Bicicleta 02

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SEGUNDA ÉPOCA

Nº2 OCTUBRE DE 2010

PÁGINAS DE ANIMACIÓN A LA LECTURA

Ellos también son como yo, me digo,


y así me defiendo de ellos. Y así me defiendo de mí.

A N TO N I O P O R C H I A (1886-1968)
Tomado de: Antonio Porchia, Voces reunidas, Editorial Pre-Textos, Valencia, 2006.
FOTOS: PILIPPE HALSMAN

Yo, Dalí, quiero que mi libro comience con una evocación de mi propia muerte. No por amor a la paradoja, sino para hacer comprender la
originalidad genial de mi voluntad de vivir.
Yo vivo con la muerte desde que sé que respiro, y ella me mata con una voluptuosidad fría sólo comparable a mi lúcida pasión por so-
brevivirme a cada minuto, a cada segundo infinitesimal de mi conciencia de ser. Esta tensión continua, obstinada, feroz, terrible, constituye
toda la historia de mi búsqueda.
Mi juego supremo es imaginarme muerto, devorado por los gusanos. Cierro los ojos, Y con increíbles detalles de una precisión absoluta y es-
catológica, me veo mordido y deglutido lentamente por un hervidero infernal de larvas grandes y verduscas que se alimentan con mi carne. Se
instalan en mis órbitas tras haber roído mis ojos y atacan mi cerebro con glotonería. Las siento sobre mi lengua, babeantes de placer al morder-
me. Bajo las costillas, son como un aire que agita mi tórax mientras sus mandíbulas destruyen la arácnea red de mis pulmones. Mi corazón, por
su parte, resiste un poco, quizá por aquello de guardar las formas; siempre me ha servido con fidelidad y abnegación. Ahora es como una gran es-
ponja empapada de pus, que de pronto estalla y se derrama en un magma en el que se agitan gruesos gusanos blancos. Después es mi vientre,
pútrido, pestilente, el que revienta como un globo lleno de carroña, estercolero agitado por los movimientos de su vida subterránea. Suelto un
cuezco por última vez, como un viejo volcán, y me disloco en un desgarramiento de carnes y huesos que estallan bajo la presión de los gusanos
que saborean golosamente mi médula. Este ejercicio constituye un útil entrenamiento al que me someto desde que era niño.

S A LVA D O R D A L Í
Fragmento del libro Confesiones inconfesables de Salvador Dalí, recogidas por Andrés Parinaud,
Editorial Bruguera, Barcelona, 1975.
L
a soledad es tan buena para un hombre que vive en
sociedad, como la vida social lo es para uno que no
vive en ella. Si un hombre se aparta de la sociedad,
si se retrae en sí mismo, su razón no tardará en qui-
tarle los lentes que le hacían ver las cosas de una
manera deformada, y su visión se aclarará a tal pun-
to que le resultará difícil entender cómo no había visto todo
eso antes. Deja que la razón actúe, ella te mostrará tu desti-
no y te dará las reglas con las que puedes entrar sin temor
en la sociedad. Lo que está en concordancia con la facultad
primordial del hombre —la razón— estará en concordancia
con todo lo existente; la razón de un ser humano aislado es
una parte de todo lo que existe y la parte no puede pertur-
bar el orden del todo. Pero el todo puede destruir la parte.
Por eso educa tu razón de manera que esté en concordan-
cia con el todo, con la fuente del todo, y no sólo con una
parte, con la sociedad humana; entonces tu razón se fundi-
rá en la unidad de este todo, y por lo tanto la sociedad, co-
mo parte, no tendrá ninguna influencia en ti.
Es más fácil escribir diez volúmenes de filosofía que lle-
var a la práctica una sola regla, no importa cuál.

L E Ó N TO L S T Ó I
Tomado de León Tolstói, Diarios, Ediciones Era-Conaculta,
México, 2001. Traducción de Selma Ancira.
U
n día un laboratorio me solicitó dar unos cursos postu-
niversitarios a médicos generales. Yo me propuse ano-
tar durante dos meses las frases divertidas o penetran-
tes de mis pacientes, para comentarlas con los
médicos. Llené así varias libretas. Entre las frases, ha-
bía una que se repetía regularmente y que siempre
anotaba con la misma extrañeza: “A menudo conocí la dicha,
pero nunca me hizo feliz”. ¿Cómo explicar esta frase? “A menu-
do conocí la dicha”: dicho de otra manera, conocí situaciones
que correspondían a la idea, a la anticipación que yo tenía de lo
que era necesario para ser feliz. Siendo pobre, sueño que si fue-
ra rico, sería feliz.
Siendo lisiado, sueño que si tuviera mis dos piernas sería fe-
liz. O aún más –pienso particularmente en un paciente: “Si
apruebo el concurso (y lo aprobó. Fue admitido en una Gran-
de Ecole ), si soy nombrado en el Midi (y fue nombrado en el
Midi), si puedo trabajar en esta empresa (fue nombrado en esa
empresa) yo sería feliz”. Él realizó esas porciones de sueño, por
lo tanto “conoció” la dicha... y sin embargo no era feliz, ya que
en el curso de su historia personal, había aprendido a no ser fe-
liz. Cuando era niño, sus padres estaban ausentes muchas ve-
ces; así que había vivido largos periodos de aislamiento, refu-
giándose en los libros para escapar del sufrimiento. Lo que se
impregnó en su memoria, era una manera insegura de amar:
“nadie puede amarme, no soy amable; la prueba es que aque-
llos que amo me abandonan para irse a recorrer el mundo. Así
pues, que si por desgracia amo a alguien, me dejará”. Como
era un muchacho inteligente, había podido esconder su miedo
de vivir y su miedo a la sociedad convirtiéndose anormalmen-
te en buen estudiante. Gracias a esto había realizado sus sue-
ños... y sin embargo era desdichado. Porque su memoria esta-
ba impregnada de una inaptitud para ser feliz.

H
ay una fábula de Péguy que me parece hermosa: la
fábula de los picapedreros. Charles Péguy va en pe-
regrinaje a Chartres(Catedral del siglo XII, ubicada en
la región de Eure et loir) Observa a un tipo cansado,
que suda y que pica piedras. Y le pregunta: “¿qué es-
tá haciendo señor? -Acaso no ve, pico piedras; es du-
ro, me duele la espalda, tengo sed, tengo calor. Practico un
sub-oficio, soy un sub-hombre”. Péguy continúa y ve más lejos
a otro hombre que pica piedras, que no se ve tan mal. “¿Señor
qué hace? -Gano mi vida. Pico piedra, no he encontrado otro
oficio para alimentar a mi familia, estoy muy contento de tener
éste”. Péguy continúa su camino y se aproxima a un tercer pi-
capedrero que esta sonriente y radiante y le hace la misma pre-
gunta, y este responde: “yo señor, construyo una catedral”. El
hecho es el mismo, la atribución de sentido es completamente
diferente. Esta atribución de sentido viene de nuestra propia
historia y de nuestro contexto social. Cuando se tiene una ca-
tedral en la cabeza, no se pica piedra de la misma manera.

BORIS CYRULNIK
Para leer: Boris Cyrulnik, Los patitos feos, La Resilencia:
una infancia infeliz no determina la vida,
Editorial Gedisa, Barcelona, 2002.
Estaría mi Rosa en el tazón? No podía verla, pe-

¿ ro sabía que no se quedaría en la superficie. No quería llamarla para no distraerla, pero la incerti-
dumbre me volvía loco. Me estremecí en el momento en que la leche congelada-pasteurizada-ener-
gética-con vitaminas A y D-99% libre de grasas cayó en el tazón. Ella no podría aguantar mucho
tiempo abajo. Tampoco podía flotar, exponiéndose. Tal vez estaba aferrada a una hojuela flotante,
pero esas serían las primeras en ser cuchareadas.
Ira miró el reverso de la caja y leyó el crucigrama, contestando las preguntas en voz alta:
Thomas Jefferson… La Campana de la Libertad… Filadelfia… carajo, Nueva York, eso quise decir…
Si estaba en el tazón, la leche ya empezaba a ahogarla. Si ocurría lo peor y el la veía, ¿tendría tiempo de llegar a la tar-
ja? La servilleta era tan pequeña que él se vería obligado a correr por un pedazo de papel para aplastarla; eso le daría tiem-
po de llegar al borde.
Pero aunque lo lograra, ¿qué oportunidades tendría en ese piso rugoso y lustrado junto a unos pies humanos? Tal vez
se quedaría en el mostrador y saltaría a su manga, enfrentándolo.
EL volumen del contenido en el tazón decrecía rápidamente. Los incisivos de Ira escurrían leche mientras trituraban
las hojuelas, empujándolas dentro de su boca para ser aniquiladas por sus molares rellenos de oro. Su lengua buscaba
cada resto metido entre los dientes, dudando si debía salir a tomar aliento antes de meterse de nuevo. Pedacitos de ho-
juela cayeron de su boca, la mayoría aterrizando de nuevo en el tazón sólo para ser atrapados otra vez por la cuchara.
Yo esperaba que si Rosa tenía que morir, no sufriera mucho.
Mientras terminaba su desayuno, Ira leyó los ingredientes escritos en el costado de la caja, haciendo gestos y tarta-
mudeando los nombres químicos. Miró su reloj y se levantó.
Guardó el envase de leche y puso la caja de cereal sobre el refrigerador. Yo esperaba que me dejara el tazón con las
últimas gotas de leche fresca y dulce por el azúcar de las pasas. Pero ya frente al fregadero, se llevó el tazón a la boca
y sorbió. A su madre le hubiera encantado ver eso.
Dejó de masticar un instante. Su lengua estaba trabajando, intentando atrapar un último bocado elusivo. ¿Una pasa?
¿Una última hojuela? Moviendo los ojos con satisfacción, lo empujó dentro de su boca y cerró sus incisivos. De aque-
lla caverna brotó un chasquido y un grito apagado:
—¡Cerdo imperialista!
¡Noble Rosa! Sumergida en la leche fría para evadir al sujeto, había caído en las fauces del monstruo. Cuan-
do abrió la boca, pude ver a mi indomable amante.
—¡Toma eso!— gritó, pateando un colmillo con sus patas traseras. Sus extremidades delanteras estaban rotas, col-
gantes. Las enormes mandíbulas aún se movían, buscando los últimos materiales; los incisivos superiores subían y ba-
jaban como una incansable guillotina.
Rosa nunca aprendió la virtud del silencio. Pataleó y se retorció; la lengua finalmente la encontró, empuján-
dola al frente. Puso su cabeza sobre el bloque y la cuchilla de marfil cayó, fuerte y segura, partiéndola en dos. Crujió
como un apio y dio un grito que resonó en mi cacerola.
Ira se metió un dedo en la oreja, lo sacó y olió la cerilla.
Rosa aún no tenía descanso. Su cabeza cercenada permanecía atorada al frente de un incisivo; yo podía ver-
la cuando él torcía los labios.

D A N I E L E VA N W E I S S
Tomado de Daniel Evan Weiss, Las cucarachas no tienen rey, Oceano, México, 2004.
sta historia se podría llamar “Las Estatuas”. Otro

E nombre posible sería “El Asesinato”. Y también


“Cómo Matar Cucarachas”. Voy a escribir en-
tonces tres historias verdaderas, porque ninguna
de ellas desmiente a la otra. Aunque una sola
serían mil y una, si mil y una noches me dieran.
La primera, “Cómo Matar Cucarachas”, comienza así: me quejé
de las cucarachas. Una señora escuchó mi queja. Me dio la receta
de cómo matarlas. Que mezclase, en partes iguales, azúcar, harina
y yeso. La harina y el azúcar las atraerían, el yeso las quemaría lo
de adentro. Así lo hice. Murieron.
La otra historia es de hecho la primera y se llama “El Asesinato”.
Comienza así: Me quejé de las cucarachas. Una señora me oyó.

L A Q U I N TA Sigue lo de la receta. Y entonces entra el asesinato.


La verdad es que sólo en abstracto me había quejado de las cu-
carachas, que, además, ni siquiera eran mías: pertenecían a la planta

HISTORIA
baja y escalaban las cañerías del edificio hasta nuestro hogar. Sólo a la
hora de preparar la mezcla fue cuando se volvieron también mías.
En nuestro nombre, entonces, comencé a medir y pesar ingredi-
entes con una concentración un poco más intensa. Un vago rencor
me había invadido, un sentido del ultraje. De día las cucarachas er-
an invisibles y nadie creería el mal secreto que roía una casa tan
tranquila. Pero si ellas, como los males secretos, dormían de día, allí estaba yo preparándoles el veneno de la noche. Meticulosa, ardiente,
preparaba el elixir de la muerte lenta. Un miedo excitado y mi propio mal secreto me guiaban. Ahora sólo quería fríamente una cosa: matar
a cada cucaracha que existiese.
Las cucarachas suben por las cañerías mientras que nosotros, cansados, soñamos. Y he aquí que la receta estaba lista, tan blanca. Como
era para cucarachas astutas como yo, esparcí hábilmente el polvo hasta que éste más parecía formar parte de la naturaleza.
Desde mi cama, en el silencio del apartamento, las imaginaba subiendo una a una hasta el patio interior donde la oscuridad dormía, só-
lo una toalla colgaba despierta en el tendedero.
Desperté horas después sobresaltada por mi atraso. Ya era de madrugada. Atravesé la cocina. Allí, en el suelo del patio estaban ellas, tiesas,
grandes. Las había matado durante la noche. En nuestro nombre, amanecía. En el monte cantó un gallo.
La tercera historia que ahora se inicia es la de “Las Estatuas”. Comienza diciendo que me había quejado de las cucarachas. Después viene
la misma señora. Prosigue hasta el punto en que, de madrugada, me despierto y, todavía somnolienta, atravieso la cocina. Más somnoliento
que yo está el patio en su perspectiva de azulejos. Y en la oscuridad de la aurora, un tinte violáceo que lo distancia todo, distingo a mis pies
sombras y blancuras: decenas de estatuas se desparraman rígidas. Las cucarachas que se había endurecido de adentro hacia afuera. Algunas
panza arriba. Otras en medio de un gesto que no se completaría jamás. En la boca de algunas un poco de comida blanca. Soy el primer tes-
tigo del amanecer en Pompeya. Sé cómo fue esta última noche, sé de la orgía en la oscuridad. En algunas el yeso se habrá endurecido tan
lentamente como en un proceso vital, y ellas, con movimientos cada vez más penosos, habrán intensificado ávidamente las alegrías de la
noche, tratando de huir de dentro de sí mismas. Hasta que se vuelven de piedra, en un espanto de inocencia, y con la mirada ciega de afligi-
da censura. Otras, súbitamente asaltadas por el propio interior, sin haber tenido siquiera la intuición de un molde interno que se petrificaba,
ésas de pronto se cristalizan, así como la palabra es cortada de la boca: yo te...
Ellas que, usando el nombre del amor en vano, en la noche de verano cantaban. Mientras que aquella de ahí, la de antena marrón, sucia de
blanco, habrá adivinado demasiado tarde que se había momificado justamente por no haber sabido usar las cosas con la gracia gratuita de lo que
es en vano: “Es que miré demasiado hacia dentro de mí; es que miré demasiado hacia dentro de...”, desde mi fría altura de persona miro la de-
strucción de un mundo. Amanece. Alguna que otra antena de cucaracha muerta tiembla seca con la brisa. El gallo de la historia anterior canta.

C L A R I C E L I S P E C TO R
Tomado de Clarice Lispector, Cuentos Reunidos, Alfaguara, México, 2001.
1

A los cincuenta años, hoy, tengo una bicicleta.


Muchos tienen un yate
y muchos más un automóvil
y hay muchos que también tienen ya un avión.
Pero yo,
a mis cincuenta años justos, tengo sólo una bicicleta.

He escrito y publicado innumerables versos.


Casi todos hablan del mar
y también de los bosques, los ángeles y las llanuras.
He cantado las guerras justificadas,
la paz y las revoluciones.
Ahora soy nada más que un desterrado. 2
Y a miles de kilómetros de mi hermoso país,
con una pipa curva entre los labios, Es morada mi bicicleta
un cuadernillo de hojas blancas y un lápiz y alegre y plateada como cualquiera otra.
corro en mi bicicleta por los bosques urbanos, Mas cuando gira el sol en sus ruedas veloces,
por los caminos ruidosos y calles asfaltadas de cada uno de sus radios llueven chispas
y me detengo siempre junto a un río, y entonces es como un antílope,
a ver cómo se acuesta la tarde y con la noche como un macho cabrío, largo de llamas blancas,
se le pierden al agua las primeras estrellas. o un novillo de fuego que embistiera los azules del día.
3
4
¿Qué nombre le pondría hoy, en esta mañana,
después que me ha traído, Yo sé que tiene alas.
que me ha dejado sin decírmelo apenas Que por las noches sueña
al pie de estas orillas de bambúes y sauces en alta voz la brisa

Tomado de: Rafael Alberti, Baladas y canciones del Paraná,


R A FA E L A L B E RT I (1902-1997)
y la miro dormida, abrazada de yerbas dulcemente, de plata de sus ruedas.
sobre un tronco caído?
Yo sé que tiene alas.
Carlanco de los bosques. Que canta cuando vuela
Estrella voladora de las hadas. dormida, abriendo al sueño
Telaraña encendida de los silfos. una celeste senda.
Rosa doble del viento.
Margarita bicorne de los prados. Yo sé que tiene alas.

Seix Barral, Barcelona, 1979.


Cabra feliz de las pendientes. Que volando me lleva
Eral de las cañadas. por prados que no acaban
Niña escapada de la aurora. y mares que no empiezan.
Luna perdida.
Gabriel arcángel. Yo sé que tiene alas.
La llamaré con este frágil nombre. Que el día que ella quiera,
Porque son sus dos alas blancas las que me llevan, los cielos de la ida
Anunciándome el aire de todos los caminos. ya nunca tendrán vuelta.
N
os movemos en nuestro ambiente diario sin entender casi nada acerca del mundo. Dedicamos poco tiempo a pensar en el me-
canismo que genera la luz solar que hace posible la vida, en la gravedad que nos ata a la Tierra y que de otra forma nos lanzaría
al espacio, o en los átomos de los que estamos constituidos y de cuya estabilidad dependemos de manera fundamental. Excepto
los niños (que no saben lo suficiente como para no preguntar las cuestiones importantes), pocos de nosotros dedicamos tiempo a
preguntarnos por qué la naturaleza es de la forma que es, de dónde surgió el cosmos, o si siempre estuvo aquí, si el tiempo co-
rrerá en sentido contrario algún día y los efectos precederán a las causas, o si existen límites fundamentales acerca de lo que los
humanos pueden saber. Hay incluso niños, y yo he conocido alguno, que quieren saber a qué se parece un agujero negro, o cuál es el tro-
zo más pequeño de la materia, o por qué recordamos el pasado y no el futuro, o cómo es que, si hubo caos antes, existe, aparentemente, or-
den hoy, y, en definitiva, por qué hay un universo. En nuestra sociedad aún sigue siendo normal para los padres y los maestros responder a
estas cuestiones con un encogimiento de hombros, o con una referencia a creencias religiosas vagamente recordadas. Algunos se sienten in-
cómodos con cuestiones de este tipo, porque nos muestran vívidamente las limitaciones del entendimiento humano. Pero gran parte de la fi-
losofía y de la ciencia han estado guiadas por tales preguntas. Un número creciente de adultos desean preguntar este tipo de cuestiones, y,
ocasionalmente, reciben algunas respuestas asombrosas. Equidistantes de los átomos y de las estrellas, estamos extendiendo nuestros hori-
zontes exploratorios para abarcar tanto lo muy pequeño como lo muy grande.

CARL SAGAN
Para leer: Carl Sagan, Cosmos, Editorial Planeta, Barcelona, 2004.
S
i se mira el cielo en una clara noche
sin luna, los objetos más brillantes
que uno ve son los planetas Venus,
Marte, Júpiter y Saturno. También se
ve un gran número de estrellas, que
son como nuestro Sol, pero situadas a
mucha más distancia de nosotros. Algunas de es-
tas estrellas llamadas fijas cambian, de hecho,
muy ligeramente sus posiciones con respecto a
las otras estrellas, cuando la Tierra gira alrededor
del Sol: ¡pero no están fijas en absoluto! Esto se
debe a que están relativamente cerca de noso-
tros. Conforme la Tierra gira alrededor del Sol,
las vemos desde diferentes posiciones frente al
fondo de las estrellas más distantes. Se trata de
un hecho afortunado, pues nos permite medir la
distancia entre estas estrellas y nosotros: cuanto
más cerca estén, más parecerán moverse. La es-
trella más cercana, llamada Próxima Centauri, se
encuentra a unos cuatro años luz de nosotros (la
luz proveniente de ella tarda unos cuatro años en
EL UNIVERSO
llegar a la Tierra), o a unos treinta y siete billones
de kilómetros. La mayor parte del resto de las es-
trellas observables a simple vista se encuentran a
E N E X PA N S I Ó N
unos pocos cientos de años luz de nosotros. Pa-
ra captar la magnitud de estas distancias, diga-
mos que ¡nuestro Sol está a sólo ocho minutos- S T E P H E N H AW K I N G
luz de distancia! Las estrellas se nos aparecen Fragmento del libro de Stephen Hawking, Historia del tiempo. Del Big Bang
esparcidas por todo el cielo nocturno, aunque a los agujeros negros, Editorial Grijalvo, España, 1995.
aparecen particularmente concentradas en una
banda, que llamamos la Vía Láctea. Ya en 1750,
algunos astrónomos empezaron a sugerir que la aparición de la Vía Láctea podría ser explicada por el hecho de que la mayor parte de las es-
trellas visibles estuvieran en una única configuración con forma de disco, un ejemplo de lo que hoy en día llamamos una galaxia espiral. Só-
lo unas décadas después, el astrónomo sir William Herschel confirmó esta idea a través de una ardua catalogación de las posiciones y las dis-
tancias de un gran número de estrellas. A pesar de ello, la idea sólo llegó a ganar una aceptación completa a principios de nuestro siglo. La
imagen moderna del universo se remonta tan sólo a 1924, cuando el astrónomo norteamericano Edwin Hubble demostró que nuestra galaxia
no era la única. Había de hecho muchas otras, con amplias regiones de espacio vacío entre ellas. […] Edwin Hubble calculó las distancias a
nueve galaxias diferentes por medio del método anterior. En la actualidad sabemos que nuestra galaxia es sólo una de entre los varios cientos
de miles de millones de galaxias que pueden verse con los modernos telescopios, y que cada una de ellas contiene cientos de miles de mi-
llones de estrellas. […] Vivimos en una galaxia que tiene un diámetro aproximado de cien mil años luz, y que está girando lentamente.
LEPROSOS
os privan de la libertad porque estamos enfermos. Hemos acatado la ley. No hemos hecho na-

N
da malo. Y, sin embargo, nos encierran en una prisión. Molokai es una cárcel. Vosotros lo sa-
béis. Ahí tenéis a Niuli. Mandaron a su hermana a Molokai hace siete años. Desde entonces no
ha vuelto a verla ni volverá a verla jamás. Seguirá allí hasta que muera. No por voluntad propia,
ni por voluntad de Niuli, sino por voluntad de los blancos que gobiernan el país. Y ¿quiénes son
esos blancos? Sí, lo sabemos. Nos lo han dicho nuestros padres y los padres de nuestros padres.
Llegaron como corderos y con buenas palabras. No tenían más remedio que decir buenas pala-
bras porque éramos muchos y fuertes y las islas eran nuestras. Como os digo, vinieron con bue-
nas palabras. Los había de dos clases. Unos pidieron permiso, nuestro gracioso permiso, para
predicar la palabra de Dios. Los otros solicitaron permiso, nuestro gracioso permiso, para co-
merciar. Aquello fue el comienzo. Hoy todas las islas son suyas. Las tierras, los rebaños, todo les
pertenece. Los que predicaban la palabra de Dios y los que predicaban la palabra del ron se han unido y se han convertido en jefes. Viven
como reyes en casas de muchas habitaciones con multitud de criados que les sirven. Los que no tenían nada, ahora son dueños de todo, y
si vosotros, o yo, o cualquier canaca tiene hambre, fruncen el ceño y le dicen: ¿Por qué no trabajas? Ahí tienes las plantaciones.
Koolau hizo una pausa. Levantó la mano y con dedos sarmentosos y contrahechos alzó la guirnalda llameante de hibiscos que coronaba
sus negros cabellos. La luz de la luna bañaba de plata la escena. Era una noche pacífica, aunque los que estaban sentados a su alrededor pa-
recían supervivientes de una encarnizada batalla. Sus rostros eran leoninos. Aquí se abría un vacío donde antes hubiera una nariz, y allá sur-
gía un muñón en el lugar de una mano. Eran hombres y mujeres, treinta en total, desterrados porque en ellos llevaban la marca de la bestia.
Estaban sentados, adornados con guirnaldas de flores, en medio de la noche perfumada y luminosa. Sus labios articulaban ásperos sonidos
y sus gargantas aprobaban con gruñidos toscos las palabras de Koolau. Eran criaturas que una vez fueran hombres y mujeres, pero que ha-
bían dejado de serlo. Eran monstruos, caricaturas grotescas en el rostro y en el cuerpo de todo lo que caracteriza al ser humano. Horrible-
mente mutilados y deformes, semejaban seres torturados en el infierno a lo largo de milenios. Sus manos, si las tenían, eran como garras de
arpías. Sus rostros eran anomalías, errores, formas machacadas y aplastadas por un dios furioso encargado de la maquinaria de la vida. Aquí
y allá se adivinaban rasgos que aquel dios colérico casi había borrado. Una mujer lloraba lágrimas abrasadoras que brotaban de dos horri-
bles pozos gemelos abiertos en el lugar que un día ocuparon los ojos. Unos cuantos de entre ellos padecían horribles dolores, y de sus pe-
chos surgían gemidos roncos. Otros tosían con un crujido suave que recordaba el rasgar de un papel de seda. Dos de ellos eran idiotas, enor-
mes simios desfigurados desde su factura de tal modo que un mono a su lado habría parecido un ángel. Hacían muecas y farfullaban a la luz
de la luna, bajo coronas de flores doradas que comenzaban a perder su lozanía. Uno de aquellos seres, cuyo lóbulo hinchado ondeaba co-
mo un abanico sobre su hombro, arrancó una espléndida flor naranja y escarlata y decoró con ella la enorme oreja que aleteaba con cada
movimiento de su cuerpo.

JACK LONDON
Fragmento del libro de Jack London, Koolau El Leproso,Libros del zorro rojo,Barcelona, 2006.
E
l hombre se ha encogido levemente de hom-
bros. Tal vez sea pudor —un pudor lastima-
do— o nada más desdén. Trato de descubrir
qué encuentro de extraño en este leproso; es
decir, dónde está la lepra, no la veo. Sin em-
bargo, es un ser extraño. A primera vista, a se-
gunda, no distingo nada, nada advierto, pero
es indudable que hay algo. ¿Qué? No, no es
un hombre como todos los demás. Pero, en
dónde está eso que lo hace distinto? De pron-
to me doy cuenta. Son los ojos. Absolutamen-
te los ojos. Nunca he visto ojos iguales. Muy grandes, muy
abiertos, como puestos ahí en el rostro de un modo artificial,
ajenos, ojos de vidrio. Cuando alguien abre mucho los pár-
pados esto puede ser una reacción de sorpresa; hay otros
ojos, también (como el caso de los enfermos de la pituita-
ria), en que el globo simplemente se salta. Pero aquí es otra
cosa. Los ojos de este leproso parecen no tener párpados,
están al descubierto de una manera extraña e inmóvil, sin
inteligencia, imbéciles y blandos.

FOTO: MUSEO NACIONAL DE ANTROPOLOGÍA


[…]

Me estremezco. Aquí, en este hombre, hay conciencia de la le-


pra, una conciencia inteligente, y es lo que me conmueve. De
pronto, advierto lo que hay de pavoroso en el abogado enfer-
mo. La voz. Es cavernosa, interior, sale desde muy dentro. Pe-
ro sale después de las palabras, no coincide con las palabras, y
cuando éstas terminan de enunciarse, aún la voz queda tem-
blando en el aire, ronca, airada, llena de enojo (un enojo bue-

ELOGIO
no, amargo, desolado). […]
En seguida viene un juguete cómico al que anuncian co-
mo el cuento de la loca. Aterrador. Nada menos que aterra-
dor. Reflexiono en aquello. Quienes organizan este festival
—bien, es el espíritu del mexicano— han perdido el sentido
de las proporciones del horror: de tal modo estamos acos-
tumbrados a él. Nos fascina Coatlicue. Los niños, para jugar,
DEL
se ponen esas horribles máscaras de hule que, ahora me doy
cuenta, no son sino de leprosos. ¿Dónde se puede ver que
esto sea un juego y una diversión? Sólo entre nosotros. So-
mos un país increíble. De demonios.
El juguete cómico en cuestión es un relato, en verso, que
hace una loca de su vida. Los versos son paradojas, muy al es-
tilo mexicano, del monstruoso humor mexicano como ése del
tren que descarrila y que se goza en imágenes como el ma-
quinista sin cabeza, el fogonero con las tripas fuera, que si las
juzga uno con objetividad, colocándose fuera (aunque a uno
mismo le encanten), resultan de una comicidad de locos o de
criminales. Bien, la loca hace broma de que el manicomio
donde está encerrada es un infierno y describe entonces que
tiene un magnífico colchón de suelo, una cobija de aire, que
come hermosas piedras y recibe estupendos golpes.

J O S É R E V U E LTA S
Fragmento del libro de José Revueltas, Los muros de agua,
Ediciones Era, México, 1982.
FOTO: PETER LINDBERG
V
iajar enferma. Antiguamente los médi-
cos recomendaban a sus pacientes, so-
bre todo a los que padecían enfer-
medades nerviosas, viajar. Los
pacientes, que por regla general tenían
dinero, obedecían y se embarcaban en
largos viajes que duraban meses y en ocasiones
años. Los pobres que tenían enfermedades
nerviosas no viajaban. Algunos, es de suponer,
enloquecían. Pero los que viajaban también enlo-
quecían o, lo que es peor, adquirían nuevas en-
fermedades conforme cambiaban de ciudades, de
climas, de costumbres alimenticias.
Realmente, es más sano no viajar, es más sano
no moverse, no salir nunca de casa, estar bien
ENFERMEDAD
abrigado en invierno y sólo quitarse la bufanda en
verano, es más sano no abrir la boca ni pestañear,
es más sano no respirar. Pero lo cierto es que uno
Y VIAJES
respira y viaja. Yo, sin ir más lejos, comencé a vi-
ajar desde muy joven, desde los siete u ocho
años, aproximadamente. Primero en el camión
de mi padre, por carreteras chilenas solitarias que
parecían carreteras posnucleares y que me
ponían los pelos de punta, luego en trenes y en
autobuses, hasta que a los quince años tomé mi
primer avión y me fui a vivir a México. A partir de
ese momento los viajes fueron constantes. Resul-
tado: enfermedades múltiples.
De niño, grandes dolores de cabeza que
hacían que mis padres se preguntaran si no ten-
dría una enfermedad nerviosa y si no sería con-
veniente que emprendiera, lo más pronto posible, un largo viaje reparador. De adolescente, insomnio y problemas de índole sexual. De joven,
pérdida de dientes que fui dejando, como las miguitas de pan de Hansel y Gretel, en diferentes países; mala alimentación que me provocaba
acidez estomacal y luego una gastritis; abuso de la lectura que me obligó a llevar lentes; callos en los pies producto de largas caminatas sin
ton ni son; infinidad de gripes y catarros mal curados. Era pobre, vivía en la intemperie y me consideraba un tipo con suerte porque, a fin de
cuentas, no había enfermado de nada grave. Abusé del sexo pero nunca contraje una enfermedad venérea. Abusé de la lectura pero nunca
quise ser un autor de éxito. Incluso la pérdida de dientes para mí era una especie de homenaje a Gary Snyder, cuya vida de vagabundo zen lo
había hecho descuidar su dentadura. Pero todo llega. Los hijos llegan. Los libros llegan. La enfermedad llega. El fin del viaje llega.

R O B E RTO B O L A Ñ O
Fragmento de “Literatura + enfermedad = enfermedad”, en El gaucho insufrible, Anagrama, Barcelona, 2003.
FOTO: WILLY RONIS
ADULADORES

P
latón dice, querido Antioco Filopapo, que todos perdonan al que declara amarse mu- UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE PUEBLA
cho a sí mismo, pero que esto produce, junto con otros muchos males, el mayor mal
de todos, por el cual no es posible ser juez justo e imparcial de sí mismo. “En efec- DR. ENRIQUE AGÜERA IBAÑEZ
Rector
to, el amor se ciega ante lo amado”, a menos que uno se acostumbre por el estudio
DR. JOSÉ RAMÓN EGUIBAR CUENCA
a amar las cosas hermosas más que las innatas y familiares. Esto proporciona al adu- Secretario General
lador un gran espacio abierto en medio de la amistad, al tener como una útil base de D R . J O R G E D AV I D C O RT É S M O R E N O
operaciones contra nosotros nuestro amor por nosotros mismos, por el que, siendo cada uno Director de Comunicación Institucional

mismo, el principal y más grande adulador de sí mismo, admite sin dificultad al de fuera co-
mo testigo, juntamente con él, y como autoridad aliada garante de las cosas que piensa y de-
sea. Pues al que es censurado como amante de los aduladores es muy amante de sí mismo, ya
que, a causa de su benevolencia, desea y cree tener él todas las cualidades, deseo éste que,
en cierto modo, no es absurdo, pero cuya creencia es peligrosa y necesita mucha precaución.
LEER EN B ICICLETA

Director: Hugo Diego.


Pero si, en realidad, la verdad es algo divino y principio, según Platón, “de todos los bienes
para los dioses y de todos los bienes para los hombres”, el adulador corre el peligro de ser un Diseño: Armando Hatzacorsian.

enemigo para los dioses y, particularmente, del dios Pitio, por cuanto siempre contradice la Jefe de redacción: Elizabeth Flores.

máxima “conócete a ti mismo”, creando en cada uno el engaño hacia sí mismo y la propia ig- Administración y distribución: Dirección
de Comunicación Institucional.
norancia y la de todos los bienes y males que le atañen en la relación a sí mismo, al hacer a
los unos incompletos e imperfectos y a los otros imposibles de corregir. Concepto: El taller de la bicicleta.

Dirección: 4 sur 303, Centro Histórico,


Puebla, C.P. 72000.

P L U TA R C O Tel: (01222) 295500 ext. 5270 y 5281

Correo electrónico: [email protected]


Del libro de Plutarco, Obras morales y de costumbres, Editorial Gredos, Madrid, 2001.
Cuidado de edición e impresión: Educación y Cultura.
Asesoría y Promoción, S. C.
Campeche 351-101, Col. Hipódromo
Del. Cuauhtémoc, C. P. 06100 México, D. F.

Registro en trámite.
Los títulos son responsabilidad de la redacción.
Circulación gratuita.
FOTO: ROBERT PARKE HARRISON

E
l piadoso rabino, Eisik de Cracovia, tuvo un sueño que le ordenaba ir a Praga; allí, bajo el gran puente que conducía al castillo real, descu-
briría un tesoro escondido. El sueño se repitió tres veces, y el rabino decidió partir. Al llegar a Praga, encontró el puente, aunque vigilado
noche y día por centinelas. Eisik no se atrevió a excavar. Vagando por los alrededores, terminó por atraer la atención del capitán de los guar-
dias, que amablemente le preguntó si había perdido alguna cosa. Con sencillez, el rabino le contó su sueño. El oficial estalló de risa: “¡Po-
bre hombre!, ¿verdaderamente has gastado tus suelas en recorrer todo este camino por un sueño? ¿Qué persona razonablemente creería en
un sueño?”. También el oficial había oído una voz en sueños: “Me hablaba de Cracovia y me ordena ir hasta allí y buscar un gran tesoro en
la casa de un rabino llamado Eisik, Eisik hijo de Jekel. El tesoro debía ser descubierto en un polvoriento rincón, donde estaba enterrado, detrás de la
estufa”. Pero el oficial no otorgaba fe alguna a las voces oídas en sueños: el oficial era una persona razonable. El rabino se inclinó hasta el suelo, le
dio las gracias y se apresuro en volver a Cracovia. Excavó en el rincón abandonado de su casa y descubrió el tesoro que puso fin a su miseria.

MIRCEA ELIADE
Tomado del libro de Mircea Eliade, La prueba del laberinto, Ediciones Cristiandad, Madrid, 1980.

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