El Cosaco 7

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más que el caballo.

Con las carabinas a la cara disparaban como si la vida de un hombre tuviese el


mismo valor que la de un pato salvaje.

Cerca de Piterka, el caballo blanco, chorreando espuma, pasó cerca de un carro volcado. Detúvose
la montura e inquirió el jinete:

—¿Qué os ha pasado, buena gente, habéis tenido un accidente?

Era un hombre y una mujer que se esforzaban en enderezar un carro cargado de fruta y hortalizas.
El caballo estaba recostado sobre el sendero.

—¿Por qué preguntáis señor, si sabéis que no hemos de responder? ¿No sabéis acaso que…?

—¿Quieres callarte, bruja o quieres que me quemen vivo?

El nuevo médico se rascaba la cabeza sin entender aquello.

—Si no es un accidente es que alguien os ha atacado.

Y de pronto se iluminó su pensamiento.

—Ya sé, unos hombres con patas de lobo colgadas al arzón, ¿no es verdad? Yo también he topado
con ellos.

El hombre siguió ceñudo arreglando la poca fruta que había quedado sana. La mujer se adelantó
hasta rozar la bota del jinete y se expansionó con voz trémula, como si temiese algo.

—Sí, señor, fueron ellos, los hombres de Maliuta. Al vernos con el carro se pusieron a gritar:
«¡Fruta, tenemos fruta!». Y nos asaltaron, nos robaron toda la que quisieron y después nos
volcaron el carro. ¿No creéis, señor, que esto ya no se puede resistir más?

—¿Callarás, de una vez, arpía? —gritó enfurecido el hombre, pero al ver el rostro sereno de Pavel
inclinó la cabeza y murmuró—. Perdone señor, pero es peligroso hablar demasiado. Es mejor callar
y no decir nada.

—Pero ¿quiénes son estos misteriosos «hombres de Maliuta»?

—¡Oh! —y acompañó la exclamación con un gesto de la mano. No quería hablar. Cogió a su mujer
de un brazo y la obligó a apartarse del camino. El médico comprendió que los campesinos ya no le
dirían nada más y se alejó.

En verdad que no hubiese creído nunca que la estepa fuese tan pródiga en aventuras. CAPÍTULO III

LA INVITACIÓN DE MALIUTA

Dos días después de estos sucesos Lukianovich se encontraba bajo un frondoso tilo en casa de
Gregor tomando una taza de té. Con todo y ser tan diferentes los dos jóvenes una extraña
simpatía habíase creado entre ambos. Los dos eran jóvenes y encontrábanse con que poseían una
cultura refinada y si bien sus opiniones y su manera de ser eran muy distintas, ¿con quién podían
sostener una conversación algo elevada sino entre ellos, hombres de carrera hechos a la vida de
ciudad, a la conversación y a la crítica? Además, el extraño suceso de la diligencia habíales dado
pie para establecer una relación. Gregor, a pesar de todo, manteníase en su sitio de rancio señor y
continuaba con el tratamiento de máxima cortesía no habiendo descendido a la menor intimidad.
Lukianovich le había expuesto todas sus gestiones, infructuosas, para lograr algún esclarecimiento
respecto al crimen Pugachev. También le explicó la misteriosa aventura del pato asaeteado y el
raro encuentro con los bandidos (así les llamaba él) de la estepa.

—Muy interesante todo lo que me cuenta, doctor, sólo siento que yo no pueda corresponder a su
amabilidad relatándole algo entretenido. Y, permítame, pero no se ofenda, ¿no interviene en nada
su probablemente grande imaginación meridional? Me dijo que era de Rostov y ésta es una de las
ciudades más al sur de Rusia.

—¡Oh!, de ninguna manera —riose el otro—, lo que le he contado es absolutamente cierto.

—Pero no tiene importancia. ¿No se da cuenta de que a veces nuestra imaginación sobreexcitada
da mayor volumen a cosas insignificantes, sencillas? ¿Qué le han hecho los bandidos? Nada.
Luego, ¿para qué preocuparse? ¿Le interesa la muchacha del arco? Entonces, ¿para qué pensar en
ella?

—Es usted un estoico.

—Deseo vivir y vivir en paz. Las leyendas de la estepa pasaron ya. El ferrocarril la cruza por el
norte. Un día llegará al Caspio. Ya no se mueven las hordas tártaras saqueando nuestros hogares
ni los turcos avanzan para raptar mujeres para sus harenes. La vida es diferentes. ¿Conoció el
«Pequeño café» de Moscou? Aquello sí que era cosa buena. Excelente coñac francés y magníficas
bailarinas alemanas. ¿Lo conoció?

—Con vergüenza le confieso que no.

—Entonces no conoce lo mejor de Rusia.

Apareció Vana con la «troika» y Gregor se levantó.

—Cuando guste, doctor.

Se había ofrecido a presentarle a la condesa Valewska y habían decidido efectuar la visita aquella
misma tarde. Por el camino le fue informando de la persona que iban a visitar.

La condesa Stefanía Valewska era una vieja de algo más de setenta años. Mejor no definir ni
explicar su carácter porque era tan especial que sólo viéndola y tratándola podía uno hacerse
cargo de tal persona. Con la anciana vivían sus nietos

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