2021 Crelier - Marte Análisis Reseña Crítica Carruthers

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Mentes humanas y mentes animales

Human and Animal Minds

Andrés Crelier
Fernando Marte
DOI: 10.26754/ojs_arif/arif.202115705

Peter Carruthers (2019). Human and animal minds: The consciousness questions laid to
rest. Oxford University Press.

Mientras que existe un aceptable consenso acerca de que muchas especies


animales ofrecen evidencia de cognición sofisticada, la discusión sobre la
sensación subjetiva, el “cómo se siente” propio de la “conciencia fenoménica”,
ha sido considerado un “problema difícil” para la ciencia y la filosofía (Chalmers
1996; 2018). Sin embargo, las teorías sobre la conciencia han empezado a volver
más manejable este problema en los últimos decenios. El debate actual ofrece en
tal sentido una variedad de perspectivas sobre el tema, sobre las que por cierto no
hay acuerdo, y una variedad de distinciones conceptuales sobre tipos y modos de
conciencia, que ha adquirido un notable consenso (lo cual muestra en todo caso el
modo en que la discusión filosófica logra cierto “progreso”).
El libro de Carruthers se ubica en este contexto de discusión, ubicado entre
la filosofía de la mente, la psicología y las neurociencias. El autor propone una
teoría de la conciencia fenoménica y la aplica al problema de si podemos atribuir,
de manera legítima, esa clase de conciencia a algunas especies de animales no
humanos. Resulta pertinente insistir en que esta teoría se refiere exclusivamente a
la conciencia fenoménica y no a otras clases de conciencia que el libro distingue
y aplica sin reparos a los animales no humanos. Así, existen distinciones
transversales, como la que se suele realizar entre conciencia transitiva (que refiere
a la relación intencional de la criatura con una entidad o un estímulo) e intransitiva
(la mera sensación de estar despiertos, por ejemplo); entre la conciencia como
propiedad de un estado mental y como propiedad atribuible a la criatura; o entre
la “conciencia de acceso” (una categoría funcional) y la conciencia fenoménica,
aunque esta última concierne ya al tema del libro.

Análisis. Revista de investigación filosófica, vol. 8, n.º 1 (2021): 121-129 ISSNe: 2386-8066
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Commons Reconocimiento No-Comercial Sin-Obra-Derivada 4.0 Internacional" (CC BY NC ND 4.0)
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Antes de proponer su teoría, Carruthers identifica los rasgos propios de


la conciencia fenoménica, cuyo contenido es no conceptual y de grano fino, lo
cual se puede ilustrar con la percepción de la textura y los matices de color de
un objeto. A su vez, si bien sus contenidos admiten grados (un estímulo puede
ser más o menos intenso, o más o menos rico en detalles), la conciencia misma
está presente o ausente en un sentido categórico. Incluso un estímulo muy vago,
que tenemos cuando estamos casi dormidos, se experimenta como siendo de
algún modo específico. Finalmente, la conciencia fenoménica es un concepto de
primera persona, dado que se trata de los modos en que uno mismo piensa sobre
la cualidad de la propia experiencia.
Para algunos filósofos, los conceptos fenoménicos captan propiedades
inefables y privadas, los denominados “qualia”. La discusión correspondiente ha
puesto en escena una serie de experimentos mentales como el de los zombies,
seres imaginarios exactamente iguales a los humanos en cuanto a la configuración
funcional de su mente, al modo en que ésta se realiza en el cerebro y a sus
capacidades representacionales, pero carentes de conciencia fenoménica. La
criatura que sí tiene conciencia fenoménica puede comprender que existe una
“brecha explicativa” entre lo que ella capta gracias a esa conciencia y todos los
hechos funcionales, representacionales y físicos presentes (o inferibles) de otras
criaturas, que para el caso podrían ser zombies. Carruthers argumenta que esta
brecha explicativa no debe explicarse en términos de la captación de qualia, y
dedica un capítulo a criticar las posiciones que postulan su existencia. Según él, el
irrealismo sobre los qualia debería ser la posición por default, lo cual no impide
proponer una explicación de la conciencia fenoménica (el “cómo se siente”).
Este rechazo a postular propiedades como los qualia se inscribe en un marco
naturalista, en el sentido de entender los fenómenos a explicar como parte de una
realidad física causalmente cerrada. Pero Carruthers admite de hecho distintos
niveles explicativos, empezando por la dimensión física, aquí representada por los
correlatos cerebrales de los distintos sistemas mentales. Estos sistemas pertenecen
al plano de la descripción funcional, que entiende a la mente como un ensamblaje
de sistemas que interactúan entre sí (los distintos tipos de memoria, la percepción,
el lenguaje, las capacidades ejecutivas como la planificación, distintos tipos de
conciencia, la capacidad de comprender creencias ajenas, etc.). Finalmente,
Carruthers incorpora la dimensión representacional o intencional, lo cual no
deja de ser problemático. En efecto, su posición naturalista consiste en admitir
la posibilidad de reducir, en última instancia, las explicaciones vertidas en cada
una de estas dimensiones a explicaciones en términos de la física. Pero, como

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él mismo concede, los intentos de reducir las explicaciones intencionalistas en


términos físicos no han tenido éxito.
Dado que no se indica ningún modo en el que se podría reducir explicativamente
el discurso sobre los fenómenos intencionales en términos puramente físicos,
Carruthers se acerca —a nuestro modo de ver— a una suerte de pragmatismo, que
adopta las nociones de contenido representacional e intencional como conceptos
primitivos útiles (e incluso necesarios) para la investigación científica y la discusión
filosófica. A su vez, si la referencia a la intencionalidad resulta necesaria para la
explicación de la mente, resurge la pregunta sobre la relevancia de la conducta,
dado que para algunos filósofos los conceptos intencionalistas poseen una relación
conceptual con la conducta y la acción. Pero este no es el caso en el libro que nos
ocupa: si bien la conducta juega un claro papel epistemológico (en tanto no parece
haber un modo de acceder a los fenómenos mentales y cerebrales que eviten
la referencia a la investigación de la conducta), los conceptos mentales parecen
definibles con independencia de las manifestaciones conductuales.
Sea como fuere, la teoría de Carruthers sobre la conciencia fenoménica
(que todavía no hemos presentado) se desenvuelve en un terreno de discusión
actualizado en donde los razonamientos conceptuales (por ejemplo, sobre la
organización funcional de la mente) se enfrentan constantemente con la evidencia
empírica (conductual y neurofisiológica). Se trata de una convergencia virtuosa
que ha permitido que nuestra comprensión sobre la mente avance de manera
notable en las últimas décadas; y que a nuestro modo de ver no le quita legitimidad
a las miradas puramente filosóficas.
Volviendo a los objetivos centrales del libro, Carruthers defiende como veremos
una posición escéptica respecto de que podamos siquiera plantear la pregunta sobre
la conciencia fenoménica fuera de los humanos. Sin embargo, admite a la par la
complejidad de la vida mental de muchas especies no humanas. De hecho, dedica
un capítulo para reseñar el estado del arte acerca sobre las capacidades mentales de
diversas especies. El punto central es que esta compleja vida mental puede explicarse
al margen de la atribución de conciencia fenoménica. Uno de los argumentos
mediante los que esto se vuelve patente es el siguiente. Carruthers pone en cuestión
que la conducta flexible, eficaz y dirigida hacia fines, así como sus correlatos
neuronales, sean evidencia de conciencia fenoménica. Diversos ejemplos cotidianos
(como el conductor absorto y la persona sonámbula) e investigaciones empíricas
indican que esta clase de acción puede desarrollarse de manera inconsciente.
Gran parte de esta información empírica proviene del terreno de la percepción
visual, más concretamente, del detallado conocimiento sobre dos sistemas

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diferentes y su realización cerebral. Uno de los sistemas visuales, cuyo correlato


cerebral se ubica en la zona ventral, se ocupa del reconocimiento de objetos
y rostros, así como de su ubicación en un espacio alocéntrico. El otro sistema
se ubica en la zona dorsal y se relaciona directamente con lo sensorio-motor.
Carruthers refiere el caso de un paciente con daño cerebral en el primero de ellos,
incapaz de reconocer objetos simples y su posición espacial, pero sin dificultades
para tomarlos con la mano y para moverse en el espacio. Mientras que este paciente
no podía reconocer cuál era la posición (horizontal o vertical) de una carta y de
la ranura de un buzón, no tenía dificultades para poner la carta en el buzón de
manera correcta, aunque no podía explicar cómo lo hacía.
Carruthers sostiene no sólo que el sistema sensorio-motor es inconsciente
sino que no puede hacerse consciente (en un sentido fenoménico). A esto se
suma que el otro sistema de percepción referido más arriba es inconsciente en
ocasiones, como lo demuestran los estímulos subliminales utilizados en diversos
tests psicológicos. La posibilidad de que al menos parte de la acción compleja,
sensible a un entorno cambiante y atenta a los eventuales cambios, sea o bien
inconsciente o bien profundamente inconsciente (en un sentido fenoménico),
impide pues inferir la presencia de conciencia fenoménica a partir de la conducta
compleja de una criatura.
¿En qué consiste entonces esta clase de conciencia para Carruthers? El autor
desarrolla una discusión con las teorías de la conciencia fenoménica actualmente en
debate, que no tenemos espacio para reseñar, y propone identificarla funcionalmente
con el “espacio global de trabajo” (global workspace), donde se emite un contenido
(no conceptual, de grano fino) que resulta accesible para otros sistemas mentales
(no todos), como el reporte verbal, la conciencia meta-cognitiva, la planificación,
el razonamiento, la memoria, entre otros. Aquello hacia lo cual los conceptos de
la conciencia fenoménica nos indican prestar atención, se identifica pues con este
espacio, cuyo correlato mental se conoce bastante bien. Carruthers considera que
esta teoría posee ventajas sobre las principales alternativas contemporáneas, pues
explica de modo más natural los rasgos característicos de la conciencia fenoménica
(vistos más arriba) y se aviene con diversos estudios empíricos.
Una vez planteada la teoría de la conciencia, Carruthers aborda la cuestión de su
aplicación a animales no humanos. Si se hiciera una comparación del espacio global
de trabajo con lo que sabemos de la organización de la mente de otras especies, se
llegaría a la conclusión de que muy pocas de ellas cuentan con los elementos que,
en algún espacio plausible de similitud, alcanzan para conformar una conciencia
fenoménica. En efecto, los sistemas involucrados en el espacio global de trabajo,

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muchos de ellos realizados en el cortex prefrontal, están incomparablemente más


desarrollados en la especie humana, como por ejemplo la capacidad de reporte
verbal. Los estados mentales de la gran mayoría de los animales tendrían más
cercanía con los estados mentales humanos de naturaleza inconsciente (cuya
relevancia en la vida mental es, como vimos, un tema central del libro).
Pero la tesis de Carruthers no es epistemológica sino más bien metodológica:
no hay hecho que investigar (no fact of the matter) dado que no podemos siquiera
proponer una medida de similitud como criterio para la comparación entre los
humanos y otras especies. Recordemos que la tesis que identifica a la conciencia
fenoménica con el espacio global de trabajo es una teoría, cuya base evidencial es el
concepto de primera persona de conciencia fenoménica, que es independiente de
dicha teoría. Y la tesis de Carruthers es que este concepto de primera persona no
revela ninguna clase natural que podríamos descubrir fuera de la especie humana,
sino que simplemente coincide, en el caso humano, con el espacio global de
trabajo. Dicho con otras palabras, cuando somos fenoménicamente conscientes,
sabemos que se encuentra funcionando ese espacio mental de trabajo, que la
ciencia cognitiva describe como un conjunto de sistemas, y que la investigación
empírica correlaciona con un conjunto de redes neuronales especialmente en el
córtex. El problema es que esta base de evidencia es de primera persona y sólo se
puede entender, gracias al reporte verbal, a las otras personas. De allí que no haya
modo de investigar la conciencia fenoménica en animales no humanos.
En este punto podemos abrir un paréntesis en la reseña del libro y proponer
algunas consideraciones críticas referidas a la clase de conceptos que, según
Carruthers, caracterizan a la conciencia fenoménica. Se trata de conceptos
fenoménicos de naturaleza privada, cuya extensión (y en tal medida significado)
está determinada por nuestras disposiciones clasificatorias, que permiten aplicarlos
y hacer determinados juicios en base a ellos (como por ejemplo: “esta experiencia
es interesante”). Esto resulta a nuestro modo de ver problemático, tal como
se ha encargado de mostrar la filosofía del último Wittgenstein en cuanto a la
imposibilidad de un lenguaje privado (cf. Wittgenstein 1988, § 243-315). En efecto,
las capacidades conceptuales poseen una dimensión normativa que aquí parece
estar ausente. En tal medida debería ser posible aplicar un concepto fenoménico
correcta o incorrectamente, por ejemplo, si se lo aplica a otra cosa que a los
contenidos propios de la conciencia fenoménica. Pero no sólo no hay modo de
saber si otros (aparte de mí mismo) están aplicando correctamente estos conceptos
(aspecto epistemológico que Carruthers admitiría), sino que se trata de conceptos
que carecen de criterios de corrección, porque las disposiciones a aplicarlos no se

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pueden medir con respecto a ningún criterio fuera de las propias disposiciones.
Esto parece quitarles a los conceptos fenoménicos toda significación.
Visto desde otro ángulo, es dudoso que estos conceptos escapen completamente
a la dimensión pública y comunicativa del lenguaje. Su empleo está dado por
indicaciones (ajenas o propias) a dirigir la atención a ciertos aspectos de la experiencia
en contraste con otros. Y son estas indicaciones, comunicables mediante el lenguaje,
las que parecen fijar su extensión y significado. Pero si ya podemos comprender a qué
debemos prestar atención cuando queremos emplear correctamente un concepto
fenoménico, entonces su extensión es un contenido (o si se quiere un aspecto del
contenido) públicamente ostensible. Asimismo, los reportes verbales de la conciencia
fenoménica no suelen consistir meramente en indexicales como “este rojo”, sino en
descripciones con mayor o menor grado de precisión, capaces de captar (al menos
en parte) los matices de los colores y los tonos de los sonidos. Más aún, siguiendo
también a Wittgenstein, la propia dimensión de grano fino de la experiencia puede
ser incorporada al lenguaje en tanto muestra de tipos de experiencia.
Si nuestras consideraciones críticas tienen asidero, el significado de los
conceptos de la conciencia fenoménica carecen de la inefabilidad y privacidad que
Carruthers les atribuye, y la investigación de la conciencia en animales no humanos
puede recobrar sentido. En esta dirección, podemos concebir que las capacidades
conceptuales de muchas especies no humanas, incluidas las que se refieren a la
experiencia fenoménica, se desarrollan en estrecha relación con una forma de
vida públicamente accesible. Si bien una criatura carente de lenguaje no podrá dar
cuenta de que se percata de la “brecha explicativa” y la correspondiente posibilidad
de zombies, bien puede ser capaz de manifestar que está usando conceptos
fenoménicos. Esto sucede por ejemplo cuando manifiesta que le presta atención
al grano fino de la experiencia, algo comprobable en los test sobre capacidades de
discriminación de naturaleza flexible y de grano muy fino. Tendríamos con ello
un acceso a la conciencia fenoménica a través de la conducta (y sus correlatos
cerebrales). Ciertamente, podría ser que el contenido no conceptual fuera usado,
en algunas especies, por sistemas mentales no conscientes, como suele ser también
el caso en los humanos. Por ello deberíamos contar con una teoría de la conciencia
(que Carruthers identifica con el espacio global de trabajo), para ver si los sistemas
mentales que esta teoría propone están activos por ejemplo cuando la criatura
presta atención a cualidades de grano fino de su experiencia. Pero nada impide
desarrollar una perspectiva que cuente con los dos elementos que Carruthers
considera necesario poner en relación: la evidencia de conciencia fenoménica, por
un lado, y una teoría sobre esa conciencia, por el otro.

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Volvamos al segundo de los objetivos centrales del libro, que consiste en


mostrar que la teoría de la conciencia que se propone no pone grandes obstáculos
ni a la investigación científica ni a la teoría ética. Ya hemos visto que la investigación
sobre la mente animal ha avanzado mucho, y puede seguir haciéndolo, en cuanto al
conocimiento de capacidades cognitivas sofisticadas y tipos de conciencia. Y este
progreso es en gran medida independiente de los problemas específicos referidos a
la conciencia fenoménica. El capítulo final del libro se dedica a sostener algo similar
respecto de la ética animal. El problema es que esta disciplina parece suponer, en
muchas de sus principales corrientes, que un fundamento para otorgar estatus
moral es la capacidad de “sintiencia” (sentience) y particularmente la de sentir dolor
y sufrimiento (como modos de sintiencia). Y se asume que estas capacidades son
estados conscientes. Así, la ética animal parece requerir conciencia fenoménica
como fundamento moral.
Frente a esto, Carruthers señala que las ciencias cognitivas han complejizado
mucho el panorama, disociando elementos que antes se creía unidos. Así como una
parte considerable de la acción y de la percepción sucede de manera inconsciente
(quizás incluso “profundamente” inconsciente), el fenómeno de dolor, y la
sintiencia en general, no se identifican sin más con la conciencia fenoménica.
El dolor tiene componentes disociables, como la localización sensible, su
componente activador de cambios físicos y motores y, finalmente, su “valencia”
negativa (el sentirlo como algo malo). Y Carruthers cree que estos componentes
pueden estar presentes sin conciencia fenoménica (aunque en los humanos la
mencionada valencia negativa suele estar ligada con la experiencia fenoménica).
El punto clave es si los animales tienen la capacidad de sentir dolor en el sentido
de una sensación fenoménica, pues el dolor no consciente (tanto en la detección
como en la conducta) no resulta para Carruthers objeto de consideración moral.
Visto en el marco de los argumentos de este libro: si no hay modo de investigar la
conciencia fenoménica en animales, tampoco se puede afirmar que la tienen del
dolor y se pierde su relevancia desde un punto de vista moral.
Se trata de una coyuntura un tanto difícil para la ética filosófica. Si bien
Carruthers piensa que se puede seguir atribuyendo cada elemento de esta compleja
afectividad sin ocuparse de su naturaleza fenoménica, hay que admitir que muchas
posiciones éticas verían vulnerados sus fundamentos. Este es el caso de las éticas
utilitaristas que requieren la capacidad de tener conciencia fenoménica del dolor. No
así las posiciones utilitaristas que se centran en la capacidad de tener preferencias,
porque podemos atribuir sin problemas la capacidad de tener creencias, deseos y
fines a las criaturas no humanas (cf. Singer 1993). Si bien Carruthers no propone

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una perspectiva ética determinada, piensa que esta disciplina puede justificar sus
fundamentos morales en la investigación de la mente animal, en el sentido de que
cada teoría se interesará por la presencia de determinada gama de capacidades
mentales. En otras palabras, según la visión de Carruthers, es posible dejar a
un lado el problema de la conciencia fenoménica y continuar el debate en los
términos usuales. Ciertamente carecerá de sentido intentar sentir “empatía”, una
actitud de primera persona, por criaturas cuya conciencia fenoménica (y en tal
medida su sintiencia) ha quedado fuera de los alcances de la comprensión humana.
Pero podemos sentir “simpatía” por ellos, entendida como una actitud de tercera
persona, capaz de llegar a comprender las necesidades y deseos de una criatura no
humana.
Carruthers es acaso demasiado optimista respecto de que la ética animal
no resulta afectada por su teoría de la conciencia. Ante todo, esta última tiene
indudables consecuencias negativas sobre una rama muy importante de la ética
utilitarista que se apoya en la capacidad de sentir dolor y sufrimiento de manera
consciente, y también sobre intuiciones corrientes acerca de estas afectividades en
el terreno no humano. Sin embargo, estas consecuencias se pueden contrarrestar
al menos de dos modos. Uno de ellos es el que, como mencionamos, deja abierto
este autor. La relación entre las capacidades mentales y la ética animal deja en
efecto un espacio de trabajo muy amplio. Las éticas de orientación kantiana
pueden nutrirse de lo que sabemos acerca de las capacidades mentales sofisticadas
de muchas especies, y las éticas de la virtud (y algunas ramas del utilitarismo)
pueden abrevar en lo que sabemos de las preferencias, necesidades y deseos de
muchos animales no humanos. El otro modo supone poner en duda algunos de los
fundamentos teóricos de Carruthers sobre la conciencia fenoménica. Si nuestras
consideraciones críticas sobre la tesis de la conciencia fenoménica como un
concepto de primera persona están encaminadas, vuelve a tener sentido investigar
la capacidad de sentir dolor de manera consciente, y en sentido fenoménico, fuera
de la especie humana. Por esta vía se podría poner nuevamente en juego esta
atribución como fundamento para la ética animal.
Andrés Crelier
Universidad Nacional de Mar del Plata / CONICET (Argentina)
[email protected]
Fernando Marte
Universidad Nacional de Mar del Plata (Argentina)
[email protected]

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Bibliografía
Chalmers, D. (1996): The Conscious Mind. Oxford University Press.
Chalmers, D. (2018): “The meta-problem of consciousness”. Journal of Consciousness
Studies, 25(9-10), 6-61.
Singer, P. (1993): Practical Ethics, 2nd edn. Cambridge University Press.
Wittgenstein, L. (1988): Investigaciones filosóficas. Barcelona: Crítica.

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