Gérard Genette, Estructuralismo y Crítica Literaria
Gérard Genette, Estructuralismo y Crítica Literaria
Gérard Genette, Estructuralismo y Crítica Literaria
1
En el capítulo I (“La ciencia de lo concreto”). Según advierte el traductor de la obra al español (México,
Fondo de Cultura Económica, 1964), “los términos bricoler, bricolage, y bricoleur, en la acepción que les da
el autor, no tienen traducción al castellano. El bricoleur es el que obra sin plan previo y con medios y
procedimientos apartados de los usos técnológicos normales. No opera con materias primas sino ya
elaboradas, con fragmentos de obras, con sobras y trozos, como el autor lo explica” (p. 35). Hemos respetado
este criterio en nuestra traducción del texto de Genette. N. de T.
2
Roland Barthes, Ensayos Críticos, Barcelona, Seix Barral, 1967 p. 304.
ser, pues, metaliteratura, vale decir, “una literatura a la cual se impone como objeto la
literatura misma”.3
En efecto, si se dejan de lado las dos funciones más comunes de la actividad crítica
─la función “crítica” en el sentido propio del término, que consiste en juzgar y apreciar las
obras recientes para esclarecer las elecciones del público (función ligada a la institución
periodística), y la función “científica” (esencialmente ligada a la institución universitaria)
que consiste en un estudio positivo con el único fin de conocer las condiciones de
existencia de las obras literarias (materialidad del texto, fuentes, génesis psicológica o
histórica, etc.) ─es evidente que nos queda una tercera propiamente literaria. Un libro de
crítica como Port-Royal o El Espacio Literario es, entre otras cosas, un libro y su autor, a
su manera y al menos en cierta medida, lo que Roland Barthes llama un escritor (en
oposición al simple escribiente), o sea, el autor de un mensaje que tiende parcialmente a
reabsorberse en espectáculo. La “decepción” que provoca en el escritor el sentido que se
fija y constituye como objeto de consumo estético es, sin duda alguna, el movimiento (o
mejor la “parada” [arrêt]) constitutivo de toda literatura. El objeto literario existe
solamente por sí; en cambio, no depende de sí mismo y según las circunstancias cualquier
texto puede o no ser literatura según se lo reciba (más bien) como espectáculo o (más bien)
como mensaje. La historia literaria está hecha de esas ideas y venidas y de esas
fluctuaciones. Vale decir que realmente no se puede hablar de objeto literario, sino
únicamente de una función literaria que de manera alternativa puede existir o dejar de
existir en cualquier objeto de escritura. Su literalidad parcial, inestable, ambigua, no es pues
propia de la crítica; lo que distingue a ésta de los otros “géneros” literarios es su carácter
segundo, y es aquí donde las observaciones de Lévi-Strauss sobre el bricolage encuentran
una aplicación probablemente imprevista.
El universo instrumental del bricoleur, dice Lévi-Strauss, es un universo “cerrado”.
Su repertorio, por amplio que sea, “permanece limitado”. Esta limitación distingue al
bricoleur del ingeniero quien, en principio, puede obtener en cualquier momento, el
instrumento adaptado especialmente a una necesidad técnica determinada. Y es que el
ingeniero “interroga al universo, mientras que el bricoleur se dirige a una colección de
residuos de obras humanas, es decir a un sub-conjunto de la cultura”. Bastaría reemplazar
en esta última frase las palabras “ingeniero” y “bricoleur” por novelista y crítico
respectivamente, para definir el status literario de la crítica. Los materiales del trabajo
crítico, en efecto, son esos “residuos de obras humanas” que resultan las obras una vez
reducidas a temas, motivos, palabras claves, metáforas obsesivas, citas, fichas y referencias.
La obra inicial es una estructura, como esos conjuntos primeros que el bricoleur desmantela
para extraer elementos destinados a todos los fines útiles; también el crítico descompone
una estructura en elementos ─un elemento por ficha─ y la divisa del bricoleur ─”esto
siempre puede servir”─, es el mismo postulado que inspira al crítico cuando confecciona su
fichero material o ideal. Inmediatamente, se trata de elaborar una nueva estructura
“ordenando esos residuos”. Parafraseando a Lévi- Strauss puede decirse, entonces, que “el
pensamiento crítico edifica conjuntos estructurados por medio de un conjunto estructurado
que es la obra pero no se apodera a nivel de la estructura; construye sus palacios
ideológicos con los escombros de un antiguo discurso literario”.
3
Valéry. “Albert Thibaudet”, NRF, julio de 1936, p. 6.
La distinción entre el crítico y el escritor no radica solamente en el carácter segundo
y limitado del material crítico (la literatura) opuesto al carácter ilimitado y primero del
material poético o novelístico (el universo). Esta inferioridad de algún modo cuantitativa,
fundada en el hecho de que el crítico viene siempre detrás del escritor y dispone nada más
que de los materiales impuestos por la elección previa del escritor, quizás puede agravarse
o compensarse en razón de otra diferencia: “El escritor opera por medio de conceptos, el
crítico por medio de signos. Sobre el eje de la oposición entre naturaleza y cultura, los
conjuntos de los cuales se valen están imperceptiblemente dislocados. En efecto, por lo
menos una de las maneras con que el signo se opone al concepto consiste en que el segundo
quiere ser integralmente transparente a la realidad, mientras el primero acepta e incluso
exige, que un cierto espesor de humanidad esté incorporado a esa realidad”. Si el escritor
interroga al universo, el crítico interroga a la literatura, es decir, a un universo de signos.
Pero lo que era signo en el escritor (la obra) se convierte en sentido en el crítico (ya que es
objeto del discurso crítico) y viceversa, lo que era sentido en el escritor (su visión del
mundo) se convierte en signo en el crítico como tema y símbolo de una cierta naturaleza
literaria. Y esto es ─otra vez─ lo que Lévi-Strauss dice acerca del pensamiento mítico, que
crea incesantemente, como lo señalaba Boas, nuevos universos pero invirtiendo los fines y
los medios: “los significados se transforman en significantes y a la inversa”. Este
movimiento incesante, esta permanente inversión del signo y del sentido indica
perfectamente la doble función del trabajo crítico, que consiste en producir sentido con la
obra de los otros, pero también en realizar su obra con este sentido. Si existe una “poesía
crítica” es, pues, en el sentido en que Lévi-Strauss habla de una “poesía del bricolage”: así
como el bricoleur “habla por medio de las cosas”, el crítico habla ─en el sentido más
vigoroso del término, es decir, se habla─ por medio de los libros y parafraseando por última
vez a Lévi-Strauss diremos que, “sin lograr totalmente su proyecto, [el crítico] pone
siempre algo de él mismo”.
En este sentido se puede considerar a la crítica literaria como una “actividad
estructuralista”; pero sólo se trata, como bien se ve, de un estructuralismo implícito y no
reflexivo. La cuestión planteada por la orientación actual de ciencias humanas como la
lingüística o la antropología, es saber si la crítica no está llamada a organizar
explícitamente su vocación estructuralista en método estructural. Aquí sólo se pretende
precisar el sentido y la perspectiva de tal cuestión, indicando las principales vías mediante
las cuales el estructuralismo se ofrece al objeto de la crítica literaria y se propone ante ésta
como un procedimiento fecundo.
II
4
Boris Tomachevski, “La nouvelle école d´histoire littéraire en Russie”, Revue des Etudes slaves, 1928,
p. 231.
cosa que el encuentro de críticos y lingüistas en el terreno del lenguaje poético. Esta
asimilación de la literatura a un dialecto provoca objeciones demasiado evidentes como
para ser tomada literalmente. Si la literatura fuera un dialecto, se trataría de un dialecto
translingüístico, que opera en todas las lenguas un cierto número de transformaciones,
diferentes en cuanto a sus procedimientos, pero análogas en lo que respecta a su función,
semejantes a los diversos argots que parasitan de manera diversa en las distintas lenguas
pero que se parecen por su función parasitaria. Nada de esto puede arriesgarse sobre el tema
de los dialectos y sobre todo, la diferencia que separa la “lengua literaria” de la lengua
común, reside menos en los medios que en los fines. Excepción hecha de algunas
inflexiones, el escritor utiliza la misma lengua que los demás usuarios, pero no lo hace de la
misma manera ni con la misma intención: material idéntico, función dislocada. Este status
es exactamente inverso al del dialecto. No obstante, como otros “excesos” del formalismo,
éste tendría un valor catártico: el olvido temporario del contenido, la reducción provisoria
del “ser literario” de la literatura 5 a su ser lingüístico, iban a permitir revisar algunas viejas
evidencias concernientes a la “verdad” del discurso literario y estudiar más de cerca el
sistema de sus convenciones. Durante demasiado tiempo se había mirado a la literatura
como un mensaje sin código, como para que se tornara necesario mirarla un instante como
un código sin mensaje.
El método estructuralista se constituye como tal en el momento preciso en el cual se
encuentra el mensaje en el código rescatado mediante un análisis de las estructuras
inmanentes y no ya impuesto desde el exterior por prejuicios ideológicos. Ese momento no
pudo tardar mucho6, pues la existencia del signo, en todos los niveles, reposa sobre la
vinculación de la forma y del sentido. Es así como Roman Jakobson, en su estudio de 1923
sobre el verso checo, descubre una relación entre el valor prosódico de un rasgo fónico y su
valor significante, tendiendo cada lengua a dar mayor importancia prosódica al sistema de
oposiciones más pertinentes sobre el plano semántico (diferencia de intensidad en ruso, de
duración en griego, de altura en servocroata).7 Este paso de lo fonético a lo fonemático, es
decir, de la pura sustancia sonora ─cara a las primeras inspiraciones formalistas─ a la
organización de esa sustancia en sistema significante (o por lo menos, apto para la
significación), no interesa sólo al estudio de la métrica ya que ha de verse en él y con justos
títulos, una anticipación del método fonológico.8 Representa lo que puede ser, bastante
bien, el aporte del estructuralismo al conjunto de los estudios de morfología literaria:
poética, estilística y composición. Entre el puro formalismo que reduce las “formas”
literarias a un material sonoro finalmente informe puesto que es no-significante 9 y el
realismo clásico, que concede a cada forma un “valor expresivo” autónomo y sustancial, el
análisis estructural debe permitir establecer la relación que existe entre un sistema de
formas y un sistema de sentidos, sustituyendo la búsqueda de analogías término a término,
por la de las homologías globales.
5
“El objeto de estudio literario no es la literatura en su totalidad, sino su literaturidad (literaturnost), es decir,
aquello que hace de un escrito una obra literaria”. Esta frase escrita por Jakobson en 1921 fue una de las
consignas del formalismo ruso.
6
“En mitología como en lingüística, el análisis formal plantea inmediatamente una cuestión: ‘el sentido’”.
Lévi-Strauss, Antropología Estructural, Buenos Aires, Eudeba, 1968, p. 218.
7
Cf. Víctor Erlich, Russian formalism, La Haya, Mouton, 1955, pp. 188-189.
8
Troubetskoy, Principes de phonologie, Payot, 1949, pp. 5-6.
9
Cf. en particular la crítica realizada pro Eichenbaum, Jakobson y Tynianov de los métodos de métrica
acústica de Slevers, quien pretendía estudiar las sonoridades de un poema como si estuviera escrito en una
lengua totalmente desconocida. Erlich, op. cit., p. 187.
Un ejemplo simple servirá probablemente para precisar las ideas sobre este punto.
Uno de los rompecabezas tradicionales de la teoría de la expresividad es la cuestión del
“color” de las vocales, cuestión que el soneto de Rimbaud puso sobre el tapete. Los
partidarios de la expresividad fónica, como Jespersen o Grammont, se esfuerza en atribuir a
cada fonema un valor sugestivo propio, que habría impuesto en todas las lenguas la
composición de ciertas palabras. Otros han demostrado la fragilidad de estas hipótesis 10 y
particularmente, en lo que concierne al color de las vocales, los cuadros comparativos que
proporciona Etiemble11 ponen de manifiesto perentoriamente, que lo partidarios de la
audición coloreada no se ponen de acuerdo sobre ninguna atribución. 12 Sus adversarios
concluyen naturalmente que la audición coloreada es un mito, y en cuanto hecho natural tal
vez nada más que mito. Sin embargo, la discordancia de los cuadros individuales no
invalida la autenticidad de cada uno de ellos y el estructuralismo puede adelantar aquí un
comentario que tenga en cuenta, a la vez, lo arbitrario de cada relación color-vocal y el
sentimiento tan común de un cromatismo vocálico. Es cierto que ninguna vocal evoca
natural y aisladamente un color, pero también es cierto que la distribución de los colores en
el espectro (que es, por otra parte, como lo han demostrado Gelg y Goldstein, tanto un
hecho del lenguaje como de visión) puede encontrar su correspondencia en la distribución
de las vocales de una determinada lengua. De aquí la idea de una tabla de concordancia,
variable en sus detalles pero constante en su función; hay un espectro de vocales como hay
un espectro de colores, los dos sistemas se evocan y se atraen y la homología global crea la
ilusión de una analogía término a término que cada uno realiza, a su manera, mediante un
acto de motivación simbólica comparable al que Lévi-Strauss pone al descubierto a
propósito del totemismo. Cada motivación individual, objetivamente arbitraria pero
subjetivamente fundada, puede considerarse, pues, como el índice de cierta configuración
psíquica. La hipótesis estructural, en este caso, traslada a la estilística del sujeto lo que toma
de la estilística del objeto.
De tal modo, nada obliga al estructuralismo a limitarse a los análisis “de
superficies”, muy por el contrario, aquí como en cualquier otra parte, el horizonte del
procedimiento estructuralista es el análisis de las significaciones. “En principio, el verso es
siempre, indudablemente, una figura fónica recurrente, pero nunca es sólo eso… La
fórmula de Valéry ─el poema, prolongada vacilación entre el sonido y el sentido─ es
mucho más realista y científica que todas las formas de aislacionismo fonético”. 13 La
importancia que Jakobson atribuye, a partir de su artículo de 1935 sobre Pasternak, a los
conceptos de metáfora y metonimia tomados de la retórica de los tropos, es característica de
esta orientación, sobre todo si se piensa que uno de los caballitos de batalla del primer
formalismo era el desprecio por las imágenes y la desvalorización de los tropos como
índices del lenguaje poético. El propio Jakobson insistía en la existencia de una poesía sin
imágenes aún en 1936, a propósito de un poema de Puschkin. 14 En 1958 retoma esta
cuestión con un sensible desplazamiento de acento: “Los manuales creen en la existencia de
poemas desprovistos de imágenes, pero en los hechos la pobreza de tropos lexicales está
contrabalanceada con suntuosos tropos y figuras gramaticales”. 15 Los tropos, como es
10
Una síntesis de estas críticas puede verse en P. Del bouille, Poésie et sonorités, Les Belles Lettres, 1961.
11
Le Mythe de Rimbaud, II, pp. 81-104.
12
Todos los colores han sido atribuidos por lo menos una vez a cada una de las vocales. Delbouille, p. 248.
13
Roman Jakobson, Essais de linguistique générale, París, Ed. de Minuit, 1963, p. 233.
14
Erlich, op. cit., p. 149.
15
Jakobson, op. cit., p. 244.
sabido, son figuras de significación y, adoptando la metáfora y la metonimia como polos de
su tipología del lenguaje y de la literatura, Jakobson no rinde solamente un homenaje a la
antigua retórica, sino que ubica las categorías del sentido en el corazón del método
estructural.
El estudio estructural del “lenguaje poético” y de las formas de la expresión literaria
en general no puede, en efecto, negarse a analizar las relaciones entre código y mensaje. La
exposición de Jakobson sobre “Lingüística y Poética”, donde apela a la competencia de
técnicos de la comunicación y de poetas como Hopkins y Valéry, o críticos como Ranson o
Empson, lo demuestra de manera explícita: “La ambigüedad es una propiedad
intrínseca, inalienable, de todo mensaje centrado sobre sí mismo o, dicho más brevemente,
es un corolario obligado de la poesía. Nosotros repetiremos con Empson que las
maquinaciones de la ambigüedad están en las raíces mismas de la poesía.16 La ambición
del estructuralismo no se limita a contar los pies o hacer el inventario de las repeticiones de
fonemas, debe enfrentarse también con los fenómenos semánticos que, como se sabe desde
Mallarmé, constituyen lo esencial del lenguaje poético y, de manera más general, con los
problemas de la semiología literaria. Una de las vías más recientes y fecundas que se abren
hoy a la investigación literaria sería, a este respecto, el estudio estructural de las “grandes
unidades” del discurso más allá del marco ─infranqueable para la lingüística propiamente
dicha─ de la frase. El formalista Propp17 fue, sin duda, el primero en tratar (a propósito de
una serie de cuentos populares rusos) textos de una cierta envergadura, compuestos de gran
número de frases, como enunciados que surgen a su vez, y al igual que las unidades clásicas
de la lingüística, de un análisis capaz de distinguir allí, mediante un juego de
superposiciones y de conmutaciones, elementos variables y funciones constantes, y de
encontrar en ellos el sistema biaxial familiar a la lingüística saussuriana de las relaciones
sintagmáticas (encadenamientos reales de funciones en la continuidad de un texto) y de las
relaciones paradigmáticas (relaciones virtuales entre funciones análogas u opuestas, de un
texto a otro, en el conjunto del corpus considerado). De tal modo se estudiarán sistemas de
un nivel de generalidad mucho más elevado tales como el relato, 18 la descripción y las otras
grandes formas de la expresión literaria. Se llegaría así a una lingüística del discurso, una
translingüística, ya que los hechos de lengua se le presentarían en grandes masas y, a
menudo, en un segundo grado, es decir, en suma, una retórica, esa nueva retórica que
reclamaba no hace mucho Francis Ponge y de la cual todavía carecemos.
III
El carácter estructural del lenguaje, en todos los niveles, se admite hoy con
suficiente universalidad como para que la “aproximación estructuralista” a la expresión
literaria se imponga, para decirlo así, por sí misma. Pero al abandonar el plano de la
lingüística (o de ese “puente tendido entre la lingüística y la historia literaria” que
constituyen, según Spitzer los estudios de forma y estilo) para abordar el dominio
tradicionalmente reservado a la crítica, el del “contenido”, la legitimidad del punto de vista
estructural promueve objeciones de principio bastante graves. A priori, es cierto, el
estructuralismo como método está destinado al estudio de las estructuras en todas partes
16
Ibídem, p. 238.
17
Vladimir Propp, Morphology of the Folk-tale, Indiana University, 1958 (primera edición en ruso: 1928).
18
Claude Bremond: “Le message narratif”, Communications, 4, 1964.
donde se las encuentra; pero, en principio, las estructuras, por mucho que se lo quiera, no
son objetos que se encuentran sino sistemas de relaciones latentes, concebidos más bien que
percibidos, que el análisis construye a medida que los desentraña y que a veces corre el
riesgo de inventar creyendo descubrirlos. Por otra parte, el estructuralismo no es sólo un
método, es también lo que Cassirer denomina “una tendencia general del pensamiento” y
que otros llamarían, de manera más ruda, una “ideología”, cuyo presupuesto básico consiste
precisamente en valorizar las estructuras a expensas de las sustancias pudiendo, en
consecuencia, sobrestimar su valor explicativo. En efecto, la cuestión no radica tanto en
saber si hay o no un sistema de relaciones en tal o cual objeto de investigación pues, como
es evidente, lo hay en todos lados, sino en determinar la importancia relativa de ese sistema
en relación con los otros elementos de comprensión. Esta importancia mide el grado de
validez del método estructural, pero a su vez ¿cómo medir esa importancia sin recurrir al
método? He aquí un verdadero círculo vicioso.
IV
Valery soñaba con una historia de la literatura concebida “no tanto como una historia de
autores y de accidentes de su carrera o de sus obras, sino como una historia del espíritu que
produce o consume ‘literatura’, historia que podría hacerse aun sin que el nombre de un
solo escritor fuese allí pronunciado”. Son conocidas las resonancias que encontró esta idea
en autores como Borges o Blanchot, y Thibaudet supo complacerse ya, a fuerza de
comparaciones y de incesantes transfusiones, en instituir una República de las Letras en la
que tendían a esfumarse las distinciones personales. Esta visión unificada del campo
literario constituye una utopía muy profunda, y nos seduce no sin razón, pues la literatura
no es sólo una colección de obras autónomas o que se “influyen” por una serie de
encuentros fortuitos y aislados. La literatura es un conjunto coherente, un espacio
homogéneo en el interior del cual las obras se rozan y se penetran las unas a las otras; es
también, a su vez, una pieza ligada a otras en el espacio más vasto de la “cultura”, en la que
su propio valor es función del conjunto. Por esta doble razón, la literatura depende de un
estudio de la estructura interna y externa.
33
El aleph, Buenos Aires, Emecé, 1966. 6ª ed., p.
de la obra). Desde entonces, la literatura se ha dividido más que extendido, y durante siglos
se continuó viendo en la obra homérica el embrión y la fuente de toda literatura. Este mito
tiene algo de cierto y el incendiario de Alejandría no estaba del todo equivocado, por su
parte, al poner sólo el Corán balanceando toda una biblioteca; que contenga uno, dos o
varios millones de libros, la biblioteca de una civilización es siempre completa porque en el
espíritu de los hombres forma siempre cuerpo y sistema.
La retórica clásica tenía una conciencia aguda de ese sistema que formalizaba en la
teoría de los géneros. Existía la epopeya, la tragedia, la comedia, etc., y todos esos géneros
se repartían íntegramente la totalidad del campo literario. Lo que a esta teoría le faltaba era
la dimensión temporal, la idea de que un sistema puede evolucionar. Boileau veía morir
bajo sus ojos a la epopeya y nacer la novela sin poder integrar esas modificaciones en su
Arte Poética. El siglo XIX descubrió la historia pero olvidó la cohesión del conjunto: la
historia individual de las obras y de los autores borra el cuadro de los géneros. Sólo
Brunétiere intentó la síntesis, pero es sabido que ese matrimonio de Boileau y Darwin no
resultó muy feliz. La evolución de los géneros en la concepción de Brunétiere incurre en
organicismo puro, cada género nace, se desarrolla y muere como una especie solitaria, sin
ocuparse de su vecino.
34
Tomachevski, art. cit., pp. 238-239.
siglo XVIII, Nekrasov abreva en el periodismo y en el baudeville, Blok en la canción gitana
y Dostoievski en la novela policial.35
A esta historia de las divisiones interiores del campo literario, cuyo programa es ya
muy rico (piénsese, simplemente, lo que sería una historia universal de la oposición entre
prosa y poesía, oposición fundamental, elemental, constante, inmutable en su función,
permanentemente renovada en sus medios), sería necesario agregar la de la división mucho
más vasta entre la literatura y todo lo que no es literatura. Esto no sería ya una historia
literaria sino una historia de las relaciones entre la literatura y el conjunto de la vida social:
la historia de la función literaria. Los formalistas rusos han insistido sobre el carácter
diferencial del hecho literario. La “literalidad” es también función de la no-literalidad y no
puede darse ninguna definción estable, sólo permanece la conciencia de un límite. Todo el
mundo sabe que el nacimiento del cine modificó el status de la literatura, apropiándose de
algunas de sus funciones, pero también facilitándole algunos de sus medios. Y esta
transformación, evidentemente, no es nada más que un comienzo. ¿Cómo sobrevivirá la
literatura al desarrollo de los otros medios de comunicación? Nosotros no creemos ya,
como se creyó desde Aristóteles a La Harpe, que el arte sea una imitación de la naturaleza,
y allí donde los clásicos buscaban ante todo una bella semejanza, nosotros por el contrario,
buscamos una originalidad radical y una creación absoluta. El día en que el libro haya
dejado de ser el vehículo principal del saber, ¿no habrá cambiado de sentido la literatura?
Quizás estemos viviendo simplemente los últimos días del Libro. Esta actual aventura
35
Sobre las concepciones formalista de la historia literaria confrontar Eichembaum, “La théorie de la
méthode formelle”, y Tynianov, “De l’evolution littéraire”, en Théorie de la Littérature, París, Seuil, 1966.
Ver también Erlich, Russian Formalism, pp. 227-228 y Nina Gourfinkel, “Les nouvelles méthodos d’histoire
littéraire en Russie”, Le monde slave, febrero de 1929.
36
Jakobson, op. cit., p. 212.
37
J.L. Borges, Otras inquisiciones, Buenos Aires, Emecé, 3ª. ed., 1966, p. 218.
debería volvernos más atentos a los episodios del pasado. No podemos hablar
indefinidamente de la literatura como si su existencia fuese algo natural, como si su
relación con el mundo y con los hombres no hubiera variado jamás. Nos falta, por ejemplo,
una historia de la lectura. Historia intelectual, social y hasta física; si se cree a San
Agustín,38 su maestro Ambrosio habría sido el primer hombre de la antigüedad que leyó
visualmente, sin articular el texto en alta voz. La verdadera Historia está hecha de esos
grandes momentos silenciosos. Y el valor de un método reside probablemente en su aptitud
para encontrar bajo cada silencio una interrogación.
38
Confesiones, Libro VI. Citado por Borges, Otras Inquisiciones, cit., p. 159.