Jauria PDF
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Maielis González
prólogo de
Elaine Vilar Madruga
Primera edición: julio de 2022.
Jauría
Copyright © Maielis González.
del prólogo: ©Elaine Vilar Madruga.
de los textos de contraportada: ©Gabriela Damián
Miravete, ©Giovanna Rivero.
ISBN: 978-9915-41-212-2
© Mig21 Editora.
Washington Beltrán 1758 ap 2,
Montevideo, República Oriental del Uruguay.
[email protected]
Ilustración de portada: Jennifer Ancizar.
Diseño y diagramación: Ramiro Sanchiz.
Selección, edición y notas: Maielis González
y Ramiro Sanchiz.
JAURÍA:
UNA ESCRITURA
DE LA
RESISTENCIA
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el objeto/sujeto textual con una lupa de aumento, con
nuevos espejuelos para entender desde dentro hacia afuera
las estructuras tanto simbólicas como aparentes de los
relatos. Las historias que conforman Jauría son, de hecho,
la precisión de un dedo metafórico que escuece sobre el
texto y de una llaga que late —forma particular en que el
dolor se hace corazón— dentro de la escritura. Si algo en
común tienen los protagonistas de los relatos de Jauría es
su condición de mestizos, del poder que confiere la sangre
no pura sino hibridada con otras sangres. Casi todos son
también nómadas, bien de un espacio geográfico, de una
realidad, de un miedo: el sentido del movimiento y de
la huida son en los personajes de Maielis González, más
que instinto y vocación, una manera de existir y estar en
el mundo. La hibridez y el nomadismo son condiciones
perdurables en toda su obra, condiciones que hablan
además no solo de su escritura sino de lo identitario que
subyace —casi siempre visible— en los textos y que hacen
tan poderosas, en tanto vivas, a las historias.
El nomadismo como transición por espacios
geográficos, virtuales o espirituales es también la capa que
oculta una necesidad básica de muchos de los personajes
de Maielis González: la búsqueda de un hogar definitivo,
la necesidad de no marcar un espacio como perfecto, el
miedo y la supervivencia como motores impulsores de
las especies (y condición imperecedera de lo humano),
la inteligencia como acto de resistencia ante la apatía del
mundo y ante los horrores del totalitarismo. Resistir es la
palabra que podría definir a todos los personajes que han
encontrado nido en el espacio textual que es el libro Jauría.
Y esta es una palabra también identitaria, que define a la
autora en su condición de mujer racializada, emigrante,
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sobreviviente, crítica de la realidad que tiene frente a los
ojos.
Resistir, combatir, sobrevivir desde las palabras.
«Los días de la histeria», quizás el relato más conocido
de la producción literaria de Maielis González, habla de
la condición del miedo que define y que transforma a los
seres humanos en máquinas paranoicas al servicio de la
muerte, en aves agoreras de venganza que repiten una
misma canción de aniquilación social y colectiva. La
historia nos habla de un espacio constreñido de violencia
—una ciudad que podría entenderse como un experimento
social controlado o como uno de las tantos macabros
realities que existen en nuestra cada vez más globalizada
aldea—, donde no existen inocentes y solo se habla en la
lengua babélica de la destrucción. Lo humano —si es que
dicha condición perdurase a pesar de todo— es solo un
eco que sobrevive en los instintos (de aniquilar al peligro
y de sobrevivir a este). «Los días de la histeria» podría ser
un testimonio de las crisis colectivas que convierten al ser
humano en criatura acéfala y es una excelente muestra de
escritura que conduce a un viaje a través de la claustrofobia
y la agorafobia en partes iguales.
«Seudo» vuelve a retomar el leitmotiv de la claustrofobia
y del espacio vital reducido, desde cierta poesía visual
que la autora recrea a través de muy puntuales juegos de
lenguaje. Campos de exterminio, aniquilación, distopía
del enclaustramiento son las condicionantes sobre las
cuales se escribe este texto: un llamado a la libertad
individual de los sentidos y de las mentes, y que debate
en torno a la condición parasitaria de la sociedad y la
política. Ese influjo parasitario que violenta los cuerpos
y las identidades marginados históricamente y señalados
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como prescindibles. Gran parte de la poética de Maielis
González se posiciona, es preciso decirlo, junto a esos
cuerpos desechados por la Historia (y las historias), lo
cuerpos políticamente incorrectos y sus necesidades de
contar, de gritar, de experimentar el placer de la libertad o
el simple placer erótico del contacto de la carne.
«Ángeles caídos» vuelve a hablarnos de los cuerpos
marginados por un aparato represivo, en este caso un
sistema virtual arcangélico que recuerda ya no el Edén
devorado —gracias a Dios— por nuestras ancestras,
sino que hace referencia clara a las violencias cotidianas
que constriñen los cuerpos sexualizados, erotizados,
como también la genitalia femenina, la representación
más firme de la humanidad que excreta sangre, sueños,
mierda, sudor, semen, goce. Quizás de todos los relatos
sea este el que menor margen ofrezca a la posibilidad de
la resistencia, pues el sistema que amasa a los cuerpos
como el horno a sus panes es en realidad un laberinto sin
salida. No obstante, el uso de un narrador inmerso en el
juego ficcional —ese narrador que hiede y hiere— es una
excelente elección para el punto de vista de la ficción.
«Jauría», que da título a esta antología personal, es
sin duda uno de mis relatos favoritos. Sustenta sus hilos
dramáticos en una herder —criatura híbrida de pastor
alemán con brazos e inteligencia humanos, una hembra—
que lucha por sobrevivir en un contexto de apocalipsis y
virus. El detonante es la destrucción total del «dios» de las
herders —ese dios creador que somos nosotros mismos
como especie—, y de la libertad definitiva que nace en
ellas al verse solas, despojadas de la protección y de la
garra autoritaria de las violencias de ese dios destronado.
Otras violencias vendrán a instaurarse en su lugar: la de
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sobrevivir, la de ser la hembra alfa de una manada, la de
parir a los cachorros que tendrán sobre sus hombros el peso
de reconstruir una civilización. No estoy segura de que este
sea un relato sobre la maternidad, aunque maternar sea un
componente fundamental de su eje temático: maternar
cuerpos, maternar muertos, maternar hijos, maternar
inteligencia y especie.
«Alumbra» vuelve a retomar temas ya presentes en la
antología, como el derecho a decidir sobre los cuerpos y los
mecanismos represivos —tanto religiosos como políticos—
que exprimen metafóricamente las carnes de los personajes
como sujetos de un experimento de larga data. Es aquí
donde, por primera vez, la narrativa de Maielis González
se permea de referencias de una realidad perceptible donde
escasez, apagones y soledades se encuentran para conjurar
un mapa: en este, futuro y presente resultan cada vez
categorías más cercanas. «Alumbra» es un texto cuerpo,
un texto útero y amnios que divide a la vida de la muerte,
y que alude a la ritualidad de la violencia de quien decide
por nosotras, como también alude al cuerpo en su ritual
que condensa sometimiento, supervivencia y fortaleza.
Estos cuerpos vivos, paranoicos, rotos desde la
mente, aparecen de nuevo como leitmotiv en «Ni vivos ni
muertos», relato que parodia una circunstancia con tintes
de destrucción masiva, un «Armagedón» de la especie
humana. El texto juega de manera eficaz con las líneas
que denotan el trabajo entre el humor negro y la literatura
de postapocalipsis de la más raigal línea. Es un relato,
advierto, en el cual una primera lectura no arrojará todas
las luces sobre los pespuntes de comedia de humor negro
que presenta. Lecturas posteriores permitirán que quien
contemple la historia pueda encontrar el filón dorado
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de la ironía, de esa ironía tragicómica que ha permeado
nuestros años más recientes y nuestras experiencias como
sobrevivientes de una realidad que, cada vez, se nos hace
más parecida a los libros.
«Ponzoñas» es, a mi criterio, la joya de esta colección.
Ubicada temporalmente en una fecha cercana a 1959, este
relato juega con el realismo mágico en el ambiente de los
campos cubanos preñados de leyendas, horrores y mujeres
monstruosas. La violación sistemática de una muchacha en
la «casa de las putas» es el punto de quiebre: los hombres
que pagan para verla, pagan no solo por el cuerpo de la
adolescente, sino también por su don. Este acto la convierte
en instrumento de un destino pero también en hacedora
del fatum ajeno. La chica deviene objeto de la codicia y
del miedo de los hombres. Deviene monstruo de una feria
de atrocidades. Deviene cuerpo del deseo lacerado y de
esa laceración es que nacen las visiones de muerte. Maielis
González lleva a su escritura a un máximo esplendor en este
relato que cuestiona las decisiones individuales y que habla
nuevamente del cuerpo de las rotas, de las que no pueden
hablar, de las putas, de las desechadas, de las violentadas no
solo por una estructura histórica sino también por cuerpos
hegemónicamente históricos.
«Isla» cierra la antología: este cuento casi piñeriano
habla de la circularidad de los intentos de escapatoria y de
las violencias políticas cotidianas, que hincan la realidad
desde todos los planos posibles. Hay dolor en la despedida,
en la laxitud con que con los cuerpos aceptan el peligro de
la muerte, el peligro de navegar hacia la negrura de un mar
contaminado en un brutal paralelismo con esta realidad
que creemos conocer. «Isla» es su cuento más identitario y,
por eso, el que más nos fricciona y obliga a contemplarnos
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en ese espejo de lo humano que tantas veces olvidamos en
nuestros múltiples tránsitos de una orilla a otra orilla (no
importa cuál sea aquella de la que partimos o aquella a la
que vamos).
La literatura de Maielis González no es necesariamente
un espejo cómodo donde contemplar el reflejo —siempre
parcial— de qué somos y en qué nos hemos convertido. Su
literatura es todo menos conformismo e inercia. Nos obliga
a movernos, ya sea por el dolor de una herida abierta o
porque una historia nos escuece por ser demasiado cercana.
Aquí, en estas páginas, en las heridas que nos muestra,
existe también una forma de salvación y de resistencia.
Escribir es también un ejercicio de resistencia.
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LOS DÍAS DE
LA HISTERIA
«Los días de la histeria» fue publicado por primera vez en el
libro homónimo (La Habana, Colección Sur, 2015).
Nada gusta a los hombres tanto
como tener enemigos y luego ver si son
realmente como uno se los imaginaba.
Ítalo Calvino
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Ahora recuerdo el nefasto día en que el alcalde
celebró con orgullo oficialista la adquisición, por parte
del Gobierno de la ciudad, de la docena de máquinas que
facilitarían la vida de los habitantes de Adelma. Reunidos
en la plaza principal, todos vitoreamos el advenimiento,
ahora sí, de la modernidad. Era la nuestra una «ciudad» en
tanto estaba poblada de edificios de cristal y acero, sitios de
comida rápida, avenidas asfaltadas que ardían al mediodía,
discotecas, bares, monumentos; pero, por lo demás, era
dueña del infierno grande que hubiese correspondido a
cualquier pueblito de campo. Construida a propósito en
una región aislada y de clima tropical, Adelma contaría
con una extensión de cinco kilómetros cuadrados. Sus
habitantes no rebasaban la cifra de los diez mil y a menudo
se podía tener la impresión de conocer a cada uno de ellos.
Se trataba de una ciudad joven, heterogénea, recién
estrenada. Nadie tenía más de cuarenta años. Estaba
conformada principalmente por emigrantes que habían
llegado de los más inesperados lugares bajo la promesa
de mejoramiento económico, como casi siempre suele
ocurrir. Adelma no se supeditaba a ningún país, el terreno
que ocupaba había sido comprado por un conjunto de
corporaciones privadas para proyectar allí una ciudad ideal;
utopía que sus autores consideraban totalmente realizable
una vez que se tuvieran los recursos y la disposición para
llevarla a cabo, tal y como ellos los tenían.
Su perímetro era meticulosamente custodiado por
guardias de seguridad y vallas electrificadas, pues una vez
que se entraba a Adelma no era posible salir. El perfecto
funcionamiento de la ciudad ideal debía permanecer
en secreto, por lo que una vez firmado el contrato no
había vuelta a atrás. Aunque se suponía que aquellos
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aditamentos estuvieran allí para, más bien, evitar la entrada
de individuos no autorizados —puesto que no se contaba
con antecedentes de personas que hubieran decidido
abandonar Adelma una vez establecidas allí— a veces me
provocaban una inquietante claustrofobia.
Era esta, por lo tanto, una ciudad diseñada pensando en
el futuro. La Administración había puesto sumo cuidado
en controlar el equilibrio entre la cantidad de habitantes del
sexo masculino y el femenino; y se hacía mucho hincapié
en el aspecto de la fertilidad. Los aspirantes a ingresar en
ella tenían que someterse a un riguroso ciclo de pruebas
(médicas y de habilidades). Luego de la cuarentena previa
a la entrada definitiva se debía firmar un documento en
que se daba autorización para utilizar toda la información
privada que uno podía poseer. Tal exigencia se hacía con
el objetivo de garantizar una completa seguridad, confort
y complacencia. A nadie parecía interesar mucho el
particular contenido de esta «letra pequeña» en el contrato
de ingreso a la ciudad; sin embargo, llegado su momento,
este acuerdo previo se habría de convertir en crucial para
el desenvolvimiento de nuestras vidas.
En mi caso, llegué a Adelma huyendo del tedio y la
miseria de mi pueblo de pescadores. Luego de la muerte
de mi madre ya no quedaba nada que me atara a ese
lugar. Había trabajado, desde mi mayoría de edad, como
profesor de lengua en la única escuela que allí existía.
Nunca sentí que encajara en el pueblo de todas maneras.
Los que me eran contemporáneos siempre me miraron
con desconfianza, gracias a ese extraño hábito de andar
leyendo todo lo que se me cruzara en el camino —que
realmente era bastante poco, dada las circunstancias de
pobreza y desidia—, mientras ellos se iban a hacer el trabajo
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en verdad productivo: la pesca submarina que sostenía
precariamente la economía del centenar de familias que
habitaban aquel lugar, que por rancio, no tenía siquiera un
nombre oficial, sino que era llamado por todos, a falta de
una denominación más certera, «el pueblo».
No tengo muy claro qué factores influyeron para que
aceptaran mi solicitud de vivir en Adelma pues no poseía
yo habilidades fuera de lo común; incluso las tareas más
pedestres he solido hacerlas siempre con cierta torpeza
y morosidad. Pero supongo que incluso los proyectos
utópicos necesitan de sujetos mediocres. Lo cierto es que
me aceptaron y llegué a la ciudad con toda la ilusión que a un
cínico le es permitida albergar. Me instalé en un complejo
de apartamentos construidos con pladur y fibra de vidrio
en lo que se pudiera denominar la periferia de la ciudad,
mientras veía crecer la urbe cada día, aceleradamente, y
proliferar los síntomas de la prosperidad y la armonía.
Desde la toma de posesión del alcalde Bursio, Adelma
se reafirmó como un sitio para la experimentación y
la implementación de proyectos, sobre todo de cariz
tecnológico-medioambiental. De aquí la multiplicación de
aerogeneradores; de automóviles y otros dispositivos que
funcionaban a partir de energías limpias; de bioproductos
o de edificios inteligentes que regulaban por sí solos,
por ejemplo, la temperatura o la iluminación interior.
Sin embargo, este mismo ánimo ambientalista revestía a
la ciudad de cierto carácter agreste. Nos hacía vernos a
nosotros mismos como los granjeros glorificados de un
enorme rancho que gustaba disfrazarse de metrópoli.
De aquí el entusiasmo ante la llegada de las
impresionantes supercomputadoras, a las que nuestro
insuprimible instinto pueblerino nos hizo llamar
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genéricamente «las máquinas». La empresa Avantis
Inc. —asidua suministradora en Adelma de productos
informáticos, cuyo sello característico era una estética
retro, justificada en el romántico intento de recobrar los
atributos de la edad dorada de la cibertecnología— se había
vuelto muy popular entre nosotros por sus rústicos, pero
simpáticos teléfonos móviles «Martin Cooper Tribute».
Dicha empresa había acabado de firmar contrato con el
alcalde para probar la efectividad y utilidad de sus últimos
artefactos que, de resultar exitosos, supondrían una
revolución en cuanto a robótica e inteligencia artificial,
según nos habían dicho.
Aquella mañana se cortó ceremoniosamente la cinta
inaugural, se pronunciaron los discursos de rigor y se
colocaron aquellos pesados armatostes en esquinas
estratégicas del centro de la ciudad. No lucían muy
diferentes a cajeros automáticos, pero su función era
mucho más trascendental. Las máquinas, con su mecánica
omnisciencia, fungirían a manera de oráculos y darían
respuesta a cualquier pregunta que se les hiciera. Igual,
serían capaces de emitir ciertas predicciones con un
mediano plazo de cumplimiento y un alarmante estimado
del ochenta y nueve por ciento de certeza.
Como gesto simbólico, el alcalde Bursio ingresó en
la cabina, presionó los botones indicados y formuló la
primera pregunta. «¿Quién será el próximo alcalde de la
ciudad?», dijo y una voz de sonoridades estereofónicas
respondió por los altoparlantes que se hallaban a ambos
costados de la cabina: «Adelma no tendrá otro alcalde
que Regino Bursio». Ante tal respuesta se produjo una
ensayada ovación. Nadie pareció captar en aquel momento
lo que de apocalíptico implicaba una predicción como esa.
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Al inicio, la gente de Adelma se acercaba tímidamente
e ingresaba en aquellos confesionarios a interrogar a sus
nuevos dioses sobre cuestiones más bien pedestres: qué tipo
de dieta sería mejor llevar si se padecía de acidez o cálculos
biliares; qué automóvil comprar atendiendo al consumo y
la comodidad; cuál zona de la ciudad era la más idónea
para vivir con niños pequeños. Luego, las preguntas se
fueron tornando algo más «metafísicas» y versaban sobre
la profesión por la que algún individuo debía decantarse
o la siempre socorrida elección de la pareja ideal; a tal
grado que las máquinas antes parecían horóscopos que
complicadas inteligencias artificiales diseñadas para
optimizar la vida de los humanos en la democrática era de
la información.
Un aspecto curioso del funcionamiento de estas
Inteligencias era que sus respuestas siempre se emitían por
los altavoces de los costados y a un volumen considerable;
de aquí que se escuchaban, si no perfectamente, a varios
metros a la redonda. La explicación para tal peculiaridad
era que la información pertenecía por entero a la ciudad,
por lo que no tenían cabida los secretos. En todo caso, al
tratarse de un experimento, todo el proceso de intercambio
y utilización de las máquinas debía ser visible (más bien
audible), para facilitar su valoración por parte de los
funcionarios de la Avantis Inc., quienes habían colocado
sus oficinas-observatorios en las afueras de Adelma. Esto
volvió harto más ruidosa a la ciudad, cuyos bullicios del
tránsito y la muchedumbre se mezclaron ahora con las
estereofonías constantes de las sentencias de las máquinas
y el implacable zumbido que emitía el generador de
electricidad que las mantenía funcionando.
Al cartel de las instrucciones, colocado a la entrada de
cada cabina, lo acompañaba otro en que se explicaba que
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los juicios y dictámenes de las Inteligencias se basaban en
cálculos estadísticos hechos a partir de datos suministrados
por encuestas, sondeos, revisiones de recibos, páginas
web visitadas, post en redes sociales, correos electrónicos
y mensajes de texto de los ciudadanos de Adelma; y que,
por lo tanto, estos juicios no eran infalibles. Aunque se
pudiera objetar que los medios de obtener la información
violaban las más elementales libertades individuales, todos
habíamos accedido a renunciar a la privacidad en pos de
un bien mayor. En definitiva, tal y como explicara Bursio
en sus sermones, este experimento no hacía más que
vaticinar el futuro: la unión global en una mente única en
detrimento de lo corpóreo. Compartir sin ningún tipo de
restricción todos nuestros secretos era un paso mínimo,
pero indispensable para lograr el salto evolutivo hacia una
humanidad más perfecta; si se quería, una Posthumanidad.
Así, a pesar de saber que tales métodos no eran a prueba
de fallos, nos fuimos volviendo más y más dependientes de
la extraña magia de máquinas. Llegó el momento en que nos
sentimos totalmente incapaces de tomar una decisión, por
minúscula que fuera, sin antes consultársela. Se debieron
tomar medidas pues las filas para acceder a las cabinas se
volvían kilométricas; se producían embotellamientos en
las principales arterias y, en apariencia, la gente estaba
dejando de trabajar para dedicarse a reflexionar y pensar
en el futuro. Así que se racionó el acceso a las cabinas a
una vez por semana y a dos preguntas por ocasión; lo que
reducía considerablemente el número de consultas diarias.
De todas maneras, el radio de influencia de las máquinas
se fue agrandando. Mientras más tiempo pasaba, más
información recopilaban. Terminaron por intervenir en los
aspectos más privados posibles. Pero lo realmente insólito
fue que las autoridades de la ciudad, las organizaciones
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que dictaban las leyes y las hacían cumplir, comenzaran a
utilizar las predicciones de las máquinas para administrar
y decidir el destino de Adelma.
Que ocurriera esto fue lo más lógico. En los primeros
cuatro meses las máquinas se ganaron nuestra confianza y
admiración pues fueron capaces de predecir, con exactitud
milimétrica, tres accidentes de tránsito masivos, un temblor
de tierra de dimensiones considerables y un intento de
atraco al banco principal de la ciudad. Esto, sin contar la
multitud de casamientos y también divorcios celebrados
bajo su auspicio. Evento que las máquinas presagiaran y
que indefectiblemente ocurría. Luego nos dimos cuenta:
de ser negativo, tal evento podía evitarse si se tomaban las
medidas adecuadas.
Pero muy pronto el centro de las preocupaciones de las
personas y, por ende, de las predicciones de las máquinas
dejó de ser «el bienestar citadino». Las máquinas ahora
discernían sobre cuestiones más íntimas y delicadas.
A estas alturas es imposible discernir quién hizo la
primera pregunta incómoda, pero la mayor envergadura
mediática la recibió aquel incidente en que el presidente
de la compañía de seguros, Inmanis Morbus, acusó a su
vicepresidente de tener planeado un desfalco a la empresa.
Sus pruebas consistían en los inapelables datos que había
recibido de las máquinas. Y a pesar de todas las advertencias
de los creadores, de todas las letras rojas en los panfletos
e indicaciones de uso, la policía accedió a apresar al
susodicho vicepresidente, la fiscalía a acusarlo y el órgano
judicial de Adelma a condenarlo por malversación.
Este suceso provocó una proliferación de casos similares
en que futuras víctimas denunciaban a tiempo los crímenes
que habrían de cometer sus victimarios. En todas las
ocasiones los sospechosos fueron juzgados y condenados.
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Una de las supercomputadoras fue trasladada de manera
permanente al cuartel general de la policía de la ciudad
y aquella conducta de adelantarse a los acontecimientos,
valorada como prudente y provechosa, se naturalizó entre
los ciudadanos de Adelma. No pasó mucho tiempo antes
de que se realizara el primer homicidio preventivo. Nadie
puso reparo alguno al tratarse de un pedófilo y potencial
pederasta, pero, ciertamente, los días de la histeria estaban
comenzando.
Recuerdo con exactitud la primera vez que me dirigí
a una de las máquinas para realizar una pregunta. Obré
como todos al principio, sin tomarla demasiado en serio;
luego aquello se fue volviendo adictivo.
Ingresé a la cabina. Oprimí el botón de inicio y la
máquina me dio la bienvenida con automática cordialidad.
Al ser mi primera vez tuve que decir mi nombre y número
de cédula. Acto seguido, un escáner recorrió mi cuerpo
de arriba a abajo un par de veces; y ya la máquina supo
todo lo que debía sobre mí. Sin embargo, me pidió que
confirmara mi ocupación laboral. Al declarar que era
guardia de seguridad en la Biblioteca Central de Adelma
la supercomputadora demoró unos segundos en continuar
su interrogatorio, como si le costara trabajo procesar una
información como aquella. Quizás para su entendimiento,
un trabajo como el mío era totalmente inoperante. Una
biblioteca es una especie de almacén de información, y la
información, en la ideología de las máquinas, pertenecía a
todos, por lo que no tendría sentido alguno la existencia
de alguien que la custodiara. Estas elucubraciones, por
supuesto, son producto de mi reciente paranoia y de mis no
tan paranoicos hallazgos, que me han hecho ver segundas
intenciones en todo el comportamiento de las Inteligencias
y de quienes las controlaron, al menos durante un tiempo,
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que me ha inducido a imaginarlas dueñas de una conciencia
y un propósito. Pero ruego que se me entienda, mi mente
ha necesitado crear esta treta para justificar la ruina de
nuestra ciudad.
«¿Está en mi destino... enrollarme con Leslie Green?»,
pregunté finalmente, queriendo sonar sarcástico y
pensando conocer de antemano la respuesta. Sin embargo,
la máquina contestó de manera insufriblemente enigmática:
«El destino de Adán Guada en Adelma es la soledad».
Confieso que la respuesta me desilusionó bastante. Me
arrepentí de haber utilizado la palabra «enrollarme»
pues quizás pudo causar algún tipo de confusión para la
máquina que solo captó la noción de «destino», por eso el
matiz misterioso de su respuesta. No quise dar demasiado
crédito, por mi propio bienestar mental, a aquel presagio
ni a las máquinas en general. De aquí que quedara tan
conmovido cuando comenzaron los juicios por crímenes
anticipados. No entendía cómo todos podían tomárselo
tan en serio.
Si bien en un primer momento las predicciones que
hacían las máquinas de las posibles infracciones les
brindaron cierta ilusión de seguridad a los habitantes
de Adelma, pronto un estado general de paranoia se
fue apoderando de la ciudad. Aquel fenómeno se dio a
conocer por los medios locales —los únicos que existían
— como «los días de la histeria». Las televisoras y la prensa
instaban a las personas a mantener la calma, pero estas,
por centenares, continuaban acudiendo cada día a las
cabinas. En definitiva, las máquinas eran imparciales. No
les interesaba quiénes éramos o quiénes decíamos ser; les
era imposible discernir entre el bien y el mal, conceptos
demasiado humanos. Su labor se limitaba, pues, a resultar
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útiles. Así, ayudaban a sus usuarios a discernir los aliados
de los enemigos, les indicaban cómo proceder ante algún
desagravio, les aconsejaban huir en caso de no quedar
otra alternativa. Con Dios y con el diablo, las Inteligencias
continuaron desempeñando su esencial labor
hasta las
últimas consecuencias.
Ahora las preguntas más comunes eran: «¿corro algún
peligro?», «¿quién intenta hacerme daño?», «¿alguien
ha pensado asesinarme?». Las respuestas solían ser muy
alarmantes porque, si se piensa bien, cualquier persona en
su sano juicio ha fantaseado alguna vez acabar con la vida
de alguien, o ha hecho, siquiera, un chiste al respecto. Todos
hemos estrangulado virtualmente a un jefe, un colega de
trabajo, un contrincante, un familiar... la muchacha bonita
y uniformada que te mira con desprecio a la salida de la
biblioteca, cuando el resto se va a los bares a olvidarse
de las preocupaciones, mientras tú recién comienzas la
jornada de trabajo. Sí, lo admito, en más de una ocasión
había fantaseado con asesinar lenta y tortuosamente a
Leslie Green. Estas fantasías siempre cobraban un matiz
erótico y terminaban provocándome una ridícula erección.
El caso es que la respuesta a preguntas como esas
poseía un alto grado de volatilidad e impulsividad, típicas
del género humano; nada que el raciocinio inflexible de
una máquina pudiera comprender cabalmente. Pero
los usuarios no realizaban estas inferencias. Ante la
confirmación de que alguien había pensado alguna vez
infringirle algún daño, o aún mejor, asesinarla, la persona
se dirigía a las autoridades clamando por justicia.
La policía, por su parte, comenzó a cuestionarse si
su actuación había sido la más justa y conveniente, al
tomar tan al pie de la letra la opinión suministrada por las
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máquinas para juzgar y condenar a los futuros criminales.
Lo cierto es que esta se rehusó a seguir aceptando pruebas
de aquel tipo para encausar a delincuentes en potencia.
Ante el desamparo en que los dejaba la oficialidad, los
vigorosos habitantes de Adelma no tardaron en tomar la
justicia por sus propias manos.
La ciudad se volvió un completo caos. La gente se
agrupó en especies de clanes para lograr una mejor
protección frente a los enemigos, que ahora estaban en
cualquier parte. Comenzamos a desconfiar de todo, incluso
de las máquinas: ¡sobre todo de las máquinas! Desconfiar
parecía ser el único lazo que nos conectaba con nuestra
humanidad; una humanidad trocada en dígito, estadística,
lógica implacable. Algo, pensamos, no estaba funcionando
bien. ¿Acaso las máquinas también se habían vuelto
histéricas? Lo natural hubiera sido, entonces, destruirlas.
Sin embargo, las necesitábamos. Solo los que alguna vez
hayan sido dependientes de una sustancia, únicamente
aquellos que hayan experimentado el sometimiento ante
una adicción pudieran llegar a comprender qué sentimos,
pudieran llegar a sospechar la enfermiza relación de amor-
odio que establecimos con esos artefactos.
Yo mismo no sé cuántas veces desesperé por consultar
cualquier frivolidad. Más que con preguntas, me dirigía
a ellas con dudas ontológicas que, aunque bien sabía
que no estaban dentro de su competencia responder, me
ayudaban a lidiar con el absurdo de mi existencia mediocre
en el sitio que se pensaba a sí mismo como el mejor de
los posibles. Creo que llegué a experimentar los síntomas
de la abstinencia cuando el salir a las calles se volvió un
auténtico peligro. Los homicidios preventivos aumentaron,
acometidos ahora por las propias víctimas potenciales, y
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las autoridades no supieron qué hacer con la incontrolable
ola de crímenes.
Lo más curioso era la vertiginosidad con que ocurría
todo esto. De la noche a la mañana Adelma se convirtió en
un pueblo fantasma. Los comercios cerraron, las televisoras
locales dejaron de trasmitir, Avantis Inc. clausuró sus
oficinas y se marchó de la ciudad. Cosa que no podía
hacer el resto puesto que ni el contrato, ni los guardias
de seguridad apostados en el perímetro de la ciudad se
lo permitirían. Las calles se volvieron una amalgama de
silencio y polvo en la que no era posible hallar ningún
transeúnte. Todos sentían miedo. La gente había aprendido
a matar o a esconderse para sobrevivir.
Yo fui de los que decidió esconderse. Nunca he tenido
la suficiente sangre fría para matar más que insectos y
roedores. Hubiera deseado intentar huir de la ciudad, pero
ya era imposible dejarse ver a la luz del día sin recibir un
disparo o ser víctima de una bomba casera. Al principio
me refugié en la biblioteca. La conocía de punta a cabo y
me hacía sentir seguro. Me escurría lo más sigilosamente
posible por sus sótanos y en las tardes incluso me atrevía a ir
a los pisos de arriba en busca de cualquier cosa comestible
y algún libro con el que entretener mi simulacro de vida.
Cierta noche ocurrió lo inesperado. Luego de semanas
de ininterrumpido silencio —puesto que ya no había
persona que se atreviera a ponerse al descubierto y dirigirse
a una de las cabinas— las máquinas volvieron a escucharse
en cada uno de los rincones de la ciudad semidesierta.
Pero esta vez hablaron al unísono, como si simularan
un escalofriante cántico gregoriano. Sus idénticas voces,
reduplicadas hasta el infinito, se escucharon con total
claridad gracias al inmenso mutismo que reinaba.
29
«Louis Benes ha planeado por mucho tiempo la muerte
de su hermano mayor, Thomas Benes, para apoderarse
de la Compañía que juntos fundaron al llegar a Adelma.
Louis Benes está escondido en la calle 17, en la buhardilla
del Casino Magno. No merece vivir. Berta Nívia pensó en
muchas ocasiones asesinar a su propio hijo recién nacido.
Llegó a sostenerlo delante de la ventana abierta dispuesta
a arrojarlo a la Avenida Principal. Ahora se esconde en
una ferretería ubicada en la calle D. Berta Nívia no merece
vivir. Gastón Uribe ha pensado...».
Aquella información era recitada por las máquinas
sin una inflexión, un dato a continuación del otro. La
lista de acusaciones era interminable y en la ilimitada
impiedad de las Inteligencias todos merecían morir.
No alcanzo a comprender a qué se debió este cambio en
sus comportamientos, esta sorpresiva autonomía que
las hacía delatar a cada uno de los individuos que ahora
habrían de esperar el momento de morir o asesinar a su
adversario. La posible mutación que se produjo a nivel de
su funcionamiento interno, la tecnología con que fueron
creadas escapa totalmente a mi rústico entendimiento, pero
supongo, en pos de hallar alguna explicación lógica, que
en algún punto las máquinas terminaron por contagiarse
con la paranoia de los habitantes de Adelma y acabaron
por percibir como verdades absolutas las murmuraciones,
desahogos y secretos que fueron dichos en su presencia. No
pudieron más que ver pecados y crímenes en la conducta
de los humanos.
Traté de seguir con mi rutina de vana supervivencia
bajo las nuevas circunstancias en que las delaciones de las
máquinas ponían a la ciudad. Ahora, además, funcionaban
como si fueran noticiarios y no solo sentenciaban a
30
aquellos que debían morir, sino que informaban del estado
general de los «ajusticiamientos». Así, todos permanecían
atentos y enterados de que Kalima Frías, jefe del clan que
se hizo llamar los Justicieros Ciegos, había sitiado el centro
comercial donde se hallaban escondidos algunos asesinos
mentales notables, para acabar con ellos y con su reinado
del terror. Tres días le llevó acometer su ataque, pues los
asesinos, pertenecientes al clan de los Altruistas, también
habían sido advertidos de que Kalima Frías y los suyos
querían darles muerte. De manera que se creaba un bucle
de advertencias y muertes preventivas del que parecía
ya imposible escapar. A veces se creaban pactos tácitos
entre individuos que conocían su plan de ser asesinados
el uno por el otro y decidían simplemente no actuar, en
una especie de tratado de paz sin armas nucleares de por
medio. Mucho más sencillo era cuando el culpable no
pertenecía a ningún clan y resultaba presa fácil para recibir
su merecido.
En honor a la morbosa verdad, las cosas se volvieron
algo más animadas. Fue como si me hubiera vuelto seguidor
de una truculenta novela radial que podía interrumpir la
redundancia de mi día en cualquier momento. Así, cierta
tarde, en una de mis andanzas cotidianas por la biblioteca
me llevé la casi mortal sorpresa de encontrarme, parapetada
detrás de un escritorio, a la mismísima Leslie Green,
temerosa quizás de escuchar su nombre en boca de las
máquinas o ser sorprendida por algún psicótico justiciero,
sicario de brocha gorda, de los tantos que abundaban por
aquellos días en Adelma.
No traía consigo ningún arma con qué defenderse.
Tuve que agarrarla muy fuerte y taparle la boca para
evitar que nos delatara. El desaliño del post-apocalipsis
31
incrementaba la sensualidad en su habitual estética de
empleadilla de limpieza. Cuando se tranquilizó, me miró
unos instantes y luego se cubrió sus ojos oblicuos con las
manos para llorar en silencio. Horrible como siempre he
sido para las consolaciones, solo se me ocurrió darle unas
torpes palmadas en el hombro. Esto pareció surtir algún
efecto pues ella volvió a levantar la cabeza, tragó en seco y
me preguntó si tenía algún plan para escapar.
Por supuesto que no tenía ningún plan, además de
vagar en silencio por los pasillos de la biblioteca hasta
que finalmente me descubrieran. Caí en la cuenta, en ese
momento, de mi latente instinto suicida y mi socio-apatía.
Yo tampoco contaba con un arma en caso de que alguien
me sorprendiera; nunca me había dirigido a las máquinas
para preguntar si querían asesinarme —presumo que no me
consideraba lo suficientemente interesante para suponer
un obstáculo a eliminar para cualquier otra persona—,
en fin, no tenía planeada otra estrategia que esperar y ver
cómo se solucionaban las cosas por sí solas. Sin embargo,
cuando Leslie me preguntó de manera tan determinada si
tenía un plan, deseé por unos instantes ser diferente. Lo
hubiera dado todo por sonreírle y decirle con voz grave y
enigmática que lo tenía solucionado y que pronto la sacaría
de aquel infierno. Pero mi reacción fue la perplejidad.
Ella me miró decepcionada y a sus ojos oscuros vi
asomarse por unos instantes el desprecio de ocasiones
anteriores en que me sorprendió escudriñándola a la
salida del trabajo, hurgando con mi mirada, adivinando
sus formas bajo el uniforme de blanco delantal. Le dije,
buscando desesperadamente su aprobación, que tenía, en
cambio, latas de conserva que podía compartir con ella.
Aquello pareció ser suficiente por el momento.
32
Ya empezaba a oscurecer cuando nos retiramos al
sótano y abrimos una lata de atún. Ella se comió su
porción con cierto desespero; luego me confesó que hacía
días que no probaba bocado. Mientras, yo miré el envase
con una conmoción semejante a la nostalgia y le comenté,
queriendo sonar como sonaría un hombre cautivador, que
quizás aquel atún había sido pescado en mi antiguo pueblo.
Hablamos un rato, con la franca sinceridad que suele
practicarse entre los completos desconocidos, sobre
nuestros terruños. Ella provenía de muy al norte y, antes
de llegar a Adelma, no conocía más que el frío y la nieve.
Me dijo que Leslie no era su verdadero nombre; había
tenido que cambiarlo para encajar mejor. Su nombre real
era Qanik, que en inuit significaba «copos de nieve en
el aire». Yo pensé confesarle, a cambio, mis fantasías en
las que intentaba estrangularla y cómo estas terminaban
todas las veces en una dulce y larga violación; pero preferí
hablarle de cuánto me gustaban sus labios, que era una
verdad menos inquietante.
Me acerqué y la besé, no sin titubear por un instante.
Leslie Green, ahora Qanik solo para mí, respondió a
mi beso con lentitud, pero con disposición; abriendo
despacio su boca, rozando con la punta de la nariz y con
su labio superior mis comisuras, introduciendo de a poco
su húmeda lengua para buscar la mía, en una danza que
ya me imaginaba ritual y en algún sentido milagrosa.
En aquel momento, por un breve intervalo, pensé que,
después de todo, las máquinas se habían equivocado en
su respuesta a mi primera pregunta; y tal error me hizo
recobrar tenuemente la esperanza en nuestra salvación.
De repente, a mitad del beso, en una brutal e inadmisible
interrupción de aquel prodigio, un sonido estereofónico
nos provocó un susto de muerte. La ronda de acusaciones
33
de aquella noche daba comienzo. No tuve tiempo de
emitir un solo sonido antes de escuchar cómo la letanía
de las máquinas pronunciaba: «Adán Guada ha deseado
violar y asesinar a Leslie Green en múltiples ocasiones. Se
encuentra ahora escondido en los sótanos de la Biblioteca
Central de Adelma. No merece vivir».
Vi cómo en la cara de Qanik, de mi recién descubierta
y conquistada Qanik, se dibujaba una mueca de terror.
Intenté en vano explicarle que aquello no era cierto, hacerle
entender la irracional paranoia de la que todos estábamos
siendo víctimas, pero ella ya había echado a correr
pegando fuertes gritos delatores. Corrí tras la estela de su
histeria mientras le suplicaba que callara pues nos haría
matar a los dos. Ella, sin embargo, ya había dado alcance a
la puerta principal y en carrera frenética se había lanzado a
la avenida. Me detuve instintivamente en el umbral y vi su
silueta, confundida con las opacidades de la noche, doblar
en una esquina y desaparecer, ya para siempre, de mi vista.
Caí de rodillas en la entrada de la biblioteca y una
sensación de asfixia se apoderó de mis pulmones, subió por
mi garganta y llegó a mi boca convertida en un sollozo. Las
máquinas habían terminado su pavorosa recitación. En el
aire quedó flotando el eco de su último «no merece vivir».
Unas desacostumbradas lágrimas me empañaron la vista
y pensé, por largos segundos, en mi propia y realmente
merecida muerte.
Se escucharon ruidos de explosiones. Logré ponerme
en pie y me escabullí por una callejuela al costado de la
biblioteca. Corrí enajenado por calles ruinosas e inciertas
hasta que me introduje en unas construcciones que parecían
haber sido oficinas de algún puesto administrativo. La
34
noche interminable se aderezó con el sonido de continuos
estallidos, hasta que con las primeras luces de la mañana
sobrevino la calma.
Al clarear recorrí sigiloso el perímetro de la habitación
en que me hallaba y caí en la cuenta de que se trataba de
las oficinas de Avantis Inc. En el desorden de papeles y
escritorios volcados se hacía evidente la premura con la
que habían abandonado Adelma. Miré distraído algunos
esquemas en que se representaban circuitos eléctricos y
me sentí tremendamente impotente al no comprender ni
una tilde de lo que allí se explicaba. Al parecer aspiraba a
encontrar entre aquellos papeles una justificación para el
enloquecimiento de las máquinas. En aquel momento aún
las culpaba de todo lo ocurrido en la ciudad: de la histeria,
los asesinatos preventivos, la paranoia, la muerte de Qanik.
Entonces encontré unos papeles algo extraños. Se
trataba de una especie de bitácora del devenir de la ciudad
desde que se instalaran las Inteligencias: las primeras
reacciones de la gente, la progresiva histeria a la que fuimos
sucumbiendo, la violencia, la destrucción, la muerte,
siempre la muerte. Pero ahora no quedaban dudas. Todo
había sido un experimento de Avantis Inc. Sus funcionarios
habían estudiado metódicamente nuestras reacciones
e interacciones con las máquinas y dejaron luego que el
asunto se les saliera de las manos, no pudiendo hacer otra
cosa que huir.
Miré por la rendija de una ventana y descubrí que
afuera hacía un sol radiante. Justo al frente de las oficinas, a
unos cien metros, se levantaban unas estructuras parecidas
a unos almacenes. Hasta ese momento no fue que noté
cómo el rumor de los transformadores se sentía con mayor
35
intensidad desde mi nuevo escondite; de lo que concluí
que aquellos cobertizos debían albergar el generador de
electricidad que mantenían a las máquinas funcionando.
Desde entonces han transcurrido idénticos los días.
No hay en este sitio más que el agua de los bebederos
descompuestos. Las provisiones de conservas —que
me había acostumbrado a llevar en los bolsillos de mi
chaqueta, por eso las traía conmigo en el momento de la
huida— se están terminando. Mi único entretenimiento
ha sido escribir estas líneas para luchar contra la culpa y
los cada vez más genuinos deseos de acabar con mi propia
vida. Escribir pareciera ser el único acto que se me tiene
permitido entre tanto inútil papel de oficina.
A la caída de cada noche las máquinas emprenden su
aberrante recitación. Sus voces arañan mis tímpanos y me
hacen retorcerme en este estrecho cubículo al que terminé
por autorrelegarme y que en algún momento me brindara
una tibia sensación de amparo. En cada oportunidad hay
menos nombres en las listas de culpables. ¿Cómo conocen
nuestros paraderos? ¿De dónde obtienen ahora los datos?
No puedo pensar en otra explicación: las máquinas pueden
leer nuestros pensamientos.
Las sentencias han continuado siendo ejecutadas por los
individuos que aún se hallan diseminados por los rincones
de la ciudad. Es como si los que quedaran se hubieran
dado a la tarea de limpiar lo que subsiste en Adelma de
pecaminoso, como si su necia cruzada los redimiera de sus
propios crímenes: imaginados y reales.
Aunque mi nombre no ha vuelto a ser mencionado, he
sentido la tentación de atravesar la puerta y caminar por las
calles hasta recibir el balazo que acabará finalmente con esta
angustia. También existe una alternativa; siempre hay una.
36
Pero, preciso es advertirlo, esta es la historia de un cobarde.
No esperen de mí ningún acto de heroicidad. Hubiera sido
fácil acometer esa tan esperada maniobra y salir corriendo
de mi escondite para desconectar las endemoniadas
máquinas, destruirlas a puros golpes, dominado por la
rabia y la venganza. A fin de cuentas, el generador se halla
justo enfrente. Pero no me atrevo y he llegado incluso a
pensar que eso ya no tendría ningún sentido. Quizás las
máquinas tengan razón y todos merezcamos morir.
La noche está cayendo. Dentro de unos instantes,
no sabría explicar cómo, sé que volveré a escuchar mi
nombre pronunciado unánimemente por las voces de las
máquinas. Desconozco cuál será esta vez mi acusación,
si seguiré pagando la culpa de las mil veces fantaseada
muerte de Leslie Green o existirá algún cargo nuevo. Ya
empieza: «Adán Guada quiere dar muerte a Adán Guada.
Se esconde en el kilómetro 0, en las Oficinas de Avantis
Inc. No merece vivir».
37
Parece que algunos lograron sobrevivir y escapar. Está por
amanecer. De fondo, las máquinas continúan repitiendo,
como si se hubieran averiado, la letanía de «Adán Guada
no merece vivir». Quedan dueñas de Adelma. Ninguno
sobrevivió a sus delaciones, ninguno se atrevió tampoco
a destruirlas. Quizás todos resultamos ser unos cobardes.
Frente a la otrora puerta de entrada, ahora únicamente
servible como salida, me volteo por última vez hacia
la ciudad. La luz amarillenta del crepúsculo matutino
descubre para mis ojos un paisaje grisáceo debido al humo
de los últimos incendios. A mi alrededor, impregnando
mis ropas, haciendo arder mis ojos y mi garganta, flotan
diminutas pelusillas de ceniza, como si de copos de nieve
en el aire se tratara.
Cuando me haya marchado, las máquinas se sumirán
en una mudez culpable, resentida inevitablemente solitaria.
No puedo imaginar una mejor venganza. ⍟
38
SEUDO
«Seudo» fue publicado por primera vez en Los días de la
histeria (La Habana, Colección Sur, 2015).
Libertad para ser ineficiente y
desgraciado; libertad para ser una
clavija redonda en un agujero cuadrado.
Aldous Huxley
41
pisos diferentes o era un único piso que se repetía, hasta
el infinito, en una parodia de falso desplazamiento del
ascensor por un espacio imaginario. No podía saberlo
porque todos eran lo mismo, solo cambiaba la distribución
de la gente que los habitaba: un dispensador de alimentos
sintéticos apostado en una esquina; algún conserje que
fregaba los blanquísimos suelos; montones de clase-
media que caminaban aprisa, chocando unos con otros,
casi siempre apretando su oído izquierdo para escuchar
mejor al interlocutor del otro lado de la línea; personas,
sin más, que realizaban sus tareas cotidianas, que a mí me
resultaban, sin embargo, del todo fascinantes.
La otra fuente para la elaboración de una idea sobre
lo que existía fuera del ascensor era lo que contaban mis
pasajeros mientras se desplazaban a otras áreas del Gran
Edificio. En los últimos tiempos lo más común era que se
tratase de familias enteras que se dirigían al Ala Este en
busca de mejores empleos y espacios habitables. Solían
llegar silenciosos, cargados de paquetes, y actuaban como
si temiesen que se les fuera a negar la entrada al ascensor o
a prohibir luego la salida.
Aquellos eran desplazamientos de varias horas y
terminaba por conocer a mis acompañantes. Tenía, debo
admitir, la molesta costumbre de quedarme mirándolos
fijamente y esto casi siempre los hacía ponerse a la defensiva
y recitar alguna frase que justificara su presencia en ese
lugar: a nuestra familia le han concedido la tarjeta verde
y nos estamos mudando al Ala Este; mi marido trabajará
en un empleo muy bueno, uno que entrega muchos bonos
de auspicio; enséñale, Geor, la tarjeta. Pero yo hacía un
ademán y les explicaba que aquello no era necesario, que
solo era el ascensorista, y ellos se tranquilizaban un poco.
42
Así, me mantenía al tanto de los fallos en el Sistema de
Ventilación y Acondicionamiento de Aire, del insoportable
calor y el hacinamiento de los Sótanos, del régimen de
etiquetas y tarjetas de acceso que permitía llegar a ciertas
áreas, mientras otras, fundamentalmente las superiores,
resultaban del todo inaccesibles para las clases no
privilegiadas. Pero, en medio de la catarsis que suponía
contar sus problemas a un total desconocido como lo era
yo –el ascensorista, alguien tan fusionado con el Gran
Edificio que parecía haber perdido toda su humanidad–,
mis pasajeros terminaban siempre recapacitando y
redirigiendo su atención hacia los aspectos positivos de
su miserable existencia, como si sospecharan que alguien
los observaba y evaluaba desde arriba. De modo que
comenzaban su maquinal alabanza a los bonos de auspicio,
que permitían a las familias más humildes disfrutar
de privilegios propios de clase-media; a los alimentos
sintéticos o a las píldoras rosáceas que les dejaban dormir
a pesar del calor; a la afortunada existencia, en fin, de una
lotería de tarjetas verdes que otorgaba a cada uno de ellos
el derecho a fantasear con la idea de irse a vivir alguna vez
al Ala Este.
En otro tiempo, antes de la construcción de esta nueva
área, la mayoría de los usuarios de mi ascensor eran
personas de relativo rango que se dirigían a pisos superiores.
Se trataba esencialmente de clase-media, pues la verdadera
«gente de alcurnia» tenía sus privados y cómodos medios
de desplazarse, con mayor rapidez, por el Gran Edificio.
Nunca me había topado con aquellos aristócratas. No tenía
idea de cómo lucían, si poseían una anatomía similar al
resto o se diferenciaban de alguna manera radical que
justificara su superioridad. Algo sí había escuchado y era
que no llevaban uniforme.
43
Los prolos y los clase-media sí. Así todo, estos últimos
solían entrar al ascensor con cierta expresión de asco,
mientras se limpiaban las manos con líquido antiséptico,
incluso sin haber apretado los botones del panelillo de
control. Yo los observaba con voracidad. Examinaba con
mi vista sus uniformes, pulcros y tiesos, sus portafolios y su
etiqueta identificadora en la que figuraban descripciones
de actividades vagas o prácticamente indescifrables
como «supervisor de micro-transacciones», «asistente
de operaciones sistémicas» o «subdirector de análisis
operacionales».
Sin embargo, la mañana de aquel día me tocó coincidir
con algunas etiquetas mucho más reveladoras: una
«operadora de despoblamiento paulatino», un «estipulador
de alimentos sintéticos» y dos «reordenadores de áreas
comunes». Estos se subieron al ascensor en una festiva
charla a la que puse toda la atención posible.
—… y ya para el próximo mes se comenzará a distribuir el
fármaco por los Sótanos —dijo el estipulador de alimentos,
hombre bien parecido y de espaldas anchas—.¡Se imaginan
de cuánta infraestructura nos libraría! No entiendo cómo
esa idea no se les había ocurrido antes a los bio-ingenieros.
Llevan años aplicando este sistema con el personal de
labores perpetuas. Por ejemplo, los ascensoristas —y me
señaló—. ¿Cómo se entiende que permanezcan siempre en
su puesto de trabajo sin instalaciones para resolver sus…
sus necesidades? Pues eso, sustitución total de los alimentos
sintéticos por fármacos sucedáneos de nutrientes. ¡Y adiós
a las molestas funciones orgánicas excretoras!
—¡Qué no entiende cómo no se les había ocurrido
antes, dice! —se burló uno de los reordenadores de áreas
comunes, que tenía una rigurosa raya al medio en su pelo
44
engominado. —Por supuesto que esa idea ya estaba sobre
la mesa desde hacía tiempo, Todd, ¿o no se venía aplicando,
como tú mismo has dicho, en labores perpetuas? Lo que pasa
es que se le ha tenido siempre un miedo terrible a ser tildados
de inhumanos, genocidas y todas esas imbecilidades. Han
tenido que ponerse las cosas como están para que el Gran
Edificio reaccione contundentemente. ¡Tanta revuelta en
el Sistema de Alcantarillados que se hubiera podido evitar
con una cuestión de eugenesia básica!
—Sí —dijo entre risas el reordenador que se había
mantenido en silencio; un tipo desgarbado de dientes
amarillentos—. Y ya deberían ir pensando en darles
también inductores de comportamiento como a todos
estos seudos— la operadora de despoblamiento paulatino
le dio un pequeño empujón para que se callara y le señaló
con disimulo una de las cámaras de seguridad del ascensor.
Yo no me ofendí por haber sido llamado «seudo» –aquel
título que ponía en tela de juicio mi humanidad–, ya estaba
acostumbrado a esos apelativos. Muy por el contrario,
aproveché el momento de silencio para intercambiar con
mis pasajeros. Me dirigí a la operadora para preguntarle
por la naturaleza de su empleo. Era una muchacha castaña
y delgada, con gafas de armadura gruesa y una larga nariz.
Me sonrió condescendientemente e hizo una pausa antes
de empezar la explicación.
—La crisis que está viviendo el Gran Edificio se debe,
en buena medida, a la superpoblación —dijo con voz
monótona, cansina. —Se está agotando el espacio. La gente
vive hacinada. Por eso, se han implementado estrategias para
ir despoblando, poco a poco, las zonas más problemáticas.
Así, se ha creado el Proyecto Ala Este —habló haciendo,
un gesto con la mano abierta como si dibujara ante mí un
45
abanico gigantesco—, en que se seleccionan familias enteras
para irse a esta nueva área común donde tendrán trabajos
seguros y espacios para desarrollar humanamente su vida
cotidiana. Mi responsabilidad, en este momento, consiste
en monitorear el proceso de selección de las familias que
se están trasladando allí. Para ello, se confeccionan unas
listas que contienen a las más numerosas y las que más
problemas de espacio vital padezcan. Se introducen datos
como la disposición laboral de sus miembros, el género y
la etnia. Luego, un programa informático realiza un sorteo
entre los candidatos más idóneos y se le concede a la familia
seleccionada la tarjeta verde. Actualmente se está haciendo
el traslado de población al Ala Este a un ritmo de quince
familias por día. El proyecto… está siendo todo un éxito.
—No sé para qué pierdes tu tiempo con los de su tipo.
Siempre hablas demasiado —le reprochó el reodenador de
la raya al medio.
La operadora sonrió brevemente para indicar que
había concluido su discurso y bajó la mirada a sus zapatos.
Le agradecí su amabilidad y todos permanecimos en un
silencio incómodo hasta que el ascensor emitió aquel
sonido peculiar que indicaba que se había arribado al
piso deseado. Las puertas se abrieron y pude leer sobre
una blanquísima pared un letrero de identificación:
Implementación de Proyectos Vitales.
46
otro esto hubiera representado un problema. Cuántas
veces no había escuchado a los clase-media hablar mal de
los prolos; la gente de los Sótanos; llamarlos sucios, aludir
a esa característica cualidad de parecer siempre sudorosos
y abatidos. Pero a mí, sinceramente, me simpatizaban. En
todo caso, el adiestramiento de los que desempeñaban
labores perpetuas como la mía dejaba bien claro que no
debía haber distinciones entre una u otra clase; todos
serían servidos con eficiencia y devoción. No me era
posible mantener contacto con otros individuos que
realizaran labores perpetuas, sin embargo, no podía dejar
de preguntarme si mis semejantes experimentarían, como
yo, aunque nunca lo dijesen, esos impulsos de contradecir
para lo que se nos había programado.
Sucedía que los clase-media eran muy aburridos. Por
lo general, me ignoraban completamente o respondían
con brusquedad si les dirigía una pregunta. En cambio,
el traslado de los prolos se había convertido en un
acontecimiento social. De un instante a otro el ascensor se
repletaba de paquetes, niños formando algarabía y gente
de las más diversas etnias y constituciones físicas.
Fue en uno de estos desplazamientos hacia el Ala Este
que conocí a Quía. Era la primera vez que había tenido que
conducir el ascensor hacia los Sótanos del Gran Edificio
y, aunque había tomado mis píldoras inhibidoras de
ansiedades, mi cuerpo luchaba, más de lo habitual, contra
sus efectos. Me sentía un poco nervioso y contrariado. Según
mis cálculos, un desplazamiento hacia el Ala Este desde
ese punto se demoraría, al menos, unas seis horas. Cuando
las puertas se abrieron en los Sótanos lo primero que me
conmocionó fue el intenso calor, la fetidez y la sensación
asfixiante que se apoderó del espacio. Una penumbra
47
gobernaba en toda la planta y por unos segundos me costó
percibir la larga fila de prolos cargados de equipajes que se
extendía frente a las puertas del ascensor.
Quía era una adolescente de unos quince años. Tenía
una piel negrísima y unos ojos enormes. Me sonrió, como
si nos hubiéramos conocido de siempre, no más entrar
con su familia al ascensor. Eran seis miembros: sus padres,
dos hermanos pequeños, una anciana medio ciega y la
propia muchacha. Entraron junto a otro grupo también
numeroso, pero estos eran asiáticos.
Durante el desplazamiento ella me contó de las precarias
condiciones en las que había vivido con su familia en los
Sótanos. En su vida solo había visitado pisos superiores
una vez; el día que les concedieron la tarjeta verde. Todo
lo que conocía era la penumbra, la dificultad para respirar,
el aire caliente en la nuca, el sudor y el hacinamiento. Pero
daba por seguro que en lo adelante todo iba a mejorar; se
mudaban al Ala Este y allí les esperaba una vida nueva.
—¿Te gusta ser ascensorista? —me preguntó Quía
luego de un instante de silencio en que se había quedado
mirándome fijamente—. Es un oficio un poco fastidioso
ese ¿no? Estar siempre transportando gente de aquí para
allá; tener que ser amable, parado ahí serio y estirado,
con un uniforme elegante y un sombrerito simpático.
Aunque… cada oficio tiene su encanto y todos y cada uno
contribuyen a que el Gran Edificio continúe funcionando
—recitó—. No me gusta la gente que llama seudos a los que
realizan labores perpetuas, como si pertenecieran a una
especie diferente e inferior. ¡Solo los estúpidos dirían algo
como eso! —exclamó y volvió a callar por un momento—.
Mi padre trabajaba en el Sistema de Ventilación, lo que
resulta muy gracioso si piensas en todo el calor que ha
48
pasado durante su vida. El puesto que le han ofrecido
en el Ala Este es uno de esos con nombre rimbombante:
«nivelador de aglomeración en no sé qué» y él está muy
contento con su nuevo cargo. Pero… te preguntaba si te
gustaba ser ascensorista.
—No lo sabemos. No conocemos otra cosa.
Me desconcertaba la excesiva naturalidad, que rayaba
en descaro, con la que Quía se comportaba. Los prolos no
solían actuar de aquella manera. Tendían a ser callados y
temerosos. Quía era muy diferente a cualquier persona que
hubiese conocido antes.
—Entonces, ¿nunca has estado fuera del ascensor?
—Si hemos estado afuera no lo recordamos. Nuestra
memoria es reconfigurada al consagrarnos a un puesto
de labores perpetuas. Solo podemos recordar nuestro
adiestramiento.
—¿Y no te sientes solo a veces? Yo me siento sola en
muchas ocasiones. Los Sótanos del Gran Edificio, contrario
a lo que pudieras imaginarte, pueden ser muy solitarios.
Siempre hay gente, es verdad; mucha gente apretada, casi
encima unos de otros. Pero eso no significa que estés
acompañado. De noche se hace un silencio increíble.
Después de tomar la última píldora es como si todos
dejaran de respirar. Yo me demoro un poco en tragármela.
Me gusta pensar en ese silencio. Pero entonces me siento
muy sola. Me da la impresión de que pudiera morir en ese
instante y nadie lo notaría, a pesar de estar tan cerca.
Quía guardó un silencio solemne durante el que miró
la pared metálica en que me apoyaba.
—Muchas personas entran y salen de aquí. Con
algunos hablamos y nos cuentan cómo es la vida afuera
—dije tratando de reivindicarme ante sus ojos.
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—¿Por qué no sales, simplemente? Desembarcas en un
piso y comienzas de cero. ¿Por qué no vienes con nosotros
al Ala Este?
—No se nos tiene permitido. Además, no es tan simple.
No tenemos una tarjeta verde y… nos gusta estar aquí.
—Bueno, realmente esto es muchísimo mejor que el
sitio de dónde vengo. Pero… me han contado que en el Ala
Este hay espacio. ¡De veras! Espacio como… para caminar,
para moverse y andar sin ningún plan…simplemente
porque te dan ganas. Lo llaman «dar un paseo». ¡Te
imaginas! ¿No te gustaría estar en un sitio como ese?
Quía entrecerró por un momento sus grandes ojos.
Como yo no contestaba a su pregunta, retórica solamente
en apariencia, me hizo una mueca con su boca y meneó
graciosamente la cabeza. Luego se apoderó de la gorra de
mi uniforme y con una estridente carcajada se dirigió a la
esquina opuesta del Ascensor. No demostré mi turbación.
Permanecí inmóvil como un tonto al costado del panelillo
de control. Al ver mi cara reflejada en la pared metálica
comprendí el sentido y riesgo de lo que acababa de ocurrir.
Entonces, con unas zancadas, atravesé el espacio que nos
separaba.
—¿Por qué hiciste eso? —le pregunté en un tono antes
de curiosidad que de reproche—. La violación del uso del
uniforme y los identificadores es castigada severamente en
oficios como el nuestro.
—Perdón, no quería causarte un problema. Solo…—
pero su disculpa fue interrumpida por su madre, que,
apenada, le arrebató la gorra de las manos y me la devolvió,
entre mil reverencias. Regresé a mi lugar, al lado del
panelillo de control y sentí como, inexplicablemente, un
calor se expandía por mi estómago y me proporcionaba
50
una sensación placentera nunca antes conocida.
A la hora indicada repartí los sucedáneos de nutrientes
a que tenían derecho los tripulantes de travesías tan largas
como aquella. Luego me dejé caer hasta el suelo acolchonado
con la espalda apoyada en la pared metálica. Me disponía
a lanzar a mi boca una de las pequeñas píldoras rosáceas y
gomosas que inducían el sueño, cuando Quía gateó hasta
colocarse al lado mío.
—Toma. Es una ofrenda de paz —dijo— …o más bien
de perdón. Perdóname por casi haberte causado problemas
—y me dio una figurilla hecha de papel doblado.
—¿Qué es? —pregunté mientras miraba el nuevo
objeto desde varios ángulos.
—Es un pájaro —explicó Quía con excitación—.
Los pájaros eran criaturas que podían volar. Existieron
hace mucho tiempo, antes de que se construyera el Gran
Edificio. Sin embargo, mi padre me ha contado historias
que aseguran que en los pisos superiores hay quienes
todavía conservan algunos, pero los tienen guardados en
unas cajas metálicas, que se llaman jaulas, y no pueden
volar.
—¿Volar?
Ante mi pregunta, Quía tomó la figurilla de papel de
mis manos y la lanzó, haciéndola atravesar el Ascensor con
ligereza. Del otro lado, sus hermanos armaron un pequeño
alboroto al disputarse su propiedad. Miré boquiabierto
como el pájaro hacía una pirueta en el aire antes de caer
en las manos inquietas de los niños. De repente, las luces
se apagaron. Segundos después se encendieron unas
pequeñas lámparas ultravioletas en los bordes superiores
del Ascensor.
—Ahora ya nadie debe hablar —dije con voz de
ultratumba, como si explicara para mí mismo.
51
La familia de Quía y los asiáticos se hicieron un ovillo
en el suelo, justo frente a nosotros. Se colocaron muy cerca
unos de otros a pesar de haber más espacio, llevados por la
vieja costumbre del hacinamiento de los Sótanos. Se hizo
un silencio tal que, justo como había descrito Quía hacía
un rato, parecía que todos hubieran dejado de respirar.
Cerré los ojos, dispuesto a caer en el sopor de siempre, en la
vigilia intermitente de las tres horas reglamentarias en las
que dormía sin soñar. No noté que había olvidado tomar
mi píldora. Mi respiración, no obstante, se volvió lenta y mi
mente se llenó con imágenes de innumerables figurillas de
papel sobrevolando a ras del techo del ascensor. Entonces
sentí un susurro en mi oído derecho.
—¿Crees que en el Ala Este haya pájaros?
Abrí los ojos y fingí indiferencia. Sentía los labios de
Quía moverse pegados a mi oreja y, más que escuchar,
podía intuir las palabras que me susurraban. Al principio
tuve miedo. No tenía claro si aquello sería una violación
de alguna clase de acuerdo con mi estatus de ascensorista.
Sabía perfectamente que el ascensor era observado en todo
momento, incluso cuando sus tripulantes dormían; de
aquí las luces ultravioletas que evitaban la total oscuridad
y permitían a las cámaras de seguridad su permanente
vigilancia. Pero mi temor se fue disipando a medida
que aquellos labios murmuraban palabras en mi oído,
consiguiendo estremecerme con cada mínimo roce.
Quía habló durante mucho tiempo de su antigua vida:
de cómo hacían una larga fila para recibir los alimentos
sintéticos cada mañana; del inconsolable llanto de sus
hermanos en las noches asfixiantes; de los labios secos y
la desesperante y perpetua sed; de cómo cada día llegaban
nuevas familias y ya era imposible hacer sitio incluso para
52
los más pequeños; de lo afortunados que habían sido al
recibir, por sorteo, la tarjeta verde.
—Ascensorista —dijo luego de un silencio en que yo
había permanecido tenso sin saber si ella finalmente se
había dormido—, voy a regresar a buscarte. Te lo prometo.
Quiero que conozcas el Ala Este. Quiero… que estemos
juntos allá.
No supe qué responder. Me parecía descabellado.
Nunca me habían interesado los grandes espacios donde
poder caminar. En el ascensor podía desplazarme de punta
a cabo por el Gran Edificio. Era una libertad rara pero que,
a la larga, me proporcionaba una sensación de seguridad y
paz. Me volteé hasta quedar frente a su rostro. Acerqué mis
labios a los de ella. No sé explicar por qué, pero necesitaba
entender de dónde salían todas esas palabras. Comencé a
rozar los contornos de su boca con mis propios labios. Sentí
el sabor dulzón de su saliva. Mantuvimos ese suave indagar
por varios minutos, hasta que ambos caímos rendidos por
el sueño; un sueño profundo y reconfortante, nunca antes
experimentado creo que por ninguno de los dos.
Exactamente tres horas después abrí los ojos
sobresaltado. Quía aún estaba tendida frente a mí. Me
tragué una porción de píldoras nutrientes e inhibidoras,
recompuse mi uniforme y, para cuando los tripulantes del
Ascensor comenzaban a desperezarse, ya me encontraba
en mi puesto al lado del panelillo de control.
—Llegaremos al Ala Este en cinco minutos —
anuncié con formalismo una vez que los padres de
Quía se incorporaron del suelo mullido—. Ha sido un
desplazamiento sin altercados y presumimos que concluya
satisfactoriamente.
Quía se incorporó del suelo con lentitud y se estiró
desfachatadamente. Caminó hacia sus hermanos y les
53
dijo algo entre susurros mientras acariciaba sus cabezas.
Después se dirigió a donde yo estaba.
—Esto era para ti —me dijo y me entregó el pájaro de
papel, ahora un poco magullado.
—Gracias, aunque no sé si podemos…
—Me parece que te tomas las reglas demasiado en serio
—me reprochó.
En ese exacto momento el ascensor emitió su
característico sonido de arribo satisfactorio a su destino
y Quía sustituyó la sonrisa de su rostro por una expresión
de tristeza. Su familia recogió el pesado equipaje, con la
emoción contenida, y me agradeció con varias inclinaciones
de sus cabezas, como si fuera yo el responsable de su buena
fortuna. Las puertas del ascensor se abrieron para mostrar
el panorama de otra blanca pared, ahora con un letrero
identificador que ponía «Ala Este».
Quía se abalanzó sobre mí y pegó su delgado cuerpo al
mío. —Volveré a buscarte —me dijo al oído. Luego recogió
su equipaje del suelo y caminó hasta la puerta que se cerró
tras ella sin darle tiempo siquiera a volverse para un último
gesto de adiós.
54
operadora de despoblamiento paulatino me había hecho
recordarlo todo vívidamente.
—¡Eh! —El bio-ingeniero chasqueó los dedos varias
veces ante mi cara.
—No, no hemos vuelto a tener sudoraciones.
—Bien. Porque no deberías excretar de manera tan
exagerada. Igual… eso se resolverá con las nuevas píldoras
—dijo y me entregó un frasco con media docena de pastillas
azulosas—. Todavía están en fase de prueba. Ya te daré más
la próxima vez. Ahora, ¿qué pasa con estos problemas de
concentración? ¿Te está ocurriendo muy a menudo? —me
preguntó, al tiempo que garabateaba algo en un desgastado
cuaderno.
—No, señor. Desde que usted nos cambió el régimen de
píldoras inhibidoras todos los problemas de concentración
y la ansiedad desaparecieron. Simplemente nos distrajimos
un momento recordando nuestro primer desplazamiento
al Ala Este.
—¡Ah, el Ala Este! No estarás pensando irte a vivir
allá, ¿no? —me preguntó y soltó una breve carcajada—.
Bah, no hagas caso a mis chistes pesados ¿Cómo un… un
trabajador de labores perpetuas podría recibir una tarjeta
verde?
—¿Sería eso imposible, señor? Queremos decir, ¿no ha
habido antecedentes de… alguien de nuestra condición
que haya recibido una tarjeta verde?
—Bueno… supongo que debes cumplir un conjunto de
requisitos para poder entrar en el sorteo y… Pero, ¿yo qué
voy a saber? ¡Qué preguntas me haces! —exclamó el bio-
ingeniero.
Era él quien me atendía habitualmente, un hombre
delgado y de baja estatura con el pelo entrecano y voz un
poco nasal. Nunca podía saber qué estaba pensando o si lo
55
que decía era en serio o hablaba de manera sarcástica. Sin
embargo, me trasmitía cierta confianza. A fin de cuentas,
mi bio-programación estaba en sus manos.
—Uhmm… en todo caso —agregó luego de haber
echado una rápida ojeada hacia una de las cámaras de
seguridad—, debes tener muy claro que tú, ascensorista,
eres esencial para que el Gran Edificio siga funcionando.
—Lo sabemos, señor. Gracias por señalarlo —contesté
con un formalismo igual de premeditado.
El bio-ingeniero volvió a soltar una carcajada.
—¿Sabes, ascensorista? Hace buen rato que dejé de
cuidarme de las cosas que digo. Ese discurso indulgente de
«todos somos esenciales para el Gran Edificio» me parece…
obsoleto. Y realmente —dijo colocándose justo debajo de
la cámara de vigilancia del ascensor y mirando desafiante
hacia la lente— dudo mucho que nos estén observando
en estos momentos. Estos son tiempos diferentes. El Gran
Edificio no es más aquel engranaje que funcionaba a la
perfección. Estamos rodeados de artefactos inútiles que
espiraron hace ya mucho pero que nadie se ha ocupado de
sustituir. Por el momento, lo único que pareciera funcionar
aún son los medicamentos —y agitó el pequeño frasco de
las nuevas píldoras inhibidoras antes de devolverlo a mis
manos.
Ya recogía el bio-ingeniero sus instrumentos de examen
cuando el ascensor sufrió la primera sacudida. Las luces
parpadearon para luego apagarse por varios segundos.
Cuando se restituyó la electricidad, se escuchó el sonidillo
de arribo a un piso y se abrieron las puertas. Yo comencé
a apretar botones en el panelillo de control tratando de
entender qué había sucedido.
—¿Ves cómo tengo razón? ¿Pudieras decirme qué ha
sido eso? —preguntó el bio-ingeniero un poco agitado.
56
—No lo sabemos, señor. Esto es una total anomalía.
Pero no se preocupe…
—No, si no me preocupo, pero me bajo aquí mismo.
Irónicamente, nunca he soportado los ascensores. ¡Suerte
con las nuevas píldoras!
En cuanto el bio-ingeniero abandonó el Ascensor
intenté contactar con el Sistema de Vigilancia para que
me dieran una explicación de lo que había ocurrido.
Apreté varias veces los botones, pero me fue imposible
establecer una conexión. Decidí, entonces, dirigirme al
Piso Principal, pero ocurrió un nuevo estremecimiento y
las luces volvieron a apagarse.
57
espacios de los que ella me había hablado con tanto
apasionamiento. No sabía, sin embargo, como podría
lograr reencontrarla. Lo más lógico que venía a mi mente
era dirigir el ascensor hacia allí y atravesar, sin más, sus
puertas, dejándolo todo atrás.
Estaba tranquilo y, aunque había pasado tiempo desde
que me tomara la última píldora inhibidora, no presentaba
ningún indicio de ansiedad. De repente, sentí que todo se
ponía en movimiento.
58
permanecieron abiertas en el piso de Implementación
de Proyectos Vitales, y la apariencia de mis tripulantes,
magullados y con restos de sangre en el rostro, me hizo
sospechar que algo realmente terrible había ocurrido. A
pesar de mi desconcierto, ellos optaron por ignorarme
completamente, como ya era costumbre.
—¿Qué querías que hiciera? —dijo el hombre
notando que la muchacha había comenzado a llorar con
desconsuelo—. No podíamos esperar más. Esos asquerosos
nos hubieran linchado como hicieron con el resto. Ahora
debemos pensar qué hacer. Hacia dónde dirigirnos.
—Dejaste a Todd atrás… —dijo la joven con voz
temblorosa.
—¡Por favor! ¿No has visto que no hemos podido hacer
otra cosa que huir?
—Dejaste a Todd cuando pudiste haberlo esperado
unos segundos, solo unos segundos más… —La operadora
había parado de llorar bruscamente. Ahora su voz tenía
una enorme carga de ira.
—Zoe…
—¡No te atrevas a tocarme! —gritó— ¿Piensas que no
sé que lo tramaste todo?
—Ahora simplemente estás delirando, Zoe. ¿Cómo voy
a haber tramado toda la revuelta de los Sótanos? Y que se
haya descubierto lo del Proyecto, ¿también es parte de mi
malévolo plan? ¿Para qué? ¿Qué sacaría yo de eso?
—Hace tiempo que me di cuenta de cómo me miras. Te
morías de la envidia al vernos juntos a Todd y a mí. ¿Cómo
se te iba a negar algo a ti que siempre lo has conseguido
todo? ¡Pero que sepas que me das un asco tremendo! Me
da asco cómo luces, cómo hablas, cómo piensas. Me daba
asco la satisfacción con que hacías tu sucio trabajito, sin
una pisca de remordimiento.
59
—Siempre fuiste una imbécil —le soltó el hombre
con aspereza, pero hablando casi en un susurro—. Debí
haberte dejado en manos de esas ratas de los Sótanos que
tanto defiendes a ver si no te hubieran desollado viva.
Luego, el hombre se volteó hacia mí y me ladró que
dirigiera el ascensor hacia los pisos superiores.
—Pero, ¿qué sitio específico en los pisos superiores,
señor? Necesito…
—¡Ah! ¡Eres un inútil como todos los seudos! —vociferó
mientras me apartaba con un empujón del panelillo y
comenzaba él mismo a apretar botones al azar y a hablarle
a la pared como si se tratara de un intercomunicador que
debía obedecer sus órdenes.
El ascensor se estremeció nuevamente y quedó en
oscuridad total.
60
—¿El Ala Este? —repitió ella recobrando parte de la
vitalidad con que había insultado a su compañero —¿El
sitio donde todos tendrían una nueva oportunidad? ¡El Ala
Este! ¿El nuevo Jardín del Edén donde los prolos conocerían,
por fin, la felicidad verdadera? —Su rostro irradiaba una
extraña luz de maledicencia—. El Ala Este no fue más que
una patraña, una inteligente salida que encontró el Gran
Edificio para su problema de superpoblación. El Proyecto
Ala Este… No, perdón, el exitoso Proyecto Ala Este no ha
sido otra cosa que un sofisticado campo de exterminio
masivo.
La miré por unos segundos sin comprender. No atinaba
a hacer otra cosa que negar suavemente con la cabeza,
mientras la operadora me sostenía la mirada con cierto
aire de satisfacción.
—Ustedes, los de labores perpetuas… les deberían
llamar seudos no por considerarlos seudohumanos, sino
por llevar esta seudovida que no les permite darse cuenta
de cómo se desmorona todo alrededor. Si lo piensas bien
son hasta más afortunados que el resto —dijo la operadora
y me dirigió una hiriente mirada de lástima. —El Gran
Edificio —continuó luego— no tenía recursos para seguir
creciendo y, por algún motivo, los prolos continuaban
reproduciéndose sin parar. No lo entiendo. ¿Cómo podían
procrear en condiciones como esas? Supongo que será
cierto aquello de que el calor provoca una disposición a la
lujuria. Ya era muy tarde para paños tibios como aquella
solución de esterilizarlos. De un momento a otro la
estructura colapsaría. Todo se vendría abajo, literalmente.
Entonces, ¿cuál fue el brillante método que encontró el Gran
Edificio para librarse de este inconveniente? Pues uno tan
antiguo como efectivo: campos de exterminio masivo. La
respuesta parecía obvia, ¿no, ascensorista? ¿Y a quiénes se
61
sacrificaría? Pues a los apenas productivos, antihigiénicos
y molestos prolos que infectaban los Sótanos.
La operadora de Despoblamiento Paulatino se hallaba
en un estado de éxtasis. Apenas si me miraba. Era como si
se dirigiese a una sorda e indignada muchedumbre ubicada
más allá de las paredes del ascensor. Pero, de repente, su
rostro comenzó a palidecer y se crispó en un gesto de
dolor, mientras se llevaba las manos al vientre. Miré hacia
el lugar que se apretaba. Un trozo de metal sobresalía unos
centímetros entre la tela de su uniforme. En su abdomen
tenía una herida de la que se escurría una sangre espesa
y negruzca. Intenté ayudarla, pero la operadora se apartó
con brusquedad, casi se podría decir que con asco.
—Claro, que por más razonable que esto pareciera
había que tramar un engaño para conducirlos allí —siguió
hablando sin prestar atención a su mal estado—. Así
surgió el Proyecto Ala Este y toda la carga de propaganda
a él asociada. Se resolvía más de un problema a la vez…
El darle a los prolos una mínima esperanza de mejoría
calmaba las revueltas y huelgas. Ah…se les veía, incluso,
trabajar entusiasmados, conformes, a la espera de la
añorada tarjeta verde que cambiaría sus vidas. Y yo era la
encargada de mandarlos al matadero.
La observaba con temor a intervenir, por más que un
montón de dudas se me iban acumulando. Pero a medida
que la operadora continuaba su discurso el temblor de mis
manos empeoraba, extendiéndose ahora a todo mi cuerpo.
Unos impulsos, que no alcanzaba a comprender, me hacían
desear apretar con fuerzas el cuello de la operadora, como
si cortando la salida de sus palabras pudiera deshacer lo
que había ocurrido.
62
—La primera vez que me lo explicaron, con todas las
cifras, gráficos y palabrejas técnicas, me pareció totalmente
descabellado —dijo en un tono más bajo. Ahora se
encontraba evidentemente extenuada—. Sin embargo,
no parecía haber otra salida y terminé por juzgar aquello
como lo más lógico y sensato, dada las circunstancias. El
exterminio masivo de los prolos devolvería el equilibrio
al Gran Edificio; traería de vuelta sus días de máximo
esplendor, cuando había sitio y trabajos para todos…
cuando los Sótanos eran un lugar a donde solo bajaban
los fontaneros a hacer sus revisiones sistemáticas y no se
hallaban infestados de gente adormilada por las píldoras.
Me pareció que no existía otra solución. Pero luego conocí a
Todd y él abrió mi mente a una nueva realidad… él me…—
balbuceó con ojos vidriosos a causa de las lágrimas—.
Llegué a pensar que podríamos, de veras, cambiar las cosas.
—¡Por favor, es imposible que seas tan ingenua! —
le reprochó su compañero que, aunque parecía haber
estado dormitando, había escuchado con atención el
relato—. ¿Acaso crees que a Todd le interesaba defender
los intereses de los prolos? Todd apenas luchaba por sus
propios intereses. Quería revertir jerarquías, pero para
colocarse él en la punta de la pirámide.
—¡Tú no sabes nada! ¡No sabes cómo era él! —dijo la
operadora poniéndose de pie con mucho trabajo.
—¿Y tú qué sabes? —la interrogó el hombre
incorporándose igualmente y acercándose demasiado a su
cuerpo—. ¿Eh, bonita? ¿Qué sabes tú de nada de lo que ha
ocurrido aquí? Tú, que te indignas ante injusticias ridículas
porque desconoces todas las atrocidades de tu pasado:
sacrificios institucionalizados, masacres, holocaustos.
63
Y se te llena la cabecita de fantasías cuando un imbécil
como Todd balbucea sobre derechos e igualdad —habló
el hombre.
Mientras deslizó unos dedos larguiruchos por el cuello
de la operadora, dedos que pasaría luego por su abdomen
y sus caderas, hasta terminar apretando su vientre, justo
dónde tenía la herida. Ella dio un alarido de dolor. Una
especie de electricidad recorrió mi cuerpo de arriba abajo.
Yo, durante su discurso, había estado apretando mis puños
inconscientemente y con tal fuerza que solo el ardor en
las palmas de mis manos me hizo darme cuenta de que
me estaba lastimando con mis propias uñas. Ahora, sin
pensarlo, agarré al hombre por las solapas de su uniforme, lo
levanté y lo estampé varias veces contra la pared metálica a
su espalda. Él se defendió y me pegó varios puñetazos en la
cara, pero conseguí, dominado no sé por qué desconocida
furia, echarme encima de él y apretar su cuello hasta que su
cara comenzó a enrojecer. No supe cuánto tiempo estuve
apretando aquel cuello. Temía lo que sucedería si dejaba
de hacerlo, por lo que simplemente continué apretándolo
incluso después que se desvaneció entre mis manos.
Con los golpes, el ascensor sufrió otra sacudida y volvió
a quedar totalmente a oscuras. Momentos después, las
luces se encendieron y comenzó un desplazamiento hacia
algún lugar incierto.
64
menos borrosa y pude percibir cómo las puertas del
ascensor permanecían abiertas y en la pared de enfrente
un letrero a medio caer me anunciaba que me encontraba
en el Ala Este. En el piso, sobre un charco de sangre, yacía
la operadora de despoblamiento paulatino. Muy cerca se
encontraba el cuerpo rígido del reordenador. Me puse en
pie con mucha dificultad y caminé hasta el umbral de la
puerta. Dudé un segundo, pero finalmente me decidí a dar
los primeros pasos fuera de allí.
El desolador paisaje de un infinito pasillo sembrado
de cables y escombros era lo único que se dibujaba ante
mis ojos. Caminé durante un par de horas sin toparme
con ninguna persona. Tampoco me era posible vislumbrar
algún símbolo que fuera revelador de lo que había sucedido
en verdad, además de la terrible destrucción.
Mi organismo se encontraba ya totalmente libre de
fármacos y sentí mis entrañas agitarse. Acostumbrado a
que mi cuerpo últimamente hiciera cosas caprichosas e
incontrolables, no le di a esto mucha importancia. Pensaba
en Quía. No sabía por qué razón, pero sospechaba que ella
había logrado sobrevivir a la masacre de los campos de
exterminio. Tenía la corazonada, o quería tenerla, de que
la volvería a encontrar. Metí la mano en el bolsillo de mi
uniforme y cerré el puño alrededor del pájaro de papel que
aún permanecía allí. Fue entonces cuando otro retortijón
me hizo trastabillar, emitir un gemido y preguntarme si
todo estaría bien o se trataba de algo más grave. Solo pude
dar unos pasos antes de volver a perder el sentido.
Al abrir los ojos a la implacable claridad del pasillo, me
encontré dos rostros amigables que me observaban desde
arriba. Eran los rostros de los hermanos que me ayudaron
y me condujeron hasta aquí.
65
—Es la revolución —me explicó uno de los hermanos—.
Los prolos han tomado el poder. Te llevaremos a nuestro
refugio y cuando estés más descansado se te explicará todo.
—Me siento raro. Algo anda mal conmigo —les
advertí—. Es como un dolor… como una punzada que
viene y va y remueve mi estómago con un ruido de líquidos.
¿Voy a morir?
Uno de los hermanos me miró extrañado antes de
soltar una risa breve.
—Ah, sí. No pasa nada, hermano Ascensorista. Eso
que sientes se llama tener hambre. Y me temo que la vas a
sentir por algún tiempo más.
No entendí del todo este nuevo concepto, pero
me pareció que sin dudas debía ser, de todas las cosas
novedosas que hasta el momento había experimentado, lo
más parecido a la libertad.
Esa es mi historia, hermano Big. Ahora, ¿sería posible
que contestaran a la pregunta que he venido haciendo
desde que llegué a la Congregación? ¿Conoce alguien a
una muchacha negrísima, con unos ojos muy grandes
que se hace llamar Quía? Puede que la hayan visto, no sé,
dando un paseo o hablando sobre cómo eran los pájaros.
Es a ella a quien busco. ⍟
66
ÁNGELES
CAÍDOS
«Ángeles caídos» fue publicado por primera vez en la web
Ficción Científica, en 2018.
El Hacedor probó sus poderes
desde un principio. Objetivó parte de
su propia sustancia inconsciente, como
materia para su creación, y la modeló
con un propósito consciente. Así, una
y otra vez, fue creando sus juguetes: los
cosmos.
Olaf Stapledon
69
mentira, un complot urdido por inteligencias superiores.
¿Recuerdas aquella película que viste cuando niña —
apelemos a este tipo de recursos condescendientes a ver
si entiendes por fin— en que un grupo de Inteligencias
Artificiales se alimentaban de la energía de los humanos
al tiempo que creaban una realidad virtual en la que estos
creían estar viviendo? Esa misma. Piensa que tú habitas
algo como la Matriz. Pero no son Inteligencias Artificiales
quienes controlan todo. No son creaciones insumisas de
los humanos quienes acomodan la realidad de una manera
más o menos verosímil. Es algo mucho más complicado.
Hagamos un ejercicio de suposiciones. ¿Crees que
puedas, Zechariel? Bien. Imagina la Historia como la
sucesión de fotogramas de una película. Esta película se
ha estado proyectando desde tiempos inmemoriales de
la misma exacta manera. Cada episodio ha sido repetido
hasta el cansancio, cada insignificante detalle que habría de
desencadenar una acción relevante ya había sido pensado
para ocurrir de esa forma y no de otra… los fotogramas no
pueden ser cambiados puesto que han sido concebidos así
desde el mismísimo principio del Tiempo. O al menos eso
era lo que se pensaba.
El Tiempo es otra cosa, Zechariel. Un concepto
demasiado complicado para intentar siquiera explicártelo
ahora. Mejor concentrémonos en esta película que se
proyecta ininterrumpidamente desde hace mucho y que
fue imaginada, creada, por un ente que denominaremos
—¿por qué no?— Dios.
Dios terminó de armar su película y, fascinado con
su creación, no ha hecho otra cosa que reproducirla
una y otra vez. No imagines, Zechariel, a Dios como ese
señor respetable de largas barbas y ceño fruncido que
70
han representado siempre los hombres; una figura de
autoridad. Imagínalo mejor como un niño caprichoso y
embotado frente a su juguete favorito. Nota cuán infantil,
por no decir patológica, es su actitud.
Seguro, Zechariel, que cuando eras pequeña pedías a
tu padre que te contara siempre la misma historia antes de
dormir. La conocías de memoria, pero eso no importaba. Y
si al buen hombre se le ocurría agregar un detalle diferente
alguna noche, porque, quién sabe, se sentía en esa ocasión
particularmente creativo, tú te molestabas y reclamabas la
versión original; esa que era la verdaderamente tuya.
Aunque, ahora que lo pienso mejor, Zechariel, he
sido un poco insensible. Ya sé que tu progenitor no fue,
lo que se dice, especialmente paternal. Es casi seguro que
nunca te hubiera contado una historia para dormir, por
más que al buen hombre le fue interesando cada vez más
que te quedaras dormida pronto para poder hacerte otras
historias. Pero bueno, como toda niña es casi mandatorio
que te hubieras obsesionado con algún dibujo animado,
una canción o película que reproducías incansablemente a
pesar de conocerla al dedillo.
Habría que preguntarle a algún sicoanalista —freudiano
o no— a qué se deben esas actitudes en tempranas edades.
Habría que preguntarle, si no fueran Freud, el sicoanálisis,
los divanes de las consultas de los terapeutas, el complejo
de Edipo, los test mentales, la masturbación, los sueños,
el Síndrome de Estocolmo, los ansiolíticos, las palabras
mágicas para despertar de una sesión de hipnosis, los
argentinos, el sexo… Si no fuera todo eso una complicada
trama urdida desde arriba por divinidades mediocres que
habitan esta periférica sección del continuum espacio-
tiempo.
71
En todo caso, Dios es así. Esto, a lo que tú le dices
«realidad», es una vieja historia que ha venido repitiéndose
a sí mismo unas 13 730 veces sin parar. En la vez número
333 ocurrió la Rebelión de los Ángeles. Los díscolos fuimos
expulsados del Nodo Central —llamado Paraíso, en otros
contextos— y nos comenzaron a conocer por muchos
otros nombres: demonios, númenes, genios, amanojaku,
espíritus malignos, ángeles caídos.
Fue un largo errar por una tierra baldía, un sitio extraño
que no lográbamos reconocer como el planeta que, desde
arriba, habíamos contribuido a amueblar. Ni siquiera
habíamos ido a dar todes al mismo sitio. Cada rebelde pisó
suelo en una región distinta de la Tierra, aunque igual de
hostil. Una legión de ciegos espectros nos rodeaba. Líneas y
más líneas de códigos, capas superpuestas de datos, años de
trabajo y programación para dar a luz a aquellas criaturas
idiotas e inútiles, para las que ni siquiera existíamos; no
podían ni olfatearnos. Nuestro éxodo iba a ser solitario.
Sin embargo, el reencuentro era inevitable.
Para la vez 9 491 ya habíamos establecido nuestro
puesto de mando en las mismas entrañas de la Tierra y
logrado desestabilizar algunos fotogramas de la lastimera
película de Dios. Verás, Zechariel –y esto ya te lo he
explicado antes– Dios, si bien es una criatura a la que
injustamente se le concedió el don de la creación, es
bastante poco imaginativo. Y para eso estábamos nosotres,
para asesorarlo, para diversificar esa vida obtusa que había
creado… para perfeccionarla. Se suponía que debíamos
funcionar como un equipo creativo, pero esa ansia de
poder que aparece tantas veces en la Historia humana, que
parece ser el impulso primario de todas las acciones de
los hombres, no es más que un reflejo de la podredumbre
interior de ese autodenominado Ser Supremo.
72
Nuestras voces casi nunca eran tomadas en cuenta.
Poco a poco, las decisiones sobre la vida en la Tierra se
fueron centralizando en su figura. Nuestra función como
asesores, como equipo, fue derivando hacia un existir
burocrático y ocioso. Por eso la Rebelión. Su dictadura
debía terminar de una vez por todas, aunque eso implicara
su muerte; su asesinato perpetrado por nuestras propias
manos traidoras. Ah, he aquí, Zechariel, un dato que no
conocías: los dioses también pueden morir.
Pero fracasamos. Al menos parcialmente. Hace mucho
que les programadores que nos rebelamos vivimos aquí
en la Tierra, condenades, como ustedes, a repetir este
bucle sin fin. Solo que para nosotres existe el castigo
agregado, el bonus, de recordarlo todo. Vemos repetir a la
Humanidad, una y otra vez, los mismos errores. Los vemos
conducirse hacia el ridículo final que el Creador concibió
para ustedes, sin ser capaces de rebelarse por sí mismos. Y
nos escuecen los ojos ante tanta ineptitud. Pero, como dije,
hemos conseguido algunas pequeñas victorias. Parecerían
insignificantes, pero ciertos cambios comenzaron a
operarse en sus torpes narrativas.
Al principio fueron aspectos prácticamente
indetectables: la cantidad de espinas en un rosal en
Belice; el número de cachorros en las camadas durante
los años bisiestos; el nivel de la marea alta en ciertas islas
del Pacífico. Al darnos cuenta de que el Todopoderoso
no reparaba en tales alteraciones, nos arriesgamos un
poco más y comenzamos a introducir variaciones en las
narrativas humanas; y esto sí que lo notó. Pero descubrimos,
maravillades, que Dios no tenía recursos para impedir que
nos inmiscuyéramos en sus historias. Lo único que atinaba
a hacer era introducir otras variaciones por su parte.
73
Con esta nueva confianza, durante la reproducción
11 666, comenzamos a pregonar por el mundo la verdad
sobre las cosas. Y a Dios se le ocurrió inventar el Demonio
y el Infierno. Pensamos, entonces, que sería más factible si
nuestra labor de convencimiento se centraba en un grupo
étnico concreto y limitado… y así comenzamos a hacerlo.
Pero Dios creó el nazismo, los campos de exterminio de
judíos y Broadway. Pensamos que no era en este plano de
la realidad donde mejor podíamos conseguir la victoria,
sino en algún momento cercano al final, cuando se
llevaran a cabo intentos de conformar una mente única en
el ciberespacio. Entonces Dios nos mandó los neurovirus
modificados y la ciberguerra, y todo se fue a la mierda.
Con tantas abruptas modificaciones, la Historia
terminó por resquebrajarse. La cinta se averió. Desde la
vez 12 084, caímos en un loop que solo repite un pequeño
fragmento de la película; un intervalo entre el año 1939,
según el calendario gregoriano, y el año 2055. Así que
nuestras transgresiones han tenido que restringirse a este
lapsus. Sin embargo, recientemente descubrimos un nuevo
modo de insurgencia. Descubrimos la manera de hacer
despertar a algunos humanos, pues hay, entre ustedes,
quienes poseen ciertas cualidades esenciales que les
permitirían, con el entrenamiento adecuado y los cambios
morfológicos pertinentes, convertirse en ángeles. Tenemos
fe en que en esta oportunidad sí lograremos reunir un
imponente ejército y hacer la Revolución.
74
a ti las imágenes. Aunque puede que antes recuerdes los
olores. El olor a orine y vómito de aquel cuartucho en
el que te habías parapetado con tu amiguita la cableada.
Bueno, la que ahora es una cableada. En ese momento era
una adolescente en fuga de su casa, lanzada a los ávidos
brazos de la prostitución para pagar sus dosis de drogas de
diseño. Igual que tú. Pues mira que tenían vicios caros para
ser las dos unas pobres diablas.
Muy bien, hemos logrado recuperar esos megabytes
de información. La ardentía en las fosas nasales y los
conductos de tu nariz. El hambre y las noches sin
electricidad. Los breves momentos de éxtasis cuando tu
amiga acariciaba con su lengua el escurridizo botón de tu
clítoris. El agua salada de las olas del malecón contra tu
cara los días de mal tiempo. El sicodélico deambular por
las calles de una ciudad que nunca era la misma. El sudor
frío, la abstinencia, el delirium tremens. Luzbel.
Luzbel te hizo despertar. Traerte de vuelta no fue fácil.
Tu cerebro parecía estar estropeado irremediablemente.
Milenios de drogadicción se ceñían sobre el diseño de tu
personaje y teníamos que recomponerte. Hay que elogiar
la paciencia que elle siempre te tuvo. Quizás con otre
programadore no hubieras tenido tanta suerte, Zechariel.
En el proceso de desintoxicación te comportaste como
una verdadera alimaña. Un animal enjaulado yendo de
aquí para allá dentro de su celda. Te negabas a comer y a
tomar los medicamentos; los escupías a la cara de Luzbel.
Orinabas y defecabas tus ropas como un acto subversivo,
con la completa seguridad de que elle vendría luego
a limpiarlas con aquella impávida devoción. Eras una
criatura repugnante. Pero elle insistía en hacerte despertar.
75
Un día, finalmente, volviste a la vida. Saliste a la calle y tu
ciudad ya no era la de antes. Estaba habitada por criaturas
extrañas con las líneas de códigos de sus programaciones
atrofiadas y a flor de piel. Ahora podías leer esas líneas de
códigos; podías ver más allá de sus caras de aburrimiento
e irritabilidad. Invisibles pestañas se desplegaban en
las inmediaciones de las personas que te cruzabas y te
revelaban los datos, los increíblemente escasos datos que
bastaban para definirlas. La gente no es tan complicada
como aparenta. A la larga no son más que una agrupación de
cifras y cantidades; de etiquetas y convenciones culturales
que no se diferencian radicalmente unas de otras.
Luzbel te hizo comprender todo eso. Así que, Zechariel,
cómo te atreves a siquiera titubear ante el último paso de
tu conversión.
76
por la normalidad, es que resulta este un momento
propicio para dar el siguiente paso. Ya está cayendo la
tarde y en Larrampa.com la multitud se apiña para obtener
mejor la señal de la wifi. Todos abren sus bocas, levantan
las manos al cielo como si esperaran recibir el maná; sin
embargo, tan solo es un reflejo incondicionado, ridículo
e inútil para intentar obtener una mejor cobertura. Los
miras con un gesto de vergüenza ajena, aunque bien sabes
que en el fondo sientes un poco de envidia y curiosidad
por esas extrañas criaturas cableadas que llegaron hace
no mucho al talonario de la mitología caprichosa de la
ciudad. Los cableados, así les llaman en el Gremio, así los
bautizó Luzbel, a pesar de que pocos cables van quedando
en este mundo cada vez más inalámbrico. Pero ellos aún
conservan vestigios de arcaicos servomecanismos post-
industriales: esos alambres que les salen de los oídos y que
los mantienen enchufados a su dispositivo cibernáutico,
al que gritan sin conmiseración durante sus jornadas de
voraz intercambio de datos.
No te has dado cuenta aún, Zechariel, pero has aminorado
el paso y te has quedado mirando por unos segundos a una
hembra cableada que aprieta frenéticamente las teclas de
su dispositivo. No has conseguido suprimir la sacudida de
la electricidad estática que recorre tu columna vertebral
cuando estás en presencia de ciertas hembras de otras
tribus que no son la tuya. Piensas que has dado muestras
suficientes de fidelidad y devoción como para que se te
perdonen estos deslices de escudriñar por unos segundos
a una hembra ajena. Pero te equivocas. Luzbel estaría muy
decepcionade si conociera los confusos sentimientos que
a menudo te embargan, sobre todo porque en el Gremio
ha dejado de existir algo tan discriminatorio como una
77
«hembra» o un «varón». Allí son todes iguales y está
prohibido sentir. Y tú bajaste la cabeza, bebiste de la copa y
juraste fidelidad a ese ideal.
Pero, ¿qué ocurre? Tu reacción química-hormonal no
es esta vez un subidón azaroso. Conoces a esta particular
cableada, ¿verdad? Sí, se trata de tu amiguita de los
tiempos de meretricio y drogadicción. Ella también te ha
visto. Pero no tenemos tiempo para esto, Zechariel. ¿Acaso
no recuerdas? En el Gremio esperan por ti. Hoy es tu día
especial. Será mejor que finjas no reconocerla y sigas tu
camino.
Ahora acelera la marcha y dobla en la siguiente esquina.
Toma el atajo de siempre. Un paso tras otro, sin mirar atrás.
Bastaba con alejarte para que las dimensiones de tu destino
aquí en la Tierra cobraran repentino sentido para ti. Estás
otra vez despierta, Zechariel, y lo comprendes todo.
Ahí ves el portón del garaje donde usualmente realizan
las ceremonias. Percibes un fuerte olor a desinfectante
que te trae a la memoria otros recuerdos que es mejor no
mencionar. ¡Vamos! Acerca tus nudillos a la lámina de
metal y toca de la manera que ya tienen acordada. Será
Luzbel quien te abra.
Las bisagras chirrean. La penumbra reina, como de
costumbre, en el interior del sitio. Adentro todos mascullan
para sí una letanía. ¿Ves? Han notado que eres tú y se han
callado de repente. No sientas miedo, Zechariel, sabes bien
que no es prudente demostrar aquí ninguna debilidad.
Mejor disfraza ese temor con una máscara de arrogancia,
como te han acostumbrado a hacer. Sabes que muchos de
los que están aquí añoran el día en que llegue su propio
ritual de desdiferenciación. Deberías sentirte privilegiada.
78
Luzbel no te dice ni una sola palabra. Ya el local está
dispuesto para la ceremonia. Deja que te tome de la mano
y te conduzca al centro de la habitación, donde se halla
colocada la rústica mesa de operaciones que iluminan
radiantemente varias lámparas. Sabes perfectamente qué
pasará ahora. Ya lo has presenciado en otras ocasiones.
Luzbel comenzará a quitarte la ropa. Empezará por
el t-shirt y quedará al descubierto el contorno de tus
costillas y tu blanquísimo pecho, libre prácticamente de
protuberancias. Va a desabotonar después tu pantalón y
lo bajará con cuidado hasta tus tobillos, junto a la ropa
interior que traes puesta. En ese caso, colabora. Descálzate
las zapatillas ayudándote de los pies. Luego saca las piernas
de los grilletes que remedarán las patas de tu pantalón.
Toda tu ropa será recogida diligentemente por alguien del
Gremio y alejada de la mesa de operaciones.
Estarás totalmente desnuda y no podrás controlar
un amago de cubrirte la entrepierna lampiña, que será
recibido con un murmullo desaprobatorio por parte de los
miembros del Gremio. Intentarás ver de dónde provienen
los murmullos pero la luz de las lámparas es cegadora y el
resto de la habitación se habrá desvanecido para ti. Solo
quedará Luzbel que va a agarrarte por los hombros y a
indicarte que te acuestes de lado.
Sentirás la punzada de la anestesia epidural. Dolerá
mucho, no te voy a decir mentiras. Muérdete la lengua
para no gritar. Pasado un momento ya no sentirás nada de
la cintura hacia abajo. Luzbel se colocará en un extremo
de la mesa de operaciones y te abrirá las piernas. Podrás
ver, desde la postura en la que estarás, su cara sudorosa y
concentrada... y el bisturí entre sus dedos.
79
Luzbel realizará sin vacilar la primera incisión.
Contorsionará con agilidad la muñeca y de un solo
movimiento extirpará tu clítoris. Puede que percibas una
rara sensación de escozor y un obvio forcejeo en la zona
de los genitales. Luego comenzará la infibulación. Con un
bisturí de mayor tamaño va a rebanar el primero de los
labios menores y es posible que des un respingón y dejes
escapar un aullido de dolor. No sería raro que la anestesia
no funcionara como debía.
Pero, en ese caso, Luzbel hará un gesto mínimo y
acudirán corriendo dos miembros del Gremio para
sujetarte. La operación deberá continuar. Lo harán a sangre
fría si es preciso, Zechariel, que, en definitiva, es la manera
como normalmente se realiza el procedimiento en ciertos
lugares de África sin que provoque tanto revuelo.
Luzbel te mutilará los labios mayores. Dejará cada
pedazo de carne rebanada en una bandeja a su izquierda
y una pequeña laguna de sangre se formará sobre la
superficie bruñida del metal. Tomará, entonces, un último
bisturí para raspar los fragmentos que quedaron luego del
corte. Mientras, tú gritarás frenéticamente y le suplicarás
que se detenga. Aunque ambos sabrán que eso ya es
imposible. Finalmente, Luzbel va a aplicarte un ungüento y
a suturar los extremos de la vulva para sellar totalmente la
otrora abertura que indicaba que tú, Zechariel, eras, sobre
todas la cosas, una mujer. Enjugará la sangre de la herida
con una esponja y se asegurará, metiendo la punta de los
dedos, que haya quedado un mínimo orificio para la orina.
Ya han comenzado a desnudarte y una pátina de sudor
te perla la piel de la barriga. Es una piel muy tersa, casi
perfecta. Excepto por esas cicatrices, aún enrojecidas, de
80
la operación del mes anterior en que extirparon tu útero y
tus ovarios.
Dentro de poquísimos minutos Luzbel lo habrá
conseguido. La operación número treinta y tres, modalidad
“castración femenina”, habrá terminado con éxito y tú,
Zechariel, estarás libre de ataduras biológicas y culturales.
Serás criatura sin historia ni identidad. Sin pecado ni sexo.
Como los ángeles.
La Revolución está a punto de comenzar. ⍟
81
JAURÍA
«Jauría» fue publicado por primera vez en 2018, en el número
14 de la revista Supersonic.
No hay sitio para mí en el mundo
del hombre [...] y no tengo tampoco
ningún otro mundo. No hay sitio para
mí en todo el universo.
Olaf Stapledon
85
a los pocos días por esos mismos enfermeros. Pero yo sabía
que no era así. Calis se había encargado de explicarme.
Dos semanas después de que nos encontraran en el
bosque, ateridas de frío y muertas de hambre, y nos llevaran
con ellos a su refugio, ya todas las preñadas habían dado a
luz. El perímetro alrededor de donde dormíamos se fue
llenando de pequeñas tumbas que cavaban las herders con
las uñas de sus propias manos para enterrar los cadáveres
de sus hijos. Los cuerpos nacían desfigurados, como si en
ellos se hubiesen concentrado todos los efectos del virus
que arrasó con la comuna. Creo que eso las salvó. Los fetos
absorbieron todo el veneno y las dejaron a ellas intactas,
pero huérfanas.
Yo resulté ser inmune. No fui la única. Las que
estábamos en el pabellón rojo no fuimos afectadas. Quizás
estar sangrando en el momento en que se propagó el virus
ayudó en algo. Escapamos del edificio abandonado y, a las
pocas horas de caminar entre la escarcha de la primera
nevada del año, nos topamos con las otras herders,
las preñadas. A partir de ahí continuamos juntas. Nos
protegimos las unas a las otras; comimos raíces e insectos
para sobrevivir. Al borde de la inanición o del canibalismo,
ellos nos encontraron.
II
86
Calis era bueno conmigo. Me enseñó todo lo que sabía
sobre el mundo exterior, antes de conocerlo por mí misma.
Me consolaba con sus caricias mientras me inyectaba
las hormonas que, ambos sabíamos, provocarían que el
próximo sangramiento fuese más doloroso y abundante
que el anterior. Pero era necesario. Yo debía prepararme
para mi destino y Calis estaba ahí para ayudarme. «No
tengas miedo, mi princesa. Pronto estarás lista para la
inseminación y verás que los sangramientos empiezan a
doler menos. No estés triste, yo te voy a cuidar».
Mi destino era engendrar cachorros para que los
humanos se los llevaran lejos. Debía ser fértil. Mucho. De
lo contrario sería desechada, como pasó con otras. Por eso
el dolor y las hormonas; por eso los sangramientos como
hemorragias y las revisiones en la habitación blanca con la
anestesia.
Calis me explicó que el mundo no siempre fue así. Antes
de la guerra había ciudades donde vivían muchísimos
humanos como él, y tierras verdes para cultivar y gran
variedad de animales. Yo era un animal y él también. Pero
éramos animales diferentes al resto; teníamos raciocinio,
inteligencia. Los humanos volvieron inteligentes a los
pastores alemanes que les servían de compañeros en la
custodia y persecución de sus enemigos, les dieron manos
en lugar de patas delanteras, les permitieron percibir los
colores y pensar por ellos mismos; y entonces ya no fueron
más pastores sino herders. Calis me lo explicó sin tener
una certeza absoluta de que yo lo estuviera entendiendo.
Pero sí que lo hice.
Con frecuencia mi humano me hablaba de su pueblo,
de la hambruna a la que escapó su familia y de cómo los
militares lo contrataron y empezó a trabajar en la comuna.
87
Cada mes le enviaba a la madre la mitad de su paga. Le
escribía largas cartas en las que recordaba su infancia y le
mentía sobre lo bien que le iba… Cartas en que prometía
que un día se volverían a abrazar muy fuerte; pero Calis
sabía que probablemente jamás la volviese a ver.
A menudo se ponía a llorar porque no le gustaba
estar allí. Porque también extrañaba el calor entre las
piernas de Binia y en la comuna las relaciones carnales
estaban prohibidas. Él fue el que me explicó lo del sexo
y que aquello que nos hacían en la habitación, cuando
nos anestesiaban, no era lo natural. «En algún lugar de la
comuna tienen confinados a los sementales. Se llaman así
porque son herders que sirven únicamente para que los
doctores les extraigan el semen y con él las inseminen a
ustedes y traigan más cachorros al mundo». Calis tampoco
sabía a dónde iban a parar los cachorros, ni qué hacían con
ellos.
Pero un día, sin más, sacaron a Calis de su puesto.
En el último turno en que cuidó de mí me acarició la
cabeza con una extraña nostalgia. No me advirtió que no
volveríamos a estar juntos. Solo me sonrió y me hizo la
confesión de que, yo, siempre le había recordado a su Gala,
una pastora alemana que tuvo durante la niñez, y que por
eso me había tenido ese cariño especial. Debí presentir que
aquello era una despedida.
Dos semanas después sucedió lo del virus y todos
murieron. Bueno, todos no. Nosotras sobrevivimos.
88
III
89
presencia de otras criaturas, su miedo a ser devoradas por
la jauría. Los pastores quedaron muy impresionados y por
primera vez sentí en lugar de su miedo, su respeto hacia
mí.
Al regresar al refugio repartí equitativamente el fruto de
mi persecución entre las herders. Y ellas entendieron que,
si salían a cazar como lo había hecho yo, ya no tendrían
que esperar por la caridad de los despojos que los pastores
les dejaban, una vez que ellos terminaban de comer, con
esa mezcla de repulsión, lástima e indiferencia.
IV
90
El enfermero se desplomó en el suelo y otros fueron
a socorrerlo. Le dieron la vuelta e, inmediatamente, se
apartaron del caído. Gritaron histéricos: «¡Es el virus!
¡Está infectado! ¡Vamos a morir!». Los vi salir del pabellón
en estampida. Fuera se comenzaron a escuchar gritos y
estruendos de cosas rompiéndose en pedazos.
Yo intenté moverme, pero me fue imposible. Estaba
muy débil. Otras herders comenzaron a gemir. Teníamos
mucho miedo; nos habían dejado solas.
Pasaron días y nadie entró al pabellón rojo. Algunas
dejamos de sangrar, pero ahora era el hambre y la
deshidratación lo que nos debilitaba. Logré reunir fuerzas
y ponerme en pie. Fui con mucha lentitud, cama por cama,
comprobando que mis compañeras continuaran vivas.
Algunas estaban desfallecidas, pero aún respiraban. Intenté
hacer que despertaran. Fue muy difícil. Cuando estuvimos
todas conscientes, salimos a buscar algo que comer.
Caminamos renqueando por los pasillos desiertos. Las
luces desde el techo brillaban demasiado y hacían que las
baldosas blancas destellaran. Algunas íbamos dejando a
nuestro paso gotitas de sangre que todavía se escurrían de
nuestros vientres y entintaban el piso de un color menos
muerto.
Al rato, empezamos a encontrar cadáveres. Los miramos
con repulsión. La sangre coagulada y negruzca formaba
un charco debajo. Los miramos con la misma repulsión
que ellos a nosotras en los días de sangramientos. Pero la
sangre de ellos, a diferencia de la nuestra, olía a destrucción
y exterminio; olía a fin de una era, a apocalipsis.
A punto de desfallecer dimos con un pequeño almacén
de alimentos y nos despachamos. Comimos con desafuero…
Allí estuvimos una semana, hasta que no quedó nada de
qué alimentarse. El edificio entero olía a podredumbre.
91
Teníamos que salir de allí. Ninguna de nosotras mostraba
signos de estar enferma, pero temíamos por nuestras vidas
y por lo que podría pasarnos si continuábamos en aquel
sitio repleto de muerte. Fui yo quien primero se puso en
pie y caminó buscando la salida, las otras me siguieron.
92
y quién podría dar por seguro que siquiera quedaran
humanos. Me era imposible calibrar las proporciones del
desastre del virus.
Una noche especialmente fría él se me acercó. Era
el macho que solía masticar la comida para la anciana
pastora. Se había aproximado con cautela, esperando a
ver si yo lo rechazaba. Me quedé muy quieta. Despacio,
se colocó cerca de mí. Las herders teníamos un tamaño
ligeramente mayor, pero yo estaba hecha un ovillo. Él se
continuó acomodando hasta casi cubrirme con su cuerpo.
El calor de su pelaje me reconfortó. Olía a madera y tierra
húmeda. Cerré los ojos y me entregué a un sueño profundo
y confiado.
Al día siguiente partimos hacia la cacería. Unos
cuantos, entre herders y pastores, se quedaron cuidando del
refugio. El lugar donde cazábamos quedaba muy distante,
en la periferia del bosque opuesta a dónde dormíamos.
Las criaturas de las que nos alimentábamos eran animales
nocturnos, así que teníamos que esperar a la caída de la
noche.
Empezaban a emerger de sus madrigueras cuando
el alfa me atacó. Me derribó al suelo con la fuerza de su
embestida. Me defendí con uñas y dientes. No hubo mucho
tiempo para razonar. El instinto animal del que tantas veces
había oído hablar tomó el control sobre mí.
Los otros estaban demasiado lejos y tardaron en ir a ver
de qué se trataba aquel escándalo. Lo hicieron solo para
cuando yo había logrado dominar la situación y tenía al
macho alfa bajo mi cuerpo, todavía mordiéndome el pecho
desprotegido con sus dientes filosos. No lo pensé. La furia
me carcomía. Desgarré su cuello a dentelladas. Chilló de
dolor y lo dejé huir. Su grito me devolvió a la realidad
93
y tomé conciencia de mi propia crueldad. Lo vi correr
despavorido hacia los arbustos, perderse en el bosque
tupido. Sin embargo, yo sabía —y lo sabían todos— que
estaba herido de muerte.
Los pastores alemanes, que se habían puesto a
ladrar enardecidos cuando se dieron cuenta de la pelea,
me miraron ahora con ira contenida. Las herders no
entendían qué estaba pasado. Yo hice una señal ignota
con mis manos, como pidiendo su misericordia. Pero no
me entendieron. Tuve miedo de que aquel fuera el final.
La jauría de machos se veía dispuesta a despedazarme.
Entonces, el pastor compasivo, el que se había acurrucado
a mi lado la noche anterior, caminó en mi dirección. Me
miraba a los ojos con intensidad, pero sin rabia. Un brillo
extraño le encandilaba las pupilas oscuras. Al llegar frente
a mí, bajó la cabeza en señal de sumisión. El resto dejó de
gruñir instantáneamente. Se hizo un silencio doloroso.
Yo me sentía incómoda en aquella postura. Mi
respiración agitada me hacía expulsar un vaho blanquecino
por la boca. Acerqué mi cara a la cabeza del pastor y lo
empujé con mi nariz para indicarle que se irguiera. Así lo
hizo. Cuando alzó la cabeza, percibí en sus ojos algo cercano
a la veneración. No sabía qué estaría pasando por su cabeza,
pero necesitaba que él entendiera que había sido el alfa
quien atacó primero; que yo solo me había defendido. No
quería que pensara que era una asesina, una sanguinaria.
El resto de pastores, uno por uno, fue inclinando su propia
cabeza, como si hicieran una reverencia. La culpa cayó
pesada sobre mi pecho, como una piedra inmensa. Me
estaban reconociendo como su nueva líder.
Uno de los pastores lanzó un aullido con su cabeza
apuntando a la noche, donde una opaca luna llena apenas
94
alcanzaba a iluminar la espesura del bosque. El resto lo
imitó, incluidas las herders. El bosque se llenó de aullidos
y el peso que había estado aplastando mi pecho se aligeró
un poco.
VI
95
En el fondo fantaseo con la idea de toparnos con otros
sobrevivientes. No es tan descabellado que los haya.
Al resto creo que no les simpatiza mucho la perspectiva
de dejar el refugio pero saben que, si no lo hacemos, más
temprano que tarde moriremos de hambre. Debemos
adaptarnos, mutar, cambiar las viejas costumbres. Es
la responsabilidad de las herders utilizar esta supuesta
inteligencia superior que tenemos para hacer de la vida
algo más que esta lucha absurda por la supervivencia.
Uno de los cachorros ha abierto los ojos. Me mira por
primera vez y siento que los pelos de mi nuca se erizan.
Aprieta uno de mis dedos con su manita larguirucha.
Percibo, inexplicablemente, una agudeza en esa mirada
infantil. Mi retoño me mira como si supiera el gran trabajo
que tiene por delante; el mundo entero que le tocará
reconstruir. Y yo, por primera vez, me siento aliviada al
pensar en las cosas que podrán suceder mañana. ⍟
96
ALUMBRA
«Alumbra» fue publicado por primera vez en Contaminación
Futura 1 (Mig21 Editora, 2020).
No va a ser una vida fácil. Pero es
una vida nueva.
Clarice Lispector
99
narrado alrededor de una hoguera, en que cocinaban los
últimos gatos del vecindario. Pero tú ahora vives en la zona
dos y aquí, incluso, programan los cortes de luz y piden
disculpas si no se cumple con lo establecido. Parecería que
el país entero no está dando los últimos coletazos antes del
apocalipsis absoluto.
Pero a ti nada de eso te importó. En todo lo que
podías pensar era en esos chocolates que se te antojaron.
Los chocolates de tu infancia. Del tiempo en que las
bodegas no pedían tu tarjeta de racionamiento antes de
despacharte lo más elemental. Aquí, en la zona dos, eso
también es distinto. Puedes ir a una tienda y pedir que
te despachen los chocolates de tu infancia sin tener que
enseñar un papel que diga que los mereces, que te tocan.
Aun así, en el fondo piensas que no estás en el derecho de
comerte esos chocolates, de desear siquiera hacerlo, si más
de la mitad del país se muere de hambre. Sin embargo, ahí
estás sujetando la bolsa de tu compra con más fuerza de la
que se requeriría.
Ahora caminas con la preocupación de si alcanzarás
la puerta de entrada al edificio antes de se apaguen al
unísono todas las farolas de la avenida. La paranoia te ha
carcomido y sientes que alguien te vigila, que te siguen los
pasos. Volteas la cabeza a cada tanto. No ves a nadie, pero
percibes una presencia que te acosa. Solo te quedan unos
metros. Respiras. Sientes el cansancio y la pesadez de tu
cuerpo tirar de ti. Miras hacia atrás una última vez antes
de buscar la llave y abrir la pesada portezuela de picaporte
dorado, que conduce hacia un lugar que es más seguro,
pero que tampoco es tuyo. Excepto esos chocolate que
llevas en la bolsa y algunos ridículos ahorros en la cuenta
de un banco que bien podría quebrar mañana, en tu vida,
100
en estos momentos, nada te pertenece. Pero tú estás bien.
Estás muchísimo mejor que la mayoría. Y además, tienes
a Silvia.
II
101
un cólico común y corriente. No tiene nada que ver con el
bebé.
Silvia se sonríe y te toca la panza hinchada. Luego apoya
su oreja sobre ella y espera. El corazón te da un vuelco e
instintivamente te aprietas con los muslos la entrepierna
húmeda.
—¿Y a ti se te alivió el asma? —dices para disimular tu
turbación.
—Sí, ya. Fue algo nervioso. Cuando me dijiste que te
dolía me asusté muchísimo. —Ahora hace círculos con
sus dedos a ambos costados de tu barriga cincomesina sin
separar aún su oído de ella. Te empiezas a poner nerviosa.
—Si le pasara algo al frijolito yo creo que me muero —te
dice tu mejor amiga.
En eso oyes el cerrojo de la puerta traquetear. Héctor
llega cargado de bolsas con verdura. Silvia se separa de tu
barriga y salta a sus brazos.
—¡Mi amor! Cómo te demoraste. ¿Oíste las noticias?
¡Mayoría aplastante, muñeco! —Y le planta un beso sonoro
en los labios.
—Sí, lo escuché en la radio. Increíble. ¿Será que Acela
va a ganar, en serio, las elecciones?
—Qué triste es que tu propio esposo no confíe en ti…
¡Claro que va a ganar! ¿O no ves a quiénes tiene en su equipo
para la campaña? —se vanagloria Silvia señalándote a ti y
luego señalándose a sí misma de arriba a abajo. Tú haces
como que te sonrojas.
—Por favor, Silvia, yo soy allí una simple secretaria. Te
tiene a ti…
—Hola, Vicki, ¿cómo estás? —te saluda Héctor con
la cordialidad desconfiada de siempre, mientras pone las
bolsas sobre la meseta de la cocina.
102
—Bien, gracias. Ya estoy bien.
Héctor mira a Silvia confundido, como pidiéndole una
explicación.
—No fue nada —responde tu amiga haciendo un
esfuerzo para poner cara de despreocupación—. Que a
Vicki le cayeron mal unos chocolates que comió y le dio
cólicos. Pero ya está.
La cara de Héctor va volviéndose una máscara de
disgusto.
—¿Por qué no me avisaste? ¡Hubiéramos ido al hospital!
—Te digo que no fue nada —replica tu amiga.
—¿Y por qué la dejas comer esas porquerías? Me la paso
trayendo comida real a esta casa, dándote a leer artículos
sobre salud… ¿Y para qué, si después la dejas atragantarse
con cualquier basura?
—Héctor, la culpa es mía. Tuve un antojo y no me pude
resistir.
—Sí, Vicki, la culpa es tuya. Tú firmaste un contrato
y es tu obligación traer al mundo a ese niño sano y salvo.
Si sabías que no eras capaz de resistirte a un antojo, pues
te hubieras negado a tiempo, no después de recibir un
tremendo salario durante cinco meses…
—¡Héctor! ¡No le puedes hablar así! ¿Qué te crees?
Vicki no es una incubadora humana que alquilaste en el
mercado negro paquistaní, es mi mejor amiga y deberíamos
estar eternamente agradecidos de lo que está haciendo por
nosotros.
Silvia vuelve a agitarse. Da grandes bocanadas y tú te
preocupas. Vas rápido al cuarto a buscar su aparato para el
asma. Al regresar a la sala ves que Héctor la está abrazando.
Le entregas el inhalador y ella lo dispara dos veces
dentro de su boca.
103
—Pérdoname, Vicki —te dice Héctor—. No tenía
ningún derecho…
—No te preocupes. Entiendo que todos estemos
nerviosos. No hay nada que perdonar.
Ves que tu amiga vuelve a sonreír con gratitud y tú te
disculpas y te retiras a tu habitación a lo que sea, con tal de
no estar cerca de ellos dos. De todas maneras, dentro de
una hora tocará el próximo corte de luz. Prefieres que te
encuentre a solas, en la quietud de tu cama. Ruegas porque
esta vez Héctor haya regresado exhausto del trabajo y no
tenga las energías suficientes para mantener una erección
por esos cinco minutos que suele durar la cabalgata de
Silvia sobre su cuerpo, mientras jadea y finge que está
teniendo un orgasmo.
—Estoy muerto de cansancio. —Lo escuchas decir
desde la sala. Un bufido y los muelles del sofá crujiendo
bajo su peso. Respiras aliviada y pasas el cerrojo a la puerta
de tu habitación.
Apenas oyes el clic, que separa de manera tan frágil
tu mundo del de ellos, llega la oscuridad. El apagón se ha
adelantado varios minutos. Tanteas con tus manos torpes
sobre la mesita de noche hasta encontrar la pequeña linterna
de pilas de litio que te ha acompañado desde que los cortes
de luz se volvieron habituales, hace cinco años atrás. La
enciendes, te tranquiliza el sonido que produce el pequeño
botón cuando es pulsado por tu dedo pulgar. Siempre te
dio miedo la oscuridad. Por lo menos, en el barrio donde
viven Héctor y Silvia los cortes son más espaciados. Donde
vivías ocurrían todo el tiempo y, por supuesto, sin ningún
tipo de programación. Te acuestas de lado, con la linterna
apretada en tu puño. No tienes sueño aún. Te entretienes
espiando las sombras que proyectan los objetos del cuarto
104
sobre las paredes claras. Entonces escuchas que Silvia
comienza a jadear en la habitación contigua y vuelves a
apretar el botón de la linterna, deseando desaparecer tú
también en la espesa oscuridad.
III
105
que pasar por esto. Desde muy jovencita decidiste que
no tendrías hijos. ¿Para qué? ¿Para qué traer niños a este
mundo de mierda? ¿Para qué perpetuar tus genes miopes
y neuroastínicos? Pero Silvia no pensaba igual. Silvia se
creyó morir cuando las pruebas concluyeron que nunca
podría ser madre. Y tú harías cualquier cosa por que tu
mejor amiga fuera feliz.
Acela habla con su voz cadenciosa. Todos hacen
silencio.
—No podemos dar por nuestra la victoria. Y si
ganáramos, estaríamos tan solo al inicio del camino. Tal
y como están las cosas, convertirse en el presidente de
este país es casi una maldición. Pero estoy convencido de
que podremos sacar a flote este barco que se hunde en el
pantano de la corrupción y la desidia. ¡Por el futuro verde
y limpio que nos merecemos!
—¡Por el futuro verde y limpio que nos merecemos! —
repiten a coro.
Todos vuelven a aplaudir y Acela se dirige a la puerta
de salida. Camina en tu dirección. Cuando pasa por tu
lado te sonríe displicente. No debe conocer siquiera tu
nombre. Eres una voluntaria más. Ni te interesaba la
política antes que Silvia comenzara a trabajar en el partido
y te comentara que necesitaban toda la ayuda posible. Tú le
devuelves la sonrisa al que muy probablemente sea, dentro
de pocos meses, el presidente de la nación.
Una vez que sale el jefe de la oficina todo retorna a la
normalidad. Los ruidos habituales comienzan a inundar
el espacio. Sillas que son arrastradas, fotocopiadoras e
impresoras que chirrían, teléfonos de molestos timbres.
Intentas incorporarte y volver a tu escritorio. Una colega
se acerca a ayudarte.
106
—¡Uf, cómo estás, Victoria! ¿Tienes ya fecha? —Te
toma de la mano.
—Para abril. Finales, lo más probable.
—Vaya, un tauro. Si sale testarudo como la madre va a
hacer cosas grandes e importantes en la vida.
—Ya lo creo —respondes y no puedes evitar mirar
a Silvia con orgullo. Tu amiga continúa recibiendo
felicitaciones y palmadas en las espaldas.
—Es muy bonito esto que estás haciendo, Victoria. No
todo el mundo tiene un corazón tan bueno.
—No es ningún problema para mí.
—Ah, eres un ángel. Pero ahora tienes que cuidarte
mucho…
—Sí, lo sé. Llevo un régimen muy estricto y…
—No estaba hablando de eso. Ya sabes… Ahora que es
evidente tu embarazo, no te conviene andar sola. Cada día
se ponen más temerarios los abortistas maniáticos estos.
A la prima segunda de una amiga se la llevaron el mes
pasado. Estaba en su sexto mes. Y se lo hicieron abortar a
la pobrecita.
—Perdón, pero yo no me creo…
—Ya, también piensas que es propaganda político-
religiosa. Yo también lo creía al principio. Los medios
no han querido que se sepa. Pero es la pura verdad. Esos
progresistas aborteros están secuestrando mujeres y
matando a sus bebés para sabotear al Estado. La prima
segunda de mi amiga apareció tirada en la última periferia
luego de una semana desaparecida. Viva, pero loca. ¡Le
abortaron a su bebé esos demonios! Debes tener mucho
cuidado.
—Muy bien. Lo tendré —respondes para quitártela de
encima. Pero ni siquiera logras deshacerte de su mano que
107
aún aprieta la tuya. La espalda te vuelve a doler. Quieres
largarte de la oficina. Recostarte un rato.
—Sé que no me crees —insiste tu compañera—. Pero
esta información la conocen los candidatos. Acela maneja
perfectamente las estadísticas de los secuestros y los abortos
obligatorios. Pregúntale a tu amiga. Ella debe saber.
En ese momento la oficina queda a oscuras. Las aspas
de los ventiladores de techo ralentizan su movimiento
hasta quedarse quietas. Tu compañera de trabajo te suelta
al fin la mano.
Tú le sonríes y te alejas. Sobre tu escritorio hay un bulto
de papeles del que te debes encargar.
IV
108
—¿Es cierto que Acela maneja estadísticas de los
abortos esos?
Silvia sopla el arroz con sus labios de niña pequeña.
—Todos los políticos manejan esas estadísticas. Es
un tema urgente que está en cada una de las agendas
de los candidatos. —Te mira con mala cara—. Sabes
perfectamente lo que piensa Acela del tema: educación
para sensibilizar a la gente y hacerla entender que están
acabando con una vida. ¿No sé a qué viene eso ahora? —
Silvia parece estar a la defensiva. Conoce perfectamente
que no coincides con ella.
—No, Silvia. Los abortos que hacen los de la secta esa.
¿Son verdad? ¿No es un cuento de los de la Iglesia para
difamar a los progresistas?
Lamentas no haber sido más clara. No soportas cuando
Silvia se pone a hablar de esa manera. Repitiendo el guión.
Tú siempre estuviste de acuerdo con aprobar una ley de
aborto y es lo que más le reprochas a Acela y su supuesto
progresismo. Pero no tienes ganas de discutir ahora.
—¿Por qué quieres hablar de eso, Vicky? ¿Acaso te gusta
ponerme nerviosa? No quiero pensar en esas aberraciones.
—¿Aberraciones? ¡Entonces es verdad! Es cierto que
hay gente por ahí secuestrando mujeres embarazadas y…
—¡Basta, Vicky! —Silvia da un golpe en la mesa y se
levanta súbitamente de su silla. Te pega un buen susto.
Se dirige al baño y se encierra allí. El eco del portazo se
prolonga en tus oídos por demasiado tiempo.
Te asustas. Pocas veces has visto a Silvia tan furiosa.
Dudas sobre qué será lo mejor para hacer en esa situación.
El risotto se ha enfriado lo suficiente para dejarse comer,
pero ya no tienes hambre. Recoges los platos y almacenas
el arroz en unos botes plásticos que guardas en la nevera.
109
Demoras unos minutos, pues ahora te mueves con la
lentitud de quien camina bajo el agua. En ese tiempo no
oyes un solo sonido salir del baño.
Mientras friegas los platos, poco a poco, una rabia te
va carcomiendo. Sube del estómago calentando todo a su
paso, hasta llegar al pecho e instalarse allí. Estás cansada
de ser la que cede siempre. Te secas las manos con el paño
de cocina, dejas los platos a medio fregar y te diriges a tu
cuarto. También das un portazo. Silvia tiene que saber
que tú, igual que ella, sabes dar portazos y hacer salidas
dramáticas.
Te recuestas en tu pequeña cama. Justo en ese
momento caes en la cuenta de cuán cansada estás. Las
piernas hinchadas, las sienes latiéndote. Cierras los ojos y
te concentras en tu respiración; en notar cómo tu hinchada
barriga sube y baja con ella. La rabia va pasando. Piensas
en Silvia otra vez, pero no en la Silvia que ha formado el
show y se ha encerrado en el baño. Recuerdas la Silvia de
otro tiempo, la que se desnudó ante ti la noche aquella en
que realizaron el ritual de fertilización.
Tu amiga, siempre tan New Age, había querido
sellar su acuerdo de aquella manera. Héctor entregaría
su esperma para que fecundara un óvulo anónimo y la
simiente germinara en ti. Pero eso dejaba a Silvia fuera
de la ecuación. Ella necesitaba formar parte, fusionarse
contigo; así te lo explicó. Y la mejor manera de llevar a
cabo esa fusión sería haciendo el amor aquella noche… a
escondidas de Héctor —claro—, quien no comprendería
ni aprobaría ese comportamiento entre dos mujeres. Tú
sospechas que esa fue la mejor manera que encontró ella
para pagarte por lo que te comprometiste a hacer. Silvia
siempre lo ha sabido todo. Y en su desmesurada bondad
110
y complacencia determinó abrir sus piernas para que tú
le lamieras el clítoris una y otra y otra vez hasta que ella
alcanzara el orgasmo; para que tú metieras tus dedos
dentro, con desespero, como si intentaras hurgar en sus
entrañas hasta hallar esa parte averiada de su ser que no le
permitía amarte, cuando ella era todo lo que tú querías y
deseabas en el vida.
Tirada en la cama piensas en Silvia desnuda, con las
piernas abiertas, poniendo a tu disposición su vulva
rosada y nítida. Piensas en el sabor que tenía su sexo, en
la humedad que chorreó por tu barbilla y que mojó las
sábanas. Ahora vuelves a estar tan excitada como aquella
noche y te tocas. Tocas tu propio clítoris; el que ella se
rehusó a lamer, alegando asco. Te masturbas con alevosía,
casi dolorosamente; y el orgasmo llega acompañado de
temblores, pero también de un llanto amargo que ahogas
contra tu antebrazo.
Te quedas quieta. No puedes calcular por cuánto
tiempo. Un sueño pesado comienza a asediarte cuando
escuchas la puerta del baño abrirse con un chirrido. Los
pasos leves de Silvia se dirigen a tu puerta y esperan allí
un momento demasiado largo. Luego, tu amiga toca. La
manera dubitativa en que lo hace te parece el prólogo de
una disculpa.
Demoras un poco en reaccionar e incorporarte del
colchón. Ella insiste con sus nudillos. Ahora susurra
tu nombre. Abres la puerta con malhumor y te quedas
mirándola en silencio.
Ella se acerca con lentitud a ti. Duda, pero termina por
abrazarte. Su abrazo es un gesto vacío, como el abrazo que
da un adulto al oso de peluche que lo acompañó durante la
infancia y al que ya no quieres igual.
111
—No sabes la de cosas horribles que he tenido que ver
en Internet —dice tu amiga con voz queda y tú la miras
con extrañeza—. Sí. Internet no es lo que conoces. Las
redes sociales, la noticias, los sitios de citas… Lo que nos
dejan ver; la Red Nacional. Esa es la punta del iceberg.
—Ya sé, Silvia, pero qué tiene que ver eso con lo que te
pregunté.
—Vivimos aquí, en nuestro paísito de mierda —
Silvia habla mirando al vacío, como si tú no existieras—,
en nuestro estado de sitio permanente y ni siquiera
sospechamos cuáles son los caminos por los que la ciencia
ha seguido avanzando en los países verdaderamente
desarrollados. Nosotros vivimos en un simulacro de «vías
de desarrollo» y nos autoengañamos pensando lo contrario.
Esto está a punto de estallar y los que más van a perder van
a hacer cualquier cosa por evitar que eso suceda. Siempre
lo hemos sido y continuamos siendo las tierras de pastoreo
para los poderosos. Somos reses para ellos. Y de las reses
se aprovecha todo, Vicky. La carne, la sangre, la piel, las
vísceras…
—Silvia, me estás asustando…
Tu amiga pestañea como saliendo de un transe y sonríe
absurdamente. Es más una mueca que una sonrisa.
—No me hagas caso. Estoy agotada. Es eso simplemente.
Y que no quiero que te pase nada. Me angustio mucho de
pensar que algo malo te pudiera suceder. A ti, Vicky. —Y te
mira a los ojos de una manera ignota y penetrante.
Y tú te envalentonas. Te alejas un par de centímetros
y te acercas nuevamente para besarla en la boca. Silvia no
se deja, se separa de ti con un empujón y te pregunta si te
volviste loca. Le dices que no, le gritas que la quieres y la
miras desafiante.
112
—Sí. Estás loca… —masculla y se va de la habitación
con una expresión de incredulidad.
113
haces tú, a unos treinta metro tras de ti. Maldices tu miopía.
La vigilas. Te duele el cuello de mantenerlo así doblado y
caminar a esa velocidad. Estás temblando y tropiezas. No
trastabillas o resbalas, chocas contra algo contundente. El
cuerpo de una persona que no entiendes cómo llegó ante
ti sin que lo notaras. Es un hombre muy alto y corpulento.
Nunca habías estado frente a alguien de tales proporciones.
Viste totalmente de negro y poco más alcanzas a ver antes
de que ponga una funda en tu cabeza y te levante en peso.
Gritas, el hombre te deja caer y entonces recibes un
golpe. En el estómago. Te hace doblarte del dolor.
—¡Qué haces, animal! A ver si vas a dañar el feto… —La
voz te llega de atrás. Debe ser de la persona que caminaba
hacia ti. Oyes el taconeo de sus zapatos acercarse en una
leve carrera. Tú estás en el suelo hecha un ovillo, aún con
la funda en la cabeza. Te frustra saberte tan cerca de la
entrada al edificio de Silvia. El dolor no te deja ni pedir
ayuda. A través de la gruesa fibra solo percibes sombras
en movimiento. Te sientes desfallecer—. Trae, que la voy
a dormir.
El hombre corpulento te sujeta con fuerzas los brazos.
Sientes la punzada de una inyección en el cuello y pierdes
totalmente el sentido.
VI
114
una sensación de vértigo. Entonces lo percibes, un dolor
agudo te muerde las entrañas. Logras mover los brazos y
llevártelos al abdomen. Una fracción de segundo antes de
que tus manos entren en contacto con el bulto en tu barriga
presientes que este ya no estará en su lugar. Cuando tus
dedos tocan el abdomen, acrecienta el dolor. Gimes y de
una vez corroboras que tu embarazo ha desaparecido.
Tratas de incorporarte y sientes que tu cuerpo se
rasga en muchos pedazos. Apartas la tela desgastada de
la bata y ves la cicatriz. Una línea enrojecida que recorre
tu barriga todavía hinchada, pero definitivamente vacía.
Lo pedazos de tu carne que fueron abiertos para robar tu
feto han sido pegados de vuelta. Usaron alguna clase de
biopegamento de alta tecnología, en lugar de suturarlos.
Palpas cuidadosamente con tu dedo la cicatriz dura. Piensas
que la marca que dejará será prácticamente imperceptible;
como si nunca hubieras alumbrado, como si ese episodio
en tu vida pudiera borrarse para siempre.
La cabeza se te ha ido aclarando desde que volviste en
ti. Ahora te das cuenta de que lo primordial es escapar,
como sea, de ese lugar. Intentas ponerte de pie y tus piernas
flaquean. Te agarras de la camilla hasta que te logras
estabilizar. Das pasos tambaleantes hasta la puerta. La abres
apenas y espías por la rendija. Del otro lado hay un pasillo
desolado y oscuro, pero al final, se percibe lo que parece
ser la luz de la luna. Te decides. Caminas descalza por el
suelo de granito. Tus ojos se acostumbraron a la oscuridad
y comienzas a percibir los detalles del lugar. De las paredes
del corredor cuelgan cruces de madera y cuadros enormes
con motivos religiosos. Lo que está al final, descubres, es
el umbral que da acceso a una extraña capilla al aire libre,
ubicada al centro de un patio interior.
115
Pareces encontrarte en alguna clase de monasterio. Te
preguntas si estará abandonado y ya has dado unos pasos
en pos de los banquillos de madera de la capilla, cuando
sientes un estruendo y el sonido de muchos pasos que
caminan unánimemente, como si se tratara de una marcha
militar. Se te acelera el corazón. Te pegas a una columna
para evitar que te descubran y los ves pasar por el piso
superior. Un grupo de, al menos, veinte monjes, con sus
hábitos oscuros, caminan de dos en dos, con la cabeza
gacha. Tienes que desaparecer de allí. Te mueves lo más
sigilosamente que puedes e ingresas en una habitación que
te conduce a otra y luego a un pasillo oscuro. Finalmente
llegas a una estancia mucho más amplia que las anteriores
y sin ningún tipo de muebles, excepto por unos armatostes
ubicados al final, a los que te acercas por inercia, luego de
cerrar la inmensa puerta de madera con suavidad.
Todo el cuerpo te tiembla y el abdomen te da unos
retortijones que arrancan lamentos que te esfuerzas por
suprimir. Te sientas en el suelo, pegada a la pared entre
dos de los armatostes, que ahora te parecen tanques para
almacenar agua potable. Quisieras echarte a dormir allí
mismo; pero apenas puedes relajarte, pues escuchas el ruido
del picaporte de la puerta de la habitación siendo abierto.
Gateas hasta colocarte detrás de uno de los tanques. Es un
espacio estrecho e incómodo. Para tu suerte la habitación
está demasiado oscura.
Han entrado dos hombres. Uno de ellos grita en
susurros exasperados.
—¡Pedazo de imbécil, cómo que no sabes dónde está!
—Es la voz del que te persiguió y clavó el tranquilizante en
tu cuello.
116
—Le pido encarecidamente que modere sus palabras,
Marcelo. Usted me debe respeto. Esta es mi casa y la de
Dios…
—Basta ya, padre. Déjese de protocolos. Los negocios
son los negocios y ustedes han metido la pata hasta el
fondo. ¿Cómo van a dejar que una de las proveedoras ande
suelta por el monasterio?
—No sabemos cómo pudo ocurrir. Le administramos
las dosis correctas de tranquilizantes. Al parecer despertó
antes y no había nadie cuidándola… Era la hora de la
penitencia. Tiene que entender que si bien Dios nos
encomendó esta tarea, la llevamos a cabo con mucha
misericordia y constreñimiento, y la penitencia es
sumamente necesaria para…
—¿De qué me está hablando, padre? —El tal Marcelo
da un puñetazo contra la pared. —¡Dios no tiene nada que
ver en esto! —Ya ha dejado de susurrar; ahora simplemente
grita—-. Los magnates de ERE, esos son los verdaderos
dioses en esta historia, padre. Los que van a sacar de la
inmundicia a este país. Y ustedes solo tienen una tarea
que hacer en todo esto: velar porque las proveedoras
donen su materia prima y sacarlas de aquí ¡sin que anden
deambulando por los pasillos de la instalación! —Sus
alaridos provocan un espantoso eco que incrementa tus
temblores.
—Yo sé que tú no eres muy devoto, Marcelo, pero yo…
—El padre sigue hablándole con ecuanimidad—. Yo tuve
una revelación antes de aceptar participar de esta… de
esto. Dios se me presentó en la forma de una colonia de
hormigas y me dijo que esta era la única manera de acabar
con la depravación y la miseria de este país. Que las almas
117
de esos niños eran la ofrenda que debíamos pagar. Y hemos
de obedecer, tal como lo hizo Abraham cuando el mismo
Dios le pidió el sacrificio de su hijo…
—Padre, usted cuéntese las historias que quiera para
justificar sus actos. Pero no le voy a permitir que ponga en
riesgo mi negocio…
Se escucha un forcejeo y el ruido de lo que parecen
golpes.
—Dígale a sus hermanos que busquen a esa mujer
antes de que pase algo —ordena, otra vez en un murmullo.
El padre gime como contestación. Marcelo sale dando
un portazo. Tú afinas el oído y escuchas que el padre se ha
puesto a rezar. Estás entumecida, pero sabes que no puedes
provocar ni el mínimo ruido. Al rato sientes al padre
moverse. Abre la puerta y espera un momento. Una luz se
escurre por ella y el haz que dibuja atraviesa la habitación
e ilumina el tanque a tu lado. Tratas de encogerte lo más
que puedes. Te da miedo ser vista. Y es cuando lo notas.
Los tanques entre los que te has refugiado son de un vidrio
verdoso y traslúcido y dentro de ellos, en un líquido de
consistencia espesa, flotan cientos de fetos conectado a un
motón de cables diminutos. Te llevas las manos a la boca
para no gritar. Sientes la arqueada y el vómito subiendo
por tu garganta. La puerta de la habitación se cierra con un
leve clic y el vómito sale de tu boca como un proyectil que
te salpica las piernas.
Jadeas. Los ojos se te empañan de lágrimas. Te levantas
del suelo y te alejas del charco de vómito y de los tanques.
Ahora, incluso en la oscuridad, ya te es posible percibir los
pequeños cuerpos deformados flotando en el líquido. Te
armas de valor y te acercas al vidrio. Hay letras estampadas
en él. Una frase. Primero en árabe, luego en inglés y
118
finalmente en español: «Empresa de Remplazo Energético.
Biocombustible Embrional».
VII
119
a la esquina y perderte por un callejuela que se ramifica
en muchísimos caminitos de tierra. La luna hace mejor su
trabajo de iluminar el paisaje, a falta de la competencia de
otras fuentes de luz.
Cuando tienes que parar de correr, porque te ahogas
y porque el dolor ya regresó, ahora más intenso, miras
analíticamente a tu alrededor y confirmas tu sospecha: estás
en la última periferia. El paisaje polvoriento y descolorido
de casitas amontonadas, los basureros recién incendiados
y aún humeantes, la surreal desolación… no te permiten
tener dudas. Caminas apretándote el abdomen y te sientes
perdida y sola. Sin embargo, en algún recóndito lugar de
tu mente algo te está gritando que también —y quizás por
primera vez en tu vida— eres libre. ⍟
120
NI VIVOS
NI MUERTOS
«Ni vivos ni muertos» fue publicado por primera vez en
Aislados. Relatos en cuarentena (2020).
El aislamiento me ha tallado a su
imagen y semejanza.
Fernando Pessoa
Día 1
Llevas años acostumbrada a sentirte el cuerpo. Es una
mierda ser consciente, casi todo el tiempo, de los latidos de
tu corazón, del aire entrando y saliendo de tus pulmones,
del recorrido de los alimentos por tus intestinos, de la
sangre… a veces crees que también puedes oírte la sangre
en su fluir espeso por tus venas y arterias. Cada mañana
cuando abres los ojos te quedas quieta, prestando atención
a cómo suena tu organismo entero, como una gigante
orquesta cuyos instrumentos, de a poco, comienzan a
desafinar.
123
Hoy despiertas y sientes por primera vez los huecos
que el virus hizo durante la noche en el tejido pulmonar.
No te cabe duda. Puedes visualizar los pólipos horadados
y rosáseos en medio de la lucha de tus pulmones por
continuar llevando oxígeno al resto de partes de tu cuerpo.
Y sabes que, más tarde o más temprano, perderán esa
batalla. Pero no estás sorprendida, lo estabas esperando
y aceptas tu destino con resignación. Has acaparado lo
necesario para morir en paz; sola, como lo has estado toda
tu vida.
Afuera la ciudad da los últimos coletazos antes de
la anarquía. Mejor morir por el virus que violada y
descuartizada por los punks que, de seguro, saquearán
tu casa cuando el gobierno ya no sea capaz de controlar
la debacle. Por ahora solo los hospitales han colapsado.
Imaginas que los supermercados dejaron de ser abastecidos
hace unas semanas; pero a ti te da igual pues te avituallaste
en cuanto los primeros síntomas de la crisis se hicieron
visibles. Era como si toda tu vida te hubieras preparado
para el apocalipsis. Claro, tú siempre imaginaste que el
apocalipsis tendría otros signos: los del totalitarismo y las
matanzas colectivas y arbitrarias; los de la depravación y la
permisibilidad de los que dirigían tu parodia de país.
La luz del baño se fundió casi al inicio de la cuarentena.
Te alumbras con velas aromáticas y el baño es una arqueada
de sándalo y vainilla en la que procuras permanecer el
tiempo indispensable para llevar a cabo un rápido aseo y
tus necesidades fisiológicas. Te miras en el espejo iluminada
por la luz que se escurre por la claraboya. Aunque las velas
estén apagadas el perfume persiste y te revuelve el estómago.
Observas tu cara, la piel oscura bajo tus ojos. Crees ver en
la singular apertura de tus poros las señales inequívocas
124
de tu putrefacción interna… y casi sonríes. Tomas una
bocanada de aire denso por la boca y sobreviene la tos:
seca, augural, pestilente. Cuando paras de toser tomas el
cepillo de dientes y lavas tu lengua con frenesí, hasta que
duele; hasta que introduces demasiado atrás el cepillo y
vomitas en el lavamanos un agua amarillenta con sabor a
kefir y nicotina.
Vuelves a contemplar tu reflejo, ahora con un gesto de
dureza. Catorce días hasta que se manifiesten los primeros
síntomas. Hace quince que saliste por última vez a la
calle. ¿Quién es la loca ahora? ¿Quién podrá negarte esta
vez la certeza de tu enfermedad y tu inevitable muerte?
Sin embargo, en esta ocasión no habrá batas blancas ni
enfermeros de ojos incrédulos y acusadores. Esta vez
estás por tu cuenta. Y casi que lo prefieres. Será porque
algo tiene de reconfortante saber que tu muerte individual
e intrascendente se sintoniza con la muerte de tu especie
entera, con la destrucción de tu hábitat y tu civilización.
Vuelves a sonreír.
Día 4
La fiebre no aminora y estás demasiado débil para darte
un baño y hacer que baje con el agua fresca. Continúas
tragando analgésicos cada seis horas. Tienes muchas cajas
almacenas en las gavetas de la mesita de noche. Codeína,
Paracetamol… Nada de Ibuprofeno, pues leíste que eso
empeoraba la enfermedad. Lo leíste cuando aún no habías
desconectado Internet, cuando no habías pegado con
un martillo hasta descuartizar tu celular y tu laptop. Ya
sabías todo lo que debías saber acerca del virus; continuar
leyendo estudios y noticias falsas solo servía para aumentar
125
tu estupor y tu paranoia. Tuviste un rapto de locura y
lo destruiste todo. Luego lo empaquetaste en bolsas y lo
metiste en el cuarto con los implementos de limpieza,
que en realidad ahora te sirve para almacenar la basura
que se descompone lentamente y esparce sus moléculas
hediondas por todo tu apartamento.
Pero preocuparte por los malos olores te parece
improductivo y superfluo, así que ni te lo planteas. Si ni
siquiera te importan ya los sabores de las cosas de las que
te alimentas. Comes lo primero que atinan a agarrar tus
manos del laterío de la despensa. Te vales de un mismo
tenedor pringoso que tienes al costado de tu cama, sobre
la mesita. No puedes ni calcular cuántos kilos has perdido.
Todo se te va en las inmensas sudoraciones que empapan
las sábanas y te hacen temblar durante las noches insomnes
que llevas desde que descubriste que estás muriendo.
Hoy, sin embargo, ha entrado un rayo de sol por la
ventana y da directo sobre la almohada, te abrasa la mejilla
izquierda. Afuera, la primavera debió haber llegado,
inexorable. Recuerdas las imágenes que viste de las grandes
urbes despobladas siendo invadidas por la naturaleza
autóctona y te preguntas qué clase de fauna salvaje debió
haber recuperado su lugar en la tuya. Haces un acopio de
fuerzas y te incorporas. Tu apartamento no tiene vistas a
la avenida. La única ventana que posee, exceptuando la
diminuta claraboya del baño, da a un patio interior que
debió ser un jardín, pero que los dueños del complejo
terminaron por cubrir de cemento. Nada de naturaleza
salvaje… solo unos gorriones aburridos que picotean
las junturas de los adoquines. Aún así, permaneces unos
momentos de pie junto a la ventana dejando que el rayo
de sol te pegue directamente en la cabeza. Pasado unos
126
minutos bajas las persianas y vas a la cocina por una lata
de judías, que será tu plato fuerte de la jornada.
Día 10
El ruido que haces al tomar, dificultosamente, cada
bocanada de aire te espanta. Sabes que te queda poco,
que tus pulmones están destruidos y que en cualquier
momento te fallarán. Deseas que llegue ese momento
porque significará también el cese del dolor y has querido
que tu dolor pare desde hace demasiado tiempo; antes de
la pandemia y el aislamiento, antes del colapso global y los
suicidios masivos. Porque han debido de haber suicidios
masivos. Recuerdas ese mensaje que te llegó al celular justo
antes de que el primer martillazo destrozara su pantalla. Era
un número desconocido; más bien, uno de esos números
que mandaban propaganda o intentos de reclutamientos
para ONGs. Pero esta vez el mensaje era confuso, ridículo:
un llamamiento a quitarse la vida por el bien de otras más
importantes.
Desde muy temprano aprendiste que tu especie era
la verdadera plaga. Pero has tenido el suficiente egoísmo
o te ha faltado el suficiente coraje para quitarte la vida.
Has debido esperar por los microorganismos ni-vivos-ni-
muertos del último virus de estación —si es que realmente
se trata de un catarro estacionario fortalecido por selección
natural y no de uno diseñado malthusianamente en nombre
de la economía y la demografía— para dejarte morir. Pero
como sea, el momento ha llegado.
Tienes la boca seca, pastosa. Más que nunca te sientes
el cuerpo. Cruje como una rama seca. Se estremece con
cada inhalación de oxígeno, como si el propio oxígeno se
127
hubiera vuelto tóxico para tus pulmones. Toses una última
vez. La habitación comienza a dar vueltas y se te tupen
los oídos, te sientes ir… con delicadeza. Nadie te dijo que
morir sería tan suave.
128
atrás. Ha dejado en tus manos el paquete y te desea buen
día. Tú cierras la puerta y te quedas clavada en el suelo,
mirando el paquete en tus manos; son las cortinas que
pediste hace mes y medio. ¿Esto es real?
Esto es real. No estás muerta. Nunca estuviste enferma,
por lo visto. Sin embargo, de las palmas de tus manos, que
tocan desprotegidas la superficie del cartón del paquete,
te suben por los brazos hasta alojarse en tu pecho unas
cosquillas que anticipan la desgracia. Sueltas el paquete
que cae al suelo con un golpe seco y vas directo al baño en
penumbras a lavarte con fruición. Cuando la espuma de la
jabonadura ha desaparecido por el tragante, subes la vista
y te topas con tu reflejo en el espejo del botiquín. Es como
si miraras a una desconocida. La cara cadavérica y pálida
al otro lado del espejo te devuelve una sonrisa macabra. Y
piensas: «tal vez ahora sí», antes de regresar a la cama. ⍟
129
PONZOÑAS
«Ponzoñas» fue publicado por primera vez en Mundos sutiles.
Antología de realismo mágico (Cerbero, España, 2020).
Cuando me dijo eso lo miré a los
ojos. Antes solo me atrevía a mirárselos
cuando me tomaba, pero ahora, como
ya te dije, he aprendido a no respetar
los ojos del hombre.
Elena Garro
133
El forastero ya se disponía a seguir su viaje cuando
el anciano habló nuevamente. En esta ocasión su voz
parecía distinta, más cavernosa, como si emergiera de una
garganta que no era la suya:
—A mí no me gustaría saberlo, la verdad. Digo, en el
caso de que tuviera yo la juventud y la… usted sabe… En
el caso de que yo todavía pudiera estar con una mujer, no
lo haría. No me acostaría con ella. Se lo juro por lo más
grande. ¿Para qué iba a querer yo saberlo? No los entiendo,
no entiendo a toda esa gente que viene solamente para eso.
El forastero, contrariado, observó al viejo un momento
más. No entendía de qué hablaba y tampoco le pareció
provechoso indagar. Pero ahora temía que las indicaciones
de cómo llegar a la Casa de las Putas también fueran un
desvarío suyo y que en el guayabal se pudiera encontrar
con cualquier atolladero; algún ladrón que lo estuviera
esperando para robarle, por ejemplo. Se palpó el machete
al costado del cinto y se despidió formalmente, con un
gesto de la mano en el desaliñado sombrero, antes de
encaminarse al trillo con una leve sensación de ridículo
pesando sobre sus hombros. Sin embargo, ya la gente del
pueblo estaba recogida, cada uno en su casa, y no tenía
otro a quien preguntarle. Antes de adentrarse entre los
matorrales, miró una vez más a sus espaldas para vigilar
qué hacía el viejo y lo vio, tal y como lo había encontrado
hacía unos minutos, oteando el cielo estrellado, como si no
hubiera en el mundo algo mejor que hacer.
—Hoy tampoco nos va a lloviznar —creyó escuchar
que decía. Pero ya no se volteó a mirarlo de nuevo.
Caminó entre los hierbajos. Sus pisadas hacían
demasiado ruido al aplastar las hojas y los tallos resecos del
suelo. Los gajos arañaban la tela almidonada de su guayabera
134
y provocaban en su roce un sonido afilado y molesto que
le erizaba los pelos de la nuca. Cuando ya empezaba a
preguntarse por el final de aquel sendero, se encontró de
lleno frente al guayabal. La palabra «guayabal» le pareció
una exageración para lo que aquello era: la reunión de unos
pocos guayabos marchitos con sus troncos descascarados.
Tenían tan pocas hojas en sus ramas aquellos arbustos que
pudo, con facilidad, ver del otro lado las luces de la Casa de
las Putas brillar temblorosas, como una invitación.
Respiró aliviado. Alzó la mano para agarrar una
guayaba verde que pendía sobre su cabeza. Avanzó con
paso decidido mientras daba una mordida a la fruta. Pero,
acto seguido, tuvo que escupir lo que mordiera. Más que
ácida, la guayaba sabía a azufre, como si aquella tierra
se hallara justo sobre el Infierno y, por ende, cualquier
cosecha que allí se diera terminaba malograda, ponzoñosa.
El forastero alcanzó con rapidez la puerta de entrada al
prostíbulo. Estaba cerrada. Tuvo que tocar; tres golpes secos
sobre la madera. Posiblemente se tratara de una de las casas
más grandes del pueblo y una de las pocas que no estaba
hecha de tablas y planchas de zinc, sino de mampostería.
Demoraron un poco en contestar. Al rato, abrió una mujer
de unos cuarenta años, con mucho maquillaje en los ojos
y una especie de albornoz de gamuza y lentejuelas, que lo
miro de arriba a abajo antes de preguntarle qué quería,
como si aquella pregunta fuera necesaria. El hombre iba
a balbucear una contestación, pero la prostituta no lo dejó
siquiera empezar.
—Ya sé qué buscas. Todos vienen a lo mismo
últimamente. A verla a ella. Pasa. Voy a averiguar si está
libre.
135
El hombre prefirió callarse y pasar, no fuera que de
otra manera no se lo permitieran. Adentro, se acomodó
frente a una barra roñosa donde un camarero le sirvió
un vaso con ron que él nunca pidió. El forastero hizo un
gesto con la cabeza, tomó el vaso y olisqueó con disimulo
el líquido amarillento. El camarero, un hombre negro de
arrugas profundas en el rostro severo, miró su gesto con
desaprobación. El forastero, ante su imprudencia, tragó
todo el líquido de un solo golpe. Le quemó la garganta
y tuvo que contener una tos traidora que ya le venía a la
boca. En ese momento, la prostituta que lo había dejado
pasar le habló desde la retaguardia.
—Te va a atender ahora. Camina por ese pasillo. Es la
puerta del fondo. Pero antes me tienes que pagar…
Al darse la vuelta, el hombre vio cómo los escasos
clientes que estaban en la sala, que se abría semioscura
frente a la barra, cada uno manoseando a su prostituta de
turno, lo miraron con la respiración contenida.
—Mire, doña —habló él al fin—, yo en verdad vine aquí
buscando a una vejiga. La habrán traído hará dos meses. Se
llama Eduviges y es…
—Te dije que por el pasillo, la puerta del fondo. Pero
que primero tienes que pagar.
—Pero… Doña, ¿usted habla de Eduviges? Es a ella a
quien quiero ver.
—No sea porfiado, hombre. —La matrona pareció
relajarse al fin y le ofreció al forastero una sonrisa
maliciosa—. Aquí nadie la llama por su nombre. Todos le
dicen la Niña. Pero claro que yo sé que le pusieron Eduviges
y que así le decían hasta que su tío me la vendió. Cómo no
voy a saberlo todo de quien me da más beneficios. Van a
ser cincuenta pesos. Y me los tienes que pagar ahora.
136
El hombre quedó suspendido un momento entre el
gesto de insistir y el de buscar el dinero en su bota izquierda.
El camarero había dejado su sitio detrás de la barra y
ahora aguardaba a sus espaldas. A pesar de lo avejentado
que le había parecido cuando llegó, visto más de cerca, al
camarero se le notaban los recios músculos, forjados por
una vida de trabajo duro, bajo la camisa blanca. El resto de
clientes continuaba prestando atención a la escena, como
si esperaran también una orden para intervenir. Así que
el forastero decidió que lo mejor sería seguir la corriente.
Buscó en su bota, en el liguero de las medias gastadas y
sacó cinco billeticos manchados de tierra colorada, con los
que pagó a la mujer. Luego caminó despacio por el pasillo
y empujó la puerta sin antes avisar.
La puerta chirrió. El forastero la cerró con delicadeza
tras entrar y por un momento pensó haberse quedado
ciego. Tal era la oscuridad que había en la habitación. Sus
ojos se fueron acostumbrando a la penumbra. Envuelto en
sombras se adivinaba un bulto en una esquina de la cama
camera, único mueble de la habitación. Las sienes le latían
dolorosamente.
—¿Eduviges? —preguntó en un susurro. La voz le salió
temblorosa.
No recibió respuesta. Sin embargo, el bulto se movió.
Caminó en su dirección hasta detenerse justo en el
punto donde el único as de luz, proveniente de la luna
llena, entraba por la ventana trazando una línea delgada.
El hombre no pudo contener el sollozo. Ante sí tenía a
la única mujer que alguna vez había amado. Parecía un
espectro. La última vez que la había visto era una niña de
quince años, ahora parecía que las décadas habían caído
sobre su piel y hecho surcos debajo de sus ojos. Pero lo más
137
desconcertante era la mirada vacía y el gesto de indiferencia
con que lo enfrentaba.
—Eduviges. Soy yo, Luis —alcanzó a decir antes de
acercarse y abrazarla. Los tules de su bata de dormir le
acariciaron los brazos, pero ella no se movió. —Vine a
sacarte de aquí. Lo maté. Maté a Lautaro. —La sacudió por
los hombros—. Cogí todo el dinero. Me lo debía. Nos lo
debía. Y vine a buscarte. Con él pienso comprar un fusil e
irme para la Sierra con los alzados. Tú vas a venir conmigo,
Eduviges. Yo te voy a hacer olvidar todo lo que has tenido
que sufrir este tiempo.
El hombre se separó del cuerpo de la jovencita y la miró
a la cara. Eduviges no reaccionó. Ni siquiera le sostuvo
la mirada. Estaba ida, como el viejo loco aquel, mirando
hacia el vacío.
—¿No me vas a decir nada? Entiendo que… —Pero
su frase fue interrumpida por un gesto raudo de la Niña
que desató el frente de su bata y la dejó caer al suelo. Su
cuerpo desnudo centelló unos segundos y entonces sí que
lo miró a los ojos. Luis interpretó aquello como un acto de
aceptación de sus planes; una invitación a un reencuentro
que iba a ser más dulce de lo que él había imaginado tantas
veces en la vigilia, cuando planeaba cómo asesinar a su
propio padre.
Así que la besó con frenesí. Pasó la lengua por su
cuello, mordisqueó sus pequeñas orejas, apretó sus tetas
diminutas y metió, sin más preámbulo, sus dedos entre
los apretados y ásperos pliegues de su vulva. Con un suave
empujón la hizo caer sobre la cama, se quitó los pantalones
con premura y colocó el machete enfundado en el suelo
sucio. La penetró con alevosía, con la misma violencia con
que su brazo manejaba certeramente el machete durante
138
la zafra. El ritmo era idéntico: chaz, chaz, chaz… una
cadencia aprendida de memoria por su cuerpo y repetida
incluso cuando no fue caña lo que su machete cortó en
trozos irregulares, sino el cuerpo de Lautaro.
Sintió que pronto acabaría. Aquello llegaba demasiado
pronto, pero llevaba deseando el cuerpo de su prima por
demasiado tiempo. Había soñado muchísimo con ese
momento desde que vivían en el batey y a su prima le
fueron despuntando aquellas teticas redondas. Fue en esa
época que Lautaro le prohibió a Eduviges volver a jugar
a los yaquis, sentada, como solía hacerlo, con las piernas
abiertas en el patio de tierra apisonada; porque los hombres
la empezaban a ver con otros ojos, le decía el tío, y ella era ya
una mujercita y tenía que cuidarse de no ir provocando. Y
Luis se había sentido mal por saberse uno de esos hombres
de los que hablaba el tío. Sin embargo, él era diferente. Él
quería a Eduviges de verdad. Quería casarse, hacerla su
mujer; no perjudicarla y olvidarse de ella. Por eso, cuando
Lautaro se la llevó y regresó con el dinero suficiente para
pagar sus deudas con los usureros y quedarse con otro
poco, lo odió con odio de muerte y desde aquel instante
comenzó a planear cómo matarlo. Pero ahora nada
separaba su cuerpo del de Eduviges. Quería quedarse para
siempre allí, dentro de ella. Sin embargo, la eyaculación lo
sacudió, feroz, antes de lo previsto. Un estremecimiento le
caminó de los testículos hasta las entrañas… y entonces lo
vio.
Fue como si dejara por un momento su cuerpo y mirara
una espectáculo extraño desde arriba. ¿Qué era aquello
que transcurría bajo su ojos? Los últimos estertores de un
anciano en una habitación blanca. Un anciano en el que
creyó reconocer rasgos familiares. Se parecía a su padre.
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Pronto entendió que el anciano era él mismo. De repente,
ya no fue más un observador, sino que sus ojos miraron las
paredes blancas desde los empañados ojos del moribundo.
Un dolor le oprimió el pecho; un dolor del que sabía, no se
iba a recuperar. Aquello era la muerte viniendo a buscarlo.
Aquello era el final.
El sonido de una campanilla tintineando lo hizo
regresar. El dolor agudo se fue diluyendo y Luis volvió a
percibir el oscuro cuartucho en que había fornicado con
su prima; ahora mucho más oscuro porque sus retinas
parecían guardar el recuerdo de la habitación luminosa.
Se encontraba de rodillas sobre la cama. Del miembro
flácido se escurrían unas gotas pegajosas. Eduviges había
desaparecido tras una cortina y se escuchaban ruidos
metálicos seguidos por un sonido de agua que caía sobre
un cuerpo. Luis estaba asustado. No entendía muy bien
qué había sido aquella visión, pero le provocaba algo muy
parecido al terror que sintió mientras el brazo que sostenía
su machete continuaba arremetiendo, sin que él pudiera
hacer nada para detenerlo, sobre el cadáver de su padre.
—¡Eduviges, escúchame bien! —habló con firmeza. —
Al alba te voy a estar esperando en el guayabal. Busca la
forma de encontrarte conmigo allí. Esta pesadilla ya se va
a acabar…
Pero antes de que pudiera agregar cualquier otra cosa,
alguien comenzó a tocar la puerta del cuarto con vigor.
—¡Eh, ya tiene que salir! Salga ahora mismo o entro yo
a sacarlo.
Luis se sobresaltó y respondió titubeante que
enseguida, que se estaba vistiendo. Repitió en un susurro
las instrucciones a su prima. Y salió mientras se abotonaba
el pantalón y colocaba el machete en su lugar.
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Del otro lado lo esperaba el camarero. En la mano
agarraba con fuerzas una tabla con las puntas de unos
cuantos clavos oxidados sobresaliendo en un extremo y en
sus ojos centellaba la furia. Luis mostró sus manos abiertas,
se escurrió por el espacio que quedaba entre el camarero y
la pared del pasillo y caminó hacia el salón. Detrás de la
barra estaba ahora la matrona.
—Por favor, sírvame otro trago —pidió esta vez.
La mujer obedeció en silencio. Sin embargo, su mirada
estaba hablando a los gritos. Esperó a que Luis pegara el
segundo sorbo para preguntar:
—¿Y entonces? ¿Lo viste?
Luis puso cara de confusión.
—¿Viste cómo va a ser tu muerte? —Los ojos de la
mujer brillaron con un fulgor morboso—. No me vayas a
decir que no pasó nada y que esto es una estafa, que aquí
todos lo han visto e, incluso, lo han comprobado…
—¿Comprobado? —Luis no daba crédito.
—Como lo oyes. Genaro, que fue uno de los primeros
clientes en acostarse con la Niña y tener la visión, dice que
se vio a sí mismo arrastrado por la corriente del río, que
sintió cómo no podía respirar por el agua en sus pulmones.
Y quién te dice a ti que en la última crecida, Genero se nos
ahogó. Así mismo. Trató de rescatar un becerrito que se lo
llevaba la corriente y se fue con becerro y todo. La historia
de Genaro empezó a pasar de boca en boca y ahora los
clientes no paran de llegar. Creen que conociendo cómo
será su muerte podrán hacer algo por evitarla. Pero yo
no guindaría mi corazón en eso. Lo que está escrito, está
escrito.
Luis se terminó su trago y pidió otro, que se empinó en
el acto.
141
—Así que, bueno, ¿me vas a decir lo que viste o no?
—Me muero de viejo —contestó tajante y se levantó del
taburete. Colocó su sombrero sobre la desaliñada cabeza y
caminó hacia la salida—. Buenas noches —dijo, antes de
atravesar la puerta y perderse en la oscuridad.
142
Esta vez Luis hizo un gesto para que no le pusieran
ningún trago. Estaba desesperado por ver a Eduviges.
—Primero paga. Son sesenta pesos.
Luis la miró confundido.
—¿Qué pensabas? ¿Que no te iba a cobrar los tragos
de ayer?
—Esos tres tragos no costaban diez pesos… —
refunfuñó el hombre, pero en el acto pagó lo solicitado. No
era momento para andarse con remilgos y tacañerías.
—Adelante. Está lista para ti.
Luego de atravesar el pasillo y empujar la puerta, una
vez más, sin avisar, Eduviges lo recibió con la misma bata
vaporosa del día anterior. La habitación estaba igual de
oscura. El mismo as de luz se filtraba por la ventana. Los
ojos de la Niña, otra vez vacíos. Luis avanzó y la tomó por
un brazo.
—Nos vamos de aquí.
Eduviges apenas si pareció reaccionar. Se dejó arrastrar
fuera del cuartucho. Sus pies descalzos sonaron secos
contra la madera del suelo. Luis desenvainó el machete y
lo sostuvo en su mano diestra. Llegó a la sala y las putas
gritaron cuando vieron el arma. La Niña iba con la cabeza
gacha. El camarero buscó, raudo, su tabla con los clavos,
pero Luis fue más rápido. Estaba decidido y no dudó un
instante. Lanzó un zarpazo al cuello del camarero y le
acertó en el cogote. Cayó al suelo como un saco de piedras.
La matrona intentó pegarle con un búcaro, pero Luis
también le asestó un machetazo que le hirió el rostro. El
corte la dejó retorciéndose y gritando mientras se sujetaba
la cara.
Luis tomó a Eduviges de la muñeca y caminó con
determinación fuera de la casa. El resto de visitantes del
143
prostíbulo lo vieron atravesar el umbral sin mover un solo
músculo.
II
144
—No confías en mí, Luis…
—Eduviges… Esa gente… esa casa te volvió cerrera.
Lo puedo ver en tus ojos. No quiero arriesgarme a que
te escapes. No es que no confíe en ti, es que sé que tú no
confías en mí. Pero, no te preocupes, puedo vivir con eso.
Con el tiempo, sé que me vas a querer.
La Niña se incorporó de su postura y acercó, con
inusitada intimidad, su rostro al de Luis.
—¿Qué tengo que hacer para demostrarte que sí confío
en ti y que no es necesario que me amarres como un
animal?
Quedaron suspendidos, uno dentro de los ojos del otro,
por demasiado tiempo. El labio superior de Eduviges estaba
a punto de empezar a temblar cuando su primo se acercó
más y sintió el tacto filoso de su bigote haciendo la parodia
de un beso contra su boca. Se dejó llevar. Luis parecía
haber perdido la determinación de la noche anterior y se le
adivinaba nervioso. A los minutos Eduviges decidió tomar
la iniciativa y fingir pasión. La mejor manera de hacerlo
era meter sus dedos entre el pelo grasiento de su primo
y emitir un gemido pequeño y artificial. La matrona se lo
había enseñado, aunque ella nunca le había hecho caso
a sus lecciones. La única muestra de rebeldía que podía
permitirse era quedarse inmóvil, cual si estuviera difunta,
mientras los clientes la manoseaban, llevaban a cabo su
decrépito ritual del adentro y el afuera hasta acabar y dejar
su entrepierna adolorida y pegajosa. Y Luis, podía sentirlo
en la erección dura que ahora le estregaba contra el muslo,
estaba listo para emprender su propio ritual.
Se prometió, con el cometido de ser convincente y
ganarse la confianza del primo, mostrarse más participativa
esta vez. Luis le abrió las piernas y le remangó la bata de
145
dormir. Tanteó con torpeza hasta encontrar la hendija y
la atravesó con su miembro. Eduvigess sintió aquel ardor
familiar. La embistió unas cuantas veces mientras le
apretaba las tetas, mientras trataba de hacerlas salir por el
escote pronunciado de la bata blanca. Pero ella lo empujó.
Él frunció el ceño pues anticipó un rechazo, pero lo que
pretendía Eduviges era ponerse encima. Luis entendió y se
dejó guiar, dubitativo. La Niña lo cabalgó con timidez al
principio, con ensañamiento más tarde. La boca de Luis
permanecía abierta en un grito mudo y sus ojos estaban
en blanco. Primero Eduviges sintió un poco de asco del
paisaje de muelas podridas que divisaba al interior de la
boca del primo, pero luego se entretuvo en notar que su
interior se había ido humedeciendo y que ahora el vergajo
de Luis entraba y salía sin fricción y una sensación tibia
en su vagina empezaba a resultarle placentera. Aceleró la
cabalgata mientras cerraba los ojos y se concentraba en
aquel calor que amenazaba con convertirse en cosquilla.
Pero fue interrumpida por el bramido animal de Luis que
eyaculaba entre contracciones.
Dejó pasar un minuto y sacó aquella cola fláccida, de
salamanca mutilada, de su vagina. Y se recostó contra su
montón de paja con los ojos bien abiertos. Expectante.
Luis, como todos sus clientes, había entrado en ese trance
raro en que, le habían explicado algunos, veían su propia
muerte. Luego de que ocurría no volvía a encontrarse con
ellos de nuevo. Se había tenido que acostar con muchísimos
hombres en esos meses en la Casa de las Putas, pero siempre
eran hombres distintos. Luis era el primero que repetía y
ella sentía curiosidad. Durante el trance, los hombres se
ponían lívidos y algunos sufrían pequeñas convulsiones.
Ella fantaseaba con verlos echar espuma por la boca hasta
146
ahogarse en su propia baba, pero nunca había tenido el
placer de verlos morir. Siempre se recuperaban y dejaban
el cuartucho con aire pensativo; a veces muertos de miedo
y entre lloriqueos.
Luis parecía que tampoco iba a morir aquella noche.
A los minutos empezó a recuperar el sentido. Abrió
los ojos y Eduviges se fijó en su mirada nebulosa que
se transformaba, poco a poco, hasta recobrar el aire
desconfiado de siempre. Un rastro de saliva se le escurría
por la comisura. Lo limpió con la manga de la guayabera
desabotonada. No habló. Tanteó la paja hasta encontrar
la cuerda y procedió a amarrar el tobillo de Eduviges al
suyo, de tal manera que la jovencita no pudiera escapar o
siquiera moverse mucho sin despertarlo. La Niña pataleó
y lanzó algunos bufidos e insultos. Pero el hombre no hizo
caso, no la miró y regresó a su cama improvisada. Sobre
la yesca le dio la espalda y fingió dormirse. Eduviges hizo
silencio y dejó caer su cabeza sobre la paja puntiaguda. Los
ojos se le llenaron de lágrimas y estas estuvieron rodando
por su cara durante mucho tiempo, pero ella procuró no
emitir ni un solo sonido.
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cachetes con una mano renegrida de tanto apartar los
hierbajos y empuñar el machete. Eduviges soltó un quejido
lastimero, más de miedo que de dolor.
—¡Cállate! Los pies me deberías besar por haberte
sacado de ese lugar. ¡Malagradecida! A lo mejor sí que
naciste para ser una puta.
—¿Por qué me tratas así, Luis? —dijo Eduviges en un
tono grave que nunca antes el primo le había escuchado.
Luis sacudió la cabeza como si se hubiera dado un
golpe contra algo duro y miró al suelo. Vio que Eduviges
estaba descalza y que los pies le sangraban. O le habían
sangrado en algún momento; ahora una costra rojiza y seca
le embadurnaba los calcañares y el contorno de las uñas.
—No tienes zapatos —susurró.
—Eso no importa. Estoy acostumbrada a caminar
descalza. No me duele. De verdad.
—Perdóname…
—Está bien.
—Podemos descansar un momento. Mira, aquello de
allí parece una mata de tamarindos. ¿La ves? No está muy
lejos. —Luis alargó su mano y tomó la de Eduviges que
se dejó conducir con suavidad en dirección al frondoso
árbol. La boca se le hizo agua de pensar en la acidez de los
tamarindos y el estómago le volvió a rugir.
Más cerca pudo divisar los racimos que colgaban
demasiado alto, fuera de su alcance. Luis se soltó y
emprendió una carrera hasta la sombra que proyectaba
el espeso follaje del árbol y ella lo imitó con un repentino
júbilo. Los brazos iban extendidos. El viento soplaba
contrario y pegaba el vestido contra su cuerpo, casi
amenazaba con levantarla en vuelo como un papalote
pálido y liviano. Le hubiera gustado empinarse hacia los
148
cielos y ver desde arriba dónde era que estaban; sentirse
libre y dueña de sí misma, aunque solo fuera por esos
instantes… aunque luego tuviera que caer.
Luis llegó al tamarindo y aprovechó el impulso de la
carrera para treparse por su tronco. Se sentó en la primera
rama y empezó a zarandear las que le quedaban al alcance
de los brazos para hacer caer las vainas marrones. Eduviges
llegó al pie del árbol y extendió las manos queriendo agarrar
algunas vainas durante su caída, antes que chocaran contra
el suelo y su frágil cáscara se agrietara. Las diminutas hojas
del tamarindo le cayeron en la cara y se adhirieron a su
pelo. Ella las recibió con una sonrisa de ojos entrecerrados,
pues le recordaba a los confetis que lanzaban durante las
fiestas del pueblo, cuando todavía era niña y feliz. Luis bajó
de un salto de la rama, tomó un puñado de vainas del suelo
y se recostó contra el tronco anchísimo.
—Esto nos va a dar tremenda sed. Pero por lo menos
de hambre no nos vamos a morir —dijo haciendo añicos
con los dedos la cáscara de la primera vaina y metiéndose
una semilla pulposa en la boca. Su rostro se contrajo en
una mueca.
—¿Tan ácidos están? —preguntó Eduviges mordiendo
con cautela una de sus vainas peladas.
No estaban ácidos, sino que sabían a azufre. Pero el
hambre era demasiada, así que comieron sin protestar,
aunque las muecas de sus caras eran incontenibles. Luego
de un rato de chupar la pulpa ponzoñosa de aquellos
tamarindos y de escupir sus semillas negrísimas y brillantes
lo más lejos que podían, en una suerte de juego no pactado
contra ellos mismos, Eduviges habló:
—¿No me vas a decir qué es lo que viste?
149
Luis no se lo esperaba y su primera reacción fue ponerse
de pie de un salto y caminar hasta el borde de la sombra.
—Está bien, no tienes que contarme nada. Mejor
hablemos de tu plan. ¿Cómo piensas llegar hasta la Sierra
Maestra? No sé yo, pero me parece que queda todavía un
poco lejos, ¿no? Habría que coger un tren, como mínimo.
Pero…
—Ya no quiero ir a la Sierra —dijo Luis categórico.
—¿No? —Se asombró Eduviges—. Pero ¿y los alzados y
el nuevo comienzo y…?
—Eduviges, que vi que me mataban allá arriba. Si subo
a la Sierra me van a matar.
Ella hizo silencio. El viento movía las ramas y el confeti
vegetal continuaba cayendo.
—No lo entiendo. La primera vez no fue así.
—¿Ah, no? ¿Qué viste la primera vez?
—No estoy muy seguro, pero sé que me moría ya viejo.
Pero ayer no vi eso, Eduviges. —Luis se dio la vuelta y se
dirigió a ella en un par de pasos largos y raudos. Se puso
de cuclillas frente a su cara y la sacudió por los hombros—.
¿Por qué, Eduviges? ¿Por qué pasó eso? ¡Haz que vuelva a
ser lo de antes! No quiero morir así…
—¡Para! —le pidió ella. La agarraba demasiado
fuerte y sentía que iba a partir sus clavículas en cualquier
momento—. No tengo ningún control sobre eso. Eres el
primero que regresa y repite… Ellos nunca vuelven. Se
van, procurando alejarse de la visión que tuvieron, pero su
destino siempre los encuentra.
—¿Su destino? ¿Pero cuál es mi destino? ¿Cuál de las
dos visiones será mi muerte?
—Quizás ninguna de las dos…
150
—¿Qué quieres decir?
Eduviges se levantó del suelo.
—Que deberíamos seguir caminando si queremos salir
de este monte antes de que nos coja la noche.
Caminó con decisión alejándose del tamarindo. Luis la
siguió.
Anduvieron un rato en silencio. Era la hora del día en
que los bichos comenzaban a salir de sus guaridas y había
un montón de insectos revoloteando sobre sus cabezas
y posándose sobre la piel de sus nucas y sus frentes. Luis
volvió a hablar:
—Lo mejor sería irnos para La Habana. Si queremos un
nuevo comienzo no hay un mejor lugar. Allí nadie nos va
a conocer. Tengo un poco de dinero. Podríamos abrirnos
camino…
—¡Humo!
—¿Cómo?
—¡Veo humo! Allá adelante. ¡Mira! Debe de haber un
pueblo o por lo menos un caserío.
Luis oteó el horizonte y vio que Eduviges tenía razón.
Alguien había encendido una hoguera. Debían llegar hasta
allí.
—Me gusta eso de ir a La Habana —comentó Eduviges
al rato. Y ya no volvieron a hablarse hasta que llegaron a lo
que finalmente resultó ser un batey muy parecido a aquel
donde ellos dos habían crecido y al que Eduviges no le
interesaba regresar jamás.
151
El guajiro, un hombre robusto de piel curtida y agrietada,
que rondaría los sesenta años de edad, los miró de arriba
a bajo con el ceño fruncido y expresión de quien ha visto
llegar a la misma Parca. Luis y Eduviges esperaron atentos
a que contestara sus preguntas: dónde estaban; si podría
decirles de un lugar donde pasar la noche y cómo se iba
de ahí a La Habana. El guajiro se tomó unos momentos
para continuar inspeccionando a los desconocidos, hasta
que finalmente les hizo una seña con la cabeza para que lo
siguieran.
—Si se quedan aquí en cualquier momento se van a
topar con la Guardia Rural y donde van a pasar la noche es
en el cuartel.
—¿Por qué si nosotros no hicimos nada? —lo desafió
Eduviges y Luis la miró con ojos furiosos y le hizo un gesto
con el dedo en los labios para que se callara.
—Como si eso le fuera a importar a la Guardia Rural…
Miren, vejigos, yo no sé en qué jelengue andarán metidos
ustedes dos, pero nadie se merece los planazos de esos
esbirros. Esta noche se quedan en mi casa. Pero en cuanto
cante el primer gallo se me están yendo a buscar quien los
lleve para el pueblo y ahí se las arreglan para llegar a La
Habana.
—Muchísimas gracias, don. No sabemos cómo
pagarle… —empezó a decir Luis.
—Ya, ya… No hace falta tanta ceremonia. A cualquiera
se le muere un tío.
Eduviges y Luis intercambiaron miradas inquietas por
lo demasiado bien traído del proverbio aquel.
Llegaron a la casa del guajiro; un bohío hecho de
madera y techado con guano, de suelo de tierra apisonada
152
y ventanas larguiruchas. En el portal lo esperaba una mujer
de pelo largo y canoso. Parecía intrigada por la compañía
con la que se acercaba el marido. Cuando estuvieron lo
suficientemente cerca el hombre emitió un gruñido y la
mandó a echarle más agua a la sopa. Eduviges notó que
la cara de la mujer estaba cubierta de moretones, antes de
que esta diera la media vuelta y corriera hacia el interior de
la casa. En el portal había un par de taburetes. El guajiro
se sentó en uno e indicó a Luis que hiciera lo mismo con
el otro.
—¿Cómo se llaman ustedes?
—Luis. Y ella es Eduviges… mi mujer.
—Está bien. Luis, dile a tu mujer que vaya a ayudar a la
mía con la comida.
—Con mucho gusto la ayudo, don…
—Agustín. Sin el don, niña.
—Con mucho gusto, Agustín.
Eduviges se dirigió a la cocina e hizo por saludar a la
mujer. Se presentó y le preguntó cuál era su nombre. Pero
solamente obtuvo como respuesta que esta le alargara un
cuenco con unos boniatos y un cuchillo, para que los pelara.
Eduviges no insistió más en entablar una conversación. De
vez en vez espiaba la cara de la mujer, que revoloteaba, como
un colibrí marchito, de un sitio al otro de la casa. Uno de
sus pómulos estaba muy hinchado y de un color violáceo
profundo. Eduviges pensó que le debía doler muchísimo.
No se atrevió a preguntarle qué le había pasado. O quizás
supo que aquello era innecesario. Al rato se sentaron a la
mesa y devoraron en silencio, cada uno, un plato de harina
de maíz con unos pedazos grises y azulinos de boniato
hervido. La mujer les alcanzó unas sábanas y un par de
cojines que acomodaron en el suelo, junto a la puerta de
153
entrada. Y luego, marido y mujer, se retiraron temprano
a su dormitorio, que consistía en un espacio separado del
resto de la casa por una cortina doble de yute un poco
tiznada por el carbón de la cocina demasiado cercana. No
había pasado mucho tiempo cuando el viciado espacio
del bohío se llenó del ruido de los ronquidos de ambos.
Eduviges se quedó mirando al techo y se sintió triste, muy
triste. Pensó, de nuevo, en los moretones en la cara de la
mujer y en la manera en cómo el guajiro nunca la miraba
a los ojos, ni siquiera cuando le ordenaba a gritos que le
rellenara el plato de comida.
Esos eran los pensamientos que le calentaban su cabeza
ya insolada de todo el día caminar a la intemperie, cuando
sintió la mano de su primo apretar burdamente uno de sus
pechos.
—¿Qué estás haciendo, Luis? —preguntó y un deje de
asco se filtró en su voz.
Luis se removió hasta encaramarse encima de ella y
apretar sus cachetes, tal y como había hecho en la mañana.
—Hago lo que me dé la gana, Eduviges.
—Vas a despertarlos y nos van a botar de aquí.
—Entonces más te vale quedarte muy calladita ahora
cuando te la meta.
—Luis, por favor… —Le costaba mucho trabajo hablar
con los cachetes apretados de aquella forma—. Me duele.
—Necesito saberlo, Eduviges. —Luis le separaba las
piernas y se abría camino con su media erección hacia el
interior de ella.
—Está bien, pero no tienes que hacerme daño.
—No te voy a hacer daño. Hazme lo que me hiciste
ayer, anda, no seas malita.
154
Eduviges consiguió darse la vuelta y ponerse encima,
como había hecho la noche anterior. Luis se dejó caer
sobre su espalda y cerró los ojos. Eduviges pensó que
aquella era una maravillosa idea e hizo otro tanto. En la
oscuridad de sus párpados cerrados se concentró en el
movimiento de subir y bajar sus caderas, en el calor que
nuevamente se fue expandiendo por su vientre, en esta
ocasión mucho más rápido, como si su cuerpo ya supiera
que aquello le resultaba placentero y se saltara etapas del
proceso. De pronto: la humedad. Toda ella en su interior
estaba mojada, como nunca antes lo había estado. Esto
facilitó que acelerara sus movimientos, que apoyara sus
manos sobre el torso desnudo y lleno de pelos de Luis, que
apenas se movía, dejándola a ella en control absoluto de
la situación. Eduviges tuvo que morder sus labios para no
gemir. Todo el peso de su cuerpo recaída en las rodillas;
toda la atención de su mente, en el humedal entre sus
piernas que parecía a punto de estallar. Y el estallido llegó
con espasmos y contorsiones, con un grito ahogado contra
el hombro de Luis que le tiró de los cabellos y le ordenó, con
ojos de asesino, que se callara… que hiciera silencio, puta
de mierda. Pero poco más pudo insultarla, era demasiado
placentera la sensación y la hora de su propio orgasmo
había llegado y entraba con él en el trance de la revelación
de su futura muerte.
Eduviges lo vio poner los ojos en blanco y mover la
cabeza como en una pequeña convulsión. Pero esta vez
no quedó a la espera de qué ocurría, no aguardó a ver si
la suerte le concedía que se ahogara al tragarse su propia
lengua. Eduviges, aún con el miembro babeante de su
primo en el interior de su húmeda vagina, tomó el machete,
que había quedado suspendido contra una de las paredes
155
de madera, lo desenvainó en un solo movimiento y cortó
de un tajo el cuello de Luis. No pudo evitar acompañar
el golpe de su machetazo contra la garganta del primo
con un grito desgarrador. La sangre salpicó y manchó de
espesas gotas su bata blanca. Agustín se levantó y descorrió
la cortina. Parecía que le costaba ver en la oscuridad qué
había sucedido. Eduviges rebuscó presurosa entre las
ropas de Luis. Palpó el cuerpo que aún se movía en suaves
espasmos y emitía gorjeos de ahogo. En el tobillo izquierdo,
aprisionado por la liga de la media, encontró el envoltorio
en que su primo escondía el dinero que le había robado a
Lautaro, luego de matarlo.
—¿Qué coño pasa aquí? —empezó a gritar Agustín
mientras se aproximaba sujetándose los pantalones.
Eduviges no soltaba el machete. Abrió la puerta del
bohío con la mano desocupada y la luz de la luna penetró e
iluminó la escena. El cuerpo inerte de Luis, con un tajo en
el cuello del que aún salía sangre en pequeños borbotones
irregulares. Un grito de mujer. De aquella mujer de la que
Eduviges nunca supo el nombre. Pero la Niña no volvió
siquiera la vista atrás. Salió corriendo hacia ninguna parte,
hacia donde fuera que no la volvieran a llamar de aquella
forma, que no le volvieran a recordar su pasado. La Habana
le había parecido un buen destino, pero ahora sabía que
era a la Sierra Maestra hacia donde debía dirigirse. Al fin
y al cabo, ahora ella también conocía de su muerte. Pero
antes de que esta llegara tendría que vivir y vivir para ver
cómo las cosas cambiaban de una manera imposiblemente
drástica.
Eduviges caminó sin rumbo. Dejó atrás el caserío.
Se metió al monte. Se perdió entre los matorrales con la
certeza de que llegaría finalmente a algún sitio. Al suyo.
156
Cuando amaneció, los campesinos de la región que salieron
a arar la tierra descubrieron con asombro que una capa de
escarcha cubría las cosechas. Era septiembre, pero hacía
un frío desconocido. Hubo quien juró haber visto caer del
cielo pequeñas motas blancas que se volvían agua al poco
tiempo, al chocar contra la tierra o contra la superficie de
los objetos y de la piel. Lo cierto es que nunca antes, ni
tampoco después, las frutas se dieron más dulces que en
aquella temporada. ⍟
157
ISLA
«Isla» fue publicado por primera vez en la revista Tártarus,
no. 20 (2022).
Un pueblo desciende resuelto en
enormes postas de abono, sintiendo
cómo el agua lo rodea por todas partes,
más abajo, más abajo, y el mar picando
en sus espaldas (...) siempre más abajo,
hasta saber el peso de su isla.
Virgilio Piñera
161
frente a la televisión. No le hace falta. Las imágenes de
la concentración en la Plaza hablan por sí solas. La toma
en contrapicado de los cientos de banderitas agitándose
contra el azul celeste del cielo y la voz engolada del Líder
Eterno le dan todas las pistas que necesita. Ya lo han subido.
La conciencia del Comandante, reconstruida a partir de
sus escritos, locuciones y entrevistas, estará disponible en
la Red y guiará junto a la del Líder Eterno y el resto de
próceres y mártires, la lucha del pueblo por su libertad.
Alicia se fija en el reloj. Son las diez y media. Se ha
hecho muy tarde. Va a la cocina. Deja sobre
la mesa su celular inservible. Pronto se da cuenta de
que es mejor que se haya descargado. Para lo que piensa
hacer, un celular supondría más que un obstáculo, una
fuente segura de delación. El estómago le ruge de hambre.
Registra las gavetas y estantes. Encuentra restos de pan y
un polvo violeta con el que improvisara un desayuno. Se
dirige al refrigerador y ve que sigue pegado a la puerta,
con un imán, el papel grisáseo y poroso en que la citan
ante el comité militar a primera hora del lunes próximo.
Alicia quita con mal humor el papel de su lugar. Lo estruja
en su puño y lo bota en el cubo de la basura. Abre la puerta
del armatoste norcoreano y la frialdad del interior la
reconforta. Se queda un rato así, con la vista perdida en
el interior del refrigerador, tan solo pendiente del frío que
se escurre de él y que la recorre. Cuando logra salir del
ensimismamiento en que ha caído, repara en que allí no
hay otra cosa que un arsenal de pomos plásticos con agua,
un pedazo de una barra de dulce de guayaba, endurecida
por los días, y algunos pozuelos con restos de arroz y
frijoles negros. Agarra el dulce de guayaba y lo coloca en la
mesa junto al celular.
162
Alicia se prepara, con premura, un vaso de refresco con
el polvo violeta y un pan con dulce de guayaba, que ni se
molesta en calentar. El resto del polvo, varios mendrugos
de pan y lo que queda de dulce de guayaba lo va a poner
en una mochila a medio llenar que tiene escondida en su
cuarto. También guardará dentro uno o dos de los pomos
con agua.
En el barrio hay un silencio inverosímil. Todos se
han ido a la Plaza, incluidos los padres de Alicia. A ella le
parece extraño que se hayan olvidado de despertarla para
advertirle que perdería la guagua de los universitarios.
Quizás pensaron que ya se había ido mucho antes.
Probablemente en la madrugada, a reunirse con el resto
de jóvenes a los pies del Alma Máter y esperar el alba para
partir hacia la Plaza de la Revolución. Los ancianos eran
los únicos autorizados a quedarse en casa, pendientes del
televisor. Si Alicia prestara mucha atención, podría escuchar
cómo llega la transmisión del acto, de forma diferida, a los
televisores vecinos. Su abuela continúa sollozando en la
sala. De repente ahoga un grito, casi de espanto. Y a los
oídos de Alicia llega la voz del Comandante, que saluda por
primera vez al pueblo desde su resurrección ciberespacial.
El acento, muy diferente al del Líder Eterno, con esa
manera peculiar de pronunciar las «yes», obliga a Alicia
a aguzar el oído. Le cuesta un poco entender. Los gritos
histéricos de la gente en la Plaza tampoco ayudan. La voz
del Comandante, clara y cantarina durante las primeras
frases, se ha convertido en un sonido difuminado al fondo
de la confusión y los gritos. Alicia se levanta de su silla
en la cocina y camina hacia el cuarto para recoger sus
pertenencias. Ya es hora de marcharse.
163
2
164
anuncios sin holo-anuncios; los derrumbes, los terrenos
quemados y las cenizas.
Alicia ve cómo una camioneta se aproxima y le hace
señas con ambos brazos. Es de color verde olivo y con
chapa estatal. La ve detenerse y duda si aquello será una
buena idea. Camina con paso ágil hasta ella. No está en
condiciones de andar eligiendo. Un hombre robusto,
vestido de militar, la mira con curiosidad desde el asiento
del chofer.
—Muy buenos días, compañero —lo saluda
fingiendo cordialidad. El labio superior le tiembla
imperceptiblemente.
—Buenos días… ¿Qué tú haces sola en la carretera a
esta hora, niña?
—¿A esta hora? Es mediodía. ¿A qué hora se supone
que sería correcto estar sola en una carretera? —Alicia
sonríe y trata de poner cara de inocencia. Teme haber
ido demasiado lejos con su respuesta. —Necesito llegar
a Matanzas, compañero. ¿Sería mucho pedir que me
adelantara? —El militar la observa contrariado. Pasado
unos segundos estira el cuerpo macizo, los brazos como
troncos, para quitar el seguro y abrir la puerta del asiento
del acompañante.
—¡Anda, súbete! —le dice y Alicia no lo piensa dos
veces. Entra con agilidad a la camioneta y
cierra la puerta con una fuerza excesiva.
—¡Coño, me vas a desbaratar esto, mi vida!
—¡Disculpe!
—Mira, que si lo rompes sería daño a la propiedad
estatal. Me buscas tremendo problema. —El militar deja
escapar una carcajada y da golpecitos al timón con las
165
palmas de las manos. Alicia fuerza una risa y se acomoda
la mochila sobre los muslos.
—Y trátame de tú. No seas boba —le pide el hombre
antes de arrancar.
La camioneta echa a andar y ambos se quedan en
silencio. Por las ventanillas se ven los metros cuadrados
de terreno renegrido extenderse a ambos lados de la
carretera. Alicia respira aliviada. En un par de horas estará
en Matanzas y se encontrara con Violeta en la Plaza de la
Libertad, tal y como acordaron.
—Tú no te habrás escapado de tu casa, ¿verdad? —le
pregunta al rato el militar, mirándola de reojo.
—No, qué va. Si yo vivo precisamente allá en Matanzas
—miente.
—Ah…
—Lo que pasa es que estoy estudiando en la Universidad
de La Habana. Me quedé para el acto de hoy, pero necesito
regresar a mi casa. Menos mal que usted paró. Es un día
malísimo para viajar.
—Sí, tuviste mucha suerte. Yo también vengo del acto.
¿Qué te pareció?
—Uff, impresionante… —dice Alicia levantando las
cejas. Espera que con esa expresión baste.
—Sí, a mí hasta se me aguaron los ojos de la emoción.
Ya sé que eso no es cosa de hombres, pero… ¡Coño, es
el Comandante! Desde chiquitico había soñado con el
día en que por fin nos hablara. En cuanto lo oí lo supe:
¡ahora sí vamos a ganar la guerra contra la disidencia y el
imperialismo, cojones!
Alicia no sabe qué contestar. Se limita a asentir con la
cabeza.
166
—Para allá voy yo. Para el Escambray —continúa
hablando el militar mientras con una mano hace el ademán
de enseñarle a Alicia un rifle de asalto que tiene a sus pies—
. Estamos esperando órdenes. ¡No va a quedar ni un solo
maricón disidente vivo! —Habla con rabia, escupiendo
pequeñas porciones de saliva—. El Comandante, carajo…
No pensé que viviría para ver este día llegar.
Alicia le sonríe y vuelve a levantar las cejas. Piensa
que uno de esos maricones disidentes es el padre de
Violeta. Recuerda a su amiga cuando se lo dijo, su cara
enrojecida de llanto y enojo. «Mi papá se fue anoche para
el Escambray. Cuando se enteren me van a sacar de la
Universidad, Alicia. Ya yo no puedo más. Estoy cansada.
Quiero desaparecer de aquí. Irme. No sé para donde, si ya
nadie sale ni entra en este país de mierda. Pero necesito
irme». Alicia la abrazó fuerte mientras su amiga lloraba
como una niña de tres años contra su hombro. «Alicia, tú
eres mi mejor amiga, ¿verdad? Dime que sí. Alicia, tengo
que contarte otro secreto».
—Así que estudias en la Universidad. ¿Y se puede saber
qué carrera?
—Medicina.
—¡Vaya! ¡Una doctora! ¿Y en qué año estás?
—En quin… to… —Antes de terminar la frase Alicia
sabe que ha metido la pata.
—¿Sí? ¿Y cómo es eso? ¿Cómo es que no te han llamado
todavía?
—Eh, no sé. Supongo que el semestre que viene me
toque ir a servir.
—Sí. Mira, que nos hacen falta buenos doctores en el
167
frente. Y para defender la patria no hay que pensarlo dos
veces. ¡Que no se diga!
—Claro —responde Alicia con fingida convicción,
aunque la voz en off en su cabeza masculla: «como si me
dieran alternativa». —Yo me sentiré muy honrada cuando
me llamen. Pero todavía no lo han hecho, compañero. —
Vuelve a mentir.
—Se ve que eres una buena muchacha —dice el militar
y le da una palmada en la rodilla. A Alicia se le hiela la
sangre al sentir su tacto. Mira por la ventanilla y calcula
cuánto daño se haría si decidiera saltar de la camioneta en
movimiento. Van a mucha velocidad. La perspectiva no es
nada alentadora.
Respira y trata de mirar al frente y apartar los malos
pensamientos de su cabeza. En la distancia, el contorno
del mar comienza a aparecer y desaparecer entre los
arrecifes y hierbajos. El mar: la inmensa masa de agua gris
que rodea la isla como un cinturón de castidad. El sol le
arranca aquí y allá destellos plateados. Pero la oscuridad
predomina. No hay vida en los mares que rodean Cuba.
Fueron envenenados durante la guerra. Son una trampa
radioactiva que mantiene atrapados a todos y Alicia siente
un escalofrío al imaginar que se interna en aquella agua
venenosa hasta perderse.
—Oye… ¿Cómo me dijiste que te llamabas?
—Alicia.
—Mira, Alicia… A mí me hace falta llegarme a la
casa de un oficial que vive aquí mismo, antes de entrar
a Matanzas. Es que tengo que recoger unas cosas, pero
después yo te prometo que te dejo en la puerta de tu casa.
Alicia voltea la cabeza con lentitud. Quiere responder,
pero teme que la voz se le quiebre al hacerlo. Su chofer
168
mantiene la vista fija en la lejanía y finge indiferencia. En
la nuca le sobresale un pliegue enorme de carne colorada
y sudorosa.
—Es un momentico nada más…
—Haga el favor de parar ahora mismo esto —casi grita
Alicia.
—¿Qué te pasa? ¿Te sientes mal? —El militar vuelve a
tocar su rodilla y ahora escurre la mano de allí hasta su
muslo, por debajo de la mochila. Ella percibe su tacto
caliente a través de la mezclilla del pantalón.
Alicia aparta la mano con brusquedad. No lo piensa
más. Abre la puerta de la camioneta y hace un ademán
de bajarse con el vehículo aún en movimiento. El militar
grita, la insulta y pega un frenazo. Alicia lanza la mochila
por la puerta abierta y a continuación salta ella misma
de la camioneta, que todavía no se ha detenido del todo.
Rueda por el asfalto y siente el ardor en las rodillas y en los
codos al entrar en contacto con la carretera. Los espejuelos
resbalan de su nariz y caen al suelo. No se da ni un segundo
para recuperarse del impacto. Recoge los espejuelos y los
aprieta en su puño. La adrenalina la impulsa a no detenerse.
Recupera la mochila que ha caído a dos metros de donde
ella aterrizó. Se engancha un asa al hombro y emprende
una carrera hasta perderse entre una arboleda reseca que
encuentra ante sí. Sigue corriendo por varios minutos. Los
gajos de los árboles le arañan la piel. No se ha atrevido
a mirar atrás para comprobar si el hombre la persigue.
Cuando siente que ya no puede más, se detiene. Cae de
rodillas sobre la yesca. Aguza el oído y se da cuenta de
que solo se escucha el viento silbar entre los árboles y, más
lejos, el bramido de las olas al chocar contra los arrecifes.
169
3
170
Ahora busca a su amiga con ojos inquietos. Las caras
de la gente, iluminadas desde abajo por la luz espectral
que desprenden las pantallas de los teléfonos, se deforman
y parecen máscaras mortuorias. «El parque no es muy
grande. No puede ser tan difícil encontrar a Violeta»,
piensa. A su derecha, una adolescente de cabeza rasurada
habla en chino con un poco de dificultad. Saluda a alguien
a través de la pantalla. Ríe. La interfaz juguetona de Weibo
le encandila la vista y la obliga a entrecerrar los ojos como si
ella también fuese asiática. Seguramente sueña con hacerse
la cirugía para que sus ojos queden permanentemente
entrecerrados. Todas las adolescentes del país sueñan con
esa cirugía. Alicia se entretiene un momento en mirarla. De
repente, alguien la toca en el hombro y ella da un respingo.
Se voltea y ve a Violeta. El alivio le recorre el cuerpo en la
forma de un aire caliente y denso. Se abrazan.
—¿Qué te paso? Estoy dando vueltas como una loca
hace horas. Tu celular, apagado… No sabía qué hacer.
—No quiero hablar de eso ahora, Violeta. Mejor
vámonos ya.
Su amiga mira con aprensión los cristales rayados de sus
espejuelos y las magulladuras que Alicia trae en el cuerpo,
asiente con la cabeza y la toma de la mano. Se alejan de los
fuegos fatuos. La conduce por calles estrechas y oscuras.
Alicia se deja llevar en silencio. Quiere parar de pensar por
un momento y que sea Violeta quien tome las decisiones.
A los pocos minutos de caminar entre tinieblas llegan a
una casita de madera mal iluminada por un quinqué.
—Déjame recoger mi mochila con las provisiones…
«Violeta se cree que está en una película en la que
algún adolescente se fuga de casa. Las provisiones…».
Alicia siente un poco de rabia de que su amiga no entienda
171
la magnitud de lo que van a intentar. Violeta se pone la
mochila a la espalda y se acomoda las asas. Alicia la toma
por los hombros y la sacude. Sus espejuelos se tambalean
con el movimiento y resbalan un poco por su nariz.
—Tú te das cuenta de lo que vamos a hacer, ¿verdad,
Violeta? ¿Tú entiendes que en pocas horas podríamos estar
muertas? —Alicia alza demasiado la voz. Le habla a su
amiga de una forma excesivamente severa y sin que venga
mucho al caso. Pega demasiado su cara al rostro de ella. Es
consciente de todo esto, pero no puede evitarlo.
Violeta la mira con ojos de corderito. Es casi irresistible
cuando pone esa cara. Los labios entreabiertos dejan
adivinar la adorable separación de sus dientes incisivos; el
pecho le sube y le baja por una respiración agitada. Alicia
se aleja y suaviza su expresión. Acomoda los espejuelos
sobre su tabique. Pero ahora es Violeta quien la toma de
los hombros y la acerca con igual violencia. La besa en la
boca con desespero. Alicia no se demora en contestar al
beso. Tardan mucho en separarse. Abrir los ojos, despegar
las caras es casi como salir a la superficie luego de haber
estado sumergidas por un buen rato.
—No me importa nada, Alicia. Mejor: ya no tengo
nada que realmente me pudiera importar. Solo a ti. Y si tú
estás dispuesta a hacerlo, pues yo…
Alicia siente que aquello es demasiado cursi, incluso
para Violeta, y trata de remediarlo acercándose de nuevo
para otra inmersión. Este es un beso más corto. Al separarse
ve que su amiga esta sonriendo.
—Lo que nos faltaba. Ahora, además de disidentes,
tortilleras —le dice Alicia poniendo cara de circunstancia
y a Violeta se le dispara una carcajada. Hacía mucho que
Alicia no la escuchaba reír así.
172
4
173
Cuando la embarcación está prácticamente al
descubierto las dos la arrastran en dirección a la orilla. Es
ligera y parece estar intacta.
—¿Y tú sabes cómo funciona?
—No debería ser complicado…
Violeta da vueltas alrededor del artefacto. Lo analiza.
Está construido con lo que parece ser plexiglás y alguna
clase de metal muy liviano y maleable.
—Pásame el combustible —le ordena a Alicia y esta se
saca de la mochila los pedruscos de gassólido.
Violeta les quita el recubrimiento de papel rugoso y los
introduce por un conducto en el salpicadero. Al lado del
conducto hay dos palancas. Las mueve para comprobar
que funcionan. A la derecha de las palancas hay un botón
rojo que seguramente encenderá el motor.
—Entonces, ¿todo esto se lo robó tu papá a los chinos?
—pregunta Alicia con asombro mal disimulado. Violeta
voltea a mirarla con cara de enfado y Alicia se arrepiente
de inmediato de su arranque. —Bueno, ¿nos subimos o
qué? —sugiere para zanjar el tema del padre de su amiga
robando tecnología high tech a los dueños del mundo.
—Alicia, ¿estás completamente segura de que…? —
comienza a decir Violeta con su voz dulce de siempre;
pero su amiga no la deja terminar. Interrumpe la salida
de las palabras de la boca de Violeta con un beso—. ¡No,
chica! —Violeta la aparta. —Déjate de melodramas. Esto
es importante. Todavía tienes una última oportunidad de
volver…
—¿Volver? ¿Para qué? ¿Para que me manden para el
Escambray? Como yo lo veo, esto no está haciendo otra
cosa que adelantar lo inevitable. Pero, al menos, esta
decisión sí la tome yo, Violeta.
174
Su amiga está llorando. Alicia lo adivina por el sollozo
que se le escapa, pues la oscuridad no la deja ver bien las
lágrimas y los mocos que deben estar embarrando su cara
de muñeca de porcelana. Tiene miedo, Alicia casi puede
olerlo. Acerca su mano desocupada al rostro de Violeta y
nota que esta empapado. La abraza.
—Sin embargo, así podríamos salvarnos si tenemos
suerte… —Alicia susurra con su cara pegada al oído de
Violeta—. Décadas atrás mucha gente se iba así para los
antiguos Estados Unidos. Y llegaba. ¿Por qué no podríamos
conseguirlo nosotras?
—Antes el mar no estaba contaminado.
—Pero me dijiste que tu papá había tomado una
previsión respecto a eso al construir esta cosa.
—Sí. Él me explicó…
Alicia no lo piensa más y empuja la embarcación hacia
la orilla. El oleaje no es muy intenso.
—¡Espera! —grita su amiga. —Tenemos que ponernos
esto.
Las muchachas desenvuelven sendos trajes
antirradiación, que son de un blanco casi resplandeciente.
Alicia se pone nerviosa. Ahora sí que las podrían ver.
Rauda, se lo ajusta al cuerpo. Violeta ha hecho lo mismo.
Se ayudan mutuamente con los zippers que están en las
espaldas. Y se calzan unas gruesas botas. Terminan de
empujar la embarcación hasta el mar. El agua les llega a las
rodillas cuando saltan, por fin, a su interior.
Violeta aprieta el botón rojo y sienten cómo todo se
estremece con la vibración del motor. Intempestivamente,
una protección de un material que parece nailon o una
muy delgada película de silicona transparente, se despliega
y las cubre, interfiriendo en el camino de las salpicaduras
175
de agua de mar hacia el interior de la embarcación.
Violeta mueve las palancas con poca seguridad. A los
instantes, una pantalla se enciende de manera automática
en el salpicadero y marca lo que parece ser un itinerario
prefijado.
—¿Ya ves cómo mi padre pensó en todo? Esto no
debe ser muy diferente a utilizar MapWorld. Violeta
pone una sonrisa de satisfacción que, sin embargo, no
tranquiliza mucho a Alicia. Aun así se anima a acariciar el
torso de la mano de Violeta que, enfundado en el guante
antirradiación, se ve enorme.
—Todo va a salir bien —susurra Alicia, más para
calmarse a sí misma, que a su amiga. Le habría gustado
acercar su nariz al pelo perfumado de Violeta, pero con los
cascos aislantes es imposible.
En pocos minutos la costa ha quedado atrás. A donde
quiera que miren solo se puede ver la negrura del mar.
176
Cada pregunta enunciada en su mente es contestada
por una voz que Alicia no está segura de si se escucha al
interior o al exterior de su cabeza.
—Alicia Dávina, esta vez sí que te metiste en un lío
gordo, ¿eh?
«¿Quién eres?».
—Ya los programadores no saben qué van a hacer
contigo. —La voz decide ignorar su pregunta—. Hasta
ahora tus faltas eran menores. Esa tendencia al lesbianismo
hacia la que derivaba, una y otra vez, tu narrativa. Nada
que no se pudiera corregir con un tachón. Pero esto… Esto
es demasiado.
«¿Qué? ¿De qué hablas? ¿Que son los programadores?
¿Narrativa?».
—Ay, Alicia, no estoy aquí para responder tus
preguntas estúpidas. La verdad es que me dejé llevar por
la curiosidad que me daba tu caso y desperté tu conciencia
en el Punto Cero antes de devolverte a la simulación, solo
para comprobar lo que ya sospechaba: que no eres más que
una conciencia absolutamente ordinaria. Solo que contigo
no lo han estado haciendo correctamente todos estos años
de reescrituras y errores.
Alicia siente ganas de llorar, pero eso tampoco le está
permitido.
—Y pensar que llegaron a creer que había algo mal en ti.
Partida de inútiles… La simulación es un trabajo demasiado
cuidadoso. La falla tiene que estar en su conciencia. —El
tono de la voz se vuelve aflautado. Se burla evidentemente
de alguien y esta vez no es de Alicia—. Aquí nos dejamos
las neuronas para hacer germinar el espíritu del Hombre
Nuevo en cada uno. —Se hace un silencio breve y Alicia
se desespera, quisiera poder gritar—. Sí, Alicia, no entres
177
en pánico. Vaya, voy a tener la delicadeza de explicarte un
poco, no sea que tanta ansiedad te averíe. Ya conseguimos
dar el salto evolutivo. Todo ese discurso del Hombre
Nuevo y el comunismo ciberespacial ya sucedió. Pero
solo para algunos. El resto tiene que ganarse su entrada al
paraíso. Lo que pasa es que nos dimos cuenta de que no era
en la plenitud social donde esto se conseguía, sino en una
situación de pugna, de amenaza constante, de sacrificio.
Eso es lo que hacemos aquí en el Punto Cero. Programamos
la simulación para que las conciencias como tú, por sí solas
muten hacia su fase superior. No entiendes nada, ¿verdad?
Como si eso importara.
«Dejame ir, por favor», suplica Alicia. Pero realmente
no sabe hacia dónde está pidiendo que le permitan marchar.
—Cuando las grandes potencias comunistas decidimos
migrar al ciberespacio no sabíamos esto.
—La voz habla distraídamente, como si lo hiciera
consigo misma—. Tuvimos que ir aprendiéndolo de a poco.
Ahora conocemos que es a través del sacrificio individual y
voluntario que se consigue la trascendencia. Y ninguno de
nosotros va a permitir que una conciencia insignificante
como tú ponga en entredicho el sueño y el sacrificio de
tantos otros. Alicia, vas a regresar a la simulación. Se harán
cambios más radicales en la programación de tu conciencia,
pero esta es tu última oportunidad. Si vuelves a intentar
resquebrajar el equilibrio de la simulación de alguna
manera, incluso si se trata de algo más leve que… todavía
me cuesta creer lo que hiciste… que intentar abandonar
tu patria, tu conciencia será suprimida del ciberespacio
inmediatamente. Y ya no podrás existir ni en la simulación
ni aspirar a trascender hacia la vida etérea que tenemos
fuera de ella. Antes del salto a eso que te podría ocurrir
178
le llamaban «morir». Creo que te suena el concepto. Y te
prometo que no te gustará.
«Haz eso… Mátame. No quiero volver. No quiero
seguir».
—No te preocupes. Esta amenaza que te hago es más
bien una broma íntima, un divertimento de mí para mí
mismo. Los directivos tenemos derecho a darnos nuestros
gustos de vez en cuando, ¿no? Cuando despiertes no
recordaras nada de esto y volverás a vivir tranquilamente
en el mejor de los mundos posibles. Espero que esta vez sí
sepas aprovecharlo.
La voz hace silencio por demasiado tiempo. Lo último
que siente Alicia antes de desvanecerse es un pitido agudo
que va dominándolo todo hasta no existir en el universo
otra cosa que su grito hiriente e interminable.
179
Orden del libro
Jauría: Una escritura de la resistencia
5
Seudo
39
Ángeles caídos
67
Jauría
83
Alumbra
97
Ni vivos ni muertos
121
Ponzoñas
131
Isla
159
Maielis González (La Habana, Cuba, 1989).
Narradora, investigadora y divulgadora literaria.
Ha publicado los libros Los días de la histeria
(Premio Kovalivker, 2015), Sobre los nerds y
otras criaturas mitológicas (Guantanamera,
2016), Espejuelos para ver por dentro (Cerbero,
2019) y De rebaños o de pastores (Cazador de
ratas, 2020) y Catalejos para mirar muy de cerca
(Cerbero, 2021). Relatos suyos han aparecido
en revistas y antologías como Alucinadas II
(Palabrista, España, 2016), Revista Próxima
(Argentina, 2017), Paradoxa (Estados Unidos,
2018), SuperSonic (España, 2019), Mundos
Sutiles (Cerbero, España, 2020), El tercer mundo
después del sol (Minotauro, 2021), Hijas del
futuro (consonni, España, 2021) y Recalibrando
los circuitos de la máquina (Albatros Ediciones,
España, 2022). Es presentadora y productora,
junto a Sofía Barker, del podcast literario Las
Escritoras de Urras, e imparte cursos y talleres
sobre literatura latinoamericana donde la dejen.
Mig 21 Editora
Jauría
(Maielis González)
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