Átomo, Vida, Cosmos, Gert Von Natzmer

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ÁTOMO, VIDA, COSMOS

GERT VON NATZMER


LA AVENTURA DEL HOMBRE
COLECCIÓN DIRIGIDA
POR
JOSÉ JANÉS

EDICIONES LAURO
1945

PROPIEDAD LITERARIA RESERVADA


Traducción del alemán por
MONTSERRAT COSTA
*

Título de la obra original:


ATOM, LEBEN, KOSMOS

Primera Edición
Mayo 1945

Tip.La académica, Hdos. de Serra y Russell, E.


Granados, 112 - BARCELONA

A mi amigo Arnold Stehlik


PRÓLOGO

Lo mismo que un prisma descompone la luz, desintegra el espíritu humano el problema universal en un número limitado
de grandes cuestiones. Constituyen éstas los temas fundamentales que impregnan los pensamientos y han ido sufriendo
hasta nuestros días continuas transformaciones, debido a que versan sobre los enigmas en torno a la existencia de todos
y cada uno de nosotros. A su alrededor giraban ya los mitos en la Antigüedad. En Grecia fue el tema fundamental de toda
filosofía y también preocupó a la metafísica de Oriente. Las mismas cuestiones bajo nuevos aspectos se encuentran en
las hipótesis de las ciencias naturales y en los experimentos sobre la interpretación de la Naturaleza que se dan en la
actualidad y ellos han sido quienes, precisando ya el punto de vista desde el cual se trata de comprender hoy el proceso
de la Naturaleza, orientan a los investigadores sin que éstos lleguen a sospecharlo. Hoy día se tiende en todas las ciencias
naturales a una síntesis que ordene el gran número de los conocimientos aislados. Las ciencias experimentales se
plantean nuevamente con plena conciencia las cuestiones en torno a la interpretación del Mundo. Las ciencias naturales
de nuestros días, lejos de resolver estos problemas ayudan a comprender mejor su significado. Mucho de lo que antes
sólo era objeto de especulación intelectual se hace accesible a la investigación e incluso tolera un examen riguroso. Esto
nos permite adquirir unos conocimientos que les habían sido negados a las generaciones pasadas.

Nuestro libro ÁTOMO - VIDA - COSMOS recoge este aspecto de la historia del pensamiento. El fin que persigue es dar una
visión de conjunto del resultado de las investigaciones realizadas por las ciencias naturales, y una filosofía de la Naturaleza
que aclare los conocimientos adquiridos por la investigación y por la reflexión.

Se verá aquí que los problemas fundamentales se reproducen bajo forma parecida en todos los planos de la realidad,
Y es porque no son en último término más que aspectos parciales de un problema único que puede incluirse en la siguiente
cuestión: ¿Es la Naturaleza sólo un agregado de cuerpos conformados por causas externas, un mecanismo único y grande,
o una unidad con impulso interno? Esta cuestión pone de manifiesto el verdadero tema de nuestro libro.
Berlín, noviembre 1942.

GERT VON NATZMER.


I. UNIDAD Y PLURALIDAD
Constantemente, en la Naturaleza, se divide la unidad en pluralidad, y la pluralidad se reintegra a
su vez para formar una unidad superior. Esta mutación continua constituye la esencia del Mundo.
La unidad y la pluralidad, no sólo son los polos opuestos de todo acontecer, sino que están unidos
y entrelazados en forma indisoluble donde quiera que surjan cuestiones. Las configuraciones de
la Naturaleza son, pues, al mismo tiempo unidad y pluralidad. Toda unidad aislada está
incorporada dentro de otras relaciones, que a su vez encierran otras unidades reales inferiores,
incluyéndose así todo en una unidad superior.

Ya la unidad dinámica de cada átomo, que engloba formas más elementales, es una imagen de la
totalidad y por lo tanto un verdadero microcosmos. Los átomos qué se juntan a su vez en las
combinaciones químicas forman moléculas dando lugar así a innumerables «substancias», cuya
estructura presenta una forma bien determinada, pero sus cualidades son completamente
distintas de los «elementos» que las integran. Estas substancias, compuestas de moléculas,
forman en una escala superior, en el cristal, por ejemplo, nuevas agrupaciones también de
estructura regular, determinando la forma íntegra de cada elemento aislado. Este mundo de las
«substancias» es, en fin, el material que forma los cuerpos del macrocosmos físico, que se
extiende hasta los sistemas astronómicos.

Toda la materia viva forma a su vez un sistema graduado. Casi puede compararse con un
organismo único. El reino de lo animado está integrado por numerosos seres vivos que a su vez
se componen de comunidades más o menos unidas — entidades vitales inferiores—. Toda forma
viviente tiene en él su lugar determinado, que sólo ella puede ocupar, y al cuál se adaptan su
estructura y sus impulsos. Estas formas guardan entre sí una relación múltiple y dependen unas
de otras mediata o inmediatamente.

La multiplicidad de los objetos de la Naturaleza no es, pues, una sencilla coordinación, una sencilla
variedad. Entonces sería un caos. A pesar de las contradicciones y luchas, presenta el Mundo, más
en lo grande que en lo pequeño, un orden y una forma: es cosmos en el verdadero sentido de la
palabra.

La cuestión de «cómo todas las cosas encajan en el todo, cómo unas se mueven y viven las otras»,
no dejó reposar a Fausto. También esta cuestión fue la que guió a Goethe en sus continuos
esfuerzos para conocer las relaciones internas de la Naturaleza. Esta unidad dentro de la
multiplicidad de las formas ha constituido siempre el problema fundamental de la interpretación
de la Naturaleza, al cual se refieren todas sus incógnitas y a cuyo alrededor giran, aun hoy en día,
el pensamiento y la investigación.

¿Existe en toda pluralidad una última realidad en múltiples transformaciones? Los cuerpos y
formas aisladas, ¿no son nada más que fenómenos superficiales sin sentido, comparables a las
olas que proceden del océano y retornan a él, o bien significan algo más? Ésta es también la
cuestión relativa a los fundamentos y sentido de todas las existencias aisladas, cuestión que, en
último término, se amplía hasta el problema de la multiplicidad, es decir, hasta el problema de la
individuación que encierra el mismo enigma universal.

La unidad de todo ser, que es lo que investiga la Metafísica, se refiere a una unidad esencialmente
distinta de aquella a la cual trata de reducir el físico la pluralidad de fenómenos. De esto ya
hablaremos en la última parte de este capítulo. La palabra «unidad» tiene también dentro de la
interpretación de la Naturaleza diferentes significados. Así puede representar, por ejemplo, en
Biología, un estado primitivo de indiferenciación anterior a todo devenir: verbigracia, la unidad
originaria—aunque hipotética—de la vida primitiva que no ha adquirido aun la multiplicidad de
formas que se dan en una «célula primitiva». Otras veces significa una síntesis tardía de lo que se
había separado, es decir, el resultado de un proceso en el tiempo: verbigracia, comunidades de
seres y tejidos vivos de orden superior que se han formado de la multiplicidad real producida.

Tal vez, sin embargo — lo insinuamos de momento nada más —, sólo pudieron ser posibles estas
síntesis producidas en el tiempo porque toda vida es una unidad esencial de lo vivo y en sus
transformaciones continúa siendo unidad.

La cuestión de la unidad dentro de la multiplicidad puede referirse por fin también a la realidad
primitiva actual, presente en todas las estructuras, que persiste en todo cambio (verbigracia, un
tejido primitivo o una energía que continúa siendo la misma en todas partes y en todo tiempo
bajo muchas máscaras y disfraces).

Esta ambigüedad unitaria responde a las diferentes capas de toda realidad. El Mundo no es sólo
un todo, antes bien sus fenómenos presentan unidad en la multiplicidad y multiplicidad en la
unidad. La cuestión sobre la relación y existencia de ambas caracteriza por eso el problema básico
de la Física, de la Biología, de la Psicología, de la Sociología, de la Ética como también de toda
filosofía de la interpretación del Mundo. Se presenta asimismo en el plano de la realidad con
formas diferentes. Pero siempre desborda todo problema científico, puesto que implica a una
concepción unitaria del ser.

El MUNDO DE LA MATERIA
Tanto la investigación de la Naturaleza como la filosofía de la Naturaleza tienen como objetivo
principal reducir la multiplicidad de los fenómenos a un principio primitivo, a una última realidad.
Es la característica de este tema principal siempre modificado.

Ante los grandes problemas eternos que constantemente nos plantea la Naturaleza, vuelven a
surgir de nuevo determinados intentos de solución. Bien es verdad que, según el conocimiento
de las ciencias naturales y el concepto del mundo de la época, se presenta el problema con nuevo
ropaje. Pero siempre vienen a decir algo parecido, y es que, al parecer, el modo de ser de las cosas
hace que sólo podamos considerarlas desde un número limitado de perspectivas bien
determinadas, más o menos completas y justas.

La cuestión de la unidad en la multiplicidad se presentó por primera vez en la conciencia del


pensamiento occidental al plantearse el problema de la unidad de la materia. Los filósofos
naturalistas griegos de los siglos vi y v antes de nuestro sistema cronológico creían que la esencia
y el secreto de todas las cosas residían en su estructura material, y tenían la misma importancia
que ésta. Creían que la realidad, fundamento de toda materia, era un elemento experimentable,
por ejemplo, el agua o el aire. En parte llegaron a suponer también la existencia de una materia
primitiva desconocida aun, base de la multiplicidad de los fenómenos. El espíritu ingenuo tenía
que admitir esta interpretación de la realidad, pues, mirando el mundo que les rodeaba,
observaban que todo devenir y transcurrir y toda modificación iban enlazadas íntimamente con
transformaciones de substancias. Aquellos pensadores primitivos no consideraban la materia
primitiva como una masa muerta e inerte que necesitaba ser formada desde el exterior,
suposición que enlazamos aun hoy en día, en general, con el concepto de materia. Los antiguos
creían más bien que poseía un alma y estaba dotada de un impulso de formación. Aquella
interpretación del mundo puede considerarse, por lo tanto, como materialista, puesto que
atribuía toda realidad a la materia.

El monismo de Haeckel se basaba también, a principio de siglo, en un animismo total semejante.


Éste trató de salvar el dualismo entre la naturaleza animada y la inanimada, dotando ya al mundo
inorgánico de alma. Hace dos milenios y medio, no sólo era posible esta interpretación, sino que
entonces se tenía con ello una visión genial de la realidad, que estaba de acuerdo con el aspecto
total del cosmos, que a los griegos les parecía un todo poblado de fuerzas anímicas. El monismo
de hace unos decenios no significaba una síntesis sino únicamente una solución aparente. Era un
intento de engañarse sobre contradicciones inevitables. Parecían fracasados todos los intentos
anteriores para englobar la vida dentro de un todo mecánico y, para salvar el abismo que parecía
abrirse aquí, se declaró que también el mundo material tenía «alma», sin que esto - lo cual es muy
importante — influyese de alguna forma sobre la interpretación de toda la Naturaleza como
mecanismo. Este intento de interpretación dio en su tiempo nuevo impulso a la cuestión sobre la
unidad de los fenómenos naturales. Pero luego se ha tenido que reconocer que no es fácil
encontrar la solución de tan magno problema.

Otros experimentos primitivos hechos para separar el problema del mundo del de la materia,
demostraron que la multiplicidad de las estructuras era debida únicamente a mezclas diferentes
de algunos elementos primitivos. Entonces fue cuando se intentó por primera vez considerar la
realidad como producida pasivamente y no por su propia fuerza. Parte de esto el camino que
conduce al atomismo de Demócrito, el cual también se ha convertido en el prototipo de todo
materialismo monista. Esta palabra no tiene, sin embargo, ningún valor aquí, empleándose
únicamente en el sentido de que sólo la materia es real, mientras que los fenómenos no tienen
ninguna realidad independiente, ya que en ellos sólo hay imágenes y reflejos de los procesos de
la materia.

Demócrito ya no buscó la substancia universal única en un elemento dado en la experiencia, sino


en varios elementos estructurales invisibles, de todas las substancias que siendo de la misma
calidad (aunque unas mayores que otras, cuadradas o redondas), pueblan el espacio y son la base
de todos los fenómenos. Son los llamados «átomos». Según Demócrito, éstos son indivisibles e
indestructibles y sólo poseen una nota: «el movimiento continuo». Todas las modificaciones del
mundo accesible a nuestros sentidos se deben, pues, a que los átomos se agrupan en formas muy
diversas, unas veces espaciados, otras apretados. Así actúan en el mundo constituyendo formas
que cambian continuamente, apareciendo de nuevo y volviendo a desaparecer, mientras ellos
mismos no cambian nunca. Al agruparse los átomos para adoptar diferentes estructuras
geométricas, se obtienen así las múltiples formas del mundo inorgánico y también las de los seres
vivos. Todo acontecer responde a una nueva combinación de estos átomos, todo perecer a su
separación. Las múltiples diferencias cualitativas de los seres se deben, según Demócrito, nada
más que a una diferente combinación de los mismos elementos básicos. La tragedia y la comedia,
como explicó más tarde Aristóteles aplicando esta ley, se escriben con pocas letras, y siempre las
mismas teniendo, sin embargo, sentidos muy diversos. De esta manera, aunque cambia
continuamente la superficie multicolor del mundo, su verdadero ser no varía, es siempre el
mismo.
La ley atómica de Demócrito era sorprendente como abstracción en aquella época. El fin que
perseguía era encontrar la unidad bajo la multiplicidad de los fenómenos. Ha continuado
influyendo hasta nuestros días a través de los milenios y sobre todo ha fomentado y animado la
investigación en torno a la unidad de la substancia. Pero al mismo tiempo ha sido un
entorpecimiento para el conocimiento profundo de la Naturaleza, porque quería resolver el
problema universal únicamente a base del problema de la materia y lo equiparaba con éste. Los
intentos de Demócrito para incluir también los fenómenos del alma en su concepto del mundo
dan la impresión de un inútil juego de palabras. Ha sucedido siempre lo mismo, cuando se han
intentado explicar los planos superiores de la realidad con las leyes de las acciones elementales.
La antigua ley atómica es un símbolo de ello. Durante mucho tiempo se ha ignorado,-la
significación de este símbolo, que se encuentra a la entrada de la historia del pensamiento
europeo. Hoy día empezamos a comprender lo que nos tiene que decir.

Aquellos pensadores antiguos no veían aun la esencia verdadera del problema de la multiplicidad,
puesto que éste no afecta al número de los elementos estructurales más elementales de la
realidad, sino que más bien es cuestión análoga al problema de la diferenciación cualitativa de las
estructuras.

La atomística había tratado de reducir las diferencias cualitativas a diferencias cuantitativas,


haciéndolas desaparecer de esta forma. Platón dio al problema que se planteaba él en la pregunta
«¿Cómo es posible que lo uno sea muchos y los muchos uno?» un giro completamente nuevo. Su
contestación era: La unidad parece multiplicidad al introducirse en la materia y reproducirse en
ella. La multiplicidad es por lo tanto siempre unidad, puesto que es simple representación de esa
unidad. La «materia» de Platón es por lo tanto la condición previa de la individuación y nada más.
Ella misma carece de todas las propiedades y no puede adquirir nunca forma por sí. Su forma- se
la dan las fuerzas de otros planos reales que actúan sobre ella. Estas fuerzas formadoras son las
ideas platónicas. Prescindiendo de la significación que puedan tener además en el pensamiento
de Platón — lo cual no nos interesa aquí —, son potencias naturales, como la nota genérica, que
vuelve a «surgir siempre en los seres aislados de una especie determinada. Así, por ejemplo, la
idea de encina, existente en todas las encinas aisladas situadas en el tiempo y el espacio. Platón
sólo atribuye una verdadera realidad a las «ideas» y no a los objetos aislados y perecederos.
Aquéllas son las que garantizan la unidad dentro de la multiplicidad de los fenómenos. Mientras
los objetos aislados evolucionan (werden) y mueren, persisten las ideas inmutables dentro del ser
eterno.

El platonismo es una doctrina unitaria porque no concede realidad a lo particular, sino solamente
a lo genérico — en el sentido más amplio de la palabra, no sólo en el sentido biológico —. Al
mismo tiempo, tienen también mucha importancia para él lo particular y lo múltiple. No debe
pensarse en la dualidad originaria entre el mundo de las ideas y la materia, de la cual parte esa
concepción del mundo. Esta contradicción pierde peso aquí porque el concepto de la materia en
Platón es algo indeterminado o indeterminable. Según él, la materia es únicamente pura
posibilidad del ser, y algunos de sus intérpretes lo calificaron de espacio puro. Lo que nosotros
llamamos hoy en día mundo material desde el punto de vista de la Química y la Física, ha
adquirido, según Platón, una información del mundo de las ideas. Esta doctrina es pluralista
porque supone gran número de fuerzas formativas correspondientes a la diversidad de los
fenómenos primitivos que aparecen en el espacio y en el tiempo, aunque en el mundo de las ideas
platónico observa una gradación jerárquica. (Lo mismo que la Naturaleza es en su plano un todo
donde unas cosas encajan en las otras.) Sin embargo, cada aspecto de esta gradación conserva su
peculiaridad. Las ideas que configuran nuestro mundo no se separan al hacerlo y tampoco se
derivan de una única realidad primitiva. Esto quiere decir, desprovisto de todas sus envolturas
míticas, que Platón no equiparó así como así la particularidad cualitativa, que ningún atomismo
vio ni ha visto aun hoy en día, con la multiplicidad dada en el espacio y en el tiempo. Al renunciar
Platón aquí a una síntesis precipitada demostró que conocía la verdadera profundidad del
problema.

El atomismo y el platonismo son dos caminos diferentes de la interpretación de la Naturaleza, que


continuamente se recorren. Según la ley atómica de Demócrito se debe la particularidad de cada
forma a diferentes mezclas y distribución de partículas elementales de la misma cualidad. Este es
en el fondo también el concepto de todo «elementarismo», que quiere hacer derivar y
comprender lo más rico de lo más sencillo. En cambio, toda interpretación de la Naturaleza basada
en el platonismo, ve la esencia de los fenómenos, no en los elementos, sino en la configuración y,
a semejanza de Goethe, trata de conocer el fenómeno primitivo o el tipo originario en la enorme
cantidad de formas aisladas. Este tipo originario es verdad que nunca se ha presentado puro, mas
da a lo múltiple su realidad más profunda, ya que todas las formas aisladas lo modifican y se
refieren a él. En la morfología de los seres, es decir, en la ciencia de las formas fundamentales, de
la existencia orgánica, continuó persistiendo la doctrina de las ideas de Platón, aunque sin tener
conciencia de esta relación. La llamada morfología idealista se ha dado cuenta del problema, y así,
partiendo de la biología, ha extendido sus principios hasta abarcar con ellos la ciencia universal
de las formas de todo lo real. En esta concepción se junta la tendencia a la unidad con el criterio
según el cual se explican los fenómenos naturales mediante un análisis puro, es decir, mediante
el descubrimiento de sus relaciones originarias.

La interpretación platónica de la naturaleza adquirió gran trascendencia con la orientación que le


dio Aristóteles. Mientras la doctrina de Platón era y quería ser metafísica — según ella la
verdadera realidad correspondía a un mundo superior trascendente, que permanecía
completamente inmóvil, mientras nosotros sólo contemplamos reproducciones de él — veía su
alumno que las fuerzas formativas existían en el mundo de la materia misma. Según Aristóteles,
estas fuerzas no son idénticas a la materia, pero están unidas a ella con lazos indisolubles. El
mundo de Platón es, por lo tanto estático, el de Aristóteles, dinámico. De esta forma expone una
teoría de todos los procesos evolutivos y de desarrollo de la naturaleza, que aún hoy tiene una
importancia análoga a la que adquirió en la época de Aristóteles.

Así, pues, hoy aún están vivos aquellos símbolos bajo los cuales trataban de explicarse los
pensadores de aquellos remotos milenios la multiplicidad de la realidad. Algunas de las cosas que
antes sólo habían sido construcciones y teorías intelectuales, se han convertido ahora en objetos
de investigación y de experimento que con sorpresa se han visto, muchas veces confirmados. Bien
es verdad que algunos conceptos (por ejemplo el concepto de átomo) han adquirido un sentido
completamente distinto. Pero esto no ha modificado apenas el verdadero sentido de las grandes
concepciones del mundo. Estas vuelven continuamente con ropajes distintos. Hoy volvemos al
atomismo y al platonismo (como símbolo de diferentes ideologías). Hoy desenvolvemos, aunque
en plano nuevo, lo mismo que se trató hace ya miles de años.

Todo lo que se había dicho hasta principios de los tiempos modernos sobre los elementos
constructivos del mundo material o sobre las fuerzas que le informan se quedó en el mejor de los
casos en hipótesis. Algo parecido sucedía también con todos los esfuerzos para encontrar la
unidad en la multiplicidad de formas existentes y para averiguar qué es lo que hace que se
sintetice esta multiplicidad. Cuando decimos que las interpretaciones de la Antigüedad eran
especulativas no queremos significar con ello que el problema alcanzó allí todo su valor, pues se
ha visto que muchas veces las formulaciones versaban sobre conocimientos intuitivos cuya
verdadera causa no se comprobó hasta mucho más tarde.

El mundo corpóreo accesible inmediatamente a nuestros sentidos se compone de una cantidad


casi ilimitada de «substancias», que son las que forman todos los cuerpos de la naturaleza
inorgánica y orgánica. No son lo mismo que los elementos químicos. Más bien proceden de las
combinaciones químicas de estos elementos. Estas substancias no se presentan casi nunca puras
sino mezcladas. Una mezcolanza así, cuya combinación varía de lugar en lugar, es, por ejemplo, lo
que llamamos «tierra». Los cuerpos puros se presentan en grandes cantidades en los minerales.
También pueden presentarse cuerpos, como el agua, formando diferentes agregados: ya sólidos,
ya líquidos o ya gases.

Los filósofos griegos equiparaban las substancias verdaderas, es decir, las combinaciones químicas
(verbigracia, el agua) con las mezclas de cuerpos (por ejemplo, la tierra) o con los simples procesos
que pueden tener lugar en muchos cuerpos (como el fuego). A veces incluso hacían abstracción
de lo seco, lo húmedo, lo caliente y lo frío considerándolo como la última realidad que se presenta
en los cuerpos secos, calientes, fríos o húmedos. No obstante al ser estas teorías tan extrañas a
nosotros hoy día, plantearon ya entonces por primera vez el problema sobre la unidad del mundo
material, problema que ha tenido que seguir un proceso de desenvolvimiento muy largo hasta
llegar a la imagen que de él tenemos en la actualidad.

Mucho más tarde se ha visto que el mundo de la materia, tal como se presenta en general ante
nosotros, es una mezcla de cuerpos muy diversos. Pero mientras los antiguos consideraban
únicamente como representativos algunos aspectos muy destacados de la realidad corporal (así
la tierra, el agua, el aire y el fuego) distinguimos hoy día varios cientos de miles de cuerpos con
propiedades semejantes.

El paso decisivo dado en el camino de la investigación del mundo material, y por lo tanto en la
química de nuestros días, aconteció cuando se admitió que los cuerpos son a su vez
combinaciones de determinados cuerpos básicos, los elementos químicos. Estas combinaciones
químicas no tienen nada de común con los conglomerados que se forman mediante una mezcla
externa, no influyendo ni modificando la naturaleza de los cuerpos integrantes. Se trata más bien
—tenemos que anticiparnos un poco — de concatenación de los mismos conglomerados
atómicos. Cuando se unen un número determinado de átomos de los diversos elementos forman
una molécula, la partícula más pequeña de una combinación química. Así se compone, por
ejemplo, cada molécula de agua de dos átomos del elemento hidrógeno y un átomo del elemento
oxígeno. Los cuerpos que resultan de estas combinaciones no poseen ya nada del carácter
primitivo de sus elementos. Estos elementos no pueden combinarse de cualquier manera, sino
que siguen una ley rígida para formar conglomerados moleculares bien caracterizados. Cada
combinación química posee, pues, características y propiedades específicas que sólo a ellas
afectan y son ajenas a los elementos químicos que la componen.

El conjunto de nuestro mundo material se compone de 92 elementos o cuerpos básicos. Sin


embargo, sólo una parte de ellos bastan para conseguir con las múltiples combinaciones posibles,
la enorme cantidad de los cuerpos existentes. Pero la mayor parte de estos elementos son tan
raros, que casi no tienen importancia dentro de la totalidad de la naturaleza.

Al calificar estos 92 cuerpos de «elementos» quería significar únicamente que son la última
realidad de la materia; no que pueda atribuirse su existencia a ellos mismos o a elementos más
sencillos aun. Esta teoría corriente hoy día, aunque en esta forma ya no tiene validez, sólo posee
doscientos o trescientos años de existencia y necesitó mucho tiempo para imponerse. El primero
en reconocer que todos los cuerpos se componen de un número limitado de cuerpos básicos fue
Roberto Boyle (1627-1691). También el concepto de elemento se remonta hasta él. Las teorías
fundamentales de la química actual adquirieron con Lavoisier (1743-1794) una confirmación
exacta. Hugo Dingler ha llamado la atención actualmente sobre este hecho, el cual hasta entonces
no había estado bastante precisado porque no existía la técnica de la construcción de aparatos,
para poder, emprender esas investigaciones. Hasta entonces había sido imposible determinar con
exactitud qué cuerpos son compuestos desde el punto de vista químico y cuáles indisolubles. Las
suposiciones de los químicos de la Edad Media sobre la estructura de la materia respondían a lo
que les permitían precisar sus aparatos. Teniendo en cuenta esto, no podemos menos de admirar
muchas de las interpretaciones que éstos formularon.

Aunque en las combinaciones químicas no hay nada que delate la presencia de los elementos que
las integran, lo que hizo suponer que éstos existían allí, aunque se habían «transformado», es
decir, se habían convertido en elementos nuevos, es el hecho, que se ha podido demostrar, que
vuelven a aparecer siempre intactos y en la misma cantidad cuando se deshace la combinación.
Esto hizo que la teoría atómica, olvidada entonces, adquiriese nueva vida. Al comprobar una y
otra vez que los llamados elementos no pueden dividirse más, se dijo que se componían de
unidades indestructibles e indivisibles : los átomos. Como ya hemos dicho, esta opinión se basó
en los experimentos por primera vez en la historia del pensamiento e investigación humanas. Los
procesos que tienen lugar al formase las combinaciones químicas, el comportamiento de los
gases y otras observaciones, sólo parecían posibles suponiendo previamente la existencia de estos
elementos indivisibles de toda materia. La diferencia de esta teoría con la concepción del mundo
de Demócrito consistía en que, mientras éste decía que todos los átomos eran iguales, se vio
obligada la química experimental a admitir gran número de especies distintas de átomos».

También la concepción del Mundo de la teoría atómica moderna era al principio un


elementarismo en el sentido estricto de la palabra, puesto que trataba de basar todas las formas
en las diferentes mezclas y colocación de los elementos primarios de la materia. Esto trajo como
consecuencia inevitable, como sucedió con Demócrito, una interpretación materialista de la
Naturaleza, e hizo que la teoría atómica moderna entrase en viva contradicción con las teorías
que habían dominado en los siglos anteriores. Hasta entonces, se había explicado — siguiendo el
criterio de Aristóteles -que las formas genéricas y particulares del mundo material resultan, por
la acción de fuerzas que informan y caracterizan a la materia, a semejanza del hacer del artista
con la piedra muerta.

Sólo conociendo estas hipótesis podemos apreciar con justicia los repetidos esfuerzos de los
alquimistas para transformar unos metales en otros. Esos intentos debían considerarse en aquella
época muy prometedores, y sería injusto no ver en ellos más que errores, pues las hipótesis del
concepto de la Naturaleza hacían que se tratase de conocer el actuar de las fuerzas informadoras
para poderlas dominar y guiar. Este concepto de la Naturaleza era lógico y posible, ya que muchas
de las observaciones dadas parecían encontrar una explicación. Bien es verdad que la base de la
investigación de los alquimistas era completamente distinta de la de los experimentos de un
químico moderno. La refundición de metales innobles en metales nobles por ejemplo en oro, y su
«eliminación de las escorias» era para ellos al mismo tiempo símbolo de un proceso psicológico.
Por eso contienen los viejos escritos de los alquimistas indicaciones sobre el camino para purificar
el alma. Según estas teorías, existía una completa correspondencia entre las diferentes fases de
la transformación de los tejidos y las fases internas del alma. En esto se basa la idea profunda de
que sólo puede dominar las fuerzas naturales aquel que se ha con vertido en dueño de su propio
yo. El que la Alquimia degenerase más tarde en «ciencia de la fabricación del oro», demuestra el
que con él tiempo se había ido convirtiendo ésta en «ciencia aplicada», expresándose en términos
modernos, es decir que sólo se ocupaba ya de la obtención de objetos externos. Debemos añadir
aquí, que hoy ha sido posible hacer ya transformación artificial de los elementos, aunque con
procedimientos muy distintos. Esto hace que algunas de las hipótesis formuladas por los
alquimistas adquieran cierta justificación. Las investigaciones atómicas llevadas a cabo
modernamente demuestran cada vez más, por otra parte, el error del concepto mecánico del
mundo derivado de la concepción atómica. Estas investigaciones modernas, cosa paradójica, son
completamente opuestas a aquella teoría naturalista que se llamaba brevemente atomismo.

Goethe pensaba en esta teoría atómica del mundo cuando combatía ardientemente la ley atómica
que empezaba a abrirse paso otra vez en su época. Aquí se "ve la contradicción existente entre
las dos formas completamente distintas de ver la Naturaleza. Ya en el antiguo atomismo y en el
platonismo hemos tropezado con esta contradicción. Una teoría quiere concebir las cosas en su
totalidad y descubrir la unidad en la multiplicidad. Otra cree poder fundamentar el verdadero ser
de los fenómenos a mediante una división cada vez mayor hasta llegar a los componentes
primitivos. En última instancia quisiera sustituir el mundo de las formas por un mundo de
fórmulas. Cada una de estas teorías tiene una visión unilateral. Nunca será posible incluir la
plenitud de la realidad adecuadamente en unas fórmulas y derivarla de ellas. Pero nosotros
tampoco podemos seguir a Goethe cuando se declara enemigo de todas las fórmulas y contra el
pensamiento matemático-físico, pues nosotros la debemos a éste importantes informaciones
referentes a las relaciones del proceso natural, que han sacado muchas cuestiones del dominio
de las construcciones intelectuales puras. Goethe ha tenido, sin embargo, razón en un sentido
más profundo. Como dijimos, parece que incluso algunos conceptos de la física atómica
corroboran la imagen de la Naturaleza que tenían Goethe y otros pensadores anteriores y
posteriores a él. Y en la concepción de la Naturaleza patrocinada por éstos tiene su sitio la teoría
causal-analítica. Sólo se trata de conocer los límites que se le imponen. La encontramos
confirmada allí donde se trata de algo típico-general. Pero fracasa en cambio con lo concreto-
único. El que se vale de lo primero, tiene que ser ciego respecto a lo segundo.

Pero toda concepción naturalista quiere incluir la unidad en la multiplicidad de los fenómenos.
Esto se refiere tanto al materialismo como a su antagonista el idealismo. Ambos tienden
igualmente a convertirse en doctrina unitaria, es decir «monismo», una doctrina unitaria que
entonces sólo reconocerá como real a la materia o al alma. Con frecuencia, aunque no siempre,
conceden los conceptos idealistas del mundo cierta importancia esencial, cierto valor, a las formas
particulares. Tienden, pues, con esto más o menos al pluralismo en todas sus manifestaciones
unitarias. En cambio, los sistemas del materialismo y del mecanicismo ven en cada forma sólo una
suma de muchas acciones aisladas. Consideran que el objeto aislado no tiene existencia en el
verdadero sentido de la palabra.

La química moderna se vio obligada, a pesar de su inclinación al mecanicismo, a reconocer cierto


pluralismo. Debemos recordar que esta posición basa el mundo de los cuerpos sobre varios
elementos que no cambian ni pueden convertirse unos en otro. A pesar de ello no se detiene a
preguntar si es posible dividir los elementos químicos en unidades aún más elementales. La
experiencia ha demostrado continuamente que esto no es posible, por lo menos en la práctica.
Por eso ha dejado la investigación estricta sobre esta cuestión considerándola como una
especulación inútil.

Ya a principios del siglo pasado se vio que los elementos químicos guardan cierta relación entre
sí, formando grupos determinados. Así se llegó por fin a implantar el llamado sistema periódico
de los elementos. Esta relación indica lo siguiente si se ordenan los elementos según su peso
atómico, o, como se dice mejor hoy día, por su carga eléctrica (más tarde ya veremos lo que quiere
decir esto) desde el elemento más ligero, el hidrógeno, hasta el más pesado, el uranio, se ve que
al llegar, a determinadas distancias («períodos») en la serie resultante vuelven a aparecer
elementos con cualidades semejantes. Por eso puede hacerse un cuadro sinóptico de los
elementos, de forma que cada vez coincidan unos con otros los elementos que guardan el
«parentesco» antes descrito. Este sistema natural de los elementos presentaba al principio
algunas lagunas, pero como con la tabla podían deducirse las propiedades que tenían que tener
los elementos que debían ocupar los huecos, se osó predecir la existencia de estos elementos
hipotéticos, desconocidos aun y hasta describirlos con precisión. La experiencia ha confirmado
más pronto o más tardé estas profecías. Aquí no podemos describir detalladamente cómo se
consiguieron estas y otras afirmaciones. Tanto en este como en otros casos, tendremos que
contentamos con exponer los hechos mismos, que adquirieron importancia para resolver los
grandes problemas que la interpretación de la Naturaleza planteó. Al conocer la ordenación
natural de los elementos químicos, se tuvo otro argumento para suponer que estos llamados
elementos no eran aun los verdaderos componentes primitivos de la materia, sino que en ellos
sólo se encuentra un cuerpo originario en diferentes modificaciones. Se estuvo muy cerca de
suponer que el cuerpo primitivo que se buscaba era el hidrógeno, es decir el elemento más ligero,
con el cual empieza el sistema periódico, y que los otros elementos no eran más que
construcciones sobre sus átomos. Pero también esto continuó siendo por mucho tiempo una
hipótesis, ya que le experiencia demostró que los elementos primeros continuaban siendo
estables e inmodificables.

La investigación parecía haber llegado aquí a un callejón sin salida, cuando un descubrimiento
casual, como sucede muchas veces, dio un giro inesperado al problema. Este suceso decisivo fue
el descubrimiento hacia fines del siglo pasado de un elemento desconocido hasta entonces, el
radio. Este elemento se había manifestado por la acción rara e inexplicable que ejercían algunos
cuerpos que lo debían de contener. Sólo después de muchos experimentos se consiguió obtener
pequeñísimas cantidades del nuevo elemento puro. Debido a su propiedad de emitir rayos le
dieron sus descubridores el nombre de radium (Radio) (lo que reluce).- El radio se descompone
muy lentamente, pero con constancia, y forma de esta manera, pasando por grados
determinados, plomo y helio como últimas fases, otros elementos químicos que ocupan, como el
radio mismo, un lugar determinado en el sistema periódico. Hoy día conocemos aún más
elementos que se descomponen de forma parecida. Todos estos llamados elementos radioactivos
irradian en el verdadero sentido de la palabra su substancia, no pudiéndose acelerar ni retardar
artificialmente el proceso. Estos elementos se transforman, pues, con un ritmo comprobable en
otros elementos.

El conocimiento del ritmo de estos procesos nos permite hoy en día precisar aproximadamente la
edad de los estratos minerales que contienen cuerpos radioactivos y calcular así el espacio de
tiempo transcurrido desde que se depositaron los estratos hasta la actualidad. Esta apreciación
es bastante sencilla debido a los productos de transformación, siendo de los más notorios la
cantidad de plomo que contiene el mineral radioactivo, pues este metal nos indica el tiempo que
se ha estado produciendo la descomposición. Los resultados obtenidos nos permiten calcular
cuándo se formó la piedra que contiene ese mineral y la edad aproximada de la capa geológica de
que forma parte. Las capas más antiguas en las cuales se encuentran aún vestigios de vida que se
habrían formado, según esto, hace mil millones de años. Nuestro planeta posee, pues, como
también otros cuerpos en el cosmos, un reloj alojado en sus profundidades, en el cual nosotros,
tardíos habitantes de su corteza, podemos leer el espacio de tiempo que nos separa de las edades
geológicas más lejanas. No disponemos de otra medida. Esto no quiere decir, sin embargo, que
en todas las épocas geológicas tuviese el año la misma duración absoluta que hoy en día posee,
es decir, que la Tierra girase siempre a la misma velocidad alrededor del Sol. Esto es muy
improbable. Los «años» calculados mediante este criterio se refieren pues a una medida
abstracta, ya que es casi seguro que el remoto pasado no se correspondería con el ritmo actual.

Algunos investigadores, independientemente de estas con sideraciones, dudan de que sea posible
sacar conclusiones sobre el curso de sucesos cuya remota antigüedad deja muy atrás nuestra
facultad imaginativa, teniendo en cuenta lo limitado de nuestra experiencia. Es indiscutible, sin
embargo, que este método valorativo es el más seguro que poseemos y que, por lo menos, nos
permite tener una idea aproximada de la disposición de los estratos dentro de todas las épocas
geológicas.

Se puede hablar, pues, de una «vida» natural de los elementos radioactivos. Por razones que no
podemos detallar aquí, se calcula incluso en cuánto espacio de tiempo se ha descompuesto la
mitad de una cantidad cualquiera de un elemento de esta índole. Este «tiempo medio» es en el
radio de unos 1.580 años; en los elementos radioactivos de más longevidad alcanza varios miles
de millones de años. En aquellos que tienen la vida más corta — mejor dicho: en algunas etapas
de descomposición atómica — no dura este proceso más que una millonésima de segundo. Estas
transformaciones demuestran que por lo menos algunos de los llamados elementos no pueden
ser elementos últimos. Como se descomponen en otros elementos que se hallaban, pues, de
alguna manera «dentro» de ellos, se sacó en consecuencia que estaban formados por éstos. Pero
hay pocos elementos que se desprendan espontáneamente por necesidad interna. Sólo los
elementos más pesados en que termina el sistema periódico y cuyos átomos son de composición
muy complicada, tienen esta rara cualidad. La mayor parte de los elementos químicos 110 se
comportan según esta teoría y son, por lo que sabemos hasta ahora, dada nuestra experiencia
limitada, cuerpos estables e inmodificables por sí propios.

También esto tiene lugar con cierta restricción. Porque aún no hace veinte años se ha conseguido
que los átomos de muchos otros cuerpos sean «radioactivos», es decir, descomponibles en
componentes aún más elementales. (Ya nos enteraremos de cómo fue posible esto.) La palabra
que se emplea para designar esté experimento es la de «destrucción atómica», pero es equívoca
pues en ella va incluida la suposición de que los átomos son piedras elementales «tronquitos
reales», que se rompen de una forma mecánica ruda. En realidad, no quedan «escombros», sino
que, por el contrario, se manifiestan entonces elementos ya conocidos aunque más ligeros, que
habían estado atados a la totalidad superior de cada átomo. Esto indica que todos los elementos
pesados se forman de elementos más ligeros, y que todo el sistema de elementos se basa en los
últimos componentes de la materia. Si esto fuera posible, entonces acabaría por tener razón una
teoría del mundo que fue destruida en sus principios por la moderna ley atómica.

El concepto, del elemento químico se ha convertido, por decirlo así, bajo mano casi en su
contrario. Tal vez algún lector se haya preguntado en silencio qué queremos significar cuando
decimos que los átomos de algunos elementos son «cuerpos compuestos complicados» o un
«todo» que encierra unidades inferiores, pues estas declaraciones no concuerdan con la idea
tradicional del átomo. El átomo del que habla el físico actual no es, efectivamente, la última
unidad. Más bien es divisible y transformable. Por lo tanto no posee precisamente aquellas
propiedades que según el concepto «clásico» constituyen su esencia. (Sin que nuestro cambio de
opinión le afecte, existe el hecho de que los llamados elementos de la Química continúen
inalterables en casi todas las transformaciones de las substancias de la Naturaleza.)

Para conocer la importancia de estas nuevas aportaciones que tratamos, tenemos que exponer
algo de lo que sabemos actualmente sobre la estructura de los mundos atómicos. Este mundo de
dimensiones tan pequeñas no nos es menos lejano que lo están la Vía Láctea y las nebulosas más
remotas del Universo. Aún está mucho más lejos de nuestra comprensión. Por eso tendrán que
considerarse todas las imágenes con que hablemos de él como tales imágenes. Éstas sirven para
simbolizar relaciones que muchas veces sólo es posible comprender matemáticamente. La
investigación de aquellos mundos, que probablemente se sustraerán siempre a nuestra
percepción inmediata, es tal vez el descubrimiento más aventurado y temerario de los realizados
por la inteligencia humana. Pero nos ha permitido aclarar la estructura del mundo en una forma
que no hubiésemos conseguido nunca por otro medio.

El átomo no es por lo tanto el principio último de toda materia, y en consecuencia no es


decididamente sencillo. Forma una unidad superior que puede descomponerse, como han
demostrado los fenómenos de la radioactividad y de la «destrucción atómica» artificial. Los
procesos observados pudieron considerarse como indicios que han hecho posible tener una idea
de la estructura interna de los átomos.

Cada átomo se compone de un «núcleo» y una «capa externa». Todas sus partículas poseen carga
eléctrica, parte de ellas positiva y parte negativa que por lo general se equilibran, de forma que
los átomos mismos son neutros. Casi toda la masa del átomo está concentrada en el «núcleo»,
portador de la carga positiva. La «capa externa» se compone de electrones negativos, que casi no
tienen masa y que se mueven alrededor del núcleo en diferentes direcciones. El diámetro de un
sistema atómico incluyendo el espacio en que mueven sus electrones, es de 0,1 millonésima de
milímetro. El núcleo solo, que — como ya hemos dicho — es el que forma su verdadera masa, es
aproximadamente cien mil veces más pequeño que todo el átomo. Por eso hasta el cuerpo más
compacto de nuestro mundo, un metal o una piedra, es en realidad espacio vacío excepto una
parte insignificante. Según Lenard, un bloque de metal de un metro cúbico posee sólo una masa
impenetrable del tamaño de una cabeza de alfiler. Si se comprimiese la masa que constituye el
cuerpo humano hasta que no quedase ningún espacio vacío, no podría verse a simple vista.
Desaparecería, pues, para nosotros, aunque el peso de este algo invisible continuaría siendo el
mismo que cuando tenía la forma de cuerno humano.

Antes se suponía que los átomos de toda materia se apiñaban unos contra otros como partículas
redondas — se hablaba de la «estructura granular» del mundo de la materia — pero hoy día
sabemos que no es así. Hasta en el metal más compacto está distribuida la verdadera masa en
partículas muy distanciadas unas de otras, ya que son muy pocos corpúsculos los que se mueven
en el espacio dentro de una bóveda muy alta. Pero; todas las comparaciones que se hagan son
incompletas porque cada átomo representa un todo, un campo de fuerza, donde las partes están
regidas por la ley de este todo y dependen unas de otras y porque los átomos mismos se ordenan
a su vez formando compuestos superiores. Por estas y otras razones de las que ya hablaremos,
tenemos que admitir que nos equivocamos sobre la verdadera naturaleza de estos pequeñísimos
elementos de la materia, al calcular el tamaño de sus partículas o el espacio que ocupan creyendo
en realidad haber descrito con ello su esencia. Estás son siempre imágenes auxiliares de las que
no podemos prescindir muchas veces.

Hasta ahora sólo hemos hablado del esquema básico general que poseen todas las estructuras
atómicas. Esto no ha explicado aun cómo es que los átomos de ciertos elementos contengan
átomos de otros elementos y puedan desprenderlos en consecuencia. Existen tantos
conglomerados atómicos como elementos químicos. A medida que los elementos, tal como están
clasificados en el sistema periódico, van adquiriendo más peso, se va haciendo cada vez más
variada y complicada la estructura de los mismos, llegando a ser verdaderos conglomerados
atómicos.

El átomo más ligero, el del hidrógeno, posee un núcleo de carga positiva, rodeado por un electrón
de carga negativa, que forma la llamada «capa externa». Los átomos de los otros electrones son
múltiplos de este átomo de hidrógeno, aumentando la carga eléctrica de ellos en una unidad hasta
llegar al más pesado. Es decir: cada elemento posee un corpúsculo nuclear con un electrón más
que el elemento que le precede en el sistema periódico. Así contiene, por ejemplo, el átomo del
más pesado de los 92 elementos, el uranio, 92 corpúsculos con carga eléctrica positiva y 92 con
carga negativa. Cada uno de estos corpúsculos nucleares de carga positiva no son más que el
núcleo de un átomo de hidrógeno, el llamado «protón». Esto significa, pues, que todos los
elementos químicos se componen de dos partes elementales, los protones y los electrones, y que
todos ellos no son más que modificaciones de un elemento primitivo, el hidrógeno. Pero se ha
comprobado que los núcleos de los elementos superiores son más pesados que lo debieran ser.
Así conteniendo el átomo de uranio 92 cargas positivas, es decir, 92 protones, es su masa sin
embargo 238 veces más pesada que la del átomo de hidrógeno. Hay, pues, un exceso de 146
partículas (238- 92 = 146). Se ha llamado a esta diferencia neutrones y son, como su nombre
indica, de carga eléctrica nula. Por lo demás, son iguales que los protones, pudiendo hasta
transformarse como aquéllos unos en otros. Estos neutrones tienen, al parecer, por objeto
mantener juntos los protones nucleares, que de otra forma se empujarían unos a otros, ya que
todos tienen carga positiva. Como se forma la cantidad de neutrones necesaria para la existencia
de la totalidad del átomo queda demostrado que éste puede y debe considerarse como una
estructura.

Estos conocimientos sobre la estructura de los átomos demuestran que todo el mundo de la
materia se basa en unas unidades últimas. Además, nos permiten ver que cada forma aislada
sobre este plano de la realidad es algo más que la expresión de diferencias puramente cualitativas
de la situación y mezcla de las partículas más elementales.

Todas las modificaciones químicas que tienen generalmente lugar en la Naturaleza o que se
realizan en el laboratorio, consisten en modificar la capa de electrones. Cuando dos elementos
forman una combinación química, es decir, cuando sus átomos se juntan para formar una
molécula, quiere significar que sus electrones —casi siempre sólo los de la capa externa —;se
mezclan ordenadamente. Los núcleos de los átomos quedan completamente intactos en estos
procesos. Pero es, no obstante, el núcleo el que determina la totalidad del átomo y su carácter.
Si, por ejemplo, se le quita al átomo un electrón de su capa externa, entonces se «regenera»
apropiándose de un electrón libre que pase a su alcance. Esto restablece el equilibrio, interno
habitual. Lo que es decisivo e importante en estos «procesos de regeneración» es que la carga
nuclear es siempre la misma. Esta inamovilidad de la estructura nuclear es causa también de que
los elementos no se transformen por lo general unos en otros y que salgan intactos de todas las
combinaciones químicas. La gran excepción a esta regla la forman los elementos radioactivos.
Como ya se dijo, sólo son radioactivos los átomos de los elementos más pesados, que presentan
también la estructura más complicada. Las tensiones de ellos son tal vez tan grandes, que no
pueden mantener siempre un equilibrio entre sus partes. Lo raro es que esta descomposición
tiene lugar siempre a la misma velocidad, que es la que forma la esencia de estos elementos.

¿Cómo es posible, además, convertir también otros elementos en radioactivos, es decir,


descomponer sus átomos en determinados «componentes»? Se consiguió esta radioactividad
artificial haciendo actuar primero preparados de radio sobre otros elementos, colocándolos, por
ejemplo, en un recipiente con hidrógeno. Las partículas que desprende continuamente el radio
(un gramo desprende en un segundo 37.200 millones de esas partículas, que al principio poseen
la enorme velocidad de "10.000 a 100.000 kilómetros por segundo, que tropiezan de vez en
cuando con un núcleo de nitrógeno y le arrancan una partícula. Claro que esto sucede muy raras
veces en comparación con la enorme cantidad de esos pequeños proyectiles. Esto no es
sorprendente teniendo en cuenta la distribución inverosímilmente diluida de la verdadera
materia en todas las substancias, aun de aquellas que nuestros sentidos consideran como las
más compactas. Si de esta forma se consigue sacar partículas del núcleo del átomo de nitrógeno,
entonces se convierte ese átomo en el átomo de otro elemento: así queda demostrado
experimentalmente que los elementos químicos sólo se diferencian en el número de las partículas
idénticas unidas en sus átomos. Se puede obtener el mismo resultado empleando como
proyectiles los protones (es decir núcleos atómicos del hidrógeno) a los que se ha quitado los
electrones que los acompañaban, dándoles una gran rapidez. Sólo entonces es posible aflojar la
cohesión de las partículas dentro de los núcleos atómicos. Actualmente existen varios institutos
de investigación que poseen instalaciones que multiplican esa energía. Necesitan disponer de una
enormidad de espacio. Así se construyen edificios en forma de torre, donde se establecen estas
instalaciones. Hace poco que se conoce también otro procedimiento para comunicar a esas
partículas nucleares la energía que precisan. Puede conseguirse haciéndolos pasar en un aparato
de construcción muy artística, el llamado ciclotrón, por entre los polos de un imán muy potente.
Para que aumente su velocidad continuamente se disponen en forma especial tensiones
eléctricas. Vemos con esto que, para examinar el más pequeño de los cuerpos, tenemos que
construir aparatos enormes y emplear una energía muy potente.
Estos ataques al conglomerado atómico dejan libre una enormidad de energía que antes estaba
retenida en los núcleos. Las descomposiciones atómicas producen en algunos casos unas masas
de energía que corresponden a 160 millones de voltios. Aunque hasta ahora no se ha conseguido
utilizar esta energía en la técnica, si un día fuese esto permitido se obtendrían unas posibilidades
con un poder casi ilimitado. Actualmente, parece ya posible hacer experimentos para conseguir
la destrucción atómica en mayor escala. Sin embargo parece bastante fundado el temor de que
entonces no fuese posible «frenar» a tiempo la explosión atómica y su continuo incremento. Bajo
este punto de vista se ha comparado nuestra Tierra con una gigantesca bola de algodón explosivo:
bastaría una sola «cerilla» para encenderla. Aunque hasta ahora no hemos encontrado aún esta
cerilla.

En estas transformaciones nucleares aparecen además otras partículas elementales distintas de


las citadas hasta ahora—protones, neutrones y electrones. Esto produjo al principio una gran
sorpresa y pareció que iba a desplazar nuevamente la posibilidad de fundar la estructura de los
átomos y por lo tanto la estructura fundamental del mundo material en unos componentes
últimos, siempre idénticos. Pero hemos visto ya que las nuevas partículas descubiertas, provienen
eventualmente de las partículas ya conocidas. Profundizando aún más se ha llegado a suponer
que al parecer no existen esas partículas materiales estables e inmutables, sino que no son más
que energía materializada, que puede transformarse a su vez en energía pura. Aquí nos limitamos
a insinuar esto. Pero podemos asegurar que actualmente estamos en camino de descubrir la
unidad primitiva base de toda realidad material.

Debemos considerar, pues, que en el núcleo del átomo de hidrógeno, el protón, y en el electrón
residen los verdaderos componentes de todos los elementos químicos. Se ha visto que todos los
elementos se componen, más o menos, de estas unidades elementales como conglomerados
sencillos o complicados. Si consideramos el átomo de hidrógeno como última unidad, querrá decir
que los átomos de los otros elementos se descomponen de diferentes maneras de estos átomos
de hidrógeno. Pero, a pesar de ello, son algo más que una suma de partículas. Se ha demostrado
que cada átomo representa en su peculiaridad un todo estructurado que no puede explicarse sólo
como suma de sus partes.

Según unas opiniones que ha sostenido el investigador danés Niels Bohr, cada átomo es un
sistema planetario en pequeño, en el que los electrones giran alrededor del núcleo como los
planetas alrededor del Sol. Desde este punto se ha continuado suponiendo que los electrones no
pueden describir trayectorias arbitrarias alrededor de su centro, sino trayectorias bien
determinadas. Dos electrones de un átomo no pueden tener tampoco nunca la misma energía.
Ante toda perturbación de su estructura interna responde el átomo mediante una reacción que
restablezca el equilibrio. Entonces se desprende eventualmente energía en forma de radiación.
Estos procesos, por ejemplo, cambio de trayectoria de los electrones, se realizan a saltos, y no por
gradación lenta. Esto hace que la energía no se desprenda nunca continuamente y en cantidades
arbitrarias, sino siempre en cantidades más o menos grandes, pero siempre múltiplos de una
cantidad básica (quantum). Este descubrimiento del físico berlinés Max Plank produjo una
impresión verdaderamente revolucionaria a fines de siglo. Hasta entonces se admitía como un
hecho que todo estado de la Naturaleza se transformaba lentamente en otro. En ningún otro sitio
parecía más irrevocable este principio que en la Física. Sólo partiendo de ella se sacó la
consecuencia que debía ser lo mismo en otros dominios de la Naturaleza, por ejemplo en el reino
de la vida. Se decía también que todas las modificaciones que tienen lugar en este campo no eran
más que la suma de otras modificaciones más pequeñas habidas durante largo tiempo. Aun hoy
se aplica frecuentemente este principio en Biología, mientras que en el terreno de la Física se ha
desestimado, a pesar de ser la ciencia que lo fundamentó.

Hasta ahora hemos hablado de la «estructura» de los átomos como si se tratase de realidades
observadas inmediatamente, como los cuerpos del mundo accesible a nuestros sentidos. Sin
embargo, no es así. No se ha visto nunca un protón o un electrón. Tampoco estamos en
condiciones de percibir los movimientos circulares que describe una partícula así o cualquier otro
proceso. La estructura de los conglomerados atómicos se dedujo sólo por indicios. Las
declaraciones de esta clase se fundan, por ejemplo, en fenómenos luminosos, que pueden
registrarse por varios métodos muy refinados de investigación físico-atómica. Ya dejamos
entrever una vez que nuestras indicaciones no son tal vez más que imágenes para exponer en una
forma gráfica unas relaciones que se sustraen por naturaleza a una demostración. Así ha acabado
Niels Bohr, que veía en el átomo un minúsculo sistema planetario, por dudar de si era factible
utilizar esas imágenes para comprender los procesos atómicos, pues la física atómica opina
actualmente que en el átomo no existen partículas estables e inmutables y que esas «partículas»
no son otra cosa que manifestaciones de la energía.

Así se ha visto, por ejemplo, que los rayos catódicos, que se ha demostrado que están formados
por pequeñísimas partículas fugitivas, deben considerarse desde un aspecto muy diferente al del
admitido en el movimiento ondulatorio (como la luz). Los rayos luminosos, cuya naturaleza
ondulatoria hace tiempo parecía comprobada, se comportan por otra parte, en determinadas
condiciones, como si estuviesen compuestos también de partículas materiales. Y es que no son
exclusivamente ni una cosa ni otra. Cuando hablamos de partículas elementales giratorias o de
ondas circulatorias, usamos diferentes imágenes que no responden nunca completamente a la
realidad. A pesar de ello — debemos recalcarlo también aquí — son unos auxiliares indispensables
para el conocimiento, pues reproducen, aunque imperfectamente, estados reales, que tal vez sólo
puedan explicarse mejor mediante símbolos matemáticos. Todo esto nos lleva a equiparar el
concepto de materia con el de energía (pero no a sustituirlo). Esto vuelve a colocar el problema
de la unidad en la multiplicidad de las estructuras de las substancias bajo una nueva luz. La materia
y la radiación incorpórea serían entonces dos aspectos de una última realidad. Los experimentos
han demostrado que la materia puede convertirse en energía pura, es decir, que desaparece como
tal, mientras la energía se junta a su vez por otra parte para formar materia.

Esto se ve, por ejemplo, también en los fenómenos de radiación cósmica o radiaciones de altura,
que no se han investigado detalladamente hasta hace pocos años. Estos rayos llegan hasta
nosotros procedentes del Universo y se observan sobre todo en las capas externas de la atmósfera
mediante aparatos ascendidos por medio de globos sondas. Estos rayos misteriosos penetran
también hasta el fondo de lagos profundos y hasta el interior de minas, donde también se han
podido observar. Poseen mucha más energía que todas las otras clases de rayos que conocemos,
y es en parte mucho mayor que la de los rayos que emiten las substancias de los cuerpos
radioactivos y que están ya en disposición de extraer partículas de los núcleos atómicos. Estos
rayos de altura pueden destruir los átomos en mucha mayor escala, debido a su gran poder de
penetración. Por eso las capas superiores del aire atravesadas por ellos son lugares de continua
destrucción y renacimiento de materia. Continuamente explotan allí las partículas, desaparecen
como tales y se transforman en rayos de energía, que vuelve a formar materia a su vez. Así alterna
continuamente el cambio de energía en materia y de materia en energía. Por lo demás, se supone
que estos rayos cósmicos son a su vez el resultado de una transformación análoga. Así, se ha
supuesto que se forman cuando en la lejanía del Universo centellean «nuevas estrellas». Esos
fenómenos nos indican las enormes catástrofes que tienen lugar en el cosmos, pues, según esta
hipótesis, es entonces cuando la masa de las estrellas en explosión se convierte parcialmente en
tales radiaciones. Modernamente se tiende más a creer que procedan de una enorme explosión,
de la cual (como se supone según determinados cálculos) nació hace unos miles de millones de
años todo el universo accesible a nuestros sentidos, el cual desde entonces, cruza el espacio.

También al descomponerse las substancias radioactivas desaparece materia y se transforma en


energía. Esto hace plantearse la cuestión de si será posible utilizar algún día las cantidades de
energía que se desprenden en esos procesos. De la misma manera puede convertirse en materia
la energía nuclear del átomo. La materia, como tal, es por lo tanto destruible, en contra de la
opinión de hace miles de años. Claro que entonces se transforma en radiaciones, es decir, en
energía, que puede formar siempre nuevas estructuras materiales.

Si supiésemos lo que «es» en realidad la luz y energía lumínica, entonces tendríamos resuelto tal
vez el enigma del mundo material. Actualmente, se ha llegado a precisar que en la luz (es decir en
la radiación de todas las longitudes de ondas, aunque a nuestros, sentidos no les parezca «luz»)
reside el núcleo de toda realidad de la materia. Procede de la luz y se convierte en luz. En ella
hemos encontrado el fundamento creador que es indestructible.

Las ciencias naturales de nuestros días están, pues, a punto de salvar la vieja dualidad fuerza y
materia. Hasta ahora domina casi indiscutiblemente la opinión de que una materia pasiva e inerte
es al mismo tiempo el sustrato con el cual sucede algo. No hace mucho que se hablaba, en general,
de las fuerzas naturales. Sólo algunos pensadores indicaron que esta multiplicidad de las fuerzas
era una manifestación de una fuerza fundamental. Robert Mayer y Helmholtz consiguieron
demostrar hacia la mitad del siglo pasado que la energía ni se forma ni se pierde, sino que se
transforma continuamente en otras formas de energía. Esto significa con otras palabras que en
todo suceso actúa una energía. Hoy hemos reconocido que la materia misma representa la
energía, mejor dicho que es una manifestación de ésta. Así fue «desmaterializado», por decirlo
así, lo que nosotros llamamos materia. Pero esto quiere decir al mismo tiempo que a la energía
puede corresponderle en cierto sentido materia. En el nuevo concepto de energía como
fundamento primitivo de la realidad se han fusionado la fuerza y la materia y ha tenido lugar una
síntesis. Este concepto del mundo lo presintió ya Leibniz. En una antigüedad aún más remota,
atribuían ya las doctrinas indias toda realidad material a la acción de fuerzas inmateriales. Es
impresionante e instructivo que la Física, antes exclusivamente materialista, fuese conducida a
opiniones muy parecidas.

Al examinar, pues, la unidad existente en la multiplicidad de los fenómenos materiales se ha


llegado a análogas conclusiones. Por una parte se ha conseguido reducir la incalculable
multiplicidad de todas las estructuras materiales a un número relativamente pequeño de
elementos químicos. Además, se ha visto que esos «elementos» no son ellos mismos más que
diferentes combinaciones de los componentes últimos e iguales entre sí de toda materia. Por fin
se ha visto que esos «componentes de la realidad» son a su vez transformaciones de lo que
nosotros llamamos energía. En ella hemos hallado la unidad en la multiplicidad de los fenómenos
materiales. Aún resulta inexplicable que la energía única aparezca siempre en unas cuantas
formas bien determinadas y sólo en éstas, pues cada átomo no es el resultado de una unión casual
de partículas elementales, sino que éstas se juntan en forma determinada hasta constituir un
número limitado de estructuras. Estas estructuras forman un todo que dirige y domina sus partes
y cuyas propiedades no pueden deducirse de la suma de estas partes. Por eso, debido a las formas
particulares del mundo de la materia, casi parece que volvemos a suponer la presencia de fuerzas
formativas que se manifiestan en ella. La unidad dentro de la multiplicidad así como la
multiplicidad en la unidad es un fenómeno primitivo que se sustrae a toda descomposición. Esto
se da en el plano del mundo material y en el dominio de las dimensiones más pequeñas de la
materia.

Los últimos problemas de la física se convierten así en problema de una “metafísica” que interroga
sobre lo formativo de toda realidad.

EL REINO DE LO VIVO

La cuestión de la unidad en la multiplicidad se plantea de nuevo cuando tratamos de comprender


la abundancia de formas de los seres vivos. Bien es verdad que la existencia del mundo orgánico
se basa en el mundo de lo inorgánico, que proporciona a la vida la base para poder convertirse
ésta en realidad vital. De ese mundo extrae el material necesario para elaborar sus estructuras y
él extrae también la energía necesaria para poner en movimiento todos los procesos vitales
manteniéndolos constantemente en movimiento. Esto sucede ingiriendo los seres vivos
substancias y energías de la naturaleza inerte, transformando completamente ya a unas, ya a
otras.

Toda vida se convierte así en una potencia activa que utiliza lo inorgánico como medio para sus
fines y forma con esto algo nuevo. Es decir que la vida es algo más que una simple continuación y
ampliación de un proceso puramente substancial. Ya el carácter de las llamadas combinaciones
orgánicas revelan esto. Por medio de una síntesis se forman conglomerados materiales
extraordinariamente complicados, cuya verdadera estructura conocemos aún muy poco. Todas
las plantas verdes, empezando desde las algas de tamaño microscópico hasta los árboles del
bosque, realizan la maravillosa obra de constituir con un número limitado de elementos químicos
una infinidad de combinaciones materiales y construyendo con ellas su organismo. Como energía
activa utilizan siempre la luz del Sol. Todo el reino animal que necesita alimento orgánico consume
mediata o inmediatamente esas substancias vegetales. Como ladrones grandes y pequeños, viven
en última instancia siempre del favor de las plantas. Las substancias producidas en los laboratorios
con organismos vegetales continúan transformándose en los organismos animales hasta
convertirse en substancias propias de ellos. La energía activa necesaria para ello la extraen los
animales de las cantidades de energía almacenadas en su alimento. En última instancia, ésta
proviene de la energía de la luz solar que queda libre al triturar los alimentos, es decir, durante la
digestión. Así se alimenta toda la vida de la Tierra de energías de procedencia cósmica.

Pero el secreto de las substancias orgánicas no es igual que el secreto de la vida. Sólo lo es el
material que a ésta se incorpora. La unidad orgánica más sencilla que conocemos y que es capaz
de eso se llama generalmente célula. Estos elementos básicos de todos los cuerpos orgánicos, las
células, fueron descubiertas primero en ciertos tejidos, vegetales, donde están colocadas en una
forma semejante a las células de los panales de miel. Pero aún se tardó bastante en reconocer
que todas las partes de cada planta estaban compuestas de elementes básicos iguales, aunque a
veces presentaban una forma completamente distinta. Hasta mitad del siglo pasado, no se
demostró que también los cuerpos animales se componen de esas células. Era difícil hacer esta
demostración, porque las células animales no tienen en general la membrana dura que las separa
unas de otras y porque con su vitalidad acumulan muchas substancias entre las cuales se
encuentran ellas. Por eso no es equívoco llamar «célula» a la unidad fundamental de toda vida,
ya que sólo lo caracteriza uno de múltiples aspectos.

Después de descubrir la estructura celular de todos los cuerpos vivos, se creyó haber encontrado
los elementos fundamentales del mundo orgánico, como si dijéramos los «átomos vivos»,
queriendo explicar la multiplicidad de fenómenos vitales por su acción conjunta; de la misma
manera que en aquel sector se creyó poder reducir todos los fenómenos del mundo material a
integraciones y desintegraciones de las últimas unidades materiales. Tanto aquí como allí se trató,
pues, de reducir, basándose en un concepto mecánico del mundo, las particularidades de los seres
en simples diferencias cuantitativas. Este «atomismo» biológico se manifestó, en la segunda mitad
del siglo pasado y en la llamada patología celular, que no veía en toda enfermedad más que un
síntoma de alguna perturbación del funcionamiento mutuo entre las células del organismo. La
patología celular no conocía más que partes corporales enfermas, pero no sabía nada de una
enfermedad total del organismo.

La unidad vital llamada «célula» es, efectivamente, la forma fundamental donde se presenta toda
existencia orgánica. Una infinidad de animales y plantas que no son perceptibles a nuestra visión,
los «unicelulares», se componen, como indica el nombre, de una sola célula. Los demás
organismos, los «pluricelulares», se componen por el contrario de varias células. Por eso se han
llamado también a estos organismos pluricelulares, colonias celulares o repúblicas celulares. Esta
terminología es adecuada para organismos que no tengan mucho más de algunas docenas de
células. Pero los cuerpos de los animales superiores comprenden en algunos casos millones de
esas unidades elementales. Entonces es el organismo todo la verdadera unidad vital, quien da
forma a sus componentes y les indica el trabajo que deben realizar. Las llamadas células se
ordenan entonces formando varios tejidos diferentes que forman a su vez los diferentes órganos.
Cada uno de estos sistemas de tejidos puede considerarse como un conjunto vital superior. La
vida de innumerables células forma una unidad, que a su vez está subordinada a la totalidad del
organismo superior. No obstante, los organismos pluricelulares tienen que volver continuamente
a la vida unicelular pues sus células reproductoras son unidades vitales, que contienen todas las
predisposiciones para la constitución de los muchos órganos del ser y que más tarde se formarán
de ellas por división.

Actualmente sabemos, sin embargo, que la «célula» no puede compararse con una piedra
elemental de construcción. Su contenido vivo, el protoplasma, resulta un conglomerado de
substancias muy diversas, formado de muchas combinaciones químicas muy complicadas. Como
ya hemos dicho, no es sólo una simple mezcla de substancias, sino un agregado cuya verdadera
estructura apenas conocemos en realidad. Esta substancia celular forma la base, el material, para
las diferentes estructuras que no faltan en ninguna célula. El verdadero centro vital lo forma el
llamado núcleo celular, que contiene también los transmisores de la predisposición hereditaria.
Cada célula es un escenario donde se desarrollan procesos vitales ininterrumpidos, sobre todo de
formación y destrucción misteriosa de las substancias orgánicas, que actualmente sólo podemos
imaginarnos en forma muy imperfecta, aunque mucho más variada que lo que hemos podido
experimentar hasta ahora.

Muchos animales unicelulares, que habitan en grandes cantidades en cada gota de agua de los
pantanos y charcos, han transformado partes de su cuerpo celular en órganos muy especializados,
en los llamados organelle. Así, por ejemplo, en armas, medios de defensa o aparatos para hacer
movimientos de traslación, no siendo su utilidad y perfección inferiores en nivel a los órganos
correspondientes de animales superiores. Dentro de la totalidad vital de los organismos
pluricelulares, se perdió en gran parte esta riqueza de estructura interna de las células. En vez de
éstos han desarrollado una sola facultad en mayor escala, la cual dependía del trabajo que tenían
que realizar dentro del conjunto superior de que formaban parte. Sucede lo mismo en otros
planos de la vida cuando cualquier unidad vital se incluye en un conjunto superior, así por
ejemplo, en las llamadas colonias animales de algunas medusas marinas. También aquí — esto
sólo lo señalaremos de pasada — volvemos a hallarnos con la cuestión de la unidad dentro de la
multiplicidad, que siempre tiene la misma importancia que la cuestión de la multiplicidad en la
unidad.

Muchas veces se ha supuesto ya que la llamada célula tiene que considerarse como un organismo
formado a su vez de unidades vitales aún más elementales. Entonces debería admitirse en un
grado inferior un organismo pluricelular compuesto de varias células simples. Actualmente no
podemos decir todavía si es así. Podríamos creer en este supuesto basándonos en que los que se
habían tomado como componentes celulares del organismo de algunos animales inferiores no
eran más que algas, fusionadas con su «huésped» en una unidad corporal y fisiológica. Más
adelante ya hablaremos de estos fenómenos y de su importancia para el problema de la
individualidad biológica.

Por fin se ha visto que «la» célula no existe en absoluto, que no es más que una abstracción. Sólo
existen diferentes clases de células, que por lo visto se diferencian tan esencialmente como las
mismas formas vitales a que pertenecen. Estas diferencias llegan hasta la estructura molecular de
la substancia: ya el plasma de cada célula es, como se dice, muy diferenciado. La composición de
todos los seres vivos de células no es, por lo tanto, más que una coincidencia formal. Al
descubrirlas no se encontró la unidad en la multiplicidad de las estructuras orgánicas.

El problema de la vida que se nos plantea ya en cada célula no es en su verdadera esencia el


problema de la substancia y de la estructura de la realidad inorgánica, puesto que allí también
significa esto la perspectiva bajo la cual vimos la cuestión por primera vez. Pero la materialidad
no forma en manera alguna la esencia de la vida, aunque parezca ligada continuamente a ésta.

Por eso es un error que muchos investigadores creyesen poder solucionar el enigma de la vida
esforzándose en averiguar sus componentes. Claro que esto es necesario para comprender los
procesos vitales. Sin embargo, no afecta al verdadero problema de la vida misma: «vida» es algo
más que un agregado muy complicado de combinaciones químicas y de estructuras substanciales
subordinadas. Por la diferencia que hay entre un organismo vivo y un cadáver se verá lo que
quiero decir. Los dos tienen la misma composición material y sin embargo existe entre ellos una
diferencia esencial que no es menor que la que existe entre un ser vivo y cualquier objeto
inanimado de su ambiente. Pero la teoría mecanicista de la Naturaleza cree que algún día, aunque
de momento no, será posible salvar ese abismo al conseguir explicar los sucesos orgánicos como
un caso especial de lo inorgánico. A esto tenemos que decir únicamente que es posible que se
haya superado ya la forma tradicional del mecanicismo, porque hay muchas cosas que nos indican
que tampoco la totalidad de la naturaleza orgánica puede considerarse como un simple
mecanismo. En el capítulo anterior ya indicamos que este concepto mecánico de la Naturaleza,
que durante las últimas generaciones no era discutido casi, parece tambalearse hoy día. En el
último capítulo volveremos a tratar de estas cuestiones. La «vida» puede comprenderse
únicamente como un principio mecánico. Este dinamismo, y no la substancia que lo soporta,
forma su verdadera esencia.

Ya dijimos que hasta la célula más sencilla incorpora continuamente a su organismo substancias
extraídas del medio ambiente, transformándolas en substancia propia, mientras disgrega otras
substancias. Este alimento, no sólo le sirve para sustituir lo gastado, sino también para crecer,
dividirse y multiplicarse y extender así cada vez más su existencia. Toda forma de vida es un
conquistador que arrastra la materia hacia sí, la fusiona con su cuerpo haciéndola inútil para sus
fines. Esto hace que cada vida sea sensible a los excitantes externos y al mismo tiempo, capaz de
responderles. Como la vida puede adaptarse al medio ambiente, le es posible afirmarse en todas
partes. Por eso pudo aclimatarse en todos los lugares de la Tierra. Toda forma vital, cuya
estructura y reacciones vitales están encuadradas dentro un ambiente especial, es una expresión
especial de ello. Estas facultades y propiedades que posee cada célula son muy variadas dentro
de las diferentes formas vegetales y animales, aunque en el fondo son las mismas en todas partes.

La facultad auto formativa caracteriza a toda realidad viva. Es decir, que existe verdaderamente
aquella contradicción entre la materia, que se ha de estructurar y las fuerzas actuantes en ella,
que había determinado la teoría naturalista de los siglos pasados. Se ha visto que todo organismo
transforma materia (que en su plano ya es estructurable) según su ley interna, prestándole una
forma por encima de la estructura químico-física y haciéndola útil para fines que no tienen
ninguna validez en la realidad material.

En todo proceder orgánico se manifiesta la acción de estas fuerzas formativas, que lo guían y le
señalan una dirección determinada. Este factor natural, no material, que sólo podemos deducir
por sus acciones, se ha llamado entelequia («lo que lleva su fin en sí»), renovando de esta forma
un concepto que ya Aristóteles usó en un sentido muy parecido. El concepto de entelequia
determina, pues, una fuerza formativa, cuya verdadera esencia no conocemos. Tal vez la mejor
forma de comprenderlo sea a base de la realidad física que nos da la experiencia. Esta
interpretación caracteriza al vitalismo, como el que ha representado por ejemplo el filósofo y
biólogo Hans Driesch. Está en contraposición con el mecanicismo, que interpreta la vida como
procesos físicos. En aquella teoría volvió a abrirse paso, después de mucho tiempo, la opinión de
que el Mundo es una estructura escalonada, que sus fenómenos no pertenecen sólo a un plano.
Por lo tanto, la relación entre la vida y el mundo de la materia es únicamente un caso especial
dentro de esta estructura escalonada, que se corresponde en otros dominios de la realidad con
otros semejantes. Cada escalón engloba otros escalones más bajos, de forma que éstos se
convierten para él en «materia» donde se encarnan las fuerzas que actúan en el escalón superior.
Como tal materia, adquieren, forma y toman parte así en la existencia del plano real superior a
ellas.

También la vida total de nuestro planeta posee en sí una estratificación semejante. Cada unidad
vital engloba unidades vitales inferiores, mientras está incluida a su vez dentro de relaciones
superiores. Ella misma es, pues, un todo, y al mismo tiempo sólo un miembro de una unidad
superior. Ya expondremos algunos ejemplos de esto. Con ello nos hallamos nuevamente ante la
cuestión de la unidad en la multiplicidad de los fenómenos vitales.

Esta cuestión no puede solucionarse admitiendo que toda vida está formada de elementos
parecidos, las células, o que todas las manifestaciones vitales son siempre modificaciones de los
mismos procesos fundamentales. El verdadero secreto vital consistirá más bien en la multiplicidad
de formas, que se han convertido en realidad partiendo de supuestos unitarios. La índole de cada
una de estas formas de vida estriba en que representan un «todo», cuyas características no
derivan de sus elementos, puesto que no puede comprenderse únicamente como una suma de
partes. Todo lo vivo posee «forma» tomada esta palabra en su acepción más amplia. Ya dijimos
que cada célula aislada del organismo se diferencia esencialmente de cada una de las células de
otra forma vital. Hace mucho tiempo que se intenta captar, aunque en vano, esta característica
esencial de toda vida. Significativo del cambio de opiniones es el hecho de que físicos de primer
orden tiendan hoy día a atribuir hasta a las formas inorgánicas, por ejemplo, a los conglomerados
atómicos, verdadero carácter formativo. El problema esencial de la interpretación filosófico
naturalista en la Biología puede resumirse hoy como siempre en la cuestión del significado que
tiene en el plano de la vida toda estructura especial (1).

La vida sólo se da en existencias aisladas, es decir, dividida en una multiplicidad de seres que se
diferencian unos de otros en el espacio y en el tiempo. Un «individuo» así es una totalidad interna,
es decir, una unidad actuante que tiene el centro en sí misma y que se separa y diferencia de todo
el resto así como de todos los otros seres aislados.

Esto es, por lo menos, lo que nos dice el primer examen, es decir, el aspecto externo que nos
presenta la realidad viva. El concepto de individuo biológico resulta ser, visto con más detalle,
muy complicado y ambiguo. Pues un «individuo» así, no es con gran frecuencia «indivisible»,
como afirma el sentido de esta palabra. Esto sucede sobre todo con muchas plantas, de cuyas
ramas u hojas pueden sacarse casi un número ilimitado de nuevas plantas independientes.
Algunas clases de plantas se multiplican hoy en día sólo de una manera parecida: sus órganos
aéreos o sus raíces producen ramificaciones de las que se forman plantas filiales, que se
desprenden más pronto o más tarde de la planta madre. Muchas plantas acuáticas se multiplican
ilimitadamente por medio de la división simple de sus retoños prolíferos. Los seres aislados
efímeros no son en todos estos casos nada más que miembros de una unidad superior, que es
fundamentalmente imperecedera. Esto queda demostrado al observar que estas plantas aisladas
siguen un ritmo vital que hace que todas envejezcan y mueran al mismo tiempo. Entonces está
inmediatamente presente en la pluralidad espacial una unidad vital superindividual.

También muchos animales se multiplican de una forma parecida, por ejemplo, mediante una
división sencilla o por gemiparidad. Si se dividen así, resulta disparatado preguntarse cuál-

(1) Compárese Gert von Natzmer, «Lebendige Natur. Dazeinsgeheinnise der Tier-und
Planzenudt. Karl Habel Verlagsbuchhandlung, Berlín, 1942. »

-de los dos nuevos seres es la «madre» y cuál la «hija». De un animal han salido dos que no se
diferencian en nada uno del otro. En aquellos planos de la vida no le corresponde al ser aislado al
parecer ninguna realidad verdadera. La especie misma, que se manifiesta en una serie de seres
aislados, es allí el verdadero sujeto del acontecer.
Así se comprende también que muchos animales inferiores puedan segmentarse en varias
porciones y que de cada una de ellas crezcan animales independientes, capaces de regenerar
todos los órganos que les faltan. Así se consigue muchas veces en el campo experimental obtener
animales dobles y otras monstruosidades parecidas. Al seccionar, por ejemplo, determinados
gusanos y pequeños pólipos, sin que el corte sea total pueden obtenerse seres de varias cabezas.
Si se extreman los cortes, entonces se consiguen los correspondientes animales aislados. Cuando
falta el alimento, puede suceder también que estas cabezas aisladas se fusionen con el organismo
total integrando un solo ser. Estos procesos nos demuestran cómo en los planos de la vida pueden
convertirse la unidad en una pluralidad y viceversa.
También acontece que organismos aislados converjan para formar una unidad. Esto se da, por
ejemplo, en un proceso que se repita regularmente en el curso de la existencia de determinados
hongos, los mixomicetos. Sus células reproductoras producen primero muchos seres unicelulares,
que, cosa rara, se parecen a animales de estructura muy sencilla, las llamadas amibas. Cada uno
de estos seres lleva al principio una existencia independiente, hasta que todos, como a una orden,
se reúnen en un conjunto, el verdadero mixomicetos, que forma a su vez células reproductoras,
con las cuales vuelve a empezar el mismo ciclo.
Muchos organismos unicelulares viven siempre dentro de asociaciones orgánicas, las llamadas
colonias celulares. En muchos de estos casos se trata verdaderamente de colonias, integradas por
agrupaciones de seres aislados. En otros casos se han diferenciado ya las células independientes
de tal modo, que sólo son partes subordinadas del todo superior, del que forman parte pudiendo
vivir y reproducirse ya sólo en él. Esto se manifiesta exteriormente por existir entre ellos una
división del trabajo de tal naturaleza, que las fuerza a poseer una estructura en consonancia con
la índole de su función. Algunas se han convertido sencillamente en células reproductoras puras,
otras en fagocitos. El tránsito de la independencia a la subordinación es tan sencillo, que muchas
veces no es posible ver si unas células deben considerarse aisladas o como miembros integrantes
de una totalidad vital superior. Pueden interpretarse tales fenómenos en el sentido de que en
aquellas regiones de la vida no se conocen límites estrictos de esa clase.
El mismo proceso que ha producido aparentemente en el plano de la vida unicelular seres
pluricelulares, se ha repetido varias vetes en el reino de los organismos pluricelulares, es decir, en
un nuevo plano. Especialmente en el mar, se han reunido muchos zoófitos fijos para formar los
llamados troncos animales. Los seres independientes de un tronco animal se reproducen por
gemiparidad, conservando siempre la unión corporal entre ellos. Esto hace que, como en los
corales, se formen a veces colonias muy ramificadas, donde cada pólipo lleva aún una vida propia,
aunque esté en continua endósmosis con los otros pólipos. Desde estas sociedades de seres hasta
los organismos cerrados e indisolubles, donde cada animal independiente sólo debe realizar un
trabajo muy limitado, hay varios grados intermedios. Entre estos organismos de ordenación
superior están, por ejemplo, algunos celentéreos, como los sifonóforos, que se hallan en el
océano. Cada uno de sus «tallos» parece ser un organismo independiente provisto de múltiples
órganos y que posee, además de órganos para comer y digerir, otros especiales para el tacto,
vejiga natatoria y dispositivos para coger las presas y para otros fines. Durante mucho tiempo se
han considerado estas formas vitales como organismos de estructura diferencial en el sentido más
estricto de la palabra. Pero, relativamente tarde, se vio que en realidad se componen de muchos
seres independientes que realizan funciones muy limitadas en beneficio de la totalidad y que más
que seres son en realidad verdaderos «órganos». Estos y otros conocimientos de la estructura
escalonada del mundo orgánico se deben en su mayor parte a las investigaciones de Ernst
Haeckel. Aunque las interpretaciones filosófico naturales de este gran investigador han sido
superadas, sin embargo vio claro, aunque sólo al principio, los problemas esenciales de la
investigación de la vida. También las colonias de pólipos que acabamos de describir son un
ejemplo, entre otros análogos, de cómo en todas las partes del reino vital la pluralidad es al mismo
tiempo unidad y la unidad pluralidad.
Una unidad vital, semejante a la que posee un individuo de orden superior también, puede darse
cuando los individuos no se han fusionado hasta formar un todo corporal. Entonces se presentan
como individuos independientes separados unos de otros, aunque — a semejanza de las células
de un organismo superior — sólo son capaces de actividades bien determinadas y nada más tienen
sentido dentro de la unidad vital superior de que forman parte. Esto sucede mayormente con las
llamadas sociedades de algunos insectos que se parecen mucho más a aquellos organismos
superiores de que acabamos de hablar, que a simples agrupaciones animales (por ejemplo a los
rebaños). Sus habitantes se dividen en «castas» de estructura diferente las cuales deben realizar
trabajos distintos dentro del todo social que integran. Fuera de esta unidad vital superior acaban
por perecer todas más o menos tarde, y son incapaces ellas solas de conservar su especie. Todas
las facultades e instintos que conserva, por ejemplo, la hembra solitaria de las abejas o de las
avispas, están distribuidas en diferentes seres aislados. Cuando más completo es el desarrollo
social, tanto más avanzada está esta especialización y, por tanto, más dependientes son todos sus
individuos. Este desarrollo se corresponde completamente con la evolución que se produce de la
alga unicelular a las colonias, y podemos decir que dentro de todos los organismos. En todos los
casos se ha incorporado una pluralidad de unidades vitales, antes libres y completas, a una unidad
superior.
Este paralelismo general significa algo más que una simple analogía externa. Se puede seguir en
muchos detalles sorprendentes. Aquí sólo describiremos brevemente algunas de estas
coincidencias y es que cuando un órgano no puede realizar su rendimiento normal, se encarga el
mismo organismo de restablecer el equilibrio perturbado de la mejor manera posible. Lo mismo
sucede también en las colonias de insectos. Si, por ejemplo, muere la reina, se le busca una
sustituta entre las larvas; de trabajadoras. Lo mismo se hace cuando se forman artificialmente
sociedades, en las que faltan determinadas clases trabajadoras. Las «castas» de una colonia de
insectos pueden compararse con sistemas orgánicos. Los insectos aislados son las células del
organismo y así como los seres pluricelulares se reproducen mediante unas células especiales, las
llamadas células sexuadas, o bien se multiplican en otros casos por gemiparidad o división, de
análoga manera se reproducen también las sociedades de insectos mediante algunos animales
sexuales, a costa de la diferenciación de todo un pueblo (como los enjambres de abejas) o
formando otras asociaciones que, unidas al principio con la colonia madre, se separan más tarde
de ella. Y así como en un caso no representa la unidad la célula suelta, sino todo el organismo,
fundamento de la existencia de la especie, así también no es el insecto, en el otro caso, el que
integra la unidad, sino la sociedad conjuntamente considerada.
En este aspecto, tiene asimismo importancia el hecho extraordinariamente extraño de que sólo
los animales de las colonias de insectos aptos para la reproducción son capaces de transmitir a
una parte de sus sucesores propiedades, que ni ellos ni sus antecesores poseyeron nunca, a saber:
las facultades de organización e instintos de esas «castas», que no se han formado hasta
desarrollarse plenamente la vida social y que son incapaces de transmitirse por sí mismos. De la
misma manera está sin explicar hoy día el «cómo» de la formación externa de las castas. Sólo
podemos comprobar que su presencia responde a la misma lógica interna que rige todas las
adaptaciones de los organismos a las condiciones vitales especiales, impuestas por el interés vital
de la especie. Esto concuerda con el hecho de que en especies muy distintas de insectos se han
formado las mismas castas, cuando el desarrollo de la vida social ha alcanzado el mismo grado.
Estos fenómenos nos llevan también a la conclusión de que las estructuras vitales de aquellas
“sociedades» son esencialmente iguales a las estructuras vitales de los organismos pluricelulares.
Así, pues, es igualmente posible una unidad orgánica cuando no existe una «unión corporal de las
partes» (es decir, lo que llamamos en general un «organismo»). Esta afirmación parece
contradecir toda nuestra habitual forma de pensar. Pero pierde mucho de su aparente paradoja
si recordamos que, en realidad, no existen cuerpos compactos, como nos hacen creer nuestros
sentidos. Estos no son más que espacios vacíos en los cuales giran algunos átomos, unos lejos de
otros, como soles en el Universo. Esto nos permite aceptar en consecuencia que la simple unión
de partes no constituye la esencia de la unidad biológica.
Cada ser aislado es, en otro sentido, miembro de una unidad superior no corporal, que une su
existencia con la existencia de otros seres aislados antes de él, con él y después de él. Esta unidad
superior forma la totalidad vital súper-temporal de la especie. Vive en cada ser aislado, determina
su actuar y le da forma. El individuo biológico está así al servicio de fines superiores a su propia
existencia, que dominan a ésta y determinan su ritmo.
Esto se ve bien claro cuando un solo ser recorre diferentes grados evolutivos, como sucede, por
ejemplo, con muchos parásitos. En cada fase es un ser completamente distinto, que vive asimismo
en un ambiente muy diferente. Entonces tiene que cumplir dentro del ciclo vital de la especie sólo
una misión bien precisa, verbigracia, la de buscar otro animal y hacerse llevar por él a un sitio
determinado, donde de la «larva» puede salir la forma capaz de reproducirse.
Un ejemplo de esto lo constituye el proceso evolutivo de determinadas especies de coleópteros,
cuyas larvas viven como parásitos en las celdas de las abejas silvestres. Estas celdas parecen
muchas veces una pequeña fortaleza rodeada por enemigos de todas clases. La hembra del
coleóptero no conseguiría nunca penetrar en ellas, para colocar allí sus huevos. Sólo las larvas lo
consiguen por medio de una astucia. Salen del huevo en cualquier lugar, por ejemplo, en el suelo;
luego se suben a las flores y esperan allí sin comer hasta que consiguen agarrarse a una
determinada clase de abejas. Una vez conseguido esto-¿cuántas larvas morirán sin haber
cumplido siquiera esta primera etapa hacia su fin? —, se dejan llevar por la abeja a su colmena.
Allí se dejan caer en una celda encima de un huevo de abeja, que se comen. Pero si caen en la
pegajosa miel que llena la celda, se ahogan. Luego se convierten en otra clase de larva, cuya
estructura le permite nadar en la papilla alimenticia que va consumiendo poco a poco, hasta
acabar transformándose en crisálida. La vida de esta y otras especies, que viven en condiciones
difíciles parecidas, parece un viaje de aventuras.
A pesar de ello, todas sus fases están fijadas y determinadas con toda precisión. A cada fase le
corresponden unas transformaciones tanto de forma como de impulsos. Ninguna de estas fases
tiene un valor propio. Cada una de ellas sólo posee una importancia puramente funcional: en el
fondo, no es nada más que un medio con el cual trata de alcanzar el fin de la especie.
Estos seres cuya existencia corre tanto peligro ponen cada vez enormes cantidades de huevos. De
esta manera existe la posibilidad de que una parte de los sucesores consiga el fin de la existencia
de todos reproduciéndose a su vez. Así se comprende también que las larvas de algunos insectos
no tengan otra misión que la de multiplicarse por división. En su cuerpo se desarrollan muchas
hijas que se comen a su madre desde dentro. Estas formas de desarrollo son al mismo tiempo
nodrizas de la especie. Y es que lo que en el espacio y el tiempo nos parece un ser aislado, no es
en realidad más que un miembro de una unidad superior, que le da forma y vida.
También en otros muchos casos existe una diferencia tan grande entre la larva y el animal capaz
de reproducirse, que nadie que no lo supiese ya creería que uno de esos seres es un grado anterior
de los otros. Piénsese en el gusano y la mariposa. A veces pasan varios años durante los cuales va
creciendo lentamente una larva. Su único objeto consiste en comer casi sin interrupción. Por fin
está en condiciones de convertirse en crisálida. Si de la crisálida sale el insecto, se habrá
conseguido el objetivo de un largo desarrollo. Entonces se observa algo extraordinario. Este
insecto sólo vive pocos días, a veces unas pocas horas. Muchas veces ni siquiera se alimenta, sino
que vive durante el poco tiempo de que dispone de las substancias que tiene en su cuerpo. Su
única misión estriba en reproducirse. Una vez conseguido esto, cae para morir. A esta clase de
seres se les concede un plazo algo más largo cuando ha de preparar la cuna y alimento para sus
sucesores. Esto lo hace en general la hembra. El macho muere, en cambio, inmediatamente
después de la boda. La hembra está destinada a veces a morir al poner los huevos, porque ha de
colocarlos en un ambiente en el cual no puede ella vivir. La ley de la especie, que domina todo su
ser hasta lo más íntimo, es más fuerte que el impulso por conservar la propia existencia. Pero si
este ser pasajero no consigue reproducirse durante el poco tiempo de que dispone, entonces
puede suceder que continúe viviendo, para reproducirse dentro de un año y morir luego. Así son
los seres de la Naturaleza en todas y cada una de las especies.
Esto se manifiesta sobre todo cuando tratamos de fundamentar y comprender aquellos procesos
que tienen una importancia vital para conservar y asegurar la especie. Nos referimos a los
llamados instintos. Su curso externo parece obedecer muchas veces a un proceder racional
emprendido por conocer perfectamente el fin y los medios necesarios. Frecuentemente se
comportan los individuos de manera tan compleja que, caso de suponerlos racionales, sería
necesario admitir una inteligencia igual a la de la mayor parte de los hombres. Este hecho ha
inducido a que algunos benévolos observadores de la vida animal (Alfred Brehm, por ejemplo),
humanizasen casi completamente a los animales y atribuyesen sus acciones a motivos bien
conocidos por nosotros.
La característica de las acciones instintivas consiste en que se efectúan sin tener en cuenta la
finalidad que se persigue con ellas. Ni se aprenden ni se fundan en la experiencia, que no puede
modificarlas mucho. El ser las posee desde su nacimiento y para todo el curso de su vida y cumple
con ellas una misión superior. Pero esto no quiere decir que esos seres instintivos sean como
autómatas, como se ha afirmado a veces. Cuando decimos que los instintos son «heredados»,
admitimos una palabra que no aclara nada en verdad. Sólo profundizando mucho en el proceso
vital podremos comprender de verdad las acciones instintivas.
Como en otras ocasiones, también aquí es conveniente examinar primero ciertos casos extremos,
que presentan puro y sin falsificar lo esencial de aquellos procesos. Entre los insectos se
encuentran animales con instintos muy destacados, lo que se debe, sin duda, a que dentro del
corto tiempo de su existencia sólo los instintos infalibles y seguros pueden conducirles a un fin,
pues muchos de estos pequeños seres tienen que realizar trabajos difíciles para asegurar la
existencia de la generación siguiente. Es sorprendente cómo proceden para encontrar el sitio
adecuado para sus huevos. ¿Cómo sabe la mariposa que su gusano sólo puede alimentarse con
las hojas de una planta determinada, que escoge entre muchas otras? ¿En qué experiencias se
funda para saber que ha de poner los huevos en un lugar protegido de la lluvia y de las influencias
atmosféricas? Frecuentemente construye también la hembra una artística cuña para sus
descendientes, abasteciéndola de provisiones. Para ello utiliza siempre el mismo material que
todas las generaciones anteriores, lo prepara artísticamente y asegura también la construcción
por procedimientos refinados. No puede saber por experiencia dónde ha de buscar el material y
cómo debe trabajarse. Algunos insectos parece que sigan leyes matemáticas cuando construyen
las cunas para sus crías. Así fabrican los pequeños gorgojos una especie de bolsas de hojas, donde
ponen sus huevos. Estas bolsas están tan bien hechas, que, requiriendo un trabajo mínimo por
parte de la hembra, son de la máxima resistencia y aseguran, además, a las larvas una
alimentación suficiente. También los panales de las abejas son maravillosos, pues aprovechan de
una forma muy completa el espacio del interior de la colmena, utilizando la mínima cantidad
imaginable de material. Todas estas construcciones complicadas se hacen desde un principio con
gran precisión sin que estos seres tengan un patrón por el cual regirse.
Ciertas clases de avispas introducen en sus celdas otros insectos como alimento para su cría. Como
las larvas de avispa sólo comen alimento fresco, tienen que introducir sus víctimas en las celdas,
las cuales no deberán moverse, para no matar a las delicadas larvas. Por eso paraliza la avispa
hembra a su víctima mediante picaduras, que tocan determinados centros del sistema nervioso
con toda precisión. Cada una de estas clases de avispas está especializada en víctimas diferentes,
y por eso emplea siempre una técnica de ataque especial. Cuando una avispa de esta clase se
encuentra por primera vez con su víctima procura inmediatamente que no pueda defenderse y
dirige sus pinchazos con toda justeza y con gran rapidez hasta inmovilizarla. Algunas clases utilizan
unos «masajes» especiales, con los que paralizan por unos momentos a su víctima, de modo que
no ofrezca resistencia a ser transportada al nido. Todo esto da la sensación de que la avispa
conoce la estructura y las costumbres de su víctima. Sin embargo, muchas veces ni siquiera la ha
visto hasta entonces y no ha presenciado nunca cómo otras avispas atacaban a un insecto igual.
Este conocimiento, pues, es innato.
Al lado de las acciones instintivas se hallan las situaciones especiales. Muchos experimentos han
demostrado que estos animales, que realizan acciones instintivas con sorprendente facilidad,
fracasan de repente cuando tienen que modificar ligeramente sus actos por hallarse en
condiciones algo distintas de las habituales. Es verdad que los animales aislados no necesitaron
aprender estas acciones, pero tampoco son capaces de modificar su curso siguiendo en cada caso
un comportamiento racional.
En los instintos no es, en realidad, el ser aislado el que actúa, sino la especie, que lo utiliza como
medio e instrumento. Los instintos sirven de guía cuando está en juego su conservación. Entonces
se manifiesta siempre con impulso arrollador la unidad vital individual de la especie, incluso en
los seres aparentemente aislados. Por eso, si calificamos los instintos de un «conocimiento de la
especie», no pretendemos dar con ello una «explicación», pero es la palabra más adecuada a las
observaciones que nos permite la experiencia. Entre paréntesis, debemos decir que sucede algo
parecido y en mucha mayor escala con las leyes estrictamente exactas de la Física. La Astronomía
puede calcular con toda exactitud los movimientos de los cuerpos del Universo, sin “explicarlos»
en realidad». La esencia de la fuerzas que causan estos movimientos, como la «gravitación» o la
«fuerza de atracción», continúan siendo una equis desconocida y, tomándolo con todo rigor, una
magnitud mítica.
En algunos grupos del mundo animal, como en las asociaciones emigrantes, se manifiesta la
unidad vital de la especie, por lo menos temporalmente. Entonces actúa como espíritu colectivo
que guía toda acción de los seres aislados del grupo. Pero de eso ya hablaremos más
detalladamente en el párrafo siguiente de este capítulo. Los seres de la Naturaleza están
recogidos durante toda su existencia por las realidades súper-individuales, que forman su
organismo e indican la dirección que deben seguir sus impulsos.
Casi todos los intentos hechos para comprender la esencia de la unidad vital súper-individual, la
«especie» han tratado hasta ahora de investigar el tipo morfológico, sobre el cual se basan todas
sus modificaciones. Al parecer, resulta que todos los órganos de una forma vital, así como ésta en
su totalidad, son la expresión inmediata de sus instintos e impulsos. Ambos, es decir, lo interno y
externo, se corresponden completamente. Desde este punto de vista, son lo mismo el alma
instintiva y la forma encarnada en una determinada estructura orgánica. Dicho de otra forma: se
basan en una raíz primitiva común. Para que lo veamos otra vez con toda claridad en un ejemplo,
recordemos las larvas de los parásitos que dentro del ciclo evolutivo sólo tienen que realizar cada
vez un trabajo bien delimitado. Sus impulsos sólo conocen este trabajo único como fin. También
la estructura de su cuerpo, actuando en cierta manera como instrumento único, le permite
conseguirlo. La ley del medio ambiente del biólogo Jakob v. Uexküll se refiere a algo parecido.
Dice que en la vida interna de cada animal sólo se halla aquello que tiene importancia para su
existencia vital. Sus órganos corporales, como manifestación de sus necesidades vitales (y por lo
tanto de su ser primitivo), son los únicos que están en relación con las cosas del mundo externo.
Así como las formas de la vida parecen inmodificables a nuestras miradas limitadas, también lo
parecen los instintos. Pero el desarrollo de ambos ha coincidido. De esta forma llegamos a la
conclusión de que el enigma de los instintos y de su desarrollo tiene la misma importancia que el
secreto de la formación de formas orgánicas. El problema de los instintos roza así con el secreto
de toda vida.

En este punto nos encontramos ante la siguiente cuestión: ¿Qué significado tiene en la totalidad
de la Naturaleza la unidad vital «especie», que se manifiesta con una estructura particular, en los
instintos e impulsos? ¿Consiste en una realidad esencial, no ligada al espacio ni al tiempo, es decir
en un fenómeno primitivo, que no es posible desviar — aunque las especies y clases pueden
haberse formado también con el tiempo — o bien es sólo una forma del gran río de la vida, una
onda en su superficie, que se disolverá nuevamente en otras formas, lo mismo que procede de
otras? La teoría naturalista se divide en dos caminos al contestar a esta cuestión.
Sucede aquí algo parecido a lo que con la lucha entablada alrededor del llamado problema de los
universales sucedió en los pasados siglos. Una parte veía en los conceptos generales (universales),
dentro de los cuales incluimos varias formas parecidas, únicamente «nombres», es decir
abstracciones, que no responden a ninguna realidad verdadera: esta teoría se llamó nominalismo.
La otra parte veía dentro de los conceptos generales realidades, que tienen también existencia
fuera de nuestra mente: se llamó realismo, ya que dotaba a aquellos universales de existencia
real. Hoy día, nos referimos con el nombre realismo a un concepto contrario: más bien significa
en el sentido filosófico de la palabra un punto de vista idealista. Esto muestra cómo cambia con
el tiempo el significado de algún concepto fundamental de la Filosofía. El llamado realismo se
presentó de nuevo en dos formas distintas: una rígida, que concedía existencia propia a lo general,
aun independientemente de las cosas, y otra intermedia, que consideraba que lo general se daba
en las cosas y con las cosas. Una forma del realismo debe equipararse al platonismo puro, la otra
a la doctrina de Aristóteles, cuya, entelequia actúa como principio formativo en los fenómenos.
El nominalismo ha preparado el camino a la investigación de las ciencias naturales, que se basaba
en la experiencia pura y que empezó lentamente en el Renacimiento. Ha contribuido a vencer
algunas ideas que habían limitado e impedido hasta entonces una investigación de esa clase. Claro
que esto fue a costa de perder para mucho tiempo el conocimiento de la dimensión de
profundidad de toda realidad de la Naturaleza. Esta contraposición entre nominalismo y realismo
se repite desde entonces hasta ahora con múltiples variantes. En la interpretación de la
Naturaleza conservan ambas posiciones hoy día la misma actualidad. Esto se ve especialmente en
la posición que ocupan respecto al problema que tratamos aquí.
Planteemos la cuestión referente a la verdadera esencia de la «especie”, es decir, respecto a la
unidad vital súper-individual ¿Es verdaderamente posible la reducción de todas las formas
particulares y sueltas del mundo vital a algo elemental y simple y explicar a la vez su formación
por el resultado de muchas causalidades juntas? Esta fue en el fondo la opinión de la mayor parte
de los biólogos desde Darwin hasta casi nuestros días. Antes de él, había sido distinto. Los grandes
sistematizadores del siglo XVIII y de la primera mitad del siglo XIX, no pretendían en manera
alguna, como se ha afirmado más tarde, desconociendo por completo sus fines, describir y
registrar únicamente todas las clases de animales y plantas e incluirlas en un sistema teniendo en
cuenta sólo las características externas. Su verdadero fin consistía más bien en averiguar los
grandes planos de construcción del mundo orgánico, que se manifestaba en sus múltiples formas
y conocer, además, la manera en que las formas vitales se ordenaban dentro de un sistema
natural. Lo que en este sentido se llamaba entonces parentesco natural no quería significar origen
común, sino que se refería a un parentesco interno. Aquellos sistemas de los reinos animal y
vegetal querían reproducir el orden interno intemporal-estático de los grandes tipos de la vida, a
semejanza de lo que ocurre en los cristales, en los cuales no cabe pensar que proceden unos de
otros. Cada uno de estos tipos fundamentales — comparables a las ideas de Platón — se
transformaba de diversas maneras a través de gran número de clases, lo mismo que sobre un
tema musical fundamental pueden hacerse múltiples variaciones. Esta interpretación no tiene,
pues, nada que ver con un parentesco genealógico.
Todas las unidades sistemáticas superiores de la Naturaleza poseen, según esta concepción, una
existencia en sí y al mismo tiempo una realidad metafísica. El desenvolvimiento del ser y su muerte
en el tiempo es, según esto, la expresión de potencias naturales perseverantes y encerradas en
él, las cuales, aunque se dan en el tiempo y en el espacio, no están sometidas a ningún cambio.
Un gran naturalista de aquel tiempo, Karl Ernst von Bauer, comparó en este sentido cada forma
vital con una melodía compuesta de una serie de tonos, pero que obedece siempre a una unidad
interna.
La ley de la herencia trajo aquí un cambio completo de ideas. En ello influyó menos su hipótesis
fundamental (que decía que las especies y clases de animales y plantas pueden cambiar) que la
forma en que se impuso. Este proceso no tiene un fin en sí, según las teorías de Darwin y de
Lemarck. Su dirección está indicada más bien por causas externas, cuya coincidencia y acción
desordenada da forma al material «vida» indefinido y en cierto modo desprovisto de cualidades.
La formación de las estructuras vitales y su adaptación se debe, según Darwin, a que las
modificaciones que en la «lucha por la vida» han resultado ventajosas se van conservando y
perfeccionando cada vez más a través de las generaciones. Con ayuda de esta teoría de la
«selección natural», creía poder explicar la multiplicidad de formas vivas y también sus muchas
adaptaciones. Claro que Darwin supuso previamente la existencia de los grandes tipos
fundamentales del reino orgánico, pues admitía que probablemente habían sido creados algún
día. Haeckel fue el que primero llevó a las últimas consecuencias esta interpretación de la
naturaleza orgánica, diciendo que todas sus formas procedían de una raíz, de una gelatina
completamente indiferenciada que, bajo las influencias del medio ambiente, había ido
dividiéndose en una pluralidad de seres. Esto constituía entonces una intuición arriesgada, genial
a su manera, que Haeckel trató de confirmar con una serie de hechos. Pero, aparte de que muchas
de las «pruebas» aportadas por Haeckel resultaron más tarde no ser sólidas, adolecía este
investigador del defecto de no profundizar en el sentido filosófico del problema que es lo que
importaba (la unidad del mundo de lo orgánico).
De la misma manera veía Lamarck en las formas orgánicas el resultado de la influencia del medio
ambiente, aunque de manera muy diversa. Se fundaba en el hecho de que el uso fortifica el
órgano, y la falta de uso lo atrofia. Es conocido su ejemplo de la jirafa, que tiene ese cuello tan
inmensamente largo porque sus antepasados se vieron obligados en épocas de sequía a buscar
con grandes esfuerzos las últimas hojas de los árboles para no morir de hambre. En este ejemplo
se ve, de manera muy exagerada, cómo se figuraba Lamarck que se habían producido las formas
vitales y sus adaptaciones. Esta teoría corresponde mejor a la esencia de lo vivo que a la ley de la
selección de Darwin, ya que atribuye más importancia a la actividad del organismo, en el que
reside la esencia característica de toda vida. (En el nuevo Lamarckismo se intensifica aún más esta
facultad auto formativa.) Actualmente se considera débil este punto — aunque Lamarck lo
conceptuaba como muy natural, por suponer que estas adquisiciones individuales pueden
transmitiese a los sucesores —, pues los estudios actuales sobre la herencia han demostrado que
no acontece así.
No diremos si el darwinismo y el Lamarckismo tienen razón dentro de ciertos límites. Ambas
teorías coinciden en reconocer existencia independiente a las unidades vitales súper-individuales,
que por lo tanto carecen de una verdadera realidad. La vida hubiese podido adquirir, según ellos,
bajo otras condiciones, formas completamente distintas. Por eso opinaba con mucha lógica el
darwiniano y nominalista Haeckel que en la Naturaleza no existían en realidad las especies y
clases. Se declaró este último partidario de «nombres» solos, bajo los cuales agrupamos gran
número de seres-semejantes. Así dio forma una opinión que comparten actualmente, consciente
o inconscientemente, todos los partidarios de la ley del desarrollo mecánico. Según esta
concepción, se han ido diferenciando poco a poco las formas vitales, debido únicamente a
influencias del mundo exterior. Se supone como una cosa muy natural que los grandes tipos
fundamentales del reino orgánico (y también todos los subgrupos correspondientes) han debido
de estar ligados unos con otros a través de una serie ininterrumpida de formas de transición,
aunque la mayor parte de ellas se hayan extinguido actualmente. Esos investigadores no se
preguntan si existieron realmente alguna vez en la Tierra esas formas transitorias. Parece que
sólo se trataba de encontrar huellas en los estratos geológicos de épocas pasadas.
Estas hipótesis, comunes a casi todas las teorías biológicas de las últimas generaciones, han
determinado el concepto que tenían de la Naturaleza. En esta uniformidad de rasgos y opiniones
de casi todas las interpretaciones vitales — los contemporáneos mismos no se daban apenas
cuenta de ello — se pierde de vista la importancia de las diferencias anteriores, por las que un día
se luchó tan acaloradamente. Hoy se prepara un nuevo cambio, parecido al que han sufrido
algunos conceptos fundamentales de la Física de que ya tratamos (véase pág. 27). Hace unos
decenios, se consideraba casi un dogma que todas las modificaciones de la Naturaleza tenían lugar
lenta y continuamente. ¿Era la vida — así se creía — una excepción a esta regla? Las premisas
desde las cuales formulamos esta pregunta, han cambiado sin embargo, desde que sabemos que
también el mundo inorgánico procede por «saltos» y que los cuerpos físicos no toman o
desprenden continuamente energía, sino en determinadas cantidades, que son siempre múltiplos
de una suma fundamental. Estos procesos, que pueden medirse con toda exactitud, se basan
probablemente en procesos intermitentes de las partículas elementales. Algunos resultados
obtenidos en las investigaciones confirman al parecer los mismos hechos. Así ha tenido que
reconocer la Paleontología — ciencia que investiga los restos de formas vitales pasadas — que no
se encuentran verdaderas «transiciones» entre los grandes grupos del mundo orgánico.
Continuamente se ha demostrado, al hacer un examen detallado de los hallazgos donde se vieron
por primera vez estas formas transitorias, que en realidad eran especialidades unilaterales. Claro
que es un hecho comprobado el que los tipos de estructura orgánica llamada superior han
aparecido más tarde en la Tierra que las llamadas formas inferiores. La sucesión temporal que
esto exige responde en general también a la idea que se tiene del proceso genealógico. Parece
que concuerda con el hecho de que todos los tipos vitales básicos, se den primero en formas muy
sencillas e indiferenciadas. Pero al mismo tiempo se ha impuesto la opinión de que sus
representantes más sencillos y primitivos no tienen, al parecer, ningún parentesco íntimo con
otras estructuras vitales, que existían ya antes de ellas. Los tipos fundamentales se presentan,
pues, casi de repente. Dentro de estos grandes grupos se encuentran, sin embargo, con frecuencia
transiciones, que unen las diferentes formas casi sin dejar espacios intermedios. Un ejemplo de
esto lo dan, no sólo los ungulados, sino también muchos otros círculos de parentesco. La
formación de las diferentes clases y la de las unidades sistemáticas superiores parecen seguir por
lo tanto reglas completamente distintas. Las investigaciones sobre la herencia parecen confirmar
esto. Hay muchos indicios que demuestran que la transformación de todo el tipo no ha tenido
lugar lentamente, sino de un modo esporádico.
Los resultados de las investigaciones paleontológicas demuestran que es casi probable que los
grandes tipos vitales fundamentales no derivan unos de otros, como habían supuesto las leyes de
la herencia del siglo pasado. Como ciencia natural pura, sólo puede afirmar esto. Pero los
conocimientos adquiridos demuestran que las fuerzas formativas racionales, las llamadas
«entelequias», han tomado cuerpo en los tipos fundamentales del mundo orgánico. Entonces
podría suponerse que los troncos vitales que aparecieron tarde habían existido también antes
bajo otra forma en la Tierra. Todo tipo orgánico no sería, entonces resultado del proceso en el
tiempo, sino un fenómeno primitivo que sólo se manifiesta bajo esos procesos formativos.
Otra hipótesis de la ley de la herencia era que las familias que aparecían relativamente tarde en
la historia de la vida eran más perfectas que las antiguas. La «perfección» se equipara entonces
completamente con utilidad y facultad de conservación: no se conocía otro concepto de
perfección. Esto quiere significar que la ley de la herencia obedecía a un proceso «que sólo se
guiaba por la utilidad. Pero al profundizar más en los procesos vitales se ha visto que precisamente
bajo el punto de vista de la utilidad no puede hablarse de un «desarrollo más avanzado». Los seres
unicelulares de una gota de agua están tan perfectamente adaptados a sus ambientes como
cualquier organismo pluricelular, como cada mamífero al suyo. El mismo resultado se obtiene al
comparar entre sí cualquier otro grupo del reino animal y del vegetal. Todos tienen una estructura
conveniente. Sólo los medios de qué se sirven, para asegurar su existencia, son diferentes en cada
caso. Pues en él reino orgánico, por ejemplo, presenta diferentes formas orgánicas que se
desenvuelven paralelamente unas al lado de otras. Así, la familia de los insectos ofrece un
principio completamente distinto de estructura viva que el que rige la estructura de los
vertebrados: principio que ha determinado a su vez todas las diferencias que en la forma de vivir
de estas dos familias orgánicas se dan. Aun desde el punto de vista del vitalismo, que no concede
a la vida sino cierta actividad y la facultad de la auto-estructuración, es incomprensible que el
mundo orgánico se haya desarrollado dentro de una serie escalonada de diferentes estructuras,
las cuales, aunque necesitan la existencia de otros seres para poder subsistir, no proceden unas
de otras. Así nos vemos obligados, al parecer, a admitir la existencia de fuerzas formativas, que
no pueden comprenderse ni bajo el punto de vista de un objetivo o de una utilidad ni bajo
cualquier concatenación causal del proceso natural.
El punto de vista utilitario que Darwin y Lamarck, así como después de ellos otras generaciones
de naturalistas, atribuían a las formas orgánicas, ha demostrado ser insuficiente para explicar la
multiplicidad de formas, clases y subclases. Esta multiplicidad es mucho mayor que la diversidad
de condiciones de vida en nuestro planeta. Particularmente instructivas fueron las investigaciones
llevadas a cabo sobre la multiplicidad de formas de la vida vegetal hechas por el botánico Göbel.
El examen llevado a cabo en varios grupos del mundo animal dio el mismo resultado. Esa
suntuosidad de formas hace presumir que todo lo vivo está regido por una especie de impulso
formativo sin objetivo alguno y que se manifiesta en muchos fenómenos, que llamamos «formas
artificiales de la naturaleza». Esto no quiere decir que la finalidad no nos sirva muchas veces de
clave para abrir el camino que nos lleve a comprender muchas particularidades de organización.
Muchas de estas particularidades sólo pueden comprenderse como adaptaciones, impuestas por
el ambiente en que viven.
Tenemos que establecer la diferencia entre dos cosas: entre características propias del tipo como
tal y adaptaciones producidas fuera del campo de aquél, las cuales modifican este tipo de diversas
formas y lo transforman externamente. Por lo demás, se ha visto que precisamente las
características de adaptación que han seguido durante largo tiempo una forma vital pueden
acabar, tarde o temprano, por ser la causa de su destrucción, pues si las condiciones vitales varían,
las clases muy diferenciadas no son capaces de adaptarse a las modificaciones que se producen.
Esas formas vitales se manifiestan entonces como verdaderos «callejones sin salida de la
naturaleza»: el apartarse de su estructura franca les fue fatal, como ya hemos dicho. Esto
concuerda con el hecho de que, especialmente las clases muy diferenciadas de los grupos
orgánicos, han ido desapareciendo a través de la geología, mientras que otras, que habían
permanecido sencillas e indiferentes, es decir, que habían conservado su tipo fundamental
relativamente puro, han podido persistir a través de muchas edades geológicas, algunas desde los
tiempos más remotos. Esta es la ley del destino a la que se halla sometida toda la vida: perecer a
causa de haber conseguido una mayor originalidad y diferenciación.
La cuestión de si el desarrollo de la vida va a través de la geología desde lo imperfecto a lo más
perfecto, obtiene un sentido completamente nuevo, al no equiparar la perfección con la
adaptación biológica. Actualmente casi se ha olvidado ya mirar esta cuestión desde otro punto de
vista. De ser así, habría tal vez que preguntarse si la vida posee impulso interno que la lleva a
libertarse cada vez más del poder y coacción del ambiente biológico, que constituye el «mundo»
para los animales y las plantas. Para las formas vitales superiores, se va reduciendo el influjo de
este ambiente. El límite de un desarrollo así lo representaría el hombre: pues él es en sus últimas
posibilidades el ser más abierto al Mundo. La estructura gradual del mundo orgánico, donde en
sucesión temporal cada escalón es más perfecto que el anterior — un hecho que no encuentra
ninguna explicación desde puntos de vista puramente biológicos — tendría que forzarnos a
admitir que toda vida se realiza por medio de una entelequia.
Toda forma orgánica es, al fin y al cabo, algo más que un, simple producto de influencias del medio
ambiente y de adaptaciones a él. Aunque se suponga que la vida de la Tierra debe; considerarse
como una unidad genealógica, esto no quiere decir que sus formas las acuñase únicamente el
medio ambiente, es decir, que fuesen el resultado de numerosas causalidades, o bien que su
peculiaridad sea debida al hecho de haber introducido en el «material» que integran sus principios
esenciales y en el momento correspondiente una entelequia. En el próximo capítulo nos
ocuparemos aún de la cuestión referente a averiguar si una vez demostrado el desarrollo de un
ser en el tiempo servirá esto de verdadera «explicación» para conocer la esencia del mismo.
Prescindiendo de si toda vida procede genealógicamente, de una raíz, nos enseña la experiencia
que podemos sentar desde ahora que es una unidad en el sentido de que la multiplicidad de sus
formas se juntan continuamente para formar un conglomerado vital, es decir, una unidad
superior.
Cuando en la unidad súper-individual de la especie se da un todo súper-temporal, entonces se
juntan las especies en el espacio para constituir unidades vitales. Son sociedades ontológicas.
Cada ser aislado participa de ambas unidades vitales y es al mismo tiempo su punto de
intersección. La comunidad genérica y la comunidad vital son los grandes órdenes de la Naturaleza
dentro de los cuales se realiza la vida. Engloban todas las existencias aisladas que se extienden
más allá de los límites espacio- temporales.
Estas uniones en el espacio tienen a veces formas vitales tan ligadas la una a la otra, que se han
convertido en compañeras de destino que no pueden subsistir la una sin la otra. Hasta puede
suceder que se fusionen completamente formando un todo corporal. Otras comunidades vitales,
sin fusionarse, agrupan infinidad de clases, que dependen directa o indirectamente unas de otras,
tanto en el ritmo vital, como en las costumbres y en la estructura corporal. Estas extensas
entidades ontológicas engloban a su vez entidades más reducidas, sobre las cuales se estructuran.
Presentan, pues, una configuración interna que se parece a la de un organismo. Por eso pueden
compararse en cierta manera a los organismos de un orden superior. En un aspecto más amplio,
se nos presenta todo el reino orgánico como un todo que se divide en un número ilimitado de
círculos vitales, los cuales encierran las uniones más íntimas o entidades ontológicas más estrictas.
Todas estas conclusiones han ido confirmándose lentamente. Pero tal vez sería un error
considerar que únicamente esta unidad súper genérica de la vida, que ha adquirido forma en estas
conclusiones, es el resultado de una evolución en el tiempo. Al parecer, ocurre lo mismo en los
grandes tipos del mundo orgánico. El hecho de que sólo una unidad así fuese posible, ¿no querría
dar a entender que toda vida ha sido siempre, en el sentido más amplio, unidad, y que continúa
siendo siempre unidad, a pesar de todas sus transformaciones? Al final de este capítulo,
volveremos a tratar de esta cuestión.
Muchas entidades vitales de clases emparentadas entre sí y hasta muy distintas (las llamadas
simbiosis) han adoptado un carácter orgánico acusado. Muy raras son, por ejemplo, las uniones
de algunos cangrejos con determinados cnidarios, las llamadas actinias. Estos cangrejos esconden
su abdomen blando y sin protección en un caracol vacío, sobre el cual llevan esos animales
venenos que, sin embargo, no hacen daño al cangrejo. Los dos animales sacan provecho de esta
convivencia. El cangrejo se protege así del ataque de algunos enemigos. La actinia, que no puede
moverse del sitio y que, por lo tanto, tendría que esperar que el agua le llevase los alimentos,
recibe parte de la comida del cangrejo, teniendo así la vida asegurada. Esta comunidad entre el
ermitaño y la actinia es tan íntima en algunas clases, que sólo pueden vivir juntos, no siéndoles
posible una vida aislada. A veces lleva un cangrejo una actinia en sus tenazas. Estas tenazas tienen
ya una forma tal, que permiten que el pie de la actinia se pueda sostener bien. La estructura
corporal de esta clase de animales implica en este caso y en parecidos la existencia de otro ser y
no se concibe más que unida junto a él.
De la misma forma dependen unas de otras ciertas clases de flores e insectos. El color, aroma y
riqueza del néctar no son en general más que adaptaciones de las plantas a sus huéspedes que,
atraídos por estos elementos fecundan y llevan el polen de flor en flor. La constitución corporal
de estos insectos sobre ¬todo sus órganos bucales se adaptan a la forma de las flores que visitan.
Todo esto demuestra que los destinos de estas especies vitales están íntimamente encadenadas.
Este ajuste es a veces todavía más notable: entonces se da el caso de que las flores de una planta
sólo puedan ser fecundadas por una clase determinada de insectos, que a su vez sólo se alimenta
del néctar de los cálices de estas flores. En semejantes casos, la forma de la flor se ajusta
completamente con la forma corporal de sus huéspedes. Encajan unas con otras como la llave en
la cerradura, mejor dicho, como diferentes partes de un organismo unitario, -Las investigaciones
modernas llevadas a cabo en el terreno de la biología de las plantas han demostrado que la
estructura interna de las flores tiende a que los insectos se deslicen hasta donde puedan hacer la
fecundación. Algunas flores son verdaderas trampas que retienen a sus visitantes hasta que han
cumplido su misión y que no se abren de nuevo de por sí hasta que han conseguido su fin. La
misma adaptación sucede en los trópicos entre una clase de colibríes y determinadas flores. La
forma de la cabeza y pico, así como de su lengua se ajusta completamente a la estructura de estas
flores; pero la coincidencia entre las flores y sus huéspedes es a veces aún mayor; esto se ha visto,
por ejemplo, en experimentos hechos con abejas. Se vio que incluso puede acostumbrarse a las
abejas a alimentarse a determinados intervalos, dándose éstos exactamente a las mismas horas
del día, y así hay insectos que recuerdan las horas en que se les da el alimento, sean cuales sean,
presentándose en el comedero después de tres o cuatro horas. En este experimento se comprobó
que no es que la abeja recuerde el ritmo de veinticuatro horas por una percepción temporal, sino
que se guía más bien por el ritmo de su propio metabolismo, que, a diferencia de las especies
semejantes, transcurre dentro de un ritmo de veinticuatro horas. Pasa lo mismo con la vida de las
flores. Algunas no producen néctar en gran cantidad más que a horas bien determinadas. Y, para
poder coger la mayor cantidad posible de néctar, las abejas tienen que fijarse en los sitios donde
la encontrarán a determinadas horas del día. Este ajuste entre la vida de la abeja y la de las plantas
ha hecho que el ritmo vital de ambas coincida hasta en los procesos del metabolismo.
De entre el gran número de casos parecidos en que los insectos y las plantas se han convertido en
un todo biológico, citaremos aún la comunidad de destino entre una pequeña polilla de México y
la yuca, que es allí indígena. Ninguna de estas dos formas vitales puede vivir sin la otra y las dos
morirían al cabo de una generación si la otra desapareciese de la Tierra. Las flores de la yuca las
fecunda aquella polilla, y no de una manera involuntaria como sucede a veces a menudo, sino, al
parecer, con toda intención. La hembra de la polilla forma una bolita con el polen de la flor y
entonces vuela hacia otra flor para colocar en el cáliz sus huevos. Sube a la abertura del estigma
y esconde en ella su carga que ha llevado todo ese tiempo consigo. Entonces es cuando la flor está
verdaderamente fecundada, pudiendo desarrollarse el germen en su ovario. Pronto salen las
polillas de los huevos y se alimentan de la simiente. La relación entre el número de simientes y el
número de huevos que pone cada polilla es tal, que queda suficiente simiente sin devorar, para
que no se extingan, ni la especie de la yuca, ni la polilla. Algunos órganos de la polilla, que se han
transformado para poder formar la bolita de polen, se han convertido al mismo tiempo en órganos
de la yuca, ya que la fecundación de esta planta se debe exclusivamente a éstos.
La esencia de estas entidades ontológicas como unidades vitales súper-genéricas se traduce en
que cada uno de los seres que lo integran completa al otro en estructura corporal y en impulsos,
como si fuera parte de él. Son como las comunidades vitales de las colonias de insectos, que se
componen generalmente de seres aislados que no llegan a constituir una unidad corporal. Pero
ya dijimos que debemos librarnos del prejuicio de buscar unidades vitales de orden superior
donde únicamente existe una conexión corporal.
Pero también se dan entidades vitales súper-genéricas, que forman un todo corporal, Estos seres
dobles son, por ejemplo, los llamados líquenes, que se propagan por todas partes en los troncos,
en los bosques y en las piedras. Son la unión de ciertos hongos con algas inferiores, en el, que
cada parte provee de alimento a la otra, incapaz de conseguirlo y prepararle por sí misma. Estas
asociaciones, a veces indisolubles, son algo más que comunidades vitales, pues las dos partes han
modificado su forma y se han convertido en un todo que presenta nuevas cualidades que faltaban
al principio, tanto en los hongos como en las algas.
Este cambio de alimentos es también la base de otras asociaciones dentro del reino orgánico.
Muchas plantas superiores se han servido, por ejemplo de hongos para sus fines. Estos hongos
penetran en los tejidos radiculares de una planta huésped y extraen de ella su alimento. En
reciprocidad hacen llegar hasta las raíces el agua y las sales del suelo encargándose de hacer la
función de pequeñas raicillas y cumpliendo este cometido mucho mejor que ellas. En otros casos
estos hongos hasta digieren los alimentos para sus huéspedes. Muchas plantas sólo pueden
extraer las substancias nutritivas contenidas en el suelo por medio de estos huéspedes.
Aun es más raro, y no obstante se da, que los animales puedan formar unidad orgánica con
vegetales. Varios animales acuáticos albergan en su cuerpo algas inferiores. Son muy frecuentes
estas simbiosis con algas. Se encuentran en muchos animales unicelulares, pólipos, corales,
esponjas y gusanos frecuentemente, las algas se han fusionado por completo con el cuerpo de su
huésped, convirtiéndose en partes de éste, por lo que durante mucho tiempo se ha creído que
era así. Se hallan ya en los huevos o las células filiales (cuando la reproducción tiene lugar por
división). Estos animales no toman a veces ningún alimento, ya que las algas se encargan
exclusivamente de suministrárselo. A veces realizan también la función de órganos de secreción,
ya que con su actividad vital eliminan del cuerpo de su huésped los detritos. Estas algas se han
convertido ya en células, o en tejidos celulares a los que el organismo huésped les reserva una
región bien delimitada y un número constante.
Significación semejante tienen las llamadas simbiosis de bacterias de algunos insectos, que
investigó, sobre todo Paul Buchner. Puede decirse que en estos casos cultivan los insectos
determinadas formas de bacterias en órganos especiales para ellas, donde descomponen el
alimento ingerido de forma tal, que puede ser asimilado por él. A semejanza de lo que sucede con
las células generadoras del organismo animal, esas bacterias están dominadas completamente
por el cuerpo huésped. Así, abandonan en épocas determinadas los órganos dispuestos para ellas
y trasladan a los ovarios del insecto sus células reproductoras. Vemos con esto cómo las formas
vitales de muy distinta procedencia pueden fusionarse hasta formar un todo corporal y constituir
una unidad vital superior.
Entre estas simbiosis se encuentran muchas formas que tienden hacia un parasitismo, es decir,
hacia la explotación de un ser por el otro. Al parecer se han formado muchas entidades vitales
derivadas de estas explotaciones unilaterales. A veces se ha desplazado tanto al centro de
gravedad de los seres, que la que un día fue parte perjudicada se va convirtiendo cada vez más en
dominadora. Todo esto hace presumir, que las formas de convivencia de diferentes organismos
se basan en un fondo común. Ya hablaremos más extensamente de ello. Tenemos que recalcar
nuevamente aquí que, al parecer, es imposible establecer una diferencia precisa entre
comunidades vitales y grados de individualidad superior, siendo así que, fundamentalmente, pasa
lo mismo entre las agrupaciones de seres aislados de una misma especie y entre las
pertenecientes a especies completamente distintas.
La totalidad de los seres vivos se encuentra agrupada además bajo nexos mucho más complejos.
En este sentido, el reino animal y el vegetal forman una unidad vital. Aunque muchas de sus
especies se destruyen unas a otras y son hasta enemigas, sin embargo forman parte de una
agrupación vital, fuera de la cual no podrían subsistir. Una totalidad de esta clase se halla por
ejemplo, en el bosque. Sus árboles se quitan unos a otros luz y sustento, de forma que muchos de
ellos se atrofian y sucumben, pero sólo viviendo en contacto unos con otros es posible que por lo
menos puedan desarrollarse. Sólo la totalidad bosque protege al árbol aislado de las tempestades,
que acabarían por abatirlo tarde o temprano. Eso en el caso de que esa totalidad bosque no sea
un bosque artificial, sino que se componga de diferentes capas de matorrales y árboles de
diferentes clases y edades.
Sólo allí está estructurado el suelo de forma que ofrece a cada árbol el alimento que necesita.
Cada generación abona el suelo con sus cuerpos descompuestos y proporciona de esta manera el
material para que las generaciones futuras puedan subsistir. En este sentido actúan también
todos los arbustos, yerbas y musgos, que a su vez sólo pueden crecer a la sombra de los árboles
tejiendo allí una alfombra espesa y saturada de humedad, que moja continuamente las raíces de
los árboles.- Todas estas plantas grandes y pequeñas del bosque tienen un séquito de pequeños
hongos, bacterias y microorganismos, que viven de los restos de las primeras. Trabajan mano a
mano unos con otros hasta que los cadáveres de animales y plantas del bosque se convierten
nuevamente en tierra a la que los vegetales vuelven a convertir en tejidos orgánicos. Todos los
animales que habitan en el bosque se alimentan en última instancia de los vegetales del mismo.
Algunos de ellos ejercen continuamente su acción destructora. Pero dentro de la unidad vital de
un verdadero bosque esta destrucción no significa nunca un verdadero peligro para la
subsistencia. También ellos tienen su sitio y su importancia en él. Cuando atacan, por ejemplo, a
troncos viejos y podridos, no hacen más que dejar sitio para otros árboles. Sin ellos y el trabajo
de zapa de otras especies, que descomponen la madera, acabaría por ahogarse el mundo vegetal
bajo los restos de descomposiciones vitales. Cuando los parásitos toman demasiado incremento,
se multiplican también enormemente sus enemigos naturales, hasta volver a establecer, el
equilibrio. Tanto esta como aquella totalidad vital, tiene su centro de gravedad en sí mismas.
Todas las fuerzas que actúan en él concuerdan, unas con otras y cada perturbación de su armonía
interna puede equilibrarse por sí misma al cabo de poco tiempo.
Las comunidades de seres de la Tierra son, en el fondo, sociedades alimenticias donde, si bien es
verdad que la una vive de la otra, giran sobre sí. Todas las substancias que sus criaturas construyen
se conservan dentro del todo y producen, tarde o temprano, nuevos seres.
Otra unidad vital de esta clase es el océano. Toda su vida se fundamenta en algas microscópicas
que se mueven en su superficie iluminada. Sirven de alimento a una gran cantidad de cangrejos
diminutos, que a su vez sustentan a peces y otros animales mayores. Estos constituyen la presa
de otros innumerables animales. El océano, el espacio vital más extenso de nuestro planeta, está
dividido al mismo tiempo en diferentes «estratos» (que, sin embargo, no están bien delimitados),
y viven unos de otros. Todas las profundidades del mar están pobladas, pero como sólo su
superficie externa contiene vegetales qué son capaces de transformar substancias inorgánicas en
combinaciones orgánicas, toda la vida en el mar depende directamente, hasta sus mayores
profundidades, de la vida de su delgada superficie. Desde ella parten hacia el fondo
continuamente enormes cantidades de cadáveres de animales y vegetales. Antes de llegar a él
son devorados casi siempre por toda clase de animales y los restos de éstos sirven de alimento a
su vez a los habitantes de regiones aún más profundas. De esta forma toda substancia orgánica
en el océano pasa a través de varios cuerpos hasta llegar al fin al fondo del mar. Los restos
orgánicos que se depositan allí vuelven a ser llevados desde determinada regiones marinas, por
medio de las corrientes, a la superficie, donde aquellas diminutas algas los ingieren y transforman
de nuevo. Así se cierra el círculo de toda la vida del océano.
Sorprende que en muchas regiones de la selva virgen de los trópicos exista un círculo tan parecido
a éste. Desde sus oscuras capas inferiores se precipita toda la vida vegetal hacia la luz. Y en la copa
de los árboles se despliegan las hojas y se abren las flores. Alrededor de sus troncos se enredan
plantas trepadoras, que no despliegan sus hojas y flores hasta llegar al techo. Allí, llegan también
otras plantas que aguantan sus raíces entre las ramas. Por eso es sobre todo en la parte alta del
bosque donde se forma la substancia orgánica, de la cual se alimenta en última instancia toda la
vida de estas selvas vírgenes. En esta región alta, residen también casi todos los animales. Sólo allí
encuentran en gran cantidad hojas, flores y frutos de los cuales viven. Por eso es también allí
donde acechan a su presa la mayor parte de los animales grandes y pequeños. Todos los restos
de esta rica vida caen por fin al suelo del bosque, donde viven los insectos lucífugos, los hongos y
las plantas parasitarias que descomponen los cuerpos animales y vegetales en sus componentes,
los cuales, al ser absorbidos por las raíces de los árboles, ascienden por sus troncos para
transformarse en las zonas de luz en substancias orgánicas. Al vivir su vida los seres de un
conglomerado vital de esta índole hacen posible que otros seres puedan vivir también la suya.
Unos dependen de otros. Muchos ciclos existentes se entrelazan y forman el todo de una unidad
vital superior.
Antes dijimos que algunas alianzas de seres de organismos completamente distintos se han
acomodado de tal forma unos a otros y se completan tan bien como si fuesen partes de una
unidad orgánica originaria. La misma relación misteriosa existe frecuentemente también entre el
perseguidor y la víctima. Tampoco aquí se explica bien la estructura corporal y los impulsos de
una clase sin conocer la otra. El comportamiento de cada especie parece estar determinado en
todo y por todo por el de su compañero. Esto se manifiesta hasta en la colocación de los nidos y
guaridas. Alguna astucia del perseguidor pierde casi su eficacia ante la astucia del perseguido. El
perseguidor responde a su vez con una nueva astucia, y así sucesivamente. De esta forma han ido
aumentando los medios de ataque y los de defensa. El resultado es que el medio ambiente
subjetivo de cada uno de estos seres está integrado por el del «compañero» (el enemigo o la
víctima) y por los objetos que están en relación con la vida de aquél. Las dos formas vitales se han
aclimatado en una forma tan perfecta, que el «otro» se ha convertido ya en parte de su propia
existencia.
Sucede exactamente lo mismo cuando dos seres compañeros de infortunio, que no pueden vivir
separados, dependen completamente uno de otro. Cada uno conoce al otro con toda exactitud.
Los dos están unidos por «simpatía» empleando esta palabra en su acepción primitiva. Es esa
simpatía o fina sensibilidad la que indica a la avispa dónde debe pinchar con su aguijón venenoso
a su víctima, la que hace que la pequeña polilla de la yuca encuentre los medios para fecundarla
a través de una serie de procesos complicados. Este «conocimiento» es el que guía también al
ermitaño, cuando el caracol en que está metido se le ha hecho pequeño, y aplica entonces unos
masajes continuos a veces durante varios días, para que el ser ligado a su existencia afloje la
tensión de su cuerpo y le deje trasladarse a un nuevo domicilio. Es el fino instinto el que hace que
una avispa aplique con éxito un masaje sobre determinadas partes del cerebro de su víctima, de
forma que la atonta por unos momentos y puede hacer con ella lo que quiere. El hombre que ha
examinado todos los detalles de la estructura interna del cerebro de estos insectos, ha tratado de
imitar estos masajes de la avispa con unos aparatos muy delicados. Pero ha sido en vano; o bien
morían los animales sometidos a este experimento o no se lograba atontarlos. Estos y otros
procesos parecidos de la Naturaleza resultan inexplicables.
Debemos citar también en este compendio los extraños fenómenos llamados «de servicio ajeno».
Esto quiere decir que se trata de relaciones entre dos formas vitales en que la una lo hace todo
para que el desarrollo de la otra sea posible y, luego se preocupa también de que la otra forma
vital se difunda, aunque ella misma salga así perjudicada. No se trata, pues, de aquellos casos que
también son frecuentes en la Naturaleza — en que dos especies se explotan mutuamente, pero
que en última instancia ambas sacan ventajas muy superiores a sus inconvenientes. El ejemplo
más conocido de este proceso unilateral (sólo citaremos este caso especial muy bien examinado)
es el que ofrecen las agallas de las plantas. La picadura de diferentes clases de insectos las
producen en los tejidos vegetales, donde se desarrollan las larvas de estos insectos. Estas agallas,
no son sólo simples excrecencias, sino, muchas veces, verdaderas viviendas en las que las plantas
proveen de toda clase de protecciones y por medio de dispositivos especiales de alimento de sus
propios tejidos al ser en ellas contenido. Además, realiza la planta medidas particulares que hace
que el habitante de la agalla pueda abandonarla a su debido tiempo. Todo esto son, pues,
estructuras de la planta misma, que de esta manera cuida de sus parásitos.
La picadura de estos insectos productores de las agallas no es más que un estímulo, que hace que
las plantas formen nuevos tejidos, que no estaban previstos en su plano estructural. Este estímulo
no actúa más que sobre una clase determinaba de plantas. En otras plantas, no sólo no provocaría
la formación de agallas, sino que tampoco la larva de esa clase de insectos podría desarrollarse
en sus tejidos. Nos hallamos ante un fenómeno muy extraño. Los estímulos que van de un animal
determinado a una planta determinada son semejantes a los que existen entre las partes de un
embrión en desarrollo con otras partes del mismo embrión, las cuales dirigen y guían su ulterior
desarrollo. (No han sido examinadas hasta estos últimos años por el naturalista Spemann y sus
discípulos.) El parásito y su huésped están tan bien adaptados el uno al otro, como si
perteneciesen los dos a un organismo.
El primero que llamó la atención sobre estos fenómenos de «servicio ajeno» y su importancia
dentro de la Naturaleza, fue Erich Becher. Algunos biólogos han tratado de explicarlos como
defensa de la planta, que encierra de esta manera sus parásitos limitando sus perjuicios a un lugar.
Aunque sucediese así, no se explica cómo la planta toma disposiciones que únicamente son
ventajosas para el parásito. Entre éstas se encuentran la construcción de tapones y puertas muy
ingeniosas, que no saltan o se abren hasta que el parásito ha crecido lo suficiente para poder
abandonar la agalla. Resulta un misterio el motivo que hace que la planta perjudicada se defienda
adoptando precisamente aquellas medidas que hacen posible la existencia del enemigo. Es un
hecho que los excitantes provocados por el parásito, hacen que esa planta produzca nuevos
tejidos, completamente extraños a su estructura y que sólo favorecen a su inquilino. También aquí
parece que los dos seres sean partes de una unidad orgánica superior.
La riqueza de formas del mundo orgánico no puede explicarse como resultado de las
transformaciones producidas desde fuera por una unidad genética de toda vida cuyas
posibilidades son al principio completamente indeterminadas. La multiplicidad de sus formas
posee más bien, al parecer, causas esenciales. La adaptación mutua de diferentes organismos en
las simbiosis, en las grandes asociaciones vitales, así como la relación entre perseguidor y víctima
y los fenómenos del servicio ajeno nos llevan a la conclusión de que esta multiplicidad de lo vivo
se basa en una unidad interna.
El filósofo naturalista Aloys Wenzl llegó a suponer así una «entelequia de las entelequias» como
fuerza ordenadora. En otra parte hablaremos de una «entelequia de toda vida», que tal vez tenga
lugar también en la sucesión lógica de las familias orgánicas que se van relevando en el dominio
de la Tierra. Por eso es posible que nosotros — sin que lo sepamos la mayor parte de las veces —
digamos algo profundamente real cuando hablamos en sentido humano de «la Naturaleza» como
de una unidad interna. El reino de lo vivo se manifiesta a la mirada profunda como unidad lógica,
que hace posible la formación de todas las agrupaciones unitarias en el espacio y el tiempo y que
vive también siempre en toda multiplicidad.
ALMA COLECTIVA E INDIVIDUO

Decíamos antes que en el instinto de los animales no actúa el ser aislado, sino la especie súper-
individual misma. Esta unidad vital súper-individual se halla inmediatamente presente en cada
ser, pues las acciones instintivas son actos súper-individuales. El «conocimiento» de estas
acciones lo poseen los seres individuales durante toda la vida y no hay ninguna experiencia capaz
de influir esencialmente en él. Por eso seremos justos si los consideramos como, actos de la misma
alma colectiva—sin explicar con ello las acciones instintivas —. Se manifiestan al servicio de la
especie y todo hace presumir que se han formado y transformado en consonancia con ella. Toda
forma vital con la gran cantidad de órganos que posee, vista de esta forma, no es más que la
encarnación del alma de la especie en el espacio y el tiempo.
Aunque el ser aislado parece externamente no depender más que de sí mismo y realizar la obra
que se le ha encomendado completamente solo sin conexión con sus compañeros de especie,
está envuelto por la unidad invisible de la especie. Esto le presta aquella seguridad de sonámbulo
que guía su actuar y que cuando ha llegado su hora hace que perezca tranquilamente.
Sucede frecuentemente que muchos seres aislados se agrupan en una comunidad súper-
individual, por ejemplo, en una comunidad ambulante, que supedita su ser psíquico a un alma
colectiva. Algo parecido sucede con la psicología de agrupaciones humanas primitivas. También
allí son absorbidas (las almas de los seres aislados, para constituir una masa. Entonces sólo sienten
y actúan como partes del conglomerado «masa», el cual, no sólo determina y domina desde
entonces todas sus acciones, sino que hace que desaparezca y pierde fuerza aquello que
diferencia a los seres y constituye su «individualidad». Sólo los impulsos latentes en todos
determinan y deciden los actos. El hombre abdica como individuo, se convierte psíquicamente en
un ser zoológico.
Como ya hemos dicho, se puede observar esencialmente lo mismo en muchos animales que se
agrupan a veces en bandadas de innumerables miles y hasta millones de seres aislados. La mejor
forma de calificar el impulso que los reúne y mantiene juntos es denominarlo psicosis de masas.
Esto sucede, por ejemplo, con los nefastos millones de enjambres de las langostas migratorias,
que a veces recorren muchos cientos de kilómetros por encima de un país. Su verdadera causa no
puede ser la falta de alimento. Al ir aumentando el espesor de estas sociedades, va aumentando
cada vez más la excitación nerviosa de los individuos, hasta que alcanza el punto al parecer
necesario para que pueda tener lugar el fenómeno de la «migración», en la que más pronto o más
tarde acaban por encontrar la mayor parte de ellas la muerte. Estas migraciones, que no conocen
ni el descanso ni la tranquilidad, no se dirigen a ningún fin. El mismo móvil y el mismo destino
tienen las migraciones de un pequeño mamífero del norte, el leming. Sin voluntad, bajo la
fascinación de esa sugestión de las masas, es arrastrado cada, animal aislado por todos los otros.
Si los animales que van a la cabeza se precipitan en un abismo entonces les siguen también los
que van detrás. En estos casos, el «ser aislado» es sólo miembro de la masa.
Esta alma colectiva incomprensible, pero real, se ve con gran claridad en los enjambres de
mariposas, libélulas y coleópteros que se observan algunas veces. Esos insectos no toman durante
la migración, en la que a veces atraviesan también brazos de mar, ninguna clase de alimento:
todas las necesidades vitales individuales se callan por completo. Sus bandadas migratorias
aumentan continuamente, ya que se les van uniendo todos los congéneres de los países que
atraviesan como impulsados por una fuerza irresistible. Tampoco éstas tienen un fin y no acaban
hasta que la mayor parte de los animales han sucumbido por fatiga y hasta que sus enjambres no
se han aclarado lo suficiente para perder la sugestión que les habla mantenido unidos. Sólo
entonces vuelven los restantes a su ser individual, si es que les está otorgado uno, puesto que ni
así pierden el impulso de la unidad colectiva.
En otros casos, la unidad súper-individual «especie», que actúa siempre en los individuos aislados,
hace que éstos se junten con ritmo regular y los convierte psíquicamente en un todo, que es capaz
de un rendimiento que el animal aislado no puede realizar. De esta manera trata la especie de
conseguir sus fines particulares.
Algunos peces del mar se dirigen cada año reunidos en grandes grupos apiñados de millones de
ellos hacia sus desovaderos. Este fenómeno parece obedecer al deseo de conseguir una
reproducción en masa, ya que hay legiones de animales voraces que se alimentan casi
exclusivamente de estos huevos. Las jóvenes anguilas atraviesan casi todo el océano Atlántico
para llegar a nuestras costas, desde las cuales emprendió un día la generación anterior su
peregrinación hacia los lejanos desovaderos del mar de los Sargazos. Todos estos peces realizan
acciones que son inexplicables para nosotros. ¿Qué será lo que les hace encontrar siempre los
mismos sitios tradicionales en el lejano océano? El animal aislado no es capaz de hacer eso;
únicamente el perteneciente al grupo.
Las emigraciones de los pájaros forman parte también de estos fenómenos. El fenómeno psíquico
«grupo» se manifiesta visiblemente en la «forma especial de vuelo» que adoptan algunas especies
de pájaros migratorios. Estos animales no son ya «los mismos» que eran poco antes cuando cada
uno cruzaba solo los bosques o defendía su distrito de caza contra todo intruso y también contra
todo congénere. Unidos para formar un todo súper-individual poseen reacciones y facultades
incomprensibles, que antes no poseían. Es decir: que adquieren facultades pertenecientes al
grupo súper-individual, en cuyos miembros se han convertido.
En todos los animales que viven siempre dentro de sociedades, se ve aún mejor que el animal
aislado es un ser completamente distinto que lo que era el mismo animal dentro del grupo.
Sacando, por ejemplo, una hormiga de especie batalladora de su nido y colocándola sola, sin
hacerle sufrir ninguna clase de privaciones, se vuelve tan medrosa que pronto no es capaz ni de
defenderse contra otras hormigas, aunque sea superior a éstas por naturaleza. Considerada
teóricamente, no le falta nada. A pesar de ello, pierde todas las propiedades que la habían
distinguido aparentemente hasta entonces como ser aislado y sucumbe. Eso es porque aquellas
propiedades le provenían en realidad del alma colectiva, del todo social. Una vez arrancada de
esta corriente psíquica se va consumiendo lentamente y acaba pereciendo. Del grupo irradia
sobre todos los seres aislados una fuerza formativa que determina sus acciones y
comportamiento.
Y es que el impulso que provoca la formación del grupo, no viene de fuera de estos individuos
aislados, sino que es dentro de ellos donde radica el impulso que los lleva a formar grupo a su
debido tiempo. Este impulso actúa ya en los individuos aislados antes de adoptar una forma
externa. Así cuenta Jakob von Uexküll la historia de un petirrojo manso que había en una isla del
Báltico. Una noche empezó a alborotar el pequeño pájaro como loco en su jaula oscura, donde
estaba completamente aislado del mundo exterior y donde apenas le llegaba un sonido. En esa
noche se habían reunido todos los petirrojos de la isla para emprender su emigración colectiva
hacia el sur, integrando un nuevo cuerpo: el «cuerpo volador». El petirrojo prisionero rabiaba en
su prisión porque no tenía participación en el alma colectiva, que debía adquirir forma allí y
porque como parte de tal todo tendía hacia él.
Así descansa el alma del animal en el alma de la especie de la que procede, y con la cual vuelve a
formar un todo. Un individuo aislado así, ¿no es, pues, como quien dice, una copia de la idea
platónica «especie» que se presenta en el espacio y en el tiempo diluida en múltiples seres
aislados? Si fuese así la mosca que un día vimos volar sería la misma que hizo aquello el año
anterior y el otro. La golondrina que vuela hoy alrededor del tejado de unos viejos muros sería
entonces la misma que hace diez años o cien años construyó allí su nido y crió a sus hijos... Estas
cuestiones demuestran la importancia que tiene el individuo aislado dentro del todo de la especie.
Casi no podemos esperar una última contestación definitiva. Cuanto más lejana y extraña sea a
nosotros los hombres una forma vital, tanto menos estamos en condiciones de descubrir entre
sus individuos aislados las particularidades — tanto en su comportamiento externo como interno
— y tanto más fácilmente nos sentimos inclinados a ver sólo lo que es común a todos, es decir, lo
propio de la especie. Sin embargo, no sabemos hasta dónde hay que descender en el reino
orgánico para que los seres aislados sean «individuos». La experiencia diaria nos indica que
debemos proceder con mucho cuidado y no sacar conclusiones precipitadas. Un hombre que no
conozca a los animales opinará, por ejemplo, que los perros y caballos de una misma raza no se
diferencian unos de otros, mientras que los que los conocen saben cuán diferentes son entre sí.
También los corderos de un rebaño nos parecen todos iguales, y en cambio el pastor conoce cada
uno de ellos por sus peculiaridades. No sabremos ver, por ejemplo, la diferencia que hay entre un
infusorio unicelular, que sólo reacciona ante unos pocos excitantes, que son los únicos que le
relacionan con el Mundo, y otros de la misma especie, mientras que nos es fácil diferenciarlo
físicamente incluso de los demás, por la observación global de su conducta.
Tal vez puede decirse que dentro de la estructura escalonada del mundo orgánico, se diferencian
los individuos tanto más unos de otros, cuanto más cercanos se hallen al hombre. También esto
parece corroborar -como insinuamos en el capítulo anterior — la hipótesis de que el hombre, en
el cual culmina este reino escalonado (más adelante volveremos sobre ello), es el fin inmanente
de todo proceso vital. En todo caso, va aumentando la individualización y disminuyendo el número
de los seres esencialmente iguales, a medida que se acercan más al hombre. Goethe basa su
esperanza de la perduración después de la muerte en la exclusividad de la entelequia, que al
parecer toma forma en el hombre. Estas ideas animan ya al citado biólogo Jakob von Uexküll para
hacer afirmaciones parecidas.
La psicología de los últimos tiempos nos ha permitido ver hasta qué punto está influido el hombre
aislado por la psiquis. Esta admite que no sólo el hombre forma parte de una «masa», sino que
también el que vive apartado del mundo externo y concentrado en sí mismo posee una especie
de alma súper-individual. Este inconsciente colectivo, como lo ha llamado su investigador más
eminente, C. G. Jung, es la base subpersonal, de la cual surge toda la vida anímica individual, que
permanece arraigada a la primera y de la cual se alimenta constantemente. Sus contenidos son
más o menos comunes a grandes grupos humanos. Adquieren forma en el alma individual como
imágenes primitivas de las cuales no sabe nada la conciencia personal, aunque puedan determinar
el comportamiento, los deseos y las valoraciones del hombre.
Esta psiquis colectiva tiene una importancia mucho más decisiva en la existencia de los pueblos
primitivos. Dirige muchas de sus acciones que nos parecen enigmáticas, juzgadas por nuestra
conciencia normal. El biólogo y psicólogo de los animales, Alverdes, ha tratado de aclarar algunas
acciones instintivas de los animales partiendo de los conocimientos de la psicología, y basándose
en la psíquica humana, que podemos examinar inmediatamente.
El hombre, como individuo anímico, está regido por el mundo de lo psíquico inconsciente y
colectivo. Esta psiquis la tiene en común con innumerables hombres, que viven con él, fueron
antes que él y serán después de él. Este reino de realidad psíquica anterior a la conciencia es como
un conglomerado compuesto de varias capas que hace posible el que cada cual pueda; tal vez
identificarse al final con toda la vida.
En el plano de la realidad anímica son, pues — como en todas partes —, la unidad y la pluralidad
los dos polos entre los cuales transcurre toda la existencia. Tampoco aquí se trata de contrarios
que se excluyen unos a otros, sino de contrarios que se dan el uno en el otro con aquél. Aunque
el alma colectiva es determinante, se manifiesta en una multiplicidad de seres aislados que se
afirman unos a otros y frecuentemente se destruyen también aunque sean casi congéneres. La
individualidad humana más manifiesta participa también de un alma colectiva, que es la condición
previa de su existencia.
Ya dijimos que muchas veces casi no es posible decidir si un ser natural debe considerarse sólo
como representación del alma de la especie o bien como alma individual; es decir, si no es más
que una manifestación de una unidad psíquica superior, o bien si representa en sí una unidad
anímica. Estas cuestiones y otras parecidas tienden siempre a explicar lo que significa la existencia
aislada dentro del gran conjunto de los fenómenos naturales. ¿Posee dentro de éste sólo una
importancia puramente funcional al servicio de la especie, o bien tiene un valor propio en sí?
Entonces se ve que la relación de un ser con la muerte tiende por lo menos a dar una contestación.
Partiendo de esto podemos obtener un punto de vista que permita distinguir la clase y posición
especial del hombre en la Naturaleza.
Toda vida tiende a superarse. Esta dirección de todo lo orgánico, que hace que todo estado actual
no obtenga sentido más que al orientarse hacia un fin no alcanzado aún, es lo que forma lo que
llamamos «vida». La conservación de la especie es el último fin en el plano biológico puro. El ser
aislado perece en general una vez alcanzado este fin. Una vez lo ha cumplido la muerte lo
completa.
Pero el sentido del hombre no se realiza únicamente en su proceso biológico. Es verdad que es un
ser de la Naturaleza entre los otros seres, pero lo que le hace hombre pertenece a otro plano de
la realidad. Cuando el animal vive su existencia biológica, cuando se reproduce y muere, sigue la
ley de su destino. La entelequia que actúa en él, la especie, ha conseguido entonces su objetivo y
pasa al todo súper-individual del cual procedía. El hombre, en cambio, sabe que está ligado a otras
bases: se da cuenta de su yo. Este yo es a su vez la entelequia, que sólo adquiere forma en el
hombre. Y al mismo tiempo tiene un objetivo lejano e inalcanzado, según el cual se comporta su
existencia en el espacio y en el tiempo. De ahí previene también la conciencia de la contradicción
entre ser y deber, ser que conoce el hombre introspectivo y que no conoce el animal. El hombre
que quiere realizar una obra vive en una tensión análoga a la de la especie, pues la lucha por
alcanzar su obra es en realidad la expresión y símbolo de la lucha por realizar su yo más profundo.
Esta tensión interna que es la que convierte al hombre en hombre no puede equilibrarse y nunca,
se identifica por completo con su yo más profundo. En esta tensión somos y vivimos, lo mismo
que en otro plano las múltiples, pero siempre bien dirigidas, acciones y transformaciones de un
ser de la naturaleza determinan el fin objetivo inalcanzado de la conservación de la especie.
Pero mientras los seres de la Naturaleza pueden realizar su completo objetivo, la vida de la
especie, descansando por lo tanto en sí mismos, en cambio la existencia humana sólo alcanza
fragmentariamente su objetivo. Por eso el hombre es un ser que busca y pregunta eternamente,
que no tiene nunca tranquilidad y al que no le basta con el hecho sencillo de subsistir, sino que
trata siempre de averiguar la causa del misterio de la existencia suya y de todos.
Esta tensión entre la realidad del hombre en el espacio y el tiempo y su objetivo, que conoce, pero
que no llega a alcanzar nunca, es, pues, el hecho primitivo de todo lo humano. Nuestro patrimonio
primitivo, y que nunca nos es dado por completo, señala la dirección a nuestra existencia y le da
su forma vital. Lo irreal es aquí la realidad más profunda. Platón ha simbolizado este destino del
hombre en su mito del eros. Eros, equivalente a todo impulso creador, y por tanto fuerza motriz
de todo lo humano hijo de la riqueza y de la pobreza. En él se unen indisolublemente la
abundancia y la indigencia, lo cercano y lo lejano. Con esta profunda desavenencia interna nace
el deseo de apoderarse por completo de aquello de lo cual participa, pero que no posee.
Todo deseo es, pues, a cualquier cosa que se refiera, deseo hacia la propia lejanía. El impulso hacia
la lejanía espacial es ya uno de los símbolos en el hombre. Por eso la mirada extendida hacia la
lejanía del espacio, sobre el campo y el mar despierta la conciencia de la propia lejanía en
nosotros. Todo lo nuevo y todo lo creador proviene entre los hombres de esta ansia de lejanía. El
genio se manifiesta y alimenta de ella, es su distintivo. También aquí nos hallamos ante la misma
paradoja, nuestra vida es una aspiración a vencer esta lejanía interna y sin embargo ella nos da
grandeza, rango y valor.
Una vida humana a la cual esa aspiración le fuese completamente ajena, cosa que ya no se realiza
como proceso natural puro, vegetaría, entendiendo esta palabra en el sentido de que ninguna
planta «vegeta», pues su existencia posee sus impulsos y se realiza en ellos. En cambio aquí sólo
sería posible como «proceso vital» el de una lenta extinción interna. Se da este estado aproximado
cuando la vida de un hombre transcurre sin sentido interno y sin una idea directriz. Entonces le
faltan las energías organizadoras y se descompone él mismo. El médico y el psicólogo conocen
muy bien esos estados anímicos que presentan también síntomas corporales.
Cuando la leyenda dice que Buda se extinguió quiere significar una cosa completamente distinta
de la que entendemos con esta palabra, ya que lo que hizo fue vencer internamente toda ansia
de lejanía. En el caso de Buda, la anulación interna de impulsos fue provocada por la supervivencia
del último impulso, a saber, el que hay entre el samsara y el nirvana. Si fuese posible destruir todo
impulso desde dentro, entonces esta leyenda — completamente independiente de la cuestión
referente a la verdad histórica — sería una verdad temporal. Una vida acabada sólo podría ser su
fin. La extinción, lo mismo que un mundo acabado en sí, significaría para nosotros el fin de todas
las cosas.
Entre estos dos polos, de los cuales sólo conocemos por experiencia aproximaciones, se mueve
toda vida humana con sus múltiples formas.
El hombre posee la idea de la perfección que extrae de su existencia imperfecta. Tiene un hondo
significado que hablemos de la muerte como de un fin. Los hombres que mueren sufren, según
nosotros, una transformación: ya no los vemos como los hombres que eran en sus vínculos
existenciales, sino que miramos un ser más profundo. Esta transformación tiene lugar también
cuando alguien se aleja para siempre de nosotros. Entonces pueden acercársenos más que antes.
La lejanía nos los entrega nuevamente transformados y redimidos y los poseemos como «son» en
el fondo y como sin embargo no «fueron» nunca. La posteridad realiza también esta
transformación con todos los que se han convertido en héroes y salvadores del género humano.
Sólo subsiste el símbolo de su existencia, y así viven puramente durante siglos y milenios en la
leyenda. Toda transfiguración representa un equilibrio de todo lo interno de la existencia humana.
Hay momentos en cada vida en los cuales el hombre parece estar muy próximo a su realización.
Lo que luego sigue es un volverse a perder. Esos momentos parecen como extraídos del conjunto
de la existencia y se acercan por lo tanto a la muerte.
Aquí entra dentro de nuestro círculo visual la relación del hombre con la muerte. El miedo a la
muerte proviene de verla como una fuerza extraña y enemiga de la vida que ataca rápidamente
desde fuera dándole un fin: es la muerte extraña, representada por el esqueleto cuya guadaña
siega tan pronto a uno como a otro. Visto desde la vida del individuo aislado, esta muerte resulta
absurda. El animal muere cuando ha redondeado el ciclo de su existencia y ha cumplido su misión.
Sólo se aleja de ella cuando le alcanza prematuramente por medio de un enemigo, de un
perseguidor. La muerte como tal forma parte del proceso orgánico de la Naturaleza. La posición
especial del hombre se manifiesta precisamente en que su existencia no está ligada en este
sentido únicamente a la especie. Tiene un objetivo especial que no se manifiesta en la necesidad
interna de un proceso natural. Por eso es también diferente su relación con la muerte que tiene
carácter ético-personal. Las reacciones de la conciencia, el sentido de culpabilidad y el
arrepentimiento tienen siempre una relación misteriosa con la muerte. La conciencia nos dice
cómo deberíamos proceder para realizar el sentido de nuestra existencia. El arrepentimiento y el
sentido de culpabilidad nos indican lo que hemos hecho mal. En cambio, la conciencia de los
animales es una «conciencia de la especie, que se manifiesta en él y que impone a su
comportamiento sus propias normas. Únicamente el hombre conoce estas reacciones internas
estrictamente personales, que son la expresión de su conciencia individual. Sólo en su mundo
interno hay espacio para las leyes y exigencias éticas.
Por eso hasta los hombres que no habían conocido antes esas voces internas, sienten en presencia
de la muerte escrúpulos y arrepentimientos. Entonces se dan cuenta de lo que han perdido
irremisiblemente. Una muerte así, que despierta a muchos de los que la sufren al sentido de la
vida — que habían equivocado-. Este tema se halla tratado en múltiples aspectos en la literatura:
desde las danzas macabras de la Edad Media hasta el «Peter Gynt» de Ibsen y «La muerte de Iván
Iljitsch», de Tolstoi. Se hunden las apariencias y las fachadas policromadas, que habían dado valor
hasta entonces a la existencia del hombre y se encuentra solo consigo mismo. Ante él se halla
extendida toda su vida, como una obra terminada ya y que no puede modificar. El ser vivo se da
cuenta de que hasta entonces había ido formándose y que se había podido engañar con
esperanzas e ilusiones que ya no tiene, puesto que ha llegado a su fin. El hombre es únicamente
espectador de su propio destino, que pasa ante él. Esto le permite contemplar al mismo tiempo a
su otro yo, lo que es probablemente la raíz del viejo terror ante la presencia del doble, descrito
en las leyendas y cuentos.
Tiene un profundo sentido metafísico el que todas las grandes religiones expresen el deseo de
preservar al individuo de una muerte repentina. Por eso, tanto el cristianismo como el budismo,
atribuyen una importancia a la hora de la muerte para el destino del alma. El deseo de tener una
muerte repentina e imprevista parece ser que es contrario al verdadero sentido del ser humano.
En la muerte se realiza también la suma de toda vida. De esta forma se explica el respeto innato
que siente el hombre ante la muerte, aun ante la muerte del individuo más insignificante, pues
sospecha que ella cierra el ciclo de una existencia.
Lo mismo nos sucede cuando se cierra un capítulo de nuestra vida, cuando nos separamos, por
ejemplo, de un ambiente o de un hombre con el que estábamos unidos. Todos hemos sido alguna
vez en este sentido emigrantes que abandonan la vieja patria para no regresar nunca más a ella.
También entonces nos hallamos ante una obra acabada a la que no podemos añadir ya nada más
ni sacar tampoco nada. Durante nuestra vida morimos, pues, varias veces. Sólo el hombre que ha
sabido pasar por estas muertes, estará preparado para la gran muerte que pone fin a su existencia
en esta forma corporal.
El hombre teme a la muerte cuando ésta lo arrebata de la vida antes de tiempo, antes de que la
entelequia pudiese realizarse en él. El genio creador está dispuesto a aceptar la muerte cuando
ha realizado su gran obra. En este sentido considera Goethe como un regalo cada día que la
providencia le concedió una vez terminada la segunda parte del “Fausto». Lo mismo dice Ricardo
Wagner una vez terminado «Parsifal» y también Schopenhauer, cuando, después de muchos años
de soledad interna, pudo disfrutar en su vejez de la aurora de su triunfo. Esto explica también que
las horas de la vida en que el hombre parece estar muy cerca de su fin se caractericen por una
misteriosa proximidad a la muerte. Lo mismo que el animal se entrega al descanso, una vez
descrito el ciclo existencial destinado para él, así muere el hombre a gusto y sin quejarse, cuando
la muerte no irrumpe en su existencia en forma de «muerte extraña», sino cuando sale como
producto de su vida y termina todas sus aspiraciones.
La relación del hombre con las múltiples posibilidades de la muerte demuestra siempre que es
algo más que una manifestación de la unidad vital «especie». Por encima de ésta, se forma el yo
del hombre, que no puede derivarse de ella.

El yo del hombre no puede equipararse con su alma. El yo es único y, por lo tanto, se halla solo,
el alma forma parte conscientemente de otras almas. La investigación de la inconsciencia colectiva
en el hombre ha demostrado que hasta participa del alma de generaciones pasadas. Esta
raigambre en el alma súper-individual es la que hace posible la simpatía y consonancia entre los
hombres.
Las tribus de los pueblos primitivos no son únicamente unidades sociológicas, sino también
anímicas. En ellas actúa principalmente el alma colectiva sobre el individuo guiándole y
manifestándose por él. Él mismo sabe que es un miembro de la tribu y vive así en su inmortalidad
súper-individual. Esto hace que tampoco conozca la preocupación sobre su destiño individual. Las
fiestas de un culto orgiástico y los bailes que se ejecutan con caretas antes de cualquier empresa
de la tribu, sobre todo antes de una acción guerrera, destruyan por completo la individualidad de
cada uno. No son ellos los que luchan entonces, sino la tribu como tal. En todos los grados de la
existencia humana vuelven a encontrarse siempre situaciones parecidas.
Cuando el hombre se sale de esa unidad anímica de un grupo, toma cuerpo en él el miedo, no sólo
el miedo ante la muerte, sino en general. Este miedo — es el miedo universal de que habla
Spengler — no lo conoce ningún animal, el cual llena su mundo y su existencia con plena
seguridad. Todos los antiguos ritos de la humanidad querían alejar este miedo. Pero como el
hombre es hombre se lo encuentra tarde o temprano en su camino. Este miedo se manifiesta en
el miedo del niño a estar solo en el cuarto oscuro, o el miedo que se siente en el bosque de noche.
En estos casos, cada cual sólo se siente a sí mismo, mientras todo a su alrededor confluye para
formar un caos informe y amenazador. Este miedo puede extenderse y convertirse en un miedo
impreciso ante peligros desconocidos que podrían poner en duda toda la existencia, y del cual
algunos hombres no se ven completamente libres. Los hombres huyen siempre de este miedo a
encontrarse solos, y forman las colectividades, se convierten en «masa», unidos unos a otros
únicamente por no poder soportar estar solos. Esto se ve sobre todo ante la amenaza de un
peligro; casi todos los hombres parecen niños que se esconden juntos en un rincón cuando hay
tempestad y se sienten así protegidos. Entonces se desarrolla frecuentemente una calma que
tiene como fundamento inconfesable el terror.
Todo esto no es así por casualidad: el hombre es capaz de soportar mucho más dentro de un
grupo que cuando está abandonado a sí mismo. Este grupo engloba al individuo, que entonces ya
no siente como tal individuo aislado, sino que se identifica con todo el orden superior a él. Esta es
una unidad anónima, que le libra de su propio peso y miedo.
El deseo de poseer bienes personales tiene una raíz parecida. La palabra «posesión» no significa
más que extensión de la existencia individual: lo «poseído» se convierte en una parte del yo. Este
parece correr menos peligro cuanto más se posee. No sólo es en el sentido de un futuro en todas
las vicisitudes de la vida. Más bien tiene lugar aquí una significación semejante al caso del hombre
que se sumerge dentro de la colectividad. El hombre vive entonces en todos los objetos que llama
suyos. Su existencia se ha ensanchado así de forma que le será más difícil al destino atacarle con
decisión. La Biblia habla en este sentido de la mujer, los hijos, la casa, el patio, el campo y el
ganado. Así sentían todas las épocas primitivas.
Otra posición completamente opuesta es la de los santos y sabios. Es la posición del
desprendimiento interno de todas las cosas y de su renuncia a ellas. Tal vez sea la única que haga
al hombre invulnerable. El destino no puede hacer gran cosa contra la persona que no está ligada
a los bienes externos y no identifica su verdadero yo con ellas. Entonces no significa en realidad
nada lo que le sucede como tal individuo aislado.
El hombre ha procurado siempre la unión con una unidad súper-individual de la cual procede toda
existencia aislada y con la cual se sabe ligado aún como por un cordón umbilical invisible. Esta
unión se ha buscado en dos direcciones, significando ambas la supresión de la existencia individual
aislada. Un camino retrocede a las entrañas de la Naturaleza, donde se deshace toda soledad y
forma particular. La existencia aislada se disuelve entonces en el todo de la Naturaleza. Esto es lo
que revelan los cultos primitivos a las grandes diosas de la Naturaleza y de la maternidad, cuya
repercusión volvió a encontrar el genial y sagaz J. J. Bachofen en los símbolos sepulcrales de la
antigua Roma. En realidad no es que en la Naturaleza nos envuelva aquella paz de la cual tantas
cosas saben decir los poetas - en ninguna parte hay menos paz que allí — sino que alcanzamos la
paz únicamente porque todos los deseos, preocupaciones y dolores callan: el hombre no se siente
entonces como uno u otro ser aislado, sino como parte del todo. Otro camino se dirige hacia el
interior, hacia las profundidades del propio yo. Este es el camino de la mística. Ésta dice que en
nosotros mismos, podemos «poseer» la unidad de todas las cosas, pues dentro de nosotros
mismos se halla encerrado todo el universo. Cuando nos desprendemos de todas las formas a las
que estamos atados externamente, volvemos a encontrarlas en el propio interior. En la vida
mística, en la «unión mística», se unifica nuestro yo con todos los seres en el sentido más
profundo.

La visión de las ideas, es decir, de la unidad en la multiplicidad de los objetos aislados, de que nos
habla Platón, es un proceso interno muy parecido. Así, compara Platón a aquel que ha podido ver
el mundo de las ideas con uno cegado por la luz del sol, que no sabe orientarse ya en el estrecho
círculo del mundo en que se está colocado y que por lo tanto parece loco a todos aquellos que no
pudieron tener esa visión. Resulta muy interesante que el psicólogo C. G. Jung, ya citado, describa,
al parecer sin estar influido en absoluto por la doctrina de Platón, algunas características
sintomáticas de determinadas enfermedades psicológicas, empleando casi los mismos giros,
aunque con otro significado. Se trata en estos casos de hombres cuya psiquis se abisma en la
contemplación originaria de las imágenes del inconsciente colectivo. Entre lo que opina Platón, el
metafísico, y lo que describe Jung como médico, existe al parecer una causa originaria semejante.
Jung dice también que el mundo de las imágenes del inconsciente es una realidad que pertenece
a la esfera de una realidad súper-individual. Puede ser que el suceso interno que abre a uno las
puertas del conocimiento no le sirva de nada a otro y se pierda para la vida.
La mística es, en todo caso, algo más que un proceso psicológico puro. Posee las mismas bases
reales que toda actitud del yo y manifiesta que el alma individual posee en sí misma acceso a
realidades súper-individuales que se hallan en todo ser.
El destino del hombre consiste en particular anímicamente en realidades superiores a su
existencia individual y vivir al mismo tiempo como unidad basada en sí misma, es decir, como yo.
Esto nos hace formular la cuestión sobre la unidad en la multiplicidad y la multiplicidad en la
unidad.

SÍNTESIS

Al principio de este capítulo, ya dijimos que la cuestión relativa a una unidad metafísica de todo
ser se propone algo esencialmente distinto de la unidad que reside en la multiplicidad de los
fenómenos de la Naturaleza. Toda unidad, que se esfuerza en encontrar, por ejemplo, la Física y
la Biología y que tal vez hallen dentro de su campo de investigación — por ejemplo, un elemento
básico de toda estructura real o la forma originaria de toda vida — es un fenómeno situado dentro
del espacio y el tiempo. Pertenece, pues, a la misma dimensión de la realidad que la multiplicidad
de formas que adopta. Lo mismo sucede con aquellas unidades formadas de una pluralidad y que
se desarrollan y mueren en el espacio y en el tiempo. Cuando se habla de la unidad metafísica de
todo ser quiere decirse algo distinto.
El examen del mundo de la materia, y aun mucho más de los procesos vitales, hace que la
existencia de las realidades metafísicas sea posible para muchos pensadores, entendiendo esta
palabra no en el sentido de especulación abstracta, sino de síntesis de la realidad. Por eso
hablamos de entelequias o «factores formativos»; empleando una palabra lo más neutral
posible— que no se dan nunca en la experiencia, pero cuya existencia se puede colegir por su
acción, y que constituyen el lazo que une toda la multiplicidad de fenómenos. Ellas mismas no
pertenecen al espacio y no son materiales aunque se den dentro del espacio y en la materia.
También son por esencia súper-temporales: la entelequia se presenta en todos los individuos de
una especie, a lo largo de varios milenios, siempre joven. El hecho de que organismos de clases
muy diferentes posean un ritmo existencial completamente parecido y que puedan fusionarse
para formar un todo demuestra que toda vida es esencialmente unidad y continuará siendo tal.
Sólo así se comprende al parecer la consonancia del acontecer en la naturaleza viva; piénsese en
la concordancia mutua entre los diferentes miembros de un conglomerado vital, así como entre
el perseguidor y la víctima, como igualmente en los diferentes aspectos de la utilidad ajena. Esto
querría decir: la vida no es unidad porque se basa en una «gelatina primaria» hipotética de la cual
procede todo, sino que es una unidad metafísica presente siempre en la pluralidad de sus formas.

La investigación de la Naturaleza sólo ofrece determinadas indicaciones. La unidad metafísica del


ser es unidad más allá del espacio y el tiempo. Por eso no puede convertirla ningún devenir en
realidad. La pluralidad no ha salido de esta unidad primitiva — la individuación por la cual el
«Mundo» está ahí— en un momento y sitio determinado. El espacio y el tiempo sólo existen
cuando hay individuación; ambos son los dos elementos informativos de un fenómeno dado. Las
síntesis unitarias sólo se tratan en alegorías en imágenes místicas, lo que se ha hecho desde la
poesía universal de Platón, hasta las especulaciones de Brahama, en los hindúes antiguos, y las
interpretaciones de los místicos, en nuestros días.
La esencia de la mística, que estriba en un «encontrarse uno a sí mismo en todos los seres y a los
otros en sí», la identidad personal de que nos hablan los Upanisadas de la India y las mentalidades
profundas de todos los tiempos y pueblos, revelan la existencia de un fundamento de la realidad,
pero no dan ninguna contestación a las últimas preguntas.
La Metafísica, que persigue esta unidad, trata de explicar la esencia de la mística y la traduce
según las categorías de nuestra mente, lo cual no hace más que colocarla ante unos escollos
contra los que se han estrellado la mayor parte de las doctrinas filosóficas unitarias. Toda mística
sabe ya que no es posible, determinar la esencia del todo-uno (1). Sólo cabe precisarlo
valiéndonos de negociaciones. Así, decimos, por ejemplo: El «todo uno» no es pluralidad y no está
ni en el espacio ni en el tiempo.
¿Se gana algo más en la interpretación del mundo valiéndonos del «uno» en el sentido del Brahma
de los hindúes, o sencillamente del «uno» platoniano? Hegel no estaba muy equivocado cuando
decía que, de noche, «todos los gatos son pardos”, puesto que también en la noche de lo
inconsciente, a la que desciende el hombre en la visión mística, se «parecen» todas las cosas.
Continuamente queda demostrado que el mundo es pluralidad en la unidad y unidad en la
pluralidad, teniendo está pluralidad un significado más profundo que el de simple apariencia.

(1) En alemán, All-ein = sólo descompuesto todo-uno- T.

Una ojeada sobre las grandes especulaciones típicas (casi puede decirse súper-temporales) que
se han hecho para comprender esta relación, nos permitirán ver con mayor claridad en qué
consiste este tema principal de toda interpretación del Universo.
Dos grandes intérpretes de la visión mística, que eran a su vez contempladores místicos,
simbolizan las dos formas del monismo metafísico: El uno Plotino (204-269), platónico de las
postrimerías de la Antigüedad, en cuya filosofía se sintetizaron otra vez los pensamientos más
profundos del mundo antiguo, antes de hundirse para siempre. El otro era el indio Sankara
(aproximadamente de 788-820), que plasmó en una enorme estructura intelectual la esencia de
toda reflexión y especulación religiosa hecha en miles de años.
Ambos pensadores estaban igualmente persuadidos de la unidad del ser, que se despliega en la
multiplicidad de las cosas, y que es ésta la única que posee verdadera realidad. Plotino
interpretaba el despliegue de la unidad en pluralidad como un proceso escalonado en el cual un
grado permite que el próximo se desprenda necesariamente de él. Lo «uno» que vive indiviso en
todas las cosas no puede reconocerse según él, y descansa más allá de toda comprensión. De la
exuberancia de su ser se desprende la pluralidad, en primer lugar de las ideas platónicas, es decir,
las fuerzas formativas del mundo. Estas se reproducen en la realidad física, que procede a su vez
del reino de la materia, que sería así el reflejo último y más remoto del origen espiritual de todo
ser. Este proceso, que es el que da realidad al Mundo, forma un ciclo al fusionarse otra vez el
hombre con el uno en la visión mística. Esto no sucede sólo una vez en el tiempo, sino que Plotino
quiere describir con ello un proceso intemporal cuyas fases son siempre y en todas partes reales.
Aunque toda existencia aislada proviene del uno y retorna a él, según Plotino la multiplicidad de
fenómenos adopta una estructura escalonada, donde cada escalón tiene el sitio necesario y donde
todo ser individual es en su última esencia manifestación de una idea primitiva, la encarnación de
este ser en el espacio y en el tiempo.
Sankara partió del mismo hecho originario que Plotino. Sin embargo, su interpretación de este
mundo de la multiplicidad, al cual nos encontramos trasladados, en el cual sufrimos y morimos,
es muy diferente. Con sublime agudeza, sabe determinar este pensador la relación existente entre
el todo-uno y la pluralidad. Considera que toda pluralidad tiene el mismo valor, o mejor dicho,
que tiene la misma carencia de valor. El mundo no es para él una estructura escalonada: toda
existencia no tiene más que un plano en el cual vive. Los hombres, los animales y las plantas
pueden proceder unos de otros y transformarse unos en otros, lo mismo que los dioses de cien
cabezas de la religión popular, que presentan al lado de rasgos humanos rasgos de otros muchos
seres. También en la vida prolífera de la jungla desaparece completamente la vida aislada dentro
del todo y todas las formas se confunden. La metafísica hindú es en esencia una extensa teoría de
la vegetación de los trópicos.
Para las teorías unitarias de Occidente, ha constituido casi siempre un problema, muchas veces el
verdadero problema, el carácter peculiar de la pluralidad. Esto se ve ya simbólicamente en la gran
doctrina unitaria de Plotino. Su interpretación del Mundo se volvió a aceptar varias veces en los
siglos siguientes, transformándose de múltiples maneras. Así lo vemos en la doctrina del espíritu
universal absoluto de Hegel, que se despoja de sí mismo en la pluralidad de los objetos de la
Naturaleza, para acabar encontrándose por fin a sí mismo después de pasar varios grados del
espíritu humano que se siguen unos a otros con necesidad lógica. Esta filosofía puede
considerarse como un intento único, a menudo paradójico, para armonizar la unidad del mundo
con la pluralidad de sus fenómenos que nos da la experiencia conservando al mismo tiempo el
derecho propio de cada estructura. Sólo su gran enemigo Schopenhauer adopta entre los
metafísicos de Occidente una cierta posición especial. Su doctrina del Universo tiene algunos
rasgos de la concepción del Mundo de la India. Estos rasgos son: la inmaterialidad de toda
existencia aislada y el carácter fantasmagórico de todo proceder histórico.
Si decimos aquí algo más referente a las interpretaciones que se han dado en la India al tema
«unidad y pluralidad» lo hacemos porque, para ver claro un problema, lo mejor es enfrentar la
propia actitud con otra muy diferente. Entonces es cuando sus contornos quedan bien precisados
ante nuestra inteligencia.
Llamamos a la filosofía hindú, teoría de la vegetación de los trópicos. En la vida de muchas
regiones de las selvas vírgenes ecuatoriales no se admite el crecer y decrecer de cada existencia
dentro del ritmo del ciclo anual, a pesar del incesante crecer y decrecer de cada ser, porque
siempre persiste su totalidad vital dentro de una tranquilidad eterna e intemporal. Allí se
germinan, florecen, maduran y se marchitan las plantas conjuntamente. El impulso de la vida tiene
allí la misma fuerza ininterrumpida que la existente en los espacios infinitos. Pero esta vida parece
al mismo tiempo viejísima: no conoce ni rejuvenecimientos ni renovaciones. Este fondo
inmodificado en el cual vive el indio completamente absorbido en sus creencias, es el que ha
determinado todo su sentimiento vital. Por eso la India no tiene, en cierta manera, historia. El
concepto de progreso así como el de desarrollo le son completamente extraños. En todo proceso
se sucede ininterrumpidamente siempre lo mismo. Allí se hundieron también poderosos reinos y
dinastías que fueron sustituidos por otros; pero esto tiene para el hindú la misma importancia
que cuando se hunde un árbol en el bosque y en su lugar nace otro. Lo mismo ha sucedido ya
varias veces y se repetirá continuamente. Este sucederse de las formas no tiene ninguna
importancia tanto los árboles como las generaciones de hombres aparecen sólo como pluralidad,
pero en realidad encarnan todos ellos una vida. Por eso en la India no recuerdan apenas los
personajes aislados. Para los hindúes no tiene ninguna importancia lo exclusivo de un destino
vital. Por eso no conoce tampoco ni las biografías ni las memorias, que quieran retener ese caso
exclusivo. Para ellos sólo tiene importancia lo genérico y lo simbólico. Su tradición se da en la
leyenda, de la cual forman parte los héroes y santos muchas veces aún en vida. No se plantea la
cuestión sobre la verdad histórica como en la investigación occidental. Por lo tanto no se sabe
muchas veces quiénes fueron en realidad los creadores de los grandes sistemas ideológicos, que
han determinado el pensamiento durante los siglos. Al hindú le basta saber que son de un sabio
anónimo de la Antigüedad, que las generaciones posteriores se adornan siempre con los mismos
rasgos típicos. Por eso los asuntos de los dramas hindúes no escogen destinos individuales, sino
situaciones más o menos modificadas y destinos que se repiten continuamente. Tampoco la rica
plástica hindú no reproduce casos particulares y su arte no conoce al individuo aislado. Piénsese
en cambio en la plástica griega para comprender bien la diferencia entre Oriente y Occidente.
Todas las estatuas de salvadores que se hallan en los templos indios tienen la misma expresión.
En ellas se ve la tendencia a despersonalizar y hacer desaparecer al hombre: el que contempla las
imágenes debe ver lo único. Mientras los fisonomistas de Occidente se esforzaron siempre por
ver en cada forma corporal lo particular y al mismo tiempo el prototipo de ese hombre particular,
los fisonomistas de Oriente cubren la cara del hombre cuyo carácter quieren reproducir, con un
paño que sólo permite precisar sus contornos, es decir, lo típico, mientras lo individual se borra.
El hombre representado por los hindúes desaparece completamente dentro de la multiplicidad
de las otras formas. Entonces no es más que una forma entre las otras, una planta, animal o una
de las innumerables creaciones de aquella inagotable fantasía con que la opinión popular ha
poblado la Naturaleza.
La doctrina hindú de la reencarnación no cree que pueda conservarse una individualidad más allá
de la muerte en el sentido de Occidente. Más bien cree que nada de lo que fue; puede destruirse
o perderse. No tiene nada común con la idea del valor particular de toda alma humana. Sólo
quiere decir que la muerte es un paso a otras formas. También esto lo ve continuamente el
hombre indio en el bosque con símbolos siempre nuevos. La vida humana tiene allí el mismo
significado casi que la vida de las plantas que luchan entre sí por obtener luz y espacio, o la vida
de las miríadas de insectos que revolotean en el aire: que «nacen y mueren incesantemente en
todos los países, bajo todos les cielos, en el agua y en la tierra, como burbujas en el agua.» Por
eso el hombre puede encarnar en una nueva vida, sea animal o vegetal. Todas estas posibilidades
de la existencia tienen la misma irrealidad. La creencia aneja (anexa) a la reencarnación, que dice
que las obras de los hombres deciden bajo: qué forma volverá a nacer, si como brahmán o como
paria, expresa la concepción profunda de que todos los hechos continúan su acción fatalmente.
Este «karma», como destino en cierto modo reencarnado, tiene una existencia independiente. El
individuo es únicamente un portador que no tiene ningún valor propio, y que el «perfecto»
regresa al todo-uno después de su—última — muerte. Esto le quita la falsa imagen de pluralidad,
pero con ello su individualidad se descompone: «Lo mismo que los ríos cuando desembocan en el
mar pierden su nombre y forma (es decir, su peculiaridad, su individualidad) así se disuelve el
sabio cuando ha perdido nombre y forma el espíritu supremo». Una vida que no es nada más que
vida, está segura de una existencia eterna, pero de una existencia sin carácter individual.
El pensamiento de la India que une la realidad metafísica del mundo de la pluralidad con sus
formas aisladas, atribuye, sin embargo, casi siempre al mismo todo-uno una realidad suprema y
una duración intemporal. De este brahma, o como llamen a esta unidad situada más allá de toda
comprensión, procede la pluralidad y a ella retorna toda esencia. Casi no hace falta decir que la
creencia popular india ha dado vida a este todo-uno. El resultado de la última abstracción ideal,
entendida como divinidad personal, ha animado este todo con gran número de divinidades
inferiores y seres demoníacos. En la India no se excluyen como contrarios la creencia popular
teísta y la politeísta por un lado y la filosofía por otro, pues, según la concepción india, puede
manifestarse la verdad en diferentes planos y símbolos, que continúan siendo «verdad» aun
cuando su naturaleza se considere pura alegoría. En la India ha habido siempre diferentes
sistemas filosóficos cuyos partidarios se han hostilizado frecuentemente con pasión. Aquí
hablamos sólo del carácter unitario que les es común y que se impone continuamente de nuevo
tanto hoy como hace milenios. Estas interpretaciones y dogmas poseen un deseo en común: salir
de pluralidad y retornar a la unidad. Se basan en la confusa y al mismo tiempo angustiosa plenitud
de la naturaleza tropical, que se corresponde a su vez en los fantásticos ornamentos de los
templos y en los cultos sensuales. Esta naturaleza y toda su vida parece impregnada de infinita
tristeza y gran cansancio. Esto mismo se siente en nuestras latitudes durante el calor sofocante
de un mediodía de verano; entonces parece como si el tiempo se detuviese. En las selvas de la
zona cálida todo lo que quiere ser y desarrollarse lleva ya la mordedura de la muerte. La vida
consume incesantemente otras vidas y ni un solo ser puede alegrarse ni un solo momento de su
triunfo: el desarrollo y la muerte son allí inseparables. Únicamente la totalidad vital «selva virgen»
persiste inmodificable a través de los milenios de su ciclo eterno. El hombre pregunta en presencia
de este movimiento : ¿qué significa este juego que produce continuamente nuevos sufrimientos
y que no conoce jugadores aislados a quienes pueda aprovechar, sino únicamente una masa vital
que se consume a sí misma?
Este era el punto de partida de la doctrina de Buda. El sentido de la vida y del universo de la India
ha encontrado en ella una interpretación unilateral, pero precisamente por eso instructiva.
Aunque combatida desde hace tiempo por otras doctrinas de la India, encarna el budismo en
cierto aspecto sus últimas consecuencias.
La leyenda explica que el joven príncipe Gautama encontró paseando a la Vejez, la Enfermedad y
la Muerte, y de esta manera se presentó ante sus ojos el carácter pasajero y fútil de todos los
seres. Esto le sirvió de estímulo para abandonar todo esplendor, retirarse a la soledad y buscar
como asceta una contestación a los problemas que le inquietaban. Durante mucho tiempo buscó
la solución como discípulo de algunos profesores, hasta que, por fin, después de muchos años
debajo de la higuera sagrada de Uruvela le llegó la gran iluminación, y se convirtió en el «Buda»
(es decir, el despertado). Se abrió paso a la sabiduría, a la razón: «Mi liberación es inconmovible.
¡Este es mi último nacimiento! ¡Ya no habrá otro volver a ser!»
¿Qué fue lo que abrió la puerta de la sabiduría a Buda? Toda la realidad se caracteriza, según
Buda, por tres palabras: pasajero, doloroso, inadecuado. En sus discursos doctrinales quería
enseñar esto a los hombres y formaba el contenido de sus temas así. Por eso respiran éstos una
gran monotonía. Pero Buda quería aún algo más, quería indicar el camino que nos libra para
siempre de la cadena que nos lleva de muerte en muerte. Su actividad doctrinal, que duró
cincuenta años, amenazó con la alegre nueva: «Se ha encontrado la inmortalidad». Este camino
hacia la liberación que Buda quisiera indicar no conduce, sin embargo, traspasando la existencia
humana limitada, hacia la eternidad, hacia la suprema realidad del todo-uno. Lo que Buda quería
era que se supiese que toda existencia tiene un fin. Según él, sólo este conocimiento permite
acercarse a este fin. El «conocimiento» significa algo distinto para los hindúes que lo que
representa para nosotros en Occidente. El conocimiento significa en general para Occidente un
simple reflejo de la realidad. Cuando quiere intervenir en la vida, entonces se esfuerza por
transformar a ésta desde fuera. El Oriente ha visto siempre, en cambio, que todo conocimiento
es una función de la vida misma. Ve en ella un proceso vegetativo, que, precisamente por ser eso,
puede dar forma a la vida desde dentro como fuerza organizadora. Este es también el sentido de
todas las meditaciones de Oriente: aquello sobre lo cual se medita con fervor y aplicando todas
las fuerzas anímicas, es lo que se llega a hacer. Expresándolo en una fórmula — necesariamente
unilateral —: Para el hombre occidental, el saber es una fuerza que le permite dominar al mundo;
el saber, para el hombre oriental, es una fuerza capaz de transformarle a él mismo.
Tenemos que conocer estas hipótesis que tiene la doctrina de Buda en común con todas las
grandes doctrinas de la India, para comprender lo que quiere decir. Para él, el «saber» es un saber
redentor. La vida se desarrolla y renueva continuamente por error, por ignorancia. El budismo
quiere indicar el camino que va del no saber al saber y por lo tanto hacia la redención, hacia una
redención por sí mismo.
Es necesario hacer una aclaración. Lo que se llama actualmente budismo es un todo muy ambiguo
y diverso. El llamado budismo del Norte (Tibet y Asia oriental) se ha apartado mucho de la
primitiva doctrina y en algunas de sus sectas ha desarrollado una metafísica profunda, que
muchas veces sólo tiene cierta afinidad con la doctrina fundamental. El llamado budismo del Sur
(Ceilán e India posterior; de la parte anterior de la India, su verdadera patria, casi ha desaparecido
hace aproximadamente mil años y ha sido substituido poco a poco por las doctrinas
brahamánticas, que él expulsó anteriormente) ha conservado en general la doctrina de Buda más
pura. Aquí nos referimos siempre a esta primitiva doctrina budista. Puede interpretarse de
diferentes formas. Pocos de sus intérpretes europeos han sido probablemente justos con ella.
Muchos no se han sustraído al parecer del peligro de darnos una interpretación corriente de los
conceptos expresados por Buda o bien cogerlos por el lado artístico-estético.
Hemos dicho que la doctrina de Buda quiere señalar el camino hacia la auto-liberación. Sin
embargo, debemos añadir que para el budismo no existe un «yo». Esto nos lleva al punto esencial
que caracteriza al budismo y por el cual hablamos tan detalladamente de él aquí. También otros
sistemas nos han enseñado que toda existencia es dolorosa y pasajera y que esto constituye su
verdadera esencia. Esta posición fundamental es común sobre todo a las doctrinas religioso-
filosóficas de la India. Sucede algo muy distinto con la tercera afirmación del no-yo. Aunque la
mayor parte de las interpretaciones del mundo de la India no reconocen una individualidad
indestructible e intransformable, no niegan que poseen algo parecido a un yo, aunque este yo no
sea un yo individual. Más bien acaba por identificarse con el «yo» de todo el universo, el todo-
uno que reside en toda esencialidad. Aun siendo la vida sólo pasajera y dolorosa podría tener un
sentido el proceso universal y seguir una dirección determinada. Entonces tendríamos que
aceptar su afirmación a pesar de todos sus dolores. Algunos pensadores del Occidente han llegado
a conclusiones parecidas: así, por ejemplo, Eduard von Hartmann. Sin embargo, sus leyes sólo
tienen un contacto muy externo con las leyes de la India. El proceso único y el mismo tiempo
histórico que presupone es completamente ajeno al pensamiento hindú, que considera todo
devenir un ciclo redondeado en sí mismo.
La doctrina de Buda se diferencia de toda metafísica de Occidente y Oriente en que toda realidad
no posee un «ser en sí». En una fenomenología de la realidad (así diríamos hoy día), quiere
demostrar Buda que todo acontecer —empezando el hacerse y deshacerse de nuestro cuerpo
hasta los procesos espirituales con los cuales nos identificamos — no posee un núcleo esencial,
es decir es un no-yo. Si fuese así, entonces se, plantea la cuestión: ¿Qué es, pues, la vida, qué la
hace seguir adelante, de dónde viene y a dónde va? El budismo contesta; a esto comparando la
vida a una llama. También ella arde («vive»), tiene forma, necesita alimentarse y quiere continuar
devorándose; pero, ¿posee ella misma un «yo»? Como la llama, así toda vida es un proceso
alimenticio (mejor dicho: un proceso de combustión), tanto en lo corporal como en lo espiritual,
un proceso alimenticio sin un sujeto (yo-mismo), que se alimente. Lo mismo que la llama resurge
continuamente de, sus condiciones previas, así la vida de las suyas: a saber la ciega sed de vida y
los impulsos vitales. Son la energía que mantiene este proceso. Toda existencia es en este sentido,
según Buda, arder y coger, un único adentrarse en sí mismo. Buda da, pues en su doctrina una
extensa fisiología, no sólo de los procesos vitales corporales, sino también espirituales. No sin
razón cuenta también en nuestro tiempo con algunos partidarios entre los fisiólogos de tendencia
filosófica.
Si es así, como dice Buda, entonces estaremos prisioneros eternamente, al parecer, tanto si
queremos como si no y, desde el principio sin principio por toda la eternidad, en un mundo de
padecimientos incesantes, del cual no hay escape posible. Buda quiere demostrar precisamente
que es posible «escapar». Según él, sólo es posible escapar, porque la vida no posee ni un núcleo
metafísico, ni es la forma externa de una materia persistente en sí misma. Buda interpreta toda
materia como «acción vieja», es decir, como energía pasada, coincidiendo esto con ciertos puntos
de vista de la filosofía de nuestros días. Por eso cree Buda que es posible recordar vidas anteriores,
aunque en ellas no se ha reproducido continuamente de nuevo ningún «yo». Este recuerdo está
adherido, según él, al destino de la materia, que constituye el cuerpo, y que determina también
el destino del hombre como «obra hecha». Como la vida no tiene en su base ningún sujeto y por
lo tanto no le corresponde ninguna existencia, es posible una liberación en la cual no se liberta sin
embargo ningún «yo». Estas formas paradójicas nos parecen extrañas a nosotros, pero para el
pensamiento indio no son contradictorias.
El budismo no quiere ser una filosofía ni dar una explicación sobre el Universo. Su único fin
consiste en indicarles a los seres el camino hacia la liberación. Buda ha dejado sin contestar las
cuestiones metafísicas, por ejemplo, la de si el Mundo es finito o infinito, pues la meditación sobre
ellas no alivia el dolor ni sirve para la liberación. «Lo mismo que el océano sólo tiene un gusto, el
sabor de la sal, así también tiene esta doctrina un solo gusto, el sabor de la liberación».
El paso del ser al «no ser» no significa, según Buda, la irrupción de un mundo superior en este
mundo transitorio y de dolor (es decir, no es ningún suceso en el sentido de Schopenhauer), sino
un proceso incipiente de liberación, comparable a la extinción lenta de una vela, cuya substancia
nutritiva va disminuyendo. El budista sabe bien (se trata de un conocimiento como proceso
biológico) cómo dejar actuar sobre sí un excitante orgánico. No puede hacer más.
Así como la reencarnación se puede comparar, según Buda, al hecho de encender una luz con
otra, así también puede compararse la extinción del liberado con la luz que se apaga. Según Buda,
sería insensato preguntar a dónde había ido a parar la luz (o el hombre). También esta cuestión
era de aquellas que rehusó contestar y de las que decía: «Esta pregunta está mal formulada».
Aquí llegamos al concepto de múltiples facetas del nirvana. Esta palabra no indica ya
lingüísticamente ninguna situación. Es más bien un verbo, que no significa nada más que
«extinción». Con esto, al parecer, está dicho todo.
La mayor parte de las interpretaciones del mundo de la India entienden toda pluralidad como
aspecto del todo-uno. La existencia aislada como tal no tiene, según ello, ninguna realidad
verdadera en sí misma. Su núcleo esencial no es nada propio de ella sola, es idéntico a aquello
que vive en todo. El mundo de las apariencias no es, por lo tanto, ninguna estructura escalonada,
ningún cosmos, no es la expresión de un orden interno, sino una única vegetación múltiple. Buda
avanzó un paso más. No conoce una última unidad metafísica a la cual regresa todo ser. Toda la
realidad se descompone para él en innumerables procesos de combustión, que sin embargo no
tienen realidad en el verdadero sentido. También lo que nosotros llamamos mundo, es un «no-
yo» para él.
Ya dijimos que la Metafísica de Occidente, a diferencia de la de Oriente, ha visto siempre un
problema en las formas particulares, alrededor del cual giraban las interpretaciones, aunque
aspirasen a una exposición unitaria. Esto se manifestó ya en el platonismo lo mismo que en el
problema de los universales de la Edad Media, derivado del primero, habiendo determinado
ambas doctrinas de una forma decisiva la interpretación de la Naturaleza.
Al pasar de la Edad Media a la Edad Moderna, el problema de lo individual se convirtió para
muchos pensadores en el problema universal mismo. Nikolaus von Cues se esforzó entonces por
comprender mediante imágenes profundas la existencia de Dios en todas las cosas, dicho de otra
forma: la unidad dentro de la pluralidad. Con ello volvieron a preocuparse las mentes del gran
tema de Platón y de los neoplatónicos, que habían tratado también en múltiples formas ya los
Padres de la Iglesia y los místicos desde el maestro Ekkebart. Logró este último exponer toda su
doctrina en forma sistemática y por eso se convirtió en su representante y actualmente la filosofía
alemana se apoya en él.
Según la doctrina de Nikolaus von Cues, cada objeto en el mundo es único en su especie. Nunca
es completamente igual que otro: esa igualdad sólo existe en la abstracción. Por eso cada ser en
sí es único también. En su peculiaridad sólo puede existir junto con otros, formando parte de un
todo superior. Se encuentra colocado dentro del universo como un miembro de él, y su
importancia le viene del carácter único que posee y del sitio especial que ocupa. Así descansa la
armonía del mundo en la diferenciación de todas sus partes.
Giordano Bruno consideraba también el todo como un organismo de estructura armónica. El
mundo es para él un conglomerado de objetos imperecederos e intransferibles, en todos los
cuales reside sin embargo de igual forma la unidad divina. Cada uno de los objetos tiene que
realizar dentro de este todo su trabajo peculiar. Sin embargo, su peculiaridad no los separa a unos
de otros, sino que en su fraccionamiento especial son una reproducción del todo. De una forma
parecida interpretaban el universo Agrippa von Nettesheim, Paracelso y otros pensadores e
investigadores de aquella época. Képler ha determinado por fin esta concepción del mundo al
exponer la estructura del cosmos y la armonía del mundo.
A esta tradición espiritual pertenecía también el gran filósofo alemán Leibnitz: el enigma
verdadero residía para él, no en la unidad del Mundo (que más bien presumía), sino en la
pluralidad de sus fenómenos. Según Leibnitz, no existen tampoco dos cosas completamente
iguales entre sí. El todo se compone, según él, de «mónadas» únicas en sí. Cada una de ellas es,
sin embargo, un espejo del mundo entero, que lo refleja todo y por lo tanto participa en todo lo
que sucede en él. Cada uno encierra, por lo tanto, en sí el todo; pero con más o menos claridad y
perfección, según la gradación de las cosas, empezando por la materia inorgánica y pasando por
el mundo orgánico hasta llegar al espíritu humano. Esta dependencia de unas mónadas de otras,
como elementos primitivos de toda realidad, hace posible, según Leibnitz, el milagro de la unidad
en la pluralidad. Su doctrina de las mónadas propagó ideas que expresó primero Daniel Sennert,
casi olvidado hasta hoy. Este médico investigador y filósofo naturalista había enseñado que los
elementos primitivos de toda realidad no son material constructivo muerto (como habían
supuesto las doctrinas atómicas materialistas de la Antigüedad y de los tiempos modernos), sino
últimas unidades estructurables y provistas de fuerza. Esta gran interpretación del mundo se
encuentra en la representación de la Naturaleza de Goethe.
La investigación de nuestros días llegó también, partiendo de otras representaciones y premisas
muy distintas, a una imagen muy parecida de la naturaleza en total. En ella encuentra una nueva
justificación, algo de lo que se había mirado desde el punto de vista puramente especulativo. Esta
imagen es la de una estructura escalonada bien unida, en la cual cada grado no sólo descansa
sobre el inmediato inferior, sino que lo incluye en su estructura superior absorbiéndolo de esta
forma.
Esto se ve ya en el plano del proceso inorgánico. El electrón como parte de un conglomerado
atómico se convierte en algo «distinto» que lo que es fuera de él. El átomo que forma parte de
una combinación química, presenta cualidades que antes no poseía. Tanto el electrón como el
átomo han perdido en ambos casos su individualidad. El mundo de la materia inanimada forma
por fin, en cuanto compone organismos vivos, otras combinaciones completamente nuevas.
También el reino orgánico es un compuesto múltiple de individualidades, que no tienen una
consistencia rígida e inmodificable, sino que continuamente forman nuevas unidades vitales
mientras se desintegran otras. Bajo nuestra mirada se transforma continuamente la pluralidad en
unidad y ésta en pluralidad. Entre el mundo inorgánico y el orgánico hay extremas coincidencias.
Lo mismo que la molécula de un elemento químico posee características que sus componentes
químicos no poseen aisladamente, también tienen los conglomerados vitales formados por la
unión de varios seres vitales, cualidades que no manifiestan ninguno de estos seres aislados.
Recordemos nuevamente los conglomerados súper específicos de los líquenes y las simbiosis de
algunos animales con algas.
A pesar de todos los esfuerzos hechos durante varios miles de años para solucionar racionalmente
la gran paradoja mundial de que la unidad es siempre también pluralidad y la pluralidad unidad,
no se ha obtenido ningún resultado. Cada organismo estructurado demuestra, sin embargo, que
es así. La célula sola, lo mismo que los tejidos de estructura superior de que forma parte la
primera, son unidad en sí. Sin embargo, ambos son parte al mismo tiempo de una unidad superior.
Visto de esta manera, cada ser aislado es un microcosmos y también un macrocosmos.
Algo parecido pasa con el hombre como miembro de la humanidad. La psicología de nuestros días
nos ha enseñado que cada alma aislada, independientemente de su carácter único, sólo puede
comprenderse sobre la base de su realidad súper-individual (véase pág. 75), es decir, que tiene en
sí misma acceso a posibilidades humanas que no pueden adquirir nunca forma verdadera dentro
de su propio marco siempre limitado. Este acceso lo tiene porque contiene los gérmenes de todas
estas posibilidades. Con ello se explica también que las modificaciones psicológicas influyan, al
parecer, en el «carácter» de un hombre y lo puedan variar, pues parece ser que en este caso
desaparecen las inhibiciones que se oponían hasta entonces a la aparición de determinadas
«disposiciones». En este compendio debemos citar también la teoría que ve en el cerebro un
simple instrumento, que sirve de medio de expresión a la psiquis incorporal (August Bier, Jacob
von Uexküll y otros). Si el cerebro enferma o sufre una herida, entonces pierde la psiquis la
posibilidad de expresarse, lo mismo que le acontece a un músico cuyo instrumento se estropee.
Esto no debe entenderse, pues, como si la individualidad anímica no fuese más que el resultado
de una «mezcla» de impulsos generales-impersonales, debida a ciertos procesos de conexión.
Estas breves indicaciones sólo han de señalar sucintamente que el hombre aislado está en
comunicación con un alma que se extiende mucho más allá de lo que nosotros llamamos
generalmente su individualidad. Todos sabemos que nuestras últimas posibilidades, que siempre
se quedan en «posibilidades», son en mayor número y más ricas, que lo que revela nuestra
existencia en el espacio y el tiempo. Sólo así se explica también que el hombre posea en mayor o
menor escala la facultad de extender su comprensión intuitiva por encima de su existencia
individual a la vida de otras almas y de sentir con otros seres.
Ya anteriormente hemos citado hechos biológicos que parecen demostrar que toda vida es unidad
interna en sentido meta- físico, independientemente de que la pluralidad de sus formas pueda
derivarse casualmente por separado en el plano de proceso de la Naturaleza. Nos corresponde
citar también unos hechos que pertenecen completamente a otros planos de la realidad. Nos
referimos a ciertas experiencias éticas primitivas, que se encuentran en todas las grandes
religiones. Para comprender lo que queremos decir con ello, tenemos que empezar mucho más
lejos. La mayor parte de valores y normas que prescriben, hoy como siempre, la conducta del
hombre tienen en gran manera una causa biológica. Pues son la expresión del estilo de vida de un
cuerpo, por ejemplo, de una raza, un tronco o un estado: lo que corresponde al grupo se considera
moral, lo que le es extraño o lo pone en peligro se considera inmoral. De la misma manera le
parecería a la encina, si pudiese reflexionar, que la forma rápida de crecer los pinos era inmoral,
condenable e insignificante. La mayor parte de los valores éticos son también en este sentido
nada más que reflejos abstractos de una realidad vital, con la cual se transforman y con la cual
desaparecen de nuevo. Sin embargo, existen valores que siempre fueron reconocidos como tales
valores — por encima de los vínculos temporales y de grupo —, aunque con diferente ropaje. (Las
profundas investigaciones de Max Scheler sobre la llamada ética material de los valores siguieron
una dirección semejante.) Las exigencias que imponen, sólo se comprenden por la suposición
frecuentemente informulada y aparentemente contraria a la naturaleza del hombre, de que los
seres aislados o los grupos no son las últimas realidades. Así como toda ética de los grupos son la
expresión de una realidad vital, así lo son también éstas. Esto quiere decir que aquellos valores
súper-temporales, lo mismo que la actuación de su espíritu, corresponden a la realidad más
profunda de este mundo. También esto puede interpretarse en el sentido de que toda pluralidad
de las apariencias se debe a una unidad metafísica.

II. SER Y DEVENIR

TIEMPO Y SUPERTEMPORALIDAD EN EL PROCESO DE LA NATURALEZA

Ninguna experiencia parece tan segura como la de que sólo el cambio es constante. Las
generaciones pasadas podían creer que, por encima de este mundo de continuos cambios,
existían unas esferas que no sufrían cambio ninguno: el mundo de las estrellas. Hoy día sabemos
que todas las dimensiones de la realidad espaciotemporal están expuestas de igual manera al
cambio, y que ninguna de ellas permanece inmutable. Cuando no nos lo parece así, es que se trata
simplemente de un error de perspectiva, que se explica porque el hombre se halla
aproximadamente en el centro del orden de los tamaños, entre los conglomerados atómicos y el
todo formado por el mundo de la Vía Láctea. El ser y el devenir dentro de los mundos atómicos se
realiza por lo tanto, visto desde nosotros, en fracciones de tiempo incalculablemente pequeñas;
en cambio, el proceso en el cosmos se extiende a lo largo de espacios de tiempo tan extensos,
que dejan atrás todo lo imaginable. Pero en realidad, tanto aquí como allí sucede esencialmente
lo mismo; ya hablamos también en otro lugar de que se impone en más de un aspecto una
comparación entre el mundo de los átomos y los sistemas solares. Así puede parecemos la
realidad bajo un punto de vista como símbolo estático e inmóvil y bajo otro punto de vista como
cambio y transformación continua. Cuando se trata de describir únicamente el proceso en el
espacio y el tiempo, tiene razón el último punto de vista. Al parecer sucede que cambio y
transformación constituyen todo el ser de la realidad espaciotemporal. En rigor, no se conoce
ninguna circunstancia en la que el devenir cese por un momento de continuar rodando. Esto se
ve simbólicamente expuesto en el desarrollo de una planta. Su crecimiento, madurez y muerte
forman un solo proceso, donde ninguna «fase» queda separada de la otra por una interrupción.
Tampoco el agua corriente de un río se detiene en su continuo fluir.
Lo mismo experimentamos cuando, apartados del mundo externo, escuchamos dentro de
nosotros mismos. Entonces nos damos cuenta del incesante fluir del río temporal interno: es el
ritmo de nuestra existencia vivida. Este tiempo vivido no tiene la misma importancia que aquella
unidad aritmética «tiempo», cuya masa son las horas; los días y los años. El reloj interno de la vida
sigue siempre su ley propia. En ella se encuentra un reflejo de nuestra propia existencia. Por eso
es distinta la velocidad de su cuerpo en los diferentes organismos y hasta en cada ser aislado. Pero
siempre nos indica que lo que nosotros llamamos existencia es un cambio ininterrumpido.
Tanto la experiencia externa como la interna parecen, pues, indicar que toda realidad no es más
que un único fluir y refluir que procede de lo desconocido y se pierde en lo desconocido. Entonces
habría tenido razón el viejo sabio griego Heráclito cuando decía que en el mundo no hay nada
estable. «Nunca nos bañamos en el mismo río»; no sólo porque el río se ha convertido en otro,
sino también porque nosotros mismos no somos los mismos que éramos.

Pero, al examinar esto más de cerca, se ve también otra cosa muy particular. El pasado no se
hunde en lo inmaterial como si no hubiese existido nunca. Más bien continúa viviendo en cada
actualidad. Esto se da, no sólo en el sentido de como si una cadena ininterrumpida de causas —
antiguas «horas»- se hubiesen juntado unas con otras, para hacer posible toda realidad y
continuar actuando en ella lo mismo que un movimiento puede propagarse al infinito a través de
innumerables miembros. Esta manera mecánica de la propagación continuada del pasado no es
más que un caso especial entre otros. Ya en la naturaleza inorgánica se observan por lo menos
algunos objetos que se han convertido en históricos. La cantidad de productos de transformación
contenidos en una substancia radiactiva, procedentes de la descomposición atómica, permite
terminar, por ejemplo, su «edad» exactamente. Mediante un análisis, se puede precisar cuándo
se formó y predecir además la duración de su existencia. Estos procesos radioactivos no son
influibles y siguen con rigor unas reglas de necesidad interna: antes ya hablamos detalladamente
de estos fenómenos. Lo que fue un día se halla aquí contenido en toda realidad y determina todo
porvenir de una forma unívoca y exactamente calculable.
El concepto del tiempo, del cual parte en general la Física, es frente a esto un esquema abstracto
puro, que se obtiene mediante un artificio al sacar el suceso aislado de su ordenación en el
tiempo, es decir, suprimiendo el factor que actúa siempre sobre él. Sólo al prescindir de esta
forma de todo lo particular del fenómeno aislado se llega a conocer las reglas valederas fuera del
tiempo. Únicamente así se han encontrado, por ejemplo, las leyes de la caída de los cuerpos en el
espacio. Estas sólo son valederas en el vacío, es decir, cuando se hace abstracción artificial de las
condiciones bajo las cuales se desarrolla verdaderamente la Naturaleza. Bajo las mismas
condiciones deberá desarrollarse un proceso físico siempre en la misma forma en cualquier
tiempo y lugar. Este punto de vista ha impedido ver frecuentemente que los métodos de
conocimiento de las llamadas ciencias físicas exactas, que extraen los sucesos del tiempo, no
bastan solos para comprender todos los procesos concretos, tal como son, del mundo inorgánico.
Esto se ve muy bien en el ejemplo de la Geología, que es la historia de la Tierra, en la cual acaba
por encuadrarse todo proceso físico de nuestro planeta. El punto de vista que dominaba en ella
hasta hace poco pretendía eliminar todo lo único y particular de los procesos geológicos, que se
debían a su inclusión en el tiempo, es decir, en un proceso histórico. A semejanza de la Física pura,
partía para ello del supuesto de que las mismas causas debían producir en todo tiempo y lugar los
mismos efectos; por ejemplo, que una roca o un sedimento se formarían siempre y en todas
partes en la misma forma bajo las mismas condiciones. Esta teoría, llamada actualismo, hizo
suponer que los procesos físicos observados actualmente en nuestro planeta, debían bastar para
explicar satisfactoriamente por medio de su suma progresiva, todos los sucesos del pasado
geológico. A esto ha objetado actualmente sobre todo Karl Beurlen, que esa «geología general»
sólo puede tener el valor de una ciencia auxiliar para la comprensión de la verdadera Geología.
Pues si se extermina el momento histórico en el proceso geológico, queda un esqueleto de
relaciones formales, de las cuales no puede derivarse un suceso aislado. De esta forma no es
posible tampoco comprender el verdadero proceso histórico de la Geología en todas sus fases, tal
como se suceden unas a otras. Cada una de estas fases es única, y no puede explicarse por una
sencilla ordenación en el proceso temporal. Así hay varios indicios — para no citar más que un
ejemplo — de que los días y los años fueron un día más largos que actualmente. Por eso deben
de haber seguido también otro ritmo muchos procesos geológicos, como sedimentaciones,
erosiones y formaciones de piedras. Los procesos geológicos actuales sólo podrían ofrecer un
punto de apoyo incompleto, para explicar los sucesos semejantes del pasado.
Estas consideraciones llevan a la conclusión de que no es posible, como ha intentado demostrar
una teoría (H. Rickert), establecer la diferencia exacta entre las ciencias naturales por un lado, que
al parecer pretenden establecer reglas súper-temporales, y las ciencias históricas por otro lado,
que sólo se ocupan de lo individual-único. También las ciencias históricas tienden a establecer
leyes sobre lo individual. Para nosotros tiene sobre todo importancia el hecho de que las ciencias
naturales que durante mucho tiempo se inclinaban a no admitir como ciencia pura más que las
ciencias cuyos objetos no estaban ligados al tiempo, opinan hoy día que el tiempo es una
característica de toda realidad.
Ahora admitimos, pues, que cada suceso aislado, también en la naturaleza inorgánica, sólo puede
comprenderse por completo ordenando ésta dentro de un proceso temporal. El pasado se
introduce de esta forma en la actualidad vital de cada organismo. Actualmente sabemos que todo
suceso que acaece a un ser vivo repercute en sus jugos y tejidos. En todo organismo se encuentra,
pues, anotado como en una crónica todo su pasado, enfermedades, miseria o lo que sea. Así
puede leer, por ejemplo, todo guarda forestal o el naturalista para que se vea claro mediante un
sencillo ejemplo — en la forma de los árboles del bosque, la manera con que sus destinos los
modificaron, cada uno a su modo, durante los decenios o siglos de su existencia. Esto se refiere,
no sólo en un sentido relativamente externo, que afecta su configuración, sino a la misma
naturaleza interna que determina la dirección de todo ulterior desarrollo.

Así actúa el pasado como potencia determinante inmediata en cada existencia. Él le ha dado
forma y continúa dándosela.
Lo mismo sucede con el desarrollo de unidades vitales superiores: a saber, las clases y especies.
Las adaptaciones que tuvieron lugar en un pasado remoto le han señalado desde entonces la
dirección a seguir. Esto podemos deducirlo aún hoy frecuentemente por varios indicios. Así
representan, por ejemplo, las diferentes especies de una familia todas las fases principales que
han recorrido ya en su desarrollo sus formas más especializadas. De entre el gran número de casos
así, citaremos las sociedades de los insectos y las plantas de agua dulce procedentes de las plantas
terrestres. Esa especialización pone en peligro muchas veces su existencia, ya que esas formas
vitales están cada vez en peores condiciones para adaptarse a las modificaciones más
insignificantes de su medio ambiente. En el primer capítulo, ya señalamos que se trata de una ley
del destino, bajo la cual se haya sometido todo lo vivo y que guarda correspondencia con todos
los planos de la realidad vital. El pasado se convierte así en destino de toda vida.
Algo parecido sucede con todo lo que hemos vivido, que se introduce en nuestro organismo
psíquico, sobre todo en sus capas subconscientes, le da forma y decide frecuentemente sobre la
clase y posibilidades de toda experiencia posterior, sin que nuestra conciencia sepa nada de ello.
Ahí es donde debe buscarse también la raíz de muchas enfermedades anímicas, que la psicología
actual se esfuerza en descubrir, porque en muchos casos son indispensables para ayudar y curar
al paciente.
El pasado continúa viviendo en el espíritu como recuerdo; pero no debemos entender esta
palabra en el sentido superficial que tiene habitualmente. No sin razón han enseñado los
pensadores profundos de todos los tiempos que la medida e intensidad de este recuerdo, es decir,
de la continuidad de la conciencia, mediante la cual el pasado se incluye espiritualmente en toda
actualidad, señala la jerarquía y el valor ético de un hombre. El conocimiento de ello no se ha
perdido nunca sobre todo para las escuelas espirituales de Oriente. Pretenden algo más que un
sencillo adiestramiento psíquico cuando exigen que el discípulo aprenda y recuerde
progresivamente cada vez más cosas, de forma que todo lo que fue le esté presente y no lo olvide.
Estos ejercicios pueden abarcar, por ejemplo, un día y extenderse más adelante a toda la
existencia ya vivida. Con esto persigue que todo lo que sucedió, se oyó y pensó no se extinga
nunca. Prosiguiendo por este camino llega a creer el budismo que el hombre puede llegar a
despertar en sí el recuerdo de las formas existenciales por las que pasó anteriormente.
Esta posibilidad de evocar el pasado, en el espíritu, arrancando al ser de la corriente del tiempo,
sólo es patrimonio del hombre. Por eso sólo él sabe algo de historia, mientras el animal se disuelve
en la actualidad y se ve completamente envuelto y como prisionero de ella. «Espíritu» no significa
la facultad de reproducir la realidad en una esfera de abstracción pálida, sino más bien es la única
fuerza que nos puede librar de la presión y servidumbre del momento ya vivido. En este sentido
el espíritu súper-temporal puede arrancarse las cadenas de la actualidad y encontrar así
consolatio philosophiae, el consuelo en la filosofía, como el último de los filósofos de la
Antigüedad, Boecio, con el cual se extinguió la historia del espíritu antiguo, que contaba más de
mil años de existencia, a causa de la confusión producida por la invasión de los bárbaros.
Toda realidad se manifiesta por lo menos en su superficie como continuo desarrollo. En este
desarrollo entra el pasado como una parte continuamente presente en cada una de sus fases. La
«actualidad» del pasado tiene cada vez tanto menos el carácter de una acción externa mecánica,
cuanto más ascendemos por la sucesión escalonada de los fenómenos. El espíritu humano se
convierte, según sus posibilidades, en actualidad consciente vivida de todo lo que en el proceso
espaciotemporal hace tiempo que «pasó» ya, y queda así como irreal según el punto de vista
naturalista puro. Esto demuestra que hay algún error en nuestra concepción convencional de la
temporalidad de este suceso. De momento, sólo lo indicaremos. Ahora se plantea la cuestión de
si el cambio de todos los fenómenos no se basa en un ser inmodificable, cerrado en sí, sobre el
cual tienen lugar las transformaciones.
Esta cuestión es antiquísima. Desde que el hombre medita sobre los problemas de la existencia
se ha planteado infinitas veces, contestándose de diversas maneras. El hecho de que el hombre,
alrededor del cual todo fluye incesantemente estando sujeto él mismo a un cambio continuo, no
se canse nunca de preguntarse por lo inmodificable, nos hace meditar mucho.
Casi al mismo tiempo que Heráclito anunciaba que en el mundo no hay nada en reposo y que el
cambio es la esencia de todos los fenómenos, afirmaba otro pensador griego, Parménides, todo
lo contrario. Por medio de la abstracción, llegó al convencimiento de que el verdadero ser era
necesariamente inmodificable, imperecedero y uno. Por eso consideraba todo devenir como
apariencia y engaño.
Esta interpretación del Mundo es prototipo de todo acosmismo es decir, de aquellas doctrinas
que eliminan como irreal la totalidad del Mundo en el tiempo y el espacio, y que sólo consideran
real una unidad metafísica situada más allá de toda comprensión. Esto no soluciona, sin embargo,
el problema de la coexistencia del ser y devenir, así como tampoco de la unidad y multiplicidad.
Lo mismo sucede con muchas formas del monismo espiritual de la India. También éste considera
el todo- uno inmodificable y todo devenir y toda pluralidad como ilusión de los sentidos. Esta
unidad de la metafísica india sólo posee en el fondo un atributo: el ser. También aquí representa
Buda la gran excepción dentro del mundo indio. Sólo es para el «verdadero» (aunque también
insubstancial) el porvenir, cuyo símbolo para Heráclito era el fuego y que Buda entendía en
extraña coincidencia con él, como proceso de combustión. En cambio, Buda enseñaba la
posibilidad de poner fin a esta consunción y autodestrucción a diferencia de Heráclito. El fin para
él es la extinción, la paz, la nada, el nirvana. La gran antítesis del Mundo, del proceso incesante de
formación y destrucción que lo constituye, del samsara, y no la realidad de una unidad superior.
El budismo contesta a nuestra cuestión de una forma que no es posible incluir dentro de la
contradicción entre ser y devenir. Por esto su concepción del Mundo se diferencia esencialmente
de todas las demás interpretaciones de Oriente y Occidente.
En cambio, el pensamiento de Occidente se ha esforzado siempre en compaginar la contradicción
entre ser y devenir y en encontrar un punto de mira superior que lo envolviese, la teoría de las
ideas de Platón fue un intento de esta índole. En ella se hallan fusionadas las doctrinas de
Parménides y de Heráclito. Al reflejarse el mundo de las ideas en la materia e introducirse así en
ella, tiene lugar el cambio de las formas, es decir, el mundo de Heráclito. Platón conoce, pues, dos
mundos, el del ser y el del porvenir, aunque sólo el mundo del ser posee completa realidad.
Aristóteles rechazó la doctrina de los dos mundos de Platón. Decía que la estructura y forma se
debía a fuerzas existentes en los objetos mismos. Según él estas fuerzas constituyen su esencia.
El fin que se propone todo devenir es desarrollar esta esencia primitiva que todo objeto lleva en
sí ya desde un principio. En la concepción del mundo de Aristóteles, el devenir no es, pues,
apariencia, sino la substancia de todo acontecer. Pero esto no es otra cosa que la realización en
el espacio y el tiempo del ser existente ya en un principio. La doctrina del devenir de Aristóteles
no concede, pues, valor real más que a lo inmodificable e inmóvil.
Más adelante volveremos a ocuparnos de la importancia de esta doctrina para comprender todos
los procesos de desarrollo en la Naturaleza. Sirva de ejemplo el hecho de que casi toda la
Antigüedad consideraba el cosmos como un conglomerado ordenado lógicamente, perfecto
desde un principio y que gira en sí mismo.
El concepto del Mundo del cristianismo trajo un nuevo punto de vista, el cual, habiendo
encontrado su expresión en la doctrina de San Agustín, versa sobre el papel de Dios en el devenir
de la Tierra. Esa doctrina interpretaba el proceso del Mundo como un desenvolvimiento unitario,
como un gran drama, que tiene un principio, se desarrolla en una serie de actos: y terminará un
día. Aunque su único contenido había sido la historia de la salvación del hombre, contenía un
motivo completamente nuevo, que debía continuar actuando en múltiples formas, el cual más
tarde habrían de modificar algunas doctrinas del devenir, entendiendo por devenir el desarrollo,
hasta llegar a deformarlo con tantas transformaciones.

La palabra «desarrollo» era una palabra mágica para las generaciones anteriores a nosotros,
sirviéndoles para comprender todos los fenómenos de la naturaleza y la vida humanal. Esta idea
del desarrollo procedente esencialmente de las ciencias naturales, ha adoptado diferentes
formas. La primera vez que se presentó fue en el siglo XVIII, en la teoría de Laplace (y de forma
parecida en la de Kant), que trataba de la formación de nuestro sistema solar y de los astros. Con
ella se hizo el intento, grandioso a su manera, de explicar todos los fenómenos del cosmos como
diferentes fases de un proceso de desarrollo uniforme en el cual cada estado sigue con necesidad
causal estricta al que le precede. Es un proceso de desarrollo cuyo curso puede calcularse
previamente según su mecanismo. Esta interpretación de la Naturaleza, basada en la
consideración de que la naturaleza inorgánica todo lo abarca, determinó el concepto del mundo
y de la vida de toda una generación. Bajo la imagen de causa y efecto procedente de la dinámica
mecanicista, se explicaba cada fase de la vida de un ser como el estado de transición de un proceso
de desarrollo realizado bajo una necesidad. Se trató de aplicar a todas partes esas «leyes de la
Naturaleza», como, verbigracia, al desarrollo histórico. Y así, tanto los historiadores como los
sociólogos (por ejemplo A. Compte) trataron de predecir, basándose en el proceso tenido hasta
entonces por la historia humana, las fases que seguirían después, las cuales, según esta
concepción, pueden predecirse con la misma seguridad que se tiene con los sucesos físicos. La
idea de la necesidad mecánica de todo acontecer, había sufrido una síntesis frecuentemente
extraña con las doctrinas escatológicas de la salvación, y así las esperanzas de la misma
continuaron viviendo en forma secular.
Hasta entonces se había entendido el «desarrollo», cuando se hablaba de él, únicamente como
despliegue de un ser cerrado en sí mismo, el cual procede de él y vuelve otra vez a él, pero
entonces fue adquiriendo cada vez más realidad la idea del desarrollo en sí mismo. Por eso se
buscó su sentido y el sentido de todo suceso en el porvenir al cual conduce y en el cual cobra
realidad. La filosofía de la histeria de Hegel ha vuelto a acoger el concepto casi olvidado de
desarrollo como despliegue. Esta interpretaba todo devenir como el ascenso escalonado de la
auto- revelación del absoluto, donde un escalón produce con necesidad interna el inmediato
superior. Entre estos escalones no existe la relación causal de causa y efecto, sino la relación de
la dialéctica. Es decir, cada grado de desarrollo produce en sí mismo su contrario, de los cuales
surge la síntesis que forma el siguiente. El escalón que sigue a su vez reúne las contradicciones de
los dos precedentes en una unidad superior, sirviendo a su vez de punto de partida para una
gradación semejante. Esta teoría del proceso de desarrollo abarcaba, a pesar de lo unilateral que
era, los trazos esenciales de todo proceso histórico. Todas estas formas de la idea del desarrollo
tenían un principio común: a saber, que todo devenir prosigue un curso fijo y que el futuro está
determinado invariablemente por lo precedente.
La idea del desarrollo adquirió otro giro mediante la teoría de Darwin de la formación de las clases
biológicas. No queremos ocuparnos nuevamente de ella. Aquí sólo nos interesa hacer constar
aquella interpretación del desarrollo, que ha adquirido, gracias a ella, una expresión particular. Lo
mismo que en la concepción naturalista de la física mecanicista, en esta posición se da valor
solamente a las relaciones puramente causales. Esto no implica, sin embargo, en Darwin que
exista una predeterminación inmodificable de todo proceso posterior. En lugar de la necesidad
coloca él la casualidad; la casualidad como dios-creador. El desarrollo de las formas orgánicas se
debería, según él, a modificaciones casuales sin dirección determinada, las cuales, en una
situación casual también, resultaron útiles y por eso persistieron en la lucha por la existencia.
Fijémonos en lo que sucede en realidad en todo « desarrollo». Con esto hemos llegado a un punto
decisivo de nuestras consideraciones sobre la cuestión de lo que significa todo desarrollo en el
tiempo.
El sentido de la palabra «desarrollarse» quiere decir un despliegue de predisposiciones que se
hallaban ya antes de que el desarrollo empezase. En todos los procesos de desarrollo
verdaderamente examinados no sucede otra cosa que esto. Nunca se forma verdaderamente algo
«nuevo». Esto se ve ya en el desarrollo de cada organismo completo. Continuamente se activan
las «aptitudes» que el germen contenía ya, siguiendo un orden. Esto ha llegado hoy día a unas
conclusiones de las cuales nadie duda ya. Hace pocas generaciones era distinto: entonces se
enfrentaban en esta cuestión dos puntos de vista, erróneos según sabemos. Uno opinaba que en
cada germen vivo estaba contenido ya el ser vivo con todos sus órganos, sólo que mucho más
pequeños. El otro decía que el llamado germen se componía de materia sin organizar y que el
organismo se formaba con ésta.

También la investigación de la herencia ha tenido que reconocer continuamente en la actualidad


que en el fondo nunca se presentan nuevas cualidades. Las nuevas características y las razas
nuevas se deben en parte a cruzamientos, es decir, a la unión de diferentes predisposiciones
hereditarias y en parte a la pérdida de predisposiciones existentes. Todos los éxitos de la
investigación de las plantas cultivadas y la cría de animales domésticos se deben a estas nuevas
combinaciones de las predisposiciones hereditarias particularmente favorables. Pero nunca ha
sido posible cambiar el tipo mismo. Todas las transformaciones tienen lugar dentro de un margen
determinado. Esto, junto con el conocimiento de que en el pasado geológico han ido apareciendo
casi inmediatamente al lado y seguidos unos de otros los grandes troncos del reino orgánico
(véase pág. 58), ha hecho que se vuelvan cada vez más problemáticas determinadas opiniones,
que durante largo tiempo se consideraron casi como dogmáticas, y que trataban de explicar la
formación de las especies vitales.
Algo parecido demuestra también toda consideración sobre las llamadas series biológicas, es
decir, aquellas formas vitales que representan diferentes grados de una adaptación. Pues resulta
que igualmente en las formas más avanzadas sólo han desarrollado unas cualidades que poseían
ya menos acusadas las formas primitivas situadas al principio de la serie. Un ejemplo de ello puede
ser, por ejemplo, el desarrollo seguido desde la colonia celular hasta el organismo. Esto está en
concordancia con consideraciones lógicas y nos lleva a la conclusión de que la «célula primitiva»
si es que ha existido alguna vez, debía de contener ya en sí todas aquellas posibilidades, como
predisposiciones, que adquirieron forma más tarde en numerosos animales y plantas. Esto nos
llevaría de nuevo al antiguo mito del huevo universal donde habrían de estar contenidas en
germen todas las innumerables cosas.
En todo caso, debemos entender todo desarrollo como un proceso de desplegamiento. Esto hace
que encuentren justificación algunas ideas de Aristóteles. La hipótesis naturalista del desarrollo
desemboca lógicamente en una ley de emanación. Esto querría decir: todo lo que se desarrolla en
el tiempo procede de una primitiva unidad que contenía ya todos los posibles desarrollos. Esto se
aparta al mismo tiempo de aquel elementarismo que cree poder explicar y derivar las estructuras
superiores de las más sencillas. Estas razones hacen que también la interpretación del mundo de
Plotino renazca de nuevo. Tal vez ha sido el intento más grandioso de todos los tiempos para
reunir el ser y el devenir, así como la unidad y la pluralidad en una imagen mítica.
Debemos hacer una observación fundamental. Involuntariamente nos inclinamos a condenar las
categorías de la comprensión del Mundo, que nuestra época casi no conoce, por inservibles
Y no adecuadas a la realidad. En su lugar ha habido otros intentos de interpretación, al parecer,
han resultado mejores. Pero esto no demuestra si esta afirmación atada únicamente a una
dirección, que, aunque concuerde con unas partes de la realidad, con las otras no concuerda. Así
ha resultado que el punto de vista mecanicista, para citar un ejemplo próximo a nosotros, es eficaz
con respecto a determinados fenómenos físicos, mientras fracasa ostensiblemente cuando se
emplea en la Física general o en el mundo orgánico. Por eso puede suceder que vuelvan a
«descubrirse» categorías de la interpretación del mundo que durante mucho tiempo habían casi
desaparecido, y que vuelvan a acreditarse al cambiar de punto de vista o al descubrir nuevas
regiones de la realidad. Esto es lo que sucede con el concepto de emanación, del que acabamos
de hablar y tal vez también con el concepto de analogía. Este concepto de analogía dice que no
todas las relaciones entre diferentes sucesos pueden explicarse bajo la imagen de causa y efecto,
sino que poseen unos motivos de naturaleza completamente distinta. En el último capítulo ya
volveremos a hablar de ello. Aun cuando hoy día no tienen ningún valor algunas interpretaciones
de tiempos pasados — como, por ejemplo, el concepto de la simpatía cósmica, que se encuentra
también en la filosofía neoplatónica —, no deberíamos reírnos de ellas. Cuando pensadores
profundos de siglos remotos consideraban, por ejemplo, posible que determinados lugares
(nosotros los llamaríamos prodigiosos) irradiasen efectos especiales, no debemos compararlo con
cualquier superstición de nuestros tiempos. Esta Interpretación estaba más bien englobada
lógicamente en un concepto del Mundo que veía el cosmos gobernado por una infinidad de
fuerzas diversas, de las cuales se suponía que actuaban en determinados lugares en la misma
forma concentrada. En cambio, el concepto de emanación que acabamos de citar y que en Plotino
y otros pensadores de su época desempeñaba un papel decisivo, constituye aún hoy día el símbolo
más adecuado para comprender muchos procesos evolutivos de la Naturaleza.
De esta forma hemos llegado a suponer que todo devenir se basa en una totalidad súper-
temporal, que sólo se desarrolla en él. Al hacer esto, sólo tuvimos en cuenta procesos de
desarrollo orgánico. ¿Qué sucede, pues, con los procesos evolutivos en la naturaleza inorgánica?
Frecuentemente se ha comparado el desprendimiento de elementos químicos en la
descomposición radioactiva con el desarrollo de las formas vitales e interpretado el llamado
sistema periódico (véase pág. 24) como una continuidad genealógica. Esta analogía parece ir tan
lejos, que hasta se pudo hablar de «elementos extinguidos» cuya existencia anterior sólo podía
deducirse por determinados indicios, de la misma manera que se supuso que habían existido tales
o cuales formas transitorias entre diferentes tipos del reino orgánico, aunque sus restos no han
podido ser aún encontrados.
Claro que entre el desprendimiento de elementos químicos y el desarrollo de las formas vitales
existe algo más que una simple diferencia esencial. La diferencia estriba sobre todo en que las
transformaciones observadas en el mundo de los átomos son retrógradas. Los compuestos
complicados se descomponen en unidades más sencillas, que se habían reunido para formar una
totalidad superior. Todas las fases de esos procesos están fijadas previamente y por lo tanto
pueden calcularse, cosa que no sucede en el desarrollo del mundo orgánico. En ninguna parte
mejor que aquí puede aplicarse la frase de que ningún desarrollo crea nada verdaderamente
nuevo.
Al parecer, ya no se forman en ninguna parte elementos más pesados, es decir, complicados, que
desprendan en la composición radioactiva elementos más sencillos. ¿Cuándo y cómo se han
formado estas composiciones? Las investigaciones más modernas permiten ver (ya hablaremos
de ellas en el último capítulo) que esta formación de substancias hace tiempo que no tiene lugar
en todo el universo accesible a nuestros sentidos. Al parecer, ni en el interior de las estrellas más
calientes existen ya las condiciones necesarias para ello. Estas combinaciones superiores de
substancias se formaron probablemente al tener lugar una explosión de átomos del elemento
más ligero, el hidrógeno. También otros procesos cósmicos parecen señalar que hace unos
cuantos miles de millones de años surgió todo nuestro universo de una catástrofe de esa índole.
Todas las transformaciones del mundo de la materia son, pues, fenómenos de descomposición,
que indican que hace tiempo que ha «envejecido». Si nos fuera posible ver el desarrollo y
destrucción de los elementos dentro de períodos de tiempo que se adaptasen al ciclo evolutivo
de un mundo de la Vía Láctea, como nuestras medidas al día terrestre, entonces tal vez no
percibiésemos más que situaciones eternamente iguales lo mismo que nuestra vista percibe un
solo color cuando se hace girar rápidamente un disco que tiene varios segmentos pintados de
diferentes colores.
En este aspecto, tienen importancia otros supuestos de la Física de nuestros días que ven en el
mundo un todo de cuatro dimensiones, donde a la dimensión del espacio se añade la dimensión
del tiempo. En un mundo así no existe un verdadero desarrollo, ya que en él no sucede «nada»,
sino que todo existe desde la eternidad y «está», en toda eternidad. Coma el tiempo no significa
en él ninguna última realidad, no conoce tampoco una simultaneidad absoluta de sucesos en
diferentes lugares del cosmos; éste sería el verdadero sentido de la muy discutida relatividad
física. Lo que nos parece cambio y desarrollo en el tiempo, sería entonces la forma en que se
presentarían ante nuestra vista las cosas que han existido y existirán siempre. Schopenhauer se
refería a algo parecido partiendo de supuestos muy diferentes, cuando decía que viajamos por el
tiempo como a través de un país. Un sentimiento parecido del Mundo palpita también en los
hermosos versos de Jakob Bóme:

La persona que siente el tiempo en la eternidad y la eternidad en el tiempo, se libra de toda lucha.

Estos puntos de vista, llevados lógicamente hasta el fin (lo que muchas veces no se ha hecho), no
conducen en modo alguno a un relativismo sin límites. Si se confirmasen, apoyarían más bien una
concepción del Mundo en el cual permanecería invariable el ser en todo cambio y desarrollo.
Todo desarrollo en la Naturaleza aparece así como «ser en el desarrollo». Únicamente visto desde
la perspectiva del tiempo se manifiesta como una sucesión de fases causas unas de otras. Antes
ya hablamos de que el pasado continúa viviendo en todo presente, no como un impulso cuya
acción continúa, sino por entrar a formar parte por completo del presente. ¿Pero qué sucede con
el futuro, que no se ha convertido aún en «realidad»?
Muchos hechos de la Biología parecen demostrar que — lo mismo que el pasado continúa
actuando en toda vida. — también el porvenir está presente de una forma misteriosa. Cada, fase
de desarrollo de un organismo contiene ya todas las predisposiciones que no se manifestarán
hasta las fases siguientes. De la misma forma se anticipa el porvenir en el verdadero sentido de la
palabra en las acciones instintivas y se introduce en la actualidad. A veces es mucho «más real»
que en el momento presente. Por eso se habla de la clarividencia del instinto.
De la misma forma hay capas inconscientes que tienen al parecer acceso al futuro. La sabiduría
de China se funda en que el futuro se halla por lo menos en lo que llamamos presente, con lo que
quiere inducir a los hombres a que conozcan los «gérmenes» , para que pueda actuar en
correspondencia lógica con ellos.
Toda vida humana forma una totalidad en este sentido, totalidad que se desarrolla entre la vida
y la muerte en el espacio y el tiempo. Sólo si nos fuera posible considerar como tal totalidad lo
que se nos presenta dividido en varias fases, podríamos comprender la esencia más íntima de un
hombre.
Esta súper-temporalidad de toda existencia humana forma el verdadero tema de un relato sencillo
e impresionante de Johanh Peter Hebel:
«Un joven minero sucumbió en accidente la víspera de su boda, en Falún, en la lejana Suecia. Ni
siquiera su cadáver pudo ser sepultado. Pasaron cincuenta años. Un día fue encontrado el cuerpo
muerto enterrado muy hondo en la mina. Estaba impregnado de sulfato de hierro, lo que evitó su
descomposición. Habían pasado varias generaciones, el mundo había cambiado, todo lo que había
sido un día pasó. La corriente del tiempo se lo había llevado irremisiblemente, pero había dejado
intacta la capa inerte del muerto. Ya nadie recordaba quién era, excepto una persona, su novia,
entonces viejecita. Su amado no había muerto para ella. A través de todos esos decenios lo había
tenido tan cerca como antes de morir. Cuando lo ve extendido en el ataúd, joven e intacto, se le
borra como por encanto todo lo sucedido desde el día que la muerte los separó uno de otro. Y
con un beso cierra el círculo mágico de medio siglo, que destruye al tiempo».
En este relato refiere un escritor el misterio de toda existencia, que aunque se realice en el tiempo
es algo más que éste.
Lo mismo sucede con el hombre situado dentro del cambio de los tiempos. Su ser y su posición
en el mundo no se revelarán más que mirándolo desde un punto de vista cósmico, que permita
abarcar de una vez todas las épocas y culturas. Y verdad que sólo así nos es dable conocerle.
En las formas de la Naturaleza no sólo se hallan enlazadas paradójicamente la unidad y la
pluralidad, sino también la temporalidad y la súper-temporalidad, el devenir y el ser. Sólo
podemos comprender la forma particular de cada cosa, cuando se realiza en un lugar y una hora,
si somos capaces de verla dentro de su desarrollo. Al mismo tiempo se ve que en este devenir
mismo, es decir, en la temporalidad, se presenta siempre una realidad súper-temporal.

PREDETERMINACIÓN

Las cuestiones de las cuales hemos tratado últimamente desembocan en el problema de la


predeterminación de todo acontecer. Sólo cuando la existencia temporal es una realidad
metafísica es posible, por lo menos, un nuevo devenir, es decir, un devenir que no esté
determinado por algo antes de él. Si en todo proceso no se desarrollara más que una realidad
súper-temporal cerrada en sí, significaría, mirado desde la perspectiva del tiempo, que
necesariamente tiene que estar predeterminado.
El problema de la predeterminación de todo lo que suceda no coincide exactamente con la
cuestión en sí mucho más estricta de la causación mecánica de los fenómenos, a pesar de haberse
equiparado estas posiciones en algunas cosas. La idea de la dependencia mecánico-causal es un
resultado tardío de la abstracción, no más antigua que la concepción unitaria que actualmente
acostumbramos a llamar ciencia natural. Tal vez no sea más que un punto de vista entre otros
puntos de vista no menos justificados y posibles.
El mayor símbolo de la predeterminación inevitable de todo proceso de la Naturaleza lo constituye
para nosotros, los hombres actuales, la trayectoria de los astros, debido a la regularidad con que
se suceden, por ejemplo, los eclipses de sol y de la luna y la posición de los planetas siempre en
sitios determinados de la bóveda celeste. El conocimiento de la repetición de estos sucesos y
otros parecidos no es patrimonio exclusivo de la investigación de Occidente. Hace ya muchos
miles de años que los hombres han conocido en todos los lugares de la Tierra estas leyes. Los
restos pétreos de culturas desaparecidas, cuya existencia pasada no ha dejado otras huellas, lo
demuestran.
A medida que conseguimos descifrar mejor estas huellas nos asombramos más de lo que sabían
acerca de las leyes que regulan la trayectoria de los astros. Este conocimiento es verdad que se
perdió más o menos tarde, pero volvió a surgir idéntico, como no ha sucedido en ninguna otra
ciencia de la Naturaleza, tanto en uno como en otro lugar de la Tierra, determinando el ritmo
cotidiano de la vida de pueblos enteros.
Muy instructivos son los descubrimientos hechos en algunos territorios de América Central, que
actualmente están cubiertos de selvas vírgenes calidísimas. Allí se ha encontrado estos últimos
años muchas construcciones enormes de la cultura de los mayas. Esta cultura india había
desaparecido ya antes de la llegada de los españoles. En las ruinas de sus templos se ven una
enormidad de inscripciones alusivas a calendarios. Varios motivos han hecho sospechar que
fijaban sus fechas basándose en fenómenos celestes especiales. Parece ser que actualmente se
han conseguido traducir estas fechas a nuestro sistema cronológico y descifrarlas al mismo
tiempo. La comprobación de estos datos, hecha por astrónomos (por ejemplo, por el profesor
Ludendorff, el director del observatorio de Postdam, que dio un informe de ello a la Academia de
Ciencias de Berlín), ha demostrado que casi todos se refieren, efectivamente, a determinadas
constelaciones estelares. Así se encuentran señalados, en un templo que procede del siglo V de
nuestra era, 35 días en dos series completamente distintas; la una llamada «serie prehistórica»,
que abarca desde el 19-1-3379 antes de J. C. hasta el 21-VIII-1137 antes de J. C., y la otra llamada
«serie histórica», que va desde el 10-X-162 después de J. C. hasta el 23-IX-430 después de J. C. Las
fechas con que principia cada una de las dos series señalan días en que hubo eclipse lunar
completo, las otras fechas se circunscriben a determinadas posiciones de los planetas, Según los
datos de los astrónomos que hicieron esas investigaciones, existe la posibilidad de que se trate de
puras casualidades en proporción de 1:200.000, respecto a las fechas iniciales, y en un 1:900.000
respecto a las restantes fechas de las dos series. No sabemos por qué están señaladas
precisamente esas dos «series de fechas» y por qué hay un espacio de tiempo tan grande entre
ambas. Sólo podemos comprobar los hechos tal como se encontraron. El caso es que los
sacerdotes de aquella cultura desaparecida conocían fenómenos celestes que ya en su época
databan de miles de años. Esto sólo se explica de dos formas. O bien que los sacerdotes mayas de
los primeros siglos de nuestra era, fecha a la que se refieren aquellas inscripciones, calculaban los
fenómenos celestes igual que los astrónomos de la actualidad retrotrayéndose hasta el pasado
más remoto, o bien que su conocimiento dependía ya de tradiciones muy antiguas. Como en este
último caso hubiese sido necesaria la existencia de una tradición histórica sin lagunas ni
interrupciones capaces de retener los datos cronológicos más difíciles, todo hace suponer como
más probable que se trata de lo primero. Estos descubrimientos confirman, pues, el conocimiento
de las leyes de la trayectoria de los astros y, por lo tanto, la predeterminación de los sucesos
cósmicos desde tiempos antiquísimos.
Sería un error, sin embargo, creer que los antiguos Astrónomos-sacerdotes de las viejas culturas
perseguían con sus cálculos como fin objetivo conocer las leyes de los procesos naturales y
anotarlas, y que al hacerlo así se habían imaginado algo parecido a la «mecánica celeste» en el
sentido de Newton, Laplace y sus sucesores. Lo que para nosotros es un proceso de la Naturaleza
y nada más, era en aquellos tiempos el símbolo de un mito vivido, que el hombre veía siempre
encerrado en un círculo que necesariamente tenía que recorrer. Los sucesos del cielo no eran más
que una correlación del mismo proceso." El curso del año, lo mismo que el curso de la vida, eran
procesos sagrados encerrados en un rito y en un culto, cuyos desenvolvimientos marcaban las
etapas de este suceso temporal-súper-temporal. El conocimiento de las repeticiones regulares de
las fases de los fenómenos celestes, concordaba con el conocimiento del sentido de la vida
humana, tal como se entendía entonces, y todos los cálculos y predicciones astronómicas servían
para garantizar su cumplimiento.
Se puede apreciar hasta qué punto la existencia de los hombres de las culturas primitivas latía al
unísono con los procesos del cosmos considerándolo, por ejemplo, una cultura primitiva hace
tiempo desaparecida en la actual Rodesia, es decir, en el África Oriental, cuyos restos demuestran
que existían relaciones primitivas con las culturas indias no menos misteriosas. Los portugueses,
que fueron los primeros europeos que penetraron en esos territorios, encontraron aún un pueblo
gobernado por reyes-sacerdotes. Su orden interno no era más que la modificación de un
antiquísimo mito lunar. Este mito explicaba que la (el) luna había tenido por esposas al sol y el
lucero vespertino. El celoso sol envenenó a la luna, que se consumió y murió (es decir, traducido
a nuestro idioma: decreció lentamente y desapareció por fin). El (la) lucero vespertino le siguió al
mundo subterráneo y le libertó: la luna volvió a relucir en el cielo. En consecuencia con este mito,
el rey de aquel pueblo no podía presentarse en público más que cuando la luna brillaba en el cielo.
Cuando no había luna, tenía que esconderse y no podía hablar con nadie. Cuando al cabo de dos
años el lucero vespertino se convertía en lucero matutino los sacerdotes llevaban al rey,
omnipotente hasta entonces, a una mina profunda para estrangularlo allí con todas sus mujeres.
Cuando volvía a lucir la luna nueva se «renovaba» también el rey en otro gobernante elegido por
los sacerdotes. Cada uno de estos reyes cumplía la misión que le estaba encomendada como rey
de ese pueblo, viviendo y muriendo según el ritmo del cosmos. Su existencia se convertía así en
la reproducción del gran drama del mundo que era una realidad viviente para aquellos hombres.
Sólo eso daba consistencia, según su creencia, al orden de todos los objetos terrenos.
Una reminiscencia de este sentido del Mundo vivía aún en los mitos y leyendas astrales de la
antigüedad griega, que más tarde proyectaron al espacio procesos anímicos internos del hombre,
eternos conflictos de toda existencia humana. En la doctrina china de Tao se encuentra también
un sentido del Mundo que sólo adquiere realidad — Laotse habla de ello en muchas alegorías-
cuando el cielo y la tierra armonizan uno con otra. Los dos, cielo y tierra se han convertido allí en
símbolos de las fuerzas polares de toda la realidad. Esta doctrina profundamente espiritualizada
es un ejemplo de cómo en otros grados culturales las grandes interpretaciones de la existencia se
basan en un sentido místico del mundo. La psicología de nuestros días ha llegado a demostrar que
el mundo mítico late también en el inconsciente del hombre de la actualidad. Aunque haya
desaparecido de la conciencia, sin embargo, desde las capas de nuestro ser, situadas más allá del
círculo de luz, que ilumina el intelecto, determina muchas veces nuestro actuar con gran precisión.
Se encuentra representado, por ejemplo, en ciertas imágenes — hablamos ya de ello en el
capítulo anterior — que no pertenecen únicamente al hombre aislado, sino que se dan en común
con otros hombres anteriores a él, que viven al mismo tiempo que él y que vivirán después de él.
La relación existente entre todas las cosas de este mundo mítico es completamente distinta de la
que conoce nuestra conciencia.
Los etnólogos están actualmente de acuerdo en que los llamados primitivos consideran y viven
un mundo, en el cual se encuentran colocados, de una forma muy distinta de la que consideró la
teoría naturalista, cosa que, sin embargo, continúan admitiendo los hombres que se hallan
alejados de estas investigaciones modernas. La interpretación naturalista (salvada ya) creía que
las acciones de los hombres no se habían regido al principio más que por el hambre y el afán de
poder que les señalaban el camino a seguir. Esto hubiese significado que consideraba los objetos
de su medio ambiente únicamente como medios al servicio de intereses vitales desnudos. Pero
en realidad sucede algo completamente distinto. El llamado primitivo vive, más que otro hombre
cualquiera, un mundo mágicamente transformado, en el que cada cosa tiene una significación
propia y que no es precisamente para él la considerada como objeto natural. Cada cosa aislada es
parte de un gran conjunto, que tampoco encuentra una correspondencia «real» en los objetos
mismos. Únicamente este mundo básico — desde nuestro punto de vista imaginario — es el
verdadero «real» para el hombre primitivo. Vive para él en los objetos de la Naturaleza y adquiere
forma a través de ellos. Se extiende por encima de las cosas como una red, de tal forma que no
deja que aquellos hombres den ni un paso fuera de su círculo mágico. El hombre primitivo se
encuentra aprisionado dentro de este círculo hasta un extremo que casi no podemos imaginarnos.
Toda su existencia se encuentra limitada por leyes inexorables (por ejemplo, las leyes del tótem y
del tabú) que no tienen que ver con las necesidades puramente biológicas, y que hasta se oponen
continuamente a éstas. También cada animal tiene un mundo que le es propio y que se diferencia
del mundo de todos los otros seres. El animal sólo percibe por sus sentidos de las cosas que lo
rodean lo que tiene importancia vital para él y que, por lo tanto lo que tiene «existencia» para él
(el «Merkwelt» de J. von Uexküll). Su mundo es por eso al mismo tiempo función de sus órganos
corporales. El mundo de los conceptos en que vive el hombre primitivo es en cambio diferente.
Esta es ya una creación del espíritu. Al refundir el hombre mentalmente su medio ambiente y por
lo tanto al transformarlo, se convierte en el creador de un orden, que informa su existencia desde
dentro.
Aquel mundo de los conceptos que forman siempre una unidad lógica, es un mundo de relaciones
mágicas en el cual cada cosa actúa o puede actuar sobre todo. Esta influencia recíproca no conoce
barreras espaciales. Así, el hombre primitivo considera que un hombre muy alejado del lugar de
un suceso, pueda ser el causante inmediato del mismo. Por consiguiente, cree también poder
dañar y hasta matar a un enemigo lejano ejecutando ciertas ceremonias, dibujando, por ejemplo,
la imagen del enemigo en la arena ante sí y clavándole su flecha o lanza. Toda la existencia de
estos hombres está llena por la preocupación de evitar esas influencias mágicas o bien
contrarrestarlas con preparativos especiales y con una magia propia. El mundo del hombre
«prehistórico» es, pues, un tejido de acciones entrecruzadas, no de relaciones causales, sino
mágicas, para las cuales no existen condiciones espaciales ni temporales.
El hombre primitivo, así como también el hombre de las culturas antiguas, sabe que está influido
y, por lo tanto, que está predeterminado. Los dos admiten que no son más que fase de relaciones
súper-individuales y que sólo se pueden comprender incluidos en ellas.
Hablamos aquí de la experiencia originaria del hombre, que se siente influido como parte de un
todo súper-individual, puesto que sólo mucho más tarde se convirtió para él en dudoso lo que
antes era evidente. Esta cuestión sobre la predeterminación de todo suceso puede referirse en
primer lugar al carácter del mundo en su totalidad y en segundo lugar — refiriéndose al libre
albedrío — a la posición del hombre en el cosmos. Trata, pues, de encontrarse una solución en
dos planos distintos: observando el proceso de los sucesos en la Naturaleza o hundiéndose en la
propia interioridad.
¿Qué significa, en suma, «predeterminación»? Puede significar en general que un suceso está
causado o determinado en cualquier sentido. Esto no quiere decir solamente que puede
calcularse por las condiciones que reúna. La palabra «predeterminación» implica también la
posibilidad de calcular las condiciones, lo que sea elemento especial de toda causación mecánica
Estas predicciones pueden ser captadas por nosotros, como puede predecir un eclipse de sol o un
fenómeno celeste parecido pero esto no quiere significar que necesariamente sea así, pues la
experiencia enseña que muchos sucesos que antes no era posible calcular de modo alguno
pueden calcularse hoy fácilmente, como por ejemplo, el movimiento de los cuerpos celestes y
otros muchos fenómenos análogos. En esto se funda frecuentemente en el convencimiento de
que llegará un día en que podremos hacer lo mismo con esos fenómenos de la Naturaleza que
actualmente no podemos determinar.
La insuficiencia de claridad en estos conceptos fundamentales ha sido la raíz de continuos
equívocos, que han embrollado siempre el problema de que tratamos aquí. Así es, por ejemplo
una costumbre fatal hablar ya de «casualidad» e indeterminación cuando no podemos ver las
relaciones causantes originarias. Entonces lo único que hacemos en realidad es demostrar el
propio desconocimiento que, sin darnos cuenta de ello, atribuimos a las cosas. Continuamente
comprobamos que los pronósticos del tiempo para el día siguiente no se realizan. A pesar de
conocer una multiplicidad de condiciones meteorológicas: se ve que no es posible abarcarlas en
conjunto, para poder señalar con toda seguridad como será el tiempo. Sólo así se comprende que
hablemos frecuentemente, de que no puede precisarse con exactitud el tiempo futuro. Pero en
realidad no dudamos que todos los fenómenos meteorológicos tienen una causa en el sentido
estricto de la palabra, aunque no estemos completamente en condiciones de calcular bien las
causas que actúan en ellos. Las nubes del cielo nos parecen formadas por la «casualidad». En la
formación y desaparición de sus formas inmateriales y fugaces vemos más que en cualquier otra
cosa un juego caprichoso interminable. No hace mucho que tampoco, la Ciencia sabía
interpretarlas casi de otra forma. Sólo hace poco más de cien años que conocemos las leyes de su
formación y de su cambio. Este conocimiento fue una revelación para Goethe. Así se va
reduciendo cada vez más aquella parte del Mundo en que parecen reinar la casualidad y la
arbitrariedad, mientras la región de la realidad, en la cual sabemos que actúan la necesidad y la
predeterminación, se va ensanchando cada, vez más para nosotros.
Este hecho ha motivado que la investigación de la Naturaleza suponga que todo suceso está
predeterminado, incluso cuando no hemos podido fijar la necesidad que actúa en él. También
suponemos algo parecido cuando calificamos de «casual» un suceso en el cual se cortan dos series
causales, que primitivamente no tenían nada que ver una con otra. En este sentido calificamos,
por ejemplo, de «casualidad desgraciada», cuando un hombre sufre una herida producida por la
caída de una teja. Las dos cosas están predeterminadas: la caída de la teja así como el hecho de
que aquel hombre pasase precisamente en aquel momento por delante de la casa cuyo tejado
estaba estropeado. Una concepción determinista rígida de todo suceso diría que un espíritu
universal, que conociese todas las relaciones, podría saber por qué esas dos series causales tenían
que cortarse necesariamente en ese momento y en ese lugar.
La antítesis de toda predeterminación no es la casualidad, sino la libertad. La palabra libertad
puede significar a su vez dos cosas: fenómeno incausado es decir, libertad en el verdadero sentido,
y sustancialidad, es decir, una determinación debida sólo al ser y no a cualquier objeto del mundo
externo. La mayor parte de las investigaciones sobre el problema del libre albedrío se refieren casi
siempre a la libertad en el sentido de sustancialidad (por ejemplo, en Kant y Schopenhauer), de lo
cual ya hablaremos más adelante. Pero aquí nos interesa primero la cuestión mucho más amplia
de la predestinación y dependencia del proceso de la Naturaleza.
Cada vez que se examina la esencia (substancia) de la realidad espaciotemporal, podemos ver que
cada ser aislado está determinado en múltiples formas por otro ser, que está con él y estaba antes
que él. Por eso el problema no tratará de averiguar algo más que la existencia de cierta libertad
de movimiento para sucesos «libres» en la Naturaleza. Esta condición más que para una libertad
en sentido de sustancialidad sería válida para un suceso verdaderamente libre, es decir, por
ejemplo, para ciertas interpretaciones del proceso orgánico y de la voluntad, que ya conoceremos
más adelante.
La fórmula bajo la cual la investigación de las ciencias naturales de los últimos doscientos a
trescientos años trataba de comprender toda predestinación, era la de la causalidad mecánica. La
concepción del Mundo de la llamada Física clásica, que hasta hace muy poco se admitía como
válida en general, tenía relación con ella. Esta concepción del Mundo se basa en las
investigaciones de Galileo y sobre todo de Newton, que han conseguido reducir los movimientos
de los astros a principios y leyes relativamente sencillas y que se manifiestan válidos en todas las
masas que giran en el cosmos. Conociéndolas, hasta es posible calcular previamente los futuros
movimientos de un cuerpo, si se conocen todas las fuerzas que actúan sobre él.
El objeto de toda investigación de la Naturaleza consistió por lo tanto, en calcular con exactitud y
conocer las causas mecánicas. Pero la esencia de las fuerzas mismas (por ejemplo, de la fuerza de
la gravitación), continuó sin explicarse. La investigación mecánica de la Naturaleza no quería
examinar la esencia de las cosas, sino únicamente conocer las reglas del fenómeno» Este ideal —
aunque en la práctica no fuese posible alcanzarlo- fue resumido por el físico Laplace en la frase
que dice que, con ayuda de un sistema infinito de igualdades matemáticas, tendría que ser posible
calcularlo todo lo que ha sido y será.
No queremos hablar aquí de las consecuencias que se derivan de una pura imagen mecánica de
la Naturaleza con relación a la concepción del Mundo. Hemos dado ya algunos indicios en el
primer capítulo y trataremos de ello sobre todo en la última parte de este libro. Allí
demostraremos también que la concepción mecánica de la Naturaleza no explica en verdad la
realidad concreta, y que sólo tiene justificación dentro de determinados límites.
La concepción mecanicista de la Naturaleza afirma que todo suceso está inevitablemente
predeterminado. Caso de que en este sentido mecanicista cada causa se agotase por completo en
su acción, podría calcularse realmente el pasado lo mismo que el porvenir, por lo menos en
principio. Si sucediese así, entonces sería posible también expresar adecuadamente toda realidad
en un sistema de fórmulas.
Se comprende que precisamente Goethe, para quien la esencia de los fenómenos naturales,
mayormente de toda realidad vital, residía en la forma, es decir, en lo irracional, no calculable, se
opusiese rotundamente, a veces con demasiada acritud y con desconocimiento de sus méritos e
injustamente, contra Newton y su concepción de la Naturaleza. La unidad de esta concepción
mecanicista del mundo, cuyo único tema era la inmodificable necesidad y predestinación de todo
suceso, estaba verdaderamente en peligro a causa de la Biología, o, mejor dicho, debido a la
sencilla existencia de seres vivos.
Contra todas las aparentes soluciones mecanicistas, se demostró cada vez con mayor claridad
que, por lo menos en la región de los fenómenos vitales, esa fórmula de la causa y el efecto no
puede abarcar lo esencial. Todo desarrollo orgánico sigue una dirección unívoca. Ninguna de sus
fases es puramente causal ni puede derivarse de la anterior ni comprenderse. Más bien parece
que sucede casi todo lo contrario: lo futuro, lo que en la acepción corriente de la palabra no
adquirió «realidad» aún, es lo que determina el presente. Todos los procesos orgánicos, así como
también las acciones instintivas toman en este sentido el futuro por anticipado. Esta finalidad o
dirección de los procesos vitales recibe también los procesos fisicoquímicos y los orienta en una
dirección determinada. Por eso hay muchos investigadores que creen actualmente que en todo
proceso orgánico y en toda forma orgánica actúan unas fuerzas orientadoras y organizadoras, las
«entelequias». Esto quiere decir, por consiguiente, que la realidad vital no está determinada en
el sentido de la física clásica.
Esto significa, sin embargo, que el proceso vital está predeterminado en otra forma, en una forma
que puede variar dentro de determinados límites. Por ejemplo, se ve esto en todas las
adaptaciones, aunque también permiten apreciar los reducidos límites entre los cuales tiene lugar
la nueva modalidad. Muchas convergencias, es decir, casos en los cuales se han ajustado seres
completamente distintos unos a otros en condiciones existenciales muy parecidas son un ejemplo
de ello. El hecho de que, a pesar de la multiplicidad de formas de la naturaleza vital, recorra ésta
en determinadas situaciones siempre caminos parecidos, demuestra la existencia de esos límites.
Debemos recordar nuevamente que las adaptaciones muy evidentes acaban tarde o temprano
por ser fatales y originar la ruina de las formas vitales. Esto sucede porque esas adaptaciones,
aunque al cambiar las condiciones de vida resultaron inapropiadas, no pueden volverse ya atrás
y el ulterior desarrollo no puede hacerse ya más que en la dirección señalada por ellas. Así
determina siempre el pasado, que adquirió forma en un organismo y continúa viviendo en él, su
ulterior desarrollo, pues toda nueva forma orgánica que conocemos no consiste más que en la
transformación de propiedades y predisposiciones existentes ya antes. Todos estos hechos
demuestran hasta qué punto está predeterminado el proceso vital.
A esto se oponen ciertas doctrinas especulativas de la llamada filosofía de la vida, que no quiere
ser — como hace presumir esta palabra — una filosofía de la Biología en el sentido más estricto,
sino una consideración de toda la realidad, para la cual la «vida» es, en la acepción más amplia de
la palabra el verdadero fenómeno primitivo, al cual ha de ajustarse todo conocimiento. Según
ella, sólo posee verdadera realidad el desarrollo y entiende este desarrollo como una continua
formación donde no llegaron a desarrollarse las posibilidades existentes ya antes. El problema de
la relación entre el ser y el devenir sólo sería así un problema aparente, es decir que hubiera
surgido al transformar nuestro pensamiento la corriente ininterrumpida de la realidad en
«objetos» compactos y cerrados en sí. Esta interpretación de todo devenir en la naturaleza viva
cree ser accesible a nosotros una comprensión y contemplación de los procesos fluyentes de
nuestra vida interna. Por eso concibe también, basándose en analogías, el desarrollo de las formas
vitales como una cadena de actos creadores inmotivados y por lo tanto libres de la vida misma.
Una libertad así parece, sin embargo, como ya vimos, que tampoco la conoce el mundo orgánico.
Los procesos orgánicos no son, pues, ni inmotivados ni determinados causalmente de una forma
precisa. Su predeterminación es la del destino. Se habla del destino como de una fuerza extraña
a la vida y se entiende entonces como una «suerte» ciega, que puede elevar a uno, pero también
hundirlo. Un símbolo de suerte absurda es la «muerte extraña», que ataca a la vida desde fuera
y la destruye rápidamente. Cuando hablábamos de esta forma de la muerte, reconocíamos que la
considerábamos precisamente absurda, porque hacía imposible cumplir el verdadero destino.
Toda penetración demuestra sin embargo, que el número de verdaderas «casualidades» es
mucho menor en cada vida de lo que creemos en general. También las llamadas casualidades
están determinadas en gran parte desde dentro. Cada hombre extiende a su alrededor un campo
magnético donde retiene todo lo que se relaciona con su existencia, lo asimila en cierta manera,
mientras todo lo demás queda fuera de este campo magnético. Algo parecido se ve ya en el plano
de la existencia corporal. Por ejemplo en las epidemias, sólo enferman determinados hombres,
siendo así que todos están expuestos en igual forma a ellas. Esto depende muchas veces, no sólo
de disposiciones físicas, sino también anímicas. Sucede esencialmente lo mismo con lo que nos
«ocurre» en otros planos de nuestra existencia.
La dinámica de todo destino es el desarrollo: ya hablamos desde otros puntos de vista de que
también todo «desarrollo» orgánico debe considerarse, al parecer, como un desarrollo de esa
clase. El desarrollo de cada planta de su germen es ya un símbolo de esto. Dentro de determinados
límites puede también variar. Del mismo germen se forma, por ejemplo, en condiciones diferentes
una planta frondosa o una raquítica y pequeña. La planta que se está desarrollando puede
desplegar convenientemente las predisposiciones que le han sido dadas, y entonces se dice que
la planta se ha adaptado a su medio ambiente.
También aquí se plantea la cuestión de si toda realidad es unidad interna y hasta qué punto, antes
ya de su desarrollo en el tiempo, esta unidad encierra dentro de sí lo que más tarde se
descompone en pasado, presente y futuro. Más adelante ya trataremos de nuevo de esta
cuestión. Cada destino constituye, en todo caso, una unidad lógica, Lleva en sí su ley, no le es
impuesta desde fuera. Esto es lo que quería decir Goethe en las palabras órficas:
Así has de ser, no puedes huir de ti mismo: así decían ya las sibilas y los profetas; y no hay tiempo
ni potencia que deshaga la forma vital que se desarrolla.

Sin embargo, existen ciertos sucesos en cada vida que no podemos considerar más que como
«suerte» absurda: entonces nos sucede algo parecido como cuando se corta una planta antes de
tiempo. Pero también la suerte puede convertirse en lógica, en cuanto el hombre puede
introducirla en su propio destino.
De una forma parecida podemos comprender también el desarrollo de unidades vitales
superiores, las clases y especies. Los procesos de desarrollo son por una parte evoluciones donde
cada paso nuevo actúa a su vez de destino, al señalar la dirección de la evolución posterior. Esta
visión de la existencia fue extendida en la India hasta lo cósmico. La doctrina india cree que cada
época mítica, que se suceden en serie infinita unas a otras, es un curso fatal y cada una es fruto
de la anterior, es decir, su «karma», lo mismo que según esta concepción cada vida aislada
significa el fruto de otras vidas anteriores. Esta doctrina india del karma describe, despojada de
su envoltura mística, la esencia de todo proceso vital con sorprendente claridad. También puede
darnos una idea simbólica de hasta qué punto es posible influir y transformar los procesos fetales.
Según ella, toda realidad vital está condicionada y predeterminada por la concatenación de las
existencias que le precedieron y cuya acción encarnó así de nuevo. Cada una de estas existencias
que se suceden constituyen también al mismo tiempo puntos de aplicación de nuevas
posibilidades del devenir.
Continuamente se ve que estas posibilidades son muy limitadas. Esto parecen confirmarlo
también las observaciones hechas sobre gemelos univitelinos, las cuales han demostrado que
esos gemelos, no sólo son casi iguales corporal y anímicamente, sino que frecuentemente tienen
también el mismo destino, aunque vivan separados en dos ambientes distintos. Esta identidad se
refiere, no sólo al carácter, sino que puede manifestarse también al enfermar al mismo tiempo y
hasta en la misma duración de vida. Los resultados de las investigaciones de gemelos tienen
importancia en nuestro relato en más de un aspecto. Por una parte demuestran que el carácter y
el destino son dos aspectos de un fenómeno primitivo. Además, demuestran también hasta qué
punto pueden estar predestinados los sucesos aislados en el transcurso de la vida. Confirman
experimentalmente, por decirlo así, algunas cosas que, a lo sumo, podemos suponer con cierta
probabilidad; así, por ejemplo, lo que dijimos sobre la predeterminación de las llamadas
«casualidades». Hasta parecen indicar que esta predestinación del destino vital profundiza
mucho más en los seres aislados que lo que se hubiese podido suponer tal vez. Bien es verdad
que también aquí tenemos que guardarnos muy bien de precipitarnos a decir la última palabra,
pues la investigación de gemelos no puede demostrar más que la corriente natural de los sucesos
no sigue casi un curso inalterable. Aún queda pendiente la cuestión de hasta qué punto puede
modificar el hombre el curso de su destino desde su interior, para introducir en su existencia lo
absurdo y convertirlo en lógico.
Así está predeterminado todo proceso vital, pero no de una forma mecánica y rígidamente fijada.
El concepto de destino es el que mejor índica al parecer las leyes que le rigen.

Aceptando la índole peculiar de los procesos vitales, se creía hasta hace poco, casi sin reservas,
que el desenvolvimiento orgánico era un suplemento añadido a un orden de procesos
completamente distintos en el cosmos: los procesos mecánicos. Las investigaciones llevadas a
cabo sobre los fenómenos que tienen lugar en los mundos atómicos, han llevado a la conclusión
a muchos físicos de que también en el círculo de las dimensiones inferiores de la substancia no
existe una predeterminación que pueda calcularse de antemano. ¿Qué importancia tiene aquella
«revolución de concepto de la Física» de la cual hablan actualmente algunos investigadores, que
significa el cambio de algunos conceptos fundamentales referente a la cuestión de la
predestinación de todo proceso natural?
Debemos recordar aquí algunos hechos citados en el primer capítulo. Allí dijimos que los
electrones se revelan en el átomo en determinadas circunstancias como partículas materiales,
mientras en otras circunstancias se manifiestan como energía incorporal en la forma de ondas.
También dijimos que estas y otras descripciones no poseen más que un valor simbólico para
explicar relaciones que no es posible exponer más claramente. No es posible examinar a la vez las
«partículas» y las «ondas» de un electrón. Casi puede decirse que nunca existen al mismo tiempo.
Ambas cualidades son complementarias: es decir, se excluyen mutuamente. Parece ser que
nuestros métodos de investigación, que siempre son un ataque grave al proceso atómico,
destacan tan pronto un aspecto como otro.
Esto nos lleva a considerar aquellos fenómenos a los cuales se concede una importancia decisiva
en todas las explicaciones sobre la validez de la rígida ley causal en la región de los átomos. Se ha
demostrado que cada observación hecha sobre los procesos atómicos ataca siempre su curso. Por
lo tanto no podemos observarlos nunca como hacemos, por ejemplo, con una estrella situada en
el espacio con un telescopio. Para ver algo tenemos más bien que alterar su proceso. Esto se debe
a la pequeñez de los objetos de que se trata, pues los auxiliares de que nos servimos para hacer
esas investigaciones no son nunca bastante delicados, siendo la mayor parte de las veces más
burdos que lo que tratamos de examinar. Por ejemplo, si iluminamos un electrón para precisar el
lugar en que se encuentra cambia éste de velocidad. Por eso no podemos determinar al mismo
tiempo el lugar y la velocidad de una partícula atómica Esta indeterminación que reside en la
naturaleza de las cosas la llamó Werner Heisenberg relación insegura. Ella prueba lo que tiene
mucha importancia aquí — que es esencialmente imposible dar datos precisos sobre el destino
de un solo átomo en el momento inmediato. Sólo cuando se trata de gran número de átomos,
podemos indicar cuál será su comportamiento medio. Todas las leyes, y por lo tanto también
todas las hipótesis de la macro física, es decir, de los cuerpos del mundo en que vivimos, se basan
en esos valores medios según esta teoría. Por eso quieren sustituir actualmente algunos físicos el
concepto de la determinación de todo proceso material por el concepto de la probabilidad
estadística. La validez de las llamadas leyes naturales se basaría entonces en la ley del mayor
número, es decir, sobre una base parecida a la de la experiencia, que indica, por ejemplo, en una
estadística de población que el número de muertes será aproximadamente el mismo cada año,
cuando las condiciones no varíen, aunque nadie pueda indicar quién será entre todos los hombres
que comprende, el que morirá el año siguiente.
¿Es esto una justificación suficiente para hablar de una indeterminación o hasta de una libertad
dentro del proceso atómico? Habría que decir por una parte, que sólo se cumplen las leyes
estadísticas cuando los objetos que engloban no están completamente libres, pues también ellas
se basan en la esencia de estos objetos. Cuando al echar un dado sale siempre con cierta
regularidad, por ejemplo, el número 6 decimos que es debido a su construcción. En estas
consideraciones se equipara lo indefinible con lo indefinido. Esto no es un sencillo solecismo
lógico. Algunos físicos establecen esta equiparación conscientemente, porque esos investigadores
profesan el positivismo filosófico. Este punto de vista sostiene que la investigación no debe dar
ninguna «explicación» sobre los fenómenos de la Naturaleza. El positivismo cree que sólo tienen
sentido las afirmaciones que se pueden demostrar inmediatamente en las experiencias. Si los
experimentos físicos demuestran que en el mundo de los átomos no estamos en condiciones de
fijar su predeterminación no tendría sentido preguntar si es que existe una predeterminación en
verdad. El positivismo dice que la verdad sólo reside en lo que nos es dado en el experimento.
Esta posición puede ser fecunda y justa como hipótesis física, pero más allá de ello — claro que el
positivismo no admitiría un «más allá» — pierde todo sentido.
La explicación de las cuestiones señaladas aquí ha hecho meditar mucho sobre los problemas
fundamentales de la investigación. Así supone el físico Pascual Jordán que los procesos físico
atómicos, que según su punto de vista son «indeterminados» en el sentido antes señalado, juegan
un papel importante en todos los fenómenos vitales. De esta forma cree poder hacer
comprensible la evidente indeterminación de muchos procesos orgánicos (entendiendo esta
palabra en sentido mecánico). Su teoría dice que los procesos físico atómicos «dirigen» el
desarrollo orgánico con la ayuda de «reforzadores» especiales como los que se emplean
frecuentemente en la técnica. La construcción de las estructuras celulares más finas denotaría tal
vez esto. Jordán quisiera fundar en estos procesos del conglomerado atómico de los portadores
de herencia las mutaciones repentinas, es decir, las modificaciones habidas dentro del proceso
hereditario de una especie. No es improbable que los procesos físico atómicos dirijan también de
esta forma el acontecer de la totalidad del organismo. Claro que esto no explica de ninguna
manera la particularidad de lo orgánico, pues ésta no consiste en esa indeterminación, sino más
bien en una propia norma que diferencia todo proceso orgánico de todos los inorgánicos.
Bernhard Bavink ha sacado consecuencias más amplias de las ideas de la física atómica, pues cree
que al negar un determinismo incondicional destruyen la base de todo materialismo y pueden,
por lo tanto, sustentar una concepción religiosa del Mundo. No queremos tratar aquí de estos
pensamientos atacables en varios aspectos. Por fin se han utilizado los conocimientos de la física
atómica para explicar también procesos dentro de otras regiones de la realidad. Así se ha
pretendido que en los procesos psicológicos se puede observar muchas veces una parecida
imprecisión. Así que intentamos observarnos en el momento de tomar una determinación,
influimos en ella y no podemos considerarla ya sin falsificar, tal como sucedería de no ser así.
En todos estos casos deberemos considerar por lo menos que el proceso podría estar
determinado en algún sentido. Teniendo en cuenta todos los momentos derivados de la llamada
indeterminación de los procesos atómicos, llegaremos a la siguiente conclusión: la
indeterminación es un argumento contra la concepción mecanicista pura de la Naturaleza, cuando
manifiesta que no es posible demostrar un determinismo rígido en el sentido de la mecánica.
Claro que somos de la misma opinión que no hacía falta este argumento contra el mecanicismo
ya que hay otras muchas objeciones más importantes contra él. En cambio, los fenómenos de la
indeterminación no demuestran en modo alguno que no exista una predeterminación de todo
proceso e incluso una imprecisión, como admite el positivismo que las equipara a las dos.
Opinamos, pues, que la relación cierta de Heisenberg no ha dado al problema de la filosofía
Natural de la predeterminación una dirección decisiva. Este problema de la predeterminación
presenta un aspecto muy diferente desde el punto de vista de ciertos conceptos de la macro física,
que ya hemos citado en el capítulo anterior. El mundo es, según ellos, un todo tetra dimensional,
es decir, un todo en el cual el espacio y el tiempo forman una unidad interna indisoluble. Este
sería un mundo en el que en realidad no pasaría nada, ya que todo lo que fue y será estaría
omnipresente en él. Sólo nuestra conciencia emigraría por la «superficie de la Tierra»: esto sería
lo que nos da la sensación del continuo fluir de todas las cosas y su incesante hacerse y
deshacerse. Este mundo sólo conocería un ser persistente en sí. Ante nuestra visión temporal,
estaría, pues, todo predeterminado. La descripción que nos hace aquella concepción física con
sus símbolos presenta, así, trazos muy parecidos a los de la unidad de qué habla la mística de
todos los tiempos.
Si el mundo fuese una unidad tetra dimensional espaciotemporal, entonces se comprenderían
mejor los fenómenos como el de la predeterminación, que podemos deducir por el paralelismo
de la vida de los gemelos univitelinos. Independientemente de cómo se decidirá la cuestión
relativa a la validez de las doctrinas físicas, queda por aclarar aún si todo futuro sólo puede
considerarse predeterminado en el sentido de que todo presente encierra las condiciones
preliminares de todo lo que se convertirá en realidad más tarde en el tiempo, o si el futuro se
halla presente en una forma misteriosa.
Algunos pensadores se han esforzado en demostrar que también dentro del marco de una
concepción física del Mundo que no conoce un verdadero proceso en el tiempo hay posibilidad
de un verdadero desarrollo. Así dice Aloys Wenzl que, mediante verdaderos actos temporales de
la voluntad, podría deformarse la superficie tetra dimensional del Mundo dentro de un campo
limitado, mientras Bernhard Bavink cree que en los actos «libres» revivimos posiciones súper-
temporales libres. Con estas meditaciones difíciles y muy hipotéticas, apenas comprensibles,
llegamos al problema del llamado libre albedrío.
El último intento citado que trata de armonizar la predeterminación de todo suceso dentro de un
mundo estático (que sólo es), con una posible libertad de algunas decisiones y sobre todo con la
conciencia de responsabilidad, se basa en contestaciones que han dado Kant y Schopenhauer a la
cuestión referente a la libertad de la voluntad. Kant se planteaba el problema del libre albedrío
en presencia de la contraposición entre la experiencia interna de la responsabilidad moral por una
parte y por otra parte el conocimiento de la determinación causal inequívoca de todo proceso
natural, de lo que no dudaba este pensador. Ambas son, según Kant, realidades inalterables,
aunque parezcan excluirse mutuamente. Kant dice que esta tensión se intensifica porque, al
conocer la propia responsabilidad, se nos manifiesta en forma de un imperativo, de un «tú
debes». ¿Pero cómo es posible realizar este imperativo moral con libertad, si estamos nosotros
mismos englobados dentro del mecanismo causal de la Naturaleza (como admite Kant)? Esta
contraposición está bien patente en la conocida frase «el cielo estrellado por encima de mí la
conciencia moral dentro de mí». Ambos son excelsos a su modo: el cielo como expresión de una
ordenación natural que todo lo abarca, y la conciencia moral como expresión de un orden interno
que, según Kant, no puede ser de este mundo.
Kant ha establecido una diferencia entre el carácter empírico del hombre y su carácter inteligible.
El carácter empírico, que se da en el espacio y el tiempo, no es libre, según Kant, pues pertenece
únicamente al mundo de los fenómenos, donde la ley causal es inviolable. Como tal fenómeno,
es la expresión del carácter inteligible, que, como significa esta palabra, sólo puede
«comprenderse con el pensamiento» y que forma su base. Este carácter súper-temporal,
inteligible, constituye, según Kant, la esencia más profunda del hombre. Cuando actuamos con
responsabilidad moral, actuamos según él. Kant admitía previamente al hacer esto, que el
carácter inteligible coincide con la «conciencia mejor» (para escoger una expresión del joven
Schopenhauer). La libertad en el sentido de Kant significa, así, lo mismo que conformidad con su
esencia, es decir, determinación únicamente con sí mismo. En rigor esa libertad no excluye — por
muy paradójico que suene — la predeterminación, sino más bien que la incluye. También los
demás seres de la Naturaleza cuando cumplen el destino de su existencia. La única diferencia es
que expresan completamente Ia esencia más profunda, su idea o entelequia, al completar su ciclo
existencial, mientras el hombre es un ciudadano de dos mundos. Su esencia más profunda
constituye siempre para él un objetivo lejano — recordemos lo que hemos dicho en el capítulo
referente al problema psicológico de la individualidad —, sólo él conoce, de todas las criaturas, la
conciencia de una responsabilidad, es decir, una «conciencia moral».
Schopenhauer avanzó un paso más que Kant. De Kant adoptó la diferencia entre el carácter
empírico y el inteligible. Este carácter empírico es completamente libre y, según Schopenhauer,
lo poseemos con todas sus predisposiciones. Estas predisposiciones deciden anticipadamente
cómo actuaremos en cada situación. Por eso no somos responsables de nuestras acciones
aisladas, pero sí en un sentido metafísico de nuestro ser, el carácter inteligible, del cual se derivan
en última instancia todas las acciones aisladas. Las emociones y el arrepentimiento no se deben,
por lo tanto, según Schopenhauer, a haber actuado en un caso especial de una forma
determinada, sino a haber podido actuar de esa forma. Este nuestro ser, el carácter inteligible,
nos lo hemos «hecho» nosotros mismos con decisión libre e independiente del tiempo. La
voluntad como realidad metafísica, que se encarna en una vida aislada, se ha determinado en un
acto súper-temporal -también esto es una imagen mítica— Claro que esa libertad es para nosotros
un misterio.
También la actuación de cada hombre en el espacio y el tiempo, y con ello su crecimiento y
desarrollo interno, fluye según estos pensadores de un ser súper-temporal, que sólo se despliega
en su querer y sus acciones.

III. CONCEPCIÓN MECANICISTA Y ORGÁNICA DEL MUNDO

EL MUNDO COMO SUMA Y EL MUNDO COMO UNIDAD

Los problemas de la filosofía de la Naturaleza desembocan en un problema planteado con la


siguiente pregunta: « ¿La concepción del mundo es mecanicista u orgánica?» Otros grandes
problemas de la interpretación del Mundo como unidad y pluralidad» y «ser y devenir» iluminan
este problema por diversos sitios y lo muestran desde otro punto de vista. Este capítulo tratará,
por lo tanto, nuevamente de los asuntos tratados ya en los capítulos anteriores y reunirá las
opiniones parciales tratadas bajo un foco único.
El concepto naturalista de la Antigüedad, así como el de la Edad Media, estaban orientados
principalmente hacia la realidad orgánica. El Mundo que representaban era un todo articulado en
el cual las fuerzas tendían hacia un fin que guía todo suceso. Era un cosmos donde cada fenómeno
aislado se ordenaba lógicamente en su sitio. Dentro de este concepto naturalista del Mundo
tenían muy poca importancia la observación y la experimentación, de forma que no se pensaba
ni remotamente en aclarar las dudas por este procedimiento tan natural para nosotros. Esto
afecta sobre todo a aquella forma sistemática, calculada en todos sus detalles, que había
alcanzado esta concepción del Universo a finales de la Edad Media. En vez de la experiencia se
habían abierto paso cada vez más las deducciones lógicas abstractas. Este proceder lo
consideramos actualmente como típicamente «escolástico», no teniendo casi nunca en
consideración sus fundamentos. Dentro de la concepción total del Universo en aquella época se
consideraba, en cambio, este proceso muy claro y consecuente. Caso de que cada fenómeno
aislado esté determinado por la unidad, ha de ser posible derivar su ser por un procedimiento
racional puro deduciéndolo de esta unidad superior; caso, naturalmente, de conocer previamente
bien la esencia de este todo. La Edad Media quería derivar de una forma análoga todas las reglas
de la existencia humana terrenal de las ordenaciones eternas, valederas fuera del tiempo. Sólo
teniendo en cuenta esta relación, a la que se ajusta la concepción naturalista de aquellos siglos,
podemos por lo menos apreciarlo con justicia.
Ya dentro del pensamiento escolástico se había atacado esta concepción de la Naturaleza. Pero
el que dio el verdadero cambio decisivo, que hizo posible la investigación de la Naturaleza en el
sentido actual de la palabra, fue Galileo (1564-1642). Su postulado que dice «hay que medir, lo
que se pueda medir, y convertir en mesurable, lo que no se pueda medir», al que se debe el
descubrimiento de las leyes de la caída, le convirtió en el fundador de la concepción cuantitativo
mecánica de la Naturaleza. Sólo desde entonces se funda toda investigación física sobre la
experiencia principalmente en el sentido de observación y experimentación. Esto coincide
también con su posición fundamental consistente en extraer de la suma de muchas experiencias
aisladas una imagen de la realidad en total, por un procedimiento puramente inductivo. No hace
falta observar que era necesaria esta entrega incondicional a las cosas mismas, este supeditarse
a la experiencia, para llegar más tarde a conocer la Naturaleza con más profundidad.
La verdadera tarea de la investigación de la Naturaleza consistía, según Galileo, en comprender
los elementos de cada fenómeno y en desentrañar las complicaciones y enredos de los procesos
elementales. Esto era lo que pretendía al decir que todos los fenómenos debían reducirse a
mensurables, lo que caracterizaba el objetivo esencial y único de la investigación de la Naturaleza
y tenía que conducir a una resolución artificial del carácter cualitativo de los fenómenos,
sustituidos por datos cuantitativos. Esta es la consecuencia necesaria al tratar de expresar en
números todos los problemas de la Naturaleza y todas las relaciones de las cosas entre sí. Otra
frase de Galileo; «El libro de la Naturaleza está escrito en lenguaje matemático», señalaba ya esta
dirección. Así se comprende el afán de la ciencia física actual por des temporalizar todos los
procesos de la Naturaleza, es decir, sacarlos del curso de los sucesos, de que ya hemos hablado
en el capítulo anterior (véase pág. 118). También se explica, pues, que la imagen de la Naturaleza
de los últimos siglos estuviese determinada por la Física, mejor dicho, la Mecánica. En la Mecánica,
es decir, en la doctrina del movimiento de los cuerpos, parecía cumplirse la exigencia de Galileo y
haberse alcanzado así el objetivo del conocimiento de la Naturaleza. Una de las interpretaciones
mecanicistas de la Naturaleza, en el sentido más amplio de la palabra, consideraba que su objetivo
debía consistir en basar todo suceso y toda transformación en las influencias mutuas de los
cuerpos materiales, que no tienen ningún sentido y que pueden expresarse íntegramente en
números. Claro que esto no explicaba la esencia de las fuerzas actuantes. El físico Huygens (1629-
1695) quería explicar la fuerza de gravitación por una presión que ejerce el éter. El filósofo
Descartes (1596-1650) había intentado, antes de él, fundar toda la Mecánica, que este pensador
consideraba como esencia de todo proceso natural, en los empujes y presiones. En general, se
contentaban con poder expresar los procesos en fórmulas. Según Newton (1642-1727), hasta se
había conseguido encontrar un método matemático que permitía calcular previamente los
movimientos de un cuerpo material para siempre, cuando se conoce su situación actual, su
velocidad así como todas las fuerzas que actúan sobre él. Este método había dado también
excelentes resultados, porque con su ayuda hasta había sido posible calcular por las desviaciones
del curso de los astros ya conocidos de nuestro sistema solar la existencia de estrellas
desconocidas hasta entonces (por ejemplo, de Neptuno) mediante un puro cálculo matemático,
descubrimiento que hasta más tarde no pudo confirmarse mediante observaciones.
El ideal de toda física consistió, pues, en esos cálculos matemáticos. Esto hizo que la Mecánica
fuese decisiva para interpretar el conjunto de la Naturaleza y su método determinaba también
más o menos los planteamientos de todas las ramas de la investigación. Así pudo decir aún
Helmholtz, que el último objetivo de toda investigación de la Naturaleza consistía en disolverse
en mecánica, es decir, en considerar el Mundo como un mecanismo que todo lo abarca.
La expresión simbólica para todos los tiempos de este ideal de conocimiento se halla en una frase
del físico francés Laplace, que se cita muchas veces y que también en este libro se ha citado
brevemente. Este clásico de la interpretación mecanicista de la Naturaleza opinaba que un
espíritu que lo abarcase todo y que conociese sólo durante un momento la situación de todas las
masas en el Universo — tanto de las estrellas como de los átomos — sería capaz de ver por medio
de un sistema inmensurable de igualdades matemáticas todos los sucesos pasados presentes y
futuros en conjunto. Con esto no quería decir Laplace ni mucho menos que debía existir un
espíritu universal así y que hubiese creado un día el Mundo de leyes rígidas — es decir, un dios,
mecánico del Universo, como el que admitía aún la época de las luces, que hubiese dado cuerda
al mecanismo de relojería de su creación, para no intervenir ya más en su curso. El entonces
celebrado investigador había contestado a una pregunta de Napoleón fría y objetivamente: «No
necesitamos una hipótesis así». Laplace, y con él el mecanismo consecuente, creía más bien que
el movimiento universal se renueva continuamente de eternidad en eternidad con sus propias
fuerzas.
Un cosmos interpretado de esta forma no es más que el juguete de fuerzas ciegas, tanto tomado
en conjunto como cada uno de sus fenómenos aislados. Lo que nos parece en él posible de
adquirir forma, es su resultante. Esto vale para los sistemas solares y galaxias que se han formado
bajo la presión de la desconocida fuerza de atracción, que salieron del caos de la nebulosa
primitiva y que volverán a disolverse en un caos así, lo mismo que cada fenómeno terrestre.
Resulta incomprensible que, en estas condiciones, sea posible el orden, es decir, un cosmos. El
mecanismo cree, sin embargo, que debe contentarse con admitir que el mecanismo universal es
así y no de otra forma.
Todos los cuerpos de la Naturaleza no son en el fondo, según esta interpretación, más que una
duna que el viento ha formado trayendo arena de todas partes. Como debe considerarse como
una suma de muchas acciones aisladas, deberá comprenderse su esencia por medio del análisis
sin que quede un solo «resto». Pero en rigor no posee en absoluto ninguna «esencia» así. Por eso
el mecanismo ve en el análisis causal el único medio para comprender la Naturaleza en total. En
este cosmos actúa todo desde fuera y ningún objeto de él tiene en realidad un destino propio.
Durante un tiempo pareció que se conseguía efectivamente considerar por lo menos el mundo
inorgánico como un mecanismo de esta clase. Algunos investigadores hasta creían que no estaba
lejos el día en que sería posible considerar la vida como un proceso fisicoquímico e incluirla dentro
del mecanismo que todo lo abarca.
En la primera mitad del siglo pasado, había aún muchos partidarios de la teoría que busca la
particularidad de la vida en su estructura substancial. Cuando se consiguió confeccionar
substancias orgánicas sintéticamente en los laboratorios, se creyó estar muy cerca de haber
solucionado el misterio de la vida. Además, se vio que la ley de la conservación de la energía
encontrada en esa época por Robert Mayer, sirve también para las transformaciones de las
substancias en todos los procesos vitales. Esta ley induce a atribuir todas las manifestaciones de
energía a una energía mecánica. Esto parecía contradecir la existencia de una «energía vital»
especial, justificando el supuesto de que el organismo es una máquina poco corriente y de
estructura muy complicada.
Cuando, en el año 1860, se publicó la obra principal de Darwin, creyeron muchos que era un
«Newton de la naturaleza orgánica». Pero este naturalista genial dentro de sus límites era
demasiado prudente y modesto para pretender eso. Su intento de explicar la formación de las
estructuras vitales, y por lo tanto también la utilidad orgánica mediante la «selección natural», se
fundaba, en primer lugar, en el hecho de que el hombre ha conseguido y consigue continuamente
obtener mediante la selección artificial de algunos ejemplares de una clase de animales, una gran
cantidad de razas de animales útiles y de lujo, que presentan ya muy poca semejanza con las
formas primitivas. La hipótesis de Darwin admitía que «la lucha por la existencia» en la Naturaleza
hacía de seleccionador que entre las relaciones existentes favorece por casualidad a los seres
mejor dotados, que tienen más probabilidades para sobrevivir y reproducirse. Esto parecía muy
evidente, ya que la Naturaleza nos demuestra que sólo se desarrolla una parte pequeñísima de
los seres que hace nacer. Darwin hasta creía que con el tiempo se podían haber formado
adaptaciones muy resaltadas. Antes ya hemos tratado de demostrar que esto, al parecer, era un
error, y que de esta forma no pueden haberse obtenido ni esas adaptaciones ni los grandes tipos
fundamentales del reino orgánico, cuya finalidad no es posible interpretar. La teoría de Darwin
fue en todo caso un intento — a los ojos de la mayor parte de los contemporáneos logrado —
para explicar el proceso orgánico desde un punto de vista causal puro, sin recurrir a fines y fuerzas
organizadoras, incluyéndolo así en el mecanismo universal entonces en boga.
A pesar de todo, no era posible interpretar ni los procesos vitales tal como nos son dados en la
experiencia, ni mucho menos los fenómenos psíquicos, como una sencilla complicación de
procesos químico físicos. La naturaleza orgánica continuó siendo, dentro de la totalidad de la
Naturaleza, como un cuerpo extraño, que parecía no encontrar en él un verdadero derecho de
ciudadanía. Bajo el dominio del ideal mecanicista, cuyo fin era encontrar las leyes que permiten
expresar la realidad en fórmulas y derivarlas de ellas, se consideraba la Biología, por de pronto,
como una ciencia puramente descriptiva. Se veía en ella una ciencia de orden inferior, que no
estaba tan adelantada como sus ciencias filiales.
Ante este estado de cosas era posible adoptar tres posiciones. Una era la de renuncia escéptica,
como la que adoptó en la segunda mitad del siglo pasado el entonces célebre fisiólogo Emil Dubois
Reymond. Como destacado mecanicista, estaba convencido que, donde fracasan los métodos
mecanicistas de conocimiento, acaba toda ciencia de la Naturaleza. Tampoco él dudaba de que la
vida no es más que un movimiento especial de la substancia, y que también todos los procesos
anímicos se deben a procesos cerebrales, es decir, a procesos materiales que una inteligencia
como la de Laplace podría calcular perfectamente. Precisamente porque lo único importante para
él era el dogma mecanicista, que sólo tiene en cuenta los movimientos, llegó a formular la tesis,
que nunca comprenderemos, de cómo se transforman estos movimientos en conciencia. En su
muy discutido discurso sobre el límite del conocimiento de la Naturaleza llegó a la siguiente
conclusión respecto a estas y otras cuestiones parecidas: «No lo sabemos y no lo sabremos nunca»
La segunda posición salvaba el mecanismo e iba a parar al vitalismo, el cual, aunque interpretaba
casi siempre la naturaleza orgánica bajo una forma mecanicista, creía que en todos los fenómenos
vitales actúan fuerzas, que pertenecen a otro plano de la realidad y que dirigen convenientemente
los procesos vitales. Sin embargo, la mayor parte de los biólogos adoptaron una tercera posición...
Estos investigadores admitieron categóricamente que no era posible aún explicar químico
físicamente los procesos vitales. Sin embargo, sostenían que debía por lo menos intentarse esa
explicación. Así opinan aun actualmente muchos investigadores, como el importante biólogo
experimental Max Hartmann, que — sin ser por eso un mecanicista dogmático — sólo considera
eficaces los problemas causales estrictos.
Sin embargo, puede dudarse con razón de si hay posibilidad de que el punto de vista causal puro,
es decir, mecanicista en el fondo, sea suficiente para la investigación biológica, cuando se trata de
explicar algo más que problemas parciales muy limitados. No hay duda de que todos los procesos
vitales fisiológicos del hombre como los de otros seres vitales obedecen a una causa, y que sólo
mediante un análisis causal haya sido posible conocer cuál es su curso. Citaremos algunos
ejemplos que lo demuestran con gran evidencia. El caso más conocido es la explicación de la
circulación sanguínea a base de un movimiento de bomba, dada por Harvey (1578-1657), que
partió en sus investigaciones conscientemente de las bases dadas entonces por Galileo. Su
procedimiento, que se oponía a «explicaciones» anteriores, satisfechas con dar razón de esos
procesos por la acción de «espíritus vitales», era rigurosamente científico. El principio que pedía
la «reducción a mensurable» de todas las cosas alcanzó un éxito completo. De la misma manera
se intenta comprender actualmente el problema mucho más difícil de la subida de la savia de las
plantas mediante el análisis causal puro. Otro ejemplo del éxito de este punto de vista son los
movimientos de crecimiento de las plantas que hasta hace poco no se conocían y que se dirigen
a la luz o a otro excitante. Se ha visto que bajo la influencia de estos factores se forman en los
tejidos de las plantas una substancia de crecimiento, que aceleran la división de sus células, lo que
hace que el crecimiento en una dirección determinada sea mucho más rápido y que se produzcan
así aquellos «movimientos excitantes». Lo mismo acontece con todos los otros procesos
fisiológicos, por ejemplo, con aquellos cuyo regulado encadenamiento mutuo hace posible la
digestión.
Considerando estos procesos fisiológicos puramente en sí, es decir, fuera de sus relaciones, puede
creerse verdaderamente que se deben a procesos causales puros. Pero debemos observar que
casi siempre son mucho más complicados de lo que parecen primero. Y así, si tomamos el sistema
de la circulación sanguínea como «un juego de bomba» en el sentido de nuestra técnica como lo
hizo Harvey entonces, no tiene sentido esta comparación más que en un aspecto muy externo. A
veces se olvida también que nuestras adquisiciones técnicas no son sino el prototipo de ciertas
disposiciones del organismo: en este error se cae nuevamente cuando se dice que el organismo
«no es», en el fondo más que una máquina. Más bien sucede todo lo contrario. El hombre elabora
en las creaciones de su técnica lo que la Naturaleza había realizado ya anticipadamente en el
cuerpo de los seres vivos.
Pero el hecho de conocer el funcionamiento de las palancas y tornillos de una técnica no quiere
decir que se comprenda ésta. Todas tienen una importancia determinada a la cual sirven y para
la cual han sido creadas. Lo mismo sucede con los procesos vitales. Sólo podemos comprenderlos
en verdad cuando sabemos qué importancia tiene para el desarrollo y la conservación del
organismo. Por eso una consideración causal pura no cumple su característica más típica, su razón,
que no puede captar. Sólo junto con una consideración final, que tiene un objetivo y una
significación propia, es posible comprender verdaderamente los fenómenos vitales.
Las cuestiones puramente causales son, pues, completamente insuficientes, cuando se trata de
ofrecer una visión de conjunto de los procesos vitales. Es muy particular que, sobre todo las
investigaciones llevadas a cabo sobre el terreno de la llamada mecánica de desarrollo, hayan
fracasado en toda biología mecanicista: ésta se había propuesto — como indica su palabra —
explicar mecánicamente el desarrollo de los seres aislados desde el germen hasta el organismo
completo. Estas investigaciones partían del supuesto de que también las formas orgánicas debían
comprenderse sobre una base puramente mecánica. Así se veía, por ejemplo, en el huevo en
desarrollo una máquina cuyas partes están dispuestas de tal forma, que de ellas sale el ser
completo según unas leyes químico físicas. Si es así, entonces saldría de un huevo partido por la
mitad medio embrión. Pero con gran sorpresa de los investigadores vieron que no es así (con
algunas excepciones). Los experimentos llevados a cabo con los huevos de diferentes organismos
inferiores, cuyo desarrollo había progresado ya más, dieron por resultado que de una parte salió
un organismo de estructura armónica, aunque de tamaño menor. En concordancia con ello
pueden separarse también células de estos gérmenes, sin perturbar por ello el desarrollo. Con
esto quedó demostrado que no son unas pequeñas máquinas que sólo pueden realizar el trabajo
a que están destinadas, pues poseen la facultad de adoptar por sí mismas una forma adecuada.
El mismo significado tienen los procesos de regeneración de los organismos adultos mutilados
que hemos citado ya en el primer capítulo. Estos fenómenos corroboran la convicción de que los
procesos de desarrollo no pueden interpretarse en forma alguna sobre una base mecanicista y
que en ellos actúan más bien factores de acción organizadora.
Así se va abriendo paso cada vez más la opinión de que el organismo no debe entenderse como
una suma de acciones aisladas, sino que es un todo estructurable, que se desarrolla siguiendo
unas leyes propias.
La biología vitalista que, frente a la concepción mecanicista, mantenía las leyes propias de los
fenómenos vitales, no tenía en general nada que objetar contra una interpretación mecánico-
adicional del mundo inorgánico, ya que casi nunca estaba interesada en estas cuestiones. Pero
mientras tanto se ha ido transformando poco a poco y casi imperceptiblemente el cuadro de la
naturaleza inorgánica en los últimos decenios, tanto, que hace ya tiempo que no se puede hablar
de un «mecanismo del proceso inorgánico», si es que esta palabra se toma en su verdadero
sentido.
Los fenómenos de la catálisis, que cada día se estudian más, demuestran esto. Se llaman, procesos
catalíticos a unos procesos químicos de grandes dimensiones provocados por ciertas substancias
con su sola presencia, sin tomar parte en ellos ni sufrir ninguna modificación. Actualmente, se
utilizan en gran cantidad en la industria química. En estos procesos catalíticos no puede decirse,
en sentido mecánico, que la causa guarde correspondencia con el efecto. Esta «causalidad
disolvente» no puede comprenderse tampoco matemáticamente ni exponerse en fórmulas
matemáticas. Ya Robert Mayer, el descubridor de la tesis referente a la conservación de la energía,
ha llamado la atención sobre estas raras manifestaciones en el mundo de las substancias y ha
sacado las conclusiones de que la interpretación mecanicista del mundo no puede abarcar toda
la realidad. Estas ideas volvió a tratarlas en nuestra época Alwin Mittasch que ha llamado la
atención sobre la importancia de estos procesos catalíticos para nuestra concepción de la
Naturaleza. Por otra parte, se encuentran muchas correspondencias en el plano de la Biología,
donde podemos comprobar continuamente que entre la causa y el efecto no existen relaciones
mensurables. Este y otros fenómenos demuestran que tampoco la naturaleza inanimada puede
ser un mecanismo en el sentido de Laplace.
Sin embargo, no llegan tampoco a demostrar que sea erróneo interpretar todos los cuerpos del
mundo inorgánico como una suma.
Últimamente, se prepara también un cambio en este terreno. El primer paso lo dio la física
atómica, dentro de la cual resultaba cada vez más problemática una concepción mecanicista del
mundo. Se ha visto que la estructura de los conglomerados atómicos no se comprende más que
bajo conceptos que hasta hace pocos decenios se creían adecuados únicamente a lo orgánico.
Retrocedamos nuevamente a lo dicho en el primer capítulo. Allí expusimos que toda materia
posee en su delicada estructura lo que nosotros llamamos «forma». Esto hace referencia, por
ejemplo, a la posición de las moléculas en el cristal, así como también a la conexión química de
los átomos en la molécula. Los átomos se componen a su vez de diferentes partículas elementales,
que no se combinan de cualquier forma, sino de una manera bien determinada, correspondiente
a un número limitado de elementos químicos. Los electrones que giran alrededor del núcleo de
un átomo, sólo pueden describir trayectorias bien precisas. Dicho de otra forma: no hay nunca
dos electrones que posean el mismo grado de energía. Si el equilibrio interno del átomo sufre
alguna alteración desde fuera se restablece el equilibrio mediante un proceso de autorregulación.
Lo mismo que no hay organismos unicelulares que sean sólo un poco de protoplasma, (como se
creía aún hace pocos años), tampoco los elementos constructivos del mundo físico poseen
ninguna estructura en sí. Max Planck habla también, en este sentido, de que sólo podemos
comprender los cuerpos de la microfísica cuando no tratamos de interpretarlos como una suma
de sus partículas, sino que vemos en ellos un todo. Es decir: también los conglomerados atómicos
son totalidades que determinan sus partes.
El cambio de todos los conceptos expresados en esto, ¡es muy importante! Un «todo» es siempre
mucho más que la suma de sus partes. Las partes son más bien determinadas por este todo y
adquieren de él su carácter y su importancia. La «totalidad» se consideraba hasta ahora como una
característica esencial de los seres vivos que también el mecanismo trató de interpretar. Mientras
los naturalistas se esforzaban antes por basar el proceso orgánico en el inorgánico, la Física de
ahora empieza a pensar biológicamente. Mejor dicho: el nuevo concepto físico del mundo no
puede por menos que interpretar ciertos fenómenos de la Naturaleza inorgánica bajo símbolos
extraídos de la interpretación del mundo orgánico.
Antes dijimos que, al interpretar mecánicamente un cosmos, no es ni puede ser en su totalidad
un verdadero todo, sino la suma de infinitas acciones aisladas. Ciertas consideraciones hipotéticas
sobre el carácter del mundo que lo consideran una unidad espaciotemporal de cuatro
dimensiones — en otro lugar hemos hablado brevemente de ellas (véase pág. 133) —
imposibilitarían también, partiendo de otros principios, esta interpretación como suma. Un
cosmos así sería una unidad cerrada en sí, un «universo» en el verdadero sentido de la palabra.
Como en él no existe procesó y todo lo que para nosotros se forma y se desvanece aparentemente
en el tiempo ha tenido siempre realidad, deberá poseer una estructura primitiva. Mientras, según
la concepción mecanicista, un fenómeno se repite en el curso del tiempo sin principio ni fin, de la
misma forma que las piedras agitadas pueden repetir tal vez el mismo mosaico, en cambio en el
mundo espaciotemporal de cuatro dimensiones, está presente todo lo que fue y será. Arthur
Eddington ha llegado, partiendo de estos conceptos y a base de cálculos y consideraciones muy
difíciles, que no podemos detallar aquí, y sobre las que actualmente no puede decirse aún la
última palabra, a la conclusión de que en la estructura de cada átomo se refleja la construcción
de todo el cosmos, de una forma que puede expresarse matemáticamente. Esto significaría que
el todo es una unidad interna, entre cuyas partes existe una completa correspondencia, y en la
cual cada átomo debe considerarse una reproducción de ella.
La concepción naturalista ha influido decisivamente, no sólo sobre la interpretación del mundo
de su época, sino también sobre todo pensar e incluso en el sentido vital del hombre. La época en
que dominó la interpretación mecanicista de la naturaleza, trató de hallar en la existencia humana
dominio de leyes con validez intemporal, preformadas ya en el proceso Natural. Esta era la época
del derecho natural, de la moral natural y hasta de una religión natural. Su idea respecto del
mecanismo universal que todo lo abarca, llegó al experimento de querer identificar al hombre con
una máquina. Aproximadamente al mismo tiempo que Laplace realizaba su famoso intento por
llevar hasta las últimas consecuencias la interpretación mecánica del cosmos, se intentaban
construir hombres-máquina es decir, autómatas, que llevasen a cabo las actividades más diversas.
Se creía con toda firmeza que de esta forma, aunque no se construyesen artificialmente seres
semejantes a los hombres, por lo menos se conseguiría acercarse más al misterio de la existencia
humana. Así como antes se había considerado al hombre como la imagen de Dios o como el
microcosmos vivo, se le consideró entonces como una reproducción de la gran máquina del
Mundo. Actualmente, se va reemplazando cada vez más este mito del mecanismo universal por
una especie de «organismo universal» con una estructura jerárquica escalonada a semejanza de
la del reino vital.
Esto no quiere decir, sin embargo, que el mundo mismo sea un gran organismo en el sentido de
la Biología. Este sería un, monismo aparente muy superficial, que merecería que se le tomara tan
poco en serio, como todo mecanismo que tratase actualmente de interpretar toda la realidad
como un juego de partículas materiales. Cuando hablamos aquí de un «concepto orgánico» del
Mundo, nos referimos a toda la Naturaleza, la cual presenta ciertas características muy destacadas
en toda realidad vital. Una de estas características es la que llamamos «totalidad».
Aunque la expresión «concepción orgánica del Mundo» no es completamente precisa, no
disponemos de otra mejor para marcar bien la diferencia con una interpretación mecánico-
adicional del Mundo.
Con no menos insistencia debemos señalar otros dos puntos. De ningún modo deberá afirmarse,
por ejemplo, que todos los seres de la naturaleza inorgánica son totalitarios. Recuérdese el
ejemplo de una duna formada por el viento. En la Naturaleza inorgánica se encuentran muchos
de estos objetos formados de la suma de otros y que no obedecen a una ley interna. Además,
debemos recalcar que la característica esencial «totalidad» no tiene aún la misma importancia
que lo que llamamos «vida». En la «concepción orgánica del mundo» se conservan las diferencias
especiales entre lo animado y lo inanimado, sobre lo cual llama la atención con razón el vitalismo
y que también aquí hemos citado varias veces. Debemos tener todo esto muy en cuenta, ya que
cada categoría de la comprensión del Universo está expuesta a convertirse en un tópico sin
sentido, que daría sólo una solución aparente al problema. Tampoco el concepto de totalidad se
escapa de este peligro.
Por eso no tiene ninguna relación la concepción orgánica del Mundo tal como la comprendemos
aquí con los pensamientos del ingenioso poeta-filósofo Gustav Theodor Fechner (1801-1887),
que, por otra parte, ha sido el que ha preparado el camino y el verdadero creador de la psicología
experimental. Ferchner veía en las constelaciones seres vivos de un orden superior. Esta
concepción se basaba en el supuesto de que, por ejemplo, nuestra Tierra es un todo unitario,
porque las cosas encajan unas en otras y unas dependen de otras. Fechner equipara esta unidad
con la unidad de un verdadero organismo. Llegó al punto de considerar las cosas de la Tierra como
su esqueleto, y los sentidos de los seres vitales en su superficie como los órganos de los sentidos
del ser vital «Tierra» de estructura superior a ellos. A los astros mismos los consideraba como
partes de unidades vitales aún más superiores, por ejemplo, de la Vía Láctea. Lo que tienen de
acertado estas ideas es que representan el Mundo como una estructura escalonada, con una
construcción semejante a la del reino de los organismos. Fechner no ha visto, sin embargo, que
se trata de correspondencias en diferentes planos de la realidad.
También hoy día algunos filósofos naturalistas han intentado interpretar (por ejemplo, Oskar
Feyerabend) el cosmos de una forma parecida. No se fundan, como Fechner, en simples analogías,
más bien tratan de demostrar que nuestro sistema solar no puede proceder, como resultado de
fuerzas ciegas, de una nebulosa primitiva (como suponían Laplace y Kant), sino que debe
considerarse como un verdadero todo, cuya estructura y cuyo desarrollo se funda en la acción de
una entelequia cósmica, lo mismo que el organismo es la obra de fuerzas formativas que tienden
a un fin. Estas interpretaciones tan amplias sólo poseen, naturalmente, un valor hipotético.
Citaremos también las reflexiones de Edgar Dacqués. La concepción naturalista corriente sólo
conoce efectos que se extienden por el espacio tridimensional. Toda acción mutua consiste, por
lo tanto, en el traspasar los impulsos de un ser portador material de fuerzas a otros. Según
Dacqués todos los sucesos del mundo guardan una correspondencia entre sí. Esto quiere decir
que no sucede nada que no se refleje en los otros seres.
Dacqué supone además que la sucesión de los actos en el tiempo, en la Geología, verbigracia, no
es más que la división de un todo interno que fue ya una unidad interna antes de desarrollarse.
Esto tiene relación con el hecho de que cada fase temporal posee una cualidad única, que se
comunica a todo lo que sucede en ese tiempo. De esta forma quiere explicar la existencia de
relaciones no causales. Esto se halla confirmado según esta teoría, en la unidad de estilo de la
estructura de formas vitales que son completamente diferentes en cada época geológica.
Con una analogía — esta comparación no significa nada más — se demostrará tal vez lo que quiere
decirse aquí. Sabemos que hay síntomas corporales y anímicos, por ejemplo, en las
enfermedades, que son muy distintos, pero que tienen un fondo común. Todos ellos son la
expresión de un estado básico en el que todos los otros estados no guardan relación entre sí.
Bajo un punto de vista semejante quieren explicar algunos filósofos naturalistas el hecho de que
la naturaleza animada e inanimada de nuestro planeta guarda entre sí una relación tal, que ha
permitido la vida desde los tiempos más remotos en sucesión ininterrumpida. Toda vida terrestre
se desarrolla dentro de unos límites fisicoquímicos muy estrechos. Por eso puede considerarse
casi un milagro que en el ir y venir de las épocas sobre la Tierra hubiesen sido alcanzados o
traspasados estos límites en cuyo caso se hubiera extinguido rápidamente el desarrollo de la vida
sobre el planeta. Ya anteriormente llamaron la atención algunos naturalistas (por ejemplo,
Henderson) sobre esta dependencia mutua, aparente por lo menos, de la naturaleza inorgánica
con la orgánica.
Tal vez es digno de mención que la psicología de lo inconsciente haya llegado a ideas parecidas.
Así, dice C. G. Jung, que la explicación causal fracasa siempre que trata de comprender la aparición
paralela de los mismos, estados psíquicos o también de los mismos pensamientos, en lugares
diferentes y muy distantes entre sí. También cree él por eso que cada fase temporal tiene al
parecer en una forma incomprensible, ciertas, condiciones básicas, que — vistas externamente
— pueden aparecer completamente independientes unas de otras.
Todas estas hipótesis presuponen la existencia de un concepto orgánico del Mundo y sólo tienen
sentido dentro de él. Aquí debemos recordar nuevamente, que su idea fundamental, la unidad
interna del Mundo, se manifiesta y expresa matemáticamente en la ya citada teoría de Arthur
Eddington sobre la correspondencia correlativa entre la estructura del cosmos y la de los átomos,
en un plano muy diferente. La impugnación de esas teorías no afecta, por otra parte, al propio
concepto orgánico del Mundo de que hablamos aquí.
El concepto mecanicista del Mundo ve en las leyes del movimiento de los cuerpos macro físicos
el caso ideal de todo proceso natural. Estaba orientado completamente a una región de la
realidad, que se convirtió en la esencia de toda realidad.
El concepto orgánico del Mundo es mucho más extenso, porque abarca también el mismo
proceso, pero interpretado desde un determinado punto de vista, sin integrarlo al proceso
biológico. Actualmente, sólo se perfilan sus contornos. Pero todo nos indica que nos colocará en
situación de comprender mucho mejor la realidad.
Claro que en presencia de todo el Universo no son todas nuestras interpretaciones más que
símbolos, igual que toda concepción metafísica. Nunca podremos, como seres temporales,
conocer el sentido y el fin del citado proceso universal, en el cual nos encontramos colocados por
un corto momento.

ESTRUCTURA Y DESTINO DEL COSMOS

Con toda intención hemos colocado este capítulo casi al final de nuestro libro. Lo hicimos, no sólo
porque nuestro conocimiento de la Naturaleza se redondea con el conocimiento de la estructura
del cosmos, sino porque todo lo que podemos decir aquí continúa siendo suposición en mayor
escala que, cuanto se dijo respecto a la interpretación de otras regiones de la Naturaleza. En
efecto: no conocemos de la misma manera las grandes relaciones cósmicas que los procesos
atómicos y químicos, o que el desarrollo de los seres vivos. Esto podrá parecer sorprendente, ya
que dijimos que los procesos del cosmos pueden calcularse de antemano con más precisión que
los sucesos en otros planos de la realidad. Lo que haría suponer que conocemos esos procesos
mucho mejor. Pero esto sólo sucede con procesos cósmicos determinados, sobre todo para los
movimientos de los cuerpos en el espacio. Sólo éstos pueden predecirse y por eso se habla de la
Astronomía como de la «reina de las ciencias».
También ciertos puntos de vista de la Astrofísica pueden considerarse bien garantizados. Ya son
suficientemente sorprendentes. Hace sólo unas generaciones, hubiese parecido una especulación
fantástica pensar en que eran posibles. Piénsese, por ejemplo, en que la luz de una estrella, que
llega por fin hasta nosotros después de viajar durante miles de años a través del Universo, nos
comunica de qué materias se compone. Si la descomponemos por medio del espectroscopio en
rayas de colores, nos revela la composición química del cuerpo de que procede. Las desviaciones
de estas rayas nos indican, además, con qué velocidad se mueve ese cuerpo celeste tan lejano,
así también como si se acerca o se aleja de nosotros. Estos procesos en el cosmos se fundan en
los movimientos de los sistemas atómicos, que se agitan en los candentes cuerpos astrales y
envían luz. Es, pues, el microcosmos de los átomos lo que nos revela los procesos que tienen lugar
en el macrocosmos. Esta idea de que las dimensiones se reflejan unas en otras la encontramos
continuamente.
Pero así que nos dirigimos a la verdadera cosmología, pisamos un terreno movedizo. Con esto nos
referimos a todas las cuestiones que tratan del desarrollo, forma y ser del cosmos. Parece ser que
también aquí ha conseguido reunir la Astronomía material de observación sorprendentemente
rico. Pero todas las conclusiones que sacamos de esas observaciones no son, sin embargo, más
que posibles suposiciones, que tal vez tengan que refutarse mañana debido a nuevas experiencias
adquiridas.
Sin embargo, podemos formarnos más o menos una idea de lo que sucede en todos los demás
planos de la realidad, la cuestión en torno a la existencia del género humano en este planeta
terrestre representa una insignificancia espacial y temporal dentro del ritmo universal de los
procesos. Lo que podemos conocer de ellos se puede comparar, por ejemplo, a un paisaje
desconocido que iluminase por la noche un rayo durante una fracción de segundo. Figúrese que
un hombre tratase de comprender en esa fracción de segundo el desarrollo geológico de este
paisaje y las leyes vitales de las plantas que lo pueblan. Tal vez podría descubrir con intuición
genial algunos detalles de entre los componentes del paisaje, así como de las formas de las plantas
en diferentes grados de evolución. Algo parecido sucede con nuestros intentos por averiguar el
ritmo del desarrollo del cosmos. Por eso tenemos que sorprendernos más de que el espíritu
humano haya podido encontrar ciertos puntos de apoyo para esas interpretaciones.
En el último capítulo hablamos de que, de momento, debemos dejar sin contestar la cuestión de si
los sistemas cósmicos son sumas de cuerpos o verdaderas totalidades. La mayor parte de los cuerpos
físicos del medio ambiente en que vivimos es indudable que en este sentido son la suma de gran
cantidad de causas externas (por ejemplo, las dunas, los grupos de rocas, los sedimentos geológicos
y otras muchas cosas). Por eso se sacó la conclusión de que debía de suceder lo mismo con toda la
naturaleza inanimada y también con el mundo corporal del cosmos. Únicamente al investigar los
mundos atómicos se ha visto que esta conclusión era prematura, y ha demostrado que, por lo menos,
está justificada la pregunta sobre si las formas en el cosmos son algo más que sumas de cuerpos.
También por otras razones podemos suponer hoy día que una interpretación como suma sólo tiene
razón de ser para el reino intermedio del mundo de los cuerpos físicos, limitado por una parte por el
proceso atómico y por otra por los sistemas cósmicos.
También allí donde el cosmos parece poderse interpretar como mecánico puro (es decir, como
una suma) puede ser que sea debido a una limitación de la perspectiva humana pues, por lo
menos, se puede imaginar que estos procesos tienen una importancia análoga dentro de la
totalidad del proceso universal, como algunas fases aisladas del proceso orgánico (véase página
145). También los procesos de desarrollo orgánico pueden estar determinados desde un punto
de vista puramente causal, aunque se ordenen bajo otras relaciones mucho más extensas.
Antes dijimos que Niels Bhor y otros investigadores habían intentado comprender el átomo como
un sistema. Tal vez sea posible interpretar retroactivamente la formación de las galaxias partiendo
de los mundos atónicos. En todo caso, hay algunas cosas que indican que el macrocosmos y el
microcosmos se corresponden y que las dimensiones de lo infinitamente grande y lo infinitamente
pequeño se reflejan también de esta manera en muchas formas.
Copérnico (1473-1543) no tenía una imagen aproximada de la estructura del Universo, al
considerar el Sol como centro del universo limitado, alrededor del cual se cerraba la bóveda
celeste, la esfera de las estrellas fijas. También Kepler (1571-1630) sólo comprendía la armonía
del mundo considerándola limitada. Giordano Bruno (1548-1600) fue el primero que osó concebir
la arriesgada idea de un universo ilimitado. Este universo era para él un todo vital y, como tal,
expresión inmediata de la vida de Dios. En la mecánica celeste de Newton (1643-1727) se convirtió
esta imagen del organismo universal en un mecanismo universal que lo abarcaba todo, en el que
el proceso sigue unas leyes eternas e inmutables. Su visión del mundo, que permitía reducir los
movimientos del cosmos a unos cuantos principios inmutables y penetrar así espiritualmente en
el espacio y el tiempo, significaba una elevación del hombre hasta entonces insospechada por
encima de los límites impuestos a su existencia, y al mismo tiempo le hacía comprender su poco
valor dentro del todo. Esta división de todas las sensaciones en presencia del cielo estrellado
caracterizaba al hombre moderno, que sabe, las inmensidades que se abren ante él. Algunas
manifestaciones de Kant hablan sobre todo de la magnificencia de esta contemplación, que para
este pensador se convirtió en el símbolo de lo ilimitado del conocimiento. Goethe lo sentía de
otra manera: «Lo extraordinario deja de ser magnífico: sobrepasa nuestra capacidad de
comprensión, amenaza destruirnos», o bien Pascal: «El eterno silencio en los espacios infinitos
hiela mi sangre».
La frase que dice que la Tierra es «un grano de polvo en el universo» expresa esta conciencia de
estar perdido en lo inmensurable y la sensación universal determinada por la investigación
mecanicista de las últimas generaciones. Sólo al reconocer que el concepto de grande y pequeño
es completamente relativo y que en lo grande se reproduce lo pequeño y en éste lo grande, el
hombre engloba en sí al universo — un punto de vista el cual ya hablaremos más adelante —
puede devolvemos a los habitantes de la Tierra la conciencia trastornada de nuestro propio yo.
Claro que la Tierra representa, desde el punto de vista del espacio, mucho menos que un
insignificante polvillo dentro del océano del aire o que un grano de arena en el desierto. Nuestra
cuestión consiste, por lo tanto, en saber si el universo con sus millones y millones de galaxias,
cada una de las cuales contiene por lo menos varios miles de millones de soles, no es
verdaderamente más que un desierto donde se amontonan los granitos de arena unos sobre otros
en número incalculable.
Si queremos tener una idea aproximada de la situación que ocupa el sistema solar en el universo,
tenemos que contemplarlo en un modelo que lo reproduzca en un tamaño infinitamente
pequeño. Si reprodujéramos el Sol del tamaño de un guisante, por ejemplo, entonces no bastaría
una plaza muy extensa para encerrar todo el sistema solar. Los planetas que rodean un sistema
solar de esta clase, serían entonces tan pequeños, que con la vista normal no podríamos verlos.
Esto nos demuestra cuán vacío está en realidad el Universo y cuán perdido se mueve cada astro
dentro de él. Recordemos que sucede lo mismo con los átomos (véase pág. 21). Lo mismo que
nuestro sistema solar, también el átomo se compone casi todo él de espacio vacío.
Esta extraña coincidencia la encontraremos en varias ocasiones. Así dijimos que la verdadera
materia no se encuentra más densa en las substancias más compactas e impenetrables para
nuestros sentidos, que los polvillos que pululan en una alta cúpula. Para tener una idea
aproximadamente concreta de los espacios que separan a nuestro sistema solar de los soles
vecinos, tendremos que reducir en nuestro modelo, el tamaño del Sol a las dimensiones de un
pequeño grano de arena. Los planetas serían entonces tan pequeños que sólo podríamos verlos
con un microscopio muy potente. Desde este grano de arena tendríamos que viajar unos cien
kilómetros a través del espacio vacío hasta tener posibilidades de encontrar tal vez allí un granito
de arena semejante, es decir, otro sol. Esto nos indica cuán improbable es que dos soles se
acerquen demasiado. Esto sería también así aun en el caso de suponer que los soles pululasen en
el Universo sin plan, como un enjambre de mosquitos; pero actualmente sabemos que los mundos
de las estrellas, lo mismo que los conglomerados atómicos, presentan un orden interno. Tampoco
los soles siguen trayectorias caprichosas. Son a su vez partes de unidades cósmicas superiores,
bajo las cuales se ordenan como los planetas de nuestros sistemas solares. Pronto diremos algo
sobre esta ordenación interna del cosmos. Aquí sólo enunciaremos que, según suponen algunos
astrónomos (sobre todo J. Jeans), los planetas no son el resultado normal de la condensación de
gases cósmicos, como se ha creído hasta ahora, sino que probablemente se forman cuando dos
soles se acercan tanto, que de uno de ellos se desprende materia y es lanzada al espacio,
constituyéndose más tarde el planeta. Si esta hipótesis fuese cierta, querría decir que un sistema
solar como el nuestro, en el cual los seres vivos encuentran posibilidades de existencia, sólo podría
ser posible en el cosmos rarísimas veces.
Las distancias en el Universo se expresan generalmente en años-luz. Esta unidad es la distancia
que recorre la luz en un año en su movimiento en el espacio. La velocidad de la luz es siempre,
que sepamos, la misma. Es de 300.000 kilómetros por segundo. Para recorrer la distancia entre el
Sol y la Tierra necesita la luz sólo ocho minutos. En cambio necesita ya cuatro años para llegar
hasta nosotros desde las estrellas fijas más próximas de nuestro sistema. La luz de la mayor parte
de las otras estrellas ha estado cientos o miles de años en camino hasta impresionar por fin
nuestra retina. La distancia de algunas nebulosas cósmicas se calcula en algunos cientos de
millones de años de luz. Por lo tanto, al mirar el cielo estrellado contemplamos el pasado. Aún
más raro que esto es que lo que para nuestra mirada se fusiona allí en un presente, nos revele
procesos tan alejados en el tiempo como las remotas edades geológicas.
Estos tiempos no representan para el proceso del cosmos probablemente algo más que segundos
y minutos. A pesar de ello, podemos intentar hacernos una idea sobre la estructura y ritmo del
proceso del Universo basándonos en estas señales lumínicas.
Actualmente, sabemos que el Sol y sus estrellas contiguas sólo forman un grupo insignificante
dentro de todo el sistema de la Vía Láctea. Este sistema planetario de la Vía Láctea tiene la forma
de una rueda. Allí donde para nuestro ojo se agrupan grandes cantidades de estrellas, es en la
dirección del verdadero círculo de la Vía Láctea como si mirásemos a lo largo «del radio de la
rueda» mientras que los otros espacios celestes están relativamente desprovistos de estrellas.
Esta Vía Láctea no es en modo alguno un grupo caótico de estrellas. Poseemos ciertos indicios de
que tiene una forma. Además, se ha demostrado que nuestra Vía Láctea encierra a su vez un
número incalculable de sistemas subordinados. No sólo son «grupos» externos de estrellas
relativamente próximas, sino asociaciones de estrellas que son las que realizan dentro de este
todo los movimientos uniformes de la Vía Láctea. Nuestro Sol con sus planetas pertenece, por
ejemplo, a un grupo de estrellas que — como se calcula aproximadamente — gira alrededor de
un punto determinado dentro de la Vía Láctea en el espacio de varios cientos de millones de años.
También la totalidad de la Vía Láctea con sus mucho más de cien mil millones de soles (según J.
Jeans y A. Eddington), gira a su vez incesantemente sobre sí misma. Cada una de sus rotaciones
dura unos 250 millones de años. Las magnitudes de este ritmo cósmico, que sobrepasa toda
nuestra imaginación, no significa mucho en la existencia de la insignificante Tierra, menos aún
para el Sol. J. Jeans supone, por ejemplo, que la Tierra será habitable aún dentro de un billón de
años (1.000 x 1.000 millones de años), mientras se calcula que «sólo» cuenta una parte 500 veces
menor de existencia.
No nos incumbe despertar asombro citando cifras con las cuales no podemos establecer ninguna
relación. Sólo queremos demostrar que, al parecer, también el macrocosmos en todas sus
extensiones posee una forma. El calificativo de «edificio universal» parece que es
verdaderamente adecuado.
Pero con esto no se determina nuestro conocimiento de la estructura del cosmos, pues se ha
comprobado que nuestra Vía Láctea es sólo una entre otras muchas islas universales situadas en
el espacio. Estas son las llamadas nebulosas cósmicas, que, procedentes de espacios muy alejados
de nuestra Vía Láctea, percibimos como débiles nubes luminosas. En ellas se reúne la luz de
muchos miles de millones de soles. Actualmente se ha llegado a conseguir, utilizando telescopios
más potentes, a descomponer en estrellas la luz de algunas «nebulosas» por medio de placas
fotográficas. Muchas de estas nebulosas tienen la misma forma que hemos supuesto basándonos
en la distribución de las estrellas en el sistema de la Vía Láctea. Por ella y por otros indicios
podemos saber también que estas islas universales giran sobre sí mismas.
Hoy día, hasta ha sido posible calcular matemáticamente la masa de materia que contienen esos
sistemas de estrellas. De esto podemos deducir cuántos soles contienen aproximadamente,
habiendo resultado que la mayor parte de las nebulosas son, al parecer, menos extensas que
nuestra Vía Láctea.
El primer investigador al que le fue permitido conocer estas características de la estructura del
cosmos fue Wilhem Herschel (1728-1822). La vida de este hombre, que es el que en realidad ha
llevado a cabo el «cambio promulgado por Copérnico» introduciéndolo en nuestra concepción del
Mundo, fue tan extraordinaria, que explicaremos algo de ella. Por ser uno de los diez hijos de un
músico militar, se hizo también músico. Muy joven pasó a Inglaterra, donde se defendió
penosamente, hasta que de repente fue «descubierto». No tardó mucho en convertirse Herschel
en un celebrado director. Ya entonces dedicaba muchas de sus horas libres al estudio de
cuestiones científicas. Careciendo casi de formación escolar, había empezado muy joven a
estudiar por su cuenta. Así se procuró también un pequeño telescopio y empezó a observar el
cielo sin método. Pronto se entusiasmó tanto con el estudio de las estrellas, que pasaba todas las
horas libres y noches enteras junto a su primitivo, instrumento. Cuando no le bastó su telescopio,
tomó la osada: determinación de construirse otro instrumento. Al cabo de dos años estuvo ya en
condiciones de continuar sus observaciones celestes con el telescopio construido por él mismo.
Herschel no se había desanimado por ninguna clase de errores que hubiese cometido. Debido a
esta tenacidad y seguridad se convirtió poco a poco en un artista en la construcción de telescopios,
no pudiendo aventajarle ningún especialista en ello. Entonces se propuso Herschel explicar la
forma y extensión del conjunto de estrellas. Nadie antes que él había tenido esta idea. Herschel
hubiese sido, a pesar de todo, siempre un desconocido aficionado si un descubrimiento
puramente casual no hubiese dado orientación inesperada a su vida: el descubrimiento del
planeta Urano... Este descubrimiento despertó un enorme interés, pues hasta entonces se había
creído siempre que el número de planetas era inmodificable. Así se convirtió Herschel en un
hombre célebre que podía vivir dedicado completamente a su verdadera misión: la de examinar
la profundidad del Universo, sólo por medio de rodeos podía esperar acercarse poco a poco a su
objetivo. Para ello tenía que inventar métodos completamente nuevos y poder así apreciar la
distancia de las estrellas y su distribución en las diferentes secciones del cielo. En su tiempo no se
conocía ninguno de los auxiliares que se utilizan actualmente para ello. Es, pues, sorprendente
que Herschel consiguiera en estas condiciones precisar los contornos del Universo de una forma
que se corresponde en sus trazos esenciales con la concepción astronómica del mundo de
nuestros días. En sus investigaciones e interpretaciones se basan nuestras apreciaciones sobre la
forma de la Vía Láctea y la naturaleza de las nebulosas cósmicas. Resulta trágico que Herschel
empezase a dudar, no sin razón, en los últimos días de su vida laboriosa, de si ciertas hipótesis,
sobre las cuales se basaban sus ideas de la estructura del cosmos, respondían a la realidad o no.
Entonces no podía sospechar que más tarde, con la ayuda de otros métodos de investigación
completamente distintos, se confirmarían en lo esencial estas hipótesis. Así sabemos desde
Herschel que la Tierra no es más que un granito de arena dentro de un inmenso desierto y que,
como demostraron sus investigaciones, el mundo de las estrellas es un cosmos en el verdadero
sentido de la palabra.
Las islas universales más «próximas» se extienden a una distancia de 900.000 años de luz en el
espacio. Uno de esos mundos vecinos es la célebre nebulosa Andrómeda. La mayor parte de los
otros mundos se hallan aún más lejos. La proximidad y la lejanía se convierten, en el cosmos, en
conceptos completamente relativos. Los soles que se hallan separados de nosotros por pocos
años de luz, están separados de nosotros por abismos inimaginables — comparado con las
distancias dentro de nuestro sistema planetario-. Sin embargo, esta distancia no es nada dentro
de las dimensiones de nuestro sistema de la Vía Láctea, en el cual la luz puede estar varios miles
de años en camino hasta llegar a nosotros. ¡Pero qué importancia pueden tener los espacios de
la Vía Láctea en comparación con las distancias que nos señalan la débil claridad de algunas
nebulosas!

Parece ser que el número de estos sistemas es ilimitado. La mayor parte de ellos sólo pueden
apreciarse con telescopios muy potentes. Ya Herschel pudo señalar en el curso de su vida la
situación de unas 2.500 nebulosas cósmicas. Muchas de ellas no volvieron a descubrirse de nuevo
hasta mucho más tarde. Con razón podía decir Herschel, anciano: «He penetrado más
profundamente en el espacio que ninguna persona antes que yo».
Actualmente se conocen muchos millones de sistemas universales. Mientras hace pocos años
J. Jeans calculaba su número en dos millones, habla ya E. P. Hubble, del observatorio de Mount
Wilson, de 60 millones de nebulosas. El mismo investigador dice que las más alejadas distan unos
400 millones de años de luz de nosotros. Nuestros telescopios más potentes no penetran más
profundamente en el espacio. A pesar de todo, es casi seguro que cada nuevo telescopio gigante
nos revelará la existencia de sistemas aún más distantes.
Se ha llegado a poder representar imaginativamente la formación de esos sistemas, que se
componen de unos miles de millones de soles, pues por las diferentes formas de esas nebulosas
podemos deducir el proceso de formación que tiene que haber recorrido, al parecer cada una de
ellas. Ya Wilheim Herschel había interpretado estos grupos de formas como diferentes grados de
un desarrollo cósmico, expresándolo en estas palabras: «Esta visión nos muestra el cielo bajo una
luz completamente nueva. Se nos presenta como un jardín que contiene en muchos parterres
floridos una infinidad de plantas en todos los grados del desarrollo. Se hallan reunidos allí todos
los procesos que tardan infinidad de tiempo en evolucionar. ¿Acaso no es lo mismo observar cómo
va creciendo una planta, poco a poco, para conservar la imagen, que tener ante nosotros gran
número de plantas en todas las fases del desarrollo?
Actualmente creemos haber adquirido experiencia sobre las leyes internas de este proceso. Lo
que llama la atención es que no todas las nebulosas están aplanadas como nuestra Vía Láctea.
Algunas de ellas hasta tienen la forma de esferas enormes. Estas nebulosas son, al parecer,
gigantescas, esferas de gas, pues dentro de ellas no pueden verse nunca estrellas sueltas.
Por lo tanto, son mundos de los cuales se formarán más tarde soles. Desde estas nebulosas existen
muchas formas de transición hasta las nebulosas marcadamente planas y lenticulares.
Observándolas con telescopios muy potentes se ve que se componen de estrellas sueltas.
Este desarrollo de los sistemas planetarios, que hemos deducido por sus formas, puede
demostrarse mediante cálculos físicos. De estos cálculos resulta que una nebulosa gaseosa e
incandescente — y como tal deberá interpretarse cada nebulosa en forma esférica — tiene que
recorrer durante su lento enfriamiento todas aquellas fases, que encontramos desde las
nebulosas cósmicas hasta las formas completamente planas.
Los millones y millones de estrellas de una galaxia son, pues, hermanas, procedentes de la misma
entraña cósmica. Aquí se plantea la cuestión de cómo es posible que estas «islas del Universo» o
«ciudades estelares» — cada una forma un todo aislado — se muevan muy alejadas unas de otras
y separadas por abismos inmensurables. Cómo es que las masas cósmicas no están repartidas
regularmente por todo el espacio. También la ciencia cree poder contestar a esta cuestión.
«Suponiendo que «al principio de todas las cosas», las substancias primitivas de todos los átomos
estaban repartidas de una forma regular en el espacio, puede calcularse que este «gas» diluido
tuvo que juntarse poco a poco en nebulosas enormes aisladas unas de otras. Parece ser que,
además, bajo la influencia de la fuerza de atracción, tenían que atraer estas esferas o nebulosas
la misma masa hacia sí, que encierra cada una de ellas en general.
Aquí se ve nuevamente un raro paralelismo entre el proceso en el microcosmos de las galaxias
por una parte y los procesos en el microcosmos del mundo atómico por otra. Tampoco los mundos
atómicos forman una única masa amorfa del mismo espesor en todas partes, sino que presentan
también espacios vacíos. Por fin se juntan de una forma muy parecida para constituir «sistemas»
que abarcan muchas unidades inferiores, de las cuales se forman a su vez unidades superiores.
Algunos cálculos parecen tender a sacar la conclusión de que todas las galaxias que se
descubrieron a grandes distancias de la nuestra, así como también aquellas cuya luz no ha
percibido hasta hoy ningún ojo humano, proceden de una nebulosa que componía el todo. Esto,
significaría que también estos diferentes sistemas astronómicos deben considerarse como una
unidad. Claro que no estamos en condiciones de decir algo sobre la forma de este todo superior.
Sólo diremos que hasta se ha llegado a suponer que nuestro cosmos en total, a semejanza del
mundo atómico, constituye un mundo superior. Con esto habremos llegado a los límites
impuestos en todo tiempo a nuestro conocimiento.
Hay también otras consideraciones que indican que nuestro cosmos es un todo unitario porque
posee una historia y un destino que se extiende sobre espacios de muchos cientos de millones de
años de luz. Nos referimos a las sorprendentes observaciones, que forman desde hace unos años
el verdadero problema central de todas las explicaciones cosmológicas — caso de que sea
verdaderamente real su última interpretación, que coincide con todas las experiencias realizadas
hasta ahora, pues se ha visto que todas las nebulosas cósmicas parecen alejarse de nosotros con
extraordinaria rapidez. Esta «huida de las nebulosas» aumenta de una forma regular cuanto más
alejadas se encuentran de nosotros. En un caso — claro que en un caso extremo — se comprobó
una velocidad de huida de 40.000 kilómetros por segundo. Las observaciones sobre las cuales se
basan estos datos son relativamente sencillas. Ciertas desviaciones de la luz descompuesta con el
espectroscopio y que emite un cuerpo permiten saber con toda exactitud con qué velocidad se
nos acerca o se aleja de nosotros. Estas investigaciones llevadas a cabo sobre las nebulosas
situadas más allá de nuestra Vía Láctea han dado por resultado comprobar que el Universo, como
todo, no descansa en sí y tampoco gira sobre sí mismo más bien han comparado este todo
universal con una burbuja de jabón que se hincha cada vez más y que estallará tarde o temprano.
Esto querría decir que el Universo lleno de materia se ensancha cada vez continuamente. Esto
aumentaría las distancias entre las galaxias, y la distribución de la materia en el todo sería cada
vez más espaciada. Los cálculos matemáticos efectuados han llegado a la conclusión de que
llegará un día en que este universo tendrá que explotar. Suponiendo la existencia de un espacio
ilimitado significaría esto que se disolvería en nada.
Claro que actualmente no es posible decir una última palabra sobre estas cuestiones. Algunos
investigadores han supuesto — no pueden hacerse más que suposiciones — que estas;
observaciones, que no ofrecen ninguna duda deberán interpretarse tal vez de otro modo. Así se
ha supuesto que no es posible que todos los átomos se hayan contraído durante el desarrollo
cósmico. Esto significaría que las ondas lumínicas lanzadas por ellos hace muchos millones de años
eran mayores que en nuestro tiempo. Al no llegar hasta hoy a nuestra Tierra se explicaría la
desviación de las líneas en el espectro, sobre lo cual se funda toda la concepción de la huida de
los universos. Otra suposición admite que la luz — contra todas las experiencias — sufriría ciertos
fenómenos de cansancio. Pero todo esto no son más que hipótesis, que de momento no se apoyan
en ninguna clase de demostraciones.
Queremos citar aún la consecuencia más extraña, sacada de la hipótesis de un universo que se va
ensanchando continuamente. Como conocemos con toda exactitud la velocidad con la cual parece
tener lugar este ensanchamiento en las diferentes partes del cosmos, ha de ser posible calcular
cuándo han estado reunidas todas estas islas del universo en un espacio relativamente estrecho
y cuándo empezó su emigración. Para hacer estos cálculos es necesario, naturalmente, que la
interpretación de las observaciones sobre que se basan sean exactas. Hecha esta salvedad se
obtiene el sorprendente resultado de comprobar que la huida de los universos empezó hace unos
2.000 millones de años. (Algunos investigadores indican el doble de años y hasta cinco veces más:
sin embargo, estas diferencias no tienen ninguna importancia para nuestras consideraciones
fundamentales. En todo caso se trata de espacios de tiempo inimaginablemente pequeños, si los
comparamos con las demás cifras cósmicas.) También es extraño que la parte del espacio en que
vivimos hubiese sido, según esos cálculos, el centro desde el cual hubiese empezado la huida de
los mundos, pues las trayectorias de todos los sistemas universales la señalan como centro y
parece como si todas hubiesen partido al mismo tiempo de allí. Precisamente estos hechos
pueden hacer sospechar que exista aquí cualquier error oculto que nos simula esos resultados.
Esto parecería quedar confirmado al considerar que todos los demás resultados obtenidos en las
investigaciones sobre las estrellas indican que la edad de los sistemas universales es mucho
mayor.
Entonces debería considerarse que la creación del Mundo había tenido lugar hace 2 (ó 4 y hasta
10) mil millones de años.
Este proceso debería interpretarse tal vez como una explosión de inmensurable alcance.
Estrictamente considerado, nos hallaríamos aún en ella, ya que nuestro mundo, como la burbuja
de jabón, continúa extendiéndose en todas direcciones. Esto es, por ejemplo, lo que supone
Lemaitre, mientras Eddington cree más probable que toda la materia se haya distribuido «al
principio» regularmente en un espacio (limitado), antes de formar las masas que giran sobre sí
mismas (véase también página 163), después de lo cual hubiese empezado la huida de los
mundos.
Es muy particular que hechos muy distintos parezcan apoyar la idea sobre la «formación del
Mundo». Al examinar la edad de rocas de la India a consecuencia de la descomposición de
materias radioactivas (véase pág. 26) ha resultado que la edad de nuestra Tierra como cuerpo
celeste debe calcularse también en 2.000 millones de años (o tal vez más). En las investigaciones
hechas sobre meteoros, se han obtenido aproximadamente los mismos tiempos. Sin embargo,
todo parece indicar que los meteoros no han pertenecido siempre a nuestro sistema solar.
Seguramente son trozos de mundos descompuestos que llegan hasta nosotros procedentes de
distancias mucho mayores del cosmos. Si fuese así, entonces demostrarían esas edades calculadas
para los meteoros que también los mundos situados bastante más lejos de nuestro sistema
planetario no son mucho más viejos que nuestra diminuta Tierra.
También otras consideraciones parecen indicar que este «principio de todas las cosas» debe
buscarse en una enorme explosión primitiva, que hubiese sido al mismo tiempo la hora en que
nació nuestro universo. Esta conclusión parece explicar la existencia de los elementos pesados, es
decir, de estructura complicada. Todas las transformaciones de los elementos que podemos
observar actualmente consisten en la descomposición de estos elementos pesados y de su
desintegración en otros más ligeros, que son los que los forman. Ya antes dijimos que los
elementos pesados deben de haberse formado alguna vez con elementos más sencillos en
condiciones completamente distintas que las que encontramos actualmente. Los cálculos
efectuados últimamente parecen demostrar que hasta en el interior de las estrellas más
incandescentes no se hallan reunidas las condiciones para la formación de elementos pesados y
de estructura complicada. También estas consideraciones parecen suponer la existencia de una
catástrofe universal, de la cual ha salido todo el universo accesible a nuestros sentidos.
Al examinar la estructura de las galaxias y la de los átomos, se complementan de tal forma, que
el macrocosmos sólo parece explicable a base del microcosmos, y el microcosmos a su vez sólo a
base del macrocosmos. También estos hechos pueden demostrar que el Mundo en todas sus
dimensiones es un todo interno, tal vez hasta una trayectoria única que tuvo un principio y que
tiende hacia un fin.

La Física ya ha hablado hace tiempo de un «fin de todas las cosas», aunque en relación con otras
cosas y basándose en otras consideraciones. Se refería a la muerte por frío, la llamada entropía,
es decir, esa tendencia en todo proceso físico que tiende a equilibrar todas las diferencias de
temperatura. Una vez conseguido este equilibrio, cesarían todos los movimientos, con lo cual
terminarían todas las transformaciones de la energía en nuevas formas. El Mundo llegaría
entonces a la última y definitiva paz, de la cual no sería posible que despertase por sí misma.
En todos los procesos físicos apreciables por nosotros existe una tendencia a «desvalorar toda
energía». Esta dirección a que tiende al parecer todo proceso en el mundo, ha hecho que muchos
investigadores hiciesen predicciones sombrías sobre la muerte por vejez y enfriamiento, Claro que
tenemos que recalcar aquí que no sabemos nada en absoluto de si esta ley puede aplicarse
también al todo. Por eso son extraordinariamente vagas todas las consideraciones que del hecho
de que este fin no haya sido alcanzado hace tiempo sacan en conclusión que el Mundo, como
todo, tiene que haber tenido un principio, es decir que no puede existir desde la eternidad.
Estas cuestiones aparecen actualmente en ciertos aspectos bajo una luz completamente nueva.
Según opina J. Jeans, no sólo se encamina lentamente toda la energía en el cosmos hacia su
desvalorización; además se suma el hecho de que en las radiaciones solares toda materia se
evapora ininterrumpidamente. Esto significaría que los astros no entregan su energía debido a
procesos químicos, sino por destruirse a sí mismos.
Tenemos que decir algo sobre la vida de los soles, que podemos deducir — lo mismo que la
formación de las galaxias, de la forma de las diferentes nebulosas cósmicas — por los muchos
tipos de estrellas. (Claro que estas conclusiones no han dejado de ser combatidas.) Las estrellas
más jóvenes, que se han condensado hace relativamente poco tiempo de las masas gaseosas,
serían según esto los llamados gigantes rojos». Éstas son, como su nombre indica, estrellas
gigantescas, las cuales podrían contener a veces varios millones de soles de las dimensiones del
nuestro. Pero su conexión es muy floja y desarrollan un calor relativamente pequeño. El siguiente
grado está representado por estrellas mucho más compactas e incandescentes. Más tarde este
calor se transforma en amarillo y poco a poco en rojo. Estas estrellas, de un rojo obscuro y
contraídas, son; soles moribundos. Si su peso es relativamente pequeño entonces sucede todo lo
contrario que con las llamadas «enanas blancas», que al parecer no se hallan al fin de una serie
evolutiva de esa clase, sino que tienen ante sí aún una larga existencia. Aunque son enanas en el
verdadero sentido de la palabra — algunas de ellas no son mayores que planetas— contienen,
sin embargo, algunos cientos miles más de materia que, por ejemplo, nuestra Tierra. Por eso son
enormemente pesadas y poseen una energía de radiación fantástica.
En general, se ve que las estrellas disminuyen de peso al aumentar de edad. En esto basa sobre
todo Jeans su opinión de que la substancia de todas las estrellas se transforma en el curso de
enormes espacios de tiempo en radiación, disminuyendo por lo tanto continuamente toda la
materia en el universo. Esto, significaría, además, que todos los cuerpos pierden peso en él,
disminuyendo imperceptiblemente su atracción mutua y extendiéndose cada vez más los
sistemas de conglomerados cósmicos y separándose. A esto se añadiría la extensión del universo
mismo, la «huida de las galaxias» de que hablamos antes. Todo esto debería contribuir a que el
conglomerado de sistemas universales se fuese disolviendo lentamente.
La desvalorización de toda energía y la dispersión de la materia en el espacio, así como tal vez
también su continua autodestrucción, demostrarían que el proceso universal tiene una
trayectoria única. Esto coincide también con el punto de vista de Arthur Eddington, que ve en el
«Mundo» una fase única en el espacio que tiene un fin en el tiempo. Según esta interpretación,
nuestra conciencia del progreso del tiempo no es más que un reflejo de este proceso universal
único en que estamos incluidos.
A veces se ha indicado que la vida trabaja contra esta desvalorización de toda energía y, por lo
tanto, de la muerte del Mundo, ya que transforma toda la energía con el proceso vital mismo en
formas de energía de valor superior. Este hecho caracteriza más que nada la clase y posición
especial de la vida en el cosmos. ¿Qué significaría esto para el todo si la ley de la entropía, es decir,
la teoría de que el proceso de los mundos terminará en la muerte, se aplicase a todo el Universo?
Porque la vida en él no representa nada dentro de un enorme proceso, cuya existencia no ha
hecho más que redondear. Entonces se encontraría colocada toda vida en el todo frente a una
situación verdaderamente trágica. Algo semejante opina un escritor filosófico cuando dice: «La
vida es un esfuerzo por levantar el peso que cae».
Pero actualmente sabemos que, no sólo la materia se transforma en energía, sino también la
energía en materia, (pág. 40). Otros físicos y astrónomos, por ejemplo Nernst y Millikan, sacan de
aquí la consecuencia de que todo proceso cósmico no es un único proceso sino un eterno ciclo.
La materia transformada en radiaciones se condensaría entonces nuevamente en los lejanos
espacios del universo en materia, de la cual se forman nuevos mundos estelares. Claro que
debemos decir a esto que, si bien conocemos la posibilidad de estos procesos de transformación,
sin embargo no podemos imaginarnos aún cómo de estos electrones y protones formados tal vez
así pueden formarse elementos de gran valor. Según esta teoría, quedaría equilibrada siempre la
desvalorización de toda energía por la radiación de la materia.
Todas estas interpretaciones del cosmos se fundan sobre observaciones y consideraciones
puramente físicas. En todo caso, demuestran que el cosmos debe interpretarse también desde
estos puntos de vista como un conglomerado, que abarca en si una pluralidad de sistemas más
amplios o más estrechos y que presenta así una sorprendente coincidencia con la estructura de
los mundos atómicos. Algunas cosas hacen suponer que todo proceso en el cosmos se desarrolla
orientado en determinada dirección. Es dudoso que éste sea un proceso único y que deba
interpretarse como una fase dentro de un ritmo mucho más extenso o de un ciclo que se repite
eternamente.
Pero tal vez todas estas preguntas no tengan consistencia en última instancia. Es posible — ya
hemos hablado antes de ello — que todo lo que «sucede» en el espacio y en el tiempo sea una
realidad encerrada en sí misma desde el punto de vista metafísico.

EL REINO GRADUAL DE LA REALIDAD

Un prejuicio profundamente enraizado dice que toda «comprensión » tiene el mismo significado
que el de «sencilla reducción». Este es el punto de vista de todo mecanismo, que por eso puede
calificarse también adecuadamente de elementarismo. Su ideal es y será la antigua ley atómica,
que quería disolver todo proceso del Mundo en movimientos y cambios de posiciones de las
últimas partículas elementales. Según esta teoría, sólo de las diferentes combinaciones surge el
mundo de los fenómenos. Cualquier otra teoría que trate de explicar en forma semejante la
multiplicidad de la realidad a base de los procesos elementales, de cualquier clase que sean, no
puede reconocer una existencia independiente a toda forma particular de la Naturaleza. Explica
toda forma como una suma y por lo tanto como resultado de muchas series causales que
convergen por casualidad. Pero esto quiere decir que no posee en sí una existencia propia. Sólo
son estrictamente «verdaderos» los elementos primitivos desprovistos de cualidades, que
constituyen la base de todas las formas.

De esta concepción parte toda interpretación mecanicista de la Naturaleza y en ella terminan a


su vez todas sus interpretaciones. Lo mismo que trata de basar todo proceso inorgánico en leyes
universales valederas siempre en todas partes, así también intenta fundamentar la riqueza de
formas del mundo orgánico en procesos vitales muy elementales que poseen cada célula y que lo
único que hacen los seres vivos es transformarlo. Esta misma pluralidad de formas la considera
como el resultado de muchas casualidades: el símbolo de esta doctrina es el darwinismo, para el
cual no existen en rigor los géneros y los tipos orgánicos. Para él no son realidades, sino
únicamente «nombres», bajo los cuales englobamos seres parecidos según un criterio de utilidad.
La concepción mecanicista de la Naturaleza quiere comprender también todo plano de la realidad
como sencilla complicación de planos inmediatos inferiores. En este sentido es para ella, por
ejemplo, todo proceso orgánico un caso especial de las leyes químico físicas, mejor dicho, de las
de la Mecánica. La vida anímica la interpreta biológicamente y la realidad espiritual la considera
puramente psicológica. Esto querría decir pues, que todo el proceso de la Naturaleza acabaría por
resolverse en mecánica. Por eso han influido también decisivamente las conclusiones de la
Mecánica sobre todas las ciencias naturales. Así se llama, por ejemplo, a la investigación
experimental de los procesos biológicos de desarrollo «mecánica de desarrollo». Hasta en la
Psicología influyó esta posición mecanicista, pues se convirtió temporalmente en una pura
«psicología de asociación» que trató de comprender los procesos y vivencias anímicas únicamente
bajo el esquema mecanicista de causa y efecto. Esto hizo que se considerase el organismo psíquico
sólo como un mecanismo en que un proceso desencadena forzosamente otro, como si este
organismo anímico no fuese más que la central de un taller de máquinas. Para el mecanicismo no
tiene la realidad más que un solo plano, que tiene la misma significación que lo más elemental.
Al derivar lo «superior» de lo «inferior» se tendía a simplificar y unificar a toda costa la realidad.
El precio consistía en que bajo este punto de vista la gran cantidad de diferencias cualitativas de
la Naturaleza se reducía a nada. Esto era una consecuencia necesaria del método cuantitativo-
matemático impuesto por ella: pues tiene que expresar necesariamente toda cualidad en
cantidad y disolverla así (véase pág. 140). Este punto de vista sólo ha sido posible en las ciencias
exactas y se ha acreditado sobre todo por aplicación práctica en la técnica. Por eso tiene
justificación en este plano. Sin embargo, sólo permite comprender verdaderamente una
extensión muy limitada de la realidad. Al no ver en toda forma especial «nada más» que un
fenómeno de procesos elementales, llega a eliminar aparentemente todas las diferencias
cualitativas. De esta forma se simplifica artificialmente la realidad. Con el mismo procedimiento
se basa toda interpretación monista del mundo, que de una forma precipitada no ve en toda
particularidad más que la transformación de una realidad primitiva única. La misma base tiene
también la rara creencia — casi se puede decir: la superstición — de que un fenómeno está ya
comprendido una vez se ha conseguido desentrañar todas las causas que lo hicieron posible.
Pero de la misma manera que el conocimiento de las leyes químico físicas no basta para
comprender los procesos biológicos, así tampoco explican éstos los procesos psicológicos ni
tampoco estos últimos la realidad espiritual. Así, por ejemplo, no sabrá decirnos una biología pura
del hombre, por más detalles que profundice y por más que describa todas las fases típicas de su
desarrollo desde el embrión hasta la muerte a la vejez, qué es lo que hace al hombre «hombre».
Tampoco puede hacemos la más pequeña indicación sobre el destino especial de cualquier
hombre aislado. Claro que el conocimiento de las leyes de los planos inferiores de la realidad es
muchas veces indispensable para comprender otros planos superiores, que se construyen encima
de aquéllos. Pero, de todas maneras, este conocimiento no basta para comprenderlos. El llamado
holismos (es decir, ley de la totalidad), una dirección de las ciencias naturales que ha representado
sobre todo Adolf Meyer Abicht, lo ha señalado con toda decisión. Esta teoría da una interpretación
completamente distinta de la relación entre los diferentes reinos de la Naturaleza. Así, está de
acuerdo, por ejemplo, con el vitalismo en que no se puede conseguir derivar sencillamente lo
orgánico de lo inorgánico. Sin embargo, no niega que pueda existir alguna posible relación entre
ambos reinos de la Naturaleza. Pero el holismo dice que sólo puede haber una derivación de lo
orgánico, porque la realidad biológica es más extensa que la realidad material y además contiene
a ésta. El mundo físico sería, según este punto de vista, una simplificación exacta del modelo
biológico. De la misma manera pueden derivarse las leyes del proceso orgánico a su vez de las de
la vida anímica mediante una simplificación, y así sucesivamente. Para hacer una consideración
así no se plantea ya el problema de si se puede explicar, por ejemplo, la vida a base de los procesos
químicos y físicos, pues la «vida» es entonces en comparación con todo lo inanimado lo primitivo.
Esto no puede entenderse en el sentido de que cada plano de la realidad haya salido, por un
proceso de desarrollo biogenético, del inmediato superior más rico. A lo que se refiere el holismo
al hablar de «derivación» es más bien a una relación lógico-ideal. No tiene, pues, nada que ver
con las consideraciones teóricas de descendencia. Claro que también pueden objetarse varias
cosas contra algunas interpretaciones del Mundo que se han intentado hasta ahora basándose en
estos principios, así sobre todo, el que a veces ven a su manera los problemas demasiado sencillos
y se estancan en el formulismo. Esto, sin embargo, no afecta al rendimiento positivo de tales
esfuerzos intelectuales; así, por ejemplo, el punto de vista de que hasta la comprobación de una
estructura temporal de lo superior a base de lo inferior sólo describiría los hechos externos de un
proceso sin explicarlo, sin embargo, como si lo superior no fuese esencialmente otra cosa que una
simple transformación de lo elemental. También este punto de vista se basa, pues, en el
conocimiento (véase pág. 174) de que todo «desarrollo» en la Naturaleza sólo puede
comprenderse como un despliegue.

La realidad se nos presenta, así, como una estructura escalonada de múltiples miembros.
Continuamente tropezamos con esto. Recordemos aquí algunos hechos de los cuales ya hablamos
antes.
Las partículas elementales de toda realidad substancial, protones y electrones, se fusionan en los
átomos de los diferentes elementos químicos para formar un todo espacial, que posee entonces,
cualidades que no poseían aquellas partículas elementales y que diferencian a un átomo así de
los átomos de todos los demás elementos. Los átomos se convierten a su vez en «elementos» en
el mundo de las combinaciones químicas, cuyas cualidades no pueden derivarse tampoco de las
cualidades de sus componentes. Lo mismo que todos los grados de la realidad material encierran
otros grados, se diluyen a su vez en conglomerados superiores. Cada uno es, pues, un todo y al
mismo tiempo una parte.
El mundo orgánico posee fundamentalmente la misma estructura. Es un sistema único que todo
lo abarca y que se divide en conglomerados vitales más o menos compactos. Todos estos
conglomerados vitales encierran a su vez otras unidades vitales y son miembros de una existencia
superior.
Pero no sólo en el reino de la Naturaleza existe un orden interno, sino que lo mismo sucede con
el todo de la realidad. Cada uno de sus grados — materia, vida, psiquis, espíritu — se basa en el
grado inmediato inferior, que de esta forma es condición indispensable para que el plano superior
pueda tener lugar. Pero esto no quiere decir que pueda derivarse del escalón inmediato inferior.
Más bien constituye el plano inferior el material para el superior en el cual se manifiesta. Como
tal materia, adquiere una nueva forma. El grado superior se alimenta de sus energías; la vida, de
las fuerzas de la materia; el espíritu, del mundo de los impulsos vitales. Merece citarse que por
otros medios llega también la interpretación filosófica pura del Mundo (B. Nikolai Hartmann y
Erich Rothacker), en la actualidad, a una representación semejante de la realidad.
Esta estructura escalonada del Mundo no es cosmos en el sentido de que todas las esferas se
hubiesen juntado desde el principio en armonía. La experiencia enseña que los planos inferiores
de la realidad tienden a destrozar las síntesis superiores de que forman parte y a seguir la ley
propia. El mundo de la substancia inanimada se revuelve en esta forma incesantemente contra la
atadura que le mantiene a la fuerza dentro de los cuerpos vivos. Los procesos de calcificación del
organismo envejecido no son más que rebeldías de esta clase, pues así sucumbe el cuerpo poco a
poco a la mineralización. Al parecer, también los abscesos malignos, en los que determinados
tejidos se independizan, obedecen a la misma causa. Se puede interpretar esto también como la
pérdida de las energías de la entelequia que actúan de ligazón y en sentido formativo. En otro
plano, rompen las fuerzas vitales biológicas las asociaciones superiores y actúan entonces muchas
veces en sentido destructivo. De esta forma se manifiesta continuamente el mundo en que
vivimos, en un mundo incompleto e inacabado.
Sin embargo, el Mundo no es un caos. En todos sus planos tiene una forma. Pero una totalidad
estructurada no es nunca el resultado de la suma de las combinaciones casuales de unidades más
elementales, ya que con ellas forma una síntesis especial. Por eso no es posible conocer cada
estructura de la Naturaleza, que debe considerarse como un todo así, si se conocen únicamente
sus elementos. Esto parece acercarse a la interpretación que dice que toda estructura no es más
que la expresión de fuerzas formativas y organizadoras, que actúan en ella. Así llega Bernhard
Bavink a ver en cada objeto la encarnación de un pensamiento creador y en el Mundo un
conglomerado jerárquico de ideas objetivadas...
Si esta interpretación tiene razón, entonces el Mundo, con su enorme cantidad de formas, es
verdaderamente una unidad interna. Esto querría decir, pues, que no es unidad en el sentido de
que toda pluralidad se basa en elementos primitivos iguales, sino una unidad parecida (no
disponemos de otra imagen) a la de un organismo que junta la pluralidad de sus partes y funciones
para formar una unidad.
Ya muchos hechos de la Biología, así, por ejemplo, la concordancia del ritmo existencial de los
organismos más diversos (véase pág. 103), hacen suponer que, por lo menos el reino de los seres
vivos, es una unidad interna de esta clase, que abarca todas sus múltiples formas y que está
siempre presente en esta pluralidad. La aparente dependencia de la naturaleza animada de la
inanimada hace suponer tal vez que también sucede lo mismo con los dos reinos de la Naturaleza.
De esta forma se comprendería que el mundo de la substancia pueda incorporarse a los cuerpos
de los seres vivos en relaciones completamente ajenas a su ser. En esta dirección señala una
interpretación que cree que todos los objetos en el mundo no sólo actúan causalmente unos
sobre otros, sino que todo lo que sucede encuentra en todos los demás sucesos un reflejo
inmediato. Todo ser aislado sería entonces un espejo del universo.
Ya dijimos que el átomo parece reproducir de una forma misteriosa todo el cosmos. En otra forma
puede convertirse cada organismo en una reproducción del mundo entero: como éste, en todas
sus dimensiones, también él es unidad en la pluralidad y pluralidad en la unidad. El Mundo es, por
lo menos en este sentido, un todo, un cosmos.
La estructura escalonada de la realidad culmina en el hombre. Profundos pensadores e
interpretadores del Mundo han enseñado en todo tiempo que el hombre es el centro oculto del
Universo, donde las fuerzas del cosmos se reúnen como en un foco, y por lo tanto es el símbolo
de toda realidad. Claro que, actualmente, sabemos que el hombre no representa nada en el
espacio. Sin embargo, esta consideración contiene algo real en sentido profundo, pues el hombre
no es «sólo» hombre, sino, al mismo tiempo, mineral, planta y animal. En él se hallan reunidos
todos los reinos de la Naturaleza. Se fusionan en él para formar una unidad nueva inextinguible,
que abarca todos los planos de la realidad. Como microcosmos que encierra en sí todo el
macrocosmos, es el símbolo de todo el Universo. Esta consideración libera al hombre de su
insignificancia en el tiempo y abandono en el espacio. Le coloca de nuevo en el centro de todo
ser; una posición que se había ido perdiendo cada vez más en la conciencia de los siglos pasados.
En el hombre nos sale al encuentro el misterio de toda existencia. En él alcanza el grado máximo
de la individualidad la existencia aislada. Al mismo tiempo forma una unidad con todo lo que
existe en el Mundo.

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