Epidemias en La Edad Media (Mapa Mental)

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La peste negra, la epidemia más mortífera

En 1348, una enfermedad terrible y


desconocida se propagó por Europa, y en
pocos años sembró la muerte y la destrucción
por todo el continente
Por Antoni Virgili. Universidad Autónoma de Barcelona, Historia NG nº
103
A mediados del siglo XIV, entre 1346 y 1347, estalló la mayor epidemia de peste de
la historia de Europa, tan sólo comparable con la que asoló el continente en tiempos
del emperador Justiniano (siglos VI-VII). Desde entonces la peste negra se convirtió
en una inseparable compañera de viaje de la población europea, hasta su último
brote a principios del siglo XVIII. Sin embargo, el mal jamás se volvió a manifestar con
la virulencia de 1346-1353, cuando impregnó la conciencia y la conducta de las
gentes, lo que no es de extrañar. Por entonces había otras enfermedades endémicas
que azotaban constantemente a la población, como la disentería, la gripe, el
sarampión y la lepra, la más temida. Pero la peste tuvo un impacto pavoroso: por un
lado, era un huésped inesperado, desconocido y fatal, del cual se ignoraba tanto su
origen como su terapia; por otro lado, afectaba a todos, sin distinguir apenas entre
pobres y ricos. Quizá por esto último, porque afectaba a los mendigos, pero no se
detenía ante los reyes, tuvo tanto eco en las fuentes escritas, en las que encontramos
descripciones tan exageradas como apocalípticas.

Sobre el origen de las enfermedades contagiosas circulaban en la Edad Media


explicaciones muy diversas. Algunas, heredadas de la medicina clásica griega,
atribuían el mal a los miasmas, es decir, a la corrupción del aire provocada por la
emanación de materia orgánica en descomposición, la cual se transmitía al cuerpo
humano a través de la respiración o por contacto con la piel. Hubo quienes
imaginaron que la peste podía tener un origen astrológico –ya fuese la conjunción de
determinados planetas, los eclipses o bien el paso de cometas– o bien geológico,
como producto de erupciones volcánicas y movimientos sísmicos que liberaban
gases y e uvios tóxicos. Todos estos hechos se consideraban fenómenos
sobrenaturales achacables a la cólera divina por los pecados de la humanidad.

De las ratas al hombr


Únicamente en el siglo XIX se superó la idea de un origen sobrenatural de la peste. El
temor a un posible contagio a escala planetaria de la epidemia, que entonces se
había extendido por amplias regiones de Asia, dio un fuerte impulso a la
investigación cientí ca, y fue así como los bacteriólogos Kitasato y Yersin, de forma
independiente pero casi al unísono, descubrieron que el origen de la peste era la
bacteria yersinia pestis, que afectaba a las ratas negras y a otros roedores y se
transmitía a través de los parásitos que vivían en esos animales, en especial las pulgas
(chenopsylla cheopis), las cuales inoculaban el bacilo a los humanos con su picadura.
La peste era, pues, una zoonosis, una enfermedad que pasa de los animales a los
seres humanos. El contagio era fácil porque ratas y humanos estaban presentes en
graneros, molinos y casas –lugares en donde se almacenaba o se transformaba el
grano del que se alimentan estos roedores–, circulaban por los mismos caminos y se
trasladaban con los mismos medios, como los barcos.

La bacteria rondaba los hogares durante un período de entre 16 y 23 días antes de


que se manifestaran los primeros síntomas de la enfermedad. Transcurrían entre tres
y cinco días más hasta que se produjeran las primeras muertes, y tal vez una semana
más hasta que la población no adquiría conciencia plena del problema en toda su
dimensión. La enfermedad se manifestaba en las ingles, axilas o cuello, con la
in amación de alguno de los nódulos del sistema linfático acompañada de
supuraciones y ebres altas que provocaban en los enfermos escalofríos, rampas y
delirio; el ganglio linfático in amado recibía el nombre de bubón o carbunco, de
donde proviene el término «peste bubónica». La forma de la enfermedad más
corriente era la peste bubónica primaria, pero había otras variantes: la peste
septicémica, en la cual el contagio pasaba a la sangre, lo que se manifestaba en
forma de visibles manchas oscuras en la piel –de ahí el nombre de «muerte negra»
que recibió la epidemia–, y la peste neumónica, que afectaba el aparato respiratorio y
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provocaba una tos expectorante que podía dar lugar al contagio a través del aire. La
peste septicémica y la neumónica no dejaban supervivientes.

Origen y propagació
La peste negra de mediados del siglo XIV se extendió rápidamente por las regiones
de la cuenca mediterránea y el resto de Europa en pocos años. El punto de partida se
situó en la ciudad comercial de Caffa (actual Feodosia), en la península de Crimea, a
orillas del mar Negro. En 1346, Caffa estaba asediada por el ejército mongol, en
cuyas las se manifestó la enfermedad. Se dijo que fueron los mongoles quienes
extendieron el contagio a los sitiados arrojando sus muertos mediante catapultas al
interior de los muros, pero es más probable que la bacteria penetrara a través de
ratas infectadas con las pulgas a cuestas. En todo caso, cuando tuvieron
conocimiento de la epidemia, los mercaderes genoveses que mantenían allí una
colonia comercial huyeron despavoridos, llevando consigo los bacilos hacia los
puntos de destino, en Italia, desde donde se difundió por el resto del continente.

Una de las grandes cuestiones que se plantean es la velocidad de propagación de la


peste negra. Algunos historiadores proponen que la modalidad mayoritaria fue la
peste neumónica o pulmonar, y que su transmisión a través del aire hizo que el
contagio fuera muy rápido. Sin embargo, cuando se afectaban los pulmones y la
sangre la muerte se producía de forma segura y en un plazo de horas, de un día
como máximo, y a menudo antes de que se desarrollara la tos expectorante, que era
el vehículo de transmisión. Por tanto, dada la rápida muerte de los portadores de la
enfermedad, el contagio por esta vía sólo podía producirse en un tiempo muy breve,
y su expansión sería más lenta.

Los indicios sugieren que la plaga fue, ante todo, de peste bubónica primaria. La
transmisión se produjo a través de barcos y personas que transportaban los fatídicos
agentes, las ratas y las pulgas infectadas, entre las mercancías o en sus propios
cuerpos, y de este modo propagaban la peste, sin darse cuenta, allí donde llegaban.
Las grandes ciudades comerciales eran los principales focos de recepción. Desde
ellas, la plaga se transmitía a los burgos y las villas cercanas, que, a su vez, irradiaban
el mal hacia otros núcleos de población próximos y hacia el campo circundante. Al
mismo tiempo, desde las grandes ciudades la epidemia se proyectaba hacia otros
centros mercantiles y manufactureros situados a gran distancia en lo que se conoce
como «saltos metastásicos», por los que la peste se propagaba a través de las rutas
marítimas, uviales y terrestres del comercio internacional, así como por los caminos
de peregrinación. Estas ciudades, a su vez, se convertían en nuevos epicentros de
propagación a escala regional e internacional. La propagación por vía marítima podía
alcanzar unos 40 kilómetros diarios, mientras que por vía terrestre oscilaba entre 0,5 y
2 kilómetros, con tendencia a aminorar la marcha en estaciones más frías o latitudes
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con temperaturas e índices de humedad más bajos. Ello explica que muy pocas
regiones se libraran de la plaga; tal vez, sólo Islandia y Finlandia.

A pesar de que muchos contemporáneos huían al campo cuando se detectaba la


peste en las ciudades (lo mejor, se decía, era huir pronto y volver tarde), en cierto
modo las ciudades eran más seguras, dado que el contagio era más lento porque las
pulgas tenían más víctimas a las que atacar. En efecto, se ha constatado que la
progresión de las enfermedades infecciosas es más lenta cuanto mayor es la
densidad de población, y que la fuga contribuía a propagar el mal sin apenas dejar
zonas a salvo; y el campo no escapó de las garras de la epidemia. En cuanto al
número de muertes causadas por la peste negra, los estudios recientes arrojan cifras
espeluznantes. El índice de mortalidad pudo alcanzar el 60 por ciento en el conjunto
de Europa, ya como consecuencia directa de la infección, ya por los efectos
indirectos de la desorganización social provocada por la enfermedad, desde las
muertes por hambre hasta el fallecimiento de niños y ancianos por abandono o falta
de cuidados.

Las cifras del horro


La península Ibérica, por ejemplo, pudo haber pasado de seis millones de habitantes
a dos o bien dos y medio, con lo que habría perecido entre el 60 y el 65 por ciento
de la población. Se ha calculado que ésta fue la mortalidad en Navarra, mientras que
en Cataluña se situó entre el 50 y el 70 por ciento. Más allá de los Pirineos, los datos
abundan en la idea de una catástrofe demográ ca. En Perpiñán fallecieron del 58 al
68 por ciento de notarios y jurisperitos; tasas parecidas afectaron al clero de
Inglaterra. La Toscana, una región italiana caracterizada por su dinamismo
económico, perdió entre el 50 y el 60 por ciento de la población: Siena y San
Gimignano, alrededor del 60 por ciento; Prato y Bolonia algo menos, sobre el 45 por
ciento, y Florencia vio como de sus 92.000 habitantes quedaban poco más de
37.000. En términos absolutos, los 80 millones de europeos quedaron reducidos a
tan sólo 30 entre 1347 y 1353.

Los brotes posteriores de la epidemia cortaron de raíz la recuperación demográ ca


de Europa, que no se consolidó hasta casi una centuria más tarde, a mediados del
siglo XV. Para entonces eran perceptibles los efectos indirectos de aquella catástrofe.
Durante los decenios que siguieron a la gran epidemia de 1347-1353 se produjo un
notorio incremento de los salarios, a causa de la escasez de trabajadores. Hubo,
también, una fuerte emigración del campo a las ciudades, que recuperaron su
dinamismo. En el campo, un parte de los campesinos pobres pudieron acceder a
tierras abandonadas, por lo que creció el número de campesinos con propiedades
medianas, lo que dio un nuevo impulso a la economía rural. Así, algunos autores

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sostienen que la mortandad provocada por la peste pudo haber acelerado el
arranque del Renacimiento y el inicio de la «modernización» de Europa.

PARA SABER MÁS

L a Pe s t e N e g ra
(1346-1353). La
historia completa. Ole
B e n e d i c t o w. A ka l ,
Madrid, 2011.

Historia de las
epidemias en España y
sus colonias
(1348-1919). José Luis
Betrán. La Esfera de los
Libros, Madrid, 2006.

Leprosos en la Edad Media: morir en vida.

Los enfermos debían


evitar todo contacto
con los demás; no
podían ni lavarse en el
agua de los ríos
En la Edad Media, miles
de hombres, mujeres y
niños, toscamente
cubiertos por un hábito
con capucha,
deambulaban por
Europa apartados de
todo contacto social,
convertidos en
auténticos muertos
vivientes. Era víctimas de
lo que sus congéneres
consideraban el peor de
los castigos divinos que
podían abatirse sobre un
ser humano: la lepra.
Pero esta enfermedad no
apareció en la Edad
Media: ya existía en la Antigüedad, aunque fue en la época medieval cuando
adquirió las dimensiones de una verdadera epidemia. Al parecer, las migraciones de
judíos y gitanos procedentes del Mediterráneo oriental, y posteriormente las
invasiones árabes, actuaron como las principales vías de difusión de esta dolencia
por Europa. A partir del año Mil, el crecimiento de la actividad comercial en el ámbito
mediterráneo, el ujo cada vez mayor de peregrinos a Oriente y, sobre todo, las
cruzadas contribuyeron a multiplicar el número de víctimas.

Sin embargo algunos especialistas mantienen que lo que trajeron los cruzados a
Europa no fue la lepra s no la sí lis, dolencia que otros investigadores consideran
posterior al descubrimiento de América (del mismo modo, se piensa que la lepra
solo llegaría al Nuevo Mundo a partir de 1492). Se tratase o no de lepra, las
consecuencias para los infectados eran las mismas: se les adjudicaba el estigma de
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leprosos, eran apartados de la comunidad y se les condenaba a vivir solos o recluidos


junto a otros enfermos el resto de sus días.

UN MAL IMPOSIBLE DE OCULTA


Los síntomas de la verdadera lepra no se conocían con exactitud, y el temor al
contagio hacía que se reaccionase ante la menor sospecha. En realidad, la
enfermedad es menos contagiosa de lo que entonces se pensaba, y pasa por un
largo período de incubación; pero a partir de su desarrollo resulta imposible
ocultarla.

Cuando la lepra era


diagnosticada el enfermo
debía abandonar la ciudad
o aldea donde viviese, no
volver a entrar en contacto
con personas no
infectadas, no beber ni
lavarse con agua de ríos o
a r ro y o s , n o e n t r a r e n
tabernas, posadas, iglesias
u otros lugares públicos.
Los infectados eran
obligados a llevar un habito
de color pardo grisáceo, un
bastón y un barrilete Territorio contagiado por la “Peste Negra” en el siglo XIV
colgado al cuello en donde la
gente podía depositar donativos o alimentos. Cuando caminaban tenían que alertar
de su presencia por medio de una carraca u otro instrumento similar, evitar los
caminos estrechos, mantener la distancia con otros, no tocar las cuerdas y postes de
los puentes y no seguir la dirección del viento.

Algunos enfermos se recluían en hospitales o formaban comunidades alejadas de los


lugares poblados. Otros eran acompañados por sus familias, pero tales casos eran
infrecuentes: durante la mayor parte de la Edad Media la lepra fue considerada causa
legítima de divorcio.

Durante el desarrollo de la enfermedad se van formando úlceras en la piel, se pierde


parte de la motricidad, se atro an los músculos de la cara y se contraen los del
antebrazo, de tal manera que la mano toma la forma de una garra. Posteriormente la
pie! se encoge, se pierden el cabello, los dientes y las uñas, y a veces alguna de las

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extremidades.Todo ello, unido al fuerte olor que desprendían los enfermos - y que las
fuentes medievales comparan con el de la
cabra macho, con el de las plumas de ga so y
con el de los depósitos de cadáveres, hacia
que la dolencia se considerase una
auténtica muerte en vida.

La palabra hebrea utilizada para designar


la lepra en el Antiguo Testamento, "tzaraat",
iba cargada de un marcado sentido
peyorativo, y el leproso era visto más como un
condenado que como un enfermo. Los
infectados   parecían  cargar con un castigo
divino, con una pena irreversible.La lepra se
convirtió así en un estigma social, hasta
que las nuevas corrientes de
pensamiento y la tendencia a prestar
más atención al Evangelio llevó a que
los leprosos, como los pobres y enfermos en
general, fuesen considerados próximos
a Dios: los "pobres de Cristo" (pauperes
Christi). La caridad se difundió, los enfermos pasaron a ser atendidos y las
donaciones en su favor se multiplicaron .

Los enfermos de lepra eran atendidos en hospitales llamados leproserías, lazaretos o


malaterías. En l 099 se creó en Jerusalén, tras la Primera Cruzada, la orden militar de
San Juan o del Hospital, formada por monjes guerreros que dedicaban sus centros a
la atención de los cristianos que enfermaban en Tierra Santa y a la protección de los
peregrinos.

EL CUIDADO DE LOS ENFERMO


En 1120, el creciente número de afectados por la lepra llevó a que del seno de los
hospitalarios surgiese una nueva orden, la de San Lázaro, dedicada al cuidado de los
leprosos. Este Lázaro no era el resucitado por Cristo, sino otro personaje del Nuevo
Testamento: el hombre cubierto de llagas de la parábola del hombre rico relatada en
Lucas 16,19-31 (las confusiones entre ambos Lázaros serian frecuentes). En principio,
los comendadores o encargados de los hospitales de la Orden debían ser enfermos
de lepra, disposición que el papa Inocencio IV abolió en el siglo XIII.

Los hospitales servían básicamente para recluir a los enfermos y hacer que sus vidas
fuesen más llevaderas, pero en la Edad Media no se conocían ni remedios para la


enfermedad ni maneras de paliar sus efectos. La oración era el método al que se


recurría con mayor frecuencia, junto con las peregrinaciones a lugares sagrados con
objeto de obtener el perdón divino, única y milagrosa cura. De ahí tanto la
proliferación de leproserías a lo largo de los caminos como la difusión de esta
enfermedad entre los peregrinos.Junto a los rezos se practicaban sangrías, se
preparaban brebajes con ortigas, sal, hierbas aromáticas, aguas de fuentes
medicinales y caldo de víbora, se hacían ungüentos con mercurio y se comía carne
de serpiente. Los hospitales contaban con huerto, establo, cementerio y capilla, y
cada paciente solía disponer de una habitación, una celda o una cabaña individual.

En los últimos siglos de la Edad Media, y sin que se conozcan las causas, la lepra fue
remitiendo. Algunos autores opinan que la peste negra de mediados del siglo XIV
exterminó a la mayor parte de los enfermos de lepra. Otros señalan que la reclusión
de los leprosos en hospitales llevó a que la infección dejase de propagarse; pero esta
a rmación no tiene en cuenta el hecho de que
muchos infectados que aún no habían
desarrollado los síntomas más graves
vivieron en sus comunidades durante
años, ocultando que padecían la
enfermedad.
Texto de Covadonga Valdaliso publicado en "Historia
National Geographic n. 10.   Digitación, adaptación y
ilustración de Leopoldo Costa.
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