Eduardo Porcachon

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JOHN SAXBY

EDUARDO PORCACHÓN
ILUSTRACIONES DE WOLF ERLBRUCH
QUERIDO LECTOR:
TU EDITOR ME HA PEDIDO QUE
TE EXPLIQUE POR QUÉ ESCRIBÍ
LOS CUENTOS DE EDUARDO
PORCACHÓN. LA VERDAD ES
QUE NO ESTOY SEGURO. SU-
PONGO QUE TODO EMPEZÓ
CUANDO ME DEJARON COM-
PLETAMENTE SOLO PARA CUI-
DAR A DOS NIÑOS PEQUEÑOS
DURANTE TODA LA TARDE DE
UN CÁLIDO VERANO DE HACE
MUCHOS AÑOS. PIENSO QUE
MUCHOS PADRES SE IDENTIFI-
CARÁN CON EL PROBLEMA.
TRAS HABERME EXTENUADO
JUGANDO CON ELLOS, INTEN-
TÉ NARRARLES UNA HISTORIA
FANTÁSTICA CON FINAL FELIZ,

PERO QUEDÓ CLARO QUE NO


LES HABÍA FASCINADO PRECI-
SAMENTE.
ASÍ QUE DECIDÍ QUE LO ÚNI-
CO QUE ME QUEDABA ERA
Digitized by the Internet Archive
in 2021 with funding from
Kahle/Austin Foundation

https://archive.org/details/eduardoporcachon0000saxb
Colección dirigida por Marinella Terzi

Traducción del alemán: José Antonio Santiago Tagle


Ilustraciones: Wolf Erlbruch
Diseño de la colección: Alfonso Ruano

Título original: Die Abenteuer von Eduard Speck


O Carl Hanser Verlag, Múnchen, Wien 1993
O Dela fotografía: Carl Hanser Verlag
O Ediciones SM
Joaquín Turina, 39 - 28044 Madrid

Comercializa: CESMA, SA - Aguacate, 43 - 28044 Madrid

ISBN: 84-348-4272-6
Depósito legal: M-12652-1994
Fotocomposición: Grafilia, SL
Impreso en España/Printed in Spain
Orymu, SA - Ruiz de Alda, 1 - Pinto (Madrid)

No está permitida la reproducción total o parcial de este


su tratamiento
libro, ni
informático, ni la transmisión de ninguna formao
por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por
fotocopia,
por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por
escrito de
los titulares del copyright.
DUARDO
PORCACHON
SÓN SAY

ILUSTRACIONES
ERLBRUCH
WOLF
DE

ediciones Joaquín Turina, 39 28044 Madrid


Querido lector:
Tu editor me ha pedido que te explique por
qué escribí los cuentos de Eduardo Porcachón. La
verdad es que no estoy seguro. Supongo que todo
empezó cuando me dejaron completamente solo
para cuidar a dos niños pequeños durante toda la
tarde de un cálido verano de hace muchos años.
Pienso que muchos padres se identificarán con el
problema.
Tras haberme extenuado jugando con ellos, in-
tenté narrarles una historia fantástica con final fe-
liz, pero quedó claro que no les había fascinado
precisamente.
Así que decidí que lo único que me quedaba
era contarles unas historias reales sobre un viejo
amigo mío. Después de todo, algún día tendrían
que enfrentarse al mundo real, y qué mejor ma-
nera de introducirles en él que a través de Eduar-

A
4
do. Aunque tengo que reconocer que mi mujer
dice que encuentra muchos rasgos de Eduardo en
mí, yo nunca lo he notado. Odio el barro.
De todas formas, Eduardo es uno de los mejo-
res ejemplos —no, el mejor ejemplo— de lo que
debe ser un cerdo: recto, valiente, honesto, amable,
siempre pensando en los demás y anteponiéndolos
a sí mismo, limpio...; de hecho, un completo y de-
licioso adorno del mundo animal. ¿Necesito seguir?
Espero que te guste.
JOHN SAXBY

ap
1 EN LA NIEVE

N espeso manto de nieve lo cubría


todo. Los copos caían del cielo desde hacía días, y
seguramente aún seguirían cayendo por mucho
tiempo. Cada media hora, mamá Fanega tenía que
sacar de la cocina a escobazos a Héctor, el viejo
perro de la granja, que acudía allí a secarse acu-
rrucado detrás del horno. Tanta nieve le atacaba
los nervios.
Sin embargo, a Adrián, el enorme caballo de
labor, le gustaba la nieve. Primero, porque debajo de

A
7
los cascos sentía el suelo blandito, y segundo, por-
que cuando había mucha nieve, tenía poco que
hacer, y eso le agradaba. Como le dijo al buey
Alberto:
—Por mí, que siga nevando hasta el miércoles
que viene.
—¿Por qué hasta el miércoles que viene? —pre-
guntó Alberto.
—¿Y por qué no? —respondió Adrián.
Y como esa pregunta no tenía respuesta, Alber-
to asintió prudentemente y se calló.
En ese instante, una rama del árbol bajo el que
estaban se movió y los cubrió de nieve. La ardilla
Teodora T. —casi siempre llamada TT, aunque na-
die sabía ni remotamente qué podía significar la
segunda T—, que acababa de agitar la rama con
sus saltitos, soltó:
—Decidme, decidme: ¿No es magnífico? Venga
nieve y más nieve, y más que caerá todavía, y el
viejo rabiando y maldiciendo porque no consigue
cerrar la condenada cerca.
Y tras haber dado aquella sensacional noticia,
se dispuso a contar la siguiente. Difundir chismes
novedosos era la ocupación principal y favorita de
IT en la granja de los Fanega.

A
8
Al grupo se unió Angelita Botón de Oro, la vaca
de enormes ojos castaños.
—¿Por casualidad habéis visto a Edu? —pre-
guntó. |
Se hizo un profundo silencio.
—Pues, sinceramente..., no —respondió por fin
Adrián, tratando de demostrar con la expresión de
su cara que llevaba días preocupado por Edu.
Alberto se limitó a contestar que no, que él tam-
poco.
Y de nuevo se produjo una profunda pausa
cargada de presagios.
—Vosotros creéis que estará bien? —preguntó
Angelita Botón de Oro.
—Debe de estarlo —dijo Adrián.
—Mmmmmm —hizo Alberto.
—Pues yo creo que tendríamos que ir a ver
—dijo muy decidida la vaca.
Edu —deberíamos haberlo explicado antes— no
era ni más ni menos que el elegante y célebre
Eduardo Porcachón de la granja de los Fanega, un
cerdo del que llegaba a decirse que era el ideal de
cerdo, pues así deberían ser todos los cerdos. En
realidad era el propio Eduardo quien propagaba
tales habladurías, pero en su opinión respondían a
la más pura realidad.

op
Así que Adrián, Alberto y Angelita Botón de
Oro se dirigieron a su pocilga a ver qué pasaba.
Se les unieron Héctor, el perro de la granja, y el
gato Gregorio, ninguno de los cuales tenía idea de
a qué venía todo aquello, y por último también TT,
por si se producía un notición.
—Hace días que no veo a Edu. Desde que em-
pezó a nevar —dijo Angelita Botón de Oro—. Es-
peremos que esté bien.
Avanzaron surcando y hollando la nieve hasta
llegar a la casa de Eduardo. Pero allí no quedaba
ni rastro de la pocilga, sólo nieve: un manto de
nieve, nevisca, nieve en polvo, nieve dura y des-
lumbrante. Pero nieve al fin y al cabo.
—Pues... —dijo Angelita Botón de Oro.
Entonces se oyó un fuerte graznido y apareció
David, el ganso. Mejor dicho: aparecieron sus gan-
sas, como siempre graznando a plena voz y ar-
mando escándalo. Por encima de ellas, se distin-
guía sólo de vez en cuando la cabeza de David,
que se estiraba en medio de la bandada. TT fue a
contarle enseguida la terrible noticia de la desa-
parición de Eduardo, pero antes de que pudiera
hacerlo, al pobre David ya lo habían vuelto a arras-
trar de allí.
Y realmente, ¿qué le había pasado a Eduardo
Porcachón?
Pues que no le gustaba el frío y se había dicho
lo que cualquiera con tanto seso como él compren-
dería perfectamente sin romperse la cabeza: que si
seguía nevando así, aún caería mucha nieve sobre
el tejado de la pocilga. Eso había sido tres días
atrás. En uno de los pajares del granjero Fanega,
Eduardo pronto había descubierto un rincón blando
y calentito. Cierto que a las gallinas que vivían allí
no les había gustado, pero tuvieron que cerrar el
pico. Eduardo se había instalado en la zona más
espesa del pajar lo más cómodamente posible, y
cuando acababa con el forraje que todas las mañanas
le llevaba mamá Fanega, se comía el pienso de las
gallinas, lo que a éstas les gustaba todavía menos.
En aquel instante, andaba aburrido y resolvió
sin más ni más estirar un poco las piernas e ir a
ver qué era de su pocilga sin él. Partió hacia allá
y cuando se encontraba cerca de la pocilga, o en
todo caso cerca del terreno donde en otros tiempos
se levantaba ésta, comprobó con asombro que se
habían congregado allí casi todos los animales de
la granja, y se hallaban sumidos en animada con-
versación. Aún no lo había visto nadie.
—En tres días no se han preocupado de mí.
Podía haberme quedado congelado y tieso. ¡Ha-
brían tenido de qué lamentarse! ¡Pero les hubiera
estado bien empleado!
Entre tales pensamientos y observaciones, Eduar-
do se sentó con satisfacción.
Los reunidos parecían estar de acuerdo en que
lo mejor era sacar a Eduardo de su pocilga hun-
dida. Al poco rato, el propio Eduardo contempló,
regodeándose en el dolor ajeno, cómo todos em-
pezaban a cavar. Y siguió apaciblemente sentado,
mirando y riendo maliciosamente sin parar.
¡Ah, cómo se estuvo riendo y riendo... hasta que
de pronto aquello se rompió!
Porque, claro, si se coloca un cerdo bien gordo
y calentito sobre un manto de nieve, que no cubre
más que la fina capa de hielo que hay encima de
un estanque, y se le deja el tiempo suficiente sen-
tado y removiéndose mientras se ríe del dolor aje-
no, se puede estar bien seguro de las consecuen-
cias. Naturalmente, Eduardo no se había imaginado
que había montado su puesto de observación en
medio del estanque helado. ¡Cómo se iba a figurar
eso! El estanque, lo mismo que la pocilga, había
desaparecido debajo de la nieve.
Y ahora desaparecía Eduardo. De repente, sintió
cómo el agua parda y verdosa se cerraba sobre él;
su hocico despidió burbujas y, cuando de nuevo
emergió, jadeante y frío, volvió a sentir el agua. ¡Y
qué agua! No es que estuviera fría, ¡estaba helada!
—¿Qué se te había perdido en el estanque,
Eduardo? —preguntó Angelita Botón de Oro, des-
pués que le hubo arrastrado con todas sus fuerzas
hasta un lugar seco. Dijo Eduardo, no Edu. Á
Eduardo Porcachón sólo le llamaban Edu cuando
él no podía oírlo.
—Yo só... sólo que... quería pro... probar si el
hie... hielo agua... guantaba ya —respondió Eduar-
do. Apenas se le entendía de lo que le castañetea-
ban los dientes—. Pe... pero a... aún no —prosi-
guió—. Ento... tonces he querido... do nadar un
poco y entretanto habéis venido y os habéis pu...
puesto nerviosos y me habéis sacado. De ve...
verdad que ha sido refrescante —dijo Eduardo, el
original —más bien, único— cerdo de la granja de
los Fanega.
—iMira que puede ser desagradecido este cer-
do! —comentó TT.
Pero Eduardo se fue corriendo hacia el pajar y
allí se quedó tiritando sin parar. Lo único que que-
ría era estar echado en la paja calentita, y, si por
él fuera, hasta el verano. Tal vez para entonces le
prestarían la debida atención, en lugar de aban-
donarlo ignominiosamente y dejar que se medio
congelara. Tal vez para entonces hasta lograría re-
cuperar el calor.
v

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| |
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2 LA RECIÉN LLEGADA

|
) ¡Despierta! ¡Oh, apre-
súrate, apresúrate, despierta!
Eduardo, el cerdo más célebre de toda lagranja
de los Fanega, tuvo la sensación de que un ani-
malito le pellizcaba en el trasero, y se incorporó.
—iDespierta! —gritó Teodora T., la ardilla. Era
evidente que estaba completamente fuera de sí—.
¿Es que por las mañanas no te levantas?
—Pues ¿qué hora es? —preguntó Eduardo ador-
milado.
—lLas nueve y media! ¡Las nueve y media! Esa,
esa hora es —respondió TI—. Y tengo mil cosas
que hacer. No puedo pasarme la mañana entera
con un gordo y atocinado... En fin, se trata de que
¡ya está aquí!
Y, acto seguido, partió a comunicarle a otro
aquella excitante novedad.
Mientras tanto, Eduardo había llegado a des-
pejarse de su cabezadita de después del desayuno
hasta el punto de ser ya capaz de darle vueltas a
qué era lo que podía haber excitado de tal modo
a TT. Comprendió que alguien o algo había llega-
do; pero ¿quién o qué podría ser? No podía tra-
tarse de otro desayuno. El granjero Fanega nunca
hacía tales dispendios. Tal vez fuera una artesa más
grande para él, pero tampoco le parecía muy pro-
bable. De modo que él mismo en persona tendría
que esforzarse por llegar hasta el fondo de la cues-
tión. Había sido mala pata que TT no se hubiera
quedado el tiempo suficiente para dejarle claro de
qué hablaba en concreto. A Eduardo no le gustaba
tener que preguntar nada a la gente, él tenía que
estar enterado de todo.
Así que se levantó, se sacudió y decidió em-
pezar por entrevistarse con el buey Alberto, al que
encontró en el pastizal. Con la mirada fija en un
diente de león y la respiración entrecortada, Al-
berto examinaba fascinado una oruga peluda que
lentamente se esforzaba por trepar por el tallo de
la flor. |
—Buenas, Alberto —dijo Eduardo.
Alberto interrumpió con desgana su penetrante
observación de la vida y los desplazamientos de
las orugas peludas, y la oruga, muy contenta de
no tener por fin el aliento húmedo y desagradable
de Alberto encima, se aupó en un último esfuerzo
sobre el diente de león.
—Buenas, Eduardo —dijo Alberto.
A lo que siguió un profundo silencio.
—Por cierto, que ya ha llegado —observó
Eduardo tras una pausa.
—iAjá! Muy bien —respondió Alberto. No vis-
lumbraba en lo más mínimo a qué se refería Eduar-
do, pero antes hubiera reventado que reconocerlo.
Y además, Eduardo era un repugnantísimo sabe-
lotodo.
—¿Crees que se quedará mucho tiempo? —dijo
Eduardo intentándolo de nuevo.
—No me extrañaría nada —contestó Alberto—.
Con algo así, nunca se sabe.
Y volvió a seguir un profundo silencio.
—Ya he reflexionado dónde podríamos alojarlo
—dijo Eduardo—. Por cierto, ¿lo has visto ya?
—Esto... Sí, aunque no me he fijado bien —res-
pondió Alberto, cada vez más apurado porque no
imaginaba de qué estaban hablando.
Eduardo se arriesgó a una tercera arremetida:
—¿Por casualidad te has dado cuenta de qué
forma tenía esta vez? —preguntó.
—Oh... Anguloso por aquí y redondeado por
allá —respondió Alberto.
—Ajá —dijo Eduardo—. Bueno, voy a seguir
con mi paseo —añadió finalmente, y se alejó de-
prisa dejando plantado a Alberto. Éste se quedó
mirando al vacío, como si acabara de ocurrírsele
algo significativo.
Eduardo se dirigió de nuevo hacia la granja.
Allí se encontró con dos de los patitos.
—Buenas, chiquillos —dijo con el tono altanero
que solía utilizar para dirigirse a los polluelos de
todas las aves del corral.
—Buenos días, señor Porcachón —contestaron
los patitos mientras se quitaban el sombrero, pues
estaban muy bien educados y profesaban un re-
verencial respeto por Eduardo, o al menos por su
apariencia.
—Se me acaba de ocurrir que seguramente Os
gustará saber que ya ha llegado —anunció Eduar-
do al tiempo que se alejaba de allí al trote con
mucho amor propio. Pero enseguida se llevó un
chasco. En efecto, cuando pasaba por los juncos
que bordeaban el estanque se topó con David, el
ganso. Como de costumbre, se encontraba en me-
dio de sus gansas, que no paraban de graznar, al-
borotar y silbar, lo que hizo que Eduardo volviera
a prometerse a sí mismo que no se casaría jamás.
—Qué gusto verte, Eduardo —graznó David—.
¡Y qué día tan espléndido! ¿A que tú también
creías que nunca llegaría?
—Hum —dijo Eduardo.
—¡Ea, pues, levanta esa cabeza! —dijo David—.
Además, en un día así, tan magnífico, esplendo-
roso, maravilloso... —y de nuevo fue arrastrado ha-
cia el centro de su familia, donde dejó de vérsele.
Eduardo se quedó completamente desconcerta-
do. Todos parecían saber de quién o de qué se
trataba, hasta los tontos de los patitos. En cambio
él, el fabuloso Eduardo Porcachón, que era con
mucho el cerdo más listo de la granja de los Fa-
nega, no tenía ni idea. Así que regresó a su pocilga,
se tumbó y recapacitó. Tal vez lo mejor fuera salir
y estar al acecho hasta que apareciera aquel él o
ella. Sí, eso es lo que haría.
Volvió a levantarse y empezó, solemne y ufano
pero sobre todo con discreción, a recorrer la granja.
Quería a toda costa no dar la impresión de que
buscaba algo. Entonces se le acercaron los dos pa-
titos bamboleándose, a la espera de que el gran
Eduardo se dignara deslumbrarlos con sus pala-
bras.
—¿Podemos ayudarlo a buscar, señor Porca-
chón? —preguntó el mayor de los dos.
—iNo busco nada! —contestó malhumorado
Eduardo.
—Pero a Arturo se le da muy bien encontrar
cosas —dijo imperturbable el más pequeño.
—¡He dicho que no busco nada y no busco
nada! —dijo resoplando Eduardo, tras lo cual vol-
vió a su pocilga a grandes zancadas. Sin duda ha-
bía escogido el mal camino. Pero, a pesar de todo,
tenía que saber sin más quién o qué había llegado.
Estaba claro como el agua que se trataba de algo
importante. David y las suyas incluso llevaban días
esperándolo. Tenía que ir a visitar a TT. Sólo que
tal como iba por ahí dando saltos y retozando y
anunciando a todos su estúpida noticia, le costaría
dar con ella. Lo mejor sería esperarla en su casa.
Así que Eduardo bajó a toda prisa hacia el roble
donde vivía TT, para lo que tuvo que dar el co-

A
22
rrespondiente rodeo por el estanque, pues no tenía
ganas de tropezarse otra vez con los mocosos de
los patos. Y, mira por dónde, tuvo suerte, porque
TT ya se encontraba en casa. Estaba en una de las
ramas bajas, y no sola. Sentada junto a ella, había
una atractiva ardilla macho. TT, henchida de celo,
le pelaba las nueces con los dientes y luego se las
pasaba.
Era exactamente lo mismo que otros años. TT
volvía a estar perdidamente enamorada, y eso sólo
podía significar una cosa: ique había llegado la pri-
mavera!
3 ÉL CONCIERTO DE LAS RANAS

O cabía duda: la primavera se ha-


bía instalado en la granja de los Fanega. Aunque
los árboles y los arbustos no se hubieran ido des-
pojando lentamente de su manto invernal, Eduar-
do Porcachón, el cerdo sagaz, habría acabado por
enterarse: Teodora T., la ardilla, había vuelto a ena-
morarse, y eso lo aclaraba todo. En el enorme árbol
junto a la cerca, se veía lo mismo un día tras otro:
TT, en cuclillas sobre una rama y con las orejas
caídas y los ojos muy redondos, dirigía una lán-
guida mirada a la ardilla macho de su corazón.
vv
—i¡Le pone a uno enfermo! —refunfuñaba
Eduardo—. ¡La primavera! ¡Puag!
Era entonces cuando TT recorría los alrededores
con aire ausente y las ranas croaban en el estanque
hasta que el cuello parecía a punto de reventarles.
Bueno, lo de TT no tenía remedio, pero Eduardo
quería emprender algo contra las ranas. Al menos,
ése era su plan. Antes ya lo había intentado sin
demasiado éxito, pero un cerdo de su categoría te-
nía derecho a la tranquilidad y la paz. Así que
Eduardo bajó decididamente hacia el estanque.
—Quisiera hablar con la rana jefa —dijo solem-
ne a una de las ranitas que estaban sentadas en la
orilla y balanceaban en el agua sus largas patas—.
Inmediatamente —añadió, al observar que la ranita
parecía no haberle oído.
—Está ocupada —fue la respuesta.
—Pues pega un salto y dile que Eduardo Por-
cachón tiene algo importante que comunicarle
—dijo el cerdo con voz firme.
—Está bien —asintió picada la rana. Y deslizán-
dose perezosamente agua adentro, hasta que sólo
le sobresalieron los ojos saltones fijos en Eduardo,
desapareció. Fue una mirada descarada.
Al momento, apareció TT.
—Hola, Eduardo —dijo entre suspiros—. Qué
día tan divino, ¿eh? ¿Eh? ¿Qué estás haciendo en
el estanque?
—Quiero quejarme a la rana jefa de la algarabía
que arman todas las noches con su croar —res-
pondió secamente Eduardo.
—No debes tomárselo a mal, es la estación del
año, oh, bien lo sabes... —dijo TT, que seguía sin
tener los pies en la tierra,
—Me importa un comino la estación del año
—resopló Eduardo—. Lo que yo necesito es dormir.
Por la orilla del estanque se asomó una pata
verde y dorada, a la que siguió el cuerpo de la
rana jefa.
—Bueno, ¿qué pasa? —dijo enojada—. Espero
que no vengas otra vez a hacerme perder el tiem-
po metiéndote con nuestros cantos.
—Es que no son cantos —respondió Eduardo—,
sino un horripilante estrépito que no le deja pegar
el ojo a nadie en toda la condenada granja.
—Pues a mí me gusta mucho —dijo TI—. El
atardecer primaveral resplandece encantador, en la
floresta susurra suave el aire, las ranas croan ar-
moniosas en el cercano estanque, los zorros aúllan
en el apartado monte... El amor es algo tan mara-
villoso... —en ese punto le falló la voz.
Eduardo la miraba fija y rabiosamente, y ya iba
a decirle a la cara una o dos verdades no preci-
samente halagúeñas, cuando se acercó al trote An-
gelita Botón de Oro, la vaca de grandes ojos cas-
taños y largas pestañas negras.
—¡Hola, hola, Eduardo!
—exclamó con voz aflautada—.
¡Qué mañana tan
primorosa!
v

—Eduardo no es de la m isma Op in ¡00 h 1ZO


saber TT , pues las ranas no le de jan dorm ir con
su croar.
—Oh, eso me parece realmente mal —dijo An-
gelita Botón de Oro—. Para Eduardo es básico dor-
mir lo necesario, el sueño es reparador de la piel.
La rana jefa ladeó la cabeza. Se aproximó a
Eduardo y examinó a fondo su rostro. Después,
volvió a retirarse hasta el borde del estanque.
—Tienes toda la razón —dijo—. A Eduardo le
hace falta su sueño de belleza. ¡Jamás he visto un
animal más repugnante!
—No me hace falta ningún sueño especial
—protestó ofendido Eduardo—. Yo...
—Vale, entonces estamos de acuerdo —dijo la
rana—. Ya podemos volver al agua, que estamos
ensayando una canción muy especial para esta no-
che, y permítanme decirles que a mí me corres-
ponde el tono más alto.
Y antes de que Eduardo pudiera optar entre
propinarle una patada o tirarle algo a la cabeza, se
zambulló prestamente en lo hondo del estanque.
—i¡De buena ayuda me has servido! —regañó
Eduardo a la ardilla—. ¡Lárgate ya con tus saltitos
hasta tu maldito árbol, enamorada boba, y escucha
los cánticos de las ranas si tanto te gusta su croar
insoportable!
Pero TT no se ofendía cuando tenía el ánimo
primaveral.
—Muchas gracias, Eduardo —dijo—. Eso pre-
cisamente me proponía hacer. Y me alegra haber
podido ayudarte.
—iBoba desvergonzada! —gritó Eduardo sin di-
rigirse a nadie en concreto mientras regresaba de
nuevo a su pocilga, pero no lo oyó ni siquiera An-
gelita Botón de Oro.
De pronto, Eduardo se acordó de algo que ha-
cía poco le había contado TT: que unas semanas
atrás se había alborotado la granja porque un zorro
rondaba por ella. Eduardo no se había enterado de
nada, porque verdaderamente dormía como un
bendito, pero algunas gallinas se habían puesto
muy nerviosas, y también las ranas, pues es bien
sabido que el zorro no hace ascos a un buen bo-
cado de rana. Después de eso, durante días había
reinado un profundo silencio en el estanque... Y la
casualidad quería que Eduardo supiera imitar de
maravilla el aullido del zorro. ¿Por qué no se le
había ocurrido antes?
Poco antes de la puesta de sol, empezó de nue-
vo el croar de las ranas. Eduardo se levantó silen-
ciosamente del húmedo revolcadero al otro lado
del prado y se desplazó con el mayor sigilo hasta
un pequeño matorral cerca del estanque. Entretan-
to había oscurecido y el concierto de las ranas
estaba en su apogeo. |
—iVa a ser un espectáculo! —se dijo
Eduardo y, llevándose las pezuñas al hocico,
emitió un auténtico aullido de zorro capaz de
engañar a cualquiera.
En ese momento, el granjero Fanega acababa de
terminar de cenar.
—Otra vez el viejo zorro —refunfuñó—. Esta
vez le voy a achicharrar vivo.
Y agarrando sin más ceremonias su escopeta de
perdigones, abrió la ventana sin hacer ruido y dis-
paró en dirección a donde el aullido del zorro aca-
baba de oírse de nuevo.
Todo ocurrió tan deprisa, que Eduardo aún te-
nía la boca abierta y la pezuña en el hocico cuando
sintió un ardor en el trasero, como si mil abejas le
hubieran picado. Eduardo Porcachón, el orgulloso
y tenaz cerdo de la granja de los Fanega, salió
disparado de allí como si estuviera compitiendo
con los perdigones del granjero Fanega.
—Eso lo ha ahuyentado —dijo en casa el gran-
jero a su mujer—. Ese viejo granuja no volverá a
merodear por aquí durante algún tiempo.
AL DÍA SIGUIENTE, la ardilla TT se topó con
Eduardo, que estaba echado sobre la tripa en su
revolcadero junto al prado. Y es que tumbarse de
otra manera le resultaría bastante doloroso.
—i¡Qué magnífico día hace de nuevo! —suspiró
TI—. ¿Oíste cómo disparaba el viejo anoche?
Apuesto lo que quieras a que el zorro recibió unos
cuantos perdigonazos. Le está bien empleado, ¿no
crees?
—Hmmm —respondió Eduardo.

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—Pero es curioso —dijo TI— que esta mañana
temprano la rana jefa me ha contado que pudo
verlo bien y que jamás ningún animal le había pa-
recido tan repugnante. Me ha pedido que te lo
contara. ¡Ah, qué día glorioso...! El viento en los
prados, el canto de las ranas... En fin, debo irme
deprisa. ¿Te he dicho ya que estoy enamorada,
Eduardo?
Y diciendo eso, se marchó. Eduardo calculaba
que por lo menos hasta la semana siguiente no
podría volver a sentarse en condiciones.
4 UN MAESTRO EN EL ARTE DEL DISFRAZ

así la Sombra Negra, aquel incomparable


maestro en el arte del disfraz, se escurrió silenciosamente
y volvió a dejar atrás, burlados y mudos, a sus perse-
gutdores...
Mamá Fanega soltó el libro.
—Y ahora, salid pitando de aquí —les dijo sin
más ceremonias a los pequeños Fanega. No dis-
pongo de todo el santo día para leeros cuentos.
Eduardo Porcachón, héroe y maestro de todo
en la granja de los Fanega, se levantó. Se había
echado una siestecita fuera, frente a la ventana de
la cocina, cuando mamá Fanega había comenzado
la lectura, y había despertado en medio del cuento.
¡Y qué cuento! ¡Menudo tipo, aquel maestro en el
arte del disfraz! Con paso altivo, Eduardo tomó
camino hacia el enlodado revolcadero. Y no sólo
marchaba con porte orgulloso, sino que a cada
paso se contoneaba enérgicamente y casi sentía el
puñal que colgaba de su costado y el sombrero de
plumas en su cabeza.
El caballero Eduardo de Porcachón huyó de sus ene-
migos con una victoriosa sonrisa en los labios y los dejó
atrás consumidos de ira... Aquello sonaba arrebatador.
Por supuesto que, si él quería, también podía ser
un maestro en el arte del disfraz. Y, francamente,
a este o aquel amigo suyo de la granja le vendría
muy bien enterarse de una vez de lo que valía un
cerdo como Eduardo. Tal vez algún día él se dis-
frazaría de verdad y entonces, al verlo paseando
por la granja, todos preguntarían: «¿Quién será ese
apuesto y elegante cerdo del puñal y el sombre-
ro de plumas?». Y acto seguido, Eduardo se quita-
ría el sombrero de un manotazo y despejaría la in-
cógnita.
Entre tales sublimes pensamientos, Eduardo co-
rrió hacia su pocilga. Poco después, se encontraba
revolviendo en su viejo baúl. Junto a toda clase de
trastos inútiles —como dos álbumes con cromos de
futbolistas y dos pares de patines de ruedas de
diferente número—, encontró el frac de su abuelo
y el pañuelo de encaje de su tía abuela. Y por
último, perdido en lo más hondo del baúl, un som-
brero estrujado que debió de haber pertenecido
también a su tía abuela.
Media hora más tarde, estaba contemplándose
en el trozo de espejo que tenía sobre la cama. Bue-
no, el frac le venía algo apretado y el sombrero de
la tía abuela ya no tenía exactamente el aspecto
que él recordaba; pero la vieja pluma, que seguía
levantándose altiva sobre el ala, le confería a
Eduardo una indudable apariencia de valor y osa-
día. Ciñendo lo que se suponía que era su talle, se
ató un trozo de cordón rosa de cortina, en el que
encajó un palo de madera que hasta cierto punto
era recto y que con algo de buena voluntad se
podía tomar por un puñal. Y para dar el último
retoque a su disfraz, se puso sobre el hocico una
viejísima montura de gafas sin cristales.
— ¡Ajá! ¡Ahora vais a ver lo que es bueno! —ca-
rraspeó, se miró por última vez en el espejo con
aire satisfecho y salió al exterior.
Cuando el caballero de Porcachón se paseaba
por la granja, se topó en primer lugar con Adrián,
el caballo de labor.
—Buenos días, Eduardo —dijo Adrián.
Eduardo lo examinó altanero a través de sus
gafas sin cristales. Siempre había sabido que Adrián
era un simplón, pero nunca hubiera creído que su
cortedad llegara a tal punto que ni siquiera pudiera
reconocer delante de sus narices un respetable dis-
fraz. Y, naturalmente, también fue mala pata que
el siguiente que le salió al encuentro fuera preci-
samente Héctor, el perro de la granja. Héctor le
echó una sola mirada, emitió un fuerte ladrido, se
tumbó sobre el lomo y se revolcó con las cua-
tro patas al aire, agitándose medio muerto de
risa. Bueno, el muy cegato evidentemente ni lo ha-
bía reconocido, porque no había dicho
«Buenos días, Eduardo» ni ninguna
otra cosa. Eso quería decir
que lo del disfraz funcionaba. Eduardo prosiguió
su orgulloso paseo y condescendió a saludar con
una inclinación de la cabeza a dos o tres patitos
que, al contemplarlo, salieron hacia el estanque,
donde se zambulleron en el agua para no volver
a emerger en bastante tiempo. Eso habría tenido
que despertar sospechas en Eduardo, que no obs-
tante continuó impertérrito su paseo bajando con
paso reposado hacia el roble junto a la cerca, don-
de vivía la ardilla TT. La cola de ésta colgaba de
una rama, de lo cual Eduardo concluyó que la pro-
pia TT tenía que encontrarse en el otro extremo.
Así que dijo con voz solemne:
—iBuenos días a ambos lados!
TT asomó el rostro y los ojos se le pusieron
grandes y redondos, como si no pudieran creer lo
que, sin embargo, veían.
—¡Ho... ho... hola! —tartamudeó TT.
Eduardo carraspeó y habló:
—Me estaba preguntando ahora mismo si ten-
dría usted la bondad de hacerme saber dónde tie-
ne su morada el noble caballero don Eduardo Por-
cachón.
—¿Que dó... dónde... Eduardo... noble...? ¿Que
dónde vive el noble Eduardo? —balbuceó descon-
certada TT, y trepó por el árbol un poco más hacia
arriba.
—Déjelo, no tiene importancia —respondió
Eduardo—. Con toda probabilidad acabaré encon-
trándolo —saludó graciosamente y se alejó de allí.
Pero la ardilla TT, que, hasta donde la memoria
le alcanzaba, jamás había dado con una noticia tan
gorda y sabrosa, no desperdició un solo instante. Al
primero que se lo anunció fue a Alberto, el buey:
—iEdu se ha vuelto loco! ¡Anda por ahí con
un repugnante sombrero viejo preguntando dónde
vive él mismo!
—Bueno, bueno —respondió Alberto, y tras una
prolongada pausa añadió—: Ya se le pasará.
—iNo volveré a contarte nada tan sensacional
si no tienes otra cosa que comentar! —dijo bufando
TT, y se alejó a grandes saltos en busca de alguien
con más receptividad hacia sus chismes.
En un santiamén se extendió por la granja de
los Fanega la noticia de que Eduardo Porcachón
había sido visto con un viejo y repugnante som-
brero y unas gafas, y que iba preguntando a todos
dónde vivía él mismo. La opinión general tendía a
ser que debía de haber perdido la memoria, su-
puestamente a causa de un choque o de un golpe
en la cabeza. No obstante, se estimó que lo mejor
era dejarle creer que nadie se había dado cuenta
de nada.
Así que Eduardo siguió feliz con el desvarío de
que lo de su disfraz funcionaba maravillosamente,
y todavía pasó un buen rato hasta que llegó a la
conclusión de que había llegado el momento de
quitarse el sombrero y mostrar a todos quién era
realmente.
Ya se había llevado la pezuña al ala del som-
brero cuando se encontró con el gato Gregorio.
—Buenas —dijo Eduardo—. Soy...
—Sí, sí, naturalmente —le interrumpió Grego-
rio—. Es usted la tía abuela de Eduardito Por-
cachón.
—iSandeces! —respondió enojado Eduardo, y
olvidó completamente quitarse el sombrero de la
cabeza.
—¡Que sí, que síl —ronroneó Gregorio—. Y se-
guramente le agradará saber lo bien que se porta
su sobrino aquí en la granja. Bueno, es verdad que
a veces sus modales son un poco decepcionantes.
Gruñe demasiado y se está poniendo asquerosa-
mente gordo, pero tampoco se puede esperar de-
masiado de él, ¿verdad?
Y con estas palabras y una encantadora sonrisa
gatuna, Gregorio saltó al muro más próximo. Y jus-
to a tiempo, porque Eduardo estaba que reventaba
de ira.
A continuación, todos los animales de la granja
pudieron observar llenos de regocijo cómo Eduar-
do regresaba a zancadas a su pocilga. En la puerta
se volvió, con un último gesto de gran elegancia
se descubrió, agitó el sombrero a modo de saludo
y desapareció.
v v

A
5 EL TESORO ESCONDIDO

DUARDO Porcachón, el cerdo más as-


tuto de toda la granja de los Fanega, estaba para
el arrastre, muerto de cansancio, superagotado y
hasta la coronilla de todo. Que tuviera que aguan-
tar a las ranas en primavera, vale; pero es que ya
era verano y aún seguían croando y dando la lata.
Por eso había resuelto dirigirse de nuevo a la rana
jefa. Había ido en persona hasta la orilla del estan-
que y allí había preguntado —eso sí, tal vez un
poco groseramente— por ella.
—Está ausente —le había respondido una de las
ranitas que se desperezaban al sol, con una pata
elegantemente cruzada sobre la otra.
—¿De verdad? —había preguntado desconfiado
Eduardo.
—Que no está, que no, no y no —había croado
respondonamente la arrogante jovencita.
Y Eduardo se había retirado. No estaba acos-
tumbrado a que un renacuajo verde lo tratara así,
y además estaba firmemente convencido de que la
rana jefa se encontraba en casa.
Y he aquí a Eduardo tumbado junto a su artesa,
reflexionando qué podía hacer y sumido en pro-
funda meditación. ¿Qué comen las ranas? Ni idea.
¿Qué hacen las ranas? Croar. O saltar. Y vivir, vi-
ven en estanques. Si no hay estanques, no hay ra-
nas. Esta conclusión lógica poco menos que lo fas-
cinó. Así que lo que había que hacer era eliminar
el estanque para librarse del croar.
Eduardo cambió de postura. Eliminar un estan-
que era todo un hueso, y cuanto más pensaba en
ello, más duro de roer se le hacía. Tal vez habría
que cavar una zanja para drenarlo. Lo malo podría
ser que, tras trabajar y cavar como un loco, uno
podía darse cuenta de que el estanque se encon-
traba en otro lugar. Y en el estanque, nuevamente
las ranas. No tenía ningún sentido. El estanque te-
nía que desaparecer sin más, ser vaciado, desecado.
Eduardo pensó en ello hasta que le salió humo de
la cabeza.
Finalmente, se fue del comedero y corrió hacia
su pocilga. Tenía un plan.
Después de una media hora de penoso trabajo
y de romperse la cabeza, había logrado poner a
punto algo que, bien mirado, podía ser un plano.
Arriba ponía en letras mayúsculas: TESSORO ESKON-
DIO. Y debajo podía reconocerse la granja de los
Fanega, la pocilga de Eduardo y el estanque. Y en
medio del estanque había una enorme cruz negra.
Pero como el plano se veía demasiado reciente
y nuevo, Eduardo lo puso en el suelo y lo pisoteó.
Después esperó hasta mediodía, cuando todos dor-
mían su siestecita, y se desplazó hasta el estanque.
No parecía haber nadie por allí. Dejó caer el plano
y colocó encima una piedra grande y plana, de
modo que sobresaliera sólo una esquinita del pa-
pel. A continuación, regresó a su pocilga y se echó
a dormir, satisfecho.
Apenas había desaparecido la imponente figura
de Eduardo cuando del agua del estanque emergió
una larga pata, a la que siguió todo el resto de una
rana. Ésta pegó un brinco hasta la piedra plana,
volvió a saltar al agua y permaneció un rato en el
estanque. Unos minutos después, volvió a asomar
en compañía de la rana jefa, la cual echó una pe-
netrante mirada al plano de Eduardo, movió un
par de veces los ojos saltones y mandó ala primera
rana a por pluma y tinta.
Eduardo acababa de quedarse dormido cuando
apareció por su casa el buey Alberto.
—Buenas, Eduardo —dijo Alberto—. ¿Te has
dormido?
—Efectivamente, me había dormido —respon-
dió Eduardo.
—Lo siento —dijo Alberto, y se inclinó sobre el
muro de la pocilga de Eduardo, mirándole con
grandes ojos desde arriba. Luego siguió—: Bah, se
me había ocurrido pasar a visitarte, pero otra vez
será.
Y se alejó con prisa. Eduardo se dio la vuelta
y trató de dormir de nuevo. Acababa de conse-
guirlo cuando a grandes zancadas vino Héctor, el
perro de la granja, y le interrumpió nuevamente
el sueño.
—Lo siento —dijo Héctor—. ¿Has dormido?
—Efectivamente —respondió Eduardo—. ¿Qué
es lo que quieres?
—Oh, nada, nada —contestó Héctor, y correteó
dos o tres veces alrededor de la pocilga como si
buscara algo—. Nada, nada —volvió a decir al cabo
del rato—. Sólo quería ver si estabas bien.
Y se alejó.
Eduardo se acomodó de nuevo para echarse un
sueñecito, y ya le faltaba poco para empezar a ron-
car en toda regla cuando apareció el gato Gregorio
en compañía de Adrián, el caballo de labor. Le pre-
guntaron si estaba echándose un sueñecito.
—iNo! —gritó Eduardo—. ¡No consigo dormir
nada de nada!
Cuando, meneando la cabeza, ambos lo abando-
naron, decidió que ese día renunciaría excepcional-
mente a su siesta y que en lugar de eso se llegaría
disimuladamente hasta el estanque para ver si allí
estaba ocurriendo algo. Pues si empezaba a correrse
la voz de que en el estanque había enterrado un
tesoro, seguro que lo vaciarían de agua, y no podía
perderse la cara que entonces pondrían las ranas.
Acababa Eduardo de levantarse cuando entró la
ardilla TT.
—i¡Hola, hola! ¡Tremendas noticias! ¿Lo has des-
cubierto?
—¿Descubierto? ¿Qué? —preguntó desconcer-
tado Eduardo.
—¡El tesoro! —chilló TI—. ¡Está en tu pocilga!
—Pero si no es en mi pocilga, es en el estan...
Pero ¿se puede saber de qué me hablas? —soltó
Eduardo.
—El plano... El tesoro... Lo he encontrado junto
al estanque debajo de una piedra. Quiero decir, el
plano del tesoro —explicó TI—. Enseguida se lo
he tenido que contar a los demás.
—Si por lo menos supiera de qué estás hablan-
do... —dijo Eduardo.
—¡El plano! —dijo agotada TI—. ¡Míralo aquí!
Y le mostró el plano que llevaba arrugado en
la manita. Eduardo lo miró atentamente. Era su
plano... Y sin embargo, tampoco lo era. La gran-
ja de los Fanega aún estaba en él, también el es-
tanque, pero la cruz negra de en medio se había
convertido en una impecable flecha que señalaba
exactamente la pocilga de Eduardo. Y en mitad
de la pocilga resaltaba ahora la cruz, negra y
gruesa.
—¿Y bien? ¿Dónde está? —preguntó TT sin más
rodeos.
—Aquí no, desde luego —respondió Eduardo.
—Pero la flecha indica exactamente esta pocil-
ga... y también la cruz, ¿lo ves? —y TT le agitó el
plano delante del hocico.
—¡Sandeces, sandeces! —gruñó Eduardo—. Aquí
no hay nada. ¡Y atrévete a cavar en mi suelo!
—Me parece que te estás poniendo muy terco
—dijo TT.
—Me importa un bledo —repuso Eduardo, y
deseó no haber tenido nunca aquella maldita idea.
—Pues bueno —dijo TI—. Si tú lo dices, vale.
Y de un salto se alejó y anduvo el resto del día
difundiendo por todo el lugar que últimamente
Eduardo Porcachón se comportaba con estúpida
cabezonería.
Esa tarde, al oscurecer, comenzó puntualmente
el concierto de las ranas. Sonaba más alto que nun-
ca y plagado de risitas y carcajadas. Eduardo Por-
cachón, el cerdo más ocurrente de la granja de los
Fanega, se tapó las orejas con las pezuñas e hizo
como que no oía nada.
6 EDUARDO Y LAS ABEJAS

DUARDO Porcachón, el ilustre cerdo,


estaba sentado al lado de su artesa rompiéndose la
cabeza para pensar qué podía hacer. Era un día de
verano, hacía calor, ya había devorado el desayuno
—que en buena parte aún tenía pegado al hocico—
y hasta la comida del mediodía no esperaba nada
excitante.
Podía dedicarse a hacer rabiar a las gallinas.
Pero enseguida rechazó aquel pensamiento, porque
hacía demasiado calor para andar corriendo detrás
de ellas. Y además las malditas estaban demasiado
cerca de la casa. Todavía se resentía del rasponazo
que en una de ésas le había hecho mamá Fanega
con el palo de la escoba.
Naturalmente que también podía buscar un
hermoso y blando barrizal donde echarse un sue-
ñecito; pero tenía el presentimiento de que aquél
era el día indicado para toda una aventura cer-
duna.
Entonces se acordó de las colmenas.
Unos días antes, el granjero Fanega había ins-
talado dos colmenas en la linde inferior de la de-
hesa, junto al soto. Y en cuanto Eduardo se ponía
a pensar en la miel, la boca se le hacía agua. Pero
él no era tonto. Tal vez vanidoso e impulsivo, que
eso sí se lo decían a veces, pero tonto, jamás. Ade-
más, Eduardo conocía por propia experiencia el do-
lor que provocan las picaduras de las abejas. Y sa-
bía igualmente que el granjero Fanega montaría en
cólera si lo pillaba lamiendo la miel. De todas ma-
neras, eso no le inquietaba tanto, pues podía po-
nerse a salvo en el pestilente cenagal de detrás de
los campos hasta que al granjero se le apagaran los
humos. No; el único problema verdadero era la fu-
ria de mil vengativas abejas al unísono, sólo ellas
constituían un quebradero de cabeza. Estaba a
punto de renunciar a todo por demasiado peligro-
so cuando se le ocurrió una idea. En su rostro se
dibujó una amplia sonrisa, que empezó en el ho-
cico y se le extendió hasta detrás de las orejas. ¡Sí,
la idea era buena!
Poco después, Eduardo, el taimado cerdo, re-
corría la granja con paso reposado y gesto solemne.
También Adrián, el caballo de labor, acababa de
desayunar, y estaba pensando en lo bien que se
estaría bajo los castaños del soto de la dehesa
cuando apareció Eduardo.
—Buenas, Adrián —dijo cortésmente Eduardo.
—Buenos días —respondió Adrián con cautela.
Y es que la mayoría de los animales tendían a ma-
nifestar cierta reserva cuando Eduardo ponía aque-
lla cara.
—¿Podemos hablar a solas? —preguntó el cerdo.
Adrián respondió que no esperaba ninguna otra
visita.
—Excelente —dijo Eduardo, y a continuación
bajó el tono de la voz casi a un gruñido—: Sólo
quería decirte que el viejo te tiene vigilado.
—¿Vigilado? —preguntó Adrián—. ¿Y por qué
Fanega iba a tenerme vigilado?
v
—Lo sabes muy bien —repuso Eduardo con as-
tucia. |
Adrián puso cara de confusión y escarbó con
los cascos. Todo encajaba. La verdad es que había
agrandado el agujero en el seto y se había des-
pachado a gusto con el centeno que crecía en el
campo junto al soto, y que estaba jugosísimo. Ja-
más en la vida se le habría ocurrido que eso lo
supiera alguien. Sin embargo, Eduardo había exa-
minado el hueco y sabía que, a derecha e izquierda
de éste, el centeno crecía menos espeso.
—Se ha dado cuenta de todo —dijo Eduardo
tras una pausa—. Por eso he pensado que era me-
jor avisarte.
—Es curioso, nunca lo he visto por allí —señaló
Adrián.
—Ni lo verás —respondió Eduardo—. El viejo
es demasiado listo para ti, es un ladino. Te vigila
por televisión.
Adrián se estremeció.
—Las colmenas —prosiguió Eduardo— no son
en realidad más que cámaras ocultas. De ese modo
puede estar cómodamente sentado en la cocina con
los pies sobre la repisa de la chimenea y, sin em-
bargo, ver cómo le robas el centeno y le estropeas
el seto. Estás metido en un buen lío. Y si quieres
que te lo diga, es una canallada.
Adrián dirigió a Eduardo una mirada sombría.
—¿Y cómo sabes tú todo eso? —preguntó.
—Uh, siempre me entero de casi todo lo que
aquí ocurre —repuso Eduardo sin dar más deta-
lles—. Simplemente he pensado que con buenas
palabras dichas en el momento oportuno se pue-
den arreglar las cosas.
—Sí, sólo que él no me va a venir con buenas
palabras —dijo Adrián categórico.
—Opino exactamente como tú —corroboró
Eduardo, y a continuación arrugó la frente como
si estuviera pensando en algo.
—Probablemente —dijo— lo mejor sería que te
dieras una vuelta por las colmenas como quien va
sin malas intenciones, y entonces les das un em-
pujón y las tumbas. Nadie lo verá. El viejo no po-
drá probar nada. También las podría haber tirado
el viento. Me gustaría ver qué ojos pone cuando
le desaparezca la imagen de la tele. En fin... Tengo
que irme.
Y con estas palabras, se fue de allí con paso
ligero. Pero en cuanto estuvo fuera del radio de
escucha de Adrián, se puso a reír hasta caerse de
espaldas. Sólo de imaginarse a Adrián derribando
las colmenas y huyendo, perseguido primero por
una nube de iracundas abejas y después por el no
menos iracundo granjero Fanega... ¡Qué divertido!
Había que contárselo a alguien.
Así que después de que se hubo hartado de
reír, volvió a incorporarse y, alegre, bajó hacia el
estanque. No porque quisiera hablar con sus ha-
bitantes, que le resultaban muy aburridos, sobre
todo los patos. Parecía que te estaban escuchando
y, justo cuando ibas a tratar de lo principal, de
pronto te encontrabas hablando a sus traseros, por-
que habían zambullido la cabeza en el agua en
busca de renacuajos. No, Eduardo, el refinado cer-
do, no malgastaría su brillante intelecto con los pa-
tos. Iba en busca de la ardilla Teodora T. Cuando
le hacías una confidencia a TT, tenías garantizado
que en un santiamén lo sabría toda la granja. Se
comentaba que incluso alguna vez le había llevado
noticias a las ovejas, y el que haya tratado de con-
tarle algo a una oveja sabe lo que eso significa.
Eduardo encontró a TT en el roble junto a
la cerca. Para ser precisos, lo que vio fue la cola
de TT, que en ese momento desaparecía por un
agujero del tronco.
—i¡Buenas, TT! —exclamó Eduardo.
—Hola, buenos días. Tengo mil cosas
que hacer —dijo una voz apagada que procedía
del tronco.
Lo cierto es que la ardilla TT siempre tenía mil
cosas que hacer.
—i¡Pero es que tengo que contarte algo! —gritó
Eduardo.
Enseguida aparecieron por la abertura el rostro
y los bigotes de TT, que jamás podía resistirse a
una noticia.
—Tengo mil cosas que hacer esta mañana —re-
pitió.
Pero Eduardo no hizo caso a esta objeción y se
puso a contarle la argucia que había tramado.
—Menudo notición —dijo TT casi antes de que
Eduardo hubiera terminado—. Debo ir enseguida
a contárselo a los demás.
—iPero ni una palabra a Adrián! —gritó Eduar-
do mientras la ardilla partía para que la noticia
fuera lo más calentita posible.
Eduardo regresó a su pocilga, parándose a cada
momento y rompiendo a reír entre resoplidos por-
que ya se regodeaba pensando en la juerga que se
armaría en el soto de la dehesa. Y, tras permitirse
una breve siestecita, se puso nuevamente en ca-
mino.
Aún estaba todo en calma, pero los habitantes
de la granja se habían puesto de acuerdo para pre-
senciar la aventura. TT había sabido levantar la de-
bida expectación. El seto estaba a reventar, se veían
cabezas cubiertas de pelo o de plumas o con tré-
mulos bigotitos, todas asomando por arriba o por
abajo.
El propio Eduardo se acomodó junto a una
zona de hierbas altas, pegado a las colmenas justo
al otro lado del seto, que en ese lugar era tan poco
espeso que podía verse a través de él. Ya se ima-
ginaba a Adrián a todo galope por las aldeas ve-
cinas llevando tras de sí a un iracundo enjambre
de abejas y, más atrás, a Fanega agitando la horca.
Y mientras él, Eduardo, disfrutaría plácidamente de
kilos y kilos de miel. Tal vez hasta invitaría a unos
cuantos de sus íntimos a participar de la degusta-
ción, pero todavía tenía que pensárselo.
De pronto se abrió la cerca del campo y Adrián
entró al trote. Se mostró algo sorprendido al ver a
tantos amigos en el seto, pero aún le tenía dema-
siado ofuscado la indignación por lo que Eduardo
le había contado como para que pudiera reflexio-
nar sobre ello. La cerca volvió a cerrarse y Adrián
comenzó a atravesar el campo al paso. Eduardo se
frotaba las pezuñas, y todo habría salido bien si en
aquel instante una avispa no hubiera decidido ate-
rrizar en el morro de Adrián. Las avispas pican lo
mismo que las abejas, y ésta no era una excepción.
Eduardo contempló perplejo cómo Adrián pegaba
un brinco y comenzaba a correr a galope tendido.
Cierto que frenó delante de las colmenas, pero en
vez de tumbarlas suavemente, como Eduardo le
había propuesto, soltó una coz y acertó de pleno
en la primera colmena.
Ésta voló por los aires hasta el otro lado del
seto, y antes de que Eduardo comprendiera qué
sucedía, había aterrizado en medio de donde él se
encontraba. Tras una terrible pausa, en la que evi-
dentemente tampoco las abejas sabían qué había
ocurrido, Eduardo trató de escapar lo antes posible.
Pero pronto los animales de la granja allí congre-
gados oyeron un bramido como cuando un avión
está a punto de despegar, y Eduardo, el cerdo al-
tivo, se metió disparado en el campo atravesando
el seto. Pegada a las ancas llevaba una pequeña
nube negra.
—iSocorro! —chillaba—. ¡Socorro!
Dos veces dio la vuelta al campo a toda velo-
cidad, pegando un brinco cada vez que alguna de
sus perseguidoras conseguía aguijonear su trasero,
y por último desapareció traspasando el seto por
la otra parte. El sonoro chapoteo que siguió reveló

A
64
a los espectadores que Eduardo había llegado al
estanque.
Horas más tarde, el cerdo seguía tratando de
ponerse lo más cómodo posible en el barrizal que
había detrás del prado. Pero no importaba cómo
se echara o se sentara, porque cada vez estaba
peor. Finalmente se juró que si conseguía volver
por la granja, el primero que se encontrara en el
camino se iba a enterar de lo que era bueno.
7 LA VISITA

A noticia se extendió como la pólvora


por toda la granja de los Fanega. Era tan excitante,
que ni la propia ardilla TT había podido encontrar
a nadie a quien confiársela bajo el sello de la dis-
creción. Todos estaban enterados: una dama cerda
venía de visita. «Estará aquí unas tres semanas»,
había dicho vagamente Eduardo Porcachón, que

A
66
había accedido, después de pensárselo, a poner a
su disposición el viejo cobertizo que estaba pegado
a su residencia.
—Me han dicho que ella es... ejem, ejem... to-
davía joven y bastante mona. Cuando la dama se
haya instalado adecuadamente, la sacaré a pasear
y os la presentaré, pero creo que pasará conmigo
la mayor parte del tiempo. Espero de corazón que
me deje un poco de tranquilidad y de paz. Algunas
señoritas jóvenes encuentran irresistibles a los cer-
dos de cierta edad y posición.
—¿Y cómo se llama? —había preguntado el
gato Gregorio.
—Begonia Tosca —había respondido Eduardo,
mientras se ponía más colorado que un capullo de
rosa.
Y tumbado en su pocilga, disfrutaba soñando
que un día cálido y soleado Begonia y él paseaban
cogidos de la mano por un prado de hierba alta,
entre botones de oro y margaritas, y que Begonia
lo miraba lánguidamente con sus grandes ojos cas-
taños.
—Oh, Eduardo —le susurraba ella—. Nunca ha-
bía imaginado que un cerdo fuera tan listo y...
—¡Levanta! —dijo alguien en voz alta.
Eduardo se sobresaltó. Debía de tratarse de una
ilusión de los sentidos.
—i¡Levanta! —volvió a decir la fuerte voz, mu-
cho más alto y brusco que la primera vez. Eduar-
do abrió un ojo. En la puerta de su pocilga se en-
contraba una imponente cerda con cara avina-
grada.
—¿Quién eres tú? —preguntó Eduardo.
—Soy Begonia Tosca. Puedes llamarme Begonia
—repuso enérgicamente la dama.
A Eduardo le recorrió un estremecimiento por
la piel.
—¡Y ahora arriba, vamos, vamos! —ordenó Be-
gonia—. ¡Coge una escoba!
—¿Una escoba? —preguntó Eduardo—. ¿Para
qué necesitas una escoba?
—No soy yo quien la necesita, sino tú —repuso
Begonia—. Y la necesitas con urgencia, para barrer
la increíble porquería que hay en el cobertizo de
al lado —y echando un vistazo alrededor, aña-
dió—: Y esto no parece que esté mucho mejor.
—Pero... —balbuceó Eduardo.
—iVamos, espabila! Aquí está la escoba, de
modo que sal y ponte a trabajar —dijo Begonia, y
antes de que Eduardo supiera qué estaba pasando,
Y
se encontró fuera, delante de su pocilga, mirando
con ojos como platos el cobertizo inclinado por el
viento.

MEDIA HORA ESTUVO EDUARDO meneando la


escoba, pero no por ello quedó muy limpio. Barrer
y fregar nunca había sido lo suyo. «Que se con-
forme con esto —pensó—. Al fin y al cabo, no soy
yo quien la ha invitado a venir a vivir junto a mí».
Regresó a su pocilga, y en el camino escondió
la escoba en el seto. Pero cuando entró en su vi-
vienda no pudo dar crédito a sus ojos: las perte-
nencias de Begonia estaban esparcidas por doquier
y la propia Begonia se había tumbado donde él
solía hacerlo.
—Pero ¿qué te has creído? —preguntó Eduardo
cuando se hubo repuesto.
—Estoy descansando y no deseo que me mo-
lesten —respondió Begonia sin ni siquiera abrir los
ojos.
—Pero ésta es mi pocilga —afirmó Eduardo.
—Nada que objetar a eso, pero mientras esté
aquí, la utilizaré yo —dijo Begonia Tosca—. No irás
a Creer que me voy a meter en ese cochambroso
cobertizo de al lado, ¿verdad?
—¿Quieres acaso decir que me has mandado
allí a fregar para que sea yo el que me mude?
—preguntó incrédulo Eduardo.
—iPues claro que sí! —repuso Begonia—. Y
ahora me gustaría descansar, así que buenas no-
ches.
Aturdido y tambaleante, Eduardo salió al exte-
rior. Sólo había una explicación para lo que aca-
baba de pasarle: el sueño que había tenido aún no
había llegado a su fin; simplemente se había trans-
formado en una pesadilla. Seguía soñando, no po-
día estar despierto. Se pellizcó con fuerza, pero eso
no cambió la situación. Realmente estaba bien des-
pierto. Y entonces sólo cabía una cosa: ella tenía
que irse. De ningún modo la aguantaría tres se-
manas.
Eduardo Porcachón, el pobre cerdo, se sumió
en profunda reflexión.
Al cabo del rato, empezó a sonreír y bajó tro-
tando en dirección al roble donde vivía TT.
TT asomó curiosa la cabeza por el agujero del
tronco y saludó:
—¡Hola, Eduardo! ¿Sabes ya lo último? Ella ya
ha llegado.
—Lo sé desde hace rato —repuso Eduardo—.
Acaba de insistir enérgicamente en quedarse a vivir
en mi propia pocilga mientras esté aquí. Pero la
lástima es que precisamente ahora he descubierto
que tengo una erupción en la tripa —en realidad
se había frotado la piel con una piedra hasta en-
rojecerla un poco—. Me siento horrendamente dé-
bil y mal. Sí, sí, probablemente sea algo peligroso,
como el sarampión o la tos ferina. Espero no ha-
berla contagiado...
—iSopla! —dijo TI—. ¡En ese caso, deberías
meterte en cama lo antes posible, Eduardo! —y sin
más, se fue de allí a grandes saltos para decirles a
todos lo que le pasaba al pobre Eduardo.
Entretanto, éste se dirigió a su nueva morada,
se tumbó y trató de parecer lo más enfermo posi-
ble. Dormitó un poco y, al despertar, vio que Be-
gonia estaba en la puerta.
—No te me acerques mucho —murmuró débil-
mente—. Podrías contagiarte...
—Pamplinas —repuso Begonia—. Ya he pasado
el sarampión, y también la tos ferina. Lo que ne-
cesitas ahora es un buen trago de jarabe.
—¿Jarabe? —gruñó Eduardo.
—Eso es. ¡Y ya lo tenemos aquí! —anunció con
firmeza Begonia.
—No quiero... —se lamentó Eduardo, pero ya
era demasiado tarde. Ya tenía metida una cuchara

A
72
en la boca, y por la garganta le bajaba una medi-
cina de sabor nauseabundo.
—¿Lo ves? —dijo Begonia dándole una palma-
da para suavizar su tos—. Parece que ya suena
mucho mejor. He estado hablando con tu granjero
Fanega. Me ha pedido que te cuide yo misma, y
que si esto dura más de tres semanas, que me que-
de lo que haga falta hasta que vuelvas a estar bien.
Eduardo levantó los ojos hacia el agujereado
techo de su nueva vivienda. Entonces fue cuando
comenzó de verdad a sentirse enfermo y mal. Y
eso que las tres semanas más largas de su vida sólo
acababan de empezar.
8 BARRO

A por la mañana calentaba de lo lindo.


Desde hacía días el calor era de pleno verano, y
Eduardo Porcachón, el orgullo de la granja de los
Fanega, no dejaba de romperse la cabeza pensando
dónde podría un cochino encontrar un poco de
frescor. En el revolcadero que estaba más allá del
prado, su lugar favorito, el fango se había puesto
muy duro. En general, todo el territorio que ro-
deaba a la granja de los Fanega había pasado a ser
una estepa. Lo único que quedaba era el estanque.
Cierto que el agua había descendido, pero aún era
profunda en el centro. Además, en la orilla había
un lugar cenagoso con juncos: aquél era el sitio
adecuado.
Una hora después, Eduardo Porcachón, el ima-
ginativo cerdo, con un abollado sombrero de paja
en la cabeza, estaba tumbado al agradable frescor
de un pardo barrizal que la retirada del agua había
dejado en la orilla. El sol le quemaba el lomo an-
cho y rosado, así que de cuando en cuando se
salpicaba la piel con un poco de agua fría. Todo él
experimentaba un cochino bienestar. La mañana se
le pasó en un soplo. El tenue rumor de su tripa le
advertía de que debía ir siendo hora de tomar un
pequeño bocado.
Eduardo volvió a revolcarse placenteramente en
el blando lodazal y después empezó a incorporarse
con desgana. Se oyó un sonoro chasquido... Sin
embargo, Eduardo seguía metido en el lodazal. Lo
intentó una vez más... pero el barro no lo soltaba.
Entonces, desistió y prefirió ponerse a pensar qué
podía hacer.
En ese instante llegó la ardilla TT, que pasaba
por el estanque haciendo su ronda, y exclamó:
—¡Hola, Eduardo! Qué calor hace hoy, ¿eh?
Eduardo le dio la razón, aunque deseó vehe-
mentemente que TT continuara su paseo a fin de
poder volver a reflexionar tranquilo. Sin embargo,
excepcionalmente, TT parecía no tener prisa.
—¿Vas a ir a comer a casa a mediodía? —pre-
guntó.
—¿Yo? Este... No, no creo —respondió Eduar-
do—. Creo que me quedaré aquí un poquito. Este
barro es excelente para la piel —añadió—. Yo po-
dría...
—¡El señor Porcachón está atrapado en el barro!
—graznó una voz desde el juncal.
—iNo estoy atrapado! —repuso enfadado
Eduardo, volviéndose para mirar en la medida en
que se lo permitía el barro. La dueña de la voz, la
hembra de los dos patitos que tan mal le caían a
Eduardo, se dirigió precavidamente hacia lo seco.
—Arturo y yo podríamos tratar de sacar de ahí
al señor Porcachón —dijo la patita—. A Arturo se
le da bien sacar gente.
—¡Que no estoy atrapado! —anunció Eduardo
en voz alta—. Y si me paso el día entero aquí echa-
do, es porque quiero. Y tal vez me esté la noche
entera —añadió, porque empezó a vislumbrar que
a lo peor no le quedaba otro remedio.
TT puso los ojos como platos.
—iSopla, Eduardo! —dijo—. ¡Qué espantoso!
—Cconviene saber que a TT le gustaba todo lo dra-
mático—. Entonces tengo que salir corriendo a con-
társelo a todos. ¡Pero no te vayas! —y partió a
saltitos para que la noticia llegara caliente a los
demás.
Eduardo se puso rojo de ira. ¡Ya sólo le faltaba
aquello! En un abrir y cerrar de ojos, todos los
habitantes de la granja estarían amontonados a su
alrededor impartiéndole consejos estúpidos y gas-
tando bromas asquerosas.
Entonces llegó trotando Adrián, el enorme ca-
ballo de labor de color castaño.
—¡Hola, Eduardo! —exclamó. Era evidente que
TT aún no se había encontrado con él.
—Buenas —respondió el cerdo y, al instante,
tuvo una magnífica idea; le preguntó, como si aca-
bara de reparar en algo—: ¿Qué es lo que llevas
en la cola?
—¿Que qué llevo? —preguntó Adrián, y giró
un par de veces sobre sí mismo. Después trató de
echarse un vistazo a la cola por entre sus patas—.
No veo nada —dijo.
AY AY

—Debe de ser un cardo o una bardana —dijo


Eduardo—. Balancea la cola hacia acá para que te
lo quite.
Adrián se volvió lentamente y Eduardo le
agarró la cola con todas sus fuerzas.
—Y menudo cardo —dijo—. Avanza un poco
para que te lo pueda desenredar.
Adrián avanzó un paso con precaución y jus-
to en ese instante apareció a lo lejos el granjero
Fanega.
—lAjá! ¡El amo me necesita! —dijo Adrián, y
arrancó a trotar, olvidándose totalmente del cardo
y de Eduardo.
Es difícil decir quién se desconcertó más. Por
unos segundos, mientras todavía le tenía atrapado
el barro, Eduardo tuvo la sensación de que tiraban
de él interminablemente. Por su parte, Adrián notó
que algo le tiraba de la cola y frenó en seco, justo
cuando el barro soltaba a Eduardo. Éste salió vo-
lando por los aires y fue a parar con gran ímpetu
sobre el lomo de Adrián.
Adrián, que debió de figurarse que una enorme
fiera lo atacaba por detrás, empezó a cocear vio-
lentamente y partió otra vez a galope tendido ha-
cia los establos. |
El infortunio quiso que Eduardo cayese desde
el lomo de Adrián en el mismo momento en que
los cascos de éste se levantaban para golpear... y
he aquí a Eduardo volando de nuevo por los aires,
pero esta vez en sentido opuesto. Fue a aterrizar
en medio del estanque, y le pareció que transcurría
una eternidad hasta que volvió a salir a la super-
ficie. Afortunadamente, allí no había nadie más que
la patita que tenía un amigo llamado Arturo, de
modo que Eduardo pudo avanzar dignamente has-
ta la orilla y salir a rastras.
Se acababa de sacudir el agua y sacarse de las
orejas las hierbas acuáticas cuando vino corriendo
Héctor, el perro de la granja.
—Dice TT que estás pegado al barro —y en el
tono de su voz se notó la decepción que sentía al
ver que no era así.
—¿Y eso? —preguntó Eduardo arrogante—. Lo
único que he hecho es redondear tan hermosa ma-
ñana dándome un bañito.
—El señor Porcachón sabe bucear. El señor Por-
cachón sabe bucear...
Eduardo volvió la mirada con rabia hacia la pa-
tita, que, inquieta, regresó corriendo al juncal.
—Bien, bien —gruñó Héctor—. ¡Lo que querría
es que TT fuera más seria al dar sus noticias en
vez de ir por ahí haciéndonos perder el tiempo!
—y se fue corriendo.
El cerdo notó un tenue borboteo en medio del
cuerpo, que inequívocamente le avisaba de que ha-
bía llegado la hora de la comida del mediodía. Vol-
vió a dirigir una iracunda mirada hacia el juncal
donde estaba la patita y partió hacia su pocilga.
9 BIENVENIDA A LOS NUEVOS VECINOS

DUARDO Porcachón, el célebre cer-


do, estaba echado en el revolcadero de barro, ca-
lentándose al sol del otoño y dormitando en medio
del zumbido de las abejas.
—i¡Oaaaah!
Fue un largo suspiro de agotamiento.
El cerdo se despertó de su sueño y, revolvién-
dose, se metió aún más en el barro.
—i¡Oaaaaaaah!
De nuevo, el suspiro. Y esta vez, aún más pro-
longado y sonoro. ¿Cómo no iba a oírlo? ¿Cómo
podría un cerdo abandonarse tranquilamente a su
merecido sueño, cuando algún estúpido no paraba
de castigarle los oídos? Al tercer suspiro, aún más
prolongado y sonoro que los dos anteriores, Eduar-
do ya no se contuvo. El molesto ruido parecía ve-
nir de más allá de los arbustos de aliaga. Eduardo
se incorporó con desgana, dispuesto a llegar al fon-
do del asunto.
Ajá, detrás de la aliaga estaba echado al sol un
enorme conejo. Tendido de espaldas, suelto y re-
lajado, con las manos detrás de la cabeza y una de
las piernas cruzada sobre la otra, miraba al cielo.
Cuando Eduardo lo sorprendió, dejó escapar una
vez más un largo y sonoro suspiro.
—¡Menudo estrépito armas, no se puede pegar
ojo! —exclamó Eduardo, que se había quedado
perplejo.
El conejo, sin alterarse lo más mínimo, se volvió
lentamente hacia él.
—Uno está aburrido de esta mortal monotonía.
—Eso no lo puedo remediar —repuso Eduar-
do—. Pero intento echar una cabezadita, de modo
que si no tienes nada en contra, por favor, lárgate
a aburrirte a otro sitio —después, cayendo en algo,
preguntó—: ¿Y qué es lo que haces aquí? No te
he visto nunca entre nosotros.
—Uno acaba de mudarse al soto de la dehesa
—contestó el conejo—. Al otro lado de la aldea
últimamente lo inquietan mucho a uno, por eso
uno ha decidido trasladarse. Y como uno es un
hidalgo, no puede escoger un domicilio cualquiera.
Por cierto, que uno es el noble Eugenio Cuchárez
de Lamparilla.
—Mucho gusto —repuso Eduardo—. Pues yo
soy Eduardo Porcachón.
—Encantado —dijo el noble Eugenio—. ¿Puedo
preguntar si se trata de los Porcachón de Lardón?
Eduardo se disponía a darse aires y vanaglo-
riarse de ser el conocido Porcachón de Lardón en
persona, pero en el último momento se acordó de
que tales jactancias casi siempre lo ponían en
aprietos. Y puesto que aquel horrendo ser eviden-
temente iba a convertirse en su vecino, se contentó
con un gesto medio ausente que podía querer decir
todo y nada.
—Y volviendo a mi sueñecito —prosiguió—,
¿por qué no pegas un salto y te vas a aburrirte a
la dehesa, junto al soto?
—Bien que le gustaría a uno —contestó el noble
v
Eugenio—, pero por allí anda pateando un caballo
enorme y bien basto, y uno no alberga el menor
deseo de ser pisoteado por él,
—A pesar de eso, no puedes quedarte aquí
—dijo con firmeza Eduardo, mientras pensaba
cómo le sentaría a Adrián, el caballo de labor, en-
terarse de que lo tachaban de patoso y basto.
—De ahora en adelante uno no dirá esta boca
es mía, querido amigo —prometió el noble Euge-
nio—. ¿Es que nunca pasa nada en esta granja?
Eduardo se quedó mirándolo.
—Naturalmente que pasan cosas. Pero no pre-
cisamente en este momento —y volvió a acomo-
darse en el barrizal.
—i¡Oaaaaah...!
¡Era verdaderamente el colmo! Eduardo se in-
corporó de nuevo y se fue al otro lado de la aliaga.
Esta vez el noble Eugenio tenía la visita de un
segundo conejo.
—iLo siento! —dijo el noble Eugenio—. Ha sido
mi primo y lo ha hecho antes de que uno pudiera
advertirle que se abstuviera de ello.
En cuanto al otro, Eduardo se enteró de que se
trataba del noble Eulogio Cuchárez de Lamparilla,
y que él también se había trasladado al soto de la
dehesa.
—Nos la vamos a ganar —dijo el noble Eulogio
con gesto sombrío. Su nariz no paraba de mover-
se—. Te lo he dicho en cuanto hemos visto a ese
caballo grande y gordo.
Eduardo se disponía a dejar claro que el caballo
grande y gordo era su mejor amigo cuando vio
aparecer a Adrián por el otro lado del prado. Evi-
dentemente, ni el noble Eugenio ni tampoco el no-
ble Eulogio Cuchárez de Lamparilla habían notado
su presencia, por lo que Eduardo se limitó a emitir
un gruñido no muy cordial y se alejó lentamente
por el prado como si no se propusiera nada en
particular. Encontró a Adrián malhumorado junto
a la cerca abierta.
—Hola, Eduardo —dijo el caballo—. ¿Has visto
haraganear por aquí a dos conejos? Esos gandules
se han trasladado al soto de la dehesa y, cada vez
que voy a echar una cabezadita, el uno da un ala-
rido como si fuera una sirena de alarma y el otro
se lamenta de que se la van a ganar, sin decir por
qué. Los he mandado a paseo.
Eduardo le mostró su solidaridad con un gesto
y, acto seguido, contó a Adrián con pelos y señales
lo que los dos acababan de decir de él.
—¿Y por qué habrán dicho gordo y basto?
—preguntó Adrián—. ¿Te parezco gordo?
—No —respondió Eduardo poniendo cara de
inocencia, pues le pareció que decir un pequeño
embuste carecía de importancia.
—¿Dónde se habrán metido esos dos? —pre-
guntó Adrián—. La verdad es que me gustaría sa-
berlo.
Eduardo también le informó de eso a su amigo,
pero añadió:
—¡Espera un poco más, que no quiero perder-
me nada! —y salió corriendo hacia el barrizal con
paso ligero.
Había tenido justo tiempo de acomodarse agra-
dablemente cuando oyó un retumbar de cascos de
caballo sobre el prado. Luego, el trote cesó. Por un
breve instante reinó un profundo silencio y, a con-
tinuación, de repente, dos conejos salieron volando
por encima de la aliaga y fueron a aterrizar con
estrépito en un seto de zarzamoras. Lenta y tra-
bajosamente consiguieron librarse de las zarzas.
—¿Has visto lo que ha hecho ese loco de ca-

A
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ballo? —preguntó el noble Eugenio, que de pura
indignación había perdido sus maneras distingui-
das—. ¡Viene corriendo por el prado y nos manda
de una coz al zarzal! —después recuperó la com-
postura y añadió—: Uno está aburridísimo de ese
animal.
Eduardo Porcachón, el refinado cerdo, se re-
volvió plácidamente en el fango. Oyó sólo a me-
dias cómo el noble Eulogio comentaba al noble Eu-
genio que él siempre había sabido que se la iban
a ganar en aquella condenada granja... Luego, vol-
vió a quedarse sumido en un dulce sueño.
10 EDUARDO Y LAS BELLOTAS

DUARDO Porcachón, el cerdo queri-


do por todos, estaba echado en su blando revol-
cadero de más allá del prado y trataba de taparse
los oídos para protegerse del parloteo de TT.
—... Y ya lo verás —decía TI—. Tú plantas una
sola nuez y de ella sale el germen que se conver-
tirá en árbol y que dará miles y millones de nueces,
y todas éstas caen y germinan y se convierten en
árboles, y entonces tenemos miles y millones de
árboles y millones y más millones de nueces.
La ardilla enmudeció impresionada y se imagi-
nó que la tierra entera cedía y se hundía lenta-
mente bajo el peso de los nogales y de las nueces.
—De todos modos —añadió—, ahora mismo
voy a plantar un nogal.
Eduardo gruñó. TT no paraba de forjar planes
para acumular existencias gigantescas de nueces,
pero aún no le había dado resultado ninguno.
Sin embargo, unos días más tarde, el cerdo vol-
vió a acordarse de aquel plan. Acababa de dar
cuenta de unas bellotas que tenía guardadas y has-
ta entonces había olvidado completamente, y to-
davía tenía en la lengua su regusto cuando la idea
le pasó por la cabeza. Si uno podía plantar nogales
y recoger millones y más millones de nueces, en-
tonces también podría recoger millones y más mi-
llones de bellotas si plantaba encinas. Eduardo des-
conocía cuánto tiempo necesitaba una encina para
crecer, tal vez años, pero si uno no se ponía de
una vez a hacer algo, no se conseguía nada. Así
que revolvió en su pocilga y en su comedero hasta
que encontró justo lo que andaba buscando: una
espléndida bellota fresca de color verde parduzco.
Lo siguiente que tenía que decidir era dónde
plantarla. Sin duda no sería muy inteligente ente-
rrarla allí donde pudiera encontrarla TT. Eso, para
empezar; y también había que pensar en las galli-
nas, que siempre andaban como locas escarbando
por todas partes. Así que, una vez que hubo tenido
en cuenta a las gallinas, a los patos y a la ardilla
TT, y no digamos a David el ganso y a todas sus
gansas, Eduardo concluyó que toda la granja de
los Fanega era un lugar de lo más peligroso para
la tierna bellotita que quería crecer a la vida.
Y entonces tuvo una brillante ocurrencia. ¡El
huerto de mamá Fanega! Era el único lugar per-
fecto y tranquilo, donde ni siquiera la ardilla TT
osaría fisgonear.
Eduardo había visto que la familia
Fanega se había montado en su coche
y se había marchado, por lo que, con la
bellota en una pezuña y la azada en la
otra, se fue derecho al huerto. Allí an-
duvo mirando concienzudamente y se >
decidió por un rincón a la sombra en la zona E
apartada. Cavó un hoyito y se preguntó cómo se
plantaba una bellota. Por supuesto que era impor-
tante no enterrarla al revés para que el árbol no
creciera hacia abajo, lo que podría causar un terre-
moto o algo parecido. Así que se fijó en que la
bellota tuviera la punta hacia arriba, la cubrió con
igual cuidado con la tierra desalojada al hacer el
hoyo y lo pisoteó todo. Aquello debería bastar.
Pero dos conejos, los nobles Eugenio y Eulogio
Cuchárez de Lamparilla, que hacía poco se habían
mudado al soto de la dehesa, habían estado si-
guiendo con cierta curiosidad aquellos extraños
movimientos por el huerto de mamá Fanega, y se
llegaron hasta donde Eduardo había cavado.
—¿Qué es lo que habrá enterrado? —preguntó
el noble Eugenio.
—No lo he podido ver —repuso el noble Eu-
logio—. Pero ya te lo dije desde el principio: ¡que
nos la vamos a ganar en esta condenada granja!
—Uno tendrá que excavar para ver qué es —se-
ñaló el noble Eugenio, y se puso a la tarea sin más.
Naturalmente, se topó con la bellota de Eduar-
do, y como todavía parecía bastante fresca, se la
llevó a la boca y, todo apetito, la trituró entre los
dientes. Como no le cabía en la cabeza que aquél
pudiera ser el objeto que con tanta minuciosidad
había enterrado Eduardo, siguió escarbando. Cuan-
do ya ni siquiera se le veían las largas orejas, sólo
las paletadas de tierra que surgían del hoyo, lo
dejó. Agotado, salió trémulo de allí y se puso en
cuclillas,
—Uno está aburrido de esta mortal monotonía
—dijo.
—Te lo acabo de decir: nos la vamos a ganar
—repitió el noble Eulogio. Y con ello se alejaron a
saltos en busca de una ocupación menos fatigosa.
Poco después llegaron a casa mamá Fanega y
los niños. Ella venía muy satisfecha. Había hecho
todos sus recados y, además, se había enamorado
de un pequeño cerezo, que quedaría perfecto en
el rincón a la sombra de la zona más apartada del
huerto.
Primero guardó sus compras y después agarró
una azada, cogió el arbolito y salió.
—Estos malditos conejos... —murmuró al des-
cubrir el hoyo.
Si seguían haciendo de las suyas, tendría que
hablar en serio con su marido para que los espan-
tara. Por otra parte, bien pensado, había que ad-
mitir que el agujero le venía que ni pintado. Le
ahorraba todo el trabajo de cavar. ¡Todo tenía su
lado bueno! Metió con cuidado el cepellón del ar-
bol en el hoyo, le echó tierra por todos lados y la
aplastó bien alrededor del tronco. Acto seguido, re-
trocedió un paso. El arbolito quedaba precioso.

HABÍAN PASADO EXACTAMENTE dos días cuan-


do Eduardo decidió ir a ver si en el huerto había
alguna novedad. Como no parecía que hubiera na-
die cerca, se coló sin más por un agujero del seto.
Unos segundos después, el asombro lo dejó bo-
quiabierto: aunque siempre se había considerado
un excelente jardinero, tenía que admitir que había
esperado todo menos un árbol hecho y derecho.
En fin, que unos tenían mano para las plantas y
otros, no. Corrió hacia el arbolito, que era precioso,
fuerte y sano, y aún estaba allí admirándolo cuan-
do detrás de él algo cortó el aire silbando, y una
escoba le rebotó en el imponente trasero.
—¡Desaparece de una vez, cerdo gordo y gran-
dullón! —lo insultó mamá Fanega.
Por fin había pillado a Eduardo colándose a tra-
vés del agujero del seto. Lo había visto desde la
ventana de la cocina, y de ningún modo estaba
dispuesta a dejarle que mordisqueara la corteza de
su pequeño y precioso cerezo nuevo.
—iLargo de aquí, grandullón, tragón! —excla-
mó mientras volvía a arrearle otro escobazo en el
trasero.
Eduardo Porcachón, el cerdo incomprendido,
volvió a salir con toda la dignidad que pudo del
huerto.
Horas más tarde, se desahogaba con TT contán-
dole sus penas:
—¡Que a uno lo traten así, después de que le
he plantado un árbol tan primoroso!
Y, por una vez, le faltaron las palabras para se-
guir hablando.
11 LA POSTAL

DUARDO Porcachón, el dignísimo cer-


do, se quedó mirando la postal tirada sobre la hier-
ba y la cogió. En un lado había escritas unas cuan-
tas palabras con letra grande. Debía
de ser la dirección. Leer no era el
fuerte de Eduardo, y la tarjeta estaba
bastante sucia de barro. Á pesar
de todo tenía buena pinta,
y sus correspondientes sellos pegados. La cuestión
era qué hacer con ella. Tenía que encontrar a al-
guien que le leyera las palabras importantes. To-
davía estaba reflexionando sobre quién podría ser
ese alguien cuando llegó brincando la ardilla TT.
—¡Hola, Eduardo! —exclamó—. ¿Has tenido
carta?
—Esto... Sí..., una postal —respondió Eduardo.
—¿Buenas noticias? —preguntó TT.
—Hum, hum —hizo Eduardo.
—¿Y qué es lo que pone? —preguntó TT.
—Oh, lo de siempre: que cómo estás, yo ando
bien... —respondió Eduardo.
—¿Y quién te la manda? —preguntó TT. Siem-
pre le gustaba enterarse de todo antes de salir a
contarles a los demás las noticias más recientes.
—No la conoces —respondió Eduardo apresu-
radamente—. En fin, una conocida mía.
Entonces, la ardilla desistió. Pero en un visto y
no visto, toda la granja se enteró de la reciente
noticia: ¡Eduardo había recibido una postal de una
conocida!
Angelita Botón de Oro, la vaca de ojos castaños,
fue la primera.
—Debe de ser genial tener una conocida,
Eduardo —dijo cuando por la tarde se lo encontró
en el corral.
Eduardo le dio la razón educadamente.
—1T ha dicho que se trata de una extranjera
—prosiguió Angelita Botón de Oro.
—Ah, ¿sí? —preguntó Eduardo.
—¿Vas a contestarla?
—Me lo estoy pensando —respondió Eduardo,
y a continuación masculló no sé qué de un trabajo
urgente y emprendió la huida.
El siguiente con quien se topó fue el gato Gre-
gorio.
—Por las noticias que tengo, tu conocida ha
vuelto a escribir —señaló Gregorio.
—Sí —respondió Eduardo.
—Bueno, pues dale recuerdos si le contestas
—dijo Gregorio.
Un poco irritado, Eduardo regresó con paso li-
gero a su pocilga, pero tampoco allí iba a encon-
trar tranquilidad. El buey Alberto ya lo estaba espe-
rando.
—Buenas —dijo Alberto—. He oído que has te-
nido carta del extranjero.
—Una postal —le corrigió Eduardo.
—Sólo venía a preguntarte —continuó Alber-
to— si quieres el sello para algo. Se me ha ocurrido
que estaría bien empezar una colección y he...
—Me lo pensaré —le prometió Eduardo. Y de-
seó que nunca se hubiera escrito ni enviado la mal-
dita postal. Pero después, otra vez tranquilo, re-
capacitó sobre todo aquel asunto. Cierto que ni se
imaginaba lo que decía, pero sí le había proporcio-
nado una idea. Si alguien le escribía tarjetas pos-
tales, también debía saber adónde dirigirlas exac-
tamente. Así no volverían a aterrizar en cualquier
lugar ni habría habladurías. De modo que se buscó
un bonito tablón, pintura, clavos, un martillo y un
pincel.
Unas horas más tarde, Eduardo se encontra-
ba admirando su labor. Lo que hasta entonces no
era más que una sencilla y acogedora pocilga
había adquirido ahora el aspecto de una casa se-
ñorial, pues sobre la puerta relucía un flamante
letrero:
Y unos días después, estaba claro lo impresio-
nados que estaban todos los animales de la granja.
Dos patitos, que a Eduardo le eran familiares, lle-
garon incluso a organizar una merienda en las pro-
ximidades de la pocilga esperando sorprender al
célebre señor Porcachón mientras se dirigía a sus
Ocupaciones.
Entretanto, el propio Eduardo había llegado a
la convicción de que sólo alguien podía ayudarlo
a salir del embrollo: la lechuza, que vivía detrás
del pajar. Sabía leer un poco, o al menos eso de-
cían, de modo que Eduardo se fue a verla. La en-
contró con cara de trascendencia sentada sobre un
libro, lo que le infundió ánimos para exponerle sus
dificultades.
—Resulta que no sé leer algunas de estas letras
—confesó él.
La lechuza miró la postal con atención.
—Psé —dijo—. Va dirigida a la granja de los
Fanega.
—Y, dentro de la granja, a mí —puntualizó con
firmeza Eduardo.
La lechuza puso cara de desconcierto y a con-
tinuación dijo vagamente:

A
101
Ña
—Aquí hay una palabra con una E.
Y una y otra vez daba la vuelta a la postal
mientras la miraba callada con los ojos muy abier-
tos. Estaba claro que no tenía la intención de aña-
dir nada a aquella información tan explosiva, por
lo que Eduardo le agradeció el esfuerzo y se dirigió
nuevamente a casa. Siempre le había parecido que
la lechuza era bastante tonta. Y estaba claro que
tampoco sabía leer mucho.
Cuando, poco después, Eduardo pasaba por la
orilla del estanque, tropezó con una enorme piedra
blanca. Se levantó enfadado y le propinó una pa-
tada. Se dio cuenta demasiado tarde de que al ha-
cerlo se le caería la postal. Ahora ya flotaba en el
agua y se iba lentamente al fondo. ¡Pues que se
fuera! Por una estúpida postal Eduardo no se iba
a mojar las pezuñas, faltaría más.
Regresó a su pocilga, se detuvo con una orgu-
llosa sonrisa bajo el letrero que llevaba su nombre
y se imaginó a docenas de jadeantes carteros que
entraban corriendo por la puerta de la granja y
venían bordeando el estanque, cargados con grue-
sas y repletas sacas llenas de tarjetas, cartas, pa-
quetes y llamativos envíos publicitarios, todo ello
dirigido a Eduardo Porcachón.
Y Eduardo se retiró a dormir colmado de feli-
cidad.
12 LA EXPEDICIÓN

N día estaba Eduardo Porcachón, el


cerdo aventurero, sentado en su pocilga sin pensar
en nada de particular, salvo la cena, cuando pasó
por allí la ardilla TT con ganas de charla.
—Es una pena —soltó directamente— que aquí
en la granja no pase nada. Es un puro aburrimien-
to. Nadie tiene ánimos para nada.
Eduardo se irguió un poco y gruñó ofendido:
—Yo, sí.
Entonces pasó por allí el buey Alberto y resolló:
—Buenas, TT. ¿Qué le pasa a Eduardo?
—Sólo he dicho que aquí no pasa nada y que
nadie tiene espíritu emprendedor, y Eduardo ha
dicho que él sí —informó TT.
—Vaya estupidez —respondió Alberto—. Si es
el más gandul de todos... En lo único que piensa
es en comer y nada más...
Entonces Eduardo, airado, se puso en pie len-
tamente.
—Puede que os interese saber —dijo— que es-
toy planeando ponerme al frente de una expedi-
ción... mañana.
—¡Ooooh! —exclamó TI—. ¿Y adónde, Eduardo?
Eduardo Porcachón, el cerdo de ágiles reflejos,
reflexionó. El primer fallo había consistido, natu-
ralmente, en haber hablado; pero de aquel lío ya
no se escapaba.
—Yo... me propongo... —anunció titubeando
para ganar tiempo—. Quiero... voy a... ¡Mañana su-
biré al monte de las Hayas!
Se produjo una breve pausa y acto seguido dijo
Alberto:
—Eso lo hace cualquiera.
—NOo por la ruta difícil —repuso Eduardo lleno
de osadía.
—Ah, ¿te refieres quizá a la que atraviesa los
zarzales? ¿Y quién va a querer hacerlo? —preguntó
Alberto, no sin razón.
—Yo quiero —declaró Eduardo, que pensaba
que todo aquello era una locura, pero ya no veía
otra salida.
—iSopla, Eduardo! —exclamó TI—. ¿Podemos
acompañarte todos?
—Puede venir el que quiera —respondió Eduar-
do generosamente—. Mientras haga lo que yo diga.
—i¡Sopla! —repitió TT al tiempo que se alejaba
de allí a grandes saltos para informar a toda la
granja de aquella magnífica noticia.

A LA MAÑANA SIGUIENTE hacía frío y llovía,


pero a pesar de ello acudieron todos los animales
de la granja a presenciar la salida de la expedición,
compuesta por el propio Eduardo, la ardilla TT,
Héctor, el perro de la granja, que dijo que de to-
dos modos tenía que estirar las piernas, y el buey
Alberto.
Se abrieron camino a través del lodo que había
junto a la pocilga de Eduardo, y los patitos grita-
ron «¡hurra!» entusiasmados.
La lluvia caía incesante y andar resultaba cada
vez más difícil. Al poco tiempo, Héctor, que había
cogido una buena delantera, ladró:
—¡Venga, deprisa, adelante! ¡No quiero pasarme
el día parado!
—Esta expedición es mía —dijo irritado Eduar-
do—. Yo decido el ritmo de la marcha —el agua
se deslizaba por su cuello y, desde lo más profun-
do de su corazón, maldijo la descabellada idea que
había tenido.
—Sinceramente, estoy harto —refunfuñó Alber-
to—. Me parece que lo mejor es volver a casa —y
antes de que Eduardo pudiera oponer una obje-
ción, Alberto tradujo sus palabras en hechos. Pre-
cisamente Alberto, que le había forzado a organizar
aquella expedición.
—No te enfades, Eduardo —parloteó satisfecha
TT—. Al final, los que se enfaden serán los que no
vengan con nosotros.
Eduardo tenía sus dudas al respecto, pero no
abrió la boca.
El terreno se puso empinado, tuvieron que es-
calar, y cuanto más empapaba la lluvia y con más
saña arañaban los espinos, tanto más insensata les
parecía aquella empresa. La niebla los envolvía a
107
rachas, unas veces densa e impenetrable; otras, fina
como un hálito, y otras, en fin, espesa como la leche.
—¡Venga, deprisa! —ladró Héctor desde algún
punto muy adelante, pero pronto volvió corriendo.
—Permanece detrás de mí —dijo severo Eduar-
do—. Si no, te vas a perder y yo tendré la culpa.
Y atravesó el siguiente zarzal, que parecía que-
rer enredarlo en sus ramas. Al otro lado se encon-
tró en un nuevo banco de niebla.
—i¡Vamos, venid! ¡Aquí! —ordenó, pero ya no
oía a nadie, ni a Héctor ni a TI—. ¡Eh! —exclamó.
Ninguna respuesta. La niebla se mecía, la lluvia
atronaba. ¡Maldición de maldiciones, se negaba a
hacer solo aquella expedición! Se dispuso a em-
prender el regreso descendiendo por el monte de
las Hayas. El camino pasaba junto a aquel arbusto
que estaba delante, de eso se acordaba perfecta-
mente, pero ¿a la derecha o a la izquierda? Eduar-
do Porcachón, el cerdo ingenioso, se había extra-
viado.
Héctor y TT habían visto a Eduardo desapare-
cer en la niebla. Así que intercambiaron unas es-
cuetas palabras:
—Regresemos —dijo Héctor.
—Buena idea —convino TT.
Y sin dudarlo más, corrieron hacia la granja.
Por su parte, Eduardo, desesperado, se dejó
caer sobre el trasero. Hacía mucho frío, llovía y
había mucha niebla, y estaba de todo hasta la co-
ronilla. Pero de nada valía quejarse. Tenía que es-
perar hasta que la niebla se levantara. Aunque pa-
recía que no tenía muchas intenciones de hacerlo.

ESTABA YA AVANZADA la tarde cuando TT se


topó con Héctor, que se dedicaba a espantar a unas
gallinas por el corral.
—Escucha —le dijo—. Vamos a buscar a Eduar-
do. Ya tiene que estar bajando.
—Bien —respondió Héctor, y las gallinas res-
piraron aliviadas. Así que ambos subieron poco a
poco por el camino de las zarzamoras y de vez en
cuando llamaban a gritos a Eduardo. Entretanto, la
niebla se había disipado un poco.
Eduardo los oyó bien, pues en todo el día no
se había movido de aquel lugar frío y húmedo por-
que no quería extraviarse más aún. Pero tampoco
quería de ningún modo que lo pillaran sentado
como si nada. Por tanto se levantó, un poco tieso, y
se aproximó con andar solemne a los que llamaban.
—Hola, Eduardo —dijo TI—. Te hemos perdi-
do en la niebla.
—No tiene importancia —repuso Eduardo—.
Pero es una pena que no hayáis disfrutado de la
magnífica vista de allí arriba.
Y el resto de la semana pudo oírse por todas
partes a Eduardo, el audaz explorador, hablándoles
a sus amigos de su gran expedición al monte de
las Hayas.
13 CUENTO DE INVIERNO

é5

ti no te pone malo eso?


—preguntó Teodora T., la ardilla, sentada sobre el
muro de la pocilga del renombrado y mundano
cerdo que lleva por nombre Eduardo Porcachón.
Eduardo, por su parte, trataba de dormir.
—Escucha, te he preguntado si a ti no te pone

% Om
malo eso. ¿Es que no me has oído? —preguntó
ofendida TT.
Eduardo abandonó su propósito de dormir. Lo
verdaderamente irritante era que todos los años,
siempre a comienzos del invierno, TT se pusiera
tan nerviosa. El verano se lo pasaba correteando
como una loca y escondiendo por toda la granja
las nueces, bellotas y hayucos que acumulaba para
el invierno, y cuando éste llegaba de verdad, había
olvidado del todo qué era lo que había escondido
y dónde lo tenía. Siempre igual. Eduardo se dis-
ponía a tomar aire para decir algunas palabras sa-
bias o de consolación, por ejemplo que no sería
mala idea que TT se hiciera un nudo en la cola
cada vez que escondía una cosa para acordarse del
lugar, cuando llegó Héctor, que, pegando un brin-
co, fue a dar, más o menos de pleno, sobre el lomo
de Eduardo.
—Buenos días, Eduardo —dijo Héctor.
—¿NO puedes mirar dónde saltas? —preguntó
Eduardo picado—. Y a propósito, ¿por qué no ha-
ces algo útil en lugar de ir por ahí brincándole a
la gente encima? ¿Por qué no ayudas a TT a buscar
sus nueces?
—Vale, muy bien —repuso Héctor alegremente
y ávido de hacer cosas—. ¡Ahora mismo empiezo!

A
112
—y enseguida se puso como loco a excavar un
hoyo en un rincón de la pocilga.
—iPero no aquí! —chilló Eduardo—. ¡Aquí na-
die ha escondido nada!
—¿Y cómo lo sabes? —preguntó Héctor.
—Lo sé porque sí —gruñó Eduardo.
—¿Has escondido aquí algo, TT? —preguntó
Héctor.
—No lo sé, no me acuerdo... Creo que no —res-
pondió TT de lo más colaboradora.
—Y aunque fuera que sí —dijo enérgico Eduar-
do—, ¡en mi pocilga no se revuelve!
—Entonces vamos a espantar un poco alas ga-
llinas —propuso Héctor. Estaba claro que ya había
perdido el interés por las nueces de TT. Al cerdo
le pareció estupenda aquella propuesta, así que lo
acompañó y ambos dejaron plantada a TT. Que la
ardilla resolviera sola el problema del paradero de
sus nueces.

HÉCTOR Y EDUARDO estaban en pleno trabajo


cuando se acercó a la carrera Angelita Botón de
Oro, la vaca de grandes ojos castaños y largas pes-
tañas.
—He oído que TT ha vuelto a perder sus nue-

A
113
ces y bellotas, y se me ha ocurrido una idea
—dijo—. ¿Por qué no coge unas cuantas más y se
va por ahí a enterrarlas? Seguro que así da con las
demás que ya enterró antes. Eso al menos es lo
que yo haría, y así se lo diré cuando la vea.
—Es una propuesta estupenda —opinó Eduar-
do, después de que Angelita Botón de Oro se hubo
alejado—. ¡Vamos, date prisa, seremos nosotros
quienes se lo digamos!
Pusieron fin a su divertido juego y regresaron
a la pocilga de Eduardo. Pero TT ya no estaba allí.
De modo que fueron hasta el roble junto a la cerca,
donde vivía la ardilla.
Pero tampoco estaba.
Bajo el árbol había un montoncito de nueces del

A
114
año anterior, que ya parecían bastante estropeadas.
A Héctor le dieron una idea.
—Voy a decirte lo que vamos a hacer —anun-
ció—. Cada uno cogerá unas cuantas y las escon-
derá. Ya veremos si así damos de verdad con las
nueces de TT.
Como les pareció una ocurrencia muy sensata,
cargaron con algunas nueces y salieron de allí a
toda prisa.
Diez minutos después, volvieron a encontrarse
debajo del árbol. |
—¿Cómo te ha ido? —preguntó Héctor.
—Psé —dijo Eduardo—. Yo he escondido todas
las mías, pero de las de TT no he encontrado nin-
guna. Y a ti ¿qué tal?
—Igualito —repuso Héctor—. Mira,
vamos a intentarlo otra vez
y a lo mejor resulta.
Volvieron a coger
otro montón de nueces
y partieron de allí. Después de otros diez minutos,
se encontraron de nuevo bajo el árbol.
—¿Has tenido suerte? —preguntó Eduardo.
—No —respondió Héctor—. Pero, si te das
cuenta, este montón de nueces parece que no men-
gua nada, ¿verdad?
Eduardo se fijó en las nueces y realmente era
curioso. Aunque los dos habían cogido nueces en
dos ocasiones y las habían enterrado, el montón
no parecía haber disminuido: era igual de grande
que al principio.
—A la tercera va la vencida —dijo Eduardo—,
iy esta vez daremos en el clavo! —arrambló con
todas las que pudo, y Héctor cogió las que que-
daron.
—i¡De nuevo aquí en diez minutos! —dijo éste
al partir.
Ya se disponía a enterrar la última nuez cuando
lo vio TT.
—¡Hola, hola! —parloteó la ardilla—. ¿Qué estás
haciendo?
—Te estoy ayudando a buscar tus nueces —res-
pondió Héctor.
—O0h, ya no hace ninguna falta —exclamó
TI—. Ya he encontrado la mayor parte. Me he re-
corrido la granja entera, he mirado en todos los

A
116
sitios y creo que las he reunido casi todas. Ya las
he amontonado debajo de mi árbol, y ahora tengo
que meterlas en mi despensa.
—iSanto cielo! —aulló Héctor—. ¡Bueno, es hora
de que me vaya! ¡Tengo algo importante que hacer!
Y diciendo esto, salió a todo correr sin ni si-
quiera despedirse. |
Poco después, Eduardo llegó al roble casi al
mismo tiempo que TT. Mejor dicho, llegó poco des-
pués que TT, pues cuando apareció Eduardo, ya
estaba TT bailando como una loca, presa de rabia
y agitación, y chillando con todas sus fuerzas:
—¡Mis nueces! ¿Dónde están mis nueces?
¿Quién me ha robado las nueces?
Entre los accesos de ira, como la ardilla tenía
que tomar aire, se calmaba y por unos instantes se
estaba sentada y calladita. Eduardo trataba de
aprovechar esos momentos para explicarle que
Héctor y él habían querido ayudarla. Pero desgra-
ciadamente no tenía ningún éxito.
—Hemos cogido unas cuantas nueces de debajo
de tu árbol y las hemos escondido, porque creía-
mos que así encontraríamos las que tú ya habías
escondido. Pero, desgraciadamente, no...
—¿Qué... qué... qué habéis cogido y escondido?
—chilló TT, sin poder contener la indignación.

A
117
Eduardo se lo volvió a explicar con toda tran-
quilidad. Y, luego, TT le explicó a él el motivo de
su disgusto. Eduardo tardó un rato en comprender
por qué TT estaba tan agitada, pero al fin le quedó
claro.
Toda aquella tarde la pasó Eduardo Porcachón,
el cerdo servicial, yendo de aquí para allá por to-
dos los sitios que aún recordaba y desenterrando
las nueces de TT. Y mientras, se esforzaba por des-
cubrir dónde se había metido Héctor, pero era
como si la tierra se lo hubiera tragado.
Horas más tarde, echado en su revolcadero,
Eduardo se juró que nunca más en la vida iba a
ayudar a nadie...

¿>
14 LA BATA DE SEDA ROJA

ALTABAN tres días para Navidad y había


estado nevando toda la noche. Eduardo Porcachón,
el cerdo inmenso, asomó la punta del hocico al
exterior de su pocilga y olfateó el aire claro y gé-
lido. Un pálido sol de invierno se estaba levantan-
do, y a lo lejos se oían las campanas de la iglesia.
Ensayaban las campanadas de la Nochebuena.
¡Nochebuena! Eduardo siempre sentía ilusión

A
119
cuando oía aquel repique, que significaba invaria-
blemente que la Navidad se acercaba. ¡Qué bonita
era esa fiesta en la granja de los Fanega! En la
Nochebuena, el granjero Fanega, junto con mamá
Fanega y los niños, visitaban a todos los animales
y les llevaban regalos. Y después, en casa, daban
la cena de Nochebuena.
Eduardo estaba pensando en lo que le regala-
rían. Su más preciado deseo era una bata de seda
roja con cordón dorado, que es lo que había pe-
dido en su carta. Sólo que no creía que la fuera a
recibir. Y en realidad tampoco la necesitaba para
nada. Mejor quitársela de la cabeza y pensar, en
cambio, en los regalos de los demás. Seguro que a
la ardilla TT volverían a dejarle un buen saco de
nueces. TT estaba siempre tan ocupada difundien-
do noticias que olvidaba completamente en qué lu-
gar había ocultado sus reservas para el invierno, y
por eso el Niño Jesús se encargaba de compensarla.
Adrián, el caballo de labor, le había confiado a
Eduardo que su máximo deseo era una manta
grande de lana, porque a veces en su establo había
corrientes de aire muy frías. El buey Alberto había
pedido unas pantuflas calentitas...
Y en éstas estaba Eduardo cuando volvió a asal-
tarle el pensamiento de la bata de seda roja. Con
rabia, le mandó que se fuera a paseo.
En la tarde del día 24, como era habitual en la
granja de los Fanega, volvió a haber confites na-
videños y nueces, pasteles de manzana y soufflé de
chocolate, manzanas asadas y aguardiente, paste-
litos de fresa y nata, merengues y crema de limón,
mermelada de albaricoque y miel, almendrados, en-
salada de frutas y budín de vainilla con nata batida
muy espesa, compota de ciruelas cocidas
y dátiles, uvas pasas y rosquillas de
azúcar... Eduardo probó
de todo, pero la bata roja no se le iba de la cabeza.
Y como estaba claro que se resistía a irse, Eduardo se
resignó. De acuerdo, él la deseaba con todas sus fuer-
zas, pero también este año le regalarían otra cosa.
Cuando no le cupo nada más en el cuerpo,
Eduardo regresó a su pocilga para preparar los re-
galos de los demás. A Alberto le regalaría una ar-
golla para la nariz, preciosa y nueva. Bueno..., decir
nueva era exagerado. Eduardo se la había encon-
trado en el fango junto al estanque, pero le pareció
que tenía el tamaño justo y, después de sacarle
brillo y haberla envuelto primorosamente en papel
de colores, tenía bastante buena pinta. Encontrar
algo para David el ganso no había sido tan fácil.
Eduardo había terminado decidiéndose por un tra-
po grande que David podría atarse al cuello. De
ese modo se le reconocería mejor entre sus gansas.
Eduardo soltó un suspiro. El trapo era rojo. Como
la bata de seda
Poco a poco fue oscureciendo y comenzó a ne-
var de nuevo. El gato Gregorio, que pasaba por
allí, entró a ver a Eduardo. Gregorio era grande y
fuerte, y tenía la piel suave y un inmaculado cha-
leco blanco con el que siempre daba la impresión
de ir de banquete. Cuidaba mucho su apariencia
externa. Era curioso, Eduardo no pensaba para
nada en eso. En todo caso, con una bata de seda
roja también él podría...
—Espero que te cambies para ir al reparto de
regalos —dijo el gato.
Eduardo gruñó. Gregorio decía eso porque se
acordaba de cierta cena de Navidad de unos años
atrás, a la que Eduardo había acudido directamente
desde su maloliente revolcadero. En aquella ocasión,
mamá Fanega no se anduvo con consideraciones a
pesar del significado de la fiesta y le llamó cerdo
maleducado, y todos se retiraron temprano.
—He pedido en mi carta una corbata de lazo
—dijo Gregorio—, y estoy convencido de que me
la regalarán. ¿Qué has pedido tú?
—Oh, sólo unos pañuelos —respondió Eduar-
do. No pensaba confesarle a Gregorio que lo que
más ansiaba era una bata de seda roja, pues si no
se la regalaban, todos se reirían de él.
—Es justo lo que te conviene —dijo su razo-
nable amigo.
Y acto seguido se levantó, se estiró, relamió una
invisible mota de polvo de su piel reluciente y par-
tió de allí con una amistosa sonrisa gatuna. Poco
después, Eduardo observaba con indudable com-
placencia cómo el acicalado Gregorio atravesaba el
corral por la nieve y el fango a todo correr. Y es
que cuando las gallinas no andaban sueltas, Héctor
también la tomaba con el gato.
Y antes de que Eduardo lo advirtiera, había
anochecido. En la granja de los Fanega todo era
nerviosismo y excitación. Sólo Eduardo no conse-
guía levantar el ánimo. Cuanto menos quería pen-
sar en la bata, tanto más la anhelaba. Y entonces
OCUITIÓ.
Andaba melancólico por su pocilga esperando
la llegada de los Fanega cuando oyó la voz de
Gregorio:
—Me van a regalar una corbata de lazo con
lunares —decía el gato—, y a Edu, el viejo cerdo,
sólo unos pañuelos usados.
No le daba vergienza fanfarronear ante una
docena de patitos. Eduardo estaba indignado. Y
antes de que pudiera pensárselo mejor, se oyó a sí
mismo decir:
—... y una bata de seda roja con cordón dora-
do... —y después regresó como un bólido a su po-
cilga.
¡Pobre Eduardo! Habría querido morderse la
lengua. Demasiado se imaginaba cómo aquella
pata, que conocía tan bien, estaría ya paseándose
por todo el corral mientras cotorreaba: «Al señor
Porcachón le van a dejar una bata de seda... de
seda roja... con cordón dorado... y probablemente
una borla al final del cinturón, ¿no es cierto, Ar-
turo?»,
¡Oh, era el colmo!
Eduardo se tumbó en la pocilga sin dejar de
romperse la cabeza por haber sido tan loco. Poco
después oyó al granjero, a mamá Fanega ya los
niños felicitar la Navidad a todos. ¿Qué podía ha-
cer? Lo propio sería salir corriendo. Pero tal vez
bastaría con ponerse enfermo, mortalmente enfer-
mo. Entonces tendrían que compadecerse de él, y
así se olvidarían de lo de la bata de seda roja. Se
tumbó, y cuando los Fanega, satisfechos y alegres,
entraron a visitarlo, desempeñó muy convincente-
mente el papel de cerdo enfermo. Mamá Fanega
estuvo particularmente atenta con él. Le aconsejó
descansar un rato y mandó a los niños a la cocina
a que le trajeran un caldo calentito. De todos mo-
dos, tampoco aquello le alegró. Un rato de descan-
so, vale. Pero más tarde abriría el paquetito que
mamá Fanega le había dejado al lado del plato de
caldo. De todos modos, en él no cabía una bata. Y
todavía tenía que pensarse bien si iría a la cena de
Nochebuena.

A EDUARDO LE DESPERTÓ un claro resplandor


que entró en su pocilga. ¿Serían castillos artificia-
les? Se levantó y miró al exterior. No, no se trataba
de eso. ¡Estaba ardiendo la granja! Tal vez desde
una vela había saltado una chispa, que había pren-
dido en papel de envolver arrugado. Eran cosas
que se oían a menudo. De cualquier manera, detrás
de la ventana del salón había llamas y nadie pa-
recía darse cuenta. ¿Estarían ya todos sentados en
el comedor? ¿Sin haberlo avisado a él?
Eduardo no perdió ni un instante. Corrió hacia
la casa y aporreó la puerta. Pero de nada sirvió.
En el comedor había tal ruido y estrépito que no
oían nada. Ni corto ni perezoso, salió embalado
hacia la gran ventana del comedor, cerró los ojos
muerto de miedo y se lanzó contra ella.
Aterrizó en medio del festín entre una grani-
zada de vidrios rotos y ante rostros paralizados de
espanto.
—lFuego! —gritaba—. ¡Fuego, fuego!
El granjero Fanega se puso al frente de la bri-
gada —no en balde pertenecía al cuerpo voluntario
de bomberos—, y en un santiamén los animales
tuvieron formada una cadena de cubos para llevar
el agua desde el estanque hasta la casa. Poco a
poco fueron controlando el incendio, y aunque las
llamas dejaron detrás un indescriptible caos, al me-
nos se salvó la casa y no hubo ningún herido.
—Escucha —dijo más tarde mamá Fanega a su
marido en la cama—. Si no hubiéramos tenido a
Eduardo, no sé qué habría pasado. Me parece que
ha sido muy valiente.
1
El granjero Fanega admitió que así había sido,
y que había que recompensarlo.
—¿Qué te parece esa bata que me han regalado
y que no necesito para nada? De todos modos, no
logro comprender por qué me la han regalado. La
seda no la soporto. Y menos aún el color rojo. Ade-
más, a las cinco de la mañana, cuando me levanto,
abriga más la lana.
—¡Es una buena idea! —convino mamá Fanega.
Desde el primer momento se había planteado que
con la bata había algo que no encajaba. ¿Para qué
quería dos el granjero Fanega?
Cuando, avanzada la noche, bajó a la pocilga,
Eduardo ya dormía. Por tanto, se limitó a cubrirlo
con la bata y se fue de allí de puntillas.
A la mañana siguiente, después del desayuno,
todos pudieron ver a Eduardo Porcachón, el cerdo
más elegante de la granja que se había salvado de
las llamas, pasear feliz. La bata de seda roja que lo
envolvía ondeaba ligera como una nube, mientras
Eduardo hacía señales a los patitos, saludaba amis-
tosamente a David el ganso, intercambiaba palabras
ingeniosas con las cornejas de los pastos comunales
y, con la mayor frialdad, le hacía saber al gato Gre-
gorio que su nueva corbata de lazo le sentaba fatal.
15 BUENOS PROPÓSITOS

ELIZ Año Nuevo! —dijo Angelita


Botón de Oro, la vaca de grandes ojos castaños—.
Y bien, ¿cuáles son tus buenos propósitos para este
año, Eduardo?
Eduardo Porcachón, el salvador de la granja de
los Fanega, se rascó desvergonzadamente y se re-
volcó una vez más por el fango.
—¿De qué propósitos hablas? —preguntó.
Angelita Botón de Oro le explicó pacientemente
que el día de Año Nuevo es costumbre hacer bo-
rrón y cuenta nueva para, digamos, ser un cerdo
más bueno, o lo que sea... En resumen, proponerse
determinadas cosas buenas o dejar de hacer otras
malas.
—A ti no te será nada difícil pensar en algo
que te cuadre —concluyó Angelita con más mor-
dacidad de lo que en ella era habitual.
Eduardo le dio vueltas a la cabeza. ¿Qué estaba
queriendo decir? ¿Que a un cerdo de su superior
entendimiento no le resultaría difícil pensar buenos
propósitos? ¿O que a él, Eduardo, le hacía buena
falta todo tipo de buenos propósitos? En favor de
Angelita Botón de Oro, Eduardo decidió decantarse
por la primera posibilidad.
—¿Y los tuyos cuáles son? —preguntó.
—Oh, yo daré cada semana un cubo más de
leche —respondió Angelita Botón de Oro—. Y
Adrián ya no va a andar chapoteando por el barro
y salpicando al granjero Fanega de la cabeza alos
pies cuando está cerca de él.
Se produjo una larga pausa.
—Psé. Para ser franco, todavía no me he deci-
dido —anunció por fin Eduardo.

A
131
—Pues quiero que me lo digas cuando lo hagas
—dijo la vaca.
De nuevo comprobó Eduardo lo mandona que
podía ponerse Angelita Botón de Oro cuando le
daba por ahí. Una pena que dejar de ser mandona
no fuera otro de sus propósitos. Y en cuanto a que
diera más leche, a él no le aprovechaba para nada.
El siguiente en aparecer por casa de Eduardo
fue Héctor, el perro de la granja.
—¿Qué te has propuesto para el Año Nuevo?
—preguntó Eduardo antes de que a Héctor le diera
tiempo de abrir la boca.
—Que ya no comeré más cardos —repuso el
perro con regocijo.
Eduardo se quedó mirándolo.
—No sabía yo que comieras cardos —dijo.
—Es que no los como —repuso Héctor—. Por
eso me lo puedo proponer tan fácilmente, ¿no?
—lanzó con las patas traseras dos o tres hierbajos
en dirección a Eduardo y partió de un salto.
Eduardo se quedó sumido en profunda refle-
xión. Todo aquello era sencillamente ridículo. En
una semana todos habrían olvidado lo que querían
hacer o dejar de hacer. Y en lo que a él tocaba,
por mucho que se rompiera la cabeza, no se le
ocurría absolutamente nada que pudiera mejorar.
Nadie le podía reprochar que fuera un presumido;
en definitiva, los hechos eran los hechos. Sin em-
bargo, tal vez podría... Entonces vio un cuerpo en
la puerta de su pocilga: el de la ardilla Teodora T.
—¡Hola, Eduardo, feliz Año Nuevo! ¿Sabes ya
cuál es el propósito de Héctor para el Año Nuevo?
—Sí, sí —dijo atormentado Eduardo—. Me lo sé
de memoria —este Año Nuevo le estaba atacando
los nervios.
—Pues eso —prosiguió TT como si nada—. Y
Alberto va a dejar de patear el muro del establo,
y Gregorio dejará de meterse con los pájaros, y
David hará callar a sus gansas, y las ranas del es-
tanque...
—¿Qué pasa con las ranas del estanque? —pre-
guntó Eduardo. Hasta entonces no había prestado
mucha atención, pero las ranas del estanque le in-
teresaban. Ya había tenido bastantes broncas con
ellas; cualquier propósito sólo podía significar una
mejora.
—Las ranas se proponen dar un concierto esta
noche —dijo TT.
Eduardo no daba crédito a sus oídos. Había te-
nido varias broncas con ellas porque su croar lo
desquiciaba terriblemente. Había hablado varias ve-
ces con la rana jefa y, sin embargo, tenía
AN
que admitir que sólo con palabras
no se consigue nada.
Y ahora, para colmo de males, pretendían montar
su infernal algarabía en pleno invierno, cuando
normalmente dormían.
—Va a ser una velada musical —explicó TT.
Eduardo estaba horrorizado.
—¿Es que no te interesa nada saber cuáles son
mis propósitos? —preguntó TT a continuación.
—No —repuso Eduardo.
—Te los diré de todos modos —continuó TI—.
Lo que voy a hacer...
Pero Eduardo nunca iba a enterarse de lo que
se había propuesto TT, pues en aquel instante la
ardilla avistó a David el ganso en medio de sus
gansas, y fue brincando hacia él para contarle lo
del concierto que se avecinaba.
Lo del Año Nuevo a Eduardo ya le traía total-
mente sin cuidado. Ahora el cerdo se consagró en
cuerpo y alma a pensar qué medidas tomar contra
las ranas. Su último plan... ¿cuál había sido? ¿El de
vaciar el estanque? ¿El del aullido del zorro...?
Daba lo mismo; lo menos que se podía decir es
que no había sido un éxito demasiado resonante.
Eduardo llegó a la triste conclusión de que tendría
que resignarse al concierto. Lo mejor sería instalar-
se por una noche en el viejo pajar, que estaba bas-
tante apartado del estanque. En todo caso, lo ade-
cuado sería manifestarle su opinión a la rana jefa.
Así que Eduardo se encaminó hacia el estanque.
Cuando llegó allí, dos ranitas vigilaban desde el
juncal.
—¿Dónde está vuestra jefa? —preguntó Eduar-
do sin más rodeos.
—¿Para qué la quieres? —preguntó la mayor de
las dos.
—Es un tema demasiado importante para que
lo exponga delante de dos renacuajos todavía in-
maduros —repuso Eduardo.
La rana más pequeña meneó relajadamente una
de sus patas en dirección a la orilla opuesta del
estanque y, tras un breve y descarado «croac», se
escurrió ágilmente hacia el fondo del agua.
Eduardo ignoró la ofensa y rodeó el estanque
rápidamente hasta divisar a la rana jefa, que estaba
hablando con Freda, la trucha.
—¡Dime! —croó la rana. Sin duda no tenía ga-
nas de dedicarle mucho tiempo a Eduardo.
—He oído decir que esta noche queréis volver
a dar matraca —dijo Eduardo—. Sólo deseo avi-
sarte de que si lo hacéis tendré que tomar medidas
—y como aún no tenía idea de qué medidas po-
drían ser, dejó que la fantasía de la otra completara
la frase.
—Bueno, ¿y qué? —respondió la rana, que vol-
vió a dirigirse a la trucha Freda—: ¡Es increíble que
tengamos que tratarnos con gente que no entiende
de música! —y se sumergió con un sonoro cha-
poteo.
En realidad, la rana jefa no tenía la menor in-
tención de dar un concierto, ni hoy ni mañana ni
ninguna otra noche; pero cuando había visto a TT
dirigiéndose a saltitos a la pocilga de Eduardo, sen-
cillamente no había querido dejar escapar aquella
estupenda oportunidad. Unas palabras rápidamen-
te susurradas al oído de TT y la noticia podía darse
por difundida. Para regocijo suyo, Eduardo ya se
consumía de rabia. La rana dibujó una amplia son-
risa bajo el agua.
Mientras tanto, Eduardo Porcachón, el cerdo
atormentado, se dirigió con todo el ánimo de que
era capaz hacia el pajar.
La desgracia quiso que unos días antes Fanega
hubiera acordado con el vecino albergarle por una
noche en el pajar a un toro bastante grande y bas-
tante bravo. Y, sobre todo, era una desgracia que
Eduardo no supiera nada de tal acuerdo. Acababa
de instalarse cómodamente en la paja, cuando la
puerta se abrió y entró el toro grande y bravo.
Resoplando dio un par de vueltas por el pajar y,
enseguida, detectó a Eduardo. Inmediatamente se
puso a patear y resoplar y a emitir mugidos tan
horribles y peligrosos que Eduardo sólo pensó en
salir de allí como fuera. Afortunadamente había
una ventanita que estaba bastante baja. Eduardo
llegó a ella en el momento justo. Se produjo un
estrépito y se encontró sentado en el exterior fren-
te al pajar y sacudiéndose para quitarse de la piel
los trozos de vidrio, mientras que el toro asomaba
los temibles cuernos por la ventana, ya sin cristales.

PARA QUÉ DESCRIBIR toda la miseria de la noche


que siguió. Baste con saber que Eduardo la pasó
sumamente incómodo al abrigo de un seto espi-
noso. Al día siguiente despertó muy de mañana,
congelado, calado hasta los huesos y tan tieso que
le costó más que de costumbre ponerse de pie. Y,
con todo, ni siquiera había dormido mal. Primero
porque, alejado de las ranas o cerca de ellas, en
VIV

A
OA

A
realidad él no dormía nunca mal, y segundo por-
que el concierto de las ranas, que hubiera podido
molestarle, no se había celebrado.
Eduardo Porcachón tenía el firme convenci-
miento de que no había oído nada del concierto
de las ranas porque éstas no se habían atrevido a
cantar. Era muy bocazas aquella rana jefa, pero a
la hora de la verdad... Aún tieso y helado, pero
muy satisfecho, el cerdo regresó con paso rígido a
su pocilga.
Quiso la casualidad que, mientras se marchaba,
oyera cómo dos patitos que le eran familiares char-
laban con una de las ranas en el estanque.
—Arturo y yo hemos estado buscando gusanos,
pues a Árturo se le da bien buscar gusanos, y de
pronto damos con el señor Porcachón, que ha pa-
sado la noche debajo del seto, junto al pajar, todo
húmedo y congelado...
Eso Eduardo no podía permitirlo. De un salto
que nadie le hubiera creído capaz de dar, se pre-
sentó junto al estanque.
—Dile a tu jefa —dijo a la rana— que hizo bien,
pero que muy bien, en tomar en serio mi adver-
tencia, tan verdad como me llamo Eduardo Por-
cachón. Y transmítele también que, excepcional-
mente, le perdono su mal comportamiento de ayer.
Y, cuando ya partía, les dijo fríamente a los dos
patitos:
—Y vosotros, mocosos, ¿es que nunca habéis
oído hablar de las curas de frío...? —y, con la ca-
beza alta, se alejó de allí.
Cuando la rana jefa oyó el mensaje que le man-
daba Eduardo, volvió de nuevo a dibujar una am-
plia sonrisa bajo el agua. El nuevo año comenzaba
realmente bien.

A
SNdesA
ÍNDICE

O od í
tE 16
3 ENCONCIErntO de IS ONAS nica 24
4 Un maestro en el arte del disfraz .............. 35
A AE +
ECOS UDOOS erat io 54
E A A 66
O A so 74
9 Bienvenida a los nuevos Vecinos ................ 82
Ea VOS PELOLdS eo catorce onainoros 9%
a idas 97
rontacoan 103
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CONTARLES UNAS HISTORIAS
REALES SOBRE UN VIEJO AMi-
GO MÍO. DESPUÉS DE TODO,
ALGÚN DÍA TENDRÍAN QUE
ENFRENTARSE AL MUNDO
REAL, Y QUÉ MEJOR MANERA
DE INTRODUCIRLES EN ÉL QUE
A TRAVÉS DE EDUARDO. AUN-
QUE TENGO QUE RECONOCER
QUE MI MUJER DICE QUE EN-
CUENTRA MUCHOS RASGOS
DE EDUARDO EN MÍ, YO NUN-
CA LO HE NOTADO. ODIO EL
BARRO.
DE TODAS FORMAS, EDUAR-
DO ES UNO DE LOS MEJORES
EJEMPLOS -NO, EL MEJOR
EJEMPLO- DE LO QUE DEBE
SER UN CERDO: RECTO, VA-
LIENTE, HONESTO, AMABLE,
SIEMPRE PENSANDO EN LOS
DEMÁS Y ANTEPONIÉNDOLOS
A SÍ MISMO, LIMPIO... DE HE-
CHO, UN COMPLETO Y DELI-
CIOSO ADORNO DEL MUNDO
ANIMAL. ¿NECESITO SEGUIR?
ESPERO QUE TE GUSTE
A
A

£ |

Eduardo Porcachón está convencido de


que es el cerdo más listo, más guapo y
más importante de la granja de los Fane-
go: Y lo alegría más grande de su vida se-
ría que los demás animales también se
convencieran de ello. El problema es que
todo lo que se propone le sale irremedia-
blemente mal.

John Saxby nació en 1925 en Gran Bre-


toña. Fue piloto de la Royal Air Force, di-
rector de una escuela de paracaidismo,
abogado y hombre de negocios, antes de
dedicarse por entero a escribir. Los cuen-
tos de Eduardo Porcachón (en inglés,
Henry Pawk), que escribió pora su nieto,
se convirtieron en guiones de radio y al-
conzaron un éxito rotundo.
Wolf Erlbruch (Alemania, 1948) es profe-
sor de ilustración en la Universidad de Dús-
seldorfy en 1993 recibió el Premio Ale-
mán de Literatura Juvenil al mejor álbum
ilustrado.

A partir de 9 años

145-BAB-369

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