Las Brujas, Los Montruos y Los Colores

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“Las brujas, los monstruos y los colores” de Cecilia Solá

Cuentan los que saben las historias prohibidas que hace mucho tiempo, pero no tanto, los monstruos decidieron
comerse todos los colores.

Se pusieron caretas de buena gente, y así empezaron a circular entre los habitantes, contando historias terroríficas
sobre lo peligroso que eran los colores y quienes los usaban, lo mal que hacía cantar en las plazas, leer en los
parques, bailar en las escuelas y regar las ideas con agua de lluvia.

Muchos les creyeron, y los monstruos aprovecharon para pedirles que dijeran los nombres de aquellos vecinos que
más alto cantaban, más colorido pintaban, más ideas enseñaban y más libros leían, es decir, los que más colores
tenían en sus casas y sus almas.

Entonces, una noche, los monstruos llegaron a esas casas, escuelas y plazas, donde vivían los que habían sido
denunciados, y se los llevaron. Mucha gente los vio, pero pocos dijeron algo: algunos por miedo, otros porque
estaban de acuerdo con los monstruos, y otros, simplemente, porque estaban ocupados en otras cosas, y les parecía
que todo ese lío no tenía nada, nada que ver con ellos.

Así, de a poco, los monstruos iban devorando uno a uno todos los colores de ese reino: se comieron el verde
esperanza, el azul emoción, el rojo apasionado, el anaranjado de las ideas, el turquesa de la imaginación, el amarillo
de las carcajadas y el rosa chicle de las sonrisas.

Triste, triste se volvió el reino, sin cantos, ni risas ni colores. Los monstruos se llevaban a los colores y a las semillas
de esos colores, porque sabían que, si cortás un árbol, pero dejás las semillas, ese árbol vuelve a crecer más alto,
más fuerte y más verde que nunca. Los colores que se llevaban los monstruos desaparecían, y casi nadie preguntaba
por ellos. Solo quedaban los grises, cada vez más grises, más quietos y callados, detrás de ventanas cerradas.

Casi, porque entonces se alzaron las Brujas Blancas. Ellas empezaron a preguntar por los colores, los buscaron en
cada rincón, detrás de los muros y dentro de los pozos. Caminaron incansablemente, y hasta enfrentaron a los
monstruos, preguntando adónde se habían llevado a los colores.

Al principio ellos no les prestaron atención, después trataron de asustarlas, hasta que se dieron cuenta de que no
tenían miedo, luego intentaron comérselas, pero cada vez que lograban comer a una, aparecían más.

Las Brujas Blancas querían los colores de vuelta, y no estaban dispuestas a detenerse. Los monstruos empezaron a
retroceder, los habitantes del reino empezaron a despertar del miedo, los cómplices de los monstruos intentaron
inventar historias de brujas malas, pero casi nadie las creyó.

Pero no fue así. Las Brujas Blancas continuaron revisando cada piedra, cada muro, cada pozo, cada río, cada monte,
en busca de los colores, porque sabían que, en algún lado, los monstruos los habían escondido, los habían engañado,
haciéndoles creer que eran monstruos ellos también, que siempre habían sido monstruos, que su destino único, era
ser monstruos y no colores.

Y un día los monstruos se retiraron. Algunos fueron hechos prisioneros, otros escaparon, con su careta de buena
gente, algunos más se murieron, y la gente creyó que las Brujas Blancas se detendrían en su búsqueda, porque había
pasado mucho tiempo, y quizás los colores ya se habían despintado.

Y entonces, una mañana, empezó a suceder: encontraron un color, un violeta intenso, que había sido formado por la
pasión del rojo y la esperanza del azul, y se parecía un poco a ambos, según donde le diera la luz. Y después
encontraron una carcajada amarilla, una esperanza verde, un gesto magenta, unos ojos marrones, unas trenzas
coloradas y unos rulos chocolate...

Y aún ahora siguen los monstruos odiándolas y ellas derrotándolos. Y aún ahora siguen los amigos de los monstruos
diciendo que los colores no existen. Y aún ahora siguen las Brujas Blancas buscando y encontrando colores.

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