Las Fiebres Romanas
Las Fiebres Romanas
Las Fiebres Romanas
Edith Wharton
Tras dejar la mesa en la que habían estado almorzando, dos señoras americanas, maduras
pero de buen porte, atravesaron la elevada terraza del restaurante romano y, apoyándose en
la baranda, se cruzaron la mirada y luego la posaron en las glorias desplegadas del Foro y el
Palatino con idéntica expresión de benévola, aunque vaga aprobación.
Mientras estaban reclinadas allí, trepó el eco alegre de una voz juvenil procedente de unas
escaleras que llevaban a un patio situado más abajo.
—Oye, hablaba en sentido figurado —replicó la primera—, después de todo, no les hemos
dejado a nuestras pobres madres mucho más que hacer…
Las dos señoras se miraron de nuevo, esta vez sonriendo con un leve matiz de apuro, y la
más menuda y pálida sacudió la cabeza mientras un ligero rubor le cubría el rostro.
La otra señora, bastante más robusta y de color más subido, con nariz pequeña y enérgica
bajo cejas de trazos oscuros, soltó una risa de buen humor:
—Vaya, no veo por qué nos tenemos que ir —dijo la señora Slade, la dama del color subido
y cejas enérgicas. Por allí cerca había dos sillas de mimbre; acercándolas hasta un ángulo de
la baranda, se acomodó en una de ellas, su mirada puesta en el Palatino—. A fin de cuentas,
es la vista más hermosa del mundo.
—Para mí siempre lo será —convino su amiga, la señora Ansley, con un énfasis tan leve en
el «mí» que la señora Slade, a pesar de percibirlo, se preguntó si no sería puramente
accidental, como los subrayados al azar que uno siempre se encuentra en las cartas antiguas.
«Grace Ansley siempre fue bastante anticuada», pensó; y añadió en voz alta, con una sonrisa
retrospectiva:
—Es un paisaje que a las dos nos resulta largamente familiar. Cuando nos conocimos aquí
éramos más jóvenes de lo que son ahora nuestras hijas. ¿Te acuerdas?
—Oh sí… —asintió la señora Ansley con el mismo deje indefinido—. Ahí va el maître. Creo
que se estará preguntando… —interpoló. Era evidente que estaba menos segura de sí misma,
y de sus derechos en la vida, que su acompañante.
—Yo me ocuparé de que no se pregunte nada —dijo la señora Slade mientras echaba mano
de un bolso tan discretamente opulento como ella.
Haciendo señas al maître, le explicó que su amiga y ella eran viejas admiradoras de Roma y
que les gustaría pasar el resto de la tarde contemplando el panorama; es decir, si ello no
constituía una molestia para el servicio. El maître, inclinándose ante la propina ofrecida, le
aseguró que no había inconveniente, y menos aún si accedían a quedarse a cenar.
Seguramente sabían que era noche de luna…
La señora Slade frunció el ceño, como si esta alusión hubiera sido inoportuna y fuera de
lugar; pero, al retirarse el camarero, recompuso la sonrisa.
—Bien, ¿y por qué no? Quizá sea aconsejable… Nunca se sabe a qué hora volverán nuestras
hijas. Por cierto, ¿sabes tú de dónde han de volver? Porque yo no lo sé.
—Creo que esos jóvenes aviadores italianos que conocimos en la embajada las habían
invitado a dar un paseo en avioneta y a tomar el té en Tarquinia. Me imagino que preferirán
esperar allí y regresar a la luz de la luna.
—¡La luz de la luna, la luz de la luna! ¡Y qué papel desempeña todavía! ¿Tú crees que los
jóvenes de hoy son tan sentimentales como lo éramos nosotros?
—He llegado a la conclusión de que desconozco por completo cómo son —replicó la señora
Ansley—. Aunque quizá tampoco nosotras llegamos a conocernos demasiado.
La señora Slade entornó los ojos en actitud de escudriñar el pasado, y durante unos instantes
ambas, que habían sido amigas desde la infancia, consideraron cuán poco se conocían. Por
supuesto, cada una tenía una etiqueta lista para agregar al nombre de la otra: la señora de
Delphin Slade, por ejemplo, se hubiera dicho a sí misma, o a cualquiera que se lo preguntase,
que la señora de Horace Ansley había sido adorable hace veinticinco años. ¿Verdad que
parecía increíble?… Sin duda todavía era encantadora, ¡y tan distinguida! De joven había
sido exquisita; mucho más bella que su hija Bárbara, a pesar de que Babs resultase, de
acuerdo con las nuevas modas, bastante más efectiva; tenía más gancho, como se suele decir.
Qué curioso: una no se podía imaginar de dónde lo habría sacado, con esas dos nulidades
como padres. Sí; Horace Ansley era…, bueno, justo la réplica de su esposa. Especímenes de
museo del viejo Nueva York. Apuestos, ejemplares, irreprochables. La señora Slade y la
señora Ansley habían vivido mirándose, tanto en sentido literal como figurado, durante años.
Cuando las cortinas del salón del número 20 de la calle Setenta y tres Este se renovaban, la
casa de enfrente, el número 23, tomaba buena nota de ello. Y también de las idas y venidas,
de las compras, los viajes, los aniversarios y enfermedades: la consabida crónica de una
pareja intachable. Apenas había nada que escapara a la atención de la señora Slade. Pero de
todo esto se llegó a cansar poco antes de que su marido tuviera el gran golpe de suerte en
Wall Street; incluso había llegado a pensar, cuando compraron una casa nueva en la parte
alta de Park Avenue, que «hubiera estado mucho más entretenida viviendo enfrente de una
taberna clandestina: al menos una podía tener la oportunidad de presenciar alguna que otra
redada». La idea de imaginarse a Grace involucrada en un arresto le pareció tan divertida
que, antes de mudarse, la lanzó en un almuerzo femenino. Le celebraron mucho la ocurrencia
y la chanza se divulgó por ahí. La señora Slade, en más de una ocasión, se preguntó si habría
cruzado la calle y llegado a oídos de Grace Ansley; y aunque tenía la esperanza de que no
fuese así, lo contrario tampoco le preocupó demasiado. Por aquel entonces, la respetabilidad
no se valoraba en su justa medida y no había ningún mal en reírse un poquito de la gente
irreprochable.
Pocos años después, y en un intervalo de apenas meses, ambas perdieron a sus maridos. Hubo
el correspondiente intercambio de coronas y condolencias, y en el clima ensombrecido de
sus lutos reanudaron brevemente la amistad. Ahora, tras otro intervalo de tiempo, se habían
encontrado en Roma, en el mismo hotel, cada una convertida en un modesto apéndice de una
hija distinguida. Que sus destinos resultasen tan similares fue algo que las unió de nuevo, lo
que se prestó a alguna que otra ligera broma entre ellas y a confesarse mutuamente que, si
bien en tiempos pasados debió de ser tedioso escoltar a las hijas, ahora, en ocasiones, una se
aburría un poco de no hacerlo.
Claro está, pensó la señora Slade, que esta falta de ocupaciones la afectaba a ella mucho más
que a la pobre Grace. Era un gran cambio, a la baja, pasar de ser la esposa de Delphin Slade
a ser su viuda. Siempre se había visto, con cierto orgullo conyugal, a la misma altura que él
en cuanto a dotes sociales se refiere, contribuyendo de lleno a la creación de esa pareja
excepcional que fueron ellos; pero tras su muerte, la transformación fue irremediable. Como
esposa de un afamado abogado, siempre con uno o dos casos internacionales entre manos,
no había día que no acarreara obligaciones interesantes e inesperadas: atender de pronto a
importantes colegas extranjeros, viajar apresuradamente y por motivos de negocios a
Londres, París o Roma, donde sus atenciones eran generosamente correspondidas; y el
regocijo de oír al pasar: «¡Cómo! ¿Que esa mujer elegante, la de los ojos bonitos, es la señora
Slade? ¿La mujer de Slade, el abogado? Por lo general, las esposas de los hombres eminentes
son tales adefesios…».
Sí, era cierto; después de aquello ser la viuda de Slade era un asunto bastante monótono.
Había puesto todas sus energías en estar a la altura de la fama de su marido, y ahora sólo
tenía una hija por la que vivir, pues su hijo, que parecía haber heredado las cualidades del
padre, había muerto repentinamente siendo todavía un niño. Ella había intentado
sobreponerse al dolor por su marido, a quien debía ayudar y quien a su vez le daba fuerzas;
pero tras la pérdida de su esposo, pensar en el chico le resultaba insoportable. No le quedaba
nada más que atender a su hija; pero la pequeña Jenny era tan perfecta que no precisaba
excesivos desvelos maternos. «Bueno, con Babs Ansley aquí no creo que deba estar tan
tranquila», pensaba a veces la señora Slade con algo de envidia, pues Jenny, que tenía menos
edad que su deslumbrante amiga, pertenecía a esa clase de chicas que resulta tan poco común:
era sumamente hermosa, pero en ella juventud y belleza se tornaban en algo tan sensato y
digno de confianza como si esos atributos brillaran por su ausencia. Qué desconcertante
resultaba esto…, y para la señora Slade, también un poco aburrido. Abrigaba la secreta
ilusión de que Jenny se enamorara, incluso de un hombre que no fuera el adecuado; que
tuviera que acecharla y discurrir tretas para rescatarla. Pero en cambio, era Jenny quien la
vigilaba, la preservaba de las corrientes de aire, se aseguraba de que hubiera tomado el
tónico…
La señora Ansley era mucho menos elocuente que su amiga y su retrato mental de la señora
Slade resultaba más desdibujado. «Alida Slade es terriblemente brillante, pero no tanto como
ella se cree», habría sido todo su comentario; si bien habría añadido, para mayor
entendimiento por parte de extraños, que la señora Slade había sido una muchacha
sumamente airosa; mucho más que su hija, que sin duda era bella e inteligente de aquella
manera, pero que carecía de la…, bueno, de la «viveza» de su madre, como alguien dijo en
una ocasión. La señora Ansley gustaba de usar palabras corrientes como ésta y citarlas entre
comillas, como si fueran la audacia nunca vista. No; Jenny no era como su madre. En
ocasiones la señora Ansley se imaginaba que Alida Slade se hallaba decepcionada; en general
había tenido una vida bastante triste. Llena de fracasos y errores; y la señora Ansley siempre
había sentido un poco de lástima por ella…
Así era, pues, como se veían las dos damas, cada una desde el lado equivocado de su pequeño
telescopio.
II
Permanecieron calladas largamente, la una junto a la otra. Parecía como si, para ambas, fuera
un alivio dejar de lado sus actividades, algo fútiles, en presencia del vasto memento mori que
se erguía frente a ellas. La señora Slade estaba bastante quieta, con la vista clavada en la
dorada vertiente del Palacio de los Césares, y transcurridos unos momentos, la señora Ansley
cesó de enredar nerviosamente en su bolsa de labor y también ella se quedó pensativa. Como
a veces ocurre entre amigos, nunca hasta entonces habían tenido ocasión de estar en silencio,
y la señora Ansley se sintió ligeramente azorada por lo que parecía ser, después de tanto
tiempo, un mayor grado de intimidad entre ellas, intimidad que no sabía bien cómo tomar.
De repente, el aire se llenó de ese tañer profundo de campanas que de vez en cuando cubre
Roma de una techumbre argentada. La señora Slade consultó su reloj:
—¿Dijiste bridge? No me apetece mucho, a no ser que tú quieras… Pero no creo que yo me
anime.
—Oh, no —la señora Ansley se apresuró a asegurarle—. No me importa nada. Se está tan
bien aquí y, como tú dices, está esto tan lleno de viejos recuerdos… —Se arrellanó en la silla
y con un gesto casi furtivo sacó la labor.
De soslayo, la señora Slade tomó nota de la actividad de su amiga, pero sus cuidadas manos
permanecieron inertes sobre las rodillas.
—Estaba pensando —dijo lentamente— en cuántas cosas distintas ha encarnado Roma para
cada generación de viajeros. Para nuestras abuelas, la fiebre romana; para nuestras madres,
peligros amorosos, ¡y vaya si nos vigilaban!; para nuestras hijas, no más riesgos que los que
entraña pasear por la calle Mayor. No saben… lo que se pierden.
La dilatada luz dorada se iba extinguiendo y la señora Ansley se acercó el punto a los ojos.
—Siempre pensé —prosiguió la señora Slade— que nuestras madres tuvieron las cosas
bastante más difíciles que nuestras abuelas. En la época en que la fiebre romana acechaba en
las calles de Roma debió de ser relativamente más fácil recluir a las hijas en las horas
peligrosas; pero cuando tú y yo éramos jóvenes, con toda aquella belleza incitándonos, y el
picante adicional de desobedecer, y sin más riesgos que coger un resfriado en las horas
frescas del anochecer, las madres se las veían y deseaban para retenernos en casa, ¿no es
cierto?
De nuevo se volvió hacia la señora Ansley, pero ésta había llegado a un punto delicado de su
labor.
—Dos derecho, dos revés, echar hebra; es cierto, no les resultaba sencillo hacerlo —convino
sin alzar la vista.
La señora Slade la miró de hito en hito. «¡Y puede hacer punto… delante de todo esto! ¡Qué
típico de ella!»
Con ademán pensativo la señora Slade se recostó en su asiento mientras dejaba resbalar la
vista en las ruinas de enfrente, en el hondón verde del Foro, en el apagado fulgor de los
frontispicios de las iglesias más allá o en los majestuosos contornos del Coliseo. De repente
pensó: «Está muy bien todo eso de que las jóvenes de hoy prescinden del romanticismo y de
las noches de luna, pero que no me digan a mí que Babs Ansley no va a la caza de ese joven
aviador, el que es marqués. Y Jenny no tiene nada que hacer a su lado. Me pregunto si será
éste el motivo por el cual a Grace Ansley le agrada tanto que nuestras hijas vayan juntas a
todas partes. ¡Utilizar a mi pobre Jenny para mayor lucimiento de la otra!». La señora Slade
emitió una risa apenas perceptible y, al oírla, la señora Ansley dejó caer la labor:
—¿Sí?…
—¡Oh!, no es nada; sólo pensaba en que tu Babs lo arrolla todo y se sale siempre con la suya.
Ese muchacho, el joven Campolieri, es uno de los mejores partidos de Roma. No pongas esa
cara de inocente, querida; lo sabes de sobra. Y me preguntaba, con todos los respetos, por
supuesto…, me preguntaba cómo dos personas tan ejemplares como tú y Horace os las
arreglasteis para engendrar algo tan dinámico. —La señora Slade rió de nuevo con un deje
de aspereza.
Las manos de la señora Ansley permanecieron inertes entre las agujas. Miró de frente a las
amontonadas ruinas de esplendor y pasión que yacían a sus pies. Su delicado perfil, sin
embargo, carecía casi por completo de expresión.
—No, no. La valoro en lo que vale. Y quizá te envidie por ello. Oh, mi niña es perfecta; si
tuviera una invalidez crónica creo que preferiría estar en sus manos. Hay momentos en los
que… Pero en fin… Siempre quise tener una hija brillante… y nunca acabé de entender por
qué en su lugar tuve un ángel.
—¡Por supuesto, por supuesto! Pero tiene alas de arco iris. Bueno, aquí estamos las dos
sentadas mientras ellas pasean con sus jóvenes junto al mar. Y todo esto no hace sino evocar
el pasado de una manera un tanto demasiado aguda.
La señora Ansley había reanudado la labor. Una casi podía haber imaginado (de no haberla
conocido lo suficiente, pensó la señora Slade) que también a ella le suscitaban demasiados
recuerdos las dilatadas sombras de esas augustas ruinas. Pero no; simplemente estaba inmersa
en su labor. ¿Y acaso tenía motivos para estar preocupada? Tenía la seguridad de que Babs
volvería comprometida con el más que adecuado Campolieri. «Y venderá la casa de Nueva
York y se vendrá a vivir a Roma, cerca de ellos, pero sin interferir en sus vidas… Es
demasiado diplomática. Y tendrá una cocinera excelente, y la gente apropiada para jugar al
bridge y tomar algún cóctel… y una vejez tranquila entre sus nietos.»
La señora Slade interrumpió el vuelo profético de sus pensamientos con una punzada de
enojo consigo misma. Grace Ansley era la última persona en el mundo de la que se debía
pensar con crueldad. ¿Es que nunca se cansaría de envidiarla? Quizá llevaba haciéndolo
demasiado tiempo.
Se puso en pie y se reclinó en la baranda, dejando que sus ojos azorados se empaparan de la
magia quieta del crepúsculo. Pero en lugar de tranquilizarla, el espectáculo pareció
incrementar su desasosiego. Su mirada se desvió hacia el Coliseo. La luz dorada de sus
flancos se deshacía ya en sombras púrpura y en lo alto se arqueaba el firmamento, translúcido
y puro como el cristal. Era ese momento en que la tarde y la noche quedan suspendidas en
un precario equilibrio.
La señora Slade se giró y puso la mano en el brazo de su amiga. El gesto fue tan inesperado
que la señora Ansley la miró con sobresalto.
—¿Miedo…?
—Miedo a coger la fiebre romana o una pulmonía. Aún recuerdo lo enferma que estuviste
aquel invierno. De joven siempre tuviste la garganta muy delicada, ¿verdad?
—Oh, estamos bien aquí. Abajo en el Foro sí que de pronto hace un frío mortal…, pero aquí
no.
—Ah, cierto, eso lo sabes tú bien porque entonces tenías que andar con mucho cuidado… —
La señora Slade se volvió hacia la baranda y pensó: «Debo hacer un esfuerzo más para no
odiarla». En voz alta comentó:
—Siempre que contemplo el Foro recuerdo aquella historia que protagonizó una de tus tías
abuelas. Porque era tía abuela tuya, ¿no? Una mujer tremendamente perversa.
—Oh, sí; fue mi tía Harriet. La que dicen que envió a su hermana pequeña al Foro al
atardecer, a traerle para su álbum una flor que sólo brota por la noche. Todas nuestras abuelas
tenían la costumbre de coleccionar flores secas.
—Pero la realidad es que la mandó porque las dos estaban enamoradas del mismo hombre…
—Bueno, eso forma parte de la leyenda familiar. Dicen que la tía Harriet lo confesó todo
años después. Sea como fuese, lo cierto es que su pobre hermana cogió la fiebre y se murió.
Mi madre solía asustarnos con esa historia cuando éramos pequeñas.
—Fácilmente, no; pero en aquella ocasión sí me alarmé. Me asusté porque en aquel momento
yo era demasiado feliz. No sé si sabes lo que quiero decir.
—Bien, supongo que por eso me impresionó tanto aquella historia de tu tía. Pensé: «Ya no
existe la fiebre romana, pero hace un frío tremendo en el Foro cuando cae el sol,
especialmente después de un día caluroso. Y el Coliseo es incluso más gélido y húmedo».
—¿El Coliseo…?
—Sí. Y eso que no era fácil colarse una vez cerraban las verjas por la noche. Todo lo
contrario. Aunque, la gente se las arreglaba para entrar. Sobre todo los amantes que no tenían
otro sitio para verse. ¿No lo sabías?
—¿No te acuerdas? ¿No recuerdas haber ido a visitar alguna que otra ruina al anochecer y
haber cogido una grave infección? La gente dijo que eso fue lo que te hizo enfermar. Corrió
el rumor de que habías salido de noche a ver la luna. Hubo un momento de silencio, tras el
cual la señora Ansley replicó:
—Cierto. Y además tú te repusiste, así que nada ocurrió. Aunque recuerdo que a todos nos
extrañó bastante… Me refiero a las explicaciones que disteis, porque tú siempre tenías tanto
cuidado con la garganta, y tu madre estaba tan pendiente de ti… Porque sí saliste a pasear,
¿no es cierto?, aquella noche…
—Quizá sí lo hice. Incluso las chicas más prudentes cometen a veces tonterías. ¿Qué te ha
hecho pensar en aquello ahora?
La señora Slade guardó silencio durante unos momentos, al cabo de los cuales exclamó:
La señora Ansley irguió la cabeza en un gesto vehemente. Tenía los ojos muy abiertos y
pálidos.
—En efecto. ¿Crees que estoy fanfarroneando? Pues bien, fuiste a reunirte en secreto con el
hombre con el que yo estaba prometida… Y si quieres, puedo repetir cada palabra de la carta
que te condujo hasta él.
Mientras la señora Slade pronunciaba estas palabras, la señora Ansley se había puesto en pie
de manera tambaleante. Su bolso, sus guantes y su labor se precipitaron todos en estruendoso
montón hacia el suelo. Miró a la señora Slade como si estuviera viendo a un espectro.
—¿Y por qué? Escucha, si acaso no me crees. «Querida: las cosas ya no pueden seguir así.
Debo verte a solas. Ven al Coliseo mañana tan pronto anochezca. Habrá alguien allí que te
dejará entrar. Nadie sospechará…». Pero quizá hayas olvidado lo que la carta decía…
La señora Ansley recibió el desafío con una compostura inesperada. Una ligera propensión
al vértigo la obligó a apoyarse momentáneamente en la silla; posó la mirada en su amiga y
luego replicó:
—¿Y la firma? «Sólo tuyo, D. S.» ¿Verdad que tengo razón en decir que ésa fue la carta que
te hizo salir aquella noche?
Los ojos de la señora Ansley seguían fijos en ella. A la señora Slade le pareció que una lucha
interna se libraba tras la máscara en que se había vuelto su rostro. «Nunca hubiera imaginado
que pudiera controlarse tanto», pensó la señora Slade, casi con resentimiento. Pero en ese
momento la señora Ansley dijo:
—Sin duda; eso era de esperar… ¡Eres tan sensata! —Su sarcasmo era ya patente—. Y puesto
que destruiste la carta, te estarás preguntando cómo es posible que yo conozca el contenido,
¿no es cierto?
La señora Slade hizo una pausa, pero la señora Ansley siguió en silencio.
—¡Que tú la escribiste!
—Sí.
Se miraron un instante en la última luz dorada. Luego, la señora Ansley se derrumbó en la
silla.
La señora Slade esperó nerviosamente a que la otra dijera o hiciera algo. No hubo respuesta,
y al cabo de un rato la señora Slade exclamó:
La señora Ansley dejó caer las manos sobre las rodillas. El rostro que desvelaron estaba
surcado de lágrimas.
—No era en ti en lo que estaba pensando. Pensaba… que ésa fue la única carta que he tenido
suya.
—Y ahora resulta que yo la escribí. ¿Pero acaso has olvidado que yo era la chica con la que
estaba prometido? ¿No se te ocurrió pensarlo?
La señora Slade permaneció erguida sin apartar la mirada de la figura encogida que estaba a
su lado. El ardor de su ira ya se había apagado y se preguntó cómo había podido imaginar
que hallaría algún tipo de placer en infligir semejante herida gratuita a su amiga. Pero tenía
que justificarse.
—Supongo —dijo lentamente la señora Ansley— que porque nunca has dejado de odiarme.
—Tal vez. O también porque deseaba descargarme de todo el asunto. —Hizo una pausa—.
Me alegro de que destruyeras la carta. Por supuesto, nunca pensé que pudieras morir.
La señora Ansley se volvió a quedar ensimismada, y la señora Slade, inclinándose por encima
de ella, captó una extraña sensación de aislamiento, como si la hubieran separado de la
corriente cálida de la comunicación humana.
—No sé… Era la única carta que tenía, y ¿dices que él no la escribió?
Los ojos de la señora Slade siguieron clavados en ella. Era como si, tras el golpe, toda su
persona se hubiera empequeñecido y al ponerse en pie el viento se la pudiese llevar igual que
a una voluta de polvo. Al contemplarla, la señora Slade sintió que los celos volvían a hacer
presa en su interior. ¡Y pensar que durante todos estos años esa mujer había vivido de esa
carta! ¡Cómo lo tenía que haber amado, para haber guardado como un tesoro el mero recuerdo
de sus cenizas! La carta del hombre que estaba prometido con su amiga. ¿Acaso no era ella
el monstruo?
—Trataste de atraerlo por todos los medios, pero fracasaste, y yo lo tuve para mí. Eso es
todo.
—Ahora desearía no habértelo contado. Jamás hubiera imaginado que te lo tomarías así; creí
que la noticia te divertiría. Todo ocurrió hace tanto tiempo, como tú misma has dicho; y debes
concederme que no tenía yo motivo para pensar que te lo tomarías en serio. ¿Cómo
imaginarlo, cuando te casaste con Horace Ansley al cabo de dos meses? Tan pronto te
levantaste de la cama, tu madre te llevó en volandas a Florencia y te casó. La gente se quedó
extrañada…, a todos les sorprendió la rapidez con que lo hiciste; pero yo creí saber la
respuesta. Intuí que lo habías hecho por despecho, para luego poder decir que te habías
adelantado a Delphin y a mí. Las muchachas jóvenes a veces hacen las cosas más serias
movidas por las razones más tontas. Y que te casaras tan pronto me convenció de que, en el
fondo, nunca te había importado Delphin.
El cielo claro se había vaciado de su fulgor áureo. El anochecer se extendía por doquier,
envolviendo súbitamente en sombras las Siete Colinas. Algunas luces dispersas empezaron
a parpadear por entre el follaje bajo sus pies. Resonó el sonido de pasos que iban y venían
por la terraza vacía: camareros que se asomaban a la puerta principal y que, al cabo de unos
instantes, reaparecían portando bandejas, manteles y botellas de vino. Cambiaron algunas
mesas de sitio y pusieron en orden las sillas. Una ristra de tenues luces eléctricas comenzó a
brillar. Retiraron varios jarrones con flores marchitas y trajeron otros con adornos frescos.
Una señora de aspecto recio, vestida con guardapolvo de viaje, apareció de repente,
preguntando en mal italiano si alguien había visto la cinta elástica que sostenía su guía de
viajes, una desvencijada Baedeker. Hurgó con su bastón bajo la mesa en la que había estado
almorzando, ayudada por unos cuantos camareros solícitos.
El rincón donde se hallaban la señora Slade y la señora Ansley todavía estaba desierto y
sombrío. Ambas permanecieron largo tiempo en silencio. Al cabo de un rato, la señora Slade
lo rompió de nuevo:
—¿Una broma?
—Bueno, ya sabes que las chicas pueden ser despiadadas a veces, sobre todo cuando están
enamoradas. Recuerdo haberme reído yo sola al imaginarte esperando en la oscuridad,
estrujando la vista, agudizando los oídos en espera de algún sonido, intentando acceder al
interior… Claro que luego tuve remordimientos, cuando supe que habías estado tan enferma
después de aquello.
La señora Ansley, que había permanecido inmóvil durante un buen rato, se volvió lentamente
hacia su acompañante.
—Pero no tuve que esperar. Él lo había dispuesto todo. Estaba allí. Nos dejaron entrar
inmediatamente.
La señora Slade, que estaba reclinada, se puso en pie de un brinco.
—¿Dices que Delphin estaba allí? ¿Que os dejaron entrar…? ¡Ah, no me vengas ahora con
mentiras! —exclamó con violencia.
La voz de la señora Ansley se había hecho más nítida y su tono revelaba un deje de sorpresa.
—¿Acudió? ¿Y cómo iba a saber que te encontraría allí? Debes de estar soñando…
—Pero yo contesté a la carta. Le dije que estaría allí esperando. De modo que él vino.
La señora Ansley se levantó, atrayendo hacia sí el zorro que le caía por los hombros.
—Hace frío aquí arriba. Será mejor que nos vayamos… Lo siento por ti —dijo, mientras se
arrebujaba la garganta en su echarpe de piel.
—Sí; será mejor que nos vayamos. —Recogió bolso y abrigo—. Aunque no sé por qué dices
que lo sientes por mí —replicó con un murmullo.
La señora Ansley de nuevo guardó silencio; luego, enfiló hacia la puerta de salida. Inició un
primer paso y se giró, encarándose a su compañera.
escaleras.