Ratzinger La Reconciliación y La Penitencia 1982
Ratzinger La Reconciliación y La Penitencia 1982
Ratzinger La Reconciliación y La Penitencia 1982
TEOLÓGICA INTERNACIONAL
LA RECONCILIACIÓN Y LA PENITENCIA [*]
(1982)
Introducción
Conclusión
Introducción
El mensaje de que Dios es Dios y de la venida de su Reino es, por ello, al mismo tiempo, el mensaje
de la salvación de los hombres y de la reconciliación del mundo. Por el contrario, el pecado que no
reconoce a Dios como Dios y que rechaza la comunión con Dios que Dios ofrece al hombre desde el
comienzo de la creación, significa, al mismo tiempo, la alienación del hombre con respecto al sentido
y al fin de su existencia humana y también la alienación de los hombres entre sí. Pero incluso cuando
nosotros no somos fieles, Dios permanece fiel. Por ello, ha establecido una alianza primeramente con
el pueblo elegido por él; en la plenitud de los tiempos ha renovado esta alianza al establecer a
Jesucristo como Mediador entre Dios y los hombres (1 Tim 2, 5). Ha contraído esta nueva y eterna
alianza por la sangre que Jesucristo ha derramado por la multitud para el perdón de los pecados (Mt
26, 28).
En este contexto que «sin separación ni confusión» es, a la vez, teologal y antropológico, la Comisión
Teológica Internacional presenta la contribución que se le ha pedido para el Sínodo Episcopal de
1983. No tiene la intención de decirlo todo ni querría volver a lo que es universalmente conocido y
aceptado. Opina, sin embargo, que no respondería a las esperanzas que con razón se ponen en ella, si
se limitara inmediata o incluso exclusivamente a los problemas actuales teológicos y pastorales. Está
persuadida de que penitencia y reconciliación son de especial importancia para el encuentro con las
mentalidades culturales de los hombres, y, por otra parte, está también persuadida de la conexión
indisoluble entre la doctrina y la práctica viva de la Iglesia. Por ello, querría proponer sus reflexiones
en tres pasos:
1. Análisis de la situación antropológica actual de la penitencia en conexión con la presente crisis del
hombre.
1. Culpa y pecado, penitencia y conversión son fenómenos universalmente humanos, que —aunque
frecuentemente oscurecidos o desfigurados— se encuentran, con diversas expresiones históricas, en
todas los religiones y en todas las culturas. La llamada a la penitencia y el mensaje del Antiguo y del
Nuevo Testamento sobre la reconciliación otorgada por Dios presuponen estos fenómenos
universalmente humanos, los purifican y los superan. Pues según la concepción de la Sagrada
Escritura, conversión y penitencia son la respuesta del hombre, hecha posible y sostenida por la gracia
de Dios, al ofrecimiento de reconciliación realizada por Dios. La penitencia es, por tanto, a la vez,
un don de la gracia y un acto libre moralmente responsable del hombre (actus humanus), en el que el
hombre se reconoce como sujeto responsable de sus acciones malas y, al mismo tiempo, a partir de
una decisión interior cambia su vida y le da una nueva dirección hacia Dios. De esta unidad, llena de
tensión, de obrar divino y humano en el acto de la penitencia se sigue que la preocupación pastoral
por la renovación de la actitud y del sacramento de la penitencia tiene que incluir, por una necesidad
objetiva, la preocupación por los presupuestos antropológicos de la penitencia, es decir, económicos,
sociológicos, psicológicos y espirituales.
3. Por ello, la renovación de los presupuestos antropológicos de la penitencia tiene que comenzar por
la renovación de la comprensión del hombre como persona moral y religiosamente responsable. Hay
que mostrar de nuevo que la posibilidad de llegar a ser culpable se da con la libertad humana en la que
consiste la dignidad personal del hombre. Pues pertenece al hombre la tarea de realizarse a sí mismo.
En el primado de la persona sobre las cosas se funda que el hombre no es mero objeto de fuerzas
anónimas fisiológicas, económicas, sociales y culturales, sino también sujeto libremente responsable,
el cual es, él mismo, causa de tensiones, rupturas y alienaciones en el mundo. Por ello, donde, por
principio, ya no se reconocen pecado y culpa, lo humano del hombre mismo está en peligro.
4. La dignidad incondicionada del hombre como persona está, en último término, fundada en
su relación a Dios, en su semejanza con Dios y en su vocación por la gracia a la comunión con Dios.
Por ello, el hombre permanece para sí mismo como una cuestión no resuelta, a la que sólo Dios puede
dar la respuesta completa y totalmente cierta; más aún, Dios mismo y la comunión con él es la
respuesta a la cuestión que el hombre no sólo se plantea, sino que es él mismo en lo más profundo[1].
La renovación del hombre y de la conciencia de la dignidad personal del hombre tiene, por ello, que
comenzar por la conversión a Dios y la renovación de la comunión con él. Al contrario, la Iglesia,
cuando llama a la conversión del hombre a Dios, es precisamente «signo y salvaguardia de la
transcendencia de la persona humana»[2].
El modo como ello es posible, depende también de la posición y de los posibilidades de la persona
concreta en una determinada sociedad. Hoy se impone a amplios sectores de la humanidad aceptar con
sufrimiento, en actitud de penitencia, estructuras malvadas de orden económico, social o político. Para
muchos, el intento de retirarse de una cooperación con tales estructuras trae consigo una sensible
renuncia a bienes o posiciones, lo cual puede ser también una forma de penitencia impuesta. El intento
de suavizar o de eliminar estructuras malvadas puede plenamente llevar a graves cargas, incluso a
persecuciones que tienen que ser soportados en espíritu de penitencia.
De estos modos diversos se nos muestra hoy en una nueva manera que conversión y penitencia tienen
necesariamente una dimensión corporal y cósmica, y que tienen que conducir a frutos corporales de
penitencia. Por una tal conversión total y personal del hombre a Dios tiene lugar la vuelta a Dios y la
repatriación de toda realidad en él.
2. La persona humana no está constituida sólo corporalmente, sino también socialmente. Por ello, la
conversión a Dios está indisolublemente unida con la conversión al hermano. Dios es ciertamente el
Padre de todos los hombres; por él y bajo él forma toda la humanidad, una única familia. La
conversión es, por ello, solamente auténtica, cuando incluye el cumplimiento de las exigencias de la
justicia y el compromiso por un orden recto, por la paz y por la libertad de los otros. La reconciliación
con Dios tiene que conducir y ayudar a la reconciliación con los hermanos, introducir una civilización
del amor, de la que la Iglesia es sacramento, es decir, signo e instrumento. Sin embargo, la conversión
a Dios no tiene sólo consecuencias sociales, sino también presupuestos sociales. Sólo el que
experimenta amor puede abrirse amorosamente a Dios y al otro. La penitencia, por tanto, no se puede
entender como puramente interna y privada. Porque (no: ¡aunque!) es un acto personal, tiene también
una dimensión social. Este punto de vista es también de importancia para la fundamentación del
aspecto eclesial y sacramental de la penitencia.
3. El hombre es un ser que vive en el tiempo y en la historia. Encuentra su identidad sólo cuando
confiesa su pasado pecador y se abre a un nuevo futuro. Se puede entender el pecado como incurvatio
hominis o como amor curvus. La conversión consiste en que el hombre renuncia a esta convulsión
egoísta de sí mismo y se abre nuevamente en amor a Dios y a los otros. Las dos cosas tienen lugar en
la confesión de la culpa. En ella confiesa el hombre su pasado pecador, al abrirse y mostrarse ante
Dios y los hombres para alcanzar, de nuevo, un futuro en la comunión con Dios y con los hermanos.
Una tal confesión es, incluso mirada de un modo puramente antropológico, un elemento esencial de la
penitencia y tiene una eficacia liberadora y reconciliadora incluso en un nivel psíquico y social. La
renovación del sacramento de la penitencia puede enlazar con esta visión antropológica y desde ella
hacer nuevamente inteligible la confesión personal de los pecados. Puede y debe al mismo tiempo
aprender de esta visión antropológica, y entender y realizar en la práctica, de nuevo, más claramente,
el sacramento de la penitencia como un sacramento dialogal.
4. Siempre que hombres se convierten de este modo, hacen penitencia Y confiesan su culpa, tocan el
más profundo misterio de la persona que, a su vez, remite al misterio de Dios. Siempre que sucede
esto se realiza de modo anticipado la esperanza en el sentido último y en la reconciliación
escatológica del mundo, que sólo nos ha sido revelada y otorgada en su plenitud por Jesucristo.
Porque la penitencia, en lo que tiene de general humano y de general religioso, preludia de modo
anticipado y fragmentario lo que ha sido otorgado en plenitud a los fieles por Jesucristo, y puede ser
designada como sacramentum legis naturae[3].
1. El mensaje del Antiguo y del Nuevo Testamento, que sobrepasa y supera ampliamente toda
esperanza humana, es profundísimamente teocéntrico. Se trata de que se revele que Dios es Dios, y su
gloria, que venga su Reino, que su voluntad se haga y que su nombre sea glorificado (Mt 6, 9s; Lc 11,
2). De modo correspondiente, el Decálogo comienza: «Yo soy el Señor, tu Dios...» (Éx 20, 2; Dt 5, 6).
La exigencia de entrega total a Dios y al prójimo recibe en Jesús una altura y profundidad de
contenido, y además una vehemencia, que sobrepasa ulteriormente la del Antiguo Testamento (cf. Mc
12, 29-31, y par.). Frente a esto, el pecado es la actitud y la acción del hombre que no reconoce a Dios
y su Reino. Por eso se lo describe en la Sagrada Escritura como desobediencia, como idolatría y como
autonomía arbitraria y absolutizada del hombre. Por este apartarse de Dios y este volverse
desordenadamente a los valores creados el hombre equivoca, en último término, la verdad de su ser
creado; se aliena a sí mismo (cf. Rom 1, 21ss). Al volver en la conversión, otra vez, a Dios, su
principio y fin, encuentra también, de nuevo, el sentido de su propia existencia.
2. La idea de Dios del Antiguo Testamento está determinada por la idea de alianza. Se describe a Dios
como un esposo amante, un padre bondadoso; él es «Dives in misericordia» abierto siempre al perdón
y a la reconciliación, constantemente dispuesto a renovar su alianza. Sin duda, la ira de Dios es
también una realidad; ella muestra que Dios en su amor se deja afectar por el mal que existe en el
mundo, y que reacciona contra la injusticia y la mentira. El pecado en esta perspectiva se designa
como ruptura de la alianza y se compara con un adulterio. Al final, ya en los profetas, tiene
ciertamente la primera y la última palabra, la esperanza en la gracia y la fidelidad de Dios. En Jesús la
radicalidad de su exigencia y de su llamada a la conversión está completamente enmarcada en su
mensaje de salvación (Lc 6, 35). En Jesús hay una absoluta prioridad del Evangelio ante la Ley. Esto
no significa que en Jesús no se den ya exigencias morales; más bien las exigencias morales de Jesús y
su llamada a la conversión son sólo comprensibles y realizables en el marco de su Buena Nueva. Sólo
la promesa de amor y la previa voluntad de perdón por parte del Padre liberan, alientan y posibilitan la
conversión y la entrega total del hombre. Conversión y penitencia no son, por ello, prestaciones
puramente humanas, sino un don de la gracia. Pues en sus propios intentos de conversión, el hombre
está siempre bajo las condiciones del pecado, de la injusticia, de la falta de paz, de la esclavitud y de
la irreconciliabilidad. Sólo Dios puede sanar al hombre en su raíz más profunda y otorgarle un
comienzo cualitativamente nuevo, dándole un corazón nuevo (Jer 31, 33; Ez 36, 26). No nos
reconciliamos nosotros con Dios; es Dios el que nos ha reconciliado consigo por Cristo (2 Cor 5, 18).
2. El Nuevo Testamento explica la cruz de Jesucristo con ideas como vicariedad, sacrificio, expiación.
Todas estas ideas son hoy para muchísimos hombres sólo difícilmente accesibles y tienen, por ello,
que ser explicadas e interpretadas cuidadosamente. Esto es posible, de una manera introductiva y
preparatoria, remitiendo a la estructura solidaria del ser humano: el ser, obrar y omitir del otro y de los
otros determinan al individuo en su ser y obrar. Así se puede hacer inteligible, de nuevo, que
Jesucristo por su obediencia y entrega «por la multitud» ha determinado de modo nuevo la situación
existencial de cada existencia humana. Ciertamente, las afirmaciones sobre el carácter vicario de la
obra redentora de Jesucristo sólo llegan a ser plenamente inteligibles cuando se acepta que, en
Jesucristo, Dios mismo ha entrado en la condicio humana de modo que, en la persona del Dios-
hombre Jesucristo, Dios ha reconciliado consigo al mundo (cf. 2 Cor 5, 19). Así tiene sentido: «Uno
ha muerto por todos, por ello todos han muerto... De manera que si uno está en Cristo, es una nueva
creación» (2 Cor 5, 14. 17). La redención del pecado, o sea el perdón de los pecados, sucede, por
tanto, por el «admirabile commercium». Dios «al que no conoció pecado, lo hizo por nosotros pecado,
para que nosotros llegáramos a ser en él justicia de Dios» (2 Cor 5, 21; cf. Rom 8. 3s; Gál 3, 13; 1 Pe
2, 24). «El Hijo de Dios en la naturaleza humana unida a Sí, venciendo la muerte por su muerte y
resurrección ha redimido al hombre y lo ha transformado en una nueva creatura»[4]. «Puesto que en
Él la naturaleza humana fue asumida, no absorbida, por ello mismo ha sido elevada también en
nosotros a una dignidad sublime. Pues Él mismo, el Hijo de Dios, se ha unido en su encarnación, de
alguna manera, con todo hombre»[5].
1. La obra de la reconciliación de Dios por Jesucristo permanece por el Espíritu Santo como presencia
viva y obtiene en la comunidad de los creyentes una realidad que la abarca. Esto no excluye que, por
la acción del Pneuma, la reconciliación se realiza también más allá de los fronteras de la Iglesia. Pero
la Iglesia es en Jesucristo, en cierto modo, el signo sacramental del perdón y la reconciliación para el
mundo entero. Lo es de tres maneras: a) Ella es Iglesia para los pobres, los que sufren, los desposeídos
de sus derechos, cuya necesidad se esfuerza por aliviar, y en los cuales sirve a Jesucristo. b) Ella es la
Iglesia de los pecadores, que al mismo tiempo es santa y tiene que recorrer constantemente el camino
de la conversión y de la renovación. c) Ella es la Iglesia perseguida, que «va peregrinando entre las
persecuciones del mundo y los consuelos de Dios»[8]. Así la Iglesia vive fundamentalmente del
perdón de Dios en Jesucristo. Pero es no sólo signo de esta reconciliación, sino también su
instrumento eficaz en el mundo[9]. Lo es al anunciar y comunicar, por la palabra de la penitencia y de
la reconciliación, y por todo su ministerio de reconciliación, la reconciliación que Dios nos ha
otorgado en Jesucristo.
2. La Iglesia sólo puede ser para el mundo signo sacramental de la reconciliación porque y cuando
están vivos en ella misma la palabra y el ministerio de la reconciliación. Según el modelo de Dios que
reconcilia, la comunión fraterna de la Iglesia implica la disposición de los creyentes a perdonar (cf. Ef
4, 32; Col 3, 13; Lc 17, 3s; Mt 18, 21s). El perdón recibido de Dios tiende a un perdón fraterno (cf. Mt
5, 23s; 6, 12. 14s; Mc 11, 25s). En el perdón de la comunidad, el amor reconciliador de Jesucristo
viene al encuentro del hermano pecador. Advertencia y corrección (cf. Mt 18, 15s) tienen el sentido de
salvar al hermano que peligra en su salvación. La solicitud por el hermano descarriado tiene que ser
incansable, y la disposición de perdonar, ilimitada.
La seriedad del ofrecimiento de la salvación por parte de Dios exige, sin embargo, la consideración de
un aspecto ulterior: Por el pecado, la Iglesia misma es herida, precisamente en cuanto signo de la
reconciliación de Dios con los hombres y de los hombres entre sí. Por ello, las ofensas contra el
respeto debido a Dios y las ofensas del amor del prójimo están en una estrecha conexión. El juicio
abarca ambos aspectos, como lo muestra especialmente la identificación de Jesús con los más
insignificantes de sus hermanos (cf. Mt 25, 40. 45). Por ello, la Iglesia misma tiene siempre de nuevo
que purificarse del mal y recorrer el camino de la conversión y la renovación[10]. La conversión a
Dios es así, al mismo tiempo, la vuelta a los hermanos y la reconciliación con la comunidad eclesial.
El que se convierte, tiene que rehacer el camino por el que primeramente vino a él la reconciliación.
«Ecclesiae caritas quae per Spiritum sanctum diffunditur in cordibus nostris, participum suorum
peccata dimittit»[11]. No se da así perdón alguno de las ofensas sin la Iglesia. No hay que separar
entre sí la reconciliación con la Iglesia y la reconciliación con Dios.
3. El Nuevo Testamento, a pesar de todas las advertencias a una disposición ilimitada para perdonar,
cuenta con graves violaciones del amor cristiano a Dios y al prójimo. Aquí se hace visible
un procedimiento gradual de la reconciliación: ganar al hermano, advertencia, corrección, reprensión,
exclusión (cf. Mt 18, 15-20, y también 1 Cor 5, 1-13; 2 Cor 2, 5-11; 7, 10-13). En él, la obstinación, el
endurecimiento en una determinada actitud mala son un criterio especialmente importante para la
gravedad de la falta. Un procedimiento de exclusión puede así llegar a ser inevitable para la pureza de
la comunidad.
4. El poder de perdonar los pecados, que corresponde a Jesús (cf. Mc 2, 1-12), se da también «a los
hombres» (Mt 9, 8). En algunos pasajes del Nuevo Testamento (cf. especialmente Mt 18, 17) está,
ante todo, en primer plano, la Iglesia como totalidad, la cual tiene ciertamente ministerios y oficios.
Aunque en algunas afirmaciones no consta con la última evidencia cuál es el círculo de personas al
que se da el encargo (cf. Mt 18, 15-20; Jn 20, 22s), hay que distinguir cualitativamente el encargo
general de reconciliación (cf. Mt 5, 23s), del poder oficial para perdonar, o bien para retener los
pecados. La palabra y el ministerio de la reconciliación se transmiten en la Iglesia, de modo especial,
al oficio apostólico. Él es enviado en lugar de Cristo, y Dios es el que exhorta por él (2 Cor 5, 20; cf. 1
Cor 5, 1-13; 2 Cor 2, 5-11; 7, 10-13). Aquí es importante la conexión con el poder universal de
enseñar y dirigir conferido al apóstol Pedro (cf. Mt 16, 18s). Precisamente con respecto a delitos que
excluyen del Reino de Dios (1 Cor 6, 9s; Gál 5, 2Os; Ef 5, 5; Ap 21, 8; 22, 15; cf. Heb 6, 4-6; 10, 26s;
1 Jn 5, 16; Mt 12, 31s), es necesario que el poder de perdonar o no perdonar los pecados se confíe a
aquél, a quien se dan las llaves del Reino de los cielos. Un delito fundamental contra Dios y la Iglesia
puede ser vencido solamente por una palabra inequívoca y auténtica de perdón en nombre de
Jesucristo y con su poder (auctoritas). Jesucristo ha confiado el poder específico necesario para ello al
oficio que preside a la Iglesia con poder y al que se ha encargado el ministerio de la unidad.
Por este ministerio dotado de poder, fundado por institución de Jesucristo, opera Dios mismo el
perdón de los pecados (cf. Mt 16, 19; 18, 18; Jn 20, 23). Según la institución de Jesucristo, Dios
perdona por el Espíritu Santo, cuando la Iglesia por sus representantes oficiales absuelve el peso de
los pecados. Esta estructura del sacramento de la penitencia se ha hecho cada vez más clara a la
Iglesia en el curso de su historia por una lenta reflexión sobre el sentido de la Escritura[12], y fue
declarada vinculante en el Concilio de Trento[13]. El Concilio Vaticano II ha resaltado de nuevo
claramente el aspecto eclesial del perdón en el sacramento de la penitencia[14].
Resumiendo se puede, por tanto, decir: La exclusión (excommunicatio = atar) de la plena comunión de
la Iglesia, el universale salutis sacramentum, tiene solidez en el cielo (= ante Dios) y significa la
exclusión de los sacramentos de la salvación, especialmente de la Eucaristía. La readmisión
(reconciliatio = desatar) en la plena comunión de la Iglesia (= comunión de la Eucaristía) es, al mismo
tiempo, reconciliación con Dios (perdón de los pecados). Así, en la penitencia sacramental, la
readmisión en la plena comunión sacramental de la Iglesia es el signo sacramental (res et
sacramentum) de la renovada comunión con Dios (res sacramenti). Esta idea de la Iglesia antigua
sobre el sacramento de la penitencia tiene que inculcarse, de nuevo, más claramente, en la conciencia
de la Iglesia por la predicación y la catequesis.
5. La penitencia tiene que considerarse en la conexión orgánica con los otros sacramentos. En primer
lugar, está presente en todos como palabra de reconciliación en la predicación general de la Iglesia.
Un testimonio central de ello es el artículo de las profesiones de fe: «Creo en... el perdón de los
pecados». El perdón se manifiesta después en la conversión, en la que el creyente se aparta de su vida
pecadora precedente, se convierte con todo su corazón a Dios que por la remisión de los pecados lo
libera de su situación desgraciada y le abre una nueva vida en el Espíritu. Esta conversión se efectúa
fundamentalmente por la fe y el bautismo. En el bautismo se sella la comunicación del Espíritu; el
creyente llega a ser miembro del cuerpo de Cristo, de la Iglesia. El bautismo permanece así también la
base para el perdón de posteriores pecados. La penitencia de los bautizados, la cual para los renacidos
del agua y del Espíritu se consideró, a veces, como completamente imposible y en la penitencia de la
Iglesia antigua como sólo realizable una vez, exige no sólo —como en el bautismo— arrepentimiento
sincero como disposición para el perdón, sino también la voluntad firme de la enmienda y de
satisfacción, así como también la confesión ante la Iglesia en sus representantes oficiales. Aunque
hace referencia al bautismo, la penitencia es un sacramento distinto con un signo propio y una eficacia
especial. Según su determinación interna es un complemento del bautismo [15].
Como segundo bautismo, el sacramento de la penitencia es, al mismo tiempo, un presupuesto para la
recepción de los restantes sacramentos[16]. Esto vale especialmente para la Eucaristía que es el
culmen de la vida espiritual de la Iglesia y del creyente concreto[17]. La unción de los enfermos tiene,
ya desde el comienzo (cf. Sant 5, 15)[18], una relación con el perdón de los pecados. «Hoc
sacramentum [...] praebet etiam, si necesse est, veniam peccatorum et consummationem paenitentiae
christianae»[19]. Ante la consumación de la peregrinación humana o, por lo menos, ante una grave
amenaza física de la vida humana, la unción de los enfermos es una forma especial de renovación del
bautismo. Todo esto muestra la estrecho conexión de bautismo-penitencia-unción de los enfermos, y
su relación con la Eucaristía, centro de la vida sacramental de la Iglesia.
2. La confesión de los pecados que en la dirección de las almas está unida con el coloquio espiritual,
es un bien muy antiguo en la Iglesia. Por una parte, pertenece a la estructura de la realización de la
reconciliación y, por ello, también a la estructura fundamental del sacramento instituido por
Jesucristo. Pero, por otra, según el testimonio de la tradición monástica y espiritual, tiene también su
lugar fuera del sacramento. El desarrollo partió de ambos lados; y fue conducido por la experiencia
espiritual de la Iglesia. Llevó a que desde el final de la época de la Iglesia antigua, en la primera y en
la alta Edad Media aumentó, cada vez más, la demanda de confesión privada de los pecados; dirección
espiritual y penitencia sacramental se unieron entre sí cada vez más.
a) la institución de la penitencia por Jesucristo como un sacramento distinto del bautismo;
c) la obligación de confesar todos los pecados graves, más concretamente si tal confesión es posible y
si está postulada por Dios o sólo por la Iglesia, si está en contradicción con la justificación por la fe, si
conduce a la paz o a la intranquilidad de la conciencia;
d) la función del confesor, más concretamente si se le puede describir adecuadamente como
anunciador de la promesa incondicionada de la remisión de los pecados por Dios en atención a Cristo
o si tiene que ser designado también como médico, guía de almas, restaurador del orden de la creación
perturbado por el pecado y como juez.
a) sirve al bien espiritual y a la salvación del hombre, y, por cierto, sin conducir necesariamente a la
intranquilidad de la conciencia; al contrario, el fruto de este sacramento es frecuentemente la paz y la
alegría de la conciencia y el consuelo del alma[22];
b) es una parte necesaria dentro del sacramento de la penitencia, el cual de manera inconveniente se
reduciría al anuncio de la promesa incondicionada del perdón divino por los méritos de Cristo[23];
c) tiene que ser clara e inequívoca cuando se trata de pecados mortales; esta obligación no existe para
el caso en que es imposible acordarse de los pecados[24];
d) la confesión completa de los pecados mortales está exigida por la voluntad salvífica de Dios (iure
divino), para que la Iglesia, por el orden consagrado, pueda ejercitar la función de juez, médico, guía
de almas, restaurador del orden de la creación perturbado por el pecado[25].
3. A pesar de las divergencias sobre la necesidad de la confesión de todos los pecados mortales, existe
entre el Concilio de Trento[26] y los escritos confesionales luteranos[27] un consenso considerable
sobre la utilidad espiritual de la confesión de los pecados y de la absolución, el cual es importante
para el diálogo ecuménico y puede ser punto de partida para el diálogo sobre las diferencias que
todavía existen.
4. A pesar del pluralismo cultural de hoy, existen necesidades reales permanentes que son comunes a
todo la humanidad y para las cuales los auxilios que proceden del sacramento de la penitencia por la
misericordia divina, corresponden, también hoy, del modo mejor:
5. Ya que existen estas necesidades humanas y espirituales y ya que para ellas se nos han dado por
Dios en el sacramento de la penitencia los medios correspondientes de salvación, la confesión de los
pecados graves de los que el pecador se acuerda después de un serio examen de conciencia, conserva,
en virtud de la voluntad salvífica de Dios (iure divino), un puesto irrenunciable en la consecución de la
absolución. La Iglesia no puede de otra forma cumplir las tareas que le han sido confiadas por
Jesucristo su Señor en el Espíritu Santo (iure divino), a saber, el ministerio de médico, guía de almas,
abogado de la justicia y del amor en la vida tanto personal como social, de heraldo de la promesa
divina del perdón y de la paz en un mundo dominado frecuentemente por el pecado y la enemistad, de
juez acerca de la seriedad de la conversión a Dios y a la Iglesia.
1. Formas de penitencia se dan también en las religiones prebíblicas y extrabíblicas. Ellas testimonian
un conocimiento originario de la humanidad sobre culpa y necesidad de redención. El mensaje
cristiano sobre la penitencia y sobre la reconciliación parte de que Jesucristo ha prestado toda
penitencia y satisfacción, una vez por todas, en el servicio obediente de su vida y de su muerte en la
cruz. La penitencia cristiana se distingue de las prácticas de penitencia de las otras religiones, ante
todo, porque se deja determinar por elEspíritu de Jesucristo y lo expresa con signos tanto en la
mentalidad personal de penitencia como en las obras corporales de penitencia. Así las formas
cristianas de penitencia de modo al menos inicial (saltem inchoative) y en germen (in nucleo) tienen
que estar impulsadas por la fe, la esperanza y la caridad. Ante todo, la fe en Dios es el fundamento, el
centro permanente y el principio vital de la penitencia cristiana. La esperanza da al convertido la
confianza de que él con la gracia de Dios recorrerá ulteriormente el camino de la conversión y
alcanzará la salvación escatológica. Con ello, está en relación el carácter de camino que tiene la
penitencia; ésta puede empezar con motivos «más bajos»: temor del castigo, temor del juicio de
Dios[33]; y de ahí ascender a motivos «más altos». El amor a Dios y al prójimo es el motivo más
profundo por el que el bautizado se arrepiente, se convierte y conduce una nueva vida[34]. De aquí se
sigue un nuevo modo de comunión de Dios con los hombres y de los hombres entre sí (cf. más arriba
A, II, 2s; B, III, 2 y 4).
2. En las muchas formas que revisten la penitencia cristiana y el perdón de los pecados, se da, a pesar
de la pluralidad de sus formas, una unidad estructural del acontecimiento de conjunto: conocimiento
de la culpa individual o colectiva; arrepentimiento de lo hecho u omitido; confesión de la culpa;
disposición a cambiar de vida (incluida una reparación posible según los casos, y, a pesar de todo,
necesaria en principio, del daño que haya resultado); petición de perdón; recepción del don de la
reconciliación (absolución); acción de gracias por el perdón otorgado; vida en una obediencia nueva.
La práctica de la penitencia es, por tanto, en los formas concretas de la penitencia un proceso
dinámico con una estructura consecuente. La pastoral y la catequesis de la reconciliación tienen que
atender a la totalidad y al equilibrio de los elementos concretos.
Los formas litúrgicas del perdón de los pecados no consisten meramente en las celebrationes
paenitentiales, sino también en la reflexión y oración, intercesión y «Oración de los horas» de la
Iglesia, en la lectura y meditación de la Sagrada Escritura, como también en la celebración de la
Eucaristía (cf. más adelante C, IV, 1)[38]. Junto a las formas específicamente sacramentales del
perdón de los pecados[39], hay que recordar también otros modos de realización de la actual
disciplina penitencial[40]. Los tiempos y los días de penitencia de la Iglesia a lo largo del año
litúrgico son especiales centros de gravedad de la práctica penitencial de la Iglesia.
2. Cuanto más claro y convincente sea el modo en que las mencionadas formas y dimensiones de la
penitencia se realizan en la vida cotidiana del cristiano, tanto más crecerá también el deseo de
la confesión sacramental individual. Ante todo, hay que declarar los pecados graves en una confesión
individual y lo más completa posible de la propia culpa ante la Iglesia en sus representantes oficiales.
Una confesión global de los pecados no basta, porque el pecador —en cuanto es posible— tiene que
expresar en concreto la verdad de su culpa y la naturaleza de sus pecados y porque, por otra parte, una
tal manifestación individual y personal de la culpa fortifica y profundiza el verdadero arrepentimiento.
A favor de esta tesis hablan puntos de vista tanto antropológicos (cf. A, II, 3) como, sobre todo,
teológicos (cf. B, III, 4; B, IV, c, 2. 5s). Para el perdón de tales pecados se necesita el poder
sacramental. Ciertamente la forma auténtica de la confesión individual necesita hoy, en conexión con
el Ordo Paenitentiae renovado, una renovación espiritual profunda, sin la que no se puede superar la
crisis del sacramento de la penitencia. Por ello es necesaria, ante todo, una más profunda formación
espiritual y teológica de los sacerdotes para que puedan satisfacer las exigencias actuales de la
confesión que tiene que contener más elementos de dirección espiritual y de diálogo fraterno.
Precisamente desde este punto de vista continúa siendo importante la llamada confesión de devoción.
3. Entre las celebrationes paenitentiales se entienden, muchas veces, cosas diversas. Aquí se hace
referencia con este término a celebraciones litúrgicas de la comunidad reunida, en las que se predica la
llamada a la penitencia y la promesa de la reconciliación, y en las que tiene lugar una confesión global
de los pecados, pero no una confesión individual de pecados ni absolución alguna individual o
general. Este modo de celebraciones de la penitencia puede hacer resaltar más claramente el aspecto
comunitario del pecado y del perdón; puede despertar y profundizar el espíritu de penitencia y
reconciliación. Pero no puede ser equiparado con el sacramento de la penitencia o simplemente
sustituirlo. Tales celebraciones de la penitencia están ciertamente ordenadas en su finalidad interna a
la confesión individual sacramental, pero no tienen solamente la función de invitación a la conversión
y de disposición al sacramento de la penitencia, sino que pueden llegar a ser, con un auténtico espíritu
de conversión y un arrepentimiento suficiente (contritio), un verdadero lugar de perdón con respecto a
los pecados cotidianos. Así pueden las celebrationes paenitentialesobtener una significación eficaz de
salvación, aunque no representan una forma del sacramento de la penitencia.
1. La conversión como apartamiento del pecado y vuelta a Dios presupone la conciencia del pecado y
de su contraposición a la salvación. La crisis actual del sacramento de la penitencia está en conexión
inmediata con una crisis de la comprensión del pecado y de la conciencia de pecado, como se puede
comprobar en amplias partes del mundo. En ello juega también un papel la impresión de muchos
hombres de nuestro tiempo, de que los esfuerzos pastorales de la Iglesia (predicación, catequesis,
diálogo personal, etc.) en muchos aspectos se han quedado atrás comparados con sus posibilidades
(cf. más arriba A, I, 2). Por ello es necesario explicar, de nuevo, la auténtica comprensión cristiana del
pecado.
Aunque la Sagrada Escritura no nos ofrece una definición propia del pecado, contiene, sin embargo,
una serie de afirmaciones concretas que desde muchos puntos de vista y en relaciones diversas
contienen una interpretación del pecado. Así la Sagrada Escritura llama al pecado entre otras cosas:
a) exclusión de la salvación (άμαρτία: impiedad, rechazo de reconocer a Dios (Rom 1, 18ss), ruptura
de la alianza con Dios;
c) injusticia y culpa (άδικία): negarse a vivir según la justicia otorgada por Dios;
Sobre este trasfondo aparece claro que cada pecado está en relación con Dios; es apartarse de Dios y
su voluntad, y absolutizar bienes creados. Por ello, la conciencia y la comprensión del pecado sólo
puede tener lugar por el camino de anunciar a Dios y su mensaje de salvación y de despertar una
renovada y profundizada sensibilidad de Dios. Sólo cuando se hace claro que el pecado está en
relación con Dios, se puede también hacer inteligible que el perdón de los pecados sólo puede venir de
Dios.
a) pecados que excluyen del Reino de Dios como lascivia, idolatría, adulterio, pederastia, codicia, etc.
(cf. 1 Cor 6, 9s), y que, al mismo tiempo, llevan a la exclusión de la comunidad (cf. 1 Cor 5, 1-13) (cf.
más arriba B, III, 4);
Muchas veces se intenta sustituir esta distinción binaria en pecados graves y no graves, o bien
completarla, por la distinción ternaria entre crimina (peccata capitalia), peccata graviay peccata
venialia. Esta división ternaria tiene su razón de ser a nivel fenomenológico y descriptivo; sin
embargo, a nivel teológico no se puede borrar la diferencia fundamental entre el sí y el no a Dios,
entre el estado de gracia, la vida en comunión y amistad con Dios de una parte, y el estado de pecado,
el alejamiento de Dios que lleva a la pérdida de la vida eterna, de otra. Pues entre ambas cosas no
puede darse esencialmente ningún tercer elemento. Así la distinción tradicional en dos miembros
expresa la seriedad de la decisión moral del hombre.
3. Con estas distinciones, la Iglesia ya en siglos anteriores —cada vez en los modos de pensar y en las
formas de expresión de la época— ha tenido en cuenta lo que hoy, en losmodos de ver y
circunstancias actuales, tiene mucho peso, en las declaraciones doctrinales de la Iglesia y en las
reflexiones teológicas, sobre la diferencia y la relación entre pecado grave y no grave:
a) del lado subjetivo: la libertad de la persona humana tiene que verse desde su relación con Dios. Por
eso, se da la posibilidad de que el hombre, desde el centro de su persona, diga no a Dios (aversio a
Deo) como decisión fundamental sobre el sentido de su existencia. Esta decisión fundamental sucede
en el «corazón» del hombre, en el centro de su persona. Pero, a causa de la existencia espacial y
temporal del hombre, tiene lugar en actos concretos, en los que la decisión fundamental del hombre se
expresa más o menos plenamente. A esto se añade que el hombre a causa de la ruptura de su
existencia, que ha sido ocasionada por el pecado original, manteniendo el «sí» fundamental a Dios
puede vivir y actuar con «corazón dividido», es decir, sin pleno compromiso;
b) del lado objetivo se da, por una parte, el mandamiento gravemente obligatorio con la obligación de
un acto en que uno se entrega totalmente, y, por otra parte, el mandamiento levemente obligatorio,
cuya transgresión normalmente sólo puede ser designada como pecado en un sentido análogo, pero
que, no obstante, no se puede banalizar, porque también tal modo de actuar entra en la decisión de la
libertad y puede ser o llegar a ser expresión de una decisión fundamental.
4. La Iglesia enseña esta comprensión teológica del pecado grave, cuando habla del pecado grave
como rechazo de Dios, como alejarse de Dios y volverse a lo creado, o cuando ve igualmente en cada
oposición al amor cristiano y en el comportamiento contra el orden de la creación querido por Dios en
algo importante, sobre todo en la violación de la dignidad de la persona humana, una falta grave
contra Dios. La Congregación para la Doctrina de la fe subraya este segundo aspecto haciendo
referencia a la respuesta de Jesús al joven que le preguntaba: «Maestro, ¿qué tengo que hacer de
bueno para conseguir la vida eterna?». Jesús le respondió: «Si quieres alcanzar la vida, guarda los
mandamientos... No matarás, no adulterarás, no robarás, no mentirás; honra padre y madre. Y amarás
a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 19, 16-19)[45].
Según esta doctrina de la Iglesia, la decisión fundamental determina, en último término, el estado
moral del hombre. Pero la idea de decisión fundamental no sirve como criterio para distinguir
concretamente entre pecado grave y no grave; esta idea sirve más bien para hacer comprensible
teológicamente lo que es un pecado grave. Aunque el hombre puede expresar o cambiar
fundamentalmente su decisión en un único acto, a saber, cuando este acto se hace con plena
conciencia y plena libertad, sin embargo no tiene que entrar, ya en cada acción concreta, toda la
decisión fundamental de modo que cada pecado concreto tenga que ser eo ipso ya también una
revisión de la decisión fundamental (explícita o implícita). Según la tradición eclesiástica y teológica,
para un cristiano que se encuentra en estado de gracia y que participa sinceramente en la vida
sacramental de la Iglesia, un pecado grave, a causa del «centro de gravedad» que constituye la gracia,
no es tan fácilmente posible ni lo normal en la vida cristiana[46].
IV. Penitencia y Eucaristía
a) Por un lado, la Eucaristía es el sacramento de la unidad y del amor para los cristianos que viven en
gracia de Dios. La Iglesia antigua admitía a la comunión sólo a los bautizados que, si habían
cometido pecados que conducen a la muerte, habían sido reconciliados después de la penitencia
pública. De la misma manera exige el Concilio de Trento que aquel que es consciente de un pecado
grave, no comulgue ni celebre antes de haber recibido la penitencia sacramental[47]. Sin embargo, no
habla aquí de una obligación iure divino; más bien traduce al plano de la disciplina la obligación de
probarse a sí mismo para sólo después comer del pan y beber del cáliz (1 Cor 11, 28). Por eso, puede
esta obligación permitir casos excepcionales, por ejemplo si no se dispone de copia
confessorum; pero, en este caso, lacontritio tiene que incluir el votum sacramenti (cf. más arriba B,
IV, c, 6; C, II, 4). A pesar de ello el Concilio excluye la tesis de Cayetano que iba más allá[48]. La
Eucaristía no es en la Iglesia una alternativa al sacramento de la penitencia.
b) Por otra parte, la Eucaristía perdona pecados. La Iglesia antigua está persuadida de que la
Eucaristía perdona los pecados cotidianos[49]. También el Concilio de Trento habla de la Eucaristía
como «antídoto por el que seamos liberados de las culpas cotidianas y preservados de los pecados
graves»[50]. La Eucaristía otorga el perdón de los pecados graves mediante la gracia y el don de la
penitencia[51], la cual, según la doctrina del Concilio, incluye, por lo menos in voto, la confesión
sacramental (cf. más arriba B, IV, c, 6). Esta fuerza de la Eucaristía para el perdón de los pecados
cotidianos está fundada en que ella es la memoria, es decir, la nueva presencia
sacramental (repraesentatio) del sacrificio, ofrecido una vez por todas, de Jesucristo, cuya sangre fue
derramada para el perdón de los pecados (Mt 26, 28)[52].
2. Confesión y comunión de los niños. La formación de la conciencia en los niños para la comprensión
del pecado y de la penitencia tiene que tener en cuenta la edad y la experiencia de los niños y no
puede simplemente trasladar a los niños la conciencia y la experiencia de los adultos. Sin embargo, la
confesión de los niños como sacramento de conversión (μετάνοια) no puede considerarse como el
término de la educación religiosa. Pues precisamente por la práctica del sacramento crecerá el niño en
la comprensión viva de la penitencia.
Conclusión
Esta renovación espiritual complexiva y que brota del centro del mensaje cristiano, incluye una
renovación del sentido de la dignidad personal del hombre, que ha sido llamado por la gracia a la
comunión y amistad con Dios. Sólo cuando el hombre se convierte, reconoce que Dios es Dios, y vive
de la comunión con Dios, encuentra también el verdadero sentido de su propia existencia. Por eso es
importante que, en la renovación del sacramento de la penitencia, se tenga en cuenta la dimensión
antropológica de este sacramento y se haga patente la conexión indisoluble de la reconciliación con
Dios y la reconciliación con la Iglesia y con los hermanos. De este modo puede conseguirse dar al
sacramento de la penitencia, por una fidelidad creadora a la tradición de la Iglesia en la línea del
nuevo Ordo Paenitentiae, una forma que corresponda a las indigencias y necesidades de los hombres.
No en último lugar, la Iglesia en su conjunto, por su μαρτυρία, su λειτουργία y su διακονία, tiene que
ser para el mundo sacramento, es decir, signo e instrumento de la reconciliación, y tiene que testificar
y hacer presente en el Espíritu Santo, por todo lo que ella es y cree, el mensaje de la reconciliación
que Dios nos ha otorgado por Jesucristo.
[*] Texto del documento aprobado «in forma specifica» por la Comisión Teológica Internacional.
Texto oficial latino en Commissio Theologica Internationalis, Documenta (1969-1985) (Città del
Vaticano [Libreria Editrice Vaticana] 1988) 352-418.
[3] Cf. Santo Tomás de Aquino, In IV Sententiarum dist. 22, q.2, a.3, sol. 2: Opera omnia, t. 10
(Parisiis 1873) 616.
[5] Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 22: AAS 58 (1966) 1042; cf. además el
documento de la Comisión Teológica Internacional, Cuestiones selectas de Cristología (1979).
[6] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae III, q.49, a.3, ad 1 y a. 5, c: Ed. Leon. 11, 474 y 475-
476.
[9] Cf. Concilio Vaticano II, Const dogmática Lumen gentium, 1: AAS 57 (1965) 5; ibid., 11: AAS 57
(1965) 15-16 y passim.
[11] San Agustín, In Iohannis Evangelium, tractatus 121, 4: CCL 36, 667 (PL 35, 1958)
[12] Cf. la interpretación de Mt 16,19 y 18, 19 en Tertuliano, De pudicitia, 21, 9-10: CCL 2, 1327 (PL
2, 1078-1079). Para Jn 20, 23, Orígenes, De oratione, 28, 9: GCS 3, 380-381 (PG 11, 528-529).
[14] Concilio Vaticano II, Const dogmática Lumen gentium, 11: AAS 57 (1965) 15; cf. también Ordo
paenitentiae, Praenotanda, II. De reconciliatione paenitentium in vita Ecclesiae. Reconciliatio cum
Deo et cum Ecclesia, 5, editio typica (Typis Polyglottis Vaticanis 1974) 11-12.
[15] Cf. las expresiones clásicas «paenitentia secunda»: Tertuliano, De paenitentia 7, 10: CCL 1, 334
(PL 1, 1351); «secunda planca salutis»: De paenitentia 4, 2: CCL 1, 326 (PL 1, 1343); ibid., 12, 9:
CCL 1, 340 (PL 1, 1360), citado en Concilio de Trento, Ses. 6.ª,Decretum de iustificatione, c.14: DS
1542; «laboriosus quidam baptismus»; San Gregoio Nacianceno, Oratio 39, 17: SC 358, 188 (PG 36,
356), citado en Concilio de Trento, Ses. 14.ª, Doctrina de sacramento paenitentiae, c.2: DS 1672
[19] Ordo unctionis infirmorum eorumque pastoralis curae. Praenotanda, 6, ediitio typica (Typis
Polyglottis Vaticanis 1972) 14, con referencia a Concilio de Trento, Ses. 14.ª,Doctrina de sacramento
extremae unctionis, Prooemium: DS 1694; ibid., c.2: DS 1696.
[38] Cf. también Concilio de Trento, Ses. 22.ª, Doctrina de ss. Missae sacrificio, c.2: DS 1743.
[39] Cf. las tres celebraciones en el Ordo Paenitentiae, editio typica (Typis Poliglottis Vaticanis,
1974) 26-42.
[46] Cf. Santo Tomás de Aquino, De Veritate, q.27, a.1, ad 9: Opera omnia, t.15 (Parisiis 1875) 289.
[47] Concilio de Trento, Ses. 13ª., Decretum de ss. Eucharistia, c.7: DS 1647; ibid., canon 11: DS
1661.