Eduardo Porcachon
Eduardo Porcachon
Eduardo Porcachon
EDUARDO PORCACHÓN
ILUSTRACIONES DE WOLF ERLBRUCH
QUERIDO LECTOR:
TU EDITOR ME HA PEDIDO QUE
TE EXPLIQUE POR QUÉ ESCRIBÍ
LOS CUENTOS DE EDUARDO
PORCACHÓN. LA VERDAD ES
QUE NO ESTOY SEGURO. SU-
PONGO QUE TODO EMPEZÓ
CUANDO ME DEJARON COM-
PLETAMENTE SOLO PARA CUI-
DAR A DOS NIÑOS PEQUEÑOS
DURANTE TODA LA TARDE DE
UN CÁLIDO VERANO DE HACE
MUCHOS AÑOS. PIENSO QUE
MUCHOS PADRES SE IDENTIFI-
CARÁN CON EL PROBLEMA.
TRAS HABERME EXTENUADO
JUGANDO CON ELLOS, INTEN-
TÉ NARRARLES UNA HISTORIA
FANTÁSTICA CON FINAL FELIZ,
https://archive.org/details/eduardoporcachon0000saxb
Colección dirigida por Marinella Terzi
ISBN: 84-348-4272-6
Depósito legal: M-12652-1994
Fotocomposición: Grafilia, SL
Impreso en España/Printed in Spain
Orymu, SA - Ruiz de Alda, 1 - Pinto (Madrid)
ILUSTRACIONES
ERLBRUCH
WOLF
DE
A
4
do. Aunque tengo que reconocer que mi mujer
dice que encuentra muchos rasgos de Eduardo en
mí, yo nunca lo he notado. Odio el barro.
De todas formas, Eduardo es uno de los mejo-
res ejemplos —no, el mejor ejemplo— de lo que
debe ser un cerdo: recto, valiente, honesto, amable,
siempre pensando en los demás y anteponiéndolos
a sí mismo, limpio...; de hecho, un completo y de-
licioso adorno del mundo animal. ¿Necesito seguir?
Espero que te guste.
JOHN SAXBY
ap
1 EN LA NIEVE
A
7
los cascos sentía el suelo blandito, y segundo, por-
que cuando había mucha nieve, tenía poco que
hacer, y eso le agradaba. Como le dijo al buey
Alberto:
—Por mí, que siga nevando hasta el miércoles
que viene.
—¿Por qué hasta el miércoles que viene? —pre-
guntó Alberto.
—¿Y por qué no? —respondió Adrián.
Y como esa pregunta no tenía respuesta, Alber-
to asintió prudentemente y se calló.
En ese instante, una rama del árbol bajo el que
estaban se movió y los cubrió de nieve. La ardilla
Teodora T. —casi siempre llamada TT, aunque na-
die sabía ni remotamente qué podía significar la
segunda T—, que acababa de agitar la rama con
sus saltitos, soltó:
—Decidme, decidme: ¿No es magnífico? Venga
nieve y más nieve, y más que caerá todavía, y el
viejo rabiando y maldiciendo porque no consigue
cerrar la condenada cerca.
Y tras haber dado aquella sensacional noticia,
se dispuso a contar la siguiente. Difundir chismes
novedosos era la ocupación principal y favorita de
IT en la granja de los Fanega.
A
8
Al grupo se unió Angelita Botón de Oro, la vaca
de enormes ojos castaños.
—¿Por casualidad habéis visto a Edu? —pre-
guntó. |
Se hizo un profundo silencio.
—Pues, sinceramente..., no —respondió por fin
Adrián, tratando de demostrar con la expresión de
su cara que llevaba días preocupado por Edu.
Alberto se limitó a contestar que no, que él tam-
poco.
Y de nuevo se produjo una profunda pausa
cargada de presagios.
—Vosotros creéis que estará bien? —preguntó
Angelita Botón de Oro.
—Debe de estarlo —dijo Adrián.
—Mmmmmm —hizo Alberto.
—Pues yo creo que tendríamos que ir a ver
—dijo muy decidida la vaca.
Edu —deberíamos haberlo explicado antes— no
era ni más ni menos que el elegante y célebre
Eduardo Porcachón de la granja de los Fanega, un
cerdo del que llegaba a decirse que era el ideal de
cerdo, pues así deberían ser todos los cerdos. En
realidad era el propio Eduardo quien propagaba
tales habladurías, pero en su opinión respondían a
la más pura realidad.
op
Así que Adrián, Alberto y Angelita Botón de
Oro se dirigieron a su pocilga a ver qué pasaba.
Se les unieron Héctor, el perro de la granja, y el
gato Gregorio, ninguno de los cuales tenía idea de
a qué venía todo aquello, y por último también TT,
por si se producía un notición.
—Hace días que no veo a Edu. Desde que em-
pezó a nevar —dijo Angelita Botón de Oro—. Es-
peremos que esté bien.
Avanzaron surcando y hollando la nieve hasta
llegar a la casa de Eduardo. Pero allí no quedaba
ni rastro de la pocilga, sólo nieve: un manto de
nieve, nevisca, nieve en polvo, nieve dura y des-
lumbrante. Pero nieve al fin y al cabo.
—Pues... —dijo Angelita Botón de Oro.
Entonces se oyó un fuerte graznido y apareció
David, el ganso. Mejor dicho: aparecieron sus gan-
sas, como siempre graznando a plena voz y ar-
mando escándalo. Por encima de ellas, se distin-
guía sólo de vez en cuando la cabeza de David,
que se estiraba en medio de la bandada. TT fue a
contarle enseguida la terrible noticia de la desa-
parición de Eduardo, pero antes de que pudiera
hacerlo, al pobre David ya lo habían vuelto a arras-
trar de allí.
Y realmente, ¿qué le había pasado a Eduardo
Porcachón?
Pues que no le gustaba el frío y se había dicho
lo que cualquiera con tanto seso como él compren-
dería perfectamente sin romperse la cabeza: que si
seguía nevando así, aún caería mucha nieve sobre
el tejado de la pocilga. Eso había sido tres días
atrás. En uno de los pajares del granjero Fanega,
Eduardo pronto había descubierto un rincón blando
y calentito. Cierto que a las gallinas que vivían allí
no les había gustado, pero tuvieron que cerrar el
pico. Eduardo se había instalado en la zona más
espesa del pajar lo más cómodamente posible, y
cuando acababa con el forraje que todas las mañanas
le llevaba mamá Fanega, se comía el pienso de las
gallinas, lo que a éstas les gustaba todavía menos.
En aquel instante, andaba aburrido y resolvió
sin más ni más estirar un poco las piernas e ir a
ver qué era de su pocilga sin él. Partió hacia allá
y cuando se encontraba cerca de la pocilga, o en
todo caso cerca del terreno donde en otros tiempos
se levantaba ésta, comprobó con asombro que se
habían congregado allí casi todos los animales de
la granja, y se hallaban sumidos en animada con-
versación. Aún no lo había visto nadie.
—En tres días no se han preocupado de mí.
Podía haberme quedado congelado y tieso. ¡Ha-
brían tenido de qué lamentarse! ¡Pero les hubiera
estado bien empleado!
Entre tales pensamientos y observaciones, Eduar-
do se sentó con satisfacción.
Los reunidos parecían estar de acuerdo en que
lo mejor era sacar a Eduardo de su pocilga hun-
dida. Al poco rato, el propio Eduardo contempló,
regodeándose en el dolor ajeno, cómo todos em-
pezaban a cavar. Y siguió apaciblemente sentado,
mirando y riendo maliciosamente sin parar.
¡Ah, cómo se estuvo riendo y riendo... hasta que
de pronto aquello se rompió!
Porque, claro, si se coloca un cerdo bien gordo
y calentito sobre un manto de nieve, que no cubre
más que la fina capa de hielo que hay encima de
un estanque, y se le deja el tiempo suficiente sen-
tado y removiéndose mientras se ríe del dolor aje-
no, se puede estar bien seguro de las consecuen-
cias. Naturalmente, Eduardo no se había imaginado
que había montado su puesto de observación en
medio del estanque helado. ¡Cómo se iba a figurar
eso! El estanque, lo mismo que la pocilga, había
desaparecido debajo de la nieve.
Y ahora desaparecía Eduardo. De repente, sintió
cómo el agua parda y verdosa se cerraba sobre él;
su hocico despidió burbujas y, cuando de nuevo
emergió, jadeante y frío, volvió a sentir el agua. ¡Y
qué agua! No es que estuviera fría, ¡estaba helada!
—¿Qué se te había perdido en el estanque,
Eduardo? —preguntó Angelita Botón de Oro, des-
pués que le hubo arrastrado con todas sus fuerzas
hasta un lugar seco. Dijo Eduardo, no Edu. Á
Eduardo Porcachón sólo le llamaban Edu cuando
él no podía oírlo.
—Yo só... sólo que... quería pro... probar si el
hie... hielo agua... guantaba ya —respondió Eduar-
do. Apenas se le entendía de lo que le castañetea-
ban los dientes—. Pe... pero a... aún no —prosi-
guió—. Ento... tonces he querido... do nadar un
poco y entretanto habéis venido y os habéis pu...
puesto nerviosos y me habéis sacado. De ve...
verdad que ha sido refrescante —dijo Eduardo, el
original —más bien, único— cerdo de la granja de
los Fanega.
—iMira que puede ser desagradecido este cer-
do! —comentó TT.
Pero Eduardo se fue corriendo hacia el pajar y
allí se quedó tiritando sin parar. Lo único que que-
ría era estar echado en la paja calentita, y, si por
él fuera, hasta el verano. Tal vez para entonces le
prestarían la debida atención, en lugar de aban-
donarlo ignominiosamente y dejar que se medio
congelara. Tal vez para entonces hasta lograría re-
cuperar el calor.
v
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2 LA RECIÉN LLEGADA
|
) ¡Despierta! ¡Oh, apre-
súrate, apresúrate, despierta!
Eduardo, el cerdo más célebre de toda lagranja
de los Fanega, tuvo la sensación de que un ani-
malito le pellizcaba en el trasero, y se incorporó.
—iDespierta! —gritó Teodora T., la ardilla. Era
evidente que estaba completamente fuera de sí—.
¿Es que por las mañanas no te levantas?
—Pues ¿qué hora es? —preguntó Eduardo ador-
milado.
—lLas nueve y media! ¡Las nueve y media! Esa,
esa hora es —respondió TI—. Y tengo mil cosas
que hacer. No puedo pasarme la mañana entera
con un gordo y atocinado... En fin, se trata de que
¡ya está aquí!
Y, acto seguido, partió a comunicarle a otro
aquella excitante novedad.
Mientras tanto, Eduardo había llegado a des-
pejarse de su cabezadita de después del desayuno
hasta el punto de ser ya capaz de darle vueltas a
qué era lo que podía haber excitado de tal modo
a TT. Comprendió que alguien o algo había llega-
do; pero ¿quién o qué podría ser? No podía tra-
tarse de otro desayuno. El granjero Fanega nunca
hacía tales dispendios. Tal vez fuera una artesa más
grande para él, pero tampoco le parecía muy pro-
bable. De modo que él mismo en persona tendría
que esforzarse por llegar hasta el fondo de la cues-
tión. Había sido mala pata que TT no se hubiera
quedado el tiempo suficiente para dejarle claro de
qué hablaba en concreto. A Eduardo no le gustaba
tener que preguntar nada a la gente, él tenía que
estar enterado de todo.
Así que se levantó, se sacudió y decidió em-
pezar por entrevistarse con el buey Alberto, al que
encontró en el pastizal. Con la mirada fija en un
diente de león y la respiración entrecortada, Al-
berto examinaba fascinado una oruga peluda que
lentamente se esforzaba por trepar por el tallo de
la flor. |
—Buenas, Alberto —dijo Eduardo.
Alberto interrumpió con desgana su penetrante
observación de la vida y los desplazamientos de
las orugas peludas, y la oruga, muy contenta de
no tener por fin el aliento húmedo y desagradable
de Alberto encima, se aupó en un último esfuerzo
sobre el diente de león.
—Buenas, Eduardo —dijo Alberto.
A lo que siguió un profundo silencio.
—Por cierto, que ya ha llegado —observó
Eduardo tras una pausa.
—iAjá! Muy bien —respondió Alberto. No vis-
lumbraba en lo más mínimo a qué se refería Eduar-
do, pero antes hubiera reventado que reconocerlo.
Y además, Eduardo era un repugnantísimo sabe-
lotodo.
—¿Crees que se quedará mucho tiempo? —dijo
Eduardo intentándolo de nuevo.
—No me extrañaría nada —contestó Alberto—.
Con algo así, nunca se sabe.
Y volvió a seguir un profundo silencio.
—Ya he reflexionado dónde podríamos alojarlo
—dijo Eduardo—. Por cierto, ¿lo has visto ya?
—Esto... Sí, aunque no me he fijado bien —res-
pondió Alberto, cada vez más apurado porque no
imaginaba de qué estaban hablando.
Eduardo se arriesgó a una tercera arremetida:
—¿Por casualidad te has dado cuenta de qué
forma tenía esta vez? —preguntó.
—Oh... Anguloso por aquí y redondeado por
allá —respondió Alberto.
—Ajá —dijo Eduardo—. Bueno, voy a seguir
con mi paseo —añadió finalmente, y se alejó de-
prisa dejando plantado a Alberto. Éste se quedó
mirando al vacío, como si acabara de ocurrírsele
algo significativo.
Eduardo se dirigió de nuevo hacia la granja.
Allí se encontró con dos de los patitos.
—Buenas, chiquillos —dijo con el tono altanero
que solía utilizar para dirigirse a los polluelos de
todas las aves del corral.
—Buenos días, señor Porcachón —contestaron
los patitos mientras se quitaban el sombrero, pues
estaban muy bien educados y profesaban un re-
verencial respeto por Eduardo, o al menos por su
apariencia.
—Se me acaba de ocurrir que seguramente Os
gustará saber que ya ha llegado —anunció Eduar-
do al tiempo que se alejaba de allí al trote con
mucho amor propio. Pero enseguida se llevó un
chasco. En efecto, cuando pasaba por los juncos
que bordeaban el estanque se topó con David, el
ganso. Como de costumbre, se encontraba en me-
dio de sus gansas, que no paraban de graznar, al-
borotar y silbar, lo que hizo que Eduardo volviera
a prometerse a sí mismo que no se casaría jamás.
—Qué gusto verte, Eduardo —graznó David—.
¡Y qué día tan espléndido! ¿A que tú también
creías que nunca llegaría?
—Hum —dijo Eduardo.
—¡Ea, pues, levanta esa cabeza! —dijo David—.
Además, en un día así, tan magnífico, esplendo-
roso, maravilloso... —y de nuevo fue arrastrado ha-
cia el centro de su familia, donde dejó de vérsele.
Eduardo se quedó completamente desconcerta-
do. Todos parecían saber de quién o de qué se
trataba, hasta los tontos de los patitos. En cambio
él, el fabuloso Eduardo Porcachón, que era con
mucho el cerdo más listo de la granja de los Fa-
nega, no tenía ni idea. Así que regresó a su pocilga,
se tumbó y recapacitó. Tal vez lo mejor fuera salir
y estar al acecho hasta que apareciera aquel él o
ella. Sí, eso es lo que haría.
Volvió a levantarse y empezó, solemne y ufano
pero sobre todo con discreción, a recorrer la granja.
Quería a toda costa no dar la impresión de que
buscaba algo. Entonces se le acercaron los dos pa-
titos bamboleándose, a la espera de que el gran
Eduardo se dignara deslumbrarlos con sus pala-
bras.
—¿Podemos ayudarlo a buscar, señor Porca-
chón? —preguntó el mayor de los dos.
—iNo busco nada! —contestó malhumorado
Eduardo.
—Pero a Arturo se le da muy bien encontrar
cosas —dijo imperturbable el más pequeño.
—¡He dicho que no busco nada y no busco
nada! —dijo resoplando Eduardo, tras lo cual vol-
vió a su pocilga a grandes zancadas. Sin duda ha-
bía escogido el mal camino. Pero, a pesar de todo,
tenía que saber sin más quién o qué había llegado.
Estaba claro como el agua que se trataba de algo
importante. David y las suyas incluso llevaban días
esperándolo. Tenía que ir a visitar a TT. Sólo que
tal como iba por ahí dando saltos y retozando y
anunciando a todos su estúpida noticia, le costaría
dar con ella. Lo mejor sería esperarla en su casa.
Así que Eduardo bajó a toda prisa hacia el roble
donde vivía TT, para lo que tuvo que dar el co-
A
22
rrespondiente rodeo por el estanque, pues no tenía
ganas de tropezarse otra vez con los mocosos de
los patos. Y, mira por dónde, tuvo suerte, porque
TT ya se encontraba en casa. Estaba en una de las
ramas bajas, y no sola. Sentada junto a ella, había
una atractiva ardilla macho. TT, henchida de celo,
le pelaba las nueces con los dientes y luego se las
pasaba.
Era exactamente lo mismo que otros años. TT
volvía a estar perdidamente enamorada, y eso sólo
podía significar una cosa: ique había llegado la pri-
mavera!
3 ÉL CONCIERTO DE LAS RANAS
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y E
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—Pero es curioso —dijo TI— que esta mañana
temprano la rana jefa me ha contado que pudo
verlo bien y que jamás ningún animal le había pa-
recido tan repugnante. Me ha pedido que te lo
contara. ¡Ah, qué día glorioso...! El viento en los
prados, el canto de las ranas... En fin, debo irme
deprisa. ¿Te he dicho ya que estoy enamorada,
Eduardo?
Y diciendo eso, se marchó. Eduardo calculaba
que por lo menos hasta la semana siguiente no
podría volver a sentarse en condiciones.
4 UN MAESTRO EN EL ARTE DEL DISFRAZ
A
5 EL TESORO ESCONDIDO
A
64
a los espectadores que Eduardo había llegado al
estanque.
Horas más tarde, el cerdo seguía tratando de
ponerse lo más cómodo posible en el barrizal que
había detrás del prado. Pero no importaba cómo
se echara o se sentara, porque cada vez estaba
peor. Finalmente se juró que si conseguía volver
por la granja, el primero que se encontrara en el
camino se iba a enterar de lo que era bueno.
7 LA VISITA
A
66
había accedido, después de pensárselo, a poner a
su disposición el viejo cobertizo que estaba pegado
a su residencia.
—Me han dicho que ella es... ejem, ejem... to-
davía joven y bastante mona. Cuando la dama se
haya instalado adecuadamente, la sacaré a pasear
y os la presentaré, pero creo que pasará conmigo
la mayor parte del tiempo. Espero de corazón que
me deje un poco de tranquilidad y de paz. Algunas
señoritas jóvenes encuentran irresistibles a los cer-
dos de cierta edad y posición.
—¿Y cómo se llama? —había preguntado el
gato Gregorio.
—Begonia Tosca —había respondido Eduardo,
mientras se ponía más colorado que un capullo de
rosa.
Y tumbado en su pocilga, disfrutaba soñando
que un día cálido y soleado Begonia y él paseaban
cogidos de la mano por un prado de hierba alta,
entre botones de oro y margaritas, y que Begonia
lo miraba lánguidamente con sus grandes ojos cas-
taños.
—Oh, Eduardo —le susurraba ella—. Nunca ha-
bía imaginado que un cerdo fuera tan listo y...
—¡Levanta! —dijo alguien en voz alta.
Eduardo se sobresaltó. Debía de tratarse de una
ilusión de los sentidos.
—i¡Levanta! —volvió a decir la fuerte voz, mu-
cho más alto y brusco que la primera vez. Eduar-
do abrió un ojo. En la puerta de su pocilga se en-
contraba una imponente cerda con cara avina-
grada.
—¿Quién eres tú? —preguntó Eduardo.
—Soy Begonia Tosca. Puedes llamarme Begonia
—repuso enérgicamente la dama.
A Eduardo le recorrió un estremecimiento por
la piel.
—¡Y ahora arriba, vamos, vamos! —ordenó Be-
gonia—. ¡Coge una escoba!
—¿Una escoba? —preguntó Eduardo—. ¿Para
qué necesitas una escoba?
—No soy yo quien la necesita, sino tú —repuso
Begonia—. Y la necesitas con urgencia, para barrer
la increíble porquería que hay en el cobertizo de
al lado —y echando un vistazo alrededor, aña-
dió—: Y esto no parece que esté mucho mejor.
—Pero... —balbuceó Eduardo.
—iVamos, espabila! Aquí está la escoba, de
modo que sal y ponte a trabajar —dijo Begonia, y
antes de que Eduardo supiera qué estaba pasando,
Y
se encontró fuera, delante de su pocilga, mirando
con ojos como platos el cobertizo inclinado por el
viento.
A
72
en la boca, y por la garganta le bajaba una medi-
cina de sabor nauseabundo.
—¿Lo ves? —dijo Begonia dándole una palma-
da para suavizar su tos—. Parece que ya suena
mucho mejor. He estado hablando con tu granjero
Fanega. Me ha pedido que te cuide yo misma, y
que si esto dura más de tres semanas, que me que-
de lo que haga falta hasta que vuelvas a estar bien.
Eduardo levantó los ojos hacia el agujereado
techo de su nueva vivienda. Entonces fue cuando
comenzó de verdad a sentirse enfermo y mal. Y
eso que las tres semanas más largas de su vida sólo
acababan de empezar.
8 BARRO
A
88
ballo? —preguntó el noble Eugenio, que de pura
indignación había perdido sus maneras distingui-
das—. ¡Viene corriendo por el prado y nos manda
de una coz al zarzal! —después recuperó la com-
postura y añadió—: Uno está aburridísimo de ese
animal.
Eduardo Porcachón, el refinado cerdo, se re-
volvió plácidamente en el fango. Oyó sólo a me-
dias cómo el noble Eulogio comentaba al noble Eu-
genio que él siempre había sabido que se la iban
a ganar en aquella condenada granja... Luego, vol-
vió a quedarse sumido en un dulce sueño.
10 EDUARDO Y LAS BELLOTAS
A
101
Ña
—Aquí hay una palabra con una E.
Y una y otra vez daba la vuelta a la postal
mientras la miraba callada con los ojos muy abier-
tos. Estaba claro que no tenía la intención de aña-
dir nada a aquella información tan explosiva, por
lo que Eduardo le agradeció el esfuerzo y se dirigió
nuevamente a casa. Siempre le había parecido que
la lechuza era bastante tonta. Y estaba claro que
tampoco sabía leer mucho.
Cuando, poco después, Eduardo pasaba por la
orilla del estanque, tropezó con una enorme piedra
blanca. Se levantó enfadado y le propinó una pa-
tada. Se dio cuenta demasiado tarde de que al ha-
cerlo se le caería la postal. Ahora ya flotaba en el
agua y se iba lentamente al fondo. ¡Pues que se
fuera! Por una estúpida postal Eduardo no se iba
a mojar las pezuñas, faltaría más.
Regresó a su pocilga, se detuvo con una orgu-
llosa sonrisa bajo el letrero que llevaba su nombre
y se imaginó a docenas de jadeantes carteros que
entraban corriendo por la puerta de la granja y
venían bordeando el estanque, cargados con grue-
sas y repletas sacas llenas de tarjetas, cartas, pa-
quetes y llamativos envíos publicitarios, todo ello
dirigido a Eduardo Porcachón.
Y Eduardo se retiró a dormir colmado de feli-
cidad.
12 LA EXPEDICIÓN
é5
% Om
malo eso. ¿Es que no me has oído? —preguntó
ofendida TT.
Eduardo abandonó su propósito de dormir. Lo
verdaderamente irritante era que todos los años,
siempre a comienzos del invierno, TT se pusiera
tan nerviosa. El verano se lo pasaba correteando
como una loca y escondiendo por toda la granja
las nueces, bellotas y hayucos que acumulaba para
el invierno, y cuando éste llegaba de verdad, había
olvidado del todo qué era lo que había escondido
y dónde lo tenía. Siempre igual. Eduardo se dis-
ponía a tomar aire para decir algunas palabras sa-
bias o de consolación, por ejemplo que no sería
mala idea que TT se hiciera un nudo en la cola
cada vez que escondía una cosa para acordarse del
lugar, cuando llegó Héctor, que, pegando un brin-
co, fue a dar, más o menos de pleno, sobre el lomo
de Eduardo.
—Buenos días, Eduardo —dijo Héctor.
—¿NO puedes mirar dónde saltas? —preguntó
Eduardo picado—. Y a propósito, ¿por qué no ha-
ces algo útil en lugar de ir por ahí brincándole a
la gente encima? ¿Por qué no ayudas a TT a buscar
sus nueces?
—Vale, muy bien —repuso Héctor alegremente
y ávido de hacer cosas—. ¡Ahora mismo empiezo!
A
112
—y enseguida se puso como loco a excavar un
hoyo en un rincón de la pocilga.
—iPero no aquí! —chilló Eduardo—. ¡Aquí na-
die ha escondido nada!
—¿Y cómo lo sabes? —preguntó Héctor.
—Lo sé porque sí —gruñó Eduardo.
—¿Has escondido aquí algo, TT? —preguntó
Héctor.
—No lo sé, no me acuerdo... Creo que no —res-
pondió TT de lo más colaboradora.
—Y aunque fuera que sí —dijo enérgico Eduar-
do—, ¡en mi pocilga no se revuelve!
—Entonces vamos a espantar un poco alas ga-
llinas —propuso Héctor. Estaba claro que ya había
perdido el interés por las nueces de TT. Al cerdo
le pareció estupenda aquella propuesta, así que lo
acompañó y ambos dejaron plantada a TT. Que la
ardilla resolviera sola el problema del paradero de
sus nueces.
A
113
ces y bellotas, y se me ha ocurrido una idea
—dijo—. ¿Por qué no coge unas cuantas más y se
va por ahí a enterrarlas? Seguro que así da con las
demás que ya enterró antes. Eso al menos es lo
que yo haría, y así se lo diré cuando la vea.
—Es una propuesta estupenda —opinó Eduar-
do, después de que Angelita Botón de Oro se hubo
alejado—. ¡Vamos, date prisa, seremos nosotros
quienes se lo digamos!
Pusieron fin a su divertido juego y regresaron
a la pocilga de Eduardo. Pero TT ya no estaba allí.
De modo que fueron hasta el roble junto a la cerca,
donde vivía la ardilla.
Pero tampoco estaba.
Bajo el árbol había un montoncito de nueces del
A
114
año anterior, que ya parecían bastante estropeadas.
A Héctor le dieron una idea.
—Voy a decirte lo que vamos a hacer —anun-
ció—. Cada uno cogerá unas cuantas y las escon-
derá. Ya veremos si así damos de verdad con las
nueces de TT.
Como les pareció una ocurrencia muy sensata,
cargaron con algunas nueces y salieron de allí a
toda prisa.
Diez minutos después, volvieron a encontrarse
debajo del árbol. |
—¿Cómo te ha ido? —preguntó Héctor.
—Psé —dijo Eduardo—. Yo he escondido todas
las mías, pero de las de TT no he encontrado nin-
guna. Y a ti ¿qué tal?
—Igualito —repuso Héctor—. Mira,
vamos a intentarlo otra vez
y a lo mejor resulta.
Volvieron a coger
otro montón de nueces
y partieron de allí. Después de otros diez minutos,
se encontraron de nuevo bajo el árbol.
—¿Has tenido suerte? —preguntó Eduardo.
—No —respondió Héctor—. Pero, si te das
cuenta, este montón de nueces parece que no men-
gua nada, ¿verdad?
Eduardo se fijó en las nueces y realmente era
curioso. Aunque los dos habían cogido nueces en
dos ocasiones y las habían enterrado, el montón
no parecía haber disminuido: era igual de grande
que al principio.
—A la tercera va la vencida —dijo Eduardo—,
iy esta vez daremos en el clavo! —arrambló con
todas las que pudo, y Héctor cogió las que que-
daron.
—i¡De nuevo aquí en diez minutos! —dijo éste
al partir.
Ya se disponía a enterrar la última nuez cuando
lo vio TT.
—¡Hola, hola! —parloteó la ardilla—. ¿Qué estás
haciendo?
—Te estoy ayudando a buscar tus nueces —res-
pondió Héctor.
—O0h, ya no hace ninguna falta —exclamó
TI—. Ya he encontrado la mayor parte. Me he re-
corrido la granja entera, he mirado en todos los
A
116
sitios y creo que las he reunido casi todas. Ya las
he amontonado debajo de mi árbol, y ahora tengo
que meterlas en mi despensa.
—iSanto cielo! —aulló Héctor—. ¡Bueno, es hora
de que me vaya! ¡Tengo algo importante que hacer!
Y diciendo esto, salió a todo correr sin ni si-
quiera despedirse. |
Poco después, Eduardo llegó al roble casi al
mismo tiempo que TT. Mejor dicho, llegó poco des-
pués que TT, pues cuando apareció Eduardo, ya
estaba TT bailando como una loca, presa de rabia
y agitación, y chillando con todas sus fuerzas:
—¡Mis nueces! ¿Dónde están mis nueces?
¿Quién me ha robado las nueces?
Entre los accesos de ira, como la ardilla tenía
que tomar aire, se calmaba y por unos instantes se
estaba sentada y calladita. Eduardo trataba de
aprovechar esos momentos para explicarle que
Héctor y él habían querido ayudarla. Pero desgra-
ciadamente no tenía ningún éxito.
—Hemos cogido unas cuantas nueces de debajo
de tu árbol y las hemos escondido, porque creía-
mos que así encontraríamos las que tú ya habías
escondido. Pero, desgraciadamente, no...
—¿Qué... qué... qué habéis cogido y escondido?
—chilló TT, sin poder contener la indignación.
A
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Eduardo se lo volvió a explicar con toda tran-
quilidad. Y, luego, TT le explicó a él el motivo de
su disgusto. Eduardo tardó un rato en comprender
por qué TT estaba tan agitada, pero al fin le quedó
claro.
Toda aquella tarde la pasó Eduardo Porcachón,
el cerdo servicial, yendo de aquí para allá por to-
dos los sitios que aún recordaba y desenterrando
las nueces de TT. Y mientras, se esforzaba por des-
cubrir dónde se había metido Héctor, pero era
como si la tierra se lo hubiera tragado.
Horas más tarde, echado en su revolcadero,
Eduardo se juró que nunca más en la vida iba a
ayudar a nadie...
¿>
14 LA BATA DE SEDA ROJA
A
119
cuando oía aquel repique, que significaba invaria-
blemente que la Navidad se acercaba. ¡Qué bonita
era esa fiesta en la granja de los Fanega! En la
Nochebuena, el granjero Fanega, junto con mamá
Fanega y los niños, visitaban a todos los animales
y les llevaban regalos. Y después, en casa, daban
la cena de Nochebuena.
Eduardo estaba pensando en lo que le regala-
rían. Su más preciado deseo era una bata de seda
roja con cordón dorado, que es lo que había pe-
dido en su carta. Sólo que no creía que la fuera a
recibir. Y en realidad tampoco la necesitaba para
nada. Mejor quitársela de la cabeza y pensar, en
cambio, en los regalos de los demás. Seguro que a
la ardilla TT volverían a dejarle un buen saco de
nueces. TT estaba siempre tan ocupada difundien-
do noticias que olvidaba completamente en qué lu-
gar había ocultado sus reservas para el invierno, y
por eso el Niño Jesús se encargaba de compensarla.
Adrián, el caballo de labor, le había confiado a
Eduardo que su máximo deseo era una manta
grande de lana, porque a veces en su establo había
corrientes de aire muy frías. El buey Alberto había
pedido unas pantuflas calentitas...
Y en éstas estaba Eduardo cuando volvió a asal-
tarle el pensamiento de la bata de seda roja. Con
rabia, le mandó que se fuera a paseo.
En la tarde del día 24, como era habitual en la
granja de los Fanega, volvió a haber confites na-
videños y nueces, pasteles de manzana y soufflé de
chocolate, manzanas asadas y aguardiente, paste-
litos de fresa y nata, merengues y crema de limón,
mermelada de albaricoque y miel, almendrados, en-
salada de frutas y budín de vainilla con nata batida
muy espesa, compota de ciruelas cocidas
y dátiles, uvas pasas y rosquillas de
azúcar... Eduardo probó
de todo, pero la bata roja no se le iba de la cabeza.
Y como estaba claro que se resistía a irse, Eduardo se
resignó. De acuerdo, él la deseaba con todas sus fuer-
zas, pero también este año le regalarían otra cosa.
Cuando no le cupo nada más en el cuerpo,
Eduardo regresó a su pocilga para preparar los re-
galos de los demás. A Alberto le regalaría una ar-
golla para la nariz, preciosa y nueva. Bueno..., decir
nueva era exagerado. Eduardo se la había encon-
trado en el fango junto al estanque, pero le pareció
que tenía el tamaño justo y, después de sacarle
brillo y haberla envuelto primorosamente en papel
de colores, tenía bastante buena pinta. Encontrar
algo para David el ganso no había sido tan fácil.
Eduardo había terminado decidiéndose por un tra-
po grande que David podría atarse al cuello. De
ese modo se le reconocería mejor entre sus gansas.
Eduardo soltó un suspiro. El trapo era rojo. Como
la bata de seda
Poco a poco fue oscureciendo y comenzó a ne-
var de nuevo. El gato Gregorio, que pasaba por
allí, entró a ver a Eduardo. Gregorio era grande y
fuerte, y tenía la piel suave y un inmaculado cha-
leco blanco con el que siempre daba la impresión
de ir de banquete. Cuidaba mucho su apariencia
externa. Era curioso, Eduardo no pensaba para
nada en eso. En todo caso, con una bata de seda
roja también él podría...
—Espero que te cambies para ir al reparto de
regalos —dijo el gato.
Eduardo gruñó. Gregorio decía eso porque se
acordaba de cierta cena de Navidad de unos años
atrás, a la que Eduardo había acudido directamente
desde su maloliente revolcadero. En aquella ocasión,
mamá Fanega no se anduvo con consideraciones a
pesar del significado de la fiesta y le llamó cerdo
maleducado, y todos se retiraron temprano.
—He pedido en mi carta una corbata de lazo
—dijo Gregorio—, y estoy convencido de que me
la regalarán. ¿Qué has pedido tú?
—Oh, sólo unos pañuelos —respondió Eduar-
do. No pensaba confesarle a Gregorio que lo que
más ansiaba era una bata de seda roja, pues si no
se la regalaban, todos se reirían de él.
—Es justo lo que te conviene —dijo su razo-
nable amigo.
Y acto seguido se levantó, se estiró, relamió una
invisible mota de polvo de su piel reluciente y par-
tió de allí con una amistosa sonrisa gatuna. Poco
después, Eduardo observaba con indudable com-
placencia cómo el acicalado Gregorio atravesaba el
corral por la nieve y el fango a todo correr. Y es
que cuando las gallinas no andaban sueltas, Héctor
también la tomaba con el gato.
Y antes de que Eduardo lo advirtiera, había
anochecido. En la granja de los Fanega todo era
nerviosismo y excitación. Sólo Eduardo no conse-
guía levantar el ánimo. Cuanto menos quería pen-
sar en la bata, tanto más la anhelaba. Y entonces
OCUITIÓ.
Andaba melancólico por su pocilga esperando
la llegada de los Fanega cuando oyó la voz de
Gregorio:
—Me van a regalar una corbata de lazo con
lunares —decía el gato—, y a Edu, el viejo cerdo,
sólo unos pañuelos usados.
No le daba vergienza fanfarronear ante una
docena de patitos. Eduardo estaba indignado. Y
antes de que pudiera pensárselo mejor, se oyó a sí
mismo decir:
—... y una bata de seda roja con cordón dora-
do... —y después regresó como un bólido a su po-
cilga.
¡Pobre Eduardo! Habría querido morderse la
lengua. Demasiado se imaginaba cómo aquella
pata, que conocía tan bien, estaría ya paseándose
por todo el corral mientras cotorreaba: «Al señor
Porcachón le van a dejar una bata de seda... de
seda roja... con cordón dorado... y probablemente
una borla al final del cinturón, ¿no es cierto, Ar-
turo?»,
¡Oh, era el colmo!
Eduardo se tumbó en la pocilga sin dejar de
romperse la cabeza por haber sido tan loco. Poco
después oyó al granjero, a mamá Fanega ya los
niños felicitar la Navidad a todos. ¿Qué podía ha-
cer? Lo propio sería salir corriendo. Pero tal vez
bastaría con ponerse enfermo, mortalmente enfer-
mo. Entonces tendrían que compadecerse de él, y
así se olvidarían de lo de la bata de seda roja. Se
tumbó, y cuando los Fanega, satisfechos y alegres,
entraron a visitarlo, desempeñó muy convincente-
mente el papel de cerdo enfermo. Mamá Fanega
estuvo particularmente atenta con él. Le aconsejó
descansar un rato y mandó a los niños a la cocina
a que le trajeran un caldo calentito. De todos mo-
dos, tampoco aquello le alegró. Un rato de descan-
so, vale. Pero más tarde abriría el paquetito que
mamá Fanega le había dejado al lado del plato de
caldo. De todos modos, en él no cabía una bata. Y
todavía tenía que pensarse bien si iría a la cena de
Nochebuena.
A
131
—Pues quiero que me lo digas cuando lo hagas
—dijo la vaca.
De nuevo comprobó Eduardo lo mandona que
podía ponerse Angelita Botón de Oro cuando le
daba por ahí. Una pena que dejar de ser mandona
no fuera otro de sus propósitos. Y en cuanto a que
diera más leche, a él no le aprovechaba para nada.
El siguiente en aparecer por casa de Eduardo
fue Héctor, el perro de la granja.
—¿Qué te has propuesto para el Año Nuevo?
—preguntó Eduardo antes de que a Héctor le diera
tiempo de abrir la boca.
—Que ya no comeré más cardos —repuso el
perro con regocijo.
Eduardo se quedó mirándolo.
—No sabía yo que comieras cardos —dijo.
—Es que no los como —repuso Héctor—. Por
eso me lo puedo proponer tan fácilmente, ¿no?
—lanzó con las patas traseras dos o tres hierbajos
en dirección a Eduardo y partió de un salto.
Eduardo se quedó sumido en profunda refle-
xión. Todo aquello era sencillamente ridículo. En
una semana todos habrían olvidado lo que querían
hacer o dejar de hacer. Y en lo que a él tocaba,
por mucho que se rompiera la cabeza, no se le
ocurría absolutamente nada que pudiera mejorar.
Nadie le podía reprochar que fuera un presumido;
en definitiva, los hechos eran los hechos. Sin em-
bargo, tal vez podría... Entonces vio un cuerpo en
la puerta de su pocilga: el de la ardilla Teodora T.
—¡Hola, Eduardo, feliz Año Nuevo! ¿Sabes ya
cuál es el propósito de Héctor para el Año Nuevo?
—Sí, sí —dijo atormentado Eduardo—. Me lo sé
de memoria —este Año Nuevo le estaba atacando
los nervios.
—Pues eso —prosiguió TT como si nada—. Y
Alberto va a dejar de patear el muro del establo,
y Gregorio dejará de meterse con los pájaros, y
David hará callar a sus gansas, y las ranas del es-
tanque...
—¿Qué pasa con las ranas del estanque? —pre-
guntó Eduardo. Hasta entonces no había prestado
mucha atención, pero las ranas del estanque le in-
teresaban. Ya había tenido bastantes broncas con
ellas; cualquier propósito sólo podía significar una
mejora.
—Las ranas se proponen dar un concierto esta
noche —dijo TT.
Eduardo no daba crédito a sus oídos. Había te-
nido varias broncas con ellas porque su croar lo
desquiciaba terriblemente. Había hablado varias ve-
ces con la rana jefa y, sin embargo, tenía
AN
que admitir que sólo con palabras
no se consigue nada.
Y ahora, para colmo de males, pretendían montar
su infernal algarabía en pleno invierno, cuando
normalmente dormían.
—Va a ser una velada musical —explicó TT.
Eduardo estaba horrorizado.
—¿Es que no te interesa nada saber cuáles son
mis propósitos? —preguntó TT a continuación.
—No —repuso Eduardo.
—Te los diré de todos modos —continuó TI—.
Lo que voy a hacer...
Pero Eduardo nunca iba a enterarse de lo que
se había propuesto TT, pues en aquel instante la
ardilla avistó a David el ganso en medio de sus
gansas, y fue brincando hacia él para contarle lo
del concierto que se avecinaba.
Lo del Año Nuevo a Eduardo ya le traía total-
mente sin cuidado. Ahora el cerdo se consagró en
cuerpo y alma a pensar qué medidas tomar contra
las ranas. Su último plan... ¿cuál había sido? ¿El de
vaciar el estanque? ¿El del aullido del zorro...?
Daba lo mismo; lo menos que se podía decir es
que no había sido un éxito demasiado resonante.
Eduardo llegó a la triste conclusión de que tendría
que resignarse al concierto. Lo mejor sería instalar-
se por una noche en el viejo pajar, que estaba bas-
tante apartado del estanque. En todo caso, lo ade-
cuado sería manifestarle su opinión a la rana jefa.
Así que Eduardo se encaminó hacia el estanque.
Cuando llegó allí, dos ranitas vigilaban desde el
juncal.
—¿Dónde está vuestra jefa? —preguntó Eduar-
do sin más rodeos.
—¿Para qué la quieres? —preguntó la mayor de
las dos.
—Es un tema demasiado importante para que
lo exponga delante de dos renacuajos todavía in-
maduros —repuso Eduardo.
La rana más pequeña meneó relajadamente una
de sus patas en dirección a la orilla opuesta del
estanque y, tras un breve y descarado «croac», se
escurrió ágilmente hacia el fondo del agua.
Eduardo ignoró la ofensa y rodeó el estanque
rápidamente hasta divisar a la rana jefa, que estaba
hablando con Freda, la trucha.
—¡Dime! —croó la rana. Sin duda no tenía ga-
nas de dedicarle mucho tiempo a Eduardo.
—He oído decir que esta noche queréis volver
a dar matraca —dijo Eduardo—. Sólo deseo avi-
sarte de que si lo hacéis tendré que tomar medidas
—y como aún no tenía idea de qué medidas po-
drían ser, dejó que la fantasía de la otra completara
la frase.
—Bueno, ¿y qué? —respondió la rana, que vol-
vió a dirigirse a la trucha Freda—: ¡Es increíble que
tengamos que tratarnos con gente que no entiende
de música! —y se sumergió con un sonoro cha-
poteo.
En realidad, la rana jefa no tenía la menor in-
tención de dar un concierto, ni hoy ni mañana ni
ninguna otra noche; pero cuando había visto a TT
dirigiéndose a saltitos a la pocilga de Eduardo, sen-
cillamente no había querido dejar escapar aquella
estupenda oportunidad. Unas palabras rápidamen-
te susurradas al oído de TT y la noticia podía darse
por difundida. Para regocijo suyo, Eduardo ya se
consumía de rabia. La rana dibujó una amplia son-
risa bajo el agua.
Mientras tanto, Eduardo Porcachón, el cerdo
atormentado, se dirigió con todo el ánimo de que
era capaz hacia el pajar.
La desgracia quiso que unos días antes Fanega
hubiera acordado con el vecino albergarle por una
noche en el pajar a un toro bastante grande y bas-
tante bravo. Y, sobre todo, era una desgracia que
Eduardo no supiera nada de tal acuerdo. Acababa
de instalarse cómodamente en la paja, cuando la
puerta se abrió y entró el toro grande y bravo.
Resoplando dio un par de vueltas por el pajar y,
enseguida, detectó a Eduardo. Inmediatamente se
puso a patear y resoplar y a emitir mugidos tan
horribles y peligrosos que Eduardo sólo pensó en
salir de allí como fuera. Afortunadamente había
una ventanita que estaba bastante baja. Eduardo
llegó a ella en el momento justo. Se produjo un
estrépito y se encontró sentado en el exterior fren-
te al pajar y sacudiéndose para quitarse de la piel
los trozos de vidrio, mientras que el toro asomaba
los temibles cuernos por la ventana, ya sin cristales.
A
OA
A
realidad él no dormía nunca mal, y segundo por-
que el concierto de las ranas, que hubiera podido
molestarle, no se había celebrado.
Eduardo Porcachón tenía el firme convenci-
miento de que no había oído nada del concierto
de las ranas porque éstas no se habían atrevido a
cantar. Era muy bocazas aquella rana jefa, pero a
la hora de la verdad... Aún tieso y helado, pero
muy satisfecho, el cerdo regresó con paso rígido a
su pocilga.
Quiso la casualidad que, mientras se marchaba,
oyera cómo dos patitos que le eran familiares char-
laban con una de las ranas en el estanque.
—Arturo y yo hemos estado buscando gusanos,
pues a Árturo se le da bien buscar gusanos, y de
pronto damos con el señor Porcachón, que ha pa-
sado la noche debajo del seto, junto al pajar, todo
húmedo y congelado...
Eso Eduardo no podía permitirlo. De un salto
que nadie le hubiera creído capaz de dar, se pre-
sentó junto al estanque.
—Dile a tu jefa —dijo a la rana— que hizo bien,
pero que muy bien, en tomar en serio mi adver-
tencia, tan verdad como me llamo Eduardo Por-
cachón. Y transmítele también que, excepcional-
mente, le perdono su mal comportamiento de ayer.
Y, cuando ya partía, les dijo fríamente a los dos
patitos:
—Y vosotros, mocosos, ¿es que nunca habéis
oído hablar de las curas de frío...? —y, con la ca-
beza alta, se alejó de allí.
Cuando la rana jefa oyó el mensaje que le man-
daba Eduardo, volvió de nuevo a dibujar una am-
plia sonrisa bajo el agua. El nuevo año comenzaba
realmente bien.
A
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ÍNDICE
O od í
tE 16
3 ENCONCIErntO de IS ONAS nica 24
4 Un maestro en el arte del disfraz .............. 35
A AE +
ECOS UDOOS erat io 54
E A A 66
O A so 74
9 Bienvenida a los nuevos Vecinos ................ 82
Ea VOS PELOLdS eo catorce onainoros 9%
a idas 97
rontacoan 103
A co 111
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IRON EnOS TODO DUO ade cacao Penta iion detal des 130
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de ¿EGG y + Jul my rareo poiirás rezos odesd Mv
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i Ml OR A
q $ eN
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CONTARLES UNAS HISTORIAS
REALES SOBRE UN VIEJO AMi-
GO MÍO. DESPUÉS DE TODO,
ALGÚN DÍA TENDRÍAN QUE
ENFRENTARSE AL MUNDO
REAL, Y QUÉ MEJOR MANERA
DE INTRODUCIRLES EN ÉL QUE
A TRAVÉS DE EDUARDO. AUN-
QUE TENGO QUE RECONOCER
QUE MI MUJER DICE QUE EN-
CUENTRA MUCHOS RASGOS
DE EDUARDO EN MÍ, YO NUN-
CA LO HE NOTADO. ODIO EL
BARRO.
DE TODAS FORMAS, EDUAR-
DO ES UNO DE LOS MEJORES
EJEMPLOS -NO, EL MEJOR
EJEMPLO- DE LO QUE DEBE
SER UN CERDO: RECTO, VA-
LIENTE, HONESTO, AMABLE,
SIEMPRE PENSANDO EN LOS
DEMÁS Y ANTEPONIÉNDOLOS
A SÍ MISMO, LIMPIO... DE HE-
CHO, UN COMPLETO Y DELI-
CIOSO ADORNO DEL MUNDO
ANIMAL. ¿NECESITO SEGUIR?
ESPERO QUE TE GUSTE
A
A
£ |
A partir de 9 años
145-BAB-369