Trece Historias. Bestio Seller - Paul Pen
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Paul Pen
ePub r1.0
Titivillus 02-05-2019
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Título original: Trece historias. Best seller
Paul Pen, 2015
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
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Nota del autor
Paul PEN
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Best seller
Rosario leyó la frase final del libro. Pasó la última hoja para encontrar la que
protegía la contraportada, el espacio en blanco en el que acababan todas las
historias. Suspiró molesta, obligada como siempre a inventar por sí misma lo
que habría ocurrido más tarde. Ella siempre quería saber lo que les pasaba a
los personajes justo después: cómo la superviviente explicaba lo ocurrido a
las autoridades, qué condena concreta le caía al malo. Pero Rosario había
leído ya suficientes historias de suspense para saber que algunos escritores
preferían dejar la escena en alto, con el cuerpo todavía caliente y las sirenas
de las ambulancias aullando a lo lejos.
Las 22.42h.
Ya casi había acabado su turno. Los alumnos más rezagados se habían ido
marchando de la biblioteca durante la última hora, al dar por finalizada la
sesión de estudio. Unas campanillas sobre la puerta los habían ido
despidiendo uno a uno con una delicada melodía, como la de una cucharilla
golpeando varias copas de champán. Tan solo un estudiante apuraba los
minutos, concentrado en su libro, con el pecho pegado al borde de la mesa y
la capucha de la sudadera cubriéndole la cabeza para abstraerse por completo
del entorno.
Diez minutos antes de la hora del cierre, Rosario dejó de respetar el habitual
silencio del lugar. Ordenó las sillas de las mesas más cercanas sin preocuparse
por no arrastrarlas. Apagó lámparas. Cerró los cajones de su escritorio. Con
una mano en la parte baja de su espalda, tratando de aplacar el lumbago, se
agachó para desenchufar el calentador bajo su mesa. Aún doblada bajo el
mueble, las campanillas sobre la puerta sonaron una vez más.
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Creyó que el último estudiante había salido por fin, pero barrió el suelo con la
mirada y dio con las zapatillas de aquel chico, sus piernas retorcidas en torno
a las patas de la silla. Rosario maldijo a cualquiera que hubiera osado a entrar
en la biblioteca a esas horas. Al incorporarse golpeó la mesa con la cabeza.
—Anda, dame los libros. Que mira que son gordos esos que traes. Tengo una
hija que dice que cuando lleva un libro de Ken Follet en el bolso, se siente
más segura en el metro. Que sabe que si algún loco intenta atacarla, violarla o
lo que sea, podría matarlo de un golpe —Rosario ayudó al camarero a apoyar
los libros sobre el mostrador—. Y que conste que te los acepto porque
siempre te acuerdas de que mi café es con sacarina. No te creas que esos otros
compañeros tuyos se acuerdan.
—Ya, pero mira cómo tú sí te acuerdas. Aunque sea porque soy tu clienta más
vieja —forzó la memoria para recordar su nombre—. Armando. Te llamabas
Armando.
Él asintió.
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—Pero yo lo hago por puro interés —dijo—. Para que me deje usar la
biblioteca a estas horas.
—No te dejo usarla. Te dejo devolver estos libros —aclaró—. No te creas que
te voy a dejar coger ninguno más. Que voy a cerrar ya.
Colocó sobre su escritorio los libros devueltos, uno junto a otro, con los
lomos hacia arriba. Una selección de best sellers tan amplia como estándar.
Paseó el lector electrónico sobre los códigos de barras para registrar la entrada
de los ejemplares.
Descubrió, sin embargo, que los libros tenían dobladas las esquinas de varias
páginas, quizá Armando leyera deprisa. Desdobló una a una las marcas en El
ocho. Siguió con las páginas de El Médico. Después con las de El código Da
Vinci. Y con las de una novela de Stieg Larsson. Seguía recomponiendo las
páginas de Los pilares de la tierra cuando Armando regresó al mostrador.
—Se supone que después de marcar una página, la dejamos como estaba.
Porque somos buenas personas y queremos hacerle la vida más fácil a la
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siguiente persona que lea el libro. Y a la bibliotecaria también, ¿no es cierto?
—Rosario esperó el asentimiento de Armando—. O, mejor aún, usamos un
marcapáginas.
—Además falta un minuto para que acabe mi horario —señaló los libros que
acababa de recopilar el camarero—. Ya te he avisado de que no me va a dar
tiempo a registrar un nuevo préstamo.
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que cogió los libros y se despidió con una palabra apenas audible. La
campanilla sobre la puerta emitió su breve melodía mientras Rosario le
gritaba que no había registrado la salida de esos libros.
—¡Pero bueno, es que esto es de risa! —gritó a la estancia vacía—. ¿Es que
ya nadie respeta a una vieja bibliotecaria? —el enfado aumentó al desdoblar
la última página marcada de la novela de Ken Follet y descubrir varias marcas
de lápiz—. ¡Y encima me pinta las hojas!
—Se supone que uno subraya citas enteras, muchacho —murmuró sin
encontrar sentido alguno al azaroso subrayado—. Esto es manchar por
manchar.
Cuando acabó con esa página, buscó más marcas a lo largo del voluminoso
tomo. Halló otra hoja con varias rayas. Frotó el borrador con un hondo
suspiro. El reloj sobre el mostrador marcaba las 23.14h. Hacía años que no
llegaba a ver esa hora en la biblioteca. Encontró otras cuatro páginas con
subrayados.
Cogió Los hombres que no amaban a las mujeres. No tardó en encontrar una
página llena de marcas. Y otra más. Y otra. Hojeó El médico, con el mismo
resultado. También El Código da Vinci estaba marcado. Y la novela de
Katherine Neville. El aire de un hondo suspiro desplazó los residuos de goma
sobre el escritorio.
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Valoró si dejar la labor para el día siguiente. En el turno de mañana estaba
Susana, sería ella quien encontraría los libros sobre el mostrador nada más
llegar, pero Rosario no era de las que dejaban su trabajo sin hacer para que
luego el problema les cayera a otras. Además Susana, con lo joven y
despistada que era, devolvería los libros a su estantería sin revisarlos. Si lo
dejaba para mañana, tendría que guardar los libros de Armando en su cajón y
seguir enfrentándose a ellos al inicio del siguiente turno. Uno de los post-it
motivacionales que otra de las compañeras, la del fin de semana, Patricia,
pegaba en la cara interna del mostrador, opinó sobre el asunto mostrando uno
de los refranes más manidos de la historia: No dejes para mañana lo que
puedas hacer hoy. Rosario imaginó a Patricia escribiendo aquel mensaje en
una mañana de domingo, la de menos asistencia de toda la semana, pensando
que de verdad hacía un favor a sus compañeras al dejarles esas pequeñas
notas de sabiduría popular. Siempre parece imposible hasta que lo logras. A
quien madruga Dios le ayuda. No llores por haber perdido el sol, que las
lágrimas no te dejarán ver las estrellas. Motivación de saldo en papeles
amarillo chillón. Rosario cogió el adhesivo, lo arrugó en una bola y lo lanzó a
la papelera.
Colgó sin decir nada más. Después miró la bola de papel amarillo en el cubo
de la basura. La maldita frase tenía razón. Encontrarse los libros al día
siguiente, nada más iniciar su turno, le estropearía la digestión del almuerzo y
la jornada entera. El día de hoy ya estaba estropeado de todas maneras, así
que lo más inteligente que podía hacer era intentar salvar el de mañana.
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Sacudió en el aire Los pilares de la Tierra —lomo hacia el techo, las hojas
hacia la mesa— para que cayeran los últimos restos de goma, y los amontonó
usando la mano como cepillo. Con el borrador en ristre, abrió Los hombres
que no amaban a las mujeres por la primera página. No encontró ninguna
marca de lápiz hasta la número 133. En esa, como si Armando hubiera sufrido
un repentino ataque de interés o de la enfermedad de Parkinson, decenas de
pequeños subrayados moteaban el espacio entre los renglones escritos.
Rosario borró la hoja hasta dejarla como nueva. Avanzó hasta la página 297.
Contra esta había arreciado también una tormenta de subrayados diminutos,
que casi parecían puntos.
—Me vas a tener que explicar esto —susurró mientras usaba la goma—. Vaya
que si me lo vas a explicar.
En la siguiente hoja marcada, la 380, tan solo había cuatro líneas a lápiz,
resaltando sendas sílabas. Al ser menor en número, la vista apresurada de
Rosario procesó los subrayados de manera diferente, uniéndolos entre sí y
separándolos del resto de caracteres:
… a…
… sus…
… ta…
… da.
Las cuatro sílabas formaron una palabra que flotó sobre el mar de color gris
en que se convirtieron el resto de caracteres desenfocados.
Asustada.
Rosario entornó los ojos al tiempo que su garganta emitía un corto gemido de
sorpresa. La goma se quedó detenida en el aire. Avanzó por el libro hasta dar
con la siguiente página marcada. La 408. En esta ocasión volvían a ser apenas
puntos debajo de un montón de letras. Rosario trató de leer: una m, una e, una
t, una i… Los ojos se le perdieron entre las letras impresas y las marcas de
lápiz. Cogió un bloc de notas de su cajón. También un bolígrafo estampado
con el nombre y la dirección de la universidad a la que pertenecía la
biblioteca. En una de las hojas cuadriculadas apuntó, una detrás de otra y sin
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espacios, las letras que aparecían marcadas: metieneencerradaensucasa. No le
resultó difícil separar las palabras.
—Un momento…
Usó dos de los post-it de su compañera para señalar las hojas con mensaje en
Los hombres que no amaban a las mujeres. En ellos escribió el contenido de
cada página.
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puntos de luz entre la niebla. Rosario se abrochó la chaqueta para combatir el
escalofrío repentino. Encendió las tres hileras de fluorescentes que había
apagado para echar al estudiante rezagado. La luz consiguió que se sintiera
más segura. Cogió ahora la novela de Noah Gordon. Dejó la goma a un lado
del escritorio. Esta vez no iba a usarla. De su cajón sacó un pequeño bloc de
notas.
Se esforzó por pensar que todo esto era una broma del camarero. O los
acrósticos escondidos de algún juego que habría organizado en su casa, una
tarde de domingo. Un Scrabble casero que habría jugado contra su novia, una
amiga, una compañera de piso. Entonces recordó que Armando acababa de
llevarse Crepúsculo y Cincuenta sombras de Grey. Y que cuando la
bibliotecaria se había sorprendido, él había reconocido, a pesar de todo, que
las novelas eran para él. “Me gusta estar a la última”, había dicho. Pero ella
sabía que los hombres como Armando no leían esas novelas.
—Estos libros son para ella —susurró Rosario—. Los coges para Sonia
Segura —con una mano temblorosa, empezando a entender las implicaciones
de lo que estaba descubriendo, la bibliotecaria rodeó con un círculo de tinta el
nombre de aquella mujer—. ¿Y quién eres tú, muchacha?
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La bibliotecaria se colocó delante del ordenador. Había visto a sus
compañeras, sus hijos y hasta a sus nietos buscarlo todo en Internet. Escribir
un nombre en algún lado y ver fotos de cualquier persona. Saber de qué color
eran los edredones de la habitación de un hotel concreto en Nueva Zelanda.
Pero ella nunca le había prestado interés a todo eso. Bastante le había costado
ya aprenderse el sistema de archivo digital de los volúmenes de la biblioteca
como para aprenderse también el Google ese. Aún hoy, cada vez que el
ordenador se quedaba colgado, Rosario dirigía unos ojos muy abiertos,
cargados de razón, a quien anduviera cerca y soltaba: “Eso, con las tarjetas de
toda la vida, no pasaba”. Presionó en el teclado el botón marcado como ESC.
Eso sabía hacerlo. Lo repetía todas las noches para salir del programa de
archivo. Después, movía el ratón hasta que la flecha se colocaba sobre Inicio,
hacía clic, movía el cursor hasta Apagar ordenador, volvía a hacer clic, y la
jornada había terminado. Pero ahora necesitaba abrir Internet. Al cerrarse la
ventana de la base de datos, aparecieron un montón de iconos sobre un fondo
de color verde. Rosario se quitó las gafas. Pegó la nariz a la pantalla. El
deslumbramiento le provocó un dolor de cabeza instantáneo.
Ojeó el cuaderno para confirmar el nombre que debía buscar. Crujió sus
nudillos antes de teclear.
Sonia Segura.
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Una fila de cinco imágenes encabezó los resultados. Tres de esas fotos eran la
misma: el cartel de búsqueda de una joven desaparecida. Rosario recordó la
imagen de esa chica morena, su cinta floreada en el pelo. La había visto
anteriormente en prensa y televisión. El primer artículo que mostraba Google
tenía fecha del año pasado. Un titular de El País rezaba: Cinco años sin Sonia
Segura.
La bibliotecaria se llevó las manos a la boca para acallar el grito que no llegó
a proferir. Su respiración se aceleró. Inhalaciones y exhalaciones se
sucedieron sin pausa en una frenética hiperventilación. El exceso de oxígeno
comenzó a marearla. Se tapó nariz y boca formando una mascarilla con los
dedos. Cerró los ojos para dejar de mirar las fotos de Sonia, sus apuntes en el
cuaderno, el mensaje escondido.
Aún no había abierto los ojos cuando sonaron las campanillas sobre la puerta.
Una corriente de aire frío la envolvió.
—Creí que se iba a ir enseguida —oyó decir a Armando—. Con toda la prisa
que me metió antes. Pero ha pasado más de media hora y ni siquiera se ha
levantado a cerrar la puerta.
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La bibliotecaria contuvo la respiración. Abrió los ojos. El camarero la
observaba desde la entrada, la muñeca aún levantada como si acabara de
mirar su reloj. Sin retirarle la mirada, Rosario echó mano del ratón.
Las palabras salían por su boca incapaz de filtrarlas. Armando dio un paso
hacia el mostrador. Fue el movimiento silencioso y estratégico de un gato.
—Así que ya te digo, que si venías por eso, tranquilo. Yo creo que también
voy a dejar lo que estaba haciendo, que bastante me he alargado ya esta
noche. Madre mía, casi medianoche. Y a mí estas horas extra ya te digo que
no me las paga nadie.
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Cuando lo hizo, sacó del bolsillo interior de la chaqueta su teléfono móvil.
—¿Y qué decía de unas marcas? —continuó él—. ¿De unos subrayados en las
páginas?
Protegida por el mostrador, Rosario cerró uno de los libros que aún no había
borrado.
—Nada. Tonterías. Ni siquiera has sido tú. Mis compañeras son mucho más
despistadas que yo y no revisan los libros cuando los devuelven los
estudiantes. Uno de los libros que devolviste lo había subrayado algún
alumno —Rosario cogió el ejemplar borrado de Los pilares de la Tierra y se
lo entregó a Armando fingiendo total despreocupación—. Ya sabrás lo bien
que se documenta ese Ken Follet. Este libro es como un libro de texto para los
alumnos de Historia.
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—Habrá sido ese estudiante, seguro. Ya le echaré la bronca. A él y a mis
compañeras. De verdad, cómo son, no hay quien las aguante. Mira, tengo una
que se pasa todo los domingos llenando esto de frases motivacionales.
—Me lo llena todo de estas notitas —arrugó los papeles amarillos en una
mano y guardó la bola en un bolsillo—. Y estos otros libros, a su sitio.
Cogió las novelas que aún no había borrado y se fue con ellas hacia las
estanterías de la biblioteca, como si las devolviera a su lugar en un fin de
jornada cotidiano. Giró a la izquierda en el quinto pasillo: suficientemente
lejos para separarse de Armando pero también lo suficientemente cerca para
que su marcha no pareciera una huida. En cuanto se sintió protegida,
escondida, por la pared llena de volúmenes, dejó escapar una honda
respiración. Se agarró a un estante, encorvada como si fuese a vomitar. Una
mano saltó al lumbago, ofreciendo el calor que lo mitigaba. Sintió también un
pinchazo en la tripa, el flato correspondiente a la carrera de mentiras que
acababa de librar.
—Venga, pues si ya se va, la espero —gritó él—. Que es muy tarde para
dejarla aquí sola. ¿Tiene coche?
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—Sí tengo, sí. No hará falta —movió varios libros de la estantería para sonar
ocupada—. Puedes irte tranquilo.
—Y dígale a ese alumno, de mi parte, que tenga más cuidado con lo que
subraya —continuó Armando—. Que luego nos caen las broncas a los demás.
Presionó el interruptor.
Armando esperó a que Rosario saliera del mostrador. A que se colocara junto
a él. Los rostros de ambos no eran más que relieves sombríos.
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Las correas del bolso rechinaron entre sus manos al estrujarlas con
impaciencia.
—Alicia de la Torre, María García, María José González, Ruth del Canto —
leyó hasta el último nombre—: Mónica Andújar.
El bloc de notas.
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Abierto por la hoja donde había apuntado los mensajes de Sonia Segura.
—Por favor…
—Si es que esto me pasa por bueno. Por concederle a esa chica el capricho de
querer leer. Sabía que me la acabaría jugando.
Armando arrancó la hoja del cuaderno. El papel se separó de las anillas con
un sonido de cremallera. Lo rompió en varias mitades. Conservó los pedazos
en el bolsillo delantero de su chaqueta.
Las manos de Rosario atacaron por sorpresa, dos payasos emergiendo de una
caja de juguete con manivela. El impacto apenas logró que Armando
sacudiera los hombros.
Tiró de las correas del bolso de Rosario hacia él, haciéndola girar al mismo
tiempo. Un siniestro paso de baile. La espalda de ella impactó contra su tripa.
Él la rodeó con un brazo, formando a la altura de sus codos un cinturón que la
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inmovilizó. Rosario sintió el calor masculino acumulado bajo la chaqueta.
Olió el aceite de freír impregnado en la camisa, el pelo y la piel de Armando.
Sintió su boca húmeda en el cuello, revoloteando junto a su oreja como una
polilla caliente.
—Le voy a llevar al mismo sitio que a Sonia —susurró aquel insecto—. Y ya
pensaremos allí cómo solucionar este lío en el que nos ha metido esa chica a
todos.
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Rosario enganchó dos dedos en lo alto del mostrador. El esfuerzo de auparse
se le escapó por la boca en un gemido de sufrimiento.
—Pobre —dijo Armando a sus espaldas—. ¿Qué cree que podría hacerme?
—¿De verdad quiere seguir peleando? —la voz sonó muy cerca—. No puede
hacerme nada.
Forzó una carcajada que salpicó a Rosario. Podía ser saliva de su garganta o
sangre de su nariz herida. Notó las gotas filtrarse a través de sus canas hasta el
cuero cabelludo. Esperó a que él diera el paso definitivo que lo colocó justo
detrás de ella.
Rosario rotó el libro sobre el mostrador para que la esquina del lomo quedara
hacia fuera.
—No —se giró aprovechando la última energía de sus músculos—. Con Ken
Follet.
Lo noqueó de inmediato.
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las manos. Colocó los pies junto a la cabeza de Armando. Extendió los brazos
todo lo que pudo, el libro en lo alto. Solo tenía que dejarlo caer para romperle
el cráneo allí mismo. Imaginó a sus nietos pidiéndole que no lo hiciera. Al
bajar el libro notó el trabajo muscular de los hombros.
FIN
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PAUL PEN (Madrid, España, 1979) es escritor, periodista y guionista.
Escribe ficción desde que leyó Las Brujas, de Roald Dahl, el autor que más le
ha marcado junto con Stephen King.
Su primera novela, El aviso, le valió el título de Nuevo Talento Fnac en 2011,
además de ser traducida a varios idiomas y encontrarse en proceso de
adaptación al cine de la mano de Morena Films. A sus relatos premiados Una
escena matrimonial del todo insólita y Kokomo se unen ahora Otel y La
sangre del muerto. El brillo de las luciérnagas es su escalofriante segunda
novela, de la cual se prepara ya una versión cinematográfica, y que confirma a
Paul Pen como el más prometedor autor de thriller psicológico del panorama
español.
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