El Ocaso de Bizancio - Salvador Felip

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Corre

el año 1453. El joven sultán Mahomet II, recién ascendido al trono, ha


hecho objeto de su ambición a la antaño gloriosa capital de Bizancio,
Constantinopla, que languidece a orillas del Mármara. Necesitado de un
resonante triunfo que afiance su precario liderazgo, reúne el mayor ejército
que ha visto Oriente convencido de una fácil victoria.
A la desesperada llamada de auxilio de la debilitada ciudad responden un
puñado de aventureros, entre los que se encuentra el enigmático Francisco
de Toledo, quien afirma ser pariente lejano del emperador. Desde su llegada
a Constantinopla, Francisco se verá envuelto en una espiral de conjuras,
odios y pasiones que tienen por escenario la corte.
En esta trepidante novela el lector se verá inmerso en una compleja trama
que combina amor, traición y deseo. La atención del autor al detalle pone de
manifiesto la profunda labor de investigación sobre los hechos del único
asedio de la historia que marcó el final de una era.

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Salvador Felip

El ocaso de Bizancio
ePub r1.0
Mangeloso 23.04.14

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Título original: El ocaso de Bizancio
Salvador Felip, 2008
Retoque de cubierta: Mangeloso

Editor digital: Mangeloso


ePub base r1.1

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A mi madre, que me dio la vida.
Y a Fátima, la mejor razón para vivirla.

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Prólogo
Edirne (Adrianópolis), mediados de enero de 1453

Los golpes sonaban lejanos, opacos, como pasos en la distancia que se iban
aproximando, cada vez más nítidos, con una cadencia rítmica, casi adormecedora de
no ser por su insistencia. De repente notó un susurro que acompañaba al tamborileo,
indefinible inicialmente, luego más alto y claro, aunque tardó aún unos segundos en
darse cuenta de su significado.
—¡Visir! ¡Señoría! —Amir, su joven asistente alzaba la voz sin llegar a gritar, al
tiempo que golpeaba la puerta de roble tallado de su dormitorio con los nudillos.
Chalil Bajá se despertó por fin, removiéndose entre las sábanas de seda roja,
tratando de discernir la realidad de los sueños. A sus cincuenta y seis años las
preocupaciones y responsabilidades avejentaban su rostro, marcando las arrugas de su
frente y encaneciendo su barba y el escaso pelo que brotaba, disperso, por la cabeza.
Entreabrió los ojos tratando de captar la luz del día, pero la oscuridad envolvía la
estancia, ligeramente atenuada por el pálido reflejo de la luna. Se incorporó en la
cama con un quejido, producido más por el peso de los años que por los frecuentes
dolores reumáticos, y tanteó el suelo con los pies en busca de sus babuchas. Un
escalofrío recorrió sus piernas cuando el intenso frío del mármol mordió las yemas de
sus dedos.
Atinó al segundo intento con el calzado y se levantó pesadamente del lecho
dirigiéndose con paso inseguro a la entrada, molesto por la continuidad de los
llamamientos de Amir. Cuando abrió la puerta la luz del candil que portaba su criado
laceró sus ojos por un momento, haciéndole girar la cabeza.
—¿Qué es lo que ocurre? —preguntó con voz insegura.
—Perdonad mi intromisión, señoría —se disculpó Amir—, pero el sultán quiere
veros inmediatamente, os espera en el salón dorado en este momento.
—¿El sultán? —repitió Chalil, extrañado—. Ayúdame a vestirme.
Mientras Amir entraba a iluminar la sala y elegía un caftán blanco con arabescos
bordados en azul de entre los ropajes del visir, Chalil comenzó a preocuparse. Una
llamada tan urgente, en medio de la noche, no resultaba habitual. Aprovechó el agua
fría de una jofaina para lavarse la cara, tratando de eliminar los últimos retazos de
sueño, necesitaba pensar con claridad. No encontraba nada en las recientes
conversaciones de estos días que le proporcionara una idea concreta sobre la
necesidad de esa entrevista. La rebelión del emir karamaniano Ibrahim Bey, que
levantó con él los emiratos recién sometidos de Aydin y Germiyán, había sido
sofocada cerca de un año antes, del mismo modo que la agitación de los regimientos
de jenízaros por la soldada que recibían fue apaciguada poco después. Poco a poco se

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abría paso en su mente la idea de una expulsión de su puesto. De sobra conocía la
animadversión que le profesaban algunos de los más influyentes consejeros del
sultán, como el jefe de los eunucos, Shehab ed-Din. Trató de calmarse mientras se
ajustaba el turbante con ayuda de su asistente, al tiempo que acudían a su cabeza
tenebrosos pensamientos: el sultán no concedía jubilaciones, tan sólo la definitiva, la
muerte, mal contagioso entre aquellos de los que prescindía. Una gota de sudor frío le
recorrió la espalda mientras el corazón se le aceleraba como un potro que inicia una
carrera.
—Rellena una bandejita de plata con monedas de oro, Amir.
El joven criado se detuvo un momento mientras ajustaba la ropa del primer visir,
antes de obedecer la petición rápidamente. Amontonó un buen número de ducados
venecianos sobre una pequeña bandeja de plata finamente grabada y la alargó al
anciano entregándola con ambas manos.
Chalil recogió la bandeja y en silencio salió de la estancia encaminándose al
encuentro con Mahomet II, sultán del Imperio otomano.

Mientras recorría los corredores del palacio de Adrianópolis donde se alojaba la


corte, el primer visir recordaba los tiempos en que se encontraba al servicio de
Murad, padre del actual sultán. Recordaba como fue él quien le rogó que volviera de
su retiro voluntario cuando su hijo, aún un chiquillo de doce años, no pudo resolver
los intensos problemas de gobierno, ni enfrentarse con la cruzada que amenazó el
imperio nueve años antes. Murad regresó al trono para derrotar a los cruzados en la
batalla de Varna, manteniéndose de nuevo en el poder hasta su muerte, dos años atrás.
A pesar de los consejos de Chalil mantuvo su confianza en su hijo mayor, ordenando
acelerar su instrucción para el puesto que tenía reservado. En su calidad de primer
visir, con el orgullo de cumplir con un cargo que reposaba en su familia desde hacía
tres generaciones, Chalil se afirmaba en haber actuado correctamente al informar a
Murad de que no podía mantener su abdicación y que su regreso se antojaba
imprescindible, sin embargo, cuando alcanzó las puertas del salón dorado y los dos
jenízaros de guardia le franquearon el paso con miradas hoscas, se preguntó si no
pagaría esa noche su anterior decisión de gobierno.
Chalil entró en la estancia, fuertemente iluminada con lámparas de aceite, cuyas
llamas se reflejaban en los ricos tapices dorados que recubrían las paredes de piedra.
El suelo estaba compuesto por millares de diminutas teselas, formando un amplio
mosaico de colores oscuros, en el cual unos cazadores a caballo perseguían unos
ciervos en una escena de caza.
El sultán se encontraba en uno de los lados de la sala, rodeado de almohadones de
vivos colores y bordados plateados simulando formas vegetales, sentado sobre ellos
con las piernas cruzadas y ligeramente encorvado sobre un libro. Vestido con un
sencillo caftán de seda de tonos oscuros y un turbante blanco, se alejaba de los

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espléndidos atuendos con los que recibía a la corte. En la intimidad de sus estancias
Mahomet vestía de forma austera, llegando incluso a disfrazarse de soldado para
realizar inspecciones sorpresa. Su rostro permanecía fijo en la escritura mientras
Chalil cruzaba lentamente la distancia que lo separaba desde la puerta, sudando
profusamente y con el corazón acelerado. Tan pronto el primer visir alcanzó a
situarse frente a él, le alargó la bandeja con las monedas de oro con ambas manos, al
tiempo que efectuaba una profunda reverencia. Los ducados tintineaban en su bello
soporte, fruto del temblor que atenazaba a su dueño.
—Alteza, con mis respetos.
—¿Qué es esto? —preguntó Mahomet levantando la vista por primera vez. Ladeó
ligeramente la cabeza, mostrando sus inquisitivos ojos negros. Los mismos que
dejaban entrever una gran inteligencia, un constante ir y venir de ideas que parecían
atestar su pensamiento y que, sin embargo, no permitían deducir sus emociones. Su
nariz aquilina reforzaba los rasgos de su cara y añadía madurez a sus jóvenes
facciones. Las dudas que generaban su primer periodo de gobierno y su inexperiencia
anterior se habían disipado como la neblina de la mañana en cuanto aplastó la
rebelión del emir de Karmania.
—Es una costumbre entre los ministros de su alteza que cuando uno de ellos sea
llamado repentinamente a su presencia lleve un regalo.
Mahomet observó la bandeja sin alterar su expresión, dejó a un lado el libro, la
vida de Alejandro Magno contada por Arriano, y realizó un gesto de desaprobación
con la mano.
—No acostumbro a recibir tales regalos. Sólo hay una cosa que desee, si quieres
complacerme, ofréceme Constantinopla.
Chalil quedó petrificado al escuchar esas palabras. Firme partidario de la paz con
los bizantinos, debido a los beneficios comerciales que podía reportar y al poder
político que aún le quedaba al emperador Constantino XI, pensaba que ganaría algún
tiempo con la firma de una tregua que el sultán había aprobado poco antes, aunque al
parecer su influencia no era tan grande como los demás pensaban.
—Siéntate —ordenó el sultán con voz suave—. Te contaré lo que he estado
meditando.
Chalil se acomodó lo mejor que pudo en un bajo cojín colocado al efecto frente a
su señor tratando de pensar las palabras adecuadas para esa situación.
—Alteza —comenzó finalmente, tras tomar aliento—, una campaña contra la
ciudad llevaría a un costoso asedio, el emperador aún cuenta con notorias bazas
políticas y en caso de fracasar…
—No fracasaremos —interrumpió Mahomet—; no habrá nunca mejor momento
que este. Los bizantinos se encuentran divididos por causas religiosas; sus aliados
italianos no son fiables dado que sus intereses comerciales les atenazan; por primera

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vez en años, húngaros, albaneses y serbios no suponen una amenaza; la rebelión de
los emires ha sido sofocada. La oportunidad está ahí, a nuestro alcance. Si esperamos
más tiempo Constantino puede encontrar nuevos aliados, o incluso poner la ciudad en
manos de Venecia, con lo cual sería imposible tomarla. Además, mi trono no estará
seguro hasta que el último pretendiente sea eliminado.
Chalil asentía con la cabeza cada frase del sultán, mientras meditaba
cuidadosamente. En Constantinopla residía el último aspirante vivo al trono otomano,
Orchán, primo de Mahomet, con una pequeña corte de turcos exiliados. En el verano
de 1451 se acordó una tregua en la que el propio sultán juró sobre el Corán respetar la
integridad del territorio bizantino y una suma anual de tres mil akçes de plata para el
mantenimiento del príncipe Orchán mientras durara su estancia en Constantinopla.
Aunque la paz que tanto esfuerzo había costado levantar pendía de un hilo. En los
difíciles días en que los emires de Anatolia se rebelaron contra el joven Mahomet, los
bizantinos quisieron tensar la cuerda, una embajada solicitó los pagos prometidos en
el acuerdo para el mantenimiento de Orchán, que se habían retrasado, al mismo
tiempo que insinuaban que Bizancio podía jugar la baza política del nuevo candidato.
Recordaba su acceso de cólera ante los delegados bizantinos, cuyo gesto ponía en
peligro la paz y su propia posición. Conocía demasiado bien a su señor para intuir
que tamaña insolencia resultaría una humillación imperdonable.
—Si estás de acuerdo con mi decisión quiero que envíes orden al gobernador
Dayi Karadya Bey para que reúna su ejército y ataque las poblaciones bizantinas de
la costa de Tracia y las ciudades de la costa del mar Negro. Eso evitará que puedan
enviar refuerzos a la ciudad. Reúne inmediatamente el divan para votar la decisión.
Aunque el sultán acataría la decisión del divan o consejo de ministros, Chalil no
tenía dudas de cuál sería el resultado de la votación. Desde el primer momento, los
allegados al sultán, con Shehab ed-Din a la cabeza, eran firmes partidarios de la
guerra, la decisión estaba tomada, tan sólo debía dilucidar si se adhería a la causa del
sultán o trataba de mantenerse en solitario a favor de la paz, con el consiguiente
riesgo para su vida.
—Soy vuestro más leal servidor —expresó finalmente—. Que Alá nos conceda la
victoria.
Mahomet sonrió ligeramente mirando las monedas que el anciano visir aún
mantenía entre sus temblorosas manos. Estaba convencido de que Constantinopla no
se la iban a ofrecer en bandeja de plata.

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I. Preparativos

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Reclinado sobre el escritorio, frente a la ventana, Jorge Sfrantzés transcribía, con un
cuidado exquisito, las últimas letras del edicto imperial sobre la hoja de papel
italiano, temiendo que, en el último momento, una mancha de tinta estropeara todo el
trabajo. A diferencia del pergamino, el papel no permitía el raspado posterior de la
tinta y, aunque aún no escaseaba, el bloqueo al que la ciudad había sido sometida no
favorecía el derroche del material. La actividad de esas últimas semanas se tornaba
más y más frenética a medida que pasaban los días. En su posición de principal
secretario y amigo íntimo del emperador, necesitaba revisar o redactar gran parte del
continuo papeleo que se generaba en el palacio imperial.
Se rascó el mentón con el dorso de la mano en un intento de reflexión. Las prisas
eran incompatibles con la calidad de la escritura, y su afán de perfección le obligaba a
presentar cada impreso con la excepcional caligrafía que le caracterizaba. Era en los
malos momentos cuando se necesitaba mayor dedicación a las tareas cotidianas.
Los dedos y la palma de su mano derecha alternaban el negro de la tinta con la
palidez de su piel, tras media mañana de afanosa escritura. Desde el alba aprovechaba
la luz del tibio sol de ese 29 de enero de 1453. Despreciando el fresco ambiente de la
habitación, vestía únicamente su sencilla túnica blanca de lana, ajustada a la cintura
por un estrecho cinturón de cuero marrón, junto con botas altas del mismo material,
de estilo militar. No resultaban adecuadas para uno de los más altos dignatarios de la
corte, y en el rígido protocolo que lo rodeaba levantarían más de una airada protesta,
pero en las frías mañanas de invierno, sentado inmóvil frente a su escritorio,
remediaban eficazmente parte del gélido ambiente matutino. Contaba además con la
incipiente laxitud del vestuario de la corte desde el establecimiento del bloqueo unos
meses atrás; últimamente resultaba risible preocuparse del calzado adecuado cuando
la mitad de la ciudad vestía con harapos.
Ya casi mediodía, era el momento en que le resultaba más fácil el manejo de la
caña con la que escribía. Las letras del alfabeto griego, trazadas con hábiles y
precisos movimientos, brotaban sobre el papel con un ritmo constante y suave.
Aunque la lana de su vestido estaba más finamente tejida que las prendas
occidentales del mismo material, no era tan cálida, lo que atenazaba sus brazos por el
frío al realizar su trabajo. Pero a esa hora, con el ambiente caldeado por el sol a través
del vidrio del cristal, los signos fluían de su mano casi sin esfuerzo.
Concentrado sobre su manuscrito, tardó en darse cuenta del repicar de las
campanas de la cercana iglesia de San Salvador de Chora, que unían sus tañidos a los
de otras iglesias del barrio elevando un coro de sonidos que se intensificaba, a medida
que los numerosos campanarios cercanos agregaban sus cantos al conjunto.
Desde su ventana tan sólo alcanzaba a vislumbrar el patio interior del palacio de

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Blaquernas, residencia actual del emperador y de la corte. Observó cómo algunos de
los sirvientes y funcionarios lo atravesaban apresuradamente en dirección a la puerta
de entrada.
La puerta de su estancia se abrió de golpe, con un fuerte chasquido que le
sorprendió hasta el punto de hacerle derramar la tinta sobre el escritorio. Teófilo
Paleólogo, primo del emperador y uno de los miembros del consejo imperial, entró
como una exhalación, anudándose el cinto de la espada a la cintura.
—¡Jorge! —gritó—, ¿no oyes las campanas? Serías capaz de continuar
escribiendo mientras los turcos escalan la muralla.
—¡Virgen Santísima! ¿Nos atacan los turcos?
—No lo sé, el palacio está medio vacío, los pocos con los que me he cruzado no
sabían nada, ¿avisamos a Constantino?
—Primero hemos de enterarnos de lo que está ocurriendo, podría ser una falsa
alarma. Bajemos a preguntar a los guardias.
Sin pararse siquiera a recoger una capa, abandonó su estancia y se adentró
aceleradamente en el pasillo, seguido por Teófilo, que corría maldiciendo su espada,
que con cada zancada le golpeaba la pierna. Sin fijarse en los gastados mosaicos que
cubrían las paredes de esa sección del palacio, reservada a la administración de la
corte y funcionarios imperiales, recorrieron la distancia hasta las escaleras de mármol
que conducían al patio sin cruzarse con nadie, observando de reojo cómo algunas
habitaciones se encontraban vacías, con la puerta abierta de par en par.
La sensación de ser las últimas personas que permanecían en el palacio les
impulsó a acelerar el paso, bajaron los escalones de dos en dos, en ruidosos saltos, y
cruzaron el suelo empedrado del patio porticado a la carrera.
Aquella cacofonía sacra sólo aparecía en momentos de peligro o de extremo
júbilo, y estos últimos escaseaban en la capital del imperio. Por un momento, la
imagen del ejército turco asaltando la ciudad pasó por la mente de Sfrantzés. Desde
que el sultán había finalizado la construcción de una nueva fortaleza en la parte
europea del estrecho del Bósforo, en Constantinopla no se hablaba de otra cosa, la
guerra parecía inevitable. Los turcos la llamaban Boghazkesen, el estrangulador del
estrecho, fiel reflejo de su utilización. Ningún barco podía atravesar el estrecho sin
permiso, bajo riesgo de ser hundido por el inmenso cañón instalado a tal fin en una de
las torres, mirando hacia el mar. Un par de meses antes, un navío veneciano no
respetó la orden de detenerse para la inspección y fue inmediatamente enviado al
fondo del estrecho. El sultán condenó al capitán y la tripulación superviviente a la
pena de empalamiento como advertencia.
Al llegar a la calle se detuvieron casi sin aliento junto a los dos guardias que
custodiaban las puertas de entrada al palacio. Habían perdido su porte marcial y se
asomaban, apoyados en sus lanzas, a la travesía, contemplando cómo grupos

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dispersos de personas se dirigían hacia la costa, al barrio de Studion.
—¿Sabéis qué está ocurriendo? —preguntó Teófilo al alcanzar al primero de los
guardias.
Éste se giró sorprendido al oír aquella voz y enderezó su postura intentando
adoptar una posición más formal. Cuadró la lanza al lado del cuerpo mientras su
compañero seguía asomado a la calle ignorando la nueva aparición.
—No estamos seguros —carraspeó el soldado—, al parecer hay noticias de
navíos latinos que se acercan a la ciudad con refuerzos o suministros, la gente corre
hacia el puerto para comprobar si es cierto, pero no creo que todas las iglesias se
vuelvan locas a la vez, supongo que se podrán ver desde la costa.
—¿Hay alguna certeza de que sean amigos?
—No —respondió el lancero con aire dubitativo—. En realidad lo primero que se
decía era que se trataba de barcos turcos, casi una veintena.
Sfrantzés no se sintió aliviado tras escuchar al soldado. No podía desechar su idea
inicial de un ataque, algo prácticamente inevitable, debido a los graves conflictos
diplomáticos, incluida la ejecución de dos embajadores por parte del sultán turco. Sin
embargo albergaba la esperanza de un repentino cambio en la situación, de forma que
se retrasara la inminente contienda el tiempo suficiente para poder intensificar la
preparación y recabar los apoyos necesarios. La aparición de una flota turca podría
significar el inicio de la invasión. La boca se le secó sólo de pensar en las escasas
fuerzas que podrían oponer al sultán en ese momento. Los últimos contactos
diplomáticos, algunos de ellos dirigidos por él personalmente, habían resultado
infructuosos. De hecho, Alfonso V, rey de Nápoles, esperaba la inminente caída de la
ciudad con la secreta intención de alzarse como emperador, superando su ambición a
la afiliación religiosa frente al enemigo turco. Más aún, no se esperaba ningún barco
con ayuda. Era urgente comprobar la realidad de la situación para adoptar las
medidas necesarias, por lo que pensó en informarse de primera mano de los hechos,
en lugar de mantenerse en el palacio con los nervios a flor de piel por la espera de
noticias.
—Deberíamos comprobarlo —comentó Teófilo como si le hubiera leído la mente
—. Podemos acercarnos a la muralla, desde las torres centrales tendremos una buena
vista del mar de Mármara. Aunque deberíamos armarnos primero.
—No es buena idea cargar con una armadura colina arriba —respondió Sfrantzés
—. Si son barcos enemigos tardarán en alcanzar los muros, tendremos tiempo de
volver y organizar la defensa. Es mejor marchar ligeros.
Sin despedirse del guardia corrieron de nuevo calle arriba dejando el palacio a su
derecha hasta llegar al pie de la muralla, donde los muros del complejo se unían con
la muralla interior. Desde allí no habría más de quinientos metros hasta la puerta
Carisia, donde se iniciaba la calle Mese, la más importante de la ciudad, que se

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prolongaba hasta la iglesia de la Santa Sabiduría, más conocida como Santa Sofía.
Cruzando dicha calle, colina arriba, se alcanzaba el punto más alto de la línea de
murallas que defendían la ciudad. Desde una de las torres del final del Mesoteichion,
la zona amurallada que atravesaba el valle del río Lycos, se divisaba hacia el sur toda
la urbe, así como el mar de Mármara, lo que permitía cubrir con la vista cualquier
buque o flota que se aproximara.
Continuando a la derecha de la alta muralla avanzaron con rápidos pasos
alejándose del palacio, dejando atrás la iglesia de San Salvador de Chora, cuya
cúpula, rematada con la cruz griega en su punto más alto, se asomaba fugazmente
calle abajo.
Al alcanzar la calle Mese, Sfrantzés se detuvo un instante, recobrando fuerzas
ante la subida a las almenas de las murallas. Aunque mantenía un buen tono físico
preparándose para las exigencias del futuro inmediato, sus más de cincuenta años le
pesaban en las piernas, y tras la carrera necesitaba unos instantes de reposo.
—No es momento de descansar —animó Teófilo—. Ahora comprendo por qué no
querías recoger la armadura.
—Soy escriba, la guerra es para mí un oficio ocasional, dame un par de minutos.
El punto más elevado lo constituían las torres próximas a la puerta civil de San
Romano, antaño una de las principales entradas de la capital del imperio. Se
encontraba clausurada por orden del emperador, como el resto de accesos a la ciudad,
para evitar que las partidas de soldados turcos que asaltaban últimamente la cercana
campiña se adentraran tras la última línea de defensa. Para alcanzar esa zona aún
debían cruzar el río Lycos y ascender unos treinta metros hasta la cima de la colina
central de la ciudad, sin contar los numerosos escalones del muro exterior y la torre.
El tramo era demasiado largo y empinado como para realizarlo sin una parada.
—Nuestros espías nos confirmaron hace un par de semanas que el sultán aún no
ha reunido su flota, ¿cómo es posible que nos ataque con tanta rapidez?
—Tienes demasiada fe en tu servicio de información, Jorge. Los mensajes que
nos llegan podrían estar manipulados por los turcos, o ser enviados por traidores.
—Es el único medio que tenemos para conocer los movimientos de Mahomet.
Hasta ahora nos han dado buen servicio, no tenemos razón para desconfiar.
—Si nosotros tenemos agentes en la corte del Sultán, ¿cuántos espías tendrá él en
Constantinopla? Puede haberse enterado de nuestras escasas fuerzas y adelantado el
ataque.
—Es posible —admitió Sfrantzés—, pero se necesita algo más que una veintena
de barcos para tomar la ciudad. Continuemos, tengo curiosidad por ver esa flota, es
más probable que esté de paso para reforzar el bloqueo.
Continuaron su marcha, algo más calmada por deferencia hacia el secretario
imperial, cruzando la calle Mese, antaño populosa y rebosante de vida, cuya visión

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actual proporcionaba una triste sensación de vacío. Un puñado de casas y tiendas
salpicaban sus márgenes caprichosamente, como islotes vitales rodeados de edificios
en ruinas. Los pórticos que proporcionaban abrigo contra el sol o la brisa a los, en
otro tiempo, numerosos compradores, habían desaparecido o yacían derrumbados
hasta donde alcanzaba la vista. Los pocos comercios que permanecían abiertos en
aquella zona eran alfareros, pequeños artesanos o granjeros que vendían sus escasos
excedentes de la cosecha. Apenas un puñado de personas, vestidas con remendadas
túnicas, acordes con el entorno, deambulaban por entre los puestos abiertos,
indiferentes a las estridentes llamadas de las campanas.
Tras rodear la iglesia de San Jorge, cuyo campanario continuaba emitiendo
sonoros tañidos, se apresuraron al pie de la muralla hacia la parte más alta de la
colina. El empedrado de la calle desaparecía poco a poco a medida que avanzaban,
siendo sustituido por el blando terreno arenoso que flanqueaba el río. Los edificios en
ruinas daban paso a claros de mayor tamaño, hasta llegar a una amplia zona a ambos
lados del Lycos, donde el terreno se encontraba parcelado y en cultivo. Los antiguos
jardines que separaban los distintos barrios de la ciudad se fueron convirtiendo poco a
poco en terrenos baldíos, descuidados prados de matojos y malas hierbas que
finalmente fueron aprovechados por algunos de los habitantes para completar la
alimentación de sus familias. Estos campos se antojaban ahora fundamentales para el
mantenimiento de muchos de los constantinopolitanos, cercados por tierra y mar por
las huestes del sultán.
Atravesaron el estrecho río por un precario puente de madera situado junto a la
muralla e iniciaron el tramo más penoso, colina arriba. El paisaje fue cambiando a
medida que los terrenos cultivados daban paso a prados de matojos salvajes y rosales,
aprovechados por algunos rumiantes que deambulaban pacíficamente entre la
abundancia de forraje natural.
Tan pronto alcanzaron la torre anexa a la puerta, ascendieron por los escalones de
la rampa que accedía al camino de ronda de la muralla interior y, posteriormente, a lo
alto de la torre almenada por las escaleras posteriores a la misma. No se encontraron
con un solo guardia hasta el piso superior de la construcción, donde un solitario vigía
señalaba hacia el mar apoyado en las almenas mientras comentaba animadamente la
situación con un par de monjes que habían tenido su misma idea.
Cuando se aproximaron al grupo, siguiendo con la vista la dirección marcada por
el brazo erguido del guardia, vieron aparecer dos navíos a poca distancia de la costa,
con sus blancas velas cuadradas desplegadas, rodeados del intenso color turquesa del
Mármara, como si una suave mano los hubiera guiado hacia aquel lugar para
enviarles un mensaje de esperanza. Los bajeles montaban tres palos y altas bordas
con castillos a proa y popa. No disponían de remos, lo que, unido a la escasez de
viento adecuado, ralentizaba la aproximación. La bandera se arremolinaba en torno al

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mástil principal, impidiendo su identificación desde esa distancia.
—Son barcos de transporte —comentó el vigía mirando por primera vez a los
nuevos inquilinos de la torre, al tiempo que perdía momentáneamente el interés por
los navíos.
—Serán genoveses, o tal vez catalanes —añadió uno de los monjes—; los
venecianos rara vez se acercan a la ciudad sin la escolta de alguna de sus galeras.
—Si son genoveses, ¿no recalarán en Pera en lugar de dirigirse a Constantinopla?
—inquirió el segundo fraile—. A fin de cuentas necesitan entrar en el Cuerno de Oro
en ambos casos.
—Dios no lo quiera —respondió Sfrantzés sin quitar la vista de los buques.
Los monjes volvieron la cabeza hacia él mientras uno de ellos asentía
ligeramente. La emoción despertada por la llegada de los barcos se convertiría en
amarga decepción si se encaminaban hacia Pera, la colonia genovesa situada en la
otra orilla del Cuerno de Oro.
—Aún deben doblar el cabo de la Acrópolis —comentó Teófilo, mientras se
frotaba la pierna, magullada por el continuo martilleo de la espada en el trayecto—.
Tienen que luchar contra las fuertes corrientes y los bajíos; además el viento proviene
del norte, eso dificultará la entrada en puerto. Tenemos tiempo para volver a palacio e
informar al emperador.
—Encárgate tú —respondió Sfrantzés—, yo me voy a acercar hacia el otro
extremo de la ciudad a comprobar si atracan finalmente en Constantinopla.
Tras unos minutos contemplando el lento avance de la que podría ser la salvación
de la ciudad, bajó las escaleras del torreón, suspirando de alivio tras comprobar que la
flota turca aún les concedería algo de tiempo. Sin embargo, deberían tomarlo como
una advertencia, la próxima vez que repicaran las campanas sería la guerra la que
estaría llamando a la puerta. Con un cúmulo de pensamientos contrapuestos,
arremolinados en su interior, se encaminó a paso lento hacia la parte oriental de la
ciudad.

Refrescado por la ligera brisa que empujaba el barco, Francisco de Toledo


mantenía fija la vista en la ciudad, tratando de captar todos los detalles a medida que
el navío maniobraba para esquivar el espigón formado por la Acrópolis. Apoyado en
la borda dirigía su mirada a la inmensa cúpula de Santa Sofía, que reflejaba
resplandeciente el sol de la mañana. A su lado, la estructura de la iglesia de Santa
Irene se empequeñecía hasta casi desaparecer detrás de algunos árboles dispersos.
Ensimismado en sus pensamientos, le resultaba difícil reconocer cada elemento de la
ciudad tantas veces descrita por los mercaderes genoveses con los que mantuvo
contacto los últimos meses. Reconoció el abandonado palacio del Bukoleon con su
puerto, las famosas murallas de estilizadas líneas rojizas, las ruinas del Hipódromo,
con sus arquerías superiores prácticamente desaparecidas, al igual que la célebre

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cuádriga de bronce que ahora lucía en la plaza de San Marcos en Venecia. Por otro
lado, desistió de identificar alguna de las centenares de pequeñas cúpulas
pertenecientes a la multitud de iglesias que salpicaban la capital del languideciente
imperio, las cuales poblaban un terreno semidespejado, que se aproximaba más a una
serie de diminutas aldeas separadas entre sí por cultivos y terrenos agrestes que a una
urbe. Resultaba extraño comprobar el grado de deterioro al que había llegado
Constantinopla, la segunda Roma, erigida sobre siete colinas a semejanza de la
ciudad eterna, y dotada de todo tipo de monumentos como correspondía a la capital
del Imperio bizantino.
Cerca de Santa Sofía, y un tanto avasallada por su masiva estructura, divisó la
columna de Justiniano, casi tan alta como la iglesia a la que acompañaba y coronada
por una estatua de bronce del emperador a caballo, con porte glorioso, un globo en su
mano izquierda y la mano derecha alzada en esa postura tan característica de las
esculturas ecuestres romanas, como la que representaba a Constantino en San Juan de
Letrán.
A la vista de su destino las dudas asaltaban su pensamiento con más fuerza que
nunca. En el momento en que decidió ascender por la pasarela del barco, para unirse
a los expedicionarios de Giovanni Giustiniani Longo, el gran capitán genovés de las
guerras véneto-milanesas, la opción resultaba incluso atrayente. Las numerosas
deudas abiertas con mercaderes y bancos genoveses no ponían a su alcance
demasiadas elecciones, menos aún teniendo en cuenta que muchos otros prestamistas
frustrados le esperaban en los reinos italianos de la corona de Aragón e incluso en su
misma Castilla natal. El ritmo de vida de un hidalgo castellano requería unos gastos
excesivos para su menguada bolsa. Vendidas las escasas tierras, juros, villas y
posesiones mobiliarias recibidos en herencia, sus únicos ingresos provenían de unos
préstamos a los cuales no podía hacer frente. Su vida se había transformado en una
continua huida hacia delante. En esa encrucijada, un barco necesitado de voluntarios
hacia una ciudad que espera una guerra era una ocasión a aprovechar.
En la parada realizada por los buques en Quíos le tentó la idea de escurrir el bulto
y permanecer en la colonia. No cedió a ese impulso por el gran tráfico que mantenía
con Génova aquel puerto. La posibilidad de encontrar rápidamente una cara conocida,
y no amigable, excedía las probabilidades aceptadas por el buen juicio. De este modo,
el destino le empujaba a aquellas tierras orientales que ahora aparecían ante sus ojos.
Confiaba plenamente en su probado encanto, su refinada educación y en el
planteamiento que estructuraba en su cabeza, por lo que desechó las indecisiones que
aparecían en el último momento, por otro lado inútiles.
Una palmada en la espalda devolvió al joven a la atestada cubierta, donde los
marineros se afanaban en el manejo de las velas intentando no tropezar con los
soldados que se apelmazaban sobre las bordas señalando el puerto y comentando

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ruidosamente si las griegas serían tan castas y beatas como se apuntaba en Occidente.
—Pareces un sacerdote atendiendo una confesión, ¿acaso sueñas despierto?
John Grant, el ingeniero de la compañía, se acomodó en la borda al lado de
Francisco, agarrando una de las maromas de cuerda con una de sus gigantescas
manos, mientras se atusaba la barba y el pelo castaño con la otra. Su acento era
fuerte, gutural, por eso la mayoría le llamaba «el alemán», sin embargo procedía de
Escocia, de donde había salido muy joven para buscar aventuras, dinero y fama. Sus
anchas espaldas y elevada estatura contrastaban con el delgado porte del castellano,
que apenas le llegaba a la barbilla. Sin embargo, el carácter abierto de Francisco le
granjeaba las simpatías de muchos de los integrantes del viaje; la carencia de
numerosa plata en su bolsa era suplida con la plenitud de su ingenio, rebosante de
anécdotas sobre medio mundo, a las cuales el ingeniero era aficionado.
—Tan sólo estoy tratando de disfrutar de este momento —respondió Francisco—.
He oído hablar de esta ciudad tantas veces que encontrarme a sus puertas es difícil de
creer.
—¡Menuda tontería! —espetó John—. El mundo cabe en un tonel, tan sólo es
cuestión de proponérselo, si me dieran un ducado por cada lugar que pensaba no vería
jamás…
—No todos somos tan inquietos. Yo he vagado lo justo, lugares escogidos donde
sentirme uno más.
—Y donde encontrar buen vino y buenas mujeres —añadió el escocés— que a
juzgar por tus antecedentes no tardarás en hallar aquí.
—No sé de dónde vienen esas extrañas elucubraciones sobre mi persona —
comentó Francisco con tono socarrón—. A fe de castellano que no me considero
amante de los vicios. Vino, mujeres y juego sólo he catado en contadas ocasiones, me
inclino más por la buena mesa y el tintineo del acero y aunque de lo primero no
espero encontrar en este puerto, a juzgar por su aspecto, es probable que nos
hartemos de lo segundo.
—Vas a echar por tierra tu reputación, la soldadesca aún comenta tu historia sobre
las hijas del banquero florentino, bien es cierto que cada escenificación se aparta un
poco más del original.
—Siempre hay excepciones, la senda de la virtud es de arduo recorrido, no viene
mal descansar un trecho en los brazos de una joven comprensiva.
—Más si cabe cuando tiene una hermana gemela igualmente comprensiva.
—Eso sólo ocurrió una vez y el arrepentimiento posterior fue sincero, sobre todo
cuando el padre comenzó a aporrear la puerta jurando degollarme. Pese a todo fue
una memorable despedida de Florencia.
Mientras John reía la ocurrencia de su compañero, en su camarote, debajo del
castillo de popa, Giustiniani se mantenía erguido permitiendo a su ayudante ajustarle

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la coraza sobre el pecho. Cuando las noticias del bloqueo al que el sultán había
sometido a Constantinopla llegaron a Génova, las mayores preocupaciones de sus
habitantes se dirigían hacia Pera, el barrio genovés al otro lado del Cuerno de Oro.
Las lucrativas relaciones comerciales con los puertos del mar Negro a través de los
territorios controlados por los turcos bloqueaban cualquier tipo de ayuda oficial al
Imperio bizantino, así como las luchas actuales en Italia al lado de Milán. El
gobernador Angelo Lomellino, podestá de Pera, recibió precisas instrucciones para
que alcanzara un acuerdo digno con el sultán que garantizara la neutralidad de la
colonia, mientras a los ciudadanos particulares se les autorizaba a actuar como mejor
quisieran. Entre estos últimos, Giustiniani había formado su compañía,
experimentada en las guerras de asedio de Lombardía, para ponerse a disposición del
emperador, en busca de fama y, sobre todo, de nutridos emolumentos para los suyos.
Para él, antes que nada, quería la gloria del reconocimiento como salvador de
Constantinopla. Su viejo sueño era una estatua ecuestre en bronce en uno de los foros
de la capital imperial, que transmitiera en el futuro los ecos de sus hazañas. Cuando
escuchó la llamada de auxilio de los griegos, tuvo la corazonada de que aquel asedio
sería el más importante de su tiempo, que marcaría un hito en la historia, no existía
lienzo mejor donde imprimir su huella. El primer paso comenzaría con una entrada
triunfal en la ciudad, para lo cual ofrecería a la multitud su mejor imagen.
Ascendió lentamente con paso firme hacia la cubierta del buque, el cual
cabeceaba suavemente en su avance hacia el puerto de desembarco. Cuando se situó
en medio del navío, junto al palo principal que sostenía el velamen, realizó un gesto
para que uno de los oficiales, con una voz seca, ordenara atención de los soldados.
Giustiniani, embutido dentro de su coraza, con la enguantada mano apoyada en el
pomo de la espada, la armadura emitiendo destellos con cada pequeño movimiento,
reluciente hasta en sus más recónditas juntas, esperó pacientemente a que reinara el
silencio entre la soldadesca para comenzar a hablar con voz firme.
—Supongo que tendréis tantas ganas de bajar de este maldito bote como yo.
La frase fue seguida de un comentario general de aprobación, la travesía se había
tornado especialmente pesada, más aún desde la entrada en el mar de Mármara,
donde por culpa de las corrientes y los vientos contrarios el trayecto entre Gallípoli y
Constantinopla llevó una semana. Los infantes se sentían cómodos cuando la tierra no
se movía bajo sus pies y, aunque los días de mareos y vómitos habían quedado atrás,
todos deseaban apearse.
—Sin embargo —continuó el capitán— no bajaremos como una chusma
cualquiera, como ratas que abandonan un barco. Ya que el barrio genovés de la
ciudad dispone tan sólo de pequeños puertos sólo aptos para barcas de pesca, vamos a
desembarcar en la zona veneciana —a estas palabras siguió un murmullo de insultos
—; demostraremos a esos estirados nuestro mejor porte. Desembarcaremos

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completamente armados, desfilando frente a la multitud. Que toda la ciudad sepa que
no hay soldados más gallardos, valientes y apuestos que los genoveses.
La vieja rivalidad comercial entre Génova y Venecia desembocó en poco tiempo
en acoso y piratería de los barcos de ambas flotas. Por lo que cada ciudad buscó
apoyos diplomáticos en contra de su adversario. Venecia con Aragón, azuzando a los
reyes catalanes en Cerdeña contra el dominio genovés, mientras que Milán se
convertía últimamente en aliada y señora de Génova, confrontando los ejércitos
venecianos en tierras italianas. Siglos de disputas que fomentaban el odio y el
enfrentamiento, debían ser dejados de lado si se quería ayudar eficazmente al
sostenimiento de Constantinopla.
—Quiero ver los rostros de los bizantinos abrumados por el asombro y la
admiración, y los de los venecianos verdes de envidia. ¡Armaos compañeros!
Constantinopla espera ansiosa un buen espectáculo, no podemos defraudar al público.
Con un grito de júbilo los soldados se apresuraron hacia sus equipos vaciando la
cubierta del bajel, donde los marineros retomaron sus faenas tras el pequeño descanso
que había supuesto el discurso de su principal pasajero.
Giustiniani se aproximó a Francisco, que aún se encontraba apoyado contra la
borda observando el ajetreo de los tripulantes. No disponía de armadura cuando se
unió a la expedición, por lo que le habían prestado peto y espaldar que trataron de
ajustarle con menor fortuna de la deseable. Para ese día vestía su mejor atuendo, de
excepcional costura y mejor precio, dado que aún le debía los portes al sastre genovés
que empeñó sus buenas horas en confeccionarlo. Pantalones y chaqueta de un bello
granate oscuro con ribetes dorados, sobre una camisa inmaculadamente blanca,
quedaban semiocultos por una capa de vivos colores rojizos y negros, que le
mantenía abrigado de la fresca brisa marina. Con espada y daga al cinto, buen acero
de su tierra, embutidas en correajes de reluciente cuero marrón a juego con sus botas,
presentaba un aspecto magnífico, señorial, causando un toque de envidia al italiano,
que, a pesar de sus elevadas rentas e ingresos, carecía del buen gusto del castellano en
el vestir. Su mentalidad castrense le inclinaba hacia la ropa funcional, adecuada para
cualquier eventualidad militar, lo que no casaba necesariamente con la elegancia.
—Estás endiabladamente elegante —afirmó Giustiniani—. Me gustaría que te
mantuvieras a mi lado durante el desfile, dirá mucho de nosotros que un pariente del
emperador nos acompañe, e incluso puede que echemos mano de tus conocimientos
de griego, aunque, sinceramente, espero que en la corte sepan hablar latín.
En el momento de subir a bordo del barco, para unirse a la expedición, la primera
pregunta que había formulado el capitán era la razón por la que un castellano quería
viajar a Constantinopla. Responder que huía de sus deudores no era lo más acertado,
por lo que comentó ser un pariente lejano del emperador. Su abuela materna era
griega, de Mistra, en el Peloponeso. Además de enseñarle a hablar aceptablemente en

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griego, le contaba historias de su tierra natal durante su infancia, en el tiempo que
estuvo a cargo de su educación. Su abuelo, uno de los ballesteros de la guardia de
honor asignada por Pedro el Ceremonioso en el Partenón, la había tomado en
matrimonio en el viaje de vuelta a la patria. El antiguo soldado decidió probar fortuna
en el comercio, donde la suerte le sonrió, legando una buena herencia a su hijo, padre
de Francisco, el cual se trasladó a Toledo, donde su posición de hidalgo restó gran
parte de los recursos generados por su padre. Francisco ciertamente tenía básicos
conocimientos, tanto de aquellas tierras lejanas como de la familia imperial, pero el
único lazo que le unía con Constantino XI Paleólogo eran difusos datos
proporcionados por una anciana nostálgica, que se decía perteneciente al linaje de los
Comneno. Su convicción al relatar la historia de su ascendiente familiar, unida a su
natural carisma, le proporcionó pasaje y el acercamiento a Giustiniani, el cual no
quería desaprovechar semejante golpe de suerte. Por último, tenía a su favor no ser el
primero en solicitar una plaza en el barco, pues poco antes que él, un bravo noble
genovés, Mauricio Cattaneo, solicitó acompañar a sus compatriotas, asqueado por el
indigno papel realizado por el gobierno de la ciudad.
—Debo recordar —respondió Francisco— que no conozco al emperador en
persona, al igual que yo, no había nacido en el momento en que mi abuela dejó estas
tierras.
—Es evidente —comentó el italiano—, pero tal como dicen, la nobleza se lleva
en la sangre, no dudo que Constantino nos recibirá con los brazos abiertos, a ti por
familiar y a mí por necesario.
—Seguramente su alegría será mayor por los setecientos soldados que te
acompañan que por un primo lejano, con una coraza mal ajustada, la bolsa vacía y
mareado por el trayecto. De todas formas no debes preocuparte por el idioma, no
tendrás problemas para entenderte en latín, o incluso toscano, recuerda que la colonia
italiana en esta ciudad es una parte importante de la población, así como la mayoría
de los grandes comerciantes. En la corte han de estar habituados a tratar con ellos.
—Como bien dices, la lengua es un asunto secundario, lo que realmente va a
influir en esta contienda será el estado de las murallas y el ejército del sultán, del
resto podremos ocuparnos con más tranquilidad.
—Confío en que el asedio no sea especialmente duro, me costaría pensar que los
turcos pudieran poner esta ciudad en serios apuros.
Giustiniani sonrió ligeramente, torciendo la boca en una expresión de
condescendencia, como si tratara con un joven al que ha de enseñar los principios
más básicos de la ciencia.
—Me temo, Francisco, que el sultán lanzará sobre nosotros todo el potencial del
que dispone, que no es en absoluto desdeñable. Deberías hacerte a la idea de que la
contienda va a ser larga, costosa y de feroces asaltos. Tendrás sobradas opciones de

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demostrar tu valía con el acero, y si Toledo merece la fama que le dan los espaderos
italianos.
—Cuando esto acabe —replicó Francisco— toda la compañía hará procesión
hasta Castilla para comprar en sus herrerías.
El italiano repitió la sonrisa mientras se alejaba hacia su camarote, dejando a su
contertulio con una expresión de confiada altivez que contrastaba con las brumas que
se desataban en su interior.

Una verdadera multitud se agolpaba en las inmediaciones del puerto, donde los
barcos genoveses estaban realizando las últimas maniobras de atraque. Entre el gentío
se podía escuchar media docena de lenguas, cada una comentando los avatares del
momento en un grupo más o menos numeroso de compañeros ocasionales. En medio
de esa extravagante acumulación de gente en una ciudad semidespoblada, Jorge
Sfrantzés se abría paso difícilmente en las cercanías de uno de los amarres adonde se
dirigían los buques. Tras unos minutos de forcejeo, empellones y numerosas
imprecaciones de los asistentes, decidió subirse a uno de los muros bajos que
circundaban la rada, que, aunque ya atestado, permitía nuevas incorporaciones con tal
de que el intruso no tuviera reparos en aplastarse contra sus vecinos y aceptara el
riesgo de caer de nuevo al piso de piedra. Desde su privilegiada atalaya, consiguió
una aceptable vista del acercamiento de los navíos, librándose al mismo tiempo del
maloliente efluvio emanado por los numerosos restos de pescado, que se extendían,
pisoteados por los asistentes, en el pavimento del puerto.
En la cubierta se producía el frenesí final de los marinos, plegando velas, soltando
el ancla y asegurando las maromas que fijaron, por último, la nave a su posición en el
punto de atraque. Entre los hombres de mar se hacinaba en cubierta un numeroso
grupo de soldados, embutidos en sus corazas, con yelmos relucientes y las lanzas
elevadas amenazando con enredarse en el cordaje. En cuanto se estabilizó la posición
del barco algunos hombres situaron desde tierra una recia pasarela de madera que
permitiera el paso de los tripulantes. Mientras el segundo barco se acercaba
igualmente a su embarcadero, por la pasarela comenzaron a desfilar en perfecto orden
una veintena de soldados, seguidos a corta distancia de un grupo de altos personajes,
dos de ellos con lujosas corazas completas, decoradas con líneas doradas en brazos y
piernas, que aparentaban ser el oficial al mando de la tropa y su segundo. Junto a
ellos caminaban distendidos un flamante caballero de elegantes ropajes granates y un
hombre de fuerte complexión y atuendo más humilde. Ambos parecían complacidos,
sobre todo el primero, el cual sonreía alegre mientras saludaba profusamente a la
multitud, que vitoreaba a los nuevos llegados. Tras ellos formaron en filas más de tres
centenares de soldados, impecablemente uniformados, que se unieron a otros tantos
del segundo barco. El espacio dejado en el puerto por el gentío era tan estrecho que
los soldados tuvieron que empujar poco a poco las primeras filas de espectadores para

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abrir paso a los que bajaban detrás de ellos.
El populacho aplaudía, gritaba y vitoreaba al pequeño destacamento. Algunas
personas lloraban a lágrima viva, otras parecían dar gracias a Dios por el esperado
milagro y unos cuantos se abrazaban a los soldados de las filas exteriores, los cuales
se mostraban satisfechos y divertidos con la emoción que habían despertado en la
ciudad. Incluso los numerosos venecianos que se acercaban al puerto disfrutaban del
espectáculo, aunque con un entusiasmo mucho más moderado y evitando las efusivas
muestras de agradecimiento que efectuaba la población bizantina.
En ese momento, Sfrantzés tomó consciencia de su posición. Como secretario del
emperador sería sin ninguna duda el principal funcionario de la corte en el puerto y,
como tal, consideró su deber ser el primero en acudir a recibir al inesperado
contingente de ayuda, al cual era menester dar la bienvenida en nombre del
emperador. Sin embargo no se presentaría delante del grupo de recién llegados
vestido como un pordiosero, con las manos sucias de tinta y sin el debido protocolo.
Consideró más prudente, tras meditarlo con más detenimiento, quedar al margen y
mantener, al menos de momento, la ficción de la ceremoniosa corte bizantina. El
emperador disponía de varios ministros y numeroso personal en su casa, era
indudable que a esas alturas ya habría sido informado de la arribada de los barcos y
con toda probabilidad una embajada de bienvenida se dirigía hacia el puerto. En esas
circunstancias, presentarse ante el destacamento de soldados de esa guisa no
conllevaría más que la impresión de desorganización y decadencia del gobierno de la
ciudad. Sería mucho más útil permanecer cerca de la cabecera para obtener
información acerca de los visitantes que poder ofrecer al emperador antes de su más
que presumible audiencia.
Con la decisión de aproximarse al grupo de cabeza, bajó de un salto del muro,
tropezando con un grupo de venecianos, posiblemente marinos, que trataban de
hacerse un hueco y observar el evento estirando los cuellos. El impacto con uno de
ellos le empujó contra el lado del muro golpeándose en la rodilla y manchando el
brazo izquierdo de su túnica. Ahogando un improperio, pidió disculpas al marinero
veneciano y se adentró entre los asistentes abriéndose paso poco a poco.
A unos metros de su objetivo, el número de personas era tan elevado que le
resultaba imposible atravesar semejante muralla humana. Con creciente exasperación
comenzó a hacerse hueco con el cuerpo, deslizándose trabajosamente por entre la
multitud, ignorando las miradas de enfado de las personas que dejaba atrás y que
esperaban pacientemente en su puesto, atisbando tan sólo una parte del desfile, por lo
que un buen número de los desplazados pensaron que era tan sólo un aprovechado
que trataba de situarse en primera fila, propinándole algún que otro alevoso codazo.
Con las costillas doloridas y sudando por el esfuerzo consiguió abrirse paso hasta
las primeras filas, parándose en esa posición, desde la que podía observar con detalle

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el grupo de personas que parecían mandar el contingente.
En ese momento el capitán italiano levantó una mano, pidiendo atención, con lo
que la multitud fue poco a poco silenciándose. Cuando pensó que la calma era
suficiente para hacerse oír, gritó con voz potente:
—Gracias por tan amable recepción, nos sentimos emocionados ante el
entusiasmo mostrado por el pueblo bizantino. Soy Giovanni Giustiniani Longo,
genovés de la casa de los Doria, y llegado a esta gran ciudad con setecientos
aguerridos caballeros a defender la causa de Dios y de Bizancio.
Se produjo al instante una explosión de alegría con toda clase de gritos y aplausos
entre los asistentes, los cuales volvieron a abalanzarse sobre los soldados
zarandeando al secretario imperial en su afán de acercarse al capitán italiano.
Mientras Sfrantzés intentaba recuperar su posición y mantener un espacio junto a los
sonrientes dirigentes de la comitiva, se abrió, no sin esfuerzo, un pasillo a su lado
para permitir el paso de un elegante personaje.
Con una vistosa capa de color marrón, adornada por múltiples motivos
geométricos realizados con cintas de terciopelo negro, hábilmente cosidas a la
prenda, y un broche de oro y pedrería sobre el hombro derecho, tapando una túnica de
seda de un suave naranja, finamente rematada con bordados de hilo de oro, apareció
caminando con dignidad el megaduque Lucas Notaras. Alto, de complexión fuerte,
señorial, con el pelo negro ceñido por una cinta dorada, su expresión seria y confiada
irradiaba nobleza, representando el aspecto más esperado para un ministro de la
ceremoniosa corte de Bizancio. Se encontraba acompañado de sus dos hijos y un
pequeño grupo de sirvientes, magníficamente ataviados, que portaban instrumentos
musicales y un estandarte con el escudo del emperador, junto con media docena de
lanceros de escolta. Saludó a Giustiniani y a sus acompañantes con cortés y sencillo
movimiento de cabeza, respondido con igual gesto por aquellos. La gente más
cercana mantuvo silencio, prestando atención al recién llegado, uno de los altos
dignatarios de la corte del emperador, almirante en jefe de la casi inexistente flota
bizantina y uno de los más influyentes miembros del consejo imperial.
Con un suave gesto de la mano ordenó a uno de los sirvientes que se adelantara,
realizando en griego, latín y toscano una presentación formal.
—Mi señor, Lucas Notaras, primer ministro y almirante de su majestad imperial
Constantino XI Paleólogo, junto a sus hijos, agradece a sus señorías su presencia en
nuestra gran ciudad e invita a los principales de su compañía a unirse a su humilde
cortejo para poder tener el honor de escoltarles hasta el palacio imperial, donde será
un placer para él conseguir una audiencia con el emperador en el menor tiempo
posible.
—El honor es nuestro al aceptar su ofrecimiento —respondió Giustiniani
solemnemente—. Permítame presentar a mi acompañante, Don Francisco de Toledo,

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pariente del emperador.
El castellano, que sonreía distraído observando a la multitud, se sorprendió al oír
su nombre, pero avanzó resuelto al frente realizando una cortés reverencia ante su
anfitrión, explicando someramente su filiación en griego.
—Soy descendiente directo del linaje imperial de los Comneno y, por lo tanto,
primo del emperador, al cual vengo a auxiliar en estos aciagos momentos, en los que
la familia ha de encontrarse más unida que nunca.
—Su presencia en Constantinopla es una feliz sorpresa —comentó Lucas Notaras
con cortesía aunque Francisco creyó atisbar una fugaz mirada de desconfianza—.
Estoy convencido que su majestad imperial se encontrará sumamente complacido de
poder contar con su ayuda.
Sfrantzés torció el gesto al ver al megaduque Notaras recibiendo a los nuevos
invitados; durante los últimos años sus desavenencias en los asuntos de gobierno se
habían desviado, convirtiéndose en rencillas de tono personal. Su sola presencia en el
puerto junto con la compañía de soldados le hacía ganar popularidad, más de la que
ya disfrutaba por su posición de defensor de la Iglesia ortodoxa opuesto a la unión
con los latinos, mientras que el secretario imperial, al que tampoco le gustaba aquella
unión religiosa, permanecía callado para apoyar a su amigo Constantino. A pesar de
ello tomó buena nota del castellano, recordando cada detalle de su aspecto o rasgo de
la cara. Aunque la familia del emperador era amplia, no tenía constancia de que
algunos de sus miembros hubieran llegado a la lejana Castilla. Era algo que al
emperador le convendría saber antes de que se encontrase con los hechos
consumados.
—Será mejor que nos pongamos en movimiento —finalizó el megaduque—, tras
un viaje semejante sus hombres estarán deseando descansar bajo techo. Caballeros,
síganme por favor.
La pequeña comitiva se puso en camino con Lucas Notaras al frente, flanqueado
por sus hijos y precedido de los siervos tocando címbalos. A continuación el pequeño
cuarteto formado por Giustiniani, Mauricio Cattaneo, Francisco y John Grant y, por
último, el grupo de lanceros de la guardia, cerrando el improvisado desfile. Antes de
partir, Giustiniani dio orden a sus soldados de seguirlos en formación hasta el palacio,
pensando que una parada militar animaría el decaído espíritu de la población de
Constantinopla, por lo que la compañía formó en apretadas filas detrás de la cabeza
de la procesión a lo largo del trayecto. Sfrantzés aprovechó los iniciales momentos de
caos mientras se formaba la columna de tropas para escabullirse por entre los
soldados hacia el palacio imperial, confiando en atajar por los barrios costeros
mientras la comitiva se desviaba por la calle principal. Eso le daría algún tiempo para
reunirse con el emperador y ponerle al tanto de las informaciones conseguidas.
Poco después de dejar el puerto, una endeble muralla de madera protegía el

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acceso a los barrios portuarios de la zona latina, diferenciándolos a su vez según las
nacionalidades. La antigua metrópoli se componía ahora de un conglomerado de
villas independientes unas de otras, con la única ligazón del gobierno del emperador
y la protección frente a agresiones externas de las poderosas murallas exteriores. Sin
embargo, a pesar de que el área del Cuerno de Oro era la más poblada de
Constantinopla, no existía continuidad entre los distintos barrios. Empalizadas,
huertos o terrenos deshabitados formaban en muchos casos una peculiar frontera
interior, creando una zona vacía de toda vida, utilizada en el mejor de los casos como
espacio agrícola, o simplemente dejada en ruinas por falta de cuidados. Los barrios de
los extranjeros eran, con mucho, los mejor mantenidos. En ellos aún abundaban ricas
casas y palacetes de mercaderes y comerciantes con dinero suficiente para la
ostentación. En los suburbios habitados por los griegos, las grandes fortunas se
evaporaron en busca de mejores oportunidades, o transfirieron su posición a villas en
el campo, mientras que los actuales pobladores de la ciudad eran pobres en su
mayoría, dedicados al pequeño comercio, al servicio de los odiados extranjeros, al
tráfico portuario o al ejercicio de oficios temporales que apenas permitían una
subsistencia digna. La escasez de habitantes permitía la agricultura y el pastoreo
dentro de los límites de la ciudad, pero eran pocos los que se aprovechaban de lo
producido. Los únicos que mantenían un nivel de vida acomodado eran los escribas y
funcionarios de la corte, junto con los pequeños cambistas que recogían las migajas
de sus competidores latinos.
Mientras desfilaban al son de la música calle arriba hacia el foro de Teodosio, la
mayoría de los latinos de los barrios cercanos al Cuerno de Oro, los más poblados de
la ciudad, dejaban sus quehaceres para agolparse a los lados del espléndido grupo
vitoreando y animando con visible alegría. A pesar de encontrarse en medio del
barrio veneciano, las mujeres se asomaban a las ventanas para observar a los
soldados, los mismos que meses atrás combatían a sus compatriotas en tierras
italianas. Los judíos que aún permanecían en la ciudad, concentrados en el barrio que
habitaban en la costa, a modo de frontera entre genoveses y venecianos, nexo
comercial entre dos mundos contrapuestos, acudieron a su vez acompañando la
comitiva hasta el foro, el cual, a pesar de la carencia de adornos y estatuas, perdidos o
derruidos la mayoría de sus pórticos, incluida la columna de Teodosio que tiempo
atrás se erigía en uno de sus lados, lucía de nuevo con una tímida muestra de los
gloriosos desfiles que antaño atravesaron el arco del triunfo en dirección al
Hipódromo, donde en tiempos de la majestuosidad imperial se celebraban las
exequias a los triunfadores. Por primera vez en muchos años, la inmensa plaza
cuadrangular, de casi sesenta metros de lado, se encontraba atestada de gente, llegada
de casi todos los barrios que componían la urbe.
—Ha sido una verdadera sorpresa —comentó Lucas Notaras al capitán italiano—.

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Vuestra llegada ha roto un largo bloqueo, pocos navíos se aventuraban a parar en la
ciudad tras el hundimiento del último barco veneciano. Por un momento pensamos
que recalaríais en Pera.
—No nos hemos puesto en contacto con el podestá para darle cuenta de nuestras
intenciones —respondió Giustiniani—, no quería que el gobernador se interpusiera en
nuestra misión. Como genoveses, nos avergonzamos del comportamiento de nuestro
gobierno en esta crisis. Uno de los más firmes baluartes de la cristiandad se encuentra
amenazado y parece que los intereses comerciales priman más que la unión entre
correligionarios y la lucha contra el infiel.
—Agradezco la falta de mensajes con la colonia de Pera, más de lo que podríais
pensar. Me consta que muchos de sus más bravos jóvenes se unirían a nosotros en la
lucha, pero se sienten cohibidos por la posición oficial adoptada.
—Espero poder convencer a no pocos para que se unan a nuestra compañía —
intervino Mauricio Cattaneo—. Tengo algunos contactos en la colonia que podrían
hablar en nuestro favor.
—Por vuestras palabras parecéis desconfiar del podestá, Angelo Lomellino, ¿son
simples desavenencias comerciales o hay algo más? —preguntó Giustiniani.
—No he de negar que una posición más comprometida por parte de la colonia de
Pera significaría una gran baza a nuestro favor —respondió Notaras— y por tanto su
neutralidad es casi ofensiva. Me gustaría pensar que es una postura egoísta pero que
busca el bien de la colonia, evitando las iras de los turcos, aunque ciertas noticias me
inclinan a pensar en otro tipo de intereses.
—¿Sugerís acaso que Lomellino podría haber firmado algún tipo de acuerdo con
los turcos? —preguntó Mauricio Cattaneo con cierto estupor.
—No quisiera levantar testimonios contra vuestros compatriotas sin tener pruebas
palpables, tan sólo os prevengo; es posible que no seáis bien recibido en Pera cuando
intentéis reclutar a sus habitantes. Aunque eso hace que estemos doblemente
agradecidos a vuestros esfuerzos. Por cierto —añadió—, ¿dónde conocisteis al noble
castellano que os acompaña?
—En Génova, fue un verdadero golpe de suerte que llegara el mismo día que
partíamos. Ha sido un alegre compañero en tan monótona travesía, parece haber
recorrido medio mundo.
Lucas Notaras asintió con la cabeza, en gesto de aprobación, mientras Giustiniani
y Cattaneo intercambiaban una rápida mirada. Un acuerdo secreto entre el podestá y
el sultán supondría un escándalo en Italia de confirmarse. Si los intercambios
comerciales entre turcos e italianos eran usuales, los acuerdos diplomáticos a costa de
otras potencias cristianas levantaban ampollas en todas las cortes occidentales. No
tenían motivo para desconfiar de las palabras del megaduque bizantino, pero la
insinuación era lo bastante grave como para tratar de comprobarla con calma cuando

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existiera la oportunidad.
La dirección del desfile cambió, realizando un arco hacia el norte, para enfilar la
calle Mese, ascendiendo poco a poco a la colina más alta de la ciudad, donde se
encontraba la iglesia de los Santos Apóstoles. A una corta distancia del foro, las casas
dejaban paso a una zona de ruinas, de edificios desvencijados, cuya carencia de
puertas mostraba los desnudos interiores, llenos de polvo, tabiques derribados y
techos desplomados. La zona intermedia entre el foro de Teodosio y la iglesia de los
Santos Apóstoles se encontraba abandonada desde hacía años. El empedrado de la
calle aún sostenía, digno, los pasos de los viandantes, gracias a tratarse de una de las
vías principales de entrada a la parte latina de la ciudad, mas las estructuras que lo
circundaban amenazaban con derrumbarse con el empuje de la brisa marina. Tan sólo
el acueducto de Valente, aún encargado de transportar agua hasta una gran cisterna
subterránea cercana al foro, se mantenía en buen estado, con su estructura de dos
pisos de arcadas en ladrillo rojizo destacando sobre el deteriorado entorno.
Lucas Notaras se acercó a Francisco, que conversaba animadamente con el
ingeniero escocés, saludando a la multitud que les seguía con aire sonriente.
—¿Han llegado hasta la lejana Castilla las noticias de nuestra lucha?
—No sabría decir —respondió Francisco elusivamente—, yo me enteré a lo largo
de mi estancia en Génova, hasta que encontré un barco que se dirigía hacia aquí y
pude subir a bordo.
—¿Tenéis negocios en Génova?
—No exactamente, me encontraba de paso.
—¿De paso?, ¿adónde?
—Venía hacia aquí.
—Creía que no conocíais nuestra situación hasta vuestra llegada a Génova —
inquirió el megaduque enarcando una ceja.
—Cierto —contestó Francisco con rapidez—, simplemente venía a conocer mis
orígenes, a reunirme con mi lejana familia, ajeno a las dificultades actuales. En el
puerto italiano me enteré de la noticia, pero eso tan sólo apresuró mi viaje, gracias a
la compañía de Giustiniani. Debo añadir que me alegro de que mi llegada coincida
con un momento en el que pueda ser útil a los míos.
—No es un momento especialmente agradable para nosotros, pero estoy
convencido de que el emperador se encontrará verdaderamente sorprendido y
emocionado ante un gesto tan altruista y generoso.
Francisco agradeció el cumplido, y con una amable sonrisa evitó más preguntas
embarazosas, volviendo educadamente a su conversación con John Grant. Mantenía
su aspecto confiado, aunque de no ser por su amplia experiencia en todo tipo de
situaciones comprometidas habría salido corriendo en aquel mismo instante. Los
nervios, controlados hasta ese momento, afloraron interiormente atenazándole el

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estómago. Sintió deseos de ocultarse detrás de una esquina y vomitar, pero,
consciente de su actual posición, mantuvo la sonrisa, la cabeza alta y los saludos a los
civiles que los acompañaban en su trayecto.
Por fin alcanzaron la cima de la colina, donde la iglesia de los Santos Apóstoles
marcaba un hito inconfundible, con su planta en cruz coronada por una cúpula central
sobre ventanas porticadas y cuatro cúpulas sencillas en los brazos de la cruz. Aunque
su tamaño era sólo un poco menor que el de Santa Sofía, debido a los añadidos
realizados por Justiniano para incluir un nuevo mausoleo donde enterrar a los
emperadores y sus mujeres, su estado actual era lamentable. Las paredes habían
sufrido los estragos del paso de los años y la falta de unos cuidados que las arcas
públicas no se podían permitir. Pocas vidrieras lucían intactas; el moho y la
herrumbre reinaban en el exterior presagiando un aspecto decadente tras sus laceradas
puertas. Su adusta presencia asombró al cuarteto de capitanes de la compañía.
En el interior de la iglesia, Jorge Scolarios, más conocido como Genadio,
afamado teólogo y antiguo secretario del emperador Juan VIII Paleólogo, se asomó a
una de las ventanas de su habitación. Desde su encierro voluntario en el monasterio
de Cristo Pantocrátor por su oposición a la unión entre la Iglesia occidental, sometida
al Papa, y la ortodoxa, trataba de mantenerse ajeno a los sobresaltos de la ciudad. Tan
sólo se acercaba de cuando en cuando por los Santos Apóstoles para consultar los
manuscritos de su biblioteca. Los repiques de campanas de esa mañana apenas
alteraron su comportamiento y, a diferencia del actual secretario imperial, continuó
impasible con sus escritos. Ahora observaba el desfile de rutilantes soldados y la
populosa bienvenida ofrecida por los ciudadanos con seriedad. Su arrugado rostro no
transmitía la callada vergüenza de su interior, tan sólo sus penetrantes ojos claros
mostraban una viveza inusual, bailando de un lado a otro del cortejo, parándose aquí
y allá, para fijarse en unos críos que jugaban a desfilar como sus nuevos héroes,
alzando palos y estacas o combatiendo entre ellos como improvisados espadachines,
o en los grupos de mujeres que reían descastadamente y comentaban entre ellas
mientras señalaban a los recién llegados. La misma imagen de meses atrás cuando el
cardenal Isidoro desembarcó en la ciudad con dos centenares de soldados para
ratificar la unión de las Iglesias. En aquel momento ya advirtió, gritando a los cuatro
vientos a todo aquel que quisiera escuchar, que la ansiada ayuda del Papa, la misma
por la que se claudicaban cuatro siglos de verdadera fe, no llegaría nunca. De nada
sirvió. No hubo oídos que atendieran a la razón. Los bizantinos siguieron creyendo en
la llegada de la salvación occidental. Durante semanas esperaron junto a los puertos
atentos a la aparición de barcos cargados de refuerzos enviados por el Papa. Cuando
se produjo por fin la unificación oficial de ambas Iglesias, en Santa Sofía, bajo los
auspicios del propio emperador, la desilusión empezó a aparecer. Muchos
comenzaron a buscar entre la multitud de templos de la ciudad aquellos que

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mantenían el ceremonial ortodoxo.
Su virulento manifiesto contra el abandono de la fe que vivía el pueblo causó
mucho revuelo, comentarios a todos los niveles y profundas críticas, pero igualmente
en vano. Bastaba un nuevo grupo de soldados, el esplendor de las armas, el brillo del
acero, para que el rebaño olvidara de nuevo. No sabía cuánto duraría esta vez el
engaño, pero aquello no hacía sino confirmar su desesperación. El pueblo que tanto
amaba realizaba una nueva demostración de ardor hacia unos extranjeros que no
tenían otro propósito que el de enriquecerse con la agonía de Constantinopla. No
dudaba del valor de esos soldados, lo mismo que de los arqueros cretenses o los que
acompañaron al cardenal Isidoro, sin embargo no arriesgarían sus vidas por la fe, ni
por Bizancio. Sólo el oro, la vil paga, mantendría a esos mercenarios y sus armas en
su puesto de las murallas. Observó detenidamente el desfile mientras desaparecían
calle abajo hacia el barrio de Blaquernas, sentándose después de nuevo en su silla con
un suspiro, pensando si la humanidad aprendería alguna vez de sus errores, antes de
que el olvido del pasado acabara con ella.
La comitiva dejó atrás el huerto que ocupaba el lugar de la antigua cisterna de
Aecio, abandonando la calle Mese para internarse en las estrechas callejuelas
cercanas a San Salvador de Chora, realizando un serpenteante recorrido hasta las
puertas del palacio imperial de Blaquernas. Sobre su muralla de ladrillo rojo y blanco,
continuación de las de Teodosio, ondeaban al viento dos estandartes, el de la familia
imperial, con fondo de gules y un águila bicéfala coronada, y el del emperador, una
cruz que enmarcaba en cada uno de los cuarteles la letra B, como anagrama de su
título, «Basileus Basileon Basileuon Basileonton» o «Rey de reyes, gobernante de
aquellos que gobiernan».
Junto a las puertas formaba un grupo de lanceros de la guardia varenga, con sus
uniformes de gala, en dos filas, permitiendo el paso de la comitiva por un pasillo
intermedio hasta el patio interior. Allí fueron recibidos por uno de los funcionarios
imperiales. Lucas Notaras, tras conversar brevemente con el integrante de la corte,
informó a Giustiniani de que el emperador les recibiría esa misma tarde. El
funcionario recién llegado acompañaría al destacamento de soldados para instalarlos
fuera del palacio, en una zona de casas abandonadas pero aún habitables cercana a la
muralla.

Media hora antes de la llegada del grupo, Sfrantzés atravesaba las puertas del
palacio como una exhalación, corriendo escaleras arriba por los pasillos, en dirección
a sus estancias para cambiarse de ropa antes de presentarse ante Constantino. Al
doblar la esquina del pasillo que daba a las habitaciones con tanta prisa estuvo a
punto de arrollar a una de las damas del palacio.
—¡Jesús, señor secretario! —espetó al verle aparecer de improviso—. ¿Dónde es
el incendio?

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—Lo siento —respondió Sfrantzés sin dejar de correr—, he de ver al emperador.
Helena mantuvo un momento la mirada en el huidizo secretario imperial mientras
se recobraba de la sorpresa. Resultaba inquietante que aquel hombre, siempre
calmado y de correctos modales, apareciera corriendo tras una esquina como si le
persiguiera el diablo. Se comentaba en palacio que el alboroto de la ciudad, con la
fuerte cacofonía de campanas incluida, se debía a la llegada de unos buques con
refuerzos para la defensa. Sin embargo, este tropiezo la indujo a pensar que tal vez la
situación era peor de lo que se decía, si dicha arribada provocaba semejante
alteración en el ánimo del sobrio Sfrantzés.
Tras unos segundos de reflexión, Helena prosiguió su camino, que la conducía
desde sus habitaciones particulares hasta las estancias de la futura emperatriz.
Constantino había estado casado en dos ocasiones con anterioridad a su coronación
como emperador de Bizancio, ambas esposas murieron víctimas de enfermedades sin
dejar descendencia, por lo que la nueva boda del emperador se convirtió, al poco de
llegar al poder, en un asunto prioritario de gobierno. Sfrantzés, en su papel de
secretario imperial, lideró varias embajadas tendentes a buscar una nueva esposa para
el mandatario bizantino, recayendo su elección final en una princesa georgiana.
Helena sería una de sus damas de compañía, con la función de instruir a la futura
emperatriz en el ceremonial de la corte, para lo cual, a sus escasos veintitrés años,
atesoraba una esmerada educación. Actualmente, antes de la llegada de la nueva
esposa y en otra de sus tareas principales, se ocupaba de mantener en buenas
condiciones los lujosos vestidos que formaban los distintos atuendos a lucir según
marcaba el protocolo, guardar cuidadosamente las joyas imperiales y supervisar el
mantenimiento de la parte de palacio donde habitaría la nueva reina.
Todos los días a media mañana pasaba revista a las que serían estancias privadas
de la basilisa, la futura emperatriz, comprobando que habían sido limpiadas
correctamente y que se encontraban en perfecto estado, siempre preparadas para su
nueva y distinguida ocupante.
Los sirvientes dedicados a estas tareas habían sido transferidos, desde que la
situación de bloqueo que sufría la ciudad imponía un incómodo retraso a la embajada
que habría de partir a buscar a la futura soberana. Tan sólo una esclava turca ayudaba
a realizar el mantenimiento diario. Para Helena, sin embargo, la rutina de cada día
suponía una bendición, permitiendo que su mente se concentrara en los quehaceres
diarios, evitando los sombríos pensamientos que atenazaban a las demás damas de
palacio, horrorizadas por la imagen de los soldados bárbaros atravesando las murallas
de la ciudad, dándose al saqueo.
Prácticamente todas las griegas que habitaban en Constantinopla habían crecido
con las historias de la invasión de los cruzados de 1204, así como las devastaciones a
las que los mercenarios catalanes habían sometido las tierras del Ática. La cercanía

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de un nuevo conflicto con el sultán llenaba las conversaciones, monopolizando cada
instante que dejaba libre el otro gran tema de la ciudad, la unión religiosa celebrada
poco antes en Santa Sofía. A Helena le disgustaba tanto como a cualquier ortodoxo la
claudicación de su Iglesia frente al primado del Papa de Roma, aunque, tal vez por su
cercanía al gobierno, entendía mejor las razones del emperador al dar vía libre a dicha
unión, no querida por el pueblo en general. Constantino estaba convencido de que
Bizancio no podría sobrevivir frente a los turcos sin la ayuda de Occidente, y esta no
llegaría a menos que el Papa tuviera pruebas palpables de que se aceptaban sus
condiciones. Era una jugada arriesgada, toda vez que la ayuda hasta el momento se
antojaba insuficiente y escasa, pero no existía alternativa posible, como integrante de
la corte conocía de sobra la extrema y acuciante carencia de efectivo del gobierno,
que a duras penas podía mantener un puñado de guardias, funcionarios y edificios.
A punto de llegar a su destino vio salir de las estancias imperiales a Yasmine, la
esclava turca que tenía a su cargo. Había llegado hacía pocos meses, cuando todos los
demás criados fueron enviados a otras tareas. Era un regalo de uno de los principales
comerciantes y banqueros de la ciudad al emperador, extraña ofrenda, dado que todos
conocían la desaprobación de la esclavitud por Constantino, fruto de su educación en
Mistra junto al filósofo Plethon. Sin embargo, en aquellos extraños tiempos, se podía
ofender a un emperador de Bizancio, pero no a un rico comerciante y prestamista
latino.
—Buenos días, Yasmine, ¿has terminado la revisión de hoy?
La joven turca se volvió despacio hacia Helena, clavando en ella sus ojos color
miel, ligeramente rasgados. A pesar de la intensidad de su mirada, no traslucía ningún
sentimiento definido. Helena trataba a la muchacha como una más, sin reparar en su
condición de esclava; sin embargo, Yasmine se mantenía fría y distante, cortés,
siempre consciente de su posición. Su indiferencia, al igual que su porte, eran más
propios de una princesa que del concepto que la dama bizantina tenía de una esclava.
En muchas ocasiones, Helena preguntaba por su pasado, pero ella eludía cualquier
respuesta. De hecho, ni siquiera estaba segura de la religión que profesaba. Aunque la
lógica indicaba que habría de ser musulmana, acompañaba a Helena a misa,
conociendo el rito ortodoxo, que parecía practicar.
—Todo está dispuesto y ordenado, señora.
—Siempre te digo que no hace falta que me llames así, simplemente Helena.
—Y yo siempre respondo que es mi obligación, señora.
—¿Has oído las campanas? Han estado repicando como locas un buen rato.
—Sí, pero no le he dado importancia.
—Parece que no te interesan los asuntos del mundo.
—Los grandes asuntos son para quien puede influir en ellos, yo soy sólo una
esclava, me ciño a mis obligaciones cotidianas.

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—Yasmine, sabes que no desearía otra cosa que tu libertad, si estuviera en mi
mano…
—Lo sé, mi señora, y lo agradezco. Si no necesitáis nada más…
—No, Yasmine, estoy segura de que las estancias están impecables, como
siempre, hoy puedes tomarte el resto del día libre.
—Gracias, señora.
Helena observó cómo se alejaba, con la ligera túnica remarcando las voluptuosas
formas de su cuerpo, de manera que la mitad de los funcionarios de palacio volvían la
cabeza al verla pasar.
Ya en las habitaciones destinadas a la futura emperatriz comenzó con la rutinaria
inspección de los distintos elementos. El suelo de mármol resplandecía inmaculado,
reflejando la luz del sol que se abría paso abruptamente desde los amplios ventanales
del tercer piso. La amplitud de la sala octogonal que daba entrada al dormitorio
principal tan sólo se veía turbada por dos bustos de las emperatrices Teodora e Irene,
sobre sendas columnas de pórfido, que flanqueaban las puertas de acceso a la regia
habitación. Tras la puerta de doble hoja se detuvo un momento ante el tríptico de
marfil que representaba a Jesús en toda su gloria, elevado sobre una pequeña
Jerusalén de la que surgía una multitud en procesión, el cual descansaba en la parte
superior de un mueble de madera de roble que contenía en su interior las escasas
joyas que aún poseía la corte para lucimiento de la emperatriz en las apariciones
públicas. Una lujosa tiara de oro, con incrustaciones de piedras preciosas y largas
tiras de adornos colgando de su base era el objeto más preciado de la pequeña
colección, compuesta además por algunos collares, pendientes de pedrería, pulseras y
sortijas de oro. El resto de los antaño innumerables objetos de orfebrería que se
agolpaban en el ajuar de las primeras damas de la corte desaparecieron con la rapiña
de los gobernadores latinos. Lo poco que quedaba fue vendido por la mujer de
Andrónico III cien años atrás a Venecia por treinta mil ducados y nunca más
recuperado por falta de dinero.
El dosel de seda de la cama aún conservaba un intenso color púrpura, ribeteado
por flecos de hilos dorados, dando a la sala, junto con las sábanas de seda del mismo
color que vestían el lecho, un aspecto lujoso, contrastando con la sobriedad del resto
de las estancias del palacio, donde se apiñaban los funcionarios y demás personal que
componía la corte. Las salas destinadas a la emperatriz integraban la parte más
cuidada y mejor decorada de todo el palacio de Blaquernas. Allí Helena, en el
silencio de aquellas habitaciones solitarias, sentía por un momento que pertenecía a
una corte aún en su esplendor y daba gracias al cielo por ser tan afortunada al
encontrar un puesto semejante en aquellos tiempos de incertidumbre.
Dejó las habitaciones, dirigiéndose de nuevo a sus aposentos, cuando poco
después se volvió a cruzar con Jorge Sfrantzés, esta vez luciendo sus mejores galas,

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abandonada la túnica blanca con que le vio hacía unos minutos, como si se hubiera
preparado para una ceremonia de recepción de embajadores. Apareció con el paso
rápido, aunque más calmado que en su anterior encuentro.
—¿Disponéis del don de la ubicuidad, señor secretario? —preguntó ella con aire
divertido—. Hace unos minutos vi a vuestro hermano gemelo dirigirse a toda prisa en
la otra dirección.
—Los ojos nos juegan malas pasadas, querida Helena —respondió Sfrantzés
deteniéndose un instante—, pero espero que perdones los modales de mi gemelo, las
prisas a veces nos hacen perder la educación.
—El día que en esta corte se pierdan los buenos modales será señal de que los
turcos han invadido la ciudad. No creo que exista otro lugar de mayor refinamiento,
gracias a Dios.
—Protocolarios hasta el final, que el Señor nos asista.
El secretario se despidió cortésmente y continuó a paso vivo en dirección a uno
de los salones donde el emperador Constantino se encontraba esperando, mientras el
destacamento de soldados italianos se acercaba entre las loas de la multitud.
De pie, cerca del ábside donde se asentaba el trono, el emperador Constantino XI
Paleólogo, apodado Dragasés en honor al nombre eslavo de su abuelo, contemplaba
el mosaico que coronaba la zona principal del salón del trono. En él, un majestuoso
Cristo se encontraba sentado sobre un trono dorado, alzando la mano derecha
mientras a su lado una representación de Miguel VIII, fundador de la dinastía de los
Paleólogo, le ofrecía una réplica de la ciudad de Constantinopla.
Constantino era alto, de complexión fuerte, con una cuidada barba que marcaba
su rostro, delgado y de finas facciones. Sus ojos oscuros expresaban la sabiduría de
los años y la responsabilidad del gobierno, ejercido primero en el despotado de
Mistra y después en el trono imperial de Bizancio. Vestía una túnica de seda blanca,
prácticamente oculta por el manto púrpura, el color de la realeza. En las mangas, el
cuello y en una ancha línea que le recorría el pecho y la espalda, una banda de tela
adornada con pedrería y filigrana de oro remataba el conjunto, mientras la corona
imperial, el bastón y el orbe de oro con la cruz reposaban sobre el trono, esperando a
su dueño. El salón del trono había sido reconstruido tras el paso de los gobernantes
latinos, borrando de sus paredes de mármol las huellas de hollín producido por las
antorchas y grandes fuegos de sus múltiples fiestas, celebradas con los retazos de un
imperio robado.
Sfrantzés se acercó a su amigo, el cual se volvió al percibir su presencia.
—Llegas con retraso, Jorge.
—Lo siento —se disculpó Sfrantzés—, pensé que encontraría mejores
informaciones viendo en persona lo que se producía en lugar de recibir los datos de
segunda mano.

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—¿Te refieres a tal como los recibo yo?
—A ti, mi querido amigo, no te queda más remedio, estarías en boca de todos si
aparecieras en medio del puerto solo y malamente vestido.
—¿Es eso lo que has hecho tú? Espero que no hayas dejado a la corte en
evidencia.
—No creo que nadie me haya reconocido, no soy tan popular como Lucas
Notaras.
—Detecto un tono especial en tu voz cuando te refieres al megaduque —afirmó
Constantino—. Él desempeña un papel en el gobierno, y le necesito, igual que a ti.
—Lo sé, tienes razón, supongo que me estoy convirtiendo en un viejo gruñón.
Dice mucho de ti y de tu forma de gobernar que atiendas distintos puntos de vista
antes de formarte una opinión.
Constantino observó a su viejo compañero con una sonrisa, casi no recordaba
desde cuándo se mantenía a su lado, aunque no existía en su pensamiento ni una duda
de lo importante que resultaba su apoyo para la carga que Dios había puesto sobre sus
hombros. Sin la compañía y los sabios consejos de Sfrantzés no sería capaz de seguir
desempeñando los deberes de la corona. En cada decisión tomada en los últimos años
su fiel secretario había supuesto una parte muy importante, ya sea como embajador
de Bizancio, combatiendo a su lado contra los turcos o como simple consejero.
Ahora, en la triste situación comenzada por las presiones de Mahomet II y su
insaciable ansia de tomar Constantinopla, el apoyo del mejor de sus amigos se
tornaba más importante si cabe. Incluso sabiendo que Sfrantzés no era partidario de la
unión de las iglesias, recibió su apoyo, comprensivo con los motivos que le
impulsaron a aceptar el dominio del Papa.
—Y bien, ¿qué puedes decirme de los recién llegados? De Teófilo sólo he
obtenido vaguedades.
—Son genoveses, varios cientos, muy bien armados y al parecer disciplinados,
mandados por Giustiniani Longo.
—¿El experto en asedios? Llega llovido del cielo.
—Creo que se trata del mismo hombre.
—Esperemos que sus emolumentos no sean excesivos para nuestras menguadas
arcas —interrumpió el emperador—. Los arqueros que reclutamos en Creta nos
suponen un fuerte desembolso.
—La parte económica tendremos que verla con más calma, pero debemos sacar
dinero de donde sea, no podemos dejar pasar esta oportunidad, no sería la primera
vez que lo que nosotros rechazamos acaba en manos del sultán.
Sfrantzés se refería a Urban, el ingeniero húngaro, experto artillero de renombre
que ofreció sus servicios al emperador tiempo atrás. No sólo sus peticiones
económicas resultaban exorbitantes para la corte bizantina, las necesidades de

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material y las forjas utilizadas en la producción de las piezas de artillería no se
encontraban al alcance de Constantinopla. Al ser rechazado por los bizantinos, se
dirigió a la corte del sultán, donde Mahomet II le prometió alegremente el cuádruplo
del sueldo solicitado con tal de que le forjara un cañón suficientemente poderoso para
doblegar las recias murallas de la ciudad. Como muestra, Urban había fabricado e
instalado el cañón de la nueva fortaleza que cerraba el paso de las naves hacia el mar
Negro, el mismo que meses atrás había hundido una galera veneciana, junto a parte
de su tripulación.
—Pero hay otra noticia que debo resaltar —continuó Sfrantzés—. Con ellos viene
un caballero castellano, de nombre Francisco de Toledo, al que han presentado como
pariente de la casa imperial, al parecer del linaje de los Comneno.
—¡Pariente!, ¿de Castilla?, me parece un reino demasiado lejano para tener
familia en esas tierras. ¿Qué aspecto tiene?
—Buenos ropajes, elegante, porte altivo y expresión agradable. Sus facciones no
denotan ningún rasgo distintivo, aunque habla griego con un ligero acento, lo cual es
extraño para un latino. No sabría qué decir al respecto.
—Tendrás ocasión de averiguarlo, no se debería sorprender si le pedimos al
menos un escueto relato de su linaje, mientras tanto le trataremos como a un familiar,
aunque sin incluirlo en el protocolo.
—Es una decisión prudente, tiempo tendremos de realizar comprobaciones.
—Para esta noche, después de la recepción de los oficiales de la compañía, me
gustaría que organizaras una cena, a la que deberían asistir todos los notables
genoveses y venecianos de la ciudad.
—¿Genoveses y venecianos juntos? No sé si es una buena idea.
—Invitar sólo a los genoveses, a pesar de la llegada de Giustiniani, podría
tomarse como una ofensa en el barrio veneciano, pese a que este contingente inclina
la balanza de la ayuda hacia la ciudad de Génova, es la flota veneciana la que domina
los mares y la única de la que podemos esperar ayuda si el bloqueo turco se acentúa.
Tampoco hemos de olvidar la tibieza con la que el gobernador de Pera está tratando la
situación.
—Visto de ese modo no podemos hacer otra cosa. ¿No sería mejor invitar a
alguien que podamos interponer entre ellos?
—Es una buena opción —reflexionó Constantino—, lo dejo en tus manos.
Uno de los funcionarios de la corte entró en ese momento en la sala pidiendo
permiso para iniciar los preparativos de la recepción. Tras él se encontraban algunos
sirvientes con las anchas bandas de seda púrpura que ocultarían el trono a la vista de
los invitados durante los momentos iniciales de la ceremonia. Sfrantzés dio su
consentimiento y se despidió de Constantino de manera formal, como hacía siempre
que alguien se encontraba presente. A pesar de que su amistad era conocida de todos,

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el secretario imperial era consciente de su posición y del protocolo existente en la
corte, por lo que nunca se permitía un gesto amistoso en público. Frente a la vista de
los demás, se encontraba ante el emperador de Bizancio y él era tan sólo el primero
de sus sirvientes.

No mucho después, el salón del trono se abría para los nuevos defensores de la
ciudad. A ambos lados del trono se encontraban los personajes más notables de la
corte, el secretario imperial Jorge Sfrantzés, el megaduque Lucas Notaras, el
protostrator Demetrio Cantacuzeno, Teófilo y Nicéforo Paleólogo, primos del
emperador, el tribuno del barrio de Blaquernas, dos de los cuatro jueces supremos y
otros funcionarios y familiares, en estricto orden de cercanía al emperador según su
importancia. En segunda fila, formando un semicírculo detrás del trono y de los
principales, se alineaban una docena de lanceros de la guardia varenga, con sus
famosas hachas colgando de la espalda. La sala se encontraba engalanada en sus
extremos con braseros de bronce, para que sus titilantes llamas produjeran vistosos
efectos visuales sobre los mosaicos que decoraban las paredes.
Giustiniani y sus compañeros avanzaron lentamente hacia el centro de la estancia
según las indicaciones del praipositos, el mayor domo de palacio, el cual comenzaba
cada paso dirigiéndose al emperador con la expresión «Con vuestro permiso»,
mientras los demás asistentes se mantenían de pie, en silencio y con la vista en
dirección al suelo en señal de respeto. Al llegar al centro de la sala, marcado en el
suelo de mármol por un dibujo geométrico circular, se alzó la cubierta de seda que
ocultaba el trono y al emperador, mostrándole en todo su esplendor, sentado sobre el
amplio trono de doble cabecera. Como era costumbre en Bizancio, el lado derecho
del trono se destinaba a Cristo, representándolo mediante una Biblia en domingos y
fiestas, sentándose el emperador en el lado izquierdo. En las recepciones habituales,
como la actual, el emperador ocupaba el lado del Señor, como representante suyo en
la Tierra. En el momento en que Constantino quedó a la vista de los asistentes, todos
ellos realizaron un gesto de saludo, inclinándose respetuosamente, movimiento
imitado por Giustiniani y sus acompañantes.
—Nunca existió la duda entre nosotros —comenzó Constantino— de que los
mejores hijos de Génova tomarían sus armas para apoyar nuestra lucha. Vuestra
llegada es un regalo de Dios y la confirmación de la inutilidad de los esfuerzos del
sultán contra nuestra ciudad.
—Majestad —respondió Giustiniani—, traigo conmigo setecientos valerosos
soldados, reclutados tanto en Génova como en la isla de Quíos, armados y entrenados
como ningún otro. No encontraréis mejores tropas en toda la cristiandad. Es un honor
para mí y para mi hueste ofrecer nuestros servicios a su alteza en estos difíciles
tiempos en los que se necesita de nuestra pericia en la guerra.
—Vuestros servicios llegan en el mejor momento —afirmó Constantino—.

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Vuestra fama os precede. Esperamos que la experiencia que atesoráis como capitán
en la guerra de asedio sea de gran utilidad.
—Así lo espero, majestad. En nuestra cruzada me acompañan por su propia
iniciativa Mauricio Cattaneo, noble genovés de alta cuna; John Grant, ingeniero
versado en todo tipo de artilugios y tácticas militares, y Don Francisco de Toledo,
noble castellano ligado al linaje imperial.
Con cada una de las presentaciones, los compañeros de Giustiniani se adelantaron
realizando elegantes reverencias en el caso de ambos nobles, y otra más tosca
efectuada por el aventurero escocés.
—Es un gran placer recibir en nuestra ciudad a tan bravos caballeros, y una
inmensa alegría comprobar los profundos lazos de afecto de la familia imperial, pues
¿qué otra cosa sino el amor por su propia sangre atraería a tan lejano pariente en
tiempos de necesidad? Decidme, Francisco, ¿de quién descendéis dentro del linaje
Comneno?
—Del emperador Alejo I Comneno, majestad —contestó Francisco—. Una de sus
descendientes casó con mi abuelo en tiempos de la desgraciada ocupación de Atenas
por los almogávares, regresando más tarde a España, mas no quisiera aburrir a los
presentes con los detalles de mi genealogía.
—Esta noche celebraremos vuestra llegada en una cena, en ella tendremos tiempo
de sobra para charlar y conocernos mejor —afirmó Constantino.
—Será un placer, querido primo —finalizó Francisco con una nueva reverencia.
Estas últimas palabras provocaron un cruce de miradas entre los asistentes,
tratando de comprobar la reacción del emperador; sin embargo, Constantino se
mantuvo ajeno a la expectación levantada, continuando su discurso de
agradecimiento a los soldados genoveses que ofrecían sus servicios a la ciudad.
La recepción terminó pocos minutos después, tras los cuales Lucas Notaras se
ofreció a acomodar a ambos nobles genoveses, mientras que Francisco sería instalado
en el palacio imperial. Los altos funcionarios griegos salieron del salón del trono
comentando la actitud de Francisco con los primos del emperador. La llegada del
castellano no había causado tanto revuelo como la confianza con la que se había
autodenominado primo de Constantino. La mayoría se encontraban ansiosos por
comprobar esa noche durante la cena los lazos que le unían con la familia imperial.
Alejo I había gobernado sobre Bizancio en el siglo XII, trazar la genealogía familiar
hasta ese punto era complicado incluso para los griegos, más aún para alguien nacido
en tan lejanas tierras. Tan sólo los herederos del rey Pedro II de Aragón, casado con
una familiar imperial de los Comneno a fines del siglo XII, podían reclamar
parentesco sin titubeos desde la lejana Península Ibérica.
Sfrantzés se encargó personalmente de acompañar a Francisco para instalarlo en
una de las salas libres del palacio.

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—Espero que encontréis las habitaciones lo suficientemente cómodas —dijo
Sfrantzés mientras caminaban por los pasillos en dirección a las estancias asignadas a
Francisco—. No disponemos de excesivo espacio en la corte, por lo que tampoco
quedan grandes dormitorios disponibles.
—Seguro que es magnífica —afirmó Francisco alegremente— y más aún
comparada con el camarote del barco en el que hemos realizado la travesía.
—Ciertamente, los navíos de transporte no destacan por su comodidad; por cierto,
¿qué lleva a un noble castellano hasta Génova?
—Venía de camino hacia aquí, por supuesto —respondió el castellano tras un
instante de vacilación, recordando su anterior conversación con Lucas Notaras—. Es
complicado encontrar un barco que navegue directamente desde España a
Constantinopla, la mayor parte de los bajeles que se aventuran a llegar a esta ciudad
son italianos.
—No necesariamente, los catalanes forman una nutrida colonia en la ciudad, sus
mercantes nos visitan con relativa frecuencia procedentes de Barcelona, de hecho el
emperador llegó a Constantinopla desde Mistra en un barco catalán.
—¡Vaya! De haberlo sabido me habría ahorrado algún que otro quebradero de
cabeza, es una lástima que saliera desde Valencia, allí no partían barcos más que para
Italia o las Islas Baleares.
—Es curioso que lo desconocierais, descendiendo como lo hacéis de catalanes
afincados en el Ática.
—A fin de cuentas soy castellano, poco me queda de mi herencia aragonesa.
—Espero que os reste más de vuestra herencia bizantina.
—Por supuesto, de no ser así no me habría aventurado a cruzar medio mundo
hasta una ciudad a punto de sufrir un ataque.
—No, supongo que no. Sería extraño pensar lo contrario, ¿qué podríais sacar de
una ciudad bajo bloqueo?
Sfrantzés no esperaba respuesta de sus últimos comentarios y permaneció en
silencio el resto del trayecto hasta llegar a las habitaciones asignadas a Francisco. El
castellano parecía tener respuestas para todo, aunque tenía la sensación de que algo
no encajaba en el relato de su trayecto hasta Constantinopla. Castilla se encontraba
tan lejos que la noticia de los apuros del Imperio bizantino tardaría meses en llegar;
de hecho, se enviaron embajadas a casi cualquier reino mediterráneo solicitando
ayuda, excepto a Castilla, considerada demasiado alejada y sin intereses que defender
en esa zona del Mediterráneo.
Si realmente se puso en camino sin saber del asedio, tal como afirmaba, ¿qué es
lo que buscaba en Bizancio un noble castellano del que le separan trescientos años de
su pariente más cercano? ¿Vendría tal vez en busca de una posición en la corte? Pero,
si buscaba una vida fácil en palacio, ¿por qué continuar cuando se enteró de las

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dificultades de la ciudad? Las dudas que asaltaban al secretario imperial eran tantas
que, dejando de lado su aprensión, no le quedaba más remedio que aceptar el relato
del castellano, pues, como él mismo había comentado, ¿qué beneficio podría extraer
de su decaída ciudad?
Al llegar a la puerta de madera que daba acceso al dormitorio, el secretario
imperial abandonó sus pensamientos, mostrando el interior a su acompañante. Como
había comentado anteriormente, no destacaba precisamente por el lujo, una sencilla
cama con un arcón a sus pies, una ancha cómoda de madera oscura con varios
estantes y un escritorio con una silla sin respaldo, de tipo romano, formaban el
escueto mobiliario. Tan sólo el suelo, formado por un mosaico de teselas de piedra y
mármol que dibujaban una agitada escena de caza en un bosque, animaba la estancia.
En una de las paredes, frente al lecho, un crucifijo de marfil destacaba sobre el fondo
de estuco de color pálido.
—Muy acogedor —comentó Francisco al entrar en la habitación.
—Enviaré a alguien esta noche para que os acompañe a la cena con el emperador.
—Gracias, espero que nos veamos allí.
—Desde luego, será un placer. Por cierto, las puertas del palacio se cierran
normalmente a las tres, por lo que hoy ya no podréis salir, pero podéis transitar por el
edificio libremente.
—Aún tengo mis pertenencias en el barco.
—Enviaré un criado a por ellas, no os preocupéis. Disfrutad de vuestra estancia.
Cuando Francisco quedó solo en la sala, se dejó caer sobre la mullida cama con
un suspiro. Al parecer el secretario imperial no acababa de confiar en su relato. Al
menos el emperador se mostraba más receptivo. Observando la habitación, iluminada
por un amplio ventanal acristalado en una de sus paredes, se preguntaba de nuevo si
no habría sido un error venir hasta aquí. La idea que tenía de Constantinopla bordaba
la magnificencia, imaginaba una ciudad monumental, dinámica, con una corte
majestuosa. Sin embargo, el camino desde el puerto y la visión que acertaba a
contemplar desde la borda del barco dejaban una capital en estado de semirruina, con
numerosos barrios despoblados, saqueada de sus monumentos, con su población
reducida a un estado lamentable, mal vestida y desesperada. La propia corte mantenía
al parecer el afamado protocolo que la caracterizaba, pero desde su entrada en palacio
resultaba notoria la falta de los lujosos adornos y el oro que los viajeros de antaño
situaban por doquier. La misma estancia en la que se encontraba no resultaba digna
de un noble, mucho menos de un miembro de la familia imperial. Tal vez debería
haber saldado sus deudas en Génova, terminando con esa continua huida hacia
delante que componía sus últimos años.
Le gustaba su vida, las aventuras, las anécdotas y los viajes, pero en el fondo
observaba a aquellos que conocía en su camino, con una familia, un hogar, asentados,

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sin tener que mirar continuamente sobre su hombro, temiendo encontrar algún deudor
o el frío acero a sueldo que acecha detrás de una oscura esquina. Añoraba los tiempos
en que no tenía la necesidad de moverse de ciudad en ciudad, como un apátrida,
cuando tan sólo era el hijo de un caballero castellano.
Su padre le llevaba de caza, a los montes cercanos a Toledo, en jornadas
interminables a caballo junto a un par de criados. En esos días hablaban poco, aunque
los recordaba como los más felices de su vida. Su padre era un buen hombre. A pesar
de su afición a derrochar su herencia y al lujo y la distinción que conllevaba la vida
de caballero, se mantuvo fiel a sus principios, a su rey, a la Iglesia y a su familia.
Francisco le tenía inconscientemente como modelo, y a veces sentía que había
fracasado en la comparación. Pero a pesar de todo, mantenía su vida errante, de
puerto en puerto, incapaz de encontrar el valor necesario para cambiar su existencia,
convenciéndose a sí mismo de que muchos desearían cambiarse por él para dar un
soplo de aire fresco a sus monótonas vidas. A fin de cuentas, ¿cuántos podían
preciarse de conocer la mitad de los puertos del Mediterráneo? ¿Cuántos tenían en su
haber la mitad de las mujeres que él había conocido? ¿Cuántos vivían a cuerpo de rey
allá donde se encontraban? La vida errante tenía sus compensaciones y debía
aprovecharlas, por lo que decidió dar un paseo por el palacio y tratar de introducirse
en su nuevo papel de familiar del emperador.
Salió de su dormitorio sin tener muy claro qué dirección tomar, por lo que decidió
recorrer el palacio al azar, pensando que siempre habría quien le indicara al primo del
emperador cuál era el camino de vuelta a sus habitaciones. Andando por los pasillos
de la planta, fue contemplando los mosaicos de las paredes, las pinturas, muchas de
ellas deterioradas por el roce continuo al que se encontraban sometidas por el paso de
los habitantes del edificio. Los suelos eran de mármol, con intrincados dibujos
geométricos en las salas de paso en las que se cruzaban varios pasillos. Las lámparas
de aceite iluminaban las esquinas de dichas estancias, ya que la luz de la tarde
comenzaba a apagarse y las sombras se alargaban por el interior del edificio. Desde
una de las ventanas observó una vista sobre el Cuerno de Oro, con la ciudad genovesa
de Pera al fondo, sus oscuras murallas entrecortándose en el atardecer. Algunos botes
de pesca continuaban faenando en el interior del brazo de mar, aprovechando los
últimos momentos de luz de la tarde para llenar las redes, extrayendo del agua el
sustento de muchos de los habitantes de la ciudad. Las casas de dos y tres pisos
cercanas al puerto mostraban algunas de sus ventanas iluminadas por las luces de
velas y candiles, mientras que la creciente oscuridad exterior ocultaba los
deteriorados tejados, igualando la casa del pobre funcionario con las lujosas villas de
los más adinerados.
Apoyado sobre el dintel de la ventana, tratando de ordenar sus pensamientos,
tardó en apreciar la figura que se encontraba en el otro extremo del pasillo,

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contemplando a su vez la vista desde el palacio. Desde donde se encontraba apenas
podía intuir el pelo castaño, recogido sobre la cabeza en un primoroso tocado. Una
estola de un naranja pálido cubría una túnica de color pardo hasta los pies, cayendo
en finos pliegues que delataban la calidad de la tela. Alentado por la posibilidad de un
encuentro con una dama bizantina, Francisco se ajustó la camisola y el cinto y se
acercó con paso lento hacia la desconocida.
Al llegar a un metro escaso de ella, la dama se dio cuenta de su presencia y se
giró un tanto sobresaltada. Pudiera ser un efecto de la debilitada luz de la tarde que se
filtraba, ligera, por el ventanal, o un bello espejismo que amenaza con evaporarse al
menor contacto, el caso es que el noble castellano no se había preparado para aquella
visión de hermosura, aquel rostro pálido, de rasgos dulces, rematado por unos ojos
verdes en los que se perdía la razón y la compostura, y un rebelde mechón de pelo
ondulado que resbalaba sobre la frente, ajeno al orden del resto de sus cabellos.
—Me habéis dado un buen susto —afirmó ella.
—Disculpad si os he incomodado, no era mi intención.
—Supongo que me encontraba tan absorta en mis pensamientos que no he
reparado en que no estaba sola, aunque os habéis acercado como un gato en la
oscuridad.
—Yo diría que no hubierais reparado en una galera que avanzara por el pasillo a
golpe de cómitre, aunque con semejante vista a contemplar no os lo reprocharía
nadie. Por cierto, no me he presentado, Francisco de Toledo, a vuestro servicio.
—Entonces debéis ser el arrogante castellano que dice ser pariente del emperador.
Debí suponerlo por vuestro original atuendo.
—Cuántos reproches en tan corta frase.
—Lo lamento, no tenía mala intención al decirlo.
—No os preocupéis —interrumpió Francisco—, es evidente que mi llegada habrá
sido comentada por todos los habitantes del palacio y que muchos dudarán de que
alguien de tan lejano lugar de nacimiento sea familiar de su majestad. Lo que no
podría perdonaros de no ser tan endiabladamente bella es que no os guste mi
vestimenta. En cuanto a la arrogancia, algunos lo tacharían de virtud de caballero,
razón suficiente para aceptarlo con una sonrisa.
—No quisiera en ningún modo que pensarais que niego vuestro linaje —
respondió ella un tanto cohibida—, tan sólo quería apuntar lo insólito de vuestra
aparición en la corte, la cual, como bien adivináis, os ha convertido en el sonoro
objeto de todas las conversaciones.
—¡Vaya!, no era mi deseo convertirme en el centro de atención, decidme, ¿qué se
comenta de mí en los círculos palaciegos?
—La mayoría no son más que habladurías, cada uno inventa las razones que os
han impulsado a venir. Unos pocos creen en vuestro relato y otros piensan que sólo

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sois un impostor.
—Supongo que «otros» serán la mayoría, ¿qué creéis vos?
—Que sería más fácil preguntároslo. Antes de decidirse hay que conocer lo que
tenéis que aportar y, la verdad, generáis mucha curiosidad.
—Pues aquí me tenéis, a vuestra entera disposición, para aclarar cualquier punto
oscuro que detectéis en mi persona —comentó Francisco realizando una vistosa
reverencia.
—Es una propuesta interesante —afirmó ella con una sonrisa—, la meditaré con
cuidado, pero desgraciadamente he de dejaros.
—¿Dejarme? —repitió Francisco—. No podéis, ni siquiera sé vuestro nombre.
¿Os veré esta noche en la cena del emperador?
—No es costumbre últimamente en la corte bizantina que las mujeres asistan a los
banquetes imperiales —respondió ella con tono irónico—. Los hombres necesitan
reunirse con tranquilidad para hablar de batallas, diplomacia y religión, temas todos
ellos a los cuales tenemos poco que aportar. Tal vez nos encontremos en otro
momento.
—¡Esperad! —dijo Francisco cuando ella se giró con intención de dejarle,
haciendo que se detuviera, observándole por encima del hombro—. Ciertamente no
conozco las costumbres bizantinas, pero estoy convencido de que la hospitalidad es
una de ellas, y a esa herencia me acojo para pedir vuestro nombre una vez más y,
dicho sea de paso, me indiquéis por dónde regresar a mis habitaciones. No querréis
tener sobre vuestra conciencia un castellano errante por los rincones de palacio,
¿verdad?
Francisco pudo atisbar una sonrisa en su rostro, fugaz pero esperanzadora y, tras
un momento de silencio, una última frase.
—Volved sobre vuestros pasos por este pasillo, en la primera sala a la izquierda
encontraréis un guardia que os indicará el camino adecuado. —Durante un instante se
mantuvo en silencio, como si en su interior pensara que ese retazo de información, su
nombre, podría hacerla vulnerable. Finalmente, un susurro surgió de sus labios—: Mi
nombre es Helena.

La cena se encontraba en su punto más álgido, con los asistentes concentrados en


la abundante comida y en la ruidosa conversación. Sentados en una mesa con forma
de «T» o media cruz griega, como la definían los bizantinos, roto ya el protocolo de
los primeros momentos, la velada se animaba. Conversaciones en distintos idiomas se
entrelazaban, formando un confuso conjunto de opiniones, risas y voces de difícil
apreciación que se imponían a la música de flauta y lira con la que se amenizaba la
velada. Cada invitado comentaba su punto de vista sobre la situación de la ciudad, la
llegada del nuevo contingente de soldados, la decadencia del imperio o las
posibilidades económicas que el cercano enfrentamiento podía suscitar.

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Los criados de palacio, luciendo sus mejores atuendos, se afanaban en acarrear las
viandas en metódico orden, primero unas grandes fuentes de ensalada, queso y frutas,
para continuar con un sabroso cordero asado, todo ello regado con abundante vino de
Quíos, del poco que aún almacenaban las bodegas de palacio, tras los últimos meses
de bloqueo por parte de la armada turca.
La distribución en la mesa se había realizado teniendo en cuenta la nacionalidad
de los asistentes. Los más allegados al emperador flanqueaban a Constantino,
separando a su vez a genoveses y venecianos. En la parte central de la mesa, se
asentaban los invitados que Sfrantzés había convocado a última hora para dar al
evento un carácter más plural, media docena de nobles y funcionarios bizantinos, el
cónsul catalán, Pere Juliá, representantes de Florencia y Ragusa, el propio Sfrantzés
y, por supuesto, Francisco, el cual no era consciente de las encendidas discusiones
que provocaba su presencia. Los familiares del emperador se sentaban en la cabecera,
a su lado, en estricto orden de parentesco, por lo que darle un lugar junto a
Constantino suponía una aceptación de hecho de su linaje. Por el contrario, su
introducción dentro de los asistentes al banquete implicaba una afinidad que algunos
miembros del consejo imperial juzgaban excesiva. En cualquier caso, disfrutaba de la
comida y la conversación, incapaz de sujetar su efusiva simpatía, incluso con la
imagen de Helena acudiendo de cuando en cuando a su mente y el cortés aunque
inquisitivo secretario imperial, sentado a su lado, tratando con exquisita educación de
sonsacarle su origen.
Sfrantzés se mantenía atento a cada detalle, no sólo a las palabras de Francisco,
sino que sus vivaces ojos bailaban con suavidad de un punto a otro, dirigiendo su
mirada según la conversación que más interesante pareciera, registrando cada
palabra, su significado y el ambiente general de la velada, inmerso en su perenne
tarea de diplomacia. Se había impuesto la misión de sonsacar al castellano todos los
detalles de su supuesta relación con Constantino, su decisión de viajar a la ciudad, su
vida hasta el momento y la explicación de por qué nadie conocía la existencia de tan
lejana rama familiar. Sin embargo, el delicado aunque tenaz asedio al que sometía a
su contertulio no ofrecía los frutos deseados. Francisco demostró una más que notable
experiencia como fajador, devolviendo, ante cada pregunta o insinuación, adornados
relatos llenos de vaguedades y floridas anécdotas que poco aportaban a aclarar su
ascendencia. Sfrantzés apenas pudo extraer unos retazos de la historia general, e
incluso en algunos momentos dudaba a la hora de recabar lo importante, separándolo
de la mera charla. Resultaba indudable que se encontraba ante un hombre culto, por
encima de la media de los nobles occidentales, con un aceptable uso del griego, poco
habitual en tan recóndito rincón del mundo, lo que, junto a sus conocimientos sobre
el Imperio bizantino y la genealogía imperial, representaban las principales pruebas
de su lado de la balanza. Por el contrario, la evasión con la que respondía inquietaba

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al desconfiado Sfrantzés. Existían demasiadas lagunas en aquella historia, no
conseguía enlazar todas las piezas en su mente y el trato de la corte enseñaba a los
altos funcionarios a recelar de todo, incluso de lo que se mostraba evidente a simple
vista.
—¿Por qué no acuden mujeres a los banquetes imperiales? —preguntó Francisco
como si lanzara al aire sus inquietudes, sin un receptor determinado, sorprendiendo a
su vez al bizantino, absorto en sus pensamientos.
—Depende del tipo de evento —respondió el secretario imperial, aún extrañado
por el radical cambio de tema—. Antiguamente las damas asistentes se sentaban a la
izquierda del emperador, precedidas por la emperatriz, los hombres a la derecha, en
función de su rango; pero últimamente no hemos encontrado demasiados motivos de
regocijo en la ciudad, las celebraciones escasean, las pocas veces que se reúne la
corte con los notables entran dentro del marco diplomático, más que en el ocio, por lo
que la presencia de esposas o familiares no resulta necesaria.
—¿Es esta entonces una reunión de embajadores y comerciantes? A fin de
cuentas soy un familiar, sin ningún peso político o económico.
—No, por supuesto que no —respondió Sfrantzés con rapidez, mientras pensaba
que aquel joven castellano mantenía la mente alerta, incluso cuando parecía
ligeramente ensimismado al hablar, como si recordara los detalles de alguna imagen
interior—. Hoy festejamos la llegada de aquellos que nos ayudarán a la defensa de la
ciudad, entre los cuales estáis incluido. ¿Cuál es la razón de ese repentino interés?
—Simple curiosidad.
—¿Pensáis en alguna mujer en particular? —comentó Sfrantzés esbozando una
ligera sonrisa.
—No, en absoluto —respondió Francisco un tanto apurado—. Apenas llevo unas
horas en la ciudad, me estáis sobrevalorando.
El emperador se dispuso a pronunciar unas palabras, con lo que el consiguiente
silencio producido entre los numerosos asistentes salvó al castellano de continuar con
tan incómoda conversación.
—La llegada de vuestros barcos —comenzó Constantino— ha arribado con un
cargamento más valioso que el metal más preciado. Ha llenado nuestra ciudad y
nuestros corazones de esperanza, de orgullo y de coraje. No es sino en los más
difíciles momentos, cuando se vislumbra la verdadera naturaleza de los hombres, y se
distingue al valiente del cobarde, al honorable del que no tiene palabra y al noble del
esclavo. El renombre de Giustiniani recorre el Mediterráneo, asociado a innumerables
hazañas y pruebas de su innegable pericia en la guerra, y por ello, he decidido que no
hay persona mejor que él para dirigir las defensas de Constantinopla en la próxima
lucha contra el sultán. Esta misma tarde ha aceptado mi ofrecimiento y se hará cargo
de los preparativos. A vosotros, amigos y ciudadanos, os pido en nombre de mi

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pueblo que ayudéis en lo que en vuestra mano esté, pues ningún esfuerzo es pequeño.
Todas las acciones nobles son agradecidas por Dios nuestro Señor, ya que van
encaminadas a asegurar la salvación de un reino cristiano frente a la amenaza del
islam.
Giustiniani se levantó despacio, con movimientos suaves, estudiados para atraer
la atención de los presentes. Con una sutil reverencia solicitó permiso del emperador
para hablar e inició su discurso de forma pausada.
—Mi pobre lengua de soldado no encuentra las palabras para agradecer al
emperador la confianza que ha depositado sobre mis hombros, aunque puedo
asegurar que mi espada y la de mis hombres responderán ante los turcos con más
ánimo que mis labios. No creo que exista mejor general para ganar esta batalla que el
mismo emperador, y sé que tan sólo las múltiples ocupaciones del gobierno le
impiden situarse al frente de la tropa. Quisiera añadir que, a pesar de nuestros
anteriores desencuentros, no habría mejor ayuda para mí que contar con la
colaboración de la colonia veneciana, no como su superior, sino en condición de
iguales, compartiendo el mando de las operaciones en la muralla. En el mar todos
conocen de sobra su maestría, mientras que yo soy un simple profano, no creo que
nadie dude que ha de ser un capitán veneciano el que mande la flota, en conjunción
con el megaduque bizantino, por supuesto. Dado que, de forma altruista, el jefe de la
colonia veneciana, así como el cónsul catalán y otros representantes, se ha ofrecido al
emperador para ayudar en la defensa, no seré yo quien niegue el bravo carácter de esa
oferta imponiendo mi generalato a nadie. Sólo aceptaría el cargo que tan
generosamente me ha concedido el emperador, si puedo contar con la ayuda de todos
y su aquiescencia.
Los venecianos asistentes a la cena permanecieron un momento callados,
mirándose unos a otros sin poder creer que un genovés pudiera halagarles o pedir su
ayuda, ofreciendo compartir la jefatura de la defensa. El cónsul catalán enarcó una
ceja, sin acabar de fiarse de lo que oía, Sfrantzés sonreía discretamente y los demás
comensales murmuraban entre ellos.
El cónsul Girolamo Minotto, baílo de la colonia veneciana en Constantinopla, se
levantó, casi por obligación, al ver cómo todos sus compatriotas dirigían sus miradas
hacia su persona, para contestar al capitán genovés, sin tener muy claro lo que debía
decir. Antes de llegar a la cena ya conocía el nombramiento de Giustiniani otorgado
por el emperador, comprensible, al tratarse de un experto en guerra de asedio, pero
casi ofensivo para ellos al ser genovés, y más recordando que era Venecia la única
que se encontraba en esos momentos debatiendo enviar una flota de ayuda a la
ciudad. Cabalgando hacia el palacio, había confeccionado una diplomática protesta
que pretendía presentar ante la corte. Sin embargo, el ofrecimiento de Giustiniani
echaba por tierra cualquier idea preconcebida. Al concederles el mando de la flota,

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algo que el emperador aceptaría sin duda, les reconocía implícitamente su
superioridad naval, la misma que Génova combatía desde hacía siglos. Además
solicitaba su colaboración en pie de igualdad en tierra, donde la superioridad, tanto en
calidad como numérica, de las tropas genovesas era evidente. Rechazar dicha
propuesta no tendría sentido, sería una ofensa, no sólo a los genoveses, sino al
emperador, sin embargo tampoco se sentía inclinado a quedar en evidencia al
compartir el mando con alguien cuyos conocimientos en ese campo eran muy
superiores a los suyos. En definitiva, sorprendido, con sus esquemas rotos en pedazos
y sin saber qué hacer, se encontraba observado por toda la concurrencia, impelido a
pronunciarse en un sentido o en otro sin una idea clara al respecto.
—Me encuentro sorprendido —comenzó al fin—. No hubiera esperado de un
genovés que alabara nuestro valor y pericia en el mar. Si el emperador está de
acuerdo, aceptamos el ofrecimiento de liderar las fuerzas navales, para lo cual no veo
nadie más experto que el capitán Gabriel Trevisano. He de declinar, sin embargo,
compartir el mando de la defensa en la ciudad, dado que no alcanzo el nivel de
Giustiniani en ese campo, aunque puede contar con nuestra ayuda, en la medida de
las posibilidades de la colonia veneciana de Constantinopla. Además escribiré
mañana mismo una carta a Venecia solicitando el envío urgente de una flota de
nuestras galeras para levantar el bloqueo y proteger la ciudad de cualquier posible
agresión.
El ofrecimiento del representante de Venecia levantó un comentario general de
aprobación entre los comensales, seguido por un compromiso semejante por parte del
cónsul catalán, que a pesar de disponer de menores recursos y una discreta presencia
de habitantes, no comparable a la de su homólogo italiano, no por ello distaba de los
venecianos en cuanto a valor o gallardía.
Constantino se encontraba francamente satisfecho con el resultado de la velada, a
la par que aliviado, al comprobar que su recién nombrado general al mando de la
defensa reunía una gran pericia diplomática y don de gentes, junto con su proverbial
experiencia en el terreno militar. Al tratarse de una coalición de elementos tan
dispares, el entendimiento entre ellos resultaba totalmente imprescindible. El oficial
al mando de todas las tropas necesitaba tener una mano izquierda tan suave para
tratar con las distintas facciones, como recia la derecha para manejar la espada. Al
parecer Giustiniani era el perfecto candidato para aunar esas virtudes. Con una
disertación final, en la que agradecía a todos los asistentes su inestimable
colaboración y compromiso con la defensa de la ciudad, el emperador dio por
finalizado el tema diplomático y, junto con el último plato, un dulce típico griego,
desvió la conversación hacia temas más intrascendentes.
—Así que el objetivo principal de esta cena —comentó Francisco— residía en
conseguir de los principales representantes de Occidente un compromiso público de

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apoyo a la ciudad.
—Sois un buen observador —respondió Sfrantzés—. Seríais un gran diplomático.
—No me interesan en exceso las intrigas palaciegas, pero no creo que exista una
corte donde no se den en mayor o menor medida.
—¿Conocéis la corte castellana?
—Vagamente, llevo mucho tiempo fuera de mi tierra natal, mi padre era asiduo de
la corte y en ocasiones me permitía acompañarle. Las últimas noticias que me han
llegado, justo antes de salir de Génova, por medio de unos compatriotas con los que
tuve tratos, se referían al nacimiento de una hija de Juan II, de nombre Isabel.
—La corte bizantina es famosa por sus discusiones, sus intrigas y su diplomacia.
Es una vieja política tratar de resolver los problemas por medio de los contactos entre
embajadores antes que mediante la guerra. Incluso en los tiempos en que aún
disponíamos de un poderío militar considerable, los escritos resguardaban los
territorios con más fuerza que las armas.
—No quisiera ser atrevido, pero observando la situación actual de Bizancio
respecto a su antigua extensión, tal vez habría sido preferible usar más la espada y
menos la pluma.
—Es posible —respondió Sfrantzés con un cierto aire nostálgico—, a fin de
cuentas todos anhelan los tiempos de Justiniano el Grande, cuando el imperio
emulaba a Roma con sus conquistas en tierras lejanas, recuperando de los bárbaros lo
que antes era nuestro. Sin embargo también aprendimos algo de esa época: que el
costo de la expansión bélica era excesivo. Eso es algo que no se tiene en cuenta siglos
después, tan sólo queda la gloria y el esplendor, pero toda hazaña conlleva un
sufrimiento. No hay victoria sin sacrificio.
—¿Y no hay posibilidad de convencer al sultán para que no ataque la ciudad?
—Inicialmente lo intentamos, hasta que los dos últimos embajadores fueron
decapitados, ahora únicamente una poderosa alianza de naciones cristianas sería
capaz de disuadirle de sus planes. Desgraciadamente los amigos escasean cuando el
enemigo es más fuerte.
—Aún no es tarde. Si los venecianos cumplen su palabra no creo que el sultán
pueda hacer frente a su flota.
—Amigo Francisco, me temo que el gobernador Minotto tiene buenas
intenciones, pero hay innumerables factores que pueden dar al traste con dicha ayuda.
—¿No se lucra Venecia de su relación con Constantinopla? Su colonia es la más
numerosa por lo que me ha contado Giustiniani durante el viaje. Al parecer su tráfico
comercial es extraordinariamente beneficioso. No creo que se resignen a perder una
ruta comercial ni a los ciudadanos que aquí habitan.
—También tienen grandes intercambios comerciales con el sultán, sus colonias
están cerca de las costas turcas, eso impone prudencia en las relaciones con

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Mahomet. No daré nada por seguro hasta ver las galeras venecianas aparecer en el
horizonte.
—Y en caso de que no envíen ayuda, ¿contamos con fuerzas suficientes para
rechazar a los turcos?
—El tiempo lo dirá, no tenemos otra alternativa que luchar con aquello que
encontremos a mano, de no ser así comprobaréis si os sienta bien el turbante.
—No creo que combine con mi atuendo habitual, deberemos bastarnos para
defender la ciudad.
Sfrantzés asintió con la cabeza volviendo a desviar su atención hacia los
comentarios de los demás asistentes, que intercambiaban opiniones diversas sobre los
siguientes pasos a dar.

Tras la cena, los asistentes se despidieron formalmente del emperador, uno por
uno, mediante protocolarias frases de agradecimiento y deseos de salud. Las puertas
de Blaquernas se abrieron para que aquellos altos dignatarios fueran acompañados a
sus respectivos barrios por criados de palacio, portando antorchas para iluminar las
sombrías calles de la ciudad en una hora tan tardía. Algunos traían su propia escolta,
que esperaba disciplinadamente en el patio interior del edificio, precavidos por la
posibilidad de un asalto por parte de algún grupo de malhechores, algo no habitual,
pero siempre posible en una ciudad con numerosos descampados y barrios solitarios.
Francisco se dirigió a sus habitaciones, acompañado de un criado, aunque
tratando de memorizar los distintos pasillos por los que transitaba, con la esperanza
de poder manejarse fácilmente por el palacio en pocos días. En su estancia descubrió
sus escasas pertenencias pulcramente ordenadas en los estantes, así como su ropa
dentro del arcón. No disponía de excesivo equipaje, viajar ligero era una condición
indispensable en su modo de vida, teniendo en más de una ocasión que abandonarlo
todo atrás, escapando de deudores o maridos despechados.
Antes de poder desvestirse llamaron a la puerta discretamente. Con un suspiro de
cansancio, pensando si esa velada se acabaría en algún momento, Francisco abrió la
puerta para encontrar a Sfrantzés, casi irreconocible sin su atuendo de secretario
imperial, con una sencilla túnica blanca.
—Espero no molestar —se disculpó cortésmente.
—En absoluto —respondió el castellano—. Prácticamente acabo de llegar.
—El emperador no ha tenido ocasión de iniciar una conversación durante la cena,
como habría deseado, por eso, si no tiene inconveniente, le gustaría charlar un rato en
sus estancias, con más tranquilidad.
—Por mí no hay inconveniente, también estoy deseando hablar con él, la cena ha
sido demasiado protocolaria para poder acercarme.
Sfrantzés asintió con la cabeza y pidió a Francisco que le siguiera, guiándole a
través de nuevos pasillos por el palacio hacia la parte este, donde se encontraban las

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habitaciones privadas del emperador. Según se acercaban a la nueva ala del edificio,
los omnipresentes mosaicos alternaban todo tipo de escenas: caza, vida cotidiana,
motivos florales, religiosos e incluso intrincados dibujos geométricos. La calidad de
sus teselas se agudizaba en las zonas destinadas a la familia imperial, así como la
perfección técnica de los musivaras encargados de su realización. Sin embargo a ojos
de Francisco resaltaba la escasa presencia de aquellos lujosos objetos típicos de las
cortes occidentales, apenas encontraban tapices, rico mobiliario en pasillos o
esculturas de vírgenes y santos. Al parecer, los más preciados elementos se situaban
en el interior de las estancias, atesorando su disfrute para aquellos a los que se
permitía el acceso, evitando a su vez el deterioro producido por la multitud de
funcionarios que transitaban por las zonas de paso. Asimismo, la relativa pequeñez
del espacio reservado para el emperador dentro del palacio impresionó a Francisco.
El escaso número de guardias, que contrastaba con el aparente hacinamiento de los
funcionarios de menor nivel, provocaba en el recién llegado cierta sensación de
austeridad, opuesta a la idea que la mayoría tenía sobre la corte bizantina.
El emperador esperaba en una de las habitaciones, vistiendo, a la par que su
secretario, una ropa más cómoda e informal que el magnífico atuendo con el que
había presidido la cena. Se encontraba sentado frente a un escritorio, con la vista fija
en varias hojas manuscritas, abarrotadas de cifras y letras griegas. Con la llegada de
la esperada visita alzó la cabeza e imprimió una ligera sonrisa en su rostro,
levantándose de su asiento para recibirles en mitad de la estancia.
—Por fin un momento de tranquilidad —comentó mientras se dirigía hacia
Francisco—. Espero que no estés demasiado cansado, me gustaría poder mantener
conversaciones sin que los asuntos de estado interrumpan cada momento, pero esta es
la única hora en la que puedo dedicarme a tareas más amigables que la rutina de la
corte.
—Siempre es buen momento para mí —respondió Francisco—. Soy ave nocturna
y no me incomoda aplazar el sueño si es menester.
—Me gustaría hablarte con total franqueza si me lo permites. En mi posición se
aprende que el tiempo es precioso y se dispone de muy poco.
—Por supuesto. —Francisco sabía que aquella era una mera fórmula de
educación cortesana. El emperador no necesitaba pedir permiso para tratar ningún
tema, aunque siempre resultaba agradable que una persona de su categoría dispensara
buen trato a sus contertulios.
—Tengo tantos motivos para creer en tu parentesco con mi familia como para
desmentirlo. Básicamente he de fiarme de tu palabra de caballero, ya que el resto de
pruebas que aportas no resultan en absoluto concluyentes. He de decidir si hemos de
otorgarte el tratamiento de la familia imperial y, antes de ello, quisiera escucharte.
—Entiendo las dudas que crea mi presencia —dijo Francisco con tono serio tras

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unos segundos de silencio—, pues nada aporto que pueda considerarse irrefutable. No
tengo documento alguno que me ligue al linaje Comneno, ni una joya familiar o
testigos que puedan testificar por mí. No he traído en mi equipaje más que los
conocimientos que me legaron mis padres y abuelos, mi palabra y mi honor. Si ha de
servir de algo puedo jurar por ellos que aquello que he contado lo recibí de mi abuela,
que en verdad era griega y pregonaba su origen a quien quisiera escuchar. Es cierto
que pudieran ser tan sólo los sueños de una anciana añorante de su patria, o una
historia con la que entretener a un nieto inquieto, pero yo he creído en ella lo
suficiente como para viajar por medio mundo y arriesgar mi vida aquí, por mi familia
y mis antepasados. Sinceramente, creo que la pregunta que debéis formular no se
responde con pruebas, se responde con fe, y no tengo ninguna duda que de esta os
sobra para creer en mí.
Constantino escuchó con atención, permaneciendo en silencio unos segundos, con
la mirada fija en los ojos de Francisco, el cual se mantenía firme, altivo, mientras
sentía cómo trataban de leer en su interior. A su lado Sfrantzés permanecía callado,
observando, esperando la resolución de aquel extraño duelo. Por fin el emperador
rompió la espera.
—Es cierto, es asunto de fe, no de pruebas, y la confianza interior que muestras
creo que es sincera. Siéntate, Francisco, y háblame de tu familia y de la lejana
Castilla.

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A la llegada de Giustiniani siguió una frenética actividad. Con el primer amanecer, el
recién ascendido comandante en jefe comenzó por realizar una inspección de las
defensas de la ciudad. La muralla constituía el elemento principal de contención del
asalto turco. Iniciada en tiempo de Teodosio II por el regente Antemio, nunca antes
en casi mil años había sido superada, excepto durante la cuarta cruzada, cuando los
latinos se valieron de disensiones internas para tomar la ciudad al asalto. Su
concepción, totalmente novedosa, permitía una defensa en profundidad en el tramo
comprendido entre el Cuerno de Oro y el mar de Mármara, donde los defensores
podían arrojar una lluvia de proyectiles sobre los asaltantes y reforzar los tramos más
débiles sin arriesgarse. Se componía de tres elementos complementarios entre sí. Por
su parte exterior un profundo foso de dieciocho metros de ancho, parcialmente
inundable, constituía el primer escalón de la defensa. En su extremo corría un
parapeto bajo, que cubría el Peribolos, una zona libre a modo de camino para las
tropas de quince metros de ancho. Tras él se levantaba la primera de las dos murallas,
de ocho metros de altura, salpicada de torres cuadrangulares a intervalos desiguales.
Encerraba entre ella y la muralla interior, la más cercana a la ciudad, el Parateicon, un
nuevo pasillo de casi veinte metros de ancho por donde los defensores podían
moverse de una sección a otra sin exponerse a los proyectiles enemigos. La muralla
interior o segunda muralla suponía el último obstáculo para el invasor, que con sus
trece metros de altura, cinco de grosor y torres cuadradas u octogonales que se
alzaban hasta veinte metros, resultaba una construcción titánica. Se había realizado
con piedra caliza, reforzada por hileras de ladrillo, que le otorgaban vistosas líneas
horizontales rojizas sobre el suave gris del conjunto.
Paseando entre sus distintas secciones con sus oficiales más allegados y el
ingeniero John Grant, Giustiniani forjaba en su cabeza un plan para restañar los
puntos débiles, realizar mejoras y aprovechar los recursos disponibles de la forma
más eficiente.
—¿Qué opinión te merece John? —preguntó Giustiniani al ingeniero escocés.
—¿Prefieres antes las buenas noticias o las malas?
—Lo dejo a tu elección.
—En ese caso diré que las murallas parecen bien conservadas. Tengo la impresión
de que los últimos emperadores bizantinos no han escatimado sus rentas en el
cuidado de esta maravilla. Los sillares de piedra son sólidos, las torres se encuentran
bien situadas, alternándose las de la muralla exterior con las de la interior, eso
proporciona buenos ángulos de tiro sobre los atacantes y no se observan grietas de
importancia en el conjunto, no hay nada que no se pueda reparar con rapidez.
Además el sistema de defensa en tres niveles permite un amplio abanico de

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posibilidades.
—¿Y las desventajas?
John se rascó el mentón con la mano durante unos instantes antes de responder.
Conocía a Giustiniani desde hacía tiempo, por lo que tenía plena conciencia de que
ocultarle información era absurdo, antes o después llegaría a las mismas conclusiones
que él.
—Las pocas piezas de artillería que tienen los bizantinos son de escasa utilidad y
las de mayor calibre pesan demasiado para los techos de madera de las torres. Al
disparar harían más daño a los muros que al enemigo. Eso nos deja tan sólo pequeños
cañones, arcos y ballestas como armas de alcance, sin contar con que la reserva de
pólvora es escasa. Por otro lado, la zona de Blaquernas no dispone de foso, habría
que empezar excavando uno nuevo a lo largo de toda la sección. El foso restante
necesita ahondarse y limpiarse, eso implica un número elevado de trabajadores, de
los que no disponemos.
—El emperador nos los proporcionará, supongo que a la población civil le
interesará más que a nadie colaborar en las tareas de renovación de las defensas.
—La zona más débil de la muralla es la que se encuentra sobre el río —prosiguió
John—. En los alrededores de la puerta militar de San Romano, no se apoya sobre
ningún terreno alto, y eso da facilidades al acercamiento de los turcos.
—Pondremos allí a nuestras mejores tropas, ¿algo más?
—Sí, lo más grave. ¿Con cuántos soldados contamos?
—No conozco la cifra exacta, aún no he hablado sobre eso con Constantino, pero
calculo que los bizantinos dispondrán de poco más de un millar, a sumar a los
nuestros, algo más de dos mil en total.
—Hay cerca de quinientas torres a lo largo de toda la muralla —afirmó John con
tono pesimista—, sólo la parte terrestre, entre el mar de Mármara y el Cuerno de Oro
tiene seis kilómetros de longitud. Eso da una media de un soldado cada tres metros,
situándolos en una sola de las tres líneas de defensa, y abandonando completamente
las murallas que dan al mar. Por sólida que sea la muralla, será un coladero con tan
pocos hombres.
Giustiniani miró a su compañero con seriedad. En ese momento sintió ganas de
abofetearse por haber descuidado un tema tan importante. El fervor popular y la
púrpura imperial le habían nublado el juicio, desatendiendo una labor militar esencial.
Se necesitan tropas encima de los muros para que estos tengan efecto. Con un rápido
cálculo John acababa de tirar por tierra cualquier ilusión de contener el asalto del
sultán. Se necesitaban diez o doce mil hombres sólo para guarecer adecuadamente las
murallas terrestres, y no disponían ni de la cuarta parte.
—Sinceramente, no había pensado aún en ello, no podemos hacer nada con
fuerzas tan escasas. Pediré al emperador que convoque esta misma tarde un consejo.

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Si no encontramos más soldados la ciudad está perdida. Mientras tanto
continuaremos revisando elementos, no podemos perder tiempo.
Una vez inspeccionada la muralla, Giustiniani pasó revista a la zona comprendida
dentro de su perímetro, comprobando las distintas defensas existentes que, en muchos
casos, separaban un barrio de otro, la situación de los almacenes de comida y armas,
el abastecimiento de agua y la geografía general de la ciudad.
Existía, sin embargo, un factor que el capitán italiano no podía ponderar por
medios físicos, ni mediante su experiencia militar y en el que se encontraba
incapacitado para influir. Para los habitantes de Constantinopla, el mayor de los
defensores de la ciudad era Dios en persona. Su incuestionable fe en el Señor
quedaba de relieve en las distintas leyendas que salpicaban la imaginería popular,
como aquella en la que se contaba que la ciudad no caería hasta que el Señor no
enviara una señal por medio de la luna, mientras que en una de las puertas
encastradas en la muralla podía leerse la siguiente inscripción:

Cristo, Señor nuestro, guarda tu ciudad de toda inquietud, de toda guerra; rompe
victoriosamente la fuerza de los enemigos.

Esta peculiar forma de entender la lucha que se presentaba como una especie de
prueba de fe, en la que el Altísimo intervendría según los méritos morales de los
ciudadanos. Podía suponer grandes ventajas, levantando la moral de los defensores en
la creencia de que con Cristo de su lado sería imposible una victoria turca, aunque,
del mismo modo, cabía la posibilidad de un desastre, si en algún momento surgiera
una razón que indicara, a ojos del pueblo, que el Señor les había abandonado. Ante
esto, Giustiniani no podía sino encomendarse a la suerte y la providencia, rezando a
su vez, para que nada turbara la moral, la esperanza en la victoria, ni la
inquebrantable fe religiosa de los bizantinos.

Angelo Lomellino, el podestá de Pera, paseaba de un lado a otro de la estancia, en


el interior del palacio donde se instalaba el gobierno de la ciudad genovesa. Desde
que su secretario le anunciara la petición de audiencia por parte de un noble de
alcurnia, llamado Mauricio Cattaneo, no había podido controlar los nervios. Ahora se
sentía encerrado, como un gato al que rodean de espinos, revolviéndose en la sala,
lujosamente decorada con tapices de tonos granates y ocres, pateando el suelo de
mármol blanco en un intento de aclarar sus ideas.
Desde el momento en que tuvo constancia de las intenciones del sultán turco,
meses atrás, por medio de un embajador enviado por el propio Mahomet a recabar la
postura de la colonia en el conflicto, sus horas de sueño se transformaron en una
continua vigilia. El bombardeo de cartas diplomáticas entre Génova, la colonia, el
emperador bizantino y el sultán, le ocasionaba intensos ardores de estómago cada vez

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que una comida era interrumpida por un mensajero.
Las instrucciones recibidas desde Italia impelían al podestá a negociar un acuerdo
con el sultán, garantizando la seguridad de la colonia a costa de proclamar su
neutralidad. Algo aparentemente sencillo, tal vez denigrante e innoble, ya que
suponía el abandono a su suerte de sus vecinos griegos, pero fácil de cumplir a priori.
Sin embargo la decisión no se mostraba tan asequible. Por un lado, la cadena que
cerraba el puerto del Cuerno de Oro, se enganchaba en uno de sus extremos sobre los
muros de Pera. Una de las condiciones con las que se cedió, por parte de Bizancio, el
entonces suburbio a Génova, imponía que los griegos cerraran el puerto en caso de
peligro, lo que implicaba una cierta connivencia por parte de Pera. Eso eliminaba la
posibilidad de una absoluta neutralidad, algo de lo cual los turcos eran plenamente
conscientes, y por ello el sultán había solicitado a cambio una nueva condición, más
siniestra, la cual le incumbía personalmente. Era este último acuerdo, secreto, oscuro,
casi pecaminoso, el que arruinaba las noches de Angelo. Tal vez fuera la conciencia
la que se cebara en el gobernador, pero no había vuelta atrás. Los caballos galopaban
desbocados y no podía sino arrearlos para que aquella infernal carrera acabara cuanto
antes.
—Mauricio Cattaneo espera ser recibido.
El asistente personal del podestá apareció como por ensalmo, asustando a Angelo,
el cual no había reparado en que la puerta se encontraba abierta.
—Hazle pasar —respondió secándose el sudor de la frente con un fino paño de
lino bordado.
Mauricio Cattaneo atravesó el umbral de la puerta unos instantes después, altivo,
vestido de forma elegante, como correspondía a un noble italiano de alta cuna, pero
con la espada firmemente anudada al cinto y la mano reposando en el pomo. Podía
haber desdeñado las difusas advertencias recibidas de Lucas Notaras, pero, como
hombre curtido en los enmarañados caminos de la diplomacia italiana, prefería
arrogarse un cierto nivel de prudencia y acompañarse del acero, siempre un buen
amigo en momentos difíciles.
—Gracias por recibirme con tanta celeridad —saludó cortésmente mientras
examinaba al podestá. Al estrechar su mano, de forma breve, notó un ligero temblor.
Los ojos de Angelo apenas se posaron en los suyos, incapaces de soportar la mirada
un instante—. Comprendo que un hombre de vuestra posición siempre anda envuelto
en mil asuntos que atender.
—Es un placer para mí, ¿a qué debo el honor de vuestra visita?
—Como supongo que ya sabéis, llegué ayer, junto con Giustiniani Longo, a
Constantinopla, para ayudar en la defensa de la ciudad.
—Sí, ha sido todo un acontecimiento, no se habla de otra cosa, en los muelles se
agolpaba la multitud para ver llegar los barcos.

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—No estamos en absoluto de acuerdo con la postura que ha adoptado el gobierno
de Génova, menos aún con la de esta ciudad.
—No debéis juzgarnos tan duramente, tenemos responsabilidades hacia los
comerciantes y la población civil. Nosotros no estamos en guerra con el sultán,
hemos de garantizar a los habitantes su seguridad, algo imposible si nos enzarzamos
en esta contienda.
—Esa es la postura oficial, lo sé, lo que me interesa conocer es el alcance de
vuestra neutralidad.
—No os comprendo —respondió Angelo con voz temblorosa, y en su interior
notó cómo el estómago se encogía, al atisbar la posibilidad de que sus acuerdos
secretos con el sultán hubieran sido descubiertos.
Mauricio se tomó unos segundos antes de explicar sus palabras, a cada momento
observaba cómo el podestá se mostraba más y más nervioso, lo cual le intrigaba y le
inquietaba a su vez. Un hombre con un puesto de responsabilidad tan elevado está
sometido a muchas presiones, más si cabe en situaciones tan críticas como las
actuales, por eso causaba estupor que una simple conversación causara semejante
alteración en él.
—Os encuentro turbado, ¿he venido en mal momento?
—No, me encuentro bien —respondió Angelo secándose de nuevo el sudor de la
frente—. Tengo calor, no acabo de acostumbrarme a este clima.
—Si preferís que sigamos más tarde esta conversación…
—No, por favor, continuad.
—Giustiniani va a dirigir la defensa de la ciudad, y tanto él, como otros nobles
compatriotas, como los hermanos Bocchiardi y yo mismo, queremos apelar a vuestra
filiación cristiana, para que nos proporcionéis ayuda, independientemente de las
órdenes recibidas de Génova, sin llegar al punto de comprometer la neutralidad de la
colonia.
—Pues… no sabría qué decir, ya os he comentado que no debemos involucrarnos
en el conflicto, la población…
—Sabemos que no modificaréis el status quo de la colonia, pero se puede
intervenir de forma más sutil.
—No veo la manera, no podemos colaborar con barcos ni tropas.
—¿Puedo reclutar voluntarios en la ciudad? Eso no involucraría al gobierno.
Estoy seguro de que muchos conciudadanos desearían combatir con nosotros;
además, seguramente existirá una importante colonia bizantina.
—Por supuesto —replicó Angelo aliviado—. Aunque los ciudadanos genoveses
integren la inmensa mayoría, muchos griegos se emplean en las tareas cotidianas, en
oficios que requieren abundante mano de obra, como los estibadores del puerto.
Tenéis mi permiso para hablar con quien queráis, cualquier voluntario puede pasar a

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Constantinopla, pero deben ser discretos.
—También podríais abastecer a la ciudad de víveres, llegado el caso.
—No habría problema, nuestro puerto permanecerá abierto para cualquier compra
que queráis hacer.
—¿Compra? ¿Pretendéis beneficiaros del asedio?
—No, claro que no, pero el gobierno como tal no dispone de suministros, todo
está en manos de los comerciantes locales, no podemos obligarles a vender a bajo
precio, comprendedlo.
—Siempre podéis influir en ellos, si os lo proponéis.
—Haré cuanto esté en mi mano.
—Una cosa más —dijo Mauricio—. Supongo que vuestra neutralidad os obligará
a una innegable correspondencia con el sultán.
—No, en realidad apenas tenemos contactos —replicó Angelo—, tan sólo lo
habitual.
—En cualquier caso, la información es vital, cualquier noticia que podáis
transmitirnos, por insignificante que parezca, puede ser importante.
—Podéis contar con mi absoluta lealtad y colaboración en ese aspecto y, si me
disculpáis, tengo otros asuntos que atender.
—Por supuesto, habéis sido muy amable, agradezco vuestra comprensión.
Mauricio abandonó el palacio pensativo, su conversación con el podestá no había
resultado esperanzadora. Como conclusión, le permitía reclutar voluntarios, algo que
podría haber llevado a cabo sin su consentimiento; permitía asimismo la compra de
víveres, de nuevo una concesión vacía, ya que para eso se necesitaba dinero, no
permisos, y, lo más inquietante, en su despedida reafirmaba su lealtad. Mauricio no
había cuestionado en ningún momento la lealtad de Angelo, sólo su postura
diplomática. Se daba por descontado la fidelidad para con Génova y, en el caso de la
relación con Bizancio, se subordinaba a los intereses de la colonia. Le extrañó que se
reafirmara por su cuenta sin solicitarlo, era típico de los que ocultan algo y quieren
alejar toda sospecha. De su reunión Mauricio extrajo muchas conclusiones, la primera
de ellas, que era bastante probable que el megaduque bizantino estuviera en lo cierto
al prevenirles sobre el gobierno de Pera.

Tras una ardua mañana en palacio, atendiendo a las instrucciones protocolarias


sobre su futuro comportamiento en la corte, Francisco pensaba invertir la tarde en
asuntos mucho más placenteros. Su primer día en Constantinopla consistía, hasta el
momento, en una aburrida y enmarañada charla acerca del protocolo que debía
conocer y seguir un pariente de la familia imperial. Tras una larga conversación con
Constantino la noche anterior, en la que fue avasallado a preguntas sobre la distante
Castilla y su vida en general, cuyas más disolutas partes fueron convenientemente
evitadas, no albergaba una idea clara de la postura del emperador hacia su parentesco.

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Era cierto que le había tratado con gran consideración y cercanía, despidiéndose de
forma más que amigable, como lo era también el sutil, aunque perceptible, cambio de
actitud de Sfrantzés, aunque, a pesar de ello, sentía un tenue resquemor sobre sus
verdaderos pensamientos.
A primera hora de la mañana, el secretario imperial había aparecido en su cuarto,
acompañado de un funcionario, con aspecto de escriba a juzgar por sus diminutos
ojos entrecerrados y su extrema palidez, indicativa de una vida de reclusión bajo la
luz de los candiles encorvado sobre algún códice. Le había comunicado que, a partir
de ese momento, sería su instructor, para aconsejarle la mejor manera de integrarse en
la protocolaria corte bizantina. También añadió que, durante el tiempo que durara su
aprendizaje, restringirían las apariciones de Francisco junto al emperador, sólo en
ocasiones señaladas, sin especificar cuáles, para evitar que, por desconocimiento de
los correctos pasos a seguir, pudiera deslucir el evento. Aquello era bastante
razonable pero, en cierto modo, resultaba también una excusa perfecta para
mantenerle en esa gris zona intermedia en la que se encontraba, tratado con exquisita
cortesía y especial atención y, al mismo tiempo, sin reconocimiento oficial a su
posible relación de parentesco. Tenía la impresión de que el emperador quería algo
más de tiempo para conocerle antes de tomar una decisión, a pesar del gran paso dado
la noche anterior.
Las clases y la enseñanza no casaban en demasía con el espíritu alegre y
desenfadado del castellano, el cual hubo de esforzarse durante horas para no cabecear
de sueño mientras su improvisado tutor explicaba, con monótona letanía, los distintos
puestos, vestimentas y acciones de los familiares imperiales en la procesión del lunes
de Pascua. La minuciosidad de los detalles y la organización de los eventos
palaciegos resultaba pasmosa para Francisco, el cual casi se cae del asiento cuando
escuchó, asombrado, que hasta disponían de un libro completo, escrito siglos atrás,
dedicado a codificar dichos rituales. Entre las distintas explicaciones que el
rechoncho funcionario recitaba, casi sin un momento de silencio, Francisco volaba
con su imaginación, adelantando los acontecimientos de aquella tarde, en la que
pretendía volver a cruzarse con esa preciosa joven de esquiva sonrisa, girando en
algún momento dichos pensamientos, a una oscura trama del emperador para
deshacerse de él matándolo de aburrimiento por medio de sus más cansinos
cortesanos. De hecho, llegaba a desear que los turcos asaltaran la ciudad, con tal de
disponer de una excusa para escapar a la carrera de la lección.
Finalizada la enseñanza, con el terror incrustado en el cuerpo al pensar que al día
siguiente se sucedería otra sesión de tortura protocolaria, Francisco se dispuso a
recorrer el palacio en busca de su casi desconocida dama, así como de un lugar donde
poder disponer de un ambiente más íntimo y romántico, que facilitara el acercamiento
y la distensión. Por un momento se encontró tentado de preguntar a su nuevo

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maestro, pero desechó inmediatamente la idea, primero por el aspecto de su
disertador, el cual era más que probable que no hubiera visto una mujer fuera de un
libro desde hacía años y no conociera lugar más romántico que el escritorio y la
biblioteca y, segundo, aterrado por la posibilidad de que existiera un profuso
ceremonial, con varios meses de aprendizaje, para cortejar a las bizantinas. Sólo de
pensarlo sintió un escalofrío, prefiriendo actuar sin conocimiento para poder alegar
ignorancia llegado el caso. Francisco se había considerado siempre un hombre de
coraje, pero aquel escriba huraño le comenzaba a inspirar más miedo que un oso
pardo de los montes de su tierra.
Durante su periplo a través de pasillos y estancias en busca de un sitio adecuado
para mantener una conversación con un mínimo de intimidad, desechó el patio
interior por ser lugar de paso, atravesado por numerosos guardias y funcionarios,
moviéndose de una sala a otra del palacio. También evitó la galería de amplios
ventanales donde se encontraron la primera vez, repetir el lugar podría dar a entender
que carecía de imaginación o, peor aún, que se pasaba el día revoloteando en los
alrededores desesperado por encontrarse de nuevo con ella. Después de un buen rato
deambulando por los distintos pisos del edificio, se topó tras una puerta enrejada con
un amplio jardín que, aunque sin duda habría vivido días mejores, se mantenía en un
estado aceptable, disponiendo de una fuente en uno de sus lados, rodeada de bancos
de piedra cubiertos de hojas, indicativos del poco uso recibido. El lugar perfecto.
El último aunque no menos importante paso a realizar, consistía en encontrar a la
dama en cuestión, cosa singularmente difícil, dado que no conocía de ella más que su
nombre. No sabía si residía en palacio, si se encontraba de paso, tal vez fuera la hija
o, peor aún, la esposa de algún noble que acudía esa noche a la cena, aunque la
impresión que tenía, por lo poco que hablaron, es que vivía entre esos muros.
Dado que sus conocimientos sobre su nueva residencia eran escasos, decidió que
un lugar era tan bueno como otro para salir al encuentro de la bella joven,
comenzando un lento vagar por los distintos pasillos. Durante ese tiempo, Francisco
pudo comprobar de primera mano la escasez de recursos económicos que asfixiaba a
la corte bizantina. Aún no sabía que, antes de la irrupción de los cruzados en 1204, el
palacio era admirado por sus patios de mármol, su gran sala central construida con
pórfido y sus innumerables estatuas y adornos. El lujo de los emperadores bizantinos
se mostraba en cada detalle, en la rica decoración, los vistosos mosaicos e incluso en
la vajilla de oro con la que se celebraban los banquetes en palacio. Sin embargo el
saqueo de los latinos centró uno de sus puntos en Blaquernas, arrasándolo
completamente. El mármol fue levantado y las estatuas enviadas a Occidente o
derribadas en la refriega. Todo el oro, incluso el laminado que decoraba las paredes,
fue objeto del pillaje. Costó mucho esfuerzo y grandes sacrificios restaurar el palacio
para convertirlo en habitable nuevamente, aunque no con el antiguo esplendor. Nunca

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hubo dinero suficiente para excesivos lujos después del gobierno de los emperadores
latinos. Excepto en las partes principales, las dedicadas al emperador y a las
recepciones de diplomáticos y nobles extranjeros, muros, mosaicos y mármoles se
encontraban sustancialmente deteriorados, por el paso del tiempo y la falta de
cuidados. El numeroso grupo de funcionarios y trabajadores se amontonaba en pocas
dependencias, lo cual, aunque inevitablemente incómodo para el trabajo y la vida en
la corte, facilitó enormemente la labor del castellano, quien, con algo de labia y
mucho de experiencia sonsacando información, consiguió averiguar que existía una
dama llamada Helena dedicada al cuidado de las estancias de la basilisa, en previsión
de su llegada.
La suerte es de los audaces, según comentaba un viejo dicho popular castellano y,
ciertamente, Francisco pensaba dar todas las facilidades a la diosa de la fortuna
cuando se adentró en la zona destinada a la futura emperatriz, sin embargo siempre
existían impedimentos, muchos de ellos insalvables.
—Lo siento, no podéis pasar.
El fornido guardia que custodiaba el acceso a las habitaciones imperiales no
parecía dispuesto a caer en las redes de la carismática charla de Francisco. Tampoco
mostraba ningún interés o deferencia hacia su relación con el emperador. Al parecer
el castellano se había topado con uno de esos escasos soldados que cumplen con su
deber a pies juntillas, lo cual sorprendía enormemente al joven noble, acostumbrado a
la laxa disciplina de las milicias castellanas e italianas, cuya obstinación siempre se
disolvía con algo de conversación, unas monedas o la promesa de un trago. Con el
rubio coracero, perteneciente sin duda a la guardia varenga, de anchas espaldas y
mirada hosca, sus intentos de acercamiento y soborno resultaban, de hecho,
perjudiciales, ya que Francisco pudo observar cómo el hombre acentuaba la fría
mirada a cada momento.
A punto de darse por vencido y buscar una ruta alternativa, la puerta de bronce
esculpida que con tan férrea disposición custodiaba el estólido guardia se abrió con
suavidad, anticipando la aparición de una hermosísima joven, de ojos ligeramente
rasgados y ajustada túnica de un blanco casi transparente, cuya sola visión consiguió
que ambos dulcificaran sus expresiones.
—¿Hay algún problema? —preguntó con voz suave al ver cómo las miradas se
clavaban en ella.
—Intenta acceder a las estancias de la emperatriz —respondió el guardia,
recuperando el gesto adusto.
—No hemos tenido el gusto de ser presentados —comentó el castellano—. Soy
Francisco de Toledo, pariente del emperador, y me encontraba aquí casualmente
cuando he tenido un percance con este soldado, el cual, al parecer, me ha
malinterpretado, dado que no era mi intención forzar la entrada en ningún recinto

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privado.
El guardia dejó escapar un tenso soplo, mientras clavaba sus ojos furibundos en
Francisco, cerrando los puños. Por un momento el castellano temió que se le arrojara
encima, pero afortunadamente la disciplina de la guardia varenga mantenía gran parte
de su justificada fama.
—¿Y cuál era vuestra intención? —preguntó la joven ladeando ligeramente la
cabeza—. Tal vez pueda serviros de ayuda.
La última frase se encontraba cargada de un tono dulce y meloso que, unido a la
fría pero intensa mirada de aquellos ojos castaño claro, hicieron que Francisco, por
primera vez en mucho tiempo, se quedara casi sin palabras.
—Ninguna en realidad, bueno, pudiera decirse que sí, es decir, no… sólo pasaba
por aquí.
Una nueva figura femenina apareció por la abertura de la puerta, quedando tan
sorprendida como la anterior al encontrar una pequeña congregación tras el umbral.
—¡Jesús! ¿Qué es lo que ocurre?
—Un curioso que intenta entrar donde no debe —repitió el guardia, rogando para
que la nueva aparecida le ordenara desalojarle por la fuerza.
—Volvemos a encontrarnos —comentó Francisco con una sonrisa—. Este palacio
es más pequeño de lo que parece.
—¿Conocéis a este hombre? —preguntó el decepcionado militar.
—Sí, nos encontramos ayer, Francisco de Toledo si no recuerdo mal —respondió
Helena con ironía—. Has actuado correctamente —añadió dirigiéndose al soldado—,
aún no sé si es persona de fiar.
—Gracias, señora —concluyó el guardia sin mucho convencimiento.
—Me herís en lo más profundo con vuestras palabras —comentó Francisco con
tono divertido—, pensé que os había impresionado vivamente en nuestro anterior
encuentro.
—Me atrevería a afirmar que todos vuestros encuentros se salen de lo común —
replicó Helena.
—¿Me necesitáis para algo más? —intervino la primera de las damas que habían
aparecido ante los ojos del castellano.
—No, Yasmine, puedes irte, por hoy hemos acabado.
La joven turca se retiró en silencio, no sin antes dirigir una última mirada cargada
de intensidad al recién llegado pariente imperial, el cual disimuló como pudo las
ganas de seguir con la vista su figura, manteniéndose estoicamente indiferente, a
sabiendas de la mala impresión que produce en una mujer que un hombre mire a otra
de reojo.
—Ya que esta feliz coincidencia nos ha vuelto a reunir, espero que podamos
retomar nuestra conversación de ayer —comentó Francisco—. Apenas cruzamos

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unas palabras.
—¿Por qué no? Así tendréis ocasión de explicarme este pequeño embrollo.
—En realidad no ha sido tal, una simple confusión, aunque —continuó con voz
baja y acercándose a ella— agradecería que cambiáramos de lugar, no creo que le
caiga demasiado bien al guardia.
Helena sonrió mirando al soldado de reojo, el cual se mordía el labio de rabia,
tratando de imaginar lo que el castellano había comentado y que no alcanzó a
escuchar. Asintió a la proposición y comenzó a caminar con Francisco pegado a su
lado.
—¿Quién era esa joven?
—Yasmine, mi ayudante. Llegó hace unos meses como regalo de Giaccomo
Badoer, uno de los banqueros italianos más importantes de la ciudad.
—¿Es una esclava?
—Sí, aunque espero que pronto el emperador le conceda la libertad; comparte la
opinión de muchos de nosotros, que la esclavitud es algo denigrante e indigno de
buenos cristianos.
—Si es esclava no será cristiana.
—No sabría decirlo, me acompaña los domingos a la iglesia y conoce nuestra
religión, pero no pondría la mano en el fuego, es muy reservada, no comenta nada de
índole personal. Sin embargo profesar una religión diferente no es motivo para
esclavizar a nadie.
—Extrañas palabras dichas por alguien que ve cómo su ciudad está a punto de ser
asediada por los turcos. La esclavitud es algo común, tanto en nuestro lado como en
el musulmán, no esperéis libraros si perdemos esta batalla.
—Dios predicó el amor a todos los hombres, no sólo a los cristianos. Si el sultán
nos ataca le combatiremos, pero la guerra no puede hacer que dejemos de lado
nuestras creencias y actuemos como bárbaros.
—La guerra hace que se tambaleen las ideas más firmes. ¿No la teméis o acaso
pensáis que Dios os protegerá de todo mal?
—No soy tan fuerte como podéis creer, me asusta pensar en los días que nos
esperan, rezo a diario para que ocurra algo que evite esta insensatez.
Desgraciadamente la codicia del sultán por nuestra ciudad no para de crecer. Y sí,
debo decir que siento que el Señor nos protege, siempre ha cuidado de
Constantinopla, no dudo que estará a nuestro lado cuando más le necesitamos,
incluso a pesar de que nosotros sacrificamos nuestras creencias por un poco de ayuda.
—¿Os referís a la unión de las Iglesias?
—Sí, hemos cedido ante el primado del Papa de Roma, hemos celebrado los ritos
latinos en la sagrada Santa Sofía y no hemos visto hasta ayer ni un barco, ni un
soldado, ni una señal de la esperada ayuda de Occidente. Muchos culpan a los latinos

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de la situación, sin embargo seguimos rezando para que nos asistan y les vitoreamos
al verlos llegar. Es una situación extraña y como tal no se puede pedir demasiada
comprensión.
Helena se mantuvo un rato en silencio, mientras sus pasos se encaminaban,
hábilmente dirigidos por Francisco, hacia el jardín cercano, anexo al palacio. En su
mente recordaba aquel día de diciembre, cuando se celebró la esperada unión
eclesiástica, claudicación para muchos, entre la Iglesia latina y la Iglesia ortodoxa.
Fue en Santa Sofía, con asistencia de toda la cúpula de la corte bizantina, encabezada
por el emperador, así como los enviados papales, el moderado cardenal Isidoro y el
aborrecido arzobispo Leonardo de Quíos. Ella había dudado en acudir al evento,
luchando entre la opción más pasional, mantenerse firme a su fe tal como predicaba
furiosamente el inamovible Genadio, y la más fría y calculada, ceder ante la
evidencia de que Occidente no enviaría ayuda a no ser que se cumplieran las
condiciones exigidas por el Papa; esta última ganó la batalla y aún, meses después, no
lograba decidir si había actuado correctamente.
Francisco se adentró en el jardín conduciendo a la melancólica Helena hacia el
banco descubierto en su anterior paseo por el palacio. La conversación no se
encaminaba por los románticos derroteros que él habría deseado y ahora trataba de
encontrar algún tema algo más alegre y distendido que el actual. Sin embargo, notaba
cómo crecía en su mente la idea de que una venda ocultaba la realidad de aquella
ciudad. Desde que había puesto pie en ese puerto, no se había presentado ante sus
ojos más que la multitud jubilosa y la vida de palacio; ahora comenzaban a aflorar los
sentimientos, los pensamientos ocultos tras un primer vistazo, la triste y dolorosa
verdad tras la púrpura imperial. La decadente Constantinopla luchaba denodadamente
por sobrevivir, recogiendo cada aliento, cada día, como si fuese el último, con la sola
esperanza de vivir un nuevo amanecer, siempre pendiente de un destino incierto. Por
su futuro había sacrificado hasta lo más sagrado, su fe, y no por ello el horizonte se
despejaba de negros presagios. Comenzó a notar una sensación extraña, como un
ahogo, un inquietante peso que aparecía cuando pensaba que él era uno de tantos en
los que ahora los habitantes depositaban su confianza.
Llegó como un aventurero, ávido de comodidades, con la idea de una espléndida
temporada de deleites con algún interludio violento, para darse de bruces con una
población en estado miserable, ansiosa de esperanza. Nunca antes se había enfrentado
a una situación semejante; en la rica Italia, rodeado de banqueros y mercaderes, de
lujo y ríos de dinero, resultaba fácil retener indefinidamente las monedas ajenas, ya
que ninguno de aquellos a los que vaciaba la bolsa con préstamos no satisfechos se
resentía verdaderamente, salvo en el orgullo. Ahora, por vez primera, notaba un
cierto apuro al pensar en su situación allí. Pensó finalmente que los nervios por un
posible rechazo del emperador a su endeble coartada eran los que le atenazaban, por

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lo que trató de concentrarse en la conversación y en Helena.
—Podríamos sentarnos durante un momento —comentó Francisco tratando de
encontrar un nuevo tema sobre el que desviar la charla—. Necesito un descanso
después de tan ardua mañana.
—¿Habéis estado ocupado con asuntos de estado?
—No exactamente; esta mañana la he pasado escuchando a un hombre bajito y
rechoncho, de ojos diminutos, que hablaba sin parar de ceremonias y tratamientos
reales. Reconozco que he estado a punto de fallecer entre tanta divagación, necesito
un poco de aire fresco que me despeje las ideas. Entiendo que todas las cortes tienen
sus reglamentaciones, pero me resulta totalmente increíble que exista gente capaz de
conocerlas e incluso deleitarse en ellas. No creo que pueda soportar durante mucho
tiempo a alguien así, y lo peor es que me temo que tendré que continuar con la
tortura.
Helena, que hasta ese momento se había sentado en el banco y centraba su
atención en colocar adecuadamente su estola de seda, miró a Francisco con sorpresa
según hablaba, abriendo sus hermosos ojos a la vez que esbozaba una incipiente
sonrisa.
—Este es entonces un buen lugar para que olvidéis al hermano Lotario.
—¿Le conocéis?
—Fue él quien me enseñó todo sobre mi trabajo.
—Casi me da miedo preguntar, pero ¿cuál es vuestro cometido en palacio?
—Soy protovestiaria, dama de compañía de la futura emperatriz, y como tal una
de mis tareas principales es instruirla en todo lo relacionado con el protocolo que
conlleva su cargo. En cierta medida soy como el hermano Lotario, pero en mujer —
añadió Helena mientras sonreía divertida.
—Me temo que he quedado como un estúpido. Qué me recomendáis, ¿el cilicio o
el látigo?
Helena rio con la última frase; esa era la primera vez que él oía su risa, tímida y a
la vez sincera, acompañada de un movimiento de su mano para tratar de colocar ese
rebelde mechón de pelo, inasequible a cualquier peinado, que le caía, ondulado, por
la frente.
—Os reís —afirmó él—. ¿Significa eso que no tendré que flagelarme?
—No será necesario —respondió ella alegremente—. Tan sólo espero que mi
compañía no sea la continuación de la tortura matinal.
—En absoluto, de haberos tenido como profesora aún seguiría en mi cuarto,
embelesado, atendiendo explicaciones sobre el puesto del espadero mayor.
—No sé si tengo aptitudes para la enseñanza, aún no he podido practicar con
nadie.
—¿Cuándo llegará la emperatriz? Supongo que tendrá que esperar a que todo esto

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termine.
—Se ha enviado una embajada, pero los preparativos llevan tiempo, el viaje
desde Georgia es largo y, evidentemente, hasta que la ciudad no se encuentre a salvo
de todo peligro no se arriesgará a la emperatriz en un trayecto semejante.
—Ya que tanto sabéis de protocolo, ¿podéis decirme si es adecuado para dos
miembros de la corte tratarse con algo más de familiaridad, o tendré que hablaros de
vos hasta cumplir cincuenta años?
—Yo soy una simple dama, cuando se trata a un familiar del emperador…
—Presunto familiar —añadió él con rapidez—. Aún no tengo el beneplácito
oficial.
—Renunciáis a vuestro linaje con facilidad.
—Sólo entre nosotros —comentó él bajando la voz, como si temiera posibles
espías en los alrededores—, hasta que el emperador me bese en público os permito
que me llaméis Francisco.
Ella volvió a reír, mirándolo después directamente a los ojos aún con la sonrisa en
los labios. Su rostro irradiaba una luz especial, una sincera calidez que resultaba
prácticamente irresistible.
—Francisco —dijo ella, casi con un susurro, en un tono tan suave que al
castellano nunca le había sonado mejor su nombre—, creo que necesitas más clases
de protocolo.
—No, por Dios —respondió él demudando la cara en un gesto de infinito terror al
tiempo que se llevaba la mano al pecho como si le fuera a dar un infarto, mientras
ella sonreía ante la ocurrencia—, cuánta crueldad en tan bello rostro. —Me gusta el
modo en que sonríes-añadió—. Conviertes este pequeño jardín en un edén.
—Vas a conseguir que me ruborice —comentó ella bajando la mirada con timidez
—. No estoy acostumbrada a los halagos.
—Me cuesta creerte.
—Por favor, no sigas, apenas nos conocemos.
—Eso se puede solucionar fácilmente, háblame un poco de ti, de dónde eres, qué
misterioso camino te ha conducido hasta la corte y, sobre todo, si estás casada o
prometida.
—Soy de Mistra, en el Peloponeso, y mi vida no tiene aventuras ni sobresaltos,
mi padre era funcionario al servicio del emperador, cuando aún era déspota de Morea.
Tal vez Esparta fuera grande y poderosa en la Antigüedad, pero la Mistra que ahora
ocupa su lugar es apenas una villa que no merece siquiera el calificativo de ciudad.
Sin embargo allí me crie felizmente. Nunca nos sobró el dinero, pero mis padres se
las arreglaron para darme una educación y, a través del secretario imperial, conseguir
que me aceptaran para mi actual cargo.
—¿Y tus padres?

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—Murieron hace unos años. Vinieron a Constantinopla unos días antes de que se
desatara la última plaga.
—¿Y no tienes hermanos u otros parientes?
—Tan sólo un hermano de mi padre, del que apenas sé nada. La corte es ahora mi
casa y mi familia.
—Deduzco por tus palabras que no te has casado.
—No, el amor es una bendición que aún no he vivido —respondió ella con
timidez—. Me gusta creer que el Señor tiene reservado un plan especial para mí.
Cuando aún me encontraba en Mistra, de niña, muchas tardes mis amigas y yo
imaginábamos cómo serían nuestros futuros esposos, elucubrando sobre el lugar en el
que viviríamos o los hijos de los que cuidaríamos. Luego el tiempo pasa, la edad
adulta llegó de repente con la muerte de mis padres y aquello borró con violencia mis
antiguas ilusiones. Mi trabajo en palacio centra ahora mi vida y aún he de dar gracias
a Dios por lo que me ha concedido, de no ser por el secretario imperial no puedo
imaginar qué sería de mí.
—¿Jorge Sfrantzés?
—Sí, supongo que le conoces.
—Desde luego, se sentaba a mi lado en la cena de ayer, parece un hombre
honesto e inteligente, muy cercano a Constantino.
—Era amigo de mi padre —afirmó Helena—. Él y el emperador son íntimos
desde hace años.
Francisco mantuvo unos segundos de silencio, fijándose en su rostro, deleitándose
con sus brillantes ojos, que se mostraban esquivos, ocultando la luz de sus pupilas en
cada ocasión que él fijaba la mirada en su clara luminosidad. En el momento en que
Francisco se disponía a retomar la conversación, una nueva voz sonó frente a ellos.
—¿Francisco de Toledo?
El sirviente apareció como surgido de la nada, a pocos metros de distancia,
ligeramente encorvado y con los brazos pegados al cuerpo, como si quisiera con su
postura disculparse por su intromisión.
—Sí, soy yo —respondió el castellano un tanto sorprendido por la interrupción.
—Disculpadme, el secretario imperial me manda a buscaros para que os conduzca
a una reunión.
—¿Y ha de ser ahora mismo?
—En efecto —afirmó el recién llegado con visible turbación—. Si no os importa
seguirme…
—Los deberes te reclaman —intervino Helena con un suspiro—. Espero que el
emperador no te llame para besarte, me ha gustado saltarme el protocolo por un
momento.
—¡Dios me libre!, Constantino no es exactamente mi ideal de amante —comentó

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él mientras se levantaba, despertando una nueva sonrisa en su bella acompañante—.
Esperaba tener algo más de tiempo. No conozco apenas a nadie en la ciudad, ¿podrías
ejercer de anfitriona y enseñarme sus monumentos?
—No sería adecuado que paseáramos a solas por la calle, pero el domingo nos
veremos en misa, casi todos en palacio se acercan a seguir la liturgia a San Salvador
de Chora.
—Hasta el domingo entonces —replicó Francisco mientras se alejaba siguiendo
al sirviente—. Por cierto, ¿qué día es hoy?
—Martes —respondió ella riendo.
—¡Martes!, me acabas de partir el corazón.
Helena rio la última ocurrencia del joven castellano. Aún sentada en el banco,
observó cómo se alejaba siguiendo al enviado del secretario, volviéndose de vez en
cuando para saludarla antes de perderse por el umbral. Permaneció algún tiempo en el
jardín, sonriendo mientras recordaba el desenfadado descaro de Francisco, muy
diferente a la orgullosa superioridad que mostraban la mayoría de los habitantes
latinos de Constantinopla. Su carácter alegre parecía contagiarse y se sorprendió al
descubrirse deseando que la semana se acortara para poder llegar al domingo cuanto
antes.

—Habréis tardado un buen rato en encontrarme —comentó Francisco a su guía


mientras le seguía a través de pasillos y escaleras del palacio.
—En realidad no, el secretario imperial me ha indicado dónde os debía buscar.
—¿Y cómo lo sabía él?
—El secretario imperial sabe todo lo que ocurre en palacio —respondió el
sirviente bajando ostensiblemente la voz, como si temiera que alguna de las figuras
detalladas en los dorados mosaicos de las paredes se pudiera transformar en cualquier
momento en un secreto informador.
El joven castellano asintió en silencio mientras se preguntaba si su
comportamiento no estaría siendo observado por algún agente del emperador. En todo
el día no había notado hecho relevante alguno que le impulsara a sentirse vigilado y, a
decir verdad, algunas de las indagaciones realizadas sobre el paradero de Helena
podían llegar con facilidad a oídos de Sfrantzés. A pesar de ello decidió mantenerse
alerta respecto a aquellos con los que se cruzaba.
Tras un corto trayecto hacia la zona más noble y mejor cuidada de palacio, su
acompañante le indicó finalmente una doble puerta de bronce dorado, con su
superficie densamente tallada con imágenes bíblicas de la Pasión de Cristo,
custodiada por dos robustos espaderos de anchas espaldas embutidos en sus corazas,
que le observaron de arriba abajo antes de cederle el paso a la sala interior. En ella, de
tamaño no muy extenso para tan lúcida entrada y con las paredes cubiertas de
inmensos tapices dorados de seda, una gran mesa de madera oscura con uno de sus

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lados largos recto y el otro ovalado, formando una enorme D, proporcionaba el marco
junto al cual casi una docena de personas se entremezclaban en pequeños grupos que
charlaban en casi tantas lenguas como asistentes. Entre ellos, Francisco reconoció a
algunos de los presentes en la noche anterior, Girolamo Minotto, baílo de Venecia,
junto con Gabriel Trevisano, capitán al mando de la flota, el cónsul catalán, Pere
Juliá, que conversaba animadamente con Giustiniani y Mauricio Cattaneo, dos
personajes con coloridos caftanes de corte oriental y elaborados turbantes de seda que
observaban al resto de la concurrencia con seriedad y, por último, en el extremo
opuesto de la sala, dos clérigos que se mantenían en silencio y apartados del grupo.
Apenas Francisco se hubo acercado a Giustiniani, el cual le recibió con alegría,
otra puerta situada enfrente de la anterior, se abrió para dar paso a Constantino,
acompañado de Jorge Sfrantzés, Lucas Notaras y Teófilo Paleólogo. Las
conversaciones finalizaron y todos saludaron cortésmente al emperador antes de
ocupar sus puestos alrededor de la mesa. El castellano trató de recordar en ese
momento sus primeras clases de protocolo, para ubicarse correctamente entre los
asistentes, sin embargo su desorientado intento no sólo carecía de acierto, sino que
produjo un pequeño revuelo de sillas y excusas ante la reprobatoria mirada del
secretario imperial. Una vez todos se encontraron sentados, con Francisco entre los
dignatarios turcos y el cónsul catalán, Constantino comenzó la reunión.
—Sé que este consejo se ha convocado con urgencia y, por ello, doy las gracias a
todos por su asistencia. El motivo de este encuentro es que el recién nombrado
protostrator, Giovanni Giustiniani Longo, nos adelante sus conclusiones sobre la
situación militar de la ciudad según la inspección realizada esta mañana. Al parecer
ha encontrado puntos importantes sobre los que es necesario discutir y, para evitar
pérdidas de tiempo innecesarias, he creído conveniente reunir a algunos de los
notables de Constantinopla en representación de sus delegaciones.
—Si me permitís, majestad —intervino Sfrantzés—, presentaré a los asistentes,
dado que algunos de ellos no se conocen entre sí.
—El capitán Giustiniani —comenzó el secretario tras el asentimiento de
Constantino— ha sido nombrado jefe de la defensa de la ciudad por el emperador,
con la aquiescencia de los nobles venecianos, catalanes o pisanos, así como el resto
de colonias extranjeras que se encuentran en Constantinopla. Junto a él, ha solicitado
la presencia de Mauricio Cattaneo y Francisco de Toledo.
Con cada presentación del secretario imperial, el interpelado se levantaba
cortésmente a saludar con una inclinación al resto de concurrentes y, aunque
Francisco actuó como los demás, sintió una leve decepción al comprobar que
Sfrantzés había omitido su parentesco con el emperador. El secretario continuó con
seriedad por los representantes venecianos y el cónsul catalán. Los dos religiosos que
asistían a la reunión, el cardenal Isidoro, representante papal, y el arzobispo Leonardo

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de Quíos, invitado de última hora debido a su insistencia, mantuvieron actitudes
opuestas. Mientras el anciano cardenal saludó sonriente y cordial a la concurrencia, el
adusto arzobispo se mantuvo sentado, observando con fijeza a los dos asistentes de
aspecto oriental, hecho que no pasó desapercibido por los integrantes de la corte
bizantina.
—Por último —finalizó Sfrantzés— se encuentra entre nosotros el príncipe
Orchán, pariente del sultán y, por tanto, posible pretendiente al trono turco.
—No entiendo qué interés puede tener la asistencia de un infiel a esta reunión.
La intervención del arzobispo Leonardo sorprendió a todos los presentes, excepto
al propio Orchán, el cual observaba al religioso con serenidad, acostumbrado a este
tipo de desplantes por su condición de musulmán.
—El príncipe ha ofrecido su colaboración y la de sus servidores en caso de asedio
—respondió Sfrantzés con calma—. Se juega tanto como nosotros o incluso más. De
caer la ciudad en manos del sultán, todos los presentes somos conscientes del trato
otorgado por Mahomet a los posibles pretendientes al trono.
Aunque la mayoría de los asistentes asentía las palabras del secretario imperial,
Francisco no sabía a qué trato se refería, ni lo que acostumbraba el sultán respecto a
sus parientes. A pesar de ello prefirió permanecer en silencio antes que interrumpir la
tensa conversación con torpes preguntas, sobre todo después de su nefasta actuación
en el momento de sentar a los integrantes del consejo.
—A los turcos les derrotará el poderoso brazo del Señor —afirmó el arzobispo
Leonardo con rotundidad—. Yo no fiaría una sola alma cristiana a la defensa de un
musulmán, ni mucho menos daría armas a un grupo de turcos dentro de las murallas
para que, con añagazas y traiciones, abran las puertas después de negociar un acuerdo
con sus correligionarios. ¿Acaso no estamos entre caballeros cristianos? ¿Para qué
necesitamos el auxilio de los bárbaros teniendo a Cristo Todopoderoso de nuestro
lado?
—Mi fe en Dios no tiene límite —intervino Giustiniani, antes de que el
megaduque Notaras, rojo de indignación, tomara la palabra—, pero como no soy un
cristiano perfecto, mi débil carne se siente más reconfortada ante el enemigo cuanto
mayores son las tropas queme acompañan. Si el emperador, aquí presente, ha
decidido que el príncipe turco es digno de confianza y un buen aliado contra el sultán,
seré el primero en agradecerle su colaboración y aceptarle en mis filas.
—¡Eso es casi blasfemo! —rugió el arzobispo Leonardo.
El cardenal Isidoro había permanecido callado hasta ese momento, observando la
escena con sus vivaces y penetrantes ojos. A pesar de sus casi setenta años y su frágil
aspecto, mantenía la mente en permanente vigilia, utilizando sabiamente sus
conocimientos de su patria natal, Bizancio, y su profunda cultura para mantener una
práctica posición conciliadora desde su llegada, lo que le hacía acreedor de la

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confianza del Papa. Cuando comenzó a hablar lo hizo en tono intencionadamente
bajo, para obligar a los asistentes a mantener el silencio a la vez que calmaba los
ánimos.
—Mi querido compañero, tal vez pueda parecer extraño a vuestros ojos que
cristianos y musulmanes puedan llegar a un acuerdo e, incluso, combatir codo con
codo contra un enemigo común. Es mi deber recordar que esta situación ya se ha
dado con anterioridad en numerosas ocasiones, podría dar fe de ello el joven
castellano aquí presente, dado que en su reino han coexistido varias religiones
durante años. Los caminos del Señor son infinitos y Él, en su omnipotente sabiduría,
no habría situado aquí al príncipe Orchán para dañar una ciudad que se encuentra
bajo su protección y la de la Santa Virgen.
—Ya, pero…
—Además —continuó Isidoro cortando la réplica del arzobispo— sería un
desprecio a los dones del Altísimo el que nos empeñáramos en ignorar las
oportunidades que nos ofrece. Tenemos a nuestro lado un nuevo aliado, que podría
ser útil a la causa del Señor, y rechazar su concurso nos aproximaría al pecado de
soberbia, eso sin contar que iría en contra de toda lógica militar.
—En realidad…
—Por último —interrumpió de nuevo Isidoro, provocando que el arzobispo se
removiera, incómodo, en su asiento—, ya que entramos en el tema de la milicia,
aprovecho para finalizar mi intervención entregando las tropas que el Papa me ha
confiado al mando del caballero genovés al que el emperador, con mi total
aprobación, ha nombrado comandante en jefe. Si de algo sirve mi concurso y el del
arzobispo, no dudéis en solicitar nuestra ayuda.
—Es un gran honor —respondió el genovés—. Espero estar a la altura de la
confianza depositada en mí.
—Agradecemos el gesto —intervino Lucas Notaras, visiblemente más calmado
aunque con expresión seria—, aunque más agradeceríamos que el Papa enviara una
ayuda de mayor porte, los doscientos soldados que os acompañan no son en absoluto
suficientes y quiero recalcar que la solicitada unión de las Iglesias ya se ha producido.
—En vuestro corazón, los bizantinos seguís siendo unos herejes —aprovechó
para espetar de nuevo el arzobispo—. ¿Cómo osáis solicitar ayuda sin antes renegar
de vuestra impura fe? ¿No fuisteis vos el que gritó que prefería el turbante del sultán
al capelo del cardenal?
—Y volvería a hacerlo —afirmó Notaras dando un puñetazo en la mesa—. Sois la
representación de todo aquello por lo que nunca aceptaremos de buen grado la
jefatura papal. Roma se considera el ombligo del mundo, tejiendo redes para
dominarlo todo, ¡si ni siquiera habéis sido invitado a esta reunión!
—¡Caballeros! —Constantino intervino poniéndose en pie, acallando las

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respuestas con la mirada—, estas discusiones no tienen sentido, cada pelea que se
produce entre nuestras filas nos debilita. La prueba que nos espera es temible de por
sí, no demos al enemigo más facilidades de las que ya posee. En juego está la
existencia misma de esta ciudad y la libertad y la vida de todos los que en ella
habitan. Si las palabras no van a contribuir a reforzar nuestra posición frente al sultán,
mejor dejar que se mantenga el silencio.
La reprimenda del emperador hizo agachar la cabeza al megaduque, mientras que
el arzobispo se mantuvo callado, con una mueca de resignación marcada en su rostro.
Tras unos segundos de tensas miradas, Constantino prosiguió:
—Nuestra aceptación de la unión con la Iglesia latina no es fruto de la
precipitación ni del momento —Constantino miraba a Lucas Notaras mientras
pronunciaba estas palabras—, ha sido meditada conscientemente. Tal vez el pueblo
no acabe de entender la situación, pero es algo que se resolverá con tiempo, paciencia
y oración, no con castigos ni quema de herejes —añadió clavando sus ojos en el
arzobispo, el cual se mantuvo cabizbajo sin atreverse a cruzar su mirada con la del
emperador—. Bien es verdad que la ayuda prometida por el Papa no se ha satisfecho
y, aunque la presencia del cardenal Isidoro y sus tropas es un prometedor comienzo,
si el Santo Padre está de verdad decidido a auxiliarnos no puede demorarlo más.
—Las últimas noticias que me han llegado de Roma —comentó Isidoro—
indicaban que se trataba de conseguir transporte para fletar tres barcos con
suministros para la ciudad. Por otro lado, se han entablado conversaciones con
Venecia para el envío de una flota, aunque esto llevará más tiempo. Lamento no
poder acreditar más detalles, el bloqueo del sultán también afecta a mi
correspondencia con el Papa.
El cardenal Isidoro, prudentemente, no quiso crear más polémica involucrando a
los venecianos, pero se encontraba francamente preocupado por el último mensaje
recibido de la ciudad eterna. En él se comentaba que Venecia se negaba a colaborar
con el Papa, aduciendo que le adeudaba dinero de cuatro galeras alquiladas diez años
atrás y, más preocupante aún, se hacía referencia a un cada vez más enrarecido
ambiente en Roma, con riesgo de que estallara una revuelta.
—Tendremos que valernos con nuestros propios recursos —sentenció Giustiniani
—. Unidos presentaremos un frente compacto al sultán, aunque, para poder realizar
planes más concretos, necesitaría saber cuáles son las fuerzas que la ciudad puede
poner a nuestro servicio.
—Disponemos de un modesto contingente —respondió Lucas Notaras—, apenas
medio millar, al que sumar la guardia de palacio, los arqueros y ballesteros cretenses
y, por último, los oikeioi, caballeros al servicio del propio emperador.
—¿Y la guardia varenga? Al menos sé de uno que parece capaz de enfrentarse
con una docena de contrarios —intervino Francisco recordando al soldado que

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custodiaba las puertas tras las que surgió Helena.
—Son apenas medio centenar, con funciones básicamente ceremoniales. Su valor
y disciplina pueden ser tan elevados como en otros tiempos, pero su escaso número
les resta cualquier importancia significativa. Aparte de las tropas oficiales tan sólo
podemos contar con las milicias ciudadanas de los distintos barrios de la ciudad.
—Respecto a nuestros ciudadanos —añadió Girolamo Minotto con cierto orgullo
—, reclutaremos a los marineros de los barcos en puerto que puedan distraerse de los
buques mercantes, aquellos ciudadanos en edad y condición militar y los pocos
soldados presentes. En conjunto, añadiendo pisanos, ragusanos, florentinos y otros
italianos que se han sumado a nuestra causa tal vez podamos alistar a un millar, sin
contar con los que permanecerán en las galeras de guerra.
—Es una excelente y generosa contribución —afirmó Giustiniani— que hace
honor al renombre de Venecia. Génova aportará un número similar cuando Mauricio
Cattaneo acabe su misión de reclutamiento en la vecina colonia de Pera y, aunque sea
faltar a la modestia, debo añadir que mis tropas están perfectamente armadas y
entrenadas. Sin embargo, lamento comunicar que el primer problema que se presenta
es defender una muralla de catorce kilómetros de longitud con apenas tres mil
soldados, tarea prácticamente imposible. Necesitamos urgentemente defensores.
—Sé que mi concurso no es del agrado de todos —comentó el príncipe Orchán
con voz suave, mientras el arzobispo Leonardo suspiraba enojado—, sin embargo
ofrezco mi guardia y a mis acompañantes para ayudar en la defensa.
—Os doy las gracias —comentó el emperador— y considero un honor teneros a
nuestro lado. También realizaremos nuevos reclutamientos entre la población, aunque
llevará tiempo. Dado que la llegada de otra ayuda se antoja improbable, hasta
entonces debéis sostener la ciudad con las fuerzas actuales. Sin contar con la
desventaja numérica, ¿cómo veis la situación?, y ¿cuál será vuestra primera decisión?
—En mi opinión —comenzó Giustiniani con voz grave y gesto experto—
disponemos de dos grandes ventajas, el tiempo y la muralla. Las fortificaciones de la
ciudad se encuentran en un estado bastante aceptable, que podemos mejorar mientras
el sultán no aparezca ante los muros. La solidez de los bastiones compensa una más
que previsible diferencia numérica con el enemigo. Por otro lado, según me ha
comentado Gabriel Trevisano, la flota reunida en el puerto podría alistar dos docenas
de barcos de guerra, suficientes, según su opinión, para defender la cadena que cierra
el Cuerno de Oro. Y en último lugar, tenemos que confiar en que antes o después
llegarán refuerzos de Venecia o Hungría, por lo que el tiempo es nuestro aliado. No
necesitamos derrotar al sultán o destruir su ejército, basta con evitar su victoria para
que cualquier fuerza de socorro le obligue a levantar el sitio. En consonancia, mi
primera intención consiste en reforzar en lo posible la muralla, para lo cual
necesitaría trabajadores de la población, así como abrir un foso delante de las

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murallas de Blaquernas, ya que esa zona carece de él, por lo que se encuentra más
desprotegida que el resto de la línea. También pienso preparar los accesos y puertas
para atrancarlos y destruir los puentes sobre el foso cuando el enemigo se encuentre a
la vista. Tan sólo mantendremos alguna portezuela disponible para hostigar al
contrario con golpes de mano. Por último, sería necesario enviar algunos jinetes a
explorar los movimientos del sultán de modo que dispongamos de algún tiempo para
prepararnos antes de ver sus estandartes al otro lado de los muros.
—Para la excavación del nuevo foso ofrezco nuestros servicios —intervino
Minotto—. Los venecianos no sabemos permanecer ociosos viendo cómo los demás
colaboran.
—No habéis comentado ninguna desventaja más —inquirió Sfrantzés—. No
quisiera socavar la moral de los presentes, pero me resisto a creer que no existan más
inconvenientes que el número de soldados disponibles.
—En efecto, existen otras preocupaciones —admitió Giustiniani—, aunque la
escasez de tropas es lo más importante; si el ejército enemigo se presentara mañana
ante la ciudad, podríamos darnos por perdidos. En otro orden de cosas, cuando el
asedio comience, el verdadero punto débil será la carencia de suministros. Por lo que
he podido comprobar en mi inspección, las cisternas y el río proporcionan agua
suficiente para una resistencia prolongada, pero no creo que sea posible almacenar
más de tres o cuatro meses de víveres para la población, y si no conseguimos ayuda
en ese tiempo la ciudad caerá sin que Mahomet necesite un solo asalto. También me
preocupa la carencia de artillería, de la que el sultán dispone en abundancia, aunque
confío en la profundidad de las murallas para contrarrestarla. La zona del río Lycos es
la más débil de la muralla, es probable que los ataques se centren allí. Sin embargo no
podemos desguarecer el resto del perímetro, lo que implica que no dispondremos de
todas nuestras fuerzas mientras el enemigo dispone de la ventaja de concentrar su
empuje. Otro punto preocupante es la carencia de tropas experimentadas, cualquier
reclutamiento realizado entre la población necesariamente se compondrá de civiles
inapropiadamente armados y con escaso o nulo entrenamiento. Mientras tengan la
protección de los muros podrán valerse, pero si el enemigo traspasa las fortificaciones
exteriores y entra en la ciudad será casi imposible rechazarlo. Y aunque no soy muy
ducho en temas navales, mi experimentado colega Gabriel Trevisano no confía en
que nuestra flota sea capaz de derrotar a la turca o mantener abiertas las
comunicaciones, por lo que hay que contar con una casi absoluta incomunicación de
la ciudad.
Un tenso silencio siguió a las palabras del genovés. El optimismo inicial que
transmitía su informe sobre la situación de las murallas se tornó en honda
preocupación a la luz de la mísera cantidad de tropas disponibles y del resto de
inconvenientes enumerados. Consciente del efecto que las últimas noticias habían

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causado sobre los asistentes, Constantino se apresuró a intervenir en la conversación.
Su firmeza a la hora de tomar decisiones y la rapidez con la que el emperador asumía
la situación podían ser fuertes acicates para mejorarla moral de aquellos que
formarían el núcleo de la dirección de la defensa.
—Creo que entonces tenemos claros los próximos pasos. Es importante que
involucremos a la población, dado que su concurso será imprescindible para mejorar
las defensas. El secretario imperial se encargará de contratar obreros o voluntarios
para ponerlos a disposición del protostrator. A la vez realizaremos un recuento de
armas y posibles reclutas. Redoblaremos los esfuerzos diplomáticos con el exterior y
recaudaremos cuantas contribuciones sean necesarias para realizar los pagos
oportunos a tropas, obreros y comerciantes de suministros.
—Me gustaría contar con Francisco a partir de mañana —comentó Giustiniani—.
Necesito a alguien de confianza que me sirva de traductor con los trabajadores
griegos y a la vez se entienda en italiano con soldados y oficiales. El sultán tendrá
informadores en la ciudad y no puedo fiarme de cualquiera. Al ser él un familiar
cercano del emperador su lealtad está fuera de toda duda.
—Por supuesto —respondió Constantino tras un imperceptible titubeo—, me
parece una idea excelente, cualquier cosa que os facilite el trabajo no debéis sino
pedirla. Siempre que él no tenga inconveniente.
—En absoluto —terció Francisco con rapidez—. Tal como comentaban nuestros
amigos venecianos no me atrae la idea de permanecer ocioso, me encantará colaborar
en lo que sea menester.
—En ese caso —intervino Sfrantzés solicitando con la mirada la aquiescencia del
emperador—, si no hay más temas a tratar podemos dar por finalizado el consejo.
Todos los presentes asintieron, uno de ellos, el arzobispo Leonardo, de mala gana,
llegando la reunión a su término. Sfrantzés se acercó a una de las puertas de acceso a
la estancia, permitiendo el paso a los sirvientes de palacio que acompañarían a los
asistentes a la salida. Francisco se levantó con los demás pero, cuando se disponía a
marcharse hacia sus dependencias, observó cómo el príncipe Orchán y su
acompañante se mantenían de pie en la estancia, al igual que Giustiniani y la cúpula
palaciega bizantina. A punto de abandonar la estancia, el capitán genovés le hizo una
discreta seña para que esperara y, aunque extrañado por la situación, se mantuvo en el
interior de la habitación mientras el resto de invitados se alejaba charlando,
aparentemente ajeno al nuevo cónclave. Los corpulentos guardias que flanqueaban
las puertas cerraron las hojas de bronce con suavidad, ahogando las voces de los
anteriores asistentes y sus criados, que se disponían a abandonar el palacio.
Antes de iniciar cualquier comentario, el príncipe Orchán dirigió una mirada
interrogativa hacia Francisco, contestada al punto por Giustiniani.
—Podéis hablar con libertad, el caballero es pariente del emperador.

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El joven castellano se mantuvo de pie, intentando que su cara no reflejara la
profunda incomprensión que sentía. La verdad es que no entendía lo que estaba
pasando pero, tras observar una breve pero significativa mirada entre Constantino y
Sfrantzés, decidió no decir nada y mantenerse a la espera de los acontecimientos.
—Bien —comentó Orchán resignado—, como he comentado antes de comenzar
la anterior reunión, creo que tengo una aportación más útil a nuestra causa que el
puñado de guardias que me acompañan en mi duradero exilio.
—No penséis —intervino Sfrantzés— que por pequeña, no agradecemos vuestra
colaboración, y más teniendo en cuenta que lucháis contra vuestros correligionarios.
—En absoluto —respondió Orchán—, pero soy consciente de que unos pocos
soldados no supondrán una diferencia apreciable, ni transformarán la derrota en
victoria. Sin embargo, donde pocos no influyen, puede que uno solo signifique más
que un millar.
—Explicaos —pidió Giustiniani.
—Somos turcos —afirmó Orchán—, al igual que los miles de soldados que mi
primo Mahomet estará concentrando para el combate. Nada nos diferencia de ellos, ni
lengua, ni vestimenta, ni aspecto. Entre las distintas unidades que se reúnen en
tiempo de guerra, los bashi-bazuks, voluntarios enrolados por la perspectiva de un
fácil botín, llegan de todas partes del reino. No se conocen entre ellos, forman grupos
dispares en los que es fácil introducirse, y eso es lo que quiero que haga mi
compañero y fiel colaborador Ahmed.
Francisco no se había fijado hasta el momento en el turco que acompañaba al
príncipe. Pasada la treintena, sus rasgos eran duros, muy marcados, con el mentón
afilado y terminado en una pequeña barba algo descuidada. Su tez aceitunada y sus
ojos oscuros contrastaban con el intenso color verde de su turbante y caftán. Su
mirada hosca daba a entender que la diplomacia no se encontraba entre sus mejores
aptitudes y, al detener ahora su vista en él con más cuidado, se podía deducir que los
ropajes lujosos eran tan sólo un disfraz para poder introducirlo en palacio sin que los
demás asistentes a la reunión se fijaran en él.
—Ahmed forma parte de mi guardia desde hace quince años, tiene mi más
absoluta confianza, tanto sus habilidades como su discreción son proverbiales.
Pretendo que se introduzca en el campamento del sultán, se infiltre entre sus tropas y
nos envíe información de primera mano de sus movimientos e intenciones.
—Sería una gran ventaja —afirmó Giustiniani—, aunque ¿cómo nos hará llegar
la información?
—Ahmed es un arquero excepcional, una vez comience el asedio enrollará los
mensajes en una flecha y la lanzará de noche por encima de la muralla en un punto en
concreto.
—Es una tarea muy arriesgada —intervino Constantino.

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—Sólo vivo para servir a mi príncipe —afirmó Ahmed con voz seca—. Partiré
discretamente mañana.
—En ese caso tan sólo podemos desearte suerte —comentó Giustiniani—. En tus
manos puede estar gran parte de la salvación de la ciudad.
—Nos retiramos ya —dijo Orchán—. Aún tenemos que definir detalles antes de
mañana. Aunque sé que no es necesario, no quisiera despedirme sin pedir
humildemente silencio acerca de este asunto, no desconfío del resto de los líderes
ciudadanos, pero el fanatismo religioso de alguno de ellos puede hacer peligrar la
misión y con ello la vida de Ahmed.
—Es totalmente comprensible —confirmó Constantino—. Podéis confiar en los
presentes. El megaduque os proporcionará una escolta que os acompañe durante el
regreso, para evitar cualquier posible equívoco de la población.
—Yo también aprovecharé la compañía para salir de palacio —anunció
Giustiniani—. Espero veros mañana junto a las murallas al amanecer —añadió
refiriéndose a Francisco.
Ambos turcos efectuaron una reverencia acompañada del saludo árabe antes de
desaparecer silenciosamente por la puerta acompañados de Francisco y Giustiniani, el
primero encaminándose a sus habitaciones guiado por un criado, y el italiano
acompañando a los turcos y a Lucas Notaras.
—Yo me despido también —saludó Teófilo mientras se dirigía a la puerta
contraria.
—Todavía tenemos cosas de las que hablar. ¿Tanta prisa tienes?
—Hay asuntos urgentes de los que ocuparme.
Sfrantzés permaneció unos segundos callado, observando la puerta mientras los
guardias del exterior volvían a cerrar ambas hojas. A su lado, Constantino se
mostraba serio, pensativo, con la frente arrugada en un gesto de preocupación. El
secretario no precisaba preguntar nada a su amigo para conocer sus pensamientos,
dado el nivel de compenetración que mantenían, sin embargo, conocía muy bien la
pesada carga que imponía el gobierno y cómo aliviaba compartirla.
—No te veo satisfecho con el resultado de la reunión.
—En absoluto —sentenció Constantino—. La situación se complica cada vez
más.
—¿Te refieres al arzobispo?
—Entre otras cosas. Gracias a Dios que Giustiniani parece pletórico de cualidades
diplomáticas, le veo perfectamente capaz de manejar a genoveses, venecianos, turcos
y griegos sin que se maten unos a otros, pero no puedo sustraerme a la sensación de
que nos sentamos sobre un polvorín. Eso sin contar con las querellas religiosas.
Pensaba que la unión de las Iglesias había zanjado el asunto, pero la visión del
arzobispo discutiendo con Notaras me hace replantearme todo lo asumido. Lo último

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que necesitamos es una revuelta religiosa.
—El cardenal Isidoro es un hombre prudente y de inmensa paciencia, además de
griego de nacimiento, hay que recordar que fue hegoumenos del monasterio de San
Demetrio, por lo que conoce a la perfección nuestro pueblo. Podríamos retomar la
antigua idea de nombrarle patriarca de Constantinopla en sustitución del huido
Gregorio.
—No me atrevo a realizar un nombramiento tan comprometido. Por otro lado,
dudo que el cardenal aceptara. Lo mejor será tratar de evitar al arzobispo Leonardo y
mantener a Notaras centrado en tareas militares para evitar su confrontación. A veces
desearía que los turcos aparecieran de inmediato para poder situar al arzobispo
Leonardo en la zona más peligrosa.
—No creo que su valentía esté en consonancia con su ardor religioso —afirmó
Sfrantzés con una sonrisa—, aunque yo también disfrutaría viéndole rodeado de
herejes; como él proclama, sería instructivo observar el método que utiliza para
facilitar su conversión a la verdadera fe.
—¡Eso es casi blasfemo! —rugió Constantino imitando la voz del arzobispo,
haciendo que ambos prorrumpieran en fuertes carcajadas—. Me alegro de tenerte a
mi lado —continuó el emperador cuando pudo apaciguar las risas, mientras apoyaba
su mano en el hombro de su amigo—, hay pocas personas que me comprendan tan
bien como tú.
—Siempre podrás contar conmigo para lo que necesites —respondió Sfrantzés
agarrando con fuerza la mano sobre su hombro—, no dejaremos que nuestra ciudad
caiga, el primer paso hacia la victoria es creer en ella.
—Y así es, amigo, pero también debemos ocuparnos de cuestiones más
materiales. Mañana da orden a los tribunos de los distintos barrios para que elaboren
una lista de aquellos en condición de combatir y las armas de las que disponen, y
mantenlo en secreto.
—De acuerdo, aunque te prevengo que, por pocos que sean, no tenemos moneda
suficiente para pagarlos. Hemos recibido numerosas contribuciones, pero la mayor
parte de lo recaudado de monasterios e iglesias es metal trabajado, candelabros de
plata casi en su totalidad; sería necesario fundirlo y acuñar moneda.
—Sería la primera vez bajo mi mandato, ni siquiera tenemos ya maestro para
realizar los grabados.
—Para uno de los lados utilizaremos los moldes de stavraton de plata con la
imagen de Cristo que aún poseemos del reinado de tu hermano Juan VIII aunque, para
el lado con tu efigie, tendremos que encargar el trabajo a uno de los aprendices; no
creo que salgas muy favorecido.
—No es algo que me preocupe —dijo Constantino con una sonrisa—.
Necesitamos acuñar moneda tan rápidamente como podamos, también deberemos

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pagar a los obreros que restauren la muralla.
—Me encargaré de ello después de hablar con los tribunos. Tú descansa un poco,
llevamos unos días muy agitados.
—El gobierno no duerme nunca —negó el emperador—, pero procuraré reservar
fuerzas para lo que nos aguarda, buenas noches, Jorge.

Teófilo recorría los pasillos con premura, con la cabeza gacha sin fijarse en
aquellos con los que se cruzaba, tratando de pasar desapercibido aun a sabiendas de
que resultaba imposible no destacar en el área del palacio reservada a la servidumbre.
Sin embargo nadie dio muestras de reconocer en aquel lujosamente ataviado noble al
primo del emperador. La costumbre de verle de noche en noche caminando
discretamente hacia una de las estancias normalizaba una situación no por habitual
menos provocadora. Los encuentros sexuales esporádicos entre los miembros de la
nobleza con algunas de las criadas y servidoras de Blaquernas no eran en absoluto
desconocidos, sin embargo, eran socialmente desaprobados y, por tanto, se mantenían
en un público anonimato.
Cuando alcanzó su destino, Teófilo golpeó con delicadeza la puerta, esperando
unos segundos oír la voz que le cedía paso. Entró furtivamente en la habitación,
pobremente amueblada con un pequeño camastro, un par de arcones de oscura
madera, una silla de deteriorado respaldo en forma de lira y un mueble mezcla de
escritorio y atril, sobre el que descansaba una gastada Biblia, regalo del propio
Teófilo, unas hojas de papel y material de escritura.
Yasmine le miraba de pie, en el centro de la habitación, resplandeciente bajo la
tenue luz de dos velas que titilaban sobre el escritorio, produciendo pálidos reflejos
en su fina piel. Su largo y sedoso pelo se derramaba libremente sobre sus delicados
hombros, que sostenían una casi transparente túnica blanca.
Teófilo se abalanzó sobre ella sin mediar palabra, cubriendo subello rostro de
apasionados besos, pero ella se separó con delicadeza mientras su expresión se
encogía en un fingido mohín de enfado.
—Llegas tarde, te he estado esperando desde la puesta de sol.
—Lo siento, amor mío —se disculpó Teófilo—, pero no he podido librarme de
esa tediosa reunión del consejo.
—Siempre tienes alguna excusa que te aleja de mí, ¿a qué viene tanta cháchara
oficial?
—No importa, cariño, ahora podemos recuperar el tiempo perdido —dijo Teófilo
mientras reanudaba su ataque sobre la joven turca.
Yasmine detuvo su avance posando suave, pero firmemente, un dedo sobre los
labios de su amante a la vez que negaba con la cabeza endureciendo sus hermosas
facciones.
—Esta vez no te perdonaré tan fácilmente, será mejor que te expliques de forma

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convincente o te irás a jugar a otro lado.
—¡Lo digo en serio! —exclamó Teófilo—. Traté de negarme, pero Constantino
no me dejaba en paz. ¿Cómo iba a querer estar en una reunión con genoveses y turcos
en lugar de aquí, con la mujer más bella del palacio?
—¿Turcos? ¿Diplomáticos del sultán?
—No —negó él zafándose del dedo que hacía de barrera y estrechando a la joven
mientras la besaba en el cuello—, el príncipe Orchán, del que ya te he hablado, venía
con un soldado que piensan infiltrar entre el enemigo cuando comience el asedio.
—¿Y pretendes que me lo crea? —dijo ella apartándolo de nuevo, aunque con
menos insistencia—. En cuanto llegue cerca del sultán le detendrán.
—Estaban muy seguros —replicó Teófilo reanudando su continuo asalto al cuello
de la musulmana—. Al parecer lo disfrazarán de soldado irregular, tus compatriotas
se alistan con frecuencia para hacerse con un botín, aunque esta vez se van a romper
los dientes en nuestras defensas.
—¿Cómo se llamaba? Si es un criado turco podría conocerlo.
—No lo creo, tenía aspecto de soldado, de todas formas no me acuerdo de su
nombre, no podía pensar en otra cosa que no fuera venir a verte, todas las
explicaciones de Giustiniani sobre las defensas y las murallas me resultaban
terriblemente aburridas, no veía el momento de salir de allí.
—Espero que no te sitúen en un sitio peligroso —dijo ella mientras le abrazaba
permitiendo que sus brazos la rodearan y facilitando su acceso—. Te conozco, y
seguro que solicitarás el puesto más arriesgado. No soporto la idea de perderte —
añadió acercando su mejilla a la de él y besándole con dulzura.
—No te preocupes, ni cien mil infieles serían capaces de evitarme volver a tus
brazos.
—¿Podré ir a verte? ¿Estarás cerca? Quisiera ser hombre para combatir a tu lado,
cuidarte si te hieren y defenderte con mi pecho si es necesario.
—La guerra no es lugar para mujeres, supongo que estaré cerca, en la muralla
sobre el río, la parte más vulnerable, pero no te inquietes, tengo una misión mejor
para tu pecho, que me ayudará a mantener fuerte mi brazo.
La túnica blanca se deslizó suavemente de los hombros de Yasmine, cayendo al
suelo sin un ruido, descubriendo la perfección de su cuerpo y hundiendo a Teófilo en
un placentero juego de pasional acercamiento al sencillo lecho.

Teófilo observaba embelesado desde la cama cómo la joven esclava turca se


atusaba el cabello color azabache con el peine de marfil grabado que él le había
regalado el mes anterior. Desnudo sobre el colchón de arpillera, se asombraba al
comprobar cómo en unos minutos su bella acompañante había recuperado el aspecto
que tenía antes de entrar él. Dormida la pasión, sus intensos ojos refulgían con
aquella fría indiferencia que tanto le atraía. La primera vez que la vio, cuando aquel

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banquero italiano la entregó como regalo a su primo, el cual, para no ofender a quien
se debía una fuerte cantidad de numerario, tuvo que aceptar, contra su parecer, el
sorpresivo regalo. Desde el primer momento quedó prendado de aquella joven, no es
que no disfrutara de los placeres de otras muchachas, algunas de ellas entre las más
deseadas de la ciudad, lo que realmente diferenciaba a Yasmine de cualquier otra
mujer que hubiera conocido era esa mezcla de misterio y ardiente frialdad que
contenía su mirada, sus movimientos lentos y sensuales, las exuberantes formas que
entrelucían sus vestidos y sus refinadas maneras, muy alejadas de los toscos
comportamientos de las demás criadas, útiles para los juegos de cama pero insufribles
una vez terminada su misión. Con aquella turca de piernas interminables la espera se
hacía eterna, el goce un paraíso en la Tierra y el descanso posterior un tranquilo mar
de relajación mientras ella acariciaba su pecho susurrándole su amor al oído. No le
había costado mucho que Constantino aceptara su sugerencia de asignarla al cuidado
de la protovestiaria; conocía a Helena, la inasequible virgen que había rechazado con
increíble educación sus múltiples propuestas amorosas, y tenía la absoluta confianza
de que, bajo su delicada jefatura, la esclava no sufriría castigos, penosos trabajos o
excesivas cargas que pudieran ajar su belleza. El acercamiento posterior conllevó un
inusitado esfuerzo en tiempo y dinero para lo que Teófilo tenía acostumbrado al tratar
con mujeres. La mayoría se rendían al oír su filiación con el emperador y se
entregaban con el primer regalo de joyería fina, por lo que la aparente resolución de
la turca a rechazar sus dádivas y declaraciones no provocaba otra cosa que la
insistencia y el encono por parte de Teófilo. Finalmente, tras lo que le pareció una
tortuosa y dilatada espera, fue poco a poco ganando la confianza de la joven.
Descubrió que, a diferencia del resto de las sirvientas o incluso nobles cortejadas con
anterioridad, no ambicionaba joyas, caros regalos o lujosos vestidos, tan sólo detalles
concordantes con su posición que pudieran aliviar su encarcelamiento en jaula de oro;
una Biblia, un peine, un pequeño espejo de bronce o algunos cosméticos y perfumes
provocaban en ella un profundo agradecimiento que, finalmente, tras innumerables
intentos, se transformó en un consumado y pasional amor. Ahora se encontraba
intensamente ligado a Yasmine, incapaz de apartarla de su pensamiento ni siquiera
por un día. Tan sólo la esperanza de un combate cercano con el ejército turco le
reportaba algún interés, y no por su antiguo espíritu guerrero, sino con la esperanza
de poder regresar a su lado cubierto de la gloria de incontables hazañas militares que
hicieran de él un héroe a sus ojos. No encontraba ningún lugar en palacio más
cómodo y cálido que aquella áspera textura de la arpillera con la que se conformaba
el sencillo catre en el que se tumbaba y sin embargo…
—Debes irte —repitió ella con dulzura—. Sabes que no puedes quedarte aquí,
sería un escándalo que te descubriera algún funcionario de lengua floja.
—Me hastía este encubrimiento, estoy deseando poder gritar a todo el mundo

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nuestro amor, confío en que Constantino te conceda la manumisión en cuanto acabe
el peligro sobre la ciudad, entonces podré tomarte a mi lado en palacio, sin ocultismo
ni patrañas.
—No sabes cuánto sueño con ese momento, rezando cada día para poder verme a
tu lado, no sólo fugaces y dulces momentos, sino años, viendo pasar juntos las
estaciones desde la ventana, abrazados el uno al otro sin miedo a separarnos una vez
más.
Teófilo se levantó y se dirigió hacia ella abrazándola, besando su mejilla y
tratando de consolarla mientras ella bajaba la cabeza apenada.
—Vete ya, no soporto las despedidas.
Él se vistió deprisa, despidiéndose con un largo y cálido beso antes de atravesar la
puerta y dirigirse hacia la parte noble de palacio. Yasmine, mientras tanto, continuó
acicalando su cabello, escuchando los pasos de su amante perderse tras los gruesos
muros, aunque al momento su expresión cambió, la fría mirada regresó a sus ojos a la
par que se levantaba y se dirigía al atril. Tomó la caña de escritura, hundió su punta
en el frasco de negra tinta anexo y comenzó a escribir con facilidad en árabe, de
derecha a izquierda, con fluidez y notorio cuidado, evitando que sus manos se
mancharan con el oscuro líquido. Pocas líneas después, observó su trabajo con
expresión seria y se volvió con lentitud al escuchar el ligero chasquido de la puerta al
abrirse. Con disimulo, una delgada figura masculina se había introducido en la
estancia y observaba a Yasmine con sus diminutos ojos cargados de ira y lascivia,
posando su mirada sobre el deseable cuerpo de la esclava.
—Te digo siempre que esperes, si un día te cruzas con él…
—¡Estoy harto! —gritó él—. Harto de ver cómo se desliza en tu cama cada
noche, para satisfacer sus asquerosos deseos, harto de lamentarme en mi cuarto por
nuestra perra suerte, harto de pensar a cada momento lo que hará contigo durante
vuestros encuentros, debería matarle.
—No seas loco, te ejecutarían, y a mí contigo, ¿es eso lo que quieres? No olvides
que soy yo la que soporta esta tortura, teniendo que ceder por mi condición de
esclava a satisfacer su lujuria, ¿cómo crees que me siento? Tan sólo mantengo la
esperanza porque estás a mi lado.
—Lo siento —dijo él apesadumbrado—, pero esta situación me va a volver loco.
—Debemos ser fuertes, amor mío —afirmó ella acercándose a su acompañante y
abrazándole con dulzura—. El Señor nos tiene reservado un futuro mejor, sé que nos
ha de compensar por todo nuestro sufrimiento, quién sino Él conoce nuestros
sentimientos, nuestro profundo amor, y quién sino Él es capaz de cualquier cosa.
Él se aferró a Yasmine con fuerza, apretándola contra sí hasta que casi le costaba
respirar, al tiempo que aspiraba con fuerza el perfume que emanaba de su pelo y
presionaba su mejilla contra el rostro de la joven.

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—He escrito una nueva carta, necesito que la lleves mañana.
—¡Otra de esas inútiles misivas! —exclamó él apartándola bruscamente—. No
sirven para nada, es la tercera que escribes y ocurrirá como con las dos anteriores: ese
maldito banquero veneciano la recogerá sin siquiera leerla y me despedirá sin una
palabra de agradecimiento. No pienso volver a llevarle nada.
—Mi antiguo dueño es el único que puede hacer algo para devolverme la libertad,
el emperador jamás me manumitirá mientras su primo me utilice, ¡debemos seguir
intentándolo!
—¡No!, se acabaron las cartas, las noches de vigilia y las vanas esperanzas, idearé
la forma de escaparnos, con los turcos a las puertas no se dedicarán a seguirnos.
—Piénsalo bien, cariño —comentó ella con voz dulce y paciente—. Con la
amenaza del sultán sobre la ciudad todas las salidas estarán fuertemente custodiadas,
nos detendrían y ejecutarían sin pensarlo, no me importa lo que me pase, pero no
puedo consentir que arriesgues tu vida de esa forma. No perdemos nada por seguir
intentando que Badoer me conceda la libertad —añadió mientras se acercaba a él y le
besaba, al tiempo que sus manos subían poco a poco la túnica de su acompañante—.
Tan sólo es una carta, ¿qué podemos perder? Antes o después aceptará nuestro
dinero, nuestras súplicas y compraremos la libertad.
Yasmine deslizó la túnica del hombre por encima de su cabeza, mientras clavaba
sus intensos y sensuales ojos en los de su cada vez menos enervado compañero,
después aproximó su boca al pecho del excitado varón, besándolo.
—¿No harás ese pequeño recado por mí?
La esclava continuó besándole, haciendo círculos con su lengua, más y más abajo,
mientras mantenía aún su ardiente mirada fija en sus ojos.
—Dame esa maldita carta —sentenció él cerrando los ojos.

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Chalil observaba de reojo al sultán mientras caminaba a su lado, sudando por el
esfuerzo bajo el grueso caftán, centrado en mantener el vivo paso de Mahomet al
cruzar el bosque cercano a Edirne. Guardaba silencio, mientras el sultán le miraba por
encima del hombro, con su nariz aguileña apuntándole de refilón y los ojos, cargados
de ojeras aunque sin un ápice de debilidad en ellos, castigándole tanto como su
lengua.
—¡Un espía! —bramaba Mahomet sin dejar de andar por la empinada cuesta
entre las encinas hacia un prado cercano—. Un espía sin rostro ni nombre entre los
miles de soldados que se concentran, un turco, ¡y a eso llamas un informe importante!
No comprendo cómo mi padre te tenía en tan alta estima, tu red de infiltrados no vale
un akçe de plata.
—Majestad —comenzó el visir—, aún no se ha iniciado el asedio, los datos
pueden no tener aplicación inmediata, tal vez cuando nos encontremos ante sus
muros…
—¡Aplicación inmediata! —replicó él deteniendo su marcha y volviéndose para
mirar a su visir de frente, obligando al anciano a pararse con brusquedad—. Que la
parte más débil de la muralla terrestre es la zona del río lo puede ver cualquier idiota
que se acerque a la ciudad. Yo mismo exploré las defensas la última vez que crucé el
Bósforo con el ejército. Y ese tal Giustiniani, ¿acaso un solo hombre va a defender
toda la urbe? Medio millar de genoveses no van a impedir que me apodere de
Constantinopla.
—Parece que es un reputado militar en Occidente, experto en asedios; puede
suponer un obstáculo importante.
—¡Tonterías! —exclamó reanudando la marcha—. Si un comandante, por experto
que sea, es capaz de detener a mi ejército, no merezco el título de Sultan i Rum.
Ahora vas a comprobar de primera mano los medios con los que cuento, mucho más
importantes que ningún comandante. Gracias a Alá que he tomado precauciones tanto
contra las murallas como con los espías que necesito.
Chalil no sabía a qué se refería el sultán con esta última frase, no tenía constancia
de la existencia de más informadores que aquellos a los que él controlaba, pero dado
el grado de crispación de Mahomet decidió no preguntar.
Al llegar a la cima del camino, Chalil pudo ver por primera vez el prado de
suaves tonos ocres, en cuyo centro se erguía una estructura de madera rodeada de más
de un centenar de hombres en constante movimiento. Una rampa realizada con tierra
y madera sostenía un enorme cilindro de acero, el cañón forjado por el húngaro
Urban para el sultán, mayor aún que el que había sido situado en la fortaleza de
Boghazkesen para cerrar el tráfico marítimo por el estrecho del Bósforo. Para

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absorber el retroceso del arma se habían dispuesto inmensos bloques de madera en
los que reposaba uno de los extremos del ingenio; sobre él, a su vez, una fuerte
estructura de troncos en forma de aspa permitía el juego de numerosas poleas con las
que los artilleros trataban de afinar la posición en la que dispararía el cañón.
Aunque Chalil estaba al tanto de la prueba a efectuar ese día para comprobar el
funcionamiento del arma, la visión que producía la descomunal máquina de guerra
impresionaba vivamente al visir. Ocho metros de largo, casi un metro de ancho en la
boca y con un palmo de grosor, pesaba seis toneladas y cargaba balas de piedra de
más de quinientos kilos. Se componía de dos tramos cilíndricos, uno para albergar la
bala y otro menor, atornillado al primero en el centro, para la carga de pólvora. Tal
era el efecto que se esperaba que, ese mismo día, se había advertido a la población
civil de la cercana ciudad de que no se alarmara si escuchaba un fuerte estampido;
incluso Jacobo Gaeta, el médico judío del sultán, opinaba que una sorpresa semejante
podía hacer que las mujeres embarazadas perdieran los hijos que esperaban. Teniendo
en cuenta que nadie había escuchado antes la descarga de un arma semejante a Chalil
le pareció adecuado prevenir posibles escenas de pánico entre los habitantes de
Edirne por medio de un heraldo.
Según se aproximaban al artefacto, el sultán tornaba su mueca de irritación por
una amplia sonrisa, mientras sus ojos bailaban entusiasmados de un lugar a otro,
deleitándose con la precisa danza de los servidores de la pieza, afanándose alrededor
de ese oscuro tótem de muerte en animada y exacta coreografía, observados por
Urban, el cual afinaba cada una de las posiciones de los artilleros de su compañía a
través de un traductor. Chalil no se acababa de acostumbrar a la figura del húngaro, el
estereotipo de herrero no casaba en absoluto con el constructor de cañones. Alto, de
cuerpo enjuto y aspecto frágil, barbilampiño y con profusa calvicie, podría pasar por
funcionario en cualquier palacio, sin embargo sus delgados brazos atesoraban una
pasmosa fuerza, al tiempo que su ágil mente le permitía estar atento a cada detalle.
Junto a Urban, admirando maravillados cómo el enjambre de soldados cargaba
trabajosamente la bala de piedra pulida en el cañón, se encontraban Zaragos Bajá y el
eunuco Shehab ed-Din, vestidos con sus mejores galas, atentos a las evoluciones de
carros y poleas, ignorando al sultán hasta que pasó por delante de ellos.
—Majestad —inquirió el eunuco con su voz aflautada—, estoy deseando ver esta
maravilla en acción contra los muros de Constantinopla, si la prueba de hoy es
satisfactoria convertirá nuestros ejércitos en el brazo de Alá.
Mahomet ignoró por completo al tercer visir Shehab, centrando su atención en el
cañón.
—Está dispuesto para hacer fuego a vuestra señal —afirmó Urban—. Sugiero que
se aparten y mantengan la boca abierta y los oídos tapados.
—Puedes disparar —ordenó el sultán—, en cuanto a apartarme, si mis soldados

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pueden soportar el ruido no voy a ser yo menos.
—Como deseéis.
Los tres visires, agrupados a pesar de sus rencillas personales al lado del cañón,
habrían deseado apartarse hasta el bosque, a cubierto de cualquier posible fallo; no
sería la primera vez que un cañón explosionaba matando a cuantos lo rodeaban, pero,
al quedarse el sultán, no podían sino imitarle permaneciendo plantados rezando a Alá
por que todo saliera bien.
Mahomet dio la vuelta alrededor del arma, posicionándose en el lado contrario.
Estuvo a punto de soltar una carcajada al fijarse en sus visires, con las manos en los
oídos, expresión de terror y la boca abierta como si fueran peces, le habría gustado
tener a alguien a su lado para apostar cuál de los tres se orinaría primero al oír el
disparo, pero sus acompañantes más cercanos eran el oficial de jenízaros y sus cuatro
soldados, que le seguían a prudente distancia, y, aunque parecían disfrutar de la
escena tanto como él a tenor de las sonrisas que mostraban, no resultaba digno de su
rango mofarse en público de tan elevados cortesanos.
Centrando sus ojos en el cañón, se dedicó a recorrer el arma con la mirada,
fijándose en cada detalle, en la oscura piel que formaba su superficie, en las anchas
cintas metálicas de refuerzo que jalonaban su longitud. Le recordaba el rechoncho
cuerpo de un animal, casi podía ver las patas saliendo de su tronco, así como el fuego
que escupiría por su negra boca. «Basilisco», pensó, nombrando al responsable de la
futura caída de su ansiada Constantinopla.
Tan ensimismado se encontraba con su muda disertación que no advirtió cómo
Urban prendía la mecha. El tremendo estampido le cogió de sorpresa, sintiendo aquel
atronador sonido casi como un impacto en su pecho, haciendo que se tambalease
hacia atrás a punto de caer. Una nube de humo gris claro se extendió de inmediato
mientras el suelo temblaba al absorber los bloques de madera el fortísimo retroceso
del cañón. La pétrea bala, escupida a una velocidad inverosímil, voló en un instante
hasta perderse de vista, mientras todos los presentes agitaban la cabeza tratando de
sacar el pitido residual que sus oídos aún se empeñaban en transmitir.
—¡Increíble! —exclamó Mahomet casi sin poder escuchar su propia voz—.
Tengo que ver dónde ha caído.
El sultán salió a la carrera en la dirección donde la bala se había perdido de vista,
seguido de inmediato por el oficial y los cuatro lanceros jenízaros, en perfecta
formación a pesar del continuo movimiento, con sus blancos gorros börk, heredados
de los Bektasi, una de las sectas derviche, balanceándose con cada zancada. Chalil,
con demasiados años y achaques para imitar a los gamos, permaneció al lado de la
humeante pieza, preguntándose de dónde sacaba el sultán las energías para correr por
el prado como un chiquillo después de pasar toda la noche en vela. Aunque muchos
murmuraban sobre la afición de Mahomet al prohibido alcohol cada vez que aparecía

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ante sus consejeros con los ojos enrojecidos y profundas ojeras, su visir principal
conocía de primera mano el interés del sultán por disfrazarse de simple soldado y
pasear durante la noche por la ciudad, escuchando cada conversación de sus súbditos,
indagando personalmente lo que opinaba su ejército sobre el inminente asedio. Pocos
en palacio estaban al corriente de tan extraño comportamiento, entre ellos Chalil, y
ninguno comentaba nada a aquellos que achacaban su cansancio matinal a la bebida.
Mahomet prefería ser infravalorado, dejar que los demás le supusieran un borracho
incapaz; ese fue el fallo del emir de Karamania antes de ser aplastado y, con toda
seguridad, quería que fuera la perdición de Bizancio.
Tras trotar durante kilómetro y medio en busca de su preciada bala, Mahomet
sintió una explosión de júbilo al descubrir la zona de impacto, un boquete en el suelo
de casi dos metros de profundidad. Se paró a su lado, alegre como un crío al que
regalan el juguete más esperado, mientras los jadeantes jenízaros, aún en formación,
le alcanzaban unos segundos después, sudorosos bajo el peso de sus tintineantes
aceros. El fornido oficial observó espantado el profundo hueco dejado por la pesada
piedra. Mientras su señor se regocijaba bailando alrededor del agujero, él se
encomendaba a Alá para que no permitiera esa pesadilla, pues, ¿qué honor le queda al
combate si se pierde el brillante choque de las armas, la cálida sangre vertida sobre la
arena? Si la guerra se iba a reducir a aplastar al enemigo a pedradas, ¿cuál sería la
misión de los jenízaros? Rezó quedamente a Alá, el magnífico, suplicando no llegar a
ver el día en que el mundo prescindiera del valor, del arrojo y de la pericia en
combate, sustituyendo hombres, carne y hueso por infernales artilugios que matan
antes de llegar a verlos. Apenas iniciados en su interior unos versos del sagrado
Corán, el joven sultán volvía a poner a prueba su entrenamiento corriendo a grandes
saltos de vuelta hacia el cañón. Apretando los dientes, el oficial gruñó una seca orden
a sus cuatro compañeros y juntos apretaron el paso detrás del risueño Mahomet.
—Es indudable que su majestad rebosa vitalidad —comentó Zaragos al ver como
regresaba a la carrera con los extenuados guardias pisándole los talones—.
Tendremos que buscar a Aquiles para que siga su frenético ritmo, esos pobres
soldados no dan más de sí.
—El ímpetu de la juventud ha de ser refrenado por la sabiduría de la ancianidad
—respondió Chalil.
—¿Qué decís? —chilló el eunuco mientras se agitaba los oídos—. No consigo
entender nada.
—¿Aún confías en que desista de tomar Constantinopla? —preguntó Zaragos
ignorando al preocupado eunuco.
—No —respondió Chalil—, a estas alturas la decisión está tomada, el asalto se
realizará en breve, tan sólo confío en que Alá nos conceda la victoria. Los soldados
siempre pensáis que la derrota no llegará nunca, pero yo he visto muchas batallas y,

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en todas ellas, hasta el más débil tiene una oportunidad. Si somos rechazados el
imperio podría desmembrarse.
—¿No estás siendo demasiado pesimista? Nuestro ejército es diez veces mayor
que cualquiera que pueda reunir Bizancio, surtido de hombres duros y disciplinados,
por primera vez nuestra flota podrá dominar el mar y ya has visto de lo que son
capaces los cañones de los que disponemos.
—Cierto, Zaragos, pero en mil años las murallas de Constantinopla han sido
tomadas sólo una vez, en gran parte valiéndose de traiciones y disensiones internas, y
el propio Murad fue rechazado ante sus muros por la aparición de la Virgen. Si algo
así ocurriera de nuevo, Occidente podría pensar que somos débiles y enviar una
nueva cruzada, más peligrosa aún que la detenida en Varna. Hungría se revolvería
atacando nuestras fronteras y, peor aún, el príncipe Orchán reclamaría el trono con
apoyo extranjero, dividiendo en dos al país en una guerra fraticida. No, Zaragos, no
tengo la certeza de vencer en esta lid, y asumir semejante riesgo por una ciudad que
en su interior es un campo de ruinas no me parece sensato.
—Los débiles siempre encuentran grandes dificultades para enfrentarse a su
destino —comentó Zaragos—, pero si aún quieres, puedes comentar tus inquietudes
con el sultán.
Mahomet alcanzó a los visires exultante de felicidad, respirando agitadamente por
el esfuerzo, pero alegre como un adolescente enamorado.
—Urban, te has ganado con creces tus elevados emolumentos, ¿cuánto se tardará
en desplazar el cañón a Constantinopla?
El ingeniero húngaro meditó un instante la respuesta, mirando su obra de arte con
los ojos entrecerrados.
—Supongo que unos dos meses, serían necesarios un centenar de bueyes y casi
doscientos hombres para transportarlo, además de otros tantos para alisar el camino y
eliminar obstáculos.
—Dos meses —repitió Mahomet saboreando las palabras—. Podríamos fijar el
ataque para el primero de abril. Zaragos, da orden de reunir las tropas, la flota se
concentrará el mes que viene en Gallípoli. Quiero estar ante los muros de la ciudad en
la Pascua cristiana.
—Así se hará —confirmó Zaragos con una siniestra sonrisa dirigida a Chalil.
El primer visir se mantuvo callado, con los ojos fijos en su alborozado señor, el
cual se volvía a mirar el terrible cilindro de metal susurrando una extraña palabra,
«basilisco».

A pesar de lo que pareciera inicialmente, la semana pasó en un suspiro para


Francisco. Su tarea junto a Giustiniani en las murallas de la ciudad absorbía todo su
tiempo, acudiendo a uno u otro punto, siguiendo al ingeniero John Grant por toda la
línea de defensa para traducir sus órdenes a las cuadrillas de voluntarios griegos.

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Aunque el estado de la muralla era más que aceptable, en algunos puntos
concretos era necesario ahondar el foso, reparar grietas, recuperar almenas o
apuntalar los techos de las torres. Los ciudadanos habían respondido con fervor a los
ruegos de Constantino y se incorporaban al trabajo en número creciente, por lo que
llegó un momento que el corpulento John no podía atender a tantos operarios,
delegando parte de su propio trabajo en oficiales italianos, así como en el castellano,
que se vio, sin tener idea de albañilería o arquitectura, dirigiendo grupos de
trabajadores con tan sólo unas someras instrucciones de su amigo escocés. La tarea
no resultó excesivamente complicada porque entre tanto voluntario siempre se
encontraba alguno con un largo historial de construcción a sus espaldas, por lo que
Francisco tan sólo necesitaba coordinar los esfuerzos, abandonando la parte técnica a
personal más cualificado. Sin embargo, la amplitud del esfuerzo y el continuo cambio
de ubicación a lo largo de la triple línea de murallas convertían los días en tenues
suspiros, acelerando el recorrido del tibio sol de febrero. Y no es que el joven se
quejara; el mero hecho de evitar las clases de protocolo del aburrido Lotario suponía
un premio suficiente a cualquier esfuerzo, horas de acarreo de piedras e interminables
caminatas.
Durante los frecuentes descansos, donde los trabajadores comían y recibían la
visita en las propias obras de familiares y amigos, el carácter abierto y amigable del
castellano, junto a su popularidad dada su oscura y misteriosa condición de allegado
imperial, limitaban totalmente su capacidad para evadirse unas horas y regresar a
palacio a buscar a su anhelada Helena. En las frías noches pasadas en el campamento
de Giustiniani, junto a aquellos rudos soldados, Francisco no dejó de pensar en la
bella griega. Su rostro aparecía con frecuencia al cerrar los ojos, mientras que el
recuerdo de su suave perfume parecía mantenerse en el aire. En alguna ocasión
trataba de desechar esa invasora imagen de su mente, sorprendido de que él, un
hombre con innumerables conquistas a sus espaldas, se encontrara inquieto ante la
sola idea de encontrarse con ella el domingo, como un joven cercano a su primera
cita. La inocente candidez que desprendía la joven y sus tímidos ojos claros
producían en Francisco un creciente deseo de conocer a fondo a aquella persona. Más
que la simple atracción física que muchas otras habían despertado en él en el pasado,
sentía la necesidad de hablar, de conocer su personalidad, de disfrutar de su compañía
y, por supuesto, del tacto de su piel. En algún momento llegó a pensar si no sería más
aconsejable tratar de distanciarse. Una relación continuada era algo impensable para
él, menos aún con alguien tan cercano a la corte imperial y al que, en la intimidad de
sus encuentros, podría desvelar inconvenientemente algún secreto. Nunca había
mantenido a su lado a mujer alguna más de unas pocas semanas, el tiempo suficiente
para gozar de sus placeres, aprovechar sus fortunas y huir, antes de que las deudas o
los maridos celosos pudieran provocar incidentes desagradables. De hecho, se dio

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cuenta de que no recordaba a nadie con el que hubiera mantenido siquiera amistad de
un modo duradero fuera de sus años de infancia, mientras su padre aún vivía, allá en
Toledo. Sin embargo, a pesar de toda lógica y frío cálculo, una parte de él se negaba a
alejarse de aquella oportunidad; siempre hay tiempo para huir, ¿no había vivido así
los últimos años? De fuga en fuga, sin mirar atrás, sin volver nunca sobre sus pasos,
¿por qué iba a ser diferente?
Ese domingo, día de descanso en las obras de la muralla, tras un reparador baño
en las termas del palacio, que eliminara de su cuerpo el sudor y el polvo acumulados
durante los días de trabajo, se enfundó una lujosa túnica de seda de color ocre,
bordada con águilas y leones dorados encerrados en círculos contiguos, regalo del
emperador al darse cuenta de que su atuendo no casaba con el esperado en un
cortesano de alto rango, y se encaminó a la iglesia de San Salvador de Chora,
mezclándose con la nutrida congregación que surgía de las puertas de palacio, casas
particulares y calles aledañas.
La zona cercana al palacio imperial era la más cuidada de la ciudad. Los pocos
nobles, terratenientes y funcionarios de la corte con suficientes ingresos mantenían en
las proximidades lujosas mansiones y palacetes, en perfecto estado a pesar de su
antigüedad. Sin embargo, a medida que se acercaba a la puerta de Carisia y a la
cercana iglesia de San Jorge las edificaciones se transformaban, disminuyendo en
número y suntuosidad. Las viviendas aristocráticas dejaban paso sutilmente a
modestas casas bajas, de desconchados muros de ladrillo. En muchas de ellas, las
ventanas compuestas por delgados tablones de madera sustituían a los vidrios, no sólo
notablemente más caros, sino extremadamente difíciles de conseguir en los últimos
meses. Aun así el empedrado de la calle se mantenía uniforme, facilitando el paso de
caminantes y mercancías.
Por la densamente transitada vía, extraño suceso en una ciudad semidespoblada,
circulaban cerca de Francisco modestos trabajadores con sus túnicas raídas y
apolilladas, numerosos funcionarios vestidos con pesadas túnicas lisas de domingo,
grupos de mujeres con decorados velos de finas telas blancas, caballeros de alto
rango trotando sobre corceles de ricos arneses, ataviados con negras capas sirias y
acompañados de criados perfectamente uniformados, incluso un par de literas, sobre
los hombros de fornidos esclavos turcos, cuya carencia de cortinaje permitían exhibir
lujosas joyas, maquillajes recargados y complicados vestidos que mezclaban estilos
turcos, italianos y griegos a las damas que las ocupaban. Por primera vez desde su
llegada, el lujo y la fastuosidad del Bizancio que tantas gestas habían inspirado
aparecían ante los ojos de aquellos llegados de Occidente.
Las mujeres de clase más alta lucían túnicas de lino o seda de diferentes colores,
naranja, ocre, verde claro o granate, largas hasta los tobillos y con bordados en
cuello, puños y en el dobladillo inferior; velos de gasa sobre la cabeza que dejaban

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entrever pendientes de oro con forma de cruz, el pelo recogido con cadenas de lino y
plata, los labios pintados de un intenso color rojo, las cejas depiladas hasta
convertirse en una fina línea y hebillas y prendedores con forma de pez sobre los
hombros, reminiscencia de los antiguos símbolos cristianos. Las más ricas portaban
brazaletes o collares cargados de perlas, amatistas o esmeraldas traídas desde la India,
y encogían sus pupilas con belladona, hasta que se transformaban por un tiempo en
diminutos puntos negros.
Los hombres ofrecían un rango mucho más elevado de diversidad, desde vestidos
de estilo claramente occidental a espesas túnicas de lana cubiertas por capas de
colores oscuros.
Sin embargo, a Francisco, una de las cosas que más le llamó la atención era la
enorme diversidad de gorros que lucían los habitantes de Constantinopla, desde las
picudas gorras negras de estilo italiano a los altos gorros de fieltro de brillantes
colores, parecidos a aquellos portados por los turcos, pasando por los kalyphta, que
tenían forma de barco, con un copete en su centro, los más populares, tanto de color
rojo como, sobre todo, blanco.
A pesar de sus esfuerzos, no consiguió ver a Helena entre el gentío que se movía
entre las calles, formando pequeños grupos de familiares o amigos, muchas veces
separados por sexo. Ya en las cercanías de San Salvador de Chora, el panorama se
volvió aún más complicado, dado que, en la pequeña zona abierta frente a la entrada,
los habitantes de la ciudad se arremolinaban para observar a los altos dignatarios,
comentar la vestimenta de las mujeres o, simplemente, tratar de encontrar un buen
sitio dentro de la iglesia.
El aspecto exterior del edificio contrastaba por su magnificencia y casi perfecto
estado con los que le rodeaban, apareciendo como una isla de riqueza en medio de un
mar de mediocre decadencia y abandono. De la iglesia anterior, fundada en el siglo VI
y reconstruida en varias ocasiones, la última casi trescientos años antes, aún
permanecía reconocible en su estructura la cúpula central, sobre un alto tambor
horadado por múltiples ventanas terminadas en arcos de medio punto. El resto
permanecía fundido con la capilla mortuoria, el nártex o el edificio anexo añadido en
su última modificación, cuando se convirtió en uno de los iconos religiosos del norte
de la ciudad.
Ya en el interior, el derroche de medios con el que se había realizado la
decoración permitía a Francisco maravillarse de la técnica bizantina para la creación
de obras de arte. Mientras los fieles le empujaban con cara de desaprobación, debido
a la parsimonia con la que avanzaba, él admiraba las intrincadas formas de los
paneles de mármol que revestían la sección inferior de los muros, justo debajo de los
espléndidos mosaicos de innumerables teselas que cubrían las paredes. Finalmente,
en la cúpula meridional que recubría una parte del nártex interior de la iglesia, las

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finísimas pinturas que contenían la genealogía de Cristo. Tal era su ensimismamiento
que, a duras penas y tras dura pugna, cuando se quiso dar cuenta, no encontró mejor
sitio que un hueco junto a la entrada, en la zona accesible al público en general.
Desde su puesto al fondo de la zona central de la iglesia escudriñó a la multitud
tratando de localizar a Helena, tarea difícil entre tanto asistente, más si cabe cuando
la mayoría de las mujeres, situadas en la zona izquierda de la iglesia, cubrían su
cabeza con velos o capas, a lo que había que sumar la costumbre ortodoxa de seguir
la liturgia de pie, con lo que resultaba prácticamente imposible distinguir una cara en
medio de la multitud. Tras un buen rato de infructuosos intentos, cuando la
celebración de la misa ya había comenzado, localizó, bastante lejos de su posición, a
la bella esclava turca que trabajaba en palacio junto a Helena. Debido a su condición,
no llevaba velo que ocultara su larga melena, recogida en una sencilla cola de caballo.
Al girar la cabeza había reconocido sus intensos ojos fijándose por un instante en un
grupo de caballeros situados en las primeras filas de la zona central. Entre ellos
reconoció a Teófilo Paleólogo, primo del emperador y, por tanto, uno de sus
supuestos parientes, que se volvía con asiduidad hacia donde se encontraba la joven
turca.
«No parecen muy discretos», pensó para sí mientras alargaba el cuello tratando de
ver a las personas situadas a ambos lados de la esclava. Helena había comentado que
la joven turca la acompañaba a la iglesia, lo que, unido a su posición en una zona
reservada a la gente del palacio, indicaba que probablemente se encontraban juntas.
La persona a la derecha de Yasmine era baja y demasiado ancha, mientras que la de la
izquierda mostraba la altura justa, aunque era imposible confirmar su identidad, pues
su túnica disponía de un lado más largo que se recogía sobre la cabeza, a modo de
capucha para cubrir el pelo.
Durante toda la liturgia se mantuvo en vilo tratando de discernir si la dama en
cuestión era aquella que buscaba, pero, como castigo a su falta de paciencia, en
ningún momento se volvió, permitiéndole ver su rostro. Tal era su concentración que
tardó en darse cuenta de que la liturgia se realizaba según el rito occidental, en lugar
del tradicional ortodoxo. El clérigo que oficiaba la ceremonia, vestido con una
impecable túnica negra, en contraste con su larga barba blanca, rematada por un largo
trozo de seda con cruces bordadas, se mostraba incómodo en algunos pasos, pero, al
parecer, se mantenía la postura oficial de unión de ambas Iglesias. Más tarde,
hablando con los compañeros de fatigas en la muralla, descubriría Francisco que la
mayoría de los habitantes que formaban las clases bajas de la ciudad seguían
manteniendo su antigua fe, buscando en las pequeñas iglesias y basílicas a los
clérigos que aún oficiaban según los ritos ortodoxos. Al castellano, la liturgia le
proporcionaba un cálido sentimiento hogareño. Aun a medio mundo de distancia de
todo lo que había conocido hasta ahora, mantener la tradición habitual de los

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domingos le ayudaba a integrarse en aquel nuevo ambiente. Sin embargo no pudo
evitar una ligera decepción al pensar que no podría comulgar pan con levadura.
Supuso que el arzobispo Leonardo habría mandado arrojarle a la hoguera por ello,
pero no podía evitar sentir cierta curiosidad por el exotismo de los griegos a la hora
de vivir su fe. En cierta medida, no tuvo más remedio que admitir que aquellos a los
que Roma imponía ahora su liturgia y formas religiosas se encontraban mucho más
cerca de Dios que cualquiera de los romanos a los que había conocido.
Con el fin de la misa llegó el lento desfile de los asistentes hacia el exterior del
magnífico edificio. Francisco demoró pacientemente su salida, calculando el
momento justo para encontrarse, de forma absolutamente casual, por supuesto, con la
mujer que, por fin, pudo identificar como Helena. No resultó una jugada fácil, dado
que a pocos metros caminaban algunos de los dirigentes bizantinos, el propio
Giustiniani, Mauricio Cattaneo y otros distinguidos personajes a los cuales conocía
de sobra y con los que hubiera debido entablar conversación de cruzarse en su
camino, perdiendo así la esperada oportunidad. Sin embargo, si en algo descollaba el
castellano era en su agilidad para desenvolverse en medio del gentío y fajarse sin un
pestañeo de compañías no gratas. Con una hábil maniobra, digna de figurar entre las
hazañas de la caballería de Alejandro o los mercenarios íberos de Aníbal, sorteó a un
par de sonrientes matronas, un grupo de caballeros uniformados y a un imberbe
mozalbete para aparecer como por ensalmo al lado de la dulce Helena, entrando de
flanco al asalto de la línea.
—¡Helena! —exclamó Francisco con fingida sorpresa—. ¡Qué casualidad! No te
había reconocido entre tan densa multitud.
—Me alegro de verte, Francisco, ya casi había perdido la esperanza de
encontrarme contigo.
—Me esperabas entonces.
—No, no realmente, o sí —se defendió ella con cierta turbación—. ¿No dijiste
que estarías en misa este domingo?
—Por supuesto, solamente quería indagar si lo recordabas.
—Y ponerme en un aprieto.
—Nunca en la vida se me ocurriría incomodar a tan hermosa dama, ya que, dicho
sea de paso, hoy te encuentro especialmente radiante.
Francisco aprovechó un momentáneo tapón de gente frente a la puerta de entrada
para mirar de frente a Helena, la cual bajó la mirada con una tímida sonrisa. Una
estola de lino de color naranja pálido cubría su túnica, utilizando uno de sus largos
pliegues para cubrir su cabeza, dejando entrever su pelo ondulado, recogido en un
laborioso trenzado con finas cadenas de dorado metal. Su rostro de piel pálida,
ligeramente sonrosada en las mejillas, no necesitaba el recargado maquillaje de otras
mujeres. Entre la población femenina de la ciudad aún se mantenía la idea de que una

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piel morena era símbolo de trabajo al sol y, por tanto, de pertenencia a las clases
bajas, por lo que las damas distinguidas blanqueaban su piel con gruesas capas de
maquillaje. Al ver a su joven amiga, pensó que sería la envidia de cuantas la rodearan
por su suave y aterciopelada piel.
—Me encanta tu galantería —dijo ella por fin—, pero no merezco tales halagos y
menos en un lugar como este, rebosante de belleza.
—Si te refieres a las damas, creo que deberías hacer caso a mi gusto, mientras que
si hablas de los adornos y mosaicos de la iglesia, no negaré que son vistosos y
coloridos, aunque demasiado exagerados y poco realistas, ¿quién va a creer que
alguien pudiera llevar un gorro como ese?
Francisco señaló uno de los mosaicos de la iglesia, situado en el nártex interior,
sobre la puerta que daba paso a la nave central, en el cual un hombre barbado, con
una larga y espesa túnica ofrecía de rodillas un modelo de la iglesia a Cristo, sentado
en un trono. El hombre lucía sobre su cabeza un desproporcionado gorro blanco con
franjas rojas en sentido vertical, en forma de cono invertido o inmenso turbante.
Helena rio cuando siguió la mano de Francisco hasta el mosaico.
—Lamento decirte que ese hombre representa al megas logothetes Metoquites, al
que se le dio permiso para llevar ese atuendo por sus servicios al emperador.
—¿De verdad se ponía semejante engendro?
—No sólo lo usaba —respondió ella entre risas—, lo consideraba un honor.
—Con semejante peso en la cabeza no comprendo cómo podía ser útil a nadie, a
mí me costaría hasta pensar.
—Tal vez por eso acabó sus días encerrado en el mismo monasterio que mandó
construir anexo a esta iglesia.
—No hace falta decir que estás versada en historia de la ciudad.
—Es parte de mi trabajo, además de una pasión personal. A las mujeres les resulta
más difícil educarse que a los hombres, por lo que siempre es un aliciente poder
superar esa barrera.
—Dado que apenas he visto de Constantinopla el puerto, palacio y murallas, ¿me
acompañarías a dar un paseo por la ciudad para enseñarme sus maravillas?
—No sé si debería, la gente murmura continuamente, el protocolo…
—Yo podría acompañarla —se ofreció repentinamente Yasmine, muda hasta ese
momento—. No tengo nada urgente que me obligue a volver a palacio.
—Buena idea —afirmó Francisco—, eso evitará los comentarios de la gente, ¿nos
vamos?
—Claro —cedió Helena sin mucho convencimiento—. ¿Qué te apetecería ver?
—No sabría decirte —dudó Francisco mientras meditaba sobre algún gran
edificio que se encontrara lo suficientemente lejos—, el Hipódromo tal vez.
—¿El Hipódromo? —replicó ella extrañada—. No queda gran cosa de lo que fue

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antaño, pero, si es lo que prefieres…
Saliendo de San Salvador de Chora, bajaron por entre los callejones apenas cien
metros hasta la calle Mese. De las numerosas estatuas que jalonaban ambos lados de
la avenida tan sólo restaban los pedestales, como mojones solitarios esperando un
héroe que ensalzar, vacíos testimonios de un antiguo esplendor. Después de la
invasión de los cruzados, el saqueo que sufrió la ciudad resultó devastador, y sin
embargo, leve, al lado del continuo latrocinio y la despreocupación que los
emperadores latinos mantuvieron durante los sesenta años de su reinado. Las estatuas
fueron fundidas o transportadas a Occidente, se abandonó por completo el cuidado de
iglesias y monumentos, la población menguó desde el medio millón de habitantes
hasta los escasos cincuenta mil actuales, y toda riqueza que pudiera ser susceptible de
transportarse acabó en las galeras venecianas rumbo a poniente, mientras los cada vez
más escasos pobladores veían cómo barrios enteros quedaban deshabitados y en
ruinas.
Paseando por la desolada calle en dirección a la predominante estructura de la
iglesia de los Santos Apóstoles, Helena desmenuzaba la historia de Constantinopla,
sus más insignes monumentos, su expansión y última decadencia. Como un profesor
que repite una lección bien aprendida, trataba de encerrar sus pensamientos
envolviéndolos en una monótona letanía de explicaciones, fechas, nombres y detalles.
La bella griega trataba de mantenerse en un terreno en el que se sabía cómoda, a
salvo de la perturbadora mirada del castellano. Desde la llegada de Francisco a
palacio su mundo había dado un vuelco, la firme rutina diaria comenzaba a perder su
sentido, con lo que Helena se sentía despertar de un nebuloso sueño. Tan sólo una
semana después de la llegada de aquella pareja de barcos, la ciudad entera se había
revolucionado, cambiando la tensa espera de los acontecimientos por una frenética
actividad, desatada por los nervios acumulados en los últimos meses ante la casi
inapelable idea del asalto turco. Para la bizantina, estos días habían abierto su
existencia a un mundo lleno de anhelos y esperanzas que nunca pensó encontraría,
pero con ellos también llegaron los miedos: miedo al dolor emocional, a sentirse
herida o rechazada, a perder sus valores, arraigados profundamente desde niña. La
asistencia a misas diarias y las numerosas oraciones no evitaban que su pensamiento
volara con la rapidez de un águila, tratando de dilucidar qué es lo que se esperaba de
ella, por qué el Señor la envolvía en tan oscuros momentos con una prueba
semejante. Su mayor defensa consistía en un continuo volcado de inconexa
información, saltando de un punto a otro de la historia con prisa febril, acrecentada al
comprobar que Francisco hacía caso omiso de sus explicaciones para mantener su
atención fija en ella.
Casi sin aliento por la interminable charla, con Yasmine unos pasos por detrás
observando la escena con rostro inexpresivo, Helena vislumbró en las cercanías de

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los Santos Apóstoles una gran congregación de personas que se reunían alrededor de
un clérigo, el cual, con voz firme, trataba de hacerse paso hasta la puerta de la iglesia.
—Os habéis reunido en vano —comentaba alzando la voz—, ya sabéis que me he
retirado al monasterio.
—¡Háblanos, Genadio! —gritaban algunos—, tú eres nuestro guía.
—Todo está ya dicho —respondió él tratando, sin mucho éxito, de pasar entre la
multitud—. Por favor, volved a vuestros quehaceres, dejad que viva mi pena en
soledad.
—No queremos esta unión —repuso alguno—. Tan sólo las iglesias más
pequeñas permanecen fieles a nuestra sagrada fe, ¿por qué Dios nos castiga de este
modo?
—Dios no castiga —respondió Genadio a la multitud—, es su pueblo el que le da
la espalda a Él, el Señor nunca abandonará a sus hijos.
Cuando reanudó sus esfuerzos por entrar en la iglesia, la multitud redobló su
griterío, zarandeándolo en su afán por acercarse a él a oír sus palabras o pedir su
bendición. Helena y Francisco observaban la escena desde el borde exterior del
gentío, tratando de distinguir lo que pasaba en el centro de la escena.
—Es Genadio —comentó Helena—, uno de los clérigos de la ciudad que más se
ha opuesto a la unión con la Iglesia latina. Muchos lo tienen por santo. Espero que no
le aplasten entre todos, a veces la gente no se da cuenta de que su fervor es tan
peligroso como el odio para el que se ve envuelto en medio. No consigo ver nada.
—Súbete al pedestal —dijo Francisco señalando un pedestal de piedra cercano,
vacío de su estatua.
Helena subió ágilmente de un salto, dirigiendo sus ojos al centro de la vociferante
multitud. No serían más de unos cientos, pero cada vez más personas se agolpaban en
las cercanías, atraídas por el griterío y la curiosidad. Entre ellas un grupo de soldados,
presumiblemente venecianos o genoveses de la compañía de Giustiniani, apareció en
las cercanías de donde se encontraba Francisco, comentando entre ellos y
divirtiéndose con chanzas sobre los campesinos bizantinos.
—¡Preferimos la muerte antes que abjurar de nuestra fe! —se oyó entre la
multitud, coreado enseguida por la mayoría—. Seremos mártires, pero nunca herejes.
—¡El emperador nos ha vendido al Papa! —gritó otro ganándose la aprobación
general.
—¡No! —gritó Genadio finalmente, hastiado de huir en vano sin que la
muchedumbre le permitiera avanzar—. Sois vosotros los que os habéis vendido,
renunciáis a vuestra alma a cambio de conservar la carne y los huesos, no culpéis a
uno del pecado de muchos.
—Nosotros no pudimos decidir, fueron los extranjeros los que embaucaron a
nuestro emperador —exclamó otro—, la culpa es de los obispos extranjeros, ese

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maldito Leonardo, que nos desprecia y nos humilla. ¡Arrojemos a los latinos de la
ciudad!
La multitud prorrumpió en un fuerte griterío, cada vez más intenso a medida que
se agolpaban más personas, las cuales se añadían al resto sin tener noción alguna de
lo que se hablaba, atraídas más por la masa que por las ideas.
No era la primera vez que Francisco se encontraba en medio de una situación
parecida, por lo que sabía por experiencia que pasar de la población descontenta al
tumulto bastaba con una chispa. Viendo el cariz de los acontecimientos se acercó
hacia Helena cogiendo su mano.
—Es mejor que nos vayamos.
Helena le observó desde su pedestal, primero con cara de sorpresa, tornada pronto
en una ligera expresión de angustia. Desde su posición podía observar como la gente
se enervaba contra el grupo de soldados italianos, los cuales habían dejado de reír y
se mostraban ceñudos y serios.
—¡Expulsemos a los latinos!
—¡Sois unos herejes! —gritó entonces uno de los soldados italianos—. Preferís a
los turcos antes que la verdadera fe. No merecéis nuestros esfuerzos, venís suplicando
nuestra ayuda como plañideras y sin embargo nos odiais.
—¿No habríamos de odiaros, cuando fuisteis vosotros quienes arruinasteis
nuestra ciudad? —exclamó Genadio con firmeza, subido en uno de los escalones de
la iglesia—. ¿No asaltasteis nuestros edificios, saqueando nuestros monumentos más
sagrados, vendiendo hasta los techos de las iglesias en una espiral de codicia? ¿No
fuisteis los latinos aquellos que vejaron a nuestras mujeres e hijas? Mientras el pueblo
pasa hambre vendéis el trigo del mar Negro en Occidente, para llenar los estómagos
de los nobles con nuestra sangre. ¿Tan frágil es vuestra memoria que no recordáis el
trato que nos dispensaron? —añadió dirigiéndose a la multitud de griegos, los cuales
escuchaban en silencio al clérigo—. Vosotros vestís con harapos, realizáis los trabajos
más humillantes recogiendo sólo las migajas que resbalan de su mesa, ¿y ahora
esperáis de ellos la salvación? Venderéis vuestra fe en Cristo nuestro Señor a cambio
de la decepción, pues no dudéis de que cuando el nombre del obispo de Roma
resuene en nuestros sagrados templos los latinos olvidarán nuestro sufrimiento y las
necesidades de Constantinopla. Que nadie albergue la esperanza de ayuda, pues
mercaderes son, y nada ofrecen sino es a cambio del doble. Y aunque dicha ayuda
llegara, ¿valdría el precio de vuestra eterna salvación? ¡No!, mil y una veces lo he
gritado, pero seguís sordos, seguís ciegos y mudos. Y he de añadir que si ellos son
culpables —continuó señalando al grupo de soldados— de avaricia, gula, soberbia y
lujuria, vosotros sois aún peores, pues la cobardía os ha hecho viles, sois culpables de
traición, ¡habéis traicionado a Dios! Y no perderé un segundo más de mi vida
gritando a vuestros cerrados oídos. El camino está delante, ¡seguidlo si tenéis

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suficiente fe!
Dicho esto el iracundo clérigo se abrió paso bruscamente entre la silenciosa
multitud hasta las puertas de la iglesia, por donde desapareció con rapidez. Su
ausencia provocó un murmullo entre la gente, indecisa sobre el siguiente paso, sin
embargo un nuevo clamor volvió a animar a los concurrentes. Al grito de «¡Viva
Bizancio y la verdadera fe!», los más exaltados se dirigieron hacia los soldados
italianos con actitud amenazadora, cercando al grupo a la vez que insultaban a los
extranjeros. Cuando comenzaron los empujones y voló alguna piedra, los soldados
desenvainaron los aceros, formando un círculo a modo de erizo contra la multitud.
Francisco, tras comprobar que nadie se fijaba en él ni le identificaba como enemigo,
comenzaba a buscar con ojo experto el mejor camino para salir de aquel embrollo
cuando escuchó una voz, que se alzaba poco a poco entre la multitud. Para su
sorpresa, era Helena la que trataba de hacerse oír, acallando con sus súplicas, gracias
a su posición dominante, a los que parecían a punto de llegar a las manos.
—¡Amigos! —gritó cuando consiguió un mínimo de atención—, ¿qué es lo que
hacéis? Estos hombres han cruzado el mar para luchar a nuestro lado por la salvación
de Constantinopla. Cuando los turcos aparezcan frente a las murallas, arriesgarán sus
vidas e incluso derramarán su sangre por vosotros. ¿Vais a luchar contra aquellos que
vienen a defenderos? ¿Por qué tanto odio entre nosotros? Todos rezamos a un mismo
Dios, todos queremos proteger lo que más queremos, ¿pensáis que el Señor no sufre
al ver a sus hijos luchando entre sí? No es momento de rencores por el pasado, sino
de permanecer firmes hombro con hombro, porque si no nos unimos no habrá futuro
para esta ciudad. Hoy es domingo, el día del Señor, dejad a un lado las armas y
volved a vuestras casas a disfrutar los pocos días de paz que nos quedan.
A medida que Helena hablaba, las caras iracundas de los griegos se tornaban en
rostros más serenos, los italianos bajaron las espadas y la crispación se relajó.
Francisco la miraba totalmente sorprendido, allí, de pie sobre el pedestal, con aquel
mechón de pelo sobre la frente, reflejo de un espíritu indomable que acababa de
aflorar como si surgiera de la nada. Unos pocos comenzaron a alejarse, arrastrando
con ellos al resto. Los más indecisos siguieron su ejemplo, dejando solos frente a los
soldados a los últimos irreductibles, los cuales, vista la desaparición del apoyo que
surge de la masa y los todavía desenfundados aceros, decidieron dar media vuelta y
dispersarse, no sin antes clavar sus ojos en Helena y, ya de paso, en el aún
sorprendido castellano.
Francisco, boquiabierto, tendió su mano para ayudar a Helena a descender del
pedestal, ya transformada como por ensalmo en la tímida joven con la que había
salido de la iglesia de San Salvador de Chora.
—¿Dónde has tenido oculta a esa leona? —atinó a preguntar.
—Siempre se me dio bien hablar y no podía hacer otra cosa sino intentar que no

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se produjera una matanza.
—Ha sido asombroso —intervino Yasmine, que no se había movido del lado de
su señora.
—Yo pienso exactamente igual —afirmó Francisco—. No me imaginaba tanto
valor encerrado en tan delicado rostro, yo no pensaba sino en salir corriendo a la
primera oportunidad.
—No digas tonterías —respondió ella con una sonrisa—, estaba segura que si
algo salía mal nos protegerías a las dos de cualquier daño.
—Es lo malo de ser un caballero, dejarse matar por una turba violenta en defensa
de dos damas puede parecer honorable, pero seguramente resultará más que doloroso.
—Gracias por vuestra intervención, señora —intervino uno de los soldados
italianos que se habían visto cercados por la multitud—. Lamento que la escasa
discreción de mi compañero haya desatado semejante alboroto, no olvidaremos
vuestro gesto ni vuestro valor.
—Ha sido un placer —respondió Helena—, pero procurad tener cuidado hasta
que se calmen un poco los ánimos.
—No creo que sea buena idea continuar el trayecto —comentó Francisco—, no
me han gustado las últimas miradas que nos han dirigido algunos de esos
energúmenos. No me apetece encontrármelos en un callejón, además, es una buena
excusa para que me acompañes otro día.
—Supongo que será lo más prudente —respondió Helena iniciando el camino de
vuelta hacia el palacio.
Tras despedirse del grupo de soldados, con Yasmine de nuevo unos pasos por
detrás de ellos, bajaron por la suave cuesta que la calle Mese formaba desde la iglesia
de los Santos Apóstoles. Más callados que en el trayecto de ida, Francisco aprovechó
para despejar una duda mantenida desde la reunión anterior con los notables de la
ciudad.
—Durante una de las charlas que he mantenido estos días alguien mencionó que
el sultán tiene una manera especial de tratar a sus familiares, ¿tú sabes algo sobre
eso?
—Supongo que se referirán a lo ocurrido con su hermano —respondió Helena.
—No sabía que el sultán tuviera un hermano, creía que el príncipe Orchán era su
único pariente cercano.
—Y no lo tiene, al menos ahora. Küçük Ahmet, hijo de la segunda esposa de
Murad, padre del sultán, era apenas un recién nacido cuando Mahomet subió al trono;
su madre le dejó en la cuna para ir a ver al sultán, a felicitarle por su nombramiento, y
mientras lo hacía Mahomet ordenó a sus secuaces que estrangularan al bebé en la
cuna. No quería que pudiera crecer, disputándole el trono algún día.
—No me extraña que Orchán esté asustado porque ese aprendiz de Herodes tome

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la ciudad, seguramente ordenaría que le cortaran el cuello nada más verlo.
—Se comenta en palacio que Mahomet está pensando sancionar una ley por la
cual el sultán electo mate a todos sus parientes, con la excusa de evitar luchas por el
poder o guerras civiles que debiliten el Imperio turco.
—Por muy buenas que sean las intenciones no creo que tuviera agallas suficientes
para matar a un recién nacido —comentó Francisco con cara compungida.
—El camino del infierno está empedrado de buenas intenciones —declaró Helena
con tono serio.
—Parece que nuestros últimos encuentros resultan accidentados por uno u otro
motivo.
—Tal vez el destino no quiera vernos juntos.
—No creo en el destino, al menos mientras no diga lo que quiero oír —comentó
Francisco cuando se adentraban por las calles que conducían al palacio.
—¿Y cuál quieres que sea tu destino?
—No tengo dotes de visionario —entrecerrando los ojos y levantando la cabeza
hacia el cielo—, pero ahora mismo vislumbro entre la niebla de mi futuro una ciudad
salvada del peligro y una hermosa joven de bellos ojos verdes y corazón de león
acercándose hacia mí. ¿Cuál es el tuyo? Lo pregunto por si mi modesta colaboración
puede influir en su cumplimiento.
—Creo que no te lo diré —contestó ella riendo—. Toda dama que se precie debe
guardar sus intimidades ante los caballeros.
—Deja que adivine —continuó el castellano cerrando los ojos con fuerza a la vez
que mostraba un gesto de profunda concentración—. Sí, ya lo veo, un apuesto,
galante y valiente joven llegado de lejanas tierras, que despertará en ti profundos
sentimientos.
—Cuando veas a mi apuesto y galante joven —comentó Helena con una sonrisa
irónica— dile que no pido demasiado, sólo fidelidad, amor y, por supuesto,
compromiso.
—¿Compromiso? —repitió Francisco abriendo los ojos de par en par.
—Compromiso —confirmó ella casi en un susurro—. Hasta entonces, seguiré
esperando a mi valiente príncipe.
Habían entrado en el patio principal del palacio, donde los caminos a sus
respectivas habitaciones se dividían. Ella le miró, como si quisiera escrutar en su
interior la respuesta a sus expectativas, sin decir nada, con sus ojos clavados en el
interior del castellano. Tras unos segundos desvió la mirada y comenzó a andar hacia
uno de los lados del patio porticado, en dirección a la escalera de mármol que
conducía al ala del palacio donde se alojaban los funcionarios.
—Espero verte pronto —se despidió—, ya sabes dónde encontrarme.
Francisco se quedó de pie, plantado en mitad del patio, observando cómo Helena

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desaparecía lentamente por las escaleras mientras Yasmine le miraba de reojo con una
enigmática sonrisa.
—No os he dado las gracias —dijo la esclava turca.
—¿Por qué? —preguntó sorprendido el castellano.
—Cuando nos encontrábamos en medio de la multitud, dijisteis que os batiríais
por dos damas. No es corriente que un noble mencione a una esclava, y menos la trate
con esa cortesía.
—Nacer esclavo es un accidente —respondió el castellano—. De haber sido otra
tu suerte tendrías a muchos de esos nobles a tus pies.
Yasmine se acercó a él, tanto que Francisco pudo oler su ligero perfume, casi
hipnotizado por aquellos ojos marrones.
—Ahora debo irme —dijo ella—, tal vez en otro momento se me ocurra algún
modo de demostrar mi gratitud.
El castellano se mantuvo callado, extasiado, mientras ella le miraba un instante
antes de desaparecer contoneándose por la misma escalera que minutos antes
ascendía Helena, dejando al totalmente confuso Francisco como una estatua
decorativa en mitad del patio. Después de unos minutos, recobró el dominio de sus
piernas y dejó su estática posición para dirigirse a sus habitaciones, sin percatarse de
que una figura no había perdido detalle de la escena, desde su posición en una de las
ventanas que daban al patio.

Sfrantzés no necesitaba oír lo que decían aquellas tres figuras en mitad del patio.
Para él la escena, vista a través del cristal de la ventana de su cuarto, habría sido
bastante obvia de no mediar un importante detalle ocurrido esa misma mañana. En la
corte era los ojos y oídos del emperador, nada debía suceder en Constantinopla sin
que él se enterara, por lo que no tardó demasiado en averiguarlo todo sobre los hasta
ahora frustrados esfuerzos del castellano por cortejar a la bella Helena. Inicialmente
no había dado importancia a tales eventos; con una invasión a las puertas, la
posibilidad de que el recién llegado se dedicara a asaltar una cama femenina figuraba
como un asunto banal, apenas digno de un comentario. Sin embargo, la paloma
mensajera que había recibido de su contacto en la corte del sultán traía inquietantes
noticias, la confirmación de una sospecha que debía comunicar al emperador y, en
una reunión para la que se preparaba en ese momento, tratar con urgencia.
Aún con el vistoso atuendo, propio de su elevado cargo, con el que había asistido
a los oficios litúrgicos, Sfrantzés plegó algunos documentos y salió de sus estancias
con paso rápido. Atravesando los pasillos, en los que se había reforzado la guardia
por orden suya, llegó con premura a las estancias privadas del emperador, donde los
vigilantes ya habían sido advertidos para conducirle hasta el propio Constantino, el
cual le esperaba, vestido con una modesta túnica de lino blanco, estudiando un mapa
del mar de Mármara detallado sobre un pergamino.

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—Buenos días, Jorge —saludó al ver entrar al secretario imperial—. No tengo
mucho tiempo, ¿qué es ese asunto tan urgente?
Sfrantzés saludó cortésmente, pero se mantuvo en silencio hasta que el guardia
que le acompañaba dejó la habitación cerrando la puerta tras de sí.
—Tengo informes de nuestro contacto en la corte del sultán, y no pueden ser más
preocupantes.
—Ya casi estamos acostumbrados a las malas noticias.
El secretario imperial había conseguido, con su diligencia habitual, que uno de los
más importantes colaboradores del dirigente turco enviara regularmente información
sobre los pasos seguidos por el sultán contra Constantinopla. Ni siquiera el
emperador sabía de quién se trataba, tal era el interés del concienzudo secretario por
mantener a salvo su identidad y, aunque existían rumores en palacio que barajaban
casi todos los cargos en la corte otomana, no podían ser, por fuerza, más que meras
especulaciones. A pesar del desconocimiento sobre su verdadera posición, en los
últimos tiempos, Constantino había llegado a temer la llegada de cada paloma
mensajera, dado que sus informes siempre avisaban de un empeoramiento de la
situación.
—Mahomet probó ayer un gigantesco cañón en las afueras de Edirne y ha dado
orden de iniciar la marcha de sus tropas. Llegará aquí el uno de abril, el día de
Pascua.
—Mal día para iniciar una guerra, la población espera la festividad como si fuera
la última que pudieran celebrar, tener que suspender la fiesta sería un duro golpe.
Pero dos meses de plazo entraba dentro de los cálculos que manejábamos, y no es
ningún secreto que la artillería del sultán es muy superior a la nuestra. ¿Hay algo más,
verdad?
—Sí —confirmó Sfrantzés con preocupación—, el sultán sabe lo del espía turco
de Orchán.
—¿Cómo?, ¡no es posible!
—Eso mismo pensaba yo, pero en el mensaje que traía la paloma venían detalles
que lo confirman.
—Sólo los que nos encontrábamos en aquella reunión conocíamos el secreto.
—Así es —atestiguó el secretario imperial apesadumbrado—, y descartando al
propio Orchán y a su espía, que obviamente no querrá ser descubierto si aprecia su
vida, tan sólo nos restan un puñado de alternativas.
—¿Has comentado algo con tus informadores?
—No, nadie lo sabe. Tampoco es probable que lo identificaran al pasar por una de
las puertas, se le camufló convenientemente entre unos agricultores; los soldados se
fijan en los que entran, no en los que salen. He interrogado personalmente a los
guardias que custodiaban la sala, nadie salvo ellos se acercó a las puertas y, por

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precaución, puse guardias varengos. Ninguno de ellos sabía italiano, lo poco que
pudieran escuchar sería totalmente incomprensible.
—Eso reduce el círculo.
—Mucho.
—¿Giustiniani? —preguntó el emperador—. Me resisto a creer que pueda estar
comprado por los turcos, su entusiasmo parece totalmente sincero.
—De ser un espía podríamos considerarlo una jugada maestra por parte del
sultán. Aunque no lo descarto, no es mi principal sospechoso, hasta el momento ha
cumplido con su cometido de manera más que eficaz.
—¿En quién piensas?
—Ya sabes que nunca he confiado en Lucas Notaras.
—Perdió a uno de sus hijos en el último asalto turco a la ciudad —comentó
Constantino—. Eso es un gran impedimento para negociar con sus agentes.
—También es cierto que tiene muchos negocios comerciales, lo que le permite
disponer de contactos entre las diversas colonias extranjeras de la ciudad. Dinero y
poder son un buen acicate para la traición.
—Confío en él —afirmó el emperador—, pero no tenemos por qué correr riesgos,
vigílalo. ¿Alguien más?
—Sí, el castellano.
—¿Francisco?
—En efecto —confirmó Sfrantzés—. ¿Qué sabemos de él? Se enroló en la
compañía de Giustiniani en Génova, su pasado sigue sin estar claro y gracias a su
amistad con el comandante italiano está al tanto de todos los secretos.
—Todo espía necesita una red que le permita enviar los mensajes, tú mismo lo
has dicho para el caso de Notaras.
—Cierto, por eso el megaduque es mi primera opción, pero no se puede descartar
a tu supuesto primo.
—¿Puedes vigilarle de cerca?
—Es bastante listo, pero creo que tengo la persona adecuada para el trabajo. La
principal cualidad de un espía es la discreción, y ¿existe mejor informador que el que
no sabe que colabora?
—No te entiendo.
—La persona que le vigile no sabrá que lo está haciendo.
—¿Podrás conseguirlo?
—Descuida, aunque no debemos olvidar que hay una tercera alternativa, incluso
más probable que las anteriores.
—¿Y cuál es? Yo te aseguro que no soy espía del sultán —comentó Constantino
con una sonrisa.
—Lo sé —respondió Sfrantzés—. Me refiero a algo tan simple como una

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indiscreción o, más fácil aún, un infiltrado dentro del propio círculo de Orchán. Es
ciertamente posible que, cuando se le envió a la ciudad, alguno de sus acompañantes
fuera un informador.
—Es cierto y, respecto a eso, poco podemos hacer salvo comunicar las noticias al
príncipe y dejar que él observe a sus hombres. Por lo demás, toma las medidas que
creas oportunas.
—Me pondré inmediatamente a ello.
Sfrantzés se despidió de su amigo saliendo con rapidez de la habitación, dejando
a Constantino de nuevo a solas, observando el detallado mapa con preocupación. Los
problemas se acumulaban uno tras otro. Poco antes de la conversación con el
secretario imperial le habían comunicado que los pocos enclaves que aún
permanecían fieles al Imperio bizantino en Grecia estaban bajo asedio de las tropas
turcas. No se podía esperar de ellos ningún tipo de refuerzo ya que luchaban por su
propia supervivencia. Constantino cerró los ojos y se frotó la frente con la mano, en
un intento de descargar su pensamiento de alguno de los innumerables problemas que
le atenazaban. Sentía como le pesaban la responsabilidad, los años de continuas
decisiones, combates y reveses. Tenía la sensación de haber pasado toda su vida
luchando por un imposible, viendo pasar las estaciones sin un solo periodo de calma.
Terremotos, plagas, invasiones, hambrunas, la lista de hecatombes que afligían a su
pueblo desde que tenía uso de razón era casi interminable. Se preguntaba por qué
Dios castigaba así a Bizancio, ¿tendrían razón aquellos que protestaban contra la
unión de las Iglesias, los que denunciaban el abandono de la verdadera fe? Cuando
dio el paso final con la celebración de la liturgia latina en diciembre, estaba
convencido de que era la única forma de conseguir ayuda de Occidente para frenar a
los turcos. Ahora le acosaban pensamientos de fracaso, de pérdida, como si hubiera
sido la última humillación aceptada por un pueblo condenado a desaparecer. Recordó
los días de gloria de Bizancio, cuando su imperio era la luz de Oriente, iluminando
con su cultura y su arte toda una Europa sumida en la oscuridad y la barbarie,
preguntándose por qué el Señor le había puesto al mando de ese mismo imperio en su
época de ocaso. Tal vez fuese aquella la decisión más caprichosa de la fortuna: un
Constantino fundó la ciudad y el reino, para que mil años después, otro Constantino
la viese caer, arruinada tras siglos de decadencia.
La única decisión que tomó aquel día es que, si no era capaz de rechazar a los
turcos, al menos tendría el valor y la determinación de caer junto a la ciudad que
tanto amaba.

Helena se sorprendió al escuchar los ligeros golpes en la puerta de su habitación


y, más aún, al abrir para encontrarse con el secretario imperial, con el lujoso uniforme
de alto oficial del gobierno bizantino, esperando pacientemente con una sonrisa al
otro lado del umbral.

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—Señor secretario —comentó sorprendida—, ¿hay algún problema?
—En absoluto —respondió Sfrantzés manteniendo la sonrisa—, tan sólo me
gustaría hablar un instante contigo si no es un momento inoportuno. ¿Puedo pasar?
—Por supuesto —afirmó ella haciéndose a un lado.
Sfrantzés entró en la sala cerrando con suavidad la puerta de la estancia.
—He oído que has entablado amistad con el joven castellano pariente del
emperador.
—Así es —confirmó Helena—. Sé que el protocolo…
—No te preocupes por eso —interrumpió delicadamente el secretario imperial—,
no he venido a echarte una reprimenda, todo lo contrario, su majestad está muy
ocupado debido a la delicada situación de la ciudad, por lo que sus múltiples
obligaciones no le permiten dedicar a su primo todas las atenciones que desearía. Me
ha encargado rogarte que te ocuparas de mostrarle las costumbres de la corte, al
parecer tiene cierta aversión por la persona anteriormente encargada.
—Sí, me ha comentado que sus explicaciones le resultaban difíciles de asimilar.
—No queremos que un familiar imperial se sienta rechazado o crea que no
estamos pendientes de su bienestar y, conociendo tu inestimable valía y profundos
conocimientos, el emperador piensa, y yo coincido con él, que lo mejor sería que
sustituyeras a Lotario en sus tareas.
—Me halaga que el emperador me tenga en tan alta estima —comentó Helena
casi sonrojándose—. Por supuesto haré lo que esté en mi mano, pero no quisiera ser
objeto de murmuraciones en la corte.
—En absoluto, querida niña, puedes disponer de la esclava turca a tu servicio para
acompañaros o de cualquier otro sirviente que consideres necesario, y ante cualquier
problema no dudes en consultarme.
—Será un placer.
—Una última cosa, dado que no conocemos bien a nuestro joven amigo, el
emperador desearía que le informarais, a través de mí, de cualquier cosa que pueda
interesarle, sus inquietudes, diversiones, amistades; cualquier pequeño detalle, por
insignificante que pueda parecer. A su majestad le interesa aprenderlo todo acerca de
su recién llegado familiar, para facilitar en lo posible su integración en la corte.
—Desde luego, me parece muy loable que dedique tanto tiempo y esfuerzo, más
teniendo en cuenta las pesadas ocupaciones de gobierno.
—Bien, en ese caso, volveré a verte para charlar sobre nuestro mutuo amigo.
¿Sería esta una señal del Señor o una simple coincidencia?, se preguntó Helena
después de que el secretario imperial abandonara su habitación. Aun sin saber
prácticamente nada sobre el joven castellano, con tan sólo unos pocos encuentros,
estaba segura de la atracción que sentía por él. Sin saber cómo, había entrado
arrolladoramente en su vida, como un viento que remueve un montón de hojas,

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desbaratando cualquier atisbo de orden que pudiera existir previamente. Ahora el
destino le ofrecía la oportunidad de acercarse a él, de tratarle con detenimiento.
Habría dado cualquier cosa por que sus amigas de la infancia hubieran estado a su
lado, para poder hablar con ellas interminablemente sobre el joven castellano. Las
habría abrumado con descripciones sobre su sonrisa, su noble porte, su alegre
conversación e, incluso, sus cómicas chanzas y juegos de palabras. Su última amiga
íntima en la ciudad, Helena, había muerto un año antes en el parto de su primer hijo,
dejándola sola entre los grises funcionarios de palacio, sin un verdadero hombro en el
que apoyar sus preocupaciones o comentar sus alegrías. No podía hacer otra cosa que
mecerse al ritmo de las olas de la vida, comprobando con alegría que esperaba
nerviosa y anhelante el próximo amanecer.

Los siguientes días fueron casi un calco de los anteriores, imbuidos de un frenesí
constructivo alrededor de las fortificaciones de la ciudad. No sólo se mantuvo el
ritmo de trabajo anterior, sino que se incrementó el número de cuadrillas de
trabajadores que se afanaban en remozar foso, muro y torre de cada tramo de las
defensas, centrando sus mayores esfuerzos en la zona de murallas terrestres, entre el
mar de Mármara y el Cuerno de Oro. Las murallas que defendían la zona colindante
con el Mármara, a pesar de su menor grosor, tenían la ventaja de las fuertes corrientes
y la necesidad de un desplazamiento de navíos para acercar cualquier posible tropa
atacante, mientras que los muros anexos al Cuerno de Oro disfrutaban de un sistema
defensivo especial.
Para el momento en que la flota del sultán hiciera su aparición, tomando el
control de las aguas cercanas a la ciudad, se tenía previsto cerrar el Cuerno de Oro
por medio de una poderosa cadena, ya utilizada en numerosas ocasiones en asedios
precedentes. De robustos eslabones de acero de medio metro de largo, y sostenida
sobre el agua por flotadores de madera, se engarzaba en una de las torres de la
colonia genovesa de Pera. Entre las obligaciones de su gobernador, Angelo
Lomellino, se encontraba la de asegurar el acceso a los encargados de colocarla en
caso de ataque enemigo. Sin embargo se necesitaron varios encuentros y numerosas
reuniones para conseguir la confirmación, debido a los múltiples impedimentos
prácticos que Lomellino no dejaba de presentar. El concurso de la cadena resultaba
imprescindible para la defensa, pues permitía controlar el brazo de mar y, por tanto,
liberar todo el tramo de murallas que daban al Cuerno de Oro de cualquier vigilancia.
Eso suponía una mayor concentración de defensores en las zonas más amenazadas. A
pesar de ello, esa zona fue la utilizada por los cruzados en 1204 para penetrar en la
ciudad, algo que no se olvidaba en Bizancio, lo que conllevó a alistar una decena de
barcos para defender la cadena de cualquier agresión de la escuadra turca.
La continuación de las obras no supuso diferencia para la mayoría de los que en
ellas se esforzaban; sin embargo, Francisco constituía una excepción. Desde la

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notificación por parte de Jorge Sfrantzés de la nueva persona que actuaría como su
paidagogos, el tiempo entre piedras y polvo le resultaba una tortura ante la
imposibilidad de disfrutar de la compañía de Helena. Cuando se le ocurrió, impelido
por las circunstancias, subir por la pasarela del buque de Giustiniani en el concurrido
puerto de Génova, no tenía en mente pasar los siguientes meses como maestro albañil
o director de obra. El trabajo manual y la supervisión de aquellos a su cargo, aunque
tomado con buen humor e interés, comenzaba a hastiarle. Tan sólo la asombrosa
confianza de aquellos griegos por salvar lo último que les quedaba de su otrora
glorioso estado le animaba a continuar ejerciendo su papel en aquella extraña
representación. Su encomiable actitud y férrea voluntad contagiaba a cuantos les
rodeaban, impeliendo a venecianos, genoveses, catalanes o al propio Francisco a
esforzarse con denuedo para mantenerse a la altura de un pueblo de supervivientes
que mantenía la ilusión intacta en medio de un mar de problemas.
Mientras el flamante protostrator revisaba una y mil veces todas las disposiciones
tomadas, los depósitos de armas disponibles o los suministros almacenados, con
inigualable fervor a su castrense deber, Francisco había encontrado en el escocés un
alma gemela para poder evadirse en la animada conversación sin tener que disertar
continuamente acerca de la milicia, los ángulos de tiro o la calidad de la pólvora. De
indudable pericia para la dirección bélica, el comandante genovés resultaba un
compañero poco interesado en cualquier otro tema que no fuera el combate o la
preparación para la guerra. Francisco deseaba tenerlo a su lado durante la lucha tanto
o más que ahora prefería evitarlo en los momentos de asueto.
Aunque sus deseos habrían sido regresar cada día al palacio para recibir alguna
clase de protocolo de la dulce Helena, las circunstancias no habían cambiado respecto
a los primeros días de construcción, muy al contrario, las prisas se acumulaban, sobre
todo al correr el rumor de que el sultán ya se había puesto en marcha con su ejército y
pronto aparecería a los pies de la ciudad. Francisco, gracias a su posición como
intérprete de Giustiniani y su cada vez más intensa amistad con Mauricio Cattaneo y
otros jefes militares, estaba al tanto de las informaciones manejadas por ellos y, como
tal, conocía de primera mano que se manejaba comienzos de abril como fecha de
inicio de las hostilidades. Eso le dejaría un buen margen para trabar una más
profunda relación con su nueva profesora de protocolo si al menos tuviera un rato
libre que no fuera el domingo para poder compartir una charla con ella.
Para colmo de males, el último domingo el emperador decidió celebrar una
liturgia privada en la capilla del palacio, a la que asistirían sus familiares y amigos
más allegados, evitando involuntariamente que el castellano pudiera efectuar
finalmente su ansiado paseo por la ciudad en compañía de la joven. Dado su nivel de
frustración al haber podido mantener apenas media docena de encuentros con la bella
paidagogos, decidió ahogar las penas la noche siguiente invitando al incombustible

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John Grant a unos cuantos tragos en una taberna, de la docena que aún se mantenían
abiertas en la ciudad.
Con pasos inciertos y más suerte que conocimiento, ambos se dirigieron entre un
mar de oscuras callejuelas al barrio griego cercano al puerto del Boukoleon,
siguiendo las poco claras indicaciones recibidas por uno de los obreros pertenecientes
a la numerosa cuadrilla dirigida por Francisco. Tras varios infructuosos intentos, el
estruendo producido por un nutrido grupo de parroquianos de tan ateo templo
condujo los pasos de los sedientos compañeros hasta las cercanías de un pórtico
semiderruido, que concedía paso a una espesa puerta de madera, oculta guardiana de
un vivaracho local repleto de asistentes.
El atronador ruido del interior contrastaba vivamente con la quietud de la calle.
Una pequeña multitud reía, cantaba, charlaba, gritaba, jugaba a los dados y, sobre
todo, bebía, alborotándose unos a otros con imprecaciones y exabruptos. La totalidad
de los asistentes eran latinos: venecianos, genoveses y ragusanos mayoritariamente,
formando grupos de variado tamaño que aullaban sus proclamas tratando de resaltar
sus opiniones por encima del vocerío imperante. La omnipresente bebida consistía en
cerveza, las más de las veces, dado que el bloqueo restringía el abastecimiento de
vino, normalmente importado de Quíos o del Peloponeso y con unos precios
prohibitivos.
El tabernero, italiano de origen, aunque de dudosa procedencia para evitar la
pérdida de clientela, se apresuraba al otro lado de una vieja barra de madera a
escanciar las jarras de los barriles disponibles junto a la pared. A pesar de las penurias
generalizadas de la ciudad, unos pocos aprovechaban los inciertos tiempos para hacer
fortuna en previsión de un próximo cierre del negocio, ya que si los turcos tomaban la
ciudad, y suponiendo que el dueño sobreviviera al saqueo posterior, no había futuro
en vender alcohol a musulmanes. Tampoco se veía a sí mismo transformando su
taberna en una tranquila casa de té, así que en esos aciagos momentos tan sólo
pensaba en llenar su bolsa, que en caso de victoria nadie se la iba a reclamar y, si la
derrota llegaba, con buenos dineros siempre encontraría salida en un bote para él y su
mujer o, incluso, bote y nueva mujer si el transporte era demasiado caro para dos.
«La guerra es cruel», pensó mientras servía a unos venecianos, observando a su
rechoncha esposa con el rabillo del ojo y deseando por un momento que el sultán
saliera vencedor en la próxima contienda, hasta que Francisco le espetó al oído que le
sirviera un par de jarras de cerveza.
Cuando tuvo sobre la barra ambas bebidas, el castellano alargó una a John
preguntándose al mismo tiempo si aquel sería un ambiente adecuado para un
miembro de la familia imperial. En su agitada existencia, Francisco había frecuentado
todo tipo de locales de mala fama, casi con la misma frecuencia que los palacios y
mansiones nobiliares. En ambos mundos se desenvolvía como pez en el agua, sin

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preferir realmente ninguno de los dos.
Antes de poder intercambiar unas palabras con su compañero escocés, una
disputa comenzó en un lado de la taberna, volando algunas jarras entre insultos y
empellones, pero, sorprendentemente, no pasó a mayores gracias a la intervención de
algunos compañeros de los más acalorados, y la calma, si se podía llamar calma a
semejante algarabía, volvió a imponerse.
—Si no hubiera visto con mis propios ojos a genoveses y venecianos juntos en la
misma taberna —afirmó John— no lo creería ni aunque me lo jurase el obispo de
Roma.
—Giustiniani tiene todo el mérito, probablemente es el único genovés sobre la
Tierra al que obedecería un veneciano. A veces me hace dudar si tendrá más carisma
que yo.
—No te traumatices por eso, nuestro jefe está completamente absorto en la
guerra, no le dará tiempo a desplazarte socialmente.
—¡Gracias a Dios! —exclamó Francisco alzando la jarra hacia el cielo en
humorística ofrenda—. Que a los que acumulan demasiados dones el Altísimo no les
concede la voluntad de usarlos.
John lanzó una ruidosa carcajada que ahogó seguidamente en cerveza, la cual
apuró hasta la última gota y depositó en la barra con señas al tabernero para que
rellenase el recipiente, haciendo temblar al castellano. En ese momento Francisco se
preguntaba si no habría cometido una temeridad al ofrecerse a invitar al escocés, a
juzgar por el precio de la cerveza y la capacidad alcohólica de su compañero. Tras un
suspiro de resignación, decidió emularle mediante un buen trago del amargo líquido,
mientras el fornido ingeniero comentaba con alegría:
—¿Cómo van tus asuntos con esa belleza griega? No esperaba que tardases tanto
en agenciarte una buena moza en este puerto, ¿o es que no sabes por cuál de las dos
decidirte?
—¿De las dos? Mi barco no sigue más que una estela.
—Me refiero a la turca que acompaña a tu enamorada. Muchacho, si yo la
agarrara le iba a quitar esa cara tan agria que lleva cincelada a fuego. Con ese cuerpo
mejor le iría en un burdel que de esclava.
—Que recuerde no es un terreno que quiera tantear, mis esfuerzos están
sumamente concentrados, Helena tiene algo especial, es distinta a las demás mujeres
que he conocido, ¿te he contado el incidente enfrente de la iglesia?
—Cuatro o cinco veces —respondió el escocés tras otro largo trago y una nueva
petición, mediante gestos, al tabernero—, pero me estás asustando, cuando un
hombre dice que tal o cual mujer es diferente, malo, eso es que te han atrapado. Me
temo que aquí se acaban tus aventuras amorosas. Dentro de unos años volveré a ver
cómo has acabado casado, tu mujer obesa y un montón de vociferantes críos trotando

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alrededor.
—No creo que sea peor que esta taberna —alegó el castellano—, aunque espero
un futuro un poco menos negro que el que me pronosticas. Realmente estoy
empezando a pensar si no tendrás razón y me estaré enamorando. Algo raro me pasa,
eso seguro, antes la sola idea me habría hecho subirme al primer barco y cambiar de
aires.
—Al menos esta vez no has elegido a una casada, eso simplifica las cosas. Dime,
¿vas a tardar mucho? Lo digo por si, en vez de túnica, tengo que acudir a la boda con
turbante.
—Muy rápido quieres que vayan los acontecimientos, el amor es cosa frágil que
no se puede apresurar.
—¡Ay, Francisco!, si te vuelves poeta sí que estás perdido, no vas a valer ni para
que te ensarten.
—Tendrías que verme en acción, a mi lado Hércules es un simple afeminado.
John rio de nuevo a carcajadas antes de vaciar su bebida por enésima vez,
provocando en el castellano un tremendo escalofrío, que recorrió toda su espalda para
acabar en su cada vez más exigua bolsa.
Al salir del local, pocas horas y muchos tragos después, los dos amigos trataron
de deshacer el camino andado hacia el campamento, con más vacilación y menos
suerte que a la ida. El paso incierto tenía su explicación en la cerveza ingerida,
mientras que la suerte adversa se encargaron de proveerla casi media docena de
oscuras figuras que se interpusieron en la salida de una de las callejuelas.
—¿Algún problema? —atinó a preguntar Francisco con voz vacilante por el
alcohol.
—¿No me recuerdas, perro extranjero? —contestó una de las figuras en griego.
El joven castellano trató de enfocar el rostro del que había hablado pero, ya sea
por la deficiente iluminación de la luna o por la cerveza bebida en exceso, le resultó
completamente imposible distinguir algo fuera del borrón general que suponía
cualquiera de los contrarios.
—A decir verdad —comentó tras entrecerrar los ojos con esfuerzo—, ni siquiera
te veo la cara. ¿Debería conocerte?
—No, por supuesto, los italianos sois tan asquerosamente orgullosos que no os
paráis a mirarnos a la cara antes de escupirnos, pero no importa, yo sí te conozco a ti,
y a la zorra traidora que defiende a los de tu calaña.
Francisco tardó unos segundos en asimilar la frase, intentando despejar su mente
lo suficiente para poder acordarse de haber escupido a alguien. Fue en ese momento
cuando se dio cuenta de que el pequeño grupo que taponaba la calle parecía armado
de estacas o palos, lo que fue definitivo para atar cabos. Se referirían al incidente en
la puerta de la iglesia de los Santos Apóstoles, el esputo debía ser moral y no físico, y

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la zorra…
—¿Qué es lo que dicen estos enanos? —gruñó el corpulento John mientras
Francisco parecía enderezarse y apretar los puños.
—Algo así como que todos los escoceses son unos bárbaros hijos de perra,
adoradores de Satán que se pasan el día fornicando con sus cabras.
Como imaginaba, al ingeniero no le gustó en absoluto su traducción porque acto
seguido se lanzó como un poseso contra los cinco individuos, los cuales, sonrientes al
pensar que se enfrentaban a un par de borrachos tambaleantes, apenas tuvieron
tiempo de levantar los palos antes de que varios de ellos rodaran por el suelo.
Francisco aprovechó la confusión para propinar, con todas las fuerzas y el tino
que le permitía su estado, un puntapié al más cercano en la entrepierna. Acertó de
lleno, observando como su contrincante se encogía en el suelo, aullando de dolor. Se
giró a su izquierda para hacer frente a otro de los difusos enemigos, el cual vacilaba,
con la estaca en la mano, indeciso ante la sorprendente resistencia de los supuestos
borrachos. En aquel momento de duda, el castellano podría haberse desecho de él
fácilmente, sin embargo, la lentitud de reflejos producida por la bebida y la
distracción que le causó ver cómo un griego volaba en medio de ellos,
presumiblemente aporreado por el gigantesco escocés, que se reía como un loco
gritando incomprensibles imprecaciones en su idioma, consiguieron dar ventaja a su
oponente, el cual lanzó un fuerte golpe al castellano, quien, privado por los malditos
efluvios de Baco de la necesaria coordinación, recibió el impacto en las costillas,
trastabillando consigo mismo y cayendo al duro suelo empedrado de la calle.
Con los edificios cercanos rotando a su alrededor, aún pudo observar como la
maldita sombra de su atacante levantaba de nuevo el palo para terminar la faena,
instantes antes de que un enorme puño impactara en su borroso cuerpo alejándolo del
castellano con fuerte impulso. Al grito de «Wallace», el escocés había despachado a
cuatro de sus oponentes sin despeinarse y, aunque Francisco estaba profundamente
agradecido a su amigo por evitar que le abrieran la cabeza, se encontraba en ese
preciso momento demasiado ocupado vomitando para preguntarle quién demonios
era el tal Wallace.
—Habrá que repetir la juerga —bramó el escocés mientras pateaba a los
indefensos griegos, convertidos en quejumbrosos bultos en el suelo, tratando de
arrastrarse a salvo de la furia del ingeniero—, hacía tiempo que no me divertía tanto.
—Deja por un momento la fiesta —pidió Francisco— y ayúdame a levantarme y,
si tienes algún tipo de poder sobre la piedra, dile a la calle que deje de moverse.
—Ven aquí, Hércules —dijo John tirando del brazo de Francisco para ponerlo en
pie—, que no se diga que los castellanos no soportan la bebida.
—Dudo mucho que esos puedan decir nada en una temporada.
—¿Cómo habrán sabido que soy escocés? Todo el mundo me toma por alemán.

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—Creo que es tarde para preguntárselo —atinó a contestar Francisco.
—Ya tienes una nueva anécdota que contar en tu próximo viaje.
—Por mí que paren el barco, que me bajo.
El ingeniero agarró a Francisco por el hombro mientras se reía desaforadamente,
luego condujo a su dolorido y mareado amigo por media ciudad, cantando a voz en
grito himnos guerreros de su tierra, mientras trataba de atinar con la calle adecuada
que les condujera al campamento de Giustiniani.
En una de esas indecisas vueltas se cruzaron a distancia, sin verlos, con un grupo
de unas veinte personas, viajando a oscuras, deprisa, silenciosas incluso al cruzar la
empalizada que cerraba el acceso al barrio veneciano y a su zona del Cuerno de Oro.
Unas monedas en la mano del vigilante de la cerca evitaron indiscretas preguntas,
mientras el grupo aceleraba el paso hacia el puerto, donde el veneciano Pietro
Davanzo escrutaba las calles cercanas impaciente, mascullando imprecaciones sobre
la tardanza, las mareas y el viento favorable. Su auxiliar, un rubio mozalbete de
dieciséis años que respondía al nombre de Jacobo, se mantenía quieto, observando a
su capitán pasearse de un lado a otro del extremo de la pasarela que se encontraba en
el muelle, como un preso en una estrecha cárcel.
—Nosotros partimos —dijo una voz queda a unos metros de la pareja.
—Os seguiremos enseguida —respondió Davanzo.
El joven grumete no preguntó nada cuando vio como el capitán de uno de los seis
buques cretenses que se unían a su nocturna huida se dirigía a su bote a vela, cargado
hasta la borda de civiles, para comenzar las maniobras que le alejarían de aquella
ciudad maldita para siempre. Sabía que Davanzo aguardaría todo lo que pudiera antes
de dejar en tierra a los pasajeros que deberían llegar de un momento a otro. Cada uno
de ellos reportaba una considerable suma por su pasaje, necesaria para amortizar el
viaje y aliviar los sobornos concedidos a los guardias del puerto por mirar hacia otro
lado mientras siete buques abandonaban Constantinopla protegidos por la noche.
Jacobo se frotó los brazos, tratando de aliviar el húmedo frío de la noche, aunque
lo que en realidad le atenazaba era la idea de huir de una ciudad que se enfrentaba a
su mayor desafío. Mientras escuchaba las malsonantes imprecaciones de su patrón, se
preguntaba si era el único en esa escurridiza flota en cuestionarse la traición que
estaba a punto de perpetrar. Las palabras de su madre, cuando le despidió en el puerto
de Venecia, dos años atrás, aún resonaban en su cabeza: «Vuelve convertido en un
hombre de bien, hijo, que cuando te reúnas con el Señor en el juicio final puedas
mantener la cabeza alta». Su padre, marino durante más años de los que Jacobo tenía
de vida, le había explicado una y otra vez que la nobleza no va en la sangre, que, a
pesar de que la sociedad se empeñe en negarlo con sus bien definidas castas, la
nobleza está en el alma, y el alma sólo es de Dios. «No permitas que nadie te tache de
innoble; podrás ser humilde, pobre e incluso inculto, pero el honor no te lo puede

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quitar otro que no seas tú mismo».
Y aquí estaba el pobre muchacho, al pie de la escala que le conduciría a la
infamia, a punto de entrar en el oscuro mundo de los cobardes, los despreciados por
el Señor, huyendo de una ciudad que les pedía a gritos auxilio, tapando los oídos,
embotando el cerebro para no pensar, no sentir. En cierto modo, envidiaba a su
patrón, él no parecía corroído por ningún tipo de remordimiento, de hecho, cuando
por fin aparecieron las dos decenas de adinerados ciudadanos, cobró ávidamente sus
pasajes, tanto a hombres, mujeres o niños, antes de permitirles adentrarse en la casi
repleta cubierta, donde los marinos se afanaban ya en las velas para partir cuanto
antes.
—Suelta amarras, muchacho, que nos vamos.
—¿Y qué pasará con la ciudad?
—¡Qué más da! Al diablo con ella, y haz lo que te digo, maldita sea, ya hemos
perdido bastante tiempo.
Jacobo se apresuró a soltar las maromas de proa y popa que ataban el bajel al
muelle, aunque luego se quedó al pie de la vacilante pasarela, que un par de
marineros se aprestaban a retirar en cuanto él hubiera pasado al interior del barco.
—¡A qué esperas idiota! ¿Quieres quedarte en tierra? —comentó airado uno de
los marineros.
Jacobo no respondió, simplemente se quedó allí, parado, mirando a los que le
observaban desde la cubierta, hasta que Davanzo ordenó retirar la pasarela. «Peor
para él», dijo con indiferencia sin siquiera pensárselo dos veces. Ni un comentario, ni
un adiós o un saludo, nada se llevó Jacobo por sus dos años de leal servicio con
Pietro Davanzo. Cuando se sentó en uno de los muretes que componían uno de los
extremos del malecón, para ver cómo los siete barcos, uno tras otro, se evadían del
Cuerno de Oro, se preguntaba si alguien recordaría que un jovenzuelo delgado,
flojucho, aunque buen nadador, y sin un ducado en el bolsillo, se quedó a cumplir con
su deber mientras cientos huían aterrados antes de ver un solo alfanje. Luego,
mientras el alba clareaba el oscuro cielo, llegó a la conclusión de que no importaba,
tan sólo les importaba a él, a sus padres y a Dios.
—¿Qué haces aquí? —preguntó el guardia que llegaba con el amanecer a relevar
a su compañero del puerto, al ver al aterido muchacho sentado en el muelle con la
vista fija en el horizonte—. ¿Tienes adónde ir?
—Sí —respondió con confianza—, allá donde pueda alistarme.

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4
—¡Inaudito!, ¡indignante! —exclamó Sfrantzés.
El secretario imperial daba vueltas alrededor de Francisco, iracundo, aunque sin
perder en ningún momento las educadas formas que le caracterizaban. El castellano,
por su parte, plantado de pie en medio de la sala donde había sido llamado, ojos
enrojecidos, garganta reseca y el cuerpo revuelto, no acertaba a adivinar si el
bizantino había elevado su tono de voz o, simplemente, sus exclamaciones
retumbaban en su cabeza amplificadas por la monumental resaca.
A su malestar general debía añadir los dolorosos pinchazos que le producían sus
costillas en cada respiración y un notorio entumecimiento de su pie derecho, aunque
esta última molestia resultaba mucho más llevadera al pensar en la que debía sentir su
contrincante en sus partes más íntimas.
—Se supone que sois un familiar del emperador —continuó Sfrantzés— y os
dejáis ver en una inmunda taberna, lugar de soldadesca latina, juego y bebedores
compulsivos, y aún peor: ¡envuelto en una pelea callejera!
—Vinieron a por nosotros —se disculpó Francisco con voz ronca.
—Esa es una excusa infantil, un caballero sabe cómo evitar enzarzarse con unos
matones de barrio, por no hablar de los bárbaros cánticos por media ciudad.
—Eso no lo recuerdo, pero supongo que será una descripción correcta de lo
sucedido.
—Lo último que faltaba es que hubierais acabado en los brazos de una vulgar
prostituta en medio de uno de los foros. Me extraña que nos ahorraseis esa última
humillación.
Francisco no se atrevió a contestar al secretario que ni la más bella doncella del
paraíso habría sido capaz de utilizarlo para juego sexual alguno en el lamentable
estado que arrastró durante la noche; prefirió permanecer en silencio a la espera de
que menguara el chaparrón. La noticia que corría de boca en boca esa mañana no
versaba sobre sus aventuras nocturnas en compañía de John Grant, sino que la huida
de casi setecientos ciudadanos latinos de la ciudad era la que llenaba las
conversaciones. El castellano era plenamente consciente del tremendo golpe asestado
a la moral de los habitantes, al ver como las ratas abandonaban precipitadamente el
barco, y suponía con acierto que el desaforado enfado y posterior perorata moral
recibida de parte de Sfrantzés se reforzaba al hilo de dicho acontecimiento,
empeorando el genio del secretario, probablemente enervado por tener que ocupar
parte de su valioso tiempo reprimiendo al castellano como si fuera un niño. Con la
mente casi en blanco, incapaz de retener el rápido monólogo de Sfrantzés, tan sólo
atinó a comprender una de las últimas frases.
—Visto que el cambio realizado en la persona destinada a instruiros no ha

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parecido dar fruto, me veo obligado a tutelaros personalmente, destituyendo a la
protovestiaria de sus actuales funciones.
—No, no hace falta —interrumpió Francisco ante la mirada de sorpresa de
Sfrantzés—. En realidad creo que estáis en lo cierto, ha sido una tremenda estupidez
por mi parte. El comportamiento que he mostrado esta noche ha sido indigno de la
familia a la que he de representar, no quisiera que nadie pagara por mis propios
errores, tenéis mi palabra de honor, no volverá a ocurrir.
—Me alegra oíros —comentó el secretario imperial con mirada inquisitiva, como
si no acabara de creerse la autoinculpación del castellano—. Espero que os
esforzaréis más en el futuro para haceros digno del puesto al que aspiráis.
—Por supuesto y, dado que es obvio que necesito una inmersión intensiva en el
complejo protocolo de la corte, ¿no habría manera de aumentar el número de
encuentros con mi paidagogos? Hasta ahora he tenido pocas oportunidades de
formarme.
—Veré qué puedo hacer —respondió Sfrantzés—, pero el trabajo en la muralla es
absolutamente prioritario y, de forma incomprensible viendo vuestro actual estado,
Giustiniani parece consideraros imprescindible.
—Sabe sacar lo mejor de mí —afirmó Francisco esbozando una sonrisa inocente
—. ¿Puedo irme?
—Sí —acabó Sfrantzés frunciendo el ceño—. Aprovechad para adecentar un
poco vuestro aspecto.
Francisco se retiró de la sala con lentitud, tratando de no mover su agitada cabeza
con rapidez, mientras el secretario imperial suspiraba de impotencia a su espalda.
Tras la deshonrosa deserción de Pietro Davanzo la noche anterior había mantenido
una reunión de urgencia con Constantino a primera hora de la mañana. El baílo
veneciano había jurado por lo más sagrado que ninguno más de sus ciudadanos
abandonaría la ciudad y que combatirían al lado de los griegos hasta el final, pero el
daño ya estaba hecho. Los ánimos, ya caldeados contra los latinos como demostraba
el penoso incidente desatado contra Francisco en las cercanías de la taberna, podrían
enervarse aún más desatando un buen número de conflictos. Gracias al cielo,
Giustiniani había salido al paso de los rumores paseando a caballo con parte de sus
tropas por toda la ciudad, asegurando a propios y extraños que permanecerían allí
hasta rechazar a las huestes del sultán. Sin embargo, a pesar de la agradable
confirmación de la valía del protostrator genovés, el incidente delataba numerosas
carencias en la vigilancia de la ciudad, tanto en el puerto como en las empalizadas
interiores. Quedaba aún un mes para la anunciada llegada del ejército turco, los espías
confirmaban que las tropas del sultán se concentraban con rapidez, la flota
musulmana pronto haría acto de presencia en el Bósforo y en Constantinopla no eran
capaces de controlar su propio puerto. Si la reparación de la muralla proseguía a buen

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ritmo, por el contrario la finalización del censo por parte de los tribunos de la ciudad
había arrojado un saldo desastroso: cuatro mil novecientos ochenta y tres posibles
reclutas, incluyendo a los monjes de varios monasterios que se habían ofrecido a
vigilar una porción de las murallas. Teniendo en cuenta la población actual de la
ciudad, que tan sólo un diez por ciento de los habitantes estuviera en condiciones de
combatir resultaba más que increíble, reflejo de la poca fe que se tenía en la victoria.
En cualquier otra circunstancia los voluntarios hubieran doblado esa cifra. La actual
falta de valor de los civiles no hacía sino resaltar la desesperación y el descontento
social.
Al recibir la cifra final esa mañana, junto con el relato de la deserción de los
barcos, Constantino había quedado desolado, acuciando a Sfrantzés a guardar silencio
sobre el total de hombres disponibles para combatir. Tan sólo Giustiniani compartiría
la cifra final, para poder realizar el despliegue de las tropas de acuerdo a su criterio
militar. La única ventaja era que tan limitado número de defensores podía armarse
adecuadamente en los arsenales preparados para tal fin, el consuelo que quedaba era
que los pocos que combatieran en las murallas al menos dispondrían de un equipo
superior al de los homólogos turcos. «Haremos lo que podamos con la ayuda de
Dios», había finalizado el emperador. Sfrantzés estaba de acuerdo con él, lamentarse
no serviría de nada, habría que combatir con aquello de que se disponía y rezar, para
que el Señor tuviera a bien concederles la victoria.

Tras un cálido, largo y reconfortante baño en las cuidadas termas de palacio y una
frugal comida para asentar su rebelde estómago, Francisco se sintió con fuerzas
suficientes para poder aprovechar la tarde, libre de atender al trabajo en la muralla en
cuanto Giustiniani comprobó riendo su patético estado, en compañía de Helena y
siguiendo los consejos del secretario imperial para mejorar su conocimiento del
protocolo de la corte.
Se felicitó a sí mismo por la rápida intervención que siguió a su propuesta de
sustituir personalmente en sus funciones a la dulce y comprensiva bizantina. Existía
un elevado número de habilidades que el castellano no estaba dispuesto a compartir
con el funcionario imperial, por lo que la jugada de entonar el mea culpa sobre el
desastroso incidente nocturno era motivo de orgullo, más, si cabe, teniendo en cuenta
lo embotado de su ingenio debido a la monumental resaca, convertida ahora en un
ligero malestar. De nuevo con sus facultades en franca progresión, se dirigió con paso
rápido a las estancias destinadas a la futura emperatriz en busca de un nuevo
encuentro, algo más concluyente según sus esperanzas, con la tímida griega. Sin
embargo, la fortuna volvía a presentarle su lado más amargo.
—No podéis pasar.
Francisco apenas podía creer su suerte. ¿No decía Notaras que aún había medio
centenar de guardias varengos en palacio? ¿Cómo era posible que se encontrara de

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nuevo con el mismo inamovible montón de músculos?
—¿Vives delante de estas puertas? —preguntó Francisco un tanto exasperado.
El soldado ignoró la cuestión, mirando de arriba abajo al castellano y torciendo el
gesto, al parecer desaprobando su adopción del ropaje de estilo bizantino.
—Escucha —comenzó Francisco adoptando el tono más serio y arrogante que
pudo emitir sin que se notara demasiado su aún sonora ronquera—, he tenido un día
bastante complicado. La misión nocturna que realicé en pro de la defensa de la ciudad
no terminó como esperaba, mi reunión con el secretario imperial esta mañana ha
resultado exasperante y, por último, llego con retraso a mi encuentro con mi
paidagogos, por lo que no me encuentro en este momento para chanzas ni posturas
infantiles. Será mejor que te apartes antes de que te arrepientas.
El fornido soldado, con el ceño fruncido durante casi toda la parrafada, muestra
inequívoca que su limitado griego no era capaz de comprender la mitad de lo
expresado por Francisco, tornó su gesto por una burlona sonrisa de satisfacción al
escuchar las últimas palabras. Era indudable que la sola posibilidad de repartir al
castellano las atenciones que deseaba le infundía un profundo alborozo. Ante esa
situación, Francisco pensó en la promesa dada al secretario imperial de no causar más
problemas, en el dolorido cuerpo que le había quedado después del encontronazo
ocurrido la noche anterior y, por encima de todo, en las anchas espaldas y aspecto de
jabalí embrutecido que ofrecía su descomunal contrincante. Ante la perspectiva de
acabar volando por los aires del mismo modo que los griegos utilizados como pelotas
por John Grant, decidió cambiar de táctica.
—Al menos, ¿puedes entrar y darle un mensaje a la protovestiaria?
—¿Tengo acaso aspecto de criada?
—No sabría decirte, rubio y con coletas…
—¡Coletas! —repitió el soldado alzando su gutural voz—. ¿Qué es «coletas»?
—Nada malo —aseguró Francisco mientras se veía sin dientes tumbado en el frío
mármol—. Supongo que el nombre griego para un atributo vikingo. Será mejor que
espere aquí y dé yo mismo el mensaje.
Decidió alejarse prudentemente del furibundo soldado mientras aún tuviera
tiempo, manteniéndose al otro extremo de la sala sin dejar de sentir los enojados ojos
del guardia clavados en él. Tras un largo rato de espera, por uno de los pasillos que
desembocaban en la estancia apareció Yasmine, cargando con un voluminoso vestido
que transportaba primorosamente doblado. Al descubrir al joven esperando, casi
arrinconado en la pared contraria a la ocupada por el guardia varengo disimuló una
sonrisa.
—¿Necesitáis algo?
—No, trataba de encontrar a Helena pero, al parecer, no soy del agrado del
guardia.

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—No tenéis buen aspecto, incluso lleváis un corte en la cara.
—No es nada, sólo un rasguño —comentó Francisco rascando uno de los lados de
su cabeza, donde el suelo había rebotado anoche al caerse en el callejón.
—A veces las heridas son más profundas de lo que aparentan —dijo Yasmine
acariciando con su mano la enrojecida zona—, tal vez deberíais curaros este golpe.
Francisco tragó saliva al sentir la tibia y suave piel de la joven esclava sobre su
cabeza, notando cómo las yemas de sus dedos masajeaban con dulzura ese dolorido
punto, mientras sus ojos se hacían más profundos, infinitos, y sus labios se mostraban
carnosos, tan apetecibles como la más dulce de las frutas.
—No importa —balbuceó el castellano—, apenas duele.
—Dispongo de algún tiempo —afirmó Yasmine casi con un susurro, a la vez que
clavaba sus ojos en los de él—. Si os place, acompañadme a mi modesta habitación,
allí podría ocuparme de aliviar vuestro malestar.
—Apostaría mi vida a que así es —acertó a expresar Francisco con un hilillo de
voz.
—No deberíais apostar nada que no estuvierais dispuesto a perder —comentó
ella, aún con la mano posada delicadamente en la sien del castellano.
—Es una proposición tentadora y…
Un sonoro golpe metálico cortó la frase en seco, ambos se volvieron para ver
como un torpe criado, colorado por la vergüenza, acababa de tropezar, dejando caer al
suelo la bandeja que transportaba, cargada de fruta que se extendió por casi toda la
estancia, contemplada con regocijo por el guardia varengo, el cual no esperaba tan
animado espectáculo en su turno delante de la puerta, y con groseras imprecaciones
por parte del malhumorado sirviente, que trataba, con visible enfado, de recoger las
escurridizas viandas para recargar su bandeja.
—Debo irme —comentó Yasmine al sorprendido Francisco, alejándose
inmediatamente hacia la puerta, sorteando con habilidad los despojos del suelo,
aunque no por eso se ganó la simpatía del criado, quien, aún a cuatro patas sobre el
frío mármol, dirigió una mirada asesina a la joven esclava.
Francisco observó con envidia como el guardia permitía el paso a la turca y se
mordió la lengua cuando estuvo a punto de pedir a la joven que se detuviera. Después
se marchó por donde había llegado el poco hábil sirviente, con sumo cuidado para no
tocar nada de lo extendido en toda la sala dado que, por la furibunda mirada del
joven, tocar una sola de aquellas piezas de fruta sería más que sacrílego. Cuando se
dirigió a sus aposentos decidió que, aprovechar el resto del día para recuperar parte
del sueño atrasado sería la mejor forma de gastar su ociosa tarde. Después de todo,
había tenido suficiente para colmar su día de resaca.
El torpe funcionario mantuvo sus diminutos ojos fijos en el castellano mientras se
alejaba, acaparando la fruta y depositándola en la bandeja sin importarle su

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colocación. «Maldita perra», pensó mientras la sangre le hervía hasta el punto de
sentir su sabor en la boca.
—Date prisa en recoger eso —dijo el guardia.
Basilio le dedicó la misma mirada que a Francisco, con los ojos inyectados en
sangre y la boca torcida en un rictus de ira, contestado por el soldado con una burlona
sonrisa, que dejaba entrever un profundo desprecio por el posible enfado de un
sirviente que se dedica a trasladar fruta con tan poco tino de un lado a otro.
Tras apiñar los restos de fruta en la bandeja, cargó con ella dirigiéndose de vuelta
a las cocinas. Había estado siguiendo a Yasmine por los pasillos, como hacía siempre
que tenía una oportunidad, aunque, últimamente, la costumbre se había tornado en
obsesión, descuidando sus labores en palacio con tal de poder escaparse a espiar a su
amante.
Desde el primer día que la joven llegó a la corte, pensó en ella como un objeto a
su alcance. Como esclava que era, pensó, no tendría pegas para con un simple
funcionario pues, llegado el caso de pedir su libertad, nadie querría desposar a una
esclava que, por otro lado, había tenido que satisfacer los ardores sexuales de sus
amos. Sin embargo, a pesar de la constancia de la obligación que le impelía a admitir
a algún noble en su cama, él tenía la absoluta certeza de que acabaría engañándole
con otros, enamorándose como una prostituta novata. Tal vez se resistiría
inicialmente pero, con el tiempo, acabaría aceptando las nocturnas incursiones de
Teófilo, vertiendo veneno en su oído, tratando de conseguir un pez más valioso que
un simple funcionario.
Mientras recorría los pasillos, Basilio continuaba rememorando las noches
escuchando detrás de la puerta de su estancia, escuchando cada jadeo, cada suspiro
que lanzaba con él, sonidos que se mantenían en su mente más y más tiempo y con
mayor intensidad. Ahora los escuchaba por el día, en el trabajo, incluso mientras
dormía. Algo en su interior le decía que de ahí a la copulación con múltiples amantes
no distanciaría un solo paso. Cuantos más candidatos atrapara en su red de lujuria,
más fácil sería después recuperar su libertad y hacerse con una posición elevada.
Deseó romper la puerta que custodiaba el guardia, golpearla hasta hacerla suplicar
y luego poseerla con furia hasta que ella reconociera que no existía otro hombre
mejor en el mundo, que sufriera con intensidad los mismos sentimientos que él
llevaba dentro. Comprendió que era inútil, los sentimientos de ira que se agolpaban
en su cabeza se deshacían en cuanto ella le tocaba, le susurraba su amor, le conducía
a las cumbres del placer una y otra vez hasta quedar exhausto, extenuado, totalmente
inerme ante sus súplicas y peticiones. Porque siempre había una petición, un ruego,
una carta que llevar, un mensaje que dar a tal o cual persona. Al principio había
creído la farsa de la compra de libertad, las misivas para que ese asqueroso banquero
italiano intercediera ante el emperador por ella. Más tarde, la verdad se fue abriendo

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camino en su pensamiento; escribía en árabe para que él no pudiera leer las lascivas
cartas que enviaba a sus amantes, pues no existía duda alguna de que tenía docenas
de ellos por toda la ciudad, comunicándose con tan deleznable grupo por medio del
italiano, seguramente el primero y peor de todos.
De nuevo una voz interior trató de calmarle, ella no podía salir de palacio más
que acompañada, nadie del exterior tenía trato directo con una esclava de la corte. Su
única preocupación era Teófilo y, vista la escena delante de las puertas, el otro primo
del emperador, ese repugnante castellano. Al parecer la turca trataba de llegar alto en
su desenfrenada orgía de codicia. «Debes matarlos a todos», resonó en su cabeza y de
inmediato regresaron los sonidos, los jadeos, las súplicas de ella a otros hombres para
que la poseyeran, los silenciosos «te quiero» susurrados siempre en otros oídos.
Llegó a la cocina con las manos crispadas sobre las asas de la bandeja, dejando
caer su contenido sobre una mesa en la que se preparaban ensaladas, agarró el primer
cuchillo que encontró a mano y trató de decidir en quién debía clavarlo primero.
—¡Basilio! —gritó uno de sus compañeros—. ¿Qué es todo esto? Y ¿dónde te
habías metido? El parakoimomenos está como una furia buscándote.
—¡Que se vaya al infierno! —gritó él.
—Al infierno irás tú de cabeza como te atrape. Llévate esos sacos al campamento
italiano cercano a la muralla, tal vez se calme si cuando llegue no te encuentra aquí, y
vuelve corriendo, que esta noche has de servir la mesa imperial, hoy hay invitados.
Basilio miró los sacos con los ojos vacíos, sin ver lo que tenía delante. Poco a
poco su respiración agitada se calmó, se miró la mano, aún asiendo el cuchillo,
mientras una nueva idea se adentraba en su caótico pensamiento. La venganza se
saborea con mayor intensidad cuando se hace esperar y, por casualidad, acababa de
descubrir la forma de tomarse justicia con todos los traidores que le acechaban.
Mientras los pocos que se encontraban en la cocina le miraban con gesto de
impotente incomprensión o, directamente, le ignoraban, él dejó el cuchillo de nuevo
en su sitio con suavidad, sonrió y comenzó a cargar sacos con rapidez. Necesitaba
apresurarse para poder dar los últimos toques a su recién ideado plan, antes de que
comenzara su ejecución unas horas después.

Esa noche, además de algunos nobles bizantinos de alcurnia, el protostrator


Giustiniani era el invitado más sobresaliente de cuantos se encontraban disfrutando
de una deliciosa cena junto al emperador.
Aunque el lugar de la celebración coincidía con el de la primera cena ofrecida a
los defensores de la ciudad el día de su llegada, de entre todos los ciudadanos latinos
de renombre que acudieron a la primera, tan sólo el genovés repetía asistencia; el
resto de los comensales eran griegos, parientes del emperador o notables de la ciudad.
El ambiente se amenizaba con espectáculos de música y danza, mientras se servían
exquisitos lomos de pescado preparado con una salsa similar al famoso garum

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romano. Los invitados, prácticamente todos amigos o conocidos, charlaban
animadamente de cosas intrascendentes, provocando un alboroto considerable,
alejando de sus conversaciones todo lo que pudiera recordar el inminente sitio al que
se enfrentarían en unas semanas. Los platos se rellenaban casi continuamente, al igual
que las copas de vino, obligando al numeroso servicio a un continuo baile, y
permitiendo al sonriente Basilio, que atendía la mesa como uno más, preparar el
primer paso de su madurado plan.
Giustiniani, colocado en uno de los extremos de la mesa, al lado de Sfrantzés,
ojeaba a su alrededor buscando a su amigo castellano, ansioso de encontrar una cara
conocida entre tanto griego.
—¿No acude Francisco? —preguntó al secretario imperial.
—Me temo que nuestro joven amigo se encuentra indispuesto y ha excusado su
asistencia.
—Se nota que sois diplomático, yo habría dicho que estaba aún demasiado
borracho para poder comer.
—Supongo que ya estáis al tanto del desagradable incidente de esta última noche.
Debo presentar mis excusas en nombre del emperador por el equivocado
comportamiento de un miembro de nuestra corte.
—No hacen falta tantas formalidades —comentó campechanamente el genovés
—, son trances normales entre jóvenes en un nuevo puerto, nosotros hemos actuado
de forma similar a su edad, al menos yo no tengo nada que envidiarles.
—Tal vez mi juventud fuera más sosegada de lo habitual, pero es de agradecer la
comprensión que mostráis.
—Hablando de formalidades —añadió Giustiniani—, no es que no aprecie el
honor de ser invitado, pero supongo que no soy el único latino por una casualidad.
—Ciertamente, hay un asunto que debíamos tratar con discreción. Ya hemos
recibido los datos del censo de reclutas que estarán disponibles cuando llegue el
momento.
—¿Tan malo es que hay que mantenerlo en secreto?
—No llegan a cinco mil.
Giustiniani casi se atraganta con la comida al oír la cifra, bebió un largo trago de
vino entre toses y miró al secretario sorprendido.
—¿Cinco mil? —repitió incrédulo.
—Así es, incluyendo monjes.
—¿Van a cambiar los hábitos por la armadura?
—No, pero podrán liberar a los soldados de otras tareas.
—Me dejáis escasas opciones, es imposible guarecer tres líneas de murallas con
tan pocas tropas.
—Debéis hacer lo humanamente posible, el resto se lo dejaremos al Señor.

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—No me gusta abandonar tanto trabajo al Altísimo —negó Giustiniani—,
siempre puede ignorarnos por vagos.
Sfrantzés se mantuvo en silencio, consciente de que el experimentado soldado
estaba en lo cierto. Tampoco a él le agradaba cerrar los ojos y confiar en Dios para
que resolviera sus problemas. A pesar de su inquebrantable fe cristiana, comprendía
mejor que muchos que, pese a las exhortaciones de los clérigos más fanáticos, la
victoria o la derrota dependían más de la táctica, el número y el valor de los soldados
que de la disposición del Señor pues, luchase quien luchase, ¿no eran todos los
hombres hijos de Dios? ¿Por qué favorecer a unos en vez de a otros?
Meditando sobre el tema, el secretario imperial centró su atención en otro punto
de la mesa. En uno de los lados, cerca del emperador, Teófilo Paleólogo acababa de
descubrir un pequeño papel situado aparentemente bajo su plato. Tras mirar a un lado
y a otro con aire inquisitivo, intentando dilucidar quién habría podido dejarlo allí,
desdobló el mensaje y leyó el contenido. Sean cuales fueren las palabras anotadas en
dicho papel, Teófilo pareció palidecer, después volvió a escrutar a los presentes, esta
vez con más insistencia, como si intentara leer en sus caras la autoría de las
anotaciones. El secretario imperial desvió instintivamente la mirada hacia otro punto,
simulando distraerse con la intrascendente conversación de otros comensales. Cuando
volvió a fijar su vista en el primo del emperador el papel había desaparecido de su
mano y, aunque Teófilo retomaba ligeramente el interés por la comida, permaneció
callado y con gesto preocupado.
—¿Qué hay de las opciones diplomáticas? —preguntó Giustiniani, sacando a
Sfrantzés de su ensimismamiento—. Supongo que se seguirá trabajando en esa línea.
—Por supuesto, seguimos manteniendo el contacto con varias cortes, dentro de
nuestra limitada capacidad de maniobra. A día de hoy incluso tenemos un embajador
permanente en Venecia, tratando de conseguir ayuda.
—Espero que sea un buen diplomático, porque lo único que podré hacer con tan
pocos efectivos es retrasar el avance del sultán. Si no hay auxilio exterior, sólo es
cuestión de tiempo que la ciudad caiga.
—Es uno de nuestros mejores embajadores, si hay alguien capaz de conseguir
mover a los venecianos, es él.
—Dios le oiga, señor secretario, Dios le oiga.
Sfrantzés levantó su copa para beber a la salud del genovés. Mientras lo hacía,
habría dado media vida por conocer el contenido del mensaje leído por Teófilo, y la
otra media por saber qué estaba ocurriendo en ese momento en Italia.

—Apúrate, Damián, no podemos llegar tarde.


Damián, el joven paje del embajador bizantino Andrónico Briennio Leontaris, se
apresuraba al lado de su señor bajando de la barca de remos que les había trasladado
desde su bajel a la dársena de San Marcos, junto a la plaza central de Venecia. Aún

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anonadado por la multitud de navíos mercantes, galeras, barcazas y pesqueros que se
arremolinaban en el puerto o sus cercanías, trotaba al lado del experimentado
diplomático mientras ojeaba los monumentales edificios que encerraban la plaza.
En aquella mole de piedra y ladrillo, erguida sobre el agua, con tan intenso nivel
constructivo que los edificios borraban el contorno de la costa, cien mil habitantes se
amontonaban en sus vías y calles, en las cuales se habían prohibido caballos y
carretas para evitar los atascos en sus estrechos callejones.
Sin dejar de tropezar con alguno de los muchos viandantes que cruzaban la plaza
en un sentido u otro, Damián miraba extasiado a derecha e izquierda. A un lado se
erguía la imponente estructura del palacio ducal, el mayor edificio civil de la ciudad,
cuyas fachadas se acabaron tan sólo diez años antes. Le resultaba extrañamente bello,
con la forma que tenía de invertir los pisos, con el bajo compuesto por un pórtico,
repleto de animados grupos de personas, y el superior separado del primero por una
galería abierta, de composición maciza, rota en algunos puntos por ventanas ojivales.
Alma del gobierno de Venecia y lugar al que se dirigían, en su interior se iba a
desarrollar la reunión del Senado. El otro edificio emblemático de la plaza, a la cual
daba nombre, era la catedral de San Marcos, donde se guardaban las reliquias del
santo, destacada por sus cinco cúpulas, los arcos de entrada y la riqueza de su
decoración.
Andrónico también dirigió una fugaz mirada al inmenso edificio religioso, aunque
en sus ojos no existía la inocente fascinación que delataba su joven ayudante. Para él,
la catedral, construida por expertos bizantinos emulando las técnicas constructivas de
Santa Irene y la planta en cruz de la iglesia de los Santos Apóstoles en
Constantinopla, denotaba la mayor de las humillaciones para su pueblo. En la
balconada superior, arropando la imagen del santo, cuatro caballos de bronce
remataban la imponente fachada de la catedral. Todos ellos formaban parte de una
cuadriga existente en el Hipódromo de Constantinopla y todos ellos fueron robados
por Venecia cuando sus cruzados saquearon la ciudad en 1204, llevándose un enorme
botín, destruyendo a su principal rival comercial y, de paso, sellando el futuro de un
imperio con siglos de vida.
Resultaba casi irónico que, a la sombra de aquellos testimonios de codicia, fueran
a suplicar la salvación de Constantinopla a la misma potencia que destruyó la ciudad
dos siglos atrás. Más que una reparación de los daños causados, sería la última
cabriola del destino, el guiño burlesco de un gigante antes de aplastar con su pie
aquello que desprecia. Para él era un verdadero deshonor tener que solicitar auxilio
de los que consideraba simplemente un grupo de ladrones, más que mercaderes. El
pendón del león, símbolo de San Marcos, que ondeaba en un alto mástil en medio de
la plaza, así como en multitud de balcones y palacetes nobiliarios, que mostraba al
mundo con orgullo la bandera de Venecia, para la mayoría de los bizantinos no

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simbolizaba otra cosa que saqueo, dolor y sometimiento y, sin embargo, hacia allí se
encaminaba Andrónico, a una reunión en la que ni siquiera se le permitiría hablar; tan
sólo, como un gran honor, acudir a escuchar las discusiones de los senadores. No era
este su primer viaje a la ciudad, dado que dos años antes fue enviado por el
emperador a solicitar permiso para la recluta de mercenarios cretenses.
Tras franquear las puertas del palacio ducal, custodiadas por media docena de
lanceros de resplandecientes corazas, el patio interior del primer piso apareció ante
sus ojos, repleto de patricios, mercaderes o personajes de menor calado social, todos
a la espera de la aparición del dux[1] y sus senadores. Andrónico fue conducido entre
los asistentes hasta una portezuela y, desde allí, recorrió nuevas estancias hasta la sala
del senado, donde los cien senadores ya se encontraban instalados y a punto de
comenzar la sesión. Fue situado en una de las esquinas, apretándose junto a Damián y
tres embajadores de ciudades italianas.
El dux, Francesco Foscari, uno de los más acérrimos contrarios al envío de
refuerzos a la ciudad, entró en la sala, vestido de forma impecable, sin una sola
arruga en su gruesa capa de seda granate, precedido por dos maceros y con seis
portaestandartes con el león alado de San Marcos desfilando ceremoniosamente a sus
espaldas. A pesar del respeto con el que el senado entero se levantaba a su paso y la
categoría y el honor que confería su rango, el poder real del dux se encontraba
tremendamente limitado. Era el senado el que realizaba las deliberaciones y decidía
los asuntos más importantes, limitándose el papel del dux a un mero ejecutor de las
determinaciones del senado.
A su paso por la sala, en dirección al sillón que se encontraba en el extremo
opuesto, sobre una tarima de madera cubierta por un oscuro tapiz, ni siquiera saludó
al embajador Andrónico, ignorándolo despreciativamente. Su malestar contra
Bizancio surgió por un asunto personal, no político. Cuando Constantino era aún
déspota de Morea, convino con él el matrimonio de su hija, prometiendo una
cuantiosa dote. Sin embargo, al proclamarse emperador, el matrimonio pasó a ser
poco menos que imposible pues, como el propio Sfrantzés admitió, ningún griego
querría por emperatriz a una veneciana. Foscari insistió, siendo rechazadas sus
propuestas por la corte bizantina, lo que llevó a un intenso rencor en el veneciano,
que ahora trataba de paralizar cada una de las propuestas de ayuda que se votaban en
el senado, aduciendo todo tipo de inconvenientes.
Con la llegada del dux comenzó la sesión, recogida en actas por hábiles copistas y
secretarios. El único asunto que se debatiría en la asamblea era la petición de ayuda
de Girolamo Minotto, el baílo de la colonia veneciana de Constantinopla, llegada por
carta el 19 de febrero. En la reunión ocurrida en dicha fecha, el senado, a pesar de las
trabas esgrimidas por Foscari, decidió el envío urgente a la capital bizantina de dos
transportes con cuatrocientas tropas, junto con quince galeras de guerra que partirían

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hacia la zona en cuanto pudieran armarse.
Dos semanas después, sin que nada se hubiera hecho, se juntaba de nuevo el
senado, ante la impaciente presencia de Andrónico, el cual deseaba que la lenta
burocracia italiana se pusiera por fin en marcha.
—Nos hemos reunido hoy —comenzó Foscari en cuanto todo el mundo hubo
tomado asiento y se guardó el necesario silencio en la sala— para definir la
composición de la flota que se pretende enviar al Mediterráneo oriental, así como
escuchar la opinión de algunos senadores que aún desean transmitir sus inquietudes
por la formación de dicha escuadra.
El embajador bizantino se acomodó en su asiento en previsión de una larga y
agitada sesión. La idea de enviar la flota y su conveniencia ya había sido discutida
con largura en la reunión del mes pasado. La votación final había mostrado una
aplastante mayoría de setenta y cuatro votos a favor de su envío y siete en contra,
aunque, evidenciando la rencorosa colaboración del dux, algunos pretendían reabrir el
debate en otra maratoniana tanda de réplicas y contrarréplicas.
—Respecto a ese último punto —añadió un senador de ideas similares a las de
Foscari— yo sigo manteniendo mi desacuerdo con involucrarnos en una guerra ajena
a todos nuestros intereses en Oriente. El sultán no ha atacado ninguna de nuestras
posesiones, y debería añadir que, si toma Constantinopla, debilitaría la posición de
Génova en Pera, abriéndonos las puertas del mar Negro y su comercio de trigo, ahora
seriamente limitado por la competencia de las factorías genovesas. Y no sólo eso,
traerá estabilidad a esa región, lo que redundará en un incremento del comercio y, por
ende, de los beneficios.
—¡Es increíble! —exclamó otro de los senadores—. Parece que hemos olvidado
todo lo comentado en la reunión anterior, ¿ya no recordamos que fueron los cañones
del sultán los que enviaron a pique el mercante de Antonio Rizzo? Su cuerpo
empalado se expuso en un camino para que lo devoraran los buitres, ¿vamos a
quedarnos cruzados de brazos?
—El capitán Rizzo trató de evitar el peaje de la nueva fortaleza turca de
Boghazkesen; fue su imprudencia la que les costó la vida a él y a su tripulación.
Debió detenerse y pagar las tasas turcas. Su codicia hundió su barco.
Un coro de protestas surgió de las filas del senado, mientras el dux trataba de
poner orden en el alborotado auditorio para retomar la palabra.
—Olvidamos —comenzó otro miembro del senado— que gran parte de nuestras
posesiones colindan con territorios actualmente en manos bizantinas. Si
Constantinopla cae, el imperio de Bizancio se desintegrará en pocos años, nuestras
colonias pasarán a ser fronteras turcas, ¿por qué se iba a detener el sultán? ¿Acaso no
somos nosotros un enemigo mucho más peligroso? Si quiere deshacerse de los
griegos, con más motivo nos atacará en cuanto pueda. Ahora podemos enfrentarnos a

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él en una posición más fuerte que si nos quedamos solos. Propongo pedir refuerzos a
otros reinos cristianos para engrosar la flota de auxilio.
—¿Y a quién se pedirá colaboración? —gritó otro de los asistentes—, ¿al Papa?
Aún nos debe catorce mil ducados.
—Es cierto —intervino Foscari—, no enviaremos ningún tipo de ayuda conjunta
con el Papa, Nicolás V, hasta que subsane su deuda con esta Serenísima República;
además, recuerdo a este augusto senado que ya se hicieron indagaciones diplomáticas
en su día. Alfonso V respondió de forma vaga, el líder de Hungría no se encuentra en
buena situación, y a su aún debilitado ejército tras el desastre de Varna se une ahora la
mayoría de edad de su pupilo. Es posible que sus días de regencia acaben, y no se
involucrará en una incursión militar. Evidentemente no van a ayudarnos los
genoveses, o ese bandido albanés de Skanderberg.
—Ancona y Ragusa ofrecieron sus fuerzas —intervino un senador.
—Tan sólo en el caso de que se formara una gran coalición —replicó el dux—.
No nos engañemos, nos encontramos solos en esta empresa y, recuerdo al senado,
tenemos una costosa guerra en Lombardía que drena de modo incesante nuestros
recursos. Se necesita mucho tiempo y dinero para transformar los mercantes en
barcos de guerra, eso sin contar con que nuestra flota de galeras se encuentra dispersa
por el Mediterráneo protegiendo nuestros intereses.
—¿Qué sugerís entonces? —preguntó otro de los integrantes del senado—,
¿abandonar al gobernador Minotto y a todos los ciudadanos de nuestra nación que
habitan en Constantinopla? Somos cristianos y, que yo recuerde, nunca nadie tuvo
motivos para tacharnos de cobardes. ¿Desde cuándo hemos de temer al sultán?
Un nuevo coro de voces se despertó en la sala cuando varios senadores apoyaron
al que se había expresado en términos tan honorables, mientras otro grupo lo
abucheaba entre el desconcierto general.
—Dejemos ya de discutir sobre un tema ya zanjado —retomó la palabra el mismo
senador—. La decisión ya estaba tomada, no hay por qué votar otra vez. Lo que ahora
cuenta es actuar cuanto antes. Se tarda un mes en navegar hasta el Bósforo, y es
necesario alcanzar los Dardanelos antes del inicio de abril, pues, más tarde de esa
fecha, los vientos contrarios dificultan en gran medida la travesía de los estrechos. No
podemos perder semana tras semana votando interminablemente el mismo tema.
—Constantinopla dispone de fuertes defensas —repuso un senador de signo
contrario—, puede resistir un largo asedio, tenemos tiempo de sobra para dilucidar
sobre tan complejo asunto.
Mientras Andrónico permanecía atento a cada intervención, su joven paje se
movía, incómodo, deseoso de preguntar a su señor cuánto tiempo más podía durar
semejante ceremonia de opiniones encontradas. Al ser la primera vez que asistía a
una reunión de ese tipo, no conocía los entresijos de la alta política en la república

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veneciana, donde el más ínfimo asunto debía ser debatido de forma interminable. El
embajador se mantenía sereno, escrutando los rostros de los senadores a medida que
se enumeraban las ventajas e inconvenientes de la decisión, tratando de aventurar el
número de los que se encontraban a favor de auxiliar a su amenazada nación.
Finalmente, tras casi dos horas de acalorado debate con aburridos monólogos y
encendidas críticas por parte de ambos bandos, se llegó al acuerdo de mantener el
envío de la flota, situando a su mando al experto capitán Alvino Longo bajo la
dirección general de Giacomo Loredan. Tras el logro, satisfactorio para el embajador,
llegaron las malas noticias. Nada se había hecho para preparar la flota y su partida
debía retrasarse. Según los responsables de las dársenas, reclamados por el senado
para dar su opinión, no se contaría con barcos disponibles en cantidad suficiente al
menos hasta mediados de abril.
Al levantarse la reunión, con los senadores que antes se increpaban agriamente
desde los bancos charlando unos con otros con amplias sonrisas, Andrónico se dirigió
en silencio a la salida, sin una palabra, tan sólo algún gesto hacia aquellos senadores
que más fervorosamente habían defendido la causa bizantina. Damián, a su lado, se
agitaba nervioso, sin entender muy bien el resultado de la reunión, si era o no
favorable y si la ayuda se enviaría. Ya fuera del palacio ducal, al dirigirse al palacete
donde se hospedarían en espera de los acontecimientos, el embajador rompió el
silencio.
—Pregúntalo.
—¿Señor?
—Lo que te ronda por la cabeza desde que abandonamos el senado.
—Pues… —comenzó Damián sin mucho convencimiento— no he entendido muy
bien en qué ha quedado el asunto.
—¿Qué te parece que han determinado?
—Que enviarán una flota en nuestra ayuda.
—¿Algo más?
—En realidad, no —admitió el joven compungido.
—Siempre te digo que te fijes en los detalles. En la política son más importantes
que las bellas palabras o los discursos grandilocuentes, que sólo sirven para engañar
al pueblo.
Damián se mantuvo callado, con los ojos muy abiertos, esperando la continuación
de la explicación, una descripción un poco más sencilla, apta para sus inexpertos
conocimientos.
—Enviarán la flota a mediados de abril —dijo el embajador con un suspiro—, eso
quiere decir que, con los vientos adversos, no llegarán a Constantinopla antes del
veinte de mayo, sin contar con más demoras. Tal vez para entonces sea demasiado
tarde.

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5
El domingo, el ambiente que se respiraba en la gran urbe bizantina de nuevo cambió.
De la ansiedad, angustia y frenética actividad que llenaban los días de la semana,
tratando de apurar hasta el último minuto en la preparación de la defensa, se pasaba,
como por arte de magia, a la apacible y risueña celebración de la liturgia, las
reuniones familiares y los tranquilos y agradables paseos junto al mar.
El día del Señor se abandonaba el trabajo en almacenes, tahonas, pesqueros,
tiendas o en las obras de la muralla. Las iglesias, más las que seguían celebrando ritos
ortodoxos que las que se avenían al cristianismo occidental, se llenaban de fieles que
acudían a escuchar misa y comulgar piadosamente.
Sin embargo, Francisco no se sentaba esta vez en uno de los bancos de San
Salvador de Chora. Desde el miércoles pasado, primer día sin resaca desde su
desacertada vivencia nocturna, Sfrantzés le había enviado junto con un grupo de
jinetes a explorar los alrededores de la ciudad, buscando a cuantos habitantes no se
hubieran refugiado aún tras las murallas, a la par que recolectando suministros, armas
y útiles de todo tipo que pudieran resultar necesarios en el futuro asedio. El castellano
aceptó resignado la penitencia por su falta, aunque con cierto alivio pues, desde antes
de embarcar en Génova, no montaba a caballo, sin contar con que más de un mes
había transcurrido desde su llegada sin siquiera dar una vuelta por los alrededores.
El acentuado ejercicio, si no sirvió al castellano para aclarar sus pensamientos
respecto a su posible futuro sentimental, al menos suponía una oportuna evasión al
monótono trabajo efectuado sobre las murallas. La limpieza de los fosos, llenado de
grietas y acumulación de pólvora y aceite durante más de un mes resultaban
inquietantemente pesados.
La vida en Constantinopla estaba resultando muy distinta de aquella que imaginó
en la cubierta del barco de Giustiniani según se aproximaba a puerto. De hecho, no
sólo sus esperanzas se habían frustrado, sino que él mismo comenzaba a experimentar
un cambio. Últimamente y con creciente frecuencia, su mente regresaba al pasado, a
los alegres momentos de su juventud en Castilla. La continua imagen de los
trabajadores de la capital bizantina recibiendo visitas, comida y cariño de familiares y
amigos, las tradiciones, la pasión con la que vivían cada momento, haciendo de un
bautizo o una boda todo un acontecimiento, causaban que Francisco rememorara sus
propias vivencias, tiempo atrás, cuando apenas se diferenciaba de los hijos de muchos
de los griegos a los que ahora contemplaba afanarse en el diario quehacer.
Tras años de lujos, gastos, fiestas, viajes y vida hedonista, la idea de no pertenecer
a ningún sitio martilleaba su pensamiento sin misericordia. No era la primera vez. A
decir verdad, comenzaba a acostumbrarse a estos sentimientos como si de un molesto
compañero de viaje se tratase, un mal con fácil cura: mujeres, vino y dinero para

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gastar. El problema que le acuciaba, y por el cual su conciencia tomaba fuerzas casi a
diario, es que había llegado por obra del azar a un lugar donde el dinero escaseaba, el
vino causaba más daño que beneficio y las mujeres no eran la fácil presa de otros
puertos.
Tal vez fuera ese el principal obstáculo para retomar su antiguo estilo de vida, ese
malgastar cada día viviendo sin pensar en un mañana. Cada mujer que se había
cruzado en su caminar no dejó sino un recuerdo que utilizar en chanzas o
conversaciones de taberna, de muchas no podría dar siquiera el nombre, de otras
olvidó hasta su misma existencia. Pero todo eso fue antes de que aquellos ojos verdes
irrumpieran en su mente con mayor fiereza que un vendaval azotando la costa.
Por eso la certeza de la imposibilidad de un encuentro con Helena suponía un
alivio mientras cabalgaba por la campiña griega; permitía tiempo para pensar, para
meditar. Aunque ninguno de aquellos pensamientos conducía a fin posible, no eran
más que giros, atajos y vericuetos sin sentido, que ocupaban la mente, sin avance ni
razón, pero, al menos, junto con la distracción de las largas jornadas a caballo por los
semidespoblados alrededores, permitían un descanso a su exhausto interior.
Ahora, casi agotado por la larga marcha desde el amanecer, se encontraban a
punto de atravesar la puerta Carisia. El lento traqueteo de las tres carretas tiradas por
bueyes, con otras tantas familias de bizantinos que, junto a media docena de jinetes
armados, Francisco escoltaba hacia la protección de los muros, imponía un tedioso
ritmo al caminar de los caballos, retrasando su entrada en la ciudad hasta pasado
mediodía.
Pasando debajo de los recios arcos de ladrillo que delimitaban el portón, el oficial
que acompañaba a Francisco y que, a decir verdad, dirigía la pequeña expedición,
aclaró al castellano los múltiples nombres que recibía la puerta en la que comenzaba
la calle Mese.
—Originalmente se la denominaba puerta de Adrianópolis, dado que aquí
finalizaba el camino que llegaba desde esa ciudad, antes de que la tomaran los turcos.
También se la conoce como Polyandriou o puerta del Cementerio, por la cercanía de
los dos cementerios que acabamos de atravesar.
Francisco se giró instintivamente, tratando de observar los cementerios, uno
bizantino y otro armenio, a los cuales hacía referencia el monólogo del oficial. Se dio
cuenta de que había pasado junto a ellos sin siquiera notarlo, ensimismado en sus
pensamientos. De haber hecho su aparición los turcos, probablemente se habría
introducido entre ellos paseando con el caballo sin reconocerlos. En su cabeza tan
sólo había sitio para recordar los encuentros con Helena, la única razón por la que
sentía perderse la misa dominical dado que los sermones del clérigo oficiante no
acababan de calar en él.
«Cuidaos del Demonio, pues muchas son sus apariencias, pero en el fondo todas

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son parte de un mismo mal». Las palabras pronunciadas por el clérigo en la anterior
liturgia provocaron una sonrisa en el castellano. En aquel momento parecían un
oscuro augurio dirigido personalmente a sus oídos, pero ¿dónde se encuentra el mal?
Cualquier religioso apuntaría sin titubeos hacia aquella turca de ojos perturbadores,
voz seductora y lujurioso cuerpo. La sola idea de una noche de pasión con aquella
venus hecha carne obnubilaba a Francisco, que comprendía que esa era la actitud con
la que se había sentido cómodo desde hacía años, la misma que le llevaba vagando de
puerta en puerta, a coger el placer donde se encontrara, ignorando el resto, sin pensar
en consecuencias, sin ataduras, sin pensarlo dos veces. Siguiendo ese hilo de
pensamiento, ¿no existía un mal oculto en Helena? No lo que cualquiera pudiera
entender como malvado, algo que a duras penas encajaría con la dulce y tímida
bizantina. El incierto futuro que él podía ver en ella consistía en cercenar su vida tal y
como la conocía. Lo había dicho muy claro, las condiciones de su amor eran pocas,
pero para alguien como Francisco, terribles; fidelidad y compromiso, ideas que había
rehuido desde que tenía uso de razón, desde que la muerte de su padre derrumbó su
mundo, dejando a un joven inmaduro desprotegido, con demasiado dinero para
mantener la cabeza fría, aunque escaso para que durara más de unos años.
Por un momento, el viejo Francisco apareció para susurrarle al oído que no sería
la primera vez que obtenía los favores de una dama a cambio de falsas promesas, que
nunca le había importado el qué dirán o el encuentro con una antigua amante
despechada. Pero no fue más que un fugaz suspiro, porque, a pesar de los pocos
encuentros mantenidos, se sentía incapaz de intentar una felonía de tal calibre con
Helena, desarmado ante su dulzura, asqueado de sí mismo por la sola idea de dañarla
de esa forma. Achacándolo al fervoroso ambiente de domingo, el castellano tomó la
firme determinación de actuar, por primera vez en mucho tiempo, de forma
honorable, aunque eso no implicaba optar por ninguno de los caminos abiertos ante
él. Tomó la cobarde decisión de no decidir nada, dejar que los acontecimientos
transcurrieran y esperar. No es que la idea resultara consoladora, pero, para alguien
como él, acostumbrado a huir de cualquier complejidad, era más cómodo que
enfrentarse a la situación y, al menos, permitía una felicitación interior por su recién
estrenada adopción del ideal de caballero.
Ya dentro de la ciudad, un grupo de guardias captó la atención del castellano, al
aproximarse a ellos para verificar tanto el contenido de los carromatos como las
identidades de los miembros de la diminuta comitiva, dejando que accedieran a la
calle Mese, en ese momento nutrida de grupos de piadosos griegos que regresaban de
oír misa. Entre ellos distinguió a Helena y Yasmine, caminando una al lado de la otra
entre algunos de los funcionarios del palacio, presumiblemente de vuelta hacia
Blaquernas.
Francisco desmontó inmediatamente y alargó las riendas de su caballo al oficial,

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aduciendo que necesitaba estirar las piernas. El bizantino recogió las bridas de su
montura asintiendo con la cabeza, para después continuar con los carromatos,
interrumpiendo momentáneamente el tránsito de los caminantes por la calle y dejando
atrás al castellano, que, sin mucho acierto, trataba de sacudirse el polvo del camino de
la ropa.
Cuando consideró que su vestimenta estaba suficientemente adecentada se acercó
hasta las dos mujeres, que contemplaban el paso del pequeño destacamento de jinetes
y carromatos sin mucho interés.
—Creo que me he perdido la liturgia —dijo Francisco en cuanto se encontró al
lado de ellas.
—Y también la hora del baño —afirmó Helena al observar el desaseado aspecto
del castellano.
Francisco arrugó la frente al tiempo que cerraba en torno a él la capa corta con la
que se protegía de la intensa brisa.
—Es cierto, con tantas nubes esperaba que lloviera por el camino solucionando
mi aseo, pero veo que el cielo no se encuentra predispuesto a hacerme favores. Iré a
palacio a refrescarme.
—Déjalo, espero que en esta ocasión podamos finalizar el paseo sin
contratiempos —comentó Helena con una sonrisa.
—¿El paseo? —repitió Francisco sorprendido.
—Sí, al Hipódromo —afirmó la bizantina con ingenuidad.
—¡Desde luego! —exclamó el castellano—. La última vez fue entretenido,
aunque hoy prefiero una caminata más tranquila.
—Te noto diferente —dijo ella mientras comenzaban a caminar en dirección a la
calle Mese—. ¿Ha pasado algo esta semana?
—No, sólo es una mezcla de cansancio, molestias físicas y algún resquemor por
el futuro.
—¿No tendrá algo que ver con ese encuentro nocturno que todos comentan?
—Las noticias vuelan, supongo que el secretario imperial ya te ha encomendado
una clase de moderación con la bebida.
—No te vendría mal —afirmó ella riendo—. Deberías tener cuidado con los
lugares que frecuentas, en todas partes hay fanáticos, podrían haberte hecho daño.
—Desde luego lo intentaron, me gustaría decir que me deshice con facilidad de
un puñado de oponentes, pero, la verdad, de no ser por John me habrían recogido al
día siguiente con la cabeza abierta.
—¡Dios mío! No pensé que hubiera sido tan grave, el secretario sólo me habló de
un par de magulladuras.
—Y así fue, la suerte está del lado del que tiene el amigo más grande.
—¿No me mientes? —preguntó ella parándose a observar el rostro de Francisco.

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—Yo le vi al día siguiente —intervino Yasmine, que hasta el momento caminaba
un par de pasos por detrás de la pareja—, parecía en plena forma, tan sólo un rasguño
en la cabeza.
—No es nada —comentó Francisco rascándose la herida de la sien, que, aunque
ya cerrada, mostraba un tenue moratón.
—Aún debe de molestarte —dijo Helena rozando con su mano la zona.
El gesto fue idéntico al realizado por la esclava turca unos días antes, por lo que
Francisco miró instintivamente a Yasmine, la cual observaba la escena con una pícara
sonrisa, incomodando al castellano tanto como el sentir, por primera vez, el contacto
de la piel de Helena sobre su frente. Ella retiró su mano con suavidad, con una tímida
mirada hacia la joven esclava, enrojeciendo ligeramente al comprobar la sonrisa de
Yasmine.
—Gracias por interesarte —dijo Francisco retomando el paseo, más para librarse
de los ojos inquisitivos de la bella turca que por deseos de ver los antiguos
monumentos de la ciudad.
—No quiero quedarme sin mi único alumno.
—¿Sólo por eso? —susurró él acercándose al oído de Helena.
—No seas tan pretencioso —sentenció ella también en voz baja, aunque él pudo
observar como eludía su mirada, señal inequívoca de que había acertado en el blanco.
El castellano se sentía inquieto al pensar en Yasmine, detrás de ellos, escuchando
cada palabra, observando cada gesto. La vieja costumbre de no dejar nunca a una
mujer soltera en compañía de un varón no familiar no era exclusiva de Bizancio.
Francisco ya había sufrido trabas semejantes con anterioridad, pero no en una
situación en la cual la acompañante le produjera tal perturbación. A pesar de su
anterior juramento de no precipitar la toma de decisiones, pensó dar un golpe de
timón y hacer un guiño al destino, por lo que susurró de nuevo al oído de Helena:
—¿No estaríamos mejor con algo más de intimidad?
—No es posible —respondió ella en el mismo tono—. Ni siquiera deberíamos
hablar bajo.
—No creo que Yasmine esté interesada en nuestra conversación, seguramente
tiene cosas mejores que hacer, nos libraremos de ella.
—¡Cómo! Pero el protocolo…
—Olvídate del protocolo, hoy es domingo, todo el mundo pasea con sus
familiares, nadie te conoce a ti, nadie me conoce a mí, ¿de qué preocuparse? ¿Sabes
correr?
—¿Correr?
—Sí, ¡vamos!
Francisco cogió de improviso la mano de Helena y se lanzó a la carrera calle
abajo, casi arrastrando a su sorprendida acompañante, desde la cima de la colina

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donde se encontraba la iglesia de los Santos Apóstoles. Yasmine se quedó parada,
como si hubiera echado raíces, con la boca medio abierta, demasiado sorprendida
para reaccionar o perseguirlos. El momento de duda fue aprovechado por el
castellano para suavizar el paso, preocupado por si su acompañante tropezaba con la
larga túnica, ya que no deseaba que la mañana acabara con la bella bizantina rodando
por el empedrado de la calle.
—Parece que la hemos burlado —dijo él mirando de reojo sobre su hombro a la
joven turca, que parecía darles por perdidos y se encaminaba en dirección contraria,
presumiblemente regresando a palacio.
—Estás loco —replicó Helena riendo, tratando de mantener en su sitio, con poca
fortuna, el velo que cubría su cabeza mientras corría. Su pelo se había soltado de las
finas tiras de lino, incapaces de soportar semejante tratamiento, y ahora flotaba en
largos bucles ondulados, balanceándose al ritmo del vivo paso de la pareja. Francisco
sonrió al verla reír, libre al fin de las tensas ataduras de la encorsetada vida palaciega.
En aquel momento le pareció más bella que nunca, por lo que mantuvo el paso rápido
unos metros más, disfrutando de la imagen de su encantadora acompañante, a la vez
que levantaban suspicaces miradas de algunos de los viandantes con los que se
cruzaban. Otros, en cambio, les observaban con una sonrisa llena de comprensión.
—Para un poco —dijo ella aún entre risas— antes de que acabe en el suelo como
una chiquilla.
Francisco se detuvo en la esquina de una pequeña tienda con una estrecha
callejuela de edificios medio en ruinas, que permitía ver, a poca distancia, el
acueducto de la ciudad, con sus dos imponentes hileras de arcos que canalizaban en
este último tramo el agua recogida por un embalse, en un bosque a más de veinte
kilómetros de distancia. El tendero les observó de reojo mientras ajustaba el
contrapeso de una balanza romana, sobre la que medía una buena cantidad de harina,
solicitada por un par de gruesas matronas que cuchicheaban con descaro.
—Ha sido fácil —comentó Francisco—. Apenas un par de zancadas.
—¿Fácil? Aún no ha acabado —dijo ella con una sonrisa, levantando un palmo la
túnica y continuando la carrera hacia el foro de Teodosio, seguida por el joven y por
las adustas miradas de las clientas de la tienda.
Poco después, ya casi jadeando por el esfuerzo y con el velo de lino blanco en la
mano se paró de nuevo a un lado de la calle. Él la alcanzó sin esfuerzo con una
traviesa sonrisa en el rostro.
—¿Quieres volver a probar fortuna? Aunque esta vez sin ventajas.
—No, gracias —respondió ella tratando de recuperar el aliento—, no podría
llegar muy lejos y creo que ya hemos llamado la atención lo suficiente.
—Caminemos pues, aún nos queda un buen trecho hasta el Hipódromo.
Ella se puso de nuevo el velo cubriendo su pelo, aunque había perdido las cintas

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que lo sujetaban en la carrera, por lo que las puntas de su castaña melena sobresalían
sobre hombros y espalda, provocando los callados comentarios de los grupos de
mujeres y las disimuladas miradas de los hombres con los que se cruzaban.
Afortunadamente para la joven bizantina, la zona del foro y su continuación hacia el
antiguo palacio imperial eran frecuentemente transitadas por ciudadanos latinos,
cuyas costumbres, más liberales que las griegas, evitaban que la pareja llamara
demasiado la atención. Caminaron por las estrechas callejuelas, acortando camino
hacia su destino, con paso tranquilo y aún agitados por la rápida huida.
—¿Haces esto muy a menudo?
—Sólo cuando me persiguen.
—No me refiero a correr —dijo ella con una sonrisa—, sino a saltarte las normas.
Parece habitual en ti.
—Las costumbres que mantenéis son demasiado rígidas para mi gusto, a veces es
necesario olvidarse de las reglas y hacer lo que te dicta el corazón, sin pensar, sólo
actuar, como un impulso.
—Tu impulso casi me tira cuesta abajo.
—No exageres, eres más ágil de lo que tratas de aparentar.
—No aparento, simplemente, a mí no me suelen perseguir.
—Eso es algo que me cuesta creer.
—No te rías de mí, fíjate qué aspecto tengo, todo el pelo suelto y enmarañado.
—Tu cabello tan sólo realza la luz de tu rostro —afirmó él deteniéndose y
mirándola de frente—. A veces me cuesta creer que no reconozcas tu propia belleza.
Helena bajó de nuevo la mirada con timidez, en el momento en que él aprovechó
para retirar suavemente con su mano un mechón de pelo de su frente. Ella alzó los
ojos, mirándole directamente, sin hablar. Cogió su mano cuando se apartaba y la
acercó lentamente hacia su mejilla, ladeando la cabeza al sentir su contacto,
entrecerrando los ojos al notar la cálida aspereza de su curtida piel. Su respiración se
hizo más intensa, rápida, como el ritmo de los latidos de su corazón mientras él se
acercaba, aproximándola hacia sí con suavidad, evitando con su ligereza que
cualquier brusco movimiento rompiera la magia del momento. Ella aún mantenía su
mano sobre la de Francisco cuando él la besó, con mayor dulzura de la que nunca
imaginó pudiera darse en su primer beso, con la suavidad de la seda, aunque, al
mismo tiempo, con la embriagadora fuerza del mar. Se mantuvieron así, fundidos,
durante lo que para ella fue una vida, una ansiada eternidad, convertidos en una
cálida estatua de mármol, besándose con la tranquilidad de quien sabe que no existe
nada más en el mundo, sintiendo a través de su piel el agitado tamborileo del corazón
del otro, rozando con la yema de los dedos el pelo, el rostro, el cuello de quien, por
un solo instante, se ha convertido en la razón por la que vivir.
Sin embargo, con un nuevo latido, la realidad regresó, ruidosa y húmeda, en

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forma de inesperada lluvia, que rompió con sus gotas ese mágico momento. La gente
que atravesaba la calle comenzó a acelerar el paso tratando de llegar a sus destinos
antes de que el oscuro cielo descargara toda su ira sobre la ciudad. Algunos aún
tuvieron tiempo para indignados comentarios, «¡qué indecencia!, ¡y encima en
domingo!, los jóvenes ya no respetan nada».
Ellos se miraron, uno en brazos del otro, mientras las primeras gotas mojaban sus
cuerpos, hasta que Francisco señaló el cercano palacio imperial.
—Deberíamos refugiarnos. No tendremos tiempo de hacer todo el trayecto de
vuelta.
Ella se dejó llevar. Se encontraban ya al lado del inmenso edificio que
antiguamente albergaba las populares carreras de carros. En el extremo más cercano,
toda una sección de los muros había desaparecido, dejando ver desde la calle la
espina central, con el obelisco y la columna serpentiforme que lucían en él. Los arcos
exteriores del pórtico más cercano se encontraban atestados de jóvenes con sus
monturas, a los que el aguacero había sorprendido ejercitándose en la antigua arena
de competición, por lo que ambos continuaron hacia un edificio rectangular con patio
interior, junto a la derruida antigua puerta principal de bronce del Gran Palacio.
Uno de los lados cortos de la construcción había desaparecido, dejando un hueco
por el que penetrar en el descuidado patio, donde un par de vacas, encerradas por una
burda cerca de madera, pastaban en la maleza que cubría lo que anteriormente era
uno de los jardines del complejo palacial. El techo del edificio había desaparecido,
pero ellos consiguieron resguardarse en uno de los arcos del pórtico del patio. Allí, a
salvo de la lluvia y de ojos indiscretos, volvieron a besarse, con la misma pasión y
ternura con la que sellaron su amor en la calle, con el acelerado repiqueteo de la
lluvia al golpear el suelo como música en sus oídos, con el calor de sus cuerpos
unidos combatiendo el húmedo frío de marzo, con las figuras de los mosaicos y la
mirada vacía de los rumiantes como únicos testigos.
Casi sin aliento, ella se abrazó a Francisco con fuerza, tratando de asegurar que
no era un sueño, que los sentimientos que habían brotado de su interior con una
increíble explosión eran tan reales como su amado compañero. Él la atrajo hacia sí,
acariciando su pelo mientras unía su mejilla a la de Helena, con los ojos cerrados,
disfrutando de su aroma, del cálido contacto de su dulce piel, de la suavidad de su
pelo y de una tranquilidad en su interior que contrastaba con el acelerado ritmo de su
corazón.
—Dime que no es un sueño —dijo ella en un susurro, como si quisiera evitar que
su voz rompiera el hechizo.
—No sueñas. Estoy aquí, junto a ti.
—Abrázame fuerte.
—Estás temblando, ¿tienes frío?

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—No, es la emoción, nunca había sentido nada parecido.
—¿Nunca te habían besado? —preguntó él mientras Helena negaba con la
cabeza, casi llorando de felicidad—. Yo… —añadió Francisco antes de que ella le
interrumpiera poniendo las yemas de sus dedos sobre su boca.
—No digas nada, por favor —dijo ella—, sólo abrázame.
Él la abrazó, con ternura, como nunca en su vida había sostenido a otra en sus
brazos, notando su cuerpo, su agitada respiración, el ligero temblor de aquellas
pequeñas manos que se aferraban a él. Deseando que aquel día el Señor enviara sobre
la Tierra el segundo diluvio universal, en ese momento desaparecieron de su cabeza
las dudas, las preguntas y el pasado; ante él no había nada que no fuera la más
maravillosa de las mujeres que pudieran haber sido creadas por Dios. ¿Qué otra cosa
podía hacer, sino apretarla contra su pecho y olvidarse del resto del mundo?

Yasmine llegó al palacio poco antes de que comenzara la tormenta. Sin nada que
hacer tras la furtiva huida de su señora con Francisco, subió a uno de los pisos
superiores, al pasillo con grandes ventanas que miraba al Cuerno de Oro, donde el
castellano se encontró con Helena en su primer día en la ciudad, para contemplar
desde allí cómo la fuerte lluvia arreciaba sobre los tejados y patios de las casas
contiguas. Allí, con la vista perdida en la bucólica escena y la mirada mostrando un
tenue rastro de melancolía, la encontró Teófilo, el cual se acercó con rapidez hacia la
joven.
—¿Qué es lo que has hecho? —gritó cuando llegó a su lado.
—No sé a qué te refieres —respondió ella con completa ignorancia.
—No me mientas, lo sé todo.
Yasmine contuvo el aliento durante un instante mientras en su mente los
pensamientos se disparaban en todas direcciones, cogida de improviso, sin ningún
tipo de defensa. No podía comprender cómo Teófilo podía haber descubierto el
trabajo que realizaba para el banquero Badoer. Resultaba imposible, había tomado
todas las precauciones imaginables.
—No sé qué crees saber —comenzó tratando de excusarse de la forma más
convincente posible—, pero te juro…
—¡Basta! —chilló él cortando en seco su conversación—. Te he dado todo, soy
pariente del emperador, tú una simple esclava, no puedes tener ningún tipo de queja
del trato que te he concedido, sin embargo me traicionas. ¿Cómo has podido?
—Déjame que te explique —dijo la turca alargando los brazos hacia él.
—¡No me toques! —gritó a la vez que la empujaba contra la pared, asiéndola
después con fuerza por los brazos, zarandeándola con fuerza—. ¿Acaso él es mejor
que yo? ¡Dímelo!
—Me haces daño —dijo ella tornando su mirada de sorpresa en un gesto de furia
—. ¡Suéltame!

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Él la soltó, abofeteándola acto seguido con su mano derecha. Yasmine recibió el
golpe sin gritar, sin un solo gemido. Después se irguió, mirando a Teófilo con dureza,
con un orgullo impropio de una esclava, mientras de su labio brotaba un hilillo de
sangre.
El bizantino se mantuvo quieto, impresionado por la actitud de la joven, casi tanto
como por haber sido capaz de golpearla en un acceso de furia, dudando de qué hacer
a continuación. Habría esperado que la joven llorara, suplicara disculpas mientras
trataba de excusar su infidelidad con mentiras, pero frente a él, más que una
mercancía sin voluntad ni decisión propia, se encontraba una verdadera mujer, de
ojos centelleantes y sorprendente valor.
—¿Qué te han dicho? —preguntó ella con voz gélida, casi conteniendo la ira.
—Que me has sido infiel con Francisco.
Ella casi se echó a reír, tan sólo se trataba de un ataque de celos. Sin embargo,
tras el titubeo inicial, pensó que podría utilizar la jugada a su favor.
—¿Y lo has creído? ¿Sin venir siquiera primero a hablar conmigo?
Teófilo calló desviando la mirada, concediendo toda la ventaja a Yasmine, quien,
a sabiendas de que tenía ganada la partida, decidió mantener la iniciativa.
—¿Quién te ha contado esa mentira?
—No lo sé —contestó Teófilo.
—¿No lo sabes? —dijo ella con voz más dura si cabe.
—Me pasaron una nota, en una cena. No pude ver quién fue.
—¡Una nota!, ¿y por una simple nota escrita de mano de un cobarde te presentas
como una furia a golpearme? Supongo que ese es todo el orgullo que le queda a la
gran familia de los Paleólogo, pegar a mujeres indefensas, castigar a sus esclavas,
porque no soy más que una esclava para ti, una esclava y una necia, por pensar que
alguien podía sentir algo más que deseo.
—No digas eso, yo te quiero —se defendió él—. Es que no podía soportar la idea
de verte con otro hombre.
—Tienes una extraña forma de demostrarme tu amor —sentenció ella tocando la
sangre de su boca—. No quiero volver a verte.
Yasmine intentó alejarse de él, aunque al primer paso Teófilo agarró su brazo.
—¡Espera!, lo siento, no quería…
Ella le miró a los ojos y, acto seguido, bajó la vista a la mano que aún sujetaba su
brazo. Teófilo la soltó al tiempo que suplicaba perdón.
—Por favor, no sé cómo decirte cuánto lo siento, no te vayas así, necesito seguir
viéndote.
—Soy una esclava —dijo ella con voz gélida mientras se alejaba—. Es mi
obligación obedecer a mis amos, pero no esperes nada más de mí.
Teófilo permaneció de pie, abatido, furioso consigo mismo, viendo como

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Yasmine se alejaba rápidamente por el pasillo, confuso aún, sin saber qué pensar
acerca de sus sospechas. Sentía que, con aquel golpe, había roto para siempre el amor
que le unía a la bella turca. Sin querer entender que la verdadera culpa residía en su
interior y, sin poder mantener la sospecha sobre ella con más pruebas, decidió
exteriorizar su enfado con la única persona que él pensaba podía resolver ese
embrollo, su supuesto familiar castellano.
Al día siguiente, Helena acudió a las habitaciones de la futura emperatriz a la hora
acostumbrada, aunque aún ensimismada en sus pensamientos, recordando con una
sonrisa la tarde anterior, al lado de Francisco, besándose bajo la lluvia. Aun a
sabiendas que no resultaría adecuado, ansiaba ver a Yasmine, para explicarle el
porqué de su escapada a la carrera y el final en el que acabó aquella loca huida. La
encontró en el dormitorio principal de las estancias, mientras alisaba la cama de la
que sería la basilisa, tras haber cambiado las finas sábanas de seda con su perfección
habitual, a pesar de que nadie dormía en ese aposento desde hacía años.
—Buenos días, Yasmine —dijo con alegría—. Espero que no te haya molestado
nuestra pequeña locura de ayer.
—En absoluto, señora —respondió mientras se giraba, incorporándose con la
misma parsimonia de cualquier otra mañana, dejando ver, con ese gesto, un oscuro
hematoma sobre su cara.
—¡Dios mío! ¿Qué te ha pasado? —exclamó Helena acercándose a ella y
examinando su inflamado rostro.
—No os preocupéis, señora, no me impedirá trabajar.
—No digas tonterías, debe de dolerte horriblemente, cuéntame, ¿te han golpeado?
—No todo el mundo en palacio me trata con la misma amabilidad que mi ama.
—Yasmine, por favor, sabes que para mí eres una amiga, no una esclava. Dime
quién ha sido, hablaré con el secretario imperial para que le castigue por ello.
—¿Le importará a él que golpeen a una esclava? —dijo Yasmine con expresión
fría—. A fin de cuentas sólo soy una posesión más.
—No hables así, eres un ser humano —replicó Helena apoyando su mano en el
hombro de la turca—. Sé que algún día recuperarás la libertad, esta misma tarde
tengo que reunirme con el secretario, estoy segura de que antes o después me
escuchará.
—Sois muy generosa —afirmó Yasmine con una tímida sonrisa—, pero la
esperanza es un lujo que no me puedo permitir, os agradezco sinceramente vuestra
preocupación, pero si os dijera el nombre de mi agresor no haría sino acrecentar mis
problemas. Permitidme mantener el silencio.
—Como quieras —cedió Helena—. Pero déjame al menos que te aplique unos
paños, eso bajará la hinchazón.
Helena condujo a la bella turca a sus habitaciones particulares, donde con unas

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gasas procedió a aplicar delicadamente un ungüento en la mejilla de Yasmine.
—No debería estar aquí, no es lugar para una esclava, podría levantar
comentarios.
—No me preocupa lo que pueda decir la gente, no voy a dejarte así.
—¿Qué fue de la paidagogos siempre preocupada por las apariencias? —
preguntó la joven turca con una inquisitiva sonrisa.
—Supongo que cierto noble latino ha cambiado alguna de sus prioridades —
respondió Helena con timidez.
—Debí imaginar que la carrera de ayer sería idea de ese noble.
—Al principio sí —confirmó Helena con alegría, casi emocionada al comprobar
que al fin su asistente parecía actuar con mayor confianza—, después colaboré con
más entusiasmo.
—Parece buena persona, espero que no sea como los demás latinos.
—¿Por qué lo dices?
—Los occidentales son apasionados, halagan con palabras y con atenciones, pero
pierden el interés con la misma rapidez, y pronto buscan a otras mujeres para saciar
su instinto de cazador.
—Él no es así —rio Helena—. Es encantador, galante, caballeroso, guapo y
divertido. Supongo que todas las enamoradas piensan igual, pero creo que no me
defraudará.
—Deseo que así sea —afirmó Yasmine con una enigmática sonrisa—. Gracias
por los cuidados, debo volver al trabajo.
—¿Sabes lo que vamos a hacer? —dijo Helena poniéndose en pie junto a la turca
—, hoy vamos a descansar, aprovecharemos el espléndido sol de la mañana para
pasear por el foro, ir al mercado y recorrer el puerto. Nos vendrá bien un poco de
aire.
—Suena muy bien, y yo no puedo negarme a las órdenes de mi señora —comentó
Yasmine con fingido sometimiento.
—Entonces pongámonos en marcha.
Salieron por la puerta, una al lado de la otra, como dos iguales, levantando
suspicaces miradas y algún que otro comentario de los funcionarios con los que se
cruzaban. Atravesaron el patio y se adentraron en las calles del barrio de Blaquernas,
seguidas, sin sospecharlo, por la mirada del sonriente Basilio, el cual, con la
furtividad que daban sus últimos meses de experiencia en los pasillos del palacio,
espiaba al confundido Teófilo mientras se dirigía a las murallas buscando a Francisco.
El bravo castellano se encontraba junto a la tercera puerta militar, dirigiendo a su
amplia cuadrilla de obreros con redoblada energía, ora ascendiendo, ora bajando por
la escalera de acceso a las torres de la muralla exterior, circulando por cada punto,
incansable, observando todas las actuaciones de albañiles, peones y artesanos,

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derrochando sus inagotables energías, a la vez que esperaba impaciente la caída de la
tarde, incluso a sabiendas de que no podría volver ese día a palacio. Ansioso por
buscar a John y ponerle al corriente de su recién estrenado compromiso, deseaba
pregonarlo a los cuatro vientos. Incluso anhelaba ver al ejército turco aproximándose
para poder descargar su entusiasmo con unos cuantos golpes de espada. Muchos de
los compañeros que llevaban un mes junto a él trabajando en las murallas
preguntaron el motivo de su evidente alborozo, recibiendo una escueta confirmación
de su caída en el profundo pozo del amor. Algunos le previnieron horrorizados con
toda suerte de historias sobre el futuro que le esperaba, y otros le felicitaron por su
suerte, aunque, en general, contagió su entusiasmo a los que le rodeaban.
Tal vez por eso recibió a Teófilo con suma cordialidad y alegría cuando apareció,
con gesto adusto, por esa zona de la muralla preguntando por él a los trabajadores.
—Mi primo favorito —comentó al verle llegar—, ¿qué nuevas traes de palacio?
—¿Puedo hablar contigo en privado? —respondió secamente el bizantino, con el
rostro serio.
—Claro —repuso Francisco con sorpresa, señalando la zona de arcos bajo el
adarve de la muralla—. ¿Hay noticias de los turcos?
Teófilo se dirigió hacia uno de los huecos formados por los pilares, sin contestar
al castellano, el cual le siguió inquieto, pensando que la situación sería gravísima,
casi esperando escuchar en cualquier momento las campanas de la ciudad avisando
del ataque del sultán.
—¿Qué ocurre? —preguntó con preocupación cuando se encontraron a salvo de
miradas indiscretas.
—Ocurre que estás mordiendo la mano que te da de comer —respondió Teófilo
con brusquedad—, y que si continúas haciéndolo acabarás muerto.
—No te entiendo, ¿qué quieres decir?
—¡No te hagas el inocente! —espetó el bizantino agarrando las solapas de
Francisco y empujándolo contra el pilar del arco que sujetaba el adarve—, me pones
enfermo.
—Tranquilízate —dijo el castellano mientras alguno de los trabajadores paraba
sus quehaceres para observar la escena bajo los arcos—, estás fuera de tus casillas.
Teófilo miró de soslayo a los cercanos observadores, soltando a Francisco con
desgana.
—Aléjate de ella —gruñó clavando sus ojos en los del castellano—, no pienso
avisarte otra vez.
Acto seguido abandonó el lugar a grandes zancadas, malhumorado, esquivado por
los trabajadores que encontraba en su camino, mientras Francisco le observaba
atónito, haciendo un gesto, para quitarle importancia a la confrontación, a un par de
soldados genoveses que se acercaban con intención de ayudarle. Se apoyó en la

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columna, tratando, sin conseguirlo, de recuperar la sonrisa y dar sensación de
normalidad a su cuadrilla. Sin embargo, no entendía por qué Teófilo podía haber
reaccionado tan mal a su relación con Helena y, sobre todo, cómo podía haberse
enterado tan rápido. Se preguntó si no estaría él también enamorado de la bella
bizantina o, peor aún, si esta le había ocultado algo. No podía hacer nada al respecto,
no al menos hasta terminar las obras, pero decidió aprovechar el primer hueco del que
dispusiera para acercarse a palacio y hablar con Helena.

Jorge Sfrantzés leía uno de los informes diplomáticos de su embajador en


Hungría cuando Helena entró en la sala, tras haber solicitado permiso con cortesía. El
secretario imperial dejó cuidadosamente a un lado el pergamino, con la cara escrita
vuelta hacia abajo y sonrió a la bizantina, tratando de no exteriorizar la preocupación
que sentía.
—Buenas tardes, señor secretario —saludó Helena.
—Mi querida Helena, gracias por acudir, sé que te prometí vernos con mayor
asiduidad, pero los asuntos de estado son extraordinariamente absorbentes.
—Es comprensible, no tenéis que disculparos.
—Siéntate —indicó solícito Sfrantzés, señalando una cómoda silla tapizada a la
joven mientras él escogía un asiento de tipo romano, sin respaldo—. No voy a
ocultarte que esperaba una mayor progresión de nuestro invitado extranjero —
comenzó el secretario, levantando una mano para interrumpir la réplica de Helena—,
pero también he de comprender que la mayor parte del tiempo lo pasa atendiendo las
obras de la muralla, lo que no permite mucho margen a su instrucción.
—Hemos tenido poco tiempo, pero estoy convencida que no va a volver a causar
problemas.
—Eso espero, el emperador ha estado meditando profundamente la situación y,
con el apoyo del resto de miembros de su familia, ha decidido que Francisco sea
incluido en la procesión del día de Pascua, lo que supone un reconocimiento tácito a
su presunta relación familiar.
—¡Oh! —exclamó Helena, algo dubitativa—. Es magnífico, seguramente estará
encantado con la noticia.
—¿Hay algo que quieras contarme? —preguntó Sfrantzés al comprobar la
inquietud que la noticia había causado en ella.
—No, nada en particular, me esforzaré en indicarle toda la tradición de la
ceremonia.
—Dime, ¿qué tal se encuentra entre nosotros? ¿Crees que se está adaptando bien?
—Más que bien, tengo la certeza de que se siente como en su propia casa.
—¿Por alguna razón en especial?
—No —respondió ella bajando la mirada con timidez—. El ambiente, el cariño
de la gente, sentirse útil y querido, pequeñas cosas que ayudan a integrarse.

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El secretario imperial enarcó una ceja escrutando a Helena con la mirada,
mientras ella jugaba nerviosa con el dobladillo de su túnica sin levantar la vista del
suelo.
—Está colaborando muy activamente en los preparativos de la defensa —
comentó Sfrantzés, aún con sus indagadores ojos tratando de penetrar en la mente de
la joven—, espero que no se sienta cansado, ¿habláis con frecuencia de lo que puede
pasar o se le nota preocupado?
—No, él nunca habla del futuro, ni de la guerra que se avecina, supongo que son
temas demasiado tristes y oscuros. Siempre está de buen humor, con una sonrisa y
una palabra amable. De hecho, ni siquiera me ha contado en qué parte de la muralla
trabaja.
—Es un buen estado de ánimo, vivir el presente sin preocupaciones —comentó el
secretario—, sin embargo, aunque querría imitarle, mis obligaciones no me lo
permiten. Ha sido un placer hablar contigo, espero volver a llamarte pronto pero te
felicito por tu trabajo, estoy convencido de que si nuestro mutuo amigo se siente a
gusto entre nosotros hay que agradecértelo a ti en gran medida.
—Muchas gracias, señor secretario —dijo ella con una sonrisa—, pero me
gustaría comentaros algo más.
—Dime, Helena.
—Es acerca de mi asistente, Yasmine. Es una leal compañera, y todos en palacio
conocemos la poca inclinación que nuestro señor el emperador tiene hacia la
esclavitud, ¿sería posible que intercedierais para obtener su libertad?
—Dice mucho de ti como persona y como buena cristiana la preocupación que
manifiestas, pero me temo que es imposible, al menos por el momento. Hace pocos
meses que fue regalada, y su anterior propietario, podría considerar su liberación
como un insulto. En las circunstancias en las que nos encontramos, no podemos
indisponernos con uno de los más ricos banqueros de la ciudad.
—¿Tal vez después de que los turcos sean rechazados?
—Sí, sería posible. Vuelve a comentarme el tema entonces, te prometo hablar con
el emperador.
—Gracias de todo corazón.
—No, gracias a ti por tus esfuerzos y por tu constancia. Muchos habrían mostrado
dejadez dedicándose a una emperatriz que aún tardará muchos meses en presentarse.
Helena se despidió del secretario imperial, el cual, cuando se encontró
nuevamente a solas, recogió de la mesa el mismo legajo que leía al entrar la joven y
volvió a repasar su contenido. Desgraciadamente, lo que expresaba no había
cambiado, la idea que le rondaba la cabeza no era fruto de una equivocación, ni de un
examen precipitado. Juan Hunyadi, regente de Hungría, exponía con toda claridad
que le resultaba imposible en la situación actual acudir en ayuda de Bizancio.

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Necesitaba varios meses, en el mejor de los casos, para recomponer su ejército y
pertrecharlo para atacar el desprotegido flanco de los turcos, algo que, sin lugar a
dudas, el sultán conocía a la perfección. Esa era una de las razones por las que
Mahomet había decidido la invasión. Lo que Hunyadi no comentaba en su alocución
al embajador bizantino, pero que este había incluido en su informe, era que Ladislao
V, el legítimo heredero al trono de Hungría, acababa de cumplir la mayoría de edad
legal, tratando de recuperar el poder de manos del regente, lo que le inmovilizaba
totalmente en la capital, impidiéndole casi por completo desplazarse a la frontera para
encabezar un ataque. Hungría, el reino cristiano más cercano y potente de la zona, era
la última esperanza diplomática de Bizancio después de Venecia, dado que el gran
príncipe de Rusia estaba demasiado lejos. Vladislao II, príncipe de Valaquia, era
vasallo del sultán y no se enfrentaría a los turcos sin apoyo húngaro y, por último,
Jorge Brankovic, el déspota de Serbia, a pesar de su cristianismo, había ofrecido
tropas a Mahomet y, al parecer, ya se encaminaban a Constantinopla, no a defenderla
del islam, sino a favorecer su caída.
Juan Hunyadi finalizaba su mensaje con la promesa de hacer cuanto estuviera en
su mano y, aunque Sfrantzés confiaba en la buena fe del que se había mostrado como
uno de los adalides de la cristiandad y enemigo acérrimo de los turcos, tenía
constancia de sus múltiples dificultades, por lo que no podía sino esperar un milagro
o el envío de una flota desde Venecia. A pesar de su espíritu crítico y su mente lógica,
comenzaba a dar crédito a aquellos agoreros monjes que vaticinaban la pérdida de la
ciudad por el enfado de Dios ante su falta de fe. La sucesión de contrariedades que se
abalanzaban una tras otra sobre la capital bizantina parecía excesiva para tratarse de
simples coincidencias. La situación política era cambiante, y el sultán podía
simplemente haber aprovechado el mejor momento para lanzar su ofensiva, lo que
entraba dentro de lo razonable. Pero a la avalancha de negativas en la solicitud de
ayuda, se sumaba el excesivamente riguroso invierno, los ligeros temblores de tierras
y las lluvias torrenciales que presagiaban una primavera atípica. Odiaba tener que
reunirse de continuo con su amigo Constantino para anunciarle únicamente malas
noticias.
Entre todas estas adversidades, el hecho de que Helena pareciera haberse
enamorado de Francisco, a tenor de su actitud, era el menos importante de los males.
Había perdido la confianza en la persona que había dispuesto para tenerle informado
de la actuación del castellano. No por falta de lealtad, sino porque su amor podía
distorsionar su opinión sobre el joven, obligando a poner en duda cualquier
información que intentara sonsacar a la fiel bizantina. Decidió, no obstante, no
continuar con las indagaciones. Tal vez su odio hacia el megaduque Lucas Notaras le
nublara el juicio, pero era en esa dirección donde su instinto le indicaba que debía
redoblar los esfuerzos. El castellano, por extraño que pudiera parecer su origen y a

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pesar de las incógnitas que pesaban sobre su discutible pasado, no encajaba en modo
alguno en el perfil de un infiltrado. Un espía nunca se emborracharía, llamando la
atención de esa manera, del mismo modo que intentaría por todos los medios
mantenerse junto a las personas más influyentes de la ciudad. Por el contrario,
Francisco dividía su tiempo entre el gigantesco ingeniero escocés, las obras con los
operarios griegos y sus flirteos con Helena. Fue Giustiniani el que insistió en tenerle a
su lado y, aunque pudiera haber tenido tiempo de sobra durante la travesía para
procurarse su amistad, no mostraba un excesivo interés por los asuntos más
trascendentales. En definitiva, Sfrantzés decidió dar orden al agente que se encargaba
de seguir al castellano en el exterior del palacio, infiltrado en su cuadrilla de
trabajadores en la muralla, que abandonara su misión.

A pesar de sus intensos deseos, reforzados si cabe tras la inquietante visita de


Teófilo, resultó imposible que Francisco abandonara la reparación de la muralla el
tiempo suficiente para poder regresar a palacio en busca de Helena.
Durante los días siguientes mantuvo su buen humor, al mismo tiempo que su
cabeza trepidaba con todo tipo de pensamientos, contenidos a duras penas por el
joven, que, por primera vez en su despreocupada vida, sufría los embates de
inseguridad que todo enamorado experimenta en los comienzos de tan turbadora
relación.
Poco después de que Teófilo se marchara, Giustiniani apareció para encargar al
castellano que acelerara los trabajos al máximo. Sin concretar las posibles
informaciones que le llevaban a tomar tal decisión, ordenó doblar la guardia en todos
los puestos, al mismo tiempo que acordaba una fecha tope para la finalización de las
tareas de reparación de los muros. El primero de abril, día de Pascua, las defensas
habrían de encontrarse en condiciones de resistir el asedio. Solicitó a Francisco que
mantuviera la fecha en secreto y, tan sólo, que apremiara a sus trabajadores para
agilizar el acondicionamiento de ese sector de los muros.
Se dedicó en cuerpo y alma al trabajo, más si cabe, al descubrir que una mente
ocupada era el mejor remedio para evitar las amargas cábalas y los quebraderos de
cabeza que su reciente relación comenzaba a causarle. Así, con todos los sentidos
puestos en la dirección de las obras, comentaba con su principal albañil, al pie de la
línea interior de murallas, la siguiente zona a reparar.
—John me ha confirmado que los techos de las torres de esta línea necesitan
reforzarse, ¿cuándo crees que acabaréis con el foso exterior para comenzar aquí?
—Espero que el domingo. Este lunes acarrearemos la madera necesaria, aunque
se necesitarán vigas de mucho grosor. Serán difíciles de encontrar.
—Hablaré con Giustiniani —confirmó Francisco—. ¿Necesitas algo más?
—Harían falta dos estructuras elevadoras para subir las vigas hasta el techo de las
torres por el lado interior —respondió el capataz mirando hacia lo alto del muro para

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calcular la distancia— y… ¡Cuidado!
Antes de que Francisco comprendiera lo que ocurría, el capataz griego le empujó
con fuerza, arrojándose sobre él con improvisado ímpetu. Un instante después una
piedra rectangular de gran tamaño, de las que se usaban para reconstruir las defensas
superiores del muro, cayó sobre el lugar exacto donde, momentos antes, se
encontraba el castellano, golpeando con inusitada fuerza la pierna derecha del griego,
la cual se dobló y rompió como la paja seca con un sonoro chasquido, produciendo
una terrible herida cuando el hueso astillado atravesó la piel. Con angustiosos
aullidos de dolor, el capataz quedó tumbado sobre Francisco, retorciéndose en fuertes
espasmos, tratando de girarse para ver su casi amputado miembro.
El castellano, desconcertado, fue ayudado por algunos de los más cercanos, que
atendieron a su vez, con más buena voluntad que acierto, al pobre albañil.
—Yo estoy bien —comentó al ponerse de pie, aún aturdido—. Llamad a un
médico para él.
Instintivamente miró a lo alto del muro, separándose unos pasos para poder
observar mejor a los tres o cuatro trabajadores que se encontraban sobre el adarve,
señalando hacia abajo y comentando la escena.
Viendo que los demás miembros de la cuadrilla se arremolinaban para ayudar al
herido, aprovechó para atravesar la puerta corriendo, acercándose a toda prisa a las
escaleras interiores que conducían al adarve desde el que había caído la piedra, a doce
metros sobre el suelo.
—¿Qué ha pasado? —preguntó a los trabajadores que se encontraban en la zona,
aún asomados al exterior.
—No sabemos —respondió uno de ellos—. Estábamos ocupados con una polea
atascada.
—¿Nadie ha visto cómo caía esa piedra?
—No, tal vez el otro.
—¿Qué otro?
—Había alguien más aquí arriba —dijo el griego buscando a su alrededor—. Yo
no me he fijado bien, pero se encontraba pegado al muro.
—Yo no le he prestado atención —comentó otro de los trabajadores—, pensé que
era un nuevo miembro del grupo.
—¿No podéis describirme su aspecto?
Los cuatro que se encontraban junto a la polea se miraron entre sí negando con la
cabeza. Alguno de ellos afirmó con poca seguridad que se trataba de un griego, pero
ninguno fue capaz de dar una descripción aproximada. De hecho, ni siquiera podían
asegurar que hubiera sido él el que dejara caer la piedra.
Francisco escrutó con rapidez a los viandantes que se encontraban en la zona
cercana a la muralla, en el interior de la ciudad. Casi un centenar de personas se

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movían de un lado a otro, soldados, mujeres con grandes ánforas de agua, chiquillos
jugando con aros, trabajadores que trasladaban materiales. Entre esa pequeña
multitud resultaba imposible distinguir a alguien del que no se conoce ni una somera
descripción, por lo que bajó de la muralla cuando vio llegar a uno de los médicos.
Éste, tras examinar al herido, confirmó lo peor, perdería la pierna debido a la
gravedad de la rotura e, incluso, no podía garantizar que viviera, en caso de que la
herida se infectara. El castellano organizó el traslado del capataz y nombró a uno de
los trabajadores para sustituirle, «temporalmente» añadió, de modo que todo el
mundo volviera a sus quehaceres, tratando el asunto con sus compañeros como un
terrible accidente. Para sus adentros, Francisco pensaba que no había sido tal, sino un
intento de quitarle de en medio. Inicialmente le vino a la cabeza la pelea a la salida de
la taberna, y el grupo de griegos a los que vapulearon; sin embargo, pronto resonaron
en su cabeza las palabras de Teófilo, y pensó que el noble bizantino había decidido no
esperar a que se alejara de Helena.
Decidió mantenerse en las obras para acallar posibles especulaciones, aunque
llevó aparte a un puñado de soldados genoveses para pedirles que tuvieran los ojos
abiertos e informaran de cualquier desconocido que merodeara por las obras.
Esperaría hasta el día siguiente para acudir a palacio y hablar con Sfrantzés, ya que, a
fin de cuentas, si alguien tenía conocimiento de todo lo que ocurría en la ciudad era el
secretario imperial.

—¿Estás seguro que no fue un accidente? —preguntó Constantino con seriedad.


Cuando el secretario imperial había acudido la tarde siguiente al suceso a
informar al emperador, este no esperaba que, junto a la decepcionante noticia de las
dificultades de Hungría para enviar ayuda, su supuesto primo castellano ocupara de
nuevo un primer plano en la reunión mantenida, como casi cada tarde, con el
miembro más influyente de su gobierno. Tras las largas deliberaciones sobre la
conveniencia o no de dar carácter oficial a la difusa condición del castellano, justo
cuando se llegaba a una conclusión ocurría un incidente que no parecía tener nada de
casual.
—No —respondió Sfrantzés—. Tenía a uno de mis informadores en el grupo que
trabajaba con Francisco, pero, desgraciadamente, lo retiré un par de días antes. Tan
sólo cuento con relatos de segunda mano.
—¿Piensas que puede haber sido el sultán?
—¿Uno de sus agentes? No lo creo, no tendría sentido, ¿por qué querría el sultán
matar a Francisco? Ni siquiera es una pieza principal de la defensa. De haber sido
Giustiniani la víctima… pero ni siquiera se parecen, por lo que tampoco puede
hablarse de un error.
—Resulta muy preocupante, más aún después de lo que me has contado de
Teófilo. No puedo creer que mi primo esté envuelto en algo tan turbio, menos aún

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cuando hasta hace unos días era uno de los más firmes partidarios de aceptar
oficialmente al castellano como pariente.
—Yo tampoco lo entiendo —confirmó Sfrantzés—, pero como comprenderás, es
una opción que a priori no podemos descartar.
—Con vuestro permiso, Francisco de Toledo solicita ser recibido —interrumpió
cortésmente el praipositos.
—Hazle pasar.
Francisco entró con seriedad en la sala, realizando una ensayada reverencia,
seguida de un guiño al secretario imperial y una amplia sonrisa. Aun sabiendo la
seriedad del asunto, no podía contener su alegría al pensar que, tras esa reunión,
podría acercarse a ver a Helena.
—Antes de nada —comenzó Constantino—, ¿qué noticias tienes del capataz?
—Ha perdido la pierna —informó el castellano—, aunque el médico confía en
que no aparezca infección y pueda salvar la vida.
—Jorge, encárgate de que su familia reciba una compensación.
—Así se hará —afirmó el secretario imperial—. ¿Qué podéis contarnos sobre el
incidente?
—Nada que no sepáis ya. No hay testigos, nadie vio nada, sólo un extraño junto a
esa zona del muro. Sólo sé que no fue un accidente.
—¿Por qué?
—Porque el causante no se habría desvanecido en el aire. Fue planeado.
—Parece obvio, ¿sospecháis de alguien?
—Teófilo —afirmó Francisco sin titubeos.
—Teófilo no es un asesino —intervino el emperador— y, si realmente hubiera
querido matarte, no lo habría hecho de un modo tan rastrero. No es precisamente
valor lo que le falta.
—No lo dudo, pero cualquiera puede perder la cabeza —replicó Francisco— y
tenía un motivo.
—Nos han llegado noticias de vuestra discusión el otro día, pero tal vez nos
aclararía la situación que nos contarais la razón de dicho desencuentro.
—Discutimos por una mujer —respondió Francisco.
—Eso sí encaja más con mi primo —comentó Constantino—, aunque sigo sin
poder creerlo. Te habría atravesado con su espada, pero nunca arrojaría una piedra a
traición.
—Tal vez encargó a otro el trabajo sucio —supuso el castellano.
—Me extraña —dijo Sfrantzés—. Pero de todas formas investigaré el asunto.
Aunque hay que recordar que no es el único al que parece molestar tu presencia.
Pudo ser un fanático religioso o alguno de los que os agredieron al salir de la taberna.
—Sí, también lo he pensado —confirmó Francisco.

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—Por cierto —comentó el emperador—, ¿cuál es la dama por la que os batís?
—Su nombre es Helena, trabaja en palacio, en las dependencias de la futura
basilisa.
—¿La protovestiaria? —exclamó Constantino—. No debería sorprenderme, es
muy bella, pero no recuerdo que mi primo me haya hablado de ella y, normalmente,
alardea de todas sus conquistas.
—Espero que no vaya contra las normas de la corte —dijo Francisco, más por
cortesía que por importarle realmente.
—Sinceramente —respondió el emperador—, no seré yo el que desapruebe el
amor entre dos personas. Además, en estos momentos tenemos asuntos mucho más
importantes de los que preocuparnos.
—En ese caso, si no hay nada más, creo que me retiraré.
Francisco se despidió de Constantino y Sfrantzés, dirigiéndose, tras un par de
vacilantes intentos, hacia las estancias donde solía encontrarse Helena. A su espalda,
el principal consejero del emperador esperó a que la puerta se cerrara de nuevo para
comentar con su amigo.
—¿Quieres que hable con Teófilo?
—No —respondió Constantino—, debería hacerlo yo. Por ahora mantente al
margen.
—Como quieras.
Francisco, mientras tanto, tardó un buen rato en orientarse a través del edificio,
maldiciendo la poca atención prestada en las anteriores visitas a esa zona del palacio.
Resolvió el problema con la ayuda de un criado que se encontraba limpiando una de
las pocas estatuas que se exhibían en la sede de la corte. Su cara le resultaba
extrañamente familiar, aunque no supo precisar de dónde. El sirviente, bajito y con
nerviosos ojos diminutos, dudó un momento antes de darle las indicaciones precisas,
ofreciéndose más tarde para acompañarle. Francisco rechazó la oferta con cortesía,
pensando que iría más rápido solo y se encaminó a las estancias de la futura basilisa.
En la puerta, como de costumbre, un solitario soldado, perteneciente, por su
rubicunda melena y poblada barba y bigotes, a la guardia varenga, vigilaba el acceso
a las puertas principales de esa zona. Tras contener un instante el aliento, pensando
que se encontraría nuevamente con el adusto guardián de las veces anteriores, sonrió
de alivio al comprobar que se trataba de alguien distinto, aunque el trato recibido no
fue mejor.
—Lo siento, no podéis pasar.
—¿Es lo único que os enseñan a decir en griego? —dijo el castellano casi sin
poder creérselo.
—Tú debes de ser el pesado del que habla Harald —comentó el guardia con
alegría observando a Francisco.

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—¿Cómo? ¡Sólo me faltaba eso, ser el chismorreo del cuartel! Pues esta vez voy
a entrar te guste o no —afirmó Francisco, algo más confiado debido a la menor altura
del soldado actual.
—No os lo toméis así, no es nada personal, en realidad debería estaros
agradecido, hoy me habéis hecho ganar ocho stavraton de plata. Apostamos sobre
cuál sería el próximo en encontraros —añadió el norteño con pícara sonrisa ante la
sorprendida mirada del castellano—. También he de añadir que Harald paga otros
tantos a quien os dé una paliza, por lo que tampoco me importaría que intentarais
pasar.
Francisco apretó los dientes, preparó los puños y a punto estuvo de ofrecerle las
nuevas ganancias al burlón guardia cuando la puerta se abrió de nuevo, apareciendo
Yasmine tras ella con una sonrisa.
—Dejadlo, por favor, la señora no está dentro —informó a Francisco—. Hace ya
un buen rato que se retiró a sus aposentos.
El guardia dirigió una mirada de decepción a la esclava que le había convertido,
en un suspiro, en un hombre más pobre, mientras el castellano mantenía sus ojos
clavados en el soldado, alentando en él la esperanza de poder cobrar aún la deseada
recompensa.
—Acompañadme —solicitó la turca a Francisco, con un delicado gesto para que
la siguiera.
Él, con desgana, abandonó la pugna con el varengo, cambiando su atención hacia
la bella joven, que se introdujo en uno de los pasillos que partían de la sala de entrada
a las estancias de la futura emperatriz.
—Parece que el destino siempre te sitúa en situación de evitar que me meta en
problemas.
—En realidad no —respondió Yasmine deteniéndose a mirar de frente al
castellano—. He oído la discusión con el guardia y he salido a cuidar que no acabéis
visitando al médico.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó él señalando la marca, aún visible, que la
esclava lucía en su mejilla.
—Tenía envidia de vuestra herida de guerra. ¿Pensáis que aja mi belleza?
—No, en absoluto —negó Francisco con turbación cuando la turca se aproximó a
él, acercando su rostro al suyo.
—Tal vez podríamos aliviar nuestros mutuos padecimientos —continuó Yasmine,
acercándose aún más a Francisco, casi acorralándolo contra la pared y exhalando su
aliento en su boca—, ¿no os resulta apetecible la idea?
—Mucho —respondió el castellano situando su mano sobre la cintura de la
esclava, imaginándola sin la blanca túnica, notando como su corazón comenzaba a
latir con más fuerza.

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Ella se adelantó, situando sus carnosos labios casi rozando los de Francisco, con
sus ardientes ojos clavados en los del castellano, el cual traspasó la invisible barrera
que los separaba, besándola con pasión, estrechándola contra sí, notando como la
bella esclava le aceptaba y respondía a sus caricias, abandonándose por un instante,
hasta que, como un latigazo, una voz interior le sacudió desde dentro y se separó
bruscamente de la turca.
—No —dijo, casi sin aliento—. No es por ti —añadió Francisco ante la mirada
entre sorprendida e indignada de la esclava—. Eres extraordinariamente hermosa, y
no puedo negar que me atraes, pero no voy a hacerlo, no puedo hacerle esto. Debo
irme.
Antes de que Yasmine pudiera decir nada, Francisco se apartó de ella y se alejó
rápidamente por el pasillo, sin mirar atrás, sin más pensamiento que huir de la
tentación, del peligro, pero, sobre todo, de huir de sí mismo y de su pasado.
Yasmine le observó cuando se marchaba. Era el primer hombre que la había
rechazado y, sin embargo, tras el primer momento de sorpresa y el inicial sentimiento
de despecho, sonrió. Le costó admitirlo, pero, aun sin querer que ocurriera, existía
una razón oculta por la que agradecía que Francisco se hubiera negado a caer en sus
brazos.
Se dirigió a su cuarto con tranquilidad, remoloneando por los pasillos en
penumbra, deslizando sus dedos por los mosaicos de las paredes, silueteando las
coloridas figuras representadas. Disfrutando de uno de los pocos momentos en que no
tenía necesidad de fingir, de mantenerse alerta para que no escapara de su boca una
palabra inconveniente o una delación. Los meses transcurridos desde que Badoer la
introdujera en palacio para tener acceso a la información en su fuente primordial, no
habían supuesto para Yasmine otra cosa que no fueran sentimientos reprimidos,
frialdad, continua tensión y fingida indiferencia. Como una especie de caparazón,
había construido a su alrededor una espesa muralla que aislara su verdadero interior.
Pero demasiado tiempo viviendo una mentira comenzaba a causar mella en su ánimo.
Anhelaba con todas sus fuerzas que el ejército del sultán arribara de inmediato y
asaltara como una marea aquella maldita ciudad, no porque fueran sus secretos
correligionarios, sino porque era plenamente consciente de no poder soportar esa
situación durante mucho tiempo.
Casi sin desearlo, fue acercándose poco a poco a su habitación, un lugar que, para
ella, se identificaba con un calabozo. Al llegar a su estancia casi dejó escapar un grito
al abrir la puerta y encontrar dentro a Teófilo.
—¿Qué haces aquí? —preguntó con sorpresa, aunque aliviada al pensar lo que
habría pasado de aparecer con Francisco.
—Tenía que verte —respondió él—. Desde que me dejaste ando como loco, no sé
lo que hago, no consigo ni conciliar el sueño.

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—Ese no es mi problema, tú mismo elegiste el camino.
—Por favor, cariño, ¿qué debo hacer para que me perdones? No quería hacerlo,
pero no soportaba la idea de verte con ese maldito…
—¿Francisco?
—Sí, fui a verle el otro día, el muy cobarde se hizo el despistado. De no ser por la
gente que nos rodeaba le habría estrangulado.
—¿No tienes otra cosa mejor que hacer que mostrar tus celos por toda la ciudad?
—No te burles de mí —dijo él acercándose sumisamente—, vengo de recibir una
buena reprimenda de Constantino.
—Mentiría si dijera que no me alegro.
—Eres cruel, y más si tenemos en cuenta que ni siquiera has negado que fuera
verdad. Sólo me has avergonzado por dudar de ti, pero no he oído de tus labios la
verdad.
—¿A qué has venido? ¿A pedir perdón o a confirmar tus miedos?
—Supongo que a ambas cosas.
—Pues debes decidirte —dijo ella aproximándose a Teófilo, recuperando la
mirada felina, con la que sabía desarmaba al bizantino—, porque te concederé sólo
una. Si quieres volver conmigo te daré otra oportunidad, pero —dijo cortando con un
gesto el ademán de él para abrazarla—, en ese caso, nunca sabrás si realmente estabas
en lo cierto.
—¿Por qué esa condición? —replicó él mordiéndose el labio de impaciencia.
—Es lo que dicen en la iglesia: todo pecado merece una penitencia.
Él permaneció callado, meditando en silencio si sería capaz de asumir la
ignorancia o los celos le absorberían hasta dominarlo.
—Existe otra opción —comentó ella mientras andaba a su alrededor, situándose a
su espalda y susurrando al oído de Teófilo—: te daré cada detalle, cada momento.
Sabrás hasta el último de los pensamientos que he tenido —añadió con voz suave y
seductora, rodeando con sus brazos el pecho del noble bizantino—, mis más íntimos
secretos, para después no verme ni hablarme jamás, pues si te acercas, aun siendo
esclava, te desgarraré la garganta.
Teófilo cerró los ojos, sintiendo el tacto de sus manos sobre su pecho, su aliento
cercano, sus lujuriosos labios casi pegados a su piel. Algo en su interior le decía que
se mantuviera firme, que esa decisión le carcomería por dentro lentamente.
—¿Qué me dices? —susurró ella besando con ardor su cuello.
—Haré lo que tú quieras —afirmó él, abandonándose conscientemente,
entregando su voluntad a la voluptuosa esclava, esquivando toda razón a cambio de
los favores de su amante.

Esa noche Teófilo no se quedó, como de costumbre, sobre la cama de Yasmine,


como un niño travieso, que trata de ocultarse, avergonzado, de la inquisidora mirada

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de su madre. Abandonó la habitación de la esclava turca con prisas, abatido tras la
pasión de su encuentro con la deliciosa joven. Aunque ella había tratado de recuperar
la normalidad, preguntando con delicadeza sobre los trabajos que efectuaba, los
preparativos de la defensa o las relaciones con Constantino, él sabía que se trataba tan
sólo de simple cortesía, un meritorio esfuerzo por parte de Yasmine para intentar
facilitar el reencuentro, pues, ¿qué interés puede albergar una esclava en temas
militares? Teófilo sabía perfectamente que la verdadera intención de sus
interminables preguntas sobre esos temas era, sencillamente, desviar el diálogo del
tema esencial si todavía estaba enamorada de él. Comprensivo, debido a su tremenda
falta anterior. Había estado sumamente locuaz, entregándose a un rápido monólogo
de datos, números y lugares, ansioso de poder mantener una conversación con su
amada aun a costa de temas tan insufribles. Su esfuerzo valió la pena, pues justo antes
de dejar la estancia, ella le despidió con un cálido beso, aunque, a pesar de ello,
Teófilo partió con un gran peso en el corazón, sin saber muy bien si lo que le
abrumaba era la culpa y el pensamiento de no haber hecho lo suficiente para
agradarla o, por el contrario, si lo que le angustiaba era la certeza de haber perdido su
dignidad.
En cuanto se quedó a solas, Yasmine redactó un nuevo mensaje para que Basilio
pudiera llevarlo al día siguiente al banquero veneciano. Escribía deprisa, pensando en
acabar la nota antes de que el impaciente griego apareciera por la puerta maldiciendo
a Teófilo y odiando su suerte. Sin embargo, para su sorpresa, el criado bizantino tardó
casi una eternidad en hacer acto de presencia, llegando a incomodar a la turca, que
paseaba por la habitación como gato enjaulado, elucubrando sobre los motivos de la
tardanza de su amante. Cuando por fin apareció no llegó, como acostumbraba, con
los celos a flor de piel. La brusquedad de los últimos encuentros se había tornado en
alegre sonrisa, cuando vio su redondeado rostro aparecer en el marco.
—Creí que te habías olvidado de mí —dijo la esclava con impaciencia.
—En absoluto, te aseguro que eres el centro de mis pensamientos —respondió
Basilio con amabilidad.
—Te noto cambiado, más alegre que los últimos días. Pasa y cuéntame el motivo.
—Ninguno en particular, tengo la amante más hermosa de la ciudad, un buen
trabajo y una vida descansada. Soy lo bastante listo como para darme cuenta de mi
privilegiada situación.
—Gracias, hacía tiempo que no me dirigías palabras tan cariñosas.
—He estado ofuscado una temporada, pero tú no tienes la culpa. Al revés, has
sufrido mi mal humor sin quejarte, con todo lo que tienes que soportar de esos
pervertidos, soy un ingrato —afirmó Basilio con una amplia sonrisa.
—No pienses así —dijo ella completamente anonadada por el extraño
comportamiento del griego—, cualquiera puede tener una mala temporada. Además,

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creo que estamos avanzando con mi antiguo amo. He escrito una nueva carta, si no te
importa llevarla mañana…
—¡Por supuesto! —exclamó él con desbordante entusiasmo—. La llevaré sin
tardanza, aunque, esta noche, me vendría bien un poco de cariño, si no estás muy
cansada.
—Nunca estoy cansada para ti —respondió ella abrazándole confusa.
Basilio la apretó con fuerza, deslizando sus manos por su cuerpo, mientras
evitaba por todos los medios echarse a reír.
A pesar del pequeño contratiempo de la muralla, cuando la piedra lanzada sobre
Francisco falló por la intervención de aquel estúpido albañil, su enrevesado plan
estaba resultando bastante acertado y, por encima de todo, inmensamente divertido.
Las voces que antes resonaban en su cabeza, recordándole lastimosamente las
caricias que la turca concedía a otros hombres, habían desaparecido, convertidas en
suaves susurros, que le indicaban con amabilidad los pasos que debía dar para
librarse de sus molestos oponentes. Cuando le indicaron que aprovechara el continuo
ir y venir con viandas hacia las murallas para efectuar el taimado ataque sobre el
castellano, sintió un profundo miedo inicial. Sin embargo, la melódica voz que había
sustituido a los insoportables quejidos amorosos anteriores le infundía confianza, a la
par que le recordaba, con dulzura imposible de ignorar, que si no hacía caso a sus
enseñanzas, podría perderla, con lo que volverían las aterradoras voces.
Después de arrojar la piedra, observando su caída y cómo impactaba en la pierna
del infeliz obrero, sintió, en primer lugar, decepción por haber fallado su objetivo
principal, luego miedo por ser descubierto, lo que le hizo bajar a toda prisa de la
torre, aprovechando la confusión, a punto de cruzarse con Francisco, que apareció
como una flecha desde el otro lado del muro. Finalmente, una vez que se supo a
salvo, una indescriptible sensación de euforia invadió todo su cuerpo, sentimiento que
se mantenía al recordar con vívidos detalles cómo se aplastaba la pierna del capataz
bajo el peso de la piedra que él, el hasta entonces ignorado Basilio, había lanzado
desde lo alto del muro. Se sentía poderoso, capaz de cualquier cosa, casi como un
vengador conducido por Dios. Y aunque al principio la idea le parecía blasfema,
pensó que tal vez fuese el mismo Señor el que le hablaba en su interior, utilizando a
su mejor siervo en su justo castigo a los pecadores.
Ahora se encontraba en la habitación de Yasmine recogiendo la justa recompensa
a sus acciones, disfrutando de los placeres de aquella pécora que, hasta poco antes,
había dominado su voluntad. Por fin era libre, las ataduras que le unían con esa
despreciable esclava se difuminaron hasta hacerse totalmente invisibles. Tan sólo la
utilizaría para sus planes, cosechando con lujuria su premio cada vez que quisiera. La
felicidad que le invadía, y que a Yasmine le parecía incomprensible, no era fingida.
Únicamente era una farsa el interés que mostraba por complacer a la turca. Seguiría

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con su habitual trabajo de correo de esas estúpidas cartas, aunque ya no le interesaba
su contenido. Un destino nuevo, mucho más elevado, se abría ante él y, en
comparación, la vida al lado de una prostituta exesclava resultaba una idea irrisoria.
Mantendría su servilismo con ella y con aquellos que le rodeaban, esperando la
ocasión propicia para ir completando los pasos de su infalible plan.

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6
El primero de abril, domingo de Pascua, llegó en un suspiro, con toda la ciudad
conteniendo el aliento ante las inciertas noticias sobre el avance de los turcos. Por
cada barrio circulaban distintos rumores, a cuál más terrorífico, sobre el imparable
movimiento de los regimientos del sultán, circulando de boca en boca, en los
mercados o en las reuniones familiares. Algunos aseguraban que los jinetes
destacados por los alrededores habían regresado al galope anunciando el avistamiento
de grandes contingentes de tropas a escasa distancia. Otros, por el contrario,
comentaban que los alrededores se mantenían en calma y que el sultán aún no había
podido reunir a su ejército. Pero incluso los más optimistas veían acercarse lo
inevitable, por lo que la población rezaba con fervor con una única petición: que se
les concediera paz durante la Semana Santa.
Y así fue, al menos, hasta la festividad más importante de la Iglesia ortodoxa, la
que conmemoraba la resurrección del Señor. La ciudad se engalanaba para la
procesión de Pascua, con alegría, aunque enmarcada dentro de un ambiente general
de ansiedad, tan sólo aliviado por la licencia, casi general, concedida a los soldados
para que pudieran asistir a los ritos de ese día tan especial.
El descanso estival resultaba, por otro lado, casi imprescindible, dado que los
trabajos de la muralla se habían tornado frenéticos en los últimos días, tratando de
llevar a término el mayor número de mejoras posibles. Los que habían colaborado en
las obras merecían, a juicio del emperador, una pequeña recompensa por su esfuerzo
antes de afrontar el más importante periodo de sus vidas.
La tradición, tan sumamente importante en la vida de Bizancio, indicaba que el
día de Pascua el emperador debía acudir a la iglesia de los Santos Apóstoles a rendir
homenaje a sus predecesores, mediante la celebración de una liturgia con su
correspondiente procesión, meticulosamente reglamentada en el libro de las
ceremonias. Este complejo manuscrito había sido realizado en el siglo décimo por
Constantino VII Porfirogeneta, pensando en su hijo, pues la creciente pompa y
magnificencia con las que las distintas ceremonias se adornaban resultaban excesivas
para la tradición oral, usada hasta entonces.
El camino desde el palacio a la iglesia que coronaba la colina central de la ciudad
no se realizaba con facilidad, pues se jalonaba con numerosas paradas en
monumentos importantes, discurriendo finalmente por la calle Mese, donde se
congregaba casi toda la población, reunida para contemplar el lujo y el boato que aún
se mantenían en el decadente imperio, exhibidos en contadas ocasiones. Para los
antiguos emperadores, la riqueza que se demostraba en estos acontecimientos
representaba un colorido escaparate en el que se transmitía la fortaleza y grandeza del
poder imperial. En esta ocasión, con el imperio menguado, convertido en su capital y

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unos exiguos territorios anexos o islas diminutas, con sus edificios abandonados y en
ruinas, representaba el anhelo de los ciudadanos por mantener viva su cultura, su
ciudad y el mundo que habían conocido desde incontables generaciones.
La procesión era encabezada por un grupo de spatharios, encargados, con su
rítmico paso, de marcar los tiempos de avance y gritar loas al emperador, respondidos
con entusiasmo por la multitud. Tras ellos, un grupo de músicos, con sus uniformes
de gala, tocaba cítaras, címbalos y trompas, sin poder ahogar con su cacofonía las
aclamaciones del público.
Constantino era la figura principal del desfile, ataviado con una túnica blanca
recubierta por la capa púrpura, el color de la realeza. Portaba todos los atributos de su
rango, el cetro, la pesada corona de oro y piedras preciosas, los finos bordados con el
escudo imperial y el orbe con la cruz, símbolo del poder sacrosanto de su trono,
conferido por Dios a su representante en la Tierra. Montaba un semental blanco,
riquísimamente enjaezado con joyas, con las patas y la cola envueltas en cintas de
seda. En los tiempos en que Bizancio era un pozo sin fondo de riqueza y grandes
bienes, el emperador repartía monedas entre el público, al realizar las paradas en
puntos determinados de la procesión. En las circunstancias actuales, tal derroche de
dinero resultaba insoportable para las menguadas arcas del tesoro imperial por lo que,
a pesar de la obligada tradición, se había suprimido ese acto.
Tras el emperador cabalgaban los familiares, nobles y personajes de más alta
consideración del gobierno, todos ellos vestidos de un blanco inmaculado, tornando
la procesión en una aparente serpiente de copos de nieve en movimiento. Tras ellos,
en perfecta formación, desfilaban soldados de los regimientos de palacio portando
banderolas y pendones con el escudo imperial y el águila bicéfala, símbolo de la
dinastía Paleólogo, y funcionarios de menor nivel vestidos con sus mejores atuendos,
con doradas lámparas que refulgían con brillantes destellos.
Por último, cerrando el impresionante desfile, caminaban gallardamente los
miembros de la guardia varenga, sin armadura, pertrechados con grandes escudos
rectangulares, lanzas y con sus temidas hachas de un filo colgando a la espalda.
Francisco, tal como se le había anunciado, participaba en la procesión junto a los
miembros de la familia imperial, para lo cual, había sido prudentemente aconsejado
por Helena en las pocas ocasiones que las exigencias de Giustiniani habían dejado
libre al castellano.
Tras su fugaz encuentro con Yasmine en uno de los pasillos del palacio, había
evitado verse con la bizantina, marchando directamente de vuelta al campamento
italiano donde se alojaba mientras duraran las obras, demasiado confuso y
avergonzado para pensar con claridad. Si en un principio la negativa a compartir el
lecho de la excitante esclava le resultaba totalmente ajena, dada su anterior
experiencia de mujeriego impenitente, tras meditarlo con profundidad, las

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subconscientes frases de incomprensión daban paso a un sólido sentimiento de
satisfacción por haber mantenido su recién estrenada fidelidad ante semejante prueba
de fuego. Meses antes se habría reído en la cara de cualquiera que pudiera afirmar
que él, Francisco de Toledo, el mayor asaltador de alcobas que habían conocido las
ciudades italianas, rechazara los favores de una belleza tan escultural como la que
encarnaba la joven esclava turca. Sin embargo, lo que pensó sería una mancha en su
largo historial de relación con el sexo opuesto, resultó sorprendentemente gratificante
en cuanto, días después, con mayor entereza, y la firme resolución de no preocupar a
su adorada bizantina con el agresivo comportamiento de Teófilo, volvió a encontrarse
con Helena.
Nada más contemplar la sonrisa de la joven, la perturbadora imagen de Yasmine
desapareció de su pensamiento. Cualquier sacrificio quedó totalmente justificado y lo
único que permanecía en su interior era la felicidad del que se sabe amado. A
Francisco, incluso, le resultaba imposible mantener la atención mientras Helena
adoptaba su papel de instructora. No podía dejar de fijarse en su pelo, sus brillantes
ojos, la tersura de su piel. Su indescriptible belleza le dejaba sin aliento, sin saber
que, a pesar de sus fingidos intentos de imponer la seriedad, su adorada griega se
enfrentaba a los mismos sentimientos y similares dificultades para mantener la
concentración en su presencia.
Rompiendo una vez más su tradicional forma de actuar, Francisco se deleitaba
con paseos, fugaces y apasionados besos, delicadas caricias y dulces palabras en cada
uno de sus escasos encuentros. Descubrió, sorprendido, que la espera para conseguir
de la tímida bizantina aquello que muchas otras le habían entregado en la primera
noche no era en absoluto dolorosa o frustrante, sino que resultaba tranquilizadora e,
incluso, gratificante, pues la sola idea de tratar a la más dulce de las mujeres como a
cualquiera de sus insulsas conquistas anteriores le parecía repugnante. Le agradaba
cada vez más la sensación de complicidad que adquiría con Helena, así como la
perspectiva de que su relación fuera algo distinto, mejor que cualquier otra
experiencia anterior, basada en el cariño, la dulzura y el amor, no en la obtención del
placer fácil.
Por otro lado, las interminables semanas de trabajo, soportando fríos intensos y
fuertes aguaceros, impropios de esa época, así como las numerosas advertencias de
John Grant sobre el futuro que le espera a cualquier hombre casado, causaban mella
en el castellano, permitiendo al vividor, que luchaba en su interior por renacer,
acuciarle con dudas y sombríos pensamientos, sólo desvanecidos en el siguiente
encuentro con Helena.
Ahora, mientras desfilaba con gallardía, pensaba en su amada, seguramente
mezclada entre el público, saludando y coreando el nombre del emperador mientras
atravesaban las concurridas calles de la antaño populosa capital bizantina. Al pasar

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junto a un numeroso grupo de soldados italianos, apiñados entre el gentío para
contemplar el desfile, sonrió al cruzarse con algunos de sus compañeros, que le
vitoreaban, complacidos de distinguir a uno de los suyos entre tantos griegos
estirados.
Francisco trataba de disfrutar del desfile, a pesar de que las numerosas paradas y
pasos protocolarios alargaban la procesión hasta hacerla durar todo el día. A lo largo
de su agitada vida, nunca se había encontrado en una situación semejante, formando
parte de la nobleza como uno más, escuchando las aclamaciones de la multitud, como
partícipe de aquellos a los que van dirigidas. Sus anteriores estancias junto a la
nobleza italiana, en Nápoles o Génova, duraban lo que sus anfitriones tuvieran a bien
soportar a su parasitario huésped, por lo que, en ningún caso, había llegado a
integrarse en las élites dominantes. Su situación actual no era aún del todo clara, pero
su asistencia al evento, dentro de los estrictos posicionamientos detallados en el
protocolo de la marcha, suponía, al menos, la aceptación por parte de Constantino de
su pertenencia al linaje imperial.
Sus primeras palabras, nada más recibir, de labios de Helena, la noticia de su
inclusión en el desfile, estaban destinadas a tranquilizar a la bizantina, que, a pesar de
su confianza en el amor profesado por el castellano, sentía cierta inquietud ante el
hecho de que pasara, teóricamente, a formar parte del círculo más íntimo del
emperador. Para Francisco, la situación no difería en absoluto, tan sólo suponía un
cambio externo, en dirección a la caterva de altos funcionarios y personajes
influyentes, que aún mantenían discretas conversaciones sobre su estancia en palacio.
El trato recibido por parte de Constantino, al igual que su relación con el resto de los
compañeros de trabajos, no cambió en absoluto, sin variar siquiera las formas con el
emperador, excepto en público, donde la servicial Helena se las veía y deseaba para
que el tozudo castellano aprendiera las innumerables formas protocolarias bizantinas.
Finalmente, con la caída de la tarde, los aliviados griegos pudieron volver a sus
desvencijadas casas, elevando intensas plegarias, llenas de gratitud, al cielo. Muchos
de los habitantes se acostaron aquella noche con la idea de haber presenciado el
último gran desfile que se celebraba en las calles de Constantinopla.

Al día siguiente, casi a mediodía, Francisco paseaba por el interior del antiguo
Gran Palacio, haciendo tiempo mientras esperaba a su adorada Helena, imaginando,
entre ruinas y edificios abandonados, cómo sería la vida en el Bizancio de los mejores
tiempos.
Formando un triángulo entre el mar de Mármara, el Hipódromo y la inmensa
Santa Sofía, el espacio ocupado por el conjunto de edificaciones civiles, jardines e
iglesias conocido como Gran Palacio había constituido el centro de la corte hasta el
siglo XII, cuando Manuel I decidió ocupar el palacio de Blaquernas. En su época de
esplendor, casi veinte mil funcionarios, soldados, clérigos, nobles o familiares del

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emperador llenaban sus edificios.
Francisco había escuchado de boca de su abuela, siendo aún un niño, multitud de
historias sobre aquel lugar. De todas ellas, la que más le impresionaba era aquella en
la que contaba como, en los grandes banquetes ofrecidos por el mandatario bizantino,
los asistentes, hasta treinta y seis, comían tumbados en cómodos divanes, sobre una
mesa de oro, guardada tras unas puertas de marfil en el Castresiacon. Los cubiertos,
del mismo valioso material de la mesa, palidecían ante los tres inmensos cuencos,
rebosantes de frutas, que, debido a su excepcional peso, no podían ser levantados, por
lo que se suspendían del techo con cuerdas, accionadas por un mecanismo mecánico
que permitía moverlos de un invitado a otro.
Caminando ensimismado entre los edificios, sorteando las malas hierbas y las
piedras desprendidas de las paredes, se acercó con paso lento hasta el edificio que
contenía el salón del trono principal, cerca de la iglesia de San Esteban. Su entrada,
antes meticulosamente ajardinada, ahora alojaba un improvisado cementerio, anexo a
la iglesia, uno de los pocos edificios en condiciones de ser habitado. Las cruces
griegas, que marcaban cada inhumación, situadas ante el salón del trono, suponían la
última caprichosa vuelta del destino, convirtiendo el lugar que atesoraba mayor poder
de los últimos siglos en la parábola final de la decadencia, mostrando el triste destino
que parecía esperar a los antaño gobernantes de Oriente.
Las puertas de bronce del edificio, al igual que su cúpula, habían desaparecido
durante la dominación de los cruzados, permitiendo que los tibios rayos de sol
penetraran a través de la inexistente techumbre, iluminando con tristeza aquel lugar
desolado.
Si Helena hubiera estado a su lado, le habría canturreado al oído cómo el trono se
alzaba en el ábside final de la sala, a un nivel más alto que el resto del suelo de la
habitación, cubierto por una tela trenzada con hilo de oro. Los escalones que
conducían al trono de doble cabecera estaban tallados en pórfido, de colores casi tan
vivos como el mosaico del ábside, donde Cristo, el Rey de reyes, dominaba con su
serena mirada a los más allegados, situados alrededor del hueco circular. Junto a los
preferidos, custodiando al emperador, dos anillos de soldados escogidos de la guardia
imperial y la guardia varenga, con sus hachas de un filo colgadas a la espalda. Dos
grandes órganos adornados con riquísimas joyas incrustadas, como único mobiliario
de la sala, completaban la espectacular visión que provocaba el interior a los
embajadores extranjeros destinados a la corte del emperador de Bizancio.
Sin embargo, de todo aquel esplendor no quedaba ya más que el recuerdo. A
pesar de la luminosidad proporcionada a través del hueco del techo, Francisco no
pudo sino entristecerse ante la imagen de abandono que ofrecían los suelos de
mármol cubiertos de polvo, cascotes y telarañas, levantados y cuarteados, cubiertos
de hendiduras en las que el musgo y numerosos matojos pugnaban por crecer. Nada

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se veía de los antiguos escalones de pórfido y, del señorial mosaico, apenas se
percibían unas pocas teselas, aquí y allá, sin conexión ni orden visible.
Francisco se preguntó, mientras abandonaba aquel lugar con el corazón encogido,
cómo era posible que los cruzados, los defensores de la verdadera fe tal y como ellos
mismos se titulaban, fueran capaces de arrancar, por el vil metal, la imagen de Dios
de una pared. Algo no encajaba en aquel ideal que arrastró a millares de hombres a
una tierra extraña cuando, en lugar de honor, valor y fe, demostraron codicia, ira y
depravación. Tal vez Bizancio se encontraba ya en un progresivo declive, pero
resultaba cuanto menos irónico que el mayor reino cristiano de Oriente fuera
apuntillado por los soldados de la cruz.
Sus oscuros pensamientos se desvanecieron al contemplar a Helena acercarse
hacia él. El jardín más descuidado cobraba color y vida al paso de la joven, que se
aproximaba sorteando los trozos de las estatuas caídas, cuidando que su túnica no se
enganchara en algún derrubio. Su tímida sonrisa se ensanchó a la vista del castellano,
besándole con pasión al encontrarse, antes de susurrar un dulce «buenos días» en su
oído.
—Te busqué ayer entre la multitud.
—Yo sí te vi a ti, y desde entonces no pude separar los ojos de tu figura.
—Sería difícil distinguirme entre tantos nobles vestidos de blanco.
—No tanto, sólo necesitaba encontrar al más apuesto.
Él la besó, sonriendo agradecido su cumplido.
—¿No te esperan hoy en la muralla?
—No he ido a preguntar, temía que el incombustible Giustiniani me encargara
cualquier tipo de tarea. Y tú, ¿cómo has salido sola de palacio?
—No me regañes —dijo ella riendo—, sé que es contrario al protocolo, pero la
recompensa que me esperaba merecía la pena.
—Me alegro de que hayas podido acudir, tenía algo importante que decirte.
—Yo también quería hablar contigo y te agradecería que me dejaras comenzar
antes de que me fallen las fuerzas y mi voluntad flaquee.
Francisco asintió con la cabeza, al tiempo que entrelazaba sus manos con las de
Helena.
—Desde hace un mes —comenzó la joven bizantina con la timidez que mostraba
en sus primeras citas— vivo en un sueño. Hacía tanto tiempo que había perdido la
esperanza de que el amor llamara a mi puerta, que no puedo acabar de creer lo que
me está ocurriendo. Jamás había sentido tan intensa y cercanamente a alguien como
te noto a ti, mi vida entera ha dado un giro y se ha puesto patas arriba. Mi cabeza
habla en mi interior, pero mi corazón grita tan fuerte que no soy capaz de escuchar
otra cosa que no sean sus cánticos. Sé que soy una simple aprendiz de enamorada y
que no debería, pero necesito preguntarte lo que significa para ti nuestra relación.

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Nuestra fe es diferente, tú has viajado por el mundo mientras yo no he salido en años
de entre los muros de esta ciudad, tú eres familiar del emperador y yo una simple
sirviente. No sé si sería ya capaz de vivir sin ti, pero me pregunto cuál es el futuro
que aparece frente a nosotros. No estoy tan ciega como para rehuir nuestras
diferencias eternamente.
Francisco miró las manos que mantenía entre las suyas, notando como su suave
piel temblaba ligeramente mientras la bella griega hablaba. Las besó con suavidad al
tiempo que comenzaban a sonar las campanas de alguna iglesia cercana.
—No puedo ver el futuro —respondió él con suavidad—, tan sólo te puedo decir
que notes mi corazón —con estas palabras él acercó la pequeña mano de Helena a su
pecho—, que sientas cómo late desbocado cuando adivina tu presencia. Sé cuál es el
mensaje que me envía y, te aseguro, no voy a permitir que ni religiones, ni
protocolos, ni nadie en el mundo me arranque esta sensación. Tú me estás
transformando, y ya no puedo pensar siquiera en la vida que llevaba antes. Sin ti me
siento vacío, perdido. No sé dónde estaré dentro de un año, me da igual la ciudad o el
país, sólo te prometo que será a tu lado.
Ella le abrazó con fuerza, mientras un par de pequeñas lágrimas escapaban
surcando sus mejillas.
—¿Por qué lloras? —preguntó él.
—Porque nunca he sido tan feliz.
—¿No oyes las campanas? —preguntó Francisco mientras la apretaba contra su
pecho y las iglesias tañían una tras otra, pasando sus sonoros llamamientos por toda
la ciudad—. Nos arrullan, doblan por nosotros.
Permanecieron allí, durante un rato, rodeados de pedestales vacíos y plantas
silvestres, de edificios abandonados y decaído esplendor, ajenos a todo cuanto les
rodeaba, centrados el uno en el otro, hasta que un clamor insistente consiguió
atravesar su ensimismamiento.
—¡Los turcos! —gritó alguien—. ¡Han llegado los turcos!

Inicialmente no aparecieron más que un puñado de exploradores a caballo,


observando la ciudad sobre las colinas próximas a las murallas terrestres. Cuando
apareció el primer destacamento, Giustiniani envió un contingente de jinetes para
hostigar al enemigo, matando a varios de los sorprendidos musulmanes y
desbandando al resto. Sin embargo, pronto acudieron refuerzos en número creciente,
obligando a los soldados griegos a refugiarse tras los sólidos muros.
Francisco y Helena tardaron un buen rato en acudir a las murallas. En su camino,
por la calle Mese, se cruzaron con numerosas personas que corrían en todas
direcciones, algunos hacia los torreones para tratar de ver el espectáculo, otros en
dirección a sus casas a buscar a sus familias, incluso alguno se apresuraba hacia el
puerto, pensando que los turcos ya habían entrado en la ciudad y que no quedaba otro

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recurso que no fuera huir. Algunas mujeres corrían a recoger a sus hijos, que jugaban
en la calle, encantados con la animación y totalmente ajenos al nerviosismo que
mostraban los adultos. Grupos de milicianos fuertemente armados se agrupaban en
los foros, tratando de reunir sus efectivos para acudir a los sectores que se les habían
asignado y, aunque el griterío y las confusas órdenes desconcertaban a los inexpertos
soldados, la situación, afortunadamente, no podía definirse como crítica. En general,
los nervios y los escasos episodios de histeria no eran más que el reflejo de la tensa
espera con que los bizantinos habían convivido los últimos meses. Sin embargo,
tenían muy claro que el día en que el ejército del sultán apareciera en el horizonte
estaba por llegar.
Cuando Francisco y Helena se aproximaron a la zona de muralla situada al final
de la calle, entre el palacio de Blaquernas y el río, sector defendido por las aguerridas
tropas genovesas de Giustiniani, el ambiente varió de forma notable. El desconcierto
anterior contrastaba con la tranquilidad y la exacta organización de las compañías de
soldados, los cuales traspasaban las grandes puertas de la muralla interior para ayudar
en la destrucción de los puentes sobre el foso que permitían el acceso a la ciudad.
Unos pocos, embutidos en sus resplandecientes corazas, vigilaban atentos el trabajo
de sus compañeros, mientras algunos ascendían, con gran estruendo de armas, a las
torres y adarves de la muralla.
Junto a la puerta Carisia, John Grant dirigía los movimientos de la cuadrilla que
se encargaba del puente. Sin mostrar preocupación alguna, tan sólo la diligencia
habitual en las obras que realizaba normalmente, se mantenía a prudente distancia
observando con ojos expertos, corrigiendo, de cuando en cuando, lo realizado por los
improvisados obreros.
Al percatarse de la llegada de su amigo saludó sonriente, sin un atisbo de
nerviosismo.
—¿Puedo ayudar? —preguntó Francisco cuando se encontró al lado del
ingeniero.
—No hace falta, sobran manos para la tarea.
—La ciudad está en plena ebullición, me sorprende ver tanta calma por aquí.
—Las campanas han asustado a los habitantes —confirmó John—. En realidad
tan sólo se trata de las avanzadillas de vanguardia enemigas, unos pocos miles de
sipahis, caballería ligera. Bastará con derruir los puentes y atrancar las puertas para
mantenerles fuera. Por ahora no hay ningún peligro.
—¿No asaltarán la ciudad? —inquirió Helena aún nerviosa, agarrada al brazo de
Francisco, intentando, sin conseguirlo, atisbar a través de la puerta entre la maraña de
soldados.
—Son soldados a caballo —respondió el escocés observando a la bizantina a la
vez que guiñaba un ojo cómplice a Francisco, como si aprobara su elección—. No

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pueden pasar a través de la muralla. Aun así el emperador ha ordenado que coloquen
la cadena que cierra el Cuerno de Oro a la navegación, por si apareciera la flota turca.
—Creía que te encargarías de ello —comentó el castellano.
—Tengo demasiado trabajo supervisando los puentes sobre el foso para ir al otro
lado de la ciudad. Un tal Soligo se ocupa del puerto. Por cierto —añadió el
corpulento escocés—, mi maleducado amigo no nos ha presentado. Soy John Grant, y
podéis culparme de cualquier desaguisado en el que colabore este castellano
flacucho.
—Encantada de conocerte —respondió Helena—. Francisco me ha hablado
mucho de ti. Lamento que nos encontremos por primera vez en tan aciagas
circunstancias.
—Aciagas para los que se encuentran ahí fuera, bajo sus turbantes. Van a pasarlo
tan mal que ni sus hijos querrán saber nada de Constantinopla.
Los dos rieron con ganas el comentario de John, tranquilizados por la entereza del
escocés, aunque Helena aún se mantenía pegada a Francisco, agarrando su mano.
—Podéis subir a la muralla si queréis —ofreció el ingeniero—, aunque tendréis
que abriros paso a codazos entre todos los cotillas que han corrido escaleras arriba y,
a decir verdad, no hay gran cosa que ver. La gente espera encontrarse con todo el
campamento turco desfilando frente a la ciudad y se decepciona, aunque parezca
increíble, cuando sólo observa a unos cuantos destacamentos de jinetes correteando
de un lado a otro. El grueso del ejército tardará aún un par de días en llegar.
—Creo que regresaremos a palacio —afirmó Francisco, a pesar de su interés por
subir a contemplar la llegada de la vanguardia turca, pues observaba el aún patente
nerviosismo de Helena y prefería llevarla a un lugar más tranquilizador—. Tal vez el
emperador requiera nuestra presencia.
—Acuérdate de mí si te pone a servir vino en las mesas —dijo John palmeando la
espalda de su amigo con alegría.
Francisco y Helena se despidieron de él, adentrándose entre las concurridas
callejuelas con paso tranquilo, desentonando con su lento caminar respecto a la
agitada población cercana al palacio, que se arremolinaba en cada ensanchamiento de
la calle para escuchar cualquier información del primero que tuviera algo que contar.
—Tengo miedo —dijo Helena.
—No debes preocuparte —la tranquilizó Francisco—, ya has oído a John, no hay
peligro.
—No me refiero a esto —respondió ella señalando la caótica situación de los
arrabales—, sino a ti. Dentro de poco comenzarán los combates, y sé que tú estarás
en la muralla junto al emperador. Me aterra la idea de perderte.
—Helena —la llamó él, deteniéndose a mirarla a los ojos, a la vez que
entrelazaban sus manos—, Giustiniani es un gran militar, le he visto trabajar estos

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últimos meses y te puedo asegurar que no hay nadie más válido para dirigir la
defensa, y yo, por mi parte, puedo asegurarte que me he encontrado en situaciones
parecidas y sé cuidarme, no debes preocuparte.
—Desearía que no hubieras tomado ese barco, así te mantendrías lejos de todo
peligro.
—Entonces no nos habríamos conocido. Si pudiera elegir otra vez, atravesaría esa
pasarela sin dudarlo un instante. Ya no puedo concebir la vida sin ti. Prefiero estar
aquí y luchar por lo que quiero que mantenerme a distancia, ajeno a todo.
Ella le besó, abrazándolo con ternura en medio del frenesí en que se había
convertido la calle. En esta ocasión nadie paró a criticar a la pareja, nadie se fijó en
ellos ni realizó comentario alguno sobre la decadente moral de la juventud. La ciudad
comenzaba el periodo más decisivo de su dilatada historia y, como una casa envuelta
en llamas de la que todos pugnaban por salir, no quedaba tiempo para detalles.
Francisco habría deseado que la confianza que mostraba exteriormente se
correspondiera con lo que pensaba en ese momento, pero, en realidad, la agitación de
la ciudad le afectaba tanto como a cualquiera. Su ventaja se fundaba en la capacidad
para aparentar normalidad y su habilidad de actor para engañar con su sonrisa
mientras su interior se llenaba de preguntas sin respuesta. Tras muchos años sin
hacerlo de corazón, elevó una ligera plegaria al Señor, allí, en medio de la calle,
abrazado a la mujer que amaba, para suplicarle que no le arrebatara la felicidad,
llegada tras tantos años de vida vacía.

Esa misma tarde, mientras las avanzadillas turcas preparaban el terreno para la
llegada de sus inmensos cañones y aseguraban un campamento base frente a posibles
ataques bizantinos, en las colinas próximas al triple cinturón de murallas terrestres el
emperador convocaba a los notables de la ciudad para esbozar los últimos retoques a
los planes de defensa de la capital.
En esta ocasión, a pesar de su ofrecimiento, Sfrantzés había decidido prescindir
del voluntarioso Francisco, ofreciendo la excusa de que lo más adecuado sería
mantener la separación con Teófilo, dado su reciente antagonismo. Sin embargo, la
oculta razón era eliminar uno de los miembros que se encontraban presentes en el
consejo donde el príncipe Orchán comentó su idea de enviar un espía al campo
enemigo. De esa manera, poco a poco, con la paciencia de una hormiga, pensaba ir
aislando a la persona o personas que constituían la fuente de información interna del
sultán turco.
La reunión se celebró en la misma sala donde se reunía el consejo imperial. Se
acomodaron en torno a la mesa, a puerta cerrada, los principales notables y ministros
del gobierno bizantino, el protostrator Giustiniani, Girolamo Minotto y el cardenal
Isidoro, acompañado, a su pesar, por el fanático arzobispo Leonardo, el cual, pese a
su condición de religioso, se consideraba a sí mismo un avezado estratega militar.

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A pesar del escaso peligro que suponían las tropas enemigas avistadas y el hecho
de que su llegada era conocida e inevitable, el tenso ambiente que se respiraba entre
los asistentes era producto de la sensación de urgencia que imprimía la
materialización de los temores que les habían acosado durante los últimos meses. Si,
por un lado, la llegada de las avanzadillas invocaba pensamientos de incertidumbre y
padecimientos en el futuro inmediato, se daba la paradoja de que, en cierta medida,
producía un alivio por la finalización de la espera y por el acercamiento del
desenlace, fuese cual fuese el resultado final.
A petición del emperador, Giustiniani, en calidad de jefe de la defensa terrestre,
comenzó explicando a los presentes, frente a un detallado plano de la ciudad rotulado
en tinta roja y negra sobre un amplio pergamino, la disposición que habrían de tomar
las tropas en los distintos puntos del perímetro amurallado. Cada sector se asignaba a
la protección de un destacamento, alternando tropas griegas con italianas en el tramo
principal de murallas terrestres. De ese modo, explicó el genovés, se intentaría
disminuir las centenarias rencillas entre las distintas nacionalidades, obligándoles a
entender que su colaboración era imprescindible para sostener la defensa.
La extensa enumeración de contingentes y jefes militares que habrían de
comandarlos se produjo entre la expectación de todos los integrantes del consejo, sin
que ninguno de ellos apuntara comentario alguno, incluso cuando se afirmó que las
murallas que caían sobre el mar de Mármara serían defendidas por los monjes
reclutados de un monasterio cercano. El comandante genovés fue interrumpido, con
gran sorpresa de los asistentes, por el gesticulante arzobispo Leonardo, mientras
indicaba la ubicación de las tropas en la muralla exterior.
—¡Es un error temerario! —gritó el arzobispo—, y habremos de lamentarlo
todos. Hay que defender la muralla interna, la más cercana a la ciudad. Es la más
fuerte, sobrepasando en altura a la que vos proponéis.
—No entiendo por qué lo decís —replicó el contrariado Giustiniani, mirando con
seriedad al altivo arzobispo—. No disponemos de los soldados necesarios para
guarecer sus torres con eficacia, tan sólo situaremos en cada una de ellas uno o dos
arqueros. Por otro lado os recuerdo que durante el anterior asedio, contra el ejército
de Murad, fue la muralla exterior la que detuvo a los turcos. La hemos reforzado a
conciencia, y situando allí nuestras tropas estamos en disposición de retirarnos a la
siguiente línea de defensa en caso de que las cosas se pongan contrarias a nuestros
intereses. No pienso ofrecer dos de nuestras tres líneas defensivas a los turcos sin
luchar.
—¿No será que evitáis decir lo que todos piensan ya? La muralla interior no ha
sido restaurada al mismo nivel que la exterior porque los griegos encargados de
hacerlo se quedaron el dinero destinado a su construcción.
—¿Cómo osáis proferir semejante afirmación? —exclamó enfurecido el

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megaduque Lucas Notaras, el cual, suspicaz ante la presencia del extremista
religioso, no necesitaba más que una ligera excusa para arremeter contra el arzobispo
—. Son nuestras vidas, haciendas y familias las que se dilucidan en esta contienda,
¿pensáis que somos tan ruines como para arriesgarlas por unas simples monedas?
—¿Qué otra cosa se puede esperar de un hereje? Si sois capaces de abandonar a
Dios para regocijaros en vuestra blasfema ortodoxia, no seréis menos en vender
vuestra ciudad por treinta monedas de plata. En eso os asemejáis a los khristóktonoi,
los judíos asesinos de Cristo.
Todos los bizantinos, incluido el propio emperador, quedaron atónitos ante las
imperdonables ofensas. Notaras echó mano a la espada, cerrando el puño justo antes
de empuñarla. El secretario imperial se levantó de su silla, con una mezcla de
incredulidad y furia en la mirada, justo antes de que el cardenal Isidoro, con la cara
desencajada por la ira, bramara desde su puesto.
—¡Arzobispo! Lo que habéis proferido es una intolerable ofensa a la dignidad de
todos los presentes. Exijo, en el nombre del Papa al que represento, que os excuséis
en el acto.
—¿Debo excusarme por decir la verdad?
—¡Sólo Dios está en posesión de la razón absoluta! —replicó el iracundo
cardenal—. No consentiré que os arroguéis semejante potestad, ni que insultéis de esa
forma a nuestros anfitriones en mi presencia. La Iglesia pide voto de obediencia,
obedecedlo pues, ¡disculpaos!
El arzobispo, aún sentado en su silla, observó con ojos mezquinos al cardenal,
que le apuntaba con el dedo, esperando con su mirada llena de increíble firmeza. La
habitación se mantenía en silencio, con los enojados griegos, algunos de ellos puestos
en pie, clavando sus miradas en el rostro de Leonardo. Tras algunos segundos de
vacilación, como si tratara de decidirse por el sometimiento o la ratificación de sus
acusaciones, acabó por romper a hablar:
—Acato el voto de obediencia y presento excusas por mis palabras, aunque, en el
tema militar que nos atañe, debo añadir que…
—¿No sois religioso? Dedicaos a cuidar de la fe de los cristianos y dejad la guerra
a los militares —cortó en seco Giustiniani, casi a voz en grito, las palabras del
arzobispo.
—Que un inepto como vos sea elevado al rango de protostrator da idea del futuro
que nos espera, ¿no conocéis vuestro oficio?
—¡Vive Dios que si no vistierais esos hábitos os atravesaría con mi espada! —
gritó el genovés, fuera de sí—. ¡Largaos inmediatamente o haré que os cuelguen de la
barba!
—No sois quién para expulsarme de esta reunión —replicó el arzobispo.
—Yo sí —intervino Constantino con serenidad aunque reflejando una total

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firmeza— y ahora mismo os pido que salgáis del consejo. Vuestra presencia no
volverá a ser requerida de aquí en adelante.
El arzobispo miró al emperador con sorpresa, abrió la boca para contestar, pero
antes de emitir un sonido, volvió a cerrarla, levantándose bruscamente de su silla y
dirigiéndose hacia la salida con fingida serenidad, despreciando con la mirada a los
furibundos presentes.
—Ese hombre me descompone los nervios —afirmó Giustiniani cuando el
arzobispo abandonó la sala.
—No sabría cómo expresar lo mucho que siento este comportamiento —se
disculpó el cardenal Isidoro con el rostro apenado. El orgullo y la firmeza con la que
había actuado frente a Leonardo se habían esfumado y, en ese momento, asemejaba
un anciano, hundido por el peso de las responsabilidades.
—No es vuestra culpa —comentó Constantino—. Desgraciadamente el arzobispo
tiene multitud de seguidores entre la colonia latina de la ciudad, que piensa en él
como el adalid de su causa religiosa.
Constantino, por primera vez desde el inicio de los preparativos para la defensa,
se mostraba cansado, abrumado por las obligaciones, como un capitán que observa
cómo su buque es zarandeado por la tempestad sin poder sino rezar para pedir
clemencia, con la certeza de ser un muñeco en manos del destino. El exceso de
trabajo, el interés por encontrarse en todos los lugares donde pensaba su presencia
sería beneficiosa para el ánimo de los ciudadanos y, por último, su dejadez respecto a
comodidades, incluso las frugales comidas, comenzaban a hacer mella en él, a pesar
de que aún mantenía el digno porte que se espera de un emperador de Bizancio.
—¿Obedecerá las órdenes? —preguntó Sfrantzés al cardenal—. Me pregunto si
tal vez deberíamos relevarle de su puesto sobre las murallas.
—No sería buena idea —replicó Isidoro—. A pesar de su fanatismo o, quizá,
gracias a él, es capaz de enardecer a sus voluntarios genoveses. Las funciones que
sabiamente le asigna Giustiniani son muy limitadas y hay que decir que, por fortuna
para nuestra causa, atesora un odio mucho más intenso hacia los turcos de lo que
pueda expresar con los ortodoxos.
—Aun así —intervino Notaras— yo preferiría enviarlo en un navío de vuelta a
Quíos, aunque, si el emperador así lo quiere, soportaré su presencia.
—Es decisión de Giustiniani.
El genovés tamborileó la mesa con los dedos, meditando la respuesta con
cuidado. Nadie en la sala, tras la confrontación habida anteriormente, podía dudar de
la animadversión del genovés hacia el arzobispo Leonardo, compatriota suyo a pesar
de todo.
—Dichoso sería de enviarle atado sobre un burro al campamento del sultán —dijo
Giustiniani finalmente—, pero, como ha recordado el cardenal, eso podría debilitar

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nuestras defensas. Como comandante no puedo permitirme ese lujo. Le
mantendremos en su puesto, aunque situaré a uno de mis hombres de confianza a su
lado y, si tiene la más mínima duda de que flaqueará en su cometido, será relevado.
El tono en el que el capitán genovés expresó la palabra «relevado» dio a entender
que el arzobispo, caso de mostrar vacilación en la pelea con los turcos, no vería un
nuevo amanecer a pesar de su hábito, su condición de religioso y sus posibles
seguidores, aunque, en realidad, a nadie de los presentes, incluido el cardenal Isidoro,
pareció importarle. De hecho, Lucas Notaras se acomodó en su asiento luciendo una
amplia sonrisa.
—Baílo Minotto —intervino el emperador, dando por zanjado el molesto tema del
arzobispo Leonardo—. Me gustaría rogaros que vuestras tropas, con los pendones y
banderas del león alado de Venecia, desfilaran por las murallas a la vista del enemigo
en cuanto el sultán haga su aparición. Creo que debemos dejar claro que los turcos se
enfrentan a vuestra ciudad tanto como a la propia Constantinopla.
—Será un honor —repuso el veneciano con orgullo—. Nos hemos comprometido
con esta ciudad y, al igual que nosotros, toda Venecia. Haremos cuanto esté en
nuestra mano por Constantinopla, para borrar la vergonzosa huella que la huida de
nuestros compatriotas haya podido producir.
Minotto se refería a la nocturna escapada llevada a cabo por los barcos
comandados por Pietro Davanzo a finales de febrero y que llenó de oprobio al
gobernador veneciano por su infame conducta. Constantino asintió con
agradecimiento las palabras del baílo, levantándose para dirigir a los asistentes las
palabras con las que daba por cerrado el cónclave.
—Caballeros, los tiempos que han de venir se acercan llenos de padecimientos y
penurias, pero no dudo que, con la ayuda de Dios y de tan decididos compañeros,
Bizancio sobrevivirá a tan dura prueba. Seamos dignos de la fe de nuestros
compatriotas y permanezcamos unidos frente a la adversidad. Que el Señor nos dé
fuerzas.
Todos los presentes se levantaron y aclamaron al emperador, causando tal
alboroto que los guardias abrieron las puertas con premura, inquietos, uniéndose al
coro de voces en cuanto comprobaron que el griterío no era producto de un tumulto,
sino de la elevada moral con la que los asistentes a la reunión afrontaban el terrible
asedio que comenzaba.

Esa noche Teófilo se encaminó con renovados deseos al dormitorio de Yasmine.


Necesitaba su calor más que nunca. Por fin se acercaba el momento decisivo que
había estado esperando toda su vida y desconocía cuándo volvería a tener la
oportunidad de encontrarse con ella.
Demasiado joven para participar en el costoso asedio ocurrido treinta años atrás,
esta era su oportunidad de demostrar al mundo su valía, su bravura y la fe que

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alentaba su pecho. Su deseo de destacarse en el próximo enfrentamiento con los
turcos era aún mayor, si cabe, cuando rememoraba el aciago día en el que golpeó a su
joven amante. Tenía la sensación de que ese gesto había partido en dos el fino puente
que los unía y que, aunque después reparado, seguía agrietado. Tan sólo una acción
de probada valía, demostrando por medio del heroísmo el amor que inflamaba su
corazón, sería capaz de borrar esa infamante huella. Todo volvería a ser como antes,
los sueños de futuro regresarían como si nada hubiera ocurrido y dejaría de notar esa
angustia que le atenazaba cada vez que acudía a la alcoba de la bella esclava. A pesar
de que Yasmine le trataba con cortesía, la complicidad que antes existía entre ellos se
había desvanecido. Cada noche le entregaba su cuerpo con frialdad, sin el
desbordante apasionamiento del que hacía gala en el pasado y, aunque tras la
frenética actividad susurraba palabras de amor en su oído, el amargo sabor de boca
que notaba Teófilo le llenaba de remordimientos.
Durante semanas, quiso encontrar un culpable ajeno a ellos, siendo Francisco el
visible blanco de sus taimadas sospechas. Sin embargo, tuvo que admitir la
inexistencia de prueba mayor que la anónima nota recibida en aquella cena. La
creciente certeza de haber cometido un error con el castellano le imbuía de un
aplastante sentimiento de culpabilidad. Necesitaba descargar aquel peso en otro, por
lo que se negaba a descartar esa idea, por ser, simplemente, incapaz de soportar la
responsabilidad que conllevaba la aceptación de tamaña penitencia.
Golpeó suavemente la puerta con los nudillos, como de costumbre, esperando que
la voz de Yasmine le franqueara la entrada. Tras una larga pausa, la hoja se abrió,
alumbrando el oscuro pasillo con la luz que emitía la lámpara de aceite, último regalo
del enamorado Teófilo, que iluminaba débilmente la habitación.
La esclava turca apareció en el umbral, con la hechizadora y fría mirada que
ofrecía en sus últimos encuentros, los labios entreabiertos, el oscuro pelo suelto sobre
los hombros, contrastando con la blancura de su túnica. Sin decir nada le observó
unos segundos, apartando su cuerpo de la entrada, invitando a Teófilo, con tan
silencioso gesto, a adentrarse en su dormitorio, cerrando la puerta, sin ruido, tras el
noble.
Desde el extremo del pasillo, Basilio observaba la escena con una enigmática
sonrisa. Para su propia sorpresa, ya ni siquiera le molestaba comprobar que el odiado
Teófilo se introducía en los aposentos de Yasmine para satisfacer su lujuria. Estaba en
exceso ensimismado elucubrando los más detallados entresijos de sus planes de
venganza como para distraer su atención en nimios detalles.
Tras las últimas semanas de espera, vigilando con incomparable tenacidad el
comportamiento del primo del emperador, había decidido, ante la terca renuncia de
Teófilo a descargar su ira en el castellano, que era el momento de involucrarse con
mayor intensidad. Aunque los riesgos parecían abrumadores en un primer momento,

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la dulce voz de su interior le guiaba con mano firme para evitar cualquier desastre y,
por otro lado, lo poco que pudiera temer de la escasa inteligencia de sus contrincantes
no hacía sino estimular y excitar su imaginación. No hay recompensa sin peligro, no
hay estímulo en una segura cacería. Había descubierto que alargar el juego
aumentaba el placer que experimentaba cuando pensaba en su favorable resolución.
Refrenando sus más profundos instintos de odio, que le impelían a tomarse la justicia
de forma rápida y expeditiva, decidió tratar con sus oponentes como si de marionetas
se tratase, paladeando cada movimiento de sus piezas, saboreando la ignorancia de
los hilos que dominaban sus pasos.
Se sentó en uno de los extremos del pasillo, esforzándose en calmar su excitación,
en mantener la paciente espera mientras Teófilo disfrutaba de los favores de su
esclava. En ese momento la voz regresó, preguntándole, con su embaucadora
suavidad, qué es lo que tenía pensado hacer con Yasmine una vez que se alzase con la
victoria sobre sus odiados enemigos. La cuestión le intrigó, dado que se hallaba tan
centrado en sus actuales planes que comenzaba a perder de vista el porqué de su
venganza. Su inicial preocupación de obtener a la joven esclava para su exclusivo uso
parecía haberse diluido entre la maraña de pensamientos que llenaban la mente del
griego, por lo que no supo dar una respuesta concreta. Simplemente suponía que
debería quedarse con ella, como si de un trofeo se tratase, como la visible
demostración de su superioridad. Sin embargo, la voz sugirió, casi como una idea
lanzada al azar, que existía un destino mejor que darle a aquella pecadora, algo que le
haría alcanzar un inimaginable éxtasis.
Inicialmente, rechazó alarmado aquella sugerencia, aunque, tras darle algunas
vueltas por los rincones de su perturbada mente, comenzó a agradarle, empezando a
pensar que, ciertamente, sería el mejor final para su obra maestra.
Entre este cúmulo de pensamientos, perdida la noción del tiempo, la puerta de
Yasmine se abrió de nuevo, sorprendiendo a Basilio. Teófilo abandonó la habitación,
deteniéndose en el umbral para besar y abrazar apasionadamente a la joven turca, la
misma que, poco después, esperaría la llegada del griego. Sin embargo, en esta
ocasión, esclava y carta se demorarían más tiempo del habitual. Cuando el noble
bizantino se encaminó por el pasillo hacia el lugar donde Basilio ya le esperaba de
pie, con su mejor vestimenta de sirviente, no hizo ademán de pararse, considerándole
uno más de los que tenían su lugar de residencia en esa sección del palacio.
—Esperad un momento, mi señor, tengo que hablar con vos.
Teófilo se detuvo sorprendido. A pesar de las innumerables ocasiones en que
había transitado por aquella zona, nunca había cruzado palabra con ninguno de los
sirvientes.
—Creo que me confundís, lo siento, tengo prisa.
—No, mi señor —negó Basilio interponiéndose nuevamente en el camino del

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noble—, soy perfectamente consciente de vuestra identidad.
Teófilo vaciló, sin acabar de entender las intenciones de aquel criado de escasa
estatura y pequeños ojos brillantes que hablaba en voz baja.
—¿Quién sois y qué queréis?
—Mi nombre no es relevante —dijo Basilio, ocultando una sonrisa al percatarse
de que la conversación se desarrollaba casi exactamente como la había planeado—,
tan sólo soy un pobre desgraciado que no puede llevar por más tiempo el peso
agobiante de un secreto que está carcomiendo mi alma.
—¿Qué secreto y qué tiene que ver conmigo? —preguntó Teófilo intrigado.
—Sé que sois un hombre de bien, caballeroso y de probada fe en el Señor. El
conocimiento que ha llegado a mis pobres oídos os atañe directamente y, a pesar del
terrible riesgo que me acosa por hablar con vos, no puedo mirarme a mí mismo
sabiendo lo que os están haciendo.
—¡Cómo! —exclamó Teófilo totalmente atónito—. ¡Explícate ahora mismo!
—Mi señor, soy un simple criado, un ser indigno de que un noble de vuestra
categoría se fije en mi presencia y, por tanto, muchas veces paso inadvertido mientras
voy de aquí para allá realizando mis quehaceres. Por eso, mi amo, de quien no puedo
dar el nombre, ya que mi vida está en juego, me encarga realizar ciertas labores,
llamémoslas «oscuras», mientras él se mantiene alejado y en secreto.
—¿Y? —insistió Teófilo casi perdiendo la paciencia.
—Ambas cosas, mi discreción y la protección de mi amo, han hecho que,
casualmente, me entere de todos los detalles de lo que acontece entre la joven esclava
a la que vos frecuentáis y ese advenedizo castellano, a quien Dios maldiga, que se
cree perteneciente a la nobilísima familia imperial.
—¿Qué es lo que dices, gusano? —exclamó Teófilo empujando bruscamente a
Basilio contra la pared, cerrando las manos alrededor de su cuello con inusitada
violencia.
—Mi señor —dijo él con dificultad, señalando con sus ojos en dirección al pasillo
adonde se abría la puerta de Yasmine—, os pueden oír.
Teófilo tragó saliva, respirando con fuerza, a la vez que se controlaba lo suficiente
para soltar al sirviente griego, el cual se frotó el magullado cuello con la mano.
—Cuéntamelo todo —susurró Teófilo con voz gélida— y ruega al Altísimo por tu
miserable alma si me mientes.
Basilio estuvo a punto de dejar escapar una carcajada de placer, aunque logró
contenerse, demudando su cara en un mohín de pena y temor, mientras sollozaba su
historia con fingida sinceridad.
—El caballero castellano ronda por aquí casi desde su llegada. Hace unas
semanas, un día que casualmente me encontraba realizando labores en esta zona,
observé cómo trataba de obtener los favores de la esclava turca —Basilio hizo una

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tenue parada, deleitándose interiormente en la desencajada expresión del noble
bizantino antes de continuar—, ella se negó, de forma orgullosa a pesar de su
condición, y, fuera de sí por la negativa, ese endemoniado castellano la arrastró a su
cuarto y dio rienda suelta a sus lujuriosos apetitos, ignorando las desgarradoras
súplicas de la joven.
—¿Y no hiciste nada? —masculló Teófilo mientras apretaba los dientes.
—¿Qué podía hacer? —respondió Basilio a la par que se arrodillaba, sollozando a
lágrima viva, mostrando su impotencia de manera tan verídica que él mismo se
sorprendía—. ¡Miradme! Soy un simple criado, no un guerrero, apenas tengo fuerzas
para levantar un saco de harina. Cuando me di cuenta de lo que ocurría, grité que
buscaría a un guardia, pero entonces ese sucio extranjero latino salió y me golpeó, me
amenazó de muerte, a mí y a mi familia. ¡Soy un despreciable cobarde! —gimió,
arrojándose a los pies de Teófilo.
—¡Deja de gimotear y dime qué pasó después!
—Cuando el castellano se fue, Yasmine me agradeció que intentara ayudarla y me
pidió que llevara un mensaje a mi amo, para que intercediera por ella.
—¿A quién? ¿Quién es tu amo y por qué no me dijo nada?
—No quiso deciros nada porque el castellano ha sido reconocido como familiar
de nuestro ilustre emperador. Pensaba que, si os lo decía, seríais capaz de matarle y
eso os llevaría al cadalso y ella os ama, con tanta pasión que afrontaría todos los
sufrimientos en silencio con tal de evitaros el más mínimo mal.
Teófilo observaba atónito al sollozante griego retorcido a sus pies, sin saber cuál
de los sentimientos de rabia, incredulidad o desazón que se mezclaban en ese
momento en su interior era más intenso que los demás. Aquel miserable que
vomitaba sus dolorosas palabras decía algo que al noble bizantino se le antojaba
imposible. Debía ser falso, deseaba que así fuera, tanto como deseaba aplastarle
furiosamente, enmudecerlo para siempre, aunque, por otro lado, la impaciencia le
carcomía por dentro. La necesidad de seguir oyendo aquel relato, de saber toda la
punzante verdad le devoraba.
—Tú enviaste la nota —afirmó con frialdad.
—No, no fui yo —negó Basilio—, fue mi amo, a través de otro de sus
informadores. Sé que os vigila.
—¿Quién es tu amo?
—No puedo decirlo, me mataría.
—Dímelo ahora mismo, maldito, o te juro por Dios que te destripo con mis
propias manos —amenazó Teófilo al compungido sirviente, agachándose para
zarandearle con fuerza.
—Giaccomo Badoer —balbuceó Basilio tras unos segundos sollozando.
—¿El banquero veneciano? —inquirió el noble bizantino con incredulidad.

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—Sí, Yasmine le envía notas a través de mí, solicitando, casi suplicando que
interceda por ella ante el emperador para que la libere y poder así librarse del
castellano. Pero él la odia, porque ella le negó sus favores cuando era su esclava, por
lo que envió esa carta, en la que os decía que era ella la que se ofrecía libremente al
extranjero. Deseaba que os separaseis de ella, pero, creedme, mi señor, os ama sólo a
vos, nunca haría cosa semejante.
—No es posible, ¿cómo sabes tú eso?
—No sé quién es el otro informador de mi amo, pero uno de mis mejores amigos,
un albañil que trabajaba en la obra de la muralla con ese odioso latino, le vio
hablando de esto con el castellano. Este último se dio cuenta, y simuló un accidente
para matarle. Mi amigo no murió en el acto, pudo vivir lo suficiente para contarme lo
que sabía.
—¡El accidente de la muralla! Francisco dijo que intentaron matarle a él, ¡incluso
se atrevió a culparme a mí! —exclamó Teófilo, como si una luz se hubiera encendido
en su interior.
—Miente, mi señor. Él lo planeó todo para matar a mi amigo por haber escuchado
lo que no debía y, de paso, culparos a vos.
—¿Te dijo tu amigo quién era el informador?
—No, no le conocía.
Teófilo se sentó en el suelo, junto al griego, abrumado por los descubrimientos.
Seguía sin poder dar crédito a lo que escuchaba, aunque, con lo que oía, todo
encajaba a la perfección. El accidente simulado en la muralla, la nota, la frialdad de
Yasmine, comprensible tras la dura prueba sufrida, la aceptación de sus excusas a
pesar de su imperdonable falta, las evasivas en las conversaciones, centradas en
temas ajenos a su relación. Sin embargo, era demasiado, excesivo para aceptarlo sin
más.
—¿Tienes alguna prueba de lo que dices?
—Por supuesto, entraré en la habitación de Yasmine y dentro de diez minutos
saldré con una nota de su puño y letra que he de entregar a mi amo. Si permanecéis
aquí, os dejaré que la veáis, ¿me creeréis entonces?
—Sí —respondió Teófilo, moralmente exhausto.
Basilio se puso rápidamente en pie, se limpió como pudo el rostro de lágrimas,
adecentó su vestimenta y se encaminó con paso firme a la puerta de Yasmine. Teófilo,
aún sentado en el suelo del pasillo, completamente anonadado, observó como el
sirviente entraba en la habitación de la turca, sintiendo como el mundo se
desmoronaba a su alrededor.
—Llegas tarde —dijo la turca al verle entrar.
—¿Has escrito una nueva carta? —preguntó él con indiferencia.
—Sí —respondió Yasmine con sorpresa.

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—Dámela, y desnúdate —añadió Basilio con sus diminutos ojos brillando
malignamente—. Sólo tengo unos minutos.
Ella alargó la nota, al tiempo que dejaba caer su túnica, ante la atenta mirada del
griego, el cual, excitado hasta tal punto de amenazar con derramarse, no sabía si lo
que le causaba tal estado era el voluptuoso cuerpo de la turca, la satisfacción de ver
como sus planes se realizaban con precisión o, más probablemente, la idea de poseer
a la esclava a sabiendas de que el enamorado Teófilo esperaba derrotado al otro
extremo del pasillo. La fría venganza era el mejor de los afrodisíacos.

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II. EL asedio

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1
El consejo de guerra del sultán, formado por sus visires y principales jefes militares,
esperaba pacientemente las órdenes de su señor en el interior de la lujosa tienda,
montada con matemática precisión, que albergaría la residencia de Mahomet durante
el tiempo que duraran las hostilidades. El propio sultán se acomodaba entre mullidos
almohadones de brillantes sedas, sobre el suelo alfombrado, centrando su atención en
los escritos de Homero, deslizando sus inquisitivos ojos por las líneas escritas en
árabe, sin mostrar nerviosismo alguno, para desesperación de su cortejo de nobles,
mientras esperaba la contestación del emperador bizantino a su oferta de rendición.
La ley coránica era estricta en el caso de la toma de una ciudad. Primero se debía
ofrecer a los habitantes la posibilidad de rendirse al ejército musulmán. Si se
aceptaban los términos la ciudad pasaba a pertenecer al sultán, la población mantenía
la libertad, sus posesiones materiales, incluidos sus lugares de culto, y se prohibía
todo tipo de pillaje. Pasarían a ser súbditos del sultán, independientemente de su
religión, protegidos por tanto. Tan sólo se les podría imponer el yizya, el impuesto al
que estaban sujetos todos los dimmíes. Si, por el contrario, rechazaban la rendición,
comenzaba el asedio. La ciudad podía ser tomada al asalto y, tras la victoria, seguían
tres días en los cuales los soldados disponían de total libertad para saquear, hacer
cautivos, esclavizar o matar a los habitantes. No se respetaría ningún tipo de edificio
religioso ni dispondrían los supervivientes tras la lucha de derecho alguno, salvo las
concesiones que el sultán, en su buena voluntad, quisiera conceder.
Mahomet, como buen seguidor de los preceptos de Mahoma, tras su llegada junto
con las tropas de su guardia frente a los muros de Constantinopla, había enviado un
mensaje al emperador, solicitando su rendición y la de la ciudad, ofreciéndole
retirarse a sus dominios en la Grecia continental y el respeto de las vidas y haciendas
de los pobladores. Ahora, totalmente embargado por la emoción, a pesar de su
impertérrito aspecto exterior, esperaba ansioso la contestación de su rival.
Convencido de que un emperador de la talla de Constantino jamás cedería a las
pretensiones del enemigo sin ofrecer la lucha que el honor demandaba, todo estaba
dispuesto, aquel jueves, 6 de abril de 1453, para que el disciplinado ejército turco
avanzara tropas y cañones a sus posiciones finales, a poco más de mil metros de las
murallas de la ciudad.
Aunque a sabiendas de que, frente a su consejo militar, debía mantener el porte
digno y sereno que su padre ofrecía, era incapaz de leer ni una sola de las líneas de la
Ilíada con las que intentaba distraerse. Habría deseado correr por el campamento,
repasar los suministros, recolocar las piezas de artillería, subir él mismo a la muralla
enemiga, cualquier cosa con tal de desfogar los impulsivos ánimos propios de sus
veintiún años recién cumplidos. Tan sólo la certeza de que, a pesar de su aparente

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poder omnímodo, estaba constantemente a prueba por parte de los nobles bajo su
mando, recelosos de su juventud e inexperiencia, le refrenaba para mantener tan
costosa apariencia de tranquilidad. Estaba cumpliendo su sueño. Frente a él, a tan
corta distancia que casi podía sentirla en sus manos, se encontraba la última capital
del Imperio romano, el trono del sucesor de Augusto, Trajano, Julio César. Estaba
destinado a ser el próximo emperador de Roma, ese era el gran legado que pensaba
dejar a sus descendientes y, sin la gloria de una dura conquista, no sería recordado en
el futuro. Por eso, aun conociendo el fuerte carácter de Constantino, temblaba con la
sola idea de que, cobardemente, los griegos decidieran deponer las armas, negándole
la victoria, la gloria y el recuerdo de la posteridad.
Finalmente, un soldado, cubierto totalmente con su cota de malla y el puntiagudo
casco de combate, dejó, tras una leve inclinación, un rollo de pergamino en las manos
del primer visir, Chalil Bajá. Éste hizo ademán de acercarse al sultán para ofrecerle la
contestación del emperador bizantino, pero, con un tenue gesto de su mano, Mahomet
le detuvo mientras fingía acabar las últimas líneas de las páginas del libro que tenía
en su regazo. Con el corazón desbocado por la emoción, el joven sultán esperó el
tiempo necesario, hasta que el tintineo del acero le indicó que los miembros del
consejo estaban suficientemente desesperados, para ordenar a Chalil que, en voz alta,
leyera el contenido del mensaje.

Ya que has optado por la guerra y no puedo persuadirte con juramentos ni con
palabras, haz lo que quieras, en cuanto a mí, me refugio en Dios y, si está en su
voluntad darte esta ciudad, ¿quién podrá oponerse? Yo, desde este momento, he
cerrado las puertas de la ciudad y protegeré a sus habitantes en la medida de lo
posible. Tú ejerces ahora tu poder, pero llegará el día en que el Buen Juez nos dicte a
ambos la justa sentencia eterna.

—En definitiva —comentó Mahomet mirando fijamente a Chalil—, se niega a


rendirse.
El primer visir, incómodamente envuelto en su fina cota de malla, adornada con
sedas blancas y azules, se mantuvo en silencio, sin saber realmente si el sultán
afirmaba o solicitaba confirmación de sus sospechas. Ante dicha disyuntiva, su
experiencia le dictaba no emitir palabra alguna, evitando un comentario que pudiera
ofender a su señor. A pesar de su último informe, en el que sus espías detallaban la
posición de las tropas aprestadas por los bizantinos para defender la ciudad, el sultán
mantenía con él un trato frío y distante, por lo que el anciano visir cuidaba cada uno
de sus gestos y palabras, no queriendo dar ningún motivo a sus numerosos enemigos
en la corte para desacreditarle ante su señor.
Mahomet se levantó con parsimonia, cruzando entre sus generales hasta salir de
su tienda de color rojo y oro, deteniéndose junto al estandarte de cuatro colas de

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caballo, símbolo del mando supremo del ejército, a observar la disposición de sus
doce mil jenízaros, formados en perfecto orden, en apretadas columnas delante de su
tienda. Se paseó, entre las compactas compañías, con tranquilidad, bajando
sosegadamente la colina en dirección hacia la ciudad, contemplando, por encima de
las murallas, el lento circular de los pendones venecianos, a medida que casi un
millar de soldados de la ciudad de los canales desfilaban con música y abundante
griterío por el camino de ronda, en sonoro contraste con la silenciosa espera del
inmenso ejército turco. Tan sólo entre los grupos de irregulares, los bashi-bazuks, se
observaba alguna agitación y movimiento en sus desordenadas filas.
El sultán, seguido en silencio por un cortejo de generales, heraldos, guardias y
pajes, se paró en un pequeño montículo, los brazos en jarras, abarcando con su aguda
vista toda la extensión frontal de la ciudad, así como los nutridos regimientos de su
ejército, extendiéndose, a izquierda y derecha, hasta el horizonte. Tras unos segundos
deleitándose con el silencio antes de la batalla, realizó un gesto con una mano,
ordenando al inquieto Chalil que se acercara.
—Que avancen —indicó con suavidad.
—Sólo vivo para hacer vuestra voluntad —respondió el primer visir con una
reverencia, volviéndose acto seguido a comunicar las órdenes recibidas.
Los generales aclamaron al sultán, luz del islam, defensor de la verdadera fe,
antes de partir, con gran pompa y sonido de tambores, al frente de sus respectivos
cuadros de tropas. Como un reguero de pólvora que arde, el campamento turco entró
en repentina ebullición, avanzando por escuadras, con atronador ruido de griterío y
música de trompas, címbalos y tambores, hasta las posiciones determinadas de
antemano para situar la línea de ataque principal.
Mahomet permaneció estático, mientras las apretadas columnas de soldados
avanzaban con paso rítmico entre cánticos, seguidos por una multitud de civiles,
auxiliares encargados de realizar los trabajos logísticos, cavar las zanjas, levantar un
improvisado parapeto de defensa del campamento que protegiera cañones y hombres
de posibles incursiones bizantinas, así como desplazar tiendas, cocinas de campaña,
víveres y pertrechos.
Recorridos apenas unos cientos de metros, el multitudinario ejército se detuvo.
Con una seca orden de los coordinados oficiales, un silencio atronador cayó sobre las
colinas, hasta que, como uno solo, miles de turcos se postraron para orar a Alá,
dejando las armas a su lado momentáneamente, solicitando de su infinita gracia, el
valor necesario para enfrentarse a su futuro.
El sultán observó su piadoso ejército, mientras, a su izquierda, nutridas
formaciones de hombres armados, serbios y albaneses, cristianos puestos bajo su
mando por sus respectivos dirigentes, se mantenían en pie, probablemente orando en
silencio a su propio Dios.

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Terminada la corta plegaria, el avance se reanudó con el estruendo anterior, hasta
las posiciones finales, marcadas por estacas verticales, donde los zapadores auxiliares
del ejército comenzaron los trabajos de fortificación bajo la atenta mirada de las
formaciones de soldados.
Mientras se desarrollaban las obras defensivas, algunos grupos de irregulares,
excitados por la perspectiva del próximo asedio, se aproximaron a tiro de flecha de
las murallas para insultar y mofarse de los impertérritos soldados bizantinos que las
custodiaban tras las almenas, gesticulando como si fueran a cortarles sus largas
barbas tras degollarles.
Entre el nutrido grupo, Ahmed, el fiel arquero al servicio de Orchán, montaba una
flecha en su arco, preparada para enviar un mensaje con los efectivos del ejército
turco, así como sus respectivas posiciones frente a la muralla. Al eficaz guardia no le
había resultado difícil mezclarse entre los millares de soldados irregulares que se
concentraban atraídos por las ansias de botín y la expectativa de un fácil saqueo. Una
vez en el interior del campamento, su proverbial discreción le permitía observar,
apuntar y memorizar cada estandarte, cada nombre y cada orden, de modo que, en su
veloz flecha, lanzaba al interior de la ciudad los detalles exactos de las disposiciones
tomadas por el sultán.
El ejército turco contaba con cerca de ochenta mil hombres, en su mayor parte
soldados regulares, traídos tanto de la zona europea como de la parte asiática del
imperio. El segundo contingente en importancia lo formaban los bashi-bazuks, con su
armamento ligero y su escasa organización. Junto a ellos, formando la élite de los
regimientos de la guardia del sultán, se encontraban los temidos jenízaros, antiguos
niños cristianos, reclutados entre las provincias septentrionales del Imperio turco y
adoctrinados eficazmente en la religión musulmana y el servicio al sultán. Junto a
estos impresionantes efectivos humanos, Mahomet desplegaba en su campamento
quince baterías, con un total de sesenta y nueve cañones, algunos de ellos inmensos.
Tras arrojar su flecha, los hasta entonces impávidos bizantinos comenzaron a
replicar esporádicamente, obligando a los dispersos grupos de vociferantes turcos a
replegarse a posiciones más alejadas, en la zona donde se realizaban los trabajos para
levantar el parapeto y posicionar los cañones. Entre ellos, el fiel Ahmed sonreía al
comprobar que su primer cometido había sido cumplido a la perfección.

Esa misma tarde, tras los muros de la ciudad sitiada, los defensores, aprestados
todos para el combate, observaban recelosos la rápida culminación de los
preparativos turcos y cómo, con inusitada agilidad, situaban los numerosos cañones
de los que disponían en sus posiciones tras ligeras portezuelas de madera.
El único consuelo que le quedaba a Giustiniani al ver los negros cilindros de
metal era que las fuertes lluvias de los últimos días convertían el terreno en un
lodazal, donde, una vez situadas las piezas de artillería, cada disparo estaría seguido

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de denodados esfuerzos por recolocar los cañones en el deslizante suelo,
disminuyendo apreciablemente la cadencia de su fuego.
Comparados con las piezas disponibles para la defensa de la ciudad la
desproporción resultaba abrumadora. El genovés confiaba inicialmente, antes de
conocer el número y tamaño de la artillería del sultán, en que los gruesos muros que
defendían la ciudad podrían resistir durante largo tiempo un bombardeo. Sin
embargo, al ver por fin con sus propios ojos la increíble potencia de fuego que
Mahomet desplegaba junto a su campamento, su fe en las murallas comenzó a
flaquear.
Constantino, tras una breve conversación con su comandante en jefe,
notificándole su contestación a la oferta de rendición y, por tanto, la inminencia de la
apertura de hostilidades, había puesto a disposición del jefe militar un buen número
de civiles auxiliares para reparar por las noches, de la mejor manera posible,
cualquier desperfecto que el enemigo pudiera causar en las murallas. También había
almacenado, en recias casas cercanas a las murallas, todas las reservas del famoso
fuego griego que se pudieron fabricar.
El arzobispo Leonardo, con su habitual afán de superioridad, había increpado al
genovés por no ordenar un ataque mientras el ejército del sultán avanzaba de una
posición a otra, pensando que aquel sería un buen momento para diezmarlo. «Es
cierto —comentó Giustiniani irónicamente—, sólo son diez veces más que nosotros,
menos mal que tenemos a Alejandro Magno disfrazado de religioso para
aconsejarnos». Aunque sus despreciativas palabras ofendieron profundamente al
arzobispo, el genovés no se sintió satisfecho, por lo que, acto seguido, reafirmó sus
estrictas instrucciones, dictadas a Carlo, el soldado que había situado en el grupo de
Leonardo, para que le enviara a su esperado encuentro con el Señor a la menor señal
de que el clérigo flaqueara en su deber.
Francisco ascendió a la torre donde se encontraba el protostrator, armado con la
coraza prestada por los italianos durante su viaje de llegada a la ciudad.
—Tienes un aspecto infame —rio Giustiniani al verlo llegar, con el peto de acero
casi colgando de dos tiras de cuero mal ajustadas—, ¿no hay herreros en palacio que
te ajusten la armadura?
—No me he acordado de ella hasta hoy.
—Mal puedes acabar si descuidas lo que protege tu vida. Envíala a la forja
mañana mismo y que te la adapten. Por uno de esos huecos cabe una galera —afirmó
el genovés golpeando con el puño el desprotegido costado de Francisco.
El castellano trató de apretar las cintas tanto como pudo, mientras se aproximaba
al borde de la torre, quedándose casi sin aliento al contemplar, en toda su magnitud,
el ejército al que se oponían.
Desde las almenas alcanzaba a ver la delgada empalizada de madera que protegía

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los negros cilindros, mientras cientos de hombres, despojados de sus armas y
armaduras, pululaban alrededor de ellos en extraña sincronización. Grupos de
lanceros a caballo recorrían las primeras líneas, justo detrás de las posiciones
artilleras. Escuadras de arqueros y soldados armados con brillantes cotas de malla y
escudos redondos se mantenían, en compactas formaciones, situados de trecho en
trecho por detrás de las defensas. A su espalda, un mar de tiendas de todos los colores
se extendía hasta donde alcanzaba la vista, por encima de las colinas cercanas a la
ciudad e, incluso, más allá del Cuerno de Oro, junto a las cercanas murallas de Pera,
evitando con su presencia cualquier tentación de los genoveses por romper su
neutralidad.
—Impresiona, ¿verdad? —dijo el genovés al observar la atónita mirada de
Francisco.
—¿Siempre se siente uno así? —preguntó el castellano apoyándose en una de las
almenas para evitar que la intensa debilidad que experimentaban sus rodillas le jugase
una mala pasada.
—Cada maldita vez —respondió Giustiniani con seriedad—. No sé las veces que
me he visto en una situación así, y aún se me seca la boca.
—Si te sirve de consuelo —añadió el genovés palmeando la espalda de su amigo
—, desde el otro lado la vista no es más tranquilizadora. Estas murallas, vistas desde
abajo, son como un acantilado cortado a pico, no creas que los turcos están batiendo
palmas.
—Sí que ayuda —mintió Francisco—, aunque mejor me vendría contemplar
Toledo desde sus cercanos montes.
—Veo que no pierdes el humor —sonrió Giustiniani ante la ocurrencia de su
compañero—. Cuídate de no perder otra cosa.
En ese momento, un horroroso estampido laceró sus oídos, haciendo que ambos
saltaran de sorpresa. Entre una densa nube de humo grisáceo, el gigantesco cañón de
Urban, el mayor del ejército turco, saludó con su terrorífico himno a los defensores
de Constantinopla. Con un espantoso crujido, la inmensa bala, de media tonelada de
peso, impactó con un golpe seco contra los muros de la muralla exterior, haciendo
temblar la estructura en toda su longitud a la vez que, con inconcebible fuerza,
levantaba una nube de esquirlas, tierra, polvo y cascotes arrancados del flanco de la
muralla.
Ambos se miraron atónitos, mientras, desde el cercano campamento turco, miles
de gargantas gritaban de júbilo, antes de que todos los cañones abrieran fuego al
unísono, como pavorosas comparsas de su diabólico hermano.
Giustiniani, una vez sobrepuesto de la sorpresa, avanzó por el camino de ronda,
entre las filas de asustados soldados, con los ojos escocidos por la mezcla de polvo y
salitre que el viento traía sobre las murallas. Cerca de la zona del primer impacto, la

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bala había desgajado casi un metro de la pared del muro, aplastando en su mortal
trayectoria a tres o cuatro infortunados arqueros, destrozando sus cuerpos hasta
hacerlos irreconocibles, al tiempo que acababa su impulso causando un boquete en
los muros de la muralla interior.
—¡Virgen santísima! —exclamó el genovés cuando el polvo le permitió
comprobar los inmensos daños sufridos.
—Si esto es lo que pueden hacer con un solo cañonazo estamos perdidos —dijo
un soldado a su espalda.
—Reforzaremos los muros —gritó el genovés—, traed tiras de cuero y balas de
lana o paja para amortiguar los impactos. Decid a los auxiliares que reúnan maderos,
barriles rellenos de tierra, ramas, piedras, lo que sea que sirva para levantar una
empalizada. Esta noche repararemos los daños.
El soldado dudó un poco antes de partir con rapidez a cumplir las órdenes,
reuniendo a su vez a otros compañeros para ayudarle en la tarea.
Francisco alcanzó a Giustiniani, observando asombrado a su lado la destrucción
causada por la artillería enemiga.
—¡Dios bendito!, espero que lo que vayan a hacer esos soldados sea eficaz, no
podremos resistir muchos impactos como este.
El genovés asintió con la cabeza, mientras meditaba sus órdenes. Los hombres
necesitaban esperanza y estaba convencido que eso era lo único que podían
proporcionar la lana o el cuero, inútiles para detener una bala de semejantes
dimensiones.

En el campamento turco, Mahomet observaba con seriedad los daños producidos


en la muralla por la primera andanada de sus cañones. A pesar del alborozo y las
múltiples felicitaciones de sus más altos generales, el sultán se mantenía callado, feliz
de comprobar el poder destructivo de sus costosos artefactos, aunque contrariado en
cierta medida por la demostración de solidez de las espesas murallas que protegían la
ciudad. Excepto el preciso tiro del basilisco, su mayor cañón, manejado por el propio
Urban, el resto de los impactos conseguidos, menos de la mitad de los disparos
realizados, apenas habían levantado muescas sobre los densos muros de piedra y
ladrillo.
Se acercó hasta la posición del famoso artillero, afanado en recolocar el enorme
artilugio sobre su armazón de madera, deslizante en el fangoso suelo de la colina.
—Ha sido una buena andanada —felicitó Mahomet—. ¿Cuándo estaremos en
condiciones de repetir el fuego?
El ingeniero se pasó una mano por su pelada cabeza, con cara de preocupación,
meditando con calma, a la vez que observaba el quehacer de los numerosos artilleros
a su servicio.
—En tres o cuatro horas.

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—¿Cómo? —exclamó el sultán—. A ese ritmo tardaremos una eternidad en
desmenuzar las murallas.
—El suelo está muy blando —explicó Urban—, y esta pieza es excesivamente
grande para manejarla con facilidad. Además, hay que dejar que se enfríe entre
disparos sucesivos, si no hay riesgo de que se derrita por dentro y estalle o, en su
defecto, se agriete.
—¿No hay forma de acelerar la cadencia?
—Intentaré bajar la temperatura del acero empapándolo de aceite tras hacer
fuego, pero aun así, no esperéis más de seis o siete disparos al día.
Mahomet asintió consternado a las palabras del artillero, tratando de encontrar
una solución que acelerara la demolición de las fuertes murallas de la ciudad.
—Tal vez podríamos disparar sobre la base de los muros, para debilitar toda la
estructura y que se derrumbara por secciones —comentó el sultán.
—Es cierto que, si la zona sobre la que se dispara ya está agrietada, es más fácil
que el impacto cause daños severos, pero un arma de este calibre no tiene precisión
suficiente para afinar tanto la puntería.
—Podríamos utilizar los cañones más pequeños para ablandar secciones de
muralla antes de utilizar los más potentes —insistió Mahomet—. Estos tan sólo
darían el golpe de gracia final.
—Sí, se puede intentar —confirmó Urban sin mucho convencimiento.
—Tampoco necesitamos derribar la muralla en toda su longitud, bastaría con una
brecha lo suficientemente ancha para permitir el paso de las tropas. Ponte con ello,
quiero un agujero en esas murallas para mañana por la tarde.
El ingeniero asintió con la cabeza, sin querer comprometerse verbalmente,
aunque después comenzó a ladrar órdenes, a través de su intérprete, acelerando el
ritmo de trabajo de sus artilleros, los cuales se habían detenido a escuchar la
conversación.
El sultán llamó a los responsables del resto de las piezas para ordenarles abrir
fuego independientemente, de forma que cada cañón disparara según sus
posibilidades. No sería tan devastador como una andanada completa, pero lo
compensaba sobradamente con dos ventajas. El número de disparos se incrementaba,
ya que no necesitaban esperar al cañón más lento y, sobre todo, Mahomet estaba
convencido de que el continuo tronar de las armas, el denso humo producido, que el
viento predominante llevaba sobre la ciudad, y la continuidad de los impactos sobre
la muralla y las casas cercanas a ella causarían un fuerte efecto psicológico sobre los
defensores de Constantinopla, sometidos durante todo el día a un duro castigo.
Durante aquella tarde y el día siguiente, los cañones vomitaron por sus negras
bocas dos centenares de mortales balas, que cruzaban silbando la distancia que les
separaba de las murallas antes de impactar sobre los muros de piedra con atronador

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estruendo. Casi llegado el anochecer, con un último impacto que llenó el aire de
polvo, esquirlas y candentes restos, la puerta Carisia, cercana a la iglesia de San Jorge
y a San Salvador de Chora, se derrumbó con estruendo, inundando parcialmente con
sus restos el foso situado enfrente.
El sultán se acercó personalmente a observar la brecha causada por la
descomposición de ese sector de los muros, comprobando con alegría cómo los
tremendos daños causados en ese punto habían abierto un hueco. Sus tropas podrían
lanzarse por encima de los derrubios, arrollar a los defensores y tomar las murallas a
través de la montaña de cascotes en que se había convertido la antigua puerta.
—Tened listas las tropas —comentó eufórico a sus generales—. Mañana, el alba
presenciará la caída de la ciudad.

Giustiniani, tras haber ordenado a las tropas que descendieran de los muros,
evitando así pérdidas innecesarias por el continuo bombardeo, fue el primero en
acudir junto a la demolida puerta Carisia, contemplando con horror el desastroso
aspecto que presentaba aquella zona, antes segura. Las dos torres que flanqueaban la
entrada se habían derrumbado, aplastando la debilitada estructura de la puerta,
repartiendo toneladas de cascotes, piedra y ladrillos tanto en el foso exterior, tras
arrastrar el parapeto contiguo, como en el espacio interno entre los dos tramos finales
de murallas. El resultado de tan desazonadora vista era la formación de una rampa de
material derruido que ascendía desde el exterior de la muralla al interior de la zona
defendida por los griegos, abrupta, por la irregularidad de su suelo, aunque
relativamente fácil de ascender por soldados experimentados.
El genovés no necesitaba escuchar las órdenes que se transmitían en el
campamento turco para comprender que, al día siguiente, miles de hombres
fuertemente armados ascenderían en tromba por aquel hueco.
—¡Dios todopoderoso! —la voz de Constantino resonó a su espalda cuando el
emperador se situó tras el protostrator contemplando a su vez los restos de la antaño
orgullosa puerta.
—Esta zona no es segura, majestad, deberíais manteneros a cubierto.
—La noche está cayendo —replicó el emperador, aún asombrado ante el fatal
golpe recibido por la visión de la derruida muralla—. Los turcos han detenido el
fuego, a fin de cuentas ya han conseguido su objetivo. Si el Señor no lo remedia
mañana tomarán la ciudad.
—No nos rendiremos tan fácilmente —repuso Giustiniani con renovado
optimismo—, aún tenemos hasta el alba para prepararnos.
—Se tardaron años en levantar estas murallas —comentó Constantino al ver la
sonrisa de confianza del genovés— y nos llevó meses reparar sus grietas. ¿Pensáis
levantar un nuevo muro en una noche?
—Sois un buen cristiano, majestad —replicó Giustiniani con una amplia sonrisa

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—. Tened fe en el Señor y llamad a los trabajadores auxiliares. Hoy se ganarán el
sueldo.
Constantino dirigió una mirada de incredulidad a su comandante en jefe,
asintiendo con la cabeza al tiempo que se preguntaba si había dado el mando a un
loco o al único hombre capaz de salvar su ciudad.

Con la llegada del amanecer, Mahomet salió de su tienda, vestido con su mejor
caftán, un vistoso turbante rojo y blanco y una cimitarra de empuñadura enjoyada al
cinto. Tras una noche casi en vela, volteándose de lado a lado de su cómodo lecho de
cojines de plumas, a pesar del cansancio producido por la falta de sueño, se
encontraba eufórico, deseando contemplar cómo sus bien adiestradas tropas asaltaban
la orgullosa ciudad, abriéndole paso para su fastuosa entrada triunfal en la urbe.
Al salir de su tienda contempló el límpido cielo, sin una sola nube, con el sol aún
bajo en el horizonte, iluminando poco a poco las innumerables torres y campanarios
de las iglesias de la ciudad, las miles de tiendas de su ordenado campamento y los
regimientos de soldados, con sus armaduras abrillantadas para el esperado combate,
en formaciones compactas detrás de la línea de artillería.
Ansioso como se encontraba por iniciar el ataque, la oración a Alá antes de dejar
su tienda había conseguido tranquilizar su nerviosismo, permitiéndole, al menos,
disfrutar de la calidez de los rayos de sol que alcanzaban su rostro.
—¿Está todo preparado? —preguntó cuando Chalil apareció ante él, servicial,
como era su costumbre.
—Sí, mi señor —respondió el visir, con voz insegura—, aunque hay algunos
problemas.
—¿Problemas? ¿Qué problemas?
El anciano gran visir dudó un poco antes de contestar, inclinándose
reverencialmente mientras entrelazaba sus manos con evidente nerviosismo.
—La brecha ha desaparecido.
—¡Cómo! Es imposible —gritó el sultán—. ¿Me quieres hacer creer que han
construido una muralla en una noche?
—Vedlo vos mismo, mi señor, también han limpiado el foso exterior —musitó
Chalil compungido, a la vez que odiaba con todas sus fuerzas a Zaragos Bajá por
tener que ser él quien le comunicase la noticia al joven sultán. Aunque el día anterior
Mahomet había quedado muy complacido con los informes, con el plan detallado de
defensa bizantino, que los espías del gran visir transmitieron a través de este,
cualquier acción de mérito anterior no suponía garantía ninguna respecto al futuro.
Ser él quien comunicara al sultán que la posibilidad de tomar la ciudad se desvanecía
no era un trago dulce de tomar.
Mahomet apartó al visir con la mano avanzando entre las formaciones de
soldados hasta tener a la vista la zona donde la puerta Carisia había colapsado el día

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anterior. Aunque las torres no se alzaban a sus lados, a esa distancia podía comprobar
como la muralla lucía de nuevo reconstruida.
—Mi caballo —dijo sin acabar de creérselo.
—Mi señor, es peligroso, los enemigos…
—¡Mi caballo!
Chalil asintió con rapidez, ordenando a uno de los guardias que trajera la montura
del sultán, enjaezada con sedas y joyas en previsión de su ahora fallida entrada
triunfal en la ciudad.
Mahomet, aún con la vista fija en la muralla, montó ágilmente sobre la silla y
partió al galope seguido por media docena de jenízaros pertenecientes a la silâhtar, la
caballería de la guardia, con sus gorros rojos, en contraste con el blanco de los
infantes.
Con completo desprecio hacia su seguridad personal, el sultán se aproximó a la
zona hasta quedar casi al alcance de las flechas bizantinas, observando atónito cómo
la sección devastada el día anterior había sido rehecha con rapidez. El muro ya no se
componía de hileras de ladrillo y piedra, como el resto de la muralla, sino que había
sido levantado con los propios escombros, apuntalándolo por dentro con troncos y
vigas de madera, sustituyendo las perdidas almenas por barriles y toneles,
presumiblemente rellenos de tierra y piedras. El foso había sido vaciado de los restos
de las torres caídas en el derrumbamiento. La rampa de derrubios que facilitaba el
acceso a lo alto de la descompuesta muralla había sido limpiada, de forma que la
anterior brecha se había tornado en una inaccesible línea de defensa.
Vista de cerca, se evidenciaba que la resistencia de tan improvisada empalizada
no se podía comparar con los recios muros que aún se erguían frente a los turcos en el
resto de la línea, pero suponía una fuerte y eficaz defensa ante cualquier contingente
que Mahomet pudiera lanzar contra los orgullosos genoveses que defendían aquella
sección, enarbolando sus lanzas tras su precario adarve. El tramo que antes se podía
salvar a pie, ahora necesitaba cuerdas y escalas, por lo que, con la decepción escrita
en el rostro, el sultán volvió grupas hacia su campamento, seguido por su guardia y
por los burlescos vítores de los defensores.
Tras el corto tramo al galope se acercó hasta la posición donde esperaba Chalil,
reunido ahora con el resto de los jefes militares a la espera de la decisión del sultán.
—¿Qué hacemos, majestad? —preguntó Chalil con indecisión.
—Suspended el ataque —ordenó Mahomet mientras bajaba del caballo y se
volvía de nuevo a contemplar la ciudad.
El sultán se mantuvo impasible, concentrando su vista en las murallas, mientras
algunos de sus generales trataban de convencerle para que les permitiera asaltar las
posiciones enemigas con sus tropas, jurando por lo más sagrado que tomarían la
ciudad a pesar de la desaparición de la brecha. Sin siquiera contestar a tan

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irracionales propuestas, Mahomet se giró, caminó en silencio hasta su tienda, arrojó
el lujoso turbante al suelo y se apoyó, frustrado, en la mesa donde se extendían los
mapas de la decadente Constantinopla, la misma ciudad que, pese a su abandonada
apariencia, comenzaba a sorprenderle con su inusitada voluntad de supervivencia.
El sueño de un corto asedio y una rápida victoria se desvaneció y, por primera
vez, el sultán se preguntó si sería capaz de conquistar la inmortal Bizancio.

Helena se apresuraba por el pasillo, abarrotado de sonrientes soldados venecianos


pertenecientes a la milicia del baílo, la cual se había acantonado en el palacio de
Blaquernas encargada de su defensa.
A pesar de que las habitaciones de la servidumbre, en la zona más alejada de las
murallas, no habían sido afectadas por la invasión de armados latinos, la joven
bizantina se sentía intimidada cada mañana, cuando, siguiendo su rutina diaria, se
dirigía a las estancias de la futura emperatriz.
Como correspondía a su fama, los italianos la increpaban con todo tipo de
piropos, insultos o soeces palabras, la interceptaban en el pasillo solicitando un beso
o, incluso, trataban de levantarle la túnica.
Gracias a la oportuna intervención de Francisco, cuando tuvo constancia de la
situación, el emperador consintió en que uno de los guardias varengos de palacio la
escoltara en el trayecto y reforzara a su solitario compañero frente a las puertas de las
habitaciones de la basilisa. Eso no evitó las chanzas o los piropos, pero al menos el
imponente aspecto de los varengos ofrecía oportuna protección frente a las ligeras
manos de la soldadesca.
Por otro lado, su ayudante turca, tras algún incidente similar, decidió unirse a ella
en los cortos viajes, buscando a su vez la protección que confería el norteño. De esa
forma, la normalmente más ajustada vestimenta de la esclava, así como, aunque le
diera un punto de envidia decirlo, su aparente mayor atractivo para el sexo opuesto,
conllevaron que la mayor parte de las gracias que, con tan poca educación, brotaban
de las bocas de los venecianos, se olvidaran de ella para dirigirse a describir cada una
de las voluptuosas partes de la anatomía de Yasmine.
A salvo en su destino, con la puerta custodiada por una pareja de fornidos
guardias, Helena respiró aliviada intentando concentrarse en la rutina. Los cañones
turcos habían dejado de tronar un par de días antes, permitiendo a la angustiada
ciudad recuperar parte de la ansiada calma, aunque, como mostraban los múltiples
comentarios que se oían de boca en boca, todos esperaban que, en cualquier
momento, el terrorífico sonido de las explosiones volviera a escucharse, con su letal
carga de muerte y destrucción.
Helena trataba de acabar cuanto antes, de forma que aún tuviera el tiempo
suficiente para acercarse hasta el campamento al pie de las murallas a ver a
Francisco, llevándole algunas viandas y, sobre todo, para comprobar que se

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encontraba bien, y regresar antes de que los guardias que custodiaban las puertas del
palacio clausuraran, como cada atardecer, las robustas hojas de bronce.
—¿Qué tal van las cosas por la muralla? —preguntó Yasmine con aire de
indiferencia.
—Bien —respondió Helena, contenta de poder hablar con la turca y distraer su
mente. A la esclava no le estaba permitido salir de palacio sin autorización, por lo que
la bizantina pensaba que no estaría al tanto de lo ocurrido—. La moral es muy alta,
todos comentan que Giustiniani es un gran comandante. Al parecer se pasa el día y
gran parte de la noche de un lado a otro, donde más falta hace, animando a los
hombres y dirigiendo la defensa.
—No parece que a los venecianos que protegen el palacio les hagan falta nuevos
ánimos —comentó Yasmine con una sonrisa.
—Ayer uno de ellos me espetó que debía agradecerle su lucha entregándole mi
cuerpo —afirmó la escandalizada Helena—. En Venecia no deben enseñar a sus
jóvenes otra cosa que no sea tratar con mercaderías. No sabes lo que me alegra que
aceptaras acompañarme custodiadas por el guardia.
—Que dos docenas de hombres armados te desnuden con la mirada en un
estrecho pasillo no es precisamente mi ideal de romanticismo.
Helena sonrió mientras repasaba los hilos de oro de uno de los vestidos bordados
de la futura emperatriz, comprobando que mantenían la posición adecuada sin
soltarse.
—¿Iréis hoy a ver al joven pariente del emperador? —inquirió Yasmine con una
pícara sonrisa.
—Eso pretendo —respondió la bizantina—. Tan sólo espero que se mantenga la
calma. Cada vez que escucho el horrible estampido de los cañones turcos el corazón
me da un vuelco. Supongo que todas las enamoradas sienten los mismos temores
cuando su amado se encuentra en peligro.
—No creo que a Francisco le ocurra nada —tranquilizó la joven esclava—. No
aparenta ser uno de esos locos que se exponen a cualquier peligro en busca de gloria
o de impresionar a los demás.
—Pareces conocer a los hombres, ¿hay alguno en especial que encienda tu
corazón?
—No —negó la turca endureciendo las facciones de su cara—, tal vez una
esclava no esté en disposición de escoger quién comparte su cama pero, al menos,
puede elegir reservar sus sentimientos para un futuro mejor.
—Lo siento —se disculpó Helena—, soy una ingrata, aquí estoy hablando de mi
amor con alegría mientras tú no gozas ni siquiera de libertad.
—Ya estoy acostumbrada a mi situación y, afortunadamente, no me quejo del
puesto al que he sido asignada.

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—La verdad es que eres digna de admiración, a pesar de cómo te tratan muchos,
cumples con tu trabajo sin quejarte, asumiendo los riesgos del asedio cuando, a fin de
cuentas, aquellos que se encuentran tras los muros son tu propio pueblo.
Yasmine parpadeó un par de veces, sorprendida, sin saber muy bien si aquella
frase envolvía algún oculto sentido o si, como parecía, se trataba de palabras sinceras.
Conociendo el carácter de la joven bizantina, no pudo más que aceptar la última de
las opciones.
—Hago lo que se espera de mí —contestó con una ligera sonrisa—. Si me
disculpáis…
—¿Te ocurre algo? —preguntó Helena al ver como la joven esclava se marchaba
con rapidez de la habitación.
—No es nada, sólo un ligero mareo —replicó la turca llevándose una mano a la
cabeza.
Yasmine abandonó la estancia con precipitación, pensando únicamente en
evadirse de la mirada de Helena. Una vez en otra de las salas, se apoyó en un
armario, con la vista fija en la puerta, intentando controlar sus emociones. Durante
mucho tiempo, la actitud de la bizantina le había parecido simple compasión, un falso
intento de limpiar su conciencia, comportamiento típico de aquellos cristianos
hipócritas, que juraban a Dios en la iglesia para luego romper sus mandatos sin temor
alguno. Sin embargo, transcurridos los meses, la cándida e inocente griega había
demostrado, día tras día, que su intención respecto a la esclava era la misma que
preconizaba. Por increíble que le pudiera parecer a Yasmine, Helena quería realmente
tratarla como a una igual e, incluso, trabar amistad con ella. Durante un tiempo, la
joven turca mantuvo la separación, la frialdad e indiferencia con la que trataba a los
que la rodeaban y no servían a su verdadero interés de obtención de información.
Últimamente, se había descubierto a sí misma interesándose por los amoríos de la
bizantina con el bravo Francisco e, incluso, se sintió aliviada cuando este rechazó sus
proposiciones a favor de mantener la fidelidad hacia su enamorada. Se había
autoconvencido de que su renuncia a continuar acosando al castellano, quien podría
reportarle jugosas informaciones debido a su cercanía con Giustiniani, se debía a los
inusitados celos de Teófilo, la fuente más fiable de la que bebían sus numerosas
cartas encriptadas para el banquero veneciano. Sin embargo, la oculta realidad era
que no quería causarle daño alguno a Helena, la única persona en palacio que la había
tratado siempre, a pesar de la frialdad esgrimida por la turca, con respeto y cortesía.
Sus últimas palabras, preguntando por el corazón de la esclava, por el amor que
siempre había reprimido debido a su condición, la habían alterado de un modo que
sólo podía significar una cosa, una profunda grieta en su armadura, una abertura por
la que todo el armazón creado para ocultar sus interesados servicios como espía
amenazaba con deshacerse, posibilitando su descubrimiento, algo que no podía

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permitir y, a pesar de ello, no sabía cómo evitar.
Helena, por su parte, algo preocupada por la salud de su compañera de faena y,
por qué no decirlo, ilusionada por disponer de algo más de tiempo para reunirse con
Francisco, decidió dar por cerrada la suave jornada matutina, recogiendo a la
aparentemente mejorada esclava para, escoltadas por el guardia varengo, regresar a la
zona de palacio libre de la presencia de los soldados venecianos.

El castellano, en ese mismo momento contemplaba, aún con un disimulado


escalofrío en la espalda, el campamento turco en compañía de Mauricio Cattaneo y
un joven soldado, un chaval espigado de dieciséis años que, a pesar de ser veneciano,
no quería ser integrado entre las tropas del baílo Minotto, por lo que este último,
incapaz de solicitar un favor de un genovés, había llamado a Francisco para que fuera
el castellano el que tratara de buscarle acomodo en una de las compañías italianas.
—Un espectáculo impresionante —comentó Francisco emulando las palabras de
Giustiniani días atrás—. Asusta, ¿verdad?
—No tengo miedo —afirmó el joven soldado ante la contrariedad del castellano,
que tuvo que tragarse, por innecesaria, su preparada frase para animar al mozalbete.
—¿Cómo te llamas, muchacho? —preguntó Cattaneo—, ¿y por qué prefieres las
escuadras genovesas a las de tu propia ciudad?
—Jacobo y, con todo el respeto, señor, sería complicado explicar mis razones.
—No hay duda de que eres veneciano —apuntó Cattaneo con una sonrisa—, pero
si quieres arrimar el hombro serás bienvenido en mi compañía. Que Francisco te
consiga una armadura y una espada de los arsenales bizantinos, ¿eres buen corredor?
—Como el viento —afirmó él.
—En ese caso harás de enlace entre mi agrupación de tropas y el mando de
Giustiniani. No esperes un destino cómodo.
—No lo espero, señor, me quedé para colaborar.
—Vete a palacio —comentó el castellano indicándole con la mano la situación del
edificio, el cual se veía desde la torre donde se encontraban los tres, aún intacto, con
sus muros blancos atravesados por hileras rojas de ladrillo y con las almenas
coronadas por numerosos pendones y banderolas con la doble águila de los Paleólogo
—, dile al guardia de la puerta que eres mi asistente y que te indique dónde se
encuentra la armería. El herrero se llama León, es un poco seco pero trabaja bien —
añadió dándose un golpe en la ya resplandeciente coraza, ajustada por fin a su cuerpo
con precisión—. Dile que vas de mi parte, te proporcionará lo que necesites.
El jovenzuelo asintió a todas las explicaciones con atención, concentrado en
agradar a sus nuevos jefes. Después partió como una exhalación escaleras abajo hacia
el palacio de Blaquernas, emocionado ante la perspectiva de volver a sentirse otra vez
integrado en un equipo, como en los primeros tiempos en que se encontraba en el
barco de Pietro Davanzo, aunque con la diferencia de que esta vez estaba seguro que

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sus padres se sentirían orgullosos de él si pudieran verle.
—Parece despierto el rapaz —comentó Cattaneo cuando le vio desaparecer por
las escaleras que descendían desde el techo de la torre—, y valiente, necesitará
bravura cuando tenga que recorrer los muros entre el humo del salitre y las
explosiones.
—Minotto no me explicó de dónde ha salido —replicó el castellano—, pero
supongo que no importa con tal de que quiera echarnos una mano. Aunque
Giustiniani no ha detallado a nadie el número exacto de tropas, no creo que
dispongamos de las necesarias.
—Nunca son suficientes —comentó el genovés levantando los hombros con
indiferencia—. De Pera he conseguido reclutar dos centenares de voluntarios,
muchos según el podestá, aunque escasos para lo que esperábamos, pero lamentarse
no aumentará los números.
—¿Qué se comenta entre tus hombres? En la ciudad ya hay quien dice que los
turcos se retiran.
—Por que el sultán haya cesado el fuego y desaparezcan algunos cañones no se
puede pensar que hemos ganado —replicó Cattaneo apoyándose en las almenas para
contemplar las miles de tiendas turcas que se extendían por las colinas cercanas—.
Esto no ha sido sino el primer asalto. Están tanteando nuestras fuerzas, comprobando
los puntos débiles de la muralla y organizando sus propias tropas. Tal vez algunos de
sus cañones muestren algún defecto y estén siendo reparados o, más probablemente,
las descargas que se escuchan en la lejanía sean la prueba de que están atacando
alguna posición cercana para asegurarse las espaldas.
—Sí, no creo que el sultán se rinda sin intentar un asalto al menos.
—Yo creo que será pronto, por sorpresa —afirmó Cattaneo—, aunque Giustiniani
asegura que tardará al menos una semana e irá precedido de un fuerte bombardeo. No
sé si desear que tenga razón.
—No parecen gustarte los cañones.
—Sólo cuando los tengo de mi lado —dijo el genovés—. Prefiero tener de frente
un buen acero que la negra boca de esos engendros. Desde que inventaron esas
máquinas el honor va desapareciendo lentamente de los campos de batalla. Me temo
que en el futuro las guerras van a ser tan infames que llegarán a desaparecer.
—No creo que sea para tanto —repuso Francisco—. Por muchos cañones que
posea el sultán, no valdrán nunca lo que un puñado de valientes.
El genovés sonrió ante el comentario, meditando si podrían regresar esos tiempos
en los que los caballeros de ambos bandos se emplazaban en terreno neutral para
batirse, dirimiendo así sus diferencias, cara a cara, por medio del valor y la destreza,
en buena lid y no entre una multitud de desarrapados sedientos de botín. Tal vez, el
elevado concepto de la guerra que perseguía, muy alejado de las impersonales y

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destructivas contiendas en las que había participado, no existía más que en los
cuentos, fábulas y oratorias de los cantares, pero, al menos, le gustaba creer que todos
aquellos que se habían unido a la lucha por la salvación de Constantinopla lo hacían
imbuidos del mismo espíritu que le empujaba a él y, por tanto, si tal cantidad de
esforzados caballeros eran capaces de frenar, por una última vez, el progreso de la
guerra mercenaria y cobarde, su cruzada personal habría valido la pena.
Francisco abandonó la torre en dirección al campamento cercano, esperanzado
con recibir, como cada día, la visita de Helena, dejando al melancólico Cattaneo
apoyado en las almenas, contemplando ensimismado el ir y venir de las tropas
musulmanas.
Los soldados que custodiaban las murallas se habían acantonado por orden de
Giustiniani en las cercanías de sus puestos de guardia, para poder acceder a los
puntos de defensa asignados en el menor tiempo posible. Improvisados campamentos
se levantaban a pocos metros por detrás de las murallas, suficientemente alejados
para evitar posibles caídas de cascotes o piedras bajo el bombardeo turco, aunque, al
mismo tiempo, cubiertos por los propios muros de cualquier proyectil que, por un tiro
excesivamente elevado, entrara en la ciudad sin chocar con la muralla. Aunque hasta
la fecha tan sólo unos pocos disparos habían superado las defensas, siendo mayor el
número de los que se quedaban cortos y caían, inofensivamente, al foso, el terror que
causaban en la población la artillería del sultán y su posible efecto sobre las endebles
casas de ladrillo en las que moraban la mayoría de los bizantinos propició que los
pocos pobladores que habitaban la zona central, cercana al río, fueran evacuados y
alojados en otras partes más protegidas de la ciudad.
Francisco, dada su condición de familiar imperial, podía haber mantenido su
pequeña, aunque cómoda, estancia en el palacio de Blaquernas. Sin embargo, el
propio Giustiniani solicitó al emperador que el bravo joven se alojara en una tienda
cercana a la suya propia. El intrépido capitán genovés había constatado que el
castellano, gracias a su dominio de varias lenguas, su pertenencia indirecta a los
círculos más altos de la aristocracia griega, su don de gentes y, sobre todo, su
nacionalidad, ajena a la de los más numerosos contingentes de tropas, suponía un
imprescindible nexo de unión para facilitar la coordinación entre las compañías.
Venecianos y genoveses se odiaban entre sí y, a pesar de la universal aceptación
del mando único de Giustiniani, resultaba complicado que colaboraran unos con
otros. Los genoveses, a su vez, mantenían viejas rencillas con los ciudadanos
catalanes en función de los intereses históricos esgrimidos por ambos sobre la isla de
Córcega, mientras los griegos se mostraban agradecidos por la ayuda, aunque, al
mismo tiempo, molestos por la presencia de tantos occidentales, dueños desde hacía
años de su comercio, así como fortuitos representantes del Papa. Al ser Castilla un
reino con escasa tradición marinera hasta poco tiempo atrás y encerrado en sí mismo

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con su centenaria lucha contra los musulmanes de la Península Ibérica, ninguno de
los grupos latinos albergaba fuertes rencillas hacia Francisco, quien, por otro lado,
debido a su aceptación por Constantino dentro del protocolo imperial, disponía de un
notable ascendiente sobre los bizantinos. De hecho, hasta el príncipe Orchán parecía
tratarle con inmejorable cortesía, al parecer tranquilizado por Sfrantzés respecto a la
fiabilidad de su confianza.
Por esa razón, ahora Francisco caminaba entre las numerosas tiendas del nutrido
contingente genovés, evitando quedar atrapado en el fango en el que las torrenciales
lluvias de ese principio de abril habían convertido el terreno cercano a las murallas,
en vez de que sus pies recorrieran los duros suelos de mármol de los pasillos del
palacio. El castellano había vivido en su ajetreado pasado en condiciones igualmente
precarias, pero, aunque no se quejaba de ello, echaba de menos la mullida cama de
Blaquernas.
Sorteando los grupos de soldados, arracimados junto a improvisadas hogueras
sobre las que humeaban grandes ollas, espantado en ocasiones por el nauseabundo
olor que llegaba, según el cambiante viento, desde las cercanas letrinas, mezclado con
el suave aroma de los densos guisos con los que algunos de ellos apaciguaban el
estómago, se preguntaba si sería el único familiar de un emperador que dormía sobre
el encharcado suelo.
En torno a él los aguerridos hombres de armas se sentaban, libres de las
incómodas armaduras, sobre maderos, piedras o deteriorados taburetes, evitando el
pegadizo lodo que cubría el suelo. La mayoría se protegía de los inesperados
chubascos con gruesas lonas extendidas frente a sus tiendas, bajo las cuales, con las
armas a mano en previsión de un ataque, charlaban a voces unos con otros, esperaban
la comida taza en mano, apuraban a largos tragos algún pellejo de vino ganado en una
apuesta, comenzaban pendencias tan efímeras como ruidosas o se entretenían con los
dados, jugándose las soldadas que aún no habían cobrado. La mayoría se quejaba,
con razón, de la pitanza, del mal tiempo con el que parecía anunciarse la primavera y
de la perspectiva de una larga permanencia inmersos en tan deplorables condiciones.
A pesar del indefinido olor dulzón que despedían la casi totalidad de las
burbujeantes cacerolas sobre las que se preparaba, con escasa maña las más de las
veces, la comida principal del día, Giustiniani se preocupaba personalmente de que
los víveres llegaran a sus hombres en cantidad aceptable y con puntual precisión.
Como buen conductor de tropas, el genovés tenía muy claro que un soldado podía
soportar las horas de vigilia, las adversidades meteorológicas, las heridas, la escasez
de mujeres y la tardanza en la paga, pero la mala comida resultaba más dañina que un
brote de peste, pues, afectaba tanto a la moral de la tropa que podía desencadenar un
motín. Como diría un general, años más tarde, un ejército camina sobre su estómago,
por lo que el protostrator, para estos compases iniciales del presumiblemente largo

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asedio, había puesto especial cuidado en que todos los defensores dispusieran de
raciones de pan, algo de carne, queso y cereal en abundancia, así como ligeras
cantidades de vino y cerveza. Su experiencia le había enseñado que, en cualquier
asedio lo suficientemente intenso, los víveres, finalmente, escasean, siendo inevitable
su racionamiento. Por ello, son los días iniciales los que determinan la moral de los
defensores y su voluntad para resistir. Si desde el primer día se les niega la comida,
comenzando de inmediato la penuria y la escasez, ante la perspectiva de una
prolongación indefinida de dichos males, la voluntad se quiebra, debido al recuerdo
de la antigua comodidad y a su brusca pérdida. Por el contrario, si la disminución de
la ración se hace de forma gradual, los soldados se habitúan a la situación y es la
inercia la que mantiene la férrea determinación de no cejar en la lucha. Tal vez por
ello, la moral se mantenía elevada entre los alborozados defensores, que, a pesar de
tener frente a ellos al numeroso ejército turco, confiaban en salir con bien de aquel
trance.
De entre los que formaban el contingente extranjero, genoveses y venecianos en
su mayoría, cada uno esgrimía sus razones para justificar su presencia entre los
armados guardianes de la última gran ciudad que le restaba a Bizancio. Aunque
algunos profesaban una elevada fe en Dios que les impelía de un fuerte espíritu de
cruzada, costaba encontrar alguno que no respondiera con un lacónico «por dinero»
cuando se les preguntaba el porqué de su alistamiento en una pugna que les había
conducido tan lejos de sus hogares. Al infante no le interesaba la alta política ni las
nobles razones defendidas por los grandes mercaderes o los pomposos aristócratas.
Todos ellos querían sacar algo de aquella prueba. La mayoría sólo pensaba en
regresar a casa con una gruesa bolsa colgada al cinto, un par de cicatrices que dieran
vigor a los relatos de taberna con los que exhibir su valor entre sus amigos y vecinos
y, los más afortunados, una mujer griega o un esclavo turco. Las encendidas palabras
de clérigos y orates atraían a algunos grupos de fanáticos, dispuestos a dar su vida en
pos de una gloriosa y lúcida recompensa en el más allá, pero, aunque la perspectiva
de un Paraíso resultaba un buen consuelo ante alfanjes y espadas, los seguidores de la
cruzada eran ya una minoría, escueto recuerdo de otros tiempos en los que los navíos
latinos surcaban el Mediterráneo con la cruz en sus velas, cargados de soñadores en
pos de un ideal corrompido por los intereses políticos y económicos.
En aquella mezcolanza de mercenarios, cruzados, hombres de honor y griegos de
a pie, Francisco encajaba como uno más aunque sin pertenecer realmente a ninguno
de los grupos. Ahora que la vida presentaba un inesperado giro, con la irrupción de
aquella joven bizantina de cautivadores ojos, el castellano comenzaba a encontrarse
fuera de lugar justo en el único momento de su azarosa vida en que le gustaría
integrarse en su nuevo entorno. Su camaleónica personalidad le permitía adaptarse
tanto a un rudo campo de soldados como a la refinada corte imperial, pero en ambos

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casos era pura fachada. Bastaba excavar un poco bajo la superficie para encontrar
carencias, defectos que el tiempo se encargaba de descubrir. En la extraordinaria
situación actual se mantenía a flote, pero su dormido espíritu de empedernido
buscavidas comenzaba a enviar señales de aviso con insistencia. El día que la
tormenta amainara y el ejército del sultán volviera grupas hacia Anatolia, su confusa
posición debería definirse en uno u otro sentido y, como en anteriores ocasiones,
temía que su única salida consistiera en una deshonrosa retirada, émula de tantas y
tantas anteriores en puertos de distinta categoría.
En su último encuentro antes de que las campanas anunciaran la llegada de los
turcos, trató de reunir el valor para contarle a Helena los pormenores de su llegada a
la ciudad, sus propias dudas acerca de la fiabilidad de su parentesco con el emperador
y su temor a verse empujado a huir. Sin embargo, no pudo evitar conmoverse ante las
palabras de su enamorada. Habría sido en extremo doloroso, a la par que injusto,
romper en aquel momento sus ilusiones. Después, la sensación de urgencia
engendrada en un primer momento por el inicio del asedio alejó la ocasión que una
confesión de tal calibre necesitaba.
El amor que Francisco sentía era sincero, eso era lo único que aparecía cristalino
en su interior y suponía el mayor acicate para pensar que, de insuflar el corazón de
Helena un sentimiento parecido, la bella joven sería capaz de ignorar o perdonar el
oscuro pasado del castellano. Eso no evitaba que los oscuros pensamientos en los que
imaginaba como Helena huía desconsolada, alejándose de él para siempre, volvieran
una y otra vez en cada ocasión que reunía fuerzas para compartir con ella sus
secretos.
Centrado en dichas irresolubles elucubraciones, Francisco casi tropieza con la
propia Helena, plantada delante de su tienda, con el bajo de su pálida túnica
manchado de barro y la cara semioculta por un espeso velo que no la libraba de las
curiosas miradas de los soldados cercanos.
—No te esperaba tan pronto —dijo Francisco borrando la preocupación de su
rostro para sustituirla por una amplia sonrisa—. De haberlo sabido habría ido a
buscarte. Te has llenado de barro.
—No importa —negó ella—. Tenía ganas de ver dónde te alojabas ahora que no
puedes ir a palacio, aunque, si debo ser sincera, no me tranquiliza en absoluto lo que
he visto.
—No sé por qué lo dices —replicó él con ironía—, las ratas aún no se han
quejado de mi presencia.
—A veces me pregunto si hay algún sitio en la Tierra donde no te encuentres a
gusto.
—Aquel en el que no estés tú.
Helena sonrió imperceptiblemente bajo el velo, tras lo cual se acercó a Francisco

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para susurrarle al oído que dieran un paseo. No sólo se le hundían los pies en el barro,
inundando sus pequeños zapatos con un pegajoso e incómodo limo, le incomodaban
más aún las torvas miradas de los cercanos soldados que, mientras devoraban con
ansia su esperado almuerzo, contemplaban sin recato a la joven bizantina,
comentando con sus compañeros el juego que darían a sus moderadas curvas si
tuvieran la oportunidad.
Ambos caminaron, no sin esfuerzo, fuera del lodazal y del campamento,
encaminándose sin prisa por las pobladas callejuelas sin rumbo fijo, tan sólo
buscando un rincón que les concediera alguna intimidad cerca del hervidero de
tropas, transportistas y obreros que pululaban incesantemente en las cercanías de las
murallas. Los días anteriores se encontraban en la iglesia de San Jorge, punto
intermedio entre el campamento genovés y el palacio de Blaquernas, lugar de
renacida popularidad donde numerosos griegos de las milicias al mando del
emperador se reunían para escuchar misa, proporcionando un lugar recogido y a la
vez seguro, alejado de los ojos de los soldados italianos, desesperados por la escasez
de prostitutas así como de tiempo para frecuentarlas.
—¿Cómo crees que acabará esto? —preguntó Helena con tono melancólico.
—Antes o después al sultán se le desgastarán los dientes de tanto roer la muralla
sin éxito y levantará el asedio. Sólo es cuestión de tiempo —respondió Francisco con
fingida confianza. Afortunadamente, los tremendos daños causados por los cañones
turcos los dos primeros días no eran de dominio público. Los que trabajaban en la
muralla por la noche para reparar los desperfectos y levantar una nueva empalizada
sobre los restos caídos de los muros no gozaban de una visión de conjunto que
comentar con sus vecinos, por lo que aún persistía la ilusión de la inviolabilidad de
los tres cinturones de murallas.
—No me refiero al asedio —repuso Helena—, sino a nosotros. Me pregunto qué
pasará cuando pase el peligro, ¿volverás a Castilla?
—Sin ti no.
—¿Significa eso que quieres volver y te gustaría llevarme contigo?
—Pues… no sé —dudó Francisco—. No entiendo a qué te refieres.
—Este es mi mundo —aclaró ella—, pertenezco a él, no conozco otra cosa. Sé
que no es comparable con los puertos italianos o las ciudades hispanas, pero me da
miedo dejarlo, enfrentarme a lo desconocido. Tal vez suene ridículo decirlo con un
ejército turco a las puertas, pero aquí me siento segura.
Francisco escuchó sus palabras con atención, acariciando el suave rostro de la
bizantina bajo el tupido velo, tratando de transmitir su cariño con la mirada.
—No quiero estar en otro lugar que no sea a tu lado —afirmó él—. No me
importa que sea aquí o en un prado perdido al otro lado del mundo.
Entraron en la iglesia, silenciosa tras la celebración de la liturgia. Tan sólo unos

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cuantos feligreses dispersos se arrodillaban entre los bancos de madera, dirigiendo
sus plegarias al deteriorado mosaico del Cristo Pantocrátor que llenaba el ábside
central de la cabecera, detrás del altar, cerrado por una pequeña celosía de madera
tallada. Helena plegó su velo sobre la cabeza, liberando su rostro, a la vez que se
santiguaba y realizaba una respetuosa genuflexión frente a la imponente imagen del
Señor que, a pesar de su falta de brillo y la pérdida de numerosas teselas, aún
dominaba con su majestuosidad sobre el resto de pinturas y decoraciones en las que
se representaban los apóstoles y santos en silenciosa procesión.
Se desplazaron a un lado, situándose detrás de una de las columnas que
delimitaban la nave central, separándola de las laterales, más oscuras.
—¿Qué te preocupa? —dijo él en un susurro.
—Aún no has dicho que te quedarás en Constantinopla —repuso ella con un hilo
de voz, como si temiera que tras esa pregunta llegara la confirmación de sus miedos,
como si quisiera reprimir aquel sonido que salía de su boca, para evitar deshacer sus
esperanzas.
—Quiero hacerlo, pero no depende sólo de mí.
—¿De quién si no?
—En primer lugar —comenzó Francisco con preocupación— hay que tener en
cuenta la posibilidad, remota por supuesto, de que los turcos podrían ganar la batalla.
—Ese caso no me preocupa —repuso ella mirándole directamente a los ojos,
transmitiendo una serenidad que impresionó al castellano—. Si ocurre eso moriremos
o nos esclavizarán, en cualquier caso dejaremos de ser dueños de nuestro destino.
Pero, como tú mismo has dicho, el sultán será rechazado, ¿qué te impide quedarte
después?
—No es tan sencillo —repuso Francisco bajando la mirada.
Ella tomó su cara entre las manos, obligándole con suavidad a mirarla, suplicando
con sus bellos ojos una respuesta a su pregunta, mostrando inquietud y, al mismo
tiempo, una gran firmeza que transmitía la idea de negarse a partir sin una solución.
—¿Me amas? —preguntó ella casi entre sollozos.
—No lo dudes ni por un instante —contestó él acariciando su pelo—. Es lo único
seguro que hay en mi vida.
—Entonces es sencillo, ¿qué problema puede ser más fuerte que nuestro amor?
Francisco desvió de nuevo la mirada, escapando esta vez de las manos de Helena,
volviéndose hacia la pared lateral de la iglesia, donde uno de los apóstoles, con un
libro en la mano, le miraba con sus inquisitivos ojos.
Notó como ella le abrazaba por detrás, apoyando la cabeza en su hombro.
—Sea lo que sea lo que llevas en tu interior, dímelo, por favor, no tengas secretos
conmigo.
—¿Y si yo no soy quien digo ser? —preguntó Francisco sin poder creer lo que

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decía su propia voz.
—No te entiendo —negó ella rodeándole para mirarle a los ojos—, ¿a qué te
refieres?
—Piénsalo, ¿tengo aspecto de pertenecer a la familia de un emperador? Tal vez
sólo soy un aprovechado en busca de vida fácil que utiliza los desvaríos de una
anciana para su beneficio. Puede que mi abuela no fuera más que una pobre
enajenada que construyó un mundo imaginario de príncipes y reinos perdidos para
evadirse de su propia miseria, acabando por creerse su propio cuento. ¿Qué pruebas
tengo de lo que digo? Ni yo mismo estoy seguro de ser quien aparento.
Helena se mantuvo en silencio, con los ojos abiertos de par en par, sin un solo
movimiento mientras Francisco hablaba. Cuando este terminó, situó su mano en el
pecho del castellano, notando los agitados latidos de su corazón.
—Serás aquello que sientas aquí. Dios te lo dirá a través de tu corazón. Pero sé
que alguien que rebosa nobleza, que llena de alegría y amor a los que le rodean, no
puede ser un farsante. No se puede engañar al Señor, él te hablará, sólo tienes que
pedirle consejo.
Francisco se mantuvo unos instantes en silencio, sintiendo la ligera y cálida
presión de la mano de Helena sobre su pecho, escrutando cada rincón de su hermoso
rostro para fijarlo en su mente, como si aquel instante fuera un precioso tesoro que
debiera conservar para siempre.
—¿Y si lo que me dice —comenzó con un titubeo— es que debo dejar esta
ciudad?
Helena mantuvo su mano sobre el pecho del castellano, acercándose para besarle
suavemente en los labios, después se separó, cubrió de nuevo su rostro con el velo y
susurró antes de partir.
—Entonces deberás irte.
Basilio sonrió mientras Helena pasaba a sus espaldas sin verle. Arrodillado junto
a la columna en la que ambos habían estado, observó con regocijo como Francisco,
instantes después, caminaba hasta los primeros bancos, cercanos al altar, donde se
sentó, meditabundo, buscando la inspiración divina que la bizantina le había
indicado.
El griego se levantó, clavando sus ojos en la espalda del castellano, dando tiempo
a Teófilo para que llevara a cabo su parte antes de abandonar la iglesia. Al principio
estuvo tentado de contar al noble las secretas dudas de Francisco respecto a su linaje,
pero, tras meditarlo con más cuidado, decidió mantenerse callado, esperando el
momento en que pudiera utilizar ese conocimiento con mayor provecho.
Entre tanto, Teófilo esperaba pacientemente en una calle cercana, observando la
puerta de entrada a la iglesia, fijándose en cada una de las mujeres que abandonaban
el templo, en espera de una en particular.

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Desde su puesto, acechando furtivamente a la joven Helena, Teófilo pensaba en sí
mismo como en un caballero que salva a una inocente paloma de las garras de un
lobo, un hombre capaz de violar a una doncella el día antes de pedir gentilmente la
mano de otra. Aunque, a pesar de todas las excusas, disertaciones y peroratas con las
que ese griego de ojos penetrantes y diminutos trataba de convencerle de la nobleza
de sus actos, no dejaba de incomodarle una cierta sensación de vergüenza, de estar
cometiendo un acto denigrante impropio de su rango. Por otro lado, a pesar de la
extrema cortesía y el pulcro y protocolario trato que aquel criado le dispensaba, la
idea de permitir que un simple funcionario le ayudara o, incluso, insinuara los pasos
más adecuados a seguir en esa situación le enfurecía, preguntándose con insistencia si
no sería más adecuado plantar cara a Francisco, en lugar de realizar interminables
rodeos en pro de mantener una ficticia concordia entre los miembros de la familia
imperial.
Sus disquisiciones acabaron en el momento en que vio como Helena aparecía en
la oscura puerta de la iglesia, tapada por un velo, aunque reconocible por su larga
túnica de color claro, y se encaminó con paso lento en dirección al palacio imperial.
Teófilo esperó prudentemente antes de seguirla calle arriba, comprobando que
Francisco no abandonaba el templo. Después se encaminó con rapidez aunque sin
correr, detrás de la joven. Ante las callejuelas que daban acceso al barrio de
Blaquernas, dudó por un instante por cuál de ellas continuar, temeroso de no alcanzar
a la griega antes de que atravesara las puertas del palacio, donde ya no sería posible
su encuentro sin que alguien pudiera reconocerlos. Se adentró por una de ellas al azar,
corriendo sin disimulo entre los viandantes hasta visualizar a Helena a unos metros,
en la empedrada calle que conducía a San Salvador de Chora. Se acercó a ella con
calma y la cogió del brazo con suavidad.
—¿Puedo hablar contigo? —preguntó cuando la joven se volvió sorprendida al
sentir que la sujetaban.
—Sí, por supuesto —asintió Helena con voz insegura—. ¿Ocurre algo?
—Vamos a un sitio más tranquilo —respondió él sin soltar su brazo, señalando
con un gesto el pórtico delantero de una casa abandonada en esa misma calle.
Helena se dejó conducir por Teófilo, aún sorprendida por cómo la había abordado
y sin imaginar la posible razón de ese extraño comportamiento en el primo del
emperador. Cuando alcanzaron la cobertura del soportal, a salvo de la mayoría de las
miradas de los que transitaban la estrecha calle, se mantuvo en silencio, aún con el
velo sobre la cara, esperando las palabras del noble.
—Últimamente pasas mucho tiempo con Francisco —comentó Teófilo.
—Así es —confirmó Helena sin entender nada—. El secretario imperial me ha
encargado su instrucción en el protocolo de la corte.
—No hace falta que ocultes la verdad, sé que sois amantes.

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—¿Cómo decís? —dijo ella boquiabierta.
—Hay ciertas cosas que ignoras de tu amado galán —prosiguió Teófilo con
indiferencia—. No es tan noble y amable como se empeña en aparentar.
—No entiendo nada de esto —negó ella moviendo la cabeza—, ¿a qué os referís?
—No eres la única de cuyos favores ha gozado desde que llegó, aunque supongo
que sí la primera que se los entrega por voluntad propia.
—Yo no… —comenzó ella a punto de deshacerse en lágrimas, sin poder creer lo
que Teófilo acababa de decir, negando que sus oídos pudieran haber escuchado esas
palabras.
—Sé que es doloroso, pero tenía que ponerte sobre aviso. Tú trabajas con
Yasmine, tal vez a ti te cuente lo que le hizo ese salvaje.
Helena sintió que la cabeza le daba vueltas. Se apoyó en una de las desgastadas
columnas de piedra del pórtico buscando un soporte en el que reclinarse para evitar
que sus temblorosas rodillas cedieran. Notaba como su estómago se encogía al
tiempo que los latidos de su corazón se intensificaban, retumbando en su interior
como campanas que repican.
No podía ser cierto, se decía a sí misma, no podía creerlo, Francisco nunca haría
eso, era un caballero. Acababa de confiarle sus dudas sobre su identidad, es cierto,
pero ella, en el poco tiempo que llevaban juntos, podía sentir su bondad, su alegría
interior y su amor.
—¿Estás bien? —preguntó Teófilo al ver que la joven vacilaba, aumentando el
ritmo de su respiración.
—Mentís —dijo ella secamente.
—Helena…
—¡Mentís!, ¡mentís! —repitió ella a la vez que le golpeaba el pecho con los
puños, descargando su ira y sus lágrimas al mismo tiempo.
—¡Tranquilízate!
Teófilo, indiferente a los débiles golpes de la joven, trató de agarrar sus brazos.
En ese momento, con un grito, mezcla de furia y desconsuelo, Helena se separó de él,
corriendo fuera del pórtico calle abajo, sin dirección fija, tratando de huir del noble
tanto como de sus venenosas palabras. Teófilo permaneció en la calle, observado por
un grupo de soldados latinos, que sonreían burlones ante lo que pensaban sería una
escena de amante despechada.
Basilio apareció por detrás del bizantino, como por ensalmo, con una gran sonrisa
y actitud servil.
—Debería ir tras ella —comentó Teófilo con preocupación—. No sé si esto ha
sido una buena idea.
—Vos sois un noble —afirmó Basilio con voz melosa, ocultando su rostro ante la
mirada de Teófilo, que parecía culparle con los ojos del dolor que había provocado en

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Helena—. Un hombre de honor no podía hacer otra cosa que advertir a una dama del
peligro y protegerla. El daño que puedan causar vuestras justas palabras en su
corazón no es más que un pequeño precio comparado con el sufrimiento que habría
llegado después.
—Es cierto —afirmó Teófilo sin mucha convicción, tratando de deshacerse del
sentimiento de culpa que le acongojaba cuando recordaba los desgarradores sollozos
de la joven—, pero no dejo de preguntarme si no existía otra forma de actuar.
—Las actuaciones taimadas son impropias de vuestra categoría, mi señor, vos
debéis afrontar una situación con valor y dignidad, tal como acabáis de hacer.
Cualquier daño infligido no es culpa vuestra, sino de ese ladino castellano.
Teófilo asintió con la cabeza, aceptando las palabras del convincente Basilio para
limpiar su alma de aquella oscura sensación. Él era el primo del emperador, un
Paleólogo, y, por tanto, consideraba su deber cuidar de los suyos en contra de quien
se había confirmado como uno de los más arteros personajes que hubiera conocido.
Seguía sin entender por qué no podía darle muerte, como era su deseo, pero al menos
tenía el consuelo de saber que, tal y como insistía aquel servicial criado, actuaba
correctamente.
—¿Me habrá creído? —comentó finalmente Teófilo, sin dirigir la pregunta a
nadie en particular.
—La semilla está sembrada —replicó Basilio ocultando una sonrisa—, sólo
hemos de esperar a que fructifique.
Mientras tanto, Helena, perdido el velo en la ciega carrera, se detenía finalmente,
exhausta, cerca de San Salvador de Chora, sentándose en uno de los escalones que
daban acceso al nártex principal de la iglesia, con la cara entre las manos, sollozando
desconsoladamente.
No podía creerlo, pero ¿qué interés tendría el primo del emperador en difundir
una mentira semejante? Yasmine conocía la relación que mantenía con Francisco y, la
ahora confusa bizantina, no creía haber escuchado en sus conversaciones queja
alguna contra él. Sin embargo, ¿era alguna de sus referencias un oculto aviso? ¿Acaso
no huyó en cuanto Helena trató con ella el tema sentimental? y, sobre todo, ¿quién la
había golpeado? Resultaba ridículo pensar que una persona como Francisco pudiera
ser capaz de violar salvajemente a una joven, y, por otro lado, Teófilo daba por seguro
que eran amantes cuando aún ella no había yacido con el castellano, lo cual
significaba que su información no era fiel, podía equivocarse. Sí, se dijo, tenía que
ser una equivocación; sin embargo, rezó desesperada a Dios, suplicando con toda su
fe, mientras un torrente de lágrimas corría por sus mejillas, que aquello no fuera más
que una broma cruel y pasajera y que el Señor no hubiera despertado en ella tan
ardorosa pasión, para entregarla en los brazos equivocados.

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2
El amanecer del doce de abril trajo a la sitiada ciudad una horrorosa visión que sería
reflejo de lo que se podía esperar en el caso de que la urbe fuera sometida por las
tropas del sultán.
Sobre una de las colinas, frente a las bombardas y cañones del ejército musulmán,
ya de regreso y colocadas en sus posiciones de asedio, seis docenas de hombres, aún
vestidos con los rasgados jirones de los uniformes bizantinos, aparecían empalados
en largas estacas, con los ensangrentados cuerpos retorcidos en una final mueca de
dolor. Muchos de los que subieron a las murallas a observar con sus propios ojos tan
macabra muestra de crueldad, dieron gracias a Dios por la distancia que separaba las
líneas turcas de la ciudad, dado que impedía distinguir las desencajadas caras de los
caídos, cuyos rostros reflejaban, con toda su crudeza, el intenso sufrimiento que les
llevó a la muerte.
Como acertadamente habían imaginado algunos de los jefes militares genoveses,
el sultán había destacado dos pequeños cuerpos de tropas para ocupar sendas
fortificaciones griegas a ambos lados de Constantinopla, enclaves exteriores con
escaso número de defensores, pero con capacidad para cortar, mediante rápidos
golpes de mano, las líneas de suministro y comunicaciones del ejército turco. A su
vez, habían supuesto un buen entrenamiento para los artilleros, facilitando la
experimentación de nuevas tácticas de tiro.
Con muchos de los ciudadanos y curiosos aún sobre las almenas de la muralla
interior, el gran cañón, cuya terrible voz ya temían los bizantinos, rugió de nuevo su
grito de muerte, disparando media tonelada de piedra sobre los muros exteriores de la
ciudad, seguido, sin que los ecos de su tronar se hubieran apagado, por una descarga
cerrada de todos los cañones emplazados por los turcos.
El estruendo de las explosiones, el rugido de las densas balas cuando atravesaban
el agrio y pestilente humo para impactar finalmente sobre los ya resquebrajados
muros y el temblor que seguía a los tremendos golpes con los que la muralla era
sacudida aterraron a soldados y civiles, que, en su interior, comprendieron que ya no
habría día en que dejaran de escuchar ese demoledor quejido con el que
Constantinopla gritaba de dolor cuando sus milenarias defensas eran perforadas por
las balas de sus enemigos. El humo acre y el olor a azufre perseguirían a los
asustados habitantes hasta la victoria o el desastre final; incluso aquellos que poco
tiempo antes defendían con entusiasmo que los turcos se estaban retirando, ahora se
santiguaban, rezando con desesperación, para suplicar al Señor todopoderoso la
gracia de sobrevivir a tan dura prueba.
Mahomet, tras la exitosa toma de los dos enclaves cercanos, había reunido de
nuevo a su potente ejército para, con incuestionable decisión, retomar el asedio de la

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ciudad con la que soñaba desde que tenía uso de razón. La sorpresa y la ira por el
titánico esfuerzo bizantino empleado en reconstruir la muralla, justo la noche antes de
su asalto, a los dos días de comenzar el sitio, se había tornado en la mente del sultán
en fuente inagotable de determinación y voluntad de victoria. En aquella pugna, el
joven dirigente arriesgaba todo, trono, reputación e incluso la vida, pues no dudaba
de que a su lado revoloteaban muchos aduladores que, como negros buitres
disfrazados de seda y joyas, esperaban con sus falsas sonrisas y tibios halagos que
aquel jovenzuelo tropezara estrepitosamente para poder clavar sus garras en la corona
turca.
Los pocos días de tregua habían servido para fijar algunas ideas que, con inusual
madurez, Mahomet reconocía haber pasado por alto en su impulsiva emoción por
tomar la ciudad. El vago plan de acumular pacientemente la fuerza de su imperio,
demoler las murallas con sus cañones y asaltar las defensas con su arrolladora
superioridad numérica se había mostrado, a todas luces, demasiado simple para
erosionar la voluntad de Bizancio por prevalecer. Con el recuerdo de su fracaso la
primera vez que accedió al trono, a los doce años, aún presente, había calmado su
agitado ánimo para, con tiempo y paciencia, detallar una calculada estrategia con la
que obtener su objetivo.
Las líneas maestras de su plan pasaban por un punto principal. En los anteriores
asedios a los que se había visto sometida Constantinopla, no sólo por parte de los
turcos, sino desde hacía siglos, la gran baza de Bizancio para derrotar a todos sus
oponentes se jugaba en el mar. El control que la flota bizantina ejercía sobre las
aguas, gracias a su pasada superioridad numérica y táctica, lograda mediante el
excelente uso que sus almirantes hacían del secreto fuego griego, otorgaba la ventaja
fundamental de aprovisionar la ciudad, impidiendo su caída por medio del hambre,
así como liberaba a los defensores de tener que guarnicionar los flancos de la capital,
permitiendo su concentración en la poderosa triple muralla que defendía el lado
terrestre del triángulo en el que se encuadraba la ciudad. Tan sólo el asalto de los
cruzados, superiores en el mar, había tenido éxito. La débil muralla que defendía el
acceso desde el interior del Cuerno de Oro era el punto por el que los ambiciosos
latinos habían conseguido penetrar, tras prolongada y heroica lucha con la guardia
varenga, en la entonces riquísima Constantinopla. Por todo ello, Mahomet tenía claro
que su flota debía jugar un papel fundamental en el asedio, no sólo evitando la
llegada de víveres, sino forzando la entrada en el Cuerno de Oro a través de la sólida
cadena y la decena de galeras que protegían su embocadura para amenazar ese tramo
de murallas, ahora desprotegido.
Esa era la principal razón por la que Mahomet se encontraba a lomos de su
caballo junto al mar, en el extremo del flanco derecho de su línea de combate,
observando con seriedad cómo su flota, acompañada de gran estruendo de trompas,

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tambores y címbalos, enfilaba en orden de batalla la entrada al Cuerno de Oro, cuya
cadena defendían en perfecta formación diez galeras, cuyos tripulantes se
apresuraban sobre la cubierta hacia sus posiciones dispuestos a rechazar el ataque.
En mitad del puente de la galera otomana que enarbolaba las rojas insignias de la
comandancia de la flota, Suleyman Balta Oghe se ajustaba el ceñido chaleco de
cuero, recubierto con innumerables placas de brillante metal. Las correas de unión
entre el peto y el espaldar casi impedían respirar con normalidad, y el almirante de la
flota turca no quería boquear como un desesperado en busca de aire al primer
esfuerzo. Gran parte de su recién ganada reputación se basaba en su arrojo e
incontenible denuedo en la batalla. Sus hombres podían confundir una respiración
agitada por la presión de la armadura con nerviosismo o miedo, algo que Balta Oghe
no permitiría, aun a costa de combatir desnudo si era necesario.
Hijo de un aristócrata búlgaro, fue capturado por los turcos en una escaramuza,
aunque pronto comprendió las ventajas de aceptar el islam, renegando del
cristianismo para enrolarse en las filas de los Kapi Kulu, e impresionando al aún
joven Mahomet con su excepcional desenvolvimiento como embajador ante Hungría,
así como su feroz ataque contra la isla genovesa de Lesbos. Tales méritos, sumados a
la amistad del sultán, le habían elevado al rango de Kapudan Pasha, comandante de
la renovada flota turca.
Sin embargo, ahora observaba entre el ensordecedor ruido la multitud de barcos
de guerra que avanzaban, con una mezcla de excitación y temor. A la ya conocida
sensación de euforia que le inundaba en cuanto se abría ante él la posibilidad de un
combate, se unía, por primera vez en su carrera, un prudente recelo ante la batalla
naval que se avecinaba.
Mientras el sultán disparaba sus primeras salvas contra las espesas murallas de
Constantinopla, Balta Oghe había conducido gran parte de sus navíos, a la espera de
la llegada de los de mayor calado, contra las cercanas islas Príncipes. Allí, una
treintena de soldados bizantinos atrincherados en una antigua torre, había mantenido
en jaque a sus tropas durante dos días. Los cañones transportados por los barcos se
habían mostrado ineficaces contra los muros, y sus inexpertos marinos no fueron
capaces de superar la ventaja que la altura concedía a los defensores. Tan sólo
amontonando broza contra la base de las murallas y prendiéndole fuego fue capaz de
derrotar a los tercos bizantinos, que pagaron con la vida su tenaz defensa.
Una vez de vuelta a la zona de asedio, con los refuerzos recién llegados del mar
Negro, Mahomet había ordenado a su almirante atravesar inmediatamente las
defensas cristianas y romper la cadena que cerraba el acceso al Cuerno de Oro. El
sultán, a pesar del interés con el que atendía su flota, era poco entendido en las
técnicas navales, por lo que confiaba en la fuerza del número y la selección de los
capitanes. No comprendía que la mayor experiencia de los marinos cristianos y la

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superior calidad de sus barcos de guerra podían equilibrar la balanza. La flota turca se
componía de barcos antiguos, remozados y recalafateados, así como de un buen
número de nuevas adquisiciones, construidas con urgencia en los astilleros del Egeo,
pero, en general, eran inferiores a sus homólogos cristianos.
Para tratar de superar esos inconvenientes, el plan de ataque elaborado por Balta
Oghe incluía una sofisticada estrategia de oleadas, en las que se sucederían las
formaciones de barcos para aportar tropas frescas a la lucha, extenuando a los
italianos que manejaban las galeras. Sin embargo, bastaba una mirada desde el puente
de su navío para comprobar que sus marinos, reclutados a toda prisa para el asedio,
estaban más concentrados en aporrear los tambores que en mantener la formación.
—Vuelve a comunicar al grupo de cabeza la orden de mantener la formación —
gritó a su capitán—. Esos estúpidos se están desorganizando, acabarán por
entorpecerse unos a otros.
Con creciente enojo, el almirante turco observaba como los inicialmente
alineados grupos de fustas y parandarias se entremezclaban cada vez más, enredando
sus remos, en un caótico intento por ser los primeros en alcanzar las filas de los
cristianos.
Mientras Balta Oghe trataba de transmitir órdenes a los navíos más cercanos para
rehacer las desorganizadas formaciones, sobre los barcos cristianos, Alviso Diedo,
veneciano al mando de la flota, observaba la torpe maniobra casi sin poder creer lo
que veían sus ojos. La entrada del brazo de mar era lo suficientemente estrecha para
que un puñado de galeras extendieran una delgada línea de un lado a otro,
invalidando la superioridad numérica de los turcos, al impedir que todas sus naves
atacaran al tiempo. Lo único que podía hacer tal multitud de velas, remos y cascos era
formar un tremendo tapón.
—Muchos bríos traen esos —indicó el ingeniero Bartolomeo Soligo, de pie al
lado del comandante veneciano—, pero me temo que malgastan sus fuerzas
golpeando el tambor.
—Nosotros no disponemos de instrumentos musicales —replicó Alviso Diedo—.
Tendrán que conformarse con la bienvenida de nuestras catapultas. Ya están a tiro,
enviadles una buena andanada.
Soligo asintió con la cabeza al tiempo que hacía una seña para que, sobre el
mástil principal del barco, se elevara una pequeña bandera roja. En cuanto alcanzó
ondeando la mitad del palo, todas las catapultas de los barcos italianos soltaron su
mortal carga, a falta de cañones, cuyo uso en los combates navales por parte de los
venecianos se había mostrado claramente ineficaz, dada la dificultad de su manejo en
los estrechos puentes de las galeras y su enorme peso si se querían incluir artefactos
de grueso calibre, los únicos capaces de dañar seriamente un barco de guerra.
Los proyectiles arrojados por los italianos, a pesar de su certera puntería,

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causaron poco daño en las nutridas filas turcas pero, para desesperación de Balta
Oghe, deshicieron los pocos restos de organización que aún mantenían las líneas
musulmanas. Las rápidas fustas, como si el ataque hubiera sido la señal de partida
para una loca carrera, se abalanzaron sin orden ni concierto sobre los grandes navíos
cristianos, tratando de alcanzar, con la mayor rapidez posible, la distancia de abordaje
para avasallar por la fuerza de su número a los defensores.
—No les ha gustado el saludo —comentó el veneciano con ironía—. En cuanto se
aproximen un poco más nos devolverán las atenciones.
—Aún se encuentran un poco lejos —afirmó Soligo—, pero podemos dar mano
libre a los arqueros.
—No, que se mantengan a cubierto, quiero tenerlos más cerca, dejaremos que
alcancen nuestras líneas y se enzarcen, después atraparemos a los más intrépidos
contra la cadena para eliminarlos uno por uno. ¿Ha llegado ya la respuesta del
megaduque?
—El bote se acerca a toda la velocidad que le permiten sus remos. Espero que ese
bizantino estirado haga honor a su título y nos mande refuerzos a tiempo.
A un centenar de metros de su objetivo, los arqueros turcos de la primera línea de
barcos arrojaron una intensa lluvia de flechas sobre los navíos latinos, aún anclados
junto a la gruesa cadena, obligando a los dos comandantes a refugiarse tras uno de los
palos. Tras el punzante ataque, los primeros bajeles se apresuraron a aproximarse, no
sin antes recibir una rotunda respuesta por parte de las catapultas, manejadas con
increíble precisión por los marineros italianos.
Al producirse el contacto, la estruendosa música de los turcos se acalló, dando
paso a los gritos y chillidos de los soldados, el entrechocar y crujir de la madera y el
sonoro golpeteo de los remos al hender el agua. Los turcos arrojaron teas ardientes
sobre las cubiertas de sus enemigos, al tiempo que intentaban, con hachas y grandes
cuchillos, cortar las gruesas maromas de las anclas que fijaban los navíos cristianos
junto a la cadena, atrayéndolas con ganchos y rezones.
Durante los primeros confusos momentos, Balta Oghe, incapaz de alcanzar la
primera línea por culpa del atasco formado por sus propios barcos, creyó observar un
atisbo de flaqueza entre las filas enemigas, sólo un espejismo, pues tras las dudas
iniciales, los marineros latinos organizaron grupos armados de cubos para apagar los
incipientes fuegos mientras sus arqueros, gozando de la ventaja que les concedía la
mayor altura de sus bordas, asaeteaban a placer a los cercanos turcos que intentaban
cortar las cuerdas de las anclas.
El almirante turco profería a gritos continuas órdenes, intercaladas con insultos en
búlgaro, tratando de deshacer el denso tapón que sus propios barcos, llevados por el
entusiasmo, estaban provocando en la entrada del Cuerno de Oro. Mientras tanto, a
bordo de una de las galeras italianas, Alviso Diedo comprobaba como los barcos que

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encabezaban la numerosa flota otomana, empujados por los ímpetus de los que les
seguían y sin dejar de combatir, con gran desventaja, con las altas galeras italianas,
empezaban a entremezclarse peligrosamente con sus enemigos.
—Ya están donde los queríamos —gritó el veneciano mientras comprobaba de un
vistazo como se acercaban los refuerzos bizantinos desde el puerto—. ¡Levad anclas!,
dad la señal de maniobrar, aislaremos algunas de esas fustas entre nuestros barcos y
la cadena. Así serán presa fácil para los refuerzos del megaduque Notaras.
Con expertas y precisas órdenes, Alviso Diedo comandó su barco para, en un
redoblado esfuerzo contra la maraña de pequeños bajeles que les cercaban, mover su
galera a la par que las más cercanas, tratando de envolver a algunas de las pequeñas
fustas musulmanas, separándolas del núcleo central de la flota turca. Los marineros,
desdeñando las jabalinas y flechas que volaban con aviesa intención de un barco a
otro, ocupaban sus puestos, cubiertos de la mejor manera posible por los arqueros y
soldados cargados a bordo, para iniciar las maniobras, mientras los turcos, haciendo
gala de un temerario desdén hacia el peligro, trataban de asaltar las bordas de los
buques latinos.
—¡Malditos estúpidos! —comentó Balta Oghe, observando impotente la hábil
maniobra de los italianos, incapaz de hacer valer cualquiera de los movimientos que
ordenaba a sus formaciones—. ¿Acaso están ciegos? Van a meterse de cabeza en una
ratonera.
Su segundo, que hasta ese momento se había mantenido callado a su lado, como
si toda aquella algarabía no tuviera nada que ver con él, le miró con cierta
indiferencia.
—Nuestra flota es muy superior, podemos permitirnos perder unos pocos barcos.
Balta Oghe miró al oficial con estupor, preguntándose quién habría dado el puesto
a semejante inepto, sólo para recordar, segundos después, que fue él mismo quien le
ascendió al mando a cambio de una jugosa compensación económica. Añorando los
pasados tiempos, cuando era gobernador de Gallípoli, el almirante emitió un hondo
suspiro, dejando caer los hombros.
—Da la orden de retirada.
El oficial le miró de reojo, enarcando altivamente una ceja, antes de ejecutar el
mandato de su superior, mientras este se retiraba de la cubierta despojándose de la
inútil protección de su armadura.

El sultán, desde su posición en la costa, contemplaba la precipitada retirada de su


flota con una mezcla de ira y desesperación. A pesar de la ingente cantidad de
recursos invertidos en la construcción de la armada y del esmero con el que había
elegido personalmente a la mayoría de los oficiales de la misma, se mostraba
claramente ineficaz contra un puñado de barcos latinos. Tal vez Balta Oghe tuviera
razón y la mayor experiencia de los italianos en los combates navales fuera suficiente

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para compensar su tremenda desventaja numérica, aunque, en realidad, a Mahomet
no le importaba demasiado la causa. El penoso espectáculo ofrecido por su flota
frente a la cadena que cerraba el Cuerno de Oro no dejaba mucho espacio a la
esperanza de que fuera capaz de forzar la entrada en el brazo de mar.
Era evidente que, con el tiempo, sus marinos se formarían, ganarían experiencia y
alcanzarían un nivel semejante al de sus contrincantes pero, como Chalil procuraba
recordarle siempre que podía, a diferencia de otros asedios, el tiempo no jugaba a
favor del atacante. Sus espías en Venecia daban parte puntualmente de todas las
reuniones del consejo, por lo que toda la cúpula del mando turco ya conocía la
intención de la ciudad de los canales de enviar una escuadra en ayuda de
Constantinopla. Los venecianos eran los mejores marinos de su tiempo. Si su flota no
podía hacer valer su abrumadora superioridad contra una decena de barcos de otras
tantas nacionalidades, ¿serían capaces de frenar las galeras de la reina de los mares?
La respuesta era desconsoladora. Ahora que los venecianos habían vencido sus
miedos a perder sus lucrativas relaciones comerciales con el Imperio turco,
decidiéndose por la intervención armada, la única ventaja de la que disfrutaba el
sultán era la lentitud de la burocracia veneciana y la dispersión de su flota, que le
proporcionarían dos o tres meses de tranquilidad antes de que las banderas del león
alado de San Marcos pusieran fin a su control naval de los estrechos y, por tanto,
permitieran el abastecimiento de hombres y suministros de la ciudad, acabando con
cualquier intento de tomarla.
Distraído aún con la descorazonadora vista que procuraban los más de cien
bajeles, tropezando unos con otros en una torpe retirada, a la cual le habrían bastado a
Bizancio dos docenas de barcos para convertir en desastre, Mahomet cambió su
ceñuda expresión por otra más relajada, acariciando su nariz aguileña mientras sus
ojos se clavaban en el horizonte, perdidos entre el bosque de mástiles, velas y remos
sin fijarse ya en ellos. Durante la refriega, había tenido la idea de colocar algunos
cañones al otro lado de la ciudad de Pera, tratando de aprovechar la mayor altura de
sus colinas sobre los muros para hacer fuego con mejor ángulo contra los barcos
cristianos que protegían la cadena. Sin embargo, ahora se abría paso en su mente una
idea mucho más arriesgada, algo que, tras la derrota, se mostraba como la mejor
opción para conseguir romper el bloqueo que esa maldita cadena causaba sobre el
Cuerno de Oro.
—Ese cobarde se retira —dijo Zaragos Pasha cuando alcanzó al sultán con la
visible intención de verter todo tipo de injurias sobre el almirante de la flota turca—.
Esto confirma que no es la persona adecuada para el puesto.
Mahomet se volvió hacia su general, sin poder precisar si la furia que se
despertaba en su interior era consecuencia de la pérdida de la batalla o, por el
contrario, se debía a la insolencia de Zaragos, el cual no había dejado de desaprobar

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sutilmente el nombramiento de Balta Oghe como comandante de la flota, un puesto
que aspiraba a conceder a uno de sus protegidos.
Como forma de afianzar su posición, el joven sultán había fomentado
inicialmente las rencillas entre los distintos grupos de poder que componían la corte,
aunque, ya asentado en el trono, comenzaba a sufrir los efectos de su propia política,
situándose en medio de las conjuras palaciegas y las taimadas luchas entre los más
poderosos.
—Volveremos a intentarlo pasado mañana —afirmó Zaragos con más delicadeza,
asustado por la inquisitiva mirada del sultán.
—No —repuso Mahomet volviendo su atención a la desorganizada retirada—, la
posición de los cristianos es buena, al menos en eso Balta Oghe tenía razón, no
podemos rodearles, lo que invalida nuestra ventaja numérica. Por ahora realizaremos
amagos, salidas en falso para socavar la moral de nuestros enemigos, obligándoles a
mantenerse continuamente armados y alerta. Usaremos los cañones para hundir sus
barcos. Haz llamar a Urban, tengo trabajo para él.
—Vuestros deseos son órdenes, majestad —repuso Zaragos con una respetuosa
reverencia, partiendo inmediatamente en busca del ingeniero húngaro.
El sultán permaneció al lado del mar, dirigiendo su mirada ora hacia las naves,
ora hacia los muros de la ciudad asediada, preguntándose si Alá le tenía reservada la
victoria o, por el contrario, le esperaba la amargura de la humillación y la derrota. Ya
que nada saben los hombres de las predisposiciones del Todopoderoso, Mahomet no
podía sino conservar la fe y redoblar sus esfuerzos.
Los cañones más cercanos rugieron con fuerza, expulsando junto con las balas
una gran nube de humo grisáceo que, llevada por el viento, envolvió al sultán,
inundando su olfato de salitre, oscureciendo durante unos instantes la visión de
Constantinopla, alejándola entre oscuros jirones de la vista de Mahomet. Éste alargó
la mano entre el humo, como si intentara tomar las innumerables cúpulas de sus
iglesias a través de una espesa niebla.
—Tal vez sea el momento de probar esas defensas.
Nadie se encontraba lo bastante cerca como para escuchar sus palabras, que se
fueron flotando entre el humo, disipándose poco a poco mecidas por la brisa del mar.

Las innumerables gemas engarzadas en el vestido refulgían con cada rayo de sol
que atravesaba la ventana acristalada, mientras Helena examinaba los finos bordados
de oro y plata que ribeteaban las figuras, con las que se adornaba la púrpura destinada
a la futura emperatriz.
Una de sus principales funciones como protovestiaria consistía en el cuidado de
la riquísima vestimenta mostrada por la basilisa en los protocolarios actos de la corte
bizantina. Cada semana debía repasar sus costuras, engarces y terminaciones,
comprobando que cada preciada perla se mantenía en su sitio correcto, que el hilo de

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los bordados no se deshilachaba o que la tela no formaba parte de la dieta de algún
molesto insecto.
La rutinaria inspección sobre aquellas lujosas prendas, parte del poco boato que
aún lucía Constantinopla, se encargaba, por razones obvias, a una persona de
confianza, normalmente a un familiar del emperador. Por eso Helena siempre había
considerado un gran honor y un privilegio disfrutar de semejante posición dentro de
la estructura de la corte, prebenda pagada con un infinito esmero y matemática
precisión en la realización de dichas labores. Sin embargo, le resultaba imposible fijar
su atención en la resplandeciente túnica. Con cada destello de una de las joyas que
cubrían la ancha banda central desde el cuello al borde inferior, aparecían en su
mente horribles imágenes de Francisco atacando a Yasmine.
Con los ojos enrojecidos por el llanto y la falta de sueño, antes del alba se
encontraba ya en las estancias de la que sería esposa del emperador, tratando
inútilmente de ocupar su cabeza con los trabajos más mecánicos y repetitivos,
extrayendo ropajes y velos de cada arcón para volverlos a plegar con esmerado ritual,
dejándolos de nuevo en su sitio. Todo en vano. Las palabras de Teófilo seguían
resonando en sus oídos, como un veneno ponzoñoso que se va ramificando en su
cuerpo tras una mordedura. Si surgía un pensamiento de rechazo, impulsando razones
que invalidaran las tétricas historias contadas por el primo del emperador, bastaba un
instante para que nuevas dudas y preguntas asaltaran a la desdichada joven, que no
paraba de rezar mientras esperaba la llegada de la turca, tratando de aclarar en su
interior cómo sonsacar la verdad a la joven esclava.
—Hoy os habéis levantado muy pronto.
La voz a su espalda sobresaltó a Helena, que a punto estuvo de dejar escapar un
grito. Inmersa como estaba en sus oscuras divagaciones, no había sido capaz de
escuchar la llegada de Yasmine, que la observaba desde el umbral de la habitación,
con aquellos ojos marrones que, esa mañana, aparecían ante la bizantina como una
temible caja de Pandora.
—¿Os ocurre algo? —preguntó la esclava al ver el desfavorecido aspecto de su
ama—. No tenéis buen aspecto.
—No he dormido nada —se disculpó Helena forzando una tímida sonrisa—, los
cañonazos me crispan los nervios, supongo que no esperaba que volvieran a
golpearnos tan pronto.
—Mi pueblo es perseverante, no se irá tan fácilmente.
—Supongo que a veces desearás que derriben la muralla y entren en la ciudad —
comentó Helena sin saber muy bien cómo enfocar la conversación—. A fin de
cuentas, son los tuyos, te liberarían.
—Las ciudades que no se rinden son saqueadas —afirmó Yasmine tajantemente
—. Los soldados en busca de botín no preguntan a las mujeres jóvenes si son libres o

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esclavas, griegas o turcas, no es algo que les preocupe. No, no tengo interés en ver
como una turba de bashi-bazuks ansiosos por cobrarse una pieza entra en mis
aposentos.
—Debe de ser algo horrible, no puedo ni imaginar lo que debe de sufrir una mujer
expuesta a tal vejación. Rezo a Dios todos los días para que nos libre de ello.
La turca permaneció en silencio, con sus bellos ojos fijos en el rostro de Helena,
sin trasmitir ningún tipo de emoción, sin un solo atisbo que diera pie a la bizantina a
intuir si la esclava había pasado ya por un trance parecido. Desesperada por descubrir
la verdad, Helena se decidió a hablar sin tapujos.
—Sé quién te atacó —dijo con firmeza—. Debía haberme dado cuenta de que tu
silencio no era sino temor ante la identidad del agresor. Pensarás que una esclava no
puede hacer nada contra un familiar del emperador.
Por un instante, Yasmine mudó su inescrutable rostro, dejando traslucir durante
un segundo una ligera expresión de sorpresa, lo suficiente para que Helena se diera
cuenta.
—¿Quién os ha dicho tal cosa? —preguntó la turca, una vez recuperada su
habitual compostura.
—Eso no importa —respondió Helena aguantando las lágrimas al pensar que la
esclava confirmaba sus sospechas—, sólo me gustaría saber por qué no me lo dijiste.
—¿Y qué importancia habría tenido? Hay un ejército a las puertas de la ciudad, a
nadie le interesa lo que le ocurra a una esclava.
—A mí me interesa, podías haber confiado en mí. Me siento como una estúpida.
Yasmine bajó la mirada, apoyándose en el estrecho marco de madera de la puerta
mientras Helena se sentaba sobre la cama, entrelazando sus manos para evitar que se
notara el temblor que la atenazaba.
—Tenéis razón —admitió la esclava con un suspiro—, sé que habríais querido
ayudarme. Si aún deseáis hacerlo, prometedme guardar el secreto.
—¡Cómo! —repuso Helena—. ¿Porqué? Debería decírselo al secretario imperial,
él puede hacerse cargo de la situación.
—¡No! —gritó Yasmine, clavando una afilada mirada en la bizantina, temerosa
de que una investigación pudiera descubrir algo mucho peor para ella que una simple
bofetada. Sin embargo, al instante respiró profundamente y se calmó, dulcificando su
expresión. Se sentó con suavidad al lado de Helena, posando las manos sobre las
suyas—. El pasado está olvidado, permitid que mantenga mi silencio, tal vez es lo
único que como esclava no pueden arrebatarme.
Helena miró a la turca a los ojos, mientras una lágrima escapaba por su mejilla.
—No diré nada —afirmó al fin.
Yasmine sonrió, enjugando delicadamente la cara de Helena con su mano,
musitando un inaudible «gracias» antes de levantarse despacio y abandonar la

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habitación, dejando atrás a una mujer con el corazón destrozado, convencida de que
el amor de su vida era el responsable del más execrable acto que un hombre pudiera
cometer.
—La protovestiaria desea veros.
Sfrantzés alzó la cabeza de entre la montaña de papeles que abarrotaban el
escritorio de su habitación, sorprendido de ver al joven criado asomando la cabeza
por la puerta entreabierta.
—Creo haber dicho que no me molestaran —repuso el secretario imperial con
seriedad.
—Lo sé, mi señor, y así se lo he comentado, pero insiste en que se trata de un
asunto urgente y se niega a volver más tarde.
Sfrantzés se dejó caer hacia atrás con un prolongado suspiro, en precario
equilibrio sobre la silla sin respaldo, al tiempo que elevaba la cabeza mientras
escuchaba como las doloridas vértebras de su columna crujían al recolocarse tras
interminables horas encorvado sobre los informes de los almacenes de la ciudad.
Recuperó la posición erguida y se levantó dejando escapar un lastimero quejido,
pensando que desde su última reunión, cuando descubrió que Helena se había
enamorado de Francisco y por tanto ya no podía fiarse de sus informaciones, no la
había vuelto a ver. Tal vez una pequeña charla con la agradable joven supusiera un
oportuno descanso entre las interminables listas de existencias de grano, harina,
pescado en salazón y carne en adobo.
—Hazla pasar.
El servicial funcionario desapareció durante un instante, antes de abrir la puerta
dejando entrar a la habitación a una pálida Helena.
—Tienes mal aspecto —comentó el secretario al ver a la joven, acercándose para
coger su brazo y aproximarla con delicadeza hasta un cómodo asiento en un lado de
la estancia—. ¿Te encuentras bien? Puedo ofrecerte un poco de vino o mandar al
servicio a por una infusión.
—Muchas gracias, señor secretario, no hará falta —respondió Helena con voz
débil—. Tan sólo me encuentro cansada.
Sfrantzés se agachó para escucharla, aunque un doloroso chasquido procedente de
su maltrecha espalda le obligó a aproximar una silla y sentarse frente a la joven.
—Dime, ¿qué es eso tan urgente que necesitas decirme?
—Quiero ser relevada de mi función de paidagogos del primo del emperador.
El secretario imperial se incorporó ligeramente, con gesto de sorpresa. No era la
clase de cosas que le pareciera extraordinariamente importante.
—¡Vaya! —exclamó confuso—, ¿y cuál es la razón?
—Me siento como una niña al decirlo, pero permitidme no contestar a esa
pregunta.

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—No quisiera en modo alguno que te sintieras coaccionada —afirmó Sfrantzés,
totalmente intrigado—, pero has de comprender que no sólo se trata de una petición
sorprendente, más aún con la urgencia con la que la has planteado, sino que no puedo
relevarte de tus ocupaciones sin una explicación razonada.
Helena agachó la cabeza, abatida, debatiéndose entre innumerables sentimientos
contrapuestos, mientras una parte de su ser le impelía a confiar al secretario imperial
todos los detalles tanto de la agresión a Yasmine, como de las dudas del propio
Francisco referentes a su identidad; su conciencia le impulsaba a callar ambas
confesiones.
—Supongo que estaréis al tanto de mi relación con el primo del emperador.
—¿Con Francisco? Sí, por supuesto —confirmó Sfrantzés mientras escrutaba el
pálido rostro de la joven, la cual desviaba la mirada para no cruzarla con los
penetrantes ojos del secretario.
—Tengo constancia de que ha realizado un acto terrible, indigno de su elevada
posición y que me impide continuar dicha relación, por lo que para mí sería en
extremo humillante y doloroso tener que mantener mi cargo.
—¿Qué acto es ese?
—He jurado no decirlo.
El secretario se levantó de su asiento, moviendo la cabeza con inquietud. Se
acercó al escritorio y se sirvió un pequeño vaso de vino mientras se reía de sí mismo
cuando recordaba su anterior pensamiento de que aquella conversación podría
suponer un descanso a sus intensas ocupaciones.
—Francisco de Toledo —comentó Sfrantzés con tono tranquilo tras un breve
trago del fuerte caldo— es oficialmente un familiar cercano del emperador. Si ha
incumplido alguna de las reglas por las que se rige la corte o las leyes de Bizancio,
debe ser llevado ante Constantino para ser juzgado, más aún en una situación como la
actual, donde tenemos el peligro a las puertas.
—No es algo que afecte a la seguridad de la ciudad —replicó Helena—, más bien
creo que entra dentro de la moralidad personal.
—¿No soy yo quien debería juzgar eso?
—Para ello sería necesario que os lo contara y no puedo romper mi juramento.
—A veces resulta fastidioso tener que anteponer al Señor a los asuntos del Estado
—comentó el secretario con abatimiento—. Sabes que era buen amigo de tu padre, lo
mismo que tuyo, por eso te conozco, y sé que eres una cristiana devota y que no
romperás tu palabra, pero quiero que sepas que puedes confiar en mí. Me tienes a tu
lado para lo que necesites, incluido cualquier asunto sentimental en el que mi pobre
ayuda pueda ser útil.
Helena comenzó a sollozar, tratando de ocultar sus lágrimas con la mano.
Sfrantzés se arrodilló a su lado, cogiendo su mano con suavidad y alzando

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delicadamente su rostro.
—Cuéntame por qué estás tan afligida.
—Siento que se me desgarra el corazón —repuso Helena con la voz quebrada
antes de que su llanto se acentuara, sin que el hombro del desconcertado Sfrantzés
pudiera consolarla.
—Tranquilízate, todo se arreglará —dijo el secretario con suavidad—. Por ahora
olvídate de la instrucción en el protocolo, mantendremos a Francisco ocupado en el
campamento genovés.
—Lo siento mucho —se excusó ella mientras se separaba, tratando de enjugar sus
lágrimas y controlar sus sentimientos—. Tenéis tantas cosas en las que pensar que no
os faltaba más que soportar mi llanto y mis incoherentes palabras.
—¿De qué sirve la victoria si nos olvidamos de aquellos por los que luchamos?
Me alegro de que vengas a mí y soy yo el que lamenta haberte descuidado. Tal vez
debería haberte hecho partícipe de alguna de las deliberaciones acerca de Francisco,
sobre todo tras el altercado con Teófilo.
—¿Teófilo? —exclamó Helena de repente.
—Sí —respondió el secretario imperial con extrañeza—. Al parecer tuvo ciertas
desavenencias con el castellano.
La joven bizantina se quedó callada, mirando a Sfrantzés boquiabierta con
absoluta sorpresa.
—¿Ocurre algo? —preguntó este.
—No —repuso ella con poca convicción—, creo que ya os he molestado
demasiado, si me lo permitís, me retiraré.
—Por supuesto —repuso Sfrantzés, levantándose al tiempo que ella para abrirle
educadamente la puerta—. Vuelve cuando quieras, para ti mi puerta siempre está
abierta.
Helena se despidió tímidamente, saliendo con rapidez de la estancia, mientras el
confundido secretario imperial se acercaba con parsimonia a su escritorio y apuraba
la copa de vino servida con anterioridad. Si bien en un primer momento había
atribuido la desesperación de la joven a algún tormentoso evento de índole sexual,
probablemente algún asalto nocturno del despreocupado castellano a una casa de
mala reputación, descubierta por la cándida bizantina, la reacción de Helena al
escuchar el nombre de Teófilo había sorprendido al secretario. ¿Se trataba
simplemente de algún tipo de lucha sentimental por el amor de la joven como
pensaba el emperador? Teófilo tenía fama de mujeriego y, al parecer, pretendía a la
protovestiaria. Sin embargo tenía constancia de que desfogaba sus pasionales
impulsos con una esclava de palacio, por lo que no encajaba en el perfil de
enamorado celoso. Su intuición le acuciaba a pensar en otro tipo de opciones.
Sfrantzés paseó por la pequeña habitación, recorriéndola de lado a lado con las

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manos a la espalda meditando sobre distintas posibilidades. No cabía duda de que
algún hecho en concreto había cambiado drásticamente el comportamiento de Teófilo
con Francisco. Había dado por sentado que el amor de Helena hacia el castellano era
el desencadenante pero, aunque era indudable que la joven formaba un puntal
importante de la intrigante trama, la anterior idea perdía fuerza y, aunque lo más
lógico era que se tratara de un asunto irrelevante dada la actual situación de asedio, el
secretario imperial decidió hacer caso a los impulsos que le acuciaban a investigarlo.
Su misión era descubrir cualquier información que pusiera en peligro la Corona, por
lo que, dada la nula capacidad de sus agentes para conseguir alguna prueba sólida que
confirmara las sospechas de Sfrantzés hacia Lucas Notaras, decidió que no sería
arriesgado extraer a uno de ellos de la vigilancia sobre el megaduque para que le
procurara información sobre Francisco y Teófilo, escudándose en los efectos sobre la
moral de la población si llegara a hacerse pública la idea de un conflicto entre
familiares del emperador.
Por otro lado, su fuente en el núcleo de la corte turca le había confirmado que el
sultán había recibido, merced a sus espías, la distribución de las defensas bizantinas,
lo que, en principio, excluía al castellano, ausente de dicha reunión, de la lista de
posibles espías. Llegado al acuciante punto en el que se veía, falto de tiempo y de
pruebas en uno u otro sentido, decidió dar rienda suelta a lo improbable y tejer otro
hilo, con la esperanza de que su tela de araña atrapara por fin a la molesta mosca que
revoloteaba por los más ocultos rincones de palacio.

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3
—La nota es demasiado escueta.
La voz de Giustiniani delataba una profunda impaciencia. Los turcos llevaban una
semana bombardeando a placer las ya agrietadas murallas de la ciudad, al mismo
tiempo que, en los interludios que se sucedían a cada disparo de las baterías, grupos
dispersos de arqueros musulmanes se aproximaban entre el humo de los fogonazos y
el polvo levantado por los impactos para asaetear a los escasos defensores que se
mantenían en los adarves, así como a los posibles grupos de obreros que se
encargaban de renovar las derruidas defensas.
Aunque en el intercambio de flechas, jabalinas e incluso alguna que otra piedra
los desprotegidos bashi-bazuks recibían un castigo mucho mayor que el inflingido a
los bien parapetados ballesteros bizantinos, no había día en el que no se dedicaran,
con más o menos efectivos, al hostigamiento de los contrarios, procurando
complementar, con su matinal aguijoneo, el incansable trabajo de demolición que la
artillería del sultán efectuaba sobre la muralla.
De tan monótona danza, a los soldados griegos les impresionaba sobremanera la
insistencia de los turcos en recoger a todos sus caídos, independientemente de lo
próximos que se encontraran sus cuerpos a la muralla o los hombres que pudieran
perder en el intento. Al acabar la jornada, ni un solo soldado enemigo permanecía
ante los muros de la ciudad. Sin embargo, esa mañana, un mensaje enrollado
alrededor de una de las flechas que sobrepasaron la muralla provocó mayor revuelo
que cualquiera de las temerarias muestras de valor de los soldados musulmanes. El
texto, escrito con letra apresurada sobre un pequeño trozo de pergamino, rezaba: «El
sultán atacará esta tarde».
—Espero que los próximos avisos traigan más información —continuó
Giustiniani mientras esgrimía el amarillento pergamino ante los ojos del príncipe
Orchán.
—La letra está escrita con premura —afirmó el noble turco—, seguramente no
habrá dispuesto del tiempo necesario para más. Ahmed está bien aleccionado, no
olvidéis su anterior informe.
El genovés asintió con la cabeza, reticente a dar la razón a Orchán. El mensaje
recibido el primer día de asedio informaba con todo detalle sobre la composición del
ejército enemigo, por lo que la explicación del joven príncipe resultaba convincente.
Sin embargo, aunque Giustiniani decidió dar por zanjada la cuestión, pensaba que era
absurdo que su agente infiltrado se arriesgara a ser descubierto para enviar una simple
y prescindible línea. Los preparativos turcos para el asalto podían ser vistos, a pesar
del sol poniente, que castigaba los ojos de los defensores, desde las murallas. Antes
de que las tropas se lanzaran contra la ciudad, miles de auxiliares civiles, protegidos

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por compañías de arqueros, habían rellenado el foso en varios puntos para permitir el
paso de los soldados. El ataque era más que evidente, lo que necesitaba saber
Giustiniani era el número y tipo de tropas que intervendrían y, sobre todo, las
secciones de muralla que iban a sufrir la embestida.
—Supongo que el punto principal por donde los turcos intentarán superarnos se
encuentra en el valle del río —comentó el genovés señalando la posición sobre un
sencillo mapa, apoyado en una pequeña mesa de madera a la entrada de la modesta
tienda donde se alojaba el protostrator—. Es la zona más castigada por la artillería y,
a su vez, la más vulnerable.
A su lado, Constantino, junto con los principales jefes militares, observaba con
atención las concisas explicaciones de su comandante en jefe, armado ya con una
flamante coraza sobre la que lucía la capa púrpura con el águila bicéfala bordada en
hilo de oro. Su rostro serio reflejaba la serenidad de quien se ha visto en numerosas
ocasiones ante la perspectiva de un combate. Alrededor de ambos líderes, más de una
veintena de capitanes asistían en atento silencio a la enumeración de las posiciones en
las que cada uno se haría cargo de la defensa.
Las tropas se encontraban formadas junto a la muralla, a salvo de los posibles
impactos de las balas expulsadas por los cañones turcos, en espera de que el fuego
cesara para ocupar sus puestos de batalla y recomponer, en lo posible, las derruidas
defensas antes del combate.
—Sin embargo —continuó el genovés mirando al emperador—, no podemos dar
nada por sentado, por lo que lo más adecuado sería que vos recorrierais el resto de los
tramos de la muralla para encabezar la defensa, en caso de un ataque en múltiples
secciones.
—Es mi deber combatir a la cabeza de mis hombres —repuso Constantino—.
Debo ser el primero en dar ejemplo.
—No faltan buenos capitanes —intervino Sfrantzés— y, sin embargo, si
Giustiniani está inmerso en el combate junto al río, será necesario que alguien dirija
la defensa del resto de posiciones. No veo nadie mejor que el emperador de Bizancio
para que los soldados se pongan inmediatamente a sus órdenes.
Constantino miró a su secretario y amigo, comprendiendo que la verdadera razón
que se escondía en sus palabras era que nadie más tendría suficiente autoridad para
aglutinar la amalgama de nacionalidades en las que se distribuía el conjunto de los
defensores, por lo que, a pesar de sus fervientes deseos de situarse en primera línea,
debió ceder a la lógica y aceptar la idea de Giustiniani.
—Si no hay preguntas —terminó el genovés—, ocupen sus puestos, y que el
Señor nos proteja.
Francisco se mantuvo quieto mientras los capitanes de las distintas compañías se
movilizaban en todas direcciones, encaminándose hacia sus agrupaciones de tropas

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entre deseos de buena suerte y secos golpes de confianza. El castellano, a diferencia
del resto de los asistentes, no disponía de un mando, sintiéndose prescindible, como
un niño huérfano a la puerta de una escuela, que ve cómo sus compañeros son
recibidos por sus padres mientras él se queda abandonado.
Había enviado a Jacobo, el muchacho veneciano de cuyo armamento y
manutención tuvo que encargarse, con Mauricio Cattaneo, para que comenzara su
peligroso cometido de enlace entre las distintas agrupaciones de tropas, por lo que,
una vez que el joven, del que apenas se había despegado en la última semana, hubo
partido, estuvo tentado de seguirle e incorporarse a la numerosa compañía del bravo
noble pero, convencido de que Giustiniani tendría algún tipo de tarea en mente para
él, tal como había demostrado los últimos días, llevándole de aquí para allá
recorriendo almacenes y obras, resolvió quedarse tras la reunión en espera de destino.
—¿Dónde quieres que me sitúe? —preguntó al comandante genovés una vez que
se alejó el último de los oficiales.
—¡Vaya, Francisco! —exclamó Giustiniani con jovialidad—, no me acordaba de
ti, pensaba que estarías con tu joven aprendiz en la compañía de Cattaneo.
—Eso tenía pensado, pero…
—Ya que estás aquí —interrumpió el genovés—, no sería mala idea que te
situaras a mi izquierda; allí estarán, junto al río, las mejores tropas del emperador y,
faltando él, es posible que necesite un enlace que hable griego y no se arrugue frente
al peligro.
—Me extrañaría que los oficiales bizantinos no entendieran latín o italiano —
repuso Francisco con cierto resquemor ante la idea de personarse en la zona más
peligrosa de la línea de frente.
—Sería lógico —afirmó Giustiniani—, pero en una batalla no se pueden dejar los
detalles a la lógica, tiene la mala costumbre de fallar cuando menos se espera. ¿Estás
preocupado por el mozuelo?
—No, en absoluto, Cattaneo cuidará de él y, si hace falta, creo que tiene
suficientes arrestos para mantener su pellejo intacto, es simple cobardía, que aflora en
ocasiones como esta.
El genovés soltó una prolongada carcajada ante el comentario de Francisco, luego
palmeó su espalda con fuerza, haciendo vibrar su armadura, y se encaminó, aún entre
risas, hacia el lugar donde esperaban sus lanceros, seguido inmediatamente por el
castellano, el cual sonreía con externa indiferencia, tratando de mostrar una ficticia
seguridad que contrastaba con el sudor de sus manos y la sequedad de su garganta.
Una vez alcanzadas las agrupaciones de tropas, se despidió del genovés,
encaminándose a su izquierda, donde se situó junto a un oficial bizantino que
comandaba a un centenar de soldados armados con lanzas y protegidos por pesados
escudos rectangulares y ajustadas cotas de malla y corazas. El que dirigía la unidad le

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saludó con un ligero gesto de cabeza, sonriendo ante la sorpresa de Francisco al ver
su alto gorro de fieltro marrón, en sustitución del casco de tipo italiano que lucían sus
hombres y el mismo castellano.
Al lado de esta unidad, Francisco alcanzó a ver a un grupo mucho más pequeño
de soldados armados con grandes hachas y escudos redondos. Sus cascos eran
distintos de los italianos, que cubrían sólo las mejillas; estos se extendían sobre los
ojos, a modo de antifaz, protegiendo la nariz a la vez que otorgaban a los rubios
guerreros de la guardia varenga un pintoresco aspecto, propio de las miniaturas de los
libros miniados, que representaban a los feroces vikingos que asolaban Europa siglos
atrás.
Se preguntó dónde se encontraría John, deseando haberlo tenido a su lado, sobre
todo al recordar su desastroso comportamiento en la pelea frente a la taberna. A pesar
de un buen puñado de refriegas y de su notable manejo del acero, nunca se había
visto inmerso en una gran batalla. En su comportamiento primaban más la prevención
y las hábiles fintas que los combates, dejando los duelos únicamente para las
ocasiones en que resultaran inevitables. De hecho, no tenía constancia de haber
matado nunca a nadie. Aunque en una ocasión su contrincante había quedado tan
malherido que no daba un ducado por su vida, no supo de su más que probable
fallecimiento, logrando así evitar, por desconocido, el posible cargo de conciencia de
su pecado. Ahora, ante la perspectiva de encontrarse en primera línea contra un
ejército entero de turcos, apelaba a la memoria de su valiente padre para que no
permitiera, desde su puesto en el cielo, que a su hijo le temblaran las rodillas, al
menos no de manera tan ostentosa que otros pudieran darse cuenta.
Un estruendo, seguido de una lluvia de pequeñas piedras y polvo, producido por
el impacto de una gran bala de cañón sobre la parte superior de la muralla, le hicieron
agradecer el casco y la armadura, cuando algunos trozos de ladrillo rebotaron,
inermes, sobre su coraza. El lejano rugido de los cañones casi llegaba a agradecerse,
teniendo en cuenta que mientras tronaran los turcos no se acercarían a los muros,
retrasando el inevitable choque.
Los soldados que se encontraban a su lado mostraban, en su mayoría, un gran
aplomo. En sus caras se reflejaba la tensión de la próxima lucha y, aunque Francisco
suponía que, al igual que él, por dentro tendrían el corazón latiendo
desenfrenadamente, tranquilizaba saber que contaba con un buen puñado de
compañeros, capaces de mantener la calma en semejante situación. A pesar de que
unos pocos se movían inquietos, balanceándose de un lado a otro, casi deseando
comenzar la lucha para poder dar rienda suelta a sus nervios, los rostros de aquellos
soldados reflejaban la fría y meditada decisión de cumplir con su deber para con
Dios, el emperador, su ciudad y su familia, en ese orden o en cualquier otro.
Francisco se alegró de tener a su lado a la élite del pequeño ejército bizantino, casi sin

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poder imaginar el cuadro de inseguridad que se percibiría en los extremos de la línea
de murallas, donde los inexpertos reclutas alistados entre la población componían el
núcleo de la defensa.
Tratando de calmar el agitado estado de ánimo en el que se encontraba, se obligó
a centrar sus pensamientos en un tema alejado de la próxima batalla, no apareciendo
ninguno mejor que Helena. Sin embargo no encontró en el recuerdo de la bella griega
el sosiego que cabría esperar, dado que, tras varios días sin verla ni tener noticias
suyas, Francisco comenzaba a inquietarse.
En su último encuentro, tras expresar con más torpeza que acierto sus dudas
acerca de su propia identidad y de las posibilidades reales de permanecer en
Constantinopla una vez que la batalla hubiera finalizado y el emperador pudiera
dedicar más tiempo a esclarecer su difuso pasado, la joven, aun mostrando una gran
calidez que transmitía el amor que la inundaba, había dejado claro que era una
pregunta a la que tan sólo el castellano podía responder.
La vida de Helena, todo su mundo, giraba en torno a esa ciudad. Incluso cediendo
a la idea de que el amor que sentía por Francisco fuera lo suficientemente fuerte
como para acompañarle, Francisco temía plantear esa alternativa, no tanto por miedo
a un rechazo por parte de la bizantina, sino por su propia reticencia. ¿Era esa la vida
que merecía la mujer que amaba, siempre de puerto en puerto sin destino fijo ni
futuro estable? Durante los días en los que Helena no había acudido, como era su
costumbre, al encuentro del castellano, Francisco había meditado largamente sobre
tan espinosa cuestión, al menos en los pocos ratos de ocio que el incombustible
Giustiniani le permitía y no se encontraba exhausto por la continua tarea. Tan
numerosas e intensas eran las ocupaciones que el genovés, con redoblado entusiasmo,
había cargado sobre el castellano, poco acostumbrado a tan endiablado ritmo de
trabajo, que su fugaz intento por solicitar del Señor una respuesta iluminadora, acabó
con un molesto clérigo ortodoxo zarandeándolo en el banco de la iglesia de San
Jorge, enfurecido por los sonoros ronquidos que emitía Francisco.
Con tamaños obstáculos, la única decisión lógica era pensar que, en caso de tener
que abandonar la ciudad, no se marcharía acompañado de Helena. Si de verdad se
encontraba perdidamente enamorado de ella, no sería justo obligarla a seguir una vida
en nada semejante a la que conocía y en la que se sentía a salvo. Eso permitía tan sólo
dos alternativas: la aceptación, propia y ajena, de su pertenencia al linaje imperial,
con su consiguiente y plena integración en la corte o, por el contrario, la más cómoda
huida, con la esperanza de que el tiempo y los placeres de la vida cicatrizaran la más
que profunda herida que dejaría en su pecho aquella bizantina de ojos claros.
A todas estas complejas disquisiciones se había unido, los últimos dos días, una
inquietante sensación de extrañeza ante la repentina desaparición de su adorada
Helena. Si bien dos o tres días de tregua permitían la intimidad suficiente para

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sopesar con tranquilidad cada una de las opciones, una semana sin noticia alguna
presagiaba negros augurios. Aunque pudiera significar que la joven esperaba una
respuesta clara del castellano, también entraban en la mente de Francisco confusas
imágenes de una Helena decepcionada cayendo en los brazos de Teófilo. Al fin y al
cabo, el noble griego no dejaba de observarle aviesamente en las últimas reuniones de
la cúpula militar, incluida la mantenida minutos antes.
Un repentino alboroto atrajo de nuevo a Francisco a la realidad. El tremendo
cañoneo había cesado, aún con el sol poniéndose en el horizonte, garantizando a los
asaltantes turcos que los defensores tuvieran que soportar su cegadora luminosidad.
Con una seca orden de Giustiniani, corrida de boca en boca entre los oficiales, las
distintas agrupaciones de tropas que se mantenían alineadas se arremolinaron junto a
las puertas de acceso para ocupar sus puestos en la muralla exterior.
Francisco, caminando como un autómata, arrastrado por la repentina riada en la
que se había transformado el tranquilo centenar de soldados, atravesó los grandes
arcos que horadaban los muros de la muralla exterior, junto a sendas torres
cuadrangulares, para deslizarse hacia la izquierda, aún en compacta formación, por el
ancho camino que separaba las dos líneas de defensas.
En su rápido movimiento, el castellano fue comprobando, a medida que
avanzaba, que aquella parte próxima al río había sido castigada con dureza por la
artillería del sultán. A pesar de la presencia de un buen número de soldados, e incluso
valientes civiles, armados de tablas, sacos y toneles, reconstruyendo con afán la parte
superior de lo que antaño era un resplandeciente camino de ronda protegido por
almenas, el aspecto que presentaba la zona resultaba tétrico.
Tropezando con los numerosos cascotes de diverso tamaño que se esparcían por
el suelo e impresionado por la vista de algunas de las enormes balas enviadas por los
turcos, que lucían prácticamente intactas sobre el terreno, el castellano avanzó, junto
con su grupo, por entre los continuos montículos de escombros, formados por los
restos de las torres de defensa, caídas ante el acoso de los cañones del sultán.
Ya en la zona asignada, subió sin dificultad por la rampa de tierra apelmazada,
que sustituía a las antiguas escaleras en el acceso a lo alto de la muralla exterior, en
una zona donde la antigua altura de los muros había quedado reducida a la mitad.
Con la respiración entrecortada por la combinación de carrera, pesada armadura y
atenazadores nervios, alcanzó la delgada empalizada de madera y piedra de metro y
medio de altura que, junto a un puñado de barriles rellenos de tierra y trozos de
ladrillo, formaba la línea defensiva, quedándose sin aliento al contemplar, desde tan
endeble posición, la magnitud del despliegue turco.
—Virgen santísima —dijo en un susurro.
Sobre las colinas cercanas, justo detrás de la empalizada que protegía los cañones
otomanos, una aterradora masa de tropas, enarbolando banderas y pendones, aullando

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como lobos rabiosos entre ensordecedores tonos de tambores, pífanos y trompas, se
disponía, en cerradas formaciones, a descargar toda su furia justo en la sección donde
se encontraba Francisco, el cual se santiguó, rezando de forma inaudible todas y cada
una de las oraciones que alcanzaba a recordar.
A su lado, los soldados griegos se esmeraban en restablecer, como mejor podían,
las precarias e improvisadas defensas, mientras Francisco se fijaba ahora en la
extensión de piedras, tierra y escombros que caía de forma más o menos abrupta por
el lado exterior, componiendo, para su desgracia, un accesible camino hasta los pies
de las defensas bizantinas. Más a su izquierda, pudo atisbar una de las torres que se
escalonaban en la muralla, proverbialmente intacta, para alborozo de los escasos
ballesteros que en ella se guarecían, apresurándose a montar los letales dardos en sus
armas, al mismo tiempo que trataban de acoplar, entre las almenas, un pequeño
cañón, probablemente cargado con todo tipo de pequeñas esquirlas, a modo de
metralla.
Un inmenso rugido quebró el aire, como si la anterior cantinela de gritos y
redobles fuera una lejana letanía y, como un solo hombre, veinte mil gargantas
emitieron su reclamo de sangre cuando los infantes turcos se lanzaron a la carga.
—Sitúate en ese hueco de la izquierda.
El oficial bizantino, en vista del estado de Francisco, acompañó su orden con un
fuerte golpe en el hombro, que sacó al castellano de su ensimismamiento, típico de
los hombres que se enfrentan a un gran peligro por primera vez, incapaces de
reaccionar, manteniéndose como estatuas, observando cómo el mundo se ralentiza.
Con el doloroso despertar, Francisco, aún confuso, aunque con el control de sus
nervios recuperado, asintió con la cabeza y bajó a trompicones por la rampa
dirigiéndose a unos metros de distancia, donde, con gran desesperación, comprobó
que la escueta empalizada de madera se encontraba aún a mitad de su proceso de
reconstrucción. Tratando de centrarse en el trabajo, sin querer mirar la marea humana
que se acercaba a la carrera, ya apenas a quinientos metros, se abrió un hueco entre
los atareados soldados para aupar un grueso tablón entre dos barriles, intentando
elevar un par de palmos el parapeto de defensa.
—Hay que rellenar los agujeros entre los tablones con los sacos —se oyó decir a
sí mismo, como si de una voz ajena se tratara.
Mientras un par de soldados afianzaban las maderas, otros tantos ayudaban a
Francisco con los sacos rellenos de tierra, tratando de tapar los huecos dejados entre
las astilladas tablas y los toneles. De un vistazo, pudo comprobar, con un sudor frío
que le recorría la espalda, como los enemigos más avanzados se encontraban a menos
de doscientos metros.
—¡Afianzad el parapeto, rápido!
Otro soldado se acercó con una maza y largas estacas, con intención de clavarlas

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en la tierra del barril a modo de cuñas para fijar el madero superior, impidiendo que
rodara a uno u otro lado. Mientras, de las torres de la muralla interior, donde se
habían situado parejas de arqueros, volaron numerosas saetas, al tiempo que
resonaban los ligeros cañones bizantinos. Nubes de polvo se elevaban entre las olas
de soldados turcos que se encaminaban hacia las zonas del foso rellenadas con tierra
a modo de puentes. «Cien metros», pensó Francisco al ver las flechas por encima de
su cabeza. Se abalanzó sobre el soldado arrebatándole una de las estacas para clavarla
en el otro barril, utilizando su casco a modo de martillo.
Una flecha se clavó sobre el tablón, a un par de palmos de distancia, mientras
muchas otras silbaban por encima de su cabeza o chocaban contra la empalizada con
un rítmico golpeteo. Francisco dominó el instinto de cubrirse y continuó martilleando
la estaca, que se introducía milímetro a milímetro entre la tierra y los pequeños
guijarros que abarrotaban el tonel.
—¡Aquí están! —gritó uno de los soldados al tiempo que sacaba la lanza por
encima de las defensas y aprestaba el escudo.
Francisco dio un último golpe a la estaca antes de retirarse, justo a tiempo para
evitar una jabalina lanzada por un turco, situado al pie de la abrupta rampa que les
permitiría ascender hasta la empalizada. Al esquivar el ataque, dio un traspié,
rodando hacia atrás por la tierra hasta el pie interior de la muralla. Rápidamente
recuperó su casco, desenvainó la espada y se encaminó de nuevo hacia donde sus
compañeros ya cruzaban sus armas con los turcos más cercanos.
Los primeros atacantes, los más veloces en la alocada carrera, eran, a su vez, los
más ligeramente armados, por lo que Francisco pudo comprobar, una vez reintegrado
en su puesto junto al parapeto haciéndose un sitio entre los soldados griegos, que no
realizaban verdaderos intentos de asaltar la empalizada, limitándose a lanzar algunos
venablos o cautas estocadas con las lanzas. Más peligrosos resultaban los que
formaban la segunda línea de combate. Protegidos por armaduras y cotas de malla,
disponían de escalas para las partes de muralla aún intactas, mientras que, para
aquellos tramos, como el defendido por Francisco, con un acceso más asequible,
transportaban largos palos terminados en garfios con los que trataban de enganchar
toneles y maderos, intentando hacerlos rodar pendiente abajo para abrir brecha en la
empalizada.
Durante lo que al castellano le pareció una eternidad, los turcos se mantuvieron a
prudente distancia de las lanzas griegas, probando la utilidad de sus garfios, al tiempo
que los defensores trataban de inutilizarlos en cuanto se enganchaban a un tablón.
Tras un buen número de frustrados intentos, otro grupo de turcos apareció con teas
encendidas que arrojaron contra la empalizada. Afortunadamente, y para sorpresa de
Francisco, numerosos civiles, entre los que se encontraban desde un par de críos de
doce años hasta una monja, se habían introducido entre los muros junto a las tropas,

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portando grandes recipientes con agua, tanto para los defensores como, por una
prudente orden de Giustiniani, en previsión de un eventual ataque con fuego. Gracias
a su colaboración, los pequeños incendios fueron extinguidos sin tardanza, antes de
que pudieran dañar las defensas.
Durante casi dos horas, los turcos se relevaban para hostigar a los defensores,
intercambiando flechas, venablos y disparos de pequeñas armas de fuego con los
ballesteros de las torres. El combate resultó mucho menos sangriento de lo que
Francisco había pensado, dado que la estrecha zona atacada impedía que los turcos
aprovecharan su superioridad numérica. Sin embargo, con la llegada de la oscuridad,
cuando todo parecía indicar que el temido ataque no pasaba de ser un simple tanteo
de las defensas, una serie de señales acústicas precedieron a un renovado asalto,
efectuado por tropas de refresco, contra los ya extenuados griegos e italianos.
Con un sorprendente impulso, una docena de soldados protegidos con corazas y
escudos redondos cargaron pendiente arriba contra el debilitado parapeto. Los griegos
aprestaron sus lanzas, atravesando a dos de ellos en la acometida. Sin embargo, con
un siniestro crujido, las castigadas estacas de fijación se partieron y el gran tablón que
coronaba la empalizada cedió al embate, arrastrando a la mayor parte de los griegos
terraplén abajo.
En un parpadeo, Francisco se vio de bruces contra cuatro oponentes, los cuales
trataban de aprovechar la confusión para superar los restos de las defensas antes de
que los soldados caídos pudieran recuperarse.
—¡Por Dios y por Castilla! —gritó, más para darse ánimos a sí mismo que para
aterrar a sus rivales.
Con el valor de la desesperación y tratando de controlar sus nervios, lanzó dos o
tres inocuas estocadas contra los musulmanes, los cuales se protegían eficazmente
con sus escudos del acero toledano. Con la confianza perdida al ver como un golpe
directo a uno de sus enemigos rebotaba contra su coraza dejando tan sólo una
pequeña muesca, Francisco comprendió lo diferente que resultaba un combate de esas
características respecto a los tradicionales duelos.
La serie de golpes del castellano, aunque lejos de causar bajas en el enemigo, al
menos mantenía a los contrarios demasiado ocupados como para saltar la barrera, lo
que, unido a la reincorporación de algunos de los soldados, hizo confiar a Francisco
en superar su dantesco bautismo. Sin embargo, con un nuevo impulso de los
elementos más retrasados, los turcos derribaron los restos del parapeto y empujaron a
los defensores, haciendo caer de espaldas al bravo noble, el cual, casi sin saber cómo,
se vio tumbado boca arriba resbalando por la pendiente mientras uno de los turcos se
abría paso entre sus compañeros, enfilando su espada para atravesar al indefenso
castellano.
Francisco se afianzaba en el suelo con la mano libre, intentando

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desesperadamente incorporarse para detener el fatal golpe, cuando un hacha pasó por
encima de él, rebanando limpiamente la cabeza de su adversario, justo antes de que
descargara el golpe definitivo sobre el castellano.
Con una inmensa risotada, un gigantesco soldado de la guardia varenga,
secundado por tres de sus compañeros, se abalanzó sobre los turcos más cercanos,
descargando su temida hacha con fuerza incomparable, cerrando la brecha, hombro
con hombro con los griegos hasta obligar a los asaltantes a retroceder, expulsándolos
de la cima de la derruida muralla.
Francisco se dejó caer hacia atrás, suspirando de alivio, tratando de recuperar el
resuello, hasta que el fornido soldado, de vuelta a su antigua posición, le tendió la
mano, ayudándole a levantarse.
—Gracias, amigo —acertó a decir Francisco cuando se puso en pie.
Los ojos del varengo, la única parte de su cara que se percibía en la titilante luz de
los pequeños fuegos, tras el ceñido casco, se abrieron de par en par al fijarse en el
rostro del castellano.
—¡El pesado de la puerta! —exclamó con su gutural acento.
—¡La criada rubia de las coletas! —respondió Francisco al reconocer al guardia
como el inamovible protector de las estancias de la futura emperatriz, aunque, justo
después de acabar la frase, se imaginó a sí mismo cortado en dos pedazos por la
misma hacha que le había salvado la vida.
Por el contrario, el guardia, tras unos segundos de vacilación, soltó una carcajada,
palmeó amigablemente la espalda del castellano, casi derribándolo, y regresó, con
sorprendente agilidad para su tamaño, a su puesto.
Francisco, un tanto molesto y dolorido por la difundida costumbre masculina del
amigable golpeteo, se mantuvo durante unos segundos tras las líneas, recuperando el
aliento antes de regresar de nuevo a la zona superior de las defensas, donde, gracias al
renovado empuje de los varengos, los musulmanes comenzaban a ceder terreno. Poco
después, los tambores turcos tocaron retirada, dando paso a un rápido repliegue de los
atacantes que dejaba atrás cientos de caídos.
De entre los soldados que defendían las murallas surgió un intenso griterío,
celebrando la victoria y la supervivencia, acompañando, junto a una última y
escasamente efectiva andanada de flechas y venablos, la ordenada retirada de los
soldados turcos.
El castellano se dejó caer, exhausto, con la espalda apoyada en los restos de la
derruida empalizada, observando en la penumbra los cuerpos de los pocos asaltantes
que habían conseguido penetrar en la zona defendida. La cabeza cortada por el
fornido varengo se encontraba a su lado, próxima a una caída tea, con cuya luz pudo
apreciar la boca abierta y los ojos perdidos, mostrando una tez clara congestionada
por un gesto de dolor. Ahogando una repentina arcada, desvió la mirada hacia arriba,

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encontrándose con el oficial bizantino al que había acompañado. Su armadura estaba
cubierta de polvo y mostraba algunas muescas, delatoras de otros tantos golpes
recibidos. Su elegante gorro había desaparecido y en su mano, una espada recta,
propia de un armero italiano, mostraba su brillante filo teñido con un ligero tono
rojizo, indicativo del buen hacer de su propietario en el reciente asalto.
—¿Te encuentras bien? —preguntó el oficial sin mucho convencimiento.
—Sí —respondió el castellano tras un instante de vacilación—, ha sido mi primer
combate, supongo que se nota.
—Ligeramente —dijo el oficial con una sonrisa, tendiendo la mano para ayudar a
Francisco a levantarse.
El castellano se incorporó con dificultad, observando su armadura y atuendo,
manchado de un oscuro barro, mezcla de sangre y tierra de la rampa, demasiado
cansado para que le importara.
—¿Es siempre así? —preguntó, con la vista fija en los caídos al pie de la rampa,
muchos de los cuales gemían y se retorcían doloridos por las profundas heridas.
—No, esto ha sido un tanteo, la próxima vez irá en serio.
Francisco clavó sus ojos en el oficial. «Un tanteo», pensó. Si aquella jornada de
casi cuatro horas de lucha no era sino una mera introducción a lo que cabía esperar
las próximas semanas, mejor le habría ido pagando sus deudas en la lejana pero
segura Génova.
—Has tenido suerte —afirmó el oficial, señalando la caída cabeza con la espada.
—No tiene aspecto de turco —comentó Francisco.
—Y no lo es —repuso el bizantino—, probablemente sea serbio o búlgaro.
—¿No son cristianos?
—Sí, al servicio del sultán, ya sea como mercenarios o como enviados por sus
vasallos cristianos.
Francisco se quedó callado, como si acabara de despertarse en un mundo
diferente al que creía conocer, tratando de asimilar lo ocurrido a la vez que le parecía
imposible seguir con su vida anterior después de lo que acababa de presenciar.
—No te extrañes —comentó el curtido oficial mientras se marchaba a comprobar
cómo estaban sus hombres—. Política y religión no suelen ir de la mano.
El castellano le siguió con la mirada mientras se mezclaba con los soldados,
preocupándose por aquellos con heridas o con algún hueso roto. Después levantó su
espada, observando su impecable filo, oscurecido ahora por el polvo aunque, no sabía
si por fortuna o por desgracia, limpio de cualquier rastro de roja sangre.

El sol apareció de nuevo a la mañana siguiente, iluminando con sus tibios rayos el
interior de la tienda en la que se encontraba Francisco, el cual se tapaba los ojos con
la camisa, intentando evitar que la claridad le obligara a levantarse tras una horrible
noche plagada de pesadillas.

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Sin entender cómo una batalla tan reciente podía dejar un recuerdo tan vago y
lejano, tuvo que ceder a la insistencia del astro rey, arrojando a un lado la inútil
prenda e incorporándose con un quejido. A la luz de la mañana, pudo ver, a la par que
sentir, los numerosos moratones y rasguños que jalonaban su cuerpo, centrados en el
pecho y ambos brazos.
A su lado, Jacobo, al cual había acogido a petición de Cattaneo, por ser el único
que aún gozaba de espacio suficiente, dormitaba como un niño, encogido en postura
fetal y con las manos recogidas bajo la barbilla. Francisco se alegró al comprobar que
el joven se encontraba en buen estado. Comenzaba a sentir cariño por aquel valiente
mozalbete capaz, a su pronta edad, de mantener sus valores con una dignidad de la
que muchos adultos no podían hacer gala.
Se incorporó con cuidado, tratando de no despertarle, aunque no pudo evitar
golpear una de las múltiples partes en las que su armadura se desperdigaba por el
suelo. Para alivio del castellano, Jacobo tan sólo emitió un suspiro, encogiéndose
más, si cabe, en su postura. Francisco aprovechó para calzarse las botas y ajustarse la
túnica bizantina, regalo del emperador, con un cinturón, antes de dejar la tienda.
La deslumbrante claridad del sol le obligó a entrecerrar los ojos, necesitando unos
segundos antes de poder apreciar la visión que le llegaba del campamento, no muy
diferente a la de días pasados. Al parecer, los curtidos combatientes de Giustiniani no
padecían el mismo impacto por la dramática experiencia que el castellano. En
pequeños grupos, se arremolinaban alrededor de aquellos con alguna herida o brazo
en cabestrillo, escuchando, entre risas y comentarios, el relato de su comportamiento
y hazañas, disfrutando de la elevada moral que concede la victoria.
Una explosión retumbó en la cercana muralla, levantando por encima de los
muros exteriores una gran nube de humo y polvo, recordando a los sitiados que, para
el sultán, la noche anterior apenas había supuesto un ligero desliz, una tibia prueba de
fuerzas. El continuo martilleo de los cañones no desaparecería con tanta facilidad.
Con aire ausente, paseó entre los soldados, reconociendo muchas caras y sin
echar en falta ninguna, aunque sin saber con certeza si era debido a su falta de
memoria o porque realmente ninguno de los más cercanos había caído en el combate.
Un poco más adelante, un soldado de escasa estatura y anchas espaldas le ofreció una
rebosante jarra de un enorme tonel de cerveza, al cual faltaba ya un tercio de su
contenido.
—¿No es un poco pronto para eso? —preguntó Francisco mientras rechazaba la
bebida con un gesto cortés.
—Después de lo de ayer —replicó el soldado encogiéndose de hombros—, hará
falta el tonel para reconstruir la muralla, y no vamos a permitir que se desperdicie lo
de dentro —añadió con un pícaro guiño.
Un cúmulo de voces desvió la atención del castellano, que dejó al soldado

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apurando la jarra, antes que ofrecerla a otro viandante, para acercarse a un numeroso
grupo de italianos que aplaudían y vitoreaban a un clérigo, el cual les sermoneaba, al
parecer con notable éxito, desde lo alto de una ancha mesa. Para su sorpresa, cuando
se acercó pudo comprobar que el aclamado no era otro que el arzobispo Leonardo, el
cual arengaba a sus compatriotas genoveses.
—Cientos de esos infieles han caído frente a vuestro valor —gritaba a la multitud
— demostrando al sultán el valor de las armas bendecidas por Cristo. Algunos
hombres de poca fe, engreídos por las mieles del mando y el poder, se reían cuando
yo decía que el Señor velaría por nosotros y por nuestra victoria, pero así lo ha
demostrado el Altísimo, evitando que ni uno solo de los que profesan la verdadera fe
caiga bajo las armas del islam.
Con un ensordecedor griterío, la multitud interrumpió las palabras del fanático
sacerdote, vitoreándole con ardor, a la vez que comentaban entre ellos la veracidad de
su discurso. Algo más alejado, con el rostro serio clavado en la ensalzada figura,
Francisco descubrió a Giustiniani, despojado ya de su armadura y con un atuendo
más ligero, aunque con la omnipresente espada al cinto.
—Es la primera vez que veo como alguien se atreve a cuestionarme en público en
medio de mis propias tropas —comentó el genovés cuando Francisco se acercó a
saludar.
—No le hagas caso —replicó el castellano—, todos conocen tu valía, si a alguien
hemos de agradecer la victoria de ayer es a ti.
—Lo de ayer no fue un verdadero asalto —se quejó Giustiniani—, el sultán tan
sólo quería comprobar nuestra fuerza. Es cierto que ha subido la moral, pero aún nos
queda un largo camino por delante.
—¿Es cierto lo que dice ese idiota, que no hemos sufrido bajas?
—¿Acaso es verdad algo de lo que sale por su boca? —respondió el genovés—.
No, han sido pocos, pero hemos perdido algunos hombres, a los que sumar más de
cien heridos.
—Al menos a los turcos les fue peor.
—Pobre consuelo es ese. Mientras Mahomet puede compensar sus pérdidas, cada
hombre que perdemos nosotros es un defensor menos en el próximo ataque.
—Pensé que te encontraría más contento después de lo de ayer.
—La euforia tras una victoria puede ser tan perjudicial como la derrota. Después
del ataque los soldados se dedicaron a vitorearse unos a otros en lugar de reconstruir
las defensas. Si el sultán hubiera dispuesto una segunda oleada de tropas nos habrían
barrido, no por ser muchos, sino por nuestra propia desidia.
—No seas tan duro contigo mismo —dijo Francisco con una sonrisa—, has hecho
un gran papel, yo no podría decir lo mismo.
—¿Por qué? —preguntó Giustiniani—. Te mantuviste en tu puesto y hoy estás

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vivo y entero. Has cumplido.
—¿Y cómo sabes que no salí corriendo?
—He hablado con el oficial bizantino —alegó el genovés con una pícara sonrisa
—, me ha dicho que estás bastante verde, pero que, aunque pensaba que te
desmayarías en cualquier momento, aguantaste cuando te viste en la necesidad. Eso
para mí es suficiente.
—No es que consiguiera gran cosa —negó Francisco recordando sus inútiles
golpes al quedarse solo frente a los cuatro serbios armados—, me sentí debilucho
como un crío.
—Eso es producto de los nervios, lo harás mejor la próxima vez. Eso sí —añadió
el genovés antes de adentrarse en el campamento para charlar con sus soldados—,
intenta clavar la espada en lugar de lanzar tajos. Pinchar suele ser más efectivo que
cortar.
Francisco agachó la cabeza ante el último comentario de Giustiniani, avergonzado
por su inexperiencia, aunque, a decir verdad, comenzó a sentir una pequeña punzada
de orgullo cuando se abrió paso en su interior la idea de que había cumplido con lo
que se esperaba de él y, como decía su amigo genovés, desgraciadamente tendría
nuevas oportunidades para mejorar su técnica.
Un par de soldados se acercaron distraídos, golpeándole casualmente al pasar,
recordando al castellano, con acertada puntería, la existencia de una dolorosa
magulladura en uno de sus costados. Ahora que notaba el quejido de su piel en las
partes golpeadas, dio gracias a Dios por el arreglo efectuado en su armadura y
comprendió que, a fin de cuentas, no había salido mal parado. Poco antes de la batalla
habría dado cuanto poseía por la garantía de acabar magullado pero intacto, gracias,
sobre todo, al buen hacer de aquel gigante rubio, al cual juró tratar con más
consideración cada vez que le volviera a negar el acceso a las habitaciones de la
futura emperatriz.
Helena. No había vuelto a pensar en la bizantina hasta ese momento. Los
dramáticos acontecimientos que habían absorbido su mente la noche anterior dejaron
en el aire una cuestión de renovada importancia. La cercanía con la que la muerte
había rondado a su alrededor no dejaba lugar a dudas místicas sobre la esencia de la
vida. Ahora lo veía completamente claro. Con una sorprendente nitidez comprendió
que por fin había encontrado una razón a su vida, a su continua búsqueda. El Señor
no le había enviado a ese lejano rincón por casualidad, era su oportunidad de
redimirse, de dejar atrás su oscuro pasado y consumar el paso del que había huido.
No podía ser simple casualidad del destino que sus pasos le hubieran guiado hasta
ella tan sólo para saborear ligeramente sus dulces labios y luego huir de nuevo.
Los cientos de muertos de la noche anterior, la terrible proximidad con la que la
cruel señora de la guadaña había jugado con él, le mostraban la fragilidad de la vida,

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capaz de evaporarse en cualquier momento. Era tiempo de alargar la mano y aceptar
la que podría ser la última ocasión de ser feliz, de sentirse querido y de amar.

—¿Has vuelto para darme las gracias? —dijo el guardia varengo con una sonrisa.
Francisco enarcó las cejas, preguntándose si aquellos hombres nunca
descansaban. Tras su asumida decisión, había utilizado el tiempo justo para asearse
antes de presentarse impecablemente vestido a la manera bizantina frente a la puerta
donde esperaba encontrarse con Helena.
—Sí, por supuesto —respondió al guardia—. Y dado que estoy convencido que
no me dejaréis pasar y que ahora sois dos en el puesto, ¿no podríais hacerme otro
favor y avisar a la protovestiaria?
—No debí salvarte la vida —replicó el guardia con un suspiro, aunque, tras cruzar
una mirada con su compañero, respondida por este con un encogimiento de hombros,
abrió la puerta y se introdujo diciendo:
—Espera un momento.

—¿Él aquí?
Helena se sobresaltó cuando el enorme soldado le comunicó que Francisco la
esperaba junto a la puerta.
—¿Hay algún problema? —preguntó el guardia, extrañado ante la reacción de la
bizantina.
No estaba preparada para verle. Aunque tenía constancia de que el secretario
imperial no podría mantenerle alejado del palacio durante mucho tiempo, no se había
hecho a la idea de encontrarse con él. A pesar de sus concienzudos intentos para
matar ese amor que florecía en su pecho, las raíces eran demasiado profundas, sus
vigorosas ramas parecían crecer más aún con la ausencia del castellano y, aunque se
lo negaba a sí misma a cada instante, temía caer en sus brazos cuando volviera a
verle. Su corazón se negaba a entender las razones por las que su cabeza no permitía,
con poca fortuna, que ese amor resurgiera. Si como mujer hubiera deseado escupirle
su desprecio a la cara, como enamorada sentía la debilidad que la atenazaba, más aún
sabiendo que se encontraba a unos pocos metros de distancia.
—No puedo verle —dijo al fin con un suspiro—, haz el favor de decirle que se
marche. El secretario imperial le explicará que ya no soy su paidagogos.
El guardia asintió con la cabeza, emitiendo unas incomprensibles palabras en su
norteño idioma y se alejó a cumplir la orden.

—¿No conseguiste verla? —gruñó John, incrédulo ante el relato de Francisco.


—No —respondió el castellano—. El varengo que entró a hablar con ella me dijo
que lleva unos días bastante extraña, con los ojos enrojecidos, como si se pasara las
mañanas llorando. Me mandó a ver al secretario imperial.

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—¿Y qué te dijo?
—Que ella ha pedido ser relevada de sus funciones, pero no acertó a decirme por
qué. Trató de quitarle importancia, pero creo que ni él mismo lo sabe.
—¿Nada más?
—Estaba muy ocupado después del asalto.
—Por cierto —comentó el escocés—, me han dicho que te portaste como un
jabato, un poco torpe, pero digno al fin y al cabo.
—Más habría valido que me atravesaran junto a la empalizada.
—¡No digas tonterías! —exclamó el ingeniero, malhumorado al ver el
abatimiento de su amigo—. Todo esto tendrá una explicación, tan sólo tenemos que
encontrar la forma de arreglar las cosas.
—Va a ser complicado si no puedo ni siquiera verla.
John se acarició el mentón, en un gesto que repetía mecánicamente cada vez que
se concentraba, tratando de encontrar alguna forma de ayudar al castellano, que le
contemplaba en silencio, sentado sobre las escaleras de acceso al camino de ronda de
la muralla interior. Cuando el escocés se acercó al campamento de Giustiniani para
charlar con Francisco, esperaba compartir unas cervezas con el alegre compañero que
había sido hasta el momento, burlándose de su iniciación en el campo de batalla.
Quedó muy sorprendido al verle triste y melancólico, paseando junto a las murallas
como alma en pena que se deleita con los continuos impactos de las balas de los
cañones turcos contra los altos muros.
Durante los últimos días, como uno de los mejores amigos del castellano en la
ciudad, había podido comprobar como Helena se iba convirtiendo día a día en el
centro de la vida de Francisco, escuchando las continuas loas a su belleza,
inteligencia y demás virtudes que el enamorado joven atribuía a su doncella. Había
podido comprobar su profunda transformación, del despreocupado juerguista, que
encandilaba a toda la tripulación del navío en el que se embarcó en Génova con sus
relatos de fugaces y peligrosos romances, al comprometido y leal caballero que se
esforzaba como el que más en la defensa de aquella decadente ciudad. Por eso le
resultaba incomprensible que aquella joven de rostro angelical pudiera dar la espalda
a su compañero sin ningún tipo de explicación.
—Tiene que haber pasado algo desde la última vez que la viste —afirmó por fin
—, haz memoria, seguro que hay algún detalle importante que se nos escapa.
—No se me ocurre cuál.
—En ese caso recurriremos a la estrategia militar.
—¿De qué estás hablando? —preguntó el castellano intrigado.
—La primera labor para asediar una ciudad es recabar información de su estado,
sus defensas, posibles conflictos entre su población o cualquier otra cosa que pueda
ayudar en su toma.

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—No te entiendo.
—Necesitamos averiguar qué es lo que ha pasado y, dado que tú no puedes
hacerlo, debemos enviar a otro para que haga dicho trabajo.
—¿Quieres ir tú a hablar con ella? —preguntó Francisco sin mucho
convencimiento—. Si no ha querido verme a mí, no creo que haga una excepción
contigo.
—No he dicho que fuera yo —negó el escocés—. Necesitamos a alguien a quien
ella no haya visto nunca. Tal vez algún soldado o compañero nuestro…
Francisco se quedó mirando al ingeniero con los ojos abiertos, intentando seguir
las elucubraciones de su amigo sin acertar a comprender muy bien adónde llegaría
todo eso aunque, por otro lado, ligeramente esperanzado por la posibilidad de
entender el comportamiento de la bizantina.
—¡Ya sé! —gritó John al tiempo que una certera bala arrancaba, con gran
estropicio, un trozo de la torre más cercana, cubriéndoles de polvo y amenazantes
cascotes—. ¿Qué tal ese jovenzuelo que se aloja en tu tienda?
—¿Jacobo? —replicó Francisco—. ¡Es todavía un crío!
—Por eso es perfecto —argumentó el escocés—. Nadie desconfiará de él, además
es veneciano, podrá pasear por el palacio libremente, sin llamar la atención, como
uno de los soldados del baílo acantonados allí.
El castellano sopesó la propuesta con detenimiento, imitando el gesto
meditabundo del ingeniero. La idea tenía sentido, aunque le disgustaba tener que
poner a Jacobo al corriente de su vida sentimental, casi tanto como utilizarle para
espiar a su amada. Sin embargo, vistas las opciones a su alcance, cualquier cosa era
mejor que cruzarse de brazos o entrar como una furia en el palacio buscando una
explicación.
—¿Qué opinas? —preguntó John con entusiasmo—. Si vale para combatir, valdrá
también como informante.
—Intentémoslo —cedió Francisco finalmente.

Jacobo escuchaba sorprendido las confusas explicaciones de Francisco, mientras


John resoplaba de impaciencia a su lado, moviendo la cabeza de un lado a otro ante la
desorganizada disertación del castellano.
—Entonces… —preguntó el joven sin saber si había entendido bien—, ¿queréis
que persiga a vuestra prometida?
—No —negó el castellano—, tan sólo que trates de averiguar cuál ha sido la
causa de su repentino encierro, aunque, si surge la oportunidad, puedes hablar con
ella.
—¿Y qué le digo?
—No sé, trata de ser sutil y cauteloso, que no sepa que te envío yo.
Jacobo se rascó la cabeza confuso. Tenía a Francisco en gran estima merced al

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buen trato que este le había dispensado, tras quedarse prácticamente desamparado
con la partida de su barco, en la cobarde huida efectuada por algunos bajeles
venecianos un par de meses antes. Sin embargo, a pesar de sus ganas de corresponder
a su hospitalidad y preocupación, no acababa de comprender su función en tan
embrollado asunto sentimental.
—En definitiva —intervino el escocés tratando de aclarar la cuestión—, lo que
Francisco está tratando de decirte de forma tan compleja es que te pasees por el
interior del palacio siempre que tengas oportunidad, de forma que puedas observar el
comportamiento de Helena y los que la rodean. Pensamos que este repentino cambio
en su actitud no es casual, podría haber sido amenazada o engañada de algún modo.
Ten en cuenta que Francisco, al haber sido reconocido como familiar del emperador,
puede que haya despertado los recelos de algún noble o de otros parientes
disconformes con la decisión. Tal vez alguno de ellos utilice a Helena para hacer
daño a Francisco.
El muchacho asintió a las palabras del ingeniero con un poco más de
convencimiento. De hecho, la idea de ayudar a su improvisado mentor en una
excitante intriga palaciega comenzó a despertar su interés, decepcionado tras su pobre
papel la noche anterior donde, para su desgracia, Mauricio Cattaneo le había tenido
de un lado a otro de las líneas, transmitiendo mensajes a todos los oficiales italianos
que combatían contra los turcos. Cuando estos se retiraron, el joven se encontraba
absolutamente exhausto, a pesar de no haber desenvainado la espada en ningún
momento, lo cual le incitaba a involucrarse en esta curiosa aventura.
—¿Cuándo empiezo? —preguntó por fin con una sonrisa.
—En cuanto puedas —respondió el castellano aliviado—. Pero, por lo que más
quieras, ¡sé discreto!
—Podéis confiar en mí —repuso Jacobo—. Mi señor Cattaneo me ha dado el día
libre para recuperarme de las carreras de anoche. Me iré ahora mismo al palacio a ver
qué puedo averiguar.
—Una última cosa —comentó Francisco—: Teófilo, el primo del emperador.
Tuve un encontronazo con él acerca de Helena, hace tiempo, cuando reconstruíamos
la muralla, ten cuidado con él, puede que tenga mucho que ver en esto.
Jacobo asintió con la cabeza, con los ojos muy abiertos y, acto seguido, dejó la
tienda, donde acababa de vestirse antes de que Francisco apareciera con el gigantesco
ingeniero escocés, para, alegre ante su nueva tarea, correr colina arriba hacia el barrio
de Blaquernas.
Poco después, al tiempo que disminuía el ritmo de su carrera, también lo hacía el
entusiasmo inicial. Ante la vista de las resquebrajadas torres exteriores del palacio,
donde aún ondeaban con fuerza las banderas del emperador, comenzaron a asaltarle
las dudas sobre cómo afrontar su cometido. Se dio cuenta de que no tenía ni idea de

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cómo empezar, por lo que resolvió introducirse entre los soldados venecianos que
custodiaban la muralla del palacio y, desde allí, tratar de orientarse para encontrar a la
famosa dama, su exótica esclava y al peligroso noble bizantino, a la par de echar un
ojo al gigantesco varengo del que tanto hablaba el castellano.

Esa misma tarde, tras el concienzudo informe que el protostrator había


presentado ante el emperador, Constantino se reunió en secreto con su amigo
Sfrantzés, preocupado ante el delicado panorama expuesto por el genovés. Su puesto
recorriendo la zona amurallada libre de los combates, en previsión de un ataque
sorpresa turco, le había mantenido alejado de la batalla, impidiéndole poder
comprobar de primera mano el comportamiento de hombres y defensas, ante la
prueba inicial que el sultán efectuaba contra la ciudad.
La victoria había elevado considerablemente la moral de la tropa y, sobre todo, de
la población civil, la cual, con increíble entusiasmo, se había concentrado la mañana
siguiente en torno a las iglesias, para agradecer al Señor la superación de la prueba.
Sin embargo, el tono triunfal que esperaba de Giustiniani resultó totalmente
equivocado. Aunque las bajas eran relativamente escasas, sobre todo comparadas con
las enemigas, el genovés se encontraba poco satisfecho con el desarrollo de los
combates. Según su criterio, las defensas se habían mostrado demasiado endebles, el
acceso a lo alto de la muralla excesivamente fácil para el enemigo, y la displicencia
de los soldados tras la retirada turca un gravísimo error. Por si fuera poco, los escasos
cañones que alineaban los bizantinos, tal como preveía el ingeniero de su compañía,
causaron poco daño a los atacantes y socavaron con sus fuertes vibraciones las
maltrechas murallas y torres donde se colocaron. La caída de la noche restó
efectividad a los ballesteros griegos y las casi cuatro horas de combate pusieron de
relieve la escasez de tropas, así como su cansancio por permanecer de continuo en
lucha, debido a la imposibilidad de obtener reservas o soldados de refresco que
pudieran efectuar relevos, algo que los turcos, gracias a su avasalladora superioridad
numérica, sí podían realizar.
Finalmente, tras un detallado estudio logístico de los suministros existentes y
consumidos, el comandante genovés predijo importantes problemas para alimentar a
los soldados en un par de semanas, por lo que, en breve, sería necesario tomar
medidas.
—Así están las cosas —afirmó un abatido Constantino tras relatar a su fiel
secretario los pormenores de su reunión con Giustiniani.
—Tenemos que ver el lado positivo —repuso Sfrantzés—. Este tanteo de
Mahomet nos servirá para pulir nuestros defectos, de hecho me alegra que el
protostrator se muestre tan crítico con el resultado, eso indica que se preocupa por
mejorar cada detalle.
—Es cierto que vale su peso en oro, pero empiezo a preguntarme si no estaremos

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exigiendo demasiado de nuestro pueblo. Esta misma noche pretende limpiar el foso,
afianzar la muralla y despejar los escombros del lado exterior.
—Los trabajadores pueden realizar turnos, durmiendo de día para poder reparar la
muralla de noche. No creo que el problema radique ahí.
—¿Por qué lo dices?
—Si el asedio se alarga demasiado —afirmó Sfrantzés con aire decaído—, no
dispondremos de fondos suficientes para pagar a soldados y trabajadores.
—Nuestro pueblo se juega su futuro en esta pugna, colaborarán aunque no se les
pague, lo harán por sus casas y por sus familias.
—Pero ¿y los soldados? Muchos de ellos son mercenarios, ¿cómo reaccionarán si
se interrumpe su salario?
—No quiero ni pensarlo, pero no adelantemos acontecimientos. Por ahora
mantenemos a los turcos a raya, rezaremos para que la ayuda llegue pronto.
—Hay algo más que quiero comentarte —dijo el secretario con voz queda,
temiendo que alguien pudiera escuchar su conversación a través de las paredes.
Constantino miró de reojo a su alrededor, comprobando que la puerta de su
estancia se encontraba convenientemente cerrada, antes de asentir con la cabeza,
consciente de la importancia de las palabras de su amigo cuando adoptaba ese tono.
—He recibido nuevas noticias del campamento del sultán —comentó Sfrantzés
con preocupación—. Al parecer esperan refuerzos especiales de Serbia, que llegarán
en una pocas semanas.
—¿Más soldados? —preguntó Constantino extrañado—. No me parece que
Mahomet necesite un mayor número de tropas.
—No se trata de infantes corrientes, sino mineros, los mejores de Europa.
El emperador mostró un gesto de sorpresa durante unos instantes, antes de que
diera paso a una intensa preocupación.
—¡Piensan minar la muralla! —exclamó sin poder creérselo.
El secretario asintió con seriedad; el minado de una muralla consistía en excavar
un túnel bajo sus cimientos, apuntalándolos con gruesos maderos a los que, en el
momento del ataque, se les prendía fuego, ocasionando el hundimiento de toda una
sección, lo que abriría en un instante un inmenso boquete en las defensas, por el que
se colarían, como una riada, los batallones turcos. A diferencia de los escombros
dejados por los cañones, aprovechables, tal como hacía Giustiniani, para levantar una
precaria empalizada, el minado convertía los muros en un pequeño terraplén,
llevándose consigo a la mayoría de los defensores que en ese momento se
encontraran sobre los adarves.
—Si los turcos consiguen efectuar un minado en uno o dos puntos de las murallas
perderemos la ciudad. Una vez dentro de las defensas su abrumadora superioridad los
hará imbatibles.

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—Debemos avisar a Giustiniani —afirmó Constantino—. Espero que tenga gente
experta en ese campo y sepa cómo combatir las minas.
—Rezaremos por que así sea.
Constantino, que comenzaba a exhibir una palidez inusual en su rostro, así como
una incipiente pérdida de peso, debido a las tensiones de las tres semanas de asedio,
sintió como una nueva y pesada losa recaía sobre sus hombros. A la angustiosa
situación interna de la ciudad se añadía la abrumadora inferioridad de medios, de la
que el sultán estaba haciendo perfecto aprovechamiento. Tenía la sensación de que,
independientemente de los esfuerzos que él pudiera realizar para mejorar las defensas
o rechazar las hordas turcas, el enemigo siempre tenía un nuevo modo de
amenazarles.
—Hay algo más —comentó Sfrantzés, casi angustiado al tener que descargar tan
amargo peso sobre su mejor amigo, aunque consciente de que el emperador no
consentiría quedarse al margen—: creo que tienes delicados problemas familiares.
—¿Qué clase de problemas?
El secretario informó a Constantino de la extraña visita de Helena, de sus iniciales
sospechas acerca de lo que parecía un simple desengaño emocional de una joven
enamorada y de cómo, tras la mención de Teófilo, había reaccionado ella,
despertando las sospechas del astuto secretario.
—Tal como lo cuentas —comentó el emperador—, no creo que vaya más allá de
una simple disputa amorosa; puedo hablar con ellos si crees que puede ayudar a
calmar el asunto.
—Yo también pensé que no sería nada importante pero, no sabría cómo decirlo,
tengo una corazonada. Hay algo que no encaja en todo esto y, sea lo que sea lo que se
nos esté escapando, no podemos permitirnos el lujo de ignorar cualquier posibilidad.
—¿Piensas que alguno de ellos es el informador de Mahomet? —preguntó el
emperador mientras arrugaba la frente en señal de incredulidad—. Pensé que habías
descartado a Francisco con aquella reunión en la que no permitiste su presencia.
—Y así era —repuso Sfrantzés—, pero no quiero dejar ninguna piedra sin
levantar y, aunque no me guste admitirlo, mis agentes no consiguen pruebas contra
Notaras; no sé si es rematadamente listo o tienes razón en pensar que él no es el
traidor, en cualquier caso no perdemos nada por asegurarnos.
—Tienes razón —admitió Constantino—, no necesitamos arriesgarnos. Además,
no sé cómo lo haces, pero tus intuiciones suelen acertar, excepto en el caso del
megaduque, donde, amigo mío, creo que tu aversión personal te ciega.
—Aun así me permites que actúe libremente, incluso investigando al primero de
tus ministros, tal vez por eso tu pueblo te ame y sea capaz de seguirte hasta el final.
No ha habido muchos emperadores tan dignos y honrados en la historia de Bizancio.
—Gracias por tus palabras, Jorge —repuso el emperador con un hilo de voz—,

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pero ahora mismo me conformaría con no ser el último de esos emperadores.

En el campamento turco, Mahomet se encontraba en su tienda, paseando de un


lado a otro sobre la mullida alfombra de complicados motivos geométricos y florales,
con las manos a la espalda, meditando sobre lo que el numeroso grupo de oficiales a
los que había reunido la noche anterior había comentado acerca del ataque efectuado
contra las murallas.
A pesar de tratarse de una mera tentativa para probar las fuerzas de los bizantinos,
el sultán se sentía furioso. El único intento serio de atravesar las defensas había sido
rechazado con facilidad y, aunque las bajas no eran elevadas, resultaban excesivas
para una simple prueba. El armamento de los soldados griegos e italianos superaba en
calidad al de sus infantes y, al parecer, ese maldito Giustiniani conocía su oficio,
disponiendo sus escasos medios de forma eficaz. Sin embargo, lo que realmente
inflamaba la ira del sultán era la arrogancia de sus propios oficiales, aún convencidos
de poder avasallar a los bizantinos en cuanto se lo propusieran, gracias a la mera
superioridad numérica. No aportaron soluciones, ni crítica alguna a su
comportamiento, dejándolo todo en manos de Alá, el cual les proporcionaría la
victoria sobre los infieles.
Mahomet era un fervoroso creyente, pero, como buen gobernante, sabía que no
podía dejar que el Todopoderoso resolviera sus problemas. Si Alá les concedía su
favor, la ciudad caería, pero la experiencia demostraba que el Señor no llevaba a la
gloria a dejados sino, más bien, a aquellos que se esforzaban en dar lo mejor de sí
mismos. El sultán se sentía rodeado de incompetentes, oficiales válidos para realizar
incursiones fronterizas o rápidas campañas a caballo pero, por lo que acababa de ver,
incapaces de aprovechar la excepcional arma de guerra que Mahomet acababa de
forjar. Tan sólo en los disciplinados jenízaros podía depositar su confianza aunque,
como élite de su ejército, eran demasiado preciados para desangrarlos inútilmente.
Serían reservados hasta que su concurso fuera totalmente imprescindible; mientras
tanto, tendría que calmar su ánimo y tratar de aprovechar al máximo a su mediocre
estado mayor.
La furia que invadía al sultán no conseguía cegar su mente. Incluso irritado por
las escasas conclusiones de su acción sobre las murallas, debía mantener su cabeza
fría, dado que, según las sabias enseñanzas de su padre, debía confiar más en la
inteligencia que en la fuerza bruta. Su plan inicial, detallado con cuidado tras su
decepción en los primeros días de asedio, aún mantenía su vigencia. El siguiente paso
seguía marcado a fuego en su interior: romper la cadena y entrar en el Cuerno de Oro
para finalizar el cerco sobre la ciudad y amenazar la débil muralla que protegía el
puerto. La toma del estratégico brazo de mar paralizaría los restos de la flota
bizantina, interrumpiría sus conexiones con la ciudad genovesa de Pera, donde los
griegos compraban impunemente armas y alimentos, evitaría la pesca en sus aguas,

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negando a la ciudad otra preciada fuente de suministros y, por último, obligaría al
emperador a desviar parte de sus escasas tropas a ese tramo de murallas, ahora
indefenso, debilitando su línea principal.
Sin embargo, cuanto más evidentes resultaban los beneficios de la toma del
Cuerno de Oro, más dolorosa se hacía la derrota naval de Balta Oghe frente a la
cadena la semana anterior. Tras el humillante fracaso, el sultán había ordenado a
Urban mejorar sus cañones, situando uno en la colina tras los muros de Pera, desde
donde se abrió fuego contra los barcos cristianos cercanos a la cadena, hundiendo uno
de ellos y obligando al resto a refugiarse en el interior del brazo de mar, tras los
muros de la ciudad genovesa. Un éxito momentáneo que apenas varió el equilibrio de
fuerzas y la preponderancia de los bajeles italobizantinos. De alguna forma,
necesitaba dar un golpe a la situación, totalmente estancada, aunque muchos de sus
ladinos subordinados regalaran de continuo sus oídos con promesas de una rápida
victoria.
—¡Majestad! Se acercan barcos cristianos.
El sultán se sobresaltó cuando escuchó las palabras del jenízaro que acababa de
entrar en su tienda. Abrió la boca para abroncarle por su insolencia, deteniéndose
antes de emitir palabra alguna, repentinamente inquieto ante la posibilidad de que la
flota veneciana hubiera adelantado su salida de puerto.
—¿Qué tipo de barcos? ¿Cuántos son? —preguntó finalmente con premura.
—Al parecer son cuatro grandes transportes a vela, aún se encuentran lejos, por lo
que ignoramos su nacionalidad, pero es indudable que se dirigen a Constantinopla.
—Ensilla mi caballo, quiero ver a Balta Oghe personalmente.
El soldado hizo una profunda reverencia y partió a la carrera, mientras el sultán se
preguntaba quién era tan osado para desafiar su bloqueo con un puñado de barcos
mercantes.

En la proa de uno de aquellos barcos, el capitán Flatanelas oteaba el horizonte,


con la vista fija en la visible colina de la Acrópolis. Enviado a Sicilia por el
emperador para aprovisionarse de trigo, con el que aumentar las reservas de la
ciudad, no esperaba que, a su regreso, tuviera que enfrentarse con toda la flota turca.
El paso de los Dardanelos se había producido sin un solo contratiempo, no debido
a la bondad del Señor, como afirmaban los marinos, sino por la inexistencia de barcos
turcos, producto de su masiva concentración en el asedio de la ciudad. La necesidad
de reunir su flota había obligado al sultán a desguarnecer los estrechos que daban
acceso al mar de Mármara, permitiendo el paso del carguero bizantino, junto con tres
barcos genoveses, atestados de comida y armas, fletados por el Papa en ayuda de la
ciudad. Los barcos italianos se habían visto obligados a detenerse en Quíos, debido a
un temporal, por lo que, cuando pudieron retomar el viaje, consiguieron reunirse con
el buque griego en la travesía de los estrechos.

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Flatanelas estaba convencido de que los turcos ya estarían advertidos de su
presencia, con tiempo suficiente para poder reunir un contingente con el que atacarles
antes de su llegada a puerto. A su cargo disponía de un buen número de marinos pero,
por desgracia, no se trataba de soldados y, aunque el experto capitán estaba seguro de
que, acuciados por la desesperación, se defenderían con ahínco, echaba de menos
disponer a bordo de un grupo de guerreros armados, tal y como los genoveses
transportaban en sus barcos.
—Que todos los hombres tengan a mano sus hachas, no creo que podamos
atravesar la distancia hasta el puerto sin luchar.
El segundo de a bordo atravesó la cubierta, repitiendo las órdenes de su capitán,
animando a los aguerridos marinos para que se preparasen a combatir contra la flota
turca. En ese momento, Flatanelas no confiaba en alcanzar el Cuerno de Oro, sin
embargo, no cedería sin luchar. Desde su infancia había tenido que trabajar como
grumete en innumerables barcos, a lo largo y ancho del Mediterráneo, enfrentándose
a vendavales, enfermedades y piratas. No sería este el día en que cedería su navío sin
llevarse a unos cuantos de esos infieles por delante. Su gran baza, la única que podría
darles alguna ventaja sobre los armados bajeles enemigos, eran tres grandes barriles,
cargados con el denso aceite conocido como «fuego griego».
Desde su invención, ocho siglos atrás, cuando acabó con la flota árabe que
atacaba Constantinopla, el oscuro combustible inflamable, cuya fórmula secreta era
celosamente guardada por los sabios bizantinos, había proporcionado a la armada de
los emperadores una increíble ventaja sobre sus oponentes, debido a que flotaba sobre
el agua y, más importante aún, ardía sobre ella. Si un recipiente conteniendo dicho
líquido ardiente caía sobre la cubierta de un barco, el agua arrojada sobre él no sólo
no conseguía apagarlo, sino que contribuía a extenderlo sobre la madera,
consumiendo bajeles enteros, sin que su tripulación pudiera entender cómo aquella
mágica y diabólica mixtura podía ser extinguida.
—Todo está listo —afirmó el segundo de Flatanelas, tras su trasiego por toda la
cubierta del barco—, los hombres están armados, ahora estamos en manos de Dios y
del viento.
«Y de los turcos», pensó el capitán, observando la arboladura de su barco y
rezando para que volara por encima del calmado mar hasta la seguridad del Cuerno
de Oro, sin querer imaginar lo que pasaría si a su llegada comprobaban que los turcos
habían forzado la cadena.

—Espero que las órdenes queden suficientemente claras —repitió Mahomet,


sudando bajo el grueso ropaje tras su precipitada cabalgada hasta el puerto de las
Dobles Columnas, donde amarraba el grueso de la escuadra turca—: debéis capturar
los navíos o, en su defecto, echarlos a pique.
—Haré cuanto esté en mi mano, mi señor —contestó Balta Oghe con una

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reverencia.
—Haréis mucho más —replicó el sultán—, porque os va en ello la cabeza. Si esos
barcos entran en la ciudad yo mismo os rebanaré el cuello.
El almirante miró al sultán con expresividad, sin saber si debía renovarle su
lealtad y afirmar la confianza de hacerse con los barcos, pero ante el acerado rostro
de Mahomet, decidió callar y salir con una ligera inclinación a disponer a su flota
para el combate.
—Aprestad solamente los barcos de remos, no quiero que el viento nos juegue
una mala pasada —comentó a sus oficiales mientras se dirigía hacia su nave—.
Cargad tantas tropas como quepan en las cubiertas para realizar abordajes y avisad a
todos los capitanes; mi barco irá en cabeza, que nadie se interponga.
Unas horas después, casi un centenar de barcos maniobraban con rapidez,
impulsados por los fuertes brazos de miles de remeros, en un amplio abanico, como
una gigantesca boca, que amenazaba con tragarse a los cuatro cargueros. Al son de la
música de trompetas y tambores, con la confianza que otorgaba su incuestionable
superioridad frente a los mercantes, galeras, fustas y parandarias se agrupaban en
torno a la nave almirante, eligiendo sus presas con la avidez de un depredador
mientras, en las faldas de la colina donde se elevaba la Acrópolis de Constantinopla,
en sus murallas e, incluso, en lo alto de los derruidos arcos del Hipódromo, los
ciudadanos de la asediada urbe se arracimaban, para contemplar la agonía de aquel
puñado de bravos que se atrevían a desafiar al grueso de la armada turca.
Con los cuatro grandes bajeles ya próximos a la muralla sudeste de la ciudad, el
almirante turco, de nuevo aprisionado bajo su brillante armadura, se puso en pie sobre
la proa de su galera, la más próxima al barco de Flatanelas, para enviar un ultimátum
de advertencia.
—¡Arriad las velas! —gritó haciendo bocina con las manos—. Rendid las naves y
salvaréis la vida.
Durante un instante no hubo respuesta desde la alta borda del navío cristiano.
Unos segundos después, un hombre alto y delgado se asomó a la proa del barco
griego y, con voz tan fuerte como segura, respondió a la oferta del almirante turco.
—Si queréis estos barcos, venid a por ellos.
Balta Oghe observó durante unos segundos la gran nave de tres palos y velas
cuadrangulares. Con sus treinta metros de eslora, era un poco mayor que las
genovesas que la acompañaban, de tan sólo dos mástiles y velas latinas. Al carecer de
remos tendrían que valerse de la fuerza del viento para aproximarse a puerto y,
aunque su gran tonelaje, muy superior al de sus pequeñas fustas, dificultaba que los
barcos turcos pudieran detenerlo a la fuerza, al menos, sirviéndose de sus escasos
remos, retrasarían su travesía lo suficiente como para permitir un cambio en el viento,
que dejara a los mercantes en sus manos.

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Fijándose en el imponente castillo de popa, ricamente decorado con tallas y
pintura de un vivo color rojizo, el almirante comprendió que la mayor altura de sus
bordas y castillos supondría una gran desventaja en los abordajes, por lo que decidió
agotar primero a las tripulaciones con pequeños incendios, obligando a los marineros
a correr de un lado a otro con cubos llenos de agua. Más tarde, cuando los navíos se
encontraran completamente rodeados, los soldados a bordo de sus galeras iniciarían
el asalto por oleadas, confiando en que, esta vez, su detallado plan de relevos entre
los numerosos barcos se ejecutara a la perfección.
—Ordena al primer grupo que se interponga en su camino y dificulte en lo
posible el acercamiento al puerto —dijo a su oficial sin dejar de mirar la borda del
barco más cercano—. Las fustas del segundo y tercer grupos que rodeen a los
mercantes genoveses y los hostiguen con fuego. ¡Que por ahora no se acerquen
demasiado! —gritó cuando el oficial ya había partido a retransmitir sus órdenes.
Desde su posición ventajosa, Flatanelas pudo comprobar como los bajeles turcos
maniobraban para entorpecer su acceso al puerto, tratando inútilmente de desviar las
inmensas moles de los cargueros de su preciso rumbo. Desde una prudente distancia,
arrojaban teas y lanzas portallamas sobre la cubierta, algo previsto por el capitán
griego, el cual, con tiempo para preparar el combate, había aleccionado a su
tripulación para apagarlas con rapidez por medio de cubos y barriles de agua
estratégicamente dispuestos a lo largo de la ancha cubierta.
Durante casi una hora, los habitantes de Constantinopla pudieron observar con
alborozo como los titanes, rodeados por la marea turca, avanzaban, lenta pero
incansablemente, hacia la seguridad de la cadena que cerraba el Cuerno de Oro. Sin
embargo, tal como el almirante turco había supuesto, a punto de doblar el cabo de la
Acrópolis, el viento cambió.
—Ya están donde los queríamos —rugió Balta Oghe al comprobar como, fruto de
la brisa y la fuerte corriente, los barcos comenzaban una lenta deriva hacia los muros
de Pera, alejándose de Constantinopla tras casi rozar sus muros—, ¡iniciad el asalto!
Situado sobre el castillo de popa de su barco, Flatanelas veía con desesperación
como el repentino cambio de viento había arrastrado sus barcos a la fuerte corriente
de entrada al Cuerno de Oro, corriente que les alejaba inexorablemente de su destino,
para enviarles con suavidad a las fauces formadas por la flota turca que, con un gran
estruendo de tambores, esperaba, con sus cubiertas repletas de vociferantes soldados,
a que los inermes buques cayeran en sus manos.
—¡Dejad las velas y coged las hachas! —gritó con toda la fuerza de sus pulmones
—, tenemos que rechazar el asalto.

Desde la suave playa que se encontraba al pie de las murallas de Pera, Mahomet
comprobaba ilusionado como los barcos cristianos, rodeados por un bosque de
mástiles turcos, flotaban casi a la deriva, introduciéndose sin poder evitarlo en medio

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de las formaciones de Balta Oghe, preparadas para hacerse con los cargueros. Tal
como había previsto, desde la ciudad sitiada no se hacía ningún intento, por parte de
la exigua flota cristiana, para socorrer a los mercantes, debido a la inmensa
superioridad turca en el mar. Con la lógica de la supervivencia, el emperador prefería
sacrificar sus refuerzos, antes que exponerse a un desastre en el mar que abriera al
sultán el paso al Cuerno de Oro.
Con impaciencia, obligó a su caballo a introducirse unos metros en el agua, para
poder contemplar el grandioso espectáculo desde un mejor ángulo, con una inmensa
sonrisa, fruto de la posibilidad de que, por primera vez desde el inicio del asedio, Alá
les sonriera con una victoria. Ante sus ojos, pudo cercionarse de cómo uno de los
barcos genoveses se encontraba cercado por media docena de trirremes, mientras las
más pequeñas fustas y parandarias, en número difícil de precisar, se arremolinaban
en torno a los dos restantes, dejando el gran barco griego para el bajel del propio
almirante y su grupo de galeras.
Desde la distancia a la que se encontraba, en medio del enmarañado paisaje de
mástiles, cuerdas y remos, resultaba casi imposible discernir con detalle el desarrollo
de los sucesivos asaltos que los soldados realizaban sobre los cuatro barcos, llegando
a oídos del sultán tan sólo gritos difusos y entrechocar de remos y maderos. Allá a lo
lejos, en la posición del carguero griego, pudo comprobar como surgía una inmensa
llamarada de uno de sus propios barcos que, imprudentemente, se había acercado
demasiado al mercante, permitiendo a sus valerosos marinos utilizar fuego griego, el
cual parecía extenderse por la cubierta y el cordaje con sorprendente rapidez.
Mahomet alcanzó a observar un buen número de soldados y marinos, cubiertos de
fuego, que se arrojaban al agua entre los remos lanzando alaridos de dolor.
El dantesco espectáculo no impresionó al sultán, que introdujo aún más su caballo
en el agua, deseoso de comprobar con sus propios ojos cómo era posible que aún no
se hubiera arriado ninguna de las orgullosas banderas cristianas que ondeaban en los
cuatro grandes bajeles.

—¡Vamos! —gritaba Balta Oghe a los soldados que se encontraban delante de él


—, ¡intentémoslo de nuevo!
Tras haber maniobrado con su barco para situarse a popa del gran carguero
griego, evitando ponerse a tiro de su mortal mezcla aceitosa, agrupaba por tercera vez
a sus soldados para, por medio de garfios y rezones, acercarse al mercante, para
asaltarlo de forma coordinada con el resto de galeras que lo rodeaban, una de las
cuales ardía como una tea a la deriva, alcanzada de lleno por el fuego griego emitido
desde el bajel cristiano.
Con un creciente sentimiento de impotencia, Balta Oghe comprobaba desde su
posición como los genoveses, protegidos por armaduras y cotas de malla, rechazaban
los continuos asaltos de los grupos de abordaje de sus fustas, utilizando hachas y

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espadas para cortar tanto las cuerdas y garfios de abordaje como cualquier mano que
se agarrara a la borda de sus barcos.
Los turcos, sufriendo de nuevo la profunda desventaja de la menor altura de sus
cubiertas, eran incapaces de asomarse a las bien protegidas bordas cristianas,
defendidas con increíble desesperación por los bien entrenados soldados y marinos
genoveses. Al igual que en el primer enfrentamiento, con los navíos que custodiaban
la cadena del Cuerno de Oro, las flechas y venablos arrojados por los italianos desde
su privilegiada posición causaban fuertes estragos entre sus filas, mientras que los
numerosos arqueros situados en las parandarias apenas resultaban efectivos.
En torno al mercante griego, de mayor porte, aunque menos armado que los
genoveses, el almirante turco comprobaba que sus sucesivos intentos no obtenían
mejor resultado. Con un puñado de hombres, bien situados sobre el castillo de popa,
los bizantinos habían sido capaces de rechazar sus dos primeros asaltos con relativa
facilidad y, como bien sabía Balta Oghe, debía hacer algo para remediarlo antes de
que el viento cambiara de nuevo.
—¡Adelante! —gritó con fuerza, abalanzándose entre sus hombres, para
encaramarse, espada en mano, a una de las cuerdas enganchadas a la popa del
mercante griego.
Seguido por sus soldados, Balta Oghe subió con dificultad hacia lo alto del
castillo de popa, utilizando los pies para apoyarse sobre las tallas de la madera que
decoraban el exterior del casco mientras, con la mano derecha, aferraba el curvo sable
de abordaje.
—¡Ánimo! —exclamó al ver como tres de sus soldados le secundaban, subiendo
con mayor agilidad, debido a la falta de peso de sus inexistentes armaduras.
Una flecha voló sobre su cabeza, clavándose a unos palmos de distancia contra la
borda del mercante. «Esos estúpidos inútiles me van a ensartar», pensó Balta Oghe,
meditando por un instante si sus propios tiradores serían más peligrosos que los
cristianos.
A punto de alcanzar el final de la borda, un marinero griego apareció con un
hacha en la mano, descargando un furibundo tajo sobre el almirante turco, el cual, a
duras penas, consiguió desviarlo con la espada, respondiendo desde su precaria
posición, agarrado por una mano a la cuerda y con los pies deslizándose sobre las
resbaladizas tallas exteriores del castillo de popa, con un atinado golpe. La punta de
su sable encontró en su impulso el hombro del marinero, introduciéndose medio
palmo en su cuerpo, obligando al dolorido bizantino a soltar su hacha y retroceder
con un intenso alarido.
Con una aviesa sonrisa de satisfacción, Balta Oghe, consciente de que debía
aprovechar la oportunidad antes de que otro marinero ocupara el puesto del herido,
afianzó los pies sobre el casco y tomó impulso para saltar a cubierta. Fue justo en ese

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momento triunfal cuando una piedra, disparada por uno de sus propios hombres,
rebotaba sobre la borda, impactándole en el ojo. Con un estremecimiento de dolor, la
cuerda se escurrió de entre sus manos y Balta Oghe, tuerto y desesperado, se hundió
en el agua, deseando que el peso de su armadura le arrastrara al fondo, evitándole la
humillación de tener que sobrevivir a su derrota.

Flatanelas animaba a sus hombres, acudiendo con su espada a una y otra borda,
para ayudar a repeler otro de los innumerables intentos de abordaje que los turcos,
incansablemente, realizaban con inusitado tesón.
Observando el creciente número de heridos que eran llevados bajo cubierta, y con
la seguridad que tres de sus hombres ya se encontraban llamando a las puertas de san
Pedro, comprobó que las armas arrojadizas comenzaban a escasear, casi tanto como
las manos encargadas de su uso. El temible fuego griego, a pesar de su éxito inicial,
hacía ya tiempo que se había agotado, dejando todo el trabajo al valor y las hachas de
los marinos bizantinos. Necesitaban ayuda o, exhaustos como se encontraban,
enfrentados a los continuos asaltos de las inagotables tropas turcas, pletóricas de
refuerzos y naves de refresco, no tardarían mucho en ser arrollados.
Tratando de calmar su agitación, ascendió por las empinadas escaleras del castillo
de popa, acercándose, indiferente a las saetas que volaban en todas direcciones, a la
borda desde la que se veía el barco genovés más cercano. Allí, los soldados armados
que defendían la nave, perfectamente entrenados para dicho cometido, repelían con
facilidad las agresiones de los musulmanes.
—¡Ah del barco! —gritó hacia la cubierta del mercante italiano, rezando para que
le oyeran a esa distancia, entre el maremagno de aullidos y golpes que se elevaba
entre ellos.
Su capitán giró la cabeza, saludando a Flatanelas con la mano.
—¡Necesitamos ayuda!, ¿podéis abarloar vuestras naves y enviarnos refuerzos?
El genovés arrugó la frente, tratando de entender las entrecortadas palabras de su
compañero griego, después se giró en dirección contraria, donde los dos barcos
italianos restantes se mantenían juntos, unidos por algunos cabos.
Tras unos momentos, que a Flatanelas le parecieron eternos, esperando, sin poder
oír nada, el resultado de la conversación entre los capitanes genoveses, el primero se
volvió con una sonrisa y asintió con la cabeza. Mientras el bizantino daba gracias a
Dios por haberse encontrado con tan valerosa ayuda a la entrada de los Dardanelos, a
bordo de los mercantes italianos, los marinos se apresuraban a sus puestos para tratar
de acercarse al carguero griego.

—No os acerquéis más, majestad —rezongaba el asustado eunuco Shehab ed-Din


—, acabaréis tragado por un bajío.
Mahomet, ya entrada la tarde, desesperado por la duración de la batalla y, sobre

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todo, por la carencia de resultados de su flota, forzaba a su caballo a entrar en el agua,
como si no pudiera soportar la inactividad y quisiera participar en el combate. Con el
mar lamiéndole las rodillas y el largo caftán empapado, el sultán ignoraba los
consejos de su asexuado ministro, obsesionado por hacerse oír, a la vez que furibundo
ante la incomprensible incapacidad de su inmensa flota por hacerse con cuatro barcos
mercantes.
—¡Malditos seáis todos! —gritaba, con el rostro congestionado por la ira que le
consumía—. ¿No sois capaces de vencer en proporción de veinte a uno?
Algunos de los soldados embarcados más cercanos se volvían, con la cara
compungida y avergonzada al oír a su señor, mientras otros retransmitían sus órdenes
y maldiciones a los que, en la proa de los barcos, trataban de asaltar las naves
cristianas.
—¡Almirante del demonio! —chilló Mahomet, casi ronco de tanto forzar la voz
—. Si no puedes tomar los barcos, ¡húndelos!

Balta Oghe, rescatado a su pesar por sus marineros, se había negado a dejar su
puesto, a pesar de la gravedad de su herida, coordinando los ataques desde su galera.
Los cristianos habían conseguido acercar sus bajeles, amarrándolos unos a otros con
cuerdas y maromas, traspasando tropas de barco en barco a tenor de las necesidades
y, a pesar de que, tras horas de lucha, se encontraban extenuados, continuaban
defendiéndose como verdaderos leones, delatando la incapacidad de los turcos, pese a
sus continuos intentos, para abordar los navíos cristianos.
Demasiado lejos para escuchar las imprecaciones de su señor, el almirante llegó
por su propio pensamiento a la misma conclusión.
—Usad la artillería —dijo a su segundo—, debemos hundirlos.
—Aún podemos abordarlos —repuso este con su habitual mirada despectiva.
Balta Oghe empuñó su sable y, con un certero golpe, cortó el cuello del
sorprendido oficial, el cual, con un gorjeo, cayó sobre la cubierta, tratando
inútilmente de detener con sus manos la sangre que fluía a borbotones de su herida.
—¡Hundidlos! —gritó el enfurecido almirante a los marinos que le observaban en
cubierta.
Un instante después, los remeros bogaban con inusitado ímpetu para maniobrar la
galera, situando los dos pequeños cañones de proa en el ángulo correcto para abrir
fuego sobre los indefensos barcos cristianos.
Completamente agotado, casi deseando que los turcos tuvieran éxito en sus
acometidas para poder descansar eternamente en el Paraíso, Flatanelas observó como,
cerca de la puesta de sol, algunos de los barcos turcos se abrían hueco entre los
demás, presentando sus ligeros cañones de proa que, con un sonoro fogonazo,
enviaron sus balas de pequeño calibre contra los costados de su barco.
Con un crujido, una de ellas impactó con fuerza contra el armazón del buque,

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astillando algunas tablas, aunque, por fortuna, sin causar graves daños, mientras el
resto de las balas caían al agua, elevando una ligera fuente de líquido en el lugar
donde desaparecían.
El capitán griego comprobó, desde la borda, el agujero del casco realizado por el
disparo y, con alivio, llegó a la conclusión de que los turcos necesitarían un cañón
más potente para abrir una vía de agua importante en los densos tablones que
conformaban el casco del carguero. Esperanzado, rezó para que, con la llegada de la
noche, la brisa cambiara de dirección y les permitiera escapar de la trampa mortal.

Balta Oghe entrecerraba su ojo sano, tratando de enfocar adecuadamente el


borroso contorno del carguero, intentando cerciorarse de que las repetidas descargas
de su artillería embarcada, pese a los continuos impactos sobre el costado del barco,
no conseguían causar daños importantes en su estructura, ni alcanzar la precisión
suficiente para impactar bajo su línea de flotación, donde una brecha daría paso a un
torrente de agua que anegaría la nave.
Soportando las intensas punzadas de dolor que inundaban su cabeza,
complicando, más si cabe, su estado de agotamiento, vociferaba continuas órdenes,
para que los distintos grupos de naves se relevaran en el hostigamiento de los
cargueros, confiando a la desesperada que uno de los furiosos asaltos tuviera éxito,
antes de que la llegada de la noche desorganizara completamente la formación turca,
permitiendo, amparados por la oscuridad, a los buques cristianos que permanecían
tras la cadena, totalmente armados, dejar su fondeadero para intervenir en la lucha.

A bordo de los cuatro barcos, la situación rayaba en lo dantesco, con más de la


mitad de los tripulantes muertos o heridos y el resto al límite de sus fuerzas, tan sólo
el hecho de haberse atado unos a otros, reduciendo las bordas por las que los turcos
podían asaltar los navíos, impedía que se crearan enormes huecos entre las diezmadas
filas de los defensores.
Agotadas las flechas, piedras, jabalinas o cualquier otra arma arrojadiza, con las
cubiertas resbaladizas por la sangre, que las teñía de un oscuro tono rojizo, la
resistencia se encontraba al borde del colapso. Mientras cientos de soldados turcos se
relevaban continuamente, para aportar tropas descansadas a la batalla, italianos y
griegos, luchando sin tregua durante más de seis horas, miraban con desesperación la
docena de galeras, venecianas y bizantinas, que, desde el otro lado de la cadena,
apenas a mil metros de distancia, se mantenían ancladas, con sus cubiertas repletas de
inactivos soldados.
De pronto, cuando ninguno de ellos contaba con sobrevivir para ver un nuevo día,
el viento cambió. Primero fue una tenue ráfaga, desapercibida por todos, luego un
pequeño golpe sobre las lonas, hasta que, con un continuo siseo, las velas de los
mercantes se hincharon, haciendo crujir los castigados mástiles y cuadernas. Con un

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chasquido, la gran masa flotante que formaban los amarrados cargueros embistió
contra las más cercanas fustas de los anonadados turcos.
Flatanelas, de rodillas sobre la cubierta, con un brazo salpicado de rojas heridas,
producto de las astillas arrancadas de la borda por el arma de un soldado enemigo,
oraba a Dios con lágrimas en los ojos, mientras su barco derivaba lentamente hacia la
seguridad de la cadena, donde, para desesperación de los turcos, las trompetas de las
galeras venecianas tocaban zafarrancho y el griterío de los cristianos, por fin
decididos a atacar, resonaba en las cercanías.

Balta Oghe sintió un repentino mareo, tan achacable a la pérdida de sangre como
a la certeza de la derrota. Con su flota maltrecha y desorganizada, en medio de la
noche y con la moral de sus marinos bajo mínimos, tras la imposibilidad de asaltar un
puñado de barcos mercantes, lo último que podía desear era enfrentarse en esas
condiciones con la escuadra cristiana. Era preferible salvar los barcos, reservándolos
para otra ocasión más propicia, que arriesgar el imprescindible dominio marítimo en
una situación tan desventajosa. Por eso, el almirante tomó la que sabía con seguridad
sería su última orden al mando de la flota del sultán.
—Todos en retirada.

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4
Con paso firme, Balta Oghe, acompañado de varios de los oficiales al mando de sus
barcos, se dirigía al encuentro del sultán.
Tras la humillante derrota del día anterior, el temor a las seguras represalias de
Mahomet le causaba una angustia mayor que la pérdida de uno de sus ojos.
Daba por segura su decapitación, tal y como el propio sultán había advertido justo
antes de la batalla, por lo que, en un último alarde de orgullo, decidió presentarse ante
su señor con la cabeza alta, luciendo la dignidad que le restaba.
Frente a la colorida tienda del sultán se había dispuesto un improvisado jurado,
formado por el propio Mahomet y sus principales visires y generales, sentados en una
apretada línea de altos cojines y flanqueados por dos filas de lanceros jenízaros,
detrás de los cuales se agolpaban, curiosos, cientos de soldados y auxiliares civiles,
venidos de todo el campamento.
Con el continuo rugido de los cañones resonando en las cercanías, Balta Oghe se
presentó ante el sultán efectuando una profunda reverencia, sin poder soportar la fría
mirada de ira con la que Mahomet le recibió.
—Aquí estoy para responder de mis actos —comunicó ceremoniosamente al
tribunal.
—Se te acusa de cobardía frente al enemigo —comentó el eunuco Shehab ed-Din
con su aflautada voz—, cargo que conlleva la muerte por decapitación.
—Es cierto que fui deshonrosamente derrotado —repuso el almirante elevando la
mirada—, pero no soy un cobarde.
—Sois más que un cobarde —intervino el sultán, tratando de contener su ira—,
sois un inútil y un traidor, un despreciable estúpido, incapaz de hundir cuatro
miserables barcos cargados de trigo con toda una flota a vuestro mando.
—Os he servido fielmente, majestad —respondió Balta Oghe, tratando de
sostener la mirada cargada de odio de Mahomet—, podéis preguntar a mis oficiales,
ellos darán testimonio de mi comportamiento.
—Que se adelanten los testigos —admitió Chalil, sentado a la derecha del sultán.
Un nutrido grupo de oficiales, capitanes e incluso simples marinos, relataron al
tribunal, uno tras otro, cómo el almirante se abalanzó con gran arrojo sobre el
mercante griego, siendo gravemente herido en el intento, aunque no por ello
abandonó su puesto, sino que continuó en el mando de la flota, tratando
infructuosamente de tomar los barcos enemigos.
Con creciente hastío, Mahomet escuchó los numerosos testimonios, plagados de
tecnicismos navales, incomprensibles para él, acostumbrado a las tácticas militares
terrestres e incapaz de aplicarlas correctamente en los combates sobre el mar.
Consciente de su limitación en el terreno de la flota, el sultán clavaba los ojos en su

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almirante, de forma que algunos temían que, en cualquier momento, saltara sobre él
para estrangularlo con sus propias manos.
No sólo la derrota de su flota recaía sobre él, como último responsable del
Imperio turco, también ponía de relieve ante propios y extraños su debilidad en el
mar y la superioridad de la marina cristiana. Incluso uno de los principales jeques
religiosos presentes en el campamento había osado dirigirle una carta, en la que
afirmaba que el pueblo le censuraba por sus errores y falta de autoridad. Mahomet no
podía precisar cuál era el mayor origen de su rabia, si la certeza de la creciente moral
bizantina tras los múltiples reveses de sus fuerzas o, por el contrario, la inusitada falta
de respeto que la incomprensible derrota de ese inepto podía acarrear entre sus
propias filas.
Sin embargo, a pesar de sus deseos de ver a Balta Oghe en el cadalso, debía
seguir las indicaciones del divan, el órgano consultivo con el que gobernaba. Su
poder personal necesitaba apoyos, por lo que le resultaba imprescindible el concurso
de sus visires y, dentro de ellos, el del influyente Chalil.
La cadena de fracasos, con los que había comenzado su planificada operación de
asedio a la capital del exiguo Imperio bizantino, no hacía sino disminuir la estima de
sus tropas y recordarle las numerosas advertencias de su primer visir respecto a su
deseada aventura. Parecía como si todos y cada uno de los obstáculos que Chalil
había comentado con su señor se hubieran acumulado en una interminable ola de
desaciertos.
A pesar de su aversión por el anciano visir, debía admitir a regañadientes que era
uno de los pocos consejeros que no intentaba granjearse su favor con palabras
insulsas de alabanza, exponiendo su parecer, incluso cuando no se atenía a los deseos
del sultán. Eso le convertía en el más valioso de sus ministros y, al mismo tiempo, en
el más temido. Debido a la corta edad de Mahomet y a su precario equilibrio sobre el
trono, cada vez más cuestionado, a tenor del desarrollo de la campaña, el aún
importante ascendiente de Chalil en el gobierno, escasamente contrarrestado por
Zaragos y su adulador eunuco Shehab ed-Din, suponía una seria amenaza, toda vez
que cualquier aspirante al trono que quisiera derrocarle vería en el primer visir la
pieza maestra con la que acceder al poder.
De algún modo, Mahomet había comprendido que la lucha por Constantinopla,
más que la culminación de una aspiración personal, era un combate por su propio
trono, por la supervivencia de su reinado personal. Dado que el prudente Chalil no
osaba dar un paso en falso, oponiéndose abiertamente al sultán, salvo en su postura a
favor de una reconciliación con Bizancio, era justamente en ese punto donde
Mahomet debía triunfar, dominando la asediada ciudad, a la vez que atesoraba con su
triunfo el prestigio necesario entre sus tropas para deponer al primer visir, situando a
uno de sus fieles allegados en el poder.

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Entre las complejas disquisiciones sobre las que la mente del sultán se
concentraba, el último de los testigos de Balta Oghe terminó de ofrecer su testimonio,
sumiendo al tribunal en un tenso silencio.
—¿Majestad? —intervino temeroso el eunuco.
—Todos conocéis mi parecer; que el primer visir, en vista de las pruebas
ofrecidas, dicte sentencia.
Chalil abrió los ojos sorprendido, mirando de reojo a Mahomet, que permanecía
con la vista fija en el almirante. Tragando saliva ante la nueva jugada de su señor,
comprendió que le estaba poniendo en una posición extremadamente compleja. Las
declaraciones de los testigos no dejaban lugar a dudas, demostrando el valor
derrochado por Balta Oghe durante el desarrollo de la batalla y, si bien, como
comandante de la flota, no había cosechado más que derrotas, el cargo de cobardía
era difícilmente sostenible, aunque, por otro lado, declararlo inocente humillaría
públicamente al sultán, el cual tendría una buena excusa para expulsar al anciano
visir de su cargo. Por otro lado, adherirse, contra los numerosos testimonios, al deseo
de decapitación expresado por Mahomet, destruiría la reputación del primer visir,
minando sus apoyos y su posición entre el ejército, al cual, incomprensiblemente, no
le gustaba que se sacrificase a sus oficiales para vengar una derrota en la que veían
una señal de Alá en contra de su gobernante.
—Suleyman Balta Oghe —carraspeó el anciano visir, tratando de ocultar en su
tono de voz el nerviosismo que sentía al tomar la decisión final—, en virtud del poder
conferido por su majestad y, en vista de los testimonios ofrecidos por los oficiales de
la flota, se reconoce vuestra valentía en el combate, lo que anula el cargo de cobardía,
aunque —añadió al sentir los ojos de Mahomet clavados en él— también se os hace
responsable, por vuestra manifiesta incompetencia, de la derrota de nuestra flota, en
condiciones en las que era evidente la superioridad que os asistía, por lo que quedáis
degradado de vuestro cargo de almirante y gobernador de Gallípoli.
Balta Oghe, cual extrañado Polifemo, parpadeó con su ojo sano, incrédulo ante
las palabras del primer visir, que le liberaban de la pena de muerte, mirando
alternativamente al anciano Chalil y al sultán, inseguro ante la posibilidad de que
Mahomet decidiera cambiar el veredicto, tal y como la ley le autorizaba a hacer.
—¿Deseáis añadir algo, mi señor? —preguntó el primer visir al sultán.
Mahomet, con un rictus glacial clavado en el rostro, mantuvo la compostura,
mientras se maldecía ante las disposiciones de Chalil. Una vez más, había
subestimado a su primer visir, encontrándose ahora enredado en su propia trampa.
Con la habilidad y experiencia de los muchos años en el cargo, el anciano consejero
había salvado la vida del almirante, a la vez que le castigaba por su ineficacia. En su
fuero interno, el sultán tuvo que admitir que Chalil había emitido una justa sentencia
y, por tanto, no podía cambiarla sin quedar en evidencia. Sin embargo, necesitaba dar

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salida a su rabia contra aquel estúpido, al que más le habría valido perder la cabeza en
lugar de un ojo.
—Todas tus posesiones serán incautadas —dijo finalmente el sultán— y
entregadas a los jenízaros como recompensa a su lealtad. Además mereces otro
castigo por tu insolencia, ¡agarradle!
Cuatro soldados apresaron al depuesto almirante y lo tumbaron boca abajo sobre
el suelo, mientras Mahomet, preso de un incontrolable arrebato de furia, lo golpeaba
con un bastón ante la mirada del divan, los oficiales de la marina y gran parte de su
ejército.
Finalmente, exhausto y jadeante, el sultán arrojó a un lado el palo, alejándose del
maltrecho Balta Oghe, el cual, con la ropa hecha jirones y salpicada con su propia
sangre, se retorcía, al borde de la inconsciencia, bajo el fuerte abrazo de los jenízaros.
Mahomet atravesó entre medias de los asistentes, los cuales se apartaban a su paso,
abriendo un estrecho pasillo, por donde el sultán transitó sin tocar a uno solo de sus
soldados hasta su caballo. Montó a horcajadas de un salto y se lanzó al galope hacia
el puerto, a comenzar la realización del temerario plan que su mente había elaborado,
como única alternativa a la desesperante carencia de calidad demostrada por su flota.

Oculto el rostro tras una amplia y tosca capa negra con capucha, Constantino
paseaba de incógnito entre sus súbditos, aliviado al comprobar que su sencillo disfraz
le libraba de todas las miradas, centradas en Giustiniani, quien, a pesar de haber
abandonado, por una vez, su habitual armadura, su traje italiano, de dorada
abotonadura y fino paño, mostraba la poca intención de su propietario por pasar
desapercibido, labor imposible por otra parte, dado que el comandante genovés se
había convertido, gracias a su infatigable y eficaz defensa de las murallas, en una
verdadera celebridad entre los habitantes de Constantinopla.
Durante años, el emperador había deseado librarse del encorsetado protocolo de
la corte, para recorrer las calles de su limitado reino, comprobando de primera mano
las lamentables condiciones en las que gran parte de la población malvivía entre las
ruinas de la antaño espléndida urbe. Sin embargo, las continuas apariciones en actos
públicos, festividades religiosas u otras ocasiones especiales dejaban un estrecho
margen a tan excéntrica actividad, impropia de la mayoría de los augustos
emperadores que le precedieron en el cargo.
Para él, la mejor forma de ayudar a su pueblo comenzaba con un conocimiento lo
más exacto posible de su situación, algo cuando menos complicado de averiguar a
través de los números y elocuentes informes de la corte. Con la inestimable
colaboración de su amigo Sfrantzés, había podido percatarse de la dura vida que
esperaba a cualquiera de los miles de granjeros, obreros y pequeños comerciantes que
constituían el núcleo de la ciudadanía, aunque, a pesar de los desinteresados
esfuerzos del secretario imperial, Constantino siempre notó un vacío en su política.

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La cercanía y el calor de la gente eran materias vedadas para el trono de Bizancio,
reservadas para las ocasiones en las que el emperador, a lomos de su enjaezado
caballo y rodeado de notables y guardias, recorría las calles aclamado por la multitud.
Ahora, tras tres semanas de penalidades, disfrutaba de ese pequeño momento de
intimidad, incluso mientras el protostrator comunicaba sus temores y las últimas
noticias sobre las defensas.
—Aún no acabo de entenderlo —finalizó Giustiniani, tras un largo monólogo, al
que el emperador, ensimismado en la contemplación de los atareados transeúntes, no
había atendido.
—¿El qué? —preguntó Constantino volviendo a centrarse en la conversación.
—Por qué el sultán no aprovechó para atacar —repitió el genovés, sin dar
importancia a la momentánea ausencia del emperador—. Puedo entender que la
derrota de su flota por los cargueros supusiera un duro golpe e, incluso, que decayera
la moral entre la tropa, pero al día siguiente sus cañones derribaron la torre Bactatinia
sobre el Lycos, junto con gran parte de la muralla exterior. Cualquier ataque de sus
tropas habría penetrado en la ciudad.
El emperador recordó el incidente, dos días atrás. Giustiniani, tras comprobar los
tremendos daños provocados por el bombardeo, y en la creencia de que los turcos
atacarían de inmediato, había reunido a todas sus tropas tras la brecha, en un
desesperado intento por repeler al avasallador ejército del sultán en cuanto entrara en
la ciudad. Sin embargo, nada ocurrió, la noche llegó sin noticias de los infantes turcos
y, en un nuevo ejercicio de esfuerzo constructivo, al amanecer las defensas lucían
repuestas con escombros, tierra y grandes barriles.
—El secretario imperial me ha comentado que el sultán estaba ausente ese día —
explicó Constantino—. Al parecer, tras deponer y apalear a su almirante, se instaló en
el puerto donde amarra su flota.
—Ha sido un golpe de suerte —afirmó Giustiniani—, aunque es una lástima que
depusiera al comandante de la flota, su inutilidad jugaba a nuestro favor.
Constantino sonrió ante el comentario del genovés, volviendo a perder su mirada
sobre unos niños, que jugaban en medio de un solar abandonado, moldeando unas
murallas de barro sobre una gran losa, mientras otro de ellos, con largos y estrechos
palos dispuestos en hilera, arrojaba pequeñas piedras sobre la construcción,
convirtiendo el terrorífico cañoneo, que a diario sufrían los habitantes, en un inocente
juego.
—¿Cómo supo el secretario que el sultán no se encontraba en el campamento? —
preguntó Giustiniani con suspicacia—. ¿Ha vuelto a informar el espía de Orchán?
—No, en realidad tenemos más de una fuente entre los turcos. No es tan rápida
como las flechas con mensajes, pero, por el contrario, es bastante más fiable y
concienzuda.

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—No preguntaré el nombre ni la posición, me basta con saber que sus informes
son veraces y, debo admitir, que en eso Sfrantzés tiene buena mano.
Un pequeño grupo de milicianos, armados con arcos y ligeras armaduras de
cuero, desfilaron en desorden por delante de Giustiniani, saludando amigablemente al
genovés, a la par que recibían ánimos del protostrator en un lamentable griego.
—Hay que agradecer al Señor que la guerra se os dé mejor que los idiomas —se
burló Constantino.
—He tardado media vida en aprender latín —admitió compungido el genovés— y
aún me cuesta que me entiendan. El griego es para mí una jerga incomprensible, no
esperéis un discurso si no es en mi lengua natal. Por eso la ayuda de vuestro primo ha
sido fundamental, no sabría cómo agradeceros que me lo asignarais.
—Me alegra saber que ha sido de ayuda, he de confesar mis iniciales recelos
sobre su capacidad.
—Sois en exceso prudente —replicó Giustiniani—, aunque no he de negar que no
es una mala cualidad en un gobernante.
Constantino agradeció el cumplido, dejando de lado la conversación. A pesar de
la absoluta confianza que le inspiraba el genovés, no pensaba comentarle sus dudas
sobre el parentesco del castellano con su familia, algo que el comandante italiano
había dado por válido desde el momento en que Francisco pisó la cubierta de su
buque. Por el momento, aquel era un tema interno de la corte bizantina, por lo que no
era necesario involucrar a nadie más y, menos aún, al genovés que, sobre sus
espaldas, ya cargaba toda la defensa de la ciudad.
—Esta debió de ser una ciudad magnífica —comentó Giustiniani, mientras
admiraba la estructura del Hipódromo—. Supongo que, cuando esto acabe, trataréis
de restablecer su antiguo esplendor.
—Siempre que la defensa no nos arruine, el tesoro imperial no se encuentra en
sus mejores momentos.
—En cualquier caso, si en algún momento consideráis a este humilde servidor
digno de ser recordado por medio de alguna estatua en uno de los múltiples foros que
dan vida a esta ciudad, sería un honor para mí contribuir a la construcción de un
sencillo recordatorio de mi participación.
Constantino sonrió, tratando de ocultar su gesto con la capa, divertido ante la idea
del genovés. Giustiniani no había pedido recompensa alguna por sus excelentes
servicios y, aunque el emperador le había prometido la isla de Lesbos, descubría
ahora que, al parecer, su anhelo consistía en verse inmortalizado con un monumento a
su memoria en la que fuera capital del Imperio romano. Cualquier otro emperador no
habría puesto el menor reparo ante tan extravagante solicitud, pero Constantino era
consciente de que haría falta algo más que una pequeña aportación para que
Constantinopla recuperara su perdida belleza.

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—No encuentro a nadie más digno de tal honra —respondió finalmente el
emperador, incapaz de negar su sueño al hombre que tanto hacía por la salvación de
su ciudad—, aunque, si este asedio no acaba pronto, no esperéis más que una
estatuilla de arcilla de palmo y medio de alto.
—Tendré que hablar seriamente con el sultán, puedo perdonar que nos haga la
guerra, pero llevarla hasta ese extremo es de muy mala educación.
El emperador rio con ganas la ocurrencia del genovés, imaginándole en la tienda
de Mahomet protestando por la imposibilidad de construir su deseada estatua. De no
estar teñida por el continuo ruido de las explosiones, Constantino habría disfrutado
realmente de la conversación.

Tras varios días vagabundeando por los pasillos del palacio de Blaquernas,
Jacobo comenzaba a desesperarse de los resultados obtenidos en la misión
encomendada por Francisco.
Aunque desde el primer día pudo ver a Helena, en su matinal trayecto hasta las
habitaciones de la futura emperatriz, acompañada por un fornido guardia varengo y
una esclava de aspecto adusto e impresionante belleza, no había obtenido pista alguna
sobre el asunto que al castellano traía de cabeza y, lo que era peor, no tenía ni idea de
cómo conseguirla.
Inicialmente había optado por deambular entre los soldados venecianos,
escuchando sus conversaciones, mientras fingía descansar apoyado en una pared o
encontrarse de paso con algún mensaje. Sin embargo, tras muchas horas perdidas de
grupo en grupo, no consiguió nada sobre la bizantina, salvo numerosas descripciones
sobre la forma en que los aguerridos soldados podrían aliviar su mustio aspecto, así
como, ya puestos en faena, dar un concienzudo repaso a su esclava.
Ciertamente, la joven griega mostraba un rostro demacrado, que delataba su
decaído ánimo, causado probablemente por la extraña ruptura sentimental con
Francisco. Tal vez por eso a Jacobo le extrañaba tanto su actitud, se preguntaba el
porqué de su distanciamiento, si tanto le afectaba. Esperaba encontrar a una altiva
dama bizantina, cubierta de seda y joyas, mirando altiva, desde un imaginario
pedestal, a cualquiera que osase interponerse en su camino. En su lugar, se había
topado con un rostro angelical, pálido y decaído, y con unos sinceros ojos claros
enrojecidos por el continuo llanto. La incomprensión es un buen acicate para la
curiosidad, por lo que Jacobo había invertido todas sus horas de ocio en la tarea,
aunque el resultado no fuera el que habría deseado.
Su siguiente paso, tras la inútil escucha de los obscenos comentarios emitidos por
los soldados venecianos, y dado que no hablaba griego, para intentar sonsacar a los
guardias varengos que custodiaban a la bella griega, consistió en seguir
disimuladamente tanto a Helena, la noche anterior, como a la esclava turca, en un
dudoso esfuerzo por tentar la suerte y poder presenciar algún hecho que vertiera algo

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de luz en tan enmarañada cuestión.
En concordancia con esa idea, Jacobo se sentaba en uno de los dinteles de las
ventanas del pasillo más cercanas a la puerta de Yasmine. Con las piernas colgando y
las manos ocupadas cortando finas láminas de pan, de la hogaza con la que intentaba
aliviar las penurias del tiempo de vigilancia, el jovenzuelo observaba de reojo, con
frecuencia, el umbral de la esclava, ajeno a las miradas de extrañeza de los
funcionarios griegos que habitaban esa parte del palacio y que, de forma más o menos
evidente, murmuraban mientras pasaban a su lado sobre la incomodidad de tener que
soportar el tropel de los poco respetuosos soldados venecianos que se acuartelaban en
el edificio.
Jacobo mataba el tedio de la prolongada espera imaginando su regreso a casa,
visualizando a sus padres en la dársena de San Marcos, agitando las manos con
excitación, mientras él se acercaba lentamente en un bote de remos, cargado de
regalos, concedidos por el emperador de Bizancio en premio a su valeroso
comportamiento en defensa de la ciudad. Casi podía paladear el dulce sabor de los
suculentos asados que su madre cocinaría a su regreso, asustada por lo delgado que
llegaría su retoño de sus aventuras. Su padre le abrazaría orgulloso y se quedaría
boquiabierto con los relatos de las numerosas hazañas realizadas por su hijo, tomando
buena nota de cada una de ellas, para poder luego contarlas, a su vez, ampliando las
partes más emocionantes, a su grupo de amigos de la cercana taberna.
En medio de sus ensoñaciones, reconoció una de las caras que pasó a su lado.
Vestido con una elegante capa, tratando, sin conseguirlo, de disimular su rostro,
Teófilo atravesó el pasillo sin siquiera fijarse en el jovenzuelo, acercándose con paso
decidido hasta la habitación de la esclava turca, donde, con una ligera mirada a
ambos lados, llamó ligeramente con los nudillos.
La puerta se abrió, dejando escapar un haz de luz, sin que, desde su posición en la
ventana, Jacobo pudiera ver a Yasmine. Teófilo entró de inmediato, cerrando la puerta
tras de sí con suavidad.
El corazón del joven veneciano se aceleró, mientras se le iluminaba la cara, al
pensar que por fin se le presentaba una oportunidad. El simple hecho de que el primo
del emperador, sobre quien Francisco le había advertido, se reuniera, de noche y con
sigilo, con la esclava al servicio de Helena debía de significar algo, aunque, por sí
solo, no valdría de nada al castellano. Jacobo necesitaba conocer la razón que había
propiciado ese encuentro y, dado que, evidentemente, Teófilo no iba a contárselo al
salir, su mejor recurso consistía en acercarse con el máximo cuidado y aplicar el viejo
método de escuchar tras la puerta, fea costumbre que ya le había costado al mozalbete
un par de azotainas por parte de su madre y que, sin embargo, ahora efectuaría, con la
disculpa de tratar de ayudar al hombre que le había acogido a su lado, noble fin que
justificaba el medio.

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Con un ágil salto descendió de su asiento, manteniéndose quieto por unos
segundos, hasta comprobar que no hubiera nadie en las cercanías. Tras la leve pausa,
se aproximó silencioso como un gato por el pasillo, pegado a la pared, hasta la
habitación de Yasmine, de cuya puerta escapaba una pequeña línea de luz por el
diminuto espacio vacío que la separaba del suelo. Demasiado pequeño para que
Jacobo pudiera agacharse a mirar, se mantuvo quieto, con la cara a unos pocos
centímetros de la madera, tratando de calmarse para que los desbocados latidos de su
corazón no ocultaran el apagado sonido que llegaba desde el interior de la estancia.
Por un momento, no acertó a escuchar más que extraños ecos y crujidos; luego,
cuando, olvidándose de cualquier precaución, pudo concentrarse en su labor,
identificó con sorpresa una continua serie de jadeos y ardorosos suspiros.
«No puede ser», se dijo a sí mismo. Sin poder creerse lo que escuchaba, mantuvo
la atención, tratando de agudizar al máximo sus sentidos. Sin embargo, los jadeos
llegaban con más nitidez, así como el rítmico crujido de tablas y cuerdas, indicativo
del indudable juego amoroso que se realizaba sobre un catre.
Un ruido hizo que Jacobo se separara rápidamente de la puerta, alarmado ante su
falta de cuidado. Tras un rápido vistazo a ambos lados del desierto pasillo, se
tranquilizó, pensando que se trataba de un simple chasquido de alguna madera,
retomando su escucha, casi divertido ante las crecientes exclamaciones de ardorosa
pasión emitidas, con toda claridad, desde el interior de la estancia, hasta que, como
una molesta conciencia, la imagen de su madre apareció en su mente, recordándole
con seriedad la tunda que recibiría a su vuelta si continuaba con aquel obsceno
comportamiento.
Tratando de escudarse en la prudencia, dio por terminada la jornada, alejándose
con una sonrisa de su comprometida situación, alegre por no haber sido descubierto y,
sobre todo, por disponer al fin de una noticia importante que comunicarle a
Francisco.
Mientras se alejaba por el pasillo, sonrió aliviado por haber decidido finalizar su
arriesgada escucha. Un hombre, con aspecto de funcionario, se cruzó con él,
observándole con curiosidad al pasar. De haber continuado junto a la puerta le habría
sorprendido, en una posición en la que resultaría complicado alegar una excusa.
Pensando en acudir en cuanto amaneciera al campamento genovés, donde se alojaba
Francisco, lo único que ahora ahogaba su alegría era el tener que soportar los
interminables ronquidos de la atestada sala donde se amontonaba una docena de
soldados venecianos, único lugar donde había podido encontrar un hueco para pasar
la noche.

Por segunda vez consecutiva, Jacobo explicaba todos los pormenores de su


descubrimiento al incrédulo Francisco, mientras John Grant le apremiaba con los
detalles de sus escuchas tras la puerta de la esclava.

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—¿No podrías haber confundido los ruidos? —preguntó el castellano con
inocencia.
—Para mí estaba bastante claro —replicó el muchacho.
—No es tan joven como para equivocarse en algo así —añadió el ingeniero
escocés con una sonrisa condescendiente, ante el gesto de duda de Francisco—. Estoy
seguro de que este mozalbete ya era el terror de los padres de hijas solteras en
Venecia antes de su partida.
Jacobo observó de reojo al corpulento escocés, sin saber si debía desengañarle
sobre su experiencia amatoria, bastante corta, por no decir inexistente, aunque
prefirió mantener el silencio, fingiendo conocimiento para evitar que surgieran dudas
sobre su capacidad para identificar tan evidentes jadeos y suspiros. No quería entrar
en detalle sobre por qué su madre ya le había castigado con anterioridad por causas
parecidas ni, principalmente, delatar su virginidad ante los únicos compañeros que le
trataban como un hombre hecho y derecho.
—No acabo de entenderlo —comentó Francisco encogiendo los hombros—. Si
Teófilo está tan enamorado de Helena como para amenazarme públicamente e,
incluso, intentar matarme, ¿qué es lo que hace con Yasmine?
—Parece evidente —alegó el ingeniero con picardía—. Está jugando con ambas.
—No es lógico —negó el castellano—. Cuando se está enamorado no se cae tan
fácilmente en las redes de otra mujer, por muy bella y sensual que sea.
—Si tú lo dices… —replicó John sin mucho convencimiento.
—Yo podría hablar con ella —intervino Jacobo, ilusionado por continuar con los
descubrimientos.
—¿Con Yasmine?
—No, con la dama Helena. Tal vez si le decimos que Teófilo visita a su esclava
pierda interés en él.
—En primer lugar —repuso Francisco—, nunca he dicho que Helena tuviera
interés por Teófilo, tan sólo que era alguien que podía tener algo que ver. En segundo
lugar —continuó, cortando la réplica del joven—, sigo pensando que si no quiere
hablar conmigo ni verme, mucho menos adecuado me parece enviar a otro en mi
lugar. Y por último, aunque pudieras hablar con ella, ¿qué te hace pensar que te iba a
creer?
—¿Y por qué iba a desconfiar de mí? —respondió Jacobo con inocencia.
—Yo creo —comentó John— que llegados a este punto, no perdemos nada por
intentarlo. Además, al no conocer a Jacobo, no tiene motivos para eludirlo. Una vez
que consiga acercarse, no creo que Helena ordene al guardia que lo eche a puntapiés;
al menos tendremos una oportunidad.
—Te agradezco tu interés —dijo Francisco—, pero sigo pensando que no es una
buena idea.

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—¿Y qué otra alternativa tenemos? —repuso el escocés—. Jacobo ha necesitado
tres días para descubrir algo y tampoco se puede arriesgar indefinidamente a escuchar
tras las puertas. Si alguien le sorprende tendremos un problema serio. No creo que
sentarse a esperar traiga la solución.
—Es cierto —añadió el animoso jovenzuelo.
Francisco suspiró profundamente, incapaz de convencer a sus dos compañeros de
la locura que, a sus ojos, suponía esa idea. Sin embargo, tras meditarla durante un
instante, la aceptó, tal y como exponía el ingeniero, como la única forma de tratar de
resolver aquella intriga que le carcomía por dentro desde hacía días.
—De acuerdo —aceptó el castellano—, pero déjame que te aconseje lo que debes
decir.
Jacobo abrió los ojos de par en par, como hacía cuando trataba de fijar su atención
en algo, intentando concentrarse en las explicaciones de su señor. De repente, en el
exterior de la pequeña tienda donde se hacinaban los tres compañeros, un creciente
eco de gritos, golpes y carreras se impuso al rítmico fondo de las explosiones de los
impactos sobre la muralla.
—¿Qué es ese jaleo? —preguntó Francisco con inquietud—. Espero que no sea
un nuevo ataque.
John salió de la tienda con dificultad, debido a su tamaño, maldiciendo en su
idioma al golpearse la cabeza con uno de los postes. El castellano y su joven
compañero le oyeron preguntar a gritos a un grupo de soldados, instantes antes de que
el rostro demudado del escocés apareciera de nuevo ante ellos.
—¡Los turcos han entrado en el Cuerno de Oro!
—¡Es imposible! —exclamó Francisco—. Ni siquiera hemos escuchado que la
flota estuviera combatiendo.
—Todo el mundo corre hacia las murallas que dominan el puerto —repuso el
ingeniero—, yo voy a seguirlos a ver qué pasa.
—Iré contigo —afirmó el castellano, recogiendo el cinto y la espada con rapidez
mientras Jacobo se apresuraba tras los pasos del ingeniero.
A su alrededor, el campamento se encontraba en plena ebullición, con grupos de
soldados avisando a gritos a los que aún permanecían ociosos. Mientras algunos se
abalanzaban sobre armas y corazas otros, al ritmo que marcaban las órdenes de sus
oficiales, se congregaban en torno a los abanderados, incluyendo una numerosa
compañía que ya se dirigía, a la carrera, hacia las murallas que lindaban con el
Cuerno de Oro.
Alarmado ante la posibilidad de encontrar los barcos turcos adueñándose de la
flota que defendía el puerto, Francisco corrió colina arriba, desde el valle formado
por el río donde se asentaba el campamento hacia las murallas más próximas al brazo
de mar. El trayecto era largo y empinado, con una fuerte subida hasta las cercanías de

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la calle Mese, donde terminaba una de las colinas sobre las que se había construido la
ciudad, iniciando desde allí una suave bajada hasta la zona del puerto, atravesando el
extremo del barrio de Blaquernas hasta el de Petrion.
Casi sin resuello por el rápido ritmo inicial de la carrera, el castellano tuvo que
ver como el incansable Jacobo se perdía de vista, detrás de las grandes zancadas del
ingeniero escocés, perdido ya entre los grupos de civiles que surgían alarmados de las
casas próximas, cada vez en mayor número a medida que se adentraba en los barrios
poblados, dejando atrás el palacio imperial. Disminuyendo el paso, pudo escuchar
innumerables comentarios, a cual más aterrador, que circulaban a gritos, en varias
lenguas, entre los viandantes. Sin saber si debía creerse aquella mezcla de
especulaciones, patrióticas proclamas y angustioso pesimismo, Francisco realizó un
último esfuerzo para alcanzar las murallas, en las cercanías de la puerta de Fanar,
comprobando que, sobre el ancho adarve, se concentraba una densa multitud que
señalaba hacia la ciudad de Pera con grandes aspavientos de asombro.
Con las piernas agarrotadas y exhausto por la marcha, Francisco prefirió caminar
con rapidez a lo largo de la muralla hasta encontrar una torre en la que no tuviera que
pelearse con media ciudad para poder situarse junto a las almenas. A pocos metros de
distancia avistó un bastión octogonal, situado en un ángulo de los muros, que
aparentaba menor ocupación que los anteriores, lanzándose escaleras arriba, mientras
respiraba agitadamente, hasta llegar a su cima.
Tras unos segundos agachado, con las manos sobre las rodillas, recuperando el
aliento, se acercó hasta la línea de almenas que coronaba la torre, apretándose entre el
grupo de civiles y soldados que se situaba en las primeras filas, hasta hacerse un
hueco con el que contemplar el Cuerno de Oro.
Con un rápido vistazo hacia la derecha, pudo comprobar con sorpresa como las
galeras italianas y bizantinas que conformaban la exigua flota al servicio del
emperador se mantenían ancladas en el puerto o junto al barrio genovés de Pera,
buscando la protección de sus muros frente a los cañones del sultán. La cadena se
alzaba intacta, visible, pese a la distancia, por sus flotadores de madera. El puerto
aparecía tranquilo, con los numerosos barcos de pesca amarrados en los pequeños
muelles que jalonaban la costa, agrupados en coloridos cónclaves en las zonas más
cercanas a las puertas. Sobre la superficie del Cuerno de Oro no se veía ningún barco
sobre el que ondearan las banderas turcas y, sin embargo, la gente se santiguaba a su
lado, exclamando con temor plegarias al Altísimo para que les librara del enemigo
infiel.
Siguiendo un brazo, que apuntaba tembloroso hacia la ciudad de Pera, Francisco
se fijó en sus muros, tratando de encontrar en sus rectas líneas grises algún indicio
que justificara la intensa agitación que le rodeaba. Todo parecía normal, los pendones
genoveses se mantenían en su sitio e, incluso, la torre Gálata, que dominaba el norte

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de la ciudad, se erguía orgullosa como techo del barrio genovés.
—¿Qué es lo que pasa? —preguntó finalmente a un anciano que se encontraba a
su lado.
—¿Es que no lo veis? —repuso el griego con incredulidad—, allí, junto a los
muros de Pera —añadió señalando al horizonte cuando el castellano se encogió de
hombros.
Francisco siguió el trémulo dedo del anciano, que le guiaba hasta una pequeña
fusta que se encontraba anclada al otro lado del brazo de mar, en las cercanías de la
colonia genovesa, distante apenas unos cientos de metros de los cargueros italianos
que pertenecían a los comerciantes de Pera. Tras fijarse en ella, Francisco se frotó los
ojos con el dorso de la mano.
—¡No puede ser! —exclamó.
En lo alto del mástil del navío, la escasa brisa reinante desplegaba el pendón rojo
de la flota turca.
Durante unos instantes se mantuvo con la vista fija en el barco, parpadeando para
comprobar que no se trataba de una ilusión óptica, fruto del cansancio provocado por
la carrera. Tras admitir que el navío pertenecía a la flota del sultán, no alcanzó a
comprender cómo aquel solitario bajel había sido capaz de burlar a los vigías, la
cadena y a las galeras cristianas, penetrando en el Cuerno de Oro indemne y sin haber
tenido que combatir.
Fue en ese preciso momento en el que se percató de la presencia del segundo
barco aunque, inicialmente, su ubicación pasó desapercibida. Con el eco de los
tambores y trompetas sonando débilmente en la lejanía, las velas desplegadas al
viento, los diminutos oficiales paseando por la cubierta y los remos agitándose
rítmicamente, una segunda fusta se encaminaba con lentitud hacia el brazo de mar,
mientras su solitaria compañera se apartaba con tranquilidad, dejando sitio para la
recién llegada.
La normalidad que mostraban tripulación y cubierta del bajel turco hizo que
Francisco tardara en apreciar la aterradora verdad que sus ojos mostraban. Los remos,
con los que los galeotes bogaban al ritmo que marcaba el cómitre, se agitaban en el
aire, como si la nave se deslizara por un fantasmagórico océano, dado que las
inverosímiles olas que aquel barco surcaba estaban hechas de madera.
La fusta navegaba sobre una plataforma de troncos, apoyada en una rampa del
mismo material situada alrededor del extremo de la península en la que se encontraba
la ciudad de Pera, ¡por el lado de tierra!
Con un súbito relámpago de comprensión, apareció claramente ante sus ojos la
aterradora magnificencia de la proeza realizada por el sultán turco. Tras construir una
ancha calzada de madera alrededor de las murallas de Pera, con la fuerza de cientos
de hombres y decenas de yuntas de bueyes, Mahomet estaba arrastrando su flota de

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barco en barco, elevándolos del agua a través de la colina, mediante el camino
construido para ello, para introducirlos en el Cuerno de Oro, salvando un desnivel de
sesenta metros, a la par que evitaba la invulnerable cadena y la guardia de las galeras
cristianas, atónitas ante el espectáculo que presenciaban.
Mientras la segunda fusta alcanzaba el agua entre atronadores gritos de júbilo por
parte de los civiles turcos encargados de su remolque, el velamen de una tercera ya se
apreciaba tras los muros de la colonia genovesa, sin que cupiera duda alguna de que
tras ella muchas otras esperarían su turno en tan increíble desfile. Seguramente, de no
encontrarse en juego la supervivencia de la ciudad, Francisco habría jurado que aquel
era el mayor espectáculo que había visto la humanidad hasta la fecha, sin embargo,
más que en ningún otro instante anterior, le invadió la idea de que la esperanza de
sobrevivir a aquel asedio se desvanecía por momentos.

Sfrantzés se apresuraba por el iluminado pasillo, ajeno al brillo que la luz del
mediodía arrancaba de los estropeados mosaicos. Aún con el alma en vilo por la
descorazonadora imagen que había contemplado desde el puerto, se preguntó al pasar
junto a las teselas que representaban a un gladiador clavando su tridente en un león si
el sultán no acababa de herir de muerte las esperanzas de Constantinopla.
Desechando sus temores, corrió hacia la puerta del palacio, bajando a
trompicones las escaleras de mármol del patio interior de Blaquernas, donde media
docena de inquietos guardias balanceaban sus lanzas de un lado a otro, esperando
recibir en cualquier momento la orden de acudir a las murallas para rechazar un
ataque general de los turcos. Al secretario imperial le hubiera gustado tranquilizarlos
pero, tras atravesar el patio a la carrera y adentrarse en las silenciosas calles del barrio
cercano al complejo palacial, primero sería necesario que él mismo se detuviera a
recuperar la calma y el aliento.
Pero el tiempo apremiaba. Casi dos docenas de barcos enemigos se extendían al
otro lado del Cuerno de Oro, junto al valle de los Manantiales, donde el sultán había
construido, en tan sólo cuatro días, la plataforma de madera por la que ahora
transitaban sus buques, como ingrávidos navíos que colgaran de invisibles hilos
desde el cielo. El emperador había convocado una reunión de máxima urgencia, la
cual, tras descartar el palacio por su peligrosidad, dado el redoblado cañoneo que
soportaban sus muros, se celebraba en la iglesia de Santa María, junto a la antigua y
cegada cisterna de Aecio.
Agradeció la soledad mientras atravesaba las serpenteantes calles que conducían,
a través de pórticos semiderruidos y pavimento en mal estado, hasta la iglesia de
Santa María. En su estado actual, vestido con una sencilla y holgada túnica marrón y
sudando por la mezcla de nervios y paso apresurado, cualquier ocasional viandante
cambiaría la imagen preconcebida que los ciudadanos tenían sobre el secretario
imperial, como hombre frío y calculador, por la de un funcionario agobiado al que los

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acontecimientos le sobrepasaban. En momentos en los que el peligro se ve más
cercano es cuando los prohombres de la sociedad debían mantener la calma para, con
su ejemplo, tranquilizar a aquellos que no disponían más que de información sesgada.
La realidad de la situación, sin embargo, no invitaba a la serenidad, sino a la terrible
preocupación que delataba el rostro de Sfrantzés cuando alcanzó el pórtico de la
iglesia.
Sin fijarse siquiera en los bellos arcos de ladrillo de las ventanas, decorados con
formas curvas y pequeñas columnillas, se adentró en la nave principal, de planta
cruciforme, dirigiéndose, tras santiguarse mecánicamente al pasar bajo el Pantocrátor
que decoraba la cúpula central, hacia la sacristía, en cuya puerta, dos guardias
varengos se mantenían, completamente armados y en celosa vigilia, controlando con
la mirada a los pocos asistentes que se congregaban en el templo para rezar sus
oraciones.
La misa matinal de ese martes, tres semanas después del inicio del asedio, había
finalizado una hora antes, por lo que la iglesia se hallaba prácticamente vacía,
actuando, tanto por su posición como por su escaso renombre, como perfecto lugar de
reunión del discreto consejo imperial.
Los rubicundos guardias permitieron el paso del secretario imperial con un breve
saludo de cabeza, cerrando la estrecha puerta de madera de la sacristía a sus espaldas.
Hacinados en el interior, alrededor de una pequeña y desgastada mesa ovalada, en la
que en condiciones normales apenas habría sitio para ocho asientos, se acomodaban,
de la mejor manera posible, el emperador, el megaduque, Lucas Notaras, el baílo
veneciano Minotto y Gabriel Trevisano, junto con seis de sus principales capitanes de
navío. En una de las esquinas, encajonado entre Constantino y el gobernador
veneciano, Giustiniani resoplaba, tratando de encontrar una postura en la cual
encontrarse cómodo. A pesar de su desconocimiento de los temas navales, el
emperador había solicitado su presencia por si su colaboración fuera necesaria en
algún momento.
—Lamento el retraso —se disculpó Sfrantzés, ocupando un pequeño taburete
cercano a la puerta.
—¿Cuáles son las últimas noticias? —preguntó Notaras con gesto de
preocupación.
—Dos docenas de barcos, la mayoría parandarias y unas pocas fustas. Pero hay
medio centenar de buques esperando al otro extremo del camino de madera, en el mar
de Mármara.
La mención del número de bajeles envueltos en la audaz operación de transporte
realizada por el sultán produjo un intenso murmullo entre los asistentes a la reunión,
que se miraban unos a otros, intercambiando exclamaciones de asombro por la gesta
de los turcos.

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—¿Cómo es posible que nadie nos haya avisado sobre los preparativos? —
preguntó indignado uno de los capitanes venecianos.
—Desde Pera no han llegado noticias —repuso el emperador—. Tal vez pensaran
que se trataba de una simple carretera, para mejorar las comunicaciones entre el
puerto donde ancla su flota y la zona de acampada de su ejército.
—Es posible —admitió Minotto pensativo—, pero aun así debieron advertirnos,
hace tiempo que escasean las noticias de interés desde la colonia genovesa.
Otro coro de murmullos se alzó entre los capitanes de las galeras venecianas,
emitiendo un amplio número de críticas acerca de la tibia posición adoptada por el
podestá Lomellino en el conflicto.
—Tal vez podamos inducir a los genoveses de Pera a que utilicen su flota contra
los barcos turcos —comentó otro de los capitanes de navío—. Si sus galeras se unen
a las nuestras podemos atacar antes de que introduzcan más efectivos en el Cuerno de
Oro. Eso nos otorgaría ventaja numérica, permitiéndonos destruir parte de sus barcos
casi sin riesgo.
—No creo que el podestá quiera romper ahora su política de neutralidad —afirmó
el secretario imperial—, además, las negociaciones llevan tiempo y, tal y como yo
veo la situación, debemos actuar con urgencia. Mientras los turcos tengan su flota
dividida en pequeños grupos serán vulnerables.
—Hay otro problema —intervino Giustiniani, satisfecho por poder aportar algo
en aquella reunión, repleta de marinos—: los turcos han situado algunos cañones
sobre las lomas cercanas al valle de los Manantiales. No son de gran calibre, ni
tampoco disponen más que de media docena, pero su posición elevada los hace
mucho más peligrosos contra nuestros barcos que cualquier cañón embarcado.
Los asistentes se miraron unos a otros en silencio, denotando que aquel detalle
había sido pasado por alto.
—¿Podríais embarcar parte de vuestras tropas en algunos transportes y
destruirlos? —preguntó Constantino dubitativo—. Después vuestros hombres podrían
incendiar la plataforma de madera y las naves en el interior del Cuerno de Oro.
—Salvo que fuera la única alternativa posible —respondió el genovés—, no lo
haría. El sultán dispone de varios miles de hombres en esa zona, y puede recibir
refuerzos de su campamento en cuestión de minutos. Para semejante asalto se
necesitarían casi todos nuestros efectivos, sin que pueda garantizar el éxito. Apenas
disponemos de fuerzas para cubrir la muralla terrestre, no veo razonable arriesgar
tropas y material en una acción tan peligrosa.
—En ese caso debemos atacar inmediatamente con todas nuestras naves
disponibles —dijo Notaras—. Actuemos mientras los turcos se encuentren divididos.
—¿Y dejar la cadena indefensa? —repuso Minotto—. Tal vez sea eso lo que
quiere el sultán: sacrificar unos pocos barcos con tal de atraer nuestra atención,

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distrayéndonos de su verdadero objetivo.
—Yo tengo una idea —afirmó Giacomo Coco, capitán de una galera veneciana
procedente de Trebisonda—: podemos quemar los barcos enemigos por medio de dos
de nuestras propias fustas.
Los reunidos dirigieron sus miradas sobre el capitán, ansiosos por escuchar el
detalle del, en principio, descabellado plan, que trataba de enfrentar a dos buques
contra dos docenas.
—No se trata de combatir —advirtió el veneciano, al sentir como todos los ojos
se clavaban en él—, sino de cortar las anclas de los navíos turcos durante la noche.
Enviaremos dos grandes mercantes —añadió moviendo las manos sobre la mesa
simulando los bajeles integrantes en el ataque— con los costados y el frente
protegidos por balas de algodón y lana, de modo que puedan absorber las balas de los
cañones en caso de que nos descubran antes de finalizar el plan. Dos galeras se
situarán a los costados, evitando cualquier ataque, mientras que dos pequeñas y
rápidas fustas se mantendrían tras la línea, ocultas en la oscuridad. Llegados a la
posición de anclaje de los barcos turcos, las fustas se introducirían rápidamente entre
sus líneas, aprovechando la confusión del combate inicial, cortando amarres y
derramando fuego griego sobre los cascos de los barcos. Una vez prendido, las llamas
se propagarán entre la flota enemiga, que será destruida o, por el contrario, se verá
obligada a adentrarse en el Cuerno de Oro, desorganizada y lejos de la protección de
sus cañones, donde será presa fácil para nuestras galeras. A su vez, los turcos no se
expondrán a atacar la cadena de noche, sin una idea clara de lo que pasa en el interior
del puerto.
Un tenso silencio siguió a la explicación de Giacomo. Los asistentes meditaron la
propuesta con atención, tratando de asimilar todos los detalles para comprobar su
validez.
—Puede funcionar —dijo Trevisano finalmente—. Es arriesgado pero factible.
—¿Disponemos de los barcos? —preguntó el emperador.
—Si los venecianos se avienen a colaborar… —comentó Lucas Notaras.
—Por supuesto —afirmó el baílo tajantemente—. Esta noche estará todo listo
para el ataque. Trataremos de realizar los preparativos con la mayor discreción, no
me fío de los genoveses. Vos no estáis incluido en mis sospechas, por supuesto —
añadió rápidamente cuando Giustiniani le dirigió una mirada inquisitiva.
—¿Quién dirigirá el ataque de las fustas?
—Solicito ese honor —intervino Giacomo Coco con rapidez—, si el comandante
Trevisano está de acuerdo.
—No veo inconveniente —repuso el aludido—. Nadie mejor para realizar el
ataque que el hombre que lo ha planeado. Yo capitanearé el grupo de galeras.
—En ese caso —terminó el emperador con voz pausada—, dado que la sorpresa

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es esencial para el éxito de la misión, mantendremos el asalto en secreto. El
protostrator mantendrá secciones de sus tropas apostadas en la muralla para evitar un
contraataque turco por tierra. Todo está dispuesto, sólo necesitamos que Dios nos
guíe.
Los reunidos asintieron a las palabras de Constantino, levantándose con gran
ruido de sillas y tintineo de espadas, saliendo en orden por la estrecha puerta de la
sacristía, donde los varengos se mantenían erguidos a ambos lados, sin mostrar en sus
rostros el más mínimo interés por lo dispuesto en aquella reunión secreta.

Con el corazón en un puño, el estómago revuelto a causa de los nervios y el sudor


cubriendo su rostro, Angelo Lomellino atravesaba la amplia sala del palacio de
gobernación de Pera, donde se ubicaba su despacho y la sede del gobierno de la
colonia, de un lado a otro, en un frenético paseo que ya duraba una hora.
Tras haber sido informado durante el almuerzo, por medio de un marinero a
sueldo, de la intención de los sitiados de quemar las naves turcas mediante un asalto
nocturno, el angustiado podestá había sufrido un repentino ataque de pánico. Como
un cañón con la boca taponada, a punto de explosionar por la presión de su interior,
Lomellino, tras una veloz y dolorosa visita al excusado a vomitar la comida, indigesta
tras la noticia, se había sentido peor de lo que recordaba en su vida.
Si en la colonia, así como en la propia Génova, la excusa más utilizada para
disculpar el deshonroso posicionamiento de Pera en el conflicto se centraba en los
temas comerciales, la realidad incluía oscuros matices que enmarañaban la situación.
En aquel momento, Lomellino rememoraba el día en que los embajadores del
sultán le ofrecieron, junto con una considerable suma de dinero, la protección del
sultán respecto a su colonia si, además de mantener una humillante neutralidad, el
podestá se avenía a suministrar información.
Inicialmente había tratado de rechazar el sibilino soborno, apelando a su honor y
dignidad personal, puestos en entredicho por los turcos. Sin embargo, tras un
concienzudo regateo, el tan manido honor había sido dado de lado en pro de una
astronómica compensación en oro, que sería cobrada en cuanto cayera la sitiada
ciudad. A cambio, Lomellino se convirtió en un vulgar espía, un soplón de elevado
rango, cuyo destino se encontraba ahora ligado al de su señor.
Desde el momento en que comenzó el asedio y, con él, las incómodas visitas de
Cattaneo o de los embajadores imperiales enviados por Constantino, se encontraba en
un perenne estado de nervios, caracterizado por crónicos problemas estomacales,
producidos por el acervo temor a ser descubierto y, como corresponde a los traidores,
ejecutado sumariamente.
Trataba de tranquilizarse a sí mismo, exponiendo la razonable idea de que su
obligación como gobernador de Pera consistía en salvaguardar la integridad de la
colonia y sus ocupantes, siendo la ayuda a sus vecinos correligionarios un asunto

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secundario. Pese a ello, las noches se poblaban de pesadillas, aterradores presagios de
un futuro probable, mientras los días transcurrían acusándose de estúpido, por
meterse de cabeza en la boca del lobo sin haber visto, hasta el momento, un solo
gramo de oro.
Se secó la frente con un pañuelo blanco de lino, ya casi empapado por el sudor,
maldiciendo la tardanza de su emisario. El ataque sorpresa que la flota cristiana al
servicio del emperador pensaba realizar esa misma noche podía dar la vuelta a la
situación, en principio favorable al sultán y, por tanto, a los intereses del propio
Lomellino, por lo que, sin pensarlo dos veces, el podestá había enviado a su fiel
Fauzio, a quien el oro que vertía en su mano, como un río que fluye sin obstáculos,
convertía en el más fiable de sus criados, hasta la tienda de Mahomet, poniéndole al
corriente de los planes elaborados por sus enemigos.
La espera de la contestación del sultán se hacía interminable, dando tiempo al
inquieto gobernador para imaginar todo tipo de situaciones adversas, en las que el
final mostrado siempre era el mismo, su cuerpo balanceándose al extremo de una
soga.
—Fauzio desea verle.
Lomellino dio un respingo de sorpresa cuando la voz de su secretario le indicó la
presencia de su emisario.
—Hazlo pasar —dijo con urgencia— y cuida de que nadie nos moleste.
El mensajero entró en la sala con paso tranquilo, casi disfrutando del tembloroso
aspecto que ofrecía el podestá. De joven, Fauzio no había destacado en nada, no era
fuerte, ni rápido, ni buen nadador o culto, no disponía de habilidades manuales
especiales ni de un porte distinguido, era la personalización de la vulgaridad y,
precisamente, esa era su mayor virtud, al menos en el trabajo para el cual el
gobernador de Pera le descubrió. Su rostro, carente de marcas o señales distintivas, al
igual que su complexión y vestimenta, similar a la de cientos de sus conciudadanos,
junto con su proverbial discreción, le convertían en el espía perfecto. Era esa persona
que todo el mundo se cruza pero en la que nadie repara, el rostro que se olvida con
tanta facilidad que, incluso, algunos de los funcionarios de palacio con los que se
cruzaba con asiduidad jurarían no haberlo visto en la vida.
Lomellino encontró en él un genuino hallazgo para sus planes y, por su parte,
Fauzio obtuvo del podestá las riquezas que nunca habría conseguido por cualquier
otro medio y, aunque su señor no le inspiraba ningún tipo de empatía, era
perfectamente consciente de su posición, por lo que nunca mordería la mano que lo
alimentaba.
—¿Qué te ha dicho? —le apremió Lomellino con expectación.
—Necesita tiempo para preparar a su flota —respondió Fauzio, al que la
inquietud del podestá le resultaba manifiestamente divertida—. Tenéis que conseguir

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que se posponga el ataque al menos tres días.
—¡Eso es hasta la noche del próximo viernes! —exclamó alarmado Lomellino—.
¿Cómo quiere que haga eso?
—El sultán no parecía preocupado por los detalles, aunque dejó bastante claro
que, de producirse el asalto antes de esa fecha, las consecuencias para vos serían…
¿cuáles fueron sus palabras? Definitivas.
—¿Definitivas? ¡Oh, Dios mío! —dijo el podestá santiguándose y cruzando las
manos como si quisiera elevar una plegaria al Señor.
Lomellino volvió a pasear por la habitación, incapaz de mantenerse quieto por un
instante, mientras Fauzio le miraba con gesto desaprobatorio, tratando de ocultar la
sensación de desprecio que le producía el evidente miedo que embargaba al
gobernador.
—Debo hablar con Constantino —elucubraba Lomellino como si se encontrara
solo en la habitación—, aunque no sé qué decirle, tal vez que el sultán lo sabe todo y
que deberían esperar para no caer en una trampa.
Fauzio se mantenía callado, ajeno a la inconexa cháchara del podestá, saboreando
de forma imaginaria los manjares con los que, esa misma noche, celebraría, a la salud
de Lomellino y de las arcas de Pera, la nueva suma que engrosaría su ya abultada
bolsa. Cada servicio que realizaba para su agitado señor se convertía, casi por arte de
magia, en una fuente de tintineantes monedas, permitiendo al espía la posibilidad de
un nivel de vida capaz de causar admiración entre los nobles de la ciudad. Sin
embargo, el cauto Fauzio tan sólo daba rienda suelta a los pecados capitales en
contadas ocasiones. De hecho, las noches en las que terminaba cada uno de los
encargos del gobernador suponían los únicos momentos en los que el genovés se
permitía satisfacer gula, pereza y lujuria.
—¡Ya lo tengo! —gritó Lomellino con entusiasmo, sacando a Fauzio de sus
pensamientos—. Vuelve a ver al sultán y confírmale que el ataque no se producirá
hasta la noche del viernes.
—No hace falta —repuso Fauzio con desdén—, Mahomet lo daba por supuesto,
de hecho me dio instrucciones específicas para esa noche.
El podestá parpadeó un par de veces, intrigado por las disposiciones tomadas por
el sultán, mientras daba vueltas en su cabeza a la idea con la que esperaba salvar su
cuello de la horca.

—¿Podéis repetirlo?
—¿Todo el mensaje?
—Sí.
Sfrantzés no podía dar crédito a lo que acababa de oír, mientras el enviado de
Angelo Lomellino, llegado urgentemente desde Pera unas horas antes de que los
barcos se hicieran a la mar para atacar la flota turca, que ya, cerca de la puesta de sol,

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había introducido casi setenta barcos de pequeño calado en el interior del Cuerno de
Oro, trataba de recordar, incómodo, las palabras exactas que le habían ordenado
transmitir.
—Su excelencia, Angelo Lomellino, podestá de la ciudad de Pera —entonó el
emisario con voz grave—, presenta ante la corte de Bizancio su más enérgica protesta
por el intento realizado por Venecia, con la connivencia del gobierno de esta ciudad,
de atacar las naves turcas surtas en el Cuerno de Oro, por medio de una acción
taimada y ruin, cuyo único fin es arrebatar los laureles del triunfo a la augusta flota
genovesa, robando todo el honor de la victoria que, en justicia, deberíamos compartir.
El secretario imperial asintió ligeramente con la cabeza, mirando de reojo al baílo
veneciano Girolamo Minotto, que se encontraba al lado del emperador con una
mezcla de ira y sorpresa pintada en el rostro.
—¿Debemos entender —preguntó el emperador, intentando evitar la más que
probable enconada réplica del veneciano— que Pera está decidida a apoyarnos
militarmente en nuestra lucha?
—Mi señor no piensa permitir que los venecianos se hagan con el triunfo en
exclusiva, poniendo a Génova en ridículo ante los reinos cristianos mientras ellos
derrotan a la flota turca. Exigimos que uno de nuestros buques sea admitido en la
escuadra que realice el ataque.
—¡No nos necesitáis para hacer el ridículo! —gritó Minotto con la cara roja de
furia—. Lo hacéis perfectamente por vuestra cuenta.
—¡No tolero ese lenguaje de un veneciano! —replicó el emisario con
indignación.
—¡Caballeros! —se impuso Sfrantzés, acallando a ambos italianos—, recuerden
que se encuentran en presencia de Constantino XI, emperador de Bizancio. No es
lugar ni momento para echarse en cara viejas rencillas.
—Tenéis razón —se disculpó el genovés—, os presento mis excusas, aunque
espero que nos concedáis el puesto que solicitamos.
—No veo inconveniente —afirmó el emperador, ignorando la mirada del baílo
veneciano—. Si Pera quiere unirse a nuestra lucha será bienvenida, de hecho, es algo
que pedíamos desde hacía tiempo. ¿Cuál es la razón de tan repentino cambio?
—Lamento no poder contestar, dado que soy un simple mensajero y desconozco
las razones que conducen a mi señor a tomar esta resolución —respondió
diplomáticamente el emisario.
Minotto resopló disgustado, tratando de calmarse. Había vertido duras críticas
sobre la neutralidad de la colonia genovesa, pero no por ello acababa de gustarle el
reciente cambio. Los aires de prepotencia con los que el emisario había transmitido
su mensaje le recordaban el porqué de tan larga y enconada pugna entre las dos
ciudades rivales italianas.

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—¿Qué barcos pensáis aportar? —preguntó finalmente.
—Uno de los buques que vayan abriendo la marcha, en el puesto de honor.
—En el caso del plan detallado —comentó Sfrantzés— se trataría de un mercante,
protegido con balas de lana y algodón, podéis utilizar cualquiera de los que disponéis
en el puerto. Hablaremos con Gabriel Trevisano, comandante de la flota, para que se
ponga de acuerdo con el capitán de vuestro carguero y esta noche se encuentre
dispuesto en el punto adecuado.
—El ataque no podrá ser esta noche —repuso el genovés—, no estaremos
preparados hasta la noche del viernes.
—¡Cómo! —exclamó Minotto casi fuera de sí—. Disponéis de una docena de
barcos mercantes con las características adecuadas, en unas horas podéis tenerlo
dispuesto. ¿Se puede saber para qué queréis tres días?
—Hay que desembarcar la carga —se excusó el emisario como si explicara la
lección a un niño—, reclutar una tripulación adecuada y colocar las defensas,
coordinar a los capitanes, revisar el plan…
—¡No faltaría otra cosa que quisierais comandar la expedición! —gritó el
veneciano.
—El tiempo es fundamental —insistió Sfrantzés—, será prácticamente imposible
mantener los preparativos en secreto durante tantos días.
—La fecha no es discutible —mantuvo el emisario.
—¡En ese caso idos al infierno! —espetó el baílo.
—¡Gobernador Minotto! —el emperador alzó la voz, mirando directamente al
veneciano con toda la dignidad de su cargo en el rostro—. Mantened la compostura.
Las difamaciones no sirven de nada —añadió el emperador, como un maestro que
regaña a dos escolares díscolos—, los enfrentamientos entre nosotros no conducen
más que a debilitarnos. Hasta ahora hemos mantenido una buena relación, permitid
que continúe.
—Es mejor que nos dejéis un momento —propuso Sfrantzés al emisario de Pera
— para que podamos discutir con tranquilidad vuestra propuesta, antes de contestar.
—Por supuesto —concedió el genovés, dirigiendo una agria mirada de reproche
al baílo Minotto antes de abandonar la sala.
El veneciano, con el odio marcado en sus ojos, esperó en silencio hasta unos
segundos después de que las puertas por donde había desaparecido el mensajero se
hubieran cerrado, como si temiera que se hubiera apostado tras ellas a escuchar.
—Me opongo totalmente a retrasar el ataque —dijo Minotto con firmeza—. No
debemos dar tiempo a los turcos a reforzar sus posiciones o a descubrir nuestra
intención.
Constantino arrugó la frente al escuchar las palabras del baílo, convencido de la
certeza de su razonamiento, aunque incapaz de dejar marchar la oportunidad de poner

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de su lado a los genoveses.
—Si Pera rompe su neutralidad, su flota podría desequilibrar la balanza del mar a
nuestro lado.
—Si realmente quieren combatir al sultán —repuso el veneciano—, no
necesitamos un ataque nocturno con unos pocos barcos, dispondríamos de fuerzas
suficientes para derrotar la escuadra que los turcos han introducido en el Cuerno de
Oro manteniendo la cadena protegida.
El emperador asintió contrariado. Minotto acababa de exponer claramente el
punto más extraño del ofrecimiento, por no llamarlo exigencia, del podestá. Sólo
pensaban aportar un barco, una presencia testimonial, que les permitiera arrogarse los
laureles del triunfo en caso de derrota de la escuadra turca.
—No puedo sino admitir la inteligencia de la jugada del gobernador Lomellino —
afirmó Sfrantzés—. En la oscuridad de la noche, los turcos no podrán identificar su
barco como perteneciente a la colonia genovesa, por lo que su neutralidad
permanecerá a salvo, a la vez que, cuando se consiga la victoria, podrán vanagloriarse
de su contribución, como una excusa que presentar en contra de su posición de
neutralidad.
—Los genoveses tratan de expurgar su humillante conducta con oscuros
movimientos políticos —arguyó el veneciano con indignación—. Creedme cuando
digo que no recibiremos más ayuda de Pera por permitirles compartir un puesto en
esta batalla.
—Como emperador, y más aún teniendo en cuenta la situación de asedio en la
que nos encontramos, no puedo permitirme rechazar ofrecimiento alguno de auxilio.
No se trata solamente de un simple barco, sino del mantenimiento de buenas
relaciones con la única ciudad que nos puede enviar suministros y hombres en caso
de necesidad.
—Os juro por mi honor que una escuadra de Venecia vendrá en auxilio de esta
ciudad —afirmó Minotto con firmeza—. No necesitáis recoger las migajas que
caigan de la mesa de esos cobardes.
—Así lo deseo —contestó el emperador—, pero la realidad es que aún no hemos
visto las velas de dichas galeras. Pueden llegar mañana o tardar un mes y,
desgraciadamente, Giustiniani no puede garantizar que nuestras defensas soporten
tanto castigo. Creo que debemos plegarnos al ofrecimiento del podestá.
El veneciano se mantuvo callado durante unos instantes, estudiando el rostro
inflexible de Constantino, antes de emitir un profundo suspiro y asentir.
—Si esa es vuestra decisión retrasaremos el ataque —accedió el veneciano— y,
aunque comprendo vuestro razonamiento y lo respeto, sólo espero que no tengamos
que lamentarlo.

Jacobo paseaba de un lado a otro del estrecho pasillo, incapaz de mantenerse

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quieto debido a los nervios que le atenazaban. Los dos días transcurridos desde la
entrada de los bajeles turcos en el Cuerno de Oro habían transcurrido en medio de
una inmensa confusión, con la ciudad entera acudiendo ora a la muralla ora a la gran
iglesia de Santa Sofía, temiendo que el sultán ordenara un asalto general en cualquier
momento.
Mauricio Cattaneo le había mantenido ocupado, enviándole de aquí para allá, con
mensajes y anuncios, para coordinar, por orden de Giustiniani, la situación de las
tropas que se harían cargo de la defensa de la muralla que defendía el Cuerno de Oro.
Los ya de por sí escasos soldados debían ahora multiplicarse para extender su línea
defensiva casi cuatro kilómetros. Con semejante ajetreo le había sido imposible
retomar su conversación con Francisco, por lo que ahora, en el primer momento
disponible, se encontraba en un pasillo del palacio de Blaquernas con intención de
interrogar a la bella Helena sin una sola idea de lo que le iba a decir.
A pesar de tener edad suficiente para atesorar experiencia con el sexo opuesto,
Jacobo había pasado los últimos años en el mar. Mientras la mayoría de los
muchachos de su entorno se habían divertido con las jóvenes del barrio en los
descansos de sus respectivos trabajos, Jacobo se había encerrado en medio de un
casco de madera, escapando apenas un par de días cada dos o tres meses a una
taberna, o cualquier otro lugar donde se reunieran los marinos en los puertos. En ese
momento habría preferido combatir a los turcos en la muralla a encontrarse en aquel
pasillo, pero, al igual que se había sentido incapaz de abandonar la ciudad a su suerte
pudiendo huir con su antiguo patrón, tenía plena conciencia de que era su deber hacia
su nuevo señor y amigo castellano el contribuir, como buenamente pudiera, a tan
compleja tarea. No encontraría un momento más propicio, dado que, poco antes, la
joven esclava que siempre acompañaba a la bizantina, había pasado a su lado,
escoltada por un soldado de la guardia varenga de espaldas tan anchas como un toro.
Eso indicaba que la griega permanecía aún en las estancias de la futura emperatriz y,
en poco tiempo, abandonaría su puesto en solitario, custodiada por el mismo gigante,
de regreso a su puesto.
Fuertes pasos resonaron al fondo del pasillo, haciendo que el muchacho se
volviera asustado. Un fornido soldado rubio, luciendo una oscura cota de malla hasta
las rodillas, ajustada en la cintura por un ancho cinturón de cuero marrón del que
pendía una larga espada, abría paso a una mujer, casi imposible de distinguir tras la
musculosa figura del varengo, el cual, al ver de nuevo al joven en mitad del pasillo,
clavó en él dos ojos como ascuas, haciendo que Jacobo tragara saliva, sintiéndose de
repente pequeño e insignificante. Pensó que, si la intención del guardia era atemorizar
a los soldados venecianos para evitar problemas con la dama, no podían haber
elegido a un soldado mejor que aquel gigantesco vikingo de aspecto feroz.
Intentando mantenerse erguido, Jacobo no pudo evitar pegarse a un lado del

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pasillo, haciendo sitio a la diminuta comitiva, pudiendo comprobar, cuando se
encontraban casi a su altura, como la mujer precedida por el guardia era Helena.
Evitando con esfuerzo un repentino deseo de santiguarse, ignoró la furibunda mirada
del varengo cuando pasó a su lado y, en un tono casi inaudible, se dirigió a la
bizantina.
—Señora, ¿me permitís hablar con vos un instante?
La joven, que andaba cabizbaja, con la cara semioculta por uno de los largos
pliegues de su verde túnica, que se doblaba sobre su cabeza, se paró de repente,
parpadeando al ver a Jacobo, como si no hubiera reparado en su presencia hasta ese
momento.
El veneciano pudo ver su rostro, pálido y apenado, así como sus ojos, que, si aún
conservaban la belleza con la que Francisco los describía, transmitían una mirada
llena de melancolía que disminuía la fuerza de su brillo.
Poco más pudo observar el muchacho antes de que, ante él, apareciera el pecho
del varengo, al que tuvo que mirar hacia arriba, como si se hallara a los pies de una
acorazada torre de metal.
—No se te ha perdido nada por aquí —dijo el soldado, en un tono bajo y a la vez
tan siniestro que Jacobo sintió como le temblaban las rodillas.
—No es mi intención molestar a la dama —musitó el asustado joven—, tan sólo
tengo un mensaje que retransmitir, me llevará sólo unos minutos.
—Déjale hablar —dijo Helena posando su mano sobre el hombro del guardia.
El rubio coloso se hizo lentamente a un lado, sin dejar de observar a Jacobo,
presto a despedazar al mozuelo a la menor señal de que pudiera representar un
peligro.
—Mi nombre es Jacobo —dijo él, aún con voz temblorosa— y me encuentro al
servicio de Francisco de Toledo.
Helena arrugó la frente con extrañeza al escuchar el nombre de Francisco,
mientras el soldado se mantenía en un segundo plano, aunque con los ojos clavados
en el muchacho, mostrando un vivo interés por la conversación.
—Mi señor se encuentra en extremo preocupado por vos —añadió Jacobo antes
de que Helena pudiera pronunciar palabra— y no entiende el porqué de vuestra
negativa a verle.
—No quiero ser descortés —comentó finalmente la bizantina—, pero no creo que
sea un tema que deba hablar con un criado.
—No soy un criado —repuso Jacobo elevando el tono, antes de agachar la cabeza
de nuevo ante la dura mirada del varengo—, mi señor me acogió a su lado cuando me
quedé solo en esta ciudad, dándome un puesto en la compañía de Mauricio Cattaneo
y procurándome armas, comida y cobijo, pero me trata como a un amigo a pesar de
su rango y como tal me considero, siempre dentro del respeto que me merece su

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posición.
Helena mantuvo la mirada en el joven veneciano, mostrando, por primera vez,
una sonrisa fugaz.
—Tu señor debería haberte contado sus andanzas antes de enviarte aquí, te
habrías ahorrado el viaje.
—No le conozco desde hace mucho tiempo —repuso Jacobo interrumpiendo el
amago de Helena por continuar su trayecto—, pero estoy convencido de que os ama
con locura y que no tiene idea de la razón que os impulsa a negarle vuestra presencia.
—Pareces sincero —afirmó Helena con un suspiro—, supongo que te ha
engañado tan bien como a mí. De todas formas, si tan pronto olvida sus actos,
pregúntale por Yasmine, seguro que eso le refresca la memoria.
Jacobo enarcó las cejas, sin comprender cuál sería la parte que podría jugar la
esclava en esta enrevesada historia, sobre todo cuando, poco antes, había sido testigo
de su apasionado encuentro con Teófilo. Abrió la boca intentando solicitar una
explicación más extensa, pero con un rápido gesto, Helena levantó la mano y negó
con la cabeza.
—Ya es suficiente —dijo ella con suavidad—, he sufrido bastante y no quiero
sino olvidar; márchate, por favor.
El muchacho hizo una torpe reverencia, guardando silencio, evitando la más que
probable intervención del fornido varengo en caso de insistencia, por lo que no pudo
sino contemplar como ambos se ponían de nuevo en camino, alejándose por el
pasillo.
Jacobo se encaminó en dirección opuesta, cruzándose con un griego, que clavó
sus diminutos ojos en su rostro. Al joven le resultaba vagamente familiar y supuso
que se trataría de uno de los muchos funcionarios que deambulaban por palacio, a los
cuales la presencia del contingente veneciano no causaba más que problemas y
quebraderos de cabeza, por lo que le ignoró y apretó el paso, tratando de salir del
edificio antes de que los guardias de las puertas las cerraran, como hacían cada tarde.

Basilio observó con fijeza el rostro imberbe del jovenzuelo veneciano que había
abordado a Helena. La primera vez que le vio, en las cercanías de la habitación de
Yasmine, a pesar de la extrañeza que le produjo su presencia, le pareció uno más de
esos sucios latinos que se habían adueñado de una buena parte del palacio, con la fútil
excusa de defenderlo. Sin embargo, aunque demasiado lejano para alcanzar a
escuchar el contenido de la conversación, la duración de la misma, excesiva para un
simple piropo o consulta, no dejaba lugar a dudas acerca de la intencionalidad del
encuentro.
«Ya te lo advertí», dijo la suave voz de su cabeza. Basilio no recordaba que las
voces le hubieran puesto en aviso acerca del muchacho, pero dio por sentado que lo
había olvidado, maldiciéndose por no haber prestado más atención a lo que decía su

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secreta guía. Ahora canturreaba en su oído melosamente, indicando con acierto que la
presencia de aquel veneciano en ambos puntos, tan íntimamente relacionados, por
fuerza, no podía tratarse de una simple coincidencia. Por tanto, era muy posible que
se tratara de una amenaza para sus planes o, peor aún, un nuevo pretendiente para su
bella y codiciada esclava turca. Lo más probable, pensó, era que intentara acceder a
Yasmine a través de su señora o, quién sabe, quizá fuera sólo una marioneta,
manejada por los hilos de alguien más poderoso.
Las voces le fueron encaminando a través de una intrincada trama, detrás de la
cual podrían existir numerosos rostros aunque, en realidad, a Basilio no le importaba
quién fuera el responsable final. Si no podía llegar hasta la cabeza, le bastaría con
cortarle las manos.
Llegó hasta la puerta de las estancias de Teófilo, llamando con una amplia
sonrisa, cuando, al mismo tiempo que el primo del emperador aparecía en el umbral,
una nueva idea se abría paso en su mente.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Teófilo enojado—. ¡Rápido! Pasa antes de que
alguien te vea.
—Lo lamento, amo —se disculpó Basilio con su habitual voz sibilina—, pero no
podía esperar para comunicaros lo que he descubierto.
—¿Y qué es? —inquirió el noble intrigado.
—¿Recordáis la falsa nota de advertencia que os hicieron llegar en una de las
cenas de gala?
—Sí, me comentaste que había sido enviada por Badoer, a través de un
informante secreto.
—Pues acabo de descubrir quién es el informante.
Teófilo miró fijamente a Basilio, primero con una expresión de sorpresa e
incredulidad, tornada poco a poco en una aviesa sonrisa, que hizo que el alegre
Basilio tuviera que acallar una carcajada, al comprobar lo fácil que resultaba manejar
a aquel patético infeliz.

Francisco se encontraba bajo uno de los arcos de la muralla interior, resguardado


de las esquirlas y escombros que pudieran caer en caso de impacto de una bala sobre
sus almenas, al tiempo que, debido al estruendo de las explosiones, se desgañitaba
tratando de traducir las instrucciones de John Grant a la cuadrilla de operarios griegos
que, esa noche, debían reparar esa sección de la muralla.
Por orden de Giustiniani, junto con su fiel amigo escocés, llevaba toda la mañana,
y parte de la tarde, inspeccionando la estructura de la muralla interior, comprobando
los puntos en los que los muros habían sido dañados y la posible solución a las grietas
que, cada vez con mayor frecuencia, hacían su aparición en la tercera y última de las
líneas defensivas.
En muchos puntos, las almenas que coronaban adarves y torres habían

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desaparecido, sustituidas por agujeros y pequeños montículos de piedras en precario
equilibrio. Aunque el grosor de sus muros y la presencia de los restos de la muralla
exterior protegiendo su mitad más baja mantenían los muros en pie en toda su
extensión, su terminación superior había desaparecido en multitud de secciones,
dificultando la cobertura de los arqueros que se encaramaban a ella en los combates.
El ingeniero revisaba con cuidado cada uno de los tramos, ascendiendo por las
escaleras hasta la cima, desafiando valerosamente el fuego enemigo, para comprobar
con sus propios ojos el daño causado por los descomunales proyectiles. Tras cada
revisión, explicaba a Francisco lo que se debía hacer, para que este lo comunicara al
grupo de obreros griegos que, bajo la cobertura de la noche, se dedicarían a reforzar
los puntos más débiles.
Hasta esa zona se aproximaron, a la carrera, Mauricio Cattaneo y el joven Jacobo,
adentrándose en los robustos soportales de piedra y ladrillo en medio de una espesa
nube de polvo, producto del acierto de los artilleros turcos contra una de las torres
cercanas.
—¿Es que no se les van a acabar nunca las balas? —preguntó Cattaneo
indignado, sacudiéndose el polvo de la ropa.
—No creo —respondió el escocés—, aunque no deben de andar muy bien de
munición. Cuando he subido al camino de ronda he visto cómo un grupo de turcos
recuperaba del foso algunas de las piedras que se han quedado cortas. Si arriesgan a
sus hombres por unas cuantas balas de cañón, espero que comiencen a sentir escasez.
—¡Quién lo diría! —repuso el genovés mientras un tiro demasiado alto silbaba
sobre sus cabezas—. El bombardeo no ha cesado desde hace dos semanas. Tal vez
sea más barata la sangre que la piedra pulida.
—¿Qué hacéis aquí? —preguntó Francisco—. Espero que Giustiniani no quiera
que nos pongamos a realizar las reparaciones ahora.
—No, en realidad acompaño al joven —aclaró Cattaneo señalando a Jacobo—,
me ha dicho que tiene información importante que comunicarte.
Francisco miró al muchacho, tardando sólo un segundo en arrugar la frente y
observar al genovés con aire inquisitivo.
—No te extrañes —dijo este ante la mirada del castellano—, tenía curiosidad por
saber a qué se dedicaba, que tanto tiempo le mantenía apartado de sus quehaceres, así
que, dado que no hay manera de sonsacarle a qué viene tanta carrera de ida y vuelta
al palacio, le he obligado a guiarme.
—El señor Cattaneo también es amigo vuestro —se excusó Jacobo—, no creo que
haya mal alguno en ponerlo al corriente.
—No es que no agradezca el interés —dijo Francisco un tanto contrariado—, pero
no me acaba de gustar convertir mi vida privada en el centro de atención de los
asediados.

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—La culpa es de los turcos —intervino John con sorna—. Si atacaran de una vez
en lugar de envolvernos en polvo y azufre, no tendríamos tiempo para dedicarnos a
estos temas.
—Si es una cuestión personal —adujo Cattaneo con seriedad—, me basta con tu
palabra para dar por zanjado el asunto.
—No importa —repuso Francisco con un encogimiento de hombros—, a fin de
cuentas debí pedirte permiso antes de emplear a Jacobo, no pensé que se alargara
tanto. De hecho, creo que no pensé en absoluto.
En pocos minutos, y tras traducir las instrucciones finales al grupo de griegos que
se ocuparían de esa sección de muralla, el castellano, abandonada toda reticencia,
puso a Cattaneo al corriente de su vida sentimental, así como de la misteriosa actitud
de la joven bizantina.
—En extraña relación te has visto envuelto —comentó finalmente el genovés,
algo aturullado por el aluvión de nombres y situaciones—, por eso prefiero la guerra,
es más simple que el amor.
—Esperemos que las gestiones de Jacobo arrojen algo de luz sobre el asunto —
dijo el ingeniero, haciendo que todos los presentes giraran sus cabezas para observar
al muchacho, que hasta entonces había permanecido callado.
—No sé si podré aclarar algo —comenzó con timidez—, apenas crucé unas frases
con ella. Me pareció encontrarla profundamente apenada, con la tez pálida y los ojos
llorosos, me dio la impresión de que se encuentra muy afectada, e incluso me
confirmó que estaba sufriendo por ello.
—En ese caso —intervino el escocés— su actuación es aún más extraña.
—Pero ¿qué es lo que dijo? —preguntó Francisco nervioso.
—Pues…
—Vamos, muchacho, habla de una vez.
—Que engañáis a la gente —afirmó finalmente el renuente Jacobo.
—¡¿Qué?! —exclamó el castellano conmocionado.
—Sí, eso me dijo —confirmó el joven—. Dejó claro que algo habéis hecho,
aunque no me proporcionó detalles sobre ello, y mencionó el nombre de la esclava,
como si fuera parte del asunto.
Francisco palideció, con la boca abierta, al escuchar las palabras de Jacobo,
mientras John le observaba con el ceño fruncido y Cattaneo parpadeaba confundido.
—No puedo creerlo —balbuceó el castellano.
—¿Hay algo que no nos hayas contado? —preguntó el ingeniero con suspicacia.
—Bueno… —tartamudeó Francisco— sólo fue un beso.
Cattaneo resopló, moviendo la cabeza de un lado a otro a su lado, el escocés
agitaba los brazos, bramando con fuertes aspavientos.
—¡Sólo un beso! ¿Y esperas que nos lo creamos? Haber empezado por ahí y nos

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hubiéramos ahorrado todo esto.
—No me extraña que no quiera verte —añadió Cattaneo con tono de
desaprobación—, hay que tener mala sangre para acostarse con su criada.
—¡No hice nada, maldita sea! —gritó Francisco con impotencia—. Fue un día
que no pude ver a Helena. Ella intentó seducirme en un pasillo, casi arrinconándome
contra la pared, me besó y… prometo que sólo vacilé un instante, después me separé
de ella. No he vuelto a verla a solas, ni siquiera sé cómo se ha enterado Helena.
—¿La esclava seduciendo al noble? —repuso John con ironía—. Admitirás que
no suena muy plausible.
—Pues os juro por lo más sagrado que es exactamente lo que pasó —afirmó el
castellano con seriedad— y, la verdad, un beso en un momento de debilidad no creo
que sea algo tan horrible como para que no me conceda, al menos, la oportunidad de
disculparme.
—Yo os creo, señor —intervino Jacobo.
—Gracias —dijo Francisco—. Al menos me queda un amigo que confía en mí.
—Insinuar que somos malos amigos resulta casi ofensivo —adujo Cattaneo con
seriedad.
—Es cierto —admitió el castellano apoyándose, abatido, contra una de las
columnas que sostenían la muralla—, no he sido justo con vosotros, pero ya no sé
cómo pediros que creáis mis palabras.
—Tal vez sea ese el problema —comentó el escocés adoptando su peculiar
postura de meditación.
—¿Qué quieres decir?
—Muy sencillo —repuso el ingeniero—, nosotros somos sus amigos y, a pesar de
ello, nuestra reacción inicial ha sido de incredulidad. Teniendo en cuenta que Helena
ha de sentirse doblemente afectada por un desliz semejante, es muy probable que,
debido a las numerosas historias sobre la galantería de Francisco con las damas que
corren de boca en boca por el campamento, haya dado por segura la traición.
Resultaría comprensible que, tras haber seducido a su criada, a la que, por otro lado,
el propio Francisco nos ha comentado, trata como a una amiga, no quiera saber nada
de él.
—Suena bastante lógico —afirmó Cattaneo, al mismo tiempo que Jacobo asentía
con la cabeza—. Teniendo en cuenta el denso historial amoroso de nuestro
compañero no sería de extrañar que se le atribuyera la presa antes de soltar la cuerda
del arco. Sin embargo, esta explicación presenta un punto oscuro —añadió el genovés
con seriedad.
Los tres le observaron con intensidad, invitándole a compartir sus dudas, a lo que
Cattaneo respondió con unos segundos de silencio, complacido ante la expectación
levantada por su aporte a la intrincada relación sentimental del castellano.

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—Si, por lo que dices, todo ocurrió en un breve momento, en medio de un pasillo,
supongo que sin testigos, eso sólo deja a una persona —continuó el genovés, tras una
pausa para que Francisco confirmara con un gesto su descripción— capaz de desvelar
ese momentáneo desliz, la propia esclava.
—¿Yasmine? —preguntó el castellano extrañado—. ¿Y qué podría ganar ella
mintiéndole a Helena? Ella sería igualmente responsable y, por tanto, se expondría a
enemistarse con la que, al fin y al cabo, es su señora. Además, la teoría podría encajar
dentro de la personalidad de muchas de las mujeres a las que he conocido, pero
Helena no es de esa clase de personas, no me habría arrojado a un lado sin darme la
oportunidad de explicarme o, al menos, escucharme. Incluso habría venido en
persona a abofetearme.
—No si la esclava hubiera dispuesto de algún tipo de prueba irrefutable que
hiciera innecesaria la búsqueda de otros testimonios —arguyó Cattaneo—, aunque no
se me ocurre cuáles.
—Señor —intervino el muchacho—, dado que la turca es, de un modo u otro,
imprescindible para aclarar el asunto, ¿no querréis que hable con ella?
—No, Jacobo, muchas gracias —respondió Francisco—, pero creo que debo
pedirle explicaciones personalmente.
—Me gustaría seguir ayudando —insistió el mozuelo pateando el suelo—, es la
primera vez que me siento útil. Aparte de los mensajes que transmito para el señor
Cattaneo —añadió al ver el gesto, entre indignación y sorpresa, con el que el noble
genovés había respondido a sus últimas palabras.
Francisco miró a Cattaneo, hasta que este se encogió de hombros asintiendo con
la cabeza, comprensivo ante la excitación de Jacobo por procurarse una ocupación
que no fuera acarrear piedras o correr, de una compañía a otra, transmitiendo
mensajes.
—Puedes seguir en palacio —dijo finalmente el castellano— y, si descubres algo
nuevo, ven presto a contármelo.
Jacobo sonrió, partiendo a la carrera, más veloz que las balas que sobrepasaban la
muralla, en dirección a las ondeantes banderas que lucían sobre los maltrechos muros
de Blaquernas.

Los remos rasgaban suavemente la oscura superficie del mar, arrancando pálidos
mechones de espuma en rítmica cadencia. El murmullo que producía la nave al
deslizarse por las tranquilas aguas del Cuerno de Oro apenas se veía incrementado
con cada acometida de los remos, difuminándose, como el de sus cercanas
compañeras, en medio del continuo golpeteo de las olas sobre la costa del mar de
Mármara.
Giacomo Coco, sobre la cubierta de una de las fustas, maldecía a la luna, que,
recién comenzada su mengua, iluminaba, a pesar de las nubes que empañaban su

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silueta, los contornos de barcos y murallas, de mástiles, colinas y costa. Maldecía su
posición, tras los dos pesados mercantes, recubiertos de balas de algodón y lana, en
medio del trío de pequeñas fustas y diminutos botes que cargaban los barriles de
fuego griego, con el que debían abrasar las naves y esperanzas de los turcos, y, por
último, aunque con mucha mayor intensidad, maldecía a los genoveses por el retraso
que habían impuesto al ataque.
Forzando la vista contra el horizonte, escudriñando en la noche las sombras que
conformaban los muchos bajeles de la flota enemiga, apretaba los puños de
impaciencia, mientras los setenta y dos remeros de su embarcación, con perfecta
sincronización, hundían sus remos en el agua al ritmo lento de los demás integrantes
del grupo de ataque, intentando mantener la sorpresa, clave de todo el plan.
Miró a su derecha, tratando de discernir, sin conseguirlo, en la cubierta de una de
las galeras venecianas que escoltaban al grupo central, la figura de Gabriel Trevisano,
deseando que, de algún modo, le comunicara que acelerara su barco y se lanzara
contra los turcos, rompiendo la tensa espera que le destrozaba los nervios.
Tamborileó los dedos sobre uno de los grandes toneles, repletos del aceitoso
líquido bizantino que debía proporcionarles la victoria, comprobando con un rápido
vistazo que apenas se habían alejado de sus posiciones iniciales, en el puerto. En ese
momento, con breve aunque sorprendente nitidez, una luz brilló junto a las almenas
de una de las torres de Pera. Giacomo se frotó los ojos, tratando de dilucidar si la
vista le jugaba una mala pasada, aunque el creciente rumor de voces que ascendía
desde los bancos de remeros no dejaba lugar a dudas.
—¡Mantened el ritmo! —ordenó secamente sin alzar la voz.
Las conversaciones se acallaron y la boga continuó con pequeños desajustes,
aunque los susurros entre soldados y tripulación silbaban a todo lo largo de la
cubierta. Giacomo fijó su vista en la masa oscura que componía la flota turca, más
grande a medida que se aproximaban a ella, y, a pesar de que el ruido de los remos
parecía ahora atronador, la impresión de tranquilidad llenaba el Cuerno de Oro.
Sin embargo, el instinto del veneciano aullaba advertencias, como un lobo ante la
luna. Aquella luz no podía ser sino una señal convenida con los musulmanes para
avisarles de la presencia de los asaltantes. Si los turcos reaccionaban contra ellos,
antes de que sus fustas pudiesen mezclarse entre los barcos para derramar su terrible
arma, la pequeña escuadra cristiana no tendría ninguna oportunidad contra la
superioridad numérica enemiga. No había tiempo que perder, si los turcos estaban
prevenidos, era necesario acelerar el ritmo de avance y tratar de ganar la mayor
ventaja posible antes de que se dispusieran para el combate, y si, por el contrario, la
sorpresa aún jugaba de su lado, nada perderían por el sonido de unos remos
golpeando el agua. «Al diablo», pensó el veneciano y, con voz potente, resonando por
encima del murmullo del agua, gritó:

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—¡Bogad, remeros, con toda la fuerza de vuestros brazos!

Desde la colina más cercana al valle de los Manantiales, a cuyo pie fondeaba la
flota turca, Mahomet observaba con dificultad el puñado de sombras que se cernían
sobre su posición.
—Uno de los barcos parece adelantarse —comentó el oficial de artilleros que
comandaba la batería de cañones emplazados en la ladera.
El sultán le ignoró, concentrado en distinguir los borrosos contornos de los navíos
cristianos, delatados por la señal realizada por Fauzio, el espía del podestá, desde una
de las torres de Pera.
Con una aviesa sonrisa, Mahomet se imaginó a Lomellino, sudando como un
pollo cocido vivo. Desde el momento en que el genovés aceptó el cuantioso soborno
ofrecido por sus embajadores, supo que, a pesar de no recibir un solo ducado de los
muchos prometidos, el podestá, en un indecoroso intento por mantenerse a flote entre
dos aguas, haría cualquier cosa para satisfacer al sultán, tratando de ocultar sus
indignos planes a sus propios conciudadanos.
Si algo gustaba a Mahomet de los latinos era su ilimitada avaricia, sólo superada
por su hipocresía. A diferencia de los fieles musulmanes, respetuosos seguidores de
sus creencias y aguerridos defensores de los preceptos coránicos, los cristianos,
permanentemente imbuidos de los perjudiciales efluvios del alcohol, maligno elixir
que tan sabiamente había prohibido el profeta Mahoma, seguían a clérigos corruptos,
que se regodeaban en su riqueza. Sus reyes luchaban unos contra otros, proclamando
después su fidelidad a una Roma que despreciaban y cuyo poder socavaban con
cualquier pretexto. Su desorbitada pasión por el oro, el lujo y el boato hacían de la
mayoría de los nobles latinos una raza sumamente sencilla de corromper, facilitando
el camino para la conquista.
La simple promesa del brillo del oro había bastado para que Lomellino vendiera
su alma y, con ella, a cientos de sus correligionarios, que se dirigían, con valor, hacia
una trampa.
—Ya están a tiro, majestad —afirmó el oficial.
—Abrid fuego —replicó Mahomet con serenidad—, y que las tripulaciones estén
preparadas para contraatacar en cuanto veamos los primeros rayos de sol.

Una docena de fogonazos relucieron sobre la costa, por encima de los oscuros
mástiles turcos, seguidos, un instante después, por el fantasmagórico eco de las
explosiones, prólogo de la llegada de las balas, que impactaron, con un terrorífico
silbido, alrededor del barco de Giacomo, levantando enormes columnas de agua,
visibles con la escasa luz de la luna.
Con una nueva maldición, el veneciano se santiguó y ordenó a sus marinos que
hicieran sonar los tambores. Si habían de morir, que fuera con el honor del combate,

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no envueltos por la oscuridad, como ladrones.
Los remeros redoblaron esfuerzos, haciendo volar la pequeña fusta por encima
del tranquilo mar, alterado ahora por los sonoros golpes de los remos y el corte de la
quilla del barco en el agua.
—¡Preparad el fuego griego!
La voz del capitán resonó en cubierta, justo antes que la fatalidad, más que el
acierto de los artilleros turcos, hiciera que una enorme bala atravesara la cubierta del
barco, aplastando cuadernas, tablones y remos, así como al valeroso Giacomo Coco,
muerto de un golpe, como su propio navío, al que el agua comenzó a anegar sin
tiempo a que muchos de los marineros pudieran encomendarse al Altísimo.
Desde la distancia, Gabriel Trevisano escuchó el desgarrador chasquido de la
fusta cuando la bala de cañón atravesó el casco, haciendo tambalear al buque, el cual,
inmediatamente, perdió velocidad, cayendo inertes sus remos al agua.
Casi sin tiempo para pensar en los marineros del barco hundido, algunos de los
cuales tuvieron la fortuna de saltar al agua antes de que el bajel fuera tragado por la
oscuridad, las siguientes andanadas de los cañones turcos impactaron sobre los
cargueros que abrían la marcha, golpeándolos con inusitada violencia, apenas
atenuada por la protección de lana que acolchaba sus bordas.
Aunque las apelmazadas defensas consiguieron amortiguar alguno de los
impactos, contribuyeron a avivar los fuegos producidos por el ataque, ocupando a
demasiados hombres en su sofocación. Ambos navíos perdieron el rumbo, situándose
en medio del camino seguido por el resto de la pequeña escuadra, ahora totalmente
desorganizada.
—¡Hay que apartar esos barcos! —gritó, impotente, Trevisano, intentando hacer
oír su voz por encima del eco de gritos que se elevaba entre los botes—. ¡Que las
barcazas se aproximen a la flota turca!
Algunos de los pequeños barcos de remos, cargados del aceitoso fuego griego, se
adelantaron a las galeras, rodeando los mercantes a la deriva, hasta que una nueva
descarga de la artillería otomana impactó de lleno en uno de ellos, provocando una
brutal llamarada que convirtió, por un momento, la noche en día, extendiendo el
líquido inflamado entre los demás pequeños transportes, provocando la explosión de
sus toneles cargados hasta la borda con el peligroso líquido.

Con una amplia sonrisa de satisfacción, iluminada grotescamente con cada


fogonazo que se elevaba desde el agua, Mahomet contemplaba con alborozo la obra
de sus artilleros, deseoso de poder asistir a la primera victoria de sus tropas desde el
comienzo del asedio, aunque aún recelando de cualquier treta que los cristianos
pudieran efectuar.
—Majestad —comentó con suavidad el oficial que comandaba las piezas—, los
botes son demasiado pequeños para alcanzarlos, si no es por casualidad.

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—Olvidadlos —repuso el sultán—, ya no son una amenaza, concentrad el fuego
en la galera que se encuentra a la izquierda de la formación.
El oficial saludó respetuosamente, ordenando de inmediato a sus hombres que
variaran la posición de los pesados cañones, girándolos para enfilar sus negras bocas
hacia la silueta del nuevo blanco.
—¡Comandante! —llamó Mahomet, esperando a que el nuevo almirante de la
flota turca se aproximara raudo a su lado—. Amanecerá dentro de poco, quiero que la
escuadra se prepare para atacar en cuanto se divisen los primeros rayos de sol. Que
ninguno de los buques cristianos regrese a puerto.

Maniobrando torpemente entre los escasos botes, que trataban de regresar a


puerto, y las fustas, que aún intentaban alcanzar la escuadra turca, la galera de
Trevisano se deslizaba a un lado de los dañados cargueros, interponiéndose entre
ellos y la cercana flota enemiga, que en esos momentos, con las primeras luces del
alba despertando vivos tonos anaranjados en el horizonte, abandonaba sus anclajes en
dirección a la desorganizada fuerza de ataque cristiana.
Tras el frustrado intento de asaltar a los turcos por sorpresa, el único afán que
impulsaba a Gabriel Trevisano era la esperanza de salvar tantos hombres y barcos
como fuera posible, evitando que la derrota se transformara en un desastre, capaz de
otorgar al sultán el control absoluto del mar.
La llegada del amanecer descubrió, en las lomas de la colina más próxima, la
situación de las baterías turcas, tremendamente reforzadas desde el día en que se
produjo el traslado de los barcos por medio de una rampa de madera. Mahomet había
sabido jugar sus bazas, aprovechando el tiempo otorgado por los cristianos antes de
lanzar su ataque, utilizándolo para incrementar sus fuerzas.
Con continuos y caóticos cambios de rumbo, la pesada galera, gracias al sudor y
el esfuerzo de sus remeros, se mantenía a salvo de la mortal lluvia de balas que
volaban desde las posiciones turcas, provocando hondos suspiros de alivio entre los
marinos, al ver como, aunque próximos, los proyectiles no alcanzaban el barco.
Aprovechando la pésima ejecución de la maniobra de cerco iniciada por los
turcos, los cargueros, a los cuales protegía la galera de Trevisano, así como las dos
fustas supervivientes, se alejaban, rumbo a la protección del puerto cristiano, cuando
dos inmensas piedras, arrojadas por los pesados cañones enemigos, alcanzaron a la
vez el navío del almirante veneciano.
Con un crujido que estremeció toda la embarcación, la galera se detuvo casi en
seco, comenzando a escorar visiblemente hacia estribor, en medio del griterío de los
tripulantes, que saltaban al agua, abandonando remos, armas y armaduras, en un
desesperado intento por salvarse.
El almirante Trevisano, observando con fingida tranquilidad como sus hombres
nadaban, con nerviosismo y precipitación, hacia los botes más rezagados, libres ya

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del peso del inútil fuego griego, así como hacia la segunda galera, que interrumpió su
retirada para recoger a los náufragos, esperó tambaleándose sobre la escurridiza
cubierta, hasta comprobar que el último de los tripulantes había abandonado el barco,
antes de arrojar su armadura, librándose de un peso que le llevaría al fondo del
Cuerno de Oro, y saltar a las frías aguas del brazo de mar, maldiciendo los cañones
del sultán, de calibre muy superior a las ligeras piezas de artillería que montaban los
bajeles turcos. Su posición elevada sobre la colina cercana, tal como había predicho
Giustiniani, permitía un buen ángulo de tiro, aumentando su precisión y peligrosidad.
Con el salado sabor del mar impregnándole los labios, tuvo tiempo para observar
la multitud de civiles griegos que se hacinaba sobre las murallas de la ciudad,
contemplando absorta los últimos compases de la desastrosa batalla naval, antes de
ser izado con rapidez a bordo del último barco cristiano que se retiraba del lugar.
—Pobre espectáculo estamos dando —musitó con la vista fija en la escuadra
turca, de la que llegaban los estentóreos gritos de victoria emitidos por soldados y
marinos, coreados por una última andanada de la artillería del sultán.
El Cuerno de Oro quedaba definitivamente en manos de Mahomet, abriendo el
acceso al flanco más débil de las murallas que cercaban Constantinopla. Trevisano
pensó que le sería imposible olvidar el sabor de aquel brazo de mar, el gusto de la
derrota le perseguiría lo que le quedara de vida.

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5
Las negras nubes que oscurecían el sol de la mañana descargaban copiosamente su
lluvia sobre los numerosos habitantes, que se congregaban angustiados en las
murallas del Cuerno de Oro. Al otro lado, en la orilla dominada ahora por los turcos
tras su victoria sobre la escuadra cristiana, medio centenar de marinos latinos, que
habían alcanzado a nado la costa tratando de escapar de sus hundidas embarcaciones,
eran empalados a la vista de los ciudadanos, mezclando su sangre con el agua de
lluvia que se deslizaba desde la colina, bordeando matojos y pequeños arbolillos
hasta el brazo de mar que separaba a los contendientes, convirtiendo por un instante
las pacíficas aguas en una suerte de rojizo Nilo, tocado por el báculo de Moisés.
En medio de llantos, maldiciones y plegarias, los bizantinos contemplaban
horrorizados el sádico comportamiento del sultán hacia los prisioneros, indigno de
todo honor en la guerra y contestado por el emperador por medio del degüello, sobre
la muralla, de doscientos cuarenta prisioneros turcos.
Desde su posición junto a la artillería que, la noche anterior, había batido con
mortal eficacia la escuadra cristiana, Chalil se compadecía del alma de aquellos
hombres, a los que veía caer al agua, como sacos, desde el ensangrentado adarve de
los muros de Constantinopla.
A su lado, con una torva mirada en el rostro, casi tan siniestra como la escueta
sonrisa que se dibujaba, como una mueca, sobre su boca, Mahomet observaba
complacido la ejecución de los que habían sido, hasta poco antes, sus propios
soldados.
—Que Alá se apiade de ellos —musitó el primer visir.
—No les compadezcas —repuso el sultán con frialdad—, han servido a su señor
hasta el final.
—La ejecución no es fin para un guerrero —afirmó Chalil al tiempo que evitaba
mirar a Mahomet a los ojos, manteniendo su vista en el triste espectáculo—, ni para
los nuestros ni para los enemigos.
—Un soldado sólo tiene un destino, servir a los planes de Alá y de su rey.
—¿Me permitís preguntar cuál ha sido el plan que ha llevado a una muerte inútil a
tantos hombres?
Mahomet parpadeó sorprendido, cambiando su siniestro gesto anterior por una
mueca de incredulidad al escuchar la pregunta de su primer visir.
—¿Te refieres aparte de satisfacer mi sadismo? —repuso el sultán recuperando la
sonrisa.
—Yo nunca me atrevería…
—Lo sé —interrumpió Mahomet—, eres demasiado listo, demasiado viejo para
caer en la tentación de cuestionar mis órdenes o prestar oídos a las necedades que

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cuchichean a mis espaldas. No negaré que me causa cierta satisfacción sentir en mi
mano el poder de dar muerte a mi antojo pero, desgraciadamente para aquellos que no
ven en mí más que a un joven ebrio de sangre y gloria, hay una razón muy básica
para esto.
Chalil se volvió con lentitud, observando intrigado a su señor, el cual volvía a
sonreír aviesamente, complacido por la extrañeza de su primer visir.
—Es muy sencillo —continuó Mahomet ante el apremiante silencio del anciano
—. Gracias a la inutilidad de mi nuevo almirante, los cristianos han conseguido
replegar sus barcos, evitando que pudiéramos convertir su fallida intentona de asalto
en un desastre sin paliativos que nos diera el control del mar. Sólo han dejado en el
intento dos navíos y un centenar de marinos, pérdidas que, si bien no pueden
reemplazar, no rompen el equilibrio de fuerzas, ni tampoco socavan su mayor pericia
en el agua.
—Hemos conseguido una gran victoria, majestad —afirmó Chalil—, no debéis
menospreciarla, mantenemos nuestra flota en el Cuerno de Oro, eso nos da pie a
amenazar un largo tramo de murallas que los griegos deberán defender, reduciendo
sus tropas en el frente principal. Eso sin contar con la posibilidad de construir un
puente sobre el brazo de mar que, al resguardo de nuestras velas, permita enlazar con
rapidez las tropas acantonadas a uno y otro lado del puerto.
—Eso no son más que pequeñas ventajas —repuso Mahomet con un movimiento
de desdén de su mano—. No tenemos fuerzas suficientes para derrotar a sus navíos en
el interior del Cuerno de Oro, y en caso de desesperación pueden disponer a sus
marinos a lo largo de la muralla sin necesidad de debilitar otras secciones. No, esta
escaramuza, aunque importante, no ha afectado al ejército bizantino. La guerra es una
lucha de voluntades —añadió el sultán tras una pausa—. No gana el más fuerte, sino
el que más lo desea. Mientras los cristianos mantengan su fe en la victoria será
prácticamente imposible desalojarlos de las murallas. Lo que hemos destruido aquí
no es su flota, sino su moral.
Chalil enarcó una ceja, sin comprender el razonamiento al que se dirigía el sultán,
ni tampoco dónde encajaba la tortura de los prisioneros en él.
—¡Ah!, viejo consejero —dijo Mahomet moviendo la cabeza de un lado a otro
como si no pudiera comprender cómo el primer visir no entendía lo que para él
aparecía tan claro ante sus ojos—. No tienes más que ver lo que ocurre al otro lado
del puerto.
El primer visir se volvió a observar de nuevo la muralla. A sus pies yacían los
cuerpos de muchos de los soldados turcos ejecutados por el emperador como
represalia, mientras otros cuantos flotaban a la deriva, en medio de manchas rojizas
que se difuminaban con el lento vaivén de las olas. Sobre los adarves, una multitud de
personas parecía contemplar la matanza realizada, con un coro de llantos y

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maldiciones cuyos ecos apenas llegaban hasta los oídos de Chalil.
—Hemos enfurecido a los bizantinos —dijo finalmente el anciano sin mucho
convencimiento.
—No. Tal vez tu vista no sea tan aguda como la de un joven, porque yo distingo
un pueblo asustado, que recuerda que fue por esas mismas murallas por las que los
cruzados asaltaron su ciudad, saqueando sus lugares más sagrados, destruyendo el
que aún era un imperio pujante. Esta noche el mismo Constantino se mantendrá en
vela, temiendo correr el riesgo de su predecesor. ¿Acaso crees que, de no estar
desesperado, el recto y honorable Constantino XI habría mandado ejecutar a
prisioneros indefensos?
—De no verlo con mis propios ojos no lo habría creído —admitió Chalil.
—Tú ves sangre y dolor, yo veo la prueba de que mi rival ha perdido los nervios y
eso es más peligroso que la pérdida de la batalla. Ayer obligué al estúpido del podestá
a realizar una señal luminosa desde sus muros para avisarme de la salida de los
barcos cristianos. No era necesaria, ya que nosotros conocíamos sus intenciones, pero
por ese simple gesto mañana los venecianos acusarán a los genoveses de traición. En
un par de días la confianza que ahora los mantiene luchando hombro con hombro se
quebrará, y ambos nos ofrecerán abrir una puerta en la muralla a cambio de nuestra
piedad, antes de que lo haga el otro.
—Entonces, el ajusticiamiento de los marinos era una especie de mensaje dirigido
al emperador.
—A él y a su pueblo. Con medio centenar de empalados a la vista de las murallas
le será imposible convencer a sus súbditos de que el ataque ha sido un simple revés.
Por mucho que intenten explicarlo aparecerá a ojos de los ciudadanos como un
verdadero desastre. En estos momentos nuestro mejor aliado es el miedo. Ahora
déjame, quiero disfrutar de mi victoria.
Chalil asintió, realizando una reverencia antes de despedirse cortésmente de su
señor, descendiendo unos metros por la colina hasta donde aguardaba su escolta.
Mientras caminaba, no pudo evitar que su vista se deslizara por las tranquilas aguas
del Cuerno de Oro donde, en un macabro baile, varios cadáveres se balanceaban unos
junto a otros, alejándose de las murallas. Por mucho que entendiera el razonamiento
de Mahomet y aceptara los obvios beneficios que su actuación pudiera acarrear, era
incapaz de justificar la inhumana carnicería. El islam, pese a lo que los incultos
cristianos daban por sentado, era una religión de paz. No importaba cuánto
rememorara el anciano visir los cinco pilares en los que se apoyaba el islam, fe,
oración, limosna, ayuno y peregrinación, no encontraba en ninguno de ellos razón
alguna para el profundo odio que despertaba su culto entre los latinos. Sin embargo,
denigrantes actuaciones como la que el sultán acababa de realizar, totalmente ajenas a
la religión, despertaban entre los cristianos la sed de venganza y la incomprensión,

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como una barrera de espinos, entre dos mundos enfrentados.

De rodillas frente al altar mayor de la iglesia principal del monasterio donde se


encontraba voluntariamente aislado, Genadio, con los ojos cerrados y las manos
entrelazadas rodeando un pequeño icono de la Santa Virgen, se concentraba en las
oraciones que surgían, en inaudibles susurros, de sus secos labios.
Ignorando el hormigueo que invadía sus piernas tras casi una hora sobre el frío
suelo de piedra, protegido únicamente por su negro hábito de lana del que tan sólo
destacaba la gran cruz griega que colgaba de su cuello por un grueso cordón,
disfrutaba de la paz interior que le proporcionaba la plegaria. En los últimos meses
había descubierto que únicamente en la oración al Señor encontraba reposo y sosiego
su agitado espíritu.
En los momentos en que se concentraba en la lectura de las Sagradas Escrituras o
en las labores más mundanas, sentía como los sentimientos de culpa e impotencia se
adueñaban de su alma. En la austeridad de su celda monacal, Genadio se preguntaba
una y otra vez por qué había fallado a su pueblo, pues no dudaba de que gran parte de
la responsabilidad por el abandono de la fe ortodoxa, al que había llevado la unión de
las dos Iglesias decretada el año anterior, no podía ser cargada sobre los hombros del
emperador, su corte o incluso en el propio pueblo. Era él, así como el resto de los
clérigos, el que había fracasado en su labor pastoral.
Desde el día en que tomó, con plena conciencia, el camino de la fe como forma
de vida, Genadio se esforzó en cambiar a sus conciudadanos, guiándolos en la recta
senda que conducía hasta Dios. Sin embargo, cuanto más se esforzaba, cuanto más
lógicos y racionales eran sus argumentos, más se alejaba Bizancio de la verdadera
religión. Si en la cristianísima Constantinopla resultaba imposible entender que el
alma está por encima de la perecedera vida del cuerpo y que no se puede renunciar al
Señor por un trozo de pan y unos años de seguridad, ¿qué esperanzas le quedaban al
cristianismo?
Esa fue la razón por la que, tras intentarlo con el habla, la escritura e incluso a
gritos, decidió darse por vencido y encerrarse en el monasterio, buscando el consuelo
de la meditación y la soledad.
—Maestro, disculpad.
Uno de los jóvenes monjes del monasterio en el que se alojaba apareció a su lado,
sacando bruscamente a Genadio de sus meditaciones.
—¿Qué ocurre? —preguntó con calma, a pesar de lo inoportuno de la
interrupción.
—Ha llegado un mensajero del emperador, al parecer se requiere vuestra
presencia urgentemente.
—Déjame unos minutos.
El religioso se apartó con rapidez, sentándose en uno de los bancos de la iglesia,

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al otro lado del sencillo iconostasio, en espera de la contestación que debía transmitir
al emisario del emperador.
El antiguo puesto como secretario imperial que Genadio había ejercido años atrás
durante el reinado de Juan VIII, hermano del actual emperador, aún latía en su interior,
pues pudo notar como su mente se agitaba con la sola idea de acudir a uno de
aquellos secretos encuentros en los que se dilucidaba el futuro de la ciudad. Pero el
fuego de la política que antes ardía en su pecho se había convertido en un pequeño
montón de rescoldos, rápidamente silenciados con una simple plegaria. Fue
precisamente la futilidad de sus esfuerzos en la corte una de las razones principales
que le encaminaron al cuidado de sus conciudadanos por medio de la fe y la palabra,
en lugar de con el oro y la espada. Pensó a su vez que así hallaría el descanso que
anhelaba, eludiendo las intrigas palaciegas, los tratos con falsos aduladores y la
eterna impotencia que sentía al ver desmenuzarse su nación.
Pero no hay descanso para aquellos a los que se les concede el don de la
sabiduría, para los que ven más allá del mañana. Ya hacía meses que Genadio tenía la
certeza absoluta que Occidente no acudiría en ayuda de la sitiada urbe, a pesar de su
claudicación religiosa. Del mismo modo, aparecía claro ante sus ojos que el mundo
ortodoxo estaba condenado. Tal vez fuera posible rechazar a las huestes turcas, pero
era tan sólo cuestión de tiempo que la segunda Roma, la ciudad que había alumbrado
Oriente, fuera saqueada por los infieles y convertidos sus templos en mezquitas. La
toma de los hábitos tan sólo había incrementado su frustración para con los
bizantinos, desmoronando cualquier pretensión que le quedara de poder contribuir a
la salvación de su estilo de vida.
A pesar de su temor a la invasión del islam, Genadio no podía evitar sentir un
cierto grado de envidia por la forma en que los musulmanes vivían su religión, por
aquella pasión y humildad con la que expresaban su fe, la misma fuerza interior que
habían desplegado los antiguos cristianos en los oscuros tiempos de la Roma pagana,
con la que derrotaron al mayor imperio que hubiera visto la Tierra. A ojos del monje
los turcos estaban destinados a ocupar la ciudad, simplemente porque su fe en Dios y
en la victoria era superior a la que demostraban los cristianos, demasiado ocupados
en sus propias disputas para acordarse de sus deberes con el Altísimo.
Ahora, el religioso estaba convencido de que la intención del emperador al
convocarle no sería otra más que reclamar su intercesión con los muchos feligreses
que aún profesaban la fe ortodoxa. Pensaba así evitar, en lo posible, el choque entre
latinos y griegos, odio dormido mientras los éxitos mantenían a raya al enemigo
turco, aunque, con el primer fracaso, se convertiría en un vano intento que no sacaría
al monje de su encierro.
—Dile al mensajero que no pienso romper mi aislamiento de la vida pública —
dijo finalmente, sobresaltando al adormilado monje, que dio un respingo en el banco

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para ponerse de pie.
«Cualquier intento es inútil», pensó Genadio mientras el monje abandonaba la
nave de la iglesia para avisar al emisario imperial; ahora todo se encontraba en manos
de Dios, y era Él, en su infinita sabiduría, quien debía decidir si el pueblo de Bizancio
merecía sobrevivir a la prueba de fe en la que se hallaba inmerso.

La sacristía de la iglesia de Santa María acogía de nuevo un secreto cónclave en


el que se concentraban, en medio de un ruidoso coloquio, los notables que dirigían la
defensa de la ciudad.
Esta vez, en previsión de nuevos encuentros en el lugar debido a su tranquilo
emplazamiento, próximo a las murallas aunque lo suficientemente alejado para
sofocar el eco del continuo cañoneo, los escasos muebles con los que contaban los
religiosos habían sido transportados a la cripta, dejando espacio para la introducción
de una mesa rectangular de roble, transportada de noche desde el palacio junto con
una docena de cómodas sillas de alto respaldo.
El secretario imperial esperaba fuera de la sala, junto a cuatro fornidos guardias
varengos, la llegada del mensajero enviado al monasterio del Cristo Pantocrátor en
busca de Genadio.
A pesar de las elevadas voces que surgían del interior de la sacristía, donde los
asistentes comentaban en abierta discusión lo sucedido la pasada noche, Sfrantzés
mantenía el rostro sereno, impasible, tratando de mantener la tranquilidad, tal y como
se esperaba de alguien capaz de mantener la mente clara en los momentos de mayor
presión. No deseaba revivir los instantes previos a la anterior reunión, con su
aparición, sudoroso y sofocado, en la solitaria iglesia. Esta vez había tenido tiempo
para avisar a los convocados y, aunque la mayoría, incluido el emperador, habían
llegado antes de la hora prevista, él ya había preparado la pequeña estancia y
esperaba a los asistentes.
Una discusión, en un tono algo más discordante de la algarabía general que
reinaba en la sala, hizo que el secretario imperial se volviera, escudriñando a través
de la portezuela entreabierta. Los guardias varengos se aproximaron a la entrada,
inquietos por el ruido, atentos ante la posibilidad de que el emperador necesitara su
ayuda.
—No os preocupéis —tranquilizó Sfrantzés—, aunque debéis permanecer alerta.
Algo me dice que esta reunión va a ser agitada y es posible que requiera vuestra
presencia.
El oficial que comandaba el diminuto grupo, imposible de diferenciar de los
soldados por la carencia de distintivos sobre su cota de malla, asintió con un
movimiento de cabeza, antes de desviar los ojos hacia la entrada a la nave de la
iglesia, donde un funcionario, vestido de librea, acababa de entrar corriendo.
—El religioso a quien debía traer —dijo el mensajero, de forma entrecortada

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mientras recuperaba el aliento— se niega a venir.
—¿Ha dicho por qué? —preguntó Sfrantzés.
—No, la verdad es que no pude hablar con él, pero el monje que se encontraba en
la puerta del monasterio me dijo que Genadio se había apartado de la vida pública y
deseaba permanecer en su retiro.
El secretario imperial arrugó la frente, contrariado por la terca negativa del
popular clérigo. Su concurso había sido solicitado para tratar de convencerle de la
necesidad de hablar a sus muchos seguidores, para calmar los ánimos de la población,
alterada por la visión del desastre naval y de las múltiples ejecuciones que siguieron
al combate.
Con un cortés agradecimiento despidió al agotado mensajero y entró en la sala
con paso lento.
—No dejéis que nadie se acerque —recalcó al oficial de los guardias antes de
atravesar el umbral, cerrando la portezuela a sus espaldas.
Junto con los máximos responsables bizantinos, venecianos y genoveses, el
puesto que en la anterior reunión había correspondido a los capitanes venecianos se
completaba, en ausencia de estos, con la presencia del cardenal Isidoro, el cónsul
catalán, Pere Juliá, el príncipe Orchán, Teófilo Paleólogo y el arzobispo Leonardo de
Quíos, quien acababa de llegar desde Pera, donde había acudido a solicitar
personalmente una explicación por parte del podestá Lomellino respecto a lo ocurrido
la noche anterior.
A pesar del hueco dejado por Genadio, el movimiento e intensa discusión en los
que se encontraban inmersos los convocados provocaban un abrumador efecto en la
diminuta sala, escasamente iluminada por un estrecho ventanal vidriado que se
incrustaba en uno de los espesos muros de la iglesia.
—Podemos iniciar la reunión —comentó finalmente Sfrantzés, elevando el tono
por encima del coro de conversaciones que se desarrollaban en paralelo entre los
asistentes—. El emisario que envié en busca de Genadio me informa de su renuncia a
formar parte de este consejo.
—Es increíble que se haya convocado a ese fanático hereje —comentó el
arzobispo con su habitual desprecio hacia los que aún profesaban abiertamente la
ortodoxia—. Gracias a Dios que al menos ha tenido la decencia de negarse a asistir.
—Genadio es uno de los guías espirituales que cuentan con mayores apoyos entre
la población —repuso el secretario imperial—. Su negativa a colaborar complicará
nuestras gestiones.
—Que semejante fantoche goce de popularidad dice muy poco a favor de la
cristiandad de Bizancio —dijo Leonardo despectivamente.
—Es posible que Genadio sea en exceso extremista sobre cuestiones de fe —
replicó el megaduque Notaras— y, aunque no quiero caer en la tentación de

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contestaros como merecéis, me limitaré a decir que fanáticos despreciables se pueden
encontrar en la jefatura de cualquier religión.
El arzobispo enarcó una ceja, tratando de discernir si las palabras del ministro
bizantino encubrían una irónica difamación.
—Es cierto —intervino el juicioso cardenal Isidoro acallando la posible réplica de
Leonardo—. No hemos venido aquí a tratar de los conflictos entre nuestras Iglesias,
sino a buscar una solución a la crisis que esta fatalidad ha traído a nuestra situación.
—No se puede tratar de fatalidad lo que ha sido pura traición —intervino el baílo
veneciano.
—¿A quién acusáis de traición? —preguntó Giustiniani con asombro.
—Todos hemos oído de boca del propio almirante Trevisano, aquí presente, como
una luz se encendió sobre una de las torres de Pera en el momento en que nuestros
barcos se hicieron a la mar. Sinceramente, no creo que se necesite ser marino para
atar estos cabos.
—¿Insinuáis que en Pera hay genoveses a sueldo del sultán? —preguntó el
intrigado cónsul catalán.
—¡Eso es ridículo! —espetó el arzobispo con un soplido de indignación—. No
seré yo quien justifique la deshonrosa posición del podestá, e incluso tengo pensado
dirigir una nota de protesta al gobierno de nuestra madre Génova, pero me niego a
creer que mis compatriotas puedan ser unos traidores a la causa cristiana. Tal vez
fuera un simple reflejo, o una alucinación.
—¿Un reflejo?, ¿de noche? —adujo irónicamente Trevisano—. Una alucinación
no afecta a cientos de marinos. Encuentro increíble que queráis negar lo evidente.
—El podestá no tiene constancia alguna de dicha luz, fuego o aparición, aunque
bien pudiera tratarse de un hecho fortuito y, por supuesto, niega tajantemente que
entre los súbditos genoveses existan traidores.
—Tal vez debería preguntar a sus propios marinos —dijo Trevisano—, los que
navegaban en el mercante que él se empeñó en prestarnos, el mismo que ha servido
para dar tiempo al sultán a reforzar sus defensas.
—Esa apreciación no es justa —intervino Giustiniani—. Es cierto que Minotto
advirtió de los riesgos que la espera podía suponer, pero Lomellino no fue el último
responsable de aceptar el retraso.
Trevisano bajó la cabeza resoplando, incapaz de dar la razón al genovés aunque
tuviera constancia de la verdad de sus palabras.
—Yo más bien me inclino a creer que toda esta discusión sobre la presunta señal
se debe a la intención de ocultar la desgraciada actuación del capitán Giacomo Coco,
descargando las culpas que corresponden a los venecianos en una supuesta trama de
espías genoveses —añadió el obispo.
—¡No puedo creer que seáis tan ruin! —exclamó el baílo veneciano—. Estáis

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difamando a un hombre que ha dado su vida por esta ciudad, vertiendo injurias sobre
Venecia, movido por vuestro odio racial, para excusar el indigno proceder de vuestra
desleal colonia.
La llegada del arzobispo desde Pera a primera hora de la mañana, cuando el
remojado y deprimido Trevisano había ya informado a los notables de la ciudad del
desastroso resultado del ataque, era esperada con tensa expectación. Aunque los
venecianos, convencidos de que la luz vista por la mayor parte de los marinos que
tomaron parte en el ataque, no era sino una señal de algún espía afincado en Pera
advirtiendo al sultán de la presencia de los navíos cristianos, difícilmente habrían
creído cualquier explicación recibida del impopular arzobispo. Casi no podían
contenerse al escuchar cómo el religioso, en representación del podestá, no sólo
negaba la intencionalidad de la señal, sino que se atrevía a descargar la culpa en el
difunto capitán veneciano al mando del ataque.
—¡Y yo no puedo concebir que estéis tan ciego! —replicó Leonardo en un tono
aún más elevado que el de su contertulio, sujetándose la cruz de oro que colgaba de
su cuello con una mano para evitar que saliera despedida con la agitada contestación
—. Según su propio relato, tras la supuesta señal de la que tanto hablan todo
permanecía tranquilo en el campamento turco, y así continuó hasta la suicida
maniobra de la fusta. Fue el propio capitán Coco el que impuso el orden de marcha,
el mismo que afirmó que la sorpresa era fundamental para después lanzarse con
música de trompas y tambores sobre la flota turca, revelando la posición de los barcos
y poniendo en peligro a los que marchaban en cabeza, incluido nuestro propio
mercante que fue solicitado por ustedes.
—¡Eso es una difamación! —bramó Trevisano, que se encontraba fuera de sí,
escupiendo saliva de forma incontrolada al hablar, con el rostro congestionado por la
furia y los músculos del cuello marcados, como si fueran a estallar en cualquier
momento—. ¡Es fácil cargar las culpas sobre un muerto! Giacomo avivó el ritmo
cuando se vio descubierto. Todos saben que Pera es un nido de traidores, no se puede
esperar otra cosa de un genovés.
—¡Almirante Trevisano! —exclamó Giustiniani, que había sido llamado con
urgencia por el emperador para tratar de calmar los ánimos—. Entiendo el dolor que
podéis sentir por la muerte de tantos compatriotas, e incluso comparto alguna de
vuestras dudas sobre el incidente descrito por los marinos, pero no consiento que se
insulte a mi patria de esa manera.
El veneciano miró al comandante genovés fijamente, sin que el protostrator,
puesto en pie y con la mano apoyada en el pomo de la espada, pestañeara un instante
o desviara su mirada. Finalmente, y con un leve movimiento de cabeza, Trevisano dio
por perdido el invisible duelo, proporcionando disculpas al genovés.
—Lamento mis palabras; me siento furioso, frustrado y traicionado. Sé que no

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hay nadie aquí que haya hecho más por la defensa de esta ciudad que vos, y dad por
seguro que, a pesar de mi estado de ánimo, no os incluyo en las acusaciones que he
vertido, pero eso no me aparta del convencimiento de que existen traidores en Pera
que han provocado nuestra derrota y…
—¡Os reafirmáis incluso contra el único héroe que ha defendido Constantinopla!
—interrumpió el arzobispo genovés—. Aquí no hay más traición que la veneciana,
raza de mercaderes capaces de vender a su propia gente con tal de quedarse con la
última ciudad bizantina, librándose a su vez de la competencia de Pera.
—¡Retirad esas palabras o moriréis aquí mismo! —gritó el baílo Minotto echando
mano a la espada.
—¡Caballeros! —gritó el emperador, levantándose a su vez del asiento—. Ya
tenemos bastante con enfrentarnos al ejército turco. ¡Por Dios!, no se hagan la guerra
unos a otros.
—¡Majestad! —repuso Minotto—. Hemos dado nuestra sangre por Dios, por vos
y por vuestra ciudad, y aún continuaremos mientras nos quede un aliento, pero no
puedo consentir esta ofensa, y menos de un hombre que se oculta tras su hábito.
El cardenal Isidoro se puso en pie lentamente, atrayendo la atención de los
presentes justo en el momento en que la puerta de la sala se abrió, apareciendo en el
estrecho marco la gigantesca figura de uno de los guardias que custodiaban la sala,
alarmado por el creciente griterío y las imprecaciones que se emitían. La visión de
sus acerados ojos, remarcados por el casco que cubría su cabeza, atemorizaba casi
tanto como el hacha que portaba en la mano, presta a ser utilizada.
—No será necesario que nuestro amigo veneciano se sienta ofendido —afirmó
Isidoro con parsimonia mientras Constantino hacía un gesto al varengo para que
regresara a su puesto—, el arzobispo Leonardo ofrecerá inmediatamente sus
disculpas.
—¡Disculparme yo! ¿Por exponer la verdad?
—Sí —respondió el cardenal con firmeza—, ahora mismo. Nada en la Tierra os
autoriza a insultar de la manera que lo habéis hecho a los valientes venecianos que
pelean al lado de nuestros nobles por la salvación de la ciudad. Esta es la segunda vez
que os ordeno disculparos, y también la última. Si esto se repite os enviaré de vuelta a
Roma. Si hemos de caer ante los turcos, sea, pero no consentiré que quien se dice
representante del Papa rompa la frágil alianza que con tanto esfuerzo el emperador y
Giustiniani se han encargado de forjar.
El arzobispo Leonardo bajó la cabeza, malhumorado ante la categórica orden del
cardenal, sintiendo como se convertía en el centro de todas las miradas, expectantes
por comprobar si cedería a la imposición de su superior eclesiástico.
—Siguiendo el voto de obediencia —dijo finalmente en un tono prácticamente
inaudible, que obligó a los presentes a agudizar el oído para entender sus palabras—

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presento mis disculpas a los presentes.
El gobernador Minotto se mantuvo en pie observando fríamente al arzobispo, que
seguía cabizbajo, mordiéndose los labios a causa de la humillación. El veneciano no
mostraba intención de aceptar la exigua declaración de Leonardo, aunque, tras un
tenso y casi imperceptible intercambio de miradas con el emperador, volvió a
sentarse de mala gana. Su cara aún mantenía la expresión de un hombre a punto de
saltar de ira, por lo que Constantino intervino de inmediato, tratando de distraer a los
presentes con un nuevo tema:
—Baílo Minotto —comenzó con tono suave, en un intento de distender la
crispación que se notaba en la sala—, dado que no tenemos ninguna noticia sobre las
disposiciones tomadas por Venecia respecto a vuestra petición de ayuda, pero
debemos suponer que una flota ya se encuentra en camino, ¿no creéis que sería
adecuado enviar un barco en su busca? Es posible que, al no conocer nuestra
situación, decidan detenerse en algún puerto para avituallarse antes de encaminarse
en esta dirección.
—Creo que es una buena idea —apoyó Giustiniani, también deseoso de refrescar
el enrarecido ambiente—. Daría ánimos a la población después de la triste noticia de
hoy.
—Con los turcos dentro del Cuerno de Oro —repuso el cónsul catalán—, ¿no
sería más juicioso conservar todos nuestros barcos de guerra para defender las
murallas de un posible ataque?
—No pensaba en una galera —explicó Constantino—, sino en un pequeño velero.
Disponemos de varios bergantines en los puertos que podrían salir sin necesidad de
abrir completamente la cadena, tan sólo habría que disfrazar a los marineros como
turcos y cambiar el pabellón para que, en medio de la noche, la flota del sultán no
pueda reconocer el barco. El príncipe Orchán podría incluir a alguno de sus fieles y
ayudar con la caracterización del bote.
—No perdemos nada —admitió finalmente Minotto con un encogimiento de
hombros, distrayendo su atención del callado arzobispo—. Puedo enviar con ellos a
alguno de mis hombres para que indique los lugares más probables donde amarraría
la flota veneciana de camino hacia aquí. Sin embargo yo esperaría unos días antes de
hacerme a la mar, ahora los turcos estarán alerta, con el consiguiente peligro para los
que realicen el intento. Dentro de tres o cuatro días la situación se habrá calmado.
—Perfecto, así se hará, el megaduque se hará cargo de los preparativos y
seleccionará a los marinos. Creo que con esto podemos dar por finalizada la reunión.
—Yo tengo un tema importante que tratar —intervino Giustiniani—: cada vez
con mayor frecuencia, los soldados griegos piden permiso, o incluso desaparecen
durante horas. Alegan, con razón, que deben ausentarse para buscar comida para sus
familias, lo cual es innegable y por ello no puedo castigarles, pero comienza a afectar

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a la seguridad de la muralla.
—La solución sería comprar los suministros que podamos encontrar en la ciudad
—explicó el emperador— y distribuirlos equitativamente entre la población, pero no
sé si disponemos de recursos suficientes para ello —admitió mirando
interrogativamente al secretario imperial.
—Sé que mi autoridad entre los clérigos ortodoxos es cuestionada —dijo el
cardenal Isidoro—, pero creo que todos me apoyarán si concedo autorización para
que se requisen objetos de valor de los templos, como candeleros o copas de plata.
—Eso nos concedería los fondos necesarios —afirmó Sfrantzés con confianza.
—Un último asunto —finalizó Giustiniani—. Si se me permite la sugerencia,
dado que no podemos obviar reacciones entre nuestros hombres, similares a la que
aquí hemos vivido, deberíamos redoblar la vigilancia sobre la tropa para evitar
incidentes que más tarde podamos lamentar.
Un coro de murmullos de aprobación siguió al comentario del militar genovés,
admitiendo lo inevitable. Si los propios jefes de la defensa, que trabajaban codo con
codo a diario por la salvación de la ciudad, habían estado a punto de llegar a las
manos, no se podía esperar calma absoluta entre soldados con muchas rencillas que
resolver a base de acero en cuanto se les diera la menor excusa.
La reunión finalizó rápidamente, en un inteligente intento de separar a los
asistentes mientras se mantuviera el tenso pero cortés trato con el que había acabado
el último tema. El secretario imperial ordenó a dos de sus guardias que escoltaran de
modo visible a los religiosos, con especial hincapié en el detestado arzobispo.
Aunque no pensaba que ninguno de los nobles presentes fuera capaz de atacarle de
forma deshonrosa, debía reconocer que él mismo se veía tentado de ordenar que un
par de asesinos a sueldo le esperaran en la primera esquina.
El emperador, tras despedir a los dignatarios con toda la cordialidad que pudo
expresar en tan escabrosa situación, permaneció en la sala, sentado en la cabecera de
la pulcra mesa, apoyando en ella los codos a la vez que se sujetaba la cabeza entre las
manos.
—Nos estamos desmoronando —le dijo a Sfrantzés cuando quedaron a solas.
El secretario imperial se sintió descorazonado al observar el abatimiento de su
mejor amigo. Su aspecto pálido se acentuaba con las profundas ojeras que rodeaban
sus ojos. Su pelo, de un vigoroso color negro, mostraba ahora numerosas canas que
salpicaban su cabeza. Aunque mantenía su barba cuidada y el lujoso aspecto que
correspondía a su elevado cargo, Sfrantzés no podía ignorar que aquel prolongado
estado de emergencia le estaba consumiendo con rapidez, absorbiendo la rebosante
vida que emitía Constantino, hasta dejar tras de sí sólo un pálido reflejo de su
grandeza anterior.
—Tan sólo es un tropiezo —respondió el secretario con falso ánimo—. Si lo

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pensamos con tranquilidad, la situación apenas ha cambiado.
El emperador sonrió, mesándose los cabellos con la mano.
—Sólo tú podrías ver algo positivo en todo esto.
—No positivo —rectificó Sfrantzés—. Es evidente que el sultán ha obtenido una
victoria, pero no tenemos que magnificarla. A fin de cuentas su flota está dividida y
no es lo bastante fuerte como para poder superar a nuestros barcos en el interior del
puerto, por lo que la muralla permanece segura; bastarán unos pocos guardias para
vigilarla.
—En estos momentos, la flota del sultán es el menor de mis problemas; si
venecianos y genoveses rompen la confianza que los mantiene unidos se acabó. No
podremos continuar solos.
—Giustiniani ha mantenido a las tropas en sus puestos, debemos confiar en él. No
ha perdido ni un ápice de su valía ni carisma entre los soldados. Como dice el baílo,
lo mejor será esperar unos días a que la situación se calme por sí misma.
—No nos queda otro remedio —comentó Constantino suspirando—. Me gustaría
estar un rato a solas, aprovecharé que me encuentro en una iglesia para rezar, llevo
tiempo sin poder hacerlo con tranquilidad.
Sfrantzés dudó por un momento si quedarse con él. El informante que había
retirado de casa de Lucas Notaras para que investigara a Francisco y Teófilo había
regresado la tarde anterior con toda una serie de extrañas noticias acerca de los
numerosos viajes del criado del castellano a palacio, así como su interés por la
protovestiaria. Aunque todo indicaba que sus sospechas se reducían a un complejo
asunto sentimental, era su responsabilidad poner al corriente al emperador de los
asuntos que involucraban a su familia. Sin embargo, con la excusa de profundizar en
la investigación y el convencimiento de que un nuevo e insignificante problema no
ayudaría en absoluto a mejorar su ánimo, se despidió, pensando que nadie mejor que
el Señor para consolar a un hombre derrotado y guiarle a través de la madeja de
decisiones que tendría que desenredar si quería mantener vivos los latidos del
desesperado corazón de Bizancio.

Las precauciones de Giustiniani no fueron suficientes para imponer la


tranquilidad en la ciudad. El día que siguió al fracaso del asalto se convirtió, a medida
que los entresijos de la derrota llegaban a la población, en un rosario de peleas,
discusiones y disturbios, controlados a duras penas por las milicias urbanas que
patrullaban las calles.
Mientras venecianos y genoveses se acusaban unos a otros de traición o
imprudencia, los más exaltados entre los griegos recuperaron la lucha entre ortodoxos
y latinos, lanzando viejas proclamas que se repetían desde los tiempos de la cuarta
cruzada, despertando en aquel que se aviniera a escuchar los antiguos odios, que
muchos creían superados, contra la unión de las Iglesias.

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Había bastado un pequeño revés, una simple piedra en el camino para que aquella
obligada coalición de nacionalidades se tambaleara peligrosamente, demostrando que
los planes que forjaran los representantes de la clase dirigente de nada valían si no
calaban en los corazones de los ciudadanos, aquellos que, alejados del protocolo y las
corteses maneras de la aristocracia, formaban el verdadero núcleo y alma de la urbe.
El protostrator, en combinación con el baílo veneciano, había tomado la
resolución de acantonar a los soldados genoveses en su campamento junto a la
muralla, así como a los venecianos en Blaquernas y el barrio del puerto, eliminando
los riesgos de un conflicto de grandes dimensiones, a la vez que se alejaba de las
calles a centenares de hombres armados en un momento en que la tensión hacía el
ambiente irrespirable. Sin embargo, a pesar de recorrer la ciudad incansablemente
tratando con su presencia de calmar los ánimos, no pudo evitar que, hasta bien
entrada la noche, grupos de exaltados recorrieran la ciudad provocando incidentes
contra comercios italianos, judíos y catalanes. Aunque el emperador desplegó
algunos escuadrones de sus tropas a caballo el propio Giustiniani desaconsejó una
dura represión, confiando en que el estallido de violencia desapareciera tan
rápidamente como se había formado. El genovés pensaba, con acierto, que las
agresiones e incidentes se calmarían con la llegada del nuevo amanecer, cuando el
sonido de los cañones turcos devolviera a los bizantinos a la penosa realidad de su
angustiosa situación, obligándoles a centrar su mente en la supervivencia frente al
sultán, antes que en inútiles venganzas u odios ancestrales.
A la misma convicción había llegado Basilio, a través de las insinuantes voces
que repiqueteaban en su cabeza. La noche pasaría pronto y, con ella, la oportunidad
de llevar a cabo con impunidad la última idea que le había sido sugerida por su guía
interior.
En medio de la oscuridad, agazapado en uno de los derruidos pórticos que
jalonaban el camino entre el palacio de Blaquernas y el campamento genovés, el
griego esperaba pacientemente la llegada de su presa.
A pesar de la prohibición de entrar o salir de palacio a partir de cierta hora de la
tarde, su continuo deambular por los más intrincados rincones del gran edificio le
había llevado a descubrir secretas formas de eludir el bloqueo oficial, permitiéndole
transitar libremente por las calles a cualquier hora. Había utilizado esos
conocimientos para seguir al joven Jacobo desde el momento en que le vio hablando
con Helena.
La calle, débilmente iluminada por el pálido resplandor que emitía la luna, se
mantenía vacía y silenciosa, turbada su quietud tan sólo por los lejanos ecos de las
pocas cuadrillas de exaltados que aún pululaban por la ciudad. Esa zona de la urbe
apenas era transitada, dada su carencia de habitantes y la inexistencia de comercios o
edificios en buen estado. Tan sólo las ruinas arrojaban alguna sombra sobre el

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empedrado suelo que, en esa parte de la vía, comenzaba a lucir grandes huecos en su
pavimento.
Los únicos que solían moverse a través del desierto camino, vigilado con sumo
cuidado por Basilio, eran los soldados que iban o venían del campamento de
Giustiniani al palacio. Por ello, la orden del genovés impidiendo a sus hombres
abandonar esa noche sus tiendas había facilitado las cosas al astuto griego. Sabía que
el único al que se encontraría esa noche sería ese jovenzuelo impertinente que se
pasaba el día corriendo de un lado a otro, transmitiendo los frutos de su labor de
espionaje al odiado castellano.
La espera no alteraba el ánimo de Basilio, convencido por las voces de que no
debía sino mantener la paciencia para cobrar aquel escurridizo pez en las mejores
condiciones. Para evitar que el húmedo frío de la noche calara su ropa había tomado
la precaución de vestirse con su más gruesa túnica, unos pantalones de lino, una
pesada estola y una capa oscura. Aunque tantas prendas estorbaban sus movimientos,
disminuyendo su agilidad en caso de una pelea, estaba seguro de que la sorpresa le
facilitaría la tarea y, por otro lado, la capa era esencial para su plan.
Como bien imaginaba Basilio al comunicar a Teófilo la noticia de que había
identificado al informante del ladino banquero veneciano, el recto noble insistió en
detenerlo y entregarlo al secretario imperial, confiando en poder, a través de su
interrogatorio, llegar hasta Badoer. No le había costado mucho al ingenioso
funcionario convencer al inocente primo del emperador de que sería más adecuado
esperar, seguirle y recoger información, antes que descubrirle. Sin desvelar la
identidad de Jacobo, engatusándole con la noticia, había conseguido que Teófilo le
permitiera penetrar en sus estancias privadas, donde, en un descuido, había sustraído
una de las capas del bizantino, bordada con las águilas de los Paleólogo, la misma
que ahora llevaba encima.
De un vistazo, intentó asegurarse de que el trozo bordado que había cortado de la
capa y arrojado al suelo en medio de la calle permanecía en su lugar. Aquella sería la
irrefutable prueba que involucraría a Teófilo en la muerte del joven ligado a
Francisco. Éste también perecería en parecidas circunstancias antes de que un
tribunal pudiera cargar al noble bizantino con la acusación, eliminando a sus dos
contrincantes en una hábil jugada.
Regodeándose en lo sencillo que había resultado manejar los hilos de la trama
para conseguir que ambos parientes se enfrentaran entre sí, Basilio estuvo a punto de
perder la concentración, en el momento en que una figura apareció entrecortada por
la luna en el extremo de la calle, encaminándose a la carrera hacia donde se
encontraba el griego.
Con los ojos fijos en la sombra que se aproximaba, el griego extrajo de entre sus
ropas un afilado cuchillo, asiéndolo con fuerza mientras calculaba el ritmo de

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acercamiento de su contrincante, el cual se aproximaba con rapidez, salpicando con
sus botas el agua de los charcos en los que se reflejaba la luna.
Conteniendo el aliento, Basilio esperó a que el joven estuviera casi a su altura
para, con un grito de rabia, arrojarse sobre él, cuchillo en mano, en un furioso asalto a
traición.

Jacobo apenas tuvo tiempo de reaccionar cuando aquella figura se abalanzó sobre
él en mitad de la calle. Cansado por las muchas carreras que habían lastrado sus
piernas ese infernal día, a pesar de que el asaltante profirió un bramido en su ataque
no fue lo bastante rápido como para eludirlo y, con horror, observó el brillo de su
mano cuando el desconocido descargó el golpe, alcanzándolo en un costado.
Un escalofrío recorrió su cuerpo cuando el gélido metal laceró su piel, dejando
escapar un inaudible gemido. Con un traspié, se separó de su agresor, más por la
inercia de la carrera que por sus propios esfuerzos, llevándose una mano a la herida,
donde notó la tibieza del espeso líquido que surgía de ella.
En un latido, mientras la sombra preparaba su brazo para descargar un segundo
golpe, Jacobo tuvo que decidir entre darle la espalda e intentar huir a la carrera o, por
el contrario, girar para enfrentarse a él en un desesperado intento de defenderse.

Basilio lanzó un gruñido de satisfacción cuando su primer golpe alcanzó el


objetivo, disfrutando del estremecimiento del cuerpo de su enemigo cuando la hoja
penetró su carne. Sin embargo, no había calculado bien el impulso de la carrera del
joven, que había conseguido sortearle a pesar del profundo tajo y ahora trataba de
volverse hacia él. «Está loco», pensó el griego cuando observó como el mozalbete se
giraba para enfrentarse con su desconocido asaltante.
Sin intención de dar ninguna oportunidad al herido, el griego tomó impulso y, con
un nuevo grito de furia, lanzó el brazo hacia delante, impactando en mitad del pecho
del joven italiano, que dio un paso hacia atrás intentando amortiguar el golpe. Para
sorpresa de Basilio, con pasmosa agilidad el mozuelo había atrapado su brazo,
impidiendo que la afilada hoja del cuchillo se hundiera hasta el fondo.

Con un torrente de adrenalina recorriendo su cuerpo, Jacobo notó como el frío


acero golpeaba con fuerza su pecho, en un doloroso impacto que le dejó sin
respiración, pese al cual, gracias a que lo había recibido sin firmeza y a la brusca
acometida de su atacante, con más intención que pericia, consiguió trabar los brazos
de su enemigo, intentando arrebatarle el cuchillo con la fuerza de la desesperación.
La sombra, cuya cara permanecía oculta bajo los pliegues de su oscura capa,
forcejeó sorprendida con el joven, tratando de clavar de nuevo el filo de su arma
sobre el pecho del italiano, causando apenas unos pocos cortes.
Sintiéndose flaquear, con la respiración entrecortada y las piernas a punto de

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fallarle, Jacobo concentró toda la energía que aún le quedaba y propinó a su
contrincante un fortísimo puntapié en la espinilla, consiguiendo que este, con un
aullido de dolor, se separara de él mediante un brusco tirón y huyera a la carrera,
abandonando al sangrante Jacobo en medio de la calle.

El campamento se encontraba aún en silencio. Escasos soldados se aventuraban a


salir de sus tiendas al intenso frío de la mañana, impropio de finales de abril, y los
que lo hacían se frotaban los brazos con fuerza para entrar en calor, maldiciendo el
extraño tiempo que traía la primavera en aquella ciudad dejada de la mano de Dios.
Francisco apresuraba el paso, cruzando enfrente de los somnolientos militares en
compañía de Cattaneo, en dirección al desvencijado edificio, el único que permanecía
en pie en la zona, que hacía las veces de hospital de campaña, proporcionando al
creciente número de heridos un techo algo más estable que las empapadas lonas que
resguardaban al resto de sus compañeros.
Fue Mauricio Cattaneo quien despertó al castellano, poco antes del amanecer,
alarmado por la desaparición de su joven emisario. Después de buscarlo sin éxito por
media ciudad, había acudido al campamento de Giustiniani. Tras las oportunas
preguntas a los retenes de guardias escucharon el angustioso relato de cómo Jacobo,
desangrado y a punto de desfallecer, había llegado hasta el linde del acantonamiento,
derrumbándose junto al asombrado italiano que montaba guardia.
La inexistente puerta del edificio había sido reemplazada por una gruesa tela de
tonos ocres, manchada por su lado exterior de barro y sangre seca. Tras retirarla,
ambos se adentraron en una gran sala, débilmente iluminada por varios braseros en
los que algún tipo de planta medicinal ardía con intensidad, despidiendo un fuerte
aroma que ocultaba el hedor de los miembros gangrenados y las pústulas de los
enfermos.
La mayoría de las ventanas habían reemplazado los rotos vidrios por gruesas
tablazones de madera, dejando tan sólo unas pocas para que las primeras luces del
amanecer ayudaran a iluminar la inmensa estancia. El edificio, de tipo basilical,
disponía de tres naves alargadas, con la central de doble ancho que las laterales,
porticadas y en penumbra. A ambos lados se alineaban decenas de camastros,
ocupados en su mayor parte por enfermos, más que con heridos, dado que tan sólo los
genoveses de Giustiniani utilizaban este hospital, servido por media docena de
médicos y enfermeros.
Entre toses, ronquidos y lamentos, comenzó entre los enfermos la búsqueda de
Jacobo, interrumpida por uno de los médicos, que se adelantó hacia donde se
encontraban los dos compañeros conminándoles a dejar el edificio.
—Es mejor que dejen el hospital, algunos de estos enfermos son contagiosos.
—Buscamos a un joven —dijo Francisco— de unos quince o dieciséis años, creo
que lo trajeron hace unas horas.

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—¿El apuñalado?, sí, llegó en plena noche.
—¿Cómo está? —preguntó Cattaneo—. ¿Podemos verle? Tendríamos que hablar
con él.
—Imposible, ha perdido mucha sangre, es casi un milagro que haya sobrevivido
esta noche. Hemos curado sus heridas pero sigue inconsciente y aún hay riesgo. No
se podrá hablar con él en dos o tres días.
—¿Dijo algo?
—No, lo trajeron inconsciente, lo único que puedo decir es que tenía una herida
profunda en un costado —explicó el médico, señalando en su propio cuerpo la
situación de la herida de Jacobo—; es la más peligrosa. Tiene otra herida en el pecho,
pero afortunadamente el esternón soportó el impacto sin llegar a romperse, si no, le
habría desgarrado el corazón.
—¿Vivirá? —preguntó Francisco tragando saliva, temeroso de la contestación del
cirujano.
—Es difícil de decir —respondió el médico moviendo la cabeza de un lado a otro
—, es joven y sano, creo que conseguirá sobrevivir a la pérdida de sangre, pero si
aparece infección es probable que muera.
—¡Malditos hijos de perra! —exclamó Mauricio cerrando los puños—. Si
consigo echármelos a la cara los despellejaré vivos.
—No sé si debería decirlo —susurró el médico acercándose a Francisco—. Los
soldados que le trajeron salieron después del campamento a pesar de las órdenes de
Giustiniani. Al parecer, el muchacho dijo al guardia dónde le habían atacado antes de
desfallecer, pero el grupo que buscó a los agresores no encontró nada, tan sólo rastros
de sangre y un trozo de tela desgarrado. Creo que lo tengo por aquí.
El cirujano se dirigió a una larga mesa situada entre dos de las columnas que
dividían una de las naves, llena hasta rebosar de frascos de vidrio, pequeños
recipientes cerámicos, lancetas, escalpelos y todo tipo de instrumental quirúrgico. De
en medio del embarullado grupo de objetos extrajo un pequeño trozo de tela, sucio de
barro y con los bordes deshilachados, que entregó al extrañado Francisco con un
encogimiento de hombros.
—Ni siquiera sabían si se le cayó al agresor en medio del forcejeo o llevaba
semanas en el suelo, lo recogieron porque les pareció manchado de sangre, pero tan
sólo es barro y suciedad, en medio de la noche es difícil distinguir una cosa de otra.
—Seda —dijo el castellano extrañado cuando palpó la tela que alargaba el
médico—, parece bordada, pero no hay luz suficiente para ver el dibujo.
—Salgamos fuera —comentó Cattaneo—. Avisadnos en cuanto mejore el
muchacho —añadió dirigiéndose al cirujano.
El médico asintió con la cabeza, silenciando el obvio añadido «o si muere» que el
genovés se había negado a pronunciar. En los muchos años que llevaba dedicado a

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remendar los destrozos que la guerra provocaba en los hombres, había observado
desde curaciones milagrosas hasta dolorosas muertes por un simple corte. Por ello no
quiso añadir nada a sus palabras, las vanas esperanzas resultaban difíciles de aceptar,
por lo que lo único que aconsejaba era la piadosa oración, que, si bien muchas veces
no contribuía a sanar a enfermos o heridos, al menos aliviaba sus conciencias de la
impotencia de saberse inútiles y, en último caso, ayudaba al alma del difunto en su
tránsito al juicio final.
—Les avisaré —afirmó mientras apoyaba su mano en el hombro de Francisco—.
No duden de que haremos todo lo que esté en nuestra mano, el resto ha de decidirlo
Dios.
Cattaneo agarró el brazo de Francisco, tirando suavemente de él, mientras el
castellano, con la vista perdida en el fondo de la nave, se dejaba arrastrar a la salida.
Una vez a la luz del sol, examinaron con cuidado el trozo de tela. Tras limpiar con
agua el barro que lo cubría, la seda, de un bello color azul, reveló un fino bordado de
hilos de oro, formando la cabeza de un águila, de cuya base partía un segundo cuello
hasta uno de los bordes del rasgado pedazo.
—¡El águila bicéfala de los Paleólogo! —exclamó Cattaneo con incredulidad—.
¡Es imposible!
—Seda e hilo de oro —comentó Francisco—. Artículos demasiado escasos para
poder dudar de su autenticidad. Tan sólo el emperador y sus más íntimos parientes
tienen acceso a un tejido como este.
—Sé lo que estás pensando —afirmó el genovés—, y creo que te equivocas.
—¿Quién sino Teófilo pudo haber dejado esto?
—Francisco —dijo Cattaneo cogiendo a su amigo por los hombros y mirándole
de frente—, ¡mírame! ¿De verdad crees que el primo del emperador va a esperar de
noche tras una esquina a Jacobo para matarle? Por mucho que lo detestes sigue
siendo un noble, incapaz de actuar de forma tan rastrera.
—¿Qué otra explicación tienes para esto?
—No lo sé —repuso el italiano—, pero lo que sí sé es que, de ser Teófilo su
agresor, nuestro joven compañero no habría sobrevivido. Quien o quienes fueran sus
atacantes, y me inclino por uno solo, no era experto en esto. Nadie que conozca el
oficio clava un cuchillo en el pecho sin hundirlo hasta el corazón. Puede que, como
dijo el médico, ese trozo de tela llevara allí mucho tiempo.
Francisco apretó la rasgada seda con fuerza, furioso ante la situación, aunque
consciente de la aplastante lógica que encerraban las palabras de Cattaneo. Si bien
aquel trozo de tela no se había caído solo de la lujosa prenda de un noble, Teófilo era
un buen luchador, en ningún caso habría dejado a Jacobo con vida y, tal como decía
el genovés, incluso a él le parecía extraño que actuara de ese modo.
—¿Qué crees tú que ha pasado? —preguntó el castellano.

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—Dado que el muchacho se ha pasado los últimos días corriendo del
campamento genovés al palacio donde se encuentran los venecianos es posible que
alguno le haya tomado por espía o traidor aunque, por la escasa experiencia que debía
de tener su atacante más parece que algún griego exaltado por los acontecimientos del
día anterior le ha apuñalado en un momento de enajenación. Probablemente huyó
después, en cuanto tuvo conciencia de lo que había hecho.
—Al parecer, esta noche han tenido lugar varios asaltos por parte de grupos de
bizantinos —corroboró Francisco—. Tiene sentido que uno de ellos atacara a Jacobo.
Sin embargo, creo que iré a palacio a hablar con Teófilo; si realmente está tratando de
provocarme voy a ponérselo fácil.
—No hagas tonterías —dijo el genovés—. Te meterás en un buen lío.
—Estoy cansado de este juego del gato y el ratón, de las añagazas, las vueltas y
revueltas con lo que hacen uno y otro. Mira a qué han llevado, el pobre Jacobo está a
punto de morir y todo sigue igual.
—Es probable que ese muchacho estuviera en esa misma situación aunque tú ni
siquiera le hubieras conocido; fui yo quien le mandó de noche de un campamento a
otro, no te culpes por algo en lo que no has tenido nada que ver.
Francisco se mantuvo con la vista fija en el trozo de tela, acariciando con los
dedos la suave superficie, tratando de aclarar su mente en un denodado esfuerzo por
pensar con claridad.
—Lo mejor que podemos hacer es esperar un par de días a que Jacobo mejore —
finalizó Cattaneo—. Tal vez pueda decirnos quién fue su agresor. Después yo mismo
te acompañaré a palacio si lo crees conveniente.
El castellano fijó la vista en su amigo, asintiendo con la cabeza a la vez que
internamente agradecía el apoyo que le brindaba en aquel momento en que todo
parecía ponerse en contra. Desde que Helena había rechazado inexplicablemente su
presencia había comenzado a entender la infinita desazón que reconcome el alma de
los enamorados cuando no se sienten correspondidos. Él, que nunca habría pensado
encontrarse en situación semejante, notaba como la inacabable alegría que antes
derrochaba se oscurecía, envuelta en una extraña niebla de la que no podía escapar.
Los ánimos de Cattaneo y John eran lo único que le impulsaba a continuar luchando
por aquella tortuosa relación que no podía expulsar sin más de su cabeza. Con un
suspiro, deseó con todas sus fuerzas que el destino no le hubiera conducido hasta
aquella ciudad miserable, preguntándose por qué el Señor disponía caminos tan
inescrutables, jugando con los hombres como si de marionetas se tratase.

A pesar de todos los esfuerzos realizados para mantener la intensidad del fuego
que las baterías turcas desarrollaban contra Constantinopla, tras un mes de incesantes
disparos, muchos de los cañones se encontraban dañados.
El basilisco, la joya de las piezas de artillería que el ingeniero Urban había

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fabricado para el sultán, se encontraba fuera de servicio tras aparecer una preocupante
grieta en su centro. Las vibraciones producidas por las continuas explosiones,
sumadas a la rítmica sucesión de cambios de temperatura en su superficie, habían
acabado por rajar la gigantesca arma, obligando al húngaro a trabajar día y noche en
un improvisado taller, reparando uno tras otro los numerosos cañones que resultaban
dañados, con especial interés en este último.
Mahomet se pasaba el día viendo cómo Urban refundía piezas, soldaba grietas y
pulía de nuevo los interiores de las ánimas, en un continuo ir y venir de cañones,
artilleros y carros de bueyes. Su idea de una confrontación interna entre las distintas
facciones que componían la defensa se había ido al traste por la concienzuda labor de
Giustiniani, apoyado en todo momento por Constantino, el cual había rechazado
nuevamente su oferta de rendición, realizada por medio de algunos comerciantes
genoveses del barrio de Pera.
Tras los momentos de euforia que siguieron a la victoriosa batalla en el Cuerno de
Oro, los ánimos comenzaban a enfriarse nuevamente en el disciplinado campamento
turco. Los bizantinos parecían haberse sobrepuesto a su fallido intento de destruir los
barcos otomanos, retomando cada noche, con increíbles energías, la titánica tarea de
reconstrucción de la muralla, arrasada durante el día por los cañones del sultán.
La información de los espías de Chalil, inútil en las fases iniciales, se mostraba
apreciablemente más interesante con el tiempo, a pesar de que los continuos mensajes
no desvelaban precisamente noticias esperanzadoras. Sin contar con la confirmación
de que los tumultos en la urbe apenas habían durado un día, la desigual distribución
de alimentos que traía de cabeza a la mayoría de los griegos había finalizado cuando
el emperador compró, con el dinero requisado de las iglesias, todos los suministros
que pudo encontrar, encargando a una comisión la gestión de su reparto.
Por otro lado, el eficaz espía al servicio de Chalil informó sobre las intenciones de
Constantino para enviar un pequeño bergantín veneciano en busca de la flota que
debería liberar la ciudad. Su primer visir había insistido con vehemencia en que se
permitiera al velero escapar del cerco de forma inadvertida, convencido por los
informes llegados desde la ciudad de los canales de que sería imposible que la flota
de la Serenísima República estuviera lo suficientemente cerca como para ser
detectada por los exploradores. Según Chalil, a su regreso, con las manos vacías, el
golpe a la moral de los defensores sería decisivo. Mahomet se avino al plan, y el
oculto navío pasó de noche entre los advertidos vigías turcos sin contratiempos. Sin
embargo, observando el incansable quehacer del ingeniero Urban y su numerosa
hueste de ayudantes, comenzaba a titubear, meditando si no habría sido mejor
hundirlo a la vista de las murallas.
Por otro lado, su flota no había realizado ninguna acción de acuerdo a los planes,
incluida la batalla en el Cuerno de Oro, donde la responsabilidad de la derrota de los

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latinos se debía achacar a sus piezas de artillería, por lo que no confiaba en que
pudieran dar alcance al ligero bergantín.
Abandonando la improvisada forja, donde el fuerte tintineo de los golpes y el
asfixiante calor de los hornos nublaban la mente, el sultán comenzó a pasear entre las
innumerables tiendas de su campamento, perfectamente alineadas en larguísimas filas
que casi se perdían en el horizonte.
Los cristianos que habían tenido el privilegio de acceder al emplazamiento de un
ejército turco quedaban asombrados ante la limpieza, el orden y la disciplina de sus
unidades. La disposición de los distintos servicios, la ausencia del temido alcohol,
que embriagaba cuerpo y espíritu, y la pulcritud que los soldados observaban en su
diario quehacer, descendían drásticamente la propagación de enfermedades, típica de
los acantonamientos cristianos, así como las riñas, peleas o tumultos. Tan sólo entre
los irregulares, donde podía encontrarse gente de toda condición, llegados en busca
de botín y ávidos de rapiña, se podía encontrar un ambiente similar al de un
campamento propio de los cruzados occidentales.
Mahomet se encontraba a gusto entre sus hombres, observando con interés todo
aquello que envolvía la vida en el campamento, desde la preparación de la comida a
los rezos diarios, pasando por el entrenamiento o los momentos de ocio en que los
soldados se reunían junto a las fogatas para relatar a sus compañeros mil y una
historias de la tierra en la que habían nacido.
A pesar de su fama, para el sultán su ejército era un preciado bien, una de sus más
valiosas joyas. Tan sólo los bashi-bazuks o los regimientos de auxiliares provenientes
de los reinos vasallos de los Balcanes eran prescindibles; sus jenízaros, así como las
tropas de sipahis y azaps formaban el núcleo de la defensa del islam y, como tal,
merecían la mayor de las consideraciones. No los enviaría a la muerte inútilmente,
aunque era indudable que muchos de ellos caerían en el próximo asalto, el mismo que
Mahomet, con los ojos fijos en la derruida muralla de Constantinopla, apenas visible
entre el humo y el polvo levantado por los impactos de las balas de cañón, pensaba
ordenar en pocos días.

Tres días de tensa incertidumbre e inenarrables pesadillas necesitó Jacobo antes


de que sus ojos se abrieran y pudiera emitir algunas palabras.
—¿Dónde estoy?
Consciente de que su inaudible balbuceo pasaría desapercibido, trató de fijar su
nublada vista. En un primer momento apenas pudo distinguir más que unas difusas
formas en una oscura esquina del edificio donde se encontraba. Parpadeó con
insistencia tratando de aclarar su visión, consiguiendo enfocar el desdibujado rostro
de una virgen, pintada sobre el plano techo de madera que le cubría, casi oculta tras
los tiznados rastros de algún pasado incendio.
En un esfuerzo, que le produjo una dolorosa punzada, giró la cabeza a su derecha,

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descubriendo una larga fila de camastros, ocupados en su mayor parte por arropadas
figuras que apenas sobresalían de sus colchones hechos con cuerda y arpillera.
Movió el brazo derecho, hormigueante tras varios días de inactividad, palpándose
la cabeza, incrédulo ante la carencia de heridas a pesar del horrible martilleo que
atenazaba sus sienes.
Sintió la boca reseca, con un sabor agrio a hierbas putrefactas que casi le hizo
vomitar. Tras el primer intento de incorporarse, una dolorosa punzada en su costado
izquierdo le aconsejó sabiamente que se mantuviera tumbado. El pecho le dolía con
cada respiración y, con una torpe y rápida inspección, comprobó que una venda lo
recubría.
Con un fogonazo, el recuerdo de su nocturno atacante resurgió de su interior,
haciendo que el muchacho se estremeciera. Su memoria terminaba en un angustioso
caminar hacia unas hogueras lejanas, aunque el asalto permanecía vívido en su
mente, tan real como si pudiera verlo en ese momento.
Un hombre pasó junto a su cama, portando un ancho cuenco rebosante de agua
ensangrentada que casi derrama al ver el brazo levantado del joven, al que no había
notado en todo ese tiempo.
—¡Vaya! —exclamó con alegría—, parece que finalmente has decidido quedarte
en este mundo de lágrimas.
Jacobo quiso contestar, pero de su boca no salió más que un débil gorjeo.
—Será mejor que no hables, voy a buscar al cirujano.

—¿Estás seguro de que no pudiste ver su cara? Tal vez necesites más tiempo para
aclarar tus recuerdos.
A pesar de la aplastante lógica con la que Cattaneo había convencido a Francisco
de lo absurdo que sería acusar a Teófilo del asalto, el castellano aún deseaba en su
interior recibir de labios de su joven compañero la confirmación de sus sospechas,
por lo que la rotunda negativa de Jacobo a identificar a su asaltante frustraba su
ánimo.
—No recuerdo cómo llegué al campamento —confirmó el muchacho con voz aún
débil—, pero sí que vislumbro claramente el encuentro y puedo asegurar que nunca
vi su cara.
—Los soldados que se acercaron más tarde al lugar encontraron un trozo de tela
—comentó Francisco, alargando al herido la seda rasgada que recibió del médico—.
¿Podrías decirme si pertenece a las ropas de tu agresor?
Jacobo palpó el suave trozo de prenda, acercándoselo a la cara mientras fruncía el
ceño.
—Estaba demasiado oscuro para distinguir el color de sus prendas —admitió con
un suspiro— y, aunque forcejeamos y es posible que su ropa se rompiera, en medio
de la lucha no me fijé en el tacto de su capa. No podría decir nada respecto a esto.

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El castellano recogió con desánimo el pequeño trozo de tela mirando de reojo a
Cattaneo, que le observaba con expresión desaprobadora, como si tratara de decirle
que ya se lo había advertido.
—Tendremos que pensar que fue un simple griego, enajenado por la situación y
con un acervado odio a los latinos. Será imposible dar con él.
—Lo importante es que te recuperes —intervino John, avisado por Francisco de
los acontecimientos—. Dentro de poco te veremos de nuevo corriendo de un sitio a
otro acogotando turcos.
—Me temo que harán falta varias semanas para eso —corrigió el cirujano—. La
herida del costado es bastante profunda y podría abrirse de nuevo con un gesto
brusco. Por ahora ha de permanecer en cama unos cuantos días.
—¡Yo quiero volver a mi puesto! —protestó Jacobo.
—No tengas prisa —dijo Cattaneo—, Mahomet es cabezota, esperará lo
suficiente para que puedas volver a probar tu valor junto a la muralla.
—Como vuelva a ser llevando mensajes…
—¡Eso suena a reprobación! —exclamó el genovés con fingido enfado—. Si
vuelves a tratar así a tu superior te daré una buena tunda.
Jacobo rio el comentario, aunque, al instante, cambió su cara en un gesto de dolor,
retorciéndose cuando la herida advirtió, con una dolorosa punzada, de lo peligrosas
que resultaban las carcajadas en su situación.
—Ya es suficiente por hoy —finalizó el médico con autoridad—. Mañana podrán
pasar a verle otro rato.
Casi sin dar siquiera ocasión a despedirse, el cirujano empujó a los visitantes
hacia la salida, arguyendo que disponía de poco tiempo y muchos pacientes,
obligando a los tres amigos a abandonar el hospital.
—Debo volver con Giustiniani —se excusó el ingeniero—. Avisadme mañana
cuando tengáis un rato para ver al mozo.
—Yo iré a palacio —afirmó Francisco con decisión—. Ya he pospuesto este
asunto demasiado tiempo.
—¿Estás decidido? —inquirió Cattaneo—. En ese caso iré contigo, no me fío de
que no cometas ninguna locura.
—¿De qué estáis hablando? —preguntó el escocés mientras se rascaba la cabeza.
—Es largo de contar —repuso el castellano—, y tengo prisa. Yasmine habrá
acabado su jornada y ahora podré encontrarla en su habitación.
—¿Vas a liarte con la turca? —se asombró John—. Y yo que pensaba que lo
hacías por Helena, ¡no entiendo nada!
—¡No, maldita sea! —respondió Francisco con desesperación—. Sólo voy a
aclarar este asunto, y preferiría ir solo.
—Ni lo pienses —negó el genovés con determinación—. Estás demasiado

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ofuscado para actuar con coherencia.
—¿Tú también quieres liarte con la esclava? —dijo el ingeniero con una sonrisa
—. Si esperáis a mañana me apunto al plan.
El castellano dirigió una mirada de odio al escocés, que a duras penas podía
contener la risa, antes de partir con paso rápido hacia el barrio de Blaquernas seguido
por Cattaneo, que, pese a coincidir con Francisco en lo poco oportuno del comentario
de John, no pudo reprimir una sonrisa de complicidad con el gigantesco ingeniero
cuando este se encogió de hombros ante la situación.

A pesar de la aparente firmeza con la que Francisco entró en el palacio imperial,


su interior mostraba una mezcla de sentimientos encontrados que lo desorientaban
completamente. Si, por un lado, ansiaba escuchar de labios de Yasmine el relato de lo
que había contado a Helena sobre su supuesta relación, temía sobremanera lo que la
esclava pudiera desvelarle y, sobre todo, no tenía claro cuál sería su reacción.
Aunque no había intercambiado palabra alguna con Cattaneo durante el rápido
trayecto hasta Blaquernas, indignado aún por las chanzas de John, agradecía su
presencia y el apoyo que suponía. Los días transcurridos en medio de las calladas
dudas sobre la actitud de Helena o en espera de las noticias que pudiera recabar
Jacobo suponían un oculto modo de retrasar lo inevitable. Mientras ascendían las
escaleras de mármol del patio interior del palacio, observados con indiferencia por los
guardias de la entrada, Francisco se daba cuenta de que temía descubrir la verdad,
pues esta podría suponer la dolorosa confirmación de la ruptura con el único amor
que había conocido en su vida. Resultaba más seguro permanecer en la ignorancia,
angustiado, sí, pero siempre con la secreta esperanza de que todo volvería a ser como
antes, que en algún momento se acabaría aquel desatino y reencontraría su camino
con Helena. Enfrentándose abiertamente a Yasmine finalizaría ese círculo y Francisco
no estaba seguro de poder soportar lo que encontraría tras esos muros si no resultaba
ser la compleja equivocación que imaginaba esperanzado.
—¿Conoces el camino? —preguntó el genovés.
—Sí.
El decidido paso del castellano se ralentizaba a medida que se internaban en los
pasillos que daban acceso a las habitaciones de la servidumbre, hecho no
desapercibido por el perspicaz Cattaneo, que notaba como su amigo se inquietaba. Si,
en un principio, el genovés se dedicó a admirar los mosaicos y suelos de mármol
decorados con complejas figuras geométricas que adornaban las zonas de paso
principales del palacio, tanto la desaparición de los lujosos adornos en la funcional
área dedicada a los criados, como la creciente dubitación de Francisco, motivaron que
centrara su atención en el tenso castellano.
—Supongo que querrás hablar a solas con ella —comentó Cattaneo cuando su
compañero señaló una puerta en mitad de un pasillo.

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—Si te soy sincero, no estoy seguro de nada.
—La nobleza de un hombre se demuestra por sus actos —afirmó el genovés—.
Cobardes o valientes, todos sentimos temor, lo que diferencia a unos de otros es que
los primeros rehúyen el combate mientras los segundos lo afrontan con dignidad y
honor, aceptando las consecuencias que Dios les depare.
—¿Y si no somos capaces de aceptar lo que tememos?
—Damos gracias al Señor por tener amigos que nos ayudan a conseguirlo.
Francisco miró a su compañero, encontrando el firme apoyo que necesitaba para
tomar su decisión, asintiendo con la cabeza, antes de llamar a la puerta de la esclava
con el corazón encogido, mientras Cattaneo se alejaba unos metros.
La sencilla puerta de madera se abrió con un crujido, destapando la esbelta figura
de la turca.
—¡Vaya! —exclamó ella con sorpresa, cambiando inmediatamente el tono por
una sensual voz—, habéis decidido aceptar mi proposición.
—He venido para hablar contigo —repuso Francisco con frialdad—. ¿Puedo
pasar?
Yasmine observó al castellano durante un instante, apartándose después a un lado,
cediendo tácitamente el paso al interior de su habitación.
Francisco entró con lentitud, mirando de reojo a la esclava, que, sin quitar sus
arrebatadores ojos de encima a su sorpresivo invitado, cerró la puerta tras él con
suavidad.
—Y ahora que te encuentras en mi dormitorio, ¿qué piensas hacer conmigo?
—Quiero hacerte algunas preguntas.
La turca se deslizó con lentitud hacia él, envolviendo sus brazos alrededor de su
cuello, clavando en su rostro una mirada cargada de ardiente pasión.
—¿No preferirías desnudarme, en lugar de malgastar el tiempo con inútiles
palabras?
Reprimiendo la repentina punzada de deseo que pugnaba por salir de su interior,
Francisco separó con suavidad los brazos de la esclava de su cuello, manteniéndolos
alejados de su cuerpo.
—Quiero que me cuentes lo que le dijiste a Helena.
Yasmine abrió los ojos con sorpresa, riendo ante la seria posición del castellano.
—¿Realmente has venido a mi lecho a hablar de ella?
—No me metería conscientemente en la misma cama que frecuenta Teófilo.
—Yo pensaba que un noble no se rebajaba a espiar a una esclava —respondió ella
recuperando la mirada glacial.
—Helena se ha separado de mí porque piensa que he tenido una relación contigo
y, dado que es evidente que es falso, tú eres la única que ha podido meterle esa
absurda idea en la cabeza.

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La joven turca torció ligeramente la cabeza, como si de repente hubiera encajado
en su pensamiento unos engranajes que antes estuvieran dispersos.
—¿Te lo ha dicho ella?
—No, se niega a verme, se lo insinuó a alguien de confianza.
Yasmine se giró, con la vista perdida en el suelo, meditando internamente cuál
debía ser su siguiente paso. Cualquier esclava haría lo que fuera por evitar problemas
que causaran su traslado a otro puesto o un castigo de mayor dureza, pero la turca
tenía mucho más que ocultar, por lo que la llegada del castellano y la firmeza con la
que había rechazado sus intentos de seducción complicaban cualquier posible salida.
—Yo no he dicho nada a Helena —comentó ella, mirando de nuevo a Francisco
—. Pero lo que dices puede dar sentido a alguna de las conversaciones que ha tenido
conmigo.

Basilio corría por el pasillo esquivando a cualquiera que se encontrara en su


camino, desoyendo las quejas de aquellos con los que se cruzaba, que le preguntaban
con ironía si le perseguía toda la guardia jenízara.
Desde el momento en que vio como el odiado castellano entraba en palacio
acompañado de uno de los jefes genoveses, sintió una repentina esperanza de poder
acelerar sus planes para acabar con él.
Cuando le siguió hasta las habitaciones de Yasmine las voces comenzaron a
resonar en su cabeza con tanta fuerza que tuvo que llevarse las manos a los oídos para
tratar de amortiguar su tono. De inmediato, pensando que el tiempo resultaba crucial,
echó a correr en dirección a las estancias de Teófilo, suplicando al benéfico Señor que
guiaba sus pasos que el noble se encontrara en ellas.
Casi sin aliento, se detuvo enfrente de la puerta, aporreándola con insistencia
hasta que Teófilo, a medio vestir y con la cara desencajada por la urgencia, abrió de
golpe.
—¡Te has vuelto loco! —rugió al ver a Basilio, sudoroso y medio ahogado por el
esfuerzo.
—Está con ella —replicó el griego de forma entrecortada.
—¿De qué hablas, estúpido?
—El castellano —explicó Basilio ocultando una sonrisa—. Acabo de verle entrar
en la habitación de Yasmine.
Teófilo palideció al oír las últimas palabras, abriendo la boca para contestar sin
llegar a emitir más que un balbuceo, antes de que su rostro se demudara en una
mueca de ira y, empujando a Basilio contra la pared, saliera corriendo, descalzo y sin
anudar la túnica a la cintura, por el pasillo.
El griego, dolorido por el impacto contra el muro, se volvió a ver cómo Teófilo
corría poseído por la furia.
—¡Idiota! —exclamó sin poder evitarlo—. Ni siquiera ha cogido un arma.

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—Alguien habló con Helena —explicó Yasmine antes de que Francisco le pidiera
que aclarara sus anteriores palabras—. No me dijo quién pero, dado que a partir de
ese día no ha vuelto a verte, le debió de contar que fuiste tú quien me golpeó.
—¡Yo! —gritó el castellano con indignación—. ¿Y no la sacaste de su error?
—No pronunció tu nombre, yo creí que se refería a otra persona, pero ella debía
de estar pensando en ti.
Francisco arrugó la frente, intentando comprender dónde encajaba cada uno de
los trozos de información que había ido acumulando. De repente todo apareció claro
ante sus ojos.
—Teófilo —musitó.
—¿Qué? —exclamó la turca
—Fue Teófilo quien te golpeó —afirmó el castellano— y seguramente fue él
quien engañó a Helena.
—Eso no tiene ningún sentido —dijo Yasmine.
—No sé si tiene sentido para ti —replicó Francisco—, pero ahora mismo vas a
acompañarme a ver a Helena para explicarle todo esto.
El castellano agarró el brazo de la turca, dirigiéndose a la puerta.
—¡Suéltame! —exclamó ella.
Yasmine se mantuvo firme, obligando a Francisco a volverse, manteniendo su fría
mirada clavada en la cara de él, a pocos centímetros de distancia, aún sujetando su
brazo.
Fue en ese instante cuando la puerta se abrió de golpe y Teófilo, con un grito de
rabia, se abalanzó sobre Francisco.

Apoyado en una pared, muy cerca del lugar donde Jacobo había estado días antes,
Cattaneo esperaba aburrido a que Francisco reapareciera. Al principio estuvo tentado
de presentarse ante la puerta pero, consciente de lo impropio de su curiosidad, se
mantuvo alejado, incapaz de escuchar una sola de las palabras que pudieran decirse
en el interior de la estancia de la esclava.
Distraído con el ir y venir de los funcionarios, acostumbrados ya a la presencia de
los italianos en palacio, no vio a Teófilo hasta que pasó como una exhalación a su
lado. Ni siquiera pudo reconocerlo, hasta que le vio lanzándose como un loco contra
la puerta de la habitación de la turca.
El grito del bizantino cuando se perdió en el interior de la sala reactivó los
embotados sentidos del genovés, aún sorprendido por la estrambótica imagen del
griego. Sin tiempo que perder, desenfundó la espada y se apresuró hasta la abierta
entrada, de donde surgían ruidos inconfundibles de lucha.
En pocos segundos llegó hasta la puerta, observando como Francisco se
encontraba en el suelo, con Teófilo encima de él golpeándole con insistencia,

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mientras el castellano trataba de protegerse a la vez que agarraba a su contrincante
para intentar desplazarle de su privilegiada posición.
Cattaneo vio a la esclava turca, de pie al lado de los contendientes, mirando con
fijeza la acerada hoja que esgrimía en la mano, como si se preguntara para quién
estaba destinada.
Con un rápido vistazo, el genovés comprobó que ninguno de los dos luchadores
empuñaba arma alguna por lo que, consciente de encontrarse en medio de una disputa
de dos familiares del emperador, arrojó su espada al suelo y se aproximó con rapidez
hacia Teófilo, agarrándole por detrás de los brazos y tirando de él para liberar al
castellano.
El bizantino, al sentir como le asían separándole de su presa, se impulsó hacia
atrás, haciendo que Cattaneo perdiera el equilibrio y cayera de espaldas, aunque sin
soltar al griego en ningún momento.
—¡Ayúdame a sujetarlo! —gritó mientras Teófilo se agitaba y contorsionaba,
intentando escapar del fuerte abrazo del genovés.
Dos de los funcionarios que transitaban por la zona, alertados por los gritos e
insultos, aparecieron en la puerta, quedando petrificados tanto por la escena que se
desplegaba ante sus ojos como por la identidad de los involucrados.
—¡No os quedéis ahí! —exclamó la turca—. ¡Hay que impedir que se maten!
Los dos griegos, como movidos por un resorte, saltaron de inmediato al interior
de la habitación. Uno se abalanzó sobre Francisco, que acababa de levantarse,
volviendo a tirarle al suelo, y otro sobre Teófilo, inmovilizándole con su peso, a la
vez que aplastaba a Cattaneo, que mantenía aún su firme presa sobre el bizantino,
casi sin resuello a causa de los dos cuerpos que soportaba encima.
Más curiosos aparecieron en el lugar, siguiendo el eco de las exclamaciones y los
gritos, dividiéndose entre los que se mantenían en el umbral, comentando con interés
la situación, y los pocos que entraron en la ya abarrotada estancia para ayudar a
mantener separados a los contendientes, liberando por fin a Cattaneo, medio asfixiado
por el peso, permitiéndole levantarse y recuperar su espada.
—¡Que alguien llame a la guardia! —bramó una voz.
Desde la puerta, asomado furtivamente entre los que se mantenían en el pasillo,
Basilio renegaba internamente de Teófilo, debido a su nula capacidad para acabar con
el castellano. «Debes hacerlo tú», le susurró una de sus voces interiores, mientras el
griego asentía furioso y comenzaba a pensar en el mejor momento para terminar el
trabajo que Teófilo había dejado a medias.

Sin dejar traslucir la impaciencia que sentía en su interior, el secretario imperial


se mantenía en un discreto segundo plano, permitiendo que el representante de la
comisión nombrada por el emperador para encargarse del equitativo reparto de los
víveres existentes entre la población detallara con parsimonia el estado de los

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suministros y la forma en que habían comenzado a distribuirse en los distintos barrios
de la ciudad.
A pesar de su porte sereno, sus dedos jugueteaban inconscientemente con el trozo
de papel que tenía en sus manos, el mismo que, enrollado alrededor de una flecha,
había causado al recibirlo de Giustiniani el estado de excitación que trataba de
controlar.
El concienzudo funcionario acabó su minucioso informe, agradeciendo al
emperador su cortés disposición ante el relato de los aburridos detalles logísticos,
arrancando un gesto de desaprobación de Sfrantzés, que comprobaba como
Constantino hacía caso omiso a sus recomendaciones de descargarse en sus ministros
de las tareas más pesadas. Al secretario imperial le asombraba la energía desplegada
por el emperador, sin asociación posible con su demacrado aspecto.
—Supongo que será urgente —dijo Constantino en cuanto quedaron a solas.
—Ha llegado un nuevo mensaje del espía de Orchán, más detallado y, a la vez,
más preocupante que el anterior.
—¿Y bien? No me tengas en ascuas.
—Los turcos planean atacar el lunes antes de la puesta de sol en la zona del
Mesoteichion. Están reparando su artillería para intensificar el fuego sobre la muralla.
El emperador se dejó caer hacia atrás en el amplio trono, apoyando su espalda en
el dorado respaldo con un suspiro.
—¿Se lo has comunicado a Giustiniani?
—Fue él quien me dio el mensaje —respondió Sfrantzés mostrando el pequeño
trozo de pergamino donde Ahmed había garabateado su informe—. Está realizando
los preparativos necesarios para reforzar esa zona de la muralla.
—Supongo que el sultán querrá aprovechar su victoria naval. Pensará que nos
encontramos desmoralizados.
—El protostrator ha controlado la situación con eficacia. Aunque aún hay
resquemor entre los italianos vuelven a colaborar en la defensa.
Constantino se quitó la pesada corona, masajeándose la frente con una mano al
tiempo que cerraba los ojos.
—Sigo pensando que deberías abandonar la ciudad —afirmó Sfrantzés con
mucha vehemencia—. Aún estamos a tiempo de romper el bloqueo.
—Ya sabes lo que opino de huir —repuso el emperador, recuperando la mirada
firme y enderezando la espalda.
—No se trata de huir —explicó el secretario imperial—, sino de garantizar la
continuidad de Bizancio. Desde Grecia podrías, con ayuda de tus hermanos,
reorganizar la defensa, agrupar a los muchos descontentos de los Balcanes y atacar a
los turcos en su retaguardia ahora que han desprotegido sus fronteras.
—Tal como lo dices suena fácil —comentó Constantino con una sonrisa—, pero

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¿qué opinarían los que se juegan cada día la vida en los muros si escapara de la
ciudad aprovechando la noche? La defensa se hundiría. Además, desgraciadamente
no puedo confiar en mis hermanos y dudo mucho de que exista entre las ruinas de
Grecia un puñado de hombres capaces de empuñar las armas.
El secretario bajó la cabeza incómodo, admitiendo a regañadientes que, pese a su
deseo personal de ver a su mejor amigo a salvo, su partida supondría una auténtica
catástrofe y, con toda seguridad, el derrumbe de la moral de los ciudadanos.
La puerta del salón del trono se abrió con suavidad, dando paso a un soldado
completamente armado, que se adelantó hacia el emperador envuelto en el tintineo de
su cota de malla.
—Majestad —comenzó tras realizar una cuidada reverencia—, con vuestro
permiso.
—¿Qué ocurre?
—Tenemos bajo custodia a dos de los miembros de vuestra casa por una pelea en
la estancia de una esclava.
—¡Cómo! —exclamó Sfrantzés incrédulo.
—Sus altezas Teófilo Paleólogo y Francisco de Toledo se han enzarzado en una
trifulca en una de las habitaciones de la servidumbre, la que pertenece a la esclava
turca de la protovestiaria —detalló el guardia.
—¡Hacedlos venir inmediatamente! —bramó el secretario imperial.
El soldado se golpeó el pecho con el escudo de forma marcial, partiendo a la
carrera a cumplir las órdenes.
—Creía que tenías pensado vigilarlos —dijo Constantino al tiempo que miraba
reprobadoramente a su fiel secretario.
—Y así ha sido, lo último reseñable que me han comunicado es que el criado de
Francisco resultó apuñalado la noche de los incidentes, tras la batalla en el Cuerno de
Oro. Desde entonces ninguno de los dos había actuado de forma sospechosa.
—Lo único que le falta a esta ciudad es un escándalo dentro de la esfera imperial
—admitió el emperador con decaimiento.
Poco después, una pequeña comitiva se adentró en el amplio salón del trono.
Teófilo y Francisco llegaron rodeados por media docena de guardias armados. El
primero aún se encontraba descalzo y vestido con una sencilla túnica, rasgada a la
altura del pecho, mostrando un aspecto más cercano al de un pordiosero que al
correspondiente a un noble de alcurnia. Francisco, al que le habían retirado su espada,
contenía la sangre que brotaba de su labio con un pañuelo y, aunque su vestimenta
resultaba más adecuada que la de su supuesto familiar, mostraba en su cara signos
evidentes de la pugna.
Tras ellos caminaba Mauricio Cattaneo, el cual había insistido en acompañar a los
enfrentados por si fuera requerido su testimonio, aunque fue frenado por uno de los

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funcionarios que asistían al emperador en la entrada de la estancia, con la promesa de
que sería llamado si así lo creía conveniente el emperador.
—Dejadnos —ordenó Constantino a los guardias—, y cuidad que nadie entre.
Los soldados dieron media vuelta y abandonaron la sala mientras el secretario
imperial fulminaba con la mirada a los dos familiares del emperador, que
permanecían en silencio, parados en medio de la estancia, con la cabeza gacha y la
vista fija en el suelo.
—¿Acaso no tenéis bastante con los turcos que necesitáis mataros el uno al otro?
—gritó Sfrantzés sin poder contener la ira—. Ahí fuera acampan miles de
desarrapados, sedientos de botín, esperando una pequeña fisura para inundar nuestra
ciudad, y ¿qué hacéis vosotros? Pelearos como vulgares borrachos de taberna.
Aguantando las incisivas palabras del secretario imperial, ambos se mantuvieron
en silencio, inmóviles, sin intentar excusar su comportamiento.
—¿Habéis perdido la lengua? ¡Habla, Teófilo!, su majestad desea saber el motivo
por el cual le has perdido el respeto.
—Es un asunto privado —repuso el aludido.
Sfrantzés se acercó a él, situándose a pocos centímetros de su cara, clavando en
su rostro una mirada dura como el hierro, desconocida hasta el momento en el sereno
consejero.
—Estamos luchando por sobrevivir —afirmó con voz gélida—. Dentro de la corte
no hay asuntos privados.
Teófilo miró de reojo al emperador, sentado en el trono, de nuevo con la corona
sobre la cabeza, erguido y señorial como no aparecía desde semanas antes, mostrando
con su estólido rostro el apoyo que brindaba a las palabras de su secretario.
—Hoy hemos sabido que el sultán está preparando un nuevo asalto —añadió
Sfrantzés, dividiendo su acentuada mirada de cólera entre los dos familiares del
emperador—. No es momento por tanto de fútiles disputas internas que no harían
sino debilitarnos y rebajar la moral de nuestras tropas, haciendo que los soldados se
plantearan si deberían seguir a tan deplorables ejemplos de nobleza. Permaneceréis
separados y vigilados hasta después del combate. Si tenemos la desgracia de que
sobreviváis a esta prueba seréis juzgados por vuestro inconsciente comportamiento.
—Por si existe alguna duda al respecto —intervino Constantino con firmeza—,
suscribo personalmente todas y cada una de las palabras del secretario imperial y
añado que, de producirse otro altercado, aunque fuera mínimo, seríais ambos
encerrados. No toleraremos que pongáis en peligro la defensa que tantas vidas está
costando a nuestro pueblo.
—Ahora marchaos —finalizó Sfrantzés.
El secretario imperial convocó de nuevo a los guardias, ordenándoles que
escoltaran a ambos nobles, acompañando a Teófilo hasta sus habitaciones y a

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Francisco al campamento de Giustiniani. Mirándose uno a otro de reojo, tras las
severas palabras recibidas, ambos dieron media vuelta, dejando la habitación en
silencio acompañados por los guardias e intercambiando una imborrable mirada de
odio, antes de que los separaran en distintas direcciones.
—Has hecho bien —admitió Constantino cuando volvió a quedarse a solas con el
secretario imperial—. Ahora hemos de centrarnos en derrotar a los turcos.
—Esperemos que cuando trascienda a la población quede en una mera pelea por
una esclava. Prefiero que la gente piense que son unos amantes celosos antes de que
se comente que el emperador no es capaz de manejar a su propia familia o que hay
algo que se les está ocultando.
—¿Y es así?
—No lo sé —admitió Sfrantzés—. Hay muchas cosas que deberán explicar, y
Dios quiera que me equivoque, pero hay algo que no encaja en este comportamiento.
Tendré que hablar con esa esclava.
—Aparte de la tentación que supone su belleza no creo que tenga nada que ver —
repuso Constantino con una sonrisa—. Yo no me preocuparía por ella.
—Mi función es preocuparme cuando nada indica que deba hacerlo —contestó el
secretario imperial con seriedad—. Tras la batalla me tomaré el tiempo que sea
necesario para aclarar este embrollo.

Nada en la expresión de su rostro mostraba a quien la viera los nervios que


atenazaban a Yasmine mientras se dirigía, ya bien entrada la mañana, hacia las
habitaciones de la futura emperatriz, donde debía haber comenzado su trabajo horas
antes.
Levantando numerosos comentarios a su paso, tanto de los soldados venecianos
como de los propios funcionarios griegos con los que se cruzaba, su único consuelo
consistía en que la noticia de la pelea que tuvo lugar en su cuarto quedaba
enmascarada por otra más urgente, la que informaba de las intenciones del sultán de
lanzar un nuevo ataque sobre la muralla. Los preparativos se intensificaban por toda
la ciudad, azuzados por Giustiniani, que, con la precaución que caracterizaba todas
sus acciones, había recorrido por la noche cada uno de los tramos de la muralla para
asignar las posiciones a los defensores, extrayendo tropas de las zonas costeras para
acumular efectivos en el sector amenazado, el del valle del río.
Aunque a la esclava turca no le afectaban las chanzas de los italianos ni los
improperios lanzados por los griegos, horrorizados por su impúdico comportamiento,
Yasmine comenzaba a sentir un creciente temor. Según se comentaba en los pasillos
de Blaquernas, había enloquecido de lujuria a dos altos miembros de la familia
imperial, enfrentándolos entre sí por sus sórdidos favores.
Esa misma mañana, poco antes de que abandonara su dormitorio, un soldado
había aparecido en su puerta para advertirla de que, bajo ninguna circunstancia, debía

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abandonar el palacio, dado que el secretario imperial en persona la interrogaría en
pocos días.
El peligroso juego en el que llevaba envuelta desde hacía meses desgastaba poco
a poco las costuras de su bien urdida coartada, con el evidente riesgo de que alguien
con la suficiente perspicacia pudiera darse cuenta de que, bajo la ajustada túnica de la
turca, se ocultaba algo más que un cuerpo deseado por muchos. Si existía un hombre
capaz de descubrir su trabajo como espía era el metódico Sfrantzés, del que sólo el
anonimato la había mantenido a salvo hasta ahora. Mientras se mantuvo en la
penumbra, apenas conocida como la complaciente amante de Teófilo, el secretario
imperial no disponía de razón alguna para indagar en su entorno. Sin embargo, aquel
estúpido con sus incontrolables celos la había situado en medio de la tormenta,
provocando que, por primera vez, la esclava tuviera que tranquilizarse durante varias
horas, incapaz de acudir a su puesto antes de controlar el temblor de sus manos.
De nuevo dueña de sí misma, con la fría máscara en la que tornaba su rostro
ocultando cualquier sentimiento interno, se adentraba tras las custodiadas puertas de
las estancias de la basilisa sin tener una idea clara de cuál debería ser su
comportamiento ante Helena, la cual, indudablemente, ya habría sido informada de
los recientes acontecimientos y, por tanto, era previsible que interrogara a su esclava,
testigo de primera mano de los hechos.
—¿Dónde has estado? Llevo un buen rato esperando.
Helena apareció junto a la turca apenas esta hubo cruzado el umbral, haciendo
que se sobresaltara por la sorpresa.
—He recibido la visita de un enviado del secretario imperial que me ha
entretenido —se excusó con rapidez.
—Ayer por la tarde me contaron toda una serie de horrendos relatos a los que no
quiero dar crédito —afirmó Helena con seriedad—. Pensé que podría alejarme de
todo esto, olvidarlo para seguir con la vida que he conocido hasta ahora, pero me
resulta imposible. Necesito saber qué es lo que ocurrió, sin que me ocultes nada.
A pesar de su pálida tez y la falta de color que mostraban sus labios, el rostro de
la bizantina se mantenía firme y sus ojos, melancólicos y decaídos durante los
últimos días, brillaban con fuerza, como si el deseo de descubrir la verdad les hubiera
insuflado nueva vida.
—Francisco vino a verme ayer —dijo Yasmine con delicadeza.
La griega se mantuvo atenta, respirando de forma agitada, impaciente ante la
lentitud con que las palabras brotaban de la esclava, deseando preguntar el porqué de
aquel encuentro y temerosa a su vez de la posible respuesta. A su vez, la turca se
concentraba en observar la reacción de Helena, consciente de que un desliz podría
delatarla.
—Aseguraba que no queríais verle por algo que yo os había contado, pensaba que

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os había convencido de que éramos amantes.
—Pero… ¿no te atacó? Él me dijo que te forzó.
—¿Él? —repitió Yasmine con sorpresa—. ¿Quién?
—Teófilo me dijo que Francisco te había… violado. Y tú me lo confirmaste.
—Yo nunca afirmé tal cosa —repuso la turca con rapidez—. Tan sólo admití que
quien me golpeó era pariente del emperador, pero sólo fue un golpe, no hubo nada
más y jamás mencioné a Francisco.
—No puede ser, ¿por qué iba Teófilo a mentirme?
—Es mi amante —admitió Yasmine— y está convencido de que Francisco
comparte mi cama.
—¿Y no es así? —preguntó Helena con frialdad.
—No —replicó la esclava.
A punto de romper a llorar, Helena se giró, incapaz de soportar la intensa mirada
de la turca.
—¿A quién debo creer? —inquirió entre acallados sollozos.
Yasmine se acercó a ella, situándose frente a la bizantina, mirando directamente a
sus ojos con toda la convicción de la que era capaz.
—Yo soy sólo una esclava, mientras que Teófilo es un noble, pariente del
emperador. Sin embargo no necesitáis preguntar, vuestro corazón os está gritando la
verdad desde hace días, escuchadle a él, os dirá a quién debéis creer.
Helena comenzó a llorar, angustiada por la mezcla de emociones que la invadían.
Si había de creer a la turca, su comportamiento hacia Francisco no tenía razón de ser
y, por tanto, actuando como una estúpida podía haber arruinado el que, sin ninguna
duda, era el amor de su vida, sin darle siquiera la oportunidad de defenderse. Por otro
lado, le resultaba imposible pasar por alto las palabras de Teófilo. ¿Tan mezquino era
su corazón como para destrozar la felicidad de otra persona para satisfacer su
infundado odio? Si realmente existiera un motivo para los celos del noble, ¿no era
indudable que Yasmine haría lo posible por ocultarlo?
—¿Por qué no habláis con Francisco? —preguntó la esclava con delicadeza.
—Yo también he recibido la visita de un emisario del secretario imperial —
respondió ella controlando su llanto—. Me ha prohibido salir de palacio.
«Sfrantzés está tensando los hilos de su trampa», pensó Yasmine con un
escalofrío.

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6
La dársena de San Marcos se encontraba en plena ebullición. Los pequeños botes de
remos que transportaban viajeros y pesadas mercancías, aún embaladas, desde los
grandes buques mercantes, anclados unos junto a otros a lo largo de la laguna, casi
taponando la entrada al Gran Canal, se apiñaban junto a los muelles. Estos surgían,
como esbeltos dedos, cerca de la plaza central, donde una gran multitud se
acumulaba, curiosa, para despedir al almirante al mando de la flota que auxiliaría la
sitiada Constantinopla.
Con su galera engalanada con telas de vivos colores, mostrando en los finos
bordados el león alado, símbolo de Venecia, el capitán general Loredan se despedía
del numeroso público con gesto sereno, mientras subía con parsimonia la rampa que
conducía a la cubierta de su barco, rodeado por las sonoras aclamaciones de los
congregados, que vitoreaban al almirante, flamante en su armadura de gala, como si
ya estuviera de regreso después de derrotar a los turcos.
Desde uno de los balcones del palacio donde se alojaba, el embajador bizantino
Andrónico Briennio Leontaris observaba la operación, apoyado en la barandilla de
piedra tallada, sin realizar apenas esfuerzo por mejorar su ángulo de visión sobre la
refulgente figura de Loredan, inconfundible sobre la cubierta de su gran galera.
Su mirada se distrajo a la derecha, hacia la desembocadura del Gran Canal donde,
en la punta de la aduana, numerosas barquichuelas se afanaban en desembarcar
grandes sacos de sal y especias venidas de Oriente, probablemente a través de
Alejandría o incluso los puertos turcos.
Los ecos de los vítores y aclamaciones llegaban apagados a oídos de Andrónico,
mezclados con las voces de los marinos, que gritaban órdenes o imprecaciones a los
estibadores cuando vaciaban la carga de sus botes en los pequeños muelles que se
distribuían a lo largo de la parte frontal de la ciudad.
A pesar de la alegría reinante ese día y de la final certeza de que Venecia acudiría
en auxilio de Bizancio, el embajador no podía sino sentirse decaído, oprimido por una
asfixiante sensación de fracaso, inédita en su dilatada vida como diplomático. Las
galeras que habían partido a mediados del mes de abril, al mando de Alviso Longo,
tras amplias y detalladas disputas en el Gran Consejo de la ciudad, se habían dirigido
no hacia la necesitada Constantinopla, sino al puerto de Ténedos, donde deberían
esperar la llegada del capitán general Loredan, quien ejercería el mando de la flota.
Éste, a su vez, había retrasado su partida en innumerables ocasiones debido a las
entramadas dificultades que imponía la compleja política de la Serenísima República,
siempre preocupada por sus relaciones comerciales. Los patricios habían acordado
finalmente la salida para el día siete de mayo, tiempo necesario para incluir en la
expedición a uno de sus embajadores, que debía tratar de convencer al sultán de la

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conveniencia de firmar la paz con Bizancio, como último intento de salvaguardar los
beneficiosos intercambios mantenidos con Venecia.
La urgencia que la situación de Constantinopla imponía y que tanto había hecho
el propio Andrónico por exponer al gobierno de la ciudad, quedaba así pospuesta a
los avariciosos intereses de los comerciantes y mercaderes, los cuales detallaron un
largo recorrido en la ruta de Loredan, desde Corfú a Negroponte, hasta llegar a
Ténedos.
El embajador no recibía noticias de su asediada patria desde hacía semanas, pero
no dudaba de que la situación, a estas alturas, sería crítica. Mientras tanto, muchos de
los patricios venecianos trataban de quitar importancia a los retrasos, convencidos de
que Constantino ya habría firmado la paz con Mahomet para cuando los barcos
enviados cruzaran los Dardanelos.
Continuas reuniones, prolongadas esperas, la lógica y las súplicas mantenidas con
los hombres más poderosos de Venecia no habían servido para nada. Cada fecha que
se alcanzaba sufría un nuevo retraso, mientras el propio Loredan se impacientaba,
consciente de la imposibilidad de llegar a Ténedos antes del veinte de mayo, fecha en
la que debería reunirse con la flota de galeras.
Por muy favorables que fueran los vientos, el viaje hasta Constantinopla no se
realizaba en menos de un mes, con lo que se necesitaría casi un milagro para que el
esperado socorro apareciera en el horizonte del Mármara a finales de mayo.
La galera se apartó lentamente del puerto, ganando espacio para desplegar los
remos. Con rítmico y pausado golpeteo, los brazos de los marinos bogaron con
habilidad, enderezando el rumbo del bello navío, que desplegó su vela central,
desatando una oleada de aplausos y vivas desde la multitud congregada en su
despedida.
Damián, el joven paje del embajador, entró como una exhalación en el balcón,
asomándose a la calle, en equilibrio, con medio cuerpo fuera, en un intento de no
perder detalle de la vista que se contemplaba desde su posición.
—¿De dónde vienes? —preguntó Andrónico.
—De la plaza —respondió él, pasándose una mano por el alborotado cabello—,
de ver la salida de la galera, pero he pensado que desde aquí la vista sería mejor.
Ahora que Venecia va a ayudarnos, ¿podremos volver pronto a casa? —añadió sin
dejar de mirar las calculadas maniobras del barco.
El diplomático miró al muchacho con fijeza, contemplando con un cierto toque de
envidia su inocente confianza. En aquel momento se habría cambiado por él, deseoso
de poder retrasar un tiempo la inevitable verdad, ignorar como cualquier chiquillo la
certeza de los vientos y las olas y pensar, por un instante, que aquella galera volaría
sobre el mar para liberar su amada patria de la terrible pesadilla en la que vivía.
—Por supuesto —respondió finalmente, incapaz de quitar a aquel joven, único

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trozo de su lejana patria, el sueño de su regreso—. Dentro de poco volveremos a ver
la cúpula de Santa Sofía y nos encontraremos en casa.
Con una amplia sonrisa Damián saludó a los marinos de la galera, que agitaban
sus manos en dirección a los congregados en la plaza, deseando que los brazos de
aquellos soldados bogaran sin descanso, acelerando así su prometido regreso al
hogar, sin imaginarse qué era lo que estaría pasando, ese mismo día, en su añorada
Constantinopla.

En medio de gritos y alaridos, con la suela de sus botas resbalando sobre la tierra
empapada en sangre, los agotados defensores, rotas la mayoría de las lanzas en la
refriega, empuñaban espadas y escudos para mantener a raya a los vociferantes turcos
que, con gran coraje y desprecio por el peligro, pugnaban por traspasar la débil
empalizada levantada a toda prisa.
El intenso cañoneo que había precedido al asalto otomano había incidido
nuevamente sobre la muralla exterior que defendía el sector del río, provocando que
los huecos cubiertos con tablones, barriles y sacos rellenos de piedra se multiplicaran
a lo largo de la línea defensiva, auspiciando incontables puntos por donde las tropas
del sultán atacaban impunemente a griegos e italianos.
A la menor protección que ofrecían las estáticas defensas, se sumaba la brutal
acometida que los musulmanes realizaban desde el primer momento, muy diferente al
cauto tanteo efectuado sobre las defensas casi un mes antes. En esta ocasión se
trataba de un combate a vida o muerte, con millares de soldados regulares, armados
con cota de malla y amplios escudos, lanzándose con inusitado coraje sobre los
desbordados latinos. Estos, con increíbles muestras de coraje, mantenían a raya a los
enemigos, expulsando a sus tropas cada vez que conseguían atravesar la débil defensa
de maderos y piedras.
Las bajas se multiplicaban por ambos bandos y, aunque el castigo que recibían los
musulmanes era muy superior al infligido a los bizantinos, las tropas que ellos podían
aportar al campo de batalla eran inagotables, mientras que, tras dos horas de fuertes
combates, Giustiniani había hecho intervenir a sus reservas, que ya forcejeaban,
cuerpo a cuerpo, con las primeras líneas de soldados turcos.
Francisco se encontraba nuevamente al lado de la guardia griega, comandada por
el mismo oficial de la batalla anterior, aunque su número había disminuido
apreciablemente, debido al goteo de muertos y heridos que abandonaban la primera
línea.
Los turcos asaltaban con fiereza los tablones que conformaban la protección de
los griegos, utilizando garfios para arrancarlos de su posición y grandes antorchas
para tratar de debilitarlos mediante el fuego.
Los lanceros bizantinos se mantenían en formación tras las defensas, utilizando
sus escudos con habilidad frente a los dardos y jabalinas que caían entre ellos, al

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mismo tiempo que ensartaban sin misericordia a los turcos que, con gran coraje, se
aproximaban al alcance de sus lanzas.
El castellano, desprovisto de lanza y escudo, se mantenía en segunda fila, algo
más calmado que en su bautismo de fuego, acudiendo a cada hueco que se producía o
relevando a soldados heridos hasta la llegada de un nuevo lancero. Tras los consejos
recibidos de Giustiniani y, sobre todo, al mayor control sobre sus excitados nervios,
su efectividad aumentó considerablemente, centrándose en lanzar precisos golpes en
lugar de la lluvia de inútiles tajos a la que había recurrido en su primer combate.
Uno de los turcos con los que cruzaba el acero consiguió alcanzarle aunque, por
fortuna para él, la ajustada coraza había resistido el golpe, evitando que la cimitarra
de su enemigo le arrancara un brazo. Como respuesta, Francisco había clavado su
espada con fuerza en la desprotegida cara de su contrincante, introduciendo casi un
palmo de la hoja por el ojo izquierdo del musulmán, que cayó hacia atrás con un
alarido. Otro combatiente reemplazó al anterior, acosando al castellano con hábiles
fintas, detenidas a duras penas hasta que un soldado de la guardia acudió en su ayuda
atravesando el pecho del otomano con su lanza.
Francisco se retiró de la primera línea, respirando agitadamente mientras se
alejaba unos pasos hacia atrás para disponer de mejor ángulo de visión sobre ese
sector del frente. Su vista recorrió las posiciones de sus compañeros, comprobando
que, por el momento, no existían más huecos a los que acudir. A su derecha, visible
pese al barullo formado por las decenas de armaduras que lo rodeaban, Giustiniani se
afanaba, junto a una derruida torre, por rechazar con fuertes golpes de su espada a un
intruso que había conseguido romper las defensas. Algo que estaba a punto de pagar
con su vida, pues el genovés no cejó en su empeño hasta convertir al contrario en un
amasijo irreconocible, cerrando la peligrosa brecha por la que intentaban aventurarse
los compañeros del atacante.
Francisco recuperaba fuerzas en previsión de una nueva intervención,
concentrado en el cruce de las armas de los soldados más cercanos. Desde su puesto
no conseguía ver los rostros de los turcos, tan sólo fugaces apariciones de sus
puntiagudos cascos. Para su sorpresa, la idea de haber matado a uno de ellos apenas
le afectó. De hecho, el recuerdo de aquella acción, lejos de provocarle un peso en la
conciencia o sentimiento de culpa, le concedía un importante soplo de confianza. La
idea de que podía enfrentarse a sus enemigos, superando el miedo a la muerte y a las
heridas que el combate causaban, le ayudó a tranquilizarse, serenando su agitado
ánimo.
En ese instante algo golpeó el costado de su armadura con fuerza, pasando junto
al brazo que sostenía el arma. La flecha rebotó ligeramente en la coraza y se clavó en
el suelo de arena, a medio metro por delante del sorprendido castellano.
Francisco se dio la vuelta inmediatamente, dispuesto a reprochar a gritos al

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incompetente arquero su falta de tino, que a punto había estado de costarle la vida.
Sin embargo, cuando esperaba encontrarse con un gesto de disculpa de uno de los
arqueros cretenses, quedó desconcertado al observar como un hombre, vestido con el
inconfundible atuendo de los funcionarios bizantinos, huía a la carrera nada más fijar
Francisco su vista en él.
Apenas iluminado por el semioculto sol del atardecer, el castellano no pudo
distinguir su cara entre las almenas, mientras el asustadizo arquero corría hasta las
escaleras de bajada a la ciudad, desapareciendo de la muralla.
Francisco pensó en seguirle, pero las puertas entre las murallas quedaban cerradas
durante el combate, en previsión de que los turcos pudieran romper las defensas por
algún punto, por lo que resultaba imposible alcanzarle.
De un vistazo comprobó que los cretenses se mantenían por parejas encima de las
torres de la muralla interior, dejando el muro vacío, por lo que sería imposible que
alguno de ellos pudiera haberse fijado en el intruso o controlara su acceso a lo alto
del camino de ronda.
Un grito a su espalda le hizo dar media vuelta, observando como uno de los
lanceros griegos, herido profundamente en el cuello por un tajo enemigo, se deslizaba
por la rampa, dejando un hueco entre sus compañeros al que Francisco acudió con
premura, olvidando momentáneamente a su traicionero atacante.

Tras arrojar a un lado el inútil arco Basilio corría asustado entre las vacías tiendas
del campamento de Giustiniani, consciente de su propia estupidez. El detallado plan
para matar al castellano que con paciencia y tesón había ido elaborando a lo largo de
los últimos días, desde la inútil pelea con Teófilo, se basaba en la escasa pericia con
la que el funcionario manejaba el arco. Incapaz de superar a su contrario en buena lid,
tal y como el incidente con Jacobo había puesto de manifiesto, su única alternativa se
encontraba en aprovechar la confusión del combate con los turcos para atravesar con
una flecha al castellano, al cual darían por muerto a causa de un error, o derribado por
el mal tino de un arquero durante la refriega.
De joven, como la mayoría de los bizantinos, había aprendido los rudimentos de
la técnica de arquería pero, tras años sin sentir en su mano la tensa cuerda, hasta un
tiro a esa distancia resultaba complicado. Por otro lado, aunque había logrado
alcanzar al castellano, su fuerte coraza había desviado el inocente dardo, delatando a
su vez a Basilio, el cual, tras comprobar como Francisco le miraba de frente desde
abajo, ahora se apresuraba, sudando de nerviosismo por cada uno de los poros de su
piel, a ocultarse en el palacio, mientras las voces que solían llenar su cabeza de cantos
de sirena y melodiosas alabanzas a su proceder, ahora callaban, incomodando aún
más al griego, delatando la profunda dependencia que le ataba a ellas.
Por primera vez en meses, Basilio no sabía qué hacer, carecía de un plan definido
y, para su propia desesperación, le resultaba imposible meditar con tranquilidad sus

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próximos pasos. Tan sólo podía esperar a que las voces de su interior guiaran de
nuevo su camino.

Tres horas después de iniciado el combate, cuando se hizo evidente que los
griegos habían conseguido contener la monumental marea turca, Mahomet ordenó la
retirada.
El asalto que esperaba con creciente optimismo había defraudado de nuevo sus
esperanzas de acabar con aquel sitio, que comenzaba a enquistarse como una pústula,
imposible de eliminar a pesar de los repetidos intentos. Ni siquiera el golpe moral que
había supuesto para los bizantinos la entrada de su flota en el Cuerno de Oro permitía
a sus tropas desbaratar la defensa.
En este momento, el sultán tuvo que admitir que Chalil, que se mantenía en
silencio a su lado, tenía razón meses atrás, cuando le advirtió de la llegada de ese
maldito genovés, Giustiniani, al cual Mahomet había despreciado, considerándolo un
simple peón. El flamante general al mando de la defensa se había convertido en el
alma delos aguerridos soldados, en el ejemplo que griegos e italianos imitaban para,
con incomparable tesón y entusiasmo, desbaratar cualquier intento que el sultán
pudiera realizar contra las murallas de la ciudad.
Tanto los informes que el podestá le hacía llegar desde la colonia genovesa de
Pera, como los que el propio Chalil transmitía a través de su red de espionaje,
confirmaban uno tras otro la valía del protostrator y su incombustible resolución de
combatir hasta el final. Sin embargo, la misma columna que sostenía a
Constantinopla, manteniéndola a salvo de los turcos, podía provocar su caída. Todo
hombre tenía un precio, y Mahomet iba a comprobar cuál era el de Giustiniani.
—Las bajas han sido muy numerosas —comentó Zaragos Bajá cuando alcanzó a
caballo la posición en la que el sultán contemplaba la retirada de sus tropas—, pero
pronto estaremos listos para un nuevo intento.
—Nos estamos desangrando inútilmente —intervino Chalil—. Los cañones no
son capaces de destruir por completo la muralla y mientras los bizantinos puedan
protegerse tras sus restos no podremos desalojarlos de su posición.
—¡Dudas del valor de nuestros hombres! —exclamó Zaragos indignado—. Hoy
se han comportado como leones, poco ha faltado para que tomáramos la ciudad. Alá
está de nuestro lado y nos concederá la victoria.
—Ni siquiera hemos pasado de la primera línea de defensa —replicó Chalil con
firmeza—. Estamos derrochando vidas.
—¡Ya basta! —interrumpió el sultán—. Vuestras inútiles discusiones no me
interesan, quiero propuestas para romper este bloqueo al que hemos llegado, no
reproches e insultos. Sois mis consejeros, así que ¡hablad!
—Lancemos un nuevo ataque en toda la línea —sugirió Zaragos con decisión—.
Los griegos también han sufrido muchas bajas y no estarán en condiciones de repeler

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el asalto.
—Necesitamos tiempo para recuperarnos —respondió Mahomet— y, mientras los
bizantinos sean capaces de reconstruir sus defensas y limpiar el foso, nos
enfrentaremos al mismo problema.
—Majestad —dijo Chalil con calma—, ¿no sería mejor mantener la presión con
nuestra artillería y esperar a que el emperador nos ofrezca un acuerdo? La flota
veneciana aún tardará semanas en aparecer, tenemos tiempo. Dejemos que se agoten
sus provisiones y que el hambre y el cansancio trabajen por nosotros. Además
contamos con los mineros serbios que llegan la semana que viene de las minas de
plata de Novo Brodo; pueden comenzar a excavar bajo las murallas para abrir una
brecha.
—¿Hambre? ¿Cansancio? —espetó Zaragos con desprecio—. Llámalo por su
nombre, ¡cobardía! Un futuro emperador del mundo no puede esperar a que las
murallas de Constantinopla se caigan de viejas, ¡debe derribarlas con sus cañones!
—Me cansan vuestras discusiones —advirtió Mahomet— y estoy hastiado de
tanta verborrea. Lanzaremos un nuevo ataque la semana que viene, aunque, esta vez,
será por sorpresa, sin bombardeo previo. Si fracasa, cambiaremos de táctica.
—No fracasaremos —afirmó Zaragos con euforia—. En pocos días os
encontraréis en medio de Santa Sofía, para convertirla en una de las mayores
mezquitas del islam.
El sultán miró a su ministro con indiferencia, consciente de la futilidad de sus
arengas, mientras que Chalil permaneció impasible, observando los cuerpos de los
caídos frente a la muralla, preguntándose cuántos más haría falta que murieran a los
pies de aquella maldita ciudad para que Mahomet cambiara de idea y decidiera firmar
la paz con los bizantinos.

La noche siguiente a la batalla, el campamento de Giustiniani ofrecía un aspecto


solitario. Tras la dura prueba sostenida el día anterior, los grupos de soldados
emitiendo bravucones relatos de sus pasadas hazañas casi habían desaparecido,
sustituidos por el silencio que sigue a la tempestad, cuando los agotados italianos se
encerraron antes del anochecer en sus cada vez más vacías tiendas para recuperar
fuerzas ante la prolongación del asedio.
A pesar de la momentánea alegría que conllevaba la victoria, con ella llegaba
también la aplastante certeza del indefinido mantenimiento de la penuria, la humedad,
el agotamiento y el cansancio que acompañaban a aquel interminable sitio, al cual tan
sólo la terca mano del sultán podía dar fin. Los defensores, tras su segunda gran
prueba ante los muros, comprendían que en su mano no se encontraba más que la
posibilidad de retrasar lo inevitable y que, aunque su valor no disminuyera y se
mantuviera firme la fuerza de sus brazos, poco a poco su número era socavado, tanto
por los insistentes turcos, como por la siempre presente enfermedad, que, como un

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continuo goteo que escapa de un tonel, les desangraba lentamente.
Sentado en el jergón que hacía las veces de cama, Giustiniani era perfectamente
consciente de los pensamientos de sus tropas, aún más decaídas que las de sus
homólogos griegos. Al menos ellos disponían de la cercanía de sus familias para
soportar las penurias de la campaña, mientras que los genoveses y venecianos,
atrapados en medio de aquel infierno, ya fuera por elección o por casualidad, se veían
inmersos en una pesadilla sin consuelo posible, aparte de las cuantiosas pagas
recibidas del emperador y la vaga idea del ansiado socorro por parte de la flota
veneciana.
Un creciente repiqueteo llegaba del exterior de la tienda, a medida que las
omnipresentes nubes de primavera descargaban sobre los hastiados defensores su
carga. Dudando entre realizar una inspección entre los heridos o rendirse al sueño
que, arrullado por el tintineo de la lluvia en las armaduras, presionaba sus párpados
con insistencia, Giustiniani optó por lo segundo, cediendo a la perentoria necesidad
de descanso.
Dejó a un lado los correajes y se tumbó con un profundo suspiro sobre la áspera
manta, cerrando los ojos mientras escuchaba el creciente tamborileo de las gotas
sobre la lona de su tienda.
—Espero no importunar a su excelencia.
Giustiniani abrió los ojos sin estar convencido de si había llegado a dormirse o,
incluso, si aquella oscura figura no sería sino un sueño. Notaba los miembros
agarrotados y un intenso frío, debido a que, exhausto, había caído sobre la cama sin
llegar a arroparse con la manta. El sonido de la lluvia aún repicaba con fuerza. Con
un par de toses, se incorporó frotándose los brazos y acercándose al intruso, con la
convicción de que era uno de sus hombres.
—¿Qué es lo que ocurre? —preguntó.
—Traigo una propuesta que tal vez os interese.
El genovés comenzó a extrañarse cuando comprobó que el desconocido se
mantenía cerca de la entrada, pegado a la lona, donde las sombras ocultaban su rostro,
impidiendo a Giustiniani obtener una visión nítida de con quién hablaba.
—¿Quién eres? —preguntó mirando de reojo la tendida espada por si fuera
necesario utilizarla.
—No debéis preocuparos por mí —repuso el inquietante emisario—, si hubiera
querido haceros daño no habría tenido un momento mejor que cuando dormíais.
—Aún no has respondido a mi pregunta —insistió el genovés con desconfianza,
tratando de despejar su mente. El intruso hablaba correctamente el italiano y, aunque
su acento recordaba al de algunos de sus vecinos genoveses, podría pasar por
residente de cualquier otro punto de Italia.
Fauzio se mantuvo un instante en silencio, observando con detenimiento al

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caudillo italiano que había rechazado todos los asaltos del sultán. Su aspecto tenso no
contribuía a tranquilizar al criado del podestá, a quien, desde el primer momento,
aquel encargo le había parecido demasiado arriesgado, aunque al menos Giustiniani
no había empuñado arma alguna.
—Mi nombre no es importante —admitió Fauzio con un siseo—, pero si os sentís
más cómodo puedo proporcionaros uno falso.
—Alguien que no tiene valor para mostrar su cara o desvelar su nombre no puede
traer nada honorable.
—Dejadme que transmita mi mensaje y vos mismo podréis juzgar —ofreció
Fauzio con tono de indiferencia—, luego desapareceré tal y como vine.
—Habla.
—Os enfrentáis a enemigos poderosos, eso es algo indudable, como lo es también
que, sin ayuda, esta ciudad caerá antes o después. Sin embargo, vuestro valor y coraje
han impresionado al sultán, y está dispuesto a daros un trato especial, llegado el caso.
—¿El empalamiento? —preguntó Giustiniani con sorna.
—No, mi señor, todo lo contrario. El sultán se aviene a concederos una
sustanciosa cantidad en oro, tierras a orillas del Egeo y una suculenta pensión
vitalicia.
—No sabía que Mahomet tuviera predilección por sus enemigos.
—Vos sois una joya en medio del barro y el sultán lo sabe, por eso os aprecia y
desearía teneros a su lado.
Giustiniani dejó escapar una carcajada, aunque tornó acto seguido su cara en un
rostro frío como el hielo.
—Los genoveses somos buenos mercaderes —explicó con dureza—, pero no
comerciamos con nuestro honor. Desaparece de mi vista antes de que mande colgarte
por los pies como un cerdo.
Fauzio salió de inmediato de la tienda, adentrándose en la húmeda oscuridad,
cerrando su capa para protegerse de la incesante lluvia mientras caminaba con
dificultad por el barrizal en el que se había convertido el campamento.
Tal como preveía, su intento había acabado en rotundo fracaso, y aún podía dar
gracias por escapar con vida a pesar de que la sola idea del largo camino de vuelta
hasta Pera, cruzando el Cuerno de Oro en un pequeño bote de remos, se le antojaba
una odisea. Mientras la lluvia helada le azotaba el rostro, pensó en el podestá,
seguramente en vilo esperando su respuesta, sudando a pesar del frío de la noche, y
deseó poder dejarle esperando hasta el amanecer, para hacerle pagar su maldito
encargo.

A pesar de que era consciente de su tardanza, Sfrantzés volvió a leer el pequeño


pergamino que acababa de llegar hasta sus manos. Era la primera vez que su contacto
en la corte del sultán le hacía llegar una nota urgente, ya que, hasta ese momento, sus

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misivas alcanzaban Constantinopla a través de palomas mensajeras. Esta nota
acababa de ser entregada a través de un griego al que los turcos habían apresado y
que, liberado por orden de su captor, había sido trasladado hasta Pera, de donde había
podido, no sin dificultad, conseguir que un bote de pescadores le transportara a la
sitiada ciudad.
El anverso del pergamino transcribía un mensaje cifrado. En el reverso, donde
ahora el secretario imperial centraba su atención, una diminuta marca casi invisible
autentificaba la identidad del emisario, al cual el griego liberado, un agricultor
capturado en las cercanías de la ciudad, no había visto. Fue un joven turco quien,
acompañado por dos soldados y sin decir su nombre, había entregado la nota y
conducido al bizantino hasta Pera, entregándolo a un mercader genovés que gozaba
de la confianza del secretario imperial, como si de un esclavo vendido se tratara.
La escueta nota informaba del rechazo de Giustiniani a un intento de soborno del
sultán y de un asalto sorpresa que se realizaría en unos días contra las murallas
terrestres, sin ningún tipo de aviso previo. No especificaba el lugar, la fecha concreta
o las tropas utilizadas, señal inequívoca de que el sultán desconfiaba de su entorno
tras los últimos fracasos y que se reservaba los detalles para el momento elegido. Eso
impedía que el arquero Ahmed, el fiel sirviente de Orchán, pudiera avisarles de aquel
nuevo e inquietante peligro. Su única opción era tratar de imaginar por dónde
Mahomet lanzaría su asalto. Sin embargo, aunque vital, el riesgo del ataque no
parecía acuciante. Lo que hacía que Sfrantzés releyera aquel trozo de pergamino una
y otra vez era el mensaje en el que comunicaba que el protostrator se había negado a
aceptar el oro del sultán.
Esas escasas palabras encerraban peligrosas verdades. La primera era que los
espías del sultán podían infiltrarse entre sus principales mandos. Si era posible
ofrecer dinero, también lo era asesinar a uno de ellos. La segunda preocupación era
que, a pesar del rechazo, Giustiniani no había mencionado el tema, ni tampoco
mandado apresar a quien se lo propuso. Tal vez fuera un simple despiste del cansado
militar, aunque no se podía descartar que el genovés no estuviera aún meditando la
oferta. Por último, esa información desvelaba un dato esperanzador: si el sultán debía
recurrir al soborno era que, por primera vez, no estaba seguro de alcanzar la victoria
con las armas.
—Señor secretario —interrumpió uno de sus asistentes abriendo delicadamente la
puerta de su cuarto—, los parientes de su majestad preguntan insistentemente por
vos.
—«Sed pacientes», dijo el Señor —musitó Sfrantzés con aire meditabundo.
—¿Debo decir eso a los caballeros? —preguntó atónito el sirviente.
—No —respondió el secretario imperial levantándose con rapidez—, hazles
pasar.

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El criado suspiró de alivio y desapareció entornando la puerta mientras Sfrantzés
dudaba qué hacer con el pergamino ante la falta de tiempo para guardarlo bajo llave
en uno de los arcones. Decidió introducirlo en uno de los pliegues de su lujoso ropaje
y, tras poner sobre su cabeza el gorro de barco negro y blanco propio de las ocasiones
más importantes, se levantó con tranquilidad para recibir a los anunciados.
Teófilo y Francisco entraron en silencio a la pequeña estancia, junto a dos
guardias varengos, cuidadosamente escogidos para evitar que aquel encuentro tuviera
repercusión fuera de los muros de palacio.
—Lamento el retraso —se disculpó Sfrantzés cuando ambos nobles coincidieron
en dirigirle una mirada reprobadora—. Podéis dejarnos —añadió en alusión a los
soldados, que abandonaron la sala con rapidez para apostarse al otro lado de la puerta
cerrada junto al asistente del secretario—. El comportamiento seguido en estos
últimos días por vuestra parte —comenzó el secretario imperial— ha sido en todo
punto escandaloso, impropio de miembros de la realeza y absolutamente discordante
con la situación que vive en estos momentos nuestra ciudad. Por ello, además de por
otras posibles implicaciones que aún están por dilucidar, es necesario que respondáis
a las preguntas con toda sinceridad.
—¿No deberíamos esperar a Constantino? —preguntó Teófilo, vestido con una de
sus mejores túnicas y engalanado con bordados con el escudo de la familia Paleólogo,
mientras Francisco se mantenía en silencio, a la espera del interrogatorio del
secretario imperial.
—El emperador se encuentra demasiado ocupado, no voy a molestarle con esto a
no ser que sea totalmente imprescindible. Si no te has fijado, Constantino está ya
bastante abrumado con la carga que conlleva el asedio.
Teófilo asintió con rapidez, dando la razón al secretario imperial, ya que resultaba
evidente para todos los que vivían entre los muros del palacio el deterioro del aspecto
de Constantino, cada vez más apesadumbrado por el devenir de los acontecimientos.
—La primera pregunta es muy simple —continuó Sfrantzés dirigiéndose a
Teófilo—. Dado que se ha probado por medio del testimonio de Mauricio Cattaneo,
fuera de toda duda, que irrumpiste en la habitación de una esclava para atacar a
Francisco, ¿puedes explicar qué ha motivado ese enfrentamiento?
—Mantengo una relación con ella —afirmó Teófilo de manera tajante— y mi
supuesto primo la obligaba a realizar actos lujuriosos contra su voluntad.
—¡Eso es falso! —gritó el castellano con indignación.
—¡Silencio! —ordenó Sfrantzés mientras fulminaba a Francisco con la mirada—.
Ya te llegará el turno para hablar, hasta ese momento mantente callado. No somos
niños riñendo en un patio.
Con un suspiro de tensión contenida, el castellano asintió con la cabeza,
manteniendo la vista fija en Teófilo, que le ignoraba por completo, concentrando su

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atención en el secretario.
—En primer lugar —comentó Sfrantzés con recuperada suavidad—, quiero
recordar que Francisco ha sido reconocido oficialmente por Constantino. Por lo que
te pido que elimines las veladas alusiones a su parentesco y, por otro lado, deberías
aclarar las circunstancias en las que conociste las agresiones de Francisco a esa
esclava, ¿acaso fuiste testigo de alguna de ellas?
—No —negó Teófilo con convicción—. Hasta el día en que me adentré en su
cuarto nunca los vi.
—Ese día, ¿los encontraste en actitud amorosa o impúdica?
—Él la agarraba del brazo… —dijo mientras Francisco emitía un inaudible
comentario de incredulidad.
—¿Lo dijo la esclava pues?
—Sí, bueno… en realidad ella no llegó a admitirlo —reconoció Teófilo con aire
dubitativo por primera vez—, pero me ofrecieron pruebas definitivas.
—¿Qué pruebas y quién te las transmitió? —insistió el secretario imperial con
impaciencia.
—Basilio, un funcionario de palacio, que presenció los hechos.
—¿Un funcionario? —repitió Francisco atónito—. ¿Qué clase de absurda excusa
es esta?, ¿quién es ese Basilio?
—Si no te tranquilizas —amenazó Sfrantzés—, haremos esto por separado.
—Creía que me encontraba aquí para dar mi opinión —repuso el castellano.
—Y así es —confirmó Sfrantzés—, pero no quiero que esto se convierta en un
continuo intercambio de descalificaciones. Tan sólo debéis responder a mis
preguntas.
—Dinos dónde encontrarlo para que podamos hacerlo venir —continuó el
secretario imperial cuando el castellano se hubo calmado.
—No sé dónde trabaja, siempre se mantenía cerca, no tenía necesidad de
buscarlo. Yasmine… la esclava lo conoce y puede que sepa su paradero.
Sfrantzés llamó a su asistente, el cual apareció inmediatamente tras la puerta,
junto a uno de los soldados de la guardia varenga.
—Ve a buscar a la esclava turca de la protovestiaria, despiértala si es necesario,
pero que venga de inmediato.
El funcionario asintió con cortesía, negando con la cabeza la compañía que uno
de los soldados apostados junto a la puerta le dispensaba.
—Mientras tanto —prosiguió Sfrantzés—, háblanos de esas pruebas.
—La esclava escribía cartas a su antiguo amo solicitando su intercesión frente al
emperador para liberarla de Francisco, este funcionario me enseñó una de ellas,
prueba inequívoca de que conocía a la joven.
—Pero no de que su testimonio fuera cierto —inquirió el secretario imperial.

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—¿Por qué habría de mentir? —repuso Teófilo—. Nunca solicitó nada, ni dinero
ni ayudas.
Francisco y Sfrantzés intercambiaron una mirada recelosa, causando una
inquietante sensación de nerviosismo en el, hasta entonces, tranquilo Teófilo.
—Pueden existir numerosas razones —obvió el secretario imperial—, pero lo que
importa es que, al fin y al cabo, no dispones de ninguna prueba sólida, tan sólo es la
palabra de un criado.
El bizantino se mantuvo callado, con un gesto dubitativo en su mirada, mientras
sus ojos saltaban de uno a otro de los presentes.
—¿Niegas los hechos, Francisco? —preguntó el secretario imperial ante el
silencio del bizantino.
—¡Por supuesto! —bramó Francisco con indignación—. Es una acusación
absurda. Jamás he tocado a esa esclava y, debo añadir, me resulta increíble que
alguien que se precie de noble preste oídos a las injurias de un simple sirviente sin
siquiera contrastar su opinión.
Con creciente nerviosismo, Teófilo comprobó como Sfrantzés asentía de forma
visible ante las palabras del castellano, coincidiendo con su exposición.
—¿Qué hacía entonces ese joven veneciano indagando para vos en palacio? —
preguntó el secretario imperial de repente.
—¿Jacobo? —se sorprendió Francisco—. No sé si tiene que ver con esto.
—Creo que debo ser yo quien lo decida.
—Es un tema personal, aunque, tal y como se han desarrollado los
acontecimientos, es muy probable que esté ligado al asunto.
Tanto Teófilo como Sfrantzés se mantuvieron callados, a la espera de la
explicación del castellano, un tanto desconcertado por el repentino giro que había
tomado la conversación. Esa era la idea del secretario imperial, tratar de inquietarles
con preguntas y acusaciones cruzadas para que no tuvieran tiempo de meditar sus
respuestas.
—Ya que parecéis bien informado —comenzó Francisco—, supongo que ya
sabréis que me encuentro sentimentalmente ligado a Helena.
—La protovestiaria —confirmó Sfrantzés—. Sí, lo sé.
—En un momento, hace unas tres semanas, rompió repentinamente todo contacto
conmigo, sin siquiera darme la oportunidad de hablar con ella u ofrecerme una razón.
Dado que no quería verme, algo sobre lo que ya hablamos —añadió recibiendo el
asentimiento del secretario imperial—, se me ocurrió que Jacobo, al serle
desconocido, podría acercarse a ella e intentar averiguar el porqué de su
comportamiento. Fue él quien me confirmó que Teófilo mantenía relaciones sexuales
con la esclava turca y, más tarde, tras hablar con Helena, me transmitió que ella
pensaba que yo había visitado el lecho de la esclava, razón por la cual había roto su

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relación conmigo.
—Algo que niegas.
—¡Sí, maldita sea! —gruñó el castellano—. Y, dicho sea de paso, ¿no resulta
extraño que, justo después de descubrir la relación de Teófilo con Yasmine, alguien le
apuñalara dejando esto en el lugar?
Francisco extrajo de entre sus ropas el trozo de tela encontrado en la calle donde
atacaron a Jacobo, mostrando al secretario su lado bordado con el escudo imperial.
Sfrantzés lo examinó con cuidado, situándolo junto a la luz de una de las velas de su
escritorio.
—Parece de una de mis capas —admitió Teófilo con sorpresa—. Hace unos días
me desapareció una de mi dormitorio.
—Quien la cogiera —comentó Sfrantzés sin apartar su vista del pequeño trozo de
seda— quería que te implicaran.
Dejando la tela sobre su escritorio, el secretario imperial se volvió hacia
Francisco, quien le interrogaba con la mirada, como si esperara que el consejero del
emperador tomara en consideración lo que para él era evidente.
—He hablado con Mauricio Cattaneo y con el médico que atendió al muchacho
—añadió finalmente Sfrantzés ante los inquisitoriales ojos del castellano—. Sus
heridas son muy distintas a las que habría tenido de enfrentarse con alguien más
experto. Te aseguro que si Teófilo hubiera sido su atacante, Jacobo habría muerto
antes de darse cuenta de lo que pasaba. De todas formas, tú mismo habrías llegado a
la misma conclusión de examinar esta tela con un poco más de cuidado.
—¿Cómo? —preguntó Francisco perplejo.
—Los bordes están cortados, no rasgados como se supone pasaría en un forcejeo.
No pudo haberse roto durante la lucha, lo que indica que fue colocada previamente.
Eso, junto con la «casualidad» de que el trozo perdido fuera justamente el que
presenta el bordado imperial, me hace pensar que se dejó allí expresamente para
incriminar a Teófilo. Continúa —añadió—, ¿qué pasó después del ataque?
—Después de eso —siguió Francisco sin estar plenamente convencido del
razonamiento de Sfrantzés— fui a ver a Yasmine, pensando que habría sido ella quien
dispusiera a Helena en mi contra. Fue en ese momento cuando entró Teófilo como un
loco.
—¿Y qué te dijo la esclava?
—Que no había hablado con Helena, sino al revés, que alguien se lo había dicho
antes, Teófilo.
El aludido miró a Francisco al escuchar su nombre, aunque esta vez al castellano
le sorprendió no encontrar la habitual carga de odio en sus ojos, sino, más bien, duda
y desorientación.
—¿Es eso correcto? —preguntó Sfrantzés al ensimismado bizantino.

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—Sí —respondió él con un tono ausente—, pero…
El castellano se sorprendió a sí mismo con su calma al escuchar la confesión de
Teófilo. Mientras se dirigía a la reunión, convencido de que había sido el primo del
emperador quien llenara la cabeza de Helena de absurdas ideas, tan sólo pensaba en
estrangularle en cuanto tuviera oportunidad. Sin embargo, la alterada expresión que
lucía el rostro del griego causaba más curiosidad que ira en Francisco, manteniendo
su tranquilidad aun sabiendo que aquel hombre podía haber arruinado el único amor
que había conocido en su vida.
—Déjame adivinar… —interrumpió Sfrantzés— ese funcionario, Basilio, te
indujo a hacerlo.
Teófilo asintió con levedad, como si una mano hubiera quitado una venda de
delante de sus ojos, permitiéndole observar sus propios actos desde muy lejos. Se
veía a sí mismo como un estúpido, prestando oídos a la melosa cháchara de ese
maldito criado de ojos diminutos, recordando como fue él quien le advirtió del
encuentro entre Yasmine y Francisco.
—La esclava está aquí —interrumpió el asistente del secretario imperial, tras
llamar suavemente a la puerta.
—Hazla pasar —dijo Sfrantzés con seriedad—. Tengo curiosidad por conocer su
versión de esta historia.
Yasmine se adentró en la sala con la vista en el suelo y las manos entrelazadas,
recogidas sobre el cuerpo. La ceñida túnica se encontraba cubierta por una modesta
estola de color oscuro, disimulando sus voluptuosas curvas al tiempo que recataba su
sensual figura. Su aspecto era el de una joven indefensa, sumisa y apocada, que se
aproximaba con temor ante sus superiores.
—¿Cuál es tu relación con Basilio? —preguntó Sfrantzés, antes incluso de que la
turca se hubiera acercado a ellos—. ¿Dónde podemos encontrarlo?
—Le conozco desde hace algún tiempo —respondió Yasmine sin levantar la
mirada—. Se encuentra al servicio del parakoimomenos en las cocinas de palacio.
El secretario imperial llamó de nuevo a su asistente, solicitando la comparecencia
de Basilio. Después se mantuvo en silencio, expectante, con sus ojos clavados en la
esclava y el rostro serio esperando una explicación más detallada.
—Durante las últimas semanas me he visto forzada a satisfacer su lujuria —
añadió por fin.
Los ojos de Francisco se abrieron de par en par mientras el rostro de Teófilo se
tornó blanco como la cal y, por un momento, pareció flaquear. Tan sólo Sfrantzés
mantuvo el gesto impasible, acuciando a Yasmine con sus preguntas.
—¿Por qué?
—Aseguraba tener pruebas de que Teófilo era un traidor que pasaba información
a los turcos.

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—¿Qué…? —exclamó Teófilo, con la faz tornada en una grotesca mueca de
incredulidad.
—¿Sabes lo que estás diciendo? —rugió el secretario imperial—. Acusar de
traición a un miembro de la familia imperial está penado con la muerte si se
demuestra infundado.
—Yo amo a Teófilo —afirmó Yasmine mientras alzaba el rostro por primera vez
desde que entró en la sala, descubriendo dos regueros de lágrimas que fluían de sus
ojos—, jamás podría pensar que fuera un traidor, haría cualquier cosa para evitarle
cualquier sufrimiento.
—¡Guardia! —llamó Sfrantzés, haciendo que la piel de la turca se erizara en un
repentino escalofrío—. Ve a buscar a mi asistente y acompáñale, quiero a ese
funcionario aquí de inmediato.
Las miradas de Teófilo y Yasmine se cruzaron, y la turca, incapaz de soportar la
incrédula expresión del bizantino, se dejó caer de rodillas sollozando, tapándose el
rostro con las manos mientras su cuerpo se estremecía.
—¿Qué clase de pruebas dijo poseer? —insistió el secretario imperial.
—¡Déjala en paz! —gritó Teófilo acercándose a ella y arrodillándose a su lado.
—¡Teófilo! —exclamó Sfrantzés—. Si no te conociera pensaría que te has vuelto
loco.
El bizantino ignoró al secretario, acariciando el pelo de la esclava, que, llorando
desconsoladamente, se mantenía de rodillas sobre el frío mármol.
—¡Esto es inaudito! —dijo el secretario imperial mirando a Francisco, quien se
encogió de hombros, incapaz de expresar palabra.

Tan sólo unos minutos después de acabar sus tareas y retirarse a su dormitorio,
Basilio escuchó una suave llamada en su puerta. Durante los días transcurridos desde
la batalla, en los que las desaparecidas voces no otorgaron al griego el don de su guía,
se había comportado de manera nerviosa, visiblemente alterado. Su deficiente
comportamiento en las rutinarias tareas que componían su ocupación entre la
servidumbre del palacio provocaba las quejas de sus compañeros y superiores, ya
saturados por la continua presencia de las tropas italianas en el edificio.
Al oír los golpes Basilio saltó como un gato, temeroso y desconcertado, abriendo
la puerta sólo lo suficiente para permitirle observar a la persona que se encontraba al
otro lado: un hombre vestido con la inconfundible librea de los auxiliares de la corte.
—¿Basilio?
—¿Qué ocurre? —replicó el aludido con desconfianza.
—El secretario imperial me envía a recogeros, solicita vuestra inmediata
presencia en sus estancias. Si sois tan amable de acompañarme…
Basilio dudó visiblemente, arrugando la frente ante la petición del funcionario,
que le observaba con extrañeza.

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—Un momento —respondió cerrando de nuevo la puerta.
Una vez a salvo de cualquier mirada Basilio se llevó las manos a la cabeza,
incrédulo. «Dios mío, me han descubierto», pensó mientras se movía de un lado a
otro de su estrecho dormitorio sin saber qué hacer.
La pequeña ventana que se abría en una de las paredes de la sala era lo
suficientemente ancha para permitir su salida, pero estaba en el tercer piso y, debajo
del alféizar, se encontraba uno de los patios donde se alojaban los soldados italianos
que, con toda seguridad, no pasarían por alto a un hombre que rompe una ventana y
trata de huir por ella.
—¿Hay algún problema?
La voz del funcionario llegaba amortiguada por la puerta de madera, pero su
timbre de voz delataba una inconfundible impaciencia, acrecentando el nerviosismo
de Basilio, que comenzó a gimotear mientras miraba a su alrededor sin saber qué
hacer.
«El cuchillo», escuchó en su cabeza.
Serenándose casi de forma instantánea, Basilio sonrió al percibir de nuevo la
calidez de las voces en su interior. Con mano firme levantó el desgastado colchón de
su cama y extrajo de sus últimos pliegues el cuchillo utilizado en el ataque a Jacobo,
manchado con la sangre seca del joven.
Abrió la puerta con suavidad, con una sonrisa en el rostro, observando como el
funcionario que esperaba al otro lado le devolvía tímidamente la sonrisa, justo antes
de que Basilio le clavara el cuchillo en el cuello, introduciéndolo profundamente en
su garganta.
Con un gorjeo, el herido se desplomó sobre el suelo, tratando inútilmente de
taponar con su mano la terrible herida, de donde brotaban borbotones de sangre que
empapaban el suelo alrededor del caído.
Basilio se mantuvo unos segundos mirando cómo el sorprendido funcionario, con
los ojos abiertos en un gesto de incredulidad, se desangraba con rapidez, antes de
dejar caer el cuchillo sobre él y, con la renovada guía de sus voces, alejarse por el
pasillo con tranquilidad.

Los pensamientos se amontonaban en la cabeza del secretario imperial mientras


trataba de darles un sentido a los distintos retazos de información que cada uno de los
interrogados había proporcionado.
Con extrema dificultad, Sfrantzés había calmado su irritación por el sorprendente
comportamiento de Teófilo hacia la esclava, manteniéndose en silencio mientras la
desconsolada turca iba poco a poco recuperando la serenidad. A su lado, Teófilo
trataba de reconfortarla, arropándola con su capa, levantando la irónica sonrisa de
Francisco, que miraba de reojo al secretario, tratando de ocultar su satisfacción por el
gesto de desconcierto del impasible funcionario.

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Según todos los testimonios, el monumental embrollo en el que se habían visto
envueltos los presentes no era sino la eficaz puesta en práctica de un astuto plan
ideado por Basilio. Sin embargo, Sfrantzés desconfiaba de la posibilidad de que un
simple ayudante de las labores de cocina pudiera tramar semejante altercado en el
corazón de la corte bizantina.
Para complicar aún más la situación, Francisco había relatado al secretario
imperial el incidente ocurrido durante el último asalto turco, cuando un desconocido
arquero había intentado infructuosamente acabar con su vida. Por segunda vez, tal
como dijo el castellano, ya que no olvidaba el suceso en el que murió el capataz de
las obras de la muralla. Teófilo se encontraba junto a sus tropas combatiendo a
cientos de metros de ese lugar y, por otro lado, le habría sido imposible subir a la
muralla, lo que descartaba por completo su participación. Eso situaba a Basilio de
nuevo como blanco de todas las sospechas, algo coherente con la impericia
demostrada tanto en el ataque a Jacobo, como en el manejo del arco contra la espalda
de Francisco. Aun así el secretario imperial casi podía sentir la seguridad de que
faltaban piezas por encajar y esperaba que el interrogatorio del funcionario ofreciera
todas las respuestas, aunque para ello hubiera de recurrir a la tortura.
Tras la puerta se escuchó ruido de voces y pasos a la carrera, justo antes de que el
soldado enviado por Sfrantzés para acompañar a su asistente abriera la puerta sin
siquiera llamar, adentrándose en la habitación.
—¡He encontrado a vuestro asistente muerto! —exclamó con la respiración
entrecortada por la carrera.
—¿Cómo? —dijo atónito el secretario imperial.
—Fui a buscarlo a la cocina —relató el soldado— y allí me indicaron que se
había dirigido a la habitación de Basilio. Cuando llegué lo encontré tendido en el
suelo en medio de un charco de sangre, lo habían degollado.
—¿Y Basilio?
—Su habitación estaba vacía, he dado la alarma. No podrá salir de palacio.
—¡Buscadle! —se desesperó Sfrantzés—. No dejéis piedra por revolver.
Despierta a todo el personal de cocina para que lo identifiquen y dobla la guardia en
el ala del emperador.
—Lo encontraremos —afirmó el varengo con confianza, abandonando raudo la
sala, con su compañero pegado a los talones.
—¡Lo quiero vivo! —gritó Sfrantzés.

—¿Crees que lo encontrarán? —preguntó el emperador, aún somnoliento y con


los ojos entrecerrados.
—Me temo que no —repuso el secretario imperial sin ocultar su abatimiento.
Con las continuas voces de alarma emitidas por todo el palacio, el edificio entero
se había tornado en un auténtico maremagno de soldados armándose, civiles

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corriendo, gritos y empujones. Los venecianos creían que los turcos habían asaltado
el lugar por sorpresa y, medio desnudos, saltaron sobre sus armas y armaduras y se
distribuyeron con premura por sus puestos, chocando en los pasillos con la guardia
griega, que, alarmada por el súbito toque de alarma, trataba de taponar las salidas y
los patios.
La confusión llevó a muchos de los funcionarios a abandonar sus cuartos y
mezclarse en los pasillos con los soldados, los cuales, incapaces de distinguir a la
persona buscada de los demás, detenían a cuantos se cruzaban en su camino,
aumentando la sensación de pánico y desconcierto.
El escándalo despertó a Constantino, el cual, alarmado por el bullicio reinante,
apareció, espada en mano, en medio de los numerosos guardias que custodiaban las
puertas de sus estancias. Desorientado y medio dormido, tuvo que esperar la llegada
de Sfrantzés para recibir las oportunas explicaciones, mientras a su alrededor el caos
se adueñaba del palacio.
—En la situación en que se encuentra ahora la corte —prosiguió el secretario
imperial— me conformo con que no tengamos que lamentar heridos.
—Siento lo ocurrido a tu asistente.
—Fui un estúpido al no enviarle acompañado de un guardia.
—Era algo con lo que no podías contar, no te culpes por ello. Al menos, esto ha
servido para darnos al espía que buscábamos.
—Yo no estaría tan seguro —repuso Sfrantzés.
—Por lo que me has contado, es él quien ha conseguido que Teófilo y Francisco
casi se maten, sin contar con que si disponía de pruebas de traición era porque él
mismo era el traidor, de no ser así no habría huido asesinando a un hombre.
—Es lo que indica la lógica —admitió el secretario imperial—, pero me niego a
creer que un simple paje de cocina tenga acceso a datos comprometedores y sea
capaz de manipular a la nobleza sin dejar ninguna evidencia de su actividad.
—Probablemente ha sonsacado a Teófilo sin que se diera cuenta, transmitiéndolo
después al sultán. Cuando sea capturado le interrogaremos para que nos lleve hasta su
red de información.
—No dudo que lo menos que podemos decir de Teófilo es que ha sido un
verdadero ingenuo —afirmó Sfrantzés—, pero aun así resulta del todo impensable…
—Esta vez te han vencido —interrumpió Constantino con un bostezo—. No le
des más vueltas. Encárgate de que lo busquen por la ciudad y da por zanjado el
asunto, tenemos cosas más importantes de las que ocuparnos.
—Pero ¿qué hay de la esclava? Aún haría falta interrogarla en detalle y, por otro
lado, deberíamos mantener a Teófilo bajo vigilancia.
—Bastará con alejarle de los consejos —dijo el emperador con visible irritación
—, nada más. Se mantendrá en su puesto con sus tropas.

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—Pero…
—¡Ya basta! —exclamó Constantino, interrumpiendo a su consejero de forma
tajante—. ¡Olvídalo! Ya hemos tenido suficiente por esta noche.
Sfrantzés permaneció en silencio, mientras su amigo daba media vuelta y se
encerraba en su dormitorio. Con un suspiro, se mantuvo unos segundos
contemplando las cerradas puertas de bronce por donde había desaparecido
Constantino, apenado por el profundo cambio que, de forma imparable, se estaba
produciendo en él. Tan sólo el cansancio y la siempre presente tensión podían
conseguir que el juicioso emperador se dejase llevar por la furia, gritando a su mejor
amigo y desdeñando sus consejos para profundizar en aquel asunto.
El repentino acceso de cólera de Constantino también había terminado con
cualquier intento de su secretario por comunicarle el contenido de la secreta nota
recibida de su espía. De repente, Sfrantzés se dio cuenta de que el pequeño trozo de
pergamino se había deslizado de entre sus ropas. Con un escalofrío, el concienzudo
funcionario repasó cada rincón de sus estancias, moviendo muebles y arcones,
mirando detrás de cada puerta. A pesar de ello, la nota no apareció.
Maldiciéndose por su torpeza, el secretario imperial se mantuvo el resto de la
noche en vela, devanándose los sesos en un inacabable intento de terminar aquel
extraño rompecabezas del que, pese a las palabras de Constantino, no pensaba
olvidarse. Mientras tanto, por las oscuras calles cercanas al Cuerno de Oro, Basilio
caminaba, errante, guiado por sus demonios interiores, que, poco a poco, iban
forjando en su mente un nuevo plan que le permitiera sobrevivir.

Como colofón al extravagante clima que soportaba Constantinopla, un asfixiante


calor invadió la ciudad poco después del amanecer. El dominante viento del norte
había dado paso a una ligera brisa proveniente del sur que, con su entrada, dio paso a
un brusco incremento de la temperatura, como si el aire del desierto se hubiera
desplazado sobre el mar para castigar a los cansados habitantes de Bizancio.
Por extraño que pudiera parecer, Helena habría jurado no sentir el azote del
opresivo y caldeado ambiente hasta el momento en que, con esquemática rapidez, el
secretario imperial la había puesto al corriente de lo ocurrido en la reunión celebrada
la noche anterior, justo antes de que todo el palacio se hubiera sumido en la locura.
A medida que las palabras de Sfrantzés iban calando en la joven bizantina y su
entendimiento del error cometido se hacía más insoportable, el sudor había
comenzado a recorrer su frente, obligándola a sentarse, con las piernas temblorosas, a
punto de caer desfallecida.
A pesar de sus voluntariosos deseos, el secretario imperial disponía de poco
tiempo, agobiado por mil y un problemas que resolver, por lo que, antes de darse
cuenta, Helena se encontró sola en su habitación, sentada sobre las suaves sábanas
que cubrían su lecho, con la mirada perdida y el corazón latiendo de forma

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desenfrenada en su pecho.
«Todo había sido un error», se repetía a sí misma, confiando en que la insistencia
de sus propias palabras borrara el malestar que la inundaba. Sin embargo, la inmensa
alegría que el descubrimiento de la inocencia de Francisco debería haber creado en su
interior se veía desbordada por un incontrolable sentimiento de temor.
Se sentía dolorosamente incapaz de presentarse ante la mirada de su amado tras
haber dado por sentada su falta sin haberle siquiera concedido la oportunidad de
explicarse, de demostrar que se equivocaba. Se había enfrentado con Teófilo,
provocando un serio incidente que le había conducido hasta un interrogatorio del
mismísimo secretario imperial, a causa de su imperdonable conducta, de su falta de
sensibilidad y de confianza.
Agotada por una noche en vela y por la impresión producida por su reciente
charla con Sfrantzés, ni siquiera disponía de fuerzas para llorar, manteniéndose en su
cuarto, sentada sobre la cama, hasta perder la noción del tiempo, recuperando la
conciencia cuando unos bruscos golpes retumbaron en su puerta.
—¿Quién es? —preguntó con voz trémula.
—Soy yo.
La voz firme de Francisco resonó en sus oídos como una estridente campana de
alarma, activando su cuerpo, que, como si las sábanas se hubieran tornado en un mar
de lava, se irguió con rapidez.
Helena se mantuvo en silencio, erguida en medio de la habitación, atemorizada
ante el encuentro con el castellano, el cual repitió la llamada con mayor insistencia.
—¡Abre o echaré la puerta abajo!
La griega respiró hondo y, con mano temblorosa y el corazón desbocado, abrió la
puerta.
Durante un instante se mantuvo el silencio entre ambos. Helena, casi hipnotizada
por los serios ojos de Francisco, sostuvo la mirada a pesar de la creciente vergüenza
que pugnaba por salir, enrojeciendo su pálido rostro.
—Debí hacer esto hace semanas —afirmó el castellano con tranquilidad,
rompiendo el incómodo silencio.
Ella permaneció callada, expectante ante el próximo paso de Francisco, sin saber
si a aquella indecisa frase seguiría una larga lista de reproches, una desgarrada voz
que anunciara el final de la relación o la ignorancia y el desdén. Respirando
profundamente por la tensión del momento, temía no poder soportar con dignidad
aquel instante.
—¿Puedo pasar? —preguntó él con tono cortés.
Sin responder, Helena se arrojó en sus brazos, sollozando, apretándole contra su
pecho con fuerza.
—Perdóname —musitaba en un tono apenas audible, mientras presionaba al

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castellano con tanta fuerza que casi le cortaba la respiración.
—Nunca he sabido perdonar —dijo él, provocando que Helena, aún abrazada,
levantara la cara para, con los ojos inundados de lágrimas, mirarle con expresión de
sorpresa—. Pero creo que este es un buen momento para aprender a hacerlo —añadió
Francisco acariciando suavemente la cara de la bizantina, apartando el mechón de
pelo castaño que caía sobre su frente, antes de besarla con pasión, atrayéndola hacia
sí con suavidad, fundiéndose en un prolongado beso, donde la dulzura de su boca se
mezclaba con el amargo sabor de las lágrimas derramadas.
Al separarse, sus miradas se entrelazaron, observándose como si fuera la primera
vez que lograban verse. Sonriendo con ternura, al tiempo que el mundo se desvanecía
a su alrededor para convertirse en un mero marco que encuadraba el cálido rostro de
su apasionado amor.
No habrían sabido decir durante cuánto tiempo permanecieron allí, dejando que
las yemas de sus dedos acariciaran suavemente sus cuerpos, susurrando «te quiero»
con ese tono de voz que hace que las pupilas se dilaten y el vello de la piel se erice,
sintiendo la suavidad de la seda en los húmedos labios de su amado o el ligero aroma
que despedía su piel.
Un fuerte carraspeo les devolvió bruscamente a la realidad, al comprobar que su
ardoroso encuentro había taponado el pasillo. Un anciano funcionario les miraba con
aire reprobador, frunciendo el ceño tanto por la tardanza como por el lamentable
espectáculo que, a sus ojos, aquellos jóvenes estaban ofreciendo. Al otro lado, una
muchacha cargada con un cesto de pesadas sábanas sonreía embelesada, con la
cabeza ladeada y los ojos muy abiertos, suspirando profundamente ante la tierna
escena, como si formara con el anciano dos caras de una misma moneda.
Con una sutil disculpa y sin poder aguantar la risa, se hicieron a un lado,
permitiendo el paso a ambos personajes, los cuales se alejaron en direcciones
opuestas, uno quejándose de lo impúdico de las nuevas generaciones mientras la
jovenzuela se daba la vuelta divertida, saludando con la mano libre mientras apoyaba
la cesta contra su cadera.
—¿Damos un paseo? —ofreció Francisco.
Ella asintió sin separarse de él, apretando su cabeza contra su pecho, casi
impidiéndole andar durante los primeros metros, hasta que, cogida de su cintura y con
la cara pegada a su hombro, se alejaron lentamente en dirección al mismo jardín
donde se encontraron la tarde siguiente a la llegada del castellano.
En aquellos dos meses, la lúgubre vegetación se había tornado en un vergel de
flores que emitían mil aromas, cubierto por las verdes hojas de los árboles, que
mantenían el banco de piedra junto a la fuente a resguardo del impetuoso sol de la
mañana.
Aún abrazados, se sentaron sobre el tibio asiento, a salvo de indiscretas miradas,

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disfrutando en silencio de su esperado reencuentro, dejando pasar las horas,
indiferentes a las continuas explosiones y sacudidas que resonaban sobre las cercanas
murallas.
—No puedes imaginar cuánto te he echado de menos —dijo él, tras largo tiempo
sin que una palabra rompiera el hechizo de aquel momento.
—He sido una estúpida —afirmó ella ocultando su rostro—. Me he comportado
contigo de manera despreciable, no sabría decirte cuánto lo lamento.
—Es agua pasada —respondió Francisco con suave resignación, apoyando su
mano bajo la barbilla de Helena para levantar su cara con delicadeza—. Lo único que
me importa es que no vuelvas a dudar de mí nunca más, no sé si podría soportar
separarme otra vez de ti.
—Te lo juro por lo más sagrado —prometió ella—, no volveré a creer en otra
palabra que no sea la tuya. Odio a Teófilo con toda mi alma por lo que nos ha hecho.
—No, cariño. Tú eres demasiado noble para albergar maldad en tu corazón y, si te
digo la verdad, yo ya no tengo ningún resquemor hacia él, tan sólo lástima.
—¡Ha estado a punto de separarnos! —exclamó ella.
—Cuando lo pienso me sorprendo —admitió Francisco con una sonrisa—. Hasta
hace unas horas habría deseado matarle pero, tras verle allí, frente a Yasmine y
Sfrantzés, con la cara descompuesta al escuchar como ese maldito Basilio había
jugado con todos nosotros… no sé, no pude sino compadecerle. Antes le habría
guardado rencor eterno, pero creo que estar a tu lado hace que quiera ser mejor
persona.
—Eso es lo más bonito que me han dicho nunca —musitó Helena con un susurro,
mientras sus ojos brillaban renacidos, con un hechizante fulgor que impedía que
Francisco apartara su mirada de ellos.
—¡Pues aún no he empezado con mis galanteos! —exclamó él con tono
dicharachero.
Ella rio. Por primera vez en semanas dejó escapar su alegría en sonoras
carcajadas que lograron apagar el intermitente murmullo de los cañones turcos,
incapaces de superar con su grito de muerte la jubilosa voz de la bella bizantina. En
un instante su rostro pareció rejuvenecer, recuperando la tersura, el suave tacto y la
delicada tonalidad de su piel. Ninguna droga o poción podía compararse al
embriagador efecto que el cariño realizaba sobre las penas y la desdicha.
—Hay algo que debo contarte —dijo él recuperando el semblante serio—, no
quiero que existan secretos entre nosotros, ni nuevos malentendidos. Sé que tienes un
gran aprecio a Yasmine —prosiguió Francisco mientras ella le miraba con intensidad,
atenta a cada sonido que salía de su boca—, pero ha intentado seducirme y, aunque
me he negado siempre y, tras comprobar lo mucho que ama a Teófilo, me resulta
difícil creer que vuelva a probar, creí que deberías saberlo. Ella…

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Helena puso su mano sobre los labios de Francisco, interrumpiendo su aclaración,
sonriendo con dulzura.
—No digas más, es parte del pasado. Si tú eres capaz de perdonar a Teófilo, yo
trataré de ser digna de ti y haré lo mismo. No más explicaciones de lo que no importa,
sólo necesito saber que estás a mi lado y que mañana te tendré de nuevo entre mis
brazos.
Una fuerte explosión resonó en todo el patio, cuando una bala, disparada desde
las baterías instaladas sobre un puente que cruzaba el Cuerno de Oro, impactó en las
cercanías del palacio, levantando una visible nube de polvo y cascotes arrancados,
como si quisiera recordar con su presencia lo incierto del destino que les esperaba a
ambos. Si por un momento la guerra pareció alejarse, disipándose en la niebla que el
amor formaba a su alrededor, el interminable martilleo de aquellos artilugios
infernales había roto el delicado espejismo que los envolvía.

Tamborileando con los dedos enguantados sobre la estrecha mesa de madera,


Giustiniani meditaba lo relatado por el secretario imperial acerca del incierto asalto
que, según sus secretas fuentes de información, se disponía a efectuar el sultán contra
las murallas. Con el ceño fruncido y mordiéndose un labio, se mantenía con la vista
fija en el sereno Sfrantzés, mientras daba vueltas en su cabeza a la posición de las
distintas compañías que defendían las distintas secciones de la triple muralla.
—Supongo que podremos descartar las murallas que dan al mar —dijo el genovés
con aspecto de hablarse a sí mismo—. Necesitarían traer sus barcos, lo que anularía
la sorpresa.
—Yo me inclino por un ataque contra el sector del río —intervino el baílo
Minotto—. Es la zona más débil.
—También la más protegida —repuso Giustiniani— y la que mantiene las
mejores tropas. No, sería demasiado complicado, eso sin contar con que es la parte en
la que centramos nuestros esfuerzos de reconstrucción.
—¿Dónde entonces? —inquirió el veneciano— y, sobre todo, ¿con qué tropas
rechazaremos el asalto? No podemos distraer ni una sola compañía de sus puestos
actuales y cada vez tenemos más bajas.
El genovés prosiguió con el irritante golpeteo que las yemas de sus dedos
producían sobre la mesa, mientras su otra mano jugueteaba con el pomo de la espada.
—He oído que ayer se desembarcaron mercancías y armas de los barcos del
puerto —comentó mirando a Minotto de reojo.
—Así es —confirmó el veneciano con indiferencia—. Con los turcos en el
interior del Cuerno de Oro nuestra flota está inmovilizada, por lo que hemos
preferido almacenar la carga de las bodegas en los arsenales imperiales.
—Eso quiere decir que los marinos están ociosos.
—Sólo algunos —puntualizó el baílo—. Tenemos una decena de barcos en

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continuo estado de alarma para defender la cadena en caso de un ataque.
—Pero hay otros tantos flotando inermes en el puerto —insistió Giustiniani.
—Cierto —admitió finalmente el veneciano—; me parece que ya veo adónde va a
parar vuestro razonamiento.
—Desplegaremos a esos hombres para reforzar la muralla —finalizó el genovés
con orgullo—, de ese modo podremos disponer de tropas suficientes sin debilitar
ninguna de las secciones.
—No estoy de acuerdo —discrepó Minotto moviendo la cabeza de un lado a otro
—. Venecia ya está contribuyendo con un numeroso contingente. Nuestros marinos
no están bien armados ni son soldados expertos, deberían mantenerse en sus barcos
por si es necesario alistar la flota entera. Los turcos disponen de fuerzas navales muy
superiores.
—Es cierto —intervino Sfrantzés—, pero hay que tener en cuenta la enorme
superioridad de nuestros barcos sobre los del sultán, algo ya demostrado en cuantos
enfrentamientos han tenido lugar hasta ahora. Por otro lado, las armerías imperiales
aún contienen gran cantidad de armaduras y armas de mano, tan sólo la pólvora
escasea, eso permitirá cubrir las necesidades de los nuevos soldados.
—¿De qué servirá la flota si nos derrotan en tierra? —añadió Giustiniani—.
Nuestra prioridad ahora es defender las murallas. En los últimos días los turcos no
han hecho otra cosa que salir al mar tocando las trompas para huir con el rabo entre
las piernas en cuanto ven a uno de nuestros buques abandonando el puerto.
—Todo eso es muy razonable —admitió el baílo—, pero sigue sin parecerme bien
y, es más, no creo que a los marinos les guste la idea de abandonar sus barcos.
—Tal vez se encuentren más dispuestos a obedecer si se instalan en Blaquernas
—sugirió Sfrantzés— junto a sus compatriotas. Ya que no hay forma de saber dónde
se producirá el ataque, es un lugar tan probable como cualquiera y con menos
implicaciones a la hora de mezclar contingentes de distintas naciones, algo que
siempre puede llevar a encender una disputa.
—Es una buena sugerencia —alabó Giustiniani—, aunque la muralla que protege
la zona del palacio es más moderna, también ha sido muy castigada, y su foso se
encuentra medio cegado. Es un punto bastante accesible para un ataque relámpago y
que, actualmente, se encuentra falto de defensores, pese a la energía y valor que
derrochan los venecianos.
—Sí… —dudó Minotto, visiblemente halagado por las palabras del genovés— de
esa forma existirían menos quejas. Trataré de convencer a los marineros para que se
trasladen a mi sector. Si me disculpan, caballeros, me dedicaré inmediatamente a la
tarea.
Con una rápida despedida, el veneciano partió raudo hacia el puerto, pensando en
la difícil misión que le esperaba. Para los tripulantes de un barco, este es más que un

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transporte que pueda llevarlos de puerto en puerto, es lo más parecido a un hogar que
muchos conocen a lo largo de sus vidas, por lo que ninguno de ellos abandonaría su
puesto con facilidad. En las circunstancias en que se encontraba la ciudad, tampoco
había que desdeñar la posibilidad de huir si los turcos llegaban a romper las defensas.
A bordo de sus barcos siempre podían contar con una esperanza, mientras que, en lo
más recóndito del barrio de Blaquernas, se encontrarían en una ratonera de la que les
resultaría imposible salir en caso de apuro.
A su espalda, Sfrantzés se mantuvo sentado junto a Giustiniani, estudiándolo con
su inquisitiva mirada, al tiempo que el genovés se mantenía a la espera, seguro de que
el secretario imperial aún guardaba más información bajo su indescifrable mirada.
—¿No hay algo que debáis decirme? —preguntó el griego.
—No se me ocurre qué podría ser —respondió el protostrator con sorpresa.
—Creo que recibisteis una extraña visita hace dos o tres noches.
—¡Virgen Santísima! —exclamó el genovés con una sonrisa—, es increíble,
¿tenéis ojos en cada esquina?
—Tan sólo trato de estar bien informado.
—Supongo que os referiréis a ese truhán que intentó sobornarme.
El secretario imperial asintió con la cabeza, sin mostrar la ansiedad que sentía al
comprobar como todas y cada una de las informaciones recibidas por su contacto se
iban desvelando correctas.
—Ese pillo me ofreció oro suficiente como para ahogarme en él, pero,
obviamente, le mandé al infierno. Si hubiera deseado riquezas, no os ofendáis si os lo
digo, no habría venido aquí.
—No me cabía duda —respondió Sfrantzés con una sonrisa—, y no os
preocupéis, soy muy consciente del estado de nuestras finanzas. Pero no me refería a
vuestro evidente rechazo a la propuesta, sino al emisario. ¿Por qué no mandasteis
prenderle?
—Pues… la verdad, no se me ocurrió. Hubo un momento que me enfureció lo
suficiente para haberlo ensartado, pero no pensé en apresarle. Ahora que lo
mencionáis creo que cometí un error, nos habría podido proporcionar información
sobre los espías del sultán.
—No os lo toméis tan a pecho —disculpó el bizantino quitándole importancia al
asunto—, un simple mensajero no podía saber demasiado sobre la red de espionaje de
Mahomet. Me basta con que os mantengáis alerta y, sobre todo, reforcéis la seguridad
de vuestra tienda, no quisiéramos perder al corazón que alienta la defensa.
—¡Vais a hacerme enrojecer! —se enorgulleció Giustiniani irguiéndose en la
incómoda silla—. Aunque no debéis preocuparos, aprecio enormemente mi cuello, no
pienso permitir que cualquier desarrapado me envíe al juicio final de manera tan poco
caballerosa.

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—Así lo espero —finalizó Sfrantzés.
El secretario imperial se despidió, encaminándose parsimoniosamente de vuelta
hacia el palacio, tranquilizado respecto a la predisposición del genovés,
inapelablemente comprometido con la defensa y con la ciudad. Aunque el hecho de
permitir la marcha del espía indicaba un preocupante despiste, fruto con toda
probabilidad del cansancio acumulado en tantas semanas de asedio, la lealtad de
Giustiniani quedaba fuera de toda duda, manteniéndose como el visible baluarte de la
defensa, como el héroe que habría de salvar a la angustiada Bizancio.

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7
De pie, en medio de su lujosa tienda, Mahomet fulminaba con la mirada a sus
generales el día después de su tercer fracaso asaltando la muralla.
Su ambicioso ataque por sorpresa, planeado con sumo cuidado y mantenido en el
más celoso de los secretos, se inició a medianoche, sobre el sector más próximo a
Blaquernas, donde la muralla, castigada con saña por la artillería turca, se encontraba
en peor estado y con el foso cegado y escasos defensores.
Los batallones turcos, reunidos en silencio al amparo de la noche, esperaban
encontrarse con una ligera resistencia, sostenida únicamente por un puñado de
venecianos de los que acampaban en el palacio imperial. Sin embargo, nada más
comenzar el brusco encuentro, los soldados de vanguardia se vieron sorprendidos por
la impenetrable y densa línea de defensa con la que los italianos rechazaron, uno tras
otro, todos sus intentos por entrar en la ciudad.
Con un acceso de ira, el sultán había ordenado a sus tropas retroceder,
abandonando la lucha mucho antes que en sus anteriores asaltos, convencido de la
inutilidad de proseguir con el enfrentamiento una vez que la sorpresa se había perdido
y quedaba claro que los bizantinos habían reforzado de manera notoria sus efectivos
en la zona.
El emplazamiento del punto de ataque no había sido revelado hasta minutos antes
del asalto, lo mismo que la selección de las tropas que habrían de llevar a cabo el
intento. Por ello, Mahomet tuvo que concluir que el fracaso se debía a una fabulosa
intuición del genovés al mando de la defensa o, por el contrario, a su propia
incapacidad táctica. Si lo primero resultaba honroso para los defensores, también
carecía de base aceptable, por lo que la opción de su inutilidad ganaba presencia en
su pensamiento, enfureciendo al sultán, angustiado por lo que pudieran pensar sus
oficiales, consejeros y soldados. Él era la luz que guiaba al islam en su guerra santa,
no podía mostrarse incapaz o incompetente, para ello ya le bastaba con su inútil
elenco de subordinados, a los cuales pensaba achacar el fallido ataque.
—¿Nadie tiene algo que decir, una excusa? —preguntó el sultán.
Los generales, con la vista baja, temerosos de la furibunda mirada de Mahomet,
esperaban con nerviosismo su reacción ante el fracaso. Ninguno de ellos se atrevía a
pronunciar palabra, precavidos ante la posibilidad de centrar la ira de su superior.
—¡Estoy cansado de vuestros fracasos! —gritó con toda la fuerza de sus
pulmones, haciendo que los oficiales se apretujaran entre sí, como niños asustados
ante la ira de su maestro—. Llevamos mes y medio de asedio y aún no hemos
conseguido poner siquiera un pie en sus murallas —prosiguió el sultán—. Disponéis
de más tropas que habitantes tiene Constantinopla, y sin embargo no sois capaces de
abrir una brecha en unos muros que la artillería ha convertido en un montón de

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escombros. ¡Mereceríais que os mandara ejecutar a todos!
El embarazoso silencio se mantuvo, con los generales aceptando el monumental
enfado con resignación, manteniéndose callados en espera de que la tormenta
amainara.
—¡Largo! —gritó finalmente Mahomet, exasperado por la infantil actitud de su
consejo de guerra.
—¡Zaragos! —llamó el sultán, mientras los oficiales abandonaban
precipitadamente la tienda—, tú quédate.
Zaragos Bajá se mantuvo quieto, observando anhelante como el resto de los
comandantes de las tropas le dirigían miradas compasivas mientras corrían a ponerse
a salvo de los improperios del sultán. Éste se acercó hasta él, mirándole a los ojos con
fijeza, lo que provocó que un intenso escalofrío recorriera la espalda del curtido
general mientras el sudor causado por el nerviosismo comenzaba a humedecer su
piel.
—Voy a reunir toda la artillería, concentrándola contra la muralla que se
encuentra junto al río —anunció el sultán con seriedad.
—Una sabia decisión —alabó Zaragos sin tener realmente el convencimiento de
que aquello fuera cierto.
Mahomet sonrió irónicamente, como si sus penetrantes ojos fueran capaces de
leer el agarrotado pensamiento de su consejero, advirtiendo la futilidad de sus
halagos.
—Vas a hacer entrar en acción a tus zapadores serbios —ordenó.
—Como deseéis, mi señor.
—¿No vas a preguntar siquiera dónde deben comenzar a cavar?
—Esperaba a que me lo dijerais, majestad.
El sultán recuperó el gesto serio, aumentando si cabe la intensidad de su gélida
mirada, obligando a su general a tragar saliva, dubitativo ante la idea de que su
cabeza se separara del tronco por su torpeza.
—Deben minar las murallas de Blaquernas —concluyó Mahomet—. Que
empiecen lo antes posible.
—Así se hará —confirmó Zaragos, que rebuscó rápidamente alguna idea con la
que contentar al sultán—. ¿Podría sugerir algo?
Mahomet levantó los hombros con indiferencia, como si no le importara en
absoluto cualquier plan que su consejero pudiera ofrecer.
—Podríamos construir torres de asedio —sugirió Zaragos—, situarlas al lado del
foso y proteger con ellas a los trabajadores que se encarguen de cegarlo, creando un
camino lo bastante sólido como para aproximarlas a las murallas. Eso nos daría
ventaja sobre los defensores.
—¿No serían demasiado vulnerables? —inquirió Mahomet con suspicacia.

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—Los bizantinos no disponen de cañones pesados —repuso Zaragos con
confianza— y han sufrido demasiadas bajas como para realizar una salida en masa.
Estoy convencido de que nos ayudarían en el triunfo.
—Si es así, adelante —concedió el sultán—. A fin de cuentas no perdemos nada
por intentarlo. Ahora vete y cumple las órdenes.
—Gracias, majestad, pronto podréis veros caminando sobre los cuerpos de
vuestros enemigos.
Zaragos se retiró entre innumerables reverencias, mientras Mahomet le observaba
con una sórdida mueca en su rostro, convencido de que aquel inútil y temeroso oficial
sería mucho más fácil de manejar que el astuto y prudente Chalil. Era indudable que
el cambio de primer visir que tenía en mente también le arrebataría un valiosísimo
consejero, pero si quería convertirse en el emperador que siempre había soñado ser, el
primer paso consistía en deshacerse de cualquier peligro para su trono, el mayor de
los cuales, irónicamente, era el fiel Chalil, demasiado inteligente, demasiado
influyente y, sobre todo, demasiado honrado y pacífico para la política que se
disponía a impulsar. Todo ello, sin embargo, quedaba a expensas de la caída final de
Constantinopla, sin la cual, sus sueños de grandeza para el islam quedarían rotos para
siempre.

Teófilo acariciaba la espalda desnuda de Yasmine, recorriendo sus suaves curvas


con las yemas de sus dedos, tumbados en el lecho de la turca tras su apasionado
encuentro nocturno.
El bizantino se encontraba embriagado por el sentimiento de felicidad, algo que ni
siquiera las ásperas críticas recibidas tanto del secretario imperial como de su propio
primo, el emperador, podían oscurecer. Ellos no comprendían lo que aquella mujer le
hacía sentir, el orgullo que suponía para él sentirse amado por una de las más bellas
muchachas de la corte, incluso hasta el extremo de llegar a ofrecerse a otro con tal de
salvaguardar el honor de su amado.
El recuerdo de Basilio invadió la mente de Teófilo, crispando inconscientemente
su rostro y deteniendo su mano sobre la cadera de la turca. El incapaz Sfrantzés le
había dejado escapar, convirtiendo el palacio en una suerte de circo en el que las
fieras se devoran entre sí sin alcanzar a su verdadera presa. En cierto modo, casi
prefería saber que ese maldito griego se encontraba libre, porque eso le
proporcionaba la esperanza de poder echárselo a la cara algún día para arreglar
cuentas por medio del acero, en lugar de los interminables interrogatorios que el
secretario imperial impondría al cautivo si llegara a apresarlo.
—¿Ocurre algo? —preguntó Yasmine al sentir como la mano de Teófilo se
detenía en su placentero recorrido.
El bizantino la observó, desviando su atención al brillo de su pelo, aún recogido
en una larga cola de caballo, descansando suelto sobre la cama, permitiendo la vista

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de sus hombros y la ligera tonalidad tostada de su piel. Cuando ella se derrumbó en
presencia de Francisco y Sfrantzés, proclamando su amor hacia él, apenas pudo
pensar en otra cosa que en la fortuna que poseía al acaparar toda la pasión de aquella
joven. Aunque ella se encontrara avergonzada y temerosa de la reacción de Teófilo
por su comportamiento, este había sabido no sólo perdonarla, sino valorar su valerosa
decisión, tan sólo reprochando que no mantuviera la suficiente confianza para
relatarle sus avatares, aunque, ¿quién era él para dar consejos? Había creído a pies
juntillas las melosas palabras de Basilio, ayudando como una estúpida marioneta a
sus dementes planes, cuyo fin tan sólo Dios sabía. No podía reprochar nada a su
amante dado que él mismo era culpable de los mismos delitos.
—Pensaba en el asedio —mintió Teófilo, tratando de desviar el tema de
conversación del odiado funcionario, evitando así causar más dolor a Yasmine
rememorando sus encuentros con Basilio.
—¿Sigues convencido de que no colaboras tanto como pudieras?
—¿Cómo no habría de ser así? —respondió él, decaído—. Ni siquiera he podido
intervenir en el último asalto. Si al menos me hubieran dejado realizar una salida…
—¿Una salida? —repitió la turca, dándose la vuelta para mirar a los ojos a
Teófilo, que jugueteaba con su largo pelo—. Creía que todas las puertas estaban
atrancadas.
—No —respondió Teófilo con una sonrisa condescendiente, como si aún le
sorprendiera el nulo entendimiento que, para la estrategia, pensaba disponía la
esclava—. Se ha mantenido una portezuela disponible, la de Kylókerkos, justo en la
unión entre la muralla de Blaquernas y la triple defensa central.
—¿No fue tapiada hace años? —repuso Yasmine con sorpresa.
—La abrimos de nuevo al iniciarse el sitio. Por allí realizábamos ataques por
sorpresa a los turcos antes de que los prohibiera Giustiniani. Al estar entre las dos
murallas apenas se ve y, aunque cualquier enemigo se fijara en ella, pensaría que se
encuentra atrancada.
—¡Eso es muy peligroso! —exclamó la esclava—. No la utilices, tengo miedo
por ti.
—No me pasará nada —afirmó él abrazándola—, ningún infiel me apartará de tu
lado.
Ella correspondió a su abrazo, apretándole con fuerza contra su pecho, al tiempo
que acariciaba su espalda. Sin embargo, su mirada y su mente se desviaban de aquella
estancia, intentando discernir la forma de hacer llegar hasta Badoer aquella
información vital. Al desaparecer Basilio, su único enlace posible con el banquero
veneciano se esfumó, rompiendo el vínculo de mensajes que mantenía con su antiguo
amo. Tras lo ocurrido, era absurdo pensar que Teófilo fuera capaz de hacer el trabajo
correspondiente al del enloquecido funcionario griego, por lo que Yasmine, tras

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meses de atentas intrigas, se encontraba con una noticia de incalculable valor que se
veía incapaz de transmitir.
El bizantino comenzó a besar su cuello, susurrando tiernas palabras de amor
mientras sus manos recorrían incansables las caderas de la esclava, acercándose
nuevamente a su placentero objetivo. Yasmine, reprimiendo sus deseos de arrojarle
de la cama, sonrió con fingida pasión y le besó con ardor mientras se preguntaba
cuánto tiempo más debería soportar aquel martirio.

El sudor caía por el rostro del serbio, producto del sofocante calor y del intenso
trabajo. A pesar de la experiencia excavando túneles en las lejanas minas de plata de
su país, el húmedo calor que reinaba bajo tierra junto al Mármara convertía la
profunda galería en un oscuro horno, donde la veintena de esforzados trabajadores se
hacinaban con picos, palas o cestos de tierra.
A medida que avanzaban sobre la blanda tierra, en pos de su objetivo bajo las
murallas de Blaquernas, un numeroso grupo se encargaba de retirar tierra y
escombros. Otros tantos entibaban con maderos el techo de la artificial cueva,
disponiendo a su alrededor grandes haces de paja con los que, una vez concluida la
mina, se incendiarían los soportes para que, debido al peso de los muros que habrían
de soportar, se quebraran en el momento elegido, derrumbando con ellos las murallas
de la ciudad.
A pesar del cuidado con el que se desarrollaban los trabajos, los mineros paraban
a cada rato, alertados por algún ruido o vibración extraña, atentos a cualquier señal
que indicara la presencia de sus enemigos. Dos días antes, los bizantinos,
aprovechando un descuido de los zapadores, habían penetrado en una de las minas
prendiendo fuego anticipadamente a los haces de leña y paja. La mayoría de los
mineros murieron, ya fuera asfixiados por el humo, quemados vivos o sepultados
cuando el techo se derrumbó sobre ellos sin darles tiempo a salir.
Los serbios eran conscientes de que su sacrificio no era importante para el sultán.
Al contrario que sus compañeros musulmanes, cuya pertenencia a la religión islámica
les convertía en valiosas piezas a cuidar, los contingentes de soldados cristianos que
apoyaban contra su propia voluntad al ejército de Mahomet eran prescindibles y, por
tanto, sacrificables. Por eso, a pesar de la constancia de que los griegos estaban sobre
aviso con relación a sus intentos de minar la muralla, se encontraban allí, regando la
oscura tierra con su sudor, tratando de controlar el miedo que les atenazaba en cuanto
uno de ellos levantaba una mano y todos paraban, agudizando el oído, escudriñando
la oscuridad en busca de alguna señal que les indicara que habían sido descubiertos.
El túnel progresaba con rapidez, rotando a los hombres de cabeza, que manejaban
los grandes picos con los que atacaban la tierra cercana a las murallas, cada vez más
suelta y húmeda, coordinándose con guturales voces en su casi indescifrable idioma
para martillear de forma rítmica sobre la pared.

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Una vibración hizo que los primeros se pararan, advirtiendo al resto de los
hombres que poblaban el túnel que permanecieran en silencio. Nada ocurrió, con lo
que el proceso, reanudado con recelo, prosiguió monótonamente. La tierra que se
apelmazaba en la parte frontal de la mina cada vez se encontraba más suelta,
inquietando a los que avanzaban, hasta que un pico, clavado con fuerza, atravesó la
arena, provocando un enorme hueco en la pared.
Alguien gritó en su lengua que existía otro túnel al otro lado, por lo que todos
agarraron picos y palos, dispuestos a vender cara su vida ante los probables
bizantinos que, pensaban, atravesarían los restos de la exigua pared para abalanzarse
sobre ellos. Sin embargo el silencio se mantuvo, la tierra permanecía quieta, y tras el
agujero abierto tan sólo la oscuridad devolvía los ecos de sus voces.
Con toda la precaución de la que eran capaces, algunos de los más valientes
aumentaron el tamaño del agujero, rompiendo a golpes la frágil pared y penetrando
con cautela en el ancho tramo que parecía conducir hasta la ciudad griega.
La titilante luz de sus antorchas apenas permitía vislumbrar más que unos metros
de oscuro pasillo, en el que hasta el aire permanecía en calma. Se miraron unos a
otros, intrigados, tratando de decidir el próximo paso, cuando notaron de nuevo una
vibración.
El silencio se acentuó, mientras los serbios clavaban los pies en el suelo y alzaban
los picos, esperando al aún invisible enemigo. Un rumor comenzó a oírse en la
lejanía, amplificándose poco a poco a lo largo de la oscuridad, acompañado de una
creciente vibración.
Pequeños trozos de tierra y polvo comenzaron a desprenderse del techo
desconcertando a los mineros, que empezaron a agitarse sin comprender lo que
ocurría. El rumor se convirtió en un estruendo cuando la avalancha de agua penetró
como una riada en el túnel, arrastrando a los que se encontraban al otro lado del
derruido muro, aplastándolos contra su base, mientras sus compañeros, presas de
pánico, se amontonaban tratando de retroceder desordenadamente en dirección a la
salida.
El agua superó la débil barrera del muro, creciendo a un vertiginoso ritmo que
pronto atrapó a la mayoría de los trabajadores, empujándoles contra el techo, entre los
gritos y lamentos de los que aún intentaban seguir respirando.
En unos instantes, todo el túnel se encontraba anegado, a oscuras, con muchos de
los serbios aún en su interior pataleando en la penumbra contra las paredes, que
arañaban mientras comprendían con horror que aquel era su fin.
—Creo que ya es suficiente.
John Grant levantó un brazo, haciendo una seña a los griegos que manejaban la
compuerta del agua de los fosos para que volvieran a cerrar la trampilla, encauzando
nuevamente el río Lycos para mantenerlo alejado de la amplia galería, excavada por

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el ingeniero escocés con ayuda de los trabajadores puestos a su disposición.
A su lado Francisco miraba con recelo la fuerte corriente, mientras el agua
comenzaba a moverse en complicados reflujos y remolinos, reaccionando al brusco
corte realizado por la poterna de la presa. En medio de las salpicaduras y las
corrientes, un trozo de tela apareció flotando en medio de aquel bullicioso canal,
como un solitario testimonio de lo acontecido bajo tierra.
—No es forma de morir —comentó con tristeza.
—Pues procura no caerte —respondió el escocés con tono socarrón.
—Si Cattaneo estuviera aquí te diría que actuamos de forma indigna.
—¡Pues que baje él a retarles a un duelo! —exclamó John con indiferencia—.
Para una vez que podemos rechazarles sin arriesgar el culo no voy a dejar pasar la
oportunidad.
El castellano se encogió de hombros, desviando su mirada hacia el campamento
turco, donde las fogatas se alineaban con matemática exactitud, formando continuas
líneas que recorrían serpenteando las colinas próximas a la ciudad.
—No te preocupes —gruñó el ingeniero—. Los turcos seguirán intentándolo. Ya
tendrás oportunidad de acompañarme bajo tierra para repartir mandobles.
—No es algo que me ilusione —respondió Francisco con un escalofrío, al
imaginarse el opresivo ambiente en el que debían desarrollarse aquellos trabajos—,
pero supongo que no tenemos alternativa.
—Desde luego —afirmó John con franqueza—. Una sola de estas minas podría
echar abajo todo un tramo de murallas, por donde se colaría el ejército turco al
completo. Lo malo es que con tanta mina y contramina estamos dejando los
cimientos de Blaquernas llenos de agujeros. Al final los muros se van a caer solos.
—Últimamente tienes mucho trabajo —comentó el castellano con un suspiro.
—¡Demasiado! —admitió el escocés levantando las cejas para enfatizar sus
palabras—. En cuanto esto acabe necesitaré un buen descanso en una de esas
paradisíacas islas griegas, rodeado de mujeres, vino y buena comida.
Dos días antes, el amanecer había descubierto varias torres de asalto, construidas
por los turcos durante la noche frente a la zona más desprotegida del río. Las
estructuras de madera, recubiertas de tiras de cuero húmedas para dificultar su
quema, servían como soporte para los arqueros turcos, de modo que tenían a raya a
los griegos mientras los auxiliares rellenaban el foso, creando un camino lo
suficientemente consistente como para soportar el peso de las torres.
Para inutilizarlas, John había reconstruido una vieja máquina de fuego griego,
utilizándola desde la muralla para rociar con el inflamable líquido la más peligrosa de
las torres, la que se erguía en las cercanías del río Lycos. Auxiliado por uno de los
más famosos arqueros bizantinos, el ingeniero, esquivando dardos lanzados desde
todas direcciones, derrochó valor en la tarea, consiguiendo impregnar con el oscuro y

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espeso líquido los maderos que, poco después, ardían como una gigantesca tea frente
a la ciudad.
Otra de las torres, cercana a la portezuela de Kylókerkos, fue destruida por medio
de barriles de pólvora acumulados en su base en una audaz salida dirigida por los
hermanos Bocchiardi, mientras que el resto fueron desmanteladas, ante la escasa
eficacia demostrada.
Aunque aparentemente más seguro, la eliminación de las minas que los serbios
excavaban para el sultán en los alrededores de Blaquernas era un trabajo peligroso y
agotador, debido a la continua búsqueda de los lugares donde los mineros realizaban
los túneles y a la ardua labor de contraminado, en la que el tiempo era esencial. Eso
hacía del eficaz ingeniero la pieza clave de la defensa en aquel momento, en el que el
mortal juego se decidía en medio de continuas labores de zapa.
—Últimamente se te ve poco por aquí —comentó John, sacando a Francisco de
sus meditaciones—, parece que pasas mucho tiempo con Helena.
—Voy a pedirla en matrimonio —afirmó sorpresivamente el castellano.
—¿Te vas a casar? ¡Estás loco! Acabarás teniendo a tu lado una jauría de críos
que te chuparán la juventud como terneros que se beben la leche de su madre. Eres
hombre de mundo, no te veo en medio de la corte bizantina de ceremonia en
ceremonia, aquí montan una procesión hasta para hacer sus necesidades.
—Espero que no sea tan terrible —repuso Francisco con una sonrisa—. La verdad
es que ya no concibo la vida sin ella.
—Por lo que veo, estás convencido.
—Sí, quiero dejar atrás los tiempos de vagabundeo y continuos viajes.
—Sigo pensando que te vas a arrepentir, pero, en fin, si es como lo quieres,
enhorabuena —añadió el escocés con una sonrisa, abrazando a su amigo y
levantándolo en vilo como si apenas pesara—. Vete preparando para vaciar la bolsa
porque espero un buen banquete de bodas, aunque no sé si será costumbre aquí.
—Tal y como está la ciudad —respondió Francisco medio asfixiado por las
efusivas muestras de afecto del gigantesco ingeniero—, no esperes encontrarte con
lechones asados o deliciosos manjares.
—¡Ya estás escaqueándote!, qué mejor prueba de que sigues siendo el mismo, a
mí no me engañas…
—No te quejes, siempre que vuelvas tendrás un sitio en mi casa.
—Avisaré con tiempo para que escondas a tus hijas —bromeó John.
—¡Y al gato! —añadió Francisco.
Con una carcajada, el escocés palmeó la espalda de su amigo, haciéndole
trastabillar. A punto de caer en el agua, el castellano dirigió una última mirada al
trozo de tela que, con un último remolino, desapareció tragado por la oscuridad.

—Yasmine, me gustaría hablar contigo.

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Helena se mantenía de pie detrás de la turca, que, de rodillas sobre el suelo,
colocaba la ropa de la futura emperatriz en uno de los arcones de madera tallada que
amueblaban su dormitorio.
La esclava se levantó lentamente manteniendo la vista baja, en actitud sumisa
ante su señora. Durante los últimos días apenas había cruzado palabra alguna con la
bizantina, tan sólo lo imprescindible para desempeñar sus funciones. Sin embargo,
esperaba que en algún momento la griega se dirigiera a ella para indagar respuestas
sobre lo ocurrido.
—Decidme, señora.
—Francisco me ha contado el comportamiento que has seguido hacia él —afirmó
Helena mientras Yasmine mantenía su fría mirada, carente de emoción alguna—. No
quiero remover más el pasado pero… me gustaría saber por qué lo hiciste.
—¿Os referís a tratar de seducirle?
—Sí.
—Soy una esclava, ¿qué otra cosa tengo?
—No te entiendo —negó Helena desconcertada.
—No se me permite vivir libremente —explicó la turca manteniendo la expresión
seria— ni relacionarme con nadie. Mi existencia se reduce a venir aquí cada día a
cuidar las pertenencias de alguien a quien nunca he visto y que puede que jamás
llegue a esta ciudad, sin posibilidad de salir, sin amigos, parientes ni aficiones. Se me
indica el idioma que debo hablar y a qué Dios debo rezar, incluso a quién debo
complacer. Tal vez sea extraño para una dama de la corte bizantina, pero, para mí,
poder sentir una sola noche que alguien me desee, por mí misma y no impuesto como
una obligación, sino sólo cuando yo quiera, es casi como acariciar la libertad.
Helena se mantuvo en silencio, atenta a las palabras de la turca. No sentía hacia
ella odio ni rencor, sino una profunda lástima. La existencia que había descrito no
estaba lejos de la de muchas otras mujeres de esa misma ciudad. Sin embargo todas
ellas eran libres de elegir su camino, mientras que a Yasmine ese destino le había sido
impuesto desde la niñez, arrancando de raíz cualquier esperanza. De algún modo,
podía comprenderla, entender el sencillo logro que para ella significaba cada pequeña
elección que conseguía arrancar a su miserable existencia. No podía odiarla por ello.
—Le amáis mucho, ¿verdad? —preguntó la turca.
—Más que a mi propia vida —afirmó Helena.
—Siento el daño que os he causado, no tendréis que temer nada de mí —dijo
Yasmine—. Os prometo que no volveré a acercarme a él, si la palabra de un esclavo
vale de algo.
—Para mí sí lo vale —agradeció la bizantina con una sonrisa—, más de lo que
puedas pensar.
La esclava retomó su anterior posición continuando con su tarea, doblando

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exhaustivamente la ropa que, a continuación, colocaba con cuidado en el arcón,
mientras Helena hizo ademán de dejar la habitación aunque, con una última mirada,
se detuvo en el umbral.
—No voy a estar aquí el resto de la mañana y, Yasmine, no sé cómo tengo que
decirte que no me trates de señora, prefiero que me llames Helena.
La esclava sonrió sin volverse, escuchando como su ama abandonaba la sala.
Feliz por haber zanjado aquel espinoso asunto, pensando que su secreto permanecía
oculto, mientras trataba de convencerse a sí misma de que su alegría se debía a la
tranquilidad de saberse a salvo y no a la extraña idea de haber logrado mantener con
Helena una amistad cuya simple existencia cualquier lógica negaría.

Los guardias del patio observaban con una sonrisa a Francisco, dando vueltas de
un lado a otro, hablando a solas como si ensayara un guión. Los cuatro lanceros se
codeaban unos a otros divertidos, señalando al castellano, ajeno a la expectación
levantada entre la soldadesca, cansada de la monotonía de las continuas vigilias y a la
que cualquier pequeño incidente bastaba para sacarla de su rutina.
Esperando a Helena, Francisco murmuraba de forma expresiva el amoroso
discurso que tenía preparado para su encuentro, en el que pensaba pedir su mano. Las
clases de protocolo, interrumpidas debido a las necesidades previas al asedio y nunca
más retomadas, no habían incidido en el tema de las relaciones entre miembros de la
nobleza y funcionarias de palacio, por lo que el castellano desconocía si existiría en
alguna de las múltiples normas que regían la corte un impedimento para aquella boda.
—Después de todo —se comentó a sí mismo—, si Teófilo puede relacionarse con
una esclava, ¿cómo no voy a poder yo casarme con una funcionaria?
—¿Qué murmuras de Teófilo?
Francisco dio un respingo al encontrarse a Helena a su lado, mirándole con los
ojos abiertos y una gran sonrisa iluminando su cara. Mientras meditaba en su discurso
no se había percatado de su presencia, algo evidente para los soldados cercanos, que
emitían sonoras carcajadas producidas por la alelada expresión del castellano.
—¿Damos un paseo? —preguntó él al tiempo que lanzaba una furibunda mirada a
los guardias, que no afectó a sus continuas chanzas.
Atravesando la puerta por en medio del divertido grupo de lanceros, que se
cuadraron burlescamente ante ellos, se adentraron por las callejuelas del barrio de
Blaquernas, dirigiéndose hacia el Cuerno de Oro, donde el eco de los cañones se
apagaba, amortiguado por el suave murmullo del brazo de mar.
El sultán había concentrado su artillería en la zona central de la defensa, el
Mesoteichion, donde la presencia del río situaba las murallas en una depresión,
atacable desde ambos lados. Eso liberaba al palacio y al barrio de Blaquernas de los
fuertes bombardeos soportados durante semanas, aunque pulverizaba las líneas
defensivas cercanas al Lycos, obligando a un sobre esfuerzo de las brigadas nocturnas

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de peones encargadas de su diaria reconstrucción.
Los barrios de Phanar y Petrion, lindantes con el Cuerno de Oro, mantenían una
inusual quietud desde que los numerosos barcos de pesca de los que se nutría el
trabajo de sus pobladores se encontraban forzosamente amarrados a los puertos,
debido al bloqueo realizado por las fustas turcas ancladas en el interior del brazo de
mar. Aquellos de sus habitantes que no habían sido reclutados o trabajaban en la
reconstrucción de la muralla se encontraban ociosos por la calle, remoloneando en
grupos reducidos que se concentraban en cada pequeño recodo y cruce, evocando los
tiempos en que la ciudad, aunque pobre, era respetada por los turcos.
A su paso, Francisco pudo comprobar como, si la mayoría de aquellos con los que
se cruzaban les observaban con respeto o indiferencia, unos pocos aún les dirigían
recelosas miradas, disgustados por su pertenencia a los odiados latinos, a quienes
algunas voces culpaban de lo acontecido. Acusando a italianos y catalanes de
provocar la acometida de Mahomet. Ciegos ante la evidencia de que la ciudad jamás
habría sobrevivido a ese asedio sin la ayuda de los miles de latinos que combatían,
codo con codo, con los griegos.
Helena se mantenía a su lado, indiferente a comentarios y miradas. Sonriéndole
dulcemente a cada ocasión, jovial y sencilla aunque sin perder parte de aquella
timidez a la que Francisco ya se había acostumbrado.
—Quiero subir a la muralla —dijo ella de repente.
—Pero… —balbuceó el castellano— yo prefería ir a la zona del Gran Palacio y…
—Eso está muy lejos —rio ella—. ¡Vamos!
Echando a correr como el día en que se besaron por primera vez, Helena se lanzó
calle abajo hasta las escaleras de la primera torre de guardia, ascendiendo
rápidamente los escalones, perseguida por un anonadado Francisco, que veía como
sus románticos planes se iban al traste con aquel súbito gesto de su amada.
Una vez arriba y casi sin resuello, se aproximaron a las almenas de la torre,
acariciados por la fresca brisa marina, que ondeaba ligeramente los finos ropajes de
Helena, alborotando los mechones de su pelo.
—No sé si algún día conseguiré prenderme el pelo como es debido —comentó
ella tratando de ordenar su cabello bajo la fina redecilla.
Francisco la miró embelesado, contemplando su grácil silueta mientras reunía el
valor necesario para declararse.
—Me gusta la vista desde aquí —dijo Helena con la mirada fija en el paisaje.
Forzándose a desviar sus ojos de ella, Francisco se acercó a las almenas, desde
donde se alcanzaba a vislumbrar toda la ciudad de Pera, encerrada en su cinturón de
murallas, del que destacaban los picos de las iglesias y la alta torre de Gálata. Más
allá de la colonia genovesa, a su izquierda, uno de los campamentos turcos mostraba
sus coloreadas tiendas, con los pequeños penachos que coronaban sus estructuras

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circulares ondeando al viento. Tras el asentamiento turco las onduladas colinas daban
paso a la campiña, salpicada de campos sin sembrar y pequeños bosquecillos hasta
donde abarcaba la vista, a ambos lados del ramal de agua que se iba estrechando a
medida que se adentraba en el interior.
El castellano trató de imaginar aquel paisaje libre de los amenazantes pabellones
enemigos, borrando de su vista las decenas de barcos que se concentraban al otro lado
del Cuerno de Oro, junto al valle de los manantiales. Le habría gustado encontrarse
en ese mismo lugar, contemplando la vista a ambos lados de la muralla en los tiempos
en que Constantinopla era la luz de Oriente, capital de un gigantesco imperio y la
ciudad más grande de Europa. Posiblemente alguien que hubiera vivido en los
tiempos de Justiniano no reconocería la lúgubre urbe en que su antigua capital se
había convertido. El mismo Alejo I, de quien él mismo se suponía era descendiente,
se habría asombrado ante la decrépita estampa que ofrecía su amada Bizancio.
—Hoy estás muy pensativo —afirmó Helena acariciándole el pelo.
—He estado meditando estos últimos días —dijo él tras respirar profundamente—
y he llegado a una decisión que me gustaría compartir contigo. Cuando los turcos se
vayan, aquí habrá mucho que hacer. Constantino deberá reconstruir casi toda la
ciudad y comenzar de cero para levantar de nuevo su maltrecho imperio. Necesitará
ayuda y he pensado que yo podría echar una mano.
—¿Vas a quedarte? —preguntó ella con feliz sorpresa.
—Sólo si te casas conmigo.
Helena se quedó boquiabierta, con los ojos como platos, como una estatua de sal
que acabara de petrificarse.
—No sé si el protocolo… —comenzó él.
La bizantina interrumpió las palabras de Francisco con un apasionado beso,
abrazándole con todas sus fuerzas.
—¿Eso es un sí? —preguntó dubitativo el castellano en cuanto pudo respirar.
—Sí —asintió ella, con un nuevo y prolongado beso.
—¿Ya está, no hay más protocolo?
Ella negó con la cabeza, apoyando la mejilla en su hombro, a punto de estallar de
felicidad.
—Gracias a Dios —musitó Francisco, que, a pesar de lo improvisado de su
discurso, se sentía más vivo de lo que jamás habría imaginado.

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III. Desenlace

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1
Entrecerrando los ojos para protegerlos del sol de la tarde, el vigía se esforzaba en
desentrañar la escena que divisaba en el mar. Lo que aparentaba ser un pequeño
bergantín navegaba con cuanto viento pudieran recoger sus velas en dirección al
Cuerno de Oro, perseguido de cerca por media docena de veleros turcos, que
intentaban desesperadamente dar caza a la ágil embarcación.
Tras casi una hora de tensa espera, los perfiles de los distintos buques implicados
en la veloz carrera se fueron detallando en el horizonte, desenmascarando al navío de
cabeza como un barco de aspecto claramente occidental, muy distinto de los turcos
que le seguían.
—¡El explorador de la flota de auxilio! —exclamó con el corazón a punto de
estallarle en el pecho por la emoción.
Arrojando a un lado lanza y escudo, bajó a la carrera por las empinadas escaleras
que daban acceso a la torre, a punto de rodar cabeza abajo debido a su
apresuramiento, hasta el barrio de Studion, donde, con grandes gritos, voceaba a todo
aquel que se cruzaba en su loca carrera hacia el palacio imperial que la escuadra
veneciana estaba a punto de liberar Constantinopla.

—¿No están tardando demasiado? —preguntó Constantino por segunda vez en


los últimos minutos.
—Es de noche —repuso Sfrantzés, tratando de aparentar calma—. No resulta
fácil bajar la cadena y maniobrar un navío de vela tan cerca de las murallas.
La llegada del bergantín enviado tres semanas atrás en busca de la flota veneciana
había corrido como el fuego por la ciudad. Todo tipo de rumores habían arrojado
hasta el último ciudadano a la calle, concentrándolos en las cercanías del puerto y en
lo alto de la Acrópolis, para contemplar el solitario navío que había burlado a toda la
flota turca para traer la esperanza a la sitiada ciudad. El pequeño velero, libre de sus
perseguidores, esperaba pacientemente la caída de la noche para que los marinos
italianos retiraran la cadena, permitiendo su paso al interior del Cuerno de Oro, donde
podría por fin atracar tras su valiente odisea.
Constantino, exhausto por la continua vigilia, se había negado a descansar hasta
recibir personalmente a los marinos que, tras veinte días de periplo, arribaban de
vuelta desde el Egeo. La excitación que le producía la espera de las noticias convertía
en inanes las súplicas de Sfrantzés, rogándole que tomara bocado y durmiera un poco,
consciente de que, por mucho que se quisiera acelerar el atraque, los osados
navegantes no pondrían pie en palacio hasta pocas horas antes del amanecer.
Esa misma mañana, John Grant había conseguido entrar junto con un grupo de
voluntarios en una de las minas serbias, capturando varios prisioneros. Sometidos a

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tormento, revelaron el emplazamiento de todos los túneles que las tropas del sultán
realizaban bajo los muros. Una a una, las minas fueron destruidas por el eficaz
ingeniero, logrando un tiempo que se revelaba precioso para que la flota veneciana
pudiera alcanzar la ciudad. Si las galeras que habrían de liberar el sitio se encontraban
próximas, el logro del escocés al servicio de Giustiniani se había conseguido justo en
el momento adecuado.
El secretario imperial observaba como Constantino, incapaz de controlar su
nerviosismo, paseaba de un lado a otro de la amplia estancia como un preso que
esperara la noticia de su libertad. De repente, las puertas se abrieron con un
chasquido, dejando paso al megaduque Lucas Notaras, encargado de recibir a los
marinos que le acompañaban y de conducirlos a palacio.
Antes de poder intercambiar una palabra y dejando a un lado el inútil protocolo,
el emperador se dirigió a ellos, cogiendo al capitán del bergantín por los hombros,
interrogándole con intensidad.
—¿Dónde están?, ¿llegarán mañana? ¡Rápido, decidme qué han dicho los
venecianos!
—Majestad… —repuso el recio navegante bajando la vista—. No hemos
encontrado ninguna flota.
En el silencio que siguió a la frase del marino, todas las miradas se centraron en
Constantino, el cual se había quedado sin respiración, atónito.
—Hemos recorrido el Egeo —añadió el recién llegado con la voz quebrada— sin
encontrar rastro del auxilio de Venecia. Aunque algunos pensaron que era una locura,
decidimos regresar para cumplir con nuestro deber y para entregar la vida por
nuestras familias y nuestro emperador.
Apretando con fuerza los hombros del apenado capitán, Constantino trató de
hablar, pero la voz no llegó a surgir de su garganta. Una lágrima se deslizó por su
mejilla mientras, con visible esfuerzo, tomaba aire para hablar a los marinos.
—Sois hombres de honor, Constantinopla se llena de orgullo por vuestra lealtad y
valentía. No puedo sino mostrar la mayor de las gratitudes a quienes afrontan con
dignidad la muerte pudiendo elegir la libertad.
Ocultando con una mano las lágrimas que inundaban sus ojos, el emperador dio la
espalda a los presentes, dirigiéndose con paso lento hacia el trono.
—¡Puede que las galeras venecianas hayan elegido otro camino! —exclamó
Notaras, tratando inútilmente de insuflar un soplo de confianza a los angustiados
presentes—. ¡Podrían estar aquí en tres o cuatro días!
Uno de los marinos comenzó a sollozar, haciendo que todos los presentes
agacharan la cabeza, con el corazón encogido por la pérdida de esperanzas que había
supuesto la información recibida de labios del capitán. Éste aguantaba a duras penas
las lágrimas, enjugándose los húmedos ojos con una de las mangas de la túnica que

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vestía.
—Nadie vendrá a ayudarnos —afirmó Constantino con voz débil—. Nos han
abandonado y tan sólo nuestra fe en Cristo y la Santa Virgen podrá consolarnos.
—Alteza…
—Os agradezco nuevamente vuestra impagable lealtad —interrumpió el
emperador—, pero ahora desearía estar un rato a solas.
Con un nudo en la garganta, marinos, nobles y guardias se retiraron en silencio,
seguidos por el acongojado secretario imperial, quien, antes de cerrar las puertas tras
de sí, escuchó con angustia como su mejor amigo, hundido y desesperado, se
mantenía de pie, en medio del salón del trono, murmurando una vieja profecía:
—Un Constantino fundó Constantinopla, otro con el mismo nombre la perderá…

A pesar de lo avanzado del mes la mañana trajo un viento frío del norte, húmedo e
intenso, que serpenteaba silbando por los callejones donde se concentraba la
población de la ciudad, comentando las escasas noticias que se filtraban de la
conversación entre el emperador y los marinos del barco llegado la noche anterior.
Constantinopla entera conocía ya la deprimente verdad, que el rápido bergantín
no había avistado en su largo viaje atisbo alguno de la flota veneciana que el baílo
Minotto había solicitado meses atrás. A pesar de que unos pocos aún conservaban la
fe en la ayuda del Papa o las potencias occidentales, la mayoría descartaba con
desesperación cualquier tipo de socorro, concluyendo que tan sólo la tenaz resistencia
sería capaz de vencer al enemigo turco.
En su camino hacia el monasterio de Cristo Pantocrátor, Helena y Yasmine se
cruzaron con multitud de grupos en los que no se distinguían más que caras de
desánimo y desconfianza ante el futuro. El asedio duraba ya más de mes y medio, y
los suministros comenzaban a escasear. El número de muertos y heridos crecía de
manera continua, y el interminable martilleo de la incansable artillería turca
destrozaba la moral de los bizantinos.
A pesar de la alegría con la que Helena había despertado esa mañana, ilusionada
con los preparativos de su próxima boda, nada más recibir la noticia por boca de uno
de los guardias de palacio, que hizo una vívida descripción del decaído estado moral
del emperador y del fallido resultado de la búsqueda de refuerzos, su ánimo se
quebró, apareciendo en su lugar el temor por el destino que les esperaba.
Tras los pasados sinsabores que su relación había sufrido y superado, la renovada
esperanza pendía de un hilo, acosada por la creciente presión turca, más intensa si
cabe, ahora que la certeza de luchar en solitario se había confirmado. El miedo a la
pérdida se acrecentaba en su interior, contagiado de la desesperación que se palpaba
en la calle.
Aceleraron el paso de manera inconsciente, tratando de llegar cuanto antes a la
seguridad que otorgaba el interior del monasterio a las acongojadas almas de los

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fieles. Nada más cruzar el umbral los lejanos ecos de los cánticos religiosos de los
monjes aquietaron el agitado ánimo de Helena, tranquilizando su espíritu, como si
aquel lugar permaneciera ajeno a la realidad exterior, incólume ante el peligro y el
derrumbe de la ciudad.
Un monje les indicó que debían esperar en el patio interior que daba acceso a las
distintas dependencias, ya que no se permitía el acceso de mujeres a ninguna de las
zonas del monasterio. Mientras esperaban a que Genadio las recibiera, Helena se fijó
en Yasmine, que, con la vista fija en los arcos y columnas de la galería porticada,
mantenía la expresión vacía que caracterizaba a sus bellos ojos. Nunca había pensado
en ella como una competidora, como una mujer a batir sentimentalmente, y se sentía
dolida por el comportamiento que había mantenido hacia Francisco, aunque debía
admitir que comprendía su lógica. Era una esclava. Su única libertad consistía
precisamente en hacer uso de lo único que nadie podía arrebatarle, su condición de
mujer, para, por medio de ella, tratar de encontrar un fugaz destello de luz dentro de
su vida de tinieblas. Siempre la había tratado bien, casi como una amiga, pero el trato
dulce y las bellas palabras no podían ocultar la realidad de la pesada carga que la
esclavitud imponía a Yasmine. Helena había llegado a olvidarlo, pero no existía duda
de que la turca no podía permitirse el lujo de evadirse de su lastimosa verdad.
Una cristiana debía perdonar y así hacía Helena con su compañera, jurándose en
aquel recinto dedicado a Dios que no mantendría rencor en su corazón hacia la que,
en los últimos meses, había sido su única confidente. Por otro lado, debió admitir que
el intento de seducción de la turca había elevado su orgullo. Pese a su exuberante
belleza, digna de las alabanzas de la mayor parte de los funcionarios y soldados que
habitaban el palacio, Francisco había resistido, la había preferido a ella. Por encima
de la tentación triunfaba el amor que le profesaba. La bizantina sentía cierto
agradecimiento a la esclava por demostrar, mediante una prueba a la que nunca se
habría enfrentado Helena conscientemente, que él era el hombre que ella sentía en su
corazón.
El monje regresó con paso tranquilo acompañado de Genadio, vestido con su
tradicional hábito negro. Una amplia sonrisa llenó su cara al ver a Helena,
acercándose a saludarla efusivamente.
—Mi querida niña —dijo con visible alegría—, apenas puedo creer que vayas a
casarte, y tú que siempre me decías que acabarías sola como una anciana desgraciada.
—Tú siempre me respondías que era tonta, que el Señor tenía algo especial
reservado para mí. Finalmente tenías razón.
—Me llena de gozo que te hayas acordado de este anciano en momentos tan
felices, dime, ¿qué te trae por aquí?
—Me gustaría pedirte que seas tú quien nos case —comentó Helena con una
sonrisa—. No veo a nadie mejor para celebrar nuestra unión.

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—Sería un verdadero privilegio y estaría encantado, pero tu prometido es familiar
del emperador y, desde la unión de las Iglesias, se ha impuesto el rito latino.
Constantino no permitirá que se celebre una liturgia ortodoxa frente al público.
—Queremos una ceremonia íntima, a la que asistirán apenas un puñado de
amigos y parientes. Francisco ha hablado con el emperador y con el cardenal Isidoro,
y ambos han accedido a permitirlo. Será de noche y en secreto, pero a nosotros no
nos importa.
Genadio asintió con sorpresa, ladeando la cabeza en un gesto de meditación.
—He de admitir que si todos los clérigos occidentales fueran tan comprensivos
como el cardenal Isidoro no habríamos llegado a esta situación. De los muchos que
he conocido él es el único al que he visto razonar y actuar con moderación, supongo
que será fruto de su herencia griega. Prometí encerrarme aquí —añadió con un
suspiro— alejándome de la vida pública, pero no creo que rompa mi voto por oficiar
tan satisfactoria liturgia. Puedes contar conmigo.
—No sabes lo feliz que me haces —agradeció Helena con emoción.
—¿Para cuándo pensáis casaros?
—Cuanto antes, este domingo a ser posible.
—El domingo es un día complicado para mí, demasiados compromisos dentro del
monasterio. Aunque de noche nadie se fijaría en un simple monje que cruce la
ciudad.
—Por nosotros no hay ningún problema.
—Hacedme llegar los detalles —se despidió Genadio—. Ahora he de volver con
mis oraciones, rezaré por vosotros.
Helena se despidió del monje, saliendo del monasterio con una sonrisa tras haber
dejado atrás los miedos y temores. El domingo celebraría la sagrada unión con el que
habría de ser su marido, su compañero para el resto de sus días, y con esa certeza
nada en el mundo podía arruinar ese momento.
—Señora —dijo Yasmine una vez se encontraron en la calle—, ¿puedo solicitar
un favor?
—Claro —respondió Helena—. ¿De qué se trata?
—Mi antiguo amo, Giaccomo Badoer, vive un poco más abajo, en el barrio
cercano al puerto de los venecianos. Desearía acercarme a presentar mis respetos, no
tuve ocasión de agradecerle que me pusiera al servicio del emperador y, por tanto, al
vuestro.
—Por supuesto, Yasmine —concedió la bizantina—. Es muy loable por tu parte
que aún le tengas en tanta estima, pero no te retrases demasiado, los guardias de
palacio están muy suspicaces.
—Gracias, señora, no tardaré.
La turca se separó con rapidez de Helena, aliviada por lo fácil que había sido

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engañarla, tan sencillo como lo fue que admitieran su testimonio durante el juicio a
Teófilo. Mientras caminaba a paso rápido en dirección a la palacial residencia en la
que habitaba el banquero veneciano no pudo evitar sonreír con ironía ante la idea que
la bizantina tenía de su fidelidad hacia su antiguo amo. Yasmine odiaba a Badoer con
todo su corazón. Fue él quien la compró a sus captores cuando era una niña, fue él
quien robó su inocencia, destruyendo sus sueños en una sola noche de olor a alcohol
y sudor. Recordaba las lágrimas, las súplicas, el dolor y la humillación, sentimientos
que una niña no debería conocer hasta ese límite. Tras esa noche llegaron otras,
aunque tras la primera Yasmine no volvió a llorar, a gimotear pidiendo por favor que
parara. En una hora había pasado de la infancia a la triste realidad que había llenado
su vida durante años, había arrojado a un lado sus sentimientos, encerrándolos bajo
una máscara de hielo que se tornaba más y más fuerte con el tiempo, hasta llegar a un
punto en el que nada podía atravesar su superficie, consiguiendo que cualquier
sentimiento resbalara por su pulida piel. Desde entonces atesoraba aquel odio como la
tabla de salvación a la que inconscientemente se aferraba.
Tal vez por ello le sorprendió el extraño sentimiento de culpabilidad que sentía
cuando debía mentir a Helena. Incomprensiblemente, a pesar de su intento de
seducción hacia su propio marido, la bizantina parecía haberla perdonado y mantenía
con ella su trato amable. Yasmine pensaba que si ella misma se hubiera encontrado en
el lugar de su ama habría hecho fustigar a su esclava hasta arrancarle la piel. Por ello
no acababa de creer en el sincero perdón de la griega, aunque, a pesar de ello, era la
única que la hacía sentir incómoda consigo misma, una sensación desconocida para la
curtida esclava y que la obligaba a realizarse demasiadas preguntas sin respuesta.
La monumental casa en la que residía el banquero destacaba por su magnificencia
sobre las demás casas del barrio, incluso cuando muchas de ellas pertenecían a su vez
a ricos comerciantes y mercaderes. Sus tres pisos y estructura rectangular escondían
en su interior un amplio patio porticado cubierto de rosas en plena floración y
numerosas estancias, que daban cobijo a la cuantiosa servidumbre que empleaba el
veneciano.
Las ventanas, de estilo claramente italiano, recubiertas de bellos vidrios
importados de las más conocidas fábricas de la ciudad de los canales, destacaban en
la fachada del edificio, enmarcadas en pequeñas columnillas que soportaban arcos
decorativos, esculpidos a mano sobre las losas de mármol blanco que recubrían la
fachada. El tejado a dos aguas que coronaba el pequeño palacio refulgía en su
brillante color rojo, mucho más intenso que los apagados tonos granates y ocres que
ofrecían las techumbres de los edificios colindantes. La sola visión de tan magna
estructura daba idea del lujo y la suntuosidad que su poseedor quería transmitir, una
perla de ostentación en medio de la decadencia general de la ciudad.
La esclava se aproximó a la entrada principal, una puerta de bronce de doble hoja,

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lo suficientemente ancha como para permitir el paso de una litera o un carruaje, y que
ahora se encontraba abierta, permitiendo un importante trasiego de muebles y grandes
fardos que eran introducidos en la vivienda desde un almacén situado calle abajo.
—Soy una antigua esclava del amo —explicó Yasmine al criado que se
encontraba en la puerta—, vengo a presentar mis respetos.
El sirviente, vestido con un impecable traje negro y amarillo, arrugó la frente,
contestando con un fuerte acento veneciano:
—El señor se encuentra muy ocupado, no creo que tenga tiempo para recibir
visitas imprevistas.
—Tan sólo has de comunicarle mi presencia —replicó la turca con una fría
mirada—. Si no quiere verme me iré.
El criado acentuó la expresión de extrañeza, receloso de aquella mujer a la que no
había visto hasta ahora, aunque, con un suspiro, asintió pacientemente y se adentró en
el edificio, haciendo esperar a la turca en la calle.
Poco después volvía a la carrera con una fingida sonrisa en el rostro, conduciendo
a la esclava, solícita y amablemente, hasta una pequeña sala en el primer piso, donde
rogó que esperara.
La diminuta estancia no disponía más que de un antiguo diván, de estilo romano,
y una mesa baja con un cuenco rebosante de frutas. Sin ventanas y con dos puertas,
mantenía la luz valiéndose de una lámpara de aceite que colgaba del techo por medio
de una larga cadena.
La puerta contraria a la que había utilizado para entrar se abrió sin apenas ruido, y
un hombre, vestido con una larga túnica granate hasta los pies, apareció en silencio,
cerrando la puerta tras de sí.
—Hace mucho tiempo desde nuestro último encuentro.
En los últimos meses, la acusada calvicie del banquero italiano se había
acentuado, incrementándose al mismo ritmo que el grosor de su vientre, indicativo de
las generosas comidas que Badoer ingería mientras el resto de la ciudad malvivía con
el racionamiento de víveres imperial.
—¿Qué ha pasado con tu amigo, el griego? —añadió con interés—. Hace casi tres
semanas que no viene con mensajes.
—Ya no vendrá más —respondió Yasmine con frialdad—. Lo buscan los
bizantinos.
—¿Podría comprometernos? —preguntó el banquero sin alterar el tono de voz,
aunque denotara una ligera preocupación—. Ya he mantenido una charla con el
secretario imperial y no es algo que quiera repetir.
—No.
Badoer se mantuvo en silencio, esperando a que fuera la turca la que explicara la
razón de su visita en lugar de preguntar. Su calculada indiferencia ante cualquier

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asunto le había otorgado fama de imperturbable negociador entre los grandes
comerciantes con los que se relacionaba. Ahora utilizaba la misma táctica con la
esclava, tratando de afirmar su superioridad.
—Tengo un mensaje importante —afirmó finalmente la turca—, por eso me he
arriesgado a venir.
—Luego me lo dirás —interrumpió el veneciano—. Tu presencia me trae
placenteros recuerdos que quiero rememorar y no mezclo el placer con los negocios.
Badoer se acercó a ella, regocijándose descaradamente en el voluptuoso cuerpo
de la esclava, mientras Yasmine apretaba los puños de manera inconsciente, dispuesta
a pasar de nuevo por la misma tortura sin permitir que le afectase.

De pie ante las puertas de bronce que daban acceso a las habitaciones imperiales,
Sfrantzés esperaba pacientemente a que Constantino le recibiera. La noche anterior,
tras dejarle completamente abatido, el fiel secretario imperial no pudo conciliar el
sueño, pensando en una solución que consiguiera reestablecer la moral perdida con el
anuncio realizado por el bergantín.
Tras meditarlo durante horas había llegado a una conclusión obvia, algo que
siempre había funcionado durante siglos y que, sin ninguna duda, era la única forma
de conseguir insuflar nuevos ánimos en el pueblo bizantino: recurrir a sus más
sagrados iconos.
Durante generaciones, Constantinopla se había cubierto de toda clase de objetos
religiosos de incalculable valor. Desde la verdadera cruz y la corona de espinas de
Cristo, robadas por los cruzados en su asalto a la ciudad, hasta prendas de ropa,
huesos e iconos de santos.
Durante el asedio sostenido treinta años antes, una aparición de la Santísima
Virgen, vestida de púrpura sobre los muros en medio del ataque, había bastado para
aterrar a los turcos y convertir a los agotados defensores en invencibles leones. Los
innumerables testigos que contemplaron el milagro sufrieron un inapelable vuelco en
sus corazones, el mismo efecto que quería provocar Sfrantzés. Aquella no fue la
única vez en la que apariciones o iconos habían salvado a la ciudad, todos conocían
lo ocurrido durante el asedio que los bárbaros de las estepas rusas impusieron a la
ciudad aprovechando la ausencia del ejército y la flota, empeñados en la guerra con
los árabes. En aquella ocasión, la túnica de la Virgen fue introducida en las aguas,
provocando una repentina tempestad que destruyó la flota enemiga. El secretario
imperial, a pesar de su escepticismo, se preguntaba si el recurso a los sagrados iconos
no podría funcionar de nuevo en tan necesitado momento.
La puerta se abrió por fin, dejando paso a un demacrado Constantino, ojeroso y
agotado, que sonrió con dificultad, haciendo una escueta seña para que el secretario
se adentrase en sus aposentos.
Dentro de la habitación reinaba la oscuridad, tapada la luz de la mañana con

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espesas telas que se tendían frente a los amplios ventanales. El cargado ambiente hizo
que Sfrantzés encogiera la nariz, aunque trató de disimular, sonriendo
amigablemente.
—¿Qué querías decirme? —preguntó Constantino con voz débil.
—El pueblo ya conoce las noticias traídas por el bergantín, y se encuentra
desmoralizado a pesar de los éxitos militares.
—No es de extrañar —confirmó el emperador—. Cualquiera diría que el Señor
nos ha abandonado.
—Eso mismo debe de estar pensando la mayoría de los habitantes de la ciudad,
por lo que se me ha ocurrido algo para convencerles de que Dios aún nos protege.
Constantino miró fijamente a su amigo, con una preocupante expresión en su
rostro, casi como si se tratara de un extraño a quien no pudiera reconocer,
manteniéndose en silencio en espera de su explicación.
—Deberíamos sacar mañana en procesión nuestro más sagrado icono —afirmó
Sfrantzés con firmeza—, la Virgen Hodigitria. Eso evidenciaría que el Todopoderoso
no abandona a sus hijos.
El emperador, inicialmente ajeno a la propuesta, casi indiferente, comenzó a
asentir con lentitud, emitiendo un pausado suspiro que pareció devolverlo a la
realidad.
—Sí —confirmó—, creo que podría ser una buena idea. Prepáralo todo para
mañana.
El secretario imperial sonrió aliviado, pensando que quizás el propio emperador
fuera uno de los más necesitados de olvidar aquellas incoherentes profecías sobre el
fin de la ciudad. Una de ellas advertía sobre el peligro que se cernía sobre
Constantinopla, avisado mediante una señal de la luna. Esa noche el plenilunio se
elevaría sobre la urbe, como mensajero de la gran procesión que, como cada vez que
había sido necesario a lo largo de la historia, devolvería a los bizantinos su fe.

—¿Qué es eso tan importante que debías decirme?


Badoer se alisaba la ropa que acababa de ponerse, mientras Yasmine aún
permanecía sobre el diván, desnuda, con el cuerpo hecho un ovillo y la mirada
perdida. Se incorporó lentamente, en silencio, con la vista fija en el dorado cuenco de
fruta, tapándose inconscientemente con los brazos.
—Los bizantinos mantienen una de las portezuelas en uso —dijo por fin con voz
carente de cualquier emoción—, la de Kylókerkos, está cerrada tan sólo por un
travesaño fácilmente retirable.
El veneciano se mantuvo en silencio, meditando aquella información.
—Bien —comentó finalmente, girándose para salir de la habitación—. Vuelve al
palacio.
—Quiero que me saques de allí —pidió la turca, haciendo que el banquero se

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detuviera y se volviera a mirarla. Esta vez Yasmine alzó el rostro, clavando sus fríos
ojos en el veneciano, endureciendo sus facciones—. Cuando los turcos entren en la
ciudad —añadió ella con tono firme— quiero que me proporciones un lugar seguro.
Badoer frunció el ceño durante un instante, antes de modificar su expresión para
esgrimir una amplia sonrisa.
—Claro, por qué no. A fin de cuentas, me encanta tu compañía, no quiero
desperdiciarte arriesgándome a que cualquier turco hambriento te tome como cautiva.
Espera aquí.
El veneciano salió con tranquilidad, mientras la esclava recuperaba su ropa y
comenzaba a vestirse. Poco después Badoer regresó, depositando una pequeña nota
en la mano de la turca.
—Cuando los turcos ataquen la muralla —explicó mientras acariciaba el pelo de
Yasmine— nadie vigilará las puertas de palacio, huye al puerto veneciano. Allí te
esperará una persona en un bote, será el que tenga un paño rojo anudado en lo alto del
mástil, justo debajo del pendón de Venecia. Entrégale esta nota y te transportará hasta
Pera, donde estarás a salvo.
La esclava observó el trozo de pergamino, en el que resaltaban varias anotaciones
hechas apresuradamente en un lenguaje desconocido para ella.
—No te molestes en darme las gracias —añadió Badoer saliendo de nuevo de la
habitación—, ya tendrás tiempo de pagármelo.
Guardando cuidadosamente el preciado salvoconducto, la turca abandonó el
palacio del italiano, jurándose a sí misma que, cuando se encontrara a salvo en la
colonia genovesa, no volvería a ver a aquel puerco si no era para degollarlo.

La luna llena de mayo se elevaba en el límpido cielo iluminando con su reflejo la


dormida ciudad, donde tan sólo junto a las murallas se observaba algún movimiento.
Una hora después de que el astro apareciera en el horizonte, sustituyendo al sol como
rey del cielo, los trabajadores que, infatigablemente, devolvían con su esfuerzo la
forma a los derruidos muros que defendían la urbe, comenzaron a codearse unos a
otros señalando el curioso fenómeno que comenzaba a formarse.
Lentamente, el perfecto círculo de la luna comenzó a menguar a la vista de los
atónitos ojos que contemplaban el blanquecino satélite. Poco a poco, la luna llena se
convirtió en un cuarto y, más tarde, casi desapareció, oscureciendo con su ausencia
campo, mar y edificios, donde los atemorizados griegos comenzaban a santiguarse
entonando clamorosas plegarias.
—¡La luna! ¡Una señal de la luna! —gritó una voz.
El tembloroso anuncio disparó una multitud de sollozos, cuando los bizantinos
presentes recordaron la profecía que auguraba la caída de la ciudad cuando la luna lo
confirmara por medio de una señal. Tras la evidente muestra que les llegaba desde el
cielo, la mayoría temblaban, conscientes de que, tras el extraño plenilunio de aquel

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día, la predicción se habría cumplido.
La noticia se propagó con rapidez por calles y plazas, consiguiendo que los
griegos se agolparan a la puerta de sus casas a contemplar el misterioso fenómeno.
Algunas iglesias repicaron sus campanas, mientras los sacerdotes acudían a consolar
a la turba de angustiados feligreses que se congregaban en su interior, refugiándose
de lo que, con toda probabilidad, era una señal del próximo fin de Constantinopla.
Durante horas la luna se mantuvo oculta, hasta que, antes del amanecer, su cara
comenzó a resurgir de nuevo, reflejando una creciente luz de contornos rojizos, una
luna de sangre, que no hizo sino acrecentar el nerviosismo y la excitación de los
bizantinos, que se concentraban en torno a sus clérigos y sacerdotes para cantar
himnos al Señor, solicitando de su infinita gracia el final de tan terrible suceso.
En torno al campamento turco, las antorchas se multiplicaban, denotando una
frenética actividad, aunque en el caso de los musulmanes, el ambiente de voces y
cánticos, cuyos ecos alcanzaban las murallas y a quienes aún se encontraban en ellas,
indicaba que los otomanos festejaban la señal que Alá les enviaba anunciando su
próxima victoria. En el bando enemigo también se conocían las profecías que
auguraban la caída de la ciudad y, con creciente entusiasmo, agradecían al
Todopoderoso su apoyo en la cruzada mantenida a favor del islam.
Aquella noche muchas partes de la muralla quedaron sin restaurar, debido al lento
ritmo seguido por los griegos en los trabajos junto a los derruidos muros. Giustiniani,
consciente de la frágil moral que sustentaba a los bizantinos, se encontraba más
preocupado por el posible derrumbe emocional de los griegos que por la debilidad de
las defensas, para las que, la siguiente noche, podría encontrar una solución más fácil
que para el ánimo de los ciudadanos.
Poco después de amanecer, el agotado genovés se encaminó al palacio de
Blaquernas, comprobando a su paso como los primeros rayos de sol, además de
caldear el frío ambiente nocturno, habían conseguido, con su tibieza, alejar los
demonios que la noche había traído a las mentes de los habitantes. Los bizantinos
acudían con calma a iglesias, tiendas, puntos de distribución de suministros o casas
de familiares y amigos a comentar en grandes grupos el pasado fenómeno.
En su tránsito a través del deteriorado barrio, donde los impactos de las balas que
habían superado la muralla mostraban su destructivo trabajo, Giustiniani pudo
comprobar de primera mano el decaído espíritu que mostraban los ciudadanos,
desgastado a través de casi dos meses de continuo asedio, escasez y penalidades
climáticas, que obligaban a pensar, incluso al hombre de más férreo carácter, que
Dios se estaba ensañando con la sitiada urbe.
Si bien la guerra siempre se había encontrado en las conversaciones como tema
recurrente, centralizando las plegarias y sermones de los sacerdotes, ahora
monopolizaba por completo la existencia de Bizancio, expulsando de su lado

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celebraciones, trabajos y cualquier otra distracción que pudiera imaginarse.
A su llegada ante las puertas del palacio de Blaquernas, Giustiniani, engalanado
con su brillante armadura, murmuraba entre dientes que, si existía un momento para
que los bizantinos sacaran sus sagrados iconos a la calle, aquel era, sin duda, el día
indicado.
Una ruidosa descarga indicó al genovés que los turcos habían reanudado su diaria
y destructiva labor. Sin embargo, el protostrator estaba totalmente convencido de que
la batalla a librar ese día no sería con armas o escudos, sino con los corazones de los
griegos, pues su victoria consistía en insuflar en ellos nuevas esperanzas, para que su
aliento resistiera unos días más.
En el patio, rodeados de guardias que corrían a ocupar sus puestos dentro de la
formación, el emperador, junto a toda su familia y altos cargos, se preparaba para
ocupar el lugar de honor en la procesión que habría de circular por la ciudad tras el
sagrado icono de la Virgen.
—Justo a tiempo —saludó Sfrantzés.
—Espero que esto funcione —comentó el genovés con seriedad—. Después de lo
de anoche hasta yo mismo pienso que el Señor no nos tiene entre sus elegidos.
—El nuestro es un pueblo religioso —afirmó el secretario imperial con
resignación—. Al paso de la sagrada Virgen Hodigitria rezarán y ahuyentarán sus
demonios.
Giustiniani asintió sin mucho convencimiento, integrándose dentro del cortejo
imperial, junto a Francisco y a su bella prometida, la cual, debido a su próximo
enlace, pronto formaría parte de la familia Paleólogo.
Una vez ordenados los puestos correctamente según el complicado ceremonial
bizantino, marcado con precisión por el praipositos, los soldados de la guardia que
abrían el desfile abandonaron el patio con paso lento, seguidos en sepulcral silencio
por el resto del cortejo, encabezado por Constantino, vestido con toda la monumental
pompa que correspondía al emperador de Bizancio.
En esta ocasión, para marchar detrás del icono, todos los asistentes a la procesión
irían a pie, incluido el emperador, el cual, a pesar de su pálida tez, parecía haber
recuperado su gallardía y apostura, manteniendo el paso firme y el rostro alzado,
contemplando con mirada serena a los muchos griegos que se agolpaban a ambos
lados de la calle para contemplar el desfile.
El sagrado icono de la Virgen, del que se decía había sido pintado por la mano del
propio San Lucas, se guardaba en la iglesia de San Salvador de Chora, adonde había
sido trasladado para acercarlo a las murallas, donde debería ejercer su milagroso
efecto sobre los defensores.
A la llegada de la procesión imperial, el icono, una tabla de mediano tamaño
mostrando una colorida estampa de la Virgen con el Niño en su brazo izquierdo, fue

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sacado de la iglesia en unas andas recubiertas de seda roja, a hombros de cuatro
fornidos monjes, precedidos por varios clérigos vestidos con sus tradicionales hábitos
negros y altos gorros del mismo color. Los que encabezaban la marcha bamboleaban
incensarios al final de pequeñas cadenas y, con voz queda, caminaban a paso lento
entonando el Kyrie Eleison.
A través de la calle Mese, y rodeada por una multitud de bizantinos, la procesión
paseaba el icono, entonando a coro letanías que eran seguidas por todos los presentes.
Con gran solemnidad, el ceremonial cortejo comenzó a atravesar los aún poblados
barrios cercanos a los puertos del Cuerno de Oro, donde las calles, abarrotadas de
personas deseosas de contemplar uno de los últimos grandes objetos sagrados que
aún permanecían en la ciudad, se estrechaban, dificultando el paso de los numerosos
celebrantes.
Todos los hombres que habían quedado libres de las tareas de vigilancia en las
murallas, junto a familiares y amigos, desde el recién nacido al más débil anciano, se
encontraban a lo largo del trayecto, formando dos gruesas líneas a ambos lados del
camino, santiguándose a su paso y entonando cada oración inimaginable.
Sin embargo, dando la razón a aquellos que pensaban que el asedio no era sino el
justo castigo de Dios a su pérfido abandono de la verdadera fe, en medio de una de
las pequeñas plazas que se abrían en el cruce de varias calles y a la vista de una gran
multitud, el sagrado icono resbaló de sus andas, cayendo al suelo con un golpe seco
que interrumpió cánticos y oraciones, letanías y plegarias.
Un tenso silencio envolvió a la procesión, mientras los más cercanos observaban,
con el rostro descompuesto, la bella tabla tumbada en el suelo empedrado, con los
ojos de la Virgen mirando hacia el cielo en un gesto sereno y tranquilo, que
contrastaba con la sorprendida apariencia de aquellos que la contemplaban.
Uno de los clérigos que encabezaba la procesión acudió a recogerla para colocarla
de nuevo en su sitio, aunque, al intentar levantar la ligera tabla de madera del suelo,
su rostro se congestionó, como si el delicado objeto se hubiera vuelto de plomo y se
negara a abandonar su posición.
—¡Es una señal! —exclamó una voz—. La Santísima nos abandona.
En medio de crecientes murmullos y callados sollozos, los monjes que portaban
las andas las depositaron rápidamente en el suelo, arrodillándose junto al icono para,
con un sobrehumano esfuerzo, colocarlo de nuevo sobre la seda que cubría el tallado
transporte.
La noticia de que tan sólo la fuerza de cuatro jóvenes monjes había sido capaz de
levantar el preciado icono del suelo corrió como el fuego entre los asistentes, que se
arremolinaban en torno a la cabeza de la procesión para tratar de contemplar el
angustioso prodigio.
Con rápidas palabras, el secretario imperial distribuyó a los soldados de la guardia

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para retener a la muchedumbre que se cernía sobre los clérigos, permitiendo que la
cabecera de la procesión continuara su lento tránsito por la ciudad. Mientras, en
medio del cortejo, los asistentes se miraban unos a otros, atónitos ante el inquietante
fenómeno que acababan de presenciar.
—Si no lo hubiera visto con mis propios ojos no lo habría creído —susurró
Giustiniani al oído de Francisco.
—El icono está situado sobre una tela de seda —explicó el castellano sin mucho
convencimiento—. Es posible que simplemente resbalara.
—¿Y que se convirtiera en plomo al tocar el suelo? —ironizó el genovés—. Esto
es lo que nos faltaba, no sólo no levantará el ánimo de la población sino que les
parecerá la confirmación de que el Señor está en nuestra contra, y vive Dios que
empiezo a pensar lo mismo.
—Tratemos de mantener la normalidad —afirmó Francisco—. Tenemos que dar
ejemplo y disimular.
—Me temo que, si esto sigue así, necesitaremos algo más para convencer a la
población de que toda esta serie de tragedias no son sino casuales coincidencias.
¡Jamás en mi vida oí nada semejante!
El castellano se mantuvo en silencio, incapaz de replicar a Giustiniani, dado que
él tampoco podía creer que todo aquello tuviera otra explicación. Demasiadas
señales, demasiado seguidas y demasiado evidentes.
Con preocupación, sintió como Helena se agarraba fuertemente a su brazo,
denotando el temor y nerviosismo que su rostro trataba de ocultar. Francisco acarició
su mano, sonriendo cuando ella le miró, tratando de calmarla mientras se preguntaba
cuál sería la próxima señal que el Señor enviaría a la ciudad.
No tardó mucho en averiguarlo ya que, poco después de que la procesión
reanudara su lento curso, el cielo se cubrió repentinamente de negras nubes. El
pavoroso sonido de los truenos precedió al granizo, que comenzó a caer con fuerza
sobre los desconcertados ciudadanos, que trataban de refugiarse en los desgastados
pórticos que aún quedaban en pie. En unos minutos, la furia de la tormenta se
desataba por medio de una feroz lluvia, anegando las calles, que se convirtieron en
verdaderos torrentes de agua que bajaba hacia el Cuerno de Oro en rápidas cascadas.
Anonadado por los acontecimientos, Francisco se refugiaba bajo un arco de
piedra, tratando de mantener un hueco algo más confortable para la atónita Helena,
que se agarraba a su prometido susurrando plegarias.
Un niño de pocos años bajaba arrastrado por las aguas, mientras su desesperada
madre, caída al suelo y con un bebé en brazos, chillaba de impotencia viendo como
su hijo se mecía al antojo del torrente. Con un salto, Francisco se interpuso en su
camino, recogiendo al pequeño, que lloraba y pataleaba incapaz de comprender lo
que sucedía. El impacto le hizo perder el equilibrio y caer al suelo, resbalando por la

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pendiente con el chiquillo en brazos hasta que algunos de los más cercanos le
detuvieron con grandes esfuerzos.
El castellano regresó al lado de Helena, donde ya esperaba la agradecida madre, a
cuyos brazos se lanzó el muchacho entre llantos.
—Estás empapado —dijo la bizantina, tratando inútilmente de sacudir la ropa de
Francisco.
—¿Esto es normal a finales de mayo? —preguntó él, aún asombrado de la rápida
inundación que la monumental tormenta había provocado.
—Yo tengo sesenta años —afirmó un anciano que se encontraba a su lado,
tratando de consolar a su esposa— y jamás en mi vida he visto nada parecido. Es una
señal de Dios.
Al castellano le habría gustado responder al anciano, para tratar de darle ánimos,
pero no supo encontrar ninguna frase que no sonara ridícula después de todo lo que
había sucedido en los últimos días.
—Esto es el fin del mundo —dijo Helena, abrazándose a Francisco con fuerza a
pesar de sus húmedas ropas.
Él permaneció callado, apretándola contra su pecho, mirando como un par de
monjes ayudaban a levantarse a uno de los clérigos de más edad que se encontraba en
mitad del torrente. Para Francisco no cabía duda de que aquella era la imagen más
evidente de que el Señor había abandonado a la ciudad a su suerte.

Desde la entrada de su tienda, Chalil Bajá contemplaba la espesa niebla que se


extendía allí donde debía encontrarse Constantinopla. Tras la espectacular tormenta
vivida el día anterior, el campamento turco se había convertido en un barrizal que,
sumado a la escasa visibilidad provocada por la persistente niebla, había impedido
que los gigantescos cañones pudieran retomar su labor de demolición sobre las ahora
invisibles murallas de la ciudad.
—Creo que es la hora —dijo Amir con aire dubitativo— aunque, con esta niebla,
es imposible asegurarlo.
El primer visir asintió ligeramente a las palabras de su criado, absorto en la
contemplación del último de los increíbles fenómenos meteorológicos que ocurrían
en los últimos días.
En el campamento turco bastaban unas horas para pasar de la euforia y el
entusiasmo a la desesperación y el decaimiento. Cada signo enviado por Alá debía ser
correctamente interpretado por los religiosos que acompañaban al ejército, los cuales
se esforzaban en dar una explicación favorable a los intereses de Mahomet, aunque
muchas veces no fuera fácil hacerlo.
La densa niebla, desconocida en aquellas latitudes a finales de mayo, había
retrasado hasta última hora de la tarde la reunión que el consejo del sultán debía
mantener para tomar una decisión, la de levantar el asedio.

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—¿Partimos ya, mi señor? —preguntó Amir.
—No te preocupes —respondió el primer visir—. Parece que la niebla está
levantándose, iré solo.
—El suelo está embarrado, mi señor —repuso el criado con preocupación—,
dejadme al menos que os acompañe para que podáis apoyaros en mí.
—Gracias, Amir, pero no será necesario.
Chalil partió con paso lento, dejando atrás a su fiel sirviente, que se mantuvo en la
entrada de la tienda, llevándose las manos a la cabeza cada vez que el primer visir
salpicaba su caftán de seda con el agua de los charcos por los que pasaba.
En el trayecto hasta la cercana tienda del sultán, Chalil se arrepintió en varias
ocasiones de haberse negado a que su asistente le acompañara, sobre todo tras
encontrarse a punto de perder el fino calzado en medio de la pastosa masa de barro en
la que el piso del campamento se había convertido. Sin embargo, nada más entrar en
la tienda donde se celebraría la decisiva reunión, comprobó con alivio cómo el resto
de los participantes, a excepción del propio sultán, mostraban trazas evidentes de una
similar lucha con el barro.
Zaragos Bajá llegó justo después del primer visir. Más previsor que su odiado
compañero en el consejo, el general calzaba unas pesadas botas de cuero, a diferencia
de su acompañante, el eunuco Shehab ed-Din, que caminaba de puntillas en un vano
intento de mantenerse a salvo de las inevitables manchas. Con ellos se completaban
los llamados al consejo, por lo que Mahomet, con visible impaciencia, dio orden de
comenzar.
Con los miembros del divan acomodados sobre mullidos cojines y almohadones,
el primer visir, a una seña del sultán, se adelantó en medio del estrecho círculo que
componían los presentes para dar comienzo a su exposición.
Todos los rostros apuntaban hacia Chalil, deseosos de escuchar el discurso con el
que, tal y como intuían, el primer visir trataría de convencer al sultán de que levantara
el asedio. Una posición coherente con la mantenida por el anciano consejero desde el
inicio de la contienda, casi el único que osaba enarbolar la bandera de la paz y el
acuerdo en lugar del seguidismo mayoritario de la belicosa opción defendida con
ahínco por Zaragos.
—Majestad, muy nobles dignatarios —comenzó Chalil con tono sereno—, siete
semanas han transcurrido desde el inicio de este sitio en el que nos vemos
empeñados, casi dos meses de penurias, sangre y desesperanza, en los que el valor y
el coraje de nuestros hombres no han desmerecido las numerosas hazañas que
enorgullecen al islam. Pero a pesar del gigantesco ejército reunido, de las costosas
máquinas de guerra fabricadas y de la poderosa flota utilizada, ni uno solo de los
soldados ha conseguido poner un pie en la ciudad. La triste realidad a la que nos
enfrentamos es que tenemos constancia de que una flota veneciana se aproxima hacia

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aquí, escuadra a la cual no podemos enfrentarnos —añadió mirando a los presentes,
que asentían con desánimo al recordar el pésimo papel jugado por la flota turca en los
distintos combates sostenidos con los griegos—. Si no somos capaces de derrotar a
un puñado de barcos griegos e italianos, ¿podremos hacer frente a las galeras de la
mayor potencia naval del Mediterráneo? No nos engañemos, el día que el león alado
de San Marcos ondee en el horizonte nuestra lucha habrá finalizado. Además hemos
de contar con la amenaza de los húngaros, que ya se plantean aprovechar la ausencia
de nuestro ejército para abalanzarse sobre las fronteras. Génova, a la sombra de
Venecia, se verá obligada a enviar otra flota para no quedar en ridículo cuando sus
mayores competidores liberen la ciudad. Tan sólo contamos con unos pocos días, tal
vez semanas, para terminar con esta matanza de una forma honorable, que no ponga
en entredicho la gloria del sultán ni la de nuestro querido país.
»Algunos dirán —prosiguió Chalil, animado por la atención con la que Mahomet
escuchaba sus palabras— que Constantino ha rechazado todos los intentos de
rendición, incluido el último, efectuado ayer. Sin embargo se le solicitaban cien mil
ducados en oro, cantidad a todas luces imposible de reunir por la corte de Bizancio.
Por eso —finalizó el primer visir, postrándose ante el sultán ante la sorpresa de este y
de los demás presentes— os pido humildemente que detengáis esta sangría mientras
sea posible, ofreced al emperador un acuerdo justo que sea capaz de cumplir y retirad
las tropas. Demos una oportunidad a la paz, antes de arriesgar todo cuanto
consiguieron vuestros mayores en pos de una esquiva gloria militar.
La estancia quedó en completo silencio cuando Chalil acabó de hablar, con los
presentes, excepto el indignado Zaragos, meditando con cuidado las acertadas
palabras del primer visir. Incluso el rostro de Mahomet mostraba un evidente
decaimiento ante el oscuro panorama mostrado por su principal consejero. Aunque
ninguno se atrevería a expresar conscientemente sus pensamientos, los principales
miembros del consejo se preguntaban si no sería una locura arriesgar la suerte de un
imperio al capricho de un jovenzuelo.
Zaragos Bajá se puso en pie, observando con desprecio cómo Chalil se levantaba
trabajosamente del suelo. Dirigió una furibunda mirada a los atentos asistentes y, con
una cortés reverencia hacia el sultán, comenzó su discurso:
—De lo que se ha dicho aquí, no he escuchado más que vacías palabras de un
anciano decrépito, incapaz de soportar la vista de su propia sombra sin echarse a
temblar. Habla de galeras y escuadras que aún no hemos visto, de naciones cristianas
que se yerguen a nuestro alrededor. Pero su alma asustadiza calla la verdad: que los
cristianos se encuentran divididos, que sus barcos no surcan los mares si no es en pos
de oro y especias para satisfacer su codicia. Los estandartes de los cruzados no se han
visto en nuestras tierras desde hace siglos, ya no queda nada de su espíritu y, aunque
fuera verdad que una flota de Venecia se dirige hacia aquí, cosa que yo no creo, ¿no

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es nuestra escuadra cinco veces más numerosa? ¿Tan poca fe tenemos en nuestros
guerreros que la sola idea de ver al enemigo nos atemoriza? La pérfida boca de Chalil
tampoco hace referencia a los innumerables presagios que nuestros hombres de fe
interpretan como continuas y claras señales de Alá, indicándonos la próxima victoria
que nos espera.
»Yo no me postro como un viejo suplicante —añadió Zaragos en dirección al
sultán, que observaba su discurso con una sonrisa en los labios—. Yo me presento
ante mi señor como uno de sus generales, para recordarle como Alejandro Magno, el
gran rey al que tanto admira, conquistó el mundo con un ejército menor del que
nosotros disponemos aquí, ¿qué no será capaz de hacer Mahomet II Fathi, una vez
que Constantinopla haya caído? Si por Chalil fuera, nuestro sultán sería un simple
funcionario, un burócrata afeminado que desprecia la ghazi, la guerra santa, incapaz
de levantar una espada. Nos pide que renunciemos a una gloria que está frente a
nosotros. Sólo tenemos que alargar la mano y tomar lo que por derecho nos
pertenece, y después, ¿quién podrá oponerse a nuestros ejércitos? Ese glorioso futuro
para nuestro pueblo se decidirá aquí, y me niego a que mi destino sea escrito sobre la
base de temores infundados y palabras cobardes.
Al discurso del orgulloso Zaragos siguió un intenso intercambio de impresiones y
murmullos. Mahomet se mantenía serio, expectante, escrutando con sus inquisidores
ojos a un lado y a otro, consciente de la profunda división de opiniones que reinaba
en el consejo.
—¡Hemos de atacar de inmediato! —exclamó el general al mando de los bashi-
bazuks—. Retirarnos ahora carece de sentido, todos los esfuerzos habrían sido en
vano.
—Hasta ahora el ejército no ha conseguido más que humillantes derrotas —
repuso uno de los consejeros—. Otro asalto no causará más que muertes y vergüenza.
—Además hay que contar con los venecianos —añadió otro—. Llegarán en
cualquier momento.
—¡Nuestra flota les derrotará! —gritó el nuevo almirante que sustituía al
defenestrado Balta Oghe.
—La escuadra sólo hará el ridículo, tal y como acostumbra —replicó uno de los
consejeros, armando un gran revuelo entre los presentes—. Si los venecianos
aparecen deberemos levantar el sitio. La humillación del islam será conocida por toda
Europa, ¡no podemos dejar que ocurra!, hemos de negociar y llegar a un acuerdo
honroso.
—¡Eso es una cobardía y una infamia! —chilló el eunuco Shehab ed-Din.
—He tomado una determinación —interrumpió Mahomet tras comprobar que la
discusión entre los asistentes se enquistaba sin que hubiera visos de llegar a un
acuerdo.

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Todos los presentes callaron de inmediato, girando sus caras para escuchar al
sultán, el cual se regocijaba con la expectación contenida que causaba.
—Ambos visires han hablado con sabiduría —afirmó Mahomet con seriedad—.
Por un lado tenemos la prudencia de Chalil y por otro la pasión y orgullo de Zaragos.
No quiero para mi pueblo males ni desgracias, pero no hemos de olvidar que la ghazi
es nuestra principal tarea, como lo fue para nuestros padres. Constantinopla yace en
el centro de nuestro imperio, dando cobijo a nuestros enemigos e incitándolos contra
nosotros. La conquista de esta ciudad es esencial para el futuro y la seguridad de
nuestro imperio. Aun así no impondré mi criterio, escucharé a mi pueblo, pues los
soldados también han de estar presentes en esta reunión. Zaragos dará una vuelta por
el campamento mientras proseguimos con el debate. Preguntará la opinión de la tropa
y volverá a comunicárnosla, el consejo decidirá después.
El general se levantó de inmediato, saliendo de la tienda raudo para cumplir las
órdenes del sultán, el cual se mantenía serio, con su inescrutable mirada clavada en
los miembros del consejo.
Chalil no tenía duda de cuál sería el mensaje que Zaragos traería de vuelta a la
reunión. Mahomet ya había tomado su decisión y simplemente trataba de justificarse
ante el consejo, el mismo que trataba de dominar desde su subida al trono,
eliminando así cualquier posible atisbo de oposición a sus deseos. El primer visir se
mantuvo ajeno a la fuerte discusión que siguió hasta el regreso del general,
convencido de que aquel era el principio de su fin. Mahomet echaba los dados con su
apuesta, dispuesto a eliminarle, pensando que él constituía el último obstáculo que le
separaba del poder absoluto. Esa misma mañana le había felicitado cuando le hizo
llegar el sorprendente informe de sus espías, en el que se notificaba la ubicación de
una portezuela en uso por los bizantinos en las murallas. Ahora le observaba con
intensidad, tratando inútilmente de adivinar sus pensamientos, preguntándose cuánto
tiempo más permanecería en su puesto si Constantinopla caía, dando la razón al
belicoso Zaragos en contra de la opinión de Chalil.
Tras casi dos horas de continua disputa, con posiciones cada vez más enconadas,
el general regresó con una confiada sonrisa, acallando todas las voces a la espera de
su informe.
—El ejército está expectante y ansioso por atacar —comentó Zaragos con
confianza.
—Entonces votemos —ordenó Mahomet sin poder evitar una fugaz mirada a su
primer visir.
Tras el corto trámite, el resultado esperado concedió un nuevo intento a la fuerza.
Se lanzaría un último ataque sobre la ciudad, tan sólo en el caso de resultar
rechazados se levantaría el sitio, alcanzando un acuerdo con el emperador de
Bizancio.

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—Majestad… —interrumpió uno de los jenízaros de guardia junto a la entrada de
la tienda—, debéis salir a ver esto.
—¿Qué ocurre? —preguntó Mahomet, molesto por la interrupción.
—No sabría cómo explicarlo —respondió el soldado—. La niebla se ha levantado
dejando ver de nuevo la ciudad, justo con la puesta de sol pero…
—¡Habla!
—¡La ciudad parece cubierta de fuego sin llamas!
El consejo prorrumpió en exclamaciones de incredulidad, mirándose unos a otros
ante la desesperación del nervioso guardia. Uno a uno, los componentes de la
reunión, incluido el propio sultán, salieron de la tienda para contemplar el increíble
fenómeno.
Las ventanas y tejados de la gran ciudad resplandecían bajo la puesta de sol,
brillando con intensos tonos rojizos que, tal y como describía el desconcertado
jenízaro, simulaban un intenso fuego que engullía completamente la ciudad. La
cúpula de Santa Sofía, visible en su majestuosidad a pesar de la distancia, había
cambiado sus habituales colores grisáceos por un espectacular brillo rojizo, que
relucía cambiando a cada instante de tonalidad, suplantando al faro de
Constantinopla.
La cara de Mahomet demudó en una mueca de asombro, trasluciendo un ligero
temor.
—¡Es la luz de Alá! —gritó una voz en medio del consejo—. ¡Nos indica que la
luz del islam, la verdadera fe, pronto iluminará Santa Sofía!
Con estas palabras, el sultán recuperó su confiada sonrisa, mientras Chalil, sin
poder apartar los ojos del increíble fenómeno, dio por sentado que, desde ese
momento, su destino quedaba ligado al de aquella ciudad.
Con la caída de la noche, tras el anuncio de la resolución tomada por el consejo,
Ahmed, el arquero al servicio del príncipe Orchán, se aproximó con sigilo a las
murallas de la ciudad, sobre las cuales trabajaban con ahínco cientos de griegos,
levantando con acentuado esfuerzo una nueva barricada, aprovechando la tregua que
la niebla y la noche habían concedido.
Enrolló el trozo de papel en torno a la flecha y la lanzó con precisión sobre el
punto acordado, tal y como había hecho varias veces con anterioridad. Sin embargo,
en esa ocasión, un escalofrío recorrió su cuerpo mientras contemplaba la fragilidad de
la estructura que los bizantinos se esmeraban en reparar.
Una masa de obreros le sobrepasó de pronto, armados con palas, sacos y cestos,
en dirección al cercano foso, para tratar de cegarlo en toda la extensión de las
murallas. Al ver su número, Ahmed comprendió que su adorado príncipe no se
encontraría a salvo tras esos débiles muros. Esta vez el sultán no cejaría en su
empeño de tomar la ciudad a cualquier precio. Había dedicado su vida al servicio de

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su príncipe, desde que era un niño, y no permitiría que acabara ejecutado, como el
recién nacido hermano de Mahomet. Esta vez, Ahmed pensó que debía hacer algo
más que enviar una simple flecha por encima de un muro.

El amanecer del domingo vino anunciado por el reinicio del intenso cañoneo
sobre las murallas, cuya debilitada estructura se veía sometida, una vez más, al
terrible martilleo de los ingenios del sultán.
Entre los escombros, John Grant supervisaba en compañía de Giustiniani los
restos caídos de dos torres, derribadas por certeros disparos del gran cañón turco. El
excelente trabajo realizado por los obreros el día anterior estaba siendo barrido por la
concienzuda puntería de los artilleros otomanos, que se ensañaban con la sección
media de la muralla. Tras la nota enviada durante la noche anterior por el espía de
Orchán, en la que se anunciaba el ataque final turco para la noche del lunes, el
comandante genovés no quería dejar nada al azar, aprovechando sus dos últimos días
para preparar cuanto estuviera en su mano a fin de repeler el asalto.
—Esta noche tendremos trabajo que hacer —comentó el ingeniero cuando el
polvo de los últimos impactos se despejó, permitiéndole comprobar el alcance de los
daños sufridos—. Aunque va a resultar imposible limpiar el foso si los turcos vuelven
esta noche a terminar su trabajo.
—Sus arqueros nos tienen a raya —admitió el genovés con preocupación—.
Aunque su puntería de noche deja bastante que desear, a Dios gracias.
—Una vez hayan cegado el foso por completo tendrán el camino libre de
obstáculos hasta la empalizada que corona los restos de la muralla exterior.
—Lo sé —afirmó Giustiniani encogiéndose de hombros—, pero no hay nada que
podamos hacer. Lo que realmente me preocupa es que el ataque se va a dar en toda la
línea, a juzgar por el cuidado con el que están rellenando el foso en toda su longitud.
No podremos sacar tropas para reforzar los puntos más débiles.
—Es probable que su flota también amenace las murallas marítimas —elucubró el
ingeniero.
—Es la menor de mis preocupaciones, a pesar de lo que diga ese megaduque del
demonio —gruñó el genovés—. Esta mañana se negaba a cederme los pocos cañones
que aún disponen de pólvora; ha tenido que intervenir el emperador para que diera su
brazo a torcer. Bastarían unas cuantas ancianas con escobas para expulsar a los turcos
que traten de subir desde los barcos, pero ese estúpido tiene tanto miedo a que repitan
lo que hicieron los cruzados hace más de doscientos años que parece estar ciego.
—¿Dónde has dejado tu diplomacia? —sonrió John.
—¡Al infierno con ella! —exclamó Giustiniani con visible enfado—. Empiezo a
estar harto de este maldito asedio, de la pastosa comida y las noches sin dormir.
Nunca me había visto en una situación tan delicada.
Una bala de cañón atravesó la empalizada a un par de metros por delante de ellos,

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destrozando tablones y barriles con una terrible explosión que esparció con fuerza
aguzadas astillas en todas direcciones. Una de ellas se clavó en el desprotegido brazo
del genovés, arrancando un grito de dolor del italiano.
—¡Malditos cañones! —gritó con furia cuando se arrancó el pedazo de madera de
su brazo lastimado.
—Debemos volver —afirmó el ingeniero tras echar un vistazo a la herida de su
comandante, aunque sin mucha confianza en que el protostrator hiciera caso de su
prudente petición.
—Sí —concedió Giustiniani, sorprendiendo al escocés, acostumbrado a la
infatigable determinación del italiano—, no quiero que por una astilla deba dejar mi
puesto en la batalla.
Con paso rápido, ambos abandonaron la zona situada en medio de las dos líneas
de murallas que aún permanecían en pie, acercándose hasta el hospital próximo al
campamento genovés.
Durante el trayecto, Giustiniani no tuvo la precaución de tapar su herida,
atravesando el poblado núcleo de tiendas con el brazo ensangrentado. A su paso, los
grupos de soldados se giraban con asombro, congregándose alrededor de su afamado
capitán, alarmados por la roja mancha que se formaba en torno a su camisa.
Tranquilizando a sus hombres, el genovés desapareció tras la puerta del hospital,
casi chocando con Francisco, que salía en ese momento acompañado del recuperado
Jacobo.
—¡Virgen Santísima! —exclamó fijándose en el italiano—. ¿Qué es lo que ha
ocurrido?
—Es un simple rasguño —aseguró el italiano quitándole importancia—, pero no
quiero que me manche la elegante vestimenta que tengo preparada para tu boda.
—Quién lo diría —respondió el castellano con una sonrisa—. Yo me desmayaría
si viera tanta sangre en mi brazo.
—Tú tienes que reservarte para cumplir con tu esposa —replicó el genovés con
un guiño—. Deja que sea ella la que sangre hoy, que mañana ya se encargarán los
turcos de lo tuyo.
Uno de los médicos se llevó a Giustiniani con premura, discutiendo con él la
conveniencia de cortar la camisa, cosa a lo que se oponía el italiano con encono,
mientras John estrujaba al pobre Jacobo, haciendo que este temblara al pensar en su
herida.
—¡Me vas a aplastar! —chilló el joven.
—¡Qué desagradecido! —replicó el ingeniero con una carcajada—. Y yo que he
llegado a rezar para que no te murieras…
—No sé si creerlo —murmuró Francisco con sorna—. Me temo que la de hoy va
a ser la primera misa a la que acudes en años.

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—No es que no quiera ser un buen cristiano —se disculpó John—, pero no acabo
de tener tiempo para escuchar sermones. ¿Qué hacéis aquí?
—Supongo que esperarme a mí —afirmó Mauricio Cattaneo apareciendo de entre
las sombras—. Perdonad el retraso, pero he tenido que abrirme camino entre una
muchedumbre de soldados que esperan ahí fuera, ¿van a repartir comida?
—¡Dios te oyera! —exclamó el escocés—. Esperan noticias de Giustiniani, una
astilla se le ha clavado en un brazo mientras inspeccionábamos la muralla.
—¿Es grave? —preguntó Cattaneo con asombro.
—No —respondió el ingeniero—, aunque…
—¿Qué ocurre?
—La herida no me preocupa —explicó John—, pero le he notado demasiado
tenso. El Giustiniani que yo conozco no habría suspendido la inspección por una
simple astilla.
—Estará siendo precavido —sugirió Francisco—. No veo por qué arriesgarse tan
cerca del combate decisivo.
—Supongo que serán imaginaciones mías —desechó el ingeniero encogiéndose
de hombros—. Decidme, ¿qué planes tenéis para este ratonzuelo? —añadió
revolviendo el pelo de Jacobo, que apartó su mano con fingido enfado.
—El médico dice que ya estoy bien —afirmó altanero.
—El médico dice que tu herida aún es reciente —corrigió el castellano con
mirada reprobadora— y que no debes hacer esfuerzos.
—Eso es una tontería —dijo Jacobo—. Me siento fuerte como un león.
—Si es como un león veneciano —comentó Cattaneo ocultando una sonrisa—
aún tienes que crecer mucho para equipararte a un genovés.
El joven frunció la frente mirando a sus tres compañeros, que disimulaban sus
risas ante el enfado del muchacho.
—No te preocupes —comentó Francisco apoyando su mano en el hombro de
Jacobo—. Tengo una misión especialmente importante para ti.
—¡Menos mal! —exclamó el joven aliviado—. ¿De qué se trata?
—Tiempo al tiempo —finalizó Francisco—. Lo sabrás cuando llegue el día.
El muchacho volvió a fruncir el ceño, convencido de que tan sólo se trataba de
una artimaña del castellano para mantenerle animado durante los dos días que
restaban hasta el ataque aunque, llegado el caso, no pensaba pedir permiso para
cumplir con el deber que le mantuvo en aquella ciudad la noche en que su barco
zarpó rumbo a su querida Venecia.

En el campamento turco, el sultán paseaba a lomos de su caballo entre las tiendas,


precedido de numerosos heraldos que proclamaban su última concesión antes de la
batalla que tendría lugar al día siguiente. Tal como se detallaba en la tradición
islámica, los soldados tendrían el derecho a saquear libremente la ciudad durante tres

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días. Todos los tesoros que se recogieran de ella serían equitativamente repartidos
entre las tropas, tan sólo los edificios quedaban como propiedad de Mahomet y, por
tanto, no podían ser incendiados ni dañados.
Al paso del sultán los soldados se ponían en pie y le vitoreaban, aclamándole a
voces como conquistador, asegurando que Constantinopla caería, ganándose para el
islam la segunda Roma.
Mahomet cabalgaba lentamente, erguido sobre la silla, sereno y confiado,
regocijándose en los vítores y alabanzas que recibía de los soldados. Para el día
siguiente, hasta que llegara la noche, había determinado un día de descanso, a fin de
que sus tropas pudieran preparar sus almas para la gran batalla que se avecinaba. Él
aprovecharía para dar las últimas órdenes horas antes del asalto, en previsión de que
el incómodo espía que transmitía todos sus planes no dispusiera de tiempo para
hacerlo esta última vez.
La única nota enviada esa mañana se dirigió hacia Pera. En ella indicaba al
podestá que, bajo las más severas amenazas, la colonia genovesa no debía prestar
ayuda en el próximo combate a Constantinopla. Junto a esta tajante petición, anexó
otra secreta, cuya lectura hizo que Lomellino estuviera a punto de desmayarse.

—¿Nervioso? —preguntó John con una sonrisa suspicaz.


—No —mintió Francisco mientras se estiraba por tercera vez los pliegues de su
túnica—. No acabo de acostumbrarme a la vestimenta bizantina.
—No te preocupes —rio el escocés—, tienes toda la vida para hacerlo. Por ahora
estás suficientemente elegante para la misa.
—Divina liturgia —corrigió Francisco, recordando las palabras de Helena cuando
él cometió ese mismo error—. Se va a oficiar por el rito ortodoxo.
—Qué pena no haber invitado al arzobispo Leonardo —intervino Cattaneo con
una carcajada—. Seguro que habría sido todo un espectáculo.
El grupo se encontraba de camino a la iglesia de San Juan Bautista, en la que,
debido a los numerosos desperfectos causados por el bombardeo turco en el palacio,
se celebraría discretamente el enlace entre el castellano y Helena.
Acompañado por el alegre ingeniero, Jacobo y Mauricio Cattaneo, Francisco tan
sólo echaba de menos a Giustiniani, a quien su herida había mantenido demasiado
tiempo ausente de su puesto, por lo que había excusado su asistencia al evento.
El castellano se mantenía callado, mientras sus acompañantes comentaban entre
risas los terribles pesares que recaerían en él en cuanto cambiara su estado marital. A
pesar de las numerosas advertencias y relatos sobre infelices conocidos que habían
cometido tan fatídico error, Francisco no recordaba un momento en que se encontrara
más convencido de su actitud. Pese a las dudas iniciales, que hacían presagiar una
difícil decisión plagada de preguntas sin respuesta, el paso que estaba a punto de dar
aparecía ante sus ojos como la única opción razonable, como la forma perfecta de

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terminar con su antigua vida errante y aceptar, por fin, la dulce sensación de arraigo
que concede el saber que se pertenece a un lugar.
Recordaba el momento en el que, temblando como una hoja, comunicó al
emperador su intención de casarse, solicitándole permiso para el enlace. Aunque no
pensaba seriamente en la posibilidad de que Constantino rechazara su elección, la
efusividad demostrada por el emperador le sorprendió. Con un caluroso abrazo y sus
más sinceras felicitaciones, Constantino había roto las últimas dudas del castellano,
como si aquel paso fuera la evidencia de su total aceptación en la familia imperial. Su
primo, casi disculpándose por las penurias a las que debía hacer frente, le había
regalado la magnífica vestimenta de seda con hilo de oro que lucía, prometiéndole un
puesto dentro de la corte cuando los turcos fueran rechazados.
—Cuando esto acabe —le dijo el emperador con una sonrisa— habrá que levantar
de nuevo esta ciudad. Me vendrá bien tu ayuda.
Aquellas sinceras palabras hicieron que Francisco se sintiera orgulloso de su
decisión, algo que ya casi no recordaba. Si antes temía el fin del asedio y la
posibilidad de verse frente a la disyuntiva de quedarse o embarcar, ahora, una vez
resuelta la duda, un creciente anhelo se adueñaba de él, urgiéndole a comenzar su
nueva vida, repleta de esperanza y de algo que no pensaba encontrar nunca: de amor.
La pequeña iglesia apareció ante sus ojos envuelta en la oscuridad de la noche,
con sus hiladas de ladrillo rojizo apenas visibles. Los amplios ventanales rematados
por arcos de medio punto daban la impresión de ser inmensas bocas abiertas a una
negrura tan sólo rota por la luz de las antorchas que dos guardias mantenían junto a la
puerta, señal indudable de que el emperador ya se encontraba en su interior.
Maldiciendo su tardanza, Francisco apretó el paso, atravesando el umbral ante la
indiferente mirada de los soldados, que perdieron interés en el grupo en cuanto
reconocieron al castellano.
La iglesia, de planta cruciforme y una sola nave terminada en un ábside
semicircular, albergaba ya al resto de los asistentes, incluidos los sacerdotes
oficiantes, que se encontraban junto a la prothesis, la mesa de las ofrendas, en espera
de la llegada del novio para iniciar la liturgia. En el centro de la estrecha nave,
separados de la zona sacra en la que se encontraba el altar por un iconostasio de
madera en el que relucían bellos iconos pintados, el emperador, acompañado por el
secretario imperial y su esposa, volvía su rostro hacia Francisco, invitándole con
visibles gestos de premura a que se colocara junto a su prometida, la misma que
anulaba con su presencia a cuantos se encontraban a su lado, oscureciendo con su luz
el brillo de los mosaicos y el fino colorido de las pinturas religiosas.
Con una radiante sonrisa, Helena observaba divertida la atónita expresión de
Francisco al verla, envuelta en una fina túnica de seda blanca, cubierta por una ancha
estola prendida sobre los hombros por sendos broches de oro. Amplios bordados

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cubrían toda la superficie de la estola con pequeñas águilas bicéfalas enmarcadas por
círculos. Su pelo, envuelto en una fina redecilla de plata refulgía bajo la luz de las
lámparas que colgaban del techo frente al iconostasio, dejando escapar una larga
trenza que recorría la mitad de su espalda, rematada por un fino lazo de seda blanca.
Para Francisco no existía mejor lugar que una iglesia para encontrar en ella a un
ángel, pues tal era la impresión que le producía la bizantina, casi envuelta en un halo
de luz.
Con lentitud, disfrutando de aquel momento, Francisco ocupó su puesto al lado de
Helena, rodeado por el pequeño grupo de asistentes, que se mantuvieron de pie, tal y
como acostumbraba el rito ortodoxo.
Genadio, que había cambiado su habitual vestimenta por el stikharion, la blanca
vestidura utilizada en las ceremonias, al que se superponían varias prendas rematadas
por el omoforion, una larga banda de tela cubierta de cruces bordadas que envolvía su
cuello cayendo sobre el pecho, oficiaba la liturgia junto al cardenal Isidoro,
auxiliados por un diácono de la propia iglesia.
Con la preparación de las ofrendas mediante el corte del pan con una lanceta y el
vertido del vino sobre el cáliz dio comienzo la divina liturgia, acompañada por las
rítmicas oraciones de los sacerdotes y el uso del incensario por parte del diácono.
Las notables diferencias entre los ritos latinos y orientales desconcertaron al
castellano, que apenas había tenido tiempo de familiarizarse con el ceremonial
bizantino. El mismo modo de santiguarse, con tres dedos y de derecha a izquierda, le
resultaba complicado, acostumbrado a la misa latina. Eso le obligaba a mantener su
atención en los diversos pasos de la ceremonia, algo realmente imposible pues, con
cada mirada a Helena, el mundo se desvanecía, las oraciones de los sacerdotes se
convertían en lejanos murmullos y las solemnes procesiones de los celebrantes a
través de las puertas del iconostasio asemejaban nebulosas imágenes que tenían lugar
en otro mundo, ajeno a aquel en el que Francisco se encontraba. En su universo sólo
había una estrella, un sol y una luna, fundidos en una cara radiante que le observaba
fijamente, con la sonrisa de quien está convencido de que ese amor durará
eternamente.
La comunión, recibida con una cucharita de oro en la que se proporcionaba el pan
mojado en vino, atrajo por fin la atención del castellano, para el que la larga
ceremonia había transcurrido en un suspiro.
Al final de la liturgia Genadio se acercó hasta ellos, realizando la señal de la cruz
tres veces sobre sus cabezas, mientras el diácono les alargaba unas velas encendidas,
comenzando la última parte de la ceremonia de esponsales con el oficio de la
coronación.
—Nos encontramos en tiempos revueltos —dijo Genadio—, en los que es fácil
perder la fe, preguntándonos si será posible que el Señor haya soltado nuestra mano y

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se aparte de nosotros. Sin embargo, celebrando aquí la unión entre hombre y mujer, el
sagrado misterio del matrimonio, en el que florece el amor y por tanto la esperanza,
no podemos sino ceder a la verdad, que no es otra que la certeza de la presencia de
Dios junto a nosotros, pues somos sus hijos más queridos. Vosotros disponéis ahora
de un nuevo comienzo, de una nueva vida santificada por el Altísimo, y aunque los
cielos lleguen cargados de negros presagios nada temáis, pues Él se encuentra a
vuestro lado, ayudándoos a vivir de forma piadosa y honorable. Sed siempre dignos
del amor que anida en vuestros corazones y no olvidéis nunca el sagrado compromiso
que os une en esta vida.
—Por tanto —añadió Genadio—, ¿tienes tú, Francisco, la buena voluntad y el
firme propósito de tomar por esposa a Helena, a quien ves aquí presente ante ti?
—Sí, reverendo Padre —contestó el castellano, mirando fijamente a Helena y
cogiendo su mano entre las suyas.
—¿No te habías comprometido con otra mujer?
—Pues… no —respondió Francisco, olvidando esa parte del ceremonial,
levantando unas calladas risas por parte de los asistentes y haciendo que Genadio
frunciera el ceño, mirando de reojo al cardenal Isidoro, que se encogió de hombros
con una sonrisa, dando por buena la contestación del despistado castellano.
—¿Y tienes tú, Helena —prosiguió Genadio sin mucho convencimiento—, la
buena voluntad y el firme propósito de tomar por esposo a Francisco, a quien ves
aquí presente ante ti?
—Sí, reverendo Padre —contestó ella con la cara radiante de felicidad y los ojos
fijos en el rostro del sonriente Francisco.
—¿No te habías comprometido con otro hombre?
—No me había comprometido, reverendo Padre.
Las bendiciones precedieron a la coronación de los novios por parte de Genadio,
tras la cual, el cardenal Isidoro trajo el cáliz, dando de beber tres veces a los nuevos
esposos, y les acompañó a dar tres vueltas alrededor del altar, como marcaba la
tradición.
—Supongo que esto se acaba aquí —susurró John al oído de Cattaneo, el cual le
hizo un gesto para que mantuviera silencio, mientras Genadio terminaba la
celebración y los novios se besaban.

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2
El alba sorprendió a los nuevos amantes aún entregados a su pasión, envueltos en las
sábanas de seda, abrazados, disfrutando con calma de las íntimas caricias y el dulce
vaivén de sus cuerpos, susurrándose al oído tiernas palabras acompañadas de
infinidad de besos, impregnado cada uno del aroma del otro, sintiendo la calidez de
su piel y la suavidad del roce de sus manos.
Hasta bien entrada la mañana permanecieron en el lecho, contemplando absortos
el rostro de su alma gemela, riéndose cuando recordaban la primera vez que se
encontraron, descubriendo esa complicidad que forma la parte más íntima de la unión
entre un hombre y una mujer.
El mundo exterior quedó relegado durante unas horas, en las que no fue necesario
pensar en el mañana, tan sólo vivir el momento hasta extraer toda su preciada savia.
Los cañones del sultán permanecieron mudos, respetando desde el amanecer la
quietud con la que Francisco y Helena habían comenzado su precaria luna de miel.
Tan sólo las campanas de las iglesias, llamando a los ciudadanos de Constantinopla a
las numerosas procesiones que se llevarían a cabo ese día, rompieron la armoniosa
paz que envolvía a los recién casados, despertando el miedo al futuro a la vez que
recordaban lo incierto del destino que les esperaba.
—Estoy asustada —afirmó Helena abrazando a Francisco con fuerza.
—No tienes por qué —aseguró él, acariciando su pelo, que arrancaba brillantes
destellos de la luz que penetraba por la ventana.
—Esta noche subirás a los muros a luchar contra los turcos, mientras yo he de
quedarme aquí sufriendo, esperando que alguien entre por la puerta a decirme aquello
que jamás querría oír.
—No me pasará nada —prometió él mientras la miraba a los ojos con confianza
—. No después de que me hayas convertido en el hombre más feliz de la Tierra. He
desperdiciado mi vida durante años, sin saber lo que quería, sin encontrarme a gusto
en ningún sitio, como un ermitaño errante que jamás conoce el descanso. Ahora he
encontrado la respuesta a todas las preguntas y oraciones, eres tú, y nadie, ni cien mil
turcos, podrá evitar que vuelva a tu lado, te lo juro.
—Querría ser hombre para poder luchar junto a ti.
—¿Tú un hombre? —exclamó el castellano con fingido disgusto—. ¡No, por
Dios! No me gustaría besar a alguien con barba.
—¿No te gustaría si tuviera barba? —preguntó ella con una sonrisa—. Espero que
cuando sea anciana no me dejes por una jovencita.
—No pienso esperar tanto —ironizó Francisco fingiendo levantarse—. De hecho
he quedado con un par de alegres vividoras esta misma tarde.
Ella se le echó encima con una carcajada, aprisionándolo bajo su cuerpo a la vez

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que atenazaba sus brazos, mirándolo con una sonrisa mientras su pelo caía libre sobre
él.
—No te moverás de aquí —aseguró Helena con firmeza—. Tienes que dormir y
comer algo.
—No quiero dormir —dijo él—. No podría cerrar los ojos teniendo frente a mí
tan bella visión. El sueño es ahora un martirio que me aparta de ti.
Ella le besó con pasión, abrazándose a él con ternura mientras las campanas
seguían tañendo, recordando lo inevitable de la pronta separación y la peligrosa
prueba que les esperaba.

Durante toda la mañana, por las calles de Constantinopla circularon innumerables


procesiones, en las que la población se apiñaba para rezar y venerar los iconos y
reliquias de la ciudad, sacados a hombros de los fieles para elevar la desgastada moral
de los defensores ante la prueba final.
El propio Constantino había participado en los actos, acompañado de un
numeroso grupo de soldados, criados, músicos y ministros de su gobierno,
recorriendo solemnemente los barrios más poblados de la ciudad, en un último
esfuerzo por mostrar con su imagen una simulada normalidad que distaba mucho de
la creciente desesperanza que albergaba su interior.
De regreso al palacio, los comandantes de las distintas compañías le esperaban en
el salón del trono tras finalizar todas las obras de acondicionamiento de las murallas
que el precario estado de la construcción permitía. El emperador había querido
reunirse con los jefes de la defensa, sin distinguir a griegos de italianos o catalanes,
para agradecer el impagable esfuerzo y sacrificio con el que colaboraban en la lucha.
A su llegada a la estancia, a pesar de la numerosa asistencia, la amplia sala se
mantenía en silencio, tan sólo perturbado por el tintineo del metal y los callados
susurros de algunos de los presentes.
Los hombres que en unas horas tendrían en sus manos la salvación de Bizancio
formaron dos largas filas, por en medio de las cuales Constantino se aproximó hasta
su trono, aún engalanado con la corona, la bordada estola y la túnica enjoyada con la
que había acudido a la procesión. Su rostro reflejaba la serenidad que le había faltado
los últimos días, como si la certeza del final del asedio, para bien o para mal, hubiera
despertado de nuevo en él el orgullo y la fortaleza desplegada antaño.
—El día ha llegado —recitó con voz firme—. Esta noche se decidirá el futuro de
Bizancio y de la cristiandad. Vosotros sois los sucesores de los grandes hombres que
edificaron Grecia y Roma, de Alejandro Magno y Aquiles, de Augusto y Trajano. Sé
que, griegos e italianos, os mostraréis dignos de nuestros antepasados y por ello
quiero agradeceros vuestro denodado esfuerzo y sacrificio a lo largo de este penoso
asedio.
Todos los presentes se habían aproximado, formando un semicírculo frente a

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Constantino, escuchando respetuosamente sus palabras. Entre ellos, Sfrantzés
contemplaba a su amigo con la convicción de encontrarse ante uno de aquellos
grandes emperadores cuyas gestas eran recordadas por la historia, seguro de que, en
otras circunstancias, Constantino habría llevado a Bizancio a inigualables cotas de
prosperidad.
—Un hombre —añadió el emperador mirando a cada uno de los oficiales que se
mantenían a su lado— ha de estar siempre dispuesto a morir por Dios, su rey, su
patria o su familia. Nosotros debemos luchar por todo ello, sin temer el número de
nuestros enemigos, sus gritos ni el brillo de sus aceros. Porque sus negros artilugios
no derribarán nuestras murallas, sus lanzas no atravesarán nuestras corazas ni dañarán
a nuestros hombres, pues Dios se encuentra a nuestro lado, y con su ayuda
impediremos que la luz de esta cristiana ciudad se oculte bajo el manto del islam. No
consentiremos que desfallezcan nuestros corazones, nos mantendremos firmes
mientras nos quede un aliento para salvar nuestra patria.
—A vosotros —terminó refiriéndose a la nutrida representación italiana y al
cónsul catalán, situado junto a Orchán, el príncipe turco— no puedo sino admirar
vuestro valor y compromiso y agradeceros con todo mi corazón la lealtad que habéis
mostrado. Para mí siempre seréis hijos de Bizancio.
—Nada temáis —intervino Giustiniani, adelantándose con la cabeza alta y
aspecto marcial—. Por mi vida os juro que Constantinopla no caerá.
Un coro de orgullosas afirmaciones surgió de entre los presentes, vitoreando por
tres veces al emperador, el cual, con lágrimas en los ojos, recorrió la nutrida fila de
asistentes saludando personalmente a todos ellos, agradeciéndoles su apoyo y
rogando su perdón por cualquier ofensa que les hubiera podido infligir.
—Reúne esta noche a los miembros de mi casa —dijo a Sfrantzés cuando pasó
por su lado— y acude tú también.
El secretario imperial asintió con una forzada sonrisa, mientras a su alrededor, los
reunidos se despedían unos de otros antes de acudir a su puesto en la muralla. A pesar
de los ánimos y las valientes afirmaciones de confianza acerca de la próxima victoria,
Sfrantzés no podía quitarse de encima la sensación de que aquellos hombres se
abrazaban como si no fueran a verse más.

La excitación que precedía al asalto hacía que Mahomet apenas notara el


cansancio acumulado durante todo el día. Desde primera hora de la mañana, los
paseos entre las tropas, las charlas con los oficiales y los ánimos a los soldados
precedieron al viaje a caballo hasta el puerto donde se encontraba anclada su flota.
Allí había dado orden expresa a su almirante para atacar las murallas que lindaban
con el mar de Mármara.
La dificultad de realizar un asalto eficaz desde los barcos había sido puesta de
manifiesto por el nuevo almirante, aunque la intención del sultán no era la ocupación

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de la muralla, algo en lo que Mahomet no confiaba, sino simplemente mantener a las
tropas que defendían esas secciones ocupadas en repeler a las tropas de los barcos,
impidiéndoles acudir a la zona en la cual el sultán lanzaría el golpe definitivo.
El trayecto hasta el puerto, junto con las instrucciones a los mandos de la flota,
había demorado demasiado al sultán, que ahora cabalgaba con rapidez, con el sol
poniéndose por el horizonte, hacia su tienda, donde ya le esperaba Chalil, junto con
los generales de su ejército, para recibir las últimas órdenes y consignas para el
ataque.
Forzando el caballo, al igual que la docena de lanceros de la guardia jenízara que
le escoltaban, atravesó el campamento, observando como los soldados preparaban sus
armas para la confrontación, comenzando a agruparse en compañías junto a sus
oficiales, o simplemente rezaban unos junto a otros la oración de la puesta de sol.
Chalil esperaba pacientemente junto a la entrada de la lujosa tienda del sultán,
ignorado por los cuatro jenízaros que se encontraban de guardia. El primer visir, que
comandaría el asalto principal junto al sultán y uno de sus generales, observaba como
Mahomet se acercaba, entre las loas de los soldados cercanos, que vitoreaban a su
señor al grito de Fathi.
El entusiasmo de las tropas no calaba en el primer visir, convencido de que aquel
asalto acabaría siendo frustrado, tal y como había sucedido con los anteriores, aunque
con el agravante de que, una vez rechazados, deberían poner fin al asedio, antes de
que la flota que los venecianos ya habían puesto en camino apareciera en el mar. Sin
un acuerdo, la derrota sería tomada como un signo de debilidad, aprovechado por los
muchos enemigos del Imperio otomano para alzarse contra ellos. Los húngaros, tras
la humillación sufrida en Varna, aprovecharían la derrota para lanzarse sobre la
frontera, lo mismo que los serbios. Incluso dentro de las fronteras turcas existían
muchos príncipes y pueblos descontentos con su gobierno que no pasarían por alto la
posibilidad de una acción coordinada que desintegrara el imperio de los sultanes,
devolviéndoles la independencia a costa de la frágil grandeza turca. Para Chalil, el
sultán arriesgaba todo su imperio tan sólo para satisfacer sus delirios de grandeza,
contra una ciudad que apenas disponía de potencial con el que dañar a los turcos y
que resultaba beneficiosa en los intercambios comerciales. Él, que siempre se había
mantenido al margen de la belicosa postura oficial, se veía ahora en la disyuntiva de
tener que colaborar en pos de la victoria en la próxima batalla, como único medio de
mantener la vitalidad y el prestigio del gobierno otomano.

A unos metros, Ahmed, con los ojos fijos en la figura del sultán, observaba cómo
su montura se aproximaba a la entrada de la tienda, ralentizando el paso a medida que
se acercaba a la posición del primer visir.
Indiferente a las aclamaciones proferidas por los numerosos soldados que le
rodeaban, el fiel espía de Orchán mantenía una postura rígida, agarrando con fuerza

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el puñal que ocultaba bajo sus ropas.
Aunque su manejo del arco era excepcional, lo había desechado en cuanto
comprobó la cantidad de soldados que se encontraban en las cercanías. Con toda
seguridad, alguno de ellos se habría abalanzado sobre él antes de que tuviera tiempo
de tensarlo. Su única oportunidad consistía en esperar a que se apeara del caballo
junto a la tienda. En ese momento estaría desprevenido, incapaz de repeler su ataque.
Ahmed era consciente de que aquel acto sería castigado con la muerte y que, por
tanto, no vería un nuevo amanecer. No le importaba, tan sólo necesitaba saber que
Orchán amanecería como nuevo emperador de los turcos. Esa sería la recompensa
que le acompañaría al paraíso.
Mahomet detuvo su caballo junto a la entrada cubierta de la tienda, saludando a
los soldados congregados a ambos lados, cada vez más próximos a él. Los lanceros
que le acompañaban se mantuvieron a su espalda, como si entregaran su preciada
escolta a los cuatro jenízaros que montaban guardia de pie junto a la tienda,
facilitando de forma inconsciente el camino a Ahmed, el cual extrajo la daga,
tapándola con una de sus largas mangas, y se acercó con paso lento hacia el sultán.
—Llegáis a tiempo —afirmó Chalil con una cortés reverencia—. Todos los
oficiales están reunidos y a la espera de vuestras últimas órdenes.
—Estoy ansioso por comenzar —dijo el sultán, descendiendo trabajosamente del
caballo—. Habría deseado…
Un repentino grito de advertencia hizo que Mahomet se girara con rapidez, justo
para ver como un hombre se abalanzaba sobre él y golpeaba con fuerza su estómago
con una daga.
Ahmed notó un extraño tintineo sobre la hoja de su arma que, en lugar de clavarse
hasta la empuñadura como esperaba, no hizo sino trabarse entre la ropa del sultán,
empujándole hacia atrás hasta derribarlo. Con sorpresa, vio como la hoja, sin una sola
mancha de sangre sobre su filo, permanecía reluciente en su mano.
Mahomet cayó al suelo con la vista fija en su oponente, el cual se recuperó de su
impresión y levantó de nuevo su daga dispuesto a arrojarse sobre el sultán, esta vez
con intención de clavar su afilada arma en su cuello. Sin embargo, una lanza atravesó
el pecho de Ahmed, derribándolo como un saco ante el empuje de uno de los guardias
jenízaros.
Con un revuelo de gritos y preguntas, los jenízaros se arrojaron de sus caballos y
rodearon al caído sultán, casi impidiéndole levantarse.
—¡Dejadme! —gritó Mahomet—. Estoy bien.
Chalil, atónito ante la rapidez de lo ocurrido, se veía zarandeado por los lanceros
en su intento por cerrar el círculo alrededor de su señor, mientras los soldados más
cercanos, que habían podido contemplar el intento de regicidio, gritaban a los
guardias para que les permitieran ver al sultán.

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—¡Apartaos! —exclamó Mahomet con firmeza en cuanto pudo ponerse en pie.
Los jenízaros obedecieron renuentes, abriendo el apretado círculo de lanzas y
escudos, permitiendo que el sultán se subiera de nuevo a su caballo para saludar al
cada vez más preocupado grupo de congregados, que recibió con euforia la visión de
su señor.
Tras demostrar a sus tropas que no había sufrido ningún daño, el sonriente
Mahomet entró en su tienda seguido por Chalil, justo antes de que los jenízaros la
rodearan, expulsando de allí al numeroso grupo de soldados.
—¿Os encontráis bien, mi señor? —preguntó Chalil, mientras los generales,
reunidos en el interior de la tienda se congregaban a su alrededor.
—Sí —confirmó Mahomet abriendo su caftán y mostrando la fuerte cota de malla
que vestía bajo sus ropas y que había convertido la letal puñalada en un pequeño
moratón—. Y pensar que mientras cabalgaba hacia el puerto no hacía sino
maldecirme por llevarla…
—¡Esto ha sido una traición! —exclamó Zaragos indignado—. Hay que encontrar
a los responsables y ejecutarlos sumariamente.
—No haréis nada —ordenó el sultán, mirando con dureza a su general.
—Pero… —balbuceó Zaragos— no podemos dejar este acto impune y…
—Ahora lo único que importa es el ataque de esta noche —interrumpió Mahomet
—. Cualquier investigación alteraría el ánimo de las tropas y no voy a permitirlo.
Cuando esto acabe, mi primer visir se encargará de ello.
Todos los presentes se apresuraron a alabar el valor y la inteligencia del sultán,
dando gracias a Alá por haberle concedido semejante prueba de que se encontraba
bajo su protección. Entre ellos, Chalil se mantuvo callado, preguntándose por qué
esta vez el sultán no se había referido a él sino a «su primer visir», como si no supiera
quién ocuparía el cargo tras la batalla. Para Chalil eso sólo podía significar que, de
caer la ciudad, con ella caería también su cabeza.

Cabalgando despacio sobre su hermosa yegua de patas blancas, el emperador


contemplaba con interés las oscuras calles de su querida ciudad.
Regresaba de la gran iglesia de Santa Sofía, donde una multitud de clérigos,
dirigidos por el cardenal Isidoro, realizaban una liturgia conjunta para el ingente
número de ciudadanos que se había congregado en la catedral. Resultaba irónico que,
justo el día en que se decidiría el destino de Bizancio, se hubiera por fin realizado la
verdadera unión de las dos Iglesias, pues hasta entonces pocos eran los que
traspasaban las poderosas puertas de bronce del magnífico edificio construido por
Justiniano.
Constantino había presenciado como griegos e italianos, catalanes y armenios,
comulgaban piadosamente unos junto a otros, sin que les importara si la sagrada
forma era repartida por un clérigo latino u ortodoxo. Aquellos sacerdotes,

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virulentamente opuestos a la aceptación de los ritos occidentales, se mantenían en
silencio junto al anciano cardenal Isidoro, vencida su frontal renuncia por la más que
necesaria unidad que necesitaba Constantinopla si quería ver un nuevo amanecer.
Mientras se aproximaba al palacio de Blaquernas, el emperador se deleitaba con
cada detalle, con cada casa, cada grupo de personas que pasaba a su lado, sonriendo
de manera tímida, con los olores que surgían de las casas en las que se acababa de
consumir la cena, justo antes de que los soldados marcharan a defender la muralla.
Constantino no había sentido a su pueblo tan cerca como esa noche. Sus ansias de
sobrevivir, los latidos con los que trataban de mantener el aliento eran tan fuertes que
casi podía escucharlos en cada hogar, en cada calle.
Ya a la vista de las puertas del palacio su mente se llenaba de preguntas a las que
no podía responder. Una y mil veces se interrogaba sobre la posibilidad de haber
evitado el sufrimiento que atravesaba su pueblo, si existió un momento en el que se
cruzó una línea de la que era imposible retornar y qué habría pasado de tomar otras
decisiones. Este era un pensamiento que le reconcomía, acuciándole con mayor
intensidad a medida que se sucedían los días y el asedio continuaba, aunque nunca lo
había comentado con nadie, era una carga que sólo le correspondía a él.
Familiares y allegados del emperador le esperaban, tal y como el propio
Constantino había solicitado al secretario imperial. De nuevo en el salón del trono las
puertas se abrieron, dejando paso a Constantino XI Paleólogo, emperador de
Bizancio, que apareció vestido con su armadura, tan sólo cubierta por una amplia
capa púrpura con el escudo del águila bicéfala bordado en hilo de oro, como única
seña de su identidad.
El emperador entró sonriente, aunque sus ojos reflejaban el cansancio y la tensión
acumulada durante todo el día. Se acercó uno a uno a todos los asistentes y les
agradeció personalmente su apoyo, solicitando su perdón si algo hubiese hecho mal,
tal y como había sucedido con los jefes y oficiales que dirigían la defensa.
—Perdóname tú a mí —respondió Teófilo cuando su primo se dirigió a él—. He
sido un idiota y un ingrato, pero te aseguro que hoy estaré a tu lado hasta el final.
—No hay nada que perdonar —aseguró Constantino, abrazando a Teófilo, que
apenas pudo contener las lágrimas.
Cuando llegó a la posición donde se encontraban Francisco y Helena, el
emperador cogió las manos de ella entre las suyas, sonriendo.
—Lamento no haber tenido más tiempo para conocerte, estoy seguro de que harás
muy feliz a Francisco.
—Cuando esto acabe tendremos todo el tiempo del mundo —respondió Helena
—. Estaré orgullosa de pertenecer a esta familia.
—El secretario imperial me ha comentado el interés que te has tomado en
solicitar la libertad de tu esclava.

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—Así es, majestad —confirmó la bizantina con extrañeza.
—Hoy es un buen momento para convertir a una persona en libre —afirmó
Constantino con tranquilidad—. Comunícaselo cuando la veas.
—Majestad, yo… no sé cómo agradecerlo.
—Reza por nosotros, con eso me vale.
Helena asintió mientras trataba de borrar la pena de su rostro, mostrando una
tímida sonrisa.
—A ti te veré dentro de un rato —añadió Constantino poniendo una mano sobre
el hombro de Francisco—, aún tienes que contarme cosas sobre la lejana Castilla.
El castellano le abrazó, sin poder refrenar el extraño impulso que le acercaba a
aquel hombre, convertido en tan poco tiempo en su familia, en una suerte de segundo
padre que el destino había colocado a su lado. Constantino correspondió a la muestra
de afecto de Francisco, tras lo cual, con una última mirada, salió de la habitación
acompañado de Sfrantzés.
En el salón del trono el desánimo cundía entre los reunidos, Teófilo y Nicéforo
salieron justo detrás de su primo, en dirección a sus puestos junto a las murallas,
mientras Francisco se demoró un poco, abrazado a Helena, la cual agarraba a su
marido, notando el frío y duro acero que cubría su pecho. La misma armadura que
debería salvar su vida ahora le impedía sentir el calor de su cuerpo.
—Quiero darte algo —dijo Francisco mientras la separaba de él con suavidad.
Extrajo una daga de su cinto y se la presentó a Helena, que la miró sorprendida.
—¿Para qué? —preguntó ella.
—Si los turcos entraran en la ciudad —dijo él bajando la cabeza—, tal vez la
necesites.
—No podría hacer daño a nadie —negó ella.
—Cógela —pidió Francisco—. Aunque sea hazlo por mí, estaré más tranquilo
sabiendo que la llevas.
Helena alargó una mano temblorosa, asiendo el pomo de la daga como si se
tratara de una brasa ardiente, guardándola entre sus ropas mientras gruesas lágrimas
rodaban por sus mejillas. Francisco suspiró, besó brevemente sus labios y se
encaminó hacia la puerta.
—¡Francisco! —gritó la bizantina, corriendo hacia él y abrazándose
desesperadamente a su amado—. Júrame que volverás —pidió, con los ojos
inundados y el rostro congestionado por el llanto.
—Volveré —aseguró él con una forzada sonrisa, mientras acariciaba su cara,
enjugando sus lágrimas con la mano, observando su rostro con dulzura—. Te lo juro.
Luego se separó, andando por el pasillo sin volver la vista atrás, mientras
escuchaba con el corazón roto como ella le despedía:
—Rezaré por ti, amor mío.

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En la excelsa residencia de Giaccomo Badoer, el influyente banquero veneciano,
los criados se apresuraban a transportar los pesados arcones en los que su señor había
acumulado cualquier objeto de valor que aún permanecía en su palacete. A pesar de la
garantía ofrecida por el sultán de que sus propiedades serían respetadas, el veneciano
no confiaba en que los guardias de su protector llegaran antes que los saqueadores,
por lo que había preparado concienzudamente su huida hacia la cercana colonia
genovesa de Pera, donde el dinero le garantizaría protección, junto con la salvaguarda
de sus más preciados bienes.
—Hay un marino que pregunta por vos, mi señor —anunció uno de los
mayordomos, visiblemente alterado por la urgencia de los traslados.
—Hazle pasar —ordenó Badoer con tranquilidad— y cuida que nadie nos
moleste.
El criado realizó una profunda reverencia, apresurándose a cumplir los
requerimientos de su amo, volviendo al poco tiempo en compañía de un italiano
enjuto y de rostro duro, que portaba una gran daga al cinto. Al encontrarse con el
banquero hizo un gesto con la cabeza, a modo de saludo, sin intercambiar palabra
alguna hasta que el mayordomo hubo dejado la habitación.
—Tengo el bote preparado —afirmó cuando estuvieron a solas—, pero no soñéis
con cargar todos esos arcones que están bajando al patio.
—No te preocupes —dijo el veneciano con indiferencia—. Te vas a encargar de
otro pasajero.
El marino se mantuvo a la espera de la explicación de Badoer, sin mostrar ningún
tipo de sorpresa o extrañeza, acostumbrado a la forma en la que el veneciano atraía el
interés de aquellos con los que negociaba.
—Permanecerás en los muelles colocando un crespón rojo en el mástil, bajo la
bandera veneciana. Cuando los turcos entren en la ciudad una mujer irá hasta el
puerto y te entregará una nota en clave, para que la lleves a Pera.
El italiano asentía a cada una de las instrucciones del banquero con lentitud, como
si necesitara unos segundos para poder asimilar las órdenes.
—Mátala y arroja su cuerpo al mar.
Esta vez el marino abrió los ojos casi imperceptiblemente, deteniendo el rítmico
movimiento de su cabeza.
—No he sido contratado para eso —replicó.
—¿Hay algún problema? —preguntó Badoer.
—Costará el doble.
El veneciano se mantuvo un momento en silencio, examinando al marino con
detenimiento, tratando de adivinar si se avendría a un regateo aunque, tras meditarlo
unos segundos, pensó que no valía la pena discutir por un puñado de ducados en tan
delicado asunto. La recompensa del sultán sería sólo para él, eso cubriría con creces

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cualquier gasto añadido.
—De acuerdo —accedió Badoer con una sonrisa—. Pero asegúrate de que muera
lentamente.

Con paso rápido, Yasmine atravesaba los desiertos pasillos del palacio de
Blaquernas en dirección a su dormitorio. La multitud de funcionarios, guardias y
criados que normalmente abarrotaban aquella zona había desaparecido con la llegada
de la medianoche, enviados a defender la muralla o, los más, piadosamente recluidos
en alguna de las cientos de iglesias y basílicas que salpicaban la ciudad.
A pesar de que esa noche las puertas del palacio permanecerían abiertas hasta que
sonaran las campanas, indicando el comienzo del ataque turco, apresuró el paso,
asustada por la posibilidad de quedar encerrada en el interior de uno de los edificios
más codiciados por cualquier asaltante.
Ya en la puerta de su habitación una voz la llamó desde el otro lado del pasillo.
Helena, casi irreconocible bajo el velo, con una oscura túnica marrón de sencillo
corte cubierta por una gruesa estola, se aproximaba hacia ella, sorprendiendo a la
turca.
—No pensaba encontrar a nadie —dijo la esclava—. ¿Qué hacéis aún aquí,
señora?
—En Santa Sofía varios clérigos van a realizar una liturgia continua durante toda
la noche —respondió la joven, aún mostrando en su cara la evidencia de las lágrimas
vertidas en la despedida a Francisco—, quiero que vengas conmigo, allí estarás más
segura.
Yasmine observó los ojos de Helena, sorprendida por la sinceridad que descubrió
en su mirada. No existía el rencor, ni el desprecio en aquel rostro, tan sólo un genuino
interés.
—Aun sabiendo que quise arrebataros a vuestro marido os preocupáis por mí, ¿de
dónde sale esa capacidad para perdonar?
—Es la que el Señor concede a todos los cristianos —repuso Helena con una
sonrisa—. Tan sólo hay que saber buscar en el interior.
—Os lo agradezco —contestó la esclava—. Pero nuestros caminos se separan
aquí. Debo quedarme.
—Puedes hacer lo que quieras, ahora eres libre.
—¿Libre? —repitió Yasmine con extrañeza.
—El emperador me lo ha comunicado hoy, durante la recepción que ha ofrecido a
los funcionarios.
La antigua esclava se quedó boquiabierta, con la mirada clavada en la sonriente
griega, manteniéndose en silencio durante un rato, hasta que recuperó el habla.
—No sé qué decir, señora, yo…
—Tú ya no tienes señora, sólo una amiga que te pide que la acompañes.

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—No esperaba esta noticia, estoy segura de que es cosa vuestra… quiero decir,
tuya —aclaró ante la desaprobadora mirada de Helena—, y no puedo expresar lo que
te agradezco tu amistad, pero aquí estaré a salvo, no te preocupes.
La bizantina se mantuvo en silencio. Conocía demasiado a la que había sido su
compañera durante tantos meses como para albergar la esperanza de cambiar su
decisión. Nunca había tratado de imponerle su voluntad, menos ahora que el destino
de la ciudad se jugaba en una noche.
Con una tímida sonrisa Helena abrazó a Yasmine, apretándola con cariño a la vez
que, con un susurro y lágrimas en los ojos, le deseaba, de todo corazón, suerte en
aquel trascendental evento que debían afrontar. La turca, aturdida por la anterior
noticia y sorprendida por la muestra de afecto, se mantuvo quieta un instante, antes
de corresponder, cerrando los ojos, a la única vez que la habían tratado con cariño.
Cuando la griega se separó Yasmine asió suavemente una de sus manos.
—Espera un momento.
Abriendo la puerta de su cuarto, fue hasta el escritorio donde descansaba la Biblia
que Teófilo le había regalado, extrayendo de entre sus páginas la nota de Badoer y
entregándosela a la sorprendida bizantina.
—¿Qué es esto? —preguntó Helena extrañada, incapaz de leer la críptica
escritura.
—Cuando llegue hasta Santa Sofía la noticia de que los turcos han entrado en la
ciudad, abandona la iglesia y dirígete al puerto, allí encontrarás un pequeño bote con
un crespón rojo anudado en el mástil, por debajo del pendón de Venecia. Dale este
trozo de pergamino al marinero que gobierne el barco, él te llevará a Pera, donde
estarás a salvo del saqueo.
La bizantina mantuvo unos segundos el pequeño salvoconducto en su mano,
arrugando la frente, antes de extender el brazo para devolvérselo a la que había sido
su esclava.
—No puedo aceptarlo, esto es tu libertad. No sé cómo agradecerte que me lo
ofrezcas, pero no podría huir sabiendo que tú quedas atrás. Además, tengo fe en
nuestros soldados.
—Quédatelo —dijo Yasmine, rechazando el trozo de pergamino con firmeza y
cerrando delicadamente la mano de Helena en torno a él—. Constantinopla caerá esta
noche. Yo tengo contactos que pueden ayudarme, soy yo la que no puede dejarte en
manos de los saqueadores. Tú has sido la única que me ha tratado con cariño y
respeto, hasta el punto de conseguir lo imposible, la libertad. Para mí no hay nadie
que merezca más este regalo.
Asintiendo ligeramente con la cabeza, la bizantina apretó la nota contra su pecho,
extrayendo de entre sus ropajes la daga que Francisco había puesto en sus manos.
—Francisco me la dio —comentó, mostrándosela a la turca—. La acepté, pero yo

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soy incapaz de usarla en nadie, creo que tal vez a ti te pueda ser útil.
—¿No te han dicho que es peligroso darle un arma a un esclavo? —repuso
Yasmine con una sonrisa.
—Aquí ya no hay esclavos, es tan sólo un presente por otro.
La turca recogió la daga con delicadeza, abrazando de nuevo a Helena, corta pero
intensamente, tras lo cual, con una inaudible palabra de despedida, la bizantina se
alejó por el pasillo seguida por la mirada de Yasmine, que no entró en su cuarto hasta
que Helena se perdió de vista tras una esquina.
Cerró la puerta con suavidad, apoyando la cabeza contra la madera, tratando de
contener las lágrimas que pugnaban por inundar sus ojos. Era la primera vez que
alguien la abrazaba por amor, con la única intención de demostrarle su amistad y su
cariño. En ese instante, un irrefrenable sentimiento de soledad invadió su ser,
estremeciéndola como si un viento helado hubiera atravesado la habitación.
Miró la daga en su mano, estilizada y brillante, bella en su sencillez. Por su
cabeza relampagueó la idea de usarla sobre sí misma, acabando así con aquella vida
falsa y mísera, en la que tan sólo Helena había supuesto una luz. Desechando el
fortuito deseo, algo inaceptable para quien, como ella, se encontraba acostumbrada a
luchar y sobrevivir, sonrió, alegrándose sinceramente de haber roto el impenetrable
manto que cubría su alma para, con un gesto que complicaría su propia huida, otorgar
a Helena la oportunidad de escapar de los inevitables saqueadores que, tras la caída
de la ciudad, inundarían las calles e iglesias en un sangriento festín.
Se aproximó a la cama, dejándose caer sobre ella, suspirando mientras meditaba
su próximo paso. Dado que el barco de Badoer no esperaría un segundo pasajero no
disponía de más salida que dirigirse hacia su residencia, donde el banquero, con los
innumerables recursos de los que disponía, no tendría dificultad alguna en
proporcionarle una alternativa segura.
Unos suaves golpes sobre la puerta la obligaron a incorporarse, guardando la daga
bajo un pliegue de la manta que cubría la cama.
—¿Quién es? —preguntó.
Tras la puerta, la respuesta llegó débil, casi como un susurro. Yasmine se dirigió
hacia la entrada y descorrió el cerrojo.
La puerta se abrió como impulsada por un vendaval, golpeando su cara con
violencia y haciéndola caer al suelo desorientada. Una figura atravesó el dintel,
situándose a un lado de la mujer caída, cerrando de nuevo la puerta a su espalda.
Yasmine, con el rostro dolorido, notando como un hilo de sangre se deslizaba de
su nariz, se giró para contemplar a su agresor, el cual se mantenía en pie, sonriendo,
vestido con una mugrienta túnica que parecía salida de un estercolero.
—No sabes cuánto tiempo llevo esperando este momento —dijo Basilio.

Sfrantzés acompañaba al emperador a lo largo de la corta inspección que había

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efectuado por las murallas terrestres, comprobando que todas las puertas se
encontraban bien cerradas, cortando la retirada de los defensores. En ese último
combate sólo valdría una cosa: la victoria.
Habían cabalgado en silencio, uno al lado del otro, fijando su atención en las
distintas secciones de los muros hasta llegar a la puerta Caligaria, la única que aún
permanecía abierta para permitir el paso de los combatientes llegados a última hora
desde el cercano palacio de Blaquernas.
Dejaron sus caballos, subiendo a una de las torres de la muralla interior. Desde
sus almenas se observaba toda la línea defensiva a la izquierda, plagada de pequeñas
antorchas y braseros, que iluminaban débilmente a una multitud de soldados,
moviéndose de un lado a otro de la empalizada levantada allí donde los cañones del
sultán habían derribado los espesos muros. Aprovechando el día de descanso de la
artillería turca, las rampas de derrubios que permitían el acceso a lo alto de la muralla
en varios puntos del valle del río habían sido limpiadas, del mismo modo que la
empalizada que coronaba la línea defensiva se encontraba completamente remozada y
ampliada.
—Los turcos llevan trabajando desde la medianoche —anunció uno de los
arqueros que se mantenían sobre la torre, señalando el cegado foso, donde apenas se
vislumbraba la figura de los encargados de alisar el primer obstáculo.
Constantino asintió con la cabeza, escuchando las voces de los artilleros turcos,
que acercaban sus aún invisibles cañones a las cercanías de las murallas. Ignorando
los negros presagios que intuía, se dirigió a su derecha, desde donde se podía
contemplar el cercano Cuerno de Oro, cubierto de pequeñas luces en movimiento,
que delataban el despliegue efectuado por la armada turca en preparación del
próximo asalto.
—¿Crees que pudimos haberlo evitado?
—No —respondió Sfrantzés con seguridad—. Nada de lo que hubiéramos hecho
cambiaría el apetito que el sultán siente por nuestra ciudad. Somos un permanente
recordatorio del cristianismo en medio de su imperio, el ataque era inevitable.
—Me gustaría tener tu firmeza —dijo Constantino—. Pero no dejo de pensar que
soy el emperador y que todo esto es culpa mía.
—Eres un gran dirigente —afirmó el secretario imperial, apoyando su mano en el
hombro de su abatido amigo—, deja de torturarte con remordimientos inútiles. Has
hecho cuanto estaba en tu mano, mucho más de lo que otros se habrían atrevido a
pensar.
—Me pregunto cómo hemos llegado a esto —comentó el emperador volviéndose
hacia su compañero y señalando con un gesto las oscuras casas que se vislumbraban
tras las murallas—. El mayor imperio de Europa, la cuna del cristianismo durante
siglos se ha convertido en una ciudad desierta, despoblada y desesperada. Miro al

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pasado y no veo sino un continuo declive, una caída salpicada de diminutos
momentos de gloria. ¿Cómo quieres que no me pregunte si soy un mal gobernante si
nuestro pueblo apenas ha conocido otra cosa?
—El simple hecho de que te lo preguntes —respondió Sfrantzés— indica que eres
una buena persona. Un mal rey no cuestiona sus actos, ni le importa el qué dirán. Has
sido y eres el mejor hombre que he conocido, y estoy seguro de que la historia dará fe
del honor y la dignidad con la que gobiernas a nuestra gente.
Constantino miró fijamente a su amigo, antes de fundirse en un corto pero intenso
abrazo, para separarse después mostrando en sus rostros la firme resolución de luchar
hasta rechazar al enemigo.
—He de irme —dijo el secretario imperial—. Cuídate.
—Adiós, Jorge —se despidió el emperador.
Sfrantzés bajó con rapidez las escaleras de la torre, ahogando las lágrimas que
pugnaban por aflorar en sus ojos, rezando entre dientes al Señor para que no
permitiera que sus brazos desfallecieran, concediéndoles la oportunidad de cambiar
su destino.

—¿Qué haces aquí?


Ya en su puesto junto a la guardia griega como enlace de Giustiniani con esas
tropas, Francisco descubrió a Jacobo mezclado entre los hombres del comandante
genovés.
—Cattaneo no me habría dejado quedarme con ellos —repuso Jacobo, apenas
reconocible bajo el casco, con una larga cota de malla que tan sólo le cubría el torso y
se ajustaba a la cintura por medio de una ancha tira de cuero.
—Y hace bien —confirmó el castellano con visible enfado—, no estás en
condiciones de luchar. Ni siquiera deberías llevar armadura.
—Sólo es una cota de malla —contestó el muchacho tratando inútilmente de
ajustársela para que no se notara lo mal que se ceñía a su cuerpo—, y mis heridas ya
se han cerrado.
—Vuelve al campamento —ordenó Francisco con seriedad.
—No —se negó Jacobo ante el gesto de sorpresa del castellano—. Esta noche se
decide la guerra —añadió el muchacho con tensa desesperación—. Todas las
penurias, los asaltos, las bajas, de nada habrán servido si no ganamos hoy. Cada
hombre cuenta y yo no pienso quedarme atrás viendo como el resto se juega la vida.
Mi padre me dijo que el honor nos pertenece sólo a nosotros y que nadie puede
quitárnoslo, sólo uno mismo. Yo hoy quiero hacer honor a esta ciudad y combatir a
vuestro lado.
—Tu padre debe ser un gran hombre —afirmó el castellano mientras Jacobo le
miraba fijamente, ansioso por saber si podría quedarse.
Francisco suspiró, sonriendo a su joven amigo, asintiendo con la cabeza al tiempo

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que zarandeaba al alegre muchacho.
—Está bien —cedió—, espero no tener que arrepentirme. Puedes quedarte, pero
no te apartes de mi lado.
Jacobo se cuadró marcialmente, saludando con su espada al castellano, el cual se
encogió de hombros cuando el curtido oficial griego que mandaba la compañía le
guiñó un ojo, preguntando si ahora debía ocuparse también de que el mozo no
perdiera la cabeza.

Sin poder creer lo que veía, Yasmine miró a Basilio con incredulidad.
—¿Cómo…? —balbuceó antes de que el griego la pateara con fuerza en el
estómago, haciéndola gemir de dolor.
—¿Cómo? —gritó él—. Yo me hago otra pregunta, me gustaría saber cómo he
sido tan estúpido para pensar que significabas algo, cuando no eres más que una zorra
lujuriosa e inmunda. Cada vez que pienso lo que he llegado a hacer por ti, para luego
ser traicionado, ¡traicionado!
Basilio acompañó sus últimas palabras con un nuevo puntapié sobre las costillas
de la turca, la cual rodó entre gemidos y retorcidos gestos de dolor, hasta situarse
boca abajo, respirando con dificultad.
—Las voces me advertían sobre ti —continuó el griego, en un extraño monólogo
—, «es una puta», «te traicionará en cuanto le des la espalda» —añadió bajando la
voz, como si imitara los fantasmagóricos demonios que poblaban su cabeza—, y yo
fui tan necio de no hacer caso, de pensar que algún día serías mi recompensa.
Yasmine comenzó a arrastrarse lentamente hacia la cama, tosiendo y jadeando,
soportando los punzantes latidos de dolor que llegaban desde su costado, allí donde
había recibido el brutal golpe. Mientras su enloquecido amante emitía su discurso ella
se aproximaba, dejando un fino reguero de la sangre que goteaba de su nariz, hacia el
bajo catre en el otro extremo de la habitación.
—… pero a pesar de mis faltas —continuó Basilio, absorto en su solitario
coloquio— la voz ha seguido acompañándome, manteniéndome a salvo, alerta. Y
ahora me va a conceder otro placer con el que vengo soñando desde hace días.
Basilio se abalanzó sobre Yasmine, agarrándola por la espalda, tratando de asir su
cuello. La antigua esclava, repentinamente consciente de las mortales intenciones del
griego, se dio la vuelta con fuerza golpeándole en la cara, aunque no consiguió más
que enfurecer a su atacante, el cual, con los dientes apretados y los ojos inyectados en
sangre, se sentó sobre el vientre de la joven y alargó sus manos sobre el fino cuello de
la que había sido su amante, apretando su garganta para estrangularla.
La turca, apoyada sobre uno de los lados de la cama, aunque aún en el suelo, trató
desesperadamente de separar las crispadas manos de Basilio de su cuello, sin
conseguir moverlas ni un ápice.
El griego comenzó a sonreír, mirando la cara congestionada de Yasmine,

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divertido ante sus inútiles intentos por separar las garras que atenazaban su garganta.
Comenzó a excitarse, sobre todo cuando ella irguió el pecho, contorsionando su
cuerpo a la vez que, con una mano, trataba de agarrarse a la cama. Sentía un
irrefrenable deseo de poseerla violentamente, aunque las voces no dejaban de gritar
en su cabeza «mátala». Ya había ignorado sus consejos una vez, no volvería a
cometer el error. Ya habría tiempo para desfogar sus instintos una vez que la esclava
estuviera muerta y su cuerpo aún caliente.
Imbuido de su lujurioso instinto de muerte, gozando como nunca en su vida de la
vista de su víctima, que abría la boca buscando el aire que le faltaba, con los ojos
marrones a punto de salirse de las órbitas, el golpe de la daga fue como un leve
pinchazo en un costado, al que el griego, en su frenesí destructivo, ni siquiera dio
importancia.
El segundo golpe, por el contrario, fue como si una barra incandescente hubiera
penetrado por su costado y se retorciera en sus entrañas. Con un aullido, Basilio se
contorsionó, cayendo al suelo sin llegar a soltar su presa, observando con un
escalofrío el puño de una daga sobre su costado, aún asido por la mano de Yasmine,
que en un último impulso, había clavado la hoja en el hígado de su asaltante.
El griego soltó a la inerme turca, que se desmoronó sobre el suelo como un fardo,
sacándose el puñal, mientras emitía un terrible grito de dolor ante el insoportable
sufrimiento que le provocó la extracción.
—¡Perra! —musitó con un hilo de voz, contemplando el pálido rostro de
Yasmine.
En su cabeza resonaron, cada vez más débiles, los susurros que le habían
acompañado durante los últimos meses, guiándole en su tortuoso camino. Esta vez
también acudían a su rescate, canturreando la solución al angustioso dolor que le
subía por el costado hasta paralizar la mitad de su cuerpo.
«Duerme, Basilio —silbaban las voces, cada vez más lejanas—. Duerme…».

—Todo está dispuesto.


Mahomet, a caballo desde medianoche a pesar de la intensa lluvia que arreciaba
desde el ocaso, escuchó el mensaje de su oficial sin poder disimular su excitación.
Las casi dos horas transcurridas para terminar los preparativos iniciales del asalto le
habían desesperado, manteniéndolo de un lado a otro del campamento, junto a las
densas formaciones de tropas que se alineaban para el ataque.
La táctica final elegida para ese último y decisivo intento de tomar la ciudad era
brillante en su simplicidad. Agotar a los defensores utilizando a los prescindibles
bashi-bazuks seguidos de las tropas regulares en dos largos asaltos, tras los cuales,
sus aguerridos jenízaros darían el golpe definitivo, en una última tercera oleada que,
con los defensores exhaustos, penetraría por los huecos abiertos en la muralla.
—Comenzad —ordenó.

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El oficial giró su caballo, lanzándose al galope colina abajo hasta donde esperaba
el general al mando de las tropas irregulares. Poco después, con un ensordecedor
griterío, miles de soldados se lanzaron a la carrera a lo largo de toda la línea de
murallas, acompañados de una ensordecedora música de tambores, pífanos y
trompetas.
—La ciudad caerá pronto, majestad —anunció Zaragos.
Mahomet no respondió al optimismo de su general, manteniendo su vista fija en
la silueta que la luna dibujaba sobre las murallas, observando como sus soldados se
aproximaban con rapidez hacia los muros.
La confianza que depositaba en aquel conjunto de hombres sedientos de botín,
cuyo único lazo era el deseo de enriquecerse, era nula. De hecho, tras ellos situó un
cordón de tropas para evitar que, tras el inevitable fracaso de la primera embestida,
trataran de huir antes de cumplir su labor principal: agotar a los defensores.
—Mantendremos el asalto durante dos horas —anunció fríamente el sultán—,
después daremos paso a las tropas regulares, los regimientos de Anatolia.
Zaragos estuvo tentado de replicar a su señor, asegurando de nuevo su certeza en
una rápida victoria, pero desistió al fijarse en la irónica mueca que mostraba su
rostro, decidiendo mantenerse callado, toda vez que el primer visir, a caballo al lado
de Mahomet, permanecía igualmente en silencio, contemplando con triste expresión
como los bashi-bazuks se estrellaban contra los bien defendidos muros.

A la lluvia de piedras, flechas, jabalinas y dardos que caían desde la muralla, se


sumaban, tras una orden de Giustiniani, las últimas reservas del famoso fuego griego,
que cayeron sobre los atacantes en diversos puntos de la línea de murallas, abriendo
grandes claros en las filas otomanas.
En las densas formaciones enemigas pocos disparos fallaban, cada flecha
alcanzaba un blanco y cada pequeño cañón que aún disponía de pólvora causaba una
carnicería cuando vomitaba su letal carga de metralla contra los desorganizados
atacantes.
Estos continuaban su asalto, inasequibles frente a lo evidente de su fracaso,
apoyando una y otra vez sus escalas contra los muros, solamente para ser recibidos
por espadas y lanzas en cuanto alcanzaban la empalizada.
Aunque toda la línea estaba siendo atacada, tan sólo en el valle del río, donde los
muros habían sido castigados en mayor medida, el asalto se desarrollaba con
verdadera intensidad. En el resto de las secciones, cuyo acceso resultaba
infinitamente más complicado, los agresores se limitaban a intercambiar dardos y
jabalinas con los arqueros o a intentar dispersos ataques con las escalas.
Giustiniani se mantenía en primera línea, descargando su espada sobre cuantos
desdichados enemigos se cruzaban en su camino, recibiendo sus desesperados
intentos de rebasar la empalizada con certeras estocadas y furibundos tajos. Los

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genoveses que le acompañaban, perfectamente armados y adiestrados, apenas tenían
dificultades para rechazar los valientes aunque poco eficaces asaltos de los bashi-
bazuks, que comenzaban a flaquear ante la férrea resistencia encontrada.
Tras dos horas de infructuosa lucha, el sultán dio la orden de retroceder. Los
soldados abandonaron apresuradamente el campo de batalla, dejando atrás una
siniestra alfombra de muertos y heridos, acompañados por los gritos de victoria de los
griegos, que coreaban el nombre del emperador y el del valiente protostrator,
máximos exponentes de la defensa de Constantinopla.
Desde el campo turco, Mahomet escuchó los vítores que surgían de las filas
griegas con una aviesa sonrisa, girándose hacia Urban, que esperaba a su lado las
órdenes del sultán.
—Contestaremos a sus animosos gritos —afirmó Mahomet con tranquilidad—.
Que hablen los cañones, después lanzaremos el segundo asalto.
El húngaro asintió en silencio, ocupando prestamente su lugar junto al gran
cañón, el basilisco, apenas visible en mitad de la negrura de la noche. El artillero
recogió de manos de uno de sus auxiliares la antorcha que prendería la carga de
pólvora y la aplicó sobre el arma. El conocido y atronador retumbar del cañón se
extendió por el aire, mientras la blanda tierra vibraba, como si se quejara, abrumada
por el fuerte retroceso con que el gigantesco cilindro de acero golpeaba el suelo.
La bala impactó de lleno sobre las murallas, seguida por una devastadora
descarga de todas las baterías, ennegreciendo la ya escasa visión con el polvo
levantado por los impactos. Los vítores y aclamaciones que se habían despertado
entre los defensores se acallaron de golpe, sustituidos por el ruido de las trompetas y
tambores, que retumbaban llamando a las tropas turcas a una nueva carga.
Con un estridente alarido, la segunda oleada se lanzó al asalto, mientras los
cansados griegos se apresuraban a recomponer las dañadas defensas.
La gran iglesia de Santa Sofía se encontraba atestada de fieles, arremolinados en
torno a los numerosos clérigos que oficiaban una interminable liturgia. Entre ellos,
bajo la luz de cientos de lámparas y velas, Helena oraba una y otra vez, suplicando al
Señor por la salvación de su amado.
Las campanas de las iglesias sonaron por segunda vez, casi ahogadas por el
repentino estallido de la cerrada descarga de la artillería turca, audible a pesar de los
más de cuatro kilómetros que separaban la iglesia del combate en la muralla.
El sonido de las explosiones provocó un gran revuelo en los asistentes, que se
persignaban asustados, apretándose unos contra otros en un confuso intento de darse
seguridad. Algunos niños comenzaron a llorar, enervando con su llanto a muchos de
los más cercanos, que delataban su nerviosismo al reprimir airadamente las asustadas
lágrimas de los pequeños.
Un sacerdote comenzó a entonar el Kyrie Eleison, arrastrando consigo a los más

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cercanos, que se unieron al monótono cántico, extendiéndolo poco a poco por toda la
catedral, aglutinando las voces de los presentes y obligándolos a centrarse en los
temblorosos tonos, intentando así aquietar los ánimos y reconfortar a los allí
reunidos.
—No hay por qué preocuparse —aseguró un anciano situado junto a Helena—.
Las profecías aseguran que, si un infiel pone los pies en Santa Sofía, el Señor enviará
a sus ángeles celestiales para que los expulsen con el fuego y la espada. Aquí estamos
a salvo.
Algunos de los más cercanos asintieron, y recordaron que nunca en casi mil años
un infiel había puesto sus pies en la sagrada iglesia de la Santa Sabiduría, pues,
incluso los cruzados, a pesar de su barbarismo, profesaban la religión cristiana.
Para Helena aquella promesa de un angélico socorro no era sino una antigua
leyenda con la que impresionar a los niños, vacía de toda posibilidad real de
existencia. Su única esperanza se encontraba ahora en las manos de los hombres que
combatían en la muralla, entre los cuales se encontraba su esposo, aquel gallardo
castellano llegado como un regalo a su vida y que ahora temía perder.
Con un suspiro bajó la cabeza, tratando de vislumbrar en la penumbra el retrato
de la Santa Virgen pintado sobre el pequeño icono de madera que mantenía entre las
manos, rezando a la madre de Dios para que cubriera a su amado con su manto,
librándolo de todo daño.

El estrépito incesante de las trompetas y tambores penetraba en la cabeza de


Francisco, casi tan lacerante como los desaforados gritos de los turcos que ascendían
en continua procesión por las numerosas escalas apoyadas contra las murallas.
En la zona central, el ataque se desarrollaba con toda la furia de la que eran
capaces los disciplinados soldados anatolios, fervorosos creyentes a los que se había
prometido una gran recompensa para el primero que consiguiera romper la línea
defensiva y penetrar en la ciudad.
Arrojando grandes bloques de piedra por encima de la cuarteada empalizada, sin
mirar siquiera el efecto que producían, el castellano se entregaba junto a Jacobo a un
agotador trabajo en la retaguardia de la primera línea de defensa.
—¡Aquí! —gritó un soldado junto a la empalizada—. ¡Otra escala!
Francisco se acercó corriendo, agarrando la pértiga que el griego apoyaba contra
uno de los maderos de la escalera y ayudando a empujar. A través del mango, podía
sentir las vibraciones provocadas por el rápido ascenso de los enemigos, que
golpeaban con fuerza los travesaños, a modo de escalones, denotando el peso de sus
armaduras.
—¡Ayuda! —gritó desesperadamente el castellano cuando comprobó que,
empujando con todas sus fuerzas, apenas consiguieron apartar la escalera de los
muros un palmo.

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Jacobo se incorporó al grupo, junto con un civil, que había arrojado a un lado el
cubo y el cazo con el que repartía agua entre los combatientes. La escala comenzó a
desplazarse trabajosamente, justo cuando el puntiagudo casco de acero de un infante
turco apareció tras los tablones que coronaban las derruidas almenas. Cuando parecía
que la escala iba a ceder lanzando a sus ocupantes al vacío, el turco clavó un garfio
en los tablones, afianzándolo con sus brazos mientras gritaba con toda la fuerza de
sus pulmones a sus rezagados compañeros.
—¡Empujad con fuerza! —gritó Francisco, sudando bajo su armadura, con los
brazos doloridos por la tensión.
Un segundo turco se encaramó de manera precaria junto a su compañero, espada
en mano, calculando la distancia para saltar sobre la muralla, ante la desesperación de
los defensores, que no podrían rechazar el ataque sin soltar la pértiga.
Una flecha atravesó en ese momento el ojo derecho del soldado griego que se
encontraba junto a la muralla, haciéndole retroceder encima de Francisco y
provocando con su muerte que todos soltaran el largo mango.
La escala, libre del obstáculo que la mantenía en equilibrio, se abalanzó con
fuerza sobre la empalizada, destrozando los tablones que formaban su mitad superior.
El soldado turco que se preparaba para saltar se desequilibró con el impacto, cayendo
al suelo con un grito de espanto, mientras su compañero, aún aferrado con fuerza al
gancho, se golpeó la frente contra el muro y quedó aturdido.
—¡Rápido, empujad! —gritó Francisco poniéndose de nuevo en pie y
recuperando la pértiga del griego muerto.
Casi sin aliento, los tres cargaron su peso contra la escala, arrojándola de espaldas
contra la multitud de soldados turcos que se encontraba detrás, haciendo inútiles los
desesperados intentos del soldado que la coronaba para recuperar el garfio con el que
afianzaba la escalera.
El ruido del impacto se mezcló con el griterío de los heridos, haciendo que el
castellano respirara aliviado, recuperando fuerzas mientras tuviera un momento para
hacerlo.
Dos soldados italianos se acercaron, enviados por Giustiniani para cerrar el
hueco, poco antes de que los turcos recuperaran la maltrecha escala para intentar un
nuevo asalto. El fuego griego, extremadamente eficaz contra este tipo de ataques, se
había acabado con rapidez, utilizado con profusión contra los bashi-bazuks, muchos
de los cuales aún continuaban sobre el campo, con sus carbonizados cuerpos
pisoteados por sus compatriotas. La pólvora de los escasos cañones bizantinos
tampoco permitió un gran número de disparos, por lo que dardos, piedras y plomo
derretido componían ahora el grueso de las armas arrojadizas, limitando el daño
causado a los numerosos contrarios y facilitando a su vez el acceso a lo alto de la
empalizada, defendida sin descanso por el eficaz mando de Giustiniani.

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Sobre la colina cercana, a poco más de trescientos metros, el sultán se
desesperaba ante la incapacidad de distinguir lo que ocurría sobre los cercanos muros.
—¿Es que nunca va a salir el sol? —gruñó exasperado—. No veo nada.
—Aún falta una hora para que amanezca —comentó Chalil—. Hasta entonces no
creo que podamos saber lo que pasa.
—Necesito saber si el enemigo flaquea en algún punto —repuso Mahomet con
impaciencia.
De pronto el gesto del sultán cambió, como si acabara de tener una repentina idea.
Con aire pensativo miró a Zaragos de reojo, haciendo que el general se pusiera a
temblar, pensando que le ordenaría personarse en primera fila para recabar
información sobre los progresos de las tropas.
—Que disparen el gran cañón —ordenó Mahomet.
—Pero… —balbuceó el sorprendido Zaragos—. Apenas se ve nada…
alcanzaremos a nuestras tropas.
—Y derribaremos la muralla —indicó el sultán con indiferencia—. No seas tan
escrupuloso, están muriendo a cientos, puedo perder unas decenas con tal de abrir una
brecha en los muros.
Zaragos asintió atónito, haciendo girar su caballo para aproximarse hasta la
posición donde se encontraba el gigantesco basilisco comunicando a Urban las
órdenes de Mahomet.
—Con tan poca luz no puedo apuntar bien —comentó el ingeniero húngaro
mientras se pasaba la mano por su rala cabeza—; será un tiro a ciegas.
—Su majestad se hace cargo de ello —afirmó Zaragos—. Disparad.
Urban se encogió de hombros y comenzó a gritar a sus artilleros para que se
prepararan junto a la pieza.

Los soldados se apretaban unos contra otros, formando una densa columna frente
a la pequeña portezuela, tensos, apretando con fuerza las empuñaduras de las armas
mientras escuchaban el fuerte griterío que llegaba desde el otro lado de los altos
muros. En cabeza de la formación se encontraba Antonio Bocchiardi, junto a sus
hermanos Paolo y Troilo, preparados para efectuar una salida sorpresa sobre el flanco
de los atacantes turcos.
En medio del destacamento, con la cabeza baja y los nervios a flor de piel, Fauzio
se preguntaba si el peligro que le esperaba valía la pena por el desorbitado precio que
el podestá había prometido. Cuando le comunicó la petición del sultán, explicándole
lo que debía hacer, el primer pensamiento que le pasó por la cabeza fue el de recoger
sus numerosos ahorros y desaparecer. Sin embargo, para el eterno remordimiento de
su conciencia, el brillo del oro nublaba su mente con demasiada facilidad, situándole
en aquella situación. Cuando atravesó el Cuerno de Oro para presentarse ante los

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comandantes de las compañías genovesas como voluntario no despertó sospechas.
Que un soldado genovés se hubiera desplazado desde Pera para combatir en esta
última batalla no sorprendió a nadie, todo lo contrario, muchas voces se levantaron
para agradecer el valor y coraje del nuevo llegado, halagando su compromiso con la
justa causa cristiana. Tampoco su insistencia por ser encuadrado en la compañía de
los hermanos Bocchiardi, la encargada de la custodia de la puerta de Kylókerkos,
supuso un problema. Bastó una simple referencia a un amigo muerto en uno de los
asaltos anteriores para que fuera recibido con los brazos abiertos. Era en ese
momento, cuando esperaba la apertura de la pequeña puerta para efectuar la salida
sobre los turcos acompañando a la unidad dirigida por Antonio Bocchiardi, cuando su
corazón se aceleraba, la sed torturaba su boca y su frente se empapaba de sudor.
Con un sobrecogedor chasquido, el fuerte madero con el que se sellaba la puerta
fue retirado y, al grito de «¡San Marcos!», sesenta hombres cubiertos de acero se
lanzaron en rápida carrera al exterior de las murallas. Su repentino ataque por el
flanco de los turcos que se agolpaban contra la empalizada fue demoledor. A pesar de
su escaso número, su aparición a la espalda de las apretadas formaciones enemigas
causó un considerable desconcierto, traducido en un alto número de bajas y en un
intenso alivio para los cansados defensores de esa zona.
Por supuesto Fauzio no intervino en los combates. La guerra, a pesar del
imponente porte que le concedía su armadura, no entraba dentro de sus mejores
habilidades. Tampoco le pagaban por matar turcos, cosa que hubiera hecho de buena
gana en otras circunstancias pero, aunque el momento se prestaba a heroicidades y
furiosas acometidas en medio del sangriento festín, Fauzio mantuvo la cabeza fría y
la posición en las cercanías de la portezuela.
Antonio Bocchiardi, una vez que los soldados turcos más cercanos se batían
desesperadamente en retirada, ordenó a sus tropas replegarse al interior de la ciudad,
en previsión del más que probable contraataque enemigo en cuanto hubieran
reagrupado sus compañías.
Los italianos se apresuraron a cruzar de nuevo el umbral de la portezuela,
acarreando a tres de sus compañeros que habían sido heridos en la batalla. El último
de los soldados comprobó que ninguno de los suyos quedaba fuera antes de cerrar la
puerta a sus espaldas.
—Yo cerraré —dijo Fauzio, recogiendo el grueso tablón de manos del soldado—.
Tú corre a ocupar tu puesto.
El veneciano asintió inocentemente, saliendo disparado a través del pequeño patio
interior formado en el recodo de los muros donde se encontraba la puerta. Fauzio
colocó hábilmente el travesaño, de modo que hiciera falta fijarse con cuidado para
darse cuenta de que no se encontraba correctamente asegurado y que la puerta, por
tanto, quedaba abierta. Tan sólo haría falta un decidido empujón.

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Con los nervios atenazándole el estómago, el espía del podestá se retiró de la
portezuela, mezclándose con el resto de su compañía, que ya se incorporaba a la
lucha contra los pocos enemigos que los oficiales turcos habían conseguido agrupar.
Sin embargo, mientras corría de un lado a otro, Fauzio no pensaba en otra cosa que
en la forma de salir de aquella jaula, antes de que se produjera el último asalto, que
entraría como una riada por la puerta que él mismo acababa de abrir.

—¡Ya flaquean! —exclamó el protostrator genovés, casi sin aliento tras las horas
pasadas combatiendo en primera línea.
Como máximo exponente de la defensa e indiscutible héroe de los ciudadanos de
Constantinopla, Giustiniani hacía honor a su puesto, manteniéndose de continuo en lo
alto de la barricada, espada en mano, rechazando con inagotable ímpetu las
incesantes acometidas de las escalas turcas. Sin embargo, de manera imperceptible
para sus admiradas tropas, su ánimo comenzaba a flaquear, sentía que los brazos le
pesaban como plomo, las piernas amenazaban con dejarle caer al suelo y la sed le
castigaba de manera implacable desde hacía horas.
La visión de las bamboleantes líneas otomanas, sorprendidas por el inesperado
ataque de los hermanos Bocchiardi y por la tenaz defensa ante los muros, renovaba el
ánimo del genovés, que comenzaba a preguntarse cuánto tiempo más podrían
soportar sus hombres antes de caer extenuados.
De repente, una extraordinaria explosión sacudió la muralla, haciendo vibrar el
suelo por el fortísimo impacto sufrido. El disparo del gran cañón de Mahomet
alcanzó de lleno la empalizada, arrasándola. La enorme bala provocó una brecha de
varios metros de ancho, levantando una nube de polvo, cascotes y sangre. En el
mismo instante en que el humo se asentaba, las nubes dejaron paso por fin a la luna,
que pareció iluminar con su luz la brecha por la que, para desesperación del agotado
Giustiniani, tres centenares de turcos se abalanzaron sobre los defensores.
—¡Constantinopla es nuestra! —rugían los otomanos, mientras corrían sobre los
destrozados cuerpos de sus compañeros, sacrificados por el gran cañón para obtener
aquella descomunal abertura en los muros.
Como un torrente, antes de que los defensores pudieran agruparse, los
musulmanes penetraron en el amplio pasillo existente entre la muralla interior y la
exterior, degollando a cuantos griegos encontraron inermes en el suelo.
Giustiniani, aún incrédulo, se mantenía en lo alto del precario adarve,
contemplando estupefacto la riada de soldados turcos.
—¡Señor! —gritó un soldado a su lado—. ¿Qué hacemos?
El genovés, saliendo repentinamente de su trance, endureció de nuevo sus
facciones. Levantando la espada bajó del adarve y se mezcló con sus hombres.
—¡Agrupaos en dos líneas! —exclamó con fuerza—. ¡Lanzas al frente!
Los experimentados soldados genoveses se alinearon con rapidez, avanzando a

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paso de carga, guiados por Giustiniani, sobre el flanco de los sorprendidos turcos,
que, confiados en el logro obtenido en su entrada, no esperaban un contraataque
coordinado.
La densa formación de los italianos, a la que se unían ahora los griegos
supervivientes, chocó con gran estrépito sobre los desorganizados enemigos, matando
a muchos y conteniendo al resto junto a la brecha. Las lanzas se clavaban con fuerza,
la sangre salpicada sobre el suelo empapaba la arena, haciéndola resbaladiza, y los
ayes de los heridos se ahogaban en el griterío general. Los combatientes se mezclaron
y la situación se hizo más confusa. Los genoveses, más experimentados y mejor
provistos de armadura, tenían ventaja en el cuerpo a cuerpo, pero el número de
atacantes crecía con rapidez y, a diferencia de los italianos, se encontraban aún
descansados.
Francisco, atontado por la explosión que lo había arrojado a un lado, apenas podía
oír nada. Tardó un buen rato en recuperar la orientación, buscando a Jacobo entre los
cercanos caídos.
Un soldado turco cayó a su lado, con la garganta abierta y los ojos perdidos,
haciendo que el castellano recuperara la conciencia de su situación. Con la cabeza
dolorida y el cuerpo maltrecho, se levantó, extrajo la espada de su vaina y se abalanzó
gritando sobre el enemigo más cercano, atravesándolo de costado.
En el centro del combate, rodeado por sus oficiales, Giustiniani boqueaba,
agotado, mientras repartía mandobles sobre los cercanos enemigos. El ataque de
flanco, eficaz en su primera embestida, había fracasado debido al cansancio de sus
tropas, desorganizadas y envueltas en un deslavazado combate cuerpo a cuerpo. Con
desesperación, el genovés comenzaba a comprender que, si no ocurría un milagro, la
insuperable ventaja numérica enemiga acabaría en poco tiempo con su resistencia.

—¡Están dentro! —exclamó Mahomet con júbilo.


A pesar de la distancia, la luz de la luna permitía contemplar cómo los soldados
de los regimientos de Anatolia penetraban en un continuo goteo por la abertura,
agolpándose en su entrada.
—Deberíamos enviar un oficial a la brecha para organizar el asalto —comentó
Chalil—. Los soldados se están obstaculizando unos a otros, acabarán por formar un
tapón.
El sultán observó con detenimiento la masa humana que se agolpaba sobre la
zona abierta, comprobando que su primer visir se encontraba en lo cierto. En su afán
por introducirse entre los muros, los soldados se hacinaban en un pequeño frente,
resultando blanco fácil para los numerosos arqueros griegos.
—Envía un oficial —ordenó Mahomet a Zaragos.

Un cercano griterío llegó a oídos de Giustiniani cuando la situación parecía

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desesperada.
Con los restos de la guardia, un puñado de varengos y su escolta personal,
Constantino atacaba la retaguardia de los turcos, desorganizando su frente y
aplastándolos unos contra otros, en un apelotonado grupo, sin espacio suficiente para
poder incluso manejar las armas, ofreciendo fácil blanco para las armas de los
bizantinos.
—¡El emperador viene en nuestra ayuda! —gritó el genovés, animando a sus
tropas a realizar un último esfuerzo.
Los turcos, apresados en medio de dos tenazas de hombres cubiertos por
armaduras, trataron de retroceder, chocando con la barrera de sus compañeros, que
pugnaban por entrar en la brecha.
Aquellos que no murieron asfixiados en el horrible tumulto fueron pasados a
cuchillo por los vociferantes griegos, que tomaron de nuevo la muralla, expulsando
de ella a los sorprendidos anatolios.

—Tarde —dijo Mahomet con pesadumbre—. Demasiado tarde para aprovechar la


oportunidad. ¡Lo teníamos en la mano!
—Volveremos a cargar —afirmó Zaragos con confianza—. Hemos estado a punto
de lograrlo.
—No —negó el sultán—, la derrota desmoraliza a los hombres. Las tropas
regulares han cumplido su labor. A fin de cuentas, hubiera sido una sorpresa que
tomaran la ciudad.
—¿Queréis retiraros, majestad? —preguntó Zaragos sorprendido.
Mahomet sonrió con ironía, realizando en silencio un gesto al general que
comandaba los jenízaros, el cual, con una profunda reverencia, partió de inmediato a
ocupar su puesto.
—Este asalto decidirá la guerra —afirmó el sultán.

Desde lo alto de la debilitada línea de defensa, Giustiniani, exhausto y


desesperado, observaba como la luna arrancaba innumerables reflejos de las armas y
corazas de la tercera línea de ataque de Mahomet.
El ordenado asalto llevado a cabo por las tropas regulares del ejército turco había
sido finalmente rechazado, dejando un gran número de bajas en ambos bandos y a los
defensores completamente agotados. A pesar de ello, alrededor del comandante
genovés, los soldados trataban de reconstruir las empalizadas derribadas por el gran
cañón turco, acumulando tablones, toneles y sacos de tierra sobre los derruidos muros
en los que hacían frente al fiero ataque.
Francisco, de pie junto a Giustiniani, contemplaba extasiado el lento avance de
las perfectas formaciones que se acercaban en un aterrador silencio. Como
contrapunto a los desaforados aullidos que anunciaron el inicio de los anteriores

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asaltos, los jenízaros se aproximaban sin gritos ni música, con el rítmico golpeteo de
sus pies sobre el suelo como único acompañamiento. Ese silencio imponía mayor
respeto y temor en los defensores que cualquier grito de guerra, cuyo verdadero fin
no era otro que el de dar ánimos a quien lo profiere. El tenso silencio de la guardia de
élite del sultán demostraba la firme confianza de ese cuerpo en su superioridad, en su
propia fuerza y en la certeza del miedo que imponían en sus enemigos. No
necesitaban gritarse ánimos pues eran conscientes de su fortaleza.
Tras más de cuatro horas de combate, con sus filas maltrechas, los brazos
cansados y las defensas en lamentable estado, el sultán lanzaba a sus más temidos
combatientes en un último golpe con el que esperaba romper la correosa tenacidad de
los griegos. El propio Mahomet acompañaba a sus tropas, animándoles desde su
caballo hasta las cercanías del foso, donde aquellos hombres de férreo carácter,
antiguos cristianos educados desde niños en el islam y la obediencia ciega al sultán,
se lanzaron a la carrera a lo largo de toda la línea de murallas, manteniendo
disciplinadamente la formación, asaltando con incontenible fiereza la empalizada,
mientras los defensores sacaban fuerzas de flaqueza, convencidos de que aquel era el
momento decisivo en el que se jugaban la supervivencia de su ciudad.
Por tercera vez aquella noche, las campanas de Constantinopla tocaron de nuevo
su desenfrenada música, indicando a los habitantes que se apiñaban en las iglesias el
comienzo del tercer asalto contra la muralla.
Dentro de Santa Sofía la multitud se giraba hacia el cielo, preguntándose cuántas
horas más duraría la angustiosa espera, mientras los acordes de los numerosos
campanarios mantenían su llamada.
Tras toda una noche de pie, en continua tensión, Helena notaba como los
párpados le pesaban, a la vez que sus monótonos rezos se convertían poco a poco en
inconexas frases. Un empujón la devolvió a la realidad, cuando un nutrido grupo de
mujeres ataviadas con largos velos oscuros se adentró entre la gente. Con la llegada
del amanecer, los pocos ciudadanos que habían permanecido en sus casas durante la
noche salieron por fin, mayoritariamente en busca del consuelo espiritual que sin
duda hallarían en la gran catedral.
Zarandeada por la gran cantidad de asistentes, Helena elevó la vista hacia la
magnífica cúpula que coronaba el espacio central de la vasta iglesia, maravillándose
cuando los primeros rayos de sol entraron por las aberturas de su base, iluminando los
dorados mosaicos que se encontraban en las pechinas, refulgiendo como miríadas de
diamantes que despertaran de su nocturno letargo. Ante sus ojos apareció la
magnificencia de la monumental construcción creada por Antemio de Tralles e
Isidoro de Mileto bajo la égida de Justiniano. La perfecta definición de Dios,
cuadrado y círculo, tierra y cielo; como un camino que se elevaba de las sombras a la
luz de Dios, tan dulcemente representada en aquella cúpula, inmensa y a la vez ligera,

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como si flotara en medio de un brillante halo dorado. Tal y como decía Procopio,
como si los destellos de luz que la llenaban impidieran fijarse en los detalles.
La claridad invadía poco a poco el espacio, arrancando bellos reflejos de las
pulidas columnas de mármol y pórfido de vivos colores a la vez que empequeñecía
las innumerables velas que aún ardían tras el labrado iconostasio de mármol, donde
los clérigos continuaban con su incansable letanía.
Nuevos empellones hicieron que Helena decidiera finalmente apartarse del punto
central que ocupaba, dirigiéndose trabajosamente hacia una de las naves laterales,
hasta encontrar un hueco junto a una de las grandes columnas de pórfido que
sustentaban la galería superior.
A causa de la masiva asistencia, las nueve grandes puertas de bronce de la entrada
principal, normalmente reservada al emperador, habían sido abiertas para permitir el
ingente trasiego de bizantinos que se hacinaban en el interior, convirtiendo la
gigantesca iglesia en una colmena, donde los llantos se mezclaban con los cánticos, y
con el cercano eco de las campanas como impasible recordatorio de la fragilidad de
su destino.

Oleada tras oleada, los jenízaros asaltaban la muralla incansablemente, rotando


sus unidades. Cuando una fracasaba, otra nueva ocupaba su lugar, para desesperación
de los agotados defensores, que veían como la batalla continuaba sin un momento de
descanso.
A pesar del cansancio extremo de las tropas, la empalizada se mantenía como una
barrera infranqueable para los fanáticos turcos. La fuerte desventaja que suponía el
combatir desde las precarias y frágiles escalas contra los acorazados soldados
compensaba su fatiga, permitiendo a los defensores mantener a raya a los jenízaros.
En su puesto en mitad de aquel indescriptible infierno, Giustiniani animaba a sus
hombres continuamente, acudiendo a cada brecha, allí donde alguno de sus
compañeros flaqueaba, para apoyar a los angustiados combatientes.
El amanecer desvelaba con su luz la apocalíptica magnitud de la batalla,
mostrando en toda su crudeza la terrible carnicería a la que se encontraban sometidos
ambos bandos, con los cuerpos cubiertos de sangre y el suelo alfombrado de muertos
y heridos. El genovés, actuando casi como un autómata, contemplaba los cadáveres
caídos de sus hombres preguntándose si no acabarían todos así, convertidos en una
sanguinolenta masa desfigurada, despedazados en medio de una ciudad a la que el
mundo occidental había dado la espalda. Aquella era sin duda la más dura prueba a la
que se había enfrentado en su vida, y comenzaba a notar que le fallaban las fuerzas.
Por primera vez, sintió la angustia del que se sabe perdido, la desesperación de la
inevitable derrota. Sin embargo no podía darse por vencido, él no. Era Giovanni
Giustiniani Longo, gran capitán de Génova y héroe de las guerras veneto-milanesas,
no podía fallar, no en el culmen de su carrera, en el momento esencial en que se

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decidía su entrada en la historia.
—¡Señor, aquí! —Uno de los soldados gritaba desesperado pidiendo ayuda, al ver
como su compañero caía con una espada clavada en su pecho.
El protostrator se abalanzó sobre la incipiente brecha, atravesando a uno de los
jenízaros que trataban de sobrepasar la empalizada. Al límite de sus fuerzas, con la
boca abierta en busca de aire, Giustiniani se dispuso a mantenerse junto a la muralla
hasta contemplar la retirada de sus enemigos o, por el contrario, hasta que su muerte
pudiera ser cantada entre las mayores gestas de la cristiandad.

Aprovechando la momentánea calma que el inusitado empuje del genovés había


conseguido, Francisco se retiró de la primera línea, dirigiéndose al lugar donde el
gran cañón había hecho saltar la muralla en pedazos.
Buscando entre los caídos, con el corazón en un puño, trató de encontrar
inútilmente el más mínimo rastro que le indicara el destino de Jacobo. Sin embargo,
la maraña de cuerpos mantenía celosamente sus secretos, sin revelar pista alguna del
paradero de su valiente amigo.
Tras varias vueltas alrededor de la zona donde habían combatido los anatolios,
decidió ampliar el radio de búsqueda, dándose a sí mismo unos minutos más antes de
regresar a la muralla. Con los ojos doloridos por el polvo y el cansancio, se fijó en el
cuerpo de un soldado griego, que parecía caído sobre alguien más. Con nerviosismo,
apartó el cadáver, descubriendo al joven Jacobo, con el pecho cubierto de sangre.
—¡Dios mío, Jacobo! —gritó desconsolado, mientras se preguntaba por qué le
habría permitido unirse a la lucha.
Se sentó un momento a su lado y acarició su cara, a modo de despedida. Como
respuesta, el muchacho movió ligeramente la cabeza. «Está vivo», musitó Francisco
con alegría. Corrió hasta uno de los toneles con agua para los defensores y llenó un
cazo, acercándose de nuevo hasta el muchacho y derramando parte sobre su rostro.
Jacobo abrió los ojos con expresión de dolor, entrecerrándolos al tiempo que se
llevaba la mano a la cabeza, mirando al castellano con dificultad.
—¡Menudo susto me has dado! —exclamó Francisco dándole a beber el resto del
agua.
Mientras el desorientado muchacho se recuperaba, el castellano palpó su pecho,
suspirando de alivio al comprobar que la cota de malla seguía intacta y que la sangre
pertenecía sin duda al griego caído sobre él.
—Me duele todo el cuerpo —afirmó Jacobo incorporándose con dificultad.
Al levantarse, su cara se contrajo en una mueca de dolor, cubriéndose con una
mano el costado, donde la herida provocada por Basilio volvía a sangrar.
—Ya sé que me lo habíais advertido —dijo el joven antes de que Francisco dijera
nada—. Pero no es grave.
El castellano le sacudió cariñosamente agarrándolo por los hombros,

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empujándolo después de vuelta a su puesto.

Mahomet contemplaba airado el inútil sacrificio de sus mejores tropas,


observando desde su caballo como la ansiada ruptura que a punto había estado de
conseguirse era desbaratada por la inoportuna intervención de un caballero cubierto
por rutilante armadura, subido a lo alto de la empalizada y repartiendo a ambos lados
furibundos golpes con su espada.
Desde su arriesgada posición, apenas a cien metros del centro del combate, el
sultán se impacientaba, en vista de la inusitada tenacidad de la que hacían gala los
defensores.
En ese momento decidió arriesgarse con su última carta, la que tenía reservada
precisamente para una situación de bloqueo como la que ahora se mantenía.
—¡Hasán! —gritó, llamando a un gigantesco oficial de la guardia jenízara que se
mantenía a su lado—. ¿De cuántas tropas dispones en la reserva?
—Unos ciento treinta hombres.
La unidad que el sultán mantenía a su lado era considerada la mejor de la guardia,
los elegidos dentro del selecto grupo de jenízaros, a la espera de la ocasión de
intervenir.
—Envía un centenar hacia el punto donde se unen las dos murallas; justo detrás
de la torre que se yergue a la izquierda —ordenó Mahomet señalando un ángulo en
uno de los lados— encontrarán una poterna, que fuercen la entrada y se hagan con
una sección del muro.
—No disponemos de arietes, mi señor —replicó el oficial.
—No los necesitarán —afirmó el sultán—. Debería bastar con un fuerte empujón.
—Como ordenéis —accedió Hasán con extrañeza.
—Que el ataque lo lleve a cabo tu segundo, te quiero a mi lado con el resto de tu
grupo por si se produce una brecha.
El oficial realizó una escueta reverencia y partió a la carrera en busca de sus
hombres, mientras Mahomet observaba de nuevo al valiente protostrator genovés,
peligrosamente expuesto sobre la muralla.
—Zaragos —ordenó—, que maten a ese maldito oficial.

A paso rápido aunque sin romper la delgada columna en la que formaban, el


centenar de jenízaros se desplazó por detrás del frente de murallas, acercándose al
ángulo marcado por el sultán.
En su camino hacia la puerta de Kylókerkos ofrecían un blanco fácil para los
arqueros griegos. Unos cuantos cayeron atravesados por los dardos que llovían con
mortal eficacia desde las almenas, mientras sus compañeros continuaban, impávidos,
hacia su destino.
La portezuela, semioculta por una de las torres anexas, presentaba ante los turcos

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el aspecto de un sólido portón de madera, con altura suficiente para permitir el paso
de un caballo y su jinete, aunque apenas si disponía de anchura para dos infantes. El
asalto debería ser veloz, antes de que los griegos, alertados de la entrada de los
efectivos otomanos, acudieran a cortar la estrecha abertura. El oficial organizó a su
unidad en tres grupos, asignándoles la ocupación de la muralla a ambos lados de la
puerta y la defensa de la propia entrada para, un instante después, empujar con fuerza
la aparentemente inamovible hoja.
La puerta se abrió con facilidad, produciendo un fuerte ruido cuando el travesaño
que debía mantenerla cerrada cayó al suelo desde su saboteada posición. Aún sin
poder creérselo, el oficial al mando dio una seca orden y penetró a la carrera en el
interior, seguido rápidamente por sus hombres, que corrían en silencio tratando de
mantener la sorpresa el máximo tiempo posible.
A pocos pasos de distancia, un grupo de civiles que atendían a varios heridos
observaron, incrédulos, como los turcos se acercaban, casi sin darse cuenta de
quiénes eran, hasta que se fijaron en sus blancos gorros y, sobre todo, en las curvas
espadas que caían sobre ellos.
Los gritos alertaron a algunos de los soldados mandados por los hermanos
Bocchiardi, haciendo que la voz de la entrada de los otomanos corriera por entre los
defensores.
Antes de que los capitanes italianos pudieran agrupar a sus agotados hombres,
medio centenar de jenízaros se encontraba dentro de las murallas, ascendido a los
muros y formando un cordón protector junto a la pequeña puerta, permitiendo la
llegada de refuerzos.

Desde su adelantada posición Giustiniani, con el cuerpo dolorido y cubierto por la


sangre de sus enemigos, comprobaba como el asalto de los jenízaros comenzaba a dar
señales de debilitarse.
Los heridos en el bando turco se acumulaban por cientos, las unidades atacaban
con creciente desorganización y, a pesar de su increíble fiereza, sus asaltos perdían
fuerza y empuje.
—¡Están cediendo! —gritó desde lo alto de la muralla a sus compañeros.
De repente miró a su derecha y la visión que encontró le dejó helado. Sobre los
muros de una de las torres junto al palacio de Blaquernas flameaba el pendón del
sultán, inconfundible, junto a un puñado de gorros blancos típicos de los jenízaros.
Parpadeó varias veces, intentando convencerse de que no se trataba de una
alucinación producto de su extremo agotamiento, pero al fijar de nuevo la vista
volvió a encontrar la misma increíble estampa.
—¡Comandante! —gritó un hombre a su lado—. Un grupo de turcos ha penetrado
por la portezuela de Kylókerkos y ha tomado una sección de la muralla.
—¿Son muchos? —preguntó Giustiniani, aún atónito por la noticia.

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—Por ahora no —respondió el soldado—. Los hermanos Bocchiardi han
conseguido contenerlos, pero aseguran que no podrán expulsarlos y recuperar la
puerta si no reciben refuerzos de inmediato.
El genovés permaneció en silencio, mirando al emisario con la cara desencajada,
como si se hubiera convertido en una estatua de sal, los ojos ausentes y la boca
abierta, incapaz de articular palabra, como si su mente se hubiera bloqueado y no le
permitiera dar las órdenes que en cualquier otro momento habrían surgido de sus
labios casi sin pensarlas.
—¡Señor! —gritó el emisario—. Estáis muy expuesto, bajad aquí.
Giustiniani movió la cabeza, como si despertara de un corto sueño, se centró en el
mensajero y luego miró por encima de su hombro, a las posiciones turcas.
—Avisa a mi primer oficial —comentó con voz firme, levantando el brazo de la
espada para señalar la sección de la muralla dominada por los turcos—. Que reúna
cincuenta hombres como sea y acuda de inmediato a…
La voz se quebró en su garganta sustituida por un grito de dolor, cuando una bala,
disparada por una culebrina, atravesó su peto por debajo de su alzado brazo e impactó
en su pecho, derribando al protostrator de lo alto del precario adarve.

—¡Han herido a Giustiniani!


El emperador, al mando de su guardia en la zona amurallada en la otra orilla del
río Lycos, recibió la noticia de labios de Francisco.
—¿Es grave?
—Al parecer sí —afirmó el castellano con pesimismo—. Me envían a
comunicaros que pide que le abran las puertas de la muralla interior para ser
evacuado a retaguardia y atendido por un médico.
La mirada del emperador se ensombreció, respirando agitadamente a la par que
movía la cabeza de un lado a otro.
—No puede ser —negó en un susurro—, ahora no, estamos a punto de rechazar el
ataque. ¡Llévame a su lado!
Constantino avanzó por el amplio espacio entre las dos murallas detrás de
Francisco, comprobando como los soldados permanecían en sus puestos, ajenos a la
herida de su comandante, defendiendo con firmeza la empalizada frente a los asaltos
turcos.
Rodeado por cinco de sus hombres, Giustiniani se encontraba sentado junto a uno
de los muros, alejado de la línea principal de combate. En uno de los lados de su
coraza se observaba un agujero, de apenas dos centímetros de ancho, pero que dejaba
paso a una profunda herida en el pecho del genovés, el cual mostraba en su cara el
intenso dolor que le atenazaba.
El emperador se arrodilló a su lado, cogiendo una de sus manos mientras le
miraba de frente.

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—¡Tenéis que aguantar! —exclamó con lágrimas en los ojos—. Los turcos ya
están cediendo.
Giustiniani, con la cara convertida en un rictus de dolor, trató de contestar, aunque
una repentina tos se adueñó de él.
—Le han perforado un pulmón —indicó uno de los soldados al ver la sangre que
escupía el genovés.
—Dejadme salir —pidió finalmente Giustiniani con un susurro.
—Si os vais ahora la defensa se hundirá, sois el héroe de Bizancio, el alma que
mantiene a los hombres en los muros. ¡Por Dios, manteneos firme!
—¡Dejadme salir! —repitió el genovés con voz lastimera.
Constantino observó al protostrator con profunda pena, viendo sus ojos perdidos,
la contorsión de su cuerpo fruto del dolor mientras negaba con la cabeza.
—No puedo, nos jugamos demasiado.
—¡Maldita sea, majestad! —gritó uno de los soldados genoveses—. Giustiniani
ha dado todo por esta ciudad inmunda y por vos, ¡no podéis dejarle morir aquí como
a un perro!
El emperador alzó la vista para encontrarse con los amenazadores ojos del
soldado y en su cara pudo leer la resolución que conllevaba la fidelidad hacia su jefe.
No era necesario que le aclarara que, de mantener su negativa a abrir las puertas,
serían capaces de tirarlas abajo con tal de salvar a su capitán.
—Está bien —cedió Constantino finalmente.
El emperador miró por última vez al que había sido su mejor general mientras los
soldados genoveses lo levantaban con cuidado.
—Voy a comprobar la situación en la poterna —comentó el emperador—,
vosotros esperad aquí.

Manteniéndose hombro con hombro junto a sus dos hermanos, Antonio


Bocchiardi pugnaba por abrirse paso entre los jenízaros hasta la abierta portezuela,
por la que entraban nuevos refuerzos turcos, que tomaban rápidamente el relevo de
sus compañeros, caídos bajo las espadas de los bravos italianos.
—¡Llega el emperador! —gritó un soldado.
Aliviado, Antonio dejó la primera línea para recibir el prometido auxilio de las
tropas necesarias para expulsar a los intrusos. Sin embargo, encontró tan sólo al
propio Constantino, atónito ante la visión de los jenízaros en el interior de las
murallas.
—¿Dónde están los refuerzos de Giustiniani? —exclamó el italiano, incapaz de
comprender la tardanza de las tropas de apoyo—. No aguantaremos mucho más.
—Giustiniani ha sido herido —respondió el emperador—. He venido en cuanto
me han informado, ¿qué necesitáis?
—Cuantos hombres podáis reunir —solicitó Antonio, anonadado por la noticia de

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la herida del protostrator—, y los necesito ya.
—Considerad que están de camino —aseguró el emperador—. Reuniré a los
hombres de Giustiniani y los enviaré aquí.
El capitán italiano asintió, recuperando su puesto junto a sus hermanos. A pesar
de su fingida serenidad, Antonio era completamente consciente de la imposibilidad
de soportar por más tiempo esa situación. Con sus cada vez más escasas tropas
heridas y agotadas, los disciplinados jenízaros romperían sus líneas en unos minutos,
deslizándose de forma incontenible por el interior de la línea de murallas.
Mientras contemplaba como las organizadas tropas de élite turcas, a diferencia de
los anatolios, mantenían un perfecto relevo de sus hombres, impidiendo que su propio
número les llevara a amontonarse, Antonio rezó en su interior para que los refuerzos
prometidos, su única esperanza para recuperar las posiciones mantenidas con ahínco
por los otomanos, aparecieran de inmediato.

La puerta de doble hoja se abrió con lentitud, dejando paso a Giustiniani y a su


pequeño séquito, que se encaminaron en dirección al puerto.
Cerca de la muralla, dos soldados observaron con detenimiento como sus
compañeros sacaban al comandante genovés, mirándose el uno al otro con sorpresa.
—¡Giustiniani se va! —gritó uno.
—Se retirará a defender la muralla interior —comentó desde el adarve uno de los
soldados heridos.
—¿Y lo sacarían a hombros?, no, deja la defensa, eso es que la batalla está
perdida.
—¡Los turcos han tomado las murallas!
El desgarrado grito hizo que muchos de los soldados cercanos miraran hacia su
derecha, donde el tembloroso dedo de quien había realizado el anuncio señalaba el
pendón otomano desplegado en la torre anexa a la puerta de Kylókerkos.
—¡Giustiniani huye! ¡La ciudad ha caído!
En un abrir y cerrar de ojos, el desánimo cundió en los genoveses, las tropas de
Giustiniani comenzaron a bajar de los adarves en desorden, arrojando a un lado
lanzas, cascos y escudos, corriendo en tropel, empujándose unos a otros hacia las
puertas de la muralla, que dos sorprendidos griegos trataban de cerrar a toda prisa.
Inmersos en el pánico, decenas de soldados se abalanzaron sobre los griegos,
golpeándolos hasta dejarlos inconscientes y, abriendo de par en par las dobles hojas
de las puertas, huyeron calle abajo gritando.
—¡Constantinopla ha caído!

Junto al cegado foso Mahomet contempló extrañado el comportamiento de los


genoveses, que parecían bajarse de los muros, abandonando a griegos y venecianos.
—Parece que huyen —comentó Chalil con sorpresa—. No tiene sentido, ¿será

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una trampa?
—No voy a esperar para averiguarlo —afirmó el sultán—. ¡Hasán!
El fornido oficial se cuadró de nuevo al lado de Mahomet, en espera de sus
órdenes.
—Encabeza el resto de tu unidad contra ese punto —explicó el sultán señalando
la sección de muralla abandonada por los hombres de Giustiniani—. Te cubriré de
oro si consigues abrir brecha.
Hasán realizó una corta reverencia y, con un gesto, se lanzó al asalto de la muralla
seguido de sus hombres, abriéndose paso entre el resto de las unidades y ascendiendo
con rapidez por las escalas.
En lo alto de la escalera, un bizantino, armado con una simple lanza y sin siquiera
llevar armadura, trató de ensartarlo con torpeza. Desplazó el ataque con facilidad,
descargando un furibundo tajo sobre el defensor, cuya cabeza voló por los aires,
dejando paso libre al interior de la muralla.
Con inusitada agilidad para su tamaño y el peso de su armadura, Hasán traspasó
el muro, derribando a un soldado griego que se encontraba a su lado. De un vistazo,
el oficial turco comprobó que los genoveses corrían abandonando las armas.
Con una sonrisa, Hasán saltó del adarve hacia el interior de la ciudad, seguido por
sus hombres, preparando las líneas para mantener abierta la brecha que le convertiría
en el hombre más rico del imperio gracias a la recompensa del sultán.

Sin poder creer lo que veía, Constantino observaba como los genoveses se
apiñaban junto a la puerta abierta, corriendo presas del pánico hacia el interior de la
ciudad, mientras Francisco y algunos de los oficiales griegos trataban inútilmente de
convencerlos para que no abandonaran la lucha.
Detrás del río de soldados, convertidos ahora en una incontrolada muchedumbre,
un numeroso grupo de jenízaros atravesaba la empalizada, formando dentro de las
murallas para defender el acceso de sus compañeros.
—¡Es inútil! —gritó el emperador—, ¡dejadlos marchar! Hay que reagruparse y
volver a los muros.
La guardia personal de Constantino reunió a cuantos soldados desperdigados
encontró a su paso y se lanzó contra los turcos, que ya combatían, defendiendo su
posición, contra las escasas tropas al mando de Teófilo.

En el interior de Santa Sofía, Helena contemplaba a la numerosa multitud que se


agolpaba bajo su inmensa cúpula, escuchando el continuo tañido de las campanas,
que no habían parado sus llamadas desde antes del alba.
Con las piernas doloridas, apoyó la espalda contra el frío mármol de la columna,
fijando su vista en el tímpano bajo la cúpula, justo sobre la galería norte. Allí,
alineadas entre los luminosos vidrios de las ventanas, tres filas de figuras

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superpuestas representaban a los padres de la iglesia, los profetas y los ángeles y
apóstoles, de abajo arriba, realizados hacía casi seis siglos, durante el reinado de
Basilio I. Helena había pasado la última hora rezando a todos ellos, solicitando su
auxilio y protección. Ahora contemplaba la figura obispal de Juan Crisóstomo, uno
de los más importantes padres de la Iglesia ortodoxa, aquel que definió la estructura
de la divina liturgia. Tenía la sensación de que le miraba fijamente, como si quisiera
transmitirle algún secreto mensaje.
Achacándolo al cansancio, Helena desvió la vista a la cúpula del ábside de la
iglesia, invisible desde su posición y caminó a paso lento entre los numerosos grupos
de orantes, acercándose al iconostasio para contemplar el esplendoroso mosaico de la
Virgen, con intención de continuar sus plegarias.
La espectacular imagen, sentada en un trono con el Niño Jesús en su regazo,
dominaba los dorados mosaicos que cubrían su techo cupulado, flanqueada por los
arcángeles san Gabriel y san Miguel, apostados hieráticamente sobre el muro anexo.
Con las manos apoyadas en el labrado iconostasio, levantó su vista sobre la
amplia congregación de clérigos que oficiaban la misa y, con los ojos fijos en la
Santísima Virgen, comenzó a rezar.
De pronto sintió de nuevo esa extraña sensación. La expresión de la Virgen no
reflejaba alegría, sino una gran majestad, una serenidad transmitida a través de sus
bellos ojos, los mismos que la miraban desde lo alto sin transmitir sentimiento
alguno, conscientes de su alejamiento respecto a los sucesos de este mundo. Esa
mirada le recordaba algo o a alguien, esa fuerza interior que apenas se percibía,
siempre oculta.
—Yasmine.
A su cabeza llegó la mirada de la esclava al igual que sus palabras, «cuando los
turcos entren en la ciudad, dirígete al puerto». Hasta ese momento no había prestado
oídos a la posibilidad de que la batalla se perdiera, a que la sagrada Constantinopla
cayera finalmente en manos de los turcos, sin embargo notaba como aquella
advertencia resonaba en su cabeza, amplificándose con cada uno de los incontables
tañidos de las campanas, hasta el punto de que acabaron ahogando los coros de los
clérigos y las oraciones de los presentes, inundando toda la iglesia con sus
atronadoras llamadas.
Miró de nuevo a la entronizada Señora de los Cielos y pareció encontrarle un
sentido a su expresión, como si gritara una sola cosa.
—¡Corre!
Respirando con agitación y sin acabar de comprender sus propios actos, Helena
comenzó a caminar hacia las lejanas puertas de bronce.

—¡No podemos contenerlos!


La cara de Teófilo era el rostro de la impotencia y la desesperación. Sus agotados

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hombres se veían desbordados por la avasalladora superioridad numérica turca. De
nada había servido la muerte del gigantesco oficial de la guardia jenízara que
comandaba la carga ni la de la mayor parte de sus compañeros. A cada segundo, un
tropel de nuevos otomanos saltaba la perdida empalizada, uniéndose a sus
compañeros en el exterminio de los desorganizados griegos, que comenzaban a
retroceder, acuchillados sin piedad por los furibundos musulmanes.
El emperador, acompañado de sus últimos fieles, observaba lívido como italianos,
griegos y turcos se aglomeraban junto a la puerta abierta para la salida de Giustiniani,
pugnando entre sí. Uno de sus oficiales había acudido junto a él para informarle de
que los jenízaros habían roto la resistencia de los hermanos Bocchiardi y entrado en
el palacio, donde combatían con los venecianos, atrapándolos como en una ratonera.
—No moriré huyendo como un cobarde —aseguró Teófilo, abalanzándose en
medio de sus escasas tropas contra la incontable marea de turcos que se abrían paso
hacia la puerta.
—La ciudad se ha perdido —aseguró Juan Dálmata, último de los oficiales que
permanecía junto al emperador—, pero aún podemos huir, alcanzando el puerto de
Eleuterio y zarpando en un barco hacia Grecia.
Constantino le miró con serenidad, negando lentamente con la cabeza.
—No quiero sobrevivir a mi imperio —dijo con estólida determinación— ni
contemplar desde un retiro el fin de mi sueño.
Con parsimonia, se despojó de la capa púrpura bordada, doblándola con cuidado
y dejándola caer al suelo. Después miró fijamente la gran masa de enemigos que
convergían en las puertas y desenvainó lentamente la espada.
Francisco, al lado de Constantino, observó como el último emperador de
Bizancio, perdida toda esperanza, renunciaba a cualquier intento de fuga. Unos meses
atrás, el castellano habría corrido entre los aterrorizados soldados, tratando de salvar
su vida a cualquier precio. Sin embargo, aquellos meses habían cambiado su espíritu.
El viejo Francisco había desaparecido poco a poco, diluido por la arrebatadora alma
que latía en aquella decaída ciudad. Había hecho de Bizancio su casa, de Constantino
su familia y de aquellos pobres infelices su pueblo. Decidió que el nuevo Francisco
desaparecería defendiendo con honor todo aquello por lo que había cambiado, por el
recuerdo de la dignidad que su padre le inculcó y por el amor que le había despertado.
—Helena está en Santa Sofía —dijo mirando a Jacobo—, llévatela a Pera.
—Me quedo con vosotros —aseguró el muchacho, mirando a Francisco con
decisión.
—Esta vez no —negó el castellano, mientras Constantino se encaminaba hacia la
muralla de turcos—. Es la misión que te prometí. No me falles.
Francisco se unió a Juan Dálmata, al lado del emperador, caminando resueltos
hacia el centro de la confusa batalla.

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Jacobo recogió del suelo la capa imperial que yacía a sus pies, contemplando con
admiración como los tres últimos defensores de Constantinopla desaparecían en
medio de un tumulto de lanzas, escudos y armaduras, al grito de «¡Bizancio!».
Unos segundos después, con la cara llena de lágrimas, se despojó de la inútil cota
de malla y, con la seda púrpura aferrada contra su pecho, corrió hacia la puerta poco
antes de que los turcos la tomaran al asalto.

La multitud se agolpaba a su alrededor ralentizando su paso. Bajo la cúpula de


Santa Sofía, Helena se veía incapaz de atravesar aquella muralla humana de
temblorosos feligreses, que se hacinaban en el interior de la colosal construcción.
Con esfuerzo, se fue deslizando entre los apretados grupos, en dirección a las aún
lejanas puertas de bronce, haciéndose cargo del tamaño de la mayor iglesia de la
cristiandad. Esgrimiendo educadas disculpas contra los groseros insultos y reproches
recibidos por parte de aquellos a quienes empujaba, la bizantina continuó su avance,
respirando con agitación.
Acababa de dejar atrás la gran cúpula cuando resonó aquella voz.
—¡Se ha perdido Constantinopla!
Por un momento la iglesia quedó en silencio para, acto seguido, envolverse en un
caótico histerismo. Los gritos que anunciaban el fin del mundo y la muerte del
cristianismo se juntaban a los desgarradores llantos de mujeres y niños. Los clérigos
pedían calma a voces junto al sagrado altar, ignorados por la muchedumbre.
Helena se vio arrastrada de nuevo hacia atrás, cuando la masa de asistentes se
acercó desesperada hacia el iconostasio, buscando el consuelo de los clérigos
presentes. Apretando los dientes luchó contra la fuerte marea. Su velo quedó atrás,
enganchado, y su pelo se soltó cuando la fina cinta de seda que lo mantenía trenzado
se rompió.
—¡Los ángeles protegerán la iglesia! —rugió un clérigo a su espalda—. ¡Cerrad
las puertas!
Reprimiendo las lágrimas, Helena escuchó como la orden del sacerdote pasaba
rápidamente entre la multitud, hasta llegar a la entrada, donde un par de diáconos se
miraron estupefactos, antes de entregarse a la tarea.
—¡No! —gritó Helena, impotente.
La luz que penetraba por la primera de las nueve puertas comenzó a disminuir,
mostrando la implacable lentitud con la que los diáconos empujaban las pesadas
hojas de bronce tallado.
Desesperada, Helena se abalanzó hacia la salida, abriéndose paso entre la gente,
que gritaba suplicando el perdón del Señor. La puerta se cerró con un fuerte
chasquido y, segundos después, la luz de la siguiente puerta comenzó a desaparecer.

El dolor se iba acentuando a medida que se recuperaba de la inconsciencia, como

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un martilleo que golpeaba sus sienes con creciente intensidad, uniéndose al escozor
que le atenazaba la garganta. Con un espasmo de roncas toses Yasmine abrió los ojos
a la lacerante claridad del alba, trató de incorporarse antes de que su cabeza
comenzara a dar vueltas, obligándola a permanecer tumbada en el suelo,
acariciándose el magullado cuello, donde las manos de Basilio habían quedado
marcadas.
La imagen del griego invadió su mente, haciendo que se incorporara con rapidez,
agitando un brazo frente a ella, tratando de alejar al imaginario atacante. Con un
nuevo acceso de tos, apoyó la espalda en el lateral de la cama, fijándose por primera
vez en el cuerpo de Basilio, envuelto en un gran charco de sangre, sosteniendo en su
mano la misma daga que ella había clavado, al borde de la inconsciencia, en su
costado, retorciéndola con sus últimas fuerzas. Su rostro se encontraba crispado, en
una extraña mezcla de sonrisa y dolor, como si en medio del sufrimiento una fugaz
recompensa hubiera aliviado su final.
—Si pensabas que yo te precedería en el infierno puedes borrar esa estúpida
sonrisa —dijo ella a pesar del dolor de su garganta y de que el esfuerzo le provocó un
nuevo ataque de tos.
Se levantó con lentitud, apoyándose en la cama para incorporarse, sin saber
cuánto tiempo había estado inconsciente. La luz que atravesaba el deslucido vidrio de
la pequeña ventana indicaba que el sol ya derramaba sus primeros rayos desde el
horizonte. Sin embargo no advertía la quietud que acompañaba a los amaneceres,
sino que, desde el otro lado de la puerta, llegaban ruidos de agitadas carreras, fuertes
golpes y extrañas voces.
Durante unos instantes no pudo identificar las frases que resonaban, cada vez más
cerca, en el pasillo, hasta que, como una venda que cae liberando la vista de sus
ataduras, comprendió que las voces que escuchaba se expresaban en turco.
Yasmine miró a su alrededor, angustiada por la repentina certeza de encontrarse
encerrada en el palacio durante el saqueo que los soldados del sultán estaban
efectuando en ese mismo momento. Con un rápido movimiento, se agachó a recoger
la ensangrentada daga de la fría mano de Basilio, justo cuando, tras levantarse, la
puerta se abrió por segunda vez esa noche, con la misma violencia aunque con un
personaje distinto tras ella. Yasmine, con los ojos clavados en el nuevo intruso, se
preguntaba si Alá no había dispuesto finalmente su muerte.

—¿Qué noticias hay del centro de la defensa?


El polvoriento emisario se encogió de hombros ante la inquisitiva mirada de
Sfrantzés, ansioso por conocer los detalles de la brecha causada por los turcos.
—La situación es muy confusa —explicó este—. No he podido llegar a la zona
del río, creo que los nuestros les están conteniendo. De no ser así los jenízaros nos
atacarían a través de la zona entre las dos murallas.

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El secretario imperial asentía con preocupación. Los débiles asaltos con los que
los turcos habían acosado el lado izquierdo de las murallas, junto a la puerta dorada,
defendida por Sfrantzés, se habían intensificado en los últimos minutos, pero seguían
dando la impresión de ser tan sólo una sangrienta forma de mantener ocupados a los
defensores de ese punto.
—Tal vez deberíamos mandar refuerzos —comentó Sfrantzés.
—De ser necesario el emperador nos lo habría comunicado —aseguró el
mensajero.
Un grito repentino hizo girarse al secretario imperial, para descubrir un numeroso
grupo de jenízaros a sus espaldas, atacando a sus sorprendidas tropas por la
retaguardia.
Atónito, Sfrantzés fue derribado por el cuerpo del emisario cuando este fue
atravesado por una lanza turca. Tendido en el suelo, contempló horrorizado como un
barbudo soldado se dirigía hacia él, dispuesto a ensartarle. Un oficial le detuvo
cuando ya notaba el frío acero sobre su cuello, haciendo un claro gesto para que
respetaran su vida.
La puerta dorada había sido abierta subrepticiamente desde el interior de la
ciudad, aprovechando la distracción de los defensores, los cuales, cogidos entre dos
fuegos, eran ahora masacrados por las implacables espadas de los otomanos, que
cobraban su tributo de sangre vengando a sus compañeros muertos frente a las
murallas.
Desde el suelo, con una lanza apoyada en su garganta, sin saber aún si debería
felicitarse por seguir vivo, Jorge Sfrantzés comprendió que Constantinopla se había
perdido. Cerró los ojos y comenzó a rezar por su familia y por el ignorado destino del
emperador.

La segunda puerta se cerró con un chasquido que retumbó en toda la iglesia.


Helena lloraba de rabia mientras apartaba a la gente de su camino, perdida toda
compostura, con la cara envuelta en lágrimas y notando como le faltaba el aire a cada
bocanada.
Por las puertas que aún permanecían abiertas seguía el continuo goteo de griegos
que, descorazonados al ver las enseñas turcas flameando sobre el palacio imperial de
Blaquernas, se dirigían a la catedral con la única esperanza de que la espada del
Señor abatiera a los infieles.
Indiferentes a los desgarradores gritos de Helena, los diáconos continuaron con su
labor, cerrando una a una las altas puertas, provocando que los nuevos llegados se
hacinaran precisamente en las que permanecían abiertas, dificultando el lento
progreso de la angustiada bizantina.
Poco más de diez metros la separaban de la luz cuando la cuarta puerta comenzó a
cerrarse. Otra pareja de diáconos ayudaba a sus compañeros, apoyados por algunos

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de los asistentes que, ante la densa multitud que se encontraba en la iglesia, querían
cerrar el paso a los que aún continuaban llegando.
Helena cambió su trayectoria para dirigirse a la puerta central de las cinco que
permanecían abiertas. Apenas le separaban unos metros, pero resultaba imposible
franquear la marea de ciudadanos que se agrupaban en la entrada, llorando y gritando,
aturdiendo a la extenuada Helena.
El icono que guardaba celosamente en su mano cayó al suelo, pisoteado por los
que la rodeaban.
—Santa María —musitó entre angustiosas lágrimas—. Dame fuerzas.
Dos puertas más se cerraron, con un tremendo golpe que la hizo estremecer. Gritó
de impotencia y continuó forcejeando, cinco metros la separaban cuando las dos
puertas que flanqueaban la principal comenzaban a cerrarse.
—Dios mío, ayúdame —exclamó.
Un nuevo chasquido y únicamente la puerta principal permanecía abierta. Ahora
tan sólo la separaban unos pasos, pero una nueva riada, ansiosa por penetrar en la
supuesta seguridad de la gran iglesia, se apiñaba junto al umbral, pugnando por
entrar, enganchando el vestido de Helena y empujándola hacia atrás.
Con un crujido, la última puerta comenzó a cerrarse.

El soldado que apareció en el umbral de la puerta se quedó sorprendido por la


escena. Tras un buen rato deambulando por el interior del palacio en busca de
venecianos huidos, no esperaba encontrar una imagen semejante. Una bella mujer,
vestida con la ropa típica bizantina se hallaba de pie, observándole, con un hombre a
sus pies, muerto en medio de un gran charco de sangre.
En un edificio tomado al asalto siempre es posible toparse con uno o dos
cadáveres detrás de una puerta, tanto como encontrarse a la misma muerte en forma
de traicionero cuchillo que espera a la vuelta de una esquina. Sin embargo, descubrir
una belleza semejante, a pesar de la escondida mano que ocultaba a su espalda,
indicio más que evidente de que ocultaba un arma, era una inesperada recompensa
que ningún saqueador podía dejar pasar.
Yasmine comprobó como el soldado se mantuvo un instante junto a la puerta,
parpadeando sorprendido ante la dantesca escena, aunque, poco después, con una
torva mirada que recorrió el cuerpo de la joven de arriba abajo, se adentró lentamente
en la habitación empuñando el curvo sable.
La turca retrocedió un paso de forma instintiva, apretando en su mano la daga,
cuya presencia ya parecía haber advertido el intruso, aunque este tal vez confiado en
la fortaleza de su cota de malla, no parecía preocupado por la posibilidad de que una
mujer fuera capaz de ofrecer demasiada resistencia.
—Soy una espía al servicio del sultán —gritó Yasmine en turco con todas sus
fuerzas—, os castigará si no me lleváis de inmediato ante él.

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El soldado, con una fiera sonrisa que dejaba entrever una entrecortada fila de
dientes amarillentos no pareció siquiera entender el idioma. Su rudo aspecto y rasgos
marcados, eran más propios de un habitante de los vecinos Balcanes que de un
musulmán nacido en la zona otomana. Con total indiferencia hacia las palabras de la
antigua esclava siguió aproximándose hasta quedar a poco más de un metro, mientras
pesados pasos se acercaban con rapidez por el pasillo.
Yasmine se mantuvo en pie, desafiante, encerrada entre la pared y la cama, sin
sitio para seguir retrocediendo ante el avance del intruso, el cual, con una risa
grotesca, abrió los brazos como si de una trampa se tratase para atrapar a la joven
justo en el momento en que, un nuevo soldado, ataviado aún con el gorro blanco de
los jenízaros, apareció en la puerta de la habitación.
El recién llegado ladró una repentina orden en un idioma incomprensible para la
turca, que hizo que el soldado, apenas a un metro de distancia de la antigua esclava,
volviera la cabeza con sorpresa, instante aprovechado por Yasmine para, con un
rápido movimiento circular de su brazo, clavar la daga con todas sus fuerzas en el
cuello de su enemigo.
El soldado lanzó un grito de dolor, agarrando el cuchillo, que había penetrado
profundamente a pesar de la cota de malla que protegía la zona. Tras recular un
instante, con la sonrisa transformada en una mueca de ira, levantó el sable para
descargar un mortal golpe sobre la cabeza de Yasmine, la cual, comprendiendo que la
cuchillada no había afectado ninguna arteria e, imposibilitada para retroceder, cerró
los ojos a la espera de su final.

Los diáconos empujaban las pesadas puertas con sus cuerpos, luchando contra la
gente que aún intentaba entrar en la gran iglesia de Santa Sofía, la misma avalancha
humana que impedía a Helena continuar avanzando hacia la salida.
Incapaz de mantener su lucha contracorriente o de dirigirse a uno de los lados,
donde la aglomeración no era tan intensa como en la misma puerta, Helena notó
como le fallaban las fuerzas.
Alargó la mano y consiguió asirse a la puerta, la cual seguía cerrándose de forma
lenta aunque imparable. Varias personas entraron, empujándola hacia atrás. Su mano
resbaló y abandonó su asidero.
Con un grito se abrió paso de nuevo hasta tocar las puertas de bronce por segunda
vez, sudando bajo la túnica y la pesada estola, útil durante la larga y fría noche
aunque ahora supusiera una carga. El diácono que empujaba el borde de la puerta vio
su mano y asió la muñeca de Helena, tratando de obligarla a soltarse.
—¡No! —gritó ella.
—¡Perderá la mano cuando las cerremos! —gruñó el religioso, incapaz de
entender el comportamiento de la bizantina.
Apenas quedaba sitio para que cupiera una persona y las puertas se cerraban

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inexorablemente. Consiguió ponerse junto a ellas, aferrada al borde de la puerta,
ignorando el dolor que le provocaba el diácono para que se soltara y se impulsó para
salir.
Un hombre entró con un brusco empujón, desequilibrándola e impidiéndole dejar
la iglesia. Helena tocó con la rodilla en el suelo, aún aferrada a la puerta, sobre la que
se mantenía abierta tan sólo una rendija de dos palmos de ancho.
—Dios mío, ayúdame —susurró de nuevo, falta de fuerzas para continuar.
Con la cara envuelta en lágrimas, Helena cerró los ojos y soltó la mano, dándose
por vencida.
Fue entonces cuando notó un fuerte tirón y como la arrastraban por la abertura
fuera de la iglesia.

La defensa se desplomó a lo largo de toda la extensión de murallas. Los marinos


de los barcos de la flota turca, que hasta entonces se habían mostrado incapaces de
superar la débil línea bizantina que se mantenía sobre los muros junto al Mármara y
el Cuerno de Oro, observaban con asombro como los defensores abandonaban sus
puestos.
Casi sin oposición, los marineros turcos, ansiosos por no quedarse fuera del
esperado reparto del botín, desembarcaron a miles en múltiples puntos de la costa,
saltando con facilidad los vacíos muros.
Por toda la ciudad, los pocos griegos que habían conseguido escapar con vida de
la ratonera en la que se habían convertido las murallas, abandonaban sus puestos para
dirigirse hacia sus casas, en un desesperado intento por defender a sus familias.
En la zona cercana al antiguo gran palacio, los arqueros cretenses, aislados en tres
torres, continuaban la resistencia, lo mismo que el príncipe Orchán y sus fieles,
conscientes de la suerte que les esperaba si se rendían, o los catalanes de Pere Juliá,
combatiendo hasta que todos fueron muertos o apresados.
Sin embargo eran focos aislados, Constantinopla veía como sus calles se llenaban
de turcos desesperados, sedientos de botín y venganza tras casi dos meses de duro
asedio. Para los asaltantes llegaba la hora de cosechar su recompensa, tres días de
pillaje.
Sin creer que la defensa había terminado, los turcos mataban sin distinción a
cuantos encontraban en las calles, hombres, mujeres o niños, la sangre bajaba por las
empinadas calles como un torrente, empapando el suelo con su color de muerte, hasta
que dio paso a la codicia y los asaltantes comenzaron a rapiñar casas e iglesias,
apresando a cuantos hallaban en su interior para venderlos como esclavos.
Los saqueadores derribaban las puertas de las casas, separando a los hijos de sus
madres, destrozando muebles y enseres en busca de oro o mujeres jóvenes con las
que satisfacer sus violentos instintos. Las iglesias fueron profanadas, los mosaicos de
teselas de oro fueron arrancados de las paredes, el sagrado icono de la Virgen fue

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descuartizado en San Salvador de Chora y sus preciados libros y códices quemados.
Constantinopla era atravesada por una imparable horda salvaje sin otra idea en su
mente que la de conseguir dinero y esclavos, y la mayor parte de los habitantes de la
ciudad se reunían en su edificio más emblemático, Santa Sofía. Como una lengua de
fuego, los desbocados turcos confluían de todas direcciones hacia la alta cúpula de la
catedral.

Con un fuerte ruido, mezcla de quejido y metálico tintineo, Yasmine abrió de


nuevo los ojos, encontrando en el suelo, aún con la daga sobresaliendo de su cuello y
retorcido de dolor, al soldado que, instantes antes, estaba a punto de cercenar su
cabeza. En su lugar, un soldado de la guardia jenízara la miraba fríamente, con los
ojos clavados en ella y el sable preparado en la mano, aún humeando con la sangre
del derribado asaltante.
—Has dicho que trabajas para el sultán —dijo el soldado en un perfecto turco a
pesar de su pálida tez, ojos azules y bigote rubio como la paja.
—Soy la persona que transmitía la información de lo que ocurría en la corte
bizantina —afirmó rápidamente Yasmine, consciente de que se encontraba ante la
única posibilidad de salvar su vida.
—¿Tienes alguna prueba de lo que dices? —preguntó el jenízaro aumentando, si
cabe, su penetrante mirada.
—Habéis entrado en la ciudad a través de una portezuela, en uno de los laterales
de la muralla anexa al palacio. Yo proporcioné la información de su situación y de
que no se encontraría vigilada.
El soldado enarcó una ceja, mientras el herido del suelo gemía, intentando, sin
éxito, arrancarse la daga del cuello. Yasmine sabía que se encontraba en manos de
aquel turco. Si se hubiese tratado de un asaltante normal, un bashi-bazuk, la turca
estaría a estas horas sufriendo violación y muerte a manos de los intrusos. Sin
embargo, un jenízaro era entrenado en el servicio incondicional al sultán; si existía
una posibilidad de que ella fuera lo que decía, uno de los disciplinados guardias de
Mahomet no asumiría la responsabilidad de decidir, la conduciría hasta el sultán o, al
menos, a un oficial, para que su superior decidiera.
El jenízaro mantuvo la mirada, haciendo que se tambaleasen los lógicos
pensamientos de la turca, que trataba de contener su agitada respiración hasta que,
con una voz más fría que el acero, el soldado expresó su decisión:
—Te llevaré ante su majestad, pero si intentas huir te desollaré viva.

Helena gateó entre decenas de pies que se agolpaban contra las puertas de la
iglesia, golpeando el frío bronce mientras imploraban su apertura, confiando en la
seguridad de su interior.
Una vez fuera del agitado grupo, se levantó temblorosa, contemplando por vez

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primera la cara que se encontraba tras la mano que la había ayudado.
Sucio y ensangrentado, con el pelo enmarañado y la cara cubierta de cortes,
Jacobo la miraba en silencio, agarrando aún su brazo, mientras aferraba con la otra
mano una doblada tela púrpura.
—¡Jacobo! —exclamó ella abrazándolo—. ¿Cómo has llegado aquí? ¿Dónde está
Francisco?
Bajando la mirada, el joven negó lentamente la cabeza mientras sus ojos se
inundaban de lágrimas, que dejaban surcos sobre el polvo acumulado en sus mejillas.
Helena, sin querer creerlo, apoyó la mano en su barbilla obligándole a alzar la
cara, contemplando de frente su apenado rostro y las lágrimas que bajaban de sus
ojos. Se dejó caer, sentada sobre los escalones, con la mirada perdida y la respiración
entrecortada. Sintió como el pecho la oprimía, el aire le faltaba y los gritos de los que
aún pugnaban por entrar en la iglesia se apagaban en la lejanía.
Notó como Jacobo se sentaba a su lado y se abrazaba a ella; le hablaba, pero ella
no escuchaba nada. Tocó la suave seda púrpura que el muchacho tenía entre sus
manos reconociendo el escudo imperial, la capa del emperador, y supo que había
muerto.
Su grito de angustia desgarró el viento, ahogando los desesperados tañidos de las
campanas. El tiempo se detuvo, el mundo se paró ante sus ojos. Sin fuerzas para
llorar, apoyó su cara en los brazos y se mantuvo quieta, en silencio, al pie de la gran
iglesia, preguntándose por qué el Señor le había arrebatado lo que más amaba.

—¡Estáis loco!
Fuera de sí, Alviso Diedo contemplaba el tembloroso rostro del podestá de Pera
sin poder creer lo que escuchaba.
Cuando la noticia de la caída de la ciudad llegó al puerto, Diedo, como
comandante en jefe de la flota ante la ausencia de Trevisano, apresado junto al baílo
veneciano en la defensa del palacio de Blaquernas, había ordenado a sus barcos
recoger cuantos refugiados cupieran en las atestadas cubiertas y prepararse para
partir. Con un barco de remos había cruzado el Cuerno de Oro, aprovechando el
desconcierto creado en la flota turca por el abandono de sus puestos efectuado por sus
marinos, incapaces de resistir la llamada del saqueo. Su intención era coordinarse con
los genoveses para abrirse paso combatiendo hasta el mar, rompiendo la cadena que
cerraba el puerto y escapando hacia las colonias venecianas. Sin embargo, Lomellino,
el gobernador de Pera, no sólo se negaba a aceptar a los refugiados, sino que había
ordenado cerrar las puertas apresando a Diedo en su interior.
—No os enfurezcáis —balbuceó el podestá—. Lo mejor será enviar una
embajada al sultán para tratar el tema de la rendición.
—¿Creéis que es momento de palabras? —gritó Alviso Diedo—. Dejadme salir
de inmediato o no respondo de vuestra vida.

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—Si seguís con esa actitud tendré que ordenar a la guardia que os prenda —
replicó Lomellino, sudando profusamente a la vez que se separaba del iracundo
veneciano.
Temblando de furia, Diedo acarició el pomo de su espada, mirando de reojo a los
cuatro lanceros que protegían al podestá, preguntándose si al menos tendría tiempo
de matar a ese cerdo antes de que le abatieran.
—¡Señor! —interrumpió uno de los asistentes del gobernador genovés—. Los
comandantes de nuestros barcos anclados en el puerto anuncian su intención de
hacerse a la mar y exigen la salida del capitán Diedo.
—Pero… —tartamudeó el genovés— yo no he dado permiso. ¡Eso es traición!
El podestá se puso lívido. Si los genoveses escapaban era más que probable que
su actuación fuera cuestionada en Génova, aunque no tenía forma de impedirlo y, por
otro lado, desconocía la actitud del sultán si dejaba marchar a la flota.
—¿Y bien? —preguntó Alviso Diedo con una irónica sonrisa.
—Que se marchen —ordenó Lomellino.
Diedo partió de inmediato de vuelta a su barco, mientras el trémulo genovés
secaba su sudorosa frente con un pañuelo, incapaz de controlar sus nervios. La visión
de la horca apareció de nuevo ante su mente y, preso de incontrolables arcadas, corrió
entre los sorprendidos guardias buscando un sitio donde poder vomitar.

—¡No podemos quedarnos aquí! —gritaba Jacobo.


Helena, con la cara oculta entre las manos, permanecía quieta, ignorando al
sollozante muchacho, que tiraba suavemente de su brazo en un desesperado intento
por levantarla.
Con la herida del costado quemándole como si tuviera dentro una brasa ardiendo,
consciente de la sangre que ya manchaba su deteriorada camisa, Jacobo se veía
incapaz de cargar con la bizantina. Incluso sin el profundo corte le habría resultado
imposible transportar a la hundida Helena hasta el puerto.
La noticia de la muerte de Francisco la había destrozado hasta el punto de
encontrarse dispuesta a permanecer sentada en los escalones de Santa Sofía en espera
de la llegada de los turcos que, sin duda, ya se aproximaban a la catedral. Jacobo no
sabía qué decir para convencerla de que le acompañara al puerto, su única posibilidad
de escape, y tampoco podía dejarla allí. Había prometido al castellano que la cuidaría
y no daría la espalda a su responsabilidad.
—Por favor, escúchame —dijo con voz suave, arrodillándose frente a Helena y
apartando las manos de su rostro para mirarla a la cara.
La tez de la bizantina era pálida y la desesperación que encontró en sus ojos casi
hizo llorar a Jacobo pero, al menos, consiguió que le mirara.
—Lo último que me dijo fue que te llevara al puerto y te ayudara a escapar. Si no
lo haces su sacrificio habrá sido en vano. Piensas que los turcos te matarán y así

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podrás reunirte con él, pero no es cierto —añadió sin poder contener las lágrimas—,
te llevarán a uno de sus harenes y pasarás el resto de tu vida sirviendo como una
esclava, ¿es eso lo que quieres?, ¿vivir para ver como tus hijos son educados para
saquear otra ciudad como esta? Yo quiero volver a ver a mis padres, por favor, ven
conmigo.
Ella parpadeó, como si volviera en sí, y comenzó a llorar desconsoladamente,
abrazándose a Jacobo. Éste permaneció un momento quieto, antes de levantarse,
tirando suavemente de ella. En esta ocasión Helena se dejó llevar y, con paso
demasiado lento para el gusto del joven, se alejaron de la iglesia.

A bordo de un mercante genovés Giustiniani era atendido por un cirujano. La bala


había perforado un pulmón, que amenazaba con llenarse de sangre y ahogar al
militar, por lo que el médico trataba de desplegar toda su ciencia, intentando cortar la
intensa hemorragia.
El genovés, ajeno al dolor y a la expectación de sus hombres, se mantenía en
silencio, inexpresivo, con la vista fija en el techo del estrecho camarote, corroído por
los remordimientos.
—Voy a morir como un cobarde —susurró.
—No digáis eso —dijo uno de los oficiales que se mantenía a su lado—, habéis
hecho todo cuanto habéis podido; si Constantinopla no ha caído antes ha sido por vos
y por vuestro valor. Seguís siendo el mismo héroe.
Giustiniani no respondió y mantuvo la vista perdida en el infinito.
El barco comenzó a moverse, en pos de las galeras venecianas que maniobraban
para salir del Cuerno de Oro, una vez que el extremo de la cadena anclado en Pera
había sido cortado y el paso aparecía libre.
Sobre la cubierta, John Grant, herido en una pierna, contemplaba el cercano
puerto, cuyos malecones se llenaban de gente desesperada en busca de un barco con
el que salvarse. Muchos subían a los buques imperiales hasta atestar sus cubiertas,
empujándose, luchando por un puesto en la escalerilla de acceso, arrojando a otros al
mar con tal de subir, sin percatarse siquiera de que aquellos barcos no disponían ya de
marinos y que, con el sobrepeso, jamás dejarían el puerto. Otros se lanzaban al agua,
nadando hacia los barcos que comenzaban a moverse con lentitud, aprovechando el
suave viento del norte. Se agarraban a cualquier cabo suelto o arañaban el casco, en
un desesperado intento por subir a cubierta. Las órdenes eran tajantes, no más
pasajeros, se corría el riesgo de sobrecargar el ya atestado buque y enviarlo a pique.
Agarrado a una de las cuerdas que tensaban las velas para poder incorporarse, el
ingeniero escocés vio a una madre con su hijo pequeño en brazos, que lo alzaba fuera
del agua, tratando de subirlo a otro de los barcos, desde el cual los pasajeros les
miraban sin intentar ayudarlos. Incapaz de contemplar tanta angustia, desvió su vista
a los tejados de la ciudad, donde pequeñas banderas de todos los colores marcaban las

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casas que habían sido saqueadas.
—Es aterrador —afirmó alguien a su lado.
John asintió en silencio, sin poder apartar la vista de las ondeantes enseñas, que se
contaban a miles en toda la extensión que podía abarcar con la mirada.

Acelerando el paso cuanto pudo, Jacobo alcanzó el puerto en el momento en el


que los barcos comenzaban a alejarse. A su lado, Helena se mantenía en silencio,
dejándose conducir sin una palabra.
El joven se fijó en los grandes barcos que aún permanecían en el puerto, donde se
hacinaban cientos de personas, luchando unas contra otras por un puesto sobre sus
cubiertas.
Los mercantes que seguían a las rápidas galeras se encontraban apenas a treinta
metros del malecón, sin embargo, aunque era un buen nadador, no podría mantener a
la ausente Helena a flote y, mucho menos, alcanzar la cubierta sin ayuda.
—Un pequeño velero con una señal roja en el mástil, bajo el león de Venecia.
Las palabras de Helena sorprendieron a Jacobo, que se volvió hacia ella,
comprobando como su rostro aún mantenía la inexpresividad, pero, con una mano, le
tendía un arrugado trozo de pergamino.
Trató de leerlo, pero no entendía la críptica letra. Miró a su alrededor, entre los
barcos, en busca del crespón sin encontrar nada.
—¡Los turcos se acercan! —gritó alguien a su espalda.
El pánico se incrementó. A su alrededor la gente corrió hacia los barcos que se
agolpaban en el muelle, arrojándose al agua, enfrentándose unos a otros por subirse a
los estáticos transportes bizantinos.
—No puede ser —musitó Jacobo—. Si un barco se encontrara aquí esperando se
vería inundado de desesperados, a no ser…
El muchacho miró en dirección contraria a la riada de gente, a la izquierda. En los
vacíos muelles no encontró nada, sin embargo, en un palo alzado junto a uno de los
malecones, una bandera de Venecia ondeaba por encima de un paño rojo.

Los jenízaros presionaban con fuerza, sustituyendo a cada uno de sus caídos con
un nuevo combatiente, dispuestos a terminar con el puñado de soldados genoveses
que, aislados por completo en medio del ejército del sultán, aún mantenían las
espadas en alto.
Entre ellos, Mauricio Cattaneo, cubierto de heridas, con la espada rezumando la
sangre de los muchos enemigos abatidos, cubría la espalda de Paolo Bocchiardi, el
único de los tres hermanos que no había conseguido escapar. A diferencia de
Cattaneo, cuyo alto sentido del honor le impedía intentar siquiera la huida, él decidió
quedarse para entorpecer el avance de los turcos, facilitando la retirada de sus
hermanos y pensando en seguirlos a la menor oportunidad. Sin embargo, los

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disciplinados jenízaros sabían cumplir eficazmente con su papel, cortando el estrecho
pasillo que enlazaba a los últimos rezagados con la libertad.
Ahora veían como sus compañeros caían bajo las cimitarras turcas, uno a uno, sin
rendirse, sin alzar los brazos pidiendo clemencia.
Sabiéndose muerto en vida, Cattaneo sonreía, feliz de cumplir con valor y coraje
la promesa ofrecida al emperador de Bizancio. Con un mandoble que rebanó
limpiamente el brazo de su contrincante más cercano, el genovés se sintió orgulloso
del honor que defendía como caballero, pensando que, de haber querido morir en la
cama como un anciano, se habría hecho mercader.

El marino contratado por Badoer observó con sorpresa como aquel muchacho,
sucio y ensangrentado, se acercaba hacia él, con los ojos fijos en el rojo trozo de tela
anudado en el muelle, tirando del brazo de una mujer.
La presencia del joven le hizo dudar de si se trataría de su esperada carga, aunque
la evidente mirada del mozalbete hacia su ondeante señal no admitía dudas. Desde la
posición en la que se encontraban no eran capaces de ver la barca de remos que
flotaba oculta al lado del malecón, por lo que no cabía duda sobre sus intenciones.
Con la mano izquierda palpó instintivamente el puño de la daga que ocultaba a su
espalda, anotando mentalmente solicitar un sustancial incremento de su salario si
debía despachar a dos pasajeros en lugar de uno.
Ambos llegaron a su altura, mirándose en silencio, con el marino estudiándolos
inquisitivamente mientras esperaba que pronunciaran alguna palabra. Por fin ella
alargó la mano, entregándole un trozo de pergamino.
—El chico no debería estar aquí —dijo secamente el marino, fingiendo que leía
con interés el texto escrito sobre la nota.
—Viene conmigo —respondió Helena, sin abandonar por completo su aire
ausente.
El marino asintió, clavando sus ojos en el costado de Jacobo, donde la sangre de
su abierta herida calaba la desgarrada camisa. Después reparó en la prenda que
mantenía apretada contra su pecho, seda púrpura, por la que podría sacar un buen
precio en el mercado negro.
Con un gesto de la cabeza señaló la pequeña barca, a salvo de las ávidas ansias de
escape de los griegos que se apelmazaban en el puerto. Con rapidez, los tres entraron
en el bote, justo en el momento en que un horrorizado griterío anunciaba la llegada de
los primeros bashi-bazuks a las inmediaciones, traducida en un caótico alboroto, en el
que los turcos se adentraban en busca de las presas más codiciadas.
El marino alejó el bote del muelle, empujándolo con fuerza con uno de los remos,
antes de comenzar a bogar en dirección a Pera, impulsando la barquichuela con sus
musculosos brazos.

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Aún alejándose del puerto, John Grant contemplaba con tristeza el pánico que
invadía a los bizantinos en los muelles, aterrorizados mientras trataban inútilmente de
escapar de los saqueadores turcos.
Desvió la mirada hacia una barca que acababa de abandonar el lugar, salvándose
milagrosamente en el último momento, y su cara se mudó en una mueca de
incredulidad. Se frotó los ojos tratando de asegurarse de lo que veía y luego gritó de
júbilo al reconocer a Jacobo.

Helena, de espaldas al puerto, ajena a los horripilantes gritos que surgían de la


aterrada multitud, mantenía la vista fija en el agua, observando las ondas que los
remos dejaban sobre la azulada superficie, mientras Jacobo le agarraba un brazo en
silencio y repetía en su oído, «estamos a salvo».
—¿Estás herido, muchacho? —preguntó el marino cuando se encontraron a salvo
de los asaltantes.
—No es grave —contestó Jacobo, palpándose el doloroso corte—. Es una vieja
herida que se ha reabierto, no sangra tanto como la primera vez.
—Ven aquí —dijo el marino dejando de bogar e introduciendo los remos en el
bote.
El muchacho parpadeó sorprendido, mirando de reojo el puerto a su espalda.
—No te preocupes —aseguró confiado el marino—. Aquí estamos a salvo de los
turcos, llegaremos a Pera en unos minutos.
Jacobo miró a Helena, que permanecía sentada con la vista perdida en el agua y
se levantó con cuidado, acercándose al marino. Cuando estuvo a su lado, de pie en la
inestable barca, se levantó la camisa con una mueca de dolor, dejando al descubierto
la sangrante herida, justo a la altura de los ojos del desconocido italiano.
—Ya casi no sangra —afirmó mientras tocaba suavemente los bordes de la herida
con la mano derecha—. Aunque siempre puede volver a abrirse.
Jacobo miró extrañado al curtido marino, justo en el momento en que este echaba
la mano izquierda atrás y agarraba la daga.

Alejándose lentamente en su barco, John se desgañitaba gritando el nombre de su


joven amigo, alegre de verlos a salvo.
De repente vio como el remero se abalanzaba sobre el muchacho, empuñando un
objeto brillante en su mano, derribándolo entre los bancos del estrecho bote y
levantando el armado brazo.
El cuerpo del escocés se puso rígido de golpe, plantando los dos pies sobre el
suelo para tomar impulso y saltar al agua. Un latigazo recorrió su pierna herida,
haciéndole gritar de dolor.
Incapacitado para nadar, el ingeniero observaba impotente el forcejeo que tenía

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lugar sobre la barca de remos.

Aferrándolo con la mano derecha, el corpulento marino no había tenido


problemas para empujar al desequilibrado Jacobo sobre los bancos del bote,
manteniéndole contra el suelo mientras extraía la daga con la mano izquierda.
Helena, inicialmente sorprendida por la brusca caída de su joven salvador,
reaccionó al ver el brillo del filo en la mano del marino, abalanzándose sobre él y
agarrando su brazo, mientras Jacobo se debatía con furia, intentando desembarazarse
de su agresor.
Este puso una rodilla sobre el pecho del muchacho, apoyando sobre él su cuerpo
para inmovilizarlo, mientras trataba de liberar su brazo de la desesperada presa
realizada por Helena.
La bizantina mordió la mano del hombre, haciéndole aullar de dolor aunque sin
conseguir que soltara el arma. El marino dio un fuerte tirón, liberándose por fin del
débil abrazo de la griega, golpeándola acto seguido en la cara con el puño.

Desesperado, John observaba el cada vez más lejano bote, del que Helena
acababa de salir despedida. La vio hundirse en las aguas, chapoteando medio
aturdida.
—¡Un arquero! —gritó con su profunda voz, mordiéndose los labios de rabia—.
¡Por Dios! ¡Un arquero a bordo!

Libre de la mujer, el marino pudo centrarse en el muchacho, que se mantenía


inmóvil bajo su cuerpo, con el rostro enrojecido por la presión con la que le aplastaba
contra el casco del bote.
Deseando terminar cuanto antes su trabajo, alzó la daga y se dispuso a descargar
un golpe sobre el rostro del joven.

—¿Quién pide un arquero?


John miró a su lado, encontrándose a un soldado cubierto por una cota de malla.
En su mano portaba una ballesta.
—¿Ves a ese hombre fornido que forcejea en aquel bote? —preguntó el escocés
señalando con el brazo.
—Sí.
—¿Puedes alcanzarle?

El agua fría despejó a Helena, casi inconsciente tras el brusco puñetazo del
marino.
Con un impulso de los pies consiguió salir a la superficie, tomando aire en una
fuerte bocanada antes de hundirse de nuevo. Pataleó y movió los brazos con fuerza,
saliendo nuevamente del agua, alargando la mano para tratar de alcanzar la borda del

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bote. Sin embargo su intento falló por poco, su mano resbaló sobre el casco y la
bizantina se hundió por tercera vez. Aterrada, comprendió que sus empapados ropajes
pesaban demasiado, amenazando con enviarla al fondo del Cuerno de Oro.
Presa de pánico, braceó de forma incontrolada, con la vista fija en la luz que
atravesaba la cristalina superficie, aunque esta vez no consiguió alcanzarla.

Jacobo vio alzarse sobre él la mortal hoja, incapaz de alcanzar el brazo libre del
marino para detenerle. Había intentado librarse de la opresora rodilla que le
presionaba el pecho hasta cortarle la respiración, pero todo esfuerzo había sido inútil
y ahora notaba como las fuerzas le abandonaban.
Sin otro recurso, estiró una mano y agarró con todo su odio los desprotegidos
testículos del marino, retorciéndolos con furia. Su agresor gritó de dolor, contrayendo
todo su cuerpo en un espasmo, se dejó caer a un lado, liberando al angustiado Jacobo
y bajó su brazo armado mientras un dardo volaba sobre su cabeza sin alcanzarle.

—¡Has fallado! —bramó John.


—¡Se ha movido! —se excusó el ballestero montando apresuradamente otro
dardo sobre la ballesta—. No me pongas nervioso, es un tiro difícil.
El escocés se tragó la rabia y se aferró a la borda del mercante, con los ojos fijos
en la lejana barca.

Helena braceaba con todas sus fuerzas, pataleando con dificultad, con el vestido y
la estola estorbando cada uno de sus movimientos. Con un supremo esfuerzo rompió
la superficie del agua el tiempo justo para tomar una agónica bocanada de aire, tras la
cual se hundió de nuevo como un fardo.
Agotada, sabía que no podría aguantar por más tiempo e intentó despojarse de la
pesada estola, mientras se impulsaba con las piernas para mantenerse junto a la
superficie. Sin embargo, la ropa se mantenía pegada a su piel, arremolinada en torno
a ella en numerosos pliegues. Resultaba imposible desembarazarse de ella.

Recuperado de la dolorosa presa de Jacobo, el marino, con los ojos inyectados en


sangre, se había colocado de nuevo sobre el joven, intentando hundir la afilada daga
en su pecho.
Desde su desventajosa posición, Jacobo aferraba con todas sus fuerzas la muñeca
de su oponente, el cual cargaba su peso sobre la mano, acercando inexorablemente la
punta del cuchillo a su fatal destino.
Un dardo se clavó con un golpe seco en el interior del bote, a pocos palmos de los
entrelazados luchadores. Ambos movieron instintivamente la cabeza para observar la
solitaria flecha, aún vibrando sobre la madera.
Jacobo, inmovilizado por el peso de su rival y sin posibilidad de repetir su

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anterior treta, fijó la vista en su contrincante, el cual le devolvió la mirada,
expresando sorpresa, aunque recuperando la presión sobre la daga, con más
insistencia si cabe, con intención de acabar cuanto antes con aquel molesto y
peligroso asunto para poder huir.
Jacobo notó el filo de la hoja junto a su esternón y recordó la situación vivida
cuando le atacaron de noche. Aquella vez salvó su vida por la incompetencia de su
agresor, algo con lo que no contaba en esa ocasión. Miró los ojos de su enemigo y
comprobó como se preparaba para tomar impulso y hundir la hoja en su pecho.
Apretó los dientes, luchando hasta el final aunque, al mismo tiempo, encomendaba su
alma a Dios.

La cabeza del dardo apareció repentinamente bajo el hombro izquierdo del


marino, que rugió de dolor, dejándose caer a un lado y soltando el cuchillo.
Jacobo respiró jadeante, palpándose el pecho con la mano mientras miraba a su
contrincante retorcerse. Se abalanzó sobre él, luchando para recuperar la perdida
daga, mientras el marino gritaba cuando su espalda chocaba con la cubierta, haciendo
que el dardo se moviera cruelmente en su herida.
La mano derecha del marino aferró con inusitada fuerza la garganta de Jacobo,
apretando su cuello hasta cortarle la respiración.
—¡Irás al infierno delante de mí! —susurró el marino, escupiendo sangre por la
boca.
Jacobo apretó los dientes y, en lugar de intentar librarse de la mano que le
ahogaba, continuó buscando bajo el banco, palpando con sus manos hasta que sus
dedos rozaron el pomo de la daga.
Aferrándola con fuerza, la hundió de un golpe en el estómago de su antagonista,
que gimió de dolor, intentando mantener la presión sobre el cuello del muchacho.
Jacobo repitió el golpe, retorciendo la daga en el interior del cuerpo del marino.
Éste soltó al joven y se llevó las manos al vientre, escupiendo sangre y maldiciendo
hasta quedar inerme, ensangrentando la cubierta.
El muchacho se dejó caer entre los bancos, tosiendo y acariciando su maltrecho
cuello, fue entonces cuando reparó en la ausencia de Helena.

Abandonando los intentos de despojarse de la ropa, Helena agitó los brazos con
insistencia, aupándose con las piernas, intentando desesperadamente alcanzar la
superficie. Dejó escapar el aire de sus pulmones y comenzó a notar como el pecho le
ardía.
La bizantina abrió la boca, incapaz de soportar por más tiempo aquel punzante
dolor. El sabor salado del mar penetró como un torrente en sus pulmones, mientras
unas pocas burbujas surgían de su interior.
El pánico la invadió, se ahogaba. Trató de interrumpir la respiración para evitar

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tragar más agua, pero su cuerpo se contorsionaba de forma involuntaria, aspirando el
pesado líquido.
De pronto sintió un tirón en el pelo y una mano que la elevaba hacia la superficie.
Se aferró al borde de la balanceante barca, tiritando. Vomitó el agua y respiró,
jadeante, con un intenso dolor, como si el aire se hubiera vuelto de fuego. Un brazo la
mantuvo a flote, pegada al casco del pequeño bote, del que surgía la mano
ensangrentada del marino.
Jacobo suspiró aliviado al comprobar que Helena recuperaba poco a poco la
respiración. Entonces miró hacia atrás, para ver como un gran mercante italiano se
encaminaba libremente hacia el mar de Mármara, en lenta procesión detrás de las
galeras venecianas.
Demasiado lejos para identificar a quienes observaban sobre la cubierta, a Jacobo
le habría gustado conocer al arquero que le había salvado la vida, sin saber que, en
ese momento, era estrujado de felicidad por el gigantesco escocés.
—¿Estás mejor? —preguntó a Helena cuando se calmó su agitada respiración.
La bizantina asintió con la cabeza y Jacobo la ayudó a encaramarse al interior del
bote.
Tras arrojar el cuerpo sin vida del marino al agua, cogieron los remos y, tras un
último vistazo al caótico puerto de Constantinopla, bogaron con fuerza en dirección a
la seguridad de la colonia genovesa.

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3
La molestia se fue acrecentando a medida que recuperaba la conciencia, traspasando
el umbral del dolor hasta casi convertirse en una tortura. Las punzadas que
atravesaban su cabeza, al ritmo de los audibles latidos de su corazón, le hicieron
pensar por un momento que iba a volverse loco.
Sin apenas notar el resto de su cuerpo, hizo un esfuerzo por evadirse de las
terribles señales que invadían sus sienes y, con lacerante dificultad, abrió los ojos.
Oscuridad. Apenas rota por algún ligero destello que parecía encontrarse muy
lejos. Parpadeó con insistencia, tratando de aclarar su borrosa visión, enfocando los
objetos más cercanos y adaptando gradualmente su vista a la falta de luz. Poco a
poco, el desolado paisaje que iluminaba débilmente la luna se hizo coherente,
mostrando la macabra realidad que antes se negaba a desvelar.
A su alrededor, inmóviles, yacían sobre el suelo decenas de cadáveres, turcos y
griegos mezclados, imposibles de identificar en medio de la noche. Él se encontraba
casi sentado, con el costado pegado al muro y un cadáver decapitado cubriendo sus
piernas.
Trató de moverse y, al insistente dolor de su cabeza, se unió una fuerte punzada
que recorrió su brazo izquierdo como un latigazo, haciendo que su respiración se
hiciera más rápida, en un intento por introducir aire en sus agotados pulmones,
aunque cada bocanada parecía introducir fuego en su pecho.
No sabía cuánto tiempo llevaba allí, pero recordaba que estaba amaneciendo
cuando combatieron por última vez contra los turcos, por lo que era probable que su
desvanecimiento hubiera durado todo el día siguiente, aunque era imposible de
confirmar. Tampoco podía reconocer el lugar de las murallas en el que se encontraba,
ni visualizar en su memoria los últimos instantes del combate. Tan sólo una cosa
parecía evidente a sus ojos, habían perdido la batalla. El intenso silencio tan sólo era
roto por los graznidos de los cuervos, que parecían felicitarse unos a otros por el
increíble festín del que disfrutaban. No se oían voces de soldados que buscaran
supervivientes, o civiles llorando por sus familiares, tan sólo la peculiar llamada de
los negros pájaros.
Con un nuevo esfuerzo se puso en pie, soportando el dolor mientras apartaba con
su brazo útil el cuerpo que le aprisionaba. Las piernas le flaquearon, obligándole a
apoyarse en la pared de piedra para evitar que el intenso mareo le devolviera al suelo.
Allí permaneció durante un tiempo, imposible de cuantificar, mientras remitía
ligeramente el dolor que atenazaba su cabeza.
Sentía la boca reseca, y la sed comenzó a acuciarle como si no hubiera bebido una
gota de agua en semanas, aunque no estaba seguro de que su estómago aceptara
ningún tipo de líquido o alimento. Se palpó el cuerpo en busca de otras heridas, pero

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tan sólo pudo comprobar que se encontraba semidesnudo, despojado de armadura,
botas y cinto.
Tambaleándose, comenzó a caminar pegado al muro, esquivando los cadáveres
con los que se tropezaba, escurriéndose en la resbaladiza piedra, empapada de sangre,
que formaba el suelo donde se encontraba.
Apenas había avanzado penosamente unos metros cuando dos figuras surgieron
de la oscuridad frente a él, como si brotaran de la tierra. Saqueadores de los cuerpos
caídos, en busca de botín. Comenzaron a hablar entre ellos en turco, señalándole con
la punta del cuchillo que mantenían en la mano, hasta que, finalmente, uno de ellos
gritó una palabra en un tosco griego.
—¡Prisionero!
Francisco no tuvo fuerzas para oponerse, ni siquiera para abrir la boca e intentar
decir algo. Aquellos turcos, conscientes de su lastimoso estado, no hicieron ademán
de abalanzarse sobre él. Era evidente que aquel mugriento y débil herido no suponía
ningún peligro para ellos.
El castellano fue empujado por encima de los caídos, arrastrado a empellones
hasta una cercana rampa, desde donde salió de la ciudad, deteniéndose a pocos
metros del cegado foso junto a un grupo de harapientos soldados turcos, armados con
los retazos que iban recogiendo aquí y allá según escarbaban entre las pilas de
cadáveres.
El que parecía ser el jefe le miró con desprecio cuando sus captores le llevaron
hasta él, escupiendo en el suelo mientras intercambiaba duras palabras con el resto de
los componentes del grupo, presumiblemente enfadado por la pérdida de tiempo y
esfuerzo que suponía cargar con semejante despojo. Tras varios gritos y rápidas
conversaciones incomprensibles para el castellano, el turco se volvió hacia él,
hurgando en su boca con sus sucios dedos para comprobar el estado de los dientes de
Francisco, produciendo una reacción de asco en el recién capturado noble apenas
contenida. El soldado pareció satisfecho, aunque quiso comprobar el alcance de sus
heridas golpeando con fuerza sobre el brazo izquierdo del castellano, arrancando un
grito de dolor que causó un intenso jolgorio entre sus captores.
Los turcos vendaron apresuradamente el brazo lastimado, recolocando de manera
terriblemente dolorosa el hueso roto y fabricando un cabestrillo realizado con jirones
de la túnica de alguno de los desgraciados que habían perdido la vida la noche
anterior. También vendaron de manera aparatosa su cabeza, sin molestarse en limpiar
la sangre seca o aplicar algún tipo de cura, en la creencia de que, tapando sus heridas,
recibirían un mejor precio por su fácil captura.
Francisco fue empujado en medio de una decena de griegos e italianos, la
mayoría heridos, y obligado a andar al ritmo de los demás colina arriba en dirección a
las tiendas turcas, desde donde llegaban los ecos de la música, los vítores y la alegría

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reinante propia del vencedor.

En el campamento, los últimos rayos de luz habían sido reemplazados por cientos
de antorchas y fogatas, visibles desde la estrecha tienda en la que se encontraba
Yasmine, a través de la abierta lona que formaba su entrada.
Junto a la puerta, impasible desde el alba, el soldado jenízaro que la había
capturado en el palacio montaba guardia, hierático, por orden de su oficial superior,
hasta el momento en que se decidiera sobre el destino de la cautiva.
La joven turca no había recibido más que un pequeño cuenco de agua y un trozo
de pan con el que saciar el hambre acumulada desde la noche anterior, en la que
Basilio había tratado de estrangularla. Yasmine había salvado su vida dos veces
seguidas y, tras horas de espera, se preguntaba si se le habría acabado la suerte.
Era consciente de que el sultán no tendría por qué saber en absoluto de su
existencia. Todas sus notas e informaciones pasaban a través del codicioso Badoer,
quien, posiblemente, habría ocultado los detalles de su red de información a las
autoridades turcas, elevándose como único responsable del exitoso intercambio de
mensajes que había permitido a los soldados del sultán invadir la ciudad. Pese a todo
no disponía de otra alternativa, su única opción consistía en rezar y, como tantas otras
veces en el pasado, utilizar los inigualables recursos con los que la naturaleza la había
dotado para embaucar al joven Mahomet.
—¡Sal de la tienda!
Somnolienta y ensimismada en sus pensamientos, Yasmine se sobresaltó al oír la
ruda orden del oficial de jenízaros que, agachado frente a la puerta, la conminaba
perentoriamente a levantarse y seguirle. Sus ojos pardos, clavados fijamente en la
turca, mostraban una mezcla de tensa impaciencia y airado cansancio que, en un
instante, desbarató cualquier interior optimismo que le pudiera restar a la antigua
esclava.
Con la torpeza que le imponían sus dormidos miembros y el lacerante
pensamiento de que se encontraba de camino al cadalso, Yasmine se levantó con
lentitud, caminando a trompicones hasta la salida. El oficial, sin tratar siquiera de
disimular su malestar, la agarró por el brazo, indicando, con un leve gesto de cabeza,
al guardia que la había custodiado durante el día, que se colocara al otro lado,
presumiblemente para cortar cualquier vía de escape.
Agotada por la tensa espera y abrumada por los últimos acontecimientos vividos,
Yasmine sintió flaquear sus rodillas. En el primer traspié, notó como las férreas
manos de los soldados tiraban con fuerza de sus brazos, levantándola casi en vilo, por
lo que, convencida de su destino, decidió asumirlo con la poca dignidad que le podía
quedar a una mujer tras años de esclavitud, forzada prostitución y humillaciones
públicas. Con los ojos cerrados para evitar que el torrente de lágrimas que pugnaba
por salir pudiera romper los diques de sus párpados, rememoró los lejanos tiempos de

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su niñez, los únicos de libertad que había conocido, para recabar de ellos las fuerzas
necesarias para afrontar su final. Recuperó el paso, irguió la cabeza y apretó los
dientes mientras se dejaba conducir, mansamente, por los dos jenízaros.
Tras pocos metros, sus acompañantes se detuvieron por unos instantes, hasta que
una voz autoritaria les cedió paso. Nada más continuar, Yasmine sintió bajo sus pies
como el duro y terroso firme se tornaba en un piso mullido y suave, mientras su
olfato se inundaba del dulce olor a incienso.
De nuevo detenidos, las manos que asían sus brazos soltaron su presa y la turca
escuchó una irónica voz que parecía provenir de alguien sentado justo frente a ella.
—¿Tanto molesta mi aspecto que no eres capaz ni de mirarme?
Yasmine abrió los ojos, confusa, esperando encontrarse con un gigantesco
verdugo que portara un hacha cubierta de sangre, vislumbrándose, por el contrario, en
medio de una lujosa tienda, cubierta de tapices, alfombras, cojines y velos de suave
seda de vivos colores. A escasa distancia, débilmente iluminado por dos titilantes
lámparas de aceite que pendían del techo por cadenas de oro, un joven de nariz
aguileña y penetrante mirada la observaba con curiosidad, sentado en medio de una
maraña de acolchados almohadones.
Con un rápido movimiento, Yasmine se dejó caer de rodillas sobre la alfombra
que recubría el suelo, apoyando sus brazos en los intrincados arabescos tejidos en su
superficie, tartamudeando, casi sin poder respirar.
—Majestad… yo…
Mahomet dejó escapar una carcajada, mientras despedía a los guardias con un
gesto de la mano, levantándose de su cómodo asiento.
—Al parecer vas diciendo a mis soldados que te debo la victoria —dijo mientras
paseaba lentamente alrededor de la postrada joven.
—Jamás se me ocurriría ser tan osada, alteza, en este día nadie sería capaz de
discutiros la gloria del triunfo.
—Pronto has recuperado el habla, ¡levántate!
Yasmine se irguió con lentitud, manteniendo la vista fija en las doradas filigranas
que ribeteaban los bordes del pálido caftán que lucía Mahomet, aún salpicado por la
sangre que empapaba el suelo de Constantinopla.
Él la observó con tranquilidad, dando una vuelta alrededor de la antigua esclava.
Recreándose en sus voluptuosas curvas, fácilmente discernibles a través de la
entallada túnica.
—Mírame —ordenó con frialdad, clavando sus ojos en los de ella cuando
Yasmine elevó su vista—. ¿Cuál era tu puesto y cómo conseguías información?
—Era la esclava de la protovestiaria en el interior del palacio de Blaquernas,
donde me encontraron. La información la recibía de Teófilo Paleólogo, primo del
emperador, a quien seduje, sonsacándole cuanto quise de los consejos secretos a los

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que acudía.
—¿Tan buena eres como amante? —preguntó Mahomet esbozando una sonrisa.
—Depende de con quien se me compare —respondió ella, mientras mantenía la
mirada del sultán.
—¿A quién pasabas tus informes y cómo lo hacías?
—A Giaccomo Badoer, a través de un funcionario griego de nombre Basilio, al
que maté la noche antes del asalto.
—¿También amante tuyo?
—Sí.
El sultán asintió con la cabeza, admitiendo la veracidad de las respuestas de la
turca. Poco antes de que la antigua esclava fuera llevada a su presencia había recibido
al banquero veneciano, el cual, rebosante de gratitud por las muchas promesas de
concesiones comerciales otorgadas por Mahomet, había realizado un pormenorizado
relato de cómo había tejido los hilos, cual laboriosa araña, dentro de la corte del
difunto Constantino.
—También tengo esto —añadió Yasmine, al tiempo que extraía de entre sus ropas
un pequeño y deteriorado pergamino, que alargó con suavidad al sultán—. Pertenecía
al secretario imperial, lo recogí del suelo de sus habitaciones en un descuido.
Mahomet palpó la sucia nota enarcando una ceja, examinándola con indiferencia
a la luz de un candil, parándose tan sólo en una diminuta marca que aparecía, borrosa,
en uno de los lados.
—Supongo que mientras Sfrantzés estaba desnudo esperándote —ironizó el
sultán.
—No, me interrogaba. Me arrojé llorando a sus pies y descubrí esa nota en el
suelo por casualidad. Debió de caerse de su escritorio.
El sultán dejó a un lado el trozo de pergamino sin darle importancia, manteniendo
la vista fija en la bella turca.
—Vos ya sabéis quién soy —afirmó Yasmine con confianza.
Mahomet abrió los ojos, sorprendido por un instante por el comentario de la
joven, aunque pronto su rostro volvió a mostrar una amplia sonrisa.
—Por supuesto, mandé que uno de los prisioneros del palacio te identificara sin
que te dieras cuenta. Era el relato del veneciano el que quería confirmar y sabía que
tú me dirías la verdad si pensabas que te iba en ello la vida, como así ha sido, por otro
lado.
El sultán se recostó de nuevo en medio de los cómodos cojines, manteniendo su
mirada fija en la joven.
—El italiano te daba por muerta —añadió con sorna—. De hecho, se mostró muy
compungido explicando que le había sido imposible localizar al barquero que habría
de trasladarte a Pera. Al quedarte en el palacio salvaste la vida.

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Yasmine parpadeó, incrédula, abriendo la boca para decir algo sin que los sonidos
salieran de su garganta. En ese momento se dio cuenta de que, si el pequeño barco
que había de llevarla hasta la colonia genovesa no había llegado a su destino, era
probable que Helena aún se encontrara en la ciudad, ya fuera muerta o como esclava
de alguno de los millares de asaltantes que vagaban por entre las ensangrentadas
calles.
—Pareces sorprendida —comentó Mahomet—. Pensaba que te alegrarías de tu
destino.
—Y así es, majestad —respondió Yasmine recuperando el gesto impasible—, tan
sólo me congraciaba de mi suerte y me preguntaba qué sería de mí a partir de ahora.
—Me has proporcionado un extraordinario servicio. Serás recompensada con una
buena asignación, así como tierras en algún lugar de la costa del mar Egeo.
—Es un verdadero privilegio, alteza —agradeció Yasmine dejando escapar un
visible suspiro de insatisfacción.
—¿Acaso no te parece bien? —inquirió el sultán con extrañeza.
—Cualquier cosa que vos deseéis la cumpliré con agrado pero, si se me permite
decirlo…
—Habla, maldita sea —gruñó Mahomet intrigado por los mohínes de la joven.
—Me habría gustado poder serviros personalmente en la corte, majestad —
finalizó Yasmine con voz dulce y sensual, a la vez que dirigía a Mahomet una
apasionada mirada.
El sultán mantuvo la vista fija en los bellos ojos de la antigua esclava,
deslizándolos a continuación sobre su cuerpo, mientras sonreía divertido.
—Como hombre consideraría un placer disponer de tu compañía —dijo
finalmente, arrancando una ligera sonrisa del rostro de Yasmine—. Sin embargo, sólo
un necio introduciría en su corte un arma tan peligrosa. No —negó con tranquilidad
—, no cometeré el mismo error que Constantino. Te mantendré envuelta en oro y
sedas, pero tan alejada del poder como me sea posible.
La turca bajó la cabeza, desilusionada por la respuesta del astuto sultán aunque,
en el fondo, aliviada de poder terminar con aquel juego que mantenía su vida en vilo
desde el día en que el banquero italiano la había comprado en su niñez. Fue en ese
momento cuando recordó un juramento que se había hecho a sí misma hacía muchos
años.
—Ya que no me concedéis mi humilde deseo —dijo ella con suavidad, justo en el
momento en que Mahomet iba a dar por terminada la audiencia—, ¿me permitiríais
abusar de vuestra hospitalidad con una última petición?
—¿Por qué no? —comentó el sultán—. ¿Cuál es ese deseo?
—La cabeza de Giaccomo Badoer.
Mahomet abrió los ojos de par en par antes de soltar una tremenda carcajada.

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—¿Quieres terminar con el último de tus amantes?, creo que he hecho bien en
alejarte de mí.
—Ese cerdo me esclavizó de niña, sometiéndome a sus más perversos deseos. Me
arrebató la inocencia, el honor y el orgullo, arrojando mi vida en medio de sus
repugnantes juegos. Hace años que me juré a mí misma que le vería muerto y, dado
que vos me enviáis demasiado lejos para tomarme la venganza por mi mano, os
suplico que me concedáis esta última gracia.
—Sea —cedió Mahomet con indiferencia—. Ya no le necesito y, a decir verdad,
esta petición me ahorrará una buena cantidad. Ahora vete, ya recibirás el presente en
una bandeja para que puedas regocijarte.
El sultán agitó una campanilla con la mano, señal para que uno de los guardias
que custodiaban la entrada apareciera de inmediato en el interior de la tienda,
realizando una ligera reverencia con la cabeza.
—Acomoda a esta mujer en la tienda que han preparado para el comerciante
veneciano, él ya no la va a necesitar, y acompáñala a ver a los esclavos de la ciudad,
necesitará un par de ellos para comenzar su nueva vida de propietaria. Te hago
responsable de su seguridad y bienestar.
El oficial de la guardia jenízara se mantuvo callado, atento a las instrucciones de
Mahomet, asintiendo finalmente antes de realizar un cortés gesto hacia la joven para
que la acompañara al exterior de la tienda. Yasmine dirigió una última mirada al
joven y exultante monarca, antes de realizar una profunda inclinación y abandonar su
presencia.

Con paso tembloroso, Chalil Bajá caminaba hacia la entrada de la tienda del
sultán junto a su fiel Amir, a quien había pedido que le acompañara. El criado había
asentido sin dudar, evitando al anciano visir la necesidad de explicar que era su
creciente nerviosismo lo que le impelía a solicitar su presencia.
Poco antes de llegar a la tienda, se cruzó con un oficial de jenízaros que acababa
de abandonarla escoltando a una joven de aspecto oriental, de brillantes ojos que
relucían como llamas a la luz de las hogueras cercanas. Su vestido era claramente
bizantino, aunque el soldado parecía tratarla con deferencia. Sin embargo, Chalil no
se encontraba con ánimos para hacer conjeturas sobre la identidad de aquella mujer,
imbuido como estaba por el temor a que aquella noche el sultán firmara su sentencia
de muerte.
A pesar de la inestimable contribución que su red de espionaje había supuesto
para la caída de Constantinopla, Chalil había apostado por la negociación con los
bizantinos, tratando de convencer al sultán de que sería una locura continuar con las
hostilidades y que lo mejor sería llegar a un honroso acuerdo con el emperador. Esta
posición, de la cual se habían ido poco a poco separando el resto de los componentes
del divan, permitía ahora al sultán deshacerse de su primer visir, tal y como intentaba

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desde hacía tiempo.
Al llegar a la entrada de la lujosa tienda, uno de los guardias se interpuso en el
camino del criado, indicando con un contundente gesto que debía esperar fuera
mientras Chalil, cogiendo aliento para enfrentarse a su más que probable muerte con
dignidad, se adentró como un cordero camino del sacrificio en las oscuras estancias
del sonriente triunfador.
—Has tardado —dijo Mahomet secamente en cuanto vio a su primer visir—.
Hace horas que te espero.
—Debisteis haberme mandado llamar, majestad —respondió Chalil, incapaz de
confesar que el miedo a las consecuencias de aquella entrevista era lo que,
inconscientemente, le había mantenido alejado de la engalanada tienda.
—Quería comunicarte personalmente que voy a destituirte del cargo que ostentas
—afirmó el sultán mientras clavaba sus ojos en el descompuesto rostro del anciano.
—¿Acaso no os he servido bien, mi señor? —preguntó el depuesto visir mientras
temblaba como una hoja, haciendo que el borde de su pesado caftán se moviera al
ritmo de sus nerviosos miembros.
—No tengo ninguna queja de tu dedicación —explicó Mahomet con tranquilidad
—, aunque no entiendo por qué pasabas información a los bizantinos.
Al oír estas últimas palabras, Chalil demudó su rostro en la más completa mueca
de sorpresa que hubiera visto el sultán.
—¿Cómo…?
—¿Cómo lo he sabido? —completó Mahomet la balbuceante frase de su atónito
ministro y consejero—. Ya tenía mis sospechas, aunque ha sido el megaduque
bizantino Lucas Notaras el que me las ha confirmado. No me ha explicado cómo se
enteró de tus manejos con Sfrantzés, pero, aunque este último se ha negado a decir
palabra, su compañero en el consejo del difunto Constantino me ha proporcionado
inapelables pruebas de tu implicación. Por último —añadió enseñando al primer visir
la nota recibida de Yasmine— este pergamino con tu sello encontrado en las estancias
del secretario imperial bizantino acabó por despejar cualquier duda. Sin embargo, hay
algo que me desconcierta, el hecho de que aun así actuaras lealmente, abriendo con
tus espías las puertas de la victoria, me tiene en ascuas. ¿Cuál era tu motivación?
¿Dinero? ¿Venganza? ¿Ocupar mi puesto?
Chalil respiró profundamente e irguió la cabeza, mirando fijamente al joven que
pronto se convertiría en la admiración de Europa y en uno de los más poderosos
monarcas del Mediterráneo. Con la voz firme y la serenidad del que no tiene nada
más que perder, expuso sus razones al intrigado sultán.
—No buscaba riquezas, ni tampoco gloria o satisfacción de viejos odios hace
tiempo olvidados. Tampoco ambicioné nunca el trono que Alá os concedió en su
sabiduría, mi único interés ha sido siempre el bienestar de nuestro pueblo y, para ello,

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creí necesario que esta sangrienta expedición finalizara cuanto antes y con el menor
costo posible. Nada es más importante para la gloria de nuestra nación que la paz.
Nunca fui partidario de romperla por la ambición de tomar esta ciudad.
—Realmente estabas convencido de que fracasaría.
—Así es y, de hecho, ni siquiera vos podéis negar que debemos más a la suerte
que a nuestra fuerza o estrategia el poder contar con la victoria.
—¿Tampoco tuviste nada que ver en el intento de asesinato?
—En absoluto, de haber querido mataros he dispuesto de innumerables ocasiones
con anterioridad que no habrían resultado tan comprometedoras.
Mahomet bajó la cabeza, meditando las respuestas de su antiguo primer visir. A
su pesar, debía admitir el intenso sentido del deber hacia su pueblo que dirigía las
acciones del anciano, convencido de estar actuando de forma honorable. Aunque las
razones de estado por las que Chalil debía abandonar su puesto habían sido puestas
de relieve con notoriedad tanto por el resto de sus más altos consejeros como por su
propia lógica, Mahomet no pudo, ante las orgullosas palabras del antiguo consejero,
sino sentirse, por primera vez en su vida, como un inexperto jovenzuelo que trata de
dar una lección a aquellos que le han guiado correctamente en su alocada juventud.
Contra su propia voluntad, el sultán concluyó que, después de su padre, de nadie
había aprendido más sobre el gobierno que del propio Chalil. Ninguno de sus
ministros se atrevía a discrepar de su palabra, ninguno le sugería otras formas de
actuar o le reprochaba su comportamiento, tan sólo aquel hombre al que ahora iba a
mandar al patíbulo, para eterna condena de su conciencia.
—Te he juzgado erróneamente —admitió con tono avergonzado—, pero ya no
puedo dar marcha atrás. Sigues suponiendo un peligro para mí. Tu rectitud es
encomiable, pero puede jugar en mi contra, tal y como lo ha hecho en ciertos
momentos de este largo asedio. Mantendré mi decisión y… ya sabes lo que supone
eso.
—Sí —afirmó Chalil con una sorprendente calma.
Con un incómodo silencio Mahomet dio por terminada la reunión, tratando de
finalizar con aquel humillante trámite del que, a pesar de todas las razones de la corte,
tendría que arrepentirse el resto de su vida.
—¿Puedo solicitar un favor de su excelencia? —inquirió Chalil cuando ya se
giraba para marchar.
—Pide lo que quieras.
—Sé que lo obligado en estos casos es que la familia de un depuesto comparta su
destino. Os suplico humildemente que dispenséis a mis hijos de ello.
—Pongo a Alá por testigo de que tu familia será tratada con total consideración y
permanecerá a salvo de cualquier daño. Mañana mismo daré orden de que tu hijo
Ibrahim sea elevado al rango de qadi de Edirne.

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—Que el Señor os colme de bendiciones por ello y os guíe en la mejor forma de
gobernar a nuestro pueblo —finalizó Chalil con una reverencia.
Cuando salió de la tienda, Amir se aproximó a él, ofreciendo su brazo para que el
depuesto visir se apoyara. Chalil sonrió a su fiel criado, palmeando su hombro
amigablemente.
—Esta noche quiero estar solo —dijo con tranquilidad, alejándose del
sorprendido Amir, encaminándose con lentitud al borde del campamento, desde
donde se divisaba la ciudad que sería la nueva capital del Imperio turco.
Con la refrescante brisa nocturna acariciando su rostro, Chalil se sintió
incomprensiblemente rejuvenecido, como si la recién adquirida certeza de su destino,
en lugar de provocarle la infinita angustia que siempre había temido, le hubiera
liberado de cuantas pesadas cargas le agobiaban hasta el momento.
Asombrado de sí mismo, se descubrió paseando entre las encendidas fogatas, las
vacías tiendas o los numerosos grupos de soldados que se unían para asombrarse con
las hazañas y muestras de valor realizadas durante el pasado asedio, así como
provocar la envidia con la riqueza de sus capturas y del botín obtenido en la ciudad.
Con paso lento, caminó hasta el borde de la playa, donde el eco de las risas y los
cánticos de los vencedores se perdía, absorbido por el rítmico romper de las olas.
No habría sabido decir el tiempo que permaneció allí, estático, de pie frente a la
oscura infinitud del agua, cuya orilla contraria apenas se atisbaba por algún reflejo o
titilante luz que parpadeaba en la lejanía. Lo que sí tenía claro era que no podía
recordar cuánto tiempo había transcurrido desde la última vez que pudo disfrutar del
sencillo goce que la naturaleza ofrecía en cada uno de los rincones del mundo, de la
tranquilidad interior y de la calma. Para su sorpresa, resultaba tremendamente fácil
aceptar el final que le había sido impuesto, más que la continuidad en su cargo,
oprimido por la permanente perspectiva de la muerte. Al contrario de lo que muchos
decían, la certeza de la muerte no supuso un temor para el antiguo primer visir, sino
una bendita liberación.
Riéndose de sí mismo, se despojó del caftán y se adentró en el fresco mar de
Mármara, dejándose acunar por el arrullo de las olas, observando la nitidez de las
estrellas en el cielo, disfrutando plenamente de uno de sus últimos días con la
liberación que otorgaba saber que su descendencia disfrutaría de los bienes llegados
por su sacrificio.

Agrupados como ganado, hambrientos, con la ropa desgarrada y moralmente


exhaustos, miles de prisioneros, futuros esclavos, se concentraban en numerosos
puntos del campamento turco, formando densos círculos, en los que los antaño
orgullosos bizantinos se sentaban unos junto a otros, en silencio, con la cabeza gacha
y los ojos perdidos. Unos pocos trataban de dormir, aprovechando un privilegiado
hueco en el que tumbarse encogidos en el suelo. Los más se apretaban contra sus

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vecinos para entrar en calor, en aquella noche de mayo, más fría de lo habitual, no se
sabe si por el extraño tiempo que había dominado durante aquella fatídica primavera
o, por el contrario, por el gélido sentimiento que trae consigo la derrota.
Yasmine paseaba entre ellos, recorriendo con la mirada cientos de caras,
iluminadas fugazmente por la antorcha del oficial de jenízaros encargado de su
seguridad. Hombres y mujeres adultos se entremezclaban sin orden ni concierto,
aunque la turca echó en falta a los niños, desconocedora del poco interés que
suscitaban entre los asaltantes, debido a su falta de utilidad como esclavos y a la
dificultad de cobrar sus rescates, lo que hacía de ellos un estorbo más que un premio,
algo que solían pagar con la vida.
La mayoría de aquellos rostros le eran desconocidos y, de algún modo, todos le
parecían extrañamente similares, vacíos, faltos de toda esperanza, con los ojos
vidriosos, cansados de llorar, aceptando un destino que nunca habrían elegido.
Se paró delante de una joven de apenas doce o trece años, una griega menuda de
largo pelo y miembros delgados, que se mantenía sentada, con los brazos alrededor
de las piernas, como un ovillo. Yasmine se vio a sí misma ahí plantada, cuando
aquellos mercaderes de prominente barriga y aliento fétido se detuvieron delante de
ella, en las pardas colinas de su Anatolia natal, para disputar su libertad al soldado
que la capturó. No tardaron en revenderla al riquísimo banquero italiano para el que
trabajaba hasta poco antes, pero el miedo y la angustia de aquellos días nunca
desaparecieron de su corazón.
—La quiero a ella —dijo con voz firme, señalando con el dedo a la joven.
El jenízaro asintió en silencio, agachándose para agarrar por el brazo a la griega,
que se dejó levantar dócilmente. Yasmine observó sus ojos oscuros, faltos de toda
expresión, preguntándose si sería capaz de redimirse a través de aquella inocente
joven. Con suavidad acarició su cara, sonriéndole con calidez.
El soldado esgrimió una obscena mueca en su rostro, incapaz de comprender la
verdadera intención de la turca, aunque borró la expresión en cuanto Yasmine clavó
sus fríos ojos en él, haciéndole un gesto con la cabeza para continuar el recorrido.
—Vámonos —ordenó al jenízaro, el cual se puso delante para abrir un camino en
medio del nutrido grupo de nuevos esclavos.
Ya en dirección a la tienda que le había sido asignada, Yasmine fijó su atención en
un nuevo grupo de capturados, cerca de una docena, que eran conducidos por cuatro
soldados musulmanes, vestidos con los retazos de las armaduras griegas rapiñadas de
los caídos junto a la muralla. Varios de los supervivientes, a los que fustigaban de
cuando en cuando, con cortas cuerdas terminadas en nudos, renqueaban por efecto de
sus heridas, por lo que la antigua esclava supuso que serían soldados griegos
supervivientes de la matanza efectuada por los jenízaros en el asalto a las posiciones
de los defensores. Aún no disponía de un relato de los combates, pero no dudaba de

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que, tras la dureza del asalto, los turcos no habrían hecho prisioneros entre aquellos
que se encontraban en el bando contrario.
Uno de los cautivos, que caminaba mirando al suelo, con un brazo en cabestrillo y
una venda ensangrentada rodeando su cabeza, atrajo su atención. A diferencia de sus
poco afortunados compañeros, vestía ropas de estilo italiano, sucias y desgarradas, de
un color aparentemente rojizo a la luz de la antorcha que portaba el primero de los
cautivadores. Algo en aquel hombre le resultó vagamente familiar, por lo que, para
disgusto del oficial de jenízaros, deseoso de abandonar a la turca en su tienda, se
desvió hacia el grupo.
—Quiero ver a ese esclavo —dijo, haciendo que el pequeño grupo detuviera su
marcha.
—¿Para qué? —exclamó con suspicacia el soldado que iba en cabeza—. ¿Acaso
queréis comprarlo?
Sin dignarse a responder, Yasmine se aproximó al cautivo, solicitando con un
gesto al oficial de jenízaros que acercara su antorcha. A pesar del aparatoso vendaje
de la frente, la cara ensangrentada y la suciedad que acumulaba su rasgada camisa no
tuvo dificultad en reconocerle.
—Francisco.
El castellano apenas movió la cabeza, levantando simplemente sus ojos lo
suficiente para reconocer a la antigua esclava. Si por su mente pasó algún tipo de
sentimiento al encontrarse con ella no lo demostró, tan sólo bajó la vista, fijándola
nuevamente en el suelo.
—Me llevo a este esclavo.
—De eso nada —intervino otro de los soldados, que se adelantó hacia Yasmine.
El jenízaro se interpuso con un movimiento brusco, manteniendo la antorcha en
alto mientras acariciaba el pomo de su curvo sable con la mano libre.
—El sultán la ha autorizado a recoger los esclavos que quiera —masculló con
frialdad mirando fijamente al bashi-bazuk, que se había detenido en el acto al
cruzarse el oficial.
—¿Nos indemnizará el sultán por la pérdida? —preguntó con tono lastimoso,
intentando sacar partido de lo inevitable.
—¿Por un esclavo roñoso y medio muerto? —ironizó Yasmine—. No, no
recibiréis ni un akçe por él.
Los turcos se miraron unos a otros, contrariados, observando después al oficial
jenízaro, que mantenía su amenazadora actitud, impasible ante las palabras de la
antigua esclava.
—¡El resto, seguid caminando, escoria! —gritó finalmente con visible enfado el
que comandaba el grupo, reanudando la marcha, no sin emitir notorias maldiciones,
susurradas de forma casi inaudible contra la muchacha turca.

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Yasmine continuó en dirección a su tienda, seguida por la joven griega,
caminando como un borreguillo detrás de su nueva señora. El jenízaro que la
escoltaba empujó con brusquedad a Francisco, para que cambiara su dirección por la
de la lujosa tienda que ocuparía la turca, obligándole a acelerar el paso.
Una vez llegados a su destino, una tienda circular de tonos azules, difícilmente
apreciables con la sinuosa luz de fogatas y antorchas, Yasmine encargó al oficial que
llevara a la griega a comer algo, a lo cual, el jenízaro respondió con una rápida
mirada en dirección al castellano.
—Dame tu daga —ordenó Yasmine al oficial. Éste se desembarazó del arma, que
portaba cruzada bajo su cinturón, posiblemente fruto del saqueo de algún oficial
bizantino muerto—. Ahora vete, no me causará problemas.
El jenízaro partió en silencio con la joven bizantina, mientras la turca se
introducía en la tienda, manteniendo abierta la fina tela de seda que formaba la
entrada, como una insinuante forma de bienvenida a Francisco, el cual, con paso
lento, atravesó el umbral.
Yasmine dejó caer la tela, bloqueando la escasa luz que se introducía en el interior
de la improvisada estancia. Se aproximó a una lámpara de aceite y la encendió,
mostrando el disperso aunque riquísimo mobiliario que se distribuía alrededor de
ellos.
La joven se acercó a Francisco, situándose a unos pocos centímetros, mirándole
con intensidad mientras exhalaba su aliento sobre la dolorida cara del castellano.
—Ya no luce gallardo el primo del emperador —dijo finalmente con frialdad.
—Siempre supe que no eras más que una zorra —respondió él, levantando el
rostro y clavando sus ojos en los de Yasmine.
Ella rio con fuerza, antes de, con un rápido gesto, desenfundar la daga tomada del
jenízaro y situarla en el cuello del castellano, presionando su cara para obligarle a
levantarla.
—¿Qué se siente cuando es otro el que tiene tu vida en sus manos? ¿Qué piensa
un antiguo príncipe cuando comprende que le esperan años de humillaciones y
sufrimiento?
—Nunca fui príncipe —respondió Francisco con serenidad, sin dejar de mirar a la
antigua esclava—, tan sólo alguien que cumplió con lo que se esperaba de él.
—Podría matarte si quisiera.
—¿Y por qué no lo haces?
—¿Acaso no te importa?
—Ya no, he perdido cualquier cosa por la que vivir.
—¿Y si te dijera que Helena podría estar a salvo?
Francisco parpadeó sorprendido, intrigado ante las palabras de la turca, aunque
temeroso de que no fuera más que una mera burla, se mantuvo en silencio.

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—Hablé con Helena poco antes de que comenzara el asalto. Tenía un
salvoconducto, de forma que, cuando los turcos consiguieran entrar en la ciudad, ella
debía subirse a un bote en el puerto que la llevaría hasta Pera —añadió Yasmine—.
Puede que ahora esté allí. ¿No alienta la duda las ganas de sobrevivir?
—¿Cómo consiguió esa garantía? —preguntó Francisco con desconfianza—. Ella
no habría aceptado ningún trato con un turco.
Yasmine sonrió, retirando la afilada daga del cuello del castellano, caminando con
lentitud hasta la entrada de la tienda, desde donde, tras retirar con una mano la tela
que la cerraba, se podían observar las luces de la colonia genovesa, más allá del
Cuerno de Oro.
—¿Qué darías por llegar hasta allí?
Francisco se aproximó renqueante hasta la entrada, fijando sus ojos en las lejanas
antorchas que se distribuían por la muralla de Pera.
—Hasta mi vida me parecería escaso precio por saber que ella está a salvo —
afirmó apesadumbrado—. Pero, por mucho que quieras engañarme, sé que es
imposible. Resultaría muerta o capturada en Santa Sofía.
—Yo le di personalmente el salvoconducto —interrumpió Yasmine observando
con fijeza la reacción del castellano.
—¿Por qué?
—Porque era la única que merecía sobrevivir.
—Y ahora piensas regocijarte vengándote conmigo.
—Eso quería hacer —respondió ella alejándose de la entrada, dejando a Francisco
en el umbral, manteniendo la tela abierta con su maltrecho cuerpo, deslizando su vista
por la lejana esperanza que representaban las murallas de Pera—. Pero tengo otros
planes para ti.
El jenízaro regresó con rapidez, andando a grandes zancadas, como si su pesada
armadura no molestara, al convertirse tras tanto tiempo con ella en parte de su propia
piel. Entró en la tienda apartando bruscamente a Francisco, el cual se dejó empujar
dócilmente al interior, manteniendo la vista en el suelo alfombrado.
—Supongo que los mercaderes genoveses de Pera revolotearán por el
campamento comprando a sus compatriotas —comentó Yasmine al oficial turco, el
cual asintió con su habitual mutismo.
—Llévate a este esclavo y entrégalo a uno de ellos para que lo conduzca a su
colonia, no voy a necesitarlo.
Francisco levantó la vista, más sorprendido que el propio jenízaro, que enarcó una
ceja con suspicacia, aunque, si existía alguna duda en su interior, no se atrevió a
hacerla pública.
—Ya te lo dije —añadió la turca con una sonrisa, ante la atónita expresión del
castellano—. Ella es la única que se lo merece.

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El oficial agarró a Francisco por el cuello de su destrozada camisa, arrastrándolo
fuera de la tienda sin tiempo a una sola palabra. Lo último que el castellano vio del
interior de aquella lujosa estancia era la sonrisa de la turca, enmarcada por sus bellos
ojos, que, por una vez, no mostraban la frialdad acostumbrada, sino un
desconcertante destello de alegría.
A trompicones, el fornido soldado encaminó a Francisco a través del campamento
turco hasta alcanzar una pequeña explanada, donde se arremolinaban numerosos
prisioneros, examinados con exquisito cuidado por una pareja de hombres, vestidos
con largas capas oscuras que apenas dejaban entrever sus ropajes italianos. A su lado,
media docena de turcos balbuceaban en un pésimo latín, tratando de conseguir el
mejor precio por sus capturas.
El oficial se adelantó entre los asistentes, empujando a Francisco sobre uno de los
sorprendidos mercaderes, que se apartó con rapidez, sin poder evitar un gesto de
disgusto mientras se sacudía la ropa en el punto en que había sido tocada por el
castellano.
—¡Llévatelo! —exclamó el jenízaro con voz gutural.
—Bueno… —dijo el mercader con un tono dubitativo— no parece encontrarse en
muy buen estado, no creo que merezca la pena gastar nada en él…
—No tienes que pagar —interrumpió el soldado con una hosca mirada—. Sólo
llévatelo a tu mugrienta ciudad y suéltalo allí.
—Bien —respondió el atemorizado comerciante—, si no es un esclavo al que
pagar, lo llevaré conmigo.
Con acusados gestos, aunque con sumo cuidado para no tener que tocar al
desaseado castellano, le indicó que se subiera a un pequeño carromato descubierto
tirado por dos bueyes, en el que ya esperaban una mujer de edad avanzada con un
niño de unos doce años agarrado desesperadamente a ella. Con un esfuerzo
considerable a causa de su brazo lastimado y la falta de ayuda, Francisco subió al
carro, sentándose enfrente de la pareja rescatada, vestida con ropajes de excelente
factura y lujosos bordados, indicativos de su elevado estatus social, lo que, en
aquellas circunstancias, era el mejor modo de asegurarse la vida. De no ser por sus
vestidos de rica confección, ningún turco habría perdido un segundo en capturar a
una mujer mayor.
El niño le miraba con los ojos muy abiertos, tan fijamente que Francisco comenzó
a dudar si realmente era capaz de ver lo que tenía ante él. Sus pequeñas manos se
crispaban alrededor del cuerpo de la mujer, que le sostenía con fuerza, tratando de
calmarlo con suaves palabras, ignorando por completo la aparición del castellano.
La negociación de los mercaderes, audible por los numerosos gritos y regateos
que seguían a cada ocasión en que los comerciantes se fijaban en alguno de los
capturados, se prolongaba interminablemente, con nuevos grupos de soldados turcos

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que se acercaban junto a sus presas, para enseñar la recién conseguida mercancía a
los genoveses.
Varios liberados subieron al carro y, a pesar del alivio que su nueva situación
debería haberles proporcionado, ninguno mostró alegría, tan sólo una callada tristeza,
como si el recuerdo de lo que acababan de pasar hubiera marcado su vida hasta el
punto de transformarlos en silenciosos espectros de ojos vacíos. Alguno comenzó a
musitar una plegaria, ignorado por el resto, que se mantuvo ajeno al agradecimiento
mostrado al Señor.
Finalmente, con un repentino traqueteo, la carreta se puso lentamente en marcha
hacia el puente que los turcos habían construido sobre el Cuerno de Oro y, tras él,
hacia la seguridad de las murallas de Pera. El camino, salpicado de grupos de turcos
eufóricos, bailando y riendo por su victoria, mirando burlonamente a los pasajeros de
la carreta de bueyes, se hizo casi más largo que el periodo de regateo anterior. El
lento vaivén del inestable transporte acunaba a los italianos, por lo que, poco después,
la mayoría dormitaba, apoyados unos contra otros, en un banal intento por que el
reparador sueño se llevara la angustia y el miedo de esos últimos días.
Francisco permaneció despierto, dolorido por sus heridas, aunque esperanzado,
deseando que aquel paso lento y cansino de los bueyes se convirtiera en un
desbocado trote que le permitiera llegar hasta la ciudad. Aún no sabía si Helena se
encontraba realmente tras los muros, ni si podría encontrarla en medio del gentío y la
multitud de refugiados que, sin duda, llenarían la ciudad, pero al menos disponía de
una oportunidad y aquello volvía a dar sentido a su vida.
Desde la desvencijada carreta, la visión que ofrecían las murallas de
Constantinopla y el bombardeado palacio de Blaquernas era desoladora. A pesar de la
ausencia de fuegos en los edificios, o quizá precisamente por su inexistencia, la
ciudad se mostraba vacía, muerta, como un descascarillado armazón que, agrietado,
muestra su derruido interior. No sabía cuánta sangre había vertido el sultán por
aquella urbe desierta, pero estaba seguro de que era mucha más de la que merecía.
Con una fuerte voz del arriero, la carreta se detuvo frente a una de las puertas de
la colonia genovesa, cerrada y custodiada por cansados guardias de aspecto
macilento. Muchos de los jóvenes habían cruzado el brazo de mar para unirse a la
lucha de la capital bizantina, por lo que, en la custodia de las murallas de Pera,
quedaban tan sólo unos pocos guardias expertos.
Las puertas se abrieron, cediendo el paso a los mercaderes que, ya a pie, se
adentraron en la oscura y serpenteante calle que partía de las murallas, tirando de los
bueyes con marcado esfuerzo. A pocos metros, una pequeña plaza con una fuente en
su centro, junto a la cual descansaban media docena de irreconocibles figuras
humanas, marcaba el cruce de varias calles estrechas. Al llegar a ella, la carreta se
detuvo, y uno de los comerciantes dio un tirón en una de las rotas mangas de la

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camisa de Francisco.
—Tú te bajas aquí.
El castellano obedeció en silencio, saltando con torpeza al suelo empedrado. El
carromato continuó con su carga, perdiéndose por una de las oscuras callejas, dejando
atrás a Francisco, preguntándose cómo podría localizar a los supervivientes.
Comenzó a andar sin rumbo fijo por los distintos callejones que, sin orden alguno,
se cruzaban entre sí a medida que las casas de doble planta se adaptaban a la colina
en la que se elevaba la ciudad. De vez en cuando observaba con detenimiento a
alguno de los que dormían o, simplemente, se mantenían sentados en la calle. No
reconoció ningún rostro y pocos respondieron a sus preguntas y requerimientos. La
mayoría había llegado en pequeños botes o incluso a nado, dejando atrás seres
queridos, casas y orgullo. El podestá permitía su presencia como una molesta carga
de la que no podía desembarazarse sin causar un escándalo en la lejana Génova,
aunque no haría nada por mejorar sus condiciones, por lo que muchos se encontraban
hambrientos, tras tomar tan sólo lo que la buena voluntad de los italianos afincados
en la zona había tenido a bien distribuir.
Ninguno de los que se encontraba a su paso, ya fuera griego o italiano, sabía
indicarle algo de Helena, la mayoría afirmaban que no habían escapado apenas
mujeres de la ciudad y, en todo caso, habrían huido en los grandes barcos que
escaparon del puerto en el desconcierto que siguió a la pérdida de las murallas.
Cualquier pista recibida le llevaba a un callejón desierto o al encuentro de una
desconocida, por lo que, ya casi cercano el alba, se abandonó al sueño bajo un pórtico
que rodeaba una de las plazas principales de la colonia.
Poco después, el tañido de las campanas de la cercana basílica le devolvió,
implacable, la dolorosa conciencia. En ese instante, como si de un repentino fogonazo
se tratara, pensó en la iglesia. Si Helena seguía con vida habría acudido a la casa del
Señor, allí donde confiaba sentirse segura.
Con toda la velocidad que le permitían sus agotadas piernas, agarrando su
lastimado brazo con el que aún mantenía sano para evitar el vaivén de la carrera,
atravesó la plaza en medio de las sorprendidas miradas de los habitantes de Pera que
acudían, en número más elevado de lo habitual, al oficio.
Subió los escalones a saltos y accedió al interior del templo. A pesar de lo
temprano de la hora y de que las sonoras llamadas del campanario aún retumbaban en
sus muros, la iglesia se encontraba casi atestada, con numerosos grupos que oraban
en las pequeñas capillas laterales o frente al altar principal, envueltos en el halo de
luz que entraba a través de las vidrieras abiertas sobre los flancos de la nave central.
A diferencia de sus homólogas bizantinas, la iglesia era de tipo basilical, con tres
naves paralelas divididas por columnas. En la central, dos largas filas de bancos
ofrecían asiento a una gran cantidad de personas que, silenciosas, se mantenían

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quietas en espera del comienzo de la homilía.
Francisco comenzó a recorrer la nave más próxima, poseído de un inusitado
frenesí, atravesando los grupos de fieles para examinar sus caras, ignorado por los
afortunados supervivientes. Casi desesperado, se fijó en un pequeño grupo que se
mantenía de rodillas frente a una imagen tallada de la Virgen. Con el corazón
desbocado, a punto de estallarle en el pecho, se aproximó a uno de los integrantes,
una mujer de largo pelo castaño, suelto sobre los hombros en una desordenada
melena. Se arrodilló a su lado en silencio, con la boca seca, incapaz de emitir un
sonido que no fuera un sollozo.
La mujer se volvió, mirando sorprendida al hombre herido que lloraba a su lado,
tardando un instante en reconocerle. Helena alargó su mano con lentitud, acariciando
con sus dedos el rostro de Francisco, con delicadeza, como si quisiera comprobar que
se trataba de un ser real y no una visión. Luego puso su otra mano en su cara y se
volvió a abrazarlo con todas sus fuerzas, mientras él lloraba desconsolado,
descargando toda la tensión, el miedo, la rabia y la impotencia acumuladas durante
aquellas infernales horas en las cuales había contemplado como Bizancio pasaba de
la gloria al recuerdo.
A su lado, Jacobo dormitaba en el suelo, aferrado a la capa de Constantino,
mientras el resto del grupo mantenía sus oraciones, ajeno a la escena de esperanza
que se desarrollaba junto a ellos, rogando por su protección a la Virgen, la cual, de
pie, con las manos abiertas, sonreía, como si la talla policromada admirara la visión
de un amor que había logrado sobrevivir al cambio de una era.

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Epílogo
VAE VICTIS. Con la llegada del amanecer un imperio había desaparecido y otro nuevo
surgía de sus cenizas. El Imperio turco se convertiría en la mayor potencia del este
de Europa, tan sólo detenido, años después, por la España imperial. Su nacimiento
estuvo, sin embargo, regado con sangre. Uno de cada diez habitantes de
Constantinopla murió durante el asalto, el resto de la población cayó en su mayoría
en manos de los saqueadores, que la convirtió en esclavos.
Jorge Sfrantzés, hecho prisionero, fue rescatado meses después, así como su
esposa, aunque sus dos hijos morirían a manos del sultán. Su odio hacia el
megaduque Lucas Notaras no disminuyó con la noticia de su ejecución. Cuando
Notaras se negó a que sus hijos satisficieran el desenfrenado apetito sexual de
Mahomet, este los mandó degollar.
El cardenal Isidoro, huyendo de la refriega, cambió sus ropajes con un mendigo,
salvando así su vida a cambio de la del infeliz, ejecutado en su lugar. El príncipe
Orchán, último de los parientes vivos de Mahomet con derecho al trono, realizó el
mismo intento aunque con peor fortuna: fue descubierto y ejecutado inmediatamente.
Leonardo de Quíos, el fanático arzobispo, fue hecho prisionero y liberado poco
después por los comerciantes genoveses de Pera que acudieron al campamento del
sultán.
Giustiniani, el gran capitán que había hecho lo imposible por mantener la ciudad
a salvo de los turcos, murió a causa de su herida dos días después, angustiado por la
deshonrosa retirada con la que había sellado el destino de Constantinopla, insultado
y vituperado por muchos de sus propios compatriotas.
El podestá no recibió su ansiada recompensa, dado que se le ordenó derruir las
murallas. Su colonia fue anexionada y sometida al gobierno musulmán. Génova y
Venecia, como recompensa a su tibia respuesta y a la tardanza de la ayuda enviada,
perdieron una a una sus posesiones en Oriente, a medida que los turcos avanzaban.
Sería imposible incluir el relato de todas y cada una de las innumerables gestas
que se dieron en aquel campo de batalla. Sin embargo, ¿cómo pasar por alto el
arrojo demostrado por los hermanos Bocchiardi, el intenso compromiso de los
arqueros cretenses, capaces de, con su valor, hacerse acreedores del perdón del
sultán o, incluso, el estólido coraje demostrado por los jenízaros en su última carga?
Sirva este breve epílogo para rendir homenaje a los que cayeron en defensa de
aquello en lo que creían, entrando a formar parte de la eternidad.

Del noble castellano Don Francisco de Toledo sólo se sabe que acompañó al
emperador Constantino XI en su última carga, desapareciendo a ojos de la historia
junto a las murallas y, aunque las crónicas no guardan registro alguno de su destino,

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se decía en Castilla que un noble instalado en Toledo, cuya bella mujer hablaba una
lengua incomprensible, relataba fantásticas historias sobre reinos lejanos
desaparecidos tiempo atrás.

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Salvador Felip Represa (Madrid, 1971) es ingeniero superior aeronáutico por la
universidad politécnica de Madrid. Actualmente, compatibiliza su afición a la
escritura con su trabajo como consultor de seguridad informática.
Su primera novela “El ocaso de Bizancio” (2008, Ediciones B) delata su interés por el
olvidado imperio romano de oriente, algo que continúa en su segunda obra “El sueño
de Justiniano” (2010, Ediciones B).
Tras participar en el II concurso de relato histórico de Hislibris, su relato “La historia
secreta” se ha incluido dentro del libro “I y II concurso de relato histórico Hislibris”
(2010, Evohé).

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Notas

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[1] Dux: presidente de la república de Venecia. <<

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