El Ocaso de Bizancio - Salvador Felip
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Salvador Felip
El ocaso de Bizancio
ePub r1.0
Mangeloso 23.04.14
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Título original: El ocaso de Bizancio
Salvador Felip, 2008
Retoque de cubierta: Mangeloso
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A mi madre, que me dio la vida.
Y a Fátima, la mejor razón para vivirla.
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Prólogo
Edirne (Adrianópolis), mediados de enero de 1453
Los golpes sonaban lejanos, opacos, como pasos en la distancia que se iban
aproximando, cada vez más nítidos, con una cadencia rítmica, casi adormecedora de
no ser por su insistencia. De repente notó un susurro que acompañaba al tamborileo,
indefinible inicialmente, luego más alto y claro, aunque tardó aún unos segundos en
darse cuenta de su significado.
—¡Visir! ¡Señoría! —Amir, su joven asistente alzaba la voz sin llegar a gritar, al
tiempo que golpeaba la puerta de roble tallado de su dormitorio con los nudillos.
Chalil Bajá se despertó por fin, removiéndose entre las sábanas de seda roja,
tratando de discernir la realidad de los sueños. A sus cincuenta y seis años las
preocupaciones y responsabilidades avejentaban su rostro, marcando las arrugas de su
frente y encaneciendo su barba y el escaso pelo que brotaba, disperso, por la cabeza.
Entreabrió los ojos tratando de captar la luz del día, pero la oscuridad envolvía la
estancia, ligeramente atenuada por el pálido reflejo de la luna. Se incorporó en la
cama con un quejido, producido más por el peso de los años que por los frecuentes
dolores reumáticos, y tanteó el suelo con los pies en busca de sus babuchas. Un
escalofrío recorrió sus piernas cuando el intenso frío del mármol mordió las yemas de
sus dedos.
Atinó al segundo intento con el calzado y se levantó pesadamente del lecho
dirigiéndose con paso inseguro a la entrada, molesto por la continuidad de los
llamamientos de Amir. Cuando abrió la puerta la luz del candil que portaba su criado
laceró sus ojos por un momento, haciéndole girar la cabeza.
—¿Qué es lo que ocurre? —preguntó con voz insegura.
—Perdonad mi intromisión, señoría —se disculpó Amir—, pero el sultán quiere
veros inmediatamente, os espera en el salón dorado en este momento.
—¿El sultán? —repitió Chalil, extrañado—. Ayúdame a vestirme.
Mientras Amir entraba a iluminar la sala y elegía un caftán blanco con arabescos
bordados en azul de entre los ropajes del visir, Chalil comenzó a preocuparse. Una
llamada tan urgente, en medio de la noche, no resultaba habitual. Aprovechó el agua
fría de una jofaina para lavarse la cara, tratando de eliminar los últimos retazos de
sueño, necesitaba pensar con claridad. No encontraba nada en las recientes
conversaciones de estos días que le proporcionara una idea concreta sobre la
necesidad de esa entrevista. La rebelión del emir karamaniano Ibrahim Bey, que
levantó con él los emiratos recién sometidos de Aydin y Germiyán, había sido
sofocada cerca de un año antes, del mismo modo que la agitación de los regimientos
de jenízaros por la soldada que recibían fue apaciguada poco después. Poco a poco se
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abría paso en su mente la idea de una expulsión de su puesto. De sobra conocía la
animadversión que le profesaban algunos de los más influyentes consejeros del
sultán, como el jefe de los eunucos, Shehab ed-Din. Trató de calmarse mientras se
ajustaba el turbante con ayuda de su asistente, al tiempo que acudían a su cabeza
tenebrosos pensamientos: el sultán no concedía jubilaciones, tan sólo la definitiva, la
muerte, mal contagioso entre aquellos de los que prescindía. Una gota de sudor frío le
recorrió la espalda mientras el corazón se le aceleraba como un potro que inicia una
carrera.
—Rellena una bandejita de plata con monedas de oro, Amir.
El joven criado se detuvo un momento mientras ajustaba la ropa del primer visir,
antes de obedecer la petición rápidamente. Amontonó un buen número de ducados
venecianos sobre una pequeña bandeja de plata finamente grabada y la alargó al
anciano entregándola con ambas manos.
Chalil recogió la bandeja y en silencio salió de la estancia encaminándose al
encuentro con Mahomet II, sultán del Imperio otomano.
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espléndidos atuendos con los que recibía a la corte. En la intimidad de sus estancias
Mahomet vestía de forma austera, llegando incluso a disfrazarse de soldado para
realizar inspecciones sorpresa. Su rostro permanecía fijo en la escritura mientras
Chalil cruzaba lentamente la distancia que lo separaba desde la puerta, sudando
profusamente y con el corazón acelerado. Tan pronto el primer visir alcanzó a
situarse frente a él, le alargó la bandeja con las monedas de oro con ambas manos, al
tiempo que efectuaba una profunda reverencia. Los ducados tintineaban en su bello
soporte, fruto del temblor que atenazaba a su dueño.
—Alteza, con mis respetos.
—¿Qué es esto? —preguntó Mahomet levantando la vista por primera vez. Ladeó
ligeramente la cabeza, mostrando sus inquisitivos ojos negros. Los mismos que
dejaban entrever una gran inteligencia, un constante ir y venir de ideas que parecían
atestar su pensamiento y que, sin embargo, no permitían deducir sus emociones. Su
nariz aquilina reforzaba los rasgos de su cara y añadía madurez a sus jóvenes
facciones. Las dudas que generaban su primer periodo de gobierno y su inexperiencia
anterior se habían disipado como la neblina de la mañana en cuanto aplastó la
rebelión del emir de Karmania.
—Es una costumbre entre los ministros de su alteza que cuando uno de ellos sea
llamado repentinamente a su presencia lleve un regalo.
Mahomet observó la bandeja sin alterar su expresión, dejó a un lado el libro, la
vida de Alejandro Magno contada por Arriano, y realizó un gesto de desaprobación
con la mano.
—No acostumbro a recibir tales regalos. Sólo hay una cosa que desee, si quieres
complacerme, ofréceme Constantinopla.
Chalil quedó petrificado al escuchar esas palabras. Firme partidario de la paz con
los bizantinos, debido a los beneficios comerciales que podía reportar y al poder
político que aún le quedaba al emperador Constantino XI, pensaba que ganaría algún
tiempo con la firma de una tregua que el sultán había aprobado poco antes, aunque al
parecer su influencia no era tan grande como los demás pensaban.
—Siéntate —ordenó el sultán con voz suave—. Te contaré lo que he estado
meditando.
Chalil se acomodó lo mejor que pudo en un bajo cojín colocado al efecto frente a
su señor tratando de pensar las palabras adecuadas para esa situación.
—Alteza —comenzó finalmente, tras tomar aliento—, una campaña contra la
ciudad llevaría a un costoso asedio, el emperador aún cuenta con notorias bazas
políticas y en caso de fracasar…
—No fracasaremos —interrumpió Mahomet—; no habrá nunca mejor momento
que este. Los bizantinos se encuentran divididos por causas religiosas; sus aliados
italianos no son fiables dado que sus intereses comerciales les atenazan; por primera
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vez en años, húngaros, albaneses y serbios no suponen una amenaza; la rebelión de
los emires ha sido sofocada. La oportunidad está ahí, a nuestro alcance. Si esperamos
más tiempo Constantino puede encontrar nuevos aliados, o incluso poner la ciudad en
manos de Venecia, con lo cual sería imposible tomarla. Además, mi trono no estará
seguro hasta que el último pretendiente sea eliminado.
Chalil asentía con la cabeza cada frase del sultán, mientras meditaba
cuidadosamente. En Constantinopla residía el último aspirante vivo al trono otomano,
Orchán, primo de Mahomet, con una pequeña corte de turcos exiliados. En el verano
de 1451 se acordó una tregua en la que el propio sultán juró sobre el Corán respetar la
integridad del territorio bizantino y una suma anual de tres mil akçes de plata para el
mantenimiento del príncipe Orchán mientras durara su estancia en Constantinopla.
Aunque la paz que tanto esfuerzo había costado levantar pendía de un hilo. En los
difíciles días en que los emires de Anatolia se rebelaron contra el joven Mahomet, los
bizantinos quisieron tensar la cuerda, una embajada solicitó los pagos prometidos en
el acuerdo para el mantenimiento de Orchán, que se habían retrasado, al mismo
tiempo que insinuaban que Bizancio podía jugar la baza política del nuevo candidato.
Recordaba su acceso de cólera ante los delegados bizantinos, cuyo gesto ponía en
peligro la paz y su propia posición. Conocía demasiado bien a su señor para intuir
que tamaña insolencia resultaría una humillación imperdonable.
—Si estás de acuerdo con mi decisión quiero que envíes orden al gobernador
Dayi Karadya Bey para que reúna su ejército y ataque las poblaciones bizantinas de
la costa de Tracia y las ciudades de la costa del mar Negro. Eso evitará que puedan
enviar refuerzos a la ciudad. Reúne inmediatamente el divan para votar la decisión.
Aunque el sultán acataría la decisión del divan o consejo de ministros, Chalil no
tenía dudas de cuál sería el resultado de la votación. Desde el primer momento, los
allegados al sultán, con Shehab ed-Din a la cabeza, eran firmes partidarios de la
guerra, la decisión estaba tomada, tan sólo debía dilucidar si se adhería a la causa del
sultán o trataba de mantenerse en solitario a favor de la paz, con el consiguiente
riesgo para su vida.
—Soy vuestro más leal servidor —expresó finalmente—. Que Alá nos conceda la
victoria.
Mahomet sonrió ligeramente mirando las monedas que el anciano visir aún
mantenía entre sus temblorosas manos. Estaba convencido de que Constantinopla no
se la iban a ofrecer en bandeja de plata.
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I. Preparativos
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Reclinado sobre el escritorio, frente a la ventana, Jorge Sfrantzés transcribía, con un
cuidado exquisito, las últimas letras del edicto imperial sobre la hoja de papel
italiano, temiendo que, en el último momento, una mancha de tinta estropeara todo el
trabajo. A diferencia del pergamino, el papel no permitía el raspado posterior de la
tinta y, aunque aún no escaseaba, el bloqueo al que la ciudad había sido sometida no
favorecía el derroche del material. La actividad de esas últimas semanas se tornaba
más y más frenética a medida que pasaban los días. En su posición de principal
secretario y amigo íntimo del emperador, necesitaba revisar o redactar gran parte del
continuo papeleo que se generaba en el palacio imperial.
Se rascó el mentón con el dorso de la mano en un intento de reflexión. Las prisas
eran incompatibles con la calidad de la escritura, y su afán de perfección le obligaba a
presentar cada impreso con la excepcional caligrafía que le caracterizaba. Era en los
malos momentos cuando se necesitaba mayor dedicación a las tareas cotidianas.
Los dedos y la palma de su mano derecha alternaban el negro de la tinta con la
palidez de su piel, tras media mañana de afanosa escritura. Desde el alba aprovechaba
la luz del tibio sol de ese 29 de enero de 1453. Despreciando el fresco ambiente de la
habitación, vestía únicamente su sencilla túnica blanca de lana, ajustada a la cintura
por un estrecho cinturón de cuero marrón, junto con botas altas del mismo material,
de estilo militar. No resultaban adecuadas para uno de los más altos dignatarios de la
corte, y en el rígido protocolo que lo rodeaba levantarían más de una airada protesta,
pero en las frías mañanas de invierno, sentado inmóvil frente a su escritorio,
remediaban eficazmente parte del gélido ambiente matutino. Contaba además con la
incipiente laxitud del vestuario de la corte desde el establecimiento del bloqueo unos
meses atrás; últimamente resultaba risible preocuparse del calzado adecuado cuando
la mitad de la ciudad vestía con harapos.
Ya casi mediodía, era el momento en que le resultaba más fácil el manejo de la
caña con la que escribía. Las letras del alfabeto griego, trazadas con hábiles y
precisos movimientos, brotaban sobre el papel con un ritmo constante y suave.
Aunque la lana de su vestido estaba más finamente tejida que las prendas
occidentales del mismo material, no era tan cálida, lo que atenazaba sus brazos por el
frío al realizar su trabajo. Pero a esa hora, con el ambiente caldeado por el sol a través
del vidrio del cristal, los signos fluían de su mano casi sin esfuerzo.
Concentrado sobre su manuscrito, tardó en darse cuenta del repicar de las
campanas de la cercana iglesia de San Salvador de Chora, que unían sus tañidos a los
de otras iglesias del barrio elevando un coro de sonidos que se intensificaba, a medida
que los numerosos campanarios cercanos agregaban sus cantos al conjunto.
Desde su ventana tan sólo alcanzaba a vislumbrar el patio interior del palacio de
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Blaquernas, residencia actual del emperador y de la corte. Observó cómo algunos de
los sirvientes y funcionarios lo atravesaban apresuradamente en dirección a la puerta
de entrada.
La puerta de su estancia se abrió de golpe, con un fuerte chasquido que le
sorprendió hasta el punto de hacerle derramar la tinta sobre el escritorio. Teófilo
Paleólogo, primo del emperador y uno de los miembros del consejo imperial, entró
como una exhalación, anudándose el cinto de la espada a la cintura.
—¡Jorge! —gritó—, ¿no oyes las campanas? Serías capaz de continuar
escribiendo mientras los turcos escalan la muralla.
—¡Virgen Santísima! ¿Nos atacan los turcos?
—No lo sé, el palacio está medio vacío, los pocos con los que me he cruzado no
sabían nada, ¿avisamos a Constantino?
—Primero hemos de enterarnos de lo que está ocurriendo, podría ser una falsa
alarma. Bajemos a preguntar a los guardias.
Sin pararse siquiera a recoger una capa, abandonó su estancia y se adentró
aceleradamente en el pasillo, seguido por Teófilo, que corría maldiciendo su espada,
que con cada zancada le golpeaba la pierna. Sin fijarse en los gastados mosaicos que
cubrían las paredes de esa sección del palacio, reservada a la administración de la
corte y funcionarios imperiales, recorrieron la distancia hasta las escaleras de mármol
que conducían al patio sin cruzarse con nadie, observando de reojo cómo algunas
habitaciones se encontraban vacías, con la puerta abierta de par en par.
La sensación de ser las últimas personas que permanecían en el palacio les
impulsó a acelerar el paso, bajaron los escalones de dos en dos, en ruidosos saltos, y
cruzaron el suelo empedrado del patio porticado a la carrera.
Aquella cacofonía sacra sólo aparecía en momentos de peligro o de extremo
júbilo, y estos últimos escaseaban en la capital del imperio. Por un momento, la
imagen del ejército turco asaltando la ciudad pasó por la mente de Sfrantzés. Desde
que el sultán había finalizado la construcción de una nueva fortaleza en la parte
europea del estrecho del Bósforo, en Constantinopla no se hablaba de otra cosa, la
guerra parecía inevitable. Los turcos la llamaban Boghazkesen, el estrangulador del
estrecho, fiel reflejo de su utilización. Ningún barco podía atravesar el estrecho sin
permiso, bajo riesgo de ser hundido por el inmenso cañón instalado a tal fin en una de
las torres, mirando hacia el mar. Un par de meses antes, un navío veneciano no
respetó la orden de detenerse para la inspección y fue inmediatamente enviado al
fondo del estrecho. El sultán condenó al capitán y la tripulación superviviente a la
pena de empalamiento como advertencia.
Al llegar a la calle se detuvieron casi sin aliento junto a los dos guardias que
custodiaban las puertas de entrada al palacio. Habían perdido su porte marcial y se
asomaban, apoyados en sus lanzas, a la travesía, contemplando cómo grupos
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dispersos de personas se dirigían hacia la costa, al barrio de Studion.
—¿Sabéis qué está ocurriendo? —preguntó Teófilo al alcanzar al primero de los
guardias.
Éste se giró sorprendido al oír aquella voz y enderezó su postura intentando
adoptar una posición más formal. Cuadró la lanza al lado del cuerpo mientras su
compañero seguía asomado a la calle ignorando la nueva aparición.
—No estamos seguros —carraspeó el soldado—, al parecer hay noticias de
navíos latinos que se acercan a la ciudad con refuerzos o suministros, la gente corre
hacia el puerto para comprobar si es cierto, pero no creo que todas las iglesias se
vuelvan locas a la vez, supongo que se podrán ver desde la costa.
—¿Hay alguna certeza de que sean amigos?
—No —respondió el lancero con aire dubitativo—. En realidad lo primero que se
decía era que se trataba de barcos turcos, casi una veintena.
Sfrantzés no se sintió aliviado tras escuchar al soldado. No podía desechar su idea
inicial de un ataque, algo prácticamente inevitable, debido a los graves conflictos
diplomáticos, incluida la ejecución de dos embajadores por parte del sultán turco. Sin
embargo albergaba la esperanza de un repentino cambio en la situación, de forma que
se retrasara la inminente contienda el tiempo suficiente para poder intensificar la
preparación y recabar los apoyos necesarios. La aparición de una flota turca podría
significar el inicio de la invasión. La boca se le secó sólo de pensar en las escasas
fuerzas que podrían oponer al sultán en ese momento. Los últimos contactos
diplomáticos, algunos de ellos dirigidos por él personalmente, habían resultado
infructuosos. De hecho, Alfonso V, rey de Nápoles, esperaba la inminente caída de la
ciudad con la secreta intención de alzarse como emperador, superando su ambición a
la afiliación religiosa frente al enemigo turco. Más aún, no se esperaba ningún barco
con ayuda. Era urgente comprobar la realidad de la situación para adoptar las
medidas necesarias, por lo que pensó en informarse de primera mano de los hechos,
en lugar de mantenerse en el palacio con los nervios a flor de piel por la espera de
noticias.
—Deberíamos comprobarlo —comentó Teófilo como si le hubiera leído la mente
—. Podemos acercarnos a la muralla, desde las torres centrales tendremos una buena
vista del mar de Mármara. Aunque deberíamos armarnos primero.
—No es buena idea cargar con una armadura colina arriba —respondió Sfrantzés
—. Si son barcos enemigos tardarán en alcanzar los muros, tendremos tiempo de
volver y organizar la defensa. Es mejor marchar ligeros.
Sin despedirse del guardia corrieron de nuevo calle arriba dejando el palacio a su
derecha hasta llegar al pie de la muralla, donde los muros del complejo se unían con
la muralla interior. Desde allí no habría más de quinientos metros hasta la puerta
Carisia, donde se iniciaba la calle Mese, la más importante de la ciudad, que se
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prolongaba hasta la iglesia de la Santa Sabiduría, más conocida como Santa Sofía.
Cruzando dicha calle, colina arriba, se alcanzaba el punto más alto de la línea de
murallas que defendían la ciudad. Desde una de las torres del final del Mesoteichion,
la zona amurallada que atravesaba el valle del río Lycos, se divisaba hacia el sur toda
la urbe, así como el mar de Mármara, lo que permitía cubrir con la vista cualquier
buque o flota que se aproximara.
Continuando a la derecha de la alta muralla avanzaron con rápidos pasos
alejándose del palacio, dejando atrás la iglesia de San Salvador de Chora, cuya
cúpula, rematada con la cruz griega en su punto más alto, se asomaba fugazmente
calle abajo.
Al alcanzar la calle Mese, Sfrantzés se detuvo un instante, recobrando fuerzas
ante la subida a las almenas de las murallas. Aunque mantenía un buen tono físico
preparándose para las exigencias del futuro inmediato, sus más de cincuenta años le
pesaban en las piernas, y tras la carrera necesitaba unos instantes de reposo.
—No es momento de descansar —animó Teófilo—. Ahora comprendo por qué no
querías recoger la armadura.
—Soy escriba, la guerra es para mí un oficio ocasional, dame un par de minutos.
El punto más elevado lo constituían las torres próximas a la puerta civil de San
Romano, antaño una de las principales entradas de la capital del imperio. Se
encontraba clausurada por orden del emperador, como el resto de accesos a la ciudad,
para evitar que las partidas de soldados turcos que asaltaban últimamente la cercana
campiña se adentraran tras la última línea de defensa. Para alcanzar esa zona aún
debían cruzar el río Lycos y ascender unos treinta metros hasta la cima de la colina
central de la ciudad, sin contar los numerosos escalones del muro exterior y la torre.
El tramo era demasiado largo y empinado como para realizarlo sin una parada.
—Nuestros espías nos confirmaron hace un par de semanas que el sultán aún no
ha reunido su flota, ¿cómo es posible que nos ataque con tanta rapidez?
—Tienes demasiada fe en tu servicio de información, Jorge. Los mensajes que
nos llegan podrían estar manipulados por los turcos, o ser enviados por traidores.
—Es el único medio que tenemos para conocer los movimientos de Mahomet.
Hasta ahora nos han dado buen servicio, no tenemos razón para desconfiar.
—Si nosotros tenemos agentes en la corte del Sultán, ¿cuántos espías tendrá él en
Constantinopla? Puede haberse enterado de nuestras escasas fuerzas y adelantado el
ataque.
—Es posible —admitió Sfrantzés—, pero se necesita algo más que una veintena
de barcos para tomar la ciudad. Continuemos, tengo curiosidad por ver esa flota, es
más probable que esté de paso para reforzar el bloqueo.
Continuaron su marcha, algo más calmada por deferencia hacia el secretario
imperial, cruzando la calle Mese, antaño populosa y rebosante de vida, cuya visión
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actual proporcionaba una triste sensación de vacío. Un puñado de casas y tiendas
salpicaban sus márgenes caprichosamente, como islotes vitales rodeados de edificios
en ruinas. Los pórticos que proporcionaban abrigo contra el sol o la brisa a los, en
otro tiempo, numerosos compradores, habían desaparecido o yacían derrumbados
hasta donde alcanzaba la vista. Los pocos comercios que permanecían abiertos en
aquella zona eran alfareros, pequeños artesanos o granjeros que vendían sus escasos
excedentes de la cosecha. Apenas un puñado de personas, vestidas con remendadas
túnicas, acordes con el entorno, deambulaban por entre los puestos abiertos,
indiferentes a las estridentes llamadas de las campanas.
Tras rodear la iglesia de San Jorge, cuyo campanario continuaba emitiendo
sonoros tañidos, se apresuraron al pie de la muralla hacia la parte más alta de la
colina. El empedrado de la calle desaparecía poco a poco a medida que avanzaban,
siendo sustituido por el blando terreno arenoso que flanqueaba el río. Los edificios en
ruinas daban paso a claros de mayor tamaño, hasta llegar a una amplia zona a ambos
lados del Lycos, donde el terreno se encontraba parcelado y en cultivo. Los antiguos
jardines que separaban los distintos barrios de la ciudad se fueron convirtiendo poco a
poco en terrenos baldíos, descuidados prados de matojos y malas hierbas que
finalmente fueron aprovechados por algunos de los habitantes para completar la
alimentación de sus familias. Estos campos se antojaban ahora fundamentales para el
mantenimiento de muchos de los constantinopolitanos, cercados por tierra y mar por
las huestes del sultán.
Atravesaron el estrecho río por un precario puente de madera situado junto a la
muralla e iniciaron el tramo más penoso, colina arriba. El paisaje fue cambiando a
medida que los terrenos cultivados daban paso a prados de matojos salvajes y rosales,
aprovechados por algunos rumiantes que deambulaban pacíficamente entre la
abundancia de forraje natural.
Tan pronto alcanzaron la torre anexa a la puerta, ascendieron por los escalones de
la rampa que accedía al camino de ronda de la muralla interior y, posteriormente, a lo
alto de la torre almenada por las escaleras posteriores a la misma. No se encontraron
con un solo guardia hasta el piso superior de la construcción, donde un solitario vigía
señalaba hacia el mar apoyado en las almenas mientras comentaba animadamente la
situación con un par de monjes que habían tenido su misma idea.
Cuando se aproximaron al grupo, siguiendo con la vista la dirección marcada por
el brazo erguido del guardia, vieron aparecer dos navíos a poca distancia de la costa,
con sus blancas velas cuadradas desplegadas, rodeados del intenso color turquesa del
Mármara, como si una suave mano los hubiera guiado hacia aquel lugar para
enviarles un mensaje de esperanza. Los bajeles montaban tres palos y altas bordas
con castillos a proa y popa. No disponían de remos, lo que, unido a la escasez de
viento adecuado, ralentizaba la aproximación. La bandera se arremolinaba en torno al
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mástil principal, impidiendo su identificación desde esa distancia.
—Son barcos de transporte —comentó el vigía mirando por primera vez a los
nuevos inquilinos de la torre, al tiempo que perdía momentáneamente el interés por
los navíos.
—Serán genoveses, o tal vez catalanes —añadió uno de los monjes—; los
venecianos rara vez se acercan a la ciudad sin la escolta de alguna de sus galeras.
—Si son genoveses, ¿no recalarán en Pera en lugar de dirigirse a Constantinopla?
—inquirió el segundo fraile—. A fin de cuentas necesitan entrar en el Cuerno de Oro
en ambos casos.
—Dios no lo quiera —respondió Sfrantzés sin quitar la vista de los buques.
Los monjes volvieron la cabeza hacia él mientras uno de ellos asentía
ligeramente. La emoción despertada por la llegada de los barcos se convertiría en
amarga decepción si se encaminaban hacia Pera, la colonia genovesa situada en la
otra orilla del Cuerno de Oro.
—Aún deben doblar el cabo de la Acrópolis —comentó Teófilo, mientras se
frotaba la pierna, magullada por el continuo martilleo de la espada en el trayecto—.
Tienen que luchar contra las fuertes corrientes y los bajíos; además el viento proviene
del norte, eso dificultará la entrada en puerto. Tenemos tiempo para volver a palacio e
informar al emperador.
—Encárgate tú —respondió Sfrantzés—, yo me voy a acercar hacia el otro
extremo de la ciudad a comprobar si atracan finalmente en Constantinopla.
Tras unos minutos contemplando el lento avance de la que podría ser la salvación
de la ciudad, bajó las escaleras del torreón, suspirando de alivio tras comprobar que la
flota turca aún les concedería algo de tiempo. Sin embargo, deberían tomarlo como
una advertencia, la próxima vez que repicaran las campanas sería la guerra la que
estaría llamando a la puerta. Con un cúmulo de pensamientos contrapuestos,
arremolinados en su interior, se encaminó a paso lento hacia la parte oriental de la
ciudad.
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cuádriga de bronce que ahora lucía en la plaza de San Marcos en Venecia. Por otro
lado, desistió de identificar alguna de las centenares de pequeñas cúpulas
pertenecientes a la multitud de iglesias que salpicaban la capital del languideciente
imperio, las cuales poblaban un terreno semidespejado, que se aproximaba más a una
serie de diminutas aldeas separadas entre sí por cultivos y terrenos agrestes que a una
urbe. Resultaba extraño comprobar el grado de deterioro al que había llegado
Constantinopla, la segunda Roma, erigida sobre siete colinas a semejanza de la
ciudad eterna, y dotada de todo tipo de monumentos como correspondía a la capital
del Imperio bizantino.
Cerca de Santa Sofía, y un tanto avasallada por su masiva estructura, divisó la
columna de Justiniano, casi tan alta como la iglesia a la que acompañaba y coronada
por una estatua de bronce del emperador a caballo, con porte glorioso, un globo en su
mano izquierda y la mano derecha alzada en esa postura tan característica de las
esculturas ecuestres romanas, como la que representaba a Constantino en San Juan de
Letrán.
A la vista de su destino las dudas asaltaban su pensamiento con más fuerza que
nunca. En el momento en que decidió ascender por la pasarela del barco, para unirse
a los expedicionarios de Giovanni Giustiniani Longo, el gran capitán genovés de las
guerras véneto-milanesas, la opción resultaba incluso atrayente. Las numerosas
deudas abiertas con mercaderes y bancos genoveses no ponían a su alcance
demasiadas elecciones, menos aún teniendo en cuenta que muchos otros prestamistas
frustrados le esperaban en los reinos italianos de la corona de Aragón e incluso en su
misma Castilla natal. El ritmo de vida de un hidalgo castellano requería unos gastos
excesivos para su menguada bolsa. Vendidas las escasas tierras, juros, villas y
posesiones mobiliarias recibidos en herencia, sus únicos ingresos provenían de unos
préstamos a los cuales no podía hacer frente. Su vida se había transformado en una
continua huida hacia delante. En esa encrucijada, un barco necesitado de voluntarios
hacia una ciudad que espera una guerra era una ocasión a aprovechar.
En la parada realizada por los buques en Quíos le tentó la idea de escurrir el bulto
y permanecer en la colonia. No cedió a ese impulso por el gran tráfico que mantenía
con Génova aquel puerto. La posibilidad de encontrar rápidamente una cara conocida,
y no amigable, excedía las probabilidades aceptadas por el buen juicio. De este modo,
el destino le empujaba a aquellas tierras orientales que ahora aparecían ante sus ojos.
Confiaba plenamente en su probado encanto, su refinada educación y en el
planteamiento que estructuraba en su cabeza, por lo que desechó las indecisiones que
aparecían en el último momento, por otro lado inútiles.
Una palmada en la espalda devolvió al joven a la atestada cubierta, donde los
marineros se afanaban en el manejo de las velas intentando no tropezar con los
soldados que se apelmazaban sobre las bordas señalando el puerto y comentando
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ruidosamente si las griegas serían tan castas y beatas como se apuntaba en Occidente.
—Pareces un sacerdote atendiendo una confesión, ¿acaso sueñas despierto?
John Grant, el ingeniero de la compañía, se acomodó en la borda al lado de
Francisco, agarrando una de las maromas de cuerda con una de sus gigantescas
manos, mientras se atusaba la barba y el pelo castaño con la otra. Su acento era
fuerte, gutural, por eso la mayoría le llamaba «el alemán», sin embargo procedía de
Escocia, de donde había salido muy joven para buscar aventuras, dinero y fama. Sus
anchas espaldas y elevada estatura contrastaban con el delgado porte del castellano,
que apenas le llegaba a la barbilla. Sin embargo, el carácter abierto de Francisco le
granjeaba las simpatías de muchos de los integrantes del viaje; la carencia de
numerosa plata en su bolsa era suplida con la plenitud de su ingenio, rebosante de
anécdotas sobre medio mundo, a las cuales el ingeniero era aficionado.
—Tan sólo estoy tratando de disfrutar de este momento —respondió Francisco—.
He oído hablar de esta ciudad tantas veces que encontrarme a sus puertas es difícil de
creer.
—¡Menuda tontería! —espetó John—. El mundo cabe en un tonel, tan sólo es
cuestión de proponérselo, si me dieran un ducado por cada lugar que pensaba no vería
jamás…
—No todos somos tan inquietos. Yo he vagado lo justo, lugares escogidos donde
sentirme uno más.
—Y donde encontrar buen vino y buenas mujeres —añadió el escocés— que a
juzgar por tus antecedentes no tardarás en hallar aquí.
—No sé de dónde vienen esas extrañas elucubraciones sobre mi persona —
comentó Francisco con tono socarrón—. A fe de castellano que no me considero
amante de los vicios. Vino, mujeres y juego sólo he catado en contadas ocasiones, me
inclino más por la buena mesa y el tintineo del acero y aunque de lo primero no
espero encontrar en este puerto, a juzgar por su aspecto, es probable que nos
hartemos de lo segundo.
—Vas a echar por tierra tu reputación, la soldadesca aún comenta tu historia sobre
las hijas del banquero florentino, bien es cierto que cada escenificación se aparta un
poco más del original.
—Siempre hay excepciones, la senda de la virtud es de arduo recorrido, no viene
mal descansar un trecho en los brazos de una joven comprensiva.
—Más si cabe cuando tiene una hermana gemela igualmente comprensiva.
—Eso sólo ocurrió una vez y el arrepentimiento posterior fue sincero, sobre todo
cuando el padre comenzó a aporrear la puerta jurando degollarme. Pese a todo fue
una memorable despedida de Florencia.
Mientras John reía la ocurrencia de su compañero, en su camarote, debajo del
castillo de popa, Giustiniani se mantenía erguido permitiendo a su ayudante ajustarle
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la coraza sobre el pecho. Cuando las noticias del bloqueo al que el sultán había
sometido a Constantinopla llegaron a Génova, las mayores preocupaciones de sus
habitantes se dirigían hacia Pera, el barrio genovés al otro lado del Cuerno de Oro.
Las lucrativas relaciones comerciales con los puertos del mar Negro a través de los
territorios controlados por los turcos bloqueaban cualquier tipo de ayuda oficial al
Imperio bizantino, así como las luchas actuales en Italia al lado de Milán. El
gobernador Angelo Lomellino, podestá de Pera, recibió precisas instrucciones para
que alcanzara un acuerdo digno con el sultán que garantizara la neutralidad de la
colonia, mientras a los ciudadanos particulares se les autorizaba a actuar como mejor
quisieran. Entre estos últimos, Giustiniani había formado su compañía,
experimentada en las guerras de asedio de Lombardía, para ponerse a disposición del
emperador, en busca de fama y, sobre todo, de nutridos emolumentos para los suyos.
Para él, antes que nada, quería la gloria del reconocimiento como salvador de
Constantinopla. Su viejo sueño era una estatua ecuestre en bronce en uno de los foros
de la capital imperial, que transmitiera en el futuro los ecos de sus hazañas. Cuando
escuchó la llamada de auxilio de los griegos, tuvo la corazonada de que aquel asedio
sería el más importante de su tiempo, que marcaría un hito en la historia, no existía
lienzo mejor donde imprimir su huella. El primer paso comenzaría con una entrada
triunfal en la ciudad, para lo cual ofrecería a la multitud su mejor imagen.
Ascendió lentamente con paso firme hacia la cubierta del buque, el cual
cabeceaba suavemente en su avance hacia el puerto de desembarco. Cuando se situó
en medio del navío, junto al palo principal que sostenía el velamen, realizó un gesto
para que uno de los oficiales, con una voz seca, ordenara atención de los soldados.
Giustiniani, embutido dentro de su coraza, con la enguantada mano apoyada en el
pomo de la espada, la armadura emitiendo destellos con cada pequeño movimiento,
reluciente hasta en sus más recónditas juntas, esperó pacientemente a que reinara el
silencio entre la soldadesca para comenzar a hablar con voz firme.
—Supongo que tendréis tantas ganas de bajar de este maldito bote como yo.
La frase fue seguida de un comentario general de aprobación, la travesía se había
tornado especialmente pesada, más aún desde la entrada en el mar de Mármara,
donde por culpa de las corrientes y los vientos contrarios el trayecto entre Gallípoli y
Constantinopla llevó una semana. Los infantes se sentían cómodos cuando la tierra no
se movía bajo sus pies y, aunque los días de mareos y vómitos habían quedado atrás,
todos deseaban apearse.
—Sin embargo —continuó el capitán— no bajaremos como una chusma
cualquiera, como ratas que abandonan un barco. Ya que el barrio genovés de la
ciudad dispone tan sólo de pequeños puertos sólo aptos para barcas de pesca, vamos a
desembarcar en la zona veneciana —a estas palabras siguió un murmullo de insultos
—; demostraremos a esos estirados nuestro mejor porte. Desembarcaremos
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completamente armados, desfilando frente a la multitud. Que toda la ciudad sepa que
no hay soldados más gallardos, valientes y apuestos que los genoveses.
La vieja rivalidad comercial entre Génova y Venecia desembocó en poco tiempo
en acoso y piratería de los barcos de ambas flotas. Por lo que cada ciudad buscó
apoyos diplomáticos en contra de su adversario. Venecia con Aragón, azuzando a los
reyes catalanes en Cerdeña contra el dominio genovés, mientras que Milán se
convertía últimamente en aliada y señora de Génova, confrontando los ejércitos
venecianos en tierras italianas. Siglos de disputas que fomentaban el odio y el
enfrentamiento, debían ser dejados de lado si se quería ayudar eficazmente al
sostenimiento de Constantinopla.
—Quiero ver los rostros de los bizantinos abrumados por el asombro y la
admiración, y los de los venecianos verdes de envidia. ¡Armaos compañeros!
Constantinopla espera ansiosa un buen espectáculo, no podemos defraudar al público.
Con un grito de júbilo los soldados se apresuraron hacia sus equipos vaciando la
cubierta del bajel, donde los marineros retomaron sus faenas tras el pequeño descanso
que había supuesto el discurso de su principal pasajero.
Giustiniani se aproximó a Francisco, que aún se encontraba apoyado contra la
borda observando el ajetreo de los tripulantes. No disponía de armadura cuando se
unió a la expedición, por lo que le habían prestado peto y espaldar que trataron de
ajustarle con menor fortuna de la deseable. Para ese día vestía su mejor atuendo, de
excepcional costura y mejor precio, dado que aún le debía los portes al sastre genovés
que empeñó sus buenas horas en confeccionarlo. Pantalones y chaqueta de un bello
granate oscuro con ribetes dorados, sobre una camisa inmaculadamente blanca,
quedaban semiocultos por una capa de vivos colores rojizos y negros, que le
mantenía abrigado de la fresca brisa marina. Con espada y daga al cinto, buen acero
de su tierra, embutidas en correajes de reluciente cuero marrón a juego con sus botas,
presentaba un aspecto magnífico, señorial, causando un toque de envidia al italiano,
que, a pesar de sus elevadas rentas e ingresos, carecía del buen gusto del castellano en
el vestir. Su mentalidad castrense le inclinaba hacia la ropa funcional, adecuada para
cualquier eventualidad militar, lo que no casaba necesariamente con la elegancia.
—Estás endiabladamente elegante —afirmó Giustiniani—. Me gustaría que te
mantuvieras a mi lado durante el desfile, dirá mucho de nosotros que un pariente del
emperador nos acompañe, e incluso puede que echemos mano de tus conocimientos
de griego, aunque, sinceramente, espero que en la corte sepan hablar latín.
En el momento de subir a bordo del barco, para unirse a la expedición, la primera
pregunta que había formulado el capitán era la razón por la que un castellano quería
viajar a Constantinopla. Responder que huía de sus deudores no era lo más acertado,
por lo que comentó ser un pariente lejano del emperador. Su abuela materna era
griega, de Mistra, en el Peloponeso. Además de enseñarle a hablar aceptablemente en
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griego, le contaba historias de su tierra natal durante su infancia, en el tiempo que
estuvo a cargo de su educación. Su abuelo, uno de los ballesteros de la guardia de
honor asignada por Pedro el Ceremonioso en el Partenón, la había tomado en
matrimonio en el viaje de vuelta a la patria. El antiguo soldado decidió probar fortuna
en el comercio, donde la suerte le sonrió, legando una buena herencia a su hijo, padre
de Francisco, el cual se trasladó a Toledo, donde su posición de hidalgo restó gran
parte de los recursos generados por su padre. Francisco ciertamente tenía básicos
conocimientos, tanto de aquellas tierras lejanas como de la familia imperial, pero el
único lazo que le unía con Constantino XI Paleólogo eran difusos datos
proporcionados por una anciana nostálgica, que se decía perteneciente al linaje de los
Comneno. Su convicción al relatar la historia de su ascendiente familiar, unida a su
natural carisma, le proporcionó pasaje y el acercamiento a Giustiniani, el cual no
quería desaprovechar semejante golpe de suerte. Por último, tenía a su favor no ser el
primero en solicitar una plaza en el barco, pues poco antes que él, un bravo noble
genovés, Mauricio Cattaneo, solicitó acompañar a sus compatriotas, asqueado por el
indigno papel realizado por el gobierno de la ciudad.
—Debo recordar —respondió Francisco— que no conozco al emperador en
persona, al igual que yo, no había nacido en el momento en que mi abuela dejó estas
tierras.
—Es evidente —comentó el italiano—, pero tal como dicen, la nobleza se lleva
en la sangre, no dudo que Constantino nos recibirá con los brazos abiertos, a ti por
familiar y a mí por necesario.
—Seguramente su alegría será mayor por los setecientos soldados que te
acompañan que por un primo lejano, con una coraza mal ajustada, la bolsa vacía y
mareado por el trayecto. De todas formas no debes preocuparte por el idioma, no
tendrás problemas para entenderte en latín, o incluso toscano, recuerda que la colonia
italiana en esta ciudad es una parte importante de la población, así como la mayoría
de los grandes comerciantes. En la corte han de estar habituados a tratar con ellos.
—Como bien dices, la lengua es un asunto secundario, lo que realmente va a
influir en esta contienda será el estado de las murallas y el ejército del sultán, del
resto podremos ocuparnos con más tranquilidad.
—Confío en que el asedio no sea especialmente duro, me costaría pensar que los
turcos pudieran poner esta ciudad en serios apuros.
Giustiniani sonrió ligeramente, torciendo la boca en una expresión de
condescendencia, como si tratara con un joven al que ha de enseñar los principios
más básicos de la ciencia.
—Me temo, Francisco, que el sultán lanzará sobre nosotros todo el potencial del
que dispone, que no es en absoluto desdeñable. Deberías hacerte a la idea de que la
contienda va a ser larga, costosa y de feroces asaltos. Tendrás sobradas opciones de
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demostrar tu valía con el acero, y si Toledo merece la fama que le dan los espaderos
italianos.
—Cuando esto acabe —replicó Francisco— toda la compañía hará procesión
hasta Castilla para comprar en sus herrerías.
El italiano repitió la sonrisa mientras se alejaba hacia su camarote, dejando a su
contertulio con una expresión de confiada altivez que contrastaba con las brumas que
se desataban en su interior.
Una verdadera multitud se agolpaba en las inmediaciones del puerto, donde los
barcos genoveses estaban realizando las últimas maniobras de atraque. Entre el gentío
se podía escuchar media docena de lenguas, cada una comentando los avatares del
momento en un grupo más o menos numeroso de compañeros ocasionales. En medio
de esa extravagante acumulación de gente en una ciudad semidespoblada, Jorge
Sfrantzés se abría paso difícilmente en las cercanías de uno de los amarres adonde se
dirigían los buques. Tras unos minutos de forcejeo, empellones y numerosas
imprecaciones de los asistentes, decidió subirse a uno de los muros bajos que
circundaban la rada, que, aunque ya atestado, permitía nuevas incorporaciones con tal
de que el intruso no tuviera reparos en aplastarse contra sus vecinos y aceptara el
riesgo de caer de nuevo al piso de piedra. Desde su privilegiada atalaya, consiguió
una aceptable vista del acercamiento de los navíos, librándose al mismo tiempo del
maloliente efluvio emanado por los numerosos restos de pescado, que se extendían,
pisoteados por los asistentes, en el pavimento del puerto.
En la cubierta se producía el frenesí final de los marinos, plegando velas, soltando
el ancla y asegurando las maromas que fijaron, por último, la nave a su posición en el
punto de atraque. Entre los hombres de mar se hacinaba en cubierta un numeroso
grupo de soldados, embutidos en sus corazas, con yelmos relucientes y las lanzas
elevadas amenazando con enredarse en el cordaje. En cuanto se estabilizó la posición
del barco algunos hombres situaron desde tierra una recia pasarela de madera que
permitiera el paso de los tripulantes. Mientras el segundo barco se acercaba
igualmente a su embarcadero, por la pasarela comenzaron a desfilar en perfecto orden
una veintena de soldados, seguidos a corta distancia de un grupo de altos personajes,
dos de ellos con lujosas corazas completas, decoradas con líneas doradas en brazos y
piernas, que aparentaban ser el oficial al mando de la tropa y su segundo. Junto a
ellos caminaban distendidos un flamante caballero de elegantes ropajes granates y un
hombre de fuerte complexión y atuendo más humilde. Ambos parecían complacidos,
sobre todo el primero, el cual sonreía alegre mientras saludaba profusamente a la
multitud, que vitoreaba a los nuevos llegados. Tras ellos formaron en filas más de tres
centenares de soldados, impecablemente uniformados, que se unieron a otros tantos
del segundo barco. El espacio dejado en el puerto por el gentío era tan estrecho que
los soldados tuvieron que empujar poco a poco las primeras filas de espectadores para
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abrir paso a los que bajaban detrás de ellos.
El populacho aplaudía, gritaba y vitoreaba al pequeño destacamento. Algunas
personas lloraban a lágrima viva, otras parecían dar gracias a Dios por el esperado
milagro y unos cuantos se abrazaban a los soldados de las filas exteriores, los cuales
se mostraban satisfechos y divertidos con la emoción que habían despertado en la
ciudad. Incluso los numerosos venecianos que se acercaban al puerto disfrutaban del
espectáculo, aunque con un entusiasmo mucho más moderado y evitando las efusivas
muestras de agradecimiento que efectuaba la población bizantina.
En ese momento, Sfrantzés tomó consciencia de su posición. Como secretario del
emperador sería sin ninguna duda el principal funcionario de la corte en el puerto y,
como tal, consideró su deber ser el primero en acudir a recibir al inesperado
contingente de ayuda, al cual era menester dar la bienvenida en nombre del
emperador. Sin embargo no se presentaría delante del grupo de recién llegados
vestido como un pordiosero, con las manos sucias de tinta y sin el debido protocolo.
Consideró más prudente, tras meditarlo con más detenimiento, quedar al margen y
mantener, al menos de momento, la ficción de la ceremoniosa corte bizantina. El
emperador disponía de varios ministros y numeroso personal en su casa, era
indudable que a esas alturas ya habría sido informado de la arribada de los barcos y
con toda probabilidad una embajada de bienvenida se dirigía hacia el puerto. En esas
circunstancias, presentarse ante el destacamento de soldados de esa guisa no
conllevaría más que la impresión de desorganización y decadencia del gobierno de la
ciudad. Sería mucho más útil permanecer cerca de la cabecera para obtener
información acerca de los visitantes que poder ofrecer al emperador antes de su más
que presumible audiencia.
Con la decisión de aproximarse al grupo de cabeza, bajó de un salto del muro,
tropezando con un grupo de venecianos, posiblemente marinos, que trataban de
hacerse un hueco y observar el evento estirando los cuellos. El impacto con uno de
ellos le empujó contra el lado del muro golpeándose en la rodilla y manchando el
brazo izquierdo de su túnica. Ahogando un improperio, pidió disculpas al marinero
veneciano y se adentró entre los asistentes abriéndose paso poco a poco.
A unos metros de su objetivo, el número de personas era tan elevado que le
resultaba imposible atravesar semejante muralla humana. Con creciente exasperación
comenzó a hacerse hueco con el cuerpo, deslizándose trabajosamente por entre la
multitud, ignorando las miradas de enfado de las personas que dejaba atrás y que
esperaban pacientemente en su puesto, atisbando tan sólo una parte del desfile, por lo
que un buen número de los desplazados pensaron que era tan sólo un aprovechado
que trataba de situarse en primera fila, propinándole algún que otro alevoso codazo.
Con las costillas doloridas y sudando por el esfuerzo consiguió abrirse paso hasta
las primeras filas, parándose en esa posición, desde la que podía observar con detalle
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el grupo de personas que parecían mandar el contingente.
En ese momento el capitán italiano levantó una mano, pidiendo atención, con lo
que la multitud fue poco a poco silenciándose. Cuando pensó que la calma era
suficiente para hacerse oír, gritó con voz potente:
—Gracias por tan amable recepción, nos sentimos emocionados ante el
entusiasmo mostrado por el pueblo bizantino. Soy Giovanni Giustiniani Longo,
genovés de la casa de los Doria, y llegado a esta gran ciudad con setecientos
aguerridos caballeros a defender la causa de Dios y de Bizancio.
Se produjo al instante una explosión de alegría con toda clase de gritos y aplausos
entre los asistentes, los cuales volvieron a abalanzarse sobre los soldados
zarandeando al secretario imperial en su afán de acercarse al capitán italiano.
Mientras Sfrantzés intentaba recuperar su posición y mantener un espacio junto a los
sonrientes dirigentes de la comitiva, se abrió, no sin esfuerzo, un pasillo a su lado
para permitir el paso de un elegante personaje.
Con una vistosa capa de color marrón, adornada por múltiples motivos
geométricos realizados con cintas de terciopelo negro, hábilmente cosidas a la
prenda, y un broche de oro y pedrería sobre el hombro derecho, tapando una túnica de
seda de un suave naranja, finamente rematada con bordados de hilo de oro, apareció
caminando con dignidad el megaduque Lucas Notaras. Alto, de complexión fuerte,
señorial, con el pelo negro ceñido por una cinta dorada, su expresión seria y confiada
irradiaba nobleza, representando el aspecto más esperado para un ministro de la
ceremoniosa corte de Bizancio. Se encontraba acompañado de sus dos hijos y un
pequeño grupo de sirvientes, magníficamente ataviados, que portaban instrumentos
musicales y un estandarte con el escudo del emperador, junto con media docena de
lanceros de escolta. Saludó a Giustiniani y a sus acompañantes con cortés y sencillo
movimiento de cabeza, respondido con igual gesto por aquellos. La gente más
cercana mantuvo silencio, prestando atención al recién llegado, uno de los altos
dignatarios de la corte del emperador, almirante en jefe de la casi inexistente flota
bizantina y uno de los más influyentes miembros del consejo imperial.
Con un suave gesto de la mano ordenó a uno de los sirvientes que se adelantara,
realizando en griego, latín y toscano una presentación formal.
—Mi señor, Lucas Notaras, primer ministro y almirante de su majestad imperial
Constantino XI Paleólogo, junto a sus hijos, agradece a sus señorías su presencia en
nuestra gran ciudad e invita a los principales de su compañía a unirse a su humilde
cortejo para poder tener el honor de escoltarles hasta el palacio imperial, donde será
un placer para él conseguir una audiencia con el emperador en el menor tiempo
posible.
—El honor es nuestro al aceptar su ofrecimiento —respondió Giustiniani
solemnemente—. Permítame presentar a mi acompañante, Don Francisco de Toledo,
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pariente del emperador.
El castellano, que sonreía distraído observando a la multitud, se sorprendió al oír
su nombre, pero avanzó resuelto al frente realizando una cortés reverencia ante su
anfitrión, explicando someramente su filiación en griego.
—Soy descendiente directo del linaje imperial de los Comneno y, por lo tanto,
primo del emperador, al cual vengo a auxiliar en estos aciagos momentos, en los que
la familia ha de encontrarse más unida que nunca.
—Su presencia en Constantinopla es una feliz sorpresa —comentó Lucas Notaras
con cortesía aunque Francisco creyó atisbar una fugaz mirada de desconfianza—.
Estoy convencido que su majestad imperial se encontrará sumamente complacido de
poder contar con su ayuda.
Sfrantzés torció el gesto al ver al megaduque Notaras recibiendo a los nuevos
invitados; durante los últimos años sus desavenencias en los asuntos de gobierno se
habían desviado, convirtiéndose en rencillas de tono personal. Su sola presencia en el
puerto junto con la compañía de soldados le hacía ganar popularidad, más de la que
ya disfrutaba por su posición de defensor de la Iglesia ortodoxa opuesto a la unión
con los latinos, mientras que el secretario imperial, al que tampoco le gustaba aquella
unión religiosa, permanecía callado para apoyar a su amigo Constantino. A pesar de
ello tomó buena nota del castellano, recordando cada detalle de su aspecto o rasgo de
la cara. Aunque la familia del emperador era amplia, no tenía constancia de que
algunos de sus miembros hubieran llegado a la lejana Castilla. Era algo que al
emperador le convendría saber antes de que se encontrase con los hechos
consumados.
—Será mejor que nos pongamos en movimiento —finalizó el megaduque—, tras
un viaje semejante sus hombres estarán deseando descansar bajo techo. Caballeros,
síganme por favor.
La pequeña comitiva se puso en camino con Lucas Notaras al frente, flanqueado
por sus hijos y precedido de los siervos tocando címbalos. A continuación el pequeño
cuarteto formado por Giustiniani, Mauricio Cattaneo, Francisco y John Grant y, por
último, el grupo de lanceros de la guardia, cerrando el improvisado desfile. Antes de
partir, Giustiniani dio orden a sus soldados de seguirlos en formación hasta el palacio,
pensando que una parada militar animaría el decaído espíritu de la población de
Constantinopla, por lo que la compañía formó en apretadas filas detrás de la cabeza
de la procesión a lo largo del trayecto. Sfrantzés aprovechó los iniciales momentos de
caos mientras se formaba la columna de tropas para escabullirse por entre los
soldados hacia el palacio imperial, confiando en atajar por los barrios costeros
mientras la comitiva se desviaba por la calle principal. Eso le daría algún tiempo para
reunirse con el emperador y ponerle al tanto de las informaciones conseguidas.
Poco después de dejar el puerto, una endeble muralla de madera protegía el
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acceso a los barrios portuarios de la zona latina, diferenciándolos a su vez según las
nacionalidades. La antigua metrópoli se componía ahora de un conglomerado de
villas independientes unas de otras, con la única ligazón del gobierno del emperador
y la protección frente a agresiones externas de las poderosas murallas exteriores. Sin
embargo, a pesar de que el área del Cuerno de Oro era la más poblada de
Constantinopla, no existía continuidad entre los distintos barrios. Empalizadas,
huertos o terrenos deshabitados formaban en muchos casos una peculiar frontera
interior, creando una zona vacía de toda vida, utilizada en el mejor de los casos como
espacio agrícola, o simplemente dejada en ruinas por falta de cuidados. Los barrios de
los extranjeros eran, con mucho, los mejor mantenidos. En ellos aún abundaban ricas
casas y palacetes de mercaderes y comerciantes con dinero suficiente para la
ostentación. En los suburbios habitados por los griegos, las grandes fortunas se
evaporaron en busca de mejores oportunidades, o transfirieron su posición a villas en
el campo, mientras que los actuales pobladores de la ciudad eran pobres en su
mayoría, dedicados al pequeño comercio, al servicio de los odiados extranjeros, al
tráfico portuario o al ejercicio de oficios temporales que apenas permitían una
subsistencia digna. La escasez de habitantes permitía la agricultura y el pastoreo
dentro de los límites de la ciudad, pero eran pocos los que se aprovechaban de lo
producido. Los únicos que mantenían un nivel de vida acomodado eran los escribas y
funcionarios de la corte, junto con los pequeños cambistas que recogían las migajas
de sus competidores latinos.
Mientras desfilaban al son de la música calle arriba hacia el foro de Teodosio, la
mayoría de los latinos de los barrios cercanos al Cuerno de Oro, los más poblados de
la ciudad, dejaban sus quehaceres para agolparse a los lados del espléndido grupo
vitoreando y animando con visible alegría. A pesar de encontrarse en medio del
barrio veneciano, las mujeres se asomaban a las ventanas para observar a los
soldados, los mismos que meses atrás combatían a sus compatriotas en tierras
italianas. Los judíos que aún permanecían en la ciudad, concentrados en el barrio que
habitaban en la costa, a modo de frontera entre genoveses y venecianos, nexo
comercial entre dos mundos contrapuestos, acudieron a su vez acompañando la
comitiva hasta el foro, el cual, a pesar de la carencia de adornos y estatuas, perdidos o
derruidos la mayoría de sus pórticos, incluida la columna de Teodosio que tiempo
atrás se erigía en uno de sus lados, lucía de nuevo con una tímida muestra de los
gloriosos desfiles que antaño atravesaron el arco del triunfo en dirección al
Hipódromo, donde en tiempos de la majestuosidad imperial se celebraban las
exequias a los triunfadores. Por primera vez en muchos años, la inmensa plaza
cuadrangular, de casi sesenta metros de lado, se encontraba atestada de gente, llegada
de casi todos los barrios que componían la urbe.
—Ha sido una verdadera sorpresa —comentó Lucas Notaras al capitán italiano—.
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Vuestra llegada ha roto un largo bloqueo, pocos navíos se aventuraban a parar en la
ciudad tras el hundimiento del último barco veneciano. Por un momento pensamos
que recalaríais en Pera.
—No nos hemos puesto en contacto con el podestá para darle cuenta de nuestras
intenciones —respondió Giustiniani—, no quería que el gobernador se interpusiera en
nuestra misión. Como genoveses, nos avergonzamos del comportamiento de nuestro
gobierno en esta crisis. Uno de los más firmes baluartes de la cristiandad se encuentra
amenazado y parece que los intereses comerciales priman más que la unión entre
correligionarios y la lucha contra el infiel.
—Agradezco la falta de mensajes con la colonia de Pera, más de lo que podríais
pensar. Me consta que muchos de sus más bravos jóvenes se unirían a nosotros en la
lucha, pero se sienten cohibidos por la posición oficial adoptada.
—Espero poder convencer a no pocos para que se unan a nuestra compañía —
intervino Mauricio Cattaneo—. Tengo algunos contactos en la colonia que podrían
hablar en nuestro favor.
—Por vuestras palabras parecéis desconfiar del podestá, Angelo Lomellino, ¿son
simples desavenencias comerciales o hay algo más? —preguntó Giustiniani.
—No he de negar que una posición más comprometida por parte de la colonia de
Pera significaría una gran baza a nuestro favor —respondió Notaras— y por tanto su
neutralidad es casi ofensiva. Me gustaría pensar que es una postura egoísta pero que
busca el bien de la colonia, evitando las iras de los turcos, aunque ciertas noticias me
inclinan a pensar en otro tipo de intereses.
—¿Sugerís acaso que Lomellino podría haber firmado algún tipo de acuerdo con
los turcos? —preguntó Mauricio Cattaneo con cierto estupor.
—No quisiera levantar testimonios contra vuestros compatriotas sin tener pruebas
palpables, tan sólo os prevengo; es posible que no seáis bien recibido en Pera cuando
intentéis reclutar a sus habitantes. Aunque eso hace que estemos doblemente
agradecidos a vuestros esfuerzos. Por cierto —añadió—, ¿dónde conocisteis al noble
castellano que os acompaña?
—En Génova, fue un verdadero golpe de suerte que llegara el mismo día que
partíamos. Ha sido un alegre compañero en tan monótona travesía, parece haber
recorrido medio mundo.
Lucas Notaras asintió con la cabeza, en gesto de aprobación, mientras Giustiniani
y Cattaneo intercambiaban una rápida mirada. Un acuerdo secreto entre el podestá y
el sultán supondría un escándalo en Italia de confirmarse. Si los intercambios
comerciales entre turcos e italianos eran usuales, los acuerdos diplomáticos a costa de
otras potencias cristianas levantaban ampollas en todas las cortes occidentales. No
tenían motivo para desconfiar de las palabras del megaduque bizantino, pero la
insinuación era lo bastante grave como para tratar de comprobarla con calma cuando
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existiera la oportunidad.
La dirección del desfile cambió, realizando un arco hacia el norte, para enfilar la
calle Mese, ascendiendo poco a poco a la colina más alta de la ciudad, donde se
encontraba la iglesia de los Santos Apóstoles. A una corta distancia del foro, las casas
dejaban paso a una zona de ruinas, de edificios desvencijados, cuya carencia de
puertas mostraba los desnudos interiores, llenos de polvo, tabiques derribados y
techos desplomados. La zona intermedia entre el foro de Teodosio y la iglesia de los
Santos Apóstoles se encontraba abandonada desde hacía años. El empedrado de la
calle aún sostenía, digno, los pasos de los viandantes, gracias a tratarse de una de las
vías principales de entrada a la parte latina de la ciudad, mas las estructuras que lo
circundaban amenazaban con derrumbarse con el empuje de la brisa marina. Tan sólo
el acueducto de Valente, aún encargado de transportar agua hasta una gran cisterna
subterránea cercana al foro, se mantenía en buen estado, con su estructura de dos
pisos de arcadas en ladrillo rojizo destacando sobre el deteriorado entorno.
Lucas Notaras se acercó a Francisco, que conversaba animadamente con el
ingeniero escocés, saludando a la multitud que les seguía con aire sonriente.
—¿Han llegado hasta la lejana Castilla las noticias de nuestra lucha?
—No sabría decir —respondió Francisco elusivamente—, yo me enteré a lo largo
de mi estancia en Génova, hasta que encontré un barco que se dirigía hacia aquí y
pude subir a bordo.
—¿Tenéis negocios en Génova?
—No exactamente, me encontraba de paso.
—¿De paso?, ¿adónde?
—Venía hacia aquí.
—Creía que no conocíais nuestra situación hasta vuestra llegada a Génova —
inquirió el megaduque enarcando una ceja.
—Cierto —contestó Francisco con rapidez—, simplemente venía a conocer mis
orígenes, a reunirme con mi lejana familia, ajeno a las dificultades actuales. En el
puerto italiano me enteré de la noticia, pero eso tan sólo apresuró mi viaje, gracias a
la compañía de Giustiniani. Debo añadir que me alegro de que mi llegada coincida
con un momento en el que pueda ser útil a los míos.
—No es un momento especialmente agradable para nosotros, pero estoy
convencido de que el emperador se encontrará verdaderamente sorprendido y
emocionado ante un gesto tan altruista y generoso.
Francisco agradeció el cumplido, y con una amable sonrisa evitó más preguntas
embarazosas, volviendo educadamente a su conversación con John Grant. Mantenía
su aspecto confiado, aunque de no ser por su amplia experiencia en todo tipo de
situaciones comprometidas habría salido corriendo en aquel mismo instante. Los
nervios, controlados hasta ese momento, afloraron interiormente atenazándole el
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estómago. Sintió deseos de ocultarse detrás de una esquina y vomitar, pero,
consciente de su actual posición, mantuvo la sonrisa, la cabeza alta y los saludos a los
civiles que los acompañaban en su trayecto.
Por fin alcanzaron la cima de la colina, donde la iglesia de los Santos Apóstoles
marcaba un hito inconfundible, con su planta en cruz coronada por una cúpula central
sobre ventanas porticadas y cuatro cúpulas sencillas en los brazos de la cruz. Aunque
su tamaño era sólo un poco menor que el de Santa Sofía, debido a los añadidos
realizados por Justiniano para incluir un nuevo mausoleo donde enterrar a los
emperadores y sus mujeres, su estado actual era lamentable. Las paredes habían
sufrido los estragos del paso de los años y la falta de unos cuidados que las arcas
públicas no se podían permitir. Pocas vidrieras lucían intactas; el moho y la
herrumbre reinaban en el exterior presagiando un aspecto decadente tras sus laceradas
puertas. Su adusta presencia asombró al cuarteto de capitanes de la compañía.
En el interior de la iglesia, Jorge Scolarios, más conocido como Genadio,
afamado teólogo y antiguo secretario del emperador Juan VIII Paleólogo, se asomó a
una de las ventanas de su habitación. Desde su encierro voluntario en el monasterio
de Cristo Pantocrátor por su oposición a la unión entre la Iglesia occidental, sometida
al Papa, y la ortodoxa, trataba de mantenerse ajeno a los sobresaltos de la ciudad. Tan
sólo se acercaba de cuando en cuando por los Santos Apóstoles para consultar los
manuscritos de su biblioteca. Los repiques de campanas de esa mañana apenas
alteraron su comportamiento y, a diferencia del actual secretario imperial, continuó
impasible con sus escritos. Ahora observaba el desfile de rutilantes soldados y la
populosa bienvenida ofrecida por los ciudadanos con seriedad. Su arrugado rostro no
transmitía la callada vergüenza de su interior, tan sólo sus penetrantes ojos claros
mostraban una viveza inusual, bailando de un lado a otro del cortejo, parándose aquí
y allá, para fijarse en unos críos que jugaban a desfilar como sus nuevos héroes,
alzando palos y estacas o combatiendo entre ellos como improvisados espadachines,
o en los grupos de mujeres que reían descastadamente y comentaban entre ellas
mientras señalaban a los recién llegados. La misma imagen de meses atrás cuando el
cardenal Isidoro desembarcó en la ciudad con dos centenares de soldados para
ratificar la unión de las Iglesias. En aquel momento ya advirtió, gritando a los cuatro
vientos a todo aquel que quisiera escuchar, que la ansiada ayuda del Papa, la misma
por la que se claudicaban cuatro siglos de verdadera fe, no llegaría nunca. De nada
sirvió. No hubo oídos que atendieran a la razón. Los bizantinos siguieron creyendo en
la llegada de la salvación occidental. Durante semanas esperaron junto a los puertos
atentos a la aparición de barcos cargados de refuerzos enviados por el Papa. Cuando
se produjo por fin la unificación oficial de ambas Iglesias, en Santa Sofía, bajo los
auspicios del propio emperador, la desilusión empezó a aparecer. Muchos
comenzaron a buscar entre la multitud de templos de la ciudad aquellos que
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mantenían el ceremonial ortodoxo.
Su virulento manifiesto contra el abandono de la fe que vivía el pueblo causó
mucho revuelo, comentarios a todos los niveles y profundas críticas, pero igualmente
en vano. Bastaba un nuevo grupo de soldados, el esplendor de las armas, el brillo del
acero, para que el rebaño olvidara de nuevo. No sabía cuánto duraría esta vez el
engaño, pero aquello no hacía sino confirmar su desesperación. El pueblo que tanto
amaba realizaba una nueva demostración de ardor hacia unos extranjeros que no
tenían otro propósito que el de enriquecerse con la agonía de Constantinopla. No
dudaba del valor de esos soldados, lo mismo que de los arqueros cretenses o los que
acompañaron al cardenal Isidoro, sin embargo no arriesgarían sus vidas por la fe, ni
por Bizancio. Sólo el oro, la vil paga, mantendría a esos mercenarios y sus armas en
su puesto de las murallas. Observó detenidamente el desfile mientras desaparecían
calle abajo hacia el barrio de Blaquernas, sentándose después de nuevo en su silla con
un suspiro, pensando si la humanidad aprendería alguna vez de sus errores, antes de
que el olvido del pasado acabara con ella.
La comitiva dejó atrás el huerto que ocupaba el lugar de la antigua cisterna de
Aecio, abandonando la calle Mese para internarse en las estrechas callejuelas
cercanas a San Salvador de Chora, realizando un serpenteante recorrido hasta las
puertas del palacio imperial de Blaquernas. Sobre su muralla de ladrillo rojo y blanco,
continuación de las de Teodosio, ondeaban al viento dos estandartes, el de la familia
imperial, con fondo de gules y un águila bicéfala coronada, y el del emperador, una
cruz que enmarcaba en cada uno de los cuarteles la letra B, como anagrama de su
título, «Basileus Basileon Basileuon Basileonton» o «Rey de reyes, gobernante de
aquellos que gobiernan».
Junto a las puertas formaba un grupo de lanceros de la guardia varenga, con sus
uniformes de gala, en dos filas, permitiendo el paso de la comitiva por un pasillo
intermedio hasta el patio interior. Allí fueron recibidos por uno de los funcionarios
imperiales. Lucas Notaras, tras conversar brevemente con el integrante de la corte,
informó a Giustiniani de que el emperador les recibiría esa misma tarde. El
funcionario recién llegado acompañaría al destacamento de soldados para instalarlos
fuera del palacio, en una zona de casas abandonadas pero aún habitables cercana a la
muralla.
Media hora antes de la llegada del grupo, Sfrantzés atravesaba las puertas del
palacio como una exhalación, corriendo escaleras arriba por los pasillos, en dirección
a sus estancias para cambiarse de ropa antes de presentarse ante Constantino. Al
doblar la esquina del pasillo que daba a las habitaciones con tanta prisa estuvo a
punto de arrollar a una de las damas del palacio.
—¡Jesús, señor secretario! —espetó al verle aparecer de improviso—. ¿Dónde es
el incendio?
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—Lo siento —respondió Sfrantzés sin dejar de correr—, he de ver al emperador.
Helena mantuvo un momento la mirada en el huidizo secretario imperial mientras
se recobraba de la sorpresa. Resultaba inquietante que aquel hombre, siempre
calmado y de correctos modales, apareciera corriendo tras una esquina como si le
persiguiera el diablo. Se comentaba en palacio que el alboroto de la ciudad, con la
fuerte cacofonía de campanas incluida, se debía a la llegada de unos buques con
refuerzos para la defensa. Sin embargo, este tropiezo la indujo a pensar que tal vez la
situación era peor de lo que se decía, si dicha arribada provocaba semejante
alteración en el ánimo del sobrio Sfrantzés.
Tras unos segundos de reflexión, Helena prosiguió su camino, que la conducía
desde sus habitaciones particulares hasta las estancias de la futura emperatriz.
Constantino había estado casado en dos ocasiones con anterioridad a su coronación
como emperador de Bizancio, ambas esposas murieron víctimas de enfermedades sin
dejar descendencia, por lo que la nueva boda del emperador se convirtió, al poco de
llegar al poder, en un asunto prioritario de gobierno. Sfrantzés, en su papel de
secretario imperial, lideró varias embajadas tendentes a buscar una nueva esposa para
el mandatario bizantino, recayendo su elección final en una princesa georgiana.
Helena sería una de sus damas de compañía, con la función de instruir a la futura
emperatriz en el ceremonial de la corte, para lo cual, a sus escasos veintitrés años,
atesoraba una esmerada educación. Actualmente, antes de la llegada de la nueva
esposa y en otra de sus tareas principales, se ocupaba de mantener en buenas
condiciones los lujosos vestidos que formaban los distintos atuendos a lucir según
marcaba el protocolo, guardar cuidadosamente las joyas imperiales y supervisar el
mantenimiento de la parte de palacio donde habitaría la nueva reina.
Todos los días a media mañana pasaba revista a las que serían estancias privadas
de la basilisa, la futura emperatriz, comprobando que habían sido limpiadas
correctamente y que se encontraban en perfecto estado, siempre preparadas para su
nueva y distinguida ocupante.
Los sirvientes dedicados a estas tareas habían sido transferidos, desde que la
situación de bloqueo que sufría la ciudad imponía un incómodo retraso a la embajada
que habría de partir a buscar a la futura soberana. Tan sólo una esclava turca ayudaba
a realizar el mantenimiento diario. Para Helena, sin embargo, la rutina de cada día
suponía una bendición, permitiendo que su mente se concentrara en los quehaceres
diarios, evitando los sombríos pensamientos que atenazaban a las demás damas de
palacio, horrorizadas por la imagen de los soldados bárbaros atravesando las murallas
de la ciudad, dándose al saqueo.
Prácticamente todas las griegas que habitaban en Constantinopla habían crecido
con las historias de la invasión de los cruzados de 1204, así como las devastaciones a
las que los mercenarios catalanes habían sometido las tierras del Ática. La cercanía
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de un nuevo conflicto con el sultán llenaba las conversaciones, monopolizando cada
instante que dejaba libre el otro gran tema de la ciudad, la unión religiosa celebrada
poco antes en Santa Sofía. A Helena le disgustaba tanto como a cualquier ortodoxo la
claudicación de su Iglesia frente al primado del Papa de Roma, aunque, tal vez por su
cercanía al gobierno, entendía mejor las razones del emperador al dar vía libre a dicha
unión, no querida por el pueblo en general. Constantino estaba convencido de que
Bizancio no podría sobrevivir frente a los turcos sin la ayuda de Occidente, y esta no
llegaría a menos que el Papa tuviera pruebas palpables de que se aceptaban sus
condiciones. Era una jugada arriesgada, toda vez que la ayuda hasta el momento se
antojaba insuficiente y escasa, pero no existía alternativa posible, como integrante de
la corte conocía de sobra la extrema y acuciante carencia de efectivo del gobierno,
que a duras penas podía mantener un puñado de guardias, funcionarios y edificios.
A punto de llegar a su destino vio salir de las estancias imperiales a Yasmine, la
esclava turca que tenía a su cargo. Había llegado hacía pocos meses, cuando todos los
demás criados fueron enviados a otras tareas. Era un regalo de uno de los principales
comerciantes y banqueros de la ciudad al emperador, extraña ofrenda, dado que todos
conocían la desaprobación de la esclavitud por Constantino, fruto de su educación en
Mistra junto al filósofo Plethon. Sin embargo, en aquellos extraños tiempos, se podía
ofender a un emperador de Bizancio, pero no a un rico comerciante y prestamista
latino.
—Buenos días, Yasmine, ¿has terminado la revisión de hoy?
La joven turca se volvió despacio hacia Helena, clavando en ella sus ojos color
miel, ligeramente rasgados. A pesar de la intensidad de su mirada, no traslucía ningún
sentimiento definido. Helena trataba a la muchacha como una más, sin reparar en su
condición de esclava; sin embargo, Yasmine se mantenía fría y distante, cortés,
siempre consciente de su posición. Su indiferencia, al igual que su porte, eran más
propios de una princesa que del concepto que la dama bizantina tenía de una esclava.
En muchas ocasiones, Helena preguntaba por su pasado, pero ella eludía cualquier
respuesta. De hecho, ni siquiera estaba segura de la religión que profesaba. Aunque la
lógica indicaba que habría de ser musulmana, acompañaba a Helena a misa,
conociendo el rito ortodoxo, que parecía practicar.
—Todo está dispuesto y ordenado, señora.
—Siempre te digo que no hace falta que me llames así, simplemente Helena.
—Y yo siempre respondo que es mi obligación, señora.
—¿Has oído las campanas? Han estado repicando como locas un buen rato.
—Sí, pero no le he dado importancia.
—Parece que no te interesan los asuntos del mundo.
—Los grandes asuntos son para quien puede influir en ellos, yo soy sólo una
esclava, me ciño a mis obligaciones cotidianas.
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—Yasmine, sabes que no desearía otra cosa que tu libertad, si estuviera en mi
mano…
—Lo sé, mi señora, y lo agradezco. Si no necesitáis nada más…
—No, Yasmine, estoy segura de que las estancias están impecables, como
siempre, hoy puedes tomarte el resto del día libre.
—Gracias, señora.
Helena observó cómo se alejaba, con la ligera túnica remarcando las voluptuosas
formas de su cuerpo, de manera que la mitad de los funcionarios de palacio volvían la
cabeza al verla pasar.
Ya en las habitaciones destinadas a la futura emperatriz comenzó con la rutinaria
inspección de los distintos elementos. El suelo de mármol resplandecía inmaculado,
reflejando la luz del sol que se abría paso abruptamente desde los amplios ventanales
del tercer piso. La amplitud de la sala octogonal que daba entrada al dormitorio
principal tan sólo se veía turbada por dos bustos de las emperatrices Teodora e Irene,
sobre sendas columnas de pórfido, que flanqueaban las puertas de acceso a la regia
habitación. Tras la puerta de doble hoja se detuvo un momento ante el tríptico de
marfil que representaba a Jesús en toda su gloria, elevado sobre una pequeña
Jerusalén de la que surgía una multitud en procesión, el cual descansaba en la parte
superior de un mueble de madera de roble que contenía en su interior las escasas
joyas que aún poseía la corte para lucimiento de la emperatriz en las apariciones
públicas. Una lujosa tiara de oro, con incrustaciones de piedras preciosas y largas
tiras de adornos colgando de su base era el objeto más preciado de la pequeña
colección, compuesta además por algunos collares, pendientes de pedrería, pulseras y
sortijas de oro. El resto de los antaño innumerables objetos de orfebrería que se
agolpaban en el ajuar de las primeras damas de la corte desaparecieron con la rapiña
de los gobernadores latinos. Lo poco que quedaba fue vendido por la mujer de
Andrónico III cien años atrás a Venecia por treinta mil ducados y nunca más
recuperado por falta de dinero.
El dosel de seda de la cama aún conservaba un intenso color púrpura, ribeteado
por flecos de hilos dorados, dando a la sala, junto con las sábanas de seda del mismo
color que vestían el lecho, un aspecto lujoso, contrastando con la sobriedad del resto
de las estancias del palacio, donde se apiñaban los funcionarios y demás personal que
componía la corte. Las salas destinadas a la emperatriz integraban la parte más
cuidada y mejor decorada de todo el palacio de Blaquernas. Allí Helena, en el
silencio de aquellas habitaciones solitarias, sentía por un momento que pertenecía a
una corte aún en su esplendor y daba gracias al cielo por ser tan afortunada al
encontrar un puesto semejante en aquellos tiempos de incertidumbre.
Dejó las habitaciones, dirigiéndose de nuevo a sus aposentos, cuando poco
después se volvió a cruzar con Jorge Sfrantzés, esta vez luciendo sus mejores galas,
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abandonada la túnica blanca con que le vio hacía unos minutos, como si se hubiera
preparado para una ceremonia de recepción de embajadores. Apareció con el paso
rápido, aunque más calmado que en su anterior encuentro.
—¿Disponéis del don de la ubicuidad, señor secretario? —preguntó ella con aire
divertido—. Hace unos minutos vi a vuestro hermano gemelo dirigirse a toda prisa en
la otra dirección.
—Los ojos nos juegan malas pasadas, querida Helena —respondió Sfrantzés
deteniéndose un instante—, pero espero que perdones los modales de mi gemelo, las
prisas a veces nos hacen perder la educación.
—El día que en esta corte se pierdan los buenos modales será señal de que los
turcos han invadido la ciudad. No creo que exista otro lugar de mayor refinamiento,
gracias a Dios.
—Protocolarios hasta el final, que el Señor nos asista.
El secretario se despidió cortésmente y continuó a paso vivo en dirección a uno
de los salones donde el emperador Constantino se encontraba esperando, mientras el
destacamento de soldados italianos se acercaba entre las loas de la multitud.
De pie, cerca del ábside donde se asentaba el trono, el emperador Constantino XI
Paleólogo, apodado Dragasés en honor al nombre eslavo de su abuelo, contemplaba
el mosaico que coronaba la zona principal del salón del trono. En él, un majestuoso
Cristo se encontraba sentado sobre un trono dorado, alzando la mano derecha
mientras a su lado una representación de Miguel VIII, fundador de la dinastía de los
Paleólogo, le ofrecía una réplica de la ciudad de Constantinopla.
Constantino era alto, de complexión fuerte, con una cuidada barba que marcaba
su rostro, delgado y de finas facciones. Sus ojos oscuros expresaban la sabiduría de
los años y la responsabilidad del gobierno, ejercido primero en el despotado de
Mistra y después en el trono imperial de Bizancio. Vestía una túnica de seda blanca,
prácticamente oculta por el manto púrpura, el color de la realeza. En las mangas, el
cuello y en una ancha línea que le recorría el pecho y la espalda, una banda de tela
adornada con pedrería y filigrana de oro remataba el conjunto, mientras la corona
imperial, el bastón y el orbe de oro con la cruz reposaban sobre el trono, esperando a
su dueño. El salón del trono había sido reconstruido tras el paso de los gobernantes
latinos, borrando de sus paredes de mármol las huellas de hollín producido por las
antorchas y grandes fuegos de sus múltiples fiestas, celebradas con los retazos de un
imperio robado.
Sfrantzés se acercó a su amigo, el cual se volvió al percibir su presencia.
—Llegas con retraso, Jorge.
—Lo siento —se disculpó Sfrantzés—, pensé que encontraría mejores
informaciones viendo en persona lo que se producía en lugar de recibir los datos de
segunda mano.
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—¿Te refieres a tal como los recibo yo?
—A ti, mi querido amigo, no te queda más remedio, estarías en boca de todos si
aparecieras en medio del puerto solo y malamente vestido.
—¿Es eso lo que has hecho tú? Espero que no hayas dejado a la corte en
evidencia.
—No creo que nadie me haya reconocido, no soy tan popular como Lucas
Notaras.
—Detecto un tono especial en tu voz cuando te refieres al megaduque —afirmó
Constantino—. Él desempeña un papel en el gobierno, y le necesito, igual que a ti.
—Lo sé, tienes razón, supongo que me estoy convirtiendo en un viejo gruñón.
Dice mucho de ti y de tu forma de gobernar que atiendas distintos puntos de vista
antes de formarte una opinión.
Constantino observó a su viejo compañero con una sonrisa, casi no recordaba
desde cuándo se mantenía a su lado, aunque no existía en su pensamiento ni una duda
de lo importante que resultaba su apoyo para la carga que Dios había puesto sobre sus
hombros. Sin la compañía y los sabios consejos de Sfrantzés no sería capaz de seguir
desempeñando los deberes de la corona. En cada decisión tomada en los últimos años
su fiel secretario había supuesto una parte muy importante, ya sea como embajador
de Bizancio, combatiendo a su lado contra los turcos o como simple consejero.
Ahora, en la triste situación comenzada por las presiones de Mahomet II y su
insaciable ansia de tomar Constantinopla, el apoyo del mejor de sus amigos se
tornaba más importante si cabe. Incluso sabiendo que Sfrantzés no era partidario de la
unión de las iglesias, recibió su apoyo, comprensivo con los motivos que le
impulsaron a aceptar el dominio del Papa.
—Y bien, ¿qué puedes decirme de los recién llegados? De Teófilo sólo he
obtenido vaguedades.
—Son genoveses, varios cientos, muy bien armados y al parecer disciplinados,
mandados por Giustiniani Longo.
—¿El experto en asedios? Llega llovido del cielo.
—Creo que se trata del mismo hombre.
—Esperemos que sus emolumentos no sean excesivos para nuestras menguadas
arcas —interrumpió el emperador—. Los arqueros que reclutamos en Creta nos
suponen un fuerte desembolso.
—La parte económica tendremos que verla con más calma, pero debemos sacar
dinero de donde sea, no podemos dejar pasar esta oportunidad, no sería la primera
vez que lo que nosotros rechazamos acaba en manos del sultán.
Sfrantzés se refería a Urban, el ingeniero húngaro, experto artillero de renombre
que ofreció sus servicios al emperador tiempo atrás. No sólo sus peticiones
económicas resultaban exorbitantes para la corte bizantina, las necesidades de
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material y las forjas utilizadas en la producción de las piezas de artillería no se
encontraban al alcance de Constantinopla. Al ser rechazado por los bizantinos, se
dirigió a la corte del sultán, donde Mahomet II le prometió alegremente el cuádruplo
del sueldo solicitado con tal de que le forjara un cañón suficientemente poderoso para
doblegar las recias murallas de la ciudad. Como muestra, Urban había fabricado e
instalado el cañón de la nueva fortaleza que cerraba el paso de las naves hacia el mar
Negro, el mismo que meses atrás había hundido una galera veneciana, junto a parte
de su tripulación.
—Pero hay otra noticia que debo resaltar —continuó Sfrantzés—. Con ellos viene
un caballero castellano, de nombre Francisco de Toledo, al que han presentado como
pariente de la casa imperial, al parecer del linaje de los Comneno.
—¡Pariente!, ¿de Castilla?, me parece un reino demasiado lejano para tener
familia en esas tierras. ¿Qué aspecto tiene?
—Buenos ropajes, elegante, porte altivo y expresión agradable. Sus facciones no
denotan ningún rasgo distintivo, aunque habla griego con un ligero acento, lo cual es
extraño para un latino. No sabría qué decir al respecto.
—Tendrás ocasión de averiguarlo, no se debería sorprender si le pedimos al
menos un escueto relato de su linaje, mientras tanto le trataremos como a un familiar,
aunque sin incluirlo en el protocolo.
—Es una decisión prudente, tiempo tendremos de realizar comprobaciones.
—Para esta noche, después de la recepción de los oficiales de la compañía, me
gustaría que organizaras una cena, a la que deberían asistir todos los notables
genoveses y venecianos de la ciudad.
—¿Genoveses y venecianos juntos? No sé si es una buena idea.
—Invitar sólo a los genoveses, a pesar de la llegada de Giustiniani, podría
tomarse como una ofensa en el barrio veneciano, pese a que este contingente inclina
la balanza de la ayuda hacia la ciudad de Génova, es la flota veneciana la que domina
los mares y la única de la que podemos esperar ayuda si el bloqueo turco se acentúa.
Tampoco hemos de olvidar la tibieza con la que el gobernador de Pera está tratando la
situación.
—Visto de ese modo no podemos hacer otra cosa. ¿No sería mejor invitar a
alguien que podamos interponer entre ellos?
—Es una buena opción —reflexionó Constantino—, lo dejo en tus manos.
Uno de los funcionarios de la corte entró en ese momento en la sala pidiendo
permiso para iniciar los preparativos de la recepción. Tras él se encontraban algunos
sirvientes con las anchas bandas de seda púrpura que ocultarían el trono a la vista de
los invitados durante los momentos iniciales de la ceremonia. Sfrantzés dio su
consentimiento y se despidió de Constantino de manera formal, como hacía siempre
que alguien se encontraba presente. A pesar de que su amistad era conocida de todos,
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el secretario imperial era consciente de su posición y del protocolo existente en la
corte, por lo que nunca se permitía un gesto amistoso en público. Frente a la vista de
los demás, se encontraba ante el emperador de Bizancio y él era tan sólo el primero
de sus sirvientes.
No mucho después, el salón del trono se abría para los nuevos defensores de la
ciudad. A ambos lados del trono se encontraban los personajes más notables de la
corte, el secretario imperial Jorge Sfrantzés, el megaduque Lucas Notaras, el
protostrator Demetrio Cantacuzeno, Teófilo y Nicéforo Paleólogo, primos del
emperador, el tribuno del barrio de Blaquernas, dos de los cuatro jueces supremos y
otros funcionarios y familiares, en estricto orden de cercanía al emperador según su
importancia. En segunda fila, formando un semicírculo detrás del trono y de los
principales, se alineaban una docena de lanceros de la guardia varenga, con sus
famosas hachas colgando de la espalda. La sala se encontraba engalanada en sus
extremos con braseros de bronce, para que sus titilantes llamas produjeran vistosos
efectos visuales sobre los mosaicos que decoraban las paredes.
Giustiniani y sus compañeros avanzaron lentamente hacia el centro de la estancia
según las indicaciones del praipositos, el mayor domo de palacio, el cual comenzaba
cada paso dirigiéndose al emperador con la expresión «Con vuestro permiso»,
mientras los demás asistentes se mantenían de pie, en silencio y con la vista en
dirección al suelo en señal de respeto. Al llegar al centro de la sala, marcado en el
suelo de mármol por un dibujo geométrico circular, se alzó la cubierta de seda que
ocultaba el trono y al emperador, mostrándole en todo su esplendor, sentado sobre el
amplio trono de doble cabecera. Como era costumbre en Bizancio, el lado derecho
del trono se destinaba a Cristo, representándolo mediante una Biblia en domingos y
fiestas, sentándose el emperador en el lado izquierdo. En las recepciones habituales,
como la actual, el emperador ocupaba el lado del Señor, como representante suyo en
la Tierra. En el momento en que Constantino quedó a la vista de los asistentes, todos
ellos realizaron un gesto de saludo, inclinándose respetuosamente, movimiento
imitado por Giustiniani y sus acompañantes.
—Nunca existió la duda entre nosotros —comenzó Constantino— de que los
mejores hijos de Génova tomarían sus armas para apoyar nuestra lucha. Vuestra
llegada es un regalo de Dios y la confirmación de la inutilidad de los esfuerzos del
sultán contra nuestra ciudad.
—Majestad —respondió Giustiniani—, traigo conmigo setecientos valerosos
soldados, reclutados tanto en Génova como en la isla de Quíos, armados y entrenados
como ningún otro. No encontraréis mejores tropas en toda la cristiandad. Es un honor
para mí y para mi hueste ofrecer nuestros servicios a su alteza en estos difíciles
tiempos en los que se necesita de nuestra pericia en la guerra.
—Vuestros servicios llegan en el mejor momento —afirmó Constantino—.
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Vuestra fama os precede. Esperamos que la experiencia que atesoráis como capitán
en la guerra de asedio sea de gran utilidad.
—Así lo espero, majestad. En nuestra cruzada me acompañan por su propia
iniciativa Mauricio Cattaneo, noble genovés de alta cuna; John Grant, ingeniero
versado en todo tipo de artilugios y tácticas militares, y Don Francisco de Toledo,
noble castellano ligado al linaje imperial.
Con cada una de las presentaciones, los compañeros de Giustiniani se adelantaron
realizando elegantes reverencias en el caso de ambos nobles, y otra más tosca
efectuada por el aventurero escocés.
—Es un gran placer recibir en nuestra ciudad a tan bravos caballeros, y una
inmensa alegría comprobar los profundos lazos de afecto de la familia imperial, pues
¿qué otra cosa sino el amor por su propia sangre atraería a tan lejano pariente en
tiempos de necesidad? Decidme, Francisco, ¿de quién descendéis dentro del linaje
Comneno?
—Del emperador Alejo I Comneno, majestad —contestó Francisco—. Una de sus
descendientes casó con mi abuelo en tiempos de la desgraciada ocupación de Atenas
por los almogávares, regresando más tarde a España, mas no quisiera aburrir a los
presentes con los detalles de mi genealogía.
—Esta noche celebraremos vuestra llegada en una cena, en ella tendremos tiempo
de sobra para charlar y conocernos mejor —afirmó Constantino.
—Será un placer, querido primo —finalizó Francisco con una nueva reverencia.
Estas últimas palabras provocaron un cruce de miradas entre los asistentes,
tratando de comprobar la reacción del emperador; sin embargo, Constantino se
mantuvo ajeno a la expectación levantada, continuando su discurso de
agradecimiento a los soldados genoveses que ofrecían sus servicios a la ciudad.
La recepción terminó pocos minutos después, tras los cuales Lucas Notaras se
ofreció a acomodar a ambos nobles genoveses, mientras que Francisco sería instalado
en el palacio imperial. Los altos funcionarios griegos salieron del salón del trono
comentando la actitud de Francisco con los primos del emperador. La llegada del
castellano no había causado tanto revuelo como la confianza con la que se había
autodenominado primo de Constantino. La mayoría se encontraban ansiosos por
comprobar esa noche durante la cena los lazos que le unían con la familia imperial.
Alejo I había gobernado sobre Bizancio en el siglo XII, trazar la genealogía familiar
hasta ese punto era complicado incluso para los griegos, más aún para alguien nacido
en tan lejanas tierras. Tan sólo los herederos del rey Pedro II de Aragón, casado con
una familiar imperial de los Comneno a fines del siglo XII, podían reclamar
parentesco sin titubeos desde la lejana Península Ibérica.
Sfrantzés se encargó personalmente de acompañar a Francisco para instalarlo en
una de las salas libres del palacio.
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—Espero que encontréis las habitaciones lo suficientemente cómodas —dijo
Sfrantzés mientras caminaban por los pasillos en dirección a las estancias asignadas a
Francisco—. No disponemos de excesivo espacio en la corte, por lo que tampoco
quedan grandes dormitorios disponibles.
—Seguro que es magnífica —afirmó Francisco alegremente— y más aún
comparada con el camarote del barco en el que hemos realizado la travesía.
—Ciertamente, los navíos de transporte no destacan por su comodidad; por cierto,
¿qué lleva a un noble castellano hasta Génova?
—Venía de camino hacia aquí, por supuesto —respondió el castellano tras un
instante de vacilación, recordando su anterior conversación con Lucas Notaras—. Es
complicado encontrar un barco que navegue directamente desde España a
Constantinopla, la mayor parte de los bajeles que se aventuran a llegar a esta ciudad
son italianos.
—No necesariamente, los catalanes forman una nutrida colonia en la ciudad, sus
mercantes nos visitan con relativa frecuencia procedentes de Barcelona, de hecho el
emperador llegó a Constantinopla desde Mistra en un barco catalán.
—¡Vaya! De haberlo sabido me habría ahorrado algún que otro quebradero de
cabeza, es una lástima que saliera desde Valencia, allí no partían barcos más que para
Italia o las Islas Baleares.
—Es curioso que lo desconocierais, descendiendo como lo hacéis de catalanes
afincados en el Ática.
—A fin de cuentas soy castellano, poco me queda de mi herencia aragonesa.
—Espero que os reste más de vuestra herencia bizantina.
—Por supuesto, de no ser así no me habría aventurado a cruzar medio mundo
hasta una ciudad a punto de sufrir un ataque.
—No, supongo que no. Sería extraño pensar lo contrario, ¿qué podríais sacar de
una ciudad bajo bloqueo?
Sfrantzés no esperaba respuesta de sus últimos comentarios y permaneció en
silencio el resto del trayecto hasta llegar a las habitaciones asignadas a Francisco. El
castellano parecía tener respuestas para todo, aunque tenía la sensación de que algo
no encajaba en el relato de su trayecto hasta Constantinopla. Castilla se encontraba
tan lejos que la noticia de los apuros del Imperio bizantino tardaría meses en llegar;
de hecho, se enviaron embajadas a casi cualquier reino mediterráneo solicitando
ayuda, excepto a Castilla, considerada demasiado alejada y sin intereses que defender
en esa zona del Mediterráneo.
Si realmente se puso en camino sin saber del asedio, tal como afirmaba, ¿qué es
lo que buscaba en Bizancio un noble castellano del que le separan trescientos años de
su pariente más cercano? ¿Vendría tal vez en busca de una posición en la corte? Pero,
si buscaba una vida fácil en palacio, ¿por qué continuar cuando se enteró de las
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dificultades de la ciudad? Las dudas que asaltaban al secretario imperial eran tantas
que, dejando de lado su aprensión, no le quedaba más remedio que aceptar el relato
del castellano, pues, como él mismo había comentado, ¿qué beneficio podría extraer
de su decaída ciudad?
Al llegar a la puerta de madera que daba acceso al dormitorio, el secretario
imperial abandonó sus pensamientos, mostrando el interior a su acompañante. Como
había comentado anteriormente, no destacaba precisamente por el lujo, una sencilla
cama con un arcón a sus pies, una ancha cómoda de madera oscura con varios
estantes y un escritorio con una silla sin respaldo, de tipo romano, formaban el
escueto mobiliario. Tan sólo el suelo, formado por un mosaico de teselas de piedra y
mármol que dibujaban una agitada escena de caza en un bosque, animaba la estancia.
En una de las paredes, frente al lecho, un crucifijo de marfil destacaba sobre el fondo
de estuco de color pálido.
—Muy acogedor —comentó Francisco al entrar en la habitación.
—Enviaré a alguien esta noche para que os acompañe a la cena con el emperador.
—Gracias, espero que nos veamos allí.
—Desde luego, será un placer. Por cierto, las puertas del palacio se cierran
normalmente a las tres, por lo que hoy ya no podréis salir, pero podéis transitar por el
edificio libremente.
—Aún tengo mis pertenencias en el barco.
—Enviaré un criado a por ellas, no os preocupéis. Disfrutad de vuestra estancia.
Cuando Francisco quedó solo en la sala, se dejó caer sobre la mullida cama con
un suspiro. Al parecer el secretario imperial no acababa de confiar en su relato. Al
menos el emperador se mostraba más receptivo. Observando la habitación, iluminada
por un amplio ventanal acristalado en una de sus paredes, se preguntaba de nuevo si
no habría sido un error venir hasta aquí. La idea que tenía de Constantinopla bordaba
la magnificencia, imaginaba una ciudad monumental, dinámica, con una corte
majestuosa. Sin embargo, el camino desde el puerto y la visión que acertaba a
contemplar desde la borda del barco dejaban una capital en estado de semirruina, con
numerosos barrios despoblados, saqueada de sus monumentos, con su población
reducida a un estado lamentable, mal vestida y desesperada. La propia corte mantenía
al parecer el afamado protocolo que la caracterizaba, pero desde su entrada en palacio
resultaba notoria la falta de los lujosos adornos y el oro que los viajeros de antaño
situaban por doquier. La misma estancia en la que se encontraba no resultaba digna
de un noble, mucho menos de un miembro de la familia imperial. Tal vez debería
haber saldado sus deudas en Génova, terminando con esa continua huida hacia
delante que componía sus últimos años.
Le gustaba su vida, las aventuras, las anécdotas y los viajes, pero en el fondo
observaba a aquellos que conocía en su camino, con una familia, un hogar, asentados,
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sin tener que mirar continuamente sobre su hombro, temiendo encontrar algún deudor
o el frío acero a sueldo que acecha detrás de una oscura esquina. Añoraba los tiempos
en que no tenía la necesidad de moverse de ciudad en ciudad, como un apátrida,
cuando tan sólo era el hijo de un caballero castellano.
Su padre le llevaba de caza, a los montes cercanos a Toledo, en jornadas
interminables a caballo junto a un par de criados. En esos días hablaban poco, aunque
los recordaba como los más felices de su vida. Su padre era un buen hombre. A pesar
de su afición a derrochar su herencia y al lujo y la distinción que conllevaba la vida
de caballero, se mantuvo fiel a sus principios, a su rey, a la Iglesia y a su familia.
Francisco le tenía inconscientemente como modelo, y a veces sentía que había
fracasado en la comparación. Pero a pesar de todo, mantenía su vida errante, de
puerto en puerto, incapaz de encontrar el valor necesario para cambiar su existencia,
convenciéndose a sí mismo de que muchos desearían cambiarse por él para dar un
soplo de aire fresco a sus monótonas vidas. A fin de cuentas, ¿cuántos podían
preciarse de conocer la mitad de los puertos del Mediterráneo? ¿Cuántos tenían en su
haber la mitad de las mujeres que él había conocido? ¿Cuántos vivían a cuerpo de rey
allá donde se encontraban? La vida errante tenía sus compensaciones y debía
aprovecharlas, por lo que decidió dar un paseo por el palacio y tratar de introducirse
en su nuevo papel de familiar del emperador.
Salió de su dormitorio sin tener muy claro qué dirección tomar, por lo que decidió
recorrer el palacio al azar, pensando que siempre habría quien le indicara al primo del
emperador cuál era el camino de vuelta a sus habitaciones. Andando por los pasillos
de la planta, fue contemplando los mosaicos de las paredes, las pinturas, muchas de
ellas deterioradas por el roce continuo al que se encontraban sometidas por el paso de
los habitantes del edificio. Los suelos eran de mármol, con intrincados dibujos
geométricos en las salas de paso en las que se cruzaban varios pasillos. Las lámparas
de aceite iluminaban las esquinas de dichas estancias, ya que la luz de la tarde
comenzaba a apagarse y las sombras se alargaban por el interior del edificio. Desde
una de las ventanas observó una vista sobre el Cuerno de Oro, con la ciudad genovesa
de Pera al fondo, sus oscuras murallas entrecortándose en el atardecer. Algunos botes
de pesca continuaban faenando en el interior del brazo de mar, aprovechando los
últimos momentos de luz de la tarde para llenar las redes, extrayendo del agua el
sustento de muchos de los habitantes de la ciudad. Las casas de dos y tres pisos
cercanas al puerto mostraban algunas de sus ventanas iluminadas por las luces de
velas y candiles, mientras que la creciente oscuridad exterior ocultaba los
deteriorados tejados, igualando la casa del pobre funcionario con las lujosas villas de
los más adinerados.
Apoyado sobre el dintel de la ventana, tratando de ordenar sus pensamientos,
tardó en apreciar la figura que se encontraba en el otro extremo del pasillo,
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contemplando a su vez la vista desde el palacio. Desde donde se encontraba apenas
podía intuir el pelo castaño, recogido sobre la cabeza en un primoroso tocado. Una
estola de un naranja pálido cubría una túnica de color pardo hasta los pies, cayendo
en finos pliegues que delataban la calidad de la tela. Alentado por la posibilidad de un
encuentro con una dama bizantina, Francisco se ajustó la camisola y el cinto y se
acercó con paso lento hacia la desconocida.
Al llegar a un metro escaso de ella, la dama se dio cuenta de su presencia y se
giró un tanto sobresaltada. Pudiera ser un efecto de la debilitada luz de la tarde que se
filtraba, ligera, por el ventanal, o un bello espejismo que amenaza con evaporarse al
menor contacto, el caso es que el noble castellano no se había preparado para aquella
visión de hermosura, aquel rostro pálido, de rasgos dulces, rematado por unos ojos
verdes en los que se perdía la razón y la compostura, y un rebelde mechón de pelo
ondulado que resbalaba sobre la frente, ajeno al orden del resto de sus cabellos.
—Me habéis dado un buen susto —afirmó ella.
—Disculpad si os he incomodado, no era mi intención.
—Supongo que me encontraba tan absorta en mis pensamientos que no he
reparado en que no estaba sola, aunque os habéis acercado como un gato en la
oscuridad.
—Yo diría que no hubierais reparado en una galera que avanzara por el pasillo a
golpe de cómitre, aunque con semejante vista a contemplar no os lo reprocharía
nadie. Por cierto, no me he presentado, Francisco de Toledo, a vuestro servicio.
—Entonces debéis ser el arrogante castellano que dice ser pariente del emperador.
Debí suponerlo por vuestro original atuendo.
—Cuántos reproches en tan corta frase.
—Lo lamento, no tenía mala intención al decirlo.
—No os preocupéis —interrumpió Francisco—, es evidente que mi llegada habrá
sido comentada por todos los habitantes del palacio y que muchos dudarán de que
alguien de tan lejano lugar de nacimiento sea familiar de su majestad. Lo que no
podría perdonaros de no ser tan endiabladamente bella es que no os guste mi
vestimenta. En cuanto a la arrogancia, algunos lo tacharían de virtud de caballero,
razón suficiente para aceptarlo con una sonrisa.
—No quisiera en ningún modo que pensarais que niego vuestro linaje —
respondió ella un tanto cohibida—, tan sólo quería apuntar lo insólito de vuestra
aparición en la corte, la cual, como bien adivináis, os ha convertido en el sonoro
objeto de todas las conversaciones.
—¡Vaya!, no era mi deseo convertirme en el centro de atención, decidme, ¿qué se
comenta de mí en los círculos palaciegos?
—La mayoría no son más que habladurías, cada uno inventa las razones que os
han impulsado a venir. Unos pocos creen en vuestro relato y otros piensan que sólo
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sois un impostor.
—Supongo que «otros» serán la mayoría, ¿qué creéis vos?
—Que sería más fácil preguntároslo. Antes de decidirse hay que conocer lo que
tenéis que aportar y, la verdad, generáis mucha curiosidad.
—Pues aquí me tenéis, a vuestra entera disposición, para aclarar cualquier punto
oscuro que detectéis en mi persona —comentó Francisco realizando una vistosa
reverencia.
—Es una propuesta interesante —afirmó ella con una sonrisa—, la meditaré con
cuidado, pero desgraciadamente he de dejaros.
—¿Dejarme? —repitió Francisco—. No podéis, ni siquiera sé vuestro nombre.
¿Os veré esta noche en la cena del emperador?
—No es costumbre últimamente en la corte bizantina que las mujeres asistan a los
banquetes imperiales —respondió ella con tono irónico—. Los hombres necesitan
reunirse con tranquilidad para hablar de batallas, diplomacia y religión, temas todos
ellos a los cuales tenemos poco que aportar. Tal vez nos encontremos en otro
momento.
—¡Esperad! —dijo Francisco cuando ella se giró con intención de dejarle,
haciendo que se detuviera, observándole por encima del hombro—. Ciertamente no
conozco las costumbres bizantinas, pero estoy convencido de que la hospitalidad es
una de ellas, y a esa herencia me acojo para pedir vuestro nombre una vez más y,
dicho sea de paso, me indiquéis por dónde regresar a mis habitaciones. No querréis
tener sobre vuestra conciencia un castellano errante por los rincones de palacio,
¿verdad?
Francisco pudo atisbar una sonrisa en su rostro, fugaz pero esperanzadora y, tras
un momento de silencio, una última frase.
—Volved sobre vuestros pasos por este pasillo, en la primera sala a la izquierda
encontraréis un guardia que os indicará el camino adecuado. —Durante un instante se
mantuvo en silencio, como si en su interior pensara que ese retazo de información, su
nombre, podría hacerla vulnerable. Finalmente, un susurro surgió de sus labios—: Mi
nombre es Helena.
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Los criados de palacio, luciendo sus mejores atuendos, se afanaban en acarrear las
viandas en metódico orden, primero unas grandes fuentes de ensalada, queso y frutas,
para continuar con un sabroso cordero asado, todo ello regado con abundante vino de
Quíos, del poco que aún almacenaban las bodegas de palacio, tras los últimos meses
de bloqueo por parte de la armada turca.
La distribución en la mesa se había realizado teniendo en cuenta la nacionalidad
de los asistentes. Los más allegados al emperador flanqueaban a Constantino,
separando a su vez a genoveses y venecianos. En la parte central de la mesa, se
asentaban los invitados que Sfrantzés había convocado a última hora para dar al
evento un carácter más plural, media docena de nobles y funcionarios bizantinos, el
cónsul catalán, Pere Juliá, representantes de Florencia y Ragusa, el propio Sfrantzés
y, por supuesto, Francisco, el cual no era consciente de las encendidas discusiones
que provocaba su presencia. Los familiares del emperador se sentaban en la cabecera,
a su lado, en estricto orden de parentesco, por lo que darle un lugar junto a
Constantino suponía una aceptación de hecho de su linaje. Por el contrario, su
introducción dentro de los asistentes al banquete implicaba una afinidad que algunos
miembros del consejo imperial juzgaban excesiva. En cualquier caso, disfrutaba de la
comida y la conversación, incapaz de sujetar su efusiva simpatía, incluso con la
imagen de Helena acudiendo de cuando en cuando a su mente y el cortés aunque
inquisitivo secretario imperial, sentado a su lado, tratando con exquisita educación de
sonsacarle su origen.
Sfrantzés se mantenía atento a cada detalle, no sólo a las palabras de Francisco,
sino que sus vivaces ojos bailaban con suavidad de un punto a otro, dirigiendo su
mirada según la conversación que más interesante pareciera, registrando cada
palabra, su significado y el ambiente general de la velada, inmerso en su perenne
tarea de diplomacia. Se había impuesto la misión de sonsacar al castellano todos los
detalles de su supuesta relación con Constantino, su decisión de viajar a la ciudad, su
vida hasta el momento y la explicación de por qué nadie conocía la existencia de tan
lejana rama familiar. Sin embargo, el delicado aunque tenaz asedio al que sometía a
su contertulio no ofrecía los frutos deseados. Francisco demostró una más que notable
experiencia como fajador, devolviendo, ante cada pregunta o insinuación, adornados
relatos llenos de vaguedades y floridas anécdotas que poco aportaban a aclarar su
ascendencia. Sfrantzés apenas pudo extraer unos retazos de la historia general, e
incluso en algunos momentos dudaba a la hora de recabar lo importante, separándolo
de la mera charla. Resultaba indudable que se encontraba ante un hombre culto, por
encima de la media de los nobles occidentales, con un aceptable uso del griego, poco
habitual en tan recóndito rincón del mundo, lo que, junto a sus conocimientos sobre
el Imperio bizantino y la genealogía imperial, representaban las principales pruebas
de su lado de la balanza. Por el contrario, la evasión con la que respondía inquietaba
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al desconfiado Sfrantzés. Existían demasiadas lagunas en aquella historia, no
conseguía enlazar todas las piezas en su mente y el trato de la corte enseñaba a los
altos funcionarios a recelar de todo, incluso de lo que se mostraba evidente a simple
vista.
—¿Por qué no acuden mujeres a los banquetes imperiales? —preguntó Francisco
como si lanzara al aire sus inquietudes, sin un receptor determinado, sorprendiendo a
su vez al bizantino, absorto en sus pensamientos.
—Depende del tipo de evento —respondió el secretario imperial, aún extrañado
por el radical cambio de tema—. Antiguamente las damas asistentes se sentaban a la
izquierda del emperador, precedidas por la emperatriz, los hombres a la derecha, en
función de su rango; pero últimamente no hemos encontrado demasiados motivos de
regocijo en la ciudad, las celebraciones escasean, las pocas veces que se reúne la
corte con los notables entran dentro del marco diplomático, más que en el ocio, por lo
que la presencia de esposas o familiares no resulta necesaria.
—¿Es esta entonces una reunión de embajadores y comerciantes? A fin de
cuentas soy un familiar, sin ningún peso político o económico.
—No, por supuesto que no —respondió Sfrantzés con rapidez, mientras pensaba
que aquel joven castellano mantenía la mente alerta, incluso cuando parecía
ligeramente ensimismado al hablar, como si recordara los detalles de alguna imagen
interior—. Hoy festejamos la llegada de aquellos que nos ayudarán a la defensa de la
ciudad, entre los cuales estáis incluido. ¿Cuál es la razón de ese repentino interés?
—Simple curiosidad.
—¿Pensáis en alguna mujer en particular? —comentó Sfrantzés esbozando una
ligera sonrisa.
—No, en absoluto —respondió Francisco un tanto apurado—. Apenas llevo unas
horas en la ciudad, me estáis sobrevalorando.
El emperador se dispuso a pronunciar unas palabras, con lo que el consiguiente
silencio producido entre los numerosos asistentes salvó al castellano de continuar con
tan incómoda conversación.
—La llegada de vuestros barcos —comenzó Constantino— ha arribado con un
cargamento más valioso que el metal más preciado. Ha llenado nuestra ciudad y
nuestros corazones de esperanza, de orgullo y de coraje. No es sino en los más
difíciles momentos, cuando se vislumbra la verdadera naturaleza de los hombres, y se
distingue al valiente del cobarde, al honorable del que no tiene palabra y al noble del
esclavo. El renombre de Giustiniani recorre el Mediterráneo, asociado a innumerables
hazañas y pruebas de su innegable pericia en la guerra, y por ello, he decidido que no
hay persona mejor que él para dirigir las defensas de Constantinopla en la próxima
lucha contra el sultán. Esta misma tarde ha aceptado mi ofrecimiento y se hará cargo
de los preparativos. A vosotros, amigos y ciudadanos, os pido en nombre de mi
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pueblo que ayudéis en lo que en vuestra mano esté, pues ningún esfuerzo es pequeño.
Todas las acciones nobles son agradecidas por Dios nuestro Señor, ya que van
encaminadas a asegurar la salvación de un reino cristiano frente a la amenaza del
islam.
Giustiniani se levantó despacio, con movimientos suaves, estudiados para atraer
la atención de los presentes. Con una sutil reverencia solicitó permiso del emperador
para hablar e inició su discurso de forma pausada.
—Mi pobre lengua de soldado no encuentra las palabras para agradecer al
emperador la confianza que ha depositado sobre mis hombros, aunque puedo
asegurar que mi espada y la de mis hombres responderán ante los turcos con más
ánimo que mis labios. No creo que exista mejor general para ganar esta batalla que el
mismo emperador, y sé que tan sólo las múltiples ocupaciones del gobierno le
impiden situarse al frente de la tropa. Quisiera añadir que, a pesar de nuestros
anteriores desencuentros, no habría mejor ayuda para mí que contar con la
colaboración de la colonia veneciana, no como su superior, sino en condición de
iguales, compartiendo el mando de las operaciones en la muralla. En el mar todos
conocen de sobra su maestría, mientras que yo soy un simple profano, no creo que
nadie dude que ha de ser un capitán veneciano el que mande la flota, en conjunción
con el megaduque bizantino, por supuesto. Dado que, de forma altruista, el jefe de la
colonia veneciana, así como el cónsul catalán y otros representantes, se ha ofrecido al
emperador para ayudar en la defensa, no seré yo quien niegue el bravo carácter de esa
oferta imponiendo mi generalato a nadie. Sólo aceptaría el cargo que tan
generosamente me ha concedido el emperador, si puedo contar con la ayuda de todos
y su aquiescencia.
Los venecianos asistentes a la cena permanecieron un momento callados,
mirándose unos a otros sin poder creer que un genovés pudiera halagarles o pedir su
ayuda, ofreciendo compartir la jefatura de la defensa. El cónsul catalán enarcó una
ceja, sin acabar de fiarse de lo que oía, Sfrantzés sonreía discretamente y los demás
comensales murmuraban entre ellos.
El cónsul Girolamo Minotto, baílo de la colonia veneciana en Constantinopla, se
levantó, casi por obligación, al ver cómo todos sus compatriotas dirigían sus miradas
hacia su persona, para contestar al capitán genovés, sin tener muy claro lo que debía
decir. Antes de llegar a la cena ya conocía el nombramiento de Giustiniani otorgado
por el emperador, comprensible, al tratarse de un experto en guerra de asedio, pero
casi ofensivo para ellos al ser genovés, y más recordando que era Venecia la única
que se encontraba en esos momentos debatiendo enviar una flota de ayuda a la
ciudad. Cabalgando hacia el palacio, había confeccionado una diplomática protesta
que pretendía presentar ante la corte. Sin embargo, el ofrecimiento de Giustiniani
echaba por tierra cualquier idea preconcebida. Al concederles el mando de la flota,
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algo que el emperador aceptaría sin duda, les reconocía implícitamente su
superioridad naval, la misma que Génova combatía desde hacía siglos. Además
solicitaba su colaboración en pie de igualdad en tierra, donde la superioridad, tanto en
calidad como numérica, de las tropas genovesas era evidente. Rechazar dicha
propuesta no tendría sentido, sería una ofensa, no sólo a los genoveses, sino al
emperador, sin embargo tampoco se sentía inclinado a quedar en evidencia al
compartir el mando con alguien cuyos conocimientos en ese campo eran muy
superiores a los suyos. En definitiva, sorprendido, con sus esquemas rotos en pedazos
y sin saber qué hacer, se encontraba observado por toda la concurrencia, impelido a
pronunciarse en un sentido o en otro sin una idea clara al respecto.
—Me encuentro sorprendido —comenzó al fin—. No hubiera esperado de un
genovés que alabara nuestro valor y pericia en el mar. Si el emperador está de
acuerdo, aceptamos el ofrecimiento de liderar las fuerzas navales, para lo cual no veo
nadie más experto que el capitán Gabriel Trevisano. He de declinar, sin embargo,
compartir el mando de la defensa en la ciudad, dado que no alcanzo el nivel de
Giustiniani en ese campo, aunque puede contar con nuestra ayuda, en la medida de
las posibilidades de la colonia veneciana de Constantinopla. Además escribiré
mañana mismo una carta a Venecia solicitando el envío urgente de una flota de
nuestras galeras para levantar el bloqueo y proteger la ciudad de cualquier posible
agresión.
El ofrecimiento del representante de Venecia levantó un comentario general de
aprobación entre los comensales, seguido por un compromiso semejante por parte del
cónsul catalán, que a pesar de disponer de menores recursos y una discreta presencia
de habitantes, no comparable a la de su homólogo italiano, no por ello distaba de los
venecianos en cuanto a valor o gallardía.
Constantino se encontraba francamente satisfecho con el resultado de la velada, a
la par que aliviado, al comprobar que su recién nombrado general al mando de la
defensa reunía una gran pericia diplomática y don de gentes, junto con su proverbial
experiencia en el terreno militar. Al tratarse de una coalición de elementos tan
dispares, el entendimiento entre ellos resultaba totalmente imprescindible. El oficial
al mando de todas las tropas necesitaba tener una mano izquierda tan suave para
tratar con las distintas facciones, como recia la derecha para manejar la espada. Al
parecer Giustiniani era el perfecto candidato para aunar esas virtudes. Con una
disertación final, en la que agradecía a todos los asistentes su inestimable
colaboración y compromiso con la defensa de la ciudad, el emperador dio por
finalizado el tema diplomático y, junto con el último plato, un dulce típico griego,
desvió la conversación hacia temas más intrascendentes.
—Así que el objetivo principal de esta cena —comentó Francisco— residía en
conseguir de los principales representantes de Occidente un compromiso público de
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apoyo a la ciudad.
—Sois un buen observador —respondió Sfrantzés—. Seríais un gran diplomático.
—No me interesan en exceso las intrigas palaciegas, pero no creo que exista una
corte donde no se den en mayor o menor medida.
—¿Conocéis la corte castellana?
—Vagamente, llevo mucho tiempo fuera de mi tierra natal, mi padre era asiduo de
la corte y en ocasiones me permitía acompañarle. Las últimas noticias que me han
llegado, justo antes de salir de Génova, por medio de unos compatriotas con los que
tuve tratos, se referían al nacimiento de una hija de Juan II, de nombre Isabel.
—La corte bizantina es famosa por sus discusiones, sus intrigas y su diplomacia.
Es una vieja política tratar de resolver los problemas por medio de los contactos entre
embajadores antes que mediante la guerra. Incluso en los tiempos en que aún
disponíamos de un poderío militar considerable, los escritos resguardaban los
territorios con más fuerza que las armas.
—No quisiera ser atrevido, pero observando la situación actual de Bizancio
respecto a su antigua extensión, tal vez habría sido preferible usar más la espada y
menos la pluma.
—Es posible —respondió Sfrantzés con un cierto aire nostálgico—, a fin de
cuentas todos anhelan los tiempos de Justiniano el Grande, cuando el imperio
emulaba a Roma con sus conquistas en tierras lejanas, recuperando de los bárbaros lo
que antes era nuestro. Sin embargo también aprendimos algo de esa época: que el
costo de la expansión bélica era excesivo. Eso es algo que no se tiene en cuenta siglos
después, tan sólo queda la gloria y el esplendor, pero toda hazaña conlleva un
sufrimiento. No hay victoria sin sacrificio.
—¿Y no hay posibilidad de convencer al sultán para que no ataque la ciudad?
—Inicialmente lo intentamos, hasta que los dos últimos embajadores fueron
decapitados, ahora únicamente una poderosa alianza de naciones cristianas sería
capaz de disuadirle de sus planes. Desgraciadamente los amigos escasean cuando el
enemigo es más fuerte.
—Aún no es tarde. Si los venecianos cumplen su palabra no creo que el sultán
pueda hacer frente a su flota.
—Amigo Francisco, me temo que el gobernador Minotto tiene buenas
intenciones, pero hay innumerables factores que pueden dar al traste con dicha ayuda.
—¿No se lucra Venecia de su relación con Constantinopla? Su colonia es la más
numerosa por lo que me ha contado Giustiniani durante el viaje. Al parecer su tráfico
comercial es extraordinariamente beneficioso. No creo que se resignen a perder una
ruta comercial ni a los ciudadanos que aquí habitan.
—También tienen grandes intercambios comerciales con el sultán, sus colonias
están cerca de las costas turcas, eso impone prudencia en las relaciones con
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Mahomet. No daré nada por seguro hasta ver las galeras venecianas aparecer en el
horizonte.
—Y en caso de que no envíen ayuda, ¿contamos con fuerzas suficientes para
rechazar a los turcos?
—El tiempo lo dirá, no tenemos otra alternativa que luchar con aquello que
encontremos a mano, de no ser así comprobaréis si os sienta bien el turbante.
—No creo que combine con mi atuendo habitual, deberemos bastarnos para
defender la ciudad.
Sfrantzés asintió con la cabeza volviendo a desviar su atención hacia los
comentarios de los demás asistentes, que intercambiaban opiniones diversas sobre los
siguientes pasos a dar.
Tras la cena, los asistentes se despidieron formalmente del emperador, uno por
uno, mediante protocolarias frases de agradecimiento y deseos de salud. Las puertas
de Blaquernas se abrieron para que aquellos altos dignatarios fueran acompañados a
sus respectivos barrios por criados de palacio, portando antorchas para iluminar las
sombrías calles de la ciudad en una hora tan tardía. Algunos traían su propia escolta,
que esperaba disciplinadamente en el patio interior del edificio, precavidos por la
posibilidad de un asalto por parte de algún grupo de malhechores, algo no habitual,
pero siempre posible en una ciudad con numerosos descampados y barrios solitarios.
Francisco se dirigió a sus habitaciones, acompañado de un criado, aunque
tratando de memorizar los distintos pasillos por los que transitaba, con la esperanza
de poder manejarse fácilmente por el palacio en pocos días. En su estancia descubrió
sus escasas pertenencias pulcramente ordenadas en los estantes, así como su ropa
dentro del arcón. No disponía de excesivo equipaje, viajar ligero era una condición
indispensable en su modo de vida, teniendo en más de una ocasión que abandonarlo
todo atrás, escapando de deudores o maridos despechados.
Antes de poder desvestirse llamaron a la puerta discretamente. Con un suspiro de
cansancio, pensando si esa velada se acabaría en algún momento, Francisco abrió la
puerta para encontrar a Sfrantzés, casi irreconocible sin su atuendo de secretario
imperial, con una sencilla túnica blanca.
—Espero no molestar —se disculpó cortésmente.
—En absoluto —respondió el castellano—. Prácticamente acabo de llegar.
—El emperador no ha tenido ocasión de iniciar una conversación durante la cena,
como habría deseado, por eso, si no tiene inconveniente, le gustaría charlar un rato en
sus estancias, con más tranquilidad.
—Por mí no hay inconveniente, también estoy deseando hablar con él, la cena ha
sido demasiado protocolaria para poder acercarme.
Sfrantzés asintió con la cabeza y pidió a Francisco que le siguiera, guiándole a
través de nuevos pasillos por el palacio hacia la parte este, donde se encontraban las
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habitaciones privadas del emperador. Según se acercaban a la nueva ala del edificio,
los omnipresentes mosaicos alternaban todo tipo de escenas: caza, vida cotidiana,
motivos florales, religiosos e incluso intrincados dibujos geométricos. La calidad de
sus teselas se agudizaba en las zonas destinadas a la familia imperial, así como la
perfección técnica de los musivaras encargados de su realización. Sin embargo a ojos
de Francisco resaltaba la escasa presencia de aquellos lujosos objetos típicos de las
cortes occidentales, apenas encontraban tapices, rico mobiliario en pasillos o
esculturas de vírgenes y santos. Al parecer, los más preciados elementos se situaban
en el interior de las estancias, atesorando su disfrute para aquellos a los que se
permitía el acceso, evitando a su vez el deterioro producido por la multitud de
funcionarios que transitaban por las zonas de paso. Asimismo, la relativa pequeñez
del espacio reservado para el emperador dentro del palacio impresionó a Francisco.
El escaso número de guardias, que contrastaba con el aparente hacinamiento de los
funcionarios de menor nivel, provocaba en el recién llegado cierta sensación de
austeridad, opuesta a la idea que la mayoría tenía sobre la corte bizantina.
El emperador esperaba en una de las habitaciones, vistiendo, a la par que su
secretario, una ropa más cómoda e informal que el magnífico atuendo con el que
había presidido la cena. Se encontraba sentado frente a un escritorio, con la vista fija
en varias hojas manuscritas, abarrotadas de cifras y letras griegas. Con la llegada de
la esperada visita alzó la cabeza e imprimió una ligera sonrisa en su rostro,
levantándose de su asiento para recibirles en mitad de la estancia.
—Por fin un momento de tranquilidad —comentó mientras se dirigía hacia
Francisco—. Espero que no estés demasiado cansado, me gustaría poder mantener
conversaciones sin que los asuntos de estado interrumpan cada momento, pero esta es
la única hora en la que puedo dedicarme a tareas más amigables que la rutina de la
corte.
—Siempre es buen momento para mí —respondió Francisco—. Soy ave nocturna
y no me incomoda aplazar el sueño si es menester.
—Me gustaría hablarte con total franqueza si me lo permites. En mi posición se
aprende que el tiempo es precioso y se dispone de muy poco.
—Por supuesto. —Francisco sabía que aquella era una mera fórmula de
educación cortesana. El emperador no necesitaba pedir permiso para tratar ningún
tema, aunque siempre resultaba agradable que una persona de su categoría dispensara
buen trato a sus contertulios.
—Tengo tantos motivos para creer en tu parentesco con mi familia como para
desmentirlo. Básicamente he de fiarme de tu palabra de caballero, ya que el resto de
pruebas que aportas no resultan en absoluto concluyentes. He de decidir si hemos de
otorgarte el tratamiento de la familia imperial y, antes de ello, quisiera escucharte.
—Entiendo las dudas que crea mi presencia —dijo Francisco con tono serio tras
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unos segundos de silencio—, pues nada aporto que pueda considerarse irrefutable. No
tengo documento alguno que me ligue al linaje Comneno, ni una joya familiar o
testigos que puedan testificar por mí. No he traído en mi equipaje más que los
conocimientos que me legaron mis padres y abuelos, mi palabra y mi honor. Si ha de
servir de algo puedo jurar por ellos que aquello que he contado lo recibí de mi abuela,
que en verdad era griega y pregonaba su origen a quien quisiera escuchar. Es cierto
que pudieran ser tan sólo los sueños de una anciana añorante de su patria, o una
historia con la que entretener a un nieto inquieto, pero yo he creído en ella lo
suficiente como para viajar por medio mundo y arriesgar mi vida aquí, por mi familia
y mis antepasados. Sinceramente, creo que la pregunta que debéis formular no se
responde con pruebas, se responde con fe, y no tengo ninguna duda que de esta os
sobra para creer en mí.
Constantino escuchó con atención, permaneciendo en silencio unos segundos, con
la mirada fija en los ojos de Francisco, el cual se mantenía firme, altivo, mientras
sentía cómo trataban de leer en su interior. A su lado Sfrantzés permanecía callado,
observando, esperando la resolución de aquel extraño duelo. Por fin el emperador
rompió la espera.
—Es cierto, es asunto de fe, no de pruebas, y la confianza interior que muestras
creo que es sincera. Siéntate, Francisco, y háblame de tu familia y de la lejana
Castilla.
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A la llegada de Giustiniani siguió una frenética actividad. Con el primer amanecer, el
recién ascendido comandante en jefe comenzó por realizar una inspección de las
defensas de la ciudad. La muralla constituía el elemento principal de contención del
asalto turco. Iniciada en tiempo de Teodosio II por el regente Antemio, nunca antes
en casi mil años había sido superada, excepto durante la cuarta cruzada, cuando los
latinos se valieron de disensiones internas para tomar la ciudad al asalto. Su
concepción, totalmente novedosa, permitía una defensa en profundidad en el tramo
comprendido entre el Cuerno de Oro y el mar de Mármara, donde los defensores
podían arrojar una lluvia de proyectiles sobre los asaltantes y reforzar los tramos más
débiles sin arriesgarse. Se componía de tres elementos complementarios entre sí. Por
su parte exterior un profundo foso de dieciocho metros de ancho, parcialmente
inundable, constituía el primer escalón de la defensa. En su extremo corría un
parapeto bajo, que cubría el Peribolos, una zona libre a modo de camino para las
tropas de quince metros de ancho. Tras él se levantaba la primera de las dos murallas,
de ocho metros de altura, salpicada de torres cuadrangulares a intervalos desiguales.
Encerraba entre ella y la muralla interior, la más cercana a la ciudad, el Parateicon, un
nuevo pasillo de casi veinte metros de ancho por donde los defensores podían
moverse de una sección a otra sin exponerse a los proyectiles enemigos. La muralla
interior o segunda muralla suponía el último obstáculo para el invasor, que con sus
trece metros de altura, cinco de grosor y torres cuadradas u octogonales que se
alzaban hasta veinte metros, resultaba una construcción titánica. Se había realizado
con piedra caliza, reforzada por hileras de ladrillo, que le otorgaban vistosas líneas
horizontales rojizas sobre el suave gris del conjunto.
Paseando entre sus distintas secciones con sus oficiales más allegados y el
ingeniero John Grant, Giustiniani forjaba en su cabeza un plan para restañar los
puntos débiles, realizar mejoras y aprovechar los recursos disponibles de la forma
más eficiente.
—¿Qué opinión te merece John? —preguntó Giustiniani al ingeniero escocés.
—¿Prefieres antes las buenas noticias o las malas?
—Lo dejo a tu elección.
—En ese caso diré que las murallas parecen bien conservadas. Tengo la impresión
de que los últimos emperadores bizantinos no han escatimado sus rentas en el
cuidado de esta maravilla. Los sillares de piedra son sólidos, las torres se encuentran
bien situadas, alternándose las de la muralla exterior con las de la interior, eso
proporciona buenos ángulos de tiro sobre los atacantes y no se observan grietas de
importancia en el conjunto, no hay nada que no se pueda reparar con rapidez.
Además el sistema de defensa en tres niveles permite un amplio abanico de
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posibilidades.
—¿Y las desventajas?
John se rascó el mentón con la mano durante unos instantes antes de responder.
Conocía a Giustiniani desde hacía tiempo, por lo que tenía plena conciencia de que
ocultarle información era absurdo, antes o después llegaría a las mismas conclusiones
que él.
—Las pocas piezas de artillería que tienen los bizantinos son de escasa utilidad y
las de mayor calibre pesan demasiado para los techos de madera de las torres. Al
disparar harían más daño a los muros que al enemigo. Eso nos deja tan sólo pequeños
cañones, arcos y ballestas como armas de alcance, sin contar con que la reserva de
pólvora es escasa. Por otro lado, la zona de Blaquernas no dispone de foso, habría
que empezar excavando uno nuevo a lo largo de toda la sección. El foso restante
necesita ahondarse y limpiarse, eso implica un número elevado de trabajadores, de
los que no disponemos.
—El emperador nos los proporcionará, supongo que a la población civil le
interesará más que a nadie colaborar en las tareas de renovación de las defensas.
—La zona más débil de la muralla es la que se encuentra sobre el río —prosiguió
John—. En los alrededores de la puerta militar de San Romano, no se apoya sobre
ningún terreno alto, y eso da facilidades al acercamiento de los turcos.
—Pondremos allí a nuestras mejores tropas, ¿algo más?
—Sí, lo más grave. ¿Con cuántos soldados contamos?
—No conozco la cifra exacta, aún no he hablado sobre eso con Constantino, pero
calculo que los bizantinos dispondrán de poco más de un millar, a sumar a los
nuestros, algo más de dos mil en total.
—Hay cerca de quinientas torres a lo largo de toda la muralla —afirmó John con
tono pesimista—, sólo la parte terrestre, entre el mar de Mármara y el Cuerno de Oro
tiene seis kilómetros de longitud. Eso da una media de un soldado cada tres metros,
situándolos en una sola de las tres líneas de defensa, y abandonando completamente
las murallas que dan al mar. Por sólida que sea la muralla, será un coladero con tan
pocos hombres.
Giustiniani miró a su compañero con seriedad. En ese momento sintió ganas de
abofetearse por haber descuidado un tema tan importante. El fervor popular y la
púrpura imperial le habían nublado el juicio, desatendiendo una labor militar esencial.
Se necesitan tropas encima de los muros para que estos tengan efecto. Con un rápido
cálculo John acababa de tirar por tierra cualquier ilusión de contener el asalto del
sultán. Se necesitaban diez o doce mil hombres sólo para guarecer adecuadamente las
murallas terrestres, y no disponían ni de la cuarta parte.
—Sinceramente, no había pensado aún en ello, no podemos hacer nada con
fuerzas tan escasas. Pediré al emperador que convoque esta misma tarde un consejo.
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Si no encontramos más soldados la ciudad está perdida. Mientras tanto
continuaremos revisando elementos, no podemos perder tiempo.
Una vez inspeccionada la muralla, Giustiniani pasó revista a la zona comprendida
dentro de su perímetro, comprobando las distintas defensas existentes que, en muchos
casos, separaban un barrio de otro, la situación de los almacenes de comida y armas,
el abastecimiento de agua y la geografía general de la ciudad.
Existía, sin embargo, un factor que el capitán italiano no podía ponderar por
medios físicos, ni mediante su experiencia militar y en el que se encontraba
incapacitado para influir. Para los habitantes de Constantinopla, el mayor de los
defensores de la ciudad era Dios en persona. Su incuestionable fe en el Señor
quedaba de relieve en las distintas leyendas que salpicaban la imaginería popular,
como aquella en la que se contaba que la ciudad no caería hasta que el Señor no
enviara una señal por medio de la luna, mientras que en una de las puertas
encastradas en la muralla podía leerse la siguiente inscripción:
Cristo, Señor nuestro, guarda tu ciudad de toda inquietud, de toda guerra; rompe
victoriosamente la fuerza de los enemigos.
Esta peculiar forma de entender la lucha que se presentaba como una especie de
prueba de fe, en la que el Altísimo intervendría según los méritos morales de los
ciudadanos. Podía suponer grandes ventajas, levantando la moral de los defensores en
la creencia de que con Cristo de su lado sería imposible una victoria turca, aunque,
del mismo modo, cabía la posibilidad de un desastre, si en algún momento surgiera
una razón que indicara, a ojos del pueblo, que el Señor les había abandonado. Ante
esto, Giustiniani no podía sino encomendarse a la suerte y la providencia, rezando a
su vez, para que nada turbara la moral, la esperanza en la victoria, ni la
inquebrantable fe religiosa de los bizantinos.
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que una comida era interrumpida por un mensajero.
Las instrucciones recibidas desde Italia impelían al podestá a negociar un acuerdo
con el sultán, garantizando la seguridad de la colonia a costa de proclamar su
neutralidad. Algo aparentemente sencillo, tal vez denigrante e innoble, ya que
suponía el abandono a su suerte de sus vecinos griegos, pero fácil de cumplir a priori.
Sin embargo la decisión no se mostraba tan asequible. Por un lado, la cadena que
cerraba el puerto del Cuerno de Oro, se enganchaba en uno de sus extremos sobre los
muros de Pera. Una de las condiciones con las que se cedió, por parte de Bizancio, el
entonces suburbio a Génova, imponía que los griegos cerraran el puerto en caso de
peligro, lo que implicaba una cierta connivencia por parte de Pera. Eso eliminaba la
posibilidad de una absoluta neutralidad, algo de lo cual los turcos eran plenamente
conscientes, y por ello el sultán había solicitado a cambio una nueva condición, más
siniestra, la cual le incumbía personalmente. Era este último acuerdo, secreto, oscuro,
casi pecaminoso, el que arruinaba las noches de Angelo. Tal vez fuera la conciencia
la que se cebara en el gobernador, pero no había vuelta atrás. Los caballos galopaban
desbocados y no podía sino arrearlos para que aquella infernal carrera acabara cuanto
antes.
—Mauricio Cattaneo espera ser recibido.
El asistente personal del podestá apareció como por ensalmo, asustando a Angelo,
el cual no había reparado en que la puerta se encontraba abierta.
—Hazle pasar —respondió secándose el sudor de la frente con un fino paño de
lino bordado.
Mauricio Cattaneo atravesó el umbral de la puerta unos instantes después, altivo,
vestido de forma elegante, como correspondía a un noble italiano de alta cuna, pero
con la espada firmemente anudada al cinto y la mano reposando en el pomo. Podía
haber desdeñado las difusas advertencias recibidas de Lucas Notaras, pero, como
hombre curtido en los enmarañados caminos de la diplomacia italiana, prefería
arrogarse un cierto nivel de prudencia y acompañarse del acero, siempre un buen
amigo en momentos difíciles.
—Gracias por recibirme con tanta celeridad —saludó cortésmente mientras
examinaba al podestá. Al estrechar su mano, de forma breve, notó un ligero temblor.
Los ojos de Angelo apenas se posaron en los suyos, incapaces de soportar la mirada
un instante—. Comprendo que un hombre de vuestra posición siempre anda envuelto
en mil asuntos que atender.
—Es un placer para mí, ¿a qué debo el honor de vuestra visita?
—Como supongo que ya sabéis, llegué ayer, junto con Giustiniani Longo, a
Constantinopla, para ayudar en la defensa de la ciudad.
—Sí, ha sido todo un acontecimiento, no se habla de otra cosa, en los muelles se
agolpaba la multitud para ver llegar los barcos.
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—No estamos en absoluto de acuerdo con la postura que ha adoptado el gobierno
de Génova, menos aún con la de esta ciudad.
—No debéis juzgarnos tan duramente, tenemos responsabilidades hacia los
comerciantes y la población civil. Nosotros no estamos en guerra con el sultán,
hemos de garantizar a los habitantes su seguridad, algo imposible si nos enzarzamos
en esta contienda.
—Esa es la postura oficial, lo sé, lo que me interesa conocer es el alcance de
vuestra neutralidad.
—No os comprendo —respondió Angelo con voz temblorosa, y en su interior
notó cómo el estómago se encogía, al atisbar la posibilidad de que sus acuerdos
secretos con el sultán hubieran sido descubiertos.
Mauricio se tomó unos segundos antes de explicar sus palabras, a cada momento
observaba cómo el podestá se mostraba más y más nervioso, lo cual le intrigaba y le
inquietaba a su vez. Un hombre con un puesto de responsabilidad tan elevado está
sometido a muchas presiones, más si cabe en situaciones tan críticas como las
actuales, por eso causaba estupor que una simple conversación causara semejante
alteración en él.
—Os encuentro turbado, ¿he venido en mal momento?
—No, me encuentro bien —respondió Angelo secándose de nuevo el sudor de la
frente—. Tengo calor, no acabo de acostumbrarme a este clima.
—Si preferís que sigamos más tarde esta conversación…
—No, por favor, continuad.
—Giustiniani va a dirigir la defensa de la ciudad, y tanto él, como otros nobles
compatriotas, como los hermanos Bocchiardi y yo mismo, queremos apelar a vuestra
filiación cristiana, para que nos proporcionéis ayuda, independientemente de las
órdenes recibidas de Génova, sin llegar al punto de comprometer la neutralidad de la
colonia.
—Pues… no sabría qué decir, ya os he comentado que no debemos involucrarnos
en el conflicto, la población…
—Sabemos que no modificaréis el status quo de la colonia, pero se puede
intervenir de forma más sutil.
—No veo la manera, no podemos colaborar con barcos ni tropas.
—¿Puedo reclutar voluntarios en la ciudad? Eso no involucraría al gobierno.
Estoy seguro de que muchos conciudadanos desearían combatir con nosotros;
además, seguramente existirá una importante colonia bizantina.
—Por supuesto —replicó Angelo aliviado—. Aunque los ciudadanos genoveses
integren la inmensa mayoría, muchos griegos se emplean en las tareas cotidianas, en
oficios que requieren abundante mano de obra, como los estibadores del puerto.
Tenéis mi permiso para hablar con quien queráis, cualquier voluntario puede pasar a
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Constantinopla, pero deben ser discretos.
—También podríais abastecer a la ciudad de víveres, llegado el caso.
—No habría problema, nuestro puerto permanecerá abierto para cualquier compra
que queráis hacer.
—¿Compra? ¿Pretendéis beneficiaros del asedio?
—No, claro que no, pero el gobierno como tal no dispone de suministros, todo
está en manos de los comerciantes locales, no podemos obligarles a vender a bajo
precio, comprendedlo.
—Siempre podéis influir en ellos, si os lo proponéis.
—Haré cuanto esté en mi mano.
—Una cosa más —dijo Mauricio—. Supongo que vuestra neutralidad os obligará
a una innegable correspondencia con el sultán.
—No, en realidad apenas tenemos contactos —replicó Angelo—, tan sólo lo
habitual.
—En cualquier caso, la información es vital, cualquier noticia que podáis
transmitirnos, por insignificante que parezca, puede ser importante.
—Podéis contar con mi absoluta lealtad y colaboración en ese aspecto y, si me
disculpáis, tengo otros asuntos que atender.
—Por supuesto, habéis sido muy amable, agradezco vuestra comprensión.
Mauricio abandonó el palacio pensativo, su conversación con el podestá no había
resultado esperanzadora. Como conclusión, le permitía reclutar voluntarios, algo que
podría haber llevado a cabo sin su consentimiento; permitía asimismo la compra de
víveres, de nuevo una concesión vacía, ya que para eso se necesitaba dinero, no
permisos, y, lo más inquietante, en su despedida reafirmaba su lealtad. Mauricio no
había cuestionado en ningún momento la lealtad de Angelo, sólo su postura
diplomática. Se daba por descontado la fidelidad para con Génova y, en el caso de la
relación con Bizancio, se subordinaba a los intereses de la colonia. Le extrañó que se
reafirmara por su cuenta sin solicitarlo, era típico de los que ocultan algo y quieren
alejar toda sospecha. De su reunión Mauricio extrajo muchas conclusiones, la primera
de ellas, que era bastante probable que el megaduque bizantino estuviera en lo cierto
al prevenirles sobre el gobierno de Pera.
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Era cierto que le había tratado con gran consideración y cercanía, despidiéndose de
forma más que amigable, como lo era también el sutil, aunque perceptible, cambio de
actitud de Sfrantzés, aunque, a pesar de ello, sentía un tenue resquemor sobre sus
verdaderos pensamientos.
A primera hora de la mañana, el secretario imperial había aparecido en su cuarto,
acompañado de un funcionario, con aspecto de escriba a juzgar por sus diminutos
ojos entrecerrados y su extrema palidez, indicativa de una vida de reclusión bajo la
luz de los candiles encorvado sobre algún códice. Le había comunicado que, a partir
de ese momento, sería su instructor, para aconsejarle la mejor manera de integrarse en
la protocolaria corte bizantina. También añadió que, durante el tiempo que durara su
aprendizaje, restringirían las apariciones de Francisco junto al emperador, sólo en
ocasiones señaladas, sin especificar cuáles, para evitar que, por desconocimiento de
los correctos pasos a seguir, pudiera deslucir el evento. Aquello era bastante
razonable pero, en cierto modo, resultaba también una excusa perfecta para
mantenerle en esa gris zona intermedia en la que se encontraba, tratado con exquisita
cortesía y especial atención y, al mismo tiempo, sin reconocimiento oficial a su
posible relación de parentesco. Tenía la impresión de que el emperador quería algo
más de tiempo para conocerle antes de tomar una decisión, a pesar del gran paso dado
la noche anterior.
Las clases y la enseñanza no casaban en demasía con el espíritu alegre y
desenfadado del castellano, el cual hubo de esforzarse durante horas para no cabecear
de sueño mientras su improvisado tutor explicaba, con monótona letanía, los distintos
puestos, vestimentas y acciones de los familiares imperiales en la procesión del lunes
de Pascua. La minuciosidad de los detalles y la organización de los eventos
palaciegos resultaba pasmosa para Francisco, el cual casi se cae del asiento cuando
escuchó, asombrado, que hasta disponían de un libro completo, escrito siglos atrás,
dedicado a codificar dichos rituales. Entre las distintas explicaciones que el
rechoncho funcionario recitaba, casi sin un momento de silencio, Francisco volaba
con su imaginación, adelantando los acontecimientos de aquella tarde, en la que
pretendía volver a cruzarse con esa preciosa joven de esquiva sonrisa, girando en
algún momento dichos pensamientos, a una oscura trama del emperador para
deshacerse de él matándolo de aburrimiento por medio de sus más cansinos
cortesanos. De hecho, llegaba a desear que los turcos asaltaran la ciudad, con tal de
disponer de una excusa para escapar a la carrera de la lección.
Finalizada la enseñanza, con el terror incrustado en el cuerpo al pensar que al día
siguiente se sucedería otra sesión de tortura protocolaria, Francisco se dispuso a
recorrer el palacio en busca de su casi desconocida dama, así como de un lugar donde
poder disponer de un ambiente más íntimo y romántico, que facilitara el acercamiento
y la distensión. Por un momento se encontró tentado de preguntar a su nuevo
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maestro, pero desechó inmediatamente la idea, primero por el aspecto de su
disertador, el cual era más que probable que no hubiera visto una mujer fuera de un
libro desde hacía años y no conociera lugar más romántico que el escritorio y la
biblioteca y, segundo, aterrado por la posibilidad de que existiera un profuso
ceremonial, con varios meses de aprendizaje, para cortejar a las bizantinas. Sólo de
pensarlo sintió un escalofrío, prefiriendo actuar sin conocimiento para poder alegar
ignorancia llegado el caso. Francisco se había considerado siempre un hombre de
coraje, pero aquel escriba huraño le comenzaba a inspirar más miedo que un oso
pardo de los montes de su tierra.
Durante su periplo a través de pasillos y estancias en busca de un sitio adecuado
para mantener una conversación con un mínimo de intimidad, desechó el patio
interior por ser lugar de paso, atravesado por numerosos guardias y funcionarios,
moviéndose de una sala a otra del palacio. También evitó la galería de amplios
ventanales donde se encontraron la primera vez, repetir el lugar podría dar a entender
que carecía de imaginación o, peor aún, que se pasaba el día revoloteando en los
alrededores desesperado por encontrarse de nuevo con ella. Después de un buen rato
deambulando por los distintos pisos del edificio, se topó tras una puerta enrejada con
un amplio jardín que, aunque sin duda habría vivido días mejores, se mantenía en un
estado aceptable, disponiendo de una fuente en uno de sus lados, rodeada de bancos
de piedra cubiertos de hojas, indicativos del poco uso recibido. El lugar perfecto.
El último aunque no menos importante paso a realizar, consistía en encontrar a la
dama en cuestión, cosa singularmente difícil, dado que no conocía de ella más que su
nombre. No sabía si residía en palacio, si se encontraba de paso, tal vez fuera la hija
o, peor aún, la esposa de algún noble que acudía esa noche a la cena, aunque la
impresión que tenía, por lo poco que hablaron, es que vivía entre esos muros.
Dado que sus conocimientos sobre su nueva residencia eran escasos, decidió que
un lugar era tan bueno como otro para salir al encuentro de la bella joven,
comenzando un lento vagar por los distintos pasillos. Durante ese tiempo, Francisco
pudo comprobar de primera mano la escasez de recursos económicos que asfixiaba a
la corte bizantina. Aún no sabía que, antes de la irrupción de los cruzados en 1204, el
palacio era admirado por sus patios de mármol, su gran sala central construida con
pórfido y sus innumerables estatuas y adornos. El lujo de los emperadores bizantinos
se mostraba en cada detalle, en la rica decoración, los vistosos mosaicos e incluso en
la vajilla de oro con la que se celebraban los banquetes en palacio. Sin embargo el
saqueo de los latinos centró uno de sus puntos en Blaquernas, arrasándolo
completamente. El mármol fue levantado y las estatuas enviadas a Occidente o
derribadas en la refriega. Todo el oro, incluso el laminado que decoraba las paredes,
fue objeto del pillaje. Costó mucho esfuerzo y grandes sacrificios restaurar el palacio
para convertirlo en habitable nuevamente, aunque no con el antiguo esplendor. Nunca
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hubo dinero suficiente para excesivos lujos después del gobierno de los emperadores
latinos. Excepto en las partes principales, las dedicadas al emperador y a las
recepciones de diplomáticos y nobles extranjeros, muros, mosaicos y mármoles se
encontraban sustancialmente deteriorados, por el paso del tiempo y la falta de
cuidados. El numeroso grupo de funcionarios y trabajadores se amontonaba en pocas
dependencias, lo cual, aunque inevitablemente incómodo para el trabajo y la vida en
la corte, facilitó enormemente la labor del castellano, quien, con algo de labia y
mucho de experiencia sonsacando información, consiguió averiguar que existía una
dama llamada Helena dedicada al cuidado de las estancias de la basilisa, en previsión
de su llegada.
La suerte es de los audaces, según comentaba un viejo dicho popular castellano y,
ciertamente, Francisco pensaba dar todas las facilidades a la diosa de la fortuna
cuando se adentró en la zona destinada a la futura emperatriz, sin embargo siempre
existían impedimentos, muchos de ellos insalvables.
—Lo siento, no podéis pasar.
El fornido guardia que custodiaba el acceso a las habitaciones imperiales no
parecía dispuesto a caer en las redes de la carismática charla de Francisco. Tampoco
mostraba ningún interés o deferencia hacia su relación con el emperador. Al parecer
el castellano se había topado con uno de esos escasos soldados que cumplen con su
deber a pies juntillas, lo cual sorprendía enormemente al joven noble, acostumbrado a
la laxa disciplina de las milicias castellanas e italianas, cuya obstinación siempre se
disolvía con algo de conversación, unas monedas o la promesa de un trago. Con el
rubio coracero, perteneciente sin duda a la guardia varenga, de anchas espaldas y
mirada hosca, sus intentos de acercamiento y soborno resultaban, de hecho,
perjudiciales, ya que Francisco pudo observar cómo el hombre acentuaba la fría
mirada a cada momento.
A punto de darse por vencido y buscar una ruta alternativa, la puerta de bronce
esculpida que con tan férrea disposición custodiaba el estólido guardia se abrió con
suavidad, anticipando la aparición de una hermosísima joven, de ojos ligeramente
rasgados y ajustada túnica de un blanco casi transparente, cuya sola visión consiguió
que ambos dulcificaran sus expresiones.
—¿Hay algún problema? —preguntó con voz suave al ver cómo las miradas se
clavaban en ella.
—Intenta acceder a las estancias de la emperatriz —respondió el guardia,
recuperando el gesto adusto.
—No hemos tenido el gusto de ser presentados —comentó el castellano—. Soy
Francisco de Toledo, pariente del emperador, y me encontraba aquí casualmente
cuando he tenido un percance con este soldado, el cual, al parecer, me ha
malinterpretado, dado que no era mi intención forzar la entrada en ningún recinto
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privado.
El guardia dejó escapar un tenso soplo, mientras clavaba sus ojos furibundos en
Francisco, cerrando los puños. Por un momento el castellano temió que se le arrojara
encima, pero afortunadamente la disciplina de la guardia varenga mantenía gran parte
de su justificada fama.
—¿Y cuál era vuestra intención? —preguntó la joven ladeando ligeramente la
cabeza—. Tal vez pueda serviros de ayuda.
La última frase se encontraba cargada de un tono dulce y meloso que, unido a la
fría pero intensa mirada de aquellos ojos castaño claro, hicieron que Francisco, por
primera vez en mucho tiempo, se quedara casi sin palabras.
—Ninguna en realidad, bueno, pudiera decirse que sí, es decir, no… sólo pasaba
por aquí.
Una nueva figura femenina apareció por la abertura de la puerta, quedando tan
sorprendida como la anterior al encontrar una pequeña congregación tras el umbral.
—¡Jesús! ¿Qué es lo que ocurre?
—Un curioso que intenta entrar donde no debe —repitió el guardia, rogando para
que la nueva aparecida le ordenara desalojarle por la fuerza.
—Volvemos a encontrarnos —comentó Francisco con una sonrisa—. Este palacio
es más pequeño de lo que parece.
—¿Conocéis a este hombre? —preguntó el decepcionado militar.
—Sí, nos encontramos ayer, Francisco de Toledo si no recuerdo mal —respondió
Helena con ironía—. Has actuado correctamente —añadió dirigiéndose al soldado—,
aún no sé si es persona de fiar.
—Gracias, señora —concluyó el guardia sin mucho convencimiento.
—Me herís en lo más profundo con vuestras palabras —comentó Francisco con
tono divertido—, pensé que os había impresionado vivamente en nuestro anterior
encuentro.
—Me atrevería a afirmar que todos vuestros encuentros se salen de lo común —
replicó Helena.
—¿Me necesitáis para algo más? —intervino la primera de las damas que habían
aparecido ante los ojos del castellano.
—No, Yasmine, puedes irte, por hoy hemos acabado.
La joven turca se retiró en silencio, no sin antes dirigir una última mirada cargada
de intensidad al recién llegado pariente imperial, el cual disimuló como pudo las
ganas de seguir con la vista su figura, manteniéndose estoicamente indiferente, a
sabiendas de la mala impresión que produce en una mujer que un hombre mire a otra
de reojo.
—Ya que esta feliz coincidencia nos ha vuelto a reunir, espero que podamos
retomar nuestra conversación de ayer —comentó Francisco—. Apenas cruzamos
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unas palabras.
—¿Por qué no? Así tendréis ocasión de explicarme este pequeño embrollo.
—En realidad no ha sido tal, una simple confusión, aunque —continuó con voz
baja y acercándose a ella— agradecería que cambiáramos de lugar, no creo que le
caiga demasiado bien al guardia.
Helena sonrió mirando al soldado de reojo, el cual se mordía el labio de rabia,
tratando de imaginar lo que el castellano había comentado y que no alcanzó a
escuchar. Asintió a la proposición y comenzó a caminar con Francisco pegado a su
lado.
—¿Quién era esa joven?
—Yasmine, mi ayudante. Llegó hace unos meses como regalo de Giaccomo
Badoer, uno de los banqueros italianos más importantes de la ciudad.
—¿Es una esclava?
—Sí, aunque espero que pronto el emperador le conceda la libertad; comparte la
opinión de muchos de nosotros, que la esclavitud es algo denigrante e indigno de
buenos cristianos.
—Si es esclava no será cristiana.
—No sabría decirlo, me acompaña los domingos a la iglesia y conoce nuestra
religión, pero no pondría la mano en el fuego, es muy reservada, no comenta nada de
índole personal. Sin embargo profesar una religión diferente no es motivo para
esclavizar a nadie.
—Extrañas palabras dichas por alguien que ve cómo su ciudad está a punto de ser
asediada por los turcos. La esclavitud es algo común, tanto en nuestro lado como en
el musulmán, no esperéis libraros si perdemos esta batalla.
—Dios predicó el amor a todos los hombres, no sólo a los cristianos. Si el sultán
nos ataca le combatiremos, pero la guerra no puede hacer que dejemos de lado
nuestras creencias y actuemos como bárbaros.
—La guerra hace que se tambaleen las ideas más firmes. ¿No la teméis o acaso
pensáis que Dios os protegerá de todo mal?
—No soy tan fuerte como podéis creer, me asusta pensar en los días que nos
esperan, rezo a diario para que ocurra algo que evite esta insensatez.
Desgraciadamente la codicia del sultán por nuestra ciudad no para de crecer. Y sí,
debo decir que siento que el Señor nos protege, siempre ha cuidado de
Constantinopla, no dudo que estará a nuestro lado cuando más le necesitamos,
incluso a pesar de que nosotros sacrificamos nuestras creencias por un poco de ayuda.
—¿Os referís a la unión de las Iglesias?
—Sí, hemos cedido ante el primado del Papa de Roma, hemos celebrado los ritos
latinos en la sagrada Santa Sofía y no hemos visto hasta ayer ni un barco, ni un
soldado, ni una señal de la esperada ayuda de Occidente. Muchos culpan a los latinos
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de la situación, sin embargo seguimos rezando para que nos asistan y les vitoreamos
al verlos llegar. Es una situación extraña y como tal no se puede pedir demasiada
comprensión.
Helena se mantuvo un rato en silencio, mientras sus pasos se encaminaban,
hábilmente dirigidos por Francisco, hacia el jardín cercano, anexo al palacio. En su
mente recordaba aquel día de diciembre, cuando se celebró la esperada unión
eclesiástica, claudicación para muchos, entre la Iglesia latina y la Iglesia ortodoxa.
Fue en Santa Sofía, con asistencia de toda la cúpula de la corte bizantina, encabezada
por el emperador, así como los enviados papales, el moderado cardenal Isidoro y el
aborrecido arzobispo Leonardo de Quíos. Ella había dudado en acudir al evento,
luchando entre la opción más pasional, mantenerse firme a su fe tal como predicaba
furiosamente el inamovible Genadio, y la más fría y calculada, ceder ante la
evidencia de que Occidente no enviaría ayuda a no ser que se cumplieran las
condiciones exigidas por el Papa; esta última ganó la batalla y aún, meses después, no
lograba decidir si había actuado correctamente.
Francisco se adentró en el jardín conduciendo a la melancólica Helena hacia el
banco descubierto en su anterior paseo por el palacio. La conversación no se
encaminaba por los románticos derroteros que él habría deseado y ahora trataba de
encontrar algún tema algo más alegre y distendido que el actual. Sin embargo, notaba
cómo crecía en su mente la idea de que una venda ocultaba la realidad de aquella
ciudad. Desde que había puesto pie en ese puerto, no se había presentado ante sus
ojos más que la multitud jubilosa y la vida de palacio; ahora comenzaban a aflorar los
sentimientos, los pensamientos ocultos tras un primer vistazo, la triste y dolorosa
verdad tras la púrpura imperial. La decadente Constantinopla luchaba denodadamente
por sobrevivir, recogiendo cada aliento, cada día, como si fuese el último, con la sola
esperanza de vivir un nuevo amanecer, siempre pendiente de un destino incierto. Por
su futuro había sacrificado hasta lo más sagrado, su fe, y no por ello el horizonte se
despejaba de negros presagios. Comenzó a notar una sensación extraña, como un
ahogo, un inquietante peso que aparecía cuando pensaba que él era uno de tantos en
los que ahora los habitantes depositaban su confianza.
Llegó como un aventurero, ávido de comodidades, con la idea de una espléndida
temporada de deleites con algún interludio violento, para darse de bruces con una
población en estado miserable, ansiosa de esperanza. Nunca antes se había enfrentado
a una situación semejante; en la rica Italia, rodeado de banqueros y mercaderes, de
lujo y ríos de dinero, resultaba fácil retener indefinidamente las monedas ajenas, ya
que ninguno de aquellos a los que vaciaba la bolsa con préstamos no satisfechos se
resentía verdaderamente, salvo en el orgullo. Ahora, por vez primera, notaba un
cierto apuro al pensar en su situación allí. Pensó finalmente que los nervios por un
posible rechazo del emperador a su endeble coartada eran los que le atenazaban, por
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lo que trató de concentrarse en la conversación y en Helena.
—Podríamos sentarnos durante un momento —comentó Francisco tratando de
encontrar un nuevo tema sobre el que desviar la charla—. Necesito un descanso
después de tan ardua mañana.
—¿Habéis estado ocupado con asuntos de estado?
—No exactamente; esta mañana la he pasado escuchando a un hombre bajito y
rechoncho, de ojos diminutos, que hablaba sin parar de ceremonias y tratamientos
reales. Reconozco que he estado a punto de fallecer entre tanta divagación, necesito
un poco de aire fresco que me despeje las ideas. Entiendo que todas las cortes tienen
sus reglamentaciones, pero me resulta totalmente increíble que exista gente capaz de
conocerlas e incluso deleitarse en ellas. No creo que pueda soportar durante mucho
tiempo a alguien así, y lo peor es que me temo que tendré que continuar con la
tortura.
Helena, que hasta ese momento se había sentado en el banco y centraba su
atención en colocar adecuadamente su estola de seda, miró a Francisco con sorpresa
según hablaba, abriendo sus hermosos ojos a la vez que esbozaba una incipiente
sonrisa.
—Este es entonces un buen lugar para que olvidéis al hermano Lotario.
—¿Le conocéis?
—Fue él quien me enseñó todo sobre mi trabajo.
—Casi me da miedo preguntar, pero ¿cuál es vuestro cometido en palacio?
—Soy protovestiaria, dama de compañía de la futura emperatriz, y como tal una
de mis tareas principales es instruirla en todo lo relacionado con el protocolo que
conlleva su cargo. En cierta medida soy como el hermano Lotario, pero en mujer —
añadió Helena mientras sonreía divertida.
—Me temo que he quedado como un estúpido. Qué me recomendáis, ¿el cilicio o
el látigo?
Helena rio con la última frase; esa era la primera vez que él oía su risa, tímida y a
la vez sincera, acompañada de un movimiento de su mano para tratar de colocar ese
rebelde mechón de pelo, inasequible a cualquier peinado, que le caía, ondulado, por
la frente.
—Os reís —afirmó él—. ¿Significa eso que no tendré que flagelarme?
—No será necesario —respondió ella alegremente—. Tan sólo espero que mi
compañía no sea la continuación de la tortura matinal.
—En absoluto, de haberos tenido como profesora aún seguiría en mi cuarto,
embelesado, atendiendo explicaciones sobre el puesto del espadero mayor.
—No sé si tengo aptitudes para la enseñanza, aún no he podido practicar con
nadie.
—¿Cuándo llegará la emperatriz? Supongo que tendrá que esperar a que todo esto
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termine.
—Se ha enviado una embajada, pero los preparativos llevan tiempo, el viaje
desde Georgia es largo y, evidentemente, hasta que la ciudad no se encuentre a salvo
de todo peligro no se arriesgará a la emperatriz en un trayecto semejante.
—Ya que tanto sabéis de protocolo, ¿podéis decirme si es adecuado para dos
miembros de la corte tratarse con algo más de familiaridad, o tendré que hablaros de
vos hasta cumplir cincuenta años?
—Yo soy una simple dama, cuando se trata a un familiar del emperador…
—Presunto familiar —añadió él con rapidez—. Aún no tengo el beneplácito
oficial.
—Renunciáis a vuestro linaje con facilidad.
—Sólo entre nosotros —comentó él bajando la voz, como si temiera posibles
espías en los alrededores—, hasta que el emperador me bese en público os permito
que me llaméis Francisco.
Ella volvió a reír, mirándolo después directamente a los ojos aún con la sonrisa en
los labios. Su rostro irradiaba una luz especial, una sincera calidez que resultaba
prácticamente irresistible.
—Francisco —dijo ella, casi con un susurro, en un tono tan suave que al
castellano nunca le había sonado mejor su nombre—, creo que necesitas más clases
de protocolo.
—No, por Dios —respondió él demudando la cara en un gesto de infinito terror al
tiempo que se llevaba la mano al pecho como si le fuera a dar un infarto, mientras
ella sonreía ante la ocurrencia—, cuánta crueldad en tan bello rostro. —Me gusta el
modo en que sonríes-añadió—. Conviertes este pequeño jardín en un edén.
—Vas a conseguir que me ruborice —comentó ella bajando la mirada con timidez
—. No estoy acostumbrada a los halagos.
—Me cuesta creerte.
—Por favor, no sigas, apenas nos conocemos.
—Eso se puede solucionar fácilmente, háblame un poco de ti, de dónde eres, qué
misterioso camino te ha conducido hasta la corte y, sobre todo, si estás casada o
prometida.
—Soy de Mistra, en el Peloponeso, y mi vida no tiene aventuras ni sobresaltos,
mi padre era funcionario al servicio del emperador, cuando aún era déspota de Morea.
Tal vez Esparta fuera grande y poderosa en la Antigüedad, pero la Mistra que ahora
ocupa su lugar es apenas una villa que no merece siquiera el calificativo de ciudad.
Sin embargo allí me crie felizmente. Nunca nos sobró el dinero, pero mis padres se
las arreglaron para darme una educación y, a través del secretario imperial, conseguir
que me aceptaran para mi actual cargo.
—¿Y tus padres?
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—Murieron hace unos años. Vinieron a Constantinopla unos días antes de que se
desatara la última plaga.
—¿Y no tienes hermanos u otros parientes?
—Tan sólo un hermano de mi padre, del que apenas sé nada. La corte es ahora mi
casa y mi familia.
—Deduzco por tus palabras que no te has casado.
—No, el amor es una bendición que aún no he vivido —respondió ella con
timidez—. Me gusta creer que el Señor tiene reservado un plan especial para mí.
Cuando aún me encontraba en Mistra, de niña, muchas tardes mis amigas y yo
imaginábamos cómo serían nuestros futuros esposos, elucubrando sobre el lugar en el
que viviríamos o los hijos de los que cuidaríamos. Luego el tiempo pasa, la edad
adulta llegó de repente con la muerte de mis padres y aquello borró con violencia mis
antiguas ilusiones. Mi trabajo en palacio centra ahora mi vida y aún he de dar gracias
a Dios por lo que me ha concedido, de no ser por el secretario imperial no puedo
imaginar qué sería de mí.
—¿Jorge Sfrantzés?
—Sí, supongo que le conoces.
—Desde luego, se sentaba a mi lado en la cena de ayer, parece un hombre
honesto e inteligente, muy cercano a Constantino.
—Era amigo de mi padre —afirmó Helena—. Él y el emperador son íntimos
desde hace años.
Francisco mantuvo unos segundos de silencio, fijándose en su rostro, deleitándose
con sus brillantes ojos, que se mostraban esquivos, ocultando la luz de sus pupilas en
cada ocasión que él fijaba la mirada en su clara luminosidad. En el momento en que
Francisco se disponía a retomar la conversación, una nueva voz sonó frente a ellos.
—¿Francisco de Toledo?
El sirviente apareció como surgido de la nada, a pocos metros de distancia,
ligeramente encorvado y con los brazos pegados al cuerpo, como si quisiera con su
postura disculparse por su intromisión.
—Sí, soy yo —respondió el castellano un tanto sorprendido por la interrupción.
—Disculpadme, el secretario imperial me manda a buscaros para que os conduzca
a una reunión.
—¿Y ha de ser ahora mismo?
—En efecto —afirmó el recién llegado con visible turbación—. Si no os importa
seguirme…
—Los deberes te reclaman —intervino Helena con un suspiro—. Espero que el
emperador no te llame para besarte, me ha gustado saltarme el protocolo por un
momento.
—¡Dios me libre!, Constantino no es exactamente mi ideal de amante —comentó
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él mientras se levantaba, despertando una nueva sonrisa en su bella acompañante—.
Esperaba tener algo más de tiempo. No conozco apenas a nadie en la ciudad, ¿podrías
ejercer de anfitriona y enseñarme sus monumentos?
—No sería adecuado que paseáramos a solas por la calle, pero el domingo nos
veremos en misa, casi todos en palacio se acercan a seguir la liturgia a San Salvador
de Chora.
—Hasta el domingo entonces —replicó Francisco mientras se alejaba siguiendo
al sirviente—. Por cierto, ¿qué día es hoy?
—Martes —respondió ella riendo.
—¡Martes!, me acabas de partir el corazón.
Helena rio la última ocurrencia del joven castellano. Aún sentada en el banco,
observó cómo se alejaba siguiendo al enviado del secretario, volviéndose de vez en
cuando para saludarla antes de perderse por el umbral. Permaneció algún tiempo en el
jardín, sonriendo mientras recordaba el desenfadado descaro de Francisco, muy
diferente a la orgullosa superioridad que mostraban la mayoría de los habitantes
latinos de Constantinopla. Su carácter alegre parecía contagiarse y se sorprendió al
descubrirse deseando que la semana se acortara para poder llegar al domingo cuanto
antes.
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lados largos recto y el otro ovalado, formando una enorme D, proporcionaba el marco
junto al cual casi una docena de personas se entremezclaban en pequeños grupos que
charlaban en casi tantas lenguas como asistentes. Entre ellos, Francisco reconoció a
algunos de los presentes en la noche anterior, Girolamo Minotto, baílo de Venecia,
junto con Gabriel Trevisano, capitán al mando de la flota, el cónsul catalán, Pere
Juliá, que conversaba animadamente con Giustiniani y Mauricio Cattaneo, dos
personajes con coloridos caftanes de corte oriental y elaborados turbantes de seda que
observaban al resto de la concurrencia con seriedad y, por último, en el extremo
opuesto de la sala, dos clérigos que se mantenían en silencio y apartados del grupo.
Apenas Francisco se hubo acercado a Giustiniani, el cual le recibió con alegría,
otra puerta situada enfrente de la anterior, se abrió para dar paso a Constantino,
acompañado de Jorge Sfrantzés, Lucas Notaras y Teófilo Paleólogo. Las
conversaciones finalizaron y todos saludaron cortésmente al emperador antes de
ocupar sus puestos alrededor de la mesa. El castellano trató de recordar en ese
momento sus primeras clases de protocolo, para ubicarse correctamente entre los
asistentes, sin embargo su desorientado intento no sólo carecía de acierto, sino que
produjo un pequeño revuelo de sillas y excusas ante la reprobatoria mirada del
secretario imperial. Una vez todos se encontraron sentados, con Francisco entre los
dignatarios turcos y el cónsul catalán, Constantino comenzó la reunión.
—Sé que este consejo se ha convocado con urgencia y, por ello, doy las gracias a
todos por su asistencia. El motivo de este encuentro es que el recién nombrado
protostrator, Giovanni Giustiniani Longo, nos adelante sus conclusiones sobre la
situación militar de la ciudad según la inspección realizada esta mañana. Al parecer
ha encontrado puntos importantes sobre los que es necesario discutir y, para evitar
pérdidas de tiempo innecesarias, he creído conveniente reunir a algunos de los
notables de Constantinopla en representación de sus delegaciones.
—Si me permitís, majestad —intervino Sfrantzés—, presentaré a los asistentes,
dado que algunos de ellos no se conocen entre sí.
—El capitán Giustiniani —comenzó el secretario tras el asentimiento de
Constantino— ha sido nombrado jefe de la defensa de la ciudad por el emperador,
con la aquiescencia de los nobles venecianos, catalanes o pisanos, así como el resto
de colonias extranjeras que se encuentran en Constantinopla. Junto a él, ha solicitado
la presencia de Mauricio Cattaneo y Francisco de Toledo.
Con cada presentación del secretario imperial, el interpelado se levantaba
cortésmente a saludar con una inclinación al resto de concurrentes y, aunque
Francisco actuó como los demás, sintió una leve decepción al comprobar que
Sfrantzés había omitido su parentesco con el emperador. El secretario continuó con
seriedad por los representantes venecianos y el cónsul catalán. Los dos religiosos que
asistían a la reunión, el cardenal Isidoro, representante papal, y el arzobispo Leonardo
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de Quíos, invitado de última hora debido a su insistencia, mantuvieron actitudes
opuestas. Mientras el anciano cardenal saludó sonriente y cordial a la concurrencia, el
adusto arzobispo se mantuvo sentado, observando con fijeza a los dos asistentes de
aspecto oriental, hecho que no pasó desapercibido por los integrantes de la corte
bizantina.
—Por último —finalizó Sfrantzés— se encuentra entre nosotros el príncipe
Orchán, pariente del sultán y, por tanto, posible pretendiente al trono turco.
—No entiendo qué interés puede tener la asistencia de un infiel a esta reunión.
La intervención del arzobispo Leonardo sorprendió a todos los presentes, excepto
al propio Orchán, el cual observaba al religioso con serenidad, acostumbrado a este
tipo de desplantes por su condición de musulmán.
—El príncipe ha ofrecido su colaboración y la de sus servidores en caso de asedio
—respondió Sfrantzés con calma—. Se juega tanto como nosotros o incluso más. De
caer la ciudad en manos del sultán, todos los presentes somos conscientes del trato
otorgado por Mahomet a los posibles pretendientes al trono.
Aunque la mayoría de los asistentes asentía las palabras del secretario imperial,
Francisco no sabía a qué trato se refería, ni lo que acostumbraba el sultán respecto a
sus parientes. A pesar de ello prefirió permanecer en silencio antes que interrumpir la
tensa conversación con torpes preguntas, sobre todo después de su nefasta actuación
en el momento de sentar a los integrantes del consejo.
—A los turcos les derrotará el poderoso brazo del Señor —afirmó el arzobispo
Leonardo con rotundidad—. Yo no fiaría una sola alma cristiana a la defensa de un
musulmán, ni mucho menos daría armas a un grupo de turcos dentro de las murallas
para que, con añagazas y traiciones, abran las puertas después de negociar un acuerdo
con sus correligionarios. ¿Acaso no estamos entre caballeros cristianos? ¿Para qué
necesitamos el auxilio de los bárbaros teniendo a Cristo Todopoderoso de nuestro
lado?
—Mi fe en Dios no tiene límite —intervino Giustiniani, antes de que el
megaduque Notaras, rojo de indignación, tomara la palabra—, pero como no soy un
cristiano perfecto, mi débil carne se siente más reconfortada ante el enemigo cuanto
mayores son las tropas queme acompañan. Si el emperador, aquí presente, ha
decidido que el príncipe turco es digno de confianza y un buen aliado contra el sultán,
seré el primero en agradecerle su colaboración y aceptarle en mis filas.
—¡Eso es casi blasfemo! —rugió el arzobispo Leonardo.
El cardenal Isidoro había permanecido callado hasta ese momento, observando la
escena con sus vivaces y penetrantes ojos. A pesar de sus casi setenta años y su frágil
aspecto, mantenía la mente en permanente vigilia, utilizando sabiamente sus
conocimientos de su patria natal, Bizancio, y su profunda cultura para mantener una
práctica posición conciliadora desde su llegada, lo que le hacía acreedor de la
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confianza del Papa. Cuando comenzó a hablar lo hizo en tono intencionadamente
bajo, para obligar a los asistentes a mantener el silencio a la vez que calmaba los
ánimos.
—Mi querido compañero, tal vez pueda parecer extraño a vuestros ojos que
cristianos y musulmanes puedan llegar a un acuerdo e, incluso, combatir codo con
codo contra un enemigo común. Es mi deber recordar que esta situación ya se ha
dado con anterioridad en numerosas ocasiones, podría dar fe de ello el joven
castellano aquí presente, dado que en su reino han coexistido varias religiones
durante años. Los caminos del Señor son infinitos y Él, en su omnipotente sabiduría,
no habría situado aquí al príncipe Orchán para dañar una ciudad que se encuentra
bajo su protección y la de la Santa Virgen.
—Ya, pero…
—Además —continuó Isidoro cortando la réplica del arzobispo— sería un
desprecio a los dones del Altísimo el que nos empeñáramos en ignorar las
oportunidades que nos ofrece. Tenemos a nuestro lado un nuevo aliado, que podría
ser útil a la causa del Señor, y rechazar su concurso nos aproximaría al pecado de
soberbia, eso sin contar que iría en contra de toda lógica militar.
—En realidad…
—Por último —interrumpió de nuevo Isidoro, provocando que el arzobispo se
removiera, incómodo, en su asiento—, ya que entramos en el tema de la milicia,
aprovecho para finalizar mi intervención entregando las tropas que el Papa me ha
confiado al mando del caballero genovés al que el emperador, con mi total
aprobación, ha nombrado comandante en jefe. Si de algo sirve mi concurso y el del
arzobispo, no dudéis en solicitar nuestra ayuda.
—Es un gran honor —respondió el genovés—. Espero estar a la altura de la
confianza depositada en mí.
—Agradecemos el gesto —intervino Lucas Notaras, visiblemente más calmado
aunque con expresión seria—, aunque más agradeceríamos que el Papa enviara una
ayuda de mayor porte, los doscientos soldados que os acompañan no son en absoluto
suficientes y quiero recalcar que la solicitada unión de las Iglesias ya se ha producido.
—En vuestro corazón, los bizantinos seguís siendo unos herejes —aprovechó
para espetar de nuevo el arzobispo—. ¿Cómo osáis solicitar ayuda sin antes renegar
de vuestra impura fe? ¿No fuisteis vos el que gritó que prefería el turbante del sultán
al capelo del cardenal?
—Y volvería a hacerlo —afirmó Notaras dando un puñetazo en la mesa—. Sois la
representación de todo aquello por lo que nunca aceptaremos de buen grado la
jefatura papal. Roma se considera el ombligo del mundo, tejiendo redes para
dominarlo todo, ¡si ni siquiera habéis sido invitado a esta reunión!
—¡Caballeros! —Constantino intervino poniéndose en pie, acallando las
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respuestas con la mirada—, estas discusiones no tienen sentido, cada pelea que se
produce entre nuestras filas nos debilita. La prueba que nos espera es temible de por
sí, no demos al enemigo más facilidades de las que ya posee. En juego está la
existencia misma de esta ciudad y la libertad y la vida de todos los que en ella
habitan. Si las palabras no van a contribuir a reforzar nuestra posición frente al sultán,
mejor dejar que se mantenga el silencio.
La reprimenda del emperador hizo agachar la cabeza al megaduque, mientras que
el arzobispo se mantuvo callado, con una mueca de resignación marcada en su rostro.
Tras unos segundos de tensas miradas, Constantino prosiguió:
—Nuestra aceptación de la unión con la Iglesia latina no es fruto de la
precipitación ni del momento —Constantino miraba a Lucas Notaras mientras
pronunciaba estas palabras—, ha sido meditada conscientemente. Tal vez el pueblo
no acabe de entender la situación, pero es algo que se resolverá con tiempo, paciencia
y oración, no con castigos ni quema de herejes —añadió clavando sus ojos en el
arzobispo, el cual se mantuvo cabizbajo sin atreverse a cruzar su mirada con la del
emperador—. Bien es verdad que la ayuda prometida por el Papa no se ha satisfecho
y, aunque la presencia del cardenal Isidoro y sus tropas es un prometedor comienzo,
si el Santo Padre está de verdad decidido a auxiliarnos no puede demorarlo más.
—Las últimas noticias que me han llegado de Roma —comentó Isidoro—
indicaban que se trataba de conseguir transporte para fletar tres barcos con
suministros para la ciudad. Por otro lado, se han entablado conversaciones con
Venecia para el envío de una flota, aunque esto llevará más tiempo. Lamento no
poder acreditar más detalles, el bloqueo del sultán también afecta a mi
correspondencia con el Papa.
El cardenal Isidoro, prudentemente, no quiso crear más polémica involucrando a
los venecianos, pero se encontraba francamente preocupado por el último mensaje
recibido de la ciudad eterna. En él se comentaba que Venecia se negaba a colaborar
con el Papa, aduciendo que le adeudaba dinero de cuatro galeras alquiladas diez años
atrás y, más preocupante aún, se hacía referencia a un cada vez más enrarecido
ambiente en Roma, con riesgo de que estallara una revuelta.
—Tendremos que valernos con nuestros propios recursos —sentenció Giustiniani
—. Unidos presentaremos un frente compacto al sultán, aunque, para poder realizar
planes más concretos, necesitaría saber cuáles son las fuerzas que la ciudad puede
poner a nuestro servicio.
—Disponemos de un modesto contingente —respondió Lucas Notaras—, apenas
medio millar, al que sumar la guardia de palacio, los arqueros y ballesteros cretenses
y, por último, los oikeioi, caballeros al servicio del propio emperador.
—¿Y la guardia varenga? Al menos sé de uno que parece capaz de enfrentarse
con una docena de contrarios —intervino Francisco recordando al soldado que
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custodiaba las puertas tras las que surgió Helena.
—Son apenas medio centenar, con funciones básicamente ceremoniales. Su valor
y disciplina pueden ser tan elevados como en otros tiempos, pero su escaso número
les resta cualquier importancia significativa. Aparte de las tropas oficiales tan sólo
podemos contar con las milicias ciudadanas de los distintos barrios de la ciudad.
—Respecto a nuestros ciudadanos —añadió Girolamo Minotto con cierto orgullo
—, reclutaremos a los marineros de los barcos en puerto que puedan distraerse de los
buques mercantes, aquellos ciudadanos en edad y condición militar y los pocos
soldados presentes. En conjunto, añadiendo pisanos, ragusanos, florentinos y otros
italianos que se han sumado a nuestra causa tal vez podamos alistar a un millar, sin
contar con los que permanecerán en las galeras de guerra.
—Es una excelente y generosa contribución —afirmó Giustiniani— que hace
honor al renombre de Venecia. Génova aportará un número similar cuando Mauricio
Cattaneo acabe su misión de reclutamiento en la vecina colonia de Pera y, aunque sea
faltar a la modestia, debo añadir que mis tropas están perfectamente armadas y
entrenadas. Sin embargo, lamento comunicar que el primer problema que se presenta
es defender una muralla de catorce kilómetros de longitud con apenas tres mil
soldados, tarea prácticamente imposible. Necesitamos urgentemente defensores.
—Sé que mi concurso no es del agrado de todos —comentó el príncipe Orchán
con voz suave, mientras el arzobispo Leonardo suspiraba enojado—, sin embargo
ofrezco mi guardia y a mis acompañantes para ayudar en la defensa.
—Os doy las gracias —comentó el emperador— y considero un honor teneros a
nuestro lado. También realizaremos nuevos reclutamientos entre la población, aunque
llevará tiempo. Dado que la llegada de otra ayuda se antoja improbable, hasta
entonces debéis sostener la ciudad con las fuerzas actuales. Sin contar con la
desventaja numérica, ¿cómo veis la situación?, y ¿cuál será vuestra primera decisión?
—En mi opinión —comenzó Giustiniani con voz grave y gesto experto—
disponemos de dos grandes ventajas, el tiempo y la muralla. Las fortificaciones de la
ciudad se encuentran en un estado bastante aceptable, que podemos mejorar mientras
el sultán no aparezca ante los muros. La solidez de los bastiones compensa una más
que previsible diferencia numérica con el enemigo. Por otro lado, según me ha
comentado Gabriel Trevisano, la flota reunida en el puerto podría alistar dos docenas
de barcos de guerra, suficientes, según su opinión, para defender la cadena que cierra
el Cuerno de Oro. Y en último lugar, tenemos que confiar en que antes o después
llegarán refuerzos de Venecia o Hungría, por lo que el tiempo es nuestro aliado. No
necesitamos derrotar al sultán o destruir su ejército, basta con evitar su victoria para
que cualquier fuerza de socorro le obligue a levantar el sitio. En consonancia, mi
primera intención consiste en reforzar en lo posible la muralla, para lo cual
necesitaría trabajadores de la población, así como abrir un foso delante de las
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murallas de Blaquernas, ya que esa zona carece de él, por lo que se encuentra más
desprotegida que el resto de la línea. También pienso preparar los accesos y puertas
para atrancarlos y destruir los puentes sobre el foso cuando el enemigo se encuentre a
la vista. Tan sólo mantendremos alguna portezuela disponible para hostigar al
contrario con golpes de mano. Por último, sería necesario enviar algunos jinetes a
explorar los movimientos del sultán de modo que dispongamos de algún tiempo para
prepararnos antes de ver sus estandartes al otro lado de los muros.
—Para la excavación del nuevo foso ofrezco nuestros servicios —intervino
Minotto—. Los venecianos no sabemos permanecer ociosos viendo cómo los demás
colaboran.
—No habéis comentado ninguna desventaja más —inquirió Sfrantzés—. No
quisiera socavar la moral de los presentes, pero me resisto a creer que no existan más
inconvenientes que el número de soldados disponibles.
—En efecto, existen otras preocupaciones —admitió Giustiniani—, aunque la
escasez de tropas es lo más importante; si el ejército enemigo se presentara mañana
ante la ciudad, podríamos darnos por perdidos. En otro orden de cosas, cuando el
asedio comience, el verdadero punto débil será la carencia de suministros. Por lo que
he podido comprobar en mi inspección, las cisternas y el río proporcionan agua
suficiente para una resistencia prolongada, pero no creo que sea posible almacenar
más de tres o cuatro meses de víveres para la población, y si no conseguimos ayuda
en ese tiempo la ciudad caerá sin que Mahomet necesite un solo asalto. También me
preocupa la carencia de artillería, de la que el sultán dispone en abundancia, aunque
confío en la profundidad de las murallas para contrarrestarla. La zona del río Lycos es
la más débil de la muralla, es probable que los ataques se centren allí. Sin embargo no
podemos desguarecer el resto del perímetro, lo que implica que no dispondremos de
todas nuestras fuerzas mientras el enemigo dispone de la ventaja de concentrar su
empuje. Otro punto preocupante es la carencia de tropas experimentadas, cualquier
reclutamiento realizado entre la población necesariamente se compondrá de civiles
inapropiadamente armados y con escaso o nulo entrenamiento. Mientras tengan la
protección de los muros podrán valerse, pero si el enemigo traspasa las fortificaciones
exteriores y entra en la ciudad será casi imposible rechazarlo. Y aunque no soy muy
ducho en temas navales, mi experimentado colega Gabriel Trevisano no confía en
que nuestra flota sea capaz de derrotar a la turca o mantener abiertas las
comunicaciones, por lo que hay que contar con una casi absoluta incomunicación de
la ciudad.
Un tenso silencio siguió a las palabras del genovés. El optimismo inicial que
transmitía su informe sobre la situación de las murallas se tornó en honda
preocupación a la luz de la mísera cantidad de tropas disponibles y del resto de
inconvenientes enumerados. Consciente del efecto que las últimas noticias habían
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causado sobre los asistentes, Constantino se apresuró a intervenir en la conversación.
Su firmeza a la hora de tomar decisiones y la rapidez con la que el emperador asumía
la situación podían ser fuertes acicates para mejorarla moral de aquellos que
formarían el núcleo de la dirección de la defensa.
—Creo que entonces tenemos claros los próximos pasos. Es importante que
involucremos a la población, dado que su concurso será imprescindible para mejorar
las defensas. El secretario imperial se encargará de contratar obreros o voluntarios
para ponerlos a disposición del protostrator. A la vez realizaremos un recuento de
armas y posibles reclutas. Redoblaremos los esfuerzos diplomáticos con el exterior y
recaudaremos cuantas contribuciones sean necesarias para realizar los pagos
oportunos a tropas, obreros y comerciantes de suministros.
—Me gustaría contar con Francisco a partir de mañana —comentó Giustiniani—.
Necesito a alguien de confianza que me sirva de traductor con los trabajadores
griegos y a la vez se entienda en italiano con soldados y oficiales. El sultán tendrá
informadores en la ciudad y no puedo fiarme de cualquiera. Al ser él un familiar
cercano del emperador su lealtad está fuera de toda duda.
—Por supuesto —respondió Constantino tras un imperceptible titubeo—, me
parece una idea excelente, cualquier cosa que os facilite el trabajo no debéis sino
pedirla. Siempre que él no tenga inconveniente.
—En absoluto —terció Francisco con rapidez—. Tal como comentaban nuestros
amigos venecianos no me atrae la idea de permanecer ocioso, me encantará colaborar
en lo que sea menester.
—En ese caso —intervino Sfrantzés solicitando con la mirada la aquiescencia del
emperador—, si no hay más temas a tratar podemos dar por finalizado el consejo.
Todos los presentes asintieron, uno de ellos, el arzobispo Leonardo, de mala gana,
llegando la reunión a su término. Sfrantzés se acercó a una de las puertas de acceso a
la estancia, permitiendo el paso a los sirvientes de palacio que acompañarían a los
asistentes a la salida. Francisco se levantó con los demás pero, cuando se disponía a
marcharse hacia sus dependencias, observó cómo el príncipe Orchán y su
acompañante se mantenían de pie en la estancia, al igual que Giustiniani y la cúpula
palaciega bizantina. A punto de abandonar la estancia, el capitán genovés le hizo una
discreta seña para que esperara y, aunque extrañado por la situación, se mantuvo en el
interior de la habitación mientras el resto de invitados se alejaba charlando,
aparentemente ajeno al nuevo cónclave. Los corpulentos guardias que flanqueaban
las puertas cerraron las hojas de bronce con suavidad, ahogando las voces de los
anteriores asistentes y sus criados, que se disponían a abandonar el palacio.
Antes de iniciar cualquier comentario, el príncipe Orchán dirigió una mirada
interrogativa hacia Francisco, contestada al punto por Giustiniani.
—Podéis hablar con libertad, el caballero es pariente del emperador.
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El joven castellano se mantuvo de pie, intentando que su cara no reflejara la
profunda incomprensión que sentía. La verdad es que no entendía lo que estaba
pasando pero, tras observar una breve pero significativa mirada entre Constantino y
Sfrantzés, decidió no decir nada y mantenerse a la espera de los acontecimientos.
—Bien —comentó Orchán resignado—, como he comentado antes de comenzar
la anterior reunión, creo que tengo una aportación más útil a nuestra causa que el
puñado de guardias que me acompañan en mi duradero exilio.
—No penséis —intervino Sfrantzés— que por pequeña, no agradecemos vuestra
colaboración, y más teniendo en cuenta que lucháis contra vuestros correligionarios.
—En absoluto —respondió Orchán—, pero soy consciente de que unos pocos
soldados no supondrán una diferencia apreciable, ni transformarán la derrota en
victoria. Sin embargo, donde pocos no influyen, puede que uno solo signifique más
que un millar.
—Explicaos —pidió Giustiniani.
—Somos turcos —afirmó Orchán—, al igual que los miles de soldados que mi
primo Mahomet estará concentrando para el combate. Nada nos diferencia de ellos, ni
lengua, ni vestimenta, ni aspecto. Entre las distintas unidades que se reúnen en
tiempo de guerra, los bashi-bazuks, voluntarios enrolados por la perspectiva de un
fácil botín, llegan de todas partes del reino. No se conocen entre ellos, forman grupos
dispares en los que es fácil introducirse, y eso es lo que quiero que haga mi
compañero y fiel colaborador Ahmed.
Francisco no se había fijado hasta el momento en el turco que acompañaba al
príncipe. Pasada la treintena, sus rasgos eran duros, muy marcados, con el mentón
afilado y terminado en una pequeña barba algo descuidada. Su tez aceitunada y sus
ojos oscuros contrastaban con el intenso color verde de su turbante y caftán. Su
mirada hosca daba a entender que la diplomacia no se encontraba entre sus mejores
aptitudes y, al detener ahora su vista en él con más cuidado, se podía deducir que los
ropajes lujosos eran tan sólo un disfraz para poder introducirlo en palacio sin que los
demás asistentes a la reunión se fijaran en él.
—Ahmed forma parte de mi guardia desde hace quince años, tiene mi más
absoluta confianza, tanto sus habilidades como su discreción son proverbiales.
Pretendo que se introduzca en el campamento del sultán, se infiltre entre sus tropas y
nos envíe información de primera mano de sus movimientos e intenciones.
—Sería una gran ventaja —afirmó Giustiniani—, aunque ¿cómo nos hará llegar
la información?
—Ahmed es un arquero excepcional, una vez comience el asedio enrollará los
mensajes en una flecha y la lanzará de noche por encima de la muralla en un punto en
concreto.
—Es una tarea muy arriesgada —intervino Constantino.
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—Sólo vivo para servir a mi príncipe —afirmó Ahmed con voz seca—. Partiré
discretamente mañana.
—En ese caso tan sólo podemos desearte suerte —comentó Giustiniani—. En tus
manos puede estar gran parte de la salvación de la ciudad.
—Nos retiramos ya —dijo Orchán—. Aún tenemos que definir detalles antes de
mañana. Aunque sé que no es necesario, no quisiera despedirme sin pedir
humildemente silencio acerca de este asunto, no desconfío del resto de los líderes
ciudadanos, pero el fanatismo religioso de alguno de ellos puede hacer peligrar la
misión y con ello la vida de Ahmed.
—Es totalmente comprensible —confirmó Constantino—. Podéis confiar en los
presentes. El megaduque os proporcionará una escolta que os acompañe durante el
regreso, para evitar cualquier posible equívoco de la población.
—Yo también aprovecharé la compañía para salir de palacio —anunció
Giustiniani—. Espero veros mañana junto a las murallas al amanecer —añadió
refiriéndose a Francisco.
Ambos turcos efectuaron una reverencia acompañada del saludo árabe antes de
desaparecer silenciosamente por la puerta acompañados de Francisco y Giustiniani, el
primero encaminándose a sus habitaciones guiado por un criado, y el italiano
acompañando a los turcos y a Lucas Notaras.
—Yo me despido también —saludó Teófilo mientras se dirigía a la puerta
contraria.
—Todavía tenemos cosas de las que hablar. ¿Tanta prisa tienes?
—Hay asuntos urgentes de los que ocuparme.
Sfrantzés permaneció unos segundos callado, observando la puerta mientras los
guardias del exterior volvían a cerrar ambas hojas. A su lado, Constantino se
mostraba serio, pensativo, con la frente arrugada en un gesto de preocupación. El
secretario no precisaba preguntar nada a su amigo para conocer sus pensamientos,
dado el nivel de compenetración que mantenían, sin embargo, conocía muy bien la
pesada carga que imponía el gobierno y cómo aliviaba compartirla.
—No te veo satisfecho con el resultado de la reunión.
—En absoluto —sentenció Constantino—. La situación se complica cada vez
más.
—¿Te refieres al arzobispo?
—Entre otras cosas. Gracias a Dios que Giustiniani parece pletórico de cualidades
diplomáticas, le veo perfectamente capaz de manejar a genoveses, venecianos, turcos
y griegos sin que se maten unos a otros, pero no puedo sustraerme a la sensación de
que nos sentamos sobre un polvorín. Eso sin contar con las querellas religiosas.
Pensaba que la unión de las Iglesias había zanjado el asunto, pero la visión del
arzobispo discutiendo con Notaras me hace replantearme todo lo asumido. Lo último
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que necesitamos es una revuelta religiosa.
—El cardenal Isidoro es un hombre prudente y de inmensa paciencia, además de
griego de nacimiento, hay que recordar que fue hegoumenos del monasterio de San
Demetrio, por lo que conoce a la perfección nuestro pueblo. Podríamos retomar la
antigua idea de nombrarle patriarca de Constantinopla en sustitución del huido
Gregorio.
—No me atrevo a realizar un nombramiento tan comprometido. Por otro lado,
dudo que el cardenal aceptara. Lo mejor será tratar de evitar al arzobispo Leonardo y
mantener a Notaras centrado en tareas militares para evitar su confrontación. A veces
desearía que los turcos aparecieran de inmediato para poder situar al arzobispo
Leonardo en la zona más peligrosa.
—No creo que su valentía esté en consonancia con su ardor religioso —afirmó
Sfrantzés con una sonrisa—, aunque yo también disfrutaría viéndole rodeado de
herejes; como él proclama, sería instructivo observar el método que utiliza para
facilitar su conversión a la verdadera fe.
—¡Eso es casi blasfemo! —rugió Constantino imitando la voz del arzobispo,
haciendo que ambos prorrumpieran en fuertes carcajadas—. Me alegro de tenerte a
mi lado —continuó el emperador cuando pudo apaciguar las risas, mientras apoyaba
su mano en el hombro de su amigo—, hay pocas personas que me comprendan tan
bien como tú.
—Siempre podrás contar conmigo para lo que necesites —respondió Sfrantzés
agarrando con fuerza la mano sobre su hombro—, no dejaremos que nuestra ciudad
caiga, el primer paso hacia la victoria es creer en ella.
—Y así es, amigo, pero también debemos ocuparnos de cuestiones más
materiales. Mañana da orden a los tribunos de los distintos barrios para que elaboren
una lista de aquellos en condición de combatir y las armas de las que disponen, y
mantenlo en secreto.
—De acuerdo, aunque te prevengo que, por pocos que sean, no tenemos moneda
suficiente para pagarlos. Hemos recibido numerosas contribuciones, pero la mayor
parte de lo recaudado de monasterios e iglesias es metal trabajado, candelabros de
plata casi en su totalidad; sería necesario fundirlo y acuñar moneda.
—Sería la primera vez bajo mi mandato, ni siquiera tenemos ya maestro para
realizar los grabados.
—Para uno de los lados utilizaremos los moldes de stavraton de plata con la
imagen de Cristo que aún poseemos del reinado de tu hermano Juan VIII aunque, para
el lado con tu efigie, tendremos que encargar el trabajo a uno de los aprendices; no
creo que salgas muy favorecido.
—No es algo que me preocupe —dijo Constantino con una sonrisa—.
Necesitamos acuñar moneda tan rápidamente como podamos, también deberemos
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pagar a los obreros que restauren la muralla.
—Me encargaré de ello después de hablar con los tribunos. Tú descansa un poco,
llevamos unos días muy agitados.
—El gobierno no duerme nunca —negó el emperador—, pero procuraré reservar
fuerzas para lo que nos aguarda, buenas noches, Jorge.
Teófilo recorría los pasillos con premura, con la cabeza gacha sin fijarse en
aquellos con los que se cruzaba, tratando de pasar desapercibido aun a sabiendas de
que resultaba imposible no destacar en el área del palacio reservada a la servidumbre.
Sin embargo nadie dio muestras de reconocer en aquel lujosamente ataviado noble al
primo del emperador. La costumbre de verle de noche en noche caminando
discretamente hacia una de las estancias normalizaba una situación no por habitual
menos provocadora. Los encuentros sexuales esporádicos entre los miembros de la
nobleza con algunas de las criadas y servidoras de Blaquernas no eran en absoluto
desconocidos, sin embargo, eran socialmente desaprobados y, por tanto, se mantenían
en un público anonimato.
Cuando alcanzó su destino, Teófilo golpeó con delicadeza la puerta, esperando
unos segundos oír la voz que le cedía paso. Entró furtivamente en la habitación,
pobremente amueblada con un pequeño camastro, un par de arcones de oscura
madera, una silla de deteriorado respaldo en forma de lira y un mueble mezcla de
escritorio y atril, sobre el que descansaba una gastada Biblia, regalo del propio
Teófilo, unas hojas de papel y material de escritura.
Yasmine le miraba de pie, en el centro de la habitación, resplandeciente bajo la
tenue luz de dos velas que titilaban sobre el escritorio, produciendo pálidos reflejos
en su fina piel. Su largo y sedoso pelo se derramaba libremente sobre sus delicados
hombros, que sostenían una casi transparente túnica blanca.
Teófilo se abalanzó sobre ella sin mediar palabra, cubriendo subello rostro de
apasionados besos, pero ella se separó con delicadeza mientras su expresión se
encogía en un fingido mohín de enfado.
—Llegas tarde, te he estado esperando desde la puesta de sol.
—Lo siento, amor mío —se disculpó Teófilo—, pero no he podido librarme de
esa tediosa reunión del consejo.
—Siempre tienes alguna excusa que te aleja de mí, ¿a qué viene tanta cháchara
oficial?
—No importa, cariño, ahora podemos recuperar el tiempo perdido —dijo Teófilo
mientras reanudaba su ataque sobre la joven turca.
Yasmine detuvo su avance posando suave, pero firmemente, un dedo sobre los
labios de su amante a la vez que negaba con la cabeza endureciendo sus hermosas
facciones.
—Esta vez no te perdonaré tan fácilmente, será mejor que te expliques de forma
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convincente o te irás a jugar a otro lado.
—¡Lo digo en serio! —exclamó Teófilo—. Traté de negarme, pero Constantino
no me dejaba en paz. ¿Cómo iba a querer estar en una reunión con genoveses y turcos
en lugar de aquí, con la mujer más bella del palacio?
—¿Turcos? ¿Diplomáticos del sultán?
—No —negó él zafándose del dedo que hacía de barrera y estrechando a la joven
mientras la besaba en el cuello—, el príncipe Orchán, del que ya te he hablado, venía
con un soldado que piensan infiltrar entre el enemigo cuando comience el asedio.
—¿Y pretendes que me lo crea? —dijo ella apartándolo de nuevo, aunque con
menos insistencia—. En cuanto llegue cerca del sultán le detendrán.
—Estaban muy seguros —replicó Teófilo reanudando su continuo asalto al cuello
de la musulmana—. Al parecer lo disfrazarán de soldado irregular, tus compatriotas
se alistan con frecuencia para hacerse con un botín, aunque esta vez se van a romper
los dientes en nuestras defensas.
—¿Cómo se llamaba? Si es un criado turco podría conocerlo.
—No lo creo, tenía aspecto de soldado, de todas formas no me acuerdo de su
nombre, no podía pensar en otra cosa que no fuera venir a verte, todas las
explicaciones de Giustiniani sobre las defensas y las murallas me resultaban
terriblemente aburridas, no veía el momento de salir de allí.
—Espero que no te sitúen en un sitio peligroso —dijo ella mientras le abrazaba
permitiendo que sus brazos la rodearan y facilitando su acceso—. Te conozco, y
seguro que solicitarás el puesto más arriesgado. No soporto la idea de perderte —
añadió acercando su mejilla a la de él y besándole con dulzura.
—No te preocupes, ni cien mil infieles serían capaces de evitarme volver a tus
brazos.
—¿Podré ir a verte? ¿Estarás cerca? Quisiera ser hombre para combatir a tu lado,
cuidarte si te hieren y defenderte con mi pecho si es necesario.
—La guerra no es lugar para mujeres, supongo que estaré cerca, en la muralla
sobre el río, la parte más vulnerable, pero no te inquietes, tengo una misión mejor
para tu pecho, que me ayudará a mantener fuerte mi brazo.
La túnica blanca se deslizó suavemente de los hombros de Yasmine, cayendo al
suelo sin un ruido, descubriendo la perfección de su cuerpo y hundiendo a Teófilo en
un placentero juego de pasional acercamiento al sencillo lecho.
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banquero italiano la entregó como regalo a su primo, el cual, para no ofender a quien
se debía una fuerte cantidad de numerario, tuvo que aceptar, contra su parecer, el
sorpresivo regalo. Desde el primer momento quedó prendado de aquella joven, no es
que no disfrutara de los placeres de otras muchachas, algunas de ellas entre las más
deseadas de la ciudad, lo que realmente diferenciaba a Yasmine de cualquier otra
mujer que hubiera conocido era esa mezcla de misterio y ardiente frialdad que
contenía su mirada, sus movimientos lentos y sensuales, las exuberantes formas que
entrelucían sus vestidos y sus refinadas maneras, muy alejadas de los toscos
comportamientos de las demás criadas, útiles para los juegos de cama pero insufribles
una vez terminada su misión. Con aquella turca de piernas interminables la espera se
hacía eterna, el goce un paraíso en la Tierra y el descanso posterior un tranquilo mar
de relajación mientras ella acariciaba su pecho susurrándole su amor al oído. No le
había costado mucho que Constantino aceptara su sugerencia de asignarla al cuidado
de la protovestiaria; conocía a Helena, la inasequible virgen que había rechazado con
increíble educación sus múltiples propuestas amorosas, y tenía la absoluta confianza
de que, bajo su delicada jefatura, la esclava no sufriría castigos, penosos trabajos o
excesivas cargas que pudieran ajar su belleza. El acercamiento posterior conllevó un
inusitado esfuerzo en tiempo y dinero para lo que Teófilo tenía acostumbrado al tratar
con mujeres. La mayoría se rendían al oír su filiación con el emperador y se
entregaban con el primer regalo de joyería fina, por lo que la aparente resolución de
la turca a rechazar sus dádivas y declaraciones no provocaba otra cosa que la
insistencia y el encono por parte de Teófilo. Finalmente, tras lo que le pareció una
tortuosa y dilatada espera, fue poco a poco ganando la confianza de la joven.
Descubrió que, a diferencia del resto de las sirvientas o incluso nobles cortejadas con
anterioridad, no ambicionaba joyas, caros regalos o lujosos vestidos, tan sólo detalles
concordantes con su posición que pudieran aliviar su encarcelamiento en jaula de oro;
una Biblia, un peine, un pequeño espejo de bronce o algunos cosméticos y perfumes
provocaban en ella un profundo agradecimiento que, finalmente, tras innumerables
intentos, se transformó en un consumado y pasional amor. Ahora se encontraba
intensamente ligado a Yasmine, incapaz de apartarla de su pensamiento ni siquiera
por un día. Tan sólo la esperanza de un combate cercano con el ejército turco le
reportaba algún interés, y no por su antiguo espíritu guerrero, sino con la esperanza
de poder regresar a su lado cubierto de la gloria de incontables hazañas militares que
hicieran de él un héroe a sus ojos. No encontraba ningún lugar en palacio más
cómodo y cálido que aquella áspera textura de la arpillera con la que se conformaba
el sencillo catre en el que se tumbaba y sin embargo…
—Debes irte —repitió ella con dulzura—. Sabes que no puedes quedarte aquí,
sería un escándalo que te descubriera algún funcionario de lengua floja.
—Me hastía este encubrimiento, estoy deseando poder gritar a todo el mundo
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nuestro amor, confío en que Constantino te conceda la manumisión en cuanto acabe
el peligro sobre la ciudad, entonces podré tomarte a mi lado en palacio, sin ocultismo
ni patrañas.
—No sabes cuánto sueño con ese momento, rezando cada día para poder verme a
tu lado, no sólo fugaces y dulces momentos, sino años, viendo pasar juntos las
estaciones desde la ventana, abrazados el uno al otro sin miedo a separarnos una vez
más.
Teófilo se levantó y se dirigió hacia ella abrazándola, besando su mejilla y
tratando de consolarla mientras ella bajaba la cabeza apenada.
—Vete ya, no soporto las despedidas.
Él se vistió deprisa, despidiéndose con un largo y cálido beso antes de atravesar la
puerta y dirigirse hacia la parte noble de palacio. Yasmine, mientras tanto, continuó
acicalando su cabello, escuchando los pasos de su amante perderse tras los gruesos
muros, aunque al momento su expresión cambió, la fría mirada regresó a sus ojos a la
par que se levantaba y se dirigía al atril. Tomó la caña de escritura, hundió su punta
en el frasco de negra tinta anexo y comenzó a escribir con facilidad en árabe, de
derecha a izquierda, con fluidez y notorio cuidado, evitando que sus manos se
mancharan con el oscuro líquido. Pocas líneas después, observó su trabajo con
expresión seria y se volvió con lentitud al escuchar el ligero chasquido de la puerta al
abrirse. Con disimulo, una delgada figura masculina se había introducido en la
estancia y observaba a Yasmine con sus diminutos ojos cargados de ira y lascivia,
posando su mirada sobre el deseable cuerpo de la esclava.
—Te digo siempre que esperes, si un día te cruzas con él…
—¡Estoy harto! —gritó él—. Harto de ver cómo se desliza en tu cama cada
noche, para satisfacer sus asquerosos deseos, harto de lamentarme en mi cuarto por
nuestra perra suerte, harto de pensar a cada momento lo que hará contigo durante
vuestros encuentros, debería matarle.
—No seas loco, te ejecutarían, y a mí contigo, ¿es eso lo que quieres? No olvides
que soy yo la que soporta esta tortura, teniendo que ceder por mi condición de
esclava a satisfacer su lujuria, ¿cómo crees que me siento? Tan sólo mantengo la
esperanza porque estás a mi lado.
—Lo siento —dijo él apesadumbrado—, pero esta situación me va a volver loco.
—Debemos ser fuertes, amor mío —afirmó ella acercándose a su acompañante y
abrazándole con dulzura—. El Señor nos tiene reservado un futuro mejor, sé que nos
ha de compensar por todo nuestro sufrimiento, quién sino Él conoce nuestros
sentimientos, nuestro profundo amor, y quién sino Él es capaz de cualquier cosa.
Él se aferró a Yasmine con fuerza, apretándola contra sí hasta que casi le costaba
respirar, al tiempo que aspiraba con fuerza el perfume que emanaba de su pelo y
presionaba su mejilla contra el rostro de la joven.
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—He escrito una nueva carta, necesito que la lleves mañana.
—¡Otra de esas inútiles misivas! —exclamó él apartándola bruscamente—. No
sirven para nada, es la tercera que escribes y ocurrirá como con las dos anteriores: ese
maldito banquero veneciano la recogerá sin siquiera leerla y me despedirá sin una
palabra de agradecimiento. No pienso volver a llevarle nada.
—Mi antiguo dueño es el único que puede hacer algo para devolverme la libertad,
el emperador jamás me manumitirá mientras su primo me utilice, ¡debemos seguir
intentándolo!
—¡No!, se acabaron las cartas, las noches de vigilia y las vanas esperanzas, idearé
la forma de escaparnos, con los turcos a las puertas no se dedicarán a seguirnos.
—Piénsalo bien, cariño —comentó ella con voz dulce y paciente—. Con la
amenaza del sultán sobre la ciudad todas las salidas estarán fuertemente custodiadas,
nos detendrían y ejecutarían sin pensarlo, no me importa lo que me pase, pero no
puedo consentir que arriesgues tu vida de esa forma. No perdemos nada por seguir
intentando que Badoer me conceda la libertad —añadió mientras se acercaba a él y le
besaba, al tiempo que sus manos subían poco a poco la túnica de su acompañante—.
Tan sólo es una carta, ¿qué podemos perder? Antes o después aceptará nuestro
dinero, nuestras súplicas y compraremos la libertad.
Yasmine deslizó la túnica del hombre por encima de su cabeza, mientras clavaba
sus intensos y sensuales ojos en los de su cada vez menos enervado compañero,
después aproximó su boca al pecho del excitado varón, besándolo.
—¿No harás ese pequeño recado por mí?
La esclava continuó besándole, haciendo círculos con su lengua, más y más abajo,
mientras mantenía aún su ardiente mirada fija en sus ojos.
—Dame esa maldita carta —sentenció él cerrando los ojos.
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3
Chalil observaba de reojo al sultán mientras caminaba a su lado, sudando por el
esfuerzo bajo el grueso caftán, centrado en mantener el vivo paso de Mahomet al
cruzar el bosque cercano a Edirne. Guardaba silencio, mientras el sultán le miraba por
encima del hombro, con su nariz aguileña apuntándole de refilón y los ojos, cargados
de ojeras aunque sin un ápice de debilidad en ellos, castigándole tanto como su
lengua.
—¡Un espía! —bramaba Mahomet sin dejar de andar por la empinada cuesta
entre las encinas hacia un prado cercano—. Un espía sin rostro ni nombre entre los
miles de soldados que se concentran, un turco, ¡y a eso llamas un informe importante!
No comprendo cómo mi padre te tenía en tan alta estima, tu red de infiltrados no vale
un akçe de plata.
—Majestad —comenzó el visir—, aún no se ha iniciado el asedio, los datos
pueden no tener aplicación inmediata, tal vez cuando nos encontremos ante sus
muros…
—¡Aplicación inmediata! —replicó él deteniendo su marcha y volviéndose para
mirar a su visir de frente, obligando al anciano a pararse con brusquedad—. Que la
parte más débil de la muralla terrestre es la zona del río lo puede ver cualquier idiota
que se acerque a la ciudad. Yo mismo exploré las defensas la última vez que crucé el
Bósforo con el ejército. Y ese tal Giustiniani, ¿acaso un solo hombre va a defender
toda la urbe? Medio millar de genoveses no van a impedir que me apodere de
Constantinopla.
—Parece que es un reputado militar en Occidente, experto en asedios; puede
suponer un obstáculo importante.
—¡Tonterías! —exclamó reanudando la marcha—. Si un comandante, por experto
que sea, es capaz de detener a mi ejército, no merezco el título de Sultan i Rum.
Ahora vas a comprobar de primera mano los medios con los que cuento, mucho más
importantes que ningún comandante. Gracias a Alá que he tomado precauciones tanto
contra las murallas como con los espías que necesito.
Chalil no sabía a qué se refería el sultán con esta última frase, no tenía constancia
de la existencia de más informadores que aquellos a los que él controlaba, pero dado
el grado de crispación de Mahomet decidió no preguntar.
Al llegar a la cima del camino, Chalil pudo ver por primera vez el prado de
suaves tonos ocres, en cuyo centro se erguía una estructura de madera rodeada de más
de un centenar de hombres en constante movimiento. Una rampa realizada con tierra
y madera sostenía un enorme cilindro de acero, el cañón forjado por el húngaro
Urban para el sultán, mayor aún que el que había sido situado en la fortaleza de
Boghazkesen para cerrar el tráfico marítimo por el estrecho del Bósforo. Para
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absorber el retroceso del arma se habían dispuesto inmensos bloques de madera en
los que reposaba uno de los extremos del ingenio; sobre él, a su vez, una fuerte
estructura de troncos en forma de aspa permitía el juego de numerosas poleas con las
que los artilleros trataban de afinar la posición en la que dispararía el cañón.
Aunque Chalil estaba al tanto de la prueba a efectuar ese día para comprobar el
funcionamiento del arma, la visión que producía la descomunal máquina de guerra
impresionaba vivamente al visir. Ocho metros de largo, casi un metro de ancho en la
boca y con un palmo de grosor, pesaba seis toneladas y cargaba balas de piedra de
más de quinientos kilos. Se componía de dos tramos cilíndricos, uno para albergar la
bala y otro menor, atornillado al primero en el centro, para la carga de pólvora. Tal
era el efecto que se esperaba que, ese mismo día, se había advertido a la población
civil de la cercana ciudad de que no se alarmara si escuchaba un fuerte estampido;
incluso Jacobo Gaeta, el médico judío del sultán, opinaba que una sorpresa semejante
podía hacer que las mujeres embarazadas perdieran los hijos que esperaban. Teniendo
en cuenta que nadie había escuchado antes la descarga de un arma semejante a Chalil
le pareció adecuado prevenir posibles escenas de pánico entre los habitantes de
Edirne por medio de un heraldo.
Según se aproximaban al artefacto, el sultán tornaba su mueca de irritación por
una amplia sonrisa, mientras sus ojos bailaban entusiasmados de un lugar a otro,
deleitándose con la precisa danza de los servidores de la pieza, afanándose alrededor
de ese oscuro tótem de muerte en animada y exacta coreografía, observados por
Urban, el cual afinaba cada una de las posiciones de los artilleros de su compañía a
través de un traductor. Chalil no se acababa de acostumbrar a la figura del húngaro, el
estereotipo de herrero no casaba en absoluto con el constructor de cañones. Alto, de
cuerpo enjuto y aspecto frágil, barbilampiño y con profusa calvicie, podría pasar por
funcionario en cualquier palacio, sin embargo sus delgados brazos atesoraban una
pasmosa fuerza, al tiempo que su ágil mente le permitía estar atento a cada detalle.
Junto a Urban, admirando maravillados cómo el enjambre de soldados cargaba
trabajosamente la bala de piedra pulida en el cañón, se encontraban Zaragos Bajá y el
eunuco Shehab ed-Din, vestidos con sus mejores galas, atentos a las evoluciones de
carros y poleas, ignorando al sultán hasta que pasó por delante de ellos.
—Majestad —inquirió el eunuco con su voz aflautada—, estoy deseando ver esta
maravilla en acción contra los muros de Constantinopla, si la prueba de hoy es
satisfactoria convertirá nuestros ejércitos en el brazo de Alá.
Mahomet ignoró por completo al tercer visir Shehab, centrando su atención en el
cañón.
—Está dispuesto para hacer fuego a vuestra señal —afirmó Urban—. Sugiero que
se aparten y mantengan la boca abierta y los oídos tapados.
—Puedes disparar —ordenó el sultán—, en cuanto a apartarme, si mis soldados
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pueden soportar el ruido no voy a ser yo menos.
—Como deseéis.
Los tres visires, agrupados a pesar de sus rencillas personales al lado del cañón,
habrían deseado apartarse hasta el bosque, a cubierto de cualquier posible fallo; no
sería la primera vez que un cañón explosionaba matando a cuantos lo rodeaban, pero,
al quedarse el sultán, no podían sino imitarle permaneciendo plantados rezando a Alá
por que todo saliera bien.
Mahomet dio la vuelta alrededor del arma, posicionándose en el lado contrario.
Estuvo a punto de soltar una carcajada al fijarse en sus visires, con las manos en los
oídos, expresión de terror y la boca abierta como si fueran peces, le habría gustado
tener a alguien a su lado para apostar cuál de los tres se orinaría primero al oír el
disparo, pero sus acompañantes más cercanos eran el oficial de jenízaros y sus cuatro
soldados, que le seguían a prudente distancia, y, aunque parecían disfrutar de la
escena tanto como él a tenor de las sonrisas que mostraban, no resultaba digno de su
rango mofarse en público de tan elevados cortesanos.
Centrando sus ojos en el cañón, se dedicó a recorrer el arma con la mirada,
fijándose en cada detalle, en la oscura piel que formaba su superficie, en las anchas
cintas metálicas de refuerzo que jalonaban su longitud. Le recordaba el rechoncho
cuerpo de un animal, casi podía ver las patas saliendo de su tronco, así como el fuego
que escupiría por su negra boca. «Basilisco», pensó, nombrando al responsable de la
futura caída de su ansiada Constantinopla.
Tan ensimismado se encontraba con su muda disertación que no advirtió cómo
Urban prendía la mecha. El tremendo estampido le cogió de sorpresa, sintiendo aquel
atronador sonido casi como un impacto en su pecho, haciendo que se tambalease
hacia atrás a punto de caer. Una nube de humo gris claro se extendió de inmediato
mientras el suelo temblaba al absorber los bloques de madera el fortísimo retroceso
del cañón. La pétrea bala, escupida a una velocidad inverosímil, voló en un instante
hasta perderse de vista, mientras todos los presentes agitaban la cabeza tratando de
sacar el pitido residual que sus oídos aún se empeñaban en transmitir.
—¡Increíble! —exclamó Mahomet casi sin poder escuchar su propia voz—.
Tengo que ver dónde ha caído.
El sultán salió a la carrera en la dirección donde la bala se había perdido de vista,
seguido de inmediato por el oficial y los cuatro lanceros jenízaros, en perfecta
formación a pesar del continuo movimiento, con sus blancos gorros börk, heredados
de los Bektasi, una de las sectas derviche, balanceándose con cada zancada. Chalil,
con demasiados años y achaques para imitar a los gamos, permaneció al lado de la
humeante pieza, preguntándose de dónde sacaba el sultán las energías para correr por
el prado como un chiquillo después de pasar toda la noche en vela. Aunque muchos
murmuraban sobre la afición de Mahomet al prohibido alcohol cada vez que aparecía
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ante sus consejeros con los ojos enrojecidos y profundas ojeras, su visir principal
conocía de primera mano el interés del sultán por disfrazarse de simple soldado y
pasear durante la noche por la ciudad, escuchando cada conversación de sus súbditos,
indagando personalmente lo que opinaba su ejército sobre el inminente asedio. Pocos
en palacio estaban al corriente de tan extraño comportamiento, entre ellos Chalil, y
ninguno comentaba nada a aquellos que achacaban su cansancio matinal a la bebida.
Mahomet prefería ser infravalorado, dejar que los demás le supusieran un borracho
incapaz; ese fue el fallo del emir de Karamania antes de ser aplastado y, con toda
seguridad, quería que fuera la perdición de Bizancio.
Tras trotar durante kilómetro y medio en busca de su preciada bala, Mahomet
sintió una explosión de júbilo al descubrir la zona de impacto, un boquete en el suelo
de casi dos metros de profundidad. Se paró a su lado, alegre como un crío al que
regalan el juguete más esperado, mientras los jadeantes jenízaros, aún en formación,
le alcanzaban unos segundos después, sudorosos bajo el peso de sus tintineantes
aceros. El fornido oficial observó espantado el profundo hueco dejado por la pesada
piedra. Mientras su señor se regocijaba bailando alrededor del agujero, él se
encomendaba a Alá para que no permitiera esa pesadilla, pues, ¿qué honor le queda al
combate si se pierde el brillante choque de las armas, la cálida sangre vertida sobre la
arena? Si la guerra se iba a reducir a aplastar al enemigo a pedradas, ¿cuál sería la
misión de los jenízaros? Rezó quedamente a Alá, el magnífico, suplicando no llegar a
ver el día en que el mundo prescindiera del valor, del arrojo y de la pericia en
combate, sustituyendo hombres, carne y hueso por infernales artilugios que matan
antes de llegar a verlos. Apenas iniciados en su interior unos versos del sagrado
Corán, el joven sultán volvía a poner a prueba su entrenamiento corriendo a grandes
saltos de vuelta hacia el cañón. Apretando los dientes, el oficial gruñó una seca orden
a sus cuatro compañeros y juntos apretaron el paso detrás del risueño Mahomet.
—Es indudable que su majestad rebosa vitalidad —comentó Zaragos al ver como
regresaba a la carrera con los extenuados guardias pisándole los talones—.
Tendremos que buscar a Aquiles para que siga su frenético ritmo, esos pobres
soldados no dan más de sí.
—El ímpetu de la juventud ha de ser refrenado por la sabiduría de la ancianidad
—respondió Chalil.
—¿Qué decís? —chilló el eunuco mientras se agitaba los oídos—. No consigo
entender nada.
—¿Aún confías en que desista de tomar Constantinopla? —preguntó Zaragos
ignorando al preocupado eunuco.
—No —respondió Chalil—, a estas alturas la decisión está tomada, el asalto se
realizará en breve, tan sólo confío en que Alá nos conceda la victoria. Los soldados
siempre pensáis que la derrota no llegará nunca, pero yo he visto muchas batallas y,
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en todas ellas, hasta el más débil tiene una oportunidad. Si somos rechazados el
imperio podría desmembrarse.
—¿No estás siendo demasiado pesimista? Nuestro ejército es diez veces mayor
que cualquiera que pueda reunir Bizancio, surtido de hombres duros y disciplinados,
por primera vez nuestra flota podrá dominar el mar y ya has visto de lo que son
capaces los cañones de los que disponemos.
—Cierto, Zaragos, pero en mil años las murallas de Constantinopla han sido
tomadas sólo una vez, en gran parte valiéndose de traiciones y disensiones internas, y
el propio Murad fue rechazado ante sus muros por la aparición de la Virgen. Si algo
así ocurriera de nuevo, Occidente podría pensar que somos débiles y enviar una
nueva cruzada, más peligrosa aún que la detenida en Varna. Hungría se revolvería
atacando nuestras fronteras y, peor aún, el príncipe Orchán reclamaría el trono con
apoyo extranjero, dividiendo en dos al país en una guerra fraticida. No, Zaragos, no
tengo la certeza de vencer en esta lid, y asumir semejante riesgo por una ciudad que
en su interior es un campo de ruinas no me parece sensato.
—Los débiles siempre encuentran grandes dificultades para enfrentarse a su
destino —comentó Zaragos—, pero si aún quieres, puedes comentar tus inquietudes
con el sultán.
Mahomet alcanzó a los visires exultante de felicidad, respirando agitadamente por
el esfuerzo, pero alegre como un adolescente enamorado.
—Urban, te has ganado con creces tus elevados emolumentos, ¿cuánto se tardará
en desplazar el cañón a Constantinopla?
El ingeniero húngaro meditó un instante la respuesta, mirando su obra de arte con
los ojos entrecerrados.
—Supongo que unos dos meses, serían necesarios un centenar de bueyes y casi
doscientos hombres para transportarlo, además de otros tantos para alisar el camino y
eliminar obstáculos.
—Dos meses —repitió Mahomet saboreando las palabras—. Podríamos fijar el
ataque para el primero de abril. Zaragos, da orden de reunir las tropas, la flota se
concentrará el mes que viene en Gallípoli. Quiero estar ante los muros de la ciudad en
la Pascua cristiana.
—Así se hará —confirmó Zaragos con una siniestra sonrisa dirigida a Chalil.
El primer visir se mantuvo callado, con los ojos fijos en su alborozado señor, el
cual se volvía a mirar el terrible cilindro de metal susurrando una extraña palabra,
«basilisco».
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Aunque el estado de la muralla era más que aceptable, en algunos puntos
concretos era necesario ahondar el foso, reparar grietas, recuperar almenas o
apuntalar los techos de las torres. Los ciudadanos habían respondido con fervor a los
ruegos de Constantino y se incorporaban al trabajo en número creciente, por lo que
llegó un momento que el corpulento John no podía atender a tantos operarios,
delegando parte de su propio trabajo en oficiales italianos, así como en el castellano,
que se vio, sin tener idea de albañilería o arquitectura, dirigiendo grupos de
trabajadores con tan sólo unas someras instrucciones de su amigo escocés. La tarea
no resultó excesivamente complicada porque entre tanto voluntario siempre se
encontraba alguno con un largo historial de construcción a sus espaldas, por lo que
Francisco tan sólo necesitaba coordinar los esfuerzos, abandonando la parte técnica a
personal más cualificado. Sin embargo, la amplitud del esfuerzo y el continuo cambio
de ubicación a lo largo de la triple línea de murallas convertían los días en tenues
suspiros, acelerando el recorrido del tibio sol de febrero. Y no es que el joven se
quejara; el mero hecho de evitar las clases de protocolo del aburrido Lotario suponía
un premio suficiente a cualquier esfuerzo, horas de acarreo de piedras e interminables
caminatas.
Durante los frecuentes descansos, donde los trabajadores comían y recibían la
visita en las propias obras de familiares y amigos, el carácter abierto y amigable del
castellano, junto a su popularidad dada su oscura y misteriosa condición de allegado
imperial, limitaban totalmente su capacidad para evadirse unas horas y regresar a
palacio a buscar a su anhelada Helena. En las frías noches pasadas en el campamento
de Giustiniani, junto a aquellos rudos soldados, Francisco no dejó de pensar en la
bella griega. Su rostro aparecía con frecuencia al cerrar los ojos, mientras que el
recuerdo de su suave perfume parecía mantenerse en el aire. En alguna ocasión
trataba de desechar esa invasora imagen de su mente, sorprendido de que él, un
hombre con innumerables conquistas a sus espaldas, se encontrara inquieto ante la
sola idea de encontrarse con ella el domingo, como un joven cercano a su primera
cita. La inocente candidez que desprendía la joven y sus tímidos ojos claros
producían en Francisco un creciente deseo de conocer a fondo a aquella persona. Más
que la simple atracción física que muchas otras habían despertado en él en el pasado,
sentía la necesidad de hablar, de conocer su personalidad, de disfrutar de su compañía
y, por supuesto, del tacto de su piel. En algún momento llegó a pensar si no sería más
aconsejable tratar de distanciarse. Una relación continuada era algo impensable para
él, menos aún con alguien tan cercano a la corte imperial y al que, en la intimidad de
sus encuentros, podría desvelar inconvenientemente algún secreto. Nunca había
mantenido a su lado a mujer alguna más de unas pocas semanas, el tiempo suficiente
para gozar de sus placeres, aprovechar sus fortunas y huir, antes de que las deudas o
los maridos celosos pudieran provocar incidentes desagradables. De hecho, se dio
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cuenta de que no recordaba a nadie con el que hubiera mantenido siquiera amistad de
un modo duradero fuera de sus años de infancia, mientras su padre aún vivía, allá en
Toledo. Sin embargo, a pesar de toda lógica y frío cálculo, una parte de él se negaba a
alejarse de aquella oportunidad; siempre hay tiempo para huir, ¿no había vivido así
los últimos años? De fuga en fuga, sin mirar atrás, sin volver nunca sobre sus pasos,
¿por qué iba a ser diferente?
Ese domingo, día de descanso en las obras de la muralla, tras un reparador baño
en las termas del palacio, que eliminara de su cuerpo el sudor y el polvo acumulados
durante los días de trabajo, se enfundó una lujosa túnica de seda de color ocre,
bordada con águilas y leones dorados encerrados en círculos contiguos, regalo del
emperador al darse cuenta de que su atuendo no casaba con el esperado en un
cortesano de alto rango, y se encaminó a la iglesia de San Salvador de Chora,
mezclándose con la nutrida congregación que surgía de las puertas de palacio, casas
particulares y calles aledañas.
La zona cercana al palacio imperial era la más cuidada de la ciudad. Los pocos
nobles, terratenientes y funcionarios de la corte con suficientes ingresos mantenían en
las proximidades lujosas mansiones y palacetes, en perfecto estado a pesar de su
antigüedad. Sin embargo, a medida que se acercaba a la puerta de Carisia y a la
cercana iglesia de San Jorge las edificaciones se transformaban, disminuyendo en
número y suntuosidad. Las viviendas aristocráticas dejaban paso sutilmente a
modestas casas bajas, de desconchados muros de ladrillo. En muchas de ellas, las
ventanas compuestas por delgados tablones de madera sustituían a los vidrios, no sólo
notablemente más caros, sino extremadamente difíciles de conseguir en los últimos
meses. Aun así el empedrado de la calle se mantenía uniforme, facilitando el paso de
caminantes y mercancías.
Por la densamente transitada vía, extraño suceso en una ciudad semidespoblada,
circulaban cerca de Francisco modestos trabajadores con sus túnicas raídas y
apolilladas, numerosos funcionarios vestidos con pesadas túnicas lisas de domingo,
grupos de mujeres con decorados velos de finas telas blancas, caballeros de alto
rango trotando sobre corceles de ricos arneses, ataviados con negras capas sirias y
acompañados de criados perfectamente uniformados, incluso un par de literas, sobre
los hombros de fornidos esclavos turcos, cuya carencia de cortinaje permitían exhibir
lujosas joyas, maquillajes recargados y complicados vestidos que mezclaban estilos
turcos, italianos y griegos a las damas que las ocupaban. Por primera vez desde su
llegada, el lujo y la fastuosidad del Bizancio que tantas gestas habían inspirado
aparecían ante los ojos de aquellos llegados de Occidente.
Las mujeres de clase más alta lucían túnicas de lino o seda de diferentes colores,
naranja, ocre, verde claro o granate, largas hasta los tobillos y con bordados en
cuello, puños y en el dobladillo inferior; velos de gasa sobre la cabeza que dejaban
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entrever pendientes de oro con forma de cruz, el pelo recogido con cadenas de lino y
plata, los labios pintados de un intenso color rojo, las cejas depiladas hasta
convertirse en una fina línea y hebillas y prendedores con forma de pez sobre los
hombros, reminiscencia de los antiguos símbolos cristianos. Las más ricas portaban
brazaletes o collares cargados de perlas, amatistas o esmeraldas traídas desde la India,
y encogían sus pupilas con belladona, hasta que se transformaban por un tiempo en
diminutos puntos negros.
Los hombres ofrecían un rango mucho más elevado de diversidad, desde vestidos
de estilo claramente occidental a espesas túnicas de lana cubiertas por capas de
colores oscuros.
Sin embargo, a Francisco, una de las cosas que más le llamó la atención era la
enorme diversidad de gorros que lucían los habitantes de Constantinopla, desde las
picudas gorras negras de estilo italiano a los altos gorros de fieltro de brillantes
colores, parecidos a aquellos portados por los turcos, pasando por los kalyphta, que
tenían forma de barco, con un copete en su centro, los más populares, tanto de color
rojo como, sobre todo, blanco.
A pesar de sus esfuerzos, no consiguió ver a Helena entre el gentío que se movía
entre las calles, formando pequeños grupos de familiares o amigos, muchas veces
separados por sexo. Ya en las cercanías de San Salvador de Chora, el panorama se
volvió aún más complicado, dado que, en la pequeña zona abierta frente a la entrada,
los habitantes de la ciudad se arremolinaban para observar a los altos dignatarios,
comentar la vestimenta de las mujeres o, simplemente, tratar de encontrar un buen
sitio dentro de la iglesia.
El aspecto exterior del edificio contrastaba por su magnificencia y casi perfecto
estado con los que le rodeaban, apareciendo como una isla de riqueza en medio de un
mar de mediocre decadencia y abandono. De la iglesia anterior, fundada en el siglo VI
y reconstruida en varias ocasiones, la última casi trescientos años antes, aún
permanecía reconocible en su estructura la cúpula central, sobre un alto tambor
horadado por múltiples ventanas terminadas en arcos de medio punto. El resto
permanecía fundido con la capilla mortuoria, el nártex o el edificio anexo añadido en
su última modificación, cuando se convirtió en uno de los iconos religiosos del norte
de la ciudad.
Ya en el interior, el derroche de medios con el que se había realizado la
decoración permitía a Francisco maravillarse de la técnica bizantina para la creación
de obras de arte. Mientras los fieles le empujaban con cara de desaprobación, debido
a la parsimonia con la que avanzaba, él admiraba las intrincadas formas de los
paneles de mármol que revestían la sección inferior de los muros, justo debajo de los
espléndidos mosaicos de innumerables teselas que cubrían las paredes. Finalmente,
en la cúpula meridional que recubría una parte del nártex interior de la iglesia, las
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finísimas pinturas que contenían la genealogía de Cristo. Tal era su ensimismamiento
que, a duras penas y tras dura pugna, cuando se quiso dar cuenta, no encontró mejor
sitio que un hueco junto a la entrada, en la zona accesible al público en general.
Desde su puesto al fondo de la zona central de la iglesia escudriñó a la multitud
tratando de localizar a Helena, tarea difícil entre tanto asistente, más si cabe cuando
la mayoría de las mujeres, situadas en la zona izquierda de la iglesia, cubrían su
cabeza con velos o capas, a lo que había que sumar la costumbre ortodoxa de seguir
la liturgia de pie, con lo que resultaba prácticamente imposible distinguir una cara en
medio de la multitud. Tras un buen rato de infructuosos intentos, cuando la
celebración de la misa ya había comenzado, localizó, bastante lejos de su posición, a
la bella esclava turca que trabajaba en palacio junto a Helena. Debido a su condición,
no llevaba velo que ocultara su larga melena, recogida en una sencilla cola de caballo.
Al girar la cabeza había reconocido sus intensos ojos fijándose por un instante en un
grupo de caballeros situados en las primeras filas de la zona central. Entre ellos
reconoció a Teófilo Paleólogo, primo del emperador y, por tanto, uno de sus
supuestos parientes, que se volvía con asiduidad hacia donde se encontraba la joven
turca.
«No parecen muy discretos», pensó para sí mientras alargaba el cuello tratando de
ver a las personas situadas a ambos lados de la esclava. Helena había comentado que
la joven turca la acompañaba a la iglesia, lo que, unido a su posición en una zona
reservada a la gente del palacio, indicaba que probablemente se encontraban juntas.
La persona a la derecha de Yasmine era baja y demasiado ancha, mientras que la de la
izquierda mostraba la altura justa, aunque era imposible confirmar su identidad, pues
su túnica disponía de un lado más largo que se recogía sobre la cabeza, a modo de
capucha para cubrir el pelo.
Durante toda la liturgia se mantuvo en vilo tratando de discernir si la dama en
cuestión era aquella que buscaba, pero, como castigo a su falta de paciencia, en
ningún momento se volvió, permitiéndole ver su rostro. Tal era su concentración que
tardó en darse cuenta de que la liturgia se realizaba según el rito occidental, en lugar
del tradicional ortodoxo. El clérigo que oficiaba la ceremonia, vestido con una
impecable túnica negra, en contraste con su larga barba blanca, rematada por un largo
trozo de seda con cruces bordadas, se mostraba incómodo en algunos pasos, pero, al
parecer, se mantenía la postura oficial de unión de ambas Iglesias. Más tarde,
hablando con los compañeros de fatigas en la muralla, descubriría Francisco que la
mayoría de los habitantes que formaban las clases bajas de la ciudad seguían
manteniendo su antigua fe, buscando en las pequeñas iglesias y basílicas a los
clérigos que aún oficiaban según los ritos ortodoxos. Al castellano, la liturgia le
proporcionaba un cálido sentimiento hogareño. Aun a medio mundo de distancia de
todo lo que había conocido hasta ahora, mantener la tradición habitual de los
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domingos le ayudaba a integrarse en aquel nuevo ambiente. Sin embargo no pudo
evitar una ligera decepción al pensar que no podría comulgar pan con levadura.
Supuso que el arzobispo Leonardo habría mandado arrojarle a la hoguera por ello,
pero no podía evitar sentir cierta curiosidad por el exotismo de los griegos a la hora
de vivir su fe. En cierta medida, no tuvo más remedio que admitir que aquellos a los
que Roma imponía ahora su liturgia y formas religiosas se encontraban mucho más
cerca de Dios que cualquiera de los romanos a los que había conocido.
Con el fin de la misa llegó el lento desfile de los asistentes hacia el exterior del
magnífico edificio. Francisco demoró pacientemente su salida, calculando el
momento justo para encontrarse, de forma absolutamente casual, por supuesto, con la
mujer que, por fin, pudo identificar como Helena. No resultó una jugada fácil, dado
que a pocos metros caminaban algunos de los dirigentes bizantinos, el propio
Giustiniani, Mauricio Cattaneo y otros distinguidos personajes a los cuales conocía
de sobra y con los que hubiera debido entablar conversación de cruzarse en su
camino, perdiendo así la esperada oportunidad. Sin embargo, si en algo descollaba el
castellano era en su agilidad para desenvolverse en medio del gentío y fajarse sin un
pestañeo de compañías no gratas. Con una hábil maniobra, digna de figurar entre las
hazañas de la caballería de Alejandro o los mercenarios íberos de Aníbal, sorteó a un
par de sonrientes matronas, un grupo de caballeros uniformados y a un imberbe
mozalbete para aparecer como por ensalmo al lado de la dulce Helena, entrando de
flanco al asalto de la línea.
—¡Helena! —exclamó Francisco con fingida sorpresa—. ¡Qué casualidad! No te
había reconocido entre tan densa multitud.
—Me alegro de verte, Francisco, ya casi había perdido la esperanza de
encontrarme contigo.
—Me esperabas entonces.
—No, no realmente, o sí —se defendió ella con cierta turbación—. ¿No dijiste
que estarías en misa este domingo?
—Por supuesto, solamente quería indagar si lo recordabas.
—Y ponerme en un aprieto.
—Nunca en la vida se me ocurriría incomodar a tan hermosa dama, ya que, dicho
sea de paso, hoy te encuentro especialmente radiante.
Francisco aprovechó un momentáneo tapón de gente frente a la puerta de entrada
para mirar de frente a Helena, la cual bajó la mirada con una tímida sonrisa. Una
estola de lino de color naranja pálido cubría su túnica, utilizando uno de sus largos
pliegues para cubrir su cabeza, dejando entrever su pelo ondulado, recogido en un
laborioso trenzado con finas cadenas de dorado metal. Su rostro de piel pálida,
ligeramente sonrosada en las mejillas, no necesitaba el recargado maquillaje de otras
mujeres. Entre la población femenina de la ciudad aún se mantenía la idea de que una
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piel morena era símbolo de trabajo al sol y, por tanto, de pertenencia a las clases
bajas, por lo que las damas distinguidas blanqueaban su piel con gruesas capas de
maquillaje. Al ver a su joven amiga, pensó que sería la envidia de cuantas la rodearan
por su suave y aterciopelada piel.
—Me encanta tu galantería —dijo ella por fin—, pero no merezco tales halagos y
menos en un lugar como este, rebosante de belleza.
—Si te refieres a las damas, creo que deberías hacer caso a mi gusto, mientras que
si hablas de los adornos y mosaicos de la iglesia, no negaré que son vistosos y
coloridos, aunque demasiado exagerados y poco realistas, ¿quién va a creer que
alguien pudiera llevar un gorro como ese?
Francisco señaló uno de los mosaicos de la iglesia, situado en el nártex interior,
sobre la puerta que daba paso a la nave central, en el cual un hombre barbado, con
una larga y espesa túnica ofrecía de rodillas un modelo de la iglesia a Cristo, sentado
en un trono. El hombre lucía sobre su cabeza un desproporcionado gorro blanco con
franjas rojas en sentido vertical, en forma de cono invertido o inmenso turbante.
Helena rio cuando siguió la mano de Francisco hasta el mosaico.
—Lamento decirte que ese hombre representa al megas logothetes Metoquites, al
que se le dio permiso para llevar ese atuendo por sus servicios al emperador.
—¿De verdad se ponía semejante engendro?
—No sólo lo usaba —respondió ella entre risas—, lo consideraba un honor.
—Con semejante peso en la cabeza no comprendo cómo podía ser útil a nadie, a
mí me costaría hasta pensar.
—Tal vez por eso acabó sus días encerrado en el mismo monasterio que mandó
construir anexo a esta iglesia.
—No hace falta decir que estás versada en historia de la ciudad.
—Es parte de mi trabajo, además de una pasión personal. A las mujeres les resulta
más difícil educarse que a los hombres, por lo que siempre es un aliciente poder
superar esa barrera.
—Dado que apenas he visto de Constantinopla el puerto, palacio y murallas, ¿me
acompañarías a dar un paseo por la ciudad para enseñarme sus maravillas?
—No sé si debería, la gente murmura continuamente, el protocolo…
—Yo podría acompañarla —se ofreció repentinamente Yasmine, muda hasta ese
momento—. No tengo nada urgente que me obligue a volver a palacio.
—Buena idea —afirmó Francisco—, eso evitará los comentarios de la gente, ¿nos
vamos?
—Claro —cedió Helena sin mucho convencimiento—. ¿Qué te apetecería ver?
—No sabría decirte —dudó Francisco mientras meditaba sobre algún gran
edificio que se encontrara lo suficientemente lejos—, el Hipódromo tal vez.
—¿El Hipódromo? —replicó ella extrañada—. No queda gran cosa de lo que fue
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antaño, pero, si es lo que prefieres…
Saliendo de San Salvador de Chora, bajaron por entre los callejones apenas cien
metros hasta la calle Mese. De las numerosas estatuas que jalonaban ambos lados de
la avenida tan sólo restaban los pedestales, como mojones solitarios esperando un
héroe que ensalzar, vacíos testimonios de un antiguo esplendor. Después de la
invasión de los cruzados, el saqueo que sufrió la ciudad resultó devastador, y sin
embargo, leve, al lado del continuo latrocinio y la despreocupación que los
emperadores latinos mantuvieron durante los sesenta años de su reinado. Las estatuas
fueron fundidas o transportadas a Occidente, se abandonó por completo el cuidado de
iglesias y monumentos, la población menguó desde el medio millón de habitantes
hasta los escasos cincuenta mil actuales, y toda riqueza que pudiera ser susceptible de
transportarse acabó en las galeras venecianas rumbo a poniente, mientras los cada vez
más escasos pobladores veían cómo barrios enteros quedaban deshabitados y en
ruinas.
Paseando por la desolada calle en dirección a la predominante estructura de la
iglesia de los Santos Apóstoles, Helena desmenuzaba la historia de Constantinopla,
sus más insignes monumentos, su expansión y última decadencia. Como un profesor
que repite una lección bien aprendida, trataba de encerrar sus pensamientos
envolviéndolos en una monótona letanía de explicaciones, fechas, nombres y detalles.
La bella griega trataba de mantenerse en un terreno en el que se sabía cómoda, a
salvo de la perturbadora mirada del castellano. Desde la llegada de Francisco a
palacio su mundo había dado un vuelco, la firme rutina diaria comenzaba a perder su
sentido, con lo que Helena se sentía despertar de un nebuloso sueño. Tan sólo una
semana después de la llegada de aquella pareja de barcos, la ciudad entera se había
revolucionado, cambiando la tensa espera de los acontecimientos por una frenética
actividad, desatada por los nervios acumulados en los últimos meses ante la casi
inapelable idea del asalto turco. Para la bizantina, estos días habían abierto su
existencia a un mundo lleno de anhelos y esperanzas que nunca pensó encontraría,
pero con ellos también llegaron los miedos: miedo al dolor emocional, a sentirse
herida o rechazada, a perder sus valores, arraigados profundamente desde niña. La
asistencia a misas diarias y las numerosas oraciones no evitaban que su pensamiento
volara con la rapidez de un águila, tratando de dilucidar qué es lo que se esperaba de
ella, por qué el Señor la envolvía en tan oscuros momentos con una prueba
semejante. Su mayor defensa consistía en un continuo volcado de inconexa
información, saltando de un punto a otro de la historia con prisa febril, acrecentada al
comprobar que Francisco hacía caso omiso de sus explicaciones para mantener su
atención fija en ella.
Casi sin aliento por la interminable charla, con Yasmine unos pasos por detrás
observando la escena con rostro inexpresivo, Helena vislumbró en las cercanías de
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los Santos Apóstoles una gran congregación de personas que se reunían alrededor de
un clérigo, el cual, con voz firme, trataba de hacerse paso hasta la puerta de la iglesia.
—Os habéis reunido en vano —comentaba alzando la voz—, ya sabéis que me he
retirado al monasterio.
—¡Háblanos, Genadio! —gritaban algunos—, tú eres nuestro guía.
—Todo está ya dicho —respondió él tratando, sin mucho éxito, de pasar entre la
multitud—. Por favor, volved a vuestros quehaceres, dejad que viva mi pena en
soledad.
—No queremos esta unión —repuso alguno—. Tan sólo las iglesias más
pequeñas permanecen fieles a nuestra sagrada fe, ¿por qué Dios nos castiga de este
modo?
—Dios no castiga —respondió Genadio a la multitud—, es su pueblo el que le da
la espalda a Él, el Señor nunca abandonará a sus hijos.
Cuando reanudó sus esfuerzos por entrar en la iglesia, la multitud redobló su
griterío, zarandeándolo en su afán por acercarse a él a oír sus palabras o pedir su
bendición. Helena y Francisco observaban la escena desde el borde exterior del
gentío, tratando de distinguir lo que pasaba en el centro de la escena.
—Es Genadio —comentó Helena—, uno de los clérigos de la ciudad que más se
ha opuesto a la unión con la Iglesia latina. Muchos lo tienen por santo. Espero que no
le aplasten entre todos, a veces la gente no se da cuenta de que su fervor es tan
peligroso como el odio para el que se ve envuelto en medio. No consigo ver nada.
—Súbete al pedestal —dijo Francisco señalando un pedestal de piedra cercano,
vacío de su estatua.
Helena subió ágilmente de un salto, dirigiendo sus ojos al centro de la vociferante
multitud. No serían más de unos cientos, pero cada vez más personas se agolpaban en
las cercanías, atraídas por el griterío y la curiosidad. Entre ellas un grupo de soldados,
presumiblemente venecianos o genoveses de la compañía de Giustiniani, apareció en
las cercanías de donde se encontraba Francisco, comentando entre ellos y
divirtiéndose con chanzas sobre los campesinos bizantinos.
—¡Preferimos la muerte antes que abjurar de nuestra fe! —se oyó entre la
multitud, coreado enseguida por la mayoría—. Seremos mártires, pero nunca herejes.
—¡El emperador nos ha vendido al Papa! —gritó otro ganándose la aprobación
general.
—¡No! —gritó Genadio finalmente, hastiado de huir en vano sin que la
muchedumbre le permitiera avanzar—. Sois vosotros los que os habéis vendido,
renunciáis a vuestra alma a cambio de conservar la carne y los huesos, no culpéis a
uno del pecado de muchos.
—Nosotros no pudimos decidir, fueron los extranjeros los que embaucaron a
nuestro emperador —exclamó otro—, la culpa es de los obispos extranjeros, ese
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maldito Leonardo, que nos desprecia y nos humilla. ¡Arrojemos a los latinos de la
ciudad!
La multitud prorrumpió en un fuerte griterío, cada vez más intenso a medida que
se agolpaban más personas, las cuales se añadían al resto sin tener noción alguna de
lo que se hablaba, atraídas más por la masa que por las ideas.
No era la primera vez que Francisco se encontraba en medio de una situación
parecida, por lo que sabía por experiencia que pasar de la población descontenta al
tumulto bastaba con una chispa. Viendo el cariz de los acontecimientos se acercó
hacia Helena cogiendo su mano.
—Es mejor que nos vayamos.
Helena le observó desde su pedestal, primero con cara de sorpresa, tornada pronto
en una ligera expresión de angustia. Desde su posición podía observar como la gente
se enervaba contra el grupo de soldados italianos, los cuales habían dejado de reír y
se mostraban ceñudos y serios.
—¡Expulsemos a los latinos!
—¡Sois unos herejes! —gritó entonces uno de los soldados italianos—. Preferís a
los turcos antes que la verdadera fe. No merecéis nuestros esfuerzos, venís suplicando
nuestra ayuda como plañideras y sin embargo nos odiais.
—¿No habríamos de odiaros, cuando fuisteis vosotros quienes arruinasteis
nuestra ciudad? —exclamó Genadio con firmeza, subido en uno de los escalones de
la iglesia—. ¿No asaltasteis nuestros edificios, saqueando nuestros monumentos más
sagrados, vendiendo hasta los techos de las iglesias en una espiral de codicia? ¿No
fuisteis los latinos aquellos que vejaron a nuestras mujeres e hijas? Mientras el pueblo
pasa hambre vendéis el trigo del mar Negro en Occidente, para llenar los estómagos
de los nobles con nuestra sangre. ¿Tan frágil es vuestra memoria que no recordáis el
trato que nos dispensaron? —añadió dirigiéndose a la multitud de griegos, los cuales
escuchaban en silencio al clérigo—. Vosotros vestís con harapos, realizáis los trabajos
más humillantes recogiendo sólo las migajas que resbalan de su mesa, ¿y ahora
esperáis de ellos la salvación? Venderéis vuestra fe en Cristo nuestro Señor a cambio
de la decepción, pues no dudéis de que cuando el nombre del obispo de Roma
resuene en nuestros sagrados templos los latinos olvidarán nuestro sufrimiento y las
necesidades de Constantinopla. Que nadie albergue la esperanza de ayuda, pues
mercaderes son, y nada ofrecen sino es a cambio del doble. Y aunque dicha ayuda
llegara, ¿valdría el precio de vuestra eterna salvación? ¡No!, mil y una veces lo he
gritado, pero seguís sordos, seguís ciegos y mudos. Y he de añadir que si ellos son
culpables —continuó señalando al grupo de soldados— de avaricia, gula, soberbia y
lujuria, vosotros sois aún peores, pues la cobardía os ha hecho viles, sois culpables de
traición, ¡habéis traicionado a Dios! Y no perderé un segundo más de mi vida
gritando a vuestros cerrados oídos. El camino está delante, ¡seguidlo si tenéis
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suficiente fe!
Dicho esto el iracundo clérigo se abrió paso bruscamente entre la silenciosa
multitud hasta las puertas de la iglesia, por donde desapareció con rapidez. Su
ausencia provocó un murmullo entre la gente, indecisa sobre el siguiente paso, sin
embargo un nuevo clamor volvió a animar a los concurrentes. Al grito de «¡Viva
Bizancio y la verdadera fe!», los más exaltados se dirigieron hacia los soldados
italianos con actitud amenazadora, cercando al grupo a la vez que insultaban a los
extranjeros. Cuando comenzaron los empujones y voló alguna piedra, los soldados
desenvainaron los aceros, formando un círculo a modo de erizo contra la multitud.
Francisco, tras comprobar que nadie se fijaba en él ni le identificaba como enemigo,
comenzaba a buscar con ojo experto el mejor camino para salir de aquel embrollo
cuando escuchó una voz, que se alzaba poco a poco entre la multitud. Para su
sorpresa, era Helena la que trataba de hacerse oír, acallando con sus súplicas, gracias
a su posición dominante, a los que parecían a punto de llegar a las manos.
—¡Amigos! —gritó cuando consiguió un mínimo de atención—, ¿qué es lo que
hacéis? Estos hombres han cruzado el mar para luchar a nuestro lado por la salvación
de Constantinopla. Cuando los turcos aparezcan frente a las murallas, arriesgarán sus
vidas e incluso derramarán su sangre por vosotros. ¿Vais a luchar contra aquellos que
vienen a defenderos? ¿Por qué tanto odio entre nosotros? Todos rezamos a un mismo
Dios, todos queremos proteger lo que más queremos, ¿pensáis que el Señor no sufre
al ver a sus hijos luchando entre sí? No es momento de rencores por el pasado, sino
de permanecer firmes hombro con hombro, porque si no nos unimos no habrá futuro
para esta ciudad. Hoy es domingo, el día del Señor, dejad a un lado las armas y
volved a vuestras casas a disfrutar los pocos días de paz que nos quedan.
A medida que Helena hablaba, las caras iracundas de los griegos se tornaban en
rostros más serenos, los italianos bajaron las espadas y la crispación se relajó.
Francisco la miraba totalmente sorprendido, allí, de pie sobre el pedestal, con aquel
mechón de pelo sobre la frente, reflejo de un espíritu indomable que acababa de
aflorar como si surgiera de la nada. Unos pocos comenzaron a alejarse, arrastrando
con ellos al resto. Los más indecisos siguieron su ejemplo, dejando solos frente a los
soldados a los últimos irreductibles, los cuales, vista la desaparición del apoyo que
surge de la masa y los todavía desenfundados aceros, decidieron dar media vuelta y
dispersarse, no sin antes clavar sus ojos en Helena y, ya de paso, en el aún
sorprendido castellano.
Francisco, boquiabierto, tendió su mano para ayudar a Helena a descender del
pedestal, ya transformada como por ensalmo en la tímida joven con la que había
salido de la iglesia de San Salvador de Chora.
—¿Dónde has tenido oculta a esa leona? —atinó a preguntar.
—Siempre se me dio bien hablar y no podía hacer otra cosa sino intentar que no
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se produjera una matanza.
—Ha sido asombroso —intervino Yasmine, que no se había movido del lado de
su señora.
—Yo pienso exactamente igual —afirmó Francisco—. No me imaginaba tanto
valor encerrado en tan delicado rostro, yo no pensaba sino en salir corriendo a la
primera oportunidad.
—No digas tonterías —respondió ella con una sonrisa—, estaba segura que si
algo salía mal nos protegerías a las dos de cualquier daño.
—Es lo malo de ser un caballero, dejarse matar por una turba violenta en defensa
de dos damas puede parecer honorable, pero seguramente resultará más que doloroso.
—Gracias por vuestra intervención, señora —intervino uno de los soldados
italianos que se habían visto cercados por la multitud—. Lamento que la escasa
discreción de mi compañero haya desatado semejante alboroto, no olvidaremos
vuestro gesto ni vuestro valor.
—Ha sido un placer —respondió Helena—, pero procurad tener cuidado hasta
que se calmen un poco los ánimos.
—No creo que sea buena idea continuar el trayecto —comentó Francisco—, no
me han gustado las últimas miradas que nos han dirigido algunos de esos
energúmenos. No me apetece encontrármelos en un callejón, además, es una buena
excusa para que me acompañes otro día.
—Supongo que será lo más prudente —respondió Helena iniciando el camino de
vuelta hacia el palacio.
Tras despedirse del grupo de soldados, con Yasmine de nuevo unos pasos por
detrás de ellos, bajaron por la suave cuesta que la calle Mese formaba desde la iglesia
de los Santos Apóstoles. Más callados que en el trayecto de ida, Francisco aprovechó
para despejar una duda mantenida desde la reunión anterior con los notables de la
ciudad.
—Durante una de las charlas que he mantenido estos días alguien mencionó que
el sultán tiene una manera especial de tratar a sus familiares, ¿tú sabes algo sobre
eso?
—Supongo que se referirán a lo ocurrido con su hermano —respondió Helena.
—No sabía que el sultán tuviera un hermano, creía que el príncipe Orchán era su
único pariente cercano.
—Y no lo tiene, al menos ahora. Küçük Ahmet, hijo de la segunda esposa de
Murad, padre del sultán, era apenas un recién nacido cuando Mahomet subió al trono;
su madre le dejó en la cuna para ir a ver al sultán, a felicitarle por su nombramiento, y
mientras lo hacía Mahomet ordenó a sus secuaces que estrangularan al bebé en la
cuna. No quería que pudiera crecer, disputándole el trono algún día.
—No me extraña que Orchán esté asustado porque ese aprendiz de Herodes tome
Sfrantzés no necesitaba oír lo que decían aquellas tres figuras en mitad del patio.
Para él la escena, vista a través del cristal de la ventana de su cuarto, habría sido
bastante obvia de no mediar un importante detalle ocurrido esa misma mañana. En la
corte era los ojos y oídos del emperador, nada debía suceder en Constantinopla sin
que él se enterara, por lo que no tardó demasiado en averiguarlo todo sobre los hasta
ahora frustrados esfuerzos del castellano por cortejar a la bella Helena. Inicialmente
no había dado importancia a tales eventos; con una invasión a las puertas, la
posibilidad de que el recién llegado se dedicara a asaltar una cama femenina figuraba
como un asunto banal, apenas digno de un comentario. Sin embargo, la paloma
mensajera que había recibido de su contacto en la corte del sultán traía inquietantes
noticias, la confirmación de una sospecha que debía comunicar al emperador y, en
una reunión para la que se preparaba en ese momento, tratar con urgencia.
Aún con el vistoso atuendo, propio de su elevado cargo, con el que había asistido
a los oficios litúrgicos, Sfrantzés plegó algunos documentos y salió de sus estancias
con paso rápido. Atravesando los pasillos, en los que se había reforzado la guardia
por orden suya, llegó con premura a las estancias privadas del emperador, donde los
vigilantes ya habían sido advertidos para conducirle hasta el propio Constantino, el
cual le esperaba, vestido con una modesta túnica de lino blanco, estudiando un mapa
del mar de Mármara detallado sobre un pergamino.
Los siguientes días fueron casi un calco de los anteriores, imbuidos de un frenesí
constructivo alrededor de las fortificaciones de la ciudad. No sólo se mantuvo el
ritmo de trabajo anterior, sino que se incrementó el número de cuadrillas de
trabajadores que se afanaban en remozar foso, muro y torre de cada tramo de las
defensas, centrando sus mayores esfuerzos en la zona de murallas terrestres, entre el
mar de Mármara y el Cuerno de Oro. Las murallas que defendían la zona colindante
con el Mármara, a pesar de su menor grosor, tenían la ventaja de las fuertes corrientes
y la necesidad de un desplazamiento de navíos para acercar cualquier posible tropa
atacante, mientras que los muros anexos al Cuerno de Oro disfrutaban de un sistema
defensivo especial.
Para el momento en que la flota del sultán hiciera su aparición, tomando el
control de las aguas cercanas a la ciudad, se tenía previsto cerrar el Cuerno de Oro
por medio de una poderosa cadena, ya utilizada en numerosas ocasiones en asedios
precedentes. De robustos eslabones de acero de medio metro de largo, y sostenida
sobre el agua por flotadores de madera, se engarzaba en una de las torres de la
colonia genovesa de Pera. Entre las obligaciones de su gobernador, Angelo
Lomellino, se encontraba la de asegurar el acceso a los encargados de colocarla en
caso de ataque enemigo. Sin embargo se necesitaron varios encuentros y numerosas
reuniones para conseguir la confirmación, debido a los múltiples impedimentos
prácticos que Lomellino no dejaba de presentar. El concurso de la cadena resultaba
imprescindible para la defensa, pues permitía controlar el brazo de mar y, por tanto,
liberar todo el tramo de murallas que daban al Cuerno de Oro de cualquier vigilancia.
Eso suponía una mayor concentración de defensores en las zonas más amenazadas. A
pesar de ello, esa zona fue la utilizada por los cruzados en 1204 para penetrar en la
ciudad, algo que no se olvidaba en Bizancio, lo que conllevó a alistar una decena de
barcos para defender la cadena de cualquier agresión de la escuadra turca.
La continuación de las obras no supuso diferencia para la mayoría de los que en
ellas se esforzaban; sin embargo, Francisco constituía una excepción. Desde la
Tras un cálido, largo y reconfortante baño en las cuidadas termas de palacio y una
frugal comida para asentar su rebelde estómago, Francisco se sintió con fuerzas
suficientes para poder aprovechar la tarde, libre de atender al trabajo en la muralla en
cuanto Giustiniani comprobó riendo su patético estado, en compañía de Helena y
siguiendo los consejos del secretario imperial para mejorar su conocimiento del
protocolo de la corte.
Se felicitó a sí mismo por la rápida intervención que siguió a su propuesta de
sustituir personalmente en sus funciones a la dulce y comprensiva bizantina. Existía
un elevado número de habilidades que el castellano no estaba dispuesto a compartir
con el funcionario imperial, por lo que la jugada de entonar el mea culpa sobre el
desastroso incidente nocturno era motivo de orgullo, más, si cabe, teniendo en cuenta
lo embotado de su ingenio debido a la monumental resaca, convertida ahora en un
ligero malestar. De nuevo con sus facultades en franca progresión, se dirigió con paso
rápido a las estancias destinadas a la futura emperatriz en busca de un nuevo
encuentro, algo más concluyente según sus esperanzas, con la tímida griega. Sin
embargo, la fortuna volvía a presentarle su lado más amargo.
—No podéis pasar.
Francisco apenas podía creer su suerte. ¿No decía Notaras que aún había medio
centenar de guardias varengos en palacio? ¿Cómo era posible que se encontrara de
Yasmine llegó al palacio poco antes de que comenzara la tormenta. Sin nada que
hacer tras la furtiva huida de su señora con Francisco, subió a uno de los pisos
superiores, al pasillo con grandes ventanas que miraba al Cuerno de Oro, donde el
castellano se encontró con Helena en su primer día en la ciudad, para contemplar
desde allí cómo la fuerte lluvia arreciaba sobre los tejados y patios de las casas
contiguas. Allí, con la vista perdida en la bucólica escena y la mirada mostrando un
tenue rastro de melancolía, la encontró Teófilo, el cual se acercó con rapidez hacia la
joven.
—¿Qué es lo que has hecho? —gritó cuando llegó a su lado.
—No sé a qué te refieres —respondió ella con completa ignorancia.
—No me mientas, lo sé todo.
Yasmine contuvo el aliento durante un instante mientras en su mente los
pensamientos se disparaban en todas direcciones, cogida de improviso, sin ningún
tipo de defensa. No podía comprender cómo Teófilo podía haber descubierto el
trabajo que realizaba para el banquero Badoer. Resultaba imposible, había tomado
todas las precauciones imaginables.
—No sé qué crees saber —comenzó tratando de excusarse de la forma más
convincente posible—, pero te juro…
—¡Basta! —chilló él cortando en seco su conversación—. Te he dado todo, soy
pariente del emperador, tú una simple esclava, no puedes tener ningún tipo de queja
del trato que te he concedido, sin embargo me traicionas. ¿Cómo has podido?
—Déjame que te explique —dijo la turca alargando los brazos hacia él.
—¡No me toques! —gritó a la vez que la empujaba contra la pared, asiéndola
después con fuerza por los brazos, zarandeándola con fuerza—. ¿Acaso él es mejor
que yo? ¡Dímelo!
—Me haces daño —dijo ella tornando su mirada de sorpresa en un gesto de furia
—. ¡Suéltame!
Al día siguiente, casi a mediodía, Francisco paseaba por el interior del antiguo
Gran Palacio, haciendo tiempo mientras esperaba a su adorada Helena, imaginando,
entre ruinas y edificios abandonados, cómo sería la vida en el Bizancio de los mejores
tiempos.
Formando un triángulo entre el mar de Mármara, el Hipódromo y la inmensa
Santa Sofía, el espacio ocupado por el conjunto de edificaciones civiles, jardines e
iglesias conocido como Gran Palacio había constituido el centro de la corte hasta el
siglo XII, cuando Manuel I decidió ocupar el palacio de Blaquernas. En su época de
esplendor, casi veinte mil funcionarios, soldados, clérigos, nobles o familiares del
Esa misma tarde, mientras las avanzadillas turcas preparaban el terreno para la
llegada de sus inmensos cañones y aseguraban un campamento base frente a posibles
ataques bizantinos, en las colinas próximas al triple cinturón de murallas terrestres el
emperador convocaba a los notables de la ciudad para esbozar los últimos retoques a
los planes de defensa de la capital.
En esta ocasión, a pesar de su ofrecimiento, Sfrantzés había decidido prescindir
del voluntarioso Francisco, ofreciendo la excusa de que lo más adecuado sería
mantener la separación con Teófilo, dado su reciente antagonismo. Sin embargo, la
oculta razón era eliminar uno de los miembros que se encontraban presentes en el
consejo donde el príncipe Orchán comentó su idea de enviar un espía al campo
enemigo. De esa manera, poco a poco, con la paciencia de una hormiga, pensaba ir
aislando a la persona o personas que constituían la fuente de información interna del
sultán turco.
La reunión se celebró en la misma sala donde se reunía el consejo imperial. Se
acomodaron en torno a la mesa, a puerta cerrada, los principales notables y ministros
del gobierno bizantino, el protostrator Giustiniani, Girolamo Minotto y el cardenal
Isidoro, acompañado, a su pesar, por el fanático arzobispo Leonardo, el cual, pese a
su condición de religioso, se consideraba a sí mismo un avezado estratega militar.
Ya que has optado por la guerra y no puedo persuadirte con juramentos ni con
palabras, haz lo que quieras, en cuanto a mí, me refugio en Dios y, si está en su
voluntad darte esta ciudad, ¿quién podrá oponerse? Yo, desde este momento, he
cerrado las puertas de la ciudad y protegeré a sus habitantes en la medida de lo
posible. Tú ejerces ahora tu poder, pero llegará el día en que el Buen Juez nos dicte a
ambos la justa sentencia eterna.
Esa misma tarde, tras los muros de la ciudad sitiada, los defensores, aprestados
todos para el combate, observaban recelosos la rápida culminación de los
preparativos turcos y cómo, con inusitada agilidad, situaban los numerosos cañones
de los que disponían en sus posiciones tras ligeras portezuelas de madera.
El único consuelo que le quedaba a Giustiniani al ver los negros cilindros de
metal era que las fuertes lluvias de los últimos días convertían el terreno en un
lodazal, donde, una vez situadas las piezas de artillería, cada disparo estaría seguido
Giustiniani, tras haber ordenado a las tropas que descendieran de los muros,
evitando así pérdidas innecesarias por el continuo bombardeo, fue el primero en
acudir junto a la demolida puerta Carisia, contemplando con horror el desastroso
aspecto que presentaba aquella zona, antes segura. Las dos torres que flanqueaban la
entrada se habían derrumbado, aplastando la debilitada estructura de la puerta,
repartiendo toneladas de cascotes, piedra y ladrillos tanto en el foso exterior, tras
arrastrar el parapeto contiguo, como en el espacio interno entre los dos tramos finales
de murallas. El resultado de tan desazonadora vista era la formación de una rampa de
material derruido que ascendía desde el exterior de la muralla al interior de la zona
defendida por los griegos, abrupta, por la irregularidad de su suelo, aunque
relativamente fácil de ascender por soldados experimentados.
El genovés no necesitaba escuchar las órdenes que se transmitían en el
campamento turco para comprender que, al día siguiente, miles de hombres
fuertemente armados ascenderían en tromba por aquel hueco.
—¡Dios todopoderoso! —la voz de Constantino resonó a su espalda cuando el
emperador se situó tras el protostrator contemplando a su vez los restos de la antaño
orgullosa puerta.
—Esta zona no es segura, majestad, deberíais manteneros a cubierto.
—La noche está cayendo —replicó el emperador, aún asombrado ante el fatal
golpe recibido por la visión de la derruida muralla—. Los turcos han detenido el
fuego, a fin de cuentas ya han conseguido su objetivo. Si el Señor no lo remedia
mañana tomarán la ciudad.
—No nos rendiremos tan fácilmente —repuso Giustiniani con renovado
optimismo—, aún tenemos hasta el alba para prepararnos.
—Se tardaron años en levantar estas murallas —comentó Constantino al ver la
sonrisa de confianza del genovés— y nos llevó meses reparar sus grietas. ¿Pensáis
levantar un nuevo muro en una noche?
—Sois un buen cristiano, majestad —replicó Giustiniani con una amplia sonrisa
Con la llegada del amanecer, Mahomet salió de su tienda, vestido con su mejor
caftán, un vistoso turbante rojo y blanco y una cimitarra de empuñadura enjoyada al
cinto. Tras una noche casi en vela, volteándose de lado a lado de su cómodo lecho de
cojines de plumas, a pesar del cansancio producido por la falta de sueño, se
encontraba eufórico, deseando contemplar cómo sus bien adiestradas tropas asaltaban
la orgullosa ciudad, abriéndole paso para su fastuosa entrada triunfal en la urbe.
Al salir de su tienda contempló el límpido cielo, sin una sola nube, con el sol aún
bajo en el horizonte, iluminando poco a poco las innumerables torres y campanarios
de las iglesias de la ciudad, las miles de tiendas de su ordenado campamento y los
regimientos de soldados, con sus armaduras abrillantadas para el esperado combate,
en formaciones compactas detrás de la línea de artillería.
Ansioso como se encontraba por iniciar el ataque, la oración a Alá antes de dejar
su tienda había conseguido tranquilizar su nerviosismo, permitiéndole, al menos,
disfrutar de la calidez de los rayos de sol que alcanzaban su rostro.
—¿Está todo preparado? —preguntó cuando Chalil apareció ante él, servicial,
como era su costumbre.
—Sí, mi señor —respondió el visir, con voz insegura—, aunque hay algunos
problemas.
—¿Problemas? ¿Qué problemas?
El anciano gran visir dudó un poco antes de contestar, inclinándose
reverencialmente mientras entrelazaba sus manos con evidente nerviosismo.
—La brecha ha desaparecido.
—¡Cómo! Es imposible —gritó el sultán—. ¿Me quieres hacer creer que han
construido una muralla en una noche?
—Vedlo vos mismo, mi señor, también han limpiado el foso exterior —musitó
Chalil compungido, a la vez que odiaba con todas sus fuerzas a Zaragos Bajá por
tener que ser él quien le comunicase la noticia al joven sultán. Aunque el día anterior
Mahomet había quedado muy complacido con los informes, con el plan detallado de
defensa bizantino, que los espías del gran visir transmitieron a través de este,
cualquier acción de mérito anterior no suponía garantía ninguna respecto al futuro.
Ser él quien comunicara al sultán que la posibilidad de tomar la ciudad se desvanecía
no era un trago dulce de tomar.
Mahomet apartó al visir con la mano avanzando entre las formaciones de
soldados hasta tener a la vista la zona donde la puerta Carisia había colapsado el día
Las innumerables gemas engarzadas en el vestido refulgían con cada rayo de sol
que atravesaba la ventana acristalada, mientras Helena examinaba los finos bordados
de oro y plata que ribeteaban las figuras, con las que se adornaba la púrpura destinada
a la futura emperatriz.
Una de sus principales funciones como protovestiaria consistía en el cuidado de
la riquísima vestimenta mostrada por la basilisa en los protocolarios actos de la corte
bizantina. Cada semana debía repasar sus costuras, engarces y terminaciones,
comprobando que cada preciada perla se mantenía en su sitio correcto, que el hilo de
El sol apareció de nuevo a la mañana siguiente, iluminando con sus tibios rayos el
interior de la tienda en la que se encontraba Francisco, el cual se tapaba los ojos con
la camisa, intentando evitar que la claridad le obligara a levantarse tras una horrible
noche plagada de pesadillas.
—¿Has vuelto para darme las gracias? —dijo el guardia varengo con una sonrisa.
Francisco enarcó las cejas, preguntándose si aquellos hombres nunca
descansaban. Tras su asumida decisión, había utilizado el tiempo justo para asearse
antes de presentarse impecablemente vestido a la manera bizantina frente a la puerta
donde esperaba encontrarse con Helena.
—Sí, por supuesto —respondió al guardia—. Y dado que estoy convencido que
no me dejaréis pasar y que ahora sois dos en el puesto, ¿no podríais hacerme otro
favor y avisar a la protovestiaria?
—No debí salvarte la vida —replicó el guardia con un suspiro, aunque, tras cruzar
una mirada con su compañero, respondida por este con un encogimiento de hombros,
abrió la puerta y se introdujo diciendo:
—Espera un momento.
—¿Él aquí?
Helena se sobresaltó cuando el enorme soldado le comunicó que Francisco la
esperaba junto a la puerta.
—¿Hay algún problema? —preguntó el guardia, extrañado ante la reacción de la
bizantina.
No estaba preparada para verle. Aunque tenía constancia de que el secretario
imperial no podría mantenerle alejado del palacio durante mucho tiempo, no se había
hecho a la idea de encontrarse con él. A pesar de sus concienzudos intentos para
matar ese amor que florecía en su pecho, las raíces eran demasiado profundas, sus
vigorosas ramas parecían crecer más aún con la ausencia del castellano y, aunque se
lo negaba a sí misma a cada instante, temía caer en sus brazos cuando volviera a
verle. Su corazón se negaba a entender las razones por las que su cabeza no permitía,
con poca fortuna, que ese amor resurgiera. Si como mujer hubiera deseado escupirle
su desprecio a la cara, como enamorada sentía la debilidad que la atenazaba, más aún
sabiendo que se encontraba a unos pocos metros de distancia.
—No puedo verle —dijo al fin con un suspiro—, haz el favor de decirle que se
marche. El secretario imperial le explicará que ya no soy su paidagogos.
El guardia asintió con la cabeza, emitiendo unas incomprensibles palabras en su
norteño idioma y se alejó a cumplir la orden.
Desde la suave playa que se encontraba al pie de las murallas de Pera, Mahomet
comprobaba ilusionado como los barcos cristianos, rodeados por un bosque de
mástiles turcos, flotaban casi a la deriva, introduciéndose sin poder evitarlo en medio
Flatanelas animaba a sus hombres, acudiendo con su espada a una y otra borda,
para ayudar a repeler otro de los innumerables intentos de abordaje que los turcos,
incansablemente, realizaban con inusitado tesón.
Observando el creciente número de heridos que eran llevados bajo cubierta, y con
la seguridad que tres de sus hombres ya se encontraban llamando a las puertas de san
Pedro, comprobó que las armas arrojadizas comenzaban a escasear, casi tanto como
las manos encargadas de su uso. El temible fuego griego, a pesar de su éxito inicial,
hacía ya tiempo que se había agotado, dejando todo el trabajo al valor y las hachas de
los marinos bizantinos. Necesitaban ayuda o, exhaustos como se encontraban,
enfrentados a los continuos asaltos de las inagotables tropas turcas, pletóricas de
refuerzos y naves de refresco, no tardarían mucho en ser arrollados.
Tratando de calmar su agitación, ascendió por las empinadas escaleras del castillo
de popa, acercándose, indiferente a las saetas que volaban en todas direcciones, a la
borda desde la que se veía el barco genovés más cercano. Allí, los soldados armados
que defendían la nave, perfectamente entrenados para dicho cometido, repelían con
facilidad las agresiones de los musulmanes.
—¡Ah del barco! —gritó hacia la cubierta del mercante italiano, rezando para que
le oyeran a esa distancia, entre el maremagno de aullidos y golpes que se elevaba
entre ellos.
Su capitán giró la cabeza, saludando a Flatanelas con la mano.
—¡Necesitamos ayuda!, ¿podéis abarloar vuestras naves y enviarnos refuerzos?
El genovés arrugó la frente, tratando de entender las entrecortadas palabras de su
compañero griego, después se giró en dirección contraria, donde los dos barcos
italianos restantes se mantenían juntos, unidos por algunos cabos.
Tras unos momentos, que a Flatanelas le parecieron eternos, esperando, sin poder
oír nada, el resultado de la conversación entre los capitanes genoveses, el primero se
volvió con una sonrisa y asintió con la cabeza. Mientras el bizantino daba gracias a
Dios por haberse encontrado con tan valerosa ayuda a la entrada de los Dardanelos, a
bordo de los mercantes italianos, los marinos se apresuraban a sus puestos para tratar
de acercarse al carguero griego.
Balta Oghe, rescatado a su pesar por sus marineros, se había negado a dejar su
puesto, a pesar de la gravedad de su herida, coordinando los ataques desde su galera.
Los cristianos habían conseguido acercar sus bajeles, amarrándolos unos a otros con
cuerdas y maromas, traspasando tropas de barco en barco a tenor de las necesidades
y, a pesar de que, tras horas de lucha, se encontraban extenuados, continuaban
defendiéndose como verdaderos leones, delatando la incapacidad de los turcos, pese a
sus continuos intentos, para abordar los navíos cristianos.
Demasiado lejos para escuchar las imprecaciones de su señor, el almirante llegó
por su propio pensamiento a la misma conclusión.
—Usad la artillería —dijo a su segundo—, debemos hundirlos.
—Aún podemos abordarlos —repuso este con su habitual mirada despectiva.
Balta Oghe empuñó su sable y, con un certero golpe, cortó el cuello del
sorprendido oficial, el cual, con un gorjeo, cayó sobre la cubierta, tratando
inútilmente de detener con sus manos la sangre que fluía a borbotones de su herida.
—¡Hundidlos! —gritó el enfurecido almirante a los marinos que le observaban en
cubierta.
Un instante después, los remeros bogaban con inusitado ímpetu para maniobrar la
galera, situando los dos pequeños cañones de proa en el ángulo correcto para abrir
fuego sobre los indefensos barcos cristianos.
Completamente agotado, casi deseando que los turcos tuvieran éxito en sus
acometidas para poder descansar eternamente en el Paraíso, Flatanelas observó como,
cerca de la puesta de sol, algunos de los barcos turcos se abrían hueco entre los
demás, presentando sus ligeros cañones de proa que, con un sonoro fogonazo,
enviaron sus balas de pequeño calibre contra los costados de su barco.
Con un crujido, una de ellas impactó con fuerza contra el armazón del buque,
Balta Oghe sintió un repentino mareo, tan achacable a la pérdida de sangre como
a la certeza de la derrota. Con su flota maltrecha y desorganizada, en medio de la
noche y con la moral de sus marinos bajo mínimos, tras la imposibilidad de asaltar un
puñado de barcos mercantes, lo último que podía desear era enfrentarse en esas
condiciones con la escuadra cristiana. Era preferible salvar los barcos, reservándolos
para otra ocasión más propicia, que arriesgar el imprescindible dominio marítimo en
una situación tan desventajosa. Por eso, el almirante tomó la que sabía con seguridad
sería su última orden al mando de la flota del sultán.
—Todos en retirada.
Oculto el rostro tras una amplia y tosca capa negra con capucha, Constantino
paseaba de incógnito entre sus súbditos, aliviado al comprobar que su sencillo disfraz
le libraba de todas las miradas, centradas en Giustiniani, quien, a pesar de haber
abandonado, por una vez, su habitual armadura, su traje italiano, de dorada
abotonadura y fino paño, mostraba la poca intención de su propietario por pasar
desapercibido, labor imposible por otra parte, dado que el comandante genovés se
había convertido, gracias a su infatigable y eficaz defensa de las murallas, en una
verdadera celebridad entre los habitantes de Constantinopla.
Durante años, el emperador había deseado librarse del encorsetado protocolo de
la corte, para recorrer las calles de su limitado reino, comprobando de primera mano
las lamentables condiciones en las que gran parte de la población malvivía entre las
ruinas de la antaño espléndida urbe. Sin embargo, las continuas apariciones en actos
públicos, festividades religiosas u otras ocasiones especiales dejaban un estrecho
margen a tan excéntrica actividad, impropia de la mayoría de los augustos
emperadores que le precedieron en el cargo.
Para él, la mejor forma de ayudar a su pueblo comenzaba con un conocimiento lo
más exacto posible de su situación, algo cuando menos complicado de averiguar a
través de los números y elocuentes informes de la corte. Con la inestimable
colaboración de su amigo Sfrantzés, había podido percatarse de la dura vida que
esperaba a cualquiera de los miles de granjeros, obreros y pequeños comerciantes que
constituían el núcleo de la ciudadanía, aunque, a pesar de los desinteresados
esfuerzos del secretario imperial, Constantino siempre notó un vacío en su política.
Tras varios días vagabundeando por los pasillos del palacio de Blaquernas,
Jacobo comenzaba a desesperarse de los resultados obtenidos en la misión
encomendada por Francisco.
Aunque desde el primer día pudo ver a Helena, en su matinal trayecto hasta las
habitaciones de la futura emperatriz, acompañada por un fornido guardia varengo y
una esclava de aspecto adusto e impresionante belleza, no había obtenido pista alguna
sobre el asunto que al castellano traía de cabeza y, lo que era peor, no tenía ni idea de
cómo conseguirla.
Inicialmente había optado por deambular entre los soldados venecianos,
escuchando sus conversaciones, mientras fingía descansar apoyado en una pared o
encontrarse de paso con algún mensaje. Sin embargo, tras muchas horas perdidas de
grupo en grupo, no consiguió nada sobre la bizantina, salvo numerosas descripciones
sobre la forma en que los aguerridos soldados podrían aliviar su mustio aspecto, así
como, ya puestos en faena, dar un concienzudo repaso a su esclava.
Ciertamente, la joven griega mostraba un rostro demacrado, que delataba su
decaído ánimo, causado probablemente por la extraña ruptura sentimental con
Francisco. Tal vez por eso a Jacobo le extrañaba tanto su actitud, se preguntaba el
porqué de su distanciamiento, si tanto le afectaba. Esperaba encontrar a una altiva
dama bizantina, cubierta de seda y joyas, mirando altiva, desde un imaginario
pedestal, a cualquiera que osase interponerse en su camino. En su lugar, se había
topado con un rostro angelical, pálido y decaído, y con unos sinceros ojos claros
enrojecidos por el continuo llanto. La incomprensión es un buen acicate para la
curiosidad, por lo que Jacobo había invertido todas sus horas de ocio en la tarea,
aunque el resultado no fuera el que habría deseado.
Su siguiente paso, tras la inútil escucha de los obscenos comentarios emitidos por
los soldados venecianos, y dado que no hablaba griego, para intentar sonsacar a los
guardias varengos que custodiaban a la bella griega, consistió en seguir
disimuladamente tanto a Helena, la noche anterior, como a la esclava turca, en un
dudoso esfuerzo por tentar la suerte y poder presenciar algún hecho que vertiera algo
Sfrantzés se apresuraba por el iluminado pasillo, ajeno al brillo que la luz del
mediodía arrancaba de los estropeados mosaicos. Aún con el alma en vilo por la
descorazonadora imagen que había contemplado desde el puerto, se preguntó al pasar
junto a las teselas que representaban a un gladiador clavando su tridente en un león si
el sultán no acababa de herir de muerte las esperanzas de Constantinopla.
Desechando sus temores, corrió hacia la puerta del palacio, bajando a
trompicones las escaleras de mármol del patio interior de Blaquernas, donde media
docena de inquietos guardias balanceaban sus lanzas de un lado a otro, esperando
recibir en cualquier momento la orden de acudir a las murallas para rechazar un
ataque general de los turcos. Al secretario imperial le hubiera gustado tranquilizarlos
pero, tras atravesar el patio a la carrera y adentrarse en las silenciosas calles del barrio
cercano al complejo palacial, primero sería necesario que él mismo se detuviera a
recuperar la calma y el aliento.
Pero el tiempo apremiaba. Casi dos docenas de barcos enemigos se extendían al
otro lado del Cuerno de Oro, junto al valle de los Manantiales, donde el sultán había
construido, en tan sólo cuatro días, la plataforma de madera por la que ahora
transitaban sus buques, como ingrávidos navíos que colgaran de invisibles hilos
desde el cielo. El emperador había convocado una reunión de máxima urgencia, la
cual, tras descartar el palacio por su peligrosidad, dado el redoblado cañoneo que
soportaban sus muros, se celebraba en la iglesia de Santa María, junto a la antigua y
cegada cisterna de Aecio.
Agradeció la soledad mientras atravesaba las serpenteantes calles que conducían,
a través de pórticos semiderruidos y pavimento en mal estado, hasta la iglesia de
Santa María. En su estado actual, vestido con una sencilla y holgada túnica marrón y
sudando por la mezcla de nervios y paso apresurado, cualquier ocasional viandante
cambiaría la imagen preconcebida que los ciudadanos tenían sobre el secretario
imperial, como hombre frío y calculador, por la de un funcionario agobiado al que los
—¿Podéis repetirlo?
—¿Todo el mensaje?
—Sí.
Sfrantzés no podía dar crédito a lo que acababa de oír, mientras el enviado de
Angelo Lomellino, llegado urgentemente desde Pera unas horas antes de que los
barcos se hicieran a la mar para atacar la flota turca, que ya, cerca de la puesta de sol,
Basilio observó con fijeza el rostro imberbe del jovenzuelo veneciano que había
abordado a Helena. La primera vez que le vio, en las cercanías de la habitación de
Yasmine, a pesar de la extrañeza que le produjo su presencia, le pareció uno más de
esos sucios latinos que se habían adueñado de una buena parte del palacio, con la fútil
excusa de defenderlo. Sin embargo, aunque demasiado lejano para alcanzar a
escuchar el contenido de la conversación, la duración de la misma, excesiva para un
simple piropo o consulta, no dejaba lugar a dudas acerca de la intencionalidad del
encuentro.
«Ya te lo advertí», dijo la suave voz de su cabeza. Basilio no recordaba que las
voces le hubieran puesto en aviso acerca del muchacho, pero dio por sentado que lo
había olvidado, maldiciéndose por no haber prestado más atención a lo que decía su
Los remos rasgaban suavemente la oscura superficie del mar, arrancando pálidos
mechones de espuma en rítmica cadencia. El murmullo que producía la nave al
deslizarse por las tranquilas aguas del Cuerno de Oro apenas se veía incrementado
con cada acometida de los remos, difuminándose, como el de sus cercanas
compañeras, en medio del continuo golpeteo de las olas sobre la costa del mar de
Mármara.
Giacomo Coco, sobre la cubierta de una de las fustas, maldecía a la luna, que,
recién comenzada su mengua, iluminaba, a pesar de las nubes que empañaban su
Desde la colina más cercana al valle de los Manantiales, a cuyo pie fondeaba la
flota turca, Mahomet observaba con dificultad el puñado de sombras que se cernían
sobre su posición.
—Uno de los barcos parece adelantarse —comentó el oficial de artilleros que
comandaba la batería de cañones emplazados en la ladera.
El sultán le ignoró, concentrado en distinguir los borrosos contornos de los navíos
cristianos, delatados por la señal realizada por Fauzio, el espía del podestá, desde una
de las torres de Pera.
Con una aviesa sonrisa, Mahomet se imaginó a Lomellino, sudando como un
pollo cocido vivo. Desde el momento en que el genovés aceptó el cuantioso soborno
ofrecido por sus embajadores, supo que, a pesar de no recibir un solo ducado de los
muchos prometidos, el podestá, en un indecoroso intento por mantenerse a flote entre
dos aguas, haría cualquier cosa para satisfacer al sultán, tratando de ocultar sus
indignos planes a sus propios conciudadanos.
Si algo gustaba a Mahomet de los latinos era su ilimitada avaricia, sólo superada
por su hipocresía. A diferencia de los fieles musulmanes, respetuosos seguidores de
sus creencias y aguerridos defensores de los preceptos coránicos, los cristianos,
permanentemente imbuidos de los perjudiciales efluvios del alcohol, maligno elixir
que tan sabiamente había prohibido el profeta Mahoma, seguían a clérigos corruptos,
que se regodeaban en su riqueza. Sus reyes luchaban unos contra otros, proclamando
después su fidelidad a una Roma que despreciaban y cuyo poder socavaban con
cualquier pretexto. Su desorbitada pasión por el oro, el lujo y el boato hacían de la
mayoría de los nobles latinos una raza sumamente sencilla de corromper, facilitando
el camino para la conquista.
La simple promesa del brillo del oro había bastado para que Lomellino vendiera
su alma y, con ella, a cientos de sus correligionarios, que se dirigían, con valor, hacia
una trampa.
—Ya están a tiro, majestad —afirmó el oficial.
—Abrid fuego —replicó Mahomet con serenidad—, y que las tripulaciones estén
preparadas para contraatacar en cuanto veamos los primeros rayos de sol.
Una docena de fogonazos relucieron sobre la costa, por encima de los oscuros
mástiles turcos, seguidos, un instante después, por el fantasmagórico eco de las
explosiones, prólogo de la llegada de las balas, que impactaron, con un terrorífico
silbido, alrededor del barco de Giacomo, levantando enormes columnas de agua,
visibles con la escasa luz de la luna.
Con una nueva maldición, el veneciano se santiguó y ordenó a sus marinos que
hicieran sonar los tambores. Si habían de morir, que fuera con el honor del combate,
Jacobo apenas tuvo tiempo de reaccionar cuando aquella figura se abalanzó sobre
él en mitad de la calle. Cansado por las muchas carreras que habían lastrado sus
piernas ese infernal día, a pesar de que el asaltante profirió un bramido en su ataque
no fue lo bastante rápido como para eludirlo y, con horror, observó el brillo de su
mano cuando el desconocido descargó el golpe, alcanzándolo en un costado.
Un escalofrío recorrió su cuerpo cuando el gélido metal laceró su piel, dejando
escapar un inaudible gemido. Con un traspié, se separó de su agresor, más por la
inercia de la carrera que por sus propios esfuerzos, llevándose una mano a la herida,
donde notó la tibieza del espeso líquido que surgía de ella.
En un latido, mientras la sombra preparaba su brazo para descargar un segundo
golpe, Jacobo tuvo que decidir entre darle la espalda e intentar huir a la carrera o, por
el contrario, girar para enfrentarse a él en un desesperado intento de defenderse.
A pesar de todos los esfuerzos realizados para mantener la intensidad del fuego
que las baterías turcas desarrollaban contra Constantinopla, tras un mes de incesantes
disparos, muchos de los cañones se encontraban dañados.
El basilisco, la joya de las piezas de artillería que el ingeniero Urban había
—¿Estás seguro de que no pudiste ver su cara? Tal vez necesites más tiempo para
aclarar tus recuerdos.
A pesar de la aplastante lógica con la que Cattaneo había convencido a Francisco
de lo absurdo que sería acusar a Teófilo del asalto, el castellano aún deseaba en su
interior recibir de labios de su joven compañero la confirmación de sus sospechas,
por lo que la rotunda negativa de Jacobo a identificar a su asaltante frustraba su
ánimo.
—No recuerdo cómo llegué al campamento —confirmó el muchacho con voz aún
débil—, pero sí que vislumbro claramente el encuentro y puedo asegurar que nunca
vi su cara.
—Los soldados que se acercaron más tarde al lugar encontraron un trozo de tela
—comentó Francisco, alargando al herido la seda rasgada que recibió del médico—.
¿Podrías decirme si pertenece a las ropas de tu agresor?
Jacobo palpó el suave trozo de prenda, acercándoselo a la cara mientras fruncía el
ceño.
—Estaba demasiado oscuro para distinguir el color de sus prendas —admitió con
un suspiro— y, aunque forcejeamos y es posible que su ropa se rompiera, en medio
de la lucha no me fijé en el tacto de su capa. No podría decir nada respecto a esto.
Apoyado en una pared, muy cerca del lugar donde Jacobo había estado días antes,
Cattaneo esperaba aburrido a que Francisco reapareciera. Al principio estuvo tentado
de presentarse ante la puerta pero, consciente de lo impropio de su curiosidad, se
mantuvo alejado, incapaz de escuchar una sola de las palabras que pudieran decirse
en el interior de la estancia de la esclava.
Distraído con el ir y venir de los funcionarios, acostumbrados ya a la presencia de
los italianos en palacio, no vio a Teófilo hasta que pasó como una exhalación a su
lado. Ni siquiera pudo reconocerlo, hasta que le vio lanzándose como un loco contra
la puerta de la habitación de la turca.
El grito del bizantino cuando se perdió en el interior de la sala reactivó los
embotados sentidos del genovés, aún sorprendido por la estrambótica imagen del
griego. Sin tiempo que perder, desenfundó la espada y se apresuró hasta la abierta
entrada, de donde surgían ruidos inconfundibles de lucha.
En pocos segundos llegó hasta la puerta, observando como Francisco se
encontraba en el suelo, con Teófilo encima de él golpeándole con insistencia,
En medio de gritos y alaridos, con la suela de sus botas resbalando sobre la tierra
empapada en sangre, los agotados defensores, rotas la mayoría de las lanzas en la
refriega, empuñaban espadas y escudos para mantener a raya a los vociferantes turcos
que, con gran coraje y desprecio por el peligro, pugnaban por traspasar la débil
empalizada levantada a toda prisa.
El intenso cañoneo que había precedido al asalto otomano había incidido
nuevamente sobre la muralla exterior que defendía el sector del río, provocando que
los huecos cubiertos con tablones, barriles y sacos rellenos de piedra se multiplicaran
a lo largo de la línea defensiva, auspiciando incontables puntos por donde las tropas
del sultán atacaban impunemente a griegos e italianos.
A la menor protección que ofrecían las estáticas defensas, se sumaba la brutal
acometida que los musulmanes realizaban desde el primer momento, muy diferente al
cauto tanteo efectuado sobre las defensas casi un mes antes. En esta ocasión se
trataba de un combate a vida o muerte, con millares de soldados regulares, armados
con cota de malla y amplios escudos, lanzándose con inusitado coraje sobre los
desbordados latinos. Estos, con increíbles muestras de coraje, mantenían a raya a los
enemigos, expulsando a sus tropas cada vez que conseguían atravesar la débil defensa
de maderos y piedras.
Las bajas se multiplicaban por ambos bandos y, aunque el castigo que recibían los
musulmanes era muy superior al infligido a los bizantinos, las tropas que ellos podían
aportar al campo de batalla eran inagotables, mientras que, tras dos horas de fuertes
combates, Giustiniani había hecho intervenir a sus reservas, que ya forcejeaban,
cuerpo a cuerpo, con las primeras líneas de soldados turcos.
Francisco se encontraba nuevamente al lado de la guardia griega, comandada por
el mismo oficial de la batalla anterior, aunque su número había disminuido
apreciablemente, debido al goteo de muertos y heridos que abandonaban la primera
línea.
Los turcos asaltaban con fiereza los tablones que conformaban la protección de
los griegos, utilizando garfios para arrancarlos de su posición y grandes antorchas
para tratar de debilitarlos mediante el fuego.
Los lanceros bizantinos se mantenían en formación tras las defensas, utilizando
sus escudos con habilidad frente a los dardos y jabalinas que caían entre ellos, al
Tras arrojar a un lado el inútil arco Basilio corría asustado entre las vacías tiendas
del campamento de Giustiniani, consciente de su propia estupidez. El detallado plan
para matar al castellano que con paciencia y tesón había ido elaborando a lo largo de
los últimos días, desde la inútil pelea con Teófilo, se basaba en la escasa pericia con
la que el funcionario manejaba el arco. Incapaz de superar a su contrario en buena lid,
tal y como el incidente con Jacobo había puesto de manifiesto, su única alternativa se
encontraba en aprovechar la confusión del combate con los turcos para atravesar con
una flecha al castellano, al cual darían por muerto a causa de un error, o derribado por
el mal tino de un arquero durante la refriega.
De joven, como la mayoría de los bizantinos, había aprendido los rudimentos de
la técnica de arquería pero, tras años sin sentir en su mano la tensa cuerda, hasta un
tiro a esa distancia resultaba complicado. Por otro lado, aunque había logrado
alcanzar al castellano, su fuerte coraza había desviado el inocente dardo, delatando a
su vez a Basilio, el cual, tras comprobar como Francisco le miraba de frente desde
abajo, ahora se apresuraba, sudando de nerviosismo por cada uno de los poros de su
piel, a ocultarse en el palacio, mientras las voces que solían llenar su cabeza de cantos
de sirena y melodiosas alabanzas a su proceder, ahora callaban, incomodando aún
más al griego, delatando la profunda dependencia que le ataba a ellas.
Por primera vez en meses, Basilio no sabía qué hacer, carecía de un plan definido
y, para su propia desesperación, le resultaba imposible meditar con tranquilidad sus
Tres horas después de iniciado el combate, cuando se hizo evidente que los
griegos habían conseguido contener la monumental marea turca, Mahomet ordenó la
retirada.
El asalto que esperaba con creciente optimismo había defraudado de nuevo sus
esperanzas de acabar con aquel sitio, que comenzaba a enquistarse como una pústula,
imposible de eliminar a pesar de los repetidos intentos. Ni siquiera el golpe moral que
había supuesto para los bizantinos la entrada de su flota en el Cuerno de Oro permitía
a sus tropas desbaratar la defensa.
En este momento, el sultán tuvo que admitir que Chalil, que se mantenía en
silencio a su lado, tenía razón meses atrás, cuando le advirtió de la llegada de ese
maldito genovés, Giustiniani, al cual Mahomet había despreciado, considerándolo un
simple peón. El flamante general al mando de la defensa se había convertido en el
alma delos aguerridos soldados, en el ejemplo que griegos e italianos imitaban para,
con incomparable tesón y entusiasmo, desbaratar cualquier intento que el sultán
pudiera realizar contra las murallas de la ciudad.
Tanto los informes que el podestá le hacía llegar desde la colonia genovesa de
Pera, como los que el propio Chalil transmitía a través de su red de espionaje,
confirmaban uno tras otro la valía del protostrator y su incombustible resolución de
combatir hasta el final. Sin embargo, la misma columna que sostenía a
Constantinopla, manteniéndola a salvo de los turcos, podía provocar su caída. Todo
hombre tenía un precio, y Mahomet iba a comprobar cuál era el de Giustiniani.
—Las bajas han sido muy numerosas —comentó Zaragos Bajá cuando alcanzó a
caballo la posición en la que el sultán contemplaba la retirada de sus tropas—, pero
pronto estaremos listos para un nuevo intento.
—Nos estamos desangrando inútilmente —intervino Chalil—. Los cañones no
son capaces de destruir por completo la muralla y mientras los bizantinos puedan
protegerse tras sus restos no podremos desalojarlos de su posición.
—¡Dudas del valor de nuestros hombres! —exclamó Zaragos indignado—. Hoy
se han comportado como leones, poco ha faltado para que tomáramos la ciudad. Alá
está de nuestro lado y nos concederá la victoria.
—Ni siquiera hemos pasado de la primera línea de defensa —replicó Chalil con
firmeza—. Estamos derrochando vidas.
—¡Ya basta! —interrumpió el sultán—. Vuestras inútiles discusiones no me
interesan, quiero propuestas para romper este bloqueo al que hemos llegado, no
reproches e insultos. Sois mis consejeros, así que ¡hablad!
—Lancemos un nuevo ataque en toda la línea —sugirió Zaragos con decisión—.
Los griegos también han sufrido muchas bajas y no estarán en condiciones de repeler
Tan sólo unos minutos después de acabar sus tareas y retirarse a su dormitorio,
Basilio escuchó una suave llamada en su puerta. Durante los días transcurridos desde
la batalla, en los que las desaparecidas voces no otorgaron al griego el don de su guía,
se había comportado de manera nerviosa, visiblemente alterado. Su deficiente
comportamiento en las rutinarias tareas que componían su ocupación entre la
servidumbre del palacio provocaba las quejas de sus compañeros y superiores, ya
saturados por la continua presencia de las tropas italianas en el edificio.
Al oír los golpes Basilio saltó como un gato, temeroso y desconcertado, abriendo
la puerta sólo lo suficiente para permitirle observar a la persona que se encontraba al
otro lado: un hombre vestido con la inconfundible librea de los auxiliares de la corte.
—¿Basilio?
—¿Qué ocurre? —replicó el aludido con desconfianza.
—El secretario imperial me envía a recogeros, solicita vuestra inmediata
presencia en sus estancias. Si sois tan amable de acompañarme…
Basilio dudó visiblemente, arrugando la frente ante la petición del funcionario,
que le observaba con extrañeza.
El sudor caía por el rostro del serbio, producto del sofocante calor y del intenso
trabajo. A pesar de la experiencia excavando túneles en las lejanas minas de plata de
su país, el húmedo calor que reinaba bajo tierra junto al Mármara convertía la
profunda galería en un oscuro horno, donde la veintena de esforzados trabajadores se
hacinaban con picos, palas o cestos de tierra.
A medida que avanzaban sobre la blanda tierra, en pos de su objetivo bajo las
murallas de Blaquernas, un numeroso grupo se encargaba de retirar tierra y
escombros. Otros tantos entibaban con maderos el techo de la artificial cueva,
disponiendo a su alrededor grandes haces de paja con los que, una vez concluida la
mina, se incendiarían los soportes para que, debido al peso de los muros que habrían
de soportar, se quebraran en el momento elegido, derrumbando con ellos las murallas
de la ciudad.
A pesar del cuidado con el que se desarrollaban los trabajos, los mineros paraban
a cada rato, alertados por algún ruido o vibración extraña, atentos a cualquier señal
que indicara la presencia de sus enemigos. Dos días antes, los bizantinos,
aprovechando un descuido de los zapadores, habían penetrado en una de las minas
prendiendo fuego anticipadamente a los haces de leña y paja. La mayoría de los
mineros murieron, ya fuera asfixiados por el humo, quemados vivos o sepultados
cuando el techo se derrumbó sobre ellos sin darles tiempo a salir.
Los serbios eran conscientes de que su sacrificio no era importante para el sultán.
Al contrario que sus compañeros musulmanes, cuya pertenencia a la religión islámica
les convertía en valiosas piezas a cuidar, los contingentes de soldados cristianos que
apoyaban contra su propia voluntad al ejército de Mahomet eran prescindibles y, por
tanto, sacrificables. Por eso, a pesar de la constancia de que los griegos estaban sobre
aviso con relación a sus intentos de minar la muralla, se encontraban allí, regando la
oscura tierra con su sudor, tratando de controlar el miedo que les atenazaba en cuanto
uno de ellos levantaba una mano y todos paraban, agudizando el oído, escudriñando
la oscuridad en busca de alguna señal que les indicara que habían sido descubiertos.
El túnel progresaba con rapidez, rotando a los hombres de cabeza, que manejaban
los grandes picos con los que atacaban la tierra cercana a las murallas, cada vez más
suelta y húmeda, coordinándose con guturales voces en su casi indescifrable idioma
para martillear de forma rítmica sobre la pared.
Los guardias del patio observaban con una sonrisa a Francisco, dando vueltas de
un lado a otro, hablando a solas como si ensayara un guión. Los cuatro lanceros se
codeaban unos a otros divertidos, señalando al castellano, ajeno a la expectación
levantada entre la soldadesca, cansada de la monotonía de las continuas vigilias y a la
que cualquier pequeño incidente bastaba para sacarla de su rutina.
Esperando a Helena, Francisco murmuraba de forma expresiva el amoroso
discurso que tenía preparado para su encuentro, en el que pensaba pedir su mano. Las
clases de protocolo, interrumpidas debido a las necesidades previas al asedio y nunca
más retomadas, no habían incidido en el tema de las relaciones entre miembros de la
nobleza y funcionarias de palacio, por lo que el castellano desconocía si existiría en
alguna de las múltiples normas que regían la corte un impedimento para aquella boda.
—Después de todo —se comentó a sí mismo—, si Teófilo puede relacionarse con
una esclava, ¿cómo no voy a poder yo casarme con una funcionaria?
—¿Qué murmuras de Teófilo?
Francisco dio un respingo al encontrarse a Helena a su lado, mirándole con los
ojos abiertos y una gran sonrisa iluminando su cara. Mientras meditaba en su discurso
no se había percatado de su presencia, algo evidente para los soldados cercanos, que
emitían sonoras carcajadas producidas por la alelada expresión del castellano.
—¿Damos un paseo? —preguntó él al tiempo que lanzaba una furibunda mirada a
los guardias, que no afectó a sus continuas chanzas.
Atravesando la puerta por en medio del divertido grupo de lanceros, que se
cuadraron burlescamente ante ellos, se adentraron por las callejuelas del barrio de
Blaquernas, dirigiéndose hacia el Cuerno de Oro, donde el eco de los cañones se
apagaba, amortiguado por el suave murmullo del brazo de mar.
El sultán había concentrado su artillería en la zona central de la defensa, el
Mesoteichion, donde la presencia del río situaba las murallas en una depresión,
atacable desde ambos lados. Eso liberaba al palacio y al barrio de Blaquernas de los
fuertes bombardeos soportados durante semanas, aunque pulverizaba las líneas
defensivas cercanas al Lycos, obligando a un sobre esfuerzo de las brigadas nocturnas
A pesar de lo avanzado del mes la mañana trajo un viento frío del norte, húmedo e
intenso, que serpenteaba silbando por los callejones donde se concentraba la
población de la ciudad, comentando las escasas noticias que se filtraban de la
conversación entre el emperador y los marinos del barco llegado la noche anterior.
Constantinopla entera conocía ya la deprimente verdad, que el rápido bergantín
no había avistado en su largo viaje atisbo alguno de la flota veneciana que el baílo
Minotto había solicitado meses atrás. A pesar de que unos pocos aún conservaban la
fe en la ayuda del Papa o las potencias occidentales, la mayoría descartaba con
desesperación cualquier tipo de socorro, concluyendo que tan sólo la tenaz resistencia
sería capaz de vencer al enemigo turco.
En su camino hacia el monasterio de Cristo Pantocrátor, Helena y Yasmine se
cruzaron con multitud de grupos en los que no se distinguían más que caras de
desánimo y desconfianza ante el futuro. El asedio duraba ya más de mes y medio, y
los suministros comenzaban a escasear. El número de muertos y heridos crecía de
manera continua, y el interminable martilleo de la incansable artillería turca
destrozaba la moral de los bizantinos.
A pesar de la alegría con la que Helena había despertado esa mañana, ilusionada
con los preparativos de su próxima boda, nada más recibir la noticia por boca de uno
de los guardias de palacio, que hizo una vívida descripción del decaído estado moral
del emperador y del fallido resultado de la búsqueda de refuerzos, su ánimo se
quebró, apareciendo en su lugar el temor por el destino que les esperaba.
Tras los pasados sinsabores que su relación había sufrido y superado, la renovada
esperanza pendía de un hilo, acosada por la creciente presión turca, más intensa si
cabe, ahora que la certeza de luchar en solitario se había confirmado. El miedo a la
pérdida se acrecentaba en su interior, contagiado de la desesperación que se palpaba
en la calle.
Aceleraron el paso de manera inconsciente, tratando de llegar cuanto antes a la
seguridad que otorgaba el interior del monasterio a las acongojadas almas de los
De pie ante las puertas de bronce que daban acceso a las habitaciones imperiales,
Sfrantzés esperaba pacientemente a que Constantino le recibiera. La noche anterior,
tras dejarle completamente abatido, el fiel secretario imperial no pudo conciliar el
sueño, pensando en una solución que consiguiera reestablecer la moral perdida con el
anuncio realizado por el bergantín.
Tras meditarlo durante horas había llegado a una conclusión obvia, algo que
siempre había funcionado durante siglos y que, sin ninguna duda, era la única forma
de conseguir insuflar nuevos ánimos en el pueblo bizantino: recurrir a sus más
sagrados iconos.
Durante generaciones, Constantinopla se había cubierto de toda clase de objetos
religiosos de incalculable valor. Desde la verdadera cruz y la corona de espinas de
Cristo, robadas por los cruzados en su asalto a la ciudad, hasta prendas de ropa,
huesos e iconos de santos.
Durante el asedio sostenido treinta años antes, una aparición de la Santísima
Virgen, vestida de púrpura sobre los muros en medio del ataque, había bastado para
aterrar a los turcos y convertir a los agotados defensores en invencibles leones. Los
innumerables testigos que contemplaron el milagro sufrieron un inapelable vuelco en
sus corazones, el mismo efecto que quería provocar Sfrantzés. Aquella no fue la
única vez en la que apariciones o iconos habían salvado a la ciudad, todos conocían
lo ocurrido durante el asedio que los bárbaros de las estepas rusas impusieron a la
ciudad aprovechando la ausencia del ejército y la flota, empeñados en la guerra con
los árabes. En aquella ocasión, la túnica de la Virgen fue introducida en las aguas,
provocando una repentina tempestad que destruyó la flota enemiga. El secretario
imperial, a pesar de su escepticismo, se preguntaba si el recurso a los sagrados iconos
no podría funcionar de nuevo en tan necesitado momento.
La puerta se abrió por fin, dejando paso a un demacrado Constantino, ojeroso y
agotado, que sonrió con dificultad, haciendo una escueta seña para que el secretario
se adentrase en sus aposentos.
Dentro de la habitación reinaba la oscuridad, tapada la luz de la mañana con
El amanecer del domingo vino anunciado por el reinicio del intenso cañoneo
sobre las murallas, cuya debilitada estructura se veía sometida, una vez más, al
terrible martilleo de los ingenios del sultán.
Entre los escombros, John Grant supervisaba en compañía de Giustiniani los
restos caídos de dos torres, derribadas por certeros disparos del gran cañón turco. El
excelente trabajo realizado por los obreros el día anterior estaba siendo barrido por la
concienzuda puntería de los artilleros otomanos, que se ensañaban con la sección
media de la muralla. Tras la nota enviada durante la noche anterior por el espía de
Orchán, en la que se anunciaba el ataque final turco para la noche del lunes, el
comandante genovés no quería dejar nada al azar, aprovechando sus dos últimos días
para preparar cuanto estuviera en su mano a fin de repeler el asalto.
—Esta noche tendremos trabajo que hacer —comentó el ingeniero cuando el
polvo de los últimos impactos se despejó, permitiéndole comprobar el alcance de los
daños sufridos—. Aunque va a resultar imposible limpiar el foso si los turcos vuelven
esta noche a terminar su trabajo.
—Sus arqueros nos tienen a raya —admitió el genovés con preocupación—.
Aunque su puntería de noche deja bastante que desear, a Dios gracias.
—Una vez hayan cegado el foso por completo tendrán el camino libre de
obstáculos hasta la empalizada que corona los restos de la muralla exterior.
—Lo sé —afirmó Giustiniani encogiéndose de hombros—, pero no hay nada que
podamos hacer. Lo que realmente me preocupa es que el ataque se va a dar en toda la
línea, a juzgar por el cuidado con el que están rellenando el foso en toda su longitud.
No podremos sacar tropas para reforzar los puntos más débiles.
—Es probable que su flota también amenace las murallas marítimas —elucubró el
ingeniero.
—Es la menor de mis preocupaciones, a pesar de lo que diga ese megaduque del
demonio —gruñó el genovés—. Esta mañana se negaba a cederme los pocos cañones
que aún disponen de pólvora; ha tenido que intervenir el emperador para que diera su
brazo a torcer. Bastarían unas cuantas ancianas con escobas para expulsar a los turcos
que traten de subir desde los barcos, pero ese estúpido tiene tanto miedo a que repitan
lo que hicieron los cruzados hace más de doscientos años que parece estar ciego.
—¿Dónde has dejado tu diplomacia? —sonrió John.
—¡Al infierno con ella! —exclamó Giustiniani con visible enfado—. Empiezo a
estar harto de este maldito asedio, de la pastosa comida y las noches sin dormir.
Nunca me había visto en una situación tan delicada.
Una bala de cañón atravesó la empalizada a un par de metros por delante de ellos,
A unos metros, Ahmed, con los ojos fijos en la figura del sultán, observaba cómo
su montura se aproximaba a la entrada de la tienda, ralentizando el paso a medida que
se acercaba a la posición del primer visir.
Indiferente a las aclamaciones proferidas por los numerosos soldados que le
rodeaban, el fiel espía de Orchán mantenía una postura rígida, agarrando con fuerza
Con paso rápido, Yasmine atravesaba los desiertos pasillos del palacio de
Blaquernas en dirección a su dormitorio. La multitud de funcionarios, guardias y
criados que normalmente abarrotaban aquella zona había desaparecido con la llegada
de la medianoche, enviados a defender la muralla o, los más, piadosamente recluidos
en alguna de las cientos de iglesias y basílicas que salpicaban la ciudad.
A pesar de que esa noche las puertas del palacio permanecerían abiertas hasta que
sonaran las campanas, indicando el comienzo del ataque turco, apresuró el paso,
asustada por la posibilidad de quedar encerrada en el interior de uno de los edificios
más codiciados por cualquier asaltante.
Ya en la puerta de su habitación una voz la llamó desde el otro lado del pasillo.
Helena, casi irreconocible bajo el velo, con una oscura túnica marrón de sencillo
corte cubierta por una gruesa estola, se aproximaba hacia ella, sorprendiendo a la
turca.
—No pensaba encontrar a nadie —dijo la esclava—. ¿Qué hacéis aún aquí,
señora?
—En Santa Sofía varios clérigos van a realizar una liturgia continua durante toda
la noche —respondió la joven, aún mostrando en su cara la evidencia de las lágrimas
vertidas en la despedida a Francisco—, quiero que vengas conmigo, allí estarás más
segura.
Yasmine observó los ojos de Helena, sorprendida por la sinceridad que descubrió
en su mirada. No existía el rencor, ni el desprecio en aquel rostro, tan sólo un genuino
interés.
—Aun sabiendo que quise arrebataros a vuestro marido os preocupáis por mí, ¿de
dónde sale esa capacidad para perdonar?
—Es la que el Señor concede a todos los cristianos —repuso Helena con una
sonrisa—. Tan sólo hay que saber buscar en el interior.
—Os lo agradezco —contestó la esclava—. Pero nuestros caminos se separan
aquí. Debo quedarme.
—Puedes hacer lo que quieras, ahora eres libre.
—¿Libre? —repitió Yasmine con extrañeza.
—El emperador me lo ha comunicado hoy, durante la recepción que ha ofrecido a
los funcionarios.
La antigua esclava se quedó boquiabierta, con la mirada clavada en la sonriente
griega, manteniéndose en silencio durante un rato, hasta que recuperó el habla.
—No sé qué decir, señora, yo…
—Tú ya no tienes señora, sólo una amiga que te pide que la acompañes.
Sin poder creer lo que veía, Yasmine miró a Basilio con incredulidad.
—¿Cómo…? —balbuceó antes de que el griego la pateara con fuerza en el
estómago, haciéndola gemir de dolor.
—¿Cómo? —gritó él—. Yo me hago otra pregunta, me gustaría saber cómo he
sido tan estúpido para pensar que significabas algo, cuando no eres más que una zorra
lujuriosa e inmunda. Cada vez que pienso lo que he llegado a hacer por ti, para luego
ser traicionado, ¡traicionado!
Basilio acompañó sus últimas palabras con un nuevo puntapié sobre las costillas
de la turca, la cual rodó entre gemidos y retorcidos gestos de dolor, hasta situarse
boca abajo, respirando con dificultad.
—Las voces me advertían sobre ti —continuó el griego, en un extraño monólogo
—, «es una puta», «te traicionará en cuanto le des la espalda» —añadió bajando la
voz, como si imitara los fantasmagóricos demonios que poblaban su cabeza—, y yo
fui tan necio de no hacer caso, de pensar que algún día serías mi recompensa.
Yasmine comenzó a arrastrarse lentamente hacia la cama, tosiendo y jadeando,
soportando los punzantes latidos de dolor que llegaban desde su costado, allí donde
había recibido el brutal golpe. Mientras su enloquecido amante emitía su discurso ella
se aproximaba, dejando un fino reguero de la sangre que goteaba de su nariz, hacia el
bajo catre en el otro extremo de la habitación.
—… pero a pesar de mis faltas —continuó Basilio, absorto en su solitario
coloquio— la voz ha seguido acompañándome, manteniéndome a salvo, alerta. Y
ahora me va a conceder otro placer con el que vengo soñando desde hace días.
Basilio se abalanzó sobre Yasmine, agarrándola por la espalda, tratando de asir su
cuello. La antigua esclava, repentinamente consciente de las mortales intenciones del
griego, se dio la vuelta con fuerza golpeándole en la cara, aunque no consiguió más
que enfurecer a su atacante, el cual, con los dientes apretados y los ojos inyectados en
sangre, se sentó sobre el vientre de la joven y alargó sus manos sobre el fino cuello de
la que había sido su amante, apretando su garganta para estrangularla.
La turca, apoyada sobre uno de los lados de la cama, aunque aún en el suelo, trató
desesperadamente de separar las crispadas manos de Basilio de su cuello, sin
conseguir moverlas ni un ápice.
El griego comenzó a sonreír, mirando la cara congestionada de Yasmine,
Los soldados se apretaban unos contra otros, formando una densa columna frente
a la pequeña portezuela, tensos, apretando con fuerza las empuñaduras de las armas
mientras escuchaban el fuerte griterío que llegaba desde el otro lado de los altos
muros. En cabeza de la formación se encontraba Antonio Bocchiardi, junto a sus
hermanos Paolo y Troilo, preparados para efectuar una salida sorpresa sobre el flanco
de los atacantes turcos.
En medio del destacamento, con la cabeza baja y los nervios a flor de piel, Fauzio
se preguntaba si el peligro que le esperaba valía la pena por el desorbitado precio que
el podestá había prometido. Cuando le comunicó la petición del sultán, explicándole
lo que debía hacer, el primer pensamiento que le pasó por la cabeza fue el de recoger
sus numerosos ahorros y desaparecer. Sin embargo, para el eterno remordimiento de
su conciencia, el brillo del oro nublaba su mente con demasiada facilidad, situándole
en aquella situación. Cuando atravesó el Cuerno de Oro para presentarse ante los
—¡Ya flaquean! —exclamó el protostrator genovés, casi sin aliento tras las horas
pasadas combatiendo en primera línea.
Como máximo exponente de la defensa e indiscutible héroe de los ciudadanos de
Constantinopla, Giustiniani hacía honor a su puesto, manteniéndose de continuo en lo
alto de la barricada, espada en mano, rechazando con inagotable ímpetu las
incesantes acometidas de las escalas turcas. Sin embargo, de manera imperceptible
para sus admiradas tropas, su ánimo comenzaba a flaquear, sentía que los brazos le
pesaban como plomo, las piernas amenazaban con dejarle caer al suelo y la sed le
castigaba de manera implacable desde hacía horas.
La visión de las bamboleantes líneas otomanas, sorprendidas por el inesperado
ataque de los hermanos Bocchiardi y por la tenaz defensa ante los muros, renovaba el
ánimo del genovés, que comenzaba a preguntarse cuánto tiempo más podrían
soportar sus hombres antes de caer extenuados.
De repente, una extraordinaria explosión sacudió la muralla, haciendo vibrar el
suelo por el fortísimo impacto sufrido. El disparo del gran cañón de Mahomet
alcanzó de lleno la empalizada, arrasándola. La enorme bala provocó una brecha de
varios metros de ancho, levantando una nube de polvo, cascotes y sangre. En el
mismo instante en que el humo se asentaba, las nubes dejaron paso por fin a la luna,
que pareció iluminar con su luz la brecha por la que, para desesperación del agotado
Giustiniani, tres centenares de turcos se abalanzaron sobre los defensores.
—¡Constantinopla es nuestra! —rugían los otomanos, mientras corrían sobre los
destrozados cuerpos de sus compañeros, sacrificados por el gran cañón para obtener
aquella descomunal abertura en los muros.
Como un torrente, antes de que los defensores pudieran agruparse, los
musulmanes penetraron en el amplio pasillo existente entre la muralla interior y la
exterior, degollando a cuantos griegos encontraron inermes en el suelo.
Giustiniani, aún incrédulo, se mantenía en lo alto del precario adarve,
contemplando estupefacto la riada de soldados turcos.
—¡Señor! —gritó un soldado a su lado—. ¿Qué hacemos?
El genovés, saliendo repentinamente de su trance, endureció de nuevo sus
facciones. Levantando la espada bajó del adarve y se mezcló con sus hombres.
—¡Agrupaos en dos líneas! —exclamó con fuerza—. ¡Lanzas al frente!
Los experimentados soldados genoveses se alinearon con rapidez, avanzando a
Sin poder creer lo que veía, Constantino observaba como los genoveses se
apiñaban junto a la puerta abierta, corriendo presas del pánico hacia el interior de la
ciudad, mientras Francisco y algunos de los oficiales griegos trataban inútilmente de
convencerlos para que no abandonaran la lucha.
Detrás del río de soldados, convertidos ahora en una incontrolada muchedumbre,
un numeroso grupo de jenízaros atravesaba la empalizada, formando dentro de las
murallas para defender el acceso de sus compañeros.
—¡Es inútil! —gritó el emperador—, ¡dejadlos marchar! Hay que reagruparse y
volver a los muros.
La guardia personal de Constantino reunió a cuantos soldados desperdigados
encontró a su paso y se lanzó contra los turcos, que ya combatían, defendiendo su
posición, contra las escasas tropas al mando de Teófilo.
Los diáconos empujaban las pesadas puertas con sus cuerpos, luchando contra la
gente que aún intentaba entrar en la gran iglesia de Santa Sofía, la misma avalancha
humana que impedía a Helena continuar avanzando hacia la salida.
Incapaz de mantener su lucha contracorriente o de dirigirse a uno de los lados,
donde la aglomeración no era tan intensa como en la misma puerta, Helena notó
como le fallaban las fuerzas.
Alargó la mano y consiguió asirse a la puerta, la cual seguía cerrándose de forma
lenta aunque imparable. Varias personas entraron, empujándola hacia atrás. Su mano
resbaló y abandonó su asidero.
Con un grito se abrió paso de nuevo hasta tocar las puertas de bronce por segunda
vez, sudando bajo la túnica y la pesada estola, útil durante la larga y fría noche
aunque ahora supusiera una carga. El diácono que empujaba el borde de la puerta vio
su mano y asió la muñeca de Helena, tratando de obligarla a soltarse.
—¡No! —gritó ella.
—¡Perderá la mano cuando las cerremos! —gruñó el religioso, incapaz de
entender el comportamiento de la bizantina.
Apenas quedaba sitio para que cupiera una persona y las puertas se cerraban
Helena gateó entre decenas de pies que se agolpaban contra las puertas de la
iglesia, golpeando el frío bronce mientras imploraban su apertura, confiando en la
seguridad de su interior.
Una vez fuera del agitado grupo, se levantó temblorosa, contemplando por vez
—¡Estáis loco!
Fuera de sí, Alviso Diedo contemplaba el tembloroso rostro del podestá de Pera
sin poder creer lo que escuchaba.
Cuando la noticia de la caída de la ciudad llegó al puerto, Diedo, como
comandante en jefe de la flota ante la ausencia de Trevisano, apresado junto al baílo
veneciano en la defensa del palacio de Blaquernas, había ordenado a sus barcos
recoger cuantos refugiados cupieran en las atestadas cubiertas y prepararse para
partir. Con un barco de remos había cruzado el Cuerno de Oro, aprovechando el
desconcierto creado en la flota turca por el abandono de sus puestos efectuado por sus
marinos, incapaces de resistir la llamada del saqueo. Su intención era coordinarse con
los genoveses para abrirse paso combatiendo hasta el mar, rompiendo la cadena que
cerraba el puerto y escapando hacia las colonias venecianas. Sin embargo, Lomellino,
el gobernador de Pera, no sólo se negaba a aceptar a los refugiados, sino que había
ordenado cerrar las puertas apresando a Diedo en su interior.
—No os enfurezcáis —balbuceó el podestá—. Lo mejor será enviar una
embajada al sultán para tratar el tema de la rendición.
—¿Creéis que es momento de palabras? —gritó Alviso Diedo—. Dejadme salir
de inmediato o no respondo de vuestra vida.
Los jenízaros presionaban con fuerza, sustituyendo a cada uno de sus caídos con
un nuevo combatiente, dispuestos a terminar con el puñado de soldados genoveses
que, aislados por completo en medio del ejército del sultán, aún mantenían las
espadas en alto.
Entre ellos, Mauricio Cattaneo, cubierto de heridas, con la espada rezumando la
sangre de los muchos enemigos abatidos, cubría la espalda de Paolo Bocchiardi, el
único de los tres hermanos que no había conseguido escapar. A diferencia de
Cattaneo, cuyo alto sentido del honor le impedía intentar siquiera la huida, él decidió
quedarse para entorpecer el avance de los turcos, facilitando la retirada de sus
hermanos y pensando en seguirlos a la menor oportunidad. Sin embargo, los
El marino contratado por Badoer observó con sorpresa como aquel muchacho,
sucio y ensangrentado, se acercaba hacia él, con los ojos fijos en el rojo trozo de tela
anudado en el muelle, tirando del brazo de una mujer.
La presencia del joven le hizo dudar de si se trataría de su esperada carga, aunque
la evidente mirada del mozalbete hacia su ondeante señal no admitía dudas. Desde la
posición en la que se encontraban no eran capaces de ver la barca de remos que
flotaba oculta al lado del malecón, por lo que no cabía duda sobre sus intenciones.
Con la mano izquierda palpó instintivamente el puño de la daga que ocultaba a su
espalda, anotando mentalmente solicitar un sustancial incremento de su salario si
debía despachar a dos pasajeros en lugar de uno.
Ambos llegaron a su altura, mirándose en silencio, con el marino estudiándolos
inquisitivamente mientras esperaba que pronunciaran alguna palabra. Por fin ella
alargó la mano, entregándole un trozo de pergamino.
—El chico no debería estar aquí —dijo secamente el marino, fingiendo que leía
con interés el texto escrito sobre la nota.
—Viene conmigo —respondió Helena, sin abandonar por completo su aire
ausente.
El marino asintió, clavando sus ojos en el costado de Jacobo, donde la sangre de
su abierta herida calaba la desgarrada camisa. Después reparó en la prenda que
mantenía apretada contra su pecho, seda púrpura, por la que podría sacar un buen
precio en el mercado negro.
Con un gesto de la cabeza señaló la pequeña barca, a salvo de las ávidas ansias de
escape de los griegos que se apelmazaban en el puerto. Con rapidez, los tres entraron
en el bote, justo en el momento en que un horrorizado griterío anunciaba la llegada de
los primeros bashi-bazuks a las inmediaciones, traducida en un caótico alboroto, en el
que los turcos se adentraban en busca de las presas más codiciadas.
El marino alejó el bote del muelle, empujándolo con fuerza con uno de los remos,
antes de comenzar a bogar en dirección a Pera, impulsando la barquichuela con sus
musculosos brazos.
Desesperado, John observaba el cada vez más lejano bote, del que Helena
acababa de salir despedida. La vio hundirse en las aguas, chapoteando medio
aturdida.
—¡Un arquero! —gritó con su profunda voz, mordiéndose los labios de rabia—.
¡Por Dios! ¡Un arquero a bordo!
El agua fría despejó a Helena, casi inconsciente tras el brusco puñetazo del
marino.
Con un impulso de los pies consiguió salir a la superficie, tomando aire en una
fuerte bocanada antes de hundirse de nuevo. Pataleó y movió los brazos con fuerza,
saliendo nuevamente del agua, alargando la mano para tratar de alcanzar la borda del
Jacobo vio alzarse sobre él la mortal hoja, incapaz de alcanzar el brazo libre del
marino para detenerle. Había intentado librarse de la opresora rodilla que le
presionaba el pecho hasta cortarle la respiración, pero todo esfuerzo había sido inútil
y ahora notaba como las fuerzas le abandonaban.
Sin otro recurso, estiró una mano y agarró con todo su odio los desprotegidos
testículos del marino, retorciéndolos con furia. Su agresor gritó de dolor, contrayendo
todo su cuerpo en un espasmo, se dejó caer a un lado, liberando al angustiado Jacobo
y bajó su brazo armado mientras un dardo volaba sobre su cabeza sin alcanzarle.
Helena braceaba con todas sus fuerzas, pataleando con dificultad, con el vestido y
la estola estorbando cada uno de sus movimientos. Con un supremo esfuerzo rompió
la superficie del agua el tiempo justo para tomar una agónica bocanada de aire, tras la
cual se hundió de nuevo como un fardo.
Agotada, sabía que no podría aguantar por más tiempo e intentó despojarse de la
pesada estola, mientras se impulsaba con las piernas para mantenerse junto a la
superficie. Sin embargo, la ropa se mantenía pegada a su piel, arremolinada en torno
a ella en numerosos pliegues. Resultaba imposible desembarazarse de ella.
Abandonando los intentos de despojarse de la ropa, Helena agitó los brazos con
insistencia, aupándose con las piernas, intentando desesperadamente alcanzar la
superficie. Dejó escapar el aire de sus pulmones y comenzó a notar como el pecho le
ardía.
La bizantina abrió la boca, incapaz de soportar por más tiempo aquel punzante
dolor. El sabor salado del mar penetró como un torrente en sus pulmones, mientras
unas pocas burbujas surgían de su interior.
El pánico la invadió, se ahogaba. Trató de interrumpir la respiración para evitar
En el campamento, los últimos rayos de luz habían sido reemplazados por cientos
de antorchas y fogatas, visibles desde la estrecha tienda en la que se encontraba
Yasmine, a través de la abierta lona que formaba su entrada.
Junto a la puerta, impasible desde el alba, el soldado jenízaro que la había
capturado en el palacio montaba guardia, hierático, por orden de su oficial superior,
hasta el momento en que se decidiera sobre el destino de la cautiva.
La joven turca no había recibido más que un pequeño cuenco de agua y un trozo
de pan con el que saciar el hambre acumulada desde la noche anterior, en la que
Basilio había tratado de estrangularla. Yasmine había salvado su vida dos veces
seguidas y, tras horas de espera, se preguntaba si se le habría acabado la suerte.
Era consciente de que el sultán no tendría por qué saber en absoluto de su
existencia. Todas sus notas e informaciones pasaban a través del codicioso Badoer,
quien, posiblemente, habría ocultado los detalles de su red de información a las
autoridades turcas, elevándose como único responsable del exitoso intercambio de
mensajes que había permitido a los soldados del sultán invadir la ciudad. Pese a todo
no disponía de otra alternativa, su única opción consistía en rezar y, como tantas otras
veces en el pasado, utilizar los inigualables recursos con los que la naturaleza la había
dotado para embaucar al joven Mahomet.
—¡Sal de la tienda!
Somnolienta y ensimismada en sus pensamientos, Yasmine se sobresaltó al oír la
ruda orden del oficial de jenízaros que, agachado frente a la puerta, la conminaba
perentoriamente a levantarse y seguirle. Sus ojos pardos, clavados fijamente en la
turca, mostraban una mezcla de tensa impaciencia y airado cansancio que, en un
instante, desbarató cualquier interior optimismo que le pudiera restar a la antigua
esclava.
Con la torpeza que le imponían sus dormidos miembros y el lacerante
pensamiento de que se encontraba de camino al cadalso, Yasmine se levantó con
lentitud, caminando a trompicones hasta la salida. El oficial, sin tratar siquiera de
disimular su malestar, la agarró por el brazo, indicando, con un leve gesto de cabeza,
al guardia que la había custodiado durante el día, que se colocara al otro lado,
presumiblemente para cortar cualquier vía de escape.
Agotada por la tensa espera y abrumada por los últimos acontecimientos vividos,
Yasmine sintió flaquear sus rodillas. En el primer traspié, notó como las férreas
manos de los soldados tiraban con fuerza de sus brazos, levantándola casi en vilo, por
lo que, convencida de su destino, decidió asumirlo con la poca dignidad que le podía
quedar a una mujer tras años de esclavitud, forzada prostitución y humillaciones
públicas. Con los ojos cerrados para evitar que el torrente de lágrimas que pugnaba
por salir pudiera romper los diques de sus párpados, rememoró los lejanos tiempos de
Con paso tembloroso, Chalil Bajá caminaba hacia la entrada de la tienda del
sultán junto a su fiel Amir, a quien había pedido que le acompañara. El criado había
asentido sin dudar, evitando al anciano visir la necesidad de explicar que era su
creciente nerviosismo lo que le impelía a solicitar su presencia.
Poco antes de llegar a la tienda, se cruzó con un oficial de jenízaros que acababa
de abandonarla escoltando a una joven de aspecto oriental, de brillantes ojos que
relucían como llamas a la luz de las hogueras cercanas. Su vestido era claramente
bizantino, aunque el soldado parecía tratarla con deferencia. Sin embargo, Chalil no
se encontraba con ánimos para hacer conjeturas sobre la identidad de aquella mujer,
imbuido como estaba por el temor a que aquella noche el sultán firmara su sentencia
de muerte.
A pesar de la inestimable contribución que su red de espionaje había supuesto
para la caída de Constantinopla, Chalil había apostado por la negociación con los
bizantinos, tratando de convencer al sultán de que sería una locura continuar con las
hostilidades y que lo mejor sería llegar a un honroso acuerdo con el emperador. Esta
posición, de la cual se habían ido poco a poco separando el resto de los componentes
del divan, permitía ahora al sultán deshacerse de su primer visir, tal y como intentaba
Del noble castellano Don Francisco de Toledo sólo se sabe que acompañó al
emperador Constantino XI en su última carga, desapareciendo a ojos de la historia
junto a las murallas y, aunque las crónicas no guardan registro alguno de su destino,