TextoOnline 1830
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Mariela Weskamp
“En el fondo el placer de follar no supera al de comer. Si estuviera prohibido comer como está
lo otro, habría nacido toda una ideología, una pasión del comer, con normas caballerescas.
Ese éxtasis del que hablan -el ver el soñar cuando follas- no es sino el placer de morder un
níspero o un racimo de uvas”. Cesar Pavese, “El oficio de vivir”. 1949.
El psicoanálisis no es ajeno al malestar de la cultura, por ello debe tener en cuenta que el
síntoma toma significantes de la época para su formación, que los ideales de cada momento,
los significantes privilegiados que se van recortando, determinan modos de goce, que
dependen de cada quien pero además, van siendo producidos por el entramado simbólico en
el cual el parletre está tomado. Es importante entonces hacer una lectura de los síntomas en
función del momento en el que surgen. Un fenómeno frecuente en estos tiempos es el de la
anorexia, y particularmente en las adolescentes mujeres.
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es natural sino que se funda a partir de la libidinización del cuerpo a través del Otro. La
pulsión oral se origina en la demanda al Otro y para que se organice tiene que ingresar la
falta. Es la frustración la operación que posibilita que el alimento tenga un valor simbólico y
ocupe un lugar en la dialéctica sexual erotizando la zona oral. En esta lógica el papel esencial
lo tendrá la actividad y no el objeto pudiendo no haber objeto alguno. Por eso Lacan sostiene
que en la anorexia mental lo que está en juego no es no comer sino “comer nada” siendo que
nada existe en el plano simbólico. El niño no se niega a la actividad de comer sino que,
frente a la madre de quien depende, invierte la relación consiguiendo que ella dependa de él.
La anorexia podría surgir como un límite, si el Otro se presenta de modo omnipotente. En esta
dinámica, aunque el protagonista sea un adulto, siempre se trata de un niño que goza de que
su Otro se angustie frente a él, que come nada.
En toda demanda también está implícito que el sujeto no quiere que ella sea satisfecha
porque esto eliminaría al deseo, por eso apuntando a salvaguardarlo, el sujeto que tiene
hambre no se deja llenar. Cuando el niño se niega a complacer a la madre, exige que ella
tenga un deseo fuera de él, porque esto le abre el camino para el propio. A su vez, en esta
demanda de ser alimentado hay otro sentido que la satisfacción del hambre y es un sentido
sexual. Se trata de absorber al otro, en un intento de comunión, de incorporarlo al modo del
canibalismo. Entonces es el niño al que alimentan con más amor el que rechaza el alimento y
juega con su rechazo como un deseo.
En la pubertad el cuerpo como consistencia se pone a prueba de un modo particular, por eso
es un momento propicio para que surja la anorexia. El humano es el único animal que “inicia”
su sexualidad dos veces, la primera oleada es interrumpida por el período de latencia que
reordena la sexualidad infantil, la segunda sobreviene en la pubertad y de modo traumático,
porque no sólo hay una transformación en la forma sino que además hay una nueva irrupción
de goce. Toda la adolescencia será un intento de tramitar este trauma.
En la pubertad se operan metamorfosis, el cuerpo se conmueve, parece desarmarse,
disolverse o estallar; la consistencia se pone a prueba de un modo extremo cuando la
irrupción de lo real requiere que lo simbólico vuelva a armar la imagen.
La clínica con adolescentes nos da cuenta de ese estallido, nos encontramos con rupturas en
el armado de la imagen que como efecto producen todo tipo de desórdenes. Dado que la
función de representación del mundo está en el cuerpo, en ese momento en el cual el borde
se desdibuja, aparecen los desbordes. El modo en el que el cuerpo se va armando corporifica
al mundo, haciendo a su imagen todo lo que lo rodea, entonces, la realidad del adolescente
tiene que ver con este cambio del límite, que se traduce en las variedades de los excesos e
inhibiciones. Desde el exceso absoluto, hasta la inhibición total que lleva a la parálisis. Juegos
con el desborde, con estar al borde, no poder ponerse en movimiento o ponerse en riesgo y a
veces el riesgo se juega en lo real y termina con la vida.
La adolescencia es la conclusión de la infancia porque hay un armado fantasmático que
permitiría armar la escena del encuentro -fallido- con el cuerpo del partenaire, poniendo en
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juego el goce sexual. Cuando en las mujeres aparecen los pechos y las curvas y el goce
irrumpe con inusitada y nueva fuerza, la anorexia puede detener el apetito. Ante la fantasía o
el temor de ser gorda o puta, las anoréxicas muestran un cuerpo asexuado, liso, carente de
formas que distingan, un cuerpo unisex. Es un intento de control, del dominio de las ganas;
detiene las formas, detiene el deseo, detiene la menstruación.
Frente a la dificultad de ubicar a la sexualidad respecto de la falta, puede surgir la anorexia
rechazando la diferencia sexual.
En el tiempo de Freud era habitual que las histéricas se desmayaran, ahora, tal vez porque
no habría un hombre que las ataje en la caída, es más habitual que sufran anorexia. Hay
ciertas particularidades de esta época que propician su difusión: abandono de algunos
rituales sociales que ayudan a dar forma al inicio de la adolescencia, sostener el ideal de
juventud de nuestro tiempo renegando de las diferencias en las generaciones - es así que
cuando las niñas se hacen mujercitas las madres se rejuvenecen con botox, comparten la
ropa, se emparejan con sus hijas compitiendo con ellas- y sobre todo, el ideal estético al cual
se apunta hoy en esta zona del planeta que es, el de la delgadez extrema.
Además, el discurso sostiene un ser anoréxica, que propaga el fenómeno al proponer una
identidad que gana adeptos entre las adolescentes. Entiendo que la “epidemia” responde a
características de nuestro tiempo y se propaga como efecto de la identificación histérica, al
deseo del otro.
Nadia tenía doce años y en el último mes y medio había adelgazado diez kilos. Hasta ese
momento había sido: alegre, hermosa, obediente; la mejor alumna, la mejor compañera, la
mejor deportista. Dos meses atrás había tenido una caída mientras hacía equitación, como
consecuencia se fisuró algunas costillas. El traumatólogo le indicó que usara una faja por
algunos meses y que suspenda las competencias durante ese tiempo. Para su madre fue
literalmente una caída y no pudo sostenerla, era un desastre, una noticia mortal. Para Nadia
fue no más deporte y el usar la faja, hizo que registrara su estómago se queje de dolor y deje
de comer. El médico clínico estaba pensando en una internación porque su vida corría riesgo.
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La madre consultó sumamente angustiada, estaba separada y se sentía muy sola para
afrontar la situación porque no confiaba en su ex marido como padre, por ese motivo su hija
había pasado muy poco tiempo con él. Decía estar agotada, lloraba todo el día y no podía
dormir en las noches.
El padre exigía indicaciones claras y precisas para solucionar inmediatamente el problema y
los mejores especialistas trabajando en equipo para asegurarse de que no hubiera ningún
riesgo. ¿No sería mejor un lugar especializado? Mi trabajo fue posible porque con él pude
situar que el trabajar en equipo dependía en gran parte de que él pudiera correr el riesgo de
interrogarse acerca de su papel en esa situación.
En las primeras entrevistas fui testigo de cómo Nadia se iba apagando. En el transcurso de
pocas semanas la veía cada vez más cansada, pálida, ojerosa, de una delgadez extrema, a
veces el hablar la fatigaba.
Fue dejando cosas: no quería salir, ir al colegio, ver amigas, venir a las sesiones porque eran
cuarenta y cinco minutos que se perdía de estar con su mamá cuando necesitaba estar todo
el día con ella. De todos modos esta era la única consulta que aceptaba, llevarla a la
nutricionista y al pediatra era casi imposible, no quería que la pesen, que le digan que tenía
que comer.
“No soporto tener que internarla, no le puedo explicar lo que le van a hacer”, enunció la
madre. Intervenir ubicando, que era el médico quien iba a decidir la internación y explicaría lo
que debía hacerse, la liberó de tener que poder, y posibilitó que el padre ocupe un espacio en
la escena. Fueron los tres al médico y cuando este le detalló que le iban a poner una sonda
para alimentarla porque podía morirse, Nadia pidió que le den la oportunidad de intentar
comer, se evitó la internación y me gané la confianza del padre.
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“comés nada!!”. Gozaba angustiando a la madre y era un goce al cual no podía renunciar.
Ejercía el control y esto se jugaba en la transferencia: caprichosamente intentaba cambiar
horarios; o me había extrañado y me llenaba de regalos, o no pensaba hablar, la boca cerrada
desafiante durante toda la sesión.
Intentar horadar al Otro, sostener alguna falta, introducir diferencias en este discurso,
conmover ese ideal, de eso se trataba en la dirección de esta cura.
Cuando quedó fuera de competencia se quebró la comunión especular, estalló el narcisismo
y ambas cayeron, se rompió la maravillosa obra de arte que rebotaba en una madre perfecta.
Al rechazar ser alimentada, la rechazada era la madre que se convertía en nada. Punto de
alienación que sostenía la fantasmática, porque la opción para Nadia era: o se dejaba
alimentar, o sostenía el deseo, en ambos casos se jugaba la muerte. De allí el intento de
inscribir la falta con su desaparición, se negaba a responder jugando su propia muerte en lo
real.
Cuando surgía algo que arruinaba el idilio con la madre, se encerraba en su cuarto y
escuchaba una voz que le decía que ella había sido la culpable, entonces iba a buscarla y se
deshacía en disculpas. La mirada ubica los bordes del cuerpo y la voz lo sostiene en pie,
cuando la intrincación pulsional se conmueve en ese cuerpo que carecía de una mirada que
distinga, la voz se soltaba y se presentaba en lo real.
La madre no confiaba en su ex marido como padre y este recién pudo comenzar a intervenir
a partir de su implicación en la transferencia. Así Nadia se enteró que esta desconfianza y
temor no le pertenecían, eran de su madre.
En el transcurso de las entrevistas con la madre se fue perfilando, la incomodidad, el susto y
el desagrado ante la demanda de Nadia de que estuviera siempre disponible, lo que antes
formaba parte del paisaje pasó a ser molesto. Por primera vez se encontró mirando algo más
allá de su hija, retomó su profesión y apareció otro hombre en el horizonte.
Lentamente a Nadia le fueron volviendo las ganas y en este orden: amigas, colegio, salidas,
comprarse ropa, ir a fiestas, bailar con chicos. Hacia el final, la madre conmovida decía “tengo
que hacer el duelo por la niña”.
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Una paciente de trece años contaba que ella quería “ser Ana” y lo logró durante veintiocho
días. Se sentía orgullosa de pertenecer a este grupo porque finalmente tenía un montón de
amigas, virtuales. Ellas le enseñaron cómo dejar de comer y simular que sí lo hacía, si iba a
una reunión familiar tenía que decir que ya había comido en otra parte, en caso de tener que
sentarse a la mesa podía masticar y escupir en la servilleta o en el baño, si no podía evitar
comer después tenía que vomitar. Parte de la pertenencia al grupo incluía el cortarse y
tatuarse en la muñeca el peso al cuál tenía que llegar.
Durante ese tiempo no comió casi nada y tomaba agua permanentemente. Así fue que
empezó a tener frío, a estar cada vez más triste, cansada, y después de veintiocho días era
tal el frío y la soledad, que se tomó veinte valiums con vodka. Al día siguiente la abuela la
encontró en coma, la internaron inmediatamente y lograron salvarle la vida.
En ese momento sus padres hicieron la consulta. Ella no entendía cómo todos creyeron sus
mentiras y no se dieron cuenta de que no comía, tampoco que sus profesores no hayan visto
los tajos en sus brazos, ni que le hayan vendido las pastillas sin receta en la farmacia.
Su angustioso relato daba cuenta de que había hecho intentos para que la frenen pero fueron
vanos. Comenzó como un juego, buscaba pertenecer a un grupo, ser admirada por otras
chicas. Eligió al grupo “Pro Ana” como podría haberse hecho fans de La Renga. Luego, lo
que fue un llamado para tener algún lugar en el otro, podría haberla enviado a ningún lugar.
Cuando empezó a venir estaba adormecida sin nada que le interesara. En el análisis
encontró su gusto por la música y se hizo “rolinga” con una pasión inusitada. Dejó de cortarse
el abdomen y los brazos y pasó a hacerse tatuajes, cortes de pelo, comenzó a darse forma
con ropa acorde a su nueva pertenencia, hacerse de amigos que compartían su estilo.
Durante la adolescencia trastabillan los ideales que pacificaban permitiendo ir más allá de la
agresividad constitutiva, se organizan relaciones pasionales que cambian del amor al odio
rápidamente. Se necesita que esté el par dando la aprobación, al tiempo que puede volverse
un intruso que amenaza con sacar el lugar. Las chicas antes de salir se mensajean con las
amigas para saber qué ponerse, la forma del otro en espejo configurando la propia, el
semejante funcionando casi como en el tiempo de transitivismo.
Las identificaciones se conmueven y cuando se requiere que lo simbólico vuelva a dar
nombre faltan palabras. Esto ocurre porque en nuestra cultura hay carencia de escritura
respecto de este pasaje, pero además, porque como ya lo señalaba Freud en “Las
metamorfosis de la pubertad”, para desestimar las fantasías incestuosas, los padres tienen
que ser confrontados, es indispensable cuestionar al Otro para poder avanzar. Esto derrumba
el andamiaje con el que se contaba, lo que deja sin lugar, sin nombre. Entonces aparecen
otros intentos de inscripción, como los cortes en el cuerpo que escriben en la piel, lenguajes
llenos de neologismos, incompresibles para los que no pertenecen al grupo, y nominaciones
de las cambiantes tribus urbanas: hipsters, darks, góticos, punks, que son un llamado a lo
simbólico para que se encarne y forme algún cuerpo. Entre estos intentos de nominación,
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entiendo que el nombre que define el ser “soy anoréxica” ofrece un posible lugar de
inscripción.
NOTAS:
(1) Manuscrito G. Fragmento correspondencia con Fliess (1886.1899)
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