Agustin Monsreal 82

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AGUSTN MONSREAL

Seleccin y nota introductoria

VICENTE FRANCISCO TORRES

UNIVERSIDAD NACIONAL AUTNOMA DE MXICO


COORDINACIN DE DIFUSIN CULTURAL
DIRECCIN DE LITERATURA
MXICO, 2010

NDICE

NOTA INTRODUCTORIA, Vicente Francisco Torres

VENTANA ABIERTA AL MAR

EN EL CAUTIVERIO

10

OTRA VUELTA DE TUERCA OTRA

13

NUNCA ACARICIES UN CRCULO PORQUE


SE VUELVE UN CRCULO VICIOSO

18

ENTRE PEROS Y SIN EMBARGOS

23

LA SELVA DE LOS SUICIDAS

26

NOTA INTRODUCTORIA

Agustn Monsreal naci en la ciudad de Mrida,


Yucatn, hace 69 aos. Se inici simultneamente en
el cuento y en la poesa pues en 1979 public Punto de
fuga (Cuadernos de Estraza) y Los ngeles enfermos
(Editorial Joaqun Mortiz) que le dio el Premio
Nacional de Cuento con un jurado compuesto por
Mario Benedetti, Sergio Galindo y Huberto Batis.
Aunque en 1980 reincidi en la poesa (Cancin de
amor al revs, La Bolsa y la Vida Ediciones), hoy se
ha convertido en un cuentista de tiempo completo y,
ciertamente, en uno de los ms importantes de nuestro
pas.
Su prosa ha explorado con tres libros tres caminos
distintos.
Los ngeles enfermos fue una sorpresa por su limpia
escritura y porque asuma el reto del cuento fantstico
que hoy apenas atienden autores como Jos Emilio
Pacheco y Emiliano Gonzlez. Ventana abierta al
mar y En el cautiverio provienen de este libro y
muestran los tpicos de la inversin de la realidad y
ese escndalo, esa rajadura, esa irrupcin inslita e
insoportable que, dice Roger Caillois, ofrece la
literatura fantstica.
Pero si en este libro Monsreal se afiliaba a una larga
lista en la que encontramos a Jorge Luis Borges, Julio
Cortzar, Elena Garro, Amparo Dvila, Juan Jos
Arreola y Francisco Tario, Sueos de segunda mano
(Folios Ediciones, 1983) iba a remitirnos a un autor
tan distinto como Efrn Hernndez (Monsreal
mantuvo en Exclsior una columna llamada Tachas en
honor al autor de El seor de palo). En este libro
Monsreal abordaba los vulgares y pequeos
apocalipsis de la vida cotidiana como la estrechez
econmica, el desamor, los adulterios hipcritas, el
aplastamiento burocrtico, la frustracin pequea e
incesante, el autoengao y la rutina. Se trata de
incidentes sordos y grises en los que sin embargo est
contenida la existencia; no es lo mejor que puede

sucederle a uno pero es preciso mostrar la vida de


todos esos seres cuya jabalina nunca va a llegar al sol.
De este libro estn tomados Otra vuelta de tuerca y
Nunca acaricies un crculo porque se vuelve un
crculo vicioso.
Si Los ngeles enfermos entreg cuentos ceidos
por el final sorpresa que es inherente al texto
fantstico, Sueos de segunda mano se arm con
relatos, es decir, con trabajos ms libres que dependen
no nada ms del final, sino de todo el desarrollo bien
dosificado en sus tensiones.
Cuando Agustn Monsreal public La banda de los
enanos calvos (Secretara de Educacin Pblica,
Lecturas Mexicanas, Segunda Serie, 1987) ya conoca
muy bien el mundillo de los hombres de letras y a su
costa arm un conjunto de textos que oscilan entre el
ensayo burlesco y el relato y que con humor corrosivo
hacen mofa de la charlatanera, el ansia de fama, las
componendas, la simulacin, la ignorancia, la pereza,
los proyectos frustrados y los prejuicios que se dan
con especial intensidad en el mundillo de los
escritores. Tambin aparecen ridiculizados los autores
que experimentan con las modas pero que no tienen la
ms mnima idea de lo que es la vida; y los crticos
que le asignan un papel demoledor a las influencias
literarias; y la intrascendente vida social. . . Entre
peros y sin embargos y La selva de los suicidas
pertenecen a La banda de los enanos calvos.
Hasta hoy la obra de Monsreal ofrece tres vertientes
distintas; es imaginativa pero tambin terrenal y
corrosiva. El comn denominador de sus tres
proyectos est constituido por la calidad y la eficacia.
Entre la bibliografa de Agustn Monsreal
encontramos 22 cuentos 4 autores (Ediciones Punto de
Partida, UNAM), de 1970 y Pjaros de la misma
sombra (Ediciones Ocano, 1987) que rene Los
ngeles enfermos y Sueos de segunda mano.

VICENTE FRANCISCO TORRES

VENTANA ABIERTA AL MAR

Caminaba por la playa mirando hacia el fondo de la


tarde, vagamente abandonado y apacible, casi podra
decirse que despreocupado. Haca una temporada ms
o menos larga que no perciba aquel sonido que lo
torturaba. Se encontraba ya en la etapa final de la
convalecencia y, si no fuera por esa suerte de
amargura que en ocasiones le oscureca el rostro,
cualquiera se atrevera a afirmar que completamente
recobrado. La ltima vez que escuch el canto se
precipit al mar haciendo aicos los cristales de la
ventana, y se salv gracias a que en esos momentos los
pescadores de la isla regresaban de su diaria labor. Un
buen tiempo lo pas postrado vctima de violentos
ataques febriles en los que siempre repeta que le
sacaran esa voz que le brotaba del centro mismo del
cuerpo, y que cantaba y cantaba, que furiosa,
insoportablemente cantaba. Ahora se restableca dando
paseos por la playa, pescando al amanecer, jugando a
las cartas por la noche con sus camaradas y
recordndola a ella, recordando su expresin de lejana
y tristeza, sus cabellos lacios y claros. Ella. Volvera
a verla algn da?
La cuestin de la voz empez la maana en que fue
conducido por sus padres a la morada de un anciano
familiar, el cual, segn decan, era un hombre sabio.
Lo llevaron all porque mostraba un comportamiento
peculiar, y la vspera apenas si alcanzaron a frustrar su
intento de arrojarse a la calle por la ventana. La casa
del anciano era cegadoramente blanca en su exterior, y
amplia, acogedora por dentro. Lo dejaron abrir todas
las puertas y andar por todos los corredores y
aposentos sin acecharlo ni reconvenirlo a cada
instante, como acostumbraban. En la habitacin que
juzg sera la sala, por la disposicin del mobiliario,
descubri, sobre la repisa de la chimenea, una
sorprendente botella verde que contena una nave
argiva a escala en su interior. Le caus tal extraeza el
objeto que prolong su estatura por medio de una silla

para examinar de cerca los detalles, y como no le bast


con eso, trep a la repisa. Durante largo rato estuvo
recorriendo la superficie del vidrio, palmo a palmo, sin
lograr hacer una brecha de luz en el misterio. Cuando
advirti que haba oscurecido y que por lo tanto estaba
prximo el momento de la partida, se decidi a quitar
el tapn de corcho que mantena clausurada la nica
posible va de acceso al enigma; al destaparlo, una
terrible voz femenina le martiriz los odos y lo oblig
a soltar la botella. Cay entonces estrepitosamente al
piso, sin sentido.
Cuando volvi en s (all lejos el techo, inestable y
borroso al principio; aneblado y slido como una
amenaza, despus), se encontr acostado en un divn,
vigorosamente amarrado. Recortadas contra la
profundidad gris de un ventanal, tres siluetas
inmviles murmuraban palabras apesadumbradas y
bajas. En cuanto notaron que haba recobrado el
conocimiento, sus padres salieron de la estancia
sonriendo torpemente y el anciano se acerc,
sosteniendo entre sus manos la miniatura liberada de
su frgil prisin. Grave, ensombrecidamente le dijo:
A partir de ahora, el orden de tu vida ser de continuo
alterado mientras no sepas hallar una botella similar a
la que has roto y consigas introducir en ella este
navo. Y tras una pausa amarga, trabajosa, espesa,
concluy: As est decretado. Desat las ligaduras
que lo sujetaban y le entreg la diminuta curiosidad de
madera. Y l ya no retorn a la casa de sus padres (los
largos corredores de su infancia, los muros llenos de
murmullos, los mltiples escondrijos colmados de
habitantes secretos). Esa misma noche lo trasladaron al
albergue de la isla, donde qued al cuidado de un
grupo de personas cariosas y afables que lo
presentaron desde luego a los compaeros con quienes
convivira.
All conoci, durante una de sus jornadas solitarias,
a la muchacha que tena una inalcanzable expresin de
tristeza en la mirada. No la haba visto sino una vez;
una solamente, sentada sobre una roca revestida de
musgo, con las piernas recogidas, refugiadas en una

dcil postura de nostalgia; con los labios vibrando en


una especie de invocacin anhelante, de ntimo
lamento que buscara hacer eco en la distancia; y, como
en un rito mil veces celebrado, sujetando en trenzas el
viento lacio y claro de su cabellera. La contempl en
silencio, llenndose de ella los ojos y el pensamiento,
hasta que consider peligroso que permaneciera en ese
lugar, ya que la marea suba casi de golpe en esas
horas vesperales. Fue entonces a su encuentro y la
ayud a descender. Era hermosa, suave y dura a un
tiempo, como el agua. Se entrelazaron por la cintura y,
sin hablar, echaron a andar por la franja de arena
tibiamente desnuda, mojados los pies con los arrestos
ltimos de las olas murientes. La tarde, que
languideca lenta en la lnea reposada del horizonte, se
envolva con los aires viejos e inubicables de los
grillos cmo endulzan los grillos con su enjambre
de aires viejos el infinito repetido de los
anocheceres. Cuando ella dijo que deba retirarse
(no quiso confiar a dnde), l le pregunt si la vera al
da siguiente y ella respondi que no. Saba, aunque
ignoraba el origen de su conocimiento, que l pasara
un tiempo muy grande en el mar, un tiempo que
llegara a parecerles tan vasto como el mar mismo,
pero que finalmente volveran a reunirse. Ella sabra
aguardar. Trenzara y destrenzara una vez y otra sus
cabellos, una tarde y otra tarde y otra, hasta que l
regresara. Al despedirse, entre los rescoldos del ocaso,
quedamente se dijeron hasta entonces.
En ocasiones, llevado de la mano por ese laborioso
rgimen de sol y brisa marina a que era sometido sin
dejrselo sentir, lograba que los pasados sucesos la
nave y la voz y la botella durmieran un sueo que
casi pareca el del olvido. Pero siempre llegaba a
despertarlo, de manera violenta, aquel sonido
impiadoso que lo corroa, aquel canto que le devastaba
los sentidos y lo obligaba a arrojarse contra las
ventanas en intiles pretensiones de fuga. Por eso se
dio a buscar con una avidez desesperada la forma de
vidrio verde que lo redimira de la obsesin; por eso su
mirada semejaba un faro infatigable, una ansiedad en

perpetuo estado de alerta. Calladamente infeliz,


confuso y desesperanzado, lleg a imaginarse
condenado a sufrir la vana bsqueda eternamente, y
las ventanas, el infierno que representaban en su
soledad las ventanas. Ahora convaleca de la ltima
vez deambulando por la playa, abandonado vagamente
y apacible, aspirando el aroma de sombra y el silencio
con que se maduraba el crepsculo.
Se haba alejado un trecho largo, y regresaba ya al
albergue, cuando la punta de un guijarro le desgarr
rabiosamente la planta del pie izquierdo. El accidente
se le revel como un presagio, como el inequvoco
signo de la prxima, de la inminente culminacin de
su infortunio, ya que al estar lavando el ardor de la
herida con agua salada y un puado de esponja virgen,
vislumbr a la distancia, como flotando en la cima de
un acantilado, la estructura brumosa de una casa. Sin
un propsito determinado, casi sin reparar en lo que
haca, se incorpor y se dirigi hacia ella. Despus de
llamar a la entrada principal varias veces sin recibir
contestacin, se col al interior por una puerta lateral,
slo entornada, que golpeaba y golpeaba levemente
impulsada por el viento, apenas impetuoso. Un
resplandor intenso inundaba la enormidad de la casa.
No haba nadie en los corredores, ni en las
habitaciones que recorri una a una, sin vacilaciones
ni apresuramientos, hasta que se hall por fin en la
que, al parecer, era la sala. Crepitaba amable el fuego
en el hogar y crey escuchar, dulcificado por la
lejana, con un acento de antigedad muy triste, un
ensimismado rumoreo de grillos. Todo era tan clido,
tan bondadoso, emanaba tanta serenidad y era como
tan ntimamente conocido todo, que sin sorprenderse
mayor cosa, ms bien como si de antemano hubiera
sabido que en ese sitio lo aguardaban, descubri, sobre
la trama sigilosa de la alfombra, su nave y una botella
verde con algo en su opacidad de secreto e
inmemorial.
Sintindose liberado por fin del hbito de la
pesadumbre, excitado y agradecido por la felicidad
que le procuraba el tan deseado encuentro, se arrodill,

como en una ceremonia, y acarici profundamente el


perfil curvado del frasco. Aspir luego el aire liviano y
generoso de la estancia y se dijo que deba poner de
inmediato manos a la obra. Lo primero fue aproximar
el navo a la boca de la botella, y de all comenz a
tirar hacia adentro, con vehemente empeo y amoroso
cuidado, a tirar. Al cabo de tres infructuosas tentativas,
comprendi que por ese medio no lograra entrarlo
jams y se sent a cavilar acerca del modo de realizar
su propsito. Tuvo la impresin, entonces, de que los
muebles adquiran un tamao desproporcionado,
desarrollando su estatura hasta casi tocar el espacio
remoto del cielo raso, y de que las llamas, indciles y
fugaces a manera de espuma, se desbordaban fuera del
marco ahora gigantesco de la chimenea. La alfombra
misma pareca extenderse, dilatar en forma paulatina
sus lmites y envolverlo con suavidad en su dibujo.
(Recobr fugitivamente sus juegos de la niez, el
recuerdo de cuando era tan pequeo que poda hurtarse
a la vigilancia severa de sus mayores metindose
debajo de algn estante o alguna mesa para observar
qu distinto, qu extrao y sobrecogedor se mostraba
el
mundo
desde
esa
perspectiva
ntima,
despreocupada.) Entretanto las cosas, en derredor,
avanzaban lentas en su crecimiento, se alejaban cada
vez ms de l, lo disminuan mientras l, atento de
nuevo a su proyecto, discurra que haba que ingresar
las partes una a una y volver a armar cuando
estuviesen todas incluidas. Afanosa, esforzadamente
desarm y fue numerando fragmentos. Al terminar
esta absorbente labor, sin perder un minuto emprendi
la tarea de introducir la minscula embarcacin. Y en
el instante preciso en que se abismaba, mstil al
hombro, en aquel universo aislado, denso, verde y
transparente, advirti, con un terrible sobresalto, la
llegada de una figura descomunal de lacios cabellos
claros, que cantaba y cantaba, que enfebrecida,
insoportablemente cantaba, y que al ver la botella en el
suelo frente a las partes dispersas (l, colrico,
aterrado, se aporreaba contra las enrgicas paredes de
vidrio para llamar la atencin de la mujer), con un

movimiento rpido y resuelto la cogi por el cuello y,


sin sospechar siquiera que hubiese alguien adentro, la
arroj al mar a travs de la ventana abierta.

EN EL CAUTIVERIO

Estoy inmvil entre las sbanas, observndola. Reparo


en su pequeo cuerpo de ceniza encogido y la supongo
presa de un miedo extremo. Espera, tal vez, que de la
blancura surja urdido en juez supremo y con un gesto
definitivo y grave la condene o, mordido a piedad por
su insignificante condicin, la absuelva. Su sombra
crece en la pared, se desplaza con un lento movimiento
y se rompe de repente. Me vuelvo hacia el rincn y
encuentro, tercas frente a mis ojos, las dos pelotitas
brillantes de los de ella, mirndome con esa quietud
oscura, esa penetrante fijeza. Mis prpados comienzan
a hacerse pesados, a vencerse. Advierto cmo
gradualmente desciendo a la hondura del silencio, y
me hallo de pronto en la cima de un altsimo
promontorio, indefenso ante la obstinada visin de las
tinieblas, debilitado por el vrtigo del abismo; y caigo,
caigo; mi carne se desgarra y cercena y se siembra mi
sangre en la tierra que va abrindose bajo mi peso;
caigo, infinitamente; contino cayendo, cayendo... Y
despierto colmado de ansiedad y fiebre,
experimentando una terrible opresin en el pecho. En
la brevedad legamosa del sueo sent el agudo raspar
de sus pisadas, su fetidez, su empecinada presencia
hurgando las partes todas de mi cuerpo, precisa,
minuciosamente. Examino los hilos de su secrecin
viscosa impregnados en las regiones de mi piel como
una plaga devastadora. Mi fuerza entera es una larga
huida. Todas las noches sus ojos puestos en m,
obsesivos, obligndome al sueo.
En un principio no le di importancia, juzgu natural
que hubiese una, en reclusorios de este tipo siempre
hay. Su compaa vino a ser una especie de consuelo;

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saber que no estaba solo, que haba algo que respiraba


y se mova a mi alrededor era bueno, me ayudaba a
sobrellevar el encierro. La primera vez que la vi, su
aspecto me produjo una repulsin tan grande que tuve
deseos de aplastarla; pero se posaron en los mos sus
ojos... Y poco a poco me fui habituando a ella, a orla
corretear, a mirarla mirndome desde su rincn.
Cuando tena oportunidad, hurtaba yo trozos de pan y
los esconda en mis bolsillos para regar despus
migajas por el suelo; pero dej de hacerlo porque no
las tocaba, amanecan intactas, siempre. Las ocasiones
en que al regresar no la encontraba, me pona en
cuclillas y me asomaba debajo de los muebles, me
meta entre ellos, los cambiaba de lugar, y si no
apareca me echaba boca abajo a escudriar en su
agujero. Y hasta que no se me revelaban las dos
minsculas lucecitas brillando en lo ms profundo de
la cavidad, no me iba a acostar. Despus comenc a
hablarle. Creo que nadie supo nunca de mis
pensamientos como ella, nadie fue capaz nunca de
comprenderme como ella: en su mutismo y quietud
reciba la mejor respuesta a mis palabras. Le confes
que estaba arrepentido de aquel primer impulso de
rechazo y, contemplndola, me convenc de que la
belleza es nicamente cosa de costumbre.
Una noche despert sobresaltado al percibir un roce
repugnante contra mi carne. Inspeccion por todos
lados sin notar nada anormal fuera del silencio, que
pareca estar dentro de m y buscando un sitio por
donde salir. Imagin que era debido al calor y me quit
la ropa. A la maana siguiente, al arreglar la cama,
advert en la sbana una mnima rasgadura, como
hecha con un alfiler. El da fue una copia idntica de
los das anteriores. Y por la noche se repiti lo de la
vspera, slo que esta vez la impresin fue ms clara,
ms precisa: algo me caminaba por el cuerpo. Encend
la luz y me descubr un breve rasguo en el estmago,
y un poco ms arriba una manchita de humedad.
Seguramente era mi propio sudor; seguramente el
encierro me estaba afectando demasiado y mi voluntad
comenzaba a resquebrajarse. Pero el rasguo... Decid

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mantenerme despierto y alerta, mas al cabo de unos


minutos una suerte de adormilamiento se apoder de
m. Entonces la sent trepndome por el costado, sent
el asqueroso contacto mrbido de su vientre, y la
frialdad spera y morosa de su cola, y la baba que su
hocico iba sembrando en mi piel. Estaba paralizado,
luchando por surgir de ese sopor que me dominaba, de
ese abismo que absorba mis sentidos y los laceraba.
Cuando consegu abrir los ojos, se colaba por todas las
rendijas la claridad de la maana. Entonces resolv
exterminarla.
Me procuro dos viejos cajones de madera olorosos a
jabn y un desmelenado palo de escoba. Entro con
ellos en la celda y estudio el sitio ms estratgico para
colocarlos. Exploro con la vista el reducido campo
donde proceder la contienda; mido la longitud del
salto que tendr que dar y preveo la celeridad de la
carrera de ella. Su agujero est casi en la esquina de la
escuadra que forman las dos paredes. Dispongo un
cajn a izquierda y otro a derecha. Anulo la
posibilidad de que intente un trayecto de frente; ella
avanza siempre con el lomo pegado a la pared as se
nutre, supongo, de tranquilidad. Pero ser en las
faldas de una pared donde exhalar el ltimo chillido.
Impelido por mi nerviosismo, el palo de escoba se
suelta de mis manos y rueda a esconderse, como
avergonzado de la misin que ha de desempear;
penetro en el negro hueco entre la cama y el suelo para
recuperarlo. Recuerdo el tiempo en que era a ella a
quien buscaba aqu abajo y el recuerdo me hace
agradable este encuentro, esta comunin con el polvo
adherido a las duelas del piso; el olor a humedad
tambin es placentero; se est bien aqu, la
semioscuridad es acogedora y dulce, semejante al
escondite donde se guardan uno a uno todos los
secretos. Oigo la mansedumbre de mi voz que se
desata, el sonido de mi voz que murmura como para s
misma una plegaria. Siento la memoria como bordeada
de cicatrices, el corazn como distanciado.
Inesperadamente ante m comparece: vital, elstica,
imbatible, blandiendo amenazadora su hocico alargado

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y desafiante, dispuesta para el combate, ostentando


una gran confianza en s misma, la seguridad que da el
saber quin est dotado de las mejores armas, las ms
precisas y contundentes, esa seguridad de quien
conoce de antemano que saldr triunfante. Logro
vencer el entumecimiento que sus ojos me producen y,
empavorecido, insospechadamente gil, corro en busca
del amparo de la pared, tropiezo con uno de los
cajones y caigo, correteo entonces acosado por ella
que, en forma alucinante, inslita, se multiplica por
todas partes: cnclave rojo de ojos palpitando. Giro en
un intento de precisarla en un lugar, determinarla, pero
su sombra se extiende a todos los rincones, repta,
piruetea grotesca, se descuelga del techo, contra m,
inaudita, sobre m, voraz, y de pronto no soporto ms
la infinita opresin y se deslindan los cordones de mi
garganta y lanzo un alarido que concluye slo cuando
estoy totalmente doblegado, comprimido dentro de
esta prisin minscula y griscea. Trato de liberarme
del enorme peso que me sujeta la larga parte posterior
y me escucho chillar y la miro observndome desde la
cama, inmvil, serena, satisfecha de poseer por fin mi
cuerpo.

OTRA VUELTA DE TUERCA OTRA

De buenas a primeras
comenz a notar a su mujer
algo cambiada, como muy
planeadora con l, qu tal te
fue, qu tal de trabajo
tuviste, qu dice el patrn,
como muy obsequiosa, te
compr tu cervecita, te puse
a calentar tantita agua para
los pies, como comprensiva: si por cualquier motivo l
se atoraba en el camino y llegaba tarde a casa ay me
qued dormida se disculpaba ella y se levantaba a

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darle de cenar, sin fastidio ni reproches, con sonrisas,


ms bien, con aniada complacencia, con lacias
miradas de solidaridad: has de venir tan cansado,
pobre, con cariitos en los cabellos, en las manos, con
masajitos en la espalda. Y l, desconcertado: Y ora
qu te traes?
Y ella, enigmtica: Oh pues.
Y l, a la expectativa: cuando una mujer despus de
once aos de matrimonio se pone as de suavecita y
adulcedumbrada, no puede ser noms porque s,
perturbado, corazn en suspenso: ha pasado una
semana desde que la not distinta y nada, segua lo
mismo de modosita y hasta ms, pero ni por asomo
peda nada, algo se guardaba en la trastienda, cauto y
en guardia: en cualquier momento le largaba la zarpa
encima, alguna premeditacin esconde, de seguro,
algn apremio: hoy la sinti como con nimos de
atreverse, le anduvo ronroneando alrededor un buen
rato, mdica y morosa, carita sugestiva, expresin casi
resuelta, slo que en eso llegaron los compadres Zoila
y Nico (menos mal que sin excesos, es decir, sin prole
y nada ms de pasadita) y se le estrope, se le asust la
determinacin de delatarse. Y transcurrieron quince
das y l sin arriesgarse a insinuar, a preguntar, a
escarbar, y cosa rara: ella muy pegadita, muy
apretadita contra l todo el tiempo, moderadamente
excitada, aproximadamente divertida, a veces tambin
como impaciente, como con miedo tambin, y l: si
ser mi imaginacin, a lo mejor le reto el
sentimiento, a lo mejor le lleg su segundo aire y est
obrando de buena fe, si sern mis nervios, moros con
tranchete, pensaba, cinco pies al gato, preferible me
olvido, figuraciones mas, se afirmaba, tres semanas
ya.
La curiosidad lo mata. Y de repente, era domingo
por la noche, ronda que ronda como una gatita
sinuosa, ya deca l, se le acerc, le rode el cuello con
sus brazos gorditos, que algo se traa, peg su mejilla
olorosa a crema de almendras contra la barba de dos
das y con un chorrito de voz clida, medio ntima y
medio tmida:

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Sabes, mi amor cosquillitas con el aliento, con


los labios sobre la oreja de l. Y l:
Qu? fingidamente indiferente, estremecido
vaya a saber si por los mimos o por el temor, vaya a
saber si contento o angustiado. Y ella:
Pero promteme que no te vas a enojar conmigo
su tono entre suplicante y pcaro, con esa inocencia
de las criaturas (pens l: bueno, pap, te lo digo pero
no me pegas), y los brazos redonditos estrecharon un
tantito ms y las uas de alguna de sus manos le
comenzaron a trabajar leves y cndidas ora arriba ora
abajo por la nuca, y l, con las agujas de la aprensin
picndole en todo el cuerpo: tantos das, tantos rodeos:
no se trataba de dinero para un vestido o unas cortinas,
tantas prevenciones, tantas medidas de seguridad: no
pretenda planear unas vacaciones lindas en Acapulco,
tampoco aventuraba una visita del haragn de su
hermano, que viene a saludar qu tal familia y se nos
encaja en casa seis meses por lo menos: entonces?
Bueno, dmelo de una vez recia la voz, urgida,
el pulso suspendido, una como espesura de goma
atorada prfidamente en el garguero.
Sabes, amor, es que, mira, no te vayas a enojar,
pero es que, yo no tuve la culpa, de veras se mojaba
los labios, parpadeaba, se tronaba los dedos, te juro
que ni cuenta me di cuando me descompuse, pens
que, noms un atraso, t sabes, ni por aqu me pas,
creme, uy qu me iba a pasar, uy que, pero no pongas
esa cara, amor, no me mires tan incumplido, yo qu
culpa tengo, no te enfurezcas, no seas as.
La verdad es que l no estaba enfurecido,
estupefacto s, con la boca incrdula y los ojos saltones
s, con expresin de imbcil s.
Pero, yo, pero, no, cmo su cerebro, su
garganta, su lengua, sus labios incapaces. No me, no
digas, no, que.
S expres ella, cautamente y escondi bajo los
prpados sus dos chispillas fulgurantes, entre
arrepentida y traviesa, como muy acongojada pero
igual como con mucho regocijo, y l, derrumbndose
tremendo y afligido sobre el silln de mimbre que les

15

regal la ta Genoveva cuando se casaron, estrujndose


la barba de dos das, rumiando, medio gesticulando,
articulando por fin su protesta:
No hay que ser, Mara de Jess, no me hagas eso,
no fastidies doblado sobre s mismo: qu peso
encima, torturado: mundo injusto. Uno por ao, no
hay derecho, adonde vamos a parar, me prometiste que
ya te ibas a cuidar, que ibas a ir al Seguro para que te
arreglaran.
Tuve miedo sincera, seria, chanzas aparte:
dicen que de esos arreglos le viene a una el cncer.
Que ibas a llevar bien las cuentas.
Las llevo, yo no tuve la culpa, fuiste t.
Y l, disparndose del silln, ahora s de sobra
enfurecido, hinchado de tan rabioso, golpendose el
pecho:
Yo? Yo, Mara de Jess? Yo?
Y ella, temerosa pero como querindosele enfrentar:
S, t, acurdate, yo no quera, te dije que era
peligroso y t dijiste qu peligroso ni qu nada, rale,
y ahora, pues, digo, ah est la cosa, yo no tuve la
culpa.
Y l, ah: rugiendo, ah: tirando zarpazos, ah: tigre
azorado, espeluznado por toda la sala:
Ahora resulta que yo, claro, siempre yo soy el
culpable, y t qu, t pudiste haberte negado ms, si
sabas, t pudiste decir que no con ms firmeza, por
qu no lo hiciste? A ver? Por qu?
Y ella, arrugndose distrada el cordn de la bata,
con las piernas muy juntas, observndose las borlitas
de las zapatillas:
Pues porque luego t te enojas y dices que es mi
obligacin, y que si yo no te quiero cumplimentar te
vas con otra mujer, que mujeres para hacer eso sobran,
y pues, para que no te fueras.
Pero t sabes que eso no es cierto buscndole
la cara, pensando: burra, tonta, sintiendo lstima:
pobrecita. T sabes que no soy capaz.
Yo no s nada, a lo mejor s.

16

Cuidado, no me busques, Mara de Jess


perjudicado en su orgullo, en su dignidad. No me
busques porque me encuentras.
Yo no te busco nada, y comprtate serio, que
luego tus hijos se espantan con tus gritos y luego
tienen pesadillas y luego hasta se me enferman del
estmago, como t no los cuidas ni tienes que llevarlos
a la clnica.
Pero ya era tarde, del otro lado de la pared uno o dos
gritos frgiles despertaban mam pa ven pa mam y
amenazaban con despertar a los dems.
Y ella, corriendo a la recmara: Ya ves, te dije.
Y l, retornando a la querencia, es decir, al mimbre
del silln: otro hijo, noms eso nos faltaba,
apesadumbrado, entorpecido, desbaratado: como si
con ocho no fuera suficiente, como si tuviramos tanto
dinero, lastimado, indignado: como si el dinero se lo
regalaran a uno, si viviramos en la abundancia pues
estaba bien, si uno fuera persona pudiente, banquero o
cosa por el estilo, pues estaba bien, pero no, qu va
uno a ser.
Y ella, regresando, pisando quedito:
Ya se quedaron, no vayas a empezar otra vez con
tu escndalo.
Y l, pensndolo mejor, vislumbrando una luz en el
horizonte: aunque como luego dicen y es verdad, el
nico patrimonio de los pobres son los hijos,
analizando a fondo, objetivo: y mientras ms haya
pues ms grande es el patrimonio, y quin quita y
alguno de los cros le sale a uno persona importante,
poltico, o empresario, o futbolista, ya de menos,
entusiasmndose, recuperando el color, el equilibrio,
la amplitud de corazn: y en ltima instancia donde
comen dos comen cuatro y donde comen cuatro comen
ocho y de ah para una boquita ms s alcanza, adems
todos los nios traen su torta bajo el brazo, y si Dios
los manda por algo ha de ser, y el nueve siempre ha
sido nmero de buena suerte, y total.
Y se pone de pie, lento y perdonador, tigre
domesticado, y deja reposar una pesada caricia sobre

17

la cabeza, sobre la cara de resentimiento de ella, y le


sonre y le grue de cerquita:
A ver, mreme. No sea tonta, si ya sabe que me
gustan harto los escuincles, no sea burra. A ver,
mreme.
Y lo mira, pero apenitas, porque prefiere abrazarlo
con todas sus fuerzas, sentir que se hace chiquita y que
puede quedrsele como para siempre en un huequito
del pecho: bien guardadita, segura, aternurada.

NUNCA ACARICIES UN CRCULO PORQUE SE VUELVE UN


CRCULO VICIOSO

Aglomerado con cuatro o cinco cmplices ms, al


cabo de un da cuyo nico horizonte han sido
mquinas y escritorios y en rfagas secretas cierta
meritoria minifalda, Jorge Andrs sale de la oficina y
nos dirigimos, con ese nuestro andar de galn
nostlgicamente sobrado, a despachar el tiempo que te
quede libre en un caf, o mejor una cueva, o mejor una
balsa de nufragos de la irremisible Zona Rosa donde
nos esperan o al rato llegan los dems conspiradores.
En un principio, fuera de los saludos de rigor y de
alguna consideracin a propsito de la inconstancia
casi mujeril del clima o del smog que es algo as como
la suciedad espiritual de la ciudad o del equipo de
ftbol de nuestra predileccin que lleva ya seis
partidos consecutivos sin ver la suya, escasamente
hablamos. Perjudicados todos por esa oscura palidez
que no se sabe si es producto del psimo alumbrado o
si es un hbito triste de la piel o si es un mal congnito
de esa indescifrable querella que los poetas suelen
llamar alma, vemos pasar tan cerca de mis ojos tan
lejos de mi vida a las muchachas acertadamente
bulliciosas pero prejuicios aparte con el escndalo de
la liberacin cada vez menos femeninas, y eso,
quirase o no, causa siempre alguna lstima. A nuestro
alrededor otros grupos, como en una inapelable casa

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de espejos (para que te des idea de cmo anda el


mundo), nos multiplican rigurosamente y hay en ellos
tantos resabios, tanto destino de servidumbre, tanto de
presente insustancialmente repetido que su sola vista
le produce a uno, sin el menor remedio, un acceso
conjunto de compasin y rabia, lo pone a uno entre la
espada y la piedad.
Y de a pocos la mesa se sobreabunda de tacitas de t
y cigarrillos y bocaditos de queso y pastelillos que
acompaamos estadsticamente con el recuento de
nuestras no muy abundantes jornadas sentimentales y
la glosa de nuestras tampoco muy abundantes
aspiraciones y el inventario de nuestros en cambio s
muy abundantes infortunios y, ya puestos en tan
lastimoso camino, con el catlogo casi poltico y
sutilmente revolucionario de calamidades tales como
la inflacin y los impuestos y el desempleo y miren
ustedes, aqu en confianza, al paso que vamos dentro
de poco no nos va a quedar otra salida que entrarle a la
guerrilla, la situacin est cada da peor (habla ms
bajo las paredes oyen), cada da son ms las injusticias
y las arbitrariedades y para colmo ese cretinazo de
Rivera empecinado en fastidiarle a uno la existencia y
uno aguantando pero todo tiene un lmite y preferible
que se cuide porque el valiente vive mientras el
cobarde (trigame otro tecito por favor preciosa), nada
ms es cosa de juntar valor, no siempre vamos a estar
a su merced, verdad?
La preciosa sonre a todos y a ninguno y nos mira
con mdica impudicia y escombra un poco la mesa y
los nimos y depositara de nuestro ms ferviente
bullicio interior se ausenta llevndose prendido en la
docilidad de las caderas un potico qu ganas de
amoldarme a los modos de tu cuerpo. Pero bueno,
volviendo a lo de antes, basta de frivolidades, Jorge
Andrs compone una mueca de desolacin estricta y
nosotros actuamos una temperamental autosuficiencia
y tal como lo decimos, en este pas el mero tener
talento nunca alcanza, la improvisacin es una de
nuestras ms gloriosas costumbres, no lo tomes tan a
la tremenda, a todos nos sucede igual, los Rivera

19

noms no nos merecen, nosotros sin pensarlo mayor


cosa haramos un papel ms brillante si nos dieran la
oportunidad de probar, de demostrar quin es quin,
pero no, cmo te van a dar el chance, si de sobra
conocen lo que uno vale, de sobra saben que uno est
ms puntualmente preparado y que llegado el caso les
tumba el puesto, son retrasados mentales pero no
tanto, por eso se cuidan de uno y lo estn reprimiendo
todo el tiempo, para que no les pises la sombra, por
puritita envidia profesional, s, puritito encono de que
t eres mejor, Jorge Andrs, qu duda cabe.
No hay que ser una autoridad en delitos morales o
un aplicado de la sagacidad o siquiera un regular en
clandestinaje para advertir que Jorge Andrs y sus
camaradas ya encajamos en el molde escrupuloso de
los elogios mutuos (nico y autntico y por lo tanto
altamente estimulante y generoso atractivo de toda
conjura de caf), que ya nos refugiamos en la cofrada
de los apstoles incomprendidos para predicarnos
remedios contra la tirana o intercambiar blsamos
contra el resentimiento y hacernos fuertes o cuando
menos capaces de soportar los acatamientos de
maana, las vejaciones del da siguiente, que si ese
podrido de Rivera es un soberano imbcil que por su
mero complejo de inferioridad nos trae de encargo, el
muy (gracias preciosa es usted un ngel), que si se la
pasa corrigindote cuanto uno hace slo por quedar de
lo ms bien ante el equipazo fsico de la meritoria
minifalda, que dicho sea entre parntesis no ignora que
la devoras con los ojos en rfagas secretas pero simula
no darse cuenta porque su objetivo no es un infeliz
como t sino un infeliz de ms altura o sea el
mismsimo Rivera, que con ademanes reposados pero
con mirada de acero inoxidable te reprende a todas
horas y a todas horas nos aconseja y aprovecha para
volcarte encima, muy en paternal, muy en modestia
aparte, su inmundo repertorio de puestos desempeados
y sus dizque metdicos progresos y su rectitud de obra y
su claridad de pensamiento y no es por ponerse de
ejemplo l mismo pero cuando todava no era nadie
(mira t), como si estuviera detrs de ese escritorio por

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merecimientos propios, como si no supiramos sus


tejes y manejes, como si no fuera pblico y notorio y
aun versin oficial que lleg adonde lleg por lo que a
todos nos consta, s, Jorge Andrs, los redentores de
vilipendios nos adherimos a tu justa indignacin,
nosotros te ayudamos a exprimirte la rabia, a
emanciparte de la vergenza, a segregar el rencor y
amortiguar las inconformidades para que te sientas
escrupulosamente distinto, para sentirnos en resumidas
cuentas de a de veras mejores.
Si noms porque necesita uno el dinero, con
tantos compromisos; pero palabra que me dan ganas
de botarle la chamba y buscar por otro lado,
oportunidades no han de faltar.
Claro que s, viejo, los conjurados te asistimos
moralmente, para cundo son los amigos si no, lrgale
su mugre trabajo, hermano, total, en el coro siempre
encuentras un solista que tiene un primo que est
colocadazo y te puede ayudar para conseguir una labor
ms acorde a tu capacidad, a tu experiencia, t ya
sabes cmo son las palancas.
Y por qu no le pides algo para ti, que ests en
idnticas condiciones que yo?
Pues caray, Jorge Andrs, porque ya sabes cmo son
las relaciones familiares, ni modo que el solista vaya y
le diga a su primo, fjate que ya no aguanto al
inconsecuente de mi jefe, bscame una colocacioncita,
s? Pues no, de inmediato el primo va a decir que no,
que a ver si ms adelante, que sin embargo no deje de
darse sus vueltas de vez en cuando, que no se pierda
de vista, pero en cambio si es para ti me canso de que
hace valer sus influencias y de que en un dos por tres
ya te echaste a la bolsa un nombramiento sensacional,
me requetecanso.
Y ni tardos ni vertiginosos, ni rudos ni moderados,
ni prepotentes ni disminuidos sino todo lo contrario,
comenzamos a fraguar una fenomenal dosis de
proyectos para mandar al diablo al engredo de Rivera
y para cantarle sus cuatro verdades en cuantito
renuncies y para escupirle en plena cara que es un
mediocre y un insignificante y que no se vaya a querer

21

poner sabroso, Jorge Andrs, que ni lo intente porque


quin quita y hasta lo golpeamos ah mrito en su
oficina y delante de la despreciativa minifalda que de
puro susto se va a desaforar chillando lo mismito que
una rata envenenada pero que despus te va a fulminar
con unos ojazos de admiracin de este tamao y a lo
mejor hasta se la lleva uno al nuevo trabajo y puede
que con tantita suerte y hasta, s, claro que s, todo
cabe en un sueito sabindolo acomodar y para luego
es tarde ya ests a la caza de un compadrazgo que nos
d una manita, un empujoncito para escamotearle el
sitio a ese acomodaticio de Rivera y desquitarte de
todas las que nos han hecho y tratar a tus subordinados
parecidamente a como el prfido de Rivera nos ha
tratado, o peor, porque ahora que ya eres el mero
mero, el que las puede todas, el que tiene por el mango
la justicia y los derechos y los privilegios y adems
entera la sabidura del mundo y de los siglos, el que
juzga, el que perdona, el que humilla, el que denigra,
el que sentencia, el que encumbra o arruina, el
infalible, el lcido, el estricto, el categrico, el
equilibrado, el justo, el implacable, el sublime, el
superior, el dios de casimir ingls detrs del escritorio
al que todos venialmente reverencian y adulan y
agasajan pero al que en el fondo siniestramente
envidian y temen y odian, ahora que ya no eres uno
ms del montn o uno ms de los que aproximan al
escalafn sus esperanzas o uno ms que pudo haber
sido y no fue sino nada menos que el Seor Don
Mximopoder, ahora que los entraables de ayer (mira
lo que son las cosas) resultan ser los enemigos
emboscados de hoy porque lo que para ellos sigue
siendo una infamia hoy es para ti un negocio y lo que
para ellos sigue siendo un vicio hoy es para ti una
cuestin de alta poltica y as por el estilo, no te
pueden ver ni en uno de tus magnficos retratos
esplndidamente distribuidos (salvo por supuesto
aquellos jorgeandreses a los que has invitado a entrarle
de punta a punta en el juego de la corrupcin y de la
deshonestidad y de la complicidad), ahora que has
llegado a estas formidables alturas y que los agitadores

22

de migajn a tu alrededor nos sentimos un poco tristes


o un poco mancillados o un poco envilecidos y
diezmados por el apasionado esfuerzo de imaginacin
(triganos unos vasitos de agua por favor preciosa y la
cuenta de una vez si es tan amable), ahora justa y
brutalmente es hora de partir o sea hora de cancelar el
intercambio de empresas vengativas o sea es hora de
convalecer de la ilusin y de encajar de nueva cuenta
en el conformismo y, vulnerados por esa ausencia de
resquicio interior verdadero para la rebelda, sabedores
de que nuestra jabalina nunca llegar al sol,
irrecuperables, nos desdecimos y nos negamos y
seamos sinceros (ah te va la justificacin la excusa la
trampa), la verdad es que no se puede hacer nada,
Jorge Andrs, la verdad es que no nos queda otra que
aguantar y parodiar felicidad y qu encanto es la vida
(gracias preciosa hasta la prxima se porta bien eh?)
y defender as tu mundito de satisfacciones banales y
nuestra pequea seguridad, que al fin y al cabo es lo
nico que importa.
Te das cuenta? No es que uno le saque el cuerpo a
romperse el alma, pero hay que ser objetivos y
realistas y lo fundamental es permanecer unidos y
conscientes y es una lstima que sea tan tarde y de a
pocos la pandilla de hroes menores nos dispersamos
carcomidos tenuemente por la noche y con ese nuestro
andar desganadamente sobrado y arrastrando cada uno
su carga de incertidumbre y su sombra intocada por el
gozo, su derrota rutinariamente justificada, su ilcita
resignacin (qu barbaridad). Bueno, esto es un mero
decir, claro est, no hay por qu hacer el pattico ni el
ridculo, no es para tanto, de cundo ac tan
sentimental, s, de cundo ac.

ENTRE PEROS Y SIN EMBARGOS

Suele suceder, con harta frecuencia, que por exigencias


del trabajo asalariado, por andar a salto de cama a causa

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del amor, o simplemente por condescender a las


tentaciones no del todo interpretables del sueo
(incluidas en ste las aspiraciones francas o veladas de
fama, dinero, posicin social), deja uno de escribir esa
pgina pendiente desde hace das, semanas quiz, y
empieza a convertir la vida en un saco roto de promesas
y proyectos para despus, cuando haya tiempo.
Ah, pero ocurre que el tiempo es una especie de
amante caprichosa y posesiva que siempre y cada vez
ms se las arregla para no permitirnos hacer nada. Nos
envuelve con sus insinuaciones, con sus maas, con
sus cantos sediciosos, y uno, que al igual que el Ulises
de Julio Torri est dispuesto a perderse, cede al dulce
veneno de la pereza, se dedica con fruicin de
potentado a engordar del alma y, como alguien que
huye a ciegas de la alcoba donde la querida duerme, se
despoja tambin del continente de placer que prodiga
la lectura.
Digo, la lectura de aquellos autores que, entre otras
cosas elementales, ensean a pensar y a escribir:
Shakespeare, Cervantes, Balzac, Thomas Mann,
Proust. Lo digo en serio? Tengo idea acaso de lo que
eso significa? Casi no hay tiempo ni para respirar y
este loco pretende tirarlo por la alcantarilla. No,
manito, la poca no est para tamaos desperdicios. Si
alcanzas a barnizarte con la literatura del da, date por
bien servido y punto. Acurdate de lo que dijo el viejo
France: La vida es muy corta, y Proust muy largo.
(Slo que el vasto Anatole s se parti el alma para
legar una obra.)
Y entonces, por la exclusiva y grandsima culpa de
esa Circe corruptora e implacable que es el tiempo,
uno se da la espalda a s mismo, se afilia a la moda en
turno y, para taparle la boca a cualquier probable
reclamo de la conciencia, para estar en forma ante los
dems, proclama que esos clsicos son muy aburridos
y que no sirven para maldita la cosa. Y que se pudran,
para acabar pronto.
Claro, esta pobre alharaca no es sino una manera
cmoda y chata de encubrir la ignorancia, de excusar y
justificar la falta de estatura, de maquillar a la

24

mediocridad con los polvos de una dudosa audacia, de


un valor arrabalero, de una inteligencia torcida. Uno
generalmente menosprecia lo que no es capaz de
entender. Y no cualquiera tiene la vocacin tan bien
puesta como para fajarse con las imposturas y
limitaciones que le impone el mundo, y vencerlas.
Ellos, los autores cuyas obras se mantienen vivas a
pesar de la escasa generosidad del tiempo, supieron
hacerlo. Tal vez eso sea lo que nos molesta y nos
acobarda.
S, ya s, es verdad, las depredaciones de tiempo
que sufre uno a manos de las necesidades de
supervivencia son mltiples, angustiosas, ofensivas;
sin embargo, tambin es cierto que somos fciles de
sobornar por las intrascendencias sociales; que no
pocas veces nos sobra anhelo de notoriedad, ansia de
fotogenia poltica o burocrtica; que nos dejamos
cultivar ms de la cuenta por los guios escenogrficos
de lo insustancial; que nos malbaratamos en
componendas, charlataneras, bobaliconadas. Y luego,
a la hora de dar la cara, con intensa rabieta o con
lgrima furtiva, se queja uno de lo que t ya sabes,
mano, la falta de tiempo.
Y de repente, en alguna de esas rfagas de
contricin que se nos cuelan en el alma por el ojo de
un insomnio, te topas de frente con ese testigo
censuratorio que eres t mismo y, puestos a hablar sin
tapujos, confesionariamente, con los redaos en su
sitio, vamos a ver: De veras no nos queda tiempo
para nada? No ser ms bien que nuestra pasin por
la literatura es demasiado benigna? No ser que la
amamos sin conviccin; que creemos enamoramiento
lo que no pasa de ser un dbil entusiasmo? Recuerda
lo que dijo aquella vez Onetti: que el verdadero
escritor siempre encuentra la manera de robarle una
hora al patrn, al amor o al sueo. As que qutate de
pretextos. Porque el tiempo, como la soledad, es un
instrumento de trabajo que debemos aprender a usar.
Y despus de una medianamente exhaustiva
meditacin, justo cuando ha llegado uno a la decisin
definitiva de alimentar su voluntad, de fortalecer su

25

disciplina, de asumir el mximo rigor, en fin, de no


malversar ms el ya de por s exiguo tiempo; justo
entonces, deca, me viene a la mente que esta noche
tengo que ir al coctel de Alterego, ni modo de dejarlo
colgado, pero antes voy a darme una vuelta por la
librera, a ver qu novedades encuentro, y maana
debo llevar a Coco al cine, y pensndolo mejor, no me
puedo sentar a escribir si antes no tengo la idea bien
madura en la cabeza, robador de tiempo, ya me
imagino, bonito me vera escondido en el bao
leyendo a Sfocles. No te lo dije? S, qu tonta, qu
triste, qu obviamente intil es nuestra imagen en el
espejo, a veces.

LA SELVA DE LOS SUICIDAS

A la memoria de
Jess Luis Bentez,
una de las vctimas

El escritor nunca ha sido, en ningn tiempo ni en


ninguna parte del mundo, un ser privilegiado. Es
verdad que ha gozado, en ocasiones, de ciertas
prerrogativas; pero eso se ha debido ms que nada a
esa pasin innata de los poderosos por la prostitucin
de la inteligencia, por la compra del talento ajeno para
engalanarse con l. Las ideas se corrompen, o se
persiguen: las crceles, los exilios, la muerte. El
escritor, como la mayora de los hombres, vive de la
nica manera que le permite la civilizacin: a la
defensiva. Acaso su peculiaridad, y de ah que se le
considere distinto, aun peligroso, es que asume la
funcin de testigo de s mismo y de la sociedad en que
vive. El testigo de nuestra mediocridad siempre nos es
molesto; lo rechazamos siempre porque de una o de
otra manera nos echa en cara nuestra pequeez,
nuestra cobarda. Cada da ms, los logros de la
ciencia y de la tcnica nos alejan de nuestra propia
esencia, nos mutilan, nos invalidan, nos envuelven en

26

una placenta de satisfactores artificiales, nos


deshumanizan. Cada vez ms, nos enseamos a pasar
de largo por la vida. Olvidados cada vez ms de las
vocaciones humanas, tal parece que estuvisemos
viviendo slo para huir de nosotros mismos.
El escritor (el poeta) no es ni puede ser ajeno a esta
circunstancia; como todos, vive expuesto a los virus
innumerables de la corrupcin, a las contaminaciones
de la cosmetologa social, a las inoculaciones
colectivas de conformismo, de resignacin; vive
pidiendo un juego limpio y marcando sus cartas; es,
como todos, actor de contradicciones esenciales, sujeto
de ambigedad moral, y, por lo tanto, est igualmente
propenso a sucumbir frente a los antagonismos del
mundo: trozo de grasa en el fuego de este mundo que
no quiere, no acepta, no tolera testigos ni disidentes y
conforma, en cambio, cmplices, lacayos, meras
aproximaciones, tristes remedos humanos.
Ciertamente, las vas de escape, las tentaciones, los
promisorios cebos que se ofrecen al escritor (a los
escritores) para desertar de sus principios, para
entrampar su talento, para prostituir su vocacin, son
mltiples, como mltiples y difcilmente soportables
suelen ser tambin las mordeduras de la
incomprensin, las heridas del rechazo, las llagas del
amor propio ulcerado, las formas de la desesperacin,
la desesperanza, el sentimiento de inutilidad, la
sensacin de fracaso. Para qu luchar por decir algo
que nadie quiere or? Para qu obstinarse en la
pretensin de mostrar la luz a quienes se complacen en
su ceguera? Por qu? Para quin? La literatura no
sirve para nada, mejor amarrarle una piedra al cuello y
tirarla de cabeza al abismo. Ya est. Inmolacin de lo
que se ama. Holocausto de uno mismo.
Amante resentido con la vida, como todo aquel que
sacrifica por debilidad o pobreca de espritu al objeto
amado, el escritor que abandona el ejercicio vital de la
literatura se desata del mstil y se tira de bruces al
espejismo, al canto de las sirenas de la comodidad
condicionada, al forraje del dinero, los apoltronamientos
del puesto pblico, las suaves intrascendencias del oropel

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social; o se encarama en las espaldas del cinismo y se


dedica a manosear hasta oxidarla, la pobre moneda de su
castrado nico libro; o se aplica con rabiosa sordidez a
ejercer el oficio miserable de cancerbero, de custodio
implacable de las puertas de la creacin que l no supo
trasponer; o a emprender el camino brutal de la propia
devastacin fsica y moral, el lento suicido con la
navaja mellada de la drogadiccin o el alcoholismo.
En algn caso, simple y desvergonzadamente,
impotencia; en algn otro, una tortuosa, desgarradora
manifestacin de desprecio, un encanallarse a s
mismo para enrostrarle a los dems esa su condicin
de seres a ras de suelo.
Al rechazo, a la indiferencia de la sociedad, este
ltimo escritor responde con la irresponsabilidad, con
la autodestruccin; pero el negar la propia inteligencia,
el trocar las actividades creadoras por la esterilidad, es
una muy precaria venganza. La sordera de los hombres
no es motivo para callar; su presunto letargo mental no
justifica ninguna desercin; significa, por el contrario,
una especie de traicin imperdonable, una concesin
definitiva a quienes persiguen la mediatizacin de la
humanidad.
Ningn hombre que viva en sociedad tiene derecho
al silencio, ni nadie posee la facultad moral para
imponerlo. Todos somos culpables de lo mismo. Un
crimen, un suicidio, cualquier tipo de aniquilamiento
individual forma parte de una irreversible degradacin
colectiva. La muerte, tal vez por incomprendida e
incomprensible, es ya de por s dolorosa; no la
hagamos tambin estpida.

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Agustn Monsreal, Material de Lectura,


serie El Cuento Contemporneo, nm. 82
de la Direccin de Literatura de la UNAM.
La edicin estuvo al cuidado
de Agustn Monsreal y Guadalupe Noriega Elo.

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