y después otro, hasta que algún día alguien te mate. Yo sé lo que es pasar toda
la noche despierta preguntándome si regresarás. Si estarás muerto, o herido o
quedarás lisiado de por vida. Te amo más de lo que creí que podía amar a nadie,
pero no puedo hacerlo. Tal vez sea una debilidad mía. Tal vez sea un defecto. No lo
sé. Pero sencillamente no puedo.
—Nadie me va a matar.
—Todos los hombres que van a un duelo piensan que el otro será el que termine
muerto. Pero uno de los dos está equivocado.
—Un hombre debe hacer lo que...
Laurel estalló debido al dolor que la asfixiaba.
—Estoy cansada de que me digan lo que un hombre debe hacer. Eso siempre
termina en que una mujer tiene que quedarse esperándolo, sola, preguntándose si el
hombre que ama regresará a sus brazos, y sin nadie que la ayude a mantener viva a
su familia. Mi padre se hizo matar por una discusión sobre una mina sin ningún
valor, porque sentía que tenía que defender sus derechos. Pero lo único que obtuvo
fue una tumba fría. Mi madre se consiguió un marido que le pegaba. Yo me casé con
Carlin para escapar de él, pero Carlin se hizo matar y me dejó con un bebé. Ahora tú
quieres que yo me case contigo para que me vuelva a quedar sola. No puedo hacerlo.
He pasado toda mi vida tratando de sobrevivir al abandono de la gente que decía
amarme, que prometió cuidarme. No me pidas que vuelva a hacerlo.
—Laurel, escúchame. Uno no puede permitir que los forajidos le roben su ganado
y aterroricen su pueblo. Si lo hace, sería mejor entregar todo lo que tiene de una vez y

~305~
Leigh Greenwood Laurel

marcharse a otro lugar. Pero eso tampoco serviría de nada. Un hombre que huye de
un forajido en un lugar, seguirá huyendo de todos los lugares.
—A mí no me importan los demás —dijo Laurel, y se preguntó por qué Hen
siempre tenía que pensar en términos de pueblos y familias y gente en general. ¿Por
qué no podía pensar simplemente en él mismo, en ella, y olvidarse de todos los
demás?
—A mí no me sirve de nada saber que Bill Norton está a salvo en su cama, o que
Horace Worthy está roncando junto a Grace, si tú estás enterrado en ese cementerio.
Tal vez a ti te preocupa más este pueblo que tu propia seguridad, pero a mí no.
—No he querido decir eso. Pero tú no me respetarías si yo le diera la espalda al
pueblo.
—¿Y de qué me serviría el respeto si tú estás muerto? —preguntó Laurel—.
¿Acaso el respeto me puede abrazar cuando estoy triste o asustada? ¿Puede ponerme
higos chumbos en las heridas? ¿Puede llenar un corazón que está a punto de secarse
debido a la soledad?
Laurel no sabía por qué se molestaba en explicar sus sentimientos.
Independientemente de lo que dijera, Hen nunca iba a entenderla.
—También está Adam —agregó.
—¿Qué hay con él?
—¿Crees que puedo darle un padre que sé que algún día van a matar? Eso ya le
ocurrió una vez. Sería una crueldad hacerle pasar otra vez por eso.
—Ya te lo dije...
—Ya sé lo que me dijiste. Me imagino que el comisario Alcott le dijo lo mismo a su
esposa. Pero ahora ella es una viuda con tres hijos que educar. Tendrá que casarse
otra vez, con el primero que se lo proponga. Al igual que hizo mi madre. Pero yo no
voy a hacer eso, Hen. Yo te amo. Pensé que podría hacer cualquier cosa si tú querías
casarte conmigo, pero no puedo. Sencillamente, no puedo.
Laurel lo había perdido. Podía verlo en los ojos de Hen. Pudo sentirlo en la
manera en que él la soltó y se alejó de ella. Pudo verlo en las barreras que parecían
estar levantándose entre los dos tan claramente como una pila de tablas de pino.
Y eso le dolía más que cualquier otra cosa que hubiese pasado en la vida.
Laurel se sentía triste por no haber podido cumplir las expectativas que Hen tenía
sobre lo que debía ser una mujer, pero ella sólo podía hacer lo que podía hacer. Tal
vez Iris podía quedarse en casa mientras Monty se enfrentaba a la muerte, pero ella
no podía hacerlo.
No le había dicho a Hen nada sobre Adam. Pero ya no importaba.

~306~
Leigh Greenwood Laurel

Laurel contuvo un sollozo. No soportaba la idea de no casarse con Hen. El solo


hecho de pensar en eso hacía que deseara matar a todos los Blackthorne que existían.
Si no se hubiese casado con Carlin, si no hubiese estado tan ansiosa por huir de su
padrastro, si no...
Pero así habían sido las cosas y ella tenía que vivir con las consecuencias. Se iría a
vivir a otra parte y empezaría de nuevo. El hecho de perder a Hen le rompería el
corazón, pero sobreviviría. Si se casaban y él terminaba muerto, sería como si se
hubiera puesto directamente una pistola contra la sien.
—Por favor, no discutas más conmigo —le rogó a Hen—. Me iré de tu casa tan
pronto como encuentre un lugar para mí y para Adam.
—Quédate todo el tiempo que quieras —dijo Hen.
Parecía aturdido, como si no pudiera creer lo que acababa de ocurrir. Sus ojos
parecían vacíos, tal como eran la primera vez que Laurel los vio. Ella sabía lo que él
debía de estar sintiendo, como si le hubiesen succionado la vida. Seguiría adelante,
tenía que hacerlo por el bien de Adam, pero la vida ya no le tenía reservado nada.
Todo había desaparecido con Hen.
Hen se quedó mirando la puerta cerrada como si esperara que Laurel saliera de
pronto y le dijera que todo había sido un error y sí quería casarse con él. Pero la
puerta no se abrió. Laurel no salió.
Ella no se iba a casar con él.
Hen nunca había pensado que pudiese ser un buen marido. No veía en el
matrimonio muchas cosas que le llamaran la atención y pensaba que no estaba
preparado para las que sí le llamaban la atención. Pero nunca pensó que lo
rechazaran por negarse a huir de una pelea. Consideraba que su sentido del honor y
su valor eran sus únicas cualidades, lo único que le gustaba de su manera de ser.
Siempre había creído que si sus padres hubiesen sido fieles a esos principios, su vida
habría sido diferente. Y él se había aferrado a esa creencia. Pero ahora esa creencia
también lo había traicionado.
Sintió que una oleada de rabia impotente comenzaba a levantarse en su interior.
¿Por qué, después de todos esos años, tenía que encontrar a la mujer que podía amar,
sólo para volver a perderla? Podría haber vivido solo el resto de su vida. Estaba
acostumbrado a eso. Era lo que esperaba. Pero ahora, si sobrevivía al enfrentamiento
con los Blackthorne, siempre recordaría a Laurel y se haría muchas preguntas.
Un frío helado comenzó a instalarse en sus entrañas, como el frío que cubre el
suelo de una cueva de hielo. Pero esta vez no era producto del desapego que siempre
se había impuesto. Tampoco se trataba de la rigidez que produce una pérdida
temporal de las esperanzas. Era el rigor de la derrota definitiva, de la certeza de que
acababa de perder la última oportunidad de salvarse.

~307~
Leigh Greenwood Laurel

Hen trató de combatir ese sentimiento. Amaba a Laurel y ella lo amaba a él. Tenía
que haber una solución y se propuso encontrarla. El precio del fracaso era demasiado
alto y él lo sabía. Lo había estado pagando durante la mayor parte de su vida.

La reunión del pueblo estaba a punto de convertirse en un caos. Hen, recostado


contra la pared de la cantina, observaba a cada una de las personas que había en el
salón. Laurel estaba sentada en un rincón, fuera del alcance de su penetrante mirada.
No se atrevía a mirarlo a la cara. Si él veía la nostalgia que reflejaban sus ojos, si
llegaba a adivinar lo mucho que ansiaba tocarlo, nunca creería que no iba a casarse
con él. Aunque estaba haciendo todo lo que podía para no gritar que había cambiado
de opinión.
De repente varias voces alteradas penetraron en sus pensamientos.
—Yo digo que deberíamos decirle a la mujerzuela esa de la Simpson que se vaya
de aquí —gritó una mujer por encima del rumor de voces que llenaba el salón—.
Esos Blackthorne no estarían interesados en nosotros si no fuera por ella.
—Pero no podemos expulsar del pueblo a una mujer —dijo un hombre.
—¿Por qué no?
—Porque quedaríamos como unos imbéciles. Todos los bandidos y los jugadores
del Oeste sabrían enseguida que pueden aprovecharse de nosotros.
—Pero los Blackthorne no nos van a dejar en paz hasta que ella se vaya.
—Yo creo que deberíamos deshacernos del comisario. Él es el que los tiene
furiosos.
—Pero no podemos echarlo por cumplir con su deber. Nosotros lo contratamos
para que hiciera lo que hizo —protestó Horace Worthy.
—¿Por qué no?
—Porque yo no soy tan cobarde.
Después de un acalorado intercambio de palabras, Bill Norton logró calmar la
reunión. Laurel se preguntó si Hen todavía estaría decidido a quedarse. Había
arriesgado el pellejo por ese pueblo y ahora querían deshacerse de él. Eso le producía
vergüenza. Se sintió aliviada al ver que el resto de los Randolph no estaban
presentes. No habría sido capaz de mirar a Iris a la cara después de eso.
—Podemos sacar a Allison de la cárcel. Tal vez así los Blackthorne nos dejen en
paz.

~308~
Leigh Greenwood Laurel

Esa sugerencia fue abucheada tanto por la gente del pueblo como por los
rancheros, pero cuanto más se prolongaba la discusión, menos gente parecía estar de
acuerdo. Todo el mundo tenía su propia idea acerca de qué hacer y cuanto más
hablaban, menos dispuestos estaban a llegar a un consenso. Laurel tuvo miedo de
que varios de ellos se liaran a puñetazos. De pronto se quedaron callados, cuando
Miranda Trescott se levantó para hablar, aunque fueron necesarios varios codazos y
uno que otro golpe para acallar a los más acalorados.
—Supongo que es lógico que cada uno de nosotros tenga una idea distinta sobre lo
que pensamos que debe hacerse —dijo y se escuchó un rumor generalizado de
aprobación—, pero es esencial que lleguemos a un acuerdo. No creo que los
Blackthorne tengan la cortesía de posponer su ataque hasta que tengamos tiempo de
culminar nuestras deliberaciones.
Se oyó una risa general.
—No llevo mucho tiempo viviendo aquí, pero ya siento que este pueblo es como
mi casa. Así que espero que tengan la bondad de permitirme decir unas cuantas
palabras.
—Ya ha dicho más de unas cuantas y apenas está empezando —susurró algún
impertinente y enseguida recibió un codazo en las costillas.
—La responsabilidad de mantener la ley y el orden en este pueblo descansa en el
jefe de la fuerza de policía. Y a él es a quien le corresponde la decisión acerca de cuál
es la mejor manera de actuar. Una vez se decida eso, dependerá de la gente del
pueblo si sigue sus recomendaciones o no. Así se hacen las cosas en el Este. No veo
cómo puede hacerse de otra manera sin correr el peligro de caer en el caos y la
anarquía.
—Gracias, señorita Trescott —dijo Bill Norton, mientras Miranda regresaba a su
puesto—. Estoy seguro de que nosotros...
—¡Eso no es más que basura! —gritó un hombre mal vestido que se puso de pie
abruptamente—. Aquí no tenemos fuerza de policía. Sólo tenemos un comisario. Y
no estamos lidiando con un criminal, ni siquiera con una pandilla de criminales. Nos
estamos enfrentando a todo un clan, unos individuos muy peligrosos que quieren
acabar con nuestro pueblo porque el comisario, aquí presente, está a punto de llevar
a la horca a algunos de sus miembros.
—Si pudiéramos lograr que viniera el Ejército, sería otra cosa.
—No necesitamos al Ejército —dijo Horace Worthy— mientras nos mantengamos
unidos.
—¿Usted está dispuesto a salir a la calle a enfrentarse a esos Blackthorne? —
preguntó el hombre.

~309~
Leigh Greenwood Laurel

—Claro que lo estoy —dijo Horace—. Y espero que el resto de los aquí presentes
estén de acuerdo conmigo.
—Entonces es un pobre imbécil.
Laurel no fue capaz de aguantar más. Había soportado a esta gente durante siete
años. Odiaba a algunos y se había enfurecido con otros, pero nunca se había sentido
tan avergonzada que no podía mantener la cabeza en alto. Así que se levantó.
La gente se quedó mirándola con asombro y todo el mundo comenzó a callarse.
—Me dan asco —siseó Laurel, al tiempo que interrumpía los esfuerzos de Bill
Norton por tranquilizar los ánimos—. Me da asco pensar que alguna vez quise ser
parte de ustedes. Me da asco pensar que me senté en ese cañón durante casi siete
años a preguntarme si alguna vez nos aceptarían a mí y a mi hijo, si alguna vez
podría caminar por la calle y sentirme acogida, sentir que pertenecía a este lugar.
Ahora me da vergüenza decir que soy una de ustedes.
—¿Cómo se atreve a hablarnos de esa manera? —gritó una mujer.
Laurel se volvió hacia la mujer con la velocidad con que un hurón se lanza sobre
su presa y comenzó a caminar entre las mesas llenas de gente.
—Así es, Mabel, la viuda Blackthorne tiene las agallas de avergonzarse de ustedes.
A esta mujerzuela le da pena pensar que alguien pueda creer que formo parte de
semejante partida de cobardes y llorones.
Enseguida se oyeron varias protestas que provenían de distintos lugares del salón,
pero Laurel no se dejó amilanar.
—Sí, yo también creo que son ustedes unos cobardes. No les gusta, ¿verdad? Me
han mirado con desprecio durante años, me han insultado, han acabado con mi
reputación, pero no pueden decir nada porque saben que tengo razón.
De manera inesperada, Laurel se volvió hacia el dueño de la cantina.
—Usted dejó que el comisario saliera solo a la calle a perseguir a un chico de
dieciséis años, mientras se escondía detrás de sus puertas de vaivén. Lo sé porque yo
lo vi con mis propios ojos.
Antes de que el hombre se recuperara de la sorpresa, Laurel ya tenía acorralado a
un ranchero.
—Y le pidió que atrapara a los cuatreros que le robaban el ganado, pero en cuanto
se presenta el más mínimo problema está dispuesto a echarlo del pueblo, y también a
mí, y a darse por vencido.
Un hombre que estaba al fondo se puso de pie.
—Y si usted se atreve a abrir la boca, Julius Hatfield, también tengo un par de
cosas que decir a propósito de unas reses perdidas.

~310~
Leigh Greenwood Laurel

El hombre en cuestión se puso rojo como un tomate y volvió a tomar asiento.


—Son ustedes una partida de debiluchos, y además son unos idiotas si creen que
tienen alguna oportunidad frente a los Blackthorne, a menos de que permanezcan
juntos. Los van a hacer pedazos a uno por uno. Y aquellos que queden se convertirán
en sus esclavos.
Sin dejarse amilanar por las caras de furia con que la miraban, Laurel fue
caminando de mesa en mesa y llamando a una persona tras otra por su nombre y
haciendo que cada uno se sintiera personalmente responsable por lo que el pueblo le
estaba tratando de hacer a Hen.
—Si usted no tiene las agallas de defender lo suyo, Joe Bailey, merece ser
despreciado por la rata que es. Y usted, Emma Wells, sabe muy bien que todos los
ladronzuelos de cientos de kilómetros a la redonda vendrán al pueblo a estafar, robar
y matar hasta que ya no quede nada que proteger. El comisario es el único hombre
entre ustedes que tiene agallas. Si lo pierden, perderán la oportunidad de tener un
lugar decente y respetable donde vivir. Los hermanos del comisario recorrieron miles
de kilómetros para venir a apoyarlo, aunque saben que no tienen nada que ganar.
Ustedes están arriesgando su vida, sus propiedades, el futuro de sus hijos y su
propia dignidad. ¿No les parece que eso es razón suficiente para pelear? ¿O tienen
que esperar a que una mujer les muestre lo que hay que hacer? Pues bien, una mujer
lo ha hecho. La señorita Trescott dijo que apoyaría al comisario. Yo también lo voy a
apoyar.
Laurel miró directamente a Estelle Reed.
—Ya sé lo que algunos de ustedes deben estar pensando: «Todo esto es culpa de
esa mujerzuela. Los Blackthorne no habrían empezado a molestarnos de no ser por
ella y su hijo». Pues bien, tienen razón. Parte de esto es culpa mía y por eso tengo la
intención de estar en la calle con el comisario cuando lleguen. No me voy a esconder
detrás de ninguna puerta de vaivén. Estaré allí, donde puedan verme. Aunque me
avergüenza admitirlo, éste es mi pueblo. Y tengo la intención de defenderlo.

~311~
Leigh Greenwood Laurel

Capítulo 27

Hen nunca había estado tan orgulloso de nadie en su vida como lo estaba en ese
momento de Laurel. El silencio cargado que siguió a sus comentarios acentuó el
poder de sus palabras. Laurel lo miró por encima de la cabeza de la gente. Si alguna
vez había dudado que ella lo amaba, ya no tenía ninguna duda. Laurel acababa de
hacer eso por él, no por el pueblo.
Grace Worthy se puso de pie.
—Cada uno puede hacer lo que quiera, pero yo me propongo apoyar a mi marido.
Ustedes podrán pensar que nosotros no tenemos nada aquí que valga la pena
defender, pero sí lo tenemos.
—Yo también —anunció Ruth Norton y se puso de pie—. Tú comenzaste esto,
Miranda —le dijo a su sobrina—. Así que ponte de pie.
A lo largo de todo el salón se oían murmullos que iban y venían. Aquí y allá varios
maridos renuentes recibían codazos de sus esposas para que se levantaran, y poco a
poco la mitad de la gente que estaba en la cantina se fue poniendo en pie.
—Bien —dijo Bill Norton y tomó su lugar al frente del salón, antes de que los
disidentes pudieran comenzar a protestar—. Ahora que ya hemos decidido que
actuaremos, creo que deberíamos oír lo que el comisario tiene que decirnos.
Mientras Hen se dirigía al frente del salón, Laurel comenzó a retirarse hacia el
fondo. En pocos segundos se cruzarían. ¿Qué podía decirle para que ella se diera
cuenta de lo orgulloso que estaba de ella por lo que acababa de hacer? Tal vez Laurel
había cambiado de opinión respecto al matrimonio, pues no habría dicho nada de lo
que acababa de decir si continuara pensando como antes. Hen apresuró el paso, pues
se sentía un poco más esperanzado y el corazón le latía con rapidez.
—Laurel, yo...
Laurel lo miró y con esa sola mirada acabó con todas sus esperanzas.
—En cuanto esto termine, Adam y yo nos marcharemos de Valle de los Arces.

~312~
Leigh Greenwood Laurel

Laurel trató de pasar de largo, pero Hen la agarró del brazo. Ella dio media vuelta
para mirarlo a los ojos, un poco asustada.
—No —dijo y sonó como si le estuviera suplicando que la comprendiera y la
ayudara al mismo tiempo.
—Te amo —susurró Hen.
Pero la expresión de Laurel permaneció inmutable.
—Déjame ir.
Hen la soltó. Tenía que hacerlo, con tanta gente observándolos. Pero cuando todo
terminara, se proponía volver a hablar con ella. Era evidente que Laurel no entendía
nada acerca del destino y no sabía que era inútil luchar contra lo que está escrito.
Hen se paró al frente de la gente.
—Tengo un plan que no requiere la participación de mucha gente, así que si hay
personas que no están dispuestas a defender el pueblo, les sugiero que se marchen
ahora. Eso sí, mañana, antes de amanecer, tendrán que haber salido del pueblo con
todas sus pertenencias.
Se oyeron muchos gritos y la gente dijo cosas bastante duras, pero Hen
permaneció firme. Las opciones eran estar dispuesto a pelear o marcharse. Después
de unos cuantos minutos, los cobardes, los que no estaban de acuerdo y los que no
hacían más que gruñir comenzaron a salir. Hen veía que no querían irse porque
sabían que esa actitud los marcaría para siempre, pero de todas maneras se fueron.
Rápidamente, la cantina volvió a quedar en silencio.
—Bien, esto es lo que quiero que hagan —dijo Hen.

Hen oyó el ruido de una pistola y se quedó paralizado. Pensó que debería haberse
tomado más en serio las advertencias de Laurel acerca de los Blackthorne, pero
siempre había pensado que irían en grupo, no que mandarían a alguien para que lo
sorprendiera en su oficina.
Hen esperó, pero la persona que estaba detrás no hizo ningún ruido, no le dio
ninguna instrucción. Movido por la curiosidad, comenzó a volverse en la silla
lentamente para no asustar al intruso.
Era Adam. El chico estaba a unos tres metros de él y tenía un arma en la mano, con
la que le apuntaba directamente al pecho.
—Deja esa pistola —dijo Hen.

~313~
Leigh Greenwood Laurel

—Te voy a disparar —dijo Adam. El chico estaba pálido y parecía muy asustado,
pero se le veía también muy decidido.
—¿Por qué?
—Así mi padre ya no será malo.
Esa afirmación no tenía sentido para Hen, pero era evidente que sí resultaba lógica
para Adam.
—Yo no hice que tu padre fuera malo.
—Sí, sí lo hiciste —insistió Adam; estaba muy nervioso y el arma comenzó a
temblarle en las manos. Ya había quitado el percutor, de manera que no se
necesitaría mucha presión para devolverlo a su posición original. Hen podía sentir la
tensión que se iba acumulando en su vientre. Tenía que encontrar una manera de
quitarle el arma, pues el menor error podría hacer que Adam apretara el gatillo.
—No lo entiendo —dijo Hen—. Explícamelo. —Si lograba entender lo que Adam
estaba pensando, tal vez pudiera encontrar una manera de convencerlo de que bajara
el arma.
—Tú dijiste cosas malas sobre mi papá —dijo Adam—. También hiciste que mi
mamá dijera cosas malas sobre él.
—Así que si me matas...
—Nadie volverá a decir cosas malas y mi papá ya no será malo.
Hen nunca habría pensado las cosas de esa manera, pero podía entender que un
niño de seis años llegara a esa conclusión.
—Yo no hice que tu madre dijera nada.
—Sí, sí lo hiciste —insistió Adam y se le aguaron los ojos—. Tú hiciste que ella
dijera mentiras sobre mi papá. —Las lágrimas comenzaron a escurrírsele por las
mejillas y entonces el chico estalló—: Tú quieres que ella se case contigo. Quieres
llevártela lejos. Quieres que ella quiera a tus hijos y no me quiera a mí.
Así que eso era. Eso explicaba la razón por la que Adam había comenzado a
odiarlo.
—¿Quién te dijo eso?
—Mi abuelo.
Hen no sabía qué era más importante para Adam, si ser capaz de creer que su
padre era un buen hombre o que su madre no iba a abandonarlo, pero sabía que el
chico iba a tener que aceptar a su padre como lo que era y no como quería que fuese.
Y aún más importante, Adam tenía que dejar de creer que su propia autoestima
dependía de la de su padre.

~314~
Leigh Greenwood Laurel

«¿Y por qué un chico de seis años debería ser capaz de entender eso, cuando tú no
has podido hacerlo, a pesar de que tienes veintiocho años?», le dijo una vocecilla en
su interior.
Toda su vida, Hen había sido víctima de su propio odio. El odio le había impedido
acercarse a sus hermanos, le había impedido ser capaz de dar o recibir amor. Hen no
quería que a Adam le ocurriera lo mismo.
—Adam, lo siento, pero lo que tu madre dijo es la verdad. Tu padre no era un
buen hombre.
—Estás mintiendo. Te voy a matar.
Adam agarró el arma con más fuerza. Hen sintió que una gota de sudor le escurría
por la espalda. Tenía que seguir hablando, tenía que seguir tratando de razonar con
Adam.
—¿Acaso Jordy no te dijo lo mismo? ¿Al igual que Shorty Baker y otros chicos?
¿Piensas matar a todo el que diga cosas que no te gustan?
—Si te mato, ellos no dirán nada más.
—Pero eso no convertirá a tu padre en un buen hombre.
Adam no dijo nada, pero nunca dejó de sostener la pistola con fuerza. Si la
situación no fuera tan seria, Hen se habría reído de lo irónico que sería que un
famoso pistolero resultara asesinado por un niño de seis años.
—Supongo que todos los niños desean tener un padre que puedan amar y del cual
puedan sentirse orgullosos, pero no todos tenemos esa oportunidad. Yo no la tuve.
Mi padre era peor que el tuyo. Peor que el de Jordy.
Hen se preguntó si serviría de algo saber que alguien más había sentido el mismo
dolor que uno sentía. No creía que eso sirviera de nada. Eso no les había ayudado ni
a él ni a sus hermanos. Sin embargo, sí parecía haberle servido a Jordy. Tal vez
también podría ayudar a Adam.
—Estoy seguro de que tu padre quería ser un buen hombre. Pero algo salió mal.
Adam parecía querer negar las palabras de Hen, pero no dijo nada.
—No todos podemos hacer lo que queremos ni ser lo que queremos. Mi padre fue
una persona terrible, pero estoy seguro de que alguna vez quiso ser mejor. Estoy
seguro de que lo intentó. Y estoy seguro de que para tu padre fue igual. Puedes
sentirte orgulloso de eso.
«Deberías seguir tus propios consejos», continuó la vocecilla de su interior,
«¿acaso no puedes sentirte orgulloso ni de la manera en que murió tu padre?».
—Mi padre era bueno —insistió Adam, pero esta vez no parecía tan seguro de lo
que decía.

~315~
Leigh Greenwood Laurel

—Estoy seguro de que fue un buen hombre la mayor parte del tiempo. Y sé que te
habría amado mucho y se habría sentido orgulloso de ti.
Hen se preguntó si su propio padre se habría sentido orgulloso de él. O su madre.
Es posible que pensaran que les había dado la espalda. Y tal vez lo había hecho. Y al
mismo tiempo le había dado la espalda a una parte de sí mismo.
—¿Sabes? El padre de Jordy siempre se estaba metiendo en líos. Y Jordy se pasaba
la vida peleando por eso. No le gustaba que la gente hablara de su padre, así como a
ti no te gusta que hablen del tuyo.
—Jordy no vive peleando.
—Lo sé. Tuve una larga conversación con él. Le hablé de mi padre y él me habló
del suyo. Entonces hicimos la promesa de apoyarnos mutuamente. Jordy también
prometió apoyarte a ti.
Adam parecía mantenerse en la misma posición recalcitrante, pero Hen podía ver
que se estaba suavizando. Estaba comenzando a aceptar que su madre había mentido
cuando le dijo que su padre era un buen hombre. Probablemente seguía negándolo
porque pensaba que, si lo negaba, dejaría de ser cierto.
Hen se dio cuenta de que él también lo había estado negando. Después de sacar a
sus dos padres de su corazón, pudo fingir que no le dolía. Había tratado de ser como
Madison y Monty, a quienes no les importaba, pero él no podía hacerlo. Él tenía que
encontrar una manera de arreglar el asunto. Adam también necesitaba encontrar una
solución. Y tenía que ser ahora mismo.
—¿No quieres saber por qué Jordy se ofreció a apoyarte y protegerte? —le
preguntó Hen a Adam.
El chico negó con la cabeza, pero la expresión de sus ojos era una súplica tácita
para encontrar la manera de aliviar el dolor que sentía y no entendía.
—Por la misma razón por la que yo decidí proteger a Jordy. Porque él es un gran
chico y lo quiero. Siento mucho que su papá fuera un hombre tan malo. Los dos
sentimos mucho que tu papá no fuera un buen hombre todo el tiempo, pero tú eres
un gran chico. Y te queremos mucho.
Adam siguió mirando fijamente a Hen, pero el arma comenzó a temblar.
—Tú le gustas a todo el mundo. Incluso a Hope. Ella dice que eres bastante
razonable para ser un niño tan pequeño.
Los ojos de Adam parecieron perder un poco de ese intenso ardor que los hacía
brillar.
—Y tu madre te quiere más que todos nosotros juntos. Ella te ama tanto que te
mintió acerca de tu padre porque sabía que tú querías tener un padre como todos los
demás niños. Y como no podía traerlo de nuevo a la vida, optó por lo único que

~316~
Leigh Greenwood Laurel

podía hacer. Te habló de un padre que tú pudieras amar y del cual pudieras estar
orgulloso.
Tal vez eso era lo que su propia madre estaba haciendo cuando les imploraba a
sus hijos que quisieran a su padre. Tal vez la fuerza que unió a su familia para
siempre fue el amor de su madre. Ella había sido una víctima de su propio amor,
pero eso fue lo que salvó a sus hijos.
De repente, Hen sintió que algo se rompía en su interior. Toda la energía que
había usado para construir las barreras con las que había contenido once años de
emociones se vino al suelo de repente y él se sintió demasiado débil para resistir la
marea. Durante unos minutos pensó que la ola de emociones iba a arrastrarlo y
envolverlo entre sus corrientes cambiantes.
Pero luego todo terminó, con la misma velocidad con que había comenzado. Se
había ido. Estaba libre.
Después de once años, finalmente estaba libre.
—Tu madre te ama —le dijo Hen a Adam—. Jordy también te quiere. Mucha gente
te quiere. Yo te quiero.
Eso último pareció incitar a Adam. El niño fijó sus ojos en Hen y volvió a apretar
el arma y a apuntarla contra él.
—¡Tú me odias! ¡Tú quieres...!
—No. Yo quiero casarme con tu madre. Quiero que seas mi hijo.
—¡Estás mintiendo! El abuelo me dijo que te matara para que no dijeras más
mentiras.
—¿Acaso no crees que yo te pueda querer? ¿Crees que porque tu padre no era
bueno, nadie te puede querer? Eso no es cierto. Mi padre no era un buen hombre,
pero tu madre me ama. El padre de Jordy no era bueno, pero él te gusta más que
Danny Elgin o Shorty Baker.
—¡Estás mintiendo!
—Adam, si crees a tu abuelo, entonces adelante, dispárame. Pero antes de que
aprietes ese gatillo, quiero que vengas aquí y me mires a los ojos. Vamos, acércate.
Adam se acercó un poco.
Hen se bajó de la silla y se arrodilló en el suelo frente al chico, para quedar frente a
frente.
—Yo amo a tu madre, Adam. Y también te amo a ti. Quiero que seamos una
familia.

~317~
Leigh Greenwood Laurel

Le costó más trabajo decir eso que cualquier otra cosa que hubiese dicho en la
vida, pero Hen sabía que era lo que tenía que decir, lo que debía haberle dicho a
Laurel. Tal vez si hubiese sido capaz de exponer las cosas con tanta sencillez, ella no
lo habría rechazado.
—Ya no quiero ser comisario. Quiero que tengamos un rancho en el condado de
Pecos, donde tu madre nunca tendrá que lavar la ropa de nadie, donde tú me podrás
ayudar con el ganado. Yo te enseñaré a manejar a vigilar los terneros y...
—¡No! —gritó Adam— ¡No hables más!
Hen se quedó frío. Adam le apuntó con el arma.
Hen se quedó mirando el cañón de la pistola, que le apuntaba desde muy cerca.
¿Qué iría a hacer Adam? Todo dependía de si el chico realmente pensaba que
matándolo solucionaría todos sus problemas. Hen le habría disparado a cualquier
persona en el mundo si hubiese creído que eso podía resucitar a su madre, o hacer
que su padre se convirtiera en una persona que él pudiera amar. Y no podía esperar
que Adam fuera distinto.
Hen oyó que la puerta se abría a sus espaldas, pero no se atrevió a volverse.
—Baja el arma, Adam.
Era Laurel. Hen dio media vuelta sobre las rodillas. Ella estaba en el umbral y
miraba fijamente a su hijo.
—Baja el arma, Adam —repitió.
—Voy a dispararle.
—Tú no le vas a disparar a nadie. Baja el arma.
—El abuelo dijo que...
—Tu abuelo te mintió. Yo también te mentí. El único que nunca te ha mentido es
Hen.
Adam se quedó mirando a Hen, sin poderse decidir.
—No puedes dispararle a Hen, Adam. Él te ama. Aunque tú no has sido muy
amable con él, y aunque yo tampoco lo he sido, nos quiere a los dos. Eso es muy
extraño. No te puedes dar el lujo de desperdiciar esa oportunidad.
—Pero el abuelo dijo que tú te ibas a casar con él y ya no me ibas a querer más.
Dijo que tenía que dispararle.
Hen observó con asombro cómo Laurel avanzaba y se paraba entre él y Adam.
Ella lo estaba protegiendo con su propio cuerpo.
—No me voy a casar con nadie, Adam —dijo Laurel—. Tú y yo nos vamos a
marchar de aquí y todo será como era antes.

~318~
Leigh Greenwood Laurel

—¿Entonces el comisario no mintió?


—No.
Adam se quedó pensando un momento.
—¿Mi padre era un mal hombre?
—Sí, Adam, tu padre era un mal hombre.
De repente, Adam arrugó la cara y gritó:
—¡Te odio! ¡Te odio! —Luego arrojó el arma al suelo y salió corriendo de la
oficina.
El estallido del disparo fue ensordecedor. La bala se incrustó en el escritorio a sólo
unos centímetros de la cabeza de Hen. Dejó un surco sobre la superficie y una
cantidad de astillas volaron por todas partes. Antes de que se apagara el eco, Hen y
Laurel estaban abrazados.
—¿Estás bien? —preguntó Laurel, mientras enterraba la cabeza en su hombro.
—¿Cuánto tiempo llevabas en la puerta? —preguntó Hen y la apretó con fuerza
contra su pecho.
—Acababa de llegar. Tenía miedo de que te disparara si entraba, pero tenía que
hacerlo. —Laurel dio un paso atrás para poder mirarlo a los ojos—. Todo ha sido
culpa mía, debí darme cuenta de que le pasaba algo muy grave... Si no hubiese
estado tan preocupada con mis propios problemas...
Laurel dejó la frase en el aire, pero Hen sabía a qué se refería.
—Gracias por hablar con él —dijo Laurel—, por lo que dijiste. Nunca habría sido
igual si yo se lo hubiese dicho.
—Está bien.
—Siento haberle mentido. Pensé que eso era lo mejor. Planeaba decirle la verdad
cuando creciera. Supongo que eso muestra que las mentiras nunca son buenas, ni
siquiera cuando tienes la mejor de las intenciones.
—Laurel...
—¡No digas nada!
—¿Por qué?
—No digas lo que ibas a decir.
—Pero no sabes qué era lo que iba a decir.
—No quiero saberlo. No servirá de nada. Adam y yo nos marcharemos en unos
cuantos días. Debí haberme marchado hace muchos años.
—Así nunca nos habríamos conocido.

~319~
Leigh Greenwood Laurel

—Entonces no me sentiría como si me estuvieran partiendo en dos.


Hen se acercó a Laurel, pero ella retrocedió. Estaba demasiado alterada, estaba
temblando.
—Por favor no me lo hagas más difícil. No puedo pensar cuando me tocas. Apenas
puedo respirar cuando me miras de esa manera.
—Yo te amo. ¿Cómo quieres que te mire?
—Es posible que Adam ya no quiera matarte, pero te odia —dijo Laurel, al tiempo
que se negaba a responder la pregunta de Hen—. ¿Cómo podría casarme contigo
sabiendo eso?
—Pero tú me amas.
—Eso no importa. Mi primera obligación es Adam.
—¿Y qué hay de mí?
La puerta de la oficina se abrió de repente y entró Monty, con la pistola en la
mano. George y Tyler venían detrás.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Monty y se quedó mirando la superficie del
escritorio—. Hemos oído un disparo.
—Adam disparó una de las armas de Hen —dijo Laurel.
—Fue un accidente —explicó Hen.
—¿Estás loco? ¿Cómo se te ocurre dejar que un chico de seis años juegue con tus
pistolas? —le dijo Monty con incredulidad—. Medio pueblo está sacando sus pistolas
o buscando un lugar donde esconderse pues creen que ya están aquí los Blackthorne.
George miró a Hen y a Laurel varias veces antes de hablar.
—No creo que Hen dejara al chico jugar con sus pistolas —dijo—. A veces suceden
cosas inesperadas.
—Pues debería mantener sus armas bajo llave —dijo Monty enfurecido—. Tuve
que encerrar a Iris para evitar que se viniera detrás de mí. Y no os imagináis el
escándalo que me va a armar cuando la deje salir.
—Entonces será mejor que vuelvas y te enfrentes a ella
de una vez —le aconsejó George.
—Deja de tratar de deshacerte de mí, George. No soy ningún idiota. Yo sé que
entre estos dos hay algo. Sólo les pido que resuelvan sus problemas en otra ocasión,
no cuando estamos todos nerviosos a causa de esos malditos Blackthorne. He estado
a punto de dispararme yo mismo —dijo y miró con rabia a Hen—. Aunque no he
estado tan cerca de la bala como tú.

~320~
Leigh Greenwood Laurel

—Tengo que encontrar a Adam —dijo Laurel y se negó a mirar a Hen a los ojos—.
Probablemente no tiene muchas ganas de verme en estos momentos, pero todavía es
muy pequeño. Necesita a su madre.
—Ya has oído lo que te he dicho —dijo Hen cuando ella comenzó a avanzar hacia
la puerta—. Te seguiré a donde vayas.
Laurel dio media vuelta, pero siguió sin mirarlo a los ojos.
—Espero que cambies de opinión.
—No lo haré.
Laurel se fue sin decir nada más.
—¿Vas a explicarnos qué ha pasado? —preguntó Monty, después de que Laurel
salió y la oficina quedó sumida en un silencio incómodo.
—No.
—Ya me lo imaginaba. Ah, bueno, si aparecen los Blackthorne, avisadme. Prefiero
enfrentarme a ellos antes que a Iris.
—Será mejor que vuelva al restaurante —dijo Tyler.
—¿Y tú a qué estás esperando? —preguntó Hen cuando vio que George se había
quedado.
—No lo sé —contestó George—. Contigo nunca se sabe.
Hen se sintió culpable. Siempre se sentía así con George, pero no quería dar
ninguna explicación. Hoy no. Las heridas eran demasiado recientes, demasiado
dolorosas.
—Si no tengo nada que hacer aquí, será mejor que vuelva al hotel. Madison está
dándole vueltas a una idea que lo tiene obsesionado: quiere descubrir cómo
podríamos reunir el suficiente dinero para comenzar la construcción de nuestro
propio ferrocarril. ¿Te imaginas? Nuestra familia, dueña de un ferrocarril... —dijo y
guardó silencio, pero al ver que Hen no contestaba se marchó.
Hen se quedó allí durante un largo rato después de que George salió, pensando
obsesivamente en Laurel y Adam. Sabía que no podía permitir que ella se fuera sin
hacer todo lo que estuviera en su poder para convencerla de que se quedara, pero no
se le ocurría qué podía hacer. Tal vez le preguntaría a Iris.
Pero la nube que ensombrecía su futuro no logró opacar por completo su
entusiasmo. Se sentía exhausto, pero feliz. Después de años de impotencia, de años
de no saber siquiera qué era lo que estaba mal, estaba libre del yugo de la culpa y de
su propio odio. Y fue Adam quien lo ayudó a liberarse. La sensación de alivio era
casi abrumadora. Se sentía más fuerte. Ahora podía presentarse ante Laurel como
una persona íntegra, completa, un hombre digno de su amor.

~321~
Leigh Greenwood Laurel

Hen quería ir a buscarla. Quería sentir los brazos de Laurel alrededor de su


cuerpo, los suaves contornos de Laurel contenidos en su abrazo. Al fin podía
alcanzar el amor que había mantenido enterrado durante tanto tiempo. Después de
haberlo encontrado, se sentía ansioso por compartirlo.
Durante todo el día estuvieron saliendo carretas del pueblo. Algunas iban llenas
de muebles. Otras contenían apenas una familia y las posesiones que podían llevar
en sus brazos. Algunas personas salían incluso a pie.
—Es una procesión muy triste —comentó George, mientras observaba el desfile de
carretas al lado de Hen.
—No es realmente un pueblo —observó Monty.
—Es más pueblo de lo que piensas —dijo Hen, al mirar el miserable conjunto de
construcciones de madera agazapadas a la sombra de la montaña.
—Deberíamos entregarles todo el maldito lugar a los Blackthorne —dijo Monty—.
Es lo que se merecen.
—¿Dónde está Madison? —preguntó Iris, que estaba junto a su marido.
Aparentemente, Monty había encontrado la manera de apaciguarla, porque estaba
recostada contra él y él la tenía abrazada.
George sonrió.
—En el hotel. Dijo que podía tolerar los tiroteos, pero prefería morirse antes que
permitir que los zapatos se le ensuciaran más de lo necesario.
—Supongo que nos estamos volviendo demasiado civilizados para todo este jaleo
—comentó Monty—. Y también demasiado viejos.
—¡Demasiado civilizados! —exclamó Iris—. ¡Demasiado viejos! Y lo dice un
hombre que se ha pasado la mitad del invierno cazando lobos y osos por pura
diversión.
—Estaban atacando a nuestras reses —dijo Monty.
—No si están en Montana.
Monty no pareció darse por aludido.
—Un amigo necesitaba mi ayuda —explicó.
—Estaba aburrido —dijo Iris.
—No tan aburrido como lo estoy yo ahora.
—Podrías haberte quedado en Wyoming —dijo Hen.
—¿Cuándo crees que vendrán los Blackthorne? —preguntó George.

~322~
Leigh Greenwood Laurel

—Probablemente mañana. Me imagino que no querrán arriesgarse a tener un


enfrentamiento cuando todo el mundo está abandonando el pueblo.
—¿Crees que para ese momento ya se habrán marchado todos?
—Al atardecer ya no quedará nadie —dijo Hen.
—Tendremos siete cantinas para nosotros solos; es una lástima que ninguno de
nosotros beba... —observó Monty.

—Ya le he dado tu recado a Allison —le dijo Adam a Avery.


—¿Y qué te ha dicho?
—Que será mejor que tengas cuidado, que el comisario es más astuto de lo que
crees.
—Tal vez sea mucho más astuto que los chiquillos como Allison y tú —dijo Avery,
que todavía estaba molesto porque había fracasado su plan de que Adam matara a
Hen—, pero no es más astuto que yo. Demonios, todo el pueblo se está marchando.
Mañana ya no quedará nadie. Lo aniquilaremos a él y a sus hermanos y parecerá
como si nunca hubiese estado aquí.
—Allison dijo que no quería que tú le dispararas al comisario.
—¿Acaso se le ha olvidado que el comisario le ha dejado inútil para siempre el
brazo con el que disparaba?
—Dijo que el comisario podría haberlo matado, que le disparó en el brazo para
que no se metiera en más líos.
—No creo en esa historia.
A juzgar por el silencio de Adam, Avery se dio cuenta de que aunque Adam tal
vez todavía no la creía totalmente, pronto lo haría. Avery tenía que aceptar el hecho
de que había perdido al chico. Si quería ver a Hen Randolph muerto, tendría que
hacerlo sin la ayuda de su nieto. De hecho, el chico parecía demasiado nervioso.
Parecía que quería irse y su deserción le dejaba un sabor amargo en la boca.
—¿Qué es eso que tienes en la mano? —le preguntó Adam a Avery.
—¿Qué?
—Lo que estabas haciendo cuando entré al granero. Te rascaste la cabeza y luego
te apareció algo en la mano.

~323~
Leigh Greenwood Laurel

Avery no quería que nadie supiera que mantenía escondida un arma. Era su as
bajo la manga. Y dado el estado de agitación de Adam, no se arriesgó a contarle que
había estado practicando con un arma.
—Es sólo un truco que estaba practicando con los caballos. Me pongo un trozo de
manzana dentro de la manga y luego me rasco la cabeza. Cuando bajo el brazo, la
manzana me cae en la mano. Ahora vuelve y dile a Allison que esté listo. Ven
mañana a medio día, para entonces Valle de los Arces será ya un pueblo Blackthorne.

Se hacía llamar señorita Katrina Gibbs y era la mujer más alta que Sam Overton
había visto en la vida. Se quedó mirándola fijamente mientras ella daba instrucciones
a los mozos que estaban atando su baúl al techo de la diligencia. Parecía muy
atractiva, aunque un velo le impedía verle la cara con tanta libertad como quisiera.
La mujer era demasiado alta para su gusto, pero tenía un cuerpo voluminoso, tal
como debía ser. Aunque su manía porque aseguraran el baúl tal como ella quería
resultaba casi antifemenina, la señorita Katrina tenía una manera muy agradable de
hablar, pausada y seductora.
La lujosa tela de su vestido producía un suave rumor cuando se movía. Esa mujer
tenía dinero, eso era evidente. Parecía demasiado elegante para montarse en una
diligencia que atravesaba el sur de Arizona. Tal vez se dirigía a una de esas elegantes
cantinas de las cuales había oído hablar en California. La gente decía que algunas de
las mujeres de esos sitios eran tan hermosas que uno pensaba que provenían de las
mejores familias de Estados Unidos. La señorita Katrina se comportaba como si
estuviera acostumbrada a tener sirvientes.
—Déjeme ayudarla a subir, madame —dijo Sam y ella le dio una de sus elegantes
manos enguantadas—. Me temo que esta diligencia es mucho más tosca que aquellas
a las que usted debe de estar acostumbrada.
—No me molesta para nada, siempre y cuando esté en manos de un hombre
grande y fuerte como usted —murmuró la señorita Katrina.
Sam se sintió tan ardiente y excitado que comenzó a abrirse el cuello de la camisa.
—Está haciendo un calor horrible —dijo la señorita Katrina para expresarle su
solidaridad—. A veces creo que me voy a desmayar.
Sam se murió de susto al pensar que tal vez tendría que sostener esa gigantesca
montaña de feminidad entre sus brazos. Ahora le tenía la mano en la cintura, una
cintura muy menuda. Sam esperaba poder verle los tobillos, pero la mujer llevaba

~324~
Leigh Greenwood Laurel

botas altas y se cuidó de mantener la falda en su sitio. Los pies eran demasiado
grandes para ser atractivos, pero, claro, era una mujer muy alta.
A Sam le gustaba la idea de estar con una mujer que fuera lo suficientemente
grande para dominarlo y decidió que no opondría mucha resistencia.
—¿Está seguro de que vamos a llegar a tiempo? —preguntó la señorita Katrina,
mientras lo miraba de manera ensoñadora con sus enormes ojos negros—. Es
absolutamente imperativo que llegue esta misma noche a Valle de los Arces.
—Estaremos allá al atardecer. Yo mismo la acompañaré hasta el hotel.
—Es usted muy amable —dijo la señorita Katrina y le sonrió—. Me aseguraré de
escribirle a la compañía sobre usted cuando regrese a casa. Usted ha sido
extremadamente gentil.
La dama se acomodó en un rincón de la diligencia y metió las manos dentro de su
inmensa maleta para sacar un abanico. Sam no debió asombrarse al ver un revólver
entre las ropas, pero se sorprendió. Sabía que una mujer que viajaba sola debía estar
preparada para defenderse, aunque no se podía imaginar que alguien fuera tan
salvaje como para molestar a la señorita Katrina. Pero, bueno, ella no tendría
necesidad de usar ese revólver mientras Sam Overton fuese su conductor. Sam no se
podía imaginar por qué una mujer tan formidable querría ir a un pueblo tan
desolado como Valle de los Arces, pero si allí era donde quería ir, él se aseguraría de
que llegara con todos los cabellos en su lugar.

—¿Necesita ayuda?
Laurel levantó la vista. Se sorprendió al ver a Monty Randolph parado en el
umbral. Aunque vivían en la misma casa, apenas habría cruzado una docena de
palabras con él.
—Usted no ha venido a ayudarme a hacer las maletas —dijo Laurel—. Usted
quiere convencerme de que cambie de opinión.
—Hen siempre ha dicho que no soy bueno para decir mentiras.
—¿Lo envía él?
—Hen nunca manda a nadie a que haga nada por él. Se imagina que si la gente no
hace las cosas por su cuenta, no dura mucho.
—Siempre he dicho que Hen es muy inteligente.
—Sí, pero no es fácil de entender. La mayoría de la gente le tiene miedo.

~325~
Leigh Greenwood Laurel

—Eso es absurdo. Es la persona más amable y gentil que existe en el mundo.


—Usted es la única mujer que piensa así, lo cual es precisamente la razón por la
que debería casarse con él.
—¿Qué piensan las otras mujeres?
—Que es una especie de pistolero misterioso, tal vez un asesino. Hen no habla
mucho y se mantiene alejado de ellas. Así que no saben qué otra cosa pensar.
Al comienzo Hen también se había mantenido alejado de Laurel, pero ella lo había
ido a buscar cuando estaba sufriendo y entonces había compartido con ella una parte
de sí mismo que no había compartido con ninguna otra mujer. Laurel nunca lo
olvidaría. Atesoraría para siempre el recuerdo de esa noche.
—Encontrará a alguien que lo entienda. Miranda Trescott estaría encantada de
intentarlo si él se lo permitiera. Es una mujer muy agradable. Sería una esposa
perfecta.
Monty contradijo las palabras de Laurel sin vacilar un segundo.
—Ella no entendería sus estados de ánimo, ni los demonios que encierra en su
interior cuando pasa varios días sin hablar y anda por ahí como si quisiera matar a la
primera persona que se le cruce en el camino. Probablemente le diría que se tomara
un par de whiskys y se olvidara del asunto.
—¿Y por qué cree que yo sí puedo entenderlo?
—Porque usted tiene sus propios demonios. Usted sabe que nunca se podrá
deshacer de ellos. Que nunca será totalmente feliz.
—Precisamente ser feliz es mi mayor deseo.
—Pues nunca lo será. Han pasado demasiadas cosas que nunca podrá olvidar. O
perdonar. Usted ayudaría a Hen.
—Y ¿qué hay de mí? ¿No le preocupa qué es lo que más me conviene a mí?
—Él también la ayudaría. Ninguno de los dos podrá ser feliz con otra persona.
—Pero suponga que no quiero hacerlo.
—Iris dice que usted está loca de amor por él.
—¿Y usted se lo ha creído?
—Siempre creo a Iris en ese tipo de cosas. No soy muy bueno cuando se trata de
asuntos de amor y cosas parecidas.
—Pero usted entiende a Iris.
Monty soltó una carcajada que le produjo a Laurel una sensación de pánico. Era
tan parecido a Hen y hablaba de manera tan similar que se sentía muy nerviosa.

~326~
Leigh Greenwood Laurel

—Iris es tan tan hermosa que uno casi no puede creer que exista una mujer así,
pero es tan extravertida y testaruda como yo. Nos entendemos bien. Por eso quería
hablar con usted. Nunca pensé que Hen pudiera encontrar a una mujer como él.
Ninguno pensó que eso fuera posible. Pero usted es perfecta para él, así como Iris es
perfecta para mí.
—Lo siento, pero no estoy de acuerdo. Además, tengo que pensar en mi hijo. Lo
que más me interesa en este momento es qué es lo mejor para él.
—Pero Hen sería un padre perfecto.
—Si logra vivir lo suficiente.
—Así que ésa es la razón.
—Sí.
—Está cometiendo un error.
—Usted también está cometiendo un error. Hen se pondría furioso si supiera que
está aquí.
Monty se rió.
—Llevo toda mi vida peleando con Hen. Tuvimos una pelea tremenda a propósito
de Iris. Me parece justo que tengamos también una por usted.
Laurel se dio por vencida. Nunca entendería a los Randolph. Ella no tenía tanta
energía, no tenía esa capacidad de absorber el dolor, derrotarlo y volver a por más.
Sólo quería marcharse a un lugar donde pudiera curarse las heridas.
—Gracias por venir, aunque esté más preocupado por su hermano que por mí y
por mi hijo. Ya lo he pensado muy bien y he tomado una decisión.
—Pero esto no va a quedar así, y usted lo sabe. George también va a venir.
Siempre lo hace y a él no podrá despacharlo tan fácilmente como a mí.
—Por favor, dígale que no venga. No servirá de nada. No voy a cambiar de
opinión.
—No sé si él podrá hacerla cambiar de opinión, pero le aseguro que vendrá. Si
vino desde Texas para salvarle el pellejo a Hen, no va a dejar de cruzar la calle para
salvar también el resto de él.
—Tal vez debería poner una lista en mi puerta. De esa manera todos podrían estar
seguros de que tuvieron su oportunidad de convencerme —dijo Laurel y se rió con
amargura—. Pensaba que los hermanos de Hen no iban a considerarme lo
suficientemente buena como para formar parte de su familia, y aquí está usted,
tratando de convencerme de que me case con él.

~327~
Leigh Greenwood Laurel

—Demonios, cualquiera es demasiado bueno para nosotros —dijo Monty—.


Llevamos en nuestras venas una sangre que no querría probar ni un león salvaje.

~328~
Leigh Greenwood Laurel

Capítulo 27

La diligencia llegó a valle de los arces cerca de una hora después del atardecer. El
pueblo estaba desierto. Sam saltó del pescante y entró en el hotel.
—¿Dónde está todo el mundo? —le preguntó al recepcionista.
—Se han marchado del pueblo —contestó el hombre—. Los Blackthorne van a
venir mañana. La gente se imagina que van a matar a todo el que se encuentren.
Sam se apresuró a volver a la diligencia.
—No se puede bajar, madame. Todo el mundo se ha marchado porque va a haber
una guerra.
—No sea absurdo —dijo la señorita Katrina—. No voy a permitir que unos
cuantos criminales me obliguen a cambiar de planes.
Sam la ayudó a bajar de la diligencia. Tenía la sensación de que, si fuera necesario,
ella se habría bajado de un salto. La mujer entró enseguida en el hotel y se detuvo
sólo para gritar por encima del hombro:
—Tráiganme mi baúl.
Cuando Sam logró bajar de la diligencia el enorme baúl y subirlo por los escalones
para meterlo en el hotel, la señorita Katrina estaba enzarzada en una discusión con el
recepcionista.
—¿Qué quiere decir con que las mejores habitaciones ya están ocupadas? No
esperará que duerma en la recepción.
—Lo siento, señora —contestó el recepcionista, bastante azorado—, pero ya están
reservadas por una semana.
—Pues saque a alguien —dijo ella y movió la mano de manera imperiosa.
—No puedo hacerlo. Se trata de los Randolph. Está toda la familia aquí.
—¿Y quiénes son esos Randolph? —preguntó la señorita Katrina—. Nunca había
oído hablar de ellos.
—Vienen de Texas.

~329~
Leigh Greenwood Laurel

—Ah, eso lo explica. En Texas no hay nadie importante —dijo y luego sonrió y
abanicó los ojos de manera seductora. Sam pensó que él habría echado a la calle al
gobernador mismo para darle la habitación a la señorita Katrina, pero el
recepcionista del hotel era más testarudo.
Después de haber llegado a la conclusión de que al parecer sus encantos no iban a
funcionar, la señorita Katrina recurrió al autoritarismo y dijo:
—Si no va a sacar a nadie, al menos deme dos habitaciones. No es posible que
espere que duerma en la misma habitación en que me baño. Y debe poner a mi
disposición la bañera más grande que pueda encontrar, llena de agua caliente, tan
pronto como sea posible. Ahora iré a mi habitación. Espero la cena tan pronto haya
terminado de bañarme.
La señorita Katrina subió las escaleras dando grandes zancadas, con el donaire de
una princesa.
—Deberíamos mandarla a ella a enfrentarse con los Blackthorne —dijo el
recepcionista y se secó el sudor de la frente—. Así ellos no tendrían ninguna
oportunidad.

Los Blackthorne por fin se estaban acercando.


Hen experimentó una sensación de alivio. Esa amenaza llevaba mucho tiempo
colgando sobre el pueblo como una especie de maldición. Había llegado la hora de
aclarar el asunto de una vez por todas para que todo el mundo pudiera seguir
adelante con su vida, incluida su familia. Ya estaban todos a punto de pelearse entre
ellos. Madison había jurado que no regresaría a Colorado con Jeff, Monty había
amenazado con dispararle y Tyler rara vez salía del restaurante.
El único que conservaba la calma era George. Pero George nunca se alteraba. Hen
suponía que por esa razón todos lo escuchaban, a pesar de que no escuchaban a
nadie más. Era bueno que existieran George y Rose. Sin ellos la familia no habría
sobrevivido.
Pero esa reflexión hizo que Hen comenzara a pensar en la familia que no tendría a
menos que Laurel cambiara de parecer. Hen había pensado mucho sobre eso y por
primera vez en su vida sabía exactamente lo que deseaba y lo que necesitaba. Sin
vacilaciones ni preguntas. No tenía ninguna duda, ninguna reserva. Deseaba a
Laurel y cuando todo esto terminara, encontraría la manera de convencerla de que
ella también lo necesitaba.
—¿Todo está listo? —preguntó George.
—Sí.

~330~
Leigh Greenwood Laurel

—¿Puedes confiar en ellos?


—Tengo que hacerlo.
Hen se sintió complacido pero asombrado cuando vio que Adam entraba en su
oficina. Esperaba que eso significara que el chico ya no lo odiaba, que podían
comenzar a reconstruir su relación, pero pensó que el muchacho podía haber elegido
otro momento. Con los Blackthorne en camino, Hen no tenía tiempo para conversar.
Quitó el seguro de un cajón de su escritorio y sacó varias cajas de munición.
Adam lo observó con estoica tranquilidad, mientras Hen llenaba el cinturón de la
pistolera con balas. Hen ya había llegado a la conclusión de que Adam sólo quería
observar, cuando el chico dijo de repente:
—Mi abuelo me dijo una mentira.
—Así que por fin te ha contado la verdad sobre tu padre.
—No, no tiene nada que ver con mi padre.
Hen no tenía tiempo para escuchar la lista de mentiras de Avery. Tenía que salir a
la calle. Se llenó los bolsillos con balas de rifle.
—Dijo que estaba practicando un truco con manzanas, pero mintió. Era un arma.
—¿De qué arma estás hablando? —preguntó Hen, al tiempo que abría la vitrina de
las armas y sacaba un rifle de cañón largo.
—Él me dijo que era un trozo de manzana para los caballos, pero yo la vi. Era una
pistola. Él se rasca la cabeza y termina con un arma en la mano. Dijo que era magia.
Hen revisó el rifle para asegurarse de que estuviera limpio. No sabía qué era lo
que Adam habría visto, pero su historia no tenía sentido. Tal vez la había inventado
sólo para tener algo que decir. Tal vez era una manera de indicarle que quería que
Hen lo perdonara. Al menos eso era lo que esperaba. Cuando todo terminara, tendría
una larga conversación con el muchacho.
—Las armas no aparecen por arte de magia —dijo Hen, al tiempo que decidía
llevarse otro rifle—. Me imagino que la tenía escondida en alguna parte. Ahora tengo
que salir a la calle. Quiero que te quedes aquí. Y no te acerques a la ventana.
Recuerda lo que le ocurrió a Hope.
—¿Te van a matar?
—No.
—¿Vas a matar a mi abuelo?
—Espero que no.
—El abuelo me mintió. Él dice muchas mentiras. Puedes dispararle.

~331~
Leigh Greenwood Laurel

Entraron en el pueblo como si fueran un ejército conquistador. Dos docenas de


hombres que gritaban y lanzaban disparos al aire, como los vaqueros que llegan al
condado de Dodge al final de una travesía con ganado. Llenaron la única calle del
pueblo abandonado con sus inquietos caballos, sus voces estridentes y sus
atronadoras pistolas. Un jovencito hizo saltar a su caballo por encima de una carreta
y fue una suerte que no se rompiera el cuello ni le rompiera las patas al caballo.
Pasaron varios minutos antes de que los hombres se dieran cuenta de que no había
nadie. No había rostros asomados a las ventanas ni ojos que miraban desde las
rendijas de las puertas, ni niños que curioseaban escondidos en los rincones.
—Parece que todos los malditos habitantes se han marchado —anunció Damián.
—Randolph no —dijo Avery—. Está aquí, en alguna parte.
—No lo sé —dijo Damián y miró a su alrededor—. ¿Por qué se habría quedado si
todos los demás huyeron? No tiene sentido dejarse matar por un pueblo que nadie
quiere.
—Yo lo quiero —dijo Avery—. Juré que lo quemaría.
—Asaltemos primero las tiendas —dijo un hombre—. Apuesto a que podré
encontrar zapatos para todos mis hijos.
—Ninguno de tus hijos sabría qué hacer con un par de zapatos. Nunca han visto
uno.
—Callaos, muchachos —dijo Avery—. Yo sé que Randolph está aquí. Dejadme
pensar.
—Hagamos algo. Estoy cansado de no hacer nada.
—Pero no es divertido tomar un pueblo vacío —dijo Damián.
—No está vacío —insistió Avery—. Yo sé que Randolph está aquí. Y sus hermanos
están con él.
—Dejádmelo a mí —rogó Efraim, que todavía recordaba con rencor la humillación
de aquella noche—. Quiero tener la primera oportunidad de dispararle.
—¿Estás seguro de que no es del caballo del que quieres desquitarte? —le dijo uno
de sus parientes con tono provocador.
—Callaos, antes de que os dé un golpe en la cabeza con la cacha del revólver —los
amenazó Avery.
Los hombres guardaron silencio, pero su inquietud se transfirió a los caballos. El
silencio se llenó de patadas de cascos, tintineo de frenos y crujidos.

~332~
Leigh Greenwood Laurel

De repente se oyó el chirrido de una puerta que se abría y todos los hombres se
volvieron a mirar hacia el hotel. Una mujer salió por la puerta.
Damián dejó escapar un silbido.
—¿Quién demonios es esa mujer? —exclamó; parecía que no daba crédito a sus
propios ojos.
—No sé —dijo Efraim—, pero estoy seguro de que ningún pueblo en el que haya
una mujer así está deshabitado.
—Mantened la cabeza en lo que estamos haciendo —los reprendió Avery.
—¿Quién es esa mujer? —le preguntó Efraim a su padre.
—Una ramera que llegó anoche en la diligencia.
—¿Qué está haciendo aquí una ramera?
—No lo sé y no me importa. Ahora, dejad de babear y prestad atención.
—¡Está mirando hacia aquí! —exclamó Damián.
La señorita Katrina brillaba de pies a cabeza, envuelta en un vestido de seda verde
claro, y una pluma insolente se mecía sobre su magnífica melena negra. Se había
quitado el velo y aunque su espeso maquillaje podría hacer que algunos cuestionaran
su moral, nadie podía cuestionar su belleza. Era una mujer despampanante, que
debía de medir cerca de un metro ochenta. Los Blackthorne la observaron,
hipnotizados, mientras ella bajó los escalones y avanzó hasta la mitad de la calle.
Luego se detuvo y comentó, con fingida sorpresa:
—¡Nunca había visto a tantos hombres tan bien parecidos en un solo lugar! —dijo
con una voz seductora y ronca—. Tal vez debería quedarme en este pueblo en lugar
de ir a San Francisco.
Comenzando con Efraim, la señorita Katrina fue inspeccionando uno a uno a
todos los Blackthorne, al tiempo que murmuraba comentarios que hicieron que más
de uno se sonrojara. Luego tomó su pluma y, usándola como instrumento de tortura,
fue dejando a su paso una estela de caras boquiabiertas. El pesado aroma de su
perfume contribuía a acentuar la sensación de desconcierto. La señorita Katrina
caminaba con desparpajo y no parecía preocuparle que el ruedo de su vestido se
arrastrara por el barro.

—¿Qué está haciendo esa mujer en la calle? —le preguntó Hen a George.
—No lo sé. Tal vez no pudo resistir ver a tantos hombres juntos.

~333~
Leigh Greenwood Laurel

—Dile al recepcionista que tiene que hacerla entrar en el hotel. Podría terminar
muerta cuando empiece el tiroteo.
—También él, no creo que quiera arriesgarse.
—Dile que nos mantendremos ocultos hasta que entren en el hotel.
—No creo que el hombre salga solo.
—Pídele a Sam Overton que le ayude. Está tan fascinado con ella que es capaz de
hacer cualquier cosa.

—Es la mujer más atractiva que he visto en mi vida —suspiró Efraim, en un estado
de excitación cercano al éxtasis.
—No sabía que existieran mujeres así —dijo uno de sus primos.
—Sólo existen para estúpidos como tú —rezongó Avery, irritado de ver que sus
hombres habían olvidado la razón por la que habían ido a Valle de los Arces antes de
que él tuviera tiempo de averiguar dónde estaba escondido Hen Randolph. Los
hombres se habían dispersado por el pueblo, pero cuando ella apareció, se fueron
acercando hasta que prácticamente rodearon a la señorita Katrina.
—¡Qué agradable bienvenida! —dijo la mujer con un suave acento sureño—.
Ustedes sí que saben hacer que una chica se sienta a gusto, muchachos.
—¿Cómo te llamas? —preguntó un hombre.
—Katrina Gibbs —susurró ella—, pero puedes llamarme señorita Katrina.
Avery se abrió paso a través del círculo de jinetes.
—¿Usted sabe dónde está escondido Hen Randolph?
—No sé nada sobre nadie con ese nombre, excepto que tienen ocupadas las
mejores habitaciones del hotel —dijo ella e hizo un puchero.
—¿Todavía están aquí?
La señorita Katrina se abanicó con fuerza.
—¡Qué calor hace en Arizona!
—¿Todavía están aquí? —repitió Avery.
La señorita Katrina recorrió con la vista a un Blackthorne tras otro.
—No veo ninguna razón para que se marchen.

~334~
Leigh Greenwood Laurel

Avery entrecerró los ojos, pero la señorita Katrina no pareció darse cuenta de que
había dicho algo que lo había molestado mucho. Entretanto estaba atormentando a
Earle, un primo de los cuatreros.
El recepcionista del hotel se abrió paso entre el círculo y se acercó a la mujer
extremadamente nervioso.
—No debería estar en la calle —le susurró a la señorita Katrina, mientras
observaba con pánico a los Blackthorne.
—¿Por qué no? Estos hombres han sido muy amables.
—Va a haber un tiroteo —siseó el hombre.
—¿De verdad? Nunca he visto un tiroteo —dijo y se volvió hacia los
Blackthorne—. ¿Se disparan entre ustedes?
—Les vamos a disparar a los Randolph —explicó Damián.
—¿A los Randolph que no han podido encontrar? —preguntó la mujer y los miró
con los ojos muy abiertos y expresión de inocencia.
—Los encontraremos —le aseguró Avery.
Sam Overton se abrió paso a empujones hasta el centro del corrillo. No parecía tan
nervioso como el recepcionista del hotel.
—Usted no tiene nada que hacer aquí en la calle, señorita Katrina —dijo y la
agarró con fuerza del brazo—. Debí haberla subido en la diligencia que iba para Casa
Grande en cuanto supe que iba a haber una pelea. —Aunque la mujer opuso una
resistencia bastante poco femenina, Sam y el recepcionista por fin lograron empujarla
hacia el hotel—. Una dama decente como usted no tiene idea de las cosas tan terribles
que pueden hacer estos hombres cuando están enfadados.
—Pero son tan bien parecidos... —protestó la señorita Katrina, mientras miraba
por encima del hombro y le hacía un guiño a Damián.
—Siempre he dicho que es más importante el comportamiento que la apariencia —
dijo Sam—. Y a menos que me equivoque, en pocos minutos en este pueblo estarán
pasando cosas muy poco atractivas.
—¿Usted sabe dónde está escondido ese comisario? —preguntó Avery.
—Él no está escondido —respondió Sam por encima del hombro—. Pronto lo
encontrarán.
Molesto por la grosería de Sam, uno de los hombres comenzó a desenfundar el
arma.
—No seas idiota —le gritó Damián—. Podrías hacerle daño a la señorita Katrina.

~335~
Leigh Greenwood Laurel

—¿Todo el mundo está en su sitio? —le preguntó Hen a George.


—Lo estarán en cuanto Sam logre meter a la mujer dentro del hotel. ¿Estás seguro
de que quieres salir solo? —preguntó George—. Es posible que decidan dispararte.
—No lo harán, al menos no inmediatamente. Avery querrá presumir un rato.
Esperaron en silencio hasta que las puertas del hotel se cerraron detrás de la
señorita Katrina. Entonces, Hen abrió la puerta de su oficina y salió a la acera de
madera. Se detuvo por un momento para que sus ojos se adaptaran al brillo de la luz
del sol y para que George tuviera tiempo de ubicarse en su puesto. Luego bajó a la
calle, Hen sonrió para sus adentros. La aparición de la señorita Katrina había
causado un pequeño caos en la formación de los Blackthorne. Pero no lo suficiente.
Avery los volvería a organizar enseguida.
Mientras caminaba por la calle polvorienta, notó que el pueblo no parecía tan
miserable como le había parecido el primer día. Recordó la época en que solía
preguntarse por qué había aceptado ese trabajo. La respuesta estaba ahora frente a él.
No estaba bien que los malos tiranizaran a los débiles por la fuerza. No era un trabajo
que pudiera hacer cualquier hombre, pero era uno que él no podía rechazar.
Pero si sobrevivía, alguien más tendría que seguir desempeñando esa tarea en el
futuro. Él ya habría cumplido con su parte.

—¿Todavía estás decidida a salir? —le preguntó Iris a Laurel. Las dos mujeres
habían oído el inicio de la confrontación desde la casa del comisario.
—Sí.
—¿No sería mejor que te quedaras aquí? Esos hombres parecen listos a iniciar una
guerra.
—¿Tú irías si se tratara de Monty?
—Nunca he podido pensar cuando se trata de Monty.
—A mí me sucede lo mismo con Hen.
—¿Él sabe que vas a salir?
—Se lo dije, pero no creo que me creyera.
Laurel puso una mano sobre la carta que tenía entre el bolsillo. Había llegado por
la mañana. Después de siete años, por fin tenía la prueba de que Carlin se había
casado con ella. Pero había llegado demasiado tarde para ella y para Adam. Ya no
importaba que pudiera presentarse ante Hen como una mujer decente. Ya no

~336~
Leigh Greenwood Laurel

importaba que pudiera probar que Adam y ella eran tan honorables como cualquier
otra persona de Valle de los Arces. Esa tarde se marcharían del pueblo.
Y también se alejarían de Hen.
Laurel abrió la puerta, atravesó la acera y bajó a la calle. Mientras avanzaba hacia
Hen, pensó en los Randolph. Ellos formaban un frente unido contra el mundo, y
Laurel no pudo evitar pensar que le gustaría pertenecer a una familia así. Si se
quedara podría pertenecer a esa familia...
Se obligó a hacer a un lado esa idea. Debía pensar solamente en Avery
Blackthorne. Tenía que detener esa pelea de alguna manera. Demasiada gente podía
morir. Y una de esas personas podía ser Hen.
Laurel sentía que no podría vivir con esa culpa.
Trató de pasar de largo al lado de Hen, pero él la agarró del brazo.
—Sé que estás haciendo esto por mí, pero estar aquí es muy peligroso.
—Esta pelea es tan mía como tuya.
—¿Desde cuándo se esconde detrás de una mujer, comisario? —le gritó Avery con
sorna.
—Qué tal, Avery —dijo Laurel—. No puedo decir que me alegre verte.
—Usted no tiene nada que hacer aquí —dijo Avery y los ojos le brillaban de la
rabia—. Lárguese.
—Usted es el que no tiene nada que hacer aquí. Si no se marcha ahora, destruirá a
su familia.
—¿Y quién la va a destruir? ¿Usted? ¿Por qué ha tardado tanto en salir? —le dijo
Avery a Hen.
—Estaba esperando a que sacaran a esa mujer de la calle.
—¿Y dónde están esos hermanos suyos de los que tanto he oído hablar?
—Por ahí.
—No le servirá de nada. Nosotros somos más.
Hen notó que algunos de los Blackthorne todavía estaban mirando hacia el hotel.
Aparentemente, estaban más interesados en la señorita Katrina que en él.
—Diga qué quiere, Avery. Queremos terminar con esto y que usted y su gente
salgan del pueblo.
—¿Queremos? —cacareó Avery y soltó una carcajada—. Yo no veo a nadie más
que a usted —dijo y se volvió a poner serio—. Tenemos varias cuentas que arreglar.
Un hombre adelantó su caballo.

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Leigh Greenwood Laurel

—Mi nombre es Barlow. Usted tiene a mis hermanos en la cárcel. Quiero que los
libere.
—Y yo quiero a Allison —dijo Avery—. Es sólo un chico.
—Corbet y Doyle están esperando que los juzguen por robo de ganado —dijo
Hen—. Y dependiendo de lo que ustedes hagan, decidiré qué hacer con Allison.
—Matemos al comisario y saquémoslos de la cárcel —dijo Barlow.
—Si disparan un solo tiro, estarán muertos antes de que ustedes lleguen a la
cárcel.
Varios hombres estaban comenzando a sacar sus armas. Avery los detuvo con un
gesto de la mano que denotaba impaciencia.
—Usted y esa mujer no lo pueden hacer solos. Los vamos a hacer pedazos.
—Ustedes no ven a Sam ni al recepcionista del hotel, pero ellos tienen armas
apuntándoles.
—No les tengo miedo.
—Pero ellos no son los que están vigilando a sus parientes.
—¿Entonces quién?
—Mi hermano.
Avery echó un vistazo a su alrededor. La señorita Katrina estaba observándolo
todo desde la ventana del hotel. Les hizo señas a los hombres con la mano, pero no
había señales de la presencia de nadie más.
—Antes de que decida matarme justo donde estoy, déjeme mostrarle algo.
Los ojos amarillos de Avery brillaron.
—¿Por qué cree que voy a matarlo?
—Por su forma de mirarme.
Avery se relajó y se echó hacia atrás en la silla.
—Muy bien, muéstreme lo que me quiere mostrar.
—¡Ahora! —La orden resonó con tanta fuerza y fue tan inesperada que los
Blackthorne saltaron en sus sillas. Antes de que el eco del grito de Hen se disipara,
una serie de disparos de rifle acabaron con la calma matutina. La primera fila de
Blackthorne quedó hecha un desastre.
Dos disparos echaron a volar todos los sombreros. Otro destruyó la cabeza de una
silla. Otro rompió la cacha de un rifle. Otro más levantó una nube de polvo entre las
patas delanteras de un caballo y el animal comenzó a corcovear frenéticamente.

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Leigh Greenwood Laurel

Varios Blackthorne sacaron sus armas, pero buscaron en vano alguien a quien
dispararle.
—Dígales a sus hombres que guarden las armas —dijo Hen—. Si lo hacen, nadie
saldrá herido.
—¡Primero muertos! —gritó Earle Blackthorne, mientras su caballo caracoleaba
impulsado por el pánico.
—Dígales que las guarden —dijo Hen.
—No —dijo Avery—. Yo...
—¡Ahora!
Los disparos de rifle estallaron tan simultáneamente que sonaron como si fueran
uno solo. Varias armas salieron volando de las manos de los Blackthorne. Un hombre
terminó con una bala en el hombro.
—Lo siento, pero Jeff no es el mejor tirador de la familia. Sólo tiene un brazo.
Los ojos de Avery se llenaron de pánico mientras buscaban frenéticamente la
ubicación de los rifles mortales. Las cosas no estaban saliendo como él había
planeado y sentía que no podía hacer nada.
—¿Va a ordenarles a sus hombres que guarden las armas? —preguntó Hen.
—Lo vamos a matar —juró Avery con una expresión de rabia salvaje—.
Encontraremos a calla uno de sus hermanos y los mataremos a todos. Luego
quemaremos el pueblo.
Pero antes de que las últimas palabras salieran de la boca de Avery, el atronador
ruido de los cascos de unos caballos al galope hizo que todo el mundo se volviera a
mirar. Varios caballos habían invadido la calle, galopando en estampida hacia ellos
con Brimstone a la cabeza.
En cuanto lo vio, Efraim Blackthorne se puso pálido y espoleó a su caballo. Hen
agarró la brida del caballo cuando Efraim trataba de pasar de largo y lo bajó de la
silla.
—Detesto hacer esto —le dijo a Laurel—, pero corres peligro aquí. —Luego la
agarró de la cintura, la levantó del suelo, la puso sobre la silla y le dio una palmada
al caballo para que saliera galopando por la calle. Laurel se agarró de la crin para
mantenerse sobre la silla y miró hacia atrás, pero Hen ya había dado media vuelta.
Los caballos llenaban la calle y no parecían encontrar forma de continuar su
estampida. En segundos, el pueblo se convirtió en un remolino de caballos que
relinchaban y hombres que gritaban. Y de repente un grupo de personas comenzaron
a materializarse de la nada: salían de detrás de las puertas, las ventanas y los
callejones, e incluso algunos salieron de debajo de la acera de madera. Con rifles en la

~339~
Leigh Greenwood Laurel

mano, comenzaron a entrar en la refriega. Cada uno le apuntaba a un Blackthorne.


En pocos minutos, todos los forajidos estaban sentados en el suelo, con un arma
contra la cabeza. Avery era el único que seguía a caballo.
—Como ve —dijo una voz femenina—, el comisario no estaba solo.
Todo el mundo volvió la cabeza al mismo tiempo para ver a Ruth Norton, que
salía del banco y parecía sorprendentemente hábil en el manejo del rifle que tenía en
la mano.
—Cazaba coyotes con mi padre —dijo—. Ha sido como en los viejos tiempos.
Grace Worthy salió del restaurante. Estelle Reed salió por el lado de la panadería.
Al final de la calle, Laurel detuvo el caballo de Efraim. Estaba asombrada de ver
que todo se había acabado. Y estaba todavía más asombrada de ver que la gente del
pueblo había ayudado a Hen.
Así que eso era lo que Hen tenía planeado.
Laurel se apeó y se alegró de que la gente del pueblo lo hubiese respaldado.
Aunque estaba a punto de marcharse, dio gracias por poder sentirse orgullosa del
pueblo. Luego vio cómo los hermanos de Hen salieron y se pararon junto a él. Esa
imagen le produjo un estremecimiento. Debía de ser maravilloso pertenecer a una
familia en la que existía esa clase de lealtad.
Laurel sintió un nudo en la garganta cuando vio a Iris junto a Monty. Ella se moría
de ganas de ir junto a Hen, pero sabía que era hora de partir: antes de que todo
terminara, antes de que Hen tuviera tiempo de descubrir que ella se había marchado.
La puerta del hotel se abrió de par en par y la señorita Katrina Gibbs salió
caminando lentamente. Observó a los Randolph con una sonrisa de desdén.
—Ustedes deben de ser esos Randolph de Texas sobre los que tanto he oído hablar
—dijo y luego los examinó de manera descarada, mirándolos de pies a cabeza—. No
están nada mal. —Enseguida avanzó hacia Hen y le acarició la quijada con su pluma.
Hen la hizo a un lado con brusquedad.
—Vaya, vaya, sí que estamos enojados esta mañana —dijo con sorna. Cuando vio
que Hen la miraba con irritación, la señorita Katrina soltó un suspiro fatalista—.
¿Acaso todos los Randolph son tan irritables como esos toros de los que están tan
orgullosos?
—Regrese al hotel —le espetó Hen, luego se volvió y se dirigió a Avery—: Bájese
del caballo.
Los ojos amarillos de Avery brillaban de la furia, pero se apeó.

~340~
Leigh Greenwood Laurel

—Si quería llevarse a Allison —dijo Hen—, sólo tenía que decirlo. Únicamente lo
estaba cuidando mientras se recuperaba de su lesión. Jordy —gritó Hen—, trae a
Allison.
Durante los minutos que pasaron mientras Allison caminaba desde la cárcel,
parpadeando repetidas veces para que sus ojos se adaptaran a la luz del sol, todo el
mundo fijó su atención en la señorita Katrina, que siguió coqueteando con los
Blackthorne, a pesar de que estaban bajo vigilancia. Se detuvo frente a un
Blackthorne particularmente joven y susceptible y comenzó a abanicarse con su
pluma.
—¿Por casualidad sabes dónde puede conseguir una chica algo de beber en este
pueblo? —preguntó.
Esa voz ronca y seductora y esas mejillas maquilladas no parecían tener ningún
efecto sobre Hen, pero el joven Blackthorne se puso primero pálido y seguidamente
rojo como un tomate.
Avery observaba el fracaso de sus planes con impotencia y rabia. Había planeado
la pelea perfecta. Se suponía que todos los habitantes del pueblo habían huido y él
tenía cuatro veces más hombres que el comisario, por lo que todo debería haber
salido bien. Pero no había sido así. Ahora todos sus hombres estaban en el suelo, sin
poder hacer nada. Y algunas de las personas que los tenían inmovilizados eran
mujeres. La humillación era tan grande que casi no podía respirar.
Y no había esperanzas de un contraataque. Sus hombres seguían a la señorita
Katrina con la mirada como animales idiotizados, mientras la mujer se paseaba entre
ellos, provocándolos, coqueteando, deslumbrándolos. Aunque los hubiesen soltado y
les hubiesen devuelto sus armas, ninguno podría haber organizado un contraataque.
Avery todavía estaba luchando por controlarse cuando vio el brazo de Allison.
—Usted lo ha dejado así —le gritó a Hen—. Nunca volverá a sostener un arma.
—Se va a recuperar —le aseguró Hen.
—No importa —dijo Allison.
—¿Dónde está su caballo? —preguntó Avery—. ¿Se lo ha robado?
—Jordy ya lo está trayendo —dijo Hen. En ese momento apareció Jordy, montado
en el caballo y galopando desde el establo, más orgulloso que un pavo real.
—¿Y qué va a hacer conmigo?
Hen veía que Avery se había dado por vencido.
—Lo voy a dejar ir.
Una pequeña chispa brilló en las profundidades de los ojos amarillos de Avery.

~341~
Leigh Greenwood Laurel

—Pero si vuelve a poner un pie en este pueblo, lo mataré.


Avery bajó todavía más los párpados.
—¿Y con ellos? —dijo y señaló a sus hombres.
—También los vamos a dejar ir. Ahora que saben que Valle de los Arces no se da
por vencido tan fácilmente, dudo mucho que pueda volver a convencerlos de que
regresen. Una cosa más —dijo Hen y dio un paso hacia Avery—, deje en paz a Adam.
Si de verdad quiere portarse como su abuelo, trate de llegar a un acuerdo con la
madre. Pero usted no deberá volver a acercársele sin permiso.
—Sólo quiero lo mejor para el chico.
Los dos hombres se miraron a los ojos, con dureza, con determinación.
—Yo también.
Avery esbozó una sonrisa tan falsa como forzada.
—Supongo que no nos queda nada más que darnos la mano —le dijo a Hen.
La señorita Katrina se detuvo abruptamente.
—¿Así es como va a terminar todo esto? —preguntó y su pluma se agitó en el aire
como una espada.
—Eso parece —dijo Hen.
La señorita Katrina lanzó una maldición bastante subida de tono y luego se volvió
hacia Damián, a quien le habían permitido ponerse de pie, y le dio un golpe muy
poco femenino en la mandíbula. Damián se cayó otra vez al suelo, aturdido.
—¿Y eso por qué? —preguntó el hombre, mientras trataba de incorporarse.
—Yo no vine desde tan lejos para ver a dos hombres estrechándose las manos —
contesté la señorita Katrina con su voz ronca—. Quería ver un poco de sangre.
Una carcajada rompió la tensión que había mantenido al pueblo congelado
durante los últimos quince minutos.
—Es la mujer más grande que he visto en la vida —dijo Avery y se rascó la cabeza,
mientras sonreía con sorna—. Pero supongo que no debemos dejar que su mal
carácter nos estropee este momento. —Avery bajó la mano de la cabeza y la extendió
para estrechar la mano de Hen.
De repente las palabras de Adam resonaron en la cabeza de Hen.
«Él se rasca la cabeza y termina con un arma en la mano. Dijo que era magia».
Esa fracción de tiempo quedó congelada en la mente de Hen: el reflejo del sol
sobre el tejado del nuevo establo, la imagen de ese pueblo a medio terminar, que

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luchaba por convertirse en un lugar del que se pudiera estar orgulloso. Y el pequeño
revólver en la mano de Avery.
Una vez más, Hen se veía obligado a decidir entre la vida y la muerte. Sólo que
esta vez no se trataba de un asunto de honor o de orgullo o de alguna propiedad.
Esta vez era la vida de Avery o la suya. Era irónico que eso pasara justo cuando había
jurado no volver a matar.
Pero Hen no vaciló. Avery estaba dispuesto a destruir a Adam y a Laurel. Sin
importar lo que costara, tenía que protegerlos. Él los amaba demasiado para hacer lo
que fuera.
Con un movimiento demasiado rápido para que llegara a captarlo el ojo, Hen
desenfundó y le disparó a Avery justo donde estaba.
Durante un momento todo el mundo se quedó paralizado. Avery permaneció de
pie, inmóvil. Lo único que indicaba que el sonido de un disparo no formaba parte de
un sueño era un pequeño agujero en su camisa. Luego se desplomó en el suelo,
mientras que una mirada de furia se apoderaba de su rostro.
En medio del silencio que siguió, Damián se acercó.
—Tenía un arma escondida —dijo Hen.
Damián se inclinó sobre Avery y le dio la vuelta. Avery todavía tenía una pequeña
pistola en la mano derecha.
—Quítele la chaqueta. Así podrá ver el arnés.
—No necesito hacerlo —dijo Damián.
—Todo ha terminado —le advirtió Hen—. El pueblo no va a aguantar más
atropellos. Si vuelven a venir aquí como si fueran los dueños de un ejército privado,
los harán pedazos.
—No vamos a regresar.
Como siempre, Monty fue el primero en romper el silencio.
—Estoy de acuerdo con esa extraordinaria mujer —dijo y señaló a la señorita
Katrina—. Esto ha sido un verdadero fraude.
—Evidentemente no valía la pena que viniéramos a caballo como locos por la ruta
de los forajidos —se quejó Madison—. Mi intención es regresar en tren.
—Pero tampoco ha estado tan mal —dijo Monty—. Es la primera vez que estamos
juntos desde que me fui a Wyoming.
—Todos menos Zac —señaló George.

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—Pero eso es bueno. Nunca se sabe lo que podría haber hecho ese tío.
Probablemente le habría volado la cabeza a alguien y todos habríamos terminado
muertos.
—Él no habría hecho nada así —dijo la señorita Katrina, pero a la mitad de la frase
se le quebró la voz.
George miró a la señorita Katrina con asombro y entrecerró los ojos con malicia.
La señorita Katrina se acercó entonces a Monty, lo tomó del brazo y le sonrió de
manera provocativa.
—Eres un hombre muy bien parecido —le susurró con voz seductora—. Tal como
me gustan: grande y rudo. ¿Qué dices si nos vamos a mi habitación y me hablas de
ti?
Mientras sus hermanos estallaban en una carcajada, Monty trataba de evitar la
pluma que le hacía cosquillas en la nariz.
Iris fue menos diplomática. Retiró la mano de la señorita Katrina del brazo de
Monty y le dio un empujón.
—Aparte sus manos de mi marido, mujerzuela pintarrajeada, antes de que le meta
esa pluma por la nariz.
La señorita Katrina aceptó la intervención de Iris de manera filosófica.
—¿Aquél sí está disponible? —preguntó, señalando a Madison—. Parece
maravillosamente peligroso.
—Está casado y es padre de tres hijos y de un cuarto que viene en camino.
La señorita Katrina lanzó un silbido.
—¡Qué lástima! Ese otro sí parece casado —dijo y señaló a George, que tenía una
sonrisa de oreja a oreja— y ese otro tan alto parece un pino. —Tyler—. Supongo que
los Randolph de Texas no son tan maravillosos como la gente dice. A menos que
tengan más hermanos.
—Uno —dijo Monty—, el peor de todos.
—Yo no diría eso. Él parece haber aportado su grano de arena para salvar el día —
dijo la señorita Katrina y enseguida se quitó tranquilamente la peluca y les hizo una
venia a todos los que la miraban con asombro.
George comenzó a aplaudir.
—¡Maldito desgraciado! —exclamó Monty—. ¡Es Zac! Te voy a romper la cara por
esto.
—Y yo te voy a ayudar —dijo Iris.

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Todo el mundo estalló en una carcajada, mientras Zac se refugiaba detrás de


George.
—¿De dónde has sacado ese disfraz? —logró preguntar George cuando finalmente
pudo hablar.
—Lo mandamos hacer para una obra de teatro escolar —explicó Zac, que
obviamente estaba muy orgulloso de su representación—. Pensé que sería útil que
uno de nosotros estuviera oculto.
—Y lo ha sido —dijo Madison mientras se dirigía al hotel, muy disgustado—. Le
has dado a esta farsa un final tan absurdo como se merecía.
Hope Worthy salió en ese momento y se paró junto a su madre.
—Es el más guapo de todos —susurró.
La señora Worthy suspiró.
—Al menos parece más de tu edad.
Mientras sus hermanos intercambiaban felicitaciones que alternaban con insultos o
amenazas de decapitar a Zac, Hen se volvió para buscar a Laurel, pero no pudo
encontrarla. Miró a lo largo de toda la calle, pero ella no estaba. No había regresado
después de que él la montó en el caballo de Efraim.
Laurel había dicho que se marcharía cuando todo terminara. Pues bien, ya había
terminado.

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Capítulo 29

—¿De verdad tenemos que irnos?


—Sí.
—Pero me gusta vivir aquí.
—También te gustará vivir donde vamos.
—¿Y dónde es eso?
—No lo sé.
—Entonces, ¿cómo sabes que me gustará?
—Porque cualquier lugar tiene que ser mejor que este pueblo.
Laurel no miraba a su hijo pues no quería que viera que estaba llorando. Adán no
lo entendería y ella no soportaba la idea de tener que dar explicaciones. Quería
alejarse de ese pueblo, de esa gente, de Hen, de todos los Randolph, pero con cada
paso que daba las lágrimas eran más abundantes.
—Jordy es mi amigo.
—Ya encontrarás otros amigos.
—También me agrandan Hope y Tommy.
—Yo también los voy a echar mucho de menos.
Adam se quedó callado durante un rato.
—¿Vas a echar de menos al comisario?
Laurel apretó los ojos para contener las lágrimas, pero el llanto se volvió más
incontenible.
—Sí, voy a echar de menos al comisario.
—¿Y tú crees que él nos echará de menos?
—Sí, creo que él nos va a echar mucho de menos —susurró Laurel, pues casi no
podía hablar.

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Adam dejó caer la cabeza.


—Siento haber dicho que él mató a mi papá. Jordy dijo que yo era el estúpido más
grande del mundo. Dijo que el comisario nunca mataría a nadie que no se lo buscara.
Como ya habían perdido de vista el pueblo, Laurel disminuyó el paso y comenzó
a andar más lentamente. El polvoriento camino hacia Tucson se extendía frente ellos.
—Él dijo que mi papá fue bueno la mayor parte del tiempo. Sólo fue un poco malo
en algunas ocasiones.
Laurel no podía hablar. El chico no se daba cuenta de que prácticamente la estaba
matando. Cada palabra que decía era como una daga que se le enterraba en el
corazón. Laurel se había negado a casarse con Hen porque no podía vivir con la
certeza de que tarde o temprano terminaría muerto, pero había fundado su decisión
en el disgusto que Adam sentía por él. Todo el tiempo se repetía que aunque fuera
tan idiota de aceptar a Hen de todas maneras, no podía obligar a Adam a aceptar
como padre a un hombre que odiaba.
Pero ahora Adam estaba dejando el peso de la decisión únicamente sobre sus
hombros. No creía que pudiera soportarlo. No sería capaz de mantenerse en su
decisión si Hen los alcanzaba y la abrazaba. Laurel arrió el burro para que anduviera
más rápido. Quería llegar a la primera posada del camino antes de que cayera la
noche.
—El abuelo dijo que el comisario no me quería.
—Hen te quiere mucho. Quería que tú fueras su hijo.
Adam detuvo a Sandy.
—¿Crees que todavía quiere que sea su hijo?
—Estoy segura. ¿Por qué?
—Él dijo que ya no quería ser comisario. Dijo que quería comprar un rancho en el
condado de Pecos y que nosotros nos fuéramos con él. ¿Podemos ir? ¿Qué es el
condado de Pecos?
Laurel sentía que el corazón le palpitaba tan rápido que apenas podía respirar.
Sintió como si le fuera a estallar.
—Repite lo que acabas de decir.
—No he dicho nada.
—Lo del rancho.
—Dijo que quería que fuéramos una familia y que viviéramos en un rancho en
Pecos.

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Laurel le dio un tirón tan brusco al burro que el animal rebuznó a manera de
protesta. Se apeó de la silla convertida en una persona distinta de la mujer afligida y
triste que acababa de salir de Valle de los Arces. Sentía el cuerpo tenso, como un
resorte a punto de saltar. Prácticamente tumbó a Adam de la silla para ponerlo en el
suelo y arrodillarse frente a él.
—Adam Blackthorne, mírame a los ojos. ¿Quieres ser hijo de Hen? —le preguntó.
—Supongo que sí, si él todavía me quiere —dijo el niño, bastante sorprendido.
—No quiero oír suposiciones. Di que sí, que sí quieres a Hen, o di que no, que lo
odias, pero no vuelvas a decirme que supones nada.
—Lo quiero —dijo Adam con cierta vacilación, confundido por el extraño
comportamiento de su madre.
—¿Estás seguro? ¿No vas a volver a cambiar de opinión? Te venderé a los piratas
del río si lo haces.
Adam se rió.
—No hay piratas por aquí, mamá. Y tampoco hay ningún río.
—Móntate otra vez, Adam —dijo Laurel—. Tenemos que encontrar a un hombre.

La habitación de Laurel estaba vacía. Las cosas de Adam tampoco estaban. Se


habían marchado, tal como le había prometido.
Al principio, Hen sintió rabia. Al menos podría haberse despedido. Pero en
realidad lo había hecho la noche de la reunión del pueblo. Desaparecida ya la
amenaza de los Blackthorne, Hen estaba a salvo y ella no tenía nada que la retuviera
en el Valle de los Arces, nada más que decirle a él. Ya se lo había dicho todo muchas
veces.
Hen trató de decirse que debería alegrarse de que amarla le hubiese enseñado a
querer a los demás y a quererse a sí mismo. Y se alegraba, pero sería mucho más
sencillo si ella no se hubiese marchado. La gente siempre decía que uno es capaz de
superarlo todo. Tal vez la gente era capaz de superar las cosas, pero él no. Todavía
no se había recuperado de la muerte de su madre. Y creía que nunca se recuperaría
del abandono de Laurel.
En realidad no era un golpe del que pudiera reponerse con facilidad. Ella se había
vuelto una parte de él, como sus brazos o sus piernas. Él no podría funcionar como
una persona normal sin ellas y tampoco podría vivir sin Laurel.

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Hen también tendría que marcharse de Valle de los Arces. Podría regresar a Texas
y unirse a los Rangers para perseguir indios y cuatreros, pero en realidad no quería
hacer eso. Cuando vio el cuerpo de Avery a sus pies se dio cuenta de que ya no
quería matar más. No lamentaba haber matado a Avery, pero sí lamentaba el pedazo
de alma que había perdido por matarlo. Cada trozo de alma que perdía lo acercaba a
ese asesino que Laurel vio en él cuando lo conoció.
Pero Hen era un protector, no un asesino. Había una diferencia entre los dos y
ahora lo sabía.
Quería proteger a Laurel y a Adam. Pero, sin ellos, el hecho de liberarse de esa
maldición no significaba nada. Por eso iba a seguirla. Pero ¿qué haría cuando la
encontrara? No podía obligarla a hacer algo que ella no quería hacer, algo que le
causaría dolor. Laurel ya había sufrido mucho. Y sin importar lo mucho que le
doliera, no iba a hacerla sufrir más.
Hen dio media vuelta y salió de la habitación. Necesitaba pensar. Debía de haber
algo que pudiera hacer. Salió de la casa y tomó el camino del arroyo. Pero no se le
ocurría ninguna solución, sólo veía imágenes de Adam jugando con Jordy y
practicando con su caballo.
Subió hasta el cañón. Los restos de la casa de Laurel lo hicieron pensar en los
restos de sus sueños. Entonces se dirigió hacia el pequeño pastizal donde había
vivido los momentos más felices de su vida.
Era el pastizal de Laurel. ¿Acaso tenía derecho a estar ahí?
Sí, sus recuerdos vivían allí, al lado de los de ella. Y él
quería estar cerca. Era lo único que le quedaba.
Entonces la vio. Laurel pareció detenerse un momento, mientras inspeccionaba el
pastizal con la mirada y luego comenzó a correr hacia él. Hen se quedó inmóvil
donde estaba. Cerró los ojos y volvió a abrirlos, pero Laurel todavía estaba ahí. Y
también Adam. Los dos iban corriendo hacia él. No era un truco de su imaginación.
Durante un instante, Hen no se pudo mover. El pasado era como un ancla que lo
aferraba al suelo. No podía creer que Laurel y Adam pudieran amarlo lo suficiente
como para olvidar todo lo que él era.
Luego se dio cuenta de que Laurel lo amaba precisamente por su manera de ser.
Al igual que él la amaba a ella. Él no quería perfección. Se había enamorado de una
mujer que lo necesitaba tanto como él a ella.
Finalmente, Hen también comenzó a correr hacia ella, con los brazos extendidos y
el corazón abierto. Laurel se lanzó entre sus brazos. Él la levantó en el aire y comenzó
a darle vueltas por la felicidad de abrazarla nuevamente.

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—No he podido marcharme —dijo ella entre besos humedecidos por las
lágrimas—. ¿De verdad vas a comprar un rancho en Pecos?
—Tan pronto como consiga una esposa.
—¿Y no vas a volver a ser comisario?
—Nunca.
—Entonces me gustaría mucho que te casaras conmigo y nos llevaras a donde
vayas.
—¿Estás segura? Los ranchos son muy peligrosos. Podría caerme de un caballo o
tropezar y romperme el cuello.
—Correré el riesgo. Adam y yo queremos vivir contigo todos los años que
tengamos. Probablemente él se convertirá en tu sombra antes de que se acabe la
semana.
Hen se puso serio.
—¿Qué dice Adam sobre mí?
—Pregúntale.
Adam estaba detrás, al borde del círculo que formaban sus brazos, esperando que
lo invitaran a entrar.
Hen se volvió hacia él.
—Quiero casarme con tu mamá. ¿Estás de acuerdo?
Adam asintió con la cabeza.
Con la mano de Laurel entre la suya, Hen se arrodilló delante de Adam.
—Tengo otra pregunta que hacerte y es muy importante que me digas la verdad.
¿Lo harás?
Adam volvió a asentir.
—¿Crees que podrás llegar a quererme tanto como para que te adopte? Quiero que
seas mi hijo.
Adam se arrojó a los brazos de Hen. Con el chico abrazado contra su pecho, Hen
se puso de pie. Laurel tenía los ojos inundados de lágrimas.
—Creo que eso es un sí —dijo Laurel.
Hen la rodeó con el otro brazo.
—Hay algo más que quiero que hagáis por mí. Quiero adoptar a Jordy. Él se
merece algo mejor que dormir en el establo y rogarle a la señora Worthy para que le
dé de comer.

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—¿Eso significa que sería mi hermano? —preguntó Adam, que levantó la cara del
hombro de Hen justo a tiempo para ver el gesto afirmativo de su madre.
—Por supuesto.
—¿Puedo decírselo?
—No veo por qué no.
Adam se soltó enseguida y salió corriendo por el camino. De pronto se detuvo y
gritó:
—Shorty Baker se va a morir de la rabia cuando se entere.
Laurel se rió, mientras veía a su hijo desaparecer entre los árboles.
—¿Estás seguro de que podrás aguantar a una familia tan grande?
—Se te olvida que tengo seis hermanos.
—Tiendo a pensar en ti como un solitario.
—Antes lo era, pero ya no.
Laurel metió la mano en el bolsillo y sacó un sobre que le entregó a Hen.
—¿Qué es esto? —preguntó Hen.
—La prueba de que Carlin y yo sí estábamos casados.
Hen se la devolvió.
—¿No quieres verla?
—No. Guárdala para Adam.
Laurel deslizó el brazo por la cintura de su marido. Había tardado algún tiempo
en conseguirlo, pero realmente ahora tenía todo lo que deseaba.

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Epílogo

Laurel se sentía como si estuviera soñando. Se iba a casar. En una iglesia. Frente a
todo el pueblo. Hen, respaldado por sus seis imponentes hermanos, ya estaba dentro.
Ella les había pedido a Miranda y a Hope que fueran sus damas de honor, junto con
la señora Worthy. Todas estaban esperando que reuniera el valor para comenzar a
caminar hacia el altar.
—Vamos, mamá —le rogó Adam—. Esta ropa me está matando. —Adam estaba
vestido con un traje que pertenecía al hijo más pequeño de Ruth Norton. Estaba tan
guapo que Laurel sintió un nudo en la garganta.
—Es más fácil después de dar el primer paso —le susurró Iris—. Yo habría
caminado descalza por encima de una plantación de cactus para casarme con Monty.
—Estoy bien —dijo Laurel.
—¿Estás segura?
Ella asintió con la cabeza.
—Vamos, mamá —le rogó Adam—. Si no te das prisa, Jordy y Tommy se lo van a
comer todo.
Hen había insistido en que Adam la condujera hasta el altar. «Quiero que todo el
mundo sepa que me estoy casando con los dos», había dicho.
A Laurel todavía le costaba trabajo creer que se iba a casar con un hombre tan
maravilloso, que tenía tantos amigos dispuestos a apoyarla y que todo el pueblo
había ido a acompañarla el día de su boda. Y todo eso se debía a que se había
enamorado de Hen. Ella no quería enamorarse. Incluso trató de alejarlo.
Sonrió para sus adentros. Hen nunca le prestaba atención a nadie. Siempre creía
que tenía razón. Por fortuna para ella, esta vez sí la había tenido. Él ya había tomado
la mayor parte de las decisiones acerca de su rancho. Laurel volvió a sonreír. Iba a
dejar que él decidiera por los dos. Llevaba siete años luchando sola y ya no tenía que
demostrar nada a nadie. Dejaría que Hen cuidara de ella y disfrutaría de cada minuto
que pasara a su lado.

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También ella lo cuidaría. Se proponía amarlo un poco más cada día. Había
prometido convencerlo de que era digno de su amor. También esperaba darle hijos,
pues Hen se merecía tener un hijo de su propia sangre. Laurel pensaba mantenerlo
feliz y contento y poner un poco más de carne sobre esos huesos. Hen era demasiado
delgado. Quería que tuviera el mismo aspecto imponente de Monty. Iris le parecía
muy simpática, pero no iba a permitir que el marido de Iris tuviera ninguna ventaja.
Y se proponía mantener a Hen a salvo. Se había asegurado de guardar su escopeta.
Cualquier pistolero que fuera a buscar a Hen tendría que vérselas antes con ella.
Laurel estiró el brazo y agarró la mano de su hijo.
—Vamos —dijo.
—Ya era hora —dijo Adam y le dio un tirón al cuello de la camisa—. Shorty Baker
me está haciendo muecas. Le voy a romper la cara en cuanto me quite esta horrible
chaqueta.

FIN

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