Noche de Difuntos Del 38 - Manuel Martin Ferreras

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Sinopsis

Octubre de 1938. Tras meses de


sangrientos combates en el valle del
Ebro, la gran batalla final de la Guerra
Civil española comienza a decantarse
hacia el bando nacional, dejando tras de
sí miles de muertos en las trincheras.
Jan Lozano, teniente de requetés del
lado nacional, cae prisionero de un
pelotón republicano mientras realiza una
misión rutinaria junto a un joven
conductor. El miedo a morir ejecutado a
manos del enemigo pronto se verá
sobrepasado cuando los muertos en el
combate se alcen para perseguirlos a
todos ellos. Ambos bandos, rojos y
nacionales, deberán decidir si su odio
mutuo supera al temor a que los
condenados los arrastren al infierno.
A mis padres, por todo lo que me han
dado.
A Laura, por todo lo demás.
1
Un soldado cualquiera
Llegado a aquel punto de su huida
nocturna, el aumento de la pendiente
obligó al soldado Elías Sabater a
lanzarse sobre el suelo de roca y trepar
a cuatro patas, a oscuras, sin disminuir
la velocidad, huyendo barranco arriba
como un lobo espantado, hasta alcanzar
un saliente de donde quedó colgado con
los pies balanceándose sobre la
profunda garganta que encerraba al río
Canaletas.
La correa de su fusil, colgado en
bandolera a la espalda, le estrangulaba
el cuello y se le pasó por la cabeza
dejarlo caer barranco abajo. ¿De qué
demonios le servía ahora? Pero en el
caso de que lograse escapar al infierno
en que se había convertido aquella
noche, si conseguía volver junto a sus
compañeros, el capitán lo mandaría
fusilar por abandonar su arma sin
atender a sus fantasiosas explicaciones.
Además, apreciaba aquel máuser
checo. Formaba parte de él, como sus
brazos y sus piernas, desde el día de
agosto, sólo dos meses atrás, en que un
brigadista galés se lo había regalado
antes de ser repatriado en base a no se
sabía bien qué acuerdo internacional.
Aquel fusil, aquella extremidad
adquirida, le había salvado la vida en
muchas ocasiones. Todas y cada una de
las veces en que un moro o un legionario
se había abalanzado sobre su trinchera,
con un solo disparo del máuser le había
bastado para cargarse al cabrón fascista.
Siempre, un solo disparo y el muerto
ya no se levantaba.
Hasta aquella noche.
Colgaba del saliente, las piernas
tanteando el aire, buscando un apoyo
para impulsarse, con la mano derecha
clavada en la tierra seca sobre la pared
de roca. La otra mano, estirada, quería
alcanzar un matojo marchito que brotaba
entre dos piedras a su izquierda.
Más allá del saliente, a escasos cinco
metros, desde la cima de la barranca
sopló una bocanada de viento fresco de
octubre que le arrebató la gorrilla roja y
negra.
Sorprendido, giró la cabeza y la vio
caer a la oscuridad de la garganta con
las tiras de la borlilla aleteando. Se
preguntó si esa caída le mataría. Ojalá
que así fuese. Cualquier cosa antes que
caer en sus manos.
No había podido ayudar a sus
compañeros; las balas no los detenían.
Al sargento Robles le arrancaron la
cara a mordiscos. Pitu Armengol le
suplicó que lo matara mientras dos de
ellos le comían los brazos. El terror le
venció y corrió hasta cruzar el charco de
río y alcanzar la otra orilla, hasta la
escarpada pendiente que ellos, con sus
pasos torpes y sus brazos
descoordinados, no sabían trepar.
Se impulsó con un profundo gemido.
El matojo seco a su izquierda aguantó y
su mano derecha se clavó en el suelo
hasta que los dedos sangraron bajo las
uñas. Superado el saliente, se arrastró
para alcanzar la cima.
Rodó por ella hasta reposar la
espalda sobre un estrecho camino de
tierra. Tiró del fusil para que subiera los
últimos centímetros y apuntó con él a la
oscuridad del sendero. La pista de tierra
subía desde el río por un camino de
curvas menos directo que la ruta que él
había utilizado.
No podía detenerse allí.
Avanzó agachado, como le habían
enseñado en la semana escasa de
instrucción. Encorvado ofrecía un
blanco menos claro y es que, aunque con
su enemigo actual eso no importase
mucho, Elías tampoco quería que un
disparo enemigo o amigo le volase la
cabeza, ahora que estaba tan cerca de
escapar. En contra de lo que habría
hecho en cualquier situación normal, se
dirigió decidido hacia las explosiones y
los disparos lejanos, con su fusil
apuntando a la oscuridad. Tenía tantas
opciones de ir a parar a las líneas
propias como a las enemigas. Pero lo
que venía detrás era muchísimo peor.
El olor le alcanzó de golpe. El
cansancio de la subida y el terror por lo
que había visto hacían que respirara de
forma irregular. De cuando en cuando se
acordaba de coger aire y lo aspiraba de
golpe. No era consciente de cuánto
había pasado desde su última
respiración, pero en la siguiente
bocanada el aire que aspiró no fue el
limpio y fresco de la sierra en una noche
de octubre, libre de la pólvora y la
tierra levantada por las explosiones que
había tragado durante las últimas
semanas.
El aire, agrio y podrido, se le instaló
en la garganta y le provocó arcadas
vacías de alimento.
Se tapó la nariz por instinto, y aun así,
el olor se filtró por sus fosas nasales
hasta su cabeza, extendiéndose a todo su
cuerpo. Las tripas se le retorcieron y sus
piernas suplicaron que se detuviera,
pero el olor le había hipnotizado y
avanzó directo hacia él.
Desde lejos no parecía haber nada
junto al sendero. En cambio, al
acercarse, en un lateral de la pista se
abrió una franja entre el camino de tierra
y una suave elevación contigua. A la
escasa luz del estrecho filo de luna,
aquella franja podría haber aparecido de
repente en el suelo de tierra.
Elías se acercó despacio para
asomarse a su interior. El olor podrido,
picante, le atacó a los ojos, haciéndolos
lagrimar irritados. Junto a la poca luz, la
irritación no le dejaba enfocar, pero,
poco a poco, vio qué era lo que
provocaba aquel nauseabundo aire.
La franja estaba repleta de cuerpos
muertos.
Algunos eran más o menos recientes,
aunque ya los rostros estaban
ennegrecidos y los insectos les habían
devorado los ojos. Pero otros, la
mayoría, formaban una masa de carne y
hueso, de miembros sueltos y troncos,
antes humanos, que se habían inflado
hasta estallar por la podredumbre de los
gases de la muerte física.
Vio soldados de ambos bandos,
distinguibles sólo por los restos de sus
uniformes. Todos ellos habrían acabado
en aquella tumba abierta durante alguno
de los múltiples enfrentamientos
producidos desde julio en aquellas
sierras. Todos ellos formarían parte de
unidades desaparecidas en combate,
sólo porque nadie había tenido a bien
volver a combatir junto a aquella pista
de tierra o, quizás, porque sus
compañeros habían estado demasiado
ocupados como para recuperar sus
cuerpos.
Elías retrocedió sin poder apartar la
mirada de aquella franja que se había
abierto en el infierno, entre la pista de
tierra y la pendiente, para mostrarle el
destino de los condenados.
Sacudió la cabeza y corrió camino
adelante, olvidando toda precaución,
escapando de los muertos de aquella
zanja y de los que le venían siguiendo
desde el río.
A pocos metros oyó pasos en el
camino y se lanzó tras unos matorrales.
Oteó el sendero desde su refugio. No
había duda, alguien se acercaba. Pero,
¿serían de los suyos? ¿O serían
fascistas? ¿Acaso importaba? Sólo
quería escapar de allí. Incluso estaba
dispuesto a desertar, en el caso de que
los que se acercaban fueran nacionales.
Pero Elías no tenía suerte aquella
noche. Sólo alcanzó a ver bien al primer
soldado del grupo que se acercaba y ya
fue suficiente. Salió de su escondite y
corrió de regreso por donde había
venido, con la imagen grabada en la
retina de un soldado de uniforme
republicano que caminaba hacia él con
sólo medio rostro.
Pasó de nuevo corriendo junto a la
zanja, pero a los pocos metros frenó en
seco. Por la senda que ascendía
haciendo curvas desde el río llegaron
hasta él más sonidos. Esta vez ni
siquiera tuvo dudas cuando escuchó con
claridad los gemidos sin vida y el
golpeteo monótono de la carne muerta
contra el camino.
Por el otro extremo de la pista se
acercaba el otro grupo, acorralándole. Y
a ambos lados del camino las pendientes
no eran lo bastante escarpadas como
para que los muertos no le vieran,
evitando así que se lanzaran a por su
carne.
Sólo existía un lugar donde
esconderse.
Elías se cubrió la nariz y la boca con
una mano, apretándolas con fuerza, y se
acercó a la zanja.
Apartó con el fusil uno de los
cuerpos, que se abrió escupiendo una
nube de gas agrio y pestilente. Los
gemidos se acercaban. El terror superó
al asco y Elías, abriéndose paso con el
fusil, introdujo primero un pie y luego el
otro entre los cadáveres, dando un paso
más hacia el infierno.
Cuando ya estaba rodeado de carne
muerta hasta la cintura, agarró el
cadáver que parecía más sólido y se
cubrió con él, como un niño asustado
bajo una manta, de manera que pudiera
vigilar una parte del camino por el
espacio entre el brazo derecho y el
cuerpo del muerto.
La sangre le latía en la cabeza con tal
fuerza que creyó que el cerebro le iba a
estallar. Su respiración sonaba tan
agitada que estaba convencido de que
los muertos del camino vendrían
directos a por él.
Por el hueco entre el brazo y el
cuerpo del cadáver veía parte del
camino y, al fondo, un pino, chamuscado
por alguna explosión de los días
previos. Ante el pino apareció el
soldado al que le faltaba media cara,
seguido por tres hombres —¿hombres?
—más.
Por el otro extremo llegó el primer
grupo. Desde su escondite, Elías sólo
alcanzaba a contemplar sus espaldas. A
uno de ellos lo habían atravesado con
dos balazos que permitían ver a través
de su cuerpo, a la altura de la columna y
de los riñones.
Los dos grupos se encontraron en el
escenario enmarcado entre el brazo y el
cuerpo del cadáver. Se gimieron, un par
de ellos incluso chocaron, pero no
parecieron hacerse caso. Durante
interminables segundos que bien
pudieron ser horas, trastabillaron y
arrastraron las piernas en aquella
estrecha franja de tierra, como si
hubieran perdido su camino. Entonces,
el muerto al que le faltaba media cara
siguió sendero adelante, y los otros,
poniéndose casi en fila, fueron detrás de
él.
Elías, que había permanecido
paralizado en todo momento, recordó
que debía seguir respirando. Sintió los
ojos húmedos y se dio cuenta de que
había llorado.
Esperó a que hubiera pasado un buen
rato y, tras asegurarse de que no se
escuchaban más gemidos, recuperó su
fusil, fijo entre la masa de carne que le
rodeaba. Aprovecharía para salir
corriendo en dirección contraria a los
muertos y plantarse a toda prisa en
medio del campo de batalla, para que
alguien lo aprisionara y lo sacara de
allí.
Se impulsó con cuidado de no
reventar ninguno de aquellos cadáveres
y liberó los brazos y la cabeza de entre
los muertos de la zanja. Tiró de su
pierna derecha que le siguió sin proble
mas, pero cuando la izquierda se negó a
seguirle, se dio cuenta de que se le había
enganchado. Tiró una vez más con
fuerza, desesperado, gimiendo,
preguntándose por qué le estaba pasando
todo aquello.
La pierna no se soltaba, así que, tras
dejar el fusil fuera de la zanja, introdujo
su brazo derecho entre los cuerpos,
apretando los dientes, cerrando los ojos,
palpando pierna abajo hasta alcanzar lo
que impedía su huida.
A la altura del tobillo, a su pierna se
había agarrado algo duro, un gancho que
Elías palpó con precaución. Junto a ese
contó dos más, pero hasta que Elías no
palpó el cuarto, blando, con carne
alrededor, no cayó en la cuenta de que
estaba tocando los dedos esqueléticos
de un muerto. Estiró la cabeza buscando
aire fuera de la masa de cadáveres,
maldijo y enganchó con fuerza la mano
del cadáver para soltarla.
Pero la mano del cadáver también lo
agarró a él.
Elías gritó, presa del pánico,
olvidando toda precaución. La mano
huesuda tiró de él, enterrándolo un poco
más, haciendo que la masa de cadáveres
se venciera sobre su rostro.
Hundió su otra mano y con la fuerza
de las dos intentó librarse del cadáver,
pero otra extremidad lo agarró por su
pierna libre hundiéndolo un poco más.
El pánico le venció cuando los cuerpos
podridos cayeron en masa sobre su
boca, cubrieron sus ojos, ahogaron su
nariz, y Elías gritó aun más alto cuando,
además de las manos que se lo llevaban
hacia el infierno, sintió cómo los dientes
se clavaban en su carne.
El fusil del soldado Elías Sabater
quedó abandonado sobre una pista de
tierra, junto a una franja llena de
cadáveres, en una cota al lado del río
Canaletas, al sur de la sierra de Pándols.
Era la noche del 31 de octubre del
año 1938.
Era la noche de difuntos.
2
Indicios
A primera hora de la tarde, el teniente
del ejército nacional Jan Lozano, al
mando de la segunda compañía del
Tercio de Requetés de Montserrat,
inició el ataque, por la ladera derecha, a
las posiciones republicanas en el cerro
de San Marcos. Las otras dos compañías
del Tercio abordaron la cumbre desde el
centro y la izquierda, apoyadas por el
fuego de la sección de ametralladoras.
Los rojos, que hasta dos días antes
habían resistido como jabatos en aquel
lado del Ebro, se replegaron en
desbandada. Algunos de ellos todavía
tuvieron arrestos de disparar contra la
horda que se les venía encima, y una de
aquellas balas sobrevoló la cabeza de
Jan, a pocos centímetros por encima de
la boina roja insignia del Tercio.
Jan se parapetó tras una roca gris
punteada de hierba seca, clavada en
medio de la subida. A su lado aterrizó el
sargento Amorós. Sus ojos enloquecidos
tardaron unos instantes en reconocer a su
teniente. Una carcajada brotó de entre su
barba manchada de tierra y le soltó un
fuerte palmetazo a Jan en el hombro.
—¡Per Déu i per Espanya! —gritó,
antes de salir al trote del refugio de
piedra.
Jan cogió aire y corrió tras él. El
fuego enemigo golpeteó el suelo a sus
pies. El sargento escapó en una
dirección y Jan en otra.
Se escondió tras una roca. Tiró del
cerrojo del fusil, alzó el arma y disparó.
Otro disparo se estrelló contra la roca
que lo protegía. Otro tirón del cerrojo y
un nuevo disparo.
Un soldado enemigo cayó de espaldas
a unos diez metros de Jan.
Más allá, los restos de la tropa roja
corrían hacia su retaguardia,
descendiendo por el otro lado de la cota
pelada. Algunos se detenían a disparar
contra los asaltantes. Tiros a la
desesperada, casi sin apuntar. Los
demás ni siquiera eso.
Jan y sus hombres cargaban y
disparaban, comiéndoles el terreno con
rapidez. Jan derribó a otro enemigo.
Cargó y volvió a disparar, sin pensar,
empujado por la batalla y por los gritos
de sus compañeros.
La bala salió de su fusil. El hombre al
que había disparado corría desarmado,
intentando escapar de una muerte segura.
Jan bajó el fusil, pero ya era tarde. El
disparo golpeó al rojo en la espalda, a
la derecha de la columna, y lo hizo caer,
rodando un par de metros cuesta abajo.
Cuando Jan llegó junto a él, el
soldado todavía respiraba. No era más
que un crío. ¿Qué podía tener?
¿Diecisiete? Ni siquiera eso. Le miraba
con los ojos encharcados y extendió su
mano hacia él. Jan se la cogió con
fuerza, mientras el niño se despedía de
la vida antes de tiempo, con una lágrima
despejando un reguero en la suciedad de
su rostro.
El teniente Jan Lozano no disparó ni
un solo tiro más en aquel combate.
Alrededor, sus compañeros celebraban
con disparos al aire la toma del cerro de
San Marcos.
Jan se encontraba dirigiendo la
consolidación de la posición tomada,
ordenando la situación de los puestos de
ametralladoras, cuando un enlace llegó a
la carrera y le entregó un despacho del
comandante Gavira.
El sargento Amorós apareció por
detrás y le colocó un paquete de
cigarrillos en el bolsillo de la camisa.
Jan cogió el paquete y lo observó con
sorpresa.
—¿Lucky?
—Se los he requisado a un
internacional americano. No me mires
así, el tipo me los ha dado de buena
gana. Estaba feliz de no haber caído en
manos de los moros; tú ya me entiendes.
—Hizo el gesto de rebanarse el cuello
con el pulgar y soltó una risotada.
—Tú sabes que no fumo.
Jan intentó devolver los cigarros,
pero el sargento lo detuvo.
—Le he sacado dos paquetes, y ese es
para ti. Haz con él lo que quieras:
fúmatelos o véndelos. —Se fijó en el
despacho que le habían entregado a Jan
—. ¿En qué merder nos meten ahora?
—Sólo es un mensaje de Gavira.
Quiere verme. —Se guardó los
cigarrillos en el bolsillo del pantalón.
Agradeció el regalo de su sargento con
un guiño.
—Yo me encargo de organizar esto.
—Amorós dirigió un vistazo descuidado
a los dos soldados que manipulaban la
ametralladora. Después repasó a Jan de
arriba abajo y señaló el uniforme
manchado de tierra—. ¿No pensarás ir a
ver a tu tío con esas pintas? —soltó otra
carcajada—, que ya sabemos cómo es.
Jan buscó refugio en la paridera que
él, el sargento Amorós y un alférez
habían tomado como alojamiento. Era
una casucha inmunda que todavía
apestaba a oveja, pero las paredes de
piedra y el techo de tejas les protegerían
de la intemperie durante las noches que
tuvieran que pasar en aquella posición.
Tardó unos veinte minutos en
afeitarse, con la ayuda de un espejito
prestado por el alférez, y en cambiarse
la muda por otra que conservaba limpia
y doblada en su macuto.
Al sacar los bombachos de la bolsa
ya notó que la cosa no andaba bien: el
tacto de la tela era demasiado rígido.
Los sacudió en el aire, para estirarlos, y
vio que la pernera ancha estaba tiesa
como un cartón. Recordó a la mujer del
alcalde de un pueblecito de Extremadura
donde habían acampado, una piadosa
margarita de requetés que se empeñó en
lavar el uniforme que aquel joven
teniente atesoraba con tanto cariño en su
macuto. La buena mujer le había metido
tal cantidad de almidón a la prenda que,
cuando Jan se la colocó, parecía más el
payaso triste de un circo que un teniente
de requetés bien vestido.
De cualquier manera, no tenía tiempo
de adecentar el uniforme de campaña,
así que se limitó a meter bien el fondo
de los bombachos en las botas y, por
encima de la camisa, se vistió con la
guerrera y el tabardo. Tras meditar unos
instantes, dejó el fusil en la esquina de
la casucha que le había tocado en el
reparto y se ató al cinto la cartuchera
con la pistola Astra reglamentaria.
Se sentía ridículo preocupándose por
ponerse de punta en blanco en lugar de
permanecer junto a sus hermanos tras las
situaciones infernales que habían
compartido en las últimas semanas.
Pero su tío, el comandante Gavira, le
había mandado llamar. Y Jan sabía lo
que le satisfacía al viejo que la
soldadesca se le presentara con sus
mejores galas. Tampoco costaba tanto
darle el gusto. Al fin y al cabo, era su
oficial al mando.
Y, además, ahora ya sólo se tenían el
uno al otro.
Jan sacudió la cabeza. Tras todo lo
que habían pasado en la familia los
últimos dos años, merecía la pena un
leve sacrificio con tal de hacer feliz a su
tío durante un rato.
Rescató del fondo del macuto la boina
roja de requeté que le regaló su tío al
alistarse en el Tercio de Montserrat y
sustituyó la roída y ennegrecida que
había llevado durante los largos meses
de combate.
Así vestido, se presentó impecable
ante el enlace, que lo esperaba subido a
la moto con sidecar que lo había traído
hasta allí. Amorós le lanzó un silbido
cuando lo vio pasar tan elegante y
señaló con sorna los bombachos del
teniente. Jan respondió con un gesto
obsceno que provocó otra risotada del
sargento.
—No tardaré —gritó desde el
sidecar, mientras se calaba a fondo la
gorra roja e indicaba al conductor que
arrancara.
Amorós los despidió con la parodia
de un saludo militar.
La noche caía con rapidez y, al poco
de dejar atrás la posición, el piloto le
informó de la necesidad de abandonar la
pista de tierra por temor a que la
artillería republicana pudiera
localizarlos.
Dicho esto, aceleró a fondo y Jan tuvo
que agarrarse con todas sus fuerzas al
sidecar, sin quitarle ojo al leve
enganche que mantenía unido su asiento
al cuerpo de la motocicleta.
Siguieron un inexistente camino entre
arbustos secos y troncos quemados,
esquivando a oscuras y con el faro de la
moto apagado los escasos árboles
supervivientes al fuego de artillería.
Tras bordear el cerro del Águila,
alcanzaron el puesto de mando
secundario de la 74a división del
Ejército del Maestrazgo.
Se trataba de una posición en tres
núcleos, el principal de los cuáles
formaba las dependencias de mando,
situadas en un búnker excavado en la
tierra a los pies de la montaña. Junto a
él, un hospital de campaña, compuesto
por tres vagones de un tren hospital
descarrilado camino de la estación de
Bot, trasladados hasta allí por el cuerpo
de ingenieros y escondidos al abrigo de
una cueva natural. Finalmente, un
conjunto de postes de madera y lonas de
camuflaje escondían a los vehículos
encargados de transportar a los
enfermos más graves hasta la
retaguardia nacional.
El piloto lo descargó ante la entrada
del búnker de mando: una serie de
trincheras de cemento, bajo techo de
hormigón, tomadas a los rojos hacía
menos de un mes. En cuanto estuvo en
pie, Jan se recolocó el uniforme de gala
de su compañía, boina roja incluida, y
se esmeró en limpiarse el barro de las
botas y de los bombachos ante la mirada
burlona del conductor.
—Ni una sola palabra —le advirtió,
sin mucha seriedad en la voz.
El piloto amagó el consabido saludo
militar.
—Le recogeré en dos horas, mi
teniente.
Arrancó de nuevo la moto y dibujó un
círculo a su alrededor para regresar por
el camino que los había llevado hasta
allí. Una nube de polvo ocultó durante
unos segundos la partida del vehículo.
Por encima del pico que protegía el
campamento, se vislumbraba a lo lejos
el doble fulgor amarillo de la artillería:
los disparos de los cañonazos primero,
seguidos instantes después por las
explosiones en el cielo nocturno.
Aquella noche se seguía combatiendo
sobre la sierra de Cavalls y también en
el extremo norte de la sierra de Pándols.
Jan volvió la vista hacia su derecha y se
sorprendió al comprobar la tranquilidad
en el cielo sobre la parte sur de la
sierra: ni una explosión ni estallido de
luces despejaba la oscuridad nocturna
por aquella zona. Una pequeña
escuadrilla de tres o cuatro cazas
cruzaba por allá, en aquel momento, con
total tranquilidad.
Se dirigió a la entrada del búnker.
Junto al soldado vigía, extremadamente
firme y compuesto, un cabo se fumaba un
pitillo con la espalda contra el muro de
hormigón. El soldado se relamía de
envidia y no apartó la mirada del cabo
hasta que Jan llegó a su altura.
—Vengo a ver al comandante.
El cabo alzó una mano para evitar la
respuesta del soldado vigía.
—Está reunido con el general Vigón.
—Dio una calada al cigarrillo y expulsó
el aire por encima de Jan. Este lo
observó unos instantes, hasta que el
cabo se sintió incómodo y tiró el
cigarrillo con un carraspeo—. Quédese
por aquí; le avisaré cuando esté libre.
El oficial descendió tres escalones y
desapareció en el interior del búnker
cementado, dejándole a solas con el
vigía, que no sabía a dónde mirar.
Jan oteó los alrededores. En el
campamento no se movía ni el aire. A
medio camino entre el búnker de mando
y el almacén de vehículos, un par de
soldados reposaban a refugio de una
chabola improvisada hecha de paredes
de piedra y techo de maderos. Las
cuatro piernas asomaban estiradas por la
entrada de la improvisada construcción.
Fijó la mirada en el hospital de
campaña. Al abrigo de la cueva no se
distinguía con claridad el interior de los
vagones.
—¿Muchos heridos? —le preguntó al
soldado vigía.
—No ha sido un buen día, señor.
Jan se metió una mano en el bolsillo
del pantalón y sacó un par de cigarrillos
Lucky. Se los colocó en el bolsillo de la
camisa al vigía y se dirigió al hospital.
—Gracias, mi teniente —el soldado
sonaba como si le hubiera tocado rancho
doble.
Jan se despidió con el brazo sin
volverse.
La entrada a la cueva estaba a
oscuras, al igual que el primero de los
vagones. Se trataba de una cuestión de
seguridad elemental: a menor señal
lumínica, menores posibilidades de
llamar la atención de la aviación roja.
Los Katiuska rusos al servicio de la
República eran escasos y, a estas alturas
de la guerra, disponían de poco
armamento, pero bastaba con una bomba
bien dirigida para destrozar un puesto de
mando o un hospital en vanguardia.
Cruzó el primer vagón a paso lento.
Al final del furgón, en la puerta de
entrada al siguiente, un candil de aceite
colgado de un gancho en el marco
iluminaba el acceso. Gracias a aquella
luz escasa y a que sus ojos ya se habían
acostumbrado a la penumbra reinante,
percibió los cuerpos tumbados a ambos
lados del coche. Al prestar atención,
escuchó cómo uno de ellos respiraba
agitado. Los otros cuatro no: o ya no
respiraban o, por desgracia, pronto
dejarían de hacerlo.
El segundo vagón estaba algo más
iluminado. Aparte del candil en la
puerta de entrada y otro en el acceso al
último vagón, dos cabos de vela
alumbraban la mesilla a un lado de la
estancia donde cuatro heridos jugaban a
las cartas. Cuando Jan entró, todos se
volvieron a mirarlo, pero básicamente
sólo vieron su uniforme demasiado
limpio. Uno incluso se rio abiertamente
mientras señalaba, sin demasiado
disimulo, los pantalones de payaso. Tras
ellos, un practicante atendía al quinto
paciente, tumbado este en un camastro.
El enfermero fue el único que le saludó,
aunque lo hizo en tono rutinario:
—Mi teniente.
Jan asintió con una mueca de
agradecimiento. Los cuatro heridos que
jugaban a las cartas volvieron a lo suyo.
Jan se acercó a ellos, pero como
ninguno le prestaba atención, se dirigió
al sanitario que, en aquel momento, le
cambiaba el vendaje al enfermo
recostado en el lecho. Este apartó al
camillero sin miramientos cuando
reconoció a Jan.
—Joder, teniente Lozano, ¡qué pinta
llevas!
El herido era un legionario con el que
Jan había combatido junto al cementerio
en Villalba de los Arcos, en el primer
combate en que se vio envuelto su
batallón tras su llegada al frente del
Ebro. La primera de las dos ocasiones
en que el Tercio de Montserrat quedaría
casi deshecho en el escaso plazo de dos
meses.
El legionario se levantó de un salto y
golpeó el brazo de Jan a modo de
saludo. El enfermero intentó detenerlo:
—No debería...
—Ya, ya —le ignoró el legionario.
Fue a sentarse a una silla junto a los
otros, al lado de la puerta de salida del
vagón. Le hizo una seña a Jan para que
lo siguiera. Como no había más asientos
libres, Jan se acodó contra el marco de
la puerta.
El enfermero se encogió de hombros y
se pasó al primer vagón.
Jan no lograba recordar el nombre del
legionario. ¿Montoya? ¿Moreno? Juraría
que era algo con «M». Teniendo en
cuenta que aquel tipo lo había sacado a
rastras de debajo de un muro derruido,
al menos podría recordar cómo se
llamaba. Sacudió la cabeza disgustado.
—¿Qué te ha sucedido? —le preguntó
al legionario.
—La metralla de una bomba rojilla.
—Se señaló los vendajes, algodón
manchado de rojo, que le rodeaban el
abdomen—. Entró por aquí, por el
costado, y volvió a salir sin hacer
mucho daño. ¿Tienes un cigarrillo?
Jan se puso muy serio.
—¿Estás seguro de que te conviene?
El legionario le miró todavía más
serio. Jan se rió.
—Era broma, toma.
Le soltó dos de los cigarros Lucky
americanos. Los miembros de la partida
los miraron hipnotizados. Jan sacó los
cinco cigarrillos que le quedaban en el
paquete y los arrojó a la mesa. El más
rápido de los heridos capturó dos. El
resto se conformaron con uno por barba.
—Gracias, mi teniente —dijo uno de
ellos.
El que se había reído antes agradeció
el regalo con un gesto de la cabeza. Se
quedó mirando a Jan. Este le aguantó la
mirada.
—¿Quieres decirme algo? —le
preguntó al fin al soldado, un cabo de
regulares, como indicaba la insignia en
la guerrera abierta. Un aparatoso
vendaje le rodeaba la frente. Los dientes
amarillos destacaban en su tez morena.
—Está usted muy elegante.
El resto de jugadores estallaron en
una carcajada común. Jan sonrió y
agradeció el cumplido con una leve
inclinación de cabeza.
El legionario dio un manotazo en la
mesa que hizo saltar las piedrecillas que
usaban de monedas.
—Poco cachondeo con mi amigo. Si
no es por él, se cargan a toda mi
compañía en el cementerio de Villalba.
El sonriente se puso serio.
—Perdone, mi teniente, no pretendía
ofender.
Jan sonrió y negó con la cabeza.
—Tranquilo. —Le puso una mano
sobre el hombro al legionario—. Y tú no
exageres.
—Yo nunca exagero. ¿Alguien va a
darme cartas, coño? Y vamos a jugarnos
esos cigarrillos.
El sonriente repartió cartas. Jan
escrutó, a través de la oscuridad, la
entrada al primer vagón, pero nadie
apareció a buscarle. Por instinto, se dio
la vuelta hacia el tercer vagón. Estaba
tan oscuro como el primero y casi no se
alcanzaba a ver los tres primeros
camastros, todos ellos vacíos.
En la cuarta cama había un hombre.
Le estaba mirando con atención.
Permanecía muy quieto, tumbado boca
arriba. Al fijarse mejor, Jan se dio
cuenta de que lo habían atado con
correas por los brazos y las piernas a la
camilla.
Jan cogió el tirador de la puerta que
separaba los dos coches. El legionario
le detuvo enganchándolo por el cinturón
de la cartuchera.
—Mejor no entres ahí.
Jan le miró y luego miró de nuevo al
otro vagón. El hombre atado seguía
observándolo sin disimulo.
—¿Qué le sucede? —preguntó al
legionario.
—Está loco —respondió el risueño
en su lugar—. Y no me extraña. Lo raro
es que no andemos todos con orinales
por sombrero —se rio de forma
exagerada.
Jan seguía con la mano en la puerta.
—Lo trajeron entre cuatro camilleros
esta mañana —explicó el legionario—.
Berreaba no sé qué sandeces sobre el
infierno que nos iba a devorar a todos.
Lo pusieron junto a un chaval de Lugo,
un recambio novato al que le habían
dado un tiro en la pierna. Una hora
después se tuvieron que llevar al
gallego, histérico de escuchar las
locuras de ese. Tras el último transporte
de heridos al hospital, alguien decidió
que sería mejor aislarlo ahí. Todavía no
saben qué hacer con él.
—Para mí que el jeta ese intenta que
lo saquen de aquí haciéndose el tarado.
Jan abrió la puerta.
—Está atado, ¿qué va a hacerme? —
dijo Jan. El legionario se encogió de
hombros.
Jan entró al tercer vagón y cerró la
puerta tras de sí.
La estancia estaba casi a oscuras. El
paciente, atado con correas de cuero, de
pies y manos, a la camilla, ya le miraba
desde antes de acceder al vagón y no le
quitó ojo mientras se acercaba a él. Jan
cogió el taburete de madera que debían
de utilizar los sanitarios para examinar a
sus pacientes y se sentó junto al
camastro. El hombre allí tumbado no
parpadeó ni dijo nada.
—¿Cómo te encuentras, soldado?
—No estoy loco, mi teniente —
aunque su mirada crispada decía otra
cosa.
Jan le sonrió, intentando no parecer
condescendiente.
—Tranquilo. Todos lo hemos pasado
mal. Yo no pude dormir durante tres
noches tras mi primera vez en combate.
El hombre sacudió la cabeza.
—Yo ya llevo mucho en esto. Desde
el principio. Córdoba, Brunete, Teruel...
Ya estaba aquí cuando los rojos
cruzaron el río. Pero esta vez es
diferente.
—Lo sé. Llevamos semanas aquí,
atascados...
El paciente se incorporó de súbito;
todo lo que le permitían las correas en
manos y piernas. Se encaró con Jan:
—¡Joder! ¡Eso ya no importa! —gritó
—. ¡Estamos condenados! ¡Todos
nosotros!
El estallido pilló por sorpresa a Jan,
que se levantó de un salto. El taburete
rodó por el suelo del vagón. Jan
aprovechó que tenía que recogerlo para
apartarse un metro del camastro.
En el otro vagón, el legionario hizo
ademán de abrir la puerta. Jan lo detuvo
con un gesto. El legionario asintió y los
observó un segundo más antes de
regresar a la partida de cartas.
El paciente parecía haberse
tranquilizado tan rápido como se había
excitado. Ya no miraba a Jan. En
realidad, su mirada no apuntaba a un
destino claro. Murmuró algo por lo bajo.
«Infierno» fue la única palabra que Jan
alcanzó a entender.
Colocó el taburete a una distancia
prudencial del camastro. El paciente
volvió a mirarlo. Su mirada se había
aclarado de nuevo.
—¿Podría encender una luz, mi
teniente? Ya no soporto la oscuridad.
Sus ojos señalaron un candil apagado
que colgaba de la pared de madera del
vagón, detrás de Jan. Este cogió una caja
de cerillas de una mesilla auxiliar y con
uno de los fósforos encendió la lámpara.
La luz se extendió hasta
aproximadamente la mitad del vagón. Le
había dado la espalda al paciente, que
empezó a hablar en tono calmado:
—¿Ha venido a trasladarme? —el
paciente sonó esperanzado.
Jan se volvió. Dejó las cerillas donde
las había cogido y se sentó de nuevo en
el taburete.
—Lo siento, esa no es mi misión.
El paciente suspiró al tiempo que se
hundía en el camastro.
—Supongo que tampoco podría
soltarme.
—Me temo que no. Seguro que
mañana se pasa el médico. Procure
calmarse hasta entonces.
El hombre quedó en silencio, con los
ojos muy abiertos, fijos en Jan. Este
esperó con paciencia a que el paciente
se aviniera a seguir hablando. Lo hizo
tras unos buenos segundos.
—Es usted requeté. Un carlista. Será
usted religioso, ¿verdad?
—Así me han educado.
—¿Cree en el infierno? ¿En la
condenación eterna?
Jan dudó y el hombre no le dio tiempo
a responder.
—Yo de joven no pisaba la iglesia —
siguió el herido—. Pero luego me casé,
y mi Petra es muy piadosa. —Sus ojos
se perdieron en algún recuerdo amable
durante un instante; una breve sonrisa
asomó en sus labios—. Iba con ella a
misa cada domingo. Y el cura siempre
hablaba de amar a nuestros semejantes.
Otra pausa. El hombre desvió la
mirada hacia la parte en sombras del
vagón. La cabeza de Jan luchaba por
encontrar palabras de consuelo, sin
éxito. El herido atado volvió a mirarle.
—Luego comenzó todo esto. Y el cura
de la compañía nos decía que estaba
bien matar a los enemigos de España y
de Dios. Y yo le hice caso. —Sacudió la
cabeza. Sus ojos se iluminaron de pronto
y, por un instante, desapareció la
expresión enloquecida de su rostro—.
¿Cree usted que a ojos de Dios es válido
el arrepentimiento en el lecho de
muerte?
Jan no se esperaba para nada aquella
pregunta, pero esta vez logró reponerse
y respondió al hombre antes de que este
siguiera con sus desvaríos.
—Creo que tú ya estás arrepentido.
—¿Pero qué pasa con los soldados
que mueren sin verlo venir? De un tiro o
por la metralla de una explosión. Si han
matado, ¿no irán al infierno?
El hombre se estaba excitando de
nuevo. Había regresado a su mirada
enloquecida.
—No debes pensar en eso ahora.
—Es verdad. Nada de eso importa ya.
Todos nosotros estamos ya condenados.
Lo dijo con tal rotundidad que Jan no
supo qué responder. En el fondo sentía
que estaba de acuerdo con aquel loco.
Todos allí eran unos asesinos. Ni en el
mismo infierno podía haber más
condenados que en aquel lado del Ebro.
El soldado herido volvió a callar, con
la mirada fija ahora en el techo del
vagón. No fue hasta pasados un par de
minutos que se dirigió de nuevo a Jan.
—Esa misión suya, ¿ha de cumplirla
por esta zona?
—En realidad no lo sé. Me han
llamado para una reunión...
—Pues márchese cuanto antes. —El
hombre se había medio incorporado de
nuevo—. Hágalo antes de que los
muertos vuelvan a levantarse.
Dicho esto, volvió a tumbarse, con
los labios apretados, como arrepentido
de sus palabras.
A Jan no le pareció que aquel hombre
fingiera nada. Se veía que estaba
asustado de veras, pero no se le ocurría
qué podía decirle. A pesar de ello,
intentó calmarlo.
—Estos meses han sido duros para
todos. Yo llevo aquí desde finales de
julio y las he visto de todos los colores.
Tú llevas todavía más... Sólo necesitas
descansar. Mira, quizás pueda hablar
con tu médico para que te mande unos
días a retaguardia.
—¡No estoy haciéndome el loco! ¡No
busco que me manden a descansar unos
días! He luchado en Teruel y en
Segovia. No tengo miedo a los putos
rojos. No me asustan los hombres que
mueren cuando se les dispara.
Sus ojos se habían encendido y lo
miraban de nuevo desencajados. Se
agitó en el camastro con tal violencia
que liberó su brazo derecho. Jan se
apartó de un salto, tirando otra vez el
taburete. El hombre no hizo ademán
alguno de alcanzarlo. Sólo le apuntó con
el índice.
—He matado a muchos hombres.
Todos nosotros lo hemos hecho y vamos
a pagarlo caro. El infierno ha mandado a
sus muertos a por todos nosotros y no
podemos defendernos de ellos.
La puerta del vagón se abrió y el
camillero entró en estampida, seguido
de cerca por el legionario. Entre los dos
amarraron al paciente que ahora se
había callado. Mantuvo los ojos fijos en
Jan y una media sonrisa desquiciada en
los labios mientras lo ataban de nuevo al
lecho. Jan sintió otra presencia en la
estancia. El soldado vigía miraba desde
la puerta sin atreverse a cruzarla.
—El comandante le espera —anunció
con un hilillo de voz. Tras entregar su
mensaje, retrocedió para alejarse bien
deprisa del loco.
Jan observó una última vez al
paciente, de nuevo amarrado a su
camastro; la mirada perdida sin
solución. Luego siguió al soldado vigía
fuera del vagón.
3
Órdenes
Jan recorrió los pasillos de cemento
de la trinchera. A la izquierda de la
misma se abrieron, sucesivamente, dos
cuartuchos en los que varios soldados
dormitaban sobre sus sacos rellenos de
paja. Uno de ellos se sobresaltó al sentir
la presencia del oficial que pasaba de
largo.
Tras superar la estancia que se
utilizaba como centro de mando y de
reuniones se encontraba el despacho del
comandante Enrique Gavira. Jan entró
sonriendo con desparpajo. Su tío, el
comandante, se hallaba sentado tras una
mesilla sobre la que descansaba un
teléfono de operaciones y un legajo de
planos y mapas.
Jan se abalanzó hacia la mesa y le
tendió la mano.
—Buenas noches, tío Enrique...
Gavira estaba demasiado serio. Su
única respuesta fue un movimiento ágil
de los ojos hacia su derecha.
Jan siguió la mirada hasta la pared
lateral. Un envejecido general Vigón,
sentado en una sillita de madera, recostó
la espalda contra la pared de cemento.
Tras sus gafitas redondas de montura
metálica, le dedicó un buen repaso al
teniente que acababa de entrar.
Jan se puso firme con la misma
rapidez que si le hubiera alcanzado una
descarga eléctrica de los pies a la
cabeza.
—El general quería saludar a nuestro
oficial más joven, teniente Lozano —
intervino Gavira.
El general se levantó y se plantó junto
a Jan. Gavira también salió de detrás de
la mesa, para interceder por su sobrino:
—Los hombres del tercio de requetés
han hecho un gran trabajo hoy tomando
el cerro de San Marcos —afirmó, con la
voz henchida de orgullo.
El general carraspeó sacudiendo la
cabeza.
—Bueno, bueno. Los rojos se lo
dejaron fácil. Sólo tuvisteis una baja,
¿verdad, teniente?
«Pedro Masdeu tenía veintidós años y
una niña de un mes que nunca conocerá a
su padre.»
—Sí, mi general. Sólo una baja —se
limitó a responder Jan Lozano.
—Bien, bien. —El general se dirigió
hacia la puerta—. Sigan haciendo así su
trabajo y pronto terminaremos con esta
pesadilla.
El comandante Gavira sonrió y posó
la mano derecha en el hombro de su
sobrino.
—Con hombres como Jan... —se
detuvo ante la mirada severa del general
—, como el teniente Juan Lozano —alzó
la voz, con un deje de orgullo—,
volveremos a enderezar este país.
El general dio otro repaso de arriba
abajo a Jan. Se colocó la gorra.
—Bien. Eso lo dejo en sus manos,
comandante.
Saludó y desapareció por la entrada.
Gavira regresó a su asiento tras la mesa.
—¿Qué ha querido decir con eso, tío?
Gavira invitó a Jan a sentarse en un
taburete al otro lado de la mesa.
—Le he estado hablando al general de
tus logros.
«¿Mis logros?»
El comandante sonreía orgulloso.
—Está de acuerdo conmigo en que
cuando esto acabe necesitaremos gente
como tú, tanto en el ejército como en la
vida civil. En dos días me marcho a la
comandancia de Burgos. Me trasladan a
relaciones internacionales.
—Felicidades —Jan estiró la mano
hacia su tío.
—Y tú te vendrás conmigo.
Jan se recogió en su asiento con gesto
contrariado. El comandante dejó de
sonreír.
—¡Vamos, Jan! —alzó el tono—. Ya
has cumplido con creces con tu deber.
Esto se acaba. Tenemos a los rojos en
retirada y tu unidad está bajo mínimos.
A partir de ahora sólo os dedicarán a
tareas de apoyo, sin importancia ni
oportunidades de gloria. —Se inclinó
sobre la mesa—. Pero con las mismas
posibilidades de que te vuelen la
cabeza.
—Tío Enrique, sabes que no puedo
dejar a mis hombres. El tercio ha
quedado casi destruido en dos ocasiones
desde julio. Sólo quedamos en pie poco
más de cien hombres de los ochocientos
y pico que éramos al llegar a Villalba.
La moral es delicada. No puedo dejarlos
ahora que estamos a punto de regresar a
casa.
—¿De verdad sigues pensando en
regresar a Montcada? —Gavira no se
esforzó por ocultar su gesto contrariado.
—Es mi hogar, tío —respondió,
bajando la mirada.
El comandante se levantó y bordeó la
mesa hasta situarse detrás de Jan. De
nuevo, le puso una mano sobre el
hombro.
—Jan, ya no te queda familia allí. Yo
soy tu única familia.
Jan apretó la mano de su tío con la
suya.
—Pero hay mucho que reconstruir. Sé
que puedo ayudar en eso. Además, tenía
muchos amigos allí.
El comandante recuperó su mano de
debajo de la de Jan con rabia y se apartó
un metro.
—¡¿Amigos?! —Su voz rebotó en las
paredes de cemento y en el techo de
hormigón—. Tus «amigos» no te
ayudaron a escapar a nuestro lado
cuando querían fusilarte sólo por ser
hijo de un industrial honrado y
trabajador. Tus amigos asesinaron a mi
hijo sólo porque servía a Dios.
Las últimas palabras se le atascaron
en la garganta. Quedó en silencio y se
frotó los ojos con una mano.
Jan se levantó del taburete y le echó
un brazo sobre los hombros.
—Yo también añoro a mi primo. Pero
él querría que ayudáramos a la gente a
retomar su vida normal.
Gavira rehuyó el consuelo de su
sobrino.
—Sí, pero antes debemos limpiar
aquello de anarquistas y de asesinos.
Nuestra cruzada no ha terminado
todavía.
Jan no respondió. Su tío estaba
demasiado alterado y aquella
conversación no llevaría a nada bueno.
Pensó si su tío Enrique se habría
detenido a meditar en lo difícil que
resultaría separar a los asesinos de la
gente normal, de los inocentes. Al fin y
al cabo, durante aquellos dos años, ¿no
se habían vuelto todos unos asesinos?
Jan mismo había matado a muchos
enemigos. Si tres años antes le hubieran
dicho que sería capaz de arrebatarle la
vida a alguien, habría negado esa
posibilidad horrorizado. Pero tras el
asesinato de su primo y tras escapar
escondido entre la carga de un camión
de paja camino de la zona nacional, las
ansias de revancha le habían
transformado en un animal.
En Córdoba y en Teruel había
disparado y matado a hombres, a metros
de distancia, sin distinguir sus rostros. O
cara a cara, contemplando su expresión
desencajada al perder la vida. Hasta a
bayonetazos, cuando su vida dependía
de quién clavara antes el metal en el
enemigo.
Pero ya había alcanzado su límite.
Había visto morir a demasiados
compañeros. Había matado a
demasiados enemigos. Recordó al crío
muerto por sus disparos aquella misma
tarde en el cerro de San Marcos. Un
niño que, al igual que su primo, nunca
volvería junto a su familia.
Todo aquello tenía que acabar.
Quizás debería aceptar la propuesta de
su tío. Él podría atemperar los odios,
podría ayudar a volver España
civilizada.
Pero todavía no había llegado el
momento. Aún debía mantenerse junto a
sus hermanos del tercio.
Pensó que por el momento era mejor
dejar pasar el tema. Buscó a su
alrededor, desesperado por cambiar de
conversación.
—Ya que me has hecho venir hasta
aquí, por lo menos podrías invitarme a
beber algo.
El comandante Gavira se dio la
vuelta. La sonrisa había regresado a su
rostro. Volvió tras la mesa y rebuscó
bajo la misma. Sacó una botellita de
coñac y dos vasitos de vidrio. Sirvió en
uno de ellos. Jan lo cogió.
—Por Alejandro —brindó, alzando el
vaso.
El comandante sirvió en el otro y lo
alzó junto al de su sobrino.
—Por mi hijo.
Los dos bebieron. Jan dejó el vaso
sobre la mesa y se puso la gorra. Se
volvió hacia la puerta.
—Suerte en Burgos, tío Enrique.
Estaré encantado de seguirte cuando esto
acabe, pero hasta entonces me debo a
mis hombres.
Gavira asintió con la cabeza, pero lo
detuvo alzando un brazo.
—Espera un momento.
Cogió un sobre de entre los papeles
que cubrían su mesa y caminó hacia Jan,
que se había detenido junto a la salida.
Le entregó el pliego.
—Por lo menos hagamos ver que has
venido para algo.
Jan examinó el sobre amarillo
cerrado.
—¿Qué debo hacer con esto?
—Cuando salgas, busca al oficial de
enlace. Dile que he mandado que
entregue estas órdenes al mando de la
columna mixta de Falange y regulares
que hemos posicionado al pie del
barranco de los Navarros, cerca del río
Canaletas. Él ya sabrá dónde ir.
—¿De qué se trata?
—Te recuerdo que soy tu comandante.
¿No deberías obedecer sin más?
—Perdona, tío Enrique.
Gavira le golpeó en el brazo.
—No es nada, Jan. Sólo se les
comunica que no hagan nada por ese
sector esta noche. Toca descansar las
tropas.
—Eso siempre está bien.
—Cuídate, Jan.
Jan saludó firmes y el comandante le
devolvió el saludo.
—No te preocupes, tío. Siempre lo
hago —se despidió antes de abandonar
el despacho.
4
Alemanes
Tras preguntar al soldado vigía dónde
podía encontrar al oficial de enlace, Jan
cruzó a paso ligero la explanada que
separaba el búnker de mando del
depósito de vehículos.
Aparte de la escasa actividad en los
tres núcleos del puesto de mando, no
habría más de una docena de soldados
circulando a la vista por el campamento.
Tres de ellos controlaban el acceso por
el que habían llegado Jan Lozano y su
conductor. Dos más atendían una
ametralladora desde un puesto elevado
de vigilancia sobre la colina que daba
refugio al campamento. El resto
controlaban descansados los accesos al
hospital y al depósito de vehículos.
Y luego estaban los que,
aparentemente libres de obligaciones,
descansaban recostados sobre sus
colchones de paja en medio de la
explanada, como los dos hombres a los
que Jan se acercó a preguntar por el
oficial de enlace.
—Pues debería haber regresado ya
hace rato —respondió uno de ellos, un
cabo con marcado acento de Granada.
—Mire, teniente, va a ser ese que
llega —apuntó el otro, señalando al
acceso principal al campo.
Por allí se acercaba una desvencijada
furgoneta Ford, cuyo tubo de escape iba
escupiendo volutas de humo que se
veían oscuras hasta en medio de la
noche.
La furgoneta se encaminó directa
hacia el depósito de vehículos, pasando
de largo junto a Jan y los dos soldados
en reposo. Poco antes de alcanzar las
lonas de camuflaje que ocultaban los
vehículos de la vista de los
bombarderos enemigos, el vehículo
torció a la izquierda, aceleró unos
metros y se detuvo justo delante de los
vagones del hospital de campaña.
El conductor saltó de su asiento y
llamó a gritos a Jan y a los dos
soldados. Los tres corrieron hacia el
vehículo. Con gestos graves, el
conductor, un alférez, los apremió a que
le ayudaran con su compañero. Este era
un soldado raso y tenía una herida en la
pierna izquierda que sangraba a
borbotones. Los dos soldados se lo
echaron a hombros y lo metieron en el
hospital.
Había un agujero en la puerta del lado
del conductor. Jan enganchó al alférez
cuando este ya corría tras los demás.
—¿Alférez Bruna? —le preguntó.
El hombre se volvió hacia él. Su
mirada alucinada no logró centrarse en
Jan, que hubo de insistir.
—¿Eres el encargado del enlace con
la posición en el barranco de los
Navarros? ¿Qué os ha pasado?
El alférez logró poner en orden sus
pensamientos. Aún se volvió a mirar
otra vez hacia los vagones del hospital
antes de responder:
—Un tirador oculto. Nos ha pillado
por sorpresa. Ha alcanzado a mi
conductor. Casi nos vamos por una
pendiente, pero ha logrado parar el
vehículo a tiempo.
—¿Puedes conseguir otro conductor?
Hay que transmitir unas órdenes a la
columna en Los Navarros.
El alférez miró de nuevo al hospital y
luego a Jan. O, más bien, por encima de
Jan, y a su lado, y a través de él. Sus
ojos no lograban centrarse.
Jan le agarró con fuerza por los
hombros.
—Bruna, ¿hace cuánto que no
duerme?
Bruna no respondió al momento, por
lo que Jan le dio una buena sacudida con
la que logró que se centrara.
—No lo sé. Treinta, treinta y seis
horas.
Jan apartó las manos de sus hombros.
—Vaya a ver cómo se encuentra su
conductor.
—Gracias, señor.
El alférez corrió hacia la cueva que
daba refugio a los vagones del tren
hospital. Poco antes de alcanzar la
entrada, se detuvo en seco y se giró
hacia Jan.
—¡Teniente! ¿Me ha dicho algo de
unas órdenes, señor?
Jan estaba examinando el vehículo y
no le miró.
—Lárguese a ver a su compañero,
alférez. Y dígale al sanitario que yo le
he recetado una siesta.
El alférez sacudió la cabeza,
confundido. Se dio la vuelta y entró en
el primer vagón.
Jan seguía examinando el vehículo.
No parecía tener ningún daño, aparte del
disparo que, tras alcanzar la puerta del
conductor y atravesar su pierna, se había
incrustado en el asiento. La sangre había
dejado una amplia mancha oscura,
todavía húmeda, en él.
Consultó su reloj, uno de bolsillo
heredado de su difunto padre. En poco
más de una hora su conductor estaría de
regreso, en la moto, para recogerlo.
Podría buscar a alguien y colocarle los
papeles del comandante, pero entonces
tendría que pasarse todo ese tiempo
dando vueltas por aquel campamento
medio muerto. Y lo más probable era
que le acabara cayendo una bronca al
alférez de enlace por el retraso en el
envío de las órdenes. Tampoco tenía
nada claro que el resto de oficiales de
enlace no se encontrasen en las mismas
pésimas condiciones. Las últimas horas
estaban resultando muy movidas, desde
el inicio de la ofensiva dos días antes
que, por fin, estaba logrando mover la
línea del frente para echar de allí a los
rojos y empujarlos hacia el río.
Ya decidido, se dirigió al depósito de
vehículos. Se encargaría él mismo de
entregar el mensaje, pero necesitaba un
conductor que conociera la zona. No
quería acabar preguntando dónde estaba
el puesto de los Navarros a la primera
tropa que se encontrase para acabar
dándose cuenta de que había ido a parar
tras las líneas enemigas.
Al igual que el resto del campamento,
el puesto de vehículos estaba casi
desierto. Un sargento amodorrado con el
culo aposentado en una silla plegable
abrió mucho los ojos al verlo entrar. Se
alzó con lentitud somnolienta y presentó
saludo militar.
—Mi teniente.
A Jan le sorprendió aquella muestra
de formalidad marcial tras la desgana de
los últimos soldados con los que se
había tropezado... y que él mismo
arrastraba desde días atrás. Se preguntó
cuándo había empezado a importarle
todo tan poco.
Reaccionó y se cuadró:
—Sargento, tengo que transmitir unas
órdenes del comandante Gavira al
puesto de los Navarros. Necesito un
conductor que conozca la zona.
—Buffff —resopló el sargento,
quitándose la gorra—. Pues tendrá que
esperarse a que vuelva el alférez Bruna.
Se ha llevado a nuestro conductor.
Jan suspiró y le explicó al sargento
que el conductor del alférez no iba a
poder sentarse al volante en una buena
temporada. El sargento se giró sobre sus
talones y disparó un silbido agudo que
se clavó en el cerebro del teniente
Lozano.
Al instante, un soldado jovenzuelo
asomó la cabeza desde debajo de una
camioneta Fiat que tenía el motor y las
tripas al aire. El chaval dejó una llave
inglesa negra de grasa sobre el capó
abierto del vehículo y se acercó rápido.
En cuanto acabó de limpiarse la grasa
de las manos saludó al teniente Lozano.
—El soldado Decruz le llevará, mi
teniente.
—¿Conoces bien el camino hasta el
puesto de los Navarros?
—Me sé los planos de memoria,
señor —gritó—. Mi teniente, señor —
volvió a decir, todavía más alto. El
sargento se aclaró un oído con el pulgar.
Jan miró al sargento, luego al
soldadito y de vuelta al sargento.
—¿Cuánto lleva aquí el soldado...?
—Decruz, mi teniente, señor —gritó
de nuevo el mentado.
—No se preocupe, mi teniente —
aclaró el sargento—. Decruz tiene buena
orientación, le llevará sin problema.
Las opciones no eran muchas, así que,
tras dar otro repaso al imberbe soldado
Decruz, Jan se despidió del sargento —
que devolvió el saludo marcial casi
emocionado—, se dio la vuelta y salió
del depósito.
El soldado Decruz se quedó allí
parado hasta que el sargento le apremió
con la mirada para que siguiera al
teniente Lozano. Lo alcanzó ya fuera de
la protección de las lonas de camuflaje,
a cielo nocturno descubierto. El
soldadito portaba su fusil en bandolera.
—Mi teniente —gritó.
Jan pensó que aquel chaval tenía el
volumen trastornado. Le hizo señas de
que bajara la voz.
—Mi teniente —repitió casi
susurrando—, señor... ¿no cree que
necesitaríamos un vehículo?
—Estoy bastante convencido de ello.
—Si me da media hora, podría acabar
el arreglo de la Fiat. No es casi nada lo
que le pasa. Sólo le tengo que cambiar
un manguito. Y conseguir que no se le
vuelva a caer el tubo de escape. El
motor va bastante bien, sólo se
sobrecalienta tras media hora de
marcha.
Jan había continuado su camino hacia
la entrada al hospital.
—Ya tenemos vehículo —le indicó,
señalando la furgoneta.
En lo primero que se fijó el soldado
Decruz al llegar junto a la camioneta
Ford fue en el agujero de bala en la
puerta del conductor.
—Mal fario. ¿El conductor está...?
—Tranquilo, sobrevivirá.
Decruz suspiró y se sentó al volante.
Jan subió al asiento del copiloto,
apartando unos binoculares —unos
buenos Zeiss militares de campo —y
una linterna que el alférez debía de
haber olvidado por las prisas, y le hizo
una seña a su conductor. Este puso el
vehículo en marcha, dio media vuelta en
el centro del campamento y cogió la
salida.
—Si le parece bien, tomaré la pista
de tierra que circula entre el Puig
Cavallé y la sierra de Pándols. Para
llegar al puesto junto al barranco de los
Navarros, es una ruta más directa que
meternos campo a través. Además, ahora
que hemos hecho retroceder a los rojos,
es una zona bastante segura.
Jan asintió arrebujado en el asiento.
Decruz tenía ganas de hablar.
—Deben ser órdenes importantes,
señor, si mandan a un teniente.
—En principio sólo tenía que
dárselas al alférez de enlace, pero no le
he visto en condiciones.
—No le había visto antes en el
campamento. ¿Es una misión especial?
—En realidad, sólo he venido a
hablar con el comandante Gavira.
Asuntos casi privados. Es mi tío.
Con el traqueteo del camino, Jan se
había relajado hasta cerrar los ojos,
pero aun así notó cómo el soldado
Decruz se tensaba en su asiento.
—Tranquilo, soldado. —Abrió los
ojos—. ¿Cómo te llamas?
—Miguel, señor.
—¿De qué parte de Galicia eres,
Miguel?
—No sabía que tuviera tanto acento
—se sonrió—. De Cervo, un pueblo en
La Coruña, señor. No sé cómo se llama
usted.
—Lozano. Jan Lozano del Tercio de
Requetés de Nuestra Señora de
Montserrat. —Le extendió la mano.
Miguel Decruz se sorprendió, pero
acertó a devolver el saludo apartando un
instante la mano derecha del volante.
Al poco de abandonar la posición,
tras avanzar unos minutos por una pista
de tierra, alcanzaron la carretera que
llevaba de El Pinell a Gandesa.
Circularon por ella no más de un
kilómetro hasta que cogieron el desvío
por el camino que había indicado
Miguel. Aquella ruta atravesaba por en
medio de la depresión que separaba la
parte occidental de la Sierra de Pándols,
que quedaba a su izquierda, del Puig
Cavallé, a su derecha.
Por encima del límite entre las sierras
de Pándols y Cavalls, estallaba un
continuo de bombas de artillería y de
mortero. El bombardeo continuo de las
posiciones rojas por parte de la
artillería y de la aviación nacionales
estaban en la base de la estrategia de
aquella nueva ofensiva que, esta vez sí,
tenía toda la pinta de ser la definitiva.
Jan se sorprendió sintiendo lástima de
aquellos soldados republicanos que
llevaban dos días recibiendo una
potencia de artillería como no se había
visto hasta entonces en aquella guerra y,
posiblemente, en ninguna otra.
Mientras avanzaban en dirección
suroeste por la pista hacia su objetivo,
las explosiones fueron quedando atrás.
Jan contempló el cielo delante de ellos,
despejado de fuego y estallidos. Luego
bajó la mirada a la carretera.
—¿Qué pasa ahí delante?
Entrecerró los ojos intentando ver
mejor un pequeño vehículo que se les
acercaba de frente por la pista. Se echó
la mano a la cartuchera. Miguel levantó
el pie del acelerador y el coche frenó de
forma brusca.
Por el camino se aproximaba una
moto con sidecar. Era evidente que
desde el otro vehículo también los
habían localizado porque su velocidad
disminuyó a ojos vista. Aun así, siguió
acercándose. Había algo montado sobre
el sidecar.
Hasta que no estuvieron a menos de
diez metros, Jan no pudo precisar que el
objeto instalado sobre el sidecar era una
ametralladora. El soldado que la
manejaba, así como el conductor de la
motocicleta, vestían ropas de abrigo de
cuero negro, características del uniforme
de la Legión Cóndor.
—¿Qué hacen los alemanes aquí? —
preguntó Miguel—. No hay ningún
campamento de aviación cerca.
El conductor alemán cruzó la
motocicleta en medio de la pista. El del
sidecar no hizo ningún movimiento
brusco, pero a Jan le resultó evidente
que tenía bien sujeta la ametralladora.
El motorista bajó de un salto.
—¿A dónde se dirigen, mi teniente?
—dijo, arrastrando un rato la «g» y
bajando el volumen al dudar en «mi
teniente». Aun así, a Jan le sorprendió
que el tipo aquel tuviera tan buena vista.
Jan asomó la cabeza por la ventanilla.
—Vamos a la posición junto al
barranco de los Navarros. —Señaló el
camino tras ellos con el pulgar—.
Venimos del puesto junto al cerro del
Águila. ¿Hay algún problema?
El alemán los observó unos instantes
desde la distancia. Luego subió otra vez
en la moto. Discutió algo con el de la
ametralladora y puso el vehículo en
marcha.
En dos acelerones, se plantaron junto
a la ventanilla de Jan. Había cierto
atisbo de desconfianza en la mirada del
alemán cuando le habló.
—Deberían andar con cuidado. —El
arrastre de la erre distrajo de nuevo a
Jan—. Estamos a dos tiros de la zona
roja.
—Se equivoca —le corrigió Miguel,
pasando por encima de Jan con un mapa
desplegado en la mano. Había líneas
rojas pintadas en él—. Los rojos están
cinco kilómetros más allá —señaló con
la mano plana hacia el este.
El alemán lo ignoró con gesto severo.
Optó por dirigirse de nuevo al teniente:
—Hemos sufrido incursiones de
grupos aislados. La zona no es segura.
Sobre todo no abandonen la carretera.
—¿Qué hacen ustedes por aquí, cabo?
—preguntó Jan.
El alemán lo miró con desconfianza.
—El aeródromo de La Cenia está
bastante lejos —insistió Jan—. Pensaba
que sólo se les encomendaban
operaciones de apoyo a su flotilla.
—Esta es una situación
extraordinaria.
—«Extraorrrrdinarria»—. Han
solicitado nuestro refuerzo a sus tropas
durante unos días. —Y añadió alzando
el tono—: Y el Reich siempre está
dispuesto a ayudar a la gloriosa nación
de España.
A Jan le pareció que la voz del
alemán destilaba cierto tono hipócrita,
sobre todo en la última frase, pero se
limitó a sonreír. El alemán dio por
finalizada la conversación. Se bajó las
gafas del casco, arrancó la moto de una
coz y se alejó en dirección a Gandesa,
dejando a Jan y a Miguel ante una pista
oscurecida y sin ninguna aclaración.
Jan ordenó a Miguel que siguieran el
camino y este obedeció. El teniente
Lozano se revolvió en el asiento. Había
sido un encuentro muy extraño. De
acuerdo que, a aquellas alturas de la
guerra, seguían necesitando los apoyos
militares tanto de Alemania como de
Italia, pero estos solían reducirse a
efectivos aéreos. La Legión Cóndor, a la
que pertenecían los dos hombres con
que se acababan de cruzar, era una
fuerza de varios miles de soldados más
un centenar de aviones que llevaban
combatiendo desde noviembre del
treinta y seis junto a ellos. Pero los
soldados de tierra alemanes sólo se
dedicaban a tareas de apoyo a la
aviación y no solían encontrarse tan
cerca de la línea de fuego. Tendría que
consultárselo a su tío cuando regresara.
Miguel lo sacó de sus ensoñaciones:
—¿Me permite una pregunta, señor?
—Adelante.
—¿De verdad necesitamos a esos
extranjeros?
Jan se lo quedó mirando. Miguel se
sofocó.
—No pretendo decir que nuestros
mandos no sepan lo que se hacen. —
Tragó saliva; seguramente acababa de
recordar que estaba hablando con el
sobrino del comandante Gavira—. Pero
a algunos hombres no les gusta ver a
esos extranjeros matando españoles. No
los necesitamos.
—Es verdad. —Jan se rio—. Nos
bastamos y sobramos para matarnos
entre nosotros. De todas formas, la
guerra está durando más de lo que
debería. Seguimos necesitando material:
armas, aviones, vehículos. Y nos
estamos quedando sin dinero para
pagarlos. —Le pareció que estaba
repitiendo algún parlamento oído a su
tío y se quedó en silencio.
—Bueno, hay que reconocerles a los
alemanes que hacen buenas máquinas.
—Miguel señaló hacia atrás—. Esos
dos, por ejemplo, iban en una BMW R-
35, una máquina impresionante.
—¿Entiendes de motos... —hizo un
esfuerzo por recordar el nombre de pila
del soldado—, Miguel?
—Sí, señor. Mi padre trabajaba para
un señorito de Betanzos que tenía una
Triumph SD.
Jan supuso que le seguía hablando de
motos.
—¿Te dejaba montarla?
—¿Aquel señoritingo? Naaaaa.
Se calló un instante. Jan le animó a
seguir con una sonrisa, para que quedase
claro que no se había ofendido por lo de
señoritingo. Miguel devolvió la sonrisa:
—Sólo me dejaba arreglársela. Él era
bastante torpe. Bueno —dijo ahora en
tono confidencial—, así pude cogérsela
un par de veces. —Le guiñó un ojo al
teniente.
—¿Por eso te han destinado con los
vehículos?
—Mejor eso que en el frente.
Miguel cayó en la cuenta de que
estaba hablando con un teniente de
requetés y se puso blanco.
—No quiero decir que no quiera
combatir, señor. Sí que quiero, estoy
dispuesto a morir por la patria.
—Espero que eso no sea necesario.
—Yo también, señor.
Jan soltó una carcajada por lo serio
que Miguel había dicho esto último.
Miguel sonrió tímido, sin saber muy
bien a qué atenerse.
—Lo siento, señor. Es que me acaban
de reclutar. Mis padres pensaban que ya
me libraría. Por mi edad y porque
parecía que esto se acababa. Ahora se
han quedado solos en el pueblo.
Miguel calló, sumido en sus
pensamientos melancólicos. Jan pensó
en todos los chavales como él,
arrancados de sus pueblos por toda
España para ir a la otra punta del país a
matar a otros chavales como ellos.
Aquello tenía que acabar pronto. Quizás
su tío tenía razón. Quizás debería
alejarse de la línea de fuego, mantenerse
a salvo, para poder ayudar luego en la
reconstrucción. Por su primo. Por
Miguel y por todas las familias como la
suya.
Un rumor sordo se elevó desde el
este. Miguel levantó el pie del
acelerador y los dos miraron hacia
adelante con atención. Jan señaló al
cielo. Una escuadrilla formada por
cinco aviones pequeños se acercaba a
ellos.
—Hablando de máquinas alemanas —
dijo Miguel.
—No —le corrigió Jan—. Esos son
Fiat Italianos.
La escuadrilla avanzó en formación
de cuña. El cielo que transitaba estaba
tranquilo. A la izquierda de los
aparatos, el cuarto menguante de luna
iluminaba unas pocas nubes, remanente
de las intensas lluvias que habían
sufrido la semana anterior por aquella
zona del valle del Ebro.
Una explosión de fulgor amarillo
rompió la tranquilidad del cielo
nocturno, a la derecha de la formación
de aviones.
—Joder. —Miguel detuvo el vehículo
—. Eso ha estado cerca.
A la primera explosión se unieron
otras. Rojo y amarillo, dejando restos de
humo gris y blanco al extinguirse. El
avión que dirigía la escuadrilla
maniobró esquivando el fuego antiaéreo
republicano. Los aviones se abrieron en
abanico.
Otra explosión rozó la cola del líder.
Dos disparos más estallaron en el
espacio libre que habían dejado los
aviones al deshacer la formación.
El último disparo destrozó la cola del
avión que volaba en cabeza de la
escuadrilla.
El avión inició un descenso forzado,
soltando chispas y humo negro por la
cola. El resto de la escuadrilla se fue
alejando. El ataque antiaéreo se había
detenido; los rojos debían de haberse
conformado con la pieza cobrada.
El avión en descenso viró
bruscamente. Jan y Miguel se lo
encontraron viniendo de cara. El gallego
hizo ademán de abrir la puerta, pero Jan
lo detuvo cogiéndolo por el brazo.
Cerró los ojos.
Sonó un estruendo tremendo. Jan
abrió los ojos. Miguel estaba pálido. A
pesar del estrépito, el avión había caído
bastante lejos de ellos, a unos
setecientos u ochocientos metros, en
medio de un pinar que, milagrosamente,
había sobrevivido a la guerra hasta
entonces.
Jan cayó en la cuenta de que no había
llamas.
—¿No ha explotado? —le preguntó a
Miguel, quien parecía haber mantenido
los ojos abiertos.
—No, sólo se ha estrellado —dijo en
voz baja. Al final reaccionó—. Joder,
casi nos cae encima.
El teniente le indicó que se acercara
lo máximo posible al lugar del
accidente. Miguel aparcó el vehículo al
borde de la pista de tierra. Jan bajó con
los binoculares en la mano, seguido del
conductor gallego. Oteó en dirección al
avión estrellado.
—El aparato parece bastante entero.
El Fiat había caído un buen trecho
más allá de la pista de tierra por la que
circulaban. Una pendiente escarpada
cubierta de encinas, pinos y arbustos los
separaba de él.
Jan ajustó el enfoque. Podía ver el
aparato completo, a excepción de la
cola, volada por el ataque. No había
llamas, pero tampoco movimiento.
Se centró en la cabina, en el interior
de la misma. Dio un respingo.
—Me parece que se mueve.
—¿El piloto, señor?
—Creo que sigue vivo.
Jan miró hacia su propio vehículo.
Luego al avión, midiendo mentalmente
las distancias. Finalmente, se dirigió a
Miguel:
—No podemos abandonarlo ahí.
—Señor, según los alemanes, ahí
podría haber enemigos.
Jan volvió a mirar por los
binoculares. Barrió la zona.
—Por eso mismo no podemos dejarlo
ahí. Los rojos lo cogerán, si no se muere
antes.
Miguel no parecía nada convencido y
sí bastante asustado. Pero aun así,
asintió.
—Como usted ordene, mi teniente.
Jan le animó con un golpe en el brazo.
Le ordenó que cogiera su fusil de la
camioneta. Él se quitó el tabardo, sin el
que le sería más fácil desenvolverse
entre la abundante vegetación de aquel
descenso, y lo dejó, doblado, en el
asiento del copiloto. Aprovechó para
recoger la linterna que, junto a los
prismáticos, se había dejado el alférez
Bruna al abandonar corriendo el
vehículo tras su conductor herido.
Una vez estuvieron ambos equipados,
iniciaron el descenso.
5
Piloto
El camino hasta el avión accidentado
les llevó a través de una barranca
poblada de árboles, a los que se
agarraban para no caer al tropezar con
las irregularidades del suelo. Cada
pocos pasos se producía un corte en el
terreno que les obligaba a brincar como
cabras.
Por tres veces cruzaron un sendero
allanado que bajaba haciendo zigzag por
la montaña. Para regresar al coche, ya
fuera cargando al piloto herido o sin él
en el peor de los casos, se verían
obligados a coger ese camino. Mirando
hacia atrás desde el punto del descenso
en el que se encontraban, resultaba claro
que volver por donde habían bajado,
trepando por aquella pendiente, no sería
posible. Las grietas que saltaban sin
problemas al descender no serían
superables al regresar barranco arriba.
Al poco, ya estaban a unos diez
metros del avión. Durante la bajada, Jan
había ordenado a Miguel que se
detuviera de tanto en tanto, a fin de
verificar que no había presencia del
enemigo. Ahora, tan cerca del avión
derribado, Jan ordenó extremar las
precauciones.
Agachados entre los arbustos,
observaron durante casi un minuto el
silencio de la noche. Tras el cese del
repentino ataque de los cañones
antiaéreos, había regresado la calma a
aquella zona de la sierra. Las únicas
explosiones que alteraban el cielo
nocturno provenían de varios kilómetros
al norte de su posición. Finalmente, Jan
se decidió y los dos soldados salieron
de su escondite y se plantaron junto al
avión.
Al aparato le faltaba la cola, tal y
como ya habían observado al verlo caer
de lejos. El ala izquierda se había
desprendido en el golpe contra tierra y
se hallaba a tres o cuatro metros del
cuerpo del aparato. El ala derecha
seguía unida precariamente al avión por
una hilera de tendones de cable y metal.
La carlinga, sucia por el barro y la tierra
levantados durante el aterrizaje, no
permitía ver con claridad el interior. Lo
único que se apreciaba era la ausencia
de movimiento del piloto.
Jan se colocó a un lado de la cabina y
abrió los cierres de la misma. Le pidió a
Miguel que le ayudara a deslizar hacia
atrás los paneles semitransparentes,
atascados a consecuencia del brutal
aterrizaje. Entre los dos dejaron al
descubierto el cuerpo del piloto.
Se trataba de un hombre pequeño, no
mediría más de metro cincuenta y, en
apariencia, estaba inconsciente. Jan
maniobró para quitarle las gafas del
casco, con el objeto de comprobar si
seguía vivo. Entonces el hombre
reaccionó.
Miguel dio un bote cuando el piloto
aspiró con fuerza, como si acabase de
resucitar. Se apartó bruscamente las
gafas del rostro y los miró con ojos
alucinados. Intentó hablar, pero las
palabras se le agarraron a la garganta.
Miguel, a su izquierda, sacó una
pequeña cantimplora y le dio de beber.
El hombre quiso moverse pero se vio
imposibilitado. A su derecha Jan
comprobaba los daños en el cuerpo del
piloto.
—No parece que esté mal —dijo Jan
—. Mira por tu lado, a ver si puedes
soltarlo.
El piloto negó con la cabeza.
—Me temo que estoy enganchado. —
El piloto hablaba un castellano de libro,
a pesar de sus insignias de capitán de la
Fuerza Aérea Italiana en el hombro y el
pecho de la cazadora de piel.
—No se preocupe, le sacaremos de
aquí. —Jan miró alrededor, por si
hubiera movimiento, pero todo seguía
tranquilo.
El piloto captó su incertidumbre.
—No he caído en casa.
Jan negó con la cabeza y le hizo una
seña a Miguel para que se encaramara al
aparato. Sujetaron al italiano por las
axilas y tiraron, pero se detuvieron ante
el gemido de queja del hombre.
—El brazo izquierdo —dijo—. Está
agarrado entre el metal.
—Decruz, busca una madera con la
que hacer palanca.
—Señor, aquí hay un lío de hierro
tremendo. Necesitaremos más que una
madera. Seguro que en la caja de
herramientas de la camioneta encuentro
algo.
—Vale. Pues ve a buscar lo que
necesites. Yo me quedo con el capitán.
Miguel miró con desconfianza hacia
atrás, al descenso oscuro por el que
habían venido.
—Vamos, soldado —insistió Jan—.
Sé valiente.
—No es eso, señor —aunque la voz
sí que le temblaba un poco —. Me
oriento bien con mapas y por carreteras.
Pero no sé si sabré volver al camión. O
regresar aquí. Me temo que no me he
fijado mucho en el camino. Le seguía a
usted.
Jan suspiró.
—Está bien, ya iré yo. Tú abre bien
los ojos.
Aquello tampoco pareció tranquilizar
a Miguel que ahora, en vez de mirar con
miedo el camino, observaba con
aprensión todo lo que les rodeaba.
El italiano se rio con la garganta hasta
que la risa se le tornó en tos. Miguel le
dio agua de nuevo. El piloto echó un
trago y apartó la cantimplora con su
mano libre.
—Será mejor que vayan los dos,
teniente. No creo que el bambino me
fuera de mucha ayuda si llegan los rojos.
Pero les agradecería que se dieran prisa.
Jan asintió y le apretó la mano libre al
piloto. Rodeó el aparato y agarró a
Miguel para llevárselo camino de la
furgoneta.
—Mantenga los ojos abiertos —se
despidió del italiano.
Treparon unos cuantos metros por la
ruta directa, cuesta arriba, pero al poco
se vieron obligados a tomar el camino
más suave que subía la cuesta en zigzag.
Jan marchaba delante, al trote, pero
intentando pisar firme y sin levantar
mucho estruendo. A su espalda oía
continuamente los resoplidos de Miguel.
Aquel muchacho no estaba
acostumbrado al movimiento fuera del
campamento. Mejor sería que no
tuvieran ningún encontronazo con el
enemigo. Jan palpó la cartuchera que
colgaba a su derecha para sentir algo de
seguridad. Con aquella marcha alocada
se estaba saltando a la torera todo lo que
había aprendido durante la formación y
durante su año y medio de veteranía.
Cada vez que giraban por un recodo
del camino, Jan frenaba alzando el brazo
para que Miguel parase también.
Verificaba durante cuatro o cinco
segundos que no hubiera moros en la
costa y vuelta a correr.
En el quinto o sexto giro, cuando ya
se adivinaba la cima de la subida, allí
donde habían dejado el vehículo, Jan se
detuvo y ya no avanzó. Miguel le
alcanzó y Jan, tirando de él, le obligó a
arrodillarse. Señaló el camino delante
de ellos. A una decena de metros, el
cuerpo de un soldado republicano
descansaba contra el tronco de un pino.
Miguel quiso decir algo, pero Jan
ordenó silencio llevándose un dedo a la
boca. Esperó. El cuerpo parecía
abandonado. No se percibía movimiento
alrededor del supuesto cadáver, ni entre
los árboles ni por el camino. Desde su
posición, a Jan no le parecía que hubiera
ningún arma junto al cuerpo sentado al
lado del árbol.
Lentamente y con la pistola en la
mano, avanzó hacia el hombre. Miguel
le seguía, apretando con fuerza su fusil
como si temiera que le fuese a saltar de
las manos.
Llegaron junto al cuerpo. Jan indicó a
Miguel que se acercara por un lado,
manteniéndose a distancia. Él lo encaró
de frente. Al comprobar que el hombre
no respiraba, se agachó despacio sobre
él, tras echar un último vistazo
alrededor para comprobar que no había
nadie más por allí cerca.
El muerto era un soldado republicano
de uniforme raído y calzado con
alpargatas. Era un tipo pequeño y
huesudo, de mandíbula afilada caída
sobre su pecho inmóvil. Jan no supo
decir a qué unidad debería pertenecer.
No tenía ninguna herida visible, por
lo que Jan estiró la mano en la que no
llevaba la pistola hacia el cuerpo, para
abrirle la guerrera.
El muerto abrió los ojos y, con su
mano izquierda, le agarró la mano de la
pistola. Con la otra golpeó a Jan en el
rostro. Este cayó de espaldas y la boina
roja voló lejos de su cabeza. Desde el
suelo vio cómo otro tipo, un gigantón,
había pillado por sorpresa a Miguel y lo
tenía inmovilizado desde detrás,
utilizando el fusil del gallego como cepo
para aprisionarlo contra su propio
cuerpo.
El pequeñajo saltó sobre Jan,
respirando agitado para recuperar el
aire que no había aspirado mientras se
hacía el muerto. Jan dobló las piernas y
lo interceptó, pateándolo de nuevo
contra el árbol.
Se estiró en el suelo hacia su pistola,
que había caído a un metro de ellos tras
el golpe del falso muerto. Escuchó cómo
Miguel gimoteaba medio ahogado
mientras intentaba librarse del soldado
que lo asfixiaba con su propio fusil. El
pequeñajo había caído al suelo, medio
aturdido por el contraataque de Jan. Este
alcanzó al fin su pistola, pero un pie
calzado con sandalias la apartó de una
patada. El dueño era un soldado joven,
casi un crío, de piel morena y unos ojos
negros muy grandes, de un fondo blanco
intenso.
Jan se revolvió en el suelo para
buscar otra salida, pero se encontró de
cara con el cañón de un fusil y no le
quedó más remedio que alzar las manos
y rendirse.
El que sujetaba el arma era casi un
anciano, aunque, en realidad, podría
haber tenido tanto cuarenta y pico años
como setenta. Debajo del uniforme sucio
de sargento y del pelo y la barba
grisáceos resultaba difícil asegurarlo.
Ordenó a Jan que se levantara. El
soldadito joven le apuntaba también con
su fusil, desde una postura extraña,
agachado como si vigilase a un toro que
temiera que se le iba a escapar.
Resultaba evidente que aquel chico le
tenía miedo.
El grandullón que había agarrado a
Miguel por sorpresa, tras hacer que
soltara su fusil, lo traía agarrado como a
un muñeco de trapo. El pequeñajo que
se había hecho el muerto se levantó
todavía, sacudiendo la cabeza. Se
acercó a Jan y le soltó un puñetazo duro,
de puro hueso.
—¡Cabrón! —le gritó.
Jan cayó de rodillas con alfileres de
dolor clavados en su cabeza, desde la
mandíbula hasta el cerebro.
El pequeñajo recogió del suelo la
pistola de Jan y se la entregó al más
joven de ellos, que la miró con sorpresa.
—Para ti, yo no la quiero —dijo el
pequeñajo—. Es una pistola de niñas.
Se rió. El joven aceptó el arma con
disgusto, pero no dijo nada. Se la guardó
en el cinturón, bajo la camisa.
El gigantón dejó caer a Miguel al lado
de Jan. El chico gallego estaba a punto
de echarse a llorar.
Por detrás de los cuatro republicanos
apareció otro más; un tipo alto y delgado
que se mantuvo en la sombra. El
sargento y los soldados rodearon a Jan y
a Miguel mientras les apuntaban con sus
armas. Fue el pequeñajo el que habló:
—¿Qué tenemos aquí? —Señaló los
pantalones anchos de Jan, rígidos de
almidón en las perneras, y se rio con
ganas—. ¿Un payaso de circo?
Jan no dijo nada, sólo se frotó la
mandíbula dolorida. El rojo le registró
de mala manera y requisó los
prismáticos y la linterna.
—Son mejores que los suyos,
sargento —le dijo a su superior. Este
llevaba colgados al cuello unos
destartalados prismáticos de cazador.
Luego, el pequeñajo se ocupó de
Miguel. El chaval temblaba como una
hoja y además no llevaba encima nada
de valor. El otro lo atravesó con una
mirada asesina.
—Las botas —le dijo.
Miguel miró a su teniente y luego al
rojo pequeñajo.
—¿Qué?...
El republicano sacó una navaja y se la
puso en el cuello.
—Dame tus botas.
A Miguel se le saltaban las lágrimas y
no sabía cómo reaccionar.
Jan entendió que la cosa no iba en
broma y le ordenó que se desatara las
botas. Él también se quitó las suyas. El
pequeñajo se las arrancó de las manos y
él y el soldado más joven se retiraron
unos metros. Alzó las botas para que las
vieran los demás. El sargento y el
grandullón seguían apuntando a sus
prisioneros. Este último maldijo tras
echar un vistazo al calzado capturado:
— E s to s fascistos tienen pies de
mujerr —el tipo tenía acento de algún
país del este—. Yo me quedo con su
fusil —remató, alzando el arma de
Miguel.
El sargento se rio:
—A ver si lo cuidas mejor que el
anterior. —Miró a los otros dos y negó
con la cabeza—. Yo les tengo cariño a
mis alpargatas.
El pequeñajo y el joven se sentaron
en la tierra del camino para calzarse las
botas. Se guardaron sus respectivas
sandalias en sus macutos.
El que se había quedado en la sombra
se acercó al sargento. Portaba insignias
de comisario del ejército comunista.
Examinó a los prisioneros, centrándose
en Jan. Le susurró algo al sargento y este
asintió. El comisario se retiró de nuevo
a las sombras.
—Mecha, ven aquí —ordenó el
sargento.
El pequeñajo se acercó a él, pisando
con cuidado, tanteando su nuevo
calzado. Se le veía orgulloso. El
sargento señaló con la cabeza a los
prisioneros. Mecha apuntó su arma y a
Jan no le gustó lo que se leía en su
rostro. El tal Mecha se moría de ganas
por darles pasaporte.
—¡Esperad! —gritó Jan.
Mecha puso el dedo en el gatillo.
Miguel lloraba a moco tendido.
—Soy oficial de enlace, llevo
órdenes importantes.
Mecha miró a su sargento y giró el
fusil hacia Miguel.
—Bien, pues tú no eres nadie —
sentenció.
Jan se interpuso entre el arma de
Mecha y Miguel.
—Espera, joder. Sólo es un chaval.
No nos matéis y os contaré lo que sé.
El comisario resurgió de las sombras.
—¿Cómo se llama usted, teniente?
—Jan Lozano, del Tercio de Requetés
de Montserrat.
—¿Y qué puedes saber tú que nos
interese?
—Mi tío, el comandante Gavira, me
ha ordenado transmitir órdenes a un
puesto cercano.
El comisario lo examinó más de
cerca. Jan se preguntó cuál de las dos
informaciones le había interesado más:
el conocer cuáles iban a ser los
próximos movimientos de alguna
pequeña unidad del enemigo o el poder
anunciar en el parte del día la captura de
un oficial familiar de un importante
comandante.
El comisario se acercó de nuevo a
susurrar al oído del sargento. Y este,
tras prestarle atención durante unos
instantes, asintió.
—Nos los llevamos —ordenó el
sargento.
El grandullón agarró por un brazo a
Miguel y lo alzó dando un tirón. Mecha
apuntó a Jan y, con una sonrisa en el
rostro, le dejó claro que sería mejor que
se levantara.
6
Rojos
Retomaron el sendero hacia arriba,
camino de la cumbre, en dirección a
donde Jan y Miguel habían dejado su
vehículo. A cada paso se alejaban del
piloto herido. A Jan no le parecía que
estuviera grave cuando lo dejaron, pero
el golpe al estrellarse había sido terrible
y el pobre hombre podría estar
muriéndose allá abajo, solo, en aquel
mismo instante.
Jan no sabía cómo abordar el
problema, pero el rojo pequeñajo al que
llamaban Mecha le allanó el camino:
—¿En qué andabais vosotros dos,
triscando por aquí como cabras? —le
preguntó, dándole un golpecillo con la
culata en el hombro.
Los otros ignoraron la pregunta, a
excepción del comisario, que se volvió
hacia Jan con la curiosidad dibujada en
el rostro.
—Íbamos en una camioneta por la
pista de tierra cuando vimos caer un
avión.
—Sí —intervino el sargento sin parar
ni volverse—. Nosotros también lo
vimos. Nuestra artillería le alcanzó de
pleno. Lo destrozaron bien —se sonrió.
—No tanto —dijo Jan—. El avión
cayó casi entero. Y no explotó al
estrellarse. El piloto no parecía
malherido.
El comisario detuvo la marcha del
grupo.
—¿Habéis visto al piloto del avión?
—Está atrapado entre la chatarra del
aparato. Regresábamos a nuestro
vehículo a por una palanca para
liberarlo.
El comisario meditó en silencio.
—Si se queda allí, morirá —apremió
Jan.
—Como tantos otros cabrones en esta
guerra. —Mecha rubricó su opinión con
un escupitajo a los pies de Jan.
Este se dirigió al comisario:
—El piloto era un italiano de la
Aviación Legionaria.
Al comisario se le iluminaron los
ojos.
—¿Cómo de lejos está ese avión?
—Cerca. Unos diez minutos.
El comisario se rascó la barbilla. El
sargento esperó órdenes, aunque el resto
del grupo no parecía muy por la labor.
Al final, el comisario se decidió:
—A los camaradas les animará saber
que hemos capturado a otro extranjero al
servicio de la invasión —afirmó casi
como si estuviera haciendo un discurso.
El sargento asintió sin emoción.
Mecha suspiró alto y claro y se acercó a
tres dedos del rostro de Jan.
—Como intentes...
—Sí, sí... —dijo Jan mientras lo
adelantaba para coger el camino de
regreso.
Descendieron en dirección al avión, a
paso rápido. Jan procuraba animar con
la mirada a Miguel, quien, a parte de
caminar con dificultad por el hecho de ir
descalzo, seguía muerto de miedo.
El tal Mecha los seguía muy de cerca,
con el fusil descansando en el antebrazo
izquierdo y la mano derecha a tiro del
gatillo. Y con aquella sonrisa desviada
suya en los labios.
De tanto en tanto, Miguel miraba a
Mecha de reojo y Jan podía apreciar
cómo al chaval se le enrojecían los ojos.
Se apartó un poco del gallego,
esperando atraer la atención del rojo.
Este, al ver a sus dos objetivos
separados, llamó la atención a su
compañero más joven, el de los ojos
grandes.
—Matacuras —le dijo—, no le quites
ojo al soldadito que yo me quedo con el
teniente.
Al escuchar el apodo, el rostro de Jan
se contrajo en una mueca de asco y de
rabia. Siguió caminando, pero con la
mirada fija en el joven republicano. Este
intentó aguantarle la mirada, pero al
poco miró para otro lado.
Mecha soltó una carcajada.
—¿Qué te pasa, requeté? ¿Te gustan
los curas? ¿Acaso tu padre lo era? —Se
rio con ganas de su ocurrencia.
Jan se detuvo.
—No, pero mi primo sí.
—¿Y dónde podríamos encontrarlo?
—Mecha balanceó su fusil con el cañón
en línea hacia Jan—. Matacuras podría
hacerle una visita.
Jan giró la cabeza hacia Matacuras,
que los observaba.
—Tranquilo. Ya os ocupasteis de él.
—Clavó de nuevo la mirada en el joven
Matacuras.
Como nadie dijo nada más, el
sargento ordenó que ya estaba bien de
tonterías.
—Cállate ya, Mecha. Y tú, nacional,
muévete que no tenemos toda la noche.
Al poco vislumbraron el aparato,
varado como el fósil de un dinosaurio,
medio enterrado en la tierra que había
levantado al caer. Jan enseguida se dio
cuenta de que algo no iba bien y aceleró
el paso. Mecha salió tras él y le dio un
golpecito con la culata en el brazo, pero
Jan ni se enteró. Tenía los ojos fijos en
la cabina vacía del avión.
Mecha lo iba abroncar de nuevo, pero
leyó el desconcierto en su expresión y él
también miró al avión.
—Joder —dijo, al ver el brazo
amputado del piloto sobre el asiento en
la cabina del Fiat—. ¿Pero no decías
que no estaba herido?
Jan se sintió aturdido. No era posible
que eso se lo hubiera hecho en el
accidente.
Miguel llegó a su lado y se puso
pálido. A punto estuvo de vomitar.
Mecha se rio de él.
—El crío no ha visto mucha guerra.
De un salto, cogió el brazo y le pasó
la mano del muerto a un palmo de la
cara haciendo ruiditos infantiles. Miguel
retrocedió espantado.
—Joder, Mecha —intervino el
sargento—. Deja de hacer el gilipollas.
Mecha le hizo un saludo militar con la
mano del muerto y luego tiró el brazo
entre los árboles.
—Ese cabrón nos habrá oído llegar y
se ha arrancado el brazo para escapar
—dijo Mecha. Luego se dirigió a Jan—:
Los fascistas no tenéis cojones para
luchar.
Pero Jan no le escuchaba. Señaló al
suelo.
—Aquí hay un rastro de sangre —dijo
mientras lo seguía.
—Sargento, ese cabrón ya estará
muerto. No perdamos más el tiempo —
insistió Mecha.
Pero el comisario caminó tras Jan,
seguido de Miguel y del jovencito y el
grandullón. El sargento le indicó con la
cabeza a Mecha que siguiera al grupo.
Este acató a regañadientes.
Mientras perseguía el rastro de
sangre, caminando cada vez más
deprisa, la única posibilidad que se le
pasó por la cabeza a Jan fue que algún
rojo salvaje había mutilado al piloto y
ahora se estaba llevando el cuerpo en
volandas. Nadie que hubiera perdido
tanta sangre podría haber caminado todo
ese trecho.
Entonces llegaron a un punto en el que
la sangre desapareció.
No era que de repente hubiera
desaparecido la mancha ocre sobre el
suelo de tierra. En realidad, la sangre
había disminuido paulatinamente durante
los últimos metros, pasando de una
amplia mancha a un conjunto de
goterones. Y después nada.
No quedaba ninguna duda de que la
primera impresión de Jan había sido la
correcta. Alguien se había llevado el
cuerpo del piloto, que se habría
desangrado hasta morir.
Entonces Miguel gritó y todos en el
grupo le miraron y siguieron su dedo
tembloroso, que señalaba hacia más
adelante en el camino, donde el piloto
italiano se tambaleaba en pie.
«No es posible. No le queda sangre».
pensó Jan.
Pero Miguel corrió hacia el italiano.
Jan reaccionó tarde y aunque le llamó, el
muchacho gallego no se detuvo.
Los cinco soldados republicanos se
mantuvieron a la expectativa junto a Jan.
Miguel llegó casi hasta el italiano,
pero se detuvo cuando este, al oírle
acercarse, se giró.
Del muñón izquierdo donde antes
había estado su brazo colgaba un trozo
de pellejo sanguinolento.
Pero eso no era todo.
Avanzó hacia Miguel, y al hacerlo, se
colocó al alcance de un rayo de luna. El
gallego dio un paso hacia atrás.
En el rostro del italiano se
vislumbraban terribles heridas que no
presentaba unos minutos antes, cuando
habían estado hablando con él. Un
desgarrón le cruzaba la frente, y otro
tajo en diagonal, la mejilla izquierda. En
la derecha, en cambio, no le quedaba
casi piel. Aunque lo peor eran los ojos,
enloquecidos, a punto de salirse de las
órbitas.
Gimió.
Miguel retrocedió apresurado,
trastabillando y dando con el culo en el
suelo.
El piloto gimió más alto y se lanzó a
por él. Miguel se arrastró hacia el
grupo, pidiendo ayuda a gritos mientras
el italiano intentaba cazarlo por los
pantalones, la camisa, por donde
pudiera echarle la única mano que le
quedaba.
El pelotón republicano se quedó, en
conjunto, pasmado. Contemplaban la
acción sin entender qué estaba pasando.
Sólo Jan reaccionó y avanzó hacia el
piloto. Ninguno de los republicanos hizo
ademán de detenerlo.
El italiano alzó la mirada al sentirlo
venir. Ya había conseguido atraer al
pobre Miguel hasta sus pies,
arrastrándolo por las piernas. Ahora
intentaba agarrar uno de sus brazos. El
gallego se había hecho un ovillo y
aullaba y gritaba pidiendo ayuda. Jan se
plantó ante ellos y quedó paralizado por
el horror. El italiano lo miraba con los
ojos desencajados, incapaces de
enfocar. Olisqueaba el aire como un
animal. Aquel tipo había perdido por
completo la razón, pero eso no era lo
peor.
A través de la herida abierta en su
mejilla podía verse hasta el hueso.
Mostraba profundos cortes abiertos por
todo el torso, donde a través del
uniforme roto se le veía la carne
desgarrada. Un trozo de hueso asomaba
del muñón donde antes había tenido su
brazo izquierdo.
Era imposible que aquel hombre
siguiera vivo; no con todas aquellas
heridas.
Jan, por instinto, comenzó a agitar los
brazos y a gruñirle y gritarle, igual que
habría hecho para espantar a un animal
salvaje, pero el piloto lo ignoró. El
italiano al fin logró enganchar un brazo
de Miguel y tiró de él con fuerza. El
chico gritó como si lo estuvieran
desgarrando. El italiano abrió la boca
con ansia.
«Dios mío, va a morderle», pensó
Jan. Se volvió hacia los rojos, pero
estos seguían alejados. Al pasmo inicial
lo había reemplazado el terror, que se
adivinaba sobre todo en el rostro del
más joven de ellos.
Jan buscó a su alrededor. La única
posible ayuda era un canto rodado tirado
en medio del camino. Se agachó a por él
y lo lanzó con fuerza hacia el italiano.
El pedrusco le acertó de pleno en el
rostro. El piloto rugió como una alimaña
enloquecida. Soltó a Miguel y fue tras
Jan, que retrocedió a toda prisa,
buscando refugio tras los rojos, y en
concreto, tras el más joven y asustado.
Este, al ver venir al italiano,
rugiendo, con la ansiosa boca abierta, el
muñón colgando y la cara desgarrada,
entró en pánico y quiso retroceder, pero
chocó contra Jan, que se había
parapetado a su espalda, y no pudo
escapar. Al final, cayó en la cuenta de
que tenía un arma. La alzó, como
accionada por un resorte, y disparó
contra el piloto.
La bala impactó en el pecho del
italiano y le detuvo unos segundos,
durante los cuales sacudió la cabeza
como intentando entender qué le
acababa de pasar. Luego se pasó la
mano que le quedaba por el pecho y,
despacio, volvió a caminar hacia Jan y
el joven Matacuras. Este se dio la vuelta
para huir, pero tropezó con Jan y los dos
rodaron por el suelo.
El sargento ordenó abrir fuego y,
ahora sí, el resto del pelotón reaccionó
como un solo hombre disparando contra
el italiano. Hasta el comisario, pistola
en mano, tiró contra él. Los casquillos
vacíos saltaban de los fusiles
acompañando al ris-ras de los cerrojos.
La lluvia de balas barrió al piloto.
Los tiros de los fusiles y de la pistola le
atravesaron el torso, los brazos, las
piernas, y lo hicieron caer, doblado, a
tierra.
A unos metros detrás de él, Miguel,
aovillado en el suelo, se cubría la
cabeza con los brazos intentando
protegerse de la lluvia de munición.
El sargento gritó de nuevo y sus
órdenes detuvieron el estruendo. El
comisario guardó la pistola en su funda.
Detrás del cuerpo caído del italiano,
Miguel se levantó tembloroso.
A unos pasos del sargento, Jan intentó
incorporarse, pero no le resultó fácil
porque Matacuras había caído sobre él.
Vio, a unos centímetros a su izquierda,
el fusil caído del republicano y dudó si
estirar el brazo y cogerlo.
Antes de que pudiera decidirse, algo
lo distrajo. Matacuras se había movido
encima de él y sus cuerpos se rozaron.
Jan notó los pechos de ella presionados
contra su cuerpo. Abrió mucho los ojos
y se olvidó del arma, de la guerra y del
italiano al que no había manera de
matar. Se encontró cara a cara con
Matacuras, que se había sonrojado. Ella
intentó levantarse, pero él la agarró con
fuerza del brazo.
El metal frío de un cañón de fusil se
posó en su coronilla.
—Suéltala —ordenó el sargento.
Jan la dejó ir y ella recuperó su fusil
y se levantó.
—Es una mujer —dijo Jan, medio
pregunta, medio afirmación.
—Joder —Mecha les llamó la
atención señalando al italiano.
Este se había incorporado y estaba
sentado, con las piernas estiradas, en
medio del camino, observándolos con
aquellos ojos muertos desenfocados. De
nuevo abrió la boca, gimiendo, primero
sin fuerza pero aumentando poco a poco
el tono, como una sirena previniendo un
bombardeo.
Mecha no esperó ninguna orden y
disparó. Matacuras, el grandullón y el
sargento se le unieron al instante. Esta
vez Miguel había tenido la precaución
de apartarse de la línea de fuego y
permanecía a un lado del camino con las
manos en la cabeza y expresión
horrorizada.
Las balas atravesaron el cuerpo y las
extremidades del italiano, al que cada
vez le quedaba menos carne en su sitio.
El tiroteo duró un poco más que el
anterior y después hubo una pausa de
silencio intenso.
Tras la cual de nuevo el italiano
volvió a alzarse y a gemir.
Y de nuevo los rojos lo fusilaron.
Sólo que esta vez un tiro del fusil del
sargento le atravesó la cabeza y lo hizo
caer de rodillas, con la parte superior
del cuerpo doblada hacia atrás.
El sargento alzó un brazo y ordenó
que parara el fuego. La tropa continuó
apuntando al italiano durante más de un
minuto, pero esta vez no volvió a
moverse.
Poco a poco, los soldados se
acercaron al cuerpo del piloto, con
precaución extrema y sin dejar de
apuntarle con sus armas ni un solo
momento.
Jan rodeó el cadáver y se acercó a
Miguel, que no había variado su
posición durante el último tiroteo. Con
esfuerzo, logró que apartara las manos
de su cabeza y que bajara los brazos.
Sujetándole la cara y mirándole a los
ojos, logró hacerlo reaccionar.
Mecha golpeó con el cañón el cuerpo.
—Bueno, parece que ya está. ¿Qué
coño le pasaba a este tío?
—No sé —dijo el sargento—.
Supongo que, de alguna manera, el golpe
le ha trastocado. Lo que no entiendo es
cómo ha aguantado tanto. —Se dirigió al
comisario—: No deberíamos haber
perdido el tiempo bajando hasta aquí.
Volvamos ya al campamento.
—Esperad —Jan dio dos zancadas
hacia ellos, que seguían junto al
cadáver. Lo señaló—. Esto no es
normal. Algo le ha pasado.
—Mira, nacional —el sargento se
encaró con él—, me importa un bledo lo
que le haya pasado. Mecha, vigila a
este. Matacuras, tú al otro. Brosky, abre
camino.
Se dio la vuelta y se llevó al
comisario unos metros por delante de
ellos. Le iba susurrando algo al oído y
resultaba evidente que estaba agitado.
Aunque, ¿quién no lo estaría después de
aquel espectáculo?
Mecha sacó a Jan de sus
pensamientos al empujarlo de nuevo con
el fusil.
7
Muertos
Treparon cuesta arriba, una vez más,
por el camino que Jan y Miguel habían
recorrido ya tres veces. Llegaron al
punto donde los rojos les habían
emboscado y siguieron subiendo,
dejando atrás el pino contra el que
Mecha se había hecho el muerto.
Se detuvieron al tener al alcance de la
vista la carretera, donde seguía
aparcada la camioneta Ford de Jan y
Miguel. El comisario ordenó que se la
llevaran, pero el sargento se negó. La
carretera era zona nacional y no
llegarían a ningún sitio si se ponían tan a
la vista.
Discutieron unos minutos, pero al
final el sargento impuso sus galones
militares y continuaron en paralelo a la
carretera, escondidos entre la maleza.
Jan perdió la noción del tiempo que
llevaban caminando. Todavía se
encontraba demasiado impresionado por
lo que habían presenciado. Aunque el
sargento había zanjado el asunto sin
dejar lugar a más discusiones, era
evidente que todo el grupo repetía en su
cabeza las imágenes del piloto italiano
gimiendo desgarrado, cayendo y
levantándose una y otra vez, sin que las
balas pudieran detenerle.
Jan seguía tan conmocionado que no
fue capaz de plantearse la posibilidad
de realizar ninguna intentona de huida.
Al cabo de un largo tiempo, logró
desterrar de sus pensamientos las
imágenes del piloto y se centró de nuevo
en ayudar a Miguel.
El chaval lo estaba pasando mal. Al
igual que Jan, debía de llevar más de
una hora caminando descalzo por aquel
bosquezuelo de tierra seca, ramas caídas
y pedruscos afilados. Además había
visto cómo destrozaban a un hombre a
tiros una y otra vez. Y, como Jan
también tenía muy en cuenta, sabía bien
que sus posibilidades de sobrevivir a
aquellos captores eran mínimas.
Jan intentó animarlo con una sonrisa
que el chico no fue capaz de devolver.
Al cabo de un buen rato, se escuchó
un rumor de agua. Brosky, el gigantón
que dirigía al grupo, viró a la izquierda
y se alejó de la carretera. Comenzaron a
descender de nuevo. El rumor de agua
aumentó y al poco vislumbraron entre la
vegetación las aguas de un riachuelo que
sólo podía ser el Canaletas.
A Jan le sorprendió el caudal del río.
Hasta aquel día, el combate le había
mantenido alejado de aquella zona, pero
los informes a los que había tenido
acceso hablaban de un cauce casi seco
en algunas zonas y que se podía cruzar a
pie en la mayoría de su recorrido.
En cambio, delante de él se abría
ahora una importante cantidad de agua,
una balsa de corriente levísima que bien
podría transportar hasta alguna barca de
poco calado. Sin lugar a dudas, las
lluvias abundantes de la semana anterior
sobre las sierras de Pándols y Cavalls
habrían tenido bastante que ver.
Jan hizo un cálculo mental. Teniendo
en cuenta la distancia a que se
encontraban ahora de la carretera, el
puesto de los Navarros —la posición a
la que se dirigían antes de detener su
camión en medio del camino —debía de
estar a menos de un kilómetro de su
situación actual.
Ahora, al seguir el curso del río hacia
el sureste, se estaban alejando de allí y,
en consecuencia, de la zona nacional del
combate, mientras se aproximaban a la
zona roja. Si quería intentar algo, tenía
que ser en ese mismo momento.
Miró de nuevo a Miguel; el chaval
parecía a punto de desfallecer. No
habría manera de conseguir que
corriese, en el improbable caso de que
lograsen despistar a las cinco armas que
los vigilaban.
De repente, tras cruzar entre unas
zarzas, el río se hizo del todo visible.
Descendía entre olmos y fresnos, a
pequeños saltos sobre terracitas de roca.
Unos metros más adelante se internaba
en una garganta de piedra, estrecha y
elevada. El grupo se adentró de nuevo
en el bosquezuelo para esquivar la
garganta.
El grandullón que dirigía el pelotón
se detuvo, parando al resto con la mano
en alto.
—¿Qué sucede? —susurró el
comisario.
El gigante se llevó una mano junto a
la oreja. El pelotón quedó en silencio.
Jan escuchó un grito lejano, ahogado
en el rumor de las aguas todavía
cercanas. Luego más gritos, seguidos al
momento por ráfagas de disparos.
—¡Están atacando el campamento! —
gritó el sargento—. ¡Vamos!
Los soldados dejaron de lado toda
precaución y aceleraron el paso. El
sargento echó un rápido vistazo a los
prisioneros e hizo sendos gestos a sus
vigilantes, Mecha y Matacuras. Él se
puso a la altura del gigantón y, seguido
de cerca por el comisario, se perdió
metros adelante en la espesura.
Jan pensó que aquel era el momento y
lanzó una mirada de complicidad a
Miguel, quien asintió aterrado. Tras él,
«el jovencito» Matacuras estaba más
pendiente de los gritos desgarradores y
del crepitar de los disparos, cada vez
más cercanos, que de su prisionero.
Jan giró la cabeza con suavidad para
tantear a Mecha, pero se encontró con
que este le miraba fijamente. Le clavó el
cañón del fusil en los riñones.
—Inténtalo —le sugirió, retador.
Matacuras salió de su ensoñación y
apuntó a Miguel con un gesto de rabia
traicionada en el rostro.
La ocasión se había perdido, pero la
cosa no quedó allí. Un silbido sobre sus
cabezas llevó la mirada de Jan al cielo
nocturno. Por el norte apareció una
escuadrilla de tres cazas alemanes
escoltando a un bombardero Heinkel.
Dibujaron un descenso directo hacia
ellos.
—Joder —dijo Jan—. Será mejor que
nos pongamos a cubierto.
El timbre tembloroso de su voz
convenció a Mecha, que ordenó a
Matacuras que se cubriera bajo una
roca.
—¿Y el sargento? —preguntó esta.
Pero Mecha ya corría a buscar su
propio refugio, seguido de cerca por
Jan, a quien ni se le pasó por la cabeza
aprovechar la ocasión para escapar.
Los aviones alemanes descendían muy
rápido, cada vez más grandes sobre sus
cabezas. El zumbido de sus motores
aumentó su volumen hasta hacerse casi
insoportable.
Entonces, con un silbido agudo, las
bombas empezaron a caer.
La Matacuras arrastró de un tirón a
Miguel bajo una roca en el lado del
camino más cercano al río y los dos se
acurrucaron en el refugio improvisado,
con los brazos enlazados sobre sus
cabezas.
Al otro lado del sendero, Jan se
acababa de poner a cubierto bajo un
peñasco grande, y en apariencia sólido,
cuando los alcanzó el tronar del
bombardeo.
Un bombazo estalló demasiado cerca.
Miguel y Matacuras gritaron al unísono.
Jan encogió la cabeza entre las rodillas.
Temblaba. Intentaba recordar la letra
del padre nuestro que no había rezado en
años. Alzó la mirada. A dos pasos, en su
mismo refugio de piedra, Mecha lo
observaba con una siniestra sonrisa en
los labios.
El bombardeo no duró más de siete u
ocho minutos, pero fueron siete u ocho
minutos de esquirlas de piedra, de tierra
levantada y troncos reventando en
astillas, como si la madera formara
parte de la metralla de las propias
bombas.
Pasado aquel tiempo llegó el silencio,
uno de esos silencios de guerra,
momentos interminables durante los que
todavía no sabes si estás vivo o muerto.
Mecha sacó a Jan de sus dudas de una
patada.
—Levántate, fascista. Y deja de
temblar.
Miguel y Matacuras se alzaron al otro
lado del camino, sacudiéndose el polvo,
las piedras y los restos de ramaje. Más
que soldados parecían dos niños
asustados, superados por la situación.
Ambos temblaban. Matacuras había
perdido la gorra; un mechón de flequillo
le caía sobre los ojos y una media
melena mal cortada le alcanzaba el
cuello. Al darse cuenta de que Jan la
estaba examinando, se apresuró a
recuperar su gorra caída en el suelo. Se
la colocó, esforzándose en esconder sus
cabellos bajo la prenda.
Y Jan se forzó a recordarse el apodo
por el que llamaban a aquella chica
asustada.
Mecha le obligó a avanzar por el
camino que habían seguido el sargento y
los otros dos. Al poco se los
encontraron, sacudiéndose el polvo y los
restos del bombardeo.
—Vaya infierno —dijo el grandullón
con una sonrisa que no disimulaba sus
ojos asustados.
Juntos de nuevo, siguieron el camino,
apresurados. Este acabó abriéndose
junto al río, donde minutos antes debía
de haber un campamento republicano y
donde ahora sólo se veían cadáveres
caídos por todas partes, en compañía de
ametralladoras quemadas y de barcas
astilladas. Sólo un bote se mantenía, más
o menos a flote, atado a un poste junto a
la orilla.
Entraron en el campamento,
caminando entre cadáveres, en silencio.
Jan sabía lo que era perder a algunos de
sus compañeros, pero a aquellos
hombres les acababan de aniquilar la
compañía en pleno.
Y además la masacre la habían
ejecutado sus aliados, por lo que pensó
que sería mejor callarse y pasar
desapercibido.
—Joder, ¿qué coño...? —dijo el
sargento, que se había agachado sobre
uno de los cuerpos.
Jan se asomó por encima de su
hombro. Al cuerpo que estaba a sus pies
le faltaban los dos brazos. Tenía las
tripas fuera. El sargento le movió la
cabeza. La cara estaba horriblemente
desfigurada; la falta de carne en algunas
zonas mostraba el hueso.
—Le han debido dar de pleno —dijo
el grandullón.
El sargento meneó la cabeza.
—No tiene quemaduras. Parece como
si no le hubieran alcanzado las bombas.
—Entonces, ¿qué le ha pasado?
El sargento, arrodillado junto al
cuerpo, volvió la cabeza. Cruzó la
mirada con Jan. Entendía tan poco todo
aquello como él.
El grupo se había disgregado entre las
ruinas del campamento. Aturdidos por la
situación, ni siquiera vigilaban a Jan y
Miguel, pero estos tampoco estaban por
la labor de intentar nada. Jan
permaneció junto al sargento, interesado
en el cadáver que aquel estaba
examinando.
Miguel orbitaba entre Matacuras y
Mecha. Este último dejó ir un gemido de
profundo dolor. Miguel se atrevió a
hablarle.
—¿Algún amigo tuyo?
Pero lo que Mecha levantó del suelo
fue el cuerpo calcinado de una
motocicleta.
—Eso es una Norton CS1 —dijo
Miguel, súbitamente ilusionado.
Mecha se lo quedó mirando con
extrañeza.
—Es una ES2. ¿Y tú que sabes de
motos, fachilla?
—He arreglado unas cuantas —por un
momento Miguel olvidó todos sus
temores y su voz sonó orgullosa.
Mecha dio otra sacudida a su moto
calcinada y la dejó caer como un montón
de chatarra.
—¡Aquí! —gritó Matacuras desde un
extremo del campamento.
El grupo, que se había dispersado en
su exploración del emplazamiento
destruido, corrió a agruparse junto a la
muchacha. Ella acunaba entre sus brazos
la cabeza de un soldado todavía vivo.
—¡Traedme agua!
El grandullón le alcanzó una
cantimplora y ella la acercó a los labios
del herido, pero este la rechazó de un
manotazo. Parecía querer decir algo,
pero sólo emitía sonidos incoherentes.
Jan, que se había acercado al herido
al igual que todos los demás, dio un
paso atrás.
—Dejadlo —dijo en voz baja.
Los demás lo miraron sin entenderlo.
Jan tiró del brazo de Miguel,
apartándolo del herido.
—¿Qué coño te pasa, fascista? —
preguntó Mecha, pero esta vez sin su
sarcástico tono habitual.
—Chica, déjalo —apremió Jan a
Matacuras—. Mirad sus heridas, los
cortes.
El herido se sacudía en los brazos de
la Matacuras e intentó agarrarla con
violencia. Ella se apartó sobresaltada y
lo dejó caer. El grupo se abrió, dejando
al soldado herido en el centro. Este se
afanaba por ponerse en pie, peleando
contra sus piernas quemadas por las
explosiones. Al final logró alzarse y los
miró. Y ellos pudieron verlo con
claridad por primera vez.
Tenía un agujero en las tripas; se
podía mirar a través de su cuerpo.
El círculo de soldados se abrió un
poco más alrededor del herido, aunque
ya no era de recibo llamarlo así.
Alzaron sus armas al unísono, pero
ninguno disparó.
Un rumor recorrió el campamento
muerto a su alrededor. Un gemido sordo
que fue elevándose al tiempo que los
cuerpos quemados, heridos,
destrozados, se removían intentando
volver a la vida.
El herido que se tambaleaba en el
centro del grupo rugió y se fue a por
Matacuras. Mecha le lanzó un culatazo a
la cabeza, sin contemplaciones.
Al momento, los cinco soldados
republicanos más sus dos prisioneros
formaron un círculo hombro con
hombro. Un círculo en el que sus dos
costados más débiles lo formaban los
dos nacionales desarmados. Jan adoptó
una postura de boxeador como única
forma de defenderse ante lo que les
rodeaba. Miguel cazó los restos de un
fusil quemado del suelo y lo esgrimía
como una espada contra los muertos que
seguían alzándose a su alrededor.
—Mecha, ¿qué coño está pasando? —
gimió el comisario.
—¿Qué hacemos, sargento? —dijo
aquel.
Desde el suelo, el herido se estiró y
agarró al comisario. Este sacó su pistola
Star y le voló la cabeza. Todos los
cuerpos que se removían alrededor se
detuvieron y medio centenar de ojos
muertos se clavaron en el pequeño grupo
de vivos.
—Joder —dijo el sargento—. Hacia
el río. —Señaló al único bote que
quedaba a flote de la dotación que debía
de haber utilizado la compañía para
remontar las aguas.
El grupo se movió como un solo
hombre hacia la orilla. Un soldado que
arrastraba la pierna izquierda, partida a
la altura de la rodilla, quiso alcanzar al
grandullón y este le voló la cabeza a
bocajarro con el fusil.
Entre ellos y el bote en el río se había
alzado una muralla de cinco muertos. El
grupo se detuvo ante los cadáveres
andantes.
—Joder, sargento —dijo Mecha—.
Esos son Gutiérrez y el Hortelano, y el
chaval aquel de Manresa.
—Massip —musitó Matacuras.
Los cinco muertos avanzaron hacia
ellos. Los rojos no se decidían a actuar.
—Esos ya no son vuestros
compañeros —apremió Jan.
Siguieron avanzando. Mecha y el
comisario dieron un paso atrás,
rebasando a Jan y Miguel, quienes hasta
ahora cerraban el grupo, pero no
pudieron retroceder mucho más.
Tras ellos se habían alzado la
mayoría de los muertos de su regimiento
y, ahora, los rodeaban por completo.
El río era su única salida.
—¡No hay otra! —gritó el sargento—.
¡A las cabezas!
Él y el grandullón iniciaron el fuego,
al que al momento se unieron los demás.
Tres certeros disparos reventaron las
cabezas de tres de los muertos que
bloqueaban el camino de huida. Los
otros dos cayeron por la lluvia de balas
que atravesaron sus cuerpos.
El grupo aprovechó la brecha abierta
para correr hacia el bote. Uno de los
muertos que había caído agarró a Miguel
y este tuvo que partirle el fusil quemado
en la cabeza para librarse de él.
Alcanzaron la embarcación y
Matacuras y Mecha saltaron a su
interior. La chica le extendió el brazo al
sargento, pero una sombra la agarró por
detrás. El muerto abrió la boca sobre el
cuello de la chica. Mecha dio un salto
hacia ellos y lo apartó de un certero
culatazo. Jan saltó al interior del bote y
empujó al soldado muerto por la borda.
El grandullón desató la cuerda que
mantenía la embarcación en la ribera y
entró corriendo en el agua. Haciendo
uso de toda su fuerza lo hizo girar,
dirigiendo la proa río abajo.
El sargento, el comisario y Miguel
saltaron dentro del bote. Los muertos del
campamento se lanzaron a por todos
ellos. El bote ya flotaba en las aguas del
río, pero eso no detuvo a los muertos
que entraron en el agua, persiguiéndolos.
Con la corriente por la cintura, se
acercaban peligrosamente a la
embarcación.
Los soldados se posicionaron a babor
y dispararon sobre los cadáveres
andantes, intentando acertar en sus
cabezas, aunque las sucesivas ráfagas no
lograron detenerlos. Jan le ordenó a
Miguel que cogiera un remo y él agarró
el otro y se puso a remar.
Un soldado muerto, que de alguna
manera había logrado rodear el bote, se
les acercó por la derecha. Miguel lo
golpeó con fuerza en la cabeza,
hundiéndolo en el río. El remo se partió
en dos, quedando sólo el de Jan para
mover la embarcación.
El grandullón los había arrastrado río
adentro todo lo que le había sido
posible, pero ahora, con el agua
literalmente al cue llo, tuvo que soltar la
cuerda de amarre y trepar a bordo con la
ayuda de Mecha.
En cuanto estuvo dentro del bote, se
puso a remar con su fusil en el costado
opuesto a Jan.
Poco a poco, consiguieron poner
distancia de por medio con los muertos,
que seguían luchando contra la corriente,
que primero los hundía y luego los hacía
flotar, incapacitándolos para avanzar. Al
cabo de unos minutos, el campamento y
sus muertos sólo eran una lejana sombra
de movimiento en medio de la noche y,
en cuanto comenzaron las curvas río
abajo, desaparecieron por completo de
su vista.
8
Río abajo
Todos los componentes del grupo
cayeron agotados en el fondo del bote, a
excepción de Jan y del gigante Brosky,
que no pararon de remar con el objetivo
de poner, cuanto antes, el máximo de
espacio posible entre ellos y los muertos
del campamento.
Cada cierto tiempo, Jan bajaba la
intensidad de su remada para compensar
el desvío provocado por la menor
efectividad como remo del fusil del
grandullón.
Tras unos minutos, el comisario no
aguantó más y se levantó exaltado.
—¿Qué infiernos está pasando? —
preguntó a todos y a nadie en concreto.
Un coro de miradas confusas se paseó
por el bote, saltando de uno a otro. Jan
remaba meditativo y el comisario se fue
a por él.
—¿Esto es cosa vuestra, fascista? —
Sacó la pistola Star y se la puso en la
cabeza—. Dime qué es lo que habéis
hecho o te reviento aquí mismo.
Jan paró de remar, pero siguió
aguantando el remo con la mano
izquierda para evitar que cayera al río.
Miguel respondió por él:
—Nosotros no sabemos nada —gritó,
desde el otro extremo del bote.
Mecha lo apartó de un empujón.
—Nadie te ha preguntado, soldadito.
Fue a sentarse junto al comisario y
delante de Jan.
—¿Y bien, teniente? —Acunó su
fusil, con el cañón en dirección a Jan—.
¿Qué nos cuentas?
Jan lo miró directo a los ojos. Intentó
olvidar la temblorosa pistola del
comisario en su sien y habló con la
mayor calma y claridad de que fue
capaz.
—Ni el soldado Decruz —señaló a
Miguel —ni yo tenemos la más mínima
idea de qué está pasando.
—Y una mierda —gritó el comisario.
Armó la pistola con un clic metálico.
—¡Melleira! —gritó el sargento—.
¡Estate quieto, por Dios!
El comisario lo miró indeciso. El
sargento se acercó a ellos, caminando
con cuidado por el inestable bote. Estiró
el brazo hacia la pistola armada y la
apartó de la cabeza de Jan.
—Sea lo que sea —siguió hablando
—, le pasó también a aquel piloto
italiano. Y estos dos estaban tan cagados
como nosotros.
El miedo, que daba saltos histéricos
detrás de los ojos del comisario, tardó
unos segundos más en calmarse, pero al
final desarmó la pistola y se la guardó.
La barca había ido derivando hacia la
orilla. Jan les hizo ver que sería mejor
remar río abajo, para alejarse del
campamento muerto. Agarró el remo con
las dos manos para ponerse a bogar,
pero Miguel lo interrumpió:
—Déjeme a mí, teniente.
Se puso en su lugar y comenzó a
remar. Al otro costado del bote, el
grandullón lo imitó y la embarcación
volvió a avanzar.
—Bajaremos el Canaletas hasta el
Ebro —ordenó el sargento—. Una vez
allí, intentaremos cruzar al otro lado del
río y llegaremos a líneas seguras. —
Miró en derredor, a la ribera que
bordeaba el río—. No pienso acercarme
a la orilla hasta que no estemos en
nuestro lado.
El bote en el que se hallaban tendría
unos buenos siete metros. Jan imaginó
que debía ser una de tantas barcas que
los rojos habían utilizado allá por el
mes de julio, en los primeros días de
aquella batalla, para cruzar el Ebro.
Tras las lluvias de los últimos días, que
habían aumentado significativamente el
caudal del río Canaletas, alguien debió
de ordenar llevarla tierra adentro, hasta
el campamento rojo, para utilizarla en el
transporte de heridos río abajo. Tenían
mucha suerte de que las bombas de los
alemanes no la hubieran destrozado. Sin
esa barca, sin ninguna duda, habrían
caído en las manos de aquellos locos en
que se habían convertido los
compañeros de sus captores.
¿Locos? ¿Era así como debía
calificarlos? No estaba nada seguro. Era
evidente que habían perdido toda
capacidad de raciocinio, pero había
algo más.
El sargento rojo se sentó a su lado y
lo sacó de sus ensoñaciones:
—¿En qué piensas, fascista? —
Parecía interesado de veras.
—El piloto italiano tenía heridas en
la cara que no le vi cuando lo
encontramos vivo, justo después del
accidente. Y algunos de tus
compañeros...
—Sí. Yo también me fijé. Desgarros
en la cara, en la carne...
—Y además, el tipo ese que encontró
Mata... —se mordió el labio, con gesto
de profundo desagrado—, la chica.
Parecía querer morderla. Como el
italiano a Miguel, al soldado Decruz.
—¿Qué me estás contando? ¿Los
muertos se levantan para comernos? Eso
es ridículo.
—Oye, que yo he visto lo mismo que
tú. En vuestro campamento había
muchos hombres quemados y reventados
por las explosiones. Pero muchos otros
no parecían haber caído por las bombas.
El sargento se acomodó contra el
borde de la barca y sacudió la cabeza.
Le habló en tono confidencial.
—Júrame que tú no sabes nada de lo
que está pasando. Júramelo por ese
chaval gallego cagado de miedo.
—No tenemos nada que ver con esto
—respondió Jan, mirándole a los ojos.
Luego recordó algo y se quedó
pensativo. Se echó hacia atrás.
—¿Qué? ¿En qué estás pensando?
—Hace unas horas, en el hospital de
campaña, en... —calló y miró al
sargento con desconfianza.
Este aguardó expectante, cayó en la
cuenta y suspiró.
—Sí, ya. En vuestro camufladísimo
campamento tras el Puig de l’Aliga. ¿Se
te ha olvidado que nos robasteis esa
posición a nosotros?
Jan se rió.
—Muchas gracias, un búnker muy
sólido.
—Ya. Cuando regresemos a nuestras
líneas ya me encargaré de pedir que os
manden un par de pepinos. Pero no te
vayas por los cerros de Úbeda. ¿En qué
estabas pensando?
—En el hospital había un tipo. Se
había vuelto loco por completo. Decía
que los muertos se habían levantado y
venían a por todos nosotros. Que
estábamos condenados.
El sargento hundió los hombros.
—Bueno, tiene sentido.
—¿En serio? —le preguntó Jan,
sorprendido.
—En los últimos dos años, sobre todo
en los últimos dos meses, he hecho
cosas terribles. Cosas que si alguien me
las hubiera contado antes de la guerra,
cuando no era más que un simple
alfarero, lo habría echado a patadas por
loco. Y no soy el único.
Esperó a que Jan dijera algo, pero
este se limitó a apartar la mirada hacia
las aguas del río. El sargento prosiguió:
—Todos nosotros hemos matado a
otras personas. Algunos no eran más que
niños, como ese soldado tuyo. Joder, si
hace un par de horas no dudé en decidir
volaros la cabeza a los dos.
—Y ahora, ¿qué piensas?
—Pienso que tenemos problemas más
graves.
Se quedaron en silencio mientras el
bote seguía su descenso por el río. Los
demás ocupantes de la embarcación no
habían abierto la boca en todo el tiempo.
Matacuras permanecía con la mirada
baja y fija en las aguas, con gesto
aturdido. El grandullón concentraba sus
fuerzas en hacer avanzar el bote con su
fusil. El comisario miraba a un lado y a
otro, buscando fantasmas en ambas
riberas. Miguel remaba en silencio, bajo
la atenta vigilancia de Mecha.
—Venga, niñato, esfuérzate o no
saldremos nunca de aquí.
—Vete a la mierda —respondió
Miguel, en tono seco y desapasionado.
Lo dijo sin pensar, posiblemente
impulsado por el miedo y el
agotamiento. Al momento se arrepintió y
bajó la cabeza. Empujó el remo con más
fuerza.
Mecha se lo quedó mirando con
expresión indescifrable. Jan se preparó
por si tenía que intervenir, aunque le
habría sido difícil: el sargento le
observaba con una sonrisita socarrona y
con la mano en el fusil.
—¿Y tú cómo coño sabías que mi
moto era una Norton? —preguntó
Mecha, al cabo de unos instantes de
silencio.
Miguel giró la cabeza hacia él,
sorprendido por la reacción.
—Le cambié el escape a una el año
pasado —respondió al fin.
—No me vengas con cuentos, chaval.
—¡Eh!, que no es mentira. Ya le había
arreglado la moto un par de veces al
hijo del señorito para el que trabajaba.
Un amigo suyo se trajo una Norton CSl
una vez. El muy imbécil quiso
impresionar a unas chavalas y se la
subió al monte.
Por primera vez en mucho rato, a
Miguel se le veía relajado. Finalizó su
relato con una sonrisa nostálgica en los
labios:
—Clavó el escape en una roca.
A Mecha se le arrugó la cara por el
dolor, como si le hubieran apuñalado en
el corazón.
—¿Y tú? —le preguntó Miguel.
—¿Bromeas? —intervino el
grandullón—. Por lo visto era un piloto
cojonudo, allá en la vida civil. Era un
tío famoso.
A Mecha se le oscureció la expresión.
Miguel dudó en preguntar, pero lo hizo.
—Yo siempre he leído las noticias
sobre los pilotos famosos: Miguel Simó,
Nilo Masó, y también julio Fusté; pero
no recuerdo haber leído nada de ningún
Mecha.
El sargento soltó una risotada.
—Capullo, ese no es su nombre.
¿Cómo era, Mecha? Siempre se me
olvida.
El Mecha siguió callado y hurgó en
uno de sus bolsillos. Matacuras
intervino:
—Era Sáez, ¿no? Ángel Sáez.
A Miguel se le iluminó el rostro.
—¡No me jodas! Pero si yo te vi
correr una vez. En una exhibición en La
Coruña. Hace un montón, yo no tendría
más de once o doce. Estuviste genial.
El rostro del Mecha era una máscara
inexpresiva, con la mirada fija en
Miguel. Se hizo el silencio durante unos
segundos interminables.
—No pares de remar, joder —dijo el
Mecha y se retiró al extremo del bote.
Miguel agachó la cabeza y remó con
fuerza de nuevo. Matacuras se había
sentado a su lado y Miguel le habló, en
voz baja, para que no llegara el sonido
de la conversación al extremo del bote.
—Lo recordaba como un tipo muy
amable. Me firmó el programa de la
exhibición. ¿Qué le debe de haber
pasado?
—A su mujer y a su crío los matasteis
los nacionales a las afueras de Málaga.
Vuestros aviones ametrallaron a una
columna de niños y mujeres que
escapaban de la ciudad por la carretera
hacia Almería.
La respuesta llegó a los oídos de Jan,
que se volvió hacia Matacuras. Sus
miradas se cruzaron. La chica bajó el
rostro, pero al instante lo alzó
desafiante. Jan no supo qué cara poner.
—¿Queréis dejaros de gilipolleces?
—El comisario, en silencio durante todo
el descenso, no había parado de
agitarse, nervioso. Se llevó la mano a la
oreja—. ¿No los oís? Se nos están
acercando.
—Cálmate —ordenó el sargento.
—Espera —intervino Jan, colocando
una mano sobre el brazo del suboficial
republicano. Le parecía haber
escuchado un gemido.
Se puso en pie. El comisario dio una
zancada para plantarse a su lado. El bote
zozobró y los demás se esforzaron por
mantenerlo estable.
—¿Ves algo? —preguntó el
comisario.
El hombre estaba a punto de perder
los papeles. Se le veía en los ojos.
—Será mejor que se siente. Este bote
no aguantará muchos viajes.
—¡A mi no me des órdenes, fascista!
—se encaró con Jan, y se llevó la mano
a la pistola enfundada.
Jan bajó la mirada hacia su izquierda,
buscando al sargento. Pero antes de que
la situación se complicara más, el
comisario soltó un grito histérico.
Señalaba enloquecido a la orilla
izquierda. Jan se volvió. Por entre los
arbustos y las cañas de la ribera, un
soldado entró tambaleante en el río. Dio
dos pasos antes de caer en el agua.
La barca siguió adelante y el muerto
se fue quedando atrás. Se volvió a
levantar con esfuerzo, pero su escasa
coordinación no le permitía vencer la
leve fuerza de la corriente.
Durante el siguiente medio kilómetro
vieron a varios muertos más entre los
chopos y los olmos a ambos lados del
río. Todos ellos vestían uniformes
republicanos, tanto del ejército regular
como de las milicias, y algunos aún
mantenían sus cascos y sus gorras en la
cabeza. Les costaba moverse por entre
las cañas y las sargueras de las orillas,
aunque, al menos desde aquella
distancia, sus cuerpos no parecían
presentar grandes heridas o, por lo
menos, no les faltaban miembros como a
algunos de los soldados del
campamento.
Debido a sus dificultades para
avanzar entre las aguas del río, se
mantenían a bastante distancia de la
barca y no representaban una amenaza
inmediata para sus ocupantes.
Pero al aumentar la presencia de
aquellos cuerpos descoordinados,
creció también el rumor de sus gemidos.
Era un sonido sordo, constante. Un
lamento que se te metía en el cerebro y
te aturdía, como le pasaba a Jan, que le
costaba concentrarse en sus propios
pensamientos.
A los otros, en cambio, parecía
crisparles. El sargento maldecía por lo
bajo a aquellas cosas. La chica —
Matacuras, se obligó a recordarse Jan
—se tapaba los oídos con la cabeza
agachada entre las rodillas. El Mecha se
había quedado en silencio al fondo del
bote, y el grandullón y Miguel miraban
al frente, concentrándose en la tarea de
remar.
El comisario, en un ataque de histeria,
sacó su pistola y disparó dos veces
hacia la orilla izquierda y otra más a la
derecha. Las balas ni siquiera se
acercaron a sus objetivos. Los demás
ocupantes del bote agacharon la cabeza.
El sargento le gritó que parara, pero el
comisario volvió a disparar.
Jan le dio un puñetazo en la barbilla
que lo mandó al suelo del bote. Al caer
soltó la Star, que Jan cazó al vuelo.
Los demás se quedaron mirando, pero
antes de que reaccionaran echando mano
a sus fusiles, Jan entregó la culata de la
pistola al sargento.
Una nube cubrió el estrecho filo de
luna, oscureciendo todavía más la
noche. El rumor de gemidos se elevó de
pronto. Hasta aquel momento se había
mantenido bajo el sonido del correr de
las aguas del río, pero ahora se elevó
rodeando la balsa.
El comisario se levantó y dio vueltas
sobre sí mismo, intentando situar la
procedencia de aquel sonido.
—¿Qué es eso? ¿Qué es eso? ¿Lo oís?
—¡Cállese! —ordenó Jan.
El sonido parecía concentrarse
delante de ellos, en algún punto
indeterminado de la ruta por la que
avanzaba la barca. Se echaron todos a
proa, intentando horadar la oscuridad
con sus miradas.
Todos menos el comisario, que se
lanzó a buscar algo entre los pertrechos
de la barca. Sacó una bengala de una
bolsa de tela y se alzó con ella.
—¡Espere! —le pidió Jan, pero ya
era tarde.
El comisario encendió la bengala en
un fulgor verde y la lanzó con todas sus
fuerzas adelante, hacia el río.
Todas las cabezas se alzaron al
unísono y los ojos siguieron la luz
esmeralda mientras se iluminaba
aclarando el cielo nocturno. Tras subir
en un interminable arco, la bengala
volvió a caer, y en su descenso, y sólo
por un instante, iluminó la estrecha
garganta a la que se dirigía la balsa y a
la multitud incontable de soldados
muertos que allí los esperaban,
gimiendo y estirando sus brazos
ansiosos hacia ellos.
La bengala acabó por aterrizar en la
orilla izquierda y allí siguió iluminando
a los cadáveres andantes que gemían
esperando por los vivos que se
acercaban a bordo de aquella barca.
—¡Joder! —gritó Jan—. ¡A la orilla,
hay que ir a la orilla!
Por la confusión del momento, los dos
remeros dejaron de bogar, con lo que el
bote se acercó aun más a la emboscada
de los muertos. Jan apartó a Miguel de
un empujón, cogió su remo y remó con
fuerza. La barca empezó a virar, poco a
poco, hacia la orilla izquierda.
El comisario gritaba histérico:
—¡Nos van a coger! ¡Nos van a
coger!
El Mecha lo apartó de un empujón y
disparó contra la multitud de muertos. El
sargento y Matacuras se le unieron al
instante.
Las balas llovieron sobre los muertos,
pero aunque alguno cayó al recibir un
balazo en la cabeza, el resto permaneció
en su posición, gimiendo sin inmutarse,
esperando pacientemente a sus víctimas,
quienes, a pesar de los esfuerzos de Jan,
se acercaban a ellos inexorablemente.
El grandullón quiso disparar su fusil,
pero su uso como remo lo había dejado
inutilizado, y cuando apretó el gatillo,
sólo hizo un ruido sordo en el percutor.
Los muertos ya estaban a menos de
tres metros. Desde el bote les seguían
disparando, alcanzando a la mayoría en
el cuerpo, logrando que sólo alguno
cayera al río tras un disparo certero.
El grandullón agarró su fusil por el
cañón, preparado para golpear al
primero que se le acercase. El bote ya
casi se encontraba entre los dos
pedruscos que cerraban el río. El Mecha
se sacó la bayoneta del macuto y la
montó en el extremo del fusil.
Jan sacó su remo del agua y lo alzó
como un arma, al igual que el fusil del
grandullón.
El comisario, gritando histérico, se
aovilló en el fondo de la barca.
—¡Allá vamos! —gritó el sargento.
La barca pasó entre las dos rocas. El
lado de estribor rozó con estrépito la
roca de la derecha. Una lluvia de
muertos cayó sobre ellos.
Jan golpeó al primero en la cabeza y
lo lanzó al río, por encima de la borda.
A su lado, Miguel usaba sus piernas y
brazos para repeler a los que intentaban
abordarlos.
Por toda la barca, los soldados
republicanos habían dejado de disparar
y usaban sus fusiles como palos,
golpeando una y otra vez a los muertos
que saltaban sobre ellos.
Un par lograron aterrizar en el bote.
Uno de ellos se plantó ante el comisario,
que escondía la cabeza entre los brazos
tirado en el suelo. El grandullón agarró
al muerto por la espalda y lo arrojó al
agua.
El otro muerto andante se fue a por
Matacuras, pero Mecha lo pilló por
detrás y le atravesó la cabeza con la
bayoneta calada en su fusil.
Con un último roce de la barca contra
la roca, esta vez por la banda de babor,
la embarcación atravesó por completo la
estrecha garganta.
Todavía aterrizaron dos muertos más
en el interior de la misma, saltando —
más bien cayendo —desde las rocas.
Matacuras atravesó de un disparo la
cabeza de uno mientras Jan pateaba al
otro fuera del bote.
Algunos muertos más intentaron
seguirlos, pero ya no alcanzaron la
barca y cayeron al agua, batiéndose
contra la lenta corriente que sus
extremidades descoordinadas no eran
capaces de superar.
El resto de cadáveres se movió en
masa hacia la orilla, siguiendo con sus
miradas perdidas el rastro de la barca,
ahora lejos de su alcance.
Jan sintió la humedad en sus pies
descalzos.
—¡Una brecha! —gritó.
Por el punto de estribor donde la
embarcación había rozado la roca se
había abierto una grieta de varios
centímetros de longitud. El agua
penetraba por ella inundando lentamente
el fondo de la barca. El comisario se
arrastró por el suelo del bote para tapar
el agujero con las manos en un patético
intento de contener el agua, que cada vez
entraba con más fuerza.
—¡Nos hundimos! —avisó el
sargento.
Antes de que pudieran pensar en nada
más, la barca se había detenido y tenían
el agua hasta las rodillas.
Por la orilla aparecieron muertos en
tropel, con los brazos ansiosos
extendidos hacia ellos.
Jan agarró a Miguel y saltaron de la
barca, seguidos por el sargento y sus
hombres. Cruzaron los últimos metros
arrastrando las piernas en lucha contra
la corriente.
Ya en la orilla, el sargento cayó en la
cuenta:
—¡E1 comisario! ¡Melleira!
El grupo se volvió como un solo
hombre. Mecha disparó dos tiros
certeros contra los muertos, pero estos
ya habían rodeado la barca. De su
interior elevaron el cuerpo del
comisario, enmudecido por el terror.
Debía de haberse quedado encogido en
el suelo de la barca, paralizado por el
miedo. Abría y cerraba la boca sin
emitir ningún sonido. Los muertos
clavaron sus rostros en su cuerpo y la
sangre se desparramó por todo su
tronco. Matacuras gritó. El sargento y
Mecha dispararon contra aquellos
engendros, pero sólo lograron llamar la
atención de algunos de ellos, que
abandonaron la barca para perseguirlos.
Uno de los monstruos se apartó de los
demás, con un brazo del comisario como
macabro trofeo. Se sentó en una roca en
la orilla y empezó a arrancar la carne de
la extremidad a mordiscos.
Jan tiró de Miguel para escapar de
allí. Los demás le siguieron en tropel,
corriendo para salvar sus almas de
aquellos diablos.
9
Nacionales
Cruzaron a toda velocidad por entre
los brezos y los arbustos de la orilla,
alejándose de las cañas cercanas a la
ribera del río. Escuchaban los pasos
torpes y los gemidos que los perseguían
y los que, posiblemente, les rodeaban
por todos lados.
Se abrió un claro en la maleza y por
el otro extremo aparecieron tres o cuatro
muertos más. Jan, que corría a la cabeza,
los señaló y giró por el camino a la
derecha. Tras él, Mecha disparó su fusil
dos veces y siguió corriendo junto al
resto del grupo.
Al poco, los muertos les habían
rodeado en una pequeña explanada. Los
soldados formaron un círculo y
comenzaron a disparar.
Miguel entró en pánico y se apartó del
grupo. Corrió hacia la maleza, donde
dos muertos le cerraron el paso. Al ver
imposible la huida, intentó regresar al
grupo, pero otro monstruo se lo impidió.
Gritó, desesperado, pidiendo ayuda a
los demás, quienes estaban demasiado
ocupados defendiéndose del ataque. Jan
suplicó que ayudaran al chaval.
Matacuras desvió uno de sus disparos
contra los atacantes de Miguel,
alcanzando a uno en la espalda aunque
sin llegar a derribarlo. Después volvió a
ocuparse de sus propios problemas.
Jan abandonó el círculo y corrió para
ayudar al muchacho. Un silbido de
Matacuras lo detuvo. Al volverse, la
chica sacó la pistola Astra de Jan de
debajo de la camisa y se la lanzó. Él la
cazó al vuelo.
Miguel pateaba a los muertos para
alejarlos, pero uno le agarró la pierna y
lo hizo caer. Los otros dos se lanzaron
por él. Jan llegó al punto y le voló la
cabeza al que agarraba al gallego por el
pie. Miguel apartó a uno de los otros
dos de un empujón mientras intentaba
mantener apartadas la cabeza y las
mandíbulas del otro de su propio cuello.
Jan se plantó junto el muerto del que
Miguel se había librado. Desde el suelo,
un antiguo soldado republicano con la
barba manchada de sangre y babas le
miró con los ojos desencajados y soltó
un gemido hambriento. Jan le colocó la
pistola en la frente y disparó.
Miguel seguía peleando con el otro.
Las babas se le desparramaban de la
boca al muerto y caían en el rostro
sudoroso del gallego. Las mandíbulas
del cadáver se abrían y cerraban
intentando cazarlo.
En aquella postura en que se
encontraban, Jan no podía disparar a la
cabeza del monstruo sin peligro de
alcanzar también a Miguel, así que
rodeó con sus brazos el cuello del
difunto andante y tiró con todas sus
fuerzas, luchando por apartarlo del
gallego. Al tiempo, debía extremar las
precauciones para escapar de sus
dentelladas.
Al final logró separarlo de Miguel. El
muerto, al verse alejado de su presa,
cambió de rumbo. Ahora intentaba
agarrar a Jan. Este, en cuanto estuvieron
separados un par de metros de Miguel,
tiró al muerto al suelo y amartilló la
pistola.
El engendro se levantó despacio,
trastabillando. Jan le apuntó. Era
evidente que al difunto no le
impresionaba la pistola. Sólo parecía
tener un objetivo: alcanzarlos y, como
Jan suponía tras lo visto en el
campamento, devorarlos.
El cadáver del republicano siguió
avanzando y Jan le disparó directo a la
cabeza.
A poca distancia, el resto del grupo
se afanaba en derribar a los demonios
que venían a por ellos, pero estos ya
eran demasiados.
El sargento indicó con la mano a sus
soldados que debían retroceder y todos
ellos le obedecieron.
—¡Me falta munición, sargento! —
gritó Mecha.
—¡Nos copan! —advirtió el
grandullón.
El sargento sudaba y estaba claro que
se veía perdido. Matacuras, en su
retroceso, llegó a la altura de Jan y entre
los dos alzaron a Miguel. En el esfuerzo
a la chica se le cayó la gorra al suelo.
Hizo un ademán por recogerla, pero uno
de los mons truos estiró el brazo hacia
ella. Jan le pegó un tiro al muerto en el
pecho y arrastró a la chica detrás de
Miguel y del resto del grupo, que se
replegaba a la desesperada.
Un muerto se adelantó a los demás.
Mecha estaba recargando. El grandullón,
desarmado, pudo gritar un aviso, pero
aun así el cadáver se plantó ante el
sargento y lo pilló con el arma baja.
Estiró los brazos y le clavó las uñas en
el rostro. El sargento aulló. El muerto lo
agarró con fuerza y lo atrajo hacia sí.
Estaba a punto de clavarle los dientes en
la cara cuando una bala desconocida lo
alcanzó de lleno en la boca. Retrocedió
un paso. El sargento lo apartó de un
empujón y se zafó de él. Otro balazo le
reventó la cabeza al muerto, que cayó
para no levantarse más.
—¡Por aquí, valientes!
El grito provenía de una pequeña
loma situada a sus espaldas. Al instante,
el grupo se replegó en aquella dirección,
a la carrera, sacando fuerzas de donde
no las había para poner tierra por medio
entre ellos y los muertos.
Intentaban dar espacio al tirador o
tiradores que habían derribado al
atacante del sargento para que hicieran
lo propio con los demás.
Una lluvia de balas cayó sobre los
muertos andantes. Algunas alcanzaron
sus cuerpos; troncos y extremidades
volaron reventados, aunque la mayoría
de los disparos iban bien dirigidos a las
cabezas.
Jan empujó a Miguel y a Matacuras
contra unos arbustos, para apartarlos de
la línea de fuego y así facilitar el trabajo
de los desconocidos tiradores.
Los demás hicieron lo propio y
escondieron las cabezas hasta que el
fuego cesó. Cuando alzaron los rostros,
todos los muertos a la vista habían
caído. Uno de ellos todavía se removió
e intentó incorporarse, pero un último
disparo lo dejó allí tumbado para
siempre.
De nuevo, reinó el silencio en la
noche. Mecha se acercó con precaución
a los cadáveres que hacía nada querían
atraparlos y disparó en las cabezas de
un par de ellos.
Una voz en grito llegó desde las
posiciones ocultas que los habían
cubierto a tiros.
—¿Quién dispara? ¿Se siguen
moviendo esos demonios?
—¡No! —habló alto el sargento—.
Sólo nos asegurábamos.
Mecha cargó otra vez el fusil,
dispuesto a continuar asegurándose. El
sargento se pasó el índice por el cuello
con vehemencia para indicarle que se
estuviera quieto.
—¡Vamos a salir! —dijo al fin.
—De acuerdo —habló el otro, desde
su escondrijo.
El grupo se asomó, con el grandullón
confiado a la cabeza.
—¿Dónde andáis? —preguntó el
Mecha a gritos.
—¡Aquí! Tras los pinos.
Unas sombras se alzaron en la zona
indicada. Jan entrecerró los ojos para
aclarar los contornos.
—¡Gracias, muchachos! Si no es por
vosotros, se nos meriendan. —El
sargento alzó la mano en un saludo,
acompañando sus palabras.
—¡Joder! ¡Son rojos! —gritó uno al
otro lado.
Jan previó lo que iba a pasar y se tiró
tras un arbusto. Todos los del grupo lo
imitaron al tiempo que una lluvia de
balas caía sobre ellos. Mecha arrastró a
Miguel, pasmado en la pausa entre el
ataque de los muertos y ese nuevo
enfrentamiento.
El grandullón Brosky no tuvo tiempo
de reaccionar. Cayó abatido por un
disparo limpio en la frente. Su cuerpazo
se derrumbó a escasos dos metros de
Jan. Los ojos le quedaron abiertos,
mirando al cielo nocturno. Su expresión
de sorpresa, congelada.
Jan gritó:
—¡Maldición! ¡Dejad todos de
disparar!
Pero si alguien le oía bajo los
tableteos de los fusiles, nadie le hizo el
menor caso.
El grupo de republicanos ya
respondía al fuego enemigo, a bulto
contra las sombras que se habían
movido unos segundos antes.
—¡Mecha! ¡Lánzales una! —ordenó el
sargento.
Jan vio cómo Mecha sacaba una
bomba de mano, un bote de hojalata
cilíndrico de unos diez centímetros de
alto. Su primer impulso fue gritar para
advertir a los otros. Al fin y al cabo,
eran de los suyos, ¿no? Pero luego se
acordó de los muertos y de que aquellos
hombres desconocidos seguirían
disparando hasta matarlos a todos, y él,
con toda probabilidad, no tendría
oportunidad de explicar que era un
teniente del requeté preso en aquella
situación.
Mientras barruntaba todo eso, Mecha
lanzó la bomba, que estalló entre los
arbustos, acompañada de gritos y de dos
cuerpos que se desplomaron.
Los rojos avanzaron entre la maleza,
disparando alternados. Mecha cubría a
Matacuras, que avanzaba hasta taparse
tras un tronco partido. Ella disparaba
ráfagas y el sargento la adelantaba para
caer tras un pedrusco.
Uno de los cuerpos derribados por la
bomba se levantó lento, desorientado.
Mecha, que era ahora el que iba en
cabeza, le clavó dos tiros de su fusil.
Los tres soldados rojos atravesaron el
parapeto enemigo. Un soldado tirado en
el suelo, con el azul de la Falange en el
cuello y las hombreras de su uniforme,
soltó su fusil y alzó las manos. Otro
nacional, un moro desarmado, tocado
con turbante blanco y con rasguños en
los brazos por la explosión, también se
rindió.
El sargento los hizo arrodillarse
amenazándolos con su fusil.
—Paisa, paisa, yo no he hecho nada.
—El moro se protegió el rostro con las
manos—. Yo no he disparado.
—Acabemos con ellos —escupió
Mecha.
Jan llegó a la carrera, seguido de
cerca por Miguel.
—¡Esperad! ¡No los matéis!
Mecha se dio la vuelta al oírlos
llegar. Amenazó a Jan con el arma.
—¡Tírala! —le gritó.
Jan no entendió a qué se refería hasta
que siguió su mirada hasta la pistola
Astra que llevaba en la mano. Con todo
el follón se había olvidado de ella.
—¡Que la sueltes, coño! —insistió el
Mecha, tirando del cerrojo del fusil.
Jan la dejó caer. El rojo saltó sobre
él, lo agarró por las solapas de la
guerrera y lo empujó al suelo junto a los
otros. Miguel siguió a su teniente,
sumiso.
—¡De rodillas! —ordenó Mecha.
Formaron un triángulo, los tres
republicanos, alrededor de los cuatro
presos nacionales.
—¡Vamos a matarlos a todos,
sargento! —Mecha estaba fuera de sí—.
Se han cargado al polaco.
—¡Nosotros no! ¡Nosotros no! —
repetía el moro—. Fueron ellos —
señalaba acusador a los cuerpos caídos
por la bomba.
—¡Mis cojones! —Mecha gritaba,
acercando y retrocediendo su fusil hacia
los prisioneros arrodillados.
—Jero qué cojones os pasa?! —Jan
estalló y se puso de pie, haciendo caso
omiso a las armas que amenazaban con
fusilarlo—. ¡A nuestro alrededor los
muertos se levantan! Intentan
devorarnos, ¿y vosotros queréis
matarnos?
Matacuras miraba a Mecha y a su
sargento, aturdida, con el fusil en ristre.
—Si queremos salir vivos de aquí,
tenemos que colaborar. —Jan juntó las
manos suplicantes ante el sargento.
—Llevamos meses matándonos unos a
otros —respondió este, serio—. ¿Por
qué íbamos a cambiar ahora?
—Porque es la única manera de
escapar a este infierno. Si es que hay
alguna manera posible de hacerlo.
—Vamos a cargárnoslos, sargento —
insistió Mecha. Junto a él, Miguel
empezó a temblequear con los ojos
encharcados. Mecha evitó mirarlo
directamente, pero pareció apaciguarse.
El sargento alzó una mano hacia sus
hombres, como pidiendo un poco de
tranquilidad. Los fusiles se relajaron sin
dejar de apuntar a los nacionales
arrodillados.
—¿Y cómo sugieres que hagamos
eso? —se dirigió a Jan—. Vosotros sois
cuatro. ¿Cómo podemos estar seguros de
que si os dejamos vivir, incluso si os
dejamos armas, no las utilizaréis contra
nosotros?
Jan se dirigió a los dos nacionales
arrodillados junto a Miguel:
—Soy el teniente Jan Lozano, del
Tercio de Requetés de Montserrat.
Nombre y filiación.
—Soldado Rafir —habló primero el
moro—. Del primer tabor de la tercera
Mehala del Rif, mi teniente.
—Cabo Jurel. —El falangista lo
miraba con desconfianza; a él y a todos
los demás.
—Escuchadme bien. Estamos metidos
en un fregado. Los que nos perseguían
eran cadáveres que se resisten a
quedarse muertos. Aunque parezca una
locura, creo que no es nuevo para
vosotros. Dirigíais los disparos a sus
cabezas.
—Se merendaron a nuestro pelotón,
mi teniente —habló el falangista—. A
media tarde nos separamos de la
compañía en medio de un bombardeo de
esos cabrones —señaló con la cabeza a
los tres republicanos—. Debimos
confundir el camino porque, cuando nos
dimos cuenta, había posiciones de rojos
por todas partes a nuestro alrededor.
Nuestro alférez al mando decidió que
nos esconderíamos hasta que se hiciera
de noche, para pasarnos a nuestro lado
si era posible. Pero con la noche
llegaron los demonios.
—¿Cuántos erais? —preguntó el
sargento.
El falangista lo miró con
desconfianza. Jan asintió con la cabeza,
para que respondiera con libertad.
—Diez y el alférez. Los muertos le
arrancaron la cabeza a mordiscos. Se
comieron a más de la mitad. Sólo
escapamos cuatro.
—Está bien —dijo Jan—. Pues ahora
estáis a mis órdenes. Vamos a colaborar
con estos rojos. La prioridad es salir
vivos de aquí, todos juntos —remarcó
las últimas palabras, dirigidas también a
los tres republicanos—. Intentaremos
averiguar qué coño está pasando.
Jurel, el falangista, se rio y todos le
miraron. Él se lo tomó con calma antes
de explicarse.
—No hay nada que averiguar, mi
teniente. Estamos todos muertos. Esto es
el maldito infierno.
10
Aliados
Un susurro los envolvió, viniendo
desde los arbustos. Ramas pisadas,
pasos lentos y arrastrados.
—¡Ya están aquí! —gritó Rafir.
Un muerto apareció, tambaleante, a
cuatro o cinco metros, buscando
despistado por entre el ramaje. Los vio
y gimió casi con desesperación.
Trastabilló sus pasos hacia ellos.
—¡Retirada, muchachos! —ordenó el
sargento.
Recularon con las armas fijas en el
muerto. Tras este aparecieron de golpe
cuatro más.
—Joder —gimió, muy bajito, la
Matacuras.
El moro se escabulló a la caza de su
fusil, caído a unos pasos. Mecha desvió
el cañón de su arma hacia él.
—¡Tú! ¿Qué coño haces?
Rafir se detuvo, con la mano sobre su
fusil. El otro nacional, el falangista
Jurel, seguía medio de rodillas,
aparentemente indeciso sobre si debía
escapar corriendo y en qué dirección;
sobre si eran más peligrosos aquellos
rojos vivos o los otros, los muertos. Le
habló a Mecha, pero con la intención de
que le oyeran todos:
—Yo le dejaría cogerlo. Es de una
unidad de especialistas del Rif; es un
tirador cojonudo. —Miró al sargento
rojo—. Y yo tampoco me apaño mal.
Los muertos se acercaban a ellos,
despacio, gimiendo anhelantes.
Jan le apretó un brazo al sargento.
—¡Si no vamos juntos, nos comen!
—Y me temo que no es una manera de
hablar —añadió el falangista.
—De acuerdo —concedió el
sargento. Mecha lo miró de reojo, pero
él se encogió de hombros. Volvió la
cabeza hacia Jan, manteniendo el fusil
en alto, hacia los muertos—. Dame tu
palabra, teniente.
El Mecha dejó ir un bufido de
incredulidad. Jan lo ignoró y apretó con
más fuerza el brazo del sargento.
—De acuerdo. Te doy mi palabra. —
Miró al moro y al falangista—. Soy
vuestro oficial superior. Haréis lo que
yo diga.
—Sí, mi teniente. —Rafir estaba
ansioso por coger su fusil.
Jurel sólo asintió con la cabeza.
Los muertos estaban ya encima de
ellos. El sargento disparó al más
cercano y le acertó en el cuello,
haciéndolo caer. Mecha y Matacuras
abrieron fuego. Una lluvia de
proyectiles diluvió sobre los cadáveres
andantes. A uno le volaron la cabeza,
pero a los demás sólo lograron
frenarlos.
El moro y el legionario agarraron sus
fusiles. Rafir cargó y disparó. Cargó y
disparó. Volvió a cargar y volvió a
disparar.
Tres muertos cayeron fulminados con
las cabezas reventadas.
Todos los componentes del grupo,
republicanos y nacionales, se volvieron
hacia el moro, asombrados. Mecha
asentía con cierto orgullo sorprendido.
El falangista se rió.
—Ya os lo dije.
Jurel apuntó su fusil contra el muerto
al que el sargento había alcanzado en el
cuello y que se estaba reincorporando
desde el suelo. Disparó un tiro que le
acertó en el pecho. Cargó otra vez y
ahora alcanzó su cabeza.
Y, una vez más, el silencio tras los
disparos.
Seguido por un nuevo rumor de pasos
y gemidos. Muchos pasos y más gemidos
que se aproximaban a ellos a través de
la espesura.
—Ahora sí, ¡largo de aquí! —ordenó,
a gritos, Jan.
Salieron todos a la carrera. Trotaron
largo rato, esquivando arbustos y
encinas. Se alejaban a toda prisa de la
frondosa ribera del río, más
preocupados por la seguridad terrorífica
de lo que les venía detrás que por los
posibles peligros que les aguardaran
adelante en el camino.
Rafir, el moro, abría el paso agitando
su fusil a izquierda y derecha, tanteando
el terreno en busca del enemigo, pero
sin detenerse en ningún momento.
El falangista Jurel le seguía de cerca,
con algunos problemas para mantener el
ritmo. Se veía que confiaba más en la
destreza con el arma del moro que en la
suya propia y que no lo quería perder de
vista.
Tras ellos corrían los demás. Miguel
se descolgó unos metros, agotado,
cojeando de uno de sus pies descalzos.
Jan se detuvo a esperarlo, pero fue el
Mecha el que retrocedió, lo agarró de un
brazo y tiró de él.
—¡Vamos, niñato, que te van a comer
el culo! ¿Y tú qué miras, teniente?
Al final se detuvieron, entre
resoplidos agotados, a la orden en grito
del sargento, quien tampoco andaba ya
para muchos trotes.
—¿Y ahora qué haremos? —le
preguntó el falangista a Jan.
—Seguiremos hacia el Ebro —
intervino el sargento rojo—. Lo
cruzaremos.
—Eso nos pondría en el lado de ellos
—Jurel, el falangista, se dirigía otra vez
a Jan.
—Hay que salir de aquí como sea —
explicó Jan—. Luego ya veremos.
—No hay nada que ver —le
interrumpió el Mecha—. Sois nuestros
prisioneros.
El cabo Jurel cargó su fusil. Los
demás hicieron lo propio en una sinfonía
de chasquidos de los cerrojos. Se
apuntaron con las armas los unos a los
otros.
—¡Basta ya! —gritó Jan—. Haremos
lo que dice el sargento. Cuando estemos
a salvo, cada uno tirará por donde
quiera, ¿de acuerdo?
Extendió la mano hacia el sargento.
Este se lo quedó mirando pensativo. Al
cabo la recogió, apretándola decidido.
—De acuerdo —dijo lo
suficientemente alto para que alcanzara
a todos—. Estamos juntos en esto.
¿Entendido?
Miguel, Matacuras y el moro
asintieron. Mecha le hizo al falangista
una clara señal de «te vigilo» Este le
enseñó un dedo.
El sargento y Jan decidieron que Rafir
y Matacuras marcharan en cabeza.
Mecha y Jurel cerrarían el grupo,
vigilando las espaldas de los demás. «Y
sin quitarse un ojo el uno al otro»; pensó
Jan.
Iniciaron el avance. Cuando Jan pasó
junto a Mecha, este, que rebuscaba algo
en su macuto, le miró con desconfianza
por encima del hombro. Miguel llegó a
la altura del antiguo motorista y el
republicano le colocó sus alpargatas de
un golpe en el pecho. Miguel miró el
calzado, sorprendido.
—Gracias —alcanzó a murmurar.
—No quiero que nos retrases,
mierdecilla —fue lo único que
respondió el Mecha antes de
descolgarse hasta la cola del grupo.
Miguel se calzó a toda prisa, no fuera
a ser que el otro cambiara de opinión.
Jan sintió que le estaban mirando. Se
giró para encontrarse cara a cara con la
Matacuras. Tenía sus alpargatas en la
mano y se las ofrecía. No le miraba a
los ojos.
—Tienes los pies muy pequeños —
dijo Jan en un tono más agrio del que
pretendía.
Ella le clavó una mirada llena de
rabia y le tiró las alpargatas. Rebotaron
contra el pecho de Jan y cayeron al
suelo. La Matacuras se dio la vuelta y se
marchó, ofendida. Miguel paró a la
altura de Jan.
—Mi teniente, será mejor que me de
esas a mí. Si a ella le van mis botas, a
mí seguro que me servirá su calzado.
—Joder, fachillas, ¿queréis moveros
de una vez? —vociferó el Mecha a sus
espaldas.
Jan aceptó agradecido el ofrecimiento
de Miguel y ambos se intercambiaron el
calzado. Por un momento pensó que, ya
que ahora todos ellos eran aliados,
quizás él y el soldado Decruz deberían
reclamar sus botas robadas. Pero tras un
rápido vistazo al caminar pleno de
malas pulgas del Mecha, decidió que era
mejor no forzar la situación.
A partir de aquel momento, y gracias
al calzado, el camino se les hizo
bastante más practicable. El grupo
avanzó resuelto, subiendo y bajando por
terraplenes boscosos. A veces, a un lado
u otro de alguna de las pendientes que
transitaban se abría un profundo
barranco. Debían andar con mucho ojo,
en medio de la semioscuridad nocturna,
para no precipitarse por alguna de
aquellas profundas grietas del terreno.
Entre unas cosas y otras, entre
muertos andantes, huidas por caminos
arriesgados y encuentros inesperados,
como el que habían tenido con los
soldados nacionales, la noche se les
estaba haciendo eterna.
Jan consultó su reloj. Eran todavía las
tres de la madrugada, aún faltaba
bastante para que saliera el sol.
Llevaban ya una hora caminando sin que
ningún muerto andante se les hubiera
vuelto a cruzar en el camino. Quizás, por
algún desconocido motivo, aquellos
demonios se hubieran concentrado
alrededor del río.
Matacuras y el moro se habían
adelantado a explorar. Volvieron
indicando la presencia de una casucha
vacía en la cima de una subida.
—Quizás deberíamos parar un rato —
sugirió el sargento. Se secó el abundante
sudor de la frente.
—Y una leche. Hay que largarse de
aquí cuanto antes —apremió el
falangista Jurel.
—Si nos pillan reventados, nos darán
caza con facilidad —terció Jan—. Estoy
con el sargento. Pero sólo pararemos
media hora.
La Matacuras se puso en cabeza para
indicarles el camino. Jan se fijó en cómo
la miraba Jurel y no le gustó nada. La
chica había perdido su gorra, ya hacía
rato, y su media melena suelta no
engañaba a nadie.
La casucha en cuestión estaba vacía.
No era más que una choza de paredes de
piedra y techo de teja. A pesar del
tiempo pasado desde la última vez que
un pastor debía de haber llevado alguna
oveja a parir allí, la chabola todavía
olía a mierda de cabra. En cambio, tenía
dos ventanas y una puerta de entrada
fácilmente controlables.
Dispusieron dos turnos de vigilancia
y un cuarto de hora de descanso para
cada uno de los grupos. El primer turno
lo vigilaron Mecha y el moro Rafir en
las ventanas, y Miguel, con el fusil
prestado de la Matacuras, en la puerta.
Jan se derrumbó en el suelo, con la
espalda apoyada contra la fría piedra de
la pared. No lograba mantener los ojos
cerrados y pensó que no iba a descansar
mucho, aunque al menos sus piernas sí
que reposarían un rato. Tenía enfrente a
la Matacuras y la vista se le desviaba
involuntariamente hacia la chica. Desde
el otro extremo del espacio único que
encerraba la casucha, Jurel lo observaba
con una sonrisita en los labios.
A Jan no le gustó la expresión de
aquel y volvió la mirada de nuevo a la
chica. Ella lo cazó de pleno
contemplándola. Jan se sintió turbado y
bajó el rostro. Se sintió todavía más
molesto por dejarse amedrentar por los
ojos de aquella mujer, y de nuevo se
forzó a recordarse su apodo, Matacuras.
Alzó una mirada de odio que atravesó a
la chica. Al momento se arrepintió, al
fijarse mejor en aquellos ojos de niña
asustada.
Matacuras se levantó azorada. El
sargento, que dormitaba a dos pasos de
ella, se removió y abrió un ojo.
—Voy a mear —le explicó la chica.
El sargento hizo ademán de
levantarse, pero ella lo detuvo y le
cogió el fusil.
—Tendré cuidado, pero prefiero ir
sola.
El sargento asintió. Matacuras agachó
la cabeza para no mirar a Jan y se
acercó a la ventana que vigilaba Rafir.
—No hay movimiento fuera —le dijo
el moro.
La chica asintió con una mueca de
agradecimiento y salió por el hueco en
la pared.
Los demás ni se movieron. Tanto el
Mecha como Miguel vigilaban el
exterior sin distraerse. El sargento ya
volvía a dormitar; se le veía al borde de
la extenuación. Jan cerró los ojos con
fuerza, intentando no pensar en nada,
buscando aunque sólo fuera un minuto de
sueño reparador. Estaba tan cansado por
todo.
Desconectó unos instantes. Abrió los
ojos sobresaltado; notaba el rostro
sudado y el corazón acelerado. Enfrente,
el sargento se abrazaba a sí mismo en un
sueño en apariencia placentero.
Rafir y Mecha seguían vigilando,
atentos al exterior de la casucha. Miguel
no se había apartado de la puerta.
¿Dónde se había metido el falangista?
Jan se puso en pie despacio, estirando
los músculos, que le crujieron
levemente. La chica tampoco había
regresado. Jan se acercó a la ventana
controlada por Rafir.
—¿Dónde está el cabo? —le
preguntó.
—Ha salido. Tendría que cagar —
respondió, encogiéndose de hombros.
Jan se encaramó al marco de la
ventana y salió al exterior. Nada más
pisar la tierra fuera de la cabaña, ya
escuchó unos ruidillos extraños. Dado
que estaba desarmado, pensó en alertar
a los demás. Pero aquello no sonaba
como los gemidos de los muertos.
Se acercó, pisando la tierra
pedregosa con prudencia.
Una nube se movió en el cielo
nocturno, despejando un claro de luna,
iluminando la escena.
Jurel tenía inmovilizada a la chica por
detrás, los pantalones de ella caídos por
las rodillas. Él, con una mano, se
peleaba con la bragueta de su pantalón.
Con la otra mantenía amordazada a la
mujer. Los fusiles de ambos reposaban
inofensivos en el suelo.
Jan se detuvo indeciso. Al principio,
no podía creerse lo que estaba pasando.
Luego, no se decidió a gritar, a dar la
alarma. Si aparecían los compañeros de
la chica, se liaría una zapatiesta. Y si el
que aparecía era el sargento...
La Matacuras giró la cabeza y sus
ojos se cruzaron. La chica lloraba de
pura rabia e impotencia. Peleaba por
librarse de aquel cabrón, pero Jurel
resultaba demasiado fuerte para ella.
El falangista se percató de la
presencia de Jan y detuvo la pelea con
su pantalón. Se quedaron mirando en
silencio, pero Jurel no aflojó la mordaza
sobre la chica. Al cabo de unos
segundos, sonrió con sus dientecillos de
rata.
—Vamos, teniente —dijo al fin—.
Vigíleme que no vengan esos rojos
cabrones y luego se la dejaré a usted.
Una lágrima se deslizó por la mejilla
de la chica. Como Jan no respondía,
Jurel se lo tomó como una afirmación y
siguió con lo suyo.
Jan se les echó encima en dos
zancadas. El falangista volvió la mirada,
lujuriosa y desprevenida, y se encontró
con un puño en la cara. Cayó hacia atrás
en medio de un silencio sorprendente.
La chica se apresuró a subirse los
pantalones. Los abrochó a toda prisa y
agarró su fusil.
Jurel atrapó el suyo. Se apuntaron.
Ella con los ojos llorosos y los labios
apretados en un gesto de odio. Él
todavía soprendido, pero ya recuperada
aquella sonrisita de alimaña.
Jan, entre los dos, pero un paso
apartado de la línea de fuego, buscando
qué decir. ¿Qué podría evitar que
aquellos dos se liaran a tiros? ¿Qué
hacer para que los de dentro no salieran
en estampida a unirse a la trifulca?
Pero los segundos pasaron y nadie
disparaba. Los dos, la chica y el
falangista, sujetaban sus fusiles
cargados. Se apuntaban el uno al otro.
Ella todavía con los ojos llorosos. Él
aún con su sonrisita, que había ido
perdiendo confianza y ahora mostraba
más miedo que otra cosa.
—Lárgate de aquí, hijoputa —ordenó,
al fin, Jan.
El falangista quedó fijo en su posición
todavía unos segundos más, como
tanteando la reacción de la muchacha.
Luego, poco a poco, los rodeó a los dos,
dibujando un semicírculo centrado en la
chica, y finalmente se metió para
adentro.
Una vez se hubo marchado, Jan
respiró aliviado y se dirigió a la
Matacuras:
—¿Te encuentras bien?
Ella le arreó un guantazo.
—Joder... —protestó Jan, llevándose
una mano al rostro dolorido. No lo había
visto venir.
—¿Pero qué coño os pasa a los
hombres? —Matacuras agitaba la mano
libre con la que lo acababa de abofetear.
Con la otra sujetaba el fusil, todavía
cargado—. ¡Mírame, joder! Tengo
piojos hasta en el sobaco. Estoy de
mierda hasta las orejas y llevo meses
cortándome el pelo a cuchillo. Y aun
así, tengo que vigilar dónde me bajo los
pantalones para mear por si hay cerca
algún cabrón empalmado.
—Oye —Jan atinó, por fin, a
responder a las acusaciones contra su
género que, no sabía por qué motivo, le
estaban azotando a él—. Que yo no he
sido el que...
Pero la mirada se le deslizó por la
camisa abierta de ella, donde el salvaje
agarrón del falangista había hecho
asomar un pecho blanco, bastante libre
de suciedad. A Jan se le fueron al aire
los pensamientos.
—No me lo puedo creer —dijo ella,
apartándolo a un lado de un empujón y
volviendo adentro. Y aún alcanzó a oírla
rezongar, al tiempo que tiraba del
cerrojo y descargaba el fusil—: Los
muertos se nos llevan al infierno y estos
cabrones siguen pensando con la polla.
Jan sacudió la cabeza, entre
avergonzado y sorprendido, y la siguió
dentro, masajeándose aún el rostro
dolorido.
La Matacuras le dio una colleja a
Miguel para indicarle que tocaba relevo.
El chico botó en su posición, asustado
por la violencia del aviso, pero ni
protestó ni dijo nada.
El sargento, que se había despertado
por la brusca entrada de la Matacuras,
relevó a Mecha y el falangista hizo lo
propio con el moro.
El sargento le habló a Matacuras
desde la distancia:
—¿Va todo bien?
Ella asintió, frunciendo los labios. El
sargento no pareció complacido por la
respuesta, pero, aunque dirigió sendas
miradas hostiles a Jurel y a Jan, se
guardó sus pensamientos para sí mismo.
Pasados un par de minutos, Jan, que
se había visto libre de realizar
vigilancia, se sentó junto al sargento.
—Todo parece tranquilo —le dijo.
—¿De veras crees que los muertos
han salido del infierno? —le preguntó el
sargento, sin aviso previo.
—¿Por qué me lo preguntas?
—Tú eres religioso, ¿no? Todo un
requeté.
—Si supieras cuánto hace que no voy
a misa —se sonrió.
Al sargento le costó un poco, pero
acabó devolviendo la sonrisa.
—A mí, mi madre me obligaba de
crío —confesó—. Es curioso, pero
recuerdo haber tenido pesadillas con
aquello de las bestias y los jinetes del
Apocalipsis. ¿No se supone que la
iglesia debe reconfortar?
—A lo mejor es cierto que al final
estamos pagando por todos nuestros
crímenes... o por nuestras
equivocaciones.
El sargento asintió:
—O igual sólo se trata de rabia.
—¿Perdona? —Jan se lo quedó
mirando, con extrañeza.
—Hace unos años tenía un perro. Le
mordió otro, salvaje. Lo tuvimos que
sacrificar porque se volvió violento y
atacaba a todo el mundo. Antes era un
perro muy cariñoso. Mi mujer se llevó
un buen disgusto.
—¿Le tuvisteis que pegar un tiro en la
cabeza? —preguntó Jan, con cierta
sorna.
El sargento se quedó pensativo.
—Lo cierto es que sí. Entonces me
pareció lo más humano. Aunque estoy
seguro de que tampoco habría
sobrevivido con un disparo en alguna
otra parte del cuerpo.
—No como estos —afirmó Jan.
—No como estos —repitió el
sargento.
Pasada la media hora programada,
reanudaron el camino. Tras todo aquel
tiempo sin encontronazos con los
muertos, casi parecía una noche normal
dentro de la anormalidad de aquella
guerra.
Casi, si no fuera por el hecho de que
los que marchaban en comandita junto a
Jan eran un soldadito gallego novato, un
moro, un falangista y tres rojos iguales a
los que llevaba meses matando y que
llevaban meses intentando acabar con él.
¿Serían así los rojos a los que había
matado en batalla? ¿Serían como
aquellos hombres los que habían
asesinado a su primo? Sargentos como
aquel, al que una mujer esperaba en
algún pueblo y al que de niño su madre
lo arrastraba hasta la iglesia. Mujeres
como la Matacuras, que peleaban junto a
sus hombres —y como hombres —por
lo que consideraban correcto.
En realidad, Jan nunca se había
parado a pensar en cómo debían de ser
los hombres que habían asesinado a su
primo, allá en la retaguardia catalana.
Ni siquiera se había planteado que
pudiera considerarlos seres humanos.
¿Qué persona cogería a un chico de
veinte años, recién salido del seminario,
que sólo quería ayudar a la gente menos
afortunada, y lo habría llevado junto a
una tapia para darle tres tiros?
No, no era posible un ser humano así.
Tenía que haber sido un monstruo.
¿Como lo serían para Mecha los
pilotos nacionales que ametrallaron a su
familia cuando huían desarmados de su
hogar en llamas?
No. No podían ser personas. Sólo
podía tratarse de monstruos.
Como los que los perseguían ahora, a
todos ellos.
Por todos sus pecados.
11
Barrera
Por delante de Jan, Mecha y el moro
dirigían al grupo. El rojo miraba al otro
con curiosidad y de forma insistente. Al
final, aquel se dio por aludido y le
devolvió la mirada.
—¿Qué tú quieres, paisa?
—A ti no te dan miedo esos
demonios, ¿verdad?
—Claro que sí, rojito. No quiero que
me coman.
—Pero si los tuyos estáis deseando
que os maten, ¿no? Para ¡ros al paraíso
con muchas vírgenes y toda esa
zarandaja.
El moro se rió.
—Yo no quiero paraíso. Yo sólo
quiero volver con mi Sarai.
—¿Tú mujer se llama así? —
intervino Jan.
El moro se rio de nuevo.
—Sarai baila en un café en
Marrakech. Una noche con ella sí es el
paraíso. —Miró a Mecha—. Y no, creo
que no era virgen ni cuando nació.
—No te jode el morito —se sonrió el
Mecha.
Los dos soldados se rieron,
socarrones. Jan se volvió algo
avergonzado y tropezó con la sonrisa de
Matacuras, lo que le hizo ruborizarse
aun más.
—Silencio todos —ordenó el
sargento.
Tras más de media hora caminando
entre árboles, el camino se abría libre
de vegetación a unos metros por delante
de donde se encontraban. Se apostaron
tras los últimos árboles del bosquecillo
del que estaban saliendo, unos pinos de
unos quince metros de altura, para otear
el horizonte. Un suave terraplén en
subida se abría ante ellos, libre de
muertos y de vivos. Al fondo se alzaban
unas lomas.
—Tras esas elevaciones está el valle
del Pinell, y más allá, el río Ebro —el
sargento señaló el horizonte. Se dirigió
a Jan—: Creo que desde allí arriba
tendremos una buena vista de las
posiciones y cada uno sabrá para dónde
tirar. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —asintió el teniente
nacional.
Salieron a descubierto con
precaución, moviéndose ligeros hacia
las lomas. Se hallaban aproximadamente
a mitad de camino entre el bosquezuelo
y el inicio de las elevaciones cuando el
fuego de una ametralladora los
sorprendió.
Se echaron todos cuerpo a tierra. Por
fortuna, la ametralladora no estaba lo
suficientemente cerca como para hacer
diana.
—Qué raro que no hayan esperado a
que nos acercáramos más para
liquidarnos —Jan pensaba en voz alta.
—Joder, «mi teniente» —dijo el
Mecha con sarcasmo—. Pues menos
mal.
—Quiero decir que parece que hayan
querido mantenernos alejados.
Jan alzó la cabeza para vislumbrar al
enemigo, pero todo era oscuridad. Una
nueva ráfaga dibujo una espiral de fuego
desde la cima de la loma más cercana.
El sargento sacó unos binoculares.
—Los veo claros. Un pendón con una
cruz negra; de esas con los brazos
estrechos en el centro y más anchos en
los extremos.
—Una cruz patada negra. La Legión
Cóndor —aclaró Jan.
«¿Otra vez los alemanes?»; pensó.
«¿Qué harán aquí?»
—Veo tres ametralladoras, tres MG
34, montadas sobre trípodes. Cubren
toda la salida hacia el valle.
El sargento se recostó contra una roca
grande.
—Por aquí no vamos a ninguna parte.
—Teniente —habló Jurel—. Nosotros
sí podemos seguir. Sólo tenemos que
identificarnos.
—Las ratas abandonan el barco —
masculló Mecha.
—Escuchadme —Jan se dirigió a los
tres republicanos—. Será mejor que os
entreguéis con nosotros. Os prometo que
me encargaré de que os traten bien.
El Mecha le apuntó directamente con
su fusil.
—Mis cojones.
El moro y el falangista respondieron
encañonando al sargento y a la
Matacuras. Miguel reculó dos pasos,
para alejarse de la línea de fuego.
—Calmaos todos. —Jan alzó las
manos ante Mecha—. Que nadie haga
ninguna tontería.
—Cierra la boca, fascista —amenazó
Mecha.
Desde la distancia, la ametralladora
abrió fuego otra vez. Mecha dio un
respingo, sobresaltado. Jan saltó sobre
él y lo tiró al suelo. Rodaron sobre la
tierra, amarrados los dos al arma del
republicano. Este logró ponerse sobre
Jan y empujó con todas sus fuerzas,
apretando el fusil contra su cuello. Jan
le soltó un puñetazo en la mandíbula que
no sirvió de nada.
Por encima del Mecha, Jan vio cómo
Jurel giraba su fusil hacia ellos. El
sargento gritó, avisando a su soldado.
Jan negó con la cabeza en dirección al
falangista, pero Jurel no le hizo caso y
disparó.
Jan empujó con todas sus fuerzas a
Mecha, rodando sobre el republicano
hasta quedar encima de él. El balazo de
Jurel acertó en el dibujo que había
dejado la espalda de Jan en la tierra.
Mecha, sorprendido por el disparo,
aflojó un segundo su presa, lo que bastó
para que Jan le arrebatara el fusil y lo
lanzara lejos de ellos.
Mecha pateó al teniente nacional y se
lo quitó de encima. Gateó a toda prisa
hacia la dirección en la que había caído
su arma, pero se encontró frente a Rafir,
que ya deslizaba el dedo en el gatillo.
—¡Que nadie dispare! —ordenó Jan
desde el suelo, reponiéndose aún del
último golpe del Mecha—. ¡Sargento!
—gritó, mientras pedía su complicidad
con una mirada.
Mecha estaba dispuesto a lanzarse
sobre el fusil del moro, y este no iba a
dudar en dispararle.
—¡Mecha! ¡Quédate quieto! —ordenó
al fin el sargento.
Mecha rugió en dirección a Rafir.
Soltó un bufido de rabia y se rindió. Se
sentó en el suelo con las manos en el
rostro.
Los tres republicanos quedaron
presos en manos de los cuatro
nacionales.
—Lo siento —acertó a disculparse
Jan, en dirección al sargento. Y lo dijo
en un tono ciertamente compungido.
El moro apuntaba a los tres
prisioneros. Miguel, con uno de los
fusiles de los rojos, colaboraba en la
detención como podía, que no era
mucho. El fusil cambiaba inseguro de
una a otra de sus manos.
—Ten cuidado con eso, no nos vayas
a agujerear por accidente. —Mecha aún
se frotaba la mandíbula lastimada en la
pelea.
Rafir se había hecho cargo de las
otras dos armas requisadas y las
mantenía bajo vigilancia, apoyadas
contra una piedra junto a él.
Jan se guardó en el cinturón la última
de las armas que les habían quitado a
los rojos: la pistola Star del comisario
muerto. Ahora, junto al falangista Jurel,
observaba con los binoculares el puesto
alemán.
—Si te acercas, te acribillarán —
apuntó el falangista.
—Pues es la única manera. Tengo que
hablar con ellos.
Jan se desprendió de la guerrera y se
quitó la camisa. La ató a un fusil a modo
de bandera blanca; más bien amarillenta.
Luego se volvió a vestir la guerrera
sobre el torso desnudo.
Miró a los prisioneros.
—Esto es lo mejor para todos;
confiad en mí. Miguel, quedas al mando.
—No me jodas —musitó el Mecha.
Jan recogió la bandera blanca y se
dispuso a salir, encorvado. Antes le
habló directamente a Jurel:
—Y aseguraos de mantener las
distancias con los prisioneros,
¿entendido?
—Claro, mi teniente —respondió el
falangista, la sonrisita colgando de
nuevo en sus labios.
Jan lo observó en silencio unos
segundos.
—¡Miguel! —le llamó de un grito—.
Mira hacia aquí, soldado.
Miguel, inseguro con el fusil en las
manos, se giró hacia donde estaba Jan,
dibujando un semicírculo tembloroso
con el arma que hizo maldecir a más de
uno.
—¿Sí, mi teniente?
—Apunta hacia aquí.
—¿Mi teniente?
—¡Que apuntes a estos dos, te digo!
—Jan señaló a Rafir y a Jurel. Miguel se
tensó como un resorte y obedeció la
orden—. Y si alguno de ellos hace algo
raro, les disparas.
—¿Algo raro, mi teniente?
—Volveré en breve —dijo Jan, a
modo de despedida, antes de
desaparecer tras el montículo, dejando a
Miguel, pálido, al cuidado de los dos
nacionales que, a su vez, vigilaban a los
tres republicanos.
Jan salió a descubierto, con el paño
blanco de la camisa enrollado en el fusil
y bien sujeto debajo de la axila. No
quería que se le viera todavía desde los
puestos de vigilancia. Lentamente, metro
a metro, se fue acercando a las lomas.
Cuando creyó estar lo suficientemente
próximo como para ser visto con
claridad, cogió aire con fuerza y se
levantó agitando la camisa blanca atada
al fusil.
Cinco segundos después, una ráfaga
de ametralladora dibujó una línea recta
a un metro escaso por delante de sus
pies. Jan le dio la espalda al instinto y
no salió corriendo. Permaneció allí
agitando su bandera blanca improvisada.
Las piernas le temblaban a la altura de
las rodillas.
—¿Quién vive? —rugió desde la
oscuridad una voz con fuerte acento
germano.
—Soy el teniente Lozano, del Tercio
de Requetés de Nuestra Señora de
Montserrat. Soy uno de los vuestros y
quiero hablar con el oficial al mando.
—Capitán Wolfe, de la Luftwaffe —
gritó la voz tras las ametralladoras, en la
altura de la loma.
—Capitán, ahí atrás tengo a tres de
mis hombres junto con tres prisioneros
rojos. Necesitamos que nos dejen pasar
a sus líneas. Les rendiremos nuestras
armas, si así lo precisa.
—Nein. No puedo dejarles pasar.
Tengo órdenes estrictas.
—Capitán, somos aliados. Esto es
ridículo.
—No puedo contravenir mis órdenes.
Si usted o alguno de sus hombres intenta
aproximarse más, daré la orden de
disparar a matar.
—¡Maldita sea! —Jan estalló—.
¿Espera que nos pudramos en esas
sierras? No tiene ni idea de lo que está
pasando ahí atrás.
Se hizo un silencio de varios
segundos, como si el capitán Wolfe
estuviera consultando algo con alguien.
Después volvió a hablar en dirección a
Jan:
—Lo siento. No puedo hacer nada por
usted. Su única opción de conseguir
salvoconducto para abandonar la zona
es por el puesto de mando de la
operación. Debe dirigirse al este. El
puesto de mando se encuentra cerca del
río Canaletas, junto al barranco de los
Navarros. En el camino hacia el pueblo
de Bot. El resto de posiciones que
rodean la zona de pruebas tienen
órdenes de disparar a quien intente
superarlas.
«¿Otra vez el puesto de los Navarros?
¡Vamos, hombre, no me jodas!»
—¿Zona de pruebas? ¿De qué
operación me está hablando? ¡No hay
operaciones aquí esta noche!
—En el puesto de mando junto al
barranco de los Navarros.
Un nuevo silencio, de varios
segundos, antes de que el alemán
volviera a hablar:
—Ahora, si no se retira, me veré
obligado a ordenar fuego contra usted,
teniente —dijo el capitán alemán, dando
por finalizada la conversación.
Jan escuchó las ametralladoras
cargando y asumió que no iba a sacar
nada bueno de allí. Reculó ondeando
todavía su bandera blanca para dejar
clara su posición y que los alemanes
vieran que, efectivamente, estaba
retrocediendo.
Regresó junto al grupo. Miguel se
giró, tenso, en cuanto lo vio llegar.
Mantenía el arma firme, apuntando a los
dos nacionales. Estos, bastante más
relajados, se habían sentado sobre unas
rocas, en una posición un poco más
elevada que los demás. Desde allí
controlaban sin problemas a los tres
prisioneros republicanos, quienes no
parecían haberles causado ningún
contratiempo desde la marcha de Jan.
Lo miraron, expectantes, mientras Jan
se quitaba la guerrera, desataba y
desenrollaba la camisa sucia del mástil
del fusil, y se vestía de nuevo con ella.
El sargento republicano se puso en
pie.
—¿Y bien?
—No nos van a dejar salir —confesó
Jan, mientras se abotonaba la camisa.
Jurel saltó desde su posición junto al
moro.
—¿Qué coño quiere decir eso? —
Cargó el arma—. Ya veremos quién me
impide largarme de aquí.
—No seas imbécil —le amonestó Jan,
severo. Luego bajó el tono y alzó una
mano en su dirección, intentando
apaciguar los ánimos—: No podrías
avanzar ni tres metros ahí fuera sin que
te frieran sus ametralladoras.
Rafir bajó de la roca y se situó junto
al falangista.
—Pues busquemos otra salida.
Jan negó con la cabeza.
—Los alemanes me han dicho que
tienen todas las salidas de la sierra
cubiertas. Mucho me temo que esos
cabrones saben bastante de lo que está
pasando aquí.
—¿Y qué vamos a hacer? —Jurel se
había plantado delante de Jan y le
hablaba a voz en grito—. ¿Esperar aquí
a que se nos merienden? ¡Y una mierda!
Jan intentó tranquilizarlo con un gesto
de la mano, pero el falangista se la
apartó de un manotazo y se fue hacia los
tres republicanos, con el pulgar sobre el
seguro del fusil.
—La culpa es de estos tres cabrones.
No nos dejan salir por ellos.
—¡No quieren que se vaya nadie! —
gritó Jan, pero el otro ya apuntaba a los
prisioneros, que se habían puesto en pie
como accionados por un resorte. El
sargento se interpuso entre el cañón del
fusil y la Matacuras.
Se escuchó la activación de un
cerrojo a la derecha de todos ellos.
Miguel, con el fusil en alto y la cabeza
firme tras la mirilla, apuntaba a Jurel.
—¿Qué coño te crees que haces,
chaval? —preguntó el falangista—.
Ellos son el enemigo.
Miguel negó con la cabeza. Sin dejar
de apuntar a Jurel, desvió la mirada
hacia Jan.
—¿Mi teniente?
Jan se acercó a ellos, hasta ponerse a
la altura de Jurel. Colocó su mano sobre
el cañón del fusil de este y, despacio, le
obligó a bajar el arma. El sargento
respiró aliviado. El perfil tembloroso de
Matacuras asomó por detrás de él.
Mecha se mantenía, inalterable, junto a
los otros dos.
—Escuchad —habló Jan—, me temo
que los alemanes controlan totalmente la
situación en toda esta parte de la sierra
—señaló con la mano plana hacia el
puesto de ametralladoras que se
interponía entre ellos y la llanura del
Pinell de Brai—. Es imposible que
escapemos por allí, y tampoco podemos
arriesgarnos a dar vueltas a lo loco por
estas montañas llenas de muertos
andantes para acabar encontrándonos
con otro puesto inaccesible de la Legión
Cóndor, protegido hasta arriba por
soldados y ametralladoras.
El Mecha se encogió de hombros.
—Joder, teniente, ¿intentas
animarnos?
Jan lo ignoró.
—Pero quizás tengamos una
posibilidad. Me han gritado que la única
salida posible de la zona es en el puesto
de mando de la operación. —Miró a
Miguel—. En el puesto junto al barranco
de los Navarros.
El chaval gallego suspiró, agotado.
—¿Y por qué cree que nos dejarán
salir por allí, mi teniente?
—Porque ese puesto se encuentra en
una zona que está bajo mando de mi tío,
el comandante Enrique Gavira. Me
identificaré y pediré que le llamen.
El Mecha se adelantó a sus
compañeros y se acercó a Jan.
—¿Me estás diciendo que el centro de
mando de esta... —agitó los brazos
como queriendo abarcar la oscuridad a
su alrededor —«operación» lo controla
tu tío y esperas que nos creamos que tú
no sabes nada?
Jan dio dos pasos hacia adelante y lo
miró, cara a cara:
—No tengo ni idea de qué coño está
pasando aquí. Y te aseguro que mi tío
tampoco lo sabe.
—Entonces, si él tampoco sabe nada
—interrumpió el sargento—, ¿de qué
nos servirá ir hasta allí?
—Quien sea que mande en aquel lugar
tiene que conocer a mi tío. —Jan se
encogió de hombros—: Además, estoy
convencido de que es la mejor opción
que tenemos ahora mismo.
—En realidad —el Mecha volvió a
ponerse a su altura—, nosotros no
tenemos ninguna. ¿Somos vuestros
prisioneros, no? —Señaló a las armas
que los rodeaban y que no habían dejado
de apuntarles en ningún momento.
Jan miró a sus hombres y luego al
sargento, que esperaba ansioso la
repuesta de Jan a la pregunta del Mecha.
—No podemos vigilaros a vosotros y
cubrirnos las espaldas al mismo tiempo,
así que estáis libres. Podéis marcharos
si queréis.
—Claro —dijo el Mecha—, libres
para triscar por una sierra llena de
muertos andantes y sin armas con las que
defendernos.
—Os podemos entregar dos fusiles.
—Alzó el brazo para acallar las
inminentes protestas del falangista Jurel.
—Tres de vuestros fusiles nos
pertenecen —dijo el sargento.
—Sólo dos. Nosotros somos cuatro.
—Deberíamos quedarnos todas las
armas —dijo entre dientes el falangista
—. Y cargarnos a estos rojos cabrones.
Jan le ordenó guardar silencio. Se
dirigió de nuevo a los tres republicanos:
—Lo mejor sería que continuáramos
juntos. Os lo repito: ese puesto es
nuestra única salida. Una vez libres de
esta pesadilla, ya veremos qué se puede
hacer.
El sargento le hizo una seña para
hablar con él aparte.
—Prométeme una cosa.
—Haré lo que pueda por voso...
—Prométeme que la sacarás de aquí.
Jan miró de reojo a la Matacuras. El
sargento continuó:
—Tú y yo sabemos qué le pasaría. El
Mecha y yo podemos aguantar el
cautiverio, pero tienes que prometerme
que ella no será presa.
—¿Y cómo voy a lograr eso? Esto es
una guerra y ella es un soldado enemigo.
—No me jodas. ¿Con la que tenemos
encima y me vienes con esas? Lo coges
o lo dejas. Ya está jodido para todos,
pero vosotros solos todavía lo tendríais
más crudo.
Jan suspiró hondo.
—Está bien. Haré lo que pueda...
El sargento alzó un dedo de
advertencia.
—Vale —Jan se rindió—. Te juro
que a ella no la apresarán. ¿De acuerdo?
El sargento escupió en su mano y se la
tendió.
—No me jodas —dijo Jan con cara
de asco, mirando la mano de aquel.
El sargento le apremió con la mirada.
Jan cedió y le estrechó la mano.
—En realidad, deberías haberte
escupido antes en tu propia mano —dijo
el republicano—, pero supongo que
bastará.
Se volvió hacia sus hombres,
anunciando en voz alta:
—El teniente y yo hemos pactado una
tregua. Iremos juntos hasta ese puesto de
mando.
Mecha se adelantó.
—Claro, y una vez allí, de cabeza a
León y a la prisión de San Marcos. O a
cualquier otro campo de concentración
nacional.
El sargento le posó con fuerza la
mano en el hombro.
—Tú y yo podemos resistir eso y
mucho más.
El sargento miró por encima del
hombro del Mecha, hacia Matacuras,
pero sin que ella pudiera verlo. Mecha
le aguantó la mirada unos segundos antes
de asentir con desgana. Desde detrás les
llegó la voz de la chica:
—¿Está seguro de que debemos hacer
esto, mi sargento?
—Tú no te preocupes. —Se volvió
hacia Jan—: Habrá que equilibrar un
poco el armamento, o no sé de qué os
vamos a servir.
Jan ordenó que les devolvieran sus
armas a los rojos. Jurel tenía a su lado
los dos fusiles de Mecha y de Matacuras
y los miró de reojo, sin muchas ganas de
hacer caso a las órdenes del teniente.
—Rafir, entrégales sus armas a esos
dos —ordenó Jan, obviando la
indisciplina del falangista, que miró
hacia otro lado cuando el moro agarró
los máuseres y se los devolvió a sus
dueños.
—Tú, chaval —el sargento llamó la
atención de Miguel—. Trae para acá mi
fusil.
El gallego ya se descolgaba el arma
del hombro cuando Jan lo detuvo. El
sargento le pidió explicaciones con un
encogimiento de hombros.
—No podemos permitirnos que nadie
vaya desarmado. —Se sacó de dentro
del cinturón la pistola Star del difunto
comisario Melleira y se la entregó.
Era evidente que al sargento no le
hacía ninguna gracia el cambio de arma.
Se quedó mirando su fusil, ahora en
manos del novato gallego.
—Chaval —le dijo a voz en grito—.
Cuídamelo, que le tengo cariño.
Pero Miguel no respondió. Estaba
concentrado en Mecha, que reculaba
hacia el camino por el que habían
llegado hasta allí con el fusil alzado,
apuntando hacia ellos. El sargento lo
miró con sorpresa.
—¿Qué coño haces, Mecha?
—Yo me largo, sargento. —Jurel, y
luego Rafir, le apuntaron y quitaron los
seguros de sus máuseres. El Mecha
osciló su arma de uno al otro—.
Prefiero jugármela con los muertos antes
que ir a prisión. Vámonos, Matacuras.
La chica se quedó pasmada, dudando
entre seguir a Mecha o esperar las
órdenes del sargento.
—¡Que nadie dispare! —ordenó Jan
—. Ya he dicho antes que son libres
para marcharse. ¡Bajad las armas!
Rafir obedeció al instante, pero Jurel
siguió apuntando a Mecha.
—¡Me cago en la puta, cabo! ¡Baje el
arma pero ya!
Jurel masculló algo por lo bajo,
aunque acabó por acatar la orden.
Matacuras se acercó despacio a la
posición del Mecha y, una vez allí,
apremió con la mirada a su sargento.
Este se acercó a ellos y se volvió hacia
Jan:
—Lo siento, teniente, pero me debo a
mis hombres.
Jan asintió con la cabeza, en gesto de
despedida. El sargento hizo lo propio y
siguió a Mecha y a Matacuras, que ya
desaparecían por el camino entre los
árboles.
Jan permaneció en silencio, viéndolos
marchar. Cuando la figura del sargento
dejó de ser visible entre el follaje, se
volvió hacia los suyos, que esperaban
alguna decisión de su líder improvisado.
—Bien, tendremos que seguir
nosotros cuatro solos.
—Deberíamos habernos quedado las
armas —masculló Jurel.
Jan se fue directo a por él.
—Escúchame, cabo, ya me estás
tocando mucho los cojones —le gritó a
pie de rostro—. No vuelvas a dudar de
una de mis órdenes o...
Un grito los interrumpió. Seguido de
un disparo. Y luego un tiroteo.
Los cuatro nacionales se pusieron en
guardia. Los peligrosos ruidos llegaban
desde la misma zona por la que se
habían marchado los tres republicanos.
Más gritos. Y luego, gemidos.
Aquellos malditos lamentos guturales
una vez más.
—Mi teniente, larguémonos de aquí
—suplicó Miguel.
Rafir y Jurel ya apuntaban sus pasos
hacia el camino de huida, en la
dirección contraria a la que les había
llevado hasta allí, opuesta al camino por
el que se habían marchado los tres rojos.
El camino por donde se acercaban
ahora multitud de pasos apresurados.
Jan retrocedió dos metros. Miguel
alcanzó la posición del moro y de Jurel.
Por la entrada al lugar apareció el
sargento republicano, resoplando
sofocado y con el rostro sudado.
—¡Joder! ¡Joder! ¡Son demasiados!
¡Estamos jodidos!
Mecha y Matacuras salieron de entre
los árboles, pisándole los talones al
sargento. Los tres alcanzaron al instante
a Jan y pasaron de largo, hasta alcanzar
a Miguel y los otros dos nacionales, que
ya escapaban a la carrera.
Jan permaneció quieto todavía un
instante más. Entonces, el bosque gimió
como un solo ser, los árboles se agitaron
y Jan corrió para escapar de allí, antes
de que los muertos aparecieran entre las
sombras.
12
Regreso
Jan no se atrevía a mirar hacia atrás.
A sus espaldas parecía que el bosque
entero se agitaba y los perseguía. Los
gemidos, que partían con claridad desde
detrás de ellos, parecían envolverlos,
rodeando todos los caminos de huida
posibles.
El grupo corría, presa del pánico, sin
tan siquiera detenerse a disparar al
enemigo. Tan asustados estaban que no
se dieron cuenta de que habían trepado
hasta una de las lomas que daban acceso
a la zona controlada por el puesto de
ametralladoras alemanas.
No fue hasta que uno de aquellos
aparatos abrió fuego sobre ellos que
recordaron que había alguien tan
peligroso, si no más, que los propios
muertos andantes.
La primera ráfaga no les alcanzó,
pero hizo que los tres que se habían
destacado en cabeza —el Mecha, Jurel y
Rafir —se tiraran al suelo en plancha.
Tras ellos, el sargento aterrizó de
rodillas en la tierra pedregosa,
atropellando a Miguel en su caída.
La siguiente ráfaga apuntó a los dos
únicos que quedaban en pie. Por suerte
para Matacuras, Jan saltó sobre ella y la
alcanzó un segundo antes de que lo
hiciera el fuego de la ametralladora. Las
balas reventaron las ramas de un olmo a
tres metros por detrás de su posición.
Jan y la chica rodaron por el suelo,
terminando el viaje en una posición
comprometida. Ella con la espalda
contra la tierra con él a horcajadas
encima. El aliento de ella, cálido en su
rostro.
El sargento los llamó a gritos desde el
precario refugio donde se habían
protegido los demás: un murete natural
de rocas que los ocultaba de la vista de
los tiradores alemanes.
Las MG 34 abrieron fuego de nuevo.
Jan se quitó de encima de la chica y alzó
la cabeza, desorientado. La Matacuras
se levantó y, decidida, le cogió de la
mano y lo arrastró hasta donde se
refugiaban sus compañeros.
Los siete se agruparon tras las rocas
que los protegían de los disparos. Las
ametralladoras seguían tirando con
fuerza, pero ahora concentraban el fuego
a medio centenar de metros de donde
ellos se escondían.
De cualquier manera, ninguno de los
presentes se atrevió a abandonar aquella
protección por temor a que los tiradores
alemanes volviesen a fijar su objetivo
en ellos. Las tres ametralladoras MG 34
les bloqueaban la huida y a la vez los
condenaban a merced de los muertos.
Sonaron algunas ráfagas más antes de
que los disparos se detuviesen. El
silencio, tras el estruendo producido por
aquellas máquinas, silbaba en los oídos
de Jan. Miró al sargento. En los ojos de
aquel hombre se reflejaba el terror que
él mismo sentía. Luchando por superar
el pavor que le recorría el cuerpo, Jan
alzó la vista por encima del parapeto.
A poca distancia de su refugio actual,
un ejército de muertos permanecía,
estático y casi en formación, entre los
últimos árboles y el principio de la
explanada. Había decenas, quizás un
centenar de ellos. Antiguos soldados, de
cuerpos destrozados y miembros
amputados.
Los demonios ya no los perseguían.
Se habían detenido tras los disparos de
las ametralladoras y, aunque seguían con
sus habituales movimientos perdidos y
sin destino, muchos de ellos habían
vuelto la mirada hacia las lomas
defendidas por los alemanes.
Como los cadáveres prácticamente se
habían parado, ya no se escuchaban sus
pasos pisando las ramas caídas o
atravesando los arbustos secos. Incluso
sus gemidos se mantenían en un tono
bajo que casi podía confundirse con el
silencio.
Entonces, una de las MG 34 rompió
aquella paz momentánea.
Fueron sólo una decena de
proyectiles, pero causaron el mismo
efecto que un litro de sangre lanzado a
un mar lleno de tiburones.
Lentamente al principio, los muertos
volvieron a caminar, y dirigieron sus
pasos hacia aquel fuego fatuo que se
había disparado en lo alto de aquella
loma alejada.
Junto a Jan, el sargento y los demás
asomaron sus rostros para ver qué
estaba pasando allí fuera. De aquella
manera, todos ellos pudieron
contemplar, horrorizados, cómo más de
cien soldados muertos gemían y
avanzaban fuera del bosquecillo,
caminando despacio y en dirección a las
ametralladoras, como si se tratase de la
carga de alguna antigua tropa de
infantería napoleónica.
Las tres ametralladoras abrieron
fuego todas a la vez. La lluvia de
proyectiles de gran tamaño aterrizó
sobre los caminantes muertos,
acribillándolos, destrozando los
cadáveres.
Volaron extremidades, cabezas y
cuerpos enteros. Un cadáver decapitado
dio dos pasos más, antes de derrumbarse
sobre una roca. Algunos muertos a los
que las balas habían destrozado las
piernas se arrastraban hacia el fuego
enemigo.
Al poco, a los disparos de las
ametralladoras se les unió el fuego de
los morteros. Los silbidos de los
disparos precedían al arco que
dibujaban los proyectiles en el cielo
nocturno y a las explosiones que
diezmaban el ejército de muertos
andantes. Los furiosos sonidos de las
ametralladoras se sobrepusieron al
constante rumor de los gemidos de los
demonios.
—Los alemanes los mantendrán
ocupados —dijo el sargento entre
resoplidos, causados por una mezcla de
agotamiento, sorpresa y pavor.
—Pues vámonos antes de que se den
la vuelta y busquen una comida más fácil
—sugirió Jan.
Se arrastraron uno a uno, en fila, con
las cabezas gachas y el cuerpo pegado a
la tierra. Se escondían tanto de los
disparos de los alemanes como para no
llamar la atención de los muertos.
Mientras sus compañeros se escurrían
a cubierto de unos árboles cercanos, Jan
volvió la mirada una última vez hacia
aquel peculiar campo de batalla, todavía
hipnotizado por la lluvia de explosiones,
de munición y de metralla. Los cuerpos
destrozados de los muertos andantes se
acumulaban a larga distancia de las
defensas alemanas. Jan sintió el golpe
de Rafir en un brazo. El moro le
apremió a que se moviera tras los demás
y Jan le hizo caso.
Una vez a cubierto entre los árboles,
se alejaron a toda prisa de aquel lugar.
Tras la invasión de cadáveres
provenientes del río, retroceder por
aquella zona no era una opción, por lo
que evitaron acercarse de nuevo a la
orilla. Sabían que el puesto al que
debían dirigirse no se encontraba muy
alejado del curso del Canaletas, pero,
con toda probabilidad, las riberas del
río seguirían atestadas de los muertos
que los habían abordado unas horas
antes. Por todo ello, decidieron probar
fortuna yendo más al interior,
atravesando la parte meridional de la
sierra de Pándols.
Al poco, el camino se convirtió en
una serie de continuas subidas y bajadas
escarpadas. Atravesaban una zona de
montañas de escasa elevación pero de
pendientes empinadas, y atravesada por
barrancos estrechos y profundos. Cada
dos por tres caminaban al filo de un
despeñadero, sobre una sima oscura de
la que se no veía el fondo en medio de
la oscuridad de la noche en unas
ocasiones, y sobre el estrecho margen
del río Canaletas en otras.
Al avistar el río desde allá arriba,
más de una vez alguno de ellos —casi
siempre Miguel o la Matacuras —se
detenía con la mirada fija allá abajo,
donde, como pequeños insectos en busca
de alimento, los muertos deambulaban
sin un destino claro, recorriendo de un
lado a otro los caminos cercanos al río,
en una y otra orilla.
Parecía haber aumentado el número
de aquellos demonios, lo que turbaba
sobre todo a los más jóvenes del grupo.
Miguel buscaba continuamente la mirada
de su teniente, que se limitaba a hacerle
un gesto con la cabeza para que siguiera
adelante, sin mirar al infierno allá abajo.
Pero el propio Jan no podía evitar un
sudor frío por todo su cuerpo cada vez
que bajaba la vista hacia el río y se
preguntaba cuántas de aquellas cosas
podrían estar esperándoles en medio de
la sierra, entre los árboles o tras las
rocas, en su largo camino hasta su única
e incierta posibilidad de huida a través
del puesto de los Navarros.
Marchaban en dos filas, separadas
todo lo que les permitían los estrechos
senderos. A la izquierda, los nacionales,
con Jurel, Rafir y Miguel armados cada
uno con un fusil, seguidos por Jan, con
la única protección de su pistola Astra.
A la derecha, los tres rojos: Mecha,
Matacuras y el sargento; los dos
primeros con sus respectivos máuseres,
el último con la pistola Star del
fallecido comisario Melleira. De vez en
cuando, el sargento lanzaba un vistazo
mosqueado a su fusil, ahora en manos
del soldado Decruz.
Tras un buen rato de escalar subidas
escarpadas y descender por fuertes
pendientes, a los pies de las
impresionantes paredes de roca que
formaban las partes bajas de aquellas
montañas, se aproximaron a una vía no
natural que conducía colina arriba. El
camino se iniciaba al final del estrecho
barranco por el que transitaba ahora el
grupo, un sendero plagado de piedras
afiladas encajonado entre las faldas de
dos montañas bajas.
Cuando alzaban las cabezas, desde el
fondo del barranco donde se
encontraban, podían verse, a unos cinco
o seis metros de altura en la pared de la
derecha, tres grandes agujeros: tres
cuevas naturales en la falda de la
montaña.
El viento que atravesaba por su
interior originaba un ulular que le
provocó a Jan un escalofrío en la
espalda. Se detuvo a mirar hacia arriba
y todos los miembros del grupo imitaron
su movimiento. Jan se frotó el brazo
izquierdo por debajo de la camisa; tenía
los pelos de punta.
El sargento se llevó la mano junto a la
oreja derecha.
—Joder, ¿lo oís?
Se miraron unos a otros, el terror
reflejado en todos y cada uno de los
pares de ojos.
Jan ya iba a decir «sólo es el viento»
cuando el ulular alcanzó de nuevo sus
oídos.
—Son... gemidos —dijo Rafir, con
voz temblorosa y adelantándose al
teniente.
El sonido que salía de los agujeros en
las paredes de roca era un lamento
sordo, continuo. Algún alma condenada
había buscado refugio allí dentro,
durante aquella noche infernal.
Jan se dio cuenta de que sus piernas
se habían puesto en marcha, casi con
voluntad propia, dirigiendo sus pasos
hacia el fondo del barranco, hacia el
camino no natural que subía colina
arriba. Su cuerpo superaba a su mente,
ya algo trastornada, y buscaba la
salvación alejándolo de aquellas
cuevas.
—No nos detengamos —susurró.
Poco a poco, cada uno de los
soldados del pelotón improvisado logró
escapar de la llamada de aquellas
sirenas del demonio y, siguiendo al
teniente Jan Lozano, caminaron hasta la
salida del barranco.
El sendero que allí se iniciaba había
sido despejado por manos humanas
tiempo atrás, pero ya hacía meses que
nadie lo limpiaba de vegetación y las
ramas de los arbustos lo invadían en
algunos tramos.
Tras una empinada subida, casi
vertical en un par de puntos, el camino
conducía en dirección a la cima de la
colina y hasta los campos cultivados
alrededor de un casal agrícola, un
edificio de piedra de dos pisos de altura
con techumbre de pizarra.
El lugar tenía toda la pinta de haber
quedado abandonado semanas, si no
meses, atrás. Junto a la casa había un
campo de avellanos. El terreno a los
pies de los árboles, algunos de ellos con
las ramas peladas, estaba cubierto por
las avellanas que nadie había recogido.
El propietario, o propietarios, de
aquellos cultivos se encontraría ya, con
toda seguridad, muy lejos de allí,
ahuyentado por la guerra que había
invadido su hogar.
Se acercaron con precaución a la
masía abandonada. Un agujero en el
techo y otro en una pared del segundo
piso mostraban a las claras que la
batalla también había alcanzado aquel
lugar.
Jan no vio señal alguna de presencia
humana hasta que alcanzaron el caminito
de tierra bordeado de pinos que daba
acceso hasta la entrada al edificio. Allí,
apoyado contra la pared, junto a la
puerta medio abierta, había un cuerpo
sentado.
Antes de acceder al camino de
entrada, un murete de piedra separaba la
casa del campo. El grupo de soldados,
republicanos y nacionales juntos, se
posicionó tras aquella defensa, a la
espera de lo que decidieran sus líderes.
—¿Qué te parece? —preguntó el
sargento, refugiado con la espalda
contra el muro, señalando con el pulgar
hacia la casa y hacia el cuerpo allí
sentado.
—No parece que se mueva —dijo Jan
—. Por lo que hemos visto hasta ahora,
esos bichos no suelen quedarse quietos.
—Miró de reojo a Mecha—. Quizás sea
un soldado fingiendo, preparando una
emboscada.
El Mecha se rió.
—Habría que ser muy imbécil para
caer en esa trampa.
Jan prefirió ignorarlo:
—Pues habrá que ir a ver de qué se
trata.
Salió de detrás del muro, sacando la
pistola de la cartuchera. Los demás lo
siguieron, abriéndose en abanico —los
tres republicanos por la derecha, los tres
nacionales por la izquierda—, buscando
refugio tras los árboles a ambos lados
del sendero. Jan caminó a descubierto
por el camino de entrada, extrañamente
decidido.
Se detuvo a un par de metros del
hombre inmóvil. No había ningún arma
cerca, o al menos ninguna que estuviera
a la vista.
Rafir adelantó a Jan por su derecha y
llegó junto al cuerpo. Con precaución, lo
empujó con el máuser. El muerto se
derrumbó y todos respiraron aliviados.
Mecha pasó por encima del cadáver y
empujó la puerta entreabierta para
abrirse paso al interior. Antes de cruzar
el umbral, asomó la cabeza dentro.
—Parece vacío.
Pasó al interior, seguido por
Matacuras y Miguel. Jan y el sargento
examinaron el cuerpo.
—Tiene dos tiros en las tripas —dijo
el republicano.
—Ninguno en la cabeza —apuntó Jan.
Los dos dieron un paso atrás.
—Aquí no hay nadie —Mecha asomó
la cabeza por una ventana, un metro a la
derecha de la puerta.
Jan seguía con su atención
concentrada en el muerto.
—No parece que este vaya a moverse
ya. Fíjate —le dijo al sargento mientras
presionaba el tronco del cadáver con la
punta del pie—, está tieso. Lleva ya un
tiempo bien muerto.
—Vale, o sea que este ha preferido
quedarse quieto en el infierno. —El
sargento sacudió la cabeza, confundido
—: Yo ya no entiendo nada.
Jan se volvió hacia los dos soldados
nacionales:
—Rodead la casa, a ver si encontráis
algo.
Rafir asintió con la cabeza y se
dirigió a la esquina izquierda, seguido
de cerca por un desganado Jurel.
—Id con mucho cuidado —les
advirtió Jan.
Miguel y los dos republicanos
salieron de la casa. El gallego procuró
pasar lejos del cadáver caído junto a la
puerta.
—No hay nadie, mi teniente. Los
dueños de la casa la debieron de
abandonar hace tiempo.
—Seguro que cuando empezaron a
caer las bombas —apuntó el Mecha.
Señaló al muerto—: ¿No deberíamos
pegarle un tiro en la cabeza?
—Aquí el teniente no cree que sea
necesario —apuntó el sargento.
—¿Y en qué prueba científica se basa
para afirmar eso? —preguntó el Mecha,
adoptando un tono resabiado. Se
acarició la barbilla con dos dedos.
El sargento se encogió de hombros.
Jan empezaba a mosquearse por que
siguieran hablando de él como si no
estuviera delante. Así que, llegado aquel
momento en que los dos republicanos, al
igual que el resto de los presentes, se
habían callado y lo miraban con cierta
burla en la mirada esperando su
respuesta, él sólo dijo:
—Iros a la mierda. —Y dirigiéndose
al Mecha—: Si quieres, ya puedes
pegarle un tiro tú mismo.
—Prefiero reservarme la munición.
El Mecha se sacó la bayoneta del
macuto y la montó en el extremo del
máuser. Apoyó la punta del cuchillo
contra la frente del cadáver.
La Matacuras y Miguel se dieron la
vuelta para evitarse el macabro
espectáculo. El Mecha recogió los
brazos con fuerza y se dispuso a
empujar.
Un grito de aviso lo detuvo:
—Mi teniente, ¡rápido! ¡Vengan
todos! —Era Rafir el que los llamaba.
Jan salió a toda prisa en la dirección
en que habían marchado Rafir y Jurel.
Torció la esquina de la casa seguido
muy de cerca por el sargento y los
demás. Frenó en seco; allí, en el espacio
entre la pared lateral de la casa y los
árboles cercanos, no había nadie. Jan y
el sargento intercambiaron miradas de
incredulidad.
Por la siguiente esquina de la
construcción asomó la cabeza, cubierta
por un turbante, de Rafir.
—¡Aquí, mi teniente!
Corrieron de nuevo. Al torcer la
siguiente esquina se detuvieron una vez
más.
Los cadáveres se amontonaban en el
estrecho margen que separaba la parte
de atrás de la casa del bosque que la
rodeaba.
La primera reacción de todos los
componentes del grupo fue la de salir
corriendo de allí. Miguel y Matacuras,
que marchaban a la cola del pelotón,
incluso volvieron un par de metros
sobre sus pasos.
Entonces, todos se dieron cuenta de la
tranquilidad con que Jurel y Rafir
paseaban entre los muertos. El falangista
los miró, con su sonrisa de hiena:
—Tranquilas, niñas. Estos no se van a
mover —afirmó burlón.
—Creo que ya llevan muertos un buen
tiempo —apuntó el moro. Empujó con el
pie el brazo de uno de los cuerpos—.
Están rígidos.
Jan se aproximó con precaución. Allí
amontonados había soldados de los dos
bandos. Los del lado nacional formaban
parte de una unidad de regulares
norteafricanos. La amalgama de
uniformes militares y civiles de los
rojos no le dio la más mínima pista.
Eso sí, los cuerpos estaban
destrozados por igual. A uno de los
regulares le faltaba toda la parte inferior
del tronco. Otro de sus compañeros se
abrazaba al cadáver de un rojo. Le había
atravesado la garganta con la bayoneta,
cogida a modo de cuchillo. Él, en
cambio, parecía haber muerto por los
disparos que le atravesaban el torso.
Mostraba cuatro o cinco manchas ocres
en la espalda de su guerrera.
El sargento se apartó de los
cadáveres, cabizbajo. Fue a apoyarse
contra el tronco de uno de los árboles
más cercanos. Parecía muy cansado, se
le veía derrotado. Jan se lo quedó
mirando, preguntándose qué se le
pasaría por la cabeza.
—Menuda escabechina —dijo el
Mecha con un tono totalmente exento de
sarcasmo.
—No lo entiendo —dijo Miguel, a
una distancia prudente de los cadáveres,
parado junto a Matacuras—. No les han
disparado en la cabeza. ¿Por qué no se
han levantado?
El Mecha se encogió de hombros. Jan
miró de nuevo al sargento. Este habló
por lo bajo:
—No se trata de eso.
Los demás lo miraron sin entenderlo y
él no se apresuró a aclarar lo que había
dicho.
—¿De qué no se trata? —le preguntó
la Matacuras—. ¿Qué quiere decir,
sargento? —insistió.
Jan miró de nuevo a los cadáveres, y
sólo entonces lo comprendió.
Junto al que le faltaban las piernas,
había signos claros de la explosión de
una granada. A otro de los muertos lo
habían cosido a cuchillazos por todo el
cuerpo. Los demás habían caído por
disparos o metralla.
No había marcas de mordiscos.
Jan le habló al sargento:
—Esto no lo han hecho los muertos.
El sargento rojo asintió, con una
sonrisa triste en el rostro. Parecía aun
más viejo que antes.
—Entonces, ¿qué ha pasado? —
preguntó Miguel—. No lo entiendo.
—A ver si te espabilas, chaval. —
Mecha le dio un palmetazo en el
hombro. Señaló a los cadáveres—. Esto
es lo que pasa cuando dos grupos de
soldados enemigos se encuentran cara a
cara, y por sorpresa, en un espacio
reducido. ¿Dónde coño has estado
metido estos últimos meses?
—Debajo de una camioneta —
murmuró Miguel, sin poder apartar la
mirada de los muertos—. Apretando
tuercas.
Se quedaron en silencio. El horror de
la noche se había diluido de repente en
el horror que los había acompañado a
todos ellos durante los últimos meses de
sus vidas.
Rafir carraspeó para hacerse notar:
—Mi teniente, de ahí detrás parte un
camino. Querría echarle un vistazo, si
me lo permite.
Jan asintió.
—Cabo, acompáñele.
Jurel renegó por lo bajo, pero siguió
al moro en su exploración. Cuando
desaparecieron en el bosque, Jan se
acercó al sargento. Se lo quedó mirando,
en silencio, antes de preguntar:
—¿Estás bien?
El otro asintió. Jan miró los cuerpos.
—¿Deberíamos hacer algo?
—¿Enterrarlos? —preguntó el
sargento.
Jan torció el gesto. Tuvo que tragarse
el sapo para poder hablar:
—Más bien pensaba en si debíamos
hacer algo con sus cabezas.
El rojo soltó un gemido, una especie
de risa desganada, y se encogió de
hombros.
Miguel y la Matacuras se habían
apartado de los cuerpos. Esperaban al
grupo en la entrada al camino por el que
se habían marchado el moro y el
falangista.
Mecha deambulaba entre los cuerpos,
con la bayoneta todavía calada en su
fusil. Se le veía superado por la
cantidad de cadáveres a su alrededor.
De tanto en tanto, alzaba el fusil y
apuntaba con el puñal del extremo hacia
la cabeza de uno de los cuerpos, pero no
se decidía a empezar a reventar cráneos.
Jan y el sargento se quedaron
apoyados a ambos lados de un mismo
tronco. Jan se sorprendió buscando
palabras que pudieran consolar al
sargento enemigo.
Un nuevo grito lo sacó de sus
ensoñaciones:
—¡Mi teniente! Venga a ver esto —
Rafir lo llamaba desde el borde del
bosquecillo.
Jan apretó el hombro del sargento
para pedirle que lo acompañara.
El Mecha esquivó a saltitos a los
muertos, contento por no tener que
culminar su trabajo, y los siguió hasta
donde esperaban Matacuras y Miguel.
Entraron todos juntos en el bosque.
Jurel los esperaba, tumbado sobre un
promontorio, observando con los
prismáticos. Rafir cayó a su lado y
señaló:
—Allí abajo.
El falangista le pasó los binoculares a
Jan. Antes de mirar por ellos, el teniente
echó un vistazo a ojo descubierto.
Desde la posición en que se
encontraban se iniciaba un descenso
pleno de vegetación. Aquel lugar
parecía una selva, un denso oasis de
árboles, plantas y arbustos que
contrastaba con los leves bosquecillos y
sierras peladas y casi secas por las que
habían avanzado toda la noche.
La bajada se abría en un valle de unos
tres o cuatro kilómetros de ancho. Al
otro extremo del valle, la pendiente
subía aun más pronunciada que en el
descenso por aquel lado y, al final,
circulaba la fina línea de la pista de
tierra que venía desde el cerro del
Águila y se dirigía al pueblo de Bot.
Jan recordó la camioneta Ford que
habían abandonado en aquella carretera,
algunos kilómetros atrás y una eternidad
de tiempo antes.
—¿Qué estoy mirando? —preguntó
Jan.
—Espere un momento —le dijo Rafir
—. Es por el centro del valle.
Jan esperó. Los otros lo miraban a él
y al valle, expectantes. Las montañas
que rodeaban aquella depresión la
ocultaban de la luz proyectada por el
escaso filo de luna en el cielo. Y
entonces, sucedió.
Un deslumbrante haz de luz iluminó
medio segundo un extremo del valle,
desde aproximadamente el centro de la
hondonada hasta su posición, y luego se
apagó. Se encendió de nuevo, al
instante; parpadeó un par de veces,
dibujando un rayo de luz blanca, intensa
e intermitente, como señalando un
camino entre la espesura.
Volvió a apagarse y, por el contraste,
todo el valle quedó aún más oscuro que
antes.
—¿Qué diablos era eso? —preguntó
el Mecha.
—Yo diría que algún tipo de
iluminación militar —explicó Jan.
Cogió los prismáticos que le había
pasado Jurel y miró por ellos sin
apreciar nada claro, así que giró las
ruedecillas de los binoculares para
enfocar.
El foco de luz volvió a encenderse.
Jan, deslumbrado, soltó una maldición.
Se frotó los ojos, para recuperar la
visión. Miró de nuevo por los
binoculares. El foco seguía iluminado. A
su lado, medio eclipsado por el potente
haz de luz, se alzaba un edificio. Jan
enfocó la fachada principal.
—¿Eso es una iglesia?
El sargento se puso a su lado.
—Creo que oí decir que por esta zona
había un santuario. Hay una fuente
termal cerca; es un lugar de
peregrinación. ¿Ves algún edificio más?
—Espera —Jan barrió la zona. El
foco iluminaba hacia fuera del área
edificada. Los edificios quedaban
ensombrecidos, apenas iluminados por
el fulgor residual—. Sí, dos edificios,
alargados.
—Deben de ser los bloques de las
celdas, donde descansan los viajeros
que vienen de peregrinación.
—Hay algo más...
El foco se apagó sin aviso previo.
Todo el valle descansó de nuevo a
oscuras.
—Joder —exclamó Jan.
—¿Qué? ¿Qué sucede?
Jan apartó los prismáticos y se volvió
hacia los demás.
—Delante de la iglesia hay una plaza,
es bastante grande.
Carraspeó. Se quedó en silencio.
Tras él, el Mecha apremió:
—¿Y bien? ¿Qué le pasa a la plaza?
Jan se volvió hacia él.
—Estaba llena de muertos.
13
Santuario
—¿Muertos muertos o de los otros?
—preguntó el Mecha.
Jan estaba aturdido por lo que
acababa de contemplar y tardó unos
segundos en contestar.
—No, creo que no se mueve nadie
allá abajo.
—¿Otro combate... normal? —
preguntó Miguel, mirando a unos y a
otros.
—No creo. Hay demasiados y están
todos allí tirados. Lo de antes, en la
masía, debió de ser un encuentro fortuito
entre dos pelotones. Nadie habrá echado
de menos a esos desgraciados más que
para apuntarlos en alguna lista de
desaparecidos. Pero lo de ahí abajo es
otra cosa. Son demasiados...
—Eso ya lo has dicho —intervino el
sargento.
—Alguien tendría que haber venido a
recoger los cadáveres —siguió Jan,
verbalizando sus pensamientos—. El
bando que hubiera ganado el combate.
—¿De qué bando son?
—¿Cómo?
—Los muertos, ¿de los nuestros o de
los vuestros? —le aclaró el sargento.
—No lo sé.
—Pues habrá que ir a investigar.
—Estará de coña, ¿no, sargento? —
dijo el Mecha—. No se nos ha perdido
nada ahí abajo. Se supone que buscamos
el «puesto de mando de la operación».
—Esto último sonó como si hubiera
dicho «el país de Nunca jamás».
—Pues sí que tienes tú ganas de
pronto de encontrar a los mandos
nacionales —dijo el sargento. Señaló
hacia el valle—. Eso de ahí abajo
podría ser el puesto de mando.
—Es verdad —dijo Jan—. He podido
ver un par de camiones, de los de
transporte de tropas. Aparte de ese foco
intermitente, que era de factura militar.
Está claro que ahí abajo había algo,
algún tipo de acuartelamiento.
—Pues ya no lo hay. Ahora es un
cementerio —el Mecha pretendía matar
la discusión.
—Pero tenemos que bajar —afirmó el
sargento.
Jan asintió con la cabeza, apoyando la
decisión.
—Pues vaya mierda —se rindió, al
fin, el Mecha.
Durante el descenso hacia el
balneario perdieron de vista el conjunto
de edificios a causa de la frondosa
vegetación que los rodeaba por todas
partes. Lo único que se mantenía a la
vista, por encima de los árboles, era la
forma triangular, oscura en la noche, que
dibujaba la parte superior de la iglesia.
Se abrieron paso como pudieron a
través de la espesa selva que los
separaba de la luz misteriosa. El
descenso resultaba enervante para todos
ellos, que avanzaban con los nervios a
flor de piel. Al miedo, ya habitual en
aquella noche infernal, de que los
atraparan los muertos vivientes se
sumaba ahora el descontrol provocado
por aquella luz misteriosa que se
encendía y apagaba de forma irregular.
El grupo bajaba compacto, bien cerca
los unos de los otros. Lo que Jan había
creído ver en la explanada no invitaba a
ser optimista sobre qué podrían
encontrar allá abajo.
A media altura en el descenso hacia
el valle, el camino se rompía en un
barranco vertical, por lo que se vieron
obligados a circular varios metros hacia
la izquierda, por el estrecho filo que
daba al abismo, buscando algún modo
de seguir bajando.
El foco en el valle no se había vuelto
a iluminar y, a cada paso que daban
hacia el fondo de la hondonada, las
montañas circundantes tapaban aun más
la luz de la luna, sumiéndoles en una
oscuridad de cueva cerrada.
Cada vez resultaba más difícil
avanzar casi a ciegas por aquel
barranco. Jan resbaló un paso y un
reguero de piedras pequeñas se deslizó
despeñadero abajo. El teniente respiró
aliviado y retomó el camino con mucho
cuidado.
Unos diez metros más adelante por
aquel desfiladero, el Mecha, que
caminaba en cabeza, alzó la mano para
detener al pelotón. Señaló un desvió que
bajaba en diagonal. El sargento asintió y
el grupo retomó el descenso.
El camino, cubierto de pequeños
cantos rodados y por el que avanzaban
casi a oscuras, habría resultado
extremadamente complicado ya a plena
luz del día. El sargento resbaló sobre
una de aquellas piedrecillas y tuvo que
agarrarse al brazo del Mecha, que
caminaba delante de él. Los dos
maldijeron por lo bajo, abrazados al
borde de aquel precipicio. El Mecha se
quitó de encima a su superior, con algo
de mal humor en el gesto, y continuó
adelante. El sargento se volvió para
advertir del peligro en el suelo al
hombre que venía detrás, el tirador
Rafir.
El foco se iluminó de nuevo. Un
cañón de luz blanca, la más potente que
habían visto nunca, cegó los siete pares
de ojos.
Rafir dio un traspiés y resbaló
barranco abajo.
El foco se apagó. Los demás
corrieron a agruparse junto al borde por
el que se había despeñado el moro.
Escucharon un golpe seco a pocos
metros.
—¡Rafir! ¡Soldado! —llamó a gritos
Jan, arrodillado al pie de la caída.
Tras una eternidad, el moro soltó un
gemido. Parecía llegar desde poca
distancia por debajo de ellos, pero un
cúmulo de enredaderas que se
descolgaban junto a la pared no les
permitía verlo.
—¡Rafir! —insistió Jan—. ¿Estás
bien?
Otro gemido. Unos segundos más de
incertidumbre, antes de que les llegara
la respuesta del moro:
—Sí, mi teniente. He podido
engancharme a una rama y he caído en
un saliente. —Pausa—. ¡Mierda!
—¿Qué te pasa? ¿Qué sucede? —
preguntó, alarmado, Jan.
—He perdido mi turbante. Se me ha
ido barranco abajo.
Jan suspiró, mosqueado.
—Ya lo recuperarás cuando
lleguemos abajo. Y si no, yo mismo te
compraré uno nuevo. ¡Ahora preocúpate
de subir! ¿Podrás hacerlo?
—Estoy dolorido, pero creo que no
me he roto nada. Esperen un momento,
intentaré subir por la...
Silencio. Tres, cuatro segundos.
—¿Rafir? ¿Qué sucede?
Rafir habló en un susurro:
—He oído algo, teniente.
Arriba, Jan y el sargento se miraron
con temor.
—¿Qué has oído? —preguntó el
Mecha, también en un susurro.
—Aquí abajo, al fondo del saliente,
hay un agujero. Una pequeña cueva.
Oigo un gemido.
—Tranquilo, soldado —habló Jan,
mirando al sargento con ojos alarmados
—. ¿Puedes trepar por esas ramas?
—Ya lo intento, señor —la voz sonó
más cercana—. Pero los gemidos se
acercan.
—Tranquilo, hombre —habló el
Mecha—. Seguro que sólo es aire.
—¡Oigo pasos! —Rafir ya no
susurraba—. ¡Ya están aquí! ¡Ayuda!
La mano del moro apareció por el
borde del precipicio. Jan y el Mecha se
lanzaron a socorrerlo. Jan cogió la mano
y el otro agarró el brazo, tirando con
fuerza de él.
—¡Deprisa! ¡Deprisa! —les apremió
el moro.
Los dos dieron un nuevo tirón y el
rostro sudado de Rafir asomó por el
borde, con el pelo moreno despeinado,
libre ahora del turbante. Al momento,
una fuerza desconocida tiró de él y su
rostro desapareció de nuevo.
Jan y el Mecha resbalaron unos
centímetros, esforzándose en no soltar el
brazo de Rafir y en evitar que los
arrastraran hacia abajo. El sargento
enganchó la cintura de Jan, mientras que
Miguel y la Matacuras lo sujetaban a él.
Jurel permanecía a una distancia
prudencial del despeñadero, apoyando
la espalda contra la pared de piedra.
Rafir gritaba y se agitaba allí
colgado. Recuperados del susto inicial,
Jan y el Mecha tiraron de nuevo del
brazo del moro. Su rostro desencajado
apareció, otra vez, por el borde.
El grupo en pleno tiró una última vez
hasta que lograron librar el cuerpo de
Rafir de los demonios que lo habían
atrapado. Consiguieron subirle hasta su
altura.
Rafir no hablaba. El sargento, la
Matacuras y Miguel retrocedieron para
apartarse de él. El Mecha había quedado
del lado del precipicio y no pudo
separarse demasiado.
Jan se acercó con precaución al moro
y le tocó el hombro.
—¿Estás bien, soldado?
—Me han mordido, mi teniente.
Los soldados se apartaron un poco
más, echando mano a los fusiles que
habían dejado en el suelo unos segundos
antes para ayudar en el rescate. El
sargento montó la pistola Star.
El Mecha maldijo por lo bajo al ver
su fusil tirado allá lejos, a un par de
metros por delante del moro.
Rafir se lanzó a desatarse la bota
derecha.
—¿Dónde te han mordido? —le
preguntó Jan, que no apreciaba sangre
por ningún lado.
El moro se quitó la bota y el calcetín.
Un olor acre a sudor de varios días
azotó la nariz de Jan.
Rafir soltó una carcajada y le enseñó
la bota al teniente.
—¡Dios es grande! ¡Pensaba que me
habían cazado! Uno de ellos se enganchó
a mi bota. —Alzó el calzado para que
todos vieran las marcas de dientes en el
empeine—. Pero no me ha tocado el pie.
¡Qué suerte!
Rafir se reía con ganas, pero Jan sólo
respondió con una mueca.
Los demás no soltaron sus armas
cargadas. Al final, Rafir dejó de reír y
los miró. Y se dio cuenta de cómo lo
miraban.
—De verdad. Os juro que no me han
tocado. —Tras el terror a los muertos y
la euforia por creerse salvado, ahora era
el miedo a sus compañeros lo que se
leía en su rostro.
Los demás se miraron los unos a los
otros con escepticismo.
Durante el resto del descenso, Rafir
marchó en cabeza, desarmado. De tanto
en tanto se giraba hacia sus compañeros
y les sonreía, como queriendo dejar
claro que seguía siendo él mismo, que
no se iba a transformar en un monstruo.
Se esforzaba en que sus sonrisas,
humanas, le salvaran de un tiro en la
cabeza, por la espalda.
En cuanto alcanzaron el fondo del
valle, el Mecha se lo llevó a punta de
fusil hacia un pequeño claro. Allí,
rodeado por todos los demás y a la luz
de una linterna, le obligaron a
descalzarse y a mostrar sus pies y
piernas sin heridas. Uno a uno, se
acercaron, con las manos protegiendo
sus olfatos, a los pies de Rafir, para
verificar la ausencia de mordiscos.
—Joder, seguro que no le mordieron
por el olor —apuntó el Mecha,
apartándose tras la revisión.
Rafir, que ya veía que los demás se
estaban convenciendo de que no le
pasaba nada, se rio con ganas. Al final,
le permitieron calzarse y Jan le devolvió
su arma.
Retomaron el camino hacia el origen
de la luz, hacia el foco intermitente que
había provocado el despeño de Rafir.
Se dirigían hacia el centro del valle.
Al poco les llegó el rumor del río,
desde su izquierda, oculto a sus ojos por
la vegetación. Jan apreció cómo tanto
los tres republicanos como Miguel se
agitaban incómodos y desviaban la
cabeza hacia la dirección de donde
provenía el sonido de las aguas. Él
mismo sintió un escalofrío al recordar el
infierno que todos ellos habían vivido
en el Canaletas sólo unas pocas horas
antes.
La senda prácticamente inexistente
que seguían los soldados se escoró
hacia a la izquierda en relación a la
cúspide de la iglesia, que asomaba
oscura por encima de unos pinos
cercanos.
Atravesaron el pinar, hasta alcanzar
una valla de alambrada de tres metros
de alto que les cerró el paso.
—Joder —exclamó el Mecha—. Se
han tomado muchas molestias en cerrar
este sitio.
Jan se pegó a la valla, pero al otro
lado sólo veían una oscuridad cerrada.
Se dio la vuelta hacia el sargento.
—¿Derecha o izquierda?
El sargento se encogió de hombros.
Lo meditó un segundo y señaló hacia la
derecha.
Recorrieron el perímetro en la
dirección indicada. A unos cuantos
metros por detrás de la alambrada se
adivinaba la pared lateral de la iglesia.
Un poco después, el contorno de
alambrada dibujaba un arco. Por detrás,
al doblar la esquina del edificio,
apareció la fachada principal de la
iglesia.
Como un susurro, se escuchó el inicio
de un zumbido eléctrico. Aumentó de
volumen hasta estabilizarse justo unos
pocos decibelios antes de resultar
dañino a los oídos. Entonces el foco se
activó de nuevo.
Estaba colocado a la derecha de la
entrada a la iglesia. La carcasa metálica
de color verde camuflaje encerraba un
cristal de unos veinte centímetros de
diámetro, quizás algo menos. Disparaba
un haz de luz blanca concentrada que
parecía perforar el bosque en algunas
decenas de metros y que, además,
iluminaba todo a su alrededor;
principalmente la iglesia, la escalinata
de acceso a la puerta de entrada al
edificio y la explanada que se abría
justo delante.
La explanada que estaba cubierta de
cuerpos caídos.
Matacuras ahogó un grito. Jan dio un
respingo y se giró hacia ella. La chica
señaló hacia la alambrada, a unos tres o
cuatro metros de donde se encontraban.
En aquel punto la alambrada había
quedado destrozada hasta convertirse en
un amasijo de alambre pisoteado.
Colgado en aquella entrada forzada al
recinto, había un cuerpo.
Jan le hizo una seña al Mecha. Este
avanzó con el fusil en alto. Jan sacó la
pistola Astra de la cartuchera y apuntó a
la cabeza del cuerpo. Caminó hacia él y
los demás le siguieron en silencio.
El cadáver, que pertenecía a un
soldado regular del ejército
republicano, había quedado atrapado en
la alambrada como una mosca en la
trampa de una araña. El tipo se había
desangrado abundantemente por varios
tiros en el abdomen, pero no fue hasta
que Jan vio las señales de los mordiscos
que le habían arrebatado medio
antebrazo izquierdo que no alzó el brazo
en señal de advertencia y para detener a
los demás.
—¿Qué pasa? —le preguntó el
Mecha, en un susurro.
Fue el muerto colgado de la
alambrada el que respondió, abriendo
los ojos, gimiendo e intentando,
desesperadamente, arrancarse del
alambre para saltar sobre todos ellos.
Dio un tirón tan fuerte de su brazo
derecho que tres dedos, enganchados al
metal, se le desgarraron de la mano.
Estiró el muñón con los dos dedos
restantes hacia el Mecha y este le voló
la cabeza de un tiro, sin inmutarse por
los restos de carne que se esparcieron
sobre la alambrada.
El disparo resonó por todo el valle.
El eco se replicó hasta en tres ocasiones
antes de desaparecer. El cuerpo muerto
de la valla quedó colgado, totalmente
sin vida, con la mano sin tres dedos
dirigida ahora hacia el suelo.
En cuanto cesó el resonar del disparo,
el Mecha miró a los demás como
pidiendo disculpas por el estropicio.
Todo el gru po contuvo la respiración
como una sola persona a la espera de
escuchar una avalancha de pisadas y
gemidos que se les viniera encima, pero
no sucedió nada. Los cuerpos
amontonados sobre la extensión delante
de la iglesia siguieron tranquilamente
muertos.
Jan dio un paso hacia la abertura en la
valla. Dedicó unos segundos más a
verificar que el muerto colgante ya no se
movía y, tras esquivarlo, entró en la
explanada, seguido de cerca por todos
los demás.
El muerto viviente colgado de la valla
ya representaba un pésimo presagio,
pero lo que se encontraron allí dentro
fue peor que cualquier cosa que se
pudieran imaginar.
Había cadáveres caídos por todo el
suelo de tierra entre la escalinata de
acceso al pie de la iglesia y el perímetro
vallado alrededor. Cuerpos con heridas
rasgadas y con marcas de dientes.
Cadáveres mutilados a los que les
faltaban miembros, y otros con el torso
abierto desde el cuello hasta el bajo
vientre. Muertos a los que les habían
disparado en la cabeza o, directamente,
reventado el cráneo a golpes. Cuerpos
amontonados caídos contra las paredes
de la capilla.
A unos tres metros de la entrada a la
iglesia había una ametralladora
apostada, y junto a ella, los restos de un
hombre: el tronco uniformado de un
soldado nacional.
Entraron en el edificio. En la sala
principal, en lugar de los reclinatorios
de la iglesia, había mesas de tres y
cuatro patas cubiertas por mapas junto a
cuatro o cinco sillas plegables. Por todo
el suelo se desperdigaban los restos
humanos y las manchas de sangre
salpicaban mesas, sillas y paredes. En
las pinturas murales no se distinguían
los daños provocados por la humedad,
en los años de existencia del edificio, de
los causados por las tropas durante los
meses de guerra ni de los provocados
por los muertos durante aquella misma
noche.
Jan cogió uno de los mapas, el más
grande de los desplegados sobre las
mesas de madera. El plano dibujaba los
alrededores de la zona en que se
encontraban, delimitada por el Canaletas
al sur, por la pista hacia Bot al oeste, y
por la sierra de Pándols y la llanura del
Pinell al norte y al este. Un círculo rojo
destacaba lo que debía de ser el edificio
en el que se encontraban.
—Aquí están todos muertos —apuntó
el sargento. Se fijó en los mapas con los
que trasteaba Jan—. ¿Qué son todos
esos papeles?
—No lo sé. Sólo mapas, creo. —Se
volvió hacia él. —Miremos en los otros
edificios.
Salieron de nuevo a la explanada.
Junto a la iglesia había dos grandes
edificios que formaban parte del antiguo
balneario, que desde hacía años se había
beneficiado de las aguas cálidas y
mineralizadas de una fuente cercana. Las
celdas en aquellos edificios habrían
albergado, desde el siglo anterior, a
huéspedes de distintos puntos del país y
del resto del continente, llegados a aquel
valle en busca de descanso a sus
enfermedades.
Aquella noche, en cambio, no había
descanso para el agotado grupo de
soldados. Resultaba imposible
encontrarlo cuando ni siquiera los
mismos muertos podían reposar en paz.
Accedieron a la entrada del primero
de los bloques de alojamiento,
esquivando con precaución los cuerpos
caídos entre la iglesia y el albergue. La
puerta estaba abierta. Con el máximo
sigilo, Mecha se pegó al lado izquierdo
de la entrada y le indicó a Jan que
hiciera lo mismo por la derecha. Tras
ellos se posicionaron el sargento y el
falangista.
La puerta se abría a una entrada
amplia aunque oscurecida. A la
izquierda, sobre lo que en tiempos
mejores debió de ser el mostrador de
recepción, colgaba de un hilo eléctrico
una bombilla apagada. Jan sintió un
golpecito en su pierna y se volvió.
Desde detrás, el sargento rojo le alcanzó
una linterna de petaca.
Más allá de la recepción todo era
oscuridad. Se escuchó un ruido de leves
chasquidos que llegaba hasta ellos
desde dentro del edificio. Jan iluminó
con la linterna hacia el fondo de la
habitación, a la derecha de la barra de la
recepción. El rayo de luz deslumbró a
dos engendros que masticaban,
arrodillados, los restos de un soldado,
quien, desde el suelo, todavía luchaba
por resistir. A la luz de la linterna, los
dos monstruos se alzaron con rabia, pero
los soldados no les dieron la ocasión de
acercarse ni a medio metro: una lluvia
de fuego proveniente de sus cuatro
armas los acribilló, golpeándolos una y
otra vez, hasta que quedó claro que no
iban a volver a levantarse. A estas
alturas de la película, el grupo de
soldados que acompañaba a Jan ya tenía
muy claro lo que tenía que hacer en
aquellas circunstancias.
El sargento alzó un brazo y el fuego
cesó. Matacuras y Miguel asomaron el
rostro por la puerta, deseosos de
enterarse de lo que estaba pasando.
Todos se quedaron en silencio
esperando una reacción: gemidos,
carreras o más monstruos al ataque.
Pero sólo se escuchaban los estertores
de la última víctima de los muertos. Y al
cabo de unos instantes, ya ni eso.
El sargento fue el que inició de nuevo
el camino. Le cogió la linterna a Jan y se
adentró en la estancia. Llegó hasta el
soldado que acababa de fallecer
devorado por los dos muertos y le
disparó en la cabeza, para evitar males
mayores.
Tras el muerto había una puerta
abierta que comunicaba con la
habitación contigua. El sargento le
devolvió la linterna a Jan y, con un gesto
de la cabeza y una sonrisita nerviosa en
los labios, le invitó a que dirigiera la
expedición.
Jan la cogió de mala gana. Se acercó
a la puerta, a la entrada de la habitación
contigua, y enfocó la linterna por toda la
sala. Era una habitación grande con las
paredes cubiertas por un empapelado
enmohecido.
La cabeza de Jan pensó en lo feo que
era aquel papel, quizás para evitar
centrarse en el gran número de cuerpos
caídos por toda la estancia. Podría
haber una veintena de ellos, pero
resultaba difícil decirlo, ya que la
mayoría de los restos sólo eran
fragmentos de seres humanos; pedazos
de piernas y de brazos, algunas manos y
varias cabezas. Los que más se
asemejaban a cadáveres humanos eran
los tres cuerpos estirados al pie de una
escalera de madera pegada a la pared
del fondo de la habitación y que subía
hacia el segundo piso. Aun así, ni
juntando aquellos tres cuerpos, bastante
enteros en comparación con los demás,
habría resultado sencillo recomponer a
un soldado completo.
—Sigamos por allí —indicó el
sargento, señalando la escalera que
parecía ser la única posibilidad de
avanzar dentro del edificio.
Al final de las escaleras se alcanzaba
el piso superior, donde se abría un
pasillo a izquierda y derecha. En los
laterales interiores del pasillo se
ubicaban las puertas de acceso a las
celdas. Todas ellas, o al menos las que
estaban a la vista desde aquella esquina,
tenían la puerta cerrada. Cada una
presentaba su número, pintado con tiza
negra sobre la madera envejecida.
—Rafir, tú quédate vigilando la
escalera —ordenó Jan—. Será mejor
que los demás nos separemos en dos
grupos. Cada uno por un lado del
pasillo. Así evitaremos que nos pillen
por la espalda.
El sargento asintió:
—Mecha, yo iré por este lado con el
teniente y Matacuras. Tú cógete a estos
dos fachillas —señaló a Miguel y a
Jurel—, y os vais por el otro lado.
Jan, el sargento y Matacuras
marcharon hacia la izquierda, por el
extremo del pasillo que comenzaba con
la habitación número uno. El resto se
dirigieron a la derecha; cruzarían el
corredor en sentido inverso,
comenzando por la habitación número
veinte.
Antes de separarse y de comenzar a
inspeccionar las habitaciones, el Mecha
señaló el número veinte pintado en tiza
negra sobre la puerta más cercana, a
unos tres metros por su lado del pasillo:
—¿Cuál será la que tiene premio? —
se sonrió.
Jan sacudió la cabeza con paciencia y
le hizo una seña brusca para que tirara
para adelante sin perder más tiempo. El
otro respondió con una mueca de
desagrado y se puso en marcha, seguido
de cerca por Miguel y por Jurel.
Jan dirigió a los suyos hacia el otro
lado, dejando atrás a Rafir con el arma
cargada y dirigida al piso de abajo.
La primera puerta se encontraba a
escasos tres metros de la escalera. Jan
colocó la mano sobre el pomo. Miró al
sargento, que apretó con fuerza la
pistola en su mano derecha; con la
izquierda apuntaba la linterna encendida
hacia el número uno pintado en la
puerta. El sargento asintió y Jan giró el
pomo despacio.
La luz de la linterna iluminó el
interior: la bombilla muerta colgada del
techo, el pobre camastro sin colchón y la
mesita de madera rota, en el centro. No
se encontraba ningún alma, ni viva ni
muerta, entre aquellas paredes blancas,
oscurecidas por manchas de humedad.
Una vez descartada aquella estancia,
siguieron adelante. Las habitaciones
estaban separadas por una distancia
regular de unos dos metros desde la
puerta de una a la de la siguiente. Los
tres soldados avanzaron con cuidado por
el destartalado corredor, cuyo suelo se
abombaba con claridad en el breve
espacio entre las dos puertas. Por el otro
lado del pasillo se escuchó la voz del
Mecha abroncando a uno de sus
compañeros de expedición en un tono
pretendidamente comedido. Luego se
cerró una puerta y volvió el silencio.
Al llegar a la puerta número dos,
repitieron el proceso de apertura, con el
mismo sigilo que en la habitación
anterior. Y aunque los muebles y la
decoración eran similares, fue el cuerpo
caído en el suelo, de nuevo con un tiro
en la cabeza, lo que captó toda su
atención. El sargento le sacudió una
patada para comprobar que no se movía
antes de volver a cerrar la puerta,
dejando a aquel soldado muerto en su
cripta de paredes de cal con trazos de
manchas húmedas.
De nuevo en el pasillo, Jan, el
sargento y la Matacuras se miraron de
uno en uno. Recuperaron el aliento
durante un par de segundos antes de
seguir adelante.
No habían dado ni dos pasos en
dirección a la puerta número tres cuando
se escuchó un disparo al otro lado del
pasillo. El grupo se paró en seco y Jan
iluminó con la linterna el camino por el
que habían llegado.
—¿Qué sucede, mi teniente? —la voz
de Rafir les llegó desde el pie de la
escalera.
—No lo sé, soldado. No hemos sido
nosotros —respondió Jan, a gritos—.
¡No se mueva de su puesto y tenga los
ojos abiertos!
Se oyó otro disparo. Y a alguien que
corría. Jan se calló.
Junto a él, la Matacuras echó pie a
tierra y tiró del cerrojo de su fusil. Jan y
el sargento apuntaron sus armas por
encima de ella. La figura que apareció
entre las sombras por la esquina del
pasillo se acercaba a toda prisa.
—Esperad —ordenó el sargento—.
Tiene que ser uno de los nuestros.
Pero no lo era.
14
La operación
El soldado que corría hacia ellos
soltó un grito agudo y se paró en seco
cuando la luz de la linterna le enfocó.
Tras él se escucharon más carreras.
—¿Qué hacemos, sargento? —
preguntó nerviosa la Matacuras, con el
fusil apuntando fijo hacia el cuerpo que
se acercaba.
El soldado dio un paso más hacia
ellos, y luego otro.
Jan y el sargento amartillaron sus
pistolas con un solo chasquido. El
hombre cayó, primero de rodillas, y
después se tiró al suelo.
—¡No! ¡Por favor! ¡No disparéis!
Quedó estirado en el piso del
corredor, protegiéndose la cabeza con
las manos.
Tras él, a la carrera, llegó el grupo
del Mecha. Este, Miguel y Jurel se
quedaron a aquel lado del pasillo, por
detrás del tipo tirado en el suelo.
Al otro lado, Jan, el sargento y la
Matacuras miraban estupefactos tanto a
los otros como al soldado, que no
levantaba la cara del piso más que para
balbucear, suplicando que no le
matasen.
Jan ordenó a los demás que se
apartaran un poco. Él se agachó sobre el
hombre.
—Está bien, soldado. No te
preocupes. —Le tocó el hombro —.
Levántate.
El soldado alzó la mirada desde su
posición cuerpo a tierra, sin tenerlas
todas consigo. Los miró un poco más y
resultó evidente su cara de confusión al
ver aquella mezcla de uniformes
republicanos y nacionales.
—Mi teniente —dijo al fin,
levantándose con precaución—. ¿Cómo
han entrado? ¿Han acabado con los
muertos?
—Todos los cuerpos ahí fuera han
caído. Sólo había un par que todavía se
movían.
—Había muchos más, mi teniente.
Tuve que esconderme para que no me
encontraran.
—Estaba escondido dentro de un baúl
—intervino el Mecha—. Le oímos
respirar y levantamos la tapa. Salió
corriendo como un gamo.
—Casi me da algo —se quejó Jurel
mirando con desconfianza al asustado
desconocido.
—¿Qué hacíais aquí, soldado? —le
interrogó Jan.
—Nos sacaron del campamento, mi
teniente. Sólo nos dijeron que
necesitaban apoyo para una operación.
Nos metieron en dos camiones y nos
trajeron aquí.
—¿Qué clase de operación?
El soldado dudó un instante, durante
el cual los repasó a todos con la mirada,
en especial a los tres soldados rojos.
Luego se decidió.
—Será mejor que lo vea usted mismo.
Los llevó a través del pasillo, girando
dos esquinas, hasta la puerta número
doce. Iba a abrirla cuando el sargento
rojo le detuvo. Le ordenó que se
apartase, y dio órdenes al Mecha para
que cubriese lo que pudiera salir de
dentro mientras él abría la puerta.
—Mi teniente —preguntó el soldado
en voz baja—, ¿qué hacen estos rojos
armados con ustedes?
—Intentamos salvarnos el pellejo
todos juntos, soldado. —Jan se dio
cuenta de que ignoraba el nombre del
otro—. ¿Cómo te llamas, soldado? —le
preguntó.
—Santiago, mi teniente. Rubén
Santiago, señor.
Jan asintió y le tocó en el hombro, una
vez más, para intentar tranquilizarlo.
El sargento abrió la puerta y Mecha
entró con el fusil en ristre, por si tuviera
que encargarse de alguien... o de algo.
Pero, por aquella vez, no hubo
sorpresas.
Jan y el resto los siguieron. La sala
estaba vacía. La bombilla que colgaba
del techo, en el centro de la sala, se
iluminó de repente. El grupo en pleno
dio un bote y todos se volvieron, al
unísono, apuntando sus armas hacia la
puerta. Junto a la entra da de la
habitación, la Matacuras, todavía con el
dedo sobre el interruptor de la luz, los
miró pálida.
—Perdón —acertó a decir, con gesto
culpable.
El sargento la reprendió con la
mirada. Jan se dio la vuelta y caminó
hacia el centro de la habitación. Allí,
justo debajo de la bombilla pelada,
había una gran mesa cubierta de papeles.
El Mecha lo siguió y agarró una de
aquellas hojas. La leyó y puso cara de
no entender lo que allí se decía.
—¿Qué carajo pone aquí? —le pasó
el papel arrugado a Jan.
—Ni idea —dijo él tras observarlo
—. Parece alemán.
—Eran alemanes —dijo el soldado.
—¿Quiénes? —preguntó el sargento.
—Los que estaban aquí al mando.
Había dos oficiales y cuatro soldados. Y
tres civiles.
—¿Civiles? —se interesó Jan.
—Sí. Eran los que llevaban la voz
cantante.
—¿De qué iba todo esto? —preguntó
el sargento.
—Apostaron a mi compañía por todo
el edificio, y también a la entrada. A mí
y a dos compañeros nos hicieron cargar
cajas hasta esta habitación. Desplegaron
esos mapas y papeles. Y también tenían
material médico.
—¿Qué clase de material médico?
—Potes con líquido. Y jeringuillas —
dijo, bajando la cabeza.
—Continúa —apremió el sargento.
—Luego trajeron a tres prisioneros
rojos.
De nuevo se calló. Esta vez fue
Mecha el que insistió.
—Que continúes, joder.
El soldado esquivó su mirada severa
y se volvió hacia Jan.
—Les pincharon con aquellas
jeringas. Mis compañeros y yo no
sabíamos de qué iba esto —se disculpó
ante el sargento—. No entendíamos por
qué, pero después de inyectarles aquello
los dejaron marchar.
—¿Los soltaron? ¿Así sin más?
—Sí. Nos ordenaron que los
bajáramos al piso de abajo, con todos
los alemanes detrás nuestro. Los civiles
hablaban entre ellos, pero en alemán. No
teníamos ni idea de qué querían que
hiciéramos. Los tres prisioneros se
pensaban que los íbamos a fusilar y uno
de ellos me pedía todo el rato que le
dejara escribirle una nota a su mujer. Yo
no sabía qué decirle.
Se llevó la mano a la frente,
apesadumbrado.
—Pero llegamos a la puerta, y allí,
delante de todos, les dijeron que se
largasen. Primero caminaron, mirando
continuamente hacia atrás, como
esperando los disparos. Luego corrieron
y desaparecieron.
Otra pausa.
—Los alemanes nos dieron órdenes
de permanecer dentro del edificio, con
todo cerrado a cal y canto, vigilando las
ventanas y la puerta. Ellos se fueron al
piso de arriba. Joder, hasta se pusieron
música en una gramola.
—¿Qué pasó después? —preguntó
Jan.
—Uno de los prisioneros volvió, el
que quería escribir a su mujer. Pero ya
no... —intentó hallar las palabras —era
él mismo. Se movía muy lento y torpe, y
golpeaba las ventanas intentando entrar.
Parecía que había olvidado cómo
hablar, sólo gemía. Los alemanes se
burlaban de él, se morían de risa los
muy cabrones. Mis compañeros y yo no
entendíamos nada.
»Pero luego regresaron los otros dos.
Y más soldados rojos, que yo nunca
había visto. Y empezaron a rodear el
edificio. Al principio los alemanes
estaban muy excitados y tomaban notas y
hablaban mucho entre ellos, pero luego
uno de los que habían vuelto rompió una
ventana e intentó entrar y los alemanes
se pusieron muy nerviosos. Nos
ordenaron salir a matarlos y nos dijeron
que debíamos dispararles en la cabeza.
Pero eran demasiados y uno de ellos
mordió a uno de mis compañeros. Lo
metimos para dentro, pero los alemanes,
horrorizados, nos apuntaron con sus
armas y nos obligaron a sacarlo afuera
de nuevo. Y él perdió el control y atacó
a otro, y enseguida todo se fue al
infierno. Cada vez había menos de
nosotros y más locos, más salvajes, o lo
que fueran aquellas cosas.
—Muertos —aclaró Mecha con una
mirada fría.
El soldado se lo quedó mirando como
si no quisiera creerse lo que decía el
rojo; aunque fuera una idea que, en
realidad, seguro que ya había asumido.
Siguió:
—Nos desbordaron por completo.
Los pocos que pudimos escapamos
adentro del edificio, pero los cabrones
de los alemanes habían desaparecido.
—¿Cómo que habían desaparecido?
—El sargento miró, alternativamente, a
Jan y al soldado.
—Sí, ya no estaban. Los demás
corrimos dentro del edificio, por todas
las habitaciones, buscando la ventana o
la puerta por la que se habían escapado,
pero no la pudimos encontrar. Y los...
—pausa —muertos empezaron a darnos
caza.
»Por todo el edificio. Nos
desperdigamos. Oíamos gritar a nuestros
compañeros, mientras los alcanzaban en
la entrada o en la cantina. O los
acorralaban en los baños. Mis
compañeros suplicaban perdón mientras
los devoraban. Y yo me escondí en un
baúl y seguí allí hasta después, cuando
ya no se oía nada. —Miró a Mecha—. Y
me habría quedado allí si no hubieran
abierto la tapa.
El soldado se derrumbó en una silla,
con el rostro oculto entre las manos.
—¿Qué piensas? —le preguntó el
sargento a Jan.
—Coge a los hombres y revisa todo
esto, y las habitaciones que no hemos
mirado. Esos alemanes deben haberse
largado por algún sitio. Yo voy a echar
otro vistazo abajo, con Rafir y Jurel.
Luego apostaré a uno de ellos en la
puerta, para asegurarnos de que los
muertos no regresan de improviso.
—De acuerdo —le respondió el
sargento mientras Jan ya salía de la
habitación—. Pero ten cuidado ahí
abajo.
Jan se detuvo en la puerta.
—Y vosotros aquí arriba, aunque con
el ruido que hemos hecho, si hubiera
algún muerto escondido, ya habría
asomado la jeta.
Le hizo una seña a Jurel y este le
siguió al pasillo.
A Jan le extrañaba que Rafir no
hubiera aparecido tras el follón y los
disparos, aunque el tirador moro parecía
un buen soldado, de los que atienden a
las órdenes. Y la última orden que le
había dado Jan fue la de permanecer,
vigilante, al pie de los escalones.
Por ello, no pudo evitar alarmarse
cuando, tras girar por dos veces las
esquinas del pasadizo, no vio ni rastro
del soldado junto al inicio de la
escalera.
Jan se acercó con sigilo al principio
de la bajada al piso inferior, con Jurel
detrás de él, eso sí, manteniendo una
prudente distancia. Se asomó a la
oscuridad del piso de abajo.
—Rafir —susurró Jan—. Soldado,
¿dónde andas?
No hubo respuesta. Jan se volvió
hacia Jurel, que respondió al
interrogante de su mirada con un
encogimiento de hombros.
—Espérate aquí —le ordenó al cabo
de falangistas.
—Tampoco pensaba bajar —
respondió el otro, al borde de la
insubordinación.
Jan lo ignoró, como ya se había
acostumbrado a hacer con aquel
impresentable. Descendió los escalones
a paso lento y cuidadoso, procurando
evitar al máximo los crujidos en la
madera de la escalera.
A medio descenso, se detuvo hasta
lograr que sus ojos se acostumbraran a
la oscuridad. Por algún motivo, decidió
que era mejor no encender la linterna
que guardaba en el bolsillo.
Miró hacia arriba, a Jurel, que seguía
en el inicio del pasillo, y luego continuó
bajando con mucha precaución. Durante
los últimos escalones fijó ya la mirada
en la sala de paredes empapeladas y de
restos humanos que cubrían todo el
suelo. No vio rastro de Rafir ni de nada
que se moviese allí abajo.
Al dar el primer paso por la estancia,
a punto estuvo de ir al suelo, tras
resbalar con lo que parecían partes de
las entrañas de alguien. Recorrió el
resto del camino hasta la puerta que
daba a la recepción con mucho cuidado,
dando pasos cortos y sin levantar
demasiado los pies del suelo.
En la recepción tampoco había nadie
a la vista, ni muertos ni vivos, ni tan
sólo el soldado Rafir. Junto a la puerta
de salida al exterior, la luna proyectó la
sombra de una figura humana en la tierra
fuera del edificio.
«¿Qué demonios está haciendo ahí
fuera?»; pensó Jan. Se dirigió hacia la
puerta, pero cuando estaba a punto de
salir, dos fuertes brazos lo atraparon por
la espalda.
Jan peleó por soltarse y quiso gritar
para pedir ayuda, pero la mano que le
cubría la boca se lo impidió.
—No se resista, teniente —le susurró
Rafir al oído.
La sombra fuera del edificio se movió
un paso hacia la puerta.
Rafir aflojó su presa sobre Jan y
señaló hacia la entrada. Le hizo un gesto
al teniente para que guardara silencio.
Se movieron despacio hacia la
oscuridad junto a la pared, bien alejados
del acceso al exterior del edificio.
La sombra que se paseaba por allí
afuera pertenecía a un soldado
republicano muerto. Pasó por delante
del marco de la puerta y, sin detenerse,
siguió camino adelante.
—Escuché ruidos desde arriba —
explicó Rafir, en un susurro, una vez el
muerto se hubo alejado—. Bajé a ver
qué pasaba. —Pareció recordar algo—:
Oiga, ¿qué eran esos disparos?
—Tuvimos un encuentro inesperado.
¿No te ordené que te quedaras al pie de
la escalera?
—Cuando oí los ruidos, os llamé,
pero no me respondió nadie. No quería
ponerme a gritar, así que bajé a ver qué
pasaba. Uno de esos pasó por delante de
la puerta y se asomó. Me escondí como
pude.
—¿Crees que hay más de uno ahí
fuera?
—Mírelo usted mismo.
Rafir lo guio, en silencio, por la parte
en sombras de la habitación hasta llegar
a la puerta. El moro le indicó a Jan que
esperase un instante mientras él se
asomaba al exterior. Luego le hizo señas
para que se acercara, con sigilo.
Jan sacó la cabeza fuera del edificio.
El muerto que acababa de pasar por
delante de la entrada se alejaba sin
mirar atrás y, al llegar a la esquina,
torció a la izquierda, siguiendo el
contorno del edificio.
Jan miró al otro lado. Media docena
de muertos deambulaban por la
explanada entre la iglesia y el edificio
en el que se encontraban. Uno, que
llevaba un turbante en la cabeza, tropezó
con los cuatro escalones de acceso a la
ermita y cayó al suelo dando un golpe
seco. Rafir lo miró con tristeza.
—¿Le conoces? —preguntó Jan, en un
susurro.
El otro negó con la cabeza.
—Creo que no. Aunque en ese
estado...
Jan entendió bien a qué se refería
Rafir. Aquellos seres, incluso los que
físicamente se encontraban en mejores
condiciones, no se movían como los
seres humanos que debían haber sido.
Parecía que habían olvidado cómo
utilizar sus brazos y sus piernas. Hasta
el cuello se les giraba a veces en
posturas incorrectas. Era como si los
hubieran desconectado de sus cuerpos.
Rafir seguía mirando al moro muerto
que se arrastraba por la escalinata. Jan
llamó su atención tocándole en el
hombro. Le señaló la brecha en la
alambrada por donde ellos habían
accedido al lugar. Un grupo grande de
muertos andantes se amontonaba en la
abertura, apretujados, dándose
empujones para pasar. Y por la forma en
que los presionaban desde atrás, parecía
que venían muchos más.
Jan indicó a Rafir que había que
volver dentro del albergue. Entre los
dos, y con cuidado, cerraron la puerta de
entrada. Rafir se dirigió hacia detrás del
mostrador de recepción y se puso
investigar. Al poco salió con una silla
plegable de madera y, con la ayuda de
Jan, la colocaron contra la puerta, de
manera que bloqueara el acceso desde
el exterior.
—Esto nos deja a nosotros también
atrapados aquí dentro —observó Rafir.
—Habrá que esperar a que disminuya
la concentración de ahí fuera —dijo Jan
—. O encontrar otra salida.
Regresaron a la escalera. Arriba, al
pie del pasillo, los esperaba Jurel.
—Ya pensaba que se os habían
comido —dijo, sin mostrar excesiva
preocupación.
—Quedaos aquí —ordenó Jan,
hablándole sólo a Rafir—. No le quitéis
ojo a la puerta de entrada.
El moro asintió. Jan regresó a la
habitación número doce. En la puerta se
encontró con el Mecha.
—¿Dónde demonios se había metido,
teniente?
—Estamos rodeados. Ahí afuera está
lleno de muertos. No vamos a salir por
donde hemos venido.
El otro sonrió y Jan se preguntó si
había acabado por volverse loco de una
vez.
—Creo que hemos encontrado algo —
se explicó el Mecha.
Entraron en la habitación. El sargento,
Miguel y la Matacuras se volvieron
hacia ellos. El soldado Santiago seguía
en la silla, con expresión entre
compungida y ausente. El sargento se
encontraba junto a la pared del fondo y
en una postura extraña, con las piernas
abiertas como un pistolero del oeste
preparándose para un duelo.
—Escucha —le dijo a Jan.
Dio un zapatazo en el suelo con el pie
derecho. Luego hizo lo propio con el
izquierdo.
A Jan el ruido le sonó de lo más
normal. Además le hizo un gesto al
sargento para que se anduviera con un
poquito de cuidado.
—Ahí fuera está lleno de cadáveres
andantes. Quizás no deberías...
—Sí, sí... —le ignoró el sargento. Le
hizo una señal para que guardara
silencio y se desplazó, en un movimiento
lateral, a su izquierda. Volvió a patear
el suelo.
Sonó hueco.
Jan se acercó a él y se arrodilló
rebuscando en el suelo de madera. El
sargento sonreía como un niño que ha
encontrado un tesoro escondido.
—¿Qué es? —preguntó Jan.
—Lo acabamos de encontrar. Parece
algún tipo de trampilla.
Los cinco se pusieron a gatear sobre
el suelo de madera. Unos segundos
después, Miguel encontró el extremo de
la tapa. Era sólo una muesca en el suelo
y tan fina que no resultaba posible
introducir los dedos por ella.
Bajo la atenta mirada de los otros
cuatro, Miguel siguió la muesca hasta
debajo de unas cajas de madera. Las
apartaron sin mostrar ningún interés por
lo que pudieran contener y hallaron, por
fin, una argolla.
Jan la agarró y tiró con fuerza. La
trampilla cedió a la primera y se abrió.
El sargento y la Matacuras le ayudaron a
abrirla del todo, mientras el Mecha
vigilaba con el fusil, por lo que pudiera
salir de allí. El hueco abierto en el suelo
mostraba un descenso oscuro, un túnel
vertical por el que apenas cabía una sola
persona, con una escalerilla metálica
pegada en el lado que daba a la pared
del edificio.
—No lo entiendo —dijo el sargento
—. Estamos en un segundo piso. Esta
bajada debería dar al de abajo, pero
parece mucho más profunda.
—Debe descender oculta dentro de
las paredes. Supongo que es una vía de
escape.
—Por aquí debieron largarse los
alemanes —apuntó el Mecha.
—Pues con lo que hay ahí fuera, me
parece que esta es nuestra mejor opción
—sugirió Jan.
El sargento asintió, tras mirar a
Mecha y a la Matacuras.
—Miguel —ordenó Jan—, ve a
buscar a los demás. Nos largamos.
Descendieron de uno en uno, con las
armas cargadas y el miedo en el cuerpo.
El hecho de bajar por un hueco estrecho,
con los pies por delante, no ofrecía
mucha seguridad ante la posibilidad de
que algún muerto les esperara abajo,
dispuesto a hincarles el diente.
Los primeros en bajar, Mecha y el
sargento, montaron una línea básica de
defensa al pie de la escalera de mano
para asegurar el descenso de los demás.
Jan los siguió de cerca. El
subterráneo estaba oscuro y, en cuanto
puso el pie en el suelo, tiró de linterna.
Ante ellos el camino se bifurcaba en
dos, por lo que llamó al soldado
Santiago para pedirle su opinión. Este
sudaba mucho y negó conocer el camino
a seguir.
—No había visto nunca esta parte del
edificio, ya se lo he dicho.
—¿Te encuentras bien, soldado?
Él asintió y dio un paso al frente.
—Por los mapas que pude ver, y por
el trayecto en los camiones, estos
edificios están al sureste del
campamento.
—¿Del puesto de mando? —preguntó
Jan.
El soldado asintió.
—El puesto de mando nacional. —El
sargento suspiró—. Supongo que es allí
donde nos dirigimos.
—Es nuestra única opción si
queremos salir de esta —afirmó Jan—.
Entonces, deberíamos seguir el pasillo
de la izquierda. Debemos suponer que,
si hay una salida, será en esa dirección.
Avanzaron a la luz de las linternas,
con Jan y el sargento iluminando el
camino por encima de los hombros del
Mecha y de Rafir, que abrían la marcha
apuntando, con sus fusiles cargados, a la
oscuridad delante de ellos.
El camino que habían escogido seguía
un pasillo de cemento de unos dos
metros de ancho por tres o tres y medio
de alto. De tanto en tanto se abrían
algunas pequeñas estancias a izquierda o
derecha del corredor, que iban siendo
cuidadosamente inspeccionadas por los
soldados al pasar junto a ellas. En todas
las ocasiones se trataba de pequeños
cubículos. Los dos primeros estaban
completamente vacíos; en el tercero sólo
había cajas de cartón reblandecidas por
la humedad.
Al poco de salir de dicha habitación,
al soldado Santiago se le doblaron las
piernas y se derrumbó, inconsciente, en
el suelo.
Mecha lo agarró de un brazo y el
soldado soltó un grito de dolor que
pareció hacerle volver en sí por
completo.
—¡Suéltame! —aulló.
Pero Mecha no le hizo caso. El
soldado le golpeó, intentando librarse
de él. Matacuras y el sargento acudieron
a sujetarlo, ante la estupefacción de los
cuatro nacionales, quienes no hicieron
nada para intervenir ni para ayudar a
unos ni al otro.
Una vez inmovilizado, Mecha subió la
manga del brazo que parecía producirle
tanto dolor al soldado. Al apartar la
tela, descubrió una herida abierta: un
mordisco que le había desgarrado la
carne.
Los tres rojos se apartaron a la vez.
Mecha empujó a Santiago contra una
pared del pasillo y alzó su fusil.
—¡Le han mordido! ¡Es uno de ellos!
—gritó.
—¡Espera! —Jan se interpuso entre el
arma de Mecha y el soldado—.
Llevamos ya un buen rato con él y no
nos ha atacado.
Mecha no bajó el arma, pero tampoco
disparó. Jan se volvió hacia el soldado
Santiago, que alzaba las manos a la
altura de su rostro, como si de verdad
creyera que eso podría protegerle del
fusil del Mecha, que le apuntaba
amenazador.
—¿Nos lo explicas? —le preguntó
Jan, casi a gritos—. ¿Cómo es que no te
has transformado en uno de ellos.
—Cuando mordieron al primero de
mis compañeros, uno de los alemanes le
inyectó morfina. Dijo que eso retrasaría
los efectos del virus.
—Retrasar no es lo mismo que
eliminar —apuntó el Mecha.
—Mis compañeros pensaron lo
mismo, y por eso tuve que escapar de
ellos y esconderme en el baúl.
—¿Por qué no nos lo dijiste? —le
preguntó Jan.
—¡No quiero morir! Sabía que me
pegarían un tiro sin dudarlo un segundo.
Escúcheme, teniente. Lo tengo
controlado. Lo siento dentro de mí, pero
lo tengo controlado. Lléveme hasta el
puesto de mando. Seguro que los
alemanes pueden quitarme esta mierda
del cuerpo.
—Deberíamos pegarle un tiro ya. —
Mecha intentó superar a Jan, pero este
apartó el fusil de un empellón.
—¡Apártate de mí, rojo de mierda! —
gritó el soldado Santiago, escupiendo
saliva descontroladamente.
Todos alrededor le apuntaron con sus
armas. Jan levantó los brazos para
aplacarlos.
—¡Calmaos de una vez! Podemos
intentar llevarlo hasta el puesto de
mando.
—Yo no me fío de ese —dijo el
falangista Jurel—. Está contaminado y
en cualquier momento se podría volver
contra nosotros.
—Deberíamos acabar ya con esto —
apuntó el moro—. Por tu bien, soldado.
Santiago bajó la cabeza.
—No vais a ayudarme. —Lo aseguró
tan bajo que Jan casi no le entendió.
—Escúchame, soldado. —Hizo un
esfuerzo por recordar su nombre—:
Escúchame, Rubén. Nadie te va a
disparar, nadie va a matarte. Pero te
tienes que calmar. Debes controlar esa
enfermedad. —Jan se le acercó con
precaución. Estiró el brazo hacia él y le
puso una mano en el hombro.
El soldado alzó la mirada.
Si en aquellos ojos quedaba alguna
inteligencia consciente, había sido
enterrada a mucha profundidad.
Apartó la mano de Jan de un
manotazo. Este retrocedió, pero no pudo
evitar a Santiago cuando el soldado le
saltó encima.
Rodaron por el suelo. Los demás se
apartaban de ellos dando saltos,
intentaban que la mierda no les
salpicara; querían evitar hasta el más
mínimo roce con aquel contaminado.
El soldado Santiago había perdido su
humanidad por completo. Sus brazos
agarraban a Jan con fuerza, hincando las
uñas en su carne. La boca se abría y
cerraba ansiosa.
De reojo, Jan podía ver a los demás,
alzando y bajando sus armas, indecisos,
sin atreverse a disparar. El soldado
venció la resistencia de los brazos de
Jan y este notó su aliento cercano. Los
dientes mordieron con fuerza el aire
delante de su rostro.
Jan flexionó la rodilla y logró
colocarla entre él y el soldado. Se dejó
caer hacia atrás, rodando sobre la
espalda, hasta que el otro pasó por
encima de él.
Jan estiró la pierna y lo lanzó contra
la pared a su espalda.
El soldado aterrizó a un metro escaso
de Matacuras. Antes de que golpeara el
suelo, una lluvia de balas agitó su
cuerpo en un baile frenético. Uno de los
disparos le reventó la cara.
Jan recobró el aliento. Miguel le
ofreció su mano y lo levantó. Jan miró el
cuerpo del soldado. Matacuras se
acercaba a él con el fusil bajo.
—¡No te acerques! —advirtió Jan.
Pero el aviso llegó tarde. El soldado
se alzó, agarrado al arma de Matacuras,
y tras arrancarle el fusil de las manos,
saltó sobre la chica.
Cayeron al suelo. Ella, gritando,
debajo del muerto que, a horcajadas
encima de ella, le inmovilizaba el
cuerpo. Como una bestia bien entrenada,
dirigió el rostro hacia su cuello. La
chica le frenó un instante con un brazo
tembloroso, a punto de romperse ante la
fuerza del monstruo.
Alrededor de Jan, los rostros eran de
estupefacción y de sobresalto. El
falangista parecía mirar la escena
divertido. El sargento estaba
horrorizado y no fue capaz de
reaccionar. Jan buscó en su cinto, pero
había perdido el arma en la pelea con el
soldado Santiago.
El monstruo hundió el rostro en el
cuello de la Matacuras. La chica aulló
de puro terror.
Jan saltó sobre Santiago. Rodaron de
nuevo por el suelo. Jan lo había
agarrado por detrás y tiró de él para
apartarlo de la chica, que se arrastraba
temblando y llorando mientras buscaba
un refugio inalcanzable.
Jan quedó en el suelo con el monstruo
encima, dándole la espalda. Le sujetaba
los brazos con fuerza, pero el soldado se
agitaba y golpeaba mientras emitía un
ruido atroz, un siseo infernal que no
llegaba a gemido.
Los demás seguían danzando a su
alrededor: unos en busca de un ángulo
de tiro, otros simplemente pretendían
mantenerse alejados del enfermo.
Jan vio que Mecha tiraba atrás y
adelante del cerrojo de su fusil mientras
apuntaba hacia ellos. Le miró a los ojos
e hizo un gesto rápido con la cabeza,
apuntando hacia adelante.
El otro asintió.
El monstruo seguía agitándose; no
sólo no parecía cansarse, sino que cada
vez empujaba con más potencia. Jan
reunió todas sus fuerzas y lo lanzó de un
golpe hacia adelante.
De una manera completamente
inhumana, el monstruo frenó el impulso
a medio metro y giró sobre sus pasos,
dispuesto a retroceder y a lanzarse sobre
Jan.
Un disparo certero del Mecha le
atravesó la cabeza y el demonio se
derrumbó, en caída lateral, contra la
pared.
Jan dejó caer la cabeza contra el
suelo, agotado. Suspiró un instante.
Cerca de él, la Matacuras sollozaba
desconsolada. Los demás, a excepción
del sargento, la rodearon al instante con
los cañones de sus armas dirigidos a su
cabeza. Jan se levantó de un salto. La
chica se había hecho un ovillo contra
una esquina en la pared. Estaba cubierta
de sangre.
Alguien cargó su fusil.
—¡Esperad! —de nuevo Jan se
interpuso ante las armas.
Se agachó junto a la chica. Ella no
quería apartar sus brazos, que le
protegían el rostro, y Jan tuvo que
forzarla.
—¡Apártese, teniente! —gritó el
falangista, dando un paso adelante.
Jan no le hizo caso. Logró vencer la
resistencia de la chica y pudo, por fin,
examinarla. Ella lo miraba con los ojos
desencajados y llenos de lágrimas.
—¡No está herida! —dictaminó Jan
—. ¡No la ha mordido!
—¡Y una mierda! —objetó Jurel—.
Está cubierta de sangre.
A unos metros de la esquina donde se
había concentrado el grupo, sonó una
risa. Al principio era una leve risita
sostenida que fue transformándose poco
a poco en carcajada.
El cerco sobre Matacuras se abrió
para que Jan, arrodillado en el suelo,
pudiera mirar con sorpresa hacia el
Mecha. Este se había agachado sobre el
soldado caído. Lo agarraba por los
pelos de la cabeza.
—Este no ha podido morder a nadie
—dijo, haciendo una pausa entre sus
risas, mientras tiraba de la cabeza del
muerto para alzar el cuerpo.
Al cadáver le faltaba la mandíbula.
Uno de los disparos que habían
intentado acabar con él en primera
instancia, a pesar de no lograr reventarle
el cerebro, sí que se había llevado por
delante todos sus dientes más los huesos
que los sostenían.
El Mecha soltó el cuerpo, que se
deslizó hacia el suelo. El soldado
republicano se levantó en medio de otra
sonora carcajada.
—¡Vaya suerte tienes, Matacuras! ¡Te
ha intentado devorar un monstruo
desdentado!
Mecha siguió riendo y, en medio de la
estupefacción general, algún otro se unió
a sus risas.
Matacuras se levantó de golpe y se
abrió paso a empujones, enfurruñada.
Desapareció camino adelante, entrando
en una de las estancias que se abrían a la
derecha del pasillo.
Jan hizo por seguirla, pero el sargento
lo detuvo un instante.
—Gracias por salvarla —le dijo.
Hizo una pausa hasta que Jan asintió con
la cabeza—. Vamos a seguir adelante
para comprobar si hay más sorpresas en
el camino. Tú ve a ver si se encuentra
bien.
—¿No deberías ir tú?
El sargento meneó la cabeza y se
marchó sin responderle. A Jan le
pareció que el hombre estaba
avergonzado.
15
La Matacuras
El sargento repartió órdenes a los
demás. Jan se quedó retrasado y entró en
la sala en la que se había escondido la
chica, la Matacuras. Cada vez le costaba
más pensar en ella con aquel apodo. Era
un nombre para un monstruo despiadado,
para alguien que bien podía haber
asesinado a su primo. Pero ella era casi
una niña, tan asustada como todos los
demás.
La encontró sentada en el suelo, con
la espalda contra la pared. Se frotaba
con fuerza la piel de los brazos y del
cuello, en un vano intento de arrancarse
la sangre del muerto de su cuerpo.
Lloraba, pero al ver llegar a Jan intentó
ahogar los sollozos que, aun así, se le
escapaban de la garganta.
Jan apoyó la espalda contra la pared
de enfrente. La chica le dirigió una
mirada de abierta hostilidad. Él alzó los
brazos en son de paz.
—Me han mandado a ver cómo te
encuentras.
—Estoy perfectamente; ya puedes
largarte. —De nuevo ahogó un sollozo.
Jan cruzó los brazos y se quedó allí.
Miró hacia otro lado para darle a la
chica tiempo para rehacerse, pero ella
no paraba de frotarse la sangre de los
brazos y de la piel del cuello. Tampoco
podía dejar de sollozar. Jan pensó que
estaba a punto de sufrir un ataque de
histeria y sólo se le ocurrió una cosa que
podía hacer por ella.
Se rió.
Al instante la chica volvió a ser la
Matacuras. Ya no lloraba ni se raspaba
los brazos como una loca. Atravesó a
Jan con la mirada.
—¿De qué coño te ríes? —gritó en un
estallido.
Él mantuvo la sonrisita en los labios.
—Pensaba que lloras demasiado para
alguien a quien llaman... —agitó los
brazos con aire teatral; su voz cambió a
un tono burlón—: «la Matacuras».
Ella le seguía clavando aquella
mirada asesina. Jan aguantó la sonrisa,
cruzando los dedos mentalmente para
que la Matacuras no le saltara al cuello.
La chica bajó la cabeza y se cubrió la
cara con las manos.
¿Estaba llorando?
Jan no estaba preparado para aquello.
Su expresión se descompuso.
—Perdóname —dijo. Se levantó de
golpe y dio un paso indeciso hacia ella
—. No pretendía...
Matacuras alzó la mirada y soltó una
sonora carcajada.
Jan se quedó sorprendido un instante,
pero luego volvió a sonreír. La chica
siguió riendo y él acabó por unirse a su
carcajada. Se estuvieron riendo los dos
un buen rato.
Matacuras se pasó la manga por la
nariz. Jan inclinó la cabeza hacia ella,
en una pregunta silenciosa, con su mano
derecha cerca del hombro de la chica,
pero sin llegar a tocarla. La Matacuras
asintió.
Jan se apartó y regresó un momento
junto a la puerta. Se asomó al exterior
de la habitación.
—No deberíamos retrasarnos, no
vaya a ser que se olviden de nosotros.
Matacuras seguía sentada en el suelo,
pero ahora ya se había calmado. Lo
miraba fijamente.
—¿Qué? —preguntó él al fin.
—No me siento orgullosa de ese
nombre que me han puesto.
—Oye, déjalo —protestó Jan, alzando
las manos. La expresión endurecida de
súbito. Se apartó de ella y regresó junto
a la pared de enfrente—. No quiero
saber nada de eso...
Matacuras le hizo callar con un gesto
enérgico.
—Hace tiempo, en el pueblo, había un
cura. Era un hombre mayor. A mi prima
pequeña y a mí nos gustaba escaparnos
al bosque. Aquel cura empezó a
seguirnos, a venir detrás de nosotras, y
nos hablaba de los árboles y nos
explicaba las diferencias entre unas
flores y otras.
Matacuras se calló, con la mirada fija
en la pared en que estaba apoyado Jan,
pero a unos metros a la derecha de él.
—Queríamos mucho a aquel cura —
dijo ella con una sonrisa. Suspiró antes
de continuar—. En la sierra nacía un río,
y mi prima y yo siempre habíamos
querido ir, pero estaba muy lejos y
nuestros padres no nos lo permitían.
Ellos estaban demasiado ocupados, pero
el cura les convenció de que nos dejaran
ir con él.
»Estuvimos una semana preparándolo.
Cuando llegó el día, el cura no apareció.
Esperamos una hora y luego fuimos a
buscarlo a la sacristía.
Matacuras miró a Jan con una sonrisa
triste en los labios.
—Se había muerto. De repente.
Jan se dejó caer en cuclillas,
resbalando la espalda contra la pared
hasta sentarse en el suelo, con su rostro
a la altura del de ella. Matacuras
continuó su historia:
—Me pasé una semana llorando. Al
poco enviaron a otro cura, uno joven,
recién salido del seminario. El hombre
se enteró de nuestras excursiones y se
ofreció a llevarnos al nacimiento del
río. Pero yo no estaba de humor, así que
se fue solo con mi prima.
Hizo otra pausa pesada y bajó la
mirada con gesto culpable.
—Durante los días siguientes ella me
rehuía. Siempre andaba sola y triste. Al
final le obligué a que me contara qué
había pasado. Qué le había hecho.
De repente, alzó la mirada hacia Jan.
A él le sorprendió el cambio en sus
ojos, la extrema dureza que mostraban.
—Fui a la cocina de mi madre y cogí
un cuchillo. Y me fui directa a la
sacristía. —Bajó de nuevo la mirada—.
Aquel día me gané mi apodo.
De nuevo se hizo un silencio denso,
pesado. La chica se frotaba los ojos con
cansancio. Jan decidió que tenía que
decir algo, pero la primera palabra se le
quebró en un sonido ahogado. Ella le
miró. Jan se aclaró la garganta:
—¿Y qué te pasó? —le preguntó al
fin—. ¿No te detuvieron?
—Claro que sí —la Matacuras se
sonrió—. Me llevaron al cuartelillo.
Medio pueblo quería colgarme. La otra
mitad, bueno, oyeron mi historia y
querían colgar el cadáver del cura. Pero
tuve suerte. Aquello pasó un 15 de julio,
hace dos años. Y en mi pueblo no triunfó
el... —su rostro dibujó un gesto de
desagrado —«alzamiento».
Callaron otra vez. Al cabo de escasos
diez segundos se escucharon ruidos de
movimiento adelante en el pasillo.
Matacuras se alzó de un brinco y cogió
su fusil. Caminó hasta la puerta.
Jan, que seguía sentado en el suelo, la
hizo detenerse:
—¿Cómo te llamas? —le preguntó.
Ella lo miró y, por un momento, sus
ojos parecieron un poco menos tristes.
—Estrella.
Jan se rio por lo bajo. Ella le miró
con una expresión entre intrigada y
ofendida.
—Es sólo que me parece demasiado
femenino —se disculpó él, alzando las
manos en posición defensiva.
Matacuras intentó articular una
expresión de enfado, pero no pudo
evitar que se le escapara la sonrisa.
Salió de la habitación agitando la
cabeza.
Jan suspiró hondo y se rio de nuevo.
Se puso en pie de un salto y la siguió.
Se unieron al resto del grupo en una
sala al final del pasillo, hacia la
izquierda. En la estancia, que era un
poco más grande que las anteriores,
había cuatro taburetes y una pequeña
mesa. Y sobre la mesa, un candil de
aceite, apagado.
—Todavía está caliente —le dijo el
sargento a Jan cuando este entró en la
sala siguiendo a Matacuras. A Estrella;
a quien el sargento evitó mirar
directamente.
Jan se acercó a la mesa y palpó el
calor en la lámpara. Junto a ella
descansaba una taza de té. Metió el dedo
en el interior; el fondo del líquido
estaba tibio.
—Alguien ha estado aquí hasta hace
muy poco.
El Mecha asomó la cabeza por el otro
extremo de la habitación.
—Sé por dónde se largaron los
científicos alemanes de nuestro amigo
desdentado.
Lo siguieron hasta una compuerta
metálica cerrada con una rueda, similar
a las de las escotillas de los submarinos.
A ambos lados de la puerta, en la pared,
había dos agujeros de tirador.
—No hay nadie a la vista ahí afuera
—señaló el Mecha—. Supongo que
estuvieron vigilando hasta que el camino
se despejó y entonces se marcharon
corriendo.
El sargento señaló hacia la habitación
que acababan de abandonar.
—O sea, que si se han ido hace poco,
los tenemos a tiro de piedra.
—Quizás, por fin, podamos encontrar
a alguien que nos explique qué está
sucediendo en esta noche del demonio
—dijo Jan.
—Más les vale —apuntó el Mecha
mientras se ponía manos a la obra con la
rueda de apertura de la puerta—, o me
encargaré de que esos bichos de ahí
fuera se peguen una buena cena a base
de carne alemana.
La compuerta se abría a una zona
libre de árboles al pie de una subida
escarpada. Los edificios de la ermita y
alrededores habían quedado atrás,
alejados unos trescientos o cuatrocientos
metros. La zona parecía estar tranquila.
Miguel fue el primero en abandonar el
pasadizo subterráneo. Se le veía
agobiado por la oscuridad del interior y
con ganas de salir a cielo abierto.
Enseguida Mecha le superó y le lanzó
una mirada indicativa de que no debería
salir a descubierto tan alegremente.
Mecha le hizo una seña a Rafir para que
se colocara hacia la izquierda y echara
un vistazo. Él hizo lo propio a la
derecha.
El resto del grupo salió también del
subterráneo. Jan cerró la compuerta tras
la chica, la Matacuras —«Estrella, se
llama Estrella», se repitió Jan—. Un
resplandor en el cielo, unido a un sonido
similar a truenos lejanos, les recordó
que más al norte se seguía combatiendo.
Pero ellos debían marchar al oeste, en
dirección al puesto de mando de la
operación.
Iniciaron el ascenso para abandonar
aquel valle, trepando por una pendiente
que era, en principio, bastante suave.
Cerca de un par de kilómetros de subida
los llevarían hasta la pista para
vehículos que comunicaba con el pueblo
de Bot. En algún lugar, no muy lejano de
donde se encontraban ahora, tendría que
estar el maldito puesto de mando.
O eso, u otro callejón sin salida más,
pensó Jan. Si tampoco les permitían
salir por allí del valle, no les quedaría
más remedio que tirar de las armas. En
contra de lo que les había hecho creer a
los demás, no tenía nada claro que sus
supuestas influencias les pudieran sacar
de aquel embrollo. Jan estaba
convencido de que era imposible que su
tío tuviera ningún conocimiento de
aquella operación infernal que convertía
a los hombres en demonios. Y si su tío
no sabía nada de aquello, tampoco
podría ayudarlos, por mucho que
estuviera al mando de la zona.
Pero tenían que intentarlo. Al menos,
ahora caminaban unidos. Y si al final no
había otra salida, pelearían unidos
también. O eso esperaba él.
Al poco de abandonar los pasadizos
ocultos bajo los edificios del santuario,
Rafir encontró el rastro fresco de lo
científicos alemanes. Aquellos hombres
no se esforzaban en ocultar las señales
de su paso y resultaba evidente para
cualquiera que hubiera combatido un
tiempo en aquellas sierras el camino de
ramas rotas y arbustos pisoteados que
habían seguido en su huida del valle
hacia cotas más altas.
De lo que no tenían ni idea, tanto Jan
como sus compañeros, era de la
distancia que les podrían llevar. Por eso
se llevaron una buena sorpresa cuando
escucharon los gritos de terror,
mezclados con frases asustadas habladas
en alemán, que sonaron a tan sólo unos
cien metros de ellos, camino adelante.
El sargento se giró hacia Jan y los dos
corrieron en dirección a los gritos, con
Mecha y los demás pegados a sus
talones.
Los gritos se transformaron en
aullidos. Jan sacó la pistola de la
cartuchera y se aferró a ella para
superar el miedo que intentaba detener
su carrera.
En medio de un trecho de la subida
hacia la carretera, marcado por una
pendiente muy pronunciada, un grupo de
cinco o seis muertos andantes había
rodeado a los que, no podía ser de otra
manera, debían ser los alemanes.
Tres de aquellos hombres vestían
unos uniformes extraños: una especie de
traje acolchado, negro y recubierto de un
material parecido a la goma de un
neumático, que los cubría de la cabeza a
los pies. El casco en la cabeza, de la
misma materia que el resto del traje, se
completaba con unas gafas cerradas al
estilo de los pilotos de avión.
Aquel traje debía de ser algún tipo de
protección especial contra los muertos
caníbales. Y, en verdad, parecía resultar
efectivo, ya que los otros alemanes, tres
soldados uniformados de la Legión
Cóndor, sufrían en aquel preciso instante
los efectos de su indefensión ante los
dientes de los muertos andantes.
A uno de ellos le habían arrancado un
brazo y suplicaba y aullaba mientras un
muerto le desgarraba la carne del cuello.
Por encima del hombro de Jan, y en
plena carrera, asomó el fusil de Rafir
que, de un disparo certero, reventó la
cabeza del muerto.
Los otros dos soldados alemanes
habían quedado reducidos a una masa de
carne y miembros desgarrados. Tres
muertos se estaban dando un festín con
sus restos. Tan concentrados estaban en
su tarea depredadora que Rafir y Mecha
pudieron situarse sin problemas a medio
metro detrás de ellos para, con toda
tranquilidad, volarles la cabeza.
Desde el suelo, el soldado al que le
habían arrancado un brazo suplicó
ayuda, con los ojos inundados de
lágrimas y entre temblores estertóreos.
Jurel cargó su fusil y le voló la
cabeza sin pensárselo dos veces. Jan se
lo quedó mirando, alucinado, pero
incapaz de echarle en cara su acción.
Quedaban los tres hombres protegidos
por sus trajes estrafalarios. Acababan de
librarse por los pelos de morir
devorados, pero ahora se encontraban
rodeados por siete armas que les
miraban con completa desconfianza.
—Tranquilos —dijo Jan, tanto a los
suyos como a los alemanes.
Uno de ellos retrocedió dos pasos
para alejarse de las armas que le
apuntaban. Miguel se apresuró a caminar
hacia él.
El científico alemán se detuvo con las
manos en alto.
Jan se fijó en la cruz negra sobre el
hombro del desconocido, por encima del
extraño uniforme. Miguel se acercó un
paso más.
—Sólo queremos que nos explique
qué está pasando —le habló Miguel,
esperanzado. Avanzó hacia el hombre
con las manos bien a la vista para que
quedara claro que no iba armado. El
otro imitó el gesto y también caminó
hacia el gallego.
—Espérate, muchacho —advirtió
Mecha.
—¡No te acerques más! —gritó Jan.
Miguel los miró con expresión
tranquila.
—No se preocupe, teniente. Está
desarmado.
Entonces el alemán se giró un poco,
sólo media vuelta hacia su derecha. Jan
pudo ver que le habían arrancado toda la
parte del traje neumático que debía
protegerle la espalda. Y, aunque no
alcanzó a ver herida alguna, se puso en
lo peor.
—¡Miguel! ¡Aléjate de él! —gritó.
Pero el desconocido aceleró de
pronto y, en dos zancadas, alcanzó al
soldadito gallego y lo abrazó con funesta
determinación.
El chico gritó y golpeó la cabeza del
científico. El casco protector cayó al
suelo. El rostro desencajado quedó a la
vista.
El hombre agarró con fuerza a Miguel
y lo atrajo hacia sí, hacia sus dientes. El
gallego gritó y le golpeó, una y otra vez,
pero el otro no cedía su presa. Jan y
Mecha cayeron sobre ellos y pelearon
por sujetarle los brazos al alemán.
Otro de los alemanes gimió como un
animal y avanzó hacia Estrella. La
Matacuras le disparó dos veces; la
segunda le acertó de pleno en la cabeza.
Rafir y Jurel apuntaron sus rifles
hacia el tercero de los alemanes. Este
alzó los brazos, rindiéndose.
—¡Nein! ¡Nein! —gritó.
Pero eso no frenó a los dos
nacionales, que abrieron fuego, al
unísono.
Jan y el Mecha pugnaban por alejar al
monstruo del asustado Miguel. Lo
agarraban y le daban golpes terribles
con sus puños y con sus armas. Jan logró
acercarle la pistola a la sien pero, en el
último instante, el cañón resbaló y el
disparo se perdió en el cielo nocturno.
Entonces, el alemán clavó los dientes
en la mano izquierda de Miguel. La
sangre salpicó el brazo del muchacho.
El monstruo le arrancó dos dedos de
cuajo.
Jan logró apartarlo, por fin,
golpeándole en la cara con la culata de
la pistola Astra. Mecha terminó de
derribarlo trabándole las piernas con
una zancadilla. Una vez en el suelo, le
colocó el cañón del fusil en la cara. El
monstruo mordió el tubo y el Mecha le
voló la cabeza de un disparo.
Miguel cayó al suelo, llorando,
cogiéndose la mano herida. Jurel, el
falangista, se fue a por él fusil en ristre.
Jan corrió a interponerse.
—Ni se te ocurra —le gritó al
falangista.
—Vamos, teniente, es por el bien del
chaval. Ya sabe lo que le va a pasar.
—Baja el fusil —le ordenó,
apuntándole con su pistola.
Se produjo un rápido movimiento a la
espalda de Jan, que se dio la vuelta al
momento. El sargento y Estrella se
interponían entre Jan y Miguel. Tras
ellos, el Mecha se acercó al muchacho
gallego, quien no hizo nada por
defenderse. Se quedó mirando al
republicano, con lágrimas en los ojos,
agarrándose la mano herida.
Jan intentó pasar entre los dos
republicanos, pero el sargento lo detuvo
con firmeza. La mirada decidida del
militar rojo hizo más mella en el ánimo
de Jan que la fuerza de sus brazos.
—Tenemos que ayudarle —suplicó
Jan, sin esperanza.
—Sabes que no podemos hacer nada
—respondió el sargento.
—Le prometí que lo sacaría de aquí
—dijo Jan, en un hilo de voz, buscando
algún consuelo en el sargento y en
Estrella, que le había cogido con
delicadeza por el otro brazo.
Miró por encima de la chica,
buscando los ojos de Miguel. Mecha se
había agachado junto a él. El chaval lo
miraba a través de sus ojos anegados.
Cuando se dio cuenta de que Jan lo
observaba, intentó sonreírle, entre
temblores.
—No se preocupe, mi teniente. Esto
es lo mejor.
Jan se rindió y bajó la cabeza. Mecha
había soltado su fusil y trajinaba en su
macuto. Sacó la bayoneta y la agarró
como si fuera un cuchillo. Sujetó con
fuerza el brazo de Miguel contra el
suelo. El gallego lo miró petrificado y
con los ojos muy abiertos, aterrados.
Mecha dio un golpe seco con el
cuchillo. Miguel aulló de dolor y cayó
desmayado. El Mecha apartó los dos
dedos cortados de una patada. Miró
hacia atrás.
—Ayudadme, joder.
El sargento y Estrella soltaron a Jan y
los tres acudieron junto a Miguel y el
Mecha. Ella se rasgó la manga derecha
de la camisa y la enrolló con fuerza
alrededor de la mano herida del gallego.
El Mecha, mientras tanto, sacó dos
objetos más de su macuto: un botecito de
cristal y una jeringa.
—¿Morfina? —preguntó Jan, al
tiempo que se maldecía por no ser capaz
de ofrecer ninguna ayuda.
El rojo asintió. Cargó la inyección y
pinchó con ella en el brazo de Miguel.
El chaval se despertó y gimió,
sorprendido. El Mecha se guardó de
nuevo la jeringa.
—¿Tú eres gilipollas o qué? —
intervino el falangista, dirigiéndose al
Mecha y alejado a una distancia
prudencial de Miguel—. Eso no
funciona, ya has visto al otro soldado
ahí atrás. La morfina no detiene lo que
sea que es esa enfermedad. Tenemos que
matarlo antes de que se vuelva loco e
intente comernos.
Nadie dijo nada más. Ni siquiera Jan
habló en defensa de Miguel. Se sentía
demasiado cansado y, aunque se negaba
a reconocerlo, en el fondo también creía
que no había nada que hacer por el
soldado gallego.
Mecha se alzó entre Miguel y los
demás.
—La morfina hizo que aquel soldado
aguantara la transformación durante un
tiempo. Y eso es lo que necesitamos
para llegar hasta ese maldito puesto de
mando. —Miró a Miguel—. Seguro que
allí pueden darnos una solución. Si ellos
han provocado todo esto, tendrán alguna
cura o un antídoto. —Se agachó cerca
del gallego—: Tú procura mantenerte
tranquilo hasta entonces.
Miguel asintió.
Por entre la espesura aparecieron tres
figuras más: dos oficiales alemanes más
otro científico. Este iba vestido con las
mismas protecciones neumáticas que los
anteriores.
Los muertos se fueron a por ellos. Al
contrario que con el primero de los
científicos, en este sí que se apreciaban
claramente los desgarrones en su traje
protector.
—Me parece que no me va a ser fácil
permanecer tranquilo —dijo Miguel,
resignado.
16
Puesto de mando
—Creo que al final ninguno de los
alemanes logró escarparse —apuntó Jan,
mientras dirigía el cañón de su pistola
hacia la cabeza de uno de ellos.
Los tres alemanes muertos se
acercaron. Jan disparó y derribó al
primero, uno de los dos oficiales. Un
atronar de fusiles de los demás soldados
acabó con el resto antes de que fueran
capaces de acercarse más.
—Vámonos cagando leches —sugirió
el sargento, al tiempo que surgían
nuevos sonidos de pasos y gemidos a
través de la espesura por donde habían
llegado los tres muertos.
Los disparos estaban atrayendo a las
bestias. Los muertos que se habían
acumulado en la explanada delante de la
iglesia, en el santuario, podían estar
moviéndose en masa hacia su posición
y, como bien recordaba Jan, eran
demasiados como para que ellos siete
pudieran exterminarlos.
Salieron al trote de allí por un camino
de tierra, despejado entre pinos y
carrascas, que los alejaba de la
compuerta, y de los edificios y la
iglesia, que fueron quedando atrás. Al
poco se inició un ascenso por la falda de
una montaña cercana.
Miguel caminaba con dificultad.
Mecha se colocó junto a él y apoyó el
brazo herido del gallego sobre su
hombro, pasándole el fusil por detrás,
para ayudarle a seguir caminando a toda
prisa. Aunque los muertos no eran
capaces de seguir su ritmo, los seguían
oyendo atrás, en el silencio de la noche,
incansables tras sus pasos.
A mitad de la subida, Jan se dio la
vuelta. En el valle, entre los edificios
colindantes a la ermita, se movían las
sombras tambaleantes de los muertos,
errando entre la iglesia y los albergues y
por en medio de la vegetación. Unos
pocos avanzaban por el mismo camino
que habían cogido ellos. El resto no
tardaría en encontrar la salida del valle.
El grupo de soldados trepaba en
silencio, todos ellos cabizbajos. A la
media hora ya avistaron, a unos
cuatrocientos o quinientos metros, la
cima de la cumbre. Hasta llegar allí, el
trecho se escarpaba casi vertical.
Desde su posición retrasada en el
grupo, Jan pudo apreciar cómo a Miguel
le costaba cada vez más seguir el ritmo,
a pesar del apoyo constante que le
ofrecía el pequeño cuerpo del Mecha.
En cierto momento, el chaval dio
señales de desfallecer. El republicano
se acercó a su oído y le dijo algo. El
gallego se rebotó y empujó al otro con
violencia.
Todos los del grupo, delante y detrás
de ellos dos, se detuvieron y los
observaron, apretando tensos sus armas.
Ni siquiera Jan se decidió a acercarse,
no habría sabido cómo comportarse si
Miguel llegaba a perder el control. No
habría sido capaz de dispararle a la
cabeza, aun a sabiendas de que era lo
mejor que podía hacer por el chaval, y
por todos ellos, en aquellas
circunstancias.
Allá adelante, el Mecha estiró el
brazo hacia Miguel. Le habló,
demasiado bajo para que Jan lo
escuchara. Miguel lo miraba con
expresión indescifrable.
En cabeza del grupo, el sargento
mantenía la mano baja, posiblemente
con la pistola cargada escondida junto a
su cuerpo. A su lado, Rafir también los
vigilaba con el fusil preparado.
Jan escuchó un chasquido disimulado
de un máuser a su espalda. Miró por
encima del hombro y le lanzó una seria
mirada de advertencia a Jurel. Este bajó
el arma. Tras él, Estrella no le quitaba
ojo al fusil del falangista. Parecía
dispuesta a saltar sobre él, si se daba el
caso.
Jan no pudo dejar de pensar en la
ironía. En aquel grupo mezclado de
rojos y nacionales, eran los primeros los
que parecían más preocupados por
ayudar a aquel chaval que sólo unas
horas antes era su enemigo mortal.
Delante, el Mecha parecía haber
tranquilizado a Miguel. Ahora ya estaba
a su lado, y le seguía hablando en voz
baja. A Jan le vino a la cabeza la imagen
de un domador calmando a una de sus
fieras. El rojo logró que el chaval se
sentara en el suelo.
Por señas les indicó a los demás que
se detendrían un momento. Miguel
esperó con el rostro escondido entre las
rodillas y las manos sobre su cabeza
mientras el Mecha sacaba otra dosis de
morfina de su macuto y se la inyectaba.
Un par de minutos después,
reanudaron el camino. Miguel se
levantó, visiblemente calmado. Incluso
le mostró una sonrisa a Jan, en la
distancia, antes de reanudar la subida
apoyado en el hombro del Mecha. Jan le
devolvió el saludo con la mano. Luego
se quedó quieto, mientras los demás se
ponían en marcha.
Jurel pasó a su lado canturreando por
lo bajo. Un momento después, sintió la
pequeña mano de Estrella apoyada en su
espalda. La miró, algo aturdido y muy
cansado. Ella le sonrió y los dos se
pusieron en camino, despacio, a la cola
del grupo.
Al final, llegaron a lo que parecía la
cima de la subida. El camino se amplió
de repente, dando forma a una especie
de altiplano, despejado de la frondosa
vegetación del valle que habían dejado
atrás. Aquel terreno formaba una terraza,
una incisión en la montaña que separaba
la subida que acababan de completar de
otra que se iniciaba al final de aquella
explanada y que subía durante menos de
cincuenta metros hasta alcanzar la
carretera de tierra hacia Bot.
El llano tendría unos trescientos
metros de ancho. A la derecha lo
cerraba la pared lateral de piedra que
formaba la parte baja de una montaña
contigua. A la izquierda, una caída
vertical de una docena de metros, sobre
un bosquezuelo de encinas y pinos, una
extensión de la arboleda que habían
atravesado en su subida desde el valle.
Al final de aquella explanada,
vigilando el inicio de la segunda subida,
controlando el camino hasta la carretera
que podía sacarlos de aquel infierno,
había un puesto militar. Era un pequeño
edificio de cemento en forma de cubo,
un búnker cerrado construido sobre una
leve cota pelada.
En la pared que se veía desde su
posición, sólo se apreciaba un pequeño
ventanuco. La entrada al bloque de
cemento debía de encontrarse en alguna
de las otras paredes, ocultas a sus ojos.
Posiblemente en la posterior, la más
alejada de la explanada, que era, con
toda claridad, el objetivo principal de
vigilancia desde aquel puesto.
A ambos lados del edificio, una valla
alambrada, bastante más elevada que la
altura de un hombre, encerraba el
espacio hasta el barranco, a la
izquierda, y hasta la pared montañosa de
piedra, a la derecha. Y a ambos lados
del búnker, a unos cincuenta metros del
edificio en cada dirección, y a un
centenar de la alambrada, sendos nidos
de tiradores, armados con puestos de
ametralladoras, controlaban la pequeña
explanada de medio centenar de metros
de extensión entre el final de la arboleda
donde se escondía el grupo de Jan y el
puesto de los Navarros.
Tres focos, de aproximadamente el
doble del tamaño de los que habían
encontrado en el santuario, proyectaban
sendos rayos de luz blanca que
iluminaban por completo la explanada.
Todo aquello era un verdadero y
maldito callejón sin salida.
Más allá del puesto, más allá de la
alambrada y de las ametralladoras y los
focos, al final de la segunda subida
boscosa, un vehículo militar se alejaba
en aquel momento, zigzagueando por la
carretera que llevaba al pueblo de Bot.
Tras contemplar un buen rato aquel
panorama en silencio, el Mecha y su
sargento intercambiaron una mirada
funesta.
—No podréis pasar sin ser vistos.
Nadie podría —les advirtió Jan, que
adivinaba sus intenciones—. Dejadme
hablar con ellos antes de intentar nada.
El sargento se encogió de hombros.
Mecha escupió al suelo:
—Qué remedio.
Como hiciera horas antes aquella
misma noche, Jan se quitó su camisa,
que ahora ya no era ni blanca, para
usarla como bandera de paz. Le pidió el
fusil a Estrella y ató la prenda
amarillenta al cañón. Les recordó a
todos que debían vigilar el camino hasta
allí, por si los muertos los alcanzaban.
—En fin —suspiró resignado—. Nos
vemos en un rato.
—Eso espero —dejó ir un
desconfiado Jurel—. No se olvide de
nosotros.
—Tenga cuidado, teniente —
interrumpió Rafir. Le lanzó una mirada
de desaprobación al cabo falangista
antes de despedir con la mano a su
superior.
Jan atravesó la barrera que formaban
los últimos árboles para salir a campo
abierto, bajo la atenta vigilancia de los
demás.
No había recorrido ni diez metros
bajo la única protección de una noche
sólo aclarada por un gajo de luna,
cuando uno de los potentes focos de luz
giró su posición y lo iluminó cegándolo
por completo. Escuchó gritos al otro
lado del foco, voces en alemán. Agitó
con fuerza la bandera blanca.
—¡No me disparen! ¡Estoy vivo! ¡No
soy uno de ellos!
Avanzó un poco más, agitando el fusil
con la camisa atada en el extremo del
cañón. A ciegas por la potencia de la
luz, no tenía ni idea de qué era lo que
pasaba delante.
Una ráfaga de ametralladora le obligó
a detenerse. Venció su primera tentación
de lanzarse cuerpo a tierra y continuó
agitando la bandera.
—¡No disparen! ¡Soy Jan Lozano,
teniente del Tercio de Montserrat! ¡Soy
de los suyos, maldita sea!
Pero otra ráfaga ahogó sus palabras.
Los disparos se acercaron tanto a él que
una esquirla de piedra arrancada del
suelo le golpeó en la pierna derecha.
Cayó a tierra aullando un gemido de
dolor. La bandera escapó de sus manos
y la perdió en el mar de luz que cegaba
todo el mundo a su alrededor.
Al cesar el fuego volvió a escuchar
las voces que le gritaban, pero ahora le
pareció que no hablaban en alemán.
Entonces el foco de luz se apagó con un
chasquido, seguido al momento por los
otros dos.
Jan quedó sumido en una total
oscuridad. Sus ojos, quemados por la
potencia del foco, luchaban por volver a
acostumbrarse a la oscuridad de la
noche. Pero en aquel momento sólo eran
capaces de percibir sombras borrosas:
los árboles tras él, la explanada a su
alrededor, la alambrada y el puesto de
mando más allá.
Y una sombra que se aproximaba
directa hacia él.
Alzó las manos. Quería dejar bien
claro a los vigilantes de la posición que
no iba armado, que no escondía nada.
Pensó que convendría también aclarar
que no estaba enfermo, que no era un
loco, un demonio. Un muerto.
Habló alto y claro:
—Me llamo Jan Lozano. Soy teniente
del Tercio de Requetés de Nuestra
Señora de Montserrat. Me encuentro
aquí por orden de...
La sombra gimió y estiró los brazos
hacia él.
Jan reculó al instante, pero el muerto
se le echó encima y lo alcanzó antes de
que pudiera escapar. Vio abrirse la boca
de dientes podridos en dirección a su
rostro. Se preguntó cómo demonios
había pasado por alto el hedor.
Cayeron al suelo; Jan debajo, con el
muerto encima. Jan lo bloqueaba con el
antebrazo presionando sobre su garganta
para evitar que la boca del demonio lo
mordiese. El otro clavó sus manos en el
cuerpo de Jan y le hizo aullar de dolor.
Sentía su tremenda fuerza reventándole
las costillas.
Con la mano libre golpeó la cabeza
del monstruo. Una y otra vez, le sacudió
los puñetazos más salvajes que pudo. Un
ojo se le salió de la cuenca al muerto,
pero este no cesó en su ataque.
El brazo de Jan que detenía el cuello
del muerto empezó a ceder. Las fuerzas
se le escapaban, por el dolor en las
costillas y por la presión de su atacante.
El aliento podrido del demonio que
estaba a punto de devorarlo le entró
hasta el fondo de las fosas nasales.
Jan se desmayó. Sólo fue un instante,
gracias a que el sonido de un disparo le
hizo volver en sí. Escuchó más
detonaciones; tres, cuatro. Alguien gritó
desde fuera de su campo de visión:
—¡Cuidado! ¡Disparen sólo al
muerto!
La fuerza del ataque se debilitó. Sin
saber de dónde, Jan encontró energías
para apartar a su enemigo de un
empujón. El demonio dio tres pasos
hacia atrás y una lluvia de disparos lo
fusiló. Partes de su torso y de sus brazos
volaron por los aires. Al muerto lo
estaban desmembrando a tiro limpio,
pero eso no bastaba para detenerlo.
—En la cabeza... —gimió Jan, antes
de caer de rodillas al suelo, casi sin
respiración.
Las armas siguieron disparando.
Finalmente, el muerto se derrumbó cerca
de Jan.
Este había recuperado, más o menos,
la visión y dirigió la mirada al cuerpo
caído. Le faltaba la mitad superior de la
cabeza. Un disparo certero le había
reventado el cerebro.
—¡Jan, hijo! —gritó una voz.
Jan la reconoció al instante, pero a su
cerebro le costó unos segundos más
procesar la información.
—¿Tío? ¿Enrique?
El comandante Enrique Gavira se
acercó a toda prisa, pero un civil que
vestía una chaqueta gris clara lo detuvo.
—Herr Gavira, debemos tenerr
cuidado.
El comandante se detuvo. Examinó a
Jan desde la distancia.
—Hijo, ¿estás bien? ¿Te han
mordido? Es muy importante que lo
sepamos.
Jan era muy consciente de ello, y se
estaba palpando a conciencia por todo
el cuerpo. Sabía que el muerto no había
llegado a morderle, pero lo que más le
preocupaba eran las posibles heridas
que pudiera haberle inflingido en el
torso.
Por fortuna para él, las garras del
demonio no habían logrado atravesar su
uniforme. Sentía el pecho dolorido, pero
estaba seguro de que no tenía ninguna
costilla rota.
—Ha habido suerte —dijo al fin—.
Ese tipo no ha logrado alcanzarme.
Estoy limpio —sonrió triunfante hacia
su tío.
Entonces cayó en la cuenta.
—Un momento... —A Jan le costó
convertir sus pensamientos en palabras
—. ¿Qué sabes tú de todo esto? —dijo,
señalando al muerto sin cabeza.
Jan se fijó por fin en los
acompañantes de su tío, el comandante.
Además del civil de acento alemán,
cuatro soldados empuñaban las
metralletas en su dirección. Su uniforme
no era español, pero tampoco de la
Legión Cóndor. Vestían uniformes de
cuero, negros de los pies a la cabeza,
coronados con una gorra negra y con un
brazalete rojo con una esvástica en la
manga izquierda.
A Jan le bastaron los pocos
conocimientos que tenía sobre los países
aliados del bando nacional para
identificar a aquellos alemanes como
soldados de las SS. La guardia de élite
de Hitler.
«¿Qué coño están haciendo estos
tipos aquí?»
—Vamos, Jan —dijo Gavira,
acercándose a él—. Salgamos rápido de
aquí. Podría haber más como ese.
El civil se interpuso de nuevo.
—No creo que sea una buena idea,
herr comandante. No podemos estar
seguros...
—¡Usted se calla! —Gavira alzó la
voz—. Esta operación está bajo mi
mando.
—Eso fue sólo una deferencia de mi
gobierno hacia ustedes, herr...
Gavira dio dos pasos y se plantó, cara
a cara, frente al alemán. Los soldados
permanecieron expectantes.
—No me toque los cojones con sus
tecnicismos. He dicho que mi sobrino se
viene con nosotros.
—Yo no voy a ninguna parte —
intervino Jan.
Gavira lo miró sorprendido. Se
olvidó del alemán y se acercó a él. Los
cuatro soldados mantenían una cierta
distancia con Jan, al que no apartaban
del punto de mira de sus armas.
—¿Te has vuelo loco? —dijo Gavira
—. Ya has visto lo que hay ahí fuera.
Tenemos que irnos de aquí, ya.
Le agarró de un brazo, pero Jan se
libró con furia. Los soldados se
pusieron todavía más tensos. Uno de
ellos incluso montó su arma con un
chasquido.
Gavira le lanzó una severa mirada. El
soldado observó al civil, como pidiendo
alguna orden. Este asintió y el SS
aseguró el arma, con la que, a pesar de
todo, siguió apuntando en dirección a
Jan.
Gavira suavizó el gesto al volver a
mirar a su sobrino.
—Jan, sé que lo debes haber pasado
muy mal. Todo esto ha sido un error. No
deberías haberte visto involucrado.
—Quiero saber qué está pasando, tío.
—Es sólo una operación...
—Herr comandante —interrumpió el
civil.
—¡Le he dicho que cierre el pico!
Gavira calló unos segundos antes de
seguir hablándole a Jan:
—Jan, hijo. Desde que comenzó la
guerra, Alemania ha sido nuestra aliada.
Gracias a sus aviones y a sus armas
vamos a derrotar, por fin, a esos rojos
del demonio.
—Pues me parece que esas armas las
han cobrado muy bien hasta ahora. —Jan
dirigió una mirada de reprobación al
civil.
Gavira se puso muy serio.
—Sí. Exacto. Pero ahora nos hemos
quedado sin dinero, y todavía seguimos
necesitando sus armas. Quizás ahora
más que nunca. —Jan quiso protestar,
pero Gavira lo acalló con un gesto
autoritario—. Esta guerra debe acabar
ya. No podemos arriesgarnos a que los
rojos encuentren aliados en Europa si al
final estalla la guerra en el continente.
Gavira hizo una pausa durante la cual
se volvió a mirar a los alemanes. Luego
siguió hablando:
—Así que ellos nos ceden a sus
pilotos. Y nosotros accedemos a sus
pruebas militares. —Otra pausa—. Y a
sus experimentos.
—¡Experimentos! —Jan estalló,
indignado—. ¿Convertir a los hombres
en monstruos que devoran a otros
hombres es un experimento?
—Convertimos al enemigo en un arma
contra sus propias filas —respondió
Gavira con sequedad.
Jan dio dos pasos hacia atrás,
aturdido.
—No me puedo creer que estés de
acuerdo con esto. Esos monstruos no son
un arma. ¡Aniquilan todo y a todos a su
paso! ¿Eso es lo que pretendes?
Gavira no respondió, pero aguantó la
mirada de su sobrino, firme y estirado,
con una expresión plena de orgullo. Jan
retrocedió otro paso.
—Te has vuelto completamente loco
—musitó Jan—. Todos vosotros.
Bajó la mirada y luego volvió la
cabeza hacia atrás, a la arboleda donde
se ocultaban los demás. Miró de nuevo
al comandante Enrique Gavira. Este le
habló, frío y desapasionado:
—Haré lo que sea necesario para
aniquilar a los asesinos de mi hijo.
—Alejandro aborrecería lo que estás
haciendo.
El rostro del comandante se contrajo
en una expresión de rabia. Apretó el
puño con fuerza, pero no respondió.
—Tú no quieres que esto acabe —
siguió Jan—. No pensáis dejar que esto
acabe —murmuró en voz baja. Alzó la
mirada, resuelto—. No voy a colaborar
con esta locura.
Se dio la vuelta y caminó de regreso a
la arboleda. Gavira lo detuvo de un
grito:
—¡Sigues siendo mi sobrino! ¡Espera!
—Jan se detuvo pero no se volvió. No
quería verle la cara a su tío—. En el
campamento me han dicho que te fuiste
con un conductor. ¿También vas a
sacrificarlo a él?
Jan, ahora sí, se dio la vuelta y
caminó con rabia hacia Gavira. El
comandante retrocedió sorprendido por
la expresión furiosa en el rostro de su
sobrino. Los soldados cargaron de
nuevo sus armas.
—¡Le han mordido tus malditos
monstruos! ¡Y sólo es un niño!
Gavira se quedó mudo. Al cabo
acertó a hablar:
—Lo siento —dijo, sin demasiada
convicción.
El civil, que había permanecido
aparte, se les acercó.
—Ese conductor, ¿se ha
transformado?
—No —respondió Jan—. Le
amputamos la zona herida, los dedos de
la mano —dijo esto casi escupiendo las
palabras hacia su tío—. Le inyectamos
morfina. Por el momento mantiene la
cabeza en su sitio.
—Interesante —el civil se rascaba la
barbilla.
Jan se le acercó esperanzado.
—¿Qué quiere decir? —Como el otro
no respondía, se atrevió a preguntar—:
¿Existe alguna posibilidad de cura?
— N e i n —negó el otro, con una
sonrisa—. Pero sería interesante
observar cómo evoluciona.
—¡Hijo de puta!
Jan lo tumbó de un puñetazo seco. El
civil cayó de espaldas contra la tierra.
Los cuatro soldados rodearon a Jan. Uno
se adelantó y le golpeó en el estómago
con la culata de la metralleta.
Jan cayó de rodillas, sin respiración.
El SS le puso el cañón del arma en la
cabeza. Gavira tuvo que imponerse a
gritos y empujones para que no
dispararan a su sobrino.
El civil alemán se levantó con toda
tranquilidad. Sangraba por la nariz, así
que sacó un pañuelo blanco y se limpió
con parsimonia. Les dijo algo a sus
soldados y estos se calmaron y dejaron
de discutir con el comandante.
—No tenéis ningún respeto —gimió
Jan, todavía de rodillas en el suelo—.
Ni por los vivos ni por los muertos.
El alemán le miró por encima de su
pañuelo manchado de sangre. Soltó una
carcajada.
—¿Respeto? —Miró al comandante
—. ¿Cuántos hombres han muerto en esta
batalla —abrió los brazos y giró un
cuarto sobre sí mismo mientras Gavira
lo observaba perplejo—, en este frente
del Ebro? ¿Cuántos desde que los
comunistas cruzaron el río en el mes de
julio? ¿Mil? ¿Cinco mil?
Hizo una pausa dramática, con una
amplia sonrisa en el rostro. Se agachó
hacia Jan:
—Y todo porque vuestro líder,
vuestro «Generalísimo», ha optado por
aniquilar en esta batalla al mayor
número de tropas de su enemigo, al
precio que sea. Aunque signifique la
muerte para miles de sus hombres.
El alemán se enderezó.
—Asúmalo, teniente. Sus superiores
tampoco respetan a sus vivos ni a sus
muertos. —Miró a Gavira—. Al menos,
de mi modo, los muertos nos siguen
siendo útiles —rubricó, con una sonrisa.
Jan se esforzó en incorporarse. El
alemán hizo una seña a sus hombres para
que le dejaran espacio. Cuando Jan
logró recuperar un mínimo de dignidad,
se dirigió al alemán, evitando mirar a su
tío:
—Miguel... mi conductor; él es sólo
un crío...
El civil le hizo un gesto con la mano,
invitándole a que acabara la frase.
—No es justo para él —siguió Jan—.
No lo es para ninguno de nosotros.
—El mundo no es justo, mi teniente
—se sonrió otra vez el alemán.
Jan retrocedió, despacio, en dirección
a la arboleda. Dos de los alemanes le
cerraban el paso, pero el civil les
ordenó que se apartaran.
El comandante Gavira, su tío Enrique,
todavía le llamó una vez más, pero Jan
lo ignoró. Recogió del suelo su fusil,
caído unos metros atrás.
La camisa blanca, que había utilizado
como bandera, quedó allí tirada. Jan se
retiró, abatido, de regreso junto a sus
hombres.
El grupo seguía esperando, todos
ellos camuflados tras la arboleda de
pinos y encinas. A los únicos que no vio
Jan al regresar fue a Jurel y Rafir, que
debían de estar vigilando el camino de
subida, para evitar que los muertos los
sorprendieran por la retaguardia.
Jan le devolvió a Estrella su fusil. Se
abrochó la guerrera sobre el pecho
desnudo.
—¿Estás bien? —le preguntó Mecha,
incapaz de esperar a que el otro hablara
—. El jodido foco nos cegó y, hasta que
no lo apagaron, no vimos al muerto ese
atacándote.
Jan se lo quedó mirando y no pudo
reprimir una sonrisa.
—Si no te conociera, diría que
estabas preocupado por mí.
Mecha lo miró escéptico, pero no dijo
nada. El sargento intervino:
—¿Con quién hablabas? ¿Qué te han
dicho? Por un momento pensamos que te
iban a fusilar ahí mismo.
Jan negó con la cabeza.
—Era mi tío, el comandante Gavira.
—¿Tu tío? —dijo el sargento—. Eso
es bueno, ¿no?
La mirada de Jan les dejó bien claro a
todos que no era así. Rafir y Jurel
asomaron por el camino. El moro le dio
la bienvenida a su teniente, sincero. El
otro era un manojo de nervios.
—Hay un montón de muertos por todo
el bosque, desde donde acaban los
edificios del santuario hasta el camino
por el que hemos venido.
—Por el momento se mantienen
alejados —dijo Rafir—. Pero me temo
que no pasará mucho antes de que
alguno de esos se acerque por aquí.
—¿Y bien? —Jurel se dirigió
directamente a Jan—. ¿Qué ha pasado
ahí fuera?
—No nos van a dejar salir vivos de
aquí.
Se hizo un silencio de derrota. Miguel
permanecía un poco apartado, en
compañía de Estrella. El soldado estaba
pálido y sufría temblores.
—Joder, eres su sobrino —dijo el
sargento—. ¿Te va a dejar en este
infierno?
—No quieren que salgamos todos de
aquí —aclaró Jan.
El sargento asintió y le dio una
palmada en el hombro. Fue a sentarse
junto a Jurel y Rafir, que meditaban con
cara de funeral apoyados contra un pino
Carrasco.
—¿Y ahora qué vamos a hacer? —
preguntó el moro—. No podemos seguir
dando vueltas por esta sierra del
infierno eternamente, esquivando
muertos a la espera de encontrar otra
salida.
Jan miró al cielo.
—Tampoco creo que nos quede
mucho tiempo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó el
sargento.
—Esta es una operación secreta.
Nocturna. Y está a punto de salir el sol.
—¿Y qué? —preguntó el falangista
Jurel—. ¿Acaso los muertos se van a
caer al suelo cuando salga el sol? ¿Se
van a convertir en cenizas?
—No —intervino el Mecha—. Pero
seguro que los fachas y esos alemanes
no quieren dejar restos de su operación.
—De su experimento —susurró Jan
—. De su arma.
Rafir se levantó del suelo, junto al
árbol.
—¿Y cómo van a eliminar las pistas?
Hemos visto muertos resucitados por
toda la sierra. ¿Van a cazarlos de uno en
uno?
—¡Joder! —soltó Jurel—. Eso nos
iría de muerte.
—No creo que sean tan sutiles —
sugirió Jan.
—Mierda. —El sargento lo entendió
al fin—. Van a borrarlos del mapa. Y a
nosotros con ellos.
—¿Qué quieres decir, rojo? —saltó
Jurel, encarándose con el sargento. Miró
a todos buscando una explicación. El
Mecha se la dio:
—Bombardearán la sierra —dijo
mirando a Jan, que asintió con gesto
lúgubre—. Bombas de fósforo, como
hicieron con nuestro campamento.
—¡Pero eso no es justo! —protestó
Jurel, mirando a unos y a otros—. No
somos animales de laboratorio, no
pueden hacer lo que se les antoje con
nosotros.
—¿No pueden? —respondió, seco, el
Mecha—. ¡Pueden hacer lo que quieran!
Ellos tienen el poder. —Bajó la voz y
finalizó, casi para si mismo—:
Pregúntale a los que vivían en Guernica.
Jurel reculó hasta el árbol donde
seguía apoyado Rafir. El falangista
cogió su fusil y le habló al moro.
—Pues yo no voy a quedarme aquí a
que me quemen. Esos cabrones me
dejarán salir, por las buenas o por las
malas.
Rafir cogió su arma para seguirle. Los
dos caminaron en dirección a la
explanada, hacia fuera de la protección
de los árboles. Jan los detuvo de un
grito:
—Si salís ahí fuera, os van a
acribillar. Tienen toda la zona bien
cubierta con dos nidos de
ametralladoras. Y toda posible
escapatoria cerrada con alambrada.
Aunque saliéramos los siete pegando
tiros, nos destrozarían antes de
acercarnos a veinte metros.
Jurel se volvió, enrabietado.
—¿Y qué sugieres? ¿Que nos
quedemos aquí sentados? Prefiero morir
a balazos que quemado, o devorado por
esos muertos.
Jan le dio la espalda, pensativo. Jurel
miró a Rafir, apremiándole a salir, pero
el moro no parecía convencido y ambos
se quedaron allí parados, sin decidirse a
correr a campo abierto.
El Mecha oteaba la explanada desde
detrás del tronco de una robusta encina.
—Necesitaríamos un ejército para
superar esa posición.
—No creo que nadie nos vaya a
enviar refuerzos —apuntó el sargento.
Jan se volvió hacia él, con una
sonrisa extraña en el rostro.
—Entonces tendremos que reclutarlos
nosotros mismos.
—No me gusta nada esa expresión —
murmuró el Mecha, mirando con
desconfianza al teniente nacional.
17
Un plan de mierda
Se reunieron todos unos metros hacia
el interior de la arboleda, a buen
cubierto entre los altos troncos de los
pinos. Miguel temblaba y sudaba, con la
mirada perdida en el suelo. Los demás
le vigilaban con precaución y
desconfianza, a excepción de Estrella,
que le había cogido de la mano e
intentaba consolarlo y mantenerlo
calmado.
Rafir y Mecha controlaban los
alrededores a un par de metros de
distancia del círculo que formaban los
demás. En el centro del cónclave, Jan
habló:
—Los muertos serán nuestro ejército
—repitió.
El sargento agitó la cabeza como si no
escuchase bien.
—Ya te hemos oído la primera vez —
miró alrededor—, pero seguimos sin
entenderte.
—¿Cómo piensas que podremos
conseguir eso? —dijo el Mecha—. Nos
acercamos a esos cadáveres andantes y
les sugerimos: «Oye, esos tipos de más
allá son los culpables de tu situación.
Deja un momento de comerme los
higadillos y ve a devorarlos a ellos».
—No creo que sea necesario darles
tantas explicaciones —apuntó Jan, con
cierto tono de fastidio—. Bastará con
atraerlos hacia el puesto de mando,
hacia la salida del valle.
El sargento se acercó a él con interés.
—¿Cómo los atraemos? —preguntó.
—No lo sé. A tiros. Gritando,
corriendo por la ladera para llamar su
atención. Llevamos toda la noche
moviéndonos con sigilo. Creo que ha
llegado el momento de empezar a hacer
ruido.
—¿De qué serviría todo esto? —
pregunto Jurel; su rostro era puro
escepticismo.
—A lo mejor no sirve de nada. Igual
los muertos se nos comen a todos sin
que lleguemos a salir de entre los
árboles.
Un coro de miradas se giró hacia Jan.
Este alzó la mano para que nadie le
interrumpiera.
—Pero, a lo mejor, logramos
atraerlos hacia el puesto de mando.
Sería una maniobra de distracción
cojonuda. Nos daría una oportunidad.
Un centenar de muertos ávidos de carne
humana, cayendo sobre los nichos de
ametralladora. Ya visteis todos antes,
cuando topamos con los de la Legión
Cóndor, que a los muertos no parece
importarles que les lluevan balazos. Les
ciegan sus ansias de merendarse a
cualquier vivo.
Quedaron todos pensativos. Tras unos
segundos, el Mecha rompió el silencio:
—Bueno, es mejor que sentarse a
esperar la muerte.
—Estoy de acuerdo —afirmó Rafir.
Jurel movía la cabeza de lado a lado,
poco convencido, pero no llegó a decir
nada. El sargento asintió hacia Jan. Este
buscó con la mirada a Miguel y a
Estrella. Ella le sonrió una afirmación.
Miguel también asintió, en medio de
temblores cada vez más fuertes.
Estrella se aseguró de que el gallego
seguía más o menos bien antes de dar
dos pasos hacia los demás.
—Creo que hay algo en lo que no
habéis pensado —dijo la chica.
Los demás la observaron en silencio.
—Si logramos hacer que el plan
funcione, si logramos escapar, ¿no les
abriremos también la puerta a esos
monstruos? Podrían extender su
enfermedad fuera de aquí.
Estrella esperó, pero nadie dijo nada.
—¿Estamos dispuestos a arriesgarnos
a eso para salvar el pellejo? —terminó
ella.
Más silencio, cabezas bajas. Estrella
buscó la mirada de Jan, pero él la evitó,
algo avergonzado.
El Mecha respiró hondo y habló al
fin:
—Pues sí. Que le jodan al mundo. Yo
sólo quiero salir de aquí.
—Amén a eso —dijo el sargento—.
Además, si dejamos que oculten lo que
han hecho aquí, ¿quién les impedirá
repetirlo en otro lado?
A Jan le pareció que el sargento
buscaba justificarse, pero Rafir y Jurel
también asintieron, claramente
convencidos.
—Vale —dijo Estrella alzando las
manos—. Sólo quería aclararlo. —
Volvió junto a Miguel.
—Supongo que ya nos preocuparemos
de eso si logramos escapar de aquí —
dijo Jan en voz baja, más para sí mismo
que hacia los demás.
Decidieron dividirse en parejas. Jan
se haría cargo de Miguel, mientras que
Estrella enseguida se pegó al sargento.
Aquello obligaba a que el Mecha y Jurel
trabajaran juntos, para disgusto de los
dos, ya que una parte importante del
plan consistía en que Rafir se encargase
de cubrir a los demás.
El moro, un experto tirador del Rif,
buscaría una posición elevada sobre
alguno de los árboles más altos situados
al borde de la explanada. Desde allí
arriba controlaría el mayor terreno
posible y, si alguno de los muertos se
acercaba demasiado a uno del grupo, él
se lo quitaría de encima de un tiro.
Estrella cogió del brazo a Jan y se lo
llevó aparte. Jan miró por encima de
ella, hacia Miguel, al que ahora vigilaba
el Mecha.
—¿Cómo está? —le preguntó Jan a la
chica, haciendo un gesto con la cabeza
en dirección al gallego.
—Lo lleva como puede. Hay
momentos en que parece que se va y hay
que hablarle mucho. Cuando vimos que
te atacaban, cuando saliste a campo
abierto, nos asustamos y él tuvo un
breve ataque.
Jan se agitó. Ella lo calmó colocando
su pequeña mano sobre el brazo de él.
—Tranquilo, conseguimos que se
calmara. Lo recuperamos. —Bajó la
mirada—. Pero no sé cuánto aguantará.
Al menos la mano casi no le sangra. Es
como si esa... —dudó un par de
segundos —enfermedad le hubiera
detenido la hemorragia.
—Pobre chaval. No tiene solución.
Jan le dio la espalda al grupo y se
sentó en el suelo, al inicio de un
pequeño descenso de tierra. Estrella se
sentó a su lado. Jan se frotaba el rostro
con fuerza.
—Quería darte las gracias —le dijo
ella.
Jan la miró boquiabierto. La chica no
parecía estar burlándose de él. Sin lugar
a dudas, estaba hablando en serio.
Estrella le debió leer la confusión en
el rostro porque se lo aclaró al instante.
—Gracias por no abandonarnos.
Podías haberte marchado con tu tío,
haber regresado con los tuyos.
«¿Los míos?». Jan ya no estaba
seguro de nada.
—Bueno —le respondió, con una
sonrisa—. No podía alejarme de la
única mujer que he tenido cerca en los
últimos tres meses.
La miró, pero ella no se reía. Lo
contemplaba con expresión seria,
indescifrable. La sonrisa de Jan se
evaporó.
«Serás imbécil».
—Yo... lo siento —acertó a
disculparse—. Ha sido una tontería, no
sé qué se me ha pasado por...
Ella había agachado la cabeza y se
apartó el pelo con la mano, con cierta
coquetería.
—¡Espera! —dijo él—. ¿Te estás
riendo?
Estrella alzó el rostro y le dio un
puñetazo en el hombro.
—Idiota —le soltó.
Y sí. Sonreía.
Se quedaron en silencio. Allí
sentados. A unos cinco kilómetros del
frente de la batalla del Ebro. En una
sierra poblada por soldados muertos que
se negaban a descansar en paz. A menos
de un kilómetro de su única vía de
escape.
—Bueno —dijo Jan, al fin—. Será
mejor que nos pongamos en marcha.
Se puso en pie y le ofreció la mano a
ella. Estrella la aceptó y se levantó
delante de él. Jan se perdió unos cuantos
segundos más en sus ojos antes de mirar
por encima de la escasa estatura de la
joven.
Y de ver que Miguel ya no estaba
junto a los demás.
La dejó atrás y corrió hacia el grupo.
Tampoco vio a Mecha por ningún lado.
El sargento y los dos nacionales le
cerraron el paso.
—¡Espera! —dijo el sargento,
alzando las manos delante de Jan—.
Será mejor que...
Jan lo apartó de un empujón sin
mediar palabra. A unos metros, tras el
tronco de un pino quebrado, vio la figura
pequeña del Mecha, de pie, delante de...
¿Miguel?
Jurel y Rafir atraparon a Jan a
traición; cada uno le agarró con fuerza
de un brazo.
—Cálmese, mi teniente —dijo el
moro.
—¡Suéltame, joder!
Miguel estaba sentado en el suelo, la
espalda apoyada contra el pie del pino
partido. El Mecha se agachó hacia él.
Llevaba algo en las manos.
Jan agarró el brazo de Jurel que lo
apresaba y tiró del falangista,
lanzándolo contra Rafir. Estrella se
había acercado a ellos, pero no
intervino en la pelea. El sargento intentó
cazar a Jan, pero no pudo evitar que este
alcanzara el tronco del árbol y apartara
a Mecha de un empujón.
Miguel lo miró desde su asiento en el
suelo. Sudaba, pero su expresión se
había relajado. Alrededor del pecho,
sobre la guerrera, llevaba atado un
cinturón de cuero. Sujetas al cuero con
hilos de cobre, colgaban dos granadas y
tres bombas de mano, de las de lata.
—¿Pero qué coño...? —Jan se fue a
por el Mecha—. ¡Maldito desgraciado!
¿Estás loco?
Agarró al rojo por las solapas de la
guerrera y lo agitó con fuerza. El Mecha
no se defendió; aguantó el empuje sin
perderle la mirada.
Una mano se posó sobre el hombro de
Jan.
—Tranquilo, mi teniente, ha sido idea
mía.
Miguel se había levantado y, con un
gesto suave, apartó a Jan del Mecha.
Este se retiró remugando.
Jan meneaba la cabeza sin alcanzar a
entender nada. Miguel le puso las manos
en los hombros y le obligó a que le
mirase a la cara.
—Señor, es lo mejor. Mecha me ha
explicado cómo va —Miguel señaló el
cordón atado a las anillas de seguridad
de todas las bombas—. Si noto que
pierdo el control... —Hizo una pausa—.
Cuando pase, acabaré con esto.
Se apartó de Jan. Este no se atrevía a
mirarle a los ojos. Miguel siguió:
—Quizás logre llevarme por delante a
alguno de esos diablos. Así podré
ayudar hasta el último momento.
Jan intentó atrapar una lágrima que se
le escapaba, frotándose el rostro con la
mano derecha. Se sintió avergonzado,
pero logró superar la sensación y miró
de frente al joven gallego, asintiendo
con la cabeza. Miguel le sonrió,
orgulloso.
—Será mejor que reviséis las armas
—dijo el sargento desde atrás. Con un
gesto de la cabeza indicó a los demás
que se apartaran de allí. Miguel volvió a
sentarse junto al tronco y Jan se dejó
caer, con pesadez, a su lado.
Los demás se retiraron unos metros, a
recoger las armas y las municiones.
Estrella dudó un instante. Entonces
siguió al grupo, pero se detuvo tras unos
metros y volvió sobre sus pasos en tres
zancadas. Se acercó a Miguel y le besó
en la mejilla. Luego se alejó otra vez a
paso rápido.
Cuando se quedaron solos, Jan le
habló a Miguel, ambos con la vista fija
al frente:
—Siento mucho no haber cumplido mi
promesa de sacarte de aquí.
—No se preocupe, mi teniente. —
Vieron cómo Estrella alcanzaba a los
demás. Miguel la señaló en la distancia
—. Procure sacarla a ella con vida de
este infierno.
Jan lo miró, con cierta sorpresa.
Miguel se rió.
—Ya sé que es el enemigo, pero no es
más que una chiquilla. Creo que es
buena gente.
—Ya. Todos los somos —se sonrió,
sin ninguna alegría, Jan.
Quiso seguir conversando con aquel
crío gallego, pero una profunda tristeza
le atragantó las palabras en la garganta.
En pocos minutos ya estaban todos
preparados. Rafir, tras recoger el
máximo de la munición de que podían
desprenderse los demás, seleccionó la
posición desde la que debería proteger
al grupo.
El bosque en el que se encontraban
estaba formado en su mayoría por pinos
bastante altos, pero de ramas muy
delgadas, y por carrascas de poca altura.
Las ramas de unos no lo sostendrían y la
poca altura de las otras le haría
imposible controlar toda la zona que
debía vigilar.
Afortunadamente, entre pinos y
carrascas, encontró una encina de copa
amplia y redondeada, y sólo medio
metro más baja que el más alto de los
pinos a su alrededor.
—Sólo tengo mi fusil, que por
desgracia no es nada especial —les dijo
a los demás antes de subirse al árbol—.
El al cance es limitado, sólo podré
ayudaros mientras estéis cerca de los
árboles. A más de seiscientos metros, no
podré hacer demasiado. ¡Lo que daría
por una mira telescópica!
—Se trata de que Rafir nos cubra
mientras atraemos a los muertos hasta
aquí —explicó Jan—. Una vez logremos
arrastrarlos a la explanada, nos
moveremos hacia el puesto de mando.
—Si no nos comen antes —
interrumpió Jurel.
Jan sólo le dedicó una mirada de
desaprobación, algo desganada, y siguió
con el plan:
—Una vez allí, mientras los muertos
mantengan ocupados a los de las
ametralladoras, que cada uno cruce la
explanada como pueda. ¿Habéis cogido
todos una bomba de mano?
Mecha asintió con la cabeza, al igual
que Estrella y el sargento.
—Sí, mi teniente —dijo Rafir. Miró a
Jurel a su lado—. Llevamos una cada
uno.
—Yo voy bien servido —dijo
Miguel, asiendo con precaución el
cordón de bombas que rodeaba su
pecho.
Jan torció el gesto, sombrío, al ver la
expresión del gallego.
—Rafir —siguió el teniente—,
cuando ya no puedas ayudarnos desde
allí arriba, baja de un salto y corre tras
los demás.
El moro asintió. Se colgó el máuser a
la espalda y trepó con agilidad por el
tronco de la encina. Al llegar arriba, tras
golpear un par de ramas gruesas para
verificar su solidez, se asentó todo lo
que pudo en el espacio entre el tronco y
la rama mayor de la copa. Colgó el
macuto con la munición en una rama
contigua a la que lo soportaba y se ató el
cinto de la mochila a su pierna derecha,
para evitar que pudiera caer por las
vibraciones de los disparos. Tras otear
los alrededores, se comunicó por señas
con los demás.
Desde el suelo, Jurel tradujo las
indicaciones del tirador del Rif.
—De acuerdo. Parece ser que hay
unos cuantos muertos por ahí —se dio la
vuelta, señalando con la mano estirada
hacia el sureste—. Y también por ahí —
dirigió ahora su brazo extendido a unos
cuarenta y cinco grados de la dirección
anterior.
—Vale —dijo Jan—. Yo y Miguel
iremos a por el primer grupo.
—No —le cortó el Mecha—. El
chaval se viene conmigo.
Jan protestó, pero Miguel se
interpuso.
—Será lo mejor, mi teniente. Si hay
problemas, él se encargará.
Jan asintió, avergonzado. Allí todos
sabían que él no sería capaz de matar a
Miguel si este perdía el control y se
transformaba en otro monstruo.
Sacudió la cabeza, intentando
aclararse los pensamientos.
—Bien —dijo al fin—. Entonces yo
iré contigo —señaló al falangista Jurel
—. A por el segundo grupo.
—¿Y nosotros? —Estrella esperaba
órdenes junto al sargento—. No vamos a
quedarnos aquí comiéndonos los mocos.
Jan volvió a mirar hacia la copa del
árbol. Rafir gesticulaba de nuevo.
—¿Qué dice ahora?
Jurel entrecerró los ojos, concentrado
en el tirador.
—Señala al noreste. Creo entender
que hay algunos muertos dispersos por
allí.
—Bien. —Jan miró al sargento y a
Estrella—: Pues ya sabéis por dónde
tirar. En quince o veinte minutos
deberíamos salir todos a campo abierto,
con lo que sea que podamos arrastrar.
El sargento asintió y recogió su fusil,
dirigiéndose a la dirección indicada.
Estrella esperó unos instantes, hasta que
los ojos de Jan contactaron con ella.
Le sonrió con cierta tristeza. Jan
apretó el puño, alzado a la altura del
pecho, en un gesto que pretendía darle
ánimos, transmitirle a la chica alguna
fuerza, de la que el propio Jan carecía
en aquel momento.
Estrella se marchó, cabizbaja, tras su
sargento.
El Mecha se aproximó a Jan. Señaló
hacia Miguel, que estaba recogiendo su
fusil del suelo. El chico miraba el arma
con cierta extrañeza.
—Le he puesto otra dosis de morfina
—dijo el Mecha—. No me queda más.
En la última media hora le he puesto
morfina como para tumbar a la plana
mayor del jodido Francisco Franco.
Jan asintió apesadumbrado.
—En todo ese plan tuyo —le dijo el
Mecha—, no has explicado cómo se
supone que vamos a lograr que nos
expliquen si existe alguna cura para esa
enfermedad, o lo que sea. ¿Cómo vamos
a hacer eso mientras volamos la
alambrada y escapamos a la carrera?
—Yo me encargo. Una vez superemos
las ametralladoras, mientras vosotros
escapáis, me llevaré a Miguel hasta el
puesto de mando.
—Si el chaval todavía aguanta —le
interrumpió el Mecha.
Jan lo miró en silencio unos instantes.
El Mecha siguió hablando:
—Tú sabes que si hubiera alguna
cura, o un antídoto, aquellos científicos
alemanes no se habrían visto infectados.
¿Verdad?
—Tuvieron que escapar a toda prisa.
Puede ser que no les diera tiempo... —
Bajó la cabeza; era consciente de que
estaba intentando convencerse a sí
mismo—. De cualquier manera, tengo
que ir a por mi tío.
El Mecha reprobó aquella idea con
una severa mirada. Jan le cogió del
brazo.
—Lo sé, pero es mi tío. Es mi única
familia. Y, sinceramente, creo que él es
la mejor opción para conseguir una cura
para Miguel. Quizás pueda llevármelo
hasta algún hospital.
Jan se dio cuenta del poco sentido que
tenía lo que estaba diciendo y sacudió la
cabeza. El Mecha alzó un dedo, como
pidiendo la palabra:
—O sea que, en la próxima media
hora, tendremos que correr por esa
ladera boscosa de ahí abajo gritando
como posesos para atraer a una manada
de locos caníbales hacia aquella
explanada —señaló al otro lado—. Y
entonces, esquivar como podamos las
balas de ametralladora y empujar a los
muertos hacia la alambrada, para que
nos abran paso a mordiscos. —Hizo una
pausa—. Puedes corregirme cuando lo
creas necesario.
—No hace ninguna falta. —Jan le
sonrió—. Has entendido el plan a la
perfección.
—Ya. Pues perdona que te lo diga,
pero es una mierda de plan.
Jan se rió.
—En efecto, sí que lo es.
El Mecha estiró el brazo y le ofreció
su mano. Jan la cogió, apretándola con
fuerza. El rojo se dio la vuelta para
marcharse.
—Y no te preocupes por el galleguito
—dijo—. Si logramos atravesar la
explanada, yo me encargaré de
llevártelo hasta el edificio ese de
cemento. A ver si es verdad que existe
alguna cura.
—¿Por qué te preocupas tanto por él?
El Mecha se detuvo y se volvió para
mirarle, muy serio.
—Le recuerdo, ¿sabes? De aquella
exhibición motociclista, en Coruña, en
otra vida. Un crío pequeñajo, en
pantalones cortos. Traía un lápiz y
quería que le firmara mi foto en el
programa.
Jan esperó a que continuara. El
Mecha se rascó una oreja:
—Recuerdo que pensé en cómo se
parecía aquel crío a mi chaval. —Se
encogió de hombros, con una expresión
melancólica en el rostro.
—Siento lo que le pasó a tu familia
—dijo Jan de improviso—. Lo siento de
veras.
El Mecha lo miró en silencio. Asintió.
—Gracias. Yo siento muchísimo lo
que le pasó a tu primo.
Jan respondió con una sonrisa triste.
El otro se fue en dirección a Miguel. Le
hizo una seña al chaval para indicarle
que era hora de partir, pero aquel le
pidió que esperara un instante. Se
acercó a Jan y le estrechó la mano con
fuerza. Jan no supo qué decirle, por lo
que el gallego se marchó en silencio.
Jan comprobó que su pistola Astra
estaba segura en la cartuchera y verificó
la munición que le quedaba. Luego le
hizo una seña a Rafir, que este
respondió con un saludo militar desde
allí arriba, en la copa del árbol.
Finalmente le indicó con un gesto a
Jurel que ya era la hora de iniciar la
marcha.
18
Ataque
En poco tiempo cada grupo había
alcanzado su zona asignada. Por toda la
ladera boscosa empezaron a escucharse
gritos, patear de ramas y de arbustos, y
algún que otro disparo. Al desesperado
grupo de soldados le valía cualquier
manera para lograr que los muertos
andantes se acercaran a ellos, cualquier
modo de llamar su atención.
Los primeros en tener éxito fueron el
Mecha y Miguel.
El gallego caminaba delante, por
decisión propia. De aquella manera,
según le dijo a su ahora compañero, al
otro no le pillaría por sorpresa alguna
variación extraña en su comportamiento.
El Mecha intentaba darle
conversación, quizás porque se
apiadaba del destino del pobre
muchacho, quizás porque de aquella
manera pretendía retener su humanidad
un poco más.
Miguel respondía con monosílabos, y
a veces sólo con gruñidos. Se
descargaba gritándoles insultos a los
muertos, a todo pulmón. Volvía a sudar
en abundancia y el Mecha se dio cuenta
de que temblaba de nuevo, por lo que
asió con fuerza el máuser. Mantenía una
cierta distancia para evitar que, en caso
de que resultara necesario accionar el
cordón de bombas, la explosión pudiera
alcanzarle.
En un par de ocasiones, Miguel no
respondió ni con gruñidos a la
conversación del Mecha, por lo que este
hubo de insistir hasta arrancarle alguna
palabra para convencerse de que el
chaval seguía con él.
En una de esas estaban cuando un
muerto, atraído por las repetidas voces y
ruidos de llamada, apareció atravesando
las ramas de un arbusto de aliaga y, tras
perder parte de su uniforme enganchado
en las espinosas ramas, se acercó
tambaleante hacia Miguel.
El Mecha dio un bote, sorprendido.
Se hizo a un lado para esquivar a Miguel
y disparó directo a la cabeza del muerto,
que se derrumbó al instante.
Miguel se volvió hacia él, enfurecido.
—¿Pero qué mierdas haces? ¡Los
necesitamos vivos!
—Joder, es verdad. —Hizo una pausa
—. Perdón —acertó a decir al cabo de
unos segundos.
Miguel sacudió la cabeza, como
intentando controlar la furia que se lo
comía por dentro. Volvió a caminar,
pero se detuvo al oír la risa del Mecha.
Lo miró con una expresión que se
preguntaba si aquel rojo se había vuelto
loco por completo.
—¡Los necesitamos vivos! —gritó el
Mecha. Y luego le preguntó en tono más
bajo—: ¿No me dirás que no tiene
gracia?
Miguel no pudo reprimir una sonrisa.
—Sigamos de una vez —ordenó.
Se escucharon pasos hacia el sur de
donde ellos se encontraban. Los pasos
venían acompañados de inconfundibles
gemidos, gruñidos y lamentos, así que
los dos se dirigieron hacia allí.
Jan y Jurel llevaban caminando unos
siete minutos y todavía no se habían
encontrado a ninguno de aquellos
demonios. Jan se estaba quedando
afónico de tanto llamar a los muertos a
voz en grito. ¿Dónde coño se habrían
metido?
—Vamos, Jurel, meta algo de ruido.
El cabo falangista lo miró con
desgana.
—Perdone si no me apasiona la idea
de atraer a esos devoradores de carne
hacia nuestra posición.
—Ya lo hemos hablado. Esta es
nuestra única opción.
—Bueno, también podríamos dejar
que eso lo hagan los demás —sugirió
Jurel—. Que ellos se encarguen de
atraer a los muertos, que luego ya nos
escaparemos nosotros en medio del
follón.
Jan se detuvo y se encaró con él:
—Les hemos prometido que
trabajaríamos juntos.
—¿Y qué coño importa? Esos rojos
ya estaban perdidos antes de esta noche.
Y además, si logramos escapar,
seguiremos en nuestro lado de la batalla.
Esos tres comunistas irán directos a
prisión o delante de un pelotón, con un
poco de suerte. —Se quedó pensativo un
segundo—. Pensándolo bien, podríamos
quedarnos con la chica.
Jan apretó el puño, tentado de repetir
lo de la masía. Se contuvo y se limitó a
responder:
—¿Y qué pasa con Miguel? ¿Y con
Rafir? Son nuestros compañeros.
—Asúmalo, mi teniente —el tono de
burla resultaba evidente—. El gallego
ya no está con nosotros. Y a ese moro
mercenario le pueden dar bien por el...
Un ruido de pasos le hizo callar. Jurel
palideció.
Jan se acercó a una muralla de
arbustos altos y se abrió paso entre la
vegetación. Allí mismo, delante de él,
apareció un grupo de unos veinte
soldados muertos. Algunos estaban
sentados sobre la tierra, otros de pie,
quietos o moviéndose despacio. Un par
de ellos se arrastraban por el suelo,
incapaces de controlar los degradados
músculos de sus piernas.
Los que se movían en pie, lo hacían
sin sentido, despacio, girando sobre sí
mismos o dando dos pasos a un lado
para luego regresar a su posición
original.
Uno de ellos, sentado en la tierra,
parecía contemplar las estrellas.
Jurel susurró a la oreja de Jan:
—Vámonos de aquí. Son demasiados.
Jan le miró. El falangista estaba
muerto de miedo. Jan se rio a
carcajadas.
—¿Por qué, cabo? ¡Es justo lo que
estábamos buscando!
Y salió de su escondite dando gritos,
pateando las ramas y agitando los brazos
como quien reclama la atención de un
toro bravo.
—¡Joder! —se quejó el sargento, sin
parar de correr, casi sin aliento—. ¡Me
cago en la puta! ¡El cabrón dijo que eran
sólo algunos muertos dispersos!
Desde el momento en que Estrella y el
sargento asomaron la cabeza por la zona
que les habían asignado, se encontraron
rodeados por un batallón de muertos
vivientes.
Vinieron de todas partes, desde detrás
de los árboles, de entre los arbustos.
Apareciendo tras las rocas y
materializándo se entre las sombras.
Aunque se trataba de atraer al máximo
de muertos y arrastrarlos a campo
abierto y hacia el puesto de mando de la
operación, tanto Estrella como el
sargento se vieron obligados a disparar
contra las cabezas de algunos de ellos.
—¡Vamos, sargento! —gritó la chica,
girando sobre sus talones para abatir a
un muerto que estiraba el brazo
peligrosamente cerca del suboficial.
Él pasó junto a ella, resoplando,
buscando a toda prisa la salida del
bosquezuelo. Ella recargó el fusil y
disparó a la cabeza de otro muerto antes
de correr tras el sargento.
Al poco tiempo, volvió a superarlo,
pero sólo para detenerse de nuevo.
Cuatro cadáveres bloqueaban su huida,
de pie delante de ellos.
El sargento la alcanzó y se detuvo a
resoplar agotado, con las manos
apoyadas en las rodillas.
—Estamos perdidos —susurró, sin
aire en los pulmones.
Los muertos de delante todavía no se
movían, pero los que los perseguían se
acercaron lentamente.
Estrella se colgó el fusil a la espalda,
en bandolera, y empezó a dar saltos,
agitando los brazos sobre su cabeza.
Desde lo alto de la encina, Rafir
vigilaba el desarrollo de los
acontecimientos. Acababa de comprobar
cómo el teniente Lozano y el cabo Jurel
mantenían las distancias sobre una
docena de soldados muertos que los
seguían a pocos metros. Un instante
antes había estado a punto de derribar a
un cadáver que se acercó por la
izquierda al cabo Jurel. Le pareció que
el falangista no era consciente de lo que
se le venía encima, así que Rafir tiró del
cerrojo del fusil, atrás y adelante, para
preparar el disparo. Pero antes de que
fuera necesaria su intervención, Jurel
percibió la presencia y disparó contra el
pecho del muerto, derribando
momentáneamente al demonio.
Sin apartar la vista de la mirilla del
fusil cargado, Rafir realizó un barrido
sobre el bosque, hacia la derecha de la
posición de Jurel y de Lozano.
La mirilla enmarcó a una figura que
saltaba y agitaba las manos. La chica
republicana llamaba, desesperada, su
atención.
Ella y su sargento estaban rodeados
por los muertos.
—Joder —susurró el moro Rafir.
Fijó su objetivo, respiró hondo y
disparó. Uno de los cuatro muertos que
les bloqueaban la huida a los dos
republicanos cayó fulminado.
Rafir tiró del cerrojo, ris-ras. Disparó
de nuevo. Hizo fuego dos veces más y, a
toda prisa, extrajo el peine vacío del
cargador e introdujo uno nuevo.
Volvió a apuntar mirando por encima
del fusil, pero ni la chica ni el sargento
se encontraban ya por allí. Apartó el
arma y escrutó la oscuridad. Había
muertos por todas partes. Uno de ellos,
un cuerpo que había pertenecido a un
republicano y que vestía una chaqueta de
cuero sobre la camisa del uniforme, se
lo quedó mirando fijamente. Entonces se
puso a caminar.
Rafir apartó el fusil para mirar con
mayor claridad. Sí, no había duda.
El muerto venía a por él.
Jan apareció a toda prisa por el
extremo izquierdo del acceso desde el
bosque a la explanada, seguido a un par
de metros por Jurel.
Tras ellos, una multitud de soldados
desarrapados, heridos, algunos incluso
faltos de miembros. Pero con un ansia
terrible por cazar a los dos vivos que
los precedían.
Unos segundos después, y a pocos
metros a su izquierda, casi en el límite
lateral de la planicie que desembocaba
en un despeñadero, salieron a campo
abierto Miguel y el Mecha. Este se
quedó de piedra al observar la multitud
de muertos allí congregados. Miguel
tuvo que regresar sobre sus pasos para
tirar del brazo del republicano y hacerlo
reaccionar.
—¡Corre! —le rugió.
Mecha palideció al ver la expresión
casi inhumana del chaval, pero lo siguió
a toda prisa al escuchar cómo se
acercaban, todavía entre los árboles, el
grupo de muertos que ellos dos habían
atraído hasta allí.
Jan corría ya en campo abierto.
Enseguida percibió movimiento en las
dos fosas, a izquierda y derecha del
llano, que protegían el centro de mando.
Se puso a cubierto en una leve
hondonada del terreno, justo a tiempo de
evitar una ráfaga de ametralladora. Jurel
cayó a su lado.
El foco central barrió de nuevo toda
la extensión, iluminando, desde detrás
de la alambrada, a la marabunta de
muertos que los perseguían. A ellos dos,
y a Estrella y el sargento, que acababan
de aparecer por la derecha, a punto de
caer en las garras de otro grupo de
muertos andantes. El primero de ellos,
lo que quedaba de un miliciano con una
estrella roja en el gorro, estiró el brazo
intentando cazar el pelo de la chica.
Jan le disparó, acertándole en el
costado, con lo que logró retrasarlo.
Estrella, sorprendida por el disparo, se
giró hacia su posición un instante y miró
a Jan sin dejar de correr.
Una nueva descarga de fuego,
proveniente de una de las
ametralladoras MG 34, acertó en el
suelo cerca de ella y del sargento. Los
dos saltaron a refugio de una roca,
desapareciendo de la vista de Jan. Él
asomó la cabeza tras su parapeto y
disparó los restos del cargador de su
pistola contra el puesto enemigo. Desde
su foso, el tirador respondió arrasando
un montón de piedras a un metro por
delante del agujero del suelo en el que
se habían cobijado Jan y Jurel. El
falangista, hecho un ovillo en el fondo
del socavón, intentaba desaparecer bajo
tierra.
Otro foco iluminó la explanada,
doblando la intensidad de la
iluminación. Algunos de los muertos
quedaron deslumbrados y, como
insectos dirigidos hacia una trampa, se
vieron atraídos por la luz. Al momento
se olvidaron de Jan y de sus
compañeros.
Desde la copa de la encina, Rafir vio
cómo los focos de luz maniobraban
desde su posición junto al puesto de
mando para enfocar hacia la exigua
protección que refugiaba a Jan y a Jurel.
Los dos nichos de ametralladoras
habían cruzado sus fuegos. El que estaba
situado a la izquierda del centro de
mando disparaba en dirección a la
derecha del campo de batalla, al lugar
por el que habían entrado los muertos
atraídos por la chica y el sargento rojos.
El de la derecha, en cambio, se
ocupaba de derribar a los que habían
arrastrado hasta allí el teniente Lozano y
el cabo Jurel. En este puesto, el fuego se
había detenido momentáneamente. El
tirador de la MG 34 apremiaba con
gestos graves a su ayudante para que se
apresurara, mientras señalaba a la
posición de los dos nacionales
deslumbrados por el foco.
El ayudante terminó de colocar una
nueva carga de munición en la máquina.
El tirador se colocó en situación y
apuntó con el arma en dirección hacia la
posición de Lozano y de Jurel.
Rafir no dudó ni un segundo y tiró con
su fusil, casi sin apuntar. El disparo no
acertó al tirador, pero le obligó a
apartarse un momento del arma. Rafir
recargó y, ahora sí, centró la mirilla en
su objetivo. Disparó de nuevo,
acertando en el pecho al tirador, que
cayó hacia atrás en su trinchera. El moro
no pudo reprimir un grito de
satisfacción. Miró a ambos lados en la
copa del árbol y protestó en voz alta,
disgustado por no poder compartir con
nadie el mejor disparo que había hecho
en su vida.
En el foso de la ametralladora, el
ayudante saltó hacia el arma. Rafir tiró
hacia atrás del cerrojo, pero el arma se
encasquilló. Miró con pánico cómo el
ayudante alcanzaba el aparato
ametrallador y lo giraba hacia su
posición. Tiró de nuevo del cerrojo con
fuerza y el casquillo voló por los aires.
Apuntó por la mirilla. La boca de la MG
34 ya disparaba sobre él y, por puro
instinto, saltó hacia atrás para esquivar
el fuego, cayendo de la copa del árbol.
Los disparos de las ametralladoras
atraían a los muertos, que desfilaban
como hipnotizados por la luz de los tres
enormes focos. Los demonios pasaban a
pocos metros de la posición en la que se
ocultaban Jan y Jurel, ignorando a los
dos vivos que procuraban por todos los
medios pasar desapercibidos dentro del
pequeño socavón del terreno que los
protegía del fuego de las máquinas
enemigas.
Jurel, que llevaba un buen tiempo
hecho un ovillo en el suelo y con la
cabeza casi enterrada en la tierra, alzó
la mirada para encontrarse con un
muerto que pasaba a menos de medio
metro de su posición. El falangista soltó
un gritito histérico, pero el otro, con la
mirada fija adelante, hipnotizada por las
luces y los estallidos, no le hizo ni caso
y siguió su camino. Jurel siguió gritando
histérico hasta que Jan lo pateó para que
se callara.
Jan vio cómo, a pocos metros por su
izquierda, les sobrepasaban Miguel y el
Mecha, corriendo a toda prisa, seguidos
por una docena de muertos casi a fila de
a uno. Jan susurró para llamar la
atención del gallego, pero este avanzaba
con la mirada perdida y no lo vio ni
pudo escucharlo en medio del caos de
las explosiones y de los disparos. Como
tampoco lo vio el republicano, que se
esforzaba en seguir a Miguel y a duras
penas lograba pegar algún tiro para
alejar a los muertos que les comían el
terreno.
Al momento, una ráfaga de
ametralladora reventó la copa redonda
de una encina próxima al inicio de la
explanada. Las ramas del árbol, el más
alto de aquella primera línea, explotaron
bajo la lluvia de proyectiles.
Jan no se dio cuenta de que era el
árbol de Rafir hasta que no vio caer su
cuerpo por detrás de la copa.
Se alzó por encima de su parapeto,
gritando de rabia y disparando su pistola
contra los tiradores enemigos, sin
importarle los disparos que le
respondían ni los muertos que avanzaban
a su alrededor.
Sin saber muy bien cómo habían
logrado llegar hasta allí, Miguel y el
Mecha alcanzaron uno de los puestos de
ametralladora, aquel que estaba situado
a la izquierda del centro de mando. El
tirador y su ayudante se esforzaban en
contener, a tiro limpio, a la multitud de
muertos que se les echaba encima, a los
que se unieron los que llegaron
persiguiendo al nacional gallego y al
motorista republicano.
La MG 34 se quedó sin munición y,
antes de que pudieran reponerla, los
muertos se abalanzaron dentro del nicho
de la ametralladora, cayendo en tromba
sobre los indefensos soldados. Dos
demonios agarraron al tirador y lo
derribaron contra el suelo. Le clavaron
los dientes en el cuello y comenzaron a
desgarrarlo como dos lobos
hambrientos.
El ayudante salió a rastras del hoyo.
Tras la zanja, a cubierto por unas redes
de camuflaje, habían escondido una
moto, una BMW del mismo modelo que
la que pilotaban los dos hombres de la
Legión Cóndor con los que Miguel y el
teniente tropezaran, varias horas antes,
en aquella misma noche infernal.
Miguel frenó en seco una vez
cumplido su objetivo de alcanzar el
puesto defensivo. Apartado sólo unos
pasos del nicho de ametralladora,
contemplaba impasible cómo los
muertos despedazaban el cuerpo del
tirador. El Mecha, que se había quedado
atrás, lo alcanzó, resbalando en la tierra
justo delante del gallego. Miguel lo
sujetó con fuerza y evitó que se fuera al
suelo.
—Mierda, chaval, ¡corre! ¡Tenemos
que alcanzar la alambrada!
Pero Miguel no se movió. Lo seguía
agarrando con fuerza.
Por detrás de ellos, algunos de los
muertos rodearon el foso donde sus
compañeros se estaban dando un festín.
Fijaron su objetivo en los dos vivos
quietos allá adelante.
El Mecha alzó la mirada buscando los
ojos de Miguel, pero sólo vio un vacío.
Se agitó para separarse de él. Miguel
lo dejo ir.
—Vamos, chaval —le susurró—.
Tienes que aguantar —le pidió, al
tiempo que retrocedía—. No nos
abandones ahora.
Un rugido a su espalda le obligó a
girar sobre sus talones. Un muerto con
uniforme de falangista estiró su mano sin
carne hacia el rostro del soldado
republicano. El Mecha recordó que
llevaba un fusil y disparó. El tiro hizo
añicos la mano huesuda y atravesó
también la cabeza de su dueño, que se
derrumbó con el ruido de un saco de
huesos golpeando el suelo.
Los demás muertos que hacían cola
para merendarse al soldado republicano
avanzaron pisoteando los restos del que
acababa de caer. El Mecha retrocedió,
sin apartar la vista de ellos, tirando del
cerrojo del fusil sólo para comprobar
que el cargador estaba vacío.
Metió la mano en el bolsillo para
coger su último peine de munición, sin
dejar de caminar hacia atrás.
Hasta que chocó contra Miguel.
Cerró los ojos, en una súplica
silenciosa. Oía a los muertos a menos de
un metro.
Miguel lo empujó con violencia,
hacia un lado, apartándolo del camino
de los muertos andantes. El Mecha cayó
al suelo de culo. Abrió los ojos y vio
cómo Miguel les rugía a los otros
monstruos. Parecía un león intentando
demostrar a la manada quién era el que
mandaba allí.
Le miró al rostro. Volvió a sentir un
rescoldo de humanidad en los ojos del
gallego, unas leves brasas que luchaban
por no apagarse.
—Aún podemos conseguirlo —dijo,
casi en un susurro, Miguel.
El Mecha se alzó eufórico, cargando
su fusil con el último peine que le
quedaba.
—Estoy contigo, chaval.
Pero un muerto apareció desde la
oscuridad a su espalda y se lo llevó por
delante.
Poco a poco, Rafir fue recuperando la
consciencia. Le dolía todo el cuerpo y la
cabeza parecía a punto de estallarle.
Sentía un ardor palpitante en las sienes.
Buscó por instinto su fusil, pero al
estirar el brazo sólo encontró ramas y el
tronco de un árbol.
Al final logró abrir los ojos y vio que
su mundo estaba del revés. Literalmente.
Recordó el ataque de la ametralladora y
su vuelo instintivo hacia atrás, que
debería haber dado con sus huesos en el
suelo. Por fortuna, el macuto de la
munición, bien sujeto a su pierna, seguía
enganchado de la rama donde él mismo
lo había colgado y, ahora, lo mantenía
en aquella incómoda posición, con la
cabeza a tres metros del suelo.
La claridad de los disparos cercanos
se abrió camino en su espesa cabeza,
junto con los gritos y los gemidos de los
muertos. Supo que tenía que recuperar
cuanto antes su máuser. Si el arma no
estaba en las ramas de la encina, a la
fuerza tenía que haber caído al suelo, así
que allí lo buscó.
Efectivamente, allí abajo se
encontraba. Caído a un par de metros
del tronco del árbol. Pisoteado, una y
otra vez, por las hordas de muertos
andantes que desfilaban camino de la
explanada, justo por debajo de la cabeza
de Rafir.
El moro aguantó la respiración y fijó
la mirada en el macuto enganchado a su
pierna, rezando por que aguantase el
peso de su cuerpo. Si la bolsa se soltaba
en aquel momento, o si la rama se
quebraba, caería sobre los muertos
como una vaca en un estanque de
pirañas.
Entonces, sin saber muy bien cómo ni
por qué, se sintió observado y se vio
obligado a mirar al suelo. Allí abajo
había un hombre muerto, el soldado
republicano de la chaqueta de cuero.
Con sus ojos sin vida fijos en él.
Le gimió, al principio con desgana,
pero enseguida aumentando el tono,
mientras acompañaba sus lamentos con
golpeteos al tronco del árbol y con
vanos intentos de atraparlo. Estiraba los
brazos hacia él, con desesperación.
Hambriento.
Un sudor frío recorrió la columna de
Rafir cuando escuchó cómo la rama que
lo sujetaba comenzó a crujir.
Con todas sus fuerzas, se dobló por la
cintura, intentando alcanzar el macuto,
pero sólo logró darle un golpe. Volvió a
caer a su posición boca abajo. La rama
crujió una vez más.
Con el golpe sólo había logrado
descubrir la tapa del macuto. Por allí
asomó el mango de su bayoneta.
El muerto seguía abajo, esperándolo.
La rama se dobló y Rafir se descolgó
medio metro, quedando casi al alcance
del demonio. Una de sus garras le rozó
el pelo.
Desde el macuto abierto acabó por
deslizarse la bayoneta, que Rafir cazó al
vuelo. Miró hacia abajo, al muerto
republicano con la chaqueta de cuero.
La rama estaba a punto de partirse.
Apretó el cuchillo de la bayoneta en su
mano, amenazando al otro.
—¿Quieres guerra? —le gritó—. Por
mí, de acuerdo.
La rama se partió.
19
Derrota
Jan disparó y disparó, vaciando el
cargador de su pistola Astra contra la
ametralladora que había arrasado el
árbol de Rafir. Se quedó sin balas y tuvo
que recargar. Los muertos que habían
sobrepasado su posición ya se echaban
encima de los dos nichos de
ametralladora. El jodido plan estaba
funcionando.
Notó una presencia a su derecha. Un
muerto se había detenido, de entre todos
los que avanzaban hipnotizados por los
focos y por las balas que les venían de
frente. En los últimos minutos, ninguno
de aquellos engendros les había
prestado la más mínima atención, ni a él
ni a Jurel, quien permanecía tirado en
posición fetal en el suelo.
Pero aquel muerto sí que los vio. Se
quedó allí quieto un instante, como si él
mismo tampoco entendiera por qué los
demás estaban pasando de largo de
aquellos apetitosos bocados.
Entonces dejó de pensar, o de lo que
fuera que andaba haciendo su cabeza
trastornada, y se fue a por Jan. Este
terminó de recargar y le agujeró la frente
de un disparo.
Fue como si Jan se hubiera colocado
en medio de un escenario, iluminado por
los focos, para comenzar a berrear
enganchado al micrófono.
Los muertos que venían detrás de
aquel se olvidaron de lo que tenían
delante y se fueron a por los dos vivos
escondidos apenas en aquel hoyo. Jan
saltó sobre Jurel y lo arrastró fuera del
socavón un segundo antes de que se
llenara de cadáveres hambrientos.
Jan disparaba a diestro y siniestro,
pero el otro, que había perdido su arma
en el agujero, no le servía de la más
mínima ayuda. «Al menos también se
merendarán a ese desgraciado»; pensó
Jan mientras los muertos se les echaban
encima.
Disparó una vez más y le reventó la
cabeza a otro cadáver. El siguiente cayó
sobre él, lo agarró por la guerrera y lo
atrajo con fuerza. Aunque el aliento
podrido, tan cerca del rostro de Jan, lo
paralizó un instante, logró reponerse a
tiempo y acertó a librarse de él
soltándole un culatazo de la Astra en la
sien.
Otro más se acercó por su izquierda,
desde una distancia de metro y medio.
Llevaba la guerrera del uniforme abierta
sobre el pecho descubierto. Mostraba un
torso agujereado por varios disparos.
Jan apretó la culata de su pistola, con
el dedo en el gatillo, pero antes de que
pudiera disparar, al otro le reventó la
cabeza de forma espontánea.
Jan se agachó al instante.
—Al suelo, Jurel —ordenó.
Pero el cabo falangista ya no se
encontraba a su lado. Sin que Jan
supiera muy bien cómo, Jurel había
encontrado un hueco por el que
escabullirse y ahora corría en dirección
al bosquezuelo. Al poco desapareció
por debajo de los pinos, tras la primera
línea de árboles.
Las cabezas de los muertos, alzados a
muy poca distancia del arrodillado Jan,
reventaban una tras otra. Al ir cayendo
los cuerpos, se abrió una brecha en la
muralla de carne sin vida delante de él.
A través de aquel espacio, pudo ver a
Estrella y al sargento disparando su fusil
y su pistola contra los enemigos de Jan,
desde el refugio que les proporcionaba
una enorme roca.
El corazón le dio un vuelco de alegría
al comprobar que la chica seguía con
vida. Atravesó de un salto el agujero
que habían dejado los caminantes caídos
y corrió hacia ella.
Rafir cayó a peso sobre el muerto de
la chaqueta de cuero, golpeando con
fuerza en el suelo. En cuanto tocaron
tierra, el moro rodó a un lado para
librarse del demonio, pero este le había
enganchado con sus garras y rodó junto a
él, quedando, al final, montado encima
de Rafir.
El monstruo bajó la cabeza, con la
boca abierta, para hincar los dientes en
el rostro del soldado, pero este le
sacudió un cabezazo con fuerza,
quebrándole varios dientes.
Logró apartarlo a un lado y se
levantó, con la bayoneta en la mano a
modo de puñal. El muerto se retorcía en
el suelo, aturdido por el contraataque
del vivo.
Rafir se puso a la defensiva, con el
puñal en la mano, preparado para
repeler el siguiente ataque. Entonces
sintió un cosquilleo en la frente y se
llevó, instintivamente, la mano a la
cabeza.
Palpó la sangre que brotaba de un
corte en la cabeza. Se arrancó un diente
del muerto, que se le había clavado al
golpearlo. El reguero de sangre aumentó
su caudal y se deslizó sobre sus ojos y
su nariz.
El muerto se enderezó y gimió en su
dirección.
—¡Me has matado, cabrón! —le gritó
Rafir.
El muerto se fue a por él, pero Rafir
no se paró a esperarle. Saltó hacia
adelante, agarrando la bayoneta con las
dos manos. Cayó sobre el de la chaqueta
de cuero y le clavó el acero en el centro
mismo del cráneo.
Dieron un golpetazo contra la tierra.
El muerto ya no se movía. Rafir tiró del
cuchillo con todas sus fuerzas para
liberarlo de la cabeza del otro. Luego
volvió a apuñalarlo, una y otra vez,
hasta reventarle el cráneo por completo.
Se levantó del suelo, salpicado por
los restos del cadáver. Al momento se
dio cuenta de que no estaba solo. Varios
muertos rezagados se le acercaban
despacio. Parecían dudar sobre si aquel
vivo sería una buena comida o no.
Rafir sintió cómo, poco a poco, algo
empezaba a torcerse en el fondo de su
mente. Rebuscó en el bolsillo del
pantalón hasta encontrar una granada de
mano con una pequeña cadena enroscada
alrededor.
Los muertos habían formado un
círculo que lo rodeaba por completo.
Rafir no los miraba, pero podía olerlos.
Al final de la cadenita había un
colgante. Rafir rescató un recuerdo del
fondo, todavía humano, de su mente y
abrió el colgante. Sonrió al ver la foto.
Se la enseñó a los muertos, que ya casi
le tocaban.
—Mi Sara¡. —Bajó la mirada hacia
el colgante—. Te veré en el paraíso.
Alzó la granada.
Jurel corría a lo loco. Se escondía
dos segundos tras un árbol para luego
refugiarse a la sombra de un arbusto y,
desde allí, salir a cuatro patas,
agachado, levantándose poco a poco
hasta volver a correr a toda prisa.
Todo ello para esquivar a los
muertos, que aparecían por todas partes
y arrastraban sus piernas en dirección a
la explanada de la que Jurel huía como
alma que lleva el diablo. Los muertos
respondían a la llamada de los disparos
y las explosiones que llegaban desde
allí.
—Se pueden quedar con todos ellos
—dijo para sí mismo—. Ya se pueden
pudrir todos juntos: muertos,
republicanos y nacionales.
Hablaba solo, en un susurro,
enloquecido por el terror. Escrutaba las
sombras, con los ojos muy abiertos. Un
muerto aparecido tras un tronco pasó a
pocos metros y Jurel casi se mea
encima. Se quedó muy quieto, como si él
mismo fuera otro árbol. Rezó en silencio
hasta que el muerto se marchó.
Recuperó el aire y volvió a correr. Al
poco se detuvo al oír a alguien que
hablaba. El conocía aquella voz.
Se desvió un poco de su camino de
huida para ir hacia la voz. Buscó refugio
tras un árbol. Al otro lado del tronco, a
pocos metros de distancia, en el centro
de un círculo de muertos a punto de
devorarlo, el moro Rafir alzó una
granada.
La bomba explotó. Mil fragmentos de
muertos y de Rafir volaron por los aires.
Jurel se escondió tras el árbol para
esquivar las esquirlas de hueso y los
restos de carne que se estrellaron contra
el tronco.
Al poco asomó el rostro. A medio
metro a su izquierda, en el suelo,
descansaba la parte superior del tronco
de lo que había sido un legionario
nacional. Por increíble que pudiera
parecer, la gorrilla con la borla aún le
aguantaba encima de la cabeza.
Jurel salió de su escondite, sigiloso y
dispuesto a retomar su camino de huida.
El legionario muerto estiró el brazo
hacia él, al tiempo que abría unos ojos
sanguinolentos y emitía un gemido
gutural. A Jurel se le escapó un aullido
de niña histérica. Pateó al muerto en la
cabeza y salió a la carrera, olvidando
toda precaución.
Sus gritos histéricos alertaron a una
manada de muertos que se le acercaron
de frente, cortándole el camino. A toda
prisa, torció a la derecha, resbalando y
raspándose las piernas contra un
arbusto.
Se repuso con esfuerzo, empujado por
el aliento de los muertos que se le
acercaban por detrás. En pocas zancadas
puso tierra por medio con ellos, pero su
huida estaba siendo tan ruidosa que un
nuevo trío de cadáveres andantes volvió
a cerrarle el camino.
Frenó en seco. Se dio la vuelta y pudo
ver que los otros ya estaban allí. Miró a
la derecha y luego a la izquierda, pero
los monstruos lo rodeaban por todos
lados.
Se puso a llorar como un niño,
soltando babas descontroladas. Las
piernas le fallaron y el círculo de
muertos se fue cerrando, poco a poco,
sobre él.
Jurel se encogió en el centro,
cubriéndose la cabeza con las manos. Se
hizo un ovillo en el suelo, gimiendo, sin
dejar de llorar. Desde fuera del círculo
de muertos, su cuerpo ya no podía verse.
Unos segundos después, sus gemidos
se tornaron aullidos cuando los muertos
comenzaron a despedazarlo.
Jan derribó por la espalda al muerto
que se interponía en su camino,
disparándole la última bala del cargador
de la Astra en el cogote. De un salto
sobrepasó la roca que protegía a
Estrella y al sargento.
Mientras recargaba su pistola se puso
a cubierto tras la chica. Ella siguió
disparando con su fusil hacia la
izquierda mientras el sargento protegía
el flanco derecho. Jan se alzó para mirar
por encima de la roca.
La primera avanzada de su particular
ejército de muertos ya había dado buena
cuenta de los dos puestos de
ametralladora y de los soldados que las
defendían. Ahora avanzaban, decididos,
hacia la alambrada, desde donde un
grupo de soldados, estos vivos, se
habían apostado para defender a la
desesperada el edificio de cemento. Sus
disparos, aunque lograron detener a
algunos de los monstruos, no parecían
capaces de acabar con todos ellos.
Jan intentó localizar a Miguel o al
Mecha, pero no pudo verlos en medio de
aquel follón infernal. Al momento se
temió lo peor.
Estrella llamó su atención:
—¿Cómo nos va por ahí? —le
preguntó, en una pausa entre disparo y
disparo.
Tras la primera avanzada de muertos,
la más numerosa, que ellos mismos
habían atraído hasta allí y que estaban
dando buena cuenta de las defensas del
puesto, aparecieron algunos grupos más.
Uno de estos era el que mantenía
ocupados a Jan y a sus dos compañeros
supervivientes. Gracias a la buena
puntería de los dos rojos y a que la gran
mayoría de los muertos, deslumbrados
por las luces y disparos desde la
alambrada, habían pasado de ellos, el
espacio que ocupaban se estaba
despejando de enemigos.
—Quizás lo logremos —respondió
Jan, en un ataque de optimismo—. Creo
que si logramos aguantar unos minutos
más, la alambrada caerá bajo la presión
de esos monstruos. Luego sólo —
remarcó el tono en «sólo» —tendremos
que abrirnos paso entre ellos con las
granadas.
Estrella giró la cabeza para sonreírle.
—Unos minutos no son nada, después
de toda esta noche.
Él le devolvió la sonrisa, que al
momento se le congeló en un rictus de
terror cuando un muerto, aparecido de la
nada, la agarró por el cuello y la
arrastró hacia sus fauces.
—¡No! —gritó Jan. Saltó tras ellos,
pero otro engendro se le vino encima y
frenó su intento de rescate.
Forcejeó con su atacante, sólo lo justo
para colocarle la pistola en la sien y
atravesársela de un disparo.
El otro muerto había arrastrado a
Estrella a un par de metros de distancia.
Jan contemplaba la escena como si
sucediera más lenta de lo normal pero,
aun así, a una velocidad tan rápida que
él no pudo hacer nada para evitar que
ocurriera.
El muerto abrió la boca y bajó el
rostro, para morder el cuello de la
chica.
Un brazo de hombre se interpuso en el
camino de los dientes. Estos se cerraron
sobre la carne, sin importarles a quién
perteneciera.
Su dueño, el sargento rojo, aulló de
dolor, pero sacó fuerzas para apartar al
muerto de su soldado. El cadáver seguía
masticando, cegado por su hambre
infernal. De un tirón le arrancó medio
antebrazo al sargento, antes de que este
lograra pegarle un tiro con su pistola a
través de la coronilla.
El muerto se desplomó. Jan alzó la
pistola, pero ya no quedaban enemigos.
Todos habían pasado hacia adelante, en
dirección a las defensas, o habían caído
derrotados por sus disparos.
Estrella, tirada en el suelo, lloraba
desconsolada con la mirada fija en el
sargento. El hombre, de rodillas sobre la
tierra, se agarraba el muñón
ensangrentado con una expresión de
terrible dolor en el rostro.
Lanzó su pistola a los pies de Jan.
Este la miró, confuso.
—Que sea con mi arma —rugió el
sargento.
Jan negó con la cabeza.
—¡Vamos! —gritó el otro, a punto de
perder la cordura.
Jan se agachó y, como activado por un
resorte, recogió el arma con su mano
libre y se puso otra vez en pie. Apuntó
la pistola hacia el sargento. Sintió una
lágrima cálida en su rostro.
—No... —pidió, bajito, Estrella,
estirando la mano hacia su sargento.
Él la miró una última vez. Haciendo
un esfuerzo sobrehumano por superar el
dolor y la locura que se abría paso a
través de su cerebro, le sonrió,
afirmando con la cabeza, durante un par
de segundos.
Después, todavía con la misma
expresión plácida en el rostro, se volvió
hacia Jan.
Este asintió y disparó. El sargento
cayó, muerto, hacia atrás.
Estrella saltó desde el suelo sobre
Jan, gritando y llorando. Le golpeó,
repetidas veces, con los puños en el
pecho. Él la abrazó con fuerza, luchando
por detenerla.
Miguel peleaba a puñetazos contra los
muertos. Sentía una rabia que le
abrasaba las tripas y amenazaba con
cegarle la mente, pero él se negaba a
rendirse.
Uno de los monstruos le mordió en un
brazo y Miguel se lo quitó de encima de
un golpetazo, sin importarle que el otro
se llevara un trozo de su carne con él.
Sólo quería abrirse paso hasta el
muerto que había atrapado al Mecha.
Desde donde estaba alcanzaba a ver la
espalda del muerto agachado sobre el
cuerpo caído del rojo, justo al lado de la
BMW camuflada del tirador devorado
por los muertos.
Tras la alambrada se había
posicionado un pelotón de soldados
armados con fusiles. Disparaban contra
todo lo que se movía en la explanada,
pero hasta aquel momento los muertos
más cercanos a ellos los habían tenido
bastante ocupados.
Ahora, dos de los soldados apuntaron
sus armas hacia la posición en que se
encontraba Miguel.
Este se tiró al suelo. Las manos de
todos los muertos en derredor fueron a
por él, pero una lluvia de balas los
barrió del terreno.
Esperó tirado, con la cara en la tierra
y con los brazos protegiéndole la
cabeza, hasta que los tiradores
terminaron con los muertos que lo
rodeaban y volvieron a prestar atención
a los que se acercaban a ellos, viniendo
desde el centro de la explanada.
Miguel se movió con sigilo para no
llamar la atención de los tiradores.
Alcanzó a gatas la posición del Mecha
justo a tiempo de ver cómo el rojo se
quitaba de encima al muerto que lo
había agarrado.
Miguel se alegró de ver que el
republicando todavía estaba vivo. Se
acercó por la espalda al cadáver
andante y, con un solo movimiento
ejecutado con ambas manos, le partió el
cuello.
El muerto cayó desorientado al suelo.
Miguel vio que el Mecha llevaba en la
mano su bayoneta. El rojo se acercó en
dos gateadas y se la clavó en la cabeza
al otro.
Miguel se detuvo a su lado. Ambos se
miraron.
—¿Todavía estás aquí? —le preguntó
el Mecha.
—No por mucho tiempo —se sonrió
Miguel, con un esfuerzo inmenso por
mantener la poca cordura que le restaba.
Por la expresión en la cara del otro, su
sonrisa no debía de resultar nada
tranquilizadora.
Un revuelo en la primera fila de
muertos junto a la alambrada captó su
atención. Una llamarada, surgida desde
detrás de la barrera, hizo retroceder a la
primera fila de monstruos, que se
apretujaban empujando las defensas
mientras intentaban echarlas abajo a
base de fuerza bruta. El olor a carne
quemada se extendió por todo el frente.
Una segunda llama acabó con la
resistencia de los muertos que
continuaban agarrados a la alambrada.
—¿Qué cojones...? —murmuró el
Mecha.
Varios soldados apartaron una
sección de la barrera de alambre. Dos
de ellos atravesaron aquella brecha y
salieron a campo abierto, a un metro
escaso por delante de los muertos.
Ambos soldados llevaban un depósito
metálico colgado en la espalda. Del
depósito salía una manguerita que
enganchaba con una boquilla metálica.
Uno de los dos soldados apretó el
gatillo. La llamarada abrasó al más
cercano de los muertos y lo transformó,
al instante, en una antorcha humana que
giraba sobre sí misma.
El otro soldado imitó a su compañero,
apuntando la llama hacia el lado
contrario que aquel. Ambos barrían el
campo de batalla con el fuego de sus
lanzallamas.
La luz de los focos, los disparos y las
explosiones habían atraído a los muertos
hacia allí. El fuego, por fin, los hacía
retroceder.
Los cadáveres iniciaron una retirada
confusa, tropezando unos con otros, de
regreso por el camino que los había
llevado hasta allí.
Un par de ellos, como luchando
contra la corriente que formaban los
demás, o quizás porque estaban
demasiado hambrientos como para
resistirse, avanzaron hacia los dos
soldados armados con lanzallamas.
Estos reaccionaron abrasándolos sin
piedad. Los dos muertos, negándose a
caer, todavía avanzaron medio metro
hacia delante hasta que sus piernas
chamuscadas se quebraron, y los dos
cayeron al suelo para no moverse más.
En su precario refugio tras la roca,
Jan seguía consolando a Estrella, que
todavía lloraba bajo su abrazo con la
mirada fija en el cadáver del sargento.
Un nuevo tumulto, que sonaba desde
la zona de la alambrada, se sobrepuso al
sonido de las armas. Desde allí detrás,
el tono de los gemidos de los muertos
había variado, a oídos de Jan.
«¿Están asustados?»; pensó.
Además, sobre el rumor constante de
los lamentos de aquellos engendros, se
superponía otro ruido, una especie de
siseo gaseoso. Apartó a Estrella con
delicadeza y volvió a mirar por encima
de la roca que los protegía. Ella lo
siguió, todavía aturdida.
Desde la alambrada, los muertos
regresaban a por ellos. Un par de
soldados armados con lanzallamas
atizaban a aquel rebaño del infierno en
su dirección.
—Hay que largarse de aquí.
Jan se guardó la pistola Star del
sargento en el cinto. Cogió a Estrella
por la mano y se dio la vuelta en
dirección al bosquezuelo.
Un nuevo grupo de muertos apareció
de entre los árboles. Avanzaban
directamente hacia su posición. Jan miró
a uno y otro lado de la explanada. Tanto
el barranco a un lado, como la pared de
la montaña al otro, no ofrecían
escapatoria.
Tiró de Estrella hacia la alambrada,
pero el muro de muertos caminaba hacia
ellos desde allí. Giró de nuevo, en
dirección al bosque, desesperado.
Estrella le apretó la mano y le obligó
a mirarla. Él se resistió; todavía giraba
la cabeza a un lado y a otro, buscando
una salida, algún sitio por donde
escapar. Ella le acarició la cara con una
mano, haciendo que él la mirase. Le
sonrió.
Los muertos se les echaban encima;
podían escuchar sus pasos cada vez más
cerca. Decenas de pies se aproximaban
desde ambos lados de la explanada.
—Creo que tu plan no ha funcionado
—le susurró Estrella.
Jan se rindió y dejó de buscar una
salida. Suspiró hondo y se sonrió,
entristecido.
—¿Qué esperabas? Era un plan de
mierda.
Ella lo abrazó con fuerza y se rio con
ganas, apretándose contra su pecho. Él
también la abrazó. Por encima de su
cabeza vio a un muerto que se
adelantaba a los otros. Vestía un
estrafalario pantalón azul oscuro. El
casco metálico se balanceaba sobre su
cabeza, a punto de caer.
Estrella se separó de su abrazo y le
miró con los ojos llenos de lágrimas.
Bajó su mano hacia la mano de él, la que
sujetaba la pistola Astra. Lentamente, la
alzó hasta ponérsela junto a la cabeza.
—No —gimió él; las lágrimas le
resbalaban por el rostro.
—Por favor —pidió Estrella—. No
les dejes que me cojan.
Él cerró los ojos con fuerza, para
intentar retener las lágrimas. Luego
volvió a abrirlos. La miró sonriendo y
asintió.
Ella pegó, de nuevo, la cabeza contra
su pecho.
Jan le acarició el pelo con la mano
libre. Con la otra, apretó con fuerza la
pistola y puso el dedo índice sobre el
gatillo.
20
Final
Los muertos se habían dado la vuelta.
El plan se estaba yendo al garete. El
Mecha vio, a los lejos, al teniente
nacional y a la Matacuras.
¿Se estaban abrazando? Pues sí que
estaba jodida la cosa.
Miró a Miguel. El chaval gallego le
devolvió una mirada casi perdida. Tenía
los ojos inyectados en sangre.
Los muertos retrocedían presionados
por los lanzallamas, dejando atrás la
alambrada y el puesto de mando. Los
soldados allí apostados gritaban vivas,
victoriosos, y se ponían a cubierto
dentro del edificio de cemento.
Los muertos acababan de sobrepasar
su posición, junto a los destruidos
nichos de ametralladoras.
—Hemos fracasado —dijo el Mecha.
Se estiró en el suelo para alcanzar su
fusil y se lo ofreció a Miguel.
—Si quieres, puedo hacerlo yo...
Miguel ahogó un rugido enterrando el
rostro en la tierra del suelo, para evitar
que pudieran descubrirlos los soldados
todavía apostados tras la alambrada.
El Mecha dio un bote, pero ya ni se
apartó del gallego, aunque se aferró al
fusil por si las moscas. Miguel lo miró
con el rostro manchado de tierra.
—Me niego a morir así.
Mecha estaba a punto de objetar que
no les quedaban muchas opciones, pero
el otro le dejó con la palabra en la boca
y se alejó, arrastrándose con el cuerpo
pegado a tierra.
El Mecha dudó, sorprendido, pero
acabó por seguirlo a cuatro patas
mientras vigilaba de reojo a los muertos
a un lado y a los tiradores al otro. Sin
olvidarse de los dos soldados armados
con lanzallamas que, a sólo unos metros
enfrente de su posición, azuzaban a los
muertos con las llamaradas de sus
armas.
Alcanzó a Miguel cuando el chico
estaba retirando la red de camuflaje que
ocultaba la BMW del tirador alemán.
«Sí, señor», pensó el Mecha, «esta sí
que es una buena máquina». Sacudió la
cabeza con una sonrisa feliz en los
labios.
Se percató de que Miguel lo estaba
mirando, agarrado al manillar de la
motocicleta.
—En cuanto arranque —le dijo el
gallego—, me iré hacia los de los
lanzallamas. Explotaré mis bombas. —
Sujetaba con dos dedos el cordel de hilo
de cobre, con las bombas de mano
enganchadas—. Cuando estalle, intenta
escapar.
El Mecha le ayudó a mover la moto,
vigilando de reojo por si los veían
desde la alambrada. Miguel pasó una
pierna sobre el cuerpo del vehículo. El
Mecha hizo lo propio, detrás de él.
—¿Pero qué coño haces? —Miguel
luchaba por controlarse—. No me queda
mucho...
El Mecha le enseñó su brazo derecho,
con la manga destrozada. Un mordisco
le había arrancado un trozo de carne del
antebrazo.
—A mí tampoco me queda mucho. Y
me apetece una última carrera.
Miguel se giró para mirarlo. El
Mecha le dio una palmada en el hombro
y el otro asintió.
El gallego sacudió una patada al
pedal y arrancó la moto. Aceleró al
máximo y salió a toda velocidad en
dirección opuesta al edificio de
cemento, encaminado hacia el
bosquezuelo.
El revuelo alertó a los tiradores tras
la alambrada y también a uno de los que
portaban lanzallamas. Este último se
giró, dirigiendo hacia la motocicleta el
fuego que salía de la boquilla de su
arma. Aunque estaban demasiado lejos
como para que les alcanzara, el calor
abrasador del fuego obligó al Mecha a
esconder la cara contra el cuerpo de
Miguel.
La llamarada los siguió de cerca
mientras rodeaban el foso de
ametralladora y se encaraban hacia los
muertos. Un par de disparos de los
tiradores atravesaron la barrera de fuego
para perderse por encima de sus
cabezas.
La motocicleta completó el
semicírculo y se paró justo enfrente del
puesto de mando, entre las dos zanjas de
ametralla doras. Delante de una multitud
de muertos vivientes que escapaban del
fuego en dirección a ellos.
Miguel aceleró la moto sin dejarla ir.
La rueda trasera levantó restos de tierra
y de piedra, mientras un humo gris
negruzco se elevaba desde el tubo de
escape.
El Mecha le enseñó la granada que
llevaba en la mano derecha.
—A por ellos, hijo —susurró.
Arrancó la anilla de la granada y la
lanzó contra los muertos que avanzaban
hacia ellos y que se interponían en su
camino. La bomba golpeó a uno en la
cara y, luego, rodó por el suelo,
desapareciendo entre la multitud de
cuerpos.
Al momento, explotó.
Varios de los cadáveres volaron por
los aires, abriendo una brecha en la
muralla de muertos andantes.
Miguel rugió con rabia, al tiempo que
aceleraba de nuevo y, esta vez sí, dejaba
ir la moto hacia adelante. El Mecha se
abrazó con fuerza a su cuerpo. Con la
mano izquierda agarró el cordel de
cobre amarrado al torso del gallego.
Cruzaron por entre los muertos que
habían resistido en pie la explosión,
dando leves giros a un lado y a otro para
evitar a los que intentaban agarrarlos.
Al fondo, aparecieron los soldados de
los lanzallamas. Habían retrocedido
hasta situarse justo delante de la
alambrada, a pocos metros del puesto de
mando. Mantenían bajas las boquillas de
los lanzallamas, con sólo una pequeña
llama azul brotando de las armas, pero
cuando vieron aparecer la motocicleta,
apuntaron directamente hacia ella y
dispararon a toda potencia.
A través del cuerpo de Miguel, el
Mecha podía sentir el calor del fuego.
Agarró con fuerza el hilo de cobre y
pensó con cariño en su familia cuando
tiró de él.
La motocicleta explotó en el momento
justo en que alcanzaba al primero de los
soldados armado con un lanzallamas. La
onda expansiva lanzó al segundo,
convertido en una bola de fuego, contra
la alambrada, destrozando la protección
a la izquierda del edificio cúbico de
cemento.
Una multitud descontrolada de
muertos vivientes salidos del infierno
cruzó en tromba por entre los restos de
la explosión y a través de la brecha en la
muralla de metal de alambre. Cayeron
sobre los tiradores supervivientes como
fieras hambrientas.
Un segundo antes de apretar el gatillo
de su pistola Astra, la pistola
reglamentaria de su regimiento. Un
segundo antes de dispararle a la cabeza
a Estrella para evitarle el trago de morir
devorada en vida por aquella horda de
muertos vivientes que ya, prácticamente,
alcanzaban a tocarlos.
Un segundo antes de todo aquello, Jan
sólo podía pensar en lo diferente que
podría haber sido todo entre ellos dos si
se hubieran conocido en otras
circunstancias. En cualquier otro
momento de su vida, antes de aquella
noche, antes de aquella guerra, él habría
sido el hijo de un industrial, destinado a
hacerse cargo, con los años, del negocio
familiar.
¿Y ella? ¿Quién habría sido ella? La
hija de alguien, en algún pueblo que él
nunca habría pisado, destinada a casarse
con alguien del mismo pueblo y a parir y
criar dos o tres hijos.
Si se hubieran conocido en otras
circunstancias, ¿qué habría sucedido?
Ni siquiera se habrían mirado a la
cara. Al menos algo de aquella noche
había valido la pena.
Le dio un beso en el pelo mientras
apretaba, con suavidad, el gatillo, sin
preocuparse si quiera por si le quedaría
tiempo u otra bala en la recámara para
ahorrarse él mismo el sufrimiento.
Una terrible explosión sacudió el
mundo a sus espaldas. Los muertos
alrededor cayeron derribados. Estrella
le miró, sorprendida. Él tiró de su brazo
y corrió hacia la roca. Destinó el
disparo de Estrella a un muerto que, sin
llegar a recuperarse de la onda
expansiva, alargó su brazo hacia ellos.
Saltaron sobre la roca. La explanada
era un continuo de muertos caídos, la
mayoría reventados por la explosión,
que había abierto una brecha en la
alambrada. El resto de andantes, los más
cercanos a los escombros de la barrera
de alambre y al edificio de cemento,
corrían a devorar a los soldados que
hasta hace bien poco les disparaban
desde detrás de la protección, ahora
destruida.
Jan rebuscó en el bolsillo del
pantalón y le mostró, triunfal, a Estrella
su último cargador. Lo metió en la
pistola. Luego sacó la granada que
todavía guardaba en el otro bolsillo.
—Tenemos una oportunidad —le dijo
—. ¿Estás conmigo?
Ella asintió y sacó su bomba de mano.
La lanzó contra los primeros muertos
que lograban reanimarse a este lado de
la explosión.
Los dos se refugiaron tras la roca y,
en cuanto la bomba estalló, salieron a la
carrera a través de la explanada.
La bomba de Estrella les allanó el
camino de muertos andantes, y no fue
hasta casi alcanzar la alambrada que Jan
tuvo que tirar de pistola para eliminar a
alguno que ya se iba a por sus cuellos.
El resto de los monstruos continuaban
demasiado ocupados merendándose a
los soldados del puesto.
Rodearon el edificio cúbico por la
derecha. En aquella pared y a través de
un ventanuco, Jan pudo ver fugazmente
cómo un oficial alemán con unos
auriculares sobre la cabeza gritaba
desesperado al micrófono de la radio.
Justo un segundo antes de que dos
muertos aparecieran por detrás del
oficial y lo arrastraran por el suelo.
Terminaron de bordear la
construcción. A pocos metros se
reiniciaba el bosque de montaña, la
pendiente boscosa que trepaba hasta la
carretera a Bot, pero a los muertos no
les interesaba aquel lugar. No con tanta
carne fresca a su disposición allí abajo.
Por todas partes algún muerto se
ocupaba de devorar a uno de los
soldados. Junto a la pared de entrada,
tres de aquellos monstruos le arrancaban
a mordiscos las tripas a un cuerpo con el
uniforme de las SS.
—¡Jan! —el grito provenía de algún
lugar a su derecha y Jan ni lo dudó. Era
la voz de su tío.
El comandante Enrique Gavira corría
junto al civil alemán.
—¡Jan! —le llamó de nuevo.
Otro soldado con el uniforme de las
SS los defendía de las hordas de
demonios con una metralleta en las
manos. Jan pudo ver cómo derribaba a
tres o cuatro, antes de que otros tres lo
alcanzaran al mismo tiempo.
La metralleta voló hasta los pies de
Jan, con la mano del soldado alemán
aferrada todavía al gatillo. Jan se guardó
la pistola Astra en el cinto, junto a la
Star del sargento. Con la automática ya
en las manos, ametralló a dos muertos
que se abalanzaban sobre el comandante
Gavira. Se acercó a él y al civil alemán
con Estrella pegada a sus talones.
El alemán señaló hacia Gavira y le
gritó a Jan:
—Dispárele, le han mordido.
¡Mátele!
Jan miró a su tío. Este se sujetaba un
brazo con fuerza. La sangre le manchaba
el uniforme. Gavira lo miró de aquella
manera que ya había visto más de una
vez aquella noche. Le señaló con un
dedo.
—Todo esto es culpa de ellos —gritó
Gavira, acusador.
Jan pensó que su tío había
enloquecido. ¿Por qué le señalaba a él
mientras gritaba aquello?
Entonces cayó en la cuenta de que no
lo acusaba a él. Señalaba a Estrella.
Ahora que se estaba transformando en un
monstruo, su tío, el comandante Enrique
Gavira, seguía culpando a los rojos de
todos sus males.
—¡Mátalo! —gritó Gavira,
enrabietado—. ¡Acaba con ese rojo
cabrón!
Jan lo miró con tristeza.
—¡Maldita sea, obedéceme! —gritó
Gavira.
—¡Tenemos que salir de aquí! —
aulló el civil alemán, temeroso de que
los muertos terminaran de devorar a su
soldado y se fueran a por él.
Jan se volvió hacia Estrella.
—¡Corre! —le gritó—. Escapa de
aquí.
Ella tiró de su brazo, pero él se
resistió.
—Ven conmigo —le suplicó Estrella.
Jan negó con la cabeza.
—Los dos no lo lograremos. Le
prometí a Miguel que tú escaparías.
Vete. ¡Por favor!
Estrella se apartó de él con lágrimas
en los ojos, todavía indecisa.
Jan sacó la granada del bolsillo y le
quitó la anilla. La lanzó con todas sus
fuerzas hacia el inicio de la subida a la
carretera. Los dos se agacharon para
protegerse de la explosión. Algunos
muertos, agrupados por aquella zona,
reventaron en mil pedazos.
En cuanto se difuminó el humo, Jan
repitió:
—Corre.
Estrella le hizo caso y se marchó sin
mirar atrás.
Gavira miraba a su sobrino con odio
inhumano, pero permaneció quieto. El
civil alemán quiso seguir el camino
iniciado por Estrella, sin ser consciente
de que los tres muertos que habían
devorado al soldado de las SS ahora
iban a por él.
El alemán dio un paso hacia Jan. Este
alzó la mano.
—¡Espere!
—¿Qué? ¿Qué sucede?
Los tres muertos estaban a medio
metro a la espalda del alemán.
—¡No se mueva!
—¿Por qué? ¡Por Dios! ¿Qué pasa?
Los tres muertos lo alcanzaron. Uno le
mordió en el cuello. Otro, en un brazo.
El tercero arremetió contra su cara.
El alemán gritó pidiendo ayuda
desesperado, pero Jan no movió un dedo
por él.
«No es un mundo justo»; pensó.
Pero a veces compensa.
El tío de Jan, o más bien el cuerpo
que una vez había albergado su alma,
caminó despacio hacia él. Por detrás, el
resto de muertos acababa de caer en la
cuenta de que Jan era el único vivo que
quedaba por allí. Él apuntaba a un lado
y a otro la metralleta, sin decidirse a
disparar. No habría sabido sobre quién,
de entre todos aquellos muertos.
Por delante de los demás, Gavira aún
alcanzaba a pronunciar algunas
palabras:
—Eres un monstruo —le dijo, con un
sonido gutural que arrastraba las
palabras—. Como todos esos rojos del
demonio.
—Lo siento, tío. —De nuevo, una
lágrima se le escurrió por la mejilla—.
Descansa en paz.
Le disparó un tiro seco en la cabeza.
Gavira cayó muerto. Los monstruos
siguieron avanzando. Una amalgama de
uniformes de soldados republicanos y
nacionales; de falangistas, milicianos,
moros y alemanes. Todos ellos, unidos
en la muerte, yéndose a por Jan. Los
muertos olisqueaban el aire en su
dirección.
Jan disparó dos ráfagas más, a bulto,
contra los engendros. Sabía que no
tendría balas suficientes para todos; era
imposible. Y la carrera, a su espalda,
hasta el bosque y hasta la carretera,
resultaba sin lugar a dudas demasiado
larga.
Un silbido descendió del aire de la
noche sobre sus cabezas. Tres sombras
negras cubrieron la escasa luz de la luna
en el cielo.
Jan Lozano, teniente de requetés, le
dio la espalda a la cincuentena de
muertos y echó a correr, empujado por
la última esperanza de huida, que bajaba
desde el cielo nocturno, viniendo por el
oeste.
21
Huída
Estrella trepaba por un camino
impracticable, entre ramas de arbustos
espinosos que se le enganchaban en la
ropa y frenaban su huida. En dos
ocasiones gritó sobresaltada, creyendo
que la habían atrapado, que uno de
aquellos brazos esqueléticos la había
alcanzado por fin. Pero las dos veces
sólo se trataba de la vegetación
selvática de aquella pendiente que
parecía querer aliarse con los muertos
en su intento de apresarla.
Tras unos minutos angustiosos,
atravesó la última barrera vegetal y
apareció al borde de un camino. Corrió
un poco más, hasta la cima de la subida,
desde donde oteó el valle. Allá abajo,
entre la oscuridad, escondida entre
pinos y encinas, se adivinaba la pequeña
explanada junto al puesto de mando. Vio
dos resplandores apagados, seguidos de
inmediato por el eco de un par de
disparos aislados, y luego el silencio.
Las lágrimas se le agolparon en los
ojos cuando recordó a sus compañeros,
muertos allí abajo. O quizás convertidos
en algo peor. Sólo quedaba ella. Y
quizás el teniente nacional. ¿Habría
podido seguirla? Entrecerró los ojos y
afinó la mirada, esperanzada, pero nadie
parecía moverse por el camino desde
allí abajo hasta ella.
Entonces escuchó el zumbido y los
vio. Tres sombras negras que se
abalanzaban sobre el valle desde muy
arriba, en el cielo de la noche. Vio cómo
caían las bombas y las dos primeras
explosiones, que incendiaron el valle.
Sintió el calor del fuego en sus ojos
húmedos de lágrimas. Entonces escuchó
el silbido de la tercera bomba, más allá
del valle, cayendo sobre la misma
pendiente que ella había trepado sólo
unos minutos antes.
Cayendo tan cerca de su posición.
Cerró los ojos, a sabiendas de que no
tenía tiempo de escapar. El resplandor
atravesó sus párpados y sintió el fuego
abrasador en su piel en el mismo
instante en que la fuerza de la explosión
la lanzaba por los aires.
Le dolía la cabeza. La cara y los
labios le quemaban. Le ardían los ojos,
pero aun así, hizo un esfuerzo por
abrirlos. A su alrededor sólo veía
sombras. Todavía era de noche y sus
ojos doloridos y su cabeza maltrecha no
eran capaces de enfocar correctamente.
Entonces una de las sombras, de entre
todas las que le rodeaban, se fue a por
ella. Seguida por otra más.
Estrella se levantó dando un grito. Al
tiempo que buscaba su arma, recordó
que ya hacía rato que la había perdido.
Escuchó el cerrojo de un fusil y a una de
las sombras que le decía algo, pero no
lo entendió. Alzó las manos en señal de
rendición.
Las dos sombras se acercaron.
Apuntaban a Estrella con sendos fusiles.
Vestían cazadoras de cuero negro. Uno
llevaba un casco y el otro una gorra de
oficial, con una cruz negra grabada. Los
dos la miraban y se reían, y el oficial le
dijo algo al otro. Estrella cayó en la
cuenta de por qué no les había entendido
antes. «Los jodidos alemanes», pensó.
El oficial se le acercó y le acarició la
media melena suelta. Ella apartó el
rostro con gesto de asco. Al tipo debió
de hacerle gracia porque se volvió hacia
el soldado y le gritó algo, eufórico.
El otro respondió con un silbido. El
oficial se volvió hacia Estrella y la
agarró por un brazo, con violencia. La
arrastró camino adelante, hasta que
llegaron junto a un todoterreno
descubierto y con la cruz de la Legión
Cóndor pintada en la puerta, por encima
de la rueda de repuesto incrustada en el
lateral.
Estrella sólo quería que la sacaran de
aquel infierno, por lo que no ofreció
ninguna resistencia. Pero cuando
llegaron junto al vehículo, en lugar de
meterla dentro, el oficial alemán la
lanzó contra el capó.
El rostro de Estrella golpeó con
violencia contra la carrocería, sobre la
rejilla del radiador. Intentó darse la
vuelta, pero el alemán volcó su peso
contra ella, atrapando el brazo izquierdo
de la chica bajo su pequeño cuerpo.
Estrella se mordió el labio para no
gritar por el dolor. Su otro brazo quedó
libre, pero ella no lo movió.
El alemán seguía farfullando en
galimatías, con la voz entrecortada por
la excitación. El otro sólo se reía y
asentía, «ja, ja».
Cuando el oficial alemán notó que la
chica dejaba de resistirse, se metió la
mano en el pantalón. Apretó la cabeza
contra el cuello de Estrella y le susurró
algo, en alemán, al oído. Entonces se la
sacó.
Estrella le golpeó en los genitales con
toda la fuerza de su mano derecha libre.
El alemán aulló y cayó, retorciéndose
de dolor, agarrándose con fuerza la
entrepierna. Estrella quiso aprovechar
para huir, pero el otro soldado le colocó
la punta del cañón de su arma en la cara.
El oficial gemía y lloriqueaba. Se
levantó, tembloroso, y apartó el extremo
inferior de la chaqueta de cuero. Asomó
una cartuchera, de la que sacó una
Luger, una pistola igual que la que
Estrella le había visto una vez a un
internacional alemán una noche en
Madrid, hacía ya una eternidad.
Se acercó rabioso a Estrella y le gritó
a la cara. Ella, que ya no estaba para
tonterías después de todo lo que había
pasado aquella noche, le escupió en el
rostro.
La cara del alemán se tornó roja de
pura rabia. Tiró para atrás del cargador
de la pistola y se la puso en la frente a la
chica. Masticó otra expresión en su
idioma, indescifrable para ella.
Estrella cerró los ojos.
Pasó un segundo, y luego otro. Pero el
disparo no llegó, así que Estrella volvió
a abrirlos.
El oficial ya no le apuntaba con la
pistola. En realidad ni siquiera la
miraba. Sus ojos asustados apuntaban al
camino, y Estrella se giró, despacio,
para seguirlos.
Al borde mismo de la maleza
quemada, como un fantasma surgido de
entre los restos del bosque incendiado,
había un hombre, o más bien, la sombra
de un hombre.
Mantenía la mirada baja, perdida.
Estaba cubierto de ceniza de los pies a
la cabeza. Se tambaleó dando dos pasos
perdidos hacia la derecha. Gimió un
lamento largo.
Seguía llevando aquellos ridículos
bombachos.
Estrella se tapó la boca con las
manos, ahogando un aullido de horror,
pero incapaz de controlar las lágrimas.
El soldado alemán se agitaba histérico y
le gritó algo a su oficial. Este se distrajo
por los sollozos de la chica.
El soldado tiró del cerrojo y apuntó
hacia la sombra de lo que había sido
Jan.
El oficial lo detuvo con una orden
seca. Estrella se atrevió a mirar.
Primero a Jan, a lo que quedaba de él,
tambaleándose a unos metros en el
camino.
Luego miró al oficial alemán, a su
siniestra sonrisa y al modo en que él la
observaba.
La agarró con fuerza de la muñeca y
tiró de ella, arrastrándola en dirección a
Jan.
—¡No! ¡No! ¡Por favor! —suplicó
Estrella, clavando los pies en la tierra
del suelo para intentar frenar al alemán.
Volvió su rostro, suplicante, hacia el
soldado, pero este, que contemplaba la
escena con gesto horrorizado, evitó
mirarla a los ojos.
El oficial dio un tirón más y Estrella
voló, hasta aterrizar a los pies de Jan.
Allí se agitó, intentando revolverse para
escapar. Pero con un movimiento veloz,
él la atrapó con energía por el brazo.
La atrajo con fuerza, obligándola a
alzarse a pesar de sus piernas
temblorosas que no eran capaces de
sostenerla en pie. Estrella cerró los
ojos, incapaz de enfrentarse a aquel
horror final.
Jan gimió a escasos centímetros de su
rostro. Ella apretó los ojos con más
fuerza, pero aun así, las lágrimas se le
deslizaron por la cara.
Jan le cogió también el otro brazo y la
sacudió, gimiendo más alto, delante
mismo de sus labios. Estrella abrió los
ojos al fin.
Jan tenía el rostro negro de ceniza y
con rasguños por toda la cara y el
cuello. Su ojo derecho era un bulto
amoratado, casi cerrado por una fuerte
contusión.
El izquierdo estaba muy abierto y
tenía la miraba enloquecida. El ojo se
cerró y se volvió a abrir. Jan gimió de
nuevo, pero en un tono algo distinto. Su
ojo sano se abría y cerraba con
desesperación.
Estrella estuvo a punto de soltar una
carcajada cuando entendió que el
teniente nacional Jan Lozano intentaba
guiñarle un ojo.
Él bajó la mirada. Ella asintió y
apoyó la cabeza contra su pecho.
Respiró un segundo mientras escuchaba
el latir de su corazón.
A su espalda, el oficial alemán dijo
algo.
Estrella se dio la vuelta en un giro
veloz, con la Star en una mano y la Astra
en la otra, y vació el cargador de las dos
pistolas sobre los soldados alemanes.
Estrella se peleaba con el cambio de
marchas del vehículo alemán mientras
avanzaban a toda prisa por el camino de
tierra en dirección al pueblo de Bot.
—¿Sabes que estamos yendo hacia
zona nacional, verdad? —observó Jan,
medio caído contra la puerta en el
asiento del copiloto.
—Te soltaré lo más cerca que pueda
de uno de vuestros hospitales. Y luego
me largaré. —Le echó un rápido vistazo
de reojo sin despistarse demasiado de la
carretera—. A ver si te miran ese ojo,
que da angustia.
—Cuando las bombas explotaron, salí
volando contra los primeros árboles. —
Se tocó el ojo y gruñó de dolor—. Me
comí el tronco de un pino.
Jan peleó por incorporarse, pero sus
escasas fuerzas no lo mantenían firme.
—¿Dónde piensas ir después de
dejarme? —le preguntó a la chica.
Estrella mantuvo la mirada al frente,
en la carretera. Resultaban evidentes las
arrugas que se formaban en su cara
mientras intentaba encontrar respuesta a
aquella pregunta.
—Intentaré cruzar a Francia —
respondió al fin.
—Joder —se rio Jan—. Ya sé que
este es un país de mierda, pero no me
jodas, Francia...
Estrella soltó una carcajada. Siguió
conduciendo. Cuando volvió a hablar,
ya estaba otra vez seria.
—No me queda nada aquí —dijo en
un susurro. Miró de reojo a Jan, que la
observaba en silencio—. Habéis ganado
la guerra; el país es vuestro. Al menos tú
podrás disfrutarlo.
—A mí tampoco me queda nada —
dijo Jan—. Este tampoco es ya mi país.
Recostó la cabeza contra el asiento,
cerró los ojos y cayó inconsciente. La
cabeza resbaló hasta chocar contra la
puerta, a punto de quedar colgando por
el exterior del vehículo descubierto.
Estrella detuvo el todoterreno al
borde del camino. Por el oeste, el sol
salía, viniendo desde el lado
republicano de la batalla. A la luz del
amanecer, Estrella comprobó que una de
las heridas en el cuello de Jan sangraba
de forma preocupante.
22
Las Árdenas (Francia)
El camión se detuvo en la cima de una
colina desde la que se contemplaba un
bosque helado por la nieve y el invierno
más frío que se recordaba en años.
De la parte trasera del vehículo,
protegida por una lona verde oliva,
descendieron un negro tunecino; un
francés de París, hijo de inmigrantes
polacos, y una chica española,
republicana exiliada, que se llamaba
Estrella, pero a la que todos llamaban
—nunca delante de ella —«le petit
Espagnole».
El hombre que le puso el apodo no
era nada original. Y, aunque lo hubiera
sido, Estrella odiaba todo tipo de
apodos.
Sacó una gomita del bolsillo y se
anudó la larga melena en una coleta. El
de Túnez y el parisino se ocuparon de
revisar el armamento y los mapas.
Estrella cogió unos prismáticos y se
subió encima de una roca que formaba
una atalaya natural sobre el bosque
nevado de las Árdenas.
Barrió con los binoculares la helada
extensión cubierta de árboles a sus pies.
Hacia el norte, un pequeño grupo de
soldados —«los americanos de la
Easy»; pensó Estrella —mantenía sus
posiciones de trinchera desde hacía ya
más de una semana.
Se acercaba el final del año 1944 y
Estrella no entendía cómo aquellos tipos
podían seguir vivos allá abajo, bajo
aquella helada permanente.
Aunque, como ella sabía muy bien, en
la guerra aprendes a soportarlo todo.
Una figura más alta que Estrella se
plantó a su lado. La chica apartó la
mirada de los prismáticos para observar
a Jan.
Jan, sin su gorra roja ni sus ridículos
bombachos. Jan, con un uniforme digno
del más tirado de los partisanos, le
sonreía con esa mirada suya
pretendidamente seductora. Estrella le
devolvió la sonrisa y aguantó la mirada,
hasta que él, ruborizado, dirigió su
atención hacia el bosque.
—¿Y bien? —le preguntó al fin.
—Nada —respondió ella—. Me temo
que te has equivocado.
Jan la miró con cierta superioridad
molesta y le quitó los prismáticos de la
mano. Con ellos barrió el horizonte, del
este al oeste.
Estrella dio unos golpecitos con la
bota sobre la roca en la que estaban
subidos.
—Sí —dijo ella—. Mucho me temo
que al final tenían razón los que se
burlaban del chiflado español cazador
de muertos andantes —añadió con
sorna.
Jan la miró, arrugando el entrecejo.
Ella hizo una mueca, divertida. Él le
devolvió los prismáticos.
—Hacia el noreste. Junto a unos
robles con la copa cubierta de nieve.
Estrella buscó los árboles a través de
los binoculares. Una gruesa capa de
nieve cubría casi todo el bosque, y lo
cierto era que ella había olvidado ya
hacía tiempo cómo distinguir un roble de
cualquier otro árbol.
Pero al final los encontró. Un grupo
de soldados americanos disparando, en
retirada. Un par de ellos ya corrían,
huyendo a la desesperada, tras
abandonar sus armas.
Ajustó la ruedecilla de los
prismáticos para enfocar mejor y siguió
la dirección de los disparos de los
americanos.
En efecto, por allí venían. Cuerpos
tambaleantes. Carne muerta a la que casi
no le afectaban las balas. Los pobres
desgraciados habrían sido prisioneros
de algún campo alemán, o quizás
simples campesinos de la zona con muy
mala suerte.
Los dos españoles bajaron de un salto
de la roca y se dirigieron a la trasera del
vehículo, bajo la cobertura de lona.
Estrella dio unas órdenes en francés a
los demás. Todos recogieron sus armas.
—Y el general Patton dijo que yo
estaba loco, ja —se rio Jan, sin ningún
rastro de humor en su risa.
—Siempre con la misma historia —
suspiró Estrella mientras montaba y
cargaba un tosco subfusil automático
Sten Mk; básicamente un armazón de
metal en forma de culata soldado a un
tubo que hacía las veces de cañón.
—¡Oye! Que me jodió que me
encerraran tres semanas en aquella
prisión-manicomio. —Jan se estaba
peleando con el cargador superior de
una ametralladora ligera Bren. Las dos
armas, la Sten y la Bren, las habían
pescado semanas antes de dos
contenedores que los bombarderos
ingleses de la RAF habían soltado al
noroeste de Lille.
Jan insistió en quedarse con el arma
más grande y Estrella no dijo nada,
aunque lo miraba socarrona cada vez
que lo veía pelearse con el pistolón.
—¿Prisión? Pero si no era más que un
balneario para señoritas.
—¿Y tú qué sabrás?
Estrella paró de cargar el arma y se
encaró con él:
—Recuerda que yo te saqué de allí.
Con el Sten ya en la mano, agarró
también un fusil de caza, se lo colgó al
hombro y se apartó del camión. Jan la
siguió, todavía peleándose con la
ametralladora. Llegaron al borde del
camino, donde se iniciaba el descenso
hacia el bosque nevado de las Árdenas.
—Y te lo agradeceré eternamente.
Pero es que la tipa que estaba al mando
era una sádica y una hija de... —
Finalmente, logró encasquetar el
cargador con un sonoro clac metálico—.
¡Ajá! —Sonrió orgulloso.
—Le partí la cara —dijo ella.
—¿Cómo?
—A la tía esa. Quiso dar la alarma
cuando te sacábamos de allí. Te tenían
tan drogado que ni te acuerdas. Le di un
buen derechazo.
Estrella dibujó el gesto del puñetazo
en el aire, como un boxeador entrenando
contra su sombra. Se dio cuenta de que
Jan la miraba con atención.
—¿Qué? —le preguntó.
Él sonreía con aire bobalicón.
—Esa es mi chica.
—Más quisieras —dijo Estrella,
ruborizándose a pesar del frío.
Le quitó el seguro al fusil y Jan la
imitó poniendo a punto su ametralladora.
Iniciaron el descenso por delante del
tunecino y del francés. Cada pocos
pasos tenían que agarrarse a las ramas
de los árboles secos para no resbalar en
la nieve helada que crujía bajo sus pies.
FIN

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