Trece Historias. Bestio Seller - Paul Pen

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Un

angustioso relato sobre éxitos literarios.


Hace ya media hora que la biblioteca echó el cierre. Rosario archiva los
últimos préstamos y borra enfadada los subrayados que ha dejado en varias
novelas el camarero de la universidad. Hasta que descubre que no son simples
subrayados. Ni los ha hecho él. La vida de esa joven corre peligro. Ahora, la
de Rosario, también. Cuando alza la mirada, encuentra al camarero de nuevo
en la puerta.

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Paul Pen

Trece historias. Best seller


Trece historias - 6

ePub r1.0
Titivillus 02-05-2019

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Título original: Trece historias. Best seller
Paul Pen, 2015

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1

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Nota del autor

Este relato forma parte de la colección Trece historias, un comPENdio de


cuentos con el que pretendo rendir homenaje a tres de mis contadores de
historias favoritos: Alfred Hitchcock, Rod Serling y el Guardián de la Cripta.
Sus programas de televisión —Alfred Hitchcock Presents, The Twilight Zone
y Tales from the Crypt—, fueron los que me enseñaron a disfrutar y sufrir con
historias cortas llenas de misterio, terror, drama y, sobre todo, susPENse. No
puede ser casualidad que esta última palabra se construya con mi apellido. En
mis mejores pesadillas, este relato, y el resto de la colección, se parecerá en
algo a los capítulos de aquellas series.

También es mi responsabilidad avisar de que las consecuencias de leer estas


historias en PENumbra pueden llegar a ser imPENsables.

Paul PEN

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Best seller

Rosario leyó la frase final del libro. Pasó la última hoja para encontrar la que
protegía la contraportada, el espacio en blanco en el que acababan todas las
historias. Suspiró molesta, obligada como siempre a inventar por sí misma lo
que habría ocurrido más tarde. Ella siempre quería saber lo que les pasaba a
los personajes justo después: cómo la superviviente explicaba lo ocurrido a
las autoridades, qué condena concreta le caía al malo. Pero Rosario había
leído ya suficientes historias de suspense para saber que algunos escritores
preferían dejar la escena en alto, con el cuerpo todavía caliente y las sirenas
de las ambulancias aullando a lo lejos.

Levantó la vista al reloj de pared.

Las 22.42h.

Ya casi había acabado su turno. Los alumnos más rezagados se habían ido
marchando de la biblioteca durante la última hora, al dar por finalizada la
sesión de estudio. Unas campanillas sobre la puerta los habían ido
despidiendo uno a uno con una delicada melodía, como la de una cucharilla
golpeando varias copas de champán. Tan solo un estudiante apuraba los
minutos, concentrado en su libro, con el pecho pegado al borde de la mesa y
la capucha de la sudadera cubriéndole la cabeza para abstraerse por completo
del entorno.

Diez minutos antes de la hora del cierre, Rosario dejó de respetar el habitual
silencio del lugar. Ordenó las sillas de las mesas más cercanas sin preocuparse
por no arrastrarlas. Apagó lámparas. Cerró los cajones de su escritorio. Con
una mano en la parte baja de su espalda, tratando de aplacar el lumbago, se
agachó para desenchufar el calentador bajo su mesa. Aún doblada bajo el
mueble, las campanillas sobre la puerta sonaron una vez más.

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Creyó que el último estudiante había salido por fin, pero barrió el suelo con la
mirada y dio con las zapatillas de aquel chico, sus piernas retorcidas en torno
a las patas de la silla. Rosario maldijo a cualquiera que hubiera osado a entrar
en la biblioteca a esas horas. Al incorporarse golpeó la mesa con la cabeza.

—¿Se ha hecho daño? —preguntó el visitante.

Era un joven moreno, patillas hasta el hueso de la mandíbula, vestido con


chaqueta de cuero. Debajo llevaba una camisa blanca, amarilleada tras cientos
de jornadas de trabajo y ciclos de lavado. Un cinturón oscuro, brillante,
ajustaba un pantalón negro de tela. El uniforme de un camarero. En una mano
portaba una pila de libros, apoyados contra la cintura.

—No me he hecho daño, no —Rosario se masajeó el golpe—. ¿Pero tú te


crees que esto son horas de aparecer por aquí?

—Salgo ahora de la cafetería —el hombre abrió la chaqueta para mostrar su


camisa, manchada por las salpicaduras habituales del trajín de un barra:
aceite, tomate, café—. No me da tiempo a venir antes.

Rosario miró el reloj en su muñeca. Las 22.56h.

—Anda, dame los libros. Que mira que son gordos esos que traes. Tengo una
hija que dice que cuando lleva un libro de Ken Follet en el bolso, se siente
más segura en el metro. Que sabe que si algún loco intenta atacarla, violarla o
lo que sea, podría matarlo de un golpe —Rosario ayudó al camarero a apoyar
los libros sobre el mostrador—. Y que conste que te los acepto porque
siempre te acuerdas de que mi café es con sacarina. No te creas que esos otros
compañeros tuyos se acuerdan.

—Es difícil. Atendemos a muchos alumnos, profesores, gente de la


biblioteca…

—Ya, pero mira cómo tú sí te acuerdas. Aunque sea porque soy tu clienta más
vieja —forzó la memoria para recordar su nombre—. Armando. Te llamabas
Armando.

Él asintió.

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—Pero yo lo hago por puro interés —dijo—. Para que me deje usar la
biblioteca a estas horas.

Rosario no rio la gracia.

—No te dejo usarla. Te dejo devolver estos libros —aclaró—. No te creas que
te voy a dejar coger ninguno más. Que voy a cerrar ya.

Ilustró la advertencia presionando un interruptor que apagó las tres primeras


hileras de fluorescentes. El estudiante rezagado se quedó a oscuras. Se quitó
la capucha y miró a Rosario buscando una explicación. Ella se limitó a
levantar la muñeca mostrando su reloj. El estudiante cerró el tomo que leía.
Arrastró la silla a propósito mientras se ponía de pie. Recogió su mochila. Se
marchó del lugar con un portazo que podría haber descolgado las campanillas.
Resistieron el embiste con una versión enfurecida de su delicado tintineo.

—Todas las noches se me enfada alguien —dijo Rosario—. Y digo yo que si


es la hora de cerrar, tendré que cerrar. Tengo que ser justa, y si a ti no te voy a
dejar coger nuevos libros, tampoco voy a permitir que ese…

Armando corrió hacia las estanterías de novela antes de que la bibliotecaria


terminara la frase. Ella se limitó a sacudir la cabeza, maldiciendo lo poco
obedientes que venían las nuevas generaciones.

Colocó sobre su escritorio los libros devueltos, uno junto a otro, con los
lomos hacia arriba. Una selección de best sellers tan amplia como estándar.
Paseó el lector electrónico sobre los códigos de barras para registrar la entrada
de los ejemplares.

—Pero si esto son miles de páginas. Estoy segura de que ni siquiera te ha


dado tiempo a leerlos —murmuró—. Esto es sacar por sacar.

Descubrió, sin embargo, que los libros tenían dobladas las esquinas de varias
páginas, quizá Armando leyera deprisa. Desdobló una a una las marcas en El
ocho. Siguió con las páginas de El Médico. Después con las de El código Da
Vinci. Y con las de una novela de Stieg Larsson. Seguía recomponiendo las
páginas de Los pilares de la tierra cuando Armando regresó al mostrador.

—Se supone que después de marcar una página, la dejamos como estaba.
Porque somos buenas personas y queremos hacerle la vida más fácil a la

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siguiente persona que lea el libro. Y a la bibliotecaria también, ¿no es cierto?
—Rosario esperó el asentimiento de Armando—. O, mejor aún, usamos un
marcapáginas.

Encajó en el bolsillo delantero de la camisa de Armando uno de los que


regalaba la biblioteca esa temporada. Mostraba por un lado un calendario del
año entrante y, por otro, una imagen navideña en tonos demasiado ocres para
resultar alegre.

—Además falta un minuto para que acabe mi horario —señaló los libros que
acababa de recopilar el camarero—. Ya te he avisado de que no me va a dar
tiempo a registrar un nuevo préstamo.

—Por favor. Yo siempre tengo tiempo de buscarle el bote de sacarina. Y eso


que la mayoría de veces tengo que salir a recogerlo a alguna mesa, que nadie
lo devuelve a la barra.

Rosario emitió un corto ronquido de sorpresa antes de aceptar el chantaje.


Arrancó los cuatro libros de entre las manos de Armando.

—¿Crepúsculo? ¿Cincuenta sombras de Grey? ¿En serio?

—Me… me gusta estar al día —respondió él.

La manera en que se le enrojecieron las mejillas al muchacho hizo sentir


culpable a Rosario. Ella nunca juzgaba la elección de literatura de los
usuarios, ni era nada pedante a la hora de recomendar lecturas. Si la novela de
moda que vendían hasta en los supermercados le parecía digna de ser leída, la
recomendaba con el mismo fervor que una de Truman Capote. Tampoco
compartía con nadie los secretos que algunos préstamos desvelaban sobre
ciertas personas —como Paula Alonso, por ejemplo, una mujer casada de
cuyo cuello siempre colgaba un crucifijo que descansaba sobre algún suéter
de lana rosa, solía llevarse novelas eróticas de la estantería lésbica escondidas
entre manuales de costura, pastelería o religión—. Pero a Armando lo conocía
como el camarero que se movía por la cafetería a base de gritos, como entre
ganado, sin perder la oportunidad de piropear con gracejo a las clientas, y le
costaba mucho visualizarlo echado en un sofá leyendo las aventuras de una
muchacha llamada Bella enamorada de un vampiro que brillaba a la luz del
sol o la trilogía más bien femenina de una joven entregada a sus impulsos
sadomasoquistas. Al propio Armando la pregunta le hizo sentir tan incómodo

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que cogió los libros y se despidió con una palabra apenas audible. La
campanilla sobre la puerta emitió su breve melodía mientras Rosario le
gritaba que no había registrado la salida de esos libros.

—¡Pero bueno, es que esto es de risa! —gritó a la estancia vacía—. ¿Es que
ya nadie respeta a una vieja bibliotecaria? —el enfado aumentó al desdoblar
la última página marcada de la novela de Ken Follet y descubrir varias marcas
de lápiz—. ¡Y encima me pinta las hojas!

Dejó caer el peso de la novela de Ken Follet sobre el escritorio, que se


sacudió con el impacto. Los bolígrafos cascabelearon en su bote. Del cajón
sacó Rosario una goma de borrar y, con ella, hizo desaparecer el subrayado de
varias palabras. Pronto se dio cuenta de que las líneas, en lugar de abarcar
frases completas, tan solo marcaban palabras sueltas. De hecho ni siquiera las
palabras estaban subrayadas por completo. Apenas sílabas, o incluso letras
dispersas, habían sido objetivo del lápiz de Armando (y tenía que haber sido
Armando porque a Rosario no se le hubieran pasado esas marcas de lápiz de
la anterior devolución).

—Se supone que uno subraya citas enteras, muchacho —murmuró sin
encontrar sentido alguno al azaroso subrayado—. Esto es manchar por
manchar.

Cuando acabó con esa página, buscó más marcas a lo largo del voluminoso
tomo. Halló otra hoja con varias rayas. Frotó el borrador con un hondo
suspiro. El reloj sobre el mostrador marcaba las 23.14h. Hacía años que no
llegaba a ver esa hora en la biblioteca. Encontró otras cuatro páginas con
subrayados.

Virutas de goma se dispersaron sobre la mesa tras cada soplido.

Al terminar, miró la pila de libros devueltos. Y se temió lo peor.

—No habrás sido capaz…

Cogió Los hombres que no amaban a las mujeres. No tardó en encontrar una
página llena de marcas. Y otra más. Y otra. Hojeó El médico, con el mismo
resultado. También El Código da Vinci estaba marcado. Y la novela de
Katherine Neville. El aire de un hondo suspiro desplazó los residuos de goma
sobre el escritorio.

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Valoró si dejar la labor para el día siguiente. En el turno de mañana estaba
Susana, sería ella quien encontraría los libros sobre el mostrador nada más
llegar, pero Rosario no era de las que dejaban su trabajo sin hacer para que
luego el problema les cayera a otras. Además Susana, con lo joven y
despistada que era, devolvería los libros a su estantería sin revisarlos. Si lo
dejaba para mañana, tendría que guardar los libros de Armando en su cajón y
seguir enfrentándose a ellos al inicio del siguiente turno. Uno de los post-it
motivacionales que otra de las compañeras, la del fin de semana, Patricia,
pegaba en la cara interna del mostrador, opinó sobre el asunto mostrando uno
de los refranes más manidos de la historia: No dejes para mañana lo que
puedas hacer hoy. Rosario imaginó a Patricia escribiendo aquel mensaje en
una mañana de domingo, la de menos asistencia de toda la semana, pensando
que de verdad hacía un favor a sus compañeras al dejarles esas pequeñas
notas de sabiduría popular. Siempre parece imposible hasta que lo logras. A
quien madruga Dios le ayuda. No llores por haber perdido el sol, que las
lágrimas no te dejarán ver las estrellas. Motivación de saldo en papeles
amarillo chillón. Rosario cogió el adhesivo, lo arrugó en una bola y lo lanzó a
la papelera.

Sin tratar de calmar su enfado, buscó la ficha de Armando en el archivo del


ordenador. El cursor parpadeó junto a su número de teléfono. La línea emitió
siete tonos antes de que un mensaje estándar de la compañía telefónica le
diera la bienvenida al buzón de voz.

—Armando, soy Rosario. De aquí, de la biblioteca —así comenzaba Rosario


todos los mensajes que dejaba a quienes no devolvían los libros en el plazo
estimado, acompañándolos casi siempre de algún tipo de amenaza sobre la
cancelación de la tarjeta de la biblioteca—. No solo me has dejado un montón
de dobleces en los libros sino que también me los has llenado de subrayados.
Y te has llevado los libros nuevos sin registrar. ¿Esto qué es? ¿Crees que por
trabajar en la cafetería se te permite todo? No Armando, no, estoy muy
enfadada. Y no creas que no voy a pasar queja en la próxima junta. Podrían
hasta quitarte tu carné de biblioteca.

Colgó sin decir nada más. Después miró la bola de papel amarillo en el cubo
de la basura. La maldita frase tenía razón. Encontrarse los libros al día
siguiente, nada más iniciar su turno, le estropearía la digestión del almuerzo y
la jornada entera. El día de hoy ya estaba estropeado de todas maneras, así
que lo más inteligente que podía hacer era intentar salvar el de mañana.

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Sacudió en el aire Los pilares de la Tierra —lomo hacia el techo, las hojas
hacia la mesa— para que cayeran los últimos restos de goma, y los amontonó
usando la mano como cepillo. Con el borrador en ristre, abrió Los hombres
que no amaban a las mujeres por la primera página. No encontró ninguna
marca de lápiz hasta la número 133. En esa, como si Armando hubiera sufrido
un repentino ataque de interés o de la enfermedad de Parkinson, decenas de
pequeños subrayados moteaban el espacio entre los renglones escritos.
Rosario borró la hoja hasta dejarla como nueva. Avanzó hasta la página 297.
Contra esta había arreciado también una tormenta de subrayados diminutos,
que casi parecían puntos.

—Me vas a tener que explicar esto —susurró mientras usaba la goma—. Vaya
que si me lo vas a explicar.

En la siguiente hoja marcada, la 380, tan solo había cuatro líneas a lápiz,
resaltando sendas sílabas. Al ser menor en número, la vista apresurada de
Rosario procesó los subrayados de manera diferente, uniéndolos entre sí y
separándolos del resto de caracteres:

… a…

… sus…

… ta…

… da.

Las cuatro sílabas formaron una palabra que flotó sobre el mar de color gris
en que se convirtieron el resto de caracteres desenfocados.

Asustada.

Rosario entornó los ojos al tiempo que su garganta emitía un corto gemido de
sorpresa. La goma se quedó detenida en el aire. Avanzó por el libro hasta dar
con la siguiente página marcada. La 408. En esta ocasión volvían a ser apenas
puntos debajo de un montón de letras. Rosario trató de leer: una m, una e, una
t, una i… Los ojos se le perdieron entre las letras impresas y las marcas de
lápiz. Cogió un bloc de notas de su cajón. También un bolígrafo estampado
con el nombre y la dirección de la universidad a la que pertenecía la
biblioteca. En una de las hojas cuadriculadas apuntó, una detrás de otra y sin

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espacios, las letras que aparecían marcadas: metieneencerradaensucasa. No le
resultó difícil separar las palabras.

Me tiene encerrada en su casa.

Esta vez la garganta de Rosario se contrajo sin producir sonido alguno. Su


mano izquierda trabajó por sí sola pasando hacia atrás las páginas de la novela
de Stieg Larsson, hasta encontrar la primera sobre la que había utilizado la
goma. Buscaba un mensaje anterior, pero Rosario había llevado a cabo la
labor de borrado con tanto esmero que le fue imposible reconocer dónde
habían estado los puntos. Lo que observó fue que en la esquina superior
derecha de esa misma página aún se adivinaba el débil pliegue diagonal de
una marca de posición de lectura. Uno de los pliegues que ella misma había
desdoblado hacía un rato mientras Armando escapaba a la estantería de
novela.

—Un momento…

Rosario regresó a la página 380. Asustada. Palpó la esquina exterior y


también aquí encontró la huella de un pliegue recién desdoblado. Igual que en
la 408. Apartó a Stieg Larsson y recuperó Los pilares de la Tierra. Buscó
entre las hojas algún resto de goma. Encontró una viruta rosada que le sirvió
para confirmar que esa página había tenido marcas de lápiz y, como esperaba,
también una esquina doblada. Rosario miró a los libros que faltaban por
borrar. Estaba segura de que si no hubiera desdoblado las esquinas de todos
ellos podría haber encontrado directamente las páginas subrayadas.

—Armando, ¿de qué va esto?

Usó dos de los post-it de su compañera para señalar las hojas con mensaje en
Los hombres que no amaban a las mujeres. En ellos escribió el contenido de
cada página.

—Asustada —leyó en voz alta mientras apuntaba—. Me tiene encerrada en su


casa.

A Rosario le sorprendió el tono alarmado que oyó en su propia voz, la cual


reverberó en la biblioteca vacía. La estancia de repente le pareció más oscura.
Más fría. Los cristales, empañados como al final de cada jornada en invierno,
desdibujaban el exterior convirtiéndolo en una portada de novela de espías:

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puntos de luz entre la niebla. Rosario se abrochó la chaqueta para combatir el
escalofrío repentino. Encendió las tres hileras de fluorescentes que había
apagado para echar al estudiante rezagado. La luz consiguió que se sintiera
más segura. Cogió ahora la novela de Noah Gordon. Dejó la goma a un lado
del escritorio. Esta vez no iba a usarla. De su cajón sacó un pequeño bloc de
notas.

En la página 117 halló los primeros subrayados. Y el pliegue fantasma en la


esquina superior. El bolígrafo escribió en la hoja cuadriculada del cuadernillo:
necesitoayuda. Página 246: armandoangulo. Página 299: metienesecuestrada.
Página 387: ensucasadenavacerrada. Página 533: soysoniasegura.

Rosario se recolocó en la silla antes de discernir la frase completa escondida


en el libro: Necesito ayuda. Armando Angulo me tiene secuestrada en su casa
de Navacerrada. Soy Sonia Segura.

Sus ojos se dirigieron solos a la pantalla del ordenador. El resto de la cabeza


ni siquiera se movió. La ficha del camarero seguía abierta, el cursor
parpadeando junto a su número de teléfono. La bibliotecaria se fijó en el
nombre completo que encabezaba el registro: Armando Angulo. A Rosario se
le escapó un grito. Su silla rodó hacia atrás. Se llevó las manos al pecho. Ni
rozando la edad de jubilación había tenido problemas con su tensión arterial,
pero ahora sintió la presión de la sangre palpitando en sus venas. Impulsó la
silla hacia delante, con pies temerosos.

Se esforzó por pensar que todo esto era una broma del camarero. O los
acrósticos escondidos de algún juego que habría organizado en su casa, una
tarde de domingo. Un Scrabble casero que habría jugado contra su novia, una
amiga, una compañera de piso. Entonces recordó que Armando acababa de
llevarse Crepúsculo y Cincuenta sombras de Grey. Y que cuando la
bibliotecaria se había sorprendido, él había reconocido, a pesar de todo, que
las novelas eran para él. “Me gusta estar a la última”, había dicho. Pero ella
sabía que los hombres como Armando no leían esas novelas.

—Estos libros son para ella —susurró Rosario—. Los coges para Sonia
Segura —con una mano temblorosa, empezando a entender las implicaciones
de lo que estaba descubriendo, la bibliotecaria rodeó con un círculo de tinta el
nombre de aquella mujer—. ¿Y quién eres tú, muchacha?

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La bibliotecaria se colocó delante del ordenador. Había visto a sus
compañeras, sus hijos y hasta a sus nietos buscarlo todo en Internet. Escribir
un nombre en algún lado y ver fotos de cualquier persona. Saber de qué color
eran los edredones de la habitación de un hotel concreto en Nueva Zelanda.
Pero ella nunca le había prestado interés a todo eso. Bastante le había costado
ya aprenderse el sistema de archivo digital de los volúmenes de la biblioteca
como para aprenderse también el Google ese. Aún hoy, cada vez que el
ordenador se quedaba colgado, Rosario dirigía unos ojos muy abiertos,
cargados de razón, a quien anduviera cerca y soltaba: “Eso, con las tarjetas de
toda la vida, no pasaba”. Presionó en el teclado el botón marcado como ESC.
Eso sabía hacerlo. Lo repetía todas las noches para salir del programa de
archivo. Después, movía el ratón hasta que la flecha se colocaba sobre Inicio,
hacía clic, movía el cursor hasta Apagar ordenador, volvía a hacer clic, y la
jornada había terminado. Pero ahora necesitaba abrir Internet. Al cerrarse la
ventana de la base de datos, aparecieron un montón de iconos sobre un fondo
de color verde. Rosario se quitó las gafas. Pegó la nariz a la pantalla. El
deslumbramiento le provocó un dolor de cabeza instantáneo.

—Mi PC —leyó con esfuerzo—. Papelera de reciclaje… Microsoft Word…


Outlook Express… Internet Explorer… Este es.

Rosario colocó el cursor sobre el icono en forma de «e». Su dedo tembloroso


presionó el botón del ratón más veces de las dos necesarias. Aunque esperaba
encontrar el logotipo de Google y la barra donde había visto a su nieta mayor
escribir el nombre de la cantante de pelo corto que sacaba mucho la lengua, el
navegador se abrió en la página oficial de la universidad.

—¿Y ahora? —preguntó a la pantalla.

Estuvo bloqueada unos segundos, atrapada en esa pantalla institucional que


mostraba una foto aérea de todo el campus y anunciaba nuevos másteres en
Derecho Laboral. Entonces dio con la barra de direcciones. Probó a escribir
Google. Presionó Enter. Contuvo la respiración hasta que aparecieron grandes
letras rojas, amarillas, azules y verdes. El logotipo del buscador se reflejó por
duplicado en los cristales de sus gafas.

Ojeó el cuaderno para confirmar el nombre que debía buscar. Crujió sus
nudillos antes de teclear.

Sonia Segura.

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Una fila de cinco imágenes encabezó los resultados. Tres de esas fotos eran la
misma: el cartel de búsqueda de una joven desaparecida. Rosario recordó la
imagen de esa chica morena, su cinta floreada en el pelo. La había visto
anteriormente en prensa y televisión. El primer artículo que mostraba Google
tenía fecha del año pasado. Un titular de El País rezaba: Cinco años sin Sonia
Segura.

La bibliotecaria se llevó las manos a la boca para acallar el grito que no llegó
a proferir. Su respiración se aceleró. Inhalaciones y exhalaciones se
sucedieron sin pausa en una frenética hiperventilación. El exceso de oxígeno
comenzó a marearla. Se tapó nariz y boca formando una mascarilla con los
dedos. Cerró los ojos para dejar de mirar las fotos de Sonia, sus apuntes en el
cuaderno, el mensaje escondido.

Armando tenía a esa muchacha.

El camarero amable que se preocupaba por prepararle el café como a ella le


gustaba era en realidad un secuestrador. Y tenía encerrada en su casa de la
montaña a la muchacha de la cinta floreada en el pelo, la que protagonizó los
informativos hacía tanto tiempo. La bibliotecaria recordó el desgarrador
testimonio que dio su madre en un programa de televisión, ofreciendo todos
sus ahorros y los de su familia a quien pudiera dar una sola pista sobre el
paradero de su hija.

Rosario necesitó dos minutos enteros para controlar su respiración. El corazón


dejó de latirle en el cuello. Aún sin abrir los ojos, se obligó a calmarse, a
pensar con serenidad en cómo descolgaría el teléfono y llamaría al 112. Cómo
les contaría a la policía lo que había encontrado. En realidad todo esto podía
ser aún una broma de mal gusto o tener alguna otra explicación.

Rosario completó tres hondas respiraciones seguidas.

Encontró paz al saber que iba a hacer lo correcto.

Aún no había abierto los ojos cuando sonaron las campanillas sobre la puerta.
Una corriente de aire frío la envolvió.

—Creí que se iba a ir enseguida —oyó decir a Armando—. Con toda la prisa
que me metió antes. Pero ha pasado más de media hora y ni siquiera se ha
levantado a cerrar la puerta.

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La bibliotecaria contuvo la respiración. Abrió los ojos. El camarero la
observaba desde la entrada, la muñeca aún levantada como si acabara de
mirar su reloj. Sin retirarle la mirada, Rosario echó mano del ratón.

—Tenía que archivar los libros que devolviste… Y algunos otros —


improvisó—. Ya se me había hecho tarde así que…, que decidí quedarme. ¿Y
tú? —se atrevió a preguntar, esforzándose en un impostar un tono
despreocupado—. Te carcomía la conciencia por haberte llevado los libros sin
registrar, ¿no? Si es que ya sabía yo que eras un chico estupendo. Que sale a
buscarme la sacarina a las mesas si hace falta.

Las palabras salían por su boca incapaz de filtrarlas. Armando dio un paso
hacia el mostrador. Fue el movimiento silencioso y estratégico de un gato.

—Pero no te preocupes, Armando —continuó Rosario—. Ya el próximo día


cuando me los devuelvas, más tranquilamente, ajustamos las fichas. Bueno,
ojalá tuviéramos fichas como las de antes. De cartón, que podías cogerlas,
tocarlas y saber realmente qué libros estaban aquí y cuáles no.

El camarero prosiguió su avance.

—Ahora ya sabes que es todo mucho más tecnológico. Pero bueno, a ti no te


afecta tampoco, ya me tocará a mí pelearme para meter los datos en este
aparato del infierno.

Al mencionar el ordenador, Rosario aprovechó para desviar la mirada y


centrar su atención en la pantalla. Movió el cursor a toda prisa. Lo colocó
sobre la X que cerraría el navegador de internet. El felino frente a ella dio un
paso más. Rosario hizo clic. Los resultados de búsqueda desaparecieron de la
pantalla. El rostro de Sonia Segura, reflejado en las gafas de la bibliotecaria,
se desvaneció un instante antes de que Armando llegara al mostrador. Lo
único que vio en las lentes de la bibliotecaria fue el brillo verdoso del fondo
de escritorio.

—Así que ya te digo, que si venías por eso, tranquilo. Yo creo que también
voy a dejar lo que estaba haciendo, que bastante me he alargado ya esta
noche. Madre mía, casi medianoche. Y a mí estas horas extra ya te digo que
no me las paga nadie.

Armando permaneció callado, esperando que Rosario dejara de hablar.

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Cuando lo hizo, sacó del bolsillo interior de la chaqueta su teléfono móvil.

Rosario desvió la mirada.

—En el mensaje de móvil que me ha dejado parecía usted mucho más


enfadada —dijo el camarero—. ¿Qué es lo que ha cambiado?

A la bibliotecaria se le detuvo el parpadeo. Había olvidado la llamada al


buzón de voz.

—¿Y qué decía de unas marcas? —continuó él—. ¿De unos subrayados en las
páginas?

Protegida por el mostrador, Rosario cerró uno de los libros que aún no había
borrado.

—Nada. Tonterías. Ni siquiera has sido tú. Mis compañeras son mucho más
despistadas que yo y no revisan los libros cuando los devuelven los
estudiantes. Uno de los libros que devolviste lo había subrayado algún
alumno —Rosario cogió el ejemplar borrado de Los pilares de la Tierra y se
lo entregó a Armando fingiendo total despreocupación—. Ya sabrás lo bien
que se documenta ese Ken Follet. Este libro es como un libro de texto para los
alumnos de Historia.

La bibliotecaria dejó que Armando abriera el tomo. Que investigara las


páginas. Sobre su camisa blanca manchada de tomate y café cayeron algunas
virutas de goma de borrar.

—Eso es lo que estaba haciendo precisamente —Rosario señaló los restos


rosados— borrar los apuntes de ese muchacho. Perdona que te llamara a ti,
pero al ser tú el último… Así soy, le echo las culpas al primero que se me
cruza por delante. Pero luego miré el registro de préstamos y vi el nombre de
ese chico —empezaba a creerse su propia mentira—. Lo conozco, sé que
estudia Historia, así que por eso até cabos.

Sobre el mostrador, Rosario vio el ejemplar de Stieg Larsson del que


sobresalían los post-it en los que había resuelto algunos de los acrósticos.
Asustada. Me tiene encerrada en su casa. Armando rozaba ese libro con el
codo, las notas adhesivas curvándose bajo el cuero de su manga.

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—Habrá sido ese estudiante, seguro. Ya le echaré la bronca. A él y a mis
compañeras. De verdad, cómo son, no hay quien las aguante. Mira, tengo una
que se pasa todo los domingos llenando esto de frases motivacionales.

Despegó No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy y se la mostró a


Armando. Él miró el adhesivo de reojo mientras seguía investigando el libro
de Ken Follet. Enseguida, como en un arranque de hartazgo, Rosario despegó
varias notas, incluyendo las que sobresalían del libro junto al brazo del
camarero.

—Me lo llena todo de estas notitas —arrugó los papeles amarillos en una
mano y guardó la bola en un bolsillo—. Y estos otros libros, a su sitio.

Cogió las novelas que aún no había borrado y se fue con ellas hacia las
estanterías de la biblioteca, como si las devolviera a su lugar en un fin de
jornada cotidiano. Giró a la izquierda en el quinto pasillo: suficientemente
lejos para separarse de Armando pero también lo suficientemente cerca para
que su marcha no pareciera una huida. En cuanto se sintió protegida,
escondida, por la pared llena de volúmenes, dejó escapar una honda
respiración. Se agarró a un estante, encorvada como si fuese a vomitar. Una
mano saltó al lumbago, ofreciendo el calor que lo mitigaba. Sintió también un
pinchazo en la tripa, el flato correspondiente a la carrera de mentiras que
acababa de librar.

Un grito de Armando llegó desde el mostrador.

—¿Entonces no me va a quitar el carné de la biblioteca?

Rosario tomó aire.

—¿Y quién me conseguiría la sacarina si lo hiciera?

La bibliotecaria oyó sonreír al camarero. Apiló los libros en el suelo. Esperó


un tiempo prudencial, deseando que sonaran las campanillas sobre la puerta,
despidiendo a Armando.

—Venga, pues si ya se va, la espero —gritó él—. Que es muy tarde para
dejarla aquí sola. ¿Tiene coche?

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—Sí tengo, sí. No hará falta —movió varios libros de la estantería para sonar
ocupada—. Puedes irte tranquilo.

—Nada, nada. Ya he dicho que la espero y la voy a esperar.

Rosario se giró, la espalda apoyada en la estantería. Miró a ambos lados, al


techo, al suelo, buscando escapatorias donde no las había.

—Y dígale a ese alumno, de mi parte, que tenga más cuidado con lo que
subraya —continuó Armando—. Que luego nos caen las broncas a los demás.

—Descuida —dijo ella—. Te puedo asegurar que nadie se ríe de esta


bibliotecaria. Y mucho menos ese chico.

Rosario tomó aire, armándose de valor para salir de su refugio. De regreso al


mostrador, disimuló el temblor de sus piernas sacudiéndose de la falda restos
de goma imaginarios, justificando con los manotazos contra sus muslos el
avance errático de sus pasos.

—Cojo mi bolso —dijo ya junto a su silla—, y nos vamos.

Apagó el ordenador, la lámpara del escritorio. Sus dedos se posaron, dudosos,


sobre el interruptor que apagaría los últimos fluorescentes. ¿De verdad iba a
quedarse a oscuras con Armando? Durante las centésimas de segundo que
duró la duda, Rosario se convenció de que actuar con normalidad era la única
opción. Solo un minuto más. Hasta salir de la biblioteca. Hasta despedir al
camarero como si de verdad no pasara nada y marcar desde el coche el
número de emergencias.

Presionó el interruptor.

Se hizo la oscuridad y la estancia quedó teñida por el brillo anaranjado de las


farolas en el exterior. A través del vaho que cubría los cristales, quedaron
convertidas en cuerpos luminosos desenfocados, como grandes ovnis que
aterrizaran entre la niebla.

Armando esperó a que Rosario saliera del mostrador. A que se colocara junto
a él. Los rostros de ambos no eran más que relieves sombríos.

—¿Nos vamos? —preguntó ella.

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Las correas del bolso rechinaron entre sus manos al estrujarlas con
impaciencia.

—Lo único que no entiendo es esto —dijo Armando. Sacó su móvil de la


chaqueta y lo activó para que la pantalla iluminara el ejemplar. Abrió la
cubierta. Del interior sacó la tarjeta con los nombres y las firmas de quienes
había tomado el libro prestado. Señaló a Rosario el nombre apuntado justo
delante del suyo—. Ese alumno de historia al que tan bien conoce se llama…
¿Elena González?

Rosario se apoyó en el mostrador para mantener el equilibrio. Sentía las


articulaciones tan blandas que las rodillas podían doblársele hacia atrás en
cualquier momento.

—Me refería al anterior —logró decir.

El dedo de Armando fue subiendo por la lista.

—Alicia de la Torre, María García, María José González, Ruth del Canto —
leyó hasta el último nombre—: Mónica Andújar.

Rosario maldijo la estadística que convertía a las mujeres en principales


lectoras.

—Bueno, yo me refería a Ruth —señaló ese nombre. El miedo espesaba sus


pensamientos. Ni siquiera sabía si tenía sentido seguir mintiendo—. Hoy en
día una ya no sabe si son chicas o chicos. Con esos pelos cortos, esos
pendientes en la nariz y esa ropa negra —oía su propia voz distorsionada,
como a cámara lenta—. En mi época las mujeres éramos coquetas. No nos
disfrazábamos de hombre. Por eso siempre me confundo con ella. Él, ella.
Ella, él.

Armando expulsó aire por la nariz en una sonrisa incrédula.

—¿Y esto? ¿También me puede explicar esto?

El cuero de su chaqueta crujió mientras se movía. Mostró algo en el aire,


sujetándolo junto a su cara, entre las sombras. Solo cuando Armando dirigió
la pantalla del móvil hacia lo que sostenía, pudo Rosario ver lo que era.

El bloc de notas.

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Abierto por la hoja donde había apuntado los mensajes de Sonia Segura.

Necesito ayuda. Armando Angulo me tiene secuestrada en su casa de


Navacerrada. Soy Sonia Segura.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó—. ¿Qué me está obligando usted a


hacer?

—Por favor…

—Si es que esto me pasa por bueno. Por concederle a esa chica el capricho de
querer leer. Sabía que me la acabaría jugando.

Armando arrancó la hoja del cuaderno. El papel se separó de las anillas con
un sonido de cremallera. Lo rompió en varias mitades. Conservó los pedazos
en el bolsillo delantero de su chaqueta.

—¿Qué hacemos ahora? —repitió.

—He llamado a la policía —mintió Rosario.

Otro bufido incrédulo.

—¿Y aun así tiene tanto miedo?

Se miraron como pistoleros en un duelo, sus rostros iluminados débilmente


por la luz azulada del móvil. Rosario entrecerró los ojos, endureciendo la
mirada. Armando se humedeció los labios. Un músculo de su cuello se tensó
con un crujido.

La pantalla del teléfono se apagó al entrar en estado de reposo.

Las manos de Rosario atacaron por sorpresa, dos payasos emergiendo de una
caja de juguete con manivela. El impacto apenas logró que Armando
sacudiera los hombros.

—Lo reconozco, esta pelea no es nada justa —dijo el camarero.

Tiró de las correas del bolso de Rosario hacia él, haciéndola girar al mismo
tiempo. Un siniestro paso de baile. La espalda de ella impactó contra su tripa.
Él la rodeó con un brazo, formando a la altura de sus codos un cinturón que la

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inmovilizó. Rosario sintió el calor masculino acumulado bajo la chaqueta.
Olió el aceite de freír impregnado en la camisa, el pelo y la piel de Armando.
Sintió su boca húmeda en el cuello, revoloteando junto a su oreja como una
polilla caliente.

—Le voy a llevar al mismo sitio que a Sonia —susurró aquel insecto—. Y ya
pensaremos allí cómo solucionar este lío en el que nos ha metido esa chica a
todos.

El lumbago de Rosario estalló en la parte baja de su espalda al levantar las


piernas. Apoyó los pies contra el mostrador. Empujó hasta desplazar el
mueble, cerrando los ojos, mordiéndose el labio inferior, resistiendo la estaca
de dolor que se hundió en sus lumbares y se extendió al resto del cuerpo. La
hebilla del cinturón de Armando se le clavó en la rabadilla. El camarero
perdió el equilibrio ante la repentina sacudida. Cayeron al suelo de la
biblioteca, ella sobre él. Piel sudorosa rechinó contra la superficie pulida, la
de las palmas de cuatro manos tratando de levantarse. Armando intentó
atrapar uno de los tobillos de Rosario, que no eran dos sino diez,
multiplicados por lo frenético de sus sacudidas. En el intento, el tacón de uno
de los zapatos de ella le aplastó el ojo derecho. El otro impactó contra su
nariz. Líquido caliente inundó sus fosas nasales.

Las piernas de la bibliotecaria se escabulleron.

Armando se incorporó. Extendió los brazos a ambos lados para mantener el


equilibrio. Vislumbró a Rosario frente a él, una sombra derrotada. De rodillas
en el suelo, trataba de escalar el mostrador de recepción. Con la movilidad
reducida por el dolor de espalda, sus manos no alcanzaron el filo de la
estructura. Las uñas arañaron el mueble. Cayó al suelo como una rata que
intenta trepar las paredes de cristal de un terrario.

Armando sonrió. El aire burbujeó en su nariz. Se la secó con la manga de la


chaqueta, la sangre resbaló por los pliegues del cuero.

—¿A dónde pretende ir? —preguntó, manteniendo aún el trato de usted.

Dio un paso adelante.

Bajo sus pies el suelo se movía como el de un barco.

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Rosario enganchó dos dedos en lo alto del mostrador. El esfuerzo de auparse
se le escapó por la boca en un gemido de sufrimiento.

—Pobre —dijo Armando a sus espaldas—. ¿Qué cree que podría hacerme?

El camarero trastabilló hacia delante. Se rio de su propio mareo, como un


adolescente borracho. Rosario apoyó los codos en el mostrador. Se puso de
pie, de espaldas a Armando.

—¿De verdad quiere seguir peleando? —la voz sonó muy cerca—. No puede
hacerme nada.

Forzó una carcajada que salpicó a Rosario. Podía ser saliva de su garganta o
sangre de su nariz herida. Notó las gotas filtrarse a través de sus canas hasta el
cuero cabelludo. Esperó a que él diera el paso definitivo que lo colocó justo
detrás de ella.

Las manos de Rosario se aferraron a Los Pilares de la Tierra.

A sus tapas duras.

Pensó en su sobrina viajando sola en el metro.

Armando le dio dos toques en el hombro.

—Disculpe señora, ¿se va a defender con su bastón?

Rosario rotó el libro sobre el mostrador para que la esquina del lomo quedara
hacia fuera.

—No —se giró aprovechando la última energía de sus músculos—. Con Ken
Follet.

La punta del libro alcanzó a Armando en la sien.

Lo noqueó de inmediato.

Cayó al suelo bocarriba.

Permaneció en silencio, aturdido, hasta que la sangre de su nariz le encharcó


la garganta. Una convulsión lo hizo toser. Rosario sintió las salpicaduras en

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las manos. Colocó los pies junto a la cabeza de Armando. Extendió los brazos
todo lo que pudo, el libro en lo alto. Solo tenía que dejarlo caer para romperle
el cráneo allí mismo. Imaginó a sus nietos pidiéndole que no lo hiciera. Al
bajar el libro notó el trabajo muscular de los hombros.

Después corrió al escritorio. Encontró a tientas el teléfono. Marcó el número


de emergencias, explicó la situación y dio la dirección de la biblioteca.

—Es… tás muer… ta —balbuceó el cuerpo en el suelo, oculto tras el


mostrador.

Ella encendió los fluorescentes.

Vio al camarero en posición fetal, tosiendo sangre contra el suelo. Trataba de


incorporarse. Logró colocarse en posición de gateo. Las extremidades le
temblaban como a un cordero recién nacido, pero podía llegar a levantarse.
Por ello, Rosario regresó junto al animal renqueante, con el libro en las
manos. Levantó el ejemplar por encima de su cabeza y lo dejó caer con todas
su fuerzas contra la espalda de Armando. El secuestrador de Sonia Segura se
derrumbó bajo el peso de Los Pilares de la Tierra.

A lo lejos, Rosario oyó la sirena de una ambulancia.

FIN

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PAUL PEN (Madrid, España, 1979) es escritor, periodista y guionista.
Escribe ficción desde que leyó Las Brujas, de Roald Dahl, el autor que más le
ha marcado junto con Stephen King.
Su primera novela, El aviso, le valió el título de Nuevo Talento Fnac en 2011,
además de ser traducida a varios idiomas y encontrarse en proceso de
adaptación al cine de la mano de Morena Films. A sus relatos premiados Una
escena matrimonial del todo insólita y Kokomo se unen ahora Otel y La
sangre del muerto. El brillo de las luciérnagas es su escalofriante segunda
novela, de la cual se prepara ya una versión cinematográfica, y que confirma a
Paul Pen como el más prometedor autor de thriller psicológico del panorama
español.

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