El Club de Los Perfectos - Graciela Montes

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GRACIELA MONTES
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GRACIELA MONTES

Nació en Buenos Aires en 1947 y creció en


el barrio de Florida. Se graduó de profeso-
ra en Letras en la UBA; es escritora, tra-
ductora y editora. Trabajó más de veinte
años en el Centro Editor de América La-
tina y dirigió varias colecciones.
Fue nominada candidata por la Argentina
al Premio Internacional Hans Christian
Andersen en 1996, 1998 y 2000 e integró la
Lista de Honor de IBBY en 1990. Escribió
cuentos, novelas y libros de ficción para
niñas y niños.
Dirigió la colección Los cuentos del
Chiribitil, que fue prohibida durante la últi-
ma dictadura por el tercer cuerpo del Ejér-
cito en Mendoza; entre otros, por su libro
Los zapatos voladores. Se trata de un cartero al
que no le alcanza el dinero para comprarse
zapatos; la gente del pueblo se reúne y
junta el dinero para comprárselos. Los mili-
tares consideraron que era un llamado a la
subversión.
Entre sus obras figuran: Nicolodo viaja al País
de la Cocina; La familia Delasoga; Doña
Clementina Queridita, la Achicadora; Y el árbol
siguió creciendo.
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H
EL CLUB DE
LO S P E R F E C T O S

ay gente que ya está cansada de que yo


cuente cosas del barrio de Florida. Pero no
es culpa mía: en Florida pasa cada cosa que
una no puede menos que contarla.
Como la historia esa del Club de los Perfectos.
Porque resulta que los perfectos de Florida decidieron
formar un club.
Alguno de ustedes preguntará quiénes eran los
Perfectos. Bueno, los Perfectos de Florida eran como los
Perfectos de cualquier otro barrio, así que cualquiera
puede imaginárselos.
Por ejemplo, los Perfectos no son gordos pero
tampoco son flacos.
No son demasiados altos, y mucho menos petisos.
Tienen todos los dientes parejos y jamás de los
jamases se comen las uñas.
Nunca tienen pie plano ni se hacen pis encima.
No son miedosos. Ni confianzudos.
No se ríen a carcajadas ni lloran a moco tendido.
Los Perfectos siempre están bien peinados, siempre
piden “por favor” y jamás hablan con la boca llena.
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Hay que reconocer que los Perfectos de Florida no eran


muchos que digamos. Es más, eran muy pocos. Tan pocos
que había calles, como Agustín Álvarez, donde no podía
encontrarse un Perfecto ni con lupa. Pero –pocos y todo–
decidieron formar un club porque todo el mundo sabe
que a los Perfectos sólo les gusta charlar con Perfectos,
comer con Perfectos y casarse con Perfectos.
El Club de los Perfectos fue el tercer club de
Florida. Los otros dos eran el Deportivo Santa Rita y
el Social Juan B. Justo.
El Deportivo Santa Rita era sobre todo un club de
fútbol. Los sábados por la tarde se llenaba de floridenses
porque los sábados por la tarde se jugaban partidos
amistosos con el equipo de Cetrángolo.
El Social Juan B. Justo era el club de los bailes. Los
sábados por la noche los floridenses que querían ponerse
de novio se reunían a bailar con los Rockeros de Florida
entre guirnaldas verdes,
rojas y amarillas.
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Pero el Club de los Perfectos era otra cosa.


Para empezar, no era ni un galpón ni una
cancha. Era una casa en la calle Warnes, con
grandes ventanales y una verja alta de rejas negras.
Y en el jardín que daba al frente, nada de malvones,
dalias y margaritas, sólo palmeras esbeltas, rosales de
rosas blancas y gomeros de hojas lustrosas.
Los sábados por la noche, los Perfectos llegaban al club
con sus ropas planchadas y sus corbatas brillantes. Como
eran perfectamente puntuales llegaban todos juntos.
Se sentaban alrededor de la mesa con mantel
almidonado y vajilla deslumbrante. Comían tranquilos y
educados. Masticaban bien. Sonreían. Nunca parecían
tener hambre. Ni apuro. Ni sueño. Ni rabia. Ni ganas.
Ni celos. Ni frío.
Tan diferentes eran, que a los floridenses se les hizo
costumbre eso de ir a visitar el Club de los Perfectos.
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Bueno, visitar es una manera de


decir porque al club de los
Perfectos sólo entraban Perfectos,
y los demás miraban de afuera.
Lo cierto es que, a eso de las
siete de la tarde, en cuanto
terminaba el partido, los del
Deportivo Santa Rita se venían en
patota a la calle Warnes y, a eso de las ocho,
antes de ir para el baile del Social Juan B. Justo, las
parejas de novios pasaban por la calle Warnes para
echarles una ojeadita a los Perfectos.
Los floridenses se apretaban todos junto a la verja.
Eran un montón, pero ninguno era perfecto. Estaba
doña Clementina, llena de arrugas; el nieto de don
Braulio, que era un poco bizco; el chico del almacén,
que era petiso; Antonia, llena de pecas… y chicos que
usaban aparatos en los dientes, chicos que a veces se
comían las uñas, chicos que a veces se hacían
pis encima, chicos con mocos,
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muchachos que clavaban los dientes en los sánguches de


milanesa porque tenían hambre y chicas un poco
despeinadas porque había viento.
Los sábados por la noche, el Club de los Perfectos
estaba siempre rodeado de floridenses. Y fue por eso
que, cuando pasó lo que tenía que pasar, hubo muchos
que pudieron contarlo.
Resulta que estaban ahí los Perfectos, tan perfectos
como siempre reunidos alrededor de la mesa,
perfectamente bronceados porque era verano y
perfectamente frescos y perfumados, cuando pasó lo que
tenía que pasar.
Pasó una cucaracha.
Una cucaracha lisita, negra, brillante, en cierto modo
una cucaracha perfecta, que trepó lentamente por el
mantel almidonado y empezó a caminar perfectamente
serena, por entre los platos.
El primero que la vio fue un Perfecto de saco blanco
y corbata a rayas, perfectamente rubio. La cucaracha
se acercaba, pacíficamente, hacia su plato.
El Perfecto rubio se puso de pie…
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demasiado bruscamente, porque volcó la silla, empujó


con el codo el plato decorado, que se estrelló contra el
piso, y derramó el vino tinto de su copa labrada sobre la
Perfecta de vestido blanco.
La cucaracha entre tanto, posiblemente sorda y
seguramente valiente, seguía recorriendo la mesa,
desviándose sin sobresaltos cuando se le interponía
algún plato.
Los Perfectos en cambio sí que parecían
sobresaltados. Había algunos que se subían a las sillas y
gritaban pidiendo ayuda, y otros que se comían
velozmente las uñas acurrucados en los rincones.
Había algunos que lloraban a moco tendido y otros
que, de puro nerviosos, se reían a carcajadas.
El mantel ya no parecía el mismo, lleno como
estaba de platos rotos y copas volcadas. Y
serena, parsimoniosa, la
manchita negra y
lustrosa proseguía
su camino.
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Los floridenses que estaban junto a la


reja al principio no entendían. Se agolpaban
para ver mejor, los de la primera fila les pasaban
noticias a los de atrás. Aníbal, el relator de los
partidos amistosos, se trepó a lo alto de la verja y
empezó a transmitir los acontecimientos:
–El Perfecto de la Camisa a Cuadros se cae de
espaldas. Rueda. Quiere ponerse de pie, trastabilla y cae
sobre la Perfecta del Collar de Nácar. La Perfecta del
Collar de Nácar pierde la peluca. Se arroja al suelo y
camina en cuatro patas tratando de recuperarla. El
Perfecto del Traje Azul tropieza con ella, pierde el
equilibrio y cae… Cae también su dentadura, que
golpea ruidosamente contra la pata de la mesa…
Arrugados, despeinados, manchados y llorosos, los
Perfectos fueron abandonando la casa de la calle
Warnes. Los floridenses los miraban salir y no podían
casi reconocerlos. Algunos estaban pálidos. Otros
parecían viejos. Algunos, si se los miraba bien, eran
francamente gordos. Y todos, uno por uno,
estaban muertos de miedo.
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A los floridenses más burlones les daba un poco de risa.


Los floridenses más comprensivos les sonreían y les
daban la bienvenida: al fin de cuentas no era tan malo
estar de este lado de la reja.
De más está decir que ese mismo día se
disolvió el Club de los Perfectos.
Y cuentan en el barrio que los sábados por
la tarde algunos de los que fueron sus socios
llegan cansados y hambrientos al
Deportivo Santa Rita y que otros
van, un poco despeinados, al Social
Juan B. Justo.
Cuentan también que en la casa
de la calle Warnes ahora crecen

PiojO
malvones.
Y parece que así es mucho
mejor que antes.

© Graciela Montes.
© Ediciones Colihue S.R.L.

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