El Corsario y El Mariinsky
El Corsario y El Mariinsky
El Corsario y El Mariinsky
El corsario es un ballet que incluye un gran número de enredos, trajes, decorados, colores, luces
y sobre todo mucho baile. Es como un libro de cuentos ilustrado, un TBO. Hay que verlo con
mucho humor y una sonrisa. Parece una película en technicolor con Errol Flynn. La historia es
una mezcla de El rapto en el serrallo y Titanic, con naufragio incluido.
Como sucede en muchas óperas y ballets el argumento es la excusa para el baile. Contiene una
verdadera cascada de pasos virtuosos ejecutados por piratas y odaliscas, pachás y esclavos,
mercaderes y ladrones. Es un ballet de aventuras con sus ingredientes de raptos, rescates,
amores, traiciones y fantasía e incluye unas cuantas joyas coreográficas. Una vez que empieza,
el baile no se detiene. Abróchense los cinturones, relájense y gocen.
El estreno de Mazilier tuvo lugar en París en 1856 con música de Adolphe Adam, el compositor
de Giselle. Esta producción fue estrenada en San Petersburgo en 1858 dirigida por Jules Perrot,
a la cual Cesare Pugni añadió nueva música y para la que Petipa creó el Pas d’esclave con
música de Oldenburg y en la que Petipa bailó el papel de Conrad y Perrot el de Pachá. En 1867
París era sede de la Exposición Universal y con tal motivo Mazilier repuso el ballet revisando
casi toda la coreografía e introduciendo un Pas de fleurs para Medora y Gulnara con música de
Léo Delibes. Petipa revisó la producción de Perrot basada en la de Mazilier en cuatro ocasiones:
1863, 1868, 1880 y 1899, cuando ya tenía 82 años. Sus dos más importantes contribuciones
incluyen el Divertissement ‘Le jardin animé’ en 1868, basado en el Pas de fleurs de «El
corsario» y el Mariinsky Mazilier, y el Pas de deux à trois de Medora, Conrad y Alí en 1899.
Esta producción permaneció en repertorio hasta 1928. Agripina Vaganova, en la entonces
llamada Petrogrado, y Vladimir Bourmeister en Moscú lo repusieron en 1931. Ya en 1955,
cuando la ciudad es conocida como Leningrado, Piotr Gusev la monta en el Teatro Maly.
Yo he visto tres versiones que difieren poco una de otra. La del Teatro Stanislavsky de Moscú
basada en la de Bourmeister, montada por Dmitri Briansev en 1989. La del American Ballet
Theatre (1998) realizada por Holmes (también publicada en DVD) y basada en la que K.
Sergeyev hiciera para el Bolshoi de Moscú en 1992. Y la tercera, ésta del Mariinsky en que el
naufragio aparece en el prólogo en vez del epílogo. El montaje más reciente, que parece diferir
bastante de los anteriores, es el de Yuri Grigorovich para su nueva compañía en Krasnodar con
decorados muy al estilo de Bakst. Todas las producciones tienen varios elementos comunes:
dicen que están basadas en un poema de Lord Byron, muy en boga cuando el estreno del ballet y
que pronto pasó al olvido. El famoso naufragio que asombró en el estreno en París al mismísimo
Napoleón III.
El Pas d’esclave que bailan Gulnara y Lankedem, en el que el mercader baila con la esclava
cubierta por un velo. La mazurca de los corsarios del acto II con música de Pugni. El Grand pas
de trois des odalisques con música de Adam y Pugni del acto III y en el que Petipa desgrana tres
deliciosas variaciones para tres odaliscas. ‘Le jardin animé’, verdadera joya coreográfica de
Petipa, con algunas variaciones que difieren en los montajes (por ejemplo, Dudinskaya como
Medora bailaba una variación sacada de Don Quijote). Este Divertissement del acto III es una
visión rosada de cuento de hadas de un jardín de flores que toma vida y baila.
Le Corsaire - Ballet del Teatro Mariinsky de San Petersburgo
Programa de presentación del ballet El Corsario por el Teatro Mariinsky de
San Petersburgo en el Teatro Real de Madrid, 2006.
Es una ejemplar demostración de que la uniformidad de líneas y la simetría coreográfica pueden
ser tan gratificantes y delirantes como las proezas técnicas. Y por último el archiconocido Pas
de deux de El corsario, quizás uno de los pasos a dos más bailado en galas en todo el mundo.
Este Pas de deux merece una aclaración. Hay distintas versiones de cómo nació. Tomemos una
de ellas. En el montaje de 1899 Petipa creó un Grand pas de deux à trois classique con música
de Riccardo Drigo.
Éste celebra el amor de Medora y Conrad en la cueva de los corsarios y Alí se declara como el
devoto esclavo de Medora. Consiste en un adagio con entrada de arpa para Alí, el esclavo, y en
el que bailan Medora, Conrad y Alí. Le sigue la famosa y feroz variación de Alí. A continuación
la variación de Medora a ritmo de polca. Y la menos conocida variación de Conrad. La coda es
la tradicional y popular, y la bailan Medora y Alí, uniéndose al final a ellos Conrad para hacer el
porté de Medora.
La variación de Alí fue bailada por primera vez por Alexander Chekrygin y probablemente él
con ayuda del maestro Johansson creara su propia coreografía. Más tarde, Chabukiani, la
estrella georgiana, le daría la esencia heroica y atlética que conocemos hoy. La coda de Medora
fue concebida por Petipa para que Pierina Legnani, la gran virtuosa italiana, exhibiera sus
famosos treinta y dos fouettés en tournant. En 1931 Vaganova lo convierte en el tradicional
paso a dos para la graduación de Dudinskaya, que lo baila con Sergeyev y lo introduce en su
nueva versión completa de El corsario. Para otra graduación, la de Alla Sizova y Rudolf
Nureyev en 1958, la Sizova baila la variación de la Reina de las Dríadas de Don Quijote de
Petipa con música de Anton Simon (a menudo atribuida a Minkus). Cuando Nureyev se escapa
de Rusia y se presenta en el Covent Garden con Margot Fonteyn sólo existe una partitura de
piano que fue orquestada por John Lanchbery y que retiene la variación de Sizova. Otra
variación que es también bailada por las intérpretes de Medora en el paso a dos es la de Petipa
para Gamzatti en el Pas d’ action de La bayadera con música de Minkus. En la restauración de
Piotr Gusev que Oleg Vinogradov hizo para el Kirov en 1977 repuso la versión de Petipa de
1899 del Pas de deux à trois.
Le Corsaire - Ballet del Teatro Mariinsky de San Petersburgo
Programa de presentación del ballet El Corsario por el Teatro Mariinsky de
San Petersburgo en el Teatro Real de Madrid, 2006.
En El corsario los gozos de la belleza y el virtuosismo triunfan contándonos un cuento con final
feliz.
Érase una vez un mundo sin ballet. De pronto allá por los años 1400, en la época en que el arte
se despereza de la Edad Media y aparece el Renacimiento, renace un gran interés por todas las
disciplinas artísticas.
En Italia los príncipes y nobles competían ofreciendo a sus invitados grandiosas y lujosas
fiestas. Estas incluían grandes representaciones de danza en las que participaban las familias
nobles. Así fue naciendo el ballet, balletto, que viene del verbo italiano ballare. Por lo cual
además de nacer en Italia es allí donde se bautiza. Catalina de Médicis, nacida en 1519, fue una
de las primeras que apoyó estas manifestaciones y patrocinó la elaboración de espectáculos de
danza y diseños coreográficos. Catalina se casó con el Duque de Orleáns, que llegaría a ser
Enrique II, rey de Francia. Ejerció de reina no solamente en vida de su esposo sino también
durante el reinado de sus hijos. Fue una gran mecenas. Uno de los bailes organizados por ella
fue el “Balet Comique de la Royne” [sic], un entretenimiento cortesano que está considerado
como el primer ballet de la historia. Esto ocurrió en París en el año 1581.
En el siglo siguiente fue Luis XIV, gran aficionado a la danza, quien en 1661 organizó una
escuela de danza que fue el principio de lo que hoy se conoce como el Ballet de la Ópera de
París. La danza se fue profesionalizando. Se codificaron las “cinco posiciones”, que se
convirtieron en las vocales del ballet. Este arte nacido en Italia aprendió a andar y hablar en
Francia; por eso, desde ese momento, su idioma universal es el francés. Durante esos años la
técnica y la coreografía siguen su curso, se van desarrollando y su progreso y aportaciones se
extienden por toda Europa. Cuando se diseñan los teatros con proscenium mejoran y se
perfeccionan las representaciones, así como los efectos de las luces, contribuyendo todo esto a
darle una magia nueva a la escena.
Le Corsaire - Ballet del Teatro Mariinsky de San Petersburgo
Programa de presentación del ballet El Corsario por el Teatro Mariinsky de
San Petersburgo en el Teatro Real de Madrid, 2006.
A principios del XIX surge el movimiento romántico, en el que La sílfide de Taglioni (1832) y
Giselle (1841) fueron sus máximos exponentes. Se crea el tutú romántico y una nueva zapatilla
que posibilita que la bailarina baile en puntas, lo cual enriquece el vocabulario de pasos con una
nueva dimensión y libertad. Estas nuevas tendencias y recursos se extendieron a Copenhague,
en donde La sílfide (1836) de Auguste Bournonville aportó un nuevo estilo, que desde ese
momento pasa a ser conocido como “estilo Bournonville” y que, junto con las obras creadas en
París, formaron la primera edad de oro del ballet y su mayoría de edad.
Hacia mediados del siglo XIX comienza un declive de este arte en Europa. La capital del ballet
se traslada al este del continente, a donde llegarían las grandes figuras de la danza para
establecerse en San Petersburgo. Esta ciudad, que miraba hacia Europa, ya tenía un germen que
se empezó a formar en 1738, año en el que la Emperatriz Ana Ivanova fundó una escuela
dirigida por Jean Baptiste Landé “al servicio de palacio... para la educación en danzas teatrales
de varios estilos ejecutadas por los siervos de la corte”. La consolidación continuó en 1783, año
en el que Catalina II ordena la construcción en San Petersburgo del Teatro Bolshoi -que quiere
decir Gran Teatro- para el desarrollo de la ópera y el ballet. En 1809 se formaliza la Escuela del
Teatro Imperial aceptando, solamente, alumnos nacidos libres, o sea no siervos. El italiano
Carlo Rossi diseña la Calle del Teatro, donde se ubicaría la Escuela de Ballet. Esta calle, con
sus edificios en perfecta armonía, se convertiría en uno de los más bellos paisajes urbanos de la
ciudad del Neva.
Con todas estas infraestructuras no es extraño que en la segunda mitad del siglo XIX Rusia se
convirtiera en el nuevo país de la danza. Primero en San Petersburgo, la ciudad imperial, donde
vivían los zares, después en Moscú, ciudad mercantil con gran poder económico. Con el tiempo,
al igual que ocurría con las dos urbes, sus compañías de ballet también se convertirían en
rivales, con estilos y formaciones distintas. Si hubiera que pintarlas, al Mariinsky lo haría Da
Vinci, con pureza de línea, elegancia y la más estricta tradición clásica. Al Bolshoi la pintaría
Miguel Ángel, heroica, grande y con fuerte energía dramática.
A la bella ciudad de los canales llegaron destacados coreógrafos y bailarines europeos. Pese a la
decadencia en el resto de Europa, el ballet romántico conquistó San Petersburgo. Primero llegó
María Taglioni con La sílfide, una obra llena de encanto y ensueño que conquistó a los rusos. Le
siguió Fanny Elssler, invitada por el Zar, que golpeó y despertó a los soñadores con el
desparpajo de su baile pleno de gozo y pasión.
Los balletómanos y bailarines rusos pudieron experimentar lo que en ese momento era el cénit
del arte coreográfico e interpretativo. Recordemos que Giselle ya se había escenificado en Rusia
en 1842, sólo un año más tarde de su estreno en París. Desde entonces estas dos obras
permanecieron para siempre en el repertorio de las compañías rusas.
La gloria la alcanzaría el marsellés Marius Petipa, que llega a San Petersburgo en 1847 después
de tres años en España. Este francés está destinado por Dios y la historia a crear los más grandes
monumentos del ballet clásico. Él despierta del sueño y la fantasía a los ballets románticos. Los
transforma y reconstruye dándoles el toque maestro y definitivo. Asimismo, crea un legado de
más de cincuenta obras nuevas, algunas de ellas maestras y eternas. Petipa establece el orden, la
belleza, la magia del Ballet Clásico, también llamado Imperial, haciendo igualmente del Ballet
Romántico parte de ese nuevo orden. En aquel tiempo aparece el tutú imperial o tutú de plato,
que facilita el movimiento y por consiguiente le da una nueva dimensión al desarrollo de la
técnica.
El último gran ballet de Petipa fue Raymonda (1898), que realizó junto al compositor Glazunov.
En su exigencia por la belleza y en su búsqueda por esa ideal combinación de delicadeza con
grandeza, une cualidades opuestas que codifica y alumbra todo el estilo coreográfico de Petipa.
El Ballet Imperial se traslada en 1886 del Teatro Bolshoi al Teatro Mariinsky, que significa
Teatro de María (en honor de la emperatriz). El siglo XIX terminaba y el mundo ya tenía un
nuevo arte, mágico, definido y espectacular. Lo que había nacido en Italia ahora pertenece ya al
mundo.
Petipa reflejó en la grandiosidad de sus obras el esplendor de la corte francesa e imperial rusa.
Pero los lujos y formas expresados en esas producciones tenían sus días contados, hecho que
repercutiría en el arte y en los artistas. La Revolución soviética haría añicos todos los modos de
vida de la antigua Rusia. No obstante, todavía, en las dos primeras décadas del siglo XX, antes
de la llegada de la Revolución soviética, serían muchos los artistas del ballet que triunfarían allí.
Entre otros, brillaron en esos primeros años del siglo los coreógrafos Mikhail Fokine y George
Balanchine (el Petipa del siglo XX). Igualmente lo harían los geniales bailarines Olga
Spessitseva, Tamara Karsavina, Anna Pavlova y Vaslav Nijinsky y un extraordinario
empresario, innovador y director, Sergei Diaghilev. Todos estos nuevos talentos no resistieron
la manipulación artística y política del nuevo régimen, por lo que decidieron abandonar San
Petersburgo. Esta decisión marcó un paso trascendental en la historia del ballet, ya que la
antorcha de la danza retornaría durante dos décadas a París. Allí estos grandes artistas,
integrados en los Ballets Russes de Diaghilev, crearon algunas de las páginas más gloriosas de
la historia del ballet.
Mientras tanto, con el cambio de Rusia convertida en la Unión Soviética, se terminaba una era y
se bajaba el telón, pero no el de seda y brocados, sino el de acero. Llegaron el hermetismo y la
represión. Nada podía entrar o salir del nuevo imperio. Las artes se aislaron y paralizaron. Este
extraño y nuevo orden produjo un efecto invernadero en el ballet. No había nuevas creaciones y
esto, sin proponérselo, favoreció la conservación de lo que entonces existía, una joya difícil de
ignorar y de cambiar, el ballet clásico. San Petersburgo se convirtió en Leningrado y el
Mariinsky fue cambiando de nombres hasta que en 1935 le fue impuesto el de Kirov, en nombre
de Sergei Kirov, jefe del partido comunista de Leningrado asesinado en 1934. Durante algunos
años el Ballet Clásico peligró, ya que recordaba demasiado al sistema derrocado y a la familia
imperial, que había sido fusilada.
Esta rara y exótica planta llamada ballet necesitaba unos cuidados exactos, preciosos y precisos.
Pero al fin, ¡sobrevivió! Las musas fueron rescatadas de los campos de trabajos por el
Comisario de Educación Anatoly Lunacharsky, que decidió que el ballet podía agradar al
proletariado y además no había una razón coherente para tirar por la borda tantos siglos de
creación artística, que irónicamente el destino había querido que alcanzara su plenitud en tierras
rusas. Así nació el Ballet Soviético.
Agripina Vaganova fue la gran figura y maestra que salvaría del deterioro y el olvido al Ballet
Imperial; sin ella no hubiera existido el Ballet Soviético.
Semionova, Shelest, Ulanova, Kolpakova, Sizova y Makarova fueron esculpidas por ella. Los
jóvenes artistas soviéticos bailaron los nuevos ballets realistas. Se crearon obras de diferentes
temas, aunque, sobre todo al principio, siempre enfocadas hacia las consignas y los ideales del
“pensamiento único”. Destacaron las siguientes creaciones: Las llamas de París de Vainonen,
inspirada en la Revolución Francesa; La fuente de Bakhchisarai de Zakharov, basada en un
exótico poema de Pushkin; Romeo y Julieta de Lavrosky con la partitura de Prokofiev, una de
las más bellas composiciones escritas para ballet; así como Fuenteovejuna de Lope de Vega,
con coreografía de Vakhtang Chabukiani. Éste fue uno de los grandes bailarines del siglo. Entre
los artistas de aquellos años sobresalieron tres legendarios bailarines: Yuri Soloviev, Rudolf
Nureyev y Mikhail Baryshnikov.
Recuerdo que en mi primer viaje a Leningrado vi un ballet que parecía una máquina del tiempo,
La creación del mundo, una obra en la que se apreciaba la tradición más pura y unos
maravillosos bailarines. Fue una revelación para mí, porque esa noche descubrí algunos de los
tesoros que los soviéticos tenían encerrados. El argumento relataba, en cierto tono de parodia, la
bíblica historia del nacimiento de nuestro planeta. Kolpakova interpretaba a Eva, Baryshnikov
hacía el papel de Adán, Soloviev era Dios. Este bailarín exhibía un impresionante baile aéreo;
nunca he vuelto a ver un salto de esa elevación. Su vuelo y su vida acabaron en suicidio.
Fedicheva y Panov eran la pareja de diablos y Semeniaka interpretaba un juvenil ángel. Un gran
reparto histórico que nunca más volvió a repetirse, ya que poco tiempo después casi todos
huyeron de Rusia.
Terminada la era soviética, el gran teatro y la gran compañía de San Petersburgo recobraron el
nombre de Mariinsky y desde entonces mantienen un repertorio ecléctico, si bien son los ballets
clásicos las producciones que más les demandan en todo el mundo. La Escuela del Ballet
Imperial hoy se llama la Escuela Vaganova y sigue conservando ese régimen de pureza y
clasicismo que mantiene a la compañía como una de las mayores manifestaciones artísticas del
mundo. Por Ricardo Cué - Fuente: Teatro Real - www.teatro-real.com
Música Adolphe Adam, Cesare Pugni, Léo Delibes, Riccardo Drigo y Pyotr Oldenburgsky
Libreto Vernoy de Saint-Georges y Joseph Mazilier, editado por Yuri Slonimsky y Pyotr Gusev.