Clastres - Pp. 55-64

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los siguientes títulos sobre

FILOSOFIA
pertenecientes a sus diferentes
· colecciones y series
(Grupo «Ciencias Sociales»)

JoN ELSTER juicios salomónicos


IAN HACKING La domesticación del azar
THEODOR VIEHWEG Tópica y filosofía del derecho
GEORGE STEINER En el castillo de Barba Azul
PIERRE GRIMAL Los extravíos de la libertad
JoN ELSTER Tuercas y tornillos. Una
introducción a los conceptos
básicos de las ciencias sociales
E. BALBIER, G. DELEUZE Michel Foucault, filósofo
Y OTROS

jOSE MARIA BENEYTO Apocalipsis de la modernidad


GREGORIO KAMINSKY Spinoza: la política de las
pasiones
MARTIN HEIDEGGER Introducción a la metafísica
PIER ALDO ROVAITI Como la luz tenue
GEORGES BALANDIER El desordell
HANNAH ARENDT Hombres en tiempos de
oscuridad
INVESTIGACIONES
EN ANTROPOLOGIA
POLITICA

por

Pierre Clastres
Título del original francés: ··· t
Recherches d'anthropologie politique
© Éditions du Seui\, París, 1980
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Traducción : Estela Ocampo

Diseño de cubierta: Marc Valls

Primera reimpresión, octubre de 1996, Barcelona

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presión, en forma id, t' uccJón total o parcial por cualquier medto 0l}l-
quier otro idioma. en Jea, extractada o modificada, en castellano 0 e
4
Sobre el etnocidio*
Hace algunos años el término etnocidio no existía. Beneficiario
de los favores pasajeros de la moda y, ciertamente, gracias a su
capacidad de responder a una necesidad, de satisfacer una innega-
ble demanda de precisión terminológica, el uso de la palabra hn
sobrepasado ampliamente su lugar de origen, la etnología, para
pasar a ser del dominio público. Sin embargo, ¿la difusión ace-
lerada de una palabra mantiene la coherencia y el rigor deseables
con la idea a la que sirve de vehículo? No está muy claro que la
compresión se beneficie con la extensión y que, al fin de cuentas,
sepamos qué significa el etnocidio. En el espfritu de sus inventores
la palabra estaba destinada, sin duda, a traducir una realidad no
expresada por ningún otro término. Si se ha sentido la necesidad
de crear una nueva palabra era porque había que pensar algo nuevo,
o bien algo viejo pero sobre lo que todavía no se había reflexionado.
En otros términos, se estimaba inadecuado o impropio para cum-
plir esta exigencia nueva otra palabra, genocidio, cuyo uso estaba
muy difundido desde mucho tiempo atrás. Por lo tanto, no se
puede comenzar una reflexión seria sobre la idea de etnocidio sin
intentar determinar previamente lo que distingue al fenómeno as{
llamado de la realidad a la que hace referencia el genocidio.
Creado en 1946 durante el proceso de Nuremberg, el concepto
jurídico de genocidio es la toma de conciencia en el plano legal
de un tipo de criminalidad desconocida hasta el momento. Más
exactamente, remite a la primera manifestación, debidamente re·
gistrada por la ley, de esta criminalidad: el exterminio sistemático
de los judíos europeos por los nazis alemanes. El delito jurfdica-
mente definido como genocidio hunde sus raíces, por lo tanto, en

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el racismo; es su producto lógico y en última instancia, necesario:
un racismo que se desarrolla libremente, como fue el caso de la
Alemania nazi, no puede conducir sino al genocidio. Las guerras
coloniales que se sucedieron en el Tercer Mundo a partir de 1945
y que, en algunos casos, todavía perduran, dieron lugar a acusa·
ciones precisas de genocidio contra las potencias coloniales. Pero
el juego de las relaciones internacionales y lá. indiferencia relativa
de la opinión pública impidieron lograr un consenso análogo al de
Nuremberg; jamás hubo persecuciones.
Si el genocidio antisemita de los nazis fue el primero en ser
juzgado por la ley, no fue el primero en ser perpetrado. La historia
de la expOII;ión occidental en el siglo XIX, de la constitución de
~os imperios coloniales por las grandes potencias europeas, está
¡a1onado de masacres mttódicas de las poblaciones autóctonas.
Aunque más no sea por su extensión continental, por la amplitud
de la cafda demográfica. que provocó, el genocidio de los indígenas
americanos es el que más ha llamado la atención. A partir del
descubrimiento de América, en 1492, se puso en marcha una má-
quina de destrucción de los indios. Esta máquina aún funciona allf
donde subsisten, por toda la gran selva amazónica, las última
tribus «salvajes». En el curso de los últimos años se han d s
· d o masacres d e m
cia · di os en Bras1·¡ , Col om b"1a, Paraguay y si enun-
ha sido en vano. ' empre
Por lo tanto es sobre todo a partir de su experiencia am .
que los etnólogos, y muy particularmente Robert Jaulin er~cana
llevados a formular el concepto de etnocidio. En prio' _se_ VIeron
idea se refiere a la realidad indigena de América del S Clpto, esta
dispone de un t~reno f~vorable -si s~ ~os permite la e~r. "\llí se
para buscar la diferencia entre genoctdto y etnocidio Presión_
últimas poblaciones indígenas del continente son v(c,ti~a que las
táneamente de estos dos tipos de criminalidad. Si el térm~o sirnul.
cidio remite a la idea de «raza» y a la voluntad de exterm· gell().
minoría racial el de etnoctwo ·.1:
se re ["tere no ya a la de Jnar una
, , strucc·,
física de los hombres (en este caso permanecenamos dentr Ion
0
situación genocida) sino a la de su cultura. El etnocidio de la
la destrucción sistemática de los modos de vida y de Penes, pues,
de gentes diferentes a quienes llevan a cabo Ia destll.Jc s~~Iento
suma, el genocidio asesina los cuerpos de los pueblos, eJ ~~~n .. ~n
los mata en su espíritu. Tanto en uno como en otro caso OCtdiO
sin duda de Ia muerte, pero de una muerte diferente: la s se tr~,ta
, · es 1nme
f1Slca · d"tata, 1a oprest"6 n cu1tura1 w J:f·1ere largo tiem
upreston
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ef ectos segun a capact a "d d d 1
e resistencia e a minoría op po
. . d sus
· "d
nmt a.
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No se trata aquí de elegir el mal menor, ya que la respuesta es
de por sí evidente: cuanto menos barbarie mejor. Dicho esto, hemos
de reflexionar sobre la verdadera significación del etnocidio.
El etnocidio comparte con el genocidio una visión idéntica del
Otro: el Otro es lo diferente, ciertamente, pero sobre todo la dife·
rencia perniciosa. Estas dos actitudes se separan en la clase de tra-
tamiento que reservan a la diferencia. El espíritu, si puede decirse
genocida, quiere pura y simplemente negarla. Se extermina a los
otros porque son absolutamente malos. El etnocidio, por el con-
trario, admite la relatividad del mal en la diferencia: los otros son
malos pero puede mejorárselos, obligándolos a transformarse hasta
que, si es posible, sean idénticos al modelo que se les propone, que
se les impone. La negación etnocida del Otro conduce a una iden-
tificación consigo mismo. Se podría oponer el genocidio y el etno-
cidio como las dos formas perversas del pesimismo y el optimismo.
En América del Sur los asesinos de indios llevan al colmo la posi-
ción del Otro como diferencia: el indio salvaje no es un ser hu-
mano sino un simple animal. La muerte de un indio no es un acto
criminal; incluso el racismo ha desaparecido, ya que para ejercerse
implica el reconocimiento de un mínimo de humanidad en el Otro.
Monótona repetición de una infamia muy vieja: Claude Lévi-
Strauss, al tratar --avant la lettre- del etnocidio, recuerda en
Raza e historia que los indios de las Islas se preguntaban si los
españoles recién llegados eran dioses u hombres, en tanto que
los blancos se interrogaban sobre la naturaleza humana o animal
de los indígenas.
¿Quiénes practican, por otra parte, el etnocidio? ¿Quién at~ca
el alma de los pueblos? Aparecen en primer plano, en Aménca
del Sur, pero también en muchas otras regiones, los misioneros.
Propagadores militantes de la fe cristiana, se esfuerzan por s~stituir
las creencias bárbaras de los paganos por la religión de Occtdente.
El desarrollo evangelizador supone dos certezas: primero que la
diferencia -el paganismo-- es inaceptable y debe ser combatido
y, segundo, que el mal de esta diferencia puede ser atenuado, es
decir, abolido. La actitud etnocida es más bien optimista precisa-
mente en esto: el Otro, que desde un principio es malo, es perfec-
tible, se le reconocen los medios para elevarse, por identificación,
a la perfección representada por el cristianismo. Quebrar la fuerza
de la creencia pagana es destruir la sustancia misma de la sociedad.
Se trata, claro está, de un resultado buscado: conducir al indígena
por el camino de la verdadera fe, del salvajismo a la civilización.
El etnocidio se ejerce por el bien del Salvaje. El discurso laico, por

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otra parte, dice lo mismo cuando enuncia, por ejemplo, la doc-
trina oficial del gobierno brasileño en lo tocante a la política indi-
genista. <•Nuestros indios, proclaman los responsables, son seres
humanos como los otros. Pero la vida salvaje que llevan en la selva
los condena a la miseria y la desgracia. Es nuestro deber ayudarlos
a liberarse de la servidumbre. Tienen el derecho de elevarse a la
dignidad de ciudadanos brasileños para poder participar plena-
mente en el desarrollo de la sociedad y gozar de sus beneficios.» La
ética del humanismo es la espiritualidad del etnocidio.
El horizonte sobre el que se recortan el espíritu y la práctica
etnocidas se determina según dos axiomas. El primero proclama
la jerarquía de las culturas: las hay inferiores y superiores. El se-
gundo confirma la superioridad absoluta de la cultura occidental.
Este último no puede mantener con los otros, y en particular con
las culturas primitivas, más que una relación de negación. Pero
se trata de una negación positiva, en tanto que quiere suprimir
lo inferior en cuanto inferior para elevarlo a un nivel superior.
Se suprime la indianidad del indio para hacer de él un ciudadano
brasileño. En la perspectiva de sus agentes, el etnocidio no es visto
como una empresa destructiva; es, por el contrario, una tarea nece-
saria, exigida por el humanismo inscrito en el corazón de la cultura
occidental.
Esta vocación de medir las diferencias con la vara de su propia
cultura se denomina etnocentrismo. Occidente sería etnocida porque
es etnocéntrico, porque se considera a sf mismo y quiere ser la
civilización. Se impone, sin embargo, una pregunta: ¿nuestra cul-
tura detenta el monopolio del etnocentrismo? La experiencia etno-
lógica nos permite responder. Consideremos la manera en que se
denominan a sf mismas las sociedades primitivas. En realidad no
hay autodenominación en la medida en que, recurrentemente, las
sociedades se atribuyen casi siempre un único y mismo nombre:
los Hombres. Para ilustrar con algunos ejemplos este rasgo cultural
recordaremos que los indios Guaraníes se llaman Ava, que significa
los <<Hombres»; que los Guayaki dicen que son Aché, las «Perso-
nas»; que los Waika de Venezuela se proclaman Yanomami, la
••Gente»; que los Esquimales son los lnnuit, los «Hombres». Se
podrfa alargar indefinidamente la lista de estos nombres propios
que componen un diccionario de todas las palabras con el mismo
sentido: hombres. Por el contrario, cada sociedad designa sistemá-
ticamente a sus vecinos con nombres peyorativos, cargados de des-
precio, injuriantes.
Toda cultura realiza así una división de la humanidad entre

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ella mis~a, que se afirma como representación de lo humano por
~celencJa Y. los otros, que participan mínimamente de la huma-
m~a~ .. El discurso sobre ellas mismas que tienen las sociedades
pnmltlvas, condensado en los nombres que se confieren, es total-
mente etnocéntrico : afirmación de la superioridad de su ser cul-
tu.ral, negativa a reconocer a los otros como iguales. El etnocen-
tnsmo parece la cosa más repartida en el mundo y, al menos desde
este punto de vista, la cultura occidental no se distingue de las
otras . Y aún es conveniente, llevando el análisis un poco más allá,
pensar el etnocentrismo como una propiedad formal de toda for-
mación cultural, inmanente a la cultura misma. Pertenece a la
esencia de la cultura ser etnocéntrica, en la medida en que toda
cultura se considera la cultura por antonomasia. En otros términos,
la alteridad cultural jamás es considerada una diferencia positiva
sino que siempre es una inferioridad según un esquema jerár-
quico .
.Pero si bien es cierto que toda cultura es etnocént~ica, sólo. la
occidental es etnocida. De esto se concluye que la prácuca etnoc1da
no se articula necesariamente con la convicción etnocéntrica. Sino,
toda cultura debería ser etnocida y no es el caso. Nos parece que
es en este nivel donde se deja ver una cierta insuficiencia en la
reflexión que realizan desde hace cierto tiempo los investig~d~res,
Y que afecta al problema del etnocidio. En efecto, no es suf1c1ente
e?~ .reconocer y afirmar la naturaleza y la función etnocida d~ la
ctvthzación occidental. Mientras nos contentemos con determt~~r
el mundo blanco como etnocida nos quedaremos en la superficie
de las cosas, seguiremos repitiendo -repetición legítima, sin duda,
puesto que nada ha cambiado-- el discurso pronunciado por el
obispo Las Casas, por ejemplo, cuando ya a comienzos del siglo .~ 1
denunciaba en términos bien precisos el genocidio Y el etnoodto
que los españoles realizaban con los indios de las Islas Y de ~é­
xico: La lectura de los trabajos consagrados al etn~ídio da la liD-
presiÓn de que para sus autores la civilización occidental es u~a
especie de abstracción sin rafees socio-históricas, una vaga esencia
que lleva en sf el espfritu etnocida. Nuestra cultura no es n~ngu?a
abstracción, es el producto lentamente constituido de una htstona,
permite una investigación genealógica. ¿Qué es lo que hace que la
civilización occidental sea etnocída? Esta es la verdadera pregunta.
El análisis del etnocidio implica, más allá de la denuncia de los
hechos, una interrogación sobre la naturaleza, históricamente de-
terminada, de nuestro mundo cultural. Por lo tanto, es necesario
volverse hacia la historia.

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Asf como no es una abstracción extra-temporal, la civilización
occidental tampoco es una realidad homogénea, un bloque indife-
renciado idéntico en todas sus partes. Esta es, sin embargo, la
imagen que parecen dar los autores antes citados. Pero si Occidente
es etnocida como el sol es luminoso este fatalismo vuelve inútil,
y aun absurda, la denuncia de los crímenes y el llamado a la pro-
tección de las víctimas. ¿No será que la civilización occidental es
etnocida hacia fuera, es decir con otras formaciones cul rurales por-
que es etnocida en principio respecto de sí misma? No se puede
considerar la vocación etnocida de la sociedad occidental sin articu-
larla con esa particularidad de nuestro propio mundo que consti-
tuye el criterio clásico de distinción entre los Salvajes y los Civi-
lizados, entre el mundo primitivo y el mundo occidental: los pri-
meros son un conjunto de sociedades sin Estado, los segundos están
compuestos por sociedades con Estado. Hay que intentar reflexionar
sobre lo siguiente: ¿pueden legítimamente ponerse en perspectiva
estas dos propiedades de Occidente, cultura etnocida y sociedad con
Estado? Si asf fuese se comprendería por qué las sociedades pri-
mitivas pueden ser etnocéntricas sin ser etnocidas, puesto que son
precisamente sociedades sin Estado.
Se admite que el etnocidio es la supresión de las diferencias
culturales juzgadas inferiores y perniciosas, la puesta. en marcha de
un proceso de identificación, un pr~y~cto de reducctón del ~tro a
lo mismo {el indio amazónico suprtmtdo como otro y reductdo a
lo mismo como ciudadano brasileño). En otras palabras, el etno-
cidio pretende la disolución de lo múltiple e_n lo Uno. ¿Y qué
es el Estado? Es, esencialmente, la pue.sta en Jl~ego de una fuerza
t t" nde si las circunstancias lo extgen, a aplastar las
centrJpeta que te , d
fu erzas centr1 gas m· versas · El Estado se preten e y · se
'fu
1 1 -
autopro-
clama centro de la sociedad, el todo del cuer~o ~ocia e s~nor b
absoluto de los diversos órganos de ese cuerpo. e ese~ re as , en
· d 1 stancia de Estado, la potencia actuante
el corazón mtsmo ~ a su '1 · 1 1 h 1
de lo Uno la vocación de negación de lo mu _up e, e orr~r a a
diferencia., En este nivel formal en ~u e nos slt~a~os adctul aEmendte
ráctica etnoctda y la maqmna e sta o
compro b amos que 1a P 1 · f
· d
f unc10nan e a mtsm1 · a manera y producen os mismos e ectos:
. ya
sea como civilización occidental o como Estado, se desc~bre stempre
la voluntad de reducción de la diferencia Y de la altendad, el sen-
tido y el gusto por lo idéntico y lo Uno. . .
Quitemos este eje formal y en alguna medtda estructurahsta y
abordemos el diacrónico, el de la historia concreta, considerando
la cultura francesa como un caso particular de la cultura occiden-

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tal, ilustración ejemplificadora del esp{ritu y el destino de Occi-
dente. Su formación, enraizada en un pasado secular, aparece estric-
tamente relacionada con la expansión y el reforzamiento del aparato
del Estado, primero bajo su forma monárquica, luego republicana.
A cada desarrollo del poder central corresponde un mayor des-
pliegue del mundo cultural. La cultura francesa es una cultura na-
cional, una cultura de lo francés. La extensión de la autoridad del
Estado se traduce en la expansión de la lengua del Estado, el fran-
cés. La nación puede proclamarse constituida y puede aparecer el
Estado como quien detenta exclusivamente el poder cuando las
gentes sobre las que se ejerce la autoridad del Estado hablan su
misma lengua. Este proceso de integración pasa evidentemente por
la supresión de las diferencias. Es así que en los inicios de la nación
francesa, cuando Francia no era más que la Francomanía y su rey
un pálido señor del norte del Loira, la cruzada de los albigenses se
abatió sobre el sur para abolir la civilización. La extirpación de la
herejía cátara, pretexto y medio de expansión de la monarquía de
los capetos, trazando los límites casi definitivos de Francia, aparece
como un caso de etnocidio puro: la cultura del Midi -religión,
literatura, poesía- estaba irreversiblemente condenada y los habi-
tantes del Languedoc se convirtieron en sujetos leales al rey de
Francia.
La Revolución de 1789, al permitir el triunfo del espíritu cen-
tralista de los Jacobinos sobre las tendencias federalistas de lo_s
Girondinos, culmina la empresa política de la administración pari-
siense. Las provincias, como unidades territoriales, se apoyaban
cada una sobre una vieja realidad, homogénea desde el punto de
vista cultural: lengua, tradiciones políticas, etc. Se las sustituye por
la distribución abstracta en departamentos, apta para quebrar .t?da
referencia a particularismos locales y por lo tanto para facil~tar
por doquier la penetración de la autoridad del Estado. Uluma
etapa de ese movimiento por el cual las diferencias se evaporan
una tras otra frente al poderío del Estado: la Te~cera Repú~lica
transforma definitivamente a los habitantes del hexagono en cmda-
danos gracias a la institución de la escuela laica, gratuita Y obliga-
toria, y más tarde del servicio militar obligatorio. La existencia
autónoma que subsistía en el mundo provincial y rural sucumbió.
Se había realizado el <<afrancesamiento)), el etnocidio consumado:
lenguas tradicionales acosadas como dialectos de atrasados, vida
pueblerina rebajada a espectáculo folklórico destinado al consumo
turístico.
Por breve que sea, esta ojeada sobre la historia de nuestro pa͡;
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basta para mostrar que el etnocidio, como supresión más o menos
autoritaria de las diferencias socio-culturales, se inscribe primaria-
mente en la naturaleza y funcionamiento de la maquinaria del Es-
tado, que procede por uniformización de la relación que la liga
a los individuos: el Estado no reconoce más que ciudadanos iguales
ante la Ley.
Afirmar, a partir del ejemplo francés, que el etnocidio perte-
nece a la esencia unificadora del Estado conduce lógicamente a
decir que toda formación estatal es etnocida. Examinemos rápida-
mente el caso de un tipo de Estado bien diferente a los Estados
europeos. Los Incas llegaron a edificar en los Andes una maquinaria
de gobierno que fue la admiración de los españoles, tanto por la
amplitud territorial como por la precisión y minuciosidad de las
técnicas administrativas que permitían al Emperador y a sus nume-
rosos funcionarios ejercer un control casi total y permanente sobre
los habitantes del imperio. El aspecto propiamente etnocida de esta
maquinaria estatal aparece en su tendencia a incaizar las pobla-
ciones recientemente conquistadas: no solamente las obligaban a
pagar tributo a los nuevos señores, sino que les imponían el culto
de los conquistadores, el culto del Sol, es decir, del propio Inca.
Se difundía asf una religión de Estado, impuesta por la fuerza en
detrimento de los cultos locales. También es cierto que la presión
ejercida por los Incas sobre las tribus sometidas nunca alcanzó la
violencia ni el celo maníaco con que los españoles destruyeron
luego la idolatría indígena. Por más hábiles diplomáticos que
fuesen los Incas sabían también utilizar la fuerza cuando era nece-
sario y su organización reaccionaba con la mayor brutalidad, como
lo hace todo aparato de Estado cuando ve cuestionado su poder.
Los frecuentes levantamientos contra la autoridad central del Cuzco,
reprimidos desde el inicio sin piedad, eran luego castigados con la
deportación masiva de los vencidos a regiones muy alejadas de su
territorio natal, es decir, marcado por la red de los lugares de culto
(fuentes, colinas, grutas): desarraigo, desterritorializacíón, etnoci-
dio ...
La violencia etnocida, como negación de la diferencia, perte-
nece a la esencia del Estado, tanto en los imperios bárbaros como
en las sociedades civilizadas de Occidente: toda organización estatal
es etnocida, el etnocidio es el modo normal de existencia del Estado.
Hay, por lo tanto, una cierta universalidad del etnocídio, por cuanto
no es propio solamente de un vago «mundo blanco» indeterminado
sino de todo un conjunto de sociedades que son las sociedades con
Estado. La reflexión sobre el etnocidio pasa por un análisis del

62
Estado. ¿Pero debe detenerse allí, en la comprobación de que el
etnocidio es el Estado y que desde este punto de vista todos los
Estados se valen de él? Sería caer nuevamente en el pecado de
abstracción que precisamente le hemos reprochado a la «escuela del
etnocidio», sería desconocer una vez más la historia concreta de
nuestro mundo cultural.
¿Dónde se sitúa la diferencia que impide poner en el mismo
plano, meter en el mismo saco a los Estados bárbaros (Incas, fa-
raones, despotismos orientales) y los Estados civilizados (el mundo
occidental)? Esta diferencia se revela, en primer lugar, al nivel de
la capacidad etnocida de los aparatos estatales. En el primer caso,
dicha capacidad está limitada no por la debilidad del Estado, sino
todo lo contrario, por su fuerza: la práctica etnocida -abolir la
diferencia cuando se convierte en oposición- cesa en el momento
en que la fuerza del Estado no corre más riesgo. Los Incas tole-
raban una relativa autonomía de las comunidades andinas siempre
y cuando reconocieran la autoridad política y religiosa del empe-
rador. Por el contrario, en el segundo caso -Estados occidentales-
la capacidad etnocida no tiene límites ni freno. Es, sin duda, por
esto que puede conducir al genocidio, que se puede hablar del
mundo occidental como absolutamente etnocida. ¿Pero de dónde
proviene esto? ¿Qué contiene la civilización occidental que la hace
infinitamente más etnocida que cualquier otra forma de sociedad?
Su régimen de producción económico, justamente espacio de lo
ilimitado, espacio sin lugares en cuanto que es negación constan~e
de los límites, espacio infinito de una permanente huida hacia
adelante. Lo que diferencia a Occidente es el capitalismo en tanto
imposibilidad de permanecer de este lado de las fronteras, el que
sea pasaje más allá de toda frontera; es el capitalismo como sistema
de producción para el que nada es imposible, sino el tenerse a s{
mismo como su propio fin, ya sea liberal, privado, como en Europa
occidental, o planificado, estatal como en Europa oriental. La so-
ciedad industrial, la más formidable máquina de producir, es por
esto mismo la más terrible máquina de destruir. Razas, sociedades,
individuos, espacio, naturaleza, mares, bosques, subsuelo: todo es
útil, todo debe ser utilizado, todo debe ser productivo, ganado
para una productividad llevada a su máxima intensidad.
He aqu{ la razón por la que no se pod{a dar tregua a las socie-
dades que abandonaban el mundo a su tranquila improductividad
originaria; he aqu{ por qué era intolerable a los ojos de Occidente
el derroche representado por la falta de explotación de inmensos
recursos. La opción que se proponía a estas sociedades era un

63
dilema: ceder a la producción o desaparecer, el etnocidio o el
genocidio. A finales del siglo pasado los indígenas de la pampa
argentina- fueron totalmente exterminados para permitir la crianza
extensiva de ovejas y vacas que lúcieron la riqueza del capitalismo
argentino. A principios de este siglo cientos de miles de inclios
amazónicos murieron bajo los golpes de los buscadores de caucho.
Actualmente, en toda América del Sur, los últimos inclios libres
sucumben bajo el enorme peso del crecimiento económico, brasileño
en particular. Las rutas transcontinentales cuya construccí6n se
acelera constituyen ejes de colonización de los territorios atravesa-
dos: ¡pobres de los indios que encuentre la ruta! ¿Qué peso pueden
tener unos pocos millares de Salvajes improductivos a la vista de
la riqueza en oro, minerales raros, petróleo, criaderos de bovinos
y plantaciones de café? Producir o morir es la divisa de Occidente.
Los indios de América del Norte lo aprendieron en carne propia,
muerto hasta el último de ellos para permitir la producci6n. Uno
de sus verdugos, el general Sherman, lo declaraba ingenuamente en
una carta dirigida a un famoso asesino de indios, Buffalo Bill:
«Según mis cálculos, había en 1862 más o menos 9 millones y me-
dio de bisontes en las planicies comprendidas entre el Missouri y
!as Montañas Rocosas. Todos han desaparecido, muertos por su
carne, su cuero y sus huesos. ( ... ). Por esta misma fecha había
unos 165.00 Pawnees, Sioux, Cheyennes, Kiowas y Apaches cuya
alimentación anual dependía de esos bisontes. Ellos también han
partido y han sido reemplazados por el doble o triple de hombres
y mujeres de raza blanca, que han hecho de esta tierra un vergel
y que pueden ser censados, pagar sus impuestos y ser gobernados
según las leyes de la naturaleza y la civilizaci6n. Este cambio ha
sido saludable y se llevará a cabo hasta el fin.» 1
El general tenía razón. El cambio se llevará hasta el fin, cuando
ya no haya nada por cambiar.

l. Citado en R. Thévenin y P . Coze, Moeurs el Histoire des I ndiens


Peaux-Rouges, París, Payot, 1952.

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