Lectura N2
Lectura N2
Lectura N2
LECTURA N.2
LA ADMIRACIÓN COMO COMIENZO DE LA FILOSOFÍA
Con todo, tampoco es recomendable una actitud tan exagerada como la de Kierkegaard, un
gran filósofo romántico. Kierkegaard concede a la decisión un gran valor, pero dice que, si
se tarda en ponerla en marcha, pierde todo su fervor. Kierkegaard es demasiado exigente.
Es la suya una autenticidad caricaturesca, ilustrativa, sorprendente, pero irrealizable. Ambas
actitudes, la de Hegel y la de Kierkegaard, comportan crispación. No, la verdad es alegre,
porque es preferible a cualquier otro objetivo vital, y reclama sinceridad de vida, búsqueda.
Conviene empezar de una buena vez sin prisas; importa no ser escéptico, no renunciar a la
tarea de buscarla y servirla, por más que parezca utópico o inalcanzable. Buscar la verdad
lleva consigo ser fiel a ella, no admitir la mentira en uno mismo.
Los filósofos clásicos consideraron que la admiración despierta la filosofía. La admiración
tiene que ver con la ingenuidad: el filósofo se admira sin condiciones ni resabios. Con todo,
la filosofía no es tan antigua como la humanidad, sino que surge de modo abrupto: en un
momento determinado se desató la admiración en algunos hombres. La admiración no es la
posesión de la verdad, sino su inicio. El que no admira, no se pone en marcha, no sale al
encuentro de la verdad.
Sin embargo, la admiración es más que un sentimiento. Intentaré describirla. Ante todo, es
súbita: de pronto me encuentro desconcertado ante la realidad que se me aparece,
inabarcada, en toda su amplitud. Hay entonces como una incitación. La admiración tiene
que ver con el asombro, con la apreciación de la novedad: el origen de la filosofía es algo
así como un estreno. A ese estreno se añade el ponerse a investigar aquello que la
admiración presenta como todavía no sabido.
La admiración no tiene nada que ver con esto. No es el llamar la atención utilizando
procedimientos propagandísticos. No es una cuestión de imagen. La admiración no es la
fascinación. Fascinada, la persona es manejada por intereses ajenos y particulares, pero la
filosofía es una actividad del hombre libre: los filósofos han descubierto la libertad, porque
para ser amante de la verdad uno tiene que ponerse en marcha desde dentro, ser activo.
Ante la publicidad uno es pasivo: con ella se intenta motivar e inducir. La admiración es el
despertar del sueño, de la divagatoria, pues desde ella se activa el pensar: poner en marcha
el pensar es filosofar. La filosofía es un modo de recordar al hombre su dignidad, es uno de
los grandes cauces por los que el hombre da cuenta de que existe. Los grandes filósofos
han sido humanistas.
La filosofía tiene una importancia histórica extraordinaria. Antes de la filosofía, los pueblos
viven prisioneros de un cauce inmemorial. Hegel lo dice de un modo excesivo: un pueblo sin
filosofía es un "pequeño monstruo" despistado, extrañado. Lo extraño ha de conjurarse,
obliga a ejercer un poder que lo domine. Ese dominio exige el empleo de recursos, que son
muy variados. Cuando esos recursos son nobles, acontece lo que se llama civilizar,
colonizar. Los pueblos sin filosofía, o los que la han olvidado, no son estériles, pero, a lo
sumo, alcanzan a civilizar, a superar su desconcierto ante el cosmos imponiendo la impronta
humana a lo extraño. La filosofía pone al hombre ante algo insospechado, pero no ajeno. La
filosofía reclama una actividad muy intensa, pues la verdad no se deja domesticar, sino que
su encuentro con el hombre lo dignifica. La verdad no obedece a conjuros. Por eso, para
salir a su encuentro hay que partir de la admiración.
La admiración es el inicio del filosofar, la primera situación en que se encuentra el que será
filósofo. Insisto, quizá no resulte fácil admirarse en nuestros días porque estamos
bombardeados con todo tipo de solicitaciones "civilizadas" que reclaman nuestra atención;
esos bombardeos pueden aturdir o dejarle a uno insensible. Porque una cosa es civilizar y
otra dejarse civilizar: esto último vuelve a provocar la extrañeza o conduce a abdicar ante
un dominio excesivo. En la época del triunfo de la publicidad hablar de la admiración exige
ciertas precisiones. Casi siempre, lo que se nos pide hoy no es admiración, sino una especie
de suspensión estática del ánimo, algo así como lo que pude ver hace poco en una
fotografía del periódico: unas personas que estaban mirando un equipo de fútbol con cara
de que se les hubiera aparecido un ser sobrenatural. La admiración es menos pretenciosa.
Cuando se admira no aparece lo brillante, sino un resplandor todavía impreciso. Intentaré
describirlo para que por lo menos se caiga en la cuenta de cómo fue seguramente el
primer momento de la filosofía (una actitud que, por otra parte, se ha repetido muchas
veces). Aristóteles, que estaba muy cerca del origen de la filosofía y conocía muy bien a
los filósofos que le habían precedido, sostiene que de la admiración arranca el filosofar.
Ya digo que cuando se reclama nuestra atención en términos propagandísticos, se lleva a
cabo una exhibición. Pero eso no es propio de la admiración. En ella la excelencia no se
exhibe, sino que más bien se oculta. Admirarse es como presentir o adivinar: un anticipo,
no débil sino preguntante, pero sin palabras. Y, además, tampoco saca de sí (el
entusiasmo platónico es posterior a la admiración). No es una iniciación al éxtasis. El
extático es el que se queda como alelado, y sólo sabe salir de sí (ex-stare); es una especie
de emigrante a otra cosa. En cierto modo, se trata de un desarrollo de la admiración, pero
no completo, sino unilateral; la admiración no es sólo una invitación a ir por algo, sino a
erguirse.
Ese carácter indeterminado que tiene la admiración se refiere tanto al objeto como a uno
mismo, a los propios resortes que tendrían que responder a lo admirable, pero sin acertar a
saber todavía cómo. Hay una imprecisión en la admiración que hace difícil su descripción
psicológica (quizá la admiración no sea un tema psicológico, porque es doblemente
indeterminada). Hay una clara ignorancia ante lo admirable o admirado, que no se muestra
patentemente, pero a su vez, tampoco el hombre sabe qué recursos humanos debe poner
en marcha para penetrar o hacerse cargo de lo admirable. Ahora bien, esa indeterminación
no comporta inseguridad, sino todo lo contrario. Lo que no comporta es certeza. Esta
distinción es sumamente importante.
(...) Así pues, admirarse es dejar en suspenso el transcurso de la vida ordinaria: ésta es su
consideración estática. Por tanto, esa expresión hegeliana –que traduzco como "exención
de supuestos"– se podría entender sin más como puro comienzo. El ser en el comienzo no
se dice de nada, ni nada se dice de él. Tampoco la admiración: lo admirable no es un
predicado ni admite predicados. Y eso quiere decir que es una situación sin precedentes: no
pertenece a un proceso. Cuando uno se admira es como si "cayera" en la admiración (estoy
hablando, insisto, de la admiración filosófica). La admiración se experimenta por primera
vez: antes de admirarse uno no sabía que se pudiera admirar. Por eso, la filosofía tiene en
su origen un carácter subitáneo: se cae en la filosofía como cayendo en lo que no se había
sospechado; la precedente actividad civilizadora todavía no permitía instalarse en la
admiración. El origen de la filosofía no tiene precedentes en sentido propio: eso es
admirarse.
Algunos autores han dado de la admiración una interpretación patética. No es asunto fácil.
En la admiración Sócrates notaba la pura insipiencia que permite la ironía (cuya
interpretación patética es el desprecio de los cínicos a la civilización) y según Nicolás de
Cusa la docta ignorancia. Cuando uno se admira su atención se concentra en "eso" de lo
cual se admira y que aún no se conoce. Sabe, entonces, que todo lo demás no vale. Es la
distinción entre lo admirable y lo prosaico. Por eso, el filósofo empieza separándose del
mundo empírico. Esa separación obedece al mismo carácter insospechable de la
admiración. La admiración es como un milagro: de pronto se encuentra uno admirando.
(...) En cualquier caso, la filosofía no tiene sucedáneos. Después, si se conoce la filosofía,
puede uno ocuparse de muchos asuntos, pero, de entrada, es menester el caer en la
admiración.
¿La imposibilidad de predicar, de usar, es lo enteramente previo? ¿Lo es la situación que
los modernos llaman a priori? ¿O lo que Descartes llama duda universal?
Los griegos enfocaron este asunto de un modo más sencillo: no trataron de delimitar con la
filosofía o dentro de ella el tema de la admiración, sino que lo descubrieron sin más y sólo
por ello se pusieron a filosofar. Esto permite notar que la admiración lleva consigo un
descubrimiento inicial –y me parece que esto es lo más importante que ocurrió en Grecia–:
se cae en la cuenta de que no hay sólo procesos. Y eso de más ¿qué es? Realmente es
lo único que despierta la admiración. La admiración se estrena sin razón antecedente: no
está preparada por nada. Pero la ausencia de proceso ¿qué es? ¿Qué es lo admirable? Lo
estable, o si quieren, la quietud. Dicho más rápidamente: lo intemporal.
1
POLO, L, Introducción a la Filosofía, Madrid, Rialp, 1994, p. 21-30.