MAURO Alcances y Límites de Una Perspectiva Canónica

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 54

Alcances y límites de una perspectiva canónica:

La Actuación entre las nociones de “representación” y de

“interpretación”

Karina Mauro

La Actuación es un fenómeno artístico que posee características específicas

que la convierten en objeto de indagación teórica y de apreciación estética. Sin

embargo, la concepción tradicional con la que se la ha entendido durante

buena parte de la historia del teatro en Occidente, la supedita a parámetros de

elucidación ajenos. El objetivo del presente trabajo es analizar esta perspectiva

canónica de la Actuación, con el fin de establecer que las nociones de

representación y de interpretación (que se traducen en el reclamo de

subordinación del actor al texto dramático y/o a la dirección, y que redundan en

la desestimación del actor como artista), y la prolongada condena moral a la

actividad que ha recaído históricamente sobre la persona del actor, son

consecuencias derivadas del carácter ambiguo de la acción del actor en

escena. Consideramos que esta indagación es el eslabón necesario para

arribar a una teoría de la Actuación basada en parámetros de dilucidación

específicos.

Organizaremos nuestra exposición en dos partes. En la primera,

analizaremos las implicancias de la noción de “representación” aplicada a la

Actuación. En la segunda parte, indagaremos en la Actuación concebida como

un “arte interpretativa”.

1
1. La mimesis aristotélica y la noción de personaje como porción de

sentido formulado discursivamente

Siguiendo a Louis Marin, Roger Chartier (1996) distingue dos dimensiones de

la noción de representación: la transitiva y la reflexiva. La representación de

carácter transitivo constituye la sustitución de algo ausente por un objeto,

imagen o elemento nuevo, por lo que éste se vuelve transparente en favor de

aquello que refiere. El carácter reflexivo, en cambio, consiste en la

autorrepresentación del nuevo elemento y la mostración de su presencia,

mediante la cual el referente y su signo forman cuerpo, son la misma cosa. Si

bien Chartier afirma que toda enunciación se presenta a sí misma

representando algo, por lo que ambas dimensiones coexisten, reconoce que

aquello que denomina como “las modalidades de la <<preparación>> para

comprender los principios de la representación” (Chartier: 1996, Pp. 90) pueden

provocar que se priorice la función sustitutiva en detrimento de la reflexiva.

En efecto, en la caracterización tradicional del arte teatral en Occidente ha

prevalecido la dimensión transitiva de la representación, concebida como la

referencia a una idea o sentido que se halla ausente de la situación escénica y

es sustituido en y a través de ésta. La dialéctica ausencia / sustitución no viene

dada sólo por una diferencia espacio temporal, por la cual el sentido es ofrecido

por una instancia externa al hecho escénico, ya sea previamente en tanto guía

(texto dramático, intenciones del autor, pautas de género, indicaciones el

director, etc.) o atribuido posteriormente como significado (lectura o

interpretación de la crítica o del público). El carácter transitivo de la

representación teatral supone también la heterogeneidad del referente respecto

del elemento que lo sustituye, en tanto el primero consiste en una formulación

2
discursiva que se aplica a aquello que acontece en escena, cuyo carácter no es

discursivo o no lo es ni exclusiva ni prioritariamente1.

Por otra parte, la transitividad hacia el referente requiere además de un

trabajo de borrado de la enunciación, dotando de verosimilitud al enunciado 2.

La verosimilitud, mediante la cual la representación se halla en

correspondencia con las pautas culturales, históricas y genéricas a las que

pertenece, garantiza así la transitividad de la representación hacia su referente.

La inverosimilitud, por el contrario, actuará como una inscripción del proceso de

la enunciación en el enunciado (González Requena: 1987), enfatizando la

reflexividad del mismo.

Consideramos que la transitividad de la representación teatral resulta

afectada por la Actuación, debido al carácter de la acción actoral en tanto

acontecimiento. La particularidad de la misma proviene de su cualidad de

acción realizada, y por lo tanto, inmanente (por cuanto es inherente a sí misma,

sin referencia a algo externo) e indeterminada (por cuanto se da en el aquí y

ahora de su ejecución), lo cual plantea un cuestionamiento a la totalidad del

hecho escénico entendido como una composición previa y controlable. En

efecto, el sujeto, entendido en tanto ser corpóreo (Merleau Ponty: 1975), es el

elemento perturbador por antonomasia de la verisimilitud del enunciado

escénico, debido a que su desempeño en el aquí y ahora del hecho teatral

1
Aun considerado a partir de sus elementos discursivos (los parlamentos), el acontecimiento
escénico también funciona, desde esta perspectiva, como sustitución de un sentido general de
la obra como totalidad discursiva exterior, de la que cada diálogo o monólogo constituye sólo
una porción incompleta y supeditada al resto
2
Roland Barthes afirma que “El Padre es el hablador: el que tiene los discursos fuera del
hacer, separado de toda producción; el Padre es el Hombre de los Enunciados por eso nada es
más transgresivo que sorprender al Padre en estado de enunciación […] El que muestra, el que
enuncia, el que muestra la enunciación, no es más el Padre” (cit. en Kebrat – Orecchioni: 1997,
Pp. 54

3
introduce elementos ajenos o diversos respecto del referente, enfatizando así

el carácter reflexivo de la representación.

Consideramos que, tanto las nociones de representación (limitando el

concepto a la transitividad) o de interpretación de un personaje, que han

caracterizado a la tarea del actor en el enfoque tradicional, así como la

prolongada condena moral a la Actuación, derivan de la reflexividad que reviste

la acción del actor en escena, constituyendo intentos de resolución de su

inverosimilitud y de su carácter disruptivo de la transparencia hacia el referente.

La solución ha consistido en postular a la acción actoral como la sustitución de

la acción del personaje, en tanto construcción discursiva creada por el

dramaturgo. El sentido representado, heterogéneo y extemporáneo a la

Actuación, es erigido así como la justificación última de la acción del actor.

Como resultado, los aspectos específicos de la Actuación en tanto

acontecimiento, permanecen inadvertidos.

A continuación, situaremos el origen de estos postulados en la concepción

platónico-aristotélica de la mimesis y analizaremos sus implicancias en la

Actuación a lo largo de la historia del teatro occidental.

Georg Gadamer (1977) sostiene que la filosofía griega surge de la

constatación del hiato existente entre el nombre y su portador La veracidad de

la palabra es puesta en duda, dado que no logra representar acabadamente al

ser, entre otras cosas porque así como puede otorgarse, el nombre también

puede cambiarse. La solución platónica consistió en elevar por sobre la

palabra, un cosmos de ideas verdaderas e inmutables, independientes del

lenguaje o de las apariencias. Sin embargo, al persistir como necesaria

instancia mediadora, la palabra continuó planteando la duda acerca de su

4
estatuto como signo derivado de la pura convención, o como signo que

contiene algo de imagen, por lo que consistiría en una copia cuya “función

indicadora o representadora la obtiene no del sujeto que percibe el signo sino

de su propio contenido objetivo” (Gadamer: 1977, Pp. 13). Al respecto, Deleuze

(1969) agrega que la Teoría de las Ideas parte de la voluntad de seleccionar y

escoger, con el fin de producir la diferencia entre al original y la copia. No

obstante, además de la diferencia queda planteada una jerarquía, mediante la

cual el original se constituye en el motivo o la legitimación de la copia y,

simétricamente, ésta última es sólo tolerada en tanto subordinada a aquél.

Queda planteado así, el problema de la mimesis.

Si bien no hay en Pláton y Aristóteles una definición del arte estéticamente

separado, podría definirse al mismo como “técnica mimética” (Estiú: 1982),

entendida como el conjunto de principios y normas a seguir en pos de la

producción de apariencias o imágenes. La técnica mimética puede producir

apariencias o imágenes irreales de carácter eikástico, es decir ser portadoras

de veracidad por poseer una referencia de carácter exterior y heterogéneo a la

apariencia, por lo que ésta se erige como representación o copia de la idea que

le da origen (Ricoeur: 2004), o de carácter fantasmático, por cuanto se basa en

el puro simulacro sin referencia veraz a nada exterior a sí mismo. Platón (1977)

considera por tanto que existe una mimética informada, poseedora de un

conocimiento sobre el modelo que imita, y una doxomimética, apoyada en la

opinión y sin conocimiento del modelo evocado. Dentro de la misma, Platón

reconoce a simuladores cándidos o ingenuos, que creen saber lo que en

realidad ignoran y a lo que sólo tienen acceso por inspiración divina, o

simuladores astutos, que disfrazan su ignorancia voluntariamente con el fin de

5
embaucar, ubicando allí al sofista, quien “más que una inspiración verdadera,

tiene la técnica que le sirve para simular la inspiración” (Estiú: 1982, Pp. 24 y

25). Tanto la mimética informada como la producida por inspiración divina son

de carácter eikástico, es decir, representan con veracidad, mientras que los

simuladores astutos sólo producen imágenes fantasmáticas, es decir, puros

simulacros sin referencia a las ideas bellas o verdaderas. Entre los sujetos

inspirados que producen apariencias eikásticas y los sujetos que poseen

técnicas para simular, produciendo apariencias fantasmáticas, es donde se

ubica la problemática del actor.

La Poética es la técnica mimética mediante la cual el poeta produce una

imitación que tiene como referente una acción o praxis bellas (es decir,

poseedoras de orden, simetría, medida, etc.). Platón establece que el poeta y

el músico pueden ser atraídos por la fuerza divina y, bajo el enthusiasmos

provocado por la misma, producir obras que la transmitan a su vez. El estado

de irracionalidad o fuera de sí es lo que permite situar estas obras en un plano

diferente al de la producción meramente técnica, por lo que los poetas

inspirados poseen una jerarquía más alta que aquellos que crean

racionalmente. El rapsoda o actor posee una técnica mimética propia de su

profesión, pero no puede acceder directamente a la inspiración divina, sino a

través de la obra creada por el poeta, es decir, a través de la palabra. Esto

plantea un doble carácter, dado que su técnica le permite imitar acciones bellas

o verdaderas que emanan de la palabra poética (apariencias eikásticas), pero

también simular la inspiración (produciendo apariencias fantasmáticas), por lo

que participa de la caracterización del sofista: “Recuérdese el pasaje en que

Ion simula estar arrebatado por el texto que interpreta, mientras que en realidad

6
estudia con cuidado vigilante las reacciones del público” (Estiú: 1982, Pp. 24 y

25). Como consecuencia, Platón expulsa al rapsoda del Estado en República.

Jacques Rancière (2009) considera que el principal conflicto que plantea

el mimético en el pensamiento platónico es su carecer de ser doble, pero en

tanto trabajador que hace dos cosas a la vez:

“En el tercer libro de La República, el mimético es condenado

ya no simplemente por la falsedad y por el carácter pernicioso

de las imágenes que propone, sino según un principio de

división del trabajo que ha servido ya para excluir a los

artesanos de todo espacio político común: el mimético es, por

definición, un ser doble. Hace dos cosas a la vez […] el

mimético da al principio <<privado>> del trabajo una escena

pública” (Rancière: 2009)

Si el mundo griego establece una oposición entre la actividad fabricadora

propia de la oscuridad del mundo privado y la visibilidad de lo público, la

dualidad del mimético consiste en exhibir públicamente su trabajo. Rancière

considera que al expulsarlo del Estado, Platón condena al mimético tanto por

hacer simulacros, como por unir ambos espacios, dado que al hacerlo expone

la dualidad del mundo:

“Desde el punto de vista platónico, el escenario del teatro, que

es a la vez el espacio de una actividad pública y el lugar de

7
exhibición de los <<fantasmas>>, perturba la división de

identidades, actividades y espacios” (Rancière: 2009)

¿Qué implicancias tienen estas consideraciones en el caso del actor? ¿En

qué medida el actor se relaciona con la “perturbación de la división de

identidades” que plantea Rancière? El carácter doble de la Actuación no radica

en la exhibición pública de un objeto fabricado en el espacio privado (como

sucede con otras actividades miméticas, como la pintura), sino en la posibilidad

de imitar acciones frente a otros. El actor no pretende confundirse con lo que

representa, sino que usufructúa del hecho de no ser y que ese no ser, esa

distancia o hiato, se perciba, por lo que su accionar se sostiene en la dualidad

por la cual su acción refiere a aquella acción que sustituye, pero a su vez se

mantiene fuera de la representación como presencia de sí. Esto implica que el

actor puede llevar adelante públicamente acciones que no podrán serles

atribuidas como sujeto. Por lo tanto, aun cuando más tarde Platón acepte al

rapsoda en el Fedro, se mantendrá sin embargo, la conflictiva condición del

actor como un sujeto que ostenta la posibilidad de realizar públicamente

acciones bajas o réprobas con la misma veracidad que las altas o bellas, sin

que le sean atribuidas. El accionar del actor posee la misma veracidad en

ambos casos, representando como reales las cosas que no lo son o que no lo

deberían ser. Esto es observado por Platón, cuando asegura que si aquél que

representara fuera un hombre juicioso,

“en el caso de que el personaje sea inferior al varón que lo

representa, éste no querrá actuar con veracidad, salvo las

8
pocas veces que el personaje lleve a cabo alguna acción

valerosa; y pese a esto, sentirá vergüenza de ponerse en la piel

de semejantes hombres, puesto que además no tiene práctica

alguna en las acciones que representa” (Platón: 1963, Pp. 197).

Sin embargo, el actor no sólo no abjura de realizar una acción réproba, sino

que además no se avergüenza de demostrar públicamente la práctica que

posee para realizar las mismas, reflejada en la veracidad con la que lo hace. El

accionar del actor pareciera así poder separarse de cualquier fundamento

legitimador. Pero, si la acción realizada es réproba, ¿a quién se le atribuye?

¿Cómo es posible tolerar a un sujeto que no aborrece de ejecutar una acción

réproba? ¿Cómo concebir un sujeto que realiza una acción réproba sin ser

réprobo a su vez? No obstante, si la condición de actor le permite a un sujeto

llevar adelante acciones no motivadas como si fueran reales, queda planteado

un problema aun mayor, que se presenta incluso en el caso de que represente

acciones bellas: ¿cómo puede el actor realizar acciones nobles sin ser noble?

En definitiva, ¿cómo puede un sujeto llevar adelante públicamente una acción

sin un motivo veraz que la legitime? El accionar del actor expone así el

simulacro que puede percibirse en toda acción real, en todo sentido

establecido. La supuesta falsedad del actor, es percibida como la denuncia de

la falsedad de todo lo verdadero, que queda así relativizado. Esa es la cualidad

doble del actor.

Por lo tanto, si el actor puede realizar superficialmente acciones,

desprendidas de una profundidad que las motive y las explique, no sólo será

imperioso restringir dicha posibilidad, sometiendo a la Actuación a un referente

9
que la legitime (la obra del poeta), sino que habrá que mediatizar de algún

modo la relación del sujeto con su propio accionar en escena.

Estos problemas hallan resolución en la obra de Aristóteles, quien

subordina la mimesis al mito, elevando al objeto del mismo (el “qué” de la

acción) por sobre otros componentes (Ricoeur: 1995). Así, las entidades

ejecutantes (“quién”) quedan sometidas a la trama.

Aristóteles (1979) plantea un sentido amplio de mimesis, en tanto

reproducción, representación, imitación, expresión o recreación de un objeto o

praxis. Es por ello que afirma que el poeta puede representar las cosas como

fueron, como se dice que fueron o como deberían ser. La garantía de orden y

belleza de su obra estará dada por el mito. La trama o acción narrada es lo

más importante de la tragedia, en tanto posee un carácter unitario, “porque

ocurre, poco mas o menos, lo que en la pintura, donde si uno aplicara los más

hermosos colores en una mezcla arbitraria causaría menos placer que

dibujando una imagen” (Aristóteles: 1979, Pp. 81). Así, la construcción, por

parte del poeta, de una trama que conforme una totalidad de sentido, es la

garantía de orden que legitima la acción del actor, por lo que es en su seno que

ésta debe producirse:

“Para ver si una determinada palabra o una determinada acción

de un personaje está bien o no, no conviene examinarla

considerando tan sólo la acción o la palabra en sí mismas,

considerando si por sí solas son distinguidas o bajas; hay que

tener en cuenta también el personaje que habla u obra y a

quién se dirige cuando obra y habla, a favor de quién lo hace,

10
por qué motivos, si es, por ejemplo, para lograr un bien mayor o

es para evitar un mayor mal” (Aristóteles: 1979, Pp. 152).

Es así como el actor puede representar acciones bajas, siempre y cuando

la totalidad de sentido lo justifique. De este modo, la acción del actor queda

subsumida dentro de un orden. El actor griego, además de estar desprovisto de

todo atributo personal (su voz, rostro y aspecto físico se hallaba deformado o

disimulado por su vestuario), supeditaba su accionar a una línea de conducta

definida a través de la palabra del poeta. Aristóteles estima que el carácter está

supeditado a la acción a representar y ésta a la forma de pensar, definida como

la capacidad para formular lo que es lícito y adecuado en los discursos. No

obstante, reconoce la existencia de mitos que no están construidos atendiendo

a la verosimilitud o necesidad, a los que denomina “episódicos” por tener

hechos desligados de la trama. Estima que los mismos son obra de malos

poetas o de buenos poetas que “atienden de preferencia a los actores”

(Aristóteles: 1979, Pp. 91), señalando la tendencia disruptiva del actor con

respecto a cualquier orden que intente imponérsele.

En su análisis de la Poética, Paul Ricoeur afirma que

“mientras que la mimesis platónica aleja la obra de arte

bastante del modelo ideal, que es su fundamento último, la de

Aristóteles sólo tiene un punto de distanciamiento: el hacer

humano, las artes de composición” (Ricoeur: 1995, Pp. 85).

11
La función mimética queda así ligada a la composición de la trama, por lo que

no se imita la acción, sino que se la recrea. Ricoeur afirma que la producción

de una ficción bien compuesta es, por lo tanto, un proceso activo de

representación, mediante el cual la obra logra situarse entre la irracionalidad

del acontecimiento y la racionalidad del sentido inteligible y repetible. El

acontecimiento es convertido en “acción narrativa” (red conceptual que posee

fines, motivos, agentes, circunstancias y resultados) y pasa a constituir el “qué”

de la representación. La función mimética o fuerza referencial de la ficción

narrativa

“consiste en que el acto narrativo aplica la grilla de una ficción

reglamentada a lo <<diverso>> de la acción humana. Entre lo

que podría ser una lógica de lo posibles narrativos y lo diverso

empírico de la acción, la ficción narrativa intercala su

esquematismo de la acción humana” (Ricoeur: 1982, Pp. 104)

La narratividad determina, articula y clarifica la experiencia, describiendo un

campo menos conocido a través de uno ficticio, pero más conocido. La puesta

en intriga supone la selección y combinación de acontecimientos con el fin de

mostrar concordante la discordancia. Ricoeur (1995) establece entonces, que

la mimesis posee tres momentos: la selección (o prefiguración), la combinación

(o configuración) y la lectura. La selección implica la existencia de un

paradigma anterior a la composición poética. Es en dicho paradigma que

encuentran su sitio las acciones bajas o nobles según una escala de valores,

por lo que las mismas no pueden ser éticamente neutras.

12
Consecuentemente, la acción narrativa posee un lugar específico en el

ordenamiento paradigmático. Es en su combinación, que las acciones

narrativas se componen en sintagma. La relación entre acciones bajas o nobles

establecerá entonces episodios controlados por la trama y no encadenados al

azar. De este modo, la catarsis estará supeditada a la capacidad de lectura, es

decir, a la posibilidad de comprensión de dicho encadenamiento. La trama

deberá por lo tanto, respetar los imperativos de concordancia (que consiste en

el pasaje de la gratuidad de la sucesión de eventos, a la lógica causa/efecto),

plenitud (que supone a la coherencia como conexión interna), totalidad (en

tanto poseedora de principio, medio y fin), progresión (conforme a la ausencia

de azar y a la exigencia de dirección hacia la conclusión, en la sucesión de

acontecimientos contiguos) y extensión (contorno y límite) apropiadas:

“Componer la trama es ya hacer surgir lo inteligible de lo accidental, lo

universal de lo singular, lo necesario o lo verosímil de lo episódico” (Ricoeur:

1995, Pp. 96).

La trama constituye entonces una unidad cerrada que legitima y justifica a

todo elemento presente en el hecho teatral, volviéndolo verosímil.

Simétricamente, aquello que no establezca relación con la misma será

desechado o no percibido, en la medida en que se torne “incomprensible” o

inverosímil (en relación con el paradigma previo, es decir, en concordancia con

el contexto cultural). Esto supone la jerarquía de la palabra, a través del texto

dramático, por sobre el “espectáculo”, entendido como “cosa seductora pero

muy ajena al arte y la menos propia de la poética, pues la fuerza de la tragedia

existe también sin representación y sin actores” (Aristóteles: 1979).

13
Ahora bien, en tanto escritura, la trama implica un ejercicio de poder,

mediante el cual el sujeto de la misma se convierte en el dueño. El trabajador,

en cambio, será aquél que use una herramienta distinta al lenguaje (De

Certeau: 2007). La trama impone, en el hecho teatral, la preponderancia de lo

que De Certeau denomina una lógica de acción estratégica, consistente en el

“cálculo de relaciones de fuerzas que se vuelve posible a partir del momento en

que un sujeto de voluntad y de poder es susceptible de aislarse de un

<<ambiente>>” (2007, Pp. XLIX). Esto implica que la trama circunscribe a la

escena como un lugar propio, a través de un orden según el cual los elementos

presentes se distribuyen en relaciones de coexistencia, excluyendo la

posibilidad de que dos cosas se encuentren en el mismo sitio. Esto provee una

estructura estable que hace posible una posición de retirada, de distancia y

previsión, que se da a sí misma un proyecto global y totalizador.

La disposición estratégica que el arte teatral recibe del imperio de la

trama, constituye lo que Derrida (1967) denomina una escena teológica, en

tanto responde a un logos primero que no pertenece al lugar teatral, pero que

lo gobierna a distancia:

“La escena es teológica en tanto que su estructura comporta,

siguiendo a toda la tradición, los elementos siguientes: un

autor-creador que, ausente y desde lejos, armado con un texto,

vigila, reúne y dirige el tiempo o el sentido de la representación,

dejando que ésta lo represente en lo que se llama el contenido

de sus pensamientos, de sus intenciones y de sus ideas.

Representar por medio de los representantes, directores o

14
actores, intérpretes sometidos que representan personajes que,

en primer lugar mediante lo que dicen, representan más o

menos directamente el pensamiento del <<creador>>” (Derrida:

1967, Pp. 322)

A través de la hegemonía de la trama, la mimesis aristotélica establece así

la preponderancia de la dimensión transitiva de la representación. Esto se

extenderá a lo largo de la historia del teatro occidental y ejercerá una poderosa

influencia en la Actuación, sumiéndola en la heteronomía. La acción actoral

procederá de la acción narrativa, en tanto esquema o modelo a seguir que le

será brindado al actor a través de la figura del personaje.

En este esquema, la figura del personaje es la instancia mediadora entre

la trama y el actor, lo cual garantiza la hegemonía de la dimensión transitiva de

la representación, al subordinar la acción actoral a la estrategia prevista por el

dramaturgo, reduciendo así la inverosimilitud y reflexividad de la misma.

Ricoeur (1995) afirma que la obra de arte presupone una totalidad que se

halla implícita en el reconocimiento de las partes. En el teatro, la trama es la

totalidad discursiva compuesta por el poeta y refrendada por el director. La

acción narrativa constituye el “qué” de la representación, al cual los caracteres

deben subordinarse. Según Aristóteles, cada carácter debe ser considerado

como parte del todo pero, a su vez, como figura autónoma que posee una línea

de conducta con coherencia entre la palabra y la acción. Por lo tanto, el

personaje es una entidad literaria, que posee todos los requisitos de la unidad

(proporción interna, ritmo propio, lógica particular, etc.), pero que participa y

contribuye a la unidad mayor. En tanto “quién” de la acción narrativa, es una

15
parte emanada de la trama, por lo que está construida en función de la

estrategia inherente a la misma.

En su diccionario, Patrice Pavis define al personaje como una entidad

psicológica y moral semejante a los hombres, similitud que promueve la

identificación del espectador (Pavis: 1983, Pp. 334 a 336). Luego agrega que el

personaje es un elemento estructural que organiza el relato y la fábula, merced

a una fórmula de comportamiento básico: el abandono de un entorno no

conflictivo para penetrar en territorio extranjero. Notemos que el personaje se

define entonces como una parte o fragmento emanado de una totalidad de

sentido. La categoría de personaje participa de las peripecias del conflicto o la

fábula narrada, por lo que debe hallarse en relación de cooperación con las

otras entidades similares (los otros personajes), en pos del respeto y la

concreción del sentido total de la obra.

Algo similar concluye Robert Abirached (1994) en su estudio sobre la

evolución del personaje en el teatro occidental, cuando afirma que el lenguaje

dramático distribuye la emoción entre los diferentes personajes en una rítmica

general. El personaje es entonces un concepto, una figura que se recorta del

fondo a partir de ciertas semejanzas elegidas en detrimento de otros aspectos,

que se perciben como diferencias. Por lo tanto, no se refiere sólo a la unidad

psicológica del personaje realista, sino a cualquier elemento que sirva para

constituir unidad: un ritmo, un conjunto de movimientos, etc. La condición del

personaje no está dada por su contenido sino por su funcionamiento. Abirached

agrega que el personaje debe poseer estabilidad y coherencia, y su

comportamiento, obedecer a una cadena de causalidades, una lógica

establecida por el orden que el autor introduce en lo real. De este esquema

16
pueden participar tanto estéticas realistas como teatralizantes. Es decir, la

verosimilitud del personaje se hallará garantizada tanto si su elaboración está

orientada hacia la evocación de la organización psicofísica de una persona real

en circunstancias reales, como si lo está hacia la creación de comportamientos

más artificiosos, siempre que se respete la estructura mayor, que es la de la

obra.

A lo largo de la historia del teatro occidental, las sucesivas preceptivas

poéticas3 han planteado discusiones acerca de la correcta interpretación de la

Poética en lo referente a las unidades aristotélicas (lugar, acción y tiempo),

pero no en cuanto a la subordinación de los caracteres a la acción. La

constante exigencia de decoro y verosimilitud que contienen estas poéticas, ha

promovido la dependencia del personaje de las costumbres, el vocabulario, la

clase y la edad a representar, pero también de la emoción a suscitar, por lo que

se insta al autor a evitar lo superfluo y a manejarse con austeridad y sencillez

en la construcción de los mismos. Es significativo que estas normativas estén

dirigidas exclusivamente a los autores. En efecto, se refieren a la composición

de la trama por lo que los actores no son mencionados. Conforme avanza la

época, los criterios de verosimilitud y decoro (relativos a lo que cada sociedad y

período histórico entiende por ellos) cederán paso a la propugnación de la

razón como principio rector (que se pretende como universal) en la

composición de las obras teatrales, de cara a privilegiar la utilidad política y

social del teatro, que adquiere así una dimensión ética superlativa. Las

unidades aristotélicas serán justificadas mediante criterios racionales (se

3
Horacio (Ars poética, 14 a.C.), Lope de Vega (El arte nuevo de hacer comedias, 1609),
Moliere (Prefacio a Tartufo, 1669), Boileau (Arte poética, 1674), Racine (Prefacio a Fedra,
1677), Voltaire (Carta al Padre Poreé, 1730 y Discurso sobre la tragedia, 1731), Lessing (La
dramaturgia de Hamburgo, 1769), Schiller (Prefacio a Los Bandidos, 1781 y Sobre el arte
dramático, 1792

17
instará a la eliminación del azar y a la preponderancia de la lógica causa /

efecto), así como se profundizará en la concepción del personaje como ejemplo

moral para ofrecer al público.

No obstante, la llegada del Drama Moderno constituye un cambio notable

en el teatro occidental, a partir del cual el personaje pasa a ocupar el lugar

central como fundamento de la verosimilitud (y por ende, de la transitividad de

la representación). Peter Szondi (1994) establece que el drama comporta la

eliminación de todo vestigio de enunciación en el hecho teatral. Esto implica el

total borramiento del “sujeto de la forma épica” o “yo épico”, presentes en la

epopeya o la novela. Surgido en el Renacimiento, como expresión del hombre

vuelto a sí mismo luego del derrumbe de la cosmovisión medieval, el drama

constituye una expresión artística donde el mismo se confirma y refleja. Para

ello, se invisibiliza todo procedimiento de construcción, por lo que el diálogo en

tanto coloquio interpersonal, se establece como una dialéctica cerrada, una

entidad absoluta que no conoce nada fuera de sí. En el drama, el autor está

ausente, no interviene porque ha hecho cesión de la palabra. Como

consecuencia, el personaje adquiere una importancia inusitada, dado que el

diálogo emana de él.

Szondi afirma que los sujetos del drama son entonces proyecciones del

sujeto histórico, coinciden con el estado de conciencia, por lo que los

personajes no presentan distancia alguna respecto del público. El carácter, que

actúa y siente de acuerdo con las circunstancias (ilusionismo por el cual el

drama no se presenta como la exposición secundaria de algo primigenio), es el

representante del autor y del espectador, quien ve reflejada en el mismo, una

imagen de sí. La verosimilitud estará dada por la ilusión referencial, que supone

18
al realismo y sus procedimientos, mediante los cuales se produce la sensación

de que la historia es desarrollada por los personajes y no producida por un

enunciador externo4. De este modo, la representación se vuelve transparente

hacia su referente, simulando su carácter construido, en tanto el presente

deviene pasado sólo por cuanto genera una transformación, por lo que

continua participando de la lógica causa / efecto como productora de sentido.

El drama constituye la expresión de la burguesía ascendente y se erige

como norma hacia 1860. El personaje adquiere entonces características como

entidad biográfica ficticia, provista de vida pasada y presente, de rasgos físicos

y psicológicos precisos, emanadas del texto dramático, suplantando al sistema

de roles o papeles fijos del período anterior (De Marinis: 2005). Su principal

accionar estará dado por participar de la dialéctica intersubjetiva del diálogo,

con el fin de arribar a la síntesis.

Aunque Szondi estima que el Siglo XX marca el cuestionamiento del

drama y de la dialéctica intersubjetiva como principio constructivo, a partir de

propuestas dramatúrgicas que reintroducen elementos épicos, la figura del

personaje en tanto unidad continuará vigente. Si como afirmamos

anteriormente, la caracterización biográfico – psicológica puede ser

reemplazada por cualquier otro elemento unificador (una partitura de

movimientos, un ritmo o un conjunto de parlamentos agrupados en torno a un

nombre propio), debemos reconocer que el personaje, en tanto entidad

derivada de la trama, no ha sido totalmente invalidado.

Concluimos en que la dimensión transitiva de la representación es

priorizada a través de la subordinación al sentido formulado como trama. En

4
Barthes denuncia como irrealista la pretendida objetividad del realismo, mediante la cual los
hechos se relatan a sí mismos, por lo que el quebrantamiento de sus certezas, implica la
relativización de la verdad del decir (Barthes: 1974).

19
este contexto, el personaje se convierte en la guía y legitimación última de la

Actuación. El actor accede al “qué” de la representación a través del personaje,

en el cual se ordena la cadena de medios en una estrategia que determina un

“desde” estable, para arribar a un “hacia” planificado. La Actuación se

subordina a la representación de esta formulación discursiva articulada

previamente, y por lo tanto heterogénea y exterior a su tarea específica. La

misma constituirá la legitimación de su accionar en escena: el actor acciona

según las indicaciones del personaje.

Dos problemas surgen para el actor. Por un lado, uno de índole técnica,

derivado del imperativo de planificación del accionar en escena, que significa

representar un sentido previo. Esto trae aparejado el aislamiento de las

circunstancias en las que el actor realiza su tarea, a favor del respeto a un

esquema discursivo. En efecto, sólo pueden planificarse las acciones que

tienen nombre, coherencia, principio, medio y fin, es decir, todas las

características de las que carece el accionar efectivo, en tanto acontecimiento.

Por otra parte, y como consecuencia de lo anterior, esto exige que el

actor, en tanto subordinado al personaje se irrealice como sujeto en el mismo.

Robert Abirached (1994) defiende esta posición al sostener que el personaje es

un ser de palabras que preexiste al actor y posee una disposición a

materializarse. El actor, por lo tanto, da cuerpo al personaje, lo encarna,

desencarnándose él mismo. De este modo, si la acción actoral se vuelve

transparente en favor de la acción narrativa que representa, el sujeto que la

lleva adelante es borrado en tanto singularidad, constituyéndose como

intercambiable con otro que cumpla su misma función. En este sentido, Patrice

Pavis afirma que los actores

20
“valen por su significado y no por el referente (cuerpo del actor

X) […] sólo tienen interés en un conjunto significante y en

relación a otros signos, otros personajes, otras situaciones,

escenas, etc. […] el actor no es más que un soporte físico que

vale para algo que no es él mismo” (Pavis: 1983, Pp. 380)

Pero, dado que las características de la acción en escena, en tanto

acontecimiento, impiden que la acción actoral se invisibilice por completo en la

acción narrativa, el actor emerge como un elemento disruptivo, aquel

componente del hecho teatral que parece no poder someterse acabadamente

al imperio de la trama. En tanto interprete a un personaje, la acción del actor no

es atribuible a su persona (el sujeto se irrealiza en aquello que representa). No

obstante, todo aquello que no pueda ser subsumido a la trama, que no pueda

adjudicarse al personaje (permaneciendo como presencia de sí por su carácter

reflexivo), será entonces atribuido al actor (en tanto sujeto) en forma negativa.

Esta atribución parcial o selectiva será la paradoja del actor en tanto intérprete.

2. La Actuación entendida como interpretación

La importancia de la mimesis en tanto composición de una trama, radica en la

definición del hecho teatral como la sustitución material de ésta, lo cual prioriza

la dimensión transitiva de la representación. El espectáculo en tanto tal, no

pertenece al dominio del arte poética, dado que carece de fundamento

lingüístico, por lo que forma parte de las artes imitativas no lingüísticas,

fundamentadas en la visión o apariencia. En este contexto, la tarea del actor se

21
circunscribe a la interpretación del personaje (en tanto entidad emanada de la

trama).

Esto supone una instancia de regulación de la acción en escena, que

será legítima sólo en tanto se reduzca a materializar la acción narrativa, por lo

que el ideal es que no se reconozca la diferencia entre una y otra, es decir, que

la primera se vuelva transparente a favor de la segunda. No obstante, las

características de la acción actoral como acontecimiento en el aquí y ahora de

la Actuación, y en tanto producida por un sujeto encarnado, impiden la total

invisibilización de la misma en la representación. Esto posee dos

consecuencias. Por un lado, las constantes sospechas y reprimendas dirigidas

a la Actuación en tanto elemento disruptivo de la representación. Por otro lado,

la no menos prolongada indeterminación técnica de la tarea actoral a lo largo

de la historia del teatro occidental.

En el presente apartado abordaremos la problemática formulación técnica

a la que ha conducido la caracterización de la Actuación como interpretación.

En primer lugar, analizaremos las implicancias en el arte mimético griego, del

concepto de tekné, en tanto praxis vinculada a un fin específico.

Según Emilio Estiú (1982), no existe entre los griegos una concepción

instrumental de la técnica, sino que la misma es definida como la tenencia,

adquirida por enseñanza, práctica y experiencia, de la capacidad de producir

algo. Se trata de un conocimiento de inferior jerarquía que el teorético, dado

que es especializado y restringido a dominios parciales del conocimiento,

encaminados a la producción de obras determinadas. Aun así, el saber técnico

posee entre los griegos una jerarquía interna, debido a que cuanto más se aleja

el hombre de las necesidades de subsistencia, más sutiles y complejas son las

22
técnicas que utiliza. Por lo tanto, las técnicas más altas serán las más

desinteresadas y alejadas de la utilidad inmediata.

Ahora bien, en cuanto técnico, el mimético es un trabajador que utiliza su

cuerpo para la realización de obras. Los griegos desestimaban las ocupaciones

que fatigaban al cuerpo, dado que le impedían al hombre cultivar su espíritu 5.

Sin embargo, la práctica de algunas artes era útil para la formación culta,

siempre y cuando no se llegase al desempeño profesional. Tanto el lucro como

la necesidad de conquistar la adhesión del público son los aspectos negativos

del ejercicio de la técnica, pues muestran interés y utilidad. Así Aristóteles

afirma en su Poética:

“Rechazamos, pues, tanto por lo que se refiere a los

instrumentos como a la ejecución, la instrucción técnica, y por

técnica entendemos la encaminada a los certámenes, pues en

ella el ejecutante no se propone como fin su propia virtud, sino

el placer […] por eso no juzgamos esta ejecución propia de

hombres libres, sino de asalariados y tienen que degradarse,

puesto que es bajo el blanco que toman como fin […] El

profesional, con el fin de llegar a todos los oyentes incluidos los

incultos y de mal gusto, no vacila en halagarlos, aunque para

ello se vea obligado a exhibir el propio virtuosismo, aplaudido

por el público, más que expresar con pureza lo que la música

debe transmitir” (cit. en Estiú: 1982, Pp. 16 y 17)

5
Estiú afirma que la concepción del artista en el Renacimiento implicó un cambio de
perspectiva, pero no una ruptura definitiva con dicho pensamiento, dado que espiritualizó la
práctica del arte, exaltando lo que había en ella de especulación y disminuyendo la intervención
del cuerpo. Esto se ha profundizado hasta nuestros días, con especial notoriedad en las artes
plásticas, donde es común que el artista “diseñe” la obra, que es ejecutada por otro sujeto

23
Esto indica en primer lugar, la desestimación de los griegos por quienes

ejercían la técnica mimética como medio de subsistencia. En segundo lugar,

explica la existencia de la distinción entre productor y producto, entendiendo

por este último a lo que se separa del sujeto productor, aquello que no es por

naturaleza sino como resultado artificial del acto operativo. La subjetividad de la

tenencia (la posibilidad de producir) desemboca así en la objetividad de la obra,

es decir, en una exterioridad. De este modo, resulta posible ponderar la obra de

un artista, al tiempo que es legítimo menospreciar al sujeto en cuanto tal (Estiú:

1982). Podrá decirse que una obra es buena, sin que dicho calificativo recaiga

en la persona del artífice, por lo que la bondad y la belleza de la obra le

corresponden sólo a ésta.

En el caso de la Actuación, este desdoblamiento presenta

particularidades, dado que se trata de una obra que no se separa

materialmente del productor. Por lo tanto, esta posibilidad de elogiarla,

desestimando al sujeto que la realiza, depende exclusivamente de lo que

denominaremos como una “atribución selectiva” de la acción: se le atribuirán

las bondades a la ejecución de la acción emanada de la trama, mientras que

los aspectos negativos le serán adjudicados a la Actuación en tanto actividad

mimética lucrativa, lo cual desemboca en el desprecio del sujeto en cuanto

actor. Por lo tanto, no se le atribuye al sujeto la obra poseedora de virtudes,

pero sí la actividad réproba. Si, como afirmamos en el apartado anterior, la

Actuación usufructúa de la distancia que separa la acción actoral del referente

y que, por lo tanto, el actor es el sujeto capaz de realizar públicamente

acciones que no le son adjudicabes, la atribución selectiva se ubicará, a su vez,

24
en la existencia de dicha separación, con el fin de garantizar el orden impuesto

por la trama. Así, los rasgos valorados de la Actuación estarán constituidos por

los aspectos representativos (en términos de transitividad) de la misma, por

cuanto la acción actoral sustituye a la acción narrativa emanada de la trama.

Pero en cuanto a los aspectos negativos emanados de su desempeño técnico

profesional, la atribución se realizará a la persona del actor.

Por lo tanto, se le adjudica como actor todo lo réprobo (la capacidad

accionar con veracidad sin tener motivos reales) que no puede adjudicársele

como sujeto. De este modo, la trama refrenda en el hecho teatral, la división de

lo sensible que Rancière (2009) afirma, se halla amenazada por la actividad del

mimético, y mediante la cual se produce la separación entre quienes actúan y

quienes sufren, entre las clases cultivadas que tienen acceso a una totalización

de la experiencia vivida y las clases silvestres, sumergidas en la fragmentación

del trabajo y de la experiencia sensible. La fragmentación del trabajo y de la

experiencia sensible del actor procede de la reducción de su tarea a la

materialización de una parte (el personaje) de una obra, entendida como la

totalidad de la trama compuesta por el autor.

En consecuencia, y en tanto poseedor de una técnica que pone en

práctica para subsistir, el actor es una persona réproba, condición que se

mantendrá durante buena parte de la historia del teatro en occidente:

“Como se sabe, el desprecio por los actores se extendió

durante siglos enteros, aunque en semejante juicio adverso se

esgrimiesen motivos morales y no –como en los casos de

25
Sócrates y Platón- se formulasen casos de ignorancia y

vanidad” (Estiú: 1982, Pp. 24).

Tal como hemos establecido, la composición de la trama involucra la

organización de una lógica estratégica, en tanto circunscribe un lugar propio y

distanciado, que permite la previsión de un proyecto global y totalizador. La

existencia de dicho proyecto, plantea la separación entre la concepción de

“qué” y “para qué” de la acción y la ejecución de la misma. El carácter global

del proyecto, por otra parte, indica que cada elemento presente en el hecho

teatral posee una función particular, es decir, que cada uno de ellos carece de

la totalidad. La tarea del actor consiste entonces en dos momentos: conocer

previamente la trama ya compuesta (y por su intermedio al personaje, en tanto

“quien” de la acción narrativa) y luego personificar a dicho referente. Por lo

tanto, el actor accede intelectualmente a la comprensión de un proyecto

heterogéneo y extemporáneo a su acción en escena. La heterogeneidad radica

en el carácter discursivo de la trama, del que carece la acción en escena en

tanto acontecimiento. La extemporaneidad, en cambio, puede radicar en la

anterioridad con la que se formula la trama respecto de la Actuación, tanto

como en el significado posteriormente identificado en la recepción, pero que

justifica retroactivamente a la acción actoral en tanto sea asimilable a un

sentido reconocido en una cultura dada.

En este sentido, la Actuación participa de lo que sucede también con

otras llamadas “artes interpretativas”. Se trata de aquellas ejecuciones

artísticas que no producen un objeto como resultado, por lo que la obra se halla

26
en la ejecución misma6. La ausencia de un objeto tangible, separado del artista,

en las artes interpretativas, trae aparejado el cuestionamiento sobre la

identidad y variación respecto a un original. De este modo, se establece una

diferencia entre los conceptos de autoría e interpretación, que puede llegar a

privar al “intérprete” de aquélla, reservándole la única tarea de ejecutar una

obra concebida previamente por otro, generalmente, el autor. No refuta esto la

idea de que el intérprete puede a su vez ser autor de la obra, dado que al

hallarse las dos instancias separadas, también la interpretación será la

ejecución de algo ideado previamente, que hace las veces de justificación y de

guía. La privación o adjudicación de la categoría de autor o artista al intérprete

(y por lo tanto, de la de obra de arte a su interpretación) varía según las

circunstancias y también, según el lenguaje artístico del que se trate: en el

canto, la danza y la interpretación musical es generalmente más apreciada la

“originalidad” de la interpretación, que en la Actuación.

En el intérprete se aíslan los aspectos corporales y prácticos de su tarea,

que deben hallarse a disposición de la obra a ejecutar, que de este modo

adquiere su carácter externo y heterogéneo a la ejecución. La legitimación de

la ejecución viene dada por la fidelidad y correspondencia de la misma con la

obra representada. Se afirma así la existencia de un original, que es creado por

un sujeto que no coincide con aquél que lleva adelante la interpretación, ya sea

identitariamente (porque el autor de la trama es otro sujeto: dramaturgo,

director, etc.) o cronológicamente (en tanto se trate de un modelo concebido

previamente por el propio intérprete y luego ejecutado por él mismo). El hecho

significativo radica en que la interpretación no se defina como actividad plena,

6
“Las artes interpretativas como la música, el baile, el drama, el teatro, los ritos y las artes
marciales, no existen por sí solas. Puede existir la partitura de una composición musical, pero
no la música en sí” (UNESCO, 1996)

27
sino que se concibe como dependiente de otra instancia. En el caso de la

Actuación, sólo le corresponderían a la misma los aspectos materiales de la

acción. La tarea del actor es planteada, como hemos visto anteriormente, en

términos de materialización, por lo que el actor prestaría su cuerpo para la

ejecución de algo que ya “fue hecho”. La acción actoral sólo “sustituye” a la

acción narrativa emanada de la trama, en tanto original.

Este esquema participa de una concepción dualista del sujeto, en la que

cuerpo y mente se hallan separados, estableciendo como pertinencia del

intérprete el dominio del primero y, al tiempo, negándole el de la segunda. La

filosofía cartesiana es la que establece al cuerpo como res extensa,

perteneciente al mundo de las cosas. Se trata de un mecanismo de miembros,

movido por algo externo porque por sí mismo no podría sentir ni pensar. De ahí

procede la idea de que el sujeto “tiene” un cuerpo, instrumento para la acción y

producción eficaces. El cuerpo es algo que se posee pero no que se es.

Conocer es, en contrapartida, un acto puramente intelectual en el que no hay

inteligencia del cuerpo o apropiación física del saber (Le Breton: 1995). La

mente o el alma son las que pueden comprender un sentido o sentir una

emoción. En el teatro, los mismos vienen dados por una instancia discursiva (el

texto dramático, las circunstancias del personaje, las características del rol, las

indicaciones del director). El cuerpo, en tanto, es el encargado de ejecutar,

ilustrar o materializar aquellos conceptos que la mente comprende o que el

alma siente. La comprensión intelectual por parte del actor de aquello que

emana de la trama es garantizada a través de la presencia del autor de la

misma o de la figura que actúe en su nombre, estableciendo los parámetros de

la representación: texto dramático, empresario, cabeza de compañía, director,

28
maestro, etc. Pero, ¿qué sucede con la ejecución? ¿Qué parámetros técnicos

garantizan una utilización adecuada del cuerpo en la materialización de las

acciones narrativas?

El dualismo inherente a la caracterización de la Actuación como

interpretación, deja planteada la cuestión (no sólo técnica) del cuerpo. Las

consideraciones nietszcheanas explicitan el viejo problema del cuerpo como

caos, en tanto desmoronamiento del orden simbólico y manifestación de la

ausencia del significado (Nietszche: 1984 (1884)). Así, la concepción occidental

del cuerpo sostiene su asociación al desorden y la trasgresión en todos los

ámbitos (Navarro: 2002). La cuestión fundamental de las artes interpretativas,

será entonces la de cómo volver previsible al cuerpo, cómo subsumirlo a algún

tipo de orden. En el caso de la Actuación, esto se refiere a cómo subordinar el

cuerpo a la representación de la trama o cómo volverlo transparente hacia la

acción narrativa. En definitiva, cómo reducir su carácter reflexivo, en tanto

disruptivo.

No obstante, el caso de la Actuación posee características específicas

que la diferencian de otras artes interpretativas. Josette Feral afirma que

“El teatro recurre a materiales que existen en el mundo, entre

los cuales [se halla] el cuerpo del actor […]. El teatro es el único

lugar donde esto sucede, porque incluso en la ópera o en la

danza que son artes vivientes, este problema no se produce

debido a que las diferencias son obvias” (Feral: 2003, Pp. 32)

29
¿Cuáles son esas diferencias obvias? Observemos el caso de la música en sus

tres variantes interpretativas: la ejecución instrumental, el canto y el baile. Aquí,

la legitimación de la acción del intérprete no proviene de una trama (aunque la

misma exista, es accesoria a su tarea), sino de la técnica misma, en tanto

formadora de cuerpos con habilidades especiales, completamente diversas a

las de los sujetos ajenos a dicha práctica, y similares entre aquellos que sí la

frecuentan. Esta técnica se apoya en la elaboración de un lenguaje específico y

preciso, respaldado por disciplinas científicas, tales como la matemática, la

física o la anatomía, y por la observación empírica y la reproducción de formas

básicas, que conforman un conjunto de reglas claras y fragmentadas en una

progresión que facilita su práctica, adquisición y transmisión.

Así, mientras la música es un conjunto de reglas morfológicas y

sintácticas de una precisión absoluta, con un total poder de transcripción y

claridad lingüística (Eco: 1970), la ejecución instrumental o vocal requiere

además de acceder a dichas reglas, una práctica basada en el adiestramiento

del cuerpo para lograr habilidades y/o para profundizar tendencias propias, es

decir, no comunes a todos los sujetos. La danza, por su parte, depende del

control y la predictibilidad de los movimientos, por lo que se basa en una

codificación de los mismos, a la que los bailarines deben acceder mediante una

formación práctica que se extiende durante años. Walter Sorell (1981) afirma

que el desarrollo del ballet se halla en estrecha relación con la concepción

cartesiana del cuerpo accesible y perfectible, entendido según el racionalismo

mecanicista. En efecto, el ballet es la extrema codificación técnica de los

movimientos, en busca de la belleza, la armonía y la proporción. Se basa en la

legibilidad frontal, por lo que tiende a la bidimensión y la espectacularidad, la

30
verticalidad (por lo que presenta también una gran influencia de la geometría) y

la tendencia a lo aéreo. De este modo, la formación del cuerpo del bailarín se

emprende con el fin de lograr la perfección en la ejecución de movimientos y la

eliminación de cualquier creencia irracional del cuerpo. Este sistema, que le

niega al cuerpo toda complejidad y conflicto, y supone su simplicidad, claridad,

y autoevidencia, reduce la continuidad del movimiento, descomponiéndolo en

elementos simples y mensurables, transparentes al entendimiento. Esto

promueve una unidad del conocimiento corporal y la no diferenciación entre

cuerpos particulares, por lo que necesita crear cuerpos iguales a través de la

imposición de un sistema disciplinario, elaborado a través del conocimiento

racional de los mecanismos físicos. Así, el cuerpo, cambiante, es igualado a la

Idea, permanente, a través de la creación de cuerpos inmutables (Sorell: 1981).

La construcción de dichos lenguajes se sostiene en una concepción

dualista del sujeto y promueve el desarrollo de un cuerpo entrenado, con

habilidades especiales y por lo tanto, diametralmente diverso del cotidiano. El

modelo técnico en el que se basan dichas disciplinas artísticas es el sentido

atribuible a estas actividades. En efecto, las “interpretaciones” pueden ser

valoradas, juzgadas y medidas según se aparten o no del canon establecido

por la técnica. El lenguaje formal es, de este modo, el elemento “perdurable” de

la ejecución, al punto que promueve la posibilidad de afirmar si la misma es

técnicamente buena o deficiente. Por lo tanto, la técnica funciona como una

suerte de “original” o de referente, dado que constituye el canon para

establecer juicios de valoración respecto a un desempeño particular, según

parámetros intrínsecos a la disciplina. Esto no sucede en la Actuación, dado

que no posee ni un lenguaje técnico preciso, ni promueve la formación de un

31
cuerpo diverso del cotidiano o con habilidades para realizar acciones diferentes

a las habituales.

En efecto, la Actuación no requiere de un cuerpo con aptitudes

especiales, ni el actor realiza necesariamente durante su ejecución, actos que

difieren de los que realiza fuera de la misma. Tampoco existe una ubicación

anatómica precisa de las tareas de entrenamiento a realizar por el actor. La

acción actoral no es diversa a la acción en la vida cotidiana: el actor habla, se

mueve, hace, igual que el hombre común. Por lo tanto, no es posible, en el

caso de la Actuación, construir o elaborar un lenguaje técnico preciso y

unívoco, sometido a leyes físicas, matemáticas o geométricas. ¿Cómo

caracterizar la Actuación, entonces? ¿Qué es lo que legitima la práctica actoral,

siendo que no posee especificidad aparente? ¿Cuál es el modelo o el canon

que delimita, no ya qué es una buena o mala Actuación, sino qué es una

Actuación? En definitiva, ¿cuál es la dimensión técnica de la Actuación

entendida como interpretación?

La ausencia de una formulación técnica precisa de la Actuación en tanto

interpretación es suplida entonces por posturas normativas, que determinan lo

que está permitido y lo que no es tolerable en el desempeño del actor. Dichas

normas se traducen con frecuencia en prohibiciones de conductas y acciones,

más que en prescripciones que faciliten la tarea actoral. La premisa de estas

posturas normativas es que la Actuación no debe dificultar la comprensión de la

trama por parte del público, por lo que se priorizará la comunicación de la

misma, impidiendo que el cuerpo y la acción del actor la obstruyan. A

continuación analizaremos el desarrollo y las implicancias de esta concepción a

lo largo de la historia del teatro occidental.

32
Ernst Gombrich (1984) sostiene que en el análisis de la obra de arte

existe una ausencia de separación clara entre forma y norma, y que la

diversidad de rótulos estilísticos históricos (románico, gótico, renacentista,

barroco, etc.), son disfraces que esconden dos categorías: lo clásico

(identificado con el modelo griego) y lo no clásico. De este modo, los estilos

son normativas que elaboran un catálogo de “pecados de desviación” y una

serie de pasos para evitar caer en lo no permitido. El fundamento final de la

norma, concluye Gombrich, es delimitar un “nosotros” (en el que se deposita el

orden y la claridad), de un “ellos” (lo cual representa el caos, la superficie sin

profundidad, la desarmonía). En lo que respecta al arte teatral, la normativa

considerada “canónica” ha radicado en las unidades aristotélicas, por lo que las

poéticas que se sucedieron a lo largo de la historia occidental7, consistieron en

la discusión acerca de su correcta interpretación y aplicación. El respeto por las

unidades de acción, lugar y tiempo, determinaba el carácter clásico de una

obra y, como contrapartida, el desprecio por aquellas que no se sometían a las

mismas. Así, fueron históricamente rechazados los teatros medieval, barroco

(en el que se incluye a Shakespeare, quien fuera revalorizado posteriormente

por el romanticismo) y popular (que, no en vano, fue retomado durante el siglo

XX por propuestas experimentales, que se oponen a la composición de la

trama).

En lo que respecta a la Actuación esto se acentúa, dada la existencia, en

el seno del hecho escénico e independientemente del estilo histórico del que se

trate, de un orden jerárquico, mediante el cual la instancia de armonía se halla

determinada por el texto dramático y la figura del autor, como entidades de las

7
Además de las referidas en la Nota 3, también podríamos incluir, el Drama Moderno
(caracterizado en Szondi: 1994)

33
que emana la trama y el personaje. En tanto intérprete, cuya función es

materializar al personaje, el cuerpo del actor es en este esquema, un elemento

disruptivo, que nunca logra borrarse como presencia. Es por ello que las

posturas normativas deben imponer también una forma de recepción teatral: la

tarea del espectador es comprender la trama, para lo cual debe ver al

personaje y no ver al actor. Por lo tanto, la composición del hecho escénico

tiene por objetivo la generación, en el espectador, de la “ilusión referencial” o

“efecto de real” que menciona Patrice Pavis (1994): se trata de la “ilusión de

que percibimos el referente del signo, mientras que en realidad, sólo tenemos

su significante” (Pavis: 1994, Pp. 46).

Así, el actor se vuelve transparente hacia el personaje al punto que

pueden producirse afirmaciones como las de Robert Abirached (1994), quien

sostiene que si la interpretación del actor no coincidiera con el objeto que

evoca, esto, lejos de debilitarla, reforzaría la mimesis, porque la inadecuación

agudiza la comprensión de la realidad significada. En la observación de

Abirached, el carácter disruptivo del actor en tanto cuerpo, denuncia a la

mimesis como tal, lo cual no hace más que robustecer su carácter. ¿Implica

esto que la “materialización” otorgada por el cuerpo del actor es el “resto”

indeseado, pero necesario, para que se produzca la mimesis? ¿Es el personaje

un “coeficiente” resultante de quitarle a la representación aquello que no se

adecua a la misma, es decir, la materialidad de su efectuación? Abirached va

más allá, agregando que, dado que el actor “maltrata” al personaje cuando

busca una dramaturgia puramente espectacular o lo que denomina “placer

artesanal” de la Actuación, ha habido intentos, a lo largo de la historia del

teatro, para proteger a uno del otro. Es el esquema abstracto el que

34
proporciona la estabilidad necesaria para que la obra no caiga en la anarquía

proliferante de la individualización de la Actuación, que excluiría al personaje

del orden teatral (Abirached: 1994).

Como ya hemos desarrollado, dicho “esquema abstracto” se halla en la

trama. Las poéticas históricas han sido normativas prescriptas para la

aplicación de los autores en la composición de la trama y, por lo tanto, de los

personajes. El ideal implícito en dichas normas es que los actores respeten sus

coordenadas, lo cual se explicita en las constantes reprimendas y quejas

respecto de su desempeño interpretativo. De este modo, Marco De Marinis

(2005) afirma que la figura del personaje se afirma con la aparición del director:

“…solamente con la llegada y la difusión de la dirección

escénica, entendida naturalmente como principio ordenador de

la puesta en escena, el teatro material llega a asumir de forma

generalizada el texto dramático como una unidad de medida y

como un factor fundamental de orientación del proceso creador”

(De Marinis: 2005, Pp. 18)

No obstante, el reclamo de una Actuación ajustada al modelo que impone la

trama, se halla presente a lo largo de toda la historia de teatro occidental, en

las normas de decoro interpretativo y en la exigencia de conductas o reglas de

comportamiento, que incluso excede los límites del desempeño en la

representación teatral (en lo que pueden observarse todas las implicancias de

la “atribución selectiva”), por parte de los actores. De este modo, la Actuación

no es una actividad artística plena, con sus propias técnicas y herramientas,

35
por lo que es su heteronomía respecto de otras instancias presentes en el

hecho teatral, lo que garantiza su correcta efectuación.

Observemos cómo se desarrolla lo antedicho en los diferentes períodos

históricos. Si el pasaje de la Roma republicana a la imperial determinó la

profesionalización del actor (Caputo: 2008), es decir, el establecimiento de su

tarea en el seno de un orden unívoco, también implicó la profundización de su

condición deshonrosa, que se extendería durante siglos. En efecto, el pasaje

del Imperio romano a la hegemonía de la Iglesia Católica durante la Edad

Media, determinó no sólo la marginalidad del actor en el seno del hecho

escénico, sino el desprecio del teatro como forma de representación (acaso

porque la única representación posible fuera la religiosa, por lo que la mera

existencia de otras formas no subordinadas a ella, implicaba su relativización).

Lo cierto es que si durante mil años no se construyeron teatros, fue el actor

itinerante y, por lo tanto, marginal8, quien mantuvo vivo al teatro y, tal como

afirma Eandi (2008), quien logró reunir luego los elementos dispersos. La

tradición juglaresca (de la que luego deriva toda la corriente del Teatro Popular)

constituye la forma de Actuación más alejada del respeto a la trama como

principio organizador excluyente, y por lo tanto, con un mayor desarrollo de

parámetros de desempeño propios. En medio del espacio público, la constante

necesidad de obtener la atención del espectador, quien muchas veces no

compartía la misma lengua, imponía al juglar la necesidad de una

comunicación directa, no mediatizada por el texto dramático9. De esto se

8
En tanto que el actor no se insertaba en el esquema social de la Edad Media, y la Iglesia
condena el “dar espectáculo del propio cuerpo y hacerlo como oficio” (Eandi: 2008, Pp. 51)
9
La desvalorización de estas formas desde una perspectiva normativa, puede encontrarse
significativamente activa en análisis relativamente recientes, como éste de 1959: “privado de un
texto poético susceptible de interpretación, naturalmente el arte del actor está constreñido a
desarrollarse en un campo limitado; se reduce frecuentemente a un puro ejercicio técnico y a

36
desprende la pluralidad de recursos artísticos a los que apelaba, en los que

había un notorio predominio de lo corporal.

Una mayor estabilidad del ejercicio de la Actuación, es alcanzada a partir

del resurgimiento de las ciudades hacia fines del período medieval, a través de

la conformación de compañías profesionales. Paulatinamente, la Actuación

vuelve a reunirse con el texto dramático en el seno del edificio teatral. No

obstante, en lo que respecta a los procedimientos técnicos utilizados por el

actor, Marco De Marinis (1997) afirma que coexisten dificultosamente dos

líneas, conflicto que se dirimirá con la formulación y posterior hegemonía de las

técnicas modernas de Actuación, hacia fines del siglo XIX. Por un lado, la

tradición juglaresca subsistía, no sólo en las compañías que ofrecían sus

espectáculos en la calle (en lo que se conoce luego como Commedia dell’arte),

sino también en procedimientos mantenidos por aquellas formaciones que

representaban textos dramáticos. Por otra parte, la interpretación del personaje

se apoyaba también en una técnica derivada de la tradición retórica de Cicerón

y Quintiliano (Mansilla: 2008) y que paulatinamente será hegemónica en la

Actuación culta: la Declamación.

La técnica declamatoria es interpretativa, en tanto se propone el único

objetivo de optimizar la comunicación del texto dramático al público. Por lo

tanto, la tarea del actor se limita a realizar una elocución perfecta y un

desempeño corporal que no interfiera con la claridad del texto. Para ello, debe

someterse a una codificación previa y externa de los movimientos, que tiende a

la máxima visibilidad de la totalidad de la escena, según un cálculo óptico

(Mansilla: 2008). Tanto en la Inglaterra Isabelina (Mansilla: 2008) como en la

una exhibición formal; está impulsado a exaltar excesivamente sus elementos secundarios”
(Giovanni Calendoli, Cit. en Eandi: 2008, Pp. 49)

37
España del Siglo de Oro (Quiroga: 2008), emblemas del incipiente teatro

profesional/comercial surgido en los estados absolutistas, el desempeño

corporal del actor se basaba en la aplicación de los quirogramas de John

Bulwer (ilustraciones que realizaban una tipología de los gestos y los

movimientos de las manos según las pasiones a interpretar) y el mantenimiento

constante de la cruz scénica, posición del cuerpo que garantizaba la máxima

legibilidad frontal10. Los actores casi no se relacionaban corporalmente, para

evitar taparse, porque todos debían ser visibles para el espectador (la

extendida importancia de la visibilidad se manifiesta en la evolución posterior

hacia la perspectiva central del escenario a la italiana). Además, el actor sólo

actuaba cuando recitaba sus parlamentos, dado que si proseguía más allá de

los mismos, podía distraer la atención del público. Estas convenciones

proporcionaban la “belleza”, “perfección” y “elegancia” de los movimientos,

como cualidades que garantizan la claridad en la comunicación y no como

parámetros de valoración intrínsecos a la Actuación, como sería el caso del

lenguaje codificado en la danza, por ejemplo. De este modo, si bien las reglas

de interpretación no tienen ninguna pretensión realista, lejos de colocar su

reflexividad en primer plano, contribuyen a la reducción de la visibilidad de la

Actuación.

Posteriormente, la llegada de la Modernidad halla su expresión escénica

en el reclamo de criterios racionales para la composición de la trama y en el

surgimiento del Drama (Szondi: 1994), cuyas características generales hemos

analizado en el anterior apartado. En lo que respecta a la Actuación en dicha

10
en la cruz scénica, los brazos debían estar separados del tronco sin apoyarse en las caderas
ni a los costados el cuerpo y las manos debían moverse siempre por encima de la cintura y no
superar la línea de los hombros (Mansilla: 2008)

38
poética, también se encuentra determinada por la premisa de eliminar la huella

de que existe un agente responsable de la representación:

“El arte de la interpretación también está llamado a subrayar el

carácter absoluto del drama. Bajo ningún concepto debe

apreciarse la relación existente entre el actor y el papel que

desempeñe; antes bien, actor y figura han de fundirse en un

solo personaje dramático” (Szondi: 1994, Pp. 20)

La mencionada confluencia de dos líneas de Actuación se extendió también a

la representación del Drama. Y aunque era la Declamación la técnica

interpretativa propugnada normativamente, comenzaba a evidenciarse la

necesidad de una formulación metodológica que resolviera la coexistencia de

procedimientos tan diversos, para lo cual era necesario contemplar al actor en

tanto sujeto que desempeña una tarea especializada.

Será Denis Diderot (2001 (1773)), quien realice un planteo

exclusivamente técnico respecto de la Actuación, independientemente de los

aspectos éticos, morales y normativos. Diderot propone apartar a la Actuación

de la idea de un comercio extraño con lo oculto o irracional que posesiona al

actor, preguntándose qué es lo mejor técnicamente para el actor. Se volcará

por la Razón como principio de legitimación de la Actuación, sometiendo la

sensibilidad del actor en pos de un fin, que es conmover al espectador. Para

ello no debe ni copiar la realidad, ni sentir, dado que la sensibilidad le impediría

controlar su capacidad de actuar. En ello radica la “paradoja” del actor: cuanto

más siente, menos efectivo es. Por lo tanto, es el fingimiento (otrora motivo de

39
condena moral del actor) el único procedimiento capaz de crear la verdad en el

teatro, por lo que la Actuación se plantea como una acción desdoblada. La

Paradoja del Comediante se centra, así, en un problema fundamental de la

Actuación desde el mundo griego, constituido por la ambigüedad de la acción

actoral, que es sincera y falsa al mismo tiempo.

Diderot parte de la constatación de que el actor no hace en escena lo

mismo que en el mundo real, estableciendo una separación tajante entre el arte

y la vida, entre el hombre cotidiano y aquél que lo representa. Pero va más

lejos, al afirmar que hay una diferencia entre la acción del actor como actor,

quien debe controlar racionalmente su ejecución, y el personaje (la acción

narrativa a representar). Esta distancia está dada por la técnica, en este caso

formulada como “fingimiento”. De este modo, concluye en que la obra escrita

es un conjunto de signos aproximados que se completan con el movimiento, le

gesto, la entonación y el rostro, por lo que dos actores pueden representarla de

distinta manera, estableciendo así la visibilidad de la Actuación.

No obstante, subsiste en Diderot la concepción dualista inherente a la

caracterización de la Actuación como interpretación. En efecto, afirma que el

actor debe comprender racionalmente el personaje a representar y traducir el

mismo a signos exteriores, lo cual garantizará un desempeño correcto, aun con

el correr de las funciones. Esto se contrapone a la irregularidad del actor

“sensible”, quien no podría representar dos veces el mismo papel con igual

calor. El actor debe ser un imitador atento y reflexivo de la naturaleza, riguroso,

observador, y en su ejecución todo debe ser medido, comprendido, combinado,

aprendido y ordenado previamente en su mente, y conforme a un modelo

previo imaginado por el poeta y al que el actor se ajusta. Y, dado que el modelo

40
es siempre más grande que el actor, éste debe acercarse lo más posible y

mantenerse allí a fuerza de ejercicio y memoria, repitiéndose sin emoción. La

sensibilidad es signo de la flaqueza de la organización de la Actuación, por lo

que ésta debe someterse a la ley de unidad que implica el diseño previo.

Aun conservando los problemas de la concepción dualista e interpretativa

de la Actuación, Diderot formula por primera vez la pregunta por la dilucidación

racional de los procedimientos técnicos del actor, de cara a su formación y

desempeño. Y plantea también otros aspectos relacionados con su condición.

En primer lugar, la presencia de la inspiración artística en el actor, cuando

afirma que la misma parece producirse como un resultado indirecto de su

desempeño:

“No es en la furia del primer impulso cuando los rasgos

característicos se presentan, sino en momentos tranquilos y

fríos, en momentos absolutamente inesperados. No se sabe de

dónde provienen estos rasgos; acaso de la inspiración. Cuando,

suspensos entre la Naturaleza y su bosquejo, estos genios

dirigen alternativamente los ojos a uno y otro, las bellezas de

inspiración, los rasgos fortuitos que esparcen por sus obras, y

cuya súbita aparición les sorprende a ellos mismos, son de un

efecto y de un éxito mucho más seguros que los sembrados al

vuelo. A la sangre fría corresponde templar el delirio del

entusiasmo” (Diderot: 2001 (1773), Pp. 25)

41
Por otra parte, la estimación del actor en tanto sujeto, presenta cierto dejo

despectivo, al afirmar que el mismo no tiene ningún carácter propio, pero no

como consecuencia de representarlos todos, sino más bien como causa de su

disposición a hacerlo. De este modo, y reiteramos que aun teñido de un gran

menosprecio, Diderot logra esbozar una conexión entre la condición de actor y

algún aspecto de la subjetividad.

Más allá de los planteos de Diderot, el surgimiento de las técnicas

modernas de Actuación, no se produce según sus propuestas, sino como

resultado de la aparición del director de escena como responsable de clarificar

el sentido de la obra (Koss: 2008). De este modo, se profundiza el criterio

unificador de la trama, merced a una figura que actúa como su garante,

determinando el hecho escénico en su conjunto. Se vuelve así intolerable la

persistencia de elementos disruptivos del Drama, que hacia fines del siglo XIX

se hallaban condensados en el actor “divo” (que basaba su Actuación en la

mezcla entre la Declamación y la explotación de algunos rasgos populares,

como la búsqueda directa de efecto en el público). De este modo, surge la

necesidad de un nuevo tipo de Actuación, cuyo sujeto se hallara implicado en

los objetivos del teatro de su época: la utilidad social, a través de la imitación

de la realidad y la exposición de una tesis sobre la misma.

Las técnicas modernas de Actuación se plantean entonces

exclusivamente como instancias de formación de actores que, separadas del

ámbito profesional, impidan la contaminación de estos objetivos con la

exigencia de lucro y favor del público, y garanticen la subordinación del actor a

la dirección escénica. Así, surgen algunos planteos extremos, como el de

Gordon Craig, quien se propone eliminar al actor o convertirlo en una marioneta

42
a disposición del director (posición que exacerba el dualismo11. Pero también

surge el “sistema” Stanislavski, que constituye finalmente la resolución técnica

(no meramente normativa) de la tendencia basada en la dimensión transitiva de

la representación a partir de la subordinación a la trama.

En el presente apartado, hemos establecido que el actor, en tanto

intérprete, debe materializar al personaje a través de su cuerpo, pero que, no

obstante, carece de una técnica precisa para hacerlo. Aun así, el personaje, en

tanto entidad cerrada, moldea y modela el cuerpo del actor, imprimiéndole sus

límites. El cuerpo del actor debe minimizar sus aspectos disruptivos, para lo

cual debe establecerse una frontera clara entre lo que es y lo que no,

presentándose como un cuerpo definitivo, cerrado a toda transformación

eventual, seguro y sin riesgo. En contraposición con un cuerpo formado

técnicamente, la interpretación prescribe un cuerpo que responda a tres

imperativos: ética, organicidad y equilibrio.

Con relación a la ética, los movimientos del cuerpo son susceptibles de

poseer una significación buena o perniciosa. El trabajo de Elina Matoso (AAVV:

2006) sobre el movimiento, sostiene que, si bien el mismo indica traslado,

excitación, estimulación o conmoción, su relación con la concepción dualista da

como resultado categorizaciones tales como movimientos lindos o feos, etéreos

o groseros, sublimes o demoníacos, falsos o verdaderos, nobles o incultos. Es

decir, la aplicación de una moral o normativa del movimiento y la consecuente

aprobación o el rechazo del mismo, según su forma. De este modo, el devenir y

la transitoriedad del movimiento se transforman en un orden estático,

11
Craig afirmaba que el actor no produce más que lo accidental, el caos, la avalancha de
accidentes, como antítesis del arte. Todo lo que el actor hace es impreciso y aproximativo
porque es enteramente tributario de su emoción y de su temperamento. Mientras que el pintor
controla sus materiales y herramientas, el actor está entregado al azar, porque jamás ha
existido un actor capaz de someter su cuerpo a su mente (en Abirached: 1994)

43
predeterminado y previsible. Así también, la gestualidad puede convertirse en

norma, según los parámetros de modelos ideales. Históricamente, los gestos

han sido catalogados como buenos o malos, en tanto considerados la

expresión física y exterior del alma interior (Schmitt: 1991). De este modo, la

exterioridad del gesto se apoya en la representación dual de la persona. El

parámetro de un gesto bueno es su carácter no excesivo o incontrolado, por lo

que debe responder a la exigencia de orden y medida. Dado que

paulatinamente, adquiere mayor importancia el rostro y los ojos, se prioriza la

gestualidad facial en detrimento de los movimientos corporales, identificados

con lo caótico, lo que refuerza la idea del cuerpo como residuo.

En lo que respecta a la organicidad, Jean Francoise Lyotard (1981) define

al cuerpo orgánico como aquél en el que cada parte se halla convenientemente

aislada por su función respectiva, por lo que la coordinación total se realiza en

orden al mayor beneficio. El cuerpo orgánico es, por lo tanto, un cuerpo útil.

Todo lo que ingrese en dicha organización y no se conforme a la misma, será

considerado una amenaza al todo, interés general que autoriza la represión de

lo infructuoso. Por lo tanto, el cuerpo orgánico es un producto incesante, que

debe ser constantemente producido, y que genera un “efecto de superficie”, por

el que se convierte en la exterioridad de una profundidad más importante,

constituida por el orden mismo.

Por último, el cuerpo del intérprete es un cuerpo equilibrado. De este

modo, el cuerpo matematizado y geometrizado de la danza clásica, es

sustituido en la Actuación, por un cuerpo inofensivo, previsible, un cuerpo

“compensado” (Kaplan: 2006). Se trata de un cuerpo que puede tener excesos

(no es un cuerpo “formado” como el del bailarín), pero los mismos son

44
sopesados con otros atributos. En el caso de la Actuación, la legitimación de

cualquier exceso del cuerpo del actor es el personaje, en tanto fragmento de

una trama que equilibra todas las polaridades que se hallan en su interior. De

este modo, el cuerpo del actor debe garantizar la transparencia hacia el

personaje, a través de la continuidad rítmica, la unidad, la coincidencia, es

decir, la austeridad o el barroquismo en la expresividad, en tanto estas

cualidades se ajusten a la caracterización emanada del texto.

La concepción dualista implícita en la figura del intérprete determina la

exigencia de un cuerpo significante, orgánico y equilibrado que, lejos de

corresponder a una dimensión histórica, se halla presente aun en la teoría

teatral contemporánea. Tomemos, por ejemplo, la definición de “cuerpo” que

proporciona Patrice Pavis en su Diccionario (1983). El mismo caracteriza al

término a partir de dos ejes: “espontaneidad / control” y “relevo de la creación /

material que remite a sí mismo”. La concepción dualista del actor se halla

presente en cada uno de los términos de dichas polaridades. La espontaneidad

se caracteriza como la posibilidad de un “hacer” meramente del cuerpo, sin

plan previo y por lo tanto, sin participación de la mente. Más aún, Pavis

relaciona a esta instancia con la Actuación naturalista, basada en la vivencia.

No obstante, el naturalismo se basa en el texto dramático, e implica la poética

de la representación transitiva por antonomasia. Si el actor del naturalismo

parece moverse según su propia iniciativa, las características de la puesta en

escena y la textualidad dramática del género, ponen en evidencia que dicha

“espontaneidad” no es tal. La única forma de ver al actor del naturalismo como

poseedor de un “cuerpo espontáneo” es mediante la transparentización del

actor en el personaje, es decir, por la confusión entre ambos. Esto promueve la

45
conclusión de que cuánto más cercano al realismo, menos técnica o artificial es

la Actuación, por lo que requiere una mayor subordinación intelectual al sentido

a representar. En lo que se refiere a la otra instancia del eje, el control implica

la posibilidad de accionar según un plan previo, por lo que el cuerpo sólo se

limita a ejecutar lo que la mente le dicta.

Lo mismo sucede con la caracterización de “relevo de la creación”,

correspondiente a la segunda dicotomía propuesta por Pavis. La misma sugiere

también la ejecución por parte del cuerpo, de una creación previa que la mente

crea o comprende. Por último, Pavis se refiere al cuerpo como “material que

remite a sí mismo”. La noción de material nos coloca ya de cara a una

caracterización dualista. Pero además, Pavis afirma que la ausencia de un

código previo indica, en este caso, la necesidad de constituir un código propio

mediante el lenguaje corporal. Se trataría de propuestas que busquen signos

no calcados del leguaje, pero con una dimensión figurativa, similar a la de la

danza y ubica allí a Jerzy Grotowski y Eugenio Barba. De este modo, lo que

Pavis define como un código original de gestos creativos es aquello que, si bien

no puede remitir a un significado previo a ilustrar, tampoco puede sostenerse

sin una significación posterior a descifrar. Esta idea de crear un “lenguaje

nuevo”, se halla implícita en las nociones de “dramaturgia del actor” y de

“jeroglífico”.

Sostenemos que estas concepciones impiden una caracterización de la

Actuación como fenómeno específico, superadora de la concepción dual del

sujeto que desemboca irremediablemente en la noción de intérprete o en la

reacción que constituye su contrapartida: la noción de creación a partir de la

nada (el actor que crea su propio código). Esta postura también conduce a

46
poéticas con un alto grado de intelectualidad, que suponen la subordinación

corporal a un imperativo ético-ideológico, o de un alto grado de especialización

física, que derivan asimismo en la configuración de un cuerpo – objeto.

De este modo, la concepción de la Actuación como interpretación

conduce al establecimiento de una relación entre el cuerpo o la acción del actor

con algún tipo de significado. El mismo puede ser discursivo (relacionado con

la trama, con la norma o con algún referente), no discursivo (relacionado con lo

primitivo, lo original, lo subjetivo, en definitiva, con todo aquello que subvierte la

mimesis) o metadiscursivo (relacionado con la indagación por la forma, tal

como puede observarse en la danza/teatro o el teatro/danza, así como en la

Biomecánica de Meyerhold o en otras propuestas que posteriormente

establecieron vínculos con el teatro, como los desarrollos de la Bauhaus).

Tanto el primero como en el tercer caso, relacionan la ejecución del actor con

algún tipo de modelo, referencial discursivo o coreográfico geométrico. La

existencia de dichos modelos con anterioridad a la Actuación, determinan a la

misma como su interpretación o materialización. Aquel desempeño actoral que

no se sostiene en ningún modelo previo, es simplemente desechado como

incorrecto (hemos visto que la norma funciona para marcar qué es una buena o

mala actuación en relación con la representación correcta de un personaje y a

la eliminación de “errores” o “ruidos”) y atribuido al actor en tanto sujeto (lo que

hemos denominado “atribución selectiva”), o caracterizado como la expresión

irracional de aspectos primitivos u originarios del ser humano, aparentemente

no asimilables a ninguna significación, aunque no obstante deban su visibilidad

a la arbitrariedad de los conceptos “primitivo” u “origen”.

47
Esta contradictoria relación entre cuerpo y representación, inherente a la

condición de intérprete, determina que la Actuación propiamente dicha, es

decir, la acción del actor en escena, persista como problema.

Conclusiones

En el presente trabajo hemos analizado la concepción canónica de la Actuación

a lo largo de la historia del teatro en occidente, por la que la misma es

entendida a partir de la teoría de la mimesis. Hemos establecido que el

principal problema que surgía para la perspectiva platónica, era la ambigua

relación que las acciones del actor pudieran establecer con la condición moral

de las ideas o conceptos representados. La solución que proporcionó la teoría

aristotélica de la mimesis consistió, por lo tanto, en subordinar la acción

escénica a la trama compuesta por el autor. En este contexto, el personaje se

convirtió en la entidad legitimante de las acciones del actor, en tanto porción de

sentido dentro de una totalidad que equilibra y justifica cualquier polaridad o

exceso.

Luego, hemos evaluado los parámetros técnicos de desempeño actoral,

en esta perspectiva. Para ello, hemos introducido el concepto de “atribución

selectiva”. Mediante la misma, los aspectos transitivos de la acción actoral, son

asimilados a la representación de un referente o personaje, mientras que

adquieren un carácter réprobo todos los aspectos relacionados con la actividad

actoral en tanto profesión, y todos los elementos de la Actuación que ostentan

un carácter reflexivo, los cuales son atribuidos negativamente al actor en tanto

sujeto.

48
Por otra parte, analizamos el dualismo inherente a la noción de

interpretación que se desprende de estas concepciones. Mediante el mismo, el

actor comprende intelectualmente el sentido a representar (indicado por una

instancia externa a la Actuación), y luego lo ejecuta o materializa, utilizando su

cuerpo para ello. No obstante, hemos establecido la ausencia de una

delimitación clara de la tarea actoral y la carencia de un desarrollo técnico de

los procedimientos a llevar a cabo por el actor. Esto difiere ostensiblemente de

otras “artes interpretativas”, por cuanto no existe una ubicación anatómica

precisa de las tareas a realizar por el actor, dado que la acción actoral no

requiere de habilidades diversas a las del hombre común.

Por último, hemos establecido que esta carencia se ha suplido

históricamente con posturas meramente normativas y prescripciones respecto

a lo moral y/o éticamente aceptable o ímprobo, siempre en relación con el

respeto a la representación transitiva hacia un referente socialmente valorado

en el período del que se trate.

Bibliografía

AAVV, 2006. El cuerpo in-cierto. Arte, cultura, sociedad, E. Matoso (Comp.),

Buenos Aires: Letra Viva / UBA.

Abirached, Robert, 1994. La crisis del personaje en el teatro moderno, Trad.

Borja Ortiz de Gondra, Madrid: Publicación de la Asociación de Directores de

Escena de España.

Aristóteles, 1979. Poética, Traducción del griego, prólogo y notas de Francisco

de P. Samarauch, Madrid: Aguilar

Barthes, Roland, 1974. « Au séminaire », L’Arc, Nro. 56.

49
Boileau, Nicolás, 1953 (1694), Arte Poética, Madrid: Ed. Clásica

Caputo, Jorge, 2008. “Consideraciones sobre el actor romano o el síndrome del

loco de Argos”, en Historia del Actor. De la escena clásica al presente, Jorge

Dubatti (Coord.), Buenos Aires: Colihue

Chartier, Roger, 1996. “Poderes y límites de la representación. Marin, el

discurso y la imagen”, en Escribir las prácticas. Foucault, De Certeau, Marin,

Buenos Aires: Manantial, Pp. 73 a 99.

De Certeau, Michel, 2007. La invención de lo cotidiano I. Artes de hacer,

México DF: Universidad Iberoamericana / Instituto Tecnológico de Estudios

Superiores de Occidente.

De Marinis, Marco, 2005. En busca del Actor y el Espectador. Comprender el

teatro II, Buenos Aires: Galerna

De Marinis, Marco, 1997. Comprender el teatro. Lineamientos de una nueva

teatrología, Buenos Aires: Galerna.

Deleuze, Gilles, 1969. “Platón y el simulacro”, en Lógica de sentido, Barcelona:

Paidós, Pp. 295 a 309

Derrida, Jacques, 1967. “El teatro de la crueldad y la clausura de la

representación”, en La escritura y la diferencia, Barcelona: Antrhopos, Pp 318-

343

Descartes, René, 1959 (1641). Meditaciones metafísicas, Buenos Aires:

Aguilar.

Diderot, Denis, 2001 (1773). La paradoja del comediante, Veracruz: Editorial

del Gobierno del Estado de Veracruz

Eandi, Victoria, 2008. “El actor medieval y renacentista”, en Historia del Actor.

De la escena clásica al presente, Jorge Dubatti (Coord.), Buenos Aires: Colihue

50
Eco, Umberto, 1970. La definición del arte, Barcelona: Ed. Martínez Roca.

Estiú, Emilio, 1982. “La concepción platónico – aristotélica del arte: técnica e

inspiración”, en Revista de Filosofía, Nro. 24, La Plata: UNLP, Fac. de

Humanidades y Cs. de la Educación

Feral, Josette, 2003. Acerca de la teatralidad, Cuadernos de Teatro XXI, Dir.

Osvaldo Pellettieri, Fac. FyLO, Ed. Nueva Generación, Buenos Aires

Gadamer, Georg, 1977. Cap. 13, “Acuñación del concepto de <<lenguaje>> a

lo largo de la historia del pensamiento occidental”, en Verdad y Método,

Salamanca: Sígueme, Pp. 487-525

Gombrich, E. H., 1984. “Norma y Forma. Las categorías estilísticas de la

Historia del Arte y sus orígenes en los ideales renacentistas”, en Norma y

Forma. Estudios sobre el Renacimiento, Madrid: Alianza

González Requena, Jesús, 1987. “Enunciación, punto de vista, sujeto”,

Contracampo, Año IX, Nro. 42

Horacio, 1961 (14 a. C.) Ars poética, Barcelona: Bosch

Kaplan, Andrea Gabriela, 2006. “Una pedagogía del buen cuerpo: Modelos,

conductas, símbolos. Representaciones del cuerpo durante la última dictadura

militar argentina”, en Medios, Comunicación y Dictadura (consultado en

http://www.mediosydictadura.org.ar/academicos/tesinas/kaplan_cuerpo.doc)

Kebrat – Orecchioni, Catherine, 1997. La enunciación. De la subjetividad en el

lenguaje, Buenos Aires: Edicial.

Koss, Natacha, 2008. “El actor en el debate Modernidad – Posmodernidad”, en

Historia del Actor. De la escena clásica al presente, Jorge Dubatti (Coord.),

Buenos Aires: Colihue

51
Le Breton, David, 1995. Antropología del cuerpo y modernidad, Buenos Aires:

Nueva Visión

Lessing, G., 1769. La dramaturgia de Hamburgo (s/d)

Lope de Vega, 1965. (1609). El arte nuevo de hacer comedias en este tiempo,

Madrid: Gredos

Lyotard, Francoise, 1981. Dispositivos pulsionales, Madrid: Fundamentos

Mansilla, Camila, 2008. “El actor isabelino: la construcción de un oficio y un

lenguaje”, en Historia del Actor. De la escena clásica al presente, Jorge Dubatti

(Coord.), Buenos Aires: Colihue

Merleau Ponty, Maurice, 1975. Fenomenología de la percepción, Barcelona:

Península

Moliere, 1985 (1669). “Prefacio”, en Tartufo, Barcelona: Bruguera.

Navarro, Ginés, 2002. El cuerpo y la mirada. Desvelando a Bataille, Barcelona:

Anthropos

Nietzsche, Friederich, 1984 (1884). Así hablaba Zaratustra, Buenos Aires: Siglo

XX.

Pavis, Patrice, 1994. El teatro y su recepción. Semiología, cruce de culturas y

postmodernismo, Selección y traducción Desiderio Navarro, UNEAC (Unión de

Escritores y Artistas de la Cultura), Casa de las Américas, La Habana

Pavis, Patrice, 1983. Diccionario del Teatro, Barcelona: Paidós

Platón, 1977. El sofista, Traducción y notas por Antonio Tovar y Ricardo P.

Binda, Tucumán: Universidad Nacional de Tucumán, Facultad de Filosofía y

Letras

Platón, 1974. Ion, Buenos Aires: Eudeba.

Platón, 1963. República, Buenos Aires: Eudeba.

52
Platón, 1960. Fedro, Buenos Aires: Aguilar Quiroga, Cristina (2008). “El actor

en el teatro español del Siglo de Oro”, en Historia del Actor. De la escena

clásica al presente, Jorge Dubatti (Coord.), Buenos Aires: Colihue

Racine, Jean, 1989 (1677). “Prefacio” en Fedra, Buenos Aires: Clásicos Petrel

Rancière, Jacques, 2009. “La división de lo sensible. Estética y política”, en

Mesetas.net (“Le partage du sensible”, entrevista a Jacques Ranciére, Trad.

Antonio Fernández Lera, consultado en www.mesetas.net/?q=node/5, el

25/08/09)

Ricoeur, Paul, 2004. La memoria, la historia, el olvido, Buenos Aires: Fondo de

Cultura Económica

Ricoeur, Paul, 2000. “La imaginación en el discurso y en la Acción”, en 2000.

Del texto a la acción, Bs. As.: Fondo de Cultura Económica y en 1982.

Hermenéutica y Acción, Buenos Aires: Editorial Docencia, Pp. 95 a 112.

Ricoeur, Paul, 1995 (1985). “Primera parte. El círculo entre narración y

temporalidad” en Tiempo y narración I. Configuración del tiempo en el relato

histórico, México: Siglo XXI, Pp. 41 a 161

Schiller, Friederich Von, 1909 (1792 / 1781). “Prefacio” en Los Bandidos y

Sobre el arte dramático, Barcelona: Maucci

Schmitt, Jean-Claude, 1991. “La moral de los gestos”, en Feher, M. (Ed.),

Fragmentos para una historia del cuerpo humano, Parte 2, Madrid: Taurus

Sorell, Walter, 1981. La Danza en su tiempo, Garden City, New York: Anchor

Press / Doubleday (Trad. Susana Tambutti, para la cátedra Historia General de

la Danza).

Szondi, Peter, 1994. Teoría del Drama Moderno (1880 – 1950), Barcelona:

Destino

53
Voltaire, Francoise, 1731. Discurso sobre la tragedia y 1730. Carta al padre

Porée.

54

También podría gustarte