Braudel Feranad. Memorias Del Mediterraneo
Braudel Feranad. Memorias Del Mediterraneo
Braudel Feranad. Memorias Del Mediterraneo
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Fernand Braudel
ePub r1.0
Titivillus 23.09.2020
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Título original: Les Mémoires de la Médtterranée. Préhistoire et Antiquité
Fernand Braudel, 1969
Traducción: Alicia Martorell
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
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Índice
Introducción
Primera parte
I. Ver el mar
II. La larga marcha hasta la civilización
III. El doble nacimiento del mar
IV. Siglos de unidad: Los mares de Levante del 1500 al 1200
V. Todo cambia del siglo XII al VIII
Segunda parte
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Introducción
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Prólogo del editor
Este libro tiene una historia. A comienzos del año 1968, un emisario enviado
desde Génova por Albert Skira llamaba a la puerta de Fernand Braudel. Su
cometido era convencerle de que escribiera, para una colección de libros
ilustrados sobre el pasado del Mediterráneo, no sólo los volúmenes obvios
sobre los siglos XVI y XVII, marco habitual de sus investigaciones sino también
el primero de la serie, el de los orígenes, la Prehistoria del mar, su
Antigüedad. Sorprendido de entrada, pero también tentado, Fernand Braudel
se apasionó enseguida con todo lo que tenía de nuevo para él una Prehistoria
ya en plena revolución en aquella época. Escribió pues este volumen, casi de
un tirón y con enorme placer.
Sin embargo, en 1970 la salud de Albert Skira ya estaba muy deteriorada.
Quizá sea la explicación, en 1971-1972, de un cierto dejar estar, unido a
algunas dudas sobre las opciones iconográficas. En todo caso, tras la muerte
del editor en 1973, la costosa colección, apenas empezada, se abandonó
definitivamente. Fernand Braudel, por su parte, estaba demasiado concentrado
en la aventura del segundo volumen de Civilización material, economía y
capitalismo como para preocuparse por recuperar y sacar adelante la
presentación de una obra proyectada dentro de un marco de conjunto. Sin
contar con la tarea adicional del aparato de mapas e ilustraciones que deberían
acompañarla. Así abandonó y prácticamente olvidó su manuscrito.
Ahora, más de diez años después de la muerte del autor, el texto plantea,
sin embargo, algunos problemas. Los que conocían su existencia se
preocupaban por su suerte. Decidir publicarlo como estaba ya resultaba
difícil, pues desde 1970 la arqueología había realizado fructíferos
descubrimientos y el carbono 14 había seguido revolucionando muchas
cronologías. Por otra parte, la colaboración de un científico que actualizara
este texto escrito libremente para el público era también una solución difícil.
¿Qué hacer? La decisión se dejó en manos de quien, por sus trabajos tan
conocidos, podía decidir con pleno conocimiento de causa: Jean Guilaine. No
lo dudó: seducido por el tono de la obra, se manifestó partidario de publicarla
tal cual, pues lo importante para él era no quebrar su ritmo y su movimiento.
La solución al problema sería indicar al lector, con notas muy precisas, todo
lo que, aquí o allá, había cambiado dataciones o interpretaciones desde la
escritura del libro y/o sugerir algunas obras que presentaran las últimas
investigaciones. Además, era necesario que un especialista perspicaz quisiera
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hacerse cargo de semejante tarea. Jean Guilaine propuso encargarse él mismo
para el periodo prehistórico, que corresponde a su propio campo de
investigación. Pierre Rouillard, con dos colegas[1], aceptó asumir la
continuación, a partir del primer milenio antes de Cristo. Queremos agradecer
calurosamente a uno y otro su generosidad.
El texto que publicamos es, pues, el manuscrito sin modificar que
recibieron las ediciones Skira en 1969 y que el autor recuperó unos años más
tarde. Las notas de Jean Guilaine y Pierre Rouillard (identificadas por las
iniciales que las firman) están situadas visiblemente a pie de página, para que
se puedan leer al mismo tiempo que el texto. El prefacio, es lo suyo, está
firmado por Jean Guilaine y Pierre Rouillard.
Al final de la obra se encontrará un atlas cartográfico (págs. 341-360) que
reúne el conjunto de los nombres mencionados y permite situarlos
geográficamente. Estos mapas generalmente son necesarios para entender el
libro, hemos renunciado sin embargo a incorporarlos en el texto, puesto que
se refieren a varios capítulos a la vez. Un índice de términos históricos y
geográficos completa el volumen.
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Prefacio
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Fernand Braudel. Redactado en el momento en que elaboraba Civilización
material, economía y capitalismo, dos años después de la edición (en 1967)
de Civilización material y capitalismo, este Mediterráneo prehistórico y
antiguo es el primer testimonio de un cambio de escala. Fernand Braudel sale
del estudio económico para plantearse los cambios sucesivos y las
articulaciones de las civilizaciones que circundaron y construyeron el
Mediterráneo: su exploración ya no se cuenta en siglos, sino en milenios,
como manifestación definitiva de la larga duración que volvemos a encontrar
en La identidad de Francia.
Este ensayo nos parece, por lo tanto, salutífero. En realidad es también
una excelente contraprueba, en la medida en que el historiador de los grandes
espacios y de los amplios periodos aporta su visión y su oficio al
protohistoriador a menudo hundido en sus particularismos y sus incógnitas
específicas. La obra podrá así aportar claves, abrir pistas, suscitar respuestas.
Habrá quien se lleve las manos a la cabeza: ¿no correremos el riesgo de
proyectar el siglo XVI, negociante y mercantil, sobre un mundo antiguo tan
diferente? Si bien Braudel se atreve a menudo a hacerlo —al relacionar el
cosmopolitismo de los puertos orientales en el segundo milenio (¡o antes!) o
la apertura comercial de una ciudad griega arcaica con la efervescencia de las
ciudades del Renacimiento, al comparar las disputas de Atenas, de Esparta o
de Tebas con la competencia entre las ciudades italianas «modernas», al
considerar en la época de las colonizaciones la cuenca occidental como un Far
West soñado de los emigrantes egeos, al evocar Cartago, «la americana»— no
cae en la trampa de su propio juego. Conoce demasiado bien las islas, las
llanuras, las montañas, los hombres y los tiempos para no limitarse a
adelantar hipótesis plausibles, presentando como simples incógnitas las
especulaciones menos firmes. Desde este punto de vista, le agradecemos que
trace paralelismos, que destaque analogías, que plantee las preguntas
pertinentes que evita el especialista, pues no tiene medios para darles
respuesta y prefiere callar. Los análisis de los grandes bloques, los de las
rupturas profundas o los de los grandes movimientos hacia el este hasta las
conquistas de Alejandro, e incluso las de Roma (aunque esta última se haya
volcado primero hacia Occidente), son algunos de los hitos. Entre las
articulaciones clave de la historia, hay una que Braudel ha sabido presentar en
una noción especialmente fuerte, la «economíamundo»; nos ha sabido
convencer de su validez para el siglo XVI, pero no ha recurrido a ella para
algunos momentos de la Antigüedad. Podemos apostar que Braudel habría
estado —sin duda agradablemente— sorprendido del «buen uso» que hace de
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este concepto uno de nuestros colegas, que estudia la Edad del Hierro desde la
perspectiva de Europa en su totalidad.
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permanente del comercio, la del alfabeto fenicio, relacionada con los negocios
y su práctica, que facilita; otra mutación considerada revolucionaria es el
funcionamiento de Atenas, tal y como se pone en marcha al final del periodo
arcaico; otra más, la emergencia de la República romana. Al mismo tiempo,
propone, como telón de fondo, una lectura diferente de la historia, que
desmitifica un tanto estos dos gigantes que son Grecia y Roma, entendidos
como hábiles recuperadores de las largas gestaciones que les precedieron. Es
más, sospechamos su debilidad por todos aquéllos que laminó la apisonadora
romana: los etruscos y los cartagineses. En este sentido, a veces es necesaria
una escritura nueva para equilibrar la aportación de los vencidos, para matizar
o cuestionar algunas atribuciones gloriosas, sabiendo que sólo se da a los
ricos y a los fuertes. ¿No se ha adjudicado demasiado a Grecia, en particular
en la esfera de las artes y las técnicas, en la que Oriente ya había esbozado los
avances decisivos?
Cuando se trata de los hechos, encontraremos, no sin deleite, un Braudel
que se cuestiona sobre su alcance, sobre la realidad de su influencia en la
evolución de los grandes conjuntos geopolíticos, sobre el sentido que hay que
dar a determinadas derrotas —la visión de los vencidos— sobrevaloradas por
los historiadores. Somos sensibles a su concepción de bloques estables que
resisten a las pruebas a pesar de la espuma de las tensiones periódicas: es la
filosofía braudeliana de la historia, en la que el peso de las masas tiene
relación directa con la trayectoria del tiempo, con el contrapunto de la sólida
convicción, desde la Prehistoria, de una «humanidad ya mestiza, mezclada».
El profesor no está muy lejos, agazapado tras el sabio fuerte en sus
convicciones, cuando, como si fuera un estudiante que se orienta mal en sus
primeros trabajos, fustiga a Alejandro, demasiado preocupado por Oriente
(una falta imperdonable para un hombre acunado en la cuenca occidental) o
cuando amonesta a Roma por perderse más allá de los confines
mediterráneos.
Finalmente, y no es el mérito menor de la obra, estamos frente al escritor
Braudel, narrador mágico que sabe jugar con el documento, plantearle las
preguntas que dan en el blanco, revivir el detalle dándole una dimensión
insospechada, relacionar situaciones en apariencia dispersas, hilvanar
elementos heterogéneos y, más todavía, tomar impulso en anacronismos
impactantes.
En este sentido, este libro es tonificante. No es el fruto de una pasión
ajena al mundo prehistórico y antiguo sino el de un eterno enamorado del
Mediterráneo que desvela para nosotros sus primeros balbuceos enriquecidos
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con una sabiduría enciclopédica. Son páginas que, a través de las pinturas, los
megalitos, las pirámides, los templos griegos o las basílicas que se recortan
sobre una luz azulada, nos devuelven la imagen de un pasado eternamente
presente.
JEAN GUILIANE
PIERRE ROUILLARD
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Advertencia
F. B. 28 de julio de 1969
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Primera parte
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Capítulo primero. Ver el mar
En el inmenso pasado del Mediterráneo, el testimonio más hermoso es el del
mismo mar. Digámoslo, una y otra vez. Mirémoslo, una y otra vez. Por
supuesto, no puede explicarlo todo en un pasado complicado, construido por
los hombres con más o menos lógica, capricho o aberración, pero devuelve
pacientemente a su sitio las experiencias del pasado, les restituye el hálito de
la vida, las coloca bajo un cielo, en un paisaje que podemos ver con nuestros
propios ojos, similares a los de antaño. Un momento de atención o de ilusión,
y todo parece revivir.
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inmenso lecho del mar —sus arenas, sus arcillas, sus greses, sus calizas, a
menudo de un grosor prodigioso, incluso sus rocas profundas primitivas. Las
montañas que encierran, estrangulan, atrincheran, compartimentan la larga
orilla marina, son la carne y los huesos del Tetis ancestral. El agua del mar
dejó aquí y allá huellas de su lento trabajo: cerca del Cairo, las calizas
sedimentarias «de un grano tan fino y de un blanco lechoso que permiten al
cincel del escultor dar la sensación de volumen trabajando con profundidades
de sólo unos milímetros», las grandes placas de caliza coralífera con las que
se levantaron los templos megalíticos de Malta, la piedra de Segovia, que hay
que mojar para trabajarla con mayor facilidad, las calizas de Latomía, las
enormes canteras de Siracusa, las piedras de Istría en Venecia, y tantas otras
rocas de Grecia, de Sicilia o de Italia: todas ellas nacieron del mar.
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con sus proyecciones incandescentes el mar que le rodea. Terremotos y
erupciones marcaron sin tregua el pasado y amenazan el presente de los
países mediterráneos. Una de las pinturas murales más antiguas (murales, no
rupestres), en un templo de Çatal Höyük, en Anatolia (hacia el 6200 a. C.)
representa una erupción volcánica, quizá del cercano Hasan Dag.
Tendremos ocasión de hablar de las convulsiones «plutónicas» del suelo
de la antigua Creta minoica, y en particular de la fantástica explosión de la
isla cercana de Thera (actualmente Santorín), hacia 1470-1450 a. C. La mitad
de la isla estalló, provocando un enorme maremoto y lluvias apocalípticas de
cenizas. Actualmente, la isla extraña de Santorín es un semicráter que apenas
emerge del agua. Si creemos al arqueólogo Claude A. Schaeffer, los
terremotos y los movimientos sísmicos también desempeñaron un papel
importante en la destrucción brutal e inesperada de todas las ciudades hititas
de Asia Menor, a comienzos del siglo XII a. C.; en ese caso, la naturaleza, que
no los hombres, sería responsable de un cataclismo todavía enigmático para
los historiadores.
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de los Apeninos, fue tierra de nadie durante casi toda la época prehistórica. El
hombre sólo se instalará allí a partir de las ciudades palustres de las
Terramaras, hacia el siglo XV antes de Cristo.
En general, la vida brota más espontáneamente en las tierras altas,
inmediatamente aprovechables, que al nivel del mar Mediterráneo. Las
llanuras sometidas, sólo accesibles al hombre inmerso en sociedades
obedientes, nacen del trabajo colectivo y de su eficacia. Son la otra cara de las
tierras altas, encaramadas, pobres, libres, con las que establecer un diálogo
necesario, aunque temeroso. La llanura se siente, se considera superior; come
hasta hartarse, alimentos escogidos; no obstante, no deja de ser una presa, con
sus ciudades, sus riquezas, sus tierras feraces, sus caminos abiertos. Telémaco
mira con condescendencia a los montañeses del Peloponeso, comedores de
bellotas. Lógicamente, Campania o Apulia viven aterrorizadas por los
campesinos de los Abrazos, pastores que se abalanzan con sus rebaños sobre
las cálidas llanuras al empezar el invierno. A fin de cuentas, los hombres de
Campania prefieren el bárbaro romano al bárbaro de las alturas. El servicio
que Roma presta a la Italia del Sur, en el siglo III, es reducir a la obediencia y
al orden el macizo salvaje y temible de los Abrazos.
El drama de las incursiones montañesas es moneda corriente y podemos
encontrarlo en cualquier época, en cualquier región del mar. La vida enfrenta
machaconamente a los hombres de las alturas, comedores de bellotas o de
castañas, cazadores de animales salvajes, vendedores de pieles, de cuero, de
cabezas de ganado, siempre dispuestos a emprender la marcha y emigrar, con
las gentes del llano, apegadas a la tierra, sometidos los unos, soberbios los
otros, amos de las tierras, de los resortes del poder, de los ejércitos, de las
ciudades, de los barcos que recorren los mares. Es el diálogo, aún presente en
nuestros días, entre la nieve y el frío de las alturas austeras y las tierras bajas
donde florecen los naranjos y las civilizaciones.
En realidad, mucho cambia la cosa de la azotea a la planta baja. Aquí,
progresar, allá tratar de vivir. Incluso las cosechas, a unas horas de marcha, no
se rigen por el mismo calendario. El trigo, que se esfuerza por subir todo lo
que puede, madura dos meses más tarde en las tierras altas que al nivel del
mar, así que los accidentes meteorológicos no pueden tener el mismo
significado para las cosechas en función de la altitud. Una lluvia tardía en
abril o en mayo es una bendición en la montaña y una catástrofe en el llano,
donde el trigo casi maduro podría enmohecerse y pudrirse. Estas
observaciones son tan válidas para la Creta minoica como para la Siria del
siglo XVII después de Cristo, o la Argelia de nuestros días.
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El Sahara y el Atlántico
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perfección equivalente. Los vientos dominantes del nordeste, de abril a
septiembre, los vientos etesios de los griegos, no aportan ningún alivio,
ninguna humedad real al horno sahariano. El cielo de verano sólo se vela
cuando, por algunos días, se desencadenan el jamsin o el siroco, el plumbeus
Auster de Horacio, denso como el plomo —esos vientos del sur cargados de
arena, que a veces arrastran hasta muy lejos las lluvias de sangre que hace
cavilar a los sabios y estremecerse a los simples.
Soportar seis meses de sequía a la espera de una gota de agua, es pedir
mucho a las plantas, los animales, los hombres. El bosque, vegetación
espontánea en las montañas del Mediterráneo, sólo sobrevivirá si el hombre
no lo toca, si no abre carreteras, si no enciende demasiados fuegos que
despejen el terreno de sus campos, si no instala en ellos a sus ovejas o sus
cabras, si no corta demasiada madera para calentarse o para construir sus
naves. Los bosques maltratados se degradan rápidamente, el monte bajo y la
garriga, con sus múltiples rocallas, con sus plantas y arbustos aromáticos, son
las formas decadentes de aquellos imperios vegetales, siempre admirados en
el Mediterráneo como una riqueza rara. Cartago, que se resentía de ser
africana, buscará en Cerdeña la madera para sus naves. En peor situación
estaban Mesopotamia y Egipto.
El desierto sólo se borra cuando aparece el océano Atlántico. Desde
octubre, casi nunca antes, frecuentemente después, las depresiones oceánicas,
henchidas de humedad, comienzan sus viajes procesionales de oeste a este.
Cuando una de ellas cruza el estrecho de Gibraltar, o pasa de un salto del
golfo de Gascuña al golfo de León, corre hacia el este girando sobre sí misma,
desata los vientos que, desde todas direcciones, caen sobre ella y la empujan
más y más, hacia Oriente. El mar se ensombrece, sus aguas adquieren las
tonalidades gredosas del Báltico o, azotadas por los ciclones, desaparecen
bajo un polvo de espuma. Y se desatan las tempestades. Y las lluvias, a veces
la nieve, comienzan a caer: los ríos en seco desde hace meses se hinchan; hay
días que las ciudades desaparecen bajo una cortina de agua torrencial y nubes
bajas, como el cielo dramático de Toledo en los cuadros del Greco. Es la
estación «de negras lluvias», imbribus atris, que roban la luz del sol. Las
inundaciones son frecuentes, brutales, ocupando el llano en el Rosellón o en
la Mitidja, en Toscana o en España, en los campos de Salónica, y a veces
estos cursos absurdos de agua cruzan el desierto, inundan las calles de La
Meca, transforman en torrentes de agua y lodo las pistas del norte sahariano.
En Aín Sefra, al sur de Oran, Isabelle Eberhard, la exilada rusa embrujada por
el desierto, perecía en 1904 arrastrada por una crecida insospechada del wadi.
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Sin embargo, el invierno mediterráneo también es suave; la nieve es
insólita en las tierras bajas; tiene sus días de claro sol, en los que a veces
callan el mistral o el bóreas; incluso el mar tiene treguas momentáneas y los
barcos de remo se pueden adentrar un instante en alta mar; finalmente, esta
estación tempestuosa es también la época de las lluvias benéficas. Los
campesinos de Aristófanes pueden alegrarse, charlar, beber, no hacer nada,
mientras Zeus «fecunda la tierra» a chorros. Hace frío, apilemos la leña junto
al fuego y bebamos, es el consejo de Alceo, el viejo poeta de la griega
Mitilene. Siempre hay tiempo para algunas tareas invernales: moler los granos
de trigo o tostarlos para que se conserven, cocer y reducir el vino dulce, tallar
venablos, cortar en el bosque un tronco curvo de encina para hacerle una
cama al arado, cazar con trampas a las aves que migran, trenzar un cesto,
llevar la borrica hasta el mercado…
El trabajo de verdad no comienza hasta las últimas lluvias de la
primavera, cuando vuelve la golondrina, que saluda la antiquísima canción de
la isla de Rodas:
Golondrina, golondrina
que traes la primavera
(…)
Golondrina de blanco vientre
Golondrina de negro lomo…
Pero es una primavera breve, que casi se agota en cuanto brotan los jacintos y
los lirios del arenal, las flores microscópicas de los olivos. Empiezan entonces
los lentos meses del verano, con su interminable labor. Y el calendario
agrícola, muy cargado, no se interrumpirá hasta el otoño, hasta el momento,
dice Hesíodo, en que «la voz de la grulla lanza desde lo alto de las nubes su
llamada» que anuncia la siembra y «la llegada del invierno lluvioso».
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el exceso de agua o las heladas primaverales que queman la flor del trigo y los
renuevos de la vid, o el golpe de siroco que seca el grano lechoso antes de que
madure. Los campesinos del Mediterráneo siempre temieron estas sorpresas
que pueden destruirlo todo en un instante, tan rápido como las «nubes
pestíferas» de langosta, también frecuentes. En Cabilia, cada vez que «se
abren las puertas del año [es decir, en los equinoccios y en los solsticios]», se
dice que se anuncia una nueva estación, «con su fortuna: pan de cebada o
hambruna».
¿La única salida real sería el regadío, solución que adoptaron las primeras
civilizaciones a lo largo de los ríos, el Nilo, el Eufrates, el Indo? En principio,
sí. Pero este regadío, por el motivo que fuere, tiene que ser imprescindible,
porque es una solución de lujo que requiere enormes esfuerzos. Limitada en el
espacio, sólo ha protegido a algunos países de los imprevistos.
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de la agricultura, coincide desgraciadamente con una erosión destructora de
las tierras cultivables. Es un fenómeno que se extiende hasta el Imperio
Romano, que se resolverá de alguna forma multiplicando en África del Norte,
desde Cirenaica a Marruecos, los diques, las presas, las terrazas. Detenida,
entorpecida su marcha un instante, la erosión se reanuda al final del Imperio;
el agua rompe entonces los diques y presas. Y se lleva la tierra vegetal. La
Edad Media, en el Mediterráneo y lejos de él, será más favorable, los cursos
de agua se hinchan, vuelven a ser fuentes de acumulación de limo. Para los
geógrafos árabes de los siglos XI, XII y XIII, el Chelif, con sus inundaciones
regulares, o el Sous, se pueden comparar al Nilo. Estas exageraciones pueden
hacernos sonreír, pero los ríos de ahora ya no son los de antaño. Hacia el siglo
XVI se invierte la tendencia. La erosión vuelve por sus fueros, los cursos de
agua se hunden en sus antiguos aluviones (a veces de un grosor de unos
cuarenta metros) y arrojan al mar arenas y limos; los deltas se agrandan, pero
sus tierras fértiles no son fáciles de retener. Contra esta erosión generalizada
de los suelos, que se prolonga hasta nuestros días, no parece haber esperanzas
de remedio eficaz.
La alternancia de la sedimentación y de la erosión se explica por los
cambios en el nivel del mar, las variaciones del clima (más agua significa
mayor fuerza de la erosión), la acción del hombre que interviene en la
composición de la capa vegetal y modifica las condiciones de la escorrentía:
desde el Paleolítico, a causa de los incendios forestales que provoca (5.000
m3 de cenizas en una excavación argelina del periodo capsiense); a partir del
Neolítico a causa de su agricultura sobre tierra quemada y de sus rebaños.
Se abren así nuevas perspectivas. Obligan a revisar las explicaciones
antiguas. Si la Campagna romana queda despoblada y se deteriora, hacia el
siglo IV después de Cristo, se debe tanto a los hombres negligentes como a la
mayor escorrentía, que arroja sobre las regiones bajas la grava y el agua
insalubre. Cuando la malaria se asienta con virulencia hacia el siglo XVI, es
porque el agua ocupa las tierras bajas, las anega, sin liberarlas después,
obligando al hombre a luchar contra ella metro a metro o a huir.
Todas estas razones pueden explicar además la estabilidad y el valor
excepcional en el Mediterráneo de los cultivos en terrazas, por encima del
agua de los valles, trepando por las colinas en las que muy pronto se agrupan
el trigo, el olivo, la vid, la higuera…
Facilidades limitadas
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Resumamos: tendemos demasiado a creer en la suavidad, la facilidad
espontánea de la vida mediterránea. Es dejarse engañar por el encanto del
paisaje. La tierra cultivable es escasa, las montañas áridas o poco fértiles son
omnipresentes («muchos huesos y poca carne», decía un geógrafo); el agua de
las lluvias está mal repartida: abunda cuando la vegetación descansa en
invierno, desaparece cuando más la necesitan las plantas nacientes. El trigo,
como otras plantas anuales, tiene que darse prisa en madurar. El clima
tampoco facilita la faena de los hombres: todos los trabajos se hacen en los
periodos de más calor, para obtener cosechas más bien escasas. «Siembra
desnudo, ara desnudo, cosecha desnudo», es decir, en el momento en que
hace demasiado calor para vestirse, es el consejo de Hesíodo. Nudus ara, sere
nudus, repite Virgilio. Y si falta grano al cabo del año —añade—, «entonces
sacude los robles del bosque para calmar el hambre…».
Hay que añadir que el agua del mar, siempre tibia, cerca de los 13 °C en
su enorme masa (lo que suaviza el clima en invierno), es biológicamente muy
pobre. El naturalista que conoce el Atlántico y «ve subir en el Mediterráneo la
nasa o el copo» queda estupefacto de no encontrar «el hormigueo de vida que
caracteriza los ricos fondos oceánicos»; pocos moluscos, pocos peces,
generalmente de pequeño tamaño. Sin duda hay pesquerías renombradas,
como la laguna de Comacchio, el lago de Bizerta, el río marino del Bósforo y,
en el Helesponto, «los pasos de Abidos, ricos en ostras»; todos los años se
pueden rastrear bancos de atunes frente a las costas de Sicilia, de África del
Norte, de Provenza, de Andalucía… Precaria provisión, entre unas cosas y
otras: los frutti di mare son exquisitos, pero están contados. Mil razones
explican este desastre: las costas escarpadas desprovistas de bajíos —y los
bajíos garantizan la vida de los alevines—; la pobreza del plancton vegetal y
animal, tan catastrófica como en el mar de los Sargazos, donde las aguas
superficiales tienen por ello las mismas transparencias azuladas que el
Mediterráneo; finalmente, el interminable pasado tan complicado del mar,
responsable de frecuentes variaciones brutales de la salinidad y de la
temperatura, que fueron diezmando las faunas locales unas tras otras.
Su angosta comunicación con el océano es lo que salva al Mediterráneo.
Imaginemos que un dique cierre el estrecho de Gibraltar: el Mediterráneo se
transformaría en un lago salobre del que desaparecería toda la vida. Por el
contrario, si se abriera al Atlántico más de lo que está, reviviría, animado por
el vaivén de las mareas, invadido por el pulular de las faunas oceánicas; el
agua de la superficie se enturbiaría, la tibieza excepcional de los inviernos
desaparecería. ¿Y entonces? Nos resignaremos a comer en el Mediterráneo el
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pescado congelado del océano, donde arriba con regularidad. Y en Venecia,
degustaremos el privilegio de una orata ai ferri que no venga de la laguna,
sino de las aguas libres del Adriático, de los hermosos pesqueros de velas
pintadas de Chioggia.
¿Y la riqueza misma del mar?, podríamos decir mientras desfilan todas las
imágenes de un Mediterráneo, sembrado de islas, de costas recortadas por
innumerables calas, cuna de marinos, invitación a los viajes y a los
intercambios… Y es que el mar no siempre ha sido este «vínculo natural»
entre las tierras y los hombres tan mentado. Fue necesario un larguísimo
aprendizaje. Casi tan desnudo frente al mar como lo hemos estado nosotros,
durante tanto tiempo, frente al espacio aéreo, el hombre primitivo no se
aventuró sobre las olas del Mediterráneo hasta los milenios XII y XI
(probablemente) o VI y V (con seguridad) —lo que no deja de ser un récord
maravilloso. Pero empezar un aprendizaje no es garantía de destreza
inmediata. Hasta el tercer milenio (o más) no se convierte la marina en una
verdadera herramienta, hasta el segundo milenio no resultan eficaces los
intercambios, hasta el primer milenio no se afianza la navegación más allá de
Gibraltar, por las rutas sin fin del mar Tenebroso.
Así pues, las «navegaciones salvajes», temprano empeño, no se
convierten en navegaciones civilizadas, regulares, cuando no seguras, hasta
muy tarde. Incluso algunos de estos enlaces marítimos relativamente densos
sólo comunican determinadas riberas, determinadas ciudades. Primero cruzan
los espacios marinos estrechos, abarcando como mucho uno de los mares
privados en los que se divide el Mediterráneo, que son otras tantas economías
semicerradas. «Quien dobla el cabo Maleas —dice un proverbio griego—
debe olvidar su patria».
El umbral de Sicilia
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tierra, siempre escuchamos la misma canción: estamos en el Mediterráneo,
por supuesto; el clima de Cádiz recuerda al de Beirut, las costas provenzales
se asemejan a las del sur de Crimea, podríamos encontrar en Sicilia la
vegetación del monte de los Olivos, cerca de Jerusalén. Así es, pero la forma
de trabajar la tierra no es la misma, ni tampoco las herramientas, ni la forma
de rodrigonar y emparrar la vid, ni los vinos son los mismos, ni los olivos, ni
tampoco las higueras o los laureles, ni las casas, ni los vestidos. Quien no
haya visto Ragusa en febrero, por San Blas, transformada por la música y la
danza, invadida por las mujeres y los hombres de la montaña, no podrá
comprender la dualidad fundamental de las tierras dálmatas. La geografía
apenas se limita a esbozar estas diferencias; el pasado, fabricante encarnizado
de particularismos, lo ha acentuado todo, dejando aquí y allá sus colores
deleitosos.
Además, grandes contrastes rompen la imagen única del mar: el Norte no
es, no puede ser el Sur; como tampoco el Oeste es el Este. El Mediterráneo se
alarga demasiado siguiendo los paralelos y el umbral de Sicilia lo rompe en
dos en lugar de unir sus fragmentos.
De la costa meridional de Sicilia a las costas de África, el mar Interior
sólo ofrece fondos poco importantes; parece que se está alzando; un pequeño
esfuerzo y un dique lo cerraría de norte a sur. Estas escasas profundidades
marinas forman una línea de islas que va desde Sicilia hasta las costas de
coral y esponjas de Túnez: Malta, Gozo, Pantelaria, Lampedusa, Zembra, las
Kerkenna, Yerba… Conservo el recuerdo de viajes aéreos entre Túnez y
Sicilia, entre Grecia e Italia. El hidroavión volaba bajo en aquellos tiempos:
se distinguía hasta la línea de las salinas de Trapani, al oeste de Sicilia, hasta
la sombra de las barcas en el fondo del mar junto a la costa, hasta las venas de
agua más azul que revelan las corrientes superficiales; ¡se veía, oh milagro, en
el mismo instante, Corfú y el golfo de Tárente! En este mapa aéreo fantástico,
formado de recuerdos que se van acumulando, se me aparece siempre la
bisagra de los dos Mediterráneos. La Historia con mayúsculas siempre tuvo
predilección por ella. ¿Podría ser de otra forma? Norte contra Sur, es Roma
contra Cartago; Este contra Oeste es Oriente contra Occidente, el Islam al
asalto de la Cristiandad. Si las batallas de antaño se aparecieran, de golpe,
todas juntas, una inmensa línea de combate se desplegaría desde Corfú a
Actium, a Lepanto, a Malta, a Zama, a Yerba. La historia demuestra que,
nueve de cada diez veces, las dos cuencas del mar Interior —Este y Oeste,
Levante y Poniente— tienen tendencia a replegarse sobre ellas mismas,
aunque intercambien si llega el caso barcos, mercancías, hombres e incluso
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creencias. El mar acabó obligándolas a vivir juntas, pero son hermanas
enemigas, opuestas en todo. El cielo mismo y los colores difieren a uno y otro
lado del umbral de Sicilia: el Este es más claro; en el mar más violeta que
azul, negro como vino, decía Homero, las Cicladas son manchas de un
naranja luminoso, Rodas una masa negra, Chipre un bloque de azul intenso.
Así las vi, una tarde, volando desde Atenas a Beirut. Podemos criticar el
progreso, pero para ver el Mediterráneo aconsejaremos empezar por un viaje
aéreo en un día claro, sobre un avión que, no muy lejos de la tierra y del mar,
viaje sin demasiada prisa…
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está entreverado y la brillante aparición de las primeras civilizaciones, en el
Mediterráneo, es el resultado, ahora lo veremos, de una confluencia.
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Capítulo II. La larga marcha hasta la civilización
Orientarse a través del espacio familiar del Mediterráneo exige poco esfuerzo.
Si cerramos los ojos, se agolpan los recuerdos: estamos en Venecia, en
Provenza, en Sicilia, en Malta, en Estambul. Orientarse a través de la
totalidad del tiempo vivido por este mismo Mediterráneo representa una
dificultad bien distinta. En busca del tiempo perdido, hay que desenredar a
contrapelo un hilo interminable que, a medida que nos lleva hacia el pasado
remoto, se hace cada vez más inasible.
¿Debemos interrumpir nuestro viaje en el umbral del tercer milenio? En
ese momento acaban de aparecer, en Oriente Próximo, las primeras
civilizaciones, ya densas, con sus campos, sus animales domésticos, sus
aldeas agrupadas, sus ciudades, sus dioses, sus príncipes, sus sacerdotes, sus
escribas, sus barcos, su comercio… Nos encontraríamos sin sorpresa con
civilizaciones clásicas, que siguen marcando, aún en nuestros días, el
comienzo de cualquier educación histórica. En Egipto, en Mesopotamia, casi
estamos en casa, pero ¿no será una ilusión reconocerles el valor de punto de
partida?
Sin duda se trata de un giro radical. La gran cesura no está entre antes y
después de la caída de Roma, como pensaban los historiadores ilustres del
pasado, Fustel de Coulanges, Ferdinand Lot, Henri Pirenne, sino antes y
después de la agricultura y la escritura. Ésta es la gran línea que abre en dos
las aguas del mundo: «Prehistoria» por un lado, «historia» por el otro, en el
sentido tradicional y demasiado estrecho del término. Sí, pero, al contrario de
lo que se pensaba antes, agricultura e historia están lejos de aparecer en el
mismo momento.
Sabemos desde los últimos descubrimientos arqueológicos que la primera
agricultura, la primera domesticación de animales salvajes, la primera toma
de conciencia del hombre frente a su destino, los primeros artesanos de la
cerámica y del cobre, las primeras ciudades, los primeros intercambios
marítimos no empiezan ni en Sumer, ni con Menes Narmer, el legendario
primer faraón de Egipto, sino dos, tres o cuatro milenios antes, en Asia
Menor, en Palestina, en Irak. ¿Nos seguiremos atreviendo a decir La historia
comienza en Sumer, título de un libro, hermoso por otra parte, publicado en
1958? Sumer no surgió de la nada. Y como empezamos a saber un poco mejor
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lo que ocurrió siglos y milenios antes de Sumer, el deseo de echar un vistazo
se vuelve imperioso.
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F. Libby en 1946: permite remontarse a más de 60.000 años desde la época
actual. Los vegetales, los animales, los hombres, han incorporado en el
transcurso de su existencia una cantidad determinada de carbono radioactivo
y sus restos pierden progresivamente la radioactividad. Esta pérdida
cuantificable es como un reloj retrospectivo, con sus errores posibles, sus
aberraciones que a menudo saltan a la vista y sus asombrosas respuestas, que
se establecen mejor en la medida en que se cruzan con otras. El problema es
que estas dataciones no se han realizado en todas las excavaciones y los
resultados de las que se están realizando tardan en publicarse. La actualidad
arqueológica está por lo tanto en cambio constante. ¿No está acaso Sherlock
Holmes obligado a menudo a renunciar a todas sus hipótesis y a partir de
cero?
Desde sus inicios, el hombre se extendió por toda la superficie del Viejo
Mundo. El destino inicial del Mediterráneo se confunde básicamente con la
historia del hombre a través de este enorme espacio, desde sus orígenes más
remotos. Una historia lenta, muy lenta, cuyas etapas cronológicas ya no se
miden por milenios —sería irrisorio— sino por decenas o centenares de
milenios. Estas dimensiones de un tiempo inhumano, fabuloso, son poco
comprensibles a primera vista.
Probablemente existan «tres niveles en la evolución del hombre a partir de
sus antepasados subhomínidos: el nivel australopiteco, el nivel pitecántropo y
el nivel homínido». Y el pitecántropo, repartido por todo el Viejo Mundo, se
denomina a menudo homo erectus: es como si remontáramos hasta él la
aparición del hombre. ¿En nombre de qué criterio? ¿Dónde empieza el
hombre? Se ha dicho durante mucho tiempo que con la posesión de la
herramienta. Ahora bien, el australopiteco (que se extiende por África) ya
sabía fabricar herramientas con guijarros y utilizarlos hace quizá tres millones
de años. Esto nos lleva a comienzos del cuaternario. Antes, los homínidos del
Mioceno y del Plioceno, antepasados de los australopitecos, ocupan su lugar
en una cadena de primates y, como estos seres a su vez se asimilan a otras
especies, el hombre, en esta evolución sin fin, no es más que un accidente,
infinitamente precioso, es verdad, por sus consecuencias, pero tardío,
minúsculo a la escala de la vida en nuestro planeta. Un prehistoriador nos da
esta imagen simple: imaginemos toda la evolución biológica de los seres
terrestres encerrada en el ciclo de un solo año solar: la vida aparecería sobre
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la Tierra el 1 de enero, las primeras formas de prehomínidos se situarían el 31
de diciembre hacia las 17 h 30 de la tarde; el hombre de Neandertal aparecería
hacia las 23 h 40; toda la vida del homo sapiens, desde la edad de piedra hasta
nuestros días, cabría en los minutos restantes.
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luego del homo sapiens, quizá tan antiguo como él, pero muy extendido hacia
el 30.000.
La herramienta misma y sus perfeccionamientos sucesivos nos aportan las
distinciones cronológicas habituales. A este respecto, debemos acostúmbranos
a una terminología extraña para el profano, sin una lógica preestablecida, pues
estas diferencias en las herramientas se bautizaron con el nombre de las
excavaciones en las que se hicieron los primeros descubrimientos
característicos. Dado que Francia, por sus yacimientos, como también por sus
prehistoriadores, desempeñó un papel pionero en la construcción de la ciencia
prehistórica, estos lugares son frecuentemente franceses: Abbéville, Saint-
Acheul, Levallois, La Gravette, Solutré, La Madeleine —pero también
ingleses (Clacton on the Sea) o, para designar algunos particularismos,
norteafricanos, palestinos, etc. No se trata de enumerar aquí la larguísima
nomenclatura que figura con mayor claridad en una tabla anexa, sino de
comprender su sentido simbólico. Preferiríamos, claro está, una tipología
sistemática, reconstruida con perspectiva, pero ¿era posible hacerlo? Sería
renunciar a un lenguaje científico que se utiliza sin interrupción desde hace
más de un siglo.
El interminable Paleolítico
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madera una herramienta de piedra, armarse más eficazmente contra los
animales salvajes, fijando una punta de sílex en el extremo de un astil.
Esta conquista, anunciadora de los progresos decisivos del Paleolítico
superior —se ha hablado incluso, siguiendo al abate Breuil, de Leptolítico,
edad de la piedra ligera— fue tardía. Durante mucho tiempo, sus herramientas
burdas convirtieron al hombre en un depredador poco eficaz, cazador mal
armado que debe limitarse a animales lentos o jóvenes, presa a su vez de las
fieras que lo superan en fuerza y en velocidad. Practicando la pesca, la
recolección, vive nómada, en grupos minúsculos que cambian frecuentemente
de territorio de caza, expuesto al hambre, pues no dispone de reservas,
reuniéndose de vez en cuando con otros grupos humanos para batirse o
intercambiar algunos objetos.
Con el tiempo, estos puñados de humanos recorren distancias enormes.
Sin que podamos conocer el itinerario, ni siquiera aproximado, todo recorre
distancias fabulosas, en primer lugar las propias herramientas, con sus
técnicas fácilmente reconocibles. Una misma «civilización», es decir, un
mismo procedimiento de tallar la piedra se encuentra en todo el contorno
mediterráneo en periodos más o menos coincidentes, al menos en las fases
primitivas del Paleolítico inferior: las herramientas son de tipo abbevilliense o
achelense en África del Norte o en España, en Siria o en los Balcanes. Luego,
sobre todo a partir del Paleolítico superior, veremos aquí y allá rasgos
originales, grandes adelantos o francos retrasos. El Magreb occidental, al final
del Paleolítico y al comienzo del Neolítico ya está al parecer retrasado,
aunque no todos los especialistas están de acuerdo en este punto.
En cualquier caso, el tratamiento de las pequeñas lascas, los microlitos
que desarrollan en Europa, al final del Paleolítico y más todavía en el
Mesolítico, el uso de una multitud de herramientas minúsculas, cada una
adaptada a su labor, se encuentra en todas partes, de Escocia a las costas del
cabo de Buena Esperanza, del Atlántico a los montes Vindhya en la India y
hasta en el desierto de Mongolia, en superficies que no tienen parangón con lo
de nuestro Mediterráneo. El desarrollo de los objetos de adorno —collares,
brazaletes de conchas, el ocre con el que se pintan los cuerpos— es muy
importante, relacionado quizá con creencias mágicas. Es innegable que los
objetos suntuarios recorren enormes distancias, pues encontramos ámbar
nórdico en los Pirineos.
Finalmente, antes o después, todas las regiones accesibles alrededor del
mar recibieron la visita de pequeñas hordas de cazadores primitivos. En casi
todas partes dejaron huellas de su estancia o de su paso. Córcega y Cerdeña,
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continente único perdido durante mucho tiempo en el mar, tuvieron que
esperar la llegada tardía de los navegantes que las abordaron hacia el tercer
milenio[5]. Si es así, sólo se trata de una excepción que confirma la regla.
Hace veinte o treinta años se creía que los inmigrantes que habían inaugurado
la «revolución neolítica» en el continente griego se instalaron, ellos también,
en tierras vírgenes de toda ocupación humana. El abate Breuil era escéptico:
«Buscad y encontraréis», aseveraba. Y desde que se realizaron prospecciones
sistemáticas en Grecia, los yacimientos paleolíticos han ido apareciendo unos
tras otros. Los cazadores de la primera edad de Piedra no dejaron demasiadas
tierras sin ocupar. Sólo el mar los podía detener.
Esta difusión generalizada es hija, en definitiva, de una época
desmesuradamente larga, que se prolonga a sí misma durante milenios. La
primera civilización de la piedra tuvo mucho tiempo para dar la vuelta al
Viejo Mundo, propagándose por capas idénticas. Cuando los progresos se
empiezan a precipitar (relativamente con el final de Paleolítico, y sobre todo
con el Neolítico), entonces los verdaderos desfases empiezan a dibujar zonas
privilegiadas, a crear diferencias de nivel. Que, como siempre, provocarán
intercambios más dinámicos bajo el signo de la compensación, es decir, una
nueva aceleración del progreso.
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que pueden haber sido bastante rigurosas. Al mismo tiempo, el aire frío del
norte empuja hacia los caminos del mar Interior a la práctica totalidad de las
depresiones ciclónicas procedentes del Atlántico. La caída de las temperaturas
se acompaña en el Mediterráneo con lluvias prolongadas y abundantes. Con
estas oscilaciones, el mar conoce varios «periodos pluviales» fríos, que
alternan, cuando el hielo retrocede hacia el norte, con periodos relativamente
cálidos y secos. Cursos de agua de abundante caudal, heladas que hacen
estallar las piedras de las regiones elevadas —todo este pasado está inscrito
en las enormes masas de aluviones que datan de los tiempos paleolíticos.
Esta explicación general no es suficiente para abarcar todas las
variaciones climáticas, pues el Sahara conoció también periodos alternos de
sequía y de humedad, que no concuerdan exactamente en su cronología con
los del Mediterráneo. Los especialistas hablan de un sistema de vientos, de
temperaturas y de lluvias centrado en África ecuatorial y nortropical, un
sistema de monzones que también se desplaza hacia el norte o hacia el sur. Su
influencia humidificante podría haberse dirigido hacia el norte en tiempos del
tercer periodo interglaciar, creando el Sahara «del Chad y los hipopótamos»;
luego un nuevo avance, al final de las glaciaciones, explicaría la sorprendente
aparición del Neolítico sahariano, con sus pastores (negros, sin duda), sus
maravillosas pinturas rupestres (jirafas, leones, elefantes, gacelas) y sus
creaciones agrícolas inesperadas, como un pequeño Egipto efímero a la orilla
de los ríos del desierto (L. Balout).
Forzosamente, la tentación de relacionar estas crisis climáticas con la vida
cambiante de los hombres, los animales y las plantas, con la desaparición o la
evolución de las especies vivas, es enorme. No obstante, hay que ser
prudentes: estas crisis, tan vivas en Europa, donde con seguridad precipitaron
la evolución humana, están prácticamente ausentes de otras regiones. Las
plantas, los animales y los hombres sufrieron evidentemente estas cóleras
climáticas, siempre de larga duración, pero el hombre tiene una «tendencia a
la insumisión» y todos los seres vivos reaccionan, se adaptan en general,
luchando contra las limitaciones, o simplemente trasladándose. Los cambios
de la fauna no siempre ofrecen indicaciones incuestionables sobre las
pulsiones climáticas.
Es curioso no obstante ver renos en Europa occidental mucho antes de la
última y fuerte glaciación de Würm (imaginárselos por París o en la meseta
castellana no deja de ser una sorpresa), o encontrar, ¡menudo personaje!, el
mamut llamado «de ojos picaros» de la gruta de Rouffignac, en el Perigord.
Otras sorpresas: encontrar en Romanelli, cerca de Lecce, en el tacón de la
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bota italiana, los restos de un pájaro del Gran Norte y de un gran pingüino. O
a la inversa, acostumbrarse a la presencia de hipopótamos en las marismas
pontinas. ¡Es cierto que el «hipopótamo lanudo», especie desaparecida en
nuestros días, estaba adaptado al frío! La historia de los elefantes (atlántico,
africano, asiático…) con sus especies tan diferentes que corresponden a otras
tantas categorías climáticas, es un ejemplo de las posibilidades de adaptación
de todo ser vivo. La presencia de elefantes antiguos en Delos demuestra que
la isla formó parte en otro tiempo del continente. En Sicilia, en Cerdeña, en
Creta, en Chipre, en Malta, restos de elefantes enanos hablan de la
degeneración de especies antiguas, literalmente atrapadas en las formaciones
insulares. En 1960, excavaciones en los arenales de Larissa, en Tesalia,
descubrían «osamentas de mamut y de hipopótamo, así como herramientas de
sílex y de hueso de tipo levalloisiense-musteriense». Existen ejemplos de este
tipo para dar y tomar: en 1940, se descubrían en el Gard las pinturas de la
caverna de La Baume-Latrone (sin duda auriñaciense); en ellas, un fresco de
elefantes y un rinoceronte están esquematizados de forma casi burlesca.
En algunos casos, la vida animal puede ofrecernos un testimonio casi
irrecusable de los accidentes climáticos del pasado. En el monte Carmelo, en
Palestina, los arqueólogos han podido seguir los triunfos sucesivos de la
gacela, favorecida por la sequía y por el sol, frente al gamo, «adaptado a la
vida forestal», al clima húmedo y templado de los periodos pluviales. Se ha
establecido una divertida curva de esta competencia a partir de los restos
superpuestos de estos animales que se contabilizan en cada capa arqueológica.
En función de las oscilaciones del clima, las especies, fieles a su naturaleza,
se refugian más al norte o más al sur, hacia el calor, la sequedad o la fresca
lluvia. Ahora bien, el Mediterráneo alza ante estos emigrantes involuntarios
su masa permanente. Cuando avanzan los hielos, las «especies frías»
tropiezan rumbo al sur con esta barrera. Al retirarse los hielos, las «especies
cálidas» no podrán llegar fácilmente a las costas y tierras del norte. Sólo a
través del ancho continente africano, y más todavía del continente
euroasiático, superficie sólida continua, migraciones de un radio muy amplio
han podido producir luchas libres entre especies y mezclas inesperadas. Es
una de las muchas ventajas del Oriente Próximo continental.
Habría que ocuparse también de los vegetales y de sus asociaciones,
testigos más seguros, menos desconcertantes, aunque también complicados.
Las apasionantes investigaciones de los paleobotánicos están en sus inicios.
Hay que esperar: en este terreno podemos encontrarnos con muchas sorpresas.
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Ríos y costas
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los hombres del Auriñaciense o del Solutrense una impresión de inestabilidad
de los datos físicos del medio en el que vivían, de estación en estación, de año
en año? Las oscilaciones climáticas se extienden en realidad a lo largo de
siglos y siglos, de acuerdo con un ritmo de amplia cadencia. ¿Se deben a
perturbaciones locales o a perturbaciones generales? ¿A variaciones de la
intensidad de las radiaciones de origen solar, como piensan muchos
especialistas? ¿O, como se avanzaba ayer y como ya nadie se atreve a decir
hoy —es una explicación demasiado bonita— a un desplazamiento del eje de
los polos? El polo Norte, situado primero en la actual Groenlandia, se podría
haber desplazado, lentamente pero a veces también por sacudidas, hasta su
posición actual, beneficiando a América del Norte y a Europa y alcanzando
Siberia. El polo Norte se podría haber acercado a esta última, regalo con
seguridad bastante discutible. La desaparición de los mamuts siberianos,
curiosamente conservados en el hielo, cuyo marfil se explotaba en un
comercio todavía activo en el siglo XVII después de Cristo, sería un testimonio
de ello.
Ninguno de estos hechos está realmente probado, pero podemos soñar a
partir de estas revoluciones cósmicas que no se han explicado todavía. Son
acontecimientos enormes que, por una vez, cambiaron la faz del mundo.
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Durante el Paleolítico medio, a partir de aproximadamente 100.000
años[6] antes de nuestra era, toda Europa y las orillas del Mediterráneo
estaban ocupadas por el hombre llamado de Neandertal. Los biólogos ya no le
consideran un terrible bruto. A pesar de sus maxilares imponentes, su frente
baja y huidiza, sus andares ligeramente encorvados, está bastante cerca de su
vencedor, el homo sapiens, que quizá sea incluso una de sus subespecies:
¿acaso no se dice ahora —lo que cambiaría muchas cosas— que es un
mestizo nacido de un pitecántropo y de un homo sapiens)[7]. En cualquier
caso, es el responsable del perfeccionamiento de la talla del sílex en el
Levalloisiense, gracias a una técnica para desprender lascas que determina
anticipadamente su forma, calculando el ángulo del golpe. Luego, algunos
retoques bastan para perfeccionar la herramienta. Aparecen las asociaciones
de madera y piedra y, por primera vez, la humanidad practica la inhumación
de los muertos, lo que implica unos ritos, una capacidad de reflexión sobre el
más allá y la supervivencia, una toma de conciencia que, para muchos
prehistoriadores, es el verdadero nacimiento del hombre. El hombre de
Neandertal no ha dado todavía el paso, decisivo para un pueblo de cazadores,
que constituyen las armas arrojadizas; tampoco ha descubierto la expresión
artística, ni el lenguaje, dicen, pero ¿quién lo sabe? En cualquier caso, lo más
probable es que él inventara la iluminación artificial del fuego. Hasta
entonces, la llama, recogida en los incendios naturales, se conservaba como
algo precioso. El fuego producido a voluntad, «fabricado», se convierte en un
arma formidable, en un fantástico «medio de producción». ¡Qué seguridad!
Es la mayor revolución antes de la agricultura.
Los neandertalenses desaparecen hacia los años 40000, en los violentos
cataclismos que acompañan la última y vigorosa ofensiva del frío, durante la
glaciación de Würm. ¿Se debe su debilidad a que se trata de un error de la
naturaleza, un «callejón sin salida» evolutivo, o más bien a su pequeño
número? Veinte mil individuos, dice un especialista, para el espacio francés
actual (cifra evidentemente no garantizada, pero calculada sobre el número de
asentamientos reconocidos, traduce más que una simple impresión). En su
lugar, mezclándose con ellos, eliminándolos —quizá brutalmente, pero no
está demostrado— otra población se instala, asume el relevo en el amplio
escenario del mundo. Se trata del homo sapiens, es decir, de nosotros mismos,
con las singularidades raciales que nos siguen diferenciando en nuestros días.
Se trata por lo tanto de un humano ya mestizo, mezclado, «perro callejero»,
como decía Marcelin Boule. ¡Viva la mezcla de razas y la bastardía, si
conducen, como así parece, a la inteligencia! Los especialistas creían
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reconocer sólo en Francia, un blanco, el hombre de CroMagnon (Dordoña);
un esquimoide, el hombre de Laugerie Chancelade, también en Dordoña; un
negroide, en Grimaldi, cerca de Mentón. «Todos están cerca de nosotros —
escribe R. L. Nougier. Los guanches de las Canarias son verdaderos Cro-
Magnon, y muchos campesinos de Dordoña de Chasente, de elevada estatura,
dolicocéfalos, conservan algunas de sus características. Los grupos de
esquimoides descienden de los hombres magdalenienses de Chancelade y los
lejanos y residuales bosquimanos y hotentotes de África austral tienen
afinidades con los hombres de [la gruta de] Grimaldi». Es algo que puede
parecer demasiado hermoso o demasiado claro, pero el maravilloso libro de S.
Coon sobre The Origin of Races afirma, sin dudarlo, que todas las razas del
mundo actual ya estaban presentes antes de la última evolución que produjo el
homo sapiens. Y este último, ¿se remonta muy atrás, como hace pensar un
coloquio de la Unesco (septiembre de 1969), a 100000 años antes de Cristo,
ya semejante a nosotros, nos guste o no? Los prehistoriadores se divierten
también, y uno de ellos, F. Bordes, nos afirma que el homo sapiens de hace
100000 años, «vestido como nosotros, no llamaría la atención por la calle».
¡Habrá que creerlo!
Antiguo o no, en Europa y en el Mediterráneo, el homo sapiens aparece
simultáneamente en todas partes y con él —pero esta vez los desfases son
importantes de una región a otra— se afirma una aceleración evidente de los
progresos, del Auriñaciense al Gravetiense, y luego al Solutrense y al
Magdaleniense. La gama de objetos usuales se enriquece con la producción
de finas hojas de piedra y la multiplicación, a un ritmo acelerado, de tipos
especializados de útiles: cuchillos, buriles, rectos y «pico de loro», raederas
arqueadas, etc. La innovación consiste en interponer, entre el percutor y el
núcleo de sílex que se va a tallar, un «cincel» de un material menos duro que
la piedra, generalmente madera. Las lascas pueden tomar la forma de largas
hojas, afiladas y ligeras. Al mismo tiempo, antiguos bifaces, ya afinados por
los neandertalenses, adoptan formas de media luna o de «hoja de laurel»,
ligeras y cortantes: esta talla produce admirables puntas de arma, tanto más
preciosas cuanto la invención del propulsor, varilla terminada por una muesca
en la que se apoya la base de la azagaya, la convertirá en un verdadero
proyectil, un arma a distancia. Este útil data del Magdaleniense. Al finalizar el
Paleolítico, deja paso al arco, un invento que hará época y acompañará al
cazador y al guerrero durante los siguientes milenios.
Finalmente, por primera vez se trabajan con un buril de sílex el cuerno, el
hueso, el marfil, materiales fáciles de hender, de cortar, de conformar, de
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pulir. Se convierten en puntas de armas, arpones, punzones, bastones
perforados, leznas, anzuelos, agujas con ojo, que aparecen en abundancia a
partir de los yacimientos solutrenses.
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Quizá estemos en presencia de un testimonio esencial. A partir del
Auriñaciense, el hombre que se está terminando de hacer, ¿podría ser el
prototipo religioso fundamental de la humanidad? Estoy de acuerdo en este
tema con el punto de vista sintetizante de Jean Przyluski (1950); lo que se está
definiendo, superando el periodo inmenso en el que el instinto de
supervivencia reinó en solitario, es la primera fase —la magia ritual— de una
vida religiosa que tardará mucho tiempo en trascender. El propio arte nació de
esta magia. Es raro que en el Paleolítico la representación humana se realice
por sí misma, y no por su simbolismo ritual. Existen no obstante algunas
excepciones: en Moravia, cinco centímetros de piedra tallada, aparentemente
mediante una técnica de esquirlas, que componen milagrosamente un torso
poderoso —recuerda a los de Maillol—, o en Francia un minúsculo rostro de
marfil, conmovedor como un retrato inacabado (Brassempouy) evocan bellos
modelos humanos, en lugar de las habituales diosas esteatopigias. Y, después
de todo, ¿por qué el arte primitivo tiene que ser solamente mágico? ¿Por qué
excluir la idea de que la belleza pura haya obsesionado algún día a un escultor
de la edad de piedra?
Nos apresuramos a decir que estas reflexiones sólo vienen a la mente ante
algunos casos aberrantes. En ningún caso, independientemente de la
satisfacción estética que nos procuren, ante las pinturas murales que son la
gloria del Paleolítico superior. Durante mucho tiempo se creyó que este arte
estaba limitado a Francia y España. Descubrimientos recientes —en Italia
continental y en la isla de Levanzo (una de las Égadas) por una parte, en la
cueva de Kapova (Ural meridional) por otra— ocupan más o menos la misma
zona que las Venus del Gravetiense.
Francia y España no dejan de ser (¿por qué razones?) los centros
incuestionables de un arte que vivió más o menos (se discute su cronología)
del Auriñaciense a finales de Magdaleniense (30000-8000 antes de nuestra
era). Un arte casi únicamente zoológico, a un tiempo fantástico y realista, con
tal dominio de la línea y del movimiento, que los primeros descubrimientos
de Altamira, hace menos de un siglo, y su adjudicación por parte de un
arqueólogo español a cazadores de la edad de piedra se consideró como una
superchería. Desde entonces, toda una serie de cuevas, en la región franco
cantábrica, de Altamira a Lascaux o a Font-de-Gaume en Dordoña, revelaron
multitud de grabados, de esculturas en altorrelieve, de frescos inmensos, todos
con innegable parentesco. Ahora están fechados con alguna seguridad,
inventariados; se conoce su temática —bastante monótona—, su técnica. No
obstante, su lenguaje sigue siendo enigmático. ¿Por qué, en lo más profundo
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de un sistema de cuevas en el que sólo las más exteriores (o la entrada)
estuvieron habitadas y sólo durante una parte del año, es decir, dentro de un
marco reservado con seguridad a actividades rituales intermitentes «en el seno
de unas tinieblas que apenas ilumina una lámpara de aceite preparada con una
piedra y una mecha de musgo», en antros antaño ocupados o recuperados por
hienas o por osos, por qué esta profusión de todo tipo de animales,
rinocerontes, bisontes, renos, caballos, cabras monteses, antílopes saiga, toros,
ciervos, elefantes, mamuts, representados al acecho, en plena carrera o
heridos, con un sentido del movimiento impactante? Es prácticamente seguro
que estas figuras, que nunca se agrupan en composición realista, que a veces
se superponen en una misma pared con el paso del tiempo, ocupaban un lugar
en un ritual mágico. La propia imagen es «prehensión». Toda vida primitiva
es ensalmo, magia, diálogo angustiado con las fuerzas sobrenaturales. Signos
geométricos numerosos y sin duda simbólicos adornan también los muros, y
alguna relación con las prácticas de pueblos primitivos que han sobrevivido
hasta nuestros días sugiere otras interpretaciones sistemáticas, ingeniosas. En
realidad, seguimos buscando lo que fue realmente el marco social, sexual,
ritual de estas imágenes, cuya belleza fabulosa no correspondía con seguridad
a ninguna exigencia estética (en el sentido que le daríamos nosotros) de
nuestros lejanos antepasados. Más que buscar la belleza, obedecen al
encantamiento de una magia ritual y necesaria.
El arte mobiliar
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Para aclarar las cosas, faltan testimonios definitivos sobre el entorno
cultural de estos grandes cazadores de las cuevas decoradas, sobre sus
creencias, sus ceremonias, sus danzas, sus cantos, como también sobre los
cueros pintados y los tatuajes corporales que sugieren algunos restos y los
depósitos de ocre y otros colorantes, presentes ya en los yacimientos
neandertalenses.
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habla ningún dialecto conocido. Para un investigador que ha vivido cerca de
ellos (1969), sus onomatopeyas, sus gruñidos que no tienen nada de un
lenguaje articulado parecen expresar sensaciones, emociones, no conceptos.
Pero dejemos estas hipótesis imposibles de verificar.
Cazadores del arte mural del Levante español; de izquierda a derecha: Cueva del Garroso, según
Almagro; Els Secans, según Vallespi; Cueva Remigia de la Fasulla, según Porcar.
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El Mesolítico, ¿una decadencia en Occidente?
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bosque, se multiplica, y supone una abundante pitanza, si juzgamos por las
acumulaciones impresionantes de numerosos concheros. El hombre se vuelve
hacia los recursos que le ofrecen el agua dulce y salada; se convierte en
pescador además de cazador.
Además, la técnica mesolítica no habla de decadencia. El arco se
desarrolla; ingeniosos perfeccionamientos del utillaje microlítico, anzuelos,
puntas de flecha, dan testimonio de una gran habilidad artesanal. Finalmente,
en las llanuras del norte de Europa, del este de Inglaterra a Rusia, numerosos
objetos decorados, encantadoras estatuillas de ámbar, un abundante material
de madera, de cuerno o de hueso, restos de chozas, de redes, de cestos, de
piraguas de madera evocan una cultura vigorosa, llamada maglemosiense a
causa de un yacimiento danés.
Estos alegatos rehabilitan de pleno derecho a los cazadores y pescadores
del Mesolítico europeo, pero quizá no sea ése el problema. El Mesolítico, si
bien no es un retroceso absoluto (por otra parte, discutible para algunas
regiones), quizá lo sea para la evolución más importante: la ganadería y la
agricultura. La primera domesticación de los animales, tal y como se realizará
en el Oriente Próximo neolítico o entre los pueblos de pastores de las zonas
desérticas y de las estepas asiáticas, nació lentamente: es la continuación de
relaciones permanentes de los pueblos cazadores con rebaños determinados.
Esta simbiosis entre un grupo humano y un grupo animal desapareció al
parecer en Europa Occidental al mismo tiempo que los grandes rebaños de
renos y de herbívoros de la era glaciar. Aunque encontremos más tarde, en el
séptimo milenio, rebaños de cabras y de ovejas cerca de las costas
mediterráneas, en Provenza, hubo en cualquier caso una ruptura y sin duda un
retraso. Por el contrario, la revolución climática no interrumpió nada en
Oriente Próximo, donde la fauna y la flora silvestres se prestaban más todavía
a una domesticación. Así empezó la gran aventura del Mediterráneo oriental.
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silvestres. Con ello, el hombre echa raíces, sus aldeas se fijan y se alzan sobre
sus propios restos, formando ahora las colinas artificiales tan conocidas de los
arqueólogos, los tells de Asia, las magulas de Tesalia, las tumbas de
Macedonia, los höyük de Turquía. ¿Se trata de una revolución, la única que
merecería este nombre antes de la revolución industrial, tan reciente, lanzada
desde Inglaterra en el siglo XVIII después de Cristo, en cuyas aguas seguimos
navegando? Gordon Childe, fue el primero que habló de una revolución
neolítica sin la que el homo sapiens, a pesar de su inteligencia, hubiera
seguido siendo, como sus predecesores, un «animal raro», es decir,
desarmado.
La expresión ha provocado muchas protestas. Quizá sea un simple
malentendido sobre las palabras. Una revolución es una ruptura, un nuevo
aliento que relega a la sombra una vida arcaica. Y un hombre nuevo, un
paisaje nuevo, un sistema social nuevo, una economía nueva surgen en el
Neolítico, en algunas regiones minúsculas del globo. Desde este punto de
vista, sí, se trata de una revolución. ¿Es necesario añadir que la palabra
«revolución» proclama a los cuatro vientos su pertenencia a un vocabulario
propiamente histórico, que evoca un hecho rápido, brutal, dramático? Ahora
bien, la «revolución neolítica», como toda prehistoria auténtica, es una
revolución a cámara lenta, en sus premisas, su fijación, su extensión. Sus
etapas se cuentan por milenios, no por siglos. En fin, no habría que imaginarla
como una receta milagrosa, descubierta de una vez por todas en Asia anterior
y transmitida a continuación por todo el mundo. Es posible que la receta,
completa o no, haya sido inventada en diferentes puntos del globo, todos ellos
independientes. Quizá hubo, como pensaba Émile Werth a partir de diversas
gramíneas silvestres y especies animales, varios centros autónomos de
invención y de difusión.
Otro elemento de ambigüedad se introduce si vemos en esta «revolución»
particular el nacimiento de la civilización. La civilización, que también es un
fenómeno de duración inverosímil, comienza en realidad con el primer grupo
humano, por muy desvalido que haya sido, por el mero hecho de que se trata
de un grupo y de que tiene algo que transmitir. Se afirma o se acentúa cuando
son perceptibles creencias, actitudes elementales hacia la muerte y las fuerzas
del mundo exterior. Para desarrollarse e irradiar, exige la agricultura, que da
raíces a las sociedades, aldeas y ciudades (sobre todo ciudades), la escritura,
cemento de toda sociedad densa. No «nace» pues en una fecha y en un lugar
determinado.
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Una vez dicho esto, en lo que se refiere a Europa y al Mediterráneo, en
Oriente Próximo se observan los primeros pasos de la civilización agrícola, en
algunos islotes privilegiados inmersos en un amplio territorio, inerte o
indiferente. Sólo nos interesarán estos islotes.
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El otro descubrimiento, más importante todavía, es que la primera
civilización —es decir, una amalgama de plantas cultivadas, animales
domésticos, casas, primeras aldeas y ciudades, manifestaciones artísticas,
cultos organizados con sus santuarios— comienza efectivamente en Oriente
Próximo, pero no, como se creía antes, en los grandes valles fluviales de
Egipto o de Mesopotamia. Por el momento [1970], una veintena de alfileres
sitúan en un mapa las excavaciones decisivas de las dos o tres últimas
décadas. Allí están las innovaciones. Con seguridad, aunque son
prospecciones incompletas, ya tienen un sentido.
Hay tres zonas principales: los valles y vertientes occidentales de los
Zagros, en los límites de la Mesopotamia; la amplia franja meridional de
Anatolia; la región sirio-palestino-libanesa. En su conjunto, se trata de
regiones bastante elevadas, húmedas (más de 200 mm de lluvia en la
actualidad), situadas en su mayor parte en el arco de círculo, en el límite norte
del gran desierto de Siria, que se suele llamar Creciente Fértil. La fertilidad,
en este caso, depende de los altos relieves de la zona, que interceptan las
lluvias de las depresiones invernales y se transforman en depósitos de agua
para las regiones que las rodean más abajo. Las fuentes, los ríos, los torrentes
que bajan por las montañas explican, a poca distancia del gran desierto de
Siria, la presencia de bosques y de una vegetación natural que dará a la
agricultura neolítica sus plantas cultivables. No obstante, habría que
completar este esquema para que abarque la zona completa de las primeras
culturas agrícolas.
Supongamos que el Creciente Fértil está representado por un semicírculo
burdamente trazado desde el mar Muerto (o el mar Rojo) hasta el golfo
Pérsico: en la parte más alta de este semicírculo habría que trazar una
tangente hacia el oeste. El trazo debería ser lo bastante grueso para abarcar
toda la franja meridional de Anatolia, entre Catal Höyük y Hacilar hacia el
norte, y hacia el sur las estaciones de Kizilkaya y Beldibi, a dos pasos del
Mediterráneo. Los desarrollos neolíticos fueron especialmente precoces y
brillantes en esta rama anatólica que se consideró equivocadamente, durante
mucho tiempo, como la frontera vacía y bárbara del Creciente Fértil. Hacia el
5000, probablemente a causa de invasiones, esta primera civilización
anatólica desaparecerá sin haber dejado huella sobre el desarrollo cultural de
Oriente Próximo. Por el contrario, en el sexto milenio, la cultura neolítica que
se instala en Grecia tiene fuertes afinidades con la de Hacilar, su utillaje, sus
tipos de cerámica. La influencia anatólica es innegable, aunque dudamos
sobre la forma en que se transmitió.
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Todas estas localizaciones tienen un sentido. Las zonas en las que se
alzaron las aldeas corresponden, efectivamente, al hábitat original de los
rebaños salvajes de ovejas y cabras, bovinos y porcinos; corresponden
también, entre 600 y 900 m de altitud, al hábitat de varias gramíneas
silvestres: la escanda menor (Triticum monococcum), de los Balcanes a Irán;
la cebada, de Anatolia a Persia, de Transcaucásica a Palestina y a Arabia; la
escanda común (Triticum spelta), presente en todas estas zonas al mismo
tiempo. Hay que añadir los guisantes, las lentejas, las vezas. Después de haber
cosechado durante mucho tiempo las semillas en las colinas, las mujeres
empezaron a cultivarlas; los cazadores se deslizaron poco a poco desde la
domesticación a la ganadería.
Algunas prospecciones
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del cerdo, del cordero y del buey silvestre sigue garantizando la mayor parte
de la alimentación cárnica.
El segundo viaje nos lleva a Jericó y a las importantes excavaciones de
1954. No todo está claro en la historia de este lugar excepcional, que
revolucionó en su tiempo tantas ideas arraigadas. Nadie imaginaba,
efectivamente, una ciudad[9] de más de dos mil habitantes, en el alba de la
prehistoria. La aglomeración existe desde muy pronto. El nivel más antiguo,
en el que se ha creído reconocer un santuario, está datado por el carbono 14
en el 9500 aproximadamente. En aquella época, la aldea de Jericó y todas las
que se sucedieron en este lugar a lo largo del noveno milenio, no se
diferencian de otros asentamientos palestinos de la cultura llamada
Natufiense, Eynan, por ejemplo, en las orillas del lago Huleh. Esta cultura
extraña, con orígenes poco conocidos, instalada en cuevas y en terrazas
acondicionadas, o en verdaderas aldeas de chozas redondas, ha proporcionado
un abundante material lítico e interesantes esculturas, las más antiguas de
Oriente Próximo. Parece orientarse hacia el Neolítico, con abundante
consumo de cereales (sin domesticación animal, sin embargo) y el uso de
morteros, fosos para grano, etc. Sin embargo, se estanca o desaparece
totalmente en la mayor parte de estos asentamientos primitivos. El valle del
Jordán y Jericó en particular son una excepción y recogen la herencia.
En el octavo milenio, el cultivo de los cereales ya está implantado. ¿Es la
razón del desarrollo brusco, explosivo de Jericó? En este punto situado por
debajo del nivel general de los mares (a menos 200 m), a orillas del mar
Muerto, las condiciones para una agricultura próspera, con posibles regadíos,
no son mejores, después de todo, que en otros puntos de Palestina. No
obstante, la aglomeración se ha convertido en una ciudad, con hermosas casas
redondas, de ladrillo de adobe sobre cimientos de piedra; algunas tienen
varias habitaciones. Está rodeada de fosos prodigiosos y de murallas (incluida
una gran torre), tiene cisternas, silos de grano, todos ellos signos de una
evidente coherencia urbana. La explicación podría ser la explotación de la sal,
del azufre y del precioso betún del mar Muerto, es decir, una vida comercial
de comienzos precoces, ya que en el noveno milenio, en la aldea antigua, ya
había aparecido la obsidiana de Anatolia. Se suman ahora la nefrita y otras
rocas volcánicas de Anatolia, las turquesas del Sinaí, el cauri del mar Rojo.
Es lo que nos lleva a pensar que junto a una revolución agrícola, en estos
primeros esbozos de «civilización» hubo una revolución de la circulación con
raíces mucho más hondas en el pasado de lo que se puede haber pensado
antes. Estos contactos lejanos quizá no tuvieran únicamente ventajas, ya que
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la ciudad, después de veintidós niveles de construcción y un milenio de vida
próspera (pero poco segura, si juzgamos por las murallas, ensanchadas de
nuevo), queda abandonada a comienzos del séptimo milenio. Vuelve a estar
ocupada inmediatamente, pero por otros hombres que ocupan al mismo
tiempo todo el valle del Jordán, y todo indica que venían del norte de Siria o
de Anatolia. La tradición natufiense desaparece entonces totalmente; las casas
de la nueva ciudad son rectangulares, con suelos revocados al estilo sirio. La
economía sigue siendo protoneolítica y lo seguirá siendo durante diez o
quince siglos más; la única innovación real será la domesticación de la cabra
y del perro. El Neolítico cerámico llegará por fin a Jericó en el sexto milenio,
aportado quizá por un pueblo seminómada, tras un nuevo periodo de
abandono de la ciudad que señala una importante laguna estratigráfica.
Curiosamente, la llegada de la cerámica corresponderá, para Jericó, Palestina
y Líbano, a un empobrecimiento cultural que durará mucho tiempo, hasta el
cuarto milenio.
El viaje a Catal Höyük, en Anatolia, podría ocuparnos mucho más tiempo,
pues las excavaciones de 1962-1964 han revelado, en contacto con una capa
protoneolítica, lo que fue, sin duda, el Neolítico cerámico más precoz de toda
Asia anterior. Catal Höyük es una verdadera ciudad[10] de la que
desgraciadamente sólo se ha estudiado un barrio, llamado de los sacerdotes
(media hectárea, de las quince que ocupan las excavaciones). Se han
identificado doce niveles entre el 6500 y el 5650 antes de Cristo. Aparecen en
primer lugar casas de adobe, rectangulares, de un solo piso, con un agujero en
el tejado para el humo, pequeñas «ventanas» altas para el paso de la luz. La
entrada se realiza por una abertura en el tejado plano, al que se llega por una
escalera (se sigue encontrando este tipo de casa en Anatolia en nuestros días,
o incluso en Armenia). No hay puertas, ni calles. A veces, patios interiores
comunes a varias casas a los que dan minúsculas ventanas. Su escalonamiento
en la pendiente del tell permite a casas contiguas abrir cada una sus ventanas
al ras del tejado del vecino. Para penetrar en ellas, se circula por los tejados
con escaleras cortas. Los croquis de la página siguiente explican mejor que las
palabras esta extraña forma de circulación. La ciudad presentaba así al
exterior muros ciegos y continuos, fáciles de defender, pues las ventanas
servían también de troneras para los arqueros.
Si los habitantes de esta gran ciudad vinieron de las montañas vecinas
(donde se encuentran las plantas primitivas) para establecerse en las mesetas
fértiles de Konya, hay que suponer una interesante historia previa, sobre la
que desgraciadamente no sabemos nada. Es especialmente lamentable porque
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nos hubiera permitido captar realmente el paso de un Mesolítico previo a la
«revolución» neolítica.
En Catal Höyük, efectivamente, la agricultura alcanza un alto grado de
organización. Alrededor de la ciudad, la explotación de los campos, quizá
colectiva, abarca el trigo (tres especies), la cebada desnuda, las lentejas, los
guisantes, las vezas, los pistachos, los almendros, numerosos cerezos. Se
fabrica aceite, y sin duda cerveza. Se han domesticado numerosos corderos y
quizá bóvidos[11], se cazan sin tregua el buey salvaje, el ciervo común, el
onagro, el gamo, el jabalí, y más todavía el leopardo. La fuente más
importante de ingresos de la ciudad es no obstante el comercio, no hay que
olvidarlo.
Cerca de dos volcanes en actividad, Catal Höyük ejerció una especie de
monopolio sobre el comercio de obsidiana con el oeste de Anatolia, Chipre y
Levante. Adquiere, a cambio, el hermoso sílex de Siria, muchas conchas del
Mediterráneo, todo tipo de piedras, alabastro, mármol, caliza negra, y,
procedentes de las montañas más cercanas, ocre, cinabrio, cobre nativo e
incluso mineral de cobre. Todos estos materiales alimentan una artesanía ya
refinada: como un puñal ritual de hoja de sílex y mango de hueso trabajado,
cuyas espirales representan una serpiente enroscada sobre sí misma. Data de
comienzos del sexto milenio. Mucho antes de esta fecha, todos los pequeños
objetos que acompañan a los muertos, las innumerables jabalinas, lanzas y
puntas de flecha, los espejos de obsidiana pulida, los collares de perlas
finamente perforadas, talladas en piedra oscura, apatita azul o conchas, los
colgantes de obsidiana o de cobre, las perlas de metal (cobre y plomo),
recipientes de hueso, de madera, de cuerno, tejidos de gran finura,
probablemente de lana, nos hacen pensar en una artesanía especializada.
Finalmente, la cerámica todavía burda del séptimo milenio se va refinando
progresivamente, cerámica roja u oscura, alisada, gamuzada y salpicada de
colores. En la fase final, que las excavaciones no han descubierto todavía,
pero que conocemos por Hacilar, aparece la alfarería pintada, rojo sobre
fondo crema, o blanco sobre rojo (mediados del sexto milenio).
El interés excepcional de Catal Höyük está básicamente en el arte sacro.
Se ha encontrado un material particularmente rico en los niveles sucesivos de
los diferentes santuarios, numerosas esculturas, de piedra, de alabastro, de
mármol, de terracota, relieves, pinturas también, extendidas con pincel sobre
un revestimiento de yeso fino, las primeras que se conocen sobre muros
construidos por la mano del hombre. La diosa de la fecundidad, divinidad
esencial de los cultos neolíticos, aparece en mil formas: jovencita, mujer
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embarazada de formas densas, que recuerdan las Venus paleolíticas, o
pariendo un toro (símbolo del dios masculino, generalmente representado por
una cabeza de toro o por una fila de cuernos, casi nunca bajo una apariencia
antropomórfica).
Interior de un santuario: vemos a la diosa pariendo un toro, banquetas, cuernos alzados y la escalera que
permite alcanzar la terraza superior (dibujo basado en J. Mellaart).
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La aglomeración, formada por viviendas adosadas agrupadas en pequeño número alrededor de varios
santuarios. En el lado que daba al exterior, las paredes formaban un frente continuo que protegía el
pueblo de los merodeadores. La ausencia prácticamente total de puertas hace suponer que se circulaba
por las terrazas y no al nivel del suelo (dibujo de Laure Nollet).
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con conocimientos precisos sobre las religiones neolíticas de Oriente
Próximo, una explicación plausible de los enigmas anteriores que plantean los
cultos paleolíticos occidentales.
4. Para concluir
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que ya hemos hablado, contrastes Este-Oeste, que se presentarán muy pronto
como desfases, y después como conflictos vivos entre civilizaciones.
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Capítulo III. El doble nacimiento del mar
La revolución neolítica, tal y como la hemos definido —campos, plantas,
animales, alfarería, tejidos, aldeas y pronto ciudades—, se extiende, entre los
milenios quinto y tercero, por gran parte de los espacios del Mediterráneo.
Para el mar, es una suerte que esta primera extensión que desemboca en las
grandes civilizaciones de los milenios cuarto y tercero se haya realizado en
sus mismas orillas, o cerca de ellas. Estos cambios se acompañaron con una
revolución de los transportes por vía terrestre y acuática. Las costas y los ríos
fueron poco a poco conquistados por la navegación entre el lejanísimo décimo
milenio (límite oscuro) y el segundo.
Sociedades cada vez más densas y complicadas desarrollan sus empresas,
mientras que el mar se puebla con barcos cada vez más numerosos. Esta doble
historia, que después de todo sólo es una, dio por primera vez un rostro al
Mediterráneo de la historia.
El agua salada lleva retraso sobre los milagros del agua dulce de los ríos. La
domesticación del Nilo, del Tigris, del Eufrates son responsables de Egipto y
de Mesopotamia, estos monstruos económicos culturales y ya políticos antes
incluso del tercer milenio. Se trata sin embargo de espacios minúsculos: el
Alto Egipto ocupa 12.000 km², el Bajo Egipto 11.000; Mesopotamia, medida
en sus jardines fértiles, de 20 a 25.000 km² de tierras de regadío. Y sin
embargo, sobre estas módicas superficies tuvo lugar una agrupación inédita
de hombres y de medios. Alrededor del eje Egipto-Mesopotamia, durante
siglos, girarán Oriente Próximo y sus mares activos, creando un universo
frágil pero poco a poco coherente.
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lenta no parece demasiado tiempo), surge también en las lejanas orillas del
Indo, y sin duda en China. El fenómeno no aparece en un mismo momento de
la historia del mundo, como si la civilización hubiera estado «en el aire», a
disposición de todos. En todos y cada uno de los casos, la historia vuelve a
empezar en lo esencial.
Estas civilizaciones nacen a lo largo de ríos que hubo que disciplinar para
lograr, con el riego artificial, el control de las tierras limosas, fáciles de
cultivar, de una fertilidad de renovación espontánea. El resultado está a la
medida de los esfuerzos: el nacimiento, al mismo tiempo, de una fuerza
global sin igual y de un sometimiento evidente de los individuos. Estas
disciplinas sólo se pueden levantar con redes de ciudades que nacen de los
excedentes agrícolas de los campos cercanos. Estas ciudades existen en un
principio por ellas mismas; su actuación egoísta sólo influye a poca distancia.
Son como avispas agresivas que hubo que dominar, reducir a la obediencia
para incorporarlas a una colmena de abejas. Básicamente, la operación que
triunfa en Egipto no tendrá demasiado éxito en Mesopotamia. Es un rasgo
distintivo de sus historias respectivas.
Además, para que el diálogo desigual entre la ciudad y el campo se hiciera
realidad, fueron necesarias una cierta modernidad de los vínculos
económicos, división del trabajo, obediencia social basada en una religión
exigente, realeza de derecho divino. Todos estos elementos: la religión, la
realeza, el príncipe, la ciudad, las acequias de riego, la escritura, sin la que no
es posible transmitir ninguna orden ni llevar ninguna contabilidad, tuvieron
que crearse de la nada.
El resto es fácil de deducir. Estas sociedades urbanas tuvieron necesidades
imperiosas: sal, madera para construcción, piedra (incluso la más corriente).
Luego, como toda sociedad que se sofistica y se perfecciona, se crean nuevas
necesidades que pronto se hacen indispensables: oro, plata, cobre, estaño
(indispensable para la aleación del bronce), aceite, vino, piedras preciosas,
marfil, maderas exóticas… La sociedad rica irá a buscar estos bienes muy
lejos, por lo que el abanico de los tráficos se abre muy pronto de par en par.
Se da así una ruptura de círculos económicos que, en otras condiciones,
hubieran podido cerrarse sobre ellos mismos. Se organizan actividades
viarias: caravanas de asnos de tiro, vehículos (el pesado carro de cuatro
ruedas aparece en Mesopotamia en el cuarto milenio, aunque era poco
manejable), buques mercantes de carga, a vela o a remo.
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La práctica unanimidad de los especialistas permite hablar de una
prioridad mesopotámica. Es la primera, antes de Egipto, la «isla fluvial» entre
el Tigris y el Eufrates que conoce el arado, la rueda, la escritura, más adelante
la moneda. En los tiempos más remotos, en vísperas del tercer milenio, Egipto
parece haber tomado de su lejana rival los sellos cilindricos, los muros de
ladrillo con salientes y entrantes, una serie de temas artísticos, en particular el
de los monstruos heráldicos, palabras tan importantes como Mr, la azada, y
quizá la palabra clave de Maat (justicia, verdad), la forma de sus barcos, se
decía (ahora no es tan seguro). Estos datos, discutibles en sí, no resuelven el
debate. Hubo civilizaciones más abiertas a los préstamos que otras, sin ser por
ello inferiores o menos precoces. Una vasija de piedra esculpida en hueco,
que data de finales del cuarto milenio, descubierta por Keith Seele, una vasija
gerzeense de la misma época, en el British Museum, representan barcos del
Nilo tan antiguos como los que aparecen en los sellos cilíndricos de
Mesopotamia, con la misma forma, y probablemente una vela más
evolucionada. Un especialista observa, con razón, que sería insólito que
Egipto, en contacto directo con la Mesopotamia de los milenios cuarto y
tercero, no haya tomado prestada la rueda y el carro, conocidos en Sumer, que
no adoptará hasta el segundo milenio, cuando los hicsos invadan el Delta con
sus carros y sus caballos. Al estudiar la serie de las relaciones culturales y
comerciales en Oriente Medio, este mismo especialista concluye que las dos
civilizaciones nunca mantuvieron relaciones importantes, salvo a través de
intermediarios, como las ciudades de la costa siriolibanesa.
En cualquier caso, el desarrollo de la civilización nilótica, hacia el 3000,
presenta el ritmo y los síntomas de una «mutación brusca». A falta de
«invasión masiva de asiáticos que se precipitan sobre Egipto», hay quien lo
atribuye a la «infiltración de pequeños grupos de inmigrantes y… de
artesanos», a una especie de «influencia catalizadora sobre el reino nilótico en
vías de formación» en el momento en que se realiza de golpe la unificación
política con los primeros faraones. Puede ser. Ni siquiera la hipótesis que
atribuye estas infiltraciones a mesopotamios que «rodearon por mar la
península arábiga» hacia el 3200, tiene en sí nada de imposible. No obstante,
si una influencia asiática fue tan vital y determinante, ¿no es sorprendente que
la cultura egipcia revele, desde sus primeros pasos, un estilo propio original,
al que no renunciará, por así decirlo, nunca? Pronto se revela como
«monolítico, singular… reacio al diálogo». La paleta de Narmer, uno de los
ejemplos más característicos del préstamo de un tema indudablemente
mesopotámico (dos animales fantásticos con largos cuellos entrelazados), no
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tiene de mesopotámico más que el tema y ya presenta, en la expresión formal,
los rasgos y convenciones que dominarán el arte egipcio durante tres
milenios. El brazo que alza Menes-Narmer victorioso para atrapar a su
enemigo derribado tiene el mismo gesto que el de Tutmosis III, quince siglos
después, en el templo del dios Amón en Carnac…
Por lo tanto, una filiación de la civilización egipcia es dudosa, aunque es
probable una prioridad mesopotámica. ¿Por qué una civilización precedió a la
otra? ¿Por qué precisamente allí? La explicación sería muy sencilla si nos
fijáramos en la situación geográfica recíproca de Mesopotamia y de la zona
estrecha que conoció los primeros progresos neolíticos.
Evidentemente, tenemos Mesopotamia y Mesopotamia. El riego artificial
y sus milagros se establecerán en el espacio de la Baja Mesopotamia, y sólo a
partir del quinto milenio. La Mesopotamia del Norte es una zona seca junto al
Eufrates, más húmeda felizmente a medida que avanzamos hacia el este,
acercándonos a los cursos de agua y a los manantiales de las montañas de
Armenia y las estribaciones de los Zagros. País de colinas y de mesetas bajas,
en realidad es una parte de lo que hemos descrito como Creciente Fértil. La
propagación de la agricultura y de la ganadería, a partir de sus primeros y
muy antiguos puntos de origen, acabó abarcando toda la zona entre el norte de
Siria y la meseta iraní, incluyendo la Alta Mesopotamia. Esta región no
necesitó ir a buscar muy lejos los primeros rudimentos de la civilización. La
experiencia también tuvo lugar allí.
En el Norte se desarrollaron las primeras civilizaciones mesopotámicas,
conocidas por sus bellísimas cerámicas pintadas: Hassuna (hacia el 6000),
seguida por Samarra (hacia el 5500) y Halaf (hacia el 5000). El esquema,
visto de cerca, es bastante complicado y los orígenes diversos: por ejemplo, la
cultura de Halaf no se deriva de los dos grupos anteriores y se superpone, en
algunas zonas, a la influencia todavía viva de Samarra. Lo que se observa
claramente, en cada ocasión, es la existencia de una zona de intercambios,
materializada, ante todo, por la zona de dispersión de una cerámica
característica. Vemos así que las cerámicas de Hassuna y de Samarra se
circunscriben al norte de Irak, que la zona de difusión de Halaf es mucho más
amplia, entre el Eufrates y el Gran Zab, un afluente del Tigris. En los confines
iraníes, en Arpachiya en particular, es donde el arte de la cerámica se
desarrolló con especial perfección y sin duda en las fronteras sirias —donde
encontramos a un tiempo reminiscencias de Samarra y fuertes tradiciones
metalúrgicas locales, en las cercanías de los centros del Amuq y de Mersin—
es donde Halaf desarrolla el uso del cobre.
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Estos fogonazos sucesivos se explican bastante bien, y en el fondo se
parecen. La cosa cambia cuando se pone en marcha la colonización de la
Mesopotamia del Sur, cuyos primeros restos se encontraron en el yacimiento
meridional de Eridu, en los albores del quinto milenio, y más tarde en El
Obeid y Uruk. La amplitud sin precedentes de la operación moviliza a
muchos hombres, quizá excedentes de población de los diferentes centros de
Mesopotamia, ciudades o aldeas superpobladas que abandonan los pioneros.
Se suma una fuerte inmigración, decisiva, la de los propios sumerios, que dan
su nombre —Sumer— al valle bajo emergido. Desgraciadamente, no sabemos
nada o casi nada de este pueblo rigorista, inteligente, que sentará los sólidos
cimientos de la civilización clásica de los dos ríos. Su idioma, su escritura que
se ha descifrado, no nos entregan el secreto de sus orígenes. Antes se le decía
originario del Turquestán, o incluso del Indo. Quizá sean simplemente
agricultores procedentes del este de Irán, de la región de la futura Persépolis.
Sus primeras cerámicas sugieren algunas influencias del norte mesopotámico,
de Samarra y de Halaf, pero esta civilización meridional se desarrolló
rápidamente, siguiendo su propio impulso, al hilo de un nuevo tipo de
agricultura, creador de una forma de vida revolucionaria.
En realidad, los sumerios se habían instalado en tierras salvajes,
inhóspitas. Ricas, sin duda, formadas por limos fáciles de remover y de
sembrar, con rendimientos fabulosos (por cada grano plantado, más de
ochenta cosechados, dice la Biblia), pero había que ganárselas a las aguas
estancadas, a inmensas masas de juncos y cañas en las que abundan las aves
acuáticas, los peces, los animales salvajes. El clima es tórrido, las lluvias
escasas, las crecidas de los ríos tan catastróficas como la sequía. En un lecho
sobreelevado por sus propios sedimentos, corren sobre la llanura, entre
taludes naturales creados por ellos mismos, pero que no bastan para contener
sus desbordamientos irregulares, a menudo violentos, cuando se funden las
nieves de Armenia. Entonces el agua se derrama por la llanura y cada
depresión se convierte en una marisma. Para evitar que el agua arrastre sus
plantaciones, los primeros colonos tuvieron que reforzar los diques naturales,
excavar canales para derivar hacia estanques las aguas excedentarias, utilizar
después estos depósitos para regar las plantas resecas por el verano. Todo ello
exigió un trabajo encarnizado, que había que repetir día tras día bajo un cielo
abrasador, además de múltiples conquistas técnicas, aunque sólo sea para
excavar canales en voladizo, con sus aliviaderos, y para extender, cada vez
más lejos de las orillas del río, el sistema de acequias. Los dioses tuvieron que
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ayudar: ¿no fue el dios pez de Eridu, Énki, quien reveló a los humanos los
secretos de este dominio de las aguas?
Una vez domadas las aguas, la baja Mesopotamia se convirtió en el
«jardín del Edén», en el que los hombres se agrupan cada vez más numerosos,
en el que abundan los cereales, los árboles frutales, el sésamo (durante mucho
tiempo, en Oriente Próximo, fuente de aceite esencial) y, maravilla de las
maravillas, la palmera datilera.
De repente, el centro de gravedad de Mesopotamia se inclina hacia el sur.
La civilización, radicada en el norte, ya sólo vendrá del sur y todos los centros
frágiles y precoces de antaño desaparecerán, barridos por el reflujo de esta
civilización masiva del valle bajo, victoriosa y naturalmente agresiva.
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manglares, paraíso de animales salvajes, refugio a lo largo de todo el pasado
egipcio de hombres en busca de libertad. En los magníficos bajorrelieves que
adornan las tumbas de Saqqara (hacia el 2500 a. C.), los cazadores se deslizan
sobre sus barcas planas entre un pulular de animales (peces, cocodrilos,
hipopótamos, una multitud de aves acuáticas que revolotean, ibis, garzas,
patos, martines pescadores). Hombres y animales se deslizan entre los altos
muros de papiros, cuyos tallos acanalados, inmensos, innumerables, son el
fondo habitual de las escenas de caza en el Delta. Sobre sus amplias
sombrillas los pájaros instalan sus nidos. Mil años más tarde, el marco es el
mismo en los frescos de vivos colores de la dinastía XVIII: las mismas cazas,
las mismas malezas impenetrables, las mismas barcas ligeras de papiro, con
sus tallos atados en haces gruesos, las mismas aves con alas desplegadas, los
mismos temibles hipopótamos sumergidos en el fondo de las aguas
pantanosas. Tras estas imágenes está la naturaleza salvaje del Egipto
primitivo, su hostilidad hacia el hombre.
A diferencia del Eufrates o del Tigris, la crecida regular del Nilo, más o
menos entre el solsticio de verano y el equinoccio de otoño, permite un
calendario agrícola previsible. Esta crecida lo proporciona todo: el agua, el
limo negro, y está limitada por la propia naturaleza al valle del río, cerrado a
uno y otro lado por los relieves desérticos, el Arábigo al este, el Libio al
oeste. En Egipto no hay que detener o controlar la inundación como en
Mesopotamia, sino simplemente dirigirla.
No obstante, el trabajo prodigioso de los hombres consistió en rellenar las
depresiones pantanosas, en reforzar los taludes de las orillas, en cerrar el valle
con diques transversales, de un desierto a otro. La doble cinta de los cultivos
de cada orilla se divide en campos inundados, cerrados por diques. En su
momento, se abren los taludes y se vuelven a cerrar cuando los campos están
cubiertos de agua limosa, con una altura de uno a dos metros. Quedan
sumergidos durante al menos un mes y luego el agua se evacúa por gravedad,
de un campo a otro. De esta forma, salvo el inmenso trabajo de los diques,
que no hay que subestimar, las cosas se hacen prácticamente solas; el agua
riega, fertiliza, prepara la cosecha, todo al mismo tiempo. Las primeras
«máquinas» inventadas para el riego artificial aparecerán en Egipto en época
tardía: el chadouf, importado quizá de Mesopotamia, donde ya se conocía en
el tercer milenio, hacia el 1500; la noria, que llegará con los persas en el siglo
VI; el tornillo de Arquímedes, regalo de los griegos hacia el 200 a. C. Egipto
no necesitará por mucho tiempo estos perfeccionamientos, pues las obras
hidráulicas del Nilo eran suficientes.
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Los textos mesopotámicos revelan un trabajo bastante más complicado. El
riego es cien veces más artificial que en la cuenca del Nilo. Hay que vigilar
constantemente los niveles, «abrir» un canal, «conectar» el agua, evacuarla
hacia los pantanos o los estanques si llega en exceso, regar en un sentido,
luego en el otro, luchar sin cesar contra el crecimiento maléfico del carrizo, la
hierba y el lodo, que obstruyen las acequias, labrar si es necesario para que el
agua penetre en la tierra («sacar los bueyes para regar el suelo»). Las cartas
que dan las órdenes necesarias, o relatan los trabajos realizados, están llenas
de vivas imágenes. Podemos concluir con Maurice Vieyra (1961): «Egipto:
don del Nilo; Mesopotamia: obra de los hombres».
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directamente en contacto con Irán. Es el caso de la alfarería roja y negra de la
época de Jemdet Nasr (hacia el 3200), relacionada con esta «cerámica
escarlata» del valle de la Diyala que encontramos tanto en yacimientos iraníes
como, incluso hacia el 2800, en las ciudades mesopotámicas (como Musian),
cerca de la Diyala. Por ejemplo, el estilo llamado Ninivita V, que se extiende
hacia el 3000 en la región que más tarde será Asiria, en la salida de los
desfiladeros que conducen a Azerbaiyán.
En Egipto, asistimos a una interesante competencia de la piedra y del
barro. Durante todo el cuarto milenio, y más tarde, la alfarería a mano había
refinado progresivamente sus procedimientos de cocción, sus colores, sus
decorados. Simultáneamente, los recipientes de piedra pulimentada, que
exigen tantas horas de trabajo, se convierten en un lujo raro, aunque la técnica
de las herramientas de sílex tenga entonces una precisión y una seguridad
magníficas (por ejemplo, la perfecta regularidad de la hoja del cuchillo de
Gebel el-Arak, tallada de acuerdo con el procedimiento de la ondulación).
Con el último periodo del Predinástico, más o menos en el momento en que
Mesopotamia se pone a utilizar con regularidad el torno de alfarero, Egipto
inventa un berbiquí de piedra accionado por una manivela. Permite vaciar
rápidamente, con mucho menos esfuerzo, un bloque de piedra, dando lugar a
la época más hermosa de copas y vasos de piedra egipcios, en diferentes
materiales, unos más bellos que otros. Al mismo tiempo, a partir del 3200, el
estilo de la cerámica se deteriora, el decorado desaparece, la forma se vuelve
utilitaria. El torno, cuyo uso no se generaliza hasta el 2600, aunque su
aparición haya sido más precoz, provocará un aumento de la fabricación de
alfarería, sin devolverle no obstante su nobleza. Se imponen formas
especializadas, estereotipadas, en función del uso del recipiente. En general,
ningún decorado. Si por causalidad una pieza de ceremonia se adorna con
alguna policromía, se trata de una pintura frágil, aplicada después de la
cocción, que se borra sólo con agua. Lo que se llama loza egipcia, tan famosa
en el Imperio Medio, que recorrerá los mares, es un esmalte vitrificado,
cocido al horno sobre un soporte de piedra o de polvo de piedra aglomerado,
generalmente moldeado. La pobreza de la alfarería en Egipto explica la
enorme fama que tuvieron las cerámicas cretenses y micénicas de
importación, a partir del siglo XV.
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Otros progresos, más importantes, afectan a la agricultura y la ganadería.
Es imposible juzgar en este campo lo que corresponde a la intervención de los
primeros agricultores de las colinas o a los inventores de los grandes cultivos
de la llanura. Lo que está claro es la mejora constante de las especies de
cereales, de árboles frutales, del olivo, la vid, la palmera. Las domesticaciones
animales se multiplican. En Mesopotamia, heredadas del Neolítico, o más
recientes: el perro, el cordero, la cabra, el cerdo, el buey, el onagro y más
tarde el burro (no autóctono), finalmente el caballo y el camello, importados,
uno de las estepas nórdicas y otro de Arabia, por lo que reciben el nombre de
«burro del Norte» y «burro del Sur».
Egipto domesticó o incorporó las mismas especies, o especies similares,
más algunas otras que ofrecía la fauna africana. Multiplicó las experiencias,
algunas aberrantes: el pelícano, el guepardo, la garza, la grulla, el antílope, la
hiena, la gacela; otras que serán un éxito definitivo: el gato, la oca del Nilo,
cuyos rebaños vemos en tantos bajorrelieves del tercer milenio, la paloma, la
gallina (que no aparece hasta el 1500 a. C.; los anales de Tutmosis III hablan
de esta ave extraordinaria que pone huevos en cualquier momento del año).
Más que el éxito, en el tercer milenio, del burro de carga (llegado de
África, a través de Egipto), el paso decisivo, en Mesopotamia, se dio al
enganchar los bueyes al carro y al arado. Especie de azadón tirado por una
yunta, el arado, una simple reja, se identifica en Mesopotamia en sellos del
cuarto milenio, pero podrían haber existido mucho antes arados de madera
con punta de metal, e incluso de sílex, incluso en el Creciente Fértil. En
Egipto, donde el arado aparece en el cuarto milenio, el grano se siembra a
voleo, se entierra con el laboreo o con el paso de los animales; en el segundo
milenio, en Mesopotamia, se fijará una especie de depósito vertedor al mango
del arado: el grano cae en el surco que se abre, y una rastra posterior lo cubre.
¿Hay que hablar de revolución del arado? Sería tentador. El resultado es
una aceleración, una extensión de los cultivos, incluso en tierras mediocres,
una mayor facilidad para cultivar un mismo campo, practicando un barbecho
corto. El barbecho largo, productor de árboles o de arbustos, es obra del
fuego. Éste no destruiría la hierba que cubre el barbecho corto. Hace falta un
arado para desherbar. Estos progresos supusieron un aumento de las bocas
para alimentar, a menos que no haya sido ésta la causa que exigió una nueva
técnica.
Otra consecuencia: las mujeres habían reinado hasta entonces sobre los
campos y jardines de cereales, que dependían de su trabajo con la azada y de
sus cuidados. El hombre se había dedicado a caza, y después a la ganadería.
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Ahora le vemos apoderarse del arado, conducirlo. La sociedad pasa así del
matriarcado al patriarcado; del reinado omnipresente, obsesivo de las diosas
madres, de los cultos inmemoriales de la fecundidad a cargo de sacerdotisas
en las comunidades neolíticas, a los dioses y sacerdotes que dominarán en
Sumer y en Babilonia. ¡Menudo ejemplo de determinismo si así fuera! No
obstante, la diosa madre conservará un papel importante, incluso después de
la aparición del arado de vertedera, y reinará durante mucho tiempo más, en
particular en las religiones del Egeo, en Creta y más adelante en Grecia. No
cabe duda de que en estos campos la evolución ha sido demasiado complicada
y lenta para encerrarse en una fórmula, sea la que fuere. El ganado mayor
(burro, buey, luego caballo y camello) tardó siglos en implantarse. El trabajo
de los metales, trabajo noble, reservado a los hombres, también hará
inclinarse la sociedad y sus creencias hacia el polo masculino, «de una reina
como la Tierra Madre —escribe Jean Przyluski— a un rey como Júpiter».
También harán falta siglos de connivencia social. En el mito babilónico, el
dios solar Marduk debe matar al terrible dragón femenino, Tiamat, para crear
con su cuerpo el cielo y la tierra. Sin embargo, la diosa Inanna seguía siendo
en Sumer la reina de la fertilidad, a la que se ofrendaban todos los frutos de la
tierra (vaso de Warka).
El tejido
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prácticamente al primero, Mesopotamia utiliza uno y otro y compara sus
méritos respectivos.
El hilado y el tejido desarrollaron muy pronto todas sus posibilidades. Un
fragmento de tejido de lino egipcio, de 3.000 años más o menos, tiene, por
centímetro cuadrado, sesenta y cuatro hilos en la urdimbre y cuarenta y ocho
en la trama. ¿Hay quién dé más? Por otra parte, las técnicas no cambian nada,
independientemente de la antigüedad de los documentos iconográficos que
manejemos. Hilar la lana o el lino obliga, a partir de una madeja de lana o de
lino bruto, a desenredar el copo, colocado en el suelo o en un recipiente,
obteniendo los hilos que se retorcerán con el huso. Con unos veinte siglos de
intervalo, las hilanderas del Diyala que manejan el huso desde los flancos de
un vaso, o una mujer de Susa ocupada en la misma tarea, sentada en un
taburete, realizan exactamente los mismos gestos. Las egipcias hilan siempre
de pie, incluso subidas a un taburete de madera, para aumentar la distancia
que separa el copo de los dedos de la hilandera, dando más juego al huso.
La novedad, en estos inicios de la civilización egipcia y mesopotámica, es
el aumento brusco de la producción. Incluso en las orillas del Nilo, donde la
desnudez de los cuerpos es frecuente, el consumo no deja de crecer a medida
que la vestimenta se convierte en un signo de diferenciación social. A partir
del Imperio Nuevo, el taparrabos masculino —vestimenta tradicional que
siempre será en el arte egipcio la de los dioses y los faraones— sólo lo llevan
los hombres del pueblo. Las personas de calidad tienen varios taparrabos y
túnicas superpuestos, a menudo plisados; las mujeres ya no se contentan con
la estrecha túnica de tubo que llevaban, la cubren con amplios ropajes de lino
de color, con finas transparencias (hasta entonces, hombres y mujeres se
vestían con lino blanco). Las momias también necesitan metros y metros de
tela. Finalmente, los linos egipcios son famosos en el extranjero y se exportan
con profusión. Este comercio exterior es un monopolio real.
En Mesopotamia, los tejidos, sobre todo de lana, constituyen desde el
tercer milenio uno de los artículos esenciales de las exportaciones; ya en Ur
existían talleres en los templos, que eran los centros del poder. Más adelante,
el palacio real será el organizador de esta artesanía siempre activa.
Nada indica hasta qué punto el tejido, modesta profesión, casi siempre
reservada a las mujeres o a miserables prisioneros de guerra, implica en
realidad la organización de la sociedad y la economía en su totalidad.
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El enorme lugar que ocupa la madera en la economía egipcia no puede
sorprendernos. Por una parte, su uso es múltiple, cotidiano, como lo es en
todo el mundo, como lo será en Europa hasta el siglo XIX después de Cristo, e
incluso más tarde. Por otra parte, las tierras limosas, que tantas ventajas
tienen, están completamente desprovistas de este material de base. Podemos
contar, dice un asiriólogo, las especies de árboles útiles en Mesopotamia con
los dedos de una sola mano. ¿Qué se puede hacer en la práctica a partir del
sauce o del tronco fibroso de la palmera? En Egipto, sólo el sicómoro y la
acacia proporcionan una madera dura. Nuevas especies se implantarán con el
Imperio Nuevo: pino, tejo, limonero, haya, sin paliar con ello la escasez
congénita. Para las vigas, las puertas, las columnas, los muebles, los barcos,
las herramientas y los instrumentos de los artesanos, los sarcófagos, las
esculturas, Egipto y Mesopotamia, desde los primeros tiempos de su
existencia, tuvieron que recurrir a la importación.
Uno y otra conocen y codician los bosques de cedros y otras coniferas del
Amanus y del Líbano. La leyenda mesopotámica ha convertido ya «la
montaña de los cedros» en la vivienda de los dioses; «allí la sombra es bella y
reconfortante» para Gilgamesh, el héroe fabuloso, y los grandes troncos se
deslizan por el agua de los ríos «como serpientes gigantes», cuando Gudea, el
rey sacerdote de Lagash los hace caer con su gran hacha para construir los
templos de su ciudad. Igualmente maravillado, un viajero egipcio del siglo
XIV antes de nuestra era describe el cielo, por encima del bosque libanes,
«totalmente oscurecido de tantos cipreses, robles y cedros que florecen». Son
razones suficientes para que las flotillas de veleros naveguen entre Biblos y el
Delta, o remonten la costa siria hacia los puertos del norte, arrastrando tras
ellos la madera que luego se enviará, con grandes esfuerzos, mediante un
difícil viaje por tierra, hacia las ciudades mesopotámicas. La madera está en
el origen de las primeras relaciones de Egipto con Siria, de las expediciones
del faraón Sahura y de los «empresarios» de Elefantina hacia Biblos. Sargón
llevó una guerra de la madera hasta el Mediterráneo. Extraña promoción de
un material generalmente discreto cuando se trata de los capítulos de la gran
historia. Así son las cosas: con las necesidades cotidianas, cuando se plantean
de forma tan dramática, no se juega. La madera tiene que llegar como sea a
Egipto, donde vemos tantos artesanos manejar la azuela, el martillo o las
clavijas, antes de que aparecieran los clavos de cobre… La madera supone
una ruptura obligatoria del aislamiento económico y, por esta brecha, se
colarán muchos intercambios más. Pensemos en China del Norte, limosa,
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desnuda como la palma de la mano, que tiene que ir a buscar su madera al sur
más remoto. Las mismas causas a veces producen los mismos efectos.
El cobre y el bronce
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Negra en nuestros días, iban vendiendo sus productos o los fabricaban a
medida. Los extraños objetos de metal descubiertos en las orillas del mar
Negro, en la gruta de Nahal Mishmar, que datan del 3000
aproximadamente[12], se atribuyen a artesanos itinerantes de este tipo: armas,
cetros, coronas, mazas de cobre con dibujos complicados y técnica perfecta,
avanzados con respecto a los de la Mesopotamia de la misma época. El cobre
lleva un fuerte componente de arsénico. Gordon Childe ve en la metalurgia la
«primera ciencia internacional» de estos siglos remotos. Por eso encontramos
curiosos parentescos, a veces con distancias enormes, entre objetos de cobre o
de bronce.
Otro aspecto «internacional» de la metalurgia: las materias primas en
forma de minerales o de metal bruto, deben adquirirse en lugares alejados.
Mesopotamia busca el cobre en Capadocia, o en los montes Tauro, o a través
de las islas Bahrein (que reciben el metal o el mineral de Omán). El estaño
procede de Irán, la plata del Tauro. La búsqueda del metal, como la de la
madera, obligó a las ciudades mesopotámicas a mantener un comercio con
tierras lejanas, esencial en la formación de una sociedad diversificada, con sus
artesanos, sus transportistas, y ya una clase de mercaderes y de prestamistas.
Egipto tuvo que buscar el cobre en el Sinaí, el oro en Nubia. Más alejado que
Mesopotamia de los centros creadores y de los obreros ambulantes de la
primera metalurgia, será lenta en adoptar sus técnicas. El Imperio Antiguo
conoce, sin duda, magníficas piezas de orfebrería, de un trabajo tan bello
como el de las copas y vasos de oro de Ur, tan sencillas y puras de línea, pero
el trabajo del bronce no llegó a Egipto, si nuestras dataciones son exactas,
hasta el final del tercer milenio.
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con precisión a una palabra dada, diferenciada de las demás de forma
definitiva. Entre los pueblos primitivos, incluso en nuestros días, existe este
tipo de «escritura». Segunda etapa: el ideograma, figura estilizada que
designa, pero de forma permanente, un solo y mismo objeto. Última etapa,
fonograma, que traduce y expresa los sonidos de la lengua, los fonemas.
Esta descripción es una simplificación. En realidad, el ideograma no se
elimina totalmente con el fonograma, cuya aparición señala una precisión
creciente en la escritura, y no un sistema que sustituya al anterior. En egipcio,
por ejemplo, la azada, mer, está representada por tres rasgos estilizados, que
también designan el sonido mer, es decir, la palabra canal y el verbo amar.
«En el primer caso, utilizado para significar azada, es todavía un ideograma;
en el segundo, se trata de un fonograma».
En Sumer, a finales del tercer milenio, cuando aparece la escritura
llamada cuneiforme que el estilete del escriba, un junco tallado, inscribe en
hueco sobre las tablillas de arcilla blanda, esta escritura combina ideogramas
y fonogramas: es capaz de transcribir todos los sonidos del sumerio y, a pesar
de algunas dificultades que persistirán hasta la invención revolucionaria del
alfabeto, hacia mediados del segundo milenio, la escritura cuneiforme se
utilizará para transcribir los fonemas de muchas otras lenguas (acadio,
elamita, casita, hitita).
Con una evolución muy similar, Egipto pasó de la escritura jeroglífica a la
escritura hierática, y más adelante demótica, que era mucho más cursiva y
simplificada. En este punto cronológico de nuestras explicaciones, la que más
nos interesa es la más antigua. Su nombre (jeroglífico, escritura sagrada)
viene de los griegos que, al observar estos signos en los muros de los templos,
les dieron un valor religioso. Esculpidos en relieve o en hueco, incrustados
con pasta de vidrio, grabados por el orfebre sobre objetos preciosos, pintados
sobre la pared de una tumba o sobre un modesto papiro, los jeroglíficos,
aunque reconocibles a primera vista, se pueden interpretar con cierta libertad.
La paleta de Narmer, el faraón en quien se suele ver al legendario Menes
(hacia el 3200), es el primer documento egipcio escrito que poseemos. El
lector puede entretenerse en leer, en la esquina superior izquierda, el
pictograma de la victoria de Horas (el dios halcón, pero también el faraón
mismo) sobre un hombre encadenado —que representa doblemente el Egipto
del norte: es barbudo, por oposición a los egipcios lampiños del Alto Nilo; las
plantas acuáticas que se advierten por encima aluden al Norte pantanoso. Es
un jeroglífico que se traduce: «El dios Horus ha vencido al enemigo del
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Norte»; o bien «El dios Horus ha vencido a cinco mil enemigos del Norte»;
¡cinco flores de loto representan claramente la cifra cinco mil!
Un detalle técnico importante: en Egipto se utiliza desde las primeras
dinastías un papel flexible fabricado con médula de papiro: permite utilizar el
cálamo y escribir rápidamente, con tinta roja o negra. Este ingenioso invento
presenta para nosotros un problema: mientras que las pesadas tablillas de
arcilla mesopotámicas, amontonadas en los «archivos» de los palacios, han
sido encontradas en gran número, no han llegado hasta nosotros demasiados
papiros frágiles. Para algunos metros conservados en nuestros museos,
kilómetros y kilómetros (prácticamente todos los archivos públicos) han
desaparecido.
Más que estos detalles, importa el lugar primordial que ocupa la escritura
en estas sociedades en formación. Se afirma como un medio de controlar la
sociedad. En Sumer, la mayor parte de las tablillas arcaicas no son sino
inventarios y documentos contables, listas de raciones distribuidas con
indicación de los beneficiarios. Misma realidad y misma decepción: la
lineal B, esta escritura micenicocretense que, por fin, se descifró en 1953,
sólo nos ha procurado hasta ahora cuentas palaciegas. En este primer nivel se
arraiga y fructifica la escritura, invento de celosos servidores del Estado o del
Príncipe. Luego vendrán otros oficios y servicios.
Las cifras ocuparon su lugar en el primer lenguaje escrito. La numeración
egipcia jeroglífica es de concepción sencilla. De base estrictamente decimal,
las únicas cifras que utiliza corresponden a la unidad, a la decena, a la
centena, al millar, etc.: «una flor de loto para 1.000, un índice para 10.000, un
renacuajo para 100.000, un dios que alza los brazos al cielo para un millón».
Simplemente, se yuxtaponen las cifras, cuyos valores sumados nos darán el
número que queremos expresar. Por ejemplo, la cifra 10.000 se escribe con un
solo signo, pero 9.999 necesita 36: 9 veces la cifra mil, 9 veces la cifra 100, 9
veces la cifra 10, 9 veces la unidad. La numeración hierática simplificará este
sistema abreviando las repeticiones de símbolos, pero la aritmética egipcia y
su sistema de fracciones seguirán siendo primitivos, comparados con el
sistema de los babilonios, excelentes calculadores.
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La paleta de Narmer. Procede de Hieracáropolis y relata la victona de Horus (Véase las páginas 70, 83,
88). Esquisto, altura 64 cm, Museo del Cairo (dibujos de Laure Nollet).
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Es el precio que hay que pagar por enormes privilegios. Egipto,
Mesopotamia, tuvieron sus mandarines.
¿Y las ciudades?
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espacio reducido, en ciudades vitales que crecen con fuerza, económicamente
muy unidas (a la fuerza, pues las carreteras cercanas o lejanas deben
permanecer libres), pero que se disputan el poder, con sus dioses a la cabeza:
Ur, Uruk, Lagash, Eridu, Kish, Mari, Nippur, ciudad santa a imagen de la
egipcia Heliópolis. Cada una de ellas podría asumir el fervor urbano con el
que se presenta Uruk al lector, al comienzo de la epopeya de Gilgamesh,
fundador legendario de la ciudad: «Mírala, todavía hoy: el muro exterior con
su cornisa brilla con resplandor del cobre; el muro interior no tiene igual.
Toca el umbral, es antiguo… Sube a la muralla de Uruk, recórrela un poco…
examina su construcción: ¿no es del mejor y más hermoso ladrillo cocido?».
El universo mesopotámico siempre se construye y se reconstruye
alrededor de una ciudad, a lo largo de una historia marcada por tantos
avatares. En los peores momentos —jamás feudales— siempre ardió un fuego
urbano bajo las cenizas. ¿Cuáles son las razones de esta vitalidad? En primer
lugar, el hecho de que Mesopotamia está menos unida que Egipto, es mucho
más variada, su construcción en un cuerpo político siempre ha sido de corto
alcance (el imperio de Sargón no se forma hasta el 2335 y ni siquiera durará
150 años). Situada en la encrucijada de todos los caminos, Mesopotamia está
a la fuerza más abierta al exterior, es mucho más dinámica que cualquier otra
región. Sus «mercaderes burgueses» darán los primeros pasos conocidos de la
historia por el camino del «capitalismo». Me atrevo a creer que el cobre, que
se compraba al principio en las islas Bahrein, lanzó las primeras ciudades de
Sumer. Las precipitó a la aventura del comercio con tierras lejanas que, en
cualquier época, siempre es revolucionario.
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tocado. Finalmente, el soberano del Alto Egipto, Menes Narmer, une los dos
países en uno solo, hacia el 3200, y se ciñe el pchent, la doble corona, blanca
y roja. ¿Podemos llamarlo primer faraón? Este título viene del egipcio per aa,
la Casa Grande, el Palacio hacia el que todos se vuelven, y no designó hasta
muy tarde al soberano mismo, catorce o quince siglos después de Narmer.
Observemos de paso la significativa confusión entre la Casa, el Palacio y el
Soberano.
La paleta de Narmer, de la que ya hemos hablado, muestra desde el
principio al faraón revestido de su dignidad extraordinaria de dios vivo. Sus
actitudes, su representatividad, su elevada altura que domina al resto de los
hombres, son rasgos que no variarán en lo sucesivo, al menos formalmente.
De hecho, la divinidad real es la «teoría política» de Egipto, como dice
S. Morenz; sobre ella se fundamenta el orden de una sociedad cuya
conciencia es eminentemente religiosa. Este derecho basado en la religión,
esta realeza milagrosa, llegan de las profundidades mismas del pasado
predinástico y prehistórico de Egipto, de un universo mágico y salvaje en el
que los dioses son seres temibles, peligrosos. El faraón se convierte en dios
mismo por su coronación, se apodera de la fuerza de las coronas en el sentido
más realista, comiéndoselas. Así hace suya también la sustancia divina. En los
Textos de las Pirámides se encuentra el «famoso himno al faraón caníbal que
se alimenta de los dioses, se come los grandes en el desayuno, los medianos
en la comida y los pequeños en la cena, que les rompe las vértebras y les
arranca el corazón, que los devora crudos cuando se los encuentra en su
camino». Es como dar a entender que el faraón es el más grande de todos los
dioses, al menos su igual, el señor de los hombres y de las cosas, el señor de
las aguas del Nilo, de la tierra e incluso de la cosecha que está creciendo. Más
adelante se prestarán estas palabras a un faraón difunto: «Yo era quien hacía
crecer la cebada».
Esta concepción del dios vivo permanecerá formalmente intangible.
Ramsés II, en el siglo XIII, exclamará también: «Escuchad… soy Ra, señor del
cielo sobre la tierra».
Pero no hay que simplificar demasiado una institución que, a pesar de su
perennidad, se deformó sutilmente con el paso de los milenios. Al principio,
el faraón es el propio Horus, el dios halcón. Luego se convierte en su
encarnación terrestre, y la estatua de Kefrén es elocuente a este respecto.
Cuando se convierte por fin en hijo de Ra, del dueño de los cielos, a partir de
la dinastía IV, ¿no ha perdido algo de su grandeza original? Por una parte, ya
no es el igual de los dioses, sino el hijo de un padre divino; por otra, es
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responsable ante él, como un hijo ante su padre. Está en la tierra para ejecutar
sus mandamientos.
Ramsés III, el último gran hombre que dirigió Egipto, dice a Amón: «No
he desobedecido a lo que me ordenaste». S. Morenz cree poder distinguir
«una disminución progresiva de la divinidad del trono… identidad,
encarnación, filiación».
El faraón no deja de ser responsable del orden universal. La palabra maat,
que significa rectitud, verdad, justicia, tiene también el sentido de orden
natural del mundo. El dios vivo es garante de este orden y sólo muere en su
vida terrenal para nacer a otra existencia en la que continuará su obra
benéfica. Las grandes pirámides de la dinastía IV fueron construidas con
fervor por un pueblo que cree conservar así la eficacia de esta bendición. Un
egiptólogo, Cyril Aldred, parafraseando una expresión célebre, concluye: «El
Egipto antiguo es un don del faraón». El soberano aporta su fuerza, su
coherencia a una civilización que trabajó tantas veces siguiendo un mismo
impulso.
La unidad política supuso una reducción a la obediencia de Egipto. Sin
embargo, la maquinaria nilótica mejoró tanto su funcionamiento que se
demostraba así el influjo benéfico del Dios Vivo. Cuando una revolución
cultural, nacida en el interior de Egipto, acabó con la grandiosa construcción
del Imperio Antiguo, durante el primer periodo intermedio, entre el 2185 y el
2040, fue para acabar dándose cuenta de que lo mejor era reconstruir lo que
había sido destruido.
Egipto aceptó así una disciplina inevitable. ¿Qué Egipto? La masa del
pueblo llano cuya perpetua labor relatan los bajorrelieves de las tumbas de
Saqqara, las estatuillas de arcilla o las pinturas de la dinastía XVIII:
agricultores en los campos que siembran, cosechan, cargan las gavillas sobre
los burros, levantan un almiar, transportan el trigo hasta los silos, atan el lino,
cruzan un vado con el ganado, cosechan papiros, lanzan las redes, descargan
un barco; artesanos que trabajan el metal, la madera; esclavos que hacen
cerveza, trituran el grano con una muela o amasan la masa del pan con los
pies, vendimian la uva o la pisan. Los jeroglíficos que comentan estas
imágenes dicen familiarmente: «¡Vamos, perezoso!»; o bien «¡Vamos, chicos,
más deprisa!», mientras una flauta acompasa los ritmos del trabajo. Los
archivos que se salvaron de la aldea de Dehir el-Medina nos presentan un
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censo meticuloso de los obreros presentes en las obras de la necrópolis de
Tebas (dinastía XIX), de las herramientas que tienen a su disposición, de los
motivos de tal o cual ausencia: «Le picó un escorpión», «Bebía en compañía
de fulano» (G. Posener). ¿Fue castigado el bebedor? Una escena de la
mastaba de Amenhotep es explícita: campesinos que no han pagado sus
cánones son apaleados. El motivo puede cambiar, pero el castigo podría ser el
mismo. Así es el Egipto real: una masa de hombres apocados, de existencias
breves, totalmente marcadas por el signo de la obediencia. En la China de los
mandarines el orden no será distinto.
Cerca del faraón, el visir, los príncipes de sangre. Enviados por él a todo
Egipto, los escribas, mandarines privilegiados y conscientes de serlo. En la
base, un pueblo innumerable de campesinos esclavos. A decir verdad, la
condición de esclavo no adquiere realidad jurídica hasta el Imperio Nuevo,
con la abundancia de prisioneros de guerra, pero antes de su reconocimiento,
¿no existió la esclavitud a lo largo de todo un pasado monótono? Cada año,
cuando el valle inundado se sumerge bajo las aguas del Nilo, el campesino
tiene un periodo de reposo: caen entonces sobre él las corveas reales —como
para la fabricación de las colosales pirámides. Es una de las formas de su
esclavitud. La segunda, es el fisco, al que se alude en cada una de las —
escasas— quejas que se alzan. Escuchemos, fuera del tiempo, estos lamentos
que tienen unos 1.500 años de antigüedad: no ha habido cosecha, «los
roedores se han multiplicado, ha pasado la langosta, el ganado ha devorado,
los pájaros han saqueado» y «el hipopótamo se ha comido lo que quedaba».
Pero los agentes del fisco no cejan en su empeño: «Dicen al campesino: dame
tu grano —aunque no lo tenga. Le azotan furiosamente, lo atan, lo arrojan al
pozo». El cuadro, demasiado literario para ser cierto, es demasiado verosímil
para ser falso.
Esta sociedad es sin duda demasiado obediente. ¿No es acaso la suerte de
estas civilizaciones primeras que Alfred Weber llama «de primera mano»?
Los dioses ocupan demasiado lugar. Por boca de los sacerdotes, explican la
génesis del mundo, se manifiestan en los astros o a través de los animales
sagrados, gobiernan a los humanos, es decir, «escriben la historia».
Numerosos, tropiezan unos con otros, se sustituyen, con el paso de las
dinastías, de las ciudades, de los movimientos en el clero: entre Osiris, Isis,
Horus, Bes, Hator, Tot, Ptah, Set, Amón Ra y tantos otros, cada ciudad, cada
individuo incluso, puede elegir su dios protector. Con ellos, en todo caso, se
cruza ampliamente el umbral de los mitos: estos dioses de aventuras
múltiples, humanas sin duda, se acercaban bastante a los mortales.
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Lord Keynes, el economista de los economistas, se entretuvo un día
hablando del Imperio Antiguo de Egipto. Allí todo era humanamente,
económicamente perfecto, el excedente de una producción agrícola y urbana
se quemaba sistemáticamente en las enormes e «inútiles» pirámides.
¡Digamos que la economía egipcia no corría así riesgo de
«sobrecalentamiento»! Con la condición de que fuera un universo cerrado. El
Egipto del Imperio Antiguo sólo sale de sí mismo para empujar a los hombres
hacia Libia o el Sinaí, o Nubia, en busca de piedras preciosas o raras, de oro,
de esclavos, de mercenarios negros —o para enviar algunos barcos a Biblos
en busca de aceite o de madera del Líbano. Todo cambiará cuando, al entrar
súbitamente en la vida internacional del segundo milenio, Egipto deba
defender la puerta de su casa. El ejército se comerá entonces lo que antes
devoraba la construcción pacífica de las pirámides.
Dueños de la vida terrenal, los dioses dispensan la vida eterna. Durante
mucho tiempo, sólo el faraón gozó de esta preciosa supervivencia, que se
garantizaba con mil precauciones: el embalsamamiento, ritos múltiples, una
tumba, estatuas, frescos, estatuillas de servidores, para tener ayuda después de
la muerte. En el Imperio Medio se conquista la inmortalidad del «doble» del
alma, primero para los grandes de este mundo, luego para todos los egipcios
capaces de realizar el último viaje hacia el reino de los muertos, de pasar las
pruebas de la purificación y el juicio final. Sinuhé, un egipcio del siglo XX a.
C., viajero a su pesar, vivió en Siria; allí hizo fortuna, llegando a casarse con
la hija de un jefe local, y evoca las delicias de los países del vino, las fintas,
los rebaños abundantes. Volverá sin embargo a su país, ganado por la
nostalgia, y más todavía por miedo de que le entierren algún día «con una
simple piel de oveja como sudario», de morir para la vida eterna.
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todo el mundo sueña con poseer, aunque sólo sea una parte. En comparación,
el destino de Egipto parece a cubierto, lineal —lo que evidentemente es
excesivo. Para un buen especialista, la civilización mesopotámica evoca un
árbol del que nacen sin cesar fuertes ramas colaterales, o retoños muy
vigorosos a partir del propio árbol. ¿Y qué precio — guerras, éxodos,
destrucciones sucesivas, saqueos, sublevaciones— hay que pagar por cada
nueva floración?
Ahora bien, una misma civilización perdura a través de estas peripecias y
estos avatares y todas las regiones periféricas del «país entre ríos» son
subpatrias de esta civilización que se obstina en resplandecer. En medio de
una constelación brillante y variable, Mesopotamia aparece, pase lo que pase,
como un foco esencial. En cada invasión, los recién llegados parecen
absorbidos por la vida local, hasta el punto de que las dinastías semitas
llegadas del desierto pueden suceder a los sumerios, y viceversa, en función
de los caprichos de la historia, sin que el cambio se marque más que por
matices culturales, bien es verdad que muy fuertes.
Es pues un destino singular. El exterior —desierto o montaña— no carga
con la responsabilidad exclusiva. El interior es una familia mal avenida.
Exageremos: es casi la Italia del Renacimiento. Como ella, Sumer florece
bajo el signo de la pluralidad y las rivalidades de las ciudades. Éstas —Uruk,
Ur, Eridu, Kish, Larsa, Isin, Mari, Adab, Lagash— sustituyen a los clanes, a
las sociedades primitivas. Cada una tiene sus divinidades particulares, sus
sacerdotes reyes (que es algo muy diferente de un dios rey); luchan unas
contra otras con encarnizamiento. La hegemonía pasa de unas a otras: de Kish
a Ur, a Uruk, a Lagash, a Adab. La primera unificación seria será la del
imperio de Acad, obra de los semitas, que resplandece con Sargón I, pero
tendrá una existencia corta (2340-2230); Ur tomará durante un tiempo el
relevo, para pasárselo a Irsin, Larsa, y después Babilonia.
¿Habrá tenido Mesopotamia una incapacidad política para inventar el
príncipe, el rey o el reino? No, sin duda. Digamos más bien que las ciudades,
enriquecidas desde la primera época de Sumer por la agricultura y los
intercambios activos, adquirieron tal vigor que siguen viviendo de ese
impulso contra viento y marea. La inestabilidad política mesopotámica no las
afecta, al menos en profundidad. No interfiere en los intercambios exteriores
que siguen cruzando todo el país, de norte a sur y de este a oeste. Un cambio
de dinastía queda aceptado en cuanto la tranquilidad vuelve por sus fueros,
cuando cada ciudad, con el pueblo laborioso de sus campos y sus oficios,
vuelve a tomar posesión de su universo propio y de sus relaciones.
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Son posibles obediencias a la egipcia, sobre todo porque, más que en
Egipto, la primera Mesopotamia está sometida a sus dioses, siempre
dominantes, aunque luchen entre sí, se disputen y retrocedan unos con
respecto a otros, siguiendo las luchas humanas. Enlil había reinado sobre Ur;
cuando triunfe Babilonia, su dios Marduk impondrá a los demás su
superioridad. Más adelante, Asiria tomará su nombre de Asur, un dios que
procede también del antiguo panteón sumerio del tercer milenio. Imponer la
superioridad de su propio dios es una forma que tienen las ciudades de
afirmar su autoridad. Nadie podría, en cualquier caso, desposeer a los otros
dioses de sus funciones: Inanna (la futura Ishtar de los babilonios) representa
la fecundidad, Enlil tiene en sus manos los destinos y el orden del universo,
Anu es el dios temible del cielo, Enki el amistoso y sabio dispensador de las
fuentes y del agua fecundadora.
Estos dioses múltiples, omnipresentes, lo rigen todo, sin dejarse olvidar
con el paso de los días. Con sus ojos dilatados de hipnotizadores, fulminan,
atormentan a los humanos sin permitirles, como en Egipto, la esperanza de
una eternidad deseable. Hasta el héroe Gilgamesh se desespera ante la idea de
morir. Dueños de la ciudad, de su territorio, de los frutos que produce, los
dioses dejan a los sacerdotes la tarea de distribuir a los humanos parcelas de
esta tierra y de fijar la parte de las cosechas que corresponde al templo. El
sacerdote en un principio, luego el rey en las ciudades Estado y los primeros
imperios, son los vicarios de los dioses. ¿No están acaso encargados de
ejecutar las voluntades divinas, identificarlas gracias a la interpretación de los
presagios y los oráculos? Estos últimos son el secreto de los templos y el
soberano está a menudo prisionero en su papel. Como sus súbditos, vive presa
del temor de no captar plenamente el mensaje de los dioses. Estos, de acuerdo
con la concepción mesopotámica, quieren el orden y la prosperidad sobre la
tierra, que es la condición de su propia felicidad. Es pues normal que la
construcción de los canales y la organización del comercio, los grandes
talleres artesanales y las reformas administrativas —las de Hammurabi, por
ejemplo— dependan siempre de un dios que fue su inspirador, para mayor
bienestar de la comunidad y gloria del soberano.
Toda la estructura social depende así de unas fuentes religiosas. Sin las
exigencias divinas, sin la ciencia del intérprete capaz de traducir su lenguaje,
sin el soberano deseoso de obedecer a las órdenes de arriba, ¿quién podría
vivir? La obediencia de las primeras grandes sociedades humanas, la
mesopotámica como la egipcia, no es un mero terror ciego, corresponde a una
coherencia social, podríamos decir incluso que a una conciencia de las
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obligaciones de la vida colectiva. ¿Todo va bien en el mejor de los mundos?
Lo podemos dudar en nombre de nuestra propia sensibilidad, que no es buen
juez en la materia.
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asirios del siglo IX antes de nuestra era: soldados a horcajadas sobre odres
cruzan un río para atacar una ciudad; otros huyen del enemigo sobre los
mismos extraños caballos; o unidos unos a otros, los odres sostienen una
amplia balsa: se trata de los kalakkus babilónicos, capaces (como los keleks
árabes de nuestros días que utilizan a menudo centenares de pellejos
hinchados) de transportar río abajo, siguiendo la corriente, cargas muy
pesadas. Una vez llegados a su destino, las maderas y las cuerdas se vendían,
los odres se vaciaban y volvían a lomos de burro a su punto de partida.
Los sellos cilíndricos sumerios más antiguos (finales del cuarto milenio)
muestran barcos utilizados para las procesiones rituales. Desprovistos de
palos, con los dos extremos muy elevados por encima del agua mediante
cuerdas tensadas, estaban formados por juncos atados o trenzados, como las
embarcaciones que encontramos en nuestros días en el Eufrates, simples
estructuras de cestería recubiertas de betún o de cuero. Hacia el 3000 a. C., se
utilizaban barcos alargados en forma de canoa para la caza del búfalo salvaje
en las marismas: un modelo de plata de este tipo, descubierto en el cementerio
real de Ur, cuenta con siete bancos y seis pares de remos.
Río abajo, estos barcos se manejaban con pértiga, pero aguas arriba se
propulsaban con remos o se sirgaban. La vela no debe haber tardado mucho
en llegar: la navegación por el golfo Pérsico, hacia la isla de Bahrein y, sin
duda, hasta las costas indias, implican el uso de la vela y de embarcaciones
marinas. Estas líneas existen desde el tercer milenio. Es cierto que en aquella
época no tenían la densidad obligatoria de los tráficos fluviales. Nunca
diremos bastante hasta qué punto Mesopotamia está condenada, por su
naturaleza misma, a los intercambios internos: la parte baja del llano, con sus
numerosas ciudades, necesita piedra, madera, betún, cobre, vino, ganado, que
la Alta Mesopotamia produce o importa de los países vecinos. Todas estas
mercancías pueden bajar con la corriente. Río arriba, con barcos y bestias de
carga, se envía trigo, dátiles o cañas para construir casas, y pronto objetos
manufacturados.
Los textos del segundo milenio describen esta actividad: la construcción
de barcos en los astilleros fluviales, los viajes, los tráficos, los procesos a los
que daban lugar los accidentes. Un gobernador de tiempos de Hammurabi
presiona a uno de sus subordinados para que acelere la construcción de una
embarcación: «Entrégale sin reservas [al fabricante] el grano y los dátiles que
te reclame para los cesteros… y [los otros] obreros no especializados». A otro
constructor del mismo astillero de Larsa: «que se entreguen las tablas y vigas
necesarias para confeccionar una barcaza». En aquella época, por lo tanto,
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coexistían los barcos de madera y de caña. Es frecuente que el propietario de
un barco no lo conduzca él mismo, sino que se lo alquile a un barquero. El
Código de Hammurabi prevé el caso de que el barquero negligente deje que
su barca se deteriore: tendrá que pagar los daños. Si deja que se hundan navío
y carga, está condenado a pagárselo todo al propietario. A menos que tenga la
iniciativa y la posibilidad de sacar a flote el barco naufragado, en cuyo caso
sólo pagará al propietario «la mitad de su dinero». ¿No vemos ya, entre
empresarios y empleados, unas relaciones que hacen pensar en una sociedad
capitalista?
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papiros. No tiene quilla; unas traviesas consolidan el casco y la curvatura se
mantiene gracias a un grueso cable, que va de la proa a la popa y se puede
tensar a voluntad. El palo bípode, inclinado hacia delante en las
embarcaciones primitivas, dará paso enseguida a un palo central que soporta
una vela cuadrangular.
La vela hace su aparición a partir del cuarto milenio. El Nilo se puede
remontar gracias a la sirga o los remos, pero los vientos del norte soplan casi
todo el año en Egipto, lo que generaliza naturalmente el uso de la vela para
viajar río arriba. El idioma egipcio utiliza dos palabras diferentes para
designar el viaje: uno se transcribe con el signo del barco con las velas
desplegadas —el viaje hacia el sur— y el otro con el signo del barco con la
vela arriada —es el viaje hacia el norte que sólo necesita la fuerza de la
corriente.
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refugios[13], huellas de poblamientos mesolíticos, o incluso paleolíticos, con
lo que nuestro problema adquiriría nuevas dimensiones.
Yo creo personalmente, sin pruebas suficientes, en la antigüedad de la
navegación salvaje. En primer lugar, no representa la cuadratura del círculo.
Otras sociedades primitivas superan los peligros del agua marina; pensemos
en las balsas de los amerindios o, en las costas de Perú, en las barcas de
juncos atados — los caballitos[14]— sobre los que los pescadores, frente a las
olas, se aventuran mar adentro. Por otra parte, en lo que se refiere al
Mediterráneo, una navegación de cabotaje precoz parece explicar algunas
transferencias.
Por ejemplo, la expansión de la cerámica llamada cardial (impresa sobre
arcilla fresca con ayuda de una concha, el curdium) podría ser obra de un
cabotaje primitivo, quizá a partir del golfo de Alejandreta en Chipre. Desde
allí, las balsas podrían haber llegado a Grecia, Italia, Provenza, España,
Sicilia, Malta, o incluso las costas de África del Norte. En todas estas costas
encontramos trozos de arcilla impresos que antes se fechaban en el tercer
milenio, pero que recientes excavaciones obligan a situar en un periodo
bastante más lejano. ¿Cuándo exactamente? En Tesalia se dataron a finales
del sexto milenio. En Occidente se discute y se seguirá discutiendo: ¿quinto?
¿cuarto milenio?[15]. Lo que está claro es que esta cerámica corresponde en
todas partes a la difusión de las primeras agriculturas neolíticas.
También por mar debieron avanzar las dos oleadas de colonizadores que
trajeron muy pronto a la Grecia precerámica, desde Asia Menor, los secretos
de una agricultura rudimentaria (la primera, en realidad, hubiera podido tomar
la vía terrestre, si el continente egeo no hubiera desaparecido todavía en
aquella época).
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barcos que cubren permanentemente la línea, en ambos sentidos, se conocen
desde mediados del tercer milenio con el nombre de «barcos de Biblos», pero
aunque Egipto los financiaba con seguridad, aunque las formas son egipcias,
no se sabe exactamente si se construyeron en Biblos o en Egipto, ni si sus
tripulaciones eran de una u otra nación, o de las dos.
En cualquier caso, eran negocios importantes, y el número de barcos
representados en Saqqara para la expedición del rey Sahura lo prueba. Más
todavía la amplia organización que se descubre, curiosamente centrada en la
isla de Elefantina, en la importante ruptura de la primera catarata del Nilo. En
la época de las pirámides, en el siglo XXV, los «funcionarios» reales de
Elefantina, que podemos considerar empresarios e incluso tacharlos de
capitalistas (si juzgamos por el lujo de sus tumbas) tienen el control de los
transportes de granito hasta la capital de Menfis, por los barcos del Nilo;
controlan también las canteras de la zona desértica, el traslado de los bloques
hasta el río, las rutas de Coptos a Kosair en el mar Rojo, las minas de turquesa
del Sinaí, finalmente las relaciones marítimas con el país de Punt a través del
mar Rojo, pero también con Siria. Hay una comunicación curiosa, entre las
vías terrestres, las vías marítimas, los barcos del Nilo, entre el granito del Alto
Egipto y los maderos de cedro de Biblos. Lo que entrevemos nos deja
perplejos, y nos hace pensar en la existencia, desde el siglo XXV, de puertos
activos en el Delta. Desgraciadamente, el lodo se lo ha tragado todo.
Unos mil años más tarde, bajo la dinastía XVIII, una pintura de Tebas
representa barcos tripulados por cananeos (como se llama en aquella época a
los pueblos de la costa siria, antepasados de los fenicios) que descargan en un
muelle mercancías de su país. Se trata indudablemente de naves de tipo
egipcio, similares, aunque más redondas, a las que el rey Sahura enviaba a
Biblos, con los mismos extremos levantados casi en ángulo recto. Los barcos
que bota la reina Hatshepsut (dinastía XVIII), para su expedición marítima de
1480 hacia «el país de Punt», quizá Somalia, son más alargados y más bajos
sobre el agua, pero su aparejo es el mismo. Los palos se alzan en medio del
casco y llevan una gran vela cuadrada; dos largas espadillas sirven de timón.
Cien años más tarde, el hermoso modelo a vela totalmente aparejado de la
tumba de Tutankamón se asemeja, punto por punto, a los cascos y arboladuras
del viaje al país de Punt. Sólo el sistema de gobernalle es distinto.
La característica de estos barcos de tipo egipcio-sirio es que avanzan casi
exclusivamente a vela. Al contrario de los pequeños barcos del Nilo, que
utilizan mucho el remo, estos grandes veleros sólo lo utilizan para maniobrar,
entrar en el puerto o salir de él.
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No obstante, no hay que sobrevalorar las proezas marítimas de los
egipcios. En su elemento sobre las aguas del Nilo, parecen menos aficionados
a salir a alta mar. Egipto vivió durante mucho tiempo sobre sí mismo, su río,
las tierras inundables. El mundo lejano le interesa sin apasionarle. Es algo que
viene atraído por sus riquezas, así que, ¿por qué salir en su busca? El
comercio exterior estará con frecuencia en manos de extranjeros instalados en
las bocas del Nilo, cananeos, cretenses, fenicios, griegos al final. Después de
todo, el primer «canal de Suez» no se excavará hasta 610-595 a. C., bajo
Neco. Unía el brazo oriental del Nilo con el lago Tinset y los lagos Amargos
y, según Herodoto, dos barcos marítimos lo podían cruzar al mismo tiempo.
Obra maestra, con seguridad, pero tardía; lo terminará, o más bien lo volverá
a excavar, Darío. Alejandro Magno le dará a Egipto su primer gran
equipamiento portuario al crear Alejandría. Y sin embargo, desde el 2150, los
egipcios no habían dudado en abrir canales en el duro granito de la primera
catarata del Nilo, en Asuán. Esta precocidad del equipamiento fluvial
contrasta con el interés más episódico y tardío por el mar.
Es dudoso que los barcos egipcios, salvo excepción, hayan controlado otra
ruta en el Mediterráneo que la cómoda y bien conocida que va del Delta a
Siria; cuatro a ocho días de travesía, a la ida y a la vuelta. Los progresos
decisivos de la navegación vinieron de otros lugares y sólo se adivinan dentro
del marco complejo de los mares levantinos: las costas de Fenicia, las islas y
costas del Egeo, la gran isla de Creta y el propio país griego.
Tampoco están las cosas claras en este aspecto. ¡Cuántas dudas y
discusiones! La única cosa segura es que el mar fue vencido con eficacia
durante el segundo milenio, a través del Egeo y del conjunto de los mares de
Levante. Una vez dicho esto, en cuanto se quieren precisar las circunstancias,
la cronología, las razones y condiciones técnicas de esta victoria, o los tipos
de nave de que se trata, las cosas se complican. Las imágenes que se han
podido reunir, documentación esencial en este debate, suscitan
interpretaciones e hipótesis que están muy lejos de coincidir.
Spyridon Marinatos, historiador meticuloso y bien informado, estableció
(1933) el catálogo de sesenta y nueve dibujos de naves antiguas del Egeo; por
su parte, Diana Woolner (1957) catalogó y reprodujo treinta y ocho
inscripciones de barcos, grabadas en un pilar en Malta, en el gran templo
megalítico de Hal Tarxien. ¡Tenemos más de cien navios a nuestra
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disposición y sin embargo no estamos satisfechos! Los dibujos son a menudo
incorrectos, esquemáticos; ignoran toda regla de perspectiva. Los escasos
modelos encontrados, generalmente de arcilla, son burdos bocetos. Nada de la
precisión egipcia. Salvo las inscripciones maltesas, dibujadas con una punta
en la piedra, estos barcos se encuentran en los flancos de vasos, diferentes
utensilios, en sellos o cilindros, en sortijas, tablillas con escritura jeroglífica.
Sus fechas, a menudo inseguras, se escalonan a lo largo de más de un milenio.
No obstante, dado que la arquitectura naval evoluciona apenas a lo largo
de siglos y siglos (los nuevos tipos, en cualquier caso, no excluyen en general
los antiguos), no es imposible encontrarse toda esta flota al completo en el
mar, sin tener en cuenta las fechas de los esquifes. Los ponemos imaginar
navegando en grupo, como si pudieran alcanzar todos juntos los puertos del
Delta egipcio, o la rada de Ugarit, para desembarcar el trigo que, hacia 1200,
exige a voz en grito el rey hitita, para sus ciudades hambrientas.
¿Qué hay que tratar de entender? Cosas sencillas con seguridad. En
primer lugar, hay que distinguir, si es posible, la proa de la popa, saber en qué
sentido avanzan nuestros barcos. La respuesta está en la disposición de los
remos, cuando están representados. El remero griego, como sus antecesores
micénicos y cretenses, rema de espaldas a la dirección de la marcha, al
contrario del gondolero veneciano, por ejemplo, que de pie en la parte trasera
de su barca, mira hacia la dirección del avance. Otro criterio: si se puede
conocer la anchura del barco (es el caso de uno de los modelos), entonces, la
parte delantera, la proa, será la parte más ancha, ya que el barco se estrecha
hacia la parte trasera, de acuerdo con una ley que deben respetar incluso los
aviones, para evitar los remolinos del aire: así lo quiere la teoría de los
«cuerpos pisciformes». Cuando el barco tiene un gobernalle, formado por uno
o dos remos giratorios, el problema está resuelto: evidentemente, están en la
popa.
El lector observará que la popa de los navios egeos suele estar más
elevada que la proa, pero no se trata de una regla absoluta, y la diferenciación
de la popa y la proa es dificultosa.
Se plantean otras preguntas: la barca, por ejemplo, ¿tiene cubierta? ¿En su
totalidad o parcialmente? ¿Tiene bancos, remos, palos, velas? Los barcos
egeos, casi siempre provistos de remos, no siempre llevan una vela de apoyo.
Cuando existe, es cuadrada, con verga, está formada a veces por dos velas
cuadradas, pero atadas una junto a otra, a la misma verga y a un solo palo.
Este velamen doble tenderá a desaparecer, aunque encontremos un ejemplo
tardío en un barco de Pompeya.
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El número de remos, generalmente indicado con precisión (15 como
máximo), ha permitido a S. Marinatos calcular las longitudes posibles para
algunos barcos (calculando la distancia entre dos remeros en 90 cm): es decir,
unos veinte metros como máximo (teniendo en cuenta los espacios sin remos)
para los barcos mayores de quince remos, mucho menos en general, ya que la
mayoría de las embarcaciones no superan los cinco remeros. Se trata pues en
general de pequeños barcos, largos, ligeros, con un solo palo, a remo y a
veces a vela.
Lo más importante es que, muy pronto, desde el Minoico medio (antes del
2000), encontramos, junto a estos navios, barcos sin remos, con una tilla
completa (lo que se prueba con seguridad gracias a un modelo de arcilla del
1500 a. G, aproximadamente), mucho menos estrechos que los anteriores.
Hacen pensar en un velero de carga, más importante quizá que los otros
navíos cretenses, y anuncian con mucha anticipación la división tradicional de
la marina mediterránea: barcos largos, rápidos, de guerra o piratas, a remo;
barcos redondos mercantes, buenos cargueros, a vela. Pensamos con Kirk que
la alternancia, por periodos, en la representación artística de barcos alargados
y barcos redondos, no puede corresponder a una preferencia de los marinos de
la época por tal o cual tipo, sino a modalidades artísticas sucesivas. Las dos
formas coexistieron en la flota egea. El barco largo tenía generalmente una
proa baja con una especie de espolón, la popa más alta; el barco redondo, una
popa y una proa también altas y curvadas, como se ve todavía en las hermosas
cerámicas tardías de Chipre.
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proa) es consolidar la estructura del barco, en particular la parte delantera,
expuesta al choque de las olas y que se resiente cada vez que se encalla la
embarcación en la arena de la playa (razón de que los espolones primitivos
estén curvados hacia arriba). El primer espolón recto o curvado podría ser la
simple prolongación de las piezas de madera longitudinales de la quilla, de
esta arista, de esta roda a partir de la cual se construye el costillaje del barco
egeo.
Se trata de una originalidad evidente. El barco egipcio, las naves cananeas
en el segundo milenio, no tienen ni quilla, ni espolón, ni costillaje. Aunque es
posible que el barco redondo cretense, que apareció en el segundo milenio,
sea, con sus dos extremos curvados, una imitación del barco sirioegipcio, es
evidente que «los egeos realizaron un avance importante, añadiendo a este
tipo tan práctico los elementos fundamentales de su construcción naval: la
obra viva y el costillaje. Así se crea un tipo de buque estable y sólido, que
sigue existiendo en nuestros días» en las costas griegas. En realidad es el
primer barco de transporte realmente adaptado al mar.
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utilizará ampliamente hasta la batalla de Salamina (480). Luego se afirmará el
triunfo de la trirreme con tres filas superpuestas de remeros.
Por el contrario, es una equivocación basarse en algunos dibujos de
vasijas griegas con perspectiva engañosa para atribuir a los griegos la
invención de la birreme. Un documento, perfectamente claro esta vez, prueba
lo contrario. En los muros del palacio de Nínive, la flota fenicia huye del
puerto de Tiro, antes de que Senaquerib ataque la ciudad (700 a. C.): barcos
redondos, con extremos simétricamente levantados, reman en flotilla con
barcos largos de espolones puntiagudos. La lección egea está completamente
asimilada, aunque hay una innovación: ahora todos estos barcos tienen dos
filas superpuestas de remeros. Se trata de la birreme, cuya importancia se ha
exagerado quizá. Según Kirk, los griegos la tomaron de los fenicios, en
épocas tardías, en el siglo VI, aunque no por mucho tiempo, prefiriendo el
pentecóntoros, mucho más seguro en el mar. Los mismos fenicios, sólo
utilizaron la birreme con buen tiempo y sin alejarse demasiado de la costa.
En esa misma época, para los convoyes costeros de madera de los que ya
hemos hablado, los fenicios utilizaban también unos barcos de origen más
misterioso que los griegos llamaban hippoi, porque su proa se adorna con una
cabeza de caballo. En un barco de este tipo cazaba el rey Asurbanipal en las
aguas del Tigris y quizá este esquife recorrió con los fenicios todo el
Mediterráneo, si juzgamos por una joya fenicia encontrada en Aliseda,
España. Según Estrabón, estaba en uso en el Mediterráneo a finales del siglo I
después de Cristo. Y hace sólo unos cincuenta años los pescadores de las
costas de Cádiz solían esculpir en sus proas una cabeza de caballo.
La cita de Malta
Las inscripciones del tercer templo de Hal Tarxien, en Malta, nos han
servido poco hasta ahora. No son fáciles de leer. Estos marinos que dibujan
exvotos sobre el pilar de piedra de una capilla (sin duda abandonada después
del 1500 a. C.)[16] tratan de dar gracias, tras un viaje difícil o un naufragio, a
una diosa madre, una «stella maris». El templo se encuentra cerca del gran
puerto natural donde se instalará, mucho después, la ciudad de La Valetta que,
en cada otoño y al principio de cada invierno, sirve de refugio a los barcos
que se atreven a salir y son sorprendidos por el mal tiempo.
Desgraciadamente, estos dibujos, parcialmente borrados, se superponen:
cada fiel dibuja su barco a la altura de la mano, como sus antecesores y como
los que vendrán después. Sobre la piedra caliza, los dibujos nuevos, con sus
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trazos blancos, luminosos, borran los dibujos anteriores. Luego pasa el tiempo
se mezclan todos.
Tomados en su conjunto, estos cuarenta dibujos tienen un sentido:
prueban que, desde la primera mitad del segundo milenio, a Malta llega una
navegación que, por una vez, no tenemos necesidad de imaginar. Maltratados
o no por el mar, los barcos avistan Malta y atracan allí. Los que han realizado
el viaje sin problemas, en la estación cálida, no tienen por qué sumarse al
cortejo de ex voto, pero su existencia no es menos cierta.
Podríamos hablar mucho sobre el tipo de estos barcos. Nos quedaremos
con su diversidad. Veo, de acuerdo con Diana Woolner, que ha estudiado y
publicado estas inscripciones (1957), algunos barcos egeos, cretenses,
micénicos, con las proas y las popas levantadas. Esta primera observación
importante es una evidencia. Veo también, de acuerdo con Diana Woolner, al
menos un barco de tipo egipcio, quizá más. No hay que concluir por ello que
los barcos egipcios atracaban en Malta. Incluso la hipótesis antigua de Eduard
Meyer, que los hacía arribar a Creta, parece ahora muy discutible: las
esculturas o los vasos egipcios que se encontraron en la isla llegaron
probablemente llevados por barcos cretenses, bien desde Egipto, bien desde
las costas sirias. ¡Con más razón es difícil de imaginar egipcios en Malta! Sin
embargo, en la primera mitad del segundo milenio, los barcos de la costa
siria, ya lo hemos visto, son de tipo egipcio. Conocemos sus relaciones con
Egipto, su comercio activo en Levante. También pudieron empezar, en
compañía de las naves egeas, a explorar los mares de Occidente. Se plantea
aquí el mismo problema oscuro de las relaciones con el Occidente
mediterráneo[17]. Si los egeos y los sirios arriban a Malta a comienzos o
mediados del segundo milenio, no es probable que se quedaran allí. ¿No está
la isla en el centro de un sistema de intercambios? Recibe por ejemplo
obsidiana de Pantelaria y de las islas Lípari, que encontramos también en la
Italia meridional, hasta Lucera. ¿Y no encontramos en las Lípari y en Italia
cerámica micénica?
La escala de los barcos de Malta no desmiente estas indicaciones de la
arqueología, todo lo contrario. También coincide con las hipótesis generales
que pueden deducirse del fenómeno tan curioso de los megalitos.
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No voy a abordar aquí el problema oscuro del megalitismo por el mero placer
de presentar algunas imágenes de un mundo extraño y que sigue siendo
misterioso. Lo que me sigue preocupando es el mar salvaje, inasible. El lector
ha visto que la búsqueda de los primeros barcos no permite llegar hasta los
orígenes, que la corriente nos arrastra obstinadamente hacia tiempos más
tardíos y más claros. ¿Nos permitirán los megalitos volver atrás?
Desgraciadamente, cualquier estudio desapasionado del megalitismo
dejará la impresión de un sueño perdido, de un problema cuya solución nunca
encontraremos. Es especialmente lamentable porque el espacio entero del
Mediterráneo se encuentra afectado por un fenómeno amplio cuyas analogías,
de un punto a otro, son indudables y que sugiere una cierta unidad de los
tráficos. Sin embargo, los elementos del problema no están claros.
Para empezar, ¿se trata de un solo problema? Convertir los megalitos,
estas grandes, a veces enormes piedras utilizadas en estado bruto, en el
símbolo de una cultura particular no presenta dificultades a priori. Ahora
bien, el símbolo tiene que estar siempre presente junto a los mismos
elementos de cultura.
En lo que se refiere a los propios megalitos, la terminología, de origen
francés, o mejor bretón, nos resulta familiar: menhires, son piedras alzadas
verticalmente; dólmenes son muros de varias piedras levantadas, cubiertas por
losas horizontales. El lector conoce también con seguridad, en Bretaña, estos
alineamientos y círculos (cromlechs) de menhires; o en Stonehenge, cerca de
Salisbury, en Inglaterra, el conjunto impresionante, a pesar de su lamentable
estado actual, levantado entre el 1700 y el 1500 antes de nuestra era: varios
círculos concéntricos de inmensas piedras azules, sujetadas por losas
formando dinteles —todo ello transportado desde canteras montañosas
situadas a doscientos ochenta kilómetros del conjunto. La historia de los
celtas y de las culturas druídicas siempre se asoció a estas piedras a las que la
tradición dotaba de un carácter sagrado. Hasta hace poco no se ha reconocido
en ellas el signo de una cultura mucho más amplia, y probablemente de origen
mediterráneo.
Otros signos de esta cultura son las tumbas colectivas de cámaras
múltiples, cubiertas o no de falsas cúpulas, es decir, de piedras que se avanzan
ligeramente unas respecto a otras, para acabar uniéndose en la cúspide, a las
que se accedía, o no, por un largo pasillo. Que el lector versado en
arqueología clásica piense en la tumba de Micenas, mal llamada Tesoro de
Atreo, tumba circular (tholos) precedida de un pasillo (dromos). Estas tumbas
colectivas pueden variar evidentemente de forma y de plano general.
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Últimos signos, pero capitales:
1) Los monumentos megalíticos están relacionados con el culto de la
diosa madre, representada de mil formas, rostros esquematizados en los que
los ojos ocupan un lugar especial, estelas de piedra en las que, bajo la sombra
de un rostro, dos brazos redondos esbozan una forma corporal, etc.
2) Los megalitos suelen estar relacionados con la metalurgia del cobre o
del bronce, como muestra claramente el ejemplo del Levante español.
3) Estos megalitos están también relacionados en Occidente con una cierta
vida agrícola, que en general los precede. Existe pues una cierta correlación
entre una sedentarización, un arraigo de las aldeas, por una parte, y un nuevo
culto y la técnica del metal por otra, aportados por inmigraciones (quizá
«herreros» ambulantes), o extendidos a partir de algunos focos, por simple
imitación[18].
En estas condiciones, podemos adivinar anticipadamente las dificultades
de interpretación: cronología incierta —aunque es la regla del juego en los
dominios de la Prehistoria—; cultura incompleta, con elementos que faltan y
otros que se presentan de forma insólita.
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tentación de atribuir un papel motor al Mediterráneo. Para ello, tenemos el
aval de un congreso de especialistas reunidos en París (1961). El origen
podría estar, una vez más, en los espacios líquidos y sólidos de Oriente
Próximo. Las excavaciones del profesor M. Stekelis, que fechan los menhires
de Palestina y del Líbano entre los milenios quinto y sexto a. C. nos dan,
hasta mejor información, un centro posible de dispersión.
Si las cosas fueron así, el cortejo de bienes culturales megalíticos se
desplazó más o menos de este a oeste, pero no con una progresión regular y a
partir de una fuente única. Sólo tendremos ideas claras sobre las modalidades
de esta progresión, si es que la ha habido, cuando hayamos fechado los
monumentos megalíticos, región por región[20].
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del templo de Tarxien: ¡carnero, cerdo, cabra, inmolados en sacrificio! Aquí
reina la diosa madre, de la que se han encontrado numerosas imágenes
esculpidas (y no simples estatuas menhires como en otros lugares). Su estilo
varía mucho en función de las épocas, pero, la última etapa de los templos
(primera mitad del segundo milenio) hace pensar, por las características de las
esculturas, también por algunos motivos, entre otros la espiral, en una
influencia directa del Egeo.
Esta civilización de los templos malteses quedó brusca y totalmente
destruida hacia el 1500 a. C.[21], por invasores originarios, sin duda, de Italia
meridional. Por lo tanto las inscripciones de barcos de las que hemos hablado
más arriba no pueden ser posteriores a mediados del segundo milenio. Ahora
bien, estos recién llegados, destructores de la primera civilización insular, que
reutilizarán a su manera las ruinas de los templos de Tarxien, tienen una
particularidad: llegan con armas de cobre. Esta ventaja pudo compensar su
inferioridad numérica con respecto a los primeros constructores de los
grandes templos megalíticos. De estos constructores no quedará nada, ni
siquiera su cerámica —sustituida por formas mucho más burdas— o su arte.
Sus sucesores pertenecían a su vez a una cultura megalítica y sembrarán la
isla de pequeñas tumbas con dólmenes, bastante rústicas, en las que se han
encontrado cerámicas características de su ocupación.
Quizá Malta haya desempeñado un papel esencial en la cadena del
megalitismo. Es posible. Es algo que se ha dicho de forma reiterada, pero ¿no
nos estaremos dejando impresionar por la exuberancia, el carácter extraño,
grandioso de la piedra maltesa? Nada indica, después de todo, que Italia
meridional (Barí, Otranto, Tarento) y Sicilia, donde las enormes tumbas
colectivas excavadas en la roca han dejado huellas abundantes (asociadas al
bronce, esta vez), hayan desempeñado en esta cultura primitiva un papel tan
poderoso, o más. La pequeña isla perdida en el mar, desarrollando un
fantástico arte de la piedra pero ignorante del metal, se parece demasiado a un
caso particular para haber desempeñado el papel de punto de encuentro
cultural, de centro redistribuidor de megalitismo que a veces se le ha
atribuido.
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propia masa continental que esta última, quizá sea la tierra más conservadora
—en todas las épocas— del mar Interior.
Como en Malta, en Cerdeña hubo desviación y superación del esquema
megalítico habitual.
Las tumbas colectivas están presentes desde la ocupación humana de la
isla, sin duda posterior al 2250[22]. Se trata de las misteriosas tumbas de Li
Muri, con sus piedras alzadas y su utillaje lítico refinado, y un poco más
tardías sin duda, las tumbas talladas en la roca que corresponden a la primera
cultura identificable de la isla, llamada de Ozieri. Todo parece relacionar estas
tumbas con una cultura oriental: las cabezas de toro esculpidas en las paredes
rocosas, los ídolos de tipo cicládico, los dibujos de espirales (en Pimenteli),
que son un emblema de fertilidad muy extendido por el Oriente mediterráneo,
desde Sumer hasta Troya, Micenas y Siria. Se ha mezclado sin embargo una
influencia occidental, procedente en particular del sur de Francia, y algunos
objetos importados demuestran contactos con Sicilia y las islas Británicas,
quizá Irlanda.
Un poco más tarde aparecen, casi al mismo tiempo[23], las tumbas de
dólmenes (que evolucionarán más adelante hacia las grandes tumbas
colectivas denominadas tumbas de gigantes) y luego las primeras aldeas de
nuraghi (hacia 1500), esas torres tan características de la isla, aunque bastante
similares a las torri de Córcega. De torres de este tipo, más o menos bien
conservadas, se han encontrado en la isla hasta la fecha seis mil quinientos
ejemplares, y la lista no debe estar completa. Su nombre, que podría venir de
un dialecto preindoeuropeo, quizá signifique montón, o hueco. En un
principio eran torres de vigilancia y de defensa, construidas sobre una
plataforma con piedras sin mortero, colocadas en círculos sucesivos cada vez
más estrechos, lo que nos da en el interior una especie de tholos, de falsa
bóveda, con pendiente más o menos marcada. La construcción continuará
hasta la conquista romana (238 a. C.) e incluso después. Tenemos así nuraghi
de más de un milenio de existencia, durante el cual se complicaron poco a
poco con añadidos sucesivos, como los templos de Malta, rodeándose de un
muro de protección a bastante distancia, reforzándose con otras torres. Con la
penetración cartaginesa, en el siglo VI, tuvieron que protegerse de las
máquinas de guerra; encontramos al pie de los nuraghi gran número de
proyectiles. El resultado de estas transformaciones y perfeccionamientos
sucesivos nos da el enorme complejo de Barumini, donde recientes
excavaciones han diferenciado al menos dos épocas sucesivas.
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Defensores, familias, tribus y sus jefes, a veces almacenes, se alojaron en
estos complejos de piedras macizas. En cuanto a la vida religiosa, cuyo
secreto se nos escapa, gira alrededor de las tumbas de los Gigantes, luego de
santuarios con pozo, o de templos amurallados. Son espectáculos que
recuerdan a los de Malta, pero no los repiten. Además, son muy posteriores.
No obstante, pertenecen a un mismo universo de formas.
Al contrario de Malta, Cerdeña conoció precozmente el metal. En las
tumbas de Ozieri se han encontrado objetos, sin duda importados, cuyo cobre
nos remite, al analizarlo, a España, al sur de Francia, pero también a Irlanda.
Luego, el trabajo local ocupó en esta isla minera un lugar considerable.
Volveremos a hablar de ello. Nos gustaría saber en qué fecha se levantaron
exactamente las fraguas asociadas a la vida de los templos amurallados y de
los nuraghi.
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pues sus esqueletos, numerosos en las necrópolis, indican una raza diferente
de la que, hasta entonces, estaba ampliamente implantada en España y en
África del Norte.
Tenemos pues hombres nuevos. Y conocen la metalurgia: el mobiliario de
las tumbas revela la utilización simultánea del cobre y de la piedra, puñales de
metal o de sílex, alabardas, admirables puntas de flecha. Sobre todo, y es lo
más impactante, estos recién llegados se apresuraron a ganar las zonas
mineras de Almería, Jaén, Sierra Morena, el bajo Guadalquivir. Son las únicas
regiones que poblaron tierra adentro. Aparte de estos puntos, su ocupación se
limitó a las zonas costeras. ¿Su riqueza venía de la actividad minera o de la
actividad marítima? Probablemente de ambas. En cualquier caso, esta
prosperidad está probada por la existencia de ciudades que no tienen
equivalente en Occidente en aquella época. En el actual despoblado[25] de Los
Millares, por ejemplo, en la provincia de Almería, debemos imaginar una
verdadera ciudad, con sus murallas y sus torres a los flancos, un acueducto
que trae agua desde tres kilómetros de distancia, numerosas y ricas
necrópolis. La costumbre de enterrar a los príncipes, o los jefes eminentes,
rodeados de toda su familia, evoca «una sociedad patriarcal y aristocrática».
Estas sepulturas colectivas sitúan a los invasores en la amplia familia
megalítica, afirmando más todavía las influencias orientales[26]. En las tumbas
de Los Millares, un pasillo desemboca en una cámara redonda u oval,
formada por grandes placas de piedra levantadas, ajustadas unas a otras con
arcilla, coronadas con una falsa cúpula, como en algunos tholoi de las costas
del Egeo que datan de la primera mitad del segundo milenio. A veces, ante la
entrada del pasillo, un grupo de betilos, pintados de rojo, similares a los de
Biblos. Otras tumbas, enormes, las de Antequera, por ejemplo, o Lacara,
cerca de Mérida, recurren más a las pesadas piedras erguidas de tipo
dolménico; o se trata de tumbas subterráneas excavadas en la roca (lo que
encontramos también en Sicilia y muy frecuentemente en el Egeo), siempre
siguiendo el modelo de la cámara de falsa cúpula y corredor. Martín Almagro
Basch no duda en relacionar esta arquitectura, así como la cerámica, las armas
o los ídolos estilizados que los acompañan, con la cultura de las Cicladas,
aproximadamente del 2000 al final de Micenas. Una vez más, encontramos
entremezcladas una cultura megalítica, la influencia del Egeo y la de Siria, a
su vez en relación estrecha, ya lo veremos, en los mares del Levante
cosmopolita, en el segundo milenio.
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El problema de los megalitos, que no hemos seguido fuera de los límites
del Mediterráneo, sigue siendo oscuro, complicado, controvertido.
¿Estaremos cazando fantasmas, como dice un arqueólogo? Todas las hipótesis
están abiertas y los especialistas no se privan de presentar algunas
contradictorias, aunque casi siempre sean sugerentes. ¿Qué ocurriría, en
igualdad de condiciones, si se nos demostrara fehacientemente que los
dólmenes y menhires de Bretaña se remontan al cuarto milenio y son los más
antiguos de todos estos conjuntos de Occidente?[27]. Una tesis nos parece sin
embargo engañosa: para desechar la idea de un origen oriental y de una cierta
unidad de la cultura megalítica, apoyándose en el hecho de que la cronología
existente, ya lo hemos dicho, no dibuja ciertamente una progresión evidente
de este a oeste, llega a la conclusión de que «las ideas y las técnicas tan
sencillas» que se encuentran en la base del megalitismo nacieron
aisladamente «en una multitud de regiones» de Europa y del Mediterráneo sin
comunicación entre ellas. ¿Es tan sencilla técnicamente hablando, y tan
natural la idea de transportar las enormes piedras de Stonehenge desde una
cantera que dista doscientos ochenta kilómetros? ¿La construcción de
enormes tumbas colectivas (que G. Bailloud indica con razón como la
característica esencial de una cultura que incluye también «los dólmenes, los
hipogeos y las tholoi») es un rasgo natural, que puede aparecer
espontáneamente por cualquier sitio?
Es evidente que la difusión de un fenómeno cultural que incluye el
megalitismo sin reducirse a él no significa coherencia total o uniformidad.
Sobre todo si se trata de una difusión escalonada a lo largo de uno o dos
milenios, en medios geográfica y humanamente muy diversos. La realidad es
que un determinado universo de formas y de ritos se ha propagado, por mar
de acuerdo con todas las apariencias, lo que excluye un amplio movimiento
de población en aquella época, y plantea persistentemente la cuestión del
origen de estos propagadores. ¿Fueron como misioneros, fundadores de
religión? La proliferación de templos en Malta, los cultos funerarios, aluden
empecinadamente a una vida religiosa, pero ¿qué pueblo no es ante todo
religioso? ¿Fueron aventureros partidos de Oriente en busca de nuevas minas,
estaño y cobre? Me inclino a creerlo, a pesar de la excepción importante de la
primera civilización maltesa que ignora el metal. Me inclino a pensarlo pues
los metalúrgicos, los herreros itinerantes son personajes conocidos en la
historia de Oriente Próximo. Es totalmente seguro que viajan, y lo hacen
desde comienzos del tercer milenio. Hacia el 2500, en las grandes ciudades de
Oriente Próximo, la artesanía del metal está generalmente en manos de
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corporaciones de extranjeros, con secretos celosamente guardados y que no
nacen en las comunidades urbanas. Al parecer, un poco antes del 2000, una
crisis grave de los países más antiguos del bronce, de Asia Menor a Irán
(¿trastornos sociales, calamidades naturales o agotamiento de las minas
locales?), arrojó de golpe hacia el sur a grupos muy numerosos de inmigrantes
metalúrgicos. Transportan con ellos las mismas técnicas y los mismos
objetos: alfileres de cabeza gorda (llamados en forma de maza), torques
(collares abiertos), pulseras del mismo tipo, perlas bicónicas o en forma de
oliva hueca, puñales de hoja triangular. Vamos encontrando la pista de estos
«portadores de torques» (como los llamó C. Schaeffer, quizá en recuerdo de
dos estatuillas de plata de Ugarit, que llevan cada una un torque de oro al
cuello) en Ugarit, en Biblos, en Palestina, en Egipto, en Chipre, en Creta, en
Europa central por el camino del Adriático[28]. ¿Será la asociación de los
marinos sirios o cretenses y de los «portadores de torques» la responsable de
los viajes iniciales hacia las minas de Occidente, de Cerdeña, de España, de
Europa central?
Si fueran además los propagadores de los megalitos, nuestro problema
estaría resuelto, pero la solución es demasiado hermosa. Lo que sí está claro
es que se ha abierto una vía marítima y, como siempre en estos casos, actúan
influencias entremezcladas. Es también evidente que este despertar de las
minas y de la metalurgia de Occidente es como un prefacio a los viajes
fenicios del primer milenio que, lejos de ser una marcha ciega hacia lo
desconocido, están relacionados sin duda con la explotación de las minas de
Cerdeña y de España. Y sin duda también con las tradiciones dejadas por
estos primeros emigrantes que, mucho antes de los fenicios, habían hecho las
veces de colonizadores.
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Capítulo IV. Siglos de unidad: Los mares de Levante
del 1500 al 1200
Para presentar la quincena de siglos que van del 2500 al 1200 o 1000 a. C. —
que corresponden más o menos a la edad del Bronce en Oriente Medio—,
tendremos que calzarnos las botas de siete leguas y resignarnos a mucha
oscuridad. Los conocimientos han avanzado asombrosamente desde hace
algunas décadas, pero a lo largo de un espacio cronológico tan amplio siguen
quedando inmensas lagunas. ¿Cómo esbozar una imagen de conjunto cuando
las incertidumbres son tan numerosas que, a menudo, cada nueva certidumbre
provoca una reacción en cadena que derrumba toda una serie de explicaciones
que se creían seguras? Pensemos en lo que pudo significar, en 1915, el
desciframiento de la escritura cuneiforme de los archivos hititas de Bogazköy
por parte del erudito checo Bedrich Hroznyi (1879-1922), convencido —
razón de su éxito— de que el idioma hitita tenía que ser forzosamente
indoeuropeo. Un acontecimiento igualmente sensacional, aunque menos
importante para la historia de Mediterráneo: la prensa anunciaba, el 3 de
septiembre de 1969, el desciframiento del idioma de la civilización del Indo
—que ha resultado ser dravídica, es decir, relacionada con los dialectos
actuales del Decán.[29]
Estos acontecimientos desplazan de golpe baterías completas de
explicaciones y la lección aprendida ayer ya no se recita en la actualidad. Así,
tenemos la impresión, estimulante en realidad, de estar siempre a punto de
saber exactamente lo que ocurrió. Y luego, vuelta a empezar. El álbum de las
maravillosas imágenes cretenses sigue estando a nuestra disposición, la
Parisiense, o el Príncipe de las flores de lis de Cnosos no han cambiado, pero
ya no los vemos con los ojos de Arthur Evans o de Gustave Glotz.
La edad del Bronce se extiende por Oriente Próximo a partir de mediados del
tercer milenio y termina más o menos, con la tormenta de los Pueblos del
Mar, en el siglo XII. Su historia puede escribirse fácilmente en un registro
dramático: invasiones, guerras, pillajes, desastres políticos, bloqueos
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económicos de larga duración, «primeros mestizajes de pueblos»… Sin
embargo, imperios rivales o ciudades agresivas, bárbaros de las montañas o
del desierto que se imponen por la fuerza o la astucia a otros más
evolucionados que ellos, todos quedan atrapados en un movimiento general
cuya fuerza creadora los supera, en una civilización que se extiende a pesar de
todas las fronteras. Así se construye una unidad de las tierras y los mares de
Levante. La historia de la edad del Bronce puede escribirse tanto bajo el signo
dramático de la violencia, como bajo el signo benéfico de las relaciones:
relaciones comerciales, que ya son diplomáticas, culturales sobre todo.
¿Este universo cultural en vías de extensión hubiera podido abarcar todo
el Mediterráneo? Éste parecía ser el camino antes de las invasiones de los
Pueblos del Mar. Invasiones desastrosas, no sólo a causa de las destrucciones
que supondrían, sino porque Grecia y el Egeo se encontrarán desde entonces
cortadas, aisladas de Oriente Medio, ajenas a él. Este desgarro, que no se
volverá a reparar, llevaba la semilla de la gran escisión cultural del futuro,
entre Oriente y Occidente[30].
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entre el 2000 y el 1500, con Mesopotamia, que abre la marcha, y Egipto que
la cierra. ¡En la tumba de Tutankamón (hacia el 1350) los objetos de cobre
son más numerosos que los de bronce!
Esta extensión progresiva, como un segundo nacimiento del bronce, está
relacionada con las emigraciones de los metalúrgicos de Asia Menor, de las
que ya hemos hablado. Los encontramos en Ugarit, donde se quedarán dos
siglos, hasta el 1700 más o menos; en Biblos, que hacia el 2000 es un centro
«metalúrgico» importante, donde se desarrollan también bellas técnicas de
damasquinado (hilos de oro sobre cobre o plata, oro nielado); en Chipre, en
Palestina, en Egipto, en Europa central. Los países ricos se convertirán en
beneficiarios de esta poderosa difusión. El bronce, que permite la fabricación
de una buena panoplia de armas ofensivas y defensivas, sin las que no habría
ni Estado, ni príncipe respetado, se ha convertido en la base de una
civilización material, como el acero y la fundición siguen siendo las bases de
nuestra civilización actual. Las minas de cobre y de estaño se someterán a una
codiciosa vigilancia. Dispersas en todo el mundo, relativamente escasas, es
obligatorio a menudo controlarlas a distancia. Para esta captura comercial, los
países ricos, que juegan con ventaja, pueden apoyarse en su red de
intercambios, organizados desde hace tiempo sobre la base de lo que se ha
denominado la economía palatina.
Los príncipes, efectivamente, que controlan la vida cotidiana de sus
súbditos, aún bajo el imperio del trueque, canalizan hacia los almacenes y
cofres de los palacios todos los recursos movilizables: pagos en especie,
corveas, impuestos, derechos de aduana. Ellos organizan, en los talleres, la
producción artesanal destinada a los intercambios exteriores. Este sistema de
los «palacios reales» se seguirá desarrollando, se alimentará con la nueva
animación de los intercambios. El palacio no sólo es la empresa económica
más importante, a menudo es la única, y el príncipe el primero de los
productores, de los financieros, de los clientes. Los intercambios se organizan
y se desarrollan para él y para el pequeño grupo de hombres que gravitan
alrededor de su persona. Los templos, con sus bienes raíces, sus campesinos y
sus artesanos, también son, desde el punto de vista económico, «palacios».
Incluso precedieron en muchos casos al príncipe por este camino. En el
segundo milenio, encontraremos esta concentración económica, no sólo en
Egipto, en Mesopotamia, sino en el imperio hitita, en Creta, donde los
vientres fabulosos de los palacios, sus ánforas gigantes llenas de aceite
(70.000 litros en reserva según los cálculos de Evans) o de vino son bastante
elocuentes para los visitantes de Cnosos. En Ugarit, el palacio no deja de
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crecer para adecuarse a la fortuna de la ciudad y de sus príncipes y al
desarrollo de sus «delegaciones». El rey Salomón también tendrá su
«palacio».
Así pues, no hay Estado sin palacio, ni palacio sin Estado. El sistema sólo
es concebible a partir de la explotación férrea de masas de campesinos y de
artesanos. Aunque la economía se desarrolle, su dependencia no deja de
crecer. Pronto, cada país tendrá, para mayor lujo y fuerza, sus zonas de
avituallamiento celosamente vigiladas, gracias a las cuales un capitalismo
privado pronto trata de desarrollarse, al margen de la actividad palaciega
propiamente dicha. El cobre de Anatolia, o de Arabia (a través de Bahrein), o
de Chipre, el estaño de Irán, quizá ya de Toscana, de España o de Inglaterra,
circulan en forma de productos brutos o semimanufacturados (o incluso
manufacturados). Se han encontrado en el Sinaí los hornos primitivos,
excavados en la tierra, en los que se trataba el mineral de cobre antes de
enviarlo hacia el Nilo. En 1960, la arqueología submarina descubrió en
Gelidonia, en la costa turca, en un barco hundido hacia el 1200 a. C., una
carga de cuarenta lingotes de cobre en forma de «piel de buey» con la marca
de los fundidores de Chipre.
Esta red no deja de extenderse, de Malta a Irán, a Turquestán y al Indo, de
los países nórdicos, productores de cobre, de estaño y de ámbar, hasta Nubia,
donde Egipto encuentra una tierra colonial que puede explotar sin
misericordia. Caravanas y navegaciones se suceden. En los mares del norte de
Europa, barcas, navios, circulan, quizá ya con las velas de cuero que
enarbolarán, mucho después, los vénetos cuando César, no sin dificultades,
los venza en el mar. Las rutas del istmo atraviesan de norte a sur el estrecho
continente europeo, respondiendo a la llamada del Mediterráneo. Y el mismo
efecto de atracción ejerce el mar Rojo, donde una pintura en una tumba
tebana del siglo XVI nos revela una navegación de cabotaje: unos indígenas
aportan sus mercancías a un puerto egipcio, quizá Kosair, al final de la ruta
que sale de Coptos, sobre el Nilo, y llega al mar. Lo que más me llama la
atención, es que estas embarcaciones redondas, quizá de mimbre, de una
forma que encontramos actualmente en los países árabes, tienen una vela
triangular, cuidadosamente reproducida por el pintor. La vela triangular es
característica del océano índico. El Islam, unos dos milenios más tarde,
introducirá en el Mediterráneo esta vela exótica (tan bien adaptada que se
considerará, con respecto al Atlántico, como típicamente mediterránea y se
llamará «latina»). La pintura tebana sugiere, pues, unos vínculos con la otra
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zona de vida marítima gobernada, desde el golfo Pérsico a las Indias, por el
régimen de los monzones.
Esta circulación terrestre, fluvial o marítima gozó de circunstancias
favorables. No digo que no haya habido ningún corsario por mar, ni ningún
bandolero por tierra, pero estos largos trayectos implican connivencias, de
ciudad a ciudad, de Estado a Estado. En Mesopotamia, las mercancías pasan
de una ciudad a otra, como un balón en un partido de rugby bien orquestado.
Por ejemplo, las grandes caravanas de asnos negros que, de Asur a Kanish
(Kültepe), transportan tejidos (comprados en Mesopotamia del Sur) y estaño y
traen de Anatolia, a su vuelta, cobre, nunca son interceptadas ni molestadas
durante sus desplazamientos. Un documento babilónico de aquella época
(comienzos del segundo milenio) habla de «autorizaciones reales para
circular», sin duda a cambio de peculio, y las rutas están organizadas, con
relevos y «cantineras de encrucijada». Los trayectos son, no obstante,
difíciles, lo bastante peligrosos para que antes de salir los mesopotámicos
invoquen la ayuda de Shamash, dios del Sol: «Tú, que asistes al viajero, para
el que arduo es el camino, y reconfortas al que cruza el mar y teme a las
olas…».
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moderno de piezas acuñadas, y lo extenderá a través de los países de Oriente
Próximo, incluidos Mesopotamia y Egipto (este último bastante reacio, por
cierto).
La primera «moneda» de pago, en Sumer, fue la medida de cebada, el
grano. De la vida agrícola surge pues la moneda, no del pastoreo (como en
Roma, pecunia; en Grecia bous; en India rupia). Esta moneda de cebada
tendrá larga vida en las transacciones ordinarias, porque cuando aparece el
metal (cobre, luego plata al peso), lo hace como una especie de moneda de
cuenta, una escala de referencia. La cebada sigue funcionando como moneda
real. Por ejemplo, un contrato, después de estipular el precio en plata, indica
además la relación en el día de la fecha entre la plata y la cebada. Sin
embargo, para las transacciones exteriores, la moneda que sirve de motor y se
impone, es evidentemente el metal.
No obstante, la plata, a partir del momento en que aparece y desempeña el
papel, en algunas transacciones, no de simple referencia, sino de moneda real,
tiende a predominar sobre otras formas de pago. Así se interpretará una
decisión del Código de Hammurabi: si una cantinera no acepta grano como
pago de una bebida, pero recibe plata y por ello «baja el precio de la bebida
por debajo del precio del grano, se hará comparecer a la cantinera y se la
arrojará al agua». Este detalle imprevisto indica el carácter ambiguo de una
economía semimonetaria. Quizá el trueque, sugiere un especialista, se
mantuvo allá donde el pago en mercancías ponderosas era posible —a lo
largo de los ríos, en el mar— y cuando intervenían los palacios, poseedores de
mercancías superabundantes. La economía monetaria podría haber reinado,
por el contrario, entre los «capitalistas» que no tienen enormes almacenes a
los que acudir y cuyos «mercaderes itinerantes» recorren las carreteras con
sus «agentes portadores de capitales», como dice la invocación a Shamash
que acabamos de citar.
En cualquier caso, es un signo de la precocidad económica de
Mesopotamia la aparición rápida, junto a la organización oficial del palacio,
de verdaderos mercaderes, tratantes y viajantes los unos, prestamistas los
otros, con seguridad los más importantes. Estos mercaderes forman en cada
ciudad como un barrio aparte, el karum. En él encuentran —si juzgamos por
el de Kanish (Kültepe), que conocemos gracias a una extensa correspondencia
— almacenes y las ventajas de una asociación de mercaderes que hace las
veces de cámara de comercio. Manejan la plata de los pagos con destreza,
conocen los pagarés, las letras de cambio, los pagos por compensación —lo
que prueba que los instrumentos del capitalismo se descubren solos en cuanto
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las circunstancias se prestan a ello. En Babilonia existirán incluso bancos. No
sorprende descubrir una economía monetaria en Ugarit, salida al mar de las
tierras mesopotámicas, puerto activo (se habla de una flota de 150 barcos),
situado cerca de las minas de plata del Tauro. Los mercaderes de la ciudad,
importadores y exportadores en parte extranjeros, pagan en siclos de plata sus
compras de lana, de esclavos e incluso de tierras.
¿La elección de la plata como medio de pago menos voluminoso que el
cobre o el bronce, favoreció el comercio exterior de Mesopotamia?
Probablemente, pero el metal blanco, hay que comprarlo. Como contrapartida
de sus importaciones de materias primas productos alimentarios —plata,
madera, cobre, estaño, piedras preciosas y semipreciosas, aceite, vino—
Mesopotamia sólo cuenta con cebada, dátiles, pieles, tejidos de lana, cilindros
grabados y otros productos de artesanía. Sirve también de intermediario y
cobra el precio de sus servicios. Su regla parece ser comprar todo lo posible
hacia el sur y hacia el este, donde la plata se revaloriza (por ejemplo,
Mesopotamia del Sur preferirá durante mucho tiempo el cobre procedente de
Bahrein al de Anatolia) y vender hacia el norte y el oeste, a sus proveedores
de plata, productos de lujo y textiles. Quizá la economía mesopotámica
descansa simplemente en una regla sencilla de los países evolucionados:
comprar materias primas y asegurarse un beneficio en la reventa, en bruto o
en productos manufacturados. Quizá Mesopotamia se beneficia de la regla
que imperará durante tanto tiempo en la vida mediterránea y convierte el uso
del metal blanco, mercancía sobrevalorada en Lejano Oriente, en una ventaja
en sí, un «multiplicadoe» benéfico de los intercambios, o al menos de los
retornos. La elección de una moneda de plata en Mesopotamia, que linda con
los tráficos que se dirigen hacia India, tomaría un nuevo sentido, aunque la
explicación es evidentemente frágil.
El oro de Egipto
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usos una moneda de cuenta, el shat (7,6 g) de cobre o de bronce, a partir de la
dinastía IV. Hacia el 1400 lo sustituirá el qite (9,1 g). No hablemos a este
respecto de un fortalecimiento de la moneda: en Egipto se trata de algo
marginal; el trueque seguirá siendo la regla hasta el dominio persa, o incluso
hasta el griego.
Sin embargo, Egipto, como Mesopotamia, tuvo que organizar los
intercambios exteriores necesarios para su vida y sus lujos. Exporta productos
manufacturados, telas de lino de afamada finura, cerámicas, cristales
policromos, muebles, joyas, amuletos… Pero está menos obligado a
comerciar con países lejanos que Mesopotamia, dado que —salvo con la
madera— tiene suficiente con lo que encuentra en el país o en países
limítrofes: el cobre del Sinaí (no empezará a importar lingotes de Siria y
Chipre hasta mediados del segundo milenio), las más diversas piedras para la
construcción a orillas del Nilo: granito, gres, esquisto, caliza o basalto;
muchísimas piedras preciosas o semipreciosas de los desiertos del este; coral
del mar Rojo; marfil, ébano, y sobre todo oro de Nubia (la palabra significa
«país del oro»). El metal amarillo es fruto del trabajo de buscadores de
pepitas primitivos, tratados como esclavos. La producción es abundante. Bajo
Tutmosis III (1502-1450), Nubia envía al faraón dos a trescientos kilos de oro
en un solo año. Cifra fabulosa, pues la América española, desde su
descubrimiento en 1650, entregará como media apenas más de una tonelada al
año. No mienten las correspondencias diplomáticas de Amarna (Amenofis III,
1413-1377, y Amenofis IV, 1377-1358) cuando repiten que el oro, en Egipto,
es tan común como la arena. Tushratta, el emperador de Mitanni,
contemporáneo de Amenofis IV, prefiere decir «como polvo entre los pies».
Sin embargo, hay escasez de plata, hasta el punto de que el cambio oro-plata
en el Imperio Medio era únicamente de 1 a 2, o incluso de 1 a 1.
Con el oro, casi sin darse cuenta, de manera eficaz, Egipto tiene mucho
terreno ganado. ¿Fue acaso un motivo para dejarse estar, mientras
Mesopotamia estaba condenada a hacer esfuerzos, a permanecer activa e
inteligente, a precipitar su economía exterior? Egipto evoca a nuestros ojos,
con muchos elementos similares, la China del siglo XVIII después de Cristo,
segura de sí, preocupada únicamente por ella misma.
La larguísima coyuntura
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inmensos Estados, de palacios enormes, que no despiertan únicamente la
curiosidad de los historiadores del arte. Puede ser incluso que la superación de
una economía palatina, como en los países de «escritura cuneiforme», sea la
prueba y el resultado de una extensión, más marcada todavía, de la vida
económica. Esta vida económica no deja de tener altibajos. Sabemos de sobra
que hubo rupturas de rutas, variaciones de precios, fluctuaciones de población
(al menos en Egipto o en Creta), accidentes o catástrofes políticas que no
pueden dejar de ser al mismo tiempo catástrofes económicas.
En estas condiciones, ¿es posible, después de haber dejado que se
deslizara en el debate, casi jugando, la palabra coyuntura, tratar de tomárnosla
totalmente en serio? Naturalmente, esta coyuntura existe, pero estamos
reducidos a imaginarla, a partir de una documentación somera y de algunas
hipótesis meramente verosímiles.
1) Supongo que este mundo de conexiones múltiples, habida cuenta de sus
inercias y de sus precipitaciones, acepta no obstante un ritmo de conjunto, que
por supuesto sólo afecta a la franja superior de sus relaciones.
2) Sólo tenemos indicadores, por muy imperfectos que sean, en lo que se
refiere a Mesopotamia y a Egipto. Aquélla, activa, determinante, pero, por así
decirlo, turbia, o enturbiada por demasiados avatares políticos; éste, pasivo,
enorme, siempre manejando los hilos de diferentes tráficos, pero a menudo
manejado desde fuera, como pasará con la China de Cantón, abierta al
capitalismo europeo.
El testimonio de Egipto es el más claro, el más continuo, aunque no
forzosamente el mejor. Empecemos no obstante por él, ya que es el más fácil
de leer.
Los interregnos políticos largos se designan sin ambigüedades, en Egipto,
con el nombre de periodos intermedios. El primero, entre el Imperio Antiguo
y el Medio, va aproximadamente del 2280 al 2050. El segundo, entre el
Imperio Medio y el Nuevo, del 1785 al 1590: durante este largo interludio se
sitúa el episodio bien conocido de los hicsos, los «extranjeros», esos pueblos
de pastores que se instalan en la parte oriental del Delta y construyen allí su
capital, Avaris. Sus soberanos jugarán tan bien a los faraones, que constituyen
limpiamente las dinastías XV y XVI. El tercero y último e inacabable periodo
intermedio, comienza en el siglo XI y apenas si termina en el VIII. El periodo
saíta (663-523) sólo será un corto resplandor. Podemos hablar de un Egipto
ascendente hasta el 2280, descendente hasta el 2050; ascendente del 2050 al
1785, en reflujo del 1785 al 1590; en fuerte ascenso en tiempos de las glorias
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bélicas del Imperio Nuevo y hundido en un marasmo sin fin que fue la suerte
común de todo Oriente Próximo tras las convulsiones del siglo XII.
De estos tres largos interregnos en la vida egipcia, el primero —
revolución cultural que viene de las profundidades de la vida interior del país,
acompañada por una invasión asiática y una interrupción total del comercio
con Biblos por una parte, con los países del oro por otra— es mucho más
fuerte que el segundo. El episodio de los hicsos no tiene, efectivamente, el
mismo valor de ruptura; el extranjero se adueña sin destruirla de la actividad
del Bajo Egipto, que desgraciadamente permanece oscura. Sin embargo, está
claro que el Delta, bajo el dominio de los hicsos, conservó sus antiguos lazos
con Siria, Creta, las costas de Levante, incluso con los hititas. El último
periodo, el más largo de los tres, es el final de un mundo.
Tabla cronológica comparada de Egipto y Mesopotamia
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EGIPTO MESOPOTAMIA
Hacia 2700 Hacia 2700
Poder sumerio en Mesopotamia del Sur; primera
Imperio Antiguo (dinastías III-IV); Keops,
dinastía de Uruk; Gilgamesh, rey de Uruk; primera
Kefrén y Micerinos (dinastía IV), cimiento del
dinastía de Lagas (h 1490), fundación del imperio
poder faraónico
acadio por Sargón el Viejo (h 2340)
2280 2230
I periodo intermedio (dinastías VII-XI); reinos Declive del imperio acadio (2230) debilitado por las
múltiples, decadencia del poder central; incursiones de los guteos que ocupan Babilonia
hegemonía de los nomarcas (2160)
2050 2100
Imperio Medio (dinastía XII); Amenemhet I Renacimiento sumerio; dinastía III de Ur; toma de
funda la nueva dinastía (h 2000), el país está Mari y Larsa (1761) por Hammurabi, que crea la
sometido: reforma administrativa de Sesostris II primera dinastía amorrea de Babilonia y realiza la
(h 1950) unidad de Mesopotamia (h 1792)
1750 1750
II periodo intermedio (dinastía XIII-XVII), los Muerte de Hammurabi, toma de Babilonia por los
hicsos se instalan en el Delta y ponen su hititas y desaparición de la primera dinastía de
capital en Avaris (h 1750), numerosos Babilonia, incursiones casitas en Mesopotamia (a
disturbios políticos y sociales partir de 1740)
1590 1594
Imperio Nuevo (dinastías XVIII-XX); La dinastía casita se establece en Babilonia durante
Amenofis I reconstruye la unidad del Imperio cuatro siglos (1594); tratados de alianza con Egipto,
(h 1590); Ramses II inaugura un reinado de 67 intenso desarrollo de las ciudades sirias y del
años (h 1300); desarrollo de una política de Imperio hitita (apogeo a partir de 1380) Tratados de
conquistas y de alianzas alianza con Egipto
A partir del siglo XI A partir del siglo XI
Crisis generalizada de Oriente Próximo, destrucción
III periodo intermedio (1070), debilitamiento y
de Babilonia por los asirios. Desaparición del
declive del Imperio egipcio
Imperio hitita
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de perfume», colocados como una diadema blanca sobre las oscuras
cabelleras.
Una vez dicho esto, si comparamos este triple esquema egipcio con el de
los altibajos de los países mesopotámicos (véase la tabla), las coincidencias
no son perfectas, en absoluto, y es algo que nos tranquiliza un poco, porque el
indicador que estamos siguiendo es más bien político; no se puede aplicar
exactamente a la economía y, por otra parte, los trends seculares no coinciden
totalmente de una zona económica a la otra. Se trata pues de coincidencias
aproximadas para las que es lícito utilizar las cronologías imperfectas a
nuestra disposición.
Supongamos que llamamos a las tres crisis egipcias A, B, C; a las tres
crisis mesopotámicas que deberían coincidir con ellas A’, B’, C. Para A y A’,
la coincidencia es satisfactoria: el imperio acadio fundado hacia el 2340 se
disuelve hacia el 2230, el Imperio Antiguo egipcio hacia el 2280; el Imperio
Medio egipcio emerge en el 2050 y la tercera dinastía de Ur hacia el 2100.
Por lo tanto, A = A’, más o menos. Para B y B’, la correspondencia está más
clara todavía: el desorden en el Nilo recomienza hacia 1785 y se prolongará
hasta 1590 aproximadamente; para Mesopotamia, podemos adelantar las
fechas de 1750 (muerte de Hammurabi) y 1595. Puede que la tercera dinastía
de Ur sólo durara un siglo, pero vino a continuación la dinastía de Larsa y el
poderoso Estado de Mari, luego la dinastía de Babilonia con el amorreo
Hammurabi, que conquista a un tiempo Larsa y Mari y reconstruye la unidad
de Mesopotamia. Esta historia complicada corresponde, una vez más, a
rivalidades entre ciudades que no cambian nada, durante todo el periodo, en
un comercio activo, conocido gracias a una abundante documentación escrita.
La desintegración que sigue a la muerte de Hammurabi corresponde, por el
contrario, al estallido de una crisis social contenida hasta entonces, con un
conflicto entre los intereses y la propiedad privada y la organización estatal.
El Código de Hammurabi había sido un intento de acuerdo para dar
satisfacción a estas aspiraciones, canalizándolas al mismo tiempo para
salvaguardar un Estado fuerte. Sin embargo, el intento fue un fracaso y el
Código será letra muerta. La recuperación no llega hasta la dinastía casita, en
1595. Podemos concluir pues que B = B’ y C = C’, esta vez sin discusión,
pues la crisis del siglo XII es una crisis generalizada, de la que no se salva
ninguna región de Oriente Próximo y de Grecia, dominada entonces por
Micenas.
Estos seis periodos —tres de deterioro, tres de salud más o menos
aceptable— nos permiten situar algunos acontecimientos. Si llamamos a, b, c
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a los periodos de euforia, veremos que el imperio hitita, creado hacia 1600 y
que dura hasta el 1200, coincide con el largo periodo ascendente c, que
incluye también en su movimiento la Babilonia de los casitas, no demasiado
brillante en realidad, el Imperio Nuevo egipcio y su aliado, el Estado de
Mitanni, que ocupa la Mesopotamia del Norte; en Creta, es el periodo
llamado de los segundos palacios; finalmente, en el siglo XIV, tenemos el
ascenso de Asiria. Remontando el curso de los siglos, el periodo b ve, por un
lado, el Imperio Medio, por otro, los dos o tres ensayos brillantes de
reunificación mesopotámica, que se desmoronan tras la muerte de
Hammurabi, y finalmente los primeros palacios cretenses. El periodo a es sin
duda el más curioso: se trata de la época de las creaciones de Acad y de esta
primera prosperidad minera que recorre con un trazo poderoso Asia Menor,
de Irán y el Cáucaso al mar Egeo y más allá. Egipto se asocia de forma más
tranquila a estas efervescencias, vive de las rentas de una prosperidad ya
antigua y bien asentada, pero su masa es tal, que todo parece partir de allí o
llegar allí.
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que se afirma. Creta, nuevo actor que sólo entra en el juego durante unos
siglos, pero para desempeñar un papel deslumbrante.
Al sur del mar Egeo, la Creta antigua es una isla perdida en un desierto de
agua salada. Amplia, montañosa, está cortada por llanuras (una de ellas, en el
centro, la Mesara, bastante extensa: 40 km de largo, 6 a 12 de ancho),
cerradas por montañas calizas que hacen las veces de depósito de agua. El
monte Ida la corona a casi 2.500 m. El contraste habitual del Mediterráneo
entre la planta baja y la azotea está perfectamente ilustrado. No obstante, si
bien las tierras altas cretenses parecen, según las reglas, bastante cerradas a
las influencias exteriores que cambiarán radicalmente la isla, no existe
aparentemente una amenaza montañosa para las llanuras, ciudades y palacios
de las tierra bajas. Existe una trashumancia ovina; tranquila, da poco que
hablar. Nada comparable, en suma, a las tierras altas salvajes, peligrosas que
tendrá la isla (que entonces se llamará Candia) en tiempos del dominio
veneciano. En realidad, la Creta minoica, tan pacífica dentro de sus propios
límites, ¿no habrá estado durante mucho tiempo despoblada con respecto a
sus posibilidades?
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La oposición más fuerte, la más inesperada, se establece entre las fachadas
norte y sur de la isla, la que se vuelca hacia las islas y costas cercanas del
Egeo y la que mira hacia África lejana, la Cirenaica y, más lejos, Egipto, la
una mediterránea, como otras tantas costas, la otra una curiosidad climática,
con un toque tropical que evoca la estrecha franja española de Málaga. Las
golondrinas pasan allí el invierno, como en Egipto.
Una isla siempre es un mundo cerrado, protegido. En Creta, por ejemplo,
no hay animales salvajes autóctonos, salvo la cabra montes, el tejón, el gato
montes, la comadreja (que se utilizaba en las casas contra los ratones). No
existían zorros, lobos, águilas, lechuzas. Ningún animal dañino salvo el
escorpión, la víbora y una araña venenosa (desconocida en el continente). Los
griegos dirán más adelante que «la isla de Zeus» había sido liberada de estas
plagas por el rey de los dioses o por Heracles. Fue más bien obra del mar
protector. ¿No fue este aislamiento la principal ventaja de Creta en sus
inicios? Otras islas, casi igual de grandes, como Rodas, o más extensas como
Chipre, ambas bien situadas en las rutas del mar, están mejor relacionadas que
ella con el continente próximo. Sin embargo, Creta ocupó indudablemente la
primera posición.
Pese a todo, su participación fue muy modesta en una primera civilización
egea y periegea, cuyos puntos más brillantes fueron las Cicladas y más
todavía la ciudad de Troya, al sur del Helesponto. Como el resto del Egeo,
recibió de Asia Menor sus primeras poblaciones y su primera agricultura,
hacia el séptimo milenio; luego otras oleadas de emigrantes la iniciaron en la
cerámica y, finalmente, durante el tercer milenio, en los progresos de la
metalurgia. Si creemos a los arqueólogos, la gran isla, en estas primeras
experiencias y en particular en lo que se refiere a la cerámica, estaba
seriamente retrasada con respecto a otras regiones como la Argólida o
Tesalia, más directamente relacionadas con Anatolia, e incluso a una isla
como Siros, cuyos vasos son conocidos desde hace tiempo, con el nombre
prosaico e impertinente de «sartenes» —vasijas planas, de uso probablemente
ritual, decorados con incrustaciones blancas, espirales, triángulos, estrellas,
soles, barcos, peces… La primera civilización heládica presenta, como la
anatólica, la omnipresente diosa madre, representada en primer lugar en el
Neolítico por estatuillas naturalistas, muy similares a las del continente
asiático; más tarde, a comienzos de la edad del Bronce, por esos extraños
ídolos denominados «cicládicos», quizá menos puramente egeos de lo que se
ha dicho. Las figuras «en forma de violín», por ejemplo, como recortadas en
una placa de mármol o de arcilla, no sólo se encuentran en Troya
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(prácticamente en todos los niveles I a VI) y en Creta, sino también en Tesalia,
en el Bósforo asiático, en Teleilat Ghassul (al norte del mar Muerto), y tienen
su correspondencia en las pequeñas siluetas de una tumba de Alaça Höyük,
recortadas en una lámina de oro. Desde Creta, siguen su camino hacia
Occidente, inspirando en Cerdeña numerosas estatuillas de piedra o de
mármoles locales (primera mitad del segundo milenio), o en Malta, en el siglo
XVI, figuras estilizadas en forma de violín o de disco plano. En España, en las
tumbas megalíticas de Purchena y de Los Millares, son uno de los numerosos
signos de una influencia del Oriente mediterráneo.
La fachada oriental del Egeo, la costa de Asia Menor y sus puertos, que
son la salida de los valles que bajan de las mesetas, sirvieron de escala en esta
corriente cultural que, durante varios milenios, fluyó desde Anatolia hacia el
Egeo y Grecia. En la colina de Hissarlik, no lejos del Helesponto, el
desarrollo brillante de la ciudad de Troya, a partir del 3000, es la historia de
una de estas escalas. Nueve ciudades sucesivas fueron descubiertas por
Schliemann (1870), en un lugar hasta entonces legendario. La más antigua,
Troya I, es una ciudad muy pequeña, pero innegablemente una ciudad, con
sus murallas y, en el punto más seguro de las mismas, el palacio del príncipe.
Se fabrica allí una cerámica modelada a mano, gris y negra, con incisiones e
incrustaciones blancas, muchos útiles de piedra (supervivencia nada
sorprendente), pero la presencia del cobre revela los albores de una
metalurgia. Por supuesto, está presente la inevitable diosa madre. Troya II,
dentro de murallas más amplias, sólo durará dos siglos (2500-2300) y
desaparecerá en un incendio, como unos mil años más tarde Troya VII, la
ciudad de Príamo y de Héctor, asediada durante largo tiempo por el ejército
de los griegos. Durante estos dos siglos, Troya II desempeñó un papel
importante en la difusión de la metalurgia a través del Egeo. Las excavaciones
nos han dado una multitud de objetos preciosos, de oro, plata, plomo, electro,
hierro incluso, cuchillos de hoja de plata o de bronce, con mangos de cristal
de roca tallado, una bella orfebrería que utiliza indistintamente la filigrana, el
cloisonné o el grafilado. Todos estos objetos preciosos parecen haber sido
enterrados precipitadamente, apenas un instante antes de la hora definitiva del
peligro. Se conoce el torno de alfarero, pero convive con la cerámica
moldeada a mano.
En esta segunda mitad del tercer milenio, Troya está en relación evidente
con Mesopotamia (cilindros y sellos de Jemdet Nasr); con la meseta de
Anatolia, Tesalia, Macedonia, el Egeo, Egipto, e incluso con el Báltico a
través del Danubio (el ámbar de origen nórdico se reconoce en el análisis
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químico) y la variedad de materiales empleados, piedras semipreciosas en
particular, indica que no se trata de relaciones ocasionales.
Sería imprudente generalizar, juzgar la primera civilización del Egeo de
acuerdo con este ejemplo, quizá excepcional, pero es algo que hay que tener
en cuenta. Ya hemos encontrado, en el continente griego o en algunas islas,
suficientes restos de verdaderas ciudades, incluso de palacios, para pensar que
una primera civilización vigorosa, animada por tráficos marítimos precoces,
se extendió al conjunto del Egeo en el tercer milenio.
Esta civilización se apaga brutalmente con las invasiones indoeuropeas de
cerca del siglo XXIV. La Tróade, Anatolia, el continente griego, numerosas
islas del Egeo son invadidas por pueblos mucho menos evolucionados que los
suyos — quizá antepasados de los micenios de Grecia, de los hititas y de los
luvitas de Anatolia. Todas las ciudades arden con sus palacios, Troya, Hagios
Kosmas (cerca de Atenas), Lerna y Tilinto en Argólida, Poliochni en la isla de
Lemnos. El nivel general de la economía y de la cultura retrocede en el Egeo.
Tesalia vuelve a la barbarie. Todas las luces se apagan. Salvo en Creta: poco
accesible, protegida por su situación excéntrica, la isla no será invadida. Fue
sin duda su primera oportunidad.
Choques exteriores
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singularizadas, cerámicas originales («teteras» de largos picos, que parecen
copiar formas de metal) y sobre todo numerosísimos vasos de piedra, de
inspiración evidentemente egipcia (incluso algunos importados) que han
suscitado un amplio debate entre especialistas. Ya no se cree en las relaciones
directas con el Nilo a principios del tercer milenio (fecha de estos vasos en
Egipto), sino más bien en relaciones indirectas a través de Biblos. No
obstante, ¿se trata de un simple comercio o del arribo a Creta de algunos
refugiados de la orilla del Nilo, llegados a través de Siria? ¿En qué época?
¿La de la lejana conquista del Delta por Narmer? ¿O la del primer periodo
intermedio que, en el siglo XXIII vio tantos pillajes de tumbas egipcias muy
antiguas? Estas hipótesis explicarían también el estuche fálico que incluye
desde muy pronto el traje cretense (detalle que, se dice, se puede atribuir tanto
al Delta como a Libia) y los numerosos sellos de la llanura de Mesara (Hagia
Triada) que, siempre en el minoico antiguo (es decir, antes del 2200) imitan
directamente sellos del primer periodo intermedio egipcio, a su vez
fuertemente influidos por Asia. Otros especialistas creen simplemente que los
cretenses que iban a Biblos llegaron hasta Egipto con los mercaderes locales.
En cualquier caso, la Creta de finales del tercer milenio ya se encuentra en
una posición claramente ascendente. Sin embargo, el mayor despegue no se
produce hasta comienzos del siglo XX, como por casualidad, bruscamente en
todo caso: vemos florecer palacios, florecer ciudades; aparecen la rueda y el
carro; hacia el 2000 se adopta el torno de alfarero que aquí, milagrosamente,
no deteriora, todo lo contrario, la calidad excepcional de la cerámica. El
arranque es tan dinámico que se quiso explicar, una vez más, como una
«migración»: pueblos de la costa siria o palestina podrían haberse refugiado
en la isla, expulsados por Lugalzagesi, el rey mesopotámico de la dinastía III
de Ur[32], que se abrió camino hasta «el Mar superior del Sol poniente». La
leyenda de Europa raptada por Zeus en las costas de Fenicia y conducida
hasta Creta a través del mar podría tener una parte de verdad.
Sin embargo, ¿de qué sirve explicar con migraciones aquello que se
explica solo con la novísima vivacidad del comercio y de las relaciones
«internacionales» a comienzos del segundo milenio? Desde el Minoico
antiguo (antes del 2000), Creta había adoptado una escritura jeroglífica y este
signo basta para indicar hasta qué punto se había apartado del mundo heládico
y de sus invasores bárbaros iletrados. Sus marinos conocían bien, es seguro, el
camino de las costas de Siria. Aislada del mundo egeo, Creta se vuelve hacia
Chipre, Ugarit y Biblos; llega así hasta Egipto y Mesopotamia, sin los que no
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es concebible fortuna alguna. Queda así incluida dentro de un contexto de
civilización oriental.
Las grandes ciudades y los grandes palacios son los de Festos, Malia,
Zakro, en el que se realizaron excavaciones en 1964. Salvo que quedaran
maravillas por descubrir, como afirma la tradición, en el emplazamiento de la
antigua Cidonia, al oeste de la isla, la lista de los grandes conjuntos urbanos y
palaciegos está completa. Habría que sumar algunos palacios modestos o
mansiones señoriales. En realidad, no hay llanura cultivada, no hay ciudad
activa que no haya tenido su palacio y su príncipe local: Arkhanes, sólo a
unos kilómetros de Cnosos, donde los muros de la edad de Bronce siguen
incorporados a los muros de las casas actuales; Monastiraki, que controla el
fértil valle de Amari, o Kanli Kastelli, o Gurnia, cuyas «casas están apiñadas
alrededor del pequeño palacio y de su patio, como las ciudades medievales se
apiñaban alrededor de su iglesia o de su castillo».
Si trasladamos estos puntos a un mapa, su distribución es ilustrativa.
Nada, absolutamente nada por lo menos de momento, en la parte occidental de
la isla, que sin embargo es tan rica como la parte oriental, y en cualquier caso
tiene más agua. Es algo que prueba que Creta sólo se comunicó con el
exterior en el cuadrante norte-este-sur. Un fenómeno similar es la Argólida
occidental, o la Grecia peninsular, al oeste del Pindó y del Parnaso, que serán
tierras con población primitiva durante mucho tiempo (S. Marinatos).
La disposición en el tiempo también es reveladora. Se puede hablar de dos
generaciones de palacios: la primera, del 2000 al 1700; la segunda, de 1700 a
1400. Incendios, terremotos, incursiones extranjeras o revoluciones sociales:
se han adelantado todas las explicaciones sobre los múltiples avatares de los
palacios cretenses. Lo que está claro es que fueron destruidos y reconstruidos
con obstinación, en los mismos emplazamientos, y que la época de los
segundos palacios corresponde a un tiempo a la mejora de la coyuntura y al
desarrollo del gran arte cretense.
Lo que también está claro es que la multiplicidad de los palacios
correspondió a una multiplicidad de ciudades Estado. El Minos no es un
faraón. Cnosos quizá nunca ejerció autoridad política firme sobre el resto de
la isla hasta la conquista micénica, hacia 1400 —¡y ni siquiera!—. Su
hegemonía política y quizá religiosa actuó sobre lo que podemos imaginar
como una federación frágil de ciudades Estado, cada una con su príncipe,
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sobre el modelo de las primeras ciudades sumerias, o incluso de los pequeños
reyes de las ciudades sirias. Que las relaciones fueron pacíficas lo prueba que
prácticamente ninguna ciudad cretense haya tenido murallas.
Además, junto a cada palacio hay una ciudad, nacida al mismo tiempo, o
incluso antes que el palacio. Si damos unos pasos fuera de la explanada
exterior de Cnosos, llegamos a una ciudad a la que se prestan de sesenta a
cien mil habitantes. Esta ciudad de artesanos, de comerciantes, de marinos, no
tuvo por qué ser demasiado disciplinada. Es lógico suponer, como hace H.
van Effenterre en un artículo brillante, la existencia de una clase de
comerciantes con actividades privadas, al margen del control estricto de la
economía palatina. La dispersión de las actividades exteriores de la isla, sus
numerosas «colonias» comerciales instaladas en las ciudades sirias o egeas,
favorecían esta independencia económica. Es también posible que estos
notables hayan tenido además un papel político en un gobierno aristocrático
de la ciudad, que el pueblo reunido en la plaza pública —ya un agora— haya
tenido también algo que decir, que el rey haya desempeñado un simple papel
de arbitro, como el Minos de la leyenda, y de jefe religioso, más que de jefe
de Estado. Ahora bien, aceptar todas estas premisas sería ver, como H. van
Effenterre, en la Creta minoica el boceto de la ciudad griega del futuro. La
hipótesis es seductora, aunque los argumentos aportados —la existencia en
Malia de una sala de reuniones de los notables, de una sala pública cerca del
palacio— puedan aplicarse sin dificultad a algunas ciudades babilónicas en
las que los comerciantes estaban organizados y controlaban sus asuntos, sin
desempeñar por ello un papel político.
Última certidumbre: estos palacios fastuosos fueron privativos tanto de
una divinidad como de un hombre que, aquí como en otros lugares, debe
únicamente su autoridad al título y a las funciones de rey sacerdote. La sala
llamada del Trono, en Cnosos, que Evans restauró, con sus asientos de yeso y
su fresco de grifones, ¿es una sala de ceremonias y de recepción del Minos o
un santuario reservado a la diosa madre? Todos los palacios contienen una
multitud de objetos de culto, mesas de libaciones (como en Malia), estatuillas
que representan a la diosa, ritones, hachas dobles (labris), cuernos de
consagración, escudos en forma de ocho, o los extraños «nudos sagrados» de
cerámica o de marfil que representan un pañuelo anudado, con flecos
dorados…
Los palacios son pues templos, moradas señoriales y amplios almacenes
en los que se concentra una gran parte de la vida económica de la isla.
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Creta en la coyuntura económica
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poco numerosos en realidad, que una flota mínimamente considerable no se
concibe sin levas externas. Así fue en la Atenas de Pericles, en el Estambul
turco o en la Venecia del Renacimiento, y también en la Creta de Minos.
Al hilo de esta evolución, la vida de los intercambios, amarrada
exclusivamente a la punta oriental de la isla, establece pronto su eje principal
más al oeste, de Cnosos a Festos: Cnosos en la costa norte y Festos en la sur.
No es de extrañar que sean los dos mayores palacios de toda la isla (Cnosos
representa 20.000 m² de edificios, probablemente de tres pisos): se encuentran
en los dos extremos de una ruta norte-sur que une las dos costas, admirable
ejemplo de una «ruta de istmo», atajo terrestre entre dos navegaciones
marítimas. Esta carretera esencial está naturalmente bien conservada:
empedrada, utiliza un viaducto en su extremo sur, por ella circulan animales
de carga, más que las sillas de mano o los pesados carros de cuatro ruedas de
los que nos han llegado algunos modelos. La rueda aparece en Creta hacia el
2000 o el 1900, tomada probablemente de Siria y Mesopotamia.
La carretera Cnosos-Festos señala una mayor actividad de las costas
meridionales, relacionada con un cabotaje este-oeste y a la inversa, hacia
Rodas, Chipre, Siria, y quizá más a viajes en línea recta hasta la costa de
África, Cirenaica o Egipto. Las historias generales han repetido hasta la
saciedad que la navegación de altura —en la que se perdía de vista la costa—
no empezó hasta el siglo III a. C., en la época helenística, en particular entre
Rodas y Egipto. Hay que admitir que la hazaña, porque se trata de una
hazaña, fue muy anterior. Los modestos veleros de tiempos de Minos tenían
esa osadía. Un testimonio tardío pero anterior en varios siglos a la época
helenística, lo dice claramente. Cuando llega a Itaca y se hace pasar por un
mercader cretense, Ulises explica: «Tuve deseos… de marcharme de
crucero… al Egiptos. Armo nueve barcos y los hombres acuden. Durante seis
días, estos valientes marineros festejan conmigo… El séptimo día nos
embarcamos y, de las llanuras de Creta, un bóreas hermoso y franco nos
conduce en línea recta, como siguiendo la corriente de un río… Sólo teníamos
que sentarnos y dejarnos llevar por el viento y los pilotos. En cinco días
llegamos al hermoso río Egiptos». El récord es difícil de mejorar, incluso
siglos y siglos más tarde, por ejemplo en tiempos de Barbarroja y de la
grandeza turca. Son las proezas del viento del norte, aunque hay que tener
valor para dejarse llevar por él. Vale la pena: Egipto es el país de las
maravillas y del oro.
Es curioso no obstante ver que los puertos son más numerosos al norte,
entre Cnosos y el golfo de Mirabello. ¿No es el papel esencial de Creta servir
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de escala entre Europa, Asia y África? Al norte, la isla mira hacia países que
ahora son más atrasados que ella, la Grecia peninsular y la Argólida, con las
que no había interrumpido sus antiguas relaciones, tras la invasión aquea, o
mucho más al oeste, hacia las regiones todavía primitivas de la Italia
meridional y de Sicilia. ¿Hasta dónde se aventuraron sus marinos en estas
direcciones lejanas? No se sabe con seguridad. Y de nuevo se plantea el
problema, oscuro y controvertido, de los primeros viajes por mar desde
Oriente hacia Occidente.
Como todos los pueblos marineros, los cretenses a menudo obraron como
transportistas por cuenta ajena, entregando en puertos extranjeros mercancías
que no habían fabricado ellos. Además, su propio comercio de importación y
exportación era importante. Su bella cerámica pintada se ha encontrado en
Melos, Egina, Lerna, Micenas, Chipre, Siria o Egipto. Exportan también
muchos tejidos (sus colores vivos están muy de moda en Egipto, país del lino
tradicionalmente blanco), joyas, armas de bronce que encontramos en Chipre,
donde cretenses compraban cobre, aunque su isla tuviera algunos
yacimientos. Su obsidiana venía de Melos y de Yali, Egipto les proporcionaba
muchas piedras semipreciosas y amatistas utilizadas para los sellos grabados.
Estos intercambios suponen una artesanía desarrollada. Una ciudad como
Gurnia aparece así como una ciudad de tejedores. El desarrollo «industrial» es
tal que al parecer Creta podría haber exportado incluso mano de obra
cualificada, a Egipto, (desde el siglo XIX, y mucho más tarde, a Amarna), a
Micenas también, sin duda. Sin embargo, incluso en sus tiempos de mayor
prosperidad comercial, Creta vivía también del trabajo de sus leñadores, de
sus campesinos, de sus pastores, de sus pescadores. Exporta madera (sobre
todo de ciprés), aceite de oliva, vino. Parece sin embargo que importaba trigo.
Sería la prueba de una economía desarrollada, en la que todo está unido por
finos hilos conductores.
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las controversias esenciales son, uno natural: la catástrofe volcánica de la isla
de Thera; otro humano: la conquista de la isla por los micenios.
La explosión de la isla de Thera (Santorín), señalada por primera vez por
S. Marinatos en 1939, ha interesado desde entonces lo bastante a los
arqueólogos, vulcanólogos y exploradores de fondos submarinos para que
podamos reconstruir aproximadamente lo que fue, sin duda, «el mayor
cataclismo natural de la historia». Santorín, que sigue teniendo fiebres
eruptivas (la última data de 1925-1926), es una especie de Vesubio,
actualmente sumergido en el mar en sus tres cuartas partes. Con «sus murallas
de lava y cenizas, alternativamente negras, rojas, verdosas, sobre las que se
encaraman pueblos de un blanco crudo, es el paisaje más extraño del
archipiélago».
Hacia 1500 a. C. un volcán aparentemente apagado desde hace milenios
entra en actividad. Violentos terremotos, que se pueden detectar en las
excavaciones de los palacios de Cnosos y Festos, precedieron, en el siglo XVI,
a la erupción o la serie de erupciones que sepultaron, en Santorín, las aldeas
cretenses, o de cultura cretense, bajo varios metros de lava. Al parecer, los
habitantes tuvieron tiempo de escapar. Sin embargo, no era más que un
preludio: hacia 1470 o 1450, la isla explotaba literalmente, como la isla de
Krakatoa en el estrecho de la Sonda, el siglo pasado, en 1883.
La envergadura de este desastre reciente permite imaginar la violencia de
la explosión de Thera, cuatro veces superior, si medimos el volumen del cono
volcánico destruido. El desarrollo parece haber sido el mismo: varios años de
terremotos, varias erupciones consecutivas, finalmente la explosión, una
fantástica nube de cenizas ardientes, y para terminar, maremotos. Olas de
veinte metros en el estrecho de la Sonda destruyeron trescientas ciudades y
pueblos, lanzaron un barco, locomotoras por encima de las casas. En Thera,
en el Egeo, mar relativamente profundo, es decir, con una enorme presión, el
maremoto debió ser más fantástico todavía, con olas más altas y sobre todo
más rápidas.
Creta, a ciento veinte kilómetros de Thera, recibió de plano el enorme
cataclismo marino, sacudida por terremotos, envuelta en cenizas y gases
deletéreos. Todo el este de la isla, e incluso el centro, sufrieron sus estragos.
En Cnosos sólo sobrevivirá un palacio, afectado pero no aniquilado por la
catástrofe. Las ciudades de Festos, Malia, Hagia Triada, Zakro, fueron
destruidas al mismo tiempo que sus palacios; lo mismo ocurrió con Gurnia,
Palaikastro, Pseira, Mochlos… La vegetación desapareció: las cenizas
extendidas como un manto de al menos diez centímetros de grosor impedirán
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durante años todo tipo de cultivo, todo asentamiento. Las excavaciones
arqueológicas han detectado un amplio movimiento de emigración hacia el
oeste de la isla, y probablemente también hacia el continente micénico.
Empujadas por el viento del norte, las nubes pestilentes llegan a Siria y al
delta del Nilo. El libro del Éxodo habla de una noche terrorífica de tres días
durante la cual los judíos, prisioneros del faraón, aprovecharon para escapar.
Se ha relacionado naturalmente con el episodio de Santorín. ¿Ficción? Quizá.
Cronológicamente, los dos acontecimientos son difíciles de relacionar, pero
he asistido, en 1945, tras el terrible bombardeo de Hamburgo, a la llegada de
las nubes procedentes de la ciudad: a cien kilómetros de allí, en pleno día, una
nube brusca nos envolvió. La explosión de Krakatoa sepultó en una oscuridad
total a ciudades situadas a doscientos kilómetros de distancia. La naturaleza,
desgraciadamente, hace las cosas mejor que los hombres.
Es como si la explosión de Santorín, ignorada durante mucho tiempo, se
fuera situando progresivamente en el primer plano de las explicaciones
históricas. El librito inteligente de Rhys Carpenter (1966) y la tesis muy
documentada de J. V. Luce, The End of Atlantis (1969)[34] afirman que este
acontecimiento es el fondo de verdad que está en la base del fin de la famosa
Atlántida de Platón —isla inmensa, portadora de una poderosa civilización,
que desaparece bajo las olas «en un día y una noche». Ambos nos remiten al
comienzo del Timeo y al Critias. La Atlántida, según el relato del gran
sacerdote saíta y «los archivos de los templos» egipcios, estaba situada
totalmente al oeste, en los límites del mundo conocido. Platón la situó
naturalmente más allá de Gibraltar, en medio del océano, pero para los
egipcios de la dinastía XVIII, el país más lejano conocido hacia el oeste era
Creta. ¿El fin de la Atlántida podría ser simplemente la suma de dos
acontecimientos, acumulados en los relatos tradicionales: el fin del poder
minoico y la explosión de Thera?
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las poblaciones anteriores que sometieron, destruyendo sus ciudades y su
civilización. En el nivel que, en Lerna, por ejemplo, sucede inmediatamente al
incendio de la ciudad, todo ha cambiado: la forma de las casas, las sepulturas,
los tipos de cerámica… No es de extrañar que estos belicosos viajeros
impongan también su idioma. Quizá, después de todo, la civilización egea que
derrocaron, en el continente griego sólo fuera un injerto todavía frágil, una
simple franja costera, más algunos puntos diseminados a través de un espacio
todavía mal ocupado.
Estos primeros pueblos egeos (los pelasgos de la tradición griega) dejaron
no obstante huellas profundas. Los análisis de los lingüistas son terminantes a
este respecto. Los recién llegados, aunque conservaron su idioma, tomaron
mucho prestado de los vencidos. Así es como el idioma griego heredó un
número considerable de palabras extranjeras. La toponimia y la onomástica lo
dicen, lo claman casi: ciudades tan famosas como Corinto, Tilinto, Atenas, o
el monte Parnaso, por encima del oráculo de Delfos, en el corazón mismo de
la Hélade, que es «el ombligo del mundo», no llevan nombres griegos.
Tampoco son griegos algunos nombres de héroes homéricos, Aquiles, Ulises:
¡qué lástima! Ni los nombres cretenses de los jueces de los infiernos, Minos y
Radamantis, o de la diosa que reina sobre el oscuro paraje, Perséfone. Más
significativo todavía es el origen no griego de numerosas palabras
relacionadas con la agricultura: el trigo, la vid, la higuera, el olivo, el lirio, la
rosa, el jazmín, la mejorana. O con la navegación: el arte de navegar es uno
de los regalos, más precioso todavía que la vid y que el olivo, que la Hélade
no griega hizo a los invasores indoeuropeos, ajenos al mar: ¡ni thalassa, ni
pontos son palabras de origen griego!
Pronto aprenderán la lección. En Argólida, los recién llegados se ven
inmersos en la red de antiguas relaciones, en particular con Creta. Esta última,
en plena expansión, ha irradiado con toda su superioridad sobre las Cicladas y
las costas cercanas de la península. En el siglo XVIII, los alfareros del
continente y de las islas, quizá incluso cretenses inmigrados, se ponen a imitar
los modelos cretenses, el estilo llamado de Camares; los sellos, las joyas, los
temas decorativos minoicos se exportan y se copian. En el siglo XV, una
cultura uniforme de inspiración minoica, vinculada al conjunto de Oriente
Próximo, cubre toda la zona del Egeo, hasta el punto de que a menudo es
imposible determinar si un objeto encontrado en Filakopi, en la isla de Melos,
en Egina, en Micenas, en Pilos, es de importación cretense o de fabricación
local.
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El ejemplo más brillante de este proceso es Micenas. La ciudad se impone
al resto de las ciudades de la Argólida y prevalece el nombre de civilización
micénica. Esta civilización toma un gran impulso en la época de los nuevos
palacios de Creta: son testigos de su esplendor las tumbas principescas que
hemos encontrado intactas y que datan, más o menos, del siglo XVI (algunas
son muy ligeramente anteriores y otras de la primera mitad del siglo XV). Es
curioso encontrar en ellas, junto a la influencia cretense preponderante, la de
Egipto claramente manifestada. Es cierto que entre 1550 y 1470-1450, los
micénicos y los cretenses parecen haber tenido intercambios comerciales
amistosos de costa a costa, en las islas Eólicas, donde se han encontrado
juntas sus cerámicas respectivas, en los mismos yacimientos, como en Rodas,
donde los micénicos parecen mezclados con la colonia cretense, o incluso en
Egipto, donde los textos mencionan al mismo tiempo Keftiu (es decir, Creta)
y «las islas en medio del Gran Verde», que designan al parecer a todos los
egeos no cretenses, incluido el Peloponeso.
Este desarrollo común, en los siglos XVI y XV, de los comercios cretense y
micénico bastaría para explicar la riqueza de las tumbas micénicas, la
abundancia de objetos de oro (un oro que viene de Egipto), en particular las
increíbles máscaras con las que se cubren los rostros de los difuntos ilustres,
hábito que no es cretense y que procede sin duda, como el oro, de las orillas
del Nilo. Otra hipótesis: los marinos cretenses llevaron a Egipto, hacia 1580, a
mercenarios micénicos, a petición del faraón Amosis, para expulsar a los
hicsos del Delta. Se podría tratar de los haunebu, soldados fuertemente
armados cuyas lanzas, cascos, escudos y largas espadas hicieron maravillas
contra los intrusos asiáticos. Estos mercenarios volvieron a su tierra cargados
de oro egipcio. Ahora bien, científicamente hablando, no hay por qué creer en
esta novela de aventuras.
En cualquier caso, los micénicos van avanzado sobre las huellas de los
cretenses: su civilización y su economía asimilan el modelo secular y lo
destruyen, casi sin querer. La expansión micénica, si no nos equivocamos,
sigue el movimiento al alza de los intercambios; en su éxito, es coyuntural.
Como la aceleración es importante, la zona de los viajes y conquistas de los
micénicos a través del mar se superponen a la de la grandeza cretense y la
supera. Los veremos pues en Rodas, en Chipre, expulsando a sus
predecesores, en la costa de Asia Menor, en Siria, en Palestina, en Egipto,
donde sus cerámicas llegan en gran cantidad a Amarna. Además, llegan a
Occidente: «Se pueden encontrar por toda Italia tesoros micénicos». Todo
indica una expansión rápida, ágil. Guerrera en caso de necesidad, como en los
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estrechos que llevan a los muros de Ileon (la guerra de Troya, hacia 1250, es
micénica), y más allá, hacia el mar Negro (el Ponto Euxino).
No cabe duda de que la civilización de Micenas, de Tilinto, de Pilos, de
Argos, de Tebas, de Atenas, está en pleno desarrollo. En los siglos XIV y XIII,
se construyen grandes palacios a la cretense, con las mismas columnas, el
mismo estilo de fresco. No obstante, el patio central a cielo abierto de los
palacios cretenses se sustituye por el megaron, amplia habitación en cuyo
centro existe un hogar entre cuatro columnas, con un agujero en el tejado por
el que el humo sale directamente, sin chimenea. Destaquemos, de pasada, que
el megaron es originario de Asia Menor.
Nuestra intención no es entretenernos en Micenas o en Tilinto, o detallar
los caracteres de una sociedad belicosa, con sus reyes de tipo indoeuropeo,
sus guerreros que se llevan a la tumba armas suntuosas. Lo que nos interesa,
es la civilización cretense que, atrapada en la red de las ciudades micénicas,
pasa a formar parte de los cimientos de la Grecia del futuro. Micenas es el
intermediario, imperfecto es verdad, pues su final será dramático, pero el
único intermediario, ya que hacia 1400 o un poco más tarde, la destrucción
definitiva de Cnosos transfiere hacia la Argólida toda la herencia cretense y
cretomicénica.
Para volver a Cnosos, es innegable que la ciudad fue tomada por los
micenios. ¿Cuándo? La fecha de 1460-1450 se basa en algunos hechos. En
particular, en la pintura egipcia de la tumba de Rejmira, en Tebas, donde unos
cretenses que traen ofrendas a Rejmira están «disfrazados», por así decirlo. El
pintor ha borrado el traje clásico con los estuches peneanos —que se pueden
distinguir todavía— y los ha sustituido por el taparrabos en punta micénico.
En otra tumba, unas décadas más tarde, los hombres de «Keftiu y de las islas
del Gran Verde» siguen usando taparrabos. ¿Cambio de moda?
¿Reconocimiento por parte de Rejmira, ministro encargado por el faraón de
recibir, en Tebas, a los extranjeros, de un cambio de dinastía en Creta? En
cualquier caso, a partir de 1400, desaparece toda mención a Keftiu de las
inscripciones egipcias. Otros argumentos: las reparaciones en el palacio de
Cnosos, como consecuencia de la explosión de Thera, marcan la aparición de
tablillas de lineal B, similares a las de Pilos, Tebas o Micenas… En fin, hay
un cambio claro de estilo, tanto en la cerámica como en las sepulturas, entre
el M(inoico) T(ardío) IB (que permite fechar las grandes destrucciones
volcánicas de la isla) y el M. T. II, llamado «estilo del palacio», que aparece
en Cnosos, y sólo en Cnosos. Es normal concluir, a la luz de las recientes
averiguaciones sobre la catástrofe de Thera, que los micenios hayan podido
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aprovecharse de la desolación cretense para instalarse en Cnosos, en el único
palacio que sigue en pie y en el centro del poder cretense. ¿No había perdido
la isla, al mismo tiempo que numerosas ciudades y numerosas vidas, varios
puertos, varios de sus establecimientos en las islas del Egeo, tan duramente
afectadas como ella? Había una plaza libre y fue tomada. La diáspora cretense
que siguió, sin duda en todas direcciones, contribuyó ampliamente a la nueva
grandeza de Micenas. Cuando Creta recupere una prosperidad relativa, sólo
será una provincia micénica.
Entonces, ¿quién destruyó, esta vez definitivamente, el palacio de Cnosos,
ocupado por los micénicos? Aquí reaparecen todos los interrogantes,
incluidos los de las fechas. Quizá los cretenses dominados se rebelan contra el
extranjero amo de Cnosos y saquean el palacio hacia 1400. Es una
explicación que se suele avanzar, pero con reservas, pues hay hechos que se
empeñan en no casar unos con otros. Por ejemplo, que el griego de las
tablillas sea, en Cnosos, más evolucionado, es decir, en principio, más tardío
que las tablillas de Pilos, plantea un problema. Otros autores piensan que hay
que cambiar radicalmente la fecha de la destrucción de Cnosos, retrasarla
hasta mediados del siglo XVI, atribuyéndola entonces a estos enemigos —
quizá simplemente las ciudades vecinas— contra los que se amurallaban las
ciudades micénicas; o dejarla buenamente para la segunda mitad del siglo XIII.
En este caso, Cnosos habría sufrido la misma suerte que las otras ciudades y
palacios micénicos. Pero éste es otro episodio de la historia, sobre el que
volveremos al final del presente capítulo.
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no han aportado nada, salvo inventarios) es irreparable. Queda la religión.
Queda el arte.
Tenemos suficiente información sobre la religión de los cretenses para
hacernos una idea, pero demasiado poca para hablar de ella con seguridad,
para conocer su estructura que sin duda nos daría los secretos mismos de la
organización social. Cuando los dioses del Olimpo ocupan Creta —el lineal B
habla sobre todo de divinidades aqueas—, cuando Zeus, escapando de su
terrible padre, comedor de niños, Cronos, se refugia en la gruta sagrada del
monte Ida, nos empieza a sonar una mitología familiar. ¿Y antes? La
mitología en la que el hombre relata las aventuras divinas representándolas a
su imagen exige bastantes dioses, comparsas de sus aventuras. No cabe duda
de que en la antigua Creta minoica no existen. En los palacios, centros del
culto oficial (no hay templos en el sentido moderno, o mesopotámico, o
egipcio, de la palabra, en las ciudades cretenses), en los santuarios de las
cimas montañosas, las grutas, los bosques sagrados, numerosos objetos tienen
un evidente valor religioso: el árbol, el pilar, la doble hacha, los cuernos de
toro, los tejidos anudados ritualmente… Algunos animales son sagrados —la
serpiente, la paloma, símbolos de la tierra y del cielo— pero sólo se afirma
una divinidad, la diosa madre omnipresente que nos hunde en las
profundidades de las mentalidades primitivas, de la infancia de las religiones.
Viene directamente de las diosas adiposas del primer Neolítico cretense, que
sostienen sus senos con las manos unidas, evidentes dispensadoras de
fecundidad, es decir, de todos los bienes. ¿Qué puede pedir un pueblo
cretense que, al no estar dividido en regiones, en pueblos diferentes y hostiles,
no cuenta con una población de dioses locales rivales, salvo que la diosa de la
naturaleza proteja los campos, los rebaños, la tierra profunda, el mar inmenso,
los animales, los hombres en fin que ha creado, que cure sus males
corporales, que parece ser uno de los poderes de la estatua milagrosa de la
diosa llamada de las Adormideras?
¿Estamos hablando de monoteísmo? Sin duda. ¿Por qué tendríamos que
hacer la diferencia entre la diosa de las Serpientes, la diosa de las Flores o la
diosa de las Palomas? Decir monoteísmo es pensar en una novedad religiosa
proyectada hacia el futuro. ¿Y qué hay más antiguo que la diosa madre, reina
de la Naturaleza, con su evolución habitual hacia la pareja diosa y dios (un
dios siempre insulso), o hacia la trinidad que asocia el niño? El sexto milenio,
en Çatal Höyük, era «monoteísta» a este respecto, y también los cazadores de
la piedra que reverenciaban a las «venus» del Gravetiense. El Egeo, que lo
recibió todo de la Anatolia neolítica y no de las civilizaciones densas de
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Mesopotamia o de Egipto, permaneció fiel a la diosa fecunda de los primeros
agricultores, en lugar de adoptar el panteón múltiple de civilizaciones más
evolucionadas, en los que por primera vez dioses masculinos arrinconaron a
las diosas.
Una vez dicho esto, tenemos la sensación de que, en religión como en
arte, Creta hace suyo, transformándolo profundamente, todo lo que le llega de
fuera. ¡Qué lejos está la danza lúgubre de las sacerdotisas buitres pintadas en
los muros de Çatal Höyük de las jóvenes danzarinas que representan tantas
joyas o frescos cretenses, con sus cinturas estrechas de bailarinas y sus faldas
de volantes desplegados por la danza! Es otro sentido de la vida, de la muerte,
como un retroceso del miedo, tan consustancial al hombre primitivo. Nada de
lo que conocemos en la vida ritual de los cretenses —el pueblo de creyentes
dirigiéndose a la gruta del monte Ida o a la gruta de Erleithya, cerca de
Amnisos; las multitudes de fieles que se amontonan en el patio central de un
palacio para asistir a una ceremonia, las corridas de toros en las que no se
trata de dar muerte al animal, sino de peligrosas y espectaculares acrobacias
de atletas, las grandes procesiones de la cosecha tal y como las representa un
hermoso vaso de esteatita negra en la que todas las bocas están abiertas para
reír y cantar, incluso el muerto que, en uno de los flancos del enigmático
sarcófago de Hagia Triada recibe, de pie delante de su tumba, atento, las
últimas ofrendas de los vivos —nada de todo esto nos habla de un hombre
aterrorizado por sus dioses, sus sacerdotes o por la idea de la muerte. En un
fresco de Cnosos, mujeres de trajes claros, amarillos, azules y blancos, de
senos desnudos, bailan ante un numeroso público sentado bajo olivares
azules. Otro espectáculo que el fresco deteriorado deja anónimo, quizá una
corrida de toros, se celebra en el patio del palacio de Cnosos: en el centro,
sentadas en el lugar de honor, otras mujeres, damas de la corte o sacerdotisas;
detrás de ellas, centenares de cabezas apiñadas. Colores alegres: rojo, azul,
amarillo, blancos, marrones. El carácter ritual de las dos ceremonias es
evidente, pero la atmósfera es la de una gran fiesta feliz, una sociedad en la
que las mujeres y los hombres se reúnen libremente. Basta comparar estas
escenas con el fresco de Mari llamado de la «investidura» (siglo XVIII), en el
que el rey Zimrilim recibe solemnemente de la diosa de la guerra, Ishtar,
emblemas sagrados, en presencia de otras divinidades, de animales y de
grifones hieráticos, para convencerse de que se trata de dos mundos con
actitudes religiosas y concepción de la vida fundamentalmente divergentes.
El arte cretense confirma esta impresión. Es con seguridad el más original
de todo el mundo oriental, el que más directamente nos llega por su fantasía,
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su amor a la vida y a la felicidad, por las libertades que se toma con las
formas y los colores, en beneficio de la expresión. En la gran época del arte
cretense —la de los segundos palacios—, antes del periodo micénico que
congelará toda esta libertad, el naturalismo es triunfante: animales y plantas
por todas partes, en los muros o en los flancos de los vasos de cerámica; una
brizna de hierba, una mata de crocos o de lirios, un fogonazo de azucenas
blancas sobre el ocre de un vaso o sobre el rojo pompeyano de un estuco
mural, juncos que se combinan en un motivo continuo, casi abstracto, una
rama de olivo florido, los brazos retorcidos de un pulpo, delfines, una estrella
de mar, un pez volador azul, una ronda de enormes libélulas son temas que
nunca se habían tratado con la minuciosidad botánica de las hierbas o de las
violetas de Durero. Son el decorado irreal de un mundo irreal en el que un
mono azul corta unos crocos, un pájaro azul se inclina sobre unas rocas rojas,
amarillas, azules, jaspeadas de blanco, en las que florecen escaramujos; un
gato montes acecha a través de las ramas aéreas de hiedra a un pájaro
inocente que le da la espalda, un caballo verde tira del carro de dos jóvenes
diosas sonrientes… La cerámica se presta como el fresco a esta fantasía
inventiva. Es curioso ver el mismo tema vegetal o marino tratado de mil
formas diferentes, en tantos vasos multiplicados por el torno del alfarero y
exportados por centenares. Como si el pintor se reservara cada vez el placer
de la creación.
Sólo la escultura, y precisamente quizá porque ofrece más resistencia al
juego de la imaginación, es un terreno en el que los cretenses se manejan
peor. Las estatuillas de cerámica son en muchos casos convencionales, a
veces torpes. Sin embargo, es difícil olvidar algunos bellos objetos, como el
acróbata de marfil, con el cuerpo alargado por el salto, algunas cabezas de
toro, el leopardo de esquisto marrón que adornaba una azuela de ceremonia,
en Malia, y más todavía los admirables relieves de los vasos y ritones de
piedra, de los innumerables sellos de oro, de amatista, de cristal de roca, de
ágata, de cornalina, de marfil. En fin, de joyas extraordinarias.
El arte cretense plantea sin duda un problema: encontramos en él todos los
préstamos y una originalidad universal. ¿No es lo propio de las culturas
insulares? Chipre también, con su extraordinaria cerámica del primer milenio,
Cerdeña con sus extraños pequeños bronces de la misma época, plantean,
proclaman este problema de la originalidad insular. Las islas son universos
excesivos, al mismo tiempo abiertos de par en par, barridos bruscamente por
invasiones de hombres, de técnicas e incluso de modas, y muy cerrados al
mismo tiempo, con intercambios muy intermitentes, menos cotidianos que en
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otros lugares. Cada adquisición extranjera se desarrolla aquí en una atmósfera
cerrada y pronto desarrolla rasgos particulares, muy alejados a veces del
modelo inicial. Y además, no se trata de un rasgo únicamente aplicable al
arte.
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que acaba de nacer una extraordinaria capacidad de difusión relativamente
rápida, en un mundo en el que la navegación sigue siendo una aventura.
En Malia, en la costa norte de Creta, se alza uno de los palacios más
antiguos de la isla, reformado a lo largo del tiempo, pero no reconstruido
totalmente, como Cnosos o Festos. Es el único que puede dar una idea
aproximada de los primeros palacios de la isla, a principios del segundo
milenio. Cuando las excavaciones de Mari, en el Eufrates, descubrieron el
maravilloso palacio mesopotámico de Zimrilim, que a lo largo de varias
hectáreas reagrupa el laberinto de sus construcciones alrededor de un amplio
patio central, a cielo abierto, se pensó naturalmente que este conjunto célebre,
que se venía a visitar desde lejos en el siglo XVIII, en tiempos de Hammurabi,
hubiera podido servir de modelo a los palacios cretenses. Es anterior a ellos y
el plano general, tal y como lo muestran claramente las fotografías aéreas, es
muy similar al de Malia. Es como si las mismas funciones, después de todo,
estuvieran condenadas a dar las mismas construcciones arquitectónicas. Y
sabemos también, por las tablillas de Mari, que un comercio activo unía a los
mercaderes cretenses, a través de su colonia de Ugarit, con la poderosa ciudad
de Mari, cuyos tráficos se prolongaban hacia el sur hasta el golfo Pérsico. Si
había intercambios comerciales, ¿por qué no intercambios culturales? Sí, pero
en 1945-1959, en Beycesultan en el Meandros, en Anatolia esta vez, las
excavaciones inglesas descubrieron otro palacio, también construido
alrededor de un patio central. Más pequeño, menos «laberíntico», tenía sin
embargo rasgos comunes con el palacio de Malia: sus columnatas, sus pilares,
totalmente ausentes de Mari. Así se complican hasta el infinito las filiaciones
entrecruzadas. Desde Egipto parece haber venido el gusto por las columnas, y
conocemos las relaciones de Egipto y de Anatolia. Mientras tanto, en Malia,
una curiosa sala hipóstila evoca sin ambigüedades la influencia directa de un
modelo egipcio. ¿Por qué no? Una estatua egipcia, del siglo XIX
probablemente, fue descubierta en Cnosos, y un vaso minoico se encontró en
Abidos, Egipto, entre unos objetos egipcios de la misma época. No
tomaremos postura en estas discusiones y estas investigaciones eruditas. Nos
contentaremos con concluir que Mesopotamia, Creta, Anatolia, Siria, Egipto,
comparten en el segundo milenio algunos rasgos arquitectónicos. Incluso los
cuartos de baño revestidos de cerámica y la alcantarilla que se creyó una
innovación cretense están presentes en Mari.
Hay más: los frescos cretenses que sólo aparecen en los segundos palacios
cretenses, es decir, bastante tardíamente, en el siglo XVI, ¿no fueron inspirados
por los que hizo ejecutar en su propio palacio Zimrilim, el último rey de Mari,
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antes de que Hammurabi conquistara la ciudad en 1760? Las técnicas de
temple son las mismas, los colores similares, sin duda porque se trituraban las
mismas piedras, por ejemplo el lapislázuli, para los hermosos ojos azules que
tanto gustarán a los etruscos, siglos más tarde. Los temas son similares:
procesiones sacrificiales, escenas rituales. No obstante, la inspiración
religiosa, ya lo hemos dicho, es muy diferente: en Mari, un hieratismo
totalmente mesopotámico inspira la escena llamada de la investidura. Sin
embargo, en el mismo fresco, se da libre curso a la fantasía semítica que ya
había suavizado los rigores sumerios en tiempos de Acad: entre una palmera
por la que trepan dos hombres (sin duda para la ceremonia de la fecundación
de las flores) y un árbol irreal, largo fuste en cuyo extremo se abren en
ramillete flores similares a los papiros de Egipto, un pájaro azul sale volando,
y este pájaro parece tender él solo, entre las verdes palmeras, un hilo que va
de Mari a Creta.
Una vez más, los papeles se pueden invertir. Alrededor de la gran
composición de la investidura del rey, en Mari, corre regularmente un friso de
espirales. La espiral (imagen de las olas del mar inquieto) es egea, se suele
decir, egea aunque algunas cerámicas predinásticas nos den a veces ejemplos
precoces. ¿Tiene tanta importancia después de todo precisar el origen de un
motivo corriente? Lo más divertido es ver la espiral, tan frecuente en el Egeo
del tercer milenio, en las «sartenes» de Siros, en los hermosos vasos de piedra
cretenses, o en las joyas de Troya II (el Tesoro de Príamo, como la había
bautizado H. Schliemann), invadir simultáneamente, a partir de 2000, los
frescos de Mari, los techos de las tumbas y palacios egipcios, los animales
fantásticos de la hermosa cerámica policroma llamada «de Capadocia» en
Kanish (Kültepe), en el momento en que la ciudad prehitita alberga una
colonia asina de mercaderes, los sellos y joyas egipcios a partir de la dinastía
XII, las cerámicas de Creta y de otras islas del Egeo, la cerámica chipriota, las
tumbas de tholoi de Beocia y hasta la barba de un dios (¿o príncipe?) que se
riza en espirales —movimiento muy natural, por supuesto, pero cuya perfecta
regularidad geométrica es sorprendente en este caso. ¡En el siglo XVI, en las
puertas del palacio hitita de Bogazköy, el dios de la guerra lleva una especie
de taparrabos adornado con espirales!
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intercambios culturales. Por ejemplo, gracias a los tejidos pintados y
bordados, a los motivos de los vasos, a los cilindros y los escarabeos amuletos
de Egipto, a los recuerdos de los viajeros, aunque se hayan olvidado de
transmitírnoslos… W. S. Smith imagina que los cretenses que iban a Biblos,
desde el siglo XX, debieron seguir hasta Egipto, siguiendo las huellas de los
mercaderes cananeos de la ciudad, y visitar las tumbas talladas en la roca del
Imperio Medio; ¿esas tumbas no estuvieron desde siempre abiertas al
público? La pintura egipcia hubiera podido, como la de Mari, desempeñar un
papel en la aparición del fresco cretense. La situación inversa es todavía más
real: el naturalismo minoico despierta la curiosidad y la imitación de los
artistas del Nilo, ejerciendo de paso alguna influencia sobre Siria,
especialmente al norte. Éste es un buen ejemplo de transferencias culturales.
No obstante, se sigue planteando un problema difícil de cronología. Los
palacios cretenses se cubren de frescos en los siglos XVI y XV. Sin embargo,
hasta el siglo XIV, tras la desaparición de Creta en beneficio de Micenas, no
triunfa en Egipto el estilo llamado de Amarna, demasiado parecido al arte
minoico para que sea posible dudar de sus relaciones. También en el siglo
XIV, en Siria aparecen sellos de Mitanni que representan jóvenes cretenses de
silueta estilizada y largos cabellos, o escenas de tauromaquia que
encontramos además también en Kahoun, en Egipto.
Son posibles dos explicaciones, que no son excluyentes. Los hombres,
primero: los refinados artesanos cretenses tras la toma de la isla, podrían
haber optado por huir hacia el norte de Siria —que conocían bien—, y más
lejos, hacia el Egipto lujoso y sofisticado de la dinastía XVIII, donde se
necesita naturalmente mano de obra cualificada. La otra explicación, que
desarrolla con elegancia W. S. Smith, tiene la ventaja de precisar la forma en
que el estilo cretense se introdujo, por diferentes caminos y en varias
ocasiones, a partir del siglo XVI, en las tradiciones tan coriáceas del formal
universo egipcio.
En Egipto como en Mesopotamia (pensemos en la hermosa vasija de
Warka, en el «estandarte» de Ur), existe una costumbre muy antigua de
representar una escena, o incluso el decorado de un vaso pintado, por bandas
superpuestas. Los onagros de Ur, enganchados a un carro de guerra, se
suceden en los tres niveles de un friso, pero —como en una película en la que
se congelaran las imágenes— siempre pasa el mismo onagro, cuya marcha
apacible se convierte poco a poco en galope tendido. De la misma forma, en
un relieve egipcio, el trigo se corta, se carga sobre los asnos, se lleva a los
silos, se almacena: los personajes se suceden, a lo largo de las bandas
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horizontales que dividen regularmente el muro, sin que la escena se estructure
nunca como composición global en la que cada elemento se sitúa en una
organización general del espacio. Los diferentes actores de una misma escena
están unidos por un vínculo conceptual y no espacial. Con este sistema, se
sacrifica el movimiento. El marco, el paisaje desaparece, se evoca
simbólicamente: una espiga, una flor tumbada sobre un toro sugerirá, en un
vaso mesopotámico, un campo o una pradera; en Egipto, los lotos, una escena
de pesca y algunos jeroglíficos explicativos indican que nos encontramos en
un lugar del Delta, propiedad del muerto. Sólo el Egeo, en Oriente Próximo,
utiliza la composición en el sentido que le damos nosotros: las flores o las
volutas, en general asimétricas, de un vaso de Camares, las danzarinas
cretenses o los guerreros micénicos que se agrupan irregularmente sobre el
chatón oval de una sortija de oro, el pájaro azul de Cnosos en un paisaje
rocoso, ocupan libremente el espacio recreado por el artista.
En resumen, Egipto fue fiel a su composición tradicional por bandas
paralelas hasta los tiempos de Roma, es decir, durante tres milenios. Se
producen no obstante algunas rupturas, tanto más significativas por ello. A
partir de Tutmosis I, a finales del siglo XVI, en una época de atracción por las
modas extranjeras, Egipto se deja encandilar por el movimiento. Es su primera
tentación. Huyendo de un cazador, animales en plena carrera —sin duda
alguna inspirados por el «galope volante» tan apreciado por los minoicos y
los micénicos— ocupan toda una amplia zona, esta vez sin divisiones
horizontales. O bien las líneas divisorias se ondulan, se deforman para evocar
una colina, un movimiento de terreno. También se reconoce una influencia
cretense en el uso más impresionista del color: el dibujo desaparece tras la
mancha coloreada, las líneas se suavizan en curvas, un toque barroco hace
ondular una falda, flotar un estandarte.
En las últimas décadas del siglo XV —en tiempos de Amenofis III que
coleccionó las plantas en sus campañas de Siria, las hizo esculpir en los
muros de su sepulcro en Carnac, y pintar en los pavimentos de su palacio—,
otra gracia egea seduce a los egipcios, la de la decoración floral. Con el hijo
de Amenofis, Akenatón, que desecha a los antiguos dioses para reverenciar
únicamente al Sol, dios único, la tradición de las pinturas funerarias cambia
totalmente, como todo lo demás. El príncipe construye desde cero una nueva
capital, una nueva ciudad, nuevos palacios, en Tell el Amarna. En este clima
revolucionario, el nuevo estilo triunfa: une el movimiento —pájaro que bate
las alas, leones o lebreles que persiguen a una gacela— a las plantas, las
flores, los insectos, los pájaros tratados con la libertad y el naturalismo
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cretense. La «sala verde» del palacio norte, en Amarna, con sus espesuras de
papiros, no se parece en nada a otras innumerables escenas de marisma, tema
favorito de las pinturas egipcias. Este estilo invade, no sólo la pintura, sino la
cerámica, los muebles pintados y tallados, los cofres de afeites. Crea incluso
escuela muy lejos y hay rítones de cerámica chipriota que podrían, salvo
algunos detalles, haberse fabricado en Amarna.
¿Podemos extrañarnos de que el arte ecléctico por excelencia, en este
milenio de eclecticismo, sea el arte sirio de Biblos o de Ugarit? Sus productos
de lujo —marfiles, cuencos de oro o plata repujados, joyas, cerámica
policroma— están pensados para la exportación a tierras lejanas. Ha nacido
un «arte internacional», consciente de las diferencias de estilo para
aprovecharlas, bebiendo sin reparos en todas las fuentes a la vez. Trabaja para
una clientela extranjera: tiene que gustar y tiene que vender.
La universalidad de Amarna
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de Jnum, el dios de cabeza de carnero dispensador de agua del Nilo, dice un
mandamiento: «No permitas que ningún asiático entre en el templo, joven o
viejo». Los egipcios son los únicos creyentes legítimos, incluso los únicos
habitantes legítimos del mundo. Sin duda, en Nubia y en algunas ciudades
más o menos firmemente controladas de Siria, se alzaron templos egipcios, se
admitieron divinidades locales en el panteón egipcio local, adornándolas con
los cuernos de Hator o con el disco alado. Es también una forma de dominar,
de controlar a los súbditos. Y sin embargo, Baal o Astarté, introducidos por
esta vía entre los dioses de Egipto, tendrán bastante éxito, superando las
marrullerías y remilgos de la política. Los préstamos existieron, la puerta
secreta de los intercambios religiosos por lo menos se entreabrió.
Es más fácil de ver durante la crisis religiosa y cultural que se esboza
hacia la dinastía XVIII y estalla bajo el reinado de Amenofis IV, el faraón más
extraño que conoció la historia. Al revelarse a él el dios sol, el faraón
proclama el poder absoluto de este dios único, representado de forma sencilla
y simbólica por el disco solar, cuyos rayos terminan en manos extendidas.
Este dios único es Atón, cuyo nombre asumirá el faraón, convirtiéndose en
Akenatón, «siervo de Atón». Una guerra religiosa enfrenta a Akenatón contra
la tutela asfixiante del clero de Amón, enriquecido por las donaciones de los
faraones conquistadores. Esta guerra le obliga a abandonar Tebas, la capital
en la que reina el dios maldito, y a crear una nueva metrópolis, construida
apresuradamente en honor de Atón —es la ciudad que actualmente llamamos
Tell el Amarna. Sólo vivirá, frágil y feliz, dos décadas.
Este episodio, por muy revelador que sea, no es lo que aquí nos interesa,
ni esta marcha coronada por el fracaso hacia el dios único, que ya se
anunciaba antes del reformador y que, a pesar de la reacción subsiguiente,
seguirá atormentando los corazones. Lo que nos interesa es que la religión
egipcia se abre entonces a una cierta universalidad, que se preocupa, por
primera vez, de los extranjeros que hasta entonces no quería reconocer. El
himno al sol de Akenatón atribuye al propio dios la diversificación de las
razas: «Las lenguas de los hombres son diferentes cuando hablan, también su
naturaleza, su piel es diferente. Así es como has diversificado a los pueblos».
Las almas extranjeras, si utilizan la guía del Libro de los muertos, se salvarán
como los egipcios y tendrán acceso al más allá. Aunque sólo con su olor, los
dioses sabrán que no vienen de la tierra santa de Egipto…
El sol brilla para todos los hombres: todos podrían vivir en la paz de Atón
y la de su representante en la tierra. El momento es demasiado grave, con las
traiciones y los fracasos militares en Siria y las luchas religiosas intestinas,
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como para que estas declaraciones no hayan tenido también un trasfondo
político. El dios sol, aceptado por todos, podría consolidar, salvar el imperio.
Estos pensamientos están inmersos en un contexto espiritual innegable y hace
ya varias generaciones que el cosmopolitismo se ha introducido en la vieja
mansión de Egipto cuando el misticismo de Akenatón lo hace penetrar,
apenas un instante, hasta su corazón religioso.
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la densidad demográfica sea elevada en términos absolutos, todo lo contrario,
es muy inferior a la de las orillas del Nilo o el Eufrates. Se trata de regiones
demasiado pobladas para sus recursos, con lo que se crea así un desequilibrio.
¿Qué regiones? Las montañas, los desiertos, las estepas, y también mucha
costa. El marino del Mediterráneo puede ser campesino y hortelano, pero los
sectores marítimos filiformes, generalmente cerrados por la montaña cercana,
no son autosuficientes. Viven del mar lejano…
Los dramas de la edad de Bronce vienen pues, en primera instancia, de los
espacios diferenciados que dividen el Mediterráneo. El hombre es tan víctima
de las fuerzas naturales que lo envuelven como de sí mismo, de sus
costumbres, de sus apetitos, de sus príncipes…
Montañeses y marinos
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Los guteos, por lo que se sabe, son originarios de los Zagros, es decir, del
muro montañoso que domina Mesopotamia al este, pero no es imposible que
vengan de más lejos. Su rápida fortuna aprovecha los disturbios interiores que
desorganizan el imperio acadio; ocupan entonces Babilonia hacia el 2160,
donde instalan un gobierno que la dureza de los tiempos convierte enseguida
en mediocre. Son eliminados hacia el 2116, fecha aproximada. Así que se
imponen, pero por poco tiempo.
Los hurritas, cuyo idioma no tiene ninguna afinidad con los idiomas
conocidos, salvo el urartiano, podrían haber llegado de Armenia, hacia
principios del segundo milenio. Probablemente sean artesanos, propagadores
de técnicas de la metalurgia, también del caballo de tiro y del carro de guerra
ligero. En cualquier caso, se dispersan a través de las ciudades de
Mesopotamia, Siria, Capadocia, Cilicia. Son numerosos en Karkemish y en
Ugarit, ciudades precozmente industriosas. Participarán, pero como
subalternos o peones, en la construcción del Estado de Mitanni, bajo la
dirección de jefes arios, entre los siglos XVI y XIV.
Para los casitas, otro ejemplo ilustre, nuestras incertidumbres iniciales son
las mismas. Son originarios de Irán o de Armenia, o del lejano Cáucaso, o
quizá de todos estos países a la vez. Los podemos detectar a partir de los
Zagros, base de su último viaje. Su idioma, que tampoco es indoeuropeo,
podría ser una referencia, quizá, si no fuera porque estos emigrantes pronto
renunciaron a él: adoptaron el acadio desde su instalación en Mesopotamia,
en el segundo milenio. Primero intentaron, en vano, hacerse los amos en
1740, en el momento en que el antiguo edificio se deteriora, tras la muerte de
Hammurabi. Nueva tentativa en 1708, nuevo fracaso. Y ocurre a los casitas lo
que ocurrirá mucho más tarde a los germanos frente a Roma: comienzan una
penetración pacífica de Mesopotamia, como mercenarios o como peones. Un
accidente exterior (los hititas atacan por sorpresa Babilonia con carros) les
abre finalmente, de rebote, las puertas del poder en 1594. Entonces se instala
una dinastía casita que reinará hasta 1160 (un buen récord de duración), pero
estos vencedores ya habían sido absorbidos por la cultura, por el idioma local
mucho antes de su victoria. A falta de otras proezas, parece que cambiaron la
moda: de ellos podría venir la larga túnica de manga corta, que se convertirá
más adelante en la vestimenta clásica de los asirios. La historia de los casitas
es la de pueblos miserables, pero dos o tres veces favorecidos por la suerte:
llaman a la puerta de Mesopotamia cuando está mal cerrada; se hacen con el
poder gracias al esfuerzo de los demás; reinan cuando la coyuntura económica
vuelve a florecer…
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Los pueblos marinos no nos dan ejemplos tan impactantes. ¿Quizá no les
interesen los protagonismos políticos? El comercio sólo necesita paz y
complicidad de la otra parte. Cretenses, micénicos se instalaron en las
Cicladas, en algunos puntos de Asia Menor, en Rodas, en Chipre. Los sirios
formaron pequeñas colonias comerciales, seguramente prósperas, en Egipto,
quizá incluso empezaron a visitar Occidente con los mismos fines. Son cosas
que hay que tener en cuenta, si miramos los hechos de cerca, pero no se
pueden comparar con las grandes colonizaciones del Mediterráneo occidental
que vendrán durante el primer milenio.
Sin embargo, prueba fehaciente de que no hay que dar nada por hecho, los
Pueblos del Mar —su nombre les viene de los egipcios— tendrán el papel
protagonista en la crisis decisiva del siglo XII. Su tormenta es el signo
anunciador, o la causa única, de la catástrofe que acaba con el esplendor de la
edad de Bronce[35]. Si siembran el terror por todas partes, ¿no será porque
nadie los esperaba? ¡Pueblos enteros desplazándose por mar! ¡Qué novedad,
qué sorpresa! Las invasiones árabes en el siglo VII d. C. también fueron una
sorpresa total: nadie esperaba ataques ni peligros de aquel lado, del desierto,
del vacío por los siglos de los siglos.
Desiertos y estepas no son una misma cosa, pero una estepa que ve cómo
disminuye su pasto ralo se está transformando en desierto; el movimiento
inverso es menos corriente. El desierto de Siria es un desierto absoluto, a
orillas de la Baja Mesopotamia, que aísla y protege relativamente, pero que
acecha también con su sequía sin paliativos. Se prolonga por las estepas hacia
Mesopotamia del Norte, donde es la regla los cultivos de secano.
Actualmente, esta estepa limítrofe, «desolada e incultivable, rebrota tras las
breves lluvias y se cubre con mil flores: tierra precaria de pastoreo, es la
badiya árabe». Naturalmente, era la puerta de entrada ideal en Mesopotamia
para los nómadas del desierto, pacíficos visitantes y arrendadores de pastos
ocasionales.
La oposición estepa-desierto —en lo que se refiere a los movimientos de
población— no es esencial, ni tampoco esta otra oposición, clara sin embargo,
entre desiertos cálidos y desiertos fríos, pues Irán, todavía cálido pero
enfriado por la altitud de sus mesetas y de sus montañas, sirve de transición
entre los dos grupos. Lo importante es que todos los desiertos del Viejo
Mundo, como los mares comunicadores, forman una única masa continua de
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circulación, desde el Atlántico hasta China, del Sahara a Arabia, del desierto
de Siria al Turquestán — que comunica difícilmente, pero comunica al fin,
por la puerta de Zungaria, con los desiertos de Takla Makan, Gobi y, más allá,
los prados de Mongolia del Norte y de Manchuria del Sur. La puerta de
Zungaria es también la línea divisoria entre blancos y mongoloides. Ahora
bien, en toda esta inmensa vía que cruza el Viejo Mundo, el hombre se
enfrenta con los mismos imperativos: falta de agua, falta de hierba, necesidad
de desplazamientos masivos, permanentes. Finalmente, acabó inventando en
todos los casos, de forma más o menos rápida, las mismas respuestas
ingeniosas y difíciles, las mismas técnicas de nomadismo.
Esta vida nómada no hay que imaginarla en su perfección desde el alba de
la historia de los hombres, error bastante frecuente. El gran nomadismo, con
sus animales rápidos, el caballo y el dromedario (más tarde, el camello,
originario de la Bactriana turca), aparece tardíamente. Tuvo que pasar mucho
tiempo, adaptaciones sucesivas para llegar a este equilibrio, primero en los
desiertos cálidos de Siria y de Arabia; más tarde en el Sahara, rezagado por
excelencia en la familia de los grandes desiertos.
Un primer nomadismo elemental, casi más antiguo que la agricultura,
apareció espontáneamente desde que se empezaron a domesticar animales: el
hombre con sus perros conducía rebaños de ganado menor, ovejas y cabras.
Los agricultores sedentarios domesticaron después al ganado mayor, el buey,
el caballo, organizando una economía mixta en la que este segundo
nomadismo sólo es un subproducto. El pastoreo, que en las estepas siempre se
podía desarrollar ampliamente, desempeñó el papel de solución de
emergencia para los sedentarios cuando las malas cosechas, la sequía o el
exceso de bocas para alimentar hacía difícil la vida en las aldeas. Así fue
como grupos de hombres se vieron empujados a una economía desarraigada,
desequilibrada, atrapados en una cascada de obligaciones. Había que utilizar
los pastos sucesivos en función de las estaciones. Para seguir a los animales,
las casas se convirtieron en cabañas, tiendas o carros llenos de bultos, mujeres
y niños. Era una vida precaria: una sequía, una lucha perdida por los pastos,
un exceso de población, intercambios desfavorables en los mercados lindantes
con los países sedentarios, y se desencadenaba el pánico, la explosión, la
invasión de las tierras cultivadas.
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Antes del siglo XX a. C., las estepas y desiertos, desde Hungría al mar
Negro, al Caspio, a Bactriana (Turquestán), están ocupados por pueblos
indoeuropeos. Semisedentarios, conocen el trigo, la cebada, pero su número o
el agotamiento de sus tierras los arroja regularmente al pastoreo errante.
Conocemos mal a estos indoeuropeos, probablemente divididos en varios
pueblos. Las excavaciones de los prehistoriadores —civilizaciones llamadas
de Tripolje, cerca de Kiev (3500-1700), de Usatovo, cerca de Odesa (hacia
1800), de Afanasievo (3000-1700) y de Andronovo (después de 1700)— son
terminantes: todas las economías identificadas son mixtas, agrícolas y
pastorales, es decir, vinculadas a una aldea fija. No obstante, los rebaños cada
vez adquieren más importancia: ovejas, cabras, bovinos (pero no cerdos), y
finalmente camello y caballo.
El caballo, evidentemente, fue decisivo, aunque no de la noche a la
mañana. Estaba presente en el Paleolítico hasta el occidente de Europa, en
grandes rebaños salvajes. Se domesticó, quizá en la Rusia meridional, y desde
allí se extendió en todas direcciones. Cuando aparece el carro, desde el cuarto
milenio, va tirado por yuntas de bueyes. El caballo de tiro no aparece hasta el
segundo milenio, y probablemente entre los hurritas, originarios de Armenia,
instalados al norte de Mesopotamia. Allí, en los confines del llano
interminable, se inventó el carro ligero de dos ruedas, enganchado a uno o dos
caballos, construcción complicada que, por lo tanto, exige mano de obra
experimentada: revolucionará el arte de la guerra en los siglos futuros. Este
origen iranoarmenio es plausible. Entre los lagos Van, Sevan y Urmia se
extiende una región con fraguas y bosques. Las excavaciones soviéticas han
demostrado la presencia de numerosos vehículos de dos ruedas, luego de
cuatro, tan pronto como en Mesopotamia o incluso antes (la rueda maciza era
la regla en todas partes; el modelo con radios llegará más tarde).
Rápidamente, el carro ligero se extiende por todo el mundo de las estepas
y hace fortuna en Oriente Próximo, donde esta arma costosa, aristocrática,
será un signo de prestigio. Egipto, siempre con retraso, no lo conoce hasta la
segunda mitad del siglo XVI, Creta un poco antes que Egipto, Micenas antes
sin duda (durante el primer cuarto del siglo XVI). En la batalla de Kadesh, en
el siglo XIII, varios millares de carros hititas se enfrentaron con los carros
egipcios.
Había que dar un último paso, decisivo, el caballo montado que
encontramos a partir del siglo XIV. Hasta el siglo X, más o menos, con un
curioso retraso, este extraño bien cultural, el hombre a caballo, no se afirma
en los confines del Cáucaso y de Irán. Revoluciona entonces las bases mismas
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de la vida social y económica de las estepas: el pastor a caballo podrá vigilar
enormes rebaños. El soldado a caballo ya no es un rico señor, como el
conductor de carro de antaño. Los movimientos de población se precipitan de
este a oeste y de oeste a este. Así se prepara la historia dramática que vendrá
después. El primer signo será la tormenta que provocan los cimerios,
seminómadas y semisedentarios del norte del mar Negro, instalados en la
actual Rusia meridional. Fueron expulsados de allí en el siglo VIII por los
avances violentos de los escitas, que para muchos autores son los primeros
nómadas «perfectos», si podemos decirlo así.
En la edad del Bronce, antes de 1200, seguimos lejos del gran nomadismo
explosivo. Las invasiones indoeuropeas de aquella época no carecen de
violencia, por supuesto, pero durante mucho tiempo no contarán con los
grandes medios de la caballería. Con su valor, su organización guerrera, estos
invasores triunfan, tanto hacia el Occidente europeo, Irán, India (siglo XV)
como hacia Grecia y Oriente Próximo. Sus invasiones son también con
frecuencia largas infiltraciones, a través de espacios mal controlados por el
hombre. Los recién llegados se mezclan con los pueblos existentes; a veces se
ponen de nuevo en marcha en su compañía. Así creemos que se explica la
incursión de los hicsos en el Egipto del Delta, que dominarán durante un
siglo. Sin duda son indoeuropeos, pero están mezclados con otros pueblos y la
novedad del caballo y del carro les dará el rápido éxito que conocemos.
En cuanto al esquema que representa a los invasores indoeuropeos como
señores que se imponen a poblaciones débiles de agricultores, sólo es verdad
a primera vista, como todos los esquemas. Los hititas que se instalan en Asia
Menor tras los luvitas, sus compañeros y sus hermanos, llegaron lo bastante
pronto para adoptar la escritura cuneiforme antigua y su lengua escrita, que
conocemos bien, pronto no incluirá más de un veinte por ciento de palabras
indoeuropeas, y el resto serán préstamos tomados a los pueblos locales, no
indoeuropeos. Pasó con los hititas lo mismo que con los aqueos en Grecia: se
sumergen en un patrimonio cultural que, en un principio, no es el suyo y los
supera.
Así como los griegos se convierten en los griegos, los hititas se convierten
en Asia Menor en los hititas. Acceden a su destino histórico sin duda desde
antes del segundo milenio. Llegan entonces (quizá desde las orillas del mar
Caspio, quizá de Tracia) a las tierras altas de Anatolia, glaciales en invierno,
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tórridas en verano. Achaparrados y vigorosos, estos indoeuropeos que se
mezclan con las poblaciones locales se reconocen por sus cabellos claros,
rubios o castaños, por su perfil «griego» característico que llamó la atención
de los egipcios, buenos observadores de los tipos étnicos. Se trata sin duda de
agricultores, de continentales; vuelven deliberadamente la espalda al mar;
instalan su capital, Hatusha (Bogazköy) tierra adentro, en la cuenca del Kisil
Irmak, el Halis de los griegos. Allí echa raíces su fortuna.
Su población enérgica, la ambición de sus príncipes, una metalurgia
floreciente, la utilización masiva de los carros, les permitieron extender su
dominio hasta límites difíciles de fijar retrospectivamente. El imperio practica
además un régimen de tipo más o menos feudal, concede tierras, señoríos,
principados, infantados —lo que acabará siendo una debilidad de
consecuencias graves.— Durante un instante, en 1595, fueron los amos
asombrados de Babilonia, tan trastornados por su conquista prodigiosa, que la
abandonaron a toda prisa. Desde Karkemish, Alepo y Ugarit, de grado o por
fuerza, llegaron al mar y al Creciente Fértil. Esta apertura de bastante
duración fue su fuerza y dictó su ambición. Hacia el sur, Mesopotamia,
dividida entre Babilonia y Asiría, no podía luchar contra ellos; derrotaron
también a Mitanni en las posiciones claves del codo del Eufrates y resistieron
frente a la enorme potencia de Egipto. En 1285, la gran batalla de Kadesh,
como una partida monstruosa entre los hititas y los egipcios, marcó el fin de
estas guerras agotadoras. Ambos pudieron proclamarse vencedores y se
quedaron donde estaban.
Llegó entonces la era de la sabiduría que llevó, hacia 1280, a la firma del
tratado de paz más antiguo cuyo texto se conserva. Era la consecuencia de
largas relaciones diplomáticas, de esa correspondencia cuyas tablillas en
acadio, idioma internacional de entonces, se encontraron en Amarna y en
Bogazköy, y también en Ugarit. Los grandes Estados mantenían un servicio
de correos, desde Anatolia hasta Egipto. Podría escribirse todo un libro sobre
el desarrollo de esta primera diplomacia, sobre los intercambios de médicos,
de escultores, de artesanos, sobre la política de bodas principescas, tan
característica de los siglos XIV y XIII, sobre las princesas babilónicas, o
mitánicas, o hititas que se convierten en rehenes de alianzas o de
reconciliaciones más o menos sinceras. Esta apertura de Egipto al extranjero
está relacionada con una voluntad tenaz de expansión hacia Siria que
comienza militarmente en el siglo XVI, con las campañas sirias de los faraones
de la dinastía XVIII. Se trataba de acabar con los hicsos, expulsados del Delta
pero atrincherados en sus ciudades palestinas. Victorioso, esforzándose por
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seguir siéndolo, Egipto practicará un tipo de protectorado que requerirá una
consolidación permanente, sobre Mitanni y las ciudades Estado de la costa
Siria.
Es una rivalidad imperial la que enfrenta a los hititas y los egipcios en
estos territorios extraños para unos y otros, pero dentro de un clima de
relaciones internacionales conscientes que nunca había existido hasta
entonces. Las guerras y los esfuerzos diplomáticos se suceden hasta que se
acaba por establecer una especie de equilibrio, de balance of power, en
vísperas de la catástrofe del siglo XII.
La propia civilización hitita es un buen ejemplo del cosmopolitismo de
este segundo milenio. Todo en ella parece prestado. Toman de las poblaciones
anatólicas su nombre mismo de Hatti, sus técnicas de construcción
tradicional, su cerámica roja barnizada con motivos policromos, sus vasos de
libaciones en forma de animales, sus zapatos de punta retorcida y el peinado
cónico de sus dioses, etc. Toman de los mesopotamios numerosas
disposiciones de sus códigos, la escritura cuneiforme, su hábito de representar
a los personajes sobre un registro horizontal. Toman al estilo internacional del
siglo XVI la espiral egea, los animales al galope tendido, las plantas de formas
espiraláceas. Toman de Egipto, quizá a través de Ugarit, algunos detalles —el
disco alado del sol, por ejemplo, asociado a la representación del dios en el
santuario de Yazilikaya y en algunos otros.— Finalmente, el panteón hitita
«de los mil dioses» acogió sin problemas todos los dioses del vecindario. A la
cabeza, el dios del tiempo, que podría identificarse con Adad, el dios
mesopotámico del trueno, y Reshef, o Baal, el dios sirio. Suele ir montado en
un toro que aparece en las esculturas hititas. Junto a él, la diosa del sol, que no
es otra que la indestructible diosa madre de Anatolia, que viene de la edad de
Piedra, pero que los hititas dotan de algunos atributos de la diosa hurrita
Hepat.
Lo interesante es poder observar, en estos siglos remotos, el primer pueblo
indoeuropeo que conocemos desde el interior, gracias a la documentación
encontrada en Bogazköy, tan abundante que se necesitará mucho tiempo para
clasificarla y traducirla. Gracias también a su arte, reconocible a pesar de
todos los préstamos, muy expresivo a pesar de sus convenciones.
¿Es un error imaginar un pueblo honrado, valiente, con los pies sobre la
tierra, alegre, enamorado del baile y de la música, tierno con los animales y
los niños? Encantadoras esculturas muestran al joven príncipe jugando de pie
sobre las rodillas de la reina, o presentándole sus ejercicios de escritura. Un
pueblo ingenuo que se calienta al sol de las grandes civilizaciones cercanas y,
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poco a poco, fabrica sus convenciones imperiales. El rey hitita nunca se
creerá un dios vivo como el faraón. Soberano de un pueblo de guerreros, es de
los que prefieren las vías de la diplomacia a las de la guerra para alcanzar sus
fines y se ha observado en los hititas la ausencia de una crueldad guerrera que
marca toda la época, incluso Egipto, y que será terrorífica más adelante, con
los asirios. Un último rasgo significativo: la condición social de las mujeres
que —cosa infrecuente en un pueblo de soldados— parece tan liberal como la
de Creta.
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algún lugar al norte del desierto arábigo, los domadores de dromedarios
adquirieron progresivamente los nuevos elementos de esta técnica
revolucionaria, la monta sobre la joroba». Hasta entonces, montaban con una
silla cojín sobre la grupa. La nueva monta se mejorará gracias a un sistema
complicado de correas (siglos VIII y VII), luego con la silla de arzón que se
generaliza con el siglo III o el II a. C. (Xavier de Planhol). En ese momento, y
sólo en ese momento, los desiertos meridionales alcanzan la «segunda fase»
del nomadismo, la que iluminará la luz de historia cuando, siglos y siglos
después (siglos VII y VIII d. C.), explote la avalancha de conquistas árabes.
Observemos una vez más la lentitud de estos procesos.
Durante mucho tiempo, el desierto de Siria, en los flancos de
Mesopotamia, permanecerá muy tranquilo. En general, el nómada tiene aires
de pedigüeño, arrienda los pastos, vende animales, transporta mercancías, se
ofrece como cargador. Es la historia monótona que registran los documentos
de Mari. No hay infiltración importante, que pueda transformarse en
«conquista», salvo que el sedentario lo acepte, que necesite mano de obra
para sus tierras, ayuda contra una ciudad rival o que, por los disturbios
internos, ya no pueda imponer su control. Entre estos dos mundos, que se
comportan como vasos comunicantes, el uno amenazado por el exceso y el
otro por el vacío frecuente, la compensación casi nunca adopta las formas de
la violencia.
Las poblaciones del desierto de Siria son semitas, divididas en tribus
numerosas, minúsculas. Desde el tercer milenio, abordan, hacia el norte, Siria
y Mesopotamia. Los primeros que se instalan —que se denominan,
equivocadamente, aunque es la costumbre, acadios— penetran en el país de
los ríos, a la altura de Asur, de Kish, de Mari. Tienen el viento a su favor:
fundan con Sargón el imperio llamado de Acad (2340-2200). La segunda
oleada es la de los cananeos y los amorreos que ocupan y semitizan
definitivamente la zona siriopalestina, unos al sur, alrededor de Biblos, otros
al norte y al este, alrededor de Ugarit, Mari, etc. Los amorreos penetran
también, en pequeños grupos, en las ciudades mesopotámicas, y se acaban
apoderando del poder después de haber contribuido a destruir la tercera
dinastía de Ur: Hammurabi es un amorreo. En aquella época, los amorreos ya
estaban inmersos, como antes los acadios de Sargón, en la civilización viva de
Mesopotamia. No obstante, el arte lleva la marca de esta aportación semita, en
Acad, en Mari o en Biblos.
Muchas más tribus semitas, durante siglos, cruzarán los límites de los
países estables, entre otros, en el segundo milenio, los hananeos, los
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benjaminitas, los suteos. Fue más importante la oleada de árameos, sensible
desde los siglos XIII y XII y llamada a forzar violentamente las fronteras del
Eufrates medio, a pesar de las fortificaciones elevadas en el codo del río por
Tiglatpileser I (1117-1077). Conocemos su papel en el Creciente Fértil y en
los países de Mesopotamia, su idioma que sustituye al acadio como idioma
internacional. Un rasgo curioso de estas penetraciones semíticas: aunque
adoptan casi totalmente la cultura, las técnicas, el arte mesopotámico,
conservan su idioma (acadio, arameo) y lo imponen incluso, primero a la zona
que ocupan en Mesopotamia, luego, sin duda gracias a la influencia misma de
la civilización mesopotámica, al conjunto de Oriente Próximo, como idioma
internacional. Los hititas, los faraones, Ugarit, Chipre, siguen manteniendo
correspondencia en acadio, cuando la dinastía de Acad ha desaparecido desde
hace mucho tiempo.
Las violentas sacudidas, provocadas por la crisis del siglo XII, reafirman el
éxito de los árameos. Además, en medio de estas complicaciones se instalan
los hebreos (al parecer antes de 1230) en las montañas semivacías de
Palestina, pues los cananeos, los filisteos les impiden el acceso a las llanuras.
Última oleada, en la retaguardia, se señalan árabes por primera vez en el siglo
IX en los textos babilónicos. Sin embargo, la gran historia esperará durante
mucho tiempo sus hazañas.
Todos estos acontecimientos se repiten al parecer. Traducen, en la base,
relaciones humanas inamovibles durante siglos: si los nómadas se abaten a
menudo sobre las riquezas de una Mesopotamia desgraciadamente abierta a
sus aventuras, es porque Mesopotamia también se alimenta de esta fuerza
humana miserable, que se prodiga a sus puertas. ¿El desierto, la montaña?, en
suma, reservas de hombres explotados que, a su vez, explotan a otros.
El siglo XII traerá tantas catástrofes que los siglos anteriores parecen, en
comparación, felices. No es que no tuvieran su cuota de cataclismos, pero en
general hubo alguna compensación: los frágiles palacios cretenses destruidos
se reconstruyen; destruidos de nuevo, se vuelven a reconstruir; Egipto,
golpeado desde dentro y desde fuera, invadido, se recupera con el Imperio
Medio, y otra vez con el Nuevo; Mesopotamia renace de dificultades más
numerosas, más graves todavía, pero renace. Y entre estos avatares, el
progreso sigue avanzando. A la tormenta del siglo XII sólo escaparán los
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cuerpos políticos muy robustos, y no todos, ¡pero en qué estado lamentable!
La experiencia será cruel, generalizada. Habrá terminado una edad de la
historia, como terminan las cosas en la historia, unas muy deprisa, con gran
estruendo, otras muy discretamente, sin que los contemporáneos se den
cuenta del todo.
Al entrar en estos problemas, lo primero que reclama nuestra atención son
los aspectos dramáticos de la historia. ¡Y qué extraña historia! No se entiende
nada a primera vista y si reflexionamos las cosas se complican mucho más.
La caída del imperio hitita, hacia 1200, se desarrolla silenciosamente, con
menos ruido que un castillo de arena que se derrumba sobre sí mismo. No
podemos localizar a los responsables. Unos treinta años antes, hacia 1230, se
habían destruido casi todos los palacios micénicos, en el continente griego se
habían abandonado numerosas ciudades y algunas islas. Tampoco hay aquí
responsables visibles: los acusados de ayer, los dorios, últimos invasores
indoeuropeos de la Grecia antigua, no llegarán hasta finales del siglo XII, al
menos cien años después; es lo que afirman los arqueólogos. ¿Hubo alguna
vez una invasión dórica?, se pregunta con una sonrisa un historiador serio[36].
En cuanto a los Pueblos del Mar, personaje central de estos tiempos
apocalípticos, sólo los vemos realmente en el momento en que, por dos veces,
los aplastan los egipcios. Que sigan existiendo todavía tras estas derrotas
sangrientas, no es cosa que nos extrañe, pero ¿quiénes son en realidad? Los
historiadores están bastante perplejos: al borde de un inmenso drama que
acaba simultáneamente con varias civilizaciones, frente al naufragio pronto
total de la edad del Bronce, buscan explicaciones claras. No son fáciles de
encontrar.
Disponemos en realidad de cuatro familias de acontecimientos:
1) el imperio hitita —el Hatti— se desmorona hacia 1200;
2) los palacios micénicos se destruyen en un incendio hacia 1230;[37]
3) los pueblos que los documentos egipcios llaman Pueblos del Norte, o
Pueblos de las Islas, o Pueblos del Mar, se abalanzan sobre Egipto y son
aplastados en dos ocasiones, en 1225 y 1180. Estas fechas son prácticamente
seguras;
4) un largo periodo de sequías atormenta al Mediterráneo a finales del
segundo milenio. Este último personaje, el clima, ¿será acaso el más
importante de todos?
Retomemos, uno tras otro, estos cuatro capítulos.
1) La caída del imperio hitita, según los documentos encontrados en
Ugarit (Ras Shamra), se sitúa, no a finales del siglo XIII, sino a comienzos del
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XII. Existe un ligero desfase. Claude A. Schaeffer, que dirigió las
excavaciones de Ras Shamra, luchó para explicarse la muerte aparentemente
silenciosa del belicoso imperio. Existen algunos hechos seguros, pero son
negativos: los Pueblos del Mar siguieron las costas, cruzaron Asia Menor por
el oeste y el sur, atacaron a los Estados vasallos, aliados o tributarios de los
hititas, terminando con Chipre, Cilicia, Karkemish, Ugarit. Sin embargo, no
encontramos señal alguna de su paso en el interior de Anatolia, en particular
en las excavaciones de Bogazköy. Un detalle más: el rey hitita, antes de
sucumbir de forma misteriosa, había vencido a los Pueblos del Mar con la
ayuda de los barcos de Ugarit, en un combate naval frente a las costas de
Chipre, pero eso no quiere decir que después, aislando al reino hitita del mar
y de sus vasallos, los invasores no le hayan dado un golpe de muerte. Otro
dato negativo: los frigios, procedentes de Tracia, tampoco pueden ser los
destructores directos de Hatti. Como los dorios en Grecia, llegaron a las
mesetas anatólicas después de la destrucción, casi simultánea, de las grandes
ciudades hititas.
Una vez dicho esto, tenemos cuando menos dos tesis. Claude A. Schaeffer
no cree en un invasor que incendiara intencionadamente, como pretende K.
Bittel, todos los edificios públicos y privados de Hatusha (Bogazköy), de
Kanish (Kültepe), de Alaça Höyük. «¿Es verosímil —escribe— que un
conquistador de la capital y de los otros centros urbanos contemporáneos de
la Anatolia hitita haya podido beneficiarse de entregar a las llamas, además
del palacio y las fortificaciones, también las viviendas privadas de estas
ciudades en las que pretendía establecerse?». Las cartas de Ugarit y de
Bogazköy le parecen demostrar que el imperio hitita se hundió primero desde
el interior y en sus confines inmediatos, minado por los ataques asirios, los
disturbios y las defecciones de sus vasallos y aliados (empezando por Ugarit,
que demuestra, al final del imperio hitita, una fidelidad discutible), finalmente
por las gravísimas sequías y hambrunas. El último rey, Suppiluliuma II,
solicita urgentemente a Ugarit un gran barco equipado para transportar a
Cilicia trigo del valle del Orontes («es un caso de vida o muerte», precisa) y
«todos los barcos que se encuentren en el país» para transportar al rey, su
familia, su corte, su ejército. Suppiluliuma II ya había abandonado pues su
capital en aquella época. ¿Por qué? Probablemente, según C. A. Schaeffer, a
causa de hambrunas reiteradas debidas a la sequía y a la devastación de su
país por violentos terremotos, cuyas pruebas tangibles se han encontrado a
menudo a lo largo del segundo milenio en las excavaciones turcas. La Turquía
anatólica es una zona inestable, de seísmos frecuentes, y el terremoto suele
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ser al mismo tiempo un incendiario. En el momento en que las ciudades
hititas han sido heridas de muerte, destruidas por el fuego, el nivel
arqueológico contemporáneo de Ugarit está, según C. A. Schaeffer, «sacudido
por terremotos de una violencia excepcional». Otros especialistas creen no
obstante en la acción de los hombres, en una invasión «extranjera» que
hubiera acabado por unirse hacia el sur con la masa en movimiento de los
Pueblos del Mar.
2) El fin de Micenas tampoco está claro. La civilización micénica, en el
siglo XIII, sigue en plena salud. Descansa en un poblamiento denso, en
ciudades importantes, en una amplia red de puntos de apoyo exteriores y de
relaciones comerciales florecientes. La única nota inquietante es que todas las
ciudades del continente griego refuerzan sus defensas, se rodean de muros
ciclópeos. En la Acrópolis de Atenas —que fue una ciudad micénica—, el
muro del Pelargicon se remonta a la época de estas defensas, dictadas por la
sabiduría o por el miedo. En Atenas, como en Micenas, se han encontrado
incluso, partiendo de las ciudadelas, pozos de una profundidad gigantesca,
excavados hasta fuentes subterráneas: el asediado podía beber a los pies
mismos del enemigo. A través del istmo de Corinto, se construyó también un
muro ciclópeo, como una muralla de China a pequeña escala (subsiste un
fragmento en la parte sudeste del istmo). ¡Qué hecho revelador! Las ciudades
micénicas se sienten amenazadas. Están en rivalidad unas con otras, es seguro
(la tradición habla de la guerra de Argos contra Tebas), pero también parece
amenazarlas un peligro común. Sabemos que hacia 1230 los palacios fueron
destruidos, y destruidos para siempre, en Micenas, en Pilos, en Tilinto, donde
se han encontrado los esqueletos de los defensores al pie de las murallas, bajo
una masa de restos calcinados.
Sabemos que regiones enteras quedaron abandonadas. ¿Qué pasó con los
micénicos? Per Alin (1962) rastreó sus huellas, a través del continente griego,
gracias a la cerámica del estilo III C, que se asienta inmediatamente después
de las destrucciones de los palacios. Podemos concluir así que numerosos
micénicos encontraron refugio en las montañas de la costa norte del
Peloponeso (que conservará el nombre de Acaya); que siguen ocupando el
Ática donde la población y la prosperidad parecen crecer incluso tras la
destrucción de los palacios; que quedaron algunos en Eubea y en Beocia; que
abandonaron prácticamente el centro de la vida micénica, la Argólida,
Mesenia del sur, Laconia. También varias islas del Egeo meridional quedaron
totalmente abandonadas. En Creta, la población local se refugió en la
montaña. Se trata de los antiguos minoicos, ya que sus descendientes, en la
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época clásica, seguían hablando en el este de la isla un idioma no griego y se
los conoce como eteocretenses, es decir, «verdaderos cretenses». Sin
embargo, otras islas, como Cefalonia en la costa Oeste, o como Rodas, Cos,
Kalimos, Chipre por fin (que al parecer ocuparon por las armas los micenios),
todas ellas antiguos centros del comercio, reciben mayores contingentes de
micenios. En Cilicia, se instalan al parecer con el nombre de dananiyim
(dañaos).
¿Quién provocó estas fugas y migraciones? ¿Quién destruyó los grandes
palacios micénicos? ¿Quién, si no puede tratarse de los dorios?
También nos encontramos aquí con dos tesis. La primera supone una
invasión indoeuropea anterior a los dorios. Podría tratarse de poblaciones
«griegas» de campesinos que vivían desde hacía tiempo en las fronteras
nordeste y noroeste del mundo micénico, en Macedonia, donde los micenios
importaban su alfarería, en Épiro, donde tumbas de un tipo ajeno a Micenas
(que se extenderá por toda Grecia en tiempos dóricos) existen desde el siglo
XIII. Se han encontrado armas de bronce de importación micénica. En ese
caso, como observa Sinclair Hood, los micenios podrían haber sido vencidos
con sus propias armas (como los germanos vencieron a Roma con armas
romanas). Porque ahora sabemos que ni esta primera oleada de invasores —si
es que existió— ni la oleada dórica aportaron las armas de hierro, como se
creía antes (el «metal negro» aparece en el Egeo a finales del siglo XIII, pero
procedente de Oriente, por el camino de Anatolia). Tampoco trajeron la
incineración de los muertos, que también venía de Asia Menor.
Esta invasión anterior a la de los dorios resolvería a las mil maravillas
todos los problemas de la destrucción de los centros micénicos, pero sólo es
una suposición, a falta de otra mejor, y plantea a su vez problemas que sus
propios partidarios (Vincent Desborough, por ejemplo, en un libro de
1964[38]) no consiguen resolver. En primer lugar, esta incursión guerrera no
ha dejado ninguna huella: a menudo no hay destrucción, en cualquier caso,
tampoco hay objetos insólitos que señalan el paso de pueblos extranjeros.
Además, es imposible determinar el itinerario de estos invasores, lo que nos
informaría sobre su origen. Finalmente, es imposible encontrarlos en su punto
de destino. ¿Dónde se metieron? La mayor parte de los centros micénicos
quedaron pura y simplemente abandonados, por mucho tiempo, sin haber sido
destruidos por la mano del hombre. Aunque se derribaron los palacios, las
ciudades no se tocaron. A pesar de todo, quedaron abandonadas y la
población se fue hacia otras regiones, ya lo hemos dicho, de forma
inexplicable. Cabe preguntarse si debemos creer realmente en una invasión
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cuando el propio V. Desborough concluye: «No tenemos ninguna prueba de
ningún asentamiento. La respuesta natural y lógica es que esos invasores no
se establecieron en ninguna de las zonas que conquistaron, sino que se
marcharon». Rhys Carpenter prefiere concluir: «No hubo invasores». Su
hipótesis es que estamos frente a una catástrofe natural, climática. Yo tiendo a
darle la razón, pues he comprobado personalmente, hace ya tiempo, las
consecuencias históricas poderosas de las variaciones climáticas en el espacio
mediterráneo, en unos tiempos en los que la vida agrícola dominaba todavía
toda la economía.
3) El clima o «el retorno de los Heráclides». No olvidemos la
observación que ofrece el Timeo de Platón en boca de un sacerdote egipcio
que conversa con Solón: el clima se desequilibra hacia la lluvia o hacia la
sequía, acarreando «con intervalos de tiempo muy espaciados… [y]
regulados» una especie de «enfermedad», con destrucciones por el agua o por
el fuego. Esta vez, «la desviación que se produce… en los cuerpos que
circulan en el cielo» desencadena al parecer las calamidades de la sequía. Este
lenguaje no está tan lejos del de los especialistas de nuestros días, que creen
en oscilaciones del sistema de los climas, en movimientos multiseculares
probablemente relacionados con las manchas del sol o con la circulación
general de la atmósfera.
En el Egeo, cada verano, reaparece el sistema de vientos etesios. Soplan
del norte-nordeste hacia Egipto y la costa africana. Si el viaje desde Creta o
Rodas directo hacia Egipto es tan cómodo, se debe a este viento,
ininterrumpido durante meses: un viento absolutamente seco que sopla con el
cielo límpido pero que orla de espuma las olas del mar y es lo bastante fuerte,
cuando se va de isla en isla con el viento de cara, para frenar la marcha de los
pequeños vapores griegos de servicio. El movimiento aparente del sol hacia el
norte, en verano, desarrolla este sistema aéreo duradero, ineluctable.
Responsable de la sequía, abruma a Oriente Próximo, incluidas Grecia y sus
islas, de marzo a septiembre. A partir del otoño, el viento seco suele dejar
paso a las lluvias oceánicas que trae el viento del oeste.
La hipótesis de Rhys Carpenter es que, en las últimas décadas del siglo
XIII, estamos en la cúspide de una fase de sequía pertinaz en el Mediterráneo
que alargó considerablemente la duración de los vientos etesios y amplió la
zona en la que soplan habitualmente.
Aceptemos la hipótesis, aunque el argumento de Rhys Carpenter no pueda
probarse. En ese caso, hititas, micenios y Pueblos del Mar habrían sido
víctimas, no tanto de los hombres como de una sequía que se prolonga de año
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en año, alargando desmesuradamente los meses de verano, hiriendo de muerte
los cultivos, como lo habían hecho las cenizas de Thera. Las ciudades
micénicas mueren de esta crisis prolongada porque se encuentran en una zona
especialmente seca, como también la meseta de Anatolia. Quedan pura y
simplemente abandonadas. Si los palacios se incendian y son saqueados, es
porque contienen las reservas de víveres procedentes del trabajo de los
campesinos, empujados por el hambre a la rebelión y el pillaje. Casualmente,
lo primero que se destruye es el almacén de trigo del palacio de Micenas
Lo que refuerza la hipótesis, es la distribución geográfica de las zonas
abandonadas y de las zonas elegidas como refugio por las poblaciones
micénicas. En régimen de gran sequía, las precipitaciones procedentes del
Atlántico sólo se mantienen en las regiones expuestas al viento del oeste, es
decir: las zonas montañosas de Grecia occidental; las zonas septentrionales
que se escapan más que otras a la presencia y a la maldición de los vientos
etesios; las regiones como el Ática que tienen, hacia el este, una salida natural
en el golfo de Corinto, que (según las Instrucciones náuticas) atrae
«depresiones a menudo tormentosas, de mayo a julio o en septiembre-
octubre»; o también algunas islas que ninguna barrera aisla de la lluvia del
oeste: Rodas o Chipre. Creta es la que peor situación tiene, con sus montañas
orientadas de oeste a este. Son especialmente secas las llanuras aisladas del
viento del oeste por un relieve importante, o las islas del Egeo protegidas por
la masa de la península griega. Todas ellas quedaron abandonadas. La
emigración micénica se dirigió hacia Acaya, a orillas del golfo de Corinto,
Mesenia al norte y Épiro al oeste de Grecia, el Ática privilegiada, las islas de
Cefalonia al oeste, de Rodas y Chipre al este, Tesalia y Macedonia al norte.
La geografía de las lluvias cuadra con la de las migraciones.
De esta forma, lo que llamamos invasión dórica y que la leyenda griega
nos relata como el retorno de los Heráclides, escoltados por los dorios, toma
un nuevo sentido. Los Heráclides, hijos y descendientes de Heracles, podrían
ser micenios de Argos. Según la tradición, partidos del Peloponeso al término
de luchas malhadadas y por orden del oráculo de Delfos, toman
voluntariamente el camino del exilio, llegan a Épiro, la región del Pindó,
Tesalia, Macedonia. Vuelven un siglo más tarde, con los pastores y soldados
dóricos que quizá dirigen, y se instalan de nuevo en su patria prácticamente
vacía sin dificultades. Tampoco tienen dificultades los habitantes micénicos
del Ática que no se habían marchado para impedir a los dóricos el acceso a su
país. ¿Estos viajes de ida y vuelta, favorecieron la difusión de las epopeyas
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micénicas y de las hazañas de la guerra de Troya? Es posible: la tradición oral
que desemboca en Homero se forma en aquella época.
Lo que está claro, según los arqueólogos, es que el retorno del norte al sur
difundió el llamado arte geométrico, cuyo origen tesálico y no ático
demuestran excavaciones recientes. Cien años de exilio convirtieron a los
micénicos de entonces en auténticos campesinos dorios y esta alfarería rústica
es lo que traen en sus bagajes. Entre tanto, y es lo más grave, también han
olvidado la escritura, pero no han olvidado su origen: los reyes de Esparta
sabían que no eran dorios, sino «heráclides», y unos siglos más tarde, la
dinastía de los reyes de Macedonia y el propio Alejandro Magno reivindican
el linaje de Heracles.
4) El problema insoluble de los Pueblos del Mar se vuelve mucho más
comprensible si damos este enfoque al drama micénico.
Se trata de un movimiento bastante prolongado en el tiempo, ya que desde
1225 los egipcios señalan a los Pueblos del Mar como asociados a los libios,
sus inquietantes vecinos que invaden el oeste del Delta; entre sus filas, los
licios, grupos étnicos que podrían corresponder (si juzgamos por los nombres
que les dan los egipcios) a los futuros sardos y a los futuros etruscos[39],
finalmente aqueos, micenios. ¿Estos últimos son los que el texto egipcio
describe como hombres «de estatura elevada, de gran cuerpo blanco, de vello
rubio, de ojos azules»? La batalla fue dura, pero decisiva. Millares de
prisioneros quedaron en manos de los egipcios. Como sangrante botín, pilas
de manos y sexos cortados de los cadáveres enemigos. Hay que observar que
el drama tiene lugar muy poco tiempo después de la destrucción de los
palacios micénicos; en Egipto, país que conocen bien los marinos de
Argólida; junto a las costas libias, pueblos que, en caso de gran sequía, se
dirigirían automáticamente hacia el Nilo. Podemos pensar que marinos
micénicos, bruscamente privados de sus tráficos habituales, se hayan
dedicado a la piratería.
Unas décadas más tarde, el peligro renacía para un Egipto que salía
apenas de una larga crisis señorial, es decir, militar, y donde el oficio de
soldado, que desgasta al hombre hasta convertirlo en «un trozo de madera
viejo comido por los gusanos», se ha convertido en un oficio execrado. El
nuevo faraón, Ramsés III, enrola mercenarios libios marcados con hierro
candente y marinos reclutados en las costas de Siria. Sabia precaución, pues
las turbas heterogéneas de los Pueblos del Mar, que los últimos documentos
de Ugarit, hacia 1200, mostraban instalados en Chipre y Cilicia, llegarán
hasta Karkemish, desencadenándose hacia el sur, para destruir de paso Ugarit.
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Veleros procedentes de las «islas del Gran Verde» (la expresión podría
englobar probablemente en aquella época todo el Egeo, incluidas las costas
continentales) acompañan a los convoyes terrestres que también siguen el
litoral, hombres, mujeres, niños acarreando sus bienes en pesados carros
tirados por bueyes. Egipto, hacia 1180 les infligirá sangrientas derrotas, una
naval —sin duda cerca del Delta—, otra terrestre en Siria, probablemente en
el llano de Halpa, al norte de Trípoli.
El triunfo fue innegable, aunque no resolvía ningún problema. Al parecer,
Ramsés III tuvo que admitir a continuación «a una parte de los Pueblos del
Mar como colonos y mercenarios en el Delta». En cuanto a los filisteos, se
instalaron, con o sin el acuerdo del faraón, en el país al que dieron su nombre
—Palestina— que tuvieron que defender contra los hebreos. Así pues, según
los relatos tradicionales, estos terribles Pueblos del Mar desaparecían de golpe
devorados por la historia. Las ciudades sirias no ocupadas, salvadas por
Egipto, recuperarán más adelante su riqueza —con excepción de Ugarit. Sin
embargo, Egipto, victorioso, había perdido definitivamente su imperio de
Asia.
¿Quiénes eran estos pueblos desesperados? Grupos heterogéneos, con
seguridad, como en el momento de la invasión del Delta. Encontramos entre
ellos a los dananiyim de Cilicia, junto a los ahijiva y los peleset —es decir,
los aqueos y los filisteos, estos últimos originarios quizá del norte, pero que
curiosamente la tradición bíblica hace venir de Creta. Es evidente que los
micenios siguen formando parte de la aventura, pero esta vez se trata sin duda
de los que se habían instalado más o menos precariamente, desde hacía unos
veinte años, en Cilicia y en Chipre. Junto a ellos, podemos imaginar otros
grupos, desarraigados también por la sequía de sus campos, o expulsados de
tierras demasiado bien situadas por otros más fuertes que ellos. Los hititas
desparecieron para nosotros al mismo tiempo que las tablillas de Bogazköy y
de Ugarit. Encontramos sin embargo más adelante una civilización neohitita,
instalada casualmente, no en la meseta, sino al sur del Tauro y del Antitauro y
en los llanos de la Siria del norte, al pie de las montañas proveedoras de agua,
en regiones que antes habían estado sometidas al imperio. Quizá se obligó a
estos vasallos a que hicieran sitio a los emigrantes de la meseta, o se los
expulsó, por lo que pasaron a formar parte de los errantes. Los Pueblos del
Mar son sin duda una mezcolanza de pueblos que el hambre arroja al camino.
Una inscripción egipcia es la que mejor resume la génesis de la explosión:
«Las islas se habían estremecido y habían vomitado sus naciones de golpe».
Última imagen, última complicación, los relieves de Medinet Habu muestran
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los barcos de los Pueblos del Mar en la batalla que entabló contra ellos
Ramsés III. Se trata de veleros sin remos, con los dos extremos levantados en
ángulo recto, uno de ellos terminado por una cabeza de animal. ¿De qué
región del Mediterráneo pueden proceder estos barcos? Entre las
representaciones conocidas, las únicas que nos vienen a la mente son los
hippoi fenicios que veremos, unos siglos más tarde, arrastrar madera tras ellos
a lo largo de la costa siria, o los que utiliza para la caza el rey Asurbanipal, o
los que traen el tributo de Tiro en las puertas de bronce de Balawat, o también
el que adorna una joya fenicia en España… Todas estas imágenes nos remiten
a una sola y misma región: Siria. Quizá también Chipre, Cilicia…
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La economía palatina ya había tenido un deterioro lento, visceral, mucho
antes del catastrófico siglo XII. La guerra cuesta muy cara, las conexiones
lejanas también. La sociedad no privilegiada se resiste y la privilegiada no
cumple en absoluto con sus obligaciones. Hatti lucha sin cesar contra el
régimen feudal que la corroe. Egipto tiene grandes dificultades para mantener
sus protectorados políticos y económicos de Asia. Tras su victoria sobre los
Pueblos del Mar los perderá todos. Entonces empieza este deterioro profundo
del poder real que se marca, como es habitual, por las innumerables
violaciones de tumbas, las revueltas de fellahs, la anarquía y la impotencia
administrativas. En Mesopotamia, todo se hunde también, salvo una Asiria
que se resiste. Si volvemos a las explicaciones coyunturales, nos encontramos
ante un reflujo multisecular, más duradero porque corresponde a una crisis de
estructuras, especialmente lenta en resolverse.
No hay que precipitarse en llamar a esta crisis «crisis del bronce». R.
M. Heichelheim lanzó hace tiempo la idea de que el final de la edad del
Bronce significa para Oriente Próximo —la humanidad más avanzada que se
pudo dar en el mundo— la transformación de las bases, de las infraestructuras
de su vida. De acuerdo con esa hipótesis, la fundición del hierro, realizada
quizá por herreros de Cilicia y de Siria del norte, se extendió antes del siglo
XII. La tormenta de los Pueblos del Mar que desarraiga, mezcla, revuelve las
sociedades locales ayudó a su difusión. Y el hierro, a largo plazo, es la
vulgarización, la democratización de las armas, el fin de los privilegios
seculares del bronce. Cualquier pueblo, por muy inerme que esté, por muy
poco glorioso que haya sido hasta entonces, tiene el hierro a su disposición. El
mineral está en todas partes, al alcance de la mano. La consecuencia, según
Heichelheim, será una serie de mutaciones en cascada. Esta innovación
socava los grandes Estados centralizados de antaño, con sus palacios voraces,
sus ejércitos de mercenarios, sus multitudes sometidas. El hierro podría ser
liberador.
Sin duda, pero una explicación unilateral siempre es peligrosa, y ésta
comete el error de anticipar. El hierro sustituirá al bronce lentamente, no más
deprisa de lo que el bronce eliminó a la piedra pulimentada o tallada, incluso
en el terreno decisivo de las armas. Los pueblos tuvieron que avanzar durante
siglos para asimilar la nueva invención. Volveremos sobre este tema. Y sólo
al terminar la mutación, el mundo entero se pondrá otra vez en marcha, pero
será un mundo completamente nuevo, y algunas rupturas, algunas antiguas
heridas, nunca se cerrarán. En particular, como observa W. S. Smith, «la
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estrecha comprensión» que había unido al Egeo y al mundo oriental «no
volverá a recuperarse». También hay rupturas de larga duración.
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Capítulo V. Todo cambia del siglo XII al VIII
Tras la gran ruptura del siglo XII, Oriente Próximo tardará en renacer. Van
apareciendo luces hacia el siglo X, que sólo se afirmarán con la recuperación
económica más estable que apunta, con seguridad en el siglo VIII, quizá un
poco antes.
Sin embargo, tras la tormenta de los Pueblos del Mar, la vida continúa,
pese a quien pese. Se ha salvado un rico acervo cultural. Egipto sigue siendo
Egipto, a pesar de sus heridas internas, su vida mediocre, las invasiones que
lo abruman; Mesopotamia sigue siendo Mesopotamia, a pesar de sus
turbulencias; la costa cananea, ahora diremos fenicia, sigue con su papel de
intermediario. No obstante, y es el signo de los tiempos, el intermediario ya
no es un siervo; frente a sus amos de ayer, se permite, cuando menos, algunas
insolencias. Cuando, hacia 1100, Wenamón, el enviado del clero de Amón,
viaja hasta Biblos, se le recibe muy mal. Obtendrá con dificultad la madera
necesaria para la construcción de la barca del dios.
El mundo no deja de girar y, es lógico, durante esos siglos sin historia
aparente, se dibujan nuevas formas, un nuevo mapamundi. Cuando todo
emerge en el siglo VIII, cuando la vida de los hombres vuelve a ser más
sencilla, y a nuestros ojos más clara, el mundo no se parecerá en nada al de
antaño, el que se quebró en la época de los Pueblos del Mar.
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el Tigris hasta el Cáucaso. Los frigios se habían extendido, más o menos en el
momento de la invasión dórica, por las mesetas anatólicas en las que el
imperio hitita se había levantado para después perder su fuerza (su capital,
Gordio, renace ahora ante nuestros ojos con las excavaciones norteamericanas
iniciadas en 1950). Hacia el oeste, la Lidia ocupa los valles paralelos del
Hermos y del Meandros y tiende a alcanzar el mar Egeo en cuyas orillas se
fundará muy pronto, hacia el año 1000, una estela de ciudades griegas, que
más tarde serán decisivas. Hacia el sur, sobreviven los Estados neohititas.
Luego vienen los Estados árameos, hijos del desierto tumultuoso, que girarán
durante mucho tiempo alrededor de Damasco: no hay que subestimarlos, pues
controlan las rutas caravaneras que se internan en Asia y son el complemento
de las rutas marítimas activas de los fenicios. Además, hacia el sur, se
encuentra el Estado judío, cuyo breve esplendor se apagará hacia el 930,
cuando se escinda en dos reinos (Judá al sur, Israel al norte).
Los judíos tuvieron que conquistar una a una sus tierras bastante pobres a
los semitas cananeos, de los que tomaron las tradiciones, la cultura y el
idioma. Les pasa en realidad lo que les pasó a los hititas y a los griegos:
quedan atrapados por la superioridad del otro. Otra inferioridad: a pesar de
tener un frente marítimo, tienen difícil la salida al litoral accesible, del que los
separan los filisteos enemigos y los fenicios amigos, o incluso cómplices. Los
fenicios de Tiro construyen el Templo y el palacio de Jerusalén en tiempos de
Salomón (hacia 970-930), son barcos fenicios los que, por Esion Geber, en el
golfo de Akaba, realizan por cuenta del rey judío el viaje de Ofir (¿Arabia
meridional? ¿India?) por el largo camino del mar Rojo; también son artesanos
fenicios los que, en la misma ciudad de Esion Geber, también en época de
Salomón, construyen importantes instalaciones metalúrgicas para el trabajo
del cobre y el hierro, las mejor diseñadas, con mucho, según W. E. Albright,
de todo lo que conocemos en el mundo antiguo. Tiempos felices, en suma,
para el Estado judío. Nadie hubiera podido prever entonces las desgracias que
se avecinaban, ni el fabuloso papel que el futuro reservaba al mensaje
espiritual de Israel, que madura lentamente, en medio de las inclemencias de
la historia.
Aunque su territorio, limitado por los hebreos y los filisteos al sur, por los
neohititas al norte, sólo representa una parte de la antigua tierra de Canaán,
Fenicia[40] es la primera que recupera en Oriente Próximo una cierta
prosperidad. Es como un «sector protegido», como Holanda en la recesión
general del siglo XVII d. C. Se dan no obstante algunas mutaciones difíciles de
distinguir: la antigua supremacía de Biblos desaparece en beneficio de Sidón
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primero, y después de Tiro que, a partir del año mil, más o menos, se
convierte en la ciudad dominante. Las costas fenicias vuelven a la vida
gracias a la prodigalidad del mar. El Estado judío, por el contrario, construye
su prosperidad sobre una encrucijada de rutas terrestres, entre el Eufrates, el
Mediterráneo y el mar Rojo, situación propicia en tiempos de paz, pero
peligrosa cuando empiezan las guerras. Y las guerras pronto serán endémicas
en Oriente Próximo.
En esta guerra insistente, terrorífica, la minúscula Asiría pronto será el
factor esencial. En un principio, se trata apenas de un «pequeño triángulo», un
escaso trozo de tierra, desprotegido además, el valle alto del Tigris, entre
Mesopotamia al sur, con sus regadíos y sus ciudades, la dura montaña al
norte, el desierto al oeste con sus saqueadores árameos. Asiría es una casa
abierta a todos los vientos. Vive bajo el signo de la inseguridad y del miedo.
Sólo estará tranquila amenazando a los demás, aterrorizándolos a su vez. Sin
querer tomar su defensa, es cierto que la crueldad respondió a las crueldades
de sus vecinos, sobre todo los árameos. Para ser, está condenada a exterminar
a los vencidos, a cargarlos de tributos, a deportar a poblaciones enteras, a
poblar con ellas su propia casa donde, con la fuerza que da el número, se
convertirán un día en un peligro permanente. Los frisos de los palacios de
Nínive relatan con elocuencia estas historias lúgubres.
Asiría se enriquece además con este juego; se cubre de palacios
gigantescos. La guerra se ha convertido para ella en una industria, una forma
de procurarse las riquezas que antiguamente aportaba el gran comercio a las
ciudades babilónicas. Desde finales del siglo X hasta finales del VII, los asirios
viven del botín, de los tributos expoliados a Urartu, Damasco, Tiro, Sidón, al
reino de Judá, a Israel… Incluso se atreven a un sacrilegio, destruir Babilonia,
abolir el culto de Marduk, saquear sus templos. Luego le tocó a Egipto. En
671, ocupan el Bajo Egipto, unos años más tarde, saquean Tebas de forma
abominable. Cuando Asurbanipal, gran príncipe además letrado, muere en el
630 en su palacio suntuoso de Nínive (de jardines tan magníficos como su
biblioteca), el imperio está en su apogeo. Y sin embargo, unos años más tarde,
sucumbe ante el empuje de los pueblos sometidos o enemigos. En el 612, los
babilonios y los medos, coaligados, toman Nínive para gran satisfacción de
todos los pueblos de Oriente. Las ciudades asirías son destruidas a su vez y
los supervivientes se convierten en prisioneros. Ellos construirán, para los
reyes de Persia, los palacios en los que todo evoca la difunta Asiría.
A pesar del valor del ejército asirio, siempre dispuesto, al mando de sus
reyes sacerdotes y sus señores guerreros, para lanzar la guerra santa contra
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todos sus vecinos a un tiempo; a pesar de la eficacia de sus tropas tan
duramente dirigidas, de sus carros ligeros y protegidos, de sus poderosas
máquinas de asedio, de sus jinetes armados con picas y flechas, Asiría no
habría vivido estos días de gloria sangrienta si Egipto y Babilonia no hubieran
pasado, poco a poco, al rango de potencias secundarias, simples fragmentos
del mosaico «balcánico» en que se ha convertido Oriente Próximo. Babilonia
es como la Constantinopla del siglo XV (d. C.), única carne viva de un imperio
bizantino que ha llegado al punto definitivo de su decadencia. En la antigua
Mesopotamia todo se deteriora y se pudre, incluso el admirable sistema de
acequias que, a fuerza de tanto uso, ha provocado el calamitoso rebrote de las
eflorescencias salinas. En Egipto, la situación es peor. El futuro, ya lo
sabemos, pertenece desde antes del siglo X «a los que utilizan el hierro».
Egipto, que lo había recibido (antaño) de los hititas, entra en la edad del
hierro sin poseerlo… El país de los faraones sólo será, como recordaba
irónicamente un general asirio al pueblo de Jerusalén, «la caña rota […] que
penetra y traspasa la mano del que se apoya sobre ella» (Isaías, 36, 6). Tebas,
saqueada a muerte, nunca se levantará sobre sus ruinas.
Oriente Próximo queda así condenado a vivir en un círculo de alertas y
guerras intestinas. Y hay que sumar otra calamidad: la intrusión dramática de
los jinetes de las estepas septentrionales.
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Cáucaso por el oeste y el centro. Sus perseguidores, equivocando el camino,
dice Herodoto, lo cruzan por el este, van a parar a Media y la saquean.
La invasión cimeria se agotó enseguida, en incursiones reiteradas a través
de Urartu, Asina, Anatolia, el reino de Frigia (que destruyó), Cilicia. En
Lidia, los saqueadores tomaron Sardes, sin poder entrar en la ciudadela;
destruyeron varias ciudades griegas en el Egeo y se perdieron finalmente con
armas y bagajes entre las poblaciones de Asia.
Los escitas —que introdujeron muy a su pesar— fueron bastante más
peligrosos, pues se trata de jinetes, los primeros nómadas «de verdad» que
conoció la historia. Su aventura salvaje de unos treinta años (28, dice
Herodoto) se parece a las imágenes que están en todas las memorias de los
hunos galopando a través de Europa en el siglo V d. C. La diferencia es que
los escitas son blancos, son indoeuropeos, mientras que las tropas que siguen
a Atila son mayoritariamente de raza amarilla. ¡Poco importa el color de la
piel! El fenómeno es el mismo. Las incursiones escitas son incursiones de
pillaje, realizadas a toda velocidad y de muy largo alcance, a manos de bandas
de jóvenes en busca de aventuras. A veces se mezclan aventureros reclutados
fuera de las «tribus reales». Se establece una especie de democratización,
habida cuenta además de que el nuevo instrumento de combate —un caballo
— está al alcance de cualquiera, mientras que el antiguo carro de guerra había
sido exclusivo de los ricos y poderosos. Esta transformación social se suma a
la fuerza inaudita de la explosión. Que los escitas saqueen Media ya supone
un importante salto, por encima del Cáucaso y de Armenia, pero llegarán
mucho más lejos todavía, a Anatolia y a la propia Asiría. Se lanzan incluso
hasta Siria y Palestina. ¡Psamético sólo conseguirá alejarlos de Egipto
pagando a sus jefes a precio de oro! Su amenaza permanente no retrocederá
hacia el norte hasta las victorias tardías de los medos. Los escitas volverán
entonces a su hábitat anterior, las inmensas estepas de la Rusia meridional.
Allí los observará, en su terreno, la curiosidad insaciable de Herodoto.
Los contempla con la misma atención fascinada que le había inspirado el
extraño Egipto. Describe prolijamente las llanuras inmensas, por las que
transitan estos semicivilizados, sus ríos fantásticos, sus inviernos con
prodigiosas nevadas que llenan el aire de «plumas» voladoras, los ríos e
incluso los mares helados que se cruzan a pie. Todo le sorprende, le
emociona, las costumbres, los adivinos, los sacrificios de caballos, las
cabelleras o las pieles de enemigos vencidos que los jinetes llevan como
trofeo, el ceremonial de los entierros, y más todavía la vida de las tribus bajo
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las tiendas, en los carros, dependiendo únicamente del pastoreo y bajo el
signo de los desplazamientos sin fin.
El historiador de nuestros días busca en vano en estas largas descripciones
alguna alusión a lo que constituye, para nosotros, la gloria de los escitas.
Herodoto, que habla sin embargo de la abundancia de oro, de las joyas, de los
cinturones, de los adornos de las riendas y los arneses, no tiene una palabra
para la belleza de un arte que se afirma desde su vuelta a las estepas del sur de
Rusia — este extraordinario arte zoológico, bárbaro, fastuoso, que a finales
del primer milenio impondrá su estilo a todos los jinetes nómadas, hasta los
lejanos confines de China. Es una síntesis feliz y extraña, nacida a un tiempo
de las estepas boscosas del norte, de la cultura de Karasuk, cerca de China, de
influencias caucásicas, anatólicas, asirias, iraníes, recogidas a lo largo de sus
incursiones y estancias en Oriente Próximo. Pronto habrá que añadir una
influencia griega, insinuante, cada vez más evidente cuando, rechazados por
los medos, los escitas vuelvan a las regiones que rodean el Ponto. Temas
escitas y figuras mitológicas griegas —Pegaso, las Gorgonas— cohabitan en
los adornos de oro de las tumbas de Crimea, por ejemplo. Los escitas estaban
en contacto directo con los griegos. Atenas reclutará entre ellos a sus
pintorescos agentes de policía, los arqueros escitas que, en los días de
asamblea, arrastraban hacia la Pnix a los ciudadanos rezagados.
Finalmente, todo volvió a su cauce. Sería un error sin embargo subestimar
estas intrusiones de pueblos de la estepa —o las que caerán más tarde sobre
Europa y Asia— simplemente porque se esfuman con relativa rapidez en
contacto con el mundo civilizado. Estos brotes belicosos tuvieron algo más
que un valor marginal.
En primer lugar, penetran profundamente en las regiones de Oriente
Próximo, que están demasiado cerca unas de otras para que un golpe recibido
por una de ellas no se propague a lo lejos, de Anatolia hasta el Nilo. El
equilibrio de Oriente Próximo juega en favor de los intrusos: los cimerios
contarán con el apoyo de Egipto, los escitas, en palabras de Herodoto, podrían
ser aliados bastante fieles de los implacables asirios, hasta el punto de que les
hicieron cargar con algunos de sus pillajes. Los nómadas aceleraron las
posibilidades guerreras de los actores existentes, de modo que Oriente
Próximo se va encerrando cada vez más en esta espiral sin salida.
Los escitas sometieron además a los medos y estos últimos vivieron
durante años bajo su férula, aprendiendo en su escuela. Podemos ver
perfectamente la caballería meda, cuyo continuador será la gran caballería
persa, como un derivado en cierta forma de la caballería revolucionaria de los
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nómadas. Sin esta caballería excepcional no habría habido imperio persa, ni
unificación de Oriente Próximo, ni pax persica. Quizá ni siquiera habría
habido tentación para Alejandro Magno. Mientras Oriente Próximo se
ocupaba en disputas sin fin, durante la larga y monótona tragedia de los siglos
«asirios», había estado, por así decirlo, ausente del resto del mundo, mientras
la gran historia se desarrollaba a través del lejano Occidente del mar Interior.
Una vez terminada la conquista persa, a finales del siglo VI, se da tal
acumulación de poder en Oriente que el mundo mediterráneo se inclina
bruscamente de nuevo hacia él. Este movimiento de báscula inclinará el
destino griego hacia el este —¡con gran pesar del autor de este libro!
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Estos tráficos suponen una civilización victoriosa de la inmensidad
sahariana, pero desde el Neolítico, tenemos las pruebas de ello: la difusión,
con ejemplo, de algunos útiles líticos muy particulares, cuyo mapa de
distribución coincide de forma muy significativa con el de pinturas rupestres
de carros uncidos a caballos, estos últimos propagados con seguridad por los
mercenarios libios que servirán en el ejército egipcio del Imperio Nuevo, en el
siglo XVI (en el momento en que Egipto acababa de adoptar el carro tirado por
caballos de los hicsos). Así pues, existen vías que van desde Egipto hasta
Marruecos, al oeste, hasta Níger, al sur. En algunos puntos de estos
recorridos, el civilizado puede obtener a buen precio el metal amarillo
mediante el ventajoso comercio mudo, del que Herodoto nos dio una imagen
excelente.
Dejando de lado África del Norte, Occidente es ante todo Europa central y
oriental, la Europa que a Emmanuel de Martonne le gustaba definir como un
embudo cuyo ancho disminuye a medida que vamos hacia el oeste: el
pequeño «cabo asiático», inmenso a la altura del «istmo» ruso, se hace más
pequeño en el «istmo alemán» y más todavía en el «istmo» francés. De este a
oeste, la estepa siempre ha expulsado sus excedentes demográficos,
campesinos en busca de tierras, hombres que huyen de otros hombres,
pastores con sus familias y rebaños. Hacia el sur, el embudo está bastante
agujereado, mucho en la península de los Balcanes, pero con pasos estrechos
que conducen a esos universos semicerrados que son Italia más allá de los
Alpes e Iberia cruzando los Pirineos.
Tenemos pues, para los pueblos que se dirigen hacia Occidente, una serie
de obstáculos: la estrechez acentuada de la península que es Europa, las
barreras montañosas y fluviales, los densos bosques, sin hablar de las
poblaciones campesinas que ya se encuentran allí. Sin embargo, los tránsitos
de este a oeste, siguiendo el eje Cáucaso-Atlántico, se aceleran con la
invención de medios revolucionarios de transporte (la carreta, el carro de
tracción animal, el caballo montado). Así encontramos esta serie de
invasiones que dudaron, a lo largo de los siglos, entre Oriente Próximo y
Occidente, para terminar siempre su carrera en el Mediterráneo.
Siempre se ha tratado de movimientos discontinuos, que rehacen en cada
escala nuevas bases de partida. Funcionaron como etapa la Bactriana
(Turquestán), los llanos del mar Negro (del Ponto Euxino), la región del
Cáucaso, Tracia, la llanura húngara, las costas de Iliria. Hacia Occidente, en
el primer milenio, hará las veces de reserva una prodigiosa Europa central,
todavía sin civilizar, con bosques inmensos, ríos errabundos, como la Siberia
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forestal de nuestros días. En ella se instalaron gran número de agricultores
desde el Neolítico, en las tierras de loess, fáciles de remover, desprovistas de
árboles. Estos depósitos limosos que se alinean siguiendo el antiguo frente de
los glaciares, forman una cadena continua, desde Rusia hasta Île de France.
También se abren claros en el bosque con hacha de piedra o metal y mediante
incendios. La agricultura neolítica instala así sus aldeas, sus plantas, sus
animales domésticos, el arado y las yuntas de bueyes. Además, la abundancia
de minerales favorece una metalurgia precoz, que ya existe cuando los
herreros itinerantes de Oriente, los «portadores de torques» llegan a Europa
central, por el Adriático y los Balcanes, a principios del II milenio. ¿No se
daban todas las condiciones para que los metales —cobre, plomo, oro, pronto
el hierro— transformaran vigorosamente esta Europa? La mano de obra es
experta, el mineral abundante, los bosques aportan el combustible necesario.
Por todas estas razones, los hombres se acumulan entre el Rin, el
Danubio, el Báltico y el mar del Norte. La historia de Occidente no viene toda
de aquí, pero se construye a partir de esta reserva de hombres, siempre
dispuesta a echarse a andar, como una marmita en permanente amenaza de
explosión, y que al parecer explota dos o tres veces. La imagen no es absurda,
siempre que se corrija en ella todo lo que tiene de repentino, de súbito. Las
invasiones indoeuropeas tardaron siglos en realizarse. Su historia se ha vivido
a menudo a cámara lenta.
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retroceder a los ligures (para dar este nombre obsoleto a invasores más
antiguos todavía, quizá preindoeuropeos); ocupan el este de Francia, llegan al
valle del Ródano, cruzan los Pirineos, hasta Cataluña y la zona de Valencia.
Hacia el norte, ocupan una franja de las islas Británicas. Todos estos recién
llegados incineradores son, sin duda, indoeuropeos, mezclados con los
campesinos neolíticos que se van encontrando. Estas mezclas preparan la
decadencia final de la incineración.
Toda esta era europea, cuya agitación y turbulencia se adivina, sigue
siendo la del Bronce, pero con el siglo IX, aparece el hierro, que precipitará el
curso de los acontecimientos. Veamos qué quiere decir precipitar. La primera
edad del Hierro corresponde a la civilización llamada de Halstatt (nombre de
una estación, quizá mal elegida, del Tirol), pero el hierro se contenta con
aparecer por allí sin desempeñar ningún papel. Su uso no se generalizará hasta
pasado el siglo VI, con la segunda edad del Hierro, la civilización llamada de
La Téne (nombre de una estación al norte de Neuchátel) que durará hasta la
conquista romana. Es precisamente en la edad de La Téne cuando explota
realmente la marmita, con el despliegue tumultuoso de las invasiones celtas.
Los dos mapas anexos de la expansión de los pueblos de los campos de
urnas y de los brotes célticos simplifican demasiado el problema, prejuzgan
soluciones que no están probadas, pero evocan con acierto y claridad, y es lo
esencial, dos enormes brotes sanguíneos que se superponen, o mejor, se
completan. Europa, de Bohemia a la Galia, se convierte en un poderoso
corazón cuyas pulsaciones viajan a lo lejos hasta los países mediterráneos, tan
diferentes de las tierras nórdicas por su naturaleza —el sol, la vid— y por su
historia. Se establece un diálogo decisivo.
Sin duda no hubo que esperar a la edad de La Téne, ni siquiera a la
anterior de Halstatt, para que se intercambiaran las primeras palabras. En el
momento en que los aqueos abordan la península balcánica, a principios del
segundo milenio, la poderosa máquina de fabricar y proyectar a los hombres
ya estaba en marcha. Sin embargo, en el primer milenio todo se dramatiza.
Las civilizaciones del Mediterráneo descubren la potencia biológica de
vecinos turbulentos, inquietantes. Con diferentes nombres —celtas, galos,
gálatas— describirán a hombres extraños, valerosos, bastante fanfarrones,
altos, rubios, de ojos azules. Son oleadas de hombres, porque ya no los vemos
llegar, como antes Henri Hubert, «en paquetitos, que se deslizan unos junto a
otros, a través de los amplios espacios continentales». «Las invasiones
preceltas y celtas —escribe André Varagnac— se realizaron mediante
desplazamientos de poblaciones enteras, como en la imagen que nos dejó
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César en su descripción de la migración de los helvecios, al principio de la
guerra de las Galias».
Su peso humano es lo que da valor a las invasiones celtas. Estas
poblaciones seguían siendo turbulentas en su punto de destino, por lo que
hubo que calmarlas, dominarlas por la fuerza. En todos nuestros libros de
historia se los presenta como tristes vencidos. Sin embargo, sus numerosos
campesinos, sus dotados artesanos echan raíces y se quedan. No estamos
seguros de que se pueda hablar de la inmensa derrota de los celtas que tras
«civilizar Europa, como los griegos civilizaron el Mediterráneo»,
supuestamente fueron barridos por Roma. ¿Qué significan las palabras
victoria o derrota, aplicadas a masas vivas que se instalan, perduran y todavía
son reconocibles en nuestros días? Una civilización tensa sólo puede vivir con
una entrada continua de hombres. Estos determinismos biológicos
funcionaron para Mesopotamia, para Egipto, y también para Roma; dan un
sentido profundo a los estruendos de las «invasiones».
Sin embargo, los celtas, aunque tienen una civilización material de alto
nivel, siguen en una fase social poco evolucionada. En tiempos de Halstatt,
los reinos habían permitido la concentración de las riquezas en amplias casas
fortificadas, como en una civilización palatina. La Téne se marca por una
«democratización», o más exactamente, con la llegada de repúblicas
aristocráticas turbulentas. El mundo celta es la yuxtaposición de tribus
poderosas en el que las ciudades no se desarrollan demasiado bien. Polibio,
que describe a los boios de Cisalpina, los muestra diseminados por el campo,
ateijistoi, sin ciudades, y cuando éstas existen, sin fortificaciones. ¿No era
inevitable que estas células elementales se acabaran disolviendo en los tejidos
nobles, fuertemente urbanizados, del mar Interior?
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jinetes escitas, al llegar a los Cárpatos en el siglo IX, empujan a los cimerios
«lo que corresponde curiosamente a los inicios de la primera civilización del
hierro», es decir, de la civilización de Halstatt. Unos siglos más tarde, los
escitas vuelven en masa a «Escitia», en la estepa del Ponto. Esta vuelta se
sitúa a comienzos del siglo VI: es la época de La Téne, de las expediciones
germánicas y de la llegada de los celtas a la Galia, con sus carros de guerra:
los jefes galos en Champaña se hacen enterrar con sus carros, como sus
lejanos homólogos de Armenia. Esta arma, pronto anticuada, se perpetuará lo
suficiente para que Julio César tenga la sorpresa de encontrarse en Inglaterra
con carros de combate.
Conclusión: las oleadas sucesivas de indoeuropeos, estas explosiones de
hombres que llamamos invasiones, se producen, las primeras, hacia el año
2000, a la altura del mar Negro, entre el Cáucaso y Hungría; las segundas
entre el 1500 y el 1000 desde Hungría y Bohemia; las últimas, las aventuras
celtas, a partir del 600, desde el otro lado del Rin y la Galia. El centro de
explosión se va desplazando lentamente de este a oeste, pero ¿no es una sola y
misma historia?[42].
Hemos podido trazar un cuadro de estos siglos oscuros (siglos XII-VIII) sin
hablar demasiado de la metalurgia del hierro. Originaria del Cáucaso, o más
bien de Cilicia, la carburación del hierro (la fabricación de un hierro
endurecido, acerado por la incorporación de carbono) fue en realidad, durante
mucho tiempo, monopolio del imperio hitita. Si los Pueblos del Mar, sobre
todo los filisteos, tuvieron armas y útiles de hierro, quizá se deba a sus
contactos con los hititas o con Cilicia. Puede ser, como se ha dicho a menudo,
que el hundimiento del imperio hitita haya favorecido la dispersión por todo
el mundo de los herreros y sus procedimientos misteriosos, considerados a
menudo diabólicos. ¿No han tenido todos los pueblos sus dioses herreros,
personajes bastante sombríos? El hierro implicaba procedimientos inéditos
cuya divulgación y dispersión fueron naturalmente muy lentas. El tránsito
desde una estructura antigua, la edad del Bronce, a la estructura nueva, la del
Hierro, será interminable.
En Mesopotamia, donde las cosas suelen ir más deprisa que en otros
lugares, la caída del precio del hierro, prueba de la extensión de su uso, no se
produce hasta el siglo X; ¡en Egipto, la utilización más amplia del nuevo
metal no se sitúa antes del 600, o más! Europa central, rica en minas, es
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durante mucho tiempo ambivalente: hasta el siglo VI, el bronce mantiene sus
prerrogativas para la fabricación de armas y útiles.
Esta penetración a trompicones de la «revolución del hierro» obedece a la
regla de aquellos tiempos, que excluye cualquier exceso de velocidad.
Además, ¿de qué estamos hablando? De un metal que sustituye a un metal.
Almagro Basch (1960) no se equivoca del todo cuando afirma que «el hierro
no representó, en la evolución de la civilización, la transformación profunda
que había supuesto la metalurgia del cobre y sus aleaciones». La lentitud del
éxito del hierro permite ser escépticos sobre un materialismo explicativo que
parece sin embargo verosímil a primera vista. No, el hierro no democratiza
inmediatamente la guerra; no, las armas de hierro no aparecen de la noche a la
mañana. Hay un detalle decisivo que se retrasa: por ejemplo, el importante
invento de la soldadura. Según la leyenda, se inventó en Cos, en el Egeo. La
primera pieza soldada que conocemos es un reposacabezas de hierro
encontrado en la tumba de Tutankamón, que data de 1350 aproximadamente.
El procedimiento será insólito durante mucho tiempo, hasta el punto de que
un trébede de hierro soldado se conservará hasta la época romana entre los
tesoros de Delfos, como un objeto raro. ¡No olvidemos que en el siglo VIII, en
tiempos de Homero, Aquiles ofrece una bola de hierro como premio en los
juegos funerarios de Patroclo!
El hierro tampoco transformó inmediatamente las herramientas. Es
evidente que después desempeñó un papel importante en la mejora de los
rendimientos agrícolas, pero ¿a partir de qué época? Presentarlo, con los ojos
cerrados, como la causa de la caída de los precios del trigo en Asiría, entre los
siglos VIII y VII, quizá sea un tanto arriesgado. ¡El precio del trigo depende de
tantos factores, de la seguridad, de las posibilidades de importación, de las
estaciones!… Rhys Carpenter diría sin duda: ¡el siglo VIII es la vuelta de los
tiempos lluviosos!
La escritura alfabética
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sorprende a medias que este lujo tan pesado desaparezca bruscamente en lo
que será Grecia tras el fin de Micenas. Una técnica más sencilla se hubiera
implantado más fácilmente entre los bárbaros indoeuropeos.
Esta técnica sencilla, revolucionaria, maravillosa, se elabora al final del
segundo milenio y sale a la luz, a nuestros ojos, con el alfabeto lineal llamado
fenicio. Los veintidós signos de este alfabeto corresponden únicamente a
consonantes que son, como sabemos, la arquitectura esencial de las lenguas
semíticas. Cuando los griegos copien el alfabeto fenicio, en el siglo VIII, les
faltarán los signos correspondientes a las vocales para anotar su idioma de
forma inteligible. Darán pues valor de vocales a algunas consonantes
semíticas que no conoce el idioma griego. Así el alfabeto estará completo:
consonantes y vocales. Pero éste es el final de una larga historia.
En Siria, lato sensu, y especialmente en Ugarit y Biblos, se elaboró con
mucha anticipación la revolución simplificadora. En estas dos ciudades tan
activas, todos los negocios, todos los idiomas, todos los pueblos se encuentran
a lo largo del segundo milenio. Un mercader que no dispone del costoso estilo
de los escribas necesita un método rápido de transcripción para sus contratos,
sus facturas, sus cuentas, sus cartas. La escritura complicada, creación
pomposa de los Estados, deja paso a la escritura rápida, creación lógica de los
mercaderes. El más antiguo de estos intentos —el ugarítico de los
documentos de Ram Shamra—, utiliza los signos cuneiformes para su
alfabeto de treinta letras. Encontramos este abecedario (el más antiguo que se
conoce) inscrito en una tablilla del siglo XIV.
El alfabeto lineal se desarrolla al mismo tiempo en las regiones cananeas,
entre los siglos XV y X. Algunos creen poderle asignar como origen una
escritura que utilizaban, en el segundo milenio, los obreros semitas de las
minas egipcias de turquesa, en la península del Sinaí —escritura
semijeroglífica, semialfabética, en el sentido que recurre al principio de la
acrofonía: utilizar un signo silábico de tipo consonante más vocal con un
único valor consonantico. Este signo se convierte entonces en una auténtica
letra alfabética. La idea es la misma que vale para deletrear un nombre en una
llamada telefónica: señor Durand, D de Dinamarca, U de Úrsula, etc. Los
semitas procedieron de esta forma para elegir y dar nombre a sus letras
alfabéticas: el signo Beth, que significaba casa, se convierte en la letra B del
alfabeto (¡B de Beth!), dando a continuación la letra griega Beta.
Esta elaboración tan lenta desemboca en la escritura fenicia que triunfa en
el segundo milenio: sencilla, se traza con rapidez con un pincel sobre un rollo
de cuero, de pergamino o de papiro; con una punta sobre una tablilla de
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plomo o sobre la película de cera que cubre la tablilla de madera —como una
pizarra fácil de borrar y de volver a cubrir de cera. El ejemplo más antiguo
que conocemos es la inscripción grabada, sin duda en el siglo X, sobre el
sarcófago (que sí es anterior) del rey Ahiram, rey de Biblos. Las inscripciones
hebreas del siglo X reproducen fielmente esta escritura. En cuanto a los
griegos, quizá sea en AlMina, antigua ciudad fundada en la desembocadura
del Orantes por los griegos de Eubea, que pasó a ser fenicia, donde
aprendieron el uso del alfabeto, a principios del siglo VIII. En ese mismo
momento, los frigios, muy cercanos, adoptan por su parte un alfabeto
derivado del fenicio. Es lo que nos muestra la inscripción de Gordio.
Desde finales del siglo VIII, una copa griega encontrada en Fitecusas, en la
isla de Ischia, cerca de Nápoles, lleva una inscripción en verso, y los etruscos
acabarán adoptando el alfabeto calcidico (de Calas, capital de Eubea). Es
posible por lo tanto que Cumas, colonia de Eubea, haya desempeñado el papel
de profesor de Italia en la materia. No obstante, como nada es sencillo en
estas transmisiones lentas, se ha descubierto una tablilla de marfil con
veintiséis caracteres alfabéticos fenicios en Marsiliana d’Albegna, en una rica
tumba etrusca que data aproximadamente del 700. Se asemeja mucho a las
tablillas fenicias de este tipo encontradas en Nemrod, en Asiría, y entre los
objetos que la acompañaban se encontraban una píxide y un peine, enviados
por un mercader de Tiro. Podemos tomarlo como una invitación para utilizar
un código alfabético para una correspondencia comercial; es una prueba en
todo caso de que se propuso el alfabeto fenicio a los etruscos, además de su
adaptación griega.
En ningún sitio se difundió el alfabeto de forma sencilla y rápida. No más
deprisa que la metalurgia del hierro o la del bronce. Apenas más deprisa que
la agricultura. O que los lentos avances de la moneda o de la economía
monetaria. Y sin embargo, ¿quién se atreverá a negar al primer alfabeto el
nombre de «revolución»?
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Segunda parte
Barcos de guerra con espolón y barcos redondos de transporte en fenicia. Dibujo tomado de un
bajorrelieve del palacio de Senaquerib (704-681), en Nínive (cfr. pág. 104).
Pasados los siglos especialmente oscuros que van del 1100 al 700, la vida
del Mediterráneo, ya a la luz de la historia, se simplifica a nuestros ojos. Se
organiza, básicamente, alrededor de tres espectáculos, aunque es verdad que
considerables:
— la colonización del Mediterráneo occidental por parte de los orientales
(fenicios, etruscos, griegos) que crea la primera unidad dinámica del mar
Interior;
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— el desarrollo de la civilización griega que, tras haber vivido del mar, se
perderá en la monstruosa conquista de Oriente contra los persas
Aqueménidas;
— finalmente, el destino de Roma, cuyo triunfo será convertirse
exactamente en el Mediterráneo.
Estos espectáculos conocidos, clásicos, especialmente difíciles quizá de
situar (¡hay tantos hechos catalogados, se han adelantado tantas tesis!), los
observaremos desde el particular punto de vista del mar. Básicamente, se trata
de tres movimientos: el Mediterráneo se amplía hacia el oeste con la
colonización de los mares de Poniente; luego la balanza se inclina de nuevo
hacia el este con las victorias insensatas de Alejandro Magno; en fin, tiende al
equilibrio con Roma. Ahora bien, controlar así, de este a oeste, la totalidad del
mundo mediterráneo, era una ardua tarea de siglos y Roma no la podrá
realizar eternamente.
Este sencillo punto de vista no nos evitará otras dificultades. Por estar
perdida a milenios de nosotros, la historia de la Antigüedad no deja de
despertar vivas pasiones. En los capítulos anteriores ya hemos conocido a los
partidarios de Mesopotamia y a los de Egipto, los enamorados de Creta y los
de Grecia, los apasionados por Oriente y los adalides de Occidente. A mí me
gustaría no defender hasta la injusticia a los etruscos, sin tener que sacrificar a
los griegos; ni tener que abogar contra los fenicios como tantos historiadores
ilustres, ni siquiera reprochar a los cartagineses los sacrificios de niños que
ofrecieron a sus dioses; ni estar siempre deslumbrado por los griegos —
¡difícil!—; ni verme tentado de asumir la acusación hegeliana contra los
romanos de haber sido la prosa de la historia, como si la prosa no tuviera
también su belleza; no ir ni en un sentido ni en otro, tratar de ver la izquierda
y la derecha. ¿Es posible hacerlo siempre?, ¿es deseable? Estas pasiones
contradictorias son la llama con la que se alimenta la historia, la que nos han
contado y la que tratamos de asimilar a nuestra vez. ¿Cómo no sufrir o
entusiasmarnos por el camino, aunque sea un pecado contra las reglas
sacrosantas de la imparcialidad?
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Capítulo VI. Las colonizaciones o el descubrimiento
de una América.
Siglos X al VI
Colonización, ambigua palabra. Largar el ancla en algún abrigo de la costa,
cerrar un negocio y salir a toda vela, es una cosa; implantarse de forma
permanente es otra. Reservaremos el nombre de colonización a esta segunda
operación, que generalmente sigue a distancia a la primera.
Más o menos, del siglo X al VI, si dejamos de lado la ocupación del Ponto
Euxino (ante todo, por los griegos de Jonia), la colonización afecta sobre todo
al Mediterráneo central y occidental. Fenicios, etruscos, griegos se disputan
este Far West difícil de alcanzar, y mucho más de controlar. Todos son
portadores de una civilización superior importada de Oriente. No obstante,
hay que considerar aparte el caso de los etruscos, pues se ignora el origen y la
trayectoria cronológica o geográfica de sus relaciones con Oriente.
Para los fenicios y los griegos no hay ninguna ambigüedad: llegados, los
primeros de las costas de Levante, los segundos del Egeo y de una ciudad
marítima de Grecia central, Corinto[43], se basan en una civilización
evolucionada, de acuerdo con la regla habitual de las colonizaciones, según la
cual los débiles atraen las furias y las lecciones de los fuertes. La fuerza, en
este caso, es la civilización, la promiscuidad urbana, las técnicas de vela, el
arte de la fragua, el hábito de intercambiar, la potencia de los mercados. Venir
de Oriente Próximo es como mucho más tarde —tras los grandes
descubrimientos marítimos de los siglos XV y XVI después de Cristo— venir
de la Europa todopoderosa. Los colonizadores antiguos, en las tierras lejanas
donde instalan sus factorías, y después sus ciudades, no tropiezan con
civilizaciones avanzadas comparables a las de los aztecas, los mayas, los
incas o el Gran Mongol.
Como la Europa moderna, el Oriente antiguo, al mismo tiempo que su
superioridad, implanta a lo lejos sus divergencias internas, sus conflictos de
intereses, sus odios sempiternos. Estas tierras benditas en las que el colono o
el mercader se imponen sin demasiados esfuerzos, en las que las ciudades
crecen a voluntad, acaban repartidas entre amos rivales. La guerra se instala
tras ellos.
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1. Los fenicios llegan probablemente los primeros
La prioridad fenicia
Para algunos, dos o tres hechos sin importancia descalifican sin más
ayuda los alegatos de los «grecómanos» y las reticencias de los arqueólogos,
que ayer no encontraban huellas de presencia fenicia tangible en el
Mediterráneo oriental antes del siglo VII. Tres pequeños hechos,
evidentemente discutibles. En primer lugar, el descubrimiento en el museo de
Chipre (1939) de una inscripción dañada, que había pasado inadvertida, que
se puede fechar en el siglo IX a. C. Su escritura ha venido a ilustrar a punto la
interpretación de una inscripción fenicia insólita, que se encontró hace mucho
tiempo (1773) en Cerdeña, cerca de Pula (antiguamente Nora), y actualmente
en el museo de Cagliari. R. Dussaud, en 1924, ya había reconocido su carácter
arcaico. Ahora bien, según W. E. Albright (1941), la escritura es idéntica a la
de la inscripción chipriota, es decir, de la misma época. Desde entonces se
han encontrado dos restos de inscripciones similares en Cerdeña, sin duda de
la primera mitad del siglo IX.
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La primera preocupación de los marinos descubridores no es, desde luego,
erigir inscripciones monumentales. El primer paso de los fenicios por Cerdeña
podría remontarse al siglo X o incluso más, pues es normal imaginar, antes de
los establecimientos coloniales, o incluso de las simples factorías
estacionales, un largo periodo de viajes a la aventura, de ensenada en
ensenada, en los que el barco es en realidad una factoría ambulante. Desde
esta óptica, podríamos volver incluso a las fechas tradicionales,
probablemente demasiado remotas, de las «fundaciones» fenicias: Gadir
(Cádiz) hacia 1100; Lixus, en Marruecos, antes incluso, si damos crédito a
Plinio; Útica un poco después; Cartago, cuyo nombre quiere decir ciudad
nueva, en 814-813. No obstante, excavaciones realizadas en profundidad en
Lixus no han revelado ninguna influencia extranjera antes del siglo VI y en
Mogador antes del VII. En España, al parecer, se han descubierto algunos
restos del periodo de los primeros viajes, desde el siglo X, gracias al
arqueólogo B. Nazar (1957); Pierre Cintas señaló por su parte (1949) indicios
muy frágiles del paso por la playa de Salammbo, cerca de Cartago, de
marinos procedentes de Chipre desde comienzos del segundo milenio.
Es decir, que no existe todavía prueba formal de las hipótesis explicativas
de Sabatino Moscati (1966) que se basan sobre todo en el hecho de que, en
tiempos del episodio de los Pueblos del Mar, sólo el poder fenicio queda en
pie milagrosamente. Tres siglos —XI, X, IX— separan la caída de Micenas del
primer movimiento de expansión griega hacia el oeste. «Es natural —piensa
nuestro autor— que la expansión fenicia se inserte en este vacío histórico».
Nada impide, efectivamente, imaginar que los fenicios, durante el periodo
durmiente de la navegación griega, hayan explotado el mar lejano —y vacío
— sin dificultades, gracias a simples expediciones marítimas, de las que la
historia nos da tantos ejemplos; luego, ante la competencia de los griegos a
partir del siglo VIII, tuvieron que ocupar sólidamente los puntos esenciales de
una amplia red. Tras una explotación únicamente comercial podría haber
empezado la colonización propiamente dicha.
Este esquema hipotético tropieza con muchas explicaciones ya
adelantadas en nombre del sentido común. ¿Debemos partir del principio
presuntamente lógico de un avance progresivo de los descubrimientos y
asentamientos fenicios de este a oeste, por saltos sucesivos a lo largo de
África del Norte? En ese caso, Útica y Cartago deberían ser obligatoriamente
más antiguas que Gadir y Lixus — lo que nos lleva a una cronología más
corta. Nada impide pensar, por el contrario que, estando las rutas libres, los
fenicios hayan preferido instalarse antes al oeste, en las fuentes de la plata de
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España y de los tráficos atlánticos, siendo posterior la necesidad de consolidar
sus escalas intermedias. Sería aceptar como verosímil una cronología larga,
en la que lo esencial es ante todo saber lo que hay en las primeras y lejanas
etapas. Aquí, sólo la arqueología podrá encontrar la respuesta. ¡Esperemos!
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comprometen su libertad. A partir de 1580, el Imperio Nuevo egipcio, al
mismo tiempo que expulsa a los invasores del Delta, tiene la necesidad de
garantizar su tranquilidad mediante sólidos puntos de apoyo en Asia. Tras la
batalla de Meggido (1525), Egipto impone su control a las ciudades cananeas.
Es cierto que este control pronto será más nominal que real y aunque el
ejército de Ramsés III haya ayudado a salvaguardar los puertos de Canaán,
durante la tormenta de los Pueblos del Mar, Egipto sólo podrá mantener su
autoridad hasta 1200. Canaán será libre de nuevo. Es la época en la que Sidón
ejerce una especie de supremacía sobre las otras ciudades de la costa, hasta el
día en que, hacia el año 1000, Tiro la suplanta, Tiro, la orgullosa ciudad
cantada por Ezequiel. En el intervalo, Biblos se había convertido en una
ciudad de segunda fila, pero en la recesión general de la economía, Fenicia
seguirá siendo un «sector protegido».
No obstante, estos cananeos mimados por la suerte sólo disponen de un
territorio limitado. Al sur, los filisteos les han ocupado el litoral meridional,
sin poder hacerles competencia, porque este pueblo de campesinos y herreros
instalará en general sus ciudades tierra adentro. Al norte, los siriohititas y los
arameos les impiden el acceso al litoral de Siria septentrional, a la
desembocadura decisiva del Orontes. La influencia fenicia no dejará por ello
de irradiar en esta zona, en Al-Mina, por ejemplo, y más al norte, en
Karatepe, donde se hablaba fenicio. Hacia el este, los hebreos han ocupado el
interior de Canaán, pero las ciudades del mar no se preocupan demasiado por
estas tierras mediocres, generalmente en manos de poblaciones pobres y
seminómadas. Cuando Salomón ofrece a Hiram, rey de Tiro, a cambio de sus
leales servicios, algunas ciudades de Galilea, el rey va a visitarlas y, después
de verlas, las rechaza. Prefiere pedirle a Salomón un suministro anual de trigo
y de aceite.
Tenemos pues un país minúsculo, independiente, condenado por la
montaña cercana, sus vecinos y sus propias costumbres a contentarse con un
territorio escaso, casi irreal, algunos campos de trigo, vergeles
maravillosamente cuidados, bosques, algunos pastos. Las ciudades demasiado
pobladas deben comprar en el extranjero los víveres que les faltan, compensar
su desequilibrio.
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constructores de barcos. Estos expertos a veces se alquilan a países
extranjeros, como los ingenieros de nuestro siglo industrial.
Las «industrias» fenicias son excelentes en todo. Sus tejidos de lana son
famosos. No menos sus tintes, extraídos de una concha, murex trunadus o
murex brandaris, cuyos matices iban del rosa púrpura al violeta. No obstante,
esta industria esencial se instalaba lejos de las ciudades, pues había que dejar
la carne de los moluscos descomponerse durante mucho tiempo al aire libre,
en un pudridero de olores abominables. Montones enormes de conchas de
murex señalan los numerosos talleres de tintoreros, tanto en territorio fenicio
como en las colonias occidentales. Industrioso entre todos, el arte del tejedor
producía también alfombras preciosas, de acuerdo con una técnica que sigue
siendo la de la tapicería de Gobelinos, y unas telas multicolores de las que
Homero habló a menudo. Son los famosos trajes abigarrados que llevan los
«asiáticos», pisoteados por Tutankamón victorioso, en un cofre de madera
pintada, o los prisioneros de Ramsés III, en las tejas esmaltadas del templo de
Medinet Habu.
Los fenicios desarrollan ampliamente otros artes tradicionales pensando
en la exportación. En Nemrod (Asiría), en Samaría, en Khorsabad, en Arslan
Tash, pero también en Samos, en Grecia, en Etruria, se han encontrado
numerosas placas de marfil esculpidas, caladas, incrustadas de oro y piedras
coloreadas, que datan en general de los siglos IX al VII. Se cree, desde los
trabajos de R. D. Barnett, que la mayor parte de estos marfiles proceden de
los talleres fenicios de Hamat, en el Orontes; quizá una parte de centros sirios
más al norte; algunas de un arte local asirio, o incluso iraní (Ziwiye), pero
inspirado por artesanos fenicios importados de grado o por fuerza[44]. El estilo
se deriva directamente del «estilo internacional» de la edad del Bronce, con
asociaciones heterogéneas de influencia egipcia, mesopotámica, siria, hitita,
asiria…
Misma continuidad de la inspiración en lo que se refiere a las copas de
plata o de oro encontradas en Asiria, en Chipre, en Grecia, en Creta o en
Italia, en las inagotables tumbas etruscas: fechadas en el siglo VII por el
contexto arqueológico, se podrían confundir fácilmente con las del segundo
milenio: misma técnica de repujado, mismos motivos heteróclitos tomados de
todas las imaginerías de los pueblos de Oriente. Se trata de una especialidad
fenicia: Homero siempre habla de las «cráteras de Sidón» cuando se ofrece
uno de estos preciosos objetos a Menelao o se entrega como premio en los
juegos funerarios que siguen a la muerte de Patroclo.
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Existe no obstante una novedad en la producción fenicia: el vidrio, las
innumerables perlas barrocas, amuletos, colgantes y elementos de collares,
frascos de perfume, pequeños vasos policromos vendidos por millares en todo
el Mediterráneo. No se trata de ningún invento técnico fenicio en este caso: la
fabricación del vidrio —que en su origen no es más que esmalte de azulejo
empleado sin soporte, es decir, vidrio opaco— se había desarrollado al mismo
tiempo e independientemente en Egipto y en Mesopotamia, desde antes del
segundo milenio. Las técnicas eran muy similares, aunque diferían las
materias primas y los productos colorantes. El soplado se ignora, y se
ignorará hasta los tiempos grecorromanos, el moldeo se utiliza
ocasionalmente, o incluso el vaciado de una masa compacta de vidrio. En
general, un núcleo de arena arcillosa, compactado en una forma de tejido fino
y sujeto a una varilla de cobre, se sumerge en cristal en fusión. Se recubre así
con una capa de esmalte. En esta capa todavía blanda se insertan bastoncillos
de vidrio coloreado (los encantadores decorados lineales o festoneados de
tantos vasos egipcios o fenicios), se alisa, en general haciendo rodar el objeto
sobre una tabla, se le fijan asas o adornos. Una vez frío, basta con retirar el
núcleo de arena y su envoltura.
Fenicios y chipriotas imitaron los cristales de Egipto, pero a partir del
siglo VII, las ciudades fenicias, más tarde púnicas, lo convirtieron en una
verdadera industria, desarrollando entre otras cosas el cristal transparente (que
apareció tardíamente en Egipto, a partir de Tutankamón).
Por el contrario —y es algo que nos habla de astutos mercaderes— los
fenicios no trataron de rivalizar con los egipcios cuando se trataba de una
especie de baratija industrial que fabricaban: el azulejo. Se contentaron con
revender, junto a sus propias baratijas, los innumerables amuletos (diosas-
gatas o cocodrilos, dioses Bes y ojo wadjet) y los escarabeos que Egipto
exportaba desde hacía tiempo al Egeo y que encontramos en abundancia en
las primeras tumbas de Cartago[45].
También dejaron a Chipre (donde se instalaron desde al menos el siglo X)
la especialidad de sus extraordinarias cerámicas pintadas, herencia de
Micenas transformada por una poesía oriental de lo fantástico. Al contrario de
los etruscos, tampoco imitarán la cerámica de los griegos, pero la venderán
por todo el Mediterráneo. Por su parte, permanecen fieles a la alfarería pulida,
lisa, de un hermoso rojo aterciopelado, que corresponde a la costa libanesa.
Las ciudades israelitas la imitarán en el siglo X: por ejemplo en las elegantes
jarras y copas carmesíes llamadas «alfarería de Samaría». La forma fenicia
más corriente —la jarra piriforme que encontramos tanto en Cartago como en
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Fenicia— se copia en otros materiales: vidrio, bronce, plata, incluso marfil.
Sin embargo, los fenicios nunca incorporarán el arte de la alfarería pintada.
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los cartagineses, está claramente demostrada en todas las islas que la jalonan.
Los fenicios tienen además la reputación justificada de ser unos pilotos
excepcionales: «Tus sabios, oh Tiro, estaban a bordo como marineros… En
alta mar [el subrayado es nuestro] fuiste dirigida por tus remeros» (Ezequiel,
27)[46]. Según Estrabón y Arato, los fenicios enseñaron a los griegos la forma
de reconocer con seguridad el norte gracias a la Osa Menor (en lugar del
Carro y de la Osa Mayor). Viajaban incluso de noche, sin ceñirse demasiado a
la costa, muy por delante de todos los marinos de su tiempo, que sólo se
atrevían a hacerlo de día. Además, habían levantado mapas marinos, medido
distancias y vientos y el informe detallado del viaje de Hanón a la costa del
África Negra fue exhibido públicamente en un templo[47].
Entre las dos rutas, la del norte y la del sur, en su parte oriental, es
probable (si juzgamos por el comportamiento de los turcos en el siglo XVI d.
C., en una época en la que eran los amos de ambas rutas) que la del norte sea
más segura para los veleros o los barcos de remos. La tierra los protege de los
vientos del cuadrante norte. Sin embargo, la ruta del sur es también
practicable, en el sector occidental del mar, y a menudo es preferible a la ruta
norte. Efectivamente, aborda amplios espacios vacíos entre Italia y España y
los focenses, y después los marselleses, sólo pudieron vencer estas
dificultades reales con buques de gran tonelaje. En cuanto a la ruta central, es
la de las velocidades (relativas) de alta mar, de la libertad: los barcos de una
isla a otra se pierden en las soledades protectoras del mar. ¿Quién los podría
encontrar? La obstinación de los fenicios, y después de los cartagineses, por
controlar las islas, de Chipre a las Baleares, por conservar la insustituible
Sicilia, por controlar el «puente Sicilia-Baleares» no deja de tener razones
profundas. En cuanto Roma se apodere de Sicilia, la potencia marítima de
Cartago pertenecerá al pasado.
La prosperidad fenicia descansa pues en navegaciones de altura. Un
pasaje de la Biblia, si se interpreta como pensamos, indica que un barco
equipado por el rey Salomón y unido a la flota fenicia, irá y volverá de la
lejana España, de Tartessos, en tres años. ¡Es más o menos el tiempo que se
tarda en ir y venir entre Sevilla y la primera América española!
Para la expedición de Tartessos, como para la de América, tendrán que
existir ciudades dotadas de un rico capital, capaces de sobrevivir a la larga
espera, y beneficios acordes con estos enormes tiempos muertos. En uno y
otro caso, el milagro puede apuntarse en la cuenta del metal blanco (más el
estaño del norte que llega hasta Andalucía). ¡La circulación de la plata de
España debió ser activa, ya que en Egipto, el precio de la plata, que era de 1 a
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2 con respecto al del oro, pasará finalmente a un tipo de 1 a 13! Tuvo que
haber una plétora de plata en el mercado egipcio, como en la Europa del siglo
XVI d. C., anegada por el metal blanco de América. Desde España, al parecer
la «conquista» minera se trasladó a Cerdeña[48], también precozmente
colonizada, donde las minas de plata se explotaron las primeras. Sin embargo,
las minas de cobre de la región de Barbagia no se empezaron a explotar hasta
el siglo VIII y su producto se utilizó principalmente sobre el terreno. Diodoro
de Sicilia no duda en atribuir el poder de los fenicios al comercio de plata que
extraían tanto de Cerdeña como de España.
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Cartago. El sistema no se derrumbará hasta el siglo VII, por dos o tres grupos
de razones.
En primer lugar, los fenicios ya no encuentran el vacío[49] mediterráneo de
los primeros triunfos, sino la competencia de los etruscos (además) y después
de los griegos. En segundo lugar, Fenicia está sometida a la violencia de los
asirios (ocupan Chipre en 709). Arados, Biblos, Sidón y Tiro resisten durante
mucho tiempo, pero todo se dramatiza con la ocupación de Egipto por los
asirios (671). A partir de ese momento, los «reyes» de las ciudades fenicias,
obligados a transigir, se someten, intrigan, se rebelan inútilmente. «Yakimlu,
rey de Arados, que está en medio del mar [efectivamente, Arados ocupa una
isla], que no se había sometido a los reyes mis antepasados —dice un texto de
Asurbanipal— cayó bajo mi yugo. Él mismo me trajo a Nínive a su hija, con
una rica dote, para que me sirviera de concubina, y me besó los pies»;
también pagó un tributo «de lana teñida de púrpura y violeta, peces, pájaros».
El «Baal de Tiro» también tuvo que entregar a una de sus hijas, e incluso a su
hijo, que Asurbanipal le devuelve. En 574, cuando el imperio asirio ha caído
desde hace cuarenta años y todo el mundo debería respirar tranquilo, Tiro cae
en manos del babilonio Nabucodonosor.
Estas guerras, los disturbios que aparecen en las ciudades en las que los
sufetes sustituyen a los reyes, las interrupciones del tráfico comercial, no
borran de un día para otro a Fenicia y sus barcos del mapa, pero obligan a
Cartago a asumir la mayoría de edad. Además, para ser libre, no necesitaba
romper los vínculos de sumisión colonial, en el sentido moderno de la
palabra. Lo único que la unía a la metrópoli era la fidelidad al culto de
Melkart de Tiro y las relaciones entre grupos de negocios. Estos vínculos se
aflojaron por sí mismos, sin que la ciudad o la aristocracia mercantil que la
gobierna tuviera que buscar su independencia. El centro de la vida fenicia
pasa a Cartago, mejor situada que Tiro, la unión casi exacta entre los dos
Mediterráneos y, además, protegida de la presencia extranjera. La civilización
fenicia continuó allí, similar y diferente al mismo tiempo, como más tarde la
civilización europea en América.
Esta separación se acentuó con la distancia, las lógicas diferencias en la
vida cultural, y no menos el origen mestizo de la ciudad. Pierre Cintas llegará
a decir que Cartago fue fundada tanto por los pueblos «venidos del mar» y de
diferentes orígenes como por los propios fenicios. Quizá sea dar demasiada
importancia al testimonio de los dos cementerios primitivos de Cartago (siglo
VII) reservados, el de Dermech, al noroeste de la aglomeración, a los
inhumadores (fenicios), el otro en la colina de Juno a los incineradores
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(¿griegos?). Pierre Cintas concluye que en el momento de las construcciones
coloniales duraderas hubo una mezcla de emigrantes que se dirigían al oeste.
Son datos desgraciadamente poco seguros. De todas formas, los fenicios
representan a la mayor parte del poblamiento: dieron el tono, impusieron su
idioma.
En cualquier caso, Cartago, ciudad nueva, que crece «a la americana» no
deja de ser un lugar privilegiado de mestizaje. También es «americana» por su
civilización concreta, prosaica, perentoria, que prefiere la solidez al
refinamiento. Poderosa, atrajo hacia ella marinos, artesanos, mercenarios de
todos los confines. Acogedora para todas las corrientes culturales, fue
cosmopolita por la naturaleza de las cosas. Durante siete siglos, marcó
considerablemente el África mediterránea, pero por todas las rutas las sangres
de África llegaron hasta ella, mezclándose con su sustancia. Colonizadora,
también fue colonizada para su desgracia. Porque, finalmente, será la traición
de los númidas y de sus jinetes, lo que rompa el espinazo de Cartago en el
campo de Zama (202). ¡Pero no nos anticipemos!
Lo que más diferencia a Cartago de Fenicia es que está atrapada por unas
tierras compactas a sus espaldas que no podrá ignorar.
Sin duda, Cartago vivió en el mar y del mar, con tanta osadía como los
tirios. Éstos, desde el mar Rojo, probablemente hacia el año 600, realizaron el
periplo de África, a las órdenes del faraón Neco. También barcos
cartagineses, en busca de las fuentes del estaño, hacia el 450, dirigidos por
Himilcón, siguieron hacia el norte las costas atlánticas de Europa hasta las
islas Británicas (las islas Casitérides). Un cuarto de siglo más tarde, Hanón
reconocía, hacia el sur esta vez, en busca del polvo de oro, las costas
atlánticas de África hasta los actuales Camerún y Gabón.
La ciudad nueva habría podido, a la fenicia, dar la espalda al continente
pobre que tenía tras ella, si la costa norteafricana no hubiera sido la ruta
misma de sus tráficos, con sus escalas obligadas. De estas escalas nacieron
aldeas, luego ciudades bastante importantes (por ejemplo, en la costa argelina
actual Collo, Jijel, Argel, Cherchell, Guraya, Tenes…) que poco a poco se
volverán hacia el interior, buscando una vida mejor. Finalmente, la coyuntura
desfavorable del siglo V obligará a la propia Cartago a replegarse hacia el
África Menor y a organizar, en las llanuras que la rodean, una agricultura
eficaz de la que volveremos a hablar.
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Hubo por lo tanto como una simbiosis creciente con la vida indígena. Esta
África del Norte, apenas salida de la edad de Piedra al llegar los fenicios, lo
recibirá casi todo de sus amos: árboles frutales (olivo, vid, higuera, almendro,
granado, cuyos frutos se exportaban hacia Italia), procedimientos agrícolas,
de vinificación y muchas técnicas artesanales. Cartago fue su educadora y la
impregnación fue profunda. En tiempos de San Agustín, cuando se
desmorona el Imperio Romano —es decir, siglos y siglos más tarde— los
campesinos africanos, sus conciudadanos siguen hablando púnico y se
consideran cananeos: «Unde interrogati rustid nostri quid sint, punice
respondentes: Chanani…». E. F. Gautier, historiador genial, actualmente
poco conocido, o más bien incomprendido, sostenía que esta impregnación
púnica, esta «orientalización» había impuesto, al doble continente de África
del Norte y de España, una marca indeleble. Cuando lleguen las invasiones
árabes en los siglos VII y VIII de nuestra era, estas antiguas complicidades
jugarán en su favor. Los especialistas protestaron por esta perspectiva
atrevida, pues no podía invocarse ninguna prueba en el tiempo corto de los
hechos. Es evidente, pero la historia de las civilizaciones está cargada de
acontecimientos de espoleta increíblemente retardada: en nuestro planeta a
veces nos llega la luz de estrellas lejanas que ya desaparecieron.
La explicación es más seductora si tenemos en cuenta que Cartago,
auténtico fragmento de Oriente, no sufre la contaminación indoeuropea. Su
posición la preserva de cualquier invasión procedente del norte. Si hubo
circulación de hombres y bienes culturales, fue de este a oeste, por mar o, a
partir de las orillas del Nilo, por las pistas saharianas. Es bastante lógico que
los cartagineses se alcen ante nosotros vestidos a la oriental: túnica larga de
amplias mangas, largo abrigo de viaje, casquete sobre la cabeza. E. F Gautier
los considera prototipo del fez, de la gandura e incluso de la chilaba actuales.
La mano derecha de las estelas púnicas, abierta en gesto de bendición (otro
préstamo oriental) ¿no es acaso la «mano de Fatma», amuleto popular, signo
que se suele dibujar en la puerta de las casas actualmente en África del Norte?
La mayor parte de las realidades cotidianas de la Cartago antigua tiene así el
aroma tenaz de la vida actual en estas mismas tierras. En Smirat, las
excavaciones en las tumbas púnicas, rústicas y pobres (1941), revelan un
marco idéntico al de la vida campesina actual: «Una cámara, algunas vasijas
con provisiones, un ánfora para el agua y una estera para dormir» (G. y C.
Picard).
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Situada en la articulación de los dos Mediterráneos, el occidental y el
oriental, Cartago sacó partido sin problemas al enorme desnivel económico y
cultural que los separa. Occidente es bárbaro, subdesarrollado; Cartago
encuentra de todo a buen precio, incluidos los metales: estaño de las
Casitérides y del noroeste español; plomo, cobre y sobre todo plata de
Andalucía y Cerdeña; oro en polvo del África Negra, el oro que las caravanas
(de caballos, todavía no de dromedarios) conducen hasta el África Menor;
esclavos, allá donde los pueden atrapar, incluso en alta mar.
Estas transacciones se realizan mediante trueque. El mercader cartaginés
aporta a Occidente sus productos manufacturados y los de otros, o especias o
drogas llegadas de las Indias por el mar Rojo, a cambio de los lingotes de
plata revendidos en Oriente. Esto explica que la moneda en su sentido propio
aparezca tarde en Cartago, no antes del siglo V en la Sicilia púnica, solamente
en el IV en Cartago misma, y para pagar a los mercenarios. ¿Hay que
extrañarse por ello, como Sabatino Moscati (1966)? No, pues no puede
tratarse de mera ignorancia. Sidón y Tiro tenían su moneda. Una sola
explicación parece posible: Cartago no tenía necesidad de ella. Es lo que
ocurrirá, mutatis mutandis, con China: por muy inventiva que fuera en este
terreno (conoció muy pronto el artificio de la moneda, incluso el del papel
moneda), fue muy lenta en utilizarla. También tenía a su alrededor, igual que
Cartago, en Japón, en Indochina, en Insulindia, economías balbuceantes,
fáciles de dominar y que vivían del trueque.
Esto no quiere decir que, frente a economías competidoras la ausencia de
moneda no haya acabado siendo una debilidad. Si, desde el siglo V, la
«escalada» económica de los griegos es evidente, incluso para Cartago,
cautivada por las baratijas de sus competidores, su superioridad monetaria es
una de las explicaciones posibles, por no decir la única o la mejor. Su retraso
monetario privó con seguridad a Cartago de los beneficios de la banca y del
crédito, que son muy tempranos en las ciudades griegas. Como la riquísima
Persia (que no obstante hacía circular daricos), Cartago inmovilizó, sin
hacerlos trabajar, volúmenes importantes de metales preciosos, oro, plata e
incluso bronce.
Cuando algunos autores se extrañan con razón del escaso desarrollo de la
metalurgia cartaginesa, cuando la ciudad controla tantas minas, quizá es algo
que se pueda explicar por la inferioridad de la mano de obra cartaginesa.
Hubiera bastado con quererlo. Y Cartago, atrapada en el prodigioso vaivén de
su navegación eligió, también en este caso, las soluciones que aportaban la
rutina y las facilidades de la vida mercantil. En las competencias de la
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historia, los primeros ganadores se convierten algún día en antiguos
ganadores, y pronto en perdedores si se obstinan en sus hábitos. La invasión
de la ciudad en el siglo V con mercancías griegas me parece corresponder a la
regla ordinaria del juego cartaginés, más que a una superioridad comercial
decisiva de Grecia. Desde finales del siglo VII, Cartago importaba cerámicas
corintias, vasos de bucchero etruscos y cantidad de objetos egipcios. Es
porque en Corinto, en Etruria y en Egipto, el comercio púnico era de los más
activos. Venecia, por ejemplo, importará y reexportará sin problemas, en el
siglo XV de nuestra era, los productos manufacturados de Alemania del sur.
Los holandeses, arrieros de los mares, no actuarán de forma diferente en el
siglo XVII, comprando aquí, vendiendo allá, practicando por otra parte, en
Insulindia, siempre que era posible, un trueque primitivo. Los cartagineses
también fueron transportistas, intermediarios que compran con una mano y
venden con la otra.
¿Supone una debilidad irremediable del intermediario? No, ya que
Cartago sabe defender sus posiciones principales, en particular su
«monopolio» minero en España (la mayor parte de la Península útil estará
prohibida por Cartago a los etruscos, a los griegos y después a los romanos).
Sabe defender también sus escalas marítimas esenciales, sus industrias del
lujo (sus tejidos, tan famosos como los de Fenicia, sus marfiles, sus muebles)
y sus tráficos más ordinarios, en particular el comercio mayorista de trigo y
una poderosa industria de salazón de pescado. Sabe organizar pesquerías y
salinas, aquí y allá, y en particular frente al océano de abundante pesca, en
Cádiz, en toda una serie de pequeños puertos de la costa atlántica
hispanoportuguesa. Las industrias romanas de la salazón, al instalarse
después, se limitan a recoger una herencia.
Esta potencia cartaginesa no se contradice, en realidad, con que la vida y
el arte de la gran ciudad no hayan sabido protegerse de la inmensa
contaminación cultural que heleniza más o menos todo el Mediterráneo, el
oriental y el occidental. Es una tradición fenicia adoptar siempre el estilo
dominante (antaño el egipcio). La influencia de las formas helénicas se
reconoce tanto en la costa de Fenicia como en Cartago, en las estelas
funerarias y la arquitectura en particular, y todas las colonias cartaginesas
siguen el mismo camino, en Sicilia, en Cerdeña, en la costa africana, en
España. El impacto griego sobre la escultura hispanocartaginesa, por ejemplo,
en el siglo IV, e incluso a finales del V, es representativo de la diferencia que
hay que hacer entre la influencia cultural y la influencia económica de los
griegos en el mundo púnico. Cartago importó sin dudarlo el urbanismo
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griego, la casa griega con el patio central, los vasos adornados, el cemento y
el cemento hidráulico, los sarcófagos, los dioses, por supuesto (Deméter y
Core, hacia el 396), pero también las ideas pitagóricas y algunos de sus
defensores… El ejemplo de Alejandro Magno inspirará a Amílcar, el padre de
Aníbal, cuando emprende la conquista de España. El propio Aníbal estaba
impregnado de cultura griega, e incluso la utilización de los elefantes
cubiertos de tejidos abigarrados, terror del soldado romano, es un préstamo
tomado del mundo helenístico.
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Este largo siglo de repliegue que la fortalece permite a Cartago
aprovechar el desfallecimiento de Atenas, tras su expedición contra Siracusa
(415-409). Lanza inmediatamente una guerra feroz contra los griegos de
Sicilia, maltratando sus ciudades, apoderándose de sus habitantes, creando un
artesanado de esclavos que transforma la economía misma de la ciudad. La
alerta de las conquistas de Alejandro (334-323) le traen nuevos años de terror:
puede temer por su vida misma.
La dislocación casi inmediata del imperio demasiado grande le devuelve
su tranquilidad, porque tiene menos que temer de los imperios divididos de
Oriente: la distancia la protege en parte. Además, ¿puede sobrevivir Oriente
sin Occidente? Ptolomeo, que tras la caída de Alejandro se apodera del
Mediterráneo oriental (y de Fenicia), que adopta el sistema fenicio de
medidas, devuelve pronto a Cartago todos sus privilegios.
Y la amenaza se acaba precisando muy cerca, en Roma, haciéndose
realidad en el año 146 a. C. ¡Horrible final! ¿Quién en su corazón —y hasta
los historiadores más imparciales tienen un corazón— no ha sufrido con el
Delenda est Carthago del viejo Catón, y con la despiadada destrucción
ordenada por Escipión Emiliano? Una voz muy original quedó condenada al
silencio.
Ver la ciudad
La muerte de Cartago no fue una muerte ordinaria. Hasta tal punto, que la
arqueología no nos permite reconstruir gran cosa de la vida o de la sociedad
cartaginesa. Tenemos un conocimiento de ellas indirecto, formado por
fragmentos dispersos.
Una curiosidad de Aristóteles nos da el esquema de la Constitución
púnica. Antiguamente dominada por los reyes, Cartago adopta un sistema de
gobierno aristocrático. Las grandes familias aportan los dos sufetes anuales,
elegidos por sufragio popular (son los jueces en sentido etimológico de la
palabra), así como los miembros del Senado y de las comisiones encargadas
del gobierno efectivo: es como una Venecia avant la lettre, con un consejo de
los ciento cuatro tan temido como lo será el Consejo de los Diez. ¡Cuántos
generales crucificados por orden suya!
Es difícil imaginar la ciudad misma, sobre la colina de Byrsa, (la actual
colina de San Luis, más la colina de Juno y la meseta del Odeón), con sus
templos, el tofet, sus calles estrechas y sus casas altas de varios pisos, como
casi todas las ciudades fenicias (Apiano habla de edificios de seis pisos entre
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el foro y la acrópolis de Byrsa), sus cisternas y la fuente, llamada de las Mil
Ánforas, cuyas bellas bóvedas, a pesar de los importantes trabajos romanos
posteriores, son el único resto de arquitectura auténtica de Cartago. No
obstante, excavaciones recientes han descubierto, a tres o cuatro metros por
debajo de la ciudad romana (construida sobre las ruinas de Cartago), un barrio
de la ciudad púnica de época helenística. Sirve para demostrar que Cartago
tuvo calles rectas, no demasiado estrechas, comunicadas por escaleras, más un
sistema de alcantarillado similar a los de las ciudades sicilianas. Las casas son
simples bloques monótonos de algunas habitaciones.
En la playa de Salammbo, tenemos los dos puertos, el rectangular para los
buques mercantes y, comunicado con él, el circular, en el que los barcos de
guerra se ponen frecuentemente en dique seco, bajo las bóvedas del Arsenal.
Una isla en el centro del puerto militar es la sede del almirante comandante de
la flota.
Enormes murallas, duplicadas o triplicadas del lado de tierra firme, rodean
la ciudad, su fortaleza, sobre la colina de Byrsa, sus barrios populosos
agrupados alrededor del puerto. A mitad de camino entre el puerto y Byrsa,
una plaza pública evoca un ágora. Hacia el norte, el barrio de Megara
desgrana sus jardines, vergeles, villas aristocráticas. De lo alto de la colina, la
vista abarca al norte la laguna salada de la Sebkha er Riana, y al sur el lago de
Túnez. La población es enorme, quizá cien mil personas. Junto al puñado de
ricos que gobiernan, se amontona un pueblo de artesanos, obreros, esclavos,
marinos, mercenarios a veces, es decir, una multitud en el disparadero.
Cartago sufrió con frecuencia disturbios internos.
Alrededor de la ciudad, los admirables cultivos. Entre los ricos, existe
evidentemente un amor por la tierra bien cultivada, los bellos jardines, los
árboles injertados, los animales seleccionados. Un agrónomo cartaginés,
Magón, del que nos han llegado indirectamente algunos pasajes, nos da mil
recetas sobre la forma de plantar la vid para preservarla de la sequía excesiva,
sobre la fabricación de vinos exquisitos, el cultivo del almendro, la
conservación de granadas en arcilla para la exportación, sobre las cualidades
que precisa una raza de bueyes, etc. Añade, a la intención del propietario
rural, un consejo bastante significativo: «Quien compra una tierra debe vender
su casa, pues podría preferir su residencia urbana a la del campo». Podemos
deducir que el cartaginés del siglo III, como el toscano de los siglos XV y XVI
(después de Cristo) se había lanzado a la compra de terrenos.
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Las largas y prolijas excavaciones en el emplazamiento de Cartago sólo
encontraron por millares una cosa: los muertos, incinerados o inhumados, y
los objetos que los acompañan en sus tumbas. Centenares, millares de cipos y
estelas funerarias enumeran de forma monótona los nombres de los dioses ¡y
en función de la mayor o menor frecuencia de aparición, se ha podido
proceder a una especie de ponderación matemática de las divinidades más
veneradas en Cartago!
No es demasiado para llegar al centro de una religión cuyo carácter
extraño horripiló a los romanos (el horror no era fingido) y de la que no
conocemos ni la mitología, ni la teología, ni la estructura, ni la «visión del
mundo». Si estuviéramos perfectamente informados sobre la religión fenicia,
de la que se deriva la cartaginesa, quizá podríamos organizar los escasos
detalles que conocemos. Desgraciadamente no es así, a pesar de la luz
inesperada que aportan algunos textos de Ugarit, escritos en cananeo, o la
tradición bíblica.
Cada ciudad fenicia tuvo sus dioses particulares, algunos de los cuales se
encuentran además en otras ciudades. Es difícil particularizar sus nombres. El,
Baal, Adonis, Melkart, son casi nombres comunes: El quiere decir Dios, Baal
y Adonis, señor, Melkart, rey de la ciudad. ¡Así pues, Melkart, «rey de Tiro»
puede recibir el nombre de Baal Melkart! Los dioses flotan en nombres
indecisos que no corresponden a una función divina fácil de individualizar.
Generalmente, el panteón fenicio está dominado por una tríada que, con
nombres que varían de una ciudad a otra, incluye un rey de los dioses, una
diosa madre de la fecundidad y un dios joven que debe nacer, morir y renacer
cada año, como la vegetación con el paso de las estaciones. En Sidón, la
trinidad está formada por Baal, Astarté y Eshmun (que los griegos asimilaron
a Asclepios, el Esculapio de los latinos); en Biblos, El, Baalat (es el femenino
de Baal) y Adonis, cuyo mito es conocido, pues pasó después a la tradición
griega. Adonis es también el nombre del río que baja del Líbano, que pasa
cerca de la ciudad y cuyo nacimiento en la montaña está señalado con un
santuario. Cada año, con los vientos cargados de polvo que llegan hasta él,
sus aguas enrojecen bruscamente, como si fuera sangre humana. Es la
ocasión, en Biblos, de llevar luto por Adonis… En Tiro, al parecer, las
funciones del joven dios inmolado y renacido también corresponden a
Melkart, el «baal» de la ciudad. Por ejemplo, se celebra en su honor una fiesta
de la resurrección.
Cada ciudad adaptará probablemente a sus dioses locales los mitos que
explican el mundo, su creación, el destino del hombre. En los textos de
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Ugarit, por ejemplo, Mot aparece como la muerte, el espantoso calor del
verano homicida y el grano que madura. Mot debe morir cada año para que
vivan la naturaleza y los hombres. Otras funciones crean, evidentemente,
otros dioses: Baal Lebanon es el dios del Líbano; Baal Shamen el señor del
cielo; Reshef el dios del fuego y del rayo; Dagan el anciano rey del trigo;
Chusor, el dios inventor del hierro.
Esta religión hunde sus raíces en el antiquísimo universo de la
imaginación semita, apegada a la tierra, a las montañas y a las aguas; sus ritos
crueles y sencillos son los que antiguamente celebraban al aire libre un pueblo
de nómadas. Las maderas sagradas, las eminencias cercanas a las ciudades se
consideran santuarios. Por supuesto, hay templos cubiertos. El altar es
sencillo: pocas o ninguna imagen antropomórfica; un pilar, una columna, un
berilo pueden representar a la divinidad. El «sevillano» Silio Itálico nos
describe un servicio religioso al antiguo estilo fenicio que se celebraba en
Gadir en la época romana: sacerdotes descalzos, con la cabeza afeitada,
vestidos de lino en un santuario desnudo, sin ninguna imagen de culto, en el
que ardía un fuego perpetuo.
La vida religiosa en Cartago, en sus orígenes, sigue más o menos el
modelo tirio. El dios dominante es Baal Hamon; la diosa madre, hermana de
Astarté o de la Ishtar mesopotámica, pronto será Tanit, cuyo nombre,
desconocido en otros lugares (o casi) plantea un problema insoluble; el dios
joven, dios del disco solar o de la vegetación es Melkart, el dios tirio, o
Eshmun, el dios sanador, que se confunde con Apolo y Asclepios al mismo
tiempo, como Melkart se confundirá más adelante con Heracles. La
competencia entre los dos cultos no acaba con la exclusión de ninguno de
ellos. Melkart será por excelencia el dios de la gran familia de los Bárquidas,
en la que los nombres frecuentes de Bomílcar y Amílcar están calcados sobre
el del dios. El templo de Eshmun, el más bello de Cartago, sobre la acrópolis
de Byrsa, será, en el año 146, el último bastión de los defensores.
Además de los dioses dominantes, encontramos decenas de dioses
fenicios, egipcios o griegos. El panteón cartaginés parece tan abierto como
será después el de los etruscos, que ya es decir mucho. Más tarde, cuando
vengan las desgracias y las asimilaciones, no habrá dificultad alguna en
transformar Baal Hamon en Cronos o Saturno, Tanit en Hera o Juno.
La gran particularidad de la religión cartaginesa es el crecimiento
imparable del culto a Tanit, que puede asimilarse a una revolución espiritual.
A partir del siglo V, la diosa lo domina todo, aparta al antiguo dios Baal
Hamon. Cartago vive «bajo el signo de Tanit», que tampoco encontramos
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fuera de Occidente[50]: un triángulo coronado por un disco y, entre ambos,
una línea horizontal. El conjunto hace pensar en una silueta humana, sobre
todo cuando la línea horizontal se levanta en ambos extremos, como dos
brazos levantados. Otros símbolos asociados a Tanit vienen de Oriente, en
particular la «botella» y la mano abierta, el creciente lunar que se une al disco
solar, que podría representar a Baal. Son alusiones a mitos que para nosotros
siguen siendo enigmáticos.
Más que estos enigmas, el problema es el peso obsesivo de la religión
cartaginesa, una religión dinámica, llegada de las profundidades del pasado
prehistórico, terrible, dominadora. Los sacrificios humanos —acusación a
menudo repetida por los latinos— son demasiado reales: el tofet de Salammbo
nos mostró miles de vasijas con huesos calcinados de niños. Cuando quería
conjurar el peligro, Cartago inmolaba a los dioses a los hijos de sus
ciudadanos más distinguidos. Así fue cuando Agatocles, al servicio de
Siracusa, llevó la guerra hasta el territorio mismo de Cartago. Como algunos
ciudadanos ilustres cometieron el sacrilegio de sustituir uno de sus hijos por
niños comprados para la ocasión, se decidió un sacrificio expiatorio de
doscientos niños. El celo religioso aumentó la cifra hasta trescientos…
También se inmolaba a los prisioneros de guerra, a veces por miles.
¿La sangre de estas víctimas mancha el nombre de Cartago? En realidad,
todas las religiones primitivas conocieron prácticas de este tipo. Cartago
sigue, en este punto, a los cananeos de Biblos o a los semitas de Israel:
¿Abraham no se disponía a inmolar a su hijo Isaac? Lo más extraño es que en
Cartago la vida económica mira hacia el futuro, mientras que la vida religiosa
lleva siglos y siglos de retraso, y tampoco sus «revoluciones» —la del culto
de Tanit en el siglo V— la liberan de esta piedad inhumana y terrorífica. El
contraste con la apertura griega, que acompasa al hombre con el mundo
exterior, es patente. Aquí, una vida de negocios intensa, de espíritu
«capitalista» incluso —lo dice sin dudarlo un historiador—, coexiste con una
mentalidad religiosa retrógrada. ¿Qué hubiera pensado Max Weber?[51].
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Un idioma por descubrir
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El origen de los etruscos
¿De dónde vienen los etruscos? ¿Cuándo llegan a Italia? Son preguntas,
de lugar y de tiempo, cuya respuesta nos es desconocida. En esta situación,
cada historiador, acicateado por la intriga, se convierte en abogado, o incluso
en detective. Lo más sensato seria mantenerse al margen de enfrentamientos
sin salida, pero la sensatez no es nada divertida.
Hay tres o cuatro hechos indiscutibles:
1) el idioma etrusco, la religión etrusca, los rasgos de la vida social
etrusca, nos remiten machaconamente a Oriente;
2) la civilización brillante de los etruscos no se puede detectar, de acuerdo
con el mobiliario de las tumbas, que nunca miente, antes de comienzos del
siglo VII;
3) ahora bien, como los griegos se instalaron en la bahía de Nápoles a
partir del 750, es difícil de imaginar que hayan precedido a unos etruscos
llegados por mar y del sur, porque entonces, los griegos los habrían
interceptado probablemente;
4) disponemos de dos límites cronológicos para fijar la llegada de los
etruscos: uno, remoto, muy remoto, incluso, hacia el siglo XII; el otro, tardío,
muy tardío, hacia el siglo VI.[52]
Lo más preocupante en la exposición de las tesis existentes es que, dado
que la discusión comenzó hace demasiado tiempo, los combatientes ya no
tienen ganas de romper lanzas y las dos tesis esenciales —la oriental y la tesis
llamada autóctona— se esfuerzan por unirse, aunque si lo consiguen, no por
ello se habrá resuelto en lo más mínimo el oscuro problema.
Actualmente, nadie duda seriamente del origen oriental de los etruscos,
que ya afirmaban los antiguos, salvo Diodoro de Sicilia. En 1886, en
Kaminia, en la isla de Lemnos, al sur de los Dardanelos, se descubrieron dos
inscripciones funerarias del siglo VI, redactadas en un idioma no griego (los
atenienses no conquistarán la isla hasta 510) presentan, según Raymond
Bloch, «desinencias y formaciones de palabras, términos incluso» que
corresponden a los de los textos toscanos. Si no es etrusco, dice Jacques
Heurgon, «al menos, de todo lo que hemos leído fuera de Italia, es lo que
ofrece más semejanzas con el etrusco». Un idioma de la misma familia. Por
otra parte, una necrópolis de los siglos VIII al VII, no lejos de Kaminia, incluía
objetos más o menos parecidos a los de las tumbas de Etruria. Las joyas
etruscas, especialmente bellas y originales, comparten algunas
particularidades con las joyas lidias.
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Finalmente, los rasgos que conocemos de la religión etrusca hacen pensar
en Oriente. Por ejemplo, en artes adivinatorias, para interpretar los prodigios
o consultar las entrañas de las víctimas, los etruscos de Italia siempre han sido
considerados los mejores. Un hígado de bronce, encontrado en Piacenza en
1877, es como un modelo en el que se han dibujado unas cuarenta casillas que
corresponden a las diferentes zonas del cielo y a las divinidades que las
controlan. En las excavaciones mesopotámicas o hititas se han encontrado
modelos similares, de arcilla. Podríamos destacar otras semejanzas, menos
claras, ya que se pueden explicar por meras contaminaciones del arte
orientalizante, a través del Mediterráneo y de la Grecia del siglo VII.
Estando así las cosas, ¿por qué no volvemos al conocido texto de
Herodoto (I, 94)? Para él, los etruscos son emigrantes lidios expulsados de su
país en el siglo XIII por una hambruna persistente. La falta de trigo en Asia
Menor nos recuerda los prolegómenos de la tormenta de los Pueblos del Mar,
las quejas angustiosas del rey hitita, hacia el 1200. Estos emigrantes, continúa
Herodoto, «bajaron a Esmirna, construyeron allí sus naves y embarcaron en
ellas sus alhajas y muebles transportables; navegaron en busca de sustento y
morada, hasta que, pasando por varios pueblos, llegaron a los umbros, donde
fundaron sus ciudades, en las cuales habitaron después». Este texto describe
de forma tan extraña lo que suponemos la terrible aventura de los Pueblos del
Mar, que dan ganas de completarla de la forma siguiente: en ese interminable
éxodo, los etruscos trataron incluso de entrar en las tierras feraces de Egipto.
Se trate de los tursha que el faraón dice haber expulsado del Delta, entre otros
invasores. De este nombre al de tirrenos o tirsenos que les dieron los griegos,
de tusa o etrusci que les dieron los romanos, el paso parece fácil. Ahora bien,
si partieron tan pronto, ¿cuándo llegaron a las orillas del mar Tirreno que les
debe su nombre? ¿Se detuvieron en algún otro sitio? Nadie lo sabe.
Los partidarios de la fecha más remota se encuentran ante una dificultad
de envergadura, ya que, si partieron en el siglo XII, los etruscos no reaparecen
hasta cinco siglos más tarde, con las primeras tumbas suntuosas hacia 650.
¿La fecha inicial parece imposible de defender? Los etruscos también
pudieron salir de Asia Menor en el siglo VII, como imagina A. Piganiol,
expulsados, no por el hambre, sino por las violencias de los cimerios. Es
posible, pero no se excluye a priori un primer éxodo más precoz. Cartago,
fundada en el siglo VIII, recibió refugiados de Tiro durante los dos siglos
siguientes. Es un hecho que no hubo, en el siglo VII, un corte brutal en la vida
de la península italiana que haga suponer una irrupción súbita de una
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civilización extranjera, que llega de golpe a su madurez, que en un instante
drena las marismas y construye las ciudades de Toscana.
En cualquier caso, nos quedaremos, dejando de lado la fecha de su
migración, con el origen oriental de los etruscos, que relaciona a los primeros
«toscanos» con una civilización oriental antigua, que se mezclará con una
civilización «itálica», también arcaizante. Queda en nuestra opinión
prácticamente excluido que sólo la influencia cultural de Oriente, tan clara en
el siglo VII, haya aportado a Etruria su religión, su idioma y los rasgos de
civilización que la convierten definitivamente en un mundo aparte del resto de
Italia.
En función de todo lo anterior, se va adaptando la tesis llamada autóctona.
Según esta tesis, los etruscos llegaron a Italia en una fecha probablemente
muy temprana, en la oleada de una civilización oriental conquistadora, en el
segundo milenio. Luego son conquistados a su vez por la llegada indoeuropea
de los villanovienses incineradores. Encontramos así una capa muy profunda
de civilización mediterránea sumergida durante siglos, ahogada, no
suprimida. Este pueblo soterrado renace al expirar el siglo VIII, gracias a la
influencia de los griegos y de los fenicios, que actúan como detonador, y a la
prosperidad general. ¿Parece este relato más cerca de la realidad que el
anterior? No pondremos la mano en el fuego. No es que estos renacimientos
sean imposibles, todo lo contrario; además, esta tesis tiene la ventaja de
aceptar el origen oriental, aunque hunde la aventura etrusca en las
profundidades de la historia italiana, a partir de la cual se explica y adquiere
su significado. Porque si vinieron de Oriente en fecha temprana y por mar, los
etruscos sólo fueron, en el mejor de los casos, un puñado de hombres, piratas
aventureros (como los vikingos de nuestra Edad Media) que se impusieron
como aristocracia limitada de señores.
También esta tesis tiene un pero. Las excavaciones recientes han superado
en profundidad el nivel villanoviense y han alcanzado el de la civilización
anterior, llamada apeniense (que parece haberse desarrollado a lo largo del eje
montañoso de la península italiana). Alcanzamos así un mundo amplio, pero
gris, en el que nada hace pensar en las maravillas de Oriente.
Finalmente, ningún hecho inclina la balanza en un sentido o en otro. La
prudencia autoriza, como mucho a decir: una antigua civilización marcada por
Oriente se ilumina bruscamente con los albores del siglo VII; los metales,
cobre, estaño, hierro de Toscana, le procuran una riqueza rápida; las ciudades
griegas que se le acercan le aportan su propia luz. Etruria está y seguirá
«colonizada» por esta civilización a la que acoge con un placer inagotable.
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Incluso lo que parecía más original en el arte etrusco —las pinturas tumbales
— en la medida en que sólo se conocía de la pintura griega lo que nos dice la
literatura contemporánea, podría quedar en el aire. El descubrimiento del
sarcófago pintado de Paestum, llamado «la tumba del buceador», que parece
ser el preludio de excavaciones fructíferas[53], provocará interesantes debates
de prioridad, pues esta pintura griega es contemporánea de los frescos
etruscos. Es cierto que, aunque admitamos una influencia griega sobre
Etruria, el problema vuelve a centrarse en Grecia y Oriente. Efectivamente,
los escasos restos encontrados en Oriente, analizados por Smith, hacen pensar
en una tradición oriental de pintura mural casi ininterrumpida, hasta los
asirios. ¿Y si en el futuro las ciudades del Eufrates y del Tigris, o de Chipre
nos reservaran las sorpresas de Paestum?
La primera Toscana
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la regla, es a causa de la isla de Elba, cuyo hierro bruto se desembarca sin
cesar en los muelles de la ciudad industrial, negra de humo.
Más tarde, con el declive de Etruria, tendrá que replegarse a explotar sus
llanuras cerealeras del este, sus laderas de vides y olivos, donde una
aristocracia de propietarios rurales no pierde su prosperidad. Este cambio
provoca una reacción en cadena y Arezzo, cuyos lucumones fueron los
antepasados de Mecenas, se convierte, en la época de Escipión el Africano,
por su riqueza agrícola e industrial, en el centro de gravedad de Etruria. Las
otras ciudades vegetan, incluida la belicosa Tarquinia, con sus campos de lino
y sus fabricantes de lienzo para velas.
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bellezas del viaje y hace olvidar sus dificultades! La travesía de la cadena sólo
es posible gracias a la brecha de los valles profundos, numerosos, es verdad,
pero hay que pasar de uno a otro. Tras el valle del Tíber o del Arno, se pasa al
valle del Reno, y desde allí a Bolonia, al delta del Po, al Adriático.
Hubo un tiempo en el que los especialistas hablaban de un imperio etrusco
del valle del Po, de una «dodecápolis» padana similar a la de Etruria. Ahora
son más prudentes: en Mantua, Milán o Adria, en el Adigio, nada hace pensar
en un dominio político, en lugar de simples intercambios económicos y
culturales. En todo caso, Marzobotto (donde las excavaciones han descubierto
una ciudad antigua cuyo nombre se ignora), Bolonia (entonces Felsina) y
Spina, en la desembocadura del Reno, estuvieron muy marcadas por los
hombres y las artes de Toscana. Marzobotto, ciudad con plano en forma de
cuadrícula, extiende a lo largo de cien hectáreas sus insulae (165 m de largo
por 35, 40, 68 de ancho), sus canalizaciones, sus aceras sobreelevadas. Dentro
de este amplio marco, las viviendas, comercios o talleres son mediocres.
Spina, que data del siglo V, es una Venecia actualmente sumergida, donde se
pueden reconocer fácilmente un gran canal trazado en línea recta, canales
secundarios, un plano de cuadrícula ejemplar. Además de etrusca, Spina fue
griega, lo que explica sin duda que en el siglo V, en el momento en que las
importaciones de cerámicas áticas decrecen en Etruria, no dejen de crecer en
Spina. También por esta vía el comercio etrusco llegaba hasta los Alpes, hacia
el ámbar y el cobre de Europa central.
El declive de Etruria
La cima del poder de Etruria coincidió sin duda con la victoria de sus
naves (asociadas a las de Cartago) sobre la flota fócense, frente a Alalia, en
Córcega (540-535). Los griegos se ven así expulsados del mar Tirreno, que se
convierte en «lago etrusco». Sin embargo, esta situación sólo duraría medio
siglo.
En 474, Hierón de Siracusa consigue una victoria decisiva sobre la flota
etrusca frente a Cumas. Capua queda abandonada a su suerte, lo que la lleva a
sumarse a los Oscos. En Roma, la presencia etrusca desaparecería también, en
las fechas tradicionales o en 507, en la revolución que llevaría a la
proclamación de la república, o en 504, con el final de la intervención de
Porsena, rey de Clusium (Chiusi) que había vuelto a ocupar Roma. Estas
fechas de 507 o 504 son discutibles, por otra parte. La evolución romana es
similar a la de otras ciudades etruscas, que también derrocaron a sus reyes. Es
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probable que Roma haya recuperado su libertad un poco más tarde, en el
momento en que los siracusanos, tras la gran victoria de Cumas, saqueaban
las costas etruscas, e incluso sus puertos sobre el Adriático.
Aunque cae en picado, Etruria no muere por estos golpes reiterados.
Tardará más de dos siglos en desaparecer, palmo a palmo. Los celtas, que
atacan sus posiciones tras los Apeninos, se quedan con Felsina (Bolonia) en el
año 360. Roma, en lucha con todos los pueblos de Italia, se lanza a una guerra
de desgaste contra Etruria entrecortada por falsas reconciliaciones, una
especie de guerra civil. Veyes cae en el 396, Volsinia en el 265, Falerias en el
240. Esta última fecha, puede marcar en todo caso el término de esta
reducción a la obediencia, en realidad muy complicada. Las ciudades etruscas
no dejaban de vivir con sus magistraturas, sus aristocracias, su pueblo de
campesinos de la gleba, como siervos, sus menores duramente tratados, pero
la civilización y la lengua latina se estaban instalando para muchos siglos.
Lo que hizo Roma, no sin esfuerzo —la unidad de la península italiana,
prefacio de la conquista del Mare Nostrum—, lo hubiera podido hacer Etruria.
En términos de estrategia política, su problema fue tener demasiados
enemigos al mismo tiempo y estar ella misma dividida en ciudades celosas de
su independencia: las asambleas anuales de las ciudades etruscas en el Fanum
Voltumnae, en el territorio de Volsinia, son asambleas religiosas, no un
organismo político. Etruria padeció el mismo mal que acarreó los desastres de
las polis griegas.
Como ellas, en cierta forma sobrevivió: Toscana es un mundo aparte en el
universo italiano. Quizá sea un juego abusivo tratar de reconocer en las calles
de Orvieto, de Tarquinia, de Florencia, en un hombre o una mujer de la calle
los rostros felices, de acusados rasgos, de las tumbas etruscas. Un amigo mío
amante del arte, hablando de los italianos del Renacimiento, pretendía que:
«No son toscanos, sino etruscos». Abunda en este sentido el retrato de un
etrusco, como lo presenta Jacques Heurgon a través del personaje de
Mecenas, descendiente de antiguos lucumones de Arezzo, «ministro de
Interior de Augusto», protector de Horacio y de Virgilio. Su descuido, su
finura, sus costumbres libres, sus gustos barroquizantes, su pasión por la
música, su desprecio por los honores vulgares, su agudo conocimiento de los
hombres, su obstinado talante conciliador, ¡qué tentación atribuir todas estas
gracias, dejando de lado algunas sombras negras, a la antigua civilización de
la Toscana, que se hunde, sin perderse, en la gloria de Roma!
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Quizá nos sentiríamos menos frustrados por el enigma de los etruscos si
conociéramos, de la religión que está en el centro de su vida, algo más de lo
que nos enseñan fuentes tardías, seguramente insuficientes. Es una religión
del libro, o mejor de los libros, pero estos libros no están a nuestra
disposición. Tenemos extractos, comentarios de los tiempos romanos, nada
que nos pueda dar una «estructura» que nos permita edificar un universo
coherente.
Nacida de un Oriente arcaico, por la religión etrusca circula una savia
abundante. El panteón está superpoblado (las 44 casillas del hígado de bronce
de Piacenza no bastan para acoger a todos los dioses). Y se abre casi sin
discriminación a las divinidades extranjeras —italiotas o griegas, o también
fenicias.
La invasión de los dioses italiotas, de nombres latinos «deformados pero
reconocibles» plantea muchos problemas. Uni viene de Juno; Nethuns de
Neptuno; Maris de Marte; Satre de Saturno. Además, Menrva, diosa etrusca,
dio su nombre sin duda a la Minerva latina. Y como contamos también con
una avalancha de dioses griegos sus personas y sus mitologías, sus aventuras
espectaculares, embarulladas, novelescas, se identifican con las de los dioses
etruscos. Tinia, el dios supremo de Etruria, representado con un cetro y señor
del rayo, siempre se presenta con el aspecto y los avatares de Zeus. Menrva,
por supuesto, sale de la cabeza del rey de los dioses. El Hermes etrusco tiene
su propio nombre, también etrusco —Turms—, pero «lleva la clámide, el
petaso y el caduceo de Hermes». En cuanto a Heracles, simplemente se le
divinizó, para convertirlo en el dios de la guerra, de los viajes, de las
aventuras por mar, y además en el simpático vencedor de los Infiernos.
Estas contaminaciones, esta cascada de nombres griegos o itálicos, estas
imágenes que anuncian el panteón latino (Tinia forma con Uni y Menrva la
tríada esencial, análoga a la trinidad capitalina) nos ocultan las
particularidades de la religión etrusca. Por ejemplo, quisiéramos conocer
mejor a Voltumnus, dios juvenil importante, que cambia de ropa con las
estaciones y que, según la tradición romana, abandonó la causa etrusca por la
de Roma. ¿De dónde viene? En este caso, hay un signo indudable que habla
de Oriente: la religión etrusca es una religión revelada, a la inversa de la
romana o de la griega. Sus libros sagrados transmiten la palabra enseñada por
la ninfa Bagoe y por Tages, el niño con sabiduría de anciano que salió un día
del surco de un labrador en Tarquinia.
Fue tardíamente cuando la disciplina etrusca, como decían habitualmente
los antiguos, de tradición oral durante mucho tiempo, se fijó en los libros que
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tanto interesaron a los romanos contemporáneos de Cicerón: libri haruspicini
sobre el arte de examinar las entrañas de las víctimas; libri fulgurales para la
interpretación del rayo; libri rituales; libri acheruntici, como un manual a la
egipcia sobre el viaje de los muertos. Todo un sistema de magia protectora,
para adivinar y no enfrentarse con la voluntad temible de los dioses; para
prever el futuro consultando las entrañas de las víctimas, interpretando los
prodigios, en particular el rayo con sus múltiples aspectos, en función de que
se presente en tal o cual región del cielo, o de que caiga una o más veces
seguidas, etc. El sistema desemboca en unas reglas que son válidas para la
vida de los particulares o para la existencia de los Estados.
Atrapado por estos temores y obligaciones, el etrusco, es el más
«abrumado», el más religioso de los hombres en opinión de los antiguos, pero
es por referencia a la religión romana o griega. Quizá habría que decir
simplemente que no ha salido de los círculos mágicos de la religión oriental,
de sus terrores, de su formalismo. La religión etrusca, que deja poco descanso
a sus fieles, no desemboca al parecer en ninguna ética, en ninguna
recompensa, pero no excluye el castigo, y volveremos sobre este tema.
¿Acaso no era así en muchas religiones orientales?
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los créditos insuficientes, pero los descubrimientos son lentos. ¡Es una
lástima!
Del siglo VIII al V, estas tumbas nos dan los mejores testimonios sobre la
propia Etruria y sobre las aguas turbulentas del arte internacional. Los objetos
que se encuentran en las mismas son un muestrario del comercio de arte
mediterráneo: vasos y amuletos de cerámica egipcia, marfil, copas de plata
dorada y cristalería de Fenicia, innumerables cerámicas protocorintias,
corintias, jónicas, áticas, laconienses, frascos de perfume de todas las
procedencias… Y la evolución general de los estilos mediterráneos, del
periodo orientalizante a la helenización progresiva, de la sonrisa del arcaísmo
griego al estilo severo y clásico, de los vasos de figuras negras a los vasos de
figuras rojas: toda esta evolución sensible a las modas se puede reconocer a
través de la abundante producción etrusca, armas, espejos, trébedes, cistas de
bronce, vasos llamados de bucchero cuya arcilla negra copia el metal,
imitaciones de las cerámicas griegas, orfebrería, escultura, arquitectura, en
particular la de los templos. La gran época del arte etrusco, la más fuerte, la
más original, está en los inicios, de los siglos VII y VI a 475 más o menos. Es
la época de las joyas más bellas, de gusto oriental, de la gran escultura, de las
estatuas magníficas de terracota de Veyes (finales del siglo VI) donde
adornaban el caballete del templo de Apolo, y las más encantadoras (es la
palabra adecuada) pinturas funerarias.
Es cierto que visitar en Tarquinia estas casas de muertos, pasear de una a
otra, encontrando cada vez los colores y el sol de una primavera toscana, es
una peregrinación que se desarrolla bajo el signo de la alegría. Los etruscos
creían en una supervivencia en un sentido bastante material del término. El
muerto viviría en la misma tumba, en una o más cámaras adornadas con
bancos, frisos de piedra tallada, frescos, a partir de la primera mitad del siglo
VI. Todo el decorado está destinado a evocar la casa privada, a edificar
alrededor del muerto el mundo coloreado de los vivos.
Tomemos en Tarquinia el ejemplo de la tumba llamada de los Leopardos,
ni la más hermosa ni la más amplia, pero sí una de las mejor conservadas.
Una escalera conduce a una cámara subterránea cuadrada. Frente a la entrada,
tendidos sobre lechos, servidos por criados, tres parejas se dedican a comer y
charlar. En las paredes laterales, servidores y músicos se adelantan hacia el
triclinio en un decorado de ramos floridos. Por encima de los comensales,
sobre el frontón, dos leopardos frente a frente han dado su nombre a esta
tumba, cuyo encanto no nace de una gran calidad del artista. El trazado
bastante tosco, los gestos pesados, las manos sin gracia destacan enseguida si
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los comparamos con el dibujo delicado y los asombrosos bailarines de la
tumba contemporánea llamada del triclinio, o con el movimiento
extraordinario de la pareja semidesnuda que baila, siguiendo un ritmo
endiablado, en la tumba llamada de las Leonas, cincuenta años más antigua.
En cualquier caso, el color, lanzado a grandes pinceladas, los azules, los rojos,
los verdes, los negros mezclados sin miramientos, el juego escénico que se
esboza entre un criado que enarbola una jarra vacía y los comensales, las
mujeres rubias, de tez clara, los hombres jóvenes con el cabello negro, todo
está lleno de alegría, espontaneidad, vida.
No hay ningún formalismo en los temas. Cambian de una tumba a otra.
Los muertos están rodeados de lo que les ha dado alegría sobre la tierra, los
banquetes fastuosos que evocan sin duda ritos funerarios, pero también las
alegrías de los vivos, la música, los juegos de los atletas, la diligencia de los
servidores, las danzas llenas de alegría, un hermoso barco en el muelle, un
buceador desnudo que desde un arrecife rojo y azul se lanza como una flecha
entre pájaros multicolores, jinetes, hermosísimos caballos frágiles con finos
remos de corredores, y decorados de plantas, de animales, de peces. Todo con
gran libertad de colores y composición. Podríamos entretenernos en
confrontar el mismo tema, tratado a la egipcia, con las pinturas de la tumba
etrusca «de la caza y la pesca»: en un agua turbulenta llena de peces, una
barca con su pescador alza una red; por encima, una bandada de pájaros que
un cazador abate con una honda. El tema es el mismo, pero se trata de otro
mundo, feliz, con este sentido del humor, burlón incluso, que encontramos en
algunas esculturas etruscas, que llegan a ser caricaturescas. En todas las
tumbas antiguas de Etruria, la bajada a los infiernos es un himno a la vida,
independientemente de las creencias, de los temores de los etruscos respecto a
los dioses que los atormentan.
Curiosamente, todo cambia en el siglo IV, incluso un poco antes. El estilo
primero, bruscamente digno, envarado a veces, tomando sus temas de la
mitología de la Grecia clásica, con bellísimos detalles, por ejemplo el famoso
retrato de Velia, en la tumba del Ogro. Al mismo tiempo, las imágenes
amables de la vida cotidiana desaparecen y los demonios que invaden la
escena ya no son los personajes alegres del panteón etrusco. Se trata de
Tuchulcha, con su pico de ave de presa, sus largas orejas y las dos serpientes
amenazadoras que se alzan sobre su cabeza; de Charun (que sólo tiene de
griego el nombre), más siniestro todavía, con su horrible rostro azulado de
carnes putrefactas, nariz ganchuda, orejas de caballo, la maza con la que
acogota con una alegría monstruosa al mortal que llega a su última hora.
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Estos seres maléficos forman parte del fondo más antiguo de creencias
populares etruscas, pero es la primera vez que aparecen en los muros de las
tumbas. Atormentan al difunto en el horrible paso de la vida a la muerte, un
momento espantoso antes de volver a la paz y los placeres eternos en los
Infiernos —representados a la griega (lo que también es una novedad), donde
Hades y Perséfone presiden la mesa de los banquetes del más allá.
Estas imágenes sombrías se multiplican con el siglo IV, en el momento en
que los etruscos sufren en su felicidad material, en que cae la noche sobre
Toscana.
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que fuera «el azote de los iapigios». Procedente de Thera, guiado por
nómadas libios, Battos, en el 631, funda Cirene, allá donde llueve, «donde el
cielo tiene agujeros», maravilla de las maravillas, en la inhóspita costa
africana. Los indígenas también están presentes para burlarse un poco de
ellos. Los carios, cerca de Mileto, son considerados bárbaros por su forma de
hablar el griego (prueba de que por lo menos lo hablan). Por supuesto, hay
«bárbaros buenos», como habrá para Europa el «buen salvaje», por ejemplo,
en las orillas septentrionales del Ponto Euxino, donde «cimerios, escitas y
sármatas suelen recibir maravillosamente a los jonios, con sus buenos vinos y
sus hermosos vasos».
Centenares de historias, unas más hermosas que otras, nos relatan
Herodoto, Pausanias y algunos más. No conviene tomárselas al pie de la letra.
Es verdad que la cronología ha resultado ser exacta en muchos casos, pero
desde que la arqueología ha tomado cartas en el asunto, sus documentos, sus
fragmentos de cerámica sobre todo, desmienten algunas fechas de fundación.
Y como todas ellas están relacionadas, al cuestionar una sola, toda la
cronología se tambalea y ya no podemos estar seguros de nada. Además,
también hay que descifrar el idioma de la arqueología. Supongamos que
dentro de uno o dos milenios la arqueología reconstruye paso a paso, sin
ningún escrito en que apoyarse, el pasado abolido de la Argelia francesa: ¡la
batalla de Argel sería tan oscura como la toma de Cnosos por los micénicos o
la fundación de Tarento por los dorios!
En cuanto a la Grecia antigua, el problema principal está en el primer
avance de la civilización, en el momento en que se libera del barro pegajoso
de su Edad Media. Para ella, todo dependería de ese principio.
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En Italia, lato sensu, existen muchas pruebas de una presencia micénica,
pero no aparenta ser una colonización, en el estado actual de los
conocimientos, salvo en Tarento y en el territorio que la rodea. Incluso hubo,
en este lugar privilegiado, una cierta continuidad desde Micenas a la Grecia
colonial.[56] Por lo tanto, Italia no es para los colonos griegos una terra
incognita en el siglo VIII. Hacia el lejano Oeste, los viajes llevaron a los
barcos de Rodas, mucho antes de la fundación de Marsella (600), hasta las
costas de Galia y de España. En un principio, a finales del siglo VII, tenemos
las fundaciones de Rhode-Rosas, de Agathe-Agda y de Rhodanusia, en la
desembocadura del Ródano[57], aunque nuestra información a este respecto es
limitada.
El problema es similar, pero mucho más complejo, en lo que se refiere a
la fachada de Asia Menor y al mar Egeo. Mercaderes y asentamientos
comerciales micénicos han dejado su huella en este extenso litoral. Se habló
griego, sin duda, en Rodas, en Cos y en las islas vecinas, en Cilicia, en Caria;
existió un asentamiento micénico en Mileto a finales de la edad del Bronce.
No obstante, aquí como en todas partes, cae la noche con el siglo XII. Más
tarde, algunos refugiados griegos arriban a las orillas orientales del Egeo. Se
van creando ciudades muy modestas: Esmirna hacia el año mil, Mileto sin
duda un poco antes. Esmirna en su primera forma está rodeada de un muro, en
palabras de experto, «macizo y bien construido», prueba de que existen
amenazas exteriores, pero en el interior de su recinto sólo existen casas muy
primitivas, «curvilineales». Habrá que esperar a mediados del siglo VII para
que todo cambie, pero muy deprisa, al menos en las «doce ciudades» de
Jonia, las mayores de las cuales, Focea, Mileto, desempeñarán un papel
decisivo en la colonización cercana y lejana. En unas décadas, se convierten
en las ciudades más brillantes del mundo griego.
Sus principios modestos implican una vida en el espacio intermedio, el
mar Egeo y sus islas, todas ellas en poder de los griegos, de Creta a las
Espóradas del Norte. Pronto se instalarán en la costa septentrional, todavía
salvaje, del golfo Termaico, en las costas marinas del Helesponto. La primera
cultura griega irradia así a través de todo el Egeo, sin demasiada fuerza, pero
en solitario. El estilo «geométrico», el de la civilización nueva que despierta
en la península, ha dejado múltiples huellas en las islas y en la orilla asiática.
En Delos, en el corazón de las Cicladas, el santuario de Apolo, que brillará
más tarde como un faro sobre el mar que le rodea, se alza desde el siglo VIII.
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Grecia y Levante
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primitivos o desarrollados, o superdesarrollados, unos de nivel muy alto, otros
muy bajo. Ahora bien, los tráficos muy eficaces se desarrollan entre puntos de
alto y bajo voltaje. Al Mina es evidentemente un punto elevado, una cima
comercial, situada en una de esas líneas que unen Grecia, todavía atrasada,
con países de antiguo desarrollo que no han perdido su ventaja, aunque hayan
perdido una parte de su riqueza. Otro punto elevado será más tarde Naucratis,
el Shanghai que Psamético I concederá en el delta del Nilo a mercaderes
griegos, sobre todo jónicos. Su fundación se sitúa antes del 600, sin duda
hacia el 630. Es realmente en ese momento cuando por la red de ciudades
griegas, las antiguas y las nuevas, empieza a circular la electricidad.
¿Tierras o mercancías?
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Es muy evidente que aquí tenemos el origen de la colonización griega.
Encontramos muchos factores más: el crecimiento de las ciudades, la
abundancia de artesanos, más la aventura miserable de los mercenarios,
similar a la de los montañeses suizos o los lansquenetes del Renacimiento.
Los soldados griegos se venden ya en Egipto en el siglo VI y se seguirán
vendiendo en el Imperio persa del siglo V.
La huida puede tomar la forma de una aventura a la fenicia. La suposición
no es gratuita. En estas épocas de navegación elemental, el campesino se
convierte sin problemas en marino, tiene un barco. Hesiodo aconseja a su
hermano Perseo, campesino como él, cuando llega el invierno y «hierven los
alientos de todos los vientos», que no saque el barco «al mar vinoso, sino que
trabaje la tierra. Deja el barco en la orilla, rodéalo de piedras… y retira la
botana para que la lluvia de Zeus no pudra nada. Guarda en tu casa
ordenadamente todos los aparejos, plega cuidadosamente las alas de la nave
marina, cuelga el timón sobre el fuego y espera a que vuelva la estación de
navegar».
Todo ayuda a que el proceso de pauperización empuje a los hombres
hacia tierras lejanas. Si Beocia, Ática y Esparta (salvo en Tarento) no
desempeñan un papel importante en la primera colonización griega, quizá sea
porque todavía no han alcanzado el límite de sus posibilidades de
colonización interior, les quedan tierras por roturar, comen su propio trigo o,
en el caso de Esparta, el de la vecina Mesenia, duramente conquistada. Si las
ciudades de Asia Menor, o Megara, emprenden en el siglo VI la explotación
del Ponto Euxino y multiplican allí sus asentamientos, es para apoderarse del
trigo de los países poco poblados de la Escitia meridional. En la Edad Media,
Génova, haciendo los mismos cálculos, también buscará allí alimentos.
Este trigo, hay que pagarlo. En general, con vino, aceite —productos
agrícolas ricos— y con productos manufacturados. Ahora bien, sin la
intervención de mercaderes especializados, no es posible el trueque del trigo,
o de los vasos de cerámica, o de los metales, cuando se trata de tráficos de un
volumen importante. Hubo por lo tanto, desde el principio de la emigración o
casi, mercaderes y cálculos mercantiles, e incluso colonizaciones por motivos
comerciales. ¿Cómo explicar, por ejemplo, con intenciones puramente
agrícolas, el asentamiento, hacia el 770, de los griegos de Calcis ¿en la isla de
Ischia, frente a la bahía de Nápoles? Para un viaje tan largo, el fruto no es
demasiado. Y casualmente, este primer puesto de vigilancia en el que se
instalan los griegos más allá del estrecho de Mesina, en el siglo VIII, es una
avanzadilla sobre el mar de los etruscos, en busca de sus metales. El metal es
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una preocupación constante de los calcidios… El oro de Lidia o de Egipto, el
metal blanco de España o los lingotes de cobre también desempeñaron un
papel en los cálculos de los primeros colonizadores, fueran o no griegos.
¿Podría verse la expansión griega entre los siglos VIII y VI como un solo
bloque de historia? Sin duda, estas ciudades sembradas a lo largo de las costas
interminables del mar no forman un universo perfectamente cerrado. La
lentitud de las comunicaciones, la fuerza de algunos vínculos locales pueden
dejar una ciudad al margen de los circuitos generales. En cualquier caso, esos
circuitos existen y son la parte esencial del «modelo» que debemos
reconstruir.
El lector, en el mapa situado en anexo, observará los grandes puntos de
partida. Calcis, Eretría, Megara, Corinto (dejemos de momento de lado Mileto
y Focea) son los primeros centros vivos de la Grecia antigua. El eje que la une
y la cruza va del Euripo, estrecho en el que se asienta Calcis, hasta el golfo
Sarónico y el istmo de Corinto, ese muro estrecho que, desde el siglo VII,
cruza un diolcos, una carretera con cunetas (como raíles en hueco) y troncos
de árboles que permiten que los barcos pasen por tierra del golfo Sarónico al
golfo de Corinto. Con sus dos puertos, Licaón y Kencreas, Corinto es el
extremo de este eje frente a Occidente. Atenas y el Ática quedan al margen de
esta colonización que se hizo poco a poco, con pequeños puñados de
hombres.
Si consideramos los resultados, podemos diferenciar tres zonas, o mejor
tres tipos de campaña:
1) las muy fáciles (no sin importancia o sin resultados ulteriores), que
abordan las costas vacías o prácticamente vacías, en cualquier caso mal
defendidas;
2) las operaciones esenciales relativas a las colonias implantadas en las
costas de Italia meridional (Magna Grecia) y Sicilia;
3) las operaciones arriesgadas: ganarlo o perderlo todo, que se refieren al
lejano Oeste. En el centro de estas operaciones tenemos la brillante fundación
de Marsella, hacia el año 600.
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Las costas casi vacías, fáciles de ocupar o incluso acogedoras, están en
Cirenaica, por otra parte, con un solo asentamiento, del norte del Egeo; en el
Ponto Euxino, que Mileto controla gracias a Abidos. Dos centinelas
megareos, Bizancio y Calcedonia, se hacen frente a uno y otro lado del
Bosforo, pero Mileto fue la única, o casi, que instaló plazas en las costas del
mar Negro, de frecuentes tempestades, siempre «envuelto en bruma y nubes»
(se le llamó por eufemismo «hospitalario»: el Ponto Euxino). Mileto encontró
allí mercancías preciosas, madera, salazón de pescado, hierro, ámbar, sal,
pieles, bueyes, caballos, hombres y trigo… Cuando caiga Mileto, Atenas
ocupará su lugar en el mar nutricio.
Italia y Sicilia
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Llegar a Occidente, despreciando el resto: la cronología, tal y como la
tradición y los arqueólogos permiten fijarla, es elocuente en este punto. La
primera ocupación griega no se sitúa ni en Tarento, ni en Metaponto, ni en
Síbaris, ni en Siracusa, sino más allá de la línea Tarento-Siracusa y más allá
del estrecho de Mesina, en Pitecusas (Ischia), hacia el 770. Los calcidios y
otros eubeos se lanzaron desde el principio a una carrera dirigida al punto más
lejano. Luego esta avanzadilla se reforzó con la ocupación de las islas de
Capreas (Capri), Pandaterra, Pontia y con la fundación, hacia el 740, de la
ciudad esencial de Cumas (mucho menos antigua de lo que decía la tradición,
que adelantaba impertérrita la fecha de 1502). En la retaguardia de estas
primeras fundaciones, apresuradamente lanzadas hacia el oeste, se fundan las
otras ciudades, Naxos (757), Zancle (750) que, con Regio (hacia 740),
controla el estrecho de Mesina, Siracusa (733) fundada por Corinto, Tarento
(708)… ¿No es la misma historia que la de los fenicios, lanzados a tumba
abierta hasta España?
Todo parece haberse desarrollado de forma casi tranquila, en espacios, si
no vacíos, al menos mal defendidos y sin competidores importantes. Estos
adversarios no disputarán hasta más tarde a los griegos las posiciones clave.
En el siglo VI, los etruscos refuerzan sus posiciones en Campania: los griegos
no llegarán más lejos y el vasto mar Tirreno, durante mucho tiempo, sólo se
les abrirá con el consentimiento de sus rivales. Con los cartagineses, que
controlan férreamente la línea Panormos-Motja (¿cómo podría renunciar
Cartago, tan cercana, a «este malecón»?) se llegó a un acuerdo. Más o menos,
griegos y púnicos se establecieron juntos en la isla, éstos al oeste, aquéllos al
este, del 750 al 650. La victoria principal de los griegos fue apoderarse los
primeros del tumultuoso estrecho de Mesina, pero no fue una victoria total,
pues los etruscos dominan el mar Tirreno, pues los púnicos, aferrados a la
estrecha y montañosa Sicilia, controlan la navegación «por las islas» hasta
España. Los griegos buscaron la ruta del oeste, la ruta de los metales, pero no
llegaron realmente a controlarla.
En cualquier caso, las ciudades griegas prosperan, sin duda alguna,
gracias a sus tierras amplias y fértiles. Varrón pretende que los cereales dan
ciento por uno. No estamos obligados a creerlo, pero el triple triunfo del trigo,
del aceite y del vino, fuente según Diodoro del enriquecimiento rápido de los
sibaritas, explica el esplendor de las ciudades coloniales.
Su riqueza es también comercial y artesana, pero ante todo comercial,
pues las ciudades de este «centro» del Mediterráneo son, por excelencia,
intermediarias. Si Hímera y Selinonte acuñan las primeras monedas griegas
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de Sicilia (Hímera hacia el 570-560), es porque son las primeras que se
encuentran en contacto con el metal blanco de España, llegado a través de
Marsella (fundada por los focenses hacia el 600), o incluso a través de los
cartagineses, importantes proveedores de plata.
En estos albures de su historia, la mayor parte de las ciudades griegas de
Occidente miran hacia las metrópolis donde se afanan los artesanos,
transportistas y mercaderes. Los productos de la industria metropolitana son
como una moneda que hay que colocar en Occidente. Es probable que los
tejidos finos, multicolores de Mileto llegaran a Etruria a través de las rutas del
istmo que, por tierra, van del golfo de Tarento al mar Tirreno. Síbaris deberá
una parte de su riqueza al control de este tráfico de mulas dirigido a la colonia
de Laos, en el mar Tirreno. La ruta, bastante difícil, aunque apenas se eleva
mil metros, sólo se pudo utilizar para mercancías ligeras y preciosas, como
los tejidos.
Sobre el comercio pesado de las cerámicas, que viajan en el fondo de la
cala de los barcos, la arqueología nos informa de forma más segura, casi
estadística. Como útiles y para dar alegría a los banquetes, un tráfico
constante transporta a lo largo de enormes distancias los vasos, las ánforas,
las cráteras, las copas, los ritones, las nidrias, los aríbalos, e incluso la vajilla
corriente. Como los tipos de cerámica se multiplican por diez, varían en
función de sus lugares de origen y de las épocas y conocemos a veces las
marcas de los talleres y de los pintores que las decoran, los ejemplares o los
fragmentos que encuentran los arqueólogos presentan posibilidades preciosas
de datación. Por su masa, su diversidad, señalan también las líneas de
intercambio, así como las variaciones en esos mismos intercambios.
De un estudio centrado en Zancle y Regio, podemos obtener con Georges
Vallet (1958) algunas observaciones de conjunto. Del 625 al 570,
aproximadamente, se amplifica el flujo de la cerámica corintia; del 570 al
525, se impone la cerámica jónica de barniz negro (sobre todo de Focea y de
Mileto); a partir del 550, llega el turno de los productos áticos. Tenemos así
tres edades: corintia, jónica, ática. Desde la primera se define un comercio
nuevo, de tipo colonial, como los que veremos en la primera modernidad de
Europa: efectivamente, la «vajilla» que Corinto envía hacia Occidente revela
una producción en serie, destinada ante todo al intercambio por trigo, que la
ciudad activa redistribuye a continuación a través de Grecia central. A este
comercio típicamente colonial, únicamente en beneficio de Corinto,
favorecida por su posición geográfica en la encrucijada de las rutas del istmo
que lleva su nombre, sustituye, con la entrada en escena de Jonia, y luego del
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Ática (que aparece antes de los desastres del 494 y la toma de Jonia por parte
de los persas), una fase de comercio que ya es internacional.
Si se ha podido hablar, respecto a estos intercambios, de «acumulación»,
es para sugerir con una palabra que este desarrollo económico antiguo ya
tiene algo de un «capitalismo» mercantil, con las tensiones que ello implica.
En Tarento, en 1911, se descubrió el tesoro monetario arcaico más importante
de Occidente: más de seiscientas monedas, a las que hay que sumar los «seis
kilogramos de plata sin acuñar, en placas coladas o cinceladas, en piezas
toscas, desgastadas, cortadas e irreconocibles, en bastones o varillas, y
también algunos restos de utensilios o de vasos de plata». El conjunto parece
haberse hundido hacia el 480. Es el año de Hímera y de Salamina. Es un
hermoso testimonio, demasiado, quizá: ahora se sospecha que los
descubridores de 1911 completaron el tesoro con monedas de otras
procedencias[58].
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redondos, a vela, sino en barcos alargados, pentecóntoros de cincuenta
remeros que los griegos y otros mediterráneos reservaban en general para la
guerra. Quizá tengamos algo similar a lo que será en Venecia la galera da
mercato del siglo XV (d. C.), barco mixto a vela y a remo. En todo caso, este
carguero fócense afilado y rápido, es más capaz que cualquier otro de
defenderse. Ya es cosa nuestra imaginarlos practicando, si se daba el caso, al
mismo tiempo que el comercio, la piratería.
Los focenses llegaron así al norte del Adriático y a la ciudad de Adria.
Habrían podido explotar el «istmo alemán», ya al alcance de la mano. Si lo
abandonaron, no fue porque prefirieran el istmo francés, la vía del Ródano
que pronto reconocieron los mercaderes griegos, sino para salir en dirección
del Atlántico. Todo hace pensar que Masalia no fue el objetivo esencial de los
focenses y de los griegos de Asia, samios o rodios. Si seguimos a Herodoto al
pie de la letra (1-163), los focenses «descubrieron el Adriático, Tirrenia
(traduciremos Etruria), Iberia y Tartessos». Ni una palabra sobre Marsella.
Quizá se diera prioridad, una vez más, al oro y al cobre de España, al estaño
que el cabotaje atlántico traía de Andalucía. En estas condiciones, Mainake y
Hemeroscopión podrían haber sido fundadas antes de Masalia.
Desgraciadamente, sobre la primera no sabemos nada y los arqueólogos
consideran Hemeroscopión como relativamente reciente.
Marsella debió desplegar sus raíces poco a poco, ganando su autonomía.
Ésta sólo pudo consagrarse con la caída de Focea, tomada por los persas en el
549, abandonada por la mayoría de su población. Empezaron entonces
tiempos difíciles, ya que las flotas cartaginesa y etrusca impidieron la
instalación de los focenses fugitivos en Alalia y la España meridional volvió
bajo el control, sistemático y profundo, de los púnicos[60]. En cualquier caso,
por lo menos habían intentado llegar al metal blanco español.
Sistemas desiguales
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ciudad de Naucratis; hacia el 600, los focenses fundan Marsella, que es el
límite de su navegación hacia Occidente.
Naucratis, ya lo hemos dicho, es como Shanghai, una concesión en
beneficio de los griegos de Asia. Están presentes los milesios, los eginenses y
una multitud de griegos procedentes de Kíos, Rodas, Tinos, Focea,
Clazomene, Halicamaso, Mitilene. ¿Habían comprendido los griegos que el
Mediterráneo es de quien lo cruza en toda su longitud? ¿De quien comunica
un punto de tráfico muy alto con uno de tráfico muy bajo, en este caso
Naucratis y Marsella? Quien controla los dos extremos domina el sistema y la
Grecia de Asia se convierte en el corazón del sistema comercial griego.
No es, sin embargo, el corazón de un Mediterráneo que no pertenece
exclusivamente a nadie. Tres sistemas se alojan en él, colaborando
esporádicamente, enfrentados por lo general, incluso por la fuerza.
El más frágil, el menos prestigioso fue el de los etruscos. Incluso en el
momento de su victoria de Alalia, no extienden su propio tráfico a la totalidad
del mar. Están sobre una bisagra entre Oriente y Occidente, y su lujo así lo
indica, pero ellos no se ocupan de enlaces que deberían ser cosa suya. En todo
caso, su primer gran desastre, la derrota naval de Cumas (474) les asesta un
golpe irreparable.
El sistema fenicio tiene una envergadura diferente. Fenicia y Cartago han
resistido todos los embates: los desastres infligidos por Asiria, luego por
Nabucodonosor, no acabaron con la flota fenicia, que renace con los faraones
de la dinastía saíta. En el 525, pasa al servicio de Persia… Asimismo, Cartago
se recupera tras el desastre de Hímera (480). Y así siguen. Al parecer, no hay
quien pueda con su cuerpo flexible.
Que la omnipresencia de la cultura griega no trastorne nuestro juicio:
finalmente, el Mediterráneo no fue un «lago griego». En 525, se perdió
Egipto, pues Cambises acabó con el comercio de Naucratis. En el 494, Jonia,
motor esencial, es sometida por Persia. Luego vendrán las guerras médicas,
Maratón (490), Salamina (480), luego las glorias agitadas de Atenas. Al
contrario de lo que repiten los historiadores, los griegos no ganaron las
guerras médicas, que terminan en realidad en el 404 con la toma de Atenas, a
manos, no tanto del peloponesio como del oro persa. El esfuerzo monstruoso
e ininterrumpido de las industrias griegas, ¿no es la prueba de una situación
difícil con obstáculos que hay que superar? Las emigraciones de artesanos, de
artistas griegos, hacia Etruria, ¿no es un movimiento similar al de los
mercenarios hacia Oriente Próximo? Este esfuerzo supone una influencia
irresistible de la civilización griega, incluso en Cartago, incluso en la España
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cartaginesa, pero el sistema rival, el púnico, es sin duda el primero en el plano
comercial. Puede sumar, al metal blanco de España, el oro de África.
El mar está en cualquier caso dividido. Ninguno de los sistemas existentes
lo controla por entero, ninguno disfruta de los privilegios que significaría esta
plenitud. Estamos muy lejos del triunfo unitario de Roma.
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Capítulo VII. El milagro griego
Abramos este capítulo con un diálogo ficticio entre el que dice sí y el que dice
no —el que cree y el que no cree en la «Grecia eterna».
Uno dice: «¿Por qué volver una y otra vez a las luces del pasado griego?».
Sólo deslumbran si las miramos de muy cerca. Y todo historiador debe tomar
distancia, ganar perspectiva. Una obra de Eurípides o de Sófocles conmueve
en mí al buen alumno que fui, pero soy ajeno a ellas. Es un mundo diferente
del nuestro. Creo, como Wilamowitz, que hay que «limitarse a los griegos y
pensar en clave griega sobre lo que es griego»; o como Heidegger, después de
haber intentado en vano durante mucho tiempo traducir un verso de
Parménides, que «mejor debemos dejar que las palabras griegas nos hablen
ellas mismas de los que ellas designan». Toda confusión entre la civilización
occidental actual y la de la Grecia antigua es un juego teatral a lo Giraudoux.
La coherencia griega implica un universo cerrado sobre sí. No tratemos de
penetrar en él por la fuerza, pues todo se convertiría en polvo.
El otro, que ama Grecia sin reservas, que allí vive en espíritu sin creerse
por ello ajeno a su propia época, replica: «No hay historia inactual». Esta
frase magnífica de Louis Gernet puede traducirse así: la Grecia antigua sigue
viva, el hombre griego lo demuestra por una humanidad de base que ha
cambiado poco con el paso del tiempo. El pensamiento griego vuela hacia
nosotros, se reencarna obstinadamente como las almas de los muertos que el
sacrificio de Ulises hacía volver a la vida. Está en Mileto, en tiempos de los
grandes jonios; en Atenas, cuando habla Sócrates; en Alejandría de Egipto,
antes de brillar en Siracusa con Arquímedes; estará en Roma, pues la
reducción irrisoria de Grecia a la condición de provincia romana (146 a. C.)
culmina con la conquista espiritual del vencedor; será una flor preciosa de
invernadero en Bizancio, la segunda Roma; se volverá a abrir en la Florencia
de Lorenzo de Médicis y de Pico de la Mirándola. Y sigue llegando hasta
nosotros: «Es en Grecia —escribe Louis Gernet— donde empiezan a
esbozarse los marcos de la reflexión filosófica y es un tópico decir que la
posición de los problemas esenciales no ha cambiado demasiado desde
entonces». Quizá no sea decir demasiado, aunque sí parece exagerado afirmar
con un historiador inglés de nuestros días que «los filósofos jónicos abrieron
el camino que la ciencia se limitó a seguir»…
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En cualquier caso, la ciencia, la razón, el orgullo de nuestro espíritu nos
atan al pensamiento griego. Nuestras pasiones y nuestras ilusiones harán todo
lo demás. El «milagro griego» entre nosotros, hombres de Occidente, podría
venir de la necesidad que tiene cualquier civilización viva de buscarse unos
orígenes, de inventarse unos padres a su gusto. Creer es casi una necesidad.
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Grecia son sus polis, ciudades Estado. Sin duda, en regiones marginales o
aisladas —Épiro, Arcadia, Etolia— o hacia el Norte retrógrado, la vida
urbana no evolucionó demasiado. Sin embargo, allá donde se va afirmando el
universo griego, la ciudad impone sus soluciones, sus mezquindades, sus
libertades, sus matrices insustituibles. Esta fragmentación en pequeñas
unidades políticas parece bastante lógica: para los griegos era «un hecho de la
naturaleza».
La fragmentación del relieve, la exigüidad de los llanos (menos del 20 por
ciento de la superficie total), su número relativamente elevado avalan
anticipadamente esta cristalización en unidades de pequeño formato. Para
Aubrey de Sélincourt (1962), Grecia está formada por islas, islas de verdad en
medio del mar, como tiene que ser, o «islas de tierra firme». Cada una de las
ciudades griegas ocupa una casilla estrecha, unos campos, dos o tres prados
por los que corren los caballos, vides, olivos, montañas peladas por las que
trepan cabras y ovejas, una costa recortada, un puerto con una ciudad pronto
rodeada de murallas, todo ello aislado por la altitud de las tierras limítrofes y
por el mar. Grecia, son sus islas…
En estos cuerpos exiguos, basta a veces un incidente para alterar el
equilibrio. Algunos filones de oro y plata y Sifnos, en medio del mar, será
próspera; canteras de un mármol bellísimo, tan abundante que tenía la
reputación de reponerse a medida que se extraía, y Paros conoce la opulencia;
unos barcos asiduos en Calcis, Eretría, Megara, Egina hacen hablar de ellas en
tierras lejanas y despertar envidias; que Atenas exporte sus vasos de cerámica
y su aceite y conocerá su primera posteridad en tiempos de Pisístrato, «el más
hábil de sus políticos», «el más republicano de los tiranos», como un
precursor del déspota ilustrado.
Como todo es relativo, existen algunos monstruos territoriales. Esparta
(8.400 km2) suma a la Laconia de olivos retorcidos la Mesenia vecina,
brutalmente conquistada, colonia en el sentido moderno de la palabra, tan
explotada que en cada instante parece al borde de la sublevación. Perderse en
tanto espacio es la primera singularidad de Esparta entre todas las ciudades
griegas, pero no la única. Tampoco hay que exagerar: este espacio ni siquiera
equivale a dos departamentos franceses medios y las montañas inútiles, a las
que la nieve se aferra cada invierno, ocupan bastante. Atenas, otro monstruo,
no «supera» los dos mil cuatrocientos kilómetros cuadrados, es decir, las
dimensiones actuales del Gran Ducado de Luxemburgo. Los cuatro llanos que
componen Ática son de poca extensión. Cualquier ateniense tenía la
posibilidad de ir de Eleusis a Maratón, o de Oropos, al norte, junto al Euripo,
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hasta el cabo Sunión, el Finisterre que remata Ática al sur. Junto a la costa se
alza el templo de Poseidón y sabemos que a Platón le gustaba discurrir allí,
rodeado de sus discípulos. Cuando Sócrates, en compañía de Fedón, remonta
el Ilisos, convertido en verano en un hilillo de agua (se quitan las sandalias y
marchan descalzos por la corriente, para refrescarse), los dos viajeros podrían,
mientras charlaban, casi sin darse cuenta, dejar la llanura de Atenas, rodear el
Himeto y alcanzar la llanura de la Mesogea. Recorridos cortos: cuando el
humo asciende sobre la Pnix para anunciar la próxima reunión de la asamblea
del pueblo, el campesino ciudadano toma su bastón y llega a pie a la ciudad
cercana donde le llaman el deber y el placer.
La polis griega siempre tiene dimensiones humanas, dimensiones para
peatones. Las ciudades con menos de cinco mil habitantes son las más
numerosas. Naturalmente, si estas ciudades estuvieran rodeadas por unas
tierras equilibradas, ricas, dóciles, vivirían felices, casi sin historia. Esparta
trató en vano de basar su destino en una felicidad de este tipo. Tebas, a pesar
de sus jinetes y sus fuertes hoplitas, tendrá que esperar para gozar de glorias
fugaces a Epaminondas y Pelopidas: que la llanura de Beocia tiene una tierra
demasiado rica alrededor del lago Copais y su limo. Y como en todo hay una
lógica interna, los campos beocios siempre siguieron de lejos y con retraso la
evolución del mundo griego. La moda orientalizante les llega muy tarde, y el
arcaísmo geométrico se prolonga durante mucho tiempo, con el encanto
añadido de un carácter más o menos rústico en la decoración que ignoraban
las enormes ánforas y cráteras protoáticas. En realidad, sólo se vuelven hacia
el exterior, sólo están dispuestas a salir de casa las ciudades con una mala
situación de partida. Algún día tendrán que echarse al mar, desposarlo, como
Venecia, luchar contra los impedimentos, llegar al fin del mundo… Por suerte
o por desgracia no faltarán ciudades así.
Antes del siglo VIII, podemos imaginar Grecia de acuerdo con el modelo
de países toscos como Tracia o Épiro en la época clásica o después, con sus
aldeas aisladas, sus lugares de refugio en los que se prolonga una vida tribal,
sus escasos señores acaparadores de tierras, hombres y derechos, que a
menudo llevan aparejados privilegios religiosos. Algo así como Arcadia,
verdadero museo de antigüedades en tiempos de Pausanias, o como la Itaca de
Ulises, con su rey campesino, sus señores turbulentos, campesinos también, y
el pueblo mudo del campo que los mira y los escucha. Y nada de ciudades,
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por supuesto. En el desastre de Micenas, la superestructura urbana antigua
desapareció casi completamente.
Hizo falta tiempo, muchas circunstancias favorables en el momento en
que la hierba vuelve a crecer por todas partes tras el siglo VIII, para que la
ciudad consiga liberarse de su tejido campesino y señorial. En realidad, todo
está emergiendo de una larga crisis —económica, social, intelectual, religiosa
— múltiple en su génesis y su desarrollo. La polis griega es como un modelo
que se elabora un poco antes, al parecer, en la Grecia asiática y que luego se
extiende por todo el mundo griego. Como el amplio espacio griego es
heterogéneo, evidentemente —la Magna Grecia, mucho más extensa, no es
Grecia propiamente dicha— la explicación geográfica que se suele avanzar,
con su oportuno determinismo, sólo tiene un valor relativo. Los factores
económicos, que parecen tan decisivos, tampoco explican más que una parte,
importante, es verdad, del curioso fenómeno de la ciudad.
En primer lugar, el número de hombres ha aumentado. Es necesario por
ello ampliar las tierras cultivadas, las ciudades, apenas nacidas del acuerdo y
de la reunión de las aldeas, deben recibir a los hombres que ya no encuentran
su lugar en el campo, y tienen que dar de comer a todos aquéllos que no se
vean arrastrados a alta mar por el espíritu aventurero. La división del trabajo
exige artesanos. Con el siglo VIII, se extiende la metalurgia del hierro, las
industrias se agrupan en el límite de las ciudades bajas, en los barrios más
miserables. La colonización acelera el desarrollo general. El mecanismo
comercial crea milagros, o al menos situaciones nuevas.
El hecho más importante podría ser la llegada a los puertos de la Grecia
continental del trigo de ultramar, procedente de la Magna Grecia y de Sicilia
—y redistribuido durante mucho tiempo por Corinto; o procedente del Ponto
Euxino y a través de los mercaderes y barcos de Mileto, y más tarde de
Atenas. Antes había llegado el trigo de Egipto. Este trigo extranjero, barato,
es en sí una revolución cuyo sentido está claro. Una revolución, pues el trigo
importado reduce lo que un economista llamaría hoy las actividades de un
sector primario, que nunca son demasiado rentables. Gracias al trigo que los
«barcos de vacío» traen al puerto de Zea (en realidad, una rada del Pireo
reservada al comercio de granos), Ática podrá especializar sus campos, desde
la época de Pisístrato, en los cultivos más rentables de la vid y del olivo, y
desarrollar sus industrias, proceso trivial donde los haya. Holanda, en el siglo
XVII d. C. se empezará a desarrollar el día que empiece a consumir el trigo y el
centeno del Báltico. El mercado del trigo fue revolucionario por una cosa:
modificó las estructuras de la economía griega y, por ende, las de la sociedad.
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Incluso el gran señor «feudal», como decía Louis Gernet, se transforma así en
gentleman farmer, atento a las cotizaciones de los mercados exteriores.
Existen otros dos «aceleradores» no menos importantes: la escritura
alfabética y la moneda.
La adopción del alfabeto reintroduce la escritura en un mundo que se
había olvidado de ella. Esta vez, se trata de una escritura al alcance de todos,
no sólo un instrumento de mando, sino un acelerador de los intercambios, un
instrumento de publicidad y a menudo también de desacralización. La ley
secreta, gracias a ella, se vuelve pública: el cambio es enorme. Y la literatura
empieza a desempeñar su papel, también importantísimo.
En cuanto a la moneda, la necesidad aparece desde antes de su
nacimiento. Encontramos así una serie de «monedas primitivas». En la Iliada
(VI-236), la armadura de Diomedes vale cien bueyes; una «mujer hábil en mil
labores», cuatro bueyes (XXIII, 705)… El uso de lingotes de oro es seguro y
el de lingotes de bronce en forma de pieles de buey está mucho menos
confirmado que el característico de largos espetones de asar de hierro
(obeloi). Hacia el 685, la moneda auténtica (monedas de electro, aleación de
oro y plata) aparece por primera vez en la historia, en Lidia, el riquísimo reino
de Creso; hacia el 625, fecha discutible, Egina acuña las primeras monedas
griegas, pronto imitadas por todas las ciudades del Egeo y de Fenicia; en el
592, Solón, legislador de Atenas, devalúa en un 33 por ciento el dracma
ateniense, hasta entonces alineado con el patrón de Egina. Al parecer, las
manipulaciones monetarias también empezaron desde los orígenes de la
moneda, o casi. Sin embargo, una verdadera economía monetaria no se creará
antes del siglo IV y las proezas de la época helenística. En los siglos VIII o VII
estamos lejos de tanta perfección.
No obstante, la vida despierta por todo el Egeo. Grecia, que había estado
separada del mundo oriental, vuelve a entrar en contacto con él gracias a las
ciudades de la costa siria, especialmente Al Mina. El lujo de estas tierras se
despliega ante el deslumbramiento de una Grecia de costumbres sencillas. Al
mismo tiempo que los objetos, de Fenicia y de otros lugares, marfil, bronce,
cerámica, lo que importa Grecia es todo un estilo. Estos decorados nuevos
quiebran la rigidez del estilo geométrico. Llegan también modas, los primeros
elementos de la ciencia griega, supersticiones, quizá la nueva juventud de los
cultos dionisiacos. Y por todas partes, alrededor del Egeo, las ciudades
griegas crecen, como si fueran pequeños mundos independientes, rivales,
fundamentalmente similares.
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Ciudad y polis
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genos es un pequeño grupo primitivo, autosuficiente, belicoso, que a la
mínima disputa se arroja contra sus vecinos; en esta sociedad sin justicia
regular, la vendetta, la ley de la sangre se imponen como reglas de honor.
Cada unidad tiene sus dioses, sus pretensiones, sus mitos, sus jefes que se
enorgullecen de sus hazañas y de las de sus antepasados, hijos de héroes, es
decir, semi-dioses. Esta mitología envolvente es la prueba irrefutable de la
antigüedad de los clanes.
Esta nobleza dominante, que aparece en los albores de la historia griega
en filas relativamente cerradas (los «ubérrimos», los «mejores», los «bien
nacidos», los Eupátridas de Ática), tiene también el prestigio de los
sacerdocios, de la riqueza de sus tierras, de sus numerosos ganados. Un
mundo de clientes, de peones, de campesinos semisiervos gravita a su
alrededor. A veces, el genos, la patria, se entiende con otros gene, forma
hermandades que agrupan diferentes cantones. Los nobles son pues la
primera estructura posible del Estado cuando los tráficos que se multiplican
proponen, o imponen su elaboración. Serán los primeros en ocupar la ciudad,
que pronto se convertirá en una posición de mando cómoda. Desde allí, a
poca distancia, vigilan sus tierras y a sus campesinos.
La ciudad naciente tiene a menudo un rey, pero la realeza, la basileia
pronto caerá a manos de los grandes propietarios independientes, reyes en
miniatura. ¿No son ellos, en sus carros, los que defienden la ciudad? ¿No son
ellos los que tienen todo el tiempo del mundo para ocuparse de la cosa
pública, no sin hacer prevalecer sus intereses? ¿Acaso no tienen todos los
poderes sacerdotales? El resto de la población, el pueblo —el demos— tiene
otras cosas que hacer. El desmantelamiento precoz de la realeza benefició
especialmente a los nobles. En Atenas, el poder real estaba compartido entre
nueve magistrados, los arcontes: el arconte rey, que preside los sacrificios, el
arconte epónimo, magistrado principal, que da su nombre al año, el arconte
polemarca, al mando del ejército, los seis Tesmótetes, que imparten justicia.
Este gobierno aristocrático desemboca en una pieza esencial permanente, el
areópago, formado por los antiguos magistrados.
Como siempre, gobernar es despertar el descontento. En primer lugar el
de los campesinos, que la propiedad de los nobles reduce poco a poco a una
especie de servidumbre. También el de los recién llegados, cada vez más
numerosos, atraídos por el progreso de la economía: por una parte, una
burguesía (si podemos decirlo así) de enriquecidos, por otra parte el
proletariado urbano de los thetes: obreros a sueldo, artesanos miserables,
metecos (es decir, extranjeros), esclavos. El vínculo de unión no es una
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verdadera lucha de clases, pero sí una serie de tensiones y de malestares
sociales. Esta crisis se estanca y reaparece en el conjunto del mundo griego,
donde todo tiende a generalizarse, pues la dispersión política no excluye una
fuerte unidad cultural.
El peor de estos conflictos pronto será el que enfrenta a la ciudadanía con
la nobleza. La nueva polis no nacerá si no se libera al campesino, si no se
rompen los privilegios religiosos, jurídicos y políticos de los «mejores». Hizo
falta mucho tiempo, muchas negociaciones, sobre todo en el ámbito religioso.
La polis no es sólo un orden político y geográfico nuevo; es también una
reunión de cultos, de dioses, un orden religioso del mundo sobre el que debe
ejercerse la voluntad colectiva, y no la acción secreta y arbitraria de los gene.
Sin embargo, éstos no fueron desposeídos brutalmente, como muestra el caso
notorio, relativamente tardío, de Eleusis. En Atenas misma, para nosotros la
más revolucionaria de las ciudades, para tomar un solo ejemplo entre otros
cien, la familia de los Eteobutades conservó el privilegio de aportar la
sacerdotisa de Atenea Políada y el sacerdote de Poseidón Erecteus. El pasado,
el prestigio de las grandes familias patricias se conservan así parcialmente tras
los cambios en la ciudad. Atenas se alimentó de la sustancia misma de esta
civilización señorial de los Eupátridas, asimiló su evidente orgullo. «La moral
de los griegos será una moral noble» (Louis Gernet). Hubo en Atenas, mucho
tiempo antes, algo de la República noble de Polonia.
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la historia del mundo se ha llevado el amor al suelo patrio a estos límites que
arrasan con todo, en los que el amor sólo puede dar paso al odio. Una polis
griega, como más tarde una ciudad del Renacimiento italiano, tiene sus
fuorisciti, sus proscritos. ¿O hay que decir excomulgados? Del exiliado se
puede esperar cualquier cosa: la traición, el asesinato, la mentira y ¡horror!,
trabajar para los persas.
La agitación no se limita al marco de la política. El retorno explosivo de
los cultos dionisiacos es como una epidemia medieval de flagelantes que
primero subleva los campos y luego arrasa las ciudades. Otro tormento: la
obsesión de la culpabilidad colectiva, del sacrilegio que mancilla a una ciudad
entera, el crimen de uno solo que repercute sobre todos. Los Alcmeónidas,
gran familia aristocrática de Atenas con la que se relacionan Clístenes y
Pericles, fueron expulsados en tres ocasiones por haberse manchado con el
asesinato de los cómplices del usurpador Cilón, cuando estaban refugiados
cerca de los altares, en la Acrópolis. La ciudad no recobró la calma hasta 590,
cuando un cretense, Epiménides, apareció como el profeta purificador, capaz
de calmar a los dioses: les sacrificó ovejas blancas y negras y, se decía «dos
víctimas humanas que se prestaron al sacrificio». Porque las enfermedades
exigen médicos, taumaturgos, profetas, tiranos, sabios que serán los arbitros
sociales (Licurgo, Solón, Clístenes) o charlatanes que se aprovechan de la
credulidad popular: Empédocles de Agrigento, el filósofo nacido hacia el 490,
no dudaba en «proclamarse dios y se presentaba a la multitud vestido de
púrpura y coronado de flores», multiplicando los trucos de brujería,
resucitando a los muertos… En Atenas, según Herodoto, Pisístrato llegó al
poder por segunda vez gracias a una hábil puesta en escena: un carro le
precedía, una mujer de elevada estatura, bella, armada hasta los dientes, iba
en él: la propia Atenea. Es singular que la gente pudiera creer en un milagro.
También en aquellos tiempos, llamados presocráticos, aparece el Filósofo.
La edad de los «Sabios» sucede a la edad oscura de los Héroes. Son siete,
según la tradición: Tales de Mileto, Solón de Atenas, Periandro, tirano de
Corinto, Cleóbulo de Lindo; Bias de Priena; Pitaco de Mitilene, Quilón de
Esparta que, en el grupo, «representa la brevilocuencia lacedemonia». Hay sin
embargo muchos nombres más inscritos en la lista de los Sabios. Un helenista
contó veintidós, incluido Misón de Quené, el sabio oscuro, el «Sabio
desconocido», el uomo cualunque, recompensado por su modestia virtuosa.
Son datos muy vagos, pero estos personajes existieron antes de disolverse en
una leyenda moral en la que representan, ante todo, la sabiduría insidiosa de
los adagios populares: Conócete a ti mismo - Huye de bs excesos - Quien fia
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corre a su ruina - Ocúpate de lo que valga la pena… Es decir, viáticos para
hombres inquietos que viven en tiempos inquietos.
Hoplitas y remeros
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endeudamiento con el gran propietario. La resolución de este problema difícil
hizo nacer de alguna forma los sistemas nuevos de gobierno. El gran éxito de
Solón fue la Seisactía, operación por la cual el campesino puede librarse de su
carga de deudas.
Ha nacido el soldado ciudadano: Herodoto y Tucídides pueden comparar
la actitud del soldado griego, que lucha por sus libertades, con el soldado
persa, que va a la guerra a latigazos. Este soldado agricultor trae a una ciudad
como Atenas sus prejuicios de campesino, para quien el trabajo de la tierra (y
la ociosidad que procuran la posesión de las tierras o el reposo agrícola
invernal) es el único digno del hombre. Cualquier otro trabajo envilece: el
artesano, el minero, el comerciante, el marino son seres inferiores. El
comercio y la industria se están desarrollando sin embargo; extranjeros,
esclavos, campesinos sin tierra se ocupan de las tareas más viles que prodigan
la ciudad y el puerto del Pireo. Algunos de ellos hacen fortuna, los otros,
eternos miserables, constituyen la cuarta clase de Solón, los thetes. También
ellos se sumarán a la guerra y acabarán obteniendo los derechos políticos de
base (la asistencia a la Asamblea del Pueblo) en el siglo V.
Su importancia se afirma el día en que Atenas se convierte, en vísperas de
la segunda guerra médica, en una potencia marítima. El metal blanco de las
minas de Laurión, recién descubiertas, sirve para la construcción de
doscientas trirremes. Pasan el invierno en el puerto militar de Cantharos, en el
Pireo, pero a cada primavera, para botarlas, es necesario un ejército de
remeros. La trirreme no es más que un proyectil destinado a golpear con su
espolón el flanco del barco enemigo: «Como velero sólo tiene defectos, pues
al no bordear sólo puede navegar a toda marcha. La vela sólo es una fuerza de
apoyo en la batalla. Sólo se iza la vela (el akateion) para huir». La trirreme
sólo puede cumplir con su papel de arma guerrera si está movida por un fuerte
motor humano.
Amontonados a bordo, sin poder tumbarse para dormir más que en el
suelo, cuando el barco queda varado en la orilla, los remeros tienen un trabajo
tan duro, que se reservará con el tiempo a los galeotes. Sin embargo, en
tiempos de Andrea Doria y don Juan de Austria, en el siglo XVI d. C., los
miserables eran lo bastante numerosos para ofrecer galeotes voluntarios,
buonavoglie, como se decía en Italia. En tiempos de Pericles, la miseria tiene
que haber sido también mala consejera, ya que los remeros griegos son
hombres libres y asalariados. Cuando, más tarde, los peloponesios acaben con
la flota ateniense, será con las tripulaciones compradas gracias al oro persa.
No obstante, los remeros, cuando participaban en los botines y pillajes, tenían
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posibilidad de hacer fortuna, de comprar una parcela de tierra, un esclavo y
ganarse ese ocio que en Atenas era la dignidad de la vida.
La falange introdujo al campesino en la sociedad política y el remo
introdujo a los thetes, los casi intocables. Que Atenas haya cedido al
movimiento podría ser la prueba de que era irresistible. Corinto, no obstante,
se opuso a este fenómeno masivo y dio a sus tensiones internas una solución
diferente. Es porque su entendimiento con Esparta ponía a sus puertas un
gendarme. Una alerta, un signo y el gendarme acudía. Atenas optó por la
democracia.
Democracia y esclavitud
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mercados lejanos a los que exporta su cerámica, sus tejidos, su aceite para
obtener el trigo que le permitirá vivir.
Atenas disfruta de muchos privilegios y asienta su peso sobre hombros
ajenos. Es suficiente para rechazar de plano la opinión de J. L. Borges cuando
escribe: «Atenas sólo fue la imagen rudimentaria del Paraíso». Los paraísos
terrestres, siempre rudimentarios, nunca están abiertos para todo el mundo.
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auténtica. Los misterios con sus ritos de purificación, la promesa maravillosa
de salvación y el tránsito del alma hacia una vida nueva y eterna ejercen
fuerte atracción. ¿Cómo no entender así la revuelta de Pitágoras? Refugiado,
hacia el 525, en Crotona (como una Génova avant la lettre), hará reinar la ley
de los justos, para quienes lo esencial es la salvación de las almas, no de la
ciudad terrestre. Su actitud será un escándalo: los ascetismos, los ayunos de
los pitagóricos, el intento por parte de la secta de adaptar los cultos órficos
sufren la condena de todas las ciudades como si fuera una especie de
desviación cívica, de abandono de puesto, algo similar, salvando las
distancias, a la objeción de conciencia en nuestros días. ¿Quién habría podido,
como contrapartida, colocar en el haber de los pitagóricos —en el siglo VI a.
C.— la «ciencia», que todavía no tiene todavía demasiado sentido, la
búsqueda de los números áureos, de las relaciones matemáticas? Más tarde,
en la Atenas golpeada por la derrota del 404, se acusará a Sócrates de todos
los males de su patria. ¿Se quería castigar en él al amigo de Alcibíades y de
Critias, adversarios de la democracia, o a un continuador de las ideas órficas y
pitagóricas, o más bien —lo que explicaría el «misterio de Sócrates»— a un
defensor de la perfección individual, de un esfuerzo que, en sí, peca contra el
mundo colectivo de la polis?
El arte griego se vio sometido poco a poco al mismo corsé. Este arte en el
que admiramos el vuelo original, liberado de la imitación extranjera, de la
clientela de los hombres ricos, dueño de sí mismo, acaba entrando con armas
y bagajes al servicio del Estado. El siglo de Pericles es un siglo oficial, las
construcciones, los escultores, los tallistas de piedra, los arquitectos, trabajan
para Atenea. Nadie se queja de que nos hayan dejado el Partenón, pero todo
arte oficial lleva una herida secreta: debe definir sus reglas, sus cánones y a
limitarse a ellos; pronto es presa de la repetición, de la copia insulsa. Según la
ley que hace alternar el clasicismo y el romanticismo, el arte griego acabará
cayendo en el barroquismo del arte helenístico, su manierismo amable o
trágicamente grandilocuente.
Las guerras resolvieron la suerte de Grecia: las guerras médicas (del 499,
fecha de la sublevación de Jonia, a la paz del 450) y la guerra del Peloponeso
(del 431 al 404). Unas y otras hubieran podido desarrollarse de otra forma. El
puñado de hoplitas atenienses y platenses hubiera podido sucumbir en
Maratón (490), la flota griega en 480 no triunfar en los canales estrechos entre
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la isla de Salamina y tierra firme. Más tarde, Atenas habría podido no dejarse
llevar por la brusca pasión que la lanzó a la loca expedición de Sicilia, en el
415; o incluso, si quisiéramos rehacer la historia a nuestra guisa, imaginemos
una victoria ante Siracusa. Sin embargo, a largo plazo, ¿no estaba ya fijado el
destino griego?
Que este universo se habría fragmentado en ciudades independientes,
furiosas, si llega el caso, es cosa sabida. Y estas furiosas se prepararon su
muerte. ¿Era posible que esta constelación de universos independientes
viviera apaciblemente, dentro del respeto mutuo? Es lo que piensa Aubrey de
Sélincourt, en las últimas páginas de un libro conmovedor, casi siempre
convincente. ¿Acaso no es pedirles retrospectivamente cosas imposibles? Para
Aubrey de Sélincourt, el escándalo consiste en la destrucción de una ciudad
griega por otra, que Crotona destruya Síbaris, que Atenas someta a Egina o
Megara. Y sobre todo que, tras haber sellado una alianza con las ciudades
libres del Egeo, Atenas en el 454 se lleve el tesoro de la Liga, hasta entonces
depositado en Delos, la isla de Apolo. Desde antes de esta fecha, Atenas ya
hablaba como si fuera el amo, pero en el 454 se esfuma la última ilusión, los
aliados (summachoi) se convierten en súbditos (upekoi). Es una traición.
Una vez dicho esto, ¿es justo acusar a Pericles, que empieza entonces su
larga carrera política que no se interrumpirá hasta su muerte, en el 429? El
olímpico no inventó el imperialismo en general, ni siquiera el imperialismo
más concreto de Atenas. Antes que él, Temístocles, creador de la flota que fue
su fuerza de choque, tiene gran responsabilidad en el asunto. A los
historiadores les gustan los acusados de categoría. Todo lo que nos enseñaron
a amar en Pericles, su inteligencia, su distanciamiento de la multitud, su
elegancia, su elocuencia, la calidad de sus amigos, su carácter incorruptible,
tan infrecuente, son puntos que le designan para un proceso de espoleta
retardada. Por supuesto, Pericles soñó con una hegemonía de Atenas. Según
su amigo Anaxágoras, el espíritu, el nous, dirige el mundo y Atenas debería
convertirse en el espíritu que dirige el cuerpo imperfecto de las ciudades
griegas. Ideal imposible de alcanzar sin la guerra contra el oscurantismo de
Esparta, contra el carácter arisco de Corinto, contra los rencores de los
aliados. Pericles vio venir esta guerra, la calculó anticipadamente: abandonar
la tierra para resistir en el mar. Que el plan no trajo la salvación de Grecia, ni
tampoco la victoria es un hecho, pero ¿es culpable de ello su autor?
Para abreviar el debate, que dos historiadores, abogados de oficio, tomen
la palabra. Para Rene Grousset, que no es Fouquier-Tinville, Pericles podía
mantener la paz con la complicidad activa y sincera de Arquidamo, el rey
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atenófilo de Esparta, pero dejó deliberadamente pasar la ocasión irrepetible y
eligió la ruptura. Para Alfred Weber (1935) —demasiado influido por alguna
literatura histórica alemana—, Pericles tuvo una visión de la situación genial:
apoyarse en el mar era elegir la solución victoriosa, ¡pero el pueblo de Atenas
no estuvo a la altura de este plan grandioso!
Nuestro alegato habría decepcionado a ambos abogados. ¿No es una
ilusión creer que los grandes hombres tienen el destino en sus manos, cuando
el destino los arrastra como a los demás y, en cierta forma, los libra de culpa?
Nos permitiremos dudar que el enfrentamiento que desgarrará a Grecia haya
sido uno de esos conflictos que con un poco de sentido común y mucha
generosidad se habrían podido evitar. La unidad de Grecia no era posible ni
con la guerra ni con la paz. La gran explicación del comportamiento de
Pericles es que Atenas asumió un peso inaudito en el frágil tablero griego, a
causa de un pasado del que Pericles es el heredero, no el responsable; en
razón de una convergencia comercial de la que la ciudad se aprovecha, porque
el grano y la salazón de pescado del Ponto Euxino le llegan antes que a nadie,
y estos alimentos baratos suponen el aumento de la población urbana, el
desarrollo de las industrias, de un capitalismo que necesita mano de obra poco
remunerada, y que tropieza con dificultades económicas cada vez mayores.
El drama de las ciudades griegas es como el de las ciudades del
Renacimiento italiano. Ninguna —ni Florencia, ni Venecia, ni Génova, ni
Milán— supo o pudo construir la unidad de Italia. Atenas, en 404, abre sus
puertas a Lisandro, pero ni la victoria de la anacrónica Esparta, ni la Tebas
efímera de Epaminondas sabrán tampoco construir una unidad griega. El final
de este proceso es la llegada del bárbaro, del macedonio. Es un proceso que se
gesta desde lejos.
A pesar del título de este apartado, no hay que esperar una docta exposición
sobre lo que hubiera debido hacer el conquistador de Asia. En la aventura
«meteórica» de Alejandro, lo que ocurre al este oculta demasiado lo que pasa,
o hubiera podido pasar, al oeste. Su error, para nosotros, es haber subestimado
Occidente. Prefirió correr hacia misiones brillantes, trazadas de antemano.
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La reducción de Grecia al yugo macedonio fue consecuencia de la misma
difusión de su civilización. Macedonia, Tracia, el reino del Ponto, el reino del
Bósforo, Bitinia —todo el margen septentrional del helenismo— realizaron
en el siglo IV importantes progresos. Macedonia, región ruda, cubierta de
nieve en invierno, inundada de agua en primavera, basada en un campesinado
libre, en señores acostumbrados a batirse a caballo, gana la carrera. Es lógico,
pues el malestar de las ciudades griegas creaba, como se dirá de la Italia del
siglo XV d. C., una zona ciclónica, un vacío hacia el cual el aire se precipita
desde todos los puntos.
Filipo II de Macedonia (hacia 383-336) supo aprovecharse de las disputas
de las ciudades griegas. Las redujo al yugo macedonio en el campo de
Queronea, en el 338. No merece la pena contar detalladamente esta historia ni
tomar partido a favor o en contra de Demóstenes y de Atenas. No nos
lamentemos demasiado por ella: el vencedor la respetó a causa de su flota,
que el macedonio soñaba con utilizar para ganar las orillas de Asia Menor.
Filipo II, asesinado en el 336, no hace realidad este sueño. Su hijo Alejandro,
que tiene entonces veinte años, se ocupará de ello. Primero se toma tiempo
para reducir a la obediencia a los epirotas y a los tebanos, cuya ciudad arrasa.
En el 334, reforzado con los contingentes de la liga panhelénica, cruza el
Helesponto.
En aquella primavera de 334, la situación del helenismo, desde las costas
de España al mar Egeo y al Ponto Euxino, no es demasiado trágica, ni
catastrófica —ambigua, mortecina, podríamos decir. Existen algunos peligros,
pero ninguno es nuevo. Grecia propiamente dicha quizá sea la más enferma
de las regiones helénicas.
Al otro lado del mar de Poniente, cartagineses y griegos prosiguen sus
hostilidades. Guerrean, negocian y vuelven a empezar. Se presenta un
problema nuevo: Roma, que controla la rica Campania desde el 341, el Lacio
desde el 338, aparece ya como «la guarida de los lobos» que devoran los
pueblos de Italia, pero las ciudades griegas no tienen todavía una idea
demasiado clara de ese peligro.
Otro conflicto, al este, es la lucha endémica con el enorme imperio persa.
El Gran Rey domina espacios marítimos esenciales entre Asia Menor y
Egipto. Este último país es una de sus posesiones más rentables, aunque no
muy afecta. Desde Neco, un «canal del Suez» une el mar Rojo con el Nilo. El
gigantesco imperio persa —hacen falta más de tres meses para ir de Sardes a
Susa, por la Vía Real— se desborda hacia el océano índico, donde encuentra
las mercancías preciosas que lleva hasta el Mediterráneo. Incluso con el duro
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gobierno nacionalista de Artajerjes III (358-337), se invierte la balanza de
cambios en detrimento de Grecia, cuyas compras de productos persas y de
trigo deberán pagarse parcialmente en moneda.
Entre los griegos y los persas se ha establecido, por desgaste, una especie
de coexistencia pacífica y desconfiada. Los barcos griegos y los barcos
fenicios al servicio de los persas suelen respetar un modus vivendi, con zonas
reservadas. El reclutamiento de mercenarios griegos por parte del imperio
persa se ha convertido en un fenómeno rutinario. Esta situación durmiente
hubiera podido durar. Si razonamos a posteriori en términos de estrategia
«histórica», aceptaremos que al menos había, hacia 334, dos opciones
posibles: que la península de los Balcanes, expulsando su excedente de fuerza
hacia el este y Asia Menor, golpeara al amplio imperio de los Aqueménidas,
en una nueva guerra de Troya, esta vez a gran escala; que el helenismo
volviera sus fuerzas contra Cartago, los pueblos italiotas, Roma. Es la opción
menos brillante: las civilizaciones prestigiosas, las presas tentadoras son las
de Oriente. Occidente, a pesar de los triunfos púnicos y griegos, no excita
tanto la imaginación. Podemos soñar en cualquier caso con una «prosa
griega» que anticipase el destino de Roma, con un Mediterráneo conquistado
de Este a Oeste que hubiera sido un lago griego en lugar del lago romano que
será más tarde, al término de una conquista de Oeste a Este.
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Sicilia griega está harta de guerras; en el otoño del 276, Pirro vuelve a cruzar
a Italia; en el 275, es derrotado por los romanos en Benevento; y se marcha de
la península, para morir fortuitamente en Argos en el 272.
La aventura italiana de Pirro sólo es un grano de arena, comparada con la
fantástica conquista de Alejandro medio siglo antes. Sin embargo, en cierta
forma, la enjuicia a posteriori. El fracaso de Pirro, que es el fracaso helénico
frente a Roma en el eje central del mar, tiene una relación directa con el
triunfo «aberrante» (desde nuestro punto de vista) del macedonio. Desde
Alejandro, es como si Grecia se hubiera inclinado al este y al sur, hacia Asia
Menor, Siria y Egipto. La última emigración griega hacia Occidente —
sesenta mil personas, se dice, respondiendo al patético llamamiento de
Timoleón, el restaurador de las libertades de Siracusa— data del 338
aproximadamente. Sin duda se presta al macedonio el proyecto «in extremis»
de haber querido asestar un golpe a Cartago, que durante años estuvo
bloqueada por el miedo. Sin embargo, en el 323 Alejandro moría en Babilonia
y su imperio se dislocaba de forma instantánea.
¿Qué habría sido de Italia si Alejandro, abandonando Asia, hubiera
dirigido su expedición contra Occidente? La pregunta de Von Hassel cargará
siempre con la objeción de que es vano rehacer la historia. Sin embargo, es
tentadora la imagen de una Siracusa que se convierte, con Alejandro, en la
metrópoli del mar Interior, de un Imperio griego vencedor de Roma y de
Cartago, trayendo hasta nosotros, los occidentales, un helenismo directo, sin
la intermediación y la pantalla de Roma. Una guerra que no tuvo lugar y que
se perdió sin embargo. Toda la grandeza mediterránea está, ya en aquella
época, lo queramos o no, en la bisagra de los dos Mediterráneos.
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Islam. La aventura de los Diez Mil no demuestra en absoluto una debilidad
irremediable. Al servicio de Ciro el Joven, que trata de destronar a su
hermano, Artajerjes, los mercenarios griegos, vencen en la batalla de Cunaxa
(401), pero la muerte de Ciro en el campo de batalla anula su victoria. Los
griegos obtienen entonces de Artajerjes una retirada hacia el Ponto Euxino,
escapan de milagro a la traición de los persas gracias a la energía de Jenofonte
y llegan finalmente al Bósforo, donde embarcan. El episodio es testimonio de
las luchas internas de los persas, del éxito de un grupo de hombres decididos,
pero ante todo de la pobreza de Grecia, condenada al parecer a exportar sus
excedentes de hombres, los vagabundos que tanto preocupaban a Isócrates,
hacia una Persia rica, capaz de darles empleo. El episodio de los Diez Mil que
relata la Anábasis de Jenofonte, «admirable reportaje de guerra», no deja de
ser una retirada.
En cuanto a la política de corrupción, practicada en Grecia por los
Basileis, los Grandes Reyes, no es prueba de fuerza ni de debilidad. Los
persas acabaron así indirectamente con Atenas, en el 404, aprovechando su
alianza con Esparta para imponer la paz de Antálcidas (386) que les devuelve
el control de las ciudades griegas de Asia Menor.
¿Y entonces? Pues quisiéramos sacar a la luz dos explicaciones, una que
se suele avanzar y tiene gran peso, otra más o menos ignorada, aunque se
formule desde hace tiempo.
La primera ilustra el encadenamiento de las primeras campañas de
Alejandro, vencedor en el 334 en Gránico, en el 333 en Isos, y en Tiro, que
toma tras un largo asedio construyendo un dique. Luego ocupa Egipto sin
ningún problema. Durante estas campañas rápidas, el ejército victorioso sigue
la costa del mar Interior. Como con un cuchillo, la enorme masa del Imperio
persa queda separada del Mediterráneo, sus carreteras cortadas se quedan sin
salida. El símbolo de esta operación quirúrgica es la toma y la supresión
física, humana, de Tiro y Gaza, que se defienden encarnizadamente y que el
vencedor arrasa completamente, piedras y hombres. Sin flota, el inmenso
imperio está ciego. En 331, una vez terminada esta operación, el vencedor se
abalanza hacia el este, hacia el corazón del Imperio persa. Cruzando el Tigris,
cerca de Arbeles, en Gaugamela, la suerte del imperio está echada. La
persecución de Darío, la culminación de la conquista, el control de las
satrapías al este de Irán, la bajada hacia el Indo, los fantásticos viajes de ida y
vuelta representan operaciones difíciles, heroicas, pero en el 331 el imperio
persa es un animal derribado.
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La caballería macedónica
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Al morir Alejandro (junio del 323), su vasto imperio se disloca de golpe.
La historia de estos fragmentos, Macedonia, la Siria de los Seléucidas, el
Egipto de los Lágidas, sería larga de relatar hasta el día en que se implantan la
paz y la explotación romana.
Al margen de su historia política, está lo que, a falta de palabra mejor,
llamaremos una colonización griega de Oriente Próximo, asentamiento de una
población, de una civilización dominante. Esta colonización, con el relevo
romano, duró unos diez siglos, hasta las conquistas musulmanas del siglo VII
d. C., tan incomprensibles a primera vista como la victoria del «joven dios»
que fue Alejandro.
Diez siglos: un espacio cronológico en el que «casi toda la historia de
Francia cabría sin problemas». Y luego, «al cabo de diez siglos, de la noche a
la mañana, al primer sablazo árabe, todo se desmorona […] para siempre; el
idioma y el pensamiento griegos, los marcos occidentales todo se va en humo;
estos mil años de historia son, localmente, como si nunca hubieran existido.
No bastaron a Occidente para hundir la más mínima raíz en esta tierra
oriental. Idioma y marcos sociales sólo fueron una superficie, una máscara
mal sujeta. Todas estas ciudades griegas profusamente sembradas […], que
crecieron todas ellas, de las orillas del Nilo al Indu Kush, tanta influencia real
o aparente en el arte o en el pensamiento ¿se lo llevó todo el viento?».
Efectivamente, quizá fue así. Y al otro extremo del hilo temporal, viendo
todo lo que pasó con las colonizaciones europeas hundidas en tierras del
Islam, el historiador concluirá que ninguna civilización conquistadora puede
ganar en tierras de antiquísima organización cultural. Unos «muros»
impermeables dificultan las aculturaciones. El futuro de las civilizaciones
sólo se abre para los pueblos primitivos.
Para poner de relieve este problema de larga duración hemos dado a este
capítulo un título pretencioso: el error de Alejandro. Si el helenismo se
hubiera dirigido, con su vigor y su masa del momento, hacia Occidente y sus
tierras relativamente nuevas, ¿no habría asumido el destino que le tocó a
Roma?
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reduciendo Grecia al estado de provincia. Esparta, Atenas, Delfos, fueron las
únicas que conservaron el título privilegiado de ciudades confederadas.
Esta reducción al orden romano no es más que un eslabón en una cadena
bastante larga: Siracusa tomada por Marcelo en el 212; Tarento ocupada por
Fabio Máximo en el 209. Los últimos jalones de esta cronología son la
reducción a provincias romanas de Siria, en el 63 y de Egipto en el 31.
Al cabo de esta larga progresión, Roma incorpora el espacio helénico al
conjunto mediterráneo que será, durante siglos, la base misma de su grandeza
y de su vida cotidiana. Por todas partes, antes o después, los hombres llegados
de Italia se instalan, administran, gobiernan, ponen fin a las libertades y
turbulencias de las antiguas polis, a las pretensiones de los antiguos reinos.
Todo se calma, se adormece con sus ventajas y peligros, en la «pesada
uniformidad de la paz romana». No obstante, una emigración griega llega a
Roma, heleniza la capital del mundo. Es la revancha del vencido.
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sucesivo, mediante saltos en el tiempo y en el espacio… Me atrevo a decir
que preferiría, en esta búsqueda, ir hacia el principio del recorrido —mucho
antes de Herodoto, antes de Sócrates, antes de Fidias, incluso antes de Tales
de Mileto. Quizá por gusto: las grandes composiciones del arte clásico no son
mis preferidas. También por táctica. El problema más oscuro de Grecia es,
con seguridad, el de los orígenes. ¿Cómo pudo empezar todo?
Génesis y periodificaciones
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Este orden de sucesión es la secuencia ordinaria del desarrollo de muchas
literaturas nacionales. En el caso de la francesa, todo empieza casi con El
cantar de Roldán y el teatro saldría de los Misterios y las Pasiones.
¿Cuál es el sentido de esta evolución? A este respecto, conscientemente o
no, todos los autores introducen un juicio de valor sobre el pensamiento o el
arte griegos. ¿Sería Nietzsche tan escandaloso como en 1871 cuando afirmó
que la decadencia de Grecia empieza ya con Eurípides, y más todavía con
Sócrates? Su cima coincide con el nacimiento de la tragedia en la que se
reconcilian Dionisio y Apolo: «el espíritu apolíneo de lo bello», que es
conciencia clara, traducción del «mundo de la apariencia» en una visión
estética y racional, y el espíritu dionisiaco de la embriaguez, del éxtasis
místico, de la música orgiástica, de los coros báquicos en los que queda
abolida la conciencia clara y la subjetividad. Esta unión sólo dura un tiempo.
Finalmente, «el dios ambiguo del vino y de la muerte deja paso a Apolo, con
el triunfo del racionalismo, del utilitarismo teórico y práctico [traducimos, de
la ciencia] así como de la democracia, su contemporánea», otros tantos
«síntomas de senectud» de la civilización griega que, para Nietzsche, evocan
el espectáculo afligente del Occidente moderno.
Este lenguaje ha envejecido, pero quizá no tanto la idea de que el
pensamiento griego es grande sobre todo en su primavera. «Todo lo que
escribo —dice Aubrey de Sélincourt— tiende a hacer rechazar la concepción
tan extendida según la cual el apogeo de la civilización helénica coincide con
el «Siglo de Pericles». Este periodo, por muy brillante que haya sido, marca
en mi opinión todo lo contrario, el término de muchas cosas que eran las
características más preciosas en la historia de esta notable raza». Comparto
sin problemas este punto de vista. De ahí mis opciones temporales: no
remontarse demasiado por encima de Herodoto, el prodigioso padre de la
historia que fue también padre de la geografía y de la etnología; dejar de lado,
a pesar de sus dotes excepcionales, a Tucídides, el historiador científico de los
tiempos cortos; incluir, pese a quien pese, en la primavera privilegiada (a
pesar de la cronología) a Hipócrates de Cos (460?-377?), el padre de la
medicina científica, e incluso a Protágoras de Abdera, el primero de los
sofistas, estos oradores itinerantes que enseñan supuestamente el arte de
gobernar, que a Platón le gustarán tan poco y en quién podríamos ver, con una
sonrisa, a los primeros sociólogos, por muy excéntricos que sean; finalmente,
si hay que hacer una pausa, detenernos antes de llegar a Platón y Aristóteles.
Y que nos quemen en la plaza pública por semejante sacrilegio, pero digamos
que antes de ellos la suerte estaba echada, o casi.
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La herencia de Oriente
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desarrollo. Tuvo que inventar una nueva dinámica mental, una nueva libertad
de interrogar y de interpretar el mundo, el derecho a dudar entre las
explicaciones. El milagro griego —la aceptación del mundo de la hipótesis—
se integra en la inmensa desacralización del mundo griego. Sin embargo,
como cada vez que se trata de herramientas mentales, esta mutación —que se
asemejó en muchas ocasiones a un escándalo— no se hizo en un día, ni de
forma clara y consciente.
Es muy evidente que el nacimiento de la ciencia cuestiona también una
sociedad, una técnica. La sociedad egipcia era la de los grandes imperios y la
edad del Bronce. La ciencia griega, la de las polis y la edad del Hierro.
La mutación jónica
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Conocemos mejor la explicación de Anaximandro: los cuatro elementos,
Tierra, Fuego, Agua, Vapor (y no Aire, como se suele decir) están colocados
unos sobre otros. El Fuego que rodea el todo hace evaporar una parte del
agua, la tierra estalla y toma la forma de ruedas de fuego… Es como ver el
mundo a través de una fragua o de un horno de alfarero.
En realidad, Anaximandro tiene una imagen geométrica del universo
físico. Los elementos, independientemente de sus conflictos recíprocos y de
sus avatares, deben encontrarse unos con otros en relación de equilibrio, en
«igualdad de potencia». Todos se derivan de la sustancia infinita e
indeterminada que es el apeiron, materia previa, neutra, de la que se derivan
los pares opuestos: lo oscuro y lo luminoso, lo frío y lo caliente, lo seco y lo
húmedo, lo denso y lo ligero, el Agua, el Vapor y el Fuego… Estos elementos
se unen para dar nacimiento a los seres vivos, plantas, animales, hombres, de
acuerdo con un orden natural que exige que ningún elemento ejerza sobre los
otros un dominio, la dunasteia o monarchia. Médico y filósofo pitagórico,
Alcmeón repetirá a principios del siglo V esta imagen que ha llegado a ser
trivial: «la salud es como la isonomia ton dunameon, el equilibrio de
poderes…, la enfermedad resulta por el contrario, de la monarchia de un
elemento sobre los demás» (J. P. Vernant).
Esta visión es la de un cosmos que deja de estar jerarquizado, en el que
nada está sometido plenamente a nada, un mundo en el que los
enfrentamientos se compensan y que evoca de forma dinámica el universo
social y político de la polis: no la gobiernan los dioses ni los reyes, sino los
hombres iguales en derecho. La filosofía de Anaximandro extiende al
universo las reglas que crean e, idealmente, deben mantener en equilibrio
apacible el espacio político de la ciudad. La visión del mundo cambia porque
el mundo de los hombres ha cambiado y existe una transferencia, proyección
de un espacio cotidiano sobre el espacio del cosmos. J. P. Vernant lanza una
idea esencial: «Cuando Aristóteles define al hombre como un animal político,
destaca lo que separa a la Razón griega de la de nuestros días. Si el homo
sapiens es a sus ojos un homo politicus, es porque la misma razón, en su
esencia, es política».
Sin duda, no hay nada que haga pensar en la «razón experimental» de la
ciencia de nuestros días, basada en una observación metódica capaz de
reconocer las leyes de la naturaleza. Esta física jónica, teoría y no verdad de
experiencia, es sin embargo el primer paso hacia la ciencia moderna. Por una
parte, porque busca una explicación razonable y trabaja el lenguaje de las
matemáticas, que ya es racionalidad. Si la tierra en el sistema de
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Anaximandro, en equilibrio natural en el centro del cosmos, no necesita estar
sostenida (por el agua, como pretendía Tales, o por un cojín de aire,
explicación que da Anaxímenes) es porque, situada en el centro, está sometida
a todas las fuerzas iguales entre sí que actúan sobre ella.
Por otra parte, desde el momento en que los dioses dejan de explicar en
solitario el universo, se abre el mundo múltiple de las hipótesis: los hombres
son libres de buscar, de imaginar; ya nunca se privarán de hacerlo.
Anaxágoras de Clazomene, que además de sus méritos propios fue en Atenas
(a partir del 460) el introductor de la poesía milesia, cree encontrar la
confirmación de la naturaleza terrosa de los astros al estudiar el enorme
aerolito caído, en 468-467 en Algos Potamos que se seguiría examinando con
curiosidad en tiempos de Pausanias.
En la raíz de la aventura, ¡cómo quisiéramos conocer mejor el papel
evidente, en la ciudad «nueva» de Mileto, de la experiencia técnica: la fragua,
el horno del alfarero, el barco mercante, la tienda del cambista! Podemos
soñar, en todo caso, ante el primer mapa de conjunto del Mediterráneo,
trazado para los ojos y la inteligencia de los marinos por Hecateo de Mileto
que, hacia 500, alcanzó el estrecho de las Columnas de Hércules. Todas las
hadas estaban presentes en la cuna de la ciencia griega. Sus regalos fueron: la
aportación extranjera, las matemáticas, la experiencia técnica, una ausencia de
marcos religiosos, el gusto por la generalización.
Heráclito de Éfeso
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o filósofo naturalista? A su respecto, se han defendido todas las
interpretaciones.
Es evidente no obstante que Heráclito busca —a la milesia— una
interpretación lógica de la naturaleza. Para él, el Fuego es el agente
transformador por excelencia, «el rayo que gobierna el universo»: «el Fuego
viene a la vida por la muerte de la Tierra y el Aire por la del Fuego; el Agua
vive por la muerte del Aire y la Tierra por la del Agua». «Todo fluye» por la
metamorfosis perpetua de un elemento en otro, de modo que «el devenir en sí
es una lucha» y «el mundo… una armonía de tensiones que se tensan y se
destensan, como en la lira y el arco». Es un lenguaje de vidente: ¿nos
extrañaremos de que «el gran Heráclito» sea, para Nietzsche, el símbolo de
las «profundidades dionisiacas»? Sin embargo, Heráclito cree que todo
obedece a una ley inmutable, por la que «el medio ambiente está provisto» de
razón. «Sólo existe una sabiduría: conocer el Pensamiento que gobierna todas
las cosas a través del Todo» y aquél que penetre en «la naturaleza del
universo» podrá curar las enfermedades de este universo, e incluso las de los
hombres. Esta idea de una ley superior, inteligible para la razón humana y que
el sabio debe buscar para dominar la naturaleza, ¿no es precisamente una idea
de la ciencia tal y como la concebimos ahora, explicación de un «mundo para
todos uniformemente constituido, que no ha sido creado por ningún dios, ni
por ningún hombre; pero que siempre ha existido, existe y existirá siempre,
Fuego eternamente vivo, que se enciende con mesura y se apaga con
mesura»?
Jonia deja de ser próspera e independiente a partir del 530, pero la llama
apenas apagada se enciende en otro lugar, en las ciudades de Sicilia y de la
Magna Grecia. Allá se desarrolla la doble tentativa de Pitágoras y de los
Eleáticos, que es una reacción idealista contra el positivismo jonio.
Nacido hacia el 582, Pitágoras dejó Samos hacia el 532. Huyendo de los
persas, refugiado en Crotona, será más que un jefe de escuela, el de una secta
religiosa, volcada en la purificación y la ascesis. Su explicación del mundo —
porque la tiene— abre curiosamente la experiencia pitagórica a la más
abstracta de las ciencias, las matemáticas.
El número para Pitágoras y sus discípulos es efectivamente la explicación
del mundo, como el Fuego lo fue para Heráclito. Tiene una existencia en sí,
fuera de nuestro espíritu y «todo lo que puede conocerse —dice un
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comentador del siglo IV— posee un Número sin el que no puede
comprenderse ni conocerse». Este mito lanza a los pitagóricos sobre el
estudio de las propiedades del número: números fastos o malditos; números
triangulares, en cuadrado; maravilla del número 10 que es la suma de los
cuatro primeros números: 1+2+3+4=10… En este juego, descubren las
proporciones (aritmética, geométrica, armónica); en geometría «llaman al
punto Uno, a la línea Dos, a la superficie Tres, al sólido Cuatro, según el
número de puntos necesarios para definir punto, línea, superficie,
volumen»… Estas reflexiones los arrastran incluso a calcular las órbitas del
sol y de los planetas, a explicar sus movimientos reales más allá de su
movimiento aparente, a ocuparse de acústica, de música, a afirmar la
esfericidad de la Tierra. Su éxito más conocido, por no decir el más
importante, es el teorema llamado de Pitágoras que dice que en todo triángulo
rectángulo, la suma de los cuadrados construidos sobre los catetos es igual al
cuadrado que se construye sobre la hipotenusa.
Un buen día, los aprendices de matemáticos se encontraron con la
sorpresa de los números irracionales. Un número es irracional con respecto a
otro cuando no tiene ninguna relación con él que se pueda expresar en un
número entero o fraccionario. Ejemplo típico: la relación del diámetro con la
circunferencia es un número irracional. En este caso, es el triángulo
rectángulo isósceles el que revela el perturbador número irracional.
Supongamos en un triángulo de este tipo que los catetos sean cada uno iguales
a 1. La hipotenusa será igual a √2. Esta respuesta simple —la nuestra—
estaba excluida en aquella época remota, pero era fácil de demostrar que la
hipotenusa es más pequeña que 2 (la suma de los dos catetos) y mayor que 1:
por lo tanto, no puede estar representada por un número entero. Tampoco por
un número fraccionario, lo que sería más largo de demostrar. Se deduce pues
que, en un vector cualquiera, el número de puntos no es finito, como
pensaban los pitagóricos: además de los números enteros, los números
fraccionarios e irracionales están presentes hasta el infinito.
Ahora bien, si reducimos el mundo a los números, no simplificaremos su
imagen si pueden ser infinitos. «La matemática nacida del pitagorismo —
concluye un historiador— era como un boomerang, se volvió contra él».
Pronto vendrá la resaca, la negación del número pitagórico que se
elaborará en Elea (o Velia), en la costa de Lucania, durante la primera mitad
del siglo V. Parménides (nacido hacia el 530) se cuestiona sobre el Ser, verdad
global, inmutable, que hay que diferenciar de la opinión (el No Ser), simple
juego de apariencias. Coloca del lado de las apariencias lo «múltiple», es
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decir, las explicaciones de los jónicos y de los pitagóricos. Aparecen así
muchas controversias. Defendiendo a su maestro en contra del sentido común,
Zenón de Elea formulará sus paradojas: Aquiles no puede llegar hasta la
tortuga que está delante de él, la flecha vuela y no vuela, etc. Sería un poco
largo explicar que estas imágenes son y no son absurdas. Se vuelven
razonables, o casi, si las consideramos como una respuesta a las ideas
pitagóricas, cuyo carácter absurdo tratan de sacar a la luz. Este razonamiento
por el absurdo esboza una lógica, una dialéctica, diría Aristóteles, y también
aquí el caminar zigzagueante de la ciencia sacó algún beneficio.
Tras esta orgía de argucias verbales, podríamos seguir la vuelta a lo
concreto con las experiencias de Empédocles de Agrigento (500-430) que
sacaron a la luz el papel del aire, la presión que ejerce, la necesidad de
sustituir, entre los elementos, el vapor por el aire. O con los razonamientos de
Demócrito, que es el primero que habla de finas partículas invisibles, los
«átomos», exactamente los «indivisibles». Una profusión de átomos (en lugar
de una profusión de números) es para él la arquitectura viva del mundo. A la
luz de la física y de la química atómicas modernas, esta ensoñación adquiere,
tomada al pie de la letra, una actualidad engañosa.
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sensibles; a emplear una vil materia que exige el trabajo de las manos y sirve
para oficios serviles». ¡Cosas pequeñas, pero cuan elocuentes!
Este divorcio entre la ciencia griega y la demiurgia artesanal corresponde
a un giro reciente de la sociedad griega. Michel Rostovzeff observa que «el
arte griego de los periodos arcaico y clásico nunca abandona la representación
de los oficios». La cerámica ofrece así una serie de cuadros de la vida
material, pero el arte se apartará de los espectáculos «mecánicos», que se han
vuelto despreciables. «Lo que se llama las artes mecánicas —dice Jenofonte
— lleva un estigma social y se desprecia con razón en nuestras ciudades».
Por otras razones, la opinión pública en Atenas no es indulgente con las
experiencias científicas. Los astrónomos y los sabios parecen fácilmente
impíos, y la impiedad en este caso consiste en desacralizar el cielo y las
estrellas, tradicionalmente reverenciados como divinidades. Protágoras fue
desterrado, Anaxágoras fue a prisión y sólo salió de ella con la ayuda del
propio Pericles, pero se marchó de Atenas, que no era ciertamente la capital
del pensamiento libre. Incluso Sócrates considera que es muy inútil plantearse
preguntas sobre las órbitas de los astros, los movimientos de los planetas y
sus causas. Y sin duda, Platón contribuyó poderosamente a dar un mayor
renombre a los estudios astronómicos, pero sólo cuando se sumó a la hipótesis
presentada por sus discípulos, a saber, que los movimientos observables de
los planetas, aunque parecen desordenados (la palabra planeta en griego
significa «vagabundo»), sólo lo son en apariencia. Sus movimientos reales,
perfectamente regulares, obedecen, como los de las estrellas, a un orden
divino. En este caso, ¿por qué condenar una astronomía que se alejaba de las
enojosas explicaciones naturalistas de los jónicos y que, al quedar «las leyes
naturales» de nuevo «subordinadas a la autoridad de los principios divinos»,
como dirá Plutarco, recupera su inocencia? Las cartas de nobleza que Platón
concede a la astronomía son ambiguas. Siguen dejando de lado las
investigaciones inauguradas por Jonia sobre causas naturales, capaces de
explicar la estructura del mundo. Ya lo vemos, la desacralización del mundo
griego no fue completa, ni rápida.
La ciencia del siglo V no dejó de aprovecharse del esfuerzo fructífero de
un pensamiento que se ejerce sobre sí mismo y no sobre el mundo exterior. La
distinción platónica entre el papel del pensamiento y el de la percepción como
instrumentos de conocimiento sería esencial para el futuro científico.
También el sentido agudo de la abstracción matemática, con la que la filosofía
platónica se suma a la ciencia pura. No escapamos sin embargo a la impresión
de que, en el momento más creador de la filosofía, el rechazo de una ciencia
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empírica y experimental cerró, por así decirlo, los caminos que se habían
abierto anteriormente.
Aristóteles de Estagira
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tras atravesar los avatares de la historia, vivirá el pensamiento científico hasta
Galileo. El principio de inercia tendrá que esperar siglos para ser formulado.
Esplendores de Alejandría
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El milagro es que este esplendor alejandrino se mantenga a un nivel tan
alto durante dos siglos. Dos siglos de una vida intelectual tan plena, que no se
puede hacer un balance en pocas líneas. El pensamiento científico, que se
libera de las síntesis habituales, tiende a especializarse en ciencias
particulares. Ya no se habla de filósofos o de sabios, sino de matemáticos:
Euclides (hacia el 300), Arquímedes (287-212) que apenas pasó por
Alejandría, si es que lo hizo; Apolonio de Perga hacia el 200; de gramáticos
como Dionisio de Tracia hacia el 290; atomistas como Herófilo y Erasístrato
hacia la misma época; astrónomos como Aristarco (310-230), Eratóstenes
(273-192) e Hiparco hacia el 125.
Este enorme desarrollo de las ciencias particularizadas corresponde a un
enorme progreso de los conocimientos. Tras un lento movimiento de
maduración una amplia eflorescencia intelectual sacude todos los sectores.
Los Elementos, de Euclides buscan una presentación sistemática de las
matemáticas. Arquímedes (junto a temeridades del tipo: «Dadme un punto de
apoyo y moveré el mundo») inaugura la medición aproximada de la
circunferencia gracias a dos polígonos, uno exinscrito y otro inscrito en un
círculo (a medida que se multiplican los lados, sus perímetros tienden a
acercarse y a confundirse con la circunferencia); también presiente el cálculo
infinitesimal. Apolonio de Perga trabaja sobre los cónicos. Con Arquímedes
también nace la mecánica, Aristarco mide, o trata de medir, las distancias
relativas de la Tierra a la Luna y al Sol, y Eratóstenes mide el meridiano
terrestre. Hiparco es capaz de predecir los eclipses. Herófilo, hacia el 300,
diferencia las arterias de las venas. Isistra identifica los canales linfáticos. La
más sensacional de estas hazañas es probablemente la de Aristarco (hacia
310-230 a. G): según Arquímedes, afirmó que la Tierra gira sobre sí misma en
un día y alrededor del sol en un año. Según un testimonio de Plutarco, sufrió
mil vilezas y casi lo juzgan por impiedad. Es muy posible que los dos detalles
sean exactos y estén relacionados: en realidad la concepción heliocéntrica del
mundo se abandonará porque chocaba con las concepciones religiosas de la
época.
La «revancha de Espartaco»
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Podemos pedir a R. Oppenheimer, padre de la bomba A, que inicie el
debate: «Si pensamos —escribe— en la cultura de la Grecia antigua y en el
periodo helenístico y romano que vino después, parece muy extraño que la
revolución científica no se haya producido entonces». Por revolución
científica debemos entender, en sentido pleno, la revolución industrial que
comenzaría dos mil años más tarde, a finales del siglo XVIII de nuestra era, en
Inglaterra. ¿No estaban presentes los elementos de una revolución de este tipo
en Alejandría?
Todo el debate gira alrededor de un ingeniero genial, Herón de Alejandría,
que vivió 100 años a. C. Es el inventor de cien estratagemas, de mecanismos
complicados, de una jarra con sifón que vierte o no, a voluntad, el agua que
contiene, de engranajes de ruedas dentadas, de tornillos sin fin, de un
torniquete que utiliza para su movimiento la presión del vapor de agua
procedente de una caldera en miniatura… Con el nombre de dioptra inventó
un verdadero teodolito, cuya simplicidad profunda reconocerá el lector si,
durante su vida militar, ha practicado operaciones topográficas.
¿No están aquí todas las promesas de una ciencia aplicada?, vapor de
agua, incluso al servicio de un juguete, tiene una importancia crucial bien
sabida. Finalmente, el descubrimiento de la marmita de Denis Papin
(1681 d. C.) tampoco determinó la revolución industrial, que tardaría un siglo
más. El descubrimiento técnico no bastó para provocar una revolución
técnica. Tampoco creo en una explicación «endógena» que cuestionara la
futilidad de los ingenieros alejandrinos. Herón, dice Louis Rougier (1969),
«es el Vaucanson de la Antigüedad, no es el James Watt». Sin embargo,
Vaucanson no se limitó a los autómatas: trabajó por mejorar las técnicas
textiles. También se ha dicho, y ya es más serio, que los «mecenas» de
Alejandría habían pedido a los ingenieros, no que perfeccionaran las
máquinas, aunque fueran de guerra (en lo que se afanaron aparentemente sin
demasiado éxito), sino que facilitaran supercherías milagrosas destinadas a
impresionar a los fieles, dentro del marco del culto grecoegipcio de Serapis:
religión dirigida, ciencia dirigida, dice un historiador. Quizá. ¿Es suficiente
para explicar este estancamiento de la técnica que se prolongará durante todos
los siglos romanos?
Los historiadores han adelantado otra respuesta, que repiten sin problemas
los filósofos y tecnólogos. Toda revolución técnica está condenada
anticipadamente por la esclavitud, cuya lepra no deja de extenderse por el
mundo antiguo. Atenas, en el siglo III, se convierte en una ciudad adormecida,
con grandes propietarios, talleres y esclavos, en el campo como en la ciudad.
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A partir del 166 a. C., Delos (¡extraño destino para la isla santa!) se convierte
en un inmenso mercado de esclavos para todo Oriente. «Si Herón de
Alejandría no piensa en construir una máquina de vapor para aliviar el
esfuerzo de los hombres —vuelve a escribir Louis Rougier— es porque existe
la esclavitud». Será «la revancha de Espartaco».
Nadie puede negar que una sociedad puede ser negligente en el desarrollo
y la adopción de técnicas (aunque las conozca) en la medida en que no las
necesite. Es incluso el núcleo del problema. ¿Debemos pues incriminar al
espíritu esclavista, a la indiferencia ante el esfuerzo humano? Nos
permitiremos dudar que la revolución industrial inglesa, y después europea,
que se acompañó durante décadas y décadas con una degradación evidente de
la condición obrera, haya sido dictada por un deseo de «aliviar el esfuerzo
humano». Quizá, por el contrario, había pasado a ser rentable para una
sociedad dada o para un grupo dado, ayudar a los hombres con una máquina
para que produjeran más, aunque no siempre trabajando menos, ni menos
duramente.
Por supuesto, con nuestra sensibilidad actual, ¿cómo no encontrar placer,
en nombre de una moral retrospectiva, en la «revancha de Espartaco»? La
esclavitud no sólo fue un crimen, sino una falta que condenó a los hombres a
estancarse. Entonces, ¿por qué la revolución industrial, fracasada en la
Antigüedad, no se produjo en el siglo XVII, en tiempos de Denis Papin? ¿O en
la Italia del Renacimiento, especialmente en Lombardía, donde parecían darse
todas las condiciones científicas? La sociedad de este tiempo ya no es
esclavista. Cuando haya un «despegue», por hablar con el lenguaje de W.
Rostow, en la Inglaterra de 1780, la experiencia habrá estado precedida
durante mucho tiempo por un despegue económico y demográfico duradero.
La detonación económica es, entre otros factores, indispensable. ¿Pensaremos
retrospectivamente que no estaba presente hacia el 100 a. C.?
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portuarias en el Pireo. Ciudad universitaria, Atenas ve acudir a sus brazos a
los jóvenes ricos. Es también la capital innegable del pensamiento filosófico.
La Academia y el Liceo siempre tienen sus escolarcas. Teofrasto (322-287) y
Estratón (287-269) sucedieron a Aristóteles en el Liceo. ¿Quién no ha leído
los Caracteres de Teofrasto? Corrientes filosóficas nuevas y vigorosas
aparecen con Zenón, Epicuro, Pirrón.
Lo que se apaga, sin embargo, es la tragedia clásica, sus coros, sus cantos.
Compañías ambulantes siguen representando, de ciudad en ciudad, por la
Grecia europea y asiática, obras de Eurípides. No obstante, la tragedia ha
dejado de ser creadora. Sólo ha sobrevivido en el teatro una comedia que se
ha renovado, inspirándose en el espectáculo de la vida cotidiana. Menandro
(hacia el 342-hacia el 292) que, fiel a Atenas, rechaza las halagadoras
invitaciones de Ptolomeo Soter, es su maestro más famoso. Durante mucho
tiempo sólo se conocieron de su obra algunos fragmentos y lo que pasó a los
latinos (Plauto y Terencio). No obstante, desde 1959 disponemos de una obra
completa, el Diskolos, que pone en escena de forma burlesca un campesino
malhumorado, anticipando el Misántropo.
Atenas ya no es el centro del universo griego, ampliado sin tasa con las
conquistas de Alejandro. Pérgamo, Rodas, Tarso, Antioquía, Alejandría sobre
todo son rivales victoriosas. A decir verdad, lo que termina con el antiguo
resplandor de Atenas es el predominio de la polis, de una literatura popular
«al aire libre», hecha para el conjunto de los ciudadanos reunidos en las
gradas del teatro. La vida intelectual estará ya dominada por las cortes
principescas, las bibliotecas y sus eruditos, los cenáculos voluntariamente
herméticos, el mundo atento de las escuelas cuyo número crece, e incluso por
una cierta «burguesía» que explica el desarrollo de la economía. Es decir, un
universo con estructuras diversas, múltiples.
Sin embargo, el pensamiento griego debe hacer frente por todas partes a
mundos indígenas que le son ajenos. Está atrapado en una tarea imperial que
le obliga a afirmar su unidad con respecto a los demás. Un idioma común, una
koiné tiende a sustituir a los dialectos. Esta koiné es sobre todo de origen
ático, pero no exclusivamente. Es el idioma de los profesores, la herramienta
casi única de la prosa.
Otros cambios: con el fin de las libertades públicas, la elocuencia ha
desaparecido. Es lógico, ya que no hay más multitudes que convencer con las
trampas o la fuerza de la palabra. Apenas se deja a los hombres el derecho a
canturrear discretamente lo que dicen sus maestros y a gozar los placeres de la
evasión literaria. Evasión en la erudición, en la historia o en esos relatos
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imaginarios que son casi un esbozo de novela, o en las breves obras, alusivas
o caricaturescas, que son los mimos. Los de Herondas de Siracusa son
famosos. Escritos en versos rápidos, presentan con vivacidad hechos de la
existencia cotidiana: un mercader de esclavos relata al tribunal sus desgracias,
una madre de familia pide al maestro que corrija a su hijo, una alcahueta se
afana en sus asuntos, un zapatero nos enseña su taller. Todo está en el arte y
en la amenidad del diálogo.
También son evasiones los Epigramas, los Idilios, las canciones amorosas
de Teócrito (nació hacia el 300, probablemente en Siracusa, vivió en Cos y en
Alejandría), sus fugas poéticas lejos de las ciudades tentaculares, hacia
campiñas encantadas y pastores tañedores de flauta, también poetas, que
preguntan al autor, con el que se encuentran en los campos de la isla de Cos:
«¿Dónde vas, Simílquidas, tan deprisa, en pleno meridión, a la hora en que
incluso el lagarto duerme entre los muros de piedra seca, y en que las alondras
moñudas, amigas de las tumbas, interrumpen sus retozos?». Evasiones, por
fin, la búsqueda de la palabra rara, la alusión sibilina reservada a los
iniciados, la originalidad estilística que domina en el círculo de los poetas
alejandrinos.
El arte también revela una Grecia inédita, romántica o barroca, enamorada
de las novedades. Esta búsqueda de lo nuevo desemboca, en Alejandría como
en Rodas o en Pérgamo, en una opción naturalista —negación de la belleza
académica y de la belleza sin más— o en un patetismo grandilocuente que
evoca los excesos de nuestro barroco, o en una gracia amanerada o
preciosista. La gran pintura griega de finales de la edad clásica, que sólo
conocemos por los comentadores y que ya había orientado, hacia el 350, la
escuela de Sición y el escultor Lisipo, probablemente estuvo en el origen de la
corriente. La pintura sigue gozando de un prestigio todavía mayor que la
escultura y la búsqueda pictórica es tan ferviente y sofisticada como la
experiencia estilística de los poetas alejandrinos. Quisiéramos conocer
algunas muestras de estas tentativas: pintar sobre una mesa o un enlosado los
manjares de un festín, etc. Podemos imaginarlas como el origen de las bellas
naturalezas muertas de Pompeya.
Como en Pompeya, pintura y mosaico son la decoración favorita de las
casas de los ricos. Junto a una arquitectura religiosa tradicional que bebe en
las fuentes jónicas y dóricas (un dórico suavizado, aligerado), la arquitectura
privada se desarrolla, como testimonian las amplias moradas que se han
descubierto en Delos, con sus patios centrales de columnas, sus mármoles, sus
estanques y sus preciosos mosaicos, sus estucos pintados. El urbanismo había
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empezado, desde el siglo V, a independizarse como un arte consciente y es
Hipódamos de Mileto, arquitecto clásico del Pireo, quien reivindicará el
urbanismo helenístico. Las grandes ciudades que crecen deprisa, Alejandría,
Antioquía o Pérgamo, ayudan a definir las reglas de un urbanismo, tanto
estético como funcional.
Esta rica, pródiga civilización del universo helenístico nos da, a los
hombres del siglo XX, la impresión de una civilización cargada sobre los
hombros de pueblos conquistados, sometidos, de una civilización en
equilibrio inestable. Que algunos orientales lleguen hasta esta civilización de
maestros, es un triunfo evidente. Los hombres de África llegarán así a Roma,
como ayer llegaron a Francia, pero estas conquistas no pueden ocultar que se
alzan sobre los idiomas de los vencidos, como el arameo, que hace inmensas
conquistas. La vida religiosa conserva mucho más sus rasgos originales. Se
superpone incluso a los cultos griegos que, tras la desaparición de la religión
políada, están mucho más abiertos que nunca a las sectas y ritos de Oriente.
Es la fuerza enorme del obstáculo contra el que se desgastará, a la larga, el
esfuerzo multisecular de la civilización de los vencedores.
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Capítulo VIII. Roma, más que el Mediterráneo
Visto desde la distancia, el destino de Roma tiene una poderosa simplicidad;
visto de cerca, los hombres, las circunstancias, los detalles se toman la
revancha.
Sobre todo, no pensemos que el enorme imperio nació de sí mismo. El
Mediterráneo es un mecanismo que tiende a asociar a los países situados en
las orillas de su inmensidad, es cierto, pero no es el mar quien fabrica la red
en la que la presa viva queda atrapada.
Asumida esta victoria, la sabiduría quizá hubiera sido, para Roma,
limitarse al Mediterráneo, a sus espacios líquidos, a la finísima corteza de los
países que lo envuelven. ¿Quedarse al sol, cerca de los olivos, de la vid?
Roma emprende un camino muy diferente: César conquista la Galia,
Germánico se enfrenta con el bosque inmenso que es Germania y, con él, la
Europa del futuro gime al ver el repliegue de sus legiones; Agrícola termina la
conquista de Gran Bretaña (77-84) y Tácito, su yerno, se dispone a relatar sus
hazañas; Trajano se apodera del «oro de los dacios» y, en el Eufrates,
descubre a su vez la impotencia de Roma frente al Asia misteriosa de los
partos.
Sin duda, las provincias romanas en las que la pax romana pronto
acumulará sus bendiciones, permanecerán bastante ajenas a la política
romana, a las tragedias que se desarrollan en Roma y en las fronteras. Si los
pretorianos se matan entre ellos, si el limes en el que vigilan los soldados vive
alertas dramáticas, al provinciano tranquilo no le importa nada. Las distancias
le garantizan un cómodo margen de quietud. No obstante, sólo que el
Mediterráneo, preso de Roma, siga viviendo, que su corazón siga latiendo,
hace que todos los bienes culturales circulen, tiendan a mezclar ideas y
creencias, a nivelar una civilización material cuyos restos siguen siendo
visibles en nuestros días. El Imperio Romano es el espacio trabajado por los
intercambios, la inmensa caja de resonancia en la que cada ruido se amplifica
hasta adquirir las dimensiones de un universo; una «acumulación» que un día
se convertirá en herencia.
La romanización del mundo antiguo, su conquista militar y cultural, es el
tema esencial de una historia romana que se reduce al marco del mar. Roma
nos interesa aquí básicamente porque sus triunfos crean la norma de una vida
universal e imperial alrededor del Mare nostrum.
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1. El imperialismo de Roma
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refundada por los etruscos, que quisieron controlar el mejor paso del Tíber,
gobernado por la isla Tiberina. Los tres últimos reyes tradicionales de Roma
son etruscos, por otra parte: Tarquino el Antiguo, Servio Tulio, Tarquino el
Soberbio.
Según la tradición, Roma se rebela en el 509 contra los toscanos. Esta
revuelta, de la que nace la República romana, el gobierno de los cónsules, del
Senado y de las grandes familias patricias, de las gentes patriarcales, se podría
situar más tarde, hacia el 407. Su significado no es muy seguro. ¿Hubo —se
pregunta un historiador, Jacques Heurgon— un siglo V romano? Las mentiras
piadosas de la historia tradicional magnifican guerras mediocres llevadas a
escasa distancia, de una ciudad a otra, por tropas poco numerosas. Roma, en
estos siglos oscuros, está unida a las otras ciudades del Lacio por la
Confederación Latina y las luchas monótonas que trae cada primavera sólo
son pequeñas disputas internas, por la posesión de un manantial, unos campos
de propiedad dudosa, ganado robado o recuperado.
Cuando aparece, en el 390 o el 387, la invasión gala, las cosas cambian.
Esta guerra violenta no dura demasiado. Vencidas en Alia, las legiones
romanas no pueden salvar su ciudad, que toman los senones de Brenus. No
obstante, el Capitolio resiste, los vencedores se repliegan y la vida vuelve por
sus fueros, en la promiscuidad monótona de la Confederación Latina. La gran
fecha es con seguridad, en el 338, con la disolución de esta Confederación a
manos de Roma: las ciudades latinas quedan sometidas y Roma, libre de sus
actos, se apodera de Italia en setenta años, conquista que culmina con la toma
de Tarento en el 272, o si preferimos, la de Regio, otra ciudad griega, en el
270. En esta fecha el control de Etruria es un hecho: la toma de Volsinia tiene
lugar en el 265.
Quizá, al comienzo de esta marcha imparable, tendríamos que cuestionar,
en 343, la asociación de Roma con Campania, especialmente con la gran
ciudad de Capua. Por esta asociación, el Lacio queda atrapado entre dos
fuegos. Capua, punto de destino de una inmigración montañesa y campesina,
pone a disposición de Roma una masa de aventureros cuyo papel tuvo su
importancia. Además, instalarse en Campania, era encontrarse con los
griegos, unirse al mar, aprovechar los intercambios (de lo que dan testimonio
las primeras monedas acuñadas). Con seguridad, era también tropezarse con
los samnitas, civilización salvaje del Apenino que, desde hace un siglo,
atormentaba a las ricas tierras del llano.
Roma pasará por una larga prueba, pero será también su primer éxito
importante. Al aceptar luchar contra las tierras altas, se impone en el llano,
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que libera de una amenaza constante. Sólo lo conseguirá con perseverancia,
pues la lucha se reanuda varias veces: 343-341; 326-304; 298-290. Estas
guerras de montaña están a merced de una emboscada, de un fallo en el
suministro, de un retraso en un enlace, de una dispersión temeraria de las
columnas. Los legionarios romanos conocieron la humillación de las Horcas
Caudinas (321). Roma muy pronto recurre a cuerpos móviles, organiza el
bloqueo de las zonas montañosas, como se vigilaría después una «zona
disidente» de Bled es Siba, hace muy poco, en Marruecos. Es decir, una
guerra de desgaste, con golpes indirectos. La ocupación de Apulia, hacia el
320, no sólo dio a Roma la última gran llanura de la península, sino que le
entregó el territorio sobre el que caían en invierno las masas de ganado de los
Abrazos, en el corazón mismo del territorio samnita.
Éxito inmenso, pero de una lentitud que despierta regularmente las
esperanzas de los adversarios de Roma. Finalmente, samnitas, galos y
etruscos combinan sus esfuerzos, pero las legiones romanas acaban con esta
coalición en Sentino, en Umbría (295). En ese momento, la guerra había
terminado virtualmente, Etruria estaba prácticamente sometida, la llanura del
Po controlada, las orillas del Adriático ocupadas. A su vez, las ciudades
griegas no habrían tardado en someterse si Tarento no hubiera organizado el
brillante episodio de Pirro. Una vez cerrado ese episodio, la ciudad se sometió
(272). Los romanos ocupaban poco después (270) la ciudad de Regio, en el
estrecho de Mesina, frente a Sicilia.
Italia —vocablo geográfico que designaba primitivamente la Calabria
actual, y que se extendió después a la Italia meridional— pronto designará el
conjunto de la península. Las palabras también tienen su imperialismo.
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privilegio de Camilo, el dictador semilegendario. Los pueblos más alejados a
veces pudieron optar a una semiciudadanía, la del derecho latino. También se
crearon colonias romanas (entonces pobladas con ciudadanos romanos), o
colonias latinas, dotadas de una cierta autonomía, a veces con derechos
inferiores, en el emplazamiento de antiguas ciudades, o en sitios todavía sin
urbanizar. También existía el estatuto de aliados, socii, favorecidos unos con
tratados igualitarios y otros con tratados que lo eran menos.
He dicho política honrada, pero no de muy buen grado. La bona fides
quizá sea un mito creado después. Roma se preocupó celosamente por
respetar la letra de los tratados, por poner de su parte la moral y el derecho.
No obstante, la hipocresía nunca está ausente de una estrategia que, tras
dividir a los adversarios, se aplica a diferenciar los estatutos de los socios.
Una posición central, una política hábil, no significan no obstante gran
cosa sin medios militares. Forjada a lo largo de las guerras, la legión fue el
instrumento de la victoria. Los primeros ciudadanos de las cinco clases
«serviles» sirven en ella con el armamento pesado de los hoplitas griegos,
casco, coraza, escudo redondo; las otras clases han adoptado un armamento
más ligero, el pectoral en lugar de la coraza y el escudo largo. Los más
pobres, mal equipados, cobran una soldada desde la guerra de Veyes
(conquistada hacia el 396). El soldado romano toma de los samnitas la lanza,
convertida en pilum: una hoja fina y alargada montada sobre un mango de
madera. Se ha tomado la costumbre de colocar socialmente, si podemos
decirlo así, a los legionarios: los de armamento más ligero, denominados
impropiamente hastati (efectivamente, no tienen lanza), forman las primeras
filas; los principes la segunda línea; los triarii, en tercera línea, son la reserva
de infantería pesada. El orden es más flexible que entre los griegos. El
soldado romano no combate codo con codo, un intervalo lo separa de su
vecino y las líneas sucesivas están colocadas al tresbolillo, de modo que una
línea al retroceder pueda cubrir a la siguiente sin dificultades. La disciplina es
estricta, aunque no se trate de un ejército profesional. Cada noche, los
hombres construyen el campamento que los protege de las sorpresas fáciles.
La caballería es poco numerosa, en general la aportan los aliados.
Última baza de Roma, y de importancia: las disputas que alimentan a lo
lejos los monarcas helenísticos, sucesores de Alejandro, la lucha ciega que
enfrenta en Sicilia a los cartagineses y a los griegos, como si estuvieran solos
en el mundo. Roma aprovechó estos descuidos para tejer la tela de Penélope,
remendada día tras día, que fue la conquista de Italia. Finalmente, la vemos
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fuerte, segura de sí, frente a los griegos y los cartagineses, frente a Sicilia y el
Mediterráneo, cuya clave está en la gran isla.
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Brutium. Hasta Roma y Ostia, bajaba flotando por el Tíber. Desde este punto
de vista, Cartago estaba en peor situación, pues a menudo tenía que importar
madera sarda.
Fáciles de construir, estos barcos largos son sin embargo costosos, sobre
todo porque sólo sirven con mar calma en el verano, y para pequeñas
distancias entre Italia, Sicilia, Malta, las Lípari, las islas Égadas, la costa
cercana de África… Y siempre hay que sobrecargarlas de hombres,
marineros, remeros, soldados — hasta cuatrocientos por barco, según Polibio.
En total, esta guerra es extraordinariamente dispendiosa: iniciada en igualdad
de condiciones pronto se convertiría en una guerra de desgaste.
En el 264, Roma había ocupado Mesina sin problemas, llamada por los
señores de la ciudad, los mamertinos, aventureros bastante curiosos que
habían traicionado a la guarnición cartaginesa. Tras una paz impuesta a
Hierón de Siracusa, los romanos comenzaron a asediar las ciudades
occidentales: Agrigento, la griega, fue tomada durante el invierno del 262-261
(25.000 esclavos vendidos); en el 254, casi diez años más tarde, le tocaba a
Panormos la cartaginesa: diez mil de sus habitantes fueron reducidos a la
esclavitud. En el mar, en el 260, la flota romana era vencida a la altura de las
Lípari, pero una segunda flota, al mando del cónsul C. Duilio Nepos,
triunfaba frente a las costas de Milas (Milazzo), gracias a los ganchos y
pasarelas lanzados por los barcos romanos contra sus adversarios. Los barcos
cartagineses, más ágiles, se encontraban así privados de sus ventajas,
obligados a aceptar el abordaje y la transformación del combate naval en un
duelo de soldados, en una batalla terrestre en suma (lo que se convertiría en la
regla durante siglos para todas las batallas con galeras). Roma ya se siente lo
bastante fuerte para enfrentarse con los barcos cartagineses frente a las costas
mismas de África (256), y un cuerpo expedicionario desembarca en el cabo
Bon. Pasa el invierno en Túnez, pero es aplastado el año siguiente. El
desgraciado jefe era el cónsul Régulo.
La situación no se invirtió por ello a favor de Cartago. No obstante, la
ciudad había encontrado en Amílcar Barca un jefe genial que se había
aferrado, en Sicilia, a dos montañas fortificadas, inexpugnables: el monte
Heireté, cerca de Palermo; el monte Erix, cerca de Drépano (Trapani). Sus
tropas multiplicaban los golpes de mano y los barcos púnicos practicaban una
carrera fructífera. Esta pequeña guerra se estaba volviendo contra Roma. La
República ya había perdido setecientos barcos, pues las tormentas sumaban
sus estragos a los de los corsarios y la flota púnica. Entonces, los cartagineses,
decididos a dar un gran golpe, lanzan una enorme flota, pero Roma y los
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griegos, en un esfuerzo prodigioso, la aplastan en el 241, frente a las islas
Égadas, en el extremo occidental de Sicilia.
En Cartago, el desastre trajo al poder a Hanón y al partido pacifista. Roma
pudo imponer unas condiciones de paz draconianas. Sicilia pasó a sus manos
y aprovechó inmediatamente las dificultades internas de Cartago para hacerse
además con Cerdeña y Córcega. Debilitada, ocupada en hacer frente a la
sublevación de Libia y a la guerra sin piedad que le hacían sus propios
mercenarios (enormes sueldos atrasados sin pagar), Cartago quedó obligada a
aceptar las condiciones de Roma. Obtuvo únicamente, en Italia, el derecho a
la leva y a cargar los barcos de trigo.
No obstante, tras el desastre de Sicilia y el aplastamiento de los
mercenarios (238), Amílcar Barca pasa a España con los restos de su ejército,
en el 237. Así comienza la conquista de España, que realizaría la orgullosa y
magnífica familia de los Barca. La operación consistió en apoderarse de la
cuenca del Guadalquivir y desde allí, pasando la meseta de Cástulo, llegar al
Mediterráneo (más tarde será el trayecto de la vía Augusta); asentarse
sólidamente en Levante, donde la Nueva Cartago —Cartagena— fue fundada
por el yerno de Amílcar, Asdrúbal. A petición de Roma, los cartagineses
debieron comprométese, en el 226 o en el 225, a no cruzar el Ebro, es decir, a
no molestar a las colonias implantadas por Marsella en el litoral de la actual
Cataluña. En cualquier caso, la ocupación de la península Ibérica siguiendo
dos líneas maestras, el Guadalquivir y el litoral levantino, garantizaba a
Cartago la posesión directa de las preciosas minas españolas y la posibilidad
de intervenir en su producción. La moneda acuñada en Cartagena
proporcionará, unos años más tarde, hasta 300 libras de plata al día. En
Cartago, bellas piezas con finas representaciones de animales — caballos,
elefantes— son un testimonio de aquellos tiempos de abundancia.
Amílcar murió en el 231, en un encuentro con los indígenas; diez años
más tarde, Asdrúbal era asesinado. Su sobrino, Aníbal, el hijo de Amílcar, fue
aclamado como jefe por el ejército. Empezaba una prestigiosa carrera.
En realidad, ni Roma ni Cartago se habían dado por vencidas. Cada una
espiaba, temía a la otra. Roma tropezaba con dificultades severas en Cerdeña
y en Córcega, donde los pueblos montañeses eran tan duros como los
samnitas. En el norte de Italia, donde tras algunas escaramuzas había vuelto a
intervenir contra los galos, en 225, las dificultades eran todavía mayores. Seis
años más tarde, funda las colonias latinas de Piacenza y Cremona, pero se
trata de apoyos frágiles: las propias colonias provocarán la sublevación de los
boios. La guerra no dejaba de prepararse entre Roma y Cartago.
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¿Quién daría el primer golpe? ¿Aníbal, que se había apoderado de
Sagunto y cruzaba el Ebro en abril del 218? ¿O la flota romana, concentrada
el Lilibea y que, tras ocupar Malta de forma preventiva, se disponía a ganar
las costas de África? En septiembre del 218, Aníbal, que había cruzado los
Alpes (no se sabe por qué camino exacto), penetraba con menos de treinta mil
hombres en la llanura del Po. En diciembre del 218 triunfaba en el Tesino; en
enero del 217, en un día nevoso, se convertía en el vencedor de Trebia; el 23
de junio, aplastaba a los romanos cerca del lago Trasimeno, en Etruria;
controlado por el dictador Fabio Cunctator, tuvo la suerte de obtener en
Cannas, el 2 de agosto del 216, su mayor victoria. Por oscuras razones
(¿pocos hombres, falta de máquinas de asedio?) no se lanzó sobre Roma y se
entretuvo en las delicias de Capua, «la segunda Roma», que acababa de
«entregársele». Los años siguientes le reservaron más éxitos todavía (Tarento
estuvo en sus manos entre el 213 y el 209), pero atrapado en Italia del Sur, no
pudo contar con la ayuda de Cartago. En el 207, el fracaso en las orillas del
Metauro de su hermano Asdrúbal, que le traía socorros importantes de
España, selló su destino.
Refugiado en el Brutium (la alta Calabria), se mantendrá allí durante años,
bloqueado por las legiones romanas, como lo estuvo su padre en las laderas
del monte Erix. Roma, durante este tiempo, daba golpes decisivos: Cartagena
se tomaba en el 209 y el desembarco de Escipión en África, la repatriación de
Aníbal, la batalla de Zama (202) fueron la conclusión de la segunda guerra
púnica.
El conflicto que saltará por tercera vez, en el 148, para terminar dos años
más tarde con la destrucción de Cartago, plantea demasiados problemas como
para no haber suscitado las más vivas controversias.
Este proceso cuenta con un testigo esencial, historiador y uno de los
mejores que dio Grecia: Polibio. Nacido en Megalópolis, en Arcadia, en el
210 o el 205, sólo era un niño en tiempos de Zama (202), pero asistió a la
ruina de Cartago, en 146, junto a su amigo Escipión Emiliano. Curiosas
vueltas da la vida para este hijo de un político influyente de Megalópolis que,
en su primera juventud, había militado contra Roma por la libertad helénica
en las filas de Filopómenes, «el último de los griegos». Así es como Polibio
acabó recalando en Roma, en el 167, entre los mil rehenes aqueos exiliados en
Italia, después de Pidna. Y el exiliado quedó maravillado por la gran ciudad,
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donde vivió durante dieciséis años, frecuentando la casa de los Escipiones, de
los que será amigo incondicional.
Sus Historias presentan un relato de los acontecimientos después del 264,
comienzo de la primera guerra púnica (presentada, por otra parte, como una
introducción), hasta la destrucción del 146. Relato tanto más precioso cuanto
el hombre bien informado, es de una inteligencia excepcional, preocupado por
la visión de conjunto, además de su experiencia griega, que le lleva a
reflexionar sobre el fenómeno de la expansión romana. Para él, el triunfo de
Roma es como un decreto del destino, se deriva de una especie de ley de la
naturaleza. En lugar de enfrentarse a ella, es mejor asociarle la suerte misma
del helenismo. Trata de convencer de ello a sus compatriotas y a los
Escipiones, herederos de una familia gloriosa, ganada para la cultura griega y
sus lecciones.
El corazón de la obra de Polibio está formado por las razones del destino
imperial de Roma. Para los historiadores occidentales, sensibilizados ante los
estragos de los imperialismos y las guerras injustas, el debate está más bien en
la responsabilidad de este largo conflicto, del que Roma salió diferente de lo
que era. Si la ruptura del 218 se debe a Aníbal, ¿debe Cartago asumir la
culpabilidad de la guerra? ¿Entonces el imperialismo romano sólo es una
respuesta al imperialismo de Cartago? Aceptemos con Polibio que al atacar a
Sagunto en la zona que su tratado con Roma le tenía más o menos vedada,
Aníbal desencadenó a sabiendas la guerra. Sin embargo, los Bárquidas no
están solos en Cartago; por otra parte, en Roma, desde antes de la primera
guerra púnica, ya existen belicosos y cizañeros, a pesar de la prudencia de la
política romana. ¿La flota de Lilibea sólo se había reunido con fines
defensivos? Si se hubiera hecho a la mar antes del ataque de Aníbal, ¿el
pecado estaría únicamente por cuenta de Roma? Además, la guerra no
empieza en el 218, se reanuda. Y los romanos, cuando ocuparon Mesina en el
264, lo hicieron claramente a pesar de su tratado de amistad con Cartago del
306. No parece pues muy serio hacer depender de tal o cual acto de hostilidad
la responsabilidad unilateral de un conflicto que se dibujaba anticipadamente
y con tanta claridad en el mapa del mundo.
Digamos que Roma y Cartago estaban condenadas a tropezar, chocar,
sospechar una de otra. Los Bárquidas —que parecen haber dudado— quizá
hubieran aceptado ser los dueños pacíficos de España si Roma lo hubiera
consentido. Para Aníbal, la guerra fue una solución arriesgada, casi
desesperada. Es un milagro que su familia en España haya formado, tan
deprisa, en unos quince años, un ejército de sesenta a setenta mil hombres.
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Sin embargo, Roma dispone de más del doble. Lanzar este ejército por tierra
hacia Italia que está tan lejos es una locura: antes de llegar, ya habrá perdido
la mitad de sus hombres. Después de Trebia, los hombres de Aníbal tendrán
que echarse de nuevo a los caminos de montaña para escapar a la vigilancia
del enemigo, a veces estirándose por los desfiladeros difíciles de los Apeninos
a lo largo de treinta kilómetros.
Aníbal apostó por un levantamiento contra Roma de una Italia mal
sometida. Tuvo razón en lo que se refería a los celtas. Se equivocó casi
totalmente con los etruscos, los samnitas y sobre todo los griegos, que
acabaron prefiriendo los romanos a sus enemigos de siempre. Son un hecho
las secesiones de Tarento y Siracusa, y el gran plan de Aníbal, que proyectaba
apoyarse en la Macedonia de Filipo V, pero el ejército de este último ni
siquiera llegó al Adriático.
La única oportunidad del cartaginés era la relativa inexperiencia del
mando romano. Poco familiarizado con el arte helenístico de la guerra que
practica Aníbal, sólo se librará lentamente de sus costumbres arcaicas, con
una especie de «mutación psicológica» que quizá fue el secreto de su
recuperación. Roma fabricó así, poco a poco, su propia forma de guerra
«moderna», que no fue una simple copia del arte helenístico, pues se apoya en
bases más profundas que este juego brillante de condottiero que fue, después
de todo, el de Aníbal. Roma no se presta a esta especie de deporte helenística
en el se apresura a reconocer su derrota, sin insistir más.
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romana, capital de la provincia de África, no tenía nada que ver con la
asombrosa metrópolis púnica de antaño.
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adelantemos demasiado la unidad del Mediterráneo en beneficio de Roma. No
exageremos el alcance de algunos detalles: un envío de trigo de Egipto a
Roma en el 210; o de África del Norte hacia el Egeo, hacia los años 170; o el
aumento del tránsito por los mares de Levante, a comienzos del siglo II, que
responde a un mayor acopio de esclavos de los compradores de Italia.
En total, desde Roma al reino parto o a Bactriana, las fluctuaciones de los
precios, los movimientos de crédito, las coyunturas financieras, los propios
deterioros sociales, como sostiene F. M. Heichelheim, tienden a extenderse
por un espacio cada vez más amplio. Solamente tienden. Se siguen marcando
coyunturas diferenciadas, incluso entre zonas vecinas: lo que ocurre en la
Siria de Antíoco III no reproduce el violento deterioro del Egipto de Ptolomeo
III. Si una coyuntura de conjunto se impone a la economía del Mediterráneo,
no será antes del 170, 150, o incluso el 130.
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Creta o de Cilicia, donde tiene su base una piratería próspera. Cuando termina
el siglo III, la potencia de Egipto ha recibido un duro golpe. Desde fuera, por
la crisis de la segunda guerra púnica, que reduce quizá los envíos de metal
blanco hacia el este y que, en todo caso, elimina a Egipto de amplios
mercados en Italia, y en Cartago misma. Desde dentro, porque, vencedor de
Siria en Rafia, en el 217, Egipto sólo debió este éxito a las milicias
«egipcias», es decir, no griegas. En consecuencia, trastornos internos
(nacionalistas, coloniales, incluso racistas) devastan Egipto, que ya sólo es, en
el concierto político de Oriente Próximo, un hombre enfermo. Esta debilidad,
este vacío, aceleran las políticas agresivas de Filipo V de Macedonia y de
Antíoco III, bajo el signo de la premura y de las guerras despiadadas.
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brutos que ellos. En Cinocéfalos (197), el ejército de Filipo V queda casi
ridiculizado; Macedonia, que de golpe vuelve a sus estrictas fronteras, sufrirá
una humillación más: la proclamación de Flaminio, en los juegos ístmicos, de
la independencia griega (196), que devuelve a Grecia la libertad y sus
minúsculas disputas. En el año 194, las legiones abandonan la península de
los Balcanes. Después de tantos pillajes, exacciones, masacres, ¿quién se
atreverá a moverse? Luego, en el 190, favorecidos por Pérgamo y Rodas, los
Escipiones triunfan, en Magnesia de Sípilo, sobre el ejército mucho más
numeroso de Antíoco III, y arrojan a este magnífico y ambicioso «Rey Sol»
más allá del Tauro.
Misma facilidad, unos veinte años más tarde, en el 167, cuando se trata de
acabar con Perseo, el sucesor de Filipo V. Paulo Emilio, el hijo del vencido de
Carinas, da en el campo de batalla de Pidna una nueva demostración de la
infalible superioridad romana y su triunfo, en Roma, desplegará riquezas
inauditas, fruto de pillajes abominables. Esta vez, la monarquía macedónica y
Macedonia habían sido borradas de la faz de la tierra.
La coyuntura se invierte
Guerras relámpago, pillajes, sólo son posibles con una cierta euforia de la
vida económica. El vencido postrado tiene que poderse levantar, para que
puedan reanudarse la lucha y el pillaje. Es lo que pasó en el primer tercio del
siglo II: la coyuntura es bastante favorable, las heridas, las finanzas
destrozadas, se curan, las indemnizaciones de guerra se pagan, por muy
pesadas que sean. Incluso Egipto, que ha vivido devaluaciones terroríficas,
del orden de 10 a 1, y que se encuentra reducido al régimen de la moneda de
cobre, vuelve a la vida tras este remedio de caballo.
No obstante, pasado el 170, la coyuntura se invierte; los precios del trigo
pasan a ser catastróficos, el nivel de vida se desmorona, los trastornos sociales
se extienden como una lepra y afectan de lejos a Roma e Italia victoriosas. Es
un hecho que la política es responsable de estos cambios en cadena, pero el
reflujo económico desempeña también su papel. La guerra se vuelve atroz.
Macedonia, sublevada, queda reducida al estatuto de provincia romana; el
gendarme se establece en su casa (148). Grecia, sublevada a su vez, es
salvajemente sometida y, a título de ejemplo, gratuitamente o casi, Corinto es
arrasada el año mismo en que Cartago se hunde entre las llamas. Grecia
también queda reducida a provincia romana (146) y, cuando muere Atalo
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(133), su reino, legado por él a Roma, se convierte en la provincia de Asia
(129).
Por todas partes, de un extremo al otro del mar, las guerras civiles,
«sociales» o de pueblo a pueblo, se acompañan, se dan la mano, parecen
nacer unas de otras: en España, la rebelión de los celtíberos, que se inicia en
el 154, no termina hasta el 133, tras los horrores del sitio de Numancia; en
África del Norte, la guerra contra Yugurta se abre en el 109 y llevará sus
repercusiones hasta la misma Roma; en el 102 y el 101, los cimbros y los
teutones llegan hasta Provenza y hasta la Italia del Norte; en el 91, la
sublevación de Italia —la guerra «social» (socii = aliados)— deja a Roma al
borde de la ruina. Finalmente, incluso en la capital, las rivalidades frenéticas
por el poder no se interrumpen salvo en breves periodos. ¿Cómo conquistar,
someter el universo mediterráneo en estas condiciones?
A favor de las disputas que desgarran Roma —la marea de la guerra
social, luego los primeros pasos victoriosos de Sila, en el 88, que lleva su
ejército hasta la misma ciudad—, el rey del Ponto, Mitrídates, es durante
algunos años el protagonista de una brillante revancha contra Roma, con el
aplauso de Oriente. En el 88, a su llamada, se desata una guerra general, la
sublevación «póntica»; cruza como un rayo la provincia de Asia; las ciudades
le abren sus puertas, masacran a los romanos (80.000 en total, se dirá). Luego,
avanzando paso a paso, la oleada cruza el Egeo. Los romanos de Delos son
asesinados. Desde Macedonia, un ejército invasor llega a Tesalia; Grecia
central, la misma Atenas, se sublevan.
Se tardó mucho en poner fin a esta situación. La represión comenzada por
Sila (87-83) viene marcada por la recuperación de Atenas, duramente tratada.
No obstante, otras preocupaciones impiden a Sila seguir su camino: el
dominio del mundo debe conquistarse en otro sitio, en la misma Roma, y
firma apresuradamente, con el rey del Ponto, la paz chapucera de Dárdano
(83). La inseguridad se mantiene pues en Oriente. Ni siquiera las durísimas
campañas de Lúculo consiguen la pacificación. Se alcanzará tardíamente, sin
demasiado mérito, en el fácil viaje de Pompeyo. En el 63, el anciano rey de
Ponto, abandonado, será degollado por uno de sus servidores. Dos años más
tarde, Siria se convierte en provincia romana.
La fortuna de Roma así reafirmada, ¿no viene arrastrada en realidad por la
ola ascendente de la situación económica que se recupera, quizá a partir de
Sila, con seguridad antes de César? Todo estaría resuelto, y Oriente estaría
sometido sin restricciones, si las disputas en Roma no hubieran tomado un
matiz trágico.
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De la ciudad al Imperio, de Tiberio Graco, 133 a. C., a Augusto, 31 a. C.
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que se recluta entre los pobres, los desfavorecidos, los capite censi, las
personas que están por debajo de la última clase, infra classem. Pronto se
hacen amos de la situación, empujan al poder a sus jefes, bastante indiferentes
a lo que llamaríamos verdaderas convicciones políticas. En el 100, el ejército
de Mario aplasta al partido popular, culpable de haber retomado los proyectos
de leyes agrarias de los Gracos y de agitar furiosamente la gran ciudad.
También Sila es el hombre de un ejército, del que recibe el poder a su
vuelta de Oriente, en el 82. Su victoria, seguida por atroces decretos, conduce
a la dictadura. ¿Es ya una monarquía a la oriental? No, Sila abdicará en el 79
y todo vuelve a empezar con las luchas entre Pompeyo y César, luego entre
Antonio y Octavio. La monarquía tampoco queda establecida con César, que
cae bajo los conjurados de los idus de marzo (44). Lo estará al finalizar el
combate entre Octavio y Antonio, especialmente dramático.
Esta guerra, efectivamente, hace resurgir el conflicto latente de Occidente
y Oriente, como si todo volviera e empezar, como si Oriente volviera a ser
capaz, por un milagro, de rehacer su fortuna que se esfumó. ¿Realidad o
ilusión? Octavio, el futuro Augusto, encarna el pensamiento unitario de César,
la preocupación por unir un Occidente casi redondo a un Oriente que habría
que completar, más allá de la frontera, demasiado cercana, del Eufrates.
Antonio y Cleopatra, al hilo de las circunstancias, sueñan con un Oriente
unificado en su beneficio. Este sueño, que se hunde de golpe en Actium (33),
¿habría podido desembocar, con unos siglos de adelanto, en el advenimiento
de un Imperio Bizantino? Hay historiadores que lo pretenden. Quizá sea
tomarse al pie de la letra la propaganda de Augusto, pues el episodio
«egipcio» llegaba en el momento preciso para instaurar y hacer aceptar un
poder fuerte y de formulación inédita. ¿Antonio, vencedor, no habría
levantado también el Imperio Romano?
El mérito de Augusto, al recuperar la herencia de César, será adaptarla,
disimular sus osadías más llamativas. Este heredero prudente, primer
emperador, será considerado como un salvador por todo el Mediterráneo,
amos y esclavos (y no solo Virgilio y los amigos de Mecenas): la paz (ubique
pax fue su divisa), el respeto a las personas, el orden social, son regalos
importantes tras tantos años tumultuosos. Sobre todo los últimos, en los que la
tensión había superado todos los límites.
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Un día, el imperialismo romano se detiene solo. Desde este punto de vista, la
época decisiva fue la de Adriano (117-138 d. C.). Encontramos entonces
dibujada alrededor del mar la amplia elipse de las fronteras romanas, a mayor
o menor distancia del Mediterráneo, que sigue siendo el rasgo fundamental
del imperio: unas tierras alrededor del Mare Nostrum.
Hacia el sur y el este, el imperio está protegido por el vacío de los
desiertos: el Sahara, el desierto de Siria. Sólo hay peligro más allá de los
vacíos sirios, donde se han instalado los partos Arsácidas, y luego Sasánidas,
gracias a los que revive Irán, corazón que nunca muere del Imperio Persa. Los
partos serán durante mucho tiempo como avispas lejanas, furiosas sólo si se
las ataca en su casa. El «contraimperio» tampoco bloquea el camino de la
seda, las drogas y las especias hasta Roma, ni el acceso al mar Rojo y, desde
allí, a los monzones del océano índico. Al norte, en Europa, Roma sí se siente
amenazada. Posee los Balcanes, Italia, España, pero para garantizar la
seguridad de estos continentes, tiene la tentación de apoderarse de sus
fronteras, el mar Negro, el lejano Ponto Euxino, el Danubio, el Rin, es decir,
de aventurarse en tierras densas, despobladas en general, donde todo cambia,
los hombres, el cielo, los cultivos, las plantas, los ríos, los mares.
¿Era obligatorio este avance insistente? Cuando el Imperio renuncia a él
finalmente, ¿es por espíritu derrotista, o porque se había acostumbrado a no
buscar más que lo realizable, lo que está al alcance de la mano? Esta masa
humana, enorme para le época (50 millones de seres por lo bajo), distribuida
por un espacio también enorme, pues las distancias son difíciles de controlar,
quizá no esté segura en la envoltura poco resistente en la que tiende a
encerrarse, pero alejarse del mar es debilitarse alargando las líneas de
avituallamiento, enfrentándose al vacío desértico u oceánico, o bien al
semivacío de los países primitivos como Germania. Mantener tantos puestos
fronterizos es una obra maestra agotadora, que no se puede abandonar en
ningún momento. Cincuenta millones de hombres que trabajan, aran, forjan,
tejen, navegan, conducen bestias de carga, es una competencia sin fin a la
profesión de soldado. ¿La custodia de las fronteras hubiera sido posible sin el
reclutamiento del auxiliar bárbaro, del arquero palmiro o del soldado
germánico de cabello rubio?
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al ecúmene del Mediterráneo, antes de los movimientos de los pueblos
germánicos del siglo V.
Un río humano, hacia el 120 a. C., sale de la península de Jutlandia —al
norte, los cimbros, al sur, los teutones—, una oleada de hombres, de mujeres,
de niños que, en lento fluir, tropieza con los obstáculos vivos de otros
pueblos, choca con ellos o los mutila al pasar, llevándose algunos fragmentos.
En busca de tierras, diez años más tarde, llegan al Danubio, al sur de la actual
región morava; bordean los Alpes, chocan con los romanos, aparecen en el
109 en el Jura. Cuatro años más tarde, están en la región de Toulouse. Los
cimbros pasan a España, vuelven de allí y en Bélgica vuelven a encontrarse
con los teutones. Sus masas mezcladas deciden pasar a Italia. Los teutones,
victoriosos en Orange, eligen la ruta de Provenza; los cimbros, la del país de
los helvecios y del Brennero. Su objetivo común es el norte de la península,
zona todavía frágil, un siglo después de la expedición de Aníbal. En cuanto a
«Provenza», la Provincia bajo control sólo desde hace 120 años, no es más
que una estrecha franja de tierra a la orilla del mar.
Mario, que en Roma recibe el mando de legiones poco experimentadas,
entra en contacto, más allá de Aix-en-Provence (Aquae Sextiae), con la masa
de los teutones que, sin preocuparse por él, se dirige hacia el este, camino de
la Tierra Prometida. Durante seis días, desfilan ante el campamento romano,
burlándose, prometiendo «visitar a las mujeres de los romanos y
preguntándoles con insolencia si no tienen ningún recado para ellas». Mario
se abalanza sobre la multitud, masacra a hombres, mujeres y niños,
capturando más de trescientos mil prisioneros. La cifra, probablemente
inflada, señala en cualquier caso la multitud de invasores. El año siguiente, el
3 de julio de 101, en Verceil, Mario contacta con los cimbros que, más allá
del Brennero, han cruzado la Italia del Norte, de este a oeste, en lugar de
marchar sobre Roma. Una nueva victoria inunda el mercado italiano de venta
de esclavos.
La aventura no sólo ha dejado a Galia un recuerdo de pesadilla. Italia,
cuyas puertas han sido forzadas, ha tomado conciencia de un monstruoso
peligro nórdico. El «terror cimbro», leyenda de horror, sobrevivirá en Roma.
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densos, ciudades, oficios florecientes (tejidos de lana, zapateros, metalurgia),
está dividida entre pueblos rivales, en realidad amplias tribus territoriales. El
resultado es una debilidad política generalizada, cuyas consecuencias serán
dramáticas.
Roma teme que esta Galia atraiga, sin posibilidad de hacerle frente, el
excedente del mundo germánico y lo lance sobre el Mediterráneo, como en
tiempos de los furores célticos. Por otra parte, celtas y germanos se confunden
a los ojos de los romanos, con la única diferencia de que unos son más
salvajes que otros. La seguridad italiana exige, en definitiva, que la marmita
gala esté controlada de cerca y el problema de la ocupación de la Gallia
comata, la Galia de cabello abundante (por oposición a la Gallia togata, la
Galia de toga, de la provincia, la futura Narbonense), debió plantearse muy
pronto. Los mercaderes italianos, los negotiatores, se interesan además por el
mercado galo, donde sus ventas se multiplican. «Se han encontrado ánforas de
vino italianas hacia el año 100 a. C. hasta en Chateaumeillant», en el actual
departamento de Cher, e incluso más lejos. La ambición de los candidatos a
una conquista prestigiosa hizo el resto.
En abril del 59, atrapado entre las intrigas de los triunviros (Pompeyo,
César y Craso), el Senado confia a César un mando excepcional, Iliria y
Cisalpina; añade después la Transalpina. Entre los Padres Conscritos que lo
nombran, en principio para garantizar la seguridad de los Alpes, muro
enorme, pero plagado de fisuras y amenazado por los movimientos de los
pueblos nórdicos, ¿estaba la esperanza de que la Galia comata se convirtiera
para el ambicioso en una trampa temible, quizá mortal? ¡Menudo error de
cálculo! César se encontró con la ocasión de intervenir en la primavera del 58,
con la migración de los helvecios hacia el oeste. Hartos de chocar con los
germanos, querían buscar refugio en la Galia. «Abandonando la vigilancia de
los Alpes, César se dirigió al Ródano. Así es como Galia se convirtió en un
campo de batalla». Además, el procónsul tuvo que manejar políticamente las
rivalidades y las inquietudes de los pueblos galos, que engañar a los helvecios
para sorprenderlos mejor, pretexto que utilizó para marchar hacia el norte. A
partir de ahí, cada acontecimiento provocará el siguiente, también calculado
anticipadamente. César rechaza a los helvecios en Bibracte, y ese mismo año
expulsa de Alsacia a los suevos de Ariovisto. Así se instala en Galia con el
pretexto de protegerla[61].
¿Nació este drama de la sola ambición de Cayo Julio César? No hay duda
de que vio en la aventura una ocasión de gloria, de poder, un medio de
recuperar una fortuna en peligro por los gastos «locos y demagógicos». Que
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el hombre sea maravillosamente inteligente y lúcido no hace más que agravar
su caso. Es cierto que Galia se entrega anticipadamente por su debilidad
política, su desorganización. Si no hubiera sido romana, hubiera sido
germánica, lo que quiere decir oleadas de hombres de paso, primero los
helvecios, detrás los suevos, y detrás de los suevos, ¿quién? Esta vuelta a la
pesadilla cimbra y teutona habría provocado con seguridad la intervención de
Roma. ¿Otra conquista? El propio César dependió de un destino que
seguramente le superaba. La Galia se conquistó para que su cuerpo se
interpusiera eficazmente, de una vez por todas, entre Roma y la temida
Germania.
El mapa que resume las campañas de César expresa con demasiada
claridad lo que ocurrió en medio de incidentes y de dudas, durante años muy
difíciles, en un país inmenso en el que la rapidez de la marcha de las legiones
no podía suprimir las distancias. Es imposible analizar aquí con detalle los
comunicados de victorias que César envía a Roma, ciudad que nunca olvida y
en la que actúa su instrumento ciego Publio Clodio.
La conquista del 58 al 54 fue una serie de éxitos fáciles, preparados con
método. Un surco sangriento se hunde en la carne y el territorio de los galos,
En el 58, los helvecios son aplastados en Bibracte, los suevos en Mulhouse.
En el 57, las legiones caen sobre los pueblos de Bélgica y continúan hasta el
Escalda y el Mosa. En el 56, más allá de los bosques bajos de Armórica, la
fuerza romana golpea a los vénetos y triunfa sobre sus sólidos barcos. El
mismo año, se apodera de Aquitania al oeste de la Provincia. El círculo que
aisla a la Galia de sus conexiones con el Rin y con Bretaña queda trazado,
herida abierta e incurable. Para que quede como una marca ardiente, César
sólo tendrá que cruzar dos veces el canal de la Mancha (55 y 54) y dos veces
el Rin (55 y 53).
Se ha dicho que se trata de expediciones desmesuradas. En realidad César
piensa menos en Germania o en la isla inglesa que en la Galia, que hay que
habituar, que condenar a la presencia y al dominio de Roma. En el 54, 53 y
52, incluso en el 51, la Galia prisionera explota desde el interior. El
levantamiento nace en el Macizo Central, por el que los conquistadores
rondaban sin poder penetrar en él. Son los instantes patéticos de
Vercingetorix, el repliegue de las legiones de Amiens a Sens, la derrota de
Gergovia. Luego la situación se invierte, los galos asediados en Alesia se
rinden, a finales de septiembre del 52. Han visto cómo, gracias a una
horrorosa magia, los romanos alzan a su alrededor muros de tierra,
empalizadas, circunvalaciones, máquinas de guerra, líneas de piquetes
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clavados en el suelo. ¡Qué demostración, a partir de elementos simples, de
superioridad técnica, fruto de una disciplina estricta!
Concluyamos: si el mayor acontecimiento de la historia romana es sin
duda la conquista del Mediterráneo, el segundo es esta conquista de la Galia,
la reducción al orden de una enorme masa viva. La Galia quizá tenga el triple
de población que toda Italia y Roma vivió en muchas ocasiones de esta masa
de hombres que acaba de entrar a su servicio.
El drama de Germánico
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El límite más o menos definitivo del Imperio quedaba fijado a lo largo de
más de dos mil kilómetros por la frontera del Rin y del Danubio. Organizada
más tarde en la importante zona de los Campos Decumates, de esta forma
Roma reconoce, casi crea, un adversario de larga duración. Ha abierto los
brazos a Germania.
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Tigris, y Seleucia, junto al Eufrates, llegando por el sur al golfo Pérsico. El
rey parto Cosroes huye, Trajano le elige un sucesor y cree haber ganado la
partida. Apenas abandona la plaza estallan focos de rebelión por todas partes.
Sólo las poblaciones griegas, poco numerosas, acogen al vencedor; los iraníes
son indiferentes, los judíos y los árabes son violentamente irreductibles.
Cosroes vuelve a aparecer por los alrededores de Ctesifón… Trajano,
desanimado, ya había emprendido el camino de vuelta. En agosto del 117,
morirá en Selinonte, en Cilicia.
La aventura se saldaba con un fracaso. Roma había encontrado, más que
una hostilidad de la naturaleza o del destino, un límite para su inteligencia. O
para su experiencia. Para imponerse en Asia, le ha faltado la herramienta que
llevó a Alejandro hasta el Indo, la caballería. También a caballo Antíoco III
había perseguido su Anábasis, del 202 al 205, alcanzando a su vez las orillas
lejanas del Indo. Trajano se contenta con sorprender Mesopotamia dando un
rodeo por las montañas de Armenia: astucia de campesino español o samnita.
En suma, ni frente a Germania, donde la operación hubiera exigido quizá
un cierto control del mar del Norte y del Báltico, ni frente al Eufrates, cuya
barrera sólo se puede cruzar con provecho al galope sobre un caballo, Roma
da pruebas de una audacia o de un ingenio excesivos. La consecuencia se
impone desde los primeros actos de Adriano (117-138): el sucesor de Trajano
pasará la mayor parte de su reinado visitando y consolidando las fronteras; y
lo primero, evacúa las provincias creadas por Trajano más allá del Eufrates.
La reacción contra esta política de sentido común será la conspiración del
118, que terminará con la ejecución de los generales de Trajano, Cornelio
Palma y Lucio Quieto. Así se pone fin a la expansión imperialista. El imperio
ha llegado a su volumen definitivo; se protege tras una muralla de China de
bolsillo. Roma ha dejado de devorar espacio.
Esta barrera le viene más bien de ella misma, más que del exterior, como
si bruscamente Roma se hubiera quedado sin apetito. Si «con Trajano
murieron el optimismo y el espíritu patriotero» (J. L. Laugier), no podemos
hacer responsable de ello a Adriano. Este régimen era adecuado para el
imperio, ya que fue duradero y se instaló en lo que se puede llamar rutina,
prosa, monotonía, pero también en la paz, ventaja innegable. Por otra parte, si
las cosas se mantienen así durante tanto tiempo, ¿es sólo por causa de la
solidez de la madera, de la tierra, de la piedra de las defensas romanas, de la
eficacia de las carreteras, de la admirable organización de un ejército
disciplinado, entrenado y despierto, que crece por sí mismo gracias a las levas
y de la movilidad social que implica? Una vez calibrado y pagado el precio de
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la seguridad, en Roma misma, con las cohortes pretorianas, le quedan al
imperio unas treinta legiones que se pueden disponer a lo largo del
interminable cordón de las fronteras fortificadas, quizá trescientos mil
hombres, cifra enorme e irrisoria. ¿Entonces, la solidez del imperio depende
también del simple hecho de que el «repliegue» de Adriano o el
«inmovilismo» de Antonino Pío cuenten con la complicidad, la aquiescencia
contemporánea de los pueblos que están al otro lado de las fronteras?
Más tarde, cuando la inmensa región de las estepas vuelva a hervir, a
partir de impulsos nacidos en las profundidades asiáticas que propulsan hacia
el oeste a los partos a partir del 162, a los germanos a partir del 168, el limes
pronto resulta impotente contra estas inundaciones de hombres y el imperio
pierde la iniciativa, durante siglos, en beneficio de las masas elementales que
le rodean y presionan. Para Roma, la defensa se convierte más que nunca en
una cuestión de número, de calidad de los hombres, de inteligencia. Es decir,
diez, veinte, cien problemas al mismo tiempo, todos ellos sin solución real.
Haría falta un milagro, hombres excepcionales, salvadores como Diocleciano
(245-313).
Los salvadores mueren en el intento. A partir de ese momento, la tragedia
es el telón de fondo del destino del imperio, atacado desde fuera y desde
dentro, herido, doliente y que no quiere morir.
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dicha, mientras que Mercurio excluye a Marte en el este y lo supera en la
zona militarizada de los Campos Decumates».
También existen contracorrientes dictadas por fidelidades tenaces, por
negativas a alinearse, tanto en Siria, con el resurgimiento de cultos
prehelénicos, como en Galia, con el desarrollo de los cultos druídicos, que
escapan a la represión vigilante de Roma. ¡Y qué decir de la intrusión
vigorosa del culto de Mitra que gana Italia y la misma Roma, tras extenderse
a través de los campamentos militares; o de san Pablo que defiende su causa
en Atenas ante el Areópago! Negativa básica a alinearse: Oriente sigue fiel a
sus idiomas antiguos y el griego sigue combatiendo victorioso al latín. Ése es,
incluso para el amplio campo cultural del Mediterráneo, el desequilibrio
esencial.
La civilización comunitaria se insinúa más fácilmente en los detalles de la
vida material. El capuchón de Cisalpina, la poenula, se impone en Roma y en
los países fríos; el vino italiano seduce a los galos; por su parte, las braies y
los tejidos de Galia se exportan al otro lado de los montes; el pallium griego,
un abrigo que sólo es un amplio paño de lana que se pasa sobre el hombro y
se enrolla en la cintura, se convierte en la vestimenta de muchos romanos, en
particular de los filósofos, en todo caso es la ropa que Tiberio, exiliado en
Rodas, no se quería quitar; los cocineros intercambian sus recetas y sus
especias, los jardineros sus semillas, sus esquejes, sus injertos. El mar había
facilitado desde hacía tiempo los viajes de este tipo, pero con la autoridad sin
límites del imperio, las barreras caen y todo va más deprisa.
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trajo del Ponto y en ciento veinte años, cruzando el océano, llegó hasta
Bretaña». También en tiempos de Plinio, el melocotonero y albaricoquero
acaban de llegar a Italia, el primero originario de China, sin duda, a través de
Asia Menor; el segundo llegado desde el Turquestán. Desde Oriente, el nogal
y el almendro habían llegado un poco antes. El membrillo, más antiguo sin
duda, viene de Creta. El castaño es un regalo de Asia Menor, bastante tardío:
Catón el Viejo (234-149 a. C.) no lo conocía.
De estos viajeros, los más antiguos —difíciles de imaginar, a no ser
clavados desde toda la eternidad en el paisaje mediterráneo— son el trigo
omnipresente (y los demás granos), la vid flexible, el olivo, tan lento en
crecer y producir. Nativo de Arabia y de Asia Menor, el olivo parece haber
llegado hacia Occidente a manos de los fenicios y los griegos y los romanos
mejoraron su difusión. «Actualmente —escribe Plinio— ha cruzado los Alpes
y llegado al centro de las Galias y las Españas», es decir, al avanzar, se sale
de su hábitat óptimo. ¡Incluso se intentó implantarlo en Inglaterra!
También la vid se instaló por todas partes, contra viento y marea, y contra
las heladas, desde las épocas más remotas en que los hombres se interesaron
por la labrusca, una vid silvestre de frutos apenas azucarados, originaria sin
duda de Transcaucasia. La tenacidad campesina, el gusto de los bebedores, las
transmutaciones oscuras de los suelos, el juego de los microclimas, crearon en
el Mediterráneo centenares de variedades de vid. Hay cien formas de
cultivarla, sobre estacas, abandonadas sobre el suelo como planta rampante,
mezclada con los árboles, escalando los olmos o incluso los altos álamos de
Campania. Plinio no acaba de enumerar las especies de vid y las formas de
cultivo, además de la lista ya larga de vinos gloriosos. Misma prolijidad
respecto a los trigos, su peso específico, la harina que dan, o el valor para el
hombre o para los animales de la cebada, la avena, el centeno, las habas, los
guisantes.
Aceite, vino, cereales, legumbres: ésta es la dieta básica, la mesa cotidiana
de los hombres del Mediterráneo. Si nos imaginamos los rebaños —los ríos
de ovejas trashumantes de Italia del Sur que convierten Tarento en una ciudad
de pañeros—, si tratamos de reconstruir el cuadro añadiendo
desordenadamente el boj, el ciprés piramidal —árbol fúnebre de Plutón—, el
tejo de bayas venenosas, «muy poco verde, endeble, triste», podemos ver con
Plinio el paisaje clásico de las llanuras y laderas del Mediterráneo. Y, ¿por
qué no? preferir como él a todos los perfumes de Egipto o de Arabia el aroma
embriagador, en Campania, de los olivos en flor y las rosas silvestres.
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Esta geografía dirige nuestras explicaciones: el universo romano vive de
una economía agrícola, según principios que serán válidos durante siglos y
siglos, hasta la revolución industrial de ayer. El juego sectorial de las
economías deja a los países pobres el trabajo de producir el grano y a los ricos
las ventajas de la vid, del olivo, de una cierta ganadería. Así se crea la
división entre economías avanzadas como Italia, atrasadas como África del
Norte o Panonia, estas últimas más equilibradas, menos afectadas por la
regresión que aquéllas. No importa que el paisaje, en una zona concreta, se
incline hacia uno u otro de estos polos, ni que se vaya dibujando el límite
entre lo que no nos atrevemos a llamar un desarrollo y un subdesarrollo: este
límite sólo se podría ahondar, y ni siquiera, si la industria, el capitalismo, los
hombres en masa lo favorecieran decididamente. Si se estableciera realmente
un régimen de libre competencia.
Ciudades y técnicas
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una misma calle: los panaderos, los barberos, los tejedores, los taberneros…
En Pompeya, las tabernas son como un «snack bar… en el que dan de comer
de pie… donde se alquilan habitaciones a menudo por horas». Ante una
panadería de la ciudad, como visitantes, no nos sentiríamos fuera de lugar: los
útiles, los gestos, han perdurado hasta nosotros. Hasta hace poco, en cada uno
de nuestros pueblos se encontraba una fragua romana, con su fuego, su fuelle,
sus tenazas para sujetar el hierro al rojo, su yunque. La cuba de abatanar o las
fuerzas del tundidor de paño son las mismas en una escultura romana o en una
representación medieval.
Reflexiones análogas vienen a la mente ante los aparatos elevadores,
cabrias o grúas, ante los procedimientos de extracción de la piedra, o los
tornos para el acabado de columnas cilindricas, o ante los muros de ladrillo
construidos como en nuestros días. No obstante, el ladrillo cocido no se
generaliza en Grecia hasta el siglo III a. C. y, en Roma, dos siglos más tarde.
Es un material caro, signo de un cierto nivel de vida.
La gran innovación, que comienza en el siglo II a. C., es la técnica del
hormigón. En un principio, mezcla de arena, cal y trozos de piedra, el opus
caementicium pronto empieza a utilizar, en lugar de cal, puzolanas (ceniza
volcánica extraída cerca de Puzol, que da un buen mortero hidráulico), o
ladrillo machacado: se trata del mortero rojizo característico de tantas
construcciones imperiales. Colado en encofrados de madera donde se
endurecía, este hormigón fácil de manejar, incluso bajo el agua, permitió a los
romanos construir deprisa y a bajo coste obras de una arquitectura inédita, con
arcos y bóvedas de una amplitud desconocida hasta entonces. Una vez
retirado el encofrado, un revestimiento de piedra, de mármol, de mosaico, de
estuco, o incluso de ladrillo, bastaba para ennoblecer este material, ya
«industrial», que desempeñó un papel importantísimo en la construcción de
innumerables centros urbanos.
El plano de estos conjuntos no variaba demasiado. Primero tenemos, junto
al foro, plaza rectangular empedrada con grandes losas de piedra, el templo de
la triada capitolina —Júpiter, Juno, Minerva—, la curia, como un senado local
(los decuriones son los senadores de la ciudad, los duumviri sus cónsules), la
basílica con o sin columnata donde se imparte justicia y que protege a los
paseantes cuando llueve, a menos que se refugien bajo los soportales que
rodean el foro. Este último siempre es un mercado (aunque exista otro
mercado en las cercanías), invadido periódicamente por los campesinos
vendedores de frutas, verduras, aves, corderos. Encontramos regularmente
otros edificios: los teatros, los anfiteatros, los circos, las letrinas, las termas.
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Estas últimas ocupan un lugar desmesurado. Se ha dicho que son, en tiempos
del imperio, «los cafés y los clubes de las ciudades romanas». Allí se va a
terminar el día. Podemos añadir los arcos de triunfo, los acueductos,
indispensables para el abastecimiento de las ciudades, grandes consumidoras
de agua, las puertas monumentales, las bibliotecas: la lista se completa así con
los elementos que figuran en todas las ciudades romanas siguiendo un plano
casi inmutable.
Tenemos algunas anomalías: Leptis Magna cuenta con un foro, pero
exterior a ella; Arles construye un pórtico, pero debajo del foro que se apoya
sobre él como sobre un pilar; Timgad situó su «capitolio» fuera del recinto…
Estas excepciones, que dependen del crecimiento de la ciudad o de las
incomodidades del lugar de asentamiento, no invalidan la regla de un plano
preestablecido, que se reproduce sin descanso. En general, los soldados y una
mano de obra indígena, más abundante que experta, levantaron las ciudades
nuevas. Había que hacer las cosas sin complicaciones y deprisa. Partiendo de
un centro, el futuro foro, se trazaba la línea norte-sur, el cardo, y la línea este-
oeste, el decumano, que se cortan en ángulo recto en el mismo foro y son las
medianas del cuadrado en el que se inscribe la ciudad. En Lutecia, el foro de
la pequeña ciudad abierta en la orilla izquierda, se encontraba bajo la actual
Rué Soufflot, el cardo era la Rué SaintJacques, se alzaban unas termas en el
actual emplazamiento del museo de Cluny y del College de France, un
semianfiteatro en lo que ahora se llaman las arenas de Lutecia…
Por supuesto, estos diversos elementos viajaron mucho antes de irse
sumando en el modelo complejo de ciudad romana. El foro es la réplica del
ágora de las ciudades griegas, y el mismo origen tienen los pórticos. El teatro
es griego en sus orígenes, aunque Roma lo haya modificado mucho. También
es griega la basílica: Catón el Viejo construyó al parecer la primera de Roma,
la Basílica Porcia. Los templos también le deben mucho al arte griego, desde
un principio, a través del templo etrusco. Los anfiteatros (donde se desarrollan
los combates de gladiadores o la venatio contra los animales feroces) podrían
ser de origen campano. También las termas son un préstamo de la Italia
prerromana del sur.
A fin de cuentas, Roma recibió mucho, lo que no la convierte en inferior
en absoluto. Si tomó a manos llenas, también dio a manos llenas y ése es el
destino de las civilizaciones de largo aliento, empezando por la misma Grecia.
Ciudades e imperio
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Roma se sitúa pues a la cabeza de una federación de ciudades, cada una de
las cuales se ocupa de sus asuntos, mientras Roma se ocupa de dirigir el
conjunto.
Estas ciudades, prósperas hasta los siglos II o III d. C., pasan después por
tiempos difíciles. Si aceptamos el punto de vista pesimista, probablemente
acertado, de Ferdinand Lot, no estuvieron movidas por poblaciones
suficientemente numerosas. Roma, Alejandría, quizá Antioquía fueron, antes
que Constantinopla, las únicas grandes aglomeraciones del imperio. Las redes
de ciudades secundarias brillan a menudo por su ausencia. Timgad, la única
ciudad en muchas millas a la redonda, cuenta como mucho con quince mil
habitantes. Además, si bien la ciudad desempeña su papel centro político y de
mercado rural, la relación ciudad-campo no es redonda. Es decir, la ciudad no
ejerce sobre el campo el choque artesanal que, más adelante, hará arrancar la
economía de la Europa medieval. ¿Es culpa de las grandes propiedades y sus
talleres, movidos por esclavos o por «colonos», pequeños granjeros ya
encadenados a la gleba? ¿O de la falta de utilización sistemática de las fuentes
conocidas de energía? ¿O de la coyuntura hostil, responsable, más que las
estructuras, de este estancamiento, y después de la regresión?
La impresión de que el destino de las ciudades se asimila con bastante
exactitud al del imperio no es errónea: este último permitió durante mucho
tiempo el desarrollo de las primeras. Había creado la unidad de un amplio
espacio económico, o al menos su permeabilidad; había promovido una
economía monetaria, que multiplicó los intercambios, y un capitalismo un
tanto limitado, pero ya en posesión de sus medios, todos ellos heredados por
otra parte del mundo helenístico: asociaciones de comerciantes, bolsas (en
Roma, en el foro) y, junto a los mercatores vemos aparecer banqueros
(argentarii) que practican el crédito, la proscriptio (similar a un cheque), la
permutado (la transferencia). Estas traducciones modernizadas falsean un
poco la imagen de una economía que pronto quedará atrapada en la sombra
invasora y mortal del Estado, antes del repliegue de los últimos siglos del
imperio.
Centro del poder y de la riqueza, Roma capta sin problemas las corrientes
móviles del pensamiento y del arte, mucho antes de Actium y del triunfo de
Augusto, en realidad, desde la llegada a la ciudad victoriosa de los primeros
griegos, comerciantes, artesanos, intelectuales en busca de una prebenda,
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deportados políticos e incluso esclavos, más hábiles que sus amos. La
helenización de Roma había empezado hacía siglos y el griego se estaba
convirtiendo poco a poco en el segundo idioma de los hombres cultivados,
como el francés en la Europa de la Ilustración, ¡con la diferencia de que la
primacía del griego durará muchos siglos, y no uno solo!
La lección de los griegos tenía tanta altura que el alumno no era capaz de
superar al maestro, ni siquiera de alcanzarlo. Es así desgraciadamente para la
ciencia, que se quedará en el punto en que la dejó Grecia. También lo es más
o menos para la filosofía, orgullo del pensamiento griego. Roma asimilará
lentamente sus lecciones, no sin protestar. La Roma oficial incluso expulsará
en muchas ocasiones a los filósofos. Sin embargo, protegidos por algunas
grandes familias, acabarán implantando en Roma algo del pensamiento griego
nacido de los años tormentosos que vinieron tras la muerte de Alejandro
(323). Sin embargo, si bien en Roma el epicureismo inspira a Lucrecio (99-55
a. C.), si el estoicismo está llamado a ocupar una gran posición que culminará
con Marco Aurelio, ¿podemos hablar de una filosofía latina original? Los
historiadores de la filosofía lo niegan todos a una, cazando ferozmente el
plagio en la obra de Cicerón o de Séneca.
El arte griego, que sólo había llegado a Roma indirectamente, a través de
Etruria o de Campania, es un verdadero descubrimiento en el siglo III, tras la
toma de las ciudades de Sicilia, las campañas de Oriente y la decisiva
reducción de Grecia a la condición de provincia romana (146 a. C.). Entonces,
con la ayuda de la riqueza y el lujo, Grecia, donde sólo la filosofía había
llegado a las familias patricias, transforma de golpe el arte mismo de vivir en
Roma. Los artistas griegos o del Oriente griego afluyen y entran al servicio de
una clientela rica bastante mal informada, pero con un esnobismo que la lleva
a coleccionar, sin enterarse mucho, las obras de arte para decorar casas y
villas[62]. Con el apetito de una civilización que está en la infancia, Roma se
lo traga todo como viene: las grandes composiciones históricas de Pérgamo,
las chucherías o el barroco desatado de Alejandría, la frialdad del
neoaticismo, e incluso las mejores obras de arte del antiguo clasicismo griego.
Originales y copias (fabricadas en Atenas para Occidente a un ritmo
industrial) afluyen hacia Italia, amontonándose en los anticuarios. Cicerón
pide «bajorrelieves para su villa de Túsculo» a su riquísimo amigo Ático que,
desde Atenas, envía a Pompeya estatuas destinadas a su teatro, el primer
teatro de piedra construido en Roma (55 a. C.). Unos años más tarde, cuando
se reconstruye el templo de Apolo a comienzos de la época de Augusto, se
hace sobre un modelo helenístico y las estatuas y pinturas famosas que se
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amontonan, todas ellas griegas, lo convierten en un verdadero museo. La
carga de un barco hundido más o menos hacia la misma época y localizado en
1907, en las costas de Túnez (el pecio de Mahdia), es muy significativa:
sesenta columnas (probablemente nuevas), estatuillas, bajorrelieves,
esculturas de mármol y de bronce, algunas de las cuales son obras maestras
auténticas.
Por supuesto, todo esto sirve de modelo a los artesanos italianos o griegos
que trabajan en la península. Incluso allá donde el arte romano afirma con
fuerza su originalidad —el gusto por el detalle verídico, el retrato realista, el
paisaje, la naturaleza muerta— la primera chispa tuvo que venir del este.
No hay civilización que pueda vivir únicamente del bien ajeno. Cuando se
convierte en la capital de un helenismo dispuesto a propagarse y que imita
con pasión, Roma ya es una sociedad anclada en sus tradiciones. Aunque
haya renegado de ellas para desesperación de Catón, sigue guiada por gustos
antiguos que la dirigen hacia opciones cuyo significado será patente antes o
después, cuando su admiración por Grecia ya no esté teñida con el
sentimiento de su propia inferioridad.
Además, también hay exigencias. Después de Actium, hay que
reconstruir, construir, ocuparse de lo más urgente, terminar una obra para
empezar otra. Roma ve afluir hacia ella una población creciente, sin
proporción alguna con la de las ciudades griegas, salvo Alejandría. El
urbanismo plantea sus problemas. No es de extrañar que sea en la arquitectura
donde Roma afirme antes su personalidad.
Sila, Pompeyo, César, Augusto, tuvieron que ponerse manos a la obra.
Agripa rehace las canalizaciones de la ciudad; Augusto construye tres o
cuatro nuevos acueductos, añade al foro de César un nuevo foro separado por
un muro del barrio de la Subura, en el Esquilmo, donde viven los mimos, los
gladiadores, los ganapanes y los miserables. Con ello, separa la ciudad oficial,
revestida de mármol (novedad del siglo II a. C., tomada de los griegos, que se
desarrolla con la explotación de las canteras de Carrara) de la ciudad piojosa,
construida a la antigua, con madera y adobe, donde se producen incendios
continuamente. Luego vendrán innumerables construcciones: foros, basílicas,
termas, teatros, circos, templos, palacios, e incluso casas de vecindad de
varios pisos.
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La arquitectura romana acepta y adapta todos los medios y elementos
conocidos. Las columnas dóricas, jónicas, corintias, se utilizan modificadas:
la dórica, simplificada y sobre un pedestal, se convierte en el orden llamado
toscano; el orden llamado compuesto combina la hoja de acanto corintia y las
volutas jónicas. Sin embargo, lo más poderoso que tiene la arquitectura
romana se debe al arte funcional de los ingenieros. Favorecido por el uso del
hormigón, crea maravillosos puentes y acueductos, multiplica los arcos, las
cúpulas, las bóvedas de medio punto y las bóvedas de arista, libera al
arquitecto de la esclavitud de las columnas o pilares importantes, permite los
amplios volúmenes interiores que necesita la masa de usuarios. Así se crea,
por su propia necesidad, el estilo grandioso de Roma.
El Coliseo, comenzado por Vespasiano y terminado por su hijo
Domiciano, es un buen símbolo de ello. Se trata de un récord no superado:
mide 188 m por 156 y 527 de contorno; la altura del muro exterior es de 48 m
y podía añadirse un piso de madera; 50 a 80.000 espectadores podían
acomodarse alrededor de la inmensa arena de 80 m por 54. Su nombre le
venía del Coloso, estatua de Nerón de más de 30 m de altura, a modo de dios
solar. El Coloso se retiró, pero quedó el nombre de Coliseo, que es otro
coloso. En el imperio, los anfiteatros enormes fueron numerosos: Itálica en
España, 156 × 154 m; Autun, 154 × 130; Poitiers, 138 × 115; Limoges,
137 × 113; Arles, 136 × 108; Tours, 135 × 120; Burdeos, 132 × 105; Nimes,
131 × 100…
En el campo de la pintura y la escultura, el arte romano se libera
lentamente de sus modas helénicas. Los artistas griegos son demasiado
numerosos para que el gusto local surja con rapidez. Es más fácil advertirlo
fuera de Roma. Efectivamente, existe un arte popular —R. Bianchi Bandinelli
lo califica de «plebeyo»—, un arte que no es romano, sin más, sino más bien
del sur de Italia y que será uno de los rasgos originales de Roma. Es un arte
recio, realista, cerca de las cosas y de los seres, si quisiéramos forzar las
comparaciones; un poco como el arte francés del Loira cuando se le compara
con el ejemplo prestigioso y culto del Renacimiento italiano. Un arte local irá
ocupando su lugar poco a poco, como si tomara la revancha contra la
influencia extranjera, pero será un proceso lento y comedido.
Así nacerá un arte compuesto, el primer estilo «romano» del que tenemos
un ejemplo precoz en las esculturas del altar de Domicio Enobarbo (entre el
115 y el 70 a. C.). Combina una composición mitológica de estilo helenístico
con una escena tratada de forma mucho más realista. Sin embargo, el arte
oficial de Roma conservará durante tiempo la huella extranjera. No olvidemos
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que el Laoconte del museo Vaticano, obra de escultores de Rodas, suscitó la
inmensa admiración de los romanos, empezando por Plinio el Viejo. El retrato
de Augusto llamado de Porta Prima coloca curiosamente la cabeza y la coraza
del emperador sobre el cuerpo griego del Doriforo de Policleto. Los paneles
del Ara Pacis (decretado en 13 a. C., el altar de la paz se construyó cuatro
años más tarde en el Campo de Marte) son obra en su mayor parte, por no
decir en su totalidad, de artistas griegos.
En el arte privado del retrato reconocemos el arte romano por excelencia.
A menudo se ha relacionado con los orígenes etruscos de Roma, y es verdad
que un cierto verismo anima las estatuas de terracota o de bronce de la
antigua Etruria. Sin embargo, se relaciona con mayor seguridad con la
tradición romana del ius imaginis, privilegio de las familias patricias. Polibio
relató con detalle el espectáculo, extraño para sus ojos, de los funerales de la
nobilitas y el papel que desempeña la imago, máscara de cera que las grandes
familias conservan de cada uno de sus muertos, de acuerdo con una tradición
relacionada con el culto a los antepasados. «Cuando muere un pariente ilustre,
se llevan estas máscaras en procesión a los funerales y personas que, por su
estatura o su aspecto exterior, se parecen más a los originales, las aplican
sobre su rostro, revistiendo la toga pretexta si el muerto había sido cónsul o
pretor, toga púrpura si había sido censor, y bordadas de oro si había obtenido
un triunfo». Estas máscaras frágiles de cera, moldeadas sobre el rostro del
difunto, dejarán paso a bustos de piedra o de bronce, cuyo realismo seguirá
siendo extraordinario. La influencia helenística añadirá a veces una nota
pretenciosa, pero el retrato romano, tallado o pintado, conservará de su
tradición más antigua una gran fuerza expresiva, y siempre una relativa
sobriedad. En todo caso, en tiempos de Augusto, la oposición entre su belleza
sencilla y los virtuosismos de un arte oficial, bajo el signo de la imitación, es
flagrante.
Hará falta tiempo para que el arte imperial deje de ser un «préstamo
cultural, para convertirse en un alimento asimilado y transformado en una
nueva cultura». R. Bianchi Bandinelli enfrenta así al siglo de Augusto un
siglo de Trajano (más o menos de Nerón a Marco Aurelio), apasionado y
romántico, donde por primera vez los préstamos exteriores y el bien propio de
Roma se mezclan, se equilibran. Pérgamo anunciaba, con mucha anticipación,
las esculturas de la Columna Trajana, pero un estilo, un espíritu y unos temas
nuevos ya se pueden observar en los innumerables detalles del friso que, a lo
largo de doscientos metros, se enrosca sin interrupción alrededor de la
columna, largo relato histórico de las dos campañas victoriosas de Trajano
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contra los dacios, en el 101-102 y en el 106-107. Las escenas son vividas,
realistas, incluso hasta el horror; la guerra aparece con sus muertos
innumerables, sus adversarios dignos de respeto, que también pueden golpear.
Otra novedad: la confesión (¿es una confesión?) de las atrocidades cometidas,
además de la entrada en escena de los pequeños actores de una inmensa
aventura: soldados, cocheros; pontoneros… Por primera vez, se honra al
héroe anónimo.
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«cesariano» desde siempre, sigue naturalmente la estela del joven Octavio.
No es por servilismo, está dentro de su línea, si empieza, en 29 a. C. a escribir
la Eneida, que dejará inacabada, diez años más tarde, considerándola
imperfecta: pide en vano que se destruya a su muerte. Roma ya dispone de
una gesta «homérica», de un monumento a su gloria y a la gloria de Augusto
que, descendiente por la gens Julia del propio Eneas y de Venus, estaba
marcado por los hados para presidir los destinos del imperio. Pronto
dispondrá de una historia de Roma, en la que el patriotismo sin fisuras de Tito
Livio (59 a. C.-17 d. C.) dio mucho más de lo que se le pedía: su obra, a pesar
de un intento de crítica honrada de las fuentes, no deja de ser un himno a la
grandeza de Roma. Sin embargo, la enseñanza en las escuelas del imperio se
empeñará durante mucho tiempo en preferir estas estampas a la prosa seca e
incisiva de Salustio (85-35 a. C.), su Guerra de Yugurta y la Conjuración de
Catilina.
Por supuesto, los otros escritores no se comprometen tan claramente.
Como Catulo o Tibulo, Propercio canta sobre todo su pasión por Cintia. Sin
embargo, al final de su vida, sus Elegías se abren a las antiguas leyendas de
Roma; en ellas aparecen Tarpeya y los antepasados troyanos de la gens Julia,
y jóvenes romanas más partidarias que Cintia de la reforma de las costumbres
que quisiera imponer Augusto. Horacio avanza también con prudencia.
Acomplejado por sus orígenes (es el hijo de un liberto), también lo está por su
pasado: en Macedonia, en el 42 a. C., se encontraba entre las tropas de Bruto
y Casio, las del partido republicano. Además, ama su independencia, su
propiedad de Sabina, cerca de Tíbur, y huye de las alabanzas, y también de las
recompensas del poder. No obstante, también acepta pedidos oficiales, escribe
la letra del himno cantado en la celebración de los Juegos Seculares, en el 17
a. C. Cuando muere a los cincuenta y siete años, unas semanas después de
Mecenas (8. a. C.), le entierran junto a su amigo.
Otros serán francamente reticentes con el poder. Por ejemplo, Tibulo,
poeta puramente elegiaco, o más todavía Ovidio (43 a. C.-17 d. C.) que
conscientemente vuelve a la inspiración alejandrina del círculo de los
Neoteroi. Su poesía demasiado libre, su sentido del humor, su erotismo, que
le convierten en el poeta favorito de las cortesanas y los ociosos de Roma, le
valdrán el exilio de Augusto. En Mesia, en las lejanas costas del mar Negro,
en Tomis, compondrá las Tristes y las Pónticas. Allí morirá.
Sería difícil aplicar a la literatura el juicio de R. Bianchi Bandinelli sobre
el arte y destacar el siglo de Trajano. Habría que preferir a los nombres
gloriosos de la época augusta los del siglo siguiente: Quintiliano, Lucano,
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Persio, Marcial —¡qué paradoja!—, pero también Tácito, Séneca, Petronio, lo
que ya resulta más defendible. Si escuchamos al brillante ensayista Emil
Ludwig, «todo lo que constituye la grandeza de los romanos lo había
producido la República». Es como volver a Cicerón, a Terencio o a Plauto,
que Horacio detestaba. ¡Cada cual juzga la historia según sus gustos!
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bizantino. En Palmira, en Doura, un arte marginal se afirma como
grecomesopotámico y se relaciona, por su gusto por lo abstracto, con un
cierto primitivismo. Se trata de indicaciones todavía fugitivas, llaman la
atención en la medida en que conocemos anticipadamente el futuro
inexorable. Aunque existe una ruptura respecto al arte de conjunto, que se ha
convertido en una vulgata, en beneficio de las originalidades locales, este arte
es lo bastante fuerte para reaparecer aquí y allá. Por ejemplo, con Galiano
(253-268), el amigo de Plotino; con Diocleciano (284-313), en las termas que
construye en Roma, o en el palacio que levanta en Spalato. Todo ello revela
torsiones múltiples, pero estamos lejos todavía de Bizancio o de la Europa
barbarizada de la alta Edad Media
Página 315
El papel de los jurisconsultos, asesores jurídicos y abogados, es el rasgo
más original de esta obra compleja. Con seguridad, en este terreno podemos
ver la inteligencia y el genio de Roma. La metrópoli no podía vivir en
relación con su imperio —Italia, las provincias, las ciudades— sin unas reglas
jurídicas indispensables para el orden político, social y económico. La masa
del derecho fue aumentando con los siglos. Los grandes jurisconsultos
capaces de manejar esta masa aparecen tardíamente, Sabino y Próculo son de
la era de Tiberio, Gayo, cuyos Institutes fueron encontrados en 1816 por
Niebuhr en un palimpsesto de Verona, es de la época de Adriano o de Marco
Aurelio, y Pomponio, otro famoso jurisconsulto, es su contemporáneo. En
cuanto a la enseñanza del derecho, aparece con el Bajo Imperio, en Roma, en
Constantinopla, en Beirut, cuyo papel en el siglo V será considerable: su
escuela salvará lo que, en el futuro, permitirá el renacimiento justiniano.
El derecho afirma pues su riqueza hasta las últimas horas de Roma, e
incluso después. Si hacemos depender «la supervivencia del derecho y de las
instituciones de Roma de su poder político», escribe Jean Gaudemet, «la ruina
o la decadencia del imperio pierden todo su sentido». No cabe duda de que
Roma no morirá totalmente. Su supervivencia formará parte de la sustancia de
Occidente.
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destino del mundo mediterráneo y del imperio se orientan por el camino que
desembocará en la supervivencia y la longevidad del Imperio Bizantino. Es
algo que Constantino, al hilo de sus actos, no adivinó probablemente, ni deseó
de forma anticipada, porque no eligió la capital nueva para escapar de los
marcos de la Roma pagana. Desde Diocleciano y la tetrarquía, los
emperadores no habían tenido tiempo de residir en Roma. Constantino, en su
nueva capital, tiene a su alcance el Danubio y el Eufrates, puertas frágiles a
las que llaman los bárbaros incesantemente.
No obstante, lo que nos fascina es el futuro de Constantinopla, a nosotros,
hombres de Occidente que tenemos nuestro lugar marcado anticipadamente.
¿Quién podría desinteresarse de este cambio prodigioso, el éxito del
cristianismo? En realidad, triunfa tras siglos de malestar profundo. Lo llevan
las aguas violentas de una revolución subyacente —y no sólo espiritual— que
se desarrolla lentamente, a partir del siglo II.
Entre el 162 y el 168, desde el comienzo del principado de Marco Aurelio
(161-180), la situación exterior se deteriora de forma absoluta. La crisis
intelectual, moral, religiosa del imperio aparece de forma casi inmediata. Por
muy presente, vivido que siga siendo en el universo romano, un paganismo
tolerante en el que cohabitan millares de dioses, por muy fuerte que sea el
culto del emperador que corresponde, más o menos, a una especie de
patriotismo, está claro que este paganismo no da satisfacción ni a las masas ni
a las élites. Éstas piden a la filosofía una puerta de salida. Aquéllas buscan
dioses accesibles, consuelos tangibles. ¿Hay algún consuelo superior a la
creencia en una vida después de la muerte? No deja de tener su importancia
que «la inhumación en el siglo segundo se haga más frecuente que la
cremación, mientras que en siglos anteriores la proporción era la inversa […].
Esta forma de sepultura, que deja al muerto la forma del vivo, no deja de tener
relación con las creencias que se vulgarizan sobre la vida futura, sobre la
salvación eterna y sobre una posible resurrección de los cuerpos»
(E. Albertini).
Aquí todo está relacionado. Aunque una sociología, una geografía
diferenciales muestran la multiplicidad de las respuestas según las clases y
según las regiones, existe una unidad de la pregunta que se plantea. Ricos y
pobres están asaltados por una misma angustia. El resurgir de las filosofías
griegas en Roma es significativo. Los cínicos (Demetrio, Oinomao), estos
filósofos extraños que pretenden ser mensajeros de Zeus, se convierten en
predicadores ambulantes. Un neoplatonicismo ocupa el lugar del epicureismo
y del estoicismo. Uno de sus intérpretes, el más importante de todos, será
Página 317
Plotino (205-270). Griego, nacido en Egipto, tiene cuarenta años cuando se
establece en Roma y abre una escuela cuyo éxito será inmenso. Su filosofía
parte de Platón, pero trata de conciliar todos los diferentes pensamientos en
un mismo impulso místico.
Movimientos más turbios señalan esta crisis de las profundidades. Por
ejemplo, la multiplicación de los taumaturgos y milagreros, como Apolonio
de Tiana, muerto en Roma hacia el 97, pero cuya vida y prodigios ofrecen a
Filóstrato (muerto hacia el 275), material para una verdadera novela. Su
protagonista predica el culto al sol, hace milagros, detiene las epidemias, cura
a los enfermos. El éxito de este libro es un ejemplo. Luego se llegará más
lejos. Actuar sobre los mortales está bien; sobre los dioses, está
indudablemente mejor. Es lo que pretende la teúrgia, rama que cultivarán con
fruición los charlatanes e iluminados.
Este clima explica el prestigio creciente en Occidente de los cultos de
Oriente: los cultos de Isis, de Cibeles y Atis, de Mitra, y pronto las creencias
cristianas, ganan rápidamente terreno. En esta extensión, los soldados que
circulan por el imperio desempeñan un papel, como también los mercaderes
de Oriente, los Siri que encontramos por todas partes, judíos o sirios. En este
debate, el peso del emperador y de su entorno sigue siendo no obstante
inmenso. Ni Cibeles, ni Mitra y sus bautismos sangrientos habrían ganado
tanto terreno sin la aquiescencia de algunos emperadores.
También vale esta observación para el cristianismo, perseguido durante
mucho tiempo. Sin la decisión de Constantino, ¿cuál hubiera sido su suerte?
«Imaginemos que el rey de Francia —escribe Ferdinand Lot— quiere
convertirse al protestantismo, religión de una pequeña parte de sus subditos,
armado con un celo piadoso contra la «idolatría», destruyendo o dejando que
se conviertan en ruinas los santuarios más venerados de su reino, la abadía de
Saint-Denis, la catedral de Reims, la corona de espinas, santificación de la
Sainte-Chapelle, y tendremos una pequeña idea de la demencia que se
apoderó de los emperadores del siglo IV.
Sin embargo, la religión cristiana no se convierte en religión de Estado sin
haber pactado antes con la política, la sociedad, la civilización misma de
Roma. Esta civilización del Mediterráneo romano es asumida por la juventud
del cristianismo. El resultado para él son transacciones múltiples,
fundamentales, estructurales. Éste es el rostro, este mensaje que trae hasta
nosotros la civilización antigua[63].
Página 318
Notas
Página 319
[1] Francoise Gaultier, conservadora jefe del Departamento de antigüedades
griegas, etruscas y romanas del Museo del Louvre, releyó las páginas
consagradas a los etruscos y Jean Louis Huot, profesor de la Universidad de
París I, las consagradas a Oriente. <<
Página 320
[2] Ahora hablaríamos más bien de uno a dos, incluso tres millones de años.
Las herramientas talladas más antiguas (en África) están fechadas hace 2,5
millones de años. (J. G.). <<
Página 321
[3] Podemos hacer remontarse el Paleolítico a más de dos millones de años.
Página 322
[4] Actualmente, el Paleolítico medio comienza unos 200.000 y termina unos
Página 323
[5] No es exacto. Ahora sabemos que el poblamiento de Cerdeña se remonta al
Página 324
[6] Ahora hablamos de 200.000 años. (J. G.). <<
Página 325
[7] Ahora se considera que Neandertal es un sapiens Se habla por lo tanto de
homo sapiens neanderthalis para diferenciarlo del homo sapiens sapiens que
acabará eliminándolo durante la transición del Paleolítico medio al superior.
(J. G.). <<
Página 326
[8] Esta tesis se ha seguido reforzando últimamente: ya no se habla de penuria
Página 327
[9] Conviene ser prudentes sobre la palabra «ciudad»: las aldeas neolíticas
grandes no son forzosamente ciudades, con todo lo que abarca este término:
administración y centralización, artesanos especializados, a menudo
agrupados en barrios, monumentos de prestigio y de identidad, etc. La cifra de
2.000 habitantes no está probada. (J. G.). <<
Página 328
[10] Como para Jericó (véase más arriba), se cuestiona el termino ciudad
(J. G.). <<
Página 329
[11]
Se cree que los bóvidos de Catal Höyük estaban en proceso de
domesticación La cronología de la emergencia de los bóvidos domésticos en
Oriente Próximo es un tema de debate (J. G.). <<
Página 330
[12] Actualmente se consideran de alrededor del 4000 antes de nuestra era.
Página 331
[13] Es un hecho en nuestros días con el yacimiento de Aetokremnos, en la
Página 332
[14] En castellano en el original. (N. de la T). <<
Página 333
[15] Las dataciones «calibradas» sitúan ahora la cerámica cardial en el sexto
Página 334
[16] Ahora se adelanta la fecha de 2500 a. C. (J. G.). <<
Página 335
[17] Si los barcos representados en Tarxien son contemporáneos del templo,
hay que fecharlos en el tercer milenio. Este desarrollo sobre los contactos con
el Egeo en el segundo milenio es pues anacrónico con respecto a los dibujos
aludidos. (J. G.). <<
Página 336
[18] Fernand Braudel pensaba que megalitos/diosa madre/metalurgia
redondeaban un mismo complejo extendido desde el Este mediterráneo. Esta
amalgama ya no se puede defender (cfr. Jean Guilaine, La Mer partagée. La
Méditerranée avant l’écriture, 7000-2000 avant J. C., París, 1994).
Aparecieron sucesivamente:
— las primeras sociedades agrícolas y sus religiones (octavo al séptimo
milenio en Oriente Próximo, sexto milenio en Occidente);
— los megalitos: los más antiguos se encuentran en Occidente y están
fechados en 4500 aproximadamente;
— la metalurgia precoz en Anatolia y en Europa del sudeste (hacia
5000/4500), más reciente en Occidente (hacia 3500/3000). (J. G.). <<
Página 337
[19] El carbono 14 ha contribuido a envejecer considerablemente el
megalitismo occidental, especialmente el atlántico. El megalitismo, de la era
neolítica, no tiene ninguna relación con la metalurgia en estas regiones
occidentales. (J. G.). <<
Página 338
[20] Desde 1969, se han podido fechar muchos megalitos. Los megalitos de
Página 339
[21] Ahora se fecha el abandono del templo Tarxien hacia el 2500 a. C. No
Página 340
[22] También en este punto se han cuestionado las dataciones desde 1969 Se
Página 341
[23] Estas líneas se escribieron en una época, hoy superada, de cronologías
Página 342
[24] Esta visión de difusión a partir del Mediterráneo hacia el Atlántico ya no
Página 343
[25] En castellano en el original. (N. de la T.). <<
Página 344
[26] Nada confirma el origen megalítico de los invasores, ni las influencias
Página 345
[27] Es precisamente lo que ha permitido la datación con ayuda del carbono
Página 346
[28] Estos desplazamientos se cuestionan actualmente. (J. G.). <<
Página 347
[29]
Este anuncio era prematuro. La escritura del Indo sigue sin haberse
descifrado. (P. R.). <<
Página 348
[30] La explicación ya no tiene valor en nuestros días. Sobre la crisis del
siglo XII, véase W. A. Ward, M. S. Joukovsky, The Crisis Years: the 12t
Centry B. C. From beyond the Danube to the Tigris, Dubuque, 1992. (P. R.).
<<
Página 349
[31]
Sobre las cuestiones cretenses, el «desastre» de Thera y sus efectos,
véanse las posiciones matizadas de R. Treuil et alii, Les Civilisations
égéennes du Néolithique et de l’áge du Bronce, París, 1989. (P. R.). [Edición
española: Las civilizaciones egeas del Neolítico y de la edad del Bronce, trad.
de Montserrat Rubio, Barcelona, Labor, 1992]. <<
Página 350
[32] Esta hipótesis ya no se sostiene actualmente (P. R.). <<
Página 351
[33]
Los barcos minoicos no llegaron a Malta, Sicilia o Italia del sur, al
contrario de los barcos micénicos <<
Página 352
[34] Edición española: El fin de la Atlántida, traducción de Rafael Vázquez
Página 353
[35] Sobre el Pueblo del Mar y la crisis del siglo XII, véase la nota 2. (P. R.).
<<
Página 354
[36] Actualmente, el escepticismo sobre esta invasión es todavía mayor.
(P. R.). <<
Página 355
[37] Pero la vida sigue a menor escala y no se abandonan realmente hasta
Página 356
[38] The Last Mycenians and their Sucessors. (P. R.). <<
Página 357
[39] Véase más adelante, nota pág. 224. (P. R.). <<
Página 358
[40] Es más exacto hablar de ciudades fenicias (P. R.). <<
Página 359
[41] Actualmente, el Sahara Occidental. (N. de la T.). <<
Página 360
[42] Sobre estos «movimientos», véase P. Bruny y C. Mordant (coord), Le
Página 361
[43]
Corinto no es la única ciudad en este caso Otras ciudades fundaron
colonias Calas, Megara, Esparta, Colofón, Paros, Mileto, Focea, como dice el
propio autor, cfr págs 241-242 (P. R). <<
Página 362
[44]
Actualmente, la multiplicidad de centros de producción está bien
argumentada. Cfr. J. Winter, en Iraq, 43, 1981, págs. 101-130. (P. R.). <<
Página 363
[45] Como en todos los asentamientos fenicios de Occidente. (P. R.). <<
Página 364
[46] La cita exacta es: «En el corazón de los mares estaban tus fronteras. […]
Los habitantes de Sidón y de Arvad eran tus remeros. Y tus sabios, Tiro, iban
a bordo como timoneles.» (Ezequiel, 27, 4-8). (N. del T.). <<
Página 365
[47]
Véase J. Desanges, Recherches sur l’activité des Méditerranéens aux
confins de l’Afrique, Roma, 1978. (P. R.). <<
Página 366
[48] Ahora no se pueden atribuir a los fenicios las primeras explotaciones de
Página 367
[49]
En realidad, desde el siglo VIII, los griegos, los eubeos, recorren el
occidente del Mediterráneo. (P. R.). <<
Página 368
[50] Ahora no se puede ser tan terminante: en Saxepta se han encontrado
Página 369
[51] Sobre los fenicios, y en particular sobre el tofet y sobre Cartago, véase
Página 370
[52] La idea de un pueblo que llega está siendo sustituida actualmente por la
Página 371
[53] Estas excavaciones han sido realizadas y publicadas por A. Pontrandolfo y
Página 372
[54] En realidad, la cultura villanoviense es un hecho probado en Campania en
Página 373
[55] Lo que vale para Campania vale también para la llanura del Po (P. R.). <<
Página 374
[56] Ya no se puede hablar en nuestros días de continuidad desde Micenas a la
Grecia colonial. Podemos hablar más bien de un hiato. (P. R.). <<
Página 375
[57] Ahora se piensa más bien que en aquella época sólo hubo algunos viajes
Página 376
[58] Sobre la colonización griega, véase Les Grecs et l’Occident (París, 1995)
Página 377
[59]
Sobre Marsella, véase «Marseille grecque et la Gaule», Études des
Massalictes, 3, Arx en Provence, 1992 (P. R.). <<
Página 378
[60] Este punto ya no se admite en nuestros días. Antes de los Bárquidas, los
Página 379
[61] Sobre la conquista romana de la Galia, posición crítica de C. Goudineau,
Página 380
[62] Para situar este hecho en perspectiva, L’Art décoratif á Rome a la fin de la
Página 381
[63] Falta en esta obra, tan extensa en el tiempo, una conclusión de conjunto
Página 382