Ensoñación y Magia en

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ENSOACION Y MAGIA EN "LOS RIOS PROFUNDOS"

conductor entre los episodios de este libro traspasado de nostalgia y, a ratos, de pasin, es un nio desgarrado por una doble filiacin que simultneamente lo enraiza en dos mundos hostiles. Hijo de blancos, criado entre indios, vuelto al mundo de los blancos, Ernesto, el narrador de Los ros profundos, es un desadaptado, un solitario y tambin un testigo que goza de una situacin de privilegio para evocar la trgica oposicin de dos mundos que se desconocen, rechazan y ni siquiera en su propia persona coexisten sin dolor. Al comenzar la novela, a la sombra de esas piedras cuzqueas en las que, al igual que en Ernesto (y en Jos Mara Arguedas), speramente se tocan lo indio y lo espaol, la suerte del nio est sellada. El no cambiar ya y, a lo largo de toda la historia, ser una presencia aturdida por la violencia con que chocan a cada instante, en mil formas sutiles o arteras, dos razas, dos culturas, dos clases, en el grave escenario de los Andes. Subjetivamente solidario de los indios que lo criaron ("Me criaron los indios; otros, ms hombres que stos") y que para l, ya lo veremos, representan el paraso perdido, pero lejos de ellos por su posicin social que, objetivamente, lo hace solidario de esos blancos de Abancay que lo indignan y entristecen por su actitud injusta, torpe o simplemente ciega hacia los indios, el mundo de los hombres es para Ernesto una contradiccin imposible. No es raro que los sentimientos que le inspire sean el desconcierto y, a veces, un horror tan profundo que llega a no sentirse entre sus prjimos en ese mundo, a imaginar que procede de una especie distinta de la humana, a preguntarse si el canto de la calandria es "la materia de la que estoy hecho, la difusa regin de donde me arrancaron para lanzarme entre los hombres". Hay que vivir, sin embargo, y Ernesto, que no puede escapar a su condicin, debe buscar la manera de
E L HILO

soportarla. Para ello, tiene dos armas: la primera es el refugio interior, la ensoacin. La segunda, una desesperada voluntad de comunicarse con lo que queda del mundo, excluidos los hombres: la naturaleza. Estas dos actitudes conforman la personalidad de Ernesto y se proyectan curiosamente en la estructura del libro. Por qu ese repliegue interior, qu fuerzas lleva en s Ernesto que lo ayudan a vivir? Ocurre que hubo un tiempo en que todava no tena conciencia de la dualidad que malogra su destino y viva en complicidad inocente con los hombres, dichoso sin duda, al amparo de ese "ayllu que sembraba maz en la ms pequea y alegre quebrada que he conocido", donde las "mamakunas de la comunidad me protegieron y me infundieron la impagable ternura en que vivo". Y los dos alcaldes de esa comunidad india, Pablo Maywa y Vctor Pusa, son las sombras protectoras que el nio convoca secretamente, en el internado de Abancay, para conjurar sus sufrimientos. La corriente nostlgica que fluye por la novela proviene de la continua evocacin melanclica de esa poca en que Ernesto ignoraba la fuerza "poderosa y triste que golpea a los nios, cuando deben enfrentarse solos a un mundo cargado de monstruos y de fuego". Ese enfrentamiento con el "mundo cargado de monstruos" coincide con su llegada a Abancay y su ingreso al colegio donde se educan los jvenes acomodados de la ciudad. Ante ellos, Ernesto descubre las diferencias abisales que lo separan de los dems, su soledad, su condicin de exiliado: "Mis zapatos de hule, los puos largos de mi camisa, mi corbata, me cohiban, me trastornaban. No poda acomodarme. Junto a quin, en dnde?". Ya no puede volver atrs, retornar al ayllu: ahora sabe que l tampoco es indio. No puede pero, a pesar suyo, sin darse cuenta, tratar locamente de hacerlo y vivir como hechizado por el espectculo de su "inocencia" perdida. Este estado de aoranza y solicitacin tenaz del pasado, hace que la realidad ms vividamente reflejada en Los ros profundos, no sea nunca la inmediata, aquella que Ernesto encara durante la intriga central de la novela (situada en Abancay), sino una realidad pretrita, decantada, diluida, enriquecida por la memoria. Este determina, tambin, el lirismo acendrado de la escritura, su tono potico y reminiscente, y la idealizacin constante de objetos y de seres que nos son dados tal como el propio Ernesto los rescata del pasado, a travs de recuerdos. En el ltimo captulo de Los ros profundos, Ernesto se pasea por el patio del colegio "ms atento a los recuerdos que a las cosas externas". En verdad, sta es una actitud casi permanente en l; incluso cuando su atencin recae en algo inmediato que parece absorberlo, su conciencia, est confrontando la experiencia presente con otra pasada, apoyndose en lo actual para impulsarse hacia atrs. Ya desde las primeras pginas de la novela, el nio lamenta melanclicamente que su padre decidiera "irse siempre de un pueblo a otro, cuando las montaas, los caminos, los campos de juego, el lugar donde duermen los pjaros, cuando los detalles del pueblo empezaban a formar parte de la memoria". Es fcil suponer que desde entonces hay ya en l una determinacin voraz: capturar esa realidad fugitiva, conservar en su espritu las imgenes de esos paisajes y pueblos donde nunca se queda. Ms tarde, vivir de esas imgenes. Los recuerdos afloran a la mente de Er-

nesto ante cualquier circunstancia, como si se tratara de un viejo, y con una precisin desconcertante ("el charango formaba un torbellino que grababa en la memoria la letra y la msica de los cantos"): ocurre que es un ser enteramente consagrado a la tarea de recordar, pues el pasado es su mejor estmulo para vivir. En el colegio (es significativo que el Padre Director lo llame "loco", "tonto vagabundo", por no ser como los otros), suea con huir para reunirse con su padre. Pero no lo hace y espera, "contemplndolo todo, fijndolo en la memoria". En una novela tan visiblemente autobiogrfica, se puede decir que Arguedas ha trasplantado de manera simblica a la narracin su propia tentativa. Ese nio que el autor evoca y extrae del pasado, en funcin de una experiencia anterior de su vida, est presentado en una actitud idntica: viviendo tambin del pasado. Como en esas cajas chinas que encierran, cada una, una caja ms pequea, en Los ros profundos, la materia que da origen al libro es la memoria del autor: de ella surge esa ficcin en la que el protagonista, a su vez, vive alimentado por una realidad caduca, va slo en su propia memoria. Tras esa constante operacin de rescate del pasado, Ernesto descubre su aoranza de una realidad, no mejor que la presente, sino vivida en la inocencia, en la inconsciencia incluso, cuando todava ignoraba (aunque estuviera sumergido en l y fuera su vctima) el mal. En Abancay, los das de salida, el nio merodea por las chicheras, oye la msica y all "me acordaba de los campos y de las piedras, de las plazas y los templos, de los pequeos ros adonde fui feliz". La idea de felicidad aparece ya, en esta evocacin, asociada ms a un orden natural que social: habla de campos, piedras y pequeos ros. Porque sta es la otra vertiente de su espritu, el vnculo ms slido con la realidad presente. En cierta forma, Ernesto es consciente de esa naturaleza suya refractaria a lo actual, pasadista, y a menudo intuye su futuro condicionado por ella. Los domingos, sus compaeros de colegio cortejan a las muchachas en la Plaza de Armas de Abancay, pero l prefiere vagar por el campo, recordando a esa joven alta "de hermoso rostro, que viva en aquel pueblo salvaje de las huertas de capul". Suea entonces con merecer algn da el amor de una mujer que "pudiera adivinar y tomar para s mis sueos, la memoria de mis viajes, de los ros y montaas que haba visto". Habla de s mismo en pasado, como se habla de los muertos, porque l es una especie de muerto: vive entre fantasmas y aspira a que su compaera futura se instale, con l, entre esas sombras familiares idas. Un muerto, pero slo a medias, pues aunque una invisible muralla lo aisla de los hombres con quienes se codea, hay algo que lo retiene todava, como un cordn umbilical, en la vida presente: el paisaje. Esa "impagable ternura" que el nio se resiste a volcar en sus condiscpulos crueles o en los religiosos hipcritas o fanticos del internado, y que no tiene ocasin de entregar efectivamente al indio, prisionero como est de una clase que practica, sin decirlo, una severa segregacin racial, la verter en las plantas, los animales y el aire de los Andes. A ello se debe que el paisaje andino desempee, en este libro, un papel primordial y sea el protagonista de mayor relieve de la novela.

No es sintomtico que el ttulo, Los ros profundos, aluda exclusivamente al orden natural? Pero este orden no aparece, en la novela, contrapuesto al humano y reivindicado en tal sentido. Todo lo contrario: se halla humanizado hasta un lmite que va ms all de la simple metfora e invade el dominio de la magia. De una manera instintiva, oscura, Ernesto tiende a sustituir un orden por otro, a desplazar hacia esa zona del mundo que no lo rechaza los valores privativos de lo humano. Ya hemos visto que a veces concibe una filiacin entre l y el canto de un ave; en otra ocasin protestar con vehemencia contra los hombres que matan con hondas a los pjaros y a los loros, y en el primer captulo de la novela, se conduele amargamente por un rbol de cedrn "martirizado" por los nios cuzqueos. Furioso clama ms tarde contra aquellos que matan al grillo "que es un mensajero, un visitante venido de la superficie encantada de la tierra", y en Abancay, una noche se dedica a apartar los grillos de las aceras "donde corran tanto peligro" . En el captulo titulado Zumbayllu, hay una extensa, bellsima y tierna elega por el 'tankayllu', ese tbano de "cuerpo afelpado" que desaparece en la luz y cuya miel perdura en aquellos que la beben como "un aliento tibio que los protege contra el rencor y la melancola". Siempre que describe flores, insectos, piedras, riachuelos, el lenguaje de Arguedas adquiere su temperatura mejor, su ritmo ms logrado, el vocabulario pierde toda aspereza, rene los vocablos ms delicados, discurre con animacin, se musicaliza, endulza y exalta de imgenes pasionales: "El limn abanquino, grande, de cscara gruesa y comestible por dentro, fcil de pelar, contiene un jugo que, mezclado con la chancaca negra, forma el manjar ms delicado y poderoso del mundo. Arde y endulza. Infunde alegra. Es como si se bebiera la luz del sol". Este entusiasmo por la naturaleza, de raz compensatoria, colinda con el embeleso mstico. El espectculo de la aparicin del sol en medio de lluvias dispares, deja al nio "indeciso" y anula en l la facultad de razonar. Ese arrobo contiene en s una verdadera alienacin, entraa en germen una concepcin animista del mundo. Su sensibilidad exacerbada hasta el ensimismamiento por la realidad natural, llevar a Ernesto a idealizar paganamente plantas, objetos y animales y a atribuirles propiedades no slo humanas, tambin divinas: a sacralizarlas. Muchas de las supersticiones de Ernesto proceden de su infancia, son como un legado de su mitad espiritual india, y el nio se aferra a ellas en una subconsciente manifestacin de solidaridad con esa cultura, pero, adems, su propia situacin explica y favorece esa inclinacin a renegar de la razn como vnculo con la realidad y a preferirle intuiciones y devociones mgicas. Desde su condicin particular, Ernesto reproduce un proceso que el indio ha cumplido colectivamente y es por ello un personaje simblico. As como para el comunero explotado y humillado en todos los instantes de su vida, sin defensas contra la enfermedad y la miseria, la realidad difcilmente puede ser lgica, para el nio paria, sin arraigo entre los hombres, exiliado para siempre, el mundo no es racional sino esencialmente absurdo. De ah su irracionalismo fatalista, su animismo y ese solapado fetichismo que lo lleva a venerar con uncin religiosa los objetos ms diversos. Uno, sobre todo, que ejerce una funcin totmica a lo largo de la novela: el 'zumbayllu', ese trompo silbador que es para l "un ser nuevo,

una aparicin en el mundo hostil, un lazo que me una a ese patio odiado, a ese valle doliente, al Colegio". El desamparo alimenta las supersticiones de Ernesto. El mundo es para l un escenario donde oscuras fuerzas batallan contra el hombre indefenso y atemorizado que ve por doquier la presencia de la muerte. Esta es anunciada por el 'chirinka', una mosca azul que zumba en la oscuridad "y que siente al que ha de ser cadver, horas antes, y ronda cerca". Y adems hay la peste que en cualquier momento puede venir "subiendo la cuesta" "disfrazada de vieja, a pie o a caballo". Frente a tales amenazas, el hombre slo puede recurrir a deleznables exorcismos mgico-religiosos que humillan todava ms su suerte. Los indios "repugnan del piojo" y sin embargo les muelen la cabeza con los dientes, "pero es contra la muerte que hacen eso". Cuando muere la opa, Ernesto corta las flores del patio del colegio, donde los alumnos venan a copular con la infeliz, porque crea que "arrancada esa planta, echadas al agua sus races y la tierra que la alimentaba, quemadas sus flores, el nico testigo vivo de la brutalidad humana que la opa desencaden, por orden de Dios, haba desaparecido". Refractario a los otros, Ernesto lo es tambin a aquello que los otros creen y adoran: su fe no es la de ellos, su Dios no es el de l. En el interior de ese mundo cristiano en el que est inmerso, el nio solitario entroniza una religin personal, un culto subrepticio, una divinidad propia. De ah su hostilidad hacia los ministros de la fe, adversaria: el Padre Director del internado, el "santo" de Abancay, es presentado ante el lector como encarnacin de la duplicidad humana y cmplice de la injusticia. Una ola de furor irrumpe en Los ros profundos cuando asoma este personaje. El discurso masoquista que el Padre Director pronuncia ante los indios de Patibamba y su alocucin untuosa y falaz para aplacar a las mujeres sublevadas, rozan la caricatura. Ni el gamonal que explota al indio, ni el soldado que lo reprime, son tan duramente retratados en Los ros profundos como el cura que inculca la resignacin y combate la rebelda con dogmas. Esto se comprende: el asiento de la novela, ya lo dijimos, es la realidad interior, aquella donde el elemento religioso despliega sus sutiles y eficaces poderes. El gamonal no aparece sino de paso, aunque el problema del feudalismo andino es mencionado con frecuencia e, incluso, alegricamente representado en la ciudad de Abancay, "pueblo cautivo, levantado en la tierra ajena de una hacienda". Desde su refugio interior, Ernesto participa de la pugna terrible que opone al indio y a sus amos. Dos episodios fundamentales de la novela dan testimonio de esta guerra secular: el motn de las placeras, los estragos de la peste. Son los dos momentos de mayor intensidad, dos radiadores que desplazan una corriente de energa hacia el resto del libro, dinamizando los otros episodios, concebidos casi siempre como cuadros independientes. Y es como si esa lava que brota de esos dos crteres abrasara al narrador, ese nio cohibido y retrado, y lo convirtiese en otro hombre: son los momentos en que la nostalgia es sumergida por la pasin. Cuando las placeras de Abancay se rebelan y los vecinos de la ciudad se parapetan en sus casas, acobardados, Ernesto se lanza a la calle y corre, regocijado y excitado, entre las polleras multicolores de las indias, cantando igual que ellas en quechua. Y ms tarde,

con esa propensin suya a sacralizar lo vivido y proyectar su experiencia del mundo en mitos, Ernesto hace de Felipa, la chichera caudillo, un smbolo de redencin: "T eres como el ro, seora. No te alcanzarn. Jajayllas! Y volvers. Mirar tu rostro que es poderoso como el sol del medioda. Quemaremos, incendiaremos! ". Es curioso cmo un libro volcado hacia el mundo interior, que extrae su materia primordial de la contemplacin de la naturaleza y de la doliente soledad de un nio, puede, de pronto, cargarse de una violencia insoportable. Arguedas no se preocupaba demasiado por el aspecto tcnico de la novela e incurra a veces en defectos de construccin (como en el captulo Cal y Canto, donde el punto de vista se traslada, sin razn, de la primera a la tercera persona), pero a pesar de ello su intuicin sola guiarlo certeramente en la distribucin de sus materiales. Esos cogulos de violencia cruda, por ejemplo, insertados en el cuerpo del relato, son una proeza formal. Desde la primera vez que le Los ros profundos, hace aos, he conservado la terrible impresin que deja uno de esos cogulos que iluminan la historia con una luz de incendio: la imagen de la nia, en el pueblo apestado, con "el sexo pequeito cubierto de bolsas blancas, de granos enormes de piques". Estos minsculos crteres activos que salpican la lisa superficie de la novela, crean un sistema circulatorio de emociones, tensiones y vivencias que enriquecen su belleza con un incontenible flujo de vida. Una conciencia atormentada? Un nio al que contradicciones imposibles aislan de los dems y enclaustran en una realidad pasada cuyo soporte es la memoria? Un predominio del orden natural sobre el orden social? No faltar quienes digan que se trata de un testimonio enajenado sobre los Andes, que Arguedas falsea el problema al trasponer en una ficcin las mistificaciones de una realidad en vez de denunciarlas. Pero el reproche sera injusto y equivocado. Es lcito exigirle a cualquier escritor que hable de los Andes, dar cuenta de la injusticia en que se funda all la vida, pero no exigirle una manera de hacerlo. Todo el horror de las alturas serranas est en Los ros profundos, es la realidad anterior, el supuesto sin el cual el desgarramiento de Ernesto sera incomprensible. La tragedia singular de este nio es un testimonio indirecto, pero inequvoco, de aquel horror: es su producto. En su confusin, en su soledad, en su miedo, en su ingenua aproximacin a las plantas y a los insectos, se transparentan las races del mal. La literatura atestigua as sobre la realidad social y econmica, por refraccin, registrando las repercusiones de los acontecimientos histricos y de los grandes problemas sociales a un nivel individual: es la nica manera de que el testimonio literario sea viviente y no cristalice en un esquema.
MARIO VARGAS L L O S A

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