5683-Texto Del Artículo-33702-1-10-20210905

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Antropología

Experimental
http://revistaselectronicas.ujaen.es/index.php/rae
2021. nº 21. Texto 09: 121-139

Universidad de Jaén (España)
ISSN: 1578-4282 Deposito legal: J-154-200

DOI: https://dx.doi.org/10.17561/rae.v21.5683
Recibido: 25-07-2020 Admitido: 18-03-2021



La disputa por la autenticidad en los procesos de construcción
de identidades indígenas contemporáneas en Argentina

Mariana D. GÓMEZ*; Florencia TRENTIN**
*Universidad Nacional de San Martín; **Universidad Nacional de Quilmes (Argentina)

[email protected], [email protected]

The dispute for authenticity in the processes of construction of contemporary indigenous
identities in Argentina

Resumen
El presente trabajo se propone abordar procesos de construcción de identidades indígenas contemporáneas en Argen-
tina, en relación con políticas de reconocimiento estatal que ponen en cuestión la autenticidad/inautenticidad de estos
procesos. Buscamos problematizar, a partir de observaciones etnográficas y del seguimiento de casos que tuvieron una
alta visibilidad en los medios y las redes sociales las categorías de “comunidad indígena” y “mujer indígena”, mostrando
cómo el uso cristalizado de las mismas invisibiliza los procesos de construcción de hegemonía y las históricas relaciones
de poder y desigualdad en las que se encuentran los sujetos y colectivos que adscriben a estas categorías. El interés del
trabajo reside en problematizar la construcción de estas categorías en relación al concepto de “esencialismo estraté-
gico”, identificando los diacríticos esenciales que las comunidades y mujeres indígenas remarcan mientras reconstru-
yen y revalorizan su identidad y su cultura de origen, en el marco de estructuras políticas específicas en las que es
necesario encajar para ser reconocido y legitimado. No obstante, como veremos, tanto las comunidades como las muje-
res resisten, negocian y hasta impugnan estos modelos establecidos, reconfigurando los límites y posibilidades de su
acción política y la propia definición de “lo indígena”.

Abstract
This paper intends to address processes of construction of contemporary indigenous identities in Argentina, in relation
to state recognition policies that call into question the authenticity/inauthenticity of these processes. From two ethno-
graphic cases, we problematized the categories of "indigenous community" and "indigenous women", showing how the
crystallized use of them makes invisible the processes of construction of hegemony and the historical relations of power
and inequality in which are the subjects and groups that aspire to these categories. The interest of the work resides in
problematizing the construction of these categories in relation to the concept of “strategic essentialism" identifying the
essential diacritics that indigenous communities and women highlight as they reconstruct and revalue their identity
and culture within the framework of specific political structures in which it is necessary to fit in order to be recognized
and legitimized. However, as we shall see, both communities and women resist, negotiate and even challenge these
established models, reconfiguring the limits and possibilities of their political action and the very definition of "the
indigenous."

Palabras clave
Identidades indígenas. Esencialismo Estratégico. Mujeres Indígenas. Comunidad Indígena
Indigenous identities. Strategic Essentialism. Indigenous Women. Indigenous communities



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Introducción
En los últimos años un “resurgir” de las identidades y movimientos indígenas ha dado so-
brada cuenta de su presencia en la geopolítica contemporánea (a nivel local, nacional e interna-
cional). Diversos procesos de “renacimiento”, “revalorización”, “recuperación”, “reinvención” de
identidades étnicas, han obligado a los antropólogos y otros científicos sociales a repensar ciertas
explicaciones y conceptos, y a lidiar con los prejuicios que nuestras propias disciplinas han ayu-
dado a instalar, como la aparentemente inseparable relación entre una identidad-una cultura-un
territorio (Restrepo, 2004; Gordillo y Hirsch, 2010; Trentini, 2015).
En Argentina, distintos estudios antropológicos han hecho alusión a procesos que se han
categorizado como etnogénesis, readscripción étnica, reemergencia indígena, comunalización, en-
tre otros conceptos que han servido para explicar por qué “surgen” o “aparecen” pueblos o comu-
nidades indígenas donde antes no había. Si bien claramente cada uno de estos trabajos aborda el
tema desde una mirada particular, lo que tienen en común es que analizan procesos de construc-
ción identitarios en particulares marcos de construcción de hegemonía, dando cuenta de las rela-
ciones que los sectores subalternos históricamente han entablado con el Estado y otros actores
(Escolar, 2007; García y Valverde, 2007; Gordillo y Hirsch, 2010; Tozzini, 2014; Briones, 2013;
Lazzari, 2017). Estas experiencias indígenas muestran una heterogeneidad que interpela a las
propias investigaciones antropológicas, haciendo necesario desnaturalizar viejos estereotipos
fuertemente sedimentados en distintas teorías, pues existen identidades y formas de agencia in-
dígena que vienen a cuestionar y trastocar representaciones y prácticas (“del ser y hacer indí-
gena”); dicotomías (tradición/modernidad, colectivo/individual, indígena/criollo/mestizo, hom-
bre/mujer); y posicionamientos “políticamente correctos”, presentes en las perspectivas de la
academia, del Estado y de las propias organizaciones indígenas.
A partir de nuestras investigaciones, en un caso, con comunidades indígenas mapuche de
reciente conformación formal o que se encuentran en proceso de formación y de reconocimiento
–tomando como ejemplos los casos de algunas comunidades dentro de la jurisdicción del Parque
Nacional Nahuel Huapi involucradas en procesos de co-administración de recursos y territorios–
y en otro caso, con mujeres indígenas y sus procesos de visibilización en la esfera pública –to-
mando como ejemplos a las activistas mapuche Relmu Ñamku y Moira Millán–, en el presente tra-
bajo nos interesa pensar en torno a cómo las identidades indígenas contemporáneas suelen ser
representadas desde visiones “esencialistas” y ahistóricas que dejan por fuera los procesos de hi-
bridización cultural y relacionamiento interétnico desigual por los que pasaron las personas que
se autoreconocen miembros de alguno de los pueblos indígenas que actualmente existen en Ar-
gentina. Pero al mismo tiempo queremos entender por qué y cómo los indígenas (en su rol de
activistas, líderes o miembros de organizaciones y comunidades) se apropian de estos estereoti-
pos esencialistas sobre el “ser indígena” y los refuerzan. En este sentido, los casos que abordamos
en el presente trabajo presentan heterogeneidades y complejidades que aportan a visualizar y
desarmar ciertos estereotipos.
Nuestros análisis etnográficos nos permiten entender aspectos no documentados de las re-
laciones políticas, cuando los sujetos o colectivos con los que trabajamos no encajan en los mode-
los ideales que definen a las “comunidades indígenas” o a las “mujeres indígenas”. La autenticidad,
que demarca espacios sociales como legítimos o ilegítimos, lleva a utilizar categorías como indí-
gena, comunidad o mujer indígena que, entendidas acríticamente, invisibilizan los procesos de
construcción de hegemonía y las históricas relaciones de poder por las que pasan los sujetos y
colectivos que adscriben a estas categorías. Cómo se pregunta Pacheco de Oliveira, retomando a
Radhakrishnan, “¿por qué no puedo ser indiano sin tener que ser ‘auténticamente indiano’? ¿La
autenticidad es un hogar que construimos para nosotros mismos o es un gueto que habitamos
para satisfacer al mundo dominante?” (2010: 29).
Partimos de entender que la posibilidad de acceder a los derechos colectivos de los pueblos
indígenas (reconocidos constitucionalmente) está anclada en la posibilidad de corporizar ciertos
estereotipos “sobre el ser indígena” y/o “el modo de vida indígena” y dar cuenta de la existencia
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de rasgos diacríticos particulares (Barth, 1976)1. Como plantea Tozzini (2014) –al analizar el caso
de la conformación de la comunidad Motoco Cárdenas en Lago Puelo–, podríamos decir que el
propio Estado genera estos estereotipos, construyéndose muchas veces como “productor de au-
tenticidades e inautenticidades”. En suma: tenemos en cuenta que los derechos de estos pueblos
están fuertemente relacionados con las políticas de reconocimiento estatal que suelen poner en
cuestión la autenticidad de alteridades y etnicidades que no responden a lo que estas políticas
estipulan.
Lo que nos interesa remarcar es que el reconocimiento de derechos para los indígenas está
supeditado a su capacidad para movilizar y encarnar este “esencialismo identitario” en prácticas
y discursos cotidianos. Esto implica la existencia de “elementos probatorios” que permitan cons-
tatar su autenticidad. En muchos casos esto lleva a acelerados procesos de (re)configuración de la
etnicidad y a poner en juego representaciones performativas de su “cultura tradicional” que ma-
terializarían su “verdadera identidad indígena”.
Como hemos sostenido en trabajos previos, el marcado esencialismo presente en estas re-
presentaciones performáticas implica que los miembros de estos grupos entienden que deben se-
guir ciertas pautas para “ser indios”, o para “volverse indios”, a partir de las políticas de reconoci-
miento estatal y de las imágenes globales que definen lo que es un “indígena”, una “comunidad
indígena”, una “mujer indígena”. Es dentro de estos marcos hegemónicos que se entiende y se
construye la “identidad cultural” en base a esta idea esencialista, siguiendo determinadas pautas
identitarias que vuelven a estos grupos/colectivos “más indígenas” hacia “el afuera”. Esto lleva
muchas veces a reducir la “identidad cultural” a algo puramente esencial o utilitario sin tener en
cuenta los procesos históricos de dominación y resistencia, obturando las posibilidades de discu-
sión sobre las condiciones de género de las mujeres y hombres indígenas (Gómez, 2016; 2017);
los vínculos entre identidad cultural y territorio (Gómez, 2008; 2020); las relaciones entre etnici-
dad y ambientalismo, entre otras (Trentini, 2015). Así, el interés de este trabajo reside en proble-
matizar la construcción de estas categorías en relación al concepto de “esencialismo estratégico”,
identificando los diacríticos esenciales que las comunidades y mujeres indígenas buscan remarcar
mientras reconstruyen y revalorizan su identidad y su cultura, en el marco de estructuras políticas
específicas en las que es necesario encajar para ser reconocido y legitimado. No obstante, como
veremos, tanto las comunidades como las mujeres indígenas resisten, negocian y hasta impugnan
estos modelos establecidos, reconfigurando en este proceso los límites y posibilidades de su ac-
ción política.

Esencialismo estratégico y políticas de reconocimiento estatal en Argentina
El planteo/pacto constitucional y los dispositivos jurídico-políticos que garantizan el reco-
nocimiento de los pueblos indígenas en Argentina debe entenderse en relación con el sistema de
representaciones que históricamente se ha construido en torno a los sentidos que definen la iden-
tidad nacional (Trinchero, 2010). Por lo tanto, es necesario remarcar que la República Argentina
se construyó mediante un proceso de homogeneización de la población, fuertemente vinculado a
la idea de progreso, representado idealmente en la cultura occidental, europea y de “raza” blanca.
Discursivamente esta idea se consolidó bajo el concepto del “crisol de razas”, y mediante la afir-
mación de que “los argentinos venimos de los barcos”. Como afirma Juliano, “la identidad étnica
propuesta en este marco (el argentino como descendiente de europeos) permitió legitimar el des-
pojo territorial de los indios, [y] el reemplazo de la población autóctona por la inmigración euro-
pea” (1992: 57-58).
Una vez culminadas las campañas militares (que incluyeron prácticas de carácter etno-
cida/genocida), las políticas implementadas por el Estado fueron heterogéneas e impactaron de
manera diferencial en el espacio nacional, buscando cumplir con tres objetivos centrales: la

1 Retomamos este concepto de Barth (1976), quien lo utiliza para referirse a señales o signos manifiestos, rasgos exter-

nos que explicitan su identidad, como la lengua, el vestido, la forma de vida, etc. Y en tanto, como sostiene este autor, la
adscripción a determinado grupo étnico viene motorizada por el contacto con otros grupos étnicos, estos rasgos diacrí-
ticos no son “objetivos” sino contextuales.
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consolidación de las fronteras, los intereses específicos de los grupos de poder económico en la
distribución de la tierra pública, y la gradual asimilación social y cultural de la población indígena
(Mases, 2002) mediante su sometimiento y conversión sociorreligiosa y cultural de la mano de
misioneros y misiones cristianas. Por ello algunos autores vienen analizando estos procesos en
clave de “genocidio” (Delrío et. al., 2010; Lenton, 2010) al considerar la violencia estatal-militar
aplicada sobre la población indígena que todavía mantenía control sobre sus territorios hasta fi-
nes del siglo XIX: campañas civiles-militares para despojarlos territorialmente; concentración,
prisión y reclutamiento de prisioneros; desmembramiento de familias extensas incluyendo la ex-
tracción de niños indígenas; servidumbre sin salario para mujeres y niños en casas de familias
ricas en ciudades como Buenos Aires; masacres puntuales contra tolderías, asentamientos y co-
munidades indígenas cuando éstos pasaban a ser concebidos como una “amenaza” para la socie-
dad mestiza criolla-blanca local-regional. En esta discusión también es clave el concepto de “etno-
cidio” (Clastres, 1996) ya que el resultado de varias de estas prácticas, combinadas o aisladas,
contribuyó a la desestructuración de los modos de vida y pensamiento de estos pueblos, de anti-
gua huella y presencia en lo que es hoy el territorio argentino. Así, la República Argentina se fue
constituyendo imaginariamente como una nación “sin indios” y como fruto de un “crisol de razas”
(Briones, 2005), mientras la población indígena se transformó en algo similar a una “presencia
ausente” (Gordillo y Hirsch, 2010). Pero en verdad los orígenes socioétnicos y culturales de la
población argentina son heterogéneos y mucho más mestizos y cruzados de lo que se cree.
Más allá de esta fuerte invisibilización, la consideración sobre los “pueblos indígenas” ha ido
variando a lo largo de la historia. Gorosito (2008) distingue cuatro etapas: una que comienza en
el período de Organización Nacional (1880) y se extiende hasta 1945, en donde prevalece la dico-
tomía guerra/pacificación, con prácticas de exterminio e inclusión mediante la creación de reduc-
ciones, misiones y reservas indígenas. Un segundo momento, que se inicia en 1945 con el recono-
cimiento oficial de la existencia de poblaciones indígenas en el país, al incorporarse como Estado
miembro al Instituto Indigenista Interamericano, organismo de la OEA; la adhesión al Convenio
107 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) en 1957; la realización del primer Censo
Indígena Nacional, publicado en 1968 culminando en 1985 con la sanción de la Ley 23.302 “De
Política Indígena y de Apoyo a las Comunidades Aborígenes” y el Instituto Nacional de Asuntos
Indígenas (INAI). La tercera etapa, que va de 1985 a 1994, se caracteriza por la creación de cuer-
pos jurídicos provinciales que incorporan el concepto de participación de las organizaciones indí-
genas. Y finalmente una cuarta etapa se inicia en 1994 con la Reforma Constitucional al incorporar
el reconocimiento de la preexistencia étnica y cultural de los “pueblos indígenas”.
En el año 2000 se ratifica el Convenio 169 de la OIT (aprobado por Ley 24.071), que muestra
un cambio con respecto a la normativa anterior, pasando de la idea de “integración” y “asimila-
ción” a un paradigma intercultural –de naturaleza global o transnacional– que reconoce los dere-
chos de los indígenas como miembros de distintos Pueblos. Además, en septiembre de 2007, la
Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó por mayoría la Declaración sobre Derechos de
los Pueblos Indígenas, que, si bien no es vinculante para los Estados, adquiere relevancia en el
contexto actual de discusión de los derechos indígenas, principalmente porque reconoce el dere-
cho a la libredeterminación (Ramírez, 2008). Entre 2004 y 2005, se realiza la Encuesta Comple-
mentaria de Pueblos Indígenas; y en 2006 se sanciona la Ley Nacional 26.160 que declara la emer-
gencia en materia de posesión y propiedad comunitaria indígena.
Todos estos cuerpos legales, en los que los indígenas son considerados como sujetos de de-
recho, muestran un avance en comparación con el marco jurídico previo, que sostenía como atri-
bución del Congreso “conservar el trato pacífico con los indios y promover su conversión al cato-
licismo” (Constitución Nacional, 1853). Asimismo, estos cambios deben entenderse en estrecha
relación con el proceso de fortalecimiento y consolidación de las organizaciones de pueblos indí-
genas que lucharon por el reconocimiento de sus derechos en la Reforma de 1994. Sin embargo,
varios autores advierten que si bien esto ha implicado un mayor nivel de reconocimiento institu-
cional, aún existe una importante contradicción entre los marcos jurídicos, la definición de políti-
cas públicas y la implementación de ambos en la práctica concreta y cotidiana (Carrasco, 2000;
Ramírez, 2008).
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Considerando lo anterior, los casos abordados en el presente artículo deben ser entendidos
teniendo en cuenta el proceso histórico de genocidio, conversión sociorreligiosa, discriminación
por origen y color de piel, invisibilización y estigmatización de “lo indígena” en Argentina y las
políticas estatales que han ido delineando arenas de límites, derechos y posibilidades de acción
política de estos pueblos. En este sentido, consideramos que los procesos de construcción identi-
tarios deben ser entendidos de forma situada, atendiendo a las históricas relaciones de poder y a
las múltiples desigualdades que atraviesan a quienes en particulares momentos de su historia uti-
lizan las categorías de “comunidad indígena” o “mujer indígena” para identificarse, en el marco de
negociaciones, contradicciones, acuerdos y desacuerdos presentes en relaciones interétnicas di-
námicas y fluctuantes. Estas categorías presentes en tratados internacionales, leyes nacionales,
políticas públicas, programas estatales, habilitan espacios transitables y permitidos, demarcando
legitimidades e ilegitimidades, autenticidades e inautenticidades al momento de reclamar dere-
chos. Son categorías políticas que entendidas acrítica y ahistóricamente invisibilizan las relacio-
nes de poder y desigualdades contribuyendo a perpetuar la idea de un esencialismo identitario
sobre el “ser indígena”, negando además la agencia de quienes se posicionan (o no) desde estas
categorías. Sostenemos que esta dicotomía entre autenticidad/inautenticidad identitaria, y en
consecuencia, el acceso o no a derechos diferenciales debe pensarse en relación a las políticas de
reconocimiento estatal (Trinchero, 2009).
En este sentido, nos interesa recuperar el concepto de “esencialismo estratégico” (Spivak,
1987) para dar cuenta de estos procesos en los que las políticas de identidad indígena entran en
relación con las políticas de reconocimiento estatal. Retomando a Judith Butler, utilizamos este
concepto para dar cuenta de “la invocación performativa de una identidad para propósitos de re-
sistencia política a la amenaza hegemónica de borrado o marginalización” (1993: 109). Como sos-
tiene Scott (2009), las identidades son un proyecto político y relacional. En el marco de relaciones
de poder específicas, los grupos subalternos (como las mujeres y los indígenas) van situándose en
los intersticios de múltiples identidades, contando con un repertorio de opciones que van desple-
gando en función de los objetivos a conseguir en contextos de disputas particulares con los secto-
res dominantes (Aguayo y Hinrichs, 2015).
Asimismo, retomamos este concepto siguiendo las advertencias planteadas por Butler
(1993). Por un lado, en tanto las categorías de identidad no son meramente descriptivas, sino nor-
mativas y excluyentes, es central que estas categorías sean puestas en disputa. Según esta autora,
si los fundamentos de estas categorías no son discutidos y reelaborados permanentemente, se
pierde la fuerza radical que toda política identitaria debería tener. Por otro lado, es necesario his-
torizar dichas categorías, ya que “la expectativa de autodeterminación que despierta la autodeno-
minación encuentra, paradójicamente, la oposición de la historicidad del nombre mismo” (Butler,
1993: 320). Como veremos en los dos casos que analizamos, la utilización de categorías como “co-
munidad indígena” o “mujer indígena”, buscan principalmente marcar la diferencia cultural en
pos de acceder a derechos, sin embargo, las mismas pueden volverse un arma de doble filo.
Finalmente, sabemos que las políticas de reconocimiento estatal no pueden pensarse sepa-
radas de las políticas de reconocimiento transnacional sobre “lo indígena”. Como sostiene Assies
(2003), en el contexto de la globalización neoliberal, se “situó” culturalmente a los indígenas, in-
duciéndolos a que se mantengan “fieles a su primitivismo cultural”. Asimismo, diversos autores
han mostrado cómo opera el “multiculturalismo neoliberal” en el reconocimiento de derechos in-
dígenas, brindando a los indígenas opciones limitadas que no amenacen ni modifiquen el modelo
hegemónico (Hale, 2002; Boccara, 2010). En este marco, las políticas de identidad no pueden en-
tenderse sin relación a estas políticas de reconocimiento estatal a nivel local, nacional e interna-
cional. La articulación y retroalimentación entre estas políticas sostiene y fomenta discursos esen-
cialistas que no permiten visibilizar a la diferencia cultural como resultado de un proceso histórico
en un espacio continuo e interconectado, atravesado por fuertes desigualdades (Gupta y Ferguson,
1992).

Esencialismo estratégico en los procesos de conformación de “nuevas” comunidades indí-
genas: el caso del co-manejo del Parque Nacional Nahuel Huapi
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La Constitución Nacional, en el artículo 75, inciso 17, reconoce la preexistencia étnica y cul-
tural de los pueblos indígenas argentinos, reconociendo también la personería jurídica de sus co-
munidades. Esto significa que para el Estado argentino “ser indígena” –y los derechos diferencia-
les que se desprenden de esto– está sujeto a la pertenencia a una “comunidad” reconocida de ma-
nera jurídica a través de su inscripción en el Registro Nacional de Comunidades Indígenas
(Re.Na.CI). De acuerdo a la normativa del Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI), los re-
quisitos para la inscripción son: nombre y ubicación geográfica de la comunidad, reseña histórica
que acredite su origen étnico indígena –con presentación de la documentación disponible–, la des-
cripción de sus pautas de organización y de los mecanismos de designación y remoción de autori-
dades, la nómina de integrantes con su grado de parentesco y los mecanismos de inclusión y ex-
clusión de sus miembros (INAI, 2015). Por lo tanto, la categoría de “comunidad indígena” debe
entenderse en relación a este reconocimiento estatal que mediante procedimientos específicos y
pasos burocráticos establecidos previamente define cual agrupación es o no es una “comunidad
indígena”. El INAI, mediante la Ley 23.302 de 1985, establece que:

“Se entenderán como comunidades indígenas a los conjuntos de familias que se reco-
nozcan como tales por el hecho de descender de poblaciones que habitan el territorio
nacional en la época de la conquista o colonización e indígenas o indios a los miem-
bros de dicha comunidad […] En base a ello, ésta otorgará o rechazará la inscripción,
la que podrá cancelarse cuando desaparezcan las condiciones que la determinaron”.2

Actualmente, en el marco de las políticas públicas, “comunidad indígena” refiere y define a
un conjunto de familias que viven en un territorio claramente delimitado y que autoadscribe como
parte de un pueblo indígena. No obstante, esta definición normativa se relaciona con lo que el
sentido común de nuestra sociedad asocia con lo que debe ser una “comunidad indígena”. Las co-
munidades son entonces entendidas como la forma “natural” en la que los pueblos indígenas se
organizan y viven (preferentemente en el campo, porque también son asociados por el sentido
común a lo rural) y que deben permanecer sin cambios a lo largo del tiempo. Estas representacio-
nes, además, sostienen el supuesto de que ese territorio reclamado debe haber sido habitado de
forma permanente, desde tiempos “ancestrales”, sin tener en cuenta los procesos y el propio ac-
cionar estatal mediante una conquista violenta y directa, pero también mediante políticas institu-
cionales, que como en el caso de la Administración de Parques Nacionales, llevaron adelante desa-
lojos y relocalizaciones forzosas.
En contraposición con estos planteos, diversos autores sostienen que las “comunidades in-
dígenas” deben ser pensadas como construcciones hegemónicas, posteriores a “las conquistas”,
resultado de la colonización de los espacios territoriales y de la expansión capitalista (Radovich,
1992; Delrío, 2005). En Formosa, por ejemplo, entre fines de la década del 80 y el año 2000, el
90% de las tierras fiscales transferidas a asentamientos indígenas (concentrados mayoritaria-
mente en los departamentos del oeste provincial) se efectuaron a nombre de asociaciones civiles
con personería jurídica (De la cruz, 2000). Pero un balance general indicaba que las áreas recono-
cidas, en base a los criterios de “ocupación actual” y “ocupación tradicional” presentes en la ley
provincial 426/843, eran reducidas y no contemplaban la relocalización de poblaciones indígenas
en los territorios reivindicados como “tradicionales” (De la cruz, 1995; 2000). Así, en muchos

2 Fragmentos seleccionados de la Ley Nº 23.302 “Ley sobre política indígena y apoyo a las comunidades aborígenes de

Argentina”. 1985.
3 La ley formoseña 426/84, hace hincapié en el reconocimiento de la personería jurídica (Art. 7), contempla la adopción

de otras formas organizativas para las “comunidades indígenas”; reconoce la figura de caciques y delegados para ejercer
la representación de sus comunidades (Art. 9), y el derecho a que las comunidades se rijan por pautas consuetudinarias
siempre y cuando no se opongan al “orden público” (Art. 4). También demuestra la voluntad de entregar títulos
definitivos sobre las tierras actualmente ocupadas, previendo la necesidad de complementación con otras tierras
fiscales (mediante acuerdos, compra-venta o expropiación) frente a las necesidades que puedan surgir de las
comunidades. Así, mismo dispone la posibilidad de recuperar territorios antiguamente ocupados o sobre tierras que
fueron desposeídas (De la cruz, 2000).
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casos del norte y del sur del país, las agrupaciones indígenas actuales poco tienen que ver con la
organización sociopolítica del pasado indígena, y debemos interpretarlas como fenómenos deri-
vados de las políticas del Estado que impusieron este tipo de modalidad organizativa ante las cua-
les los indígenas elaboraron diversas estrategias para poder sobrevivir (Radovich, 1992). Como
sostiene Delrío, las comunidades actuales son el resultado de las estrategias grupales, de los cri-
terios propios de organización, de los patrones antiguos de afinidad y de las nuevas alianzas entre
linajes y grupos y de lo que ha sido hecho por los grupos originarios a partir de la expropiación
territorial estatal y las sucesivas políticas aplicadas sobre la población de origen indígena (2005:
296). Por ello, como hemos sostenido en trabajos previos, no hay que dejar de observar que cier-
tos usos de la categoría “comunidad indígena” tienen implicancias específicas cuando se invisibi-
lizan los procesos históricos vividos por estos colectivos y se ocultan las desiguales relaciones de
poder, naturalizando la diferencia indígena cuando, por ejemplo, se les pide a los indígenas que
sigan siendo lo que antiguamente eran o se asume una indisociable relación entre territorio-iden-
tidad-cultura/grupo indígena, tomándola como algo dado y propio de estos colectivos (Trentini,
2016).
Siguiendo con lo anterior, el reconocimiento de una “comunidad indígena” por parte del Es-
tado trae aparejada una forma particular de vincular “la identidad” (entendida como sinónimo de
“cultura”, definida como una sumatoria de rasgos específicos) y “el territorio” (entendido como
un espacio factible de ser delimitado espacial y temporalmente). Sin embargo, como afirma Brio-
nes (2013) puede resultar imposible establecer una relación exacta entre grupo y territorio. En
un trabajo sobre los procesos de formación de comunidades en Norpatagonia, esta autora muestra
que aun durante la implementación de la Ley Nacional 26.160, de relevamiento territorial, donde
los equipos técnicos tenían el mandato de trabajar delimitando tierras sobre las que se pudiera
demostrar una ocupación actual, pública y tradicional, varias comunidades contaban una historia
en la que demandaban que se tomase en cuenta los desfasajes entre lo ocupado actualmente, lo
que se encuentra en conflicto y lo que era ocupado ancestralmente. Esto se debe a que histórica-
mente, políticas basadas en la invisibilización de los pueblos indígenas fueron acompañadas de
prácticas de radicación y marcación de quienes quedaron visibilizados en tales coordenadas de
“alteridad selectiva”. Con el tiempo, esto ha construido ideas de “comunidad” que, siendo propias
del sentido común y de los marcos jurídicos, establecen una serie de requerimientos para las per-
tenencias comunitarias que difícilmente pueden ser satisfechas desde las múltiples experiencias
y trayectorias de los sujetos y colectivos expuestos a estas políticas (Briones, 2013: 2).
En este sentido, el caso del co-manejo (co-administración) del Parque Nacional Nahuel
Huapi (PNNH)4 tiene un valor heurístico relevante porque las comunidades que lo conforman son
consideradas por el Estado como “nuevas” puesto que se han constituido formal y jurídicamente
en los últimos veinte años. Las particularidades de este caso muestran los límites de las políticas
de reconocimiento estatal y los andamiajes jurídicos para abordar procesos sumamente comple-
jos que se entraman con políticas institucionales que no han permitido habitar los territorios y
que han invisibilizado o estigmatizado “lo indígena”. De hecho, las actuales comunidades dentro
de jurisdicción del PNNH en algunos casos no tienen elementos jurídicamente validados para “de-
mostrar” su derecho al territorio, a pesar de haber habitado históricamente en ellos, mientras en
otros casos el no haberse reconocido previamente como “comunidad” o como “indígenas” pone en
duda la autenticidad del reclamo actual en función de estas categorías. Es importante destacar que
el calificativo “nuevas” refiere a su conformación “en los papeles”, pero no significa que las rela-
ciones comunitarias no existieran previamente. Su reciente conformación jurídica ha generado
continuos cuestionamientos sobre su autenticidad y legitimidad, y ha llevado a que estas comuni-
dades deban probar que son “verdaderas”. Y esta demostración, en los marcos del co-manejo y las
políticas de reconocimiento estatal, significa dar cuenta de una fuerte vinculación entre identidad,
cultura y territorio. Así, mientras algunas comunidades fueron legitimadas y aceptadas como “ver-
daderas” por la administración del parque, otras fueron muy cuestionadas. Este reconocimiento

4 Primer parque nacional de Argentina, creado en 1934. Se encuentra ubicado al sur de Neuquén y noroeste de Río

Negro.
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diferencial se debió a que la autenticidad se validó en base a un fuerte esencialismo sostenido en


un vínculo supuestamente inseparable entre identidad-cultura-territorio que además implicaba
dar cuenta de una sumatoria de rasgos que permitieran acreditar “objetivamente” la “diferencia
cultural indígena” (Trentini, 2016).
En el PNNH “lo mapuche” ha sido históricamente invisibilizado y estigmatizado, dando lugar
a lo que García y Valverde (2007) definen como un largo proceso de des-adscripción étnica. Frente
a esto, las comunidades actuales dentro de su jurisdicción, que a partir del año 2000 han comen-
zado a reclamar derechos a partir de esta categoría, han sido en un principio cuestionadas en su
autenticidad por no “encajar” en lo que el Estado –y el sentido común– entiende por “comunidad
indígena”. Antes de la formalización del co-manejo como política institucional en el año 2012, para
los técnicos y funcionarios del PNNH, no estaba claro si quienes decían ser indígenas y comunida-
des “verdaderamente” lo eran. Se llegaba a sostener que las “comunidades nuevas” eran “inventos
oportunistas” para quedarse con territorios de importante valor económico. Parte del cambio en
la relación entre las comunidades y la APN vino de la mano de la institucionalización del co-ma-
nejo mediante una resolución. Es decir, una nueva normativa vino a “legitimar” procesos y cate-
gorías que anteriormente eran constantemente cuestionados. Esto no significa que desde enton-
ces no existan conflictos, pero la discusión por la autenticidad/inautenticidad ya no opera sobre
las comunidades que han sido reconocidas por el Estado como parte del co-manejo. No obstante,
sí es importante destacar cómo nuevamente estas políticas de reconocimiento se sostienen sobre
un marcado esencialismo.
Ante esto es importante repensar la construcción de la propia categoría de “comunidad in-
dígena” desde distintos procesos de conformación de comunidades en jurisdicción del PNNH, pro-
blematizando la articulación entre identidad-cultura-territorio. Partimos de preguntarnos: ¿Qué
requisitos deben cumplir las comunidades para ser reconocidas como tales y ser incorporadas al
co-manejo? Y más importante aún: ¿Qué sucede cuando una comunidad no cumple con estos re-
quisitos? Las respuestas a estas preguntas están fuertemente vinculadas con el reconocimiento
constitucional del artículo 75 inciso 17, y con la definición de “comunidad indígena”, establecida
en la Ley 23.302 de 1985. Es a partir de estos lineamientos previos que se definen determinadas
formas de articulación entre identidad-cultura-territorio que otorgan o niegan legitimidad y dere-
cho a los procesos de conformación de estos colectivos en el PNNH. Esto no significa que estos
procesos de conformación de comunidades no sean arenas de negociación, disputa y hasta impug-
nación a modelos esencialistas, pero es importante entender como el esencialismo presente en
ciertas definiciones explícitas y en representaciones implícitas opera al momento de construir
identidades y disputar políticamente derechos a partir de ellas.
Para poder analizar y problematizar la relación entre estas políticas de identidad y las polí-
ticas de reconocimiento y cómo estas habilitan o cuestionan procesos de conformación de comu-
nidades y formas de participación en el co-manejo es necesario destacar que dentro de las áreas
protegidas, como el PNNH, las representaciones y prácticas del “ser y hacer indígena” se basan en
las metáforas del “buen salvaje ecológico” (Ulloa, 2005) o “indio verde” (Dumoulin, 2005), esta-
blecidas en las narrativas del desarrollo sustentable que son construidas en lo que Dumoulin de-
fine como “arenas globales” de la conservación. Así, se sostiene que los indígenas “naturalmente”
saben conservar el territorio y sus recursos, por haber convivido desde tiempos inmemoriales en
estos espacios sin destruirlos y sus estilos de vida tradicionales son la garantía de esta protección.
Sin embargo, las comunidades del PNNH no pueden demostrar haber vivido en forma permanente
en los territorios que actualmente reclaman y su diversidad cultural tampoco fue visible hasta
hace pocos años (Trentini, 2016).
En el caso del PNNH definirse como “comunidad indígena” remite, entonces, a la relación
que se establece con dicha administración, a la búsqueda de legitimidad que implica su reconoci-
miento, y al acceso a los derechos específicos asociados a este reconocimiento. Ser legitimados
por el PNNH como una “comunidad indígena” implica la demarcación de un determinado grupo
de personas en un determinado territorio, siguiendo las especificaciones de los viejos Permisos
Precarios de Ocupación y Pastaje (PPOP) otorgados por la Administración de Parques Nacionales
(APN). En este contexto, algunos procesos de conformación de comunidades son calificados por
Antropología Experimental, 2021. Texto 09 129

la institución como “vueltas al territorio”, en tanto algunas familias o personas de ese grupo per-
manecieron viviendo en ese territorio determinado por el PPOP, pero sin definirse y organizarse
como una comunidad indígena. En estos casos la institución sostiene que “es fácil, porque siempre
estuvieron ahí”, pero en otros casos el proceso es más complejo porque no implica simplemente
definirse y organizarse como comunidad indígena, sino demostrar el derecho a habitar un terri-
torio que no está demarcado mediante PPOP y en el que las familias no han habitado de forma
permanente porque fueron desalojadas por la APN al ser considerados como “intrusos”.
Para la APN la demarcación específica de un territorio refiere, en primer lugar, a un proceso
jurídico y administrativo con criterios de reconocimiento claramente externos (mediante un
PPOP). En segundo lugar, el reconocimiento de estos colectivos como “comunidades indígenas”
depende de la obtención de la personería jurídica, previo reconocimiento del INAI. En consecuen-
cia, esta situación genera que estos colectivos traten de demostrar su legitimidad y su derecho
sobre un determinado territorio fundamentalmente mediante dos formas: la búsqueda de docu-
mentación escrita que dé cuenta de su presencia histórica en el lugar, y la obtención de dicha per-
sonería jurídica.
Lo que nos interesa destacar a partir del caso de las comunidades del PNNH es cómo esta
relación aparentemente inseparable entre grupo y territorio, establecida en las leyes y normativas
estatales, permite que la legitimidad sea cuestionada en base a la no-presencia, no-ocupación y el
no-uso permanente de un territorio específico. En este sentido, para estos colectivos se vuelve
central tener que demostrar que se tiene un vínculo “ancestral” con ese territorio, y en este pro-
ceso, más allá de los papeles, documentos y leyes, las narrativas y memorias son fundamentales
ya que en ellas el espacio se va construyendo mediante las prácticas sociales que tuvieron y tienen
lugar en él. Así, las comunidades actuales hacen permanente referencia a sus abuelos y a las acti-
vidades que ellos realizaban, validando mediante estas memorias el derecho a habitar ese territo-
rio en el presente. En este proceso, el territorio, demarcado espacial y materialmente, también lo
es cosmovisional y simbólicamente, construyendo un concepto que va más allá de la relación ju-
rídica con la tenencia de la tierra.
También, en una región como la de Nahuel Huapi, donde históricamente se sostiene que “no
ha habido indígenas”, la legitimidad y la autenticidad de los procesos de conformación de comu-
nidades están asociadas a rasgos diacríticos como el idioma, la vestimenta, las ceremonias, prác-
ticas y saberes que se “perdieron” en el largo proceso de des-adscripción étnica, pero que ahora
deben ser (re)aprendidas para dar cuenta de la “veracidad” de sus reclamos. Estas marcas diacrí-
ticas son necesarias tanto para las comunidades como para la Administración del PNNH, mientras
el concepto de cultura siga siendo entendido como sinónimo de identidad, y continúe asociado a
una visión esencialista que no acepta contradicciones ni cambios y que no tiene en cuenta que las
identidades se construyen en contextos de dominación e intercambio que posibilitan o niegan de-
terminado tipo de identificación (Clifford, 1988). Por este motivo, es frecuente que la identidad se
confunda con la cultura, porque se suele apelar a esta última como un recurso para afirmar –y
reafirmar– “la diferencia” y, en consecuencia, “la autenticidad”. Así, las comunidades indígenas al
interior del PNNH se (re)configuran a partir de una construcción fuertemente esencializante de la
relación entre cultura-identidad-territorio.
Asimismo, la problematización de los procesos de conformación de comunidades en el
PNNH permite evidenciar que existen distintas formas de “ser comunidad” (Trentini, 2016), pero
las mismas quedan invisibilizadas detrás de esta categoría que homogeneiza y legaliza los proce-
sos. Frente a esto, consideramos que usar la categoría de “comunidad indígena”, establecida en la
legislación nacional, para definir jurídicamente a los grupos del PNNH ha sido un obstáculo para
pensar y desarrollar cotidianamente el co-manejo, porque al invisibilizar los efectos de las rela-
ciones de poder y dominación en el marco de procesos de relaciones interétnicas específicas, llevó
a (re)producir marcados estereotipos que fueron definiendo a algunos procesos como inauténti-
cos.
Lo que dentro de jurisdicción del PNNH se entiende como “indígena” se define a partir de
una manera particular, en función de las políticas de reconocimiento institucional prefiguradas
por los dispositivos jurídico-políticos que otorgan el reconocimiento a estos pueblos, pero
130 Antropología Experimental, 2021. Texto 09

también por la narrativa del desarrollo sustentable y las políticas conservacionistas que se cons-
truyen en las arenas globales como las Cumbres de la Naciones Unidas, las Asambleas de la UICN
(Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza) o los Congresos de Parques Naciona-
les. Lo que la APN entiende como “indígenas” está enmarcado en estas políticas de reconocimiento
y en representaciones de lo que debe ser una “comunidad indígena”. Por lo tanto, “la diferencia”
dentro del PNNH tiene que ser de una determinada manera que desconoce las particularidades y
heterogeneidades de los grupos y colectivos que en la actualidad se definen y son definidos como
“comunidad indígena”. Mediante ciertos pasos burocráticos, impuestos por la institución, una fa-
milia previamente categorizada como “población” por la APN se convierte en una “comunidad in-
dígena”, y ser una “población” o una “comunidad” permite el acceso (o no) a derechos y recursos.
El primer paso para esta “conversión” es obtener la personería jurídica, algo que se logra si-
guiendo las formas establecidas de juridicidad mediante las que el Estado legaliza (o no) a estos
grupos, volviéndolos “permitidos”, y en este proceso les otorga “autenticidad”. Lo que es impor-
tante destacar es que en procesos situados como los del PNNH esa “autenticidad” implica un “quie-
bre” con el proceso histórico regional de una zona entendida como “sin indios”, en la que no hubo
comunidades formalmente reconocidas hasta principios del 2000. Por este motivo, hasta que el
propio co-manejo “autentificó” a las comunidades habilitadas a formar parte del mismo fue posi-
ble ver la tensión entre lo que la institución esperaba de las “verdaderas” comunidades, que eran
definidas en base al discurso global de la conservación y la legislación y la normativa nacional e
internacional, y lo que las comunidades realmente existentes que reclamaban derechos eran como
resultado de los procesos históricos específicos y particulares vividos en el PNNH. El hecho de no
ser “indios verdes viviendo en un área protegida” era “culpa” de estos colectivos y esto los volvía
“inauténticos” y “truchos”, pero el problema, en verdad, era que su situación actual no podía ser
pensada como resultado de un proceso de expropiación, expulsión, criminalización y violencia en
el que distintas desigualdades se entramaron para transformarlos en los “pobres” de los barrios
periféricos de las ciudades de Bariloche y Villa La Angostura. Así, fue cuando se acercaron a “en-
cajar” en esa imagen y representación que de ellos se tenía (mediante la práctica de ceremonias,
la vestimenta y el idioma) que pudieron empezar a dialogar con la APN. De hecho, hasta el día de
hoy, es marcada la diferencia de vínculo con aquellas comunidades que se acercan más a la idea
esencialista de una “comunidad indígena” y la situación de comunidades que “están ahí” y son
toleradas por la institución pero que aun no han podido terminar de volver a sus territorios por-
que sus formas de ser y habitar no coinciden con las del paradigma de la conservación.

Criterios de autenticidad y esencialismo estratégico en mujeres de origen mapuche
En este apartado queremos mostrar cómo ciertos criterios esencialistas y de autenticidad
aparecen operando desde arriba y desde abajo en dos casos: el de la militante mapuche Relmu
Ñamku durante un juicio en Neuquén y en la Primera Marcha de Mujeres Originarias por el Buen
Vivir coordinada por la activista mapuche Moira Millán en el 2015.
El 26 de octubre de 2015 se inició un juicio en la ciudad de Zapala contra 3 integrantes de
la comunidad Winkul Newen (provincia de Neuquén): Relmu Ñamku, Martín Maliqueo y Mauricio
Raín. Relmu Ñamku estaba acusada por intento de homicidio de una funcionaria del poder judicial
provincial y pedían 15 años de cárcel para ella. El conflicto se desató un 28 de diciembre de 2012
cuando en la comunidad se presentó dicha funcionara con una medida cautelar a favor de una
empresa (Apache Corporation) que pretendía ingresar a explotar diez pozos de petróleo y gas que
permanecían parados. Ante esta nueva notificación, y dado que la empresa pretendía ingresar en
ese momento (cuando en otras ocasiones el poder judicial entrega la notificación y se retira), los
integrantes de la comunidad se defendieron arrojando piedras. Una de esas piedras hirió acciden-
talmente el rostro de Verónica Pelayes quién, además de llevar a juicio a los tres integrantes de la
comunidad, demandó a la provincia y a la empresa por más de 6 millones de pesos. Este caso fue
uno de los primeros donde las empresas petroleras, el Estado provincial y el poder judicial
Antropología Experimental, 2021. Texto 09 131

buscaron criminalizar la protesta social mapuche (Lenton, 2016).5 El juicio oral terminó con la
absolución de los tres acusados, decidida por primera vez en el país por el veredicto de un jurado
intercultural compuesto en un 50% por ciudadanos locales autoadscriptos como mapuche (Len-
ton, 2016).
Como señala Diana Lenton, antropóloga convocada como testigo para la defensa de Relmu
Ñamku: “En el proceso pudo comprobarse la politicidad de la acusación en el contexto del conflicto
mapuche-petroleras, la desaprensión con el que el poder judicial y policial amenaza a las comuni-
dades en sus territorios, y en este caso en particular, que no había evidencias realistas acerca de
la intención homicida de la principal acusada, ni siquiera de la acción que le atribuyeron (lanzar
una piedra al rostro de la empleada judicial).” Durante el juicio también la defensa insistió en que
la antropóloga “explique” sobre la base de qué criterios se podría definir quién es y quién no es
mapuche. Y sobre esto nos detendremos ya que las acusaciones de inautenticidad de Relmu nos
permiten problematizar los criterios de autenticidad de “lo mapuche” exigidos por el Estado y la
justicia en la provincia de Neuquén.
Relmu se vio obligada a confrontar contra aquellos argumentos que durante el juicio seña-
laban insistentemente su “falsa mapuchidad” al conocerse que se autoreconocía como mapuche
pero que había sido criada por una familia adoptiva de “blancos”. En consecuencia, este era un
argumento fuerte que la defensa de la victimaria utilizaba para impugnar la “falsa identidad” de
Relmu (y su defensa del espacio territorial de la comunidad) sobre la base de una idea acerca de
la “identidad étnica” (y cultural) muy simple: una identidad con la cual se nace y no una que se
construye o, como señalábamos más arriba, desconociendo las relaciones de poder asimétricas y
desiguales entre las personas de origen indígena y el resto de la sociedad y los complejos procesos
de identificación y subjetivación como mapuche que vienen realizando personas en el sur argen-
tino cuando deciden comenzar a “recuperar” su identidad (Stella, 2014; Nahuelquir, 2014). Du-
rante las primeras cinco audiencias del juicio a Relmu la llamaban Carol Soaez, tal como figura en
su DNI. Al sexto día, cuando llegó el turno de dar su testimonio, Relmu habló en mapudungun y
tras saludar a las autoridades de su comunidad y al jurado presente dijo:

Esta es mi historia. Mi nombre es Relmu Ñamku, siempre, en todas las audiencias
me llaman Carol Soaez. Me siento con la obligación de contarles a todos ustedes,
al jurado y al público, a la querella y a los fiscales, quién soy, como para poder
contextualizar mi comunidad Winkul Newen.

Relmu relató que nació en una familia mapuche y que su madre biológica debió entregarla
en adopción porque no estaban pasando un buen momento (“…mi mamá es mapuche, vengo de un
vientre mapuche, soy mapuche”).6 Así fue como terminó criándose en el seno de una familia
“blanca” que la adoptó, descendientes de rusos y ucranianos. Por eso durante el juicio la acusaban
de ser “ucraniana”, “gitana” o “rusa”. Tal como lo narró durante el juicio y en distintas entrevistas,
sus padres adoptivos nunca le ocultaron su origen mapuche y alrededor de sus 20 años pudo co-
nocer a su familia biológica. Relmu inició su proceso de “recuperación de su identidad” como ma-
puche cuando tenía 18 años, al acercarse y comenzar a participar en un centro cultural mapuche.
Más adelante terminó por sumarse a una organización indígena de Neuquén y luego conformó
junto con otros mapuches (uno de los cuales es su marido) su comunidad actual.

5 La comunidad venía sufriendo hostigamientos violentos por parte de la seguridad privada de la empresa desde abril

de 2012: “En abril de ese año una patota vinculada a la petrolera atacó a las familias mapuches. Hirió con un disparo de
bala a un joven de la comunidad, desfiguró el rostro de una anciana y golpeó a la lonko, Violeta Velázquez, que estaba
embarazada. La comunidad realizó la denuncia, pero la Fiscalía (a cargo de Sandra González Taboada) no avanzó en la
investigación. Las amenazas y hostigamientos contra los mapuches se mantuvieron de manera reiterada”, en: Darío
Aranda, nota de Página 12, “Un juicio con Jurados Mapuches”, en: http://www.pagina12.com.ar/diario/sociedad/3-
284541-2015-10-24.html Ver también: “Un jurado mapuche para Ñamkú”, http://www.pagina12.com.ar/diario/socie-
dad/3-285276-2015-11-03.html
6 “Relmú Ñamcú: La voz de los pueblos del fin del mundo”, en: http://www.girabsas.com/nota/2015-11-9-relmu-

namku-la-voz-de-los-pueblos-del-fin-del-mundo
132 Antropología Experimental, 2021. Texto 09

Este juicio fue una instancia (una gran escena) para visualizar las demandas de autenticidad
por parte del Estado argentino: mandatos heterodesignados de autenticidad indígena que, en este
caso, se manifestaban en una idea de identidad étnica reproducida a lo largo de toda la vida. Si-
guiendo este razonamiento, si la transmisión cultural de esa identidad en el seno de la familia
biológica se había interrumpido, entonces Relmu “dejó de ser mapuche” y no tenía derecho a re-
conocerse como tal y defender los derechos colectivos de su comunidad. Esta estrategia de “esen-
cialización por arriba”, desplegada por los agentes del Estado y del Poder Judicial, claramente no
estaba interesada en visibilizar los procesos de construcción de hegemonía, subalternidad y po-
breza en el marco de los cuales las familias de origen indígena, desde hace más de un siglo, vienen
generando estrategias de supervivencia para continuar existiendo, ni tampoco las territorializa-
ciones, desterritorializaciones, migraciones o los complejos procesos identitarios de los y las in-
dígenas a partir de las remergencias étnicas que se produjeron en nuestro país. Relmu a veces se
viste igual que cualquier mujer adulta de Argentina: jeans, remera, zapatillas, pullover, y otras
veces, especialmente cuando se la ve por alguno de los algunos espacios públicos por los que tran-
sita en calidad de militante de los derechos de los pueblos originarios en el Consejo Consultivo y
Participativo de los Pueblos Indígenas de la República Argentina, utiliza algunas piezas de la ves-
timenta tradicional de las mujeres mapuche, como el küpan (el vestido de color negro sostenido
con una faja tejida a la altura de la cintura).
El segundo caso que nos interesa brevemente comentar es el de la Primera Marcha de Mu-
jeres Originarias por el Buen Vivir, realizada en Buenos Aires en abril de 2015, y el rol clave de su
organizadora, la activista mapuche Moira Millán. Ésta suele presentarse como mujer, mapuche y
weichafe (guerrera) y en sus intervenciones públicas usualmente utiliza el küpan y se adorna con
objetos de platería mapuche. Nacida en El Maitén, al norte de Chubut, se crio en un asentamiento
humilde de Bahía Blanca adonde su familia numerosa tuvo que migrar cuando su padre comenzó
a trabajar como ferroviario. Varios de sus hermanos y hermanas también son activistas políticos
y culturales en el seno del movimiento mapuche del sur argentino. La Marcha de Mujeres Origina-
rias por el Buen Vivir fue la primera acción colectiva de esta magnitud realizada por mujeres in-
dígenas en la capital del país, teniendo como único antecedente las acciones de protesta contra los
desmontes que realizaron en el 2009 un grupo de mujeres originarias provenientes de Embarca-
ción (Salta) lideradas por la niyat y activista wichí Octorina Zamora (Gómez, 2020).
En el 2012 Moira comenzó a tener presencia en algunos medios de comunicación (progra-
mas de radio y entrevistas en diarios de circulación nacional) y especialmente en las redes sociales
difundiendo una roadmovie (Pupila de Mujer) donde recorría el país realizando “un llamamiento”
a otras mujeres originarias invitándolas a sumarse a la lucha por los derechos colectivos de los
pueblos indígenas y por la visibilización de las problemáticas de las mujeres originarias. En dicha
película, Moira viajaba a dedo, visitaba comunidades, realizaba charlas-debate en centros de for-
mación docente y en colegios y daba entrevistas a radios para dar a conocer las líneas de la acción
colectiva que se encontraba coordinando. Desde fines de 2014 comenzó a organizar reuniones en
Buenos Aires, convocando a diversos aliados (ambientalistas, comunicadores populares, organi-
zaciones de la sociedad civil que acompañan los reclamos indígenas, activistas, militantes políticos
de partidos de centroizquierda, académicos/as, etc.), para en abril de 2015 realizar la Primera
Marcha de Mujeres Originarias por el Buen Vivir en la capital. El objetivo principal de esta acción
colectiva fue hacer visibles a las mujeres originarias del país, a sus problemas y reclamos, y pre-
sentar un proyecto de ley (que buscaba garantizar el derecho al Buen Vivir para toda la población
argentina). Para ello, Moira y otras mujeres previamente se encontraron durante unos días del
mes de febrero en la localidad de Epuyén (Depto Cushamen, noroeste de Chubut) para discutir y
elaborar dicho proyecto de ley.
Finalmente, aquel 21 de abril de 2015, Moira logró reunir a un conjunto de mujeres indíge-
nas de distintos puntos del país, poniéndolas al frente de la Marcha de Mujeres Originarias por el
Buen Vivir, acompañadas por más de un millar de personas. Las mujeres originarias lucían los
vestidos representativos de sus pueblos (mapuche, coya, guaraní) y marcharon en primera fila
por las calles del centro porteño secundadas por miles de personas que acompañaron sus recla-
mos portando carteles y tocando bombos, cultrunes y otros instrumentos musicales originarios.
Antropología Experimental, 2021. Texto 09 133

Las manifestantes se concentraron por la mañana en el monumento al General Roca (“el genocida
Roca”) y primero desde allí marcharon hasta el Acampe Qom.7 Allí se detuvieron para realizar un
abrazo y manifestar su solidaridad con la lucha de la organización indígena Qopiwini (de For-
mosa) y con los reclamos de la comunidad que representaba el líder qom Félix Díaz (Potae Navo-
goh). Finalizaron en el Congreso de la Nación donde se desconcentró la marcha. Adentro, en uno
de los recintos, las estaban esperando para que expresen sus reclamos ante diputados, senadores
y periodistas. Posteriormente se realizó un festival en la Plaza del Congreso donde hubo oradoras
originarias, bandas de música y venta de artesanías y comida.
En esta primera acción colectiva y masiva (marcharon alrededor de 10.000 personas) orga-
nizada por esta activista mapuche las mujeres de origen indígena apelaron a un tipo de “esencia-
lismo estratégico desde abajo”, poniendo en escena roles típicos asignados a “la mujer indígena”
por un discurso latinoamericano de signo multicultural: “guardianas de la cultura”, “trasmisoras
de valores”, “sabias” y “defensoras de la vida, la pachamama y el territorio”. La intervención en el
centro de la Ciudad de Buenos Aires con sus vestidos coloridos y otros diacríticos indígenas (vin-
chas, plumas, joyería e instrumentos musicales) mostraban todos los indicios de ser una apelación
consciente a sus identidades étnicas, una demostración de orgullo étnico, también una manera de
marcar su pertenencia a pueblos que buscan diferenciarse cultural y políticamente dentro del Es-
tado-nación argentino que reclaman el cumplimiento de sus derechos colectivos.
Como señalan otras autoras que investigaron los usos étnicos y políticos del vestido “tradi-
cional” en mujeres indígenas en Guatemala y Colombia (Macleod, 2011; Pequeño, 2007), el esen-
cialismo estratégico mediante “la recuperación de la vestimenta tradicional” es una táctica de re-
sistencia, de reclamo y de autovaloración femenina en el marco de las luchas de descolonización
de los pueblos indígenas a lo largo del continente. A través del uso del traje tradicional las mujeres
mayas, por ejemplo, negocian tradición y modernidad, sentidos identitarios individuales y colec-
tivos y formas orgullosas de auto-representación en el espacio público. Siguiendo a Macleod
(2011: 80-81), el vestido puede ser pensado como un territorio de la lucha político-cultural, un
acto de resistencia y de rebeldía que intenta desafiar los estereotipos y el racismo del que son
objeto las mujeres indígenas en los espacios urbanos.
En Argentina, las mujeres mapuches son quienes más se han embarcado en la tarea de re-
cuperar el antiguo vestido distintivo (küpam) y otros accesorios femeninos de la cultura material
mapuche preconquista en el contexto actual. Esta práctica debe ser ubicada en un proceso más
amplio de “recuperación cultural” y de reemergencia étnica desarrollado por comunidades y or-
ganizaciones mapuche en las provincias de Neuquén, Río Negro y Chubut durante las décadas del
80 y del 90, y entendemos, siguiendo los planteos de Kropff (2006), que forma parte del esencia-
lismo estratégico que asumieron las organizaciones para responder a la invisibilización y al dis-
curso hegemónico negador de su presencia histórica en estas provincias. Algunas mujeres asumen
que la recuperación del vestido es una práctica de descolonización de sus cuerposterritorios
(Alonzo et. al, 2015), por un lado, y de afirmación de su identidad étnica femenina, por el otro y,
al mismo tiempo, una manera de marcar su distinción del resto de las mujeres no indígenas. Según
nos contaron algunas mujeres de la Confederación Mapuche de Neuquén durante en un viaje que
hicimos a Neuquén en el 2015 quienes escriben este artículo, hacia mediados de la década del 90,
cuando comenzaron a recuperar aspectos de la cultura mapuche (el idioma, la educación autó-
noma, la espiritualidad) también se propusieron recuperar “roles” de “la mujer mapuche”: prácti-
cas y saberes que sus bisabuelas, abuelas y madres se vieron obligadas a abandonar u ocultar para
contrarrestar la estigmatización y la discriminación racial que sufrían en la periferia de las ciuda-
des del sur argentino. Descolonizar(se), entonces, parece implicar la “recuperación” de dimensio-
nes de “la cultura mapuche” antigua para recrearla en el presente en sus cuerpos, roles y territo-
rios.

7 El “Acampe Qom”, situado entre la Av. 9 de Julio y Av. Rivadavia en la Ciudad de Buenos Aires fue una acción colectiva

de protesta y lucha llevada adelante durante nueves meses en el 2015 por integrantes de la comunidad Potae Navogoh
de la provincia de Formosa, liderada por el cacique Félix Díaz.
134 Antropología Experimental, 2021. Texto 09

El activismo y la militancia de mujeres mapuche son formas de participación política que, si


bien siguen la táctica del esencialismo estratégico para volverse visibles ellas en tanto represen-
tantes de las causas colectivas de sus comunidades y organizaciones, se muestran muy atravesa-
das por la construcción de la diferencia cultural y la diferencia de género (en un contexto mayor
de reetnización del pueblo mapuche a ambos lados de la cordillera). Sin embargo, y considerando
lo que vienen planteando varias investigaciones en el sur argentino, es necesario considerar que,
por detrás (o más allá) del esencialismo estratégico, existen complejos procesos de elaboración
de memorias y procesos de identificación y subjetivación entre los miembros de las comunidades
y organizaciones mapuche. También de reconstrucción de un pasado y de una historia como “pue-
blo-nación mapuche” que fue objeto de políticas de sometimiento a ambos lados de la cordillera.
Lo que queremos decir es que esta performance de la identidad femenina mapuche debe ser enten-
dida primero como ellas la entienden: como acciones afirmativas de orgullo sobre su identidad
étnica y su historia, acciones de descolonización y “recuperación” de pautas culturales y diacríti-
cos identitarios que fueron suprimidos, perseguidos y ocultados.
En este sentido, nos interesa dejar planteados algunos interrogantes: ¿Cómo se pueden
comprender y analizar los procesos de identificación y subjetivación como mujeres pertenecien-
tes al “pueblo mapuche” (y los recursos que despliegan para construir estas identidades) sin obs-
taculizar ni deslegitimar los usos estratégicos de las mismas? ¿Cuáles serían las razones y presio-
nes –posiblemente provenientes de los marcos dispuestos por el activismo indígena transnacional
y latinoamericano– que promueven un mayor despliegue de este esencialismo estratégico en las
mujeres y menos en los hombres indígenas?
Una tercera pregunta es si esta performance identitaria de la mujer indígena mapuche corre
el riesgo de entramparlas en ciertos estereotipos asociados a “la mujer indígena” (vinculado al
discurso transnacional sobre las mujeres indígenas que puede mostrar algunos tintes conserva-
dores y/o esencialistas sobre el género), obstaculizando o censurando la discusión en torno a sus
condiciones de género, a las desigualdades y violencias de género. Este interrogante nos surge a
partir de escuchar reiteradamente una narrativa que sostienen muchas activistas mapuches
acerca de los principios de dualidad y complementariedad de género (supuestamente no jerár-
quica) que regían las relaciones de género en los grupos mapuche previamente a la conquista y el
genocidio (Valdez, 2017). ¿Qué recurrencia táctica han elaborado las mujeres mapuches que las
ha conducido a posicionarse en dicha narrativa y sostenerla? ¿Se trata de un ejemplo más de
reivindicación de la cosmovisión indígena como un lugar de resistencia y/o de una visión alterna-
tiva al feminismo y al discurso universalista sobre los derechos de las mujeres que ha sido trans-
nacionalizado por el movimiento de mujeres indígenas continental –cuyo epicentro pareciera ser
el Enlace Continental de Mujeres Indígenas-? (Blackwell et. al., 2009)8. Un último interrogante es
si la apropiación y encarnación de esta identidad étnica femenina mapuche tiene (también) un
potencial emancipador y subversivo dado que, en el seno de estos nuevos procesos de identifica-
ción y subjetivación, las mujeres comienzan un proceso de acercamiento a la historia de someti-
miento, supervivencia y resistencia del “pueblo-nación mapuche” y, por el otro, logran volverse
interlocutoras ante otros sectores de la sociedad para representar las causas colectivas de las que
forman parte (siendo las más importantes la defensa de los territorios y la lucha contra la crimi-
nalización de los y las líderes y referentes).

A modo de conclusión
En este trabajo buscamos mostrar cómo opera la relación entre discursos globales, políticas
multiculturales e interculturales, leyes y normativas que validan y reconocen derechos de los pue-
blos indígenas con procesos de construcción de la “diferencia cultural” situados. Las “comunida-
des indígenas” y las “mujeres indígenas” de carne y hueso construyen sus identidades en relación

8 En otro trabajo (Gómez, 2014, 2020), hemos mostrado cómo, en otros contextos, las mujeres indígenas también se

apropian de discursos sobre los “derechos de las mujeres” y los “derechos humanos” para objetivar críticamente su
condición de género y las desigualdades en sus comunidades y organizaciones. Esto sucede independientemente de que
éstos no sean ni suenen como los discursos políticamente correctos que las referentes académicas y activistas feminis-
tas esperan que las indígenas reproduzcan para posicionarse críticamente.
Antropología Experimental, 2021. Texto 09 135

a estas representaciones e imágenes instauradas sobre cómo debe ser una “verdadera comunidad
indígena” o una “verdadera mujer indígena”. Siguiendo a Clifford, las marcas diacríticas permiten
el diálogo y se presentan como necesarias tanto para el Estado y sus agencias como para los y las
indígenas, porque el concepto de “cultura” asociado a la “identidad” de los “otros” es aun un con-
cepto fuertemente esencialista que no acepta contradicciones, ni cambios, ni emergencias, y que
no tiene en cuenta que las identidades se construyen, cambian y se reconstruyen en contextos
históricos signados por un entramado de desigualdades, y en condiciones que posibilitan o niegan
determinados tipos de identificación (1988: 41). Asimismo, para los propios indígenas “la cultura”
propia continúa siendo una categoría fetichizada y cargada de contenidos cerrados sobre la idea
de “una comunidad en sí misma”, sobre un orden interno, más allá y por encima de los vaivenes
de la historia. En este proceso las ceremonias, la vestimenta, el mapuzungun, se vuelven el único
lenguaje mediante el cual están habilitados a hablar con el Estado y la sociedad en su conjunto.
En términos de Restrepo (2004) podríamos decir que las categorías de “comunidad indí-
gena” y “mujer indígena” responden a “identidades asignadas” que se basan en estereotipos ama-
sados en el flujo de representaciones e imaginarios que circulan entre los sectores dominantes, el
Estado, los organismos internacionales de gobierno y sus agencias, pero también en los movimien-
tos y organizaciones indígenas. Dado que estas representaciones sobre la diferencia cultural –un
tanto estereotipadas– están asociadas al reclamo de ciertos derechos colectivos de los pueblos
originarios y a las políticas de reconocimiento de derechos diferenciales (Jackson y Warren, 2005;
Taylor, 1993), los activistas, líderes y referentes las reproducen y las refuerzan porque, evidente-
mente, desde allí logran tener más legitimidad e interpelar con más éxito a sus interlocutores de
turno. En suma: las posturas esencialistas de las identidades étnico-políticas contemporáneas no
sólo están buscando lograr una mayor eficacia en la acción social, sino que, ante todo, son un pro-
ducto del campo de tensiones entre las políticas de reconocimiento de derechos a los pueblos in-
dígenas y las políticas de identidad indígenas (“una agitada y contradictoria amalgama de prácti-
cas e intervenciones políticas en nombre de la diferencia y el particularismo”, Restrepo, 2007: 25),
en el marco de “regímenes neoliberales multiculturales que alientan formas de subjetividad indí-
gena colectivas” (De la cadena y Starn, 2011: 31) y reconocen derechos a, por ejemplo, la tierra o
el territorio, independientemente de que luego no se elaboren políticas para concretarlos, la gran
paradoja de las políticas de reconocimiento de derechos indígenas en América Latina y, en parti-
cular, en Argentina (Briones, 2005; Trinchero, 2009; Gordillo y Hirsch, 2010).
Respecto de las mujeres de origen mapuche nos interesa señalar que aquellas mujeres que
comienzan a autoreconocerse como pertenecientes al pueblo/nación mapuche y que se apropian
y encarnan identidades étnicas femeninas que rápidamente pueden ser tildadas de “esencialistas”
o folklóricas (por las investigaciones académicas) o “falsas” (por parte de funcionarios estatales y
otros sectores de la sociedad), en verdad se encuentran participando de complejos procesos de
“recuperación cultural”, “reemergencia étnica” y “descolonización” que llevan adelante sus comu-
nidades y organizaciones. Por ello deben considerarse con seriedad los procesos de reflexión crí-
tica que las personas indígenas comenzaron a realizar –por lo menos desde fines de la década del
60 en adelante– sobre las experiencias de genocidio, sometimiento, pérdida de sus territorios, po-
breza estructural, migración hacia las ciudades, racismo y discriminación, y que estimularon el
surgimiento de procesos de recuperación (producción) de memorias en niveles individuales, fa-
miliares y comunitarios.9 Sin embargo, no podemos dejar de señalar que la performance identita-
ria de “la mujer mapuche” está en consonancia con cierto imaginario transnacional sobre “la mujer
indígena” que puede resultar bastante “hiperreal” (Ramos, 1992), pero construido, al fin y al cabo,

9 A un mayor nivel y como señalamos previamente, deberíamos hablar de procesos de re-adscripción acontecidos en

diferentes regiones y provincias del país. En este contexto, los indígenas volvieron am vincularse y a armar sus propias
organizaciones, proceso que en verdad comenzó a fines de la década del 60, pero fue reprimido y abortado a partir de
la implantación de la última dictadura cívicomilitar en 1976 (Serbin, 1981). También a partir de la década del 90 vol-
vieron a crearse nuevos liderazgos indígenas que, considerando las diversas “formaciones provinciales de alteridad”
(Briones, 2005), presentan características diferentes en distintas partes del país, en un contexto nacional donde pro-
gresivamente se fue articulando una nueva legitimidad jurídica, hegemonía política y un proyecto económico (Gómez,
2014).
136 Antropología Experimental, 2021. Texto 09

en la retroalimentación tensa entre las políticas de reconocimiento y las políticas de identidad


(Assies, 2003) teniendo impacto en las subjetividades indígenas ya que estos imaginarios inter-
vienen –aunque no de manera determinante– en sus procesos de identificación.
Por otro lado, con respecto de las “comunidades indígenas” nos interesa destacar que los
procesos de conformación de comunidades no son unidireccionales, sino que implican constantes
procesos de disputa y negociación y que, en ocasiones, encajan con lo que se espera y con los ca-
minos habilitados para estos colectivos y otras veces son procesos disidentes que nos demandan
pensar en políticas y normativas que puedan tener en cuenta las complejas y contradictoras his-
torias de estos colectivos. Como muestran los actuales procesos de conformación de comunidades
en el marco del co-manejo del PNNH, las particularidades y heterogeneidades de estas comunida-
des no encajan con lo que social y jurídicamente se define como “lo indígena”. Desde esta visión,
lo que caracteriza a “lo indígena”, son rasgos culturales distintivos y una supuesta relación entre
una identidad cultural única e inmodificable y un territorio factible de delimitar temporal y espa-
cialmente (Trentini, 2016). Ello se debe a que los procesos de conformación de comunidades se
siguen pensando desde una perspectiva estereotipada, pero también desde una perspectiva que
niega las “interseccionalidades”, y que no permite pensar que quienes habitan los barrios del alto
de Bariloche sean indígenas, porque el “verdadero” indígena es exótico y no pobre. Estas concep-
ciones, a las que Boccara (2007) refiere como “culturalización de las relaciones sociales”, ocultan
los efectos de las desigualdades en las vidas de quienes hoy demandan públicamente como “indí-
genas” y se conforman como una “comunidad”.
Como plantea Briones, los cambios en los procesos de identificación, como resultado de los
cambios en las políticas de reconocimiento, tensan estos procesos de construcción de identidades.
En esta tensión lo que emergen no son necesariamente “indígenas”, sino espacios de agencia y
politicidad, que, según esta autora, llevan a los sujetos a reconocer y sopesar qué lugares de apego
y qué instalaciones estratégicas dan mejor cuenta de sus formas de darle coherencia a trayectorias
a menudo sinuosas en lo personal, lo familiar, y en otros órdenes más inclusivos de lo colectivo.
“Es a partir de formas contextuadas de enfrentar semejante tensión que emergen diversas formas
de ser indígena o de preferir no serlo” (Briones, 2013: 13).
Los procesos de construcción de identidades están moldeados por una experiencia histórica
y situada de desigualdades que supone la confrontación y/o la aceptación de construcciones so-
ciales esencialistas. Aquí vale recordar la propuesta de Restrepo (2007) de considerar que la pro-
ducción del pasado, la tradición y la memoria son componentes que subyacen a la formación de
identidades. Por lo tanto, aunque son parcialmente producidas desde el presente –como efecto de
las luchas políticas y discursivas sobre sus significados–, las identidades no son inventadas de
manera caprichosa, sin anclaje en contextos y experiencias históricas.
En este sentido, las construcciones de categorías como “comunidad indígena” y “mujer in-
dígena” deben comprenderse como productos de procesos históricos y no como conceptos defini-
dos a priori e inmodificables. En estos procesos, se van imponiendo determinadas fórmulas para
ser indígena, para ser comunidad indígena, para ser mujer indígena, y desde estas “condiciones”
demandar derechos diferenciales.
No debemos negar el uso estratégico que los sujetos con los que trabajamos hacen del esen-
cialismo étnico, sino que debemos analizarlo en función de relaciones particulares y procesos his-
tóricos específicos en donde lo local, lo nacional y lo global se encuentran permanentemente im-
bricados. Esto deviene central, en tanto consideramos que uno de los principales obstáculos en la
implementación de políticas públicas vinculadas a pueblos indígenas se debe a la disputa cons-
tante entre lo “verdaderamente indígena” –según la normativa y el sentido común– y lo “verdade-
ramente indígena” –resultado de procesos históricos específicos sumamente complejos y contra-
dictorios–. Por este motivo sostenemos la necesidad de desarmar y problematizar categorías fuer-
temente cristalizadas como “comunidad indígena” y “mujer indígena”.

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