No Necesito Un Caballero - Scarlett O'Connor-1

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©Lune Noir, 2021

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“Él era todo en el mundo para ella, y ella lo único que él conocía en
el mundo.”
Cumbres borrascosas – Emily Brontë
“Que tus decisiones sean un reflejo de tus esperanzas, no de tus
miedos.”
Nelson Mandela.
Índice
Índice
Preludio
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Epílogo
Otras obras de Scarlett O’Connor
Tú, mi deuda pendiente
Serie Señoritas Americanas
Serie Señoritas británicas
Serie Familia Evans
Serie Floreros y Canallas
Serie Caballeros desdeñados
Contemporáneo
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Preludio

Londres, 1864.
—¡Detente, por favor! —El ruego de Hannah Renner de Cooper quedó
ahogado por el tronar de un claxon. Estaban a pocos metros de las vías del
tren. La estación en construcción se divisaba a lo lejos. Los andenes
improvisados estaban repletos de personas, baúles, maletas y oficiales del
ferrocarril. Algunos pies más cerca de ellos, los obreros forcejeaban con el
metal y los maderos. Debían desviar los rieles hacia las nuevas plataformas
—. Matthew, por favor —repitió sin aire. Le ardían los pulmones, sentía
una punzada debajo de las costillas izquierdas y los pies le latían sin piedad
como consecuencia de la apresurada carrera.
Matthew Cooper se volteó hacia su esposa una fracción de segundo,
tras lo cual, tiró con más fuerza.
Hannah se dejó arrastrar. El impacto de observar a su esposo en ese
estado le había quitado el aire con más éxito que aquella absurda fuga.
No lo conocía.
No lo conocía en absoluto. ¿Con quién se había casado?, ¿quién era
ese hombre de mirada inyectada en sangre, nariz enrojecida y cabellos
alborotados?, ¿alguna vez lo conoció?
—Matthew —clamó sin esperanzas.
Tal vez solo buscaba confirmar que así se llamaba. Sir Matthew
Cooper. Al menos eso no era mentira.
Contuvo el llanto, la desesperación. Se le daba bien. Hacía meses que
esa era su estrategia de vida: contener. Contener a los acreedores, las
apariencias, a su suegra… Contener la decepción.
Porque de eso se trataba, de decepción. Las mujeres del estatus de la
honorable señorita Hannah Renner no conocían a sus esposos antes de
casarse; apenas los veían un par de ocasiones, en las cuales hablaban del
clima, de la última obra de teatro de moda o, si se les permitía ser más
osadas, podían entablar una conversación de detalles políticos menores,
como la ley de salubridad tras la epidemia de cólera. ¿Guerra y colonias?,
claro que no. ¿Asuntos económicos?, menos que menos. Pero la salubridad
entraba en las competencias de una mujer hogareña, hay que saber qué
pedirles a los sirvientes, ¿verdad? Las conversaciones con Matthew fueron
de esa índole, entre paseos con chaperonas, tardes de té y encuentros
casuales en los palcos del teatro. Suficiente, con ello bastaba para elegir un
marido. Y Hannah había escogido a Matthew, volcó en él las esperanzas de
construir una unión ventajosa. Al fin de cuentas, era apuesto —ya no tanto,
su rostro estaba hinchado por la ingesta de alcohol—, tenía un título de Sir,
otorgado por la reina gracias a sus estudios sobre fauna y flora marítima y,
sobre todo, fue oportuno en su propuesta marital. Lo hizo justo una semana
antes de que el padre de Hannah muriera de un infarto.
Hizo lo que cualquier dama que quedaba a merced de un primo lejano
y desconocido hubiese hecho en su lugar: casarse con el primer candidato
aceptable que se le presentara. Resultó ser Sir Cooper.
Como él fue su inmejorable alternativa, no le quedó más que enfrentar
esa etapa de su vida con optimismo. Matthew sería un buen esposo, se
conocerían en la intimidad del hogar, forjarían lazos de confianza y
conformarían una familia feliz y satisfactoria.
El estrépito de una carga de carbón cayendo en el suelo del depósito
del ferrocarril la hizo reaccionar. O tal vez fue el estrépito de sus ilusiones
al hacerse añicos.
—¡Corre, joder! —le espetó Matthew.
¡Lo que faltaba!, ahora escupía al hablar.
—¡Matthew, suéltame! Corre tú si quieres, pero si pretendes que te
siga, me debes una explicación.
—Ponte en la fila…
—¿Disculpa? —lo increpó. Estaba harta de ese zoquete con el que se
había casado, se despojaría de la alianza y se la lanzaría por la cabeza si no
fuese porque Sir Cooper se la había quitado para venderla unas noches
atrás, mientras dormía, y había acusado a la servidumbre del robo.
¡Cuántas veces le había creído sus mentiras!, o era el hombre más
propenso a los asaltos de todo Londres o era un maldito embustero.
—Ponte en la fila de las personas a las que le debo algo, al menos tú
me reclamas solo palabras. Los de allí —Señaló con el mentón hacia la
calle— me demandan varios miles de libras. —Volvió a jalar de ella.
—¡Matthew, suficiente! —Clavó los talones en el nuevo andén.
Estaban rodeados de trabajadores, los pasajeros se hallaban en la plataforma
en funcionamiento. Entre el ruido de los trenes, los golpes de masas contra
hierros y las palas cogiendo carbón, la conversación era apenas audible.
Mucho mejor, así Hannah podía gritar sin sentirse una loca, o peor, presa de
histerias femeninas, como solía decirle su esposo cuando ella le reclamaba
algo—. Si debes dinero, encontraremos el modo de pagarlo…
—¡Ja!
Esos ojos, pensó Hannah, esos ojos que supieron ser tan lindos, ahora
carecían de vida.
—Podemos vender el cuadro de mi padre, vale varias libras y si… —
se calló. Cerró los párpados con resignación—. Ya lo has vendido, o lo has
apostado directamente…
—Luego hablamos, ahora, ¡corre, maldita sea! —gruñó entre dientes.
—¡No, no, no! No voy a correr, no voy a escapar. ¿Sabes qué?, ve a la
prisión de deudores, Matthew, no me importa. —Con la mano libre se secó
una lágrima rebelde—. Ya no me importa que sea de ti. Necesito pensar en
mí, en tu madre, en todos los empleados que dependen de nosotros…
—¿Tú estás mal de la cabeza? —Matthew perdió los estribos. Su
aliento olía a alcohol barato y a ayuno.
Hannah apartó el rostro, no le apetecía olerlo. ¡Lo odiaba!, en ese
instante, lo odiaba. Ya no sentía pena por él, no pensaba en que tenía un
problema con el juego y con la bebida. Ya no podía compadecerse de él,
había hecho de su vida un infierno. Ella también estaba en ayunas, su ropa
interior tenía tantos remiendos que apenas se sostenía, su vestido estaba
sucio, pues solo tenía un par y había llovido toda la semana. Estaba tan
cansada…
—¿Yo?, ¿a mí me acusas de estar mal de la cabeza?
—Esos hombres no me van a llevar a la prisión, esos hombres me van
a matar, Hannah… —Remarcó lo dicho golpeando con el índice la frente de
su esposa.
—Entonces, iremos a Scotland Yard. Si son unos matones,
recurriremos a la justicia…
Matthew perdió la paciencia, Hannah también. Pero, de los dos, el
hombre tenía más fuerza. A unos cien metros, divisó a sus perseguidores.
Los buscaban entre la multitud. Palideció, cogió a su esposa bruscamente y,
sin oír sus quejas, la arrastró sin piedad.
—¡Si vuelves a detenerte te cogeré por los cabellos, Hannah!, no
bromeo con mi vida…
¿Qué vida?, eso no era vida. Intentó huir de él. Se subiría a un barco,
iría a América. ¡Al demonio su juramento marital!, él lo había roto antes, al
jugar hasta el último penique, al embargar su dote, la poca herencia de su
padre, todo lo que ella tenía. ¡Incluso le había robado mientras dormía! La
alianza, los broches del cabello, ¡hasta los botones de sus vestidos!
Al notar la resistencia, Matthew la rodeó por la cintura con el brazo,
dispuesto a elevarla cual saco de patatas. En el forcejeo, golpearon a un
obrero. El hombre trabajaba en la plataforma, ajustaba con precisión los
tarugos que evitaban que la vibración del tren derribara la tarima.
Todo sucedió en un par de segundos. Hannah lo sintió en su cuerpo
como si hubiera durado una eternidad.
El hombre cayó a las vías como resultado del golpe de Matthew. El
tren hizo sonar el claxon. Los demás obreros gritaron, algunos se dieron a la
carrera en el afán de rescatar a su compañero. El hombre se puso de pie,
giró, sintió el calor de la locomotora. El ruido de los frenos aturdió a todos,
por el agudo chirrido, por lo inevitable del impacto. Hannah extendió la
mano hacia el extraño, al tiempo que su esposo la cogía de la cintura e
intentaba huir con ella, sin importarle el destino del pobre desgraciado al
que él había empujado a su muerte.
Los pies de Hannah apenas rozaban el suelo, maldijo ser tan pequeña,
medir apenas sesenta y dos pulgadas. Su columna crujió. Sus dedos casi
alcanzaron los del hombre. ¡No podía rendirse!, ¡no!, un poco más… Clavó
el talón en el muslo de Matthew y se propulsó, el trabajador la cogió de la
muñeca. Su enorme mano se aferró a la delicada piel envuelta en un raído
guante. Sir Cooper solo pensaba en escapar; desesperado, tiró de su esposa,
furioso con ella. Ese impulso consiguió el inesperado milagro, la fuerza de
la que Hannah era incapaz, su esposo Matthew la tenía. El trabajador
consiguió subirse a la tarima en el preciso instante en el que el tren pasaba a
sus espaldas. La brisa caliente generada por la locomotora le acarició la piel
sudada bajo la camisa. El envite lo hizo seguir de largo, caer sobre su
rescatista.
Ella…
Ella lo recibió sobre su cuerpo como una bendición, lo rodeó con los
brazos con tanto ímpetu que le quitó el aire. No se inmutó por su propia
caída, la cual fue terrible. De hecho, el trabajador había amortiguado su
golpe gracias al mullido cuerpo femenino, a sus faldas y enaguas. Hannah,
en cambio, cayó de espaldas. Matthew, para variar, había priorizado su
propio bienestar, haciéndose a un lado antes del derribo. Sin embargo, en el
rostro de la dama solo se adivinaba preocupación por un completo extraño y
el alivio al verlo sano.
—¿Se encuentra bien? ¡Oh, Dios!, ¿está a salvo? —Sus delicadas
manos lo palparon, él apenas podía pestañear. Ella le cogió el rostro entre
sus manos, fijó la mirada en él, buscando la comprobación de su bienestar.
Era un ángel, pensó el hombre, lo había salvado la reencarnación de un
ángel. Los ojos aguamarina, la nariz respingada, los labios pequeños, el
rostro algo anguloso, las mejillas con hoyuelos y esa sonrisa… Una sonrisa
única, con los incisivos hacia delante y un canino torcido. Una sonrisa
aniñada en un rostro de mujer—. ¡Gracias a Dios! Gracias a Dios se
encuentra bien… —Acompañó la plegaria con una risa nerviosa, producto
de la emoción del momento.
—A Dios no, gracias a usted… —dijo él, apenas sin voz. Estaba
conmocionado por el accidente y por la reacción de Hannah. Todavía sentía
los brazos en torno a él, el calor de su cuerpo, la fragilidad.
Se puso de pie, extendió la mano para ayudarla. Matthew se adelantó,
lo hizo sin cortesía. La obligó a incorporarse y a correr. El trabajador miró
derredor, algo confundido por los hechos. El sombrero de la dama había
volado, reposaba sobre la plataforma. A su derecha, dos hombres corrían a
la pareja, el hombre —su esposo, sin duda— los observaba con pavor.
Cogió el sombrero morado, decorado con una pluma blanca como
único accesorio. Lo giró entre sus manos mientras la veía partir. Esa mujer
pertenecía a otro hombre, a otro mundo. Esa mujer le había salvado la vida.
Como único gesto de agradecimiento, extendió la pierna e hizo
trastabillar a los persecutores. Una humilde paga a cambio de lo que la
dama hizo por él.
Sus compañeros lo rodearon, hablaron todos a la vez, hasta que arribó
el capataz y los hizo regresar a sus tareas como si nada hubiera sucedido.
¿Qué era la vida de un obrero?, ¿cuánto valía? Para algunos, apenas unos
peniques. Para su rescatista, lo suficiente para sacrificarse por él.
No lo olvidaría jamás.
Capítulo 1

Un año después…
El sol atravesaba las ventanas del despacho de Mihai Vladislav; dibujaba
rectángulos sobre la alfombra persa que cubría parte del piso. Los cristales
separados en cuadrantes dejaban pasar la luz de esas horas de la tarde, el
instante preferido del dueño de casa para refugiarse en aquella habitación.
También lo era para Mason Green, su socio, amigo, mentor, guía
espiritual y cualquier título que a Mason se le ocurriera para referirse a sí
mismo.
—Ra, yo te invoco… mmm… —murmuró el hombre. Se hallaba
sentado en posición buda sobre la alfombra, justo donde el sol lo acariciaba
—. Te invoco, Ra, transmite tu sabiduría… mmm…
Mihai arqueó las cejas, intentó concentrarse en la misiva que sostenía
en las manos. Le resultaba difícil leer, más cuando se trataba de palabras
manuscritas. Con las impresiones se había reconciliado, el periódico se le
daba bastante bien, aunque en ocasiones no comprendiera de qué hablaban
algunos artículos. Pero las misivas… Oh, las muy malditas se le rebelaban
dependiendo de la caligrafía de quien la escribiese. Lo intentó una vez más,
¿era esa una A o una O?
—Ra… transmite tu sabiduría…
Dejó la misiva a un lado. Suspiró. Mason poseía una gran capacidad
de concentración, mayor a la de él, y no se inmutó ante el cambio en su
amigo y discípulo. Lo cierto era que el señor Vladislav podía ponerse a
bailar polka en el despacho sin alterar al hombre en su proceso de
introspección. La dinámica de intentar trabajar mientras se invocaba a algún
dios —el mismo cambiaba según el humor de Mason— se daba a diario, y
siempre perdía Mihai.
—Disculpa, Mason, pero… ¿la forma de meditar y al dios que
invocas se condicen?, ¿no es Ra egipcio y tu rezo, hindú?
—Budista…
—Lo siento, budista… —Tampoco se le daba bien la cultura general.
Podría mejorarla, por supuesto, si es que conseguía leer una página de
corrido. Se frustró, estrujó la misiva, apretó los dientes y volvió a suspirar
—. Lo que intentaba decir es, ¿no deberías entonces rezarle a Buda?
—No necesariamente. Estoy invocando a los dioses egipcios, necesito
su saber matemático. ¿Sabías que las pirámides…? —Mihai elevó la mano,
lo detuvo.
—No, ni siquiera sé cómo se escribe la palabra pirámide. Regresa a
tus rezos, yo intentaré de nuevo con esto… —Extendió el papel. Estaba
arrugado por su exabrupto. La lectura se complicó aún más.
Mason se puso de pie, fue hacia él y se la arrebató. La volvió a abollar
y la lanzó a un cesto metálico.
—Nada de valor. —Intentó regresar a su meditación.
—Cuando dices nada de valor en realidad te refieres a un nuevo
rechazo.
—Sí, y eso no tiene valor alguno. El tiempo que empleas en cosas
negativas es tiempo que no utilizas en trascender, mi amigo rumano. —Le
revolvió el cabello oro viejo como si se tratara de un niñato y retomó a su
sitio bajo el sol.
En cuanto Mason volvió a su letanía, Mihai cerró los ojos, resignado.
Le hubiera gustado mostrarse arisco, dejar explotar su endemoniado
carácter… no lo hizo. Mason Green era la única persona que consideraba
cercano, por eso cumplía tantos roles en su vida, en ocasiones, hasta el de
padre. De enojarse con él, el hombre lo perdonaría sin más, hasta se tomaría
el trabajo de explicarle el porqué de su estallido emocional. Era el mismo
Vladislav quien no se perdonaría por arrojar sobre él su frustración.
Y últimamente era mucha.
Sin pensárselo más, se sentó junto a Mason y permitió que el sol le
entibiara el rostro. No necesitó abrir los ojos, percibía la sonrisa del hombre
a su lado. Le pareció oír un: buen chico. Como si se tratara de un cachorro
que al fin accede a hacer una monería a cambio de un bocado de res.
Por la tarde, el sol solo alumbraba esa habitación. Ambos se
refugiaban en ella, ansiosos por el contacto con la naturaleza. Para dos
personas que han dormido a la intemperie, el techo es una bendición y un
martirio a la vez.
—¿Por qué rezas a Ra? —le preguntó en un murmullo perezoso.
—He tenido una visión durante sueños, de mi vida pasada…
—¿De cuando eras Leonardo Da Vinci? —Fue incapaz de contener el
matiz irónico en su voz. Mason resopló.
—Sé que no lo crees, pero Leonardo Da Vinci, o sea… yo… he
muerto sin completar mi obra. Por eso mi saber de vidas pasadas regresa, no
puedo trascender hasta completarla.
—¿Y los egipcios qué tienen que ver? —le siguió la corriente, ya sin
ironías en su voz.
—Ellos entendían como nadie la matemática, y la obra inconclusa
viene por las proporciones…
—¿No era el molde del caballo de bronce?
Mason refunfuñó. Luego, dijo algo que pocas veces salía de sus
labios:
—Estaba equivocado. Su obra es algo de lo que no tenemos registro.
Creo que los grandes poderes de la época lo esconden…
Mihai asintió, a Mason le agradaban las conspiraciones, los proyectos
grandiosos y las odiseas. Un día soñaba con hallar la Atlantis, al otro juraba
que las sirenas existían y luego… bueno, pensaba que era la reencarnación
de Da Vinci. Para la sociedad, su amigo era un demente; para él, supo ser la
salvación.
El recuerdo le hizo escocer la herida en el hombro. Se la palpó,
deseando como siempre que todo hubiese sido un sueño. La muerte de
Gorman, el estallido de la caldera, su despido, las noches durmiendo bajo el
manto de las estrellas, el delirio de la fiebre… La epifanía. Cambiaría esa
epifanía por regresar a como era antes, cuando no estaba tan solo. A falta de
hermanos, la vida le había dado a Gorman… y se lo había arrebatado.
Ahora eran solo dos. Mason y él. Él y Mason. Pensar en la elevada edad de
Green lo angustiaba como nada. No podía perder más personas, no podía
mirar el rostro de la muerte una vez más.
—¿Otra vez el pasado, Mihai? —lo reprendió el hombre—. Si sigues
mirando hacia atrás, no podrás ver lo que tienes delante. Recuerda, hasta
una patada en el trasero es buena si consigue ponernos en movimiento.
—Pues al parecer, yo funciono a base de patadas en el trasero. —Se
incorporó, intentó regresar al trabajo. Falló. Sus pies parecían dispuestos a
deambular sin rumbo fijo. Estaba nervioso y no lo reconocía. Los nervios
no iban con la fachada que impostaba al mundo, la de un hombre hecho
desde abajo, un hombre que nada tuvo y que a nada se aferraba. A un
hombre que achacaba su fortuna a un golpe de suerte y no a su
determinación. Pero la verdad tiene la maldita costumbre de aflorar—. O a
base de abrazos… —agregó en un murmullo ininteligible. Mason no lo oyó
con claridad, pero supo adivinar sus palabras.
—Como sea, funcionas, que es más de lo que hacen muchos de los
hombres de negocios con los que te reunirás. Recuérdalo.
Mihai asintió. Recordar era la palabra clave, y para ello tenía un
artefacto mágico. Sus pies lo condujeron hacia él, reposaba en una vitrina
junto a varios libros de mecánica que aún era incapaz de leer y comprender.
Los había colocado juntos, porque ambos significaban para él una meta:
Una dama y un saber.
Cogió el sombrero morado. Por más que se hallaba tras cristales, él lo
enviaba a limpiar cada tanto; estaba impecable. Lo hizo rodar entre sus
manos, eso le calmó los nervios. Sobre todo, lo ayudó a centrarse, a tener
presente que no eran las patadas en el trasero lo que lo motivaba. Eso era
darle demasiado poder a los villanos, a los crueles y despiadados. No…
ellos no fueron quienes lo propulsaron al cambio; fue la dama del sombrero
morado.
Mihai Vladislav había arribado a Londres con tan solo once años.
Provenía de la zona de los Cárpatos, al norte del Danubio. Había escapado
junto a sus padres de los conflictos bélicos, no tanto por las matanzas como
por el hambre que estas traían aparejadas. Aspiraban mejorar sus vidas en la
industrializada Inglaterra de la que todos hablaban. A veces, Mihai
agradecía que el tifus les hubiera impedido a sus padres ver sus sueños
marchitos. En Inglaterra el hambre estrujaba los estómagos igual que en los
Cárpatos. Ellos murieron en el trayecto, él sobrevivió para convertirse en un
huérfano más del sur de Londres. Eran tantos que conformaron una
pandilla. Cameron, James, Gorman, Louise y él. Inseparables. Eran
deshollinadores y, cuando el cuerpo mutó y les impidió pasar por las
chimeneas sin atascarse, consiguieron hacer dinero con trabajos esporádicos
y algunos robos menores. Fue bueno mientras duró… porque en 1854 el
cólera asoló la ciudad y James, Cameron y Louise perecieron. Gorman y él
se volvieron inseparables, las muertes dejaron vacantes por toda la ciudad y
ellos consiguieron emplearse en el ferrocarril.
Eso también fue bueno mientras duró… en especial, porque allí
conoció a la dama del sombrero. La mujer que extendió la mano hacia él
para salvarle la vida, sin importarle su esposo, sus perseguidores, incluso el
riesgo de ser arrasada por la misma locomotora. No… Ella extendió la
mano, le aferró con esta la vida, para luego abrazarlo dichosa de que en su
pecho aún latiera un corazón. Fue esa dama quien lo rescató del abismo.
Porque cuando una caldera del tren explotó y la tragedia se llevó consigo la
vida de Gorman —junto a la de dos obreros más— y lo dejó a él herido y
sin trabajo, fue el recuerdo de la mujer el que le aseguró: tu vida vale. Tu
vida y la de todos los trabajadores valen. No son desechables. No son
reemplazables. ¡Valen, valen, valen!
Mientras la fiebre de sus heridas lo hacían delirar, la remembranza de
ese rostro de mejillas con hoyuelos, de dientes desiguales, de ojos
aguamarina, lo amarró al destino. No fue la muerte, no fue el despido… fue
su abrazo el que consiguió que Mihai diseñara una caldera ochenta por
ciento más segura. Ese número lo había calculado Mason, por supuesto, él
no sabía más que sumar y restar.
La idea de la caldera vino a él entre sueños febriles. La fabricación de
la misma era imposible, ¿quién oiría las recomendaciones de un obrero
analfabeto?, ¿quién podía tomar en serio a un ignorante que decía: la
válvula debe ser de este grosor, indicando el tamaño con su pulgar e índice?
Solo un demente, un chiflado…
Solo Mason Green. El delirante artista de St. Giles.
Mason contaba con las herramientas, pues por ese entonces ansiaba
crear el famoso caballo de bronce de Leonardo Da Vinci. Con los
conocimientos de fundición aprendidos por Mihai en el ferrocarril y los
saberes matemáticos de Green, lograron construir el primer prototipo de
caldera. Mason se encargó de llevar a planos las ideas empíricas de
Vladislav y, con todos los ahorros que poseían, patentaron el invento.
Venderlo fue sencillo, al fin de cuentas, no solo las calderas eran más
seguras, eran más eficientes. A Mihai le irritaba tener que explicar en
términos de ganancias monetarias por qué su invento era bueno, ¿acaso no
alcanzaba con salvar vidas? Pero Mason lo animaba: Juega su juego y salva
tú las vidas.
A seis meses de su invento, estaban a tope de fabricación. Y eso era
una caldera cada dos semanas. Decir que no daban abasto era el eufemismo
del siglo, necesitaban industrializarse, dejar de producir de manera
artesanal. Lo cual requería inversores. Lo cual era, para un inmigrante de
origen pobre y analfabeto como él, una odisea mayor que hallar Atlantis.
—Las vidas de los obreros valen —se repitió. Regresó el sombrero a
su sitio y cerró el cristal.
—Eso es, muchacho, las vidas de los obreros valen, y tú le explicarás
a esos mequetrefes cuánto.
—¿No lo puedes hacer tú? —preguntó Mihai, víctima del
nerviosismo. Temblaba ante la expectativa de preguntas técnicas. Observó
los libros de mecánica, algún día los entendería, por desgracia, no sería esa
noche.
—Claro, si así lo deseas… Permíteme invocar al dios Mercurio, él
nos guiará…
—De acuerdo, iré yo —masculló. La sonrisa disimulada de Mason lo
delató. A veces estaba loco y otras jugaba a serlo. Cuando Mihai
consiguiera leer de corrido, le regalaría un ejemplar de «El príncipe» de
Maquiavelo, prometió para sí y regresó a sus meditaciones.

Leyó la hora en el reloj de bolsillo, estaba a tiempo. Al no contar con


ayudante de cámara, la visita al barbero fue inevitable. No se rasuraba por
completo, ¡y por todo lo que le fuera sagrado!, no se dejaría el bigote unido
a las patillas, siguiendo la moda. Prefería su aspecto de barba tupida
cubriendo todo el mentón. Un gusto que se daba ahora que tenía acceso a la
higiene básica. Sus años de huérfano los pasó sin un solo vello en todo el
cuerpo. Lo mismo sucedía con su cabellera, la cual llevaba más larga de lo
que demandaban las buenas costumbres. El mechón rebelde que caía sobre
su frente ya era un distintivo en Mihai.
Sobre lo demás no tenía control. Pantalón recto, camisa almidonada
—tanto que le raspaba la piel más que las de fabricación económica que
usaba en el pasado—, tirantes, chaleco de paño y raso bordado y levita. Lo
peor, según Vladislav, era la pañoleta. La detestaba. Su cuello era ancho,
musculoso, y la sensación de asfixia lo arrastraba al pánico. Ni mención
hacer a su aspecto. La caja toráxica del hombre era inmensa, desarrollada a
fuerza de trabajo. Cuando utilizaba una pañoleta recargada, lucía como un
gallo de lucha. ¡Demonios, no!, se decantaría siempre por las corbatas,
aunque no supiera cómo anudarlas.
—¿Ya te encuentras listo? —preguntó Mason, sin reparos en ingresar
en su habitación. Las normas de convivencia e intimidad les resultaban
ajenas, acostumbrados a vivir hacinados en una habitación de dos por dos
metros.
—Supongo… —fue su respuesta.
Se volteó, su amigo lo evaluó. El cabello castaño claro con destellos
dorados desmentía sus orígenes; en ese sentido, parecía más un vikingo que
un hombre de los Cárpatos. Por su lugar de nacimiento se referían a él como
el rumano, de manera bastante despectiva. Se consideraba a esas tierras
como una zona alejada del iluminismo, del saber occidental. Terrenos
olvidados, con comunidades primitivas y culturas supersticiosas. Que un
rumano triunfara en tierras británicas era inadmisible. Y cuando las pruebas
refutan tus prejuicios, el boicot es la única respuesta. ¡Vaya hombres cultos!
—No dejes que te pisoteen.
—No lo haré. —Prefería perder que humillarse. El problema era que
Mason sabía cómo pensaba su amigo, y perder con esos sabelotodo era
igual a la deshonra.
—Pero que el orgullo no te enceguezca —insistió.
—¿Quieres hacerlo tú? —fue la mordaz respuesta. También el ruego
silencioso.
—A eso me refiero, pequeño. Te desafiarán, jugarán con tu ego… no
caigas, como yo no he caído con tus palabras.
Mihai suspiró, aflojó la corbata. Green se la volvió a ajustar. Él
intentó desanudarla, y el mayor le dio un golpe seco en la palma.
—Vamos, pequeño —insistió Mason—, piensa que también en eso los
superas. Las damas suspirarán por ti.
Las cejas del rumano se arquearon, escépticas. ¿Apuesto, él?, si era
un bruto de pies a cabeza.
—Debes dejar la bebida, Mason.
—Y tú debes abrir esos ojos que Dios te dio y mirar al mundo como
es y no como te lo muestran. Si a las damas inglesas no las amarraran a la
necesidad económica, igual que a los más pobres de esta ciudad, y pudieran
elegir sus esposos con el corazón, o, al menos, con la piel, no estarían
casadas con esos mequetrefes. —Le palmeó la mejilla con más fuerza de la
apropiada, a Mihai le escoció y se llevó la mano al lugar ardido.
—Haré como que te doy la razón, así dejas el tema a un lado.
—Te has sonrojado ante un halago como un jovenzuelo —se burló
Mason.
—Me he sonrojado porque acabas de darme un buen golpe, zoquete.
—¡Venga ya!, eres un remilgado. A ver si permites que una de esas
damas casadas te corteje y te quitas la tensión del cuerpo.
—¡Oye!, que no es asunto tuyo esa parte de mi vida. Necesitamos
trazar límites, Mason —le recriminó, rojo como una fresa madura.
—¿Esa parte de tu vida siquiera existe? Eres un hombre joven, debes
atender esas necesidades como cualquier otra…
—Vete… Vete… —Lo empujó fuera de la recámara.
Las carcajadas de Mason se escucharon a lo lejos. A su pesar, rio con
él. Era cierto que había limitado su vida sexual, pero no era un monje. Solo
que ahora valoraba su existencia demasiado como para desahogarse en los
bajos fondos con una mujer de dudosa higiene. Sería realmente irónico si,
tras sobrevivir al tifus y al cólera, pillara la sífilis. Y como se negaba a
pagar en un burdel, se negaba a usar su nueva influencia económica sobre
las mujeres trabajadoras y las de alta alcurnia lo veían como un bruto
advenedizo… bueno, sus opciones quedaban bastante limitadas.
Apartó esos pensamientos y se enfocó en lo importante: conseguir
inversores. Sin dilatación, cogió la levita y la calzó en su ancha espalda. Era
a medida, le sentaba como un guante y a Mihai no le agradaban los guantes.
Es temporal, se dijo, apurando el paso hasta el coche nuevo. Eso sí le
agradaba. Desde que la fortuna lo tocó, se había dado pocos gustos; el
carruaje era uno de ellos. Negro, lustroso, con los asientos de paño rojo y el
interior alfombrado. Era cálido, mullido, amplio… Y un símbolo de
estatus.
Se apeó dentro, abrió la ventanilla y observó el paisaje. Su nuevo
barrio era atractivo. Las casas no eran enormes, tampoco pequeñas. En ellas
vivían algunos burgueses y hombres de clase media. En su calle podía
hallar dos médicos, tres abogados y cuatro administradores industriales. Las
mujeres por allí caminaban a paso ligero, sin contonear las caderas.
Llevaban bolsos amplios y las mentes llenas de ideas. Por desgracia, lo que
el barrio no tenía era sol. Una casa junto a la otra, la mayoría de tres pisos,
largas y angostas, impedían el paso de la luz en las pocas horas que esta
brillaba en invierno. Su despacho era un lujo, un lujo que compartía con
Mason en sus meditaciones.
Aún no le había comentado sus planes, Mihai temía trazar planes.
Prefería la improvisación, la adaptación; así evitaba lo peor de hacer
negocios: el fracaso. De todos modos, era humano, y soñar era inherente a
su especie. Vladislav se prometió que, si conseguía inversor, utilizaría parte
de sus ahorros en adquirir una casa en las afueras de Londres. Donde el sol
se viera desde cualquier lugar, y pudiera tener un jardín. Siempre deseó un
jardín.
Las ensoñaciones le hicieron el viaje más ameno. El cochero le indicó
el arribo con un golpe suave en la portezuela. Extendió la escalerita para su
señor, aunque las piernas largas de Mihai no la necesitaran. Bajó de un
salto, le resultaba más seguro que intentar pisar con estabilidad uno de esos
minúsculos escalones.
La primera decepción se la llevó al ver la puerta abierta de la gran
mansión de lord Falmouth. El anfitrión no estaba allí, de pie, ni tampoco su
esposa. Lo recibió un lacayo de piel caoba, vestido con librea y peluca.
Mihai se sintió torpe de inmediato, se quitó la levita y, sin darse cuenta de
lo que hacía, él mismo intentó colocarla en el guardarropa dispuesto al
entrar. El lacayo se puso más nervioso que él, compartieron miradas de
súplica, y al final Mihai cedió el abrigo como debió hacer desde un
principio. Su error no pasó inadvertido. Avanzó camino al salón principal,
sintió las miradas fijas en él y un eco de risas mal contenidas.
La segunda decepción le golpeó el rostro al entrar al dichoso salón y
hallar las mesas dispersas, varios sillones y sofás ocupados, una dama al
piano entonando una canción de moda, otras tantas con naipes entre sus
dedos enguantados y un barullo imposible de silenciar.
No era una reunión de negocios. Algunos hombres ya estaban ebrios.
Lo disimulaban con posiciones artificiosas y suspiros molestos. Les
apetecía marcharse, ir a un salón de caballeros, donde no tuvieran que
cumplir con las normas de etiqueta y donde no tuvieran que respetar a las
damas. Mihai caminó a grandes zancadas hasta llegar junto al anfitrión:
—Buenas noches, milord —saludó a lord Falmouth.
El hombre que rondaba los cincuenta años, contaba con una amplia
calvicie coronada por una aureola de cabello ralo y blanquecino. Usaba
unas gafas de marco de oro, redondos, que se perdían entre sus mejillas
rellenas. Elevó la vista por sobre las mismas con cierto desdén, los
caballeros que lo acompañaban también lo hicieron. Todos esos ojos le
quemaron la piel, lo escrutaron, estudiaron, juzgaron y dictaminaron: no es
digno de estar entre nosotros.
—Buenas noches… hmmm… ¿cómo era su apellido? —preguntó
haciendo un ademán bastante claro. Iba a olvidarlo de nuevo en cuanto se lo
dijera.
—Vladislav. Mihai Vladislav.
—Eso, eso. Vladislav, el rumano de las calderas. Póngase cómodo,
disfrute la bebida y el juego, comparto con mis invitados lo mejor —dijo el
vizconde y volvió a lo suyo: los naipes. Mihai carraspeó, debió repetir la
operación hasta captar la atención del hombre—. ¿Sí?
—Venía a hablar de negocios —insistió Vladislav en tono firme. Su
inglés era bastante pulido; al no ser su lengua madre, pese a los años aún
pensaba en rumano, casi todos los modos de los bajos fondos le eran ajenos.
Los entendía, por supuesto, pero le resultaba una actuación ponerlos en uso.
Y lo mismo daba actuar como londinense de St. Giles que como noble.
La dificultad radicaba en que ser noble era más que hablar con buena
dicción. Se trataba de seguir un montón de normas no escritas. Una de ellas,
nunca abordar los negocios de manera directa. Para ellos, hablar de dinero
era una vulgaridad.
El silencio a su alrededor fue ensordecedor. La dama detuvo la danza
de sus dedos sobre el teclado del piano, los caballeros pausaron sus
conversaciones… Y todos dirigieron su desprecio a él.
—Pasaré por alto su falta de respeto, Vladislao…
—Vladislav —lo corrigió.
Peor, el silencio fue roto por un coro de inhalaciones exageradas,
como si Mihai hubiera insultado a la madre del vizconde y estuvieran por
retarse a duelo. Sin embargo, así funcionaba el asunto de las faltas de
respeto en la sociedad londinense. Que Mihai exigiera la atención
prometida y, pidiera, como requisito mínimo que recordaran su apellido, era
una vulgaridad. Hacerlo perder el tiempo, despreciarlo y mirarlo sin
disimulo entraban en las cosas aceptables en ese grupo de hipócritas.
—Como decía, antes de que me interrumpiera, pasaré por alto su falta
de respeto porque conozco sus orígenes que, además de humildes, son
extranjeros. Supongo que así serán en… ¿Cómo le dicen ahora?,
¿Principados Rumanos? Debe ser difícil tener cultura cuando la región ni
siquiera tiene un nombre fijo. —Todos asintieron, Mihai alzó las cejas. Los
presentes, con todo el acceso al saber que poseían, desconocían la mitad de
la historia de sus tierras. El desinterés era la peor de las ignorancias. El
desinterés por lo foráneo, pero también por el futuro. Allí no encontraría
inversores, estaba seguro. Por más que lograra explicar con lujo de detalle
cada mejora de su caldera, esos señores preferirían aferrarse al
desconocimiento. A un oscurantismo que les permitiera mantener la idea de
supuesta superioridad—. Diga lo que tiene para decir, así podemos regresar
a cosas más interesantes.
—Milord —respondió con los dientes apretados—, tenía intenciones
de explicarle los beneficios de las mejoras en las calderas que mi socio y yo
hemos desarrollado. Se trata de un diseño con más de una válvula y con un
sistema de enfriamiento…
—Refrigeración —lo corrigió alguien entre risas.
—Refrigeración que consigue hacerlas más seguras para los
trabajadores…
—¡Oh!, los trabajadores. Cierto —dijo el vizconde y se giró, sin mirar
al rostro de su interlocutor.
Mihai permanecía de pie, no había atinado a sentarse. Otro de sus
fallos. Si iba a ser invasivo, disruptivo, debía hacerlo por completo.
Sentarse, obligarlo a mantener una conversación seria, desafiarlo. La
humildad impuesta a fuerza de carencias y humillaciones lo hacían
permanecer como al lacayo, de pie, listo para responder a cualquier orden
comandada.
—Sí, los trabajadores. Como ya debe estar al tanto, por lo visto esos
detalles no se le pasan por alto, milord, yo era uno de ellos, hasta que la
explosión de una caldera me dejó sin mi puesto.
—Los accidentes suceden…
—Los accidentes son inevitables, si se pueden evitar se los llama
negligencia.
—Supongo que se refiere a negligencia por parte de los obreros,
¿verdad? —Ahora sí había conseguido llamar la atención de todos, no de la
mejor manera.
—No. El diseño, tal y como está implementado ahora, es inestable.
Verá, cuando se calientan mucho, el vapor no consigue salir por la válvula y
la caldera no logra enfriarse a tiempo para impedir el estallido. Si se le
agrega una válvula de emergencia y un sistema de enfri… refrigeración —
se corrigió—, las calderas pasarán a ser ochenta por cien más seguras…
Alguien murmuró a sus espaldas: ochenta por ciento. Ochenta por
cien son ochomil. Y rio con su coro de aduladores. Mihai cerró los ojos,
contuvo la furia apretando los puños al costado de su cuerpo.
—¿Pero cambiarlas costaría cuánto?
—¿Cuál es el precio que le pone a una vida? —insistió Mihai, a
sabiendas de que había perdido la batalla. Mason fue claro, habla de dinero,
no de vidas.
—Dime, cuando viniste de Rumania, ¿cuánto dinero traías contigo?,
¿sabías leer, escribir, hablar inglés? —preguntó el vizconde, con desdén—.
Si estás vivo hoy es gracias a que los ferrocarriles te han dado empleo, un
plato con comida…
—¿Sabe usted cuánto vale un plato con comida?, ¿cuántas horas
deben trabajar los obreros para conseguir uno? —Su réplica fue ahogada
por la diatriba del lord.
—Trabajan, ganan dinero, ponen el pan en la mesa y tienen el descaro
de recriminar que viven mal por culpa de nosotros. Hacen huelgas, nos
hacen perder miles de libras, y luego reclaman el pago completo. Se
equivocan, pues la mayoría de ellos son analfabetos, brutos… y esperan que
compensemos sus errores. No, señor… Vladimir…
—¡Vladislav! —dijo, rojo de ira.
—Confunde el progreso con beneficencia. Ya lo ve, si usted pudo
salir de la pobreza, todos pueden. No lo hacen por perezosos, holgazanes,
buenos para nada… Yo hago negocios, mi señora es la que se encarga de la
caridad. La próxima vez, hable con ella…
—La próxima vez, lo haré —dijo, mirándolo de pies a cabeza—,
estoy seguro de que la vizcondesa agradecerá un poco de mi beneficencia.
La exclamación ahogada coreó su descarada declaración. En su tierra,
los duelos aún estaban de moda. Por fortuna para Mihai, en Londres eran
cosa del pasado. Dio media vuelta, sin aguardar por la réplica, y abandonó
el salón. Su osada respuesta había conseguido congraciarse con algunos de
los presentes, no todos eran como Falmouth. Felix Ward entre ellos. El
hombre lo alcanzó en el vestíbulo, justo cuando Mihai se calzaba la levita
con ademanes bruscos.
—Señor Vladislav… ¿Tiene una tarjeta? —solicitó Ward. Mihai
rebuscó en su abrigo, le extendió un delicado trozo de papel con letras
negras y detalles dorados—. Iré a su casa a hablar de negocios —prometió.
—Será bienvenido.
—Dé por sentado que tiene un inversor —dijo, al tiempo que se
despedía, dispuesto a regresar a los naipes—, me cae usted bien. Y tiene
razón —agregó con un guiño de ojo osado—, a la vizcondesa le vendría
bien algo de beneficencia.
Mihai no respondió, estaba avergonzado por el trato recibido y por su
respuesta. La mujer de ese mequetrefe no merecía su falta de respeto,
acercaría sus disculpas con un ramo de flores o algo así. Mason sabría cómo
hacerlo.
—En el fondo, tienen razón —murmuró apenado, subiendo al
carruaje—, soy un bruto. —Suspiró, y regresó al refugio de su hogar.
Capítulo 2

La melancolía no hallaba ni un solo hueco en sus pensamientos, menos aún


en su corazón. Este estaba cerrado a cal y canto, y así permanecería.
Resultaba la mejor estrategia dadas las circunstancias. La decisión de
mantenerse ajena a los sentimientos podría analizarse como un simple
problema de resolución matemática. La melancolía es una emoción, las
emociones avanzan siempre sobre dos senderos posibles y opuestos, nos
fortalecen o nos debilitan. Hannah Renner, viuda de Cooper, no iba a
indagar en la naturaleza de ninguno de los dos caminos, optaba por
quedarse en la encrucijada. No se arriesgaría a más, tras la muerte de su
esposo, se convenció de que el hecho de aparentar ser una mujer fuerte la
convertiría en una. Lo estaba logrando, ni la más feroz de las tormentas
podría derrumbarla.
Abandonar la casa que la cobijó en sus años de matrimonio no era
más que una falsa sensación de alivio, intentaba considerarlo como un
punto final... un gigantesco punto final a los problemas que había heredado.
¡JA!
Sí, carcajeó. Lo hizo con fuerza. En la soledad de la habitación casi
vacía, resonó como una tétrica risa. Era paradójico, absurdo y denigrante el
asunto de la herencia en cuestión, pensó. Cuando lo que se encuentra
disponible a heredar son títulos, bienes y dinero, ¡pues claro!, la mujer no
recibe ni un céntimo. Tiene que rogar que el siguiente en la línea sucesoria
masculina se apiade de ella y le asigne una pensión que le permita
sobrevivir el resto de su vida. Lo interesante es que, cuando lo que se
hereda son deudas, ningún maldito hombre es capaz de asomar la nariz. No,
no, ahí, eres plena heredera. ¡Maravilloso! Y si tu esposo contrajo las
deudas por juego, como fue en el caso de Matthew, ni siquiera te atrevas a
esperar que alguien te brinde algún tipo de ayuda. ¡Por los cielos, herejía!
Pagar las deudas de juego era el equivalente social a reconocer que el vicio
de la apuesta también corría por tus venas. No, pues, eso no les sucede a las
personas de bien, ni mención hacer de la nobleza. ¡Jamás! Los salones de
caballeros son espacios destinados al disfrute masculino sin corromper su
alma. Solo juegos de naipes con apuestas insustanciales, un poco de un
buen coñac y uno que otro puro. ¡JA! Doble... ¡JA!
—Podrías dejar de reír como una desquiciada, por favor —Odessa
Cooper, su suegra, lo único que valía la pena heredar de ese matrimonio,
asomó el rostro por la puerta—, lo único que nos falta es sumar otro
estigma más a lo que queda de esta familia.
—Si te refieres a la demencia, déjame decirte que lo prefiero.
Sin requerir invitación, se encaminó hacia donde Hannah se
encontraba y le quitó el vestido que sostenía en las manos. Lo plegó ante la
mirada inquieta de su nuera.
—Hace un cuarto de hora pase por la puerta de la habitación y
sostenías este mismo vestido —la reprendió con dulzura—. Lo que me lleva
a pensar en dos cosas: una, el tiempo aquí dentro no avanza, o tú estás
perdida vaya una a saber dónde.
—¡Estoy perdida en las inequidades de la vida! —vociferó con los
brazos en alto.
—¡Oh, rayos! He llegado tarde, la demencia te ha tomado prisionera.
—Acomodó el vestido dentro del baúl abierto.
—Y lo agradezco, te lo he dicho, prefiero la demencia.
—¡Pues yo no! —expresó con liviandad la joven suegra. Apenas tenía
cuarenta y tres años. Para los cánones sociales era una mujer en el límite de
su vida. Se dejó caer en el sillón ubicado junto a la ventana—. Supongo que
porque me he acostumbrado a una vida caracterizada por los peores vicios
humanos. ¡Y no deseo nada más!
—¡Vicios humanos que no son tuyos! —volvió a vociferar Hannah.
La estampa que cargaría Odessa Cooper a cuestas sería la misma
hasta el día de su muerte, esposa de un alcohólico y jugador empedernido.
Madre de un alcohólico y jugador empedernido. El primero murió por el
deterioro del hígado, con él, el whisky pudo más. Con su hijo... bueno, con
él fue peor, perder apuestas significó perder la vida.
—Pero es como si lo fueran —dijo con resignación—. ¿Sabes?, lo he
conversado mucho con mi almohada —Jamás confesaría el mar de lágrimas
que le hacía compañía cada noche, aunque su llanto resonará por las
paredes de la habitación igual de vacía que el resto de los ambientes— y
siempre arribo a una idéntica conclusión, si tan solo me hubiesen permitido
educarlo a mi manera, hoy, quizás, estaría aquí. —Contempló la nada en la
pared. Era una auténtica nada, apenas el papel tapiz, todo lo demás había
sido vendido para sopesar las deudas.
—Odessa —Se acuclilló ante la mujer y la cogió de las manos—. No
creas que tú eres responsable de las decisiones de Matthew. —Desde el
momento en el que se convirtió en su esposa y descubrió que tras la fachada
de caballero amable e intelectual se escondía una fiera sedienta imposible
de domar, Hannah se obligó a no sentirse partícipe del declive del hombre.
—No, solo me hago responsable de las decisiones que no tomé en su
nombre cuando era pequeño. —Apretó la mandíbula con fuerza, los dientes
le rechinaron. Exhaló, liberó la frustración contenida y modificó sus
palabras—. Mejor dicho, las decisiones que no me dejaron tomar. La vida
de Matthew fue construida en base a los estándares del legado Cooper.
Si la hubiesen dejado cargarlo en brazos cuando lloraba en la noche.
Si le hubiesen permitido limpiarle las heridas cada vez que caía al suelo y
se lastimaba las rodillas. Si hubiese podido silenciar las palabras de su
esposo cuando le decía: compórtate como un hombre, compórtate como un
verdadero Cooper. Lo fue, sin duda fue la clara expresión de su padre con
cada acto.
—Y después me consideras demente cuando protesto ante las
inequidades.
—No, tú sola te has adjudicado el mote, y tus carcajadas
espeluznantes lo confirman. Con respecto a las inequidades, estoy de
acuerdo contigo —Fue una esposa decorativa, y la obligaron a cumplir una
función similar como madre—, pero opto por decirlo en el silencio de mi
mente. —No podía evitar ser aquello para lo que la educaron. Se permitía
los cuestionamientos y estos morían en ella. Miró de soslayo la mesa ratona
contigua al sillón, allí yacían abandonadas las cartas que su hijo le había
escrito a Hannah en los meses de cortejo. Cogió una, la desplegó ante la
mirada expectante de su nuera—. Lamento haberte hecho cómplice de mi
silencio.
—¿A qué te refieres? —Hannah estaba decidida a deshacerse de cada
carta, las convertiría en cenizas. Ni en el pasado, ni en ese presente esas
palabras escritas fueron auténticas.
—Al hecho de que pude advertirte, librarte de este desenlace en tu
vida. Era mi hijo, lo amé desde el primer minuto en que vino a este mundo
hasta el día en que dejó de respirar, lo amé en sus días buenos e intenté
amarlo aún más en sus días malos. Pero tú, tú no tenías por qué haber sido
cómplice de esto, debí susurrarte... —Deshizo el agarre de manos, le
acarició el rostro—: Huye mientras puedas.
Hannah rio a carcajadas. Sacudió la cabeza al ritmo de sus risotadas.
—¿Acaso crees que tenía a dónde huir? ¿Qué tenía la alternativa de
elegir?
Eran suegra y nuera bajo ese techo, pero si se despojaban de todo, del
entorno, del apellido, del vínculo filial, no eran más que pares. Dos mujeres
con vidas que nunca les fueron propias. Dos mujeres que poco sabían de
libertad, solo de demandas y expectativas a cumplir.
Sir Matthew Cooper... ¡Sir! Un título otorgado por la Reina en
persona. Esa fue suficiente carta de presentación para el barón Renner, un
hombre en el ocaso de su vida que solo esperaba eximirse de la
responsabilidad que implicaba tener una hija. Se decía que el joven Cooper
se excedía de copas como el padre. Se rumoreaba que gastaba cada libra
heredada en los salones de juego. ¿Quién no? Cosas de hombres... ¡Amén y
que la muerte los separe!
Y los separó, a los dos años de matrimonio.
—Aun así, debí advertirte...
—¿Para qué? Para quitarme el privilegio de la desilusión antes de
tiempo —bromeó Hannah.
—¿Cuánto te duró el privilegio, pequeña? —le acarició el rostro.
Los ojos de Hannah danzaron en sus cuencas en busca de ese
fragmento de recuerdo pasado.
—Mmmm... una semana, tal vez, menos —confesó. A la tercera
noche se embriagó, a la cuarta se marchó dispuesto a malgastar el dinero de
la dote recibida—. ¿A ti? ¿Cuándo te abofeteó el rostro la inescrupulosa
realidad?
—¡Al nacer! —dijo entre risas Odessa. Las risas disimulaban las
primeras lágrimas que comenzaban a brotar—. Pero si te refieres a mi
matrimonio... ni siquiera tuve un día de ilusión a su lado, siempre supe la
clase de hombre que era.
—Entonces debo de considerarme una afortunada —se jactó Hannah
con las cejas en lo alto. Haría cualquier cosa que estuviese a su alcance para
librar de las lágrimas a Odessa. Había perdido a un hijo; ella, en cambio, ni
siquiera podía reconocer qué había perdido con exactitud. Por fuera de los
bienes materiales, vale aclarar.
La abrupta aparición de Harper en la recámara, haciendo palmas al
aire, puso en pausa la conversación entre ellas. La mujer tenía esa
maravillosa cualidad, la de apersonarse en los momentos justos, previos al
declive emocional. Tal como lo hacía en la cocina, ponía orden. Era la única
empleada que se había quedado junto a las mujeres pese a no recibir un
jornal. Su juramento de lealtad superaba al de los votos matrimoniales. Se
mantendría junto a la señora Odessa Cooper hasta que la muerte las
separara. Se conocían desde pequeñas, la madre de Harper había servido a
la familia de Odessa, y su hija continuó con la labor que esta dejó tras
fallecer. Una labor que desempeñaba a su manera. Atípica. Poco habitual.
Inadecuada a ojos de la sociedad.
—¿Acaso soy la única que mueve el trasero en esta casa? —protestó
con los brazos en jarra a la cintura—. ¿Tengo que recordarles la hora que
es?
—¡Oh, por favor, Harper, recuérdanos qué hora es! —Odessa se
incorporó, la espalda le crujió.
—Es hora de que nos marchemos de aquí, antes de que vengan a
echarnos como perros.
—Nadie nos echará como perros, Harper, no todavía. —Hannah había
llegado a un acuerdo con los emisarios del banco. Las deudas de Matthew
abarcaban todos los aspectos posibles, dentro de lo legal y lo no legal. Con
lo involucrado en el orden legal, podría llegarse a un acuerdo. De hecho, lo
hizo, aunque eso significó perder la casa familiar. En el ámbito de lo ilegal,
estaban en problemas. Grandes problemas. La deuda era exorbitante, y los
que pretendían cobrarla no tenían piedad por nadie—. No tenemos que huir
como ratas por tirante.
Harper carraspeó. Le hizo una señal con su mirada a Odessa. Esta
retrocedió unos pasos, miró de soslayo hacia la ventana, observó la figura
masculina en la acera y también carraspeó.
Hannah comprendió el intercambio entre las mujeres, apartó la cortina
y observó el afuera.
—¡Rayos! ¡Maldito Wilkinson! Me prometió... —balbuceó con furia
—, me prometió un día más.
—¡Ja! ¿Y desde cuando crees en las palabras de los hombres? —
rebatió Harper.
Hannah gruñó, abrió la ventana y, sin preocuparse por los comentarios
de sus vecinos metiches, gritó:
—¡Señor Wilkinson, esto no es lo que habíamos pactado!
—Lo siento, señora Cooper, solo sigo órdenes. —La vergüenza era
notable en el hombre.
—¿Órdenes de quién? —reclamó enfurecida. Odessa jaló de su falda
y la regresó a la privacidad de la habitación.
—Deja al pobre pusilánime en paz, saber un nombre no cambiará
nada, tenemos que marcharnos.
—Es qué esa es la cuestión, Odessa, no tenemos dónde cargar los
baúles —El carruaje y los caballos fueron vendidos meses atrás—, contaba
con un día más, contaba... —Un día más para hallar a alguien dispuesto a
ayudarlas por un par de monedas. El dinero que tenían debía ser destinado
al alquiler de una nueva vivienda.
—Ernest espera a por nosotras —la interrumpió Harper. Ernest era el
repartidor de leña de la región, poseía un carro que les sería de utilidad.
—¿Ernest? —se sorprendió. No era habitual en él realizar favores,
todo lo realiza por un precio—. ¿Le has dicho que no podremos pagarle?
Por lo menos no hoy...
—Ni mañana, ni pasado —agregó Odessa—, ni....
—¡Ya, ya! —Harper sacudió las manos en lo alto—. Yo me he
ocupado del asunto —dijo acomodándose el vestido a la altura de los senos.
Les guiñó el ojo con picardía.
Odessa se quebró en una carcajada. Hannah empalideció ante la
vergüenza.
—¡Harper! —La reprendió como si ella fuese la figura femenina de
mayor edad.
—¡¿Qué?! —se defendió la aludida—. Necesitábamos transporte, y lo
tenemos. —Sonó la campanilla de la puerta—. ¡Debe de ser él! —Pestañeó
como una debutante en pleno baile de presentación, volvió a acomodarse el
vestido—. Le diré que estamos listas para partir. —Miró en derredor,
todavía quedaban cosas en los estantes. Dudó—. ¿Lo estamos, verdad?
—Oh, sí, lo estamos... —aseguró Hannah—, lo único que nos
pertenece está en los baúles —Solo seis baúles, y debían de sentirse
satisfechas—, lo demás queda en manos de nuestros acreedores.
—De acuerdo, voy a por Ernest. Mi pago incluyó el traslado por la
escalera. —Hizo otro guiño de ojo y se marchó.
—¡Bendita sea Harper Smith! —exclamó entre risas Odessa. Hannah
sacudió la cabeza, la idea de un intercambio de favores no era de su agrado,
en especial, cuando incluían favores de ese estilo—. Lo hecho, hecho está.
Demos buen uso a lo obtenido. —Cogió las cartas, miró a Hannah—. ¿Qué
deseas hacer con ellas?
—¿Donarlas a la beneficencia? —arqueó las cejas. Un año y cinco
meses habían transcurrido desde la muerte de Matthew, el duelo sentimental
ya era un recuerdo. Solo restaban unos meses más de ropaje negro, luego,
todo se enterraría junto a los restos de quién fue su marido.
—Dudo que las acepten. —Odessa frunció los hombros. Estaban
unidas por algo más poderoso que él dolor y la pérdida, la supervivencia
forjaba el vínculo entre ambas. No cuestionaba las decisiones de su nuera,
ni siquiera las que involucraban al recuerdo de su hijo—. ¿Alguna otra
opción?
—Las arrojaría al hogar. —Observó la chimenea vacía. Toleraron el
invierno a fuerza de cobijas y caldo de patatas—. Si tuviésemos leños. Si
tuviésemos fuego.
—Pues, deberemos de recurrir a la imaginación, entonces. —Fue
hasta el hogar decidida a lanzar las cartas a un fuego imaginario.
—Espera. —Hannah retuvo su muñeca. Hurgó entre las cartas hasta
dar con una, se la entregó—. Tal vez deseas quedarte con esta.
Era la carta que, según las fuerzas policiales, hallaron a la orilla del
Támesis junto a las pertenencias de Matthew. Su muerte fue considerada un
suicidio. Escribió la misiva y se lanzó al río. Fin del comunicado policial.
Que el cuerpo tuviese múltiples golpes no significó nada. El hombre era un
borracho apostador, y la desesperación lo llevó a la muerte. No valía la pena
indagar más.
Odessa negó con la cabeza. Cogió la carta y la apretó en su mano.
—Puede que sea la letra de mi hijo, pero no son sus palabras. Tú y yo
lo sabemos, jamás se quitaría la vida. —Arrojó la carta a la chimenea—.
¿Tenía la desesperación que los suicidas requieren? Sí, lo doy por seguro.
¿Tenía el valor suficiente para sucumbir en el agua del Támesis? No, y eso
también lo expreso con plena seguridad. —Lanzó el resto de las cartas.
Las dos mujeres entrelazaron sus brazos mientras contemplaban esa
parte del pasado que querían olvidar para siempre. Como si estuviesen en
una especie de ritual, exhalaron y cerraron los ojos. Por desgracia, las malas
decisiones de Matthew se extendían como enredaderas de hiedra venenosa.
Las deudas no mueren con sus muertos. Ellas debían desaparecer. Olvidar
quiénes eran. Sobrevivir en las sombras.
Y las sombras se encontraban en Mile End, al este de Londres... Una
nueva vida, una jungla completamente diferente.
Capítulo 3

La vida en Mile End era como hallarse sumergido en una pesadilla


constante. Una zona marginal, al igual que todo el sector este de Londres, el
lugar perfecto para mantenerse oculto. El escrutinio de la lupa social no
llegaba hasta esos lares, es más, la gente que vivía en los barrios en las
afueras de la ciudad era invisible para el resto de la sociedad. Hannah era
invisible. Odessa era invisible. Harper... ella era otra historia.
Cerró la puerta con el empuje del talón. Resopló, se apartó los
mechones de pelo del rostro con el antebrazo y sonrió de par en par.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó expectante Hannah.
Sobrevivían gracias a las ventas de las conservas que elaboraban.
Habían adquirido un puesto en el mercado callejero ubicado en la plaza
principal, pero por algún extraño motivo, otra vendedora ambulante se
apropió del mismo. La respuesta de los administradores del lugar fue:
resuelvan el conflicto entre ustedes, a nosotros nos da igual mientras nos
paguen. Hannah intentó dialogar con la usurpadora; sus buenas formas solo
consiguieron una burla generalizada. Los modales no eran de común uso
entre los habitantes de la región. Por suerte, las mujeres Cooper contaban
con un as bajo la manga, que no solo cocinaba y preparaba las mejores
mermeladas de los alrededores, sino que también traía otra experiencia
consigo.
—Sucedió lo que debía de suceder. El puesto espera a por nosotras.
Odessa festejó el triunfo. Abandonó la silla ubicada junto a la estufa
de cocina (el único sector cálido, utilizaban el carbón solo para cocinar, no
podían darse el privilegio de gastarlo para calefaccionar la casa) y se
dispuso a preparar las cestas con los frascos de conservas elaborados.
—¿Cómo lo has conseguido? —insistió la muchacha.
—Menos pregunta Dios y perdona, Hannah —intervino Odessa.
Podía imaginarse el recurso utilizado por Harper. Disimuló la sonrisa
triunfal en su rostro, con ella se sentía a salvo. Bien alimentada y a salvo.
—Yo no soy Dios, necesito saber. —Debía aprender de la estrategia
para futuras negociaciones. Las primeras resultaron un fracaso.
—Solo he utilizado las palabras adecuadas. —Se restó importancia, la
realidad es que las palabras estuvieron de más en el intercambio. Se sumó a
Odessa en el armado de las cestas.
—¿Las cuales fueron...? —dejó abierta la pregunta a la espera de que
Harper le diera la respuesta sin más. Sus cejas estaban en lo alto, no cedería
con la inquisición.
Las otras dos mujeres se miraron, suspiraron resignadas.
—¡Le dije que era una mujer nacida y criada en Whitechapel! —
confesó la gran estrategia.
—¡Pero no lo eres! —rebatió Hannah sin entender como el argumento
logró su cometido.
—No, es verdad, nací en el sur de Londres —Se remangó el vestido
hasta los codos—, pero mis brazos le hicieron creer que sí.
Hannah se cubrió la boca ante la exhalación de espanto que brotó de
ella.
—No, no... —No se atrevía a creerlo—, no me dirás que tú... que tú...
—Sí, Hannah —Odessa intervino otra vez—, Harper le encestó un
puñetazo.
—¿Uno? —carcajeó la mujer ofendida—. ¡Por favor, señora Odessa,
nos conocemos de toda la vida!
—¿Le encestaste dos puñetazos? —preguntó Hannah espantada y
fascinada en partes iguales.
—Dos puñetazos y una patada, para ser exacta. Una patada bien en el
centro de su trasero —finalizó satisfecha. Era una mujer corpulenta, con
brazos fuertes, un carácter de mil demonios y había sobrevivido una
infancia con cinco hermanos.
—Perfecto, no creo que regrese entonces —convino Odessa tan
satisfecha como Harper. Se cargó una cesta en cada brazo.
—¡Por los cielos, Harper! —exhaló Hannah.
—Por los cielos, ¿qué? No irá a reprenderme, ¿verdad? —La mujer
también se cargó una cesta en cada brazo.
—¡No, jamás! ¡Pero eso sí, te exijo que me enseñes!
—¿A dar puñetazos? —se sorprendió, no era propio de Hannah,
siempre optaba por una conversación civilizada.
—¡Y a patear también! —agregó dispuesta a todo—. Claramente, el
arte de las palabras no sirve en este lugar.
—¡Enhorabuena, pequeña! —proclamó Odessa. Dos meses en Mile
End, ¡dos!, y recién caía en cuenta de la realidad que habitaban—. Vamos,
antes de que la noche nos sorprenda y nos perdamos la mejor hora de venta.

La mañana las había tomado por sorpresa con una invasora en el puesto,
pese a ello, no era un día perdido. El horario posterior al té de la tarde traía
consigo la máxima concurrencia. No solo las empleadas de las casas del
centro del Londres transitaban por los pasillos a cielo abierto del
mercadillo, también coincidían los empleados de las fábricas y los
trabajadores del puerto al terminar sus jornadas que, con un par de monedas
en los bolsillos, compraban alimentos para abastecer a sus familias, y por
qué no, darles un dulce placer. Las conservas de frutas que las mujeres
Cooper elaboraban bajo las indicaciones de Harper eran consideradas una
joya. Así como el pan caliente que vendía la señora Tracker a un par de
puestos de distancia, sus jaleas y conservas se agotaban en un abrir y cerrar
de ojos.
Estaban acostumbradas al conglomerado de gente, por ello siempre se
encontraban las tres presentes. Aunque, a veces, las seis manos no eran
suficientes, porque además de los posibles compradores, debían de lidiar
con los rateros.
La tos ronca de Harper puso en alerta a las mujeres Cooper. Ni bien
ambas le dedicaron su atención, esta les indicó con la mirada el posible
factor de peligro: una niña.
Una niña de no más de seis años, hurgando entre los frascos de vidrio
con su nariz como si fuese un sabueso. Cubrían las preparaciones con telas
empapadas de cera de abeja que, al entrar al contacto del calor de la mano,
se adaptaban a la abertura del recipiente, luego, se endurecían gracias a la
temperatura ambiente. De esa manera, las preparaciones quedaban al
resguardo del moho.
—Por más que lo intentes, dudo mucho que puedas oler lo que
contienen. —Hannah fue amable, disfrutaba mucho del asombro infantil.
Las calles de Mile End estaban sobrepobladas de niños, los que no
trabajaban, vagaban mientras sus padres lo hacían.
—No puedo olerlo, pero puedo imaginarlo —refutó la pequeña
alzando el mentón.
—Pues imagínalo lejos de aquí, niña. —Harper sacudió la mano para
espantarla, si la bravucona se comportaba como un sabueso, la trataría
como tal. Resultaba evidente que no tenía ni un penique.
—¡Harper! —reaccionó molesta Hannah. Su suegra se mantuvo ajena
a la situación, no se le daba tan bien sentir compasión dadas las
circunstancias actuales, sobrevivir el día a día era muy agotador para la
mujer—. ¿Sabes, qué…? —le dijo Harper a la niña, mientras miraba de
soslayo a sus compañeras de negocio.
—¿Qué? —respondió a la defensiva.
—No tienes ni que oler ni que imaginar... —La niña frunció el ceño,
Hannah rio—, no es necesario cuando puedes degustarlo. —Cogió un
frasco de conserva de higos, lo abrió ante la mirada expectante de todo su
alrededor y lo extendió en su dirección. Ella dudó, dio un paso hacia atrás,
por lo visto no estaba acostumbrada a los gestos de bondad—. ¿Te apetece?
—¿Qué quiere a cambio? —indagó con una expresión seria.
¡Cielo santo, definitivamente, no estaba acostumbrada a los gestos de
bondad! Las tripas de las tres mujeres se retorcieron. Lo disimularon muy
bien, tanto que ninguna reconoció el malestar en las otras.
—¿Acaso tienes algo para dar, chiquilla? —cuestionó Odessa solo
para oír su respuesta. El frasco ya estaba abierto, pues que lo disfrutara.
Más tarde hablaría con Hannah, haría que ese afán de beneficencia se
ahogara en un vaso de agua.
Hurgó en sus bolsillos, vestía como un niño, vestía la única ropa que
tenía. Expuso sus tesoros, una horquilla de cabello oxidada y un diminuto
trozo de pan a medio comer.
—¿Solo eso tienes? —carraspeó Harper.
—Eso, señora, es mi cena. ¡Tómelo o déjelo!
¡Joder con esa cría! Iban a llorar, estaban a un segundo de quebrarse
en lágrimas. Fue Odessa la que actuó, porque Hannah y Harper estaban
inmóviles. Le quitó el frasco de las manos a su nuera, abandonó su lugar,
rodeó el puesto y colocó en manos de la niña el frasco con higos en almíbar.
Mal hecho... muy mal hecho. Sin siquiera darse cuenta, Odessa dejó
desprotegida la caja en donde guardaban el dinero de las ventas. Una caja
que fue saqueada por una mano pequeña. Una mano cómplice de esa
perfecta actriz que, ahora, corría con el botín de higos. Tras ella, el otro
ladronzuelo.
—¡Maldición! —La primera en reaccionar fue Harper. Intentó
lanzarse a la carrera, pero su cuerpo fornido chocó con otro y cayó de
bruces al suelo.
Odessa estaba paralizada ante lo sucedido. Su cabeza barajaba un
sinfín de preguntas: ¿Acaso la chiquilla...? ¿De dónde demonios salió el
niño? ¿Les habían robado...? ¿En verdad les habían robado?
La única que permaneció inmutable y tranquila fue Hannah, tenía la
mirada perdida a lo lejos, el brillo suspicaz en sus ojos indicaba que
tramaba algo y esperaba el momento perfecto para la acción.
—¿No piensas ir tras ellos? —le reclamó Harper, al tiempo que se
incorporaba del suelo y sacudía su falda—. ¡Se han llevado toda nuestra
ganancia del día!
Sin esa ganancia no podrían adquirir más materia prima para la
elaboración. Sin esa materia prima no tenían qué vender. Sin nada para
vender estaban en la más completa ruina.
—Sí, solo necesito ver qué camino toman, por dónde se pierden...
—Pues, felicitaciones —agregó Harper al seguir la mirada de Hannah
—, ya se han perdido de nuestra vista.
—¡Exacto! —sonrió Hannah—, y se han perdido camino a un
callejón.
Quizás en otra vida fue cartógrafa, porque trazar mapas y rutas era su
gran habilidad. Desde pequeña lo hacía, de esa manera descubría las
madrigueras de los conejos y los tejones. Muchos de estos fueron sus únicos
amigos en la niñez. Resopló y carcajeó. Hannah también tenía cualidades de
sabueso como la traviesa ladronzuela.
—¡Voy a por ustedes! ¡Voy a por ustedes, pequeños bribones! —
sentenció entre dientes y se lanzó a la captura.
Desde el primer día en que llegó a Mile End hizo un diagrama mental
de las calles y recodos de la región. Si conoces cada centímetro cuadrado
del lugar que habitas, no puedes perderte, no puedes temer a nada, porque
estarás lista para lo que llegue. Hannah Renner de Cooper siempre debía de
estar preparada, el azar no tenía lugar en su existencia. Aprendió a fuerza de
frustraciones, primero con su padre y luego con su esposo. Las
contingencias de la vida no pueden tumbarte al suelo si te preparas. Si sabes
cómo recibir el golpe, no caerás, apenas sentirás el dolor.
Cual mapa del tesoro, halló lo que buscaba bajo unas tablas de
madera. Una gran abertura que permitía el ingreso a lo que parecía ser un
sótano abandonado. Todo el callejón lo estaba, puras ruinas, barro y restos
de basura putrefacta. Al caer la noche, lo habitaban maleantes y
mujerzuelas. Clavó los tacones en la tierra resbaladiza y, como si jugara en
la nieve con un trineo, se deslizó con el trasero.
Allí los encontró... solos. Y no eran dos, sino tres. El tercero no
alcanzaba la edad de un año. ¡Por los cielos! Contuvo las repentinas ganas
de vomitar cuando inhaló una bocanada de aire. Fue su arcada la que puso
en aviso a los ladronzuelos, hasta ese momento habían estado
completamente dedicados a la labor de engullir los higos con desesperación.
A la vez, trataban de alimentar al que era bebé con diminutos trozos.
El que se había hecho con las monedas se incorporó de manera
abrupta en cuanto notó su presencia. Alzó un palo de madera...
—Ni un paso más, señora, o le partiré esto en la cabeza. —Sonó a una
auténtica amenaza.
—Dudo que puedas hacerlo, te supero en altura y fuerza —respondió
Hannah con total calma.
—¡Póngame a prueba y verá! —agitó el palo desafiante.
—No me interesa ponerte a prueba, niño, solo quiero...
—¡Su dinero! —concluyó la niña—. ¡Eso es lo que quiere, Tobiah!
—¡Pues no lo tendrá! —sentenció él.
—Lo sé, no he venido hasta aquí por el dinero, he venido a ofrecerles
algo...
—¿Qué?
—Una comida caliente. Les apetece una, ¿verdad?
—¿A cambio de qué? —volvió a preguntar la niña.
—A cambio de una horquilla de cabello oxidada... —dijo con una
sonrisa de par en par en sus labios.
Recibió una sonrisa igual por parte de la ladronzuela. Su hermano
dejó caer el palo al suelo. Deseaban una comida caliente y estaban cansados
de luchar por todo. Tal vez, por una vez, podían rendirse y aceptar lo que les
ofrecían, ¿no?
Capítulo 4

No cenaban, por lo menos no como solían hacerlo tiempo atrás. Bebían té


y lo acompañaban con tostadas y jalea, la economía del hogar no les
permitía más. Pese a todo, se consideraban privilegiadas, y por primera vez
en semanas lo podían reconocer a viva voz. Bastaba con ver a esos niños,
hambrientos, desconfiados y desesperados, para reconocer la buenaventura
que significaba la vida de ellas. Gachas de avena con leche caliente. Un
manjar, sin duda. Una inversión inesperada para las mujeres. Tanto Odessa
como Harper podían manifestarse en desacuerdo con Hannah, maldecir
entre dientes la iniciativa de la muchacha al albergar a unos niños que se
encontraban a la buena de dios. Maldecir, carraspear... una puesta en escena
que creían necesaria para establecer límites a futuro. Por dentro, coincidían
con la joven viuda. Esas tres criaturas requerían un techo, no un hueco
subterráneo cercano al infierno. Sus estómagos necesitaban algo más que
higos, en especial la pequeña Lexi, de tan solo siete meses de vida. ¡Siete!
Los tres eran hijos de distintos padres, y no conocían a ninguno de
ellos. Salvo al padre de la bebé que, tras el nacimiento, se marchó en
compañía de la madre que los parió. La mujer tenía planes más interesantes
que la crianza de los hijos que trajo al mundo. Optó por dejar al cuidado de
Tobiah (el mayor, si es que se le puede llamar mayor a un niño de ocho
años) a sus dos hermanas más pequeñas: Eliza y Lexi. Llevaban cinco
meses sobreviviendo en las calles, en cuanto el dinero que le dejaron para la
renta se terminó, el arrendatario los echó a la calle. Se alimentaban de
sobras, y si robaban, lo hacían por la leche para Lexi, a la bebé todavía le
resultaba difícil alimentarse con sólidos. Odessa decidió encargarse de ella,
al fin de cuentas, era la única con experiencia en maternidad. Con la bebé
sentada en su falda, intentaba alimentarla con cucharadas de leche tibia,
luego lo intentaría con la avena. De un paso a la vez se dijo al notar el
estado desnutrido de la criatura, no era recomendable atiborrarse de
alimento. Por supuesto, disimuló la preocupación que le generaba el
desamparo de los niños y mantuvo su firme postura de desacuerdo. Pura
pantomima.
—No tenemos ni un plato con comida para nosotras, y aquí estamos,
dándole lo que no nos sobra a estos ladronzuelos.
—¡No somos ladronzuelos! —replicó ofendida Eliza con la boca
repleta de avena. Por poco escupe todo.
—¿Ah, no? —Harper también estaba ofendida—. ¿Y cómo le llamas
tú al hecho de llevarte lo que no es tuyo?
—Podemos no tener esta conversación ahora, por favor —demandó
Hannah. Las discusiones a la hora de comer solo generaban indigestión. Lo
sabía por experiencia. Los entredichos con Matthew siempre ocurrían entre
comidas.
—No somos ladronzuelos —Tobiah hizo una pausa en su ingesta,
habló, pero lo hizo desviando la mirada, como si no quisiera hacer contacto
visual con nadie—, necesitábamos dinero para comprar leche, nosotros
comemos de la basura, Lexi no, es muy pequeña. Tomamos lo que no es
nuestro solo por ella. —Retomó la ingesta. Las gachas con avena lograron
contener su vergüenza.
—¡Lo has oído! —Eliza le habló a Harper—. No somos
ladronzuelos...
—¡La causa no justifica la acción, chiquilla! —Harper tenía cuarenta
y ocho años, sin embargo, en ese instante, parecía una niña desafiando a
otra.
—Lo devolveremos —sentenció Tobiah.
Odessa dejó escapar una risotada. La bebé balbuceó feliz. Al parecer,
le agradaban las risotadas.
—Dime, ¿cómo piensas devolverlo? —le preguntó.
¡Vaya aprieto! Se le estaba haciendo muy difícil hallar un puesto de
trabajo en las fábricas. La mayoría de los puestos estaban destinados a los
hijos de los empleados del lugar. Piensa, Tobiah, piensa, se dijo.
—¡Puedo trabajar para ustedes! —El rostro se le iluminó ante la
epifanía.
A Hannah se le iluminó el rostro también.
—Oh, no, ni se te ocurra pensarlo, Hannah —la reprendió Odessa—.
Somos tres, somos suficiente... —Aceptar la propuesta del niño significaba
mucho más.
—¡Yo también puedo trabajar! —Eliza se olvidó por completo del
hambre. Su cuerpo se catapultó de la silla.
¿Cómo decirles que no? Hannah se mordió los labios. ¡Maldición!
—Nos vendrían bien un par de manos más.
—¡Por los cielos, Hannah! —gruñó Odessa. Se incorporó con la bebé
en brazos, se dirigió hacia el rincón más lejano—. Ven aquí... —dijo con
aire de complicidad—. Tú también, Harper. —No la excluiría ni decidirían
nada sin su opinión, los estratos sociales que solían ubicarlas en posiciones
diferentes se encontraban enterrados en el pasado cercano—. ¿Qué
demonios crees que haces? —expresó entre dientes en cuanto tuvieron la
privacidad que buscaba.
—Permitir compensar lo que han hecho, trabajo a cuenta del dinero
robado.
—¡El dinero robado está en el bolsillo del pantalón del niño! —
agregó Harper.
—¡Exacto! —convino Odessa—. No hay nada que compensar. Ellos
tienen la panza llena y nosotras recuperamos nuestro dinero. —Lexi gorjeó,
la bebé se divertía con la conversación secreta. Odessa tuvo que respirar
profundo, esa criaturita era un encanto, un balbuceó más y diría a todo que
sí como Hannah.
—No pretenderás que hurgue en los bolsillos del niño, ¿verdad?
—Pretender, no. Espero que lo hagas.
—No lo haré, sabes que no lo haré, se lo pediré amablemente.
—¡Pues yo lo haré con gusto! —Harper lo pondría de cabeza y lo
sacudiría de ser necesario.
—Detente, mujer nacida y criada en Whitechapel. —Hannah utilizó el
sarcasmo, la cogió del brazo y la retuvo—. Está bien, recuperamos nuestro
dinero, ¿y qué hacemos luego?, ¿lanzarlos a la calle a que vuelvan a hurgar
en la basura?
—¡Sí! —coincidieron Harper y Odessa.
—¡Mujeres sin corazón! —las reprendió Hannah.
—Tenemos corazón, ¿no es así, Harper?
—Tenemos, claro. De piedra, pero corazón al fin.
—Lo siento por ustedes —susurró, no quería que los niños oyeran—,
pero yo no tengo el corazón de piedra, por los menos, no todavía.
—No, yo lo siento por ti —la interrumpió su suegra—, dudo mucho
que algún día logres esa dureza dentro de tu pecho —Odessa vio oportuno
darle una lección, el mundo que habitaban nada tenía en común con el que
conoció al nacer—, se necesitan de muchos años y de constancia, y no creo
que se encuentre entre tus posibilidades, como que sigas así... mueres de
hambre o le haces compañía a Matthew en el Támesis.
Harper ahogó un quejido. Las palabras de Odessa fueron demasiado
brutales. Realistas también. Los acreedores iban tras ellas, la deuda de
juego no estaba saldada en su totalidad y los matones del señor del juego
clandestino no cederían. ¿Cuánto tardarían en ser halladas?
—Sin importar lo que haga, posiblemente me sume a Matthew en el
río, él se encargó de dejarme ese legado. —Los números se le daban muy
bien, era habilidosa y, sin importar cuánto sumara o restara, requería de dos
vidas más vendiendo conservas en el mercado para saldar la deuda—. Así
que, si considero la otra opción, prefiero morir yo de hambre antes que esos
niños. ¡No es justo!
—Por supuesto que no lo es, me sorprende que tú lo digas,
considerando que eres una especialista en el arte de quejarte de las
inequidades de la vida.
La discusión entre ambas, aunque amorosa, no tendría fin. Harper se
vio en la obligación de intervenir.
—Un momento, si el asunto se trata de panzas llenas o vacías, creo
que hay una posible solución. —Los ojos de las mujeres Cooper hicieron
contacto directo con los de ella. Podría jurar que la bebé también la miraba
con atención—. A un par de calles de aquí hay un comedor comunitario.
Las risas de los niños las tomó por sorpresa a las tres. Por lo visto,
oyeron cada retazo de la conversación.
—Señora, si se refiere al comedor comunitario de Sybill, déjeme
decirle que ese lugar tiene menos fondos que nosotros. —Volvió a reír.
—Ni siquiera hay restos en la basura... —agregó Eliza como si fuese
lo más común del mundo comer de los basurales—, a menos que quieras
comer ratas —finalizó.
—¿Y eso desde cuándo? —preguntó sorprendida Harper. Había
estado en el lugar un par de semanas atrás.
Eliza frunció los hombros. Tobiah, en cambio, brindó la información
que tenía.
—La lady que daba dinero al lugar quedó viuda, y por lo que oí de
boca de Sybill, los hijos prefieren gastar sus rentas en las carreras de
caballos antes que llenar los estómagos de niños pobres.
La furia contenida de Hannah, la que mantenía a raya desde hacía
años, brotó como si se tratara de lava ardiente.
—¡Malditos taimados! —gritó al tiempo que golpeó el piso con uno
de sus botines—. ¡Mil veces malditos! —Todos se sobresaltaron. Lexi
comenzó a lloriquear—. ¡Creen que los bienes son un juego, algo que puede
ganarse o perderse en una mano de naipes! —Los niños dejaron de comer,
tragaron con fuerza. Harper dio un paso hacia atrás, bueno, dos. Odessa le
cubrió los ojos a Lexi y también retrocedió—. ¡Hombres, hombres y
hombres! No ven más allá de sus narices. —Sacudió el dedo al aire—. No,
no... no ven más allá de sus bolsillos, poco les importa que sus pésimas
decisiones afecten a otros. ¡Solo importan ellos y sus necesidades banales!
Me gustaría saber qué sería de ellos si las mujeres pudieran ser parte de ese
mundo de apuestas y juegos —Se detuvo de forma brusca y repentina, miró
a Odessa—. Te diré qué sería... ellos perderían el dinero y nosotras lo
recuperaríamos.
—Ni siquiera te lo he preguntado —dijo con calma su suegra—, pero
coincido contigo. —El ocio femenino, los tiempos vacíos, hacían que el
juego de naipes se desarrollara con gran pericia—. Es más, me he dado
cuenta de que eres muy buena contando naipes, por eso siempre me ganas.
—Cierto, pero que conste que contar naipes no es sinónimo de trampa
—se defendió. El volcán interno comenzaba a apaciguarse—, solo es una
estrategia. Además de que los hombres son muy previsibles también. —
Bastaba con evaluar sus gestos para descubrir si la jugada era buena o mala.
—¿Señora, usted sabe contar naipes? —preguntó con fascinación el
niño. Hannah asintió, naipes, sumas, restas. Le agradaban los números—.
¿Me enseñaría?
—¿Para qué quieres que te enseñe? —lo interrogó Odessa.
—¡Para poder apostar y ganar dinero!
—Oh, no, tú no pisarás ningún salón de juego, niño, ¿me has oído? —
La furia volvió a Hannah—, nada bueno obtendrás por ese camino.
—Mientras obtenga dinero me basta —sentenció él.
—No puedo creer lo que voy a decir —Harper decidió dar su opinión
—: estoy de acuerdo con el niño. Sería justicia divina, ¿no? Digo, recuperar
el dinero de la misma manera en que fue perdido.
—Por supuesto que se haría justicia —Odessa optó por quitar la
condición de divino al asunto—, y es justamente por ello que las mujeres
tienen prohibido entrar a los salones de juego.
—Créeme, si pudiera hacerlo, no dudaría. —Hannah exhaló con
resignación.
Harper suspiró a la par. Odessa se les sumó. Tobiah hundió la cuchara
en lo que quedaba de las gachas. Lexi estaba a segundos de dormirse, la
leche caliente fue un sedante perfecto. Solo Eliza quedó en estado
pensativo. Los ojos de la niña iban de un lado al otro y, de la nada, dijo:
—No creo que sea tan difícil...
—¿Qué cosa? —Indagó Harper.
—Ser hombre... —alzó los hombros. Siempre vestía la ropa de su
hermano—, cuando me recojo el cabello con la gorra, todos creen que soy
un niño.
Los ojos de Hannah brillaron, y no lo hicieron por el refulgir de la ira,
sino por el nacimiento de una nueva posibilidad.
—¡Bendita seas, Eliza! —fue hasta ella, la besó en la frente—.
¡Bendita seas!
No, no era difícil. Solo debía de buscar el vestuario adecuado,
practicar las formas toscas masculinas y recuperar el dinero perdido.
Capítulo 5

Los ojos color miel de Mihai brillaron por la confusión. Luego por la ira.
De nuevo por la confusión. Leyó la carta de Felix Ward una vez más, sin
creer lo que allí estaba escrito. Mason no se hallaba en el despacho, puesto
que a la mañana el sol no acariciaba el recinto. Prefería en esos casos estar
en el taller, más ahora que lo había recuperado para sí.
Desde que Ward había invertido en las calderas de Vladislav, el
negocio crecía sin parar. Mihai no gastaba mucho ni le gustaba la
ostentación desmedida, aunque sabía que esta era necesaria para abrirse
paso en la burguesía. Demostrar el lujo adquirido despertaba el desdén de la
nobleza, sí, pero también su envidia. Deseaban tener lo mismo, y para eso
necesitaban pactar con ellos, los advenedizos. Él había aprendido a
aparentar sin salirse del presupuesto. Un atuendo cargado al pasear en
público; un nuevo escudo en su carruaje; caballos purasangres... El resto
prefería invertirlo hasta ver a su fábrica a tope. Un solo gusto personal se
había dado, el prometido: una casa a las afueras de Londres donde siempre
diera el sol. Por desgracia, no había puesto un pie allí desde que la adquirió.
Se lo debía a Felix Ward.
—Lo estoy entendiendo mal —se dijo, mesándose el cabello. Gruñó,
maldijo y se masajeó las sienes—. Sí, es eso. Me cuesta leer y lo estoy
entendiendo mal.
Hizo sonar la campanilla. Un muchacho joven se apersonó, rígido y
servil. Prefería otra clase de empleados, que lo vieran como un igual, pero
de esos casi no se conseguían. Debía elegir entre los regios y distantes o los
admiradores febriles. Entre los suyos tenía de ambos. Mihai no se decidía
cuáles lo incomodaban más.
—Señor. —Esperó la orden.
—¿Puedes ir a por Mason? Debe estar en el antiguo taller, dile que lo
necesito. Creo que son malas noticias. Si no es molestia, lo requiero con
cierta urgencia —finalizó. A cada palabra suya, el sonrojo del muchacho se
incrementaba.
—S-sí, de inmediato, señor. —Aguardó apenas unos segundos, Mihai
lo observó sin entender lo que esperaba de él.
El muchacho se puso rojo como un tomate por el bochorno. Dio
media vuelta, y sus talones por poco queman la alfombra al salir corriendo.
Vladislav tardó en comprender todos sus errores. Los enumeró, sin estar
seguro de si lo hacía para aprender la lección o para remarcar lo idiota que
le resultaban las normas.
—He preguntado si podía, en lugar de ordenar sin vacilación. He
comunicado el mensaje verbalmente, en lugar de extender una nota. He
compartido asuntos personales con la servidumbre al decirle que eran malas
noticias… —Exhaló, agotado. Nunca aprendería tantas sandeces. Bastante
con acostumbrarse a llamar a la campanilla en lugar de dejar todo para ir en
persona—. No puedo preocuparme por eso ahora —se dijo. Una inminente
migraña lo amenazaba—. Es más importante aprender a leer y comprender
lo que leo, mis empleados pueden seguir sonrojándose por mis errores todo
lo que les apetezca.
Regresó a la misiva de Ward. Negó con la cabeza. Se estaba
mintiendo. Comprendía a la perfección lo escrito, apelaba a su ignorancia
como una brisa de esperanza. Estoy entendiendo mal, estoy entendiendo
mal… En especial, porque no concebía que una noticia así fuese dada
mediante correspondencia en lugar de en persona. ¡Era una falta de respeto
que hasta él era incapaz de cometer!
Según palabras de Felix Ward, si su comprensión lectora no fallaba, el
hombre se había jugado las acciones de su empresa y… las había perdido.
Insistió en ser el equivocado: ¿quién haría semejante estupidez? Debía de
ser un error. Ward había apostado su dinero, eso sí era entendible, y, al
perderlo, necesitaba liquidar parte de sus haberes. ¡Parte!
No, eso no era lo que decía allí. Cerró los ojos, el enojo empezaba a
apoderarse de él como una planta trepadora. Su temperamento estaba al
borde de la explosión. No se consideraba un hombre impulsivo, al menos
no como otros que había conocido; de hecho, detestaba la violencia; pero,
¡maldición!, Felix Ward lo desafiaba.
Mason atravesó el umbral. Estaba sucio, desarreglado. Las
inversiones de los últimos meses les habían permitido a los socios dejar el
viejo taller. El mismo regresaba a las tareas que supo ocupar: la creación de
las supuestas obras inconclusas de Leonardo Da Vinci. Green también había
regresado a ellas, y Mihai no le reclamaba en absoluto su falta de
compromiso con las calderas. Por el contrario, seguía agradecido por haber
creído en él cuando nadie más lo hizo.
—¿Qué sucede? —preguntó el hombre.
Mihai le extendió la misiva, sin elevar la vista del centro de su
escritorio. El simple acto de mover la cabeza le provocaba una punzada en
la sien. Mason cogió el papel, leía de corrido e interpretaba no solo lo
escrito, sino también lo sugerido. Sutilezas que a Vladislav se le pasaban
por alto.
—No son necesariamente malas noticias —dijo. Dejó la carta sobre la
mesa.
—¿No? —El más joven al fin elevó la mirada. Debió contener las
náuseas—. Entonces leí mal… —completó, con cierto alivio.
—Lo dudo, has leído correctamente. Solo que, como es costumbre en
ti, ves el vaso medio vacío.
—¡Me cag…!
—El vocabulario, jovencito —lo reprendió Green, antes de que
rematara su exabrupto.
—¿Recórcholis? —masculló, entre dientes apretados—, ¿así es mejor
para tus sensibles oídos, Mason? ¡Cómo demonios van a ser buenas
noticias! ¡Perdimos a nuestro inversor!, a nuestro único inversor.
¡Maldición, Mason!
—¿Has finalizado con tus suposiciones y palabras malsonantes?
—No, no lo he hecho. —Se puso de pie. El despacho dio vueltas a su
alrededor, pensó que se desmayaría—. Siento que no te tomas esto en serio.
Al fin estábamos a un paso de conseguir instaurar nuestras calderas en el
mercado ferroviario. ¡Sabes lo que eso significa para mí!
—Esto es solo un traspiés —intentó Mason. En vano.
Mihai barrió con su brazo el escritorio. El trabajo de meses salió
disparado por los aires. El tintero se derramó, la pluma mecánica se
desarmó. El caos fue monumental.
Mason se mantuvo impasible.
—¿Ahora sí has terminado? —insistió. Los ojos encendidos de Mihai
se fijaron en él y, por primera vez, le temió. El tono miel de su iris no
parecía tal, lucían amarillos, como los de una fiera. Como los de los mitos
ocultistas de las tierras de las cuales provenía—. D-debes aprender a
controlar tu temperamento —La voz le tembló un poco—, no dejes que la
ira te domine. Domina tú a la ira. Inhala en tres, exhala en seis.
—Mason… —amenazó.
—La última vez que dejaste aflorar a tu temperamento, ofendiste a un
vizconde, ¿recuerdas? Y la consecuencia fue la inversión de Felix Ward.
Somos las decisiones que tomamos.
—¿Me estás diciendo que es mi culpa, ¡mi culpa!, que el zoquete de
Ward haya apostado las acciones de mi empresa?
—De su empresa también, es la definición de accionista, Mihai.
—¡Me cag…!
—Los insultos, jovencito, los insultos.
Mihai le hizo caso. Inhaló en tres, exhaló en seis. No por buscar su
equilibrio, sino para no matar al único socio que le quedaba. Se preguntó a
cuál dios debía invocar si requería serenidad. Pensó en las palabras de
Mason, en su último exabrupto. Y halló la respuesta. Sí, había enfurecido al
vizconde, pero… cuando se disculpó con la vizcondesa, se ganó sus
favores.
Le había enviado un ramo de rosas, sin entender el código de las
flores. Él solo eligió las rojas porque le parecieron las más bonitas. Y caras.
Necesitaba impresionarla si deseaba su perdón. Vaya sorpresa se llevó
cuando recibió la respuesta de la mujer: una invitación a tomar el té. Y más
sorpresivo aún, llegar y encontrarse que la vizcondesa les había dado el día
libre a los sirvientes y aguardaba a por él en salto de cama de satén.
Desde entonces mantenían una relación discreta, sin ataduras. La
indiscreción les costaría alto a los dos, lo que hacía al asunto seguro para
ambos. Mihai le haría una visita, desahogaría en el cuerpo de la dama toda
la frustración y regresaría renovado. Quizás, así, vería el maldito vaso
medio lleno del que hablaba Mason.
—Me marcho… —sentenció.
—Lo dudo. —Green rebuscó entre el desorden y dio con otra misiva.
Una nota, para ser exactos. Caligrafía delicada, sin sello y con una demanda
entre líneas.
—¿Qué es eso?
—Tu nuevo accionista. —Se la extendió—. Un aviso de que se
presentará en unas horas para acordar el pago de sus ganancias. —Al ver la
reacción de Mihai, Mason se apresuró a agregar—: Has logrado refrigerar
una caldera, busca una válvula para tu carácter o explotarás.
—¡Había hallado mi válvula! Pero ahora debo aguardar a la visita
de… ¿de quién? —Cogió la nota. No había firma. Se dejó caer en la butaca
detrás de su escritorio, rodeado del desorden que él mismo creó—. ¿Sabes
lo que eso significa?
—Sí, que no perdió su apuesta en un salón de caballeros. Lo hizo en
una casa de juegos de mala reputación.
—¿Aún ves el vaso medio lleno, Mason? No concibo lo sucedido —
expresó, resignado—, no concibo que valoren tan poco su vida como para
jugarla en una partida de naipes. ¿Acaso no entienden el significado del
trabajo?, ¿las familias que dependen de ellos? ¿Cómo pueden apostar hasta
las esperanzas? Nunca seré uno de ellos, y nunca antes me sentí tan dichoso
por eso. Nacieron con suerte y creen que siempre los acompañará…
—Y ese es tu vaso medio lleno, Mihai. —Mason le despeinó los
cabellos, lo trató como el niño que, en el fondo, todavía era. No alcanzaba
la treintena. En sus veintinueve vueltas al sol, pocas veces vivió, tan
ocupado en sobrevivir—. Te has quitado de encima a un mequetrefe, a un
hombre que invirtió en tu proyecto no porque creyera en él, sino porque lo
vio como una apuesta arriesgada más. Ahora eres libre de él, ¿no es ese un
golpe de suerte?
—No.
—Mihai…
—No lo es. Para pagar, debo liquidar parte de los activos. Eso implica
posponer las inversiones calculadas, vender maquinaria que no sé si podré
volver a comprar, reducir la fabricación a la mitad, incluso dejar personas
sin empleo… —Se puso de pie, abrió la vitrina, cogió el sombrero morado.
Ella… ¿qué haría ella?, aferrarse, abrazar—. Una vez que este fracaso se
convierta en rumor, encontrar nuevos inversores será más complicado de lo
que ya es. No, Mason, no veo el vaso medio lleno. —Regresó el sombrero a
su sitio y se dispuso a ordenar. No llamaría a un empleado. Él arreglaría su
propio caos, como había hecho siempre.
Las manos de Mason Green se sumaron a la tarea.
—No estás solo —le recordó—. No estás solo, jovencito.
A veces era mejor estarlo, pensó. Así nadie salía herido por sus
errores.

La campanilla resonó en la casa Vladislav. Golpeó contra las paredes,


regresó a modo de eco. Tres plantas, dos hombres y un par de empleados.
Uno de ellos abrió la puerta principal. El asombro no asomó en su rostro,
era el mismo jovenzuelo que respondió al pedido de su señor más temprano.
Un sirviente de familias de sirvientes, hijo, nieto y bisnieto de mayordomos.
Otro de los empleados de la casa hubiera alzado las cejas, balbuceado o
carraspeado ante la imagen en el umbral. Él no. Él era un sirviente de la
nobleza, si es que eso significaba algo en el nuevo mundo.
Saludó con un simple asentimiento de cabeza. Dirigirse a una señora
por encima del estatus era incorrecto. ¿Esa señora lo estaba?, la evaluó de
manera imperceptible. La señora lo notó. Sí, estaba por encima de él,
acostumbrada a sirvientes de esa índole. Su atuendo indicaba la pérdida de
un ser querido, era oscuro y de crespón. Pero también cumplía la función de
no dejar entrever las carencias.
—El señor aguarda por usted, señora —dijo el muchacho e indicó el
camino hacia el despacho.
A la mujer no se le pasó por alto que el joven había ignorado a su
acompañante. Saltaba a la vista quién era la jefa y quién, la empleada. El
esnobismo del sirviente le generó malestar. ¿Cómo sería su señor? Las
conjeturas se tejieron en su mente, en el trayecto hasta el despacho, planteó
mil escenarios con mil resoluciones. Observó derredor, evaluó si la apuesta
podía ser cobrada. ¡Era una fortuna!, casi cubría el total de las pérdidas.
¿Sería ese el golpe de suerte ansiado? Bien sabía ella que se lo merecían.
Por una vez, les tocaba a ellas.
La puerta del despacho se abrió casi por arte de magia, como si un
hechizo la hubiera deslizado. Elevó el mentón, compuso la fachada de quien
supo ser antes de que la desgracia la golpeara, e ingresó. La habitación era
bellísima, sin ser en extremo ostentosa. Varias bibliotecas de madera
lustrosa, repletas de tomos intactos. Una de ellas, acristalada. Un globo
terráqueo, un reloj de péndulo. El escritorio, las butacas de piel marrón.
Alfombras persas, cómodos sofás, lámparas dispuestas aquí y allá… Y su
señor, un muchacho ante los ojos de la dama. ¡Podía ser su hijo!, si es que
su hijo hubiera hecho otra actividad más que apostar y beber. Era fornido,
alto, con la piel dorada por el sol, los ojos también dorados, ¡el cabello
también dorado! ¿Acaso lo habían moldeado en oro a ese espécimen
masculino?
—Bienvenida, señora… —Solicitó con su vacilación el nombre.
—Carrington. Odessa Carrington —se presentó con su nombre de
soltera. En vano, comprendió enseguida. Ese muchacho no conocía a las
altas esferas, no reconocería su apellido de casada ni el infortunio que lo
acompañaba.
—Tome asiento, señora Carrington.
Odessa lo hizo. A su lado, Harper aguardaba de pie con la boca
fruncida. El esfuerzo de mantener los labios sellados y cumplir el rol de
dama de compañía le estaba demandando absoluta concentración. Vladislav
percibió la incomodidad, no adivinó el motivo. Desconocía todo sobre esas
damas, estaba en desventaja y odiaba hacer negocios en tales condiciones.
Las condiciones habituales, pensó, porque siempre estaba en desventaja.
Suspiró de manera indecorosa, cogió una silla libre y la situó justo bajo el
trasero de Harper. Odessa sintió sus cervicales crujir por el empeño de
mantener la vista al frente. Moría de ganas de ver la expresión de Harper
ante el gesto de su anfitrión. Ese hombre era una caja de sorpresas. No solo
había atendido a la necesidad de Harper, una empleada, sino que, además,
no se incomodó por tener ante él a una mujer dispuesta a hablar de
negocios.
—Vayamos a lo nuestro, señor Vladislav —dijo Odessa. Ella se
encargaba de cobrar las ganancias de Hannah, aquella ocasión no tenía por
qué ser distinta—. He conversado con el señor Ward —El bufido del
hombre fue esclarecedor, a la dama le dio un poco de pena, entendía a la
perfección lo que significaba perderlo todo por culpa de un ludópata—, he
conversado con el señor Ward —repitió— y nos ha dicho que no posee el
capital, puesto que está invertido en…
—V & G Calderas. —El nombre de la empresa era nuevo, y nadie la
reconocía como tal. Se referían a ellas como las calderas del rumano, o el
proyecto del loco Green.
—Eso mismo, V & G Calderas. —Extendió los bonos que estaban en
su poder, el documento que la identificaba como Odessa Carrington y la
cesión por parte del tal Ward.
Vladislav leyó los comprobantes, la observó y regresó a los
documentos. Volvió a bufar. Harper lo imitó. Odessa clavó su codo con
disimulo en las costillas de su acompañante, lo que hizo que volviera a
bufar.
—¿Y usted ganó esto en una apuesta? —Los ojos miel de Mihai se
fijaron en la dama, la atravesaron.
—¿Piensa que una mujer no puede jugar a los naipes? —Esa era su
jugada, la de ofendida. Siempre funcionaba, claro que siempre había tratado
con caballeros. El hombre ante ella no era un caballero. Era evidente lo que
él pensaba de los jugadores. En otro contexto, le hubiera caído bien. Pero
estaban en ese contexto, y uno hace lo que puede con lo que tiene.
—Pienso que cualquier idiota puede jugar a los naipes.
—Pero no cualquiera puede ganar esta suma, ¿verdad? —rebatió.
—Sí, claro que puede, si se cruza con un idiota mayor. Dígame, ¿es
usted quien ganó la apuesta?
—Soy quien tiene los bonos, y eso es todo lo que debe importarle.
—Tengo mi respuesta: No, no fue usted —decretó Mihai, le devolvió
los bonos y el documento que respaldaba su identidad. Se reclinó sobre el
asiento y la evaluó de pies a cabeza.
A Odessa no le agradó. Maldijo para sus adentros, y un poco hacia
afuera:
—Maldito Felix Ward —masculló. Vladislav la oyó.
—En eso estamos de acuerdo, señora Carrington. Maldito Felix Ward.
¿Le apetece un té, algo más fuerte? —Se puso de pie y, sin esperar
respuesta, regresó con tres vasos de whisky. Harper no vaciló, cogió el suyo
y le hizo un gesto a su señora. Odessa negó con la cabeza, resignada. Mihai
Vladislav estaba más cerca de Harper que de ella, por lo que se dejaría guiar
por su amiga. Bebió a la par de la mujer.
—Sabe que debe pagar, puede hacer las cosas más sencillas o más
complicadas, pero tendrá que pagar tarde o temprano.
—¿Acaso dije que no lo haría? —se ofendió él. Bebió un sorbo. Por
fin empezaba a contemplar el vaso medio lleno… de whisky, claro. Podía
ser un bruto a la hora de leer y escribir, o de hacer cálculos matemáticos
complejos. Pero jamás se le podía atribuir ese defecto en otras áreas.
Algunos lo llamaban intuición, Mason decía que era otra especie de lectura,
la de hallar patrones de comportamientos e interpretarlos. Esas mujeres
estaban más desesperadas que él—. De hecho, en términos prácticos, allí
tiene la paga. Es suya, ¿o no?
—¿Los bonos?
—Pues claro, los bonos. Ya le pertenecen, usted está aquí por la
liquidez de esos bonos no por la ausencia de una paga.
—No puedo ir al mercado a comprar pescado con esto —dijo Odessa
y cerró los ojos tras su metedura de pata. Harper le devolvió el golpe de
costillas. Abrió los párpados con cautela, esperando la sonrisa satisfecha de
Mihai. Su regocijo ante la declaración de necesidad. No lo halló. Volvió a
maldecir a Ward, en esa ocasión, su anfitrión sí sonrió.
—Puede intentar venderlos, al fin de cuentas, son bonos, ¿verdad?
—O podemos dejarnos de juegos —sentenció Odessa— y hablar con
claridad.
—Eso me gusta más. Valoro la sinceridad. Usted no fue quien ganó
esa apuesta, la persona que lo hizo prefirió enviar a un intermediario.
Desconfío de quienes no afrontan las consecuencias de sus actos, incluso
los ganadores. Quiero negociar con esa persona. Y eso haré, usted regresará
a su casa u oficina o donde sea que esté empleada, y le dirá al apostador
que, si desea su paga, se presente aquí.
—¿Cree que si eso fuera posible no lo hubiera hecho?
—Sí, eso creo, señora Odessa Carrington. Como se habrá dado cuenta
—dijo entre dientes apretados—, no tengo la mejor opinión de los
jugadores. El dinero se hace trabajando, señora. No robando el usufructo de
los demás apelando a la suerte.
—Pues bien, venderé los bonos a otro comprador. Ward nos dijo que
no dejaría su empresa en manos de cualquiera y adquiriría sus activos a
como diera lugar. Al parecer, Ward no lo conoce lo suficiente.
—¿Todavía cree en la palabra de Ward? Un consejo, no lo haga.
Heme aquí, lidiando con las consecuencias de las acciones de ese charlatán.
Vaya, intente vender esos bonos, quizá tiene más suerte que yo…
—¿A qué se refiere? —Odessa regresó el trasero sobre la butaca en el
mismo instante en que lo había desprendido.
—Nadie quiere esas acciones, señora. ¿Valen su capital?, claro. Hay
maquinarias, materia prima, toneladas de hierro en mi fábrica… Pero nadie
las quiere. ¿Adivina por qué? —preguntó, irónico.
Odessa lo evaluó, comprendió qué lo hacía distinto. Los orígenes
humildes eran evidentes, lo supo en cuanto le acercó la silla a Harper y les
sirvió whisky a ambas. Ahora relucía un detalle más, no era inglés. Su
acento forzado no se debía al intento de disimular el dejo cockney de la
zona este de Londres; no… era la mezcla con su lengua madre. El nombre
lo indicaba, pero muchos inmigrantes llamaban a sus hijos con nombres de
sus tierras por la añoranza. Mihai Vladislav era un advenedizo de otras
tierras. Nadie daría un penique por él, al menos no en sus inicios. Una risa
amarga salió de sus labios, la acompañó el hombre en igual tono. Harper
solo bebía en silencio, tenía una opinión completamente distinta de la
situación.
—Imagino que no le cae bien a mucha gente.
—No, de momento no. Pero cuando al fin consiga amasar una
fortuna, todos dirán que estuvieron seguros de mi potencial. —Terminó de
beber—. Usted está acostumbrada a negociar con jugadores…
—Tiene más razón que un santo —murmuró Harper, al tiempo que
cogía el vaso de su señora. No desperdiciaría un buen whisky, hay que
tomar lo que la vida te da, y si es un escocés añejado quince años… mucho
mejor.
—Los jugadores son idiotas. Y yo me jacto de no serlo, al menos lo
intento. No voy a liquidar los bonos, no ahora al menos. No podrá hacer
mucho al respecto, por dos motivos lógicos y uno oculto: primero, la deuda
está paga. Si yo le pagara, por ejemplo, con mi casa, usted tampoco podría
ir al mercado a comprar verduras y, aun así, cualquier juez consideraría la
deuda saldada. Segundo, porque quien perdió esto fue Ward, siempre puede
ir a liquidar los bienes de este si quiere el dinero en mano, buena suerte con
ello. Y tercero… lo más importante… —Se inclinó hacia la mujer—,
ustedes ocultan algo, y no harán nada que las exponga. Su señor se esconde,
envía a dos señoras en su lugar, apelan a la vergüenza de los ludópatas. Yo
no tengo nada de qué avergonzarme, ¿usted? —La palidez de Odessa le
brindaba las respuestas necesarias. Solo la pasividad de Harper lo hacía
dudar, no sabía si porque erraba sus conclusiones o porque esa mujer estaba
por encima del bien y el mal—. Me pregunto cuánto han perdido antes de
ganar esto. Y me pregunto algo más, ¿qué hallaré cuando busque el nombre
Odessa Carrington en los registros de Londres?
La mujer se puso de pie como si un resorte la impulsara. Harper lo
hizo a la par, en su caso, con un suspiro perezoso. La butaca era más
cómoda que todas las que poseían en el cuchitril que habitaban. Mihai, al
ver que Harper observaba los vasos, le sirvió un dedo más de whisky al
tiempo que se incorporaba. La mujer agradeció con un gesto y lo bebió de
un sorbo.
—Al parecer, las negociaciones han llegado a punto muerto —
sentenció Odessa con toda la dignidad que poseía en su cuerpo.
—Cosas que suceden entre socios…
—¿Disculpe?
—Mientras usted posea esos bonos, es mi socia, señora. En ocasiones,
los socios no se ponen de acuerdo, pero eso se soluciona con algunas
reuniones más.
—Lo veremos… —masculló Odessa.
Mihai sonrió. Al fin volvía a respirar, quizá Mason estaba en lo cierto,
y aquello era un golpe de suerte.
—Lo veremos… —repitió él, solo para tener la última palabra.
Odessa iba a replicar, y así podían seguir la batalla de orgullos hasta
el alba. La puerta del despacho se abrió de golpe, interrumpiendo la guerra
antes de su comienzo.
—¡Mihai! —gritó Mason—. Mihai, te lo dije. ¡El vaso no está solo
medio lleno, está a rebalsar! —Ingresó a zancadas.
Harper escondió el vaso de whisky, pensando que el hombre la
delataba a ella. Se había vuelto a servir mientras Odessa y Vladislav se
desafiaban con la mirada. Y sí, estaba casi a rebalsar.
—Mason… —siseó—, la señora y yo ya hemos finalizado nuestra
improvisada reunión. —Fijó sus ojos en él, clamó en silencio: no lo
arruines, tengo todo bajo control. Green ni se percató, se acercó a Odessa, le
cogió las manos entre las suyas.
—¿La has visto? —dijo con embeleso.
Odessa retiró sus manos, buscó ayuda en Harper, pero ella
aprovechaba el alboroto para terminar de beber.
—Eh… sí… —respondió, dudoso Mihai.
—La perfección. Es usted la perfección encarnada. ¡Lo sabía! Los
dioses nos guían siempre por el camino del destino, y el mío era hallarla,
perfecta mujer.
La declaración de Mason hizo a Harper ahogarse. Odessa abrió la
boca, sorprendida y, tal vez, un poco halagada. Mihai elevó la vista al cielo
pidiendo clemencia a cualquier dios que lo oyera.
—Mason, la dama se retira. Pero volverá, ¿no es así, señora
Carrington?
—Empiezo a pensar que no, que daré la apuesta por perdida.
Vladislav tiró de ella, y la mujer se dejó arrastrar. De lo contrario, no
se desharía jamás de las atenciones de Green. El hombre caminaba unos
pasos detrás, describiendo la armonía de su anatomía.
—Es una venus, la venus inglesa, Mihai. No puedes permitir que se
marche, necesito retratarla. ¡No!, esculpirla. Es imperioso, Mihai… Es
imperioso, es el destino. ¿No lo oyes?, ¿no lees las señales?
Harper, rezagada, solo reía. Reía y reía. Ella también creía en el
destino, quizá con menos efusividad que Mason Green, pero, en el fondo, se
aferraba a la idea de que a todos nos toca nuestra parte de cielo. Y estaba
segura, ese giro de los acontecimientos solo tenía como fin mostrarles el
camino que no habían visto aún. Un nuevo sendero que las sacara del
infierno.
Capítulo 6

Eran contadas las ocasiones en las que Mihai tomaba decisiones basadas
solo en su intuición. Mason le solía recomendar hacerlo, oír la voz interior,
seguir las señales. Mihai le temía a eso, en parte porque le generaba
inseguridad, y en parte porque todo lo que no fuese racional inclinaba el
platillo de los prejuicios a favor de quienes lo discriminaban por sus
orígenes.
Un debate sin fin.
Mason entonces apelaba a que el problema era no conectar con sus
orígenes. Renegar de ellos, como si algo malo se escondiera en haber
nacido en los Cárpatos. Y él respondía que por algo habían huido sus
padres. Y Mason… Y él… Y Mason… así hasta el alba.
La cultura de Mihai estaba repleta de mitos, creencias y folklore. Las
corazonadas tenían el mismo peso que la superstición. Si se guiaba por
instinto, perdería el ya de por sí escaso respeto de sus pares. Sin embargo,
con Odessa Carrington, sus tripas le habían gritado que pisaba sobre seguro.
Esa mujer escondía algo, esa mujer no vendería sus bonos a cualquiera; la
dama en cuestión protegía a alguien más, y ese alguien no deseaba salir de
las sombras. De todos modos, Mihai necesitaba respaldar con pruebas
fehacientes sus pálpitos. Era lo que lo diferenciaba de los malditos
jugadores que apostaban a los dados la suerte de sus vidas.
—Por supuesto debes averiguar quién es esa mujer —insistió Mason.
Mihai elevó una ceja, contuvo la sonrisa. Mason estaba obsesionado
con Odessa, nada tenían que ver los negocios en el asunto. Según el
hombre, la dama era perfecta. Sin importar las canas, las arrugas o el cuerpo
algo entrado en carnes. La belleza que poseía era indiscutible en términos
matemáticos. El equilibrio de sus facciones, la proporción en sus medidas…
Mihai recordó a la dama del sombrero violeta; era ella el patrón de
belleza con el que comparaba, injustamente, a todas las mujeres a su
alrededor. Le importaban un bledo las proporciones e irregularidades. La
nariz demasiado pequeña, casi se perdía entre los pómulos tan marcados y
con los hoyuelos no posicionados con exactitud. La sonrisa era más elevada
en una comisura, la izquierda. Y sus dientes no eran parejos, aunque de una
blancura admirable. Que los artistas y los dioses buscaran la perfección, él
prefería la terrenal imperfección.
—Voy a averiguar quién está detrás de esa mujer, ella no puede
importarme menos —respondió solo para molestarle.
—No tienes alma. Según el folklore de tus tierras, cuando mueras,
tendremos que arrancarte el corazón, incinerarlo y usar las cenizas para
curar a los enfermos. —Mason negó con la cabeza, su socio y pupilo se
estaba perdiendo en el afán de convertirse en los demás. En un ser sin
identidad, fabricado como se fabricaban las ruedas de los carros: todas
iguales—. Recuerda esto —le dijo mientras seguía los pasos de Mihai. Él
más joven se colocaba el abrigo y el sombrero en simultáneo. Gastar un
segundo de más parecía una herejía en la vida del reciente empresario—,
has seguido tu corazonada con esa mujer y el resultado será mejor que
cuando solo usas el cerebro. Ya lo verás, me tendrás que dar la razón.
—Vale. Si eso te hace feliz…
—No seas condescendiente conmigo, jovencito —lo reprendió con
dureza.
—Lo siento, pero al menos reconoce que puedes ser un poco irritante.
Un día me dices que controle el temperamento y luego, que me guíe por las
emociones.
—¡Por las emociones no!, por la intuición. No es lo mismo…
Mihai suspiró, aunque su amigo lo irritara como nadie, era su persona
preferida en el mundo.
—Mason, sé que tienes buenas intenciones, pero estoy hasta la
coronilla de ser un bruto. Seguir la intuición puede ser un lujo que se den
aquellos que han develado por completo los misterios de la razón, que han
llegado al límite de lo explicable. Yo… yo soy un bruto.
—Puedes pulir un cristal o un diamante para que brille más, esa es
una verdad irrefutable, pero tú no eres un cristal. Así que recuerda muy bien
mis palabras… Cuando algo brille de dentro de ti, ten por seguro que es
genuino.
Mihai tocó la copa de su sombrero a modo de saludo y lo dejó con la
palabra ganadora en los labios.

El salón de caballeros se encontraba en Belgravia. Las puertas eran de


madera pintada de rojo, con un llamador dorado. Una cabeza de león de la
que salía una argolla desproporcionada. El mirador era también dorado,
poco discreto. No les importaba dejar en claro que se reservaban el derecho
de admisión. Un empleado vestido lujosamente lo recibió. Frac negro;
chaleco, pañoleta, camisa, guantes y calcetines blancos. Mihai extendió la
invitación con su mano desnuda, y el empleado intentó no rozar sus pulcros
guantes con la piel del hombre.
—Señor Vladislav, bienvenido… —Por hoy, parecía decir entre
labios.
—Gracias —respondió, para asombro y desdén del empleado—.
¿Dónde puedo encontrar al señor Ward?
—No sabría decirle con exactitud —dijo, discreto.
—Usted no quiere que yo esté aquí, y yo no quiero permanecer más
de lo debido. ¿Por qué simular?, si me dice dónde está Ward, me iré con
prontitud. —Fue directo.
—E-En la sala de juegos, señor —balbuceó ante la incomodidad por
tanta franqueza.
—No sé para qué me molesto en preguntar, podría haber adivinado —
bufó, dio un gran paso. El carraspeo lo detuvo:
—Su abrigo y sombrero, señor. Y bastón, si trae —aclaró. Su última
frase ya no era despectiva, sino un consejo vedado: consígase un bastón, es
un artículo de moda no una necesidad.
—Gracias. —Se quitó el abrigo, extendió el sombrero y, en un
arrebato de buen humor, simuló entregar un bastón.
Ver a Ward en la sala de juegos lo irritó. Le hizo caso a Mason, inhaló
en tres, exhaló en seis y se adentró en el recinto. El humo de los puros, el
olor a sudor de borrachos, las voces exaltadas… todo parecía desmentir la
estirpe de sus miembros. El decoro de los bailes no estaba presente cuando
los hombres volvían a ser eso, simples hombres. Entre la nebulosa, Mihai
halló a Felix. El hombre estaba reclinado en su butaca, algo ebrio, con
cuatro naipes en mano y dos sobre la mesa. Utilizaban fichas, como si
intercambiar dinero no fuera correcto ni deportivo.
—Buenas tardes, caballeros. Ward… —insistió. El hombre elevó la
vista apenas.
—¡Ah, es usted! Tome asiento, seguro tiene fichas suficientes para un
par de partidas.
—Gracias, no estoy interesado en jugar. Pero sí tomaré asiento.
Deslizó con poca amabilidad la silla de Felix. El hombre por poco cae
de trasero sobre el suelo, sus reflejos estaban adormecidos. Los de Mihai
no. Lo sostuvo de la pañoleta, sin mucha amabilidad.
—¡Qué modales! —rio—. En general, me divierte —dijo para los
demás.
—Sí, cuando mis modales insultan a alguien más que a usted. A mí,
en general, no me molestan los jugadores empedernidos, cuando juegan su
patrimonio y no el mío. Al parecer, señor Ward, la convivencia es más
sencilla cuando no nos tocan los cojones. ¡A que sí!
Uno de los jugadores se atragantó con la bebida.
—¿Qué quieres?, tus bonos no están más en mis manos. Ya no nos
une nada, Vladislav. A la señora que vino a cobrarlos le di tus señas, habla
con ella.
—Eso mismo quiero hacer, y para eso, tú me dirás contra quién has
perdido mis bonos. —Le arrebató los naipes, eran sus rehenes hasta
conseguir la información deseada.
El rubor asaltó el rostro de Ward. Se puso de pie, lo invitó a seguirlo.
Mihai tuvo que reprimir las ansias de hacerlo confesar frente a sus pares. La
vida y el vicio al juego haría lo demás con Ward. Fueron juntos hasta el
mostrador de bebidas. Felix se apoyó por necesidad de sostén, Vladislav por
simple comodidad.
Sin necesidad de ordenar, un camarero les sirvió coñac. Ward bebió
un gran sorbo; sudaba copiosamente. El calor del lugar, la cantidad de
alcohol en sangre y la mirada de Mihai en él funcionaban como una
hoguera.
—Perdí los bonos en un salón de baja reputación —murmuró.
—Por lo visto, las creencias de mis tierras son ciertas y yo soy un
maldito adivino —dijo, irónico—. Eso ya lo sabía. ¿Contra quién perdiste?
—Verás, mi tío se enfureció conmigo; no quiso pagar mi
mensualidad. No fue culpa mía…
—¡¿Contra quién perdiste? —insistió. Golpeó la madera, varias
miradas se fijaron en ambos.
—No lo sé.
—¿Cómo que no lo sabes? —Lo cogió de la pañoleta, lo elevó hasta
que sus alturas quedaron igualadas. Felix apenas tocaba el piso con las
puntas de los pies.
—No lo sé. De verdad. Es un hombre… no, un muchachito, por su
aspecto, bastante excéntrico. Lo llaman señor R. Así se presenta, y este…
bueno… en ese salón solo piden prueba de que puedes pagar tus apuestas.
Nada más. —La tonalidad de su rostro pasó del rojo al azul. Mihai lo soltó,
y Ward calmó el ardor de su garganta con más coñac.
—¿Cuál es el salón?
—Prefiero no decirlo —murmuró, pudoroso.
Los ojos de Mihai brillaron de furia, ¡al demonio con la vergüenza del
jugador!, quería sus bonos, quería su empresa, recuperar el fruto de su
trabajo.
—Tus preferencias no tienen lugar, Ward. Tú eres un jugador enfermo
y yo soy un bruto, y ya te das una idea de cómo terminan estas relaciones
—amenazó.
—Espero estar entendiendo mal. —Simuló ofensa como última
estrategia.
—No, estás entendiendo perfectamente. Sé usar una llave inglesa para
ajustar una arandela y para quebrar una rodilla. Tú decides…
Ward miró sin disimulo la enorme mano de Mihai. Tragó saliva.
—Blue Cheese… —farfulló—, está al este de la ciudad. Le dicen así
por su hedor —agregó con asco.
—Bien, ahora sí no tenemos nada más que tratar usted y yo, señor
Ward. Puede seguir perdiendo su vida en los juegos de azar. —Le entregó
los naipes, no era una buena mano. Hay personas que no necesitan
empujones, se lanzan al precipicio por sus propios medios. Felix Ward era
uno de ellos.

***

—¡Harper! —Odessa le llamó la atención ni bien puso un pie en la


habitación y contempló el estado de Hannah. Roja de pies a cabeza—.
¿Acaso pretendes sofocarla?
Como era habitual, cada tarde de por medio, Hannah se preparaba
para su visita al Blue Cheese. No era una labor sencilla, se requería de horas
de trabajo. Aparentar ser lo que no se es siempre demanda mucho esfuerzo.
—No, pues claro que no, pero ella me lo ha pedido. —Harper
ajustaba un segundo corsé, ajustaba con fuerza las cintas. Demasiada
fuerza, tanta que sus manos arrancaron las cintas y cayó de nalgas—.
¡Demonios! —maldijo, entrelazó las piernas en posición de canastilla. Se
rendía. No más.
—¡Sí, demonios! ¡Mil demonios! Era mi último corsé en buen estado.
—Hannah detestaba la resignación, y no cedería ante ella—. Odessa, ¿crees
que puedas...?
—Ni te molestes en finalizar la pregunta. La respuesta es no. Estás
yendo demasiado lejos con esto. —Le tendió la mano a Harper, la ayudó a
incorporarse.
—Necesitamos el dinero, lo sabes —se defendió Hannah.
El dinero que ganaba en una noche de naipes y apuestas era una
cantidad similar a la que ganaban con un mes de ventas en el mercadillo.
Las cuentas ya habían sido hechas en su cabeza, en un par de meses, si se
andaba con cuidado, tendría la suma que cubriría la deuda de juego de
Matthew. No más matones tras ellas. Podían vivir sin temerles a las
sombras.
—Lo sé, y no me refiero a eso, muchachita, sino a tu obsesión con la
puesta en escena. —Señaló su atuendo cada vez más perfeccionista—. Lo
que da pie a mi respuesta, no, no te daré uno de mis corsés. En tus manos,
durará menos de una semana.
—Las de Harper, dirás —intentó librarse de la responsabilidad.
—¡Ey! —protestó la aludida—. ¡Tú me obligas a ajustar y ajustar
como una desquiciada!
—¡Basta, niñas! —Odessa alzó la mano al aire, las dos mujeres
acataron—. Hannah, si le dices a Harper que tire, sabes que lo hará. Y tú,
Harper, ya te he dicho que me tengas al tanto de los pedidos de esta
muchachita.
—Solo intento mantener un perfil bajo... y masculino —agregó
Hannah—. ¿Tengo que recordarte lo que podrían hacer conmigo si me
descubren?
—Sí, con la mejor de las suertes, irás a prisión —carcajeó con ira
Odessa—. ¡Maldito gitano! —masculló entre dientes.
—¡No te expreses de esa manera, Odessa! —defendió a un hombre
que ni siquiera conocía, Odessa se refería con esas palabras por el fastidio
que este le generaba—. Además, no todos los rumanos son gitanos, deberías
de saberlo.
Mencionar el nombre de Mihai Vladislav era considerado un
sacrilegio bajo ese techo. El desgraciado les arruinó los planes de retiro.
—¡Como sea! Gitano o no... si hubiese pagado el valor de esos bonos,
tú podrías haber puesto un punto final a esto.
—Harper, alcánzame la camisa, por favor —dijo antes de continuar
con el tópico de conversación—. No lo culpo por su reacción o
comportamiento, solo me culpo a mí. No debí aceptar esa partida contra el
mequetrefe de Ward. De ahora en más elijo a mis competidores con un
criterio mayor.
—Dinero. Que muestren el maldito dinero —agregó Harper al tiempo
que deslizaba las mangas de la camisa por los brazos de Hannah.
—¡Eso mismo! —coincidió y se recogió la trenza en la coronilla—.
Tráeme más horquillas —le solicitó sosteniendo una entre sus labios.
—Me parece una sabia decisión que tomes recaudos por fuera de la
mesa de juegos y cuando formes parte de ella, pero eso no quita el hecho de
que este...
—¡No vuelvas a decir gitano! —Se volteó hacia Odessa.
—¿Cómo quieres que le diga? Porque caballero tampoco es. —
Confirmado. Odessa lo detestaba.
—Mira, te propongo lo siguiente, no lo llamemos de ningún modo. Lo
mejor que podemos hacer es olvidarnos de él hasta que...
—¿Hasta que... qué? —La interrumpió.
—Hasta que el hombre reflexione. Pagará... ya verás, querrá recuperar
sus bonos.
Fue Harper la que se echó a reír a carcajadas, y ante la mirada atenta
de las mujeres, comentó aquello que había pasado por su mente.
—Si el hombre en cuestión toma decisiones basadas en la opinión del
otro hombre que lo acompaña...
—¿Qué otro hombre? —preguntó Hannah, le faltaba ese detalle. Miró
a Odessa.
—Un tal Mason. Un socio —dijo restando importancia al asunto—, es
evidente que el hombre desvaría. Y Harper tiene razón, si son socios, da por
perdido la posibilidad de obtener dinero.
—Con más razón entonces, deberías prestarme uno de tus corsés. —
Hannah se valió de la oportunidad e insistió.
—No, porque repito, estás llevando este asunto al extremo.
Harper le alcanzó la boina que utilizaba, era amplía y le cubría hasta
las orejas.
—Tengo que hacerlo. Puedo oír cada una de sus murmuraciones
cuando estoy en el salón con ellos, se piensan que soy un muchachito
enfermo y débil, con pocos meses de vida.
La contextura delgada y pequeña, la palidez, la tos que intentaba
disimular cada vez que aspiraba una bocanada del puro que encendía para
demostrar comportamientos masculinos. Todo ello era un cuadro que se
prestaba a la elaboración de hipótesis de hombres ebrios y metiches.
—¿Y quién te dijo a ti que tienes que seguirles el juego, Hannah? Que
esos malditos borrachos supongan lo que se les antoje.
Hannah consideraba una buena estrategia aferrarse a la historia de
vida que le asignaban. Si era un muchacho enfermo, de ahí a un tiempo
podía desaparecer sin generar mucha duda. Oh, pobre señor R, el mal que lo
aquejaba tomó control sobre él, pereció. ¡Que en paz descanse!
Eliza ingresó en la habitación a la carrera. La pequeña estaba sin aire,
al punto tal que tuvo que apoyar la cesta con frascos en el piso, colocar sus
manos en las rodillas y respirar profundo.
—La conseguimos... —exclamó entre jadeos.
Las tres mujeres se miraron. Por un lado, estaban contentas ante lo
oído, por el otro, el estado de Eliza las llevaba a pensar lo peor.
—¿Cómo la obtuvieron? —interrogó Harper con la ceja en alto al ver
que la niña traía consigo lo que se había llevado como pago.
—A cambio de un burro —dijo entre exhalaciones.
—¡¿Qué?! —preguntaron las tres a la par.
La llegada de Tobiah, con la barba postiza en mano, trajo el resto de
la información:
—Sí, un burro... —Arrojó la barba a los brazos de Hannah—, tendré
que hacer de burro en la nueva obra de teatro —finalizó por lo bajo, le
avergonzaba confesar el pacto establecido.
Habían obtenido todo el vestuario masculino en la feria de atracciones
ambulante. El intercambio fue dinámico, frascos de conserva y mermeladas
por un lado, ropa de hombre por el otro. Como en las obras de teatro solía
jugarse con el cambio de roles y género, hallar prendas para el cuerpo de
Hannah fue en extremo sencillo. Las actrices de la compañía actoral eran
igual de menudas que ella.
La encargada de examinar la barba fue Harper.
—Es diferente a la anterior —sentenció a los segundos.
—Es la única que tenían. —Tobiah frunció los hombros.
—Y se agradece, Tobiah. —Hannah le quitó la barba a Harper y la
evaluó. Era diferente, más larga y de tono castaño caoba—. Tendremos que
cortarla, es imposible que una barba crezca tanto de un día para el otro.
—Ese no es el mayor problema. —Harper se refería al cambio de
tonalidad.
—No hay problema —Odessa había estado analizando el asunto en
silencio y ya había hallado la solución, cogió la barba—, con cenizas y
carbón bastará para oscurecerla. —Le regresó la pieza en cuestión a Harper
—. Eso sí, intenta no quemar esta también, por favor.
Habían lavado la barba tras las quejas de Hannah con respecto al olor
a cigarro que quedaba impregnada en la misma. Como el clima no ayudó
para el secado, Harper la colocó junto a la salamandra. El resultado fue una
barba sin olor, pero achicharrada.
—Sí, eso mismo —agregó Tobiah, él y Harper discutían por tonterías
a diario, se les había hecho costumbre, así se divertían—, que no quiero
hacer de burro dos veces.
—Pues si no quieres ser un burro, pon más atención cuando Hannah
te enseña a leer y escribir —dijo al tiempo que abandonaba la habitación.
—¡Hablo de otra clase de burro! —El niño siguió sus pasos, decidido
a dar pelea. Eliza fue tras su hermano, solía ser la única que podía poner fin
a las disputas infantiles.
—¿Crees que notarán la diferencia? —La preocupación en Hannah
fue evidente, y cuando esto ocurría solo una persona era capaz de disipar las
dudas: Odessa. Confiaba a ciegas en ella.
—Si a esta altura de los acontecimientos no han caído en cuenta que
eres una mujer, estate tranquila, puedes ir con un vientre de ocho meses que
no lo notaran. —Fue en busca de una pañoleta y la enlazó a su cuello—.
Están ebrios y extasiados por el juego, no ven más allá de sus narices. No,
mejor dicho, más allá de sus naipes. —Le palmeó el rostro con delicadeza,
en sus ojos, la melancolía estaba impresa. La idea de verla partir por las
noches para sumergirse en esos antros de mala muerte le retorcía las tripas.
Le recordaba a Matthew.
—Solo un par de noches más —le susurró—, pagaremos la deuda y
volveremos a deambular por las calles de Londres vestidas de negro.
—Solo un par de noches más —repitió Odessa con resignación. Y en
su mente repitió: ¡Maldito gitano! ¡Maldito Mihai Vladislav!
Capítulo 7

—Maldición —masculló. Sus ojos no se habituaban a la penumbra. Las


callejuelas lo habían obligado a prescindir del carruaje. Llevaba un par de
minutos deambulando a pie. Lo admitiría, aunque solo fuera en
pensamientos: Él, Mihai Vladislav, que fue un huérfano en Londres, se
había perdido entre sus callejuelas—. ¡Demonios! —gruñó por lo bajo.
Ni que hubiese pasado tanto tiempo desde que necesitaba regresar por
las noches, luego de una atenuante jornada laboral, aprisionando entre sus
dedos la magra ganancia. Vale… él nunca vivió en esa zona en particular,
sería complaciente consigo mismo, se perdonaría ese desliz. Lo que no se
perdonaba era la desconfianza que sentía ante los transeúntes, la vacilación
antes de pisar, temeroso de hundir el pie en un charco de vaya uno a saber
qué. No se lo perdonaría, porque su expresión de asco era la misma que los
esnobs ponían al compartir espacio con él.
Hedor. Profundo y putrefacto hedor. ¡Como el del queso!, exclamó
entre dientes. La sala de juego se llamaba Blue Cheese —queso azul—
debido a su inconfundible olor. El río hacia un lado. El parlamento hacia el
otro. Basurales, por doquier. El hollín de las fábricas se mezclaba con la
llovizna y creaba una pátina resbaladiza sobre el escaso empedrado de la
zona. El resto seguía siendo barrizal. El mejor sitio para darle una paliza a
un jugador sin fondos y que Scotland Yard no interviniera.
Su vestimenta intentaba ser discreta, y fracasaba. Sin embargo, a
medida que se acercaba a Blue Cheese, las miradas asombradas dejaron de
presentarse. Supo que estaba en el camino correcto, a ese salón de juego
iban los caballeros adinerados caídos en desgracia.
Se ajustó el chaleco de tweed, la boina del mismo material y se
encaminó hacia donde dos matones de aspecto amenazador custodiaban una
puerta. En deferencia al nombre, la habían pintado de azul. El color estaba
descascarado y se veía la madera hinchada por la humedad. Los matones lo
miraron de arriba abajo, compartieron mirada a su vez y, con cierta
desconfianza, el que contaba con más dientes dijo:
—¿Cuánto trae?
Mihai abrió su abrigo y extrajo un fajo de dinero. El matón volvió a
otearlo, gruñó:
—No importa cuán rico seas, si nos traes problemas, terminas como
los demás —y abrió la puerta con un gesto cargado de desconfianza. Tardó
un segundo más en hacerle espacio a Mihai—: Sé quién es un jugador y
quién no, si entras y dejas dinero, eres bienvenido, son las reglas de Blue
Cheese. Ten en bien dejar propina a los crupieres y a nuestras generosas
mujeres. Después, tus asuntos son tus asuntos.
—Gracias por el consejo.
—No es consejo, es advertencia. —Al fin se hizo a un lado.
Mihai ingresó. El olor por poco lo voltea. Sudor, alcohol, miedo,
sexo, vómito y orín. Un croupier, si así podía llamarse al jovencito que
cuidaba los intereses de la casa a cambio de la flaca generosidad de los
jugadores, lo condujo entre las mesas. Madera raída, sin paño ni fichas. Allí
se apostaba cualquier bien, y el valor lo daban los mismos apostadores.
—Me gustaría jugar contra el señor R —expresó. El croupier se
detuvo en seco.
—Pues muy valiente de su parte, señor. —No le sorprendió que Mihai
no dijera su nombre ni se molestara en inventarse uno—. Nadie quiere jugar
con el señor R.
—Yo sí.
—Mala suerte para usted. O tal vez sea buena, señor. Pero me han
indicado que lo coloque en la mesa ocho. Acompáñeme.
—¿Cuándo le ordenaron eso? —preguntó Mihai, curioso. Nadie le
había dirigido la palabra al croupier desde que ingresó. Observó derredor, le
costó contener la sonrisa. Muchos jugadores no eran más que informantes
de la casa. Analizaban el entorno, los ánimos y daban órdenes en un código
de gestos y señales. El muchacho no contestó—. ¿Al menos puede señalar
quién es el señor R? —El joven se mantuvo en silencio. Apartó una silla en
la mesa mencionada, Mihai la ocupó. A su lado se encontraba un hombre
exacerbado por una racha de ganancias y un absoluto perdedor de clase alta.
El croupier deslizó un pañuelo y expuso el mazo. Lo hizo danzar entre sus
dedos con movimientos de malabarista, hasta que los presentes se
aseguraron de que las cartas estaban sin marcar. Mihai de lo que estuvo
seguro fue de que, en un segundo, el joven podía cambiar un naipe sin que
lo notaras. —Por favor —insistió el rumano, deslizando un par de chelines.
—Es el joven de la mesa seis, el que, al igual que usted, no se quitó la
boina. —Elevó las cejas de modo casi imperceptible. Vladislav le
correspondió con una leve sonrisa. Sí, los dos tenían mucho que ocultar allí,
solo que no tenía ni maldita idea de qué escondía su reciente socio.
—Gracias.
—¡Ya reparte de una buena vez! —exclamó el de la racha ganadora.
Tiró de una prostituta y la hizo sentarse en su regazo—. Tú me traerás
suerte, ¿verdad? —Introdujo unas monedas en el escote de la flacucha
mujer y le mesó el seno izquierdo a modo de cábala.
La partida comenzó, el juego consistía en pedir naipes hasta acercarse
lo más posible a un número. Era bastante sencillo, se guiaba por el sentido
común, si ya habían salido cuatro sietes, la posibilidad de recibir un siete
era muy baja. Con eso en mente, realizó las apuestas más seguras y menos
divertidas que jamás presenció Blue Cheese.
Mientras se dejaba llevar por la vorágine ludópata a su alrededor, fijó
su vista en el señor R. ¿Señor?, eso le quedaba grande. Era apenas un
jovenzuelo. Su cuerpo menudo le hizo pensar en las carencias de comida
que el muchacho tuvo que haber pasado en su niñez, ¡pero si apenas rozaba
la estatura de un adulto!, y sus dedos finos, de uñas cortas y pulcras,
contaban con tan pocos callos que posiblemente nunca le dieron un empleo
de hombre. Quizá por eso se ganaba la vida jugando, porque jamás
conseguiría un puesto en el puerto o en los trenes. Eran los naipes o ser un
eterno deshollinador, y él, que había trabajado en las chimeneas, también
hubiera elegido el azar.
Los ojos permanecían ocultos por la visera de una boina, en pocas
ocasiones elevaba la vista, pero en ninguna de ellas consiguió verle los ojos.
Lucía una barba tupida, desentonaba con el resto de imagen aniñada.
Cuando escrutaba a sus contrincantes, evaluaba algo más que números y
estadísticas, estudiaba sus estados de ánimo. ¿Estaban nerviosos?,
¿exultantes?, ¿ansiosos? Combinaba la probabilidad con los gestos de los
demás y sabía cuándo retirarse o cuándo redoblar.
Su juego era medido, no estaba contaminado por el vicio, por la
irrefrenable necesidad de seguir. Por ejemplo, en ese instante, se retiraba
cuando su contrincante duplicaba la apuesta. Podía ganarla, y Vladislav
estaba seguro de que el señor R así lo pensaba. Sin embargo, bajaba los
naipes a la mesa con sus delicados dedos y se reclinaba contra la silla.
Temía más volverse un jugador empedernido que perder una apuesta.
Mihai sonrió. Con ese hombre sí podría hacer negocios, era cuestión de
acercarse y hablar. Imposible en ese lugar.
—¿Le apetece un poco de ánimo? —dijo una mujer, en tono ronco.
Buscó sentarse en su regazo. Mihai negó con delicadeza.
—Supongo que te han pedido que te acerques, a ver si utilizo alguno
de los billetes, ¿verdad?
—¿Tan malo sería eso? —El intento de sonar sensual de la mujer
apagó cualquier deseo sexual en Vladislav. Separó de la mesa varios
chelines y los posó en la palma de la muchacha. Ella sonrió, una sonrisa
algo desdentada. El vacío en su encía era reciente, y el lugar, justo al lado
del colmillo, le dijo a Mihai que había vendido el diente sano. Cogió otro
chelín, lo agregó al resto—. Por esta suma, puedes hacer lo que desees,
salvo quemarme o cortarme con cuchillos. Pero si te apetece el juego
rudo… no soy tan frágil como parezco.
—No, gracias. Eso es solo por tu grata compañía —agregó
amablemente. Regresó su vista al señor R, estaba por retirarse de manera
definitiva.
—Oh… —exclamó la muchacha cerca de su oído. El aliento a ginebra
por poco lo emborracha a él—, si esa es tu inclinación, puedo llamar a
Peter. Comparto con él mis ganancias. —Jugueteó con los chelines, no iba a
renunciar a ellos, pero si el hombre quería una orgía con jovencitos, ella lo
complacería por un módico precio.
—No, ¡por los dioses!, no quiero… no me interesan los jovenzuelos.
¿Qué sabes tú del señor R? —preguntó, pidió un naipe al croupier. Lo que
faltaba era que lo echaran del lugar sin que pudiera abordar a su socio.
—Que tienes suerte, es de los tuyos. Tal vez tendrías que probar… —
Ascendió con su mano por el muslo masculino. Suspiró al arribar a destino,
a un destino dormido pero prometedor. Mihai le retiró la mano sin
violencia.
—¿De los míos en qué sentido? —indagó, con la mente enfocada en
negocios.
—De los que no le gustan las mujeres. Sin dudas daría las ganancias
de esta noche por ser el jinete de semejante semental —jugueteó.
La vulgar comparación le hizo reír. La carcajada llamó la atención
sobre él, incluso la del señor R. Sus miradas se cruzaron, la risa de Mihai se
cortó en seco.
—¡Joder!
—Sí, es un muchachito atractivo. Pero Peter puede reemplazarlo. En
la oscuridad, todos los pozos son trinchera.
—Gracias por toda tu filosofía…
—Margaritte… —se presentó.
Mihai contuvo la nueva risotada; podía apostar las libras que restaban
a que esa mujer no tenía ni un cabello de francesa.
—Margaritte, tu compañía ha sido lo mejor de la noche.
No bromeaba. La única mancha a su buen humor era la incomodidad
en el señor R. La prostituta estaba en lo cierto, ¡demonios!, por un momento
casi, casi le resulta atractivo. Tal vez era su aspecto afeminado, sus gestos,
sus formas… pero lo más abrumador fueron sus ojos. Había deseado
mirarlos un instante más, asegurarse de su color, la intensidad.
Estaba hipnotizado por el señor R. Tanto que el joven se dio cuenta,
se puso nervioso y terminó la jugada. Mihai comprendió que huía de él. No
podía permitirlo.
—Gracias, Margaritte… Caballeros… —Dejó unos peniques al
croupier y cubrió la última apuesta. Se incorporó de golpe y fue tras los
pasos del Señor R.
En las callejuelas, lo perdió de inmediato. La lógica decía que ese
hombre tenía que tener un coche, aunque fuese humilde. Un par de matones
que lo protegieran de los robos, porque cada noche abandonaba Blue
Cheese con una importante suma. Sin embargo, eran los bajos fondos, y allí
las cosas funcionaban contra toda lógica.
El ruido de un búho lo sorprendió. ¿Un Búho?, no… era un niño
haciendo de búho. Siguió el silbido, el bribón informaba al señor R del
peligro. Agudizó el oído, escuchó el correteo que no era el de las ratas.
Siguió los sonidos, hasta que divisó el menudo cuerpo del muchacho.
—¡Señor R! —gritó. El joven se volteó, otra vez, esa mirada. Mihai
insultó entre dientes, ¿qué demonios le sucedía?, ¿acaso la hipnosis existía?
—. Señor R, aguarde —repitió y se dio a la carrera tras sus pasos.
El muchacho era ágil, rápido y conocía el terreno. Pero cada paso de
las largas piernas de Vladislav correspondía a tres de él. Alguien más corría,
también pequeño, por el sonido de sus pasos. Alguien que deseaba
alcanzarlos, pero que fracasaba en el intento. Su respiración agitada le
llegaba al rumano desde los techos, como una nube de vapor. No era una
amenaza, salvo que estuviera armado con una pistola, cosa que dudaba.
—¡Señor R!, deténgase… —insistió en buenos términos. ¡Al
demonio!, pensó, ese joven, por muy frágil que luciera y por muy
obnubilado que lo tuviera, poseía sus bonos. En pocos metros, lo alcanzó.
Justo debajo de una de las escasas farolas de aceite en esa zona. Tiró de su
brazo, lo hizo volverse—. Señor… —El resto de sus palabras quedó
ahogado ante la imagen frente a él. Por poco, deja ir una carcajada histérica.
Mihai Vladislav, el serio y malhumorado hombre de negocios, casi ríe como
un desquiciado—. ¿U-usted? —preguntó en un tartamudeo.
Estaba seguro, esos ojos, esa boca, esa piel… ¡Era la dama del
sombrero morado! Ella abrió la boca para replicar algo, dejó al descubierto
sus dientes blancos, con ese maldito canino desigual. Mihai extendió la
mano, necesitaba arrancar la maldita barba falsa, ver sus hoyuelos decorar
las encantadoras mejillas. Antes de que sus dedos alcanzaran la piel, un
impacto en su entrepierna lo hizo doblar a la mitad—. ¡Joder! —Le había
pateado los testículos. Los ojos se cristalizaron por las inminentes lágrimas.
Entre borrones, la vio correr. Su última visión sería la del trasero redondo
de la dama enfundado en pantalones.
Pese al dolor, lo supo: esa noche, él era el ganador exaltado.
Capítulo 8

Una cena caliente bajo el techo de un hogar calefaccionado por una


salamandra. Un privilegio que pocos podían darse por esos lares. ¡Bendita
providencia! O, mejor dicho, bendita Hannah.
Debían agradecer lo que poseían, aunque esto distara mucho de la
vida que supieron tener. Dormían en una cama, llenaban sus barrigas y
pronto podrían saldar la deuda. Disfrutar de una sopa de patatas con un
trozo de pan tostado en compañía de Lexi y Eliza, sin duda, era un
maravilloso privilegio para Odessa.
—Siempre dices que es mucho dinero, pero ¿cuánto dinero es mucho
dinero? —Era imposible comer en silencio con Eliza, con cada cucharada
de sopa iban incluidas dos o tres preguntas.
—Mucho es mucho. Punto final. Termínate la cena. —Odessa acercó
una cucharada de sopa a la boca de Lexi. La bebé había incorporado los
sólidos en su alimentación y estaba recuperando el peso perdido.
—¿Cabe en mis bolsillos? —No había tregua con esa niña.
—¡Cielo santo, Eliza! ¡No! —Odessa rodó los ojos. Fingió hartazgo,
la realidad era que las niñas hacían que sus noches fueran tolerables. Sin el
continuo cuestionamiento infantil, estaría sumergida en la preocupación
constante—. Ni en tus bolsillos, ni en los de tu hermano, ni en los míos...
—¿Y en los de Harper? Harper tiene bolsillos grandes. Sus vestidos
son grandes.
—Ahora que lo mencionas... —Odessa frunció el ceño. Nadar contra
la corriente Eliza era una agotadora decisión—. Puede que sí.
La niña sonrió satisfecha, por fin podía hacerse a la idea de la
cantidad.
—Y cuando Hannah consiga el dinero, ¿qué haremos? —Tragó tres
cucharadas de sopa, una tras otra, sin pausa.
—¿Disculpa? —pestañeó simulando falta de entendimiento, la otra
alternativa era reír a carcajadas—. ¿Has dicho haremos? —En otra
circunstancia hubiese utilizado el sarcasmo. Con Eliza no tenía mucho
sentido.
—Sí, ¿a dónde iremos después?
—Espera, espera... ¿acaso crees que ustedes vendrán con nosotros? —
Lo supo desde el primer instante en el que cedieron, los cobijaron bajo sus
alas y, a menos que su madre regresara, estaban unidas en vuelo a ellos.
Unidas por elección. No los dejarían volver a las calles. Lo dicho fue solo
una manera de poner a prueba la reacción de la niña.
—¡Pues claro que sí! —reaccionó ofendida. Consideraba a las
mujeres como su nueva familia.
La conversación se vio interrumpida por una embestida en la puerta.
Era Tobiah. Tenía el rostro enrojecido y jadeaba.
—¡Qué demonios, niño! Casi nos matas del susto.
El espectáculo no finalizó ahí. La puerta volvió a abrirse a fuerza de
una patada. La de Harper. Tras ella, Hannah. Las dos igual de jadeantes que
Tobiah. Ni bien los ojos de Odessa hicieron contacto con los de su nuera,
supo que estaban en problemas.
—Ten... —Le entregó la cuchara a Eliza—, ocúpate de Lexi por unos
minutos. —Se encaminó hacia el niño, le acarició la barbilla—. Y tú, ve a
refrescarte con el agua de la jofaina, lo necesitas. —La respuesta fue un
rotundo y frenético no con un movimiento de cabeza.
—No hay tiempo, tenemos que marcharnos, buscar otro lugar. —Los
hermanos funcionaban de esa manera. Supervivencia. Cuando se hallaban
ante un potencial riesgo, huían sin mirar atrás. Para Tobiah, lo ocurrido, era
una espantosa alerta.
Hannah le hizo frente al estupor que la gobernaba, respiró profundo
en busca de claridad mental y recuperó el habla perdida minutos atrás.
—Nadie se marchará a ningún lado —proclamó con una exhalación
—. No hay peligro bajo este techo.
—Pero si lo hay a unas cuantas calles de aquí —masculló entre
dientes Harper. Se limpió la frente sudada con la manga del vestido.
—Ya has oído a Hanna, niño —Odessa cambió la caricia por un
empujón—, lávate el rostro, coge un poco de sopa y come junto a tus
hermanas. —Las mujeres necesitaban de un instante a solas.
Tobiah comprendió el mensaje y las dejó para que conversaran. Ellas
se arrinconaron contra la salamandra. El calor producido por la huida
inesperada comenzaba a ser reemplazado por una fría sensación de
sudoración.
—¿Te descubrieron en Blue Cheese? —La pregunta no tardó en
abandonar los labios de Odessa. Si se valía de lo dicho por Hannah, los
maleantes a los que les debían dinero no las habían hallado, de lo contrario,
escaparían.
—No, no en Blue Cheese, fuera de allí. —El ceño fruncido de su
suegra la obligó a ampliar la información—. Un hombre...
—El gitano —gruñó Harper.
—¿Qué? —La boca de Odessa se torció en una mueca de espanto—.
¿Él?
—¡Sí, el muy desgraciado estaba en el Blue Cheese!
—Eso no lo sabes, Harper, la única que lo vio fui yo y no le conozco
el rostro —intervino Hannah.
—Lo sé porque lo vi. Es el maldito gitano.
—Estabas a una calle de distancia —insistió Hannah—. Puede que
estés confundida.
—Si lo conocieras, sabrías que es inconfundible —aseguró ella con el
mentón en lo alto.
—Coincido con Harper, el hombre no pasa desapercibido —agregó
Odessa mientras su cabeza vagaba entre las posibilidades que justificaran la
presencia de Mihai Vladislav en el antro aquel. La preocupación la hizo
deambular, no necesitaba el calor de la estufa, ardía por dentro—. Cuando
estuvimos con él expresó la intención de hablar contigo en persona. No me
sorprende que haya buscado la forma de hacerlo pese a nuestra negativa. —
Se mordió los labios producto del fastidio que sentía—. Parece un hombre
de recursos, por algo ha escalado hasta donde hoy se encuentra.
—Yo no le daría tanto mérito, Odessa —Hannah no se daría por
vencida ante él—, no juzgaré sus habilidades en los negocios, pero en
cuanto a mí... la fama me precede, aunque esta no sea de mi agrado. Le
bastó con ir al lugar en el cual su socio perdió la apuesta y preguntar. —Su
nombre era reconocido en el ámbito clandestino del juego. Puso un pie en el
Blue Cheese a sabiendas de que su presencia tendría fecha de caducidad.
Por lo visto, dicha fecha la golpeó a la nuca esa noche. Era tiempo de poner
fin a sus aventuras nocturnas —. De todas formas, de algo estoy segura,
conozco a ese hombre de algún sitio... y como no conozco al tal gitano,
deduzco que no es el mismo. —Sí, podría jurar que lo conocía, por eso
huyó despavorida.
—Lo es —aseguró Harper mirando de soslayo a Odessa.
—¡No lo es! —aseguró también Hannah. ¡Demonios!, ¿de dónde lo
conocía?—. Ya les he dicho, no es la primera vez que me he cruzado con
ese hombre, y por su expresión, él se preguntaba lo mismo.
—Intenta hacer memoria, Hannah. —Debían confirmar el peligro al
cual se enfrentaban. De divulgarse las actividades ilegales de la joven
viuda, terminaría tras las rejas—. ¿Amigo o enemigo?
—¿Amigo? —rio nerviosa—. Creo que el significado de la palabra
amistad solo puede reconocerse entre estas paredes. —Por fuera de esa
casa, nadie había movido un dedo para ayudarlas.
—Entonces enemigo. —Los nervios hacían mella en Odessa.
—Ni una cosa ni la otra, ¡es el gitano! —gritó Harper con las manos
en alto al punto tal que la bebé se quebró en llanto.
—Entiéndelo de una vez, Harper, jamás me he cruzado con ese
supuesto gitano. ¡Jamás!
La insistencia o la terquedad no era una característica común en
Harper, situación que hacía que Odessa estuviese más inclinada del lado de
esta. Debían de hallar un punto de inflexión, de mediación, de descarte.
—Pues descríbelo entonces. Eso puedes hacerlo, ¿verdad?
¡Claro que sí, no volvería a olvidar ese rostro! ¡Esa mirada!
—Me duplica en tamaño... —Fue lo primero que dijo, intentaba
recordar fragmentos, era preferible a visualizar su rostro por completo. ¡Esa
mirada! Le resultaba letal rememorarla. Sacudió la cabeza.
—Cualquiera te duplica en tamaño, cariño —ironizó Odessa.
—A lo largo y a lo ancho —agregó. Harper carraspeó, era su manera
de repetir: El gitano—. Cabello crespo... castaño claro… —sumó a la
descripción y las cejas de Odessa se elevaron—, castaño claro con un
llamativo tono dorado, como sus ojos —susurró para sí— y sus ojos... sus
ojos —titubeó—, grandes, rasgados... como si no fuera de estas tierras.
Harper llevó sus brazos en jarra y carraspeó.
—¡Joder, es el gitano! —masculló Odessa.
—¡Por los cielos, ahora tú también! —protestó Hannah.
—Lo diré de otra manera, a ver si así, lo aceptas: el hombre que me
describes es Mihai Vladislav. ¿Satisfecha?
No, no estaba satisfecha. Y no lo estaría hasta recordar de dónde lo
conocía.
—Si es él, se equivoca al creer que le devolveremos los bonos bajo
coacción. —Por supuesto que no cedería ante él. No lo hizo con los
maleantes acreedores, menos con el tal Vladislav. En su defecto, repetiría la
jugada: se mantendrían en las sombras.
—¿Qué haremos? —Harper estaba ansiosa, de ser por ella, iría a darle
un par de patadas en el trasero al muy maldito. La que Hannah le dio en los
cojones no fue suficiente.
—Lo que mejor sabemos hacer, regresar al completo anonimato y,
cuando no tenga noticias nuestras ni de sus bonos, la incertidumbre lo
torturara.
—Es una buena estrategia para un hombre como él, a menos qué... —
Odessa barajó la última posibilidad.
—¿A menos que... qué? —preguntaron las dos mujeres al unísono.
—Que te haya seguido.
—No lo creo... —fue Tobiah el que habló, él había sido el último en
abandonar el encuentro—, le dolían demasiado los cojones como para
seguirnos.
—¿Los cojones?, ¿en serio, Hannah?
—Hice lo único que estuvo al alcance de mis piernas —alzó los
hombros.
—¡Se lo merece por hombre metiche! —resopló Harper.
Las tres coincidieron, de no ser por metiche y testarudo, no estarían
en esa situación. Él tendría sus bonos y ellas, el dinero. Pero no... y por
culpa de él, los condenados bonos, de ahí a un tiempo, irían a parar a la
salamandra hasta convertirse en cenizas. Por los menos arderían y les darían
algo de calor. ¡Al demonio con el gitano!

El retiro anticipado de las mesas de juego debilitó la nueva estabilidad


económica. El dinero ganado en las últimas semanas no podía ser destinado
a los gastos cotidianos, pertenecía a los ahorros de la deuda. Retomaron la
actividad que las supo abastecer ni bien llegaron a Mile End: la venta en el
mercado local. Y considerando que les parecía prudente que Hannah se
mantuviera a resguardo por un tiempo, se quedaba en la casa mientras
Odessa y Harper se ocupaban de la labor.
Tras lo sucedido, y pese a que Tobiah juraba que nadie las había
seguido, este marchaba junto a las mujeres al mercado cual escudero de
brillante armadura. Según él, la protección siempre era necesaria.
Experimentaba el deseo de consagrarse como el hombre del hogar, era un
protector nato.
El encierro de Hannah no contribuía para nada con sus nervios, en
consecuencia, se veía en la obligación de invertir sus energías en labores
que le fuesen redituables. Junto a Eliza se dedicaban a la elaboración de las
conservas en grandes cantidades debido a la demanda del producto. Por lo
visto, y por primera vez en muchos años, la divina providencia estaba a
favor de ellas. La mercadería se vendía en su totalidad cada día. Requerían
más y más.
—Eliza, cariño, acércate, por favor, tengo una tarea para ti. —Le
guiñó un ojo y Eliza sonrió, le encantaba que le asignaran tareas. Al igual
que su hermano, quería sentir que ocupaba un rol; sentirse funcional.
—¿Tengo que ir hasta el mercado? —Se adelantó a la posible tarea
cuando vio que Hannah tenía una cesta repleta de conservas.
—No, al comedor, si no podemos contribuir con dinero, lo haremos
con alimentos —dijo más que nada para contentarse. Con sus aventuras
nocturnas suspendidas no contaban con un sobrante para brindar al lugar.
Que las panzas de los niños sin hogar se llenaran solo con hogazas de pan
mohosas, la enfurecía. ¡Maldito gitano! Sí, gitano. El enojo la llevaba a
referirse a él de ese modo. Por su culpa estaba recluida. Le entregó la cesta
a Eliza—. Dile a Sybill que mañana le enviaremos más. Trataré de preparar
sopa de calabaza también.
—¡Me encanta la sopa de calabaza!
—¡Lo sé, por eso mañana, todos en Mile End la comerán! —Haría
dulce de calabaza y sopa en cantidad, aunque tuviese que pasar toda la
noche junto al fuego de la cocina. Lo prefería antes que el insomnio sumido
en preocupaciones—. Ve y no te demores, no me gusta que estés fuera de la
casa cuando cae la noche.
—La noche no me asusta —dijo con aires de infantil altanería.
—A ti no, pero a mí sí —Lexi se despertó de su siesta con un sollozo
—, y creo que a tu hermana también. Así que haznos el favor de no
demorarte.
—De acuerdo, lo haré por ustedes.
Cuando Eliza se marchó, cogió a Lexi en brazos y se cobijó en el
sillón. Aceptaba el breve descanso, a su cuerpo le sentaría de maravillas.
Acarició las mejillas de la bebé, y esta balbuceó como respuesta.
—Dime, puedes hablarlo conmigo, pequeña. Dime qué te ha hecho
despertar. —Solía entregarse al sueño por horas, no era habitual que
durmiera poco. Lexi volvió a balbucear—. Pues no deberías preocuparte,
tengo todo bajo control. —El balbuceo fue reemplazado por una risa, todo
el cuerpo de la bebé se agitó—. ¡No te burles de mí! En verdad tengo todo
bajo control. —Lexi extendió el brazo hasta que sus dedos se aferraron a un
mechón de cabello—. ¿Qué no lo parece? —resopló Hannah—. ¡Patrañas!
Estaremos bien, ya lo verás. Además, mis conservas de coles de Bruselas
son un auténtico éxito de ventas. —La bebé volvió a balbucear—. Ya sé que
no las has probado. Todo a su tiempo. —Le hizo cosquillas en la barriga—.
Por lo pronto, tendremos sopa de calabaza, y aunque lo niegues, sabemos
que es de tus preferidas, ¿verdad? —El gorjeo feliz fue la confirmación—.
Por eso haré la sopa más deliciosa del mundo, solo tienes que prometerme
algo... dejarás de preocuparte, ¿de acuerdo? —Lexi tiró de su cabello —.
Auuuchhh, lo tomo como un sí.
La conversación se vio interrumpida por el regreso de Eliza, traía
consigo la cesta repleta.
—¿Qué ha sucedido?, ¿por qué has regresado con todo?
—La señora Sybill me dijo que no es necesario, que mejor lo vendas
en el mercado.
—¿Cómo que no es necesario? —Se incorporó con Lexi a cuestas.
—¡Hoy cenarán estofado! ¡Estofado! —Estaba feliz por la noticia—.
¡Hasta con restos de pavo! Ni yo he probado pavo en mi vida.
Hannah estaba igual de feliz que Eliza, las barrigas satisfechas
siempre eran una excelente noticia. Aun así, no podía dejar de fruncir el
ceño.
—¿Te ha dicho algo más Sybill?
—Sí, que desde hace unos días tienen un nuevo benefactor que llena
la despensa del comedor, tienen comida para semanas. Y tú... tú no tienes
que preocuparte más por ellos.
La bebé, una vez más, enredó los dedos en su cabello y tiró
reclamando la atención de Hannah.
—Sí, sí... la he oído. —Frunció los hombros—. Una preocupación
menos. —Sonrió.
¡Hermosa y maravillosa buenaventura! Esa noche festejarían en
nombre de los niños del comedor y de Sybill. Eso sí, con sopa de calabaza,
el pavo tendría que esperar.
Capítulo 9

Mentía al decir que solo buscaba información. No podía enfrentar a


Hannah Renner de Cooper sin saber nada de ella. Puntos fuertes y
debilidades; situación financiera; motivos por los cuales se disfrazaba de
hombre y apostaba en un salón de mala muerte; quiénes dependían de ella;
si había un hombre en su vida… Ese punto en especial lo hacía gruñir con
un celo posesivo impropio de él. Y, sobre todo, impropio de su nula relación
con Hannah. ¿Quién demonios se creía?, esa mujer no era su mujer, y las
damas no se compraban ni ganaban en juegos de naipes. Mihai se lo repetía
a diario, como uno de los mantras que Mason utilizaba para invocar
sabiduría a los dioses. Mihai se lo repetía porque, una parte horrible dentro
de sí, esa que fue un huérfano pobre en los bajos fondos de Londres, salía a
flote famélica y proclamaba el derecho inalienable de llamar algo suyo.
Tenía que domar a la fiera, ser racional, un hombre moderno y progresista.
Lo cierto: no buscaba información. Sabía todo de ella, hasta cuántos
vestidos tenía. Buscaba valor, coraje para enfrentarla y hablar de negocios
como si no se muriese por confesarle lo que ella significaba para él. Como
si se tratara de un mito, de una historia fantasiosa en la cual un completo
extraño se te aproxima para revelarte que eres la pieza clave de un plan
superior. Así la pensaba a Hannah, su epifanía personal, la encarnación de
la esperanza en un hombre perdido.
Una vez más debió dejar el carruaje a unas calles de allí. La callejuela
que iba hacia el mercado tenía la anchura suficiente para dos carros, pero de
ella nacían miles de arterias, como las del cuerpo humano, que se
desparramaban por el terreno llevando vida miserable a cada rincón. En esa
ocasión, no fue a ciegas. Mason le consiguió un plano, no el oficial, el
diseñado por contrabandistas y ladrones. Era mejor no preguntar cómo
Green se hacía de las cosas.
La zona no era la peor, eso le hizo largar el aire con alivio. Tampoco
era acorde a la dama del sombrero morado. La mujer que le salvó la vida
había llevado una existencia distinta en el pasado. Mihai sabía ahora los
derrotes que la condujeron a su situación actual. Matthew Cooper, jugador
empedernido y deudor conducido al suicidio. No se alegraba de la muerte
de Cooper, claro que no. En principio, porque Hannah pagaba las
consecuencias, y, en segundo lugar, porque él quería retorcerle el pescuezo
con sus propias manos. ¡Tenía todo en la vida!, ¡todo lo que él había
anhelado!, y lo perdió apuesta tras apuesta.
Su viuda vivía en un apartamento diminuto, con la suegra y una única
empleada fiel. Recordó a Harper y sonrió, esa mujer soportaba mejor la
borrachera que él. A medida que se acercaba a la puerta principal, (si así
podía llamarse), le agradó constatar la pulcritud del lugar. La higiene no era
un habitante de Londres, pero mucho menos en esos barrios, donde
mantenerla era una odisea. ¿De qué valía limpiar si las cucarachas
escondidas en las casas de los vecinos te asaltarían igual por las noches?
Cucarachas, ratas, piojos, pulgas, moscas de todos los tamaños… Esas
mujeres combatían las pestes con el mismo afán que la pobreza. También le
agradó el aroma a comida, no el olor grasiento y repulsivo de productos en
mal estado o los restos de animales que en el mercado desechaban por no
poder vender a los ricos. El dejo agrio en el ambiente le ayudó a adivinar el
alimento: conservas. Deliciosas conservas. Su estómago rugió a coro con
sus puños golpeando la puerta.
—Enseguida… —respondió una voz femenina al otro lado. La voz de
Hannah. Mihai sonrió solo al oírla. En eso también Hannah fallaba como
candidata a la perfección según estándares de belleza o matemáticos. La
voz de la mujer era algo ronca, potente. Daba la impresión de provenir de
alguien mucho más alto y corpulento. Le recordaba a sus tierras, a la voz de
las mujeres gitanas—. Sybill, perdona… —dijo, y sus palabras quedaron
ahogadas por un repique de instrumentos de cocina—, esta casa es una
competencia de manos ocupadas. Voy… voy… —Abrió la puerta sin
constatar quién era, segura de que se trataba de la mujer del comedor. Sus
ojos no se elevaron lo suficiente, le bastó avistar la punta de los lustrosos
zapatos para comprender su error.
Mihai abrió la boca para decir algo. Tardó una milésima de segundo
más de lo debido. Hannah, con el cabello en un moño a lo alto, el delantal
de lino y su vestido de viuda lo había impactado; pero, si hablamos de
impacto, nada como el que vino después: La dama le cerró la puerta en las
narices. Literalmente. La madera impactó en la recta nariz de Mihai,
haciéndolo sangrar.
—¡Mierda!
Esa mujer le había salvado la vida, ahora parecía dispuesta a
arrebatársela miembro a miembro. Recordó el dolor de su patada en los
testículos y por poco se retuerce allí mismo. Golpeó de nuevo a la puerta,
oyó el barullo de varias voces al otro lado. Algunas femeninas, otras
aniñadas. ¿Había niños?, eso no estaba en su informe. Según había
averiguado, el matrimonio Cooper no procreó.
—Es el gitano… —Reconoció a la interlocutora, era Odessa
Carrington. O, mejor dicho, Cooper. Carrington era su apellido de soltera.
—Que no todos los rumanos son gitanos.
—Pero ese parece uno. Gitano hasta que demuestre lo contrario. Y
cómo se maneja en los negocios…
—Esos son prejuicios… —¿Acaso Hannah lo estaba defendiendo?,
¡vaya con esa mujer!, lo iba a desquiciar. Quizá no lo defendía, solo se
reservaba el privilegio de ser la única en maltratarlo.
—Los prejuicios existen por algo —rebatió Odessa.
—Sí, por la ignorancia de quienes los portan.
—¿Y entonces, qué harás?
—Yo puedo matarlo —dijo un niño con acento cockney.
—Tú no vas a matar a nadie…
—Preferiría que nadie me asesine —agregó Mihai al otro lado del
umbral. Al darse cuenta de que la puerta no tenía el cerrojo puesto, la abrió
con facilidad—. Vengo a hablar de negocios.
—¿Viene a pagar los bonos?
—No… —Antes de poder agregar algo más, Hannah lo empujó y,
otra vez, cerró la puerta en sus narices.
—Entonces puede marcharse, no es bienvenido aquí.
—Está siendo irracional. —Volvió a abrir la puerta. Esas casas tenían
nula seguridad y las paredes estaban construidas con madera que sobraba de
los navíos. Imposible conservar cierta intimidad.
—Gracias. ¿Lo has oído, Odessa?, al fin, un hombre en nuestras
vidas, estamos salvadas… —ironizó—. Lo siento si estaba siendo
irracional, es que ya sabe… las mujeres y los negocios no nos llevamos
bien. Lo nuestro son las flores y los poemas, ¿Trae un poema, señor
Vladislav?, ¿no?, ¿tampoco el pago de los bonos?
Las cejas de Mihai se alzaron con una dosis de humor dentro del
malestar. Ella estaba sonrojada por la furia, sus ojos lanzaban chispas. El
temor estaba presente en su reacción, lo escondía detrás del desafío, era
evidente. Ese era el mecanismo de supervivencia. Hannah Renner lo veía a
él como una amenaza.
¡Vaya si era una amenaza!, lo era en todos los sentidos. Poseía los
bonos y de él dependía cobrarlos, ya habían sondeado el mercado y
Vladislav estaba en lo cierto, nadie los quería aunque valiesen una buena
suma. Pero, además, era un hombre corpulento, capaz de destrozarla con
una de sus manos. Bien sabía cuánto debían protegerse de la fuerza
masculina, los robos, asesinatos y violaciones eran diarios en la zona. Y
como si eso no fuese suficiente, ahí estaba él, con su porte leonino, la
mirada amarilla de gato, la forma que tenía de observarla, como si la
conociera de toda la vida… o de otra vida. Algo en Mihai le resultaba
asombrosamente familiar; se negaba a escrutarlo hasta arribar a la verdad.
Mihai entendió que con Hannah no funcionarían las estrategias
utilizadas con las damas. A ella le valdrían tres pimientos un ramo de rosas
o una disculpa sentida. Si quería su respeto, ¡y joder, lo anhelaba con
locura!, debía tratarla como a un igual. Un gran problema, porque los
complejos de inferioridad de Mihai salían a flote. ¿Qué significaba tratarla
con igualdad?, ¿elevarse él a su posición?, ¿descenderla a ella al de
inmigrante analfabeto y advenedizo? ¡Tendría que haber mandado a Mason!
—Mason Green le envía sus saludos, señora Cooper —dijo a modo de
apertura de esa incómoda conversación—. Sigue obsesionado con usted, y
le ruega que pose para él.
—¡Por favor, qué falta de respeto! —exclamó Odessa.
—¿Cuánto pagaría? —fue la pregunta a coro de Harper y Hannah.
Mihai sonrió, se atrevió a sentarse sin que lo invitaran. No, allí nadie se
burlaría por su falta de educación. Eran el grupo más ecléctico jamás visto.
—Ni se te ocurra —advirtió al niño, cuando este intentó patear la silla
y hacerlo caer de trasero al suelo.
—¡Usted no es nadie para decirme lo que puedo o no puedo hacer! —
desafió Tobiah. Eliza protegía a Lexi en brazos ante la extraña amenaza.
—No, pero si me enfado, no será bueno para los negocios. Por
ejemplo, si me voy furioso, nunca sabrán cuánto está dispuesto a pagar
Mason Green a cambio del modelaje de la señora Cooper.
—¡A nadie le interesa saberlo! —espetó Odessa.
—A mí sí me interesa —contradijo Hannah—. ¿No puede posar
Harper? Sin duda a ella no le molestaría.
—A mí no me molestaría —coincidió Harper.
—No, tiene que ser Odessa. Según Mason, sus facciones son
perfectas y su belleza, indiscutible ante la ciencia. —A su pesar, la mujer se
sonrojó. Intentó hacerlo pasar por enfado, pero Mihai le guiñó el ojo y la
hizo fracasar.
—Hace un calor infernal aquí —se quejó la dama—, con esas estufas
encendidas todo el día, produciendo y produciendo. ¿Sabe usted? —le dijo,
poniéndose de pie, dispuesta a huir del inesperado halago. ¿Ella, hermosa?,
su marido jamás se lo había dicho, ni nadie para el caso—, no lo
necesitamos como cree. Nos llevará más tiempo, pero nuestro negocio va
viento en popa. Vendemos todo, no damos abasto.
—Eso mismo me sucedió a mí con las calderas, señora Cooper.
Llegué al punto en que la fabricación manual era insuficiente y… si quería
salir de la pobreza… —remarcó con ímpetu—, necesité un socio. Imagine
lo que significó para mí enterarme de que este socio apostó mi esfuerzo y
trabajo en una partida de naipes, solo porque, ¡oh, pobre de él!, su tío no le
pagó la mensualidad —dramatizó, lleno de furia.
—Créame, señor Vladislav —intervino Hannah—, sé muy bien lo que
es perder todo en una mesa de juego. Y también sé lo que es trabajar de sol
a sombra, y por eso no permitiré que usted se niegue a pagarme lo que me
debe. ¿No le gustan las injusticias de la vida?, pues póngase en la fila,
porque aquí somos… —Los contó con el dedo—, seis antes de usted.
—Nunca dije que no le pagaría.
—¿No? —Por fin tenía la atención de ella.
—No, nunca me dejó hablar, de hecho. La primera vez me golpeó en
los t…
—¡Ni se le ocurra mencionar su… su… anatomía delante de mujeres
y niños! —lo reprendió con dureza. En el fondo, detrás de su delantal de
lino y sus vestidos baratos, seguía siendo la honorable señorita Hannah
Renner, hija de un barón y dama de alcurnia.
—¿Pueden golpearse pero no pueden mencionarse? —preguntó con
cierta gracia.
—¡Claro que no pueden golpearse!, la violencia es mala… el asunto
fue… fue de fuerza mayor. —Ahora Hannah estaba tan sonrojada como
Odessa minutos atrás. La mujer se había retirado, escuchaba detrás de la
única puerta del apartamento, mientras simulaba ordenar algo ya ordenado.
—Vale… y luego mi nariz, ¿lo ve? —Se señaló la pañoleta con
sangre. Eran apenas unas gotas.
—¡Oh, por Dios! —Hannah se sintió culpable. Buscó un paño, lo
remojó en el agua previamente hervida que utilizaban para higienizar en la
cocina y se lo aproximó al rostro. En sus gestos amables, no fue consciente
de la cercanía ni de lo impropio en sí del acto. Se posicionó entre las
piernas abiertas de Mihai, le hizo lanzar la cabeza hacia atrás y limpió los
restos de sangre seca de su nariz—. No me había percatado. En general no
soy hostil, pero…
—Temió que fuera un cobrador —completó por ella. Mihai fijó sus
ojos en los aguamarina de Hannah, quien estaba concentrada en el daño
nasal, cuando al fin los fijó en los del hombre, dio un paso atrás, espantada.
El rechazo resultó peor que los golpes anteriores. Porque eso era rechazo,
¿verdad?—. Soy lo contrario, un pagador.
—Bien, eso está mejor —respondió Hannah. Cruzó los brazos sobre
su pecho, casi se abrazó a sí misma. Se cuidaba de él y, ¡joder!, cómo dolía.
—¿Puede sentarse?, me gustaría negociar. Por desgracia, no todo es
tan fácil. Y sí, la vida es injusta, pero lo es menos si nos aliamos con las
personas correctas —propuso.
Hannah se sentó, Harper bufó al entender la orden silenciosa: sirve el
té. Harper odiaba esa tarea y solía hacerla Hannah u Odessa. Odessa estaba
escondida, Hannah ocupada y Tobiah le murmuró un ni lo sueñes al tiempo
que se paraba junto a la viuda a modo de magro guardaespaldas.
—¿Va a pagar? Eso es lo único que importa, cuento con ese dinero.
—Sí, lo haré. Le pagaré los bonos, pero no solo eso, le pagaré lo que
valen esos bonos tras su inversión en V&G Calderas.
—Yo no invertí en V&G Calderas —dijo—, y no tengo un penique de
más. Solo poseo esos bonos que perdió el señor Ward.
—Sí, ha invertido. Cada segundo en que usted no liquida los bonos es
un segundo de su tiempo invertido en trabajo, pago de salarios, compra de
insumos, diseño de mejoras, reuniones de negocios… El tiempo es oro,
señorita Renner.
—Señora —lo corrigió—. ¿Y cuánto me corresponde entonces?
—Eso se verá cuando al fin lo liquide.
—Me gustaría que eso fuese ahora —insistió.
—Y a mí me gustaría que usted se convirtiera en mi socia por más
tiempo.
Odessa no aguantó más. Dejó de simular una ocupación e ingresó en
la habitación.
—¿Pretende ser socio de una mujer? —preguntó.
—¿Por qué no?, no son ustedes más desmerecidas que un… ¿cómo
me ha llamado?, ¿gitano?
El sonrojo regresó, y Odessa volvió a marcharse con una excusa
muda. Mihai sonrió, no se había ofendido. Hannah se encontró sonriendo a
la par.
—Lo siento. ¿Es usted gitano al menos?
—No. Los gitanos son un pueblo, una cultura por sí misma, no son el
lugar en que nacen. Que muchos de ellos habiten los Cárpatos no nos hace a
todos parte de su comunidad.
—Habla de ellos con respeto.
—Sí, su sociedad tiene reglas que quizás esta parte del mundo
considera bárbaras, pero pueden ser mucho más justas que otras aquí
normalizadas. Créame, señorita Renner, el trato a los huérfanos o a los
africanos, por ejemplo, es mucho más bárbaro que cualquier creencia
gitana.
—Señora… —repitió, con la voz algo temblorosa. Sí, ya había visto
con Tobiah, Eliza y Lexi lo bestiales que podían ser los hombres
civilizados.
—Negocios —resaltó, tan conmovido como ella. En cada ocasión en
que recordaba quién era, el modo en que lo había salvado, sentía sus
barreras desmoronarse y ponía en riesgo su empresa. Además de haberse
arriesgado por un obrero pobre del ferrocarril, alimentaba a tres huérfanos
con lo que no le sobraba y trabajaba a sol y sombra para mantener unida a
esa familia dispar. Admirarla más era peligroso, ¿y ella creía que la
amenaza era él?, no tenía idea—. Le pido su tiempo, a cambio de mayores
ganancias.
—Señor Vladislav, tiempo es exactamente lo que no tengo.
—Lo supuse. Sin embargo, si no vende estos bonos, y estoy seguro de
que lo ha intentado, ¿cuánto tiempo le llevará recaudar el equivalente?
—Seis meses si las ventas siguen a este ritmo y mis ganancias en
Blue Cheese se mantienen. Si usted no interfiere, claro está.
—Seis meses… invierta esos seis meses en mí. —Tosió—. En V&G
Calderas, me refiero.
Odessa no regresó; abrió la puerta y oyó desde el otro lado.
—Es casi extorsivo lo que hace, señor Vladislav, y me da la impresión
de que es consciente de ello.
—Sí. No es mi acción más noble, lo siento. La desesperación tiene
rostro de hereje.
—Nunca mejor dicho… —masculló Odessa.
—¿Solo debo conservar los bonos y en seis meses me pagará?
El gesto en Mihai fue de: vale, aquí viene la parte desagradable de la
conversación.
—En seis meses, si colabora conmigo —expuso en un murmullo
ronco. El acento del hombre empezaba a irritar y fascinar a Hannah por
partes iguales. Tenía que recordar que era el enemigo, en lugar de ir como
polilla a la luz.
—¿Si colaboro?, ¿disculpe?
—Tiene razón, me he expresado de un modo incorrecto. Seis meses si
trabaja para mí. —Negó con la cabeza—. Otra vez, mala expresión, usted es
la dueña de los bonos. Seis meses si trabaja para usted.
—¡Está de broma!, ¿le parece que me cabe en el día un trabajo más?
—No, por eso cubriré los gastos durante estos seis meses. Esa es mi
inversión durante el periodo, entre ambos conseguiremos duplicar o incluso
triplicar el valor de los bonos.
—¿Ha bebido? —preguntó—. ¡Ha bebido! —sentenció—. Ya me ha
contado Harper de su afición al whisky.
—¡¿Mi afición al whisky?! —Miró a Harper, esa mujer, a diferencia
de sus congéneres, era inmune al sonrojo—. Esto es increíble. Señorita
Renner…
—¡Señora!, ¡Señora Cooper!
—Honorable señorita Renner, es sencillo, puede esperar meses para
cobrar esas acciones lo que valen ahora, o puede venderlas por mucho
menos de su valor, o… puede acceder a mi propuesta.
—¡Chantaje!
—Una propuesta que es muy sencilla. Debe ayudarme a convertirme
en un caballero, aunque sus modales se hayan… —Buscó las palabras—
adaptado a su nueva realidad, sigue siendo una dama de alcurnia. Sabe esas
cosas que yo no sé.
—¿Cómo cuáles? —gruñó.
—Leer de corrido, hacer cálculos más complejos… La he visto, sabe
calcular probabilidades en los naipes.
—¡Eso lo sabe hacer cualquiera! —masculló, furiosa. Harper posó un
recipiente con estruendo sobre la encimera. Fue el modo que tuvo de
reprenderla. Hannah abrió los ojos desmesuradamente, observó al hombre
ante ella. Su atuendo fino, su porte leonino, esos ojos que parecían saber
todos los secretos del mundo… y comprendió su metedura de pata—. Lo
siento.
—No lo haga. Compénsemelo.
¡Demonios!, pensó Hannah, irritada. A su situación le sumaba la
culpa.
—¿Quiere lecciones?, ¿lecciones de qué exactamente?
—De esas cosas que nadie enseña. A empezar una misiva hablando
del clima o a entrar a un salón sin que todos me observen como a un
extraño…
—Eso último va a ser imposible —murmuró. ¿Cómo no iban a mirar
a semejante hombre? Entendía el punto, se trataba de no llamar la atención
por errores protocolares.
—Durante el periodo cubriré todos los gastos, como dije, es mi
inversión.
—Mis gastos y los de las personas a mi cargo —negoció Hannah.
Mihai sonrió, una sonrisa llena de triunfo.
—Sus gastos y los de las personas delante de mí en la fila de quejas
—accedió. Hannah se mordió para no corresponder la sonrisa.
—Por seis meses.
—Por seis meses.
—Ni un día más…
—Ni un día menos —susurró la fiera posesiva que habitaba en él—.
Me refiero —se apuró a corregirse—, que hay una fecha establecida. Una
cena a la que pretendo asistir, fue avisada con mucha antelación porque
asistirán hombres de negocios americanos. Es nuestro gran salto. Si consigo
ser un caballero para entonces, las acciones despegarán y usted les dirá
adiós a todos sus problemas.
—Le diré adiós a usted —agregó con un deje de maldad. Ella también
tenía una bestia en su interior, alimentada a base decepciones con los
hombres.
—Me dirá adiós a mí —concedió, no inmune al veneno de esas
palabras. Extendió la mano para sellar el pacto.
Ella se la cogió. La sensación de cosquilleo que sintió ante el simple
contacto de las palmas por poco la obliga a retirar la suya. No obstante, una
fuerza aún mayor la hizo hacer lo contrario. Aferrarse más, sin deseos de
soltarla jamás.
—Tú… —musitó. Lo había reconocido: el hombre del tren. El
trabajador que Matthew casi mata—. Tú…
—Tenemos un trato. —La soltó abruptamente y se fue sin despedirse.
Dejando a Hannah paralizada en el centro de la sala.
Capítulo 10

El mal humor de Hannah no se condecía con el ánimo de los demás. Era la


única que pensaba que el acuerdo con el señor Vladislav era una pésima
idea. La refutación constante por parte de Odessa y Harper, y la alegría
indiscutible de Tobiah, Eliza y Lexi, no hacían más que aumentar su
malestar. Ponía en evidencia el motivo principal por el cual se negaba al
pacto: Mihai Vladislav la desestabilizaba.
¡Y le había costado mucho estabilizarse, maldición!
Las palabras de Harper aún le hacían arder las orejas: tú no has
superado a los hombres, tú sientes aversión por ellos. ¡Claro que no!, quiso
discutir. No odiaba a los hombres. Es que… bueno… nunca conoció uno
que valiera la pena. Todos ellos traían problemas, todos ellos se creían los
dueños del mundo. Tensaban los hilos que amarraban a las mujeres y las
manejaban a su antojo, como marionetas. ¡Bastaba ver lo hecho por el señor
Vladislav!, ¿qué posibilidades reales les había dado? Era chantaje, no eran
negocios, se trataba de una vil extorsión. Ellas no podían defenderse,
porque otros hombres les pisaban los talones.
Gruñó, dejando caer su cabeza sobre la mullida butaca del carruaje.
¿Era mucho pedir libertad?, verdadera libertad. Elegir un camino en la vida
y mantenerse por él, con sus aciertos y errores. Tan solo eso anhelaba,
equivocarse en sus propias decisiones en lugar de ser arrojada una y otra
vez a situaciones fuera de su control.
—Deja de bufar, nos aguas el viaje —se quejó Odessa.
—No puedo creer que estés de acuerdo con esto —insistió Hannah.
Odessa adormecía a Lexi en brazos. Le sobraba una dosis de energía
para custodiar que Tobiah no asomara más del torso por la ventanilla y que
Eliza no forcejeara con demasiada fuerza contra su hermano. También
contaba con un ojo hacia Harper, con el cual la reprendía en guiños por no
ayudarla con los niños, y, como si eso fuera poco, le quedaba cuerda para
discutir con Hannah. La más joven de las damas hizo el intento de quitarle a
la bebé de los brazos, ella puso distancia.
—Estoy bien, puedo con ellos. Con lo que no puedo es con el hecho
de oír tus bufidos. ¡Por favor, Hannah!, la tarea que se te ha pedido es la
más acorde a tu condición de dama de todas las que has hecho desde que
enviudaste. —Suspiró—. Y antes también, porque mi hijo te obligó a tareas
más espantosas que esta, y lo sabes.
—Pero yo elegí casarme con tu hijo, Odessa. Mi decisión, mi
responsabilidad.
—¡Patrañas!, tú no elegiste casarte con mi hijo. Tú quedaste huérfana
en el momento indicado.
—Y elegí… —Se silenció al ver la mirada encendida de su suegra.
¡Vale!, quizá no había elegido del todo. Pero… pero… pero no soportaba
más que la contradijeran con el asunto del señor Vladislav.
—Hannah —intervino Harper, sin siquiera abrir los ojos. El carruaje
era más cómodo que el catre en el que dormía desde que la desgracia las
alcanzó—, el hombre quiere mantener esto en secreto, nadie se enterará de
las lecciones impartidas hasta que él no te pague. Nos cubre los gastos a
todos. ¡Nos alejamos de Londres y, por lo tanto, de los cobradores!, y, como
dice Odessa, no es menos encrucijada que cualquier otra decisión que hayas
tomado en el pasado…
—Sigue siendo una encrucijada —masculló.
—A ver si reconoces que la única razón de tu irritación es por el
mismísimo Mihai Vladislav. Es él quien te molesta.
—¡Claro que no! —se defendió con demasiado énfasis—. No soy una
esnob, que margina por los orígenes.
—Eso lo sugieres tú, nunca dije que lo fueras.
—Entonces, ¿por qué me molestaría Mihai Vladislav? —Las dos
mujeres bufaron a coro, Hannah las observó, primero a una, luego a la otra
—. Está bien, no lo digan. Pero no es lo que piensan. —Otro bufido. El
silencio tenso en el carruaje se cortó cuando Eliza demandó su momento en
la ventanilla.
Intentó mantener el aire en su pecho y no irritar más a Odessa; no
deseaba hablar más del asunto. Sí, en el fondo lo reconocía, era el señor
Vladislav el problema. Más aún cuando descubrió quién era en realidad: el
hombre del ferrocarril. Que tras su reconocimiento él hubiera huido no le
hizo ni una pizca de gracia, podría, no sé, haberla mirado de otro modo,
compensado ese rescate con una dádiva y terminar con las penurias. No
porque quisiera esa clase de caridad, es que… él… el accidente… todo
regresaba a su mente, en especial las sensaciones. Los corazones palpitando
desesperados, la exaltación, las miradas unidas, el agarre furioso a la vida
que se escondía en ese abrazo con el que ella lo había recibido.
Él la había reconocido antes, era consciente de ello. El disfraz no le
había bastado para engañarlo y solo por eso se pudo librar, escapar. Porque
Mihai fue débil una fracción de segundo. No cometería ese error dos veces,
y ella no podría fugarse si él no se lo permitía.
El señor Vladislav la aterraba. Harper tenía razón, la mala experiencia
con los hombres le hacía tenerle aversión. Pero Mihai Vladislav se elevaba
por sobre encima del mínimo desprecio para convertirse en pesadilla. ¿Por
qué?, no iba a indagar en ello aún o se volvería loca. No era peor que los
demás, ni más poderoso, ni más amenazante, ni siquiera más cruel. ¿Por
qué le temía?
—Estás bufando de nuevo… —murmuró Odessa.
—Lo siento, es que aquí dentro hace calor.
—Y en el exterior un frío espantoso, sigue eso sin explicar tus bufidos
—farfulló Harper.
Hannah le respondió con otro resoplido y se llamó al silencio.
Contemplaba la posibilidad de pedirle al cochero que se detuviera, y
trasladarse al otro carruaje, al que viajaba vacío detrás de ellas. Negó con la
cabeza, frunció los labios cuando sus acompañantes fijaron la vista en ella,
desafiándola a no gruñir más. El señor Vladislav había enviado dos
carruajes a recogerlas. Uno de ellos, el más cómodo, con butacas de paño,
calienta pies, suelo alfombrado y detalles en madera de ébano. El
segundo… ¡Ja!, el segundo era para sus pertenencias. Ja, ja, ja.
—Eso está mejor, sigue demente, pero al menos ríe —expresó
Harper.
Odessa contuvo su propia carcajada.
—Tendrían que haber traído un libro —dijo Hannah, odiaba ser el
centro de entretenimiento.
—Querida, vendimos los libros, y los únicos que nos quedan, los
sabemos de memoria —respondió Odessa.
—Pues repítanlos.
—Era más simpática en Londres —comentó Tobiah, tiró de su
hermana carruaje dentro y la reemplazó en el sitio de la ventanilla. Odessa
lo sostuvo desde la camisa con una mano. Lexi reposaba adormecida en el
otro brazo.
—El niño tiene razón —aseveró Odessa—. ¡Y no bufes! —largaron a
coro. Hannah se rindió, no podía estar de mal humor tanto tiempo.
Bufó con exageración, largando todo el aire y soplando a Odessa y
Harper en la cara. Eliza rio, puso su rostro delante de ella para ser soplado
también, y lo que antes era malestar, pasó a ser risas. Dejaría su ira para
después, al fin de cuentas, tenía meses por delante, ocasiones de enfurecer
le sobrarían.
—Es mi turno —le dijo a Tobiah, lo obligó a hacerse a un lado y sacó
ella el cuerpo por la ventanilla. El aire en sus mejillas, el viento soltando el
moño y el camino haciéndose borroso por la velocidad le limpiaron la
mente de preocupaciones.
Esa fue la primera imagen que Mihai tuvo de Hannah en el
reencuentro. Observó el carruaje girar por el camino de ingreso desde la
ventana de su despacho, y el vértigo se le instauró en las tripas. Con esa
propuesta, había diseñado su propio infierno; ahora no podía escapar. Cerró
la ventana y le pidió a Mason que fuera a recibirlas. Él necesitaba juntar
valor. Mucho valor.

—¿Algún comentario? —preguntó Harper, irónica.


Hannah miró a la mujer, la abrazó, porque era eso o matarla. Y la
quería mucho como para matarla.
—Mis labios están cosidos.
—¡Es un castillo! —expresó Tobiah, anonadado.
—¿Tiene torres?, porque yo no las veo —indagó Eliza, preocupada.
Buscaba las fosas, los cocodrilos y las brujas que, en su experiencia basada
en cuentos de hadas, existían siempre en los castillos.
—No es un castillo —masculló Odessa, intentaba mantenerse
impasible. Fallaba—. Es solo una casa, ni siquiera alcanza el rango de
mansión.
—Oh, pero la riqueza es para quien sabe apreciarla —dijo una voz
masculina. Odessa apretujó a Lexi contra su pecho, la niña lanzó un gorjeo
de queja. Hannah se apresuró a quitársela de los brazos—. Señoras, un
placer darles la bienvenida. Mason Green, a sus servicios. —Efectuó una
reverencia exagerada, con el antebrazo izquierdo posado en la espalda y
dibujando un ademán con el derecho que casi toca el suelo.
—Y es un placer que sea usted quien nos dé la bienvenida —expresó
Hannah. Elevó las cejas, buscó a su anfitrión. Podía sentir su mirada en ella,
la ponía nerviosa no saber de dónde provenía—. Aunque no sea lo correcto,
la flexibilidad, en este caso, es encantadora.
—Si hemos cometido un error, es su labor decírnoslo, con gusto nos
corregiremos. —Mason le hablaba sin mirarla. Sus ojos estaban en Odessa,
la estudiaba. A la mujer le ardían las orejas.
—En ese caso, aprecie la primera lección. Observar así a una dama es
de mala educación.
—Pero es que no observo a una dama…
—¡¿Disculpe?! —Odessa enfureció, elevó el mentón.
—Usted no es una dama, señora Cooper. Usted es una diosa.
Harper carcajeó, la risa se volvió tos cuando el codo de Hannah le
quitó el aire al incrustarse en sus costillas.
—Bueno, señor Green —carraspeó—, mirar a una diosa de ese modo
también es mala educación. Y tenernos aquí, con los pies en el camino,
también. ¿Podría indicarnos el sitio en el que nos alojaremos?
—¡Por supuesto!, adelante. —El hombre se giró, pero volvió una vez
más para contemplar a Odessa. Suspiró y murmuró—: Hasta su voz es
armoniosamente perfecta. El tono exacto, la melodía inmejorable.
Hannah contenía la risa a la fuerza. Era su dosis de venganza.
Reconocía que Odessa lo llevaba mejor que ella, no había bufado ni una vez
ante la molesta intromisión del hombre. No podía decir lo mismo de su
actitud. La ausencia de Mihai Vladislav la aliviaba y la irritaba. ¿Pretendía
esconderse como un conejo en la madriguera?, o peor, ¿como una fiera al
acecho? Sentía su presencia en cada rincón de la casa. Odessa estaba en lo
correcto, no era siquiera una mansión. Era… era la casa más hermosa que
jamás había visto. El exterior era blanco, con el techo gris. Contaba con una
galería frontal, con dos columnas que secundaban la escalera por la que
ellas subieron. La puerta era de madera, doble panel, y a los lados se veían
dos ventanas que formaban medios hexágonos hacia afuera. Junto a esta, un
banco de madera con patas de hierro y cojines de colores invitaba a
relajarse con un libro en las manos. Sobre su cabeza, una farola con una
inmensa vela apagada. Al poner un pie en el interior, la sensación de hogar
era reconfortante. Un guardarropa a la derecha, una pequeña mesa auxiliar
con la bandeja de la correspondencia a la izquierda y una alfombra con
arabescos marcaba el sendero hacia la escalera central. Las puertas que
desembocaban en el vestíbulo conducían al salón comedor, a la sala de estar
—la cual poseía un hogar inmenso y acogedor— y al corredor del área de
servicio. Hannah supo esto último cuando Harper preguntó sin titubear:
—¿Nuestras habitaciones están arriba?
—Claro, las habitaciones de invitados.
—Pero somos empleados —remarcó Hannah, no sin cierto pavor en
la voz. La suya, sin duda, no gozaba del candor de diosa de Odessa.
—Mihai lo dispuso así.
—El señor Vladislav —lo corrigió Hannah.
—Ya lo conocerá mejor, no se lleva bien con eso de señor, patrón, jefe
o el mote que quiera ponerle.
—No es un mote. Me parece que debí negociar más dinero —siseó,
agotada. Por lo visto, no solo debía enseñar al caballero que no se
consideraba tal, sino también a su socio y, probablemente, a toda la
servidumbre. Porque, ¿dónde estaban en esos momentos? Una casa así
debía contar con al menos cinco sirvientes fijos. Las réplicas murieron en la
punta de su lengua al arribar a las recámaras—. ¿Puedo exhalar ahora? —le
preguntó a Odessa con cierto dejo de sarcasmo.
—Ahora sí puedes, pero que sea de dicha, cariño. Porque si te quejas
de esto, tendré que usar la violencia.
—Siempre dices eso y luego no matas ni a una cucaracha —se quejó
Tobiah. Miró a Mason, se dirigió a él—. Ser el hombre de la casa es
agotador, tengo que encargarme yo de las alimañas, porque la señora
Cooper chilla como cerdo en el matadero.
—¡Tobiah! —lo reprendió Hannah. La risa de Mason no ayudó a
impostar severidad—. No se compara a las damas con los cerdos…
—Pero si no es una dama… es una diosaaaa —fingió adorarla,
inclinándose hacia la mujer con las dos manos extendidas.
—Ya verás cómo mis amenazas se cumplen si sigues así —prometió
Odessa—. Te libras ahora porque estoy muy cansada.
—Yo le puedo dar una zurra —propuso Harper. Tobiah, ante la duda,
se escondió tras la falda de Hannah.
—Nadie dará zurras a nadie; porque aquí lo que debemos hacer es
instalarnos.
—Eso mismo —intervino Mason—. Esta es su habitación, señorita
Renner.
—Señora Cooper —lo corrigió. La expresión del señor Green le dijo
que no iba a tener éxito en ese trato. Especuló la razón detrás de ello y
concluyó que debía tratarse del accidente, del hecho de que Matthew, por
poco, mata a Mihai y, en lugar de socorrerlo, solo se preocupó por
resguardarse. Le otorgaría esa victoria, pues también ella prefería fingir que
su esposo nunca existió y que ella jamás le salvó la vida al señor Vladislav.
—Acompáñeme, señora Cooper. La verdadera señora Cooper —
especificó—, su habitación es la de al lado.
—Pero si en esta podemos vivir los seis cómodamente —manifestó
Harper, asombrada—. No es que me queje —agregó.
—Mihai, o el señor Vladislav —se corrigió Mason, en dirección a
Hannah—, desea que estén cómodas.
—Eso es mala señal —farfulló Odessa, cogiendo a Lexi de nuevo en
brazos. La niña empezaba a abrir los ojos y, en cualquier instante, se
pondría a berrear pidiendo comida.
—Sí —coincidió Hannah. Eso implicaba que su trabajo sería tan
arduo que solo las comodidades las harían permanecer bajo ese techo—.
¿Sigues pensando que es buena idea? —le preguntó a Odessa desde el
corredor, justo cuando Mason abría la puerta del dormitorio contiguo. La
mujer contuvo el aliento, se volvió hacia su nuera y, con una exhalación,
respondió:
—La mejor idea que hemos tenido en nuestras vidas.
Lo siguiente que se oyó fue el gemido de deleite de Harper al lanzarse
a la cama que aguardaba a por ella y los chillidos felices de los niños al
descubrir la sala de juegos anexa a su habitación.
Vale…, pensó Hannah, cerrando la puerta tras de sí, la vida me
condujo por encrucijadas mucho peores que esta. Sonrió, y se dejó caer de
espaldas sobre el mullido colchón. Se podía acostumbrar a eso.
La primera noche en la casa la pasaron separados. Les trajeron las cenas a
las respectivas habitaciones, un menú delicioso de carne de res, patatas y
espárragos. Odessa y Hannah rememoraron años mejores, de momentos
económicos holgados y momentos en los que la intimidad se entrelazaba
con la soledad. Ambas mujeres habían tenido vidas carentes de afecto, tanto
filial como marital. Subastadas por sus padres como una cosa que debían
sacarse de encima a tiempo y compradas por sus maridos como un objeto
más del precioso decorado. La soledad era dañina, sí, pero no tanto como la
mala compañía. Habían aprendido a amar el silencio, porque algo tenían
que amar, ¿verdad?, sus corazones diseñados para esa tarea se sentían
vacíos al no tener en dónde posar su afecto.
Detrás de las otras dos puertas, la realidad era distinta. Harper y los
niños apreciaban la intimidad como algo nuevo, tanto como lo eran esas
comodidades. La antigua empleada de los Cooper, actual amiga, había
compartido siempre habitación con los demás sirvientes, hasta que estos
abandonaron a la familia y ella pasó a vivir en un reducido apartamento
junto a su antigua señora y la nuera. Tobiah y Eliza danzaban de dicha, era
un sueño hecho realidad. Saltaban en la cama, jugaban con cada juguete
hasta que su imaginación se agotaba y se arrojaban los cojines, hasta la
extenuación. No debían madrugar al día siguiente, ni preocuparse por el
frío, ni por el alimento, ni por un posible robo por las noches. Nada los
perturbaba y, por primera vez, podían actuar como lo que eran: niños. Solo
niños.
Sin embargo, por la mañana, todos volvieron a buscarse los unos a los
otros. Descansados, rebosantes, de buen humor… pero extrañándose
horrores. Tanto así que Tobiah abrazó a Odessa sin previo aviso, haciendo
que los ojos de la dama se cristalizaran. Por supuesto, gruñó, disimuló su
debilidad o ese bribón la manipularía como se le antojara.
El desayuno fue el cuenco de agua helada que los trajo a la realidad.
—Buenos días —saludó Mihai desde la esquina de la mesa.
Tenía un periódico entre los dedos renegridos por la tinta. Mason, a su
lado, lucía un atuendo poco ortodoxo: pantalón turco, camisa y chaleco
rojo. Un turbante en la cabeza, los pies descalzos y, en lugar de estar
sentado con el trasero en la silla y los pies en el suelo, lo hacía en posición
Buda. Los alimentos estaban dispuestos en el medio de la mesa, sin ton ni
son. Las misivas de la mañana se encontraban demasiado cerca del dulce de
naranjas, un movimiento en falso y…
—¡Tobiah, cuidado! —exclamó Hannah ante lo inevitable.
El niño se había lanzado sobre los alimentos, dispuesto al festín. El
cuchillo de untar rompió su preciado equilibrio, ¿a quién se le ocurría
posarlo en un ángulo de setenta grados sobre el borde del frasco?, de hecho,
¿a quién se le ocurría traer el frasco a la mesa? Tarde para hallar respuestas,
porque el dulce embadurnó las misivas del señor Vladislav.
—Yo me encargo —se defendió el niño, cogió una servilleta y la pasó
por sobre la mancha, empeorando el asunto.
—Detente, Tobiah, por favor —pidió Hannah.
Se aproximó; con delicadeza, quitó la servilleta de las manos del
pequeño. Observó a Mihai, el hombre se mantenía inmutable. Su único
gesto fue pasar el dedo por la mermelada derramada y llevárselo a la boca.
Todo en Hannah se convulsionó por la reacción del anfitrión.
Empezando porque no había reprendido al niño, ni alzado la voz, ni
molestado siquiera por el desastre en la mesa. Siguiendo por ese maldito
dedo hundiéndose en la boca, en un gesto de distraído deleite. Se sonrojó,
optó por simular enfado, aunque los ojos de Harper la quemaban, sabedores
del verdadero motivo de su rubor. Si hasta alzaba las cejas y la comisura de
los labios la muy traviesa.
—Contigo hablaré luego —vocalizó, se volvió hacia Mihai—. Señor
Vladislav, jamás me quejaría de su hospitalidad y, sin dudas, este desayuno
es el mejor que hemos recibido en meses. No obstante… —Se enderezó, la
columna crujió por el esfuerzo—, dado mi supuesto rol en este negocio, y
teniendo en cuenta que en el futuro puede usted tener que recibir invitados,
considero una obligación, más que eso, una responsabilidad contractual,
indicarle algunos… ehem… algunas posibilidades de mejora. —Miró
derredor—. Varias posibilidades de mejora. —Regresó la atención a su
anfitrión. ¡Lamía el cuchillo de untar!—. ¡Señor Vladislav! —se lo arrebató
de las manos. La carcajada de Harper la sacó de quicio, alzó el arma hacia
ella y lamentó la ausencia de filo en el utensilio.
—Lo siento. Haga con el desayuno lo que le apetezca. —Hizo sonar
una campanilla. La misma estaba perdida bajo los periódicos del día.
Hannah sintió la amenaza de una inminente migraña.
—Señor Vladislav —insistió. Odessa ya se había sentado, lejos de
Mason, por supuesto; sonrojada también pero debido al escrutinio del
excéntrico hombre. La única que permanecía de pie era Hannah, muy cerca
de Mihai. Él no la miraba, podía jurar incluso que la evitaba—, no se trata
de que me apetezca, es algo que debe aprender. ¿No estoy aquí por esa
razón?, ¿enseñarle protocolo?
Mihai dobló el periódico, elevó la vista, y Hannah maldijo para sus
adentros. Era mejor cuando no la estudiaba de ese modo, tan… tan… no
sabía cómo definirlo. Parecía buscar detrás de ella, debajo de ella, algo
escondido. Se sentía desnuda cuando los ojos del hombre se fijaban en ella.
—Podría empezar por enseñarme cómo hacer para dar tantos rodeos.
Es algo que nunca voy a comprender y, al parecer, es de buena educación.
—¿Rodeos? ¡Yo no doy rodeos!
—Sí los das —dijo Odessa. Un empleado se hizo presente a la
llamada de la campanilla, y como su señor estaba muy ocupado discutiendo
con la invitada, se apresuró a atender las necesidades de la señora Cooper.
Leche tibia para Lexi y una cucharada de avena. Lo demás, según ella,
estaba perfecto—. Todos lo hacemos, señor Vladislav, y tiene razón, debe
aprender. Solo a la servidumbre se le ordena, a los pares se les sugiere.
—Eso no es dar rodeos —se defendió Hannah—. Es buena educación.
—Es ambas cosas, querida. Gracias —le respondió al empleado.
El joven bajó la cabeza y aguardó junto a Mihai las especificaciones
de su señor. Harper bufó, reconocía ese sometimiento. Por lo visto, había
trabajado para alguna gran casa y consideraba que ese despliegue de mala
educación lo rebajaba.
—No pretendo entenderlo —agregó Mihai—, me basta con saber
cuándo implementarlo. Por ejemplo, ahora, que Greg está parado a mis
espaldas esperando algo de mí y no tengo idea de qué. Lo peor, no me lo
dirá. Permanecerá allí hasta que se le adormezcan las piernas. ¿Qué se te
ofrece, Greg?
—Oh, por favor, señor Vladislav, no lo torture. Usted hizo sonar la
campanilla.
—Ah, sí, pero para usted. La señorita Renner cree que debemos
mejorar la disposición del desayuno —comentó con el empleado—. ¿Usted
qué piensa?
—¿Y-Yo?
—Señor Vladislav… —suspiró Hannah, resignada—. No puedo
enfrentar el día con el estómago vacío —expresó, resignada. Se sentó a la
mesa con una gracia envidiable, contuvo el suspiro resignado y le dijo a
Greg—: no se preocupe, vaya, nos encargaremos del desayuno en otro
momento.
—Señora… —Hizo una reverencia. Antes de abandonar el salón
comedor, oyó la réplica de su señor:
—Señorita Renner, así no la confundimos con la señora Cooper.
Greg agrió la expresión, sin asentir, siguió su camino. Harper negó
con la cabeza.
—Se le va a apestar el aliento de tanto comerse palabras agrias. —
Bebió un sorbo de té y le dijo a Hanna—: Tú enséñale al señor, que yo me
encargo del empleado.
—Harper —siseó la joven, entre dientes. Las risas contenidas de los
demás le advirtieron que, en esa guerra, estaba completamente sola.

Con el estómago lleno, el valor regresó. Mihai le indicó el camino a su


despacho y Hannah fue tras sus pasos. La visión de la espalda del hombre la
intimidaba; su altura, su musculatura… Al menos, desde atrás, no
enfrentaba su mirada de león. Era lo peor del señor Vladislav. La manera en
que miraba a la gente, en especial a ella, tendría que considerarse de mala
educación. No lo era, no había nada diferente en su mirada… eran solo
ojos. El efecto que provocaba escapaba al poder del hombre y, si de verdad
deseaba ser una buena profesora, no le diría jamás que debía bajar la vista o
no aprovechar la ventaja que le otorgaba ser tan penetrante. Solo… solo le
gustaría que no usara ese poder con ella.
No pensar en sus ojos la conducía a pensar en otras cosas peores,
como el recuerdo del peso de su cuerpo sobre el suyo, el aroma de su piel
sudada, mezclada con el carbón del ferrocarril, el latido desbocado de su
corazón al borde de la muerte, la necesidad de ella de rodearlo con los
brazos y no soltarlo jamás…
—Adelante. —Mihai le sostuvo la puerta, pero lo hizo desde el
umbral.
Buen gesto, mala ejecución. El cuerpo de Hannah gritaba que
aceptara esa invitación, atravesara el umbral y rozara a Mihai; quedar
atrapada entre el marco y la anatomía masculina… ¡No más noches en
soledad!, se reprendió mentalmente.
—Señor Vladislav, debe sostenerme la puerta desde dentro o bien
aguardar fuera a que ingrese. Mi falda no debe rozarlo jamás.
—Su falda tiene una dimensión que, para no rozarla, necesitaría
derribar un muro de mi casa —se quejó él. Acató la orden, entró al
despacho y esperó a que ella lo siguiera.
—Hablar de prendas femeninas es incorrecto…
—¡Usted sacó el tema a colación!
—¡Porque le estoy enseñando! Y mi falda no es la más amplia que
verá.
—Lo sé, los miriñaques son la pesadilla de los hombres…
—¡Señor Vladislav! —Él cerró la puerta, y Hannah sintió
claustrofobia. ¿Cómo podía consumir tanto oxígeno?, retrocedió, quiso
pedirle que dejara la puerta abierta. Se contuvo. No quería demostrar su
incomodidad, más cuando no sabía qué la despertaba—. Si mencionar una
prenda es incorrecto, una prenda íntima lo es más.
—No mencionar prendas, entendido. —Elevó las manos en son de
paz.
—Entiendo que a usted le interesa pulir el arte de la conversación; sin
duda es importante. Los negocios requieren de comprensión mutua,
confianza, algo que solo se consigue con un diálogo claro y cordial. Sin
embargo, tras el breve tiempo que llevamos conociéndonos, he notado que,
quizá, le vendría bien iniciar con algo… —Básico, quiso decir; al darse
cuenta de que sonaba ofensivo, rebuscó en su mente un término más
cordial.
—Nunca lo conseguiré —dijo, posó sus nalgas sobre el escritorio.
Hannah optó por no remarcar el error, una batalla por vez.
—¿Qué es lo que no conseguirá?
—Hablar como usted. Hablar como hablan en los salones y tés.
Hablar de nada y de todo a la vez. La cantidad de palabras que usa y ni
siquiera dijo lo que quería decir… que debo empezar por lo elemental.
—Bueno, es que, por eso mismo uno da un rodeo, señor Vladislav…
—Mihai, por favor.
—Señor Vladislav —insistió, con rictus severo. Él se tensó. La
distancia de ella lo hería. Podía soportar el desdén de los demás miembros
de la alta sociedad, pero de ella… Hannah era distinta, se lo clamaba una
parte profunda dentro de él. Era distinta, aunque en esos instantes se
mostrara igual a los demás: distante, protocolar—. Abordar el asunto de su
educación puede ser ofensivo.
—¿Por qué? —preguntó Mihai—. Ni que yo no supiera mis
limitaciones. Por algo le pago, Hannah.
—Señora Cooper. —Masculló—. Y se debe a que sus limitaciones
tienen sus razones, señor Vladislav, y esas razones nunca son felices. Al
igual que no debe sacar a colación una relación económica si no estamos
hablando de negocios.
—¿Qué tiene de malo hablar de dinero? Es eso, ¿verdad?, hablar de
dinero. Todos quieren dinero, pero está prohibido mencionarlo, como si
fuese algo sucio. Lo mismo hacen con el sex…
—¡Señor Vladislav! —Lo silenció de inmediato, el ardor en sus
mejillas amenazaba con carbonizarla. Lo peor era darle la razón. El dinero y
el sexo movían el mundo, y ambos eran tratados como el más impúdico
tema de conversación—. ¿Me va a discutir todas las lecciones?
—Las que no tienen sentido, sí. Dígame, ¿por qué está mal hablar de
mis orígenes?, ¿por qué está mal hablar de su trabajo? —la increpó.
Hannah percibió el cambio en él, la furia contenida. Podía jurar, en
ese instante, que Mihai la odiaba. Odiaba lo que ella representaba, sus
condiciones de nacimiento, la despreciaba por ser hija de un barón y
haberse casado con un sir. Le repelían sus modales de dama, su decoro y el
orgullo al que se aferraba tras perder todo lo demás. La desdeñaba por
desdeñarlo a él. La desafiaba a admitir la aversión por sus orígenes pobres,
por su sangre extranjera y el dinero inmerecido. No podía sospechar los
verdaderos sentimientos de Mihai Vladislav. No había odio en su furia, sino
dolor y miedo al desprecio de ella. El temor posee la capacidad de
disfrazarse de rencor.
Pero Hannah no lo despreciaba. Estaba enojada, pero no lo
desdeñaba. Estaba asustada, aterrada, indefensa… pero no, no lo odiaba. ¡Y,
joder, su mente estaría mucho menos enmadejada si lo hiciera! Qué fácil
sería solo despreciarlo, eso reduciría la multiplicidad de emociones que la
embargaban a una sola.
Se acercó a él, rompió sus propias reglas. La amplia falda oscura rozó
las piernas masculinas. Debió elevar el rostro, no le daría el gusto de
desviar la mirada.
—Porque ni usted quiere sacar a relucir cómo casi muere en el
ferrocarril ni yo quiero hablar de cómo me veo en la obligación de ceder a
sus caprichos por necesidad. Permitirle al prójimo esconder las desdichas es
la esencia de la amabilidad, y, por tanto, de la buena educación.
—Hannah… —Dejó ir el nombre en un suspiro—. Puedo contratar a
otro profesor…
—Pero yo no puedo darme el lujo de renunciar. Le prepararé una lista
con los errores del desayuno, la clase ha finalizado. —Abandonó el
despacho con dignidad, dejando a Mihai con el recuerdo de su perfume
flotando en el aire.
Capítulo 11

En la mañana siguiente, el único de buen humor era Greg, el empleado del


señor Vladislav. El hombre relucía, las mandíbulas le dolían de contener la
sonrisa y mantener su porte impasible. Quien lo notó fue Mason:
—Tu aura cambió de color, se ve morada —comentó.
—El morado le sienta bien a cualquiera —agregó Mihai en un
murmullo ininteligible. Sus ojos estaban fijos en Hannah; ella hacía un
esfuerzo inhumano por ignorarlo.
Mason suspiró, resignado a la necedad de su discípulo. Seguía
buscando un ideal en la dama, a una mujer que no era real, sino producto de
su imaginación.
Tobiah y Eliza tampoco estaban del mejor de los ánimos. Hannah
consideró que, dado que debía enseñarle a Mihai modales, bien podría
impartir lecciones a los bribones.
—Siéntense derechos, niños —insistió—. En una situación así, sería
un honor ser invitados a la mesa de los adultos. Lo común es que desayunen
en una sala aparte, acompañados de una aya.
—¿Qué es una aya? —preguntó Eliza. A Mihai también le picó la
curiosidad.
—Hmmm, pues una niñera, pero más que una niñera.
—¿Una institutriz? —sugirió Vladislav.
—Algo intermedio entre los dos puestos. Una institutriz tiene que ser
capaz de impartir lecciones académicas básicas, mientras que una aya se
encarga del cuidado, incluso los elementales.
—¿Y entonces, para qué están las madres y los padres? —interpeló
Mihai. En su tono se traslucía el desprecio a ese desamor de los padres
nobles. Hannah detuvo su andanza por el salón, frunció los labios y no
contestó. Su gesto lo decía todo. El hombre se volvió hacia los niños, cerró
los párpados con fuerza, admitiendo el error—. Lo siento, pequeños, no fue
mi intención.
—¿A usted también lo abandonó su madre? —Tobiah tenía la misma
delicadeza que su interlocutor a la hora de abordar asuntos.
—No, murió de tifus.
—Qué suerte…
—¡Tobiah! —lo reprendió Hannah. Empezaba a pensar que su idea de
impartir lecciones grupales era muy mala.
—Es la verdad, es peor que te abandonen. Eso quiere decir que no te
quieren, ¿lo quería a usted su mamá?
—Sí —contestó. De pronto la pañoleta lo ahorcaba. Debió aflojarla.
Odessa oyó parte de la conversación. Se ocupó de ingresar al salón
comedor haciendo el mayor ruido posible. Lexi complotó con ella y
comenzó a llorar como si no hubiera un mañana. El alivio de Hannah fue
palpable.
—Oh, querida —expresó al ver los cambios en la distribución del
desayuno en la mesa—, realmente te has lucido. Tenía olvidadas tus dotes
de anfitriona.
—Gracias. —El agradecimiento más genuino de su vida. Le venía
bien un cumplido después de tanto esfuerzo—. Greg ha sido el mejor de los
aliados —agregó.
—¿Por eso te cambió el aura, Greg? —lo interpeló Mihai. El joven
empleado se puso granate.
—Señor Vladislav, no se bromea con los empleados, los coloca en
una situación complicada.
—¿Por qué?
—Porque deben reír de sus bromas así no le parezcan graciosas.
—Menos mal que soy gracioso.
—¿Eso cree?
—Eso me han dicho.
—¿Sus empleados? —indagó Hannah, con una ceja alzada.
—Touché. Bien… no bromas, no temas delicados, nada de dinero ni
de… —La señorita Renner lo calcinó con la mirada. Sabía lo que diría, por
la conversación anterior: nada de mencionar la palabra sexo. Mihai sonrió
con picardía, disfrutando de ponerla en una situación incómoda—, ni de
prendas de vestir. ¿Sobre qué podemos conversar entonces?
—Clima —sentenció Hannah, posó su trasero en la butaca.
—Sabe usted, señorita Renner —carraspeó, moduló de manera
exagerada y expresó—: esta mañana al despertar me he lamentado al ver la
espesa niebla que cubría los cristales de mis ventanas. ¡Oh, no, otro día en
el que solo podré realizar actividades en el interior! Imagine mi sorpresa al
constatar que, ahora mismo, Febo asoma entre las nubes y nos ofrece sus
cálidos rayos. ¿Cree usted que será un día apropiado para el paseo?
—Lo premiaría por su buen desempeño, señor Vladislav, la próxima
vez intente que no se le note la ironía, o cualquiera podría pensar que es un
auténtico inglés.
—Válgame Dios, tendré que apresurarme a hacer algo gitano. ¿Quién
desea que le adivine la buenaventura?
—¡Yo! —exclamó Eliza, ajena al verdadero tono de la conversación.
Mihai se cubrió los labios con la servilleta para ocultar la sonrisa.
Odessa también debió hacerlo, porque empezaba a divertirse. Harper se
presentó adormilada en esos instantes, se paralizó unos segundos al ver el
desayuno y ocupó su sitio junto a la señora Cooper, para ayudarla con Lexi.
—Te has perdido lo mejor —le susurró Odessa a su amiga.
—¿Qué sucedió?
—Se pelean como perros y gatos.
—Ja. Eso si fueran perro y gato. Estos son los dos de la misma
especie. —Greg se aproximó con la tetera, sirvió por la izquierda, como
correspondía. Harper lo observó, negó con la cabeza. Ese muchachito
estaba en la gloria por regresar a las normas protocolares. Quizá debería
ablandar un poco tanta rigidez, pensó con picardía. Odessa la pellizcó por
debajo de la mesa al adivinar sus pensamientos.
Un silencio pesado cayó sobre los comensales. Se oía solo el ruido de
los cubiertos sobre la porcelana, las mandíbulas al masticar, el roce de las
servilletas sobre el mantel y el ruido del periódico al pasar las páginas.
Hannah había entregado, tal y como prometió, una lista de asuntos a
resolver en las comidas. Greg lo había intentado en el pasado sin mucho
éxito. Su experiencia en una gran mansión noble estaba, en su opinión,
desperdiciada en la casa Vladislav. Darle uso, aunque solo fuera en una
ocasión menor, lo exaltaba.
—No lo entiendo —dijo Mason. Hannah se rindió al atuendo del
hombre, quien hallaba la moda masculina incómoda para los quehaceres
artísticos—, cómo puede disfrutar tanto de… esto —aludió a Greg y a su
aura. Hannah aguardó a que el muchacho fuera a por más café para
contestar. Lo hizo en un tono suave y gentil.
—Ser sirviente de una casa noble les otorga estatus. Muchas familias
de empleados han alardeado los siglos al servicio de condes, marqueses,
duques. Se han entrenado para eso, formado… dedicado su vida completa.
Imagine que a usted, tras dedicar su vida al arte, le dijeran que lo que hace
no es importante… que lo mismo da la arcilla que la pintura…
—¡Patrañas! —se molestó Mason.
—Que la inspiración no es relevante, ¿verdad?, es solo moldear con
forma así y asá. Da lo mismo cuánto empeño y dedicación ponga, lo mismo
es un Rembrandt que lo que pinto yo cuando me aburro…
—¡No le permito! —se exacerbó.
—Pues eso mismo le sucede a Greg. Es un empleado con trayectoria a
quien un acto vil arrojó a la calle. Sí, sé su pasado… —Volteó hacia Harper.
Ella se enteraba de todo; la historia del joven al servicio del anterior
marqués de Aberdeen, un hombre vil quien, por fortuna, fue destituido del
lugar usurpado, no estaba a salvo de sus dotes detectivescas—. ¿Sabe, señor
Vladislav?, tal vez podría considerar, en un futuro, ascenderlo a
mayordomo. Escuchar sus sugerencias respecto a cómo llevar la casa, se
sacaría un peso de encima.
Mihai hizo sonar la campanilla. Greg estuvo de inmediato a su lado,
rellenó la taza de café tal y como la bebía su señor y, sin emitir sonido, por
la derecha retiró los utensilios sucios. Antes de que pudiera reemplazarlos
por los limpios, el señor Vladislav se dirigió a él.
—Greg, has sido ascendido a mayordomo. Supongo que eso conlleva
un aumento… ¿ochenta libras anuales le parecen bien?
El estruendo de platos fue la respuesta, seguido del ruido seco de un
cuerpo al colapsar sobre el suelo.
—¡Señor Vladislav! —lo reprendió Hannah—. Lo va a matar de la
impresión. —Se incorporó con presura y fue a socorrerlo.
—Pero si usted sugirió el aumento… —se defendió.
Imitó a la mujer y fue al auxilio del empleado. Lo abanicó con una
servilleta. La cabeza de Greg ahora reposaba sobre la falda de crespón de
Hannah, que se había sentado a su lado entre los restos de porcelana y
constataba que no se hubiera hecho daños graves. Mihai sintió una punzada
de remembranza mezclada con celos. Volvía a ser su dama del sombrero
morado, solo que el receptor de sus atenciones era otro hombre. Gruñó.
—¿No necesita un ama de llaves? —preguntó Harper. Odessa la
volvió a pellizcar.
—Traidora…
—Por ochenta libras, hasta me vendes a mí.
—Pero no lo haría enfrente de ti. —Fingió ofensa y siguió con el
desayuno. Greg volvía en sí y se deshacía en disculpas.
Recogieron el caos; Hannah se rindió a su segundo fracaso como
profesora de protocolo. Sin suspirar, se propuso dejar los irritantes bufidos,
les permitió a Tobiah y Eliza retirarse de la mesa e ir a jugar. Los niños no
dudaron, corrieron por la casa como un vendaval. Por más que Odessa
dijera que no llegaba siquiera a rango de mansión, para ellos era lo más
inmenso que jamás habitaron. El silencio volvió a hacerse presente.
—¿Le resulta más práctico el periódico así, señor Vladislav? —lo
rompió Hannah.
—¿Así, cómo?
—Planchado. La tinta húmeda ensucia los dedos, por eso es
importante plancharlo cuando llega…
Mihai se observó los dedos.
—¿No es más práctico que yo me lave las manos después?
—Bueno, sí, pero… —No suspires, no suspires, se recordó. Cerró los
ojos, ese hombre era irritante a más no poder—. Las misivas del día están
en la bandeja, me tomé el atrevimiento de pedirle a Greg que las clasificara
en sociales y negocios. ¿Desea que se las traiga?
—¿Cuántas hay de negocios?
—Una.
—No, gracias. La leeré después.
Silencio. Mason ahora utilizaba su cuchillo para medir a distancia las
proporciones de Odessa. Cerraba un ojo, luego el otro; movía el cubierto de
posición vertical a horizontal.
—Creo que debería pintarla con Lexi en brazos —dijo.
—Usted no va a pintarme… —rebatió Odessa.
Mason continuó proyectando su obra mentalmente. Hannah batallaba
con la tensión reinante.
—¿Qué le parece si abordamos títulos y tratamientos honoríficos? —
sugirió hacia Mihai.
—Usted es la profesora, usted decide. —Fue la escueta respuesta.
Harper no se contuvo, ella sí bufó. Hannah quiso corregirla con un gesto
discreto, solo se ganó otro bufido. El señor Vladislav estaba enojado con
ella, o eso le parecía, y no atinaba a adivinar por qué—. No es que podamos
hablar de muchas cosas, ¿verdad?, y el clima lo hemos agotado.
—En Inglaterra, el poder máximo es la Reina Victoria. A ella uno se
refiere como alteza o alteza real.
Mihai se reclinó en la silla, Hannah le indicó que se enderezara. Probó
con cortar una lonja de jamón, la mujer le corrigió el ángulo de los brazos.
Dejó los cubiertos a un lado, resignado a hacer todo mal, y, por supuesto, la
honorable señorita Renner le pidió que no se posara sobre los codos.
Empezaba a dolerle la espalda.
—¿Por qué recibe usted el trato de honorable señorita? —preguntó,
agotado.
—Porque soy hija de un barón.
—¿Eso no la haría lady? —Lo confundían tantas normas.
—No. Lady son las hijas de los duques, marqueses y condes. Las
hijas de los vizcondes, barones y baronets son honorables señoritas. Lo
mismo aplica a los hijos varones. Excepto cuando en la familia hay más de
un título, en cuyo caso se suele transmitir uno de ellos al primogénito antes
de la muerte del progenitor.
—¿Más de un título por familia?
La actitud desairada de Mihai la sacaba de quicio. No le apetecía
aprender; quería debatir cada punto, expresar lo inútil de todo. Rebelarse,
confrontar. Pero, si no deseaba aprender, ¿para qué la había puesto en esa
situación?, ¿para qué obligarla a estar allí e impartirle lecciones? La
conducta de Vladislav solo la conducía a afirmar sus propios prejuicios: los
hombres dominaban a las mujeres solo porque podían. El trato entre ellos
tenía como único fin el simple goce de tenerla a merced. Y su desdén no
terminaba allí, rechazaba todo lo que tenía que ver con las condiciones de
su nacimiento. La sangre noble, la función de los sirvientes en los hogares
aristócratas…
La rebeldía de Mihai nada tenía que ver con el desdén. Había
anhelado por tanto tiempo reencontrarse con ella, la había idealizado tanto,
que la realidad se daba de bruces con las fantasías. Sentía que Hannah
defendía esas normas sociales solo para remarcar la inferioridad de él; su
modo de explicar, con la espalda recta; el mentón elevado, la nariz hacia
arriba, como si todo a su alrededor oliera a putrefacción. La atención a Greg
se contrastaba demasiado con el trato aireado hacia él. No era capaz de
dejar de preguntarse dónde demonios estaba su dama del sombrero morado.
—Sí, más de un título por familia. Los matrimonios de la nobleza
suelen tener como fin ampliar el poder o ampliar las arcas. Tiempo atrás, el
linaje y el dinero estaban emparejados.
—Supongo que algunos venimos a romper las costumbres —dijo—, y
eso puede ser muy amenazante. —La desafió con la mirada. Los ojos
aguamarina de Hannah no se amedrentaron frente a los miel de Mihai.
Ardieron en igual intensidad.
—No lo creo —respondió con una suavidad peligrosa, su media
sonrisa escondía una trampa—. La contraparte de este afán de poder es la
endogamia…
—¿Endo qué? —Mihai pensó que la utilización del término buscaba
remarcar su ignorancia.
El plan de Hannah era más cruel. Aguardó a que el hombre se llevara
la taza a los labios para explicar:
—Tener sexo entre familiares, señor Vladislav.
Mihai escupió el café, la tos requirió que Mason se pusiera de pie y le
golpeara la espalda. La sonrisa de Hannah fue completa, ignoró las miradas
de Odessa y Harper, que la atravesaban como mil alfileres.
—Quizá no ha sido la mejor de las lecciones —dijo la joven dama,
poniéndose de pie—, pero al menos hoy ha aprendido por qué hay tres
temas prohibidos en la conversación educada: ni orígenes tristes, casi se
arranca la pañoleta cuando Tobiah mencionó el abandono. Ni dinero,
nuestro querido Greg porta un peligroso chichón en la cabeza. Ni sexo… —
Hizo una reverencia—. Nos reunimos luego, tras el almuerzo, para
emprender las clases sobre misivas. Sea puntual. Damas… caballeros… —
saludó en una retirada digna de una reina.

—Atender asuntos sociales es de suma importancia para un hombre en su


posición —insistió Hannah.
Mihai estaba distraído. Si descartaba la ocasión en la que la vio
vestida de hombre, esa era la primera vez que lucía un atuendo distinto al
crespón de viuda. ¡Alabado sea Greg y su desmayo que echó a perder la
falda de la dama! El vestido de tarde color lavanda le sentaba mucho mejor.
Se trataba de un atuendo recatado, con botones forrados al frente y mangas
abullonadas. La falda amplia acompañaba el andar elegante de Hannah, tan
propio de ella, como si patinara en lugar de dar pasos.
—Todavía no soy un hombre de mi posición —replicó—. Es a eso a
lo que aspiro, ¿no podemos dejar el tema sociales hasta que sea
estrictamente necesario?
—Lo es ahora, de lo contrario, nunca alcanzará su posición. Además,
ya hemos terminado con la correspondencia de negocios…
—Era una sola carta —remarcó Mihai.
—Pero la respondió muy bien —lo alentó.
El hombre se ablandó como una patata que pasa mucho tiempo en
agua hirviendo. Era tan débil ante ella. Un halago, una sonrisa, una mirada
no cargada de odio y lo tenía como a un perrito faldero. Podría
acostumbrarse, pensó, y accedió a revisar la correspondencia social.
—Vale. A ver…
Hannah, al notarlo más receptivo, respondió de igual modo.
—Empecemos con la misiva de la señora Harrison. —Se la alcanzó
—. ¡Detente! —le cogió la mano con rapidez.
El contacto hizo a los dos estremecerse. Fue ella quien rompió la
magia; bajó la mirada avergonzada, el rubor la delató. Mihai tragó saliva, su
nuez de Adán danzó en el acto y la incomodidad de la muchacha se
incrementó. ¿Podía encontrarlo apuesto?, fue la duda que echó raíces en la
cabeza de Vladislav. ¿Sería posible? Porque, joder, él sí la hallaba bellísima.
Al demonio con las proporciones matemáticas, en ese sentido, estaba
encantado con ser un bruto. Le gustaba cada imperfección de Hannah, en
ellas se escondía el secreto de su atractivo. La sonrisa desigual, el rostro
anguloso, con los pómulos altos y los hoyuelos marcados. Incluso cuando la
sonrisa era sardónica, como la de esa mañana, le resultaba hipnótica.
—¿Qué hice mal ahora? —preguntó, resignado.
—Debe abrirla con el abrecartas. Si rasga el sobre, corre el riesgo de
dañar el contenido.
—Eso porque no me has visto maniobrar un abrecartas… —replicó.
Ella volvió a regalarle una sonrisa, que se convirtió en suave risa al
verlo utilizar la herramienta.
—No lo hace mal, señor Vladislav; le sugiero que abra cartas cuando
desee intimidar a un posible socio, el pánico lo hará ceder a cualquier
demanda.
Mihai carcajeó.
—Se lo dije.
—Insisto, no lo hace mal. Lo que asusta es la precisión. —Elevó las
cejas ante el resultado. El papel lucía un corte casi quirúrgico—. Sería usted
un gran cirujano.
—Necesitaría aprender mucho más que contestar misivas para ser
aceptado en la facultad de medicina, ¿verdad? —Sacó la carta del interior.
Fue su turno de sonrojarse, la lectura se le hizo engorrosa.
Hannah aguardó paciente, caminó por el despacho, se asomó por la
ventana, observó a los niños jugar en el jardín, a Odessa junto a Harper
bebiendo limonada, a Mason con un atril, bosquejando algo… El despacho
era acogedor. Contaba de un escritorio enorme, una butaca de piel, en la que
se encontraba Mihai, y otra similar enfrentada, dispuesta para ella. En el
hogar crepitaba un fuego suave, apenas un leño bastaba. El recinto estaba
caldeado sin que hiciera calor. Junto al hogar se encontraban dos sillones de
respaldo alto y una mesa auxiliar con un tablero de ajedrez pintado en la
madera. Las fichas aguardaban por la partida dentro de un diminuto cajón.
Las bebidas espirituosas se hallaban detrás de una vitrina y, a su lado, una
pequeña biblioteca. Un cuadro enorme cubría el resto de la pared. Hannah
leyó la firma de Mason Green y contempló la obra con suma atención.
—Tiene talento.
—¿Disculpe? —Mihai hizo una pausa en su lectura—. ¡Ah, Mason!,
sí. Y no esperaba menos de la reencarnación de Leonardo Da Vinci. Por
desgracia, es un incomprendido como yo, nadie pagará un penique por su
obra hasta que no se consagre.
—Imagine si pudiéramos probar que es un Da Vinci original;
reencarnado, pero original. ¡Estaríamos salvados!
Rieron a la par. Mihai regresó a la lectura, Hannah simuló poner
atención al cuadro cuando en realidad miraba a su anfitrión. Un suspiro se
le escapó de los labios, se reprendió mentalmente. No, el señor Vladislav
jamás sería un caballero, sin embargo, empezaba a pensar que convertirlo
en uno era una herejía. Después de todo, ¿qué era un caballero? ¿Matthew?,
¿el anterior señor Cooper?, ¿su padre? No imaginaba a ninguno de ellos
paleando carbón en el ferrocarril o forjando con sus manos una caldera de
hierro ardiente sin más conocimientos que los empíricos. Sin contar con que
ningún caballero que ella conociera lucía así, salvaje, feroz. No se trataba
solo de su anatomía, aunque ¡vaya!, sí que le recordaba a algún animal
indómito… era el porte, la tenacidad con la que buscaba prosperar. Quería
preguntarle hacía cuánto había aprendido a leer, se contenía por su propia
regla: nada de sacar a relucir dolores pasados.
—Le aburre la espera, ¿verdad? —dijo él.
—Oh, no, nada de eso. Sabe que estoy aquí por si necesita ayuda.
—Ya terminé. La señora Harrison fue mi casera cuando estuve herido,
siempre pregunta por mi salud y…
—¿Y?
—Y es un tema doloroso no apropiado para conversaciones sociales
—bromeó.
—Así me gusta, señor Vladislav. Aprende rápido.
La señora Harrison estaba en una situación mejor gracias a la ayuda
de Mihai. Casi todas las personas que habían sido amables con él en el
pasado fueron recompensadas tras el afortunado giro en la vida del rumano.
Pero solo la señora Harrison —y Mason, por supuesto— se preocupaban
por él. No se trataba de maldad, sino de que Mihai construía un muro a su
alrededor; se protegía. Querer era siempre un riesgo, y él había perdido
demasiadas veces.
Redactó la respuesta con ayuda de Hannah. La mujer se caería de
espaldas al leer tantas palabras en lugar de la respuesta habitual: me
encuentro bien, le hago llegar algunas libras, déjeme saber si necesita más,
Mihai. En esa ocasión se extendió en los detalles de cuánto apreciaba el sol
a las afueras de Londres y lo poco que le escocía la cicatriz los días secos.
Sin más, los mejores deseos, Mihai.
—Oh, ya casi es la hora del té. No se preocupe —dijo Hannah,
conteniendo su alegría. Él quería decirle que no escondiera su sonrisa. Se
había percatado de que la señorita Renner era consciente de sus dientes
desiguales y procuraba sonreír con los labios cerrados. Al hacerlo, los
hoyuelos se dibujaban menos y él… él no podía suspirar como un
jovenzuelo—, dejaremos las lecciones de té para otra tarde. Hoy hemos
avanzado mucho.
—Sobre todo a la mañana —bromeó él.
—Sigue empecinado en sacar a relucir momentos incómodos.
—¡¿Qué tiene de incómodo hablar de endogamia?!
—Recórcholis… sí que aprendió rápido la palabra.
—No se preocupe, no la usaré en un té con la reina. Me limitaré a
cometer errores perdonables, como llamarle excelencia en lugar de alteza y
hacer ruido al sorber mi taza. —Hannah rio, y él se premió por ello—.
Prometo no preguntar si con algún primo…
—¡Señor Vladislav! —El sonrojo se convirtió en carcajada —. De
hecho, el príncipe Albert era su primo. —Le hizo un guiño y los dos rieron
de buena gana.
—Sea sincera, ¿se ríe solo porque soy el jefe?
—Claro que no —rebatió—, porque usted no es mi jefe, es mi socio.
—Se cruzó de brazos, con dramatismo.
—Entonces, no le queda más que admitir que soy gracioso. Rio varias
veces esta tarde.
—Lo que es… es un engreído. Apresúrese, el té lo serviremos a las
cuatro, esté usted listo o no. Chop-chop… —Aplaudió—. Una misiva más.
Hannah fue a la bandeja de correspondencia y cogió la siguiente. En
cuanto el aroma la alcanzó, su rictus mutó. Bajó la vista a la misiva en sí y
sus sospechas fueron confirmadas. La extendió hacia su anfitrión, ya sin
dejos de diversión.
—¿Qué sucede? —indagó Mihai, que solo tenía ojos para ella.
—Nada. Creo que mejor lo dejo a solas para esta respuesta.
El hombre miró el papel en sus manos. Cerró los ojos con fuerza,
como quien está por atestiguar un accidente y no puede hacer nada para
evitar la catástrofe.
—Oh… —Quiso decir no es lo que parece, pero sí era tal y como
lucía. Una nota de la vizcondesa de Falmouth, perfumada, lacrada en rojo
sin sello. Se rascó la cabeza. Levantó el lacre con la punta del abrecartas.
Hannah leía mucho más rápido, le bastó un vistazo. Se alejó con
premura, dándole intimidad al hombre. Alcanzó a leer las palabras lo
extraño, mi cama, sus atenciones y varias menciones de anatomía. Podía ser
que Mihai sí fuera un maldito cirujano después de todo.
—Quizá prefiera contestarla en otro momento, aunque dudo que ese
tipo de correspondencia requiera de muchas dotes sociales a la hora de
responder.
—Veo que la hostilidad regresó.
—¡No es hostilidad! —La voz de Hannah sonó chillona. Se reprendió.
¡Por qué le importaba!, claro que tenía una amante, ¿no las tenían todos los
hombres?
—Su reacción se asemeja mucho. No la hacía mojigata —arguyó—,
mucho menos después de que me haya explicado, frente a todos en el
desayuno, qué es endogamia. Si le tranquiliza, la vizcondesa no es mi
hermana.
—Pero es una mujer casada.
—Con un imbécil —insistió él.
—Si eso le permite dormir por las noches…
—Y si a usted su moralina barata se lo permite… cada quién con su
remedio, ¿verdad?
—¿Mi moralina barata?, ¿así es cómo llama a respetar el sagrado
matrimonio? —Se volvió hacia él.
Él no se amedrentó, se puso de pie y acortó la distancia que los
separaba hasta que la nariz de Hannah por poco rosa su esternón.
—Sí, así lo llamo. ¿Eso se repite cuando piensa en su desgraciado
matrimonio?, ¿en que respetaba la sagrada unión?, ¿es lo que le permite
dormir por las noches, honorable señora Cooper?
—Sí, señor Vladislav, haber hecho todo lo posible por mi marido, por
mi familia y por quienes han quedado a cargo de mí me permite dormir por
las noches con la conciencia bien tranquila.
—Miente… —discutió él, le elevó el mentón con el pulgar, Hannah
temió que la besara. La forma en que él la miraba parecía el presagio de un
beso—. Miente… se ha debatido una y mil veces huir de su matrimonio,
abandonar a su esposo cuando se jugaba hasta el papel tapiz del salón,
escapar cuando regresaba ebrio tras perderlo todo… Ha anhelado romper la
santa unión cuando, entre elegir la vida de él, que escapaba de los
prestamistas, o la de un mugroso obrero caído en desgracia, eligió extender
la mano hacia mí…
—¿Cómo se atreve? —siseó.
—Y yo… yo me pregunto, y le pregunto, honorable señora Cooper, si
su enfado se trata de moral o de celos. —Hannah le hizo a un lado la mano,
retrocedió, puso distancia entre ambos—. Celos de la vizcondesa por elegir
sus deseos por encima de estúpidas normas y juramentos vacíos, o tal vez…
otra clase de celos.
—Siga fabulando, señor Vladislav. Y si de verdad lo quiere saber, no
me arrepiento de haberlo salvado de ser arrollado por un ferrocarril por
sobre el escape de mi marido, ni siquiera ahora, cuando lo utiliza en mi
contra. Es la nobleza de los sentimientos de quienes, como usted dice,
contamos con una moralina barata. —Se dirigió a la puerta, sin regresar la
vista a él, agregó—: El té se sirve a las cuatro. Sea puntual.
Recién cuando estuvo a solas, Mihai dejó ir el aire que le quemaba los
pulmones. Lo había arruinado, y no sabía por qué le dolía tanto.

Mason lo encontró en su despacho a la hora del té. Mihai no se había


presentado, optó por una medida de whisky a media tarde. Estaba sentado
en el sillón, frente al hogar, viendo la carta de la vizcondesa arder.
—No es mi dama del sombrero morado —murmuró Mihai. Bebió el
resto del vaso de un sorbo y volvió a servirse.
—Eso es relativo. Nadie tiene un único sombrero… Ni un único
vestido… ni un único rostro… De ser así, nos convertiríamos en seres
planos. Tú tampoco eres con ella como eres conmigo.
—Yo soy siempre yo —contradijo Mihai.
Mason largó una carcajada.
—No te lo crees ni tú. —Se sirvió ginebra y se sentó junto a su
discípulo—. Además, ¿por qué querrías que fuese la dama del sombrero?
Ya no estás al borde de la muerte, ya no necesitas una rescatista. La vida
suele darnos lo que necesitamos en el momento en el que lo precisamos. Lo
demás sería capricho.
—Y yo necesito a la dama del sombrero.
—No, tú quieres a la dama del sombrero. Es un capricho, y actúas
peor que los niños malcriados. Haces una rabieta porque Hannah no se
comporta como deseas —explicó Mason. Elevó el vaso, esperó el brindis y
los dos bebieron al unísono.
—Es que… —Mihai intentó ordenar sus pensamientos—, es que ella
aún lo es. Solo que no conmigo. ¡La has visto esta mañana!, socorriendo a
Greg. Y con Tobiah, Eliza, Lexi… está atenta a cada necesidad. Y el
comedor, ¿sabías que vende las conservas para ayudar al comedor de
Sybill? —La exasperación lo hizo apretar el puño—. Con todos ellos es
como fue conmigo esa tarde. A todos ellos les extiende la mano, los aferra
con fuerza y les abraza la vida. Con todos menos conmigo.
—Y agradece por eso, jovencito.
—¿Disculpa?
—Ya no eres un hombre desvalido, no necesitas que te socorran. Eso
es lo que ve Hannah en ti, y lo que la asusta de ti. Sin contar, claro, con el
hecho de que está aquí por la fuerza —agregó y lo obligó a enfrentar los
hechos. Hannah tenía más motivos para estar enojada con él que él con ella
—. La señorita Renner está acostumbrada a que la necesiten, no a que la
amen. Y tú no la necesitas, no realmente. Es bastante evidente, ¿verdad?, se
hace imprescindible para todos, valiosa, y así consigue que no la
abandonen.
—Conmigo no corre riesgo, no soy de los que se enamoran.
—No, claro que no. Ni ella. Porque los dos están amurallados, y
seguirán agrediéndose cada vez que estén muy cerca de atravesar esas
defensas. Tú prefieres a la dama del sombrero morado porque es seguro,
como lo son todos los sueños.
—Mason, no creo estar tan ebrio como para entender de qué hablas
—dijo Mihai. Su amigo rio.
—A los dioses o a los ángeles se los adora, pero a las mujeres se les
quiere. La dama del sombrero era un ideal para ti, un ángel de la guarda,
una meta… Hannah es una mujer de carne y hueso, real. No basta con
despertar para deshacerte de ella.
—¿Estás sugiriendo que quiero a Hannah Renner?, en términos… tú
sabes… ¿de ese modo sentimental? —Al ver que Mason asentía, dejó ir una
risotada—. Mason, amigo, soy idiota pero no tanto. Ya lo he dicho, no soy
de los que se enamoran.
—Todos somos de los que nos enamoramos…
—No, yo no. He perdido a demasiadas personas, a todas las que
quise. Solo me quedas tú y un pedazo de corazón. No más. Yo no soy un
apostador, yo no juego mi última ficha.
—Mihai, Mihai… —Mason le posó la mano en el antebrazo, le dio un
par de palmadas—. En el amor todos somos apostadores. —Se puso de pie,
le rellenó el vaso—. Y como buenos jugadores, digerimos las manos
perdidas con alcohol.
Lo dejó a solas con la botella. No era una buena consejera, pero era la
única que tenía.
Capítulo 12

Sentada con las piernas cruzadas, en medio de la gran cama, con un libro
inmenso abierto en su regazo y la expresión dolorosa de alguien que no
entiende lo que lee. Así la halló Odessa esa mañana. Hannah no había
bajado a desayunar y, según le había sonsacado a Greg —ardua tarea
porque Greg era más leal a la señorita Renner que a su propio jefe—, la
muchacha había bajado al alba, se había preparado un magro desayuno con
té y pan y se refugió en la habitación. La expresión agria del empleado le
dio a entender que la contraparte del asunto, Mihai, no estaba de mejor
humor y, por supuesto, el muchacho culpaba a su jefe. ¿Cómo podía ser la
dulce Hannah la responsable?, si era un ángel.
Las apariencias engañaban, y tanto Harper como ella sabían cómo era
la muchacha cuando su temperamento le jugaba una mala pasada.
Orgullosa, terca y con una dosis de negación.
—Permiso —asomó la nariz por la puerta, al ver que estaba vestida,
entró—. Me preocupaba que te sintieras mal.
—Estoy bien. Solo necesitaba un poco de soledad.
—Para mujeres a las que la soledad nos sobra, esa declaración me
preocupa. —Miró el decorado, era la habitación más linda de las tres. No le
sorprendió que el señor Vladislav hubiese tenido esa deferencia con su
nuera. Había notado varias cosas más. La forma en que la observaba cuando
ella estaba distraída, cómo la desafiaba cuando se cerraba a él. Era como si
se conocieran de antes y a ninguno de los dos les gustara lo que la vida
había hecho con ellos.
—Ya se me pasará —fue la escueta respuesta.
—Tienes trabajo, así que, que sea pronto.
—Dudo que el señor Vladislav me haya llamado, es más, tal vez
tengamos suerte y decida dar por terminado el trato.
Bien, pensó Odessa, entonces es enojo. Mutuo enojo. De todas las
posibilidades, era la mejor. La prefería a la nostalgia o a la derrota. Con la
energía de la ira se podía alimentar un motor.
—Veo que estás muy concentrada en… —Asomó su cabeza por
detrás del hombro de la joven—. Fuerza de palanca. Una lectura fascinante.
—Las únicas lecturas que hay en esta casa. Créeme, busqué. Esperaba
al menos hallar libros de arte del señor Green. Supongo que los tendrá en su
habitación. En el despacho solo estaban estos. —Lo hizo a un lado, le echó
una última mirada. No entendía nada. Ahora estaba enojada y frustrada,
vaya combinación.
—¿Qué sucedió con el señor Vladislav?, ¿por qué estás enojada con
él? —Odessa se sentó sobre el colchón. Su nuera se incorporó y deambuló
por la habitación de punta a punta. El ruido del crespón irritaba los nervios
de la matrona, pero tuvo el tino de callar.
Hannah le refirió los asuntos de la tarde anterior. Odessa solo asentía
en silencio. Intentó no sonreír ni hacer muecas, algo complicado en ella. El
sarcasmo era su herramienta para manejar el dolor. Hannah utilizaba otras,
el trabajo y la negación. Por una vez tendrían que dejar salir el dolor y
mirarlo de frente, en lugar de taparlo.
—Entonces, ¿estás enojada con la vizcondesa de Falmouth por fallar
en su voto matrimonial? —preguntó. Hannah se detuvo en seco, la enfrentó.
—¡No!, no con ella. Todos sabemos cómo es el vizconde —dijo,
ofuscada—. La casaron a los dieciséis con él, y… ¡oh, ese hombre!, no ha
disimulado ni una de sus queridas. ¿Sabías que en una temporada se
presentó en el teatro con su cortesana?, mientras la vizcondesa traía al
mundo a su hijo y heredero. ¡Su hijo y heredero!, él se paseaba con otra
mujer y, como si eso fuese poco, hacía bromas respecto a lo gorda que
estaba la vizcondesa. ¡Claro que no la juzgo! No es que vaya a conseguir el
divorcio, ¿verdad?
—No, querida. Nadie le daría el divorcio. De eso no se habla en
nuestras esferas. Pero, si no la juzgas a ella…
—¡Él!, involucrarse con una dama casada…
—Mira, si los rumores son ciertos, más que involucrarse, lo adecuado
sería decir que cayó en la trampa de la dama… —bromeó Odessa. La
broma no fue bien recibida.
—Claro… porque Mihai es un pobre corderito que no sabe lo que
hace.
—¿Mihai?
—¡El señor Vladislav! —se corrigió.
—Te estás sonrojando, Hannah. ¿Un poco de agua? —Odessa se puso
de pie, vertió agua en un vaso y se lo alcanzó—. Entonces, déjame que
ponga en orden los puntos. El señor Vladislav tiene, o tuvo…
—Tiene —insistió Hannah.
—O tuvo un amorío con una mujer casada, no nos olvidemos que los
amantes le duran una temporada a la vizcondesa. Retomando el asunto, no
juzgas a la mujer, pero sí al hombre.
—Suena a que lo defiendes —se enojó Hannah.
—No lo hago. Pienso que está mal, al igual que tú. Pero lo cierto es
que me importa muy poco con quién se relaciona el señor Vladislav. Dime,
querida, ¿a ti te importa?
—¡No! —chilló.
Odessa se dio vuelta, o Hannah vería su sonrisa irónica.
—Porque dudo que encuentres cualquier otra relación aceptable. Si en
lugar de una mujer casada, se relacionara, no sé… con una damita soltera,
¿te parecería eso bien?, ¿apropiado? —indagó la matrona.
—Le arruinaría las posibilidades de un buen matrimonio…
—Claro. Entonces solo le quedarían las cortesanas, ¿verdad? Pagar
por los servicios de una dama…
—¡No, Odessa!, por favor. Ya hemos visto cómo viven esas mujeres,
a las tempranas edades que mueren.
—Y probablemente él también. Vivió en los barrios bajos más tiempo
que nosotras —expuso Odessa—. Por lo tanto, según estimo, al señor
Vladislav le restan dos posibilidades para congraciarse contigo…
—No necesita congraciarse conmigo —remarcó Hannah. Odessa la
ignoró.
—O ser un monje entregado al celibato o…
—¿O?
—O una viuda.
—Odessa… Sabes que te aprecio, pero estás a una palabra de
empujarme a una situación horrible. No quiero decir ni responder algo
doloroso.
—Tendrías que hacerlo. Con el señor Vladislav no te contienes.
Además, he llegado al punto que quería, cariño. No estás enojada con el
hombre. Estás… —Elevó la mano, como si le diera el pie a ella para entrar
al escenario y completar la oración.
Hannah cerró los ojos, la tensión se fue aflojando de cada músculo
facial hasta al fin dejar ir el aire, rendida.
—Decepcionada. Estoy decepcionada…
—Bien. Eso está mejor. Y ahora es cuando reconoces que solo una
clase de persona puede decepcionarnos…
—Aquella en quienes teníamos expectativas —reconoció.
—Y tú tenías expectativas en el señor Vladislav porque…
Hannah se sentó de nuevo en la cama. Cogió el libro de física,
observó el dibujo de la palanca e intentó comprender la explicación de las
fuerzas que formaban parte del sistema.
—No te lo he dicho, Odessa, pero el señor Vladislav es el hombre del
ferrocarril.
—¿Qué hombre de qué ferrocarril? Trabajó allí, eso lo sé…
—Me refiero al hombre que casi mata Matthew cuando lo perseguían
los prestamistas, esa tarde que estaba conmigo.
—¡Oh! —exclamó Odessa y se dejó caer junto a su nuera—. Entonces
sí te conoce —agregó en un murmullo apenas audible. Hannah no lo oyó,
siguió con la atención puesta en la fórmula matemática.
—Esos son sus orígenes, y mira ahora. —Abarcó el espacio a su
alrededor con las manos—. Mira todo lo que ha logrado. Apenas sabe leer,
no se comporta en la mesa, no consigue tener una conversación educada y,
sin embargo… mira —insistió—. Mira —repitió, señalando la maldita
fórmula que ella no comprendía.
—Es admirable.
—Lo es. Y puedo entender este —gruñó—, este chantaje al que nos
somete, Odessa. Lo comprendo. Nosotras nos hemos visto en una situación
desesperada, teniendo que romper las reglas. ¡Yo misma me vestí de
hombre! Cuando las reglas las escriben los mismos que nos oprimen,
saltárselas es la única alternativa. Pero…
—Una amante derriba la imagen de perfección que construiste de él.
¡Dios nos libre!, ¿acaso el señor Vladislav es humano?, ¿es un hombre de
carne y hueso con errores como todos?
—Odessa… —masculló.
—Cariño —Posó la mano sobre la de ella, le dio una suave palmada
—, sigues buscando el caballero con el que nos han hecho soñar de joven,
ese de los folletines y cuentos de hadas. Y mientras sigas buscando un
caballero, todos los hombres te decepcionarán, ninguno estará a la altura de
tus expectativas.
—Todos los hombres me han decepcionado hasta ahora.
—No conoces tantos, querida, tú no eres la vizcondesa de Falmouth.
Las dos rompieron en risas. Hannah se cubrió el rostro con un cojín.
—Los caballeros no existen, Hannah —retomó Odessa,
incorporándose—. Existen los hombres, humanos, defectuosos,
imperfectos. Al igual que lo somos nosotras. Es fácil racionalizar por qué
nos agrada una virtud, pero cuando nos empezamos a preguntar por qué nos
agrada una sombra… Oh, ahí estamos en serios problemas.
—Yo estoy a salvo. —Se quitó el cojín del rostro.
—¿Entonces, de qué te escondes?
—No me escondo. —Para demostrarlo, cogió el libro, lo cerró y se
dispuso a abandonar la habitación—. Solo me tomaba un descanso para la
lección de la mañana.
—Sí, claro, cómo no —murmuró Odessa, y la sonrisa sarcástica
regresó a ella. Estaba en lo cierto, mientras no fuera nostalgia y desánimo,
todo lo demás podía utilizarse como combustible para la acción. Incluso la
negación de los sentimientos más evidentes.

El plan de Hannah de enseñar el uso correcto de los cubiertos y copas se fue


al garete. Mihai se agarraba la cabeza frente a unos planos, masajeaba sus
sienes. La concentración era absoluta. Tanto que la discusión del día
anterior quedó olvidada ni bien la vio.
—Señorita Renner, benditos los ojos que la ven —dijo, con la voz
ronca.
La proclamación la tomó desprevenida, se le subieron los rubores. A
Mason no se le pasó por alto, y la media sonrisa del hombre intensificó la
vergüenza de la dama.
—Señor Vladislav… —se ahorró corregirle por milésima vez el trato.
Solo le decía señora Cooper cuando estaba enojado con ella. Aceptó la
tregua y cedió su parte. Dio un paso al interior del despacho.
—Qué no… —Mason retomó la conversación pendiente. Hannah
tendría que adivinar el contexto—. La suba al precio del metal es del cinco
por ciento con respecto a la planeación del semestre pasado, el metal
representa un sesenta por ciento del coste de fabricación y, por tanto, el
ajuste a hacer es del tres por ciento del valor total de las calderas.
Mihai se mesó el cabello hacia atrás, pegándolo al cuero cabelludo.
Hannah maldijo la conversación con Odessa, porque, de pronto, pensaba en
esa versión del hombre. La versión amante, la versión humana. Tragó
saliva, juntó valor, exhaló lentamente. Mihai Vladislav no era apuesto de
acuerdo a los cánones británicos. Su corpulencia y musculatura clamaba a
los cuatro vientos su pasado de trabajador. El tono de sus cabellos era oro
viejo, en lugar del dorado claro anhelado tanto por damas como por
caballeros. Se dejaba crecer la barba, cubriendo todo el mentón. Nada del
poblado bigote o patillas tupidas. Su estilo era más salvaje. Todo él le
recordaba a un león, y el despacho empezaba a asemejarse a una jaula.
¿Sería tan peligroso como un felino encerrado? Esperaba no tener que
adivinarlo.
—Mira, Mason, si tú dices que ajustemos un tres por ciento, yo lo
hago. Y ya. —Cogió la pluma mecánica, dejó ir una gota sobre la punta y,
antes de que la posara sobre el papel, el señor Green lo detuvo.
—No es así, Mihai. No tienes por qué acceder si no estás de acuerdo.
—¿Y cómo pretendes que te contradiga si no tengo ni jod… —Miró a
Hannah— remota idea de lo que dices? —completó con falsa serenidad.
—Señor Vladislav —intervino, portaba en sus brazos el libro de física
—, entiendo su frustración. Llevo toda la mañana intentando descifrar cómo
funciona una palanca. —Colocó el tomo junto al resto—. He fracasado
rotundamente.
—Pero a las palancas al menos uno las puede ver en funcionamiento.
Esto… Esto… —Hizo a un lado los cálculos, derramó la tinta. Hannah se
apresuró a limpiar, lo mismo hizo Mason.
—Señor Green, creo que lo relevaré desde aquí. Presiento que su
nivel de matemática nos excede a ambos. —Sonrió.
Mason le devolvió la sonrisa. Se acercó a ella, la estudió con
detenimiento.
—No es matemáticamente perfecta como la señora Cooper, pero sin
duda hay encanto en sus defectos.
—Usted no halaga como un caballero, pero sin duda hay algo
lisonjero en sus insultos —rebatió. Amplió la sonrisa.
Mihai dejó ir una risa suave, volvió a hacer el cabello hacia atrás y
Hannah estuvo a un paso de pedirle que no lo hiciera. Era una completa
distracción.
—Le deseo más suerte que la que tuve yo —se despidió Mason—.
Por cierto, ¿sabe usted dónde está la señora Cooper?
Hannah iba a apiadarse de su suegra, mentir por ella. No lo hizo. En
cuanto su estómago dio un vuelco al ver que Mihai se aflojaba la pañoleta y
se arremangaba la camisa, decidió que Odessa merecía su dosis de infierno.
¡Era más fácil estar enojada con él!
—Lo más probable es que se encuentre en el patio trasero, donde da
el sol. Le gusta llevar a Lexi allí mientras cuida que los niños no se metan
en graves problemas.
—El sol es siempre una tentación. ¿Verdad?, Mihai compró esta casa
solo por el sol, ninguna otra consideración. Ni el tamaño, ni el diseño, solo
la constante presencia de Ra.
—¿De quién? —preguntó, ¿acaso hablaba del dios egipcio?
La risa de Mihai le confirmó sus sospechas antes de oír la respuesta.
—El dios…
—Mason, por favor. Ve a torturar a Odessa, mi pobre cabeza no
soporta un embiste más.
—Este niño… —dijo, abandonando el despacho.
Una vez a solas, Vladislav retomó los pendientes.
—Tenía previsto enseñarme los cubiertos y…
—Será mejor improvisar —lo interrumpió Hannah—. Veo que esto
que tiene entre manos es más importante.
—Lo es, pero no puedo hacer nada con ello. La matemática aún se me
rebela. Accederé a hacer el ajuste propuesto por Mason, es lo bueno de
confiar en él.
—En ese caso, le pido que confíe en mí. Noté que el señor Green
tiene unos conocimientos de matemáticas muy elevados, me atrevo a
conjeturar que está obsesionado con ella.
—Y acertaría por completo. —Mihai se reclinó sobre la butaca, ajeno
a la imagen que proyectaba.
Su desarreglo era cautivador. Hannah debía obligarse a no fijar sus
ojos en el inicio de su camisa, en la forma en que sus clavículas dibujaban
un hoyuelo en el centro, unos centímetros debajo de la nuez de Adán.
—A veces, cuando algo nos apasiona demasiado no somos capaces de
descender un par de peldaños, explicarlo para quienes no comparten nuestra
predilección.
—¿Qué despierta la pasión en usted? —La pregunta salió de los
labios masculinos sin intervención de su cerebro.
—No la matemática, está a salvo —bromeó, esquivando el asunto.
Los ojos de Mihai se fijaron en ella, no sonrió ante su acotación—. Las
damas no tenemos permitido apasionarnos.
—Siento lo de ayer. —Se enderezó en la butaca, la buscó con la
mirada—. Me extralimité. Y tiene razón, mi relación no es correcta…
—Señor Vladislav, no tiene por qué disculparse conmigo.
—Sí, sí tengo que hacerlo. Llamémoslo un arrebato de moralina
barata. —Sonrió. Ella lo hizo a la par—. Reaccioné de esa manera porque…
—Suspiró—, porque no me gustó que confrontara mi error. No me gustó
decepcionarla.
Hannah se crispó ante el uso de esa palabra en particular. ¿Era tan
transparente?, iba a rebatir, a ponerse a la defensiva, exactamente como él
hizo la tarde anterior. Mihai se lo impidió al agregar:
—Intento ser un alumno aplicado. Usted es mi profesora, necesito
congraciarme para obtener buenas calificaciones, ¿verdad?
—Verdad. —Se acercó al escritorio, extendió la mano y aguardó a
que él se la estrechara. Al hacerlo, Mihai extendió el índice, tocando el
punto exacto en donde latía el pulso de la dama. La corriente que en esa
ocasión sintió nada tuvo que ver con las anteriores. Fue interna; no era solo
la piel la que respondía a él, ahora era hasta su sangre.
Deshizo el agarre a desgano. Se sentó en la silla enfrentada, el
crespón de su vestido crujió. Hannah deseó tener atuendos más bonitos,
como en el pasado. Sin pensar, se acomodó el moño del cabello.
—Ha dicho algo antes de que el señor Green se retirara, dijo que las
palancas las entendía porque podía verlas funcionar.
—Así es. No comprendo cuando hablan de vectores de fuerza y
mucho menos cuando intento leer las fórmulas. Pero sí entiendo que a
mayor largo de la palanca, menor fuerza debo hacer. También sé que, si me
excedo en la longitud, la palanca puede quebrarse. Soy incapaz de
plasmarlo en números, pero lo entiendo. Así fue que diseñé la caldera,
¿sabe?, al observar el comportamiento de las partes. Esto… —Señaló los
papeles—, o esto otro… —Mostró los libros contables—, escapa a mi
limitado cerebro.
—¿Limitado cerebro? —El tono de Hannah fue de reprimenda. Mihai
se sonrojó. Esa piel dorada, al ruborizarse, tomaba un tono cobre
arrebatador.
—¿La he cag… arruinado de nuevo, verdad? —Negó con la cabeza y
regresó a su pose desgarbada sobre la silla—. Ya ni siquiera sé en qué me
equivoco.
—Sí, lo hizo —dijo, severa—. Primero, porque su cerebro claramente
no tiene nada de limitado. Segundo, porque si usted habla así de sí mismo,
¿qué espera de los demás?, ¿de esa manera piensa enfrentar a un potencial
socio?, ¿diciéndole que es un bueno para nada? ¡Vaya que necesita más
lecciones!
—Yo… —balbuceó.
—Usted diseñó una caldera mucho mejor a las diseñadas por todos
esos hombres de ciencia. ¡Sin siquiera saber matemáticas! ¿y dice que su
cerebro es limitado? ¡No quiero pensar en qué conseguirá cuando sortee ese
limitante! Es que usted no tiene arreglo…
—¡Oiga! —se defendió. La comisura de sus labios pujaba por una
sonrisa, pero prefirió jugar al ofendido—. O soy tonto o soy listo.
—Pues mire usted, es tan capaz que logra ser las dos cosas al mismo
tiempo. Listo para conseguir todo esto —Abarcó con sus manos el entorno
— y tonto para no ver sus dotes. Déjeme decirle que su humildad le servirá
con las damas, pero es completamente inútil en los negocios.
—Pero me sirve con las damas.
—¡Oh, por favor!, es una forma de decir —se quejó Hannah, con las
mejillas granate. La risa ronca de él no ayudó a bajarle los calores. Y
percatarse de que él también estaba sonrojado—. Mejor regresemos a los
números.
—Cobarde —le susurró.
—¿Usted o yo? Me parece que es capaz de desatar una guerra antes
de enfrentarse a un cálculo sencillo.
—Touché. —Alzó las manos en son de paz—. Está en lo cierto, me
aterran las ecuaciones. Y le confesaré por qué. —Se posó sobre el
escritorio, acortando la distancia entre ambos—. Cuando uno anhela mucho
algo, y lo tiene enfrente, el miedo a perderlo nos vuelve idiotas…
¿De qué hablaba?, Hannah podía jurar que se refería a ella. Se aclaró
la garganta, él la miró con intensidad. Sí, hablaba de ella, pero también de
las matemáticas.
—Lo que más deseo… o, mejor dicho, una de las cosas que más
deseo es comprender esos libros —prosiguió. Señaló su biblioteca repleta
de tomos de física y mecánica—. La economía no me importa, en cuanto el
negocio se encamine, contrataré un administrador. Mi pasión es la
mecánica, la ingeniería. Quiero descubrir todos los secretos de las
relaciones numéricas que están en los libros, entender el mundo de
engranajes y arandelas que siempre me rodeó. Así que sí, al tenerlo aquí, al
alcance, entro en pánico. Me frustra no aprender tan rápido, me saca de mis
casillas tener que mejorar mi lectura, mi escritura, mis modales sociales
antes de abocarme a ello. Y ese… es mi oscuro secreto. O uno de ellos —
agregó con picardía.
—Entonces, déjeme ayudarlo. Y, para quitarle una dosis de
frustración, no lo haré escribir más que números. —Hannah se incorporó,
rodeó el escritorio y se paró junto a Mihai. Su cabeza, al permanecer
sentado, quedaba a la altura de su pecho. La mujer se inclinó sobre la
superficie de la mesa, sus senos siguieron las leyes de la gravedad, y el
señor Vladislav estuvo más cerca que nunca de comprender a Newton—.
Aquí, señor Vladislav —lo regañó, señalando el papel entre sus dedos. Posó
su trasero sobre el escritorio y lo instó a prestar atención a su descripción—.
Lo explicaré de manera visual.
—¿Qué cosa? —Mihai estaba distraído. No dejaba de pensar en el
mechón de cabello castaño que se había escapado del moño de la señorita
Renner. En la forma de sus senos, redondos, pesados, del tamaño perfecto
para sus manos. De la cintura estrecha, de la curva de la cadera, oculta por
esa horrible falda de crespón. Quería vestirla de sedas, y desvestirla
después. Deseaba besar su piel de marfil, buscar sus lunares, hacerla
sonreír.
Le había dicho a Mason que no era de los que se enamoraba. Lo
sostenía. Pero si había alguien en la tierra que podría robarle todas las
certezas, esa era Hannah Renner viuda de Cooper. Comprendía que todas
esas discusiones, los desafíos, los enfrentamientos no eran más que tensión
sexual. Insatisfacción. La seguridad de que ninguno de los dos cedería a sus
instintos. Ella porque necesitaba un caballero, y él porque nunca sería uno.
Las vizcondesas de Falmouth eran sus compañeras de alcoba, y los sir o
lores eran los esposos de Hannah; una dama como ella no tenía amantes.
Uno hombre como él no tenía esposas.
—El problema matemático del precio de las calderas. No entenderé
de palancas, pero me alcanzan los conocimientos para esto. Vea… —Hizo
varios dobleces en el papel y, con la pluma, anotó: hierro, piezas,
herramientas, mano de obra, gastos administrativos, distribución. A cada
uno de ellos les asignó una porción de papel acorde a su magnitud. El costo
mayor era el del hierro; tal y como explicaba Mason, se correspondía al
sesenta por ciento—. Estas son las proporciones de los costes de su caldera.
Todo el papel es una caldera terminada. Según entiendo, el hierro aumentó
un cinco por ciento desde el semestre pasado, ¿verdad?
—Así es.
—Eso quiere decir que solo este papelito aumentó un cinco por
ciento, no el total de la caldera. —Cogió ese fragmento, repitió los dobleces
hasta que quedó dividido en veinte partes. Con la tinta pintó una sola de
ellas—. Esto es un cinco por ciento del total del metal. ¿Lo ve?
—Sí, lo veo —asintió, feliz. Era mucho más claro así.
—Ahora, ¿cuánto representa este cinco por ciento del total de la
caldera? —Volvió a juntar todos los fragmentos. Cogió otro papel y recortó
una porción equivalente a la fracción pintada.
—Tengo que ver cuántas veces entra este fragmento en el todo,
¿verdad?
—¡Exacto!
Mihai lo hizo de manera manual, contando uno a uno. Dudó, elevó la
vista y la sonrisa de Hannah lo animó.
—Treinta y tres con un poquito.
—Sí, treinta y tres con un poquito. Esa es la proporción del precio que
representa el aumento del hierro en el total. Uno de treinta tres con un
poquito. ¿Listo para pasarlo a números?
—¡Listo!
Hannah arrastró la silla junto a Mihai, cabeza a cabeza, se dispusieron
a escribir en sistema numérico el ajuste en el precio de las calderas.
Capítulo 13

El invierno se retraía. Los días soleados se hacían frecuentes. Tras las


lloviznas habituales, el paisaje en lugar de volverse blanco por la escarcha,
se convertía en una amalgama verde. Los primeros pimpollos luchaban por
florecer y el aire olía a hierbas. Hannah decretó que se tomarían el día libre.
Todos lo necesitaban; especialmente ella.
Habían pasado varias semanas desde que se instalaron en la casa de
Mihai Vladislav. Días y noches de estudio exhaustivo y entrenamiento.
Pero, sobre todo, jornadas completas de conocerse el uno al otro. Lo que
antaño fue enfrentamiento, se transformó en una profunda amistad. Una
relación que a Hannah encantaba y aterraba en igual medida. Las damas no
tenían amistades con el sexo opuesto, ni mucho menos compartían tantas
horas juntos. Encontrar en un hombre a un aliado era nuevo, y atrayente.
Se entendían como nadie, se buscaban sin necesidad de decírselo y se
hallaban siempre dispuestos el uno al otro. Los avances en los estudios de
Mihai no dejaban de sorprenderla, era el alumno más aplicado del que
hubiese oído jamás. Hannah descubrió que le apasionaba la docencia. Sí, la
apasionaba. Aún recordaba la conversación con el señor Vladislav en la
cual él preguntó sobre sus pasiones y ella dijo que una dama las tenía
prohibidas. Nunca se había atrevido a explorar sus gustos y aficiones, a
sabiendas de que era imposible ahondar en ellas. La vida le había dado la
oportunidad de hallar su vocación sin siquiera buscarlo. Descubrió cuánto
amaba seleccionar los textos de estudios, desarrollar ejercicios didácticos,
hacer los temas accesibles para quien los estudiaba. Enseñar era, a la vez,
aprender. Aprender del otro, nutrirse de experiencias ajenas, expandirse.
Mihai amaba la física mecánica. Si ella conducía cualquier saber a esa
área, tendría su completa atención. Los avances del hombre en matemáticas
eran asombrosos, y ahora tomaba lecciones con Mason. El señor Green
pronto también quedaría obsoleto, y la Universidad sería el único ámbito en
el que Vladislav podría expandirse. Imaginar a Mihai en Cambridge u
Oxford le hinchaba el pecho de orgullo. Hannah recurría a la sutil extorsión
para tener su atención en otros ámbitos. Si practicamos danza, podremos ir
a estudiar el molino. Si aceptas repasar los títulos nobiliarios, accederé a
construir un péndulo. La misma técnica le funcionaba con Tobiah y Eliza.
El primero había resultado muy bueno para las ciencias naturales, mientras
Eliza contaba con un oído musical prodigioso.
Mihai usaba el saber para salirse con la suya, negociaba con ella y le
robaba horas de compañía. Por ejemplo, había propuesto trasladar las horas
de lectura a las noches, tras la cena. En sus viajes expeditivos a Londres por
razones de negocios, traía varios libros por encargo de Hannah. Cada uno
de ellos leía un capítulo de la novela, así, él practicaba su lectura y dicción,
y ella se entretenía a la vez. En el último tiempo Hannah pensaba que había
sido una pésima idea. La voz de Mihai, ronca, suave, leyendo, la
hipnotizaba. A veces la amistad mutaba, como una llama que de pronto
crepita con más intensidad, y se volvía algo más. Pesado, irresistible, que la
obligaba a poner distancia y a él también.
Enseñar era conocer al otro. Y también dejarse conocer. Ellos no solo
se descubrían el uno al otro, sino que también empezaban a conocerse a sí
mismos. Las únicas discusiones que entablaban era cuando alguno de ellos
se amurallaba. Mihai gruñía cuando Hannah usaba las reglas del decoro y la
moral a modo de escudo contra él. Hannah lo reprendía sin sutileza cuando
Mihai se desmerecía por sus orígenes o saberes. Los dos recurrían al
reiterativo artilugio como protección contra los sentimientos. Ponían
distancia, y, al hacerlo, se herían un poco. La viuda de Cooper se
cuestionaba la amistad con un hombre al sentir que la relación despertaba
mariposas en su estómago, y el señor Vladislav lo hacía al preguntarse cuán
loco era soñar con una vida apacible a su lado. Y los dos se daban tregua
solo al percatarse de que las mariposas se volvían tempestades y los sueños,
fantasías. Algunas noches se miraban con intensidad, y el deseo los
abrasaba.
Eso había sucedido la tarde anterior. Practicaban el ritual del té, y a
Mihai todo le parecía una pérdida de tiempo. No había cambiado un ápice.
Aprendía, sí, pero seguía pensando que todo era ridículo. Y Hannah ya no
pretendía cambiarlo, le agradaba esa cualidad de él. Era un hombre
resolutivo, que siempre iba al grano. Odessa estaba en lo cierto, a las damas
las educaban para que buscaran un caballero, de modales refinados y
conversación pulida, pero también alguien que las hiciera a un lado, les
ocultase los negocios, las protegiera de las durezas de la vida. De los males
que eran muy arduos para la sensibilidad femenina. Ahora que Hannah
había conocido a un hombre, a un hombre de verdad, no anhelaba más a un
caballero. Sin embargo, su misión era lograr que Mihai Vladislav actuara
como uno. Actuara, esa era la mejor forma de definirlo. Fingiera de puertas
afuera, para volver a ser él mismo en el refugio del hogar.
En el presente, ella representaba ese hogar.
—Perder el tiempo no siempre es una pérdida de tiempo —le dijo,
entre risas, al verlo batallar con el ritual del té—. Al disfrutar de lo que
hacemos, ganamos, aun al no producir.
Mihai había rodado los ojos, en esa confianza compartida, dejó ir sus
pensamientos.
—En el único lugar en donde perder el tiempo y retozar no me resulta
un desperdicio es en la alcoba… —Tras decirlo, cayó en cuentas de con
quién hablaba y los colores se les subieron a las mejillas. Hannah podría
haberlo dejado pasar, inferir la connotación inocente: se refería a no
madrugar. Pero, joder, Mihai se levantaba al alba y además su vergüenza era
patente—. Lo siento —se disculpó.
Ella asintió, se apresuró a terminar la lección y buscó una excusa para
rehuir de él por el resto del día. No sería capaz de escucharlo leer en la
noche, de dejarse acunar por su voz sensual, solo pensaría en retozar en la
cama, entre las sábanas, en su maldita compañía.
No era capaz de quitarse esa imagen de la mente. Ni por las noches, ni
esa tarde, en que lo observaba de lejos. Sin pretenderlo, Mihai había
obligado a Hannah a escudarse de él.
—¿La tarde libre es para todos menos para ti? —le preguntó Harper a
sus espaldas.
Hannah se sobresaltó, se volteó con el corazón desbocado. La mujer
la escrutaba con una media sonrisa, la había pescado in fraganti devorando
al señor Vladislav con la mirada.
—Lo es; no me incordia hacer conservas y la cocina del señor
Vladislav es tan amplia que sería un desperdicio no aprovecharla.
—Quizás prefieras pasar las horas en el jardín, como los demás. Las
conservas pueden esperar, no es que vayamos al mercado en breve.
—Entiendo si prefieres ir al exterior, yo puedo ocuparme sola de
esto… —dijo Hannah, al tiempo que medía las proporciones de vinagre y
contaba las hojas de laurel.
Ignoró la expresión insistente de la mujer. Intentó hacer lo mismo con
la imagen tras el cristal de la ventana. Mihai jugando críquet, o, mejor
dicho, destrozando las reglas del deporte junto a Tobiah y Eliza. El cuadro
era tan dulce y hogareño que se le estrujó el corazón. Tres hojas de laurel,
un litro de vinagre, un litro de agua… repasó la receta en su mente.
—Sí, lo prefiero, pero aquí me quedo o harás cualquier cosa —se
quejó Harper fingidamente.
—Sabes que en unas pocas semanas tenemos que regresar a nuestra
antigua vida, en un apartamento reducido, contando los peniques,
ganándonos el sustento con esto —se defendió Hannah, ante el fastidio de
su acompañante.
—Sí, pero no tengo necesidad de recordármelo a diario.
—¿Qué insinúas?
—No lo insinúo, a mí tampoco se me da bien el arte de la
conversación. Digo lo que digo. Que tú tienes la necesidad de recordarte tu
lugar… o tu pasado de pesares o cualquier otra memoria desagradable en
cada ocasión en que tus dedos rozan una pizca de posible felicidad. Como
ahora.
Iba a decir que no lo hacía, pero sería una gran mentira. Podía actuar
de cara al mundo, mas ya no era capaz de mentirse a sí misma.
—Posible felicidad suena a mayor probabilidad de la que en realidad
tiene.
—Hablas como él. Probabilidad, porcentaje, relación…
—He tenido que mejorar mis conocimientos matemáticos para
ayudarlo.
—Cambia de tema, te permitiré huir en esta ocasión. Al menos sé que
eres consciente de ello.
—Harper… —Hannah suspiró. El vinagre había roto hervor, se
encargó de arrojar el preparado las berenjenas. Tapó la olla y giró el reloj de
arena para contar los minutos de cocción—. Esto es temporal, las dos lo
sabemos. Reconozco que me cuesta vivir el momento, dejarme llevar,
aprovechar la dicha… Estoy un poco cansada, ¿sabes?, de vivir de
remembranzas, de recuerdos de tiempos mejores que ni siquiera lo fueron
tanto. Es mejor la vida sin expectativas; sin expectativas no hay
decepciones.
—Y tampoco alegrías, ni esperanzas, ni motivos para levantarse al
alba.
—Siempre hay motivos para levantarse al alba… —Sus ojos fueron a
Tobiah y Eliza. Lexi estaba en brazos de Odessa, fuera de su campo visual.
—Que te necesiten, vivir por otros en lugar de por ti misma. ¡Vaya
existencia! —Harper preparó los envases, se detuvo y agregó—: Nunca
fuiste cobarde, Hannah. Mira todo lo que enfrentaste hasta este día, y le
temes a un hombre.
—Empiezo a temerme a mí —susurró.
Dejó enfriar el preparado, se quitó el delantal y se fue al exterior. No
le temía Mihai, sino a las sensaciones nuevas. Se suponía que era una mujer
experimentada, estuvo casada, compartió el lecho con su marido, la vida le
había impartido lecciones duras. Se puso de pie ante cada adversidad, desde
dinero, salud, muerte, hasta unos matones prestamistas de los que escapaba
como una experta. Creía que nada podía sorprenderla, y allí estaban sus
sentimientos para burlarse de ella.
Mihai sin pañoleta, con las mangas de las camisas arremangadas, el
chaleco desabrochado y el tupido cabello revuelto. Su sonrisa de dientes
blancos y parejos, de labios perfectos bajo la suavidad de su barba. Un
cuerpo torneado, imposible de disimular por mucha moda recatada que
llevara. La risa ronca que nacía de su pecho cuando Tobiah hacía trampas.
El guiño pícaro de sus ojos al complotar contra Eliza para hacérselas pagar.
Y las fantasías despertadas en ella tras su desliz de la tarde anterior.
Se mantuvo semioculta por la columna del porche. Apoyaba su
hombro ahí. El viento jugaba con su falda y sus cabellos, y le arremolinaba
los pensamientos. Se mordió el labio, sintió el calor del pudor y el deseo de
escalar por su cuerpo, hallar zonas en su piel que respondían al más mínimo
roce. Se preguntaba, sin poder evitarlo, si era capaz de tener un amante, si
ella era tan valiente como pensaba Harper y podría sortear las barreras de su
educación en busca de placer. Como la vizcondesa, o como tantas otras
mujeres.
Temía la respuesta. Tanto por no como por sí. Si la respuesta era no,
era una farsa, una cobarde después de todo. Si la respuesta era sí…
Entonces tendría que enfrentar otros interrogantes. ¿Sería capaz de
disfrutar?, ¿sería distinto con Mihai Vladislav de lo que fue con Matthew?
Hannah no gozó jamás del sexo, ni esperó hacerlo. La noche de bodas
fue dolorosa, y las veces siguientes, incómodas. En cuanto descubrió el
vicio de Matthew, el enojo la distanció de él, no le apetecía verlo, mucho
menos soportar sus caricias o besos. Y luego su esposo empezó con la
bebida, y su anatomía masculina ya no respondía. Los avances del señor
Cooper ebrio eran dignos de olvido. Yacer con un hombre parecía ser un
acto de caridad, de bondad; poner su cuerpo a disposición del placer del
otro.
Pero si era así, ¿por qué reaccionaba distinto ante Mihai? Contemplar
la posibilidad de que ella no estaba fallada, sino que todo su matrimonio
fue un gran fallo en sí, la aterraba y aliviaba. El señor Vladislav se
presentaba siempre como una dicotomía, la confrontación de dos partes de
ella. La osada y la temerosa. La apática y la apasionada. La nihilista y la
esperanzadora.
Desvió la mirada del partido de críquet, sonrió. Odessa cargaba a Lexi
en los brazos, Mason empezaba a triunfar gracias a su tenacidad. La mujer
le permitía pintarla y posaba para él, ¡vaya sacrificio!, soportar por horas
los interminables halagos del señor Green.
—Es usted preciosa, seguro se lo dicen todo el tiempo. Su piel es
perfecta, su cabello…
—Tengo canas —dijo Odessa con acritud.
—Hilos de plata, señora Cooper. El regalo que los años nos hacen…
—Pues se han puesto generosos conmigo —se quejó.
Hannah rio. Se acercó a ellos, cogió a Lexi en brazos. Había bebido
algo de leche en un biberón. Un invento moderno que simulaba un pezón y
ayudaba a los niños pequeños a comer cuando la madre no podía
alimentarlos.
—Yo me encargo de Lexi, así el señor Green puede apreciar tus
encantos sin obstáculos.
—Gracias, señorita Renner —expresó Mason—. Su faceta maternal
ya está plasmada, pero su visión terrenal. Esa se me escapa.
—Y se le seguirá escapando —masculló Odessa, ante la risa
contenida de Hannah.
Sabía que su suegra disfrutaba de las atenciones, bien merecidas,
dicho sea. El antiguo señor Cooper había sido el molde del que se forjó su
hijo, dos hombres idénticos, con vicios y distantes del cariño marital.
Mason no se equivocaba, Odessa era bellísima; ni las penurias habían
menguado sus encantos. Un rostro oval, nariz recta, labios llenos y piel
lozana. Las pocas arrugas que tenía se habían situado en la comisura de los
ojos, haciéndole creer al mundo que fue una mujer dichosa y plena. Las
canas creaban cintas de plata entre sus cabellos, como si fueran reflejos de
luna atrapados entre ellos. Y su cuerpo carnoso mantenía la forma de reloj
de arena. Hannah jamás fue así de hermosa, ni en sus mejores años, tal vez
por eso le sorprendía la mirada ardiente de Mihai, la contemplaba
embelesado, a veces, incluso enardecido.
Harper se aproximó con una jarra con limonada, y los chillidos de los
niños la obligaron a regresar su atención al juego. Los participantes se
acercaban, sedientos y felices. Tobiah y Eliza se empujaban sin
vehemencia, discutían el resultado provisorio y pactaban una revancha.
—Te dejarán sin aliento —le dijo Hannah a Mihai.
El hombre se sirvió un vaso de limonada y lo bebió ansioso. Ella no
lo corrigió en sus modales, era descanso para todos. Además, ver la nuez de
Adán danzar en cada trago la tenía sin habla. La piel masculina se
bronceaba muy rápido, a diferencia de la suya que, tras unos segundos al
sol, se enrojecía para luego descamarse como la de una serpiente.
—Tobiah es el bribón más artero con el qué he competido jamás —
bromeó—. Con o sin aliento, debo regresar al campo de juego, o Eliza me
lo recriminará toda la vida.
Hannah se mordió los labios para no contestar. Esperaba que esa
proclamación fuesen palabras vacías, pues no había sonado así. Había
tenido la cadencia de una promesa a futuro.
—¿Y tú? —le preguntó Mihai a Lexi. La cogió de brazos de la
señorita Renner. La elevó usando una sola mano, su palma grande y fuerte
bastaba para sostener el cuerpo de la pequeña desde el plexo. Dejó que sus
piernitas se sacudieran al igual que sus bracitos. Parecía una cometa en el
cielo, por encima de sus cabezas. Los gorjeos felices de la bebé los hicieron
a todos sonreír—. ¿Cuándo estarás lista para jugar al críquet? Necesitamos
equiparar el partido, mientras tú, muy campante, retozas en brazos de estas
bellas damas. —Hizo el ademán de soltarla y volvió a cogerla al aire.
—¡Mihai! —reaccionó Hannah—. ¡Señor Vladislav! —se apresuró a
decir. Pero era tarde, la sonrisa del hombre se amplió, y en sus ojos de león
brilló la victoria.
—Prefiero Mihai.
Volvió a soltar a Lexi, la aferró en el aire. La bebé reía con sus encías
al aire. Sus hermanos la observaban contentos y un poco envidiosos.
Querían la atención de Mihai toda para ellos. Hannah no los culpó,
comenzaba a anhelar lo mismo. Tenía ante sí la mejor versión del hombre, y
eso que en las pasadas semanas había atestiguado muchas. La resolutiva, la
obsesiva con las matemáticas, la responsable, la solidaria, incluso la furiosa.
Todas le empezaban a resultar cautivadoras, pero ninguna se comparaba con
aquella. La relajada y traviesa.
—Pues volveré a decirle señor Vladislav —contestó. Su media
sonrisa la desmentía—. Y agregaré, que tenga cuidado con Lexi.
—¿Por qué?, ¿cree que se me caerá? —La lanzó por los aires, varios
centímetros y la cogió esta vez con ambas manos.
—No, porque acaba de comer…
No terminó de decirlo, que Lexi dejó ir la leche que había quedado sin
digerir. El vómito cayó sobre el chaleco de Mihai. Hannah contuvo el
aliento, si bien se lo merecía, de nuevo su experiencia con hombres le
advertía que estuviera en guardia. A ellos no solían agradarles los niños, ni
mucho menos la suciedad que estos implican. La sorpresa alimentó la
tibieza de su pecho cuando oyó a Mihai carcajear.
—Traicionera… —le recriminó a Lexi, entornando los ojos. La bajó y
acunó entre sus brazos, con sus dedos le hizo cosquillas en el vientre,
arrancando más chillidos felices—. Ya que has echado a perder mi chaleco,
terminemos con esto.
La colocó sobre su hombro y le dio palmadas en la espalda a la vez
que se paseaba por los jardines. Tobiah y Eliza bebían limonada y, habiendo
perdido la atención del hombre, demandaban la de Hannah y Odessa sin
piedad. Ellas los atendieron, sabedoras de los celos entre hermanos. Pero
Hannah no era capaz de despegar sus ojos de Mihai con Lexi en brazos.
—¿Aún quieres hacer conservas? —le preguntó Harper en un susurro
cómplice.
—No, creo que pueden esperar. Al fin de cuentas —agregó en un
murmullo inaudible—, estarán allí cuando sea la hora de despertar de este
sueño.
Capítulo 14

Detestaba las clases de idioma. La señorita Renner ponía todo de sí,


seleccionaba textos interesantes, explicaba de manera didáctica y lo
deleitaba con lo más importante: su presencia. Sin embargo, seguía
resultándole un engorro el idioma inglés.
—Y eso que es más sencillo que el rumano —insistió ella.
—¿Hablas rumano? —preguntó en su lengua madre. La tenía algo
oxidada. No contaba con muchos nativos con los que practicar. Le
sorprendía recordar las palabras y la forma en que su cabeza pasaba a
pensar en el idioma con tanta facilidad. Hannah le había dicho, en una de
sus lecciones, que los cerebros de los niños eran una gran esponja, que no
debía ser duro consigo mismo si no aprendía a la velocidad que lo hacían
los más pequeños. ¿Qué había aprendido él de niño?: sobre la muerte, el
trabajo duro, la pobreza y la necesidad. La vida fue su única maestra. Ante
la mirada sorprendida de la mujer, sonrió y repitió en inglés—: ¿Hablas
rumano?
—Oh, eso. —Hannah se sonrojó. Mihai amplió su sonrisa. Tendría
que decirle que era transparente como el más fino cristal. Le había gustado
oírlo hablar en otra lengua, su voz ronca sonaba distinta, más firme, más
áspera. El acento era exótico, la garganta vibraba más en el idioma rumano.
Le agradó gustarle; Hannah, con sus reacciones lo halagaba. Era un
coqueteo inocente, involuntario, y mil veces más efectivo. El cuerpo de
Mihai respondía con frecuencia a su cercanía. La deseaba, y las mentiras
del principio no surtían efecto en él. No se trataba de que ya no tenía
amantes ni de los meses de celibato. Se trataba de solo ella—. No hablo
rumano, pero hallé un libro que explicaba las lenguas romances y sus
gramáticas, por si nos ayudaba.
—¿Lo hace? Porque cualquier ayuda me es bienvenida. —Cogió la
pluma, leyó la oración, halló el verbo y marcó el núcleo de la misma.
Sujeto, predicado, modificadores, preposiciones… eran un gran dolor de
cabeza.
—Lo dudo. Ni yo lo entendí, pero piensa esto como una ventaja…
—¿Cuál?
—Hablas dos idiomas. No todos lo hacen.
—¿Tú, además del inglés, hablas alguno? —indagó.
—¿Mi pésimo francés cuenta? —bromeó—. Bonjour —dijo, en
marcado acento inglés.
Mihai solo tuvo atención para el movimiento de los labios de Hannah
y el candor de su voz. Regresó la atención al texto en cuestión.
—Sigo sin entender el fin de todo esto —comentó tras analizar otra
oración.
—En algún momento puede que necesites escribir un manual de
producción o bien, un ensayo sobre las calderas. Es fundamental que lo
hagas respetando las reglas del idioma escrito, el inglés coloquial es… —
dudó—, es muy flexible —finalizó.
—¿Insinúas que mi cockney es inapropiado?
—Digo que tendríamos que especificar que hablas tres idiomas:
rumano, inglés y cockney —bromeó, él rio—. ¿Acaso es inglés?, varios
meses viviendo en los barrios bajos y entiendo la mitad de las palabras.
—Ese es el punto. Gran parte del vocabulario surge de intentar que
Scotland Yard o algunos espías no comprendan lo que decimos.
Hannah asintió, pensaba en cuán listos eran los hombres y mujeres de
los bajos fondos. Una inteligencia forjada de la carencia y la injusticia. Se
puso de pie y deambuló por el despacho, se asomó por la ventana, observó
el sol brillar. Mihai, al ver que su maestra no le ponía atención, hizo lo que
cualquier alumno díscolo haría: dejar de hacer la tarea. La observó de
soslayo. Su nariz respingada, sus cabellos castaños en un moño flojo, su
figura femenina, menuda, iluminada por los rayos anaranjados del sol.
Mason le había dicho que nadie tenía un solo sombrero, ni un solo rostro.
Salvando el hecho de que a él le apetecía llenarla de sombreros, vestidos y
joyas, entendía el punto. La vida nos entrega lo que necesitamos en cada
momento, y él ya no necesitaba a la dama del sombrero morado. Ni siquiera
requería ahora de una maestra. No, precisaba otra de las versiones de
Hannah: a la mujer. La mujer hecha para un hombre como él.
¿Qué significaba que cada etapa de su existencia demandara una
versión Hannah?, ¿qué ella encerrara dentro una faceta a la medida de
Mihai? Y peor aún, o mejor, no estaba seguro, ¿qué implicaba que ella
siempre le entregara esa parte de su ser? Fue su rescatista cuando necesitó
una. Fue su ideal, cuando las esperanzas y los sueños eran lo único que
podía sacarlo de la pobreza. Era su maestra en el presente, cuando aprender
se convertía en el medio de progresar y, poco a poco, le entregaba otra
variante: la amistad.
En su cuerpo menudo, en su temple férreo, en sus ojos aguamarina y
en su sonrisa de hoyuelos, Hannah Renner poseía todo lo que Mihai
Vladislav precisaba en la vida. Podía no hablar muy bien el inglés, quizá su
vocabulario no fuera demasiado amplio, pero bien sabía qué palabra
englobaba el sentimiento.
—Estás distraído —le llamó la atención—, y has manchado el papel.
Lo había hecho. La punta de la pluma reposaba sobre el inicio de una
oración. Mihai carraspeó, buscó una excusa rápida para salir del aprieto. No
podía decirle lo que retumbaba en su mente: Hannah, creo que te amo, y eso
me hace un hombre jodido. Muy jodido. Porque no me resta mucho
corazón, y ¿qué quedará de él cuando te marches, cuando te lleves contigo
una porción más?, ¿se puede vivir sin corazón? Las dudas habían hecho un
nudo de horca en su garganta. Bajó la mirada al papel, Hannah utilizaba
textos técnicos, así disminuía la sensación de pérdida de tiempo que
siempre lo asolaba. Leyó la palabra rotor y se aferró a la tranquilidad que
significaba un terreno conocido para él.
—Rotor —dijo, con la voz estrangulada—, se escribe igual de atrás
hacia adelante. Igual que tu nombre. Hannah.
—Y mi apellido. Renner. Las palabras que se escriben igual al
derecho y al revés se denominan palíndromos.
—Palíndromos… —repitió Mihai—. Interesante.
—Mi madre eligió mi nombre —explicó Hannah, su rostro se tiñó de
nostalgia. Su vida hubiese sido muy distinta si su madre no hubiera muerto
tan joven. Tal vez no hubiese necesitado casarse con Matthew—. Al notar
que el apellido de mi padre era palíndromo, quiso ponerme un nombre que
también lo fuera.
—Interesante. —Hannah pensó que lo decía de compromiso—: Lo
digo en serio, es interesante. Mason piensa que hay una relación matemática
en la forma en que llamamos a las cosas o las personas. No somos
conscientes, pero capturamos su esencia con los sonidos. Según él, por eso
mamá y papá suenan similar en la mayoría de los idiomas. Hemos captado
la esencia de sus roles e importancia en los sonidos que hacemos para
llamarlos.
—Ahora soy yo quien dice interesante. ¿Y cuál crees que es la
esencia de un nombre palíndromo? —preguntó en tono bromista. Estaba
impresionada, pero era escéptica a las teorías del señor Green.
—Supongo que… —titubeó. Sin proponérselo, había hallado la
respuesta a sus dudas anteriores. ¿Por qué todas las versiones de Hannah
eran lo que él siempre necesitaba?, porque ella… ella… —eres siempre la
misma, así la vida te ponga de revés, eres siempre la misma. Así uses
sombrero morado o un traje de viuda; vivas en una gran casona o en los
bajos fondos; seas una esposa abnegada o una bribona que juega a los
naipes. Tu esencia es siempre la misma.
Y yo estoy enamorado de tu esencia. Y siempre te precisaré a ti y a
nadie más que a ti.
Hannah dio un paso atrás. Lo escrutó, leyó en sus ojos miel la verdad
de sus palabras y sintió terror. Porque si abría esa compuerta, sería
imposible cerrarla. Admitir sus sentimientos por Mihai sería la peor de sus
condenas, sería un lazo irrompible, más aún que el mismísimo matrimonio.
Porque, lo sabía, ni la muerte la libraría de él.
—Es la hora del té —dijo, y abandonó el despacho apresuradamente.
Mihai leyó la hora en el reloj de péndulo, las dos y media de la tarde. La
sonrisa en sus labios tuvo sabor a hiel.

Las risas de Tobiah y Eliza eran la mejor melodía de fondo. Hannah


sonreía. Estaba sentada en el banco de madera en la galería, con varios
libros entre sus manos y una libreta en la que tomaba notas. Mihai la
sorprendió por detrás, su aliento tibio y su aroma varonil la hicieron
estremecer.
—¿Qué es tan gracioso, señorita Renner? —Utilizaba los formalismos
a modo de broma.
Ella se volteó, sus rostros quedaron a escasos centímetros el uno del
otro. Mihai le hablaba desde atrás de la ventana abierta, inclinada sobre el
alféizar. Sus codos sobre el marco, su cuerpo extendido y relajado. Hannah
se mordió el labio, o el muy maldito se pondría a temblar deseoso de un
beso.
—Dudo que halle el chiste.
—¿Entonces? —observó los libros, leyó por sobre su hombro. Debió
inclinarse más hacia ella.
Eliza rompió el hechizo, corrió en su dirección. A Hannah le
enternecía que la niña demandara la atención de Mihai. Era la primera
figura paternal que tenía y la aprovechaba al máximo. Se decía que los
niños eran más apegados a las madres y las niñas, a los padres. No sabía si
había fundamento en ello, pero en cuanto Eliza demandó la atención del
señor Vladislav, Tobiah exigió la suya, parándose sobre el banco.
—Baja de ahí, Tobiah. —El niño hizo un mohín, ella le revolvió los
cabellos y lo serenó. El pequeño se pegó a su lado—. Son libros de leyes —
dijo en dirección a Mihai—. Estaba sintetizando los puntos que son
importantes para su reunión con el conde de Hereford.
—Oh, eso —dijo. Su voz sonó algo amarga.
Era la fecha límite. El evento con lord Benett, conde de Hereford, en
el que estaban invitados los accionistas de Great Western Railway, la mayor
empresa ferroviaria de Inglaterra, entre otros. Todo el tiempo con Hannah
se resumía a ese momento, a estar listo para las negociaciones y, ahora, lo
único que le apetecía era mandar todo al demonio y quedarse con ella.
—Sí, eso. Tendré que explicarte los pormenores, los suficientes como
para que los tengas presente si sale el tema a colación.
Eliza se montó en el marco de la ventana, con una pierna a cada lado
y Mihai la observó con una sonrisa.
—Creo que alguien tiene dotes de amazona. Le diremos a Mason que
saque de los establos uno de los caballos de tiraje para que te enseñe a
montar —propuso.
—No —dijo la niña, frunció el ceño de un modo adorable—. Tú
enséñame.
—¿Yo?, pero si soy un desastre cabalgando. Nunca tuve caballos de
niño.
—Pero ahora eres rico —agregó Tobiah—, así que no es necesario
aprender a cabalgar. —Tiró de la pierna de su hermana. Ella le lanzó una
patada.
—¡Yo quiero aprender a cabalgar! —se quejó la pequeña.
—¡Suficiente los dos! —Hannah puso orden.
Mihai alzó a Eliza, la acomodó en su cintura, y la señorita Renner
abrazó a Tobiah para mantenerlos distanciados. Sabía que en breve
olvidarían el altercado y regresarían a jugar. Los brazos del niño la rodearon
con fuerza, escondió su cabeza en el pecho. Pese a que siempre intentaba
parecer mayor, tenía necesidades de niño. Entre ellas, una madre. Hannah le
pasó los dedos por el cabello, Eliza estaba más interesada en coaccionar a
Mihai para que le enseñara a montar. Odessa, Harper y Mason se acercaron
con Lexi en brazos de la primera. La galería era el sitio preferido de todos
durante las horas de la tarde.
—Los niños tienen un instinto que, si no lo perderíamos con los años,
nos ahorraríamos muchos problemas —comentó Odessa.
Hannah la observó confundida, la mujer elevó las cejas en su típico
gesto sardónico.
—¿Instinto? —Observó a Tobiah entre sus brazos. Estaba tan alto.
Tan sano. Gracias a la buena alimentación y los cuidados, había ganado
peso y centímetros. Todos los niños lucían mejor.
—Sabe que le están robando tu atención —explicó, dejó que sus ojos
fueran hacia Mihai.
Esperó que el hombre desviara la mirada o simulara no haberla oído.
Sonrió conforme al ver que, por el contrario, hacía un gesto con las cejas y
la comisura izquierda de sus labios en clara proclamación: eso intento.
—¡Por favor! —Hannah se hizo la tonta, una cualidad entrenada en
los últimos días—. Tobiah tiene toda mi atención. —Le cogió el rostro entre
las manos, le pellizcó las mejillas y le besó la frente—. To-da-mi-a-ten-ción
—repitió. Lo achuchó con fuerza y lo despeinó todavía más, hasta que el
pequeño, divertido, empezó a rehuir—. No escapes, que no terminé
contigo.
Tobiah corrió al medio del jardín, Hannah fue tras él, alzando apenas
su falda negra. Jugaron a alcanzarse, hasta terminar sin aliento y entre risas.
Al regresar, su preciado banco de madera estaba ocupado por las dos
matronas y el rostro de Mihai se enmarcaba entre los femeninos. Mason se
encontraba posado en la columna, Lexi en el suelo con Eliza. Hannah y
Tobiah se les sumaron, posaron sus traseros los peldaños de la galería y
demandaron sus vasos de limonada.
—Volviendo a los negocios, señorita Renner —Mihai le guiñó el ojo,
no le decía Hannah frente a los demás, aunque todos sabían lo cercana que
era su amistad—, le agradeceré la síntesis de las leyes, pero no se preocupe
demasiado, porque he conseguido una invitación para usted también.
—¿Qué? —Hannah se puso de pie, el piso giró debajo de ella.
Levantarse de golpe, más las palabras de Mihai, hicieron que le bajara la
presión sanguínea.
—La reunión será al estilo inglés —explicó y dejó entrever lo que eso
significaba: pérdida de tiempo en protocolos y normas sociales—. Será una
cena, un baile reducido y, al fin, si se alinean los planetas, podremos hablar
de negocios.
—No puedo ir —dijo, con voz chillona. Odessa y Harper palparon su
pánico—. No puedo ir, lo siento. Le explicaré las leyes y… y todo saldrá
bien. Ya lo verá.
Nunca le había dicho a Mihai la verdad detrás de las deudas de
Matthew. Le había dejado creer que se trataba de un asunto normal. Un
tema de pagarés pendientes y posible prisión de deudores. Jamás le detalló
los pormenores. Que Matthew no se había suicidado, que la deuda no era
con personas de bien y que, en realidad, escapaban de matones más que de
la pobreza. Y ahora, había una razón de mayor peso. No le quería contar la
verdad porque él… él arruinaría sus negocios para socorrerla. Lo sabía,
podía leerlo en esa determinación que refulgía en sus ojos miel, en la
mandíbula tensa, en su temple resolutivo. Antes podría haber permitido su
ruina. Era ella o él. Las injusticias de la vida. Pero eso había cambiado,
¡demonios si había cambiado!, sus ojos se aguaron al observarlo. Se dio
vuelta, se alejó a paso ligero. Mihai hizo el ademán de seguirla, Odessa lo
detuvo antes de que atravesara la ventana de un salto.
—Yo me ocupo—dijo, se incorporó y fue tras su nuera.
La detuvo en medio del jardín. Ella volvió la vista a la escena familiar
en la galería y su pecho se sintió pesado. Oh, maldición, estaba enamorada.
Enamorada de Mihai Vladislav. Más aún, enamorada de algo que jamás
creyó poder amar: la vida y todas sus malditas oportunidades. Quería a esa
familia desigual reunida bajo el porche, a los niños revoltosos, al excéntrico
de Mason, a los comentarios inapropiados de Harper, y a todo Mihai.
Sintió cómo una soga imaginaria se enlazaba a su cuerpo, cómo ese
grupo tiraba y la rodeaba y… Su ansiada libertad se hacía añicos. Existía un
solo modo de quedarse con todo, y era a cambio de su independencia.
—Hannah —Odessa la obligó a mirarla—, Hannah no puedo calmar
todos tus miedos. Algunos tendrás que enfrentarlos sola. En especial los que
albergas por culpa de mi hijo.
—Odessa. —Hannah la abrazó—. Odessa, deja ya de culparte por
Matthew. Fuiste la mejor madre que pudo tener, por desgracia, también le
tocó el peor de los padres y… —La garganta le raspó ante la verdad que
expresaría, sus propios temores— y en este mundo, pesan más los hombres
que nosotras.
—Me dejaré de culpar cuando dejes de mostrarme las heridas que él
te provocó, mientras tanto, nos regodearemos las dos en los errores del
pasado.
—Yo…
—Oh, vamos. Temes que Mihai sea igual que Matthew, casi puedo
palpar tu terror. Pero hasta que tú no compruebes y te convenzas de que el
señor Vladislav es una especie completamente distinta, ninguna de las dos
superaremos nuestro pasado. —Le sonrió, le apartó un mechón de su
cabello en un gesto maternal—. Ya ves, mi intención es egoísta. Mi
felicidad está ligada a la tuya, y por eso estoy tan determinada a que
encuentres el camino. Ahora… lo otro.
—¿Lo otro?
—La fiesta de lord Bennet.
—Sabes que no puedo ir —dijo Hannah, pálida como la nieve.
—Sí puedes. Hannah… —Le cogió las manos entre las suyas—. En
estas semanas pasaron muchas cosas entre Mihai y tú, quizás eso te hizo
olvidar que aún necesitamos el dinero. Y, ya me he dado cuenta —agregó
censuradora— de que no le dirás la verdad respecto a nuestra situación.
—Ni se te ocurra decírselo tú.
—Por supuesto que no, pero si no solicitarás su ayuda, solo nos resta
conseguir el dinero de la maldita apuesta. Ve a la fiesta y haz a ese hombre
—Señaló con el índice a Mihai, quien observaba la escena, confundido—
un nuevo rico. Tú puedes, mira nada más todo lo que has logrado, ¿quién
mejor que tú? Y el señor Vladislav lo sabe, querida. Aprecia tu inteligencia,
tus aportes, tu compañía y… varias cosas más de ti —completó, sagaz.
Hannah ardió de vergüenza—. Oh, vamos, eso también lo diferencia de
otros hombres y lo sabes. Y a ti te gusta eso de él.
—Reconozco que es halagador. Eso no quita la posibilidad que en la
fiesta de lord Bennet me reconozcan y me vuelvan a colocar en el centro de
la tormenta de nuestros problemas.
—Sí, te reconocerán… los de nuestros antiguos círculos. Allí no
estará el prestamista de Matthew. Dudo mucho que tenga una invitación a la
fiesta de lord Bennet.
—Pero se puede enterar… un rumor por aquí, otro por allá.
—Tal vez, y para cuando se entere ya tendremos el dinero —dijo
Odessa, feliz—. No busques más excusas, ¿de acuerdo? —Le acarició el
mentón y se lo elevó con los dedos—. A ver cómo asientes… —Hannah
asintió con la cabeza—. Esa es mi niña; ahora que solucionamos este
asunto, puedes seguir aterrada por tu corazón.
—Prefiero los problemas mundanos.
—Todas lo hacemos. Pero también todas preferimos las satisfacciones
menos mundanas. Mayor riesgo, mayor ganancia, querida. —Se tocó la
sien. Hannah suspiró y su sonrisa regresó al rostro.
Capítulo 15

Era su regreso a la sociedad. Al círculo de personas que la vio nacer y


luego le dio la espalda. Regresar como asistente de un rumano advenedizo
daría que hablar. A Hannah no le importaba, los negocios y la supervivencia
estaban por encima del orgullo. Mantendría las formas, por supuesto,
porque no magullaría las oportunidades de un trato beneficioso.
Había invertido en su atuendo, ninguno de los que poseía era
apropiado para el evento en casa de lord Bennet. Optó por un traje negro,
pero en lugar de crespón, era de terciopelo. No contaba con ningún adorno.
Se trataba de una falda amplia, la cintura estrecha y el escote cuadrado. Las
mangas eran cortas y la espalda cubría hasta sus omóplatos. El vestido se
completaba con guantes blancos, el único detalle en otro tono. Su cabello
fue recogido por Odessa en un moño alto, algo flojo, que, para su sorpresa
la hacía ver aún más joven de lo que era.
—Eres muy joven para ser viuda —suspiró Odessa, al terminar con el
peinado.
—No soy la viuda más joven. —Se puso de pie, fue en busca de un
chal.
La noche era cálida, como lo era siempre el comienzo de temporada.
Durante el verano, cuando el agobio era insoportable, los negocios se
trasladaban a las casas de campo y a los juegos de críquet, dejando los
salones abarrotados para después.
Bajó las escaleras, sonrió a Tobiah y Eliza. Los niños estaban
ansiosos por ver los preparativos de un baile. Era algo con lo que solo
soñaban. La rodearon y tiraron de ella para captar su atención. Hannah les
sonrió, Harper no tardó en reprenderlos:
—Arruinarán todo el trabajo. —Se giró hacia Hannah—. Y a ti, te
sienta bien el negro. Una pena que solo sea un tono para viudas.
Casi nadie utilizaba colores oscuros si no guardaban luto. Harper
estaba en lo cierto, los trajes que no eran de crespón, en ese tono, favorecían
muchísimo.
Mihai no pudo estar más de acuerdo. La observaba desde el umbral
que separaba el vestíbulo del salón. Sus ojos la recorrieron. Arrancó
rubores en Hannah, rubores en cada porción de piel en la que se posó. O por
lo menos, eso fue lo que pudo constatar. Pues el ardor crecía bajo el vestido
también, se alojaba en zonas ocultas, prohibidas, a las que solo el señor
Vladislav parecía ser capaz de llegar.
—Estás hermosa —dijo, sin atisbo de vergüenza. Mason estuvo de
acuerdo.
—Hoy opacas a la venus inglesa —comentó, en alusión a Odessa.
La hizo reír. Al menos, ahora compartía el sonrojo con su suegra y no
era la única en ser escrutada. Pero compartir el bochorno no lo hizo mejor.
Mihai seguía con la vista en ella. La devoraba. Nunca antes le pareció más
leonino que en ese momento. Con su cabello oro viejo peinado hacia atrás,
la barba prolija, recortada. Los ojos dorados brillando de deseo, de codicia.
La boca sensual en una media sonrisa. La fortaleza de su cuerpo apresada
en un frac.
Terminó de bajar los últimos peldaños. Acarició las cabezas de Tobiah
y Eliza, y se volvió hacia Mihai.
—¿Todo listo?
—Solo restan algunos asuntos. Acompáñeme, señorita Renner.
Le ofreció su brazo, flexionado en un ángulo de setenta grados, tal y
como ella le había enseñado. Los dedos femeninos se aferraron a los
músculos masculinos. Se miraron. Las cabezas tan cerca, él observándola
desde arriba, ella, desde abajo. La distancia insalvable de sus bocas…
La condujo hacia el salón, cerró la puerta tras él. Hannah lo miró con
desconcierto.
—Debemos hablar de negocios.
—Sabes que están con las orejas sobre la puerta, ¿verdad?
—En ese caso… —Soltó el agarre, se acercó a ella, bajó su cabeza y
Hannah pensó que la besaría. Y ella supo que respondería a ese beso. Mihai
la vaciló con una sonrisa, y la muchacha le correspondió con otra,
avergonzada. La boca del hombre viajó hasta su oído—, tendremos que
hablar en susurros —le dijo muy cerca de su lóbulo. La piel se le erizó, se
mordió los labios para no dejar ir un suspiro. Y debió hacerlo de nuevo
cuando se separaron.
—¿De qué tenemos que hablar?, ¿no estarás nervioso, verdad?
—Sí, lo estoy. —Rio—. Pero no por lo que tú crees.
—¿Qué crees que creo? —bromeó ella.
La mirada de Mihai la carbonizó en su sitio. La piel de Hannah se
veía más blanquecina en contraste con el negro, sus ojos aguamarina
resaltaban en su rostro de mejillas sonrojadas y espesas pestañas. El deseo
ardió en el cuerpo de Vladislav, sabía lo que quería. A quién quería. Y sus
nervios nacían de allí.
—Tenemos que hablar de negocios —reiteró.
La decepción en Hannah fue notoria. Vladislav anheló besarla en ese
mismo instante, prometerle que sería la última vez que hablarían de
negocios. Ese era su plan, sacarse de encima el asunto, para pasar a lo
importante: los sentimientos.
Mason se lo había hecho ver, él estaba en una situación ventajosa con
la señorita Renner. No importaba si se sentía inferior, indigno, inapropiado
siquiera para besar el suelo en que ella caminaba… los hechos mostraban
que estaba en ventaja. Solo sorteando esa diferencia podrían abordar
asuntos del corazón.
—¿Algo en especial que desees que haga esta noche? —cuestionó
Hannah.
—No. Me refiero a nuestro trato.
Mihai fue hacia el hogar. Sobre el mismo, reposaba una caja de metal
con la llave puesta. La abrió y extrajo parte de su contenido. Observó el
restante, sonrió vacilante.
—Mihai…
—Tú has cumplido tu parte, es la fecha acordada, aquí está el dinero
que te debo y el documento de cesión de los bonos. —Extendió ambos
hacia ella.
Hannah no los cogió, no podía reaccionar.
—Aún no has ganado la licitación.
—No, pero tú has cumplido, ganar la licitación es mi responsabilidad
y tú no debes estar sujeta al resultado. Anda —insistió—, cógelo.
—Si no obtienes la licitación, no podrás reinvertir este dinero. La
planeación realizada en estos meses se irá al garete.
—Riesgos que contemplé en nuestro trato… —Mihai se acercó, le
tomó las manos y colocó sobre ellas el vale al portador. Un simple papel
que decía que cientos de libras que estaban en las cuentas bancarias del
señor Vladislav le pertenecían a cualquier persona que presentase ese
comprobante. Bastaba entregárselo al prestamista, sin riesgos de acarrear
libras, de contabilizarlas, de ser asaltada. Su libertad estaba en las manos,
en esas que eran rodeadas por dos más fuertes, tibias y masculinas. Las del
hombre que se había apoderado de su corazón—. Esta noche, pase lo que
pase, tú serás libre… —le dijo.
En su mente, agregó: libre para elegirme. No la forzaría. No utilizaría
la coacción. No deseaba que su relación fuese ensuciada con algo tan
mundano como el dinero o la dependencia económica. ¡Elígeme!, quiso
rogar. Posar su rodilla en el suelo y suplicar. Elígeme a mí por sobre todos
los caballeros que te pretenderán esta noche al verte tan bella. Elígeme aún
pierda en los negocios y regrese siendo el mismo advenedizo con sueños
enormes y magra educación. Elígeme porque no aspiro más a ser rico, sino
a ser digno de ti.
Calló, se lo diría luego, esa misma noche, sin importar el resultado del
baile. Hannah guardó el vale en su bolso. Apenas fue capaz de elevar la
vista. Era imposible ocultar el dolor en sus ojos. Era el fin, nada más la
ligaba a él. Eres libre, decía Mihai, y a ella, que siempre ansió la libertad,
ahora le sabía a poco. Viajar ligera ya no se sentía tan bien.
—Gracias por cumplir tu parte del trato —respondió con voz
estrangulada—. Gracias por probarme que eres confiable. Es uno de tus
atributos más valiosos.
—Muero por preguntar cuáles otros atributos consideras de valor en
mí.
Hannah tragó saliva. Consiguió dibujar una sonrisa.
—Ser tan buen alumno —enumeró—, veo que lo de no ser humilde
en los negocios lo has aprendido.
—Me lo reservo para la conquista —aludió a la vieja charla—. Ahora,
lo segundo. —Regresó a la caja de metal y extrajo otra, de terciopelo azul.
En el fondo, oculta, había una más, mucho más chica, aguardando a por
ellos.
—¿De qué se trata?
Mihai abrió el estuche, reveló un hermoso collar de perlas. Era largo,
estaba enrollado en tres dentro del satén de la cajita. Podía anudarse,
enroscarse o bien dejar caer.
—Mihai… —el tono de Hannah era de advertencia—. No puedo
aceptar una joya de tu parte, lo sabes. Eres… tú… yo… —balbuceó.
—Sabía que dirías eso. —Sonrió con picardía. Cogió el collar y lo
extendió. Se acercó a Hannah y lo pasó por su cabeza. Las frías perlas sobre
la piel la hicieron estremecer—. Considéralo un préstamo, solo por esta
noche.
—No lo sé —dudó.
—Compláceme… —pidió él en un murmullo ronco.
Hannah se derritió como un bombón de chocolate en una boca tibia.
No encontró las palabras, renunció a seguir discutiendo. Se observó en el
reflejo del cristal de la ventana. Detrás de ella, los ojos de Mihai la
devoraban. Decidió hacer un nudo en las perlas, tal y como había visto
llevar a otras damas, pero en lugar de dejar caer el peso hacia adelante, lo
rodó hacia atrás. En su cuello lucía como una gargantilla, y en su espalda
caía hasta el nacimiento de sus caderas. Allí posó la mirada ardiente Mihai.
—Joder… —masculló el hombre.
Hannah solo oyó el murmullo entre dientes.
—¿No te agrada? —Atinó a colocarlo hacia adelante, él le rodeó los
dedos con los suyos, la detuvo.
—Estás perfecta. Demasiado perfecta.
—Demasiado perfecta es una redundancia —lo corrigió, con una
sonrisa tímida.
Él la rodeó por la cintura, la acercó a él. ¡Al demonio los planes!, la
besaría. Estaba hambriento de ella. Un golpe lo detuvo. Mason carraspeó
desde la puerta semiabierta.
—El coche está aquí.
Hannah aprovechó la distracción para reconstruirse. Juntó cada
fragmento de ella, como si fuesen las perlas de ese collar, y las cosió una a
la otra hasta parecer entera. Una falsa estrategia que le permitiría continuar
con su vida. Aunque sin Mihai, ella no volvería a estar completa jamás.

El recibimiento en el baile de lord Bennet fue tal y como Hannah había


esperado. Las miradas se posaron en ellos, los murmullos los siguieron en
un coro. Mihai la había presentado como su asistente y había halagado sus
dotes para los negocios. Incluso bromeó:
—Si hoy soy apenas civilizado, se lo debo a la señora Cooper. —Casi
se atraganta por llamarla por su nombre de casada.
Ella le hizo un guiño, antes de percatarse de que nadie los observaba.
Su comentario cayó bien entre los presentes, en esa ocasión, no se
encontraban solo nobles y familias bien relacionadas de Inglaterra. Entre los
invitados había americanos, tan advenedizos como el mismo señor
Vladislav. Los modos de los americanos eran aún más directos, y su
acento… Hannah sonrió, su acento estaba haciendo llorar a las damas. A
ella le agradaba.
Lo mejor de aquellos hombres de negocio era que no la conocían. Los
demás hacían un repaso de su historia entre susurros mal disimulados.
Ha quedado viuda tan joven…
Se casó por debajo de su estatus. Siendo la hija de un barón, contraer
nupcias con un simple Sir…
Pero es que estaba desesperada… Imagina, quedarse sola…
Ahora está más desesperada, trabajando con ese gitano…
Hombre horrible, ¡obligarla a trabajar! No hay que permitir que
estos advenedizos rompan los verdaderos valores. ¿Qué pretenden?, que las
damas dejemos el cuidado de los niños para trabajar en las fábricas…
Hannah apretó los dientes. Su sonrisa pareció la de un tiburón. Lo que
criticaban de Mihai era lo que ella admiraba. Poder contratar a una mujer
por sus capacidades y no por su sexo. Verla como a un igual, incluso
admitir que existían áreas en las que ella lo superaba. Por fuera de ello, se
preguntaba, ¿qué esperaban esas mujeres que sucediera con quienes estaban
en su situación?, ¿que nadie las contratara, que murieran de hambre?
Los convocaron al salón comedor. Mihai no cometió errores, tampoco
se burló de los americanos que sí lo hicieron. El orden de los títulos, las
posiciones en la mesa, la distribución de los cubiertos. Hannah y Mihai
quedaron enfrentados y apenas en diagonal, como dos peones en el tablero
de ajedrez, listos para comerse el uno al otro. Se miraron disimuladamente,
sonrieron en un gesto contenido y se dieron a la conversación.
Al principio fue una charla amena, superficial. Hannah casi se quiebra
en una carcajada al oír a Mihai:
—El clima es agotador en Londres, con tanto smog. Cuando los
negocios no me reclaman, prefiero pasar mis días a las afueras, donde el sol
brilla más.
Una mujer estuvo encantada de su comentario. Después pareció
recordar con quién hablaba y compuso un gesto serio. Por favor, quiso
decirle Hannah, si se te nota en el rostro que te resulta más apetecible que el
plato delante de ti. En lugar de celos, se divirtió. Todas esas mujeres,
perdiéndose la compañía de hombres como Mihai, porque aún buscaban un
caballero. Ella no necesitaba un caballero.
La presencia variada de invitados dio por tierra las intenciones de
lady Bennet, condesa de Hereford. Pronto se comenzó a hablar de negocios
en la mesa, entre el soufflé de chocolate y los frutos secos caramelizados.
—El margen de ganancias de los ferrocarriles cae mes a mes. Sube el
valor del hierro, sube el valor de la mano de obra, y los gobiernos insisten
en acrecentar las restricciones. —Quien habló fue ni más ni menos que el
vizconde de Falmouth. La mala intención del hombre fue evidente.
Los ojos de los presentes fueron directos a Mihai. Hannah se sonrojó,
bebió un sorbo de su copa e intentó no ahogarse. ¡Maldita sociedad!, todos
sabían de la antigua relación con la vizcondesa.
—Estamos en tiempos cambiantes —respondió Mihai, ya que parecía
que nadie más lo haría—. Esperar que la economía sea como lo fue por
siglos, durante el más profundo feudalismo, es algo ingenuo. Además,
claro, de poco redituable.
—Ganábamos más.
—Progresábamos menos. Y, déjeme decirle, ganaban unos pocos. —
Miró de soslayo a Hannah. Ella escondió la sonrisa, hizo un ademán con los
dedos, como si fuera una paloma con dos pulgares y dos índices. Mihai casi
carcajea, pero entendió la seña: Libertad—. El libre mercado —dijo
entonces— se nutre de una sana competencia. Mientras más seamos
produciendo, más creceremos, en todos los estratos sociales. —Largó el aire
sin emitir sonido. Estaba algo nervioso, la sonrisa de Hannah lo animó.
—El problema, señor Vladislav —insistió el vizconde. A Hannah
empezaba a caerle muy mal, buscó con la mirada a la vizcondesa. La mujer
la observaba a su vez. Entre ellas no había recelo, sino simple
entendimiento. Yo lo usé para escapar, parecían decir los ojos de ella. Y yo
lo amo de verdad, confesaban los de Hannah. Las miradas se convirtieron
en un pacto de no intervenir una en la vida de la otra. Lo mejor que podían
hacer para sobrevivir en ese mundo de hombres era ser aliadas y no
enemigas—, es que algunos de los advenedizos parecen más ocupados en
mejorar las condiciones de los de abajo que en el constante progreso hacia
adelante.
La temperatura corporal de Mihai aumentó un par de grados por la
ira. Sintió un pie por debajo de la mesa, era Hannah. En esa ocasión, no
disimuló su mirada. La buscó antes de hablar y todos fueron testigos del
intercambio entre ambos. La señorita Renner impostó una voz profesional y
distante, y se dirigió a su jefe. Él le sonrió al saber cuánto le costaba la farsa
y su enojo disminuyó un grado. Tan solo uno. Todavía era una caldera a
punto de explotar.
—El decreto Ten Hours, señor Vladislav… —dijo ella.
La vizcondesa, al ver que se le permitía hablar a otra dama, tomó la
palabra.
—Podría explicarme cuál es ese decreto —pidió a Hannah.
La condesa de Hereford emitió un quejido ahogado. Mihai la alentó
elevando las cejas, y el toque por debajo de la mesa se convirtió en una
patada en su tibia. Todas sus lecciones de decoro se habían ido al demonio.
—Quizá… —La señorita Renner buscó un cómplice, no lo halló—.
Bueno, verá, milady. Hasta el año 1833, niños y mujeres trabajaban en las
fábricas y en las minas las mismas jornadas que los hombres.
—¡Oh, por Dios! —se horrorizó la dama—. Imagino que ya no
sucede, ¿verdad?
—Siguen trabajando en las fábricas y en las minas. El decreto
determina que no lo pueden hacer los menores de diez años, y que tanto las
mujeres como los niños no pueden cumplir jornadas de más de diez horas.
Por eso se llama el decreto Ten Hours.
—Y por eso no debemos hablar de estos asuntos frente a las damas —
intervino el vizconde, al ver el pavor en el rostro de su esposa. Más que eso,
la vizcondesa estaba por increparlo en mitad de la cena al grito de:
¿Empleas niños, monstruo horripilante?—. Los niños están mejor en las
fábricas que en las calles, donde roban y están a merced de otros riesgos.
Aunque no estoy tan de acuerdo con el empleo de las mujeres, luego estas
creen que pueden hablar de negocios como un hombre.
—Siempre temiendo la libre competencia, milord —intervino Mihai.
La condesa se abanicó, hacía señas a los sirvientes indicando que
retiraran los platos, a hacer cualquier cosa que cortara la conversación. La
vizcondesa se deleitaba, Hannah quería que la tierra la tragara y el muy
maldito de Mihai lo estaba gozando.
—En ese caso, señor Vladislav —tomó la palabra un americano de
bigote tupido y acento sureño—, cómo se asegura usted la ganancia y el
precio competitivo.
—Verá, señor Sheep, como el cambio es inevitable, debo adelantarme
en dos asuntos para mi permanencia competitiva en el mercado. —Hannah
contuvo el deseo de aplaudir, esas eran muchas palabras introductorias sin ir
al grano. Sin dudas, había mejorado en el arte de la conversación vacua—.
Una de ellas es la calidad. Mis calderas no son las más económicas del
mercado, pero sí las mejores. Puedo bajar el precio si las llevo a la
fabricación a gran escala, pero jamás serán tan baratas como las actuales.
Mi competencia se basa en la inversión a largo plazo. Son más seguras, lo
que evita accidentes y pérdida de hombres y materiales, y son más
duraderas. Dígame, señor Sheep, ¿cuántos retrasos y cortes ha sufrido este
año por fallos en las calderas?, ¿y cuál fue el coste total de esas pérdidas?
No solo humanas y materiales, sino también de planificación y distribución.
¿Cuánto ha pagado de seguros a los fabricantes que no han podido entregar
sus productos a tiempo? —El americano asintió. Sí, pagar las calderas de
Vladislav era una inversión inicial más elevada, pero prometía disminuir las
pérdidas a largo plazo.
—Más hemos perdido por las huelgas —insistió el Vizconde.
El americano bufó, el lord empezaba a caerle tan mal como a los
demás presentes.
—Eso también está contemplado en mi nómina. El decreto Ten Hours
fue aplicado a los hombres, y estoy en tratativas de reducir la jornada a
ocho horas. Y, por supuesto, no contrato niños. Y fíjese usted, milord, no he
sufrido ni una sola huelga…
—Porque contrata a sus amigos —remarcó con saña—. Los
americanos quizá no lo sepan, pero nuestro señor Vladislav era un
empleado ferroviario antes de ser un completo hombre de negocios.
—Por eso entiendo lo que los trabajadores demandan. Y créame,
milord, por lo pronto piden derechos y justicia. Tiemble el día que pidan
venganza…
La condesa, al ver que su cena iba a terminar en una lucha de
cuchillos de postre, decidió fingir un vahído. Los caballeros dejaron la
conversación, socorrieron a la dama, y sus congéneres la acompañaron en
carabina al salón, donde le dieron sales y la abanicaron. El señor Sheep se
aproximó a Vladislav:
—Hablaremos con puro y coñac en mano, me interesan sus calderas.
Pero necesito un plan de negocios, el precio de su manufactura es aún muy
elevado.
—Lo será menos a gran escala, señor Sheep.
—Y nos aseguraremos de eso. —Le estrechó la mano.
El conde de Hereford se le pegó como sanguijuela. Si el americano
haría negocios con el rumano, él estaría en el medio sacando su porción. El
único que había perdido esa noche era el vizconde de Falmouth.

El baile inició para los más jóvenes. Hannah, al ser una matrona, se
encontraba en un rincón, con una copa de ponche en mano y la mirada de
águila puesta en el decoro de las jovencitas. Apenas recordaba su
presentación en sociedad, la inocente alegría ante la invitación de un joven
de buena familia. Los hombres estaban en el salón de caballeros, fumando
puro, bebiendo coñac y pactando negocios. Hannah no podía entrar, su
osadía tenía un límite.
La cena, en términos protocolares, fue un desastre. Todavía portaba
una sonrisa incómoda en los labios, y por qué no admitirlo, divertida. El
vahído de la condesa merecía ovaciones. La mujer le caía bien y, para su
sorpresa, la vizcondesa también. Alguien le había susurrado el nuevo rumor,
su acompañante de temporada era un cantante de ópera, cuya voz hacía a
las mujeres tocar el cielo. ¿Solo su voz?, comentó otra, y rompieron en
risas. A Hannah le resultaba difícil no sumarse a ellas, disfrutar de sus
conversaciones banales. No podía evitar recordar que en breve regresaría a
los bajos fondos y que su vida acomodada era cosa del pasado. Pasó de ser
señorita a señora pobre, a viuda aún más pobre. Los cotilleos picantes, las
reuniones de damas, se hallaban a millas de ella.
—¿Un baile, señora Cooper?
Hannah se volteó hacia la desconocida voz masculina. Le brindó una
de sus cordiales sonrisas y negó con la cabeza.
—Lo siento, no bailo. —Se señaló el atuendo como respuesta. Aún
soy una viuda—. Y, por cierto, no hemos sido presentados. —Buscó por
encima del hombro masculino a la condesa, con el fin de conseguir una
presentación formal.
—No es necesaria una presentación entre nosotros, señora Cooper. Sé
todo sobre usted, excepto dónde se ha escondido todos estos meses.
—¿Disculpe? —Los colores abandonaron el rostro de Hannah.
—No, señora Cooper, no la disculpo. No se me conoce por ser
magnánimo. —Extendió su mano—. Soy Sir Ellis Patel, pero usted me
conoce como su acreedor.
Hannah por poco se desmaya, él la sostuvo en un ademán disimulado.
Nadie a su alrededor les prestaba atención, al fin de cuentas, eran una viuda
recatada y un renombrado Sir.
—Señor Patel, casi tengo el total de su dinero —balbuceó. Le costaba
hablar.
—Casi el total no es suficiente. Pero eso no me preocupa, veo que
ahora se rodea de personas con mejor patrimonio que su difunto esposo. —
Los ojos del prestamista fueron hacia la puerta del salón de caballeros. En
ese instante se abrió, la figura de Mihai se recortó tras el umbral, en
compañía del señor Sheep.
El miedo de Hannah se disipó al instante, o quizá fue reemplazado
por un temor mayor, más visceral. El pánico ante la idea de que Sir Patel
pusiera sus sucias manos encima del señor Vladislav.
—No se atreva —siseó entre dientes apretados. Los ojos aguamarina
destellaron odio hacia el señor Patel.
—¿O qué?
—O saldrá perdiendo usted. —Hannah abrió su bolso, extrajo el vale
bancario que Mihai le había entregado esa misma tarde. Patel intentó
hacerse con él, Hannah lo alejó justo a tiempo y lo regresó al bolso—. No
soy tan estúpida, se lo daré cuando firme el libre de deuda.
—Creo que sí es estúpida, o debo recordarle cuán fuertes son mis
hombres…
—No es necesario, lo tengo bien presente, y por eso los mantendrá
bien lejos de Mihai.
—¿Así que Mihai? —El hombre dibujó una sonrisa lobuna. El deseo
de patearle los testículos hizo temblar cada rincón del cuerpo de Hannah.
—El señor Vladislav. Usted se mantendrá alejado de él, y yo le pagaré
todo lo reunido hasta el momento. Este vale, y varias libras más. Solo le
adeudaré cincuenta libras, que negociaremos en un nuevo plazo.
—¿Se piensa que tiene derecho a negociar?
—¿Puso atención a la conversación en la cena? —preguntó ella, el
valor le nacía del miedo a que Mihai corriera la suerte de Matthew. No
soportaría la idea.
—Muy interesante…
—Y muy educativa. Un obrero enojado es un obrero despedido.
Muchos obreros enojados son una huelga. Todos los obreros enojados, una
revolución.
—¿A qué quiere llegar? —gruñó el hombre.
—A que, si me mata por el total de mi deuda, los demás deudores se
asustarán. Si me mata por cincuenta mugrosas libras, los demás deudores
sabrán que usted es un demente, cruel, y se volverán hacia usted.
—Nadie tiene que saber el monto por el que la mato…
—Oh, eso. —Elevó su copa, contuvo el temblor de su mano e hizo el
intento de resonar una cuchara sobre el cristal para llamar la atención de los
presentes. El señor Patel la detuvo antes de que nadie lo notara—. Hombres
como usted pueden acallar la conciencia, pero todos somos presos de la
reputación, ¿verdad? Nadie aquí sabe quién es usted en realidad, nadie sabe
que sus negocios nada tienen que ver con inversiones inteligentes, me
pregunto cuántas puertas se le cerrarán si se enteran.
—Sabe que está jugando con fuego —amenazó.
—Usted ha presionado demasiado, señor Patel. Ese fue su error. Me
ha amenazado con la muerte y las de mis seres queridos, ¿qué resta
después?, ¿con qué más puede amenazarme?, ¿dolor, hambre? —Dejó ir
una risa amarga—. Estoy lo suficientemente desesperada como para solo
pensar en cuántos arrastro conmigo a la desgracia. Ha oído al señor
Vladislav, de momento, pido derechos y justicia, tema cuando pida
venganza… —Al ver que Pavel la observaba en silencio, continuó—: Le
pagaré lo que tengo, negociaremos un nuevo plazo para las cincuenta libras
restantes. Usted se queda con el dinero, yo con la libertad, y todos felices.
Si me mata, no tendrá el dinero; si mata a alguno de los míos, no tendrá el
dinero; si no acepta el trato… no tendrá el dinero. ¿Qué prefiere, un cuerpo
más flotando en el Támesis o miles de libras en su bolsillo?
—Mañana sin demora me pagará lo que tiene —accedió Pavel.
—Búsqueme en mi casa de Londres… En Mile End, allí me estuve
escondiendo.
—Si huye, sabré dónde encontrarla. —Hizo un ademán hacia Mihai.
—Esa es su prueba de que no huiré.
Se alejó de él y fue al encuentro de Mihai. No era correcto que una
viuda danzara, pero no le importó. Ella no era una dama y él no era un
caballero. Eran hombre y mujer.
La mano de Mihai le entibió la espalda. La suya se aferró a su hombro
y deseó permanecer así por siempre. Su madero en altamar. Las miradas
fijas, las promesas mudas y el anhelo irrefrenable de un beso que nunca
tendría lugar. Una última noche, de cuentos de hadas, antes de que su
carruaje volviera a ser calabaza.
Capítulo 16

Conversaron sobre negocios durante el primer tramo del trayecto. El pacto


con el señor Sheep era seguro y traía aparejado nuevos acuerdos con el
conde de Hereford. Las calderas de Vladislav reemplazarían de a poco las
de todos los trenes ingleses y americanos. Podían saborear la fortuna
venidera.
La sonrisa de Mihai competía con el brillo de la luna. Sus ojos se
veían negros en la oscuridad del carruaje, con las pupilas dilatadas. Hannah
lo miraba con detenimiento, quería guardar la imagen del hombre para
cuando solo fuera un recuerdo con el que atormentarse. Las facciones duras,
los pómulos altos, los labios rosados ocultos por la prolija barba, el cabello
con matices dorados.
El viaje era largo hasta la casa en las afueras de Londres. Tras salir de
las calles de la ciudad, el recorrido se hizo monótono y tranquilo. Hannah
cerró los ojos, simuló dormir. Pensaba en Mihai, en el baile en sus brazos y
en las consecuencias del encuentro con Sir Ellis Patel. La soga estaba en su
cuello, cualquier movimiento en falso y terminaría ahorcada.
Todo cobraba sentido. El poder del prestamista, la impunidad de sus
crímenes… Detrás de los matones de los bajos fondos, de las salas de juego
hediondas y los actos de violencia, se escondía un hombre de poder. ¡Debió
suponerlo!, pero no se culparía por el error, estaba inmersa en ese mundo,
en el que le había hecho creer en los códigos de caballero y en la vileza de
los menos afortunados. El destino se había encargado de aleccionarla mejor
que nadie. Mihai Vladislav era más noble que todos los hombres de sangre
azul que hubiese conocido hasta entonces. Ellis Patel ostentaba el
nombramiento de Sir, un hombre de la reina, y se aprovechaba de los
humildes y desesperados con la impunidad propia de los poderosos.
Ella tenía un as, solo uno. Tenía en sus manos la reputación del
hombre. Se encargaría de hacerlo caer si tocaba a uno de los suyos. Por
desgracia, la carta podía jugarla una única vez. Después estarían en
igualdad de condiciones los dos. Ni Hannah ni Ellis tendrían más que
perder, y no habría lugar para negociados. Sería matar o morir. A ella le
tocaría morir.
Mantuvo los ojos cerrados, fingiendo dormir. Le costó hacerlo. Los
dedos masculinos le hicieron a un lado un mechón de cabello que había
escapado de su moño. Oyó el roce de telas, supo que se estaba quitando la
chaqueta y el anhelo de abrir los párpados y espiar la estremeció. Agradeció
su fortaleza, porque a los pocos segundos, la chaqueta le cubría el cuerpo.
Tenía el calor de Mihai y su aroma sobre ella, abrazándola.
Los cascos de los caballos disminuyeron su traqueteo hasta detenerse
por completo. Recién ahí, Hannah abrió los ojos. Lo primero que vio fue la
tierna sonrisa de Mihai. Un gesto dulce. Sus ojos se anegaron, disimuló las
lágrimas con un bostezo.
—Señorita Renner… —Bajó del coche y le extendió las manos. Ella
atinó a quitarse la chaqueta, pero él la rodeó aún más con ella—. Cogerá
frío —le dijo.
—No imaginé que regresaríamos tan tarde. —Otro bostezo. Él asintió.
—Fue una noche provechosa. Aunque me siento en racha, y todo me
impele a seguir jugando… —comentó con fuerte intención. Hannah supo a
qué se refería: a ellos. El deseo del señor Vladislav de dar un paso adelante
en su relación era casi físico—, dejaré algunas fichas para mañana.
Hannah sonrió ocultando los dientes; Mihai vaciló ante el gesto. El
muy maldito la conocía demasiado bien, tendría que ser mejor actriz si
deseaba salvarlo.
—No me gustan las alusiones a los juegos, por obvias razones —
bromeó ella.
—Lo entiendo, sin embargo, alguien me dijo unos meses atrás que, en
ciertos asuntos, todos somos jugadores. Apostadores ciegos.
Aguardó a que Hannah le preguntara por su críptica declaración. No
lo hizo, había adivinado el significado. Sí, Mihai, quiso decirle, y a mí me
resta una sola ficha por apostar. Bostezó una vez más, al tiempo que
ingresaba al vestíbulo. El silencio era abrumador. Mihai le había dejado en
claro a Greg que, sin importar cuán entrenado estuviera en la nobleza, no
los esperara despierto. Era una orden.
—Buenas noches, Mihai. —Lo saludó en el descanso de la escalera.
Cada uno tomaría caminos opuestos.
—Hasta mañana —prefirió saludar él, con el dejo de promesa en sus
palabras.
Hannah avanzó por el corredor, envuelta en el abrigo de Mihai. Una
vez en su alcoba cerró la puerta, apoyó la espalda en la madera y se dejó
caer, deslizándose, hasta llegar al piso. Se abrazó las rodillas envueltas en
terciopelo y escondió el rostro entre los pliegues del vestido. Lloró por
varios minutos.
Los espasmos cesaron, dejaron tras de sí un reguero de lágrimas
saladas. Hannah agudizó el oído, se aseguró de que no se sentía ni un solo
paso y se incorporó de golpe. Se quitó la chaqueta de Mihai, hizo lo mismo
con el collar de perlas. Acomodó ambos sobre el colchón. Un recuerdo de
ella, una alusión a la parte de sí que dejaría atrás. Abrió la puerta y fue a la
habitación de Odessa. Entró sin golpear. Lexi dormía en una cuna junto a la
cabecera de la cama.
—Odessa, despierta, tenemos que marcharnos.
La mujer tardó en abrir los ojos, y le llevó varios minutos más
entender que su nuera la sacudía.
—¿Qué sucede?
—Debemos irnos, ya.
Una vez se percató de que había entendido, fue a por Harper. La
despertó del mismo modo y le ordenó que fuera a por los niños. Regresó a
la habitación de Odessa, a ayudarla a empacar las pocas pertenencias.
—No lo entiendo, ¿por qué debemos huir?, ¿por qué el apuro?
Hannah la abrazó. Más por necesidad propia que por brindar un
consuelo.
—El acreedor me reconoció. No es de los bajos fondos, como
pensamos. Es un Sir. Sir Ellis Patel.
Vio a Odessa devanarse los sesos tratando de ubicar al hombre entre
sus conocidos del pasado.
—¿Sir Ellis Patel? Pero si ese hombre no tiene un penique.
—No los tenía. Le hace creer a la sociedad que es un hombre hábil
con los negocios, mientras esconde el motivo de su fortuna. Y… —Se
detuvo, doblando algunos de los paños que utilizaban para absorber el orín
de Lexi— lo amenacé con delatarlo si no nos daba más tiempo.
—¡¿Has hecho qué? Hannah, detente —ordenó Odessa.
—No podemos perder tiempo —insistió.
—Hannah, ve a hablar de inmediato con el señor Vladislav. Él nos
podrá prestar el dinero faltante y…
—¡No! —la detuvo—. No se te ocurra hablar con Mihai, o te juro,
Odessa, por todo el cariño que te profeso, que no te dirigiré más la palabra
en mi vida.
—Hannah, por Dios. —La señorita Renner se volvió hacia su suegra.
La mujer pudo ver el pavor en su mirada.
—Me ha amenazado con él, Odessa. —No pudo contener las lágrimas
—. Sabe que Mihai puede pagar, y pretende recurrir a él en última instancia.
Yo… Yo no lo puedo permitir. No puede llegar a él. ¡Oh! —Las piernas se
le doblaron, debió tomar asiento en la cama.
—Cariño… —Las manos de Odessa le barrieron las lágrimas.
—Lo que le sucedió a Matthew fue injusto, lo que nos sucedió a
nosotras fue injusto. Pero fueron las consecuencias de nuestros actos. Mihai
es inocente. No puedo… —Se le cortó la respiración—. No puedo pensar
en él… en el Támesis… un falso suicidio…
Odessa no vaciló, soltó las cintas del corsé en rápidos movimientos o
su nuera se desmayaría por la falta de aire.
—Bien. ¿Qué has acordado entonces?
—Que me encuentre en Londres, le pagaremos lo ahorrado hasta el
momento más el vale que me ha dado Mihai esta noche. Solo adeudaremos
cincuenta libras, que conseguiremos de otro modo.
—Sigo pensando que debes hablar con él —insistió Odessa—.
Explícale la situación. —Detuvo la réplica de Hannah alzando la mano—.
No importa si le pides las cincuenta libras o no, él irá tras de ti en cuanto te
hayas ido.
Las palabras de Odessa no fueron consuelo. El dolor de Hannah se
hizo carne, ahogó un grito desgarrador.
—No lo hará. No vendrá tras de mí. —Volvió a abrazarla, a sostenerse
en la mujer. Eran más que suegra y nuera; eran amigas. Eran hermanas del
dolor y las vivencias.
—¿Por qué estás tan segura?
—Porque lo amo, y él a mí —confesó, con la voz ahogada—. Porque
lo amo con locura y ceguera. Y él es tan idiota de quererme del mismo
modo.
—Hannah… —Le acunó el rostro entre sus palmas—. Con más
razón, no te dejará ir.
—Pensará que lo abandono luego del pago —dijo—, pensará que
todo fue un trato, un pacto. Me marcho sin despedirme; creerá lo que
creería yo en su lugar si me abandonara sin explicaciones con un vale de
banco en su bolsillo. Le romperé el corazón…
Le haría tanto daño… lo sabía, pero solo así lo mantendría lejos de las
garras de Sir Patel. Y si no conseguía las cincuenta libras a tiempo, quizás
hasta convencía al prestamista de que el señor Vladislav no le importaba
tanto, que no era un blanco en donde hacerla trizas.
Terminaron de empacar sus pertenencias. Los niños no hicieron
preguntas, sabían que la vida era así: un día lo tenías todo, y al siguiente lo
perdías en un suspiro. Caminaron una milla hasta la parada del coche de
postas y regresaron a Londres, mucho más vacíos que cuando lo dejaron
meses atrás. Todos ellos habían dejado una parte de su corazón entre las
paredes de la casa de verano. En las manos serviles de Greg, en los
pensamientos excéntricos de Mason y en los ideales soñadores de Mihai.

***
Era muy temprano para beber. Mihai lo sabía. Mason también. Las
intenciones del señor Green de buscar motivos tras la huida de Hannah y los
suyos murió tras el primer gruñido de su pupilo.
—Todos somos jugadores en el amor —dijo, algo borracho—. Y
todos afrontamos nuestras pérdidas de igual modo. —Elevó el vaso repleto
de whisky.
Mason se sirvió una medida de ginebra, chocó los cristales y se sentó
a su lado.
—Brindemos. No solo por los amores perdidos —agregó. Su musa se
había marchado también, dejándolo vacío de toda inspiración—. También
por estar vivos. Porque mientras lo estemos, siempre nos podremos echar
otra apuesta…
La risa amarga de Mihai resonó en el salón.
—Hazlo tú, si eres masoquista. A mí no me queda banca…

***
El silencio era pesado en Mile End. Incluso Lexi limitaba sus balbuceos y
risas. Harper mantenía a raya sus comentarios, pero hizo uno que le sacó
una leve sonrisa a Hannah:
—Ya ves, hay que aprovechar de los hombres cuando se los tiene al
alcance, al menos hay sobre qué llorar.
Odessa rodó los ojos sin agregar nada más. Los corazones rotos
tardan en sanar y, a veces, no cicatrizan nunca. Pero el tiempo tiene la
capacidad de apaciguar todas las desgracias y engrandecer todas las
victorias. Con los años, Hannah recordaría con dicha los meses en la casa
de Vladislav y arrojaría al olvido las penurias tras su separación. Mientras,
los problemas urgentes golpeaban la puerta. Literalmente. Unos puños
impactaron sobre la madera; por la fuerza empleada, no se trataba de Sybill.
La única esperanza hubiese sido un furioso señor Vladislav, algo que no
sucedería.
Hannah estaba en lo cierto, Mihai pensaría lo que ella lo llevó a
pensar. Un abandono con un botín en su bolso, un escape veloz sin
despedidas ni explicaciones.
Harper se interpuso entre sus amigas y la puerta; con su cuchillo de
cocina en mano, bajó el pestillo. La figura de Wilkinson, el matón de Sir
Patel, se recortó bajo el umbral.
—Señoras Cooper, Harper… —Miró a los niños y les regaló una
sonrisa cariada. Tobiah se lanzó sobre él, Odessa y Hannah lograron atajarlo
antes del impacto—. Veo que se han conseguido un guardaespaldas. Acorde
al presupuesto —agregó con saña. Entró en el apartamento como dueño y
señor, se sentó en una silla libre y puso los pies sobre la mesa—. Me han
dado muchos dolores de cabeza. Si por mí fuera, estarían en el Támesis;
después de entretenerme un buen rato con ustedes.
—¿Terminó con sus amenazas vacías? —preguntó Hannah, con
fingido valor. Temblaba por dentro, solo por dentro. Cogió con una mano a
Odessa, con la otra a Harper y entre ellas formaron un escudo entre el
hombre y los niños—. Usted es un perro adiestrado de Sir Patel, no hará
nada que él no le permita hacer. Porque quien goza de impunidad es el gran
caballero —explicó. La ironía tapaba el pavor—. Usted iría directo a la
horca por desafiarlo.
—El gran caballero también se está cansando de usted. Me dijo que
le recordara que, si usted no paga, el señor Vladislav lo hará… —La sonrisa
de Wilkinson perdió cierto valor. Hannah supo por qué, Mihai significaba
en los bajos fondos un atisbo de esperanza, de que se podía salir de la
miseria. Matarlo era matar la fe de personas que se sometían a los de arriba
por algunos peniques mal pagos.
—¿Lo ve por aquí?, ¿cree que al señor Vladislav le importamos? ¡Por
favor!, de ser así, todos mis problemas estarían resueltos. —El dolor la
laceró tras la declaración, los ojos se le cristalizaron.
Wilkinson pensó que se debía a la decepción por no haber recibido
ayuda de su amante, jamás imaginó que alguien amara tanto como para
protegerlo incluso a desmedro de su propia suerte.
—Lo que no veo por aquí es la paga.
—Y yo, el libre de deuda.
Wilkinson abrió la chaqueta y extrajo un papel. Lo puso bajo los ojos
de Hannah, lo retiró rápidamente cuando esta intentó cogerlo.
—Su parte —demandó el hombre.
Hannah fue a la habitación, levantó el colchón y de un improvisado
sobre de tela extrajo el vale de Mihai y todas las libras, chelines, peniques
ahorrados hasta el momento. Los apoyó con resignación en la mesa de la
cocina. Wilkinson hizo como si los contara.
—Sé que no sabe contar, señor, no se moleste con esta farsa. Si no
está allí lo acordado, no me salvarán de su jefe ni los jinetes del apocalipsis.
—Es bueno que sea consciente de ello. Por cierto, le dice que tiene
una semana para lo restante, ni un día más. Y me pidió que le preguntara,
¿cuántos dedos necesita para trabajar?, porque si no le paga, no la lanzará al
Támesis, le arrancará dedo a dedo, y luego verá con qué sigue.
—Su jefe sí que sabe tratar a una dama, siempre he admirado el fino
arte de ser un caballero —siseó, irónica.
Wilkinson se puso de pie, se encogió de hombros y fue hacia la
puerta. Un arrebato de humanidad lo hizo detener.
—Trate de conseguir lo que resta, señora Cooper. De verdad, no me
agrada torturar mujeres.
—¿Hombres sí?
—Algunos se lo merecen.
—Su jefe se lo merece…
Wilkinson se estremeció. Sin responder, abandonó el apartamento. Ya
estaba hecho, tenía oficialmente los días contados.
—¿Qué haremos ahora, querida? —Odessa la abrazó—. Yo puedo ir a
las fábricas a bordar, y Harper puede regresar a una gran casa a cocinar…
—Yo puedo trabajar —dijo Tobiah—, puedo robar, no es pecado si la
causa es noble —se defendió.
—Nadie va a robar. Trabajaremos… trabajaremos duro…
—Cincuenta libras es más de lo que ganan tres empleados en una
fábrica, ya has visto cómo se desmayó Greg al oír que cobraría ochenta
libras en un año. ¡Un año!, nosotras tenemos una semana… —Harper
desesperó.
—Iremos al mercado… —dijo, Hannah.
—Las conservas nos dejan apenas para sobrevivir.
—Lo sé, pero teníamos un comprador, ¿recuerdan?, alguien que nos
vaciaba el puesto todos los días. Debemos hallarlo, le pediremos a esa
persona el dinero y trabajaremos hasta cubrirlo con intereses. Yo negociaré
con quien quiera que sea.
—No sabemos quién es, no sabemos si estará en el mercado a nuestro
regreso…
—Tenemos que intentarlo.
—¿Y si no?
Hannah cerró los ojos. No tenía siquiera un penique para regresar a
las mesas de apuestas.
—Algo se me ocurrirá —respondió con más fe que certezas—. Algo
se me ocurrirá.
Capítulo 17

El mercado estaba abarrotado de gente. La llovizna no era excusa. Los


sirvientes de las grandes casas se mezclaban con los trabajadores portuarios,
distribuidores y demás vendedores ambulantes. Los pequeños ladronzuelos
recorrían las calles, se aprovechaban de los incautos. Hannah se infundió
valor. Quizá la trampa se cernía sobre ella y la suerte sería la misma que la
de Matthew, pero al menos había sacado a los niños de las calles y tendrían
un hogar junto a Harper y Odessa.
—¿Y si no viene? —preguntó Harper por enésima vez.
Sybill fue la primera en acercarse al verlas regresar, las rodeó con los
brazos y conversó con ellas. Jamás les recriminó la ausencia, bien sabía las
vueltas que tenía el destino y comprendía más de golpes de desgracia que
de golpes de suerte.
—Me alegro de verlas aquí —dijo la mujer.
—Lo siento. —Hannah le devolvió el apretón. Se había hecho adepta
a los abrazos, su cuerpo le demandaba que se aferrara a la vida de todos los
que la rodeaban—. No podremos colaborar con el comedor por unos meses.
—No te preocupes, tenemos nuestro donante. —El codo de Harper
impactó en las costillas de Hannah. La joven preguntó.
—¿Sabes quién es este donante?
—No, lo siento, cariño —dijo Sybill—, he aprendido a no preguntar.
Ni en las fortunas ni en los reveses.
—Sabiduría pura —comentó Harper—. A ver si aprendes, Hannah,
que tú te cuestionas todo en las fortunas, siempre en las fortunas. —Negó
con la cabeza en dirección a Sybill. Sybill vocalizó: ¿un hombre?, y Harper
asintió con el mentón.
—¿Saben que les puedo leer los labios, no?
—Pues entonces se lo cuento con toda mi voz —dijo Harper—. Un
hombre rico se enamoró de nuestra Hannah, pero ella teme que sus deudas
lo hagan terminar… —Hizo el gesto de una navaja cortando un cuello.
—¡Harper, por Dios!, ni en broma lo digas —exclamó Hannah.
—¿Y te alejaste de él? —a Sybill le gustaba el cotilleo más que a las
matronas de la alta sociedad—. Pero, niña, al menos habrás disfrutado el
momento.
Harper rodó los ojos por respuesta. Sybill carcajeó. Hannah las miró
con ira destellante en los ojos.
—Soy una dama, por favor.
—Las damas son mujeres debajo del vestido —insistió Sybill. Harper
rodó los ojos una vez más.
—Suficiente —las obligó a callar—. No hablaremos más del asunto.
—En eso estás en lo correcto —dijo Harper—, porque aquí viene
nuestra compradora.
—¿Quién?, ¿dónde? —Hannah intentó mirar por encima del gentío.
Su altura se lo impidió.
—¿Ella es su compradora? —dijo Sybill—. Es la misma muchacha
que nos alcanza los pagos al comedor. Por su atuendo, es sirvienta en una
buena casa.
—¿Quién?, ¡demonios!, no veo… —Hannah dio un brinco, usando de
soporte los hombros de Harper.
—Eso es bueno, quiere decir que su señor tiene dinero. Mira tú —dijo
Harper a Sybill—, si es posible que la cabezotas de Hannah se salga con la
suya. Es tan terca.
—¡Quién lo diría!, siendo tan pequeña y con tanto ímpetu.
—¡Joder las dos! —se quejó.
—¡Y esa boca! —las mujeres rieron—. Después anda por ahí
diciendo que es una dama.
Sybill y Harper se doblaron por sus respectivas cinturas en sendas
carcajadas. Eso le permitió a Hannah ver a su compradora.
Vestía atuendo gris plomizo, se mimetizaba con el cielo. Su delantal
blanco parecía ser las nubes del paisaje. Lucía una cofia en sus cabellos,
bastante bonita, debía reconocer. La cubría del decoro y de los piojos del
mercado. En su brazo cargaba una cesta de mimbre, y detrás de ella
caminaba un lacayo, también vestido de punta en blanco. La mujer se
acercó al puesto de Hannah de inmediato, al ver a Sybill, la saludó.
—Señora Sybill. Señoras. —Efectuó una sutil reverencia.
—Señorita… —Hannah respondió al saludo, y aguardó por la
presentación. La muchacha no dio su nombre.
—¡Oh, veo que han sumado diversas conservas! —Apreció los
frascos de berenjenas, pimientos, coliflor—. Creo que los llevaré a todos.
—Por supuesto —dijo Hannah y comenzó a empaquetar. Envolvían
los frascos en delicado papel biblia, un detalle que tendrían que ahorrar en
próximas entregas.
—Siempre hace lo mismo —murmuró Harper a su oído—, finge que
le interesa lo que compra, pero no importa si allí ponemos vómito de perro,
lo compra.
—¡Harper, por favor!
—¿No le preguntarás por su jefe? —insistió.
—No me lo dirá. Como no me dijo su nombre.
—¿Crees que será un vil delincuente?, quizá su dinero es mal habido.
—Mientras me sirva para salvar mi cuello. —Repitió el gesto de
Harper, de navaja sobre su yugular—. Yo me lo he ganado honradamente.
Terminó de envolver los frascos y colocarlos en la canasta que fue
cogida por el lacayo, debido a su peso. Cobró. Una libra y un chelín. Cerró
los ojos, resignada. Si todos los días vendía eso, le llevaría mes y medio.
Contaba tan solo con una semana.
—Muchas gracias. Buenos días —saludó la muchacha. El lacayo
asintió con la cabeza y se marcharon.
—¿Y?, ¿no irás tras ellos?
—Por supuesto, cuando no sospechen. Tú levanta el puesto, Harper,
de todos modos, no tenemos más que vender.
La mujer se puso manos a la obra. Hannah saludó a Sybill y se
marchó en dirección sur. La mujer del comedor le preguntó a Harper:
—¿Hacia dónde se dirige?
—Oh, eso. —Siguió recogiendo—. Hannah conoce las callejuelas
como nadie, los interceptará en unos metros y los seguirá de incógnito.
Hizo lo mismo con Tobiah y Eliza. Imagina la sorpresa de los pequeños al
ver que una damita se conocía los bajos fondos al dedillo.
La mujer y el lacayo dieron un rodeo. Eso despertó la curiosidad de
Hannah. ¿Por qué tanto secretismo? Las personas de la alta sociedad solían
hacer alarde de sus donaciones. El altruismo estaba de moda, como los
corsés y las faldas acampanadas. En ocasiones era bien intencionado, otras,
un simple intento de lavar su conciencia. Como fuera, la ayuda era bien
recibida por quienes eran asolados por el hambre.
Avanzó oculta entre el gentío. En los barrios bajos y en las zonas de
clase media, el hacinamiento hacía imposible avanzar por las calles en los
carruajes a mayor velocidad que paso de hombre. La muchacha y el lacayo
alcanzaron al fin un carro de carga, colocaron los frascos en la parte trasera
y se sentaron, ella en el pescante, el lacayo en la parte trasera. Conversaron
animados, sin fijarse en Hannah, que los seguía desde las minúsculas
aceras. Debía caminar pegada a la pared, a veces bajar a la calzada y correr
el riesgo de ser arrollada, pero, ¿qué más daba? Su suerte estaba echada.
El carro giró en dirección a un barrio de clase media alta, uno de los
más bonitos en su opinión. Las construcciones eran modernas, en lugar de
las inmensas mansiones. Casas blancas, de varias plantas, que
aprovechaban al máximo el espacio. Los techos de tejas doble agua. Las
puertas coloridas. Los cristales de las ventanas en rectángulos perfectos.
Las escalinatas frontales, las farolas en las calles, las flores en los alféizares.
Si se le diera bien el arte, como a Mason, pondría un caballete allí y se
dedicaría a pintar el paisaje. El cielo plomizo caía sobre las casas sin
arrebatarles la luz del todo. Claro que no recibían tanto sol como aquellas
que tenían varias yardas entre una pared y la del vecino; pero si tenías
suerte, obtenías horas de luminosidad por la tarde o por la mañana,
dependiendo de la orientación. El carro se perdió por una de las callejuelas
internas, y Hannah aguardó al reparo de una pared hasta divisar en cuál casa
se detenían. La tercera. Esperó unos segundos más antes de avanzar. Nadie
reparó en ella, su atuendo de trabajadora la hacía parecer una vendedora
más. Los únicos que pusieron atención a la intrusa fueron los gatos
perezosos. Estaban allí para cazar ratones y mantener a raya las alimañas.
En los bajos fondos no podían hacerlo, el hambre era tal que las personas se
terminaban comiendo a los felinos. Allí, los muy perezosos, en lugar de
ganarse la vida, retozaban a la espera de los restos que las casas mejor
posicionadas desechaban.
La puerta de la tercera casa estaba cerrada. Un pequeño ventanal le
permitía asomarse. La despensa estaba escalera abajo, era otra de las
características de esas construcciones. Aprovechaban hasta los sótanos.
Hannah se acuclilló. Estaba abierto, el cristal caía hacia adentro y se
sostenía por una endeble cadena oxidada. Escrutó la despensa, y lo que vio
la hizo contener el aliento. Los estantes rebosaban de frascos de conservas,
todos de su manufactura. Quien quiera que los hubiera adquirido no daba
abasto a la hora de consumirlos. La muchacha analizaba la nueva
adquisición, Hannah adivinó sus pensamientos. ¿Qué demonios cocinaré
con berenjenas, pimientos y coliflor? Una voz masculina la sacó de sus
cavilaciones.
—¿El puesto estaba de regreso?
Hannah pudo jurar que la voz le resultaba familiar.
—Sí, Greg. ¿No lo ves?, ahora dime, ¿qué te apetece para la cena?
¿Conservas, conservas o… —Hizo como si lo analizara— ¡conservas!?
¿Greg?, pensó Hannah. ¿Su Greg?, ¿el Greg de Mihai? Intentó ver
más, le fue imposible. Divisaba la nuca de la muchacha y los estantes de
frascos.
—Pues que sean conservas. Y te refieres a mí como señor Elba. Nada
de Greg, Greg, Greg…
La muchacha se giró hacia el lacayo, puso los ojos en blanco, eso sí
pudo verlo Hannah. También su sonrisa irónica.
—Desde que eres mayordomo tienes unos aires…
—Desde que soy mayordomo puedo despedirte.
Hannah sintió que le faltaba el aire, las costillas le presionaban el
pecho sin piedad. ¡No podía ser!, no podía…
Se incorporó, parpadeó para limpiar sus ojos de la nebulosa de
lágrimas. Odessa podría confirmarlo, si sus sospechas eran ciertas, su
suegra visitó esa residencia en el primer intento de cobrar la deuda. Pero
Hannah no podía regresar presa de las dudas. Rodeó la casa. La parte
trasera era una callejuela, los lados, en cambio, eran apenas un pasillo de
tierra y piedra. Las ventanas allí estaban enfrentadas las unas con las otras,
cualquier vecino podría verla, por lo que se mantuvo a gachas hasta
alcanzar una de las más grandes. Asomó hasta la nariz. Oteó el interior,
estaba vacío. Era el despacho. Hannah cogió una de sus horquillas, la retiró
de su cabello y la coló por entre la abertura de los dos paneles. Estaban
sujetos por un pestillo, no más. ¡Vaya diferencia!, esa zona no sufría de
ladronzuelos al parecer. Una vez lo descorrió, empujó el cristal con cautela.
Escrutó el interior, lado a lado, y luego pasó una pierna, aterrizó en el piso
alfombrado.
La certeza le llegó en forma de perfume. Era él, se lo clamaron sus
tripas. Hay ciegos que no quieren ver, y Hannah era uno de ellos. La luz de
la verdad se encargó de lo demás. Pues lo siguiente que vio la hizo
sostenerse del escritorio.
En una biblioteca acristalada, un sombrero morado. Su sombrero
morado. Aquel que perdió la tarde en que le salvó la vida a Mihai Vladislav.
Desesperada, pasó las manos por los papeles sobre el escritorio. Cogió la
correspondencia.
Mihai Vladislav.
Mihai Vladislav.
Mihai Vladislav.
—No, no, no… —Fue presa de la desesperación. El dolor la hizo
doblarse por la mitad. Se sostuvo con una mano de la madera del escritorio,
mientras su cuerpo se derrumbaba a un lado. Cayó de rodillas, el llanto la
desgarró—. No, Mihai. No… ¿cómo… cómo podré alejarte de mí ahora?,
¿cómo podré protegerte?
Se cubrió la boca, contuvo los gemidos, los espasmos. En vano. Su
dolor le impidió notar los ojos de león que la asechaban desde el umbral del
despacho. Esos ojos que se debatían entre devorarla o consolarla.
—¿De quién demonios debe protegerme, señorita Renner?, porque
solo una persona me ha hecho daño, y esa eres tú.
Escucharlo decir esas palabras la fragmentó en mil pedazos. Estaba en
lo cierto, ella era su única amenaza.
—Sí, debo protegerte de mí.

Verla allí, en el piso, hecha un ovillo de dolor, conmocionó el mundo de


Mihai. Lo hizo trizas, lo golpeó con la fuerza de una locomotora. Hannah lo
había salvado de ser arrollado por una para hacerlo ella misma. Destrozarlo
por completo.
Había regresado esa mañana a Londres, el recuerdo de Hannah
inundaba cada rincón de su casa veraniega. Mason insistía en que había una
explicación, que la señorita Renner no huiría así, por la noche, como una
cobarde. Pero Mihai estaba convencido de que sí, porque Hannah y él
compartían un miedo similar. Los dos estaban convencidos de que no
poseían la capacidad de amar. Los dos tenían mucho que perder.
Con Hannah de rodillas ante él, con lágrimas en los ojos, Mihai se
sintió un ser miserable, vil. Una parte de él gozaba con su dolor. Por no ser
el único que sufría, sí. Pero, sobre todo, por la esperanza que se escondía
detrás.
—¿Por qué? —preguntó Hannah—. ¿Por qué has hecho esto?, ¿hace
cuánto compras las conservas y ayudas en el comedor?
—No es por ti —intentó ser brusco, el nudo en la garganta le hizo
temblar la voz—. En el pasado comí demasiadas veces en esos comedores.
Sé que, si tienes suerte, almuerzas una rata y las ratas no te almuerzan a ti.
—Mihai…
—No quiero tu compasión —gruñó—. No quiero esa mirada, ¡esa! —
exigió, señalándola—, sobre mí.
—¿Qué tiene mi mirada? —Hannah se incorporó, sus ojos,
inflamados por las lágrimas, chispeaban por él.
—Amor. Juraría que hay amor en ellos, pero ya me creí esta mentira
antes y por poco me hace trizas. Guarda tu maldito espectáculo para los
escenarios, Hannah. Porque yo…
Ella se acercó. Le posó la palma en el pecho, alzó la vista a él y le
permitió leer en sus ojos todo el amor que le profesaba, que albergaba en
cada fibra de su ser por él.
—Por esto tuve que irme a mitad de la noche, Mihai. Porque si tenía
que enfrentarte, perdería. Sé retirarme de una partida cuando los naipes no
están a mi favor, y contigo… contigo soy una completa perdedora.
—No me arrebates mi enojo, es la única defensa que me queda ante ti
—rogó Mihai. Le cogió el mentón, le secó las lágrimas con el pulgar—.
Exijo una explicación, Hannah. Merezco al menos eso.
La muchacha dio un paso atrás. Las manos masculinas la retuvieron,
volvieron a rodearla y la acunó en su pecho. El enojo no menguaba su
afecto ni un ápice. Empezaba a entender el concepto de incondicional. No
bastaría con que Hannah le rompiera el corazón para dejarla de amar, solo
conseguiría amarla con cada fragmento disperso. Tendría que vaciarlo,
como en los mitos de los vampiros que poblaban su tierra natal. Arrancarse
el corazón y quemarlo, tan solo así rompería la maldición que le había
echado.
—Mi deuda no es con el banco o con acreedores privados confiables
—dijo. Escondió su rostro en las solapas del chaleco. No se atrevía a
explorar la mirada amorosa de Mihai o caería en la tentación de
involucrarlo. Estaba tan cansada de la soledad. Hasta ahora, solo había
probado esa parte del pastel. La libertad que supuestamente traía aparejada
la soledad le era esquiva, estaba amarrada por deudas pasadas, lazos
afectivos. El peso de esa gran maleta la estaba aplastando—. Matthew no se
suicidó, a Matthew lo mataron por deudas contraídas.
Los brazos de Mihai se volvieron tenazas en torno a su cuerpo.
Suspiró, pensó que sus piernas no la sostendrían, y allí estaba él,
impidiéndole el derrumbe.
—¿De cuánto es la deuda?
—Mihai…
—¡¿De cuánto es la deuda, Hannah?! —demandó. Hasta su furia
resultaba reconfortante.
—Ahora, de cincuenta libras.
—¡Joder, Hannah! —Aflojó el abrazo, tan solo una pulgada, para
poder escrutar su rostro sin romperle las cervicales. Aunque el deseo de
apretujarle el pescuezo de manera figurativa le hacía escocer los dedos—.
¡Cincuenta jodidas libras!
—Son cincuenta libras porque ya pagué el resto. Mihai, no lo
entiendes…
—No, Hannah, no lo entiendo. Quizá tendrías que haberlo pensado
antes de robarle el corazón a un bruto corto de sesera, porque no, demonios,
no lo entiendo —gruñó.
—El prestamista es Sir Patel, estaba en el baile del conde de
Hereford. Allí me abordó. Él… —Las palabras se le atoraron en la
garganta, cada vez que pensaba en la amenaza del hombre, en el pecho
sentía el peso de un yunque.
—¿Él qué? —Los ojos de Mihai ardieron de furia—. ¿Te hizo daño,
Hannah?, ¿te tocó? Lo mataré, no me importa si es un jodido Sir, hay
formas de asesinar y que parezca un accidente.
—¡Exacto!, Mihai. Hay formas de asesinar y que parezcan un
accidente o un suicidio. ¡Y él me amenazó con venir a por ti si no pagaba!
Yo… Si te sucede algo, si por mis sentimientos hacia ti te utiliza para
herirme… Yo… —Se deshizo del abrazo, posó su peso en el escritorio. No
se sentía tan bien, sostenerse sola ya no sabía a libertad.
—¿Tus sentimientos hacia mí? —Mihai sonrió, la hizo reír. Una risa
que se abría paso entre el dolor para brillar como el sol después de una
tormenta. Pero no había que engañarse, la tormenta no había terminado. En
su sonrisa masculina aún refulgía una dosis de enojo—. ¿Me alejaste de ti
para protegerme de un cobarde prestamista?
—Los cobardes son los más peligrosos, envían a sus matones a hacer
el trabajo sucio.
—Hannah, ¿de verdad crees que así me salvas la vida? —preguntó él.
—Sí.
—Te has marchado en mitad de la noche porque sabías que elaboraría
una falsa conclusión. Cuando huiste de mí, conocías mis sentimientos —
dijo Mihai. Hannah asintió con la cabeza; odiaba ver el dolor que había
provocado—. Entonces, sabes que te amo, ¿cómo has pensado que me
salvabas la vida al alejarte de mí? ¡Solo me hubieses condenado a una
maldita existencia vacía! —espetó.
—¡Pero existencia al fin! —replicó Hannah, tan furiosa como él—.
Estarías vivo, para amar a alguien más, para cosechar los éxitos de tu
trabajo, para ser tú. No puedo soportar la idea de que tu fin sea el mismo
que el de Matthew, no puedo…
—¡¿Y yo sí puedo?, ¿crees que yo podré vivir si te matan por
cincuenta malditas libras?! —Exhaló, intentó sacar toda la furia de su
organismo antes de volver a abrazarla—. Los dos somos unos egoístas
enamorados, Hannah. Tú piensas en qué sería de ti si a mí me pasara algo y
yo pienso qué será de mí si te pierdo. Es en vano seguir luchando en una
competencia sin sentido. Tenemos un enemigo en común, aunemos fuerzas,
terminemos con él, y luego, si nos apetece seguir batallando…
La media sonrisa de Mihai le dijo todo, existía un único lugar en
donde librar ese fuego contenido traería dicha en lugar de desgracia.
Hannah negó con la cabeza, pero sus labios la traicionaron y se curvaron en
respuesta. Se puso de puntitas de pie, alzó las manos hasta alcanzar la nuca
de Mihai y enredó sus dedos en los cabellos dorados. Tiró de él, demandó
sus besos, y Mihai Vladislav supo que estaba condenado. Jamás le podría
negar nada a esa mujer, mucho menos cuando sus exigencias eran tan
dulces.
Capítulo 18

Sentir los labios de Mihai sobre los suyos fue una experiencia inexplicable.
Fue un renacer. Convertirse en Hannah, la verdadera, aquella que estaba
destinada a ser. Abrió su boca, deseosa de respirar. El aire no les llegaba a
los pulmones. Fracasó en su intento. La lengua de Vladislav se apoderó de
su cavidad bucal y le robó lo que restaba de vida. Hannah se aferró más a él,
enredando los dedos en su cabello, forzando sus gemelos en posición
bailarina. Detestó ser tan baja, o él tan alto. Mihai notó el esfuerzo, deslizó
su boca por el mentón, por el cuello, hasta arribar a su pulso. Arrancó un
gemido de deleite en Hannah. Una mera distracción. Sus verdaderas
intenciones eran viajar con las manos por las caderas, aferrarse a las nalgas
cubiertas de enaguas y alzarla hasta equiparar las alturas. La apoyó en el
escritorio, las pelvis quedaban igualadas en posición.
La vestimenta era un verdadero incordio. Hannah abrió las piernas
para recibirlo, pero las enaguas y sus pololos impedían el más leve roce. No
le importó, se conformaba con tenerlo así, aferrado entre sus manos,
sintiendo la fortaleza de su cuerpo. De su determinación.
A veces, ser fuerte era saber cuándo dejarse ayudar. Ser valiente era
confiar. Depositar sus miedos en manos de otros, a sabiendas de que esa
persona no te fallaría. Mihai era incapaz de fallarle.
Le acarició el rostro, sintió la suave barba bajo sus manos, la fricción
de esta sobre su mentón. El cuerpo dormido de Hannah empezó a despertar,
cada terminación nerviosa de su cuerpo clamaba por el Vladislav. Lo
reconocía como amo y señor de su placer. Ella era novata en esas artes, su
experiencia de casada no la había preparado. Fue educada en la idea de que
solo el hombre hallaba placer en el acto íntimo, la mujer debía someterse.
Era su responsabilidad como esposa. Y si eras de las afortunadas a quienes
sus maridos no asqueaban, hasta podía ser soportable.
Soportable era el término con el que describía yacer con Matthew.
Irresistible era la palabra para Mihai. No conseguía refrenar las sensaciones.
Una imagen se proyectaba en su mente, la torturaba, se volvía sueño, anhelo
y pesadilla a la vez. La imagen de Vladislav arremetiendo entre sus piernas
hasta alcanzar el clímax. Imaginarlo así, mientras ella se aferraba a su
musculosa espalda, lo rodeaba con los muslos y le entregaba su cuerpo para
el placer, la hacía delirar. Con eso bastaba para no arrepentirse de lo que iba
a hacer, aun si el acto le resultara tan incómodo como en el pasado, valdría
la pena.
Lo besó con más ansias, comenzó a desatar la pañoleta, a desabrochar
el chaleco. Lo acarició con manos hambrientas, delineando cada músculo.
El calor, la tersura de su piel la enloqueció. Arrancó los botones y, al tirar
de la camisa, le atrapó los brazos en la tela.
—Pillado —dijo en tono juguetón, y fue su turno de viajar con los
labios. Su cuello, su esternón… Halló la herida de la caldera. La besó con
suavidad, volviendo placer el dolor.
—Hannah. —La voz sonó a súplica. Arrancó los botones de sus
mangas y se libró de la camisa, la cual permaneció prisionera a medias en
sus pantalones.
—Odio saber que sufriste tanto, es imposible no pensar en ello al
verla —dijo, con sus labios de nuevo sobre la herida. Era honda, faltaba
carne y la cicatriz tenía la textura propia de la piel quemada—. Quiero
compensarte —le susurró, pasó la lengua por la superficie rugosa de la
lesión. Saboreó su gusto, Mihai sabía a gloria—. Enséñame a darte placer
—pidió. Llevó las manos a la cinturilla de sus pantalones. Tragó saliva al
notar la dureza y longitud. Le resultó amenazante, entendía que, a mayor
tamaño, mayor incomodidad. Evacuó los miedos, lo haría por él.
Mihai pareció leer la verdad en sus palabras. La promesa erótica lo
estremeció. Entendió el mensaje oculto, la idea de Hannah de que solo él
recibiría placer. Una vez más desde su reencuentro, se sintió vil. ¡Era tan
egoísta cuando de ella se trataba!, ¡tan miserable! Batallaba entre el odio a
Matthew por no haberla hecho feliz como se merecía, en cada maldito
aspecto de su vida. Vestida de seda, adornada en oro, alimentada a manjares
y satisfecha en la cama; y su contraparte, saber que desde ese instante sería
su tarea. Él se convertiría en el primero en hacerla feliz de todas las formas
posibles. Empezando por ahí, por la oportunidad ante él. La mano de
Hannah lo acarició sobre la ropa interior, tembló sobre su palma.
—Si supieras lo hambriento que estoy de ti, no harías eso de nuevo.
Me dejarías en ridículo.
—¿Acaso no quieres…?
—Oh, sí, quiero. Quiero mucho… —La acercó más a él, su dureza se
posó entre los pliegues de enagua y gruñó de impotencia—. Pero las damas
primero.
—¡Qué caballero! —bromeó ella, sin entender bien a qué se refería
con las damas primero.
—Nada de eso, Hannah. Lo siento, pero nunca seré un caballero. —
La besó con ímpetu—. Mis intenciones no son nobles en lo absoluto. —Los
dedos de Mihai viajaron a la parte trasera de su vestido, desabrocharon los
botones uno a uno—. ¡Maldición!
—¿Qué sucede? —Hannah estaba presa de una nebulosa.
Mihai se alejó de ella, una protesta ahogada escapó de sus labios. La
risa ronca del hombre la hizo vibrar. Lo vio ir hacia la ventana, cerrar las
cortinas, luego puso llave a la puerta del despacho y regresó a su lado.
—No estamos en el campo —bromeó. Retomó su tarea pendiente. Se
apoderó de la boca de Hannah, la invadió con la lengua hasta que ella
respondió al ataque con la suya. Mihai convirtió el beso en un juego de
promesas. Pasó la punta de la lengua entre los labios, los abrió para él. Usó
los dientes con suavidad, Hannah gimió, él respondió con una estocada
dentro de su cavidad, y ella succionó su lengua. Fue el turno de Vladislav
de gemir—. Todavía tenemos energía para batallar, ¿verdad?, siempre
seremos así, prométemelo —pidió.
—Lo prometo —dijo, y contraatacó con sus propios dientes. Mordió
el cuello de Mihai, lo marcó. Luego lamió la zona sensible. Lo sintió
agitarse, sonrió satisfecha.
—Bribona… —Le terminó de bajar el vestido; sus senos, cubiertos
por la camisola, pujaban hacia arriba gracias al borde del corsé. Los
acarició, hasta palpar los pezones a través de la tela. Reemplazó sus manos
con la boca, humedeció la superficie, la transparentó y reveló el contorno
rosado. Hannah dejó caer la cabeza hacia atrás y su pecho quedó más cerca
de la lengua masculina—. Sí, Hannah, eres tan hermosa, me enloqueces.
—¿Eso también es una competencia? —preguntó en un hilo de voz.
—Sí —Bajó la camisola—. Sí, Hannah, quiero volverte loca como tú
me vuelves loco a mí. Más aún, hasta que los dos terminemos en un
hospicio.
Rasgó los cordones del corsé, las enaguas aflojaron su agarre, y bastó
con que Mihai la pusiera de pie, para que el reguero de tela se convirtiera en
una nube bajo sus pies. Camisola, pololos y medias eran las únicas barreras.
Cuando regresó el trasero de Hannah a la superficie de su escritorio y le
abrió las piernas, su dureza al fin pudo tocar el centro femenino. La oyó
gemir, repitió la acción. Su boca no se separaba de los labios de ella,
respiraba su aire, le entregaba el suyo.
—Mihai —dijo entre jadeos—. Mihai, tómame. Estoy lista.
Vladislav la acercó más a él, hasta que las piernas de Hannah casi
tocaron el suelo.
—Sé que estás lista. Puedo sentirte a través de la tela, y es lo más
placentero que jamás viví. Pero me doy cuenta de que tienes una idea
errónea del asunto —agregó, pícaro.
—No soy una debutante. —El sonrojo se intensificó—. Entiendo…
—Su mirada viajó a la dureza de Mihai—, entiendo lo que necesitas.
—¿Y lo que tú necesitas? —preguntó él, deslizando la camisola por
sus hombros—. ¿Qué quieres tú, Hannah?
—Complacerte —confesó—, verte —agregó en un hilo de voz. Sus
mejillas ardían más que el resto de su cuerpo—. Me gustaría verte alcanzar
el placer.
Un gruñido nació de lo hondo de su pecho. La devoró con sus labios,
su lengua. Las manos dejaron de ser gentiles, se aferraron a la cintura
femenina, escalaron hasta los montes de los senos, al tiempo que se pegaba
a ella. Su dureza contra la blandura. El deseo irrefrenable de acoplarse,
hacerse uno.
—Mira tú, qué coincidencia —susurró a su oído. Depositó un beso en
el pulso detrás del lóbulo—. Yo deseo lo mismo contigo.
—¿A qué te refieres? —preguntó, mareada por las sensaciones. Las
mujeres no alcanzaban el placer, pues no tenían simiente que derramar. Así
se lo habían explicado, ¿acaso era una mentira más de tantas?
—¿No lo sabes?, ¿tú nunca…?
Moriría. Mihai moriría en ese instante, sumaba una fantasía más a las
cientos de miles que lo azotaban desde que conocía a Hannah. Ella
tocándose, gimiendo, retorciéndose de goce ante su mirada ardiente. Pero
primero le enseñaría cómo alcanzar la cima. Ella le enseñó a ser un
caballero, él le daría lecciones de cómo dejar de ser una recatada dama.
—¿Mihai? —La duda la hizo retroceder.
Él le terminó de quitar la camisola, hizo lo mismo con los pololos y,
por último, se dedicó a las medias. Desató los lazos que las sostenían, las
deslizó por las piernas depositando besos suaves en cada porción de piel
descubierta. Ascendió con su lengua por las pantorrillas, las rodillas, los
muslos. Hannah cerró las piernas al comprender el destino de la boca de
Mihai; solo consiguió apresar su cabeza entre los muslos.
—Ábrete para mí, Hannah. Déjame enseñarte, permíteme ganar esta
batalla y yo me rendiré feliz en la próxima… —Aflojó apenas la tensión en
sus músculos, el aliento tibio de Mihai la acariciaba en el centro femenino y
el muy maldito latía, anhelante. Esa parte de su anatomía había olvidado las
normas del decoro, y no solo eso, había tomado el control de su cuerpo.
Vladislav la rozó con los dientes, a modo de premio por ceder—. Regálame
tu éxtasis, y yo complaceré tu pedido… —dijo, con los ojos destellantes,
observándola desde abajo. Estaba arrodillado delante de ella, su diosa. La
cogió de las nalgas, la hizo acercó al borde del escritorio. Los hombros
masculinos fueron su nuevo sostén—. Me verás alcanzar el placer dentro de
ti —Posó la boca entre los labios vaginales, depositó un suave beso—, del
modo que prefieras, en la posición que prefieras.
Cada palabra soltaba una suave brisa sobre la carne sensible y,
además de su cuerpo, le estimulaba la imaginación. ¿Qué significaba esa
promesa?, ¿podía tener a Mihai en otra posición que no fuese encima?,
¿cómo? Quería preguntar, no le salió la voz. La lengua de Vladislav abrió
los pliegues con un roce suave y Hannah no pudo pensar más. Continuó,
con más presión sobre el capullo oculto en su femineidad. Sumó los dedos,
la abrió con ellos, hasta llenarla. Construyó el placer de Hannah caricia a
caricia. Beso a Beso. La condujo por los pasillos del goce, la mano libre la
deslizó por el vientre hasta alcanzar un pecho. Lo estimuló.
Hannah alternaba el deseo de cerrar los ojos, lanzar la cabeza hacia
atrás para elevar la pelvis más cerca de la boca de Mihai, y mirarlo. No
deseaba perderse detalle de lo que él hacía con su lengua, con sus manos.
Asió sus cabellos, clavó sus talones en la espalda musculosa. Las
sensaciones empezaron a formar una tormenta. La respiración se volvió
jadeo. Hannah se lanzó al precipicio. Los espasmos se apoderaron de su
cuerpo, su cavidad aprisionó los dedos dentro de ella. Arrancó un gruñido
de goce en el hombre.
—Sí, Hannah —dijo, con la boca aún sobre ella. Bebió hasta el último
temblor—. Tienes tanto fuego.
Se incorporó; sin retirarse de su interior, la besó. Hannah saboreó su
propio placer de los labios de Mihai. Ahora el deseo de poseer el goce de
Vladislav fue mayor, saber qué lo haría experimentar le daba poder.
Lo rodeó con las piernas, lo aprisionó entre los muslos y lo acercó a
su centro. Estaba satisfecha, él no. Sus pupilas dilatadas, sus mejillas
enrojecidas, todo él era pasión contenida. Hannah tenía la llave para
desatarla. Se apoderó de su boca, rozó la lengua masculina en un toque
gentil, insuficiente, juguetón.
—Tengo preguntas —dijo.
Él movió los dedos dentro de ella, la hizo gemir. El pulgar estimulaba
el capullo con toques delicados; estaba demasiado sensible.
—Me matarás. —Hannah tiró de sus pantalones hacia abajo, develó la
dureza de Mihai cubierta apenas por la fina tela de la ropa interior. No
recordaba nunca haber mirado la anatomía masculina con tanto
detenimiento. Las luces apagadas, las sábanas sobre ellos. Así fue siempre
—. ¿Qué quieres saber?
—¿Tú también alcanzarías el placer si yo… si mi boca…?
—¡Joder, Hannah! Me rindo, me volverás loco.
La besó con ímpetu, enredó su mano en sus cabellos y quitó una a una
las horquillas. El cabello castaño cayó en cascada sobre la espalda. Se
embebió de la sensual imagen.
—Supongo que eso es un sí.
—Dijiste preguntas, más de una…
—Antes, comentaste algo de posiciones… —vaciló.
—Puedes tenerme y puedo tomarte de cualquier forma en que
nuestros cuerpos se acoplen —explicó.
Su lección pasó a lo empírico. Hannah le abrió los cordones de la ropa
interior, su miembro quedó expuesto. Mihai acortó aún más las distancias.
Retiró los dedos, reemplazó la caricia en su hendidura con su masculinidad.
Hannah gimió, estaba lista. Mihai se introdujo en ella lentamente. No
hubo resistencia. La cálida humedad le dio la bienvenida. Se movió dentro,
fuera, dentro, en estocadas pausadas. Fue leyendo las respuestas de la
mujer, descifrando los deseos que su inexperiencia le impedían expresar.
Con los cuerpos unidos, la alzó, la instó a que lo rodeara con las piernas y la
llevó al sillón. Dejó que ella lo montara. Vio su acierto en los ojos de
Hannah.
La amó más por ello. La deseó más por ello. Hannah ansiaba darle
placer, en lugar de dejárselo tomar, como fue en su pasado.
—Mihai…
Lo obligó a fijar sus ojos en ella, a mirarla en todo momento, mientras
lo cabalgaba sin piedad. Desde esa posición, por encima de él, podía
apoderarse de su boca, beber de sus gemidos, estudiar sus reacciones. Mihai
la rodeó con un brazo, con la mano libre sostuvo las caderas de Hannah
para quitar peso en el vaivén. Acompañó el movimiento con sus estocadas,
encontrándose a mitad de camino en cada embiste. La fricción de sus pelvis
juntas la acarició por fuera, y la dureza de Mihai la llenó por dentro, hasta
que olvidó su objetivo y se dejó llevar.
El orgasmo la tomó por sorpresa. Más intenso que el anterior. Sus
contracciones demandaban la respuesta de Mihai. Él se contuvo, a fuerza de
morir de placer en el intento. Permitió que Hannah se repusiera antes de
coger su rostro entre las manos y besarla.
—Ahora sí, Hannah, cariño… —prometió, alcanzando la cima.
Regalándole la imagen de su goce tal y como ella había pedido. Se derramó
en su interior, al tiempo que Hannah lo galopaba furiosa.
Los dos cayeron agotados en un enredo de extremidades. Laxos.
Felices. Plenos. Aprovecharon esos minutos para olvidar que el mundo
aguardaba por ellos, y era un terreno hostil. Se tenían el uno al otro, lo
demás podía esperar.

Envolvió el cuerpo de Hannah con su camisa. Él terminó de quitarse los


pantalones y volvió a anudar su ropa interior. Atrajo a la mujer a su regazo,
ella se acomodó con la cabeza en un reposabrazos y las piernas pendiendo
del otro. Mihai estaba hipnotizado por el cuerpo de Hannah. Era pequeña, él
se sentía inmenso a su lado. Las penurias del pasado le habían hecho perder
peso, parte del cual había recuperado en los meses en su casa de verano. Su
trasero volvía a ser respingado, y bajo el talle de su cintura, su vientre se
abultaba apenas. Sobre todo, cuando se sentaba. Él quería aferrarse de allí
una vez más, y saborearla de todas las formas posibles. Se contuvo. Las
emociones habían dejado a Hannah exhausta. Decidió deleitarse con
caricias perezosas, viajó con el revés de su mano desde el valle de sus senos
hasta el inicio de su monte de venus. La apertura de su camisa era
sugerente, prometía los pecados que mantenía oculto.
Hannah sonreía, mientras lo observaba del mismo modo. Todo lo que
en ella era pequeñez, delicadeza y suavidad, en Mihai era fuerza y dureza.
Acarició la herida en el hombro masculino y la delimitó con los dedos. Era
espantosa, nunca había visto nada igual. Se incorporó, el rubor la cubrió al
notar que Mihai estaba listo para repetir. Le agradó que no hiciera el
intento, era considerado con ella, leía sus necesidades y jamás se imponía.
Una completa novedad. Caminó hacia la biblioteca. Él la observó, la camisa
la cubría hasta mitad del muslo. El sol se colaba apenas por una rendija
entre las cortinas cerradas. Los dedos de Hannah recorrieron los tomos de
física mecánica, uno a uno. Luego cogió el sombrero morado. Lo puso
sobre su cabeza. Se observó en el cristal. La vieja Hannah se unía a la
nueva. Regresó con él al sillón, se sentó en las piernas de Mihai.
—¿Por qué lo conservas? —le preguntó.
Él la estrechó con más fuerza.
—Es muy difícil de explicar. —Le dio un suave beso. El sombrero le
sentaba precioso con sus cabellos sueltos y la camisa de hombre—. En esa
biblioteca acristalada conservo todos mis sueños. Supongo que es tiempo de
devolverte el sombrero, porque tú eres mi sueño cumplido.
Hannah lo besó, bebió de sus labios la hermosa confesión.
—En ese entonces no nos conocíamos. ¿Cómo podía ser tu sueño?
—Me salvaste la vida… —dijo Mihai.
—Sí, pero…
—No me refiero solo a la forma física. A esa tarde. Me salvaste la
vida por completo. —Ella aguardó a que él se abriera. Volvió a acariciar su
herida, algo le decía que esa cicatriz era la prueba física de todas las que
Mihai portaba por dentro. Y si eran la mitad de amenazantes… Se le anudó
la garganta. Deshizo el nudo con una sonrisa—. Esa tarde, hiciste algo que
cambió mi forma de pensar. Una dama de alcurnia, porque se notaba que
eras toda una damita… —agregó en tono juguetón—, eligió salvarme antes
de ponerse al resguardo de sus persecutores. Por cierto, debí adivinar tu
situación, si esa tarde te perseguían.
—En ese entonces, perseguían a Matthew —aclaró.
—Y tú te detuviste, corriste el riesgo, para salvarme a mí. Un obrero
sucio, pobre, cuya vida se medía en la cantidad de horas que era capaz de
trabajar antes de desmayarse del hambre o el agotamiento.
—Mihai, es lo que cualquiera hubiera hecho en mi lugar —expuso.
La ceja alzada del hombre le dejó en claro que no, que esa no era la realidad
que él había conocido hasta el momento.
—Mis padres murieron de tifus, escapando de los conflictos en los
Cárpatos y del hambre. Enfermaron en el trayecto, ni siquiera llegaron a
Londres. Arribé solo, sin ninguna herramienta más que mis propias manos.
Ni siquiera hablaba inglés. Conocí a Cameron, James, Gorman y Louise, no
todos eran huérfanos como yo. Algunos tenían padres que no salían de las
fábricas en todo el día; otros, que simplemente los habían abandonado,
como a Tobiah, Eliza y Lexi. Entre nosotros nos cuidábamos.
Conseguíamos empleos, dividíamos las ganancias y comíamos en
comedores como los de Sybill. —Hannah lo escuchaba con atención, sus
caricias le hacían tolerable repasar el pasado—. Fue unos años después de
mi arribo que se dio la epidemia de cólera. Cameron, James y Louise
murieron…
—Oh, Mihai. ¡Cuánto lo siento!, no imagino vivir tantas pérdidas, en
tan terribles circunstancias.
—Tú también has perdido a tus seres queridos.
—Sí, lo sé. La vida es, en parte, pérdida. Sin embargo, cuando estas
llegan como parte inevitable, uno las afronta con el espíritu tranquilo. En
cambio, al ser tan injustas… Tan…
—Evitables —completó por ella. Las enfermedades que se habían
llevado a sus familiares eran evitables. Las dos se producían por el
hacinamiento, la falta de higiene, la indignidad de la vida de los pobres—.
Exacto, Hannah. Evitables. Y, tristemente, al atestiguar una muerte tras de
otra en esas condiciones, uno empieza a convencerse de que es natural, de
que así es la vida, nacemos para morirnos y ya. Esa es la existencia de los
menos afortunados en este mundo. Yo vi mi muerte cercana, bajo los rieles
de un tren. Mi inevitable muerte. Una que no llegó porque una dama pensó
que mi vida valía, extendió su mano, incluso a riesgo de ser arrastrada ella
también bajo los rieles. Una dama de sombrero morado me enseñó que
entre nacer y morir hay una vida para ser vivida. Y que todas valen. La mía,
la de Sir Matthew, la de ella… —Le acomodó un mechón bajo el sombrero.
—Siempre me sentí dichosa de haberte salvado. En ese mismo
instante, en que te tuve en mis brazos y supe que estabas bien, fue la
sensación de felicidad más plena experimentada hasta el momento. Las
noches posteriores al accidente, soñé con lo ocurrido, me despertaba el
retumbar furioso de nuestros corazones pegados. Y ahora, saber lo que ese
acto significó para ti… —Lo besó con ímpetu, las palabras no conseguían
expresar los sentimientos.
—Esa no fue la única vez que me salvaste, Hannah. Unas semanas
después, una caldera explotó. Gorman y dos hombres más murieron. Yo me
llevé este recuerdo. —Señaló la herida. Hannah posó los labios en ella—.
Como no podía trabajar, me despidieron. Herido, febril, sin siquiera poder
proveerme de alimentos. La señora Harrison, ¿la recuerdas?, la remitente de
mi escasa correspondencia social…
—Sí, ella pregunta siempre por tu salud. —Sonrió. La adoró sin
conocerla.
—Ella me cuidó esos días, aunque no teníamos ni un penique para
pagar un médico. En mis delirios febriles, siempre estabas tú. Tu imagen
extendiendo la mano hacia mí. Tú enseñándome que mi vida vale, la mía y
la de Gorman y la de todos los que sufrimos muertes evitables. Al
recuperarme, lo supe, tenía que hacer algo. En ese estado febril diseñé la
caldera.
—Y yo que creía que no podía quererte más… —dijo Hannah,
emocionada.
—Si todos pudieran ver que un simple acto de humanidad lo puede
cambiar todo… Quizás, la caldera es un pretexto. Una excusa, un modo de
dar al mundo lo que una vez, una dama de sombrero morado me entregó a
mí.
Hannah se giró en su regazo, acomodó los muslos a cada lado de las
caderas de Mihai y lo besó.
—En este mundo de crueldad e injusticia, amar es subversivo. Y
resulta que nosotros, Mihai, tenemos corazones rebeldes.
Hicieron el amor una vez más. El sol empezó a bajar, los relojes a
correr y la realidad a colarse por las ventanas. Sin embargo, en esa ocasión,
el ocaso llegaba con promesas de amanecer.
Capítulo 19

Se prestaron ayuda el uno al otro para vestirse. Descubrieron que la tarea


podía ser igual de sensual. Los dedos de Hannah anudaron la pañoleta, las
manos de Mihai ajustaron el corsé.
—El sombrero te sienta bien con el vestido —comentó Vladislav. Lo
posó sobre el moño algo desprolijo improvisado por Hannah.
—Una pena que no sea un color apropiado para una viuda.
—¿Cuánto tiempo te resta de medio luto? —La besó, su pregunta
tenía dobles intenciones.
—Ya cumplí el plazo, pero suceden dos cosas. Una, son los únicos
vestidos que se salvaron a la purga. Dos, los colores de luto me hacen sentir
segura.
Mihai asintió. La viudez tenía esa dosis de soledad que antaño
Hannah añoraba. Una soledad que fuera sinónimo de libertad.
—En breve ya no tendrás que preocuparte por tu seguridad.
Terminaremos con esto hoy —sentenció.
—Mihai… —Ella lo detuvo. Miró el reloj de péndulo, era pasada la
hora del té—. Quizá sea mejor enfrentarlo mañana.
—No, de eso nada. Mejor hoy, ahora y, sobre todo, tomarlo de
sorpresa. —Fue hacia el escritorio y cogió la pluma.
—¿Para qué llevas la pluma?
—Para firmar el libre de deuda… —explicó. Luego tomó el
abrecartas.
—¡Mihai! —Hannah palideció.
—Vale. Los llevo como armas. Si porto mi pistola, sus «lacayos» —
El tono usado dejaba en evidencia que no eran lacayos, sino matones— me
desarmarán. Pero nadie me quitará una inofensiva pluma, ¿verdad?, y el
abrecartas es fácil de esconder.
Lo acomodó en su pecho, sostenido por la pañoleta. Hannah temió
preguntar en dónde aprendió a esconder armas. A veces, deseaba olvidar el
pasado de sufrimiento de Mihai, lo que se vio obligado a hacer para
sobrevivir. Luego recordaba que ese pasado era parte de él, lo hacía el
hombre del que se había enamorado. Se acercó y reacomodó la pañoleta.
—Recuerdo tu destreza abriendo cartas, y vuelvo a estremecerme.
Haz lo posible para evitar el enfrentamiento, por favor.
—Lo haré —le acarició la mejilla—. Tú estás en lo cierto, has dado
en el clavo con su esencia. A Sir Patel le importa su reputación. No hará
nada bajo su techo de gran señor. Llevo esto solo a modo de precaución, por
si cree que puede poner nuevas condiciones usureras.
—Espero que no —se preocupó Hannah—. Iré contigo y…
—¡No! —su tono fue firme—. De ninguna manera. Permíteme hacer
esto por ti, la simple idea de pensar en los riesgos que has corrido hasta el
momento me pone enfermo. Además, estoy convencido de que este es el
fin. Mientras antes se olvide de nosotros, antes nos olvidaremos de él y las
cosas volverán a fluir en su maldito negocio. Cobrar es siempre mejor que
matar. —Fue hasta la caja fuerte, retiró las libras y las anotó en el libro
contable con un rápido movimiento de pluma. La regresó a su bolsillo—.
Espérame aquí.
—Debo regresar. Odessa y Harper estarán preocupadas…
—Envíales una nota.
—¡No seas déspota! —lo reprendió, al tiempo que lo besaba—. Tras
todo el miedo que hemos pasado estos días, se merecen una explicación de
mi ausencia. Y del resultado de mis planes —agregó, rodando los ojos—.
Aún no puedo creer que hayas financiado el comedor con tus compras y
donaciones. —Lo observó rebosante de admiración.
—Ser generoso cuando se tiene el dinero es fácil. Yo no puedo creer
que hayas ayudado al comedor cuando apenas podías llenar tu propio
estómago. —Posó sus labios en la frente de Hannah, le retiró el sombrero
dispuesto a dejarla marchar. Solo por unas horas. Las últimas que pasarían
separados, prometió.
Se despidieron en el vestíbulo. Mason los observó con una sonrisa
cómplice desde el rellano de la escalera. Greg, a su lado, se mostraba
furibundo. Convencido de que tendría que haber protegido el decoro de la
señorita Renner de los modales de bestia del señor Vladislav.
—No todas las damas necesitan un caballero, Greg. Las valientes no
necesitan a nadie, y eso les otorga la libertad de elegir con el corazón.
***

—¡Hannah!, gracias a Dios te encuentras bien… —Odessa la abrazó con


fuerza. Tobiah y Eliza se aferraron a su falda, habían percibido la exaltación
del entorno. Harper se acercó a ella.
—Dejarnos así, con el corazón en la boca, querida. ¿Y?, ¿has
encontrado al benefactor?
—Es mejor que tomen asiento.
Fue hacia la salamandra, el agua sobre la misma estaba caliente,
preparó té. Lo necesitaba. Sin la presencia de Mihai a su lado, empezaba a
sentirse débil. Los días anteriores, de dolor e incertidumbre, pesaban más. Y
esa tarde, en los brazos del hombre, parecía un sueño. La invadía una
extraña sensación de irrealidad. Sufría una conmoción emocional. Había
visto a mujeres padecerlas tras la muerte de un pariente o luego de vivir un
accidente. Eso la hacía pensar que lo que le sucedía era otra cosa, la
nebulosa en su cabeza, las palpitaciones en su pecho, la migraña que
empezaba a latir en sus sienes… Se dejó caer en una silla, las piernas no la
sostenían.
Lo racionalizaría después, mucho después. Regresaría con sus
evocaciones a ese día y entendería lo sucedido con la perspectiva que daba
el tiempo. Desde la muerte de Matthew se abrió el suelo bajo sus pies y
comenzó a caer. A caer, y caer, y caer, por un precipicio interminable:
deudas, pérdidas, miedo, amenazas, trabajo duro y un nuevo amor. El fin de
esa etapa se sentía como estrellarse contra el fondo, y no entendía cómo no
estaba muerta. Su cuerpo tampoco lo comprendía. Su mente llevaba tantos
meses planteando escenarios fatídicos que ahora requeriría de días para
asimilar la ausencia de amenazas.
—¿Hannah? —preguntó Odessa.
—El benefactor es Mihai. —Cerró los ojos, una vez más la asaltó la
sensación de vértigo—. Siempre él, todo este tiempo, él. Él nos compró las
conservas, él donó al comedor de Sybill, él me pagó el dinero de la apuesta
más las lecciones y él…
—Y él está con Sir Patel ahora mismo —completó Harper.
Hannah asintió. Veía nublado. Estaba por tener un ataque de ansiedad.
Todas las emociones salían a la superficie. Era un volcán en plena erupción.
Y él me ama. Y significo mucho para él. Y yo lo amo. E hicimos el
amor. Y no soy capaz de alejarme. Y no sé si soy suficiente. Y tengo miedo.
Y tengo paz. Y… Y… Y…
Todo había pasado tan rápido. El amor, la huida, el reencuentro, el
temor de perderlo en manos de un prestamista, el pánico de contemplar la
vida sin él. El destino había jugado con ella al gallito ciego, y ahora,
mareada, debía hallar por dónde seguir.
Odessa y Harper se abrazaron. Los niños lo hicieron. También la
abrazaron a ella. Conversaron a viva voz, Harper se marchó y regresó a los
pocos minutos con una botella de gin barato. Sirvió tres medidas, la
instaron a brindar. Hannah respondió como un autómata. Incluso sonreía.
Porque aún saboreaba la dicha de estar en brazos de Mihai.
No se dio cuenta del paso de las horas. A su alrededor el mundo
giraba y ella… ella seguía sentada. Nadie la importunó, Odessa y Harper
adivinaban lo que le sucedía. La señora Cooper lo comparaba con lo que
significó para ella la muerte del señor Cooper y luego la de su hijo. Esa
vorágine de funerales, preparativos, documentos legales, que te impedían
dedicarte a llorar. Al terminar, el vacío enorme, y la pregunta, ¿ahora qué?
Pero ella había tenido a Hannah, esa muchacha, ahora mujer, que enfrentó
al mundo de hombres y no se derrumbó jamás. Hannah le permitió a Odessa
llorar su pérdida mientras se encargaba de la tormenta desatada. Era su
momento de llorar, y de hacer el verdadero duelo, aquel que iba más allá de
atuendos negros y normas sociales.
Un golpe en la puerta interrumpió el extraño festejo.
—¡Mihai! —Eliza fue la primera en salir corriendo, se aferró a las
piernas del hombre y elevó los brazos pidiendo ser elevada. Vladislav le dio
el gusto, y la niña se asió de su cuello.
—Cuidado, pequeña… —Se quitó el abrecartas ahí oculto—. Ahora
sí, puedes asfixiarme en paz —bromeó.
Tobiah también lo saludó, intentó disimular la alegría de verlo,
¡alguien tenía que ser el hombre de esa casa!, pero sus ojitos brillaron.
Odessa y Harper lo acogieron con cariño, le acercaron una silla y le
sirvieron té.
—¿Está todo resuelto? —preguntaron, ansiosas.
Mihai observaba a Hannah, su mirada vacía. Lo acusó al cansancio
del día. Después de todo, se había levantado al alba para ir al mercado,
persiguió a una empleada por las calles, se coló en una casa extraña,
descubrió que su dueño era el hombre del que estaba enamorada, hicieron el
amor, él se fue a enfrentar un potencial asesino mientras ella regresaba a dar
explicaciones. El agotamiento era lógico, y a Mihai le gustaba la lógica.
—Sí, aquí está el documento que prueba la ausencia de deudas. Son
libres… —Extendió el papel hacia Hannah. Ella lo miró sin ver. Sonrió,
porque su cuerpo respondía por costumbre. Odessa chilló, apretujó a Lexi
en brazos. Todo sería distinto desde ahora—. ¿Hannah? —preguntó él. Le
cogió la mano y aguardó por su respuesta.
—Gracias, espero que no te haya dado problemas —dijo.
—No, como siempre, tenías razón… Estaba muy preocupado por su
reputación. Ansiaba olvidarse de nosotros tanto como nosotros de él
—Bien…
—Hannah, ¿podemos tener unas palabras a solas? —pidió, no
necesitó decir más, Odessa se marchó con Lexi en brazos. Harper empujó a
Tobiah y Eliza. Los cinco se encerraron en la habitación, no sin posar sus
oídos en la puerta y escuchar con atención—. Hannah, ¿lo has oído?, eres
libre. Esta pesadilla terminó.
La ausencia de testigos la impulsó a reaccionar. Abrazó a Mihai con
fuerza, escondió su rostro en el cuello y dejó ir un par de lágrimas
reprimidas.
—¿Y si es un sueño?, ¿y si mañana despierto y he imaginado todo?
—Cariño, no es un sueño. ¿Acaso eres capaz de imaginar lo que
sucedió entre nosotros en el despacho?, porque yo, ni en mis mejores
fantasías —le susurró. Hannah rio, y Mihai se alegró de conseguirlo. Le
secó una lágrima con el pulgar, la sentó en su regazo y la besó.
—No deberíamos, sabes que están escuchando tras la puerta.
—Entonces, hagamos lo correcto… —dijo él, con una sonrisa
satisfecha.
—¿A qué te refieres?
—Hannah, antes de que huyeras de mí, tenía planeado proponértelo,
pero… —Hannah se puso de pie, se alejó de él y en su rastro se reveló el
pánico—, ¿quieres ser mi esposa? —Buscó en sus bolsillos, de regreso de
casa del señor Pavel, se detuvo en la suya solo a recogerlo. Él también era
preso de las emociones del día, aunque en su caso eran muy distintas. De
perder a Hannah a recuperarla. De temer al amor, a volver a confiar. Abrió
el estuche que contenía un anillo de oro con una aguamarina reluciente,
rodeada de diminutos topacios amarillos—. ¿Quieres formar una familia
conmigo?
El miedo de Hannah fue evidente. Mihai se maldijo por su
imbecilidad. Tan ansioso estaba por empezar su futuro con ella, que se
apresuró en la propuesta. Se puso de pie, intentó acercarse.
—¿Casarse? —repitió con voz temblorosa—. ¿Depender de ti?
—No es como yo lo veo, Hannah. Lo sé, fui insensible. Debía esperar
antes de hablar, pero… después de nuestro encuentro, tras lo que sucedió
entre nosotros, creí que estabas lista, que tú también querrías convertir esto
—Señaló el entorno, se refería a los niños, a Odessa y Harper, a Mason,
Greg, él…— en una familia.
—Lo que tú llamas familia significa dependencia para mí, y lo sabes.
—Los ojos se le inundaron de lágrimas. El corazón le iba a estallar.
Mihai extendió la mano hacia ella, Hannah retrocedió. Lo que
experimentaba no era el pánico ante una amenaza inminente, como era el
prestamista. La clase de miedo que demanda una acción inmediata. Se
trataba de un terror alojado en su interior, un trauma del pasado, algo que no
respondía a razones.
—Hannah… No podré arrancar los miedos alojados dentro de ti, si
cada vez que lo intento, me atacas hasta despedazarme. Debes confiar, deja
que me acerque, deja que te abrace, permíteme despojarte de ellos. —Dio
un paso, luego otro. Cauteloso.
La puerta de la habitación contigua se abrió. Odessa se interpuso entre
la pareja, cogió el rostro de su nuera entre sus gentiles manos y la obligó a
mirarla a los ojos.
—Hannah, juro que te entiendo, pero tienes que ser fuerte una última
vez. Luego, si te desmoronas, te sostendré con mis propios brazos —
prometió con la voz desgarrada.
—¿Odessa? —preguntó Mihai, confundido.
—Los niños han oído lo que dijo de formar una familia, han escapado
por la ventana. Harper salió tras ellos, pero solo Hannah sabe dónde se
esconden, solo ella puede traerlos de regreso…
Hannah sacudió la cabeza, como si despertara de una hipnosis. La
vida había hecho de ella un soldado, respondía a la adversidad sin pensar.
—¿Qué?, ¿Tobiah, Eliza, Lexi? —Los buscó en la casa, no podía
creerlo—. ¡Maldición!
—Un golpe más con el que lidiar cuando la calma regrese —dijo
Odessa. Hannah abandonó la casa al trote. Mihai permaneció unos
segundos sin reaccionar—. Está tan acostumbrada a batallar, que no sabe
qué hacer con la paz. Tenle paciencia —le rogó a Mihai—. Y ve tras ella
ahora, has elegido formar una familia de personas heridas, en el futuro,
tendrás que lidiar con muchas situaciones como estas.
—Y mientras antes aprenda a manejarlas, mucho mejor. —Exhaló, y
corrió tras la mujer y los hijos que amaba.

Hannah rebasó a Harper en las callejuelas. Sabía adónde ir, al viejo sótano
en el cual los halló la primera vez. No se volteó a constatar. Mihai seguía
sus pasos, y ella se maldijo por sus palabras. ¡Estaba tan rota! Le sorprendía
que Vladislav aun así la amara. La eligiera, aunque tuviera que barrer sus
pedazos. Sin embargo, en el frenesí de su búsqueda por los niños, supo que
ella haría lo mismo por él. Mihai repleto de cicatrices, físicas y
emocionales, destrozado por tantas pérdidas, valía más que cualquier
hombre sano y entero.
Arribó a los tablones de madera, los alzó como hizo en el pasado y se
coló al refugio de los niños. Estaban a oscuras. Dejó abierto y la luna fue su
guía. En el interior, Eliza sostenía a Lexi, la bebé lloraba. Tobiah abrazaba a
sus hermanas y, con el corazón en un puño, Hannah vio el reflejo de
lágrimas en sus mejillas juveniles.
—Pequeños, lo siento. —Se acercó. Los contuvo a su vez, a los tres,
entre sus brazos—. Lo siento mucho, no fui yo quien dijo eso, fue mi
miedo. Es un monstruo que me consume, y me hiere, y me arruina… y que
no siempre puedo domar.
—¿Tienes miedo, tú? —Tobiah sorbió, su tono era incrédulo. Desde
que la conocía, Hannah había enfrentado a todos. Incluso al enorme señor
Vladislav. No le temía a nada ni nadie. Los pasos de Mihai quedaron
ahogados por las palabras.
—Sí, mucho miedo. —Le acarició el cabello. Se sentó en el suelo,
cogió a Lexi de brazos de Eliza y la niña se aferró a su cintura. Tobiah
mantenía cierta distancia, con recelo—. Son aún pequeños, pero los adultos
no perdemos los miedos a los monstruos ni a los fantasmas, solo toman otra
forma.
—¿Qué forma? —preguntó Eliza.
—En mi caso, la forma del sufrimiento del pasado. Son aún pequeños
para comprender…
—No —rebatió Tobiah—, no somos pequeños. Dinos.
Hannah sentía el pecho pesado, les debía la verdad. Era consciente de
que solo la verdad podría hacerles entender a esos niños que nada malo
habían hecho; no se trataba de ellos, de que no fueran dignos del amor de
una madre. Monstruos contra monstruos, miedos contra miedos.
—Mi matrimonio con el señor Cooper fue muy malo. Vi cómo
destrozaba mi vida, sin poder detener la catástrofe, porque era mi dueño y
señor. El matrimonio es así para las mujeres. Implica pertenecer a otra
persona. —Hannah sintió la presencia de Mihai, supo que la oía—.
Casarme significa volver a atarme a alguien, entregarle ese poder sobre mí.
—¿Crees que el señor Vladislav será malo contigo? —preguntó Eliza,
incrédula.
—No —respondió. En la oscuridad, sonrió. Mihai vio la luna
reflejarse en su sonrisa desigual, la genuina, la que lo enamoraba—. El
señor Vladislav es un gran hombre. Es mi temor el que me impide ver la
diferencia. Confiar. Porque confiar en alguien es eso, poner en sus manos el
poder de herirnos, convencidos de que, aun pudiendo, no nos dañarán
jamás.
—Yo confío en ti —dijo Tobiah. Se acercó hasta pegarse a su cuerpo.
Hannah le removió los cabellos, depositó un beso en su frente—. También
temo que nos abandones, como mi madre, pero no lo harás, ¿verdad?
—¡Jamás! —Besó nuevamente su frente—. Jamás —Besó a Eliza—.
Jamás… —Selló el pacto con Lexi.
—Entonces, si nosotros nos atrevemos a confiar, tú también puedes
—sentenció el niño—. ¡Eres la persona más valiente del mundo!
La certeza con la que lo decía Tobiah caló hondo en ella. Las
lágrimas, ya no de miedo, sino de aceptación salieron a la superficie.
—Solo… solo estoy cansada de tener que ser valiente todo el tiempo
—confesó.
—No necesitas serlo toooodoooo el tiempo —Tobiah le secó las
lágrimas—. Yo puedo defenderte, así no tienes que ser fuerte siempre.
—Y yo —dijo Eliza—. Yo también puedo defenderte. Y Lexi cuando
crezca.
—Y yo… —rompió el silencio Mihai. Se acercó a su nueva familia
—. Yo estaré allí para sostenerte.
—¡Y Harper! —agregó Tobiah—. Ella tiene mucha fuerza.
—¡Y Odessa! —mencionó Eliza—. Odessa sabe curar las rozaduras
cuando te tropiezas. Mira… —Señaló la herida limpia en su rodilla.
—Y Mason, y Greg que aguarda en casa para reprenderme por mi
falta de caballerosidad… —sumó Mihai.
Hannah rio, una risa suave que al fin limpió su dolor. Extendió sus
brazos, le dio la bienvenida al señor Vladislav a esa nueva cofradía.
—Tienen razón, ya no tendré que ser fuerte todo el tiempo. Tendré mi
propio ejército… —Miró al hombre que amaba, a los hijos que la vida le
había regalado—. Tendré a mi familia.

El futuro comenzó esa misma noche. Mihai cogió a Hannah en brazos, una
vez de regreso en el apartamento, fue a por su carruaje. No pasarían una
noche más en los bajos fondos. Ninguno de ellos sufriría un día más de
penuria.
—Déjate cuidar —le susurró al oído. La tenía en brazos, en la butaca
del coche, con los niños pegados a ella—. Déjate querer. ¿Lo ves?, puedes
contar con nosotros. Con todos, estamos aquí, dragă.
—¿Qué significa, dragă? —preguntó Tobiah. Sus ojos lo desafiaban.
Mihai le despeinó los cabellos.
—¿Temes que sea algo malo? —rebatió con una sonrisa.
—Yo también prometí cuidarla.
El muy bribón estaba celoso. Era adorable. La sonrisa se le amplió.
—Significa cariño, o querida, en rumano.
Arribaron tarde. Entre tanta acción del día, ya era medianoche y
estaban agotados. Greg había dispuesto todo, con la eficiencia que lo
caracterizaba. Por desgracia, Mihai no sería tan respetuoso con el orden del
mayordomo. No dejaría a Hannah sola en una habitación por mucho decoro
que tuvieran que fingir. Los niños fueron conducidos a una alcoba junto a
Harper. Lexi con Odessa. La residencia londinense era más pequeña que la
de verano.
Mihai ayudó a Hannah a desvestirse, estaba al borde del desmayo por
el agotamiento. La metió en la tina, enjuagó su cuerpo y la envolvió en un
camisón recatado. La acompañó a la cama antes de tomar él un baño. Tras
lo cual, se acostó a su lado. La espalda de ella sobre el pecho de él. Un
brazo la rodeó por la cintura, el otro funcionó de almohada. Veló por su
descanso hasta la mañana siguiente.
Los ojos aguamarina de Hannah se abrieron, escrutaron la habitación.
Tardó en recordar dónde se hallaba, con quién se hallaba. Un suspiro de
deleite escapó de sus labios al sentir el cuerpo de Mihai tan cerca suyo.
—Buenos días —saludó, con voz ronca.
—Me temo, señorita Renner, que debo corregirla. Buenas tardes. —
La besó. Ella se incorporó de golpe.
—¿Qué hora es?, ¿cómo…?
Mihai tiró de ella, la obligó a retozar en la cama.
—¿Recuerdas?, perder el tiempo no siempre es una pérdida de
tiempo. Tú me lo has enseñado.
—Y cuando tú hablabas de permanecer en la cama, no aludías a
dormir —lo reprendió, clavando el índice en su pecho. Mihai carcajeó.
—Me declaro culpable, pero eso fue antes de conocerte. Contigo, solo
permanecer así, es pura ganancia. —La besó, ella le hizo a un lado el rostro
de manera juguetona.
—Detesto mi aliento por las mañanas —se disculpó.
Él rio con más fuerza.
—Todas tus pertenencias están en otra habitación. Haré que las
traigan.
—¿Por qué en otra?, ¿esta es tu alcoba? —miró derredor.
La cama era amplia, acorde a las dimensiones de Vladislav. Respaldar
de madera lustrada, las mesas de noche a juego, las cortinas eran de color
bordó y solo una pared contaba con un empapelado del mismo color con
flores de lis en dorado. El mismo tono dorado viejo de los cabellos de
Mihai.
—Sí. Greg está muy enfadado conmigo por traerte aquí.
—No lo culpes, aún intenta hacer de ti un caballero —rio. Le dio un
beso de labios cerrados, haciendo que él ría a su vez.
—¿Y tú no?
—No. Yo no necesito a un caballero, solo te necesito a ti. —Lo
abrazó, chilló de felicidad cuando él buscó su boca y ella, esquiva, solo le
dio acceso a su cuello.
Mihai hizo sonar la campanilla. En menos de un minuto, golpeaban la
puerta con suavidad. La joven que ella había seguido desde el mercado
asomó su cabeza por la rendija.
—Meg, adelante —indicó el señor Vladislav.
Hannah se sonrojó, la escena era sin dudas íntima. Peor aún, el
hombre a su lado estaba más despierto de lo decoroso. Lo cubrió con las
mantas en un ademán rápido.
—Greg… perdón, el señor Elba, dice que yo debo atender la
campanilla de ahora en más, si usted insiste en que la dama… Me ordenó
que dijera así, dama… —Remarcó con clara censura hacia su señor—,
permanezca en esta habitación. Porque, recalcó, alguien debe ocuparse de la
buena educación en este techo.
A Hannah se le escapó una risa nerviosa. Mihai rodó los ojos, en el
fondo, Greg lo entretenía demasiado. Jamás se desharía de él.
—Me parece bien.
Al fin Meg ingresó. Traía con ella algunos artículos de tocador, entre
los cuales se hallaban los polvos dentífricos, y el carrito con el té. Hannah
fue a por sus cosas con presura. Contuvo una expresión de horror ante el
reflejo en el espejo. Despeinada, con ojeras por el cansancio y el llanto y
con las sábanas dibujadas en su piel por haber dormido de corrido en la
misma posición. Meg se retiró ante una señal muda de su señor. Una vez a
solas, Mihai la rodeó por detrás, le robó un beso con sabor a menta.
—Eres hermosa.
—Eres un mentiroso —rebatió.
—Cada huella es la prueba de una batalla ganada. Hasta llorar cuando
lo necesitamos es de valientes. Ven… que debes tener hambre.
Le sirvió el té, untó con mantequilla una rebanada de pan y agregó
una lonja de jamón. La sentó en su regazo, incapaz de soltarla un segundo.
A Hannah le urgía ser cuidada por fin, y él exigía ser quien lo hiciera.
—Siento lo de anoche —dijo ella con el estómago lleno—. Tantas
emociones me desequilibraron.
—No tienes que disculparte. Sé lo que es el temor por experiencias
del pasado. —Le hizo el cabello a un lado—. Quiero que sepas, dragă, que
no tienes por qué ser valiente con lo nuestro.
—Si no es por una última cuota de valor, saldría corriendo por el
pánico —bromeó. Mihai rio con ella.
—Lo sé. Pero déjame decirte que el valor no mata al miedo. Valor es
hacer las cosas a pesar del miedo. Y estás en lo cierto, fuiste audaz
demasiado tiempo. Lo que yo te pido es que te despojes del temor. El
asesino del temor es la razón.
—¿La razón? He creado un monstruo de la lógica. —Lo besó, él
ahondó el beso.
—Sí, lo has hecho. Por mucho tiempo —confesó—, pensé que sería
incapaz de enamorarme. Perdí a muchas personas a lo largo de mi vida, y
cada una de ellas se llevó una parte de mi corazón. Creí que me restaba solo
un fragmento, y si lo arriesgaba y perdía, entonces estaría muerto.
—En el amor, todos somos apostadores.
—Es verdad. Pero yo aposté a más. Mi error estaba en creer que el
corazón no se expande, no vuelve a crecer. Amarte a ti podía ser un riesgo,
jugar al pleno, pero, ¿y si amaba a más personas?, ¿si me dejaba querer por
más personas? Les permití entrar a todos. A Tobiah, Eliza, Lexi, Odessa,
Harper… hasta a Greg le tengo cariño…
—Es un incomprendido —dijo Hannah con una sonrisa.
—Y, por supuesto, a ti. Mi corazón dejó de ser una sola pieza, una
roca a la que me aferraba como un avaro, temeroso de que me la
arrebataran. Permití que creciera y los albergara a todos. Vuelvo a estar
completo, listo para afrontar los embistes de la vida.
Hannah le acarició el pecho, palpó los latidos de ese corazón en el que
ahora vivía. Mihai le cogió la mano en la suya y la posó en el valle entre sus
senos.
—Esa lógica me permitió afrontar mi temor —prosiguió—, y quiero
compartirla contigo. Estás en lo cierto, dragă, casarte es enlazarte a alguien.
Atarte a mí. Visto de ese modo, es tu mayor temor, la pérdida de la libertad.
—Los latidos de Hannah se aceleraron producto del pavor que la idea le
generaba—. Una única soga hace un amarre, muchas sogas trenzadas hacen
una red. No te ates solo a mí, anúdate a Tobiah, a Eliza, a Lexi. Amárrate a
Harper y Odessa. A Mason, a Greg. Y nosotros nos ligaremos a su vez.
Juntos conformaremos una malla resistente. Una red que te sostendrá
cuando caigas, que tirará de ti para protegerte de tus enemigos y te
empujará para cumplir tus sueños. Convierte estos lazos en parte de ti, y ya
no temerás la falta de libertad, porque donde vayas, iremos contigo.
—Como las aves —prometió Hannah. Lo abrazó, pactó ese lazo con
él—. Vuelan, extienden sus alas, pero siempre… siempre, viajan en
bandada.
Epílogo

Una boda bastó para colocar a Mihai Vladislav en el centro del


cotilleo. El progreso económico, la colaboración en la industria ferroviaria
internacional, los beneficios que brindaban las calderas diseñadas por él, los
riesgos que se evitaban con estas... no era relevante. Pero una boda… ¡y con
la joven viuda de Sir Matthew Cooper!, aquel que fue hallado flotando en el
Támesis, el que se suicidó dejando en la miseria absoluta a las mujeres de la
familia. Eso era otro cantar. La clase de manjar que debía de ser degustado
en tiempo y forma, con calma, desde un palco preferencial.
La decepción fue letal. ¿Cómo se atrevían? Una boda a puertas
cerradas, solo con invitados íntimos. ¡¿Qué más se podía esperar de ese
advenedizo sin clase?! Uno pensaría que su futura esposa lo aleccionaría
con respecto al protocolo. Le explicaría que un buen matrimonio resultaba
la mejor forma de introducirse, finalmente, en el terrero social de Londres.
Por lo visto, no; y la muchacha, sin duda, descendió peldaños sociales para
adaptarse al estatus del hombre.
Lo conversaron entre sábanas, besos y caricias. ¿Era una excelente
oportunidad para obtener el pase de ingreso al círculo social de alta
alcurnia? Por supuesto que sí. ¿La boda le permitiría vincularse con
personas a las que aspiró a alcanzar en sus inicios empresariales? ¡Pues
claro! ¿Podría hacer uso y abuso de la ostentación?, ¿consagrarse como un
nuevo rico?, ¿exponer sus triunfos materiales? Sin duda alguna. ¿Les
importaba hacerlo? En lo absoluto.
—Es mi deber decirte, como tu... tu futura... —Aún le resultaba difícil
utilizar la palabra esposa, quizás por el peso que significó la palabra en el
pasado.
—Como mi futura socia de vida —agregó Mihai depositando un
suave beso en sus labios. La hizo sonreír—, como mi compañera —Otro
beso—, como mi cómplice... —Otro beso, y otro, y otro.
—Como todo eso y más, repito —Lo empujó con delicadeza. Cuando
la espalda de Mihai golpeó sobre el colchón, se subió a horcajadas sobre él.
Acarició su pecho desnudo en todo su esplendor—, es mi deber decirte que
van a repudiar nuestra actitud.
—La mitad de ellos rechazarán la invitación.
—Lo harán, por supuesto. Pero tú eres el hombre vil y sin modales
que les ha robado la posibilidad del rechazarte.
—Dicho de esa manera, tienes razón, soy un ser vil, carente de
modales —Mihai también se sumó a las caricias, rozó su vientre y ascendió
hasta alcanzar sus senos—, un bruto sin remedio. —Se incorporó con ella a
cuestas solo para besarla y susurrar sobre sus labios—. Todavía estás a
tiempo de arrepentirte.
—¿A tiempo? Lo siento, te equivocas, ya arrojé las invitaciones al
fuego...
Al ritmo de las risas compartidas, giraron con sus cuerpos. Fue el
turno de Hannah, de su espalda contra el colchón. Enredaron sus piernas,
sus lenguas, sus anhelos y emociones. Iniciarían una nueva vida juntos, y en
esa vida solo existía lugar para los verdaderos afectos.

Si alguien observaba el festejo desde afuera, supondría que se encontraba


ante una fiesta infantil, considerando la cantidad de niños que correteaban
de un lado al otro, riendo a carcajadas y devorando trozos de pastel que
cogían de la mesa principal. Una repleta de exquisiteces. A nadie se le
ocurriría pensar que estaban ante una boda, en especial porque no había una
novia vestida como tal. Hannah lucía un bello y simple vestido de color
morado, y Mihai vestía un atuendo negro sin mucha ostentación; tan solo
llevaba una pañoleta en el mismo tono morado. La flor que debía decorar el
ojal de su chaqueta, había sido reemplazada por una pluma blanca. ¡Vaya
par de novios!
Por suerte, nadie observaba desde afuera. Nadie iría con los rumores
del evento a la prensa amarillista. Y nadie, nadie, quedaría ridiculizado. Ni
siquiera él. Greg suspiró, la boda no se convertiría en una mancha en su
uniforme ni en su prestigio. Quedaría en el anonimato. En su defecto, las
anécdotas recorrerían las calles de Mile End, ya que los únicos invitados
provenían de ese lugar. Sybill, algunos de los niños del comedor
comunitario y el padre Joseph, quién consagró la unión matrimonial. ¡Cielo
santo, agradecía la ausencia de nobles, de lo contrario, nunca más
conseguiría trabajo fuera de esa familia!
—Greg, por una vez, podrías relajarte y disfrutar.
La voz de Meg lo tomó por sorpresa, la muchacha traía consigo una
bandeja con bocadillos dulces. Greg apretó los dientes, ni siquiera lograba
pulir las modales de la empleada a su cargo.
—¿Disfrutar? Por si no te has dado cuenta, disfrutar no se encuentra
dentro de mis funciones, y tampoco dentro de las tuyas. —La instó con la
mirada a que continuara con la labor.
—Lo sé, si estuviese entre mis funciones disfrutar, créeme que lo
haría sin dudarlo, no como tú que te quedas aquí como si fueses un perico
decorativo.
—Estás muy fuera de lugar, Meg, modera tus palabras y haz tu
trabajo —gruñó entre dientes—. Y no es una sugerencia, sino una orden.
—¿Orden? —rio la muchacha—. El señor me ha dicho que hoy no
tienes permiso para dar órdenes.
Greg se atragantó con la saliva. El rostro se le enrojeció producto de
la desesperación.
—¿De qué demonios hablas? —Era la primera vez en su vida que
Greg maldecía en voz alta.
—¿Acaso no te has dado cuenta? —dijo entre risas Meg, los platos
con bocadillos de la bandeja se golpetearon entre sí a causa de la sacudida
del cuerpo de la muchacha—. ¿Siquiera te has visto al espejo?
—Por favor, ni me lo recuerdes... —bufó fastidiado. No le habían
permitido lucir el atuendo de acuerdo al evento, lo obligaron a vestir un
traje. ¡Un traje de tarde!—. ¿A quién se le puede ocurrir vestir de esta
manera en un servicio de esta magnitud?
—¿A quién? ¡Pues a un invitado, zoquete! Sigues sin entenderlo,
¿verdad? —Los ojos de Greg hicieron contacto con los de ella. No, no lo
entendía. Meg volvió a reír—. Hoy no eres un mayordomo, hoy eres un
invitado más. —El asombro del hombre fue tal que la mandíbula se le abrió
en contra de su voluntad—. Ten, come un bocadillo, y disfruta. —Introdujo
un dulce de mazapán en su boca.
El sonido de un cuchillo impactando en el cristal de una copa puso un
punto y aparte en la conversación de ese par. La atención de los presentes
fue dirigida hacia Mason Green, a excepción de la de los niños. Los más
pequeños correteaban ajenos al mundo de los adultos.
—En medio de este grato momento y como consagración definitiva
de la unión matrimonial de esta encantadora pareja —Elevó la copa en
dirección a Hannah y Mihai, los demás lo imitaron—, he aquí mi obsequio.
—Dos empleados se acercaron trayendo consigo un gran cuadro cubierto
con una tela de raso y un caballete acorde al tamaño de la obra—. Antes de
que sus ojos lo aprecien, debo hacer dos aclaraciones —carraspeó—. La
primera, padre Joseph, espero no incomodarlo con mi arte, de ser así, desde
ya le pido disculpas.
—Joder, Mason, ¿qué has hecho? —Mihai podía adelantarse al
suceso. Cerró los ojos con una sonrisa en los labios. Un pellizco de Hannah
lo obligó a abrirlos de nuevo. Le respondió la juguetona agresión con un
beso.
—Mason, por favor, continúa —agregó Hannah—. Estoy ansiosa por
oír tu segunda aclaración.
—Bueno, más que aclaración, es un pedido. —Buscó con la mirada al
origen de su inspiración—. Odessa, ¿podrías acercarte y acompañarme?
—Le he dicho un centenar de veces, señor Green, para usted soy
Señora Odessa. —Se incorporó de la silla, apretó los labios para disimular
la sonrisa.
Fue hasta él y se ubicó al otro lado de la obra en cuestión.
—La llamaré como a usted le plazca —le susurró en cuanto estuvo
cerca de él. Lo dicho no pasó desapercibido por nadie, al igual que la
melosidad en el tono utilizado.
—Pues, vamos, señor Green, no se ande con vueltas. —Harper estaba
ansiosa—. ¡Quite el condenado paño!
—Señora Odessa, para ello la convoqué, retiré usted el paño. Le cedo
el honor.
De un solo tirón, Odessa descubrió la pintura. Solo se oyó una
exhalación de espanto y fue la de Greg. El resto se dedicó a observar con
detalle la pintura.
—He aquí mi obra maestra, titulada: La venus inglesa.
Un retrato de Odessa, desnuda de pies a cabeza. Lo que la
diferenciaba del Nacimiento de Venus de Botticelli era que, en vez de
encontrarse de pie sobre una almeja, las almejas cubrían sus senos y su
centro femenino.
Todos quedaron mudos y expectantes de la reacción de Odessa. Ella
desplegó su abanico, se propició aire y finalmente dijo:
—Tantos años vividos respetando las reglas del decoro —Exhaló con
fuerza—, tantos años intentando ser la dama que me exigían ser, ¿para qué?
Para que usted, Mason Green, con su loca desfachatez, con su arte, venga y
retrate esto...
—Odessa… —murmuró Mason con tristeza ante lo que creía era el
desencanto de la mujer que amaba.
—Venga y retrate esto... —repitió—. ¡Tantos años, y por fin alguien
aprecia la simetría de mi belleza!
Sus palabras fueron acompañadas de risas, exhalaciones y suspiros. El
padre Joseph, fascinado por lo que veía y oía, elevó su copa:
—¡Amén! —proclamó.
—¡Amén, padre! —Harper chocó su copa con la de él. Bebieron.
—Oh, oh, mi bella musa—Se arrodilló ante ella, le cogió la mano—,
su decepción hubiese sido mi desdicha.
—¿Y mi dicha que significa entonces?
—Una invitación a mi osadía, y con ella recorriendo mis venas, ante
todos los presentes, me atrevo a proclamar… ¡Cásate conmigo, Odessa! Sé
mi musa hasta el día en que dejemos de respirar, alimenta mi arte,
permíteme ser...
—Ya, ya, señor Green. —Le golpeó la cabeza con el abanico. Cortó la
diatriba de frases melosas que caracterizaban el discurso del hombre. Se las
reservaba para la intimidad, donde nunca se cansaría de escucharlo—. Me
casaré con usted, siempre y cuando deje a la reciente pareja disfrutar de su
momento. De una boda a la vez, por favor.
—De una boda a la vez —repitió Harper. Convocó a un brindis.
—De una boda a la vez. —Se sumaron Sybill y el padre Joseph con
sus copas.
Mihai y Hannah perdieron su oportunidad de alzar las suyas,
prefirieron escabullirse y robarse algunos besos lejos de sus invitados.
Greg y Meg continuaban como espectadores. La muchacha comía los
dulces directo de la bandeja en sus manos.
—Confirmado —exclamó él con resignación—, nunca lograré que el
señor Vladislav se convierta en un caballero.
—Y la nueva señora de la casa te lo agradecerá. —Le guiñó un ojo.
¡Al diablo con todo! Greg fue hasta la mesa, cogió una copa de
champán y la elevó a la par de las otras:
—¡De una boda a la vez!
Por el bien de Londres. ¡De una boda a la vez!
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