No Necesito Un Caballero - Scarlett O'Connor-1
No Necesito Un Caballero - Scarlett O'Connor-1
No Necesito Un Caballero - Scarlett O'Connor-1
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Imagen de portada: freepik; shutterstock.
“Él era todo en el mundo para ella, y ella lo único que él conocía en
el mundo.”
Cumbres borrascosas – Emily Brontë
“Que tus decisiones sean un reflejo de tus esperanzas, no de tus
miedos.”
Nelson Mandela.
Índice
Índice
Preludio
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Epílogo
Otras obras de Scarlett O’Connor
Tú, mi deuda pendiente
Serie Señoritas Americanas
Serie Señoritas británicas
Serie Familia Evans
Serie Floreros y Canallas
Serie Caballeros desdeñados
Contemporáneo
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Preludio
Londres, 1864.
—¡Detente, por favor! —El ruego de Hannah Renner de Cooper quedó
ahogado por el tronar de un claxon. Estaban a pocos metros de las vías del
tren. La estación en construcción se divisaba a lo lejos. Los andenes
improvisados estaban repletos de personas, baúles, maletas y oficiales del
ferrocarril. Algunos pies más cerca de ellos, los obreros forcejeaban con el
metal y los maderos. Debían desviar los rieles hacia las nuevas plataformas
—. Matthew, por favor —repitió sin aire. Le ardían los pulmones, sentía
una punzada debajo de las costillas izquierdas y los pies le latían sin piedad
como consecuencia de la apresurada carrera.
Matthew Cooper se volteó hacia su esposa una fracción de segundo,
tras lo cual, tiró con más fuerza.
Hannah se dejó arrastrar. El impacto de observar a su esposo en ese
estado le había quitado el aire con más éxito que aquella absurda fuga.
No lo conocía.
No lo conocía en absoluto. ¿Con quién se había casado?, ¿quién era
ese hombre de mirada inyectada en sangre, nariz enrojecida y cabellos
alborotados?, ¿alguna vez lo conoció?
—Matthew —clamó sin esperanzas.
Tal vez solo buscaba confirmar que así se llamaba. Sir Matthew
Cooper. Al menos eso no era mentira.
Contuvo el llanto, la desesperación. Se le daba bien. Hacía meses que
esa era su estrategia de vida: contener. Contener a los acreedores, las
apariencias, a su suegra… Contener la decepción.
Porque de eso se trataba, de decepción. Las mujeres del estatus de la
honorable señorita Hannah Renner no conocían a sus esposos antes de
casarse; apenas los veían un par de ocasiones, en las cuales hablaban del
clima, de la última obra de teatro de moda o, si se les permitía ser más
osadas, podían entablar una conversación de detalles políticos menores,
como la ley de salubridad tras la epidemia de cólera. ¿Guerra y colonias?,
claro que no. ¿Asuntos económicos?, menos que menos. Pero la salubridad
entraba en las competencias de una mujer hogareña, hay que saber qué
pedirles a los sirvientes, ¿verdad? Las conversaciones con Matthew fueron
de esa índole, entre paseos con chaperonas, tardes de té y encuentros
casuales en los palcos del teatro. Suficiente, con ello bastaba para elegir un
marido. Y Hannah había escogido a Matthew, volcó en él las esperanzas de
construir una unión ventajosa. Al fin de cuentas, era apuesto —ya no tanto,
su rostro estaba hinchado por la ingesta de alcohol—, tenía un título de Sir,
otorgado por la reina gracias a sus estudios sobre fauna y flora marítima y,
sobre todo, fue oportuno en su propuesta marital. Lo hizo justo una semana
antes de que el padre de Hannah muriera de un infarto.
Hizo lo que cualquier dama que quedaba a merced de un primo lejano
y desconocido hubiese hecho en su lugar: casarse con el primer candidato
aceptable que se le presentara. Resultó ser Sir Cooper.
Como él fue su inmejorable alternativa, no le quedó más que enfrentar
esa etapa de su vida con optimismo. Matthew sería un buen esposo, se
conocerían en la intimidad del hogar, forjarían lazos de confianza y
conformarían una familia feliz y satisfactoria.
El estrépito de una carga de carbón cayendo en el suelo del depósito
del ferrocarril la hizo reaccionar. O tal vez fue el estrépito de sus ilusiones
al hacerse añicos.
—¡Corre, joder! —le espetó Matthew.
¡Lo que faltaba!, ahora escupía al hablar.
—¡Matthew, suéltame! Corre tú si quieres, pero si pretendes que te
siga, me debes una explicación.
—Ponte en la fila…
—¿Disculpa? —lo increpó. Estaba harta de ese zoquete con el que se
había casado, se despojaría de la alianza y se la lanzaría por la cabeza si no
fuese porque Sir Cooper se la había quitado para venderla unas noches
atrás, mientras dormía, y había acusado a la servidumbre del robo.
¡Cuántas veces le había creído sus mentiras!, o era el hombre más
propenso a los asaltos de todo Londres o era un maldito embustero.
—Ponte en la fila de las personas a las que le debo algo, al menos tú
me reclamas solo palabras. Los de allí —Señaló con el mentón hacia la
calle— me demandan varios miles de libras. —Volvió a jalar de ella.
—¡Matthew, suficiente! —Clavó los talones en el nuevo andén.
Estaban rodeados de trabajadores, los pasajeros se hallaban en la plataforma
en funcionamiento. Entre el ruido de los trenes, los golpes de masas contra
hierros y las palas cogiendo carbón, la conversación era apenas audible.
Mucho mejor, así Hannah podía gritar sin sentirse una loca, o peor, presa de
histerias femeninas, como solía decirle su esposo cuando ella le reclamaba
algo—. Si debes dinero, encontraremos el modo de pagarlo…
—¡Ja!
Esos ojos, pensó Hannah, esos ojos que supieron ser tan lindos, ahora
carecían de vida.
—Podemos vender el cuadro de mi padre, vale varias libras y si… —
se calló. Cerró los párpados con resignación—. Ya lo has vendido, o lo has
apostado directamente…
—Luego hablamos, ahora, ¡corre, maldita sea! —gruñó entre dientes.
—¡No, no, no! No voy a correr, no voy a escapar. ¿Sabes qué?, ve a la
prisión de deudores, Matthew, no me importa. —Con la mano libre se secó
una lágrima rebelde—. Ya no me importa que sea de ti. Necesito pensar en
mí, en tu madre, en todos los empleados que dependen de nosotros…
—¿Tú estás mal de la cabeza? —Matthew perdió los estribos. Su
aliento olía a alcohol barato y a ayuno.
Hannah apartó el rostro, no le apetecía olerlo. ¡Lo odiaba!, en ese
instante, lo odiaba. Ya no sentía pena por él, no pensaba en que tenía un
problema con el juego y con la bebida. Ya no podía compadecerse de él,
había hecho de su vida un infierno. Ella también estaba en ayunas, su ropa
interior tenía tantos remiendos que apenas se sostenía, su vestido estaba
sucio, pues solo tenía un par y había llovido toda la semana. Estaba tan
cansada…
—¿Yo?, ¿a mí me acusas de estar mal de la cabeza?
—Esos hombres no me van a llevar a la prisión, esos hombres me van
a matar, Hannah… —Remarcó lo dicho golpeando con el índice la frente de
su esposa.
—Entonces, iremos a Scotland Yard. Si son unos matones,
recurriremos a la justicia…
Matthew perdió la paciencia, Hannah también. Pero, de los dos, el
hombre tenía más fuerza. A unos cien metros, divisó a sus perseguidores.
Los buscaban entre la multitud. Palideció, cogió a su esposa bruscamente y,
sin oír sus quejas, la arrastró sin piedad.
—¡Si vuelves a detenerte te cogeré por los cabellos, Hannah!, no
bromeo con mi vida…
¿Qué vida?, eso no era vida. Intentó huir de él. Se subiría a un barco,
iría a América. ¡Al demonio su juramento marital!, él lo había roto antes, al
jugar hasta el último penique, al embargar su dote, la poca herencia de su
padre, todo lo que ella tenía. ¡Incluso le había robado mientras dormía! La
alianza, los broches del cabello, ¡hasta los botones de sus vestidos!
Al notar la resistencia, Matthew la rodeó por la cintura con el brazo,
dispuesto a elevarla cual saco de patatas. En el forcejeo, golpearon a un
obrero. El hombre trabajaba en la plataforma, ajustaba con precisión los
tarugos que evitaban que la vibración del tren derribara la tarima.
Todo sucedió en un par de segundos. Hannah lo sintió en su cuerpo
como si hubiera durado una eternidad.
El hombre cayó a las vías como resultado del golpe de Matthew. El
tren hizo sonar el claxon. Los demás obreros gritaron, algunos se dieron a la
carrera en el afán de rescatar a su compañero. El hombre se puso de pie,
giró, sintió el calor de la locomotora. El ruido de los frenos aturdió a todos,
por el agudo chirrido, por lo inevitable del impacto. Hannah extendió la
mano hacia el extraño, al tiempo que su esposo la cogía de la cintura e
intentaba huir con ella, sin importarle el destino del pobre desgraciado al
que él había empujado a su muerte.
Los pies de Hannah apenas rozaban el suelo, maldijo ser tan pequeña,
medir apenas sesenta y dos pulgadas. Su columna crujió. Sus dedos casi
alcanzaron los del hombre. ¡No podía rendirse!, ¡no!, un poco más… Clavó
el talón en el muslo de Matthew y se propulsó, el trabajador la cogió de la
muñeca. Su enorme mano se aferró a la delicada piel envuelta en un raído
guante. Sir Cooper solo pensaba en escapar; desesperado, tiró de su esposa,
furioso con ella. Ese impulso consiguió el inesperado milagro, la fuerza de
la que Hannah era incapaz, su esposo Matthew la tenía. El trabajador
consiguió subirse a la tarima en el preciso instante en el que el tren pasaba a
sus espaldas. La brisa caliente generada por la locomotora le acarició la piel
sudada bajo la camisa. El envite lo hizo seguir de largo, caer sobre su
rescatista.
Ella…
Ella lo recibió sobre su cuerpo como una bendición, lo rodeó con los
brazos con tanto ímpetu que le quitó el aire. No se inmutó por su propia
caída, la cual fue terrible. De hecho, el trabajador había amortiguado su
golpe gracias al mullido cuerpo femenino, a sus faldas y enaguas. Hannah,
en cambio, cayó de espaldas. Matthew, para variar, había priorizado su
propio bienestar, haciéndose a un lado antes del derribo. Sin embargo, en el
rostro de la dama solo se adivinaba preocupación por un completo extraño y
el alivio al verlo sano.
—¿Se encuentra bien? ¡Oh, Dios!, ¿está a salvo? —Sus delicadas
manos lo palparon, él apenas podía pestañear. Ella le cogió el rostro entre
sus manos, fijó la mirada en él, buscando la comprobación de su bienestar.
Era un ángel, pensó el hombre, lo había salvado la reencarnación de un
ángel. Los ojos aguamarina, la nariz respingada, los labios pequeños, el
rostro algo anguloso, las mejillas con hoyuelos y esa sonrisa… Una sonrisa
única, con los incisivos hacia delante y un canino torcido. Una sonrisa
aniñada en un rostro de mujer—. ¡Gracias a Dios! Gracias a Dios se
encuentra bien… —Acompañó la plegaria con una risa nerviosa, producto
de la emoción del momento.
—A Dios no, gracias a usted… —dijo él, apenas sin voz. Estaba
conmocionado por el accidente y por la reacción de Hannah. Todavía sentía
los brazos en torno a él, el calor de su cuerpo, la fragilidad.
Se puso de pie, extendió la mano para ayudarla. Matthew se adelantó,
lo hizo sin cortesía. La obligó a incorporarse y a correr. El trabajador miró
derredor, algo confundido por los hechos. El sombrero de la dama había
volado, reposaba sobre la plataforma. A su derecha, dos hombres corrían a
la pareja, el hombre —su esposo, sin duda— los observaba con pavor.
Cogió el sombrero morado, decorado con una pluma blanca como
único accesorio. Lo giró entre sus manos mientras la veía partir. Esa mujer
pertenecía a otro hombre, a otro mundo. Esa mujer le había salvado la vida.
Como único gesto de agradecimiento, extendió la pierna e hizo
trastabillar a los persecutores. Una humilde paga a cambio de lo que la
dama hizo por él.
Sus compañeros lo rodearon, hablaron todos a la vez, hasta que arribó
el capataz y los hizo regresar a sus tareas como si nada hubiera sucedido.
¿Qué era la vida de un obrero?, ¿cuánto valía? Para algunos, apenas unos
peniques. Para su rescatista, lo suficiente para sacrificarse por él.
No lo olvidaría jamás.
Capítulo 1
Un año después…
El sol atravesaba las ventanas del despacho de Mihai Vladislav; dibujaba
rectángulos sobre la alfombra persa que cubría parte del piso. Los cristales
separados en cuadrantes dejaban pasar la luz de esas horas de la tarde, el
instante preferido del dueño de casa para refugiarse en aquella habitación.
También lo era para Mason Green, su socio, amigo, mentor, guía
espiritual y cualquier título que a Mason se le ocurriera para referirse a sí
mismo.
—Ra, yo te invoco… mmm… —murmuró el hombre. Se hallaba
sentado en posición buda sobre la alfombra, justo donde el sol lo acariciaba
—. Te invoco, Ra, transmite tu sabiduría… mmm…
Mihai arqueó las cejas, intentó concentrarse en la misiva que sostenía
en las manos. Le resultaba difícil leer, más cuando se trataba de palabras
manuscritas. Con las impresiones se había reconciliado, el periódico se le
daba bastante bien, aunque en ocasiones no comprendiera de qué hablaban
algunos artículos. Pero las misivas… Oh, las muy malditas se le rebelaban
dependiendo de la caligrafía de quien la escribiese. Lo intentó una vez más,
¿era esa una A o una O?
—Ra… transmite tu sabiduría…
Dejó la misiva a un lado. Suspiró. Mason poseía una gran capacidad
de concentración, mayor a la de él, y no se inmutó ante el cambio en su
amigo y discípulo. Lo cierto era que el señor Vladislav podía ponerse a
bailar polka en el despacho sin alterar al hombre en su proceso de
introspección. La dinámica de intentar trabajar mientras se invocaba a algún
dios —el mismo cambiaba según el humor de Mason— se daba a diario, y
siempre perdía Mihai.
—Disculpa, Mason, pero… ¿la forma de meditar y al dios que
invocas se condicen?, ¿no es Ra egipcio y tu rezo, hindú?
—Budista…
—Lo siento, budista… —Tampoco se le daba bien la cultura general.
Podría mejorarla, por supuesto, si es que conseguía leer una página de
corrido. Se frustró, estrujó la misiva, apretó los dientes y volvió a suspirar
—. Lo que intentaba decir es, ¿no deberías entonces rezarle a Buda?
—No necesariamente. Estoy invocando a los dioses egipcios, necesito
su saber matemático. ¿Sabías que las pirámides…? —Mihai elevó la mano,
lo detuvo.
—No, ni siquiera sé cómo se escribe la palabra pirámide. Regresa a
tus rezos, yo intentaré de nuevo con esto… —Extendió el papel. Estaba
arrugado por su exabrupto. La lectura se complicó aún más.
Mason se puso de pie, fue hacia él y se la arrebató. La volvió a abollar
y la lanzó a un cesto metálico.
—Nada de valor. —Intentó regresar a su meditación.
—Cuando dices nada de valor en realidad te refieres a un nuevo
rechazo.
—Sí, y eso no tiene valor alguno. El tiempo que empleas en cosas
negativas es tiempo que no utilizas en trascender, mi amigo rumano. —Le
revolvió el cabello oro viejo como si se tratara de un niñato y retomó a su
sitio bajo el sol.
En cuanto Mason volvió a su letanía, Mihai cerró los ojos, resignado.
Le hubiera gustado mostrarse arisco, dejar explotar su endemoniado
carácter… no lo hizo. Mason Green era la única persona que consideraba
cercano, por eso cumplía tantos roles en su vida, en ocasiones, hasta el de
padre. De enojarse con él, el hombre lo perdonaría sin más, hasta se tomaría
el trabajo de explicarle el porqué de su estallido emocional. Era el mismo
Vladislav quien no se perdonaría por arrojar sobre él su frustración.
Y últimamente era mucha.
Sin pensárselo más, se sentó junto a Mason y permitió que el sol le
entibiara el rostro. No necesitó abrir los ojos, percibía la sonrisa del hombre
a su lado. Le pareció oír un: buen chico. Como si se tratara de un cachorro
que al fin accede a hacer una monería a cambio de un bocado de res.
Por la tarde, el sol solo alumbraba esa habitación. Ambos se
refugiaban en ella, ansiosos por el contacto con la naturaleza. Para dos
personas que han dormido a la intemperie, el techo es una bendición y un
martirio a la vez.
—¿Por qué rezas a Ra? —le preguntó en un murmullo perezoso.
—He tenido una visión durante sueños, de mi vida pasada…
—¿De cuando eras Leonardo Da Vinci? —Fue incapaz de contener el
matiz irónico en su voz. Mason resopló.
—Sé que no lo crees, pero Leonardo Da Vinci, o sea… yo… he
muerto sin completar mi obra. Por eso mi saber de vidas pasadas regresa, no
puedo trascender hasta completarla.
—¿Y los egipcios qué tienen que ver? —le siguió la corriente, ya sin
ironías en su voz.
—Ellos entendían como nadie la matemática, y la obra inconclusa
viene por las proporciones…
—¿No era el molde del caballo de bronce?
Mason refunfuñó. Luego, dijo algo que pocas veces salía de sus
labios:
—Estaba equivocado. Su obra es algo de lo que no tenemos registro.
Creo que los grandes poderes de la época lo esconden…
Mihai asintió, a Mason le agradaban las conspiraciones, los proyectos
grandiosos y las odiseas. Un día soñaba con hallar la Atlantis, al otro juraba
que las sirenas existían y luego… bueno, pensaba que era la reencarnación
de Da Vinci. Para la sociedad, su amigo era un demente; para él, supo ser la
salvación.
El recuerdo le hizo escocer la herida en el hombro. Se la palpó,
deseando como siempre que todo hubiese sido un sueño. La muerte de
Gorman, el estallido de la caldera, su despido, las noches durmiendo bajo el
manto de las estrellas, el delirio de la fiebre… La epifanía. Cambiaría esa
epifanía por regresar a como era antes, cuando no estaba tan solo. A falta de
hermanos, la vida le había dado a Gorman… y se lo había arrebatado.
Ahora eran solo dos. Mason y él. Él y Mason. Pensar en la elevada edad de
Green lo angustiaba como nada. No podía perder más personas, no podía
mirar el rostro de la muerte una vez más.
—¿Otra vez el pasado, Mihai? —lo reprendió el hombre—. Si sigues
mirando hacia atrás, no podrás ver lo que tienes delante. Recuerda, hasta
una patada en el trasero es buena si consigue ponernos en movimiento.
—Pues al parecer, yo funciono a base de patadas en el trasero. —Se
incorporó, intentó regresar al trabajo. Falló. Sus pies parecían dispuestos a
deambular sin rumbo fijo. Estaba nervioso y no lo reconocía. Los nervios
no iban con la fachada que impostaba al mundo, la de un hombre hecho
desde abajo, un hombre que nada tuvo y que a nada se aferraba. A un
hombre que achacaba su fortuna a un golpe de suerte y no a su
determinación. Pero la verdad tiene la maldita costumbre de aflorar—. O a
base de abrazos… —agregó en un murmullo ininteligible. Mason no lo oyó
con claridad, pero supo adivinar sus palabras.
—Como sea, funcionas, que es más de lo que hacen muchos de los
hombres de negocios con los que te reunirás. Recuérdalo.
Mihai asintió. Recordar era la palabra clave, y para ello tenía un
artefacto mágico. Sus pies lo condujeron hacia él, reposaba en una vitrina
junto a varios libros de mecánica que aún era incapaz de leer y comprender.
Los había colocado juntos, porque ambos significaban para él una meta:
Una dama y un saber.
Cogió el sombrero morado. Por más que se hallaba tras cristales, él lo
enviaba a limpiar cada tanto; estaba impecable. Lo hizo rodar entre sus
manos, eso le calmó los nervios. Sobre todo, lo ayudó a centrarse, a tener
presente que no eran las patadas en el trasero lo que lo motivaba. Eso era
darle demasiado poder a los villanos, a los crueles y despiadados. No…
ellos no fueron quienes lo propulsaron al cambio; fue la dama del sombrero
morado.
Mihai Vladislav había arribado a Londres con tan solo once años.
Provenía de la zona de los Cárpatos, al norte del Danubio. Había escapado
junto a sus padres de los conflictos bélicos, no tanto por las matanzas como
por el hambre que estas traían aparejadas. Aspiraban mejorar sus vidas en la
industrializada Inglaterra de la que todos hablaban. A veces, Mihai
agradecía que el tifus les hubiera impedido a sus padres ver sus sueños
marchitos. En Inglaterra el hambre estrujaba los estómagos igual que en los
Cárpatos. Ellos murieron en el trayecto, él sobrevivió para convertirse en un
huérfano más del sur de Londres. Eran tantos que conformaron una
pandilla. Cameron, James, Gorman, Louise y él. Inseparables. Eran
deshollinadores y, cuando el cuerpo mutó y les impidió pasar por las
chimeneas sin atascarse, consiguieron hacer dinero con trabajos esporádicos
y algunos robos menores. Fue bueno mientras duró… porque en 1854 el
cólera asoló la ciudad y James, Cameron y Louise perecieron. Gorman y él
se volvieron inseparables, las muertes dejaron vacantes por toda la ciudad y
ellos consiguieron emplearse en el ferrocarril.
Eso también fue bueno mientras duró… en especial, porque allí
conoció a la dama del sombrero. La mujer que extendió la mano hacia él
para salvarle la vida, sin importarle su esposo, sus perseguidores, incluso el
riesgo de ser arrasada por la misma locomotora. No… Ella extendió la
mano, le aferró con esta la vida, para luego abrazarlo dichosa de que en su
pecho aún latiera un corazón. Fue esa dama quien lo rescató del abismo.
Porque cuando una caldera del tren explotó y la tragedia se llevó consigo la
vida de Gorman —junto a la de dos obreros más— y lo dejó a él herido y
sin trabajo, fue el recuerdo de la mujer el que le aseguró: tu vida vale. Tu
vida y la de todos los trabajadores valen. No son desechables. No son
reemplazables. ¡Valen, valen, valen!
Mientras la fiebre de sus heridas lo hacían delirar, la remembranza de
ese rostro de mejillas con hoyuelos, de dientes desiguales, de ojos
aguamarina, lo amarró al destino. No fue la muerte, no fue el despido… fue
su abrazo el que consiguió que Mihai diseñara una caldera ochenta por
ciento más segura. Ese número lo había calculado Mason, por supuesto, él
no sabía más que sumar y restar.
La idea de la caldera vino a él entre sueños febriles. La fabricación de
la misma era imposible, ¿quién oiría las recomendaciones de un obrero
analfabeto?, ¿quién podía tomar en serio a un ignorante que decía: la
válvula debe ser de este grosor, indicando el tamaño con su pulgar e índice?
Solo un demente, un chiflado…
Solo Mason Green. El delirante artista de St. Giles.
Mason contaba con las herramientas, pues por ese entonces ansiaba
crear el famoso caballo de bronce de Leonardo Da Vinci. Con los
conocimientos de fundición aprendidos por Mihai en el ferrocarril y los
saberes matemáticos de Green, lograron construir el primer prototipo de
caldera. Mason se encargó de llevar a planos las ideas empíricas de
Vladislav y, con todos los ahorros que poseían, patentaron el invento.
Venderlo fue sencillo, al fin de cuentas, no solo las calderas eran más
seguras, eran más eficientes. A Mihai le irritaba tener que explicar en
términos de ganancias monetarias por qué su invento era bueno, ¿acaso no
alcanzaba con salvar vidas? Pero Mason lo animaba: Juega su juego y salva
tú las vidas.
A seis meses de su invento, estaban a tope de fabricación. Y eso era
una caldera cada dos semanas. Decir que no daban abasto era el eufemismo
del siglo, necesitaban industrializarse, dejar de producir de manera
artesanal. Lo cual requería inversores. Lo cual era, para un inmigrante de
origen pobre y analfabeto como él, una odisea mayor que hallar Atlantis.
—Las vidas de los obreros valen —se repitió. Regresó el sombrero a
su sitio y cerró el cristal.
—Eso es, muchacho, las vidas de los obreros valen, y tú le explicarás
a esos mequetrefes cuánto.
—¿No lo puedes hacer tú? —preguntó Mihai, víctima del
nerviosismo. Temblaba ante la expectativa de preguntas técnicas. Observó
los libros de mecánica, algún día los entendería, por desgracia, no sería esa
noche.
—Claro, si así lo deseas… Permíteme invocar al dios Mercurio, él
nos guiará…
—De acuerdo, iré yo —masculló. La sonrisa disimulada de Mason lo
delató. A veces estaba loco y otras jugaba a serlo. Cuando Mihai
consiguiera leer de corrido, le regalaría un ejemplar de «El príncipe» de
Maquiavelo, prometió para sí y regresó a sus meditaciones.
La mañana las había tomado por sorpresa con una invasora en el puesto,
pese a ello, no era un día perdido. El horario posterior al té de la tarde traía
consigo la máxima concurrencia. No solo las empleadas de las casas del
centro del Londres transitaban por los pasillos a cielo abierto del
mercadillo, también coincidían los empleados de las fábricas y los
trabajadores del puerto al terminar sus jornadas que, con un par de monedas
en los bolsillos, compraban alimentos para abastecer a sus familias, y por
qué no, darles un dulce placer. Las conservas de frutas que las mujeres
Cooper elaboraban bajo las indicaciones de Harper eran consideradas una
joya. Así como el pan caliente que vendía la señora Tracker a un par de
puestos de distancia, sus jaleas y conservas se agotaban en un abrir y cerrar
de ojos.
Estaban acostumbradas al conglomerado de gente, por ello siempre se
encontraban las tres presentes. Aunque, a veces, las seis manos no eran
suficientes, porque además de los posibles compradores, debían de lidiar
con los rateros.
La tos ronca de Harper puso en alerta a las mujeres Cooper. Ni bien
ambas le dedicaron su atención, esta les indicó con la mirada el posible
factor de peligro: una niña.
Una niña de no más de seis años, hurgando entre los frascos de vidrio
con su nariz como si fuese un sabueso. Cubrían las preparaciones con telas
empapadas de cera de abeja que, al entrar al contacto del calor de la mano,
se adaptaban a la abertura del recipiente, luego, se endurecían gracias a la
temperatura ambiente. De esa manera, las preparaciones quedaban al
resguardo del moho.
—Por más que lo intentes, dudo mucho que puedas oler lo que
contienen. —Hannah fue amable, disfrutaba mucho del asombro infantil.
Las calles de Mile End estaban sobrepobladas de niños, los que no
trabajaban, vagaban mientras sus padres lo hacían.
—No puedo olerlo, pero puedo imaginarlo —refutó la pequeña
alzando el mentón.
—Pues imagínalo lejos de aquí, niña. —Harper sacudió la mano para
espantarla, si la bravucona se comportaba como un sabueso, la trataría
como tal. Resultaba evidente que no tenía ni un penique.
—¡Harper! —reaccionó molesta Hannah. Su suegra se mantuvo ajena
a la situación, no se le daba tan bien sentir compasión dadas las
circunstancias actuales, sobrevivir el día a día era muy agotador para la
mujer—. ¿Sabes, qué…? —le dijo Harper a la niña, mientras miraba de
soslayo a sus compañeras de negocio.
—¿Qué? —respondió a la defensiva.
—No tienes ni que oler ni que imaginar... —La niña frunció el ceño,
Hannah rio—, no es necesario cuando puedes degustarlo. —Cogió un
frasco de conserva de higos, lo abrió ante la mirada expectante de todo su
alrededor y lo extendió en su dirección. Ella dudó, dio un paso hacia atrás,
por lo visto no estaba acostumbrada a los gestos de bondad—. ¿Te apetece?
—¿Qué quiere a cambio? —indagó con una expresión seria.
¡Cielo santo, definitivamente, no estaba acostumbrada a los gestos de
bondad! Las tripas de las tres mujeres se retorcieron. Lo disimularon muy
bien, tanto que ninguna reconoció el malestar en las otras.
—¿Acaso tienes algo para dar, chiquilla? —cuestionó Odessa solo
para oír su respuesta. El frasco ya estaba abierto, pues que lo disfrutara.
Más tarde hablaría con Hannah, haría que ese afán de beneficencia se
ahogara en un vaso de agua.
Hurgó en sus bolsillos, vestía como un niño, vestía la única ropa que
tenía. Expuso sus tesoros, una horquilla de cabello oxidada y un diminuto
trozo de pan a medio comer.
—¿Solo eso tienes? —carraspeó Harper.
—Eso, señora, es mi cena. ¡Tómelo o déjelo!
¡Joder con esa cría! Iban a llorar, estaban a un segundo de quebrarse
en lágrimas. Fue Odessa la que actuó, porque Hannah y Harper estaban
inmóviles. Le quitó el frasco de las manos a su nuera, abandonó su lugar,
rodeó el puesto y colocó en manos de la niña el frasco con higos en almíbar.
Mal hecho... muy mal hecho. Sin siquiera darse cuenta, Odessa dejó
desprotegida la caja en donde guardaban el dinero de las ventas. Una caja
que fue saqueada por una mano pequeña. Una mano cómplice de esa
perfecta actriz que, ahora, corría con el botín de higos. Tras ella, el otro
ladronzuelo.
—¡Maldición! —La primera en reaccionar fue Harper. Intentó
lanzarse a la carrera, pero su cuerpo fornido chocó con otro y cayó de
bruces al suelo.
Odessa estaba paralizada ante lo sucedido. Su cabeza barajaba un
sinfín de preguntas: ¿Acaso la chiquilla...? ¿De dónde demonios salió el
niño? ¿Les habían robado...? ¿En verdad les habían robado?
La única que permaneció inmutable y tranquila fue Hannah, tenía la
mirada perdida a lo lejos, el brillo suspicaz en sus ojos indicaba que
tramaba algo y esperaba el momento perfecto para la acción.
—¿No piensas ir tras ellos? —le reclamó Harper, al tiempo que se
incorporaba del suelo y sacudía su falda—. ¡Se han llevado toda nuestra
ganancia del día!
Sin esa ganancia no podrían adquirir más materia prima para la
elaboración. Sin esa materia prima no tenían qué vender. Sin nada para
vender estaban en la más completa ruina.
—Sí, solo necesito ver qué camino toman, por dónde se pierden...
—Pues, felicitaciones —agregó Harper al seguir la mirada de Hannah
—, ya se han perdido de nuestra vista.
—¡Exacto! —sonrió Hannah—, y se han perdido camino a un
callejón.
Quizás en otra vida fue cartógrafa, porque trazar mapas y rutas era su
gran habilidad. Desde pequeña lo hacía, de esa manera descubría las
madrigueras de los conejos y los tejones. Muchos de estos fueron sus únicos
amigos en la niñez. Resopló y carcajeó. Hannah también tenía cualidades de
sabueso como la traviesa ladronzuela.
—¡Voy a por ustedes! ¡Voy a por ustedes, pequeños bribones! —
sentenció entre dientes y se lanzó a la captura.
Desde el primer día en que llegó a Mile End hizo un diagrama mental
de las calles y recodos de la región. Si conoces cada centímetro cuadrado
del lugar que habitas, no puedes perderte, no puedes temer a nada, porque
estarás lista para lo que llegue. Hannah Renner de Cooper siempre debía de
estar preparada, el azar no tenía lugar en su existencia. Aprendió a fuerza de
frustraciones, primero con su padre y luego con su esposo. Las
contingencias de la vida no pueden tumbarte al suelo si te preparas. Si sabes
cómo recibir el golpe, no caerás, apenas sentirás el dolor.
Cual mapa del tesoro, halló lo que buscaba bajo unas tablas de
madera. Una gran abertura que permitía el ingreso a lo que parecía ser un
sótano abandonado. Todo el callejón lo estaba, puras ruinas, barro y restos
de basura putrefacta. Al caer la noche, lo habitaban maleantes y
mujerzuelas. Clavó los tacones en la tierra resbaladiza y, como si jugara en
la nieve con un trineo, se deslizó con el trasero.
Allí los encontró... solos. Y no eran dos, sino tres. El tercero no
alcanzaba la edad de un año. ¡Por los cielos! Contuvo las repentinas ganas
de vomitar cuando inhaló una bocanada de aire. Fue su arcada la que puso
en aviso a los ladronzuelos, hasta ese momento habían estado
completamente dedicados a la labor de engullir los higos con desesperación.
A la vez, trataban de alimentar al que era bebé con diminutos trozos.
El que se había hecho con las monedas se incorporó de manera
abrupta en cuanto notó su presencia. Alzó un palo de madera...
—Ni un paso más, señora, o le partiré esto en la cabeza. —Sonó a una
auténtica amenaza.
—Dudo que puedas hacerlo, te supero en altura y fuerza —respondió
Hannah con total calma.
—¡Póngame a prueba y verá! —agitó el palo desafiante.
—No me interesa ponerte a prueba, niño, solo quiero...
—¡Su dinero! —concluyó la niña—. ¡Eso es lo que quiere, Tobiah!
—¡Pues no lo tendrá! —sentenció él.
—Lo sé, no he venido hasta aquí por el dinero, he venido a ofrecerles
algo...
—¿Qué?
—Una comida caliente. Les apetece una, ¿verdad?
—¿A cambio de qué? —volvió a preguntar la niña.
—A cambio de una horquilla de cabello oxidada... —dijo con una
sonrisa de par en par en sus labios.
Recibió una sonrisa igual por parte de la ladronzuela. Su hermano
dejó caer el palo al suelo. Deseaban una comida caliente y estaban cansados
de luchar por todo. Tal vez, por una vez, podían rendirse y aceptar lo que les
ofrecían, ¿no?
Capítulo 4
Los ojos color miel de Mihai brillaron por la confusión. Luego por la ira.
De nuevo por la confusión. Leyó la carta de Felix Ward una vez más, sin
creer lo que allí estaba escrito. Mason no se hallaba en el despacho, puesto
que a la mañana el sol no acariciaba el recinto. Prefería en esos casos estar
en el taller, más ahora que lo había recuperado para sí.
Desde que Ward había invertido en las calderas de Vladislav, el
negocio crecía sin parar. Mihai no gastaba mucho ni le gustaba la
ostentación desmedida, aunque sabía que esta era necesaria para abrirse
paso en la burguesía. Demostrar el lujo adquirido despertaba el desdén de la
nobleza, sí, pero también su envidia. Deseaban tener lo mismo, y para eso
necesitaban pactar con ellos, los advenedizos. Él había aprendido a
aparentar sin salirse del presupuesto. Un atuendo cargado al pasear en
público; un nuevo escudo en su carruaje; caballos purasangres... El resto
prefería invertirlo hasta ver a su fábrica a tope. Un solo gusto personal se
había dado, el prometido: una casa a las afueras de Londres donde siempre
diera el sol. Por desgracia, no había puesto un pie allí desde que la adquirió.
Se lo debía a Felix Ward.
—Lo estoy entendiendo mal —se dijo, mesándose el cabello. Gruñó,
maldijo y se masajeó las sienes—. Sí, es eso. Me cuesta leer y lo estoy
entendiendo mal.
Hizo sonar la campanilla. Un muchacho joven se apersonó, rígido y
servil. Prefería otra clase de empleados, que lo vieran como un igual, pero
de esos casi no se conseguían. Debía elegir entre los regios y distantes o los
admiradores febriles. Entre los suyos tenía de ambos. Mihai no se decidía
cuáles lo incomodaban más.
—Señor. —Esperó la orden.
—¿Puedes ir a por Mason? Debe estar en el antiguo taller, dile que lo
necesito. Creo que son malas noticias. Si no es molestia, lo requiero con
cierta urgencia —finalizó. A cada palabra suya, el sonrojo del muchacho se
incrementaba.
—S-sí, de inmediato, señor. —Aguardó apenas unos segundos, Mihai
lo observó sin entender lo que esperaba de él.
El muchacho se puso rojo como un tomate por el bochorno. Dio
media vuelta, y sus talones por poco queman la alfombra al salir corriendo.
Vladislav tardó en comprender todos sus errores. Los enumeró, sin estar
seguro de si lo hacía para aprender la lección o para remarcar lo idiota que
le resultaban las normas.
—He preguntado si podía, en lugar de ordenar sin vacilación. He
comunicado el mensaje verbalmente, en lugar de extender una nota. He
compartido asuntos personales con la servidumbre al decirle que eran malas
noticias… —Exhaló, agotado. Nunca aprendería tantas sandeces. Bastante
con acostumbrarse a llamar a la campanilla en lugar de dejar todo para ir en
persona—. No puedo preocuparme por eso ahora —se dijo. Una inminente
migraña lo amenazaba—. Es más importante aprender a leer y comprender
lo que leo, mis empleados pueden seguir sonrojándose por mis errores todo
lo que les apetezca.
Regresó a la misiva de Ward. Negó con la cabeza. Se estaba
mintiendo. Comprendía a la perfección lo escrito, apelaba a su ignorancia
como una brisa de esperanza. Estoy entendiendo mal, estoy entendiendo
mal… En especial, porque no concebía que una noticia así fuese dada
mediante correspondencia en lugar de en persona. ¡Era una falta de respeto
que hasta él era incapaz de cometer!
Según palabras de Felix Ward, si su comprensión lectora no fallaba, el
hombre se había jugado las acciones de su empresa y… las había perdido.
Insistió en ser el equivocado: ¿quién haría semejante estupidez? Debía de
ser un error. Ward había apostado su dinero, eso sí era entendible, y, al
perderlo, necesitaba liquidar parte de sus haberes. ¡Parte!
No, eso no era lo que decía allí. Cerró los ojos, el enojo empezaba a
apoderarse de él como una planta trepadora. Su temperamento estaba al
borde de la explosión. No se consideraba un hombre impulsivo, al menos
no como otros que había conocido; de hecho, detestaba la violencia; pero,
¡maldición!, Felix Ward lo desafiaba.
Mason atravesó el umbral. Estaba sucio, desarreglado. Las
inversiones de los últimos meses les habían permitido a los socios dejar el
viejo taller. El mismo regresaba a las tareas que supo ocupar: la creación de
las supuestas obras inconclusas de Leonardo Da Vinci. Green también había
regresado a ellas, y Mihai no le reclamaba en absoluto su falta de
compromiso con las calderas. Por el contrario, seguía agradecido por haber
creído en él cuando nadie más lo hizo.
—¿Qué sucede? —preguntó el hombre.
Mihai le extendió la misiva, sin elevar la vista del centro de su
escritorio. El simple acto de mover la cabeza le provocaba una punzada en
la sien. Mason cogió el papel, leía de corrido e interpretaba no solo lo
escrito, sino también lo sugerido. Sutilezas que a Vladislav se le pasaban
por alto.
—No son necesariamente malas noticias —dijo. Dejó la carta sobre la
mesa.
—¿No? —El más joven al fin elevó la mirada. Debió contener las
náuseas—. Entonces leí mal… —completó, con cierto alivio.
—Lo dudo, has leído correctamente. Solo que, como es costumbre en
ti, ves el vaso medio vacío.
—¡Me cag…!
—El vocabulario, jovencito —lo reprendió Green, antes de que
rematara su exabrupto.
—¿Recórcholis? —masculló, entre dientes apretados—, ¿así es mejor
para tus sensibles oídos, Mason? ¡Cómo demonios van a ser buenas
noticias! ¡Perdimos a nuestro inversor!, a nuestro único inversor.
¡Maldición, Mason!
—¿Has finalizado con tus suposiciones y palabras malsonantes?
—No, no lo he hecho. —Se puso de pie. El despacho dio vueltas a su
alrededor, pensó que se desmayaría—. Siento que no te tomas esto en serio.
Al fin estábamos a un paso de conseguir instaurar nuestras calderas en el
mercado ferroviario. ¡Sabes lo que eso significa para mí!
—Esto es solo un traspiés —intentó Mason. En vano.
Mihai barrió con su brazo el escritorio. El trabajo de meses salió
disparado por los aires. El tintero se derramó, la pluma mecánica se
desarmó. El caos fue monumental.
Mason se mantuvo impasible.
—¿Ahora sí has terminado? —insistió. Los ojos encendidos de Mihai
se fijaron en él y, por primera vez, le temió. El tono miel de su iris no
parecía tal, lucían amarillos, como los de una fiera. Como los de los mitos
ocultistas de las tierras de las cuales provenía—. D-debes aprender a
controlar tu temperamento —La voz le tembló un poco—, no dejes que la
ira te domine. Domina tú a la ira. Inhala en tres, exhala en seis.
—Mason… —amenazó.
—La última vez que dejaste aflorar a tu temperamento, ofendiste a un
vizconde, ¿recuerdas? Y la consecuencia fue la inversión de Felix Ward.
Somos las decisiones que tomamos.
—¿Me estás diciendo que es mi culpa, ¡mi culpa!, que el zoquete de
Ward haya apostado las acciones de mi empresa?
—De su empresa también, es la definición de accionista, Mihai.
—¡Me cag…!
—Los insultos, jovencito, los insultos.
Mihai le hizo caso. Inhaló en tres, exhaló en seis. No por buscar su
equilibrio, sino para no matar al único socio que le quedaba. Se preguntó a
cuál dios debía invocar si requería serenidad. Pensó en las palabras de
Mason, en su último exabrupto. Y halló la respuesta. Sí, había enfurecido al
vizconde, pero… cuando se disculpó con la vizcondesa, se ganó sus
favores.
Le había enviado un ramo de rosas, sin entender el código de las
flores. Él solo eligió las rojas porque le parecieron las más bonitas. Y caras.
Necesitaba impresionarla si deseaba su perdón. Vaya sorpresa se llevó
cuando recibió la respuesta de la mujer: una invitación a tomar el té. Y más
sorpresivo aún, llegar y encontrarse que la vizcondesa les había dado el día
libre a los sirvientes y aguardaba a por él en salto de cama de satén.
Desde entonces mantenían una relación discreta, sin ataduras. La
indiscreción les costaría alto a los dos, lo que hacía al asunto seguro para
ambos. Mihai le haría una visita, desahogaría en el cuerpo de la dama toda
la frustración y regresaría renovado. Quizás, así, vería el maldito vaso
medio lleno del que hablaba Mason.
—Me marcho… —sentenció.
—Lo dudo. —Green rebuscó entre el desorden y dio con otra misiva.
Una nota, para ser exactos. Caligrafía delicada, sin sello y con una demanda
entre líneas.
—¿Qué es eso?
—Tu nuevo accionista. —Se la extendió—. Un aviso de que se
presentará en unas horas para acordar el pago de sus ganancias. —Al ver la
reacción de Mihai, Mason se apresuró a agregar—: Has logrado refrigerar
una caldera, busca una válvula para tu carácter o explotarás.
—¡Había hallado mi válvula! Pero ahora debo aguardar a la visita
de… ¿de quién? —Cogió la nota. No había firma. Se dejó caer en la butaca
detrás de su escritorio, rodeado del desorden que él mismo creó—. ¿Sabes
lo que eso significa?
—Sí, que no perdió su apuesta en un salón de caballeros. Lo hizo en
una casa de juegos de mala reputación.
—¿Aún ves el vaso medio lleno, Mason? No concibo lo sucedido —
expresó, resignado—, no concibo que valoren tan poco su vida como para
jugarla en una partida de naipes. ¿Acaso no entienden el significado del
trabajo?, ¿las familias que dependen de ellos? ¿Cómo pueden apostar hasta
las esperanzas? Nunca seré uno de ellos, y nunca antes me sentí tan dichoso
por eso. Nacieron con suerte y creen que siempre los acompañará…
—Y ese es tu vaso medio lleno, Mihai. —Mason le despeinó los
cabellos, lo trató como el niño que, en el fondo, todavía era. No alcanzaba
la treintena. En sus veintinueve vueltas al sol, pocas veces vivió, tan
ocupado en sobrevivir—. Te has quitado de encima a un mequetrefe, a un
hombre que invirtió en tu proyecto no porque creyera en él, sino porque lo
vio como una apuesta arriesgada más. Ahora eres libre de él, ¿no es ese un
golpe de suerte?
—No.
—Mihai…
—No lo es. Para pagar, debo liquidar parte de los activos. Eso implica
posponer las inversiones calculadas, vender maquinaria que no sé si podré
volver a comprar, reducir la fabricación a la mitad, incluso dejar personas
sin empleo… —Se puso de pie, abrió la vitrina, cogió el sombrero morado.
Ella… ¿qué haría ella?, aferrarse, abrazar—. Una vez que este fracaso se
convierta en rumor, encontrar nuevos inversores será más complicado de lo
que ya es. No, Mason, no veo el vaso medio lleno. —Regresó el sombrero a
su sitio y se dispuso a ordenar. No llamaría a un empleado. Él arreglaría su
propio caos, como había hecho siempre.
Las manos de Mason Green se sumaron a la tarea.
—No estás solo —le recordó—. No estás solo, jovencito.
A veces era mejor estarlo, pensó. Así nadie salía herido por sus
errores.
Eran contadas las ocasiones en las que Mihai tomaba decisiones basadas
solo en su intuición. Mason le solía recomendar hacerlo, oír la voz interior,
seguir las señales. Mihai le temía a eso, en parte porque le generaba
inseguridad, y en parte porque todo lo que no fuese racional inclinaba el
platillo de los prejuicios a favor de quienes lo discriminaban por sus
orígenes.
Un debate sin fin.
Mason entonces apelaba a que el problema era no conectar con sus
orígenes. Renegar de ellos, como si algo malo se escondiera en haber
nacido en los Cárpatos. Y él respondía que por algo habían huido sus
padres. Y Mason… Y él… Y Mason… así hasta el alba.
La cultura de Mihai estaba repleta de mitos, creencias y folklore. Las
corazonadas tenían el mismo peso que la superstición. Si se guiaba por
instinto, perdería el ya de por sí escaso respeto de sus pares. Sin embargo,
con Odessa Carrington, sus tripas le habían gritado que pisaba sobre seguro.
Esa mujer escondía algo, esa mujer no vendería sus bonos a cualquiera; la
dama en cuestión protegía a alguien más, y ese alguien no deseaba salir de
las sombras. De todos modos, Mihai necesitaba respaldar con pruebas
fehacientes sus pálpitos. Era lo que lo diferenciaba de los malditos
jugadores que apostaban a los dados la suerte de sus vidas.
—Por supuesto debes averiguar quién es esa mujer —insistió Mason.
Mihai elevó una ceja, contuvo la sonrisa. Mason estaba obsesionado
con Odessa, nada tenían que ver los negocios en el asunto. Según el
hombre, la dama era perfecta. Sin importar las canas, las arrugas o el cuerpo
algo entrado en carnes. La belleza que poseía era indiscutible en términos
matemáticos. El equilibrio de sus facciones, la proporción en sus medidas…
Mihai recordó a la dama del sombrero violeta; era ella el patrón de
belleza con el que comparaba, injustamente, a todas las mujeres a su
alrededor. Le importaban un bledo las proporciones e irregularidades. La
nariz demasiado pequeña, casi se perdía entre los pómulos tan marcados y
con los hoyuelos no posicionados con exactitud. La sonrisa era más elevada
en una comisura, la izquierda. Y sus dientes no eran parejos, aunque de una
blancura admirable. Que los artistas y los dioses buscaran la perfección, él
prefería la terrenal imperfección.
—Voy a averiguar quién está detrás de esa mujer, ella no puede
importarme menos —respondió solo para molestarle.
—No tienes alma. Según el folklore de tus tierras, cuando mueras,
tendremos que arrancarte el corazón, incinerarlo y usar las cenizas para
curar a los enfermos. —Mason negó con la cabeza, su socio y pupilo se
estaba perdiendo en el afán de convertirse en los demás. En un ser sin
identidad, fabricado como se fabricaban las ruedas de los carros: todas
iguales—. Recuerda esto —le dijo mientras seguía los pasos de Mihai. Él
más joven se colocaba el abrigo y el sombrero en simultáneo. Gastar un
segundo de más parecía una herejía en la vida del reciente empresario—,
has seguido tu corazonada con esa mujer y el resultado será mejor que
cuando solo usas el cerebro. Ya lo verás, me tendrás que dar la razón.
—Vale. Si eso te hace feliz…
—No seas condescendiente conmigo, jovencito —lo reprendió con
dureza.
—Lo siento, pero al menos reconoce que puedes ser un poco irritante.
Un día me dices que controle el temperamento y luego, que me guíe por las
emociones.
—¡Por las emociones no!, por la intuición. No es lo mismo…
Mihai suspiró, aunque su amigo lo irritara como nadie, era su persona
preferida en el mundo.
—Mason, sé que tienes buenas intenciones, pero estoy hasta la
coronilla de ser un bruto. Seguir la intuición puede ser un lujo que se den
aquellos que han develado por completo los misterios de la razón, que han
llegado al límite de lo explicable. Yo… yo soy un bruto.
—Puedes pulir un cristal o un diamante para que brille más, esa es
una verdad irrefutable, pero tú no eres un cristal. Así que recuerda muy bien
mis palabras… Cuando algo brille de dentro de ti, ten por seguro que es
genuino.
Mihai tocó la copa de su sombrero a modo de saludo y lo dejó con la
palabra ganadora en los labios.
***
Sentada con las piernas cruzadas, en medio de la gran cama, con un libro
inmenso abierto en su regazo y la expresión dolorosa de alguien que no
entiende lo que lee. Así la halló Odessa esa mañana. Hannah no había
bajado a desayunar y, según le había sonsacado a Greg —ardua tarea
porque Greg era más leal a la señorita Renner que a su propio jefe—, la
muchacha había bajado al alba, se había preparado un magro desayuno con
té y pan y se refugió en la habitación. La expresión agria del empleado le
dio a entender que la contraparte del asunto, Mihai, no estaba de mejor
humor y, por supuesto, el muchacho culpaba a su jefe. ¿Cómo podía ser la
dulce Hannah la responsable?, si era un ángel.
Las apariencias engañaban, y tanto Harper como ella sabían cómo era
la muchacha cuando su temperamento le jugaba una mala pasada.
Orgullosa, terca y con una dosis de negación.
—Permiso —asomó la nariz por la puerta, al ver que estaba vestida,
entró—. Me preocupaba que te sintieras mal.
—Estoy bien. Solo necesitaba un poco de soledad.
—Para mujeres a las que la soledad nos sobra, esa declaración me
preocupa. —Miró el decorado, era la habitación más linda de las tres. No le
sorprendió que el señor Vladislav hubiese tenido esa deferencia con su
nuera. Había notado varias cosas más. La forma en que la observaba cuando
ella estaba distraída, cómo la desafiaba cuando se cerraba a él. Era como si
se conocieran de antes y a ninguno de los dos les gustara lo que la vida
había hecho con ellos.
—Ya se me pasará —fue la escueta respuesta.
—Tienes trabajo, así que, que sea pronto.
—Dudo que el señor Vladislav me haya llamado, es más, tal vez
tengamos suerte y decida dar por terminado el trato.
Bien, pensó Odessa, entonces es enojo. Mutuo enojo. De todas las
posibilidades, era la mejor. La prefería a la nostalgia o a la derrota. Con la
energía de la ira se podía alimentar un motor.
—Veo que estás muy concentrada en… —Asomó su cabeza por
detrás del hombro de la joven—. Fuerza de palanca. Una lectura fascinante.
—Las únicas lecturas que hay en esta casa. Créeme, busqué. Esperaba
al menos hallar libros de arte del señor Green. Supongo que los tendrá en su
habitación. En el despacho solo estaban estos. —Lo hizo a un lado, le echó
una última mirada. No entendía nada. Ahora estaba enojada y frustrada,
vaya combinación.
—¿Qué sucedió con el señor Vladislav?, ¿por qué estás enojada con
él? —Odessa se sentó sobre el colchón. Su nuera se incorporó y deambuló
por la habitación de punta a punta. El ruido del crespón irritaba los nervios
de la matrona, pero tuvo el tino de callar.
Hannah le refirió los asuntos de la tarde anterior. Odessa solo asentía
en silencio. Intentó no sonreír ni hacer muecas, algo complicado en ella. El
sarcasmo era su herramienta para manejar el dolor. Hannah utilizaba otras,
el trabajo y la negación. Por una vez tendrían que dejar salir el dolor y
mirarlo de frente, en lugar de taparlo.
—Entonces, ¿estás enojada con la vizcondesa de Falmouth por fallar
en su voto matrimonial? —preguntó. Hannah se detuvo en seco, la enfrentó.
—¡No!, no con ella. Todos sabemos cómo es el vizconde —dijo,
ofuscada—. La casaron a los dieciséis con él, y… ¡oh, ese hombre!, no ha
disimulado ni una de sus queridas. ¿Sabías que en una temporada se
presentó en el teatro con su cortesana?, mientras la vizcondesa traía al
mundo a su hijo y heredero. ¡Su hijo y heredero!, él se paseaba con otra
mujer y, como si eso fuese poco, hacía bromas respecto a lo gorda que
estaba la vizcondesa. ¡Claro que no la juzgo! No es que vaya a conseguir el
divorcio, ¿verdad?
—No, querida. Nadie le daría el divorcio. De eso no se habla en
nuestras esferas. Pero, si no la juzgas a ella…
—¡Él!, involucrarse con una dama casada…
—Mira, si los rumores son ciertos, más que involucrarse, lo adecuado
sería decir que cayó en la trampa de la dama… —bromeó Odessa. La
broma no fue bien recibida.
—Claro… porque Mihai es un pobre corderito que no sabe lo que
hace.
—¿Mihai?
—¡El señor Vladislav! —se corrigió.
—Te estás sonrojando, Hannah. ¿Un poco de agua? —Odessa se puso
de pie, vertió agua en un vaso y se lo alcanzó—. Entonces, déjame que
ponga en orden los puntos. El señor Vladislav tiene, o tuvo…
—Tiene —insistió Hannah.
—O tuvo un amorío con una mujer casada, no nos olvidemos que los
amantes le duran una temporada a la vizcondesa. Retomando el asunto, no
juzgas a la mujer, pero sí al hombre.
—Suena a que lo defiendes —se enojó Hannah.
—No lo hago. Pienso que está mal, al igual que tú. Pero lo cierto es
que me importa muy poco con quién se relaciona el señor Vladislav. Dime,
querida, ¿a ti te importa?
—¡No! —chilló.
Odessa se dio vuelta, o Hannah vería su sonrisa irónica.
—Porque dudo que encuentres cualquier otra relación aceptable. Si en
lugar de una mujer casada, se relacionara, no sé… con una damita soltera,
¿te parecería eso bien?, ¿apropiado? —indagó la matrona.
—Le arruinaría las posibilidades de un buen matrimonio…
—Claro. Entonces solo le quedarían las cortesanas, ¿verdad? Pagar
por los servicios de una dama…
—¡No, Odessa!, por favor. Ya hemos visto cómo viven esas mujeres,
a las tempranas edades que mueren.
—Y probablemente él también. Vivió en los barrios bajos más tiempo
que nosotras —expuso Odessa—. Por lo tanto, según estimo, al señor
Vladislav le restan dos posibilidades para congraciarse contigo…
—No necesita congraciarse conmigo —remarcó Hannah. Odessa la
ignoró.
—O ser un monje entregado al celibato o…
—¿O?
—O una viuda.
—Odessa… Sabes que te aprecio, pero estás a una palabra de
empujarme a una situación horrible. No quiero decir ni responder algo
doloroso.
—Tendrías que hacerlo. Con el señor Vladislav no te contienes.
Además, he llegado al punto que quería, cariño. No estás enojada con el
hombre. Estás… —Elevó la mano, como si le diera el pie a ella para entrar
al escenario y completar la oración.
Hannah cerró los ojos, la tensión se fue aflojando de cada músculo
facial hasta al fin dejar ir el aire, rendida.
—Decepcionada. Estoy decepcionada…
—Bien. Eso está mejor. Y ahora es cuando reconoces que solo una
clase de persona puede decepcionarnos…
—Aquella en quienes teníamos expectativas —reconoció.
—Y tú tenías expectativas en el señor Vladislav porque…
Hannah se sentó de nuevo en la cama. Cogió el libro de física,
observó el dibujo de la palanca e intentó comprender la explicación de las
fuerzas que formaban parte del sistema.
—No te lo he dicho, Odessa, pero el señor Vladislav es el hombre del
ferrocarril.
—¿Qué hombre de qué ferrocarril? Trabajó allí, eso lo sé…
—Me refiero al hombre que casi mata Matthew cuando lo perseguían
los prestamistas, esa tarde que estaba conmigo.
—¡Oh! —exclamó Odessa y se dejó caer junto a su nuera—. Entonces
sí te conoce —agregó en un murmullo apenas audible. Hannah no lo oyó,
siguió con la atención puesta en la fórmula matemática.
—Esos son sus orígenes, y mira ahora. —Abarcó el espacio a su
alrededor con las manos—. Mira todo lo que ha logrado. Apenas sabe leer,
no se comporta en la mesa, no consigue tener una conversación educada y,
sin embargo… mira —insistió—. Mira —repitió, señalando la maldita
fórmula que ella no comprendía.
—Es admirable.
—Lo es. Y puedo entender este —gruñó—, este chantaje al que nos
somete, Odessa. Lo comprendo. Nosotras nos hemos visto en una situación
desesperada, teniendo que romper las reglas. ¡Yo misma me vestí de
hombre! Cuando las reglas las escriben los mismos que nos oprimen,
saltárselas es la única alternativa. Pero…
—Una amante derriba la imagen de perfección que construiste de él.
¡Dios nos libre!, ¿acaso el señor Vladislav es humano?, ¿es un hombre de
carne y hueso con errores como todos?
—Odessa… —masculló.
—Cariño —Posó la mano sobre la de ella, le dio una suave palmada
—, sigues buscando el caballero con el que nos han hecho soñar de joven,
ese de los folletines y cuentos de hadas. Y mientras sigas buscando un
caballero, todos los hombres te decepcionarán, ninguno estará a la altura de
tus expectativas.
—Todos los hombres me han decepcionado hasta ahora.
—No conoces tantos, querida, tú no eres la vizcondesa de Falmouth.
Las dos rompieron en risas. Hannah se cubrió el rostro con un cojín.
—Los caballeros no existen, Hannah —retomó Odessa,
incorporándose—. Existen los hombres, humanos, defectuosos,
imperfectos. Al igual que lo somos nosotras. Es fácil racionalizar por qué
nos agrada una virtud, pero cuando nos empezamos a preguntar por qué nos
agrada una sombra… Oh, ahí estamos en serios problemas.
—Yo estoy a salvo. —Se quitó el cojín del rostro.
—¿Entonces, de qué te escondes?
—No me escondo. —Para demostrarlo, cogió el libro, lo cerró y se
dispuso a abandonar la habitación—. Solo me tomaba un descanso para la
lección de la mañana.
—Sí, claro, cómo no —murmuró Odessa, y la sonrisa sarcástica
regresó a ella. Estaba en lo cierto, mientras no fuera nostalgia y desánimo,
todo lo demás podía utilizarse como combustible para la acción. Incluso la
negación de los sentimientos más evidentes.
El baile inició para los más jóvenes. Hannah, al ser una matrona, se
encontraba en un rincón, con una copa de ponche en mano y la mirada de
águila puesta en el decoro de las jovencitas. Apenas recordaba su
presentación en sociedad, la inocente alegría ante la invitación de un joven
de buena familia. Los hombres estaban en el salón de caballeros, fumando
puro, bebiendo coñac y pactando negocios. Hannah no podía entrar, su
osadía tenía un límite.
La cena, en términos protocolares, fue un desastre. Todavía portaba
una sonrisa incómoda en los labios, y por qué no admitirlo, divertida. El
vahído de la condesa merecía ovaciones. La mujer le caía bien y, para su
sorpresa, la vizcondesa también. Alguien le había susurrado el nuevo rumor,
su acompañante de temporada era un cantante de ópera, cuya voz hacía a
las mujeres tocar el cielo. ¿Solo su voz?, comentó otra, y rompieron en
risas. A Hannah le resultaba difícil no sumarse a ellas, disfrutar de sus
conversaciones banales. No podía evitar recordar que en breve regresaría a
los bajos fondos y que su vida acomodada era cosa del pasado. Pasó de ser
señorita a señora pobre, a viuda aún más pobre. Los cotilleos picantes, las
reuniones de damas, se hallaban a millas de ella.
—¿Un baile, señora Cooper?
Hannah se volteó hacia la desconocida voz masculina. Le brindó una
de sus cordiales sonrisas y negó con la cabeza.
—Lo siento, no bailo. —Se señaló el atuendo como respuesta. Aún
soy una viuda—. Y, por cierto, no hemos sido presentados. —Buscó por
encima del hombro masculino a la condesa, con el fin de conseguir una
presentación formal.
—No es necesaria una presentación entre nosotros, señora Cooper. Sé
todo sobre usted, excepto dónde se ha escondido todos estos meses.
—¿Disculpe? —Los colores abandonaron el rostro de Hannah.
—No, señora Cooper, no la disculpo. No se me conoce por ser
magnánimo. —Extendió su mano—. Soy Sir Ellis Patel, pero usted me
conoce como su acreedor.
Hannah por poco se desmaya, él la sostuvo en un ademán disimulado.
Nadie a su alrededor les prestaba atención, al fin de cuentas, eran una viuda
recatada y un renombrado Sir.
—Señor Patel, casi tengo el total de su dinero —balbuceó. Le costaba
hablar.
—Casi el total no es suficiente. Pero eso no me preocupa, veo que
ahora se rodea de personas con mejor patrimonio que su difunto esposo. —
Los ojos del prestamista fueron hacia la puerta del salón de caballeros. En
ese instante se abrió, la figura de Mihai se recortó tras el umbral, en
compañía del señor Sheep.
El miedo de Hannah se disipó al instante, o quizá fue reemplazado
por un temor mayor, más visceral. El pánico ante la idea de que Sir Patel
pusiera sus sucias manos encima del señor Vladislav.
—No se atreva —siseó entre dientes apretados. Los ojos aguamarina
destellaron odio hacia el señor Patel.
—¿O qué?
—O saldrá perdiendo usted. —Hannah abrió su bolso, extrajo el vale
bancario que Mihai le había entregado esa misma tarde. Patel intentó
hacerse con él, Hannah lo alejó justo a tiempo y lo regresó al bolso—. No
soy tan estúpida, se lo daré cuando firme el libre de deuda.
—Creo que sí es estúpida, o debo recordarle cuán fuertes son mis
hombres…
—No es necesario, lo tengo bien presente, y por eso los mantendrá
bien lejos de Mihai.
—¿Así que Mihai? —El hombre dibujó una sonrisa lobuna. El deseo
de patearle los testículos hizo temblar cada rincón del cuerpo de Hannah.
—El señor Vladislav. Usted se mantendrá alejado de él, y yo le pagaré
todo lo reunido hasta el momento. Este vale, y varias libras más. Solo le
adeudaré cincuenta libras, que negociaremos en un nuevo plazo.
—¿Se piensa que tiene derecho a negociar?
—¿Puso atención a la conversación en la cena? —preguntó ella, el
valor le nacía del miedo a que Mihai corriera la suerte de Matthew. No
soportaría la idea.
—Muy interesante…
—Y muy educativa. Un obrero enojado es un obrero despedido.
Muchos obreros enojados son una huelga. Todos los obreros enojados, una
revolución.
—¿A qué quiere llegar? —gruñó el hombre.
—A que, si me mata por el total de mi deuda, los demás deudores se
asustarán. Si me mata por cincuenta mugrosas libras, los demás deudores
sabrán que usted es un demente, cruel, y se volverán hacia usted.
—Nadie tiene que saber el monto por el que la mato…
—Oh, eso. —Elevó su copa, contuvo el temblor de su mano e hizo el
intento de resonar una cuchara sobre el cristal para llamar la atención de los
presentes. El señor Patel la detuvo antes de que nadie lo notara—. Hombres
como usted pueden acallar la conciencia, pero todos somos presos de la
reputación, ¿verdad? Nadie aquí sabe quién es usted en realidad, nadie sabe
que sus negocios nada tienen que ver con inversiones inteligentes, me
pregunto cuántas puertas se le cerrarán si se enteran.
—Sabe que está jugando con fuego —amenazó.
—Usted ha presionado demasiado, señor Patel. Ese fue su error. Me
ha amenazado con la muerte y las de mis seres queridos, ¿qué resta
después?, ¿con qué más puede amenazarme?, ¿dolor, hambre? —Dejó ir
una risa amarga—. Estoy lo suficientemente desesperada como para solo
pensar en cuántos arrastro conmigo a la desgracia. Ha oído al señor
Vladislav, de momento, pido derechos y justicia, tema cuando pida
venganza… —Al ver que Pavel la observaba en silencio, continuó—: Le
pagaré lo que tengo, negociaremos un nuevo plazo para las cincuenta libras
restantes. Usted se queda con el dinero, yo con la libertad, y todos felices.
Si me mata, no tendrá el dinero; si mata a alguno de los míos, no tendrá el
dinero; si no acepta el trato… no tendrá el dinero. ¿Qué prefiere, un cuerpo
más flotando en el Támesis o miles de libras en su bolsillo?
—Mañana sin demora me pagará lo que tiene —accedió Pavel.
—Búsqueme en mi casa de Londres… En Mile End, allí me estuve
escondiendo.
—Si huye, sabré dónde encontrarla. —Hizo un ademán hacia Mihai.
—Esa es su prueba de que no huiré.
Se alejó de él y fue al encuentro de Mihai. No era correcto que una
viuda danzara, pero no le importó. Ella no era una dama y él no era un
caballero. Eran hombre y mujer.
La mano de Mihai le entibió la espalda. La suya se aferró a su hombro
y deseó permanecer así por siempre. Su madero en altamar. Las miradas
fijas, las promesas mudas y el anhelo irrefrenable de un beso que nunca
tendría lugar. Una última noche, de cuentos de hadas, antes de que su
carruaje volviera a ser calabaza.
Capítulo 16
***
Era muy temprano para beber. Mihai lo sabía. Mason también. Las
intenciones del señor Green de buscar motivos tras la huida de Hannah y los
suyos murió tras el primer gruñido de su pupilo.
—Todos somos jugadores en el amor —dijo, algo borracho—. Y
todos afrontamos nuestras pérdidas de igual modo. —Elevó el vaso repleto
de whisky.
Mason se sirvió una medida de ginebra, chocó los cristales y se sentó
a su lado.
—Brindemos. No solo por los amores perdidos —agregó. Su musa se
había marchado también, dejándolo vacío de toda inspiración—. También
por estar vivos. Porque mientras lo estemos, siempre nos podremos echar
otra apuesta…
La risa amarga de Mihai resonó en el salón.
—Hazlo tú, si eres masoquista. A mí no me queda banca…
***
El silencio era pesado en Mile End. Incluso Lexi limitaba sus balbuceos y
risas. Harper mantenía a raya sus comentarios, pero hizo uno que le sacó
una leve sonrisa a Hannah:
—Ya ves, hay que aprovechar de los hombres cuando se los tiene al
alcance, al menos hay sobre qué llorar.
Odessa rodó los ojos sin agregar nada más. Los corazones rotos
tardan en sanar y, a veces, no cicatrizan nunca. Pero el tiempo tiene la
capacidad de apaciguar todas las desgracias y engrandecer todas las
victorias. Con los años, Hannah recordaría con dicha los meses en la casa
de Vladislav y arrojaría al olvido las penurias tras su separación. Mientras,
los problemas urgentes golpeaban la puerta. Literalmente. Unos puños
impactaron sobre la madera; por la fuerza empleada, no se trataba de Sybill.
La única esperanza hubiese sido un furioso señor Vladislav, algo que no
sucedería.
Hannah estaba en lo cierto, Mihai pensaría lo que ella lo llevó a
pensar. Un abandono con un botín en su bolso, un escape veloz sin
despedidas ni explicaciones.
Harper se interpuso entre sus amigas y la puerta; con su cuchillo de
cocina en mano, bajó el pestillo. La figura de Wilkinson, el matón de Sir
Patel, se recortó bajo el umbral.
—Señoras Cooper, Harper… —Miró a los niños y les regaló una
sonrisa cariada. Tobiah se lanzó sobre él, Odessa y Hannah lograron atajarlo
antes del impacto—. Veo que se han conseguido un guardaespaldas. Acorde
al presupuesto —agregó con saña. Entró en el apartamento como dueño y
señor, se sentó en una silla libre y puso los pies sobre la mesa—. Me han
dado muchos dolores de cabeza. Si por mí fuera, estarían en el Támesis;
después de entretenerme un buen rato con ustedes.
—¿Terminó con sus amenazas vacías? —preguntó Hannah, con
fingido valor. Temblaba por dentro, solo por dentro. Cogió con una mano a
Odessa, con la otra a Harper y entre ellas formaron un escudo entre el
hombre y los niños—. Usted es un perro adiestrado de Sir Patel, no hará
nada que él no le permita hacer. Porque quien goza de impunidad es el gran
caballero —explicó. La ironía tapaba el pavor—. Usted iría directo a la
horca por desafiarlo.
—El gran caballero también se está cansando de usted. Me dijo que
le recordara que, si usted no paga, el señor Vladislav lo hará… —La sonrisa
de Wilkinson perdió cierto valor. Hannah supo por qué, Mihai significaba
en los bajos fondos un atisbo de esperanza, de que se podía salir de la
miseria. Matarlo era matar la fe de personas que se sometían a los de arriba
por algunos peniques mal pagos.
—¿Lo ve por aquí?, ¿cree que al señor Vladislav le importamos? ¡Por
favor!, de ser así, todos mis problemas estarían resueltos. —El dolor la
laceró tras la declaración, los ojos se le cristalizaron.
Wilkinson pensó que se debía a la decepción por no haber recibido
ayuda de su amante, jamás imaginó que alguien amara tanto como para
protegerlo incluso a desmedro de su propia suerte.
—Lo que no veo por aquí es la paga.
—Y yo, el libre de deuda.
Wilkinson abrió la chaqueta y extrajo un papel. Lo puso bajo los ojos
de Hannah, lo retiró rápidamente cuando esta intentó cogerlo.
—Su parte —demandó el hombre.
Hannah fue a la habitación, levantó el colchón y de un improvisado
sobre de tela extrajo el vale de Mihai y todas las libras, chelines, peniques
ahorrados hasta el momento. Los apoyó con resignación en la mesa de la
cocina. Wilkinson hizo como si los contara.
—Sé que no sabe contar, señor, no se moleste con esta farsa. Si no
está allí lo acordado, no me salvarán de su jefe ni los jinetes del apocalipsis.
—Es bueno que sea consciente de ello. Por cierto, le dice que tiene
una semana para lo restante, ni un día más. Y me pidió que le preguntara,
¿cuántos dedos necesita para trabajar?, porque si no le paga, no la lanzará al
Támesis, le arrancará dedo a dedo, y luego verá con qué sigue.
—Su jefe sí que sabe tratar a una dama, siempre he admirado el fino
arte de ser un caballero —siseó, irónica.
Wilkinson se puso de pie, se encogió de hombros y fue hacia la
puerta. Un arrebato de humanidad lo hizo detener.
—Trate de conseguir lo que resta, señora Cooper. De verdad, no me
agrada torturar mujeres.
—¿Hombres sí?
—Algunos se lo merecen.
—Su jefe se lo merece…
Wilkinson se estremeció. Sin responder, abandonó el apartamento. Ya
estaba hecho, tenía oficialmente los días contados.
—¿Qué haremos ahora, querida? —Odessa la abrazó—. Yo puedo ir a
las fábricas a bordar, y Harper puede regresar a una gran casa a cocinar…
—Yo puedo trabajar —dijo Tobiah—, puedo robar, no es pecado si la
causa es noble —se defendió.
—Nadie va a robar. Trabajaremos… trabajaremos duro…
—Cincuenta libras es más de lo que ganan tres empleados en una
fábrica, ya has visto cómo se desmayó Greg al oír que cobraría ochenta
libras en un año. ¡Un año!, nosotras tenemos una semana… —Harper
desesperó.
—Iremos al mercado… —dijo, Hannah.
—Las conservas nos dejan apenas para sobrevivir.
—Lo sé, pero teníamos un comprador, ¿recuerdan?, alguien que nos
vaciaba el puesto todos los días. Debemos hallarlo, le pediremos a esa
persona el dinero y trabajaremos hasta cubrirlo con intereses. Yo negociaré
con quien quiera que sea.
—No sabemos quién es, no sabemos si estará en el mercado a nuestro
regreso…
—Tenemos que intentarlo.
—¿Y si no?
Hannah cerró los ojos. No tenía siquiera un penique para regresar a
las mesas de apuestas.
—Algo se me ocurrirá —respondió con más fe que certezas—. Algo
se me ocurrirá.
Capítulo 17
Sentir los labios de Mihai sobre los suyos fue una experiencia inexplicable.
Fue un renacer. Convertirse en Hannah, la verdadera, aquella que estaba
destinada a ser. Abrió su boca, deseosa de respirar. El aire no les llegaba a
los pulmones. Fracasó en su intento. La lengua de Vladislav se apoderó de
su cavidad bucal y le robó lo que restaba de vida. Hannah se aferró más a él,
enredando los dedos en su cabello, forzando sus gemelos en posición
bailarina. Detestó ser tan baja, o él tan alto. Mihai notó el esfuerzo, deslizó
su boca por el mentón, por el cuello, hasta arribar a su pulso. Arrancó un
gemido de deleite en Hannah. Una mera distracción. Sus verdaderas
intenciones eran viajar con las manos por las caderas, aferrarse a las nalgas
cubiertas de enaguas y alzarla hasta equiparar las alturas. La apoyó en el
escritorio, las pelvis quedaban igualadas en posición.
La vestimenta era un verdadero incordio. Hannah abrió las piernas
para recibirlo, pero las enaguas y sus pololos impedían el más leve roce. No
le importó, se conformaba con tenerlo así, aferrado entre sus manos,
sintiendo la fortaleza de su cuerpo. De su determinación.
A veces, ser fuerte era saber cuándo dejarse ayudar. Ser valiente era
confiar. Depositar sus miedos en manos de otros, a sabiendas de que esa
persona no te fallaría. Mihai era incapaz de fallarle.
Le acarició el rostro, sintió la suave barba bajo sus manos, la fricción
de esta sobre su mentón. El cuerpo dormido de Hannah empezó a despertar,
cada terminación nerviosa de su cuerpo clamaba por el Vladislav. Lo
reconocía como amo y señor de su placer. Ella era novata en esas artes, su
experiencia de casada no la había preparado. Fue educada en la idea de que
solo el hombre hallaba placer en el acto íntimo, la mujer debía someterse.
Era su responsabilidad como esposa. Y si eras de las afortunadas a quienes
sus maridos no asqueaban, hasta podía ser soportable.
Soportable era el término con el que describía yacer con Matthew.
Irresistible era la palabra para Mihai. No conseguía refrenar las sensaciones.
Una imagen se proyectaba en su mente, la torturaba, se volvía sueño, anhelo
y pesadilla a la vez. La imagen de Vladislav arremetiendo entre sus piernas
hasta alcanzar el clímax. Imaginarlo así, mientras ella se aferraba a su
musculosa espalda, lo rodeaba con los muslos y le entregaba su cuerpo para
el placer, la hacía delirar. Con eso bastaba para no arrepentirse de lo que iba
a hacer, aun si el acto le resultara tan incómodo como en el pasado, valdría
la pena.
Lo besó con más ansias, comenzó a desatar la pañoleta, a desabrochar
el chaleco. Lo acarició con manos hambrientas, delineando cada músculo.
El calor, la tersura de su piel la enloqueció. Arrancó los botones y, al tirar
de la camisa, le atrapó los brazos en la tela.
—Pillado —dijo en tono juguetón, y fue su turno de viajar con los
labios. Su cuello, su esternón… Halló la herida de la caldera. La besó con
suavidad, volviendo placer el dolor.
—Hannah. —La voz sonó a súplica. Arrancó los botones de sus
mangas y se libró de la camisa, la cual permaneció prisionera a medias en
sus pantalones.
—Odio saber que sufriste tanto, es imposible no pensar en ello al
verla —dijo, con sus labios de nuevo sobre la herida. Era honda, faltaba
carne y la cicatriz tenía la textura propia de la piel quemada—. Quiero
compensarte —le susurró, pasó la lengua por la superficie rugosa de la
lesión. Saboreó su gusto, Mihai sabía a gloria—. Enséñame a darte placer
—pidió. Llevó las manos a la cinturilla de sus pantalones. Tragó saliva al
notar la dureza y longitud. Le resultó amenazante, entendía que, a mayor
tamaño, mayor incomodidad. Evacuó los miedos, lo haría por él.
Mihai pareció leer la verdad en sus palabras. La promesa erótica lo
estremeció. Entendió el mensaje oculto, la idea de Hannah de que solo él
recibiría placer. Una vez más desde su reencuentro, se sintió vil. ¡Era tan
egoísta cuando de ella se trataba!, ¡tan miserable! Batallaba entre el odio a
Matthew por no haberla hecho feliz como se merecía, en cada maldito
aspecto de su vida. Vestida de seda, adornada en oro, alimentada a manjares
y satisfecha en la cama; y su contraparte, saber que desde ese instante sería
su tarea. Él se convertiría en el primero en hacerla feliz de todas las formas
posibles. Empezando por ahí, por la oportunidad ante él. La mano de
Hannah lo acarició sobre la ropa interior, tembló sobre su palma.
—Si supieras lo hambriento que estoy de ti, no harías eso de nuevo.
Me dejarías en ridículo.
—¿Acaso no quieres…?
—Oh, sí, quiero. Quiero mucho… —La acercó más a él, su dureza se
posó entre los pliegues de enagua y gruñó de impotencia—. Pero las damas
primero.
—¡Qué caballero! —bromeó ella, sin entender bien a qué se refería
con las damas primero.
—Nada de eso, Hannah. Lo siento, pero nunca seré un caballero. —
La besó con ímpetu—. Mis intenciones no son nobles en lo absoluto. —Los
dedos de Mihai viajaron a la parte trasera de su vestido, desabrocharon los
botones uno a uno—. ¡Maldición!
—¿Qué sucede? —Hannah estaba presa de una nebulosa.
Mihai se alejó de ella, una protesta ahogada escapó de sus labios. La
risa ronca del hombre la hizo vibrar. Lo vio ir hacia la ventana, cerrar las
cortinas, luego puso llave a la puerta del despacho y regresó a su lado.
—No estamos en el campo —bromeó. Retomó su tarea pendiente. Se
apoderó de la boca de Hannah, la invadió con la lengua hasta que ella
respondió al ataque con la suya. Mihai convirtió el beso en un juego de
promesas. Pasó la punta de la lengua entre los labios, los abrió para él. Usó
los dientes con suavidad, Hannah gimió, él respondió con una estocada
dentro de su cavidad, y ella succionó su lengua. Fue el turno de Vladislav
de gemir—. Todavía tenemos energía para batallar, ¿verdad?, siempre
seremos así, prométemelo —pidió.
—Lo prometo —dijo, y contraatacó con sus propios dientes. Mordió
el cuello de Mihai, lo marcó. Luego lamió la zona sensible. Lo sintió
agitarse, sonrió satisfecha.
—Bribona… —Le terminó de bajar el vestido; sus senos, cubiertos
por la camisola, pujaban hacia arriba gracias al borde del corsé. Los
acarició, hasta palpar los pezones a través de la tela. Reemplazó sus manos
con la boca, humedeció la superficie, la transparentó y reveló el contorno
rosado. Hannah dejó caer la cabeza hacia atrás y su pecho quedó más cerca
de la lengua masculina—. Sí, Hannah, eres tan hermosa, me enloqueces.
—¿Eso también es una competencia? —preguntó en un hilo de voz.
—Sí —Bajó la camisola—. Sí, Hannah, quiero volverte loca como tú
me vuelves loco a mí. Más aún, hasta que los dos terminemos en un
hospicio.
Rasgó los cordones del corsé, las enaguas aflojaron su agarre, y bastó
con que Mihai la pusiera de pie, para que el reguero de tela se convirtiera en
una nube bajo sus pies. Camisola, pololos y medias eran las únicas barreras.
Cuando regresó el trasero de Hannah a la superficie de su escritorio y le
abrió las piernas, su dureza al fin pudo tocar el centro femenino. La oyó
gemir, repitió la acción. Su boca no se separaba de los labios de ella,
respiraba su aire, le entregaba el suyo.
—Mihai —dijo entre jadeos—. Mihai, tómame. Estoy lista.
Vladislav la acercó más a él, hasta que las piernas de Hannah casi
tocaron el suelo.
—Sé que estás lista. Puedo sentirte a través de la tela, y es lo más
placentero que jamás viví. Pero me doy cuenta de que tienes una idea
errónea del asunto —agregó, pícaro.
—No soy una debutante. —El sonrojo se intensificó—. Entiendo…
—Su mirada viajó a la dureza de Mihai—, entiendo lo que necesitas.
—¿Y lo que tú necesitas? —preguntó él, deslizando la camisola por
sus hombros—. ¿Qué quieres tú, Hannah?
—Complacerte —confesó—, verte —agregó en un hilo de voz. Sus
mejillas ardían más que el resto de su cuerpo—. Me gustaría verte alcanzar
el placer.
Un gruñido nació de lo hondo de su pecho. La devoró con sus labios,
su lengua. Las manos dejaron de ser gentiles, se aferraron a la cintura
femenina, escalaron hasta los montes de los senos, al tiempo que se pegaba
a ella. Su dureza contra la blandura. El deseo irrefrenable de acoplarse,
hacerse uno.
—Mira tú, qué coincidencia —susurró a su oído. Depositó un beso en
el pulso detrás del lóbulo—. Yo deseo lo mismo contigo.
—¿A qué te refieres? —preguntó, mareada por las sensaciones. Las
mujeres no alcanzaban el placer, pues no tenían simiente que derramar. Así
se lo habían explicado, ¿acaso era una mentira más de tantas?
—¿No lo sabes?, ¿tú nunca…?
Moriría. Mihai moriría en ese instante, sumaba una fantasía más a las
cientos de miles que lo azotaban desde que conocía a Hannah. Ella
tocándose, gimiendo, retorciéndose de goce ante su mirada ardiente. Pero
primero le enseñaría cómo alcanzar la cima. Ella le enseñó a ser un
caballero, él le daría lecciones de cómo dejar de ser una recatada dama.
—¿Mihai? —La duda la hizo retroceder.
Él le terminó de quitar la camisola, hizo lo mismo con los pololos y,
por último, se dedicó a las medias. Desató los lazos que las sostenían, las
deslizó por las piernas depositando besos suaves en cada porción de piel
descubierta. Ascendió con su lengua por las pantorrillas, las rodillas, los
muslos. Hannah cerró las piernas al comprender el destino de la boca de
Mihai; solo consiguió apresar su cabeza entre los muslos.
—Ábrete para mí, Hannah. Déjame enseñarte, permíteme ganar esta
batalla y yo me rendiré feliz en la próxima… —Aflojó apenas la tensión en
sus músculos, el aliento tibio de Mihai la acariciaba en el centro femenino y
el muy maldito latía, anhelante. Esa parte de su anatomía había olvidado las
normas del decoro, y no solo eso, había tomado el control de su cuerpo.
Vladislav la rozó con los dientes, a modo de premio por ceder—. Regálame
tu éxtasis, y yo complaceré tu pedido… —dijo, con los ojos destellantes,
observándola desde abajo. Estaba arrodillado delante de ella, su diosa. La
cogió de las nalgas, la hizo acercó al borde del escritorio. Los hombros
masculinos fueron su nuevo sostén—. Me verás alcanzar el placer dentro de
ti —Posó la boca entre los labios vaginales, depositó un suave beso—, del
modo que prefieras, en la posición que prefieras.
Cada palabra soltaba una suave brisa sobre la carne sensible y,
además de su cuerpo, le estimulaba la imaginación. ¿Qué significaba esa
promesa?, ¿podía tener a Mihai en otra posición que no fuese encima?,
¿cómo? Quería preguntar, no le salió la voz. La lengua de Vladislav abrió
los pliegues con un roce suave y Hannah no pudo pensar más. Continuó,
con más presión sobre el capullo oculto en su femineidad. Sumó los dedos,
la abrió con ellos, hasta llenarla. Construyó el placer de Hannah caricia a
caricia. Beso a Beso. La condujo por los pasillos del goce, la mano libre la
deslizó por el vientre hasta alcanzar un pecho. Lo estimuló.
Hannah alternaba el deseo de cerrar los ojos, lanzar la cabeza hacia
atrás para elevar la pelvis más cerca de la boca de Mihai, y mirarlo. No
deseaba perderse detalle de lo que él hacía con su lengua, con sus manos.
Asió sus cabellos, clavó sus talones en la espalda musculosa. Las
sensaciones empezaron a formar una tormenta. La respiración se volvió
jadeo. Hannah se lanzó al precipicio. Los espasmos se apoderaron de su
cuerpo, su cavidad aprisionó los dedos dentro de ella. Arrancó un gruñido
de goce en el hombre.
—Sí, Hannah —dijo, con la boca aún sobre ella. Bebió hasta el último
temblor—. Tienes tanto fuego.
Se incorporó; sin retirarse de su interior, la besó. Hannah saboreó su
propio placer de los labios de Mihai. Ahora el deseo de poseer el goce de
Vladislav fue mayor, saber qué lo haría experimentar le daba poder.
Lo rodeó con las piernas, lo aprisionó entre los muslos y lo acercó a
su centro. Estaba satisfecha, él no. Sus pupilas dilatadas, sus mejillas
enrojecidas, todo él era pasión contenida. Hannah tenía la llave para
desatarla. Se apoderó de su boca, rozó la lengua masculina en un toque
gentil, insuficiente, juguetón.
—Tengo preguntas —dijo.
Él movió los dedos dentro de ella, la hizo gemir. El pulgar estimulaba
el capullo con toques delicados; estaba demasiado sensible.
—Me matarás. —Hannah tiró de sus pantalones hacia abajo, develó la
dureza de Mihai cubierta apenas por la fina tela de la ropa interior. No
recordaba nunca haber mirado la anatomía masculina con tanto
detenimiento. Las luces apagadas, las sábanas sobre ellos. Así fue siempre
—. ¿Qué quieres saber?
—¿Tú también alcanzarías el placer si yo… si mi boca…?
—¡Joder, Hannah! Me rindo, me volverás loco.
La besó con ímpetu, enredó su mano en sus cabellos y quitó una a una
las horquillas. El cabello castaño cayó en cascada sobre la espalda. Se
embebió de la sensual imagen.
—Supongo que eso es un sí.
—Dijiste preguntas, más de una…
—Antes, comentaste algo de posiciones… —vaciló.
—Puedes tenerme y puedo tomarte de cualquier forma en que
nuestros cuerpos se acoplen —explicó.
Su lección pasó a lo empírico. Hannah le abrió los cordones de la ropa
interior, su miembro quedó expuesto. Mihai acortó aún más las distancias.
Retiró los dedos, reemplazó la caricia en su hendidura con su masculinidad.
Hannah gimió, estaba lista. Mihai se introdujo en ella lentamente. No
hubo resistencia. La cálida humedad le dio la bienvenida. Se movió dentro,
fuera, dentro, en estocadas pausadas. Fue leyendo las respuestas de la
mujer, descifrando los deseos que su inexperiencia le impedían expresar.
Con los cuerpos unidos, la alzó, la instó a que lo rodeara con las piernas y la
llevó al sillón. Dejó que ella lo montara. Vio su acierto en los ojos de
Hannah.
La amó más por ello. La deseó más por ello. Hannah ansiaba darle
placer, en lugar de dejárselo tomar, como fue en su pasado.
—Mihai…
Lo obligó a fijar sus ojos en ella, a mirarla en todo momento, mientras
lo cabalgaba sin piedad. Desde esa posición, por encima de él, podía
apoderarse de su boca, beber de sus gemidos, estudiar sus reacciones. Mihai
la rodeó con un brazo, con la mano libre sostuvo las caderas de Hannah
para quitar peso en el vaivén. Acompañó el movimiento con sus estocadas,
encontrándose a mitad de camino en cada embiste. La fricción de sus pelvis
juntas la acarició por fuera, y la dureza de Mihai la llenó por dentro, hasta
que olvidó su objetivo y se dejó llevar.
El orgasmo la tomó por sorpresa. Más intenso que el anterior. Sus
contracciones demandaban la respuesta de Mihai. Él se contuvo, a fuerza de
morir de placer en el intento. Permitió que Hannah se repusiera antes de
coger su rostro entre las manos y besarla.
—Ahora sí, Hannah, cariño… —prometió, alcanzando la cima.
Regalándole la imagen de su goce tal y como ella había pedido. Se derramó
en su interior, al tiempo que Hannah lo galopaba furiosa.
Los dos cayeron agotados en un enredo de extremidades. Laxos.
Felices. Plenos. Aprovecharon esos minutos para olvidar que el mundo
aguardaba por ellos, y era un terreno hostil. Se tenían el uno al otro, lo
demás podía esperar.
Hannah rebasó a Harper en las callejuelas. Sabía adónde ir, al viejo sótano
en el cual los halló la primera vez. No se volteó a constatar. Mihai seguía
sus pasos, y ella se maldijo por sus palabras. ¡Estaba tan rota! Le sorprendía
que Vladislav aun así la amara. La eligiera, aunque tuviera que barrer sus
pedazos. Sin embargo, en el frenesí de su búsqueda por los niños, supo que
ella haría lo mismo por él. Mihai repleto de cicatrices, físicas y
emocionales, destrozado por tantas pérdidas, valía más que cualquier
hombre sano y entero.
Arribó a los tablones de madera, los alzó como hizo en el pasado y se
coló al refugio de los niños. Estaban a oscuras. Dejó abierto y la luna fue su
guía. En el interior, Eliza sostenía a Lexi, la bebé lloraba. Tobiah abrazaba a
sus hermanas y, con el corazón en un puño, Hannah vio el reflejo de
lágrimas en sus mejillas juveniles.
—Pequeños, lo siento. —Se acercó. Los contuvo a su vez, a los tres,
entre sus brazos—. Lo siento mucho, no fui yo quien dijo eso, fue mi
miedo. Es un monstruo que me consume, y me hiere, y me arruina… y que
no siempre puedo domar.
—¿Tienes miedo, tú? —Tobiah sorbió, su tono era incrédulo. Desde
que la conocía, Hannah había enfrentado a todos. Incluso al enorme señor
Vladislav. No le temía a nada ni nadie. Los pasos de Mihai quedaron
ahogados por las palabras.
—Sí, mucho miedo. —Le acarició el cabello. Se sentó en el suelo,
cogió a Lexi de brazos de Eliza y la niña se aferró a su cintura. Tobiah
mantenía cierta distancia, con recelo—. Son aún pequeños, pero los adultos
no perdemos los miedos a los monstruos ni a los fantasmas, solo toman otra
forma.
—¿Qué forma? —preguntó Eliza.
—En mi caso, la forma del sufrimiento del pasado. Son aún pequeños
para comprender…
—No —rebatió Tobiah—, no somos pequeños. Dinos.
Hannah sentía el pecho pesado, les debía la verdad. Era consciente de
que solo la verdad podría hacerles entender a esos niños que nada malo
habían hecho; no se trataba de ellos, de que no fueran dignos del amor de
una madre. Monstruos contra monstruos, miedos contra miedos.
—Mi matrimonio con el señor Cooper fue muy malo. Vi cómo
destrozaba mi vida, sin poder detener la catástrofe, porque era mi dueño y
señor. El matrimonio es así para las mujeres. Implica pertenecer a otra
persona. —Hannah sintió la presencia de Mihai, supo que la oía—.
Casarme significa volver a atarme a alguien, entregarle ese poder sobre mí.
—¿Crees que el señor Vladislav será malo contigo? —preguntó Eliza,
incrédula.
—No —respondió. En la oscuridad, sonrió. Mihai vio la luna
reflejarse en su sonrisa desigual, la genuina, la que lo enamoraba—. El
señor Vladislav es un gran hombre. Es mi temor el que me impide ver la
diferencia. Confiar. Porque confiar en alguien es eso, poner en sus manos el
poder de herirnos, convencidos de que, aun pudiendo, no nos dañarán
jamás.
—Yo confío en ti —dijo Tobiah. Se acercó hasta pegarse a su cuerpo.
Hannah le removió los cabellos, depositó un beso en su frente—. También
temo que nos abandones, como mi madre, pero no lo harás, ¿verdad?
—¡Jamás! —Besó nuevamente su frente—. Jamás —Besó a Eliza—.
Jamás… —Selló el pacto con Lexi.
—Entonces, si nosotros nos atrevemos a confiar, tú también puedes
—sentenció el niño—. ¡Eres la persona más valiente del mundo!
La certeza con la que lo decía Tobiah caló hondo en ella. Las
lágrimas, ya no de miedo, sino de aceptación salieron a la superficie.
—Solo… solo estoy cansada de tener que ser valiente todo el tiempo
—confesó.
—No necesitas serlo toooodoooo el tiempo —Tobiah le secó las
lágrimas—. Yo puedo defenderte, así no tienes que ser fuerte siempre.
—Y yo —dijo Eliza—. Yo también puedo defenderte. Y Lexi cuando
crezca.
—Y yo… —rompió el silencio Mihai. Se acercó a su nueva familia
—. Yo estaré allí para sostenerte.
—¡Y Harper! —agregó Tobiah—. Ella tiene mucha fuerza.
—¡Y Odessa! —mencionó Eliza—. Odessa sabe curar las rozaduras
cuando te tropiezas. Mira… —Señaló la herida limpia en su rodilla.
—Y Mason, y Greg que aguarda en casa para reprenderme por mi
falta de caballerosidad… —sumó Mihai.
Hannah rio, una risa suave que al fin limpió su dolor. Extendió sus
brazos, le dio la bienvenida al señor Vladislav a esa nueva cofradía.
—Tienen razón, ya no tendré que ser fuerte todo el tiempo. Tendré mi
propio ejército… —Miró al hombre que amaba, a los hijos que la vida le
había regalado—. Tendré a mi familia.
El futuro comenzó esa misma noche. Mihai cogió a Hannah en brazos, una
vez de regreso en el apartamento, fue a por su carruaje. No pasarían una
noche más en los bajos fondos. Ninguno de ellos sufriría un día más de
penuria.
—Déjate cuidar —le susurró al oído. La tenía en brazos, en la butaca
del coche, con los niños pegados a ella—. Déjate querer. ¿Lo ves?, puedes
contar con nosotros. Con todos, estamos aquí, dragă.
—¿Qué significa, dragă? —preguntó Tobiah. Sus ojos lo desafiaban.
Mihai le despeinó los cabellos.
—¿Temes que sea algo malo? —rebatió con una sonrisa.
—Yo también prometí cuidarla.
El muy bribón estaba celoso. Era adorable. La sonrisa se le amplió.
—Significa cariño, o querida, en rumano.
Arribaron tarde. Entre tanta acción del día, ya era medianoche y
estaban agotados. Greg había dispuesto todo, con la eficiencia que lo
caracterizaba. Por desgracia, Mihai no sería tan respetuoso con el orden del
mayordomo. No dejaría a Hannah sola en una habitación por mucho decoro
que tuvieran que fingir. Los niños fueron conducidos a una alcoba junto a
Harper. Lexi con Odessa. La residencia londinense era más pequeña que la
de verano.
Mihai ayudó a Hannah a desvestirse, estaba al borde del desmayo por
el agotamiento. La metió en la tina, enjuagó su cuerpo y la envolvió en un
camisón recatado. La acompañó a la cama antes de tomar él un baño. Tras
lo cual, se acostó a su lado. La espalda de ella sobre el pecho de él. Un
brazo la rodeó por la cintura, el otro funcionó de almohada. Veló por su
descanso hasta la mañana siguiente.
Los ojos aguamarina de Hannah se abrieron, escrutaron la habitación.
Tardó en recordar dónde se hallaba, con quién se hallaba. Un suspiro de
deleite escapó de sus labios al sentir el cuerpo de Mihai tan cerca suyo.
—Buenos días —saludó, con voz ronca.
—Me temo, señorita Renner, que debo corregirla. Buenas tardes. —
La besó. Ella se incorporó de golpe.
—¿Qué hora es?, ¿cómo…?
Mihai tiró de ella, la obligó a retozar en la cama.
—¿Recuerdas?, perder el tiempo no siempre es una pérdida de
tiempo. Tú me lo has enseñado.
—Y cuando tú hablabas de permanecer en la cama, no aludías a
dormir —lo reprendió, clavando el índice en su pecho. Mihai carcajeó.
—Me declaro culpable, pero eso fue antes de conocerte. Contigo, solo
permanecer así, es pura ganancia. —La besó, ella le hizo a un lado el rostro
de manera juguetona.
—Detesto mi aliento por las mañanas —se disculpó.
Él rio con más fuerza.
—Todas tus pertenencias están en otra habitación. Haré que las
traigan.
—¿Por qué en otra?, ¿esta es tu alcoba? —miró derredor.
La cama era amplia, acorde a las dimensiones de Vladislav. Respaldar
de madera lustrada, las mesas de noche a juego, las cortinas eran de color
bordó y solo una pared contaba con un empapelado del mismo color con
flores de lis en dorado. El mismo tono dorado viejo de los cabellos de
Mihai.
—Sí. Greg está muy enfadado conmigo por traerte aquí.
—No lo culpes, aún intenta hacer de ti un caballero —rio. Le dio un
beso de labios cerrados, haciendo que él ría a su vez.
—¿Y tú no?
—No. Yo no necesito a un caballero, solo te necesito a ti. —Lo
abrazó, chilló de felicidad cuando él buscó su boca y ella, esquiva, solo le
dio acceso a su cuello.
Mihai hizo sonar la campanilla. En menos de un minuto, golpeaban la
puerta con suavidad. La joven que ella había seguido desde el mercado
asomó su cabeza por la rendija.
—Meg, adelante —indicó el señor Vladislav.
Hannah se sonrojó, la escena era sin dudas íntima. Peor aún, el
hombre a su lado estaba más despierto de lo decoroso. Lo cubrió con las
mantas en un ademán rápido.
—Greg… perdón, el señor Elba, dice que yo debo atender la
campanilla de ahora en más, si usted insiste en que la dama… Me ordenó
que dijera así, dama… —Remarcó con clara censura hacia su señor—,
permanezca en esta habitación. Porque, recalcó, alguien debe ocuparse de la
buena educación en este techo.
A Hannah se le escapó una risa nerviosa. Mihai rodó los ojos, en el
fondo, Greg lo entretenía demasiado. Jamás se desharía de él.
—Me parece bien.
Al fin Meg ingresó. Traía con ella algunos artículos de tocador, entre
los cuales se hallaban los polvos dentífricos, y el carrito con el té. Hannah
fue a por sus cosas con presura. Contuvo una expresión de horror ante el
reflejo en el espejo. Despeinada, con ojeras por el cansancio y el llanto y
con las sábanas dibujadas en su piel por haber dormido de corrido en la
misma posición. Meg se retiró ante una señal muda de su señor. Una vez a
solas, Mihai la rodeó por detrás, le robó un beso con sabor a menta.
—Eres hermosa.
—Eres un mentiroso —rebatió.
—Cada huella es la prueba de una batalla ganada. Hasta llorar cuando
lo necesitamos es de valientes. Ven… que debes tener hambre.
Le sirvió el té, untó con mantequilla una rebanada de pan y agregó
una lonja de jamón. La sentó en su regazo, incapaz de soltarla un segundo.
A Hannah le urgía ser cuidada por fin, y él exigía ser quien lo hiciera.
—Siento lo de anoche —dijo ella con el estómago lleno—. Tantas
emociones me desequilibraron.
—No tienes que disculparte. Sé lo que es el temor por experiencias
del pasado. —Le hizo el cabello a un lado—. Quiero que sepas, dragă, que
no tienes por qué ser valiente con lo nuestro.
—Si no es por una última cuota de valor, saldría corriendo por el
pánico —bromeó. Mihai rio con ella.
—Lo sé. Pero déjame decirte que el valor no mata al miedo. Valor es
hacer las cosas a pesar del miedo. Y estás en lo cierto, fuiste audaz
demasiado tiempo. Lo que yo te pido es que te despojes del temor. El
asesino del temor es la razón.
—¿La razón? He creado un monstruo de la lógica. —Lo besó, él
ahondó el beso.
—Sí, lo has hecho. Por mucho tiempo —confesó—, pensé que sería
incapaz de enamorarme. Perdí a muchas personas a lo largo de mi vida, y
cada una de ellas se llevó una parte de mi corazón. Creí que me restaba solo
un fragmento, y si lo arriesgaba y perdía, entonces estaría muerto.
—En el amor, todos somos apostadores.
—Es verdad. Pero yo aposté a más. Mi error estaba en creer que el
corazón no se expande, no vuelve a crecer. Amarte a ti podía ser un riesgo,
jugar al pleno, pero, ¿y si amaba a más personas?, ¿si me dejaba querer por
más personas? Les permití entrar a todos. A Tobiah, Eliza, Lexi, Odessa,
Harper… hasta a Greg le tengo cariño…
—Es un incomprendido —dijo Hannah con una sonrisa.
—Y, por supuesto, a ti. Mi corazón dejó de ser una sola pieza, una
roca a la que me aferraba como un avaro, temeroso de que me la
arrebataran. Permití que creciera y los albergara a todos. Vuelvo a estar
completo, listo para afrontar los embistes de la vida.
Hannah le acarició el pecho, palpó los latidos de ese corazón en el que
ahora vivía. Mihai le cogió la mano en la suya y la posó en el valle entre sus
senos.
—Esa lógica me permitió afrontar mi temor —prosiguió—, y quiero
compartirla contigo. Estás en lo cierto, dragă, casarte es enlazarte a alguien.
Atarte a mí. Visto de ese modo, es tu mayor temor, la pérdida de la libertad.
—Los latidos de Hannah se aceleraron producto del pavor que la idea le
generaba—. Una única soga hace un amarre, muchas sogas trenzadas hacen
una red. No te ates solo a mí, anúdate a Tobiah, a Eliza, a Lexi. Amárrate a
Harper y Odessa. A Mason, a Greg. Y nosotros nos ligaremos a su vez.
Juntos conformaremos una malla resistente. Una red que te sostendrá
cuando caigas, que tirará de ti para protegerte de tus enemigos y te
empujará para cumplir tus sueños. Convierte estos lazos en parte de ti, y ya
no temerás la falta de libertad, porque donde vayas, iremos contigo.
—Como las aves —prometió Hannah. Lo abrazó, pactó ese lazo con
él—. Vuelan, extienden sus alas, pero siempre… siempre, viajan en
bandada.
Epílogo
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