Teoria Del Bloom Tiqqun

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Teoría del Bloom

Tiqqun
Diagramación y diseño:
Inteligenciacomún Ediciones
Mayo de 2020
Santiago,
territorio dominado por el estado
Chileno.
Piratea, Discute, Acciona y Propaga

LOS PENSAMIENTOS
NO TIENEN PROPIEDAD
Índice:

Tiqqun: Una aventura política sobre


“Teoría del Bloom” e “Introducción a
la guerra civil” (Jordi Carmona Hurtado) PAG 7.

Crisis de la presencia: Una lectura de


Tiqqun (Amador Fernández Savater) PAG 13.

Teoría del Bloom (Tiqqun) Pag 61.

5
6
TIQQUN: UNA AVENTURA POLÍTICA
SOBRE «TEORÍA DEL BLOOM» E «INTRODUCCIÓN A LA
GUERRA CIVIL»
Jordi Carmona Hurtado

«Vivir juntos en el corazón del desierto, con la misma


resolución de no reconciliarse con él, esa es la prueba,
esa es la luz.»
Teoría del Bloom, p. 126

Con Tiqqun, si tenemos el coraje de leer seriamente,


necesitamos para empezar reaprender a ser filósofos,
al menos en el antiguo sentido socrático que significa
poner toda nuestra atención en el arte de las pregun-
tas. Pues ¿quién es Tiqqun?, ya es una mala pregunta, un
planteamiento inadecuado del problema. Tiqqun no se
presenta como un autor o un colectivo de autores, y en
este sentido hay ya una fuerte carga de anonimato en el
gesto: Tiqqun no es el nombre de un quién, sino de un
qué, que puede en principio ser adoptado por cualquie-
ra. Entonces, Tiqqun es en primer lugar el nombre no de
un autor sino de una posición subjetiva o de una posi-
ción de enunciación. He aquí una manera paradójica de
entender el anonimato: no es anónimo el que no tiene
nombre, sino precisamente el que decide un nombre,
el que vive desplegando la idea que contiene un nom-
bre. Asumir este nombre comporta una serie de exigen-
cias que vienen no ya de la responsabilidad individual
del autor sino de lo que el nombre Tiqqun lleva o porta
consigo, lo que revela, lo que hace. Pues Tiqqun es el
nombre que se da en la tradición mesiánica hebraica a la
redención, a la justicia final o radical, la Justicia mayús-
7
cula en todo caso, la que atraviesa la historia de princi-
pio a fin cumpliendo la redención: ésta es la altura a la
que se encuentra llamado a situarse quien adopta esta
posición. Entonces, bajo un segundo aspecto más pro-
fundo, Tiqqun es un medio (que habría que enten-
der como medio vital, no sólo simbólico) lanzado para
propiciar las palabras y actos de intelectualidades
emparentadas que deciden incorporar esa tradición
mesiánica: no ya un qué por tanto sino un cómo, una
cierta tonalidad de exposición tanto existencial como
política que busca una comunidad por venir agitando
las ya constituidas y tratando de recoger las voces de las
luchas que no tiene cabida en ellas. Tiqqun se inscribe
en el espacio de articulación de los discursos, las formas
y las luchas que dejaron vacío las vanguardias del siglo
xx. Desde este espacio trata de responder de un modo
nuevo a la vieja exigencia filosófica de coherencia en-
tre el pensamiento y las prácticas: en este punto no se
tratará de realizar la filosofía como ciencia, sino más bien
de hacer comunidad con el pensamiento, en lo que éste
tiene de elemento en devenir, inasignable, no institu-
cionalizable. Hacer del pensamiento literalmente una
práctica política, ese es tal vez el reto que se ha comen-
zado a lanzar con Tiqqun.

Este planteamiento encontró lugar en una bella revis-


ta publicada en francés de idéntico nombre y breve
existencia, sólo dos números: Tiqqun1 en 1999, Tiqqun2
en 2001. Pero la revista Tiqqun no se extinguió sino para
hacer nacer una rica descendencia en la que algunos de
los conflictos de interpretación de esta práctica política
se han revelado con otros nombres al modo de trayecto-
8
rias existenciales dispares, que recientemente empiezan
a conocerse de la manera más o menos confusa a la que
nos tiene acostumbrados el espacio público. Con estos
primeros dos libros traducidos al castellano, el lector de
este país tiene la oportunidad de comenzar a formarse
su idea.

Teoría del Bloom es un artículo de Tiqqun1 ampliamente


revisado para la publicación en libro. Se trata un estudio
de un solo tipo: el hombre anónimo contemporáneo,
tomado en una inmediatez fenomenológica, que Tiq-
qun pasea por los restos que encuentra accesibles en la
literatura y filosofía occidentales recientes. El texto es
fragmentario, plagado de citas declaradas o veladas,
como apuntes de lectura balizados por hallazgos poé-
ticos y fórmulas sintéticas. En el fondo la pregunta que
recorre el libro es existencial, y se quiere radical: ¿qué
significa ser hombre hoy, aquí? La respuesta no es
original: significa ser el último hombre, el hombre
del nihilismo consumado, la existencia inauténtica y
desarraigada por excelencia. El Bloom es un ser
atrapado entre las tenazas de la apariencia del Espectá-
culo y las de la «nuda vida» del Biopoder. Tiqqun recoge
los diagnósticos intelectuales más apocalípticos, para
tratar de llevarlos todavía un paso más allá: el panorama
es desolador, pero al menos no hay consuelo en él, ni
siquiera el consuelo de la lucidez crítica. La única opción:
politizar activamente el Bloom, aquello que la figura con
nombre Bloom trata de detectar como una sonda en la
existencia y la cultura contemporáneas. Los modos de
politización indicados por el texto son dispares: desde
la posibilidad de una potencia política del «acto loco» a
9
la invocación de la figura del Trickster, el Bloom que se
asume y juega su condición. Pero lo que pide, ante todo,
el estudio del Bloom es una decisión, un gesto que cor-
te; si el Bloom es «ese Se que es un Yo, ese Yo que es
un Se», toda política del Bloom parece plantearse des-
de una voluntad existencial de soberanía, de heroísmo,
que implica también declarar la guerra al Bloom, como
indica el epílogo a la edición italiana que se incluye en
la edición.

Y tal vez sea éste uno de los rasgos más definitorios de la


aventura política de Tiqqun: introducir el elemento ético
diferencial en el seno de la lucha política. Lo irreductible
que tiene este elemento ético sería su fundamento, la
condición de existencia de una política en estos tiem-
pos conformes, conformes también a menudo con la
infamia. El problema, y también lo más esperanzador de
la tentativa, es que este elemento ético no se confun-
de con el ethos de origen que asigna y encadena a cada
individuo o comunidad a su situación social. Se trataría
más bien de un ethos por encontrar, por crear. La cerca-
nía con algunas de las tesis de Agamben se vuelve en
este punto evidente, si bien el pathos guerrero nietzs-
cheano en este planteamiento del problema ético nos
impide clausurar las posiciones.

En Introducción a la guerra civil Tiqqun cartografía –


también mediante un análisis fuerte de las secuencias
históricas de la dominación– algunas grandes líneas
del espacio de esta lucha ético-política que no es más
que «una cierta intensidad en la elaboración de las for-
mas-de-vida». Para Tiqqun lo más político es la guerra
10
civil, la stásis, previa a todo Estado. En este texto, extraí-
do de Tiqqun2, hay una mayor voluntad sistemática, una
dirección más clara articulada mediante una sucesión
de tesis y glosas; en algunos puntos también, especial-
mente en el último apartado, una verdadera felicidad
en la expresión. Lo que Tiqqun llama política extática,
política existencial en el sentido de que comienza con
un gesto de apertura, de salida de sí, de exposición del
individuo impersonal a lo común de una finitud que lo
delimita y le da un lugar, se contextualiza en este punto.
Pues si bien las relaciones de poder contemporáneas se
dan en el seno de un espacio imperial, el Imperio no es el
enemigo, sino un ambiente hostil, y el poder que ejerce
consistiría sobre todo en atenuar con formas pretendi-
damente neutrales (democracia parlamentaria, Estado
de derecho) la intensidad de las formas-de-vida, con la
única función de contener la guerra civil. La política sería
entonces la revelación práctica de la guerra en curso, en
primer lugar en lo que toca al partido que en realidad
ejerce su soberanía constantemente sobre los otros bajo
la aparente pluralidad que posibilitarían según la publi-
cidad los mecanismos de gobierno: el partido imperante
que toma la forma-de-vida del empresario u hombre de
negocios. Es la política, que en la tradición schmittiana
comienza con la demarcación entre amigos y enemigos.
Se trataría entonces de elaborar en el seno de la hostili-
dad imperial generalizada un espacio político de amigos
y enemigos, en un elemento de verdad, de articulación
comunitaria entre el pensamiento y las prácticas. Habría,
entonces, una especie de división del trabajo político de
Tiqqun: entre lo que nombraría el Partido Imaginario, la
comunidad de los que no tienen comunidad, y lo que
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nombraría el Comité Invisible, la fracción más directa-
mente revolucionaria de este Partido.

Este despliegue de nombres políticos dibuja un espa-


cio complejo, difícil de situar de modo preciso. Pero no
dejamos de aprender que los nombres políticos precisos
son también los menos vivibles. Hay mucho de llama-
da en este espacio indefinido, muchos huecos en él que
podrían ser promesa de comunidad: sobre responder o
no, y de qué manera, ya depende de quién lea. Pero la
cuestión de qué hacer con lo que se lee no podrá ser
eludida tan fácilmente en este caso.

12
CRISIS DE LA PRESENCIA: UNA LECTURA DE TIQQUN-
Amador Fernández Savater

“Me miro en el espejo y soy feliz / y no pienso nunca en


nadie más que en mí, / leo libros que no entiendo más
que yo, / oigo cintas que he grabado con mi voz. / En-
cerrado en mi casa / todo me da igual, / ya no necesito
a nadie, / no saldré jamás y me baño en agua fría sin
parar, / y me corto con cuchillas de afeitar, / me tumbo
en el suelo de mi habitación / y veo mi cuerpo en des-
composición. / Encerrado en mi casa / todo me da igual,
/ ya no necesito a nadie, / no saldré jamás. Ahora soy
independiente, / ya no necesito gente, / ya soy autosufi-
ciente, / ¡al fin!”.
(Parálisis Permanente, Autosuficiencia, 1981).

• Introducción: desde dónde mirar


Hay una frase de Kierkegaard que dice: “Hay que en-
contrar el lugar desde el que mirar”. Es decir, primero
tenemos que encontrar un lugar, sólo luego podremos
mirar. Si miramos sin apoyarnos en un lugar, no veremos
nada. Yo leí Tiqqun hace años, pero sin un lugar para
mirar. Así que no vi apenas nada. Su trabajo teórico me
pareció simplemente otra combinatoria de los elemen-
tos críticos dispersos por el siglo XX, quizá más original
o ingeniosa que otras (¿qué demonios pueden aportar
Heidegger o Agamben para pensar una política revo-
lucionaria?), pero sin sustancia, experiencia ni acentos
propios. Me pareció sólo un estilo.
Digamos que en el ámbito del pensamiento crítico
hay estilos y hay aventuras. Un estilo está atento sobre
todo a reproducirse a sí mismo en determinado campo
13
de juego (la escena “radical”, por ejemplo): elegir una
tradición, una posición, unos problemas, cada decisión
se concibe como un guiño autorreferencial en el inte-
rior del campo de juego. El estilo es sobre todo cuestión
de identidad, una identidad que conquistar, valorizar o
conservar. Por el contrario, la aventura empieza cuando
se arriesga precisamente la identidad para poder pen-
sar por fin en nombre propio, aunque ello pase también
por reapropiarse de las palabras de otros; entonces las
decisiones se toman teniendo en cuenta lo que habilita
o no pensamiento, no tanto lo que configura identidad.
Una aventura es sobre todo cuestión de emancipación y
de singularidad.
Cuando encontré un lugar para mirar, tras un despla-
zamiento significativo en la existencia, descubrí que
Tiqqun tenía mucho más de aventura que de estilo. Vaya
sorpresa, uno ha pasado cien veces por un camino y
descubre de pronto que se trataba de un pasadizo.
¿Qué sería un lugar? Igual no es la palabra más adecua-
da. Remite demasiado directamente a la quietud de
un espacio fijo, a una especie de observatorio seguro
que nos ofrecería el punto de vista correcto sobre una
obra, a la clave teórica que nos faltaba para una buena
comprensión. En cambio el lugar que tengo en mente
se parecería más bien al torbellino de una inquietud, un
problema o una búsqueda. El lugar es necesariamente
una pregunta y es desde ahí que los caminos se vuelven
pasajes; no antes. La pregunta que me abrió el pasadi-
zo Tiqqun fue ésta: “¿En qué podría consistir una política
por fuera de la política?”.
Política: en torno a esa palabra se jugaba para mí (y
para otros conmigo) la fuga de las formas de existencia
14
banales. La palabra nombraba el horizonte de sentido
que hacía relevante la vida: acción, intensidades colecti-
vas, manifestaciones, lucha, centros sociales, proyectos y
disputas encendidas, mil encuentros y reuniones, lectu-
ras y aprendizajes, afectos y sueños. Se trataba de trans-
formarse uno mismo en el interior de un movimiento de
transformación social. Nada que ver con la política de
los políticos, su referente concreto eran los movimientos
sociales. Unos espacios, unos modos de hacer y unas
complicidades organizados para despegar de una
realidad que se nos caía encima.

Pero demasiadas partes de la vida se quedaron en


tierra.
Así que en pleno vuelo se me acabó la gasolina.
Aterrizaje forzoso.

Siniestro total

¿Victoria pues de la realidad y de las formas de existen-


cia banales? No del todo: la política se vino abajo como
respuesta, como solución, como mundo concreto de
referencia, pero persiste como pregunta, tan abierta
como una herida.

¿Qué puede significar reinventar una vida política


cuando palabras como “militante”, “movimiento”, “colec-
tivo”, “crítica”, “alternativa” o la misma palabra “política” se
han vuelto muy problemáticas en el mejor de los casos,
o malos fetiches en el peor, pero ya en ninguno de ellos
soluciones que proponer a la búsqueda de sentido y al
deseo de lo común? ¿Qué podemos hacer con nuestra
15
disidencia respecto a la realidad cuando no nos plantea-
mos ya despegar de ella?

Estas preguntas me empujaron a buscar otra relación


con lo real, otra sensibilidad hacia lo común y otra
idea de lo que significa pensar. Ya no la “militancia”, es
decir, ya no esa inscripción en lo real donde todo parece
“orgánicamente” dado y articulado (maneras de estar,
espacios, alianzas, interlocutores, lecturas, sociabili-
dad), sino modos de hacer que se trata de inventar en
situación y relaciones donde no hay claves previas para
reconocer lo común, porque éste se teje lenta y dificulto-
samente partiendo de preguntas compartidas. Ya no ese
“nosotros” que opera una separación (más o menos
afirmativa) con respecto a la realidad, un “nosotros” que
se trata de expandir y ampliar, invitando o llamando
a otros a entrar, que se plantea como alternativa y se
concibe como área, sector, bloque, red o constelación,
pero que siempre traza una frontera (más o menos
rígida o móvil) con respecto a su afuera (la “gente”, la
“normalidad”…), sino un potencial de transformación
que está como empotrado en la misma realidad. Ya no
la “crítica” que se lanza desde los quince mil pies del al-
tura del avión en pleno vuelo, que se dirige al otro en
lugar de elaborarse con él, que huye de las dudas como
de la peste y que parte de algunos temas definidos por
“agendas”, sino el esfuerzo constante para conectar el
pensamiento con las preocupaciones y los problemas
íntimos.

Este desplazamiento se vio influido decisivamente por


la emergencia en los últimos años de movimientos atí-
16
picos que cuestionan radicalmente el estatuto de lo
político. Movimientos sociales que no son movimien-
tos sociales. En los que el “cualquiera” se politiza, sale a
la calle, abre preguntas radicales sobre el mundo que
estamos construyendo, desafía el curso normal de las co-
sas, habla e interpela sin esperar nada de un “nosotros”
dado, de una vanguardia consciente ni de una experiencia
política cristalizada. Movimientos que han sido y son
como un espejo ante el que escudriñar la propia crisis sin
dejarse ganar por ella, sino elaborando nuevas preguntas,
encontrando energías distintas, buscando otras salidas1.

¿Cómo explicar que éstos hayan sido disparados


tantas veces por un hecho catastrófico? ¿Cómo se am-
plían en ellos los ingredientes de los que suele estar hecha
la política, incluyendo ya no sólo materiales luminosos
(acción, discurso, visibilidad, energía militante…), sino
también otros mucho más turbios (colapsos de sentido,
ambigüedad)? ¿Cómo es que tejen “nosotros” sin recur-
so a la identidad? ¿Por qué la realidad zozobra cuando el
cualquiera habla en nombre propio sobre aquello que le
afecta?, ¿cuál es su fuerza? En definitiva, ¿qué potencias
de transformación podemos encontrar en el anonimato,
en el cualquiera, en el vacío, en pasiones consideradas
tristes, en la interioridad? ¿Y si las formas de existencia
banales de las que queríamos despegar no fueran tan
obvias? ¿Cuál es su secreto?

Despolitizarse para politizarse. En ese desplazamiento,


1
Entre los más conocidos, el No a la Guerra, lo ocurrido entre el 11
y el 14 de marzo de 2004 o los comienzos de la V de Vivienda, pero
no exclusivamente.
17
en esta experiencia de autotransformación que hace
vacilar la definición y el estatuto de la política, ¿cómo
orientarse? No es un problema trivial: los sentidos pre-
existentes, sedimentados, se retorcerán una y otra vez
bregando para volver a imponerse. Cuentan con un
poderoso aliado: el miedo al vacío. ¿Cómo persistir en
la propia brecha y fabricar desde ella una nueva piel,
una nueva sensibilidad que responda ya a otras solici-
taciones de lo real? Es decisivo ser capaces de entender
y nombrar el propio proceso, construir sobre la marcha
otro mapa de la situación. Mis encuentros en “la segun-
da fase” con Tiqqun responden a ese requerimiento:
explorar otra fuente de energía y otro punto de partida
para la política. No tanto responder las nuevas pregun-
tas como iluminarlas bajo la luz de otras referencias.

Tiqqun llama “Bloom” a ese punto de partida de otra


politización posible. El Bloom es una cierta debilidad
existencial, característica de nuestra condición contem-
poránea. Es la figura que designa nuestra situación de
impotencia e indiferencia ante un mundo que no se deja
cambiar. Está atrapado en la realidad, en la “normalidad”,
justo ahí donde también te coloca un aterrizaje forzoso.
Pero no se trata de una figura exclusivamente negativa
que haya que aprender a sortear. El Bloom es al mismo
tiempo veneno y antídoto. Es el fondo donde se puede
tomar de nuevo impulso. Entonces esa debilidad pue-
de convertirse en fuerza; pero no en cualquier fuerza: en
una fuerza débil o, mejor dicho, en una fuerza vulnera-
ble. A lo largo de este texto indagaremos en la naturale-
za y la genealogía de la fuerza vulnerable, esa fuerza que
no se pone al margen de la realidad, sino que está como
18
hundida en ella y al alcance de cualquiera.
Así que éste es finalmente el lugar desde el que voy a
mirar: la pregunta por el Bloom y su extraña ambiva-
lencia. Me acercaré sobre todo al planteamiento de la
pregunta y quizá no tanto a la respuesta que Tiq-
qun ofrece. Lo que sigue a continuación podría leerse
entonces como la simple reconstrucción de un recorri-
do teórico, un mero comentario de texto, en especial
del artículo “Una metafísica crítica podría nacer como
crítica de los dispositivos”, aparecido en el segundo nú-
mero de su revista. Pero lo que ocurre cuando uno mira
desde un lugar nunca es obvio, porque entonces se
abre una “zona de indiferenciación” donde ya no puedo
distinguir muy claramente lo que dice Tiqqun de mi
propia voz. Lo ha explicado inmejorablemente F. Zou-
rabichvili interpretando su propio trabajo de comenta-
rista de Deleuze: “No hay una presencia subyacente y
autónoma del comentador, sino una causa común del
autor comentado y del autor que comenta (…). Se trata
de una manera de prestar la propia voz a las palabras del
otro, lo que termina por confundirse con su reverso, es
decir, hablar por cuenta propia tomando la voz del otro”.

• Metafísica crítica: elaborar la inquietud


La filosofía de Tiqqun no es meramente especulativa, se
nombra a sí misma como “metafísica crítica” y tiene una
fuerte carga existencial. Arranca de una “inquietud” que
no nos deja vivir en paz en este mundo, ni con él. Una
inquietud que no es patrimonio de filósofos ni de artis-
tas, sino que “está en todas las tripas”. Esa inquietud, a
la vez íntima y común, es el resultado de la “crisis de la
presencia”, su manifestación sensible. ¿Qué significa eso,
19
crisis de la presencia? Se refiere al hecho de que nuestro
ser-en-el-mundo se vuelve problemático.

Lo que creía sólido y garantizado (la unidad y autonomía


de mi yo) empieza a desintegrarse. Vacila y se hunde la
frontera que me separaba nítidamente del mundo. No
me reconozco, y tampoco a los otros, hasta entonces tan
familiares. Es como si yo ya no fuera yo, como si un in-
truso se me hubiese colado dentro. Me asaltan las pre-
guntas sobre la vida que llevo, también los miedos, qui-
zá hasta alucinaciones. ¿Estaré poseído, embrujado? Las
mismas realidades físicas se rebelan contra el dominio
de mi voluntad. Si ahora el interior me asusta, el exterior
parece haber perdido igualmente su objetividad maci-
za. Se vuelve como de cera. La tierra tiembla. Todo me
parece irreal y, más que miedo a algo en concreto, sien-
to una angustia indefinida. Inquietud. ¿Por qué esto? Y
¿por qué a mí?

Un choque cualquiera con el mundo (acontecimiento,


percepción, emoción) desata la crisis de la presencia. La
crisis puede arrancar de un hecho muy banal y concre-
to, o darse muy poco a poco y casi imperceptiblemente,
incluso puede convertirse en un “estado”, pero en todo
caso siempre afecta al núcleo de creencias, fidelidades y
deseos que nos constituyen. Zozobramos: vacila el sen-
tido que tiene para cada cual vivir, lo que hace relevante
la vida en cada caso. Se tambalean a la vez el sentido de
la vida y el sentido de lo real, mi consistencia subjetiva y
la misma objetividad de las cosas, el yo más profundo y
la arquitectura del mundo exterior.

20
Para Tiqqun, la inquietud que resulta de ahí no es un fe-
nómeno negativo, sino precisamente la condición ne-
cesaria (pero no suficiente) para otro habitar. Porque,
¿quién pierde la realidad y el mundo? ¿Qué es lo que
entra en crisis? En general, la presencia que se desfon-
da es la figura clásica del sujeto como entidad completa,
autárquica, regente, centro y medida de todas las cosas.
El filósofo Reiner Schürmann, citado a menudo por Tiq-
qun, la describe así: “El hombre se fija de manera unilate-
ral en los objetos a su disposición. Dicho de otro modo,
experimenta al ser como aquello que lo enfrenta, como
una prueba de fuerzas. Frente a este mundo que se le
opone, se afirma como sujeto; se capta como el centro
de referencia de lo real. El sujeto seguro de sí y obnubila-
do por su poder mide todo con la vara de su inteligencia
y voluntad. El único tipo de verdad reconocida es la ver-
dad eficaz, la que sirve para algo”.

Esa distinción entre sujeto y mundo es la base de la me-


tafísica occidental, de la que derivan luego otras muchas
separaciones desgarradoras (entre cultura y naturaleza,
contemplación y acción, libertad y apego, sí mismo y
otro, humano y no humano). La metafísica no es mera
“ilusión”, “engaño” o “ideología”. No es una simple auto-
justificación de los poderes dominantes. No, el orden de
la metafísica es uno con el orden del mundo: lo configu-
ra directamente. A la sociedad como conjunto y a cada
uno de nosotros como sujeto. Es una filosofía práctica.
Afirmar que “la realidad es metafísica” significa que Occi-
dente está hecho a imagen y semejanza de ese esquema
por el cual un sujeto se opone y gobierna todo lo que no
es él. Libre es quien domina: la naturaleza, su cuerpo, el
21
tiempo, el porvenir. Llamaremos “presencia soberana” a
esta modalidad de ser-en-el-mundo como fortaleza ab-
soluta, separada, sin relación, autosuficiente y autocen-
trada. Esa presencia soberana puede ser un solo cuerpo,
un grupo o una sociedad entera. Pero se define en todo
caso por una relación de dominio con el afuera. El mun-
do sólo inspira confianza a la presencia soberana en la
medida en que lo puede controlar.

En el esquema metafísico, la presencia soberana se alza


frente un mundo de cosas opuesto que trata de gober-
nar mediante el lenguaje y la técnica. Schürmann expli-
ca, siguiendo muy de cerca el pensamiento heidegge-
riano, cómo la metafísica es la generalización abusiva de
los esquemas de pensamiento apropiados a dos tipos
de operaciones: fabricar y clasificar. El hacer técnico y la
atribución predicativa. Primero, es una filosofía de la ma-
nufactura: “la visión [la idea] del manufacturero impresa
luego en el material disponible [el mundo] y ofreciéndo-
se a la vista de todos en el producto terminado [el obje-
to]”. Segundo, una filosofía de la definición: “la operación
sintáctica que consiste en la atribución de un predicado
a un sujeto”. Ambas operaciones son apropiadas a una
región concreta de fenómenos (artefactos,
cosas) y actividades (identificar, nombrar). Pero su ex-
tensión universal como modo de pensar —y por tanto
como presupuesto sobre lo pensado— es el rasgo
característico de la cultura metafísica.

Schürmann sigue explicando cómo a lo largo de la histo-


ria de Occidente la metafísica de la presencia soberana
se ha traducido en diferentes principios ordenadores de
22
la vida social: el Ser, el Bien, Dios, el Hombre, la Razón,
las Leyes de la Historia, el Progreso, la Técnica, etc. Dife-
rentes paradigmas trascendentes a partir de los cuales
el mundo se vuelve inteligible y dominable. Diferentes
patrones normativos que imponen sentido y finalidad a
cada gesto cotidiano. Diferentes todos ellos, pero atrave-
sados igualmente por la voluntad de poder, de gobierno
y de apropiación del mundo. Para la cual ninguna cosa/
ente tiene verdadero valor en sí mismo, sólo si sirve de
algo al principio soberano.

El mismo capitalismo (el “siglo tecnológico”, según la


mala denominación de Heidegger) es, en primer lugar,
una tesis sobre el ser, una decisión metafísica. La más
violenta de todas. En él, el máximo de poder coincide
con el máximo de nihilismo. Es decir, el sujeto regente,
centro y medida de todas las cosas —me refiero ahora
a cada uno de nosotros como individuo—, lejos de ser
un Yo imperial que se canta a sí mismo, sólo es en última
instancia el objeto más desechable en manos de un po-
der autonomizado, un pobre tipo devastado que cubre
su vacío y su ausencia al mundo con una agitación sin fin
en tanto que espectador, turista, votante, consumidor,
etc. Es el Bloom.

La crisis de la presencia es la experiencia donde colapsa


la realidad, y nosotros con ella. El soberano cede, abdica.
No mantiene la compostura frente a un mundo someti-
do, sino que más bien es arrebatado y engullido por él.
El soberano interpreta esto como un acto de violencia:
“posesión”, “embrujo”. ¿Quién es el “intruso” que atraviesa
sin permiso mis dominios? El intruso no es otro que el
23
mundo, que de pronto desbarata la relación de fuerzas y
me afecta. La distinción entre el mundo y yo pierde sus
fronteras, se emborrona. Y con ella se hunde la metafí-
sica de una presencia garantizada, el ideal de un obser-
vatorio arrancado al mundo que sobrevuela las situacio-
nes, los acontecimientos y los devenires: el pensamiento
como cálculo y estrategia, el lenguaje como operación
clasificatoria “objetiva”, la acción como técnica e inter-
vención exterior.

Cada crisis de la presencia (ya sea personal o colectiva)


abre una rasgadura en el orden de la metafísica que pue-
de habilitar otra experiencia del mundo: ya no la iden-
tidad absoluta de uno consigo mismo más allá de los
contextos y las relaciones, sino la exposición, el ser-en-si-
tuación, el entrelazamiento, la presencia común. Ya no la
visión de lo que tienes enfrente, sino la escucha de lo
que tienes al lado. Es una experiencia extática que nos
pone “fuera de sí” y dentro del campo de relaciones he-
terogéneas en el que estamos irremediablemente impli-
cados y al que llamamos mundo. Si la metafísica occi-
dental encuentra su consistencia en el presupuesto de
un punto de vista soberano sobre el mundo, la crisis de
la presencia puede ser la antesala de un desplazamiento,
porque disuelve todo ideal de una presencia autoritaria
y dispone otro punto de partida para nuestro habitar.

El concepto de tiqqun, extraído de la Cábala judía, señala


precisamente el momento de operar ese desplazamien-
to, desocupar el orden de la metafísica y restaurar la co-
nexión inmanente con la realidad que se perdió bajo la
dominación. La grandísima dificultad es que ese despla-
24
zamiento no puede ser “fabricado ni forzado” (Heideg-
ger). El voluntarismo de las vanguardias revolucionarias
no abandonó nunca el ideal de la presencia soberana,
porque planteaba siempre un sujeto contrapuesto al
mundo que lo empujaba en la buena dirección, pen-
sando así la transformación social bajo esquemas me-
tafísicos: el pensamiento como ciencia, la realidad como
material informe que tenemos enfrente a disposición, la
acción como intervención que modela (“da forma a”), el
cambio revolucionario como artefacto. De ese modo, la
política revolucionaria no sale del círculo de lo negado.
¿Cómo escapar? La crisis de la presencia no es una cues-
tión teórica, sino una experiencia radical que nos exige
una decisión: reconstruir las defensas en torno a la pre-
sencia-fortaleza, declararnos vencidos y dejar de vivir, o
bien reinventar la presencia como ser-en-relación. Por
tanto, un inmenso potencial de transformación está en
juego en el espacio de elaboración de la crisis. Y justo
en ese punto carga sus baterías la “metafísica crítica”. Es
metafísica porque su materia prima es precisamente la
pregunta por el sentido de la vida, no ya un “tema social”
—y menos aún un tema de la agenda político-mediá-
tica—, y es crítica porque quiere ser al mismo tiempo
parte activa y marco conceptual para otra práctica po-
lítico-existencial: una práctica sin sujeto, liberada de la
maldición de la exterioridad y el finalismo; una prácti-
ca sin modelos, abandonada al despliegue y la apertura
de su propio proceso; una práctica “fuera de sí”, es decir,
atenta a las situaciones que atraviesa, entregada a los
contextos que habita, expuesta al mundo.

Hacer de la crisis de la presencia un centro de energía


25
significa elaborar la inquietud como motor y carburante
de la transformación; reconvertir nuestras defensas ro-
tas en los materiales de un nuevo cuerpo; apoyarse en el
mismo “intruso” para crear nuevas posibilidades de vida;
devolver el golpe a la vida en términos de desafío, crea-
ción y regalo; transfigurar la fragilidad que experimenta-
mos tras el choque con la realidad en fuerza vulnerable.

No es nada raro que Tiqqun haya pensado esa operación


tan excepcional como magia.

• La magia: hacerse amigo del enemigo


Hemos dejado a la presencia en crisis, tocada. Hemos
señalado que justo ahí se abre el espacio ambiguo de
una bifurcación decisiva. La posibilidad de un despla-
zamiento. ¿Con qué energías, con qué recursos, con
qué complicidades contaremos en la ocasión? Difícil de
anticipar. En el peor de los casos, la presencia tocada
se hundirá sin remedio: locura, suicidio, victimización,
postración irreversible… Todas ellas son formas distin-
tas de perder definitivamente la confianza en el mundo.
A partir de ahí nuestro vínculo con él estará hecho de
angustia, paranoia, autismo y pasividad radical. El miedo
nos cerrará sobre nosotros mismos. Marchitará nuestra
capacidad de afectar y ser afectados, desembocando
así en una situación de terrible impotencia. La crisis de
la presencia no conduce por sí sola a ninguna libera-
ción. Todo depende de nuestra elaboración, de nuestra
respuesta.

Porque desde luego no se trata de dejar a la presencia


extraviarse definitivamente, como tal vez algún román-
26
tico pudiera pensar, sino de rescatarla del riesgo de no
ser. Sin duda alguna, hay que sanar. Pero, ¿cabe imaginar
un rescate que no pase por la simple reparación de la
presencia soberana, sino por crear una nueva forma de
relación con el mundo?

Para pensar esa otra idea de sanación, Tiqqun recurre


al trabajo fascinante del antropólogo marxista Ernesto
de Martino (1908-1965) sobre el papel de la magia en
las sociedades tradicionales. Al menos en dos puntos,
su obra El mundo mágico nos ofrece pistas para pensar
qué significa hacer la crisis de la presencia una fuente
de energía: 1) asumir al extraño como alianza; 2) hacerse
cargo de la crisis de la presencia como un asunto colec-
tivo.

1) Según De Martino, en su acercamiento estrictamen-


te materialista al mundo mágico, la magia no funciona
en las sociedades tradicionales como una vía para co-
nocer la realidad o modificarla. El poder de la magia in-
terviene más bien ante el drama existencial de la crisis
de la presencia, cuando “se derrumba la distinción entre
presencia y mundo que se hace presente”. Si, por ejem-
plo, tras una catástrofe natural, un trastorno psíquico o
un desequilibrio físico, una persona (o una comunidad)
ha perdido la realidad, exponiéndose así al riesgo de la
desintegración, la magia actúa para “garantizar” esa pre-
sencia, “restaurarla” o “rescatarla”. De Martino utiliza esos
términos, pero explica muy claramente que la magia no
se limita a coser simplemente algo que se ha roto para
devolverlo al mismo punto donde estaba antes. La ma-
gia no opera con el sujeto como ante un puzzle en el
27
que se han desordenado algunas piezas. Hacerlo así sig-
nificaría, implícita o explícitamente, definir la crisis de la
presencia como el mal que hay que combatir, neutrali-
zar, desalojar y finalmente olvidar para conservar un su-
jeto intacto y entero. Pero la crisis de la presencia sólo
puede ser el mal allí donde el ideal normativo es la pre-
sencia soberana. No es el caso del mundo mágico, según
explica De Martino. En todo caso, aquí el verdadero mal
sería más bien esa distinción neta entre bien y mal, entre
salud y enfermedad, entre vida y muerte. La crisis de la
presencia es un riesgo, pero es el riesgo donde al mismo
tiempo habitan las energías necesarias para la renova-
ción existencial, singular y comunitaria. Definir la crisis
como el mal, organizar una sociedad entera en torno a
la voluntad de dejar ese mal fuera, significaría necesa-
riamente acosar y debilitar la misma fuente de transfor-
mación individual y colectiva. Por un lado, condenar a la
sociedad a la repetición y a la paranoia del control total;
por otro, condenar a los individuos al trauma crónico y la
victimización.
En primer lugar, el ritual mágico evoca la crisis de la pre-
sencia, interrogándola, explorando e identificando su
naturaleza particular y concreta (qué o quién la trajo)
mediante visiones expresadas con temas míticos o má-
gicos tradicionales. En segundo lugar, lejos de negar o
pretender suprimir el peligro, lo asume, lo elabora, de-
cide su sentido, transformándolo en una invitación al
cambio. Finalmente, atraviesa y domina la crisis median-
te la ayuda de creencias y técnicas específicas, como por
ejemplo los ornamentos en el cuerpo o el recurso a los
“espíritus auxiliares” (lo que desde Occidente leemos
como “fetichismo”).
28
Así puede leerse la historia de Aua, esquimal del co-
bre. Aua decidió que su enfermedad era una señal para
convertirse en chamán. Entonces “procuró su soledad
ártica, es decir una condición adecuada para favorecer
su labilidad, para intensificarla, para desencadenarla, y
ello en el intento de poder leer en ella y dominarla. En la
soledad ártica el riesgo de su ser-en-el-mundo aumenta,
el llanto y la alegría se alternan de manera inexplicable.
Y con la alegría surge el canto, no controlado, casi como
si un huésped cantara en él. Por fin interviene el rescate,
que es la conquista de un nuevo equilibrio psíquico, la
identificación del huésped, el pacto de alianza con él”.

Aquí están expuestos algunos de los rasgos clave del


ritual mágico: evocar la crisis de la presencia y traer-
la al espacio de elaboración para que sirva de materia
prima durante todo el proceso; desencadenar e inten-
sificar incluso la problematicidad de nuestra existencia
para poder leer en ella y dominarla; ponerse radicalmen-
te en juego en una situación que uno no gobierna (“el
llanto y la alegría se alternan de manera inexplicable”),
pero donde tampoco uno es simplemente gobernado; y
finalmente, alcanzar un rescate de la presencia amena-
zada, “la conquista de un nuevo equilibro psíquico” que
no implica el exterminio del huésped que nos habita-
ba sin permiso, sino su reconocimiento y “un pacto de
alianza con él”. Sin duda, un equilibrio delicado, preca-
rio, en construcción permanente. “El equilibrio fatigo-
samente alcanzado es siempre un equilibrio inestable:
nacido de un angustioso equilibrio, en todo momen-
to esta tensión angustiosa, esta deliberada lucha que
29
conoce la aspereza del riesgo, testimonian a favor del
ser-en-el-mundo que se rescata, de una psiquicidad que
se abre a la tarea de fijar su propio horizonte”.

Como vemos, el ritual mágico no pretende estabilizar la


presencia bloqueando la relación con todo aquello que
provoque inestabilidad: todo aquello que nos afecta. Ni
tampoco corta los asideros que nos vinculan a la vida
para proteger de esa manera a la presencia en crisis, sino
que más bien rescata la presencia entregándola al mun-
do (“aunque sea con temor y espanto”), reactivando y
potenciando su capacidad para afectar y ser afectado.
El ritual mágico no fortalece frente al vacío, ni aneste-
sia o insensibiliza al dolor, ni tampoco es un proceso de
autodescubrimiento del verdadero yo, sino que asume
y elabora la crisis de la presencia como principio activo
de un segundo nacimiento (“orgánico”, dice De Martino),
del desarrollo de nuevas formas de vida que incorporan
al huésped.

Para una presencia soberana, todo aquello que no me


deja ser Yo y nada más que Yo sólo puede ser un ene-
migo: un intruso que arruina mis fronteras, contamina
mi identidad y desafía mi gobierno. Lo importante para
ella será levantar una empalizada bien alta que defien-
da el sí-mismo autosuficiente del no-yo enemigo con
el que no se quiere ningún contacto. Por el contrario, el
objetivo del ritual mágico consiste en hacerse amigo del
enemigo, porque paradojicamente sólo mediante su
ayuda podemos rescatarnos de la crisis de la presencia.
No se puede salir indemne, se sale con otros y volvién-

30
dose otro2.

2) El rescate mágico de la presencia es fundamental-


mente un asunto colectivo. Esto es evidente cuando es
la propia existencia de una comunidad la que entra en
crisis, como tras una catástrofe natural por ejemplo. Pero
incluso cuando la crisis atañe únicamente a un solo indi-
viduo (y el individuo asume en solitario el ritual mágico,
como en el caso de Aua), el rescate no es una cuestión
privada, sino que tiene implicaciones para lo común y
un gran valor social.

La razón es muy sencilla. Como hemos dicho, el ri-


tual mágico no trata de “reparar” una presencia en cri-
sis para reintegrarla a la “normalidad” de la presencia
garantizada. Según nos enseña De Martino, en el mundo
mágico la presencia soberana no existe como ideal, como
modelo, como norma. Lo “normal” es precisamente la
inestabilidad y labilidad de la presencia. La fragilidad del
animal humano y (por consiguiente) de sus institucio-
nes. De ahí que el drama existencial de cualquier crisis
de la presencia sea “común a todos”, nunca un asunto
privado. “El debilitamiento y la atenuación del ser-en-
el-mundo guardan estrecha vinculación con el debilita-
miento y la atenuación del mundo en el cual el ser-en-el-
mundo está inmerso”.
2 El plano más elevado de la magia, según De Martino, se da cuando
el sujeto no sólo es capaz de asumir y elaborar la crisis de la presen-
cia, sino que también puede decidirla. El brujo es aquel para quien
el mismo ser-en-el-mundo se constituye como problema y que tiene
el poder de darse la propia presencia. Este es un apunte muy impor-
tante, del que no se sacan apenas implicaciones y consecuencias en
el presente texto.
31
La magia es un conjunto de prácticas específicas que se
hacen cargo directamente del mundo (herido), que au-
toorganizan lo común, que hacen y deshacen realidad
colectivamente. No se desarrollan en un ámbito privado,
bajo cuarentena, tras un cordón sanitario, en un espacio
separado administrado por especialistas, sino que cada
una de ellas recibe y aporta a un poder-saber social y
común organizado explícitamente. Como dice De Mar-
tino, forman civilización. “En el mundo mágico el drama
individual se inserta orgánicamente en la cultura en su
conjunto, encuentra el consuelo de la tradición y de ins-
tituciones definidas, se sirve de la experiencia que las
generaciones pasadas han ido acumulando lentamente:
toda la estructura de la civilización está preparada para
resolver ese drama que es común a todos”.

Pero, ¿qué ocurre cuando la presencia garantizada


ocupa el ideal de una civilización? Entonces toda la
estructura social está dispuesta para negar y rechazar
ese drama que es común a todos, multiplicando los
dispositivos inmunitarios, expulsando el dolor y la muer-
te de la vista, convirtiendo toda crisis de la presencia en
un simple “accidente” sin ningún tipo de implicación
para lo común. A partir de ahí, el drama individual será
incapaz de inscribirse en la cultura en su conjunto, no
encontrará el consuelo de la tradición ni podrá servirse
de la experiencia de generaciones precedentes. La cri-
sis, convertida ahora en un “caso clínico” o un “acciden-
te”, será gestionada por dispositivos de reintegración al
orden de la presencia soberana, que combatirán al hués-
ped como a un peligroso okupa, acosándolo y apagando
32
así las preguntas sobre el sentido de la vida que dispara,
procurando siempre defensas exteriores a uno mismo y
a lo común, administradas por expertos.

Ahí está la diferencia entre mundo mágico y moder-


no según De Martino, que toma sorprendentemente
partido por el segundo3, aunque crea que el primero
tiene “algunas cosas que decirnos”. En el mundo mo-
derno, la presencia de un enfermo mental, por ejemplo,
ha perdido la solidez que debiera tener con respecto
a la norma. Su crisis de la presencia, su sentimiento de
incompletitud y extrañeza, ya no nos afecta a todos
(aunque sea de maneras y en grados diferentes), ya no
es una condición común, ya no puede compartirse: es
la suerte de unos pocos desgraciados. Así, el sufrimien-
to individual (y los recursos, las preguntas y las prácti-
cas que se despliegan desde ahí) no puede insertarse
en la vida social en su conjunto (en todo caso, a con-
tracorriente y como anécdota: “el arte de los locos”). Sin
apoyo en la tradición, en la continuidad de la experien-
cia, sin espacios colectivos de elaboración, las salidas
que nos quedan son, dice De Martino, “autistas, aisladas,
monadistas y antihistóricas”.
Entonces los problemas se hacen inevitablemente cróni-
cos y el resultado es el Bloom, un “eco pasivo del mundo”.

• El Bloom: me gusta cuando callas…


De Martino reproduce una cita del psicólogo Pierre Ja-
net (1859-1947) sobre los síntomas de la psicastenia que
enumera perfectamente los padecimientos del Bloom:
“en esta enfermedad se observa una caída de la ‘tensión
3 Tiqqun explica muy bien la razón en “Una metafísica crítica…”
33
mental’, es decir de la capacidad de síntesis y de concen-
tración, con la consiguiente pérdida de la ‘función de lo
real’, es decir del contacto con la realidad y la continua
adaptación a ésta. Surge entonces un estado de angus-
tia, una sensación de incompletitud, de extrañeza de la
persona y del mundo circundante. El enfermo se siente
‘extraño’, ‘dominado’, ‘despersonalizado’, ‘doble’ o ‘múlti-
ple’, sin suficiente realidad, y también el mundo pierde
relieve y naturalidad”.

De Martino explica que los síntomas del psicasténico


son exactamente los mismos que experimenta la víc-
tima de un maleficio en el mundo mágico. Sin embar-
go, precisa, el “primitivo” encontrará complicidades y
recursos en su cultura para salir de la crisis “renovado
existencialmente”, mientras que el psicasténico está “ais-
lado y despojado” ante su suerte: a su alrededor no ha-
llará complicidades ni recursos, sino todo lo contrario.
Será culpabilizado y responsabilizado por su situación,
aislado, relegado, encerrado… Ni siquiera puede contar,
setenta años después de las observaciones de De Mar-
tino, con los apoyos que aún brindaban las culturas
populares para asumir en pie al menos, si no “trans-
figurar”, el derrumbe de la presencia. El Bloom es la
modalidad histórica actual de la crisis de la presencia:
el resultado de la expropiación radical de los saberes,
complicidades y espacios colectivos para la magia, en
una sociedad regida severamente por la norma ideal de
la presencia soberana y autosuficiente.

Recapitulemos. En el comienzo había un sujeto. El suje-


to creía no estar sujeto a nada que pudiera desbordar
34
el control de su voluntad. Pero una crisis hace añicos
(poco a poco o de un zarpazo) su ensimismamiento, sus
sueños de autosuficiencia. A partir de ahí ya no es
idéntico a sí mismo, sino un extraño. Porque hay algo en
Él que no es Él y hay algo fuera de Él que no se doblega a
su voluntad. Pánico. El Bloom es precisamente el sujeto
herido que ya no puede ignorar simplemente la herida,
pero tampoco es capaz de elaborarla. No puede asumir-
se a sí mismo como herida. Como su crisis supone una
“caída” con respecto a la norma de la presencia soberana
que gobierna nuestras sociedades, la niega ferozmente.
Pero su herida no va a cerrarse por ello. El extrañamiento
perdura en la pérdida de sentido de las cosas y se instala
en un sentimiento siempre latente de angustia. El Bloom
ha perdido la seguridad del mundo, la certeza de que
estaba ahí para satisfacer su deseo, pero tampoco pue-
de establecer un nuevo vínculo con él que no pase por
el control, sino por la confianza (es decir, un vínculo de
amistad).

Janet explica el “estupor catatónico” como una estra-


tegia de la presencia en crisis, que trata de salvarse
sustrayéndose dramáticamente a todos los estímulos,
imponiendo un veto general a todos los actos: murallas
y diques. Es decir, la presencia en crisis que no consigue
rescatarse se ausenta. Es la única garantía que encuentra
de no ser tocada. El Bloom trata de atenuar al máximo su
capacidad de afectar y ser afectado, porque interpreta
que es justo ahí por donde se ha colado el dolor intruso
(“me expuse demasiado”). Localiza en la relación consi-
go mismo, con los demás y con el mundo la fuente de
un dolor que no tolera, pero tampoco sabe metabolizar.
35
Se ausenta de sí mismo porque no puede confiar en un
yo resquebrajado. Ya no es Él que fue, pero todavía no
ha podido crear otra manera de estar-en-el-mundo, otra
forma de vida. Ausentarse de uno mismo implica vivir
en un estado de pereza y dejadez perpetuas, la “caída
de la tensión mental” que señalaba Janet (“el Bloom pre-
senta una disposición muy particular a la distracción, al
déjà vú, al cliché y, sobre todo, una atrofia de la memoria
que lo confina en un eterno presente”). Se ausenta de la
relación con los demás porque se siente un extranje-
ro entre extranjeros. Los lazos sociales le resultan una
verdadera carga, algo “objetivo, exterior y opuesto”.
Ausentarse de la relación con los demás implica poner
a distancia toda situación vivida: el Bloom ve lo que
quiere ver, piensa lo que ya sabe, se relaciona sin
implicarse, oye sin escuchar y decide sin asumir. Y se
ausenta de la implicación en el mundo, porque
simplemente no puede confiar en él (“es como de cera”).
Ausentarse del mundo indica una inclinación incombus-
tible al turismo existencial: ya no sólo consumo de luga-
res, sino también de situaciones, tramas y contextos.

Pero ausentándose, el Bloom sólo debilita más y más los


recursos que podrían ayudarle a sanar, es decir, a no ser
mera víctima de la crisis, a recuperar su autonomía y su
presencia (“a fijar su propio horizonte”, como hizo Aua).
Está atrapado en un callejón sin salida.

A partir de ese núcleo de (no) experiencia moderna, de


esa desconexión profunda entre el ser humano y el mun-
do, Tiqqun trata de explicar multitud de fenómenos con-
36
temporáneos: el consumo como práctica dominante; los
desbordes irracionales de violencia gratuita, como los
casos bien conocidos de matanzas entre compañeros en
las escuelas de EEUU; la gestión de la propia vida como
proyecto, sustentada sobre una relación de exterioridad
con uno mismo; la inflación del sector cultural que fabri-
ca hoy el entretenimiento que necesitamos para aplacar
la angustia, etc. La fenomenología del Bloom es amplísi-
ma (seguramente demasiado), pero a mí sólo me intere-
sa ahora transitar por estas dos estaciones de su recorri-
do: el extrañamiento y la ausencia.

En todo caso, hay que decir que el Bloom no es un in-


dividuo concreto, ni siquiera una serie concreta de in-
dividuos, sino una “abstracción transitoria”. Es decir, una
tendencia, una pendiente histórica por la que se desliza
nuestro mundo y nosotros mismos. No es una persona
ni un grupo, sino un estado de ánimo impersonal, un
humor colectivo que atraviesa los cuerpos aquí y allá. No
se es un Bloom, sino que se está Bloom en tal momento,
en tal situación.
Y ¿cómo puede sostenerse una sociedad que produce
masivamente el Bloom? Es la tarea de los dispositivos.

• Gestionar la ausencia: los dispositivos


Un dispositivo es magia negra. Se relaciona con nuestra
presencia en crisis, pero no para facilitar que nos haga-
mos cargo de ella elaborándola (y menos colectivamen-
te), sino más bien para gestionarla: entretener, controlar
y reproducir indefinidamente nuestra situación de au-
sencia al mundo. A menudo aliviándola un poco, a veces
ni siquiera eso. En el fondo, como veremos, siempre en-
37
venenándonos lentamente.

Si la magia asumía la crisis de la presencia como un


“drama común a todos del que se trata de salir renova-
do existencialmente”, los dispositivos funcionan justo al
revés: nos prometen que saldremos indemnes si obe-
decemos sus pautas, privatizando así la elaboración de
las crisis. Son fábricas de sentido y sensibilidad, arqui-
tecturas y disciplinas del cuerpo, estrategias y técnicas,
marcos y discursos que se hacen cargo principalmente
de mantener al Bloom como Bloom, pero sostenien-
do sus ilusiones de control y autosuficiencia. Encarnan
materialmente la metafísica de la presencia soberana
en una situación histórica de desfondamiento subjetivo,
como una “gigantesca muleta existencial” para el Bloom.

Más claro. Un dispositivo es aquello que colma y sutu-


ra la distancia entre dos modalidades de presencia: la
norma ideal de la presencia soberana y la crisis de la
presencia. Es el “suplemento” que permite a una presen-
cia en crisis seguir funcionando como si fuese una pre-
sencia garantizada, como si no pasase nada, negando
para ello al huésped que se ha alojado en nosotros. En
lugar de asumir el vacío, el dispositivo lo “llena”. En lugar
de usar nuestra incompletitud, el dispositivo la “com-
pleta”. En lugar de despertar nuestras capacidades sin-
gulares para rescatarnos, el dispositivo nos ofrece una
solución prêt-à-porter de la que sólo somos consumido-
res pasivos. Más que un asidero afectivo con el mundo,
constituye un agarradero.

Sin duda, hay dispositivos que tranquilizan, consuelan,


38
distraen, alivian, amparan o calman. Pero no sirven para
elaborar. Gestionan un equilibrio muy difícil: vitaminar a
la presencia en crisis para que pueda seguir funcionan-
do, impidiendo así el hundimiento total pero también el
rescate positivo. Cada dispositivo es una especie de fuga
hacia adelante en un callejón sin salida. En ese callejón
sin salida donde decíamos que está atrapado el Bloom.
Ocultando las condiciones que dieron lugar a la crisis y
bloqueando toda transformación posible, los dispositi-
vos preparan en realidad nuevos desastres.

Al igual que el Bloom, un dispositivo no es, sino que


funciona. Algo (“un sedante, un psicólogo, una peli, un
amante, un móvil”) puede funcionar como dispositivo
en una situación y ser resignificado como magia en otra.
Los dispositivos son usos y prácticas. Son operaciones.
Como por ejemplo estas cinco:

—El dispositivo como “máscara” cubre la ausencia del


Bloom.

La máscara sirve para conjurar el miedo al vacío. Disimu-


la el sufrimiento, pero al precio de postergar indefinida-
mente el encuentro con uno mismo. Aquí no se trata de
una máscara para jugar o de una máscara para luchar,
sino que la máscara sirve principalmente para fingir nor-
malidad (“El Bloom vive aterrorizado y, ante todo, ate-
rrorizado por ser reconocido como Bloom”). Lo que la
máscara deja leer a los demás es: no pasa nada, todo va
bien, soy uno más. Hay máscaras hard y máscaras light,
identidades fuertes o rápidamente desechables, pero
todas tienen una misma función de (auto)control: fijar a
39
cada cual en un lugar, donde la crisis de la presencia no
podrá ser afrontada ni compartida.

—El dispositivo como “prótesis” permite al Bloom singu-


lar huir de la crisis de la presencia.

Un ejemplo, extraído de la película The girlfriend expe-


rience de Sodenberg. El matrimonio de un hombre de
negocios está roto. La crisis económica pone su empresa
al filo de la bancarrota. Repetidos ataques de pánico le
roban el sueño por la noche. Decide contratar regular-
mente los servicios de una prostituta de lujo. No sólo le
paga para acostarse con ella, sino (mucho más impor-
tante) para que juegue a ser su novia. Ese chute de au-
toestima le permite sobrellevar el resto de la semana…
por ahora. Pues bien, esa relación es un dispositivo. Res-
cata momentáneamente la presencia en crisis, tapando
los agujeros y manteniendo el ideal de la presencia so-
berana (en este caso, el culto al éxito y el poder). Sirve
como agarradero. Lo que en última instancia permite el
dinero es precisamente comprar dispositivos, que nos
ahorran el esfuerzo de la presencia y de las relaciones.

— El dispositivo como “mecanismo de individualiza-


ción-distribución” impide asumir colectivamente la crisis
de la presencia.

Imaginemos uno de esos casos tan terriblemente co-


rrientes en EEUU que citábamos más arriba: un chico en-
tra un buen día armado en su escuela y asesina a varios
compañeros. La policía le captura, la comunidad exige
castigo, los medios de comunicación disparan sus imá-
40
genes prefabricadas, la pena ocupa todo el horizonte del
debate social, un juicio le condena finalmente a una lar-
ga pena. Es definitiva, se instalan dispositivos. Cada dis-
positivo vela principalmente para que todo vuelva a la
“normalidad”. Es decir, para que no se abra una situación
donde la crisis de la presencia pueda elaborarse colec-
tiva y autónomamente, a partir de cualquier pregunta
que pueda dar que pensar sobre lo ocurrido. Los dispo-
sitivos trocean y privatizan lo común, encerrándolo en
una esfera separada donde sólo los expertos tienen la
palabra. Proponen sus soluciones ya-hechas (“ley y cas-
tigo”). Cortan el destino personal del colectivo mediante
una individualización-distribución de los papeles socia-
les y sus funciones (testigo, culpable, víctima, opinador
mediático, juez). En definitiva, definen y clasifican para
establecer un cordón sanitario en torno a la persona y
la conducta localizadas como el mal, evitando así toda
posibilidad de asunción común de un problema común.

— El dispositivo como “espacio polarizado” reconduce la


inquietud por la crisis de la presencia hacia el resenti-
miento y la lógica de bandos.
Alcanzado por la crisis de la presencia, sin complicidades
para elaborarla, es fácil que la inquietud del Bloom se
convierta en desconfianza y miedo. Un miedo que busca
culpables: “¿quién me ha infectado?” El dispositivo ges-
tiona ese tránsito de la inquietud al miedo. Se organiza
como un tablero de ajedrez, en el que se nos invita a de-
finirnos a la contra. Reduce toda la complejidad de una
presencia en crisis a un enfrentamiento entre el Bien (la
presencia soberana) y el Mal (lo que trae la crisis). Con-
sigue traducir la inquietud, el sentimiento de chocar
41
con esta realidad, con su lote de afectos muchas veces
turbios y ambivalentes, en un afecto de resentimiento
dirigido. En una rabia reactiva entregada por entero a la
búsqueda y el castigo de un culpable de mi situación:
el enemigo. La sanación ya no pasará entonces por la
transformación individual y colectiva, sino por condenar
y destruir a un chivo expiatorio.

— El dispositivo como “lógica de la representación”


expropia al Bloom de (la interrogación sobre) el sentido
de su malestar.

Un dispositivo “no rige sobre hombres y cosas, sino


sobre posibilidades y condiciones de posibilidad”.
Fundamentalmente, pretende mantener el monopolio
sobre los significados de lo que (nos) pasa, reproducien-
do nuestra ausencia. Canales preestablecidos para la
participación, respuestas automáticas para cada pregun-
ta, guiones dados para analizar cualquier experiencia y
la agenda (político-mediática) de temas para la conver-
sación del día, lo que está radicalmente prohibido siem-
pre es pensar mi situación: tomar la palabra, hacerme
presente aquí y ahora, dejarme llevar por las preguntas
que me hago, reconectar con mi cuerpo afectado. Lo
que los dispositivos quieren es más de sí mismos. Me-
diante la repetición (de lo ya sabido, lo ya hecho y lo ya
sentido), el dispositivo trata de bloquear toda auténti-
ca apertura singular a las situaciones, los devenires y los
acontecimientos. Levanta una muralla que nos protege
del acontecer de las cosas y de su interpelación, resta-
bleciendo así una distinción neta entre el mundo y yo.
Encauza, pauta y dirige, al tiempo que desresponsabili-
42
za, desimplica y despreocupa (“está todo bajo control”).

Los dispositivos ofrecen sus propios remedios a la crisis


de la presencia. Decíamos que no curan, que en todo
caso alivian, pero que en el fondo nos envenenan len-
tamente. ¿Qué significa esto? La vida dependiente de
los dispositivos “agrieta los cuerpos”. Cuanto más agrie-
tado está un cuerpo, “menos numerosas son las polari-
zaciones compatibles con su supervivencia y más ten-
derá a recrear las situaciones en las que se encuentra
comprometido a partir de sus polarizaciones familia-
res”. Nos endurecemos y así nos volvemos más frágiles,
más temerosos del caos del mundo, más paranoicos y
obsesos del control. La ausencia se nutre principalmente
a partir de ahí de nuestro miedo senil a la presencia: el
miedo a devenires, situaciones, formas de vida y acon-
tecimientos que nos exijan demasiada atención, dema-
siada exposición, demasiado pensamiento, demasiada
creación. Cuanto más se cronifica el estado bloomesco,
menos capacidad tendrá la presencia en cuestión para
ser afectada positivamente por otras formas de vida,
más difícil y doloroso le resultará, menos autonomía dis-
pondrá con respecto al hechizo de los dispositivos, más
sospechas paranoicas alimentará contra los otros.

• El secreto de los dispositivos


En definitiva, todo lo que funciona a costa de reproducir
nuestra situación bloomesca de ausencia al mundo es
un dispositivo. ¿Se trataría entonces de atacar a los dis-
positivos para liberarnos del Bloom? El esquema de la
relación de fuerzas no nos sirve aquí, porque en realidad
un dispositivo no vampiriza, ni expropia lo común.
43
Nosotros mismos se lo entregamos. El dispositivo se
limita a gestionar el fragmento de vida del que nos
hemos despreocupado, retroalimentando —eso sí—
nuestra desimplicación del mundo. El poder de los dis-
positivos está vacío, ése es su secreto. Nos empujamos
unos a otros dentro de sus redes cada vez que hacemos
del “sálvese quien pueda” la única opción. Cada vez que
el mundo nos requiere y respondemos con dejadez,
insensibilidad, distracción o miedo. Cada vez que somos
incapaces de abandonar nuestras identidades para ha-
cernos cargo de una situación que se abre. Cuando no
encontramos a nuestro alrededor, ni en nosotros mis-
mos, fuerzas para sostener la presencia. Los dispositi-
vos sólo testimonian sobre nuestra ausencia al mundo,
sobre el fracaso individual y colectivo para autoorga-
nizar lo común. Alguien tiene que hacerse cargo del
mundo cuando nosotros renunciamos a ello porque es
más cómodo dejarnos vivir. Odiarlos, sin embarcarse al
mismo tiempo en un proceso de auto-transformación,
sólo traduce “nuestro deseo de expiar, de pagar”. Hay
aquí una visión que subvierte radicalmente la concep-
ción típica del poder como aparato de captura. Desafiar
un dispositivo no pasa por denunciarlo críticamente o
atacarlo sin más, sino “por rivalizar con él en el terreno
de la magia”. Cada vez que recobramos y actualizamos
nuestra capacidad para hacernos cargo del mundo, para
hacer y deshacer realidad, para autoorganizar lo común,
los dispositivos quedan en jaque.

• La crítica como dispositivo


¿Por qué el pensamiento crítico es hoy tan incapaz de
44
afectar la realidad, por muchas buenas razones que acu-
mule y repita contra el estado de las cosas?

La crítica no funciona, porque se queja, culpa, juzga,


condena y así se exime. Es un discurso que borra “la im-
plicación singular [de quien lo enuncia] en lo que ocu-
rre”. Se dirige al Bloom desde un simulacro de presencia
soberana: ciencia de la sociedad y la revolución, princi-
pios ideológicos absolutos, otro mundo posible. Es de-
cir, opone a este mundo una distancia, “un transmundo”.
No arranca desde la igualdad efectiva que se establece
entre quienes comparten la crisis de la presencia, sino
desde una distancia jerárquica entre quien tiene (su-
puestamente) acceso a ese transmundo y quien no. La
crítica se dirige al Bloom, en lugar de elaborarse con él.
Pero el Bloom no escucha al crítico, su capacidad de reti-
rada es infinita: ha aprendido desde muy pequeño a huir
mientras le dan lecciones los padres, los maestros, los
sacerdotes. Esa sordera táctica exaspera al crítico como
pocas cosas más: “¿pero cómo se atreve?”

Subida a su pedestal, la crítica parece saberlo ya todo.


Es como una especie de voz en off: no sale desde nin-
guna situación o persona concreta, pero contempla en
las alturas los trajines en los que se afana el hormiguero
humano. La crítica nunca acompaña a las experimenta-
ciones en curso, se limita a juzgar desde una posición
trascendente sus “retrasos”, sus “ingenuidades”, sus “ilu-
siones”. Alecciona al Bloom para que tome conciencia de
tal o cual cosa, como si lo que estuviera en juego fuese
un déficit de saber y no un asunto eminentemente ma-
terial, práctico, sensible, mágico. El dispositivo no es una
45
“ilusión” que se desvanecerá cuando la gente posea el
saber que el crítico atesora, sino en primer lugar un he-
chizo físico que captura los comportamientos y los cuer-
pos.

Tres o cuatro categorías hiper-generales le bastan al crí-


tico para presuponer cada respuesta y así le ahorran el
trabajo de escuchar (o implicarse en) cualquier situación
singular. Y cuando irrumpe un acontecimiento inespe-
rado de toma de palabra masiva, la crítica despliega to-
dos sus recursos para neutralizarlo. Porque sólo demos-
trando que “no ha pasado nada” legitima su papel como
saber necesario del que “la gente” carece. En el fondo, a
la crítica le va la vida en demostrar una y otra vez el po-
der de la dominación y la impotencia de los dominados4.

En definitiva, podríamos decir que la crítica se ha vuelto


hoy una especie de dispositivo. Un suplemento identita-
rio de la existencia en crisis. Una máscara que sirve para
incluirse en el mundo común como alguien diferente.
General, abstracta, moralizadora, cómoda, automática,
nos confirma lo que ya sabemos, nos carga de razón, nos
dispensa de la duda y el pensamiento. Como cualquier
otro dispositivo, promueve la indiferencia a los contex-
tos y las situaciones, la ausencia al mundo.

• Un preguntar vinculante
No se trata de distinguir entre teoría y práctica. Una
“práctica” puede ser perfectamente tan general y abs-
4 En ese sentido, me vienen a la cabeza inmediatamente los textos
crítico-radicales escritos sobre los movimientos más recientes: an-
ti-globalización, Nunca máis, “no a la guerra”, 13-M, V de Vivienda,
etc.
46
tracta como hemos dicho que es la crítica. Y sin duda
también a través del combate del pensamiento nos ha-
cemos presentes aquí y ahora, desafiando la ausencia
que gestionan los dispositivos. La pregunta entonces
sería más bien cómo el pensamiento se hace fuerza ma-
terial: capaz de desafiar la impotencia y la indiferencia,
de poner entre paréntesis los automatismos corrientes
y conmover los cuerpos, de tocar, afectar y desequilibrar
el mundo.

En Conceptos fundamentales de la metafísica, uno de


los dos libros que Tiqqun cita explícitamente como
inmediatos precursores de su teoría del Bloom,
Heidegger define la filosofía como un “preguntar vincu-
lante”. Al contrario que la crítica, “que no es vinculante
ni peligrosa porque ya está asegurada de antemano de
que no le va a pasar nada”, la filosofía “es el torbellino
al que el hombre está arrojado para sólo así concebir la
existencia, pero sin fantasías (…) lo contrario de todo
aquietamiento y seguridad”. Al contrario que la crítica
como voz en off, la filosofía pregunta de tal modo “que
nosotros, conjuntamente en la pregunta, somos pues-
tos en cuestión”. Los críticos “quieren demostrarse mu-
tuamente verdades y en ello se olvidan de la verdade-
ra y dificilísima tarea: introducir en la existencia propia
y en la de los demás una cuestionabilidad fructífera”. La
crítica se pregunta “¿dónde estamos?” (es una toma de
posición) y el preguntar vinculante, “¿qué sucede con
nosotros?” (es una puesta en cuestión).

La crítica se hace “malas preguntas”. Las malas pregun-


tas son las que tienen ya respuesta, o las que son tan
47
vacías y generales “que nos dejan indiferentes, que en
el fondo no nos afectan, ni menos aún nos arrebatan”.
El preguntar vinculante, por el contrario, pasa por ha-
cerse “verdaderas preguntas”. “Las verdaderas pregun-
tas vienen de la necesidad de nuestra existencia”. No
son instrumento de otra cosa, sino que nos va la vida
en ellas. Abren una búsqueda real porque no están res-
pondidas de antemano. Sus conceptos “ni se repiten ni
se aplican”. Y sobre ellas “se vuelve decisivo [saber] si
las preguntamos realmente, si tenemos la fuerza para
cargar con ellas a lo largo de toda nuestra existencia”.

• Potencia, ambivalencia, disponibilidad


En un mundo que tiene por norma la presencia soberana
y garantizada, ¿no podría la crisis de la presencia conte-
ner la potencia para abrir esas “verdaderas preguntas”?
¿No es el contacto con el Bloom algo que puede poner-
nos en juego y en cuestión? De ese modo, el preguntar
vinculante se convierte en “metafísica crítica”, es decir,
una práctica y una posibilidad al alcance literalmente de
cualquiera, por fuera de los muros de toda facultad de
filosofía.

La metafísica crítica hace alianza con el Bloom como


máquina de vacío. Hemos visto hasta ahora el “lado
malo” del Bloom, el desarrollo que lo asume como “ca-
rencia con respecto a” la presencia soberana. Conver-
tir la crisis de la presencia en energía transformadora
pasa por declinar de otra manera el Bloom y localizar
también en él potencia, ambivalencia y disponibilidad.

-Potencia, porque el Bloom es también el “huésped más


48
inquietante” capaz de hacernos una y otra vez preguntas
sobre la vida que desestabilizan toda inercia, toda repe-
tición sin deseo, todo dispositivo. Esencial desocupación
que nos pregunta sobre el sentido de nuestras ocupa-
ciones, esencial extranjería que nos interroga sobre la
consistencia de nuestras pertenencias, esencial finitud
que nos obliga a pensar si estamos viviendo la vida que
quisiéramos vivir o si podríamos morir de repente como
si no hubiésemos vivido nada (la muerte del Bloom
siempre es “muerte joven”, aunque suceda a los 90 años).

-Ambivalencia, porque la infinita capacidad de retira-


da del Bloom le convierte también en un enemigo (el
“enemigo cualquiera”) de los dispositivos que gestionan
su ausencia: un agujero negro en su exigencia de trans-
parencia, un desapego que hace obstáculo a la movili-
zación permanente, una fuente inagotable de burla y
deslegitimación de todos los centros de sentido, una in-
diferencia radical que imposibilita su identificación defi-
nitiva con cualquier función social.

-Y disponibilidad, porque el Bloom, al estar más allá (o


por debajo de) de toda inscripción sociológica, ideoló-
gica o nacional, puede ser afectado por cualquier otro
Bloom como humanidad desnuda que es. Eso le abre la
posibilidad de “reapropiarse la no-pertenencia” y recrear
lo común fuera de los moldes tradicionales del nosotros
identitario (nación, clase, comunidad, etc.).

• Una fuerza vulnerable


Buscando otro punto de partida y otra fuente de ener-
gía para la política, una vez se me hizo añicos una poli-
49
tización militante con referencia a los movimientos so-
ciales, me encontré con Tiqqun y su interrogación sobre
el Bloom. En este texto he ido desplegando (muy a mi
manera de entender) una secuencia de su pensamiento
— presencia soberana, crisis de la presencia, metafísica
crítica, magia, Bloom, dispositivos, crítica, preguntar vin-
culante, potencia, disponibilidad y ambivalencia— que
no me interesa como “nueva teoría crítica”, sino como re-
tazo posible de un nuevo mapa de conceptos con el cual
explicar(me) mi propio recorrido y afinar todo lo posible
la sensibilidad para detectar nueva potencia de transfor-
mación allí donde no se la espera, allí donde no asume
formas clásicas.

Releyendo el texto, me siento desbordado por la


cantidad de implicaciones, conexiones y consecuencias
contenidas en esa secuencia de pensamiento. Estoy aún
lejos de captar todo su alcance, aunque escribir esto
es una manera de ir fijando una serie de puntos en el
mapa. Me asaltan también muchas preguntas para las
que no tengo respuesta, ni siquiera sé si soy capaz de
formularlas correctamente, algunas sólo las barrunto
interiormente: ¿toda crisis de sentido es una crisis de la
presencia soberana? ¿Despertar la capacidad de afec-
tar y ser afectado pasa necesariamente por un colapso
de nuestro ser-en-el-mundo? ¿Por qué me inclino, casi
como naturalmente, a asociar esos colapsos con expe-
riencias dolorosas, acaso ya no hay éxtasis y arrebatos
“positivos”? ¿La magia es una práctica excepcional o se
puede habitar mágicamente el mundo? Y más…

Así las cosas, no puedo ofrecer ahora conclusiones muy


50
concluyentes, sino más bien algunas indicaciones para
seguir interrogando esa secuencia de pensamiento.
¿Desde dónde?

Hoy salta a la vista para todos la terrible paradoja en


la que consiste la metafísica de la presencia soberana:
cuanto más se pretende apuntalar una sólida presen-
cia garantizada frente al mundo, más destrucción se
despliega por todas partes. El automóvil es un ejemplo
inmediato, concreto y claro: la ilusión de control (de la
libertad como control) aumenta la exposición de todos
al peligro. Nuestra vida cotidiana está plagada de otros
ejemplos. Cuanto más alejamos el dolor de nuestro en-
torno, más ansiolíticos necesitamos para calmarlo. Cuan-
do más se moviliza y se requiere un Yo autónomo, más
grietas y fisuras se abren en cada individuo. Cuanta me-
nos violencia de baja intensidad podemos asumir o to-
lerar, más violencia a gran escala reparten las potencias
occidentales por todo el planeta. Quizá en otro momen-
to histórico fue distinto, pero hoy el ideal de la presencia
soberana sólo es efectivamente un ideal, que casi nadie
alcanza pero condena a la mayoría al destino fatal de
víctimas traumatizadas. La relación de dominio que es-
tablece la presencia soberana con el mundo se justifica
en la protección que nos brinda frente a las catástrofes
de todo tipo, pero ¿y si la auténtica catástrofe (de la que
dependen tantas otras) estuviese ya inscrita en ella? ¿Y
si, por el contrario, la verdadera protección pasase por
multiplicar las relaciones horizontales de cuidado entre
nosotros? ¿Y si la “salvación” del mundo pasase por recu-
perar la confianza en él, por volver a vivir estando en el
mundo?
51
Si ponemos en el centro este problema de la crisis de
la presencia, la pregunta que se sigue entonces nece-
sariamente es: ¿quién va a hacerse cargo de ella? ¿Los
dispositivos, con el fin de gestionarla, explotarla y acu-
mular poder a costa de clavarnos en el sufrimiento para
siempre? ¿O serán otras prácticas —diríamos mágicas,
siguiendo a De Martino—, que busquen elaborarla para
poder así sanar transformándonos, a la vez que transfor-
mamos el mundo?

Planteada de otra manera, la misma pregunta dice: ¿qué


hacemos con el Bloom?

Tengo la impresión de que en el medio Tiqqun ha ha-


bido un desplazamiento con respecto al Bloom. En los
últimos textos (que ya no aparecen firmados como
Tiqqun, pero se inscriben muy claramente dentro de su
marco teórico5), la ambivalencia del Bloom aparece uni-
lateralizada en el concepto exclusivamente negativo de
“liberalismo existencial”, que se define como “la relación
con el mundo basada en la idea de que cada cual tiene
su vida”. La fenomenología del liberalismo existencial es
muy parecida a la del Bloom: es un desierto que crece,
despuebla los mundos y asola la común. Pero hay una
diferencia decisiva: no se ve en el liberalismo existencial
ambigüedad, disponibilidad, ni potencia alguna. La cri-
sis de la presencia aparece ahora exclusivamente como
peligro, ya no como ocasión. El Bloom se vuelve así el
enemigo, el enemigo que tenemos enfrente. El disposi-
tivo de neutralización por excelencia. Se trata por tan-
5 Por ejemplo, Llamamiento y otros fogonazos (Acuarela, Madrid,
2909) o La insurrección que viene (Melusina, Barcelona, 2009).
52
to de luchar contra sus manifestaciones en nosotros y
fuera de nosotros. ¿Cómo? Compartiendo, densificando,
intensificando otras formas de vida, otras comunidades
y mundos sensibles. Es la apuesta por las comunas, don-
de esa otra sensibilidad se hace fuerza material, donde
se engendran territorios liberados en los que poder fi-
nalmente habitar (en lugar de ser simplemente habita-
dos por los dispositivos) y a la vez se prepara el asalto al
mundo del Bloom.

Es una apuesta muy fuerte, que no sólo se lanza o se


enuncia, algo que la distingue excepcionalmente en el
seno de la producción teórica “radical”, sino que ya está
realmente en marcha, sometida a mil pruebas prácticas
y materiales nada sencillas.

Las apuestas no se eligen, como si estuviésemos frente


a un menú de posibles. Muchas veces nos eligen ellas
a nosotros y lo que se trata de pensar es qué apuesta
nos ha elegido ya. La mía no pasaría por enfrentarse al
Bloom, como he dejado caer al comienzo del texto, sino
más bien por explorar en su ambivalencia las salidas po-
sibles a una organización social fundada sobre el ideal
de la presencia soberana.

Es decir, se trataría de hacer de la propia crisis de la pre-


sencia una línea política. ¿En qué puede consistir esto?
Como hemos explicado, el Bloom sufre, los dispositivos
no sanan. Pero hay acontecimientos —macro y micro,
personales y colectivos, cotidianos o históricos— que
interrumpen ese círculo infernal: situaciones que dispa-
ran preguntas que no tienen respuesta, afectos que se
53
salen del guión, búsquedas que se derraman fuera de
los canales establecidos, personas y hechos que nos re-
quieren hundiendo la indiferencia. En esos momentos
percibimos de golpe la terrible soledad de la presencia
soberana, hasta qué punto la autosuficiencia que nos
ofrece el dispositivo es una trampa y en sus manos sólo
somos objetos, cómo no hay salida individual, ni inmu-
nidad posible en compartimentos estancos, sino que to-
dos estamos expuestos y entrelazados. ¿Adónde podría
llevar al Bloom el deseo de hacer de la crisis de la pre-
sencia otra cosa distinta de la programada? Ese deseo
contiene un grandísimo impulso hacia los otros, porque
sólo con su ayuda podemos interrumpir el mecanismo
fatal que convierte el extrañamiento en ausencia. Sólo
con los otros podemos rescatarnos autónoma y positi-
vamente de la crisis de la presencia.

En ese impulso hacia los otros se abren situaciones


donde sostener juntos esas preguntas sin respuesta y
reinventar nuestra relación con el mundo a partir de una
común fragilidad. Entonces, una vez desfondados los
dispositivos, nos hacemos presentes con la vida al des-
cubierto y podemos gritar (por fin) “¡aquí estamos!” De
pronto todo está por hacer y por pensar, y sin duda ese
vacío de seguridades duele, pero lo vivimos acompaña-
dos.

Implicarse en una de esas situaciones no es un desafío


fácil, porque hay que aprender a bajar la guardia y ex-
ponerse, abandonar todo análisis y posición estratégi-
coinstrumental (militante, solidaria, etc.), hacerse sen-
sible al sufrimiento y asumir la indeterminación de los
54
procesos, dejarse afectar por pasiones inapropiadas y
arriesgarse a “estar mal”. Pero cada una de esas situacio-
nes donde los seres se hacen presentes (sea individual
o colectivamente) lleva consigo todo un mundo y cada
uno de esos mundos contiene mil pistas para inventar
otras formas de existencia colectiva sobre la tierra. En
efecto, “la salida del infierno está ahí donde las llamas
son más altas”, porque es en los errores y disfunciona-
mientos de la presencia soberana donde podemos des-
cubrir otra relación con el mundo. Y lo que aprendemos
en ellos podemos incorporárnoslo, hacernos desde ahí
una nueva piel sensible, densificarlo y transmitirlo, am-
plificarlo políticamente…

En esas situaciones-mundos donde se rescata la presen-


cia en crisis por fuera de los dispositivos se elabora una
extraña alquimia que hace girar el sufrimiento en fuer-
za. ¿Qué tipo de fuerza? Una fuerza vulnerable, que sólo
puede afectar la realidad en la medida en que es afecta-
da por ella. Su potencia de transformación no se basa en
la firmeza o solidez que pueda alcanzar, sino en su dis-
ponibilidad a dejarse tocar. Funciona como un muelle:
la energía que despliega depende de su capacidad para
plegarse. Puede desafiar la impotencia y la indiferencia
porque las conoce íntimamente. Es una fuerza conmo-
vedora, que conmociona porque se conmociona y con-
mueve porque se conmueve.

Si la fuerza revolucionaria ha consistido tradicionalmen-


te en empujar lo real, la fuerza vulnerable por el contrario
sólo actúa porque es actuada. Si la fuerza revolucionaria
se enorgullece de moverse desde sí misma y por sí mis-
55
ma, la fuerza vulnerable por el contrario no es autónoma
sino recíproca. Si la eficacia de la fuerza revolucionaria
depende de un buen cálculo, la eficacia de la fuerza vul-
nerable consiste precisamente en que no atiende a cál-
culos de costes y beneficios.

La fuerza revolucionaria ha solido ser también una fuer-


za de separación: cortar el mundo en dos, edificar una
sociedad paralela, levantar un contrapoder. Sin embar-
go, la fuerza vulnerable no puede practicar un corte con
el mundo del Bloom sin cortarse ella misma de su fuente.
Pasa por hacerse amigo del enemigo, no por declararle
la guerra. No habla a los otros desde ningún “afuera”, sino
desde la horizontalidad de una problematización com-
partida. Desde una afectación común, una común zo-
zobra de la presencia que busca escapar de la ausencia
y la victimización, sin restaurar para ello una presencia
soberana. La fuerza vulnerable no busca la separación,
sino recrear un mundo común. En ese mundo común,
cada uno de nosotros constituimos un cruce entre
distintas relaciones. Un cruce, no un nodo, porque el
nodo es todavía la presencia soberana que escoge co-
nectarse y desconectarse con otros nodos, interactuar.
Pero no es que tengamos tales o cuales relaciones, sino
que somos la relación, lo que hay entre nosotros, a la
vez hecho y por hacer, personal e impersonal. Por eso, la
cualidad de nuestra presencia no pasa por la relación de
fuerzas entre el mundo y yo, sino por la intensidad del
mundo común. Es otra tesis sobre el ser.

Pero, ¿se puede realmente transformar el mundo sin


apartarse de él? ¿No nos estaremos dejando así atrapar
56
tontamente en el imperio de los dispositivos?

Una conocida parábola judía dice que para instaurar el


reino de la paz no es en absoluto necesario destruirlo
todo, ni tampoco dar nacimiento a un mundo totalmen-
te nuevo. Basta con desplazar esta taza o ese arbusto o
aquella piedra apenas una pizca, y hacer lo mismo con
cada cosa. Pero, sin embargo, esa pizca es lo más difícil
para los seres humanos y por eso según la tradición ju-
día necesitamos un Mesías. ¿Por qué esa pizca nos cues-
ta tanto? ¿Acaso no vemos su valor, ni su potencia? ¿A
qué tenemos miedo?

To be continued…

57
ALGUNAS REFERENCIAS
Tiqqun 1 y Tiqqun 2, especialmente “Una metafísica
crítica podría nacer como ciencia de los dispositivos”
(todos los textos en francés: www.bloom0101.org).

En castellano han aparecido como libros los artículos


“Teoría del Bloom” e “Introducción a la guerra civil”,
ambos en Melusina. Hay traducciones al castellano de
otros textos, fácilmente localizables en la Red.

Comité Invisible, La insurrección que viene (Barcelona,


Melusina, 2009)

Anónimo, Llamamiento y otros fogonazos (Madrid,


Acuarela, 2009)

Sobre Tiqqun:
“Avant-garde & Mission. La Tiqqounnerie” http://lague-
rredelaliberte.free.fr/doc/tiqq.pdf

Una crítica de Tiqqun, muy interesante casi no tanto por


la crítica en sí como por la introducción a su pensamien-
to.

En el blog anónimo “Murmures” hay reflexiones sobre Ti-


qqun (y sobre la cuestión de la fuerza vulnerable”) muy
afines a las expuestas aquí:
http://murmures.noblogs.org/post/category/tiqqun/

Otros:
F. Zourabichvili, Deleuze, una filosofía del acontecimien-
to (Buenos Aires, Amorrortu, 2004).
58
R. Schürmann, Le principe d’anarchie. Heidegger et la
question de l’agir (París, Seuil, 1982).

Hay textos de Schürmann traducidos al castellano aquí:


http://www.heideggeriana.com.ar/comentarios/reiner_
schurmann.htm

Ernesto de Martino, El mundo mágico (Buenos Aires, Li-


bros de la Araucaria, 2004)

Santiago Kovadloff, El enigma del sufrimiento (Buenos


Aires, Emecé, 2008). Especialmente interesante en lo
que tiene que ver con la crisis de presencia del Bloom.

Martin Heidegger, Conceptos fundamentales de la me-


tafísica (Madrid, Alianza, 2007)

Margarita Padilla, Amador Fernández-Savater, “Las lu-


chas del vacío”: (para conocer más sobre las experien-
cias reales en las que se apoya la especulación teórica en
este texto)

Por último, este artículo dialoga también con los desa-


rrollos (que yo encuentro) afines de otros filósofos con-
temporáneos, como Marina Garcés, Peter Pal Pelbart,
Paolo Virno, Suely Rolnik, Frederic Neyrat, Erik Bordeleau
o Santiago López Petit. Quiero agradecer la lectura del
texto y los comentarios a Ana, Eva, Gerardo, Estefanía,
Franco, Diego, Marga, Eva y Juan.

59
60
TEORÍA DEL BLOOM

Mr. Bloom miró amablemente con curiosidad la peque-


ña silueta negra. Limpia a la vista: el brillo de su piel
lustrosa, el botón blanco bajo el mocho de la cola, los
verdes ojos esplendentes. Se inclinó hacia ella, con sus
manos en sus rodillas.
—¡Leche para la minina!
—¡Mrkñao!
Pretendemos que son estúpidos. Pero entienden lo que
decimos mejor de lo que nosotros les entendemos a
ellos.
James Joyce, Ulises.

A ESTA HORA DE LA NOCHE — Los grandes Veladores


han muerto. Sin lugar a dudas, se los ha matado. Esto
es al menos lo que creemos adivinar, nosotros que lle-
gamos tan tarde, al aprieto que su nombre suscita aún
en algunos momentos. La tenue chispa de su solitaria
testarudez incomodaba demasiado las tinieblas. Todo
rastro vivo de lo que hicieron y fueron ha sido borrado,
al parecer, por la obstinación maníaca del resentimien-
to. Finalmente, este mundo únicamente ha conservado
de ellos un puñado de imágenes muertas que corona
su indecente satisfacción de haber vencido a quienes no
obstante eran mejores que él. Henos pues aquí, huérfa-
nos de toda grandeza, abandonados en un mundo hela-
do en el que ningún fuego señala el horizonte. Nuestras
preguntas deben permanecer sin respuesta, aseguran
los ancianos, y después confiesan de todas maneras:
“Nunca ha habido una noche más oscura para la inteli-
gencia”.
61
HIC ET NUNC — Los hombres de este tiempo viven en
el corazón del desierto, dentro de un exilio infinito que
es al mismo tiempo interior. Sin embargo, cada punto
del desierto se abre al entrecruce de un sinnúmero de
caminos, para quien sabe ver. Ver es un acto complejo;
exige del hombre que se mantenga despierto, que entre
en sí mismo y parta de la nada que encuentre ahí. Con
ello, los Veladores del alba próxima adquirirán una fami-
liaridad con eso mismo que el ejército en desbandada
de nuestros contemporáneos no tiene ninguna otra ta-
rea que huir. Al igual que muchos otros antes que ellos,
tendrán que sostener el veneno y el rencor de todos los
durmientes, sueño masivo de estos últimos que vendrán
a perturbar, por medio de su simple mirada. Conocerán
el despotismo de los filisteos y se rodeará sobre su su-
frimiento una ceguera voluntaria. Pues es en estos días
más que nunca que “quienes no comprenden cuando
han escuchado, quienes parecen sordos y de los que
atestigua el proverbio: estando presentes, están ausen-
tes” (Heráclito) tienen para sí a la mayoría y la potencia.
Y es más probable que dichos hombres prefieran crucifi-
car a aquellos que vienen a disipar la ilusión de su segu-
ridad, que a aquellos que la amenazan verdaderamente.
No les basta con ser indiferentes a la verdad. La quieren
muerta. Día tras día, exponen su cadáver, pero éste no se
corrompe en absoluto.

KAIRÓS — A pesar de la extrema confusión que reina


en su superficie, y quizá en virtud de esto precisamente,
nuestro tiempo es de naturaleza mesiánica. A medida
que la metafísica se realiza, vemos cómo lo ontológico
aflora en la historia, en su estado puro, y en todos los ni-
62
veles. En estrecha relación con esto, vemos aparecer un
tipo de hombre cuya radicalidad al interior de la aliena-
ción precisa la intensidad de la espera escatológica. Y al
mismo tiempo que este término de hombre adquiere un
sentido que hasta ahora sólo podía tener bajo el aspecto
de la idea en los sistemas más detestables, distinciones
muy antiguas se desvanecen. La soledad, la precariedad,
la indiferencia, la angustia, la exclusión, la miseria, el es-
tatuto de extranjero, todas las categorías que el Espec-
táculo despliega para hacer el mundo ilegible desde el
ángulo social, lo vuelven simultáneamente límpido en el
plano metafísico. Todas ellas recuerdan, aunque de ma-
nera diferenciada, el completo desamparo del hombre
en el momento en que la ilusión de los “tiempos moder-
nos” acaba de volverse inhabitable, es decir, en el fondo,
en el momento en que viene el Tiqqun. Y es entonces
que el Exilio del mundo es más objetivo que la constante
de gravitación universal fijada en 6.67259·10-11 N·m2/
kg2.

“CADA UNO ES PARA SÍ MISMO LO MÁS AJENO” —


Se ha colocado, entre nosotros y nosotros mismos, un
velo que nos aparta de la vida y la vuelve imposible. Esto
ocurre idénticamente con el mundo, del que algo nos
separa, y nos prohíbe su acceso. Hagamos lo que haga-
mos, estamos arrojados al margen de todo. He aquí lo
esencial. Ya no hay más tiempo para hacer literatura con
las diversas combinaciones del desastre.

Hasta aquí, se ha escrito mucho, pero pensado poco, a


propósito del Bloom.

63
APROXIMACIÓN AL BLOOM — Para el entendimiento,
el Bloom puede ser definido como aquello que, en cada
hombre, permanece por fuera de la Publicidad, y que,
por tanto, constituye de igual manera la forma de exis-
tencia común de los hombres singulares al interior del
Espectáculo, que es la retirada consumada de la Publici-
dad. En este sentido, el Bloom es primeramente sólo una
hipótesis, pero es una hipótesis que se ha vuelto verda-
dera: la “modernidad” la ha realizado; una inversión de
la relación genérica se ha producido efectivamente en
ella. El ser comunitario que, en las sociedades tradicio-
nales, se afirmaba, además de como hombre privado,
como hombre singular, se ha vuelto para sí mismo un
hombre privado que se afirma, además de como ser co-
munitario, como ser social. La república burguesa pue-
de vanagloriarse de haber entregado la primera traduc-
ción histórica de envergadura, y en general el modelo,
de esta notable aberración. En ella, de manera inédita,
la existencia del hombre en cuanto individuo viviente
se encuentra formalmente separada de su existencia en
cuanto miembro de la comunidad. Mientras que, por
un lado, no se le permite participar en los asuntos pú-
blicos que abstrae de toda cualidad y de todo conteni-
do propios, en cuanto “ciudadano”, por el otro, y como
una consecuencia necesaria del primer movimiento, “es
precisamente aquí, donde pasa ante sí mismo y ante
los demás por un individuo real, que es una figura ca-
rente de verdad” (Marx, La cuestión judía), por estar
privado de Publicidad. La era burguesa clásica ha coloca-
do así los principios cuya aplicación ha hecho del hombre
eso que conocemos: la agregación de una nada doble,
la del “consumidor”, ese intocable, y la del “ciudadano”
64
(¿qué puede ser más ridículo, en efecto, que esa abstrac-
ción estadística de la impotencia que se insiste en se-
guir llamando “ciudadano”?). Pero esta era corresponde
únicamente a la fase final de la larga gestación del Bloom,
en la cual no ha sido conocido todavía como tal. Y con
razón, hacía falta nada menos que el derrumbamien-
to, de acuerdo con el concepto, de la totalidad de las
instituciones burguesas y una primera guerra mundial
para parirlo. Es pues solamente con el advenimiento del
Espectáculo, y la entrada en la efectividad de la metafí-
sica mercantil que le corresponde, que la inversión de
la relación genérica toma una significación concreta, ex-
tendiéndose al conjunto de la existencia. El Bloom de-
signa a continuación el movimiento igualmente doble
mediante el cual, a medida que se perfecciona la aliena-
ción de la Publicidad y que la apariencia se autonomi-
za de todo mundo vivido, cada hombre ve el conjunto
de sus determinaciones sociales, es decir, su identidad,
volvérsele extrañas y ajenas, incluso cuando aquello que
en él excede toda objetivación social —su pura singu-
laridad desnuda e irreductible— se despega como el
centro vacío de donde procede en adelante todo su ser
entero. Tanto más la socialización de la sociedad arroja la
intimidad bajo todas sus formas a la Publicidad, tanto
más lo que queda por fuera de ella —la parte maldita de
lo innombrable— se afirma como el todo de lo humano.
La figura del Bloom revela esta condición de exilio de
los hombres y de su mundo común en lo irrepresenta-
ble como la situación de marginalidad existencial que
les corresponde en el Espectáculo. Pero por encima de
todo, manifiesta la absoluta singularidad de cada áto-
mo social como lo absolutamente cualquiera, y su pura
65
diferencia como una pura nada. Seguramente, el Bloom
no es, como lo repite incansablemente el Espectáculo,
positivamente nada. Solamente, sobre el sentido de esta
“nada”, las interpretaciones divergen.

EL HUÉSPED MÁS INQUIETANTE — Considerando que


es el vacío de toda determinación sustancial, el Bloom
es sin duda en el hombre el huésped más inquietante,
aquel que de simple invitado ha pasado a jefe del hogar.
Los cobardes pueden acurrucarse detrás de sus habitua-
les aspavientos: a nadie será otorgada la posibilidad de
simplemente apartarle con el pretexto de que su figura
sin rostro nos arrastraría demasiado lejos hacia el epi-
centro del desastre — pues el desastre es la salida del
desastre. Ciertamente, el Bloom no es nada, careciendo
de Publicidad y por lo tanto de verdad, pero esta nada
encierra una potencia pura de ser: que no pueda mani-
festarse como tal en el seno del Espectáculo no altera en
nada el desbordamiento fundamental del estado de ex-
plicitación pública por eso que en cada uno permanece
irreductible a la suma de sus manifestaciones. El Bloom
significa que un abismo se ha ahondado, y que sólo
depende de una cierta audacia que él sea aquel en donde
todo termina, o aquel desde donde todo comienza. Pero
ya, las señales se amontonan tanto que llevan a pensar
que el primer hombre es el hijo del último. La totalidad
social alienada, que ha desposeído tan completamente
al Bloom de todo contenido propio, lo ha colocado de
esta manera cara a cara con su ser bajo la misma rela-
ción que con una prenda, prohibiéndole olvidar jamás
que él no es él mismo, sino un objeto exterior que sólo
se confunde con él, justamente, visto desde el exterior.
66
Cualquier cosa que emprenda para ganarse una sustan-
cialidad, ésta le permanece siempre como algo contingen-
te e inesencial, habida cuenta del modo de develamien-
to dominante. Así pues, el Bloom nombra la desnudez
nueva y sin edad, la desnudez propiamente humana
que desaparece bajo cada atributo y no obstante le
porta, que precede toda forma y la hace posible. El Bloom
es la nada enmascarada. Es por esto que resultaría absur-
do celebrar su aparición en la historia como el nacimien-
to de un tipo humano particular: el hombre sin cualidad
no es una cierta cualidad humana, sino por el contrario
el hombre en cuanto hombre. La falta de identidad pro-
pia, la abstracción de todo medio sustancial, la ausencia
de determinación “natural”, lejos de asignarlo a una par-
ticularidad cualquiera, lo designan como la realización
de la esencia humana genérica, que es precisamente
privación de esencia, pura exposición y pura disponi-
bilidad. Sujeto sin subjetividad, persona sin personali-
dad, individuo sin individualidad, el Bloom hace explo-
tar a su simple contacto todas las viejas quimeras de la
metafísica tradicional, toda la quincallería paralizada del
yo trascendental y de la unidad sintética de la apercep-
ción. Todo aquello que se diga de este huésped extraño
que nos habita y que somos fatalmente, se alcanza en el
Ser. Ahí, todo se desvanece.

EL BLOOM Y/ES SU MUNDO — El Bloom tiene en primer


lugar el sentido de una situación existencial, de un modo
de ser y de sentir, lo que hay que entender en la mane-
ra eminentemente poco subjetiva en la que se puede
decir que los hombres de Kafka son la misma cosa que
el mundo de Kafka. Con el Bloom, estamos en presen-
67
cia de una figura, de una potencia metafísica de indis-
tinción que se ejerce sobre la totalidad de lo existente e
informa su materia. Pues “quien no es nada, afuera ya no
encuentra nada” (Bloch, El espíritu de la utopía), no
porque todas las cosas se hayan desvanecido milagro-
samente, sino porque para él ya no hay, sencillamente,
afuera. El Bloom ha pasado ese punto de extrañamien-
to hacia sí mismo donde toda distinción entre su yo y
el contexto inmediato que lo contiene se vuelve in-
cierta. Su mirada es la de un hombre que no reconoce.
Todo fluye bajo su efecto y se pierde en la oscilación sin
consecuencias de las relaciones objetivas, donde “la vida
se experimenta negativamente, en la indiferencia, la im-
personalidad, la falta de cualidad” (Cometti, Robert Mu-
sil). El Bloom vive en una suspensión infinita, tal, incluso,
que sus propias emociones no le pertenecen. Es por esta
razón que es también el hombre que no puede ya de-
fender nada de la trivialidad del mundo. Librado a una
finitud sin límites, expuesto en toda la superficie de su
ser, sólo ha podido encontrar refugio en un murmullo,
pero en un murmullo que avanza. Su errancia lo lleva de
lo Mismo a lo Mismo sobre los senderos de lo Idéntico,
porque adondequiera que vaya lleva consigo el desierto
del que es eremita. Y si puede jurar ser “el universo ente-
ro”, como Agripa de Nettesheim, o más ingenuamente
“todas las cosas, todos los hombres y todos los anima-
les”, como Cravan, es porque no ve en todo más que la
nada que él mismo es tan plenamente. Pero esa nada es
lo absolutamente real ante lo cual todo lo que existe se
vuelve fantasmático.

ALS OB — La abolición del yo significa de igual modo


68
la abolición de lo real tal como se ordenaba hasta
entonces, pero tal vez se hablaría más precisamente, en
uno y otro caso, de suspensión. Así como toda eticidad
armoniosa que podría proporcionar alguna consistencia
a la ilusión de un yo “auténtico” hace falta de ahora en
adelante, así todo lo que podría hacer creer en la univo-
cidad de la vida o en la positividad formal del mundo,
se ha disipado. Así, sin importar cuáles sean las preten-
siones del Bloom para ser un hombre “práctico”, su “sen-
tido de lo real” es sólo una modalidad limitada de ese
“sentido de lo posible que es la facultad de pensar todo
lo que podría ser ‘de igual manera’, y sin conceder más
importancia a todo lo que es que a lo que no es” (Musil, El
hombre sin atributos). El Bloom dice: “Todo lo que hago
y pienso es sólo Espécimen de mi posible. El hombre es
más general que su vida y sus actos. Está como previsto
para más eventualidades de las que puede conocer. Sr.
Teste dice: Mi posible no me abandona jamás” (Valéry,
Señor Teste). Todas las situaciones en que se encuentra
comprometido llevan en su equivalencia el sello infinita-
mente repetido de un irrevocable “como si”. “Perdido en
un sitio lejano (o incluso no), sin nombre, sin identidad,
payaso” (Michaux, Payaso), el Bloom es como si no fuera,
vive como si no viviera, concibe el mundo como si no
se encontrara él mismo en algún punto del espacio y el
tiempo, y juzga todo como si no fuera él mismo quien
hablara. Cosa entre las cosas, el Bloom se mantiene,
sin embargo, fuera de todo, en un abandono idéntico
al de su universo. Está solo con cualquier compañía, y
desnudo en cualquier circunstancia. Y es aquí que
descansa, en la ignorancia cansada de sí, de sus deseos y del
mundo, donde su vida desgrana día a día el rosario de
69
su ausencia. El Bloom ha desaprendido la alegría al igual
que ha desaprendido el sufrimiento. En él, todo está gas-
tado, incluso la desgracia. No cree que la vida sea digna
de ser vivida, pero considera que suicidarse no vale la
pena. No tiene el apoyo de la duda ni de la certeza. Cier-
to sentido de la inutilidad teatral de todo ha hecho de él
el espectador de todo, incluido de sí mismo. En el eterno
domingo de su existencia, el interés del Bloom perma-
nece para siempre vacío de objeto, y es por esto que él
mismo es el hombre sin interés, “en el sentido en que
él mismo carece de importancia ante sus propios ojos.
Aquí, el sentimiento de poder ser sacrificado ya no es
expresión de un idealismo individual, sino un fenóme-
no de masas” (Hannah Arendt, Los orígenes del totali-
tarismo). Seguramente, el hombre es algo que ha sido
superado. Todos aquellos que amaban sus virtudes han
perecido — por ellas.

(Llegados a este punto, toda mente sana habrá concluido


la imposibilidad constitutiva de una “teoría del Bloom”
cualquiera y seguirá, como tiene que ser, su camino. Los
más malévolos escupirán un paralogismo de la especie
“el Bloom no es nada, ahora bien, no hay nada que de-
cir de la nada, por lo tanto no hay nada que decir del
Bloom, QED”, y sin duda lamentarán haber abandonado
por un instante su cautivador “análisis científico del cam-
po intelectual francés”. Para aquellos que, a pesar del evi-
dente absurdo de nuestro propósito, seguirán leyendo,
no tendrán que perder de vista en ningún momento el
carácter necesariamente vacilante de todo discurso so-
bre el Bloom. Tratar sobre la positividad humana de la
pura nada no deja otra opción que exponer como cuali-
70
dad la más perfecta falta de cualidad, como sustancia la
insustancialidad más radical. Un discurso así, si no quie-
re traicionar su objeto, deberá hacerlo emerger para, al
momento siguiente, dejarlo desaparecer nuevamente,
et sic in infinitum.)

PEQUEÑA CRÓNICA DEL DESASTRE — Aunque se


trate de la posibilidad fundamental que el hombre con-
tiene de toda eternidad, la posibilidad de la posibilidad,
y que cada uno de sus aspectos separados haya sido, por
esta razón, descrito por muchos letrados y místicos en
el curso de los siglos, el Bloom no aparece como figura
dominante en el seno del proceso histórico sino hasta el
momento del acabamiento de la metafísica, en el Espec-
táculo. Aquí, su reino ignora toda repartición. Hasta tal
punto que es, desde hace más de un siglo, es decir, desde
la irradiación simbolista, el héroe cuasiexclusivo de toda
la literatura: del Sengle de Jarry al Plume de Michaux,
de Pessoa mismo al hombre sin atributos, de Bartleby a
Kafka, olvidando por supuesto El-extranjero-de-Camus,
que dejamos a los bachilleres. Aunque haya sido vislum-
brado de manera más precoz por el joven Lukács, es sólo
en 1927, con el tratado Ser y tiempo, que se vuelve pro-
piamente hablando, bajo el trapo transparente del Da-
sein, el no-sujeto central de la filosofía (por lo demás, es
razonable ver en el existencialismo francés vulgar, que
se impuso más tarde y más profundamente de lo que
su corta popularidad le dejó imaginar, el primer pensa-
miento para uso exclusivo de los Bloom). Así como el
Espectáculo, del que es su hijo, el Bloom ha sido nume-
rosas veces presentido por los espíritus más lúcidos de
su tiempo, y esto ha sido así durante todo el florecimien-
71
to del capitalismo. Sus rasgos más sobresalientes han
sido descritos con fuerza, precisión y recurrencia, mucho
antes de que apareciera. Así, la soledad en la muche-
dumbre, el sentimiento de una irreparable indetermi-
nación o la indiferencia con la que pueden intercam-
biarse en él todos los contenidos vividos, no son nada
que le pertenezca propiamente. Solamente le pertenece
propiamente la articulación unitaria de estos diferentes
rasgos en su relación interna con el modo de devela-
miento mercantil. El nacimiento del Bloom supone el na-
cimiento de un mundo, el mundo del Espectáculo, en el
cual la metafísica que aniquila toda diferencia cualitativa
en la identidad del valor, que abstrae cada manifestación
de la vida del conjunto en que obtiene su rango y su sen-
tido, y que no ve finalmente en cada hombre sino una
repetición del tipo genérico, accede a la efectividad. Si el
momento de su parto fue tan estrepitoso como sus tor-
mentas de acero, el parto mismo fue algo tan sutil como
el hecho de unirse al flujo de la muchedumbre, y del cual
Valéry pronuncia precisamente su carácter inconstante:
“Experimentaba con un amargo y extraño placer la sim-
plicidad de nuestra condición estadística. La cantidad
de individuos absorbía toda mi singularidad, y me volvía
indistinto e indiscernible.” Así que nada ha cambiado, al
menos a detalle, y sin embargo nada continúa igual.

DESARRAIGO — Cada desarrollo de la sociedad mer-


cantil exige la destrucción de una determinada forma
de inmediatez, la separación lucrativa en una relación
de aquello que estaba unido. Es esta escisión lo que la
mercancía llega a partir de entonces a invadir, lo que
mediatiza y aprovecha, precisando día tras día la utopía
72
de un mundo donde cada hombre estaría, en todas las
cosas, expuesto únicamente al mercado. Marx supo des-
cribir admirablemente las primeras fases de este proceso,
aunque solamente desde el punto de vista prudhom-
mesco de la economía: “La disolución de todos los
productos y actividades en valor de cambio —escribe
en los Grundrisse— presupone tanto la descomposi-
ción de todas las rígidas (históricas) relaciones de de-
pendencia personales al interior de la producción, así
como la sujeción recíproca universal de los productores
[…] La dependencia mutua y universal de los individuos
recíprocamente indiferentes constituye su víncu-
lo social. Este vínculo social se expresa en el valor de
cambio.” Resulta perfectamente absurdo tener el asola-
miento persistente de todo apego histórico, al igual que
de toda comunidad orgánica, como un vicio coyuntural
de la sociedad mercantil, que apreciaría la buena volun-
tad que los hombres tienen para adaptarse. El desarraigo
de todas las cosas, la separación en fragmentos estériles
de cada totalidad viviente y la autonomización de éstos
en el seno del circuito del valor, son la esencia misma
de la mercancía, el alfa y el omega de su movimiento.
El carácter altamente contagioso de esta lógica autó-
noma toma, en los hombres, la forma de una verdadera
“enfermedad del desarraigo” que quiere que los desa-
rraigados “se lancen a una actividad que tiende siem-
pre a desarraigar, con frecuencia mediante los métodos
más violentos, a quienes no lo están todavía o lo están
solamente por partes… Quien está desarraigado
desarraiga” (Simone Weil, El arraigo). Corresponde a
nuestra época el prestigio dudoso de haber llevado a
su apogeo la febrilidad proliferante y multitudinaria del
73
“carácter destructivo”.
SOMEWHERE OUT OF THE WORLD — El Bloom aparece
inseparablemente como producto y causa de la liqui-
dación de todo ethos sustancial, bajo el efecto de la
irrupción de la mercancía en el conjunto de las rela-
ciones humanas. Él mismo es, por tanto, el hombre sin
sustancialidad, el hombre vuelto realmente abstracto,
por haber sido efectivamente cortado de todo entorno,
y después arrojado al mundo. El Bloom está tan aleja-
do de la historia como de la naturaleza, en el sentido
de que no se deja aprehender en los términos de una
u otra de estas categorías. Por eso lo conocemos como
ese ser indiferenciado “que no se siente en casa en nin-
guna parte”, como esa mónada que no es de ninguna co-
munidad en un “mundo que no da a luz sino a átomos”
(Hegel). También es el burgués sin burguesía, el prole-
tario sin proletariado, el pequeñoburgués huérfano de
la pequeña burguesía. Al igual que el individuo resultó
de la descomposición de la comunidad, el Bloom resul-
tó de la descomposición del individuo, o, para ser más
precisos, de la ficción del individuo. Pero nos engaña-
ríamos sobre la radicalidad humana que figura el Bloom
si nos lo representamos bajo la especie tradicional del
“desarraigado”. En efecto, el sufrimiento al que expone
ahora todo apego verdadero ha tomado proporciones
tan excesivas que ya nadie puede ni siquiera permitirse
la nostalgia de un origen. Para sobrevivir, también hizo
falta matarlo en sí mismo. Por eso el Bloom es más bien
el hombre sin raíz, el hombre que ha tomado el senti-
miento de estar en su casa en el exilio, que se ha arrai-
gado en la ausencia de lugar, y para el cual el desarraigo
no evoca ya el destierro, sino por el contrario la madre
74
patria. No es el mundo lo que ha perdido, sino el gusto
del mundo lo que tuvo que dejar atrás.

LA PÉRDIDA DE LA EXPERIENCIA — En cuanto realidad


positiva, en cuanto modo de ser y de sentir determinado,
el Bloom queda asociado a la extrema abstracción de las
condiciones de existencia que el Espectáculo modela. La
concreción más demente y al mismo tiempo la más ca-
racterística del ethos espectacular sigue siendo, a escala
planetaria, la metrópoli. Que el Bloom sea esencialmen-
te el hombre de la metrópoli no implica en absoluto que
sea posible, por nacimiento o por elección, sustraerse
de dicha condición, ya que la metrópoli misma no tie-
ne afuera: los territorios que su extensión metaestática
no ocupa aún están polarizados por ella, es decir, están
determinados en todos sus aspectos por su ausencia. El
rasgo dominante del ethos espectacular-metropolitano
es la pérdida de la experiencia, cuyo síntoma más elo-
cuente de todos es ciertamente la formación de la cate-
goría misma de la “experiencia”, en el sentido restringido
en que uno “tiene experiencias” (sexuales, deportivas,
profesionales, artísticas, sentimentales, lúdicas, etc.).
Todo, en el Bloom, deriva de esta pérdida, o es sinóni-
mo de ella. En el seno del Espectáculo, al igual que de
la metrópoli, los hombres nunca hacen la experiencia
de los acontecimientos concretos, sino solamente de las
convenciones, de las reglas, de una segunda naturale-
za enteramente simbolizada, enteramente construida.
Reina en él una escisión radical entre la insignificancia
de la vida cotidiana, llamada “privada”, en la que no pasa
nada, y la trascendencia de una historia congelada en
una esfera llamada “pública”, a la cual nadie tiene acce-
75
so. En otros términos, lo que es representado jamás es
vivido, mientras que lo que es vivido jamás es represen-
tado. Donde reina la alienación de la Publicidad, donde
los hombres no pueden ya reconocerse recíprocamente
como participando en la edificación de un mundo co-
mún, reina también el Bloom. En él, las profundidades
del desastre manifiestan hasta qué punto la pérdida de
la experiencia y la pérdida de la comunidad son una sola
cosa, vista desde ángulos distintos. Pero todo esto de-
pende cada vez más claramente de la historia pasada. La
separación entre las formas sin vida del Espectáculo y la
“vida sin forma” del Bloom, con su aburrimiento mono-
cromo y su silenciosa sed de nada, cede lugar en nume-
rosos puntos a la indistinción. La pérdida de la experien-
cia ha alcanzado finalmente el grado de generalidad en
el cual puede a su vez ser interpretada como experien-
cia fundamental, como experiencia de la experiencia en
cuanto tal, como clara disposición a la Metafísica Crítica.

LAS METRÓPOLIS DE LA SEPARACIÓN — Las metrópolis


se distinguen en primer lugar de todas las demás gran-
des formaciones humanas por el hecho de que la mayo
proximidad, incluso la mayor promiscuidad, coincide en
ellas con la mayor extrañeza. Nunca los hombres habían
estado reunidos de un modo tan masivo, pero nunca
habían estado también hasta este punto separados. La
gran ciudad es la patria de elección de la rivalidad mi-
mética que, mediante uno de esos revuelcos propios del
modo de develamiento mercantil, ordena a los herma-
nos odiarse en proporción a su fraternidad. El “fetichis-
mo de la pequeña diferencia” es la tragicomedia de la
separación: cuanto más aislados están los hombres, más
76
se asemejan, cuanto más se asemejan, más se detestan,
cuanto más se detestan, más se aíslan. Al igual que el
Bloom, la metrópoli materializa, al mismo tiempo que la
pérdida integral de la comunidad, la infinita posibilidad
de su renovación. Para esto basta con que los hombres
reconozcan su común exilio.

UNA GENEALOGÍA DE LA CONSCIENCIA DEL BLOOM


— Bartleby es un empleado de oficina. La difusión, inhe-
rente al Espectáculo, de un trabajo intelectual de masas
en el que el dominio de un conjunto de conocimientos
puramente convencionales vale como competencia ex-
clusiva, mantiene una relación evidente con la forma de
consciencia propia del Bloom. Y aún más fuera de las
situaciones en que el saber abstracto predomina sobre
todos los medios vitales, fuera pues del sueño organi-
zado de un mundo enteramente producido como sig-
no, la experiencia del Bloom no alcanza jamás la forma
de un continuum vivido que podría añadirse, sino que
reviste más bien el aspecto de una serie de choques in-
asimilables y de fragmentos de inteligibilidad. De ahí
que haya tenido que crearse “un órgano de protección
contra el desarraigo con el que lo amenazan las corrien-
tes y las discordancias de su medio exterior: en lugar de
reaccionar con su sensibilidad a este desarraigo, reaccio-
na esencialmente con el intelecto, al cual la intensifica-
ción de la consciencia que la misma causa producía, ase-
gura la preponderancia psíquica. Así la reacción a esos
fenómenos es enterrada en el órgano psíquico menos
sensible, en aquel que se aparta más de las profundida-
des de la personalidad” (Simmel). El Bloom no puede,
por tanto, tomar parte en el mundo de manera interior.
77
Nunca entra en él sino en la excepción de sí mismo. Es
por esto que presenta una disposición tan singular a la
distracción, al déjà-vu, al cliché, y sobre todo una atrofia
de la memoria que lo confina en un eterno presente; y
es por esto que resulta tan exclusivamente sensible a la
música, que es la única que puede ofrecerle sensaciones
abstractas. Todo lo que el Bloom vive, hace y resiente, le
permanece como algo externo. Y cuando muere, muere
como un niño, como alguien que no ha aprendido nada.
El Bloom significa, en primer lugar, que la relación de
consumo se ha extendido a la totalidad de la existen-
cia, al igual que a la totalidad de lo existente. En su caso,
la propaganda mercantil ha triunfado tan radicalmente
que él concibe efectivamente su mundo no como el fru-
to de una larga historia, sino como el primitivo concibe
el bosque: como su medio natural. Numerosas cosas se
esclarecen sobre su condición cuando se lo considera
desde esta perspectiva. Pues el Bloom es sin duda un
primitivo, pero un primitivo abstracto. Baste con resumir
en una fórmula el estado provisional de la cuestión: el
Bloom es la eterna adolescencia de la humanidad.

EL RELEVO DEL TIPO DEL TRABAJADOR POR LA FIGURA


DEL BLOOM — Las mutaciones recientes de los modos de
producción en el seno del capitalismo tardío han trabajado
grandemente en la dirección del advenimiento del
Bloom. El período del asalariado clásico, que se consu-
mó en el umbral de los años 70, había ya aportado a él
una noble contribución. El trabajo asalariado estatutario
y jerárquico había sustituido efectivamente a la totali-
dad de las otras formas de pertenencia social, en parti-
cular a todos los modos de vida orgánicos tradicionales.
78
También es el lugar en que la disociación del hombre
vivo y su ser social comenzó: siendo todo poder aquí ya
sólo funcional, es decir, delegado del anonimato, cada
“Yo” que procuraba afirmarse siempre afirmaba única-
mente, por tanto, dicho anonimato. Y si bien sólo hubo
aquí, en el asalariado clásico, un poder privado de sujeto
y un sujeto privado de poder, la posibilidad permanecía,
por el hecho de una relativa estabilidad de los empleos,
y de una cierta rigidez de las jerarquías, de movilizar la
totalidad subjetiva de un gran número de individuos, es
cierto, poco dotados en materia de subjetividad. A par-
tir de los años 70, la relativa garantía de estabilidad en
el empleo, que había permitido a la sociedad mercantil
imponerse frente a una formación social cuya principal
virtud estaba constituida precisamente por dicha garan-
tía de estabilidad, pierde, con el aniquilamiento del ad-
versario tradicional, toda necesidad. Es entonces llevado
a cabo un proceso de flexibilización de la producción, de
precarización de los explotados en el cual nos encontra-
mos todavía, y que no ha llegado, hasta la fecha, hasta
sus últimos límites. Hace ya tres décadas que el mundo
industrializado ha entrado en una fase de involución au-
totómica que viene a desmantelar, paso a paso, al asala-
riado clásico, y a propulsarse a partir de este desmante-
lamiento. Asistimos desde entonces a la abolición de la
sociedad salarial sobre el terreno mismo de la sociedad
salarial, es decir, en el seno de las relaciones de domina-
ción que dirige. Aquí, “el trabajo ya no actúa como pode-
roso sucedáneo de un tejido ético objetivo, no hace las
veces de las formas tradicionales de eticidad, vaciadas
y disueltas desde hace tiempo” (Paolo Virno, Oportunis-
mo, cinismo y miedo). Todos las barreras intermediarias
79
entre el individuo aislado, propietario de su sola “fuerza
de trabajo”, y el mercado donde tiene que venderla, han
sido liquidadas hasta tal punto que, finalmente, cada
quien se encuentra en un perfecto aislamiento cara a
la abrumadora totalidad social autónoma. Nada, desde
entonces, puede impedir a las formas de producción lla-
madas “posfordistas” el generalizarse, y con ellas la pre-
cariedad, la flexibilidad, el flujo tendido, el “management
por proyecto”, la movilidad, etc. Ahora bien, una organi-
zación del trabajo de este tipo, cuya eficacia reposa so-
bre la inconstancia, la “autonomía” y el oportunismo de
los productores, tiene el mérito de hacer imposible toda
identificación del hombre con su función social, o en
otras palabras, de ser altamente generadora de Bloom.
Nacida de la constatación de la hostilidad general hacia
el trabajo asalariado que se manifestó luego del 68 en
todos los países industrializados, dicha organización ha
elegido esta misma hostilidad como fundamento. Así,
mientras que sus mercancías-faros —las mercancías
culturales— nacen de una actividad ajena al marco li-
mitado del asalariado, su optimalidad total descansa en
la astucia de cada cual, es decir, en la indiferencia, inclu-
so la repulsión, que los hombres experimentan hacia su
actividad (la utopía actual del capital es la de una socie-
dad donde la totalidad de la plusvalía provendría de un
fenómeno de “iniciativa” generalizada). Como se ve, es
la propia alienación del trabajo la que ha sido puesta a
trabajar. En este contexto se traza una marginalidad de
masas, en la que la “exclusión” no es, como se querría
dejarlo entender, el desclasamiento coyuntural de una
determinada fracción de la población, sino la relación
fundamental que cada quien mantiene con su partici-
80
pación en la vida social, y primeramente el productor
con su propia producción. “El trabajo ha dejado aquí de
ser confundido con el individuo como determinación en
una particularidad” (Marx), ya sólo es percibido por los
Bloom como una forma contingente de la opresión so-
cial general. El paro en el trabajo es sólo la concreción
visible de la extrañeza esencial de cada quien hacia su
propia existencia, en el mundo de la mercancía autori-
taria. El Bloom aparece, por tanto, también como el pro-
ducto de la descomposición cuantitativa y cualitativa de
la sociedad salarial. Es el tipo humano que corresponde a
las modalidades de producción de una sociedad que ha
llegado definitivamente a ser asocial, y a la cual ninguno
de entre sus miembros se siente unido en forma alguna.
La suerte que le es preparada de tener que adaptarse sin
tregua a un mundo en constante conmoción es también
el aprendizaje de su exilio en dicho mundo, en el cual
debe no obstante pretender participar, a falta de cual-
quiera que pueda participar verdaderamente en él. Pero,
más allá de todos sus mentiras contraídas, el Bloom se
descubre poco a poco como el hombre de la no-partici-
pación, como la criatura de la no-pertenencia. A medida
que se consume la crisis de la sociedad industrial, la fi-
gura lívida del Bloom se asoma bajo la titánica amplitud
del Trabajador.

EL MUNDO DE LA MERCANCÍA AUTORITARIA (“ES


A LATIGAZOS QUE SE LLEVA EL GANADO A PASTAR”,
HERÁCLITO) — Existe para la dominación, en propor-
ción a la autonomía que los hombres adquieren res-
pecto a su rol en la producción, una necesidad absoluta
de nuevos requerimientos, de nuevos sujetamientos.
81
Mantener la mediación central de todo por medio de la
mercancía exige la puesta bajo tutela de secciones cada
vez más amplias del ser humano. Desde esta perspec-
tiva, es preciso observar con qué extrema diligencia el
Espectáculo ha dispensado al Bloom del pesado deber
de ser, con qué rápida solicitud ha tomado a su cargo
su educación así como la definición de la panoplia com-
pleta de las “personalidades” conformes, y en fin, cómo
ha sabido extender su dominio a la totalidad de lo deci-
ble, del lenguaje y de los códigos a partir de los cuales
se construyen todas las apariencias y todas las identida-
des. Con el Biopoder, el Espectáculo incluso ha puesto
bajo dependencia de su semiocracia la “vida biológica”
de los hombres, o al menos de todos aquellos que “va-
loran su salud” como uno pudo, en el pasado, perseguir
la salvación. (Es preciso admitir al respecto que la subje-
tividad desfalleciente del Bloom no dejaba a la domina-
ción apenas otro recurso que el de aplicar su fuerza de
coacción directamente al cuerpo, único objeto tangible
que no ha eludido absolutamente su alcance.) Pero el
mundo de la mercancía autoritaria es antes que nada el
mundo donde se han colocado mecanismos de control
de los comportamientos tales que sólo se tiene que to-
mar dominio del agenciamiento del espacio público, la
disposición del decorado y la organización material de
las infraestructuras, para asegurarse del mantenimiento
del orden, y esto mediante la sola potencia de coerción
que la masa anónima ejerce sobre cada uno de sus ele-
mentos, a fin de que respete las normas abstractas en
vigor. Basta con salir a una calle del centro de la ciudad,
o con circular en un pasillo del metro, para comprender
que no existe ningún dispositivo de vigilancia más ope-
82
rante y más invisible que esa objetivación viviente del
estado alienado de explicitación pública que representa
la masa, a la que no le importan de ninguna manera más
que sus miembros, a final de cuentas, sin importar que
la rechacen o la acepten, con tal de que exteriormente
se sometan. ¡Intenten, pues, hablar de metafísica con un
amigo, a la hora pico, en un tren abarrotado de la línea
1 La Défense-Porte de Vincennes! El mundo de la mer-
cancía autoritaria es el lugar de ese Terror gris que reina
a partir de ahora sobre la totalidad del mundo común
de los hombres, sobre toda la extensión de lo que sub-
siste todavía del dominio público. Pero sin resultados, el
Bloom, contra el cual se ha desplegado todo este arsenal
pesado, permanece desesperadamente inaccesible a la
dominación. Y ésta lo odia por ello, pues él es en cada
uno el santuario interior, la parte opaca, el vacío central
e inasignable al que ella es incapaz de alcanzar. De esto
se sigue una carrera de velocidad entre el Bloom y la
dominación que explica tanto el carácter dinámico de
ésta como la aceleración del tiempo universal. En esta
aceleración, no puede haber ningún término, fuera del
Tiqqun mismo. En efecto, cuanto más se desboca la vida
del Bloom en un movimiento autónomo y tiránico, tanto
más su participación en el metabolismo social general
se hace imperativa, cuanto más se mueve en un simple
predicado de su propia fuerza de trabajo y de consumo,
tanto más se encuentra apresado por el proceso de Mo-
vilización Total y más se profundiza el hueco que contie-
ne este apresamiento, que no es otro que el Bloom.

LA MALA SUSTANCIALIDAD (“ESTANDO PERDIDA LA


VERDADERA NATURALEZA TODO DEVIENE NATURALE-
83
ZA”, PASCAL) — Sin importar cuán infatigables sean sus
esfuerzos para reprimirlo y olvidarlo, el “hombre moder-
no” está asentado sobre una pura nada, y el Bloom es su
verdad. Pero reconocerlo implica de manera tan perfec-
tamente inmediata la ruina del conjunto de esta socie-
dad y el aniquilamiento del trasmundo que ésta persiste
en proporcionar como la “realidad”, que no hay nada de
lo que uno sea capaz para protegerse de esta eviden-
cia. ¿Es posible imaginar las consecuencias que arrojaría
la renuncia de nociones tan lamentables y caducadas
como las de individuo, unidad del yo o interés? Todo
sucede como si el infierno mimético donde nos sofoca-
mos fuera juzgado como algo unánimemente preferible
a la austera desnudez del Bloom. Por tanto, existe una
fatalidad en el arrebato febril de la producción industrial
de personalidades en kit, de identidades desechables y
otras subjetividades histéricas. En vez de considerar la
nada que toma el lugar de su ser, los hombres, en su ma-
yoría, retroceden ante el vértigo de una ausencia total
de identidad, de una indeterminación radical, y por tan-
to, en el fondo, ante el abismo de la libertad. Prefieren
aún engullirse en la mala sustancialidad, hacia la cual, es
cierto, todo los empuja. Hace falta, entonces, contar con
que ellos se descubran, al otro extremo de una depre-
sión desigualmente larvada, tal o cual raíz enterrada, tal
o cual pertenencia natural, tal o cual incombustible sin-
gularidad. Francés, excluido, artista, homosexual, bretón,
racista, musulmán, budista o parado, todo es bueno en
la medida en que permita bramar de uno u otro modo,
con los ojos parpadeando de emoción, un milagroso “YO
SOY…”. No importa cuál particularidad vacía y consumi-
ble, no importa cuál rol social esté en cuestión, puesto
84
que se trata únicamente de conjurar su propia nada. Y
como toda vida orgánica hace falta a estas formas pre-
masticadas, éstas nunca tardan en entrar prudentemen-
te en el sistema general de intercambio y de equivalen-
cia mercantil, que las mediatiza y las pilotea. Así pues, la
mala sustancialidad significa que uno ha colocado toda
su sustancia como depósito dentro del Espectáculo, y
que este último funciona como ethos universal para la
comunidad celeste de los espectadores. Pero una cruel
astucia quiere que esto no haga finalmente sino acele-
rar aún más el proceso de pulverización de las formas
de existencia sustanciales. Bajo el vals de las identidades
muertas de las que se vale sucesivamente el hombre de
la mala sustancialidad, se expande inexorablemente su
abismo interior. Aquello que debería esconder una falta
de individualidad no solamente fracasa aquí, sino que
llega a acrecentar todavía un poco más la labilidad de
aquello que podía subsistir de ella. El Bloom triunfa pri-
mero en aquellos que huyen de él.

PEZ SOLUBLE — Aunque aparezca como la positividad


misma, y por imponente que parezca su imperio, la mala
sustancialidad no cesa en ningún momento de ser nada.
Carece de realidad propia y no dispone de medios para
producirse a sí misma. Al igual que la formación social
que la produce, la pseudoidentidad del Bloom carece
de fundamento. No se halla en su seno ni siquiera en la
familia, institución aparentemente sustancial, que no
funciona como un retransmisor difractado de las nor-
mas espectaculares. Nada tiene en sí su razón. Una vez
suspendidas sus condiciones inorgánicas de existencia,
la identidad artificial no puede ya encontrar el camino
85
hacia sí misma, hacia eso que, en un mal sueño, ella creía
ser, y de lo que ahora se despierta; ya que, precisamen-
te, no era nada más allá de esas frágiles condiciones de
existencia. La mala sustancialidad representa ella mis-
ma, por tanto, la absoluta insustancialidad.

EL TERROR DE LA DENOMINACIÓN — Es vano aspirar,


en el seno del Espectáculo, a la sustancialidad. Nada es,
a final de cuentas, menos auténtico ni más sospecho
que el concepto de “autenticidad”, que constituye des-
de hace mucho tiempo el arma favorita del Terror de la
denominación que ejerce el Espectáculo, y mediante el
cual este último vacía metódicamente de su contenido
a todas las formas de vida sustanciales que llegan a ma-
nifestarse en cualquier punto del espacio social emer-
gente. Para esto basta con que haga la caridad de darles
un nombre, les distribuya un rol y las incluya en la red de
signos cuya realidad cuadricula. Imponiendo así a cada
particularidad viviente el considerarse como particular,
es decir, desde un punto de vista formal y exterior a sí
misma, el Espectáculo la desgarra desde el interior, in-
troduce en ella una desigualdad, una diferencia. Impone
a la consciencia de sí tomarse a sí misma como objeto,
reificarse, aprehenderse a sí misma como otro. Ésta se
encuentra arrastrada con ello en una huida sin tregua,
en una escisión perpetua que aguijonea el imperativo
—para quien rechaza dejarse ganar por una paz mor-
tal— de desprenderse de toda sustancia. Aplicando a to-
das las manifestaciones de la vida su incansable trabajo
de denominación, y con ello de inquieta reflexividad, el
Espectáculo arranca al mundo de su inmediatez en una
corriente continua. En otros términos, produce al Bloom,
86
y lo reproduce. La racaille que se conocía como racaille
ya no es más una racaille, es un Bloom que juega a ser
una racaille, teniendo consciencia de ello o no. Tenemos
prohibido por un largo tiempo, bajo el presente régimen
de las cosas, identificarnos con ninguno de los conteni-
dos particulares, sino únicamente con el movimiento de
arrancarse de ellos. El Bloom es el hijo de tal desgarro, el
resultado siempre inacabado de un infinito proceso de
negación.

SUA CUIQUE PERSONA — La cuestión de saber lo que,


en la realidad presente, es máscara y lo que no lo es, ca-
rece de objeto. Resulta sencillamente grotesco preten-
der establecerse por debajo del Espectáculo, por deba-
jo de un modo de develamiento en el que toda cosa se
manifiesta de tal manera que la apariencia se ha vuel-
to en él autónoma respecto a la esencia, es decir, como
máscara. Su disfraz es, en cuanto disfraz, la verdad del
Bloom, es decir que no tiene nada tras de sí, o más bien,
lo que abre horizontes de otro modo más desenvueltos,
que tras de sí reside la Nada. Que la máscara constituye
la forma de aparición general en la comedia universal
de la que sólo hay tartufos que creen aún escapar, esto
no significa que ya no haya verdad, sino que ésta se ha
vuelto algo sutil y estimulante. La figura del Bloom en-
cuentra su expresión más alta, al mismo tiempo que la
más miserable, en el lenguaje de la adulación, y en este
equívoco no hay lugar para gemir ni para regocijarse,
sino solamente para abrir la vía de la superación. “Sólo
que aquí el Sí ve la certeza de sí mismo como tal como
siendo lo más inesencial, y la pura personalidad como
siendo la absoluta impersonalidad. El espíritu de su gra-
87
titud es, por tanto, un sentimiento tanto de esta profun-
dísima abyección como también de una revuelta igual
de profunda. En cuanto el puro Yo mismo se mira a sí
mismo fuera de sí y desgarrado, en este desgarramiento
se ha desintegrado y se va a pique a la vez todo lo que
pueda tener continuidad y universalidad, todo lo que
pueda llamarse ley, bien o derecho” (Hegel). El reino del
travestismo señala siempre el acabamiento de un reino.
Así pues, se estaría equivocado de hacer voltear la más-
cara hacia el lado de la dominación, porque ésta se ha
sentido todo el tiempo amenazada por la parte de no-
che, salvajismo e imprevisibilidad que introduce la irrup-
ción de la máscara. Lo que es malo en el Espectáculo es
más bien que los rostros se hayan petrificado hasta el
punto de volverse ellos mismos semejantes a máscaras,
y que una instancia central se haya erigido como amo
de las metamorfosis. Los vivos son aquellos que sabrán
convencerse de las palabras del furioso que proclamaba,
tembloroso: “Dichoso aquel al que la saciedad de los ros-
tros vacíos y satisfechos le lleve a cubrirse a sí mismo con
una máscara: será el primero en recobrar la embriaguez
tempestuosa de todo lo que danza a muerte sobre la ca-
tarata del tiempo.” (Bataille)

EL HOMBRE ES LO INDESTRUCTIBLE QUE PUEDE SER


INFINITAMENTE DESTRUIDO — Es preciso comprender
al Bloom a la luz de esta frase oblicua de Blanchot, así
como del comentario que da de ella Giorgio Agamben.
De manera muy obvia, el Bloom representa, en cuanto
expresión positiva de la extrema desposesión, el pro-
ducto más ejemplar del Espectáculo. Pero es al mismo
tiempo, en cuanto pura nada interior, la alteridad irre-
88
ductible ante la cual el Espectáculo debe rendir las ar-
mas. El Terror de la denominación no puede digerir la
falta de sustancia, casi tanto como no puede negar lo
que ya es nada. De dicha alteridad, el Espectáculo tiene
todo que temer, porque ella es nada menos que la alteri-
dad del fundamento de eso que él funda. El Bloom, “esa
noche del mundo, esa nada vacía que contiene todo en
su simplicidad abstracta, esa forma de la pura inquietud”
(Hegel), es la indeterminación fundamental que condi-
ciona todas las determinaciones posibles, el inaccesible
abismo interior sobre el cual reposa el reino de la exte-
rioridad separada. El Bloom es en cada uno el resto que
limita, abarca y desborda al Espectáculo, es decir, de
hecho, todo lo que resta del hombre así como el hom-
bre mismo. Es preciso adjudicar al nihilismo mercantil el
haber arrasado tan metódicamente las particularidades
finitas, las sustancialidades locales, que encontraba a su
paso hasta el grado de que ya sólo queda en el Bloom
lo que es puramente humano, lo que toca a la esencia,
a lo Indestructible. Y “lo Indestructible es uno; es cada
hombre enteramente y todos lo tienen en común. Es el
inalterable cimiento que liga a los hombres para siem-
pre” (Kafka).

A DÓNDE QUEREMOS IR A PARAR — Es exclusivamente


de la consideración de la figura del Bloom que depende
la elucidación de las posibilidades que contiene nuestro
tiempo. Su irrupción histórica determina para la crítica
social la necesidad de una completa refundación, tan-
to en la teoría como en la práctica. Cualquier análisis y
cualquier acción que no tuviera absolutamente en cuen-
ta esto se condenaría a eternizar la alienación presente.
89
Pues el Bloom, no siendo una individualidad, no se deja
caracterizar por nada de lo que dice, hace o manifies-
ta. Cada instante es para él un instante de decisión. No
posee ningún atributo estable. Ninguna costumbre, por
impulsada que sea su repetición, es susceptible de con-
ferirle ser. Nada se adhiere a él y él no se adhiere a nada
de lo que parezca suyo, ni siquiera a la sociedad que
querría apoyarse en él. Para adquirir algunas luces sobre
este tiempo, es preciso considerar que hay, de un lado, la
masa de los Bloom y, del otro, la masa de los actos. Toda
verdad se sigue de esto.

“LA ALIENACIÓN ES DE IGUAL MODO LA ALIENACIÓN


DE SÍ MISMA” (HEGEL) — Históricamente, es en la figu-
ra del Bloom que la alienación de lo Común alcanza su
máximo grado de intensidad. No es tan fácil imaginar
hasta qué punto la existencia del hombre en cuanto
hombre y su existencia en cuanto ser social han tenido
en apariencia que volverse ajenas respectivamente para
que le sea posible hablar de “lazo social”, es decir, de
asir su ser-en-común como algo objetivo, exterior a él y
como haciéndole frente. Es pues una verdadera línea del
frente que se desplaza justo en medio del Bloom, y que
determina su esencial neutralidad. Sin esto, sería imposi-
ble explicarse que la dominación le ordene actualmente
de manera tan brutal escoger su campo, que lo ponga
ante este grosero dilema: asumir de manera incondicio-
nal cualquier rol social, cualquier servidumbre, o morir
de hambre. Aquí nos encontramos ante un género de
medidas de emergencia que adoptan ordinariamente
los regímenes acorralados; desde luego la línea permi-
te ocultar al Bloom, no suprimirlo. Pero por ahora, esto
90
es suficiente. Lo esencial es que el ojo que considera al
mundo a la manera externa del Espectáculo, puede pre-
tender que éste no existe, que es sólo una quimera de
metafísicos, y críticos con ello. Sólo importa que la mala
fe pueda hacerse buena conciencia, que pueda oponer-
nos su risible “pero yo, ¡yo no me siento Bloom!”. ¿Cómo
podría alguna vez aparecer en cuanto tal en el Espectá-
culo aquel que por esencia uno ha desposeído de la apa-
riencia? El destino del Bloom radica en no ser visible más
que en la medida en que participa en la mala sustancia-
lidad, en la medida, por tanto, en que se reniega como
Bloom. Toda la radicalidad de la figura del Bloom se con-
centra en el hecho de que la alternativa ante la cual él se
encuentra permanentemente situado coloca de un lado
lo mejor y del otro lo peor, pero la zona de transición
entre uno y otro, entre la reapropiación de su ser-Bloom
y la contención de éste, no le es accesible. El Bloom sólo
puede ser la realización terrestre de la esencia humana,
la encarnación del Concepto en su movimiento, o un
animal nihilista en su reposo bestial. Así pues, es el nú-
cleo neutro que trae a luz la relación de analogía entre
el punto más alto y el punto más bajo. Su falta de interés
puede constituir una insigne apertura a la agápe, o “el
deseo de anonimato, de no funcionar más que como un
engranaje” (Arendt, Los orígenes del totalitarismo). De
manera similar, su ausencia de personalidad es capaz
de prefigurar la superación de la personalidad clásica
petrificada, así como la recaída por debajo de ésta. Pero
es cierto que en el seno de la dominación, sólo lo peor
sobreviene: la banalidad del Bloom se manifiesta en ella
necesariamente como “banalidad del mal”. Así, para el
siglo que se acaba, el Bloom habrá sido Eichmann mu-
91
cho más que Elser; Eichmann del que “era evidente para
todos que no era un ‘monstruo’” y del que “no podíamos
abstenernos de pensar que era un payaso” (Arendt, Ei-
chmann en Jerusalén). Dicho sea de paso, no hay nin-
guna diferencia de naturaleza entre Eichmann, que se
identifica sin resto con su función criminal, y el hipster,
que, siendo incapaz de asumir su no-pertenencia fun-
damental a este mundo, o las consecuencias de una si-
tuación de exilio, se abandona al consumo frenético de
los signos de pertenencia que esta sociedad vende tan
caro. Pero de una manera más general, en cualquier par-
te que se hable de “economía” prospera la banalidad del
mal. Y es también esta banalidad lo que se asoma bajo
las lealtades de todos los tipos que los hombres elevan
a “necesidad”, desde el “no se puede hacer nada” hasta
el “así son las cosas”, pasando por el “ningún trabajo es
indigno”. Aquí “empieza la extrema desgracia, cuando
todos los apegos son remplazados por el de sobrevivir.
El apego aparece al desnudo. Sin otro objeto que sí mis-
mo. Infierno.” (Simone Weil, La pesadez y la gracia) De
manera exclusiva es importante acarrear las circunstan-
cias históricas en las que el Bloom podrá ser en cuanto
tal superado. Y se verá entonces lo que es la banalidad
del bien.

QUE EL BLOOM ES UNA CRIATURA PURAMENTE


METAFÍSICA — La experiencia fundamental del Bloom
es la de su propia trascendencia con respecto a sí mis-
mo, es decir, la de la superioridad de la total privación de
contenido con respecto a todo contenido particular. Y
cuanto más se perfecciona el Espectáculo, más adquie-
re autonomía la apariencia, cuanto más se desprende su
92
mundo de los hombres y se les vuelve ajeno y extraño,
más entra en sí mismo el Bloom, se profundiza y reconoce
su soberanía interior vis-à-vis de la objetividad. Se con-
solida él, más allá de toda efectividad, como pura fuerza
de negación. A condición de que no se hunda en la mala
sustancialidad, un diálogo silencioso se entabla en él, en
el cual se experimenta como concepto, como diferencia
en el seno de su identidad. A partir de entonces, su “Yo
tiene un contenido que distingue de sí mismo, pues es
la negatividad pura o el movimiento del escindirse; es
consciencia. Este contenido es en su diferencia misma el
Yo, pues es el movimiento del suprimirse a sí mismo, o
la misma negatividad pura que es Yo” (Hegel). Recorda-
mos a Pessoa como a aquel que, entre todos, ha dado la
más deslumbrante significación a esta nueva situación
del hombre en el mundo, y a sus posibilidades. Pocos
de sus contemporáneos se hallan tan adelantados como
él respecto al camino de una superación del Bloom. Ve-
mos como algo probable que en el futuro los hombres
no puedan ya responder a la pregunta “¿quién eres?” de
una manera distinta que el heterónimo Bernardo Soáres,
quien se definía así: “Yo soy el intervalo entre lo que soy
y lo que no soy.” Pero estaríamos equivocados al creer
que el carácter de simple esencialidad espiritual del
Bloom se pierde en la mala sustancialidad, sólo se pierde
su aspecto activo. En este sentido, la mala sustancialidad
no es más que el sueño del concepto, la pasividad de la
Idea. No hay nada más mediatizado por el Espíritu que el
hipster, cuya sustancia entera se reduce a una determi-
nada cantidad de ser-para-sí objetivado, y que nunca ve
las cosas, sino sólo su precio, es decir, justamente su re-
lación con el Espíritu, en su forma más raquítica. Incluso
93
en la mala sustancialidad, por tanto, los Bloom no están
vinculados entre sí más que por el general intellect de
la mercancía, y no son más que este vínculo. Sin impor-
tar lo que diga y sin importar lo que haga, el Bloom se
encuentra irremediablemente fuera de sí, inscrito en lo
Común. En una palabra, el ser-reconocido le es todo y la
nuda vida nada.

LA SANTÍSIMA POBREZA — En definitiva desposeído,


despojado de todo, múdamente ajeno a su mundo, ig-
norante tanto de sí mismo como de aquello que lo ro-
dea, el Bloom realiza en el corazón del proceso histórico,
y en toda su plenitud, la amplitud propiamente metafí-
sica del concepto de Pobreza. Ciertamente, era necesa-
ria toda la espesa vulgaridad de una época en la que la
economía tomó el lugar de la metafísica para hacer de
la pobreza una noción económica (si bien esta época se
aproxima a su término, quizá no sea inútil precisar que
lo contrario de la Pobreza no es la riqueza, sino la mise-
ria, que la riqueza es sólo en realidad una forma parti-
cularmente grosera y embarazosa de la miseria y que la
Pobreza constituye un estado de perfección, al contrario
de la miseria, por tanto, que designa un estado de ab-
soluta degradación). Heidegger vio de manera correcta
cómo el Bloom es “pobre de mundo” y Benjamin cómo
es “pobre de experiencia”, sólo nos queda precisar que es
esencialmente “pobre de espíritu”, en el sentido en que
lo entiende la tradición mística. En muchos aspectos,
parece que la alienación, en su caso, al mismo tiempo
que reúne una perfección aterradora, acaba de descri-
bir su círculo. Nada, en efecto, recuerda más la situación
existencial del Bloom que el desapego de los místicos,
94
descrito por Pierre-Jean Labarrière como “actitud-de-ser
común a Dios y al hombre, identidad de sí consigo mis-
mo en la negación de toda particularidad, unidad más
allá de lo uno y lo múltiple”. Además, ¿Lukács no indica-
ba en la consciencia reificada una segura propensión a
la contemplación? ¿Y qué mejor definición puede darse
del Bloom, esa criatura surgida de la extrema fatiga de la
civilización, que la que Maestro Eckhart daba del hom-
bre pobre: aquel que “no quiere nada, no sabe nada y no
tiene nada”? ¿Qué más parecido, también, a la indiferen-
cia del Bloom que ese “justo desapego (que) no consiste
sino en el hecho de que el espíritu se halle inmóvil frente
a todas las vicisitudes de amor y sufrimiento, de honor,
pena y ultraje”? Y finalmente, el Bloom nos hace pensar
en el Dios de Maestro Eckhart, quien es definido como
pura nada, absoluta falta de cualidad, vacío de toda de-
terminación, como “aquel que carece de nombre, que
es la negación de todos los nombres y que nunca tuvo
nombre alguno” y para quien todas las cosas son nada.
Que él mismo sea este Dios o que no lo sea importa de
cualquier manera bien poco, porque “nada hace al hom-
bre más semejante a Dios que este desapego impertur-
bable”.

“QUIENQUIERA QUE SALGA ASÍ DE SÍ MISMO SERÁ


PROPIAMENTE DEVUELTO A SÍ MISMO” (ECKHART) —
Mas es en la mala sustancialidad, en el consumo y las re-
laciones de dominación, es decir, en lo que está aparen-
temente más alejado del hombre místico, que el Bloom
está, según el concepto, más próximo, pues es aquí don-
de, también, es lo más exterior a sí mismo. Así, todo lo
que la idea de riqueza ha podido acarrear, a través de
95
la historia, de quietud burguesa, de familiar inmanencia
con el aquí-abajo y de plenitud sustancial, es algo que el
Bloom puede apreciar, mediante la nostalgia por ejem-
plo, pero no aprehender. Con él, la felicidad se ha vuel-
to una idea muy vieja, y no solamente en Europa. Así, al
mismo tiempo que todo uso, y todo ethos, es la posibi-
lidad misma de un valor de uso lo que se ha perdido. El
Bloom comprende únicamente el lenguaje sobrenatu-
ral del valor de cambio. Gira hacia el mundo unos ojos
que no ven nada, nada que no sea la nada del valor. Sus
deseos mismos sólo se fijan sobre ausencias, abstraccio-
nes, de las cuales la menor no es el culo de la Jovenci-
ta. Incluso cuando el Bloom, en apariencia, quiere, él no
cesa de no querer, pues quiere vacíamente, pues quiere
el vacío. Es por esto que la riqueza se ha vuelto, en el
mundo de la mercancía autoritaria, una cosa grotesca e
incomprensible, aquello que se nombra todavía así no
siendo ya desde hace mucho tiempo más que la pura y
simple avaricia, en el sentido bíblico de cupiditas. Ahora
bien, todos saben, o al menos sienten, que “ese dinero,
que no es más que la figura visible de la sangre de Cris-
to que circula en todos sus miembros”, “lejos de amarlo
por los goces materiales de los que se priva, (el avaro) lo
adora en espíritu y en verdad, como los Santos adoran al
Dios que les hace un deber la penitencia y una gloria el
mártir. Lo adora por aquellos que no lo adoran, sufre en
el lugar de aquellos que no quieren sufrir por el dinero.
¡Los avaros son unos místicos! Todo lo que hacen es con
vistas a complacer a un Dios invisible cuyo simulacro vi-
sible y tan laboriosamente trabajado les colma de tortu-
ras e ignominia.” (León Bloy, La sangre de los pobres) Es
en esto que es preciso reconocer en el Bloom la figura
96
viva de la Pobreza, la cual revela, sin importar por dónde
pase, la miseria, no coyuntural, sino ontológica de todas
las cosas.

EL HOMBRE INTERIOR — La pura exterioridad de las


condiciones de existencia conforma también la escuela
de la pura interioridad. El Bloom es ese ser que ha re-
anudado en sí mismo el vacío que lo rodea. Expulsado
de todo lugar propio, él mismo se ha vuelto un lugar.
Desterrado del mundo, se ha hecho mundo. No es en
vano que los místicos cristianos hicieron una distinción
entre el hombre interior y el hombre exterior, pues en
el Bloom esta separación ha advenido históricamente.
Son bastante raros, hasta la fecha, los que han conse-
guido otorgar una medida positiva de lo que tal hecho
significa y que no cayeron sobre la marcha en la locu-
ra. Pessoa figura aquí como una excepción. “Para crear-
me —pudo escribir— me destruí; tanto me exterioricé
dentro de mí, que dentro de mí no existo sino exterior-
mente. Soy la escena viva en la que pasan varios actores
representando varias piezas.” (El libro del desasosiego)
Pero por ahora, si el Bloom se asemeja al “hombre inte-
rior” de un Ruysbroek el Admirable, casi siempre sólo es
negativamente, puesto que él también es “más proclive
hacia el adentro que hacia el afuera”, puesto que ve su
imagen “no importa dónde, y en medio de no importa
quién, en las profundidades de la soledad […] a salvo
de la multiplicidad, a salvo de los lugares, a salvo de los
hombres”. El habitáculo inesencial de su personalidad
sólo esconde apenas el sentimiento de verse arrastrado
por una caída sin fin en un espacio subyacente, oscuro y
envolvente, como si constantemente se precipitara todo
97
en él mismo al desmoronarse. Gota a gota, mediante un
perlamento regular, su ser chorrea, fluye, y se extravasa.
De ahí que el Bloom también sea en el fondo un espíritu
libre, ya que es un espíritu vacío. Ahora bien, “el vacío es
la plenitud suprema, pero los hombres no tienen el de-
recho a saberlo” (Simone Weil, La pesadez y la gracia). En
efecto, ellos tienen el deber de ello.

AGÁPE — El Bloom es un hombre en el que todo ha sido


socializado, pero socializado en cuanto privado. Nada
es más exclusivamente común que eso que él llama su
“felicidad individual”. Lo único que subsiste para distin-
guirlo de los demás hombres es su pura singularidad
sin contenido. Al igual que su nombre, al que el Bloom
responde pero que no significa ya nada, su singularidad
es mantenida en estado de forma vacía. Todos los mal-
entendidos acerca del Bloom se deben a la profundidad
de la mirada con la que uno se autorizamos observarlo.
En cualquier caso, el premio a la ceguera corresponde a
los sociólogos que, como Castoriadis, hablan de “replie-
gue sobre la esfera privada” sin precisar que dicha esfera
ha sido ella misma enteramente socializada. En el otro
extremo, encontramos a aquellos que han llegado a pe-
netrar incluso en el Bloom. Los relatos que traen de él se
asemejan todos, de una u otra manera, a la experiencia
del narrador de Señor Teste cuando descubre la “casa” de
su personaje: “Nunca he tenido de manera más fuerte la
impresión de lo cualquiera. Ésta era una vivienda cual-
quiera, análoga al punto cualquiera de los teoremas, —
y quizá igual de útil. Mi huésped existía en el interior más
general.” El Bloom es por mucho ese ser que vive “en el
interior más general”, en quien toda diferencia sustancial
98
con los demás hombres ha sido efectivamente abolida,
quien es cualquiera incluso en el deseo de singularizar-
se, pero que no lo sabe. Esto significa que la separación
no subsiste más que de una manera formal en el seno de
la apariencia, con la frágil positividad de la dominación
para cualquier motivo. Es por consiguiente sólo en los
lugares y circunstancias donde las relaciones que dirige
la dominación se encuentran temporalmente suspendi-
das, que se devela la verdad más íntima del Bloom: que
está, en el fondo, en la agápe. Una suspensión de este
tipo se produce de manera ejemplar en la insurrección,
pero también en el momento en que nos dirigimos a un
desconocido en las calles de la metrópoli, esto es, a final
de cuentas, en cualquier parte en que los hombres ten-
gan que reconocerse, más allá de toda especificación, en
cuanto hombres, en cuanto seres finitos y expuestos. No
resulta raro, entonces, ver a perfectos desconocidos ejer-
cer hacia nosotros su común humanidad, al cuidarnos
de un peligro, al ofrecernos tres cigarros en lugar de uno
solo, como nosotros habíamos pedido, o al perder un
cuarto de hora de ese tiempo que venden tan caro, por
lo demás, para conducirnos hasta la dirección que bus-
cábamos. Tales fenómenos no son de ninguna manera
susceptibles de una interpretación en los términos clási-
cos de la etnología del don y el contradón, como puede
serlo, al contrario, alguna socialización de bar. Ningún
rango está aquí en juego. Ninguna gloria es buscada.
Sólo puede dar cuenta de ello esa ética del don infinito
que es conocida en la tradición cristiana bajo el nombre
de agápe. La agápe forma parte de la situación existen-
cial del hombre que ha informado la sociedad mercantil.
Y es en este estado que ésta lo ha dispuesto haciéndolo
99
hasta este punto ajeno y extraño a sí mismo al igual que
a sus deseos. Tan inquietante como esto pueda parecer,
esta sociedad incuba una grave infección de benevola-
do. A pesar de todas los signos contrarios, el Bloom sería
más fácilmente un santo que un trobriandés.
“Sea diferente, sean ustedes mismos” (publicidad para
una marca de prenda interior) — En muchos aspectos,
la sociedad mercantil no puede prescindir del Bloom.
Sin él, no habría más mala sustancialidad, no habría más
Movilización Total y no habría más gobierno de las co-
sas. La entrada en la efectividad de las representaciones
espectaculares, conocida con el vocablo de “consumo”,
está completamente condicionada por la concurrencia
mimética a la que el Bloom es empujado por su nada in-
terior. El juicio tiránico del se seguiría siendo un artículo
de burla universal, si “ser” no significara en el Espectácu-
lo “ser diferente”, o por lo menos esforzarse en ello. Así,
no es tanto, como lo señalaba ese buen viejo Simmel,
que “la acentuación de la persona se realice por medio
de un trato específico de impersonalidad”, sino más bien
que la acentuación de la impersonalidad sería imposible
sin un trabajo específico de la persona. Naturalmente,
lo que se refuerza con la originalidad que se presta al
Bloom, no es nunca la singularidad de éste, sino el se
mismo, o en otras palabras, la mala sustancialidad. Todo
reconocimiento en el Espectáculo no es sino reconoci-
miento del Espectáculo. Sin el Bloom, por tanto, la mer-
cancía no sería nada más que un principio puramente
formal, privado de contacto con el devenir.

I WOULD PREFER NOT TO — Al mismo tiempo, lo cier-


to es que el Bloom lleva consigo la ruina de la sociedad
100
mercantil. Encontramos en él ese carácter de ambivalen-
cia que marca todas las realidades mediante las cuales se
manifiesta la superación de la sociedad mercantil sobre
su propio terreno. En esta disolución, no son los grandes
edificios de la superestructura los que se encuentran ata-
cados, sino por el contrario los cimientos que el desastre
roe sin tregua desde el fondo de sus tinieblas. Lo invisible
precede lo visible, y es de manera imperceptible como el
mundo cambia de base. Así el Bloom se contenta con
hacer expirar, en acto y sin fracaso, todas las representa-
ciones, y en particular toda la antropología sobre la que
esta sociedad se erige. No declara la abolición de eso
cuyo fin arrastra; lo vacía justamente de significación, y
lo reduce al estado de simple forma residual, en espera
de demolición. En este sentido, está permitido afirmar
que el trastornamiento metafísico del que él es sinóni-
mo está ya detrás de nosotros, aunque la mayoría de sus
consecuencias están todavía por venir. Con el Bloom, por
ejemplo, la propiedad privada ha perdido todo conteni-
do, ya que le hace falta la intimidad consigo misma de
la cual toma su sustancia. Desde luego, subsiste todavía,
pero sólo de manera empírica, como abstracción muer-
ta flotando por encima de una realidad que se le escapa
cada vez más visiblemente. Lo mismo sucede en todos
los dominios. En el derecho, por ejemplo, que el Bloom
no pone en duda o reniega, sino más bien depone. Y de
hecho, no se ve cómo el derecho podría aprehender a
un ser cuyos actos no se relacionan con ninguna perso-
nalidad, y cuyos comportamientos no son más tributa-
rios de las categorías burguesas de interés, motivación
e intención, que de pasión o responsabilidad. Ante el
Bloom, por tanto, el derecho pierde toda competencia
101
para hacer la justicia, y con dificultad puede encomen-
darse al criterio policial de la eficacia de la represión.
Pues en el mundo de lo siempre-semejante, estando la
vida por todos lados idénticamente ausente, uno no se
pudre apenas más en prisión que en el Club Méditerra-
née. De aquí que importe tanto, para la dominación, que
las prisiones se vuelvan de manera notoria lugares de
tortura prolongada. Pero, de entre todos estos crímenes
de lesa servidumbre, el crimen que el mundo de la mer-
cancía autoritaria está decidido a hacer pagar más caro
al Bloom, es el de haber hecho de la economía misma, y
con ello toda noción de utilidad, crédito o riqueza, una
cosa del pasado. No hace falta buscar en otro lugar la
razón de la reconstitución planificada y pública de un
lumpenproletariado en todos los países del capitalismo
tardío: se trata con ello, en última instancia, de disuadir
al Bloom de abandonarse a su desapego esencial, y esto
mediante la abrupta aunque temible amenaza del ham-
bre. Debemos con toda honestidad reconocer que este
“hombre no-práctico” (Musil) es en efecto un produc-
tor desastrosamente inhábil, y un consumidor bastante
irresponsable. Idénticamente, la dominación agradece
poco al Bloom el haber hecho estragos adicionalmente
el principio de la representación política, en parte por
defecto: no hay más puesta en equivalencia imaginable
en el seno de lo universal que elección senatorial entre
las ratas —cada rata es, a un título igual e inalienable, un
representante de su especie, primus inter pares—, pero
también en parte por exceso, puesto que el Bloom se
mueve espontáneamente en lo irrepresentable que él
mismo es. Qué pensar, en fin, de las preocupaciones que
este hijo ingrato causa al Espectáculo, sobre el cual to-
102
dos los personajes y todos los roles susurran en un mur-
mullo que dice I would prefer not to. Podríamos así pro-
seguir hasta el infinito la enumeración de todo aquello
en lo que esta criatura esencialmente metafísica revoca
el mundo de la mercancía autoritaria, pero éste es uno
de esos ocios que nos permitimos colmarnos.

LA SALVACIÓN POR EL BLOOM — Considerado en su


esencia, considerado según el espíritu, el Bloom perte-
nece al Tiqqun, o mejor: es su presencia viva, aunque
todavía escondida, entre los hombres. En cuanto figura,
polariza posibilidades tales que eso de lo que esta socie-
dad se enorgullece como de sus más bellos éxitos llega
a revestir un carácter secundario, e incluso cada vez más
francamente irrisorio. Que esta esencia acceda o no a la
efectividad, que salga de su desastrosa suspensión o que
persista en esta retirada, eso es, a final de cuentas, el hori-
zonte único bajo el cual nuestro tiempo nunca acaba de
hundirse. En otros términos, el Tiqqun está siempre-ya
ahí, y todo el secreto designio del gran ajetreo de nues-
tros contemporáneos radica en aplazar indefinidamente
su manifestación. Por tanto, nos representaríamos falsa-
mente el Tiqqun a partir de la imaginería convencional
del seísmo social que se baña en su estruendo de Grand
Soir. Pues el Tiqqun es la simple y luminosa manifesta-
ción de lo que es, lo cual implica también la anulación de
lo que no es. Es preciso pensarlo bajo la especie del des-
pertar, que trastorna todo y deja todas las cosas intac-
tas, porque “para los despiertos existe un mundo único
y común, pero de los que duermen, cada uno se vuelve
hacia el suyo propio” (Heráclito). El Tiqqun es el final del
Gran Sueño, es decir, en el sentido más excesivo del tér-
103
mino, una transfiguración de la totalidad. Entre el Bloom
y él, está toda la extensión del mundo de la mercancía
autoritaria, pero esta distancia no es más espesa que el
acto de consciencia mediante el cual el Bloom debe re-
apropiarse de lo que él es. No hay nada paradójico en la
constatación de que el hombre en el que toda comuni-
dad se ha perdido es también el hombre que funda la
posibilidad de la comunidad verdadera, y por tal motivo
de la comunidad a secas. Esto es algo que Marx vio cla-
ramente, y es sobre esto que él también se ha grosera-
mente despreciado, al escribir en La ideología alemana:
“Frente a las fuerzas productivas se levanta la mayoría
de los individuos, de los que estas fuerzas se han des-
garrado y que, despojados así de toda la sustancia real
de su vida, se han convertido en seres abstractos y, por
ello mismo, están en condiciones de entablar relaciones
entre sí en cuanto individuos.” Pues es exactamente en
la medida en que no es un individuo que el Bloom es ca-
paz de entablar relaciones con sus semejantes. Mientras
que el in-dividuo porta en sí mismo de manera atávica la
ilusión funesta de una inmanencia cerrada del hombre
consigo mismo, el Bloom deja entrever el principio de
incompletitud que se encuentra en el fundamento de
toda existencia humana. Al mismo tiempo que para el
Bloom —ese Yo que es un Se, ese Se que es un Yo— la
consciencia de sí es inmediatamente consciencia de sí
como otro y consciencia del otro como sí, él se experi-
menta a sí mismo como la nada, es decir, el puro ser-pa-
ra-la-muerte, frente a la cual son pausadas sus determi-
naciones, sus cualidades, su apariencia, es decir, su ser,
que él descubre como idéntico a su ser-en-común, a su
estar-expuesto, a su estar-fuera-de-sí. El Bloom no hace,
104
por tanto, la experiencia de una finitud particular o de
una separación determinada, sino de la finitud y de la
separación ontológicas comunes a todos los hombres.
Por esto mismo, el Bloom no está solo sino en aparien-
cia, pues no está solo por estar solo: todos los hombres
tienen esta soledad en común. Vive como un extranjero
en su propio país, al margen de todo y sin Publicidad,
pero todos los Bloom habitan juntos la patria del Exilio.
Todos los Bloom pertenecen indistintamente a un mis-
mo mundo que es el olvido del mundo. Así pues, lo Co-
mún está alienado, pero no lo está sino en apariencia,
pues está aún alienado en cuanto Común (la alienación
de lo Común no designa sino el hecho de que eso que
les es común, aparece a los hombres como algo particu-
lar, propio, privado). Y aquello Común resultante de la
alienación de lo Común, y que ella forma, no es otra cosa
que lo Común verdadero y único entre los hombres: la
finitud, la soledad y el estar-en-el-mundo, es decir, a final
de cuentas, la metafísica misma, de la que son sus “tres
conceptos fundamentales” según Heidegger. Aquí, lo
más íntimo se confunde con lo más general, y lo más pri-
vado es lo mejor compartido. Aquí, lo indecible mismo
es lo que vincula a los hombres entre sí, y lo incomunica-
ble lo que los hace comunicarse. Toda comunidad habrá
consistido hasta ahora en sepultar bajo la inmanencia
de la participación, o bajo la limitación de una esencia
desigualmente satisfecha (la de una clase, un partido o
un medio), tanto el hecho ontológico del ser-para-otro
como el del ser-para-la-muerte. La nostalgia de la comu-
nidad es pues sólo la nostalgia de su mentira. Y se com-
prende ésta que sea tan vivaz entre tantos de nuestros
contemporáneos que procuran tantos cuidados, can-
105
dor y buena voluntad para zambullirse en este mundo,
cuando este mundo está seco. El universo de la mercan-
cía autoritaria en su conjunto ha sido construido, ladrillo
tras ladrillo, por este género de hombres, y para que este
género de hombres se reproduzcan. Pero ningún entre-
tenimiento es ya capaz de engañar el aburrimiento y la
angustia de nuestros contemporáneos, excepto tal vez
aquel de la destrucción del mundo del entretenimiento.
Y la dominación misma carece de reservas especiales,
como lo ha sabido demostrar en numerosas ocasiones
en el pasado, hacia este escenario. Es preciso admitir en
su defensa que el Bloom, siendo lo universal concreto,
tenía el defecto de volver caduca toda puesta en equiva-
lencia, y de agobiar así hasta la posibilidad de la metafí-
sica mercantil. Sin embargo, no es seguro que la autocra-
cia de las apariencias, que hace a los hombres extraños
a su extrañeza y que les impide reconocerse en la figura
del Bloom, consiga siempre aplazar el cumplimiento del
Tiqqun, es decir, la reapropiación de lo Común.

“¿TE HAS VISTO CUANDO ESTÁS BORRACHO?” (“SE LE


DENOMINA MUERTO EN EL MUNDO PORQUE NO LE
GUSTA NADA DE LO QUE ES TERRESTRE”, ECKHART)
— Como es fácil de imaginar, se dibuja aquí para la do-
minación mercantil una posibilidad catastrófica cuya ac-
tualización le es importante conjurar por todos los me-
dios. Esta posibilidad se enuncia en términos infantiles:
que el Bloom quiera lo que él es, y que lo devenga. Na-
turalmente, esto no deja libre de preocupaciones cuan-
do se sabe que para cumplir su esencia de “hombre mal-
dito que no tiene asuntos, ni sentimientos, ni ataduras,
ni propiedad, ni siquiera un nombre que le pertenezca”
106
(Necháyev), le bastaría al Bloom con tomar consciencia
de ello, y comunicarla. Que los Bloom se reapropien su
esencia de Bloom, que es su pura y simple existencia,
que reconozcan el carácter negativo de su ser y el carác-
ter positivo de su nada, que en consecuencia superen la
nada de su mundo, he aquí la amenaza aplastante que
pesa sobre cada instante de la vida de la dominación. Se
concibe entonces qué importancia estratégica decisiva
corresponde a la alienación de la Publicidad y al control
de la apariencia, cuando se trata de obstruir el acceso
de los hombres a su verdad supraindividual, a lo real y al
mundo. Mantener en la cotidianidad el empleo de repre-
sentaciones y categorías devenidas inoperantes desde
hace mucho tiempo, imponer periódicamente versio-
nes efímeras pero reparadas de los pons asinorums más
mellados de la moral burguesa, mantener más allá de la
evidencia incrementada de su falsedad y caducidad las
tristes ilusiones de la “modernidad”, he aquí algunos de
los capítulos en la pesada labor que exige la perpetua-
ción de la separación entre los hombres y la mediatiza-
ción de todas sus relaciones por medio de la equivalen-
cia central de la mercancía y el Espectáculo. Pero esto
no es todo, lejos está de ello. Conviene además prevenir
una Publicidad tal que el Bloom experimente una ver-
güenza constante de su desnudez metafísica, tal, tam-
bién, que reinen el terror de no causar buena impresión
—de manera general, todo terror es bueno— y el miedo
al vacío. Es de primerísima instancia que los hombres se
aparezcan a sí mismos y mutuamente como algo opaco
y espantoso. Así, en el espejo del Espectáculo, que es el
espejo de lo malo infinito, la Pobreza del Bloom tiene la
reputación de una intratable desgracia de la que con-
107
vendría apartarse, y cuya salida le está, por otra parte,
graciosamente indicada. Aquí, uno se satisface con la
nada, no como nada, sino como algo, como nada do-
mesticada, y esto al engalanarle con mil esplendores mi-
núsculos y usurpados. se prestan al Bloom unas ideas,
unos deseos y una subjetividad tan perfectamente im-
propios que él ha terminado por parecerse a un hombre
mudo en cuya boca la dominación coloca las palabras
que quiere escuchar. En resumen, se le hace una “facha”,
como habría dicho Gombrowicz. En el Espectáculo, es el
Bloom mismo quien es manejado contra el Bloom, don-
de éste resulta conocido como “los otros”, “la sociedad”,
“la gente” o incluso “el otro-en-mí”. Todo esto converge
en una conminación social cada vez más exorbitante a
“ser uno-mismo”, es decir, en una estricta asignación de
residencia en una de las identidades reconocidas por
la Publicidad autónoma. Y como la dominación no dis-
pone de ningún punto de apoyo para ejercer su fuerza
sobre unos seres sin identidad —no hay subjetividad
donde no hay poder, no hay poder donde no hay subje-
tividad—, el Bloom se ve a partir de ahora regularmente
exhortado a estar “orgulloso” de esto o aquello, orgullo-
so de ser homosexual o tecno, árabe, negro o racaille.
Suceda lo que suceda, hace falta que el Bloom sea algo,
y cualquier cosa antes que nada.

MANE, TECEL, FARES — Adorno especulaba, en Prismas,


que “los hombres que no existieran más que para el pró-
jimo, siendo el zoon politikón absoluto, habrían perdi-
do desde luego su identidad, pero escaparían al mismo
tiempo a la empresa de la conservación de uno mismo,
que asegura la cohesión del ‘mejor de los mundos’ así
108
como la del viejo mundo. La intercambiabilidad total
destruiría la sustancia de la dominación y prometería la
libertad.” Mientras tanto, el Espectáculo ha tenido todo
el tiempo para experimentar la exactitud de estas con-
jeturas, pero también se ha dedicado victoriosamente a
desviar esa incongruente promesa de libertad. Con mu-
cha seguridad, esto no ocurrió sin endurecimientos, y el
mundo de la mercancía tuvo que hacerse más brutal y
despiadado. De “crisis” a “recuperaciones”, la vida en el
seno del Espectáculo no ha dejado de volverse más as-
fixiante, ni la atmósfera más oprimente. Como primera
respuesta a esto, hemos visto cómo se esparce entre los
Bloom, al mismo tiempo que el odio a las cosas, el gus-
to por el anonimato y una cierta desconfianza hacia la
visibilidad. En resumen: una hostilidad metafísica vuel-
ta hacia las formas que uno les impone, hostilidad que
amenaza de ahora en adelante con estallar en cualquier
instante y circunstancia. En la raíz de esta inestabilidad
se encuentra un desorden, un desorden que viene de
la fuerza inempleada, de una negatividad que no pue-
de permanecer eternamente sin empleo, “bajo pena de
destruir físicamente a quien la vive” (Bataille, El culpa-
ble). La mayoría de las veces, esta negatividad permane-
ce muda, si bien su contención se manifiesta de manera
regular a través de una formalización histérica de todas
las relaciones humanas. Pero ya hemos alcanzado la
zona crítica donde lo reprimido lleva a cabo su retorno,
un retorno fuera de toda proporción, bajo la forma de
una masa cada vez más compacta de crímenes, de actos
extraños hechos de violencias y degradaciones “sin mo-
tivos aparentes” (¿hace falta puntualizar que el Espectá-
culo llama “violencia” a todo aquello que lo contradice, y
109
que esta categoría sólo tiene validez en el seno del modo
de develamiento mercantil, en sí mismo sin validez, que
hipostasia siempre el medio con relación al fin, o bien
aquí el acto mismo en detrimento de su significación in-
manente?). Por eso, decidida a no dejar pasar semejan-
tes brechas en el control social de los comportamientos
pero incapaz de prevenirlos, la dominación hace escu-
char sus habituales fanfarronadas sobre la videovigilan-
cia y la “tolerancia cero” (¡como si el vigilante no tuviera
que ser él mismo vigilado!). Pero su bella confianza no
ilusiona apenas. Así, cuando un carcelero socialista, con
un alto cargo en la burocracia de un sindicato cualquiera
de docentes japoneses, se dirige hacia pequeños Bloom,
pronto se inquieta: “El fenómeno es tanto más preocu-
pante porque los autores de estos actos de violencia son
con frecuencia ‘niños sin historia’. Anteriormente, locali-
zábamos a un niño problemático. Hoy, la mayor parte de
ellos no se rebelan, pero tienen tendencia a fugarse de la
escuela. Y si los reprendemos, la reacción es despropor-
cionada: ellos explotan.” (Le Monde, jueves 16 de abril
de 1998) Vemos trabajar aquí una dialéctica infernal que
desea que semejantes “explosiones” se vuelvan, a medi-
da que se acentúa el carácter masivo y sistemático del
control necesario para su prevención, cada vez más fre-
cuentes, más fortuitas y más feroces. Éste es un hecho de
experiencia poco cuestionado: la violencia de la defla-
gración crece con el exceso del confinamiento. Así pues,
como se ve, el Bloom causa ya muchas preocupaciones
a la dominación. Esta última, que había juzgado bueno,
hace varios siglos ya, imponer la economía como mo-
ral basándose en que el comercio hacía a los hombres
gratos, previsibles e inofensivos, ve ahora su proyecto
110
volcarse en su contrario: puesto a prueba, parece que el
“homo œconomicus”, en su perfección, es también aquel
que deja sin vigencia a la economía, al igual que aquello
que, una vez que lo privó de toda sustancialidad, lo hizo
completamente impredecible. El hombre sin contenido
tiene, en su conjunto, la mayor dificultad para contener-
se. He aquí, pues, la dominación en medio del desafío
de controlar a un ser cuyos comportamientos no son ya
justiciables de ninguna previsión, pues son ignorantes
de toda finalidad, un ser que ya no es, por tanto, en su
esencia controlable. ¡Cruel destino!

EN QUÉ ASPECTOS TODO BLOOM ES, EN CUANTO


BLOOM, UN MIEMBRO DEL PARTIDO IMAGINARIO —
Ante este enemigo desconocido —en el sentido en que
es posible hablar de un Soldado Desconocido, es decir,
de un soldado conocido por todos como desconocido—
que no tiene ni nombre, ni rostro, ni epopeya propia,
que no se parece a nada, pero se mantiene por todos
lados camuflado dentro del orden de la posibilidad, la
inquietud de la dominación vira poco a poco claramen-
te hacia la paranoia. Por lo demás, la costumbre que la
dominación ha tomado en adelante de practicar por
sí misma la decimación en sus propias filas, por si aca-
so, aparece al ojo desatado como un espectáculo más
bien cómico. Aunque nosotros no lo compartamos, no
pasamos ninguna pena por representarnos su disgusto.
Hay algo objetivamente terrorífico en ese triste cuaren-
tón que permanecerá hasta el momento de la matanza
como el más normal, llano e insignificante de los hom-
bres promedio. Nunca se le escuchó declarar su odio a
la familia, al trabajo o a su suburbio pequeñoburgués,
111
hasta una madrugada en que se levanta, se lava, toma
su desayuno mientras su mujer, hija e hijo duermen to-
davía, carga su fusil de caza y discretamente les vuela a
los tres la cabeza. Ante sus jueces, al igual que ante la
tortura, el Bloom permanecerá mudo sobre los motivos
de su crimen. En parte, debido a que la soberanía carece
de razones, pero también debido a que presiente que la
peor atrocidad que él puede hacer pasar a esta sociedad
radica en que lo deje inexplicado. Es así como él consi-
guió introducir en todas las mentes la certeza envenena-
da de que hay durmiendo en cada hombre un enemigo
de la civilización. Evidentemente, él no tiene otro fin que
el de devastar este mundo, y éste es incluso su destino,
pero esto no lo dirá jamás. Porque su estrategia consiste
en producir el desastre, y alrededor de él el silencio.

“PORQUE LO QUE EL CRIMEN Y LA LOCURA OBJETIVAN


ES LA AUSENCIA DE UNA PATRIA TRASCENDENTAL”
(LUKÁCS) — A medida que las formas desoladas en las
que se pretende contenernos estrechan su tiranía, mani-
festaciones muy curiosas llaman la atención. El amok se
aclimata en pleno corazón de las sociedades más avan-
zadas, bajo formas inesperadas, cargado de un nuevo
sentido. En los territorios que administra la Publicidad
autónoma, tales fenómenos de desintegración forman
parte de esas cosas raras que ponen al descubierto el
verdadero estado del mundo, el escándalo puro de las
cosas. Al mismo tiempo que revelan las líneas de fuerza
en el reino de lo inerte, proporcionan las medidas de lo
posible que nosotros habitamos. Y es por esto que nos
son, en su distancia misma, tan familiares. Hay en ellos
una necesidad que es la del deber, un imperativo que es
112
el del Espíritu. Las huellas de sangre que dejan tras de
sí marcan los últimos pasos de un hombre que cometió
el error de querer escapar solo del Terror gris donde se
encontraba, a un gran costo, detenido. Nuestra facultad
para concebir esto mide lo que resta de vida en noso-
tros. Son unos muertos quienes sólo comprenden para
sí mismos en el momento en que el miedo y la sumisión
alcanzan, en el Bloom, su figura última de miedo y de
sumisión absolutos —pues carece de objeto—, que la
liberación de este miedo y de esta sumisión proclama
la liberación, igualmente absoluta, de todo miedo y de
toda sumisión. Quien temía indistintamente todas las
cosas no puede ya, pasado este punto, temer nada. Hay,
más allá de las landas más extremas de la alienación, una
zona clara y tranquilizada donde el hombre se ha vuelto
incapaz de experimentar cualquier interés para su pro-
pia vida, ni siquiera una sospecha de apego a su entor-
no. Toda libertad presente o futura que se exima, de una
u otra manera, de este desapego, de esta ataraxia, ape-
nas sería capaz de enunciar algo más que los principios
de una servidumbre más moderna.

LOS POSEÍDOS DEL WELGEIST — Bajo el aplastamiento


de todo existen pocas salidas. Extendemos los brazos,
pero éstos no encuentran nada. se ha alejado el mundo
de nuestras manos, se lo ha puesto fuera de nuestro al-
cance. Pocos de entre los Bloom consiguen resistir a la
desmesura de esta presión. La omnipresencia de las tro-
pas de ocupación de la mercancía y el rigor de su estado
de emergencia condenan a corto plazo la gran mayoría
de los proyectos de libertad. Por eso, en cualquier parte
en que el orden parece firmemente establecido, la ne-
113
gatividad prefiere volverse contra sí misma, como enfer-
medad, como sufrimiento o como servidumbre desqui-
ciada. No obstante, existen algunos casos inestimables
en los que algunos seres aislados toman la iniciativa sin
esperanza ni estrategia de abrir una brecha en el curso
regulado del desastre. El Bloom que llevan se libera vio-
lentamente de la paciencia en la que se quisiera hacerlo
languidecer eternamente. Y, puesto que el único instinto
que educa una presencia tan escandalosa de la nada es
el instinto de la Destrucción, el gusto por lo Totalmen-
te Otro asume el aspecto del crimen, y se experimenta
en la indiferencia apasionada en la que su autor consi-
gue mantenerse cara a cara de él. Esto se manifiesta de
la manera más espectacular por medio del número cre-
ciente de Bloom que, pequeños y grandes, ansían, a falta
de algo mejor, el hechizo del acto surrealista más simple
(recordémoslo: “el acto surrealista más simple consiste
en salir a la calle con un revólver en cada mano y dispa-
rar al azar, tanto como se pueda, sobre la muchedumbre.
Quien no haya sentido ganas, por lo menos una vez, de
acabar así con el despreciable sistema de envilecimien-
to y de cretinización en vigor tiene su lugar claramente
señalado en esa muchedumbre, con el vientre a la altura
del cañón” (Breton); recordemos también que esta incli-
nación se mantuvo entre los surrealistas, como muchas
otras cosas, como una teoría sin práctica, al igual que su
práctica contemporánea sigue careciendo la mayoría de
las veces de teoría). Estas irrupciones individuales que
están condenadas a multiplicarse, constituyen, para los
que no han perdido completamente el oído verdadero,
llamamientos a la deserción y a la fraternidad. La liber-
tad que dichas irrupciones afirman no es la libertad de
114
un hombre particular, que se ordena a sí mismo un fin
determinado, sino la libertad de cada uno, la del géne-
ro: “Un solo hombre basta para demostrar que la liber-
tad no ha desaparecido aún.” (Jünger, Sobre la línea) El
Espectáculo no puede metabolizar rasgos portadores
de tantos venenos. Puede relacionarlos, pero jamás los
despojará completamente de su núcleo de inexplicable,
de indecible y de pavor. Se tratan de los Bellos Gestos
de este tiempo, una forma desengañada de propagan-
da por medio de lo hecho, cuyo carácter inquietante y
oscuramente metafísico es acrecentado por su mutismo
ideológico.

PARADOJAS DE LA SOBERANÍA — En el Espectácu-


lo, el poder está en todas partes, es decir que todas las
relaciones son en última instancia relaciones de domi-
nación. Por esta razón, también, en él nadie es sobera-
no. Es un mundo objetivo donde cada cual debe prime-
ro someterse para someter a su vez. Vivir conforme a la
aspiración fundamental del hombre a la soberanía es
aquí imposible, fuera de un instante, fuera de un gesto.
Es por esto que “quien no hace más que jugar con la vida
necesita el gesto, para que su vida se haga más real que
un juego orientable hacia todas las direcciones” (Lukács,
El alma y las formas). En el mundo de la mercancía, que
es el mundo de la reversibilidad generalizada, donde
todas las cosas se confunden y se transforman unas en
otras, donde todo no es sino equívoco, transición, efí-
mero y mezcla, únicamente el gesto rebana. Recorta en
el esplendor de su necesaria brutalidad el “después”, in-
soluble en su “antes”, que con pena se tendrá que reco-
nocer como definitivo. Abre una herida en el caos del
115
mundo, y fija en el fondo de ella su esquirla de univo-
cidad. En vano le buscaríamos otra motivación que la
de “establecer tan unívoca y profundamente las cosas
juzgadas diferentes en su diferencia que lo que las ha
separado no pueda ser nunca más borrado por ninguna
posibilidad” (Lukács, El alma y las formas). Ahora bien, el
nihilismo consumado no consumó otra cosa que la di-
solución de toda alteridad en una inmanencia circulato-
ria sin límites. Aquí, ya no queda nada que manifieste la
trascendencia, nada que desmienta la demencia de este
proyecto, aparte de la muerte, y no la muerte en cuan-
to fallecimiento de una persona singular, sino en cuanto
tal, en cuanto que deja la vida de ser evidente al hacer
contacto con ella. Incapaz de poder vencerla, el Espec-
táculo nunca ha escatimado sus esfuerzos para volverla
invisible, ocultarla y poner en duda, finalmente, su exis-
tencia. Pero está tan lejos de haberlo conseguido, que
ella forma de manera cada vez más sensible el centro
oscuro en torno al cual se arremolina el movimiento fre-
nético de este mundo de entretenimientos. El deber de
decisión, que sanciona toda vida propiamente humana,
siempre ha tenido alguna parte vinculada a las proximi-
dades de tal abismo. A partir de ahora, ignora cualquier
otra relación. Si hay algo que contraríe la dominación en
el Bloom, es sin duda constatar que, aun desposeído de
todo, el hombre dispone aún, en su desnudez, de una in-
coercible facultad metafísica de repudiación: la de dar la
muerte, tanto a los demás como a sí mismo. En el mun-
do de la mercancía autoritaria, prácticamente no queda
nada de la soberanía humana, pero lo que resta de ella
es inalterable. Así, la noche anterior del día de marzo de
1998 en que masacrará a cuatro Bloom-estudiantes y a
116
un Bloom-profesor, el pequeño Mitchell Johnson decla-
raba a sus camaradas incrédulos: “Mañana yo decidiré
quién vivirá y quién morirá.” Aquí, nos hallamos tan le-
jos del erostratismo de Pierre Rivière como de la histeria
fascista. Nada es más sorprendente, en los informes de
las matanzas de un Kipland Kinkel o de un Alain Oreiller,
que su estado de frío dominio de sí, de desapego ver-
tical respecto al mundo. “Yo ya no comento nada bajo
sentimientos”, dijo Alain Oreiller al ejecutar a su madre.
Hay algo de tranquilamente suicida en la afirmación de
una no-participación, de una indiferencia y de un recha-
zo a sufrir tan omnilaterales. A menudo, el Espectáculo
aprovecha esto para hablar de actos “gratuitos” —califi-
cativo genérico mediante el cual el Espectáculo oculta
las finalidades que no quiere comprender, mientras saca
provecho de esta muy bella ocasión para revitalizar una
de las falsas antinomias favoritas de la metafísica mer-
cantil—, cuando estos gestos no surgen de odio ni de
razones, para quien no pierde aquí la vista. Únicamente
“aquí, el odio mismo queda indiferenciado, libre de toda
personalidad. La muerte se introduce en lo universal del
mismo modo en que procede de lo universal, está exen-
ta de cólera.” (Hegel, El sistema de la eticidad) No entra
en nuestra visión el prestar cualquier significación revo-
lucionaria a tales actos, y apenas el conferirles un carác-
ter ejemplar. Antes bien, se trata de comprender aquello
cuya fatalidad expresan y de apropiárselo para sondear
las profundidades del Bloom. Cualquiera que siga este
camino verá que el Bloom no es NADA, pero que esta
NADA es la nada de la soberanía, el vacío de la pura deci-
sión. “‘Yo no soy NADA’: esta parodia de la afirmación es
la última palabra de la subjetividad soberana, liberada
117
del imperio que ella quiso —o que debió— darse sobre
las cosas… porque yo sé que en el fondo soy esta exis-
tencia subjetiva y sin contenido.” (Bataille, La soberanía)
La contradicción, por un lado, entre la impotencia, el ais-
lamiento, la apatía y la insensibilidad del Bloom y, por
el otro, su tajante necesidad de soberanía, sólo pueden
traer más de esos gestos absurdos y mortíferos, pero ne-
cesarios y verdaderos. Lo importante es saber en lo suce-
sivo acogerlos en los términos justos. Como los de Igitur,
por ejemplo: “Uno de los actos del universo acaba de ser
cometido aquí. Nada más; permanecía el aliento; fin de
palabra y gesto unidos — sopla la vela del ser, por la cual
todo ha sido. Prueba.”

LA ÉPOCA DE LA PERFECTA CULPABILIDAD — No está


dada a los hombres la elección de no combatir, sino sólo
la elección del campo. La neutralidad no es nada neu-
tra, es incluso ciertamente el más sanguinario de entre
todos los campos. Por supuesto, el Bloom, tanto el que
dispara las balas como el que las sucumbe, es inocen-
te. ¿Acaso no es cierto, después de todo, que él no se
pertenece, que sólo es una dependencia del Espectácu-
lo central donde su sustancia está debidamente consig-
nada? ¿Eligió, él, vivir en este mundo, cuya edificación
y perpetuación son la obra de una totalidad social au-
tónoma, y hacia la cual él se siente cada día más extra-
ño y ajeno? ¿Cómo podría hacer otra cosa, como lilipu-
tiense extraviado frente al Leviatán de la mercancía, que
hablar el lenguaje del ocupante espectacular, comer
de la mano del Biopoder y participar a su manera en la
producción y reproducción del horror? He aquí de qué
manera el Bloom desearía ser capaz de aprehenderse:
118
como extranjero, como exterior a sí mismo. Pero en esta
defensa no hace otra cosa que admitir que en él mismo
se halla la parte viva que vela por la alienación del con-
junto de su ser. Poco importa que el Bloom no pueda
ser tenido como responsable de ninguno de sus actos:
sigue sin ser menos fundamentalmente responsable
de su irresponsabilidad, frente a la cual le es ofrecido a
cada instante pronunciarse. A causa de que consintió, al
menos negativamente, a sólo ser ya el predicado de su
propia existencia, el Bloom forma objetivamente parte
de la dominación, y su inocencia es ella misma la perfec-
ta culpabilidad. El hombre del nihilismo consumado, el
hombre del “¿y eso para qué?”, que se apoya en el brazo
del “¿qué puedo hacer al respecto?”, está muy equivo-
cado al considerarse virgen de toda culpa con motivo
de que no ha hecho nada y de que ningún hombre ha
pronunciado sentencia alguna en contra suya. Pues hay
sentencias más altas que las de los hombres, y son estas
últimas las que ejecutan invisiblemente los poseídos del
Weltgeist. Que todos los hombres de este tiempo par-
ticipen de igual manera en el crimen que dicho tiempo
constituye sin recursos, es algo que incluso el Espectá-
culo ha tenido que reconocer, él que conviene de mane-
ra tan regular que el asesino era “un hombre ordinario” o
un “alumno como los demás”. Pero si la dominación bien
puede admitir su culpabilidad ante la amenaza, nada le
hará admitir su responsabilidad, ni siquiera una prome-
sa de clemencia por parte del Weltgericht.Como el caso
de los operadores de las cámaras de gas de Auschwitz
nos lo ha enseñado, “el miedo a la responsabilidad no
es únicamente más fuerte que la conciencia; es, en cier-
tas circunstancias, más fuerte que el miedo a la muerte”
119
(Hannah Arendt, Eichmann en Jerusalén). Pero esto no
cambia en nada el asunto, cuyo enunciado es de otra
manera más consecuente: cuando un mundo no resue-
na ya sino clamores silenciosos de una tiranía de la ser-
vidumbre que ha llegado a ser universal, cuando el se
hace crecer la impudencia hasta proclamar la subordi-
nación del Espíritu ante el orden zoocrático de la nuda
vida, entonces el acto surrealista más simple no está go-
bernado por nada salvo el antiguo deber del tiranicidio.

HOMO SACER (“UNO U OTRO DÍA, LAS BOMBAS CO-


MENZARÁN A CAER PARA QUE SE CREA FINALMENTE
ESO QUE SE RECHAZA ADMITIR, A SABER, QUE LAS PA-
LABRAS TIENEN UN SENTIDO METAFÍSICO”, BRICE PA-
RAIN, EL AGOBIO DE LA ELECCIÓN) — No está dado a
las almas muertas el abrazar la significación verdadera
de semejantes actos extraños, cuya naturaleza excesiva-
mente concreta y, en este caso, metafísica, trata grose-
ramente toda limitación. Por eso, no es de la breve inte-
rrupción que ellos imponen dentro del sueño de la mala
sustancialidad de donde proviene su carácter propio de
iluminación, sino antes bien de que arrojan el sentido
último de la condición del Bloom. Y este sentido, cuyas
consecuencias nuestros asesinos comienzan por arrojar,
se resume de la siguiente manera: el Bloom es sacer, en
el sentido en que lo entiende Giorgio Agamben, es decir,
en el sentido de una criatura que no tiene cabida en nin-
gún derecho, que no puede ser juzgado ni condenado
por los hombres, pero al que cualquiera puede matar sin
siquiera haber cometido un crimen. La insignificancia y el
anonimato, la separación y la extrañeza, no son circuns-
tancias poéticas que la proclividad melancólica de algu-
120
nas subjetividades tiende a exagerarse: el alcance de la
situación existencial así caracterizada, el Bloom, es total,
y política primordialmente. Quienes se acantonan en di-
cha situación se exponen a todas las arbitrariedades. No
ser nada, permanecer fuera de toda Publicidad, no tener
un nombre o presentarse como la pura individualidad
no-política sin significación, son tantos de los sinónimos
de ser sacer. Lo deviene instantáneamente toda persona
que deserte, o quien deserta, la trascendencia concre-
ta de la pertenencia a la comunidad. Por muy elocuen-
tes que sean las letanías de la misericordia —añoranzas
eternas, etc.—, la muerte de uno de estos hombres no
destacará jamás más que algo irrisorio e indiferente, sin
concernir a final de cuentas más que a aquel que des-
aparece, es decir, lógicamente, a nadie. Análoga a su
vida enteramente privada, su muerte es un no-aconte-
cimiento tal que todos pueden suprimirlo. Es por esto
que las protestas de aquellos que, con un sollozo en la
voz, deploran que las víctimas de Kipland Kinkel no “me-
recían morir” son inadmisibles, pues tampoco merecían
vivir. En la medida en que se encontraban ahí, eran unos
muertos vivientes a merced de toda decisión soberana,
sea la del Estado o la del asesino. “Ser ya únicamente un
espécimen de una especie animal llamada Hombre, he
aquí lo que sucede a los que han perdido toda cualidad
política distintiva y se han convertido en seres humanos
y en nada más que esto… La pérdida de los derechos
del Hombre sobreviene en el instante en que una per-
sona se convierte en un ser humano en general —sin
profesión, sin ciudadanía, sin opinión, sin actos por los
que identificarse y particularizarse— y aparece como
diferente en general, representando exclusivamente su
121
propia individualidad absolutamente única que, en la
ausencia de un mundo común donde pueda expresarse
y sobre el cual pueda intervenir, pierde todo significa-
do.” (Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo) El
exilio del Bloom cuenta con un estatuto metafísico, lo
cual quiere decir que es efectivo en todos los dominios.
Expresa su situación real, respecto de la cual su situación
legal carece de verdad. Que pueda ser abatido como un
perro por un desconocido sin la menor justificación, o
simétricamente que sea capaz de asesinar “inocentes”
sin el menor remordimiento, no es una realidad sobre
la que una jurisdicción cualquiera sea capaz de hacer
frente. Nadie salvo los espíritus débiles y supersticiosos
puede abandonarse a creer que una condena solemne
o un veredicto republicano bastan para abandonar tales
hechos a los limbos de lo nulo y sin valor. A lo sumo, la
dominación es libre para dar testimonio de la condición
del Bloom, por ejemplo declarando un estado de excep-
ción apenas enmascarado, como lo pudieron hacer los
Estados Unidos al adoptar en 1996 una ley llamada “an-
titerrorista” que permite detener a “sospechosos” sin car-
gos ni límite de duración, sobre la base de informacio-
nes secretas. Así pues, existe un cierto riesgo físico a ser
metafísicamente nulo. Es sin duda como un pronóstico
de las radiantes eventualidades que prepara tal nulidad
que fue adoptada, el 15 de octubre de 1978 en la Casa
de la Unesco, la muy consecuente Declaración Universal
de los Derechos del Animal que estipula, en su artículo
3°: “1 — Ningún animal será sometido a malos tratos ni
a actos crueles. 2 — Si es necesaria la muerte de un ani-
mal, ésta debe ser instantánea, indolora y no generado-
ra de angustia. 3 — El animal muerto debe ser tratado
122
con respeto.”

“TU NON SE’ MORTA, MA SE’ ISMARRITA / ANIMA NOS-


TRA, CHE SÌ TI LAMENTI” (DANTE, CONVIVIO) — Que la
bondad del Bloom tenga todavía que expresarse en al-
gunos partes con el asesinato es señal de que la línea
está próxima, pero también de que no ha sido atravesa-
da. Pues en las zonas gobernadas por el nihilismo que se
acaba, donde los objetivos faltan todavía mientras que
los medios superabundan ya, “la bondad es una posesión
mística”. En ella, el deseo de una libertad sin condiciones
tiende a formulaciones singulares y presta a las palabras
un valor pleno de paradojas. De esta manera, “la bondad
es salvaje, cruel, ciega y aventurera. El alma del bonda-
doso se ha vaciado de todo contenido psicológico, de
las causas y los efectos. Su alma es una hoja en blanco
sobre la cual el destino escribe su dictado absurdo. Y
ese dictado es llevado a cabo ciega, osada y cruelmente.
Que esta imposibilidad devenga acto, que esta cegue-
ra devenga iluminación, que esta crueldad se convierta
en bondad, esto es el milagro, la gracia” (Lukács, Acer-
ca de la pobreza de espíritu). Pero al mismo tiempo que
estas irrupciones manifiestan una imposibilidad, por su
incremento, anuncian el ascenso del curso del tiempo.
La inquietud universal, que tiende a subordinarse can-
tidades cada vez más grandes de hechos cada vez más
ínfimos, incita hasta la incandescencia, en cada hombre,
la necesidad de la decisión. Ya, aquellos para los que esta
necesidad significa su propio aniquilamiento hablan de
apocalipsis, mientras que la mayoría se contenta con vi-
vir por debajo de todo en los placeres abyectos de los
últimos días. Sólo los que conocen el sentido que darán
123
a la catástrofe conservan la calma y la precisión en sus
movimientos. “Por el género y las proporciones del páni-
co al que se deja arrastrar un espíritu, es que se reconoce
su rango. Ésta es una marca que vale no sólo ética y me-
tafísicamente, sino también en la praxis, en el tiempo.”
(Jünger, Junto al muro del tiempo)

EL DESTINO DEL BLOOM — Esta sociedad tiene que ser


considerada, hasta en sus más miserables detalles, como
un formidable dispositivo agenciado con el designo ex-
clusivo de eternizar la condición del Bloom, que es una
condición de sufrimiento. En su principio, el Entreteni-
miento no es otra cosa que la política convenida para
dicho fin: eternizar la condición del Bloom comienza por
distraerlo de ella. Llegan a continuación, como en casca-
da, la necesidad de contener toda manifestación del su-
frimiento general, que supone un control cada vez más
absoluto de la apariencia, y la de maquillar los efectos
excesivamente visibles de ésta, a lo cual responde la in-
flación desmesurada del Biopoder. Ya que en el punto de
confusión al que las cosas han llegado, el cuerpo repre-
senta, a escala genérica, el último intérprete de la irre-
ductibilidad humana respecto a la alienación. Es a tra-
vés de sus enfermedades y disfuncionamientos, y sólo
a través de ellos, que la exigencia de la consciencia de sí
sigue siendo para cada uno una realidad inmediata. Esta
sociedad no habría declarado una guerra a ultranza de
este tipo contra el sufrimiento del Bloom si éste no cons-
tituyera en sí mismo y en todos sus aspectos una intole-
rable puesta en tela de juicio del imperio de la positivi-
dad, si no tuviera consigo una revocación sin demora de
toda ilusión de participación en su inmanencia florida.
124
La disposición a escuchar el lenguaje del cuerpo sufrien-
te marca a partir de hoy quiénes son los vivos, y quiénes
los muertos. Toda la embriagadora maldición que llena
nuestra época está contenida aquí: en el modo inédito
en que se unen en ella la consciencia y la vida. Nos ha-
llamos en el extremo de un mundo que se promete a sí
mismo un fin próximo. Con él perecerán todos aquellos
que le estén vinculados, y perecerán por este vínculo. Es
por tanto de la liberación de todo vínculo con el Espec-
táculo y su metafísica que depende, en adelante y de
manera unívoca, la confianza de sobrevivir a él. Nosotros
llamamos consciencia de sí al ejercicio de abandono del
yo, de desapego de toda identificación y de purificación
de todas las pertenencias consolantes que prodiga la
mala sustancialidad, ejercicio mediante el cual el Bloom
deviene lo que es. En esta ascesis, el Bloom se reconoce
en su desnudez de ser finito, finito en cuanto mortal y
finito en cuanto separado, como puro y simple ser-para-
la-muerte. Con ello, retoma y prosigue en sí mismo su
no-pertenencia al mundo de la mercancía en una per-
tenencia superior, íntima y fundamental a la comunidad
humana. En otras palabras, la consciencia de sí carece
completamente de un proceso intelectual, y es por el
contrario una experiencia interior de la comunidad. Ha
de significar la resolución a desertar esta sociedad y así
encontrar a los hombres. Ha de afirmar la naturaleza po-
lítica de toda existencia. Y si no, no amerita el nombre de
consciencia de sí. La tesis según la cual “un hombre que
no es nada más que un hombre ha perdido precisamen-
te las cualidades que hacen posible a los demás tratarlo
como a su semejante” (Hannah Arendt, Los orígenes del
totalitarismo) no es solamente falsa, es de una falsedad
125
imperdonable, pues revela una falta completa de senti-
do histórico. No ser nada más que un hombre significa
no ser nada más que una virtualidad política, nada más
que una facultad metafísica que persigue un mundo co-
mún en el cual actualizarse. Y dicha virtualidad puede y
debe acceder a la existencia en cuanto tal, por el hecho
de volverse pública, de exponerse como tal; y es enton-
ces solamente que la falta de particularidad del Bloom se
transforma en universalidad. El Partido Imaginario nom-
bra esa constitución del Exilio en patria, esa conversión
de la común soledad en comunidad política. Es, en el or-
den metafísico, la única vía que arranca definitivamente
al Bloom de la condenación del homo sacer. El alcance
práctico de la consciencia de sí sobreviene en este pun-
to. Ya que al mismo tiempo que el Bloom se experimenta
íntimamente como nada, él descubre, mientras le hace
frente, la alienación de toda apariencia en el Espectácu-
lo. Y es esta radical frustración de Publicidad lo que le
devela que ser es ser en común, ser expuesto, ser públi-
co, que su apariencia y su esencia son idénticas entre sí,
pero no idénticas a él. Por medio de la consciencia de sí,
el Bloom surge como enemigo del Espectáculo porque
entrevé al interior de esta organización social eso que
le desposee de todo ser. Y admite consecuentemente
como suyo el imperativo de comunidad, la necesidad
de liberar un espacio común de la dominación mercan-
til. Ahora bien, puesto que el gesto de reunir o fundar la
comunidad abre al Bloom al mundo, es decir, a sus po-
sibilidades propias, la consciencia de sí tiene el sentido
de una transfiguración: “Como la consciencia no es aquí
la consciencia referente a un objeto que le es opuesto,
sino la consciencia de sí del objeto, el acto de toma de
126
consciencia conmociona la forma de objetividad de su
objeto.” (Lukács, Historia y consciencia de clase) La co-
munidad es eso que convierte la Pobreza en radicalidad.
Es el sitio donde el Bloom, que era una vida más acá de
toda forma, accede con un salto a la vida más allá de las
formas, a la vida viviente. Por su mero contacto, el va-
cío interior donde el Bloom se abismaba infinitamente
regresa como vacío positivo, como caos profuso de vir-
tualidades; la nada de su impotencia se manifiesta como
la nada de la pura potencia, de la cual todo procede; su
falta de determinación deviene aquí trascendencia con
respecto a toda determinación y su yo inexistente se re-
vela como pura facultad de subjetivación y desubjetiva-
ción. La comunidad es el lugar de la reapropiación de
lo Común y el tener-lugar de dicha reapropiación. Nada
está más alejado de la consciencia de sí que la simple
asunción de sí como nulidad, que tiende en estos días
a esparcirse como lenguaje de la adulación. La posición
del yo como forma vacía que flota por encima de todos
los contenidos posibles en la falsa plenitud de su inde-
terminación, no es más que el momento unilateral de
la libertad formal. El ser que se mantiene en su falta de
ser no sale de sí mismo, y su universalidad permanece
como algo puramente abstracto, sobre lo cual el nihilis-
mo mercantil se acomoda maravillosamente. El lengua-
je de la adulación evoluciona en este desgarro, del que
extrae toda su estridente vacuidad. Hay que mencionar
aquí la forma sutil y reflexiva de mala sustancialidad que
constituye la proclamación reciente de la nulidad del
Espectáculo por parte de algunos de sus sirvientes, y
del gusto que éstos tienen por ella; aquí, singularmen-
te, uno se instala más aún en la separación cuando uno
127
confiesa la más perfecta conformidad. También está el
budismo, esa repugnante y sórdida sensiblería de espiri-
tualidad para asalariados agobiados, que observa como
una ambición ya por mucho excesiva el enseñar a sus
maravillados y estúpidos fieles el arte peligroso de cha-
potear así en su propia nada. No hace falta decir que el
houllebecq, el budista o el hipster decepcionado sólo
permanecen de manera formal junto a sí mismos, y son
incapaces de superarse en cuanto Bloom. Ahora bien, el
Bloom es algo que debe ser superado. Es una nada que
debe autoaniquilarse. Precisamente porque es el hom-
bre del nihilismo consumado, el destino del Bloom con-
siste en operar la salida del nihilismo, o perecer.

“EL SER JAMÁS ES YO SOLO, ES SIEMPRE YO Y MIS SE-


MEJANTES” (BATAILLE) — “Nosotros, los hombres”: ¿qué
empresa de emasculación del pasado no ha enarbolado,
en alguno u otro momento, esta locución para justificar
sus llamados a la resignación, desde el infame cristia-
nismo de las Iglesias, pasando por el humanismo mo-
coso de la era burguesa, hasta su síntesis presente en el
Biopoder? En esta interrogación existe una espesura de
banalidad que no le cede nada al de la objeción que ge-
neralmente le responde y que hace notar que no existe
un proyecto de emancipación que, incluso en el pasa-
do, no haya apelado a la misma locución. Pero nosotros
estamos cansados de esos debates. La tradición de los
oprimidos no es algo de lo que uno hable, es algo que
se vive. El polvo rendiría aún más un homenaje excesi-
vo a toda la retórica convencida y a todas las controver-
sias risibles que se disputan la carroña de proyectos de
emancipación que han fracasado, todos. Lo sentimos,
128
pero nosotros no aceptamos ninguna herencia de dicho
pasado, ya que se ha dejado vencer por un mundo que
conocemos y cuya indigencia sabemos. Contra los arre-
pentidos, contra los hastiados, contra los ateridos y con-
tra todos aquellos que hablan de la historia como si se
tratara de algo más que la epopeya grotesca de la domi-
nación actual, nosotros decretamos los tiempos mesiá-
nicos, nosotros decretamos la reabsorción del elemento
del sentido dentro del elemento del tiempo. Nuestro
presente es un hombre que camina en línea recta sobre
el futuro con el recuerdo de aquello que no ha sido como
su guía. Nosotros no libramos ninguna protesta con re-
ferencia al pasado — el pasado somos nosotros. Incluso
la fealdad inmensa de la época donde discurrimos, nos
conviene, pues está ahí para que nosotros la destruya-
mos. Adicionalmente, ella es la época del acabamiento
de la metafísica, lo cual quiere decir que el “nosotros,
los hombres”, que había figurado por tan largo tiempo
en el arsenal del enemigo, nos es desvuelto al fin. Y nos
es devuelto como un estandarte que, al volver al cam-
po de fuerzas de la negación, se ha despojado de todo
lo que se estancaba en él de apatía, mesura y lamenta-
ción. Desplegado contra el Espectáculo, “Nosotros, los
hombres” significa “Nosotros que estamos solos frente a
la muerte, pero que esta soledad arranca cualquier limi-
tación, cualquier contingencia, cualquier sujetamiento”;
“Nosotros que somos seres finitos que lloran por ello,
pero cuya finitud es más amplia que el infinito”; “Noso-
tros que un exceso de posible consume a tal punto que
nos es preciso perdernos”; “Nosotros los configurado-
res de mundo”; “Nosotros que nos reconocemos como
hermanos sin familia”; “Nosotros que uno ha desposeí-
129
do de todo”; “Nosotros, que vivimos alzados y nunca ol-
vidamos que somos hijos de reyes”. Es en cada ocasión
que este “nosotros” se insinúa que el Partido Imaginario
afronta al Espectáculo. Este “nosotros” es el de la comu-
nidad verdadera. A contrapelo de la nostalgia que un
cierto romanticismo se complace en cultivar incluso en
sus adversarios, es preciso considerar que no ha habido,
que no ha habido jamás, antes de nuestra época, comu-
nidad. El pasado no encierra la menor viruta de pleni-
tud, ya que no se conocía como plenitud. Más acá del
Bloom, más acá de “la separación consumada”, más acá
del abandono sin reservas que es el nuestro, más acá,
por tanto, del perfecto asolamiento de todo ethos sus-
tancial, toda “comunidad” sólo podía ser un humus de
mentiras y una fuente de limitación, de lo contrario, por
otra parte, no habría sido aniquilada. Sólo una aliena-
ción radical de lo Común ha sido capaz de hacer sobre-
salir lo Común originario de tal manera que la soledad, la
finitud y el estar-en-el-mundo, es decir, el único vínculo
verdadero entre los hombres, aparezcan también como
el único vínculo posible entre ellos. Lo que en la actuali-
dad se califica, con la mirada en el pasado, como “comu-
nidad”, es algo que ha compartido evidentemente aque-
llo Común originario, pero secundariamente ya que lo
hizo de manera no-consciente. Por eso nos corresponde
a nosotros hacer por primera vez la experiencia de la co-
munidad verdadera, la que reposa sobre la consciencia
clara de la separación, la exposición y la finitud, y que
por esta razón es también la más viva y temible, la que
permite a los hombres mantenerse hasta el final en el
nivel de intensidad de la muerte. La radicalidad de la
época quiere que dicha experiencia sea además la única
130
experiencia a nosotros abierta. Pues todo lo que es, en
el Espectáculo, es contra el Espectáculo y es comunidad
(esto se explica negativamente por el hecho de que el
Espectáculo es el imperio de la nada triunfante, y positi-
vamente por el hecho de que lo Común es lo que hace
ser). Ahora bien, la comunidad figura ciertamente hic
et nunc, en su simple actualidad, una contestación de
la dominación, pero también, dado que no es reducible
a esta negación derivada, un más allá, un afuera del Es-
pectáculo. Testimonia esto que el Partido Imaginario se
reforme tan rápidamente en todos los intersticios que el
enemigo deja desocupados. La comunidad se opone en
cuanto práctica de la libertad a la concepción de un pro-
ceso de liberación distinto de la existencia de los hom-
bres, devuelve a sus pupitres todos los doctos proyectos
de liberación, y todo el trabajo paciente que dirigen. El
Espectáculo es el período histórico donde toda comu-
nidad deviene en cuanto tal portadora de una política
de la finitud que metamorfosea no solamente el sentido
de la comunidad, sino también el de lo político, que ha
llegado a ser idéntico a lo metafísico. Al abrirse a la co-
munidad, el Bloom se abole como Bloom, se desapega
de su desapego y encuentra el camino del ser. Pero el
mundo en el que él nace es un mundo en guerra cuyo
deslumbramiento entero depende de la verdad afilada
de su partición en amigos y enemigos. La designación
del frente participa del paso de la línea pero no lo cum-
ple. Esto, nada salvo el combate puede hacerlo. No tanto
porque éste incita a la grandeza como porque es la ex-
periencia más profunda de la comunidad, la misma que
va de la mano permanentemente del aniquilamiento y
no se mide más que en la extrema proximidad del ries-
131
go. Vivir juntos en el corazón del desierto con la misma
resolución a no reconciliarse con él, tal es la prueba, tal
es la luz.

LA IDENTIDAD COMO JUEGO, COMO SANTIDAD Y


COMO TRAGEDIA — El hombre que ha atravesado las
zonas de destrucción y que no se detuvo en ellas, es la
sede de un desgarro lúcido y sin recursos a la cual se
ata un dolor magnífico. A menos que consienta inme-
diatamente a su putrefacción, la comunidad no puede
ser aquello que tranquilice este desgarro, sino sólo el
sitio donde éste se encuentre deliberadamente puesto
en común. Pues al mismo tiempo que su consciencia de
sí le hace apercibir el infinito de los posibles que él en-
cierra, el hombre lleva consigo una exigencia de ser tan
explosiva que únicamente la muerte da sus medidas.
Ir hasta el final de un posible expresa el principio de la
vida viviente, que excede cualquier forma precisamente
porque reconoce en la forma “al juez supremo de la vida
[…], un imperativo categórico de grandeza y de cum-
plimiento de sí” (Lukács, El alma y las formas), y que ella
la realiza. De este modo, y sólo de este modo, el hom-
bre se relaciona con la eternidad. La comunidad no es,
por tanto, otra cosa que el compartir de este insalvable
deseo de grandeza: “Vivir un posible hasta el final exi-
ge un intercambio entre varios, asumiéndolo como un
hecho que les es exterior y que no depende ya de nin-
guno de ellos.” (Bataille, Sobre Nietzsche) Así como los
hombres la necesitan para mantenerse a la altura de la
muerte, danzando con el tiempo que los mata, la comu-
nidad necesita la muerte, la cual constituye únicamente
un disolvente de todas las reificaciones suficientemente
132
potente como para hacer posible algo como el amor o
la amistad. Es pues por esencia el lugar de la soberanía,
donde los hombres desafían su finitud en el juego de la
gloria. La certeza de que el último acto será sangriento,
y de que todo será perdido por bella que sea la parte en
todo el resto, no está hecha para alejar a los jugadores; al
contrario, dicha certeza ejerce sobre éstos la más impe-
riosa fascinación. Nuestra vida no es más que una tarea
intemporal a ser cumplida en el tiempo, y cuyo valor no
depende sino del contacto que hemos sabido establecer
en él con una tradición, en el sentido en que Benjamin
entiende esta palabra, es decir, como “discontinuum del
pasado” opuesto al “continuum de los acontecimientos”
de la historia universal. Pero el esplendor de nuestra tra-
gedia sería poco si nosotros no experimentáramos con
una tan perfecta intensidad el sentimiento de su vanidad.
Pues el Bloom que se suprime como Bloom y que, en la
comunidad, se reapropia su apariencia y su Publicidad, se
los reapropia como tales, es decir que la distancia que la
ha separado un día de ellos no es abolida, sino que perma-
nece para siempre como consciencia de dicha distancia.
El Bloom conoce su esencia como eso que está fuera de
él, como eso que está puesto en juego en la comunidad,
como eso que arruina, en el fondo, su integridad. Se sabe
expuesto, sabe que no es nada fuera de su ser-expuesto,
y se sabe distinto de ese ser-expuesto. En toda lo que él
es, conserva la posibilidad de no serlo. Que la comuni-
dad verdadera sea aquella donde esta exposición mis-
ma queda expuesta, no disminuye en nada la seriedad
consumante de su deber de ser. (Naturalmente, cuando
Nietzsche exalta al hombre que se compone una exis-
tencia completa de actor hecha de roles efímeros, sólo
133
exalta su propia debilidad y su virulenta voluntad de im-
potencia. Pues se trata de ser, de ser lo más posible y
por esto, de ser perfectamente. Nuestra fuerza sólo mide
nuestro grado de reabsorción en lo esencial.) El que los
hombres reconstituyan entre sí mismos el mundo co-
mún del que habían sido desposeídos es algo que no
pone fin a la separación. Y por sincera que sea la figu-
ra que nos damos, no podremos llegar a comunicarnos
enteramente más que en la muerte: únicamente
ahí coincidimos con nosotros mismos. Por eso, en la
medida en que no actuemos conforme a nuestro más
íntimo deseo de calcinación, nos es preciso encomen-
darnos a la Palabra, y asumir el lenguaje no como “el ele-
mento perfecto en el que la interioridad es tan exterior
como la exterioridad es interior” (Hegel), sino como la
regla de nuestra existencia. “Una vez que hemos habla-
do, nos mantenemos lo más cerca posible de aquello
que hemos dicho, para que nada quede efectivamente
en el aire: las palabras de un lado, nosotros del otro, y el
remordimiento de las separaciones.” (Brice Parain, Sobre
la dialéctica)

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