Williams Eric - Aguilas en Tinieblas

Descargar como doc, pdf o txt
Descargar como doc, pdf o txt
Está en la página 1de 228

Eric Williams es el autor de “El caballo de madera”, donde se cuenta la historia de la

más ingeniosa y extraordinaria evasión de la guerra pasada, y en la que el propio autor


desempeñó el papel de protagonista.

Al éxito de aquel volumen ha sucedido la aparición de “Águilas en tinieblas”, que si


se refiere a hechos anteriores a la evasión, tiene en sí mismo una unidad y un interés
indiscutibles. Varios aviadores ingleses son hechos prisioneros al ser derribados sus
aparatos por los alemanes, y encerrados en un campo de concentración, donde
asistimos a la elaboración de los planes de fuga, a la deformación psicológica de los
cautivos, sus anhelos, depresiones y alegrías, y a las más incidentadas peripecias y
relaciones entre reclusos y guardianes. Los hechos, hasta en sus mínimos detalles, son
verdaderos. Lo heroico de la conducta de los oficiales británicos, la paciencia y energía
que revela, los nervios de acero que supone, se reflejan incluso en el estilo del relato. Por
el libro discurre una finísima vena de humor y un gran caudal de camaradería, que se
hace patente cuando las circunstancias ponen a prueba la última resistencia humana.
Un testimonio vívido sobre la lucha del hombre por la supervivencia.
ERIC WILLIAMS
ÁGUILAS EN
TINIEBLAS
PREFACIO

En un libro anterior conté cómo se escaparon Peter Howard y John Clinton del Stalag-Luft-
III por medio de un caballo de madera de los que se emplean para saltar en los gimnasios. El
Stalag-Luft-III fué en realidad el tercer campo de prisioneros en que los alemanes habían
encerrado a estos dos hombres; y en “Águilas en tinieblas” hablaré de los dos campos anteriores
y de otros intentos de fuga que no fueron tan afortunados, pero que prepararon el camino para el
buen éxito del plan que siguieron con el caballo de madera.

Los primeros días de encierro solitario de un prisionero, inmediatamente después de haber


sido capturado, los pasa éste por lo general tumbado en la cama y fraguando planes de fuga.
Cuando lo encerraron en el primer campo, el prisionero concreto al que ahora me refiero no
pensaba ni hablaba más que de fuga. Aburría con sus constantes especulaciones a los prisioneros
que llevaban allí más tiempo. Trataba de relacionarse con los que ya habían salido, escuchaba sus
historias y discutía sus métodos. Supo así que algunos de los fugados se habían abierto paso por
la alambrada cortándola, otros habían engañado a los guardias y lograron salir del campo como
alemanes, y algunos se las habían arreglado para escaparse durante los traslados de uno a otro
campo; pero la mayoría opinaba que el mejor medio era abrir un túnel. Así, el nuevo prisionero
empezó a planear su propio túnel, para encontrarse, a cada intento, con que ya habían sido
agotados todos los puntos posibles de arranque.

Finalmente, el recién llegado cayó en un estado de sopor. Deseaba todavía fugarse, pero ¿qué
oportunidad podía haber en un campo que contenía un millar de hombres la mayoría de los
cuales había ya intentado salir de allí? Se refugió en la literatura y en el arte y esperó esa
inspiración que, para la mayoría, nunca llegaba.

Algunos no podían esperar, porque eran de naturaleza inquieta o ansiaban demasiado su


libertad. No soportaban que la guerra continuara sin ellos. Estos individuos, o bien se escaparon
para caer acribillados a balazos poco más allá, o pasaron los años de la guerra en una continua y
torturante lucha contra la alambrada infranqueable.

Al escribir “Águilas en tinieblas” rindo homenaje a todos los prisioneros que intentaron la
fuga, fracasaron, volvieron a intentarla y siguieron tratando de escaparse hasta el final de la
guerra. Sobre todo, rindo homenaje a los que, al intentar huir, fueron asesinados por los hombres
que dominaban al pueblo alemán en aquel tiempo.
El que pudo escaparse con buen éxito sabe demasiado bien cuánto debe a la suerte; y sabe
también que los muchos que procuraron fugarse y fracasaron deben su fracaso a la misma ciega
diosa. Por muy ingenioso que fuera su plan y por mucho cuidado que hubieran puesto en los
preparativos, no pudieron evitar un golpe aciago del azar que todo lo echó a rodar en un instante:
un carro que pasara sobre el túnel; el casual descubrimiento de una pequeña cantidad de tierra
excavada, o la súbita petición de los documentos de identidad en un café de puerto.

Lo importante siempre es intentar, y en este libro he procurado recrear algo de la atmósfera de


aquellos angustiosos y furtivos días —que también fueron a veces divertidos— en que nuestras
vidas estaban llenas totalmente de dos impulsos diferentes: salir de aquel lugar y, a la vez, hacer
lo más llevadero posible el encierro. La prisión era un crisol en que todos los rasgos de un
carácter se endurecían; un invernadero en el cual crecía la personalidad hasta hacer mayor a cada
uno de la edad que tenía. De este crisol, de este invernadero, salió el prisionero no precisamente
cambiado sino endurecido en el molde dentro del cual tenía que formarse inevitablemente su
personalidad en años sucesivos.

Los campos de prisioneros descritos en este libro son el Dulag-Luft, cerca de Frankfort y el
Oflag XXI B, cerca de Schubin, en Polonia. La época es 1942-43.
PRIMERA PARTE CAPÍTULO PRIMERO

Peter Howard yacía inmóvil entre los matorrales de aquel bosque alemán y
escuchaba el zumbido de los motores de aviación. Atontado aún por su caída, sólo
percibía el silencio, el resinoso olor a pino y la sensación de hallarse en cierta seguridad
respecto a las llamas y al estruendo que habían angustiado sus últimos veinte minutos.

Finalmente, logró levantar la cabeza con un gran esfuerzo. En torno a él todo estaba
en silencio. Sin embargo, Peter tenía la seguridad de que dentro de poco resonaría el
bosque con los gritos de los soldados alemanes en busca de los aviadores, cuyos
paracaídas habían visto descender del avión incendiado. En efecto, los reflectores
habían seguido a Peter un momento antes de pisar tierra y los haces luminosos aislaban
la oscilante blancura del paracaídas cegándole a él e indicando, como dedos de luz, el
camino de su descenso. Poniéndose en pie, vacilante, soltó el resorte de su paracaídas y
se libró de éste. Abrió la pechera de su inflado “Mae West” y se desprendió de él.
Mirando alrededor en busca de algún sitio donde esconder el paracaídas, vió unas
matas espesas y, yendo hacia ellas con la desinflada seda en los brazos, la escondió
rápidamente entre las matas. Sobre la blanca seda puso el pesado correaje y el traje
“Mae West”. Encima echó unas brazadas de hierba suelta que cubría como una
alfombra el suelo del bosque. Sus movimientos eran muy rápidos y sólo se detenía
algún instante para escuchar si se movía algo entre los árboles. Sudaba copiosamente a
pesar de que era diciembre y una noche especialmente fría. Le temblaban las piernas y
los brazos y jadeaba por la prisa con que se esforzaba. Sin duda alguna, los alemanes
llegarían en seguida. Peter debía alejarse de allí lo antes posible.

Miró al cielo. Guiándose por la estrella polar, como lo había hecho tantas veces en el
aire, emprendió una rápida marcha por el bosque, teniendo a su derecha la estrella y
andando lo más silenciosamente que le permitían sus pesadas botas. Pronto llegó a una
estrecha vereda y, siguiendo por ella en dirección sur, se encontró en un claro del que
partía un amplio camino que continuaba recto, como trazado con tiralíneas, a través del
bosque en calma.

Se detuvo en el claro, temeroso de tomar un camino tan descubierto, pero


comprendiendo que por éste avanzaría con mayor facilidad. El silencio resultaba
enervante. Le recordaba cuando, de niño, se había introducido furtivamente en el
parque local para robar un faisán. Entonces le había aterrado el silencio, aquel silencio
tan esencial para sus propósitos que había sido sin embargo un temible enemigo. Un
silencio que podía romperse con toda facilidad por el descuido de un pie y que, una vez
roto, desencadenaría la carrera apresurada del guarda y los airados gritos de éste.
Ahora, en Alemania, le parecía que el bosque entero estaba esperando que él se
moviera, que todos aquellos árboles escuchaban el ruido que él había de hacer con sus
torpes botas de aviador.

Al principio, recordando sólo el incendio de su aparato y la necesidad de esconder su


paracaídas y huir, había obrado instintivamente pero ahora empezaba a decidir
conscientemente lo que había de hacer, a preguntarse a dónde iría a parar si se alejaba
de allí. Sabía que no muy lejos de él, entre aquellos mismos árboles, estaría escondiendo
sus paracaídas el resto de su tripulación y que estarían pensando qué hacer para evitar
que los capturaran. Por un momento pensó ir a su encuentro pero, impulsado todavía
por el imperioso deseo de huir de allí, salió al descubierto y corrió lo más ligero que
pudo por el camino. Aparte de algunas rozaduras, no tenía heridas y estaba seguro de
que, por poco que le favoreciera la suerte, podía llegar a Holanda. Poco antes de ser
atacados, confrontó Peter su situación y ahora sabía que el avión había caído al norte de
Osnabruck, es decir, entre cuarenta y cincuenta millas de la frontera holandesa. Una vez
en Holanda podía obtener alimento, ropa, y quizás dinero, de algún campesino.
Siguiendo por allí iba en buena dirección y se alejaría muy pronto del sitio donde había
caído.

Mientras corría, sentía que se le aflojaba la rigidez que se había apoderado de sus
miembros cuando las primeras granadas antiaéreas rompieron el fuselaje y rojas
lenguas de fuego invadieron la oscura cabina. Empezó a maldecir, primero
salvajemente y después con menos furia, recordando la gasolina que había ahorrado
para Navidad y que aquella incursión iba a ser la última antes de su permiso. Era un
objetivo fácil, un “pedazo de tarta”, como ellos decían, y precisamente en aquel último
viaje tenía que abatirlos un caza nocturno. Sin embargo, a pesar de sus maldiciones se
alegraba de haber salido con vida del destrozado aparato y del pánico de verse
iluminado por los reflectores. Aquélla había sido su vigésima quinta incursión aérea. Al
principio, volar era para él una aventura. Ya sabía que morían muchos en la aviación,
pero siempre pensaba que les tocaría “a otros”. Nunca iba a ocurrirle a él. Su tripulación
había logrado salir inmune de varias incursiones y, a causa de esta buena suerte se
acostumbró Peter a mirar con cierto interés lo que ocurría abajo e incluso le producía
admiración la belleza del flak multicolor que brotaba del suelo mientras él se hallaba
invulnerable allá arriba. Pero a medida que se alejaba más de sus bases y conforme iba
perdiendo a sus más íntimos amigos, empezó a sentir más próxima la guerra. Luego —
cuando una noche fué tocado su avión— olió la cordita y oyó cómo rasgaba el fuselaje
la metralla al rojo vivo. Entonces empezó a figurarse cosas trágicas. Y aquello fué el final
de su invulnerabilidad. Sentía que los trocitos de metal le rasgaban las vísceras. Le
parecía que era él quien se quemaba cuando veía caer retorciéndose en llamas el
aparato de unos compañeros. A partir de entonces, le pareció que también a él podía
ocurrirle aquello. La cosa empezó a no tener gracia.

Ahora pensaba que esta noche habían tenido mala suerte desde el principio. Sobre el
mar del Norte se les había estropeado uno de los motores. La presión de la gasolina
había descendido y el mecánico, nervioso, les había aconsejado regresar. Luego, el
combustible recobró su presión normal y la operación pudo continuar. Cuando pasaban
sobre la costa francesa, les habían alcanzado unos trozos de metralla antiaérea sin
gravedad pero fué lo bastante para asustarlos y hacerles parecer peor que de costumbre
el infernal despliegue que defendía el objetivo. Aquélla era la peor parte de un
bombardeo aéreo: la medía hora en que el objetivo se iba aproximando y en que, sin
perderlo de vista ni un momento, se veían rodeados los atacantes por los conos de los
reflectores y el bello y perverso movimiento de los disparos antiaéreos, con las líneas
brillantes de las balas trazadoras, que parecían chispas de un jardín de fuego...

Esta vez se habían metido de lleno en el infierno estruendoso y habían salido de él


con un motor incendiado rozando los tejados de las casas en la huida. Pero,
milagrosamente, ni Peter ni sus compañeros habían sido heridos. Una vez fuera del
radio de acción de las baterías y los reflectores, el piloto detuvo el motor incendiado
decidido a llegar hasta su base. Pensaban ya en el largo viaje de regreso que les
esperaba y se felicitaban de haber salido indemnes cuando apareció el caza que iba a
atacarles.

Peter no recordaba apenas lo sucedido desde que el artillero de cola había dado la
alarma. El piloto, con toda su atención concentrada en el motor inutilizado, había hecho
todo lo posible por escapar del caza. Peter escuchó las instrucciones que daba el
servidor de la ametralladora al piloto. Éste hacía lo imposible para evitar al caza sin
perder altura. Varias veces creyeron haberlo perdido de vista pero en seguida oían
gritar al artillero: “¡Ahí viene otra vez!”, y el súbito tac-tac-tac de las ametralladoras
contra el caza que se alejaba.

Para el navegante, el piloto y el radiotelegrafista, la lucha se condensaba en la


jadeante respiración del piloto, la voz del artillero de cola y los disparos de las
ametralladoras, así como en los violentos bamboleos del aparato. Sentados en la oscura
cabina, nada podían ver. El artillero de cola, en su torreta, podía ver al caza mientras
que el piloto y el artillero de proa veían las trayectorias de las balas trazadoras que les
pasaban por encima. Pero los tres hombres, sentados en la penumbra de la cabina, no
percibían la lucha más que por sus auriculares. Cada vez que oían la voz excitada del
artillero y el ruido de los disparos, el radiotelegrafista levantaba el puño con el pulgar
extendido hacia arriba y adelantaba el labio inferior en un gesto de suprema confianza.
Parecía decir: “Gran hombre este Mac; ahora todo va bien; le ha dado para el pelo.” Y
Peter le respondía con una mueca y afirmaba con la cabeza.

El caza había hecho vatios disparos y por fin les había obligado a descender a unos
cuantos centenares de pies del suelo. Una ráfaga de ametralladora agujereó el aparato
de punta a punta y lo incendió. Dentro del avión se veía con una claridad deslumbrante
y apestaba a cordita de sus propias ametralladoras. Todo era allí luz, ruido y un hedor
insoportable a cordita.

El piloto, comprendiendo que era imposible salvar el avión, había dado la orden de
lanzarse al aire.

Peter recordaba haber sacado el paracaídas del piloto y habérselo puesto junto a él
aun sabiendo lo inútil de esta acción. El piloto levantó una mano como saludo y se
concentró en su tarea de conservar el equilibrio del aparato mientras sus compañeros se
lanzaban al espacio.

Cuando Peter se asomó a la escotilla de escape, el viento rugía y se llevaba


violentamente el humo del ala incendiada. Encontró su paracaídas y se lo ató al
correaje. Con el fuselaje ardiendo ferozmente detrás de él y la tierra a poca distancia, se
lanzó de pie y fué arrastrado por la fuerza del aire. No recordaba el momento en que
había tirado de la cuerda que suelta el resorte del paracaídas. Cuando éste se abrió, algo
le golpeó a Peter en un lado de la cabeza, sintió otro tirón entre las piernas y se encontró
colgado del modo más incómodo balanceándose con un mareo intenso.

Paulatinamente fué disminuyendo el movimiento pendular hasta que pudo mirar en


torno suyo. A bastante distancia vió otros blancos paracaídas que flotaban lentamente
en descenso. Intentó contarlos para saber si estaban todos sus compañeros. Pero no se
pudo concentrar. La incomodidad del correaje entre las piernas le producía un dolor
agudo.

Ahora, en el bosque, trataba de borrar de su memoria aquellos últimos momentos.


Quería olvidar las llamas, el ruido y el miedo, la visión de su piloto manteniendo
tranquilamente el aparato en el aire mientras el resto de la tripulación saltaba para
salvarse. Probablemente, Wally estaría ya muerto en los restos carbonizados de su
avión. Los otros, si es que habían aterrizado bien, andarían por allí cerca en el bosque.
Lamentó no haber intentado entrar en contacto con ellos, pero se consoló al pensar que
yendo solo tendría más probabilidades de ocultarse.

Después de recorrer varias millas llegó a un sitio donde la vereda desembocaba en


un estrecho arroyuelo serpenteante. Delante de él y a su izquierda vió una charca donde
se reflejaba la luna. Más allá, por entre los arbustos, se silueteaba confusamente una
casa de campo.

Echándose de bruces junto al primitivo puente de madera que cruzaba el arroyo,


bebió de su corriente sintiendo en su cuerpo la humedad de la tierra. El agua, negra
como tinta en la oscuridad, era de sabor acre, y Peter recordó que tenía tabletas
purificadoras del agua en la “lata de fuga” que llevaba en un bolsillo. Era difícil abrir la
lata y Peter maldijo entre dientes mientras se esforzaba. Había tenido siempre una lata
como aquélla desde que era aviador en servicio activo y casi se le había olvidado ya
para qué servía. La cogía automáticamente con su carta de navegación aérea y sus
instrucciones de radio. Pensó en Pop Dawson —el oficial del Servicio de Inteligencia—
y sus teóricas conferencias sobre la manera de evadirse. Le hubiera gustado tener a Pop
junto a él en estas circunstancias. Había dado consejos muy buenos sobre lo que
convenía hacer en Francia o en Bélgica, pero Peter no recordaba que se hubiera
extendido mucho sobre la manera de arreglárselas en suelo alemán. Tampoco a él se le
había ocurrido que pudieran derribarlo en Alemania y que saldría por su pie sin la
menor herida. La muerte era siempre tenida en cuenta, pero las demás posibilidades,
sobre todo ir a parar a un campo de prisioneros en Alemania, nunca le habían parecido
probables.

Por fin abrió el recipiente y examinó su contenido: una botella para agua, hecha de
goma fina y en forma de bolsa como las que antes se usaban para llevar dinero; una
tableta de chocolate ya rancia y cubierta de un polvillo blanco; una pequeña brújula; un
librillo de fósforos; tabletas Horlicks y algunos bizcochos de alimento concentrado.
También había —¡qué incongruencia!— un paquetito de chicle. Sacó la botella, la llenó
de agua del arroyo y echó dentro dos tabletas purificadoras. Cerró bien la botella, se la
colgó del cinturón y volvió a subir a la vereda para proseguir su camino.

La granja estaba en absoluta calma cuando él pasó ante ella. Ni siquiera ladró un
perro y Peter se figuró al granjero y a su familia durmiendo tranquilamente después del
susto que les habían dado los bombarderos. Anduvo cautelosamente hasta dejar atrás la
casa y sus anejos y después de cruzar un terreno labrado volvió a hundirse en la
espesura de otro bosque prolongación del que había recorrido poco antes.
Peter casi disfrutaba ahora de su situación. Su pánico se había convertido en la firme
decisión de evitar la captura y de ingeniárselas de alguna manera para regresar a
Inglaterra. Era agradable andar solo por el bosque llevando en la mente un objetivo bien
determinado. Era como una tranquila, lenta campaña individual después del estruendo
y la angustia colectiva de los últimos meses. Disminuyó el paso saboreando el silencio
de los bosques.

A miles de pies sobre su cabeza pasó el zumbido de otra oleada de bombarderos que
volvían a Inglaterra. Quiso distinguirlos pero no pudo; iban demasiado altos. El
hermano menor de Peter, Roy, volaba esa noche. ¡Qué coincidencia habría sido que uno
de los que regresaban como palomos a su palomar, fuera su hermano! Peter imaginaba
a los tripulantes inmóviles en sus puestos. Pronto cruzarían la costa holandesa.
Perderían altura sobre el mar del Norte y, después de beber el último café, contarían los
chistes que surgen siempre que el avión se va acercando a su base. Son chistes que
podríamos llamar familiares y no tienen gracia alguna pero se oyen con gusto porque
expresan la solidaridad de la familia. Su propia tripulación había adquirido aquella
solidaridad a fuerza de volar horas y horas por los cielos oscuros. Siete hombres
encerrados en una cáscara trepidante y ensordecedora, sin verse unos a otros pero
unidos por la intimidad de los micrófonos de comunicación interior.

Peter se figuraba al artillero que va en cabeza haciendo girar lentamente su torreta en


busca de los aparatos enemigos. Solo en las nubes, solo con sus armas y las estrellas y
los peregrinos pensamientos que bullen en la cabeza de un hombre a miles de pies
sobre la tierra. Hace frío en la torreta. El artillero es incapaz de ver el bulto de su propio
avión tras él. Sólo al escuchar se da cuenta del ruido de los motores. De pronto se
produce un chasquido en sus auriculares y, con la suavidad de una conversación casual,
como si el que le habla estuviera poniéndole la mano en el hombro, escucha la voz del
otro artillero, el de cola, que le está hablando al navegante. Por encima de los mecánicos
rugidos, el hombre de la torreta solitaria escucha la voz de sus compañeros como si
fuera una voz interna suya, más íntima todavía que su auténtica voz. Ésta ya no sirve. Si
hablase con ella fuera del micrófono, se perdería en el viento. La voz íntima,
desencarnada, le habla suavemente al oído. Dice: “¿Dónde estamos, Joe... quiero decir,
astronómicamente?”, y los demás se ríen. Luego, la voz del piloto: “Calla, artillero,
todavía no ha pasado el peligro. Sigue vigilando.” Y el artillero replica: “Está bien,
jefe..., voy a despertar al navegante.” Otro clik en los, auriculares y silencio.

Las tripulaciones que ahora pasaban sobre Peter estarían pensado en las luces del
aeródromo y en la rutina del bombardero que regresa, la simpática muchacha de la W.
A. A. F. que conduciría el camión para recogerlos; el adormilado personal de tierra que
espera a las tripulaciones para acomodarlas y dejarlas descansando el resto de la noche.
Luego, los interrogatorios y el desayuno de huevos con tocino en la “república”.

Pensaran eso o lo otro, lo cierto es que regresaban a la patria. En cambio, Peter se


hallaba solo en medio de un bosque de pinos, en Alemania, pegado a la tierra y mal
equipado para un viaje que, en el mejor de los casos, duraría unos cuantos días.

El bosque parecía inacabable. Durante las pasadas horas había cruzado Peter varios
caminos vacilando largo rato antes de decidirse por una nueva dirección; pero el bosque
continuaba sin cesar, silencioso, inmenso e inhabitado. “Lebensraum”, se decía a sí
mismo, “¡siempre creí que a los alemanes les faltaba espacio vital!”

Sentíase ya cansado y las pesadas botas le irritaban los talones. Se había formado un
plan para el viaje hacia el Oeste y había decidido andar veinte millas cada noche
concediéndose un buen descanso durante el día. Tenía que andar solamente de noche.
Recordaba que Pop Dawson dijo al final de una de sus conferencias: “No puedo
hablaros mucho de Alemania excepto que allí no encontraréis ayuda. Caminad de
noche y tumbaos a descansar en cualquier escondrijo durante el día. Procurad llegar a
un país ocupado lo más pronto que podáis.”

Hasta ahora Alemania había sido para Peter solamente una extensión en el mapa, sus
ciudades sólo eran para él objetivos; y sus ríos, puntos de referencia para su ruta aérea.
Había sido como un inmenso mar de negrura sobre el que había de pasar lo más
secretamente posible, un mar patrullado por cazas nocturnos y con súbitas y violentas
erupciones de fuego antiaéreo y de cegadora luz violeta. Sabía, naturalmente, que había
allí ciudades y aldeas, mujeres y niños, escuelas y granjas. Mas, para la tripulación del
bombardero, Alemania era ante todo un mapa con puntos —los objetivos— que debían
ser descubiertos y bombardeados impersonalmente, como se bombardean los objetivos
en las prácticas de Inglaterra.

Continuó andando hasta el amanecer. A ratos iba a paso rápido y a ratos corría
dando largos rodeos cuando encontraba campos cultivados o aldeas. Al principio, en
los bosques, el suelo era seco y arenoso pero después halló un suelo más liso y con
mucha agua. Los pueblos estaban ya más espaciados, ocupaban más lugar y tardaba
más en rodearlos. Una vez se arriesgó a seguir la carretera en un paso a nivel. Al
meterse por debajo de la segunda valla oyó una voz que le gritaba desde una caseta de
señales situada junto a la vía. Las palabras alemanas brotaron inesperadamente en la
noche y, lleno de pánico, Peter no pudo recordar ni un solo vocablo de este idioma.
Apresuró el paso y, cuando estuvo fuera del alcance de la vista de quien se encontrara
en la caseta, corrió cerca de una milla.

Cuando ya no pudo más, sentóse bajo unos arbustos a la orilla de un riachuelo y allí
permaneció hasta la noche. No era un escondite ideal, pero ya había amanecido y no
podía hacer otra cosa. El cielo clareaba por Oriente y no tenía tiempo de buscar un sitio
mejor.

Al principio pudo dormir apoyando la cabeza en el cuello caliente de su chaqueta de


aviador, un cuello de rizada lana de oveja. Después lo despertó el frío. No había manera
de calentar las piernas. Hacía una humedad penetrante que parecía subirle por las
piernas y morderle en las caderas mientras yacía intentando dormir en la pendiente. Se
quitó la corta chaqueta de Irvin y se echó sobre ella teniendo así más frío que antes pero
protegiéndose de la humedad. Por su reloj eran las nueve y media. El día estaba muy
nublado y Peter se preguntaba cómo pasaría tantas horas hasta el anochecer.

Su escondite, oculto de los que pasaban por la carretera gracias a la frondosidad de


los matorrales, parecía bastante seguro, pero decidió que la noche siguiente lo pasaría lo
más lejos posible de todo camino. Encendería una fogata para hervir agua. Pensó
mucho tiempo en el agua caliente: botellas, baños, calefacción central. Llegó a la
conclusión de que nadie podía vivir sin fuego. Tenía que encontrar un bosque muy
espeso, alejado, de la carretera, donde poder encender una fogata de retamas secas para
que no saliera humo.

A la hora de almorzar, se comió uno de los bizcochos de alimento concentrado y


desleyó en la boca dos de las tabletas Horlicks. Volvió a llenar la botella de goma con
agua del riachuelo y la esterilizó otra vez. La media hora siguiente la pasó quitándose
de su uniforme las insignias de teniente de aviación. Se las guardó en un bolsillo para
probar su identidad caso de ser capturado.

Durante la tarde estuvo a punto de ser descubierto por varios chicos que jugaban
cerca del riachuelo. Jugaban a los soldados pero Peter no pudo enterarse de si el
enemigo eran los ingleses o los rusos. Cuando él era pequeño y jugaba a los soldados, el
enemigo eran siempre los alemanes. El jefe de la pandilla, un muchacho alto y rubio con
pantalones muy cortos —el cual, anacrónicamente, llevaba una espada, aunque todos
los que le seguían imitaban con los labios el tableteo de las ametralladoras y los
estampidos de las granadas de mano— había desplegado a sus hombres —los alemanes
—, entre las matas que crecían en la orilla donde estaba Peter, mientras que al enemigo
no le dejó otra posibilidad que ocupar la desnuda pendiente de la otra orilla. Al
principio, los niños se dedicaron a maniobrar en busca de mejores posiciones, mientras
Peter, pegándose al suelo de su escondite, rezaba para que no le encontraran. Después,
cuando se inició la batalla, pudo ver casi todo lo que ocurría desde su ventajoso punto
de observación. Las tropas alemanas arrojaban bolas de fango al ejército británico —o
quizás fuera ruso— y el enemigo se retiraba vergonzosamente. El jefe rubio capturó a
uno de los enemigos —un pequeñajo moreno—, y empezó a zurrarle con la espada de
madera. Al principio, creyó Peter que esto formaba parte del juego pero la paliza era
auténtica y el soldado enemigo capturado pudo huir por fin, sollozando y sangrándole
la nariz tan abundantemente que llevaba teñida de rojo toda la delantera del jersey.
Había algo de aterrador en los gritos del niño, la consciencia de una persecución mucho
más terrible que la sufrida por los supuestos soldados ingleses. Peter, agazapándose en
su escondrijo, se afirmó en su resolución de permanecer allí hasta que obscureciera por
completo.

Bajo los goteantes matorrales, imaginaba Peter lo que habría estado haciendo en
aquellos momentos en su aeródromo. Casi era ya la hora del té. Después de jugar al
squash con su hermano por la tarde, se habría echado en la cama a leer un libro. Su
pequeña habitación, al final del alargado caserón de madera, estaría bien templada por
la estufa y él se hallaría allí a gusto con las cortinas cerradas a causa de las normas de
protección antiaérea. Sólo de vez en cuando, al aterrizar o despegar algún Stirling en
vuelo nocturno de pruebas, temblaba el barracón de madera y todo se llenaba de ruido.

Leería a la luz de una lamparilla de cabecera y los reflejos de la estufa abierta teñirían
la habitación jugando con las paredes color crema o sobre la rayada manta india
colgada sobre la cama y en los pocos libros que ocupaban los estantes de oscuro roble.
Desde la mesa-tocador, la fotografía de Pat, extraña con su uniforme nuevo, miraría con
ojos sonrientes el amasijo de papeles, mapas, cartuchos... Todo había sucedido de un
modo tan repentino que Peter se asustaba del embrollo que había dejado en su cuarto
para que lo revisaran y ordenaran sus amigos y parientes: cartas sin contestar, cuentas
sin pagar... Sabía que por ahora cerrarían su habitación, aunque quizás el Padre revisara
en seguida sus cosas para apartar las que a su juicio pudieran apenar o causar
preocupación a sus familiares. Al principio, le molestaba a Peter la idea de esta
intrusión en su mundo privado pero comprendió que era una precaución prudente y se
encogió de hombros.

La familia recibiría el pésame aunque sólo fuera por su desaparición, antes de


saberse si había muerto o no. Pensó en su madre, tres de cuyos hijos habían ingresado
en la R. A. F. A uno lo habían matado ya, él desaparecía, y Roy era el único que seguía
volando. ¿Qué pensaría su madre por las noches cuando sintiera el ronroneo de los
aviones que se alejaban? El propio Peter tenía buenas razones para entristecerse.
Primero su hermano, luego Pat. Pero había decidido firmemente no quejarse de su
suerte. En el fondo, ¿qué era la pena sino una manifestación del egoísmo? Lamentarse
de una pérdida personal no era sino una chiquillada. Exactamente igual que cuando los
críos lloran porque se les ha derramado un vaso de leche.

Después de la muerte de Pat, le había alegrado volar y exponerse a tan serios


peligros. Recordaba el momento en que recibió el telegrama cuando estaba en el
aeródromo y cuánto hubo de correr para coger a tiempo el tren. Sentado en un asiento
de rincón, le parecía que el tren era una tortuga y su pensamiento se adelantaba a la
desesperante lentitud de la marcha. La visión del cuerpo aplastado de su mujer entre
los escombros del hospital, las lentas e insoportables horas en la estación de Crewe
hasta que le dijeron por teléfono que Pat había muerto.

En cuanto la oscuridad fué completa Peter salió de su escondite y prosiguió cojeando


su marcha carretera arriba. Tenía los miembros tan endurecidos que apenas podía
andar, pero pronto se desentumeció y pudo andar con facilidad, satisfecho de poder
moverse de nuevo.

Al dar un amplio rodeo para evitar el primer pueblo que se interpuso en su avance,
tropezó con unos rollos de alambre espinoso y, al caer, se rasgó los pantalones desde lo
alto del muslo hasta la rodilla. Su primera reacción fué de ira seguida por una excesiva
depresión, desproporcionada al daño recibido. Apresuradamente ató los flecos del
desgarrón con un pedazo de cuerda que llevaba en un bolsillo y siguió andando furioso
contra el campesino alemán que había llenado sus zanjas con alambre espinoso.

Se detuvo poco después a la orilla de otro arroyo y se dió un baño de pies en el agua
fría mientras ataba mejor los extremos del roto que se había hecho en el pantalón. Se le
habían formado llagas en los pies y tenía un gran agujero en el talón de cada calcetín.

Minutos antes de la medianoche vió llegar a lo lejos por la carretera un grupo de


soldados y muchachos en bicicleta pero pudo ocultarse en una zanja antes de que lo
vieran. Parecían contentos y que no sentían el frío. Cuando pasaron junto a él iban
charlando y riendo. Peter decidió robar una bicicleta en cuanto pudiera. Con este
propósito exploró los graneros y alrededores de la primera casa de campo que encontró,
pero lo descubrió un perro que empezó a ladrar. Asustado, salió corriendo y siguió
carretera adelante.

A medida que avanzaba, veía que el campo se hacía más pantanoso y cada vez que
debía dar un rodeo a un pueblo, se metía, a veces hasta la cintura, en charcas y acequias.
Estaba ya enfangado de los pies a la cabeza. Se le habían llenado de agua sus botas de
aviador.

Procuró seguir en dirección lo más al oeste que pudiera, pero la carretera daba
muchas vueltas. A trozos continuaba recta durante varias millas y luego se detenía de
pronto frente a una finca, lo que le obligaba a lanzarse a campo traviesa hasta encontrar
otro camino. A causa de lo pantanoso del terreno, evitaba Peter andar a campo traviesa
siempre que podía. Diez minutos por la carretera le ahorraban horas enteras de abrirse
paso por sitos intransitables y de esconderse en zanjas y a veces tenía que recorrer una
gran distancia hacia el norte o hacia el sur para volver a encontrar una carretera.

Para animarse, tarareaba alguna cancioncilla y se esforzaba en recordar lo que sabía


de alemán. No había aprendido este idioma en la escuela; el francés y el latín bastaban,
según creía la enseñanza oficial. En realidad, sólo pudo recordar bien “Gute Nacht” y lo
ensayó repetidas veces por si alguien le hablaba. Se sentía muy solo y lamentaba no
haberse encontrado con otro miembro de su tripulación. Incluso después de haber
andado en libertad un día y una noche, tenía la sensación de que le sería preferible
entregarse a los alemanes y que resultaba peligroso para él andar así a escondidas. Era
como si necesitara establecer contacto con otro ser humano para probarse a sí mismo
que había salido vivo del avión.

Aquella noche no anduvo tanto. Le dolían los pies y se le resentían el hombro


derecho y la cadera del golpe recibido al aterrizar con el paracaídas. Además, sentía un
hambre punzante. Había renunciado ya al plan de encender una fogata en la
profundidad de un bosque —desde hacía mucho tiempo no veía árboles— y se instaló
para pasar el día en el desván de un granero que había detrás de una casa de campo.

En el granero se hallaba mejor que en la hierba. Estaba seco. Se hizo un lecho en el


suave heno, que olía a clavo, y se durmió en seguida. Al amanecer le despertó el
hambre y el ruido de un caballo y un carro en el patio cercano. Inmóvil, escuchó voces
destempladas, hasta que el carro se alejó y volvió un silencio completo. Entonces se dió
cuenta de que había pasado un miedo espantoso y de que las rodillas le temblaban
incontrolablemente.
Lo más cautelosamente posible se puso en pie y se deslizó hacia la entrada del
desván, que era muy viejo y reparado con planchas de latón. Era difícil moverse sin
hacer ruido. Se estuvo quieto unos momentos para mirar por entre las tablas
polvorientas al piso de abajo. Todo estaba en calma. Había dos establos allí abajo, uno
de ellos, evidentemente, lo empleaban para el caballo y el otro servía de almacén con
pilas de forraje y montones de raíces. Cuidadosamente bajó por la escalerilla de mano y
buscó por si había avena. Pero no halló más que heno y nabos suecos, amarillentos, de
aspecto insano. Escogió dos de los más pequeños y se los llevó al desván. Cuando
intentó comerlos, los encontró calientes y correosos y le causaron una sed que le hizo
maldecirse por no haber tenido la precaución de llenar de agua su botella de goma la
noche anterior. Sintióse tentado de buscar agua, pero acabó convenciéndose de que no
debía moverse.

Varias veces durante el día entró en el establo un individuo con calzones caquis y
una corta chaqueta negra. A Peter, que lo observaba desde el granero, por un agujero
del suelo, le pareció un prisionero francés. Cada vez que el hombre entraba en el
establo, le parecía más francés. Sin embargo, Peter frenó sus impulsos de revelar su
presencia y esperó impaciente la llegada de la noche.

A medida que transcurría el día, sentía Peter más frío, a pesar de la tibieza del heno.
Buscó afanosamente por si habían dejado allí arriba ropa vieja pero no pudo encontrar
ni un saco. Se metió heno en la blusa de su traje de batalla y volvió a dormirse.

Poco después de oscurecer, salió Peter para su tercera caminata. Tenía en los pies
dolorosas ampollas y se le habían agarrotado los músculos de las pantorrillas, de modo
que apenas podía andar. La lengua se le había puesto como cuero y sintió náuseas
varias veces. Le venía a la boca una bilis que le hacía pensar en la mañana siguiente a
una borrachera. Bebió un poco de agua de una acequia que pasaba cerca de la carretera
y se acordó con pena del chocolate que se había dejado en el bombardero.

Entonces se sintió mejor y anduvo con más facilidad. Cada vez se cuidaba menos de
que no lo descubrieran. En varias ocasiones se cruzó con gente por la carretera por no
haberse escondido a tiempo. “Debo reaccionar”, pensó, “debo evitar que me cojan”.
Sumergió la cabeza en el agua del arroyo y le sentó muy bien.

Aquella noche cruzó tranquilamente por en medio de varias aldeas. Estaba


demasiado cansado para rodearlas. “Descansaré en la frontera”, decidió. “Tengo que
hacer un último esfuerzo.” Sintió el impulso de avanzar con la mayor rapidez posible.
Mientras, le preocupaba lo que pudiera ocurrirle en Holanda, un país desconocido y
ocupado por los alemanes, pero no abandonaba la esperanza de encontrar allí gente
amiga que le prestara ayuda. Procuró recordar lo que sabía de esa frontera, si estaba
vigilada o se había sumergido en la gigantesca fortaleza constituida por toda la Europa
ocupada, pero su memoria no le dijo nada. Prosiguió su vacilante marcha, empujado
hacia el oeste por el mismo impulso que le guiaba desde su aterrizaje.

Por la mañana muy temprano, divisó unos informes bultos en medio del campo.

En la aterradora penumbra de aquella solitaria llanura, creyó Peter que eran refugios
antiaéreos o que se había metido en un terreno ocupado por camufladas fábricas de
material de guerra o quizás serían unos cuarteles. Los miró con más atención y acabó
descubriendo que eran enormes montones de patatas. Entonces, notando que estaba
rodeado de plantas de patata, escarbó, sacó varias patatas y se las comió. Estaban como
piedras y eran un martirio para el estómago.

Decidido a llegar a la frontera holandesa lo antes posible, no escogió un escondite


hasta que ya fué demasiado tarde. El alba le sorprendió desprevenido en un terreno
totalmente descubierto. En una gran extensión a la redonda, en todo lo que su vista
podía abarcar, sólo había una inmensa extensión de terreno pantanoso que parecía gris
en aquella incierta luz del amanecer. De trecho en trecho, un charco reflejaba la luz fría
y metálica. Del nordeste llegó un viento helado que barrió la neblina del alba y fue
destacando los colores del paisaje, un viento que agitó el agua de los charcos y ciñó al
cuerpo de Peter la ya húmeda sarga de sus pantalones. Siguió andando. La luz
aumentaba rápidamente y pronto pudo Peter descubrir un vallado que seguía a lo largo
de una amplia zanja. Se dirigió hacia allá para apartarse de la carretera y se agazapó en
el escondrijo más incómodo que había tenido hasta entonces. Además, en aquel sitio
pegado a la valla, apenas podía considerarse oculto de quienes pasaran por la carretera.

Durmió intranquilo durante hora y media; despertado como de costumbre por el


frío, empezó a tiritar y a murmurarse lamentaciones a sí mismo. Quiso controlar el
violento temblor de sus miembros, pero no podía dominarse. Eran como espasmos,
sacudidas de los pies a la cabeza hasta que los brazos y las piernas le dolían de tanto
temblar. Retorcía el cuerpo dentro de su ropa con la esperanza de crear algún calor a
fuerza de frotarse la piel contra la tosca lana. Ya no tenía hambre, aunque su estómago
seguía vacío y le dolía mucho. Pero con sólo pensar en el alimento ya sentía náuseas.

Permaneció allí hasta primera hora de la tarde en un estado de atontamiento y


confusión mental causado por el frío y la falta de sueño. Acabó por no poder resistir
más la inmovilidad. Tenía que moverse. Arrastrándose entre las matas se dirigió hacia
unos árboles que distinguió más allá de unos terrenos cultivados. En aquel bosquecillo
podría esconderse hasta la noche. No estaba demasiado lejos y Peter llevaba encima
tanto lodo que nadie reconocería su uniforme. Miró en torno suyo cautelosamente. Pero
no vió ninguna señal de vida. El fuerte viento que barría la llana extensión de tierra gris
que se extendía ante él, arrastró una fina llovizna. Peter avanzó con la cabeza baja para
protegerse del viento.

No vió a las muchachas ni al hombre hasta que casi tropezó con ellos. Entonces, al
levantar la cabeza vió un grupo de personas con las cabezas cubiertas con sacos, que
cargaban en un carro brazadas de raíces. Aunque la senda que seguía Peter le acercaría
peligrosamente hacia ellos, no se atrevió a retroceder. Parecería sospechoso. Continuó,
pues, con la cabeza baja, dándose cuenta de que lo miraban con curiosidad y
maldiciéndose por haber sido tan imprudente.

Al llegar a pocos pasos de ellos, levantó la vista. El hombre era de edad madura y
llevaba una gorra negra con orejeras. Su rostro era cetrino y de facciones duras y tenía
una mirada hostil. Las muchachas habían dejado de trabajar y lo contemplaban,
inmóviles, como un rebaño de ganado.

“Heil Hitler!”, dijo Peter. Levantó el brazo derecho con un gesto vago. El hombre no
respondió y Peter sentía clavada en su espalda la suspicaz mirada de aquel individuo.
Sus ojos le seguían en su marcha hacia el bosque. Los bajos de sus pantalones le cubrían
las botas de aviador pero su chaqueta de cuero era demasiado elocuente. Cuando se
halló a cubierto bajo los árboles empezó a correr sabiendo en el fondo que lo había
perdido todo. Lo sabía con la misma seguridad que si el hombre hubiera gritado para
denunciarlo.

Pasado el bosquecillo había más terrenos de cultivo que Peter recorrió lo más ligero
que pudo. Unas bandadas de negros cuervos levantaron el vuelo a su paso. Peter estaba
agotado cuando penetró en un bosquecillo y se arrojó al suelo sin preocuparse de si lo
verían.

Cuando recobró el aliento, se puso en pie y siguió hacia el oeste. Debía de estar ya
cerca de Holanda. Sabía que el campesino habría dado ya la alarma. Toda la gente del
contorno lo sabría ya. Tenía que cruzar la frontera. Le parecía, atontado como estaba
por el frío y el cansancio, que una vez en Holanda se encontraría seguro. Con un poco
de suerte, podría pasar la frontera aquella tarde y conseguir ayuda de algún campesino.

Anduvo a ciegas y seguramente iba medio dormido porque de pronto se dió cuenta
de que se encontraba en un lugar pantanoso y acolchado con pegotes de ramas y
hojarasca. Frente a él corría un ancho río de aguas frías y profundas. Tenía que ser el
Ems, y por tanto, la frontera no podía estar sino a unas pocas millas de allí. Pensó en
nadar, pero le atemorizaba aquella agua amarillenta y su frialdad, así como la pelada
orilla de enfrente. Torciendo a la derecha, siguió río abajo hasta que vió un puente de
cemento que cruzaba el río. Desde la orilla se dirigió a la carretera y se acercó por ella al
puente. A la entrada de éste un soldado inspeccionaba la documentación de los que
querían pasar. Era el primer soldado enemigo que Peter había visto en los tres años de
guerra. Se echó a tierra, escondiéndose un rato entre las matas que crecían a un lado de
la carretera y desde allí contempló cómo pasaban por el puente muchos campesinos.

A pesar de su agotamiento le resultaba emocionante observar al soldado a la entrada


del puente: la silueta, tan conocida en todo el mundo, con el casco de acero y el capote
de amplio vuelo. Peter lo había visto tan a menudo en dibujos, fotos y películas, que
ahora le parecía muy familiar. Había sólo un soldado en aquel extremo del puente, y
después de contemplarlo durante algún tiempo, llegó a la conclusión de que aquello
debía de ser la frontera. Por la actitud de los campesinos se adivinaba que la vigilancia
era transitoria; aquel soldado no estaría allí siempre.

Se decidió a esperar hasta que oscureciera por completo para cruzar entonces.
Estudió la construcción del puente y creyó que podría subirse a él desde la orilla y
recorrerlo por el saliente exterior al parapeto. Se agazapó en un matorral por debajo del
nivel de la carretera y se dispuso a esperar.

Debió de haberse dormido otra vez, porque de pronto notó que había mucha
oscuridad y oyó voces alemanas por allí cerca. Se oían gritos y el ruido de gente que
apartaba la hierba seca con palos. Desde su escondite miró Peter con toda atención
hasta distinguir una larga fila de hombres con uniformes verdes, armados con carabinas
y algunos rifles. Entre uno y otro había unos doce pies de distancia y avanzaban hacia
él.

De nuevo sintió el miedo que había experimentado de niño, un miedo que no había
vuelto a presentársele hasta que no empezó a volar sobre Alemania: el estómago le
subía, sentía mareo y náuseas... Luego, una repentina sensación de calma, el deseo de
reír, la alegría de haber vencido al miedo.

Tenía que correr. Estaba cerca de su casa. Sería estúpido que lo atraparan ahora. Un
esfuerzo más y habría cruzado la frontera. Los alemanes seguían su batida hacia el río.
Peter quedaba entre ellos y el agua. Si pudiera deslizarse silenciosamente hasta el río y
nadar... Con grandes precauciones, se levantó, dió la vuelta y se encontró cara a cara
con el guardia.

Era un hombrecillo arrugado, con uniforme verde botella, breeches y botas altas. Bajo
su casco de estrecho borde presentaba un rostro sombrío con una mandíbula saliente
bajo un bigote hirsuto. En la mano llevaba un anticuado revólver con el que apuntaba
sin seguridad al estómago de Peter. El arma parecía a la vez absurda y mortal. Le
separaban de Peter dos pasos y el hombrecillo resultaba más peligroso aún por no estar
acostumbrado a un caso como aquél.

Peter vaciló. Sólo estaba el viejo entre el río y él. Pero a pocos pasos distinguió a los
guardabosques con sus carabinas. Levantó lentamente las manos por encima de su
cabeza.
CAPÍTULO II

Ya que la caza había terminado, Peter pensaba en lo teatral que había resultado la
cosa. Se estuvo unos instantes con las manos en alto mientras el guardia le apretaba el
cañón del revólver en el estómago, nervioso, y le empujaba con él. Los guardabosques,
con las carabinas levantadas, formaban un semicírculo solemne en torno a él. Nadie
sabía lo que tenía que hacer después. Peter fué a bajar un poco las manos pero el viejo le
apretó el revólver aún más contra el estómago recordándole así que —por lo menos
para los que le habían capturado— constituía una terrible amenaza.

El guardia extendió su mano izquierda:

—Papiere!

Peter no comprendía.

—Papiere! —repitió el guardia e, impaciente, frotaba el dedo pulgar en las yemas de


los otros.

—No tengo papeles —dijo Peter.

—Papiere, papiere! —el guardia se iba enfadando.

Peter bajó los brazos, esta vez con el consentimiento del guardia e hizo el ademán de
romper papel y arrojar luego los pedazos.

—Jude! —El guardia escupió esta palabra y sus arrugadas facciones expresaron una
profunda repugnancia.

¿Qué diablos, pensó Peter, será eso de Jude?... ¡Ah, Jude! Claro, cree que soy un judío.

—Nicht Jude! —dijo por fin negando con la cabeza.

El guardia parecía estarse obligando a sí mismo a manifestar una gran indignación.


Aulló otra vez:

—Roosevelt Jude!
—Roosevelt nicht Jude —dijo Peter.

—Churchill Jude.

Peter fué buscando uno a uno a los guardabosques. Estaba cansado y no tenía ganas
de meterse en una discusión política. El odio de razas siempre le había espantado. Y
mucho más le asustaba ahora que podían tomarle por un judío y disparar sobre él sólo
por eso. Sin embargo, protestó.

—Churchill nicht Jude.

Distrajeron la atención del guardia unos chicos que venían siguiendo al grupo
armado y que ahora se arracimaban junto a ellos para observar con grandísimo interés
la andrajosa y sucia figura de Peter. El guardia los hizo retirarse y entregó su revólver a
uno de los guardabosques, dedicándose a registrar a Peter con la idea de encontrarle en
los bolsillos una pistola o un cuchillo. Lo cacheó, no sólo en los bolsillos sino en las
axilas y por los pantalones. Encontró la caja de urgencia, la examinó y se la devolvió.
Seguro ya de que su cautivo estaba inerme, relajó su actitud belicosa, sacó una vieja
pitillera y le ofreció un cigarrillo a Peter. Él también tomó uno y encendió los dos con
un anticuado mechero que tardó mucho en funcionar. Era como si hubieran salido
todos ellos de caza y estuvieran ya cansados. Los guardabosques, apoyándose en sus
carabinas, se dedicaban a pensar en sus cosas. El humo de los cigarrillos flotaba
perezosamente en el aire invernal. Incluso los chiquillos se habían tranquilizado.

El guardia terminó su cigarrillo, escupió y se limpió la boca con el reverso de la


mano. Tenían ya que irse. El viejo le hizo comprender a Peter que debía levantar las
manos otra vez y emprender la marcha hacia la carretera. Volvió a ponerle el cañón del
revólver a la espalda.

Y así anduvieron entre las matas y luego por la carretera hasta un paso a nivel. Era ya
casi noche cerrada y las iluminadas ventanas del pueblo daban una sensación de tibieza
y comodidad. Peter casi se alegraba de que le hubieran detenido. Quizás ahora le darían
algo de comer. Pero sólo con pensar en la comida sentía náuseas y temió vomitar en
plena calle.

La gente del pueblo empezaba a salir de sus casas atraída por la novedad y el
guardia procuraba darle a su séquito de guardabosques un aire lo más marcial posible y
establecer una apariencia de orden en los grupos de curiosos que los rodeaban. Primero
iban dos guardabosques vestidos con knickerbockers verdes y llevando las carabinas al
hombro; luego Peter con traje de aviador lleno de barro y desgarrado por todas partes,
con las botas de aviador empapadas y torcidas y un pañuelo de seda, de brillantes
lunares, al cuello. Tenía una barba de cuatro días y, andando con las manos a la altura
de la cabeza sentíase como un villano en una película del Oeste. Durante sus primeros
días de operaciones aéreas siempre había llevado una pistola en la funda del cinturón.
Pensó que si la llevara en aquella ocasión —sólo la funda, claro está— el cuadro sería
completo. Detrás de él venía el guardia, empujando suavemente a su prisionero por la
espalda con el revólver. Luego seguía otro grupo de guardabosques, y, a respetuosa
distancia, una multitud de pueblerinos que aumentaba sin cesar.

Hacia la mitad de la calle mayor les salió al encuentro un oficial del ejército. Vestía
un ajustado uniforme verde aceituna y unos breeches mal cortados cuyo trasero estaba
formado por un enorme remiendo de cuero. Llevaba una daga muy decorativa colgada
del cinturón con una cadenita de plata y las botas altas le hacían parecer absurdo
montado en su decrépita bicicleta. Se apeó cuando vió llegar el desfile y se detuvo,
sujetando la bicicleta, en espera de que se acercaran.

El guardia detuvo la comitiva con un abrupto “¡¡Alto!!” en cuanto llegaron frente al


oficial. Luego, el viejo, levantando la mano en un exagerado saludo naci, chilló:

—“¡Heil Hitler!”.

El oficial replicó con un saludo militar. Era joven, rubio y coloradito. Miró a Peter con
sus ojos azules, pero apartó en seguida la mirada para hablar con el guardia en alemán.
Le estaba preguntando algo.

El viejo le dió una larga explicación. Peter bajó los brazos pero en seguida volvió a
levantarlos al sentir en su espalda el cañón de una carabina.

El oficial habló de nuevo. Parecía poner especial cuidado en no mirar al prisionero.


Peter escuchaba con interés aquellas palabras incomprensibles para él, porque sabía que
a él se referían y lo más curioso era que sólo se preocupaba por tener tanta barba y por
los desgarrones de su pantalón. Deseaba, por encima de todo, que le dejaran bajar los
brazos. Volvía a tener frío y temblaba. Esto le fastidiaba, no fuera a creer el oficial que él
tenía miedo.

El oficial y el guardia se saludaron y la comitiva continuó su marcha triunfal calle


abajo hasta un hotel que había junto a la estación.
Le permitieron lavarse y después fué a sentarse en una salita donde había fotografías
muy viejas y cortinas de encaje. Se esforzaba por parecer tranquilo. El guardia le estaba
explicando algo en alemán, pero Peter no entendía ni siquiera a qué asunto se refería. A
veces intervenía alguno de los guardabosques, que le decía también algo. Parecía que
hablaban en dialecto, porque Peter no cogía ni por casualidad una palabra conocida. El
guardia no soltaba de la mano un block de notas en el que no había llegado a escribir
más que la fecha.

Cuando llegó el oficial de marina, se levantaron todos los presentes. Era joven y tenía
el rostro curtido por el aire del mar. Le tendió la mano a Peter cordialmente:

—Me llamo Friedrichs —dijo—. He venido porque hablo inglés.

—¿Cómo está usted? —Peter le estrechó la mano.

—El guardia quería saber algo de usted. —En su manera de hablar se notaba esa
actitud despectiva del combatiente por los servicios de retaguardia.

—Preferiría esperar hasta que me lleven a un campo de prisioneros.

El oficial se sonrió.

—Tiene usted razón —dijo—. Yo habría hecho lo mismo en su lugar.

Le habló al guardia en alemán y el buen hombre pareció decepcionado. Daba


golpecitos con un dedo en el block y repetía unas palabras con énfasis.

—Quiere el nombre de usted y algunos detalles para escribirlos en su informe —


explicó el oficial. Sacó una pitillera y le dió a Peter un cigarrillo—. Estoy aquí
extraoficialmente. Vivo en este pueblo. Si puedo hacer algo por usted...

—¿A dónde me llevarán? —preguntó Peter.

El oficial habló otra vez con el guardia y luego le respondió a Peter:

—Viene hacia acá una escolta para recogerlo. Le llevarán a un campo de prisioneros,
probablemente Frankfort —y se sonrió—. No es demasiado malo. Por lo menos, está
usted vivo.

Peter no respondió. El oficial vació su pitillera:


—Le dejaré a usted estos cigarrillos. No tiene usted que decirle nada al guardia. —De
pronto, le pareció Peter mucho más joven y tímido—: Buena suerte. Éstas son las cosas
de la guerra. Sólo se hallaba usted a unos cuantos kilómetros de la frontera holandesa.

Peter estaba a punto de desahogarse con aquel hombre, de soltar todas las malditas
palabras que se le habían acumulado en los días de soledad, ahora que había
encontrado alguien que hablaba inglés. Pero se contuvo. Permanecieron los dos en
silencio unos instantes hasta que el alemán, después de estrechar nuevamente la mano
del inglés, saludó y salió de la habitación.

Cuando se marchó, entró una muchacha que llevaba emparedados de pan negro y
una taza de café ersatz. Era joven y morena y cuando puso el refrigerio sobre la mesa, le
sonrió a Peter.

—Essen —dijo el guardia señalándose a la boca.

Peter ofreció los emparedados a los guardabosques, pero éstos los rechazaron y le
instaron por señas a que siguiera comiendo. Lo dejaron solo en un extremo de la mesa
mientras ellos discutían en el otro extremo en voz baja.

Peter intentó comer, pero no podía tragar. Quiso beber el café, pero estaba
demasiado caliente. Sin embarco, cuando empezó se desvanecieron los emparedados
rápidamente. Cuando hubo terminado con ellos, bebió el café sintiendo que su amargo
calor lo reanimaba. Encendió uno de los cigarrillos del oficial de marina y se preguntó
cuántos hombres compondrían su escolta y cuánto tardarían.

Por lo visto, el guardia y los guardabosques habían llegado a ponerse de acuerdo,


pues levantándose de las sillas, le indicaron que los acompañara al pequeño bar del
mismo hotel. Le hicieron sentarse en una silla en medio de aquella salita, que daba a la
calle y abrieron la puerta para que entraran los pueblerinos curiosos. Al principio esto
irritó a Peter, pero el orgullo del guardia era tan ingenuo que no podía tomárselo a mal.
Seguramente era Peter el primer inglés que habían visto; y allí se estuvo, paciente y
fastidiado, con la esperanza de que el oficial de marina fuera a rescatarlo.

Después de que se hubo marchado el último paisano, el guardia le hizo quitarse a


Peter sus botas de aviador y las puso detrás del mostrador. Los guardabosques
acercaron sus sillas a la estufa central e invitaron al prisionero a beber. Sirvieron
schnapps de una botella muy grande recubierta de mimbre. Todos bebieron schnapps y
cerveza y uno de los guardabosques encendió su pipa. Peter llevaba una pipa en el
bolsillo y el guardabosques le dió el tabaco para llenarla. Era suave y seco y su sabor
quemaba la lengua.

Hacía calor en el bar y el leve olor de comida y cerveza fué cubierto en seguida por el
acre olor del tabaco alemán. Peter, con los pies sobre la barra que rodeaba la estufa —
que estaba al rojo vivo— sentíase a gusto y reconfortado. Tenía un vaso de schnapps en
la mano y ya se había tomado seis que le calentaron la sangre muy agradablemente.
Hacía mucho tiempo que no se sentía tan feliz.

El guardia estaba también muy contento. Desde luego, había sido para él un gran
día, un día del que tendría que hablar el resto de su vida en aquel mismo bar; y todo lo
que hacía el buen hombre tendía a darle más importancia al acontecimiento.

Mientras bebía con ellos se preguntó Peter por qué no lo encerrarían. ¿Acaso no
tenían una habitación a propósito, o creían quizá que no había ningún peligro de fuga?
¿O es que tenían interés en mostrarse corteses? Pensó con un escalofrío en lo que los de
su pueblo querían hacerle al aviador alemán que cayese en sus manos. Pasaron por su
memoria, como relámpagos, látigos, navajas, horquillas de aventar el grano... ¿Lo
habrían hecho si se les hubiera presentado la ocasión? Esta gente le daba comida,
cigarrillos y schnapps. ¿Harían lo mismo sus compatriotas si pescaran a un aviador
alemán?

El guardia sacó su cartera y fué enseñando fotografías de su pelotón de infantería en


la guerra de 1914. Entonces abultaba más y llevaba unos grandes bigotes que le daban
un impresionante aire de seriedad. Todos parecían muy serios, como si la guerra fuera
entonces un asunto de trascendental importancia. Luego pensó Peter en las fotos que
había visto en las paredes del otro cuarto. No, no era la guerra lo serio en aquellos días
sino el arte fotográfico. Esta ocurrencia le hizo gracia y se rió por dentro.

El guardia llevaba también en la cartera una Cruz de Hierro; sobre el pecho lucía la
correspondiente cinta. Se estaba poniendo calamocano y repetía la misma explicación.
Era algo que se refería a la guerra. Peter sacó la conclusión de que el buen hombre
consideraba que la guerra había sido una equivocación.

Uno tras otro, los guardabosques dijeron Heil Hitler!, recogieron sus carabinas y
partieron hasta que sólo quedaron allí el guardia y los dos guardabosques encargados
de vigilar a Peter en el bar. Uno de los guardas estaba borracho. Llevaba un sombrero
deformado, con púas de pino metidas en la cinta; los botones de su chaquetón verde
eran labrados. El otro, que no estaba tan borracho, fumaba en pipa. Era más de media
noche y casi habían terminado la provisión de schnapps.
Peter, a través de una neblina de alcohol y de cansancio, veía muy cerca de él la cara
del guardia. El viejo llevaba desabrochada la guerrera enseñando una camisa de franela
gris sin cuello y unos tirantes. No soltaba de la mano el block de notas. Señaló la
swástika bordada en su chaqueta y cogió a Peter por el brazo. Nicht hier, dijo, señalando
la insignia, hier!, y se daba golpecitos sobre el pecho por debajo de la guerrera.
Evidentemente, quería significar con esto que no era el cargo quien deseaba la
información sino el hombre. Había escrito su nombre y dirección en lo alto de la página
y le daba a entender a Peter que debía firmar debajo, Peter cogió el block. Lo único que
se le permitía confesar era su graduación, su nombre y el número general. Se acordó de
su profesor Pop Dawson mientras escribía: “Teniente-aviador Peter Howard, 1174667,
R. A. F., capturado por el anteriormente citado. 20-XII-42.”

Al recordar a Pop Dawson, se avergonzó. Aquí estaba él sentado con el enemigo,


bebiendo schnapps con ellos. En realidad todavía no estaba capturado. Aún podía
fugarse. Cuando llegara la escolta, lo conducirían a Frankfort según le había dicho el
oficial de marina. Pero también le había revelado que se encontraba casi en la frontera
holandesa. Miró al viejo, que estaba guardando la Cruz de Hierro en la cartera, y a los
guardabosques, enfrascados en animada conversación. Si lograba burlar a éstos, no
habría otro vigilante en la calle, a la puerta de la casa. El water no era utilizable como
medio de escape. Durante la tarde había ido varias veces y sabía que la ventana estaba
condenada. El bar tenía otras dos puertas, una que conducía al cuarto donde le habían
dado de comer y la otra a la calle. El guardia, con la funda de su revólver abierta, se
hallaba sentado entre él y la puerta. Detrás de Peter estaba la escalera por la que la
muchacha se había ido a dormir; pero incluso si lograba llegar arriba sin que le dieran
un tiro, había la posibilidad de que alguien vigilase la casa por fuera. Tenía que
comprobarlo.

Cantaría. Haría que los otros se unieran a él en coro y formarían entre todos tanto
ruido que si había alguien fuera tendría que entrar para enterarse de lo que ocurría.
Pero todo debía resultar natural. Peter no tenía disposiciones para el canto. Las
canciones en grupo le hacían sentirse molesto. Y debía ser una canción que todos ellos
pudieran cantar. Podía ser, por ejemplo, una canción de la guerra anterior... Simulando
estar borracho, cogió del brazo al guardia y comenzó una versión personalísima muy
desafinada de Mete tus penas en tu vieja mochila. Al principio, el guardia lo miró
estupefacto. Luego reconoció la musiquilla, lo cual sorprendió mucho a Peter. (Hasta
algún tiempo después no supo que los alemanes tenían una marcha con la misma
música.) El guardia lo acompañó en alemán. Los guardabosques se unieron a ellos a voz
en grito. La apagada voz de Peter fué ahogada por los berridos teutónicos de aquellos
hombres. Era magnífico; exactamente lo que él deseaba. Fué marcando después el
compás con su jarra sobre la mesa, gritando sin ton ni son todo lo más alto que podía,
mientras el guardia, olvidando el presente, creía estar cantando en la guerra anterior,
una guerra en la que también él había luchado como soldado.

Por supuesto, la puerta se abrió y entró un guardabosques armado con su carabina.


Gritó unas palabras en alemán, señaló escaleras arriba y se retiró.

Entonces el guardia, de repente, se aplastó sobre la mesa, con las manos tendidas
hacia adelante. Su absurdo casco salió rodando por el suelo y fué a detenerse al pie del
mostrador. Peter se compadeció entonces del pobre hombre, que tenía la cabeza
empapada de cerveza.

Los dos guardabosques pensaban dejarlo allí —seguían cantando—, pero Peter le
levantó al viejo la cabeza y lo echó atrás en la silla. La cabeza volvió a caer hacia
adelante, como la de un pelele y todo su cuerpo parecía desarticulado.

—Water! —dijo Peter a la vez que hacía el gesto de echarle agua al viejo en la cara.
Los guardabosques gesticularon. El de la pipa cogió al guardia por la cabeza y el otro
por las rodillas y lo llevaron así hasta el cuarto de aseo. Peter quedó solo por un
momento en la habitación llena de humo. Era su oportunidad; tenía que aprovecharla.
Cruzó la habitación silenciosamente, en calcetines, recuperó sus botas, que estaban
detrás del mostrador, y corrió escaleras arriba hasta el primer piso. ¿Cuál sería la
habitación de la muchacha? Sabía que si entraba, los gritos de la chica atraerían la
atención del centinela. ¿Habría un cuarto de baño? En caso afirmativo tendría que estar
encima del cuarto de aseo que ya conocía.

Sigilosamente abrió la puerta que había en el extremo del descansillo. Aquello tenía
que ser la parte trasera de la casa; estaba seguro de que en la fachada había un centinela,
el que entró a imponer silencio. Abrió la puerta y vió que era un dormitorio. Dentro
había un gigantesco armario y una cama muy alta con muchos edredones. En la cama
dormía alguien. Peter vaciló un instante mientras escuchaba la pesada respiración de
aquella persona. Pensó cómo se aterraría, él o ella, si se despertara en aquel momento,
aunque en verdad, bien poco daño podía él causar entonces.

La ventana estaba abierta, y sus cortinas de encaje flotaban con el viento. Peter
decidió saltar por allí. No había tiempo que perder. Cerró con mucho cuidado la puerta
del dormitorio. El bulto de la cama se movía con inquietud. Peter se detuvo junto a un
montón de ropa colocado sobre una silla junto a la cama, con la esperanza de que fuera
ropa de hombre. Pero era de mujer. Por un instante se le ocurrió vestirse con aquellas
prendas, pero la horrible posibilidad de que lo sorprendieran a medio vestir en aquel
cuarto de mujer le hizo desistir de la idea.
Saltó por la ventana cayendo sobre el tejado de un cobertizo y desde allí hasta el
patio. Hasta ese momento todo iba bien. Cruzó el patio, saltó la valla y cayó en el
terreno libre. Con toda la rapidez que pudo, se dirigió hacia el puente cerca del cual lo
habían detenido a primera hora de la tarde. Después de un breve reconocimiento,
comprobó que no había centinelas en el puente. Estaba claro que aquella vigilancia
había sido por causa suya.

Corrió lo más rápidamente posible durante una milla, siguiendo audazmente por la
carretera impulsado por el deseo de adentrarse en Holanda lo más posible antes del
amanecer. El terreno a ambos lados de la carretera era tan pantanoso como el recorrido
por él en la noche anterior. Sabía que no podría separarse mucho de la carretera. Le
sería imposible avanzar con rapidez por aquel terreno enfangado. También sabía que
los alemanes se lanzarían en su persecución a la mañana siguiente, en gran número.
Peter decidió sincerarse con un campesino holandés y pedirle que lo escondiera en su
casa durante unos cuantos días.

El descanso y el alimento lo habían repuesto mucho, pero las nuevas energías le


duraron poco. Después de aquella carrera, empezó a cojear y a sentir un intenso deseo
de tumbarse a dormir en cualquier zanja.

Pero ya estaba en Holanda y sentía un poco de resquemor de conciencia por haberle


jugado una mala faena al pobre guardia. Sabía Peter que, en sus circunstancias, era una
estupidez sentir tales escrúpulos, pero no podía vencer la inquietud de su conciencia.
Había bebido con ellos toda la noche y no había pagado ni una sola ronda. Le parecía
estar viendo el rostro del guardia mirándole con reproche. Aquellos hombres podían
haberlo encerrado, y en vez de eso, lo habían invitado. Le preocupaba que pudieran
fusilar al pobre hombre por haberle dejado escapar.

Poco antes de amanecer, llegó Peter a una pequeña finca situada a una milla,
aproximadamente, de la carretera. Se escondió detrás de unos árboles y esperó a
cerciorarse de que la casa no estaba ocupada por los alemanes. Vió dos niñas que
parecían tener respectivamente ocho y nueve años, y una mujer con un chal sobre la
cabeza. No aparecían hombres por ninguna parte. Desde su escondite vió Peter que
pasaba por la carretera a toda velocidad un camión militar alemán, pero, aparte de
aquello, no hubo señales de vida por ninguna parte.

Tenía que arriesgarse. Si no, nada conseguiría. Lo más urgente era conseguir un traje
de paisano y, a ser posible, documentación. Tenía las botas tan deformadas e inútiles
para andar, que no se sentía capaz de otra noche de marcha.
Antes de acercarse a la casa, examinó atentamente el contorno del campo. El corazón
le latía atropelladamente cuando salió de entre los árboles, anduvo directamente hacia
la parte trasera de la casa y llamó a la puerta.

Abrió una de las niñas. Peter vió el miedo que tenía la criatura.

—R. A. F. —dijo Peter imitando con las manos el movimiento del paracaídas que
baja.

La niña entró corriendo en su casa y Peter se apresuró a seguirla hasta una cocina de
suelo de piedra. En el centro de ésta se hallaba la mujer a la que Peter había visto horas
antes mientras vigilaba la casa. También la mujer parecía aterrada; lo miraba en silencio.

—R. A. F. —dijo Peter—. Inglés... Englander.

La mujer seguía sin hablar. A Peter le parecía que ella estaba deseando que se
marchara, que trataba de dárselo a entender a fuerza de mirarlo fijamente.

Para tranquilizarla, la miró sonriente y, señalándose con un dedo en el pecho,


exclamó:

—¡Peter Howard!... Englander... Flieger. Paracaídas —y le repitió la misma mímica que


empleó con la niña.

La espantada inmovilidad de la mujer se fué deshelando.

—¡Comida! —dijo él metiéndose un dedo en la boca.

Entonces la mujer fué hasta una alacena y sacó un pedazo de queso, mantequilla, pan
negro y un plato de ensalada, todo lo cual puso encima de la mesa. Peter se sentó y
empezó a comer inmediatamente. La oyó hablar con la niña. Ésta salió corriendo por el
sendero que conducía a la casa y a campo traviesa en dirección al bosque donde Peter
estuvo escondido. Se preguntó éste si la chica iría en busca de la policía. Pero ya nada
podía hacer.

La mujer había vuelto a la cocina y lo contemplaba mientras comía, aunque mirando


de vez en cuando nerviosa por la ventana en la dirección por donde se había ido la niña.
Peter deseaba desesperadamente establecer algún contacto, descubrir de qué parte
estaban las simpatías de aquella mujer.
—Gracias —dijo—. ¡Bueno! —y se daba golpecitos en el estómago como para
agradecer la comida. Este gesto fué recompensado con la sospecha de una sonrisa. Y
Peter se preguntó si no se habría comido la cena de aquella gente.

Cuando terminó de comer se levantó. La mujer daba la espalda a la puerta. Peter


notó que era más joven de lo que él había pensado, pero estaba muy delgada y pálida.
Por fin sonrió más abiertamente y entonces resultó casi hermosa. Peter quería hacerla
sonreír de nuevo. La única manera de establecer contacto era pedirle algo.

—Afeitar —dijo—. Navaja —y realizó la pantomima consiguiente pasándose la mano


por su barba de cinco días. Por lo visto, debió de hacerlo bien, pues la mujer sonrió de
nuevo y entró en una habitación. Volvió con una anticuada navaja de afeitar, una
brocha y jabón. Puso todo esto sobre la mesa y trajo un cacharro con agua caliente, un
espejo y una toalla.

Peter se miró la cara en el espejo. Tenía revuelto su cabello moreno y la barba le


cubría de negro la parte inferior de la cara. Tenía bolsones bajo los ojos y éstos
inyectados de sangre. No era extraño que la niña se hubiera asustado tanto. Sonrió a la
mujer a través del espejo y le sorprendió ver lo blancos que resultaban sus dientes en
contraste con el sombrío rostro.

No se había desvestido desde la noche anterior a aquella en que fué derribado. Se


desnudó hasta la cintura, lavóse a conciencia y empezó a afeitarse. La navaja era difícil
de manejar, pero al emprender la casi inconsciente rutina de rasurarse, le resultó
reconfortante.

Se limpió de la cara los restos de jabón y quiso pedirle a la mujer ropa de paisano.
Cuando se señaló al uniforme y realizó los gestos que él creía más elocuentes para sus
fines, ella se limitó a afirmar con la cabeza y a sonreír como si le hubiera pedido que
admirara su prestancia. Renunció a la pantomima y decidió preguntarle al granjero
cuando llegara a la casa... si es que existía tal granjero y no se presentaba en cambio el
policía que la niña, casi con toda seguridad, habría ido a buscar.

Mientras tanto, se sentó Peter en una dura silla de madera junto a la chimenea, donde
ardía un buen fuego y se calentó las perneras de los pantalones. Pensó que había
estropeado definitivamente sus botas, las cuales tenían ya el cuero reseco y blanquecino.
Impulsado por un instinto de precaución, sacó del bolsillo la pequeña brújula y,
abriéndose una raja en la bota izquierda con un cortaplumas, metió la brújula entre el
forro exterior de lana y el cuero. Allí estaría más segura.
Sentado al calor y en la seguridad de aquella cocina, consciente del continuo trajín de
la mujer en la habitación próxima, se preguntaba Peter a quién habría ido a buscar la
niña. La mujer le había parecido bastante amistosa, pero ¿habría comprendido quién era
él?

¿Pensaría quizás que era alemán? Hizo un movimiento como para llamarla, pero la
dificultad del idioma lo paralizó. Volvió a dejarse caer en la silla, excesivamente
cansado para preocuparse más.

Cuando se despertó, había un hombre en la cocina; un individuo de media edad que


estaba de pie frente a él sosteniendo en las manos un sombrero flexible gris y
contemplándolo a través de sus gafas de montura dorada.

—Soy el maestro de escuela —dijo el hombre—. Hablo un poco de inglés.

Peter se puso en pie. Se estrecharon las manos.

—¿De dónde viene usted? —le preguntó el maestro.

—Mi avión fué derribado en Alemania. Vengo de allá.

—¿Le ha visto a usted alguien?

—Los alemanes me capturaron en la frontera, pero me escapé.

—¿Nadie le vió llegar aquí?

—No.

—¿Cuándo lo derribaron a usted?

—El viernes pasado por la noche —y pensó mientras decía esto que parecía mucho
tiempo.

—¡Ah!, fué entonces en el gran raid. —El maestro parecía aliviado—. Un aeroplano
se estrelló cerca de aquí. Ardía en el aire, lo vi caer como una antorcha encendida.

—¿Cuándo fué eso?

—Poco después de media noche.


Peter pensó que podía ser el de ellos y preguntó:

—¿Qué tipo de avión era?

El maestro no lo sabía con seguridad.

—Un bombardero. Un aparato muy grande. El piloto tuvo mucha suerte: Iba solo en
el avión cuando cayó en un gran lago cerca de aquí. Lo sacaron ileso. Los alemanes se lo
llevaron. Llegaron antes de que yo pudiera acercarme.

Peter pensó que, casi con toda seguridad, se trataba de su bombardero. El buen
Wally se había salvado. Y este hombre intentó ayudarle.

—¿Ha ayudado usted a muchos aviadores? —le preguntó.

El maestro sonrió y levantó la mano con un gesto típico de su profesión.

—No, es mejor que no me haga usted preguntas.

—Los alemanes adivinarán que he entrado en Holanda —dijo Peter.

El hombre dió unos pasos hasta la chimenea y se quedó mirando fijamente las
llamas:

—Lo sacaré a usted de aquí en cuanto oscurezca. Por ahora es preferible que duerma
usted. La mujer le secará la ropa y al anochecer vendré a recogerle.

Habló con la mujer en su propia lengua dándole instrucciones; luego se volvió de


nuevo a Peter y le cogió la mano. Tenía un estilo curiosamente profesional, pero que
recordaba más la profesión de médico que de maestro. Se inclinó para decirle algo a la
niña y se llevó a la madre con él hacia el patio.

Cuando la mujer volvió a la cocina, le indicó a Peter que la siguiera y lo llevó a un


pequeño dormitorio que había en el piso de arriba, una habitación cuyo techo inclinado
le recordó a Peter su propio dormitorio en su casa de Inglaterra. Ella dijo algo en
holandés y Peter comprendió que volvería a recogerle la ropa dentro de unos minutos.
Al principio se sentía reacio a perder de vista sus prendas, sobre todo las botas, pues,
por mal que estuvieran, lo que es sin ellas no podía dar un paso; pero se comprendía
que él solo no podría hacer nada y que, una vez repuesto y seco, lo mejor que podría
hacer sería dormir mientras los otros le preparaban la fuga.
Se desvistió por completo y, al instalarse en el alto lecho de suave colchón de plumas
y abultado almohadón, sintióse seguro. Era como si hubiera vuelto a su casa.

Antes de que la mujer viniera a recoger la ropa ya se había dormido profundamente.

Se despertó ya de noche cerrada. La mujer estaba a su lado con una palmatoria en la


mano y le sacudía por los hombros. Kommen Sie! Kommen Sie! Schnell, schnell, schnell!
(¡Venga, venga, rápido, rápido!). Dejó la palmatoria sobre la cómoda que había junto a
la cama y por la rapidez con que la mujer corrió escaleras abajo, comprendió Peter que
él debía apresurarse mucho. Su ropa, seca y perfectamente doblada, estaba sobre la silla
junto a la cama. La mujer incluso le había remendado los pantalones. Mientras se vestía,
le pareció que todo iba bien. Estaba convencido de que era Wally el que se había
escapado del avión en llamas y esto le alegraba mucho. El maestro le había dado la
impresión de un hombre eficaz con mucha confianza en sí mismo, una confianza
tranquila, como a él le gustaba. Peter y su hermano nunca decían “Tengo la absoluta
seguridad”, sino “Confío con toda tranquilidad”. Esto formaba parte del lenguaje
privado de ambos.

Cuando bajó, no estaba allí el maestro. En cambio vió a una mujer joven con un
impermeable ceñido con un cinturón azul y la cabeza envuelta en un pañuelo oscuro. El
pañuelo y el cabello que escapaba bajo él se hallaban mojados por una fina lluvia que
despedía suaves destellos a la luz de la vela. La joven estaba excitada y le hablaba en
inglés:

—Han detenido a mi esposo. Lo sorprendieron en el momento de robar un coche. Es


preciso que no sepan que lo hacía para usted. Si no, lo matarán. Tiene usted que
marcharse.

—¿Quién es usted? —le preguntó Peter perdiendo en aquel instante toda su anterior
confianza y teniendo de pronto la sensación de que había cometido un gran error yendo
allí.

—He venido a decirle que debe usted salir de esta casa. —Se volvió a la mujer y le
habló en holandés y después a Peter en inglés—. Esta mujer se quedó viuda y si le
encuentran a usted aquí la matarán también a ella y las niñas se quedarán huérfanas.
Incendiarán la casa. Y mi esposo... si llegan a saber que le estaba ayudando a usted...
¡por favor, váyase!
La joven empezó a reunir las cosas de Peter: las botas que estaban al lado de la
lumbre, la chaqueta “Irvin” colgada en la silla...

—Pueden venir de un momento a otro —dijo, nerviosa—. Aléjese de la carretera, y


cuando esté ya a buena distancia, pregunte en otra casa de campo... Quizás le presten
auxilio. Pero aquí es demasiado peligroso. —Y obligándole casi a ponerse la chaqueta
de cuero, le empujaba hacia la puerta.

Fuera de la casa, en la oscuridad y bajo una fina llovizna, quedó Peter por unos
segundos sin idea alguna de lo que debía hacer. Las estrellas que lo habían guiado en su
accidentado viaje no lucían ahora. Pero ya no necesitaba de ellas, puesto que no se
dirigía hacia el oeste. Había cruzado la frontera, pero todavía no había conseguido
encontrar un verdadero apoyo.

Siguió por una senda hasta la carretera y penetró más aún en terreno holandés.
Quizás cuando se encontrase fuera de la zona fronteriza le sería más fácil hallar auxilio.
Los pantalones habían vuelto a mojarse y la lluvia le caía por la cara y le empapaba el
cuello lanudo de su chaqueta “Irvin”.

Anduvo toda aquella noche, experimentando con más intensidad el frío y la soledad,
ya que había conocido por algunas horas la tibieza y la comodidad de esas casas cuyas
ventanas encendidas encontraba al paso.

Cuando amaneció, aún seguía caminando Peter por la carretera, pero encontró
pronto un escondite entre dos pilas de heno cerca de una granja. Se estuvo allí sin
moverse hasta cerca del mediodía, pero impulsado por el hambre y la soledad, decidió
dirigirse a la casa. Mirando cuidadosamente en ambas direcciones de la carretera para
volver a esconderse si aparecía alguien, se dirigió hacia el edificio que veía a una
distancia de un cuarto de milla. Cuando iba ensayando mentalmente lo que le diría al
granjero, se le echaron encima silenciosamente dos policías montados en bicicletas. Era
inútil resistir. Había perdido toda capacidad de resistencia. Los tres anduvieron las
pocas millas que los separaban del pueblo y no pronunciaron mientras tanto ni una sola
palabra.
CAPÍTULO III

Tumbado en su estrecha celda, Peter intentaba convertir en mapas y rostros las


manchas de humedad de las paredes. Le molestaba tanto haberse dejado detener que se
negaba a pensar en ello. Yacía en una plancha de madera y la delgada manta gris que lo
cubría despedía un repugnante olor. Le habían quitado las botas de aviador y la
chaqueta de cuero y tenía frío. No había comido desde primera hora de aquella mañana
y ya era el final de la tarde. La acuosa y pálida luz que entraba por la ventanita cruzada
de pesados barrotes, caía oblicuamente sobre el tosco cubo con asiento de madera, que
estaba en un rincón de la celda y que despedía un espantoso olor.

Peter se sentía mal por los remordimientos. Aquello había sido demasiado idiota.
Una carretera recta, larga, visible por completo para él y de pronto dos policías en
bicicleta. Ni siquiera había tratado de huir.

Esta vez no hubo cigarrillos ni schnapps. Los guardias, que eran muy jóvenes,
adoptaron una actitud de frío desdén. Peter no veía diferencia entre ellos y los
alemanes. Quizás lo fueran. De todos modos, la conducta de esta pareja había sido muy
diferente de la del viejo guardia que lo detuvo la otra vez y Peter se alegró cuando la
puerta de la celda se cerró y quedó separado de ellos.

No sentía rencor contra los holandeses. El intérprete le había dicho que por cada
aviador que ocultaran, fusilaría la Gestapo diez holandeses. Buscar ayuda, le había
explicado aquel hombre, sólo significaba para Peter una minúscula posibilidad de evitar
su captura; en cambio, para los holandeses significaría mucho más.

Suspiró y se estiró incómodo en su lecho de madera. De allí no se escaparía, podía


estar seguro. Los muros eran de sólido hormigón armado y la puerta tenía un grosor de
varias pulgadas. Incluso el pan y el café ersatz que le habían dado para desayunar se lo
habían entrado por una trampa que se abría en la puerta. Descansaría hasta que lo
trasladaran de nuevo y procuraría fugarse durante el viaje. Volvió la cara hacia la pared
y se durmió.

Lo estaban sacudiendo suavemente por los hombros. Había soñado otra vez y al
principio creyó que le despertaba su asistente. Luego oyó una voz que le decía: “...
raus!, raus!”, y le llegó un perfume como el que suelen esparcir en los cines baratos.
Abrió los ojos. Un soldado alemán se inclinaba sobre él esforzándose en arrancarlo al
olvido del sueño. Incorporándose, Peter se echó atrás el cabello que le caía sobre los
ojos. Había en la celda dos soldados, armados ambos con pistolas automáticas y
llevando carteras de cuero negro de imitación.

Peter se sentó en el borde de la cama y los miró. Eran unos soldados de aspecto muy
poco marcial. El que lo había estado sacudiendo era joven y moreno, con una cara triste
y labios gruesos. Llevaba cuello y corbata con un uniforme de la Luftwaffe y el largo
cabello negro que le salía bajo la gorra estaba algo ondulado. Los galones plateados que
lucía en su manga le daban un aspecto teatral, de comedia musical, pero la pistola
automática en su mano parecía bastante real.

—Puede usted apartar ese chisme —le dijo Peter.

—Siempre que nos entendamos... —el cabo hablaba un perfecto inglés. Volvió a
meter la pistola en la funda.

El otro, que tenía más edad, le entregó a Peter sus botas.

—Ahora tiene usted que venir con nosotros —le dijo el cabo.

Peter se puso las botas, que todavía estaban húmedas y siguió a los dos soldados por
el corredor.

—¿A dónde vamos? —preguntó.

El cabo le respondió, a la vez que hacía una mueca:

—Ya se enterará usted a su debido tiempo. Para usted, la guerra ha terminado. No


haga preguntas ni piense más. Hará usted lo que le digan, ¿no?

—No —dijo Peter rotundamente.

—¡Ah!, ¿conque ésas tenemos? Entonces se le hará la vida muy difícil. Va usted a
tropezar con la disciplina alemana.

—Querría que me devolvieran mi chaqueta “Irvin”, si hacen el favor. —Peter tenía la


sensación de que con aquella reclamación daba una última prueba de independencia.

—¿Su chaqueta?

—Sí, mi chaqueta de aviador. El guardia me la quitó anoche con las botas.


—Nada sé de esa chaqueta.

—Déjeme hablar con el guardia.

—No he venido aquí para hablar de chaquetas. He venido para llevarle a usted con
nosotros. Creo que ya hemos perdido bastante tiempo. ¡Vamos!

—Exijo que me devuelvan esa prenda. —Peter se había enfurecido de repente. La


posible pérdida de la chaqueta le fastidiaba más que cuando se rompió los pantalones
con el alambre espinoso. Normalmente, tenía Peter un carácter tranquilo, pero de vez en
cuando se apoderaban de él estos arrebatos de cólera irracional. Se esforzó por suavizar
la voz—. No tienen ustedes derecho a quedarse con ella, porque forma parte de mi
equipo militar.

—Yo no he cogido su chaqueta.

—Entonces exijo ver al guardia.

—Usted es un prisionero. No puede usted exigir nada. —El cabo se estaba excitando,
gritaba y manoteaba con indignación.

Peter volvió a levantar la voz:

—Soy oficial y exijo ver a un oficial de mi propia graduación, antes de salir de aquí.
—A él mismo le parecía una estupidez lo que estaba diciendo, pero el efecto que
produjeron estas palabras en el cabo, fué sorprendente. Se volvió en seco y los tres se
dirigieron de nuevo a la celda.

—Espere aquí, por favor. Le traeré al oficial de policía.

Peter y el otro soldado se quedaron en la celda y escucharon los pasos del cabo que
se alejaban por el corredor. El soldado miró a Peter y le sonrió conciliador. Peter le
respondió con un bufido.

El oficial de policía venía indignado. Era un individuo corpulento con el cabello


cortado al rape y unas mandíbulas fuertes. Hacía tiempo que no se afeitaba. Se le notaba
en la frente la señal de la gorra y sus ojillos de cerdo estaban inyectados de sangre.
Aseguraba que no existía tal chaqueta. El prisionero había sido capturado con la ropa
que llevaba ahora. Si hubiera existido esa chaqueta nadie podía dudar de que el
prisionero la habría recobrado en seguida. Peter comprendió que era inútil insistir.
Temblando de rabia anduvo corredor adelante encuadrado por los dos soldados
alemanes. Salieron fuera del edificio. Hacía una mañana muy fría.

Se dirigieron en silencio hacia la estación y se encontraron con que el tren tardaría


aún otra hora. Dejando al soldado vigilando al prisionero, el cabo entró en la sala de
espera e hizo salir a todos los que allí estaban gritándoles como si fueran reclutas
estúpidos. Todos salieron al andén y Peter observó en sus caras la irritación y el odio
que les producía el invasor. Algunos de ellos sonrieron al reconocer el uniforme de
Peter y varios levantaron sus dedos con la señal de la victoria, la V conocida ya en todo
el mundo. El cabo debió de darse cuenta, pero no dijo nada. Hizo entrar a Peter en la
sala de espera y se quedó acompañándolo apoyado contra la puerta.

—Su chaqueta irá a parar probablemente a nuestras tropas del frente oriental.

—Entonces, ¿sabía usted que yo tenía una chaqueta?

—Eso dijo usted. —Había adoptado el tono de una madre un poco tonta que quiere
congraciarse con un hijo díscolo.

Peter no replicó.

—Escuche —dijo el cabo—. Tenemos que viajar juntos todo el día. ¿Por qué no somos
amigos y hablamos tranquilamente? Me gustaría practicar el inglés.

—¿Por si ganamos nosotros la guerra?

—Ach, no ganarán ustedes. El Führer no puede permitirse perder.

—Es que no depende sólo del Führer —dijo Peter.

—En primer lugar, no debieron ustedes luchar contra nosotros —dijo el cabo—. El
Führer ha dicho muchas veces que no tenemos nada contra Inglaterra.

Peter guardó silencio.

—Sólo estamos haciendo ahora lo que Inglaterra ha hecho en el pasado.

—Es inútil que sigamos hablando de esto —cortó Peter. Recordada las conferencias
de Pop Dawson. “Tratarán de hacerles hablar y sacarles información de un modo
indirecto”, había dicho Pop. “La única manera de evitar darles informes es negarse a
hablar”. Además, el cabo parecía un poco sospechoso. Era sorprendente lo bien que
hablaba el inglés.

El otro soldado llegó con tres tazones de caldo. A Peter le recordaba al viejo guardia,
que parecía demasiado cansado para esta guerra; y además, sin importarle lo bastante
lo que sucedía. Colocó los tazones sobre la mesa, sonrió nervioso y volvió a caer en una
actitud indiferente.

El cabo sacó tres rebanadas de pan negro de su cartera de mano y le dió una a Peter,
a la vez que le decía:

—En Inglaterra no tienen ustedes mucho pan.

—Tenemos pan de sobra —replicó Peter.

—Ach, para los ricos.

—Para todos.

—Ach, eso es lo que ustedes dicen. —El cabo sonrió al decir esto. Y mordió
hambriento su pedazo de pan.

Cuando entró el tren en la estación, el cabo hizo salir de un compartimiento a todos


los viajeros y cerró la puerta que daba al pasillo. Hizo sentar al otro soldado junto a la
ventanilla mientras él se quedaba junto a la puerta corrediza. Peter se sentó entre ellos.
El cabo dejó abierta la funda de la pistola y advirtió:

—Si intenta usted escapar, dispararé contra usted sin vacilar.

Tardaron el día entero en llegar a Colonia; un día a través del cual los asientos de
madera se iban haciendo cada vez más duros y el aire más irrespirable en el
compartimiento cerrado. Peter hizo señas al soldado de más edad para que abriera la
ventana, pero el cabo, que sin duda temía un intento de fuga, lo prohibió. En casi todas
las estaciones había un puesto de la Cruz Roja donde se repartía sopa gratis y, mientras
el soldado bajó a buscar alguna, el cabo, cada vez más irritado, evitaba que entrara
ningún viajero en el compartimiento. No había calefacción en aquel coche y Peter
lamentaba la pérdida de su chaqueta.
Había logrado aquella chaqueta sin cortar cupones y al terminar la guerra habría sido
suya. Fué en una calurosa noche de verano, lo recordaba muy bien, y habían
bombardeado Duisburg. Habían alcanzado los objetivos y al regresar tuvieron un
accidente en el campo de aterrizaje. El aparato se había incendiado, pero todos ellos, los
tripulantes, se salvaron; y a la mañana siguiente solicitaron nuevas chaquetas con el
pretexto de que las que tenían se habían quemado con el avión. El comandante les dió a
los siete una chaqueta a cada uno. Sobre la mesa tenía el formulario que suele rellenarse
en estos casos.

—¿Perdió cada uno de ustedes una chaqueta “Irvin” anoche?

—Sí, señor.

—¿Están ustedes seguros?

—Sí, señor.

—Yo también volé anoche.

—¿Sí, señor?

—Sí, en mangas de camisa.

Se produjo un breve silencio. Luego, Mac, el artillero de cola, dijo:

—Es que nos las llevamos por si hacía frío, señor. Las habíamos amontonado en la
parte de atrás.

—Pues bien, no les creo a ustedes —concluyó el comandante. Pero firmó las hojas y
cada uno de ellos obtuvo una nueva chaqueta de vuelo. Y ahora resultaba que las viejas
volverían al almacén mientras que las que llevaban puestas irían a parar al frente ruso.

A mediodía, los soldados abrieron sus carteras de mano. Sacaron pan y salchichón
que compartieron con su prisionero. Bebieron café ersatz caliente que llevaban en termos
y fumaron unos cigarrillos muy malos.

Varias veces intentó el cabo entablar conversación con Peter, pero las secas y nada
comprometedoras respuestas del inglés cortaron estos propósitos. Cada tema de
conversación moría, en la húmeda atmósfera del vagón, apenas había nacido.
Peter, encogido en su asiento de madera, pensaba en el resto de su tripulación. ¿Los
habrían capturado? ¿O andarían huyendo a campo traviesa, escondiéndose en zanjas y
esperando a que anocheciera? Ninguno de ellos hablaba alemán; pero Kin, el
radiotelegrafista canadiense, hablaba francés. Ya sabía que Wally había caído en manos
de los alemanes, pero, ¿y los otros?

Solían compartir un auto, un viejo Aston Martin sin silenciador que les había llevado
muchas veces, con insoportable incomodidad, de Cambridge al aeródromo y viceversa.
¿Qué sería ahora del desvencijado coche? Le escribiría en cuanto pudiera a su hermano
Roy diciéndole que podía quedarse con él. Estaba seguro de que sus compañeros de
tripulación no se opondrían a ello, es decir, si ninguno de ellos regresaba. Si alguno
volvía, el coche sería suyo. Se imaginaba a sí mismo conduciéndolo de nuevo, con el
pequeño volante entre las manos y sus compañeros amontonados tras él desafiando las
ordenanzas del tráfico cada vez que entraban estruendosamente en Cambridge.

Tenía que librarse de esto. La idea de pasar el resto de la guerra detrás de unas
alambradas lo llenó de un repentino pánico. Si por lo menos hubiera aprovechado más
su vida mientras gozaba de libertad... Trató de pensar con orden. El cabo le había dicho
que cambiarían de tren en Colonia y luego se dirigirían hacia Frankfort. Procuraría
librarse de ellos en aquel cambio de trenes. Mientras tanto, tenía que dormir un poco
dándoles así a entender que había renunciado a toda esperanza de fuga.

No pudo conciliar el sueño; inmóvil y con los ojos cerrados trataba de figurarse cómo
sería la estación y cómo podría ingeniarse para escapar. Pensó en las estaciones de
Waterloo y Victoria con sus muchas entradas y salidas y se imaginó fantásticas
persecuciones por los pasadizos subterráneos y que los policías no se atrevían a
dispararle por miedo a herir a la gente. Se veía a sí mismo recorriendo calles muy
transitadas, sorteando el tráfico y escondiéndose en callejuelas muy estrechas entre
casas altísimas. Mientras duró, fué aquél un hermoso ensueño, pero al final se encontró
Peter en el mismo compartimiento, con el aire cada vez más cargado de humo y malos
olores y con el cabo vigilándole mientras el soldado roncaba junto a la ventanilla.

Volvió a pensar en la escuadrilla, en las tibias noches de fines de verano cuando


aterrizaban y el clak-clak de las máquinas segadoras en los campos de trigo era más
fuerte que el débil zumbido de los aviones en el cielo en las noches en que él, no
correspondiéndole volar, se sentaba en la torreta de control en espera del regreso de
una escuadrilla. Y esperaba hasta que el avión de su hermano, que se anunciaba con
una S, era señalado; y luego se iba a dormir porque no quería que supiera su hermano
que él lo había esperado. Peter era diez años mayor que Roy. Habían ido a la misma
escuela, pero en diferentes generaciones. Él terminaba sus estudios cuando su hermano
los empezó. Y años después, siendo ya Peter teniente-aviador, fué destinado Roy como
sargento al mismo aeródromo. El comandante le había dicho, el día antes a aquel en que
fué derribado, que Roy había sido recomendado para una misión especial.

Pensó en el miedo que sentía al arrancar y el alivio que experimentaba cada vez que
se daba orden de no volar un día; y de cómo el miedo de parecer medroso era mayor
que el mismo miedo.

En cambio, para Bob el miedo a la muerte era mayor que el miedo a parecer
medroso. Quizás fuera, a fin de cuentas, más valiente que todos ellos. Peter se lo había
encontrado el primer día en que se alistaron en la R. A. F. Estaban todos ellos formados
ante un cabo, casi todos vestidos con viejos pantalones de franela y chaquetas a
cuadros. La guerra iba a ser para ellos una aventura —un escape de la responsabilidad
civil— y se habían vestido como si fueran de vacaciones. Pero Bob no vestía así. Llevaba
un impecable traje azul y cuello almidonado. En un maletín de cuero tenía sus cosas de
aseo, todo muy ordenado. Todo su equipaje estaba meticulosamente preparado, como
para que cualquier otra persona pudiera hacerse cargo de él. Y esto fué exactamente lo
que sucedió.

El cabo era del tipo matón: uno de esos grandullones rubios con ojos azules saltones
y un aire resentido. Probablemente había tardado varios años en lograr sus dos galones
y sabía que en unos cuantos meses la mayoría de los paisanos que acababan de alistarse
llegarían a sargentos o pilotos, y esto le enfurecía.

Todos ellos eran nuevos en las Fuerzas Aéreas y se mostraban muy prudentes. No es
que les causara miedo el cabo como hombre, pero tenían un grandísimo interés en
formar parte de la aviación militar y habían oído decir que un mal informe, incluso de
un cabo, era lo suficiente para que lo expulsaran a uno. Por eso aguantaban en silencio
los sarcásticos pinchazos del cabo. Por fin éste, resentido, después de burlarse de ellos
de uno en uno les dirigió un insulto colectivo: “No crean ustedes que por llevar el azul
de las Fuerzas Aéreas se van a convertir en héroes... Eso no lo serán ustedes. El noventa
por ciento de ustedes —no hay más que verlos— no pasarán de los primeros días. Para
mí no son ustedes más que una pandilla de estúpidos reclutas y mientras antes lo
reconozcan ustedes, mejor les irá”. Y se quedó mirándolos con ojos fulgurantes
expresando con el gesto un inmenso desprecio por estos civiles que se atrevían a
inmiscuirse en la vida militar.

Entonces Bob habló:


—Cabo —dijo; y había algo en su voz que asustó a Peter, algo que vibraba en su
sonido y le hizo desear que aquel hombre no siguiera hablando.

—Bueno, ¿qué pasa? ¡Desembucha lo que sea! —gritó el cabo. Y se quedó con los
brazos separados esperando lo que aquel infeliz, de aspecto tan delicado, tuviera que
decirle. Bob estaba muy nervioso y pálido. Contemplándole con atención se notaba la
lucha que sostenía consigo mismo para decir lo que se había propuesto. Pero lo dijo. Le
explicó al cabo que no eran reclutas sino voluntarios y le obligó a disculparse antes de
romper filas. En aquel momento había pensado Peter que Bob había sido imprudente,
pero admiró el valor moral que le había obligado a hablar cuando el resto de ellos se
había callado. A los varios meses de entrenamiento, la amistad de Bob con Peter se
había estrechado. Peter comprendía cuánta energía se almacenaba en el espíritu de
aquel muchacho para permitirle llevar a cabo su plan. Era más bien viejo para aviador.
Se veía en seguida que aquello no era lo suyo; era demasiado serio, se preocupaba
demasiado. Evidentemente, se le haría muy difícil la vida de aviador cuando
empezaran los vuelos contra el enemigo. Incluso en aquellos días reconocía que le
aterraba la idea de volar en la guerra. Sólo se había presentado voluntario por creer que
de aquel modo podría ayudar a ganar la guerra.

Resultó un buen navegante aéreo, cuidadoso en los cálculos y meticuloso en todo;


pero se preocupaba demasiado. Desdeñaba los métodos intuitivos que tan a menudo
permiten a los aviadores volver a su base sin saber exactamente cómo lo han hecho.
Además, se quedaba en su cuarto por las noches mientras los demás se iban a la taberna
del pueblo. En la víspera del examen final todos ellos escribían “chuletas” en paquetes
de cigarrillos y pequeños pedazos de papel para llevarlos en la palma de la mano.
Algunos llevaban escondidos incluso los apuntes de clase para leer las respuestas en los
lavabos. Aquello no era hacer trampas en el verdadero sentido de la palabra. No se
engañaban los unos a los otros, ya que no se trataba de ganar honores. Sabían que
podían pilotar un aparato y deseaban que los enviaran a luchar lo antes posible. Pero
Bob no hacía trampas, ni siquiera aquel inocente truco. Se aprendía las lecciones
perfectamente.

Todos ellos resultaron aprobados, unos con mejor nota y otros —los perezosos o los
que encontraban difícil expresarse— con calificación más baja. Bob ocupó un puesto
intermedio en la lista, pero consiguió sus “alas” y las consiguió con toda la honradez
que él deseaba.

Peter y Bob fueron destinados a la misma unidad de entrenamiento. Pilotaban


aparatos Wellington y Bob trabajaba mucho en su deseo de convertirse en un aviador
de primera clase. Pero no le gustaba volar y Peter lo adivinaba por su aire preocupado y
por sus ojeras. No habían ocurrido accidentes en la Escuela de Navegación Aérea, pero
en la unidad de entrenamiento ocurría un accidente mortal casi cada semana.

Una noche en que la tripulación de Bob volaba sobre el país se rompió la radio, y
como el tiempo era muy malo, se perdieron. Podía uno imaginarse fácilmente a Bob
realizando desesperados cálculos para encontrar el rumbo y negándose a aterrizar en
un aeródromo desconocido sin haber llegado antes a una completa seguridad. Por fin,
logró aterrizar. Pero cuando realizaban el circuito sobre el aeródromo, uno de los
motores se paró por falta de gasolina. El piloto intentó arreglárselas sólo con el otro
motor, pero al tocar tierra se paró también éste y se estrellaron. Seis de los tripulantes
salieron casi ilesos, pero el piloto murió.

Peter se llevó a Bob a la taberna del pueblo y le hizo beber unos cuantos vasos de
cerveza, pero de nada sirvió. Bob no era de esos a quienes una cierta cantidad de
cerveza puede hacerles ver lo negro blanco ni que está bien lo que esté mal. Convencido
de que él había tenido toda la culpa, nada de lo que Peter pudiera decirle le haría
cambiar de opinión. Peter insistió en que la gasolina era de la exclusiva responsabilidad
del piloto, pero Bob le respondió que si se habían perdido fué únicamente por su culpa
y tomó toda la responsabilidad del asunto.

Pocos días después, se dirigieron al campo de aterrizaje después de desayunar y,


justamente al llegar ellos, se estrelló un aparato en el momento de despegar. Uno de los
motores había fallado y el piloto quiso dar la vuelta, pero tropezó contra un hangar y el
avión se incendió. Bob fué a ver inmediatamente al comandante y le dijo sencillamente
que no volvería a volar. El comandante le propuso que saliera con permiso, pero Bob
dijo que no hacía falta, que con esto no se arreglaría nada, pues no cambiaría de
opinión.

Después le dijo a Peter que siempre le había asustado la idea de volar, pero que había
creído poderse vencer a sí mismo. Ahora comprendía que no podía y que lo mejor era
confesarlo y retirarse. Peter recordaba haberle dicho que a todos ellos les aterraba volar,
pero que les faltaba el valor de reconocerlo. Le sugirió a Bob la idea de solicitar una
plaza de instructor. Pero Bob le contestó que no podía enseñarles a otros lo que a él le
daba miedo.

Lo destinaron al sur a un grupo especial. Cuando regresó les dijo a sus antiguos
compañeros que no había vuelto a volar y le enseñó a Peter sus papeles. Estaban
marcados con las letras “F. V. M.”, que significaban “Falto de valor moral”.
Ahora se preguntaba Peter qué estaría haciendo Bob. Horas después llegaban a
Colonia. El andén estaba lleno de gente y el cabo decidió que se quedarían en el
compartimiento hasta que todos los viajeros hubieran salido del tren y no hubiera nadie
en el andén. Transcurrido un buen rato, sacó la pistola e hizo andar a Peter por el andén
hasta la sala de las taquillas. Después de tantas horas de humedad en el vagón, se
notaba ahora un frío intenso y Peter pensó si no sería mejor plan esperar a hallarse en el
campo de prisioneros para intentar la fuga. La amenaza de la pistola automática a unas
pulgadas de su espalda era una realidad insoslayable. En el campo de prisioneros
tendría tiempo para prepararse ropa de paisano y reunir los alimentos necesarios. En
cambio, si se marchaba ahora mismo, vestido de aviador, a través de una gran ciudad
como Colonia, lo atraparían en seguida... suponiendo, y ya era suponer, que lograse
burlar a los que iban vigilándole.

El soldado expulsó de la sala de espera a los viajeros que la ocupaban y, como la vez
anterior, notó Peter que aquella gente se irritaba por la brutal manera como la trataban.
El cabo los trataba exactamente igual que lo había hecho con los holandeses, gritándoles
y no haciendo el menor caso de sus protestas.

Una hora más tarde salieron los tres al andén para esperar el tren de Frankfort.
Mientras esperaba allí, un tren que se hallaba en la vía siguiente empezó a moverse. Era
un tren de mercancías. Peter miró rápidamente en torno suyo. Le bastarían dos pasos
para llegar al borde del andén, cuatro más para cruzar al borde de la vía y podría saltar
al tren en marcha que todavía iba muy lento. El cabo no dispararía por temor a herir a la
gente... o quizás si.

Mientras vacilaba, el soldado se colocó entre él y el borde de la plataforma evitando


así inconscientemente que Peter realizara su propósito. El tren de mercancías se detuvo
un poco más allá de la estación y Peter pensó en la buena suerte que había tenido al no
subirse.

El tren de Frankfort venía lleno. Esta vez el cabo utilizó a una de las muchachas de
los servicios auxiliares, una rubia muy voluminosa vestida con un uniforme de sarga
azul muy basta, para que le desalojara un compartimiento. La joven llevaba botas altas
de estilo ruso y Peter recordaba haberle visto a su madre unas iguales cuando él era
niño.

Después que el tren hubo arrancado, entró la muchacha en el compartimiento y se


puso a charlar con el cabo. Miraba a Peter con evidente interés. Éste se preguntaba si la
mujer le ayudaría a escaparse, pero rechazó esta idea como pura fantasía. Parecía
fascinada por la aparición del prisionero e instaba repetidas veces al cabo a que hiciese
algo que Peter no podía comprender. Por fin el cabo aceptó y, disculpándose en inglés,
le preguntó a Peter si no le importaba darle a aquella chica cualquier cosa como
recuerdo del encuentro. Pensando que ella pudiera serle útil en el viaje, le dió un
penique, una moneda de medio penique y otra de seis; pero la joven se marchó en
seguida del compartimiento y no volvió a aparecer.

A medida que el tren avanzaba en dirección al Este, sentía Peter que sus
posibilidades de huida se hacían cada vez más remotas. Sus guardianes se habían
tranquilizado, parecían más confiados. Peter decidió probar un medio de saltar por la
ventanilla del water situado al final del pasillo. Había estado allí varias veces durante el
día y en cada una de estas ocasiones fué acompañado por uno de sus guardianes, que
no le había dejado cerrar la puerta.

Esta vez lo acompañó el cabo y Peter, explicándole que tenía que hacer una
necesidad mayor, consiguió permiso para cerrar la puerta.

En cuanto cerró la puerta examinó la ventanilla, que era de esas que suben y bajan y
no estaba asegurada de ningún modo. La abrió y se asomó al exterior. El tren marchaba
muy lentamente por un declive de hierba. A la ventanilla siguiente estaba asomado el
cabo apuntándole con la pistola automática. Peter le dirigió una mueca y se reunió con
él en el pasillo. Le explicó:

—Quería tomar un poco de aire fresco.


CAPÍTULO IV

Cuando llegaron a Frankfort despidió el cabo al otro militar y se llevó a Peter por una
calle muy transitada. Esperaron en una cola la llegada del tranvía y a Peter le
sorprendió la banalidad de su llegada. Había esperado una escolta armada o, por lo
menos, un camión, y allí estaba, con su único vigilante, esperando un tranvía junto a
muchos paisanos que volvían del trabajo.

El cabo no habló mientras estuvieron en la cola y a Peter también le pareció mejor no


descubrir que era inglés.

Fueron de pie en la plataforma del tranvía, a prudente distancia de los estribos y


recorrieron una gran distancia. El aire suave de la noche traía un extraño perfume casi
de incienso. Más tarde, pudo descubrir que éste era olor de carbón quemado. Era un
olor que iría siempre asociado para él con el tranvía atestado que recorría una ciudad
enemiga.

El campo de prisioneros, cuando se acercaron a él andando en silencio sobre un


terreno blando, tenía un aspecto sombrío e inhóspito; un arpegio de postes y
alambradas. Sobre éstas había arcos voltaicos suspendidos a gran altura que iluminaban
una buena extensión en torno al campo. El interior del recinto se hallaba en la
oscuridad, pero de vez en cuando lo recorrían poderosos reflectores que barrían los
grises tejados de las barracas y acariciaban las alambradas con sus largos dedos de luz.

Los centinelas, bien protegidos del frío, se calentaban los pies pisando fuerte, con lo
que levantaban nubecillas de polvo en la carretera que bordeaba la alambrada. El
aliento de aquellos hombres salía como humo a la luz de los focos. Fuera había luz y
animación. Dentro, todo era silencio y oscuridad.

El cabo enseñó su pase a la entrada y entraron sin más requisitos.

Lo dejaron sólo en una amplia habitación mientras el cabo fué a informar de su


llegada. Aquello era, sin duda, el comedor. Peter se sentó a una de las largas mesas y
observó un retrato de Hitler que pendía de la pared del fondo. El Führer llevaba un
uniforme caqui que parecía estarle demasiado grande y en aquella penumbra su mirada
parecía hipnótica. Se aburrió de mirar a Hitler y se entretuvo leyendo los avisos de un
tablón de anuncios que había cerca de la puerta. No los entendía, pero tenían un aire
familiar de órdenes rutinarias.

Escuchó pasos detrás de él y mirando por encima del hombro vió a un soldado con
uniforme gris, sin gorra, que se había parado en la puerta. El soldado, sin hacerle
ningún caso a Peter, tenía los ojos fijos en el retrato de su Führer y levantó el brazo en
silencioso saludo. Luego se acercó al tablón de anuncios y empezó a leer las órdenes.

Mientras Peter esperaba al cabo entraron varios soldados para leer los papeles
clavados en el tablón y todos ellos saludaron al retrato con el brazo levantado, antes de
entrar en la habitación. El gesto del saludo naci, tan divertido cuando era representado
en broma en los escenarios o en la pantalla, adquiría allí una fuerza servil y fanática. No
era un saludo formulario, como el que el mismo Peter hacía ante su bandera. Era un
homenaje al hombre, una manifestación de terror y de servidumbre.

En el pequeño despacho de paredes grises, entregó el cabo su prisionero a un gordo


Feldwebel que estaba sentado, con la guerrera desabrochada, detrás de una mesa. El cabo
entregó un gran sobre y a cambio le firmó el Feldwebel un recibo. Era como si hubiera
entregado un paquete. Le sonrió a Peter:

—Ahora me voy con mi novia, que me espera en Frankfort. —Hizo un gesto vago
con las manos queriendo describir las curvas de la chica y chasqueó la lengua.

—Muy bien —dijo Peter—. Ya sé. Para mí la guerra ha terminado.

Empezó a contarle al Feldwebel el robo de su chaqueta de aviador.

El Feldwebel, que hablaba inglés con acento americano, escribió despaciosamente toda
la historia de la chaqueta; pero Peter tenía la sensación, mientras dictaba lo ocurrido,
que el asunto terminaría allí y que si aquel hombre escribía tanto es porque no tenía
otra cosa que hacer en aquel momento. Pensó: “Este tipo está aquí tan prisionero como
yo, porque si pudiera ya estaría con su chica en Frankfort”.

El Feldwebel dejó por fin la pluma y cogió su gorra de uno de los cajones de la mesa
del despacho. Condujo a Peter por un largo pasillo cuyas paredes estaban formadas por
dos filas de puertas idénticas. El pasillo era gris y nada ventilado, pero limpio y los
pasos de ambos sonaban con fuerza en el suelo de madera.

Mientras pasaban ante las puertas, notó Peter que cada una ostentaba un pequeño
número encima de una ventanilla enrejada que podía taparse con una tabla corrediza.
Algunas de las ventanillas estaban cerradas y otras no y delante de casi todas las
puertas se veían botas de aviador y zapatos puestos allí seguramente para que las
limpiaran. También observó que entre puerta y puerta salía de la pared un pequeño
brazo rojo de madera que parecía una señal ferroviaria.

Luego oyó gritos procedentes de una de las celdas y golpes sordos como si alguien
estuviera aporreando alguna de las gruesas puertas por la parte interior. Pero el
Feldwebel no hizo el menor caso y continuó con Peter hasta el final del pasillo, donde
estaba sentado el carcelero en una silla de madera. Este hombre, que leía una revista
ilustrada, era de avanzada edad, usaba gafas y más parecía un celador de un urinario
público, que un soldado. Se puso en pie cuando se acercó el Feldwebel, y abrió una de las
puertas.

—Aquí es —dijo el Feldwebel—. Es preferible que se quite usted ahora sus cosas.

—¿Para qué?

El Feldwebel era paciente:

—Tengo que registrarle a usted. Mi deber es convencerme de que no oculta usted


armas ni nada que le pueda servir para fugarse, ¿comprende? —y sonrió mostrando
unos dientes en mal estado—. De todos modos, no llegaría usted muy lejos, pues
tenemos la costumbre de quitarles de la celda las botas por la noche. ¿Ve usted?

—Tengo derecho a que el que me registre sea un oficial de mi propia graduación —


dijo Peter.

—Ya sé, ya sé, todos dicen igual. —El Feldwebel no era agresivo pero Peter
comprendió que no podía seguir haciendo muchas objeciones—. Sea usted sensato —
prosiguió el Feldwebel—. Todos los oficiales se han marchado ya por esta noche
¿comprende? Además la ropa interior de los ingleses suele estar tan sucia que a los
oficiales no les gusta andar con ella.

Cuando Peter se desvistió tuvo que reconocer que había algo de cierto en lo que
había dicho aquel individuo. Su ropa interior estaba muy sucia, y sus pies
impresentables. Pensó en explicar que él no solía estar así sino que era el resultado de
días y noches de huida a campo traviesa; pero pensó que el Feldwebel lo sabría tan bien
como él.

Conforme se iba desnudando Peter, el Feldwebel cogía las prendas una por una y las
dejaba caer en un rincón de la celda hasta que formaron un pequeño montón. Luego las
llevarían —le dijo a Peter— para que las examinaran con rayos X. El carcelero trajo un
uniforme caqui que olía mucho a desinfectante y se llevó la ropa vieja.

Cuando Peter estuvo por completo desnudo, el Feldwebel le hizo ponerse con las
piernas separadas y los brazos en alto mientras él, de un modo bastante despectivo,
realizaba un registro íntimo de lo más embarazoso. Al no encontrar nada escondido en
los sitios de costumbre expresó su satisfacción por ello y le dijo a Peter que se acostara
en cuanto apagaran la luz, que sería muy pronto.

El ruido que hacía el guardián de noche abriendo los cierres exteriores de las
ventanillas, le despertó. Era ya de día y la luz del sol que entraba a través del oscuro
vidrio de la ventana, recortaba la silueta en los barrotes de hierro.

Examinó la celda, que la noche anterior apenas había mirado por su gran cansancio.
Era de diez pies de larga por cinco de ancha y las paredes también eran grises, de un
gris sucio. Los anteriores ocupantes de la celda habían ennegrecido la pared con sus
hombros y cabeza por encima de la litera. Hacía de colchón un saco de viruta o paja.
Peter había dormido bastante bien, pero ahora sentía todo su cuerpo entumecido. Había
una mesilla en un rincón de la celda y un pequeño taburete de cuatro patas. Sobre la
mesa, una jarra de metal y un vaso de grueso cristal desportillado por el borde. Debajo
de la mesa había un orinal de metal. La celda parecía bastante limpia y seca pero su
absoluta falta de personalidad aterraba a Peter. Olía a sanatorio o mejor a reformatorio;
era una limpieza mantenida, a fuerza de desinfectante. Allí se sentía más encerrado que
en ninguna parte. Aquel lugar parecía demasiado eficaz. Se lanzó fuera de la cama y se
puso el basto uniforme caqui sobre su sucio cuerpo. Era un uniforme francés o polaco
con una guerrera de cuello alto y unos breeches con bolsones. Las mangas le estaban
demasiado cortas y no pudo abotonarse los breeches en la cintura. Le habían quitado las
botas, de modo que tuvo que estarse en la cama con los pies metidos debajo de las
mantas. También le habían quitado el reloj, así que no tenía ni idea de la hora que era.
Sentía mucha hambre y otra necesidad, pero se contuvo porque no quería usar el orinal.

El Feldwebel le había dicho que para llamar al vigilante bastaba con que hiciera girar
el pomo que había en la pared cerca de la puerta. Esto haría salir en el pasillo el brazo
rojo de madera correspondiente a aquella celda. Peter se levantó de la cama, dió la
vuelta al pomo y volvió a acostarse en espera de que apareciera alguien. Pero
transcurrieron diez minutos sin que se presentara nadie. Se irritó otra vez. Se levantó
nuevamente y martilleó la puerta con los puños. En aquel frenético golpear iba toda la
rabia y el sentimiento de frustración que le producía el encarcelamiento. Siguió
aporreando la puerta hasta que los puños le dolieron insoportablemente. Al poco rato,
oyó pasos en el corredor y gritos en alemán.
Otra vez empezó a golpear la puerta con un renovado ataque de ira:

—¡Ven aquí, cochino! —gritaba—. ¡Abre la puerta! ¡Te digo que me abras la puerta,
tío imbécil!

—Usted cree que no entiendo el inglés —dijo una voz alemana a través de la pesada
puerta—. Pero sepa que lo hablo... Me ha insultado usted y ahora yo le hago esperar. —
Peter oyó que los pasos se alejaban por el pasillo.

Tembloroso, se sentó en la cama. Podía esperar. No usaría el orinal a pesar de todos


los malditos alemanes. Pegando las rodillas a la barbilla, se abrazó las espinillas y en esa
postura se dispuso a esperar lo que fuera preciso.

Poco tiempo después abrió la puerta un soldado armado con una pistola automática.
Era joven y su cara, rugosa y pálida, tenía un tic nervioso. Recorrió la celda con la
mirada.

—Toilette —dijo Peter—. ¡Lavarme!

—Toilette besetz —replicó el soldado con tono impaciente. Aquel lugar estaba
ocupado.

—¡Desayuno! —siguió Peter—. Alimento... —y se indicaba la boca.

El soldado señaló su reloj de pulsera y marcó con un dedo media esfera:

—Halbe stunde (media hora).

—Toilette —repitió Peter.

—Toilette besetz —dijo el soldado y se marchó cerrando con llave la puerta.

Parecieron largas horas lo que tuvo que esperar sentado incómodamente en el


camastro intentando olvidar la terrible presión de su vejiga. Había hecho cuestión de
honor de no usar el orinal. Por fin, oyó que abrían con llave y el soldado —que ahora se
le aparecía como un ángel de misericordia— ocupó con su corpulencia todo el marco de
la puerta. Dijo: Toilette frei y le dió las botas de aviador.

Peter salió pasillo adelante. Le seguía el soldado, que permaneció vigilándole a


través del hueco de la puerta sin hoja. A Peter le daba igual. Los segundos siguientes
fueron de una pura delicia.
De vuelta en su celda examinó las botas. La brújula estaba todavía donde él la había
escondido, bajo el forro exterior de lana.

Sentóse a esperar el desayuno. Los minutos le parecían horas. Volvió a oír pasos en el
corredor y sonidos metálicos. Cuando el desayuno llegó, hacia la mitad del corredor
pudo oír cómo se abrían y cerraban las puertas de las celdas. Esperó con febril
impaciencia. Luego creyó que habían pasado por delante de su puerta, que se lo habían
saltado. Quizás estuviera castigado sin desayuno. Por fin, la llave giró en su cerradura y
le entraron el desayuno: dos finas rebanadas de pan negro y un vasito de té muy claro.
Abarcó el vaso, pequeño pero de cristal muy grueso, con las dos manos y bebió a
sorbitos su “té”. Lo hacían con una hierba desconocida para Peter y que sabía algo a
menta. Comió el pan negro y duro lo más despacio que pudo, haciendo que le durase lo
más posible cada bocado.

A media mañana el carcelero entró en la celda y le entregó a Peter una escoba. Peter
lo miró interrogativamente. El hombre le indicó por señas que debía barrer la celda y él
negó con la cabeza. El carcelero, sin expresar la menor indignación, cogió otra vez la
escoba y se marchó cerrando la puerta con llave. La celda, por supuesto, quedó sin
barrer.

Peter se tumbó de espaldas en el camastro y esperó a la hora de almorzar. Le


fastidiaba no tener reloj. Le parecía que ya debían de ser las cuatro de la tarde, por lo
menos. Cuando llegó el almuerzo, le preguntó al carcelero la hora. Era la una y media.

Consistía el almuerzo en un plato de legumbre hervida y tres patatas cocidas con piel
y todo.

Volvió a tumbarse en espera de la cena. Cuando oscureció, las luces se encendieron


fuera y un soldado fué echando las persianas por el exterior del barracón. Con las
persianas echadas parecía más pequeña la celda y Peter tuvo que reprimir una
sensación de pánico que le impulsaba a aporrear otra vez la puerta para que lo dejaran
salir de allí.

La cena se componía de dos rebanadas de pan negro y de una taza de café ersatz.

Después de la “cena” entró el carcelero y le pidió las botas. Mientras veía cómo las
ponía el hombre en el pasillo junto a su puerta, se rió Peter de cuando se le ocurrió
pensar que las sacaban para limpiarlas.
Poco después las luces se apagaron y encendieron dos veces. Peter pensó que quizás
fuera una avería o que estaban cambiando de circuito; por eso le cogió desprevenido
cuando, cinco minutos después, se apagaron del todo las luces para toda la noche. Se
desnudó en la oscuridad; pero la noche siguiente y todas las que tuvo que permanecer
en aquella celda, comprendió y obedeció la señal.

Al día siguiente, después del desayuno, volvió a ofrecerle el carcelero la escoba. Peter
la rechazó otra vez y la celda se quedó sin barrer otro día.

Una de las cosas que se le hacían más insoportables en la celda era el cristal
esmerilado, muy oscuro, que, aunque dejaba pasar toda la luz necesaria, le ocultaba el
exterior. ¿Qué había allí: campo, ciudad, más barracones? Era un martirio no poderlo
saber. Intentó atisbar algo por algún resquicio pero le fué imposible ver nada. Desde
luego, no podía abrirse la ventana en modo alguno.

La horrible vaciedad de aquel día sólo fué amenizada por las comidas que
únicamente le servían para exacerbarle el hambre. Había otra distracción también
periódica: sus visitas al water. Peter había descansado ya y la forzada inmovilidad le
ponía de punta los nervios. Se acordó de Pop Dawson y de que esto lo hacía el enemigo
con un propósito evidente, pero no podía sobreponerse a su nerviosismo. Si por lo
menos tuviera algo que leer... con tal de que sus ojos pudieran seguir las líneas
impresas. Cualquier cosa sería deseable para apartar sus pensamientos de esta caja de
cemento gris.

Fué en este segundo día de encierro cuando se enteró de que tenía que girar el pomo
de la pared por lo menos media hora antes de que necesitara ir al water.

Así pasaron varios días interminables. Días en que Peter se maldecía por no haber
aprovechado las ocasiones que creía haber tenido para escapar; días en que le parecía
imposible cualquier ulterior intento de fuga y el futuro se extendía ante él como una
infinita sucesión de días iguales, que pasaría encerrado entre aquellas estrechas
paredes, alimentado como un animal en una jaula. Parecía como si únicamente el
carcelero y el Feldwebel supieran que él estaba allí. Cada vez que su guardián le llevaba
la comida, pedía Peter que lo condujeran a presencia del oficial de guardia, pero el
hombre se limitaba a mirarlo indiferente y a encogerse de hombros.

Peter se despertó de repente. Era de noche, las persianas seguían echadas pero la luz
eléctrica le daba de lleno en la cara. Hacía muchísimo calor y la luz parecía tener un
voltaje exagerado. Se preguntó qué ocurriría. Sonaron voces en el corredor y luego
volvió un silencio absoluto. Luego, inexorablemente, se apagaron las luces. Procuró
dormirse, pero no lo consiguió. Hacía tanto calor en la celda que tuvo que apartar las
mantas y se quedó sobre la cama en paños menores.

Por lo visto, se había dormido porque de pronto notó que las luces estaban
encendidas. En la celda hacía aún más calor. Peter sudaba copiosamente. Escuchó con
angustiada atención pero no oyó absolutamente nada. De pronto, inexplicablemente, se
apagaron otra vez las luces.

A la mañana siguiente, cuando levantaron las persianas, trató de ordenar en su


mente los acontecimientos de la noche anterior. ¿Había estado soñando o era verdad
que la luz se había encendido varias veces y había hecho un calor espantoso? Quizás
hubieran llegado nuevos prisioneros, lo que explicaría que encendieran las luces, y el
calor se lo habría figurado él. También era posible que la temperatura y el voltaje
subieran durante las noches y él no se hubiera dado cuenta hasta entonces. También
podía ser que estuvieran tratando de quebrantarle la moral.

Por fin, el cuarto día, mientras esperaba a que le llevaran el desayuno, se abrió la
puerta y el carcelero se apartó, en posición de firmes, para dar paso a un oficial, que
entró después de una espectacular pausa. Era un joven rubio que más parecía inglés que
alemán, un oficial de la Luftwaffe con la insignia de piloto en su guerrera y las
condecoraciones de la Cruz de Hierro y la Cruz de Caballero. Peter, que estaba sentado
en el camastro, se levantó y sintióse absurdo en su uniforme caqui. Se adelantó a decir:

—Buenos días.

—Buenos días —le correspondió el oficial, cuyo acento alemán era como el que
suelen emplear los malos actores—. Pasaba por aquí y me dije: entraré a preguntarle
cómo sigue.

—¿No quiere usted sentarse? —dijo Peter.

El alemán se sentó muy tieso en el borde de la cama y sacó un paquete de cigarrillos.


Olía intensamente a masaje facial para después del afeitado, pero esto era un alivio
después de tanto olor a desinfectante.

—Volaba usted muy bien —dijo después de unos momentos de silencio.

—¿Cómo? —se extrañó Peter.

—Digo que volaba usted muy bien. Fuí yo quien tuvo la suerte de derribar su avión.
Peter se sintió más tranquilo. Esto caía dentro de las lecciones de Pop Dawson.

—Le felicito —le dijo.

—Fué sólo la suerte. Usted evolucionaba perfectamente. Éstas son alternativas de la


guerra; qué se le va a hacer.

Peter pensó que el alemán se estaba excediendo en su papel.

—Querría estrecharle a usted la mano —añadió éste.

Peter le tendió la mano preguntándose cuándo le daría el cigarrillo. Pop lo había


anunciado. Es probable que el cigarrillo viniera después del apretón de manos.

Sí, Pop tenía razón. El alemán le ofreció un cigarrillo y era inglés.

Sentado en el borde de su lecho, Peter fumó con delectación su primer cigarrillo en


varios días. Hubiera preferido una pipa, pero al fumar el pitillo sintió que la nicotina le
soltaba el azúcar en la sangre, le aliviaba el hambre y le calmaba los nervios.

—Los Wellington no son aparatos fáciles de derribar. —La voz suave e insistente del
alemán le traía de nuevo al tema.

—¿No?

—Con los motores Merlin, no es fácil. Porque supongo que el bombardero de usted
llevaba motores Merlin.

—No sé.

—¿Que no lo sabe usted? —Y el piloto se rió con esa risita de superioridad


característica de todos los pilotos del mundo—. Claro, usted es el navegante. Acabo de
hablar con su piloto. Me dijo que se perdieron ustedes.

De modo que Wally estaba allí también. Peter sintió un deseo fortísimo de preguntar
por el resto de la tripulación pero se dió cuenta de que esto era precisamente lo que
estaba esperando el piloto alemán. Quizás fuera una trampa y sus compañeros
anduvieran todavía en libertad. Guardó silencio.

—Se habían desviado ustedes demasiado si es que venían de Hannover, ¿verdad?


La persuasiva voz del alemán trataba de hacerle picar con el natural deseo de
defender su pericia aeronáutica. Peter vió claramente la trampa y dijo:

—Lo siento, pero ya comprenderá usted que no puedo hablar de estas cosas.

El alemán se rió y Peter observó que tenía muchos dientes de oro.

—¡Hombre, no soy del servicio secreto! Soy, sencillamente, un aviador como usted.
Estoy aquí descansando después de mi primera serie de vuelos de combate. He pilotado
Junkers 88. ¿Usted no se ha entrenado pilotando?

—No estoy autorizado a hablar de asuntos de aviación.

—Escuche; he venido sólo por el gusto de charlar con usted. No le estoy


interrogando. Por Dios, no supondrá usted que he caído tan bajo. —Se levantó,
ofendido—. Pero si usted toma esa actitud, iré a hablar con cualquier otro.

A Peter no le interesaba que se marchara... Por muy peligroso que fuera,


representaba el mundo exterior. Por eso, se disculpó:

—Lo siento. Naturalmente, me alegra poder hablar. Pero comprenda usted que no
nos permiten hablar de las cosas del Servicio.

—Ya lo sé, hombre, ya lo sé. Es que, siendo los dos aviadores, me parecía... —y
volvió a sentarse en el borde de la cama—. Dígame si puedo hacer algo por usted. Sólo
soy un visitante, no lo olvide...

—Pues, mire... en primer lugar, querría afeitarme. No me han dejado lavarme desde
que estoy aquí. Además, me gustaría mucho leer... Y que me abrieran la ventana de la
celda. Aquí no se puede respirar.

—Haré lo que pueda —y entonces, olvidando el papel que estaba representando,


añadió—: pero temo que en vista de que no desea usted cooperar con nosotros,
encontrará usted un poco difíciles las cosas al principio. La vida se le haría aquí mucho
más agradable si se decidiera usted a ser sensato y nos contestara a las pequeñas e
inofensivas preguntas que le hacemos. Comprenda usted que no se trata de asuntos
importantes. Son cosas que preguntamos sólo para llevar las fichas de los prisioneros.

—Lo siento mucho, pero no estoy autorizado para hablar de esas cosas.
—Muy bien. —Y el oficial se levantó otra vez, pero Peter no intentó esta vez retenerlo
—. Si continúa usted con esa obstinación, temo que no podré lograr nada para usted. —
Recogió el paquete de cigarrillos y los fósforos de encima del camastro y volvió a
ponerse la gorra—. Si cambia usted de idea, dígaselo al vigilante y vendré a verle otra
vez.

Durante los días siguientes continuó Peter sin hacer ningún ejercicio y la comida que
le daban no varió ni una sola vez. Desde que le había visitado el joven rubio, no volvió a
tener más contacto con el Servicio Secreto, pero ya no se preocupaba. El primer
interrogador había seguido tan estrictamente el plan previsto por Pop, que ya no temía
Peter los probables interrogatorios subsiguientes; suponía que todos se atendrían a lo
previsto. Pasaba casi todo el día tumbado en el saco de viruta al que había hecho
recobrar su primitiva forma a fuerza de puñetazos, y soñaba con fantásticas comidas.

Por lo pronto, nada podía hacer y era un consuelo estarse echado sin hacer
absolutamente nada. Era como estar muerto sin olvidar lo estupenda que puede ser la
vida y con la esperanza de recobrarla. Sí, volvería a vivir. Y cuando tornase a la vida,
¡qué maravilloso sería el simple hecho de vivir en libertad!

En cierto modo, era agradable verse aislado de la vida de pronto y relevado de toda
responsabilidad. A Peter le recordaba su situación actual los días en que una
indisposición le permitía librarse de los deberes escolares. Ahora, ocurriera lo que
ocurriese, no podía hacer absolutamente nada por impedirlo. Las cuentas sin pagar, las
cartas sin contestar..., nada de ello tenía remedio. Todos le creerían muerto. Hasta que
no lo sacaran de la celda nadie sabría que estaba prisionero. Cuando lo dejaran con los
demás en el campo, podría escribirle a su hermano sobre el automóvil y la cuenta del
garaje. Por lo pronto, era inútil preocuparse.

Con el pensamiento revivió Peter casi toda su vida lo más atrás que podía recordarla.
Había sido una vida activa, nunca había estado solo más de unas cuantas horas
seguidas. Ahora podía repasar tranquilamente todo lo que había hecho. No era
demasiado: unos cuantos dibujos que no le parecían mal y muchísimos amigos.

Había tenido buena suerte con sus amigos. Fué recordándolos uno a uno y
reviviendo los buenos ratos que habían pasado juntos. Con Ian había ido a cazar patos
en los pantanos de Neston bajo el cielo rojizo que cubre las colinas galesas y el agua fría
y salada recogida en pantanos. También la cara de Ian era rojiza y lo veía ahora con su
escopeta de largos cañones que debía haber estado en un museo de antigüedades. Los
patos llegaban en bandadas y sonaban los tiros secos y espaciados que paralizaban el
vuelo de las aves y las derribaban verticalmente. Y pensando en cuando él también fué
derribado en pleno vuelo comprendió lo que habrían experimentado los patos salvajes.

Echado en la cama, pasaron de nuevo por su memoria las bandadas de patos que
cruzaban serenos el cielo a primera hora de la mañana y los veía acelerar de pronto el
batir de sus alas ante el extraño objeto que descubrían en el suelo. Era como si
cambiaran de velocidad. Al sonar los tiros rompían su formación y los que salían ilesos
volvían a formar filas para seguir en dirección a la seguridad del mar.

O cuando iba a hacer alpinismo con John McGowan en las altas montañas del país de
Gales. John era muy resistente pero se asustaba de la resbaladiza roca de Tryfan. Y
cuando por fin escalaban aquella inmensa altura veían bajo ellos, a una gran distancia,
el lago Ogwen y les parecía un charquito. Más tarde, ya de noche, bebían cerveza en el
hotel Pen-yr-Pas.

O cuando Punch y él iban de caza. El campo estaba verde, azul y marrón y el aliento
de los caballos formaba nubecillas en el neblinoso aire invernal. Recordaba muy bien el
olor a madera quemada y los estremecedores sonidos de los cuernos de caza. Peter
sabía ya entonces que Punch era un pesado que hacía muchas tonterías pero había sido
un buen amigo suyo y cuando murió en un accidente, Peter estuvo muy triste varios
días.

Luego vino la guerra. En los primeros días tuvo que aprender de nuevo todo lo que
había olvidado de trigonometría. Y, por supuesto, las complicadas artes de la
navegación aérea. Durante los cansados meses de enseñanza, volvió a ser como un niño
en la escuela. Después, la emoción de volar en su aparato y el íntimo compañerismo de
una escuadrilla de bombardeo.

Recordaba su primer encuentro con los hombres que habían de formar su


tripulación. Eran siete, todos ellos entrenados en lugares diferentes y que no se conocían
unos a otros. A partir de aquel día formaron ya un grupo de camaradas que había de
realizar treinta incursiones aéreas sobre territorio enemigo. Recordó las primeras
desconfianzas sobre lo que podían valer los demás, tratando de figurarse las
capacidades de los otros. A pesar de que Peter era el único oficial de la tripulación,
todos ellos se hicieron amigos muy pronto y se llevaron bien juntos no faltando
ninguno de los siete en veinticuatro de las treinta expediciones aéreas. Se preguntó otra
vez Peter dónde estarían los demás y si alguno de ellos habría conseguido lo que él no
pudo lograr.
En Pat, su esposa, ya muerta, no quería pensar. La herida era demasiado reciente, y él
demasiado vulnerable...

En cambio, pensó mucho en sus amigos de la escuadrilla. En Ginger Grant, el buen


Ginger que se había esforzado tanto en ocultar el niño que llevaba dentro del gigantesco
oficial, con un tremendo bigote y una gorra de servicio muy deformada de tanto uso.
Aunque la verdad es que su gorra había tenido ese aire bélico desde el comienzo. Se
decía que el mismo día en que Ginger recibió su primer uniforme había atado la gorra a
una pelota con una cuerda y dejando flotar la pelota en el pilón de agua donde se
lavaban, la había dejado empapándose durante toda la noche para que tuviera desde el
principio lo que él llamaba “un aire de operaciones”. Y lo había conseguido, pero las
señales de la cuerda siguieron notándose en la gorra incluso cuando ya había logrado
importantes condecoraciones y era jefe de escuadrilla.

Ginger había sido un entusiasta en todo y se tomaba un gran interés hasta por las
cosas más insignificantes de la vida. Quizás intuía que lo iban a matar pronto. En un
baile de Cambridge encontró a una muchacha con la que bailó la popular canción No es
cosa de risa y al día siguiente volvió a Cambridge para comprar el disco de gramófono.
Lo trajo cuidadosamente envuelto, lo puso en la radiogramola, fijó el resorte de
repetición y lo estuvo escuchando durante media hora seguida sentado en el borde del
mueble y retorciéndose truculento sus enormes bigotes en actitud desafiante para evitar
que nadie lo parase.

Luego llegó aquel día en que Ginger se emborrachó en Cambridge. Perdió el tren de
regreso y tuvo que dormir en el andén hasta que pasó el tren lechero a las cuatro de la
madrugada. Había llamado al jefe de estación y le preguntó dónde podría dormir.
Llovía y Ginger se sentía muy fastidiado después de la borrachera. El jefe de estación le
dejó tumbarse en la caseta de señales y allí se quedó Ginger entre las brillantes palancas
y los alambres. Su última impresión antes de conciliar el sueño debió haber sido la
semejanza de aquella caseta llena de aparatos con la carlinga de su Stirling. Apenas se
había adormilado cuando un estruendoso timbre señaló, exactamente encima de su
cabeza, la entrada de un tren en agujas. Se despertó sobresaltado y furioso por el
insistente ruido. Su única preocupación era hacerlo callar a todo trance. Para ello no se
le ocurrió más que hacer funcionar todas las palancas y enchufes que encontró a mano.
Tardaron muchas horas en arreglar el lío que se formó en la estación...

Poco después tuvo que salir Ginger en un vuelo contra Duisburg. Peter lo vió
arrancar, disparatado hasta el último momento con el descomunal bigote pelirrojo
saliéndosele de la careta de oxígeno. Nunca se supo lo que fué de él.
Todas las mañanas el carcelero le traía a Peter la escoba y todas las mañanas se
negaba éste a barrer; hasta que un día estaba ya la celda tan sucia que no tuvo más
remedio que hacerlo en propio interés. El carcelero, en vez de mostrarse reticente por
haber ganado la partida, estuvo muy simpático y por la tarde entró con aire de
conspirador llevando en la mano una maquinilla de afeitar de baquelita:

—¿Lavarse? ¿Afeitarse? —dijo.

Se llevó a Peter a los lavabos, que estaban hacia la mitad del corredor. Era la puerta
junto al water pero a él nunca le habían permitido entrar allí. Vió una fila de lavabos a lo
largo de la pared y frente a ellos una ducha. El guardián le dió la maquinilla, un trozo
de jabón y una brocha:

—Schnell, schnell —le dijo. (¡Rápido! ¡Rápido!)

La hoja de afeitar estaba roma y le costó muchísimo trabajo afeitarse. Se raspó lo más
que pudo y estaba secando las cosas cuando volvió el carcelero.

—¿Puedo darme una ducha? —le dijo Peter señalándola.

El alemán movió la cabeza:

—Nein, das ist kaput. Kalt —dijo—. ¡¡Frío!!

—Muy bien —dijo Peter—. Un baño frío será mejor que nada. Kalt está bien —repitió.

El carcelero miró nervioso a ambos lados del corredor y asintió con la cabeza:

—Ja... schnell —dijo.

Peter se desvistió lo más rápidamente que pudo mientras el guardián soltaba la


ducha. El agua fría hacía daño pero también era una delicia para Peter. Se frotó las
piernas y los pies y consiguió quitarse casi toda la porquería. El carcelero no hacía más
que instarle a que se apresurara y no recobró la tranquilidad hasta que lo vió vestido y
camino de su celda.

Después del baño se sintió Peter con más energías y empezó a explorar la celda. Vió
que si pudiera conseguir una especie de palanca podría abrir la ventana. El cable de la
luz eléctrica estaba sujeto a la pared con unos clips de metal muy grandes y fuertes y
después de mucho tirar consiguió quitar uno de ellos y presionar con él el cierre de la
ventana. Ésta se abrió hacia adentro. Por fuera había unos sólidos barrotes de hierro que
penetraban profundamente en la armazón de madera.

Apoyó los codos en el marco de la ventana, metió la cabeza entre los barrotes y
respiró el aire húmedo y fresco. Le llegaba un débil aroma a pinos y un olor como a
incienso, de madera quemada. Frente a él había un campo de fútbol, fangoso y
abandonado, con las porterías torcidas; y más allá los pinos, altos, brillaban al sol. Se
estuvo mirándolos mucho tiempo, hasta que oscureció y sintió frío.

A partir de entonces, abrió la ventana cada vez que se sintió muy solo y muchas
veces estuvo a punto de que lo sorprendieran sin haber tenido tiempo para cerrarla.
Porque ahora lo visitaban con frecuencia sus interrogadores.

El joven piloto alemán había vuelto varias veces, pero sus visitas fueron cortas e
infructuosas. Un visitante más asiduo fué un Feldwebel con gafas y bigote a lo Hitler que
aseguraba haber sido camarero en Londres antes de la guerra. Hablaba mucho de
cuestiones sociales, de arte, del carácter de las diferentes naciones y de que Alemania no
odiaba a Inglaterra sino que, por el contrario, le había sorprendido mucho y se había
sentido herida cuando aquélla le declaró la guerra. También esto entraba en lo que le
había enseñado Pop Dawson y Peter pudo disfrutar de la charla sin caer en la trampa.

Un día le llevó el Feldwebel un trozo de salchicha sobre una rebanada de pan. Y le dijo
a Peter:

—Ya es tiempo de que lo trasladen a usted al campo de prisioneros. Aquí está usted
perdiendo sus energías.

—¿Cuándo me trasladarán? —le preguntó Peter.

—Amigo mío —dijo el Feldwebel mirándole a través de sus gruesos cristales—. Amigo
mío, ésta es una cuestión burocrática. Sí, de papeleo. Todos los oficiales que hay aquí
son profesores de Universidad. Tienen mentalidades estrechas y rutinarias y no pueden
ver las cosas como hombres de mundo. Les han enseñado que hay que rellenar los
formularios, pero una vez que los han rellenado, los olvidan. Sí, los olvidan por
completo. Los colocan en un archivo y nadie vuelve a ver esos papeles. Amigo mío, en
su propio interés le pido que llene esas hojas. Y entonces lo mandarán a usted al campo
central, donde encontrará usted a sus compañeros. En Alemania hay demasiado
formulismo. Hay que rellenar hojas para obtener cualquier cosa. Y si no se aviene usted
a ello, amigo mío, veo que se pudrirá usted en esta celda. —El hombre parecía estar
llorando de la pena que le inspiraba Peter y éste tuvo que hacer un esfuerzo y acordarse
de Pop Dawson para no ceder y escribir lo que pedían las hojas; hojas que, estaba
seguro de ello, llevaba el Feldwebel preparadas en su bolsillo interior.

A intervalos durante su encierro se repitió el extraño espectáculo nocturno de


apagarse y encenderse las luces y aumentar el calor hasta hacerse insoportable. Pero
nunca pudo descubrir Peter si se trataba de un procedimiento de tercer grado o era
simplemente una consecuencia de la llegada de nuevos prisioneros.

Pronto aprendió a ahorrar una de las tres patatas que le daban para almorzar,
guardándola para comérsela por la noche. La mantenía caliente poniéndola encima del
radiador de metal al final de la celda.

Un día notó que tenía un vecino —por su acento, debía ser norteamericano o
canadiense— y era evidente que deseaba ir al water con grandísima urgencia. Cada vez
que caía la mano indicadora en el corredor —Peter la oía desde su celda— el prisionero
se ponía a pasear desesperadamente maldiciendo a gritos hasta que llegaba el carcelero
con su habitual “Toilette besetz... Kamarad”, o sea “El water está ocupado, camarada”. La
quinta vez que ocurrió esto oyó Peter gritar al prisionero: “Oye, ¿quién es ese tipo,
Konrad? Parece que se ha quedado a vivir en el water”.

Su vecino recibía también visitas del Servicio Secreto y una vez, en lo más exaltado
de una discusión, oyó Peter un ruido sordo como de un cuerpo humano caído al suelo.
Poco después trasladaron al norteamericano a algún otro sitio.

Paulatinamente fué acostumbrándose a su celda. Había veces en que habría hecho


cualquier cosa por salir de allí, veces en que se paseaba por el angosto cuarto como un
animal enjaulado y tenía que esforzarse para no gritar y golpear la puerta. Pero también
había muchas veces en que dejaba pasar las horas tumbado en su camastro soñando
despierto y se entretenía imaginando historias de fuga más emocionantes que las de
cualquier novela, ensueños de los que tenía que arrancarse repentinamente para
habérselas con uno de sus interrogadores o para comer el simulacro de comida que le
daban. Casi se le había quitado el apetito, tenía el pulso flojo y vivía cada vez más a
fuerza de ensueños.

También tenía momentos de exaltación, momentos en que su debilidad y los


estímulos externos se combinaban para producirle una especie de éxtasis como el del
monje en su celda o el ermitaño en su cueva. En esas ocasiones se paseaba por la
estrecha celda lleno de una extraña alegría. Pero aquel estado de ánimo se le pasaba en
seguida y volvía a sentirse desgraciado y con el único deseo de que lo trasladaran al
campo central, donde se enteraría por fin de lo que les había ocurrido a sus
compañeros, charlaría con los demás prisioneros y empezaría a sondear las
posibilidades de fuga.

Todas las mañanas colocaba la mesa y el taburete sobre el camastro para tener más
espacio, se desnudaba hasta la cintura y realizaba ejercicios gimnásticos: una mezcla de
ejercicios respiratorios yogui y gimnasia sueca. Una vez entró un interrogador en la
celda mientras Peter se hallaba ocupado en estos solemnes ejercicios y, con gran
regocijo del inglés, el oficial alemán llamó al carcelero e hizo, intrigado, que registrara le
celda minuciosamente.

Una tarde, cuando estaba echado en la cama, notó la sombra que arrojaba sobre la
pared, por encima de su cabeza, el barrote central de la ventana. Después de verlo
mover a medida que el sol recorría el cielo, pensó en hacer un reloj. Cuando llegó el
desayuno a la mañana siguiente, hizo Peter una señal en la pared debajo de la sombra
con el tacón de su bota. Lo mismo hizo a medio día cuando le llevaron el almuerzo y a
la hora de la cena. Subdividió el espacio entre estas señales y completó así el reloj.
Luego descubrió que las comidas no llegaban siempre a la misma hora. Unas veces se
adelantaban una hora y otras se retrasaban también una hora. Lo cual destruyó la
eficacia del reloj.

Se confeccionó un puzzle rompiendo una hoja de papel en muchos trozos irregulares


y entreteniéndose luego en hacerlos coincidir hasta formar la hoja; pero esta ocupación
era tan tonta que acabó abandonándola.

De cuando en cuando llegaban los interrogadores y empezaban a charlar con él,


siempre con la apariencia de una conversación amistosa; pero volvían indefectiblemente
a los temas prohibidos.

A la décima mañana —las había contado marcando cada día una raya en el marco de
la ventana con el clip de metal que arrancó de la pared— le llevó el carcelero un libro.
Era una obra voluminosa y Peter empezó a leerla con toda calma. Como creía estar allí
para mucho tiempo, no quería saltarse ni una palabra para que le durase más la lectura.
Se demoraba en cada línea, buscando la intención del autor, criticando la elección de las
palabras y viviendo con intensidad la vida de los personajes del libro.
Había terminado el cuarto capítulo cuando entró un vigilante en la celda para
devolverle su uniforme y decirle que se preparase para ir al campo central. Lo
sorprendente resultó que ya no quería ir. La celda se le había hecho un sitio conocido,
familiar, que había cambiado imperceptiblemente de ser una prisión a convertirse en un
refugio. Preguntó si podía llevarse el libro, pero le respondieron que eso estaba streng
verboten (rigurosamente prohibido).

Otros doce prisioneros esperaban en el pasillo preparados para dirigirse al campo


central. Peter recorrió sus caras rápidamente con la vista pero no vió a nadie conocido.
Iban vestidos con los más variados uniformes de la R. A. F., trajes azules de batalla,
camisa caqui y shorts y calzados con zuecos de madera, botas de aviador, zapatos... Pero
todos ellos tenían la misma palidez y el mismo aspecto desaliñado.

Después de algunos movimientos vacilantes acabaron por formar una fila y se


pusieron en marcha entre guardias armados. Así salieron a la fuerte luz del aire libre.
CAPÍTULO V

Resultaba excitante hallarse otra vez al aire libre después de la cargada atmósfera de
la celda con el permanente olor a desinfectante. El aire era fresco y cortante,
impregnado del aroma de los pinos que rodeaban al campo. A Peter le sorprendió la
nieve que cubría el suelo, le extrañó mucho ver los niños que jugaban y gritaban, todos
ellos con esquíes, alrededor de los prisioneros, mientras éstos recorrían los pocos
centenares de yardas que los separaban del campo situado en el valle. Los prisioneros
hablaban mucho entre ellos. A Peter le llegaban retazos de conversación en que se
disculpaban y explicaban lo que les había sucedido: —“Total, que se nos ocurrió pasar
sobre Hamburgo en el viaje de regreso...”, “... y nos atiborraron de plomo...”, “... el
navegante nos metió en Colonia”. “Y nos encontramos de pronto tan iluminados como
si hubiera sido mediodía”, “... desde luego, quisimos abrirnos paso, pero...”, “fué
absolutamente inútil...”

Peter no sentía ni el menor deseo de hablar. Su solitario encierro le había secado el


fluir de la conversación en vez de fomentárselo. En aquellos momentos no le hubiera
importado comprometerse a no hablar más de aviación en su vida.

Junto a Peter iba un joven oficial del ejército, un capitán con uniforme caqui y barba
crecida, que tarareaba sin preocuparse de lo que hablaban los demás.

Bordeando la carretera había unas casas de madera a estilo de los chalets suizos, con
balcones que se extendían a todo lo largo del edificio. Parecían casitas de juguete y Peter
sentía ganas de entrar en ellas y ver lo que había dentro. Se figuraba que tendrían allí
manteles a cuadros y acogedores muebles de madera clara.

Los recién llegados fueron acogidos a la entrada del campo por un pequeño comité
de recepción que formaban los prisioneros más antiguos. Eran tres, cuyas desaliñadas
figuras hacían un curioso efecto esperando a los nuevos desgraciados para darles la
bienvenida. El primero —que parecía presidir a los otros— era un hombre de mediana
edad y de buena presencia que vestía una capa caqui atada al cuello con un broche de
metal y llevaba un gorro redondo de punto y zuecos. Se presentó como “el ayudante
inglés”. Los otros dos, dijo, eran el doctor y el Padre.

Mientras los otros se saludaban, miró Peter en torno suyo a los largos barracones de
madera pintados de verde con sus tejados cubiertos de nieve, las altas alambradas
dobles y las torretas de los centinelas que se elevaban sobre las alambradas. Mientras se
hallaban allí, un soldado británico, con camisa caqui sin cuello, salió de detrás de una
de las chozas tirando de un carro de madera de aspecto muy extraño en el que se
apilaban unas cajas vacías. Le habló en alemán al guardia de la puerta. Le hablaba
enérgicamente, diciéndole, era evidente, que abriera la puerta y que lo hiciera rápido. El
alemán obedeció con sorprendente docilidad.

—Vengan, muchachos, entren —dijo el Padre cordialmente. Era delgado y llevaba


una guerrera de la R. A. F. con insignias de piloto, breeches caqui y botas de aviador. Era
jefe de una escuadrilla—. Llegan ustedes a tiempo para tomar el té.

Los condujo a la construcción más cercana, que parecía ser el teatro. Tenía al fondo
un escenario pero habían instalado allí el comedor. Pasaron a una habitación más
pequeña, también acondicionada para comedor pero con mesas más pequeñas y
manteles blancos.

—Ésta es la “república” de los oficiales —les dijo el ayudante—. Los soldados comen
en la habitación mayor. —Se corrigió en seguida—: Bueno, aquí sólo comen los
soldados de tránsito. Los mandos permanentes lo hacen en otra barraca.

Todo esto le sonaba a Peter a cosa familiar. Incluso allí, en el corazón de un país
enemigo, funcionaba el sistema de jerarquías y precedencias. Le hubiera gustado
hallarse de nuevo en la celda.

Cada uno de ellos cogió de una mesa un grueso jarro de barro y se sirvió té de un
gran recipiente. El té estaba cargado y muy dulce.

—Dios mío, esto es té de verdad —dijo uno.

—Nos llega en los paquetes de la Cruz Roja —explicó el ayudante—. Esto nos sirve
para luchar contra el frío. Verdaderamente, es bastante bueno. No nos mandan
suficiente cantidad, pero lo que mandan es de buena calidad. Aquí llevamos un sistema
comunal para la comida —decía esto un poco a la defensiva— y las comidas las guisan
los asistentes. Estarán ustedes aquí unos diez días y luego los llevarán a un campo
permanente. Este sitio es sólo de paso.

—¿Qué posibilidades hay aquí de escaparse? —preguntó un oficial del ejército, muy
joven.

—Ni hablar de ello, muchacho. Aunque se escapara usted, esta nieve le denunciaría
al momento. Dejaría huellas por donde quiera que fuese. Les aconsejo que no piensen
en fugarse desde aquí. Es preferible que esperen a encontrarse en el campo permanente.
Y deben hacerlo en el verano, porque con este tiempo no irían lejos... ¿Qué tal van las
cosas en Inglaterra? ¿Dónde lo derribaron a usted?

—En Libia.

—¿En qué aparato volaba?

En los ojos del joven oficial se reflejó que aquello le divertía. Respondió:

—En un B. S. A.

El ayudante se quedó asombrado. Al principio no entendía lo que le había dicho la


menuda figura en traje de batalla, caqui, hasta que fué dándose cuenta:

—¡Ah! ¿De modo que es usted del ejército de tierra? —en su voz había una inmensa
condescendencia—. ¿Cómo diablos le mandaron a usted aquí? —Los ojos azules del
ayudante miraron glacialmente al otro.

El capitán se encogió de hombros.

—Bueno, lo cierto es que está usted ya aquí —dijo el Padre. Se volvió a Peter—: Y a
usted, joven, ¿cuándo lo capturaron?

Peter le respondió que el diecisiete de diciembre.

—De manera que ha pasado usted la Navidad en la nevera, ¿no?

Peter pensó entonces en el tiempo que había pasado en la celda tratando de aclarar
cuál de aquellos días había sido Navidad. Pero todo su encierro formaba una larga
cadena de días y noches, que se sucedían monótonamente:

—Supongo que la pasé en la celda, pero no podría saber qué día fué.

—Aquí los días son todos iguales —murmuró el médico sentándose en uno de los
bancos—. Llevo dieciocho meses aquí. A veces creo que han sido dieciocho años y en
algunos momentos creo en cambio que sólo fueron dieciocho días. Es asombroso cómo
corre el tiempo cuando se instala uno en un sitio.

—Creí que esto era un campo de tránsito —hablaba otra vez el capitán del ejército.
Había cierta sequedad en sus palabras.
—Es que nosotros constituimos el mando permanente. Somos los encargados de
pasarlos a ustedes al campo de los pukka. Como fuimos los primeros en llegar, nos
dieron estos puestos.

El capitán lo miró por encima de su taza de té, pero no llegó a decir nada.

—¿Qué tal están los campos pukka? —preguntó Peter.

—Pché. Unos son buenos y otros malos —le respondió el ayudante—. Si tienen
ustedes la suerte de ir a uno de los buenos, tendrán juegos, funciones de teatro,
barracones bien acondicionados... Sinceramente, no están mal.

—¿Ha estado usted en alguno? —preguntó el capitán.

—Pues... no. Pero nos lo han contado. ¿Quieren ustedes otra taza de té?

—El día de Navidad acudieron muchos al servicio religioso —le dijo el Padre a Peter,
a quien había cogido del brazo—. ¿Es usted creyente?

Peter eludió el asunto y se perdió entre la multitud de prisioneros. Cuando


terminaron de tomar el té, el ayudante los llevó a una habitación cerrada donde se
almacenaba ropa militar en estanterías que cubrían todas las paredes. Les dió a cada
uno un cepillo de dientes, una pastilla de jabón, una toalla, ropa interior de lana, un
jersey y un capote de la R. A. F. Cuando entregaba aquellas cosas, lo hacía el ayudante a
disgusto, como si fueran de su propiedad. Dijo:

—Todo esto lo manda la Cruz Roja. Luego firmarán ustedes, porque supongo que
esto se lo descontarán a ustedes allá de los sueldos. Supongo que ahora les gustará
tomar un baño.

El agua estaba caliente. Peter se quitó la ropa interior, muy sucia, y permaneció
durante unos veinte minutos bajo la ducha dándose jabón y dejando que el agua
caliente le empapara bien la cabeza y el cuerpo. La habitación se llenó del vapor de las
doce duchas. El tamborileo del agua que caía se mezclaba con trozos de canciones, y
pasaban cuerpos enrojecidos llamándose a gritos. Peter volvió a sentirse a gusto. Si
podía darse una ducha como aquélla todos los días, mejorarían las cosas. Se estuvo el
mayor tiempo posible por el temor de que sólo le dejaran ducharse una vez a la semana.
Permaneció bajo el agua caliente hasta que estuvo bien empapado y con la piel
coloreada de tanto calor. Luego dió salida al agua fría, que le hizo castañear los dientes.
Se secó con la toalla nueva y, dirigiéndose al lavabo sujeto a la pared, se lavó los dientes
con su flamante cepillo. Tardó en esta operación por lo menos diez minutos y después
se afeitó con el mismo cuidado que si hubiera tenido que ir a un baile. Le produjo una
sensación magnífica este afeitado con una hoja nueva. Era una delicia sentir que los
duros pelos de la barba desaparecían inmediatamente bajo el agudo filo. Después de
afeitarse se vistió con la ropa limpia que le habían dado y volvió a la habitación donde,
según le había dicho el ayudante, podía disponer de una cama.

Había seis camas en aquella estancia. En una de ellas estaba sentado el capitán del
ejército secándose el cabello.

—¿Hay alguna cama libre? —preguntó Peter.

—Creo que todas están libres. —Dejó de frotarse la cabeza y añadió—: Me pareció
preferible ésta, pero no me importa dejársela si le gusta estar cerca de la puerta.

—No, gracias. Me da lo mismo —le dijo Peter—. Me quedaré con ésta —colocó su
ropa en una de las camas próximas a la ventana—. Me llamo Howard. Peter Howard.

—Soy John Clinton. Oiga, ¿qué lío es éste?

—¿A qué se refiere?

—Eso del mando permanente. He hablado con uno que lleva aquí varios días. Dice
que esos oficiales comen aparte y les dan raciones especiales y muchas ventajas. ¡Mando
permanente! Lo curioso es que se les ve en seguida. Ese maldito ayudante rezuma
orgullo. —Clinton rebosaba de juvenil indignación, con la toalla entre sus manos finas y
tostadas. Daba la impresión de un hombre demasiado joven y vital para que lo
encerraran en esta atmósfera estéril.

Al principio sintió Peter el impulso de defender su arma contra este ataque de la


infantería, pero en la indignación del capitán no había rencor. De manera que Peter lo
tomó a broma:

—Ya me pareció que le hacía a usted mal efecto.

—Me molestó su actitud derrotista —dijo Clinton— aconsejándonos que no


intentáramos escaparnos de aquí. Supongo que les fastidia la idea de que pudiéramos
trastornar la rutina en que se encuentran tan a gusto. —Sentado en el borde de la cama,
con su negro cabello alborotado, se ataba los cordones de sus botas de desierto,
mientras repetía despectivamente—: ¡Mando permanente! ¡Tiene gracia!
—En cierto modo, tiene razón el ayudante —dijo Peter—. No iríamos lejos con esta
nieve.

—Eso no es más que una disculpa, y hay que tener cuidado de que esta actitud no se
convierta en un freno continuo. —Se puso en pie y empezó a arreglarse la cama—. En
cuanto vea la menor oportunidad, saldré de aquí.

—Yo no sería tan optimista —dijo Peter.

Mientras se dirigía hacia el barracón final, donde, según le había dicho el ayudante,
encontraría a sus compañeros de tripulación, pensaba Peter en John Clinton y en su
juvenil indignación. También él había sido así en tiempos. Pero ahora, a los treinta años,
se había hecho más tolerante. Llegó a la conclusión de que Clinton no tendría más de
veintidós o veintitrés años. Seguramente habría ido directamente de la Universidad al
Ejército.

Encontró a su tripulación en un pequeño cuarto con otros diez sargentos. Era


increíble que cupiesen todos allí. Parecía no haber sitio más que para las literas de dos
pisos. En la estufa de hierro ardía un buen fuego. Hacía un calor insoportable y un
desagradable olor a calcetines usados, uniformes puestos a secar y humanidad
prensada en aquel cuchitril.

Mac, el artillero de cola neozelandés, fué el primero en verlo:

—¡Peter! —exclamó—. ¡Chicos, mirad quién está aquí!

Peter entró. Todos sus compañeros se encontraban allí y se alegró de estar con ellos
de nuevo, pero se sentía molesto de que su categoría de oficial le permitiera vivir en
condiciones mucho mejores. Ya había experimentado esta molesta sensación en
Inglaterra —a pesar de haber compartido con ellos el mismo bombardero— cuando la
observancia de las jerarquías ordenaba que durmieran y comieran en diferentes
secciones. Aquí, rodeados por el enemigo, parecía aún más absurdo.

Wally le dejó sitio cerca de la estufa. Estaba guisando algo en una lata cuyo
contenido movía a intervalos con un palito.

—Precisamente estábamos hablando de ti —dijo Wally—. Creíamos que habías


conseguido escaparte. —Y volvió a preocuparse de su guisado. El serio y metódico
Wally se interesaba por lo que hacía ahora con la misma escrupulosidad con que
pilotaba su avión. Era un hombre sin sentido del humor.

Peter fué sintiendo cómo le envolvía la cordialidad de sus compañeros con más
fuerza que todas las diferencias de condición debidas a la jerarquía militar:

—Pues sí, estuve a punto de escapar —les dijo—. Llegué a entrar en Holanda pero
me pescaron. Tuve yo la culpa, por andar al descubierto a plena luz del día. Y a
vosotros, chicos, ¿qué os pasó?

—Junior no pudo alejarse mucho —dijo Wally—. ¿Verdad, Junior?

Éste asintió con la cabeza. Era canadiense y el miembro de más edad en la


tripulación. Estaba echado en una de las literas de abajo, con ambos pies vendados.

—Se le cayeron las botas —explicó Wally—. Sí, se le cayeron las botas al abrirse el
paracaídas y el tonto anduvo por ahí dos noches en calcetines.

—Ya te he dicho que no anduve gran cosa —protestó Junior.

—Bueno, pero es que cuando lo cogieron le hicieron andar siete millas en calcetines
—dijo Mac en broma.

—El suelo era bastante blando —suspiró Junior adoptando una posición más cómoda
en su camastro—. De todos modos, me las arreglé mejor que Mac.

Mac tenía una fea cicatriz en la frente y uno de sus ojos se le estaba volviendo
amarillo. Evidentemente, poco antes había estado negro.

—¿Qué diablos te ha ocurrido? —preguntó Peter.

—Muy sencillo: caí sobre un árbol. El paracaídas se enredó en las ramas de arriba y
me dejó colgando a unos quince pies del suelo.

—¿Y qué hiciste entonces? ¿Te soltaste del todo?

—Claro; y me caí de espaldas.

—¿Y así te pusiste negro un ojo?


—No; fué... de otra manera. Me arañé la cabeza al caer entre las ramas, pero lo del ojo
me lo hizo un maldito campesino... Creí que estaba en Holanda.

Todos los aviadores presentes rompieron a reír y uno de ellos dijo:

—Es el típico artillero de cola. Fué un milagro que no se le ocurriera creerse en


Inglaterra.

Mac no hizo caso de la interrupción.

—Me figuré que estaba en Holanda y me dirigí tranquilamente a una granja cercana
donde pedí de comer —miró resentido a Peter—. ¿Qué crees que pasó entonces? Pues
que el hijo de tal a quien le pedí comida me contestó con un directo al ojo. Me di cuenta
de que no les era grata mi presencia y llegué a la conclusión de que no me encontraba
en Holanda. El hombre empezó a gritarme en alemán, de modo que salí corriendo lo
más ligero que pude. Después de la guerra vendré a buscar a este tipejo... —Se acarició
tiernamente el ojo hinchado—. ¡Maldita sea...! Después penetré en un bosque y me
dirigí hacia el oeste. Seguí así un par de días hasta que me pescaron unos fulanos
vestidos de verde. Quise escaparme pero empezaron a disparar, tropecé con una raíz y
me caí cuan largo soy. Pensé que lo mejor era quedarme quietecito allí tumbado.
¿Cuánto tiempo te han tenido en la celda, Peter?

—He salido hoy.

—Tengo aquí unas cosillas —Mac se abrió paso por entre la ropa tendida en la
habitación y sacó de uno de los cajones de madera unas cuantas galletas y un pedazo de
queso—. Me lo ha dado Aussie en la cocina. —Las galletas estaban sucias y el trozo de
queso lo habían mordido por un pico, pero Peter aceptó encantado el obsequio.

Wally seguía moviendo el contenido de su lata sobre la estufa:

—Un momento, Peter; estamos haciendo un brebaje. Te vendrá bien para tomarlo
con el queso. Dame una taza, Teddy.

El mecánico le entregó dos jarritas de las que habían usado para tomar el té por la
mañana. Eran de barro, de las que se suelen utilizar para la cerveza. Wally las llenó del
lechoso líquido.

—¿Qué es eso? —preguntó Peter.


—Son las tabletas de Junior. Pudo salvarlas del registro. ¿Cómo lo pasaste en la
nevera, Peter? ¿Te visitó el tipo que dice que nos ha derribado?

—Sí. Me dijo que tú le habías explicado que nos perdimos.

Wally se rió:

—Lo siento, Peter, pero creí que diciéndole eso nos evitaríamos muchas preguntas
molestas. Se enfadó conmigo. Le dije que nuestro aparato era un Anson. —Le entregó a
Peter una de las jarritas humeantes y, abriendo la portezuela de la estufa, sacó media
docena de patatas que se estaban asando allí.

—Parece que Mac ha tenido mucho que hacer —dijo Peter.

—Sí, yo soy algo así como el comisario —replicó Mac mientras distribuía las patatas
calientes entre los sargentos—. En un sitio como éste se necesita un sindicato.

Peter pensó en la lealtad y la agudeza de Mac, un hombre que le sacaría al cautiverio


todo lo que pudiera y volvería a la vida civil tan duro y despiadado como siempre, pero
con una gran experiencia.

—Nos trasladarán a Lamsdorf dentro de pocos días —dijo Wally—. Hemos decidido
no separarnos.

—Eso está muy bien —dijo Peter—. Yo, en cambio, no sé todavía a dónde me
llevarán.

—Tú irás a un campo de oficiales —dijo Mac sin amargura—. Tendrás que cuidar de
ti mismo, Peter. Si no lo haces tú, nadie se encargará de ello.

—Descuida —dijo Peter—. ¿Habéis pensado en escaparos?

—No hay la menor esperanza —respondió Mac—. Nos aguantaremos hasta que
termine la guerra.

—Yo me dedicaré a estudiar —dijo Wally—. Aprovecharé la ocasión. Después de


todo, tenemos la suerte de estar vivos. Ahora podemos prepararnos para una profesión
o un empleo cualquiera para cuando termine la guerra. —Peter miró aquella cabeza
grandota que parecía tallada en madera, con su mata de pelo revuelto, y decidió que
Wally también se abriría camino en la vida.
—Luego vino un tipo con gafas, después del otro que dijo que nos había derribado.
El de las gafas vestía de paisano y llevaba un distintivo de la Cruz Roja en el ojal. Nos
presentó una hoja de la Cruz Roja para que la rellenásemos. Allí se nos preguntaba
nuestra graduación, nombre, número... Luego empezó a preguntarnos otras cosas: la
composición de nuestra escuadrilla, la carga de bombas que llevábamos... Desde luego,
no tuve inconveniente en darle la graduación, el nombre, y el número, pero al darme
cuenta del engaño, rompí la hoja. El tipo se puso lívido. Creí que le iba a dar un ataque.
Porque, la verdad, no parecía muy fuerte. Para tranquilizarlo, le dije que había
aprendido a volar en los Tigres.

—Ése fué el mismo que me visitó a mí —intervino Teddy, el mecánico, que procedía
de Glasgow—. Me preguntó si me gustaría dirigirle unas palabras a mi gente por la
radio, pero le contesté que mi familia no tenía radio en casa y no podrían oírme.

—¿Dónde te capturaron? —le preguntó Peter.

—Tuve poca suerte. Cuando se dió la serial de tirarnos, busqué mi paracaídas. Podría
haber jurado que lo había dejado en su sitio, en la cola. Pero cuando fui por él, no estaba
allí. Además, hacía un calor insoportable allí atrás. De manera que fuí y pensé unos
instantes y me dije: “Me lo he dejado junto a la escotilla de escape cuando subimos al
aparato.” Mi idea había sido ponerlo después en su sitio, pero se me olvidó. Quise
llegar hasta donde lo había dejado pero las llamas no me dejaban dar un paso. Tuve que
ir gateando y allí estaba balanceándose en el borde de la escotilla abierta. Creí que iba a
caerse de un momento a otro. Todos vosotros os habíais marchado hacía un siglo
excepto Wally, que estaba sentado en su sitio con toda calma manteniendo el aparato en
equilibrio. Cuando por fin pude ponerme el paracaídas y tirarme estaba a quinientos
pies del suelo, de manera que me di un porrazo que me dejó sin sentido y cuando lo
recobré estaba rodeado de soldados alemanes.

Peter se volvió hacia Wally para preguntarle lo que más le interesaba. Parecía
imposible que el piloto hubiera salido vivo del aparato en llamas:

—¿Cómo pudiste salir vivo de aquella hoguera, Wally?

—No salí del aparato. Creí que me iba a estrellar cuando vi de pronto un lago y me
tiré a él.

—¿Es posible que todo fuera tan sencillo?

—Sí; el lago era muy grande.


—De modo que te zambulliste con el avión... —dijo Peter. Sabía que de no haber sido
por el lago, Wally no habría sobrevivido. Y de no haber sido por Wally, que no se había
movido del aparato incendiado, haciendo frente a la muerte para que la tripulación
pudiera escapar, ninguno de ellos habría conservado la vida—. De modo que te tiraste
en medio de esta maldita Alemania.

—No era Alemania, sino Holanda —protestó Wally, imperturbable.

A la hora de almorzar encontró Peter un sitio junto a John Clinton, que era uno de los
pocos prisioneros que vestían de caqui. Los de las fuerzas norteamericanas habían
cambiado el dril caqui por la sarga azul de la R. A. F. que vestían los suboficiales y la
escena le recordaba a Peter sus primeros días en la unidad de instrucción. La
conversación giraba casi exclusivamente en torno a la aviación y Peter sentía simpatía
por aquel militar silencioso que tenía al lado. Le preguntó:

—¿Cuándo lo detuvieron a usted?

—El diecisiete de diciembre.

—Exactamente el mismo día que a mí. Es extraordinario. ¿Cómo le trajeron a usted


aquí?

—Por vía aérea —respondió el capitán con una mueca—. Siento decirlo, pero es la
primera vez que he volado.

—No crea usted que la mayoría de éstos han volado mucho más que usted. Mientras
más hablan de ello, menos tiempo han pasado en el aire.

—Ya me lo figuraba. Nunca me ha parecido bien que se hable tanto de estas cosas.

—En la otra guerra, en la del 14, se hablaba menos. ¿Quién es ese que está en la
cabecera de la mesa? —El individuo venía intrigando a Peter desde que entró en el
comedor. Tenía una cara que parecía cincelada de mala manera en roca caliza. Una de
sus orejas era de las llamadas “de coliflor”, como las que tienen los boxeadores. Vestía
un “mono” camuflado de los que usan las unidades de paracaidistas.

—Es un oficial médico —le aclaró John Clinton—. Le han asignado una cama en
nuestro cuarto. Es un individuo muy extraño. Trae una maleta llena de material
quirúrgico.
—Es muy útil para nosotros tener a mano un cirujano. A lo mejor tiene también
tabletas alimenticias.

Clinton, bajando la voz, le dijo a Peter:

—En nuestro cuarto pensamos abrir un túnel. Querríamos saber si usted está
dispuesto a unirse a nosotros.

—Pueden ustedes contar conmigo —Peter miró al médico, que comía en silencio en
la cabecera de la mesa. Parecía un hombre metódico y decidido, incluso inflexible—. Lo
curioso es que no tiene aire de médico —dijo.

—Empezó como boxeador —le explicó Clinton— y luego decidió hacerse médico.
Estudió y logró lo que se proponía. Cuando empezó la guerra trabajaba en una misión
médica en los barrios pobres de Londres. Es la persona más amable que he conocido.

—Pero su aspecto...

—No importa. Es tan fuerte que puede permitirse el lujo de ser amable, como esos
perros enormes...

Cuando terminaron de comer, Clinton le presentó el médico a Peter. El doctor


propuso dar un paseo alrededor de los barracones. Parecía desde luego un boxeador y
andaba con un típico balanceo de atleta. Llevaba un sweater caqui que le daba cierto
aspecto de futbolista americano o de héroe de esas historietas que publican los
periódicos.

No parecía muy convencido de la eficacia del proyecto de abrir un túnel:

—He estado hablando con el oficial médico alemán —explicó— y me dijo que si lo
solicito me pueden trasladar a uno de los hospitales para prisioneros de guerra. Me
llevarían vigilado por un guardia o, todo lo más, dos. Creo que tengo más posibilidades
aceptando eso que permaneciendo con vosotros. Lo malo es que, si no consigo dar el
salto por el camino, una vez entre en el hospital estaré bajo palabra de honor y no podré
escaparme. Esto me preocupa. No sé qué hacer.

—¿Qué le parece a usted la idea del túnel? —preguntó Peter.

El doctor se rió:
—Ésa es una idea de Clinton. La verdad es que no tenemos ninguna probabilidad de
terminarlo. No hay tiempo. El oficial médico alemán me dijo que dentro de unos
cuantos días nos trasladarán a todos. Sería preferible que saltaran ustedes del tren en
que los trasladen y que abandonen lo del túnel. Hace falta mucho tiempo para
realizarlo.

—Adonde vayamos tendremos tiempo de sobra —dijo Clinton con sorprendente


amargura.

—Cuando me trajeron aquí, hice un largo viaje en tren —les contó Peter—. No es tan
fácil saltar de un tren como usted se figura. Le vigilan a uno sin cesar. Además, aunque
lograra uno escaparse, no hay que olvidar el uniforme. Creo que lo mejor sería abrir un
túnel en el campo a donde nos lleven. Así habría tiempo de preparar ropa adecuada y
todo lo demás que hiciera falta.

—Yo no estoy dispuesto a que me lleven a un campo permanente. Tengo que huir
antes. —John parecía desesperado.

—Hombre, no sé...

—Sí, sí. En los campos permanentes hay millares de individuos. Escaparse de allí es
casi imposible.

—Creo que todos no intentarán escapar —dijo Peter—. Precisamente he estado


hablando con mis compañeros de tripulación. Ninguno de ellos piensa hacer nada para
fugarse.

—Lo harán, lo harán. —Clinton se paseaba a un paso terrible por el sendero que daba
la vuelta al campo bordeando por dentro la alambrada. Andaba con tanta rapidez y
energía como si ya estuviera emprendiendo la fuga—. Le digo que no haga usted caso
de esos proyectos. La mayoría de ellos están atontados al principio pero luego cambian
de idea. El momento adecuado para escaparse es ahora. Luego será demasiado tarde.

—He hablado también con el ayudante —dijo Peter—. Sigue recomendándonos que
esperemos hasta encontrarnos en el campo permanente.

—A ése debían formarle consejo de guerra —dijo Clinton, que iba ya casi corriendo
—. Debemos batir el hierro mientras esté caliente.
Aquella tarde hubo un concierto, organizado por el mando permanente, en el
comedor. Sentado allí, en un duro banco de madera y mientras escuchaba la orquesta
de jazz, bastante buena por cierto, pensaba Peter que lo mismo podría estar en cualquier
aeródromo de Inglaterra. Las mismas canciones, los mismos arreglos sinfónicos de
piezas de baile, los mismos coros sentimentales... Durante el descanso hubo convite de
cerveza alemana. La segunda parte del concierto era ya más pretenciosa, al principio
nostálgica y sentimental y luego grosera y obscena con canciones como Salomé y Mi
hermano Silvestre. Fué una buena tarde en que lo único desagradable para Peter resultó
una canción compuesta por los prisioneros y titulada Cuando termine la guerra. El
derrotismo que se desprendía de su letra convenció a Peter de que todavía tenían que
luchar contra muchas cosas.

Según la canción lo único posible era esperar a que terminase la guerra. Luego “las
luces volverían a encenderse” y cada uno se encontraría de nuevo en su casa. Por lo
visto, después no habría que preocuparse de nada.

Cuando regresó al dormitorio de su grupo, encontró Peter al médico cosiéndose un


bisturí en el dobladillo de su chaqueta de paracaidista.

—Me marcho mañana —le dijo a Peter al verlo entrar.

—Buena suerte. Me gustaría ir con usted.

—También usted tendrá su oportunidad. —Miró su maleta de instrumental—. Siento


tener que abandonar esto en el tren. ¿Le gustaría a usted quedarse con algo de lo que
hay en la maleta?

Peter escogió un par de los instrumentos más afilados. No tenía ni la menor idea de
cómo habría de usarlos, pero le pareció descortés no coger algo.

—Además voy a coger un par de vendas que pueden hacerme falta algún día. Y, si
tiene usted Benzedrine, me vendrían muy bien unas tabletas. Podría necesitarlas para
estar bien despierto.

El médico le dió las vendas y las tabletas y se metió en la cama, arropándose bien:

—Ahora tengo que dormir cuanto pueda.

También se acostó Peter, pero no pudo conciliar el sueño.

Clinton llegó algo borracho. Le dijo a Peter:


—¿Sabes, chico, que los de la R. A. F. no son tan malos como yo creía? Lo he pasado
muy bien con ellos.

Durante los días siguientes, Peter vagaba desconsolado por el campo o charlaba con
sus compañeros de encierro. Había una buena biblioteca en la “república” de los
sargentos pero ahora que podía leer le era imposible sentarse tranquilamente a hacerlo.
No había manera de encontrar la ocasión perfecta para fugarse; sin embargo, Peter no
hacía más que dar vueltas en torno a la alambrada examinándola discretamente. En
realidad, él sabía muy bien que aquél era trabajo perdido. La mayoría de sus
compañeros parecían contagiados de su inquietud.

Al fondo del barracón había un cuarto que los prisioneros llamaban la antesala. Era
una estancia bien amueblada y decorada con pinturas murales que se había entretenido
en hacer un prisionero que pasó una temporada en ese campo. Representaban en su
mayor parte escenas de cabaret y campestres, unos dibujos que, en un bar de Londres,
quizás ni los hubiera visto Peter, pero que allí le llenaban de nostalgia.

Todas las mañanas, después del desayuno, se precipitaban los prisioneros para
encontrar sitio en las pocas sillas de la antesala y allí se pasaban el día explicándose
unos a otros incansablemente cómo los habían derribado, cómo los capturaron, etc.
Llegó a convertirse aquella habitación en una especie de confesionario en el cual, a
fuerza de hablar, se libraban del horror y de la sensación de fracaso que les había dejado
su captura. Peter llegó a la conclusión de que casi todos ellos habían salido con vida por
una chiripa; unos tranquilamente, casi de un modo imperceptible, como le había
ocurrido a él; y otros en circunstancias horribles. Todos habían reaccionado de alguna
manera. Unos retirándose a su propia intimidad, otros discutiendo a voces y
exaltándose. Pero precisamente los más callados y tranquilos eran los que se
despertaban de noche dando grandes alaridos.

Algunos de ellos no sabían con exactitud dónde habían caído. Casi siempre era una
historia de reflectores, de metralla antiaérea, del insoportable olor a cordita quemada, el
miedo creciente, y luego las implacables llamas, el humo negro y asfixiante y la
mareante sacudida del paracaídas al abrirse.

A veces ocurría inesperadamente. Volaban tranquilamente durante millas y millas,


después de haber realizado con buen éxito el bombardeo y charlaban animadamente
bajo la luna y las estrellas viendo a una gran distancia los destellos de los reflectores que
ya no podían descubrirlos. De pronto, el martilleo de unas balas de ametralladora o el
desgarrador impacto de las granadas, al acercarse un caza por detrás. A veces
respondían al ataque, pero casi siempre caían en tirabuzón, aterrados, y el aparato
dejaba tras de sí una estela de fuego y humo.

Siempre se producía la misma desaparición del miedo al encontrarse frente al peligro


verdadero, la tranquila aceptación de lo que iba a suceder y la enorme sorpresa, la
inmensa sensación de alivio al encontrarse en tierra, fuera del fuego y del crepitar de los
disparos.

No todos habían aterrizado con paracaídas. Algunos lo habían hecho en los mismos
aviones. A algunos los habían sacado de las llamas sus compañeros y a otros los
salvaron los propios soldados alemanes. Uno había llegado a tierra, desde una altura de
siete mil pies, colgado boca abajo del correaje de su paracaídas. Otro no pudo moverse
de su asiento, retenido por la fuerza centrífuga, cuando el aparato se precipitó hacia
tierra. Luego el avión se hizo pedazos en el aire y él salió disparado con la suficiente
consciencia para tirar de la cuerda de su paracaídas antes de desmayarse. Cuando se
despertó hallábase en un campo labrado y tenía la ropa quemada. Pero no se había
hecho daño alguno.

Allí, en Dulag-Luft, fué donde Peter escribió la primera carta a su casa; una carta
difícil, pues no podía explicar cómo había llegado a encontrarse allí ni nada referente a
sus capturadores. Pidió su ropa interior de abrigo y contó una serie de vulgaridades y
de referencias veladas con las que esperaba tranquilizar a su madre, que sabría
interpretar aquellas palabras. También le escribió a Roy diciéndole que su tripulación
estaba de acuerdo en que se quedara él con el auto.

Pocos días después salieron los sargentos para Lamsdorf. Mientras los veía marchar,
sintió Peter que perdía el último eslabón que lo unía con el mundo conocido. Al
quedarse solo, no supo qué hacer. No se sentía con fuerzas para sumarse a las tertulias
de la antesala. Allí era todo tan mezquino, tan sórdido, aquellas discusiones sobre si a
uno le habían dado una rebanada de pan un poco mayor que a otro, aquel precipitarse
para conseguir una silla... Y lo malo era que todo aquello resultaba contagioso y el
mismo Peter acababa realizando muchas cosas de las que censuraba en su interior. En
verdad, lo mismo le había ocurrido cuando se alistó; una multitud de adultos reunidos
accidentalmente, sin lealtades comunes ni vínculos de ninguna clase. Después, cuando
empezaron el curso de navegación aérea tuvieron por lo menos el objetivo común de los
exámenes para la graduación, pero ahora no tenían nada. Ni siquiera la remota
finalidad de procurar ganar la guerra. El porvenir se presentaba gris e interminable.
Una infinita charla sobre cosas estúpidas, una infinita preocupación por el
racionamiento y una absoluta falta de independencia a causa de la vida en racimo. Se
metió las manos en los bolsillos del pantalón y dió otra vuelta a la alambrada. Llevaba
la cabeza baja y los hombros encogidos: la actitud típica del pobre prisionero de guerra
que ha perdido toda esperanza.

Aquella noche se enteró de que el médico paracaidista se había matado al tirarse del
tren mientras lo conducían al hospital de Obersmassfeld.
CAPÍTULO VI

Todas las semanas ponían en el tablón de anuncios del comedor una lista con los
nombres de los que iban a pasar a un campo permanente. A esto le llamaban la
“purga”. Aquella semana la “purga” fué destinada al Oflag XXI B en Polonia y el
nombre de Peter se hallaba en la lista. Se alegró al ver que John Clinton iría con él.
Había algo en la seguridad en sí mismo de aquel joven oficial del ejército que se había
ganado el respeto de Peter. Una vez pasado el primer arrechucho de pánico ante la
perspectiva de otro campo desconocido, Peter se tranquilizó y pasaba casi todo el
tiempo leyendo. Parecía como si hubiera cambiado por completo de actitud mental,
pero seguía controlándose. Sabía que su estancia en aquel campo era muy breve y que
llegaría el tiempo en que se concentraría por completo en el problema de la fuga.

En cuanto supo que por fin se marchaban, empezó a pensar intensamente en la mejor
manera de fugarse. Las largas horas de la noche pasadas reprochándose lo que él
consideraba su vergonzosa captura le había transformado su desesperación de los
primeros días en una fría resolución. Convencido de que no había sabido aprovechar
sus oportunidades y negándose a disculparse a sí mismo, se juró no fallar esta vez.

En el forro de su capote se cosió bolsillos secretos donde escondió los bisturíes y el


poco alimento que había conseguido reunir. Pasó muchas horas en la biblioteca
estudiando lo que le interesaba en una enciclopedia de la que el censor había olvidado
quitar los mapas. Copió alguno de éstos en papel higiénico y los escondió con las demás
cosas. Pero la muerte del médico le había hecho aun más pesimista sobre la posibilidad
de saltar de un tren, y en el fondo sabía que todos sus preparativos los hacía para
convencerse a sí mismo de que estaba haciendo todo lo posible.

Por fin quedó reunida la expedición fuera de los barracones, cada uno con su
equipaje. Peter quedó asombrado de la cantidad de cosas que algunos de los prisioneros
habían almacenado en tan poco tiempo. Les hicieron andar hasta la estación, situada a
varias millas, y Peter se alegró de haber decidido ir ligero de equipaje.

John Clinton llevaba todas sus cosas en los bolsillos, incluyendo un libro que había
cogido de la biblioteca. Marchaba con una divertida expresión en sus ojos.

—¿Qué te hace tanta gracia? —le preguntó Peter.


—Todos ésos con sus líos al hombro. Parecen las tribus errantes de Israel.

—Quizás hayan sido prudentes. No sabemos adónde nos van a llevar. —Y al decir
esto, se cambió Peter su pequeño envoltorio—. Quizás no sea tan disparatado llevarse
algo para empezar a vivir. Pudiera resultar un campo nuevecito, sin nada preparado
todavía.

—No tiene sentido prepararse como para establecerse allí —murmuró Clinton—. Si
te instalas con esa idea, te faltarán ánimos para escaparte. ¡Mira a aquel fulano! —y
señaló a un corpulento artillero de aviación llamado Saunders, que mantenía
difícilmente el equilibrio bajo el peso de un gran lío sujeto con una manta. Tenía
grandes bigotes y llevaba casco “balaclava” y botas de aviador.

—Me gustaría saber qué lleva el buen Will en ese petate.

—Es igual. Demuestra que se prepara para pasar todo el tiempo que sea preciso.

En la estación los mandó alinearse el Feldwebel y luego el oficial que mandaba la


expedición les dirigió una alocución:

—Caballeros —dijo—, pasarán ustedes varios días en el tren. Si se portan ustedes


sensatamente, serán bien tratados. Si intentan escaparse, dispararemos contra ustedes. Y
conste que no es una vana amenaza. Los guardias han recibido órdenes rigurosas.
Dispararán contra cualquier prisionero que intente escaparse. Eso es todo, caballeros.

Los metieron en coches divididos en compartimientos totalmente separados y con


asientos de madera. Peter fué empujado hacia un rincón frente a un alto teniente
aviador y Saunders, que había llegado triunfante con su lío, pero que no podía colocarlo
en el suelo, entre sus piernas. Por fin, lo consiguió. Junto a Peter se sentó Clinton, que
apenas interrumpió la lectura de su libro.

—¿Hay alguien más para Margate? —gritó Saunders, dispuesto a animar el viaje.

Distribuyó cigarrillos y pronto se llenó el aire de humo. Cuatro prisioneros sentados


en el otro extremo del compartimiento empezaron a jugar a las cartas. Peter se preguntó
cuál de ellos habría sido derribado con una baraja en el bolsillo o si las habría cogido en
el Dulag-Luft. Saunders se había aprovechado bien, a juzgar por el tamaño de su
envoltorio. Peter lo miró con atención. Un rostro muy colorado, rebosante de buen
humor, con una boca que sonreía fácilmente bajo su grotesco bigote, una sonrisa que le
era difícil contener, como la de un chico de la escuela. Tenía el pelo muy revuelto y
hablaba de un modo dogmático, pero que no resultaba antipático ni agresivo. En fin, un
hombre con el que se podía pasarlo bien. El teniente-aviador era de otra clase. Rubio y
delgado, tenía un aspecto impecable incluso con aquel uniforme de ocasión. Su bigote
estaba muy bien recortado. Se llamaba Hugo y por su manera de estar sentado y en
toda su actitud daba la impresión de que consideraba aquel viaje como una excursión
de placer que le hubiesen preparado para su exclusiva diversión, y en que él, aunque un
poco fastidiado en el fondo porque tenía otro plan, no quería demostrarlo por buena
educación.

Dos horas más tarde no se había movido aún el tren de la estación. Había hecho
varias falsas arrancadas, pero siempre volvía a su posición primitiva. Por fin, como si
estuviera ya satisfecho de la lección de paciencia que les había dado a los prisioneros,
lanzó un silbido que parecía irónico y se puso en marcha lentamente.

Largas horas sentados en un asiento de madera... Nada en qué pensar... Dormirse,


despertarse con todo el cuerpo entumecido... Fumar, bostezar, moverse inquietos...
pensar en el hogar tan lejano...

A veces se detenía el tren sin razón aparente, a muchas millas de una estación. En
cada una de estas paradas, los soldados alemanes se apeaban y, situándose a los lados
de la vía, apuntaban con sus fusiles hacia los coches hasta que el tren volvía a ponerse
en marcha. Cada vez que el tren se detenía, Peter concentraba todas sus energías,
dispuesto a escaparse en el primer instante propicio, pero todas las veces se convencía
de que era imposible. A los extremos de cada coche habían instalado unas garitas
dotadas de ametralladoras.

... Largas horas de parada en las estaciones, con una multitud de curiosos agolpada
para mirarlos como se mira a los criminales que llevan detenidos... Entumecimiento, un
fastidio inmenso... Hambre, sed... La angustia de saber que por fuera de las ventanillas
se extendía un dorado paisaje bajo el sol de invierno, y, de vez en cuando, algún canal o
un arroyo de curso vacilante... Sabiéndolo, pero sin poderlo ver porque las ventanillas
estaban ahumadas y ellos no podían ni siquiera limpiarlas... Sabían que pasaban sobre
un río ancho surcado por embarcaciones, lo sabían por el hueco estruendo del tren
sobre un puente...

... Doce hombres en un compartimiento y sólo a uno de ellos le permitían los


guardias ponerse en pie un rato: diez minutos por cada dos horas de estar sentado en el
insoportable banquillo de madera. Aquel deseo de estirarse, de dar unos pasos para
desentumecerse y tener que seguir sentados, rígidos, ansiando que el tiempo pasara lo
más pronto posible... Y hablar, hablar sin cesar...

Cuando John Clinton acabó de leer su libro, que a los demás no les interesaba...
porque eran versos en latín, resultó ser un ameno compañero de viaje. Les contó que
había nacido en Malaya, que su padre era dueño de una plantación de goma y que
había vivido allí hasta que lo mandaron a estudiar a Inglaterra. Precisamente acababa
de ingresar en la Universidad de Oxford cuando estalló la guerra. Entonces, se apresuró
a alistarse en el Ejército. Los tuvo varias horas distraídos contándoles historias de su
asistente, que le vigilaba implacablemente para ver si se cambiaba de calcetines y de
ropa interior, que le administraba laxantes que él no necesitaba y escribía todas las
semanas una carta a la madre de John contándole minuciosamente cómo le iba a su hijo.
De tarde en tarde recibía la madre una carta encabezada en estos términos: “Señora: le
alegrará saber que hemos sido ascendidos y somos ya capitanes...”, o bien: “Señora:
nuestras camisas están ya un poquito gastadas...”. A Clinton le había divertido la vida
que llevó en el Ejército; y hablaba con buen humor de los soldados que había tenido a
sus órdenes. Peter llegó a la conclusión de que, si quería buscar un compañero para
escaparse, no lo encontraría mejor que John Clinton.

A Saunders, que tenía en unión de su hermano una verdulería en el norte de


Londres, no parecía preocuparle la perspectiva de pasarse varios años de cautiverio.
Allá en Inglaterra, el negocio seguiría igual y Saunders volvería a ocupar su puesto
cuando terminara la guerra. Tomaba la vida como venía, encontrándola siempre muy
divertida y llena de curiosos incidentes y él invitaba a los demás a que los vieran desde
su propio punto de vista caricaturesco. Se reía de todo entre dientes, pero en seguida se
contenía y miraba por el rabillo del ojo, porque temía ofender a alguien. Había
empezado su carrera de vendedor con un carrito en la calle Oxford y todavía
conservaba la rápida y furtiva mirada del vendedor ambulante que teme a la policía.

Hugo, en cambio, parecía desprovisto de humor. Era amable, lánguido y metido en sí


mismo. Era un excelente blanco para las puyas de Saunders. Sus principales
ocupaciones en aquellos momentos eran que no encontraría facilidades para lavarse en
el campo —y, desde luego, en el tren no había ninguna— y que no le darían suficiente
comida. “Si por lo menos me dieran un buen bisté”, suspiraba, “con que sólo le
añadieran unas patatas fritas...”.

—Yo prefiero pescado y patatas fritas —dijo Saunders.

—A mí, en cambio, lo que me vendría bien sería una lata de spam —dijo Peter.

—Sólo piensan ustedes en la comida —les interrumpió John—. Cuando yo estaba en


el desierto...

—¡Miren ustedes —exclamó el bromista Saunders—, otra vez sopla el simún...!

Pero los cuatro se pasaban muchas horas en silencio intentando dormir o sumidos en
sus pensamientos.

De los demás que ocupaban el compartimiento le llegaban a Peter jirones de charla,


trozos de anécdotas archiconocidas...

—... creo que luego habrá muchas oportunidades. Estudiaré Derecho o algo así.

—... entonces apareció por entre las nubes cuando menos lo esperaba y nos derribó...

—Voy a poner una taberna en Devonshire...

—... descendimos a tanta velocidad que el altímetro se paró...

—Creo que nos permitirán dar algunos paseos. En la guerra anterior...

—No me convence trabajar de minero; es lo más sucio que hay...

—... disfrazado de alemán. Sólo se necesita un uniforme y la documentación. Si


hablas alemán es una gran ventaja.

—... su marido era viajante de comercio.

—Hombre, el capitalismo, en cierto modo...

—... y el mejor paseo a caballo que...


—Pero el convenio de Ginebra dice que mientras vayas con uniforme...

Recuerdos, explicaciones, proyectos, pura especulación...

Más allá de la ahumada ventanilla se extendían millas y millas de bosques de pinos,


oscuros en su interior, pero con los altos troncos enrojecidos por el sol. Dentro del
compartimiento: aburrimiento y depresión, hambre y sed. Olor a calcetines sucios,
densa atmósfera de humo.

Además, por no funcionar la calefacción, un frío horrible.

Al tercer día se habían comido ya sus raciones y Peter había renunciado a sus
esperanzas de escaparse. Cogió los alimentos que había escondido en su capote y los
distribuyó con su grupo. Siguiendo su ejemplo, John Clinton sacó también sus reservas
y, como Peter, las repartió entre ellos cuatro. “Más vale comérselo a que nos lo quiten
los alemanes”, dijo. Miraron a los otros dos compañeros para ver cómo reaccionaban,
pero pensaran escaparse o no, no debían de tener comida.

A última hora de la tarde del cuarto día, el tren hizo una de sus paradas en un
apeadero, pero esta vez era diferente. La escolta bajó del tren gritando:

—¡Raus, raus! ¡Ausgehen, alle ausgehen!

Mirando por la puerta abierta vió Peter que los rodeaba un cordón de soldados con
casco de acero y armados de fusiles ametralladoras.

—Muy bien —dijo Saunders—. Veo que nos rinden honores militares.

Cuando salieron del tren estaba oscureciendo. Caía una llovizna helada que les
salpicaba los capotes y les impedía ver. Hacía más frío que en Frankfort y Peter sólo
veía una sábana de nieve.

—Parece que hemos llegado por fin a Siberia —dijo Saunders.


Lucían arcos voltaicos a ambos lados de la vía. Los prisioneros formaron en filas para
pasar lista. Los tuvieron que contar tres veces para que los guardias se convencieran de
que no les faltaba ninguno. Entonces emprendieron la marcha hacia el campo de
prisioneros.

Una carretera les condujo, a través de una inhóspita llanura, a un pueblo cuyas
escasas y pálidas luces parpadeaban entre la nieve que caía. El camino era sólo una
vereda, deshecha por los carros, pero que mejoraba al acercarse al pueblo hasta
convertirse en una carretera bastante aceptable. Pronto sintieron las piedras que la
pavimentaban. Los guardias —había casi tantos como prisioneros— marchaban al lado
de éstos con sus fusiles-ametralladoras dispuestos a disparar, mientras que delante y
detrás de la columna iban camiones con focos y ametralladoras. Al acercarse al pueblo,
varios de los hombres que encabezaban la columna empezaron a cantar. La canción fué
contagiándolos a todos hasta que el grupo entero cantaba. Peter, que marchaba en
silencio y con cierta sensación embarazosa por no unirse al coro, creía que cantaban
para demostrarles a los pueblerinos que a pesar de haber sido capturados, no se sentían
derrotados. Se alegró de que no hubieran escogido una canción patriótica sino el
Bendícelos a todos.

Dejaron el pueblo atrás y subieron por una larga pendiente, resbalando muchos de
ellos por el hielo. Estaban ya tan cansados que dejaron de cantar. Vieron por fin las
luces del campo, el gran círculo de arcos voltaicos y los reflectores que barrían
lentamente el vacío recinto. Cuando estuvieron más cerca, uno de los reflectores se
dirigió a ellos ofuscándoles la vista y extendiendo interminables sombras en la lisa
superficie nevada. La potente luz ponía en relieve sus pálidos rostros, las barbas de
varios días, las bufandas enrolladas de cualquier modo por la cabeza y los petates que
llevaban al hombro.

Abrieron las puertas y la fila titubeante de prisioneros fué entrando en el campo.


Todos miraban con la mayor atención para descubrir el aspecto de aquello. Pero la
oscuridad era demasiado densa y sólo veían la alambrada brillante y dura a la luz de los
arcos voltaicos y la garita rojinegra del centinela. Cuando les dieron el alto, formaron
unas filas torcidas y esperaron. Les cerraron las puertas en cuanto pasó el último de
ellos. Se oyó un crujido y el ruido de las cadenas que aseguraban las puertas.

Los prisioneros pusieron sus petates en el suelo. Algunos encendieron cigarrillos. Un


Feldwebel recorría la columna diciéndoles que no podían fumar, pero ellos no le hicieron
ningún caso. La nieve les blanqueaba la cabeza y los hombros mientras el haz horizontal
de un reflector los iba recorriendo.
Entonces los contaron varias veces. Peter oyó a los alemanes discutiendo sobre el
número exacto. Estaba deseando que los guardias se movieran. Lo único que deseaba en
aquel momento era salir de la nieve, no sentirla más bajo sus pies. Pensó con nostalgia
en la habitación seca del Dulag-Luft. Incluso el vagón de ferrocarril había sido preferible
a esto.

Por fin, los guardias se pusieron de acuerdo en la cuenta y condujeron a los


prisioneros a una gran edificación con fachada de cemento situada más allá del círculo
de luz de los arcos voltaicos.

Mientras aguantaba en la larga cola en espera de que le llegara su turno se preguntó


Peter por qué los estarían registrando otra vez. Ya los habían registrado al salir del
Dulag-Luft; ¿qué se figurarían los alemanes que habían podido coger durante el viaje?
Cuando le llegó la vez, Peter miraba al guardia encargado de desatar los complicados
nudos con que había asegurado su petate (los alemanes nunca usaban cuchillos para
estos menesteres, seguramente por su afán de ahorrar material). Peter deseó haber
añadido unos cuantos nudos más. Las cosas que el médico le había dado, la pequeña
brújula y los mapas que había copiado de la enciclopedia los tenía seguros en los
bolsillos que se había confeccionado y logró pasarlos sin que los descubrieran.

Una vez registrado el último prisionero, los llevaron a todos a una amplia estancia,
una especie de vestíbulo donde fueron confiados al oficial británico. Había varias mesas
con hojas para rellenar. A los recién llegados les dieron una taza de té y dos rebanadas
de pan negro untadas con una leve capa de mermelada, a cada uno. Después de este
pequeño refrigerio les dirigió una alocución el seco capitán inglés. Su rostro arrugado
reflejaba cansancio y fastidio bajo su gastada gorra de servicio:

—Caballeros, antes de que los instalen a ustedes quisiera decirles unas palabras sobre
el régimen de este campo. Su organización es sencilla y quiero que siga siéndolo. Yo,
como oficial mayor británico, soy responsable ante las autoridades alemanas de todo lo
que ocurra en este campo; pero de esto ya les hablaré más tarde.

”El edificio en que se encuentran ustedes se llama la Casa Blanca. Fué en tiempos un
reformatorio, y hasta ahora no han dormido aquí prisioneros. Se emplea como teatro,
sala de conferencias y biblioteca. Normalmente, no se permite la entrada en él a los
prisioneros una vez oscurecido.

”Hay diez barracones en este recinto. Cada barracón se divide en doce grupos. Cada
grupo está formado por ocho oficiales. Manda cada barracón un comandante o un jefe
de escuadrilla. Cada grupo tiene su oficial mayor, responsable ante el comandante del
barracón de la conducta de su grupo.

”No tendrán ustedes que pasar mucho tiempo en este campo para darse cuenta de
que todas nuestras energías se dedican a una guerra incesante contra el enemigo: para
llevar a cabo esta guerra, es esencial que tengamos un espíritu de lealtad y de servicio.
Ese espíritu lo encontrarán ustedes en este campo.

”Nuestra principal actividad es... la fuga. No olviden ustedes que hay aquí hombres
que intentan escaparse desde que fueron capturados. Ahora mismo, está en marcha la
construcción de un túnel en dirección a la alambrada. Ya está a medio camino. No, no se
alarmen ustedes. Puedo hablar con toda libertad. Los guardias se han marchado y
tenemos “avisadores” en cada ventana. Les digo esto porque quiero prevenirles contra
los intentos imprudentes de fuga. Si quieren ustedes aprovechar la primera ocasión que
se les ofrezca sin detenerse a considerar el pro y el contra, lo más seguro es que
fracasen. Pero eso no importa; lo importante es que al fracasar pueden ustedes dejar al
descubierto otro plan muy estudiado y que hubiera podido triunfar de no ser por la
precipitación y la imprudencia de algunos.

”En este campo hay un cuerpo especial de oficiales, el Comité de Fuga. Su tarea
consiste en coordinar y ayudar a los que procuran escaparse. Si tienen ustedes una idea,
comuníquensela a ellos. No teman que al hacerlo pierdan el control de su plan. Cada
plan pertenece al que lo propone y, si da buen resultado, él será el primero en
escaparse. El Comité de Fuga se ocupa de los pasaportes falsificados y los trajes de
paisano. Contamos con secciones especiales encargadas de esas cosas. Repito que si
tienen ustedes alguna idea, acudan con ella al Comité. Lo constituyen hombres de gran
experiencia que pueden serles a ustedes de positiva ayuda.

”Por supuesto, los alemanes tienen aquí también su vigilancia. Le llaman la Abwehr.
Utilizan individuos especialmente entrenados a los que llamamos “hurones”. Los
reconocerán ustedes en el campo por sus monos azules y sus largos pinchos de acero.
Son peligrosos. Todos ellos hablan inglés y están especializados en descubrir las
actividades de fuga. Lo mismo pueden encontrarlos ustedes escondidos debajo de los
suelos de los barracones que en el tejado o escuchando por el ojo de la cerradura y en
las ventanas. Tengan mucho cuidado con ellos.

”Pero nosotros disponemos de “contrahurones”. Los llamamos “avisadores”. Cada


“hurón” que entra en el campo es vigilado constantemente por uno de los nuestros.
Ahora, mientras les hablo a ustedes, nos protegen en todas las puertas y ventanas.
Antes de empezar yo a hablar, ya habían buscado los mejores escondites. También a
ustedes les pedirán que se presten a este deber. Es el único deber que se les pedirá y
espero que lo hagan con gusto.

”Si intentan ustedes escaparse —y espero que lo hagan— verán que es una tarea muy
ingrata. Pero siempre ejerce una gran función: levantar la moral de los compañeros.
Todos piensan que mientras hay en marcha un intento de fuga estamos realizando algo
contra el enemigo y no nos limitamos a vegetar. Como ya les dije, existe un magnífico
espíritu de disciplina en este campo. Espero que, con la llegada de ustedes, sea aún
mejor ese espíritu.”

Cuando el capitán se marchó, la nueva hornada fué dividida en grupos para ser
distribuida entre los diez barracones. Peter y John Clinton formaron un grupo con
Saunders, el artillero y Hugo, el inmaculado teniente aviador. Mientras se dirigían a su
barracón, pensaba Peter que el capitán inglés les había infundido mucho ánimo. Era un
hombre que tenía algo positivo que ofrecer, un hombre a quien se podía seguir. ¡Qué
diferencia entre esto y el blando oportunismo del Dulag-Luft! Casi estaba contento otra
vez, impaciente por tomar parte en la guerra que continuaba en este campo.

Seguía nevando. Los tejados de los barracones estaban cubiertos de nieve. La puerta
de su barracón estaba cerrada con cerrojo y una barra atravesada. Peter notó que era
una cerradura moderna y que la traviesa de madera tenía cuatro pulgadas de grosor y
la sujetaban dos soportes de hierro. El guardia abrió la puerta y los hizo pasar a un
pequeño vestíbulo. El olor que ya les era familiar y que tanto les había sorprendido
durante sus primeros días en el Dulag-Luft, les anunciaba lo que iban a encontrar detrás
de la puerta que había al fondo del vestíbulo. Era un olor a desinfectantes alemanes
para prisioneros de guerra. Había otras dos puertas dobles a su derecha que abrieron
los guardias sin ninguna ceremonia.

Después del aire fresco de la noche, el ambiente cargado de aquella habitación oscura
resultaba irrespirable. Por entre el humo y el vapor, vió Peter varias filas de literas que
disminuían en la confusa perspectiva. Cuando sus ojos se acostumbraron al humo,
comprendió que las literas habían sido separadas de las paredes para formar una serie
de pequeñas habitaciones. En cada una de éstas había una mesa de madera en la que
una lámpara de fabricación casera proyectaba un débil resplandor rojizo. El humo de
estas lámparas de petróleo se unía al vapor que despedía la ropa puesta a secar en
tendederos improvisados. El suelo de cemento presentaba charcos formados por el agua
que goteaba incesantemente de la ropa tendida. Había ventanas en cada una de las
paredes laterales que estaban tapadas por fuera con postigos especiales. No parecía
haber la menor ventilación.
En torno a cada mesita jugaba a las cartas un grupo de prisioneros y algunos
intentaban leer a la escasísima luz de las lamparillas que arrojaban siniestras y
disformes sombras sobre las paredes. Esas paredes habían sido blancas pero eran ya
grises y estaban manchadas de humo y humedad. La mayoría de los hombres tenían
barbas, el cabello muy largo y calzaban zuecos de madera o, sentados en sus literas, se
cubrían los hombros con las mantas y aparecían fantasmales en la penumbra. El
zumbido de las conversaciones se interrumpió en seco con la entrada de los nuevos.

En un rincón de la estancia un chirriante gramófono lanzaba una música de baile que


sonó estridente en el repentino silencio.

Una figura se destacó de las sombras y avanzó hacia ellos. Llevaba una guerrera de la
R. A. F. muy usada, en la cual, bajo la insignia de piloto, aparecía la cinta del D. F. C. En
las mangas tenía los tres anillos de coronel. Era moreno y barbudo y calzaba unos
descomunales zuecos que producían un gran ruido en el suelo de cemento.

—Hola, chicos, ¿sois los nuevos del Dulag?

—Sí, señor.

—Muy bien. Siento que no tengamos luz. Creo que la volverán a dar. Ha sido una
represalia de los goons. Me llamo Stewart. Mal viaje, ¿verdad?

—Bastante malo, sí, señor.

—Bueno, les hemos guardado a ustedes algo de comer. Y a propósito, no me llamen


señor. Aquí no gastamos esas cosas. Supongo que desearán ustedes lavarse antes de
comer. Dejen aquí sus cosas y yo les llevaré. Espero que traerán toallas y jabón.

Stewart los condujo por el pasadizo central, formado por estrechas tablas que
ocultaban las habitaciones. Peter, mirando por las rendijas, vió que los grupos estaban
divididos por literas que formaban ángulo recto con la pared. Cada grupo tenía una
mesa y dos largos bancos de madera. Aquello parecía un barrio miserable de unos
suburbios, impresión que se acentuaba con la ropa tendida en las habitaciones. Al
entrar en los lavabos, al extremo del barracón, llegó de nuevo la luz eléctrica. Los
prisioneros lanzaron el consabido ¡Oooh!

—No durará mucho —les dijo Stewart—. Los goons lo hacen para divertirse. Es
preferible que la aprovechen y se laven ustedes mientras no la vuelven a apagar.
Peter miró los dos largos lavabos de cemento por encima de los cuales pasaba una
tubería interrumpida a intervalos por grifos. En el suelo había cubos casi llenos de agua
grasienta. Stewart les explicó:

—Se han atascado otra vez las tuberías. Nos quejamos todos los días, pero no sirve
de nada.

Los recién llegados se dedicaron a quitarse de encima parte de la suciedad que se les
había acumulado en el viaje de cuatro días. El agua estaba muy fría.

Se abrió la puerta de comunicación y llegó el ruido súbito de una conversación


general y estruendosas carcajadas en el barracón. El prisionero que había abierto la
puerta entraba en los lavaderos con una gran lata que empezó a llenar de uno de los
grifos. Vestía una chaqueta corta sin mangas confeccionada con un trozo de manta.
Tenía el cabello cortado casi al rape y mientras esperaba a que se le llenara la lata,
canturreaba. Peter lo observó furtivamente. Parecía casi increíble que aquel individuo
fuera un oficial británico. Cuando el hombre se marchó, Peter se acercó a John, que se
estaba lavando la barbita, y le preguntó:

—¿Qué te parece este sitio?

—Mejor que el anterior —le respondió John—. Aquí hay una especie de disciplina.
Sabemos por lo menos a qué atenernos.

—A mí me parece deprimente —intervino Hugo, que se estaba peinando


cuidadosamente marcándose una onda con la mano—. Es una atmósfera de boy-scouts.

—Yo creo que aquí estaremos bien —comentó Saunders mientras lavaba en el chorro
del grifo su dentadura postiza. Sin dientes parecía su cara más vieja y gastada—. De
todos modos, es preferible estar aquí que bajo la metralla antiaérea, sobre Duisburg.

—La metralla no me importa —dijo Hugo mientras se peinaba el bigote—. Lo


principal es vivir de un modo civilizado. Así se puede aguantar cualquier cosa.

—¿Oís lo que dice? —dijo Saunders—. ¡Vida civilizada! No se da cuenta de que ha


salvado la vida —y, acercándose a Hugo, le espetó—: Apuesto a que en tu vida has
pasado hambre.

—No la pasé hasta que llegué a Alemania.

—Entonces has tenido muy buena suerte —le dijo Saunders.


El coronel los reunió. Bajo su barba parecía aún más delgada su cara:

—Creo que el oficial mayor les ha soltado a ustedes un discursito, y ahora tendrán
que aguantarme a mí otro. Voy a colocarlos a ustedes en el grupo final, pero esta noche
cenarán cada uno en un grupo diferente, en parte porque todavía no contamos con las
raciones que les corresponderán a ustedes y en parte para que satisfagan la curiosidad
de los muchachos. Desde que llegamos aquí no había venido nadie de Inglaterra, de
manera que tendrán ustedes que contestar a muchas preguntas. Háganlo con la mayor
amabilidad que puedan. No olviden que estos muchachos llevan aquí mucho tiempo.

”El teniente Tyson es nuestro representante en el Comité de Fuga, y si se proponen


ustedes escaparse, les proporcionaremos toda la ayuda que necesiten. Las
probabilidades de salir de Alemania son prácticamente nulas. Les digo esto porque no
queremos vernos obstaculizados por gente que no esté dispuesta a poner toda la carne
en el asador al no darse bien cuenta de las dificultades.

”Otra cosa: No sean corteses con los hurones ni dejen que ellos sean corteses con
ustedes. Si nos comportamos bien, les bastaría con la décima parte de las fuerzas que
tienen que emplear para nuestra vigilancia. No olviden ni por un segundo que son
nuestros enemigos. Hagan ustedes todo lo humanamente posible para obstaculizarles
su tarea.

”Como les digo, formarán ustedes parte del grupo final. Allí encontrarán a un tipo
muy extraño que les fastidiará mucho al principio. Pero tendrán ustedes la ventaja de
ser sólo seis en vez de los ocho de costumbre. Aguanten lo más que puedan y si llegan a
desesperarse demasiado, avísenme.

—¿Qué quiere usted decir exactamente respecto a ese tipo extraño? —interrumpió
Saunders.

—Es que está un poco chalado. Ya saben ustedes, los efectos del excesivo cansancio,
las emociones... También hay un polaco que se llama Otto Sechevitsky. Él se encarga de
cuidar a Loveday, que es el individuo a quien me refería. Yo que ustedes me dejaría
aconsejar por Otto hasta conocer mejor la vida de este campo, que encontrarán ustedes
extraña al principio. Otto sabe por dónde anda. Si se dejan ustedes guiar por él, les irá
bastante bien.

Los llevó hasta el final del barracón cerca de la entrada y en la desagradable


vecindad de la letrina.
Otto y Loveday jugaban al ajedrez. El coronel los presentó. Inmediatamente después
se despidió:

—Aquí les dejo a ustedes. Otto se cuidará de ustedes.

En cuanto se marchó el jefe, Loveday se puso en pie. Era un individuo alto y huesudo
con una frente protuberante. Los ojos, hundidos, miraban oblicuamente hacia arriba
dándole una expresión astuta en contraste con su boca grande entre la revuelta barba.
Llevaba zuecos, un capotón y un casco balaclava.

Carraspeó para aclararse la garganta:

—Quien va a cuidar de ustedes voy a ser yo. Todos ustedes sufren de shock, por eso
no es extraño que estén un poco desequilibrados. Pero ya me hago cargo. —Hablaba
lentamente, subrayando cada palabra con un seco movimiento de sus manos
sarmentosas—. Comprendo la situación de los recién llegados y les paso muchas cosas.
Ha sido la fatalidad la que los trajo a ustedes aquí. Y también fué la fatalidad la que me
tenía reservado el cuidarles a ustedes. ¿Es verdad o no, Otto? —Rió mirando a Otto y
éste le sonrió azorado—. Quizás crean ustedes que el individuo disfruta de libre
voluntad, pero no es cierto. La vida es un tablero de ajedrez y todos nosotros somos
peones. —Para recalcar esta idea, dió un golpe a una de las piezas que estaban sobre el
tablero y la envió al suelo—. ¿Es verdad o no? —añadió dirigiéndose a Peter.

Peter vaciló:

—Pues... sí, claro, sí.

Loveday le miró fijamente durante un buen lato mientras Peter se ruborizaba.

—Usted aprenderá muy pronto —dijo por fin Loveday—. ¿Verdad, Otto? —miró a
los otros uno por uno—. Creo que todos van a aprender muy bien. —Volvió a mirar el
tablero de ajedrez y lanzó de nuevo su risita cortada—: Sí, lo mismo que los peones. —
Empezó a tamborilear con los dedos sobre la mesa.

—Todas las literas están libres —dijo Otto—, excepto estas dos. —E indicó la litera
doble situada más lejos de la puerta. Otto era un hombrecillo con ojos grises, tranquilos
y pacientes bajo su cabello pajizo. Junto al desaliño de Loveday, presentaba Otto un
aspecto acentuadamente militar—. Instálense cómodamente. Voy a hacerles té. Ya les
llamarán los otros cuando tengan ustedes que cenar.
La cena. El estómago de Peter se contrajo con un espasmo de náusea. La cena. No
había tomado una comida caliente desde que salió del Dulag-Luft. Esperaba que no
tardarían demasiado en llamarlos.

En cada litera había un saco de viruta que hacía las veces de colchón y otro más
pequeño que servía de almohada. Había unas mantas muy estropeadas, dos sábanas y
una funda de almohada de algodón basto. Peter escogió la litera de encima de la que
John había elegido dejando a Hugo que eligiese con Saunders. Loveday los observaba
mientras desempaquetaban sus petates.

—Veo que no están ustedes acostumbrados a estas cosas —fué su comentario—.


Vienen ustedes directamente de sus cómodos hogares y es natural que les trastorne
nuestro ambiente. Padecen ustedes de shock. Todos los que se hallan en este campo
padecen de shock. ¿Verdad, Otto?

Otto sonrió:

—Muy bien, Alan; todos sufrimos de shock. Pero no pensemos en ello y hagamos el
té. —Sacó un paquete de té de un estante. Puso la mitad en una jarra grande de metal y
salió de la habitación.

Peter empezó a disponer sus escasas propiedades en el basto estante que el ocupante
anterior había instalado sobre su litera. Todo el entusiasmo que había sentido al
principio se le desvaneció al hallarse metido en la vida de aquel hormiguero. ¿Cómo era
posible fugarse estando sumergido en aquel torbellino? El gran local retumbaba con un
centenar de voces. El alboroto se comunicaba por el espacio libre de arriba por toda la
nave. Peter seguía trajinando en silencio consciente de la vigilancia de Alan Loveday.

—Tengo aquí un libro. —Loveday cogió del estante que había sobre su litera un libro
de gran formato—. En él se entera uno de cómo se maneja a la gente. En un sitio como
éste hay que saber manejar a la gente.

Peter miró a John y levantó las cejas.

—¿Cómo se llama el libro? —preguntó John.

—Tratado de Psicología. La psicología es el estudio de la mente. Éste es un buen lugar


para estudiar psicología, porque todos han sufrido un shock. Podemos asegurar que
aquí son todos un poco anormales.

—Sí —dijo John—. Creo que tiene usted razón.


—No necesita usted decirme si tengo o no razón —gritó Loveday—. ¡Soy yo quien se
lo dice a usted! —Miró irritado a John—. Porque hable usted con acento de Oxford no
hay motivo para que me diga si tengo o no razón.

John guardó silencio.

—Éste es un mundo diferente al que ustedes habitaban —prosiguió Loveday. Se


apoyaba en un pie mientras tenía el otro sobre un taburete. Con sus manos cubiertas a
medias con mitones se acariciaba inquieto la barba—. En nuestro mundo hay que
estudiar a los demás individuos. Las cosas son aquí muy diferentes. Todos...

—Goon in the block! —Era el grito de alarma qué hacían circular los “avisadores” por
todo el barracón. Pronto el grito se repetía por todos los rincones—. Goon in the block!
Goon in the block!

—¿Qué es eso? —preguntó Peter.

—Los guardias alemanes están haciendo la ronda —explicó Loveday—. Cuando se


acercan, nos avisan los compañeros. Por mi parte, no les hago caso. Cuando un
individuo...

Peter se asomó a la entrada y miró al fondo del pasillo central. Seguido por los
silbidos y las burlas de los prisioneros, avanzaba un alto y forzudo alemán.
Acompañaba a este soldado un gigantesco perro alsaciano.

—Ahí vienen dos goons —gritó un prisionero—. Uno detrás de otro.

El guardia, muy digno con sus pesadas botas y su largo abrigo verde ceñido por un
cinturón mate de cuero, recorría muy despacio el pasillo mientras el perro, impaciente,
tiraba de la correa que lo sujetaba.

—¿Para qué hacen eso? —preguntó Peter.

Loveday rompió a reir:

—Es un truco psicológico. Lo hacen para asustarnos. Todas las noches, sueltan los
perros en el recinto. Muerden como fieras a cualquiera que no sea su amo. Un hombre
para cada perro. Ninguna otra persona puede manejarlos.
CAPÍTULO VII

Peter fué llevado a cenar por un teniente aviador que le dijo llamarse Tyson. Con la
voz de Loveday resonándole todavía en los oídos, siguió Peter, encantado, a Tyson.

—¿Ha empezado ya Loveday a darles a ustedes la lata? —Tyson tenía una voz
agradable. Era alto y de fuertes mandíbulas. Vestía un sweater negro de cuello alto bajo
su guerrera. Andaba con rapidez sobre el húmedo suelo de cemento, con sus fuertes
botas de aviador—. No le haga usted caso; está un poco chalado.

—¿En qué sentido?

—Es lo que llamamos la “fiebre de la alambrada”. Esto viene por oleadas. Unos la
cogen con más intensidad que otros. A algunos les deprime mucho y en cambio otros se
vuelven sólo un poco raros. Pero el caso de Loveday es diferente. Ya antes de ser hecho
prisionero debía de estar algo trastornado.

—¿Quiere usted decir que siempre ha sido así?

—Más o menos... Pero nunca se pone violento. Ha recorrido todos los grupos del
barracón. Nadie puede aguantarlo mucho tiempo.

—Pobre hombre. —Peter se lo imaginaba sin amigos, emigrando de grupo en grupo.

—No lo compadezca; es feliz a su manera. Más feliz que la mayoría de nosotros. A


quien hay que compadecerle es a usted. Ya hemos llegado. —Entraron en un
compartimiento en el que tres hombres estaban sentados a la mesa. Miraron a Peter
como si esperasen su llegada.

—Es el teniente aviador Howard —dijo Tyson—. El comandante Drew, el teniente


Crawford y el teniente Simpson. Los demás están preparando la cena. —Le indicó a
Peter que se sentara—. ¿Quiere usted un trago?

Peter manifestó una sorpresa que hizo reír a los otros.

—No; no crea que es whisky ni nada de eso —se apresuró a desengañarle el


comandante—. Es un menjunje que hacemos con uva. Lo guardamos para las ocasiones
especiales. —Llenó cinco potes con un líquido incoloro contenido en una lata—.
Perdone el servicio; no hay más “cristalería” que ésta.

El brebaje era fuerte y sabía a petróleo. Peter se alegró de que los potes de barro no
admitieran más cantidad.

—Vamos a ver, ¿cuánto cree usted que durará todavía la guerra? —El comandante,
de bruces sobre la mesa, hablaba como sí estuviera preguntando quién ganaría el Derby
de aquel año. Era un hombretón de ojos azules que se había dejado una impresionante
barba.

Peter pensó con rapidez. No tenía la menor idea de cómo ni cuándo iba a terminar la
guerra. Pero comprendió que aquellos hombres querían tranquilizarse.

—Le echo un año —acabó diciendo.

—Ay —suspiró el comandante y se enderezó como si se le hubiera quitado un gran


peso de encima—. Ésa es la misma impresión que tengo yo.

—Yo creo que durará más —dijo Crawford. Era de más edad que los otros y tenía
una mirada inquieta, casi angustiada. Llevaba un largo chaquetón caqui y su gorra de
punto de lana la tenía encasquetada hasta las orejas. Añadió—: Tenemos que utilizar
toda nuestra potencia de bombardeo. Hasta ahora sólo estamos jugando a bombardear.
Yo no veo el final hasta antes de dos años. Quizás dos y medio.

—¡No digas tonterías, Tom! —exclamó el comandante sonriéndole a Peter—. Una


guerra no se puede ganar sólo con bombardeos.

Simpson, más joven que sus compañeros, llevaba el traje de batalla azul marino de
las fuerzas aéreas. Sacó un paquete de cigarrillos y le ofreció a Peter fuego acercándole
la pequeña lámpara que tenían sobre la mesa, una lata de tabaco medio llena de una
extraña grasa. Habían hecho un puente de metal sobre la abertura de la lata y por este
puente pasaba una mecha de lana que ardía con una llamita azul.

—Aquí es casi imposible contar con fósforos —explicó Simpson—. Por eso tenemos
encendida esta lamparilla. ¿Qué es lo último que se ha estrenado en Londres?

Peter, mientras encendía su cigarrillo, procuró recordar. Desde que se había


incorporado a la escuadrilla no había ido al teatro.

—Un espíritu burlón, es una buena comedia —dijo al buen tuntún.


El comandante protestó:

—Eso ya lo ponían cuando me derribaron a mí. Es del año de la nana.

Peter volvió a pensar:

—En el Windmill hay una buena obra pero no me acuerdo cómo se llama. Temo
decepcionarlos a ustedes, porque no estoy muy enterado de espectáculos.

—¿En qué aparato volaba usted? —le preguntó Tyson.

Peter se encontraba allí más a gusto y respondió con toda confianza:

—Stirling. Empecé con un Wimpey y luego cambiamos. Sólo he hecho cinco vuelos
en los Stirlings, casi todos sobre Italia.

—No me gustan esos cacharros —dijo Crawford, que, evidentemente, era


reaccionario en técnica aeronáutica—. A mí que me den siempre Wimpeys. ¿Qué tal la
metralla italiana?

—Un encanto —le dijo Peter—. No dan una. Nos quedábamos dando vueltas para
ver desde dónde disparaban.

—¿Dónde los derribaron a ustedes?

—Sobre Alemania. Un caza nos pescó y nos prendió fuego. —Estaba dispuesto a
contar toda la aventura cuando llegaron para cenar los demás miembros del grupo.
Eran tres y cada uno traía algo.

El comandante intentó continuar la conversación pero no cabía duda de que le


interesaba más la comida que los vuelos sobre Italia. Indicando los rudimentarios platos
y potes, se disculpó:

—Aquí todo es muy primitivo, pero tenemos el mejor cocinero del barracón,
¿verdad, Jonah?

—Lo que tenemos es el mayor apetito —replicó Jonah. Era un canadiense gordo y
colorado que tomaba muy en serio el arte de cocinar. Comieron salchichas en lata,
tomates también de conserva, patatas fritas y guisantes; todo bien caliente y dispuesto
con atractiva simetría en una fuente construida bastamente por ellos mismos.
Observándola con detenimiento, descubrió Peter que la fuente había sido hecha con
varias docenas de pedazos de lata unidos por sus bordes doblados y machacados.

Jonah parecía no tener prisa en servir para no descomponer su artístico adorno. Por
fin, distribuyó el alimento en los potes.

—¡Date prisa, Jonah! —El comandante se había sentado a la cabecera y se mesaba


impaciente la barba.

Peter estaba sentado junto al comandante:

—¿Tienen ustedes un cocinero distinto en cada grupo? —preguntó.

—Sí, en cada “república” guisamos aparte. —El comandante comía con gran apetito
—. En la mayoría de los grupos se establecen turnos para la cocina pero nosotros
tenemos mucha suerte con Jonah porque le entusiasma guisar y nos quita ese fastidio de
encima. Desde luego, le echamos una mano para pelar las patatas y fregar los platos...,
si se le puede llamar platos a esto.

—Es que así es la única manera de que yo pueda comer tranquilo —explicó Jonah.
Peter se preocupó mucho: nunca había sabido cocinar más allá de un huevo pasado por
agua. Deseaba fervorosamente que uno de las de su “república” resultara un cocinero
amateur como Jonah.

—¿Cenan ustedes así todas las noches? —preguntó.

El comandante sonrió:

—No; creo que Jonah se ha superado esta noche. En cada grupo recibimos cuatro
paquetes de la Cruz Roja por semana. Solemos hacer una sola comida caliente al día.
Pero no tan buena como la de hoy. En las demás comidas nos las arreglamos con pan y
cualquier cosa. Algunos se acostumbran bien, pero yo debo reconocer que siempre
estoy hambriento. —Y suspiró.

Mientras comía, Peter notó el tacto de estos antiguos prisioneros, la consideración


con que se trataban unos a otros. Se veía que procuraban hacerse el encierro lo más
agradable que permitieran las circunstancias. Recordó la vida atropellada del Dulag-
Luft y se preguntó si estos hombres habrían sido así al principio. Estaban tan tranquilos
y atentos que él se sentía desplazado. Aún no había llegado a aquella serenidad. Temía
incurrir en la desaprobación de este grupo.
Después de cenar tomaron nescafé en los mismos potes donde habían bebido el
brebaje de uvas. Todos le preguntaban cosas de la patria y Peter no sabía qué contestar.
Pensó: “Si hubiera previsto que me iban a derribar, me habría preparado.” Por lo
menos, pudo decirles lo que costaba entonces la cerveza y el whisky. Pero cuando
quisieron saber lo que daban de racionamiento y otras cosas corrientes, se dió cuenta
Peter de su absoluta falta de preparación en la vida cotidiana de su país.

—¿Cómo andan allá de tabaco? —preguntó Simpson.

—Bastante mal por ahora —respondió Peter—. Los estanqueros disponen siempre de
algunos paquetes que tienen bien escondidos pero han de conocerlo a uno mucho para
sacarles algo. Yo he recorrido varios estancos inútilmente.

—Eso es lo bueno de aquí —dijo el comandante—. Tenemos más cigarrillos de los


que podemos fumar. Es lo único que nos pueden mandar los parientes y amigos en la
cantidad que deseen. No les permiten enviarnos alimentos, de modo que todos envían
cigarrillos. ¿Quieres algunos?

—Fumo en pipa —respondió Peter—. Pero ya que son ustedes tan amables, cogeré
algunos para mis compañeros de grupo.

El comandante se levantó y, dirigiéndose a su cajón, sacó un “cartón” y una lata de


tabaco de pipa.

—Aquí tienes doscientos y cuatro onzas de Capstan. Avísame cuando necesites más.

—Muchísimas gracias. Esto es magnífico. —Peter hizo una columna con los diez
paquetes y puso al lado la lata de Capstan—. Veo que las cosas no están aquí tan mal
como yo creía al principio...

El comandante sonrió:

—En esta “república” tenemos un brujo de las finanzas. Antes de la guerra trabajaba
en la Bolsa y ahora es un “as” del mercado negro en este campo.

Peter no comprendía.

—Mañana verás el mercado negro —le dijo el comandante—. Está en una cabaña
junto a la Casa Blanca. Funciona por un sistema de puntos. Supón que recibes de
Inglaterra un paquete y viene en él algo que no necesitas. Pues bien, en vez de
cambiarlo por algo que otros tampoco van a necesitar, vas al mercado negro y te dan
unos puntos por la mercancía. Con esos puntos puedes adquirir otra cosa que se te
presente en aquel momento o bien te los apuntan en los libros y dispones de ellos para
cuando los precises.

—Todo eso me parece muy complicado. —Peter había vivido tanto tiempo en una
“república” de la R. A. F., donde no tenía que preocuparse de nada en cuanto a comida,
vestimenta, etc., que le aterraba la idea de tenerse que ocupar personalmente de todos
esos detalles.

—Y lo mismo puedes hacer con los paquetes que envía la Cruz Roja —prosiguió el
comandante—. Nuestro brujo de las finanzas, que no está aquí esta noche (lo han
invitado a cenar en otro grupo), ha establecido un valor nominal para cada artículo de
los que vienen en nuestros paquetes. Tardó varias semanas en establecer el sistema. Y
ahora, gracias a su talento bursátil, el valor de cada artículo fluctúa según la situación
del mercado, la mayor demanda de ciertas cosas, etc... Por ejemplo, la avena es más
barata en verano que en invierno y lo contrario ocurre con la limonada en polvo. Lo que
se valora más es el Klim.

—¿El Klim? —Peter se extrañaba de todo.

—Leche en polvo —le aclaró Jonah—. Viene en los paquetes de la Cruz Roja
canadiense. Es mucho mejor que la leche condensada que nos llega en los paquetes
ingleses. Se conserva mejor y sirve mucho más para cocinar.

—Aquí se utiliza el Klim para muchas cosas —añadió el comandante—. Con él se


hace una pasta estupenda para arreglar libros rotos y pegar fotos. Uno compuso con esa
pasta una pipa.

—Además, las latas en que viene sirven muy bien para hervir el agua —dijo
Simpson. Y le enseñó una lata ennegrecida por el humo, de unas seis pulgadas de altura
y seis pulgadas de diámetro. Le habían añadido un asa de alambre.

—Una lata llena de Klim vale por ciento cincuenta cigarrillos en el mercado —dijo el
comandante—. Cuando nos llega algún paquete, Tollit lo lleva en seguida al mercado y
vende todo lo que está por encima de la par y compra todo lo que esté por debajo de la
par. Esto significa que nuestra comida no es muy variada, pero ganamos en cantidad de
alimentos.

—A mí todo eso me resulta muy complicado —dijo Peter.


—Amigo —le replicó riendo el comandante—, es el sistema capitalista. Aquí somos
todos veteranos como prisioneros de guerra, de modo que tenemos una buena reserva y
podemos hacer jugadas de Bolsa en el mercado.

—¿Juegas al bridge? —le preguntó Simpson a Peter.

—No; y lo siento —tuvo que reconocer Peter.

—Pues no aprendas, chico —le dijo Crawford—. En un sitio como éste, el bridge se
convierte en seguida en un vicio. Hay muchachos que se pasan el día jugando.

—Pero es una buena manera de pasar el tiempo —dijo Peter.

—Ya verás cómo se te pasa el tiempo —le advirtió el comandante—. Al principio se


hace un poco pesado, pero de pronto, un buen día, te paras a pensar y te das cuenta de
que te falta tiempo para todo lo que te propones hacer. Es asombroso con qué poco se
llena la vida de un hombre.

—Y, ¿qué hay de fugarse? —preguntó Peter.

Se produjo una larga pausa en que Peter tuvo tiempo de arrepentirse de haber
hablado. Podría ocurrir que aquella gente no fuera partidaria de los intentos de fuga o
¿habría roto él quizás una de las normas secretas del cautiverio hablando de aquel
asunto?

Tyson rompió el silencio por fin. Sonreía astutamente mientras hablaba.

—Si tienes alguna idea sobre eso, ven a vernos. Pero piénsatelo bien antes de
proponer un plan. Asegúrate. Si se te ocurre algo, debes decírnoslo primero a nosotros.

El súbito apagón de todas las luces evitó a Peter que le notaran su creciente
azoramiento.

—¡Maldita sea...! —exclamó el comandante—. ¿Dónde está nuestra lámpara, Jack?

A la luz del pequeño encendedor vió Peter que Simpson se acercaba a una alacena y
sacaba de ella una lámpara que encendía con un pedazo de papel. Estaba hecha la
lámpara con latas viejas atadas una sobre otra y con una abertura lateral que le daba a
aquel artefacto el aire de una linterna sorda. Daba una luz firme y dorada más brillante
que el humeante resplandor rojizo que salía de los otros compartimientos.
—Es una buena lámpara —dijo Peter.

—Es el combustible —le explicó Simpson—. Margarina de la que hemos extraído el


agua. Sale caro, pero da una luz estupenda. Algunos de los muchachos utilizan
margarina en bruto, grasa de cocina e incluso betún. ¿Cómo van a tener buena luz?

—¿Qué mecha usan ustedes?

—Ésta la hemos hecho con un cordón de pijama, que parece lo más absorbente.
También pueden emplearse pedazos de franela retorcidos, pero yo prefiero el cordón de
pijama.

Peter miró hacia los demás compartimientos. La amplísima nave, sumida de pronto
en la oscuridad, adquiría poco a poco una nueva personalidad a medida que iban
encendiéndose las vacilantes luces de los improvisados quinqués. Las conversaciones
sólo eran murmullos y los prisioneros se arracimaban en torno a las lámparas.

—¿Qué pasa con las luces? —preguntó Peter.

—Son los goons —dijo el comandante—. El S. B. O. tuvo una pelea con ellos a
propósito de las medidas sanitarias. Y, como represalias por su actitud, nos dejan sin
luz.

Por lo visto, Peter debió de exteriorizar su asombro.

—Te explicaré, hombre —le dijo Simpson—. En nuestro lenguaje, goons significa
alemanes; kriegies, prisioneros de guerra; S. B. O., oficial mayor británico (Senior British
Officer)... Ya te irás acostumbrando... Es otro idioma.

—Llegarás a olvidar que hayas podido ser algo distinto a un kriegie dentro de una o
dos semanas —dijo Crawford—. Y ése es, precisamente, el peligro.

Cuando se encendieron de nuevo las luces, las recibieron con un irónico abucheo.
Apagaron las lámparas de tan diversos combustibles y los grupos se dispersaron. Las
conversaciones volvieron a ser ruidosas y por el espacio común, por encima de las
separaciones, corrían oleadas de risas, exclamaciones, preocupación y despreocupación
en una misma algarabía.

—¿Cuales son las ultimas noticias del Oriente Medio? —preguntó el comandante.
Volvió Peter a sentir su falta de preparación. Nada sabía del Oriente Medio. Le había
bastado con volar y con olvidar todo lo relativo a la aviación cuando no estaba de
servicio. Tuvo que confesar:

—No estoy muy enterado de lo que ocurre en ese frente. Pero en mi grupo tenemos
un chico que fué capturado allí. Él estará mejor informado que yo.

La conversación languidecía. No quería Peter hacerles más preguntas y ellos, por su


parte, tampoco parecían ya interesados en preguntarle nada a él. Empezaron a hablar
entre ellos de los partidos internacionales de rugby. Hasta que no llevaban un buen rato
con esta conversación no comprendió Peter que se referían a los partidos que jugaban
en aquel campo de prisioneros y que lo de “internacionales” era una fantasía.

—¿Juegan ustedes aquí al rugby? —preguntó.

—¿De qué juegas tú? —le replicó Simpson.

—De full back.

—Muy bien. Te probaremos en cuanto desaparezca la nieve. ¿Has jugado


recientemente?

—Hace cosa de un mes.

—¡Estupendo! Te daremos unas botas. ¿Tienes pantalones que puedan servirte?

—¿Largos?

—Hay muchas piedras. Conviene proteger las rodillas, ya sabes.

—Lo siento, pero no tengo —dijo Peter.

—Yo te dejaré unos —le ofreció Simpson.

La conversación languidecía otra vez.

—En fin, ya volveré.

Todos se pusieron en pie.


—Muchas gracias por la cena. —Quería devolverles la invitación, pero pensó en que
sólo disponía de la sexta parte de su “república”.

—No lo olvides: en cuanto pase la nieve —le dijo Simpson.

—Ven a vernos de vez en cuando —le indicó el comandante. Por la manera de


decirlo, daba la impresión de que se trataba de un viaje largo y difícil.

En su compartimiento, se encontró con que sus compañeros habían regresado ya de


cenar en los diversos grupos que los habían invitado y estaban sentados a la mesa
bebiendo cacao:

—Llegas a tiempo —le dijo Otto—. Te hemos reservado una taza. —Y le sirvió cacao
de una alta jarra de metal.

—Así dormirás mejor —le dijo Loveday—. Acabo de aconsejarles a estos individuos
que se acuesten. Necesitan dormir lo más posible. Lo más importante...

—¿Qué tal te ha ido en la cena? —le preguntó John.

—No pensé que sabía tan poco —dijo Peter—. He quedado en que volvería allá
contigo para que les contaras cosas del Oriente Medio.

—Muy bien —asintió John—. Nos dieron una conferencia sobre la situación en aquel
frente precisamente el día antes de caer prisionero... Me han apuntado en una sociedad
teatral de aficionados.

—Y a mí me han hecho de un equipo de rugby... que se juega en suelo de cemento —


dijo Peter.

—Nos equivocamos al juzgar a aquel ayudante, Peter. —John fué a sentarse junto a él
en el borde de la litera.

—¿Qué ayudante?

—El de los mandos permanentes en el Dulag-Luft.

—¿En qué sentido?

—Me lo han explicado los chicos del grupo donde he estado. Es un secreto, de modo
que no lo divulgues. El ayudante trabaja para nosotros. Les hace creer a los alemanes
que está dispuesto a servirlos y a la vez recoge toda la información que puede para
enviarla a Inglaterra.

—¿Cómo se las arregla para mandar esos informes?

—Sabe Dios, pero lo hace. Es una tarea de miedo. Hace falta valor.

—Sí, hay que tener muchos bemoles.

—Todos los nuevos tenemos que pasar revista mañana por la mañana —dijo
Saunders. Estaba a medio desnudar junto a su litera.

—¿Para qué diablos...? —Hugo, ya acostado, lo miraba con asombro.

—Me lo han dicho en la cena.

—Creo que te han tomado el pelo.

Las luces se apagaron y encendieron rápidamente por dos veces.

—Quedan cinco minutos —advirtió Loveday—. Dentro de cinco minutos se


apagarán las luces para toda la noche.

Peter, en la oscuridad, procuraba conciliar el sueño. El saco de virutas formaba


jorobas. Estaba tan cerca del techo que, con levantar el brazo podía tocar las vigas. El
ambiente estaba muy cargado con humo de tabaco y olores a sudor y ropa sucia.
Recordó los hombres del grupo donde había estado aquella noche, cómo se esforzaban
por vivir en armonía, por hacer lo más soportables posible las circunstancias en que se
hallaban. Quizá podamos hacer aquí lo mismo, pensó, suavizar las aristas, y practicar
un poco de autodisciplina. Pero también había que considerar aquello como una
derrota. Era muy preferible salir de allí, volver al peligro y a la libertad de la guerra.
Hablaría de eso con John a la mañana siguiente. Tenía que haber un modo de salir. El
capitán les había dicho que estaban abriendo un túnel. ¿Cuántos hombres se
necesitarían para aquello? Quizás pudieran admitir todavía a uno o dos más. Sí; a la
mañana siguiente se enteraría bien de este asunto...

De vez en cuando se oía un gran estruendo. Era alguien que saltaba de una de las
literas superiores con los zuecos puestos. Y se oía el arrastrar de los zuecos en dirección
a la letrina y los crujidos de la puerta que se abría.
Peter oía en torno suyo los ronquidos y la pesada respiración de sus noventa y tantos
compañeros de prisión. De vez en cuando, alguno gritaba o murmuraba en sueños.
Algunas veces eran verdaderos gritos de terror que se cortaban en seco cuando el
vecino de la litera sacudía al de la pesadilla y lo despertaba. A intervalos, los puntos
luminosos de los cigarrillos revelaban el insomnio y el aburrimiento de algunos.

Pensó en el ayudante del Dulag-Luft, que seguía cumpliendo con su deber, pero de la
manera más desagradable. Tenía que sufrir el desprecio hiriente de sus compatriotas y
al mismo tiempo estaba haciendo cien veces más que todos ellos juntos para ganar la
guerra. Pensó en todos los traidores de esta guerra, que podían ser espías. ¡Qué
imposible era juzgar a nadie, qué poco razonable dar una opinión sin estar
completamente seguro de todos los hechos! Envió con el pensamiento una silenciosa
disculpa a aquel hombre que cumplía solitario su deber despreciado por todos, incluso
por los alemanes, a los que estaba engañando.

Sintió suspirar a John en la litera de abajo. Se revolvía inquieto.

—¿Estás despierto, John? —murmuró.

—Me estoy preguntando cuánto tiempo podré resistir aún sin ir al retrete —le
respondió John.

—Eso es el shock. —Era la voz de Loveday, que emitía su diagnóstico desde la litera
de enfrente—. A todos les ocurre igual. Ya se os pasará a fuerza de tiempo.
SEGUNDA PARTE CAPÍTULO PRIMERO

Antes de la guerra, el Oflag XXI B había sido un reformatorio de muchachos. Cuando


los alemanes invadieron Polonia, se empleó como campo de concentración y después de
la caída de Francia sus defensas de alambre espinoso fueron reforzadas para encerrar a
los prisioneros franceses.

El campo estaba construido sobre una pendiente y lo cercaban las habituales


alambradas dobles, de unos doce pies de altura, guardadas a intervalos por torretas
armadas con ametralladoras y dotadas de reflectores. Las dos cercas estaban separadas
por seis pies y el espacio entre ellas, hasta una altura de unos cuatro pies, lo llenaba
también alambre espinoso retorcido.

Poco tiempo antes de caer prisionero Peter, cuando los prisioneros militares franceses
pasaron a trabajar en las industrias alemanas, se convirtió el Oflag XXI B en campo de
prisioneros para la aviación británica. Entonces se produjeron algunas fugas. A los
franceses los contenía el temor de las represalias contra sus familias, pero los ingleses no
tenían que temerlo. Eran prisioneros menos seguros para los alemanes y antes de que
hubieran pasado muchas semanas, un buen número de ellos había logrado cruzar las
alambradas. No disfrutaron de la libertad mucho tiempo y cuando el Kommandant hizo
ir a aquel campo a algunos de los “chivatos” que los conocían del campo anterior, ya
estaban llenas las celdas de castigo.

Los “hurones” o “chivatos” volvieron a instalar las alambradas para darles mayor
seguridad. Instalaron una alambrada baja a unos treinta pies de la cerca principal y
advirtieron a los prisioneros que serían fusilados si intentaban cruzarla. Hicieron
levantar más torretas sobre la alambrada y enterraron sismógrafos debajo de las
alambradas. Los sismógrafos estaban conectados con un cuarto de control central donde
era detectada, con un plumín que marcaba con tinta sobre un cilindro de papel
giratorio, cualquier vibración producida bajo tierra por las actividades “tunelísticas”.
Los prisioneros permanecían encerrados en los barracones desde el atardecer hasta el
alba y durante las horas de oscuridad, jaurías de perros salvajes rondaban por el
recinto, husmeando a las puertas de los barracones y quitándoles a los prisioneros todo
deseo de asomarse al exterior.

A la derecha de las puertas de entrada al campo, al pie de la pendiente, la Casa


Blanca presentaba su formidable fachada hacia la carretera que conducía a la estación.
Cerca de la Casa Blanca y a lo largo de la alambrada que bordeaba la carretera había un
estrecho recinto reservado a los prisioneros rusos que trabajaban en las granjas vecinas.
Este recinto, dentro del campo principal, formaba otra barrera entre los prisioneros
británicos y el mundo exterior.

Detrás de la Casa Blanca, en un terreno algo más elevado, había otro edificio, que en
tiempos fué la residencia de los profesores del reformatorio y luego se usó como
hospital y cocina general del campo. En un recinto especial se elevaba una pequeña
iglesia, un edificio de ladrillo rojo en el que parte de los prisioneros cumplían cada
domingo con sus deberes religiosos. A la izquierda del hospital y separados de la
carretera por el recinto ruso se hallaban el pétreo campo de fútbol y la letrina, conocida
esta última, incluso para los ingleses, por su nombre alemán, abort. Dentro del abort
había dos largas y profundas trincheras cubiertas por rústicos asientos de madera para
cuarenta y ocho personas. Por las mañanas, el abort estaba atestado de gente y se
formaba una larga cola que se extendía hasta la mitad del campo de fútbol, casi hasta
donde se encontraba el hospital.

El resto del campo era de terreno resbaladizo, y en forma de terrazas abiertas en esta
pendiente estaban los grandes y feos barracones de ladrillo de un solo piso en que
vivían los prisioneros a razón aproximadamente de un centenar por cada barracón.

Ahora las puertas del recinto estaban abiertas y una fila de guardias, con las cabezas
inclinadas a causa de la lluvia y los rifles cruzados a la espalda, pasaban por delante de
la Casa Blanca y se abrían camino por la pendiente cubierta de fango hacia los
barracones. Era por la mañana temprano, y la lluvia caía inagotablemente de un cielo
plomizo, martilleando sobre los tejados de las torretas y convirtiendo la tierra tan
pisada en un mar de fango. Los goterones se detenían un momento en el alambre
espinoso para caer en la honda zanja que habían abierto por fuera de la alambrada para
desanimar a los “tunelistas”.

Dentro del barracón número cuatro había gran humedad a causa del agua que
rezumaba por el suelo de cemento formando manchas en los muros, en los lavabos;
ambiente cargado, además, por la respiración de cien prisioneros, que no podían salir a
causa del mal tiempo y por el vapor que emanaba de la ropa puesta a secar.

Peter se despertó lentamente y sacó la cabeza de bajo la delgada manta alemana.


Estaba vestido del todo, incluso con su capotón de la R. A. F. Llevaba un gorro de lana y
mitones en las manos. Habían vuelto a cortarles la ración de carbón, por lo que tuvieron
que acostarse muy temprano, completamente vestidos, para protegerse del frío y la
humedad. La madera de su camastro e incluso la manta con que se había cubierto la
cabeza, parecían haber sido mojadas directamente por la lluvia, de tan húmedas como
estaban.

Aquel día le tocaba a Peter ser “avisador” y encargado de los servicios de su grupo.
Loveday y Otto habían insistido en hacer ellos los turnos que les correspondieran a los
recién llegados durante las primeras semanas para que éstos tuvieran tiempo de
habituarse a sus nuevas condiciones de vida. Pero ya estaban perfectamente
acostumbrados. Los últimos dos meses les habían parecido dos años.

Peter se demoró un poco bajo las mantas, concentrando todas sus energías para
arrancarse de la litera. Un trompetazo de la Kommandantur alemana había sido su
despertador, y en pocos minutos se presentarían allí los guardias para abrir las puertas
y dejarlo salir. Uno de los deberes de Peter era ir a la cocina para calentar agua con
destino al té del desayuno. Se formaría una concentración de doce ingleses por cada
barracón; o sea, noventa y seis hombres que se empujarían unos a otros para llegar
primero, porque los del final de la cola se encontrarían con que el agua ya no hervía al
cogerla ellos y además llegarían a sus respectivos grupos con muy poco tiempo para
tomarse el té a gusto antes de la hora de pasar lista. Cada uno de ellos tendría que
incurrir en la desaprobación de siete pares de ojos, suponiendo que no les dijeran algo
más expresivo.

Peter se arrancó de las mantas y estaba sacando los zuecos de madera que tenía
escondidos junto a la almohada cuando se abrió la puerta con gran ruido y entraron dos
guardias que, chorreando en sus capotes y por sus botas altas y polainas, gritaban:

—Raus! Raus!

Los prisioneros, que estaban ya despiertos, contestaron como un solo hombre. En su


respuesta iba todo el odio que sentían por los guardias alemanes y todo su desprecio
por el Tercer Reich. Después de gritar a coro su rotundo insulto, volvieron a hundirse
bajo las mantas. Era un gesto inútil porque sabían que deberían levantarse
inmediatamente, pero, en fin, era un gesto de protesta.

En cuanto los guardias se marcharon, cogió Peter la jarra de metal que estaba encima
de la mesa, echó dentro un puñado de hojas de té y se dirigió a través del fangoso
terreno en dirección a la cocina. De todas partes venían tristes figuras, ninguna de ellas
totalmente vestida, apresurándose para llegar pronto a la cola. La primera docena de la
cola quedaba protegida de la lluvia por un techo saliente de hierro acanalado. Los
demás tenían que mojarse.
Peter se encontró junto a Bandy Beecham, que llevaba pantalones de rugby. Bandy
tenía la teoría de que era más fácil secarse las piernas que secar los pantalones. En
cambio, el frío parecía no afectarle.

—¿Vienes hoy al teatro, Howard? Todavía tenemos que pintar dos decorados más.
Todo ha de estar listo para el lunes por la tarde.

Miraba a Peter con mudo reproche por llevar levantado el cuello del capotón. La
mayoría de ellos habían destrozado sus abrigos militares usando la tela para hacerse
zapatillas, trajes para el teatro o ropa de paisano destinada al Comité de Fuga. El
chaquetón de Bandy terminaba en unos harapos bajo los cuales sus piernas desnudas y
coloradas surgían agresivas, con los pies en enormes zuecos de madera.

—Iré si puedo, pero estos días estoy muy ocupado. Quizás pueda echar un vistazo a
los ensayos esta tarde. —Peter había sido reclutado por Bandy para ayudarle a pintar
las decoraciones destinadas a la próxima función. Como había predicho el comandante,
su vida estaba ya tan ocupada que le era muy difícil atenderlo todo—. ¿Cómo ha
resultado el último ensayo? —Quería demostrar algún interés para disculparte por no
haber ido a ayudar el día anterior.

—Fué un caos completo. —Bandy asumía el papel del empresario aplastado por las
contrariedades del mundillo teatral—. Primero, no pudimos empezar porque utilizaban
el teatro para una maldita conferencia. Luego, la Reina de las hadas tuvo que ir a jugar
al rugby. Si esto sigue así lo dejaré todo plantado. Nadie sabe apreciar mis esfuerzos.

—Espera hasta que oigas los aplausos del estreno —le animó Peter—. Entonces
pensarás que ha merecido la pena.

—No sé si llegará el estreno. —Y Bandy se retiró enfurruñado.

Cuando Peter regresó a su “república” se encontró con que John había untado con
mantequilla unas finas rebanadas de pan negro —dos por cada hombre— y las cubría
con una leve capa de mermelada. Recordaba cómo en los primeros días de su cautiverio
dejaban el bote de mermelada sobre la mesa para que cada uno se sirviera lo que se le
antojara. Y recordaba también que aquel sistema dió muy mal resultado, llegándose
rápidamente al agotamiento de la reserva de mermelada.

Echó en la jarra varias cucharadas de leche condensada. También la leche había sido
libre, hasta que un día Otto descubrió que Hugo se estaba comiendo una cucharada
cuando creyó que todos se habían marchado a pasar lista. Ahora el que se hallara de
turno era también el encargado de repartir la mermelada, la leche o la mantequilla. Así
era más justo.

En las otras once repúblicas del barracón, el encargado de cada día realizaba a su
manera la misma tarea de Peter y en todo el inmenso local se formaba una
impresionante algarabía: bostezos, gritos, risas, protestas y charla general, todo ello
dominado por el inútil deseo de seguir durmiendo. Los hombres del grupo vecino al de
Peter continuaban el “bridge post-mortem” que hubieron de interrumpir la noche
anterior por las protestas de sus vecinos.

En el grupo de Peter se notaba un gran cansancio. Loveday no había dejado de


sermonearles desde que llegaron. Al principio habían acogido bien sus consejos a pesar
del tono didáctico y pedante que solía emplear. Pero ya no necesitaban ningún guía en
la vida del campo. Querían que los dejara en paz.

John leía sentado mientras se comía las rebanadas. A Peter le pareció que su amigo
empleaba el libro para protegerse contra la conversación de Loveday.

—Vosotros leéis demasiado —dijo Loveday—. La lectura convierte al hombre en un


tonto, como dijo el clásico.

—¿Qué ha dicho usted? —Hugo, asombrado, se había detenido entre su litera y la


mesa. Siempre estaba estupefacto ante las cosas que decían los demás.

—Dije que la lectura convierte al hombre en un tonto.

—No es en un tonto —dijo Hugo—. Sino en un hombre completo*.

—En cambio, no puede decirse que este desayuno sea completo. —Saunders
intentaba cortar la discusión que se avecinaba. Pero lo mismo podría haber querido
detener la lluvia.

—Es tonto —dijo Loveday—. Lo escribió Thomas Babington Macaulay.

—No; fué Bacon. —Lo dijo John con la boca llena de pan y mantequilla y sin levantar
la vista del libro.

—Tenga la amabilidad, Clinton, de no dirigirse a mí con la boca llena. Aquí nos sobra
tiempo para todo. No hay prisa. En fin, ¿qué decía usted?

—He dicho Bacon, Francis Bacon.


Loveday se estiró en toda su altura y enrojeció de indignación:

—¡Macaulay!

—Bacon —gritó Hugo. John se había retirado de la polémica refugiándose otra vez
en la lectura como hacía siempre que se iniciaba una discusión ruidosa.

—¡Por Dios! —gritó alguien desde el grupo vecino—. ¿No pueden ustedes dejar de
hablar siempre de comida?*.

—Insisto en que se lee demasiado. —Loveday, impermeable a todas las


interrupciones, consideraba que había convencido a todos de que él llevaba razón y que
era Macaulay el autor de la frase—. Hay demasiada radio, demasiado cine. Nadie tiene
tiempo para pensar. ¿Por qué no os pasáis dos horas al día aislados, como hago yo, para
pensar con calma?

—¿Por qué no lo hace usted a las horas de comer? —le espetó Hugo.

Pero no había manera de hacer blanco en Loveday.

—Porque no es la ocasión adecuada para meditar. Mientras como no puedo pensar.


Por eso no leo en las comidas, como otros.

—Pero habla usted lo suyo, caramba —dijo Saunders.

—Hablo en las comidas, porque esto me facilita la digestión. Y medito por las tardes
porque es cuando el metabolismo del cuerpo está más bajo. Leo inmediatamente antes
de almorzar y a primera hora de la tarde porque es cuando la mente se halla en mejores
condiciones de receptividad.

—Entonces, ¿reconoce usted que lee? —Hugo parecía incapaz de dejarlo tranquilo.

—Leo para aprender, no para escaparme de la vida. Para mí, leer es la comunión de
dos almas. Solamente leo un libro...

—El Tratado de Psicología —dijo Saunders.

—Exactamente. Y permítame decirle que un cuidadoso estudio de esta gran obra...

—Appel! —Era Stewart, el jefe inglés del barracón—. Vamos, todos fuera. —Esperaba
a la entrada de la habitación—. Tenéis que vigilar hoy, chicos.
—Muy bien —dijo Peter—. ¿Cuándo nos necesita usted?

—A las tres en el abort.

—Bien.

—Toda esta tontería de vigilar y avisar —gruñó Loveday—. De todos modos, nunca
van a fugarse. Son ganas de perder el tiempo de los demás, además del suyo. ¿Por qué
no se las arreglarán?

—¡Un oficial en la puerta principal! —Era Otto que vigilaba desde la ventana del
compartimiento, la única que dominaba el sendero que conducía a la entrada del
campo.

—¡Todos fuera! —gritó Stewart—. Un oficial sube por la colina. Todos fuera.

—No voy al appel —dijo Hugo—. Me siento krank (enfermo) esta mañana.

—Como quieras —dijo Stewart—. Vuelve a acostarte.

—Ven, John. —Peter recogió de la litera el capotón y se lo echó por los hombros. John
cerró el libro, terminó su té y cogió también su capotón.

—Gran tipo este Marco Aurelio. Escucha, Peter, lo que dice aquí. —Y le leyó unas
líneas del libro: “Buscan para ellos retiros, como aldeas, playas, montañas. Tú mismo
anhelas esos sitios. Pero debes saber que todo esto es sencillísimo. En cualquier
momento que lo desees está en tu poder retirarte dentro de ti mismo y descansar de
todos los negocios humanos.”

—¡Cómo se conoce que Marco Aurelio no estuvo encerrado en un campo de


prisioneros!

Seguía lloviendo. Unos cuantos prisioneros formaban pequeños grupos pegados a


los muros de los barracones vigilados por los guardias, que no se divertían más que
ellos. El Lagerofficier acababa de entrar en el recinto por la puerta situada al pie de la
pendiente. Devolviendo, rígido, el saludo del centinela, subió por el fangoso sendero
atento a mancharse lo menos posible.

A mitad de camino, miró hacia los barracones y empezó a andar más despacio. Era
una batalla entre voluntades. El oficial se negaba a llegar antes de que todos los
prisioneros estuvieran formados en fila y los prisioneros se negaban a esperar formados
a que el oficial llegara.

Ya había habido muchas dificultades con este asunto y algunos días se había
prolongado el appel de la mañana hasta bien entrada la tarde, lo cual suponía un castigo
para todos: los prisioneros, los guardias y el mismo oficial, más para los alemanes que
para los prisioneros, porque éstos no tenían otras cosas que hacer. En cierto modo,
constituía una victoria para ellos. Pero habían llegado a aburrirse de la espera tan
prolongada y existía ya un tácito acuerdo con sus vigilantes. Quedaba entendido que
formarían filas cuando a ellos les conviniera, pero no después de haber llegado el oficial
a lo alto de la colina. Sin embargo, el oficial no se fiaba de ellos. Viendo las filas
incompletas cuando ya estaba a medio camino, siempre se alarmaba y andaba más
despacio porque no quería perder en su dignidad llegando arriba antes de que los
prisioneros estuvieran listos. Pero no podía dejar de andar, ya que si se detenía también
sufría su prestigio. Los avisadores que lo observaban desde las ventanas dejaban hasta
el último momento el aviso “¡El oficial sube la cuesta!” Entonces se producía un súbito
rebullicio y salían por puertas y ventanas los prisioneros a medio vestir y, en apariencia,
llenos de pánico. El oficial seguía entonces su paso normal y el honor quedaba a salvo.

En lo alto de la cuesta le esperaba el ayudante inglés, un hombre bajito que siempre


maniobraba para colocarse en un terreno más alto y tener así la ventaja de mirar por
encima a aquel oficial alemán con gafas cuando le devolvía su saludo.

Los prisioneros formaban grupos de cinco y los guardias los contaban lentamente. Se
decía que los alemanes sólo sabían contar hasta cinco. Otro guardia entraba en el
barracón para contar a los indispuestos o enfermos, los krank im Zimmer.

Aquel día el oficial presenció la operación empapado de lluvia. Los prisioneros


esperaban como un rebaño resignado con la seguridad de que la lluvia había de cesar
más pronto o más tarde.

El guardia que había contado a los enfermos en el barracón, informó al Obergefreiter,


que a su vez informó al Feldwebel, el cual comunicó el informe al Lagerofficier. Éste volvió
a saludar al ayudante inglés y los prisioneros pudieron romper filas. Ya no les
molestarían los alemanes hasta el appel de la tarde.

De regreso en el barracón, reunió John los cacharros del desayuno para fregarlos bajo
el chorro de agua fría en los lavabos, mientras que Peter barría el suelo y limpiaba la
mesa de madera. Otto y Loveday se tendieron en sus literas. Hugo, sentado en el borde
de la suya, se contemplaba el cabello en un pequeño espejo de mano.
Peter atacó el húmedo suelo de cemento con una escoba que le habían prestado los
de al lado. Ya era bastante difícil barrer bien cuando no había nadie, pero un día de
lluvia como aquél, con todos “en casa”, era todavía peor. Peter le levantó a Hugo los
pies del suelo y se los puso sobre la cama.

—Oye, estáte quieto —le dijo Hugo.

—¿Cómo demonios crees que voy a barrer debajo de las literas con tus pies
colgando?

—No debías preocuparte; yo nunca barro por ahí debajo. —Y Hugo volvió a su auto-
contemplación.

Al otro lado de la mesa, Loveday, en la litera de abajo, le explicaba a Otto, que


ocupaba la de encima, por qué estaba tan atrasada Polonia respecto a Inglaterra en el
avance de la civilización. Otto escuchaba cortésmente. Había pasado varios meses en
una celda de la Gestapo donde, según se decía, empleaban la tortura para sacar
informes militares. Otto nunca hablaba de esto y Peter lo veía siempre rodeado de ese
halo misterioso que envuelve a todos los que han sufrido violencia. Le habría gustado
hablar con Otto en confianza para que le contara su historia, pero el polaco nunca
animaba a los demás a que se tomaran confianza con él. Vivía tranquilamente con el
secreto de su experiencia dedicándose sólo a Loveday, a quien trataba con una ternura
que los otros no comprendían.

Saunders solía pasar la mañana dando vueltas al circuito o contemplando un partido


de fútbol. No era aficionado a leer. Las mañanas de lluvia se le hacían insoportables.
Ahora se acercaba tímidamente a Peter para preguntarle:

—¿No te importa que encienda la estufa?

—¡Por amor de Dios! —Peter se enfadó al principio, pero cambió de actitud al ver la
mirada de Saunders—. Bueno, hombre; pero encárgate de limpiarlo todo bien. Además,
es mejor que abras la ventana.

Saunders sacó la estufa de debajo de su litera. Parecía una vieja cafetera mohosa. La
parte de arriba servía para el agua, la de en medio estaba formada por un mecanismo
de su invención para que pasara el aire y abajo había un pequeño horno hecho con una
lata de Klim. La estufa se alimentaba con viruta que Saunders había cortado de un
tablón con uno de los cuchillos de mesa.
Pronto se llenó el compartimiento de un denso humo que se extendió en seguida a
los cuartos vecinos.

—¡Apaga ese puñetero cacharro! —Llovían las protestas de todos los grupos.

—Ya está a punto de hervir. —Saunders se vanagloriaba de poder hervir media taza
de agua antes de que se dieran cuenta de que la estufa estaba encendida—. Muy bien,
chicos, ya está apagada. —Conteniendo la risa, volvió a guardar el aparato debajo de su
litera, cerró la ventana y se sentó a la mesa, dispuesto a afeitarse.

—¡Cierra esa maldita ventana! —gritó alguien del grupo vecino.

—¡Si ya la he cerrado! —gritó Saunders.

—Espero que no irás a afeitarte aquí, ¿verdad, Saunders? —le preguntó Hugo desde
su litera.

—¿Por qué no?

—El sitio propio para afeitarse son los lavabos.

—No me puedo afeitar allí porque siempre está lleno.

—No es posible.

—Si hubieras tenido energía suficiente para ir a lavarte esta mañana, lo habrías visto
tú mismo. No tienes absolutamente nada; estás tan sano como yo.

—Lo que me pone malo es ver cómo conviertes este cuarto en un lavabo de
caballeros. —Hugo guardó el espejito en el estante que tenía encima de la litera—.
Además, quizás te sorprenda saber que me di una ducha y me afeité antes de que
ninguno de vosotros se despertara esta mañana. Sencillamente, no me sentía con ganas
de acudir al appel.

—Pues tienes suerte de que no hagamos todos lo mismo que tú —le replicó
Saunders.

Cuando John volvió con los utensilios fregados, Peter había terminado de barrer el
suelo y frotaba la mesa con un cepillo de alambre.

—En los lavabos hay un jaleo tremendo. —John parecía divertido—. Ve por allí.
—Tengo mucho que hacer —dijo Peter.

—Anda, lo pasarás bien. Yo terminaré de limpiar la mesa.

—Bueno, si insistes... Traeré un poco más de agua ya que voy allí. —Se llevó el jarro
de metal y se dirigió hacia los lavabos por el largo pasillo. Los lavabos eran comunes a
aquel barracón y el siguiente.

Era una habitación sencilla, de ladrillos, suelo de cemento y paredes blanqueadas.


Había muchos grifos en fila y bancos de madera donde unos prisioneros lavaban su
ropa. Debajo de una primitiva ducha, fabricada con un tubo de goma y una lata
agujereada, bailaba un hombre desnudo bajo el agua helada mientras que los
lavanderos, maldiciendo, recogían su ropa y se retiraban de los salpicones que les
llegaban de la ducha.

Aquella mañana había más gente y más ruido que de costumbre. Dominando el
tumulto de gritos, canciones y el ruido de la ropa mojada sobre los bancos de madera,
oyó Peter un cauto tap-tap-tap. En un rincón un hombre emergía del suelo con un cincel
fabricado con un cerrojo de ventana.

—¿Para qué es todo esto? —preguntó Peter.

—Es la pandilla de locos del barracón de al lado —dijo indignado el comandante—.


¿Cómo va un hombre a trabajar con un escándalo como éste?

—No tienen ninguna probabilidad —dijo Tyson—. No hacen más que molestar a los
demás.

—Desde luego, no les durará mucho. Pronto acudirán los goons como las moscas a la
miel. —El comandante golpeaba su ropa con una mano que parecía una pala—. Es un
esfuerzo inútil.

Cuando Peter volvió al cuarto, Saunders estaba desempaquetando el misterioso


petate que había llevado, liado en una manta, desde el Dulag-Luft. Al principio sus
compañeros se entusiasmaron con los utensilios de cocina que contenía: sartenes
fabricadas con latas viejas y fuentes hechas con latas de mermelada desenrollada. Pero
ya no les hizo tanta gracia el material que sacó luego. Había pedazos de alambre y de
cuerda, latas llenas de clavos mohosos, un cortaplumas con una hoja rota, montoncitos
de latas aplastadas, fotografías recortadas de revistas, las innumerables cosas que suele
almacenar celosamente un chico de la escuela y que vuelven a tener el mismo valor para
un prisionero de guerra.
Hugo, de pura indignación moral, tuvo que salir a dar un paseo. John leía para no
escuchar la discusión entre Otto y Loveday, que se ocupaban de temas religiosos y
psicológicos, a lo que iban a parar en último término todas las conversaciones con
Loveday.

—¿Qué tal va aquello? —preguntó Saunders, levantando la vista de su manta


extendida, que parecía un baratillo.

—En el barracón de al lado están empezando un túnel.

—Entonces no nos dejarán en paz hasta que los descubran —dijo Loveday.

—Tampoco tenemos mucha paz sin ellos —rezongó Saunders—. Todo el mundo ha
de meter la nariz en lo que hace uno.

—Ha dejado de llover, Peter. Vamos a dar un paseo.

—No tengo tiempo. Debo preparar el almuerzo.

—¡Buenos días, chico! —Un desconocido se había detenido en la puerta—. ¿Me dejáis
vigilar desde vuestra ventana? Tenemos un dienst en los lavabos.

—¿Veis? —dijo Loveday—. ¿Qué os dije?

—De acuerdo, John —dijo Peter—. Vamos a dar un paseo.

Fuera, los prisioneros hacían ejercicio. Daban vueltas por el lado de acá de la
alambrada, por el eterno sendero que habían abierto con sus pies paralelamente al otro
sendero, el que habían abierto los centinelas del lado de fuera de la alambrada.

A aquello le llamaban el “circuito” y los prisioneros lo recorrían innumerables veces,


pero de distinta manera, según el estado de ánimo que tenían. Algunos iban en grupos
de tres o cuatro, hablando en voz alta y bromeando; otros en parejas, enfrascados en
discusiones serias o en evocaciones del reciente pasado o, quizá, planeando una fuga.
Algunos paseaban solos, con las manos en los bolsillos y las cabezas hundidas,
encerrados en una cárcel íntima dentro de la prisión general, desesperados en su
soledad. Andaban con los ojos fijos en el suelo ante sus pies. De nada iba a servirles
levantar la mirada. Sólo verían la alambrada y esto les recordaba su cautiverio. Era
mejor ignorar las barreras de su libertad.
Y el hombre que hoy andaba solitario, marcharía mañana junto a los otros, mezclado
con los otros, porque aquel abatimiento era periódico; la depresión desaparecía y de
nuevo podían mirar el cielo sin ver demasiado las alambradas. Era difícil, en los malos
momentos, recordar que éstos pasaban con facilidad.

—¡Gracias a Dios que ha dejado de llover! —dijo Peter. Miró el campo, que la lluvia
había barrido—. Es imposible quedarse allí cuando están todos.

—De todos modos es imposible vivir así, haya más gente o menos. Lo malo es el
encierro —dijo John—. Ha llegado el momento de que hagamos algo para salir de aquí.

—De nada servirá que lo digas y lo repitas hasta la saciedad. Todas las ideas que se
nos han ocurrido las ha rechazado el Comité de Fuga. Lo malo que nos pasa a nosotros
es que caímos prisioneros tres años más tarde de la cuenta. Todos los sitios posibles han
sido usados ya por lo menos una vez. Piensa en lo que han iniciado en los lavabos.
Empezaron allí porque no tenían otro sitio disponible. Incluso Tyson asegura que no
tienen ninguna probabilidad de buen éxito.

—Tyson me divierte. Siempre tiene un aire furtivo —dijo John—. Es el típico


personaje melodramático. Estoy seguro de que se habla a sí mismo en lenguaje cifrado.

—Sabe cuanto hay que saber respecto a túneles.

—Para lo que le sirve... Sigue aquí.

—Ha logrado salir varias veces. Una vez fuera de la alambrada, debe de ser cuestión
de suerte llegar más o menos lejos. Lo que requiere ingenio es salir de aquí.

—¿Es el túnel la única manera de escaparse? —preguntó John.

Para Peter, lo mejor aparte de la fuga era hablar de fugas. Y se dedicó encantado a su
tema favorito:

—Examina el problema en todos sus aspectos. ¿De qué se trata? De pasar al lado de
allá de la alambrada. Hay tres medios: por encima, por debajo, o a través de la
alambrada. Sólo hay que escoger entre esas tres posibilidades.

—En lo que a mí respecta, pasar por encima de los alambres queda descartado —se
apresuró a decir John.
—Estoy de acuerdo contigo. E incluso en el caso de poderlo hacer, no podrías llevarte
un petate. No llegarías muy lejos.

—En cuanto a cruzar a través de los alambres, caben dos modos de hacerlo: por la
puerta o por en medio de la alambrada propiamente dicha. —John se dejaba arrastrar
por el proyectismo de su amigo.

—Cortar el alambre es imposible. De manera que nos queda la puerta. Y en este caso,
hay dos sistemas.

—Disfrazarse o esconderse de polizón en algún vehículo.

—Exactamente, John. Para salir escondido tenemos el carro del pan o el de la basura.
El disfraz no sirve a no ser que consiga imitar con toda exactitud a uno de los goons, y
ninguno de nosotros dos podría lograrlo. —Al decir esto, Peter miraba sonriente la cara
de John, con su incipiente barbita.

—El truco de los carros está ya inservible. Lo han probado tantas veces que los goons
los registran palmo a palmo. Pero has olvidado el carro de la noche.

Peter se estremeció.

—Un fulano lo hizo una vez —prosiguió John—. Sobornó al polaco que lo conducía
para que sólo llenara el tanque a medias y se metió hasta el cuello en aquélla porquería.
Completamente desnudo y con toda la ropa y las demás cosas que se llevaba atadas en
un gran paquete sobre la cabeza...

—Me extraña que no se muriera antes de salir —dijo Peter—. ¿Consiguió escapar?

—Lo cogieron en la misma puerta. Ahora obligan a los polacos a llenar del todo el
tanque.

—Tendrá que ser el túnel, John. Es la única manera. —Siempre llegaban a esta misma
conclusión.

—Eso parece. Pero, ¿dónde hay que abrirlo? Sólo hay un sitio en que no hemos
pensado: la iglesia. —Y esta idea exaltó a John—. ¿Por qué no? Está muy cerca de la
alambrada y no creo que los goons vayan nunca allí.

—¿Cómo vamos a entrar? Ya sabes que está cercada por una valla de alambre.
—Entramos con el servicio de la mañana, nos quedamos allí todo el día cavando y
salimos con los que van al servicio de la tarde. Un francés llamado Atger hizo eso
mismo en la pasada guerra mundial. Recuerdo que me lo contó mi padre. Podríamos
llevarnos todo el alimento necesario para el día y trabajar tranquilamente. La entrada
podría estar debajo del altar.

—¿Dónde íbamos a meter la tierra que sacásemos?

—Creo que podríamos esconderla debajo del suelo o quizás en el tejado. O bien
distribuirla entre los que acudieran al servicio de la tarde. Cada uno podría llevarse un
poco.

—No sé lo que diría el Padre... —Peter suponía que debía de haber un fallo en algún
lado.

—No tiene por qué enterarse.

—Merece la pena que lo probemos —dijo Peter—. Vamos a decírselo a Tyson.

—Es mejor que nos guardemos esta idea para nosotros.

—No te preocupes por Tyson; es muy buena persona y le prometí que le contaría
cualquier idea que se nos ocurriera. Sería tonto meternos en esto sin contar con nadie.
Es un plan demasiado bueno para estropearlo por falta de preparación. Además, Tyson
forma parte del Comité de Fuga.

—Yo preferiría que lo hiciéramos por nuestra cuenta.

—No podemos. Incluso podría estar trabajando allí alguien sin que lo supiéramos
nosotros. Estoy casi seguro. Es un sitio demasiado bueno para que no se le haya
ocurrido a alguien.

—Bien. Vamos en busca de Tyson.

Encontraron a Tyson fumando una pipa y dando los últimos toques a una chaqueta
de paisano que estaba confeccionando con una manta.

—Buenos días —dijo Peter—. ¿Podemos pasar? —Era la “república” en que había
cenado la noche de su llegada.
—¡Pasad, pasad! —Tyson les acercó un taburete y dejó libre el que ocupaba él,
sentándose en el borde de su cama—. Sentaos. —Los miró, interrogante.

—Tenemos una idea para un túnel —dijo Peter.

—¡Cómo! ¿Otro túnel? —se admiró Tyson en tono de broma.

Explicaron su plan brevemente. Al contarlo, les pareció excelente. Mientras hablaban,


llenaba Tyson su pipa y la encendió con la colilla del cigarrillo que fumaba John.

—Sí, es una buena idea —dijo cuando hubieron terminado—. Ya la he propuesto


hace tiempo. Desgraciadamente, hemos dado palabra de honor de no utilizar la capilla
para proyectos de fuga. Y lo mismo ocurre respecto al teatro. Lo siento, pero tendrán
ustedes que pensar otra cosa.

Peter contemplaba a Tyson, que fumaba y cosía con toda calma la chaqueta y se
sintió desanimado. Aquel hombre llevaba allí varios años y continuamente había estado
haciendo algo para fugarse. Ellos dos, en cambio, todavía no habían empezado a actuar
en ese sentido. Al principio le había parecido que sería fácil. “Lo primero es hallarse en
el campo permanente; luego preparar un buen plan de fuga”. Miró en torno suyo y la
sordidez de aquel ambiente le dejó abatido. Sintió una súbita náusea. Hizo un esfuerzo
para intentar algo.

—¿Tenemos alguna probabilidad de que nos admitan en uno de los proyectos que
haya en marcha? —le preguntó a Tyson.

—En este momento sólo hay dos túneles en marcha. Uno sale del abort y el otro es la
locura esa de los lavabos. El cupo del túnel abierto en el abort está completo y el otro no
se lo aconsejo a ustedes. —Dudó un momento; luego se lanzó con entusiasmo—. Si he
de decir la verdad, yo estoy preparando la apertura de un túnel. En realidad se trata de
una reapertura. Es un túnel que empezaron y fué abandonado porque se inundó.
Merece la pena hacer otro intento.

—¿Necesita usted ayuda? —preguntó Peter.

Tyson dió unas chupadas a su pipa.

—Todavía no hemos decidido empezar. Esta tarde precisamente tengo que ir a echar
una ojeada.

—¿De dónde arranca? —preguntó John.


—De la cocina que hay detrás del hospital; de donde sacan ustedes el agua caliente
por las mañanas. Si volvemos por fin a abrirlo necesitaremos la colaboración de algunos
entusiastas y os tendré en cuenta. No podréis formar parte desde el principio en el
equipo de perforación, pero por lo pronto podría colocaros en uno de los pelotones de
“dispersión”... Ya sabéis, los que se llevan la tierra excavada.

—Muchísimas gracias. —Peter se levantó—. Es una lástima que lo de la iglesia no


pueda ser.

—Tenemos que respetar la palabra de honor que hemos dado —dijo Tyson— aunque
los goons no mantengan la suya.

Paseando de nuevo por el circuito, John le decía con entusiasmo a Peter:

—Por fin, ya estamos en camino. Mereció la pena que se nos ocurriera lo de la iglesia
aunque sólo sea por esto.

Pero Peter no se quería entusiasmar tan pronto. Habían abusado del entusiasmo
durante las últimas semanas. Prefería esperar a estar más seguro. Hablar ahora de eso
podría echarlo a perder. Pero se sentía excitado y andaba con mayor rapidez, como si
realmente se dirigiese a alguna parte en vez de estar dando vueltas sin objeto por el
interior del recinto.

Anduvieron rápidamente sin hablar, adelantando a otros grupos y descendiendo


luego por la cuesta que conducía al campo de fútbol. Pasaron ante el abort, dejaron a un
lado el recinto ruso, la Casa Blanca, el hospital y la cocina, que para ellos tenía ahora un
oculto sentido por su túnel abandonado. Subieron por la otra colina.

—¿Sabías que Otto participaba en el plan del abort? —dijo John.

—No; ¿lo han admitido?

—Yo tampoco lo supe hasta el otro día. Me encontré una ropa vieja manchada de
tierra húmeda. Yo buscaba una patata que se me había caído y me asomé debajo de su
litera. Entonces le pregunté y me lo confesó todo. Ese túnel va a una profundidad de
quince pies. Creo que tienen muchas probabilidades de triunfar.

—¿Cuánto han avanzado?


—Ya llevan unos noventa pies. Estarán fuera dentro de un mes aproximadamente; es
decir, si los goons no deciden abrir otro abort y condenan el antiguo llenando de tierra la
zanja.

—Ya es hora de que lo hagan —dijo Peter—. Y, ¿de dónde sale el túnel?

—De uno de los lados de la trinchera. Hay que bajar al “pozo negro” para entrar en
el túnel. Desde luego, hace falta estómago. Aquella ropa de Otto olía a demonios.
Siempre la deja en el túnel, pero el otro día tuvieron que salir corriendo y no les dió
tiempo de cambiarse.

—¿Cómo se las arreglaron para ir desde el abort hasta el barracón con la ropa de
faena sin que los goons se dieran cuenta?

—No se lo pregunté. Supongo que se cubrieron con gabardinas o algo por el estilo.
Desde luego, no podían haber escogido un sitio más desagradable para abrir un túnel...
Aunque, verdaderamente, un prisionero de guerra nunca está demasiado lejos de un
abort. Cuando me traían hacia acá, en Italia, intenté escaparme por la ventana de un sitio
de ésos.

—¿También has hecho eso? —Peter pensaba, divertido, lo mucho que John le
recordaba a Roy con su oscura vitalidad escondida bajo una chapa de indolencia.

—¿El qué?

—Tratar de escaparte por la ventana de un retrete.

—Todo aquel que desee fugarse ha de utilizar antes o después la ventana de un abort
—dijo John—. Si quiere cambiarse de ropa o comer cuando huye, tiene forzosamente
que encerrarse en un retrete. —Rió—. Ya en la escuela utilizaba yo el retrete para esos
fines. Era el único sitio donde podía estar solo.

—Y, aquí, es desde luego el único sitio donde puede uno estar solo —dijo Peter—.
Aunque, ¡a costa de qué!

—Pero en el grande no se puede estar solo —rectificó John—. En el de los cuarenta y


ocho asientos, ¡es una soledad muy relativa!
CAPÍTULO II

Cuando terminaron de almorzar, empezaron Peter y John a preparar la cena. Pelaron


las doce patatas medio podridas que les correspondían como ración diaria. Estaban tan
estropeadas que debían desperdiciar más de la mitad de cada una. Por lo cual
decidieron no quitarles más que lo absolutamente podrido. Pusieron las patatas en una
de las fuentes fabricadas por Saunders con latas Klim y la llevaron a la cocina colectiva.
No había mucho sitio en el hornillo, pero Peter se las arregló para encontrarle un sitio
cerca del borde, donde casi no había calor. De vez en cuando salía de la habitación y
volviendo al hornillo, lograba acercar un poco más la lata al centro; pero como otros
once cocineros estaban haciendo lo mismo, las latas no hacían más que seguirse unas a
otras en una interminable procesión alrededor del hornillo.

—¿Crees que resultará algo de la idea de Tyson? —preguntó John que yacía en su
colchón con la vista fija en el fondo de la litera de Peter, arriba.

—No debemos confiar demasiado. —Peter estaba ocupado en dibujar un proyecto de


decoración para el teatro. Dibujaba en un pedazo de cartón sacado de una caja de
alimentos de la Cruz Roja—. De todos modos, si sale algo de ello no nos quedaremos al
margen. Me hubiera gustado mucho más que el plan de la iglesia hubiera resultado
bien.

—La iglesia y el teatro es lógico que estén bajo la palabra de honor. ¿Y el hospital?

—Con tanta o más razón —dijo Peter—. Ahí es imposible. Si los goons cerraran el
hospital, sería una gran desgracia.

—Eso de dar palabra de honor es una estupidez. —John dió un puntapié sobre su
colchón y envió una lluvia de virutas que se elevaron hasta la litera de arriba—. La
iglesia hubiera sido el sitio ideal.

—Si no hubiera palabra de honor no habría iglesia, teatro ni hospital. Además, es la


única manera de que tengamos vestuario y pintura para las decoraciones. Tanto tú
como yo estaríamos muy fastidiados sin el teatro.

—No me importaría prescindir de él si se nos facilitaría así la fuga.


—Lo uno no implica necesariamente lo otro —dijo Peter procurando concentrarse en
su dibujo.

Hacia las dos y media las patatas estaban a medio hervir. Las sacó del fuego y las
llevó a la habitación.

—Todavía están bastante negras —dijo John.

—El salmón las tapará —le replicó Peter.

Hicieron puré con las patatas y las mezclaron con salmón que sacaron de dos latas
añadiendo un poco de Klim, pimienta y sal. La mezcla resultaba todavía demasiado
gris.

—Si le echamos un poco más de leche en polvo, no tendría este aspecto gris tan
deprimente —dijo John.

—Con esto quedará bien. —Peter preparaba una salsa. Mientras la removía, procuró
olvidarse del túnel de Tyson y pensar en la decoración que estaba haciendo. Por lo
menos eso era un hecho y no una vaga posibilidad.

John insistió en añadir leche en polvo.

—Creo que convendría poner un poco más de Klim. Por cierto, acabo de darme
cuenta de por qué le llaman Klim... ¡Es leche (milk) deletreado al revés!

Lo que hacía falta era un balcón, pensaba Peter, con escaleras practicables y una
buena balaustrada, de pesado aspecto, tallada en roble.

—¿No te parece mal que le añada un poco más? —dijo John, indeciso.

—Sí, échale. —¿Sería posible hacer un piano con unas planchas de madera? Un piano
iría bien con aquel chal echado por encima y un jarrón con flores artificiales. En el
barracón 5 había un chico que hacía estupendas flores artificiales. Peter pensó encargar
unas rosas, combinando las rosas y las blancas y dándoles el aspecto de estar recién
cortadas.

—Creo que no debemos gastarla —decidió John después de vacilar mucho.

Peter volvió a la realidad.


—¿Cuánta nos queda?

—Media lata.

—Es mejor no gastarla en esto. Salpica la fuente con migajas de pan —Vertió la densa
salsa oscura sobre la fuente—. Así se camufla bastante bien.

John se echó un poco atrás para contemplarla, como un artista.

—Parece un poco blanducha.

—Siempre se endurece al cabo de un rato —lo tranquilizó Peter—. Verdaderamente,


convendría ponerle un poco más de leche en polvo.

—Te he dicho que no podemos permitírnoslo. —Peter era intransigente en esto—. El


pan hará el mismo efecto.

John arrancó más migas de pan.

—¿Qué vamos a darles de postre?

—¡Por Dios! Lo había olvidado por completo —dijo Peter—. Pondremos queso y
galletas.

—Es que tenemos que hacerles algún dulce; si no, armarán un escándalo. Acuérdate
que ayer les dimos también queso y galletas.

—Pondremos entonces ciruelas pasas. —A Peter no se le ocurría otra cosa.

—¿Las hay en compota?

—Yo creí que tú las habías preparado ayer.

—Pues yo no lo hice pensando que tú lo habías hecho.

—En tal caso, no podremos poner ciruelas. ¿Qué se te ocurre?

—¿Y si hiciéramos unos bizcochos borrachos... sin vino, claro? —Peter hubiera dado
un mundo porque lo relevasen de la responsabilidad de ser cocinero.
—Yo los empaparé —dijo John. Y, cogiendo ocho trozos grandes de bizcocho
endurecido, los puso en remojo en agua.

Mientras Peter, con un tenedor, trazaba un estilizado dibujo en el pisto de salmón.

—Espero que así quedará muy bien. Ahora, tengo que ir al teatro.

—¿Qué hora es?

—Las tres, poco más o menos.

—Es que a las tres en punto tenemos que entrar de vigilancia.

—¡Diablo! Se me había olvidado. Bandy se va a enfurecer. ¿A dónde hemos de ir?

—Yo, a la casa Blanca; tú, al abort de abajo, según creo. Si nos damos prisa,
llegaremos a tiempo.

En el abort de abajo, que estaba detrás del campo de fútbol, Peter encontró a los
tunelistas ya reunidos.

—¡Vamos! ¿Dónde te has metido? —le dijo Stewart.

—Lo siento; estuve guisando.

—Yo también y sin embargo he llegado a mi hora. Allí tienes a tu enlace en aquella
esquina. ¿Lo ves? —Y le señalaba a una confusa figura, muy embozada, que
contemplaba el juego de un grupo de prisioneros que se entrenaban al rugby. Eso
parecía, por lo menos, ya que su misión allí era observar los movimientos del enemigo.
Era Saunders.

—Cuando veas que se suena las narices, da un grito. —Stewart empezó a quitarse
rápidamente los pantalones.

Peter no dejaba de mirar a Saunders mientras escuchaba retazos de conversación de


los hombres que se movían detrás de él. Hablaban de la bomba de aire y de madera que
necesitaban para forrar el túnel. En seguida oyó el clac-uis, clac-uis de la bomba. Habían
empezado a trabajar.

El frío le entumecía los miembros. Sabía que a varias yardas debajo de él aquellos
hombres sudaban y se esforzaban pataleando en el fango del túnel. Sabía que estaba
ayudándoles, pero eso no le bastaba; quería excavar también. Quería estar dentro del
plan de fuga. Si Tyson se decidiera a la reapertura del viejo túnel abandonado, tendría
él una oportunidad. También en el proyecto de Tyson no entraba Peter al principio,
como John, más que en tareas secundarias y tendría que empezar vigilando como aquí,
pero si el túnel tenía buen éxito, le darían participación en la fuga. E incluso le
admitirían para excavar. Desde su llegada al campo había considerado a los tunelistas
como una raza especial de hombres.

A intervalos, eran izadas a la superficie latas llenas de tierra. Echaban la tierra en los
aborts individuales y la empujaban con largos palos. El olor era espantoso. Peter pegó la
nariz a la ventana, donde se sentía una fuerte corriente de aire y concentró su atención
en Saunders, cuya envuelta figura se desdibujaba más a cada momento en la creciente
oscuridad.

De pronto vió un destello de blanco. En el mismo instante, se sonaba Saunders la


nariz.

—¡Se acerca un goon! —gritó Peter—. ¡Stewart!

—Bien; no pierdas de vista a Saunders. —Stewart empezó a desmontar rápidamente


la bomba de aire—. Fíjate si se rasca la cabeza. Eso significa que ha pasado el peligro. En
ese caso, vuelve a darnos una voz.

Peter oyó cómo escondían la bomba de aire, y los individuos que trabajaban en la
superficie se distribuyeron en los asientos de la larga fila del abort como si fueran
visitantes “normales”.

Saunders se había rascado la cabeza. Peter gritó:

—¡Ya pasó!

A los pocos momentos estaba funcionando de nuevo la bomba y sacaban otra vez
montones de tierra.

A las cuatro y media Stewart dió el alto. Era la hora de que subieran los tunelistas y
se lavaran para tomar el té en sus respectivas “repúblicas”.

—Vamos a comer un poco de mermelada —rogó Saunders—. Estoy helado.


—Ya sabes que la regla es: mermelada ayer, mermelada mañana, pero nunca
mermelada hoy —le contestó Peter en broma, recordándole el viejo chiste cuartelero.

—Ya sé, ya sé —dijo Saunders—. Pero hoy ha sido un día de correo. Hay que
celebrarlo.

—Si tomamos mermelada con el té, no habrá mermelada en el desayuno. En fin,


vamos a ponerlo a votación... ¿Todos vosotros a favor? Muy bien, mañana, Dios dirá.

—Bandy Beecham vino a vernos esta mañana para saber por qué no habías ido a
ayudarle en los decorados —le comunicó Hugo—. Le dije que estabas muy ocupado.
Quiere saber si vas a ir seguro mañana.

—Gracias —dijo Peter, que estaba preparándole a cada uno su rebanada con una
levísima capa de mantequilla y mermelada.

Entró Otto y se sentó. Parecía cansado:

—¡Ah! Tenemos mermelada. Me alegro.

—Ya ves, un derroche imperdonable —le dijo Peter dándole un poco más de
mermelada que a los demás.

—He recibido una carta de mi tía Grace —anunció Hugo. Cortaba su fina rebanada
de pan en pedacitos alargados sosteniendo mientras una conversación propia de la hora
del té—. Tiene un gato siamés. Antes de caer prisionero, me escribía una carta semanal.

—¿Quién... el gato? —le preguntó Saunders mientras extendía cuidadosamente la


mermelada por todos los rincones de la rebanada.

—No; mi tía..., contándome cosas del gato. Le preocupan sus costumbres. Cada
semana me enviaba los comunicados de su conducta. Y también ha llegado a mandarme
telegramas. Creí que me iba a librar de ello cuando fué derribado nuestro avión, pero ha
reanudado la correspondencia aquí. Tendré que usar mi valioso papel de cartas para
contestarle a la vieja bruja.

—Yo que tú no me molestaría en eso —Saunders se comió de un solo bocado la


tercera parte de la rebanada.
—No tengo más remedio... Espero mucho de ella, mucho... —Y Hugo dió un
bocadito a una de las partículas de pan que se había tallado con tanta delectación,
volviendo a colocar el resto sobre la mesa.

—Lo mío también tiene gracia —dijo Otto—. He recibido hoy una carta. Me escriben
muy rara vez. Esta es la primera que recibo en seis meses. Hace muchos meses recibí un
sweater por medio de la Cruz Roja y dentro del sweater venía cosido un pedazo de papel
con la dirección de la señora que me lo había hecho. Le contesté a África del Sur para
darle las gracias y ahora me ha vuelto a escribir. Dice que lo siente mucho pero que ha
sido un error porque el sweater se lo había hecho a uno que todavía no ha caído
prisionero.

—Debía de probar de vez en cuando, a ver si nos cae algo por equivocación —dijo
Saunders—. ¿Qué os parece? Mi vieja se ha afiliado al cuerpo auxiliar femenino. Dice
que así se siente más acompañada. ¡Habráse visto! Ya le daré yo compañía cuando
vuelva.

—¿No hubo carta para mí? —preguntó John.

—Me parecieron todas ellas facturas —bromeó Saunders— y las tiré al fuego.

—No hubo nada para ti —intervino Loveday, que había terminado ya sus reflexiones
del día—. Me fijé especialmente —añadió sombrío—. Te vengo observando, Clinton, y
he llegado a la conclusión de que eres el tipo de hombre que no puede existir sin
estímulos externos. Las cartas son muy importantes para ti, ¿no?

—Hombre, me gusta recibirlas.

—¿Ves? Pues tienes que saber que la única manera de que un hombre sea completo...

—Al joven Sipson lo pescaron esta tarde —dijo Saunders.

—¿Qué estaba haciendo? —preguntó John, que pareció agradecer la interrupción.

—Intentaba escaparse en el carro de la basura. Se escondió debajo de las latas viejas


que sacaban de la cocina. Llegó hasta la misma puerta del campo y uno de los chivatos
empezó a huronear entre la basura con su pincho de acero. Le dió a Simmy
directamente en el trasero, y eso fué todo. Lo llevaron directamente a la “nevera”.
—Nunca aprenderéis —dijo Loveday—. ¿Por qué huir de la vida? Si vosotros os
diérais cuenta de que este encarcelamiento os ha sido impuesto para probaros, lo
aceptaríais encantados en vez de pensar siempre en fugaros.

—¿Por qué ha de ser huir de la vida? —dijo Peter luchando contra su abatimiento—.
Lo mismo huye de la vida el que acepta esta situación.

—Si tu destino era caer prisionero —le replicó Loveday— fué tu destino y nada más.
Es inútil intentar burlarlo.

—¿Y cómo sabes que tu destino no es fugarte? —Peter sabía que era inútil discutir
con Loveday pero en esta ocasión no podía evitarlo.

—Habría una señal —dijo Loveday con gran convicción.

—Tratas al destino como si fuera una máquina tragaperras —dijo Peter—. La paras
cuando no te conviene que funcione. ¿Cómo sabías que tu destino no era caer a tierra
dentro del avión? ¿Por qué te tiraste con el paracaídas?

—El piloto me dijo que lo hiciera.

—Supón que no te lo hubiera dicho. Imagina que lo hubiera matado la metralla en el


primer momento. ¿Te habrías lanzado entonces?

—El destino había decidido que no lo mataran —dijo Loveday—. Todo lo ordena el
destino.

—¡Qué idiota! —Peter no pudo contenerse más. Se puso en pie violentamente y salió
a pasear al circuito, que a esa hora estaba desierto. Anduvo rápidamente por el fangoso
sendero. Sentíase muy fastidiado y todo le parecía mejor que seguir con sus
compañeros. Él también había recibido una carta aquella tarde, una carta de su madre,
escrita en el formulario de cartas oficial y le decía que Roy había sido derribado sobre
Francia: “Ojalá lo hayan hecho prisionero —decía la madre— y que algún día se reúna
contigo en tu campo...”
CAPÍTULO III

Una vez que las persianas quedaban cerradas y las puertas aherrojadas para toda la
noche, los prisioneros estaban a merced de sus guardianes. La casi inexistente luz de los
compartimientos se podía apagar con un pequeño movimiento del conmutador y cada
uno de aquéllos se convertía en una cueva oscura donde unas figuras desdibujadas se
arracimaban en torno a las malolientes lamparillas. Cuando las luces se apagaban había
que renunciar a la lectura, el dibujo y a todos los quehaceres y distracciones. Sólo se
podía intentar la más elemental de las maneras de cocinar. Los prisioneros volvían a las
costumbres de sus antepasados y se sentaban a contarse historias hasta que las luces
volvían.

Mientras duraba la luz eléctrica, la gran sala era un enorme zumbido de


conversaciones, salpicado a intervalos con ruidosas carcajadas, retazos de canciones y el
persistente tap-tap de alguien que se fabricaba una sartén o una jarra con latas viejas. En
cada una de las doce celdas de esta inmensa colmena, ocho hombres se alimentaban,
jugaban, discutían, trabajaban, gritaban, soñaban o se reconcomían sus corazones en
soledad. Sobre todo ello flotaba una densa nube de humo de tabaco, el vapor de la ropa
tendida a secar y los olores de los guisos y cocimientos.

A Peter, mientras yacía en su litera esperando a que le tocase el turno de usar la


estufa del barracón y escuchando la monótona voz de Loveday, le parecía justo que en
su grupo no hubiera más que seis hombres. Loveday equivalía a tres individuos
normales. Durante el día, en que podían separarse y salir a dar una vuelta por el
circuito si se les antojaba o por otras partes del recinto, se soportaba mejor. Si Loveday
se ponía pesado, bastaba con no hacerle caso y marcharse a la primera ocasión. A las
horas de comer era desde luego un fastidio porque no había escapatoria; pero por las
noches, cuando estaban encerrados sin remedio, era inaguantable y cada vez se estaba
poniendo peor.

Los otros eran muy llevaderos. Todos ellos eran capaces de absorberse en lo que
estaban haciendo, como Saunders con sus extraños inventos, Otto con sus recuerdos e
incluso Hugo con su deseo de mantener allí las sutilezas de la vida de sociedad. Todos
ellos podían pasarse horas enteras con sus respectivas personalidades envueltas en ellos
mismos, lo mismo que los gatos cuando se encierran en el semicírculo de su cola. Peter
pensó en John, que se estaba las horas muertas concentrado en su lectura. Si lo mirase
ahora mismo lo vería con su largo cabello negro y su barbita, como un vagabundo
vestido con toda la ropa que posee, envuelto en una manta y dos pares de calcetines en
sus zuecos de madera. Inmóvil y en silencio absoluto. Si Peter le hablaba, para decirle,
por ejemplo: “¿Qué te parece esto, John? ¿Está bien la perspectiva?”, levantará la cabeza
y responderá: “¿Qué hay?”, como si volviera a este mundo, “¿Qué me decías?” Y le
daría la opinión solicitada para sumergirse de nuevo en su libro y en sí mismo. La
mayoría de los prisioneros eran así. En casi todos los grupos se producían largos
períodos de silencio. Se habían dicho tanto unos a otros, se conocían tan bien, que
podían sentirse a gusto aislados y en silencio.

Pero Loveday no era así. No era capaz de meterse en sí mismo; tenía que pasarse
todo el tiempo discutiendo con alguien. Ver refugiados a los demás en sus respectivas
intimidades constituía para él una especie de desafío. Sentíase entonces impulsado a
desalojarlos de sus posiciones, de sus refugios espirituales. Y entonces, en el silencio,
lanzaba una de sus proposiciones de controversia. Y no se dirigía a ninguno en
particular sino que hacía lo mismo que los pescadores cuando lanzan su anzuelo en la
quietud del lago. Al poco tiempo, ya había “prendido” la discusión, cualquier tema
estúpido que les conducía siempre a un callejón sin salida como el que ahora se hallaba
en su momento culminante. Loveday se emborrachaba con sus silogismos. Recordaba lo
que había dicho cada uno varios días antes y que a ellos mismos se les había olvidado
por completo. Citando las palabras de ellos quería demostrar Loveday que no eran
normales. Para curarlos, les hablaba en complicadas parábolas e intentaba
psicoanalizarlos. Con él no había manera de estar tranquilos.

Cuando Hugo y Saunders discutían, y lo hacían a menudo, el tema de su discusión


quedaba entre ellos. Pero si Loveday debatía con uno, los demás tenían que intervenir
quisieran o no. Había en su voz una insistencia imposible de rehuir. Era una voz
dirigida a los demás tanto como a la persona a la que parecía dedicada.

Poco a poco fueron volviéndose más cautos y ya ocurría que los peces no picaban en
el anzuelo.

Peter miró su reloj. Le tocaba ya el turno de la estufa común. Se llevó unos pedazos
de madera que había robado en el teatro y la fuente con el famoso y extraño pisto de
salmón... y los demás aditamentos.

La cocina estaba llena de humo y en completa oscuridad. Se acercó a la llave y


encendió.
—¡Apaga esa luz!

El cocinero del turno anterior estaba cenando junto a la estufa.

—Tuve que apagar la luz —le explicó a Peter— porque se atascó la chimenea y me vi
obligado a abrir la ventana para que saliera el humo. Un centinela nos plantó aquí una
bala la otra noche porque vió luz.

Cuando el otro se marchó, Peter cerró las persianas y encendió la luz. La estufa
estaba ocupada por latas de todas clases, polizones. Las empujó a un lado, puso su
fuente en el centro, avivó el fuego y tuvo que apagar rápidamente la luz para
precipitarse a la ventana y abrirla. Casi se asfixiaba. Alguien entró en ese momento y
encendió la luz.

—¡Apaga esa luz!

El visitante se apresuró a obedecer el grito de Peter y éste cerró otra vez la ventana.

Era un hombrecillo regordete con el cabello cuidadosamente dividido en dos mitades


por una raya en medio y arropado con una manta sobre los hombros. Llevaba una lata
de Klim llena de agua.

—¿Tienes un poco de sitio?

—Mira tú mismo.

El hombre se acercó y dijo que volvería más tarde.

Peter tuvo que apagar otra vez la luz y abrir las persianas. Pronto le faltó combustible
a la estufa y Peter salió entre nubes de humo, para buscar más. Su media hora de
cocinero fué una pesadilla de oscuridad, humo y guiso quemado hasta que por fin pudo
regresar ufano a su “república” con la comida lista para decirle a John que tenía la
estufa libre para tostar los bizcochos.

—Esta tarde he hablado con el viejo Bandy —dijo Saunders con la boca llena de
comida—. Le ha escrito su tía diciéndole que su mujer anda por ahí con un
norteamericano.

—Siempre es preferible a un polaco, ¿no crees, Otto? —dijo Hugo.

Otto hizo una divertida mueca.


—La tía se lo explica con todo detalle. El otro está casado y tiene dos hijos.

—A mí no me serviría eso de consuelo —comentó Hugo.

—Pero, ¿por qué se meterá esa mujer en lo que no le importa? —se indignó Peter—.
¿Qué puede hacer Bandy?

—Eso es lo que yo digo —asintió Saunders, que ya había terminado su ración—. Vale
más no enterarse. Seguro que es una solterona.

—¿Quién?

—La tía. Si estuviera casada, tendría otras cosas de qué escribir.

—Lo mismo puede decirse de la mía —intervino Hugo—. No sabe hablar más que de
su asqueroso gato. Es más rica que Creso y se pasa varias horas al día en una cola para
comprarle cordilla al animalito. A pesar de todo no se gasta mucho en alimentarlo.

Cuando Peter acabó su plato, fué a ayudar a John. Se lo encontró hablando con el
individuo de la lata de agua.

—Ve a comer, John. Me encargaré de esto.

—He abierto la ventana de los lavabos para que haya corriente. Ya he frito tres
bizcochos. Me los llevaré. Este muchacho tiene prisa.

—Es que celebramos un aniversario la semana que viene y estoy haciendo una tarta
—explicó el desconocido.

—No tardaré —le dijo Peter. Metió el resto de la leña en la estufa y se puso a freír con
margarina de la Cruz Roja los bizcochos remojados.

—¿Cómo va la función que se prepara? —preguntó el otro.

—Resultará muy bien. Es una especie de melodrama burlesco.

—Eso es lo que nos conviene. Nos ponen demasiadas tragedias, Luz de gas, Hamlet y
cosas por el estilo. Lo que queremos es reírnos.

—Para la primavera preparamos el Sueño de una noche de verano. Quieren que


Saunders, uno de mi grupo, haga el papel de Botton. Le iría muy bien.
—Ese Loveday que tenéis ahí es un tío raro, ¿no?

—No; no le ocurre nada de particular.

—Es que el otro día me paró en el circuito para decirme que yo tenía un halo muy
bien definido. ¿Qué me querría decir con eso? Antes de que pudiera responderle, se
había alejado.

—Es su manera de entender el humor —dijo Peter.

Recogió las cosas de cenar y con ello terminó su tarea de cocinero. John haría el
último brebaje y los cacharros sucios no los fregarían hasta la mañana siguiente.
Satisfecho, se subió a su litera a terminar un dibujo que estaba haciendo del interior del
barracón dividido en compartimientos idénticos; idénticos en la forma pero distintos
por su contenido y su arreglo.
CAPÍTULO IV

A la mañana siguiente, cuando se dirigía hacia el teatro, vió Peter a Otto que paseaba
solo, con las manos en los bolsillos, por el circuito.

—¡Hola, Otto! ¿Cómo va el agujero?

Otto lo miró inquisitivo.

—Me lo dijo John —le aclaró Peter.

—Va bastante bien.

—¿Cuándo crees que saldréis?

—Dentro de un mes, quizás dos.

—¿A dónde os dirigiréis? ¿Al Báltico?

—Yo iré a Varsovia —dijo Otto—. No creo posible llegar a Inglaterra. En Varsovia
lucharé en la Resistencia.

—¿Qué harán los otros?

—De los otros no sé nada.

—¿Hay alguna probabilidad de que le admitan a uno?

Otto sonrió:

—No lo creo. Ya hay demasiados. Mientras más nos acercamos al final, más quieren
tener un puesto. Ya somos treinta.

—¿Qué lugar ocupas tú? —le preguntó Peter.

—El tercero. Uno, cuyo nombre no puedo decir, me ha ofrecido mil libras por mi
puesto.
—¡Mil libras! A ese precio se puede excavar.

—Yo no lo hago por dinero.

—Hombre, claro que no.

Anduvieron juntos en silencio un rato mientras Peter se recriminaba el haber


preguntado si lo admitirían. Realmente, estando ya casi todo el trabajo hecho, no
resultaba muy correcto. Reanudó la conversación:

—¿Cómo empezaste?

—¿Empezar qué?

—Quiero decir, en esto de las fugas; ¿cómo entraste la primera vez en uno de estos
planes?

—Primero me escapé de Polonia —dijo—. Fuí a Constanza y desde allí me embarqué


rumbo a Marsella. En Francia me uní a las fuerzas aéreas francesas, porque ya era
piloto. Cuando me estaba entrenando, llegaron los alemanes y pude marcharme a Orán
y luego a Casablanca. Desde allí pasé a Gibraltar y a Inglaterra. En Inglaterra seguí
entrenándome durante mucho tiempo. Cuando estuve ya en condiciones, empecé a
volar, y me derribaron.

—Entonces, cuando vuelvas a Varsovia completarás el circuito.

—Sí, cerraré el circuito y no volveré a marcharme. Creo que puedo prestar mejores
servicios en mi país.

—Pero, verás, lo que yo te preguntaba era cómo te las habías arreglado para que te
admitieran, aquí en este campo, en un plan de fuga —insistió Peter—. A mí me parece
muy difícil.

—Eso es porque has llegado hace poco tiempo. No tienes más solución que iniciar un
plan tuyo. Todos los prisioneros de experiencia están unidos y no dejan que se les
añada uno nuevo, sin experiencia.

—Es muy fácil decir que empiece yo algo por mi cuenta, Otto. Pero sabes muy bien
que todos los sitios donde se podría abrir un túnel, están ya probados.
—Tienes que pensar en ello seriamente. Quizá cuando te trasladen a un nuevo
campo...

—¿Crees que me llevarán a otro sitio?

—Yo he estado ya en cuatro campos de prisioneros. Tienen la táctica de no dejarnos


mucho tiempo en el mismo sitio. —Otto sacó una mano del bolsillo y con un rápido
movimiento de su muñeca, lanzó un pequeño paquete al campo ruso, junto al cual
pasaban en aquel momento. El paquetito cruzó sobre la alambrada. Uno de los
prisioneros rusos, un esqueleto vestido con andrajos, lo recogió en un instante y se lo
guardó dentro de su rota guerrera.

—¿Qué era eso?

—Pan —dijo Otto.

—Pero hombre, si ya cedemos parte de nuestras raciones para alimentar a los rusos.

—Sí, Peter, pero esa parte es para los que trabajan. En cambio, a los que están
enfermos y no pueden trabajar, no les dan nada. Uno de ellos murió de hambre hace
poco y guardaron el cadáver en la choza tres semanas antes de comunicárselo a los
guardias.

—¡Por Dios!

—Lo hacían, claro está, para aprovechar sus raciones. Vosotros los ingleses no podéis
comprenderlo. Decís que, después de todo, los alemanes no son demasiado malos. Es
posible que no lo sean... para vosotros. Contáis con la Cruz Roja y tenéis como
contrapartida muchos prisioneros alemanes. ¿Creéis que van a tratar lo mismo a las
naciones de las que no temen nada? Vivís dentro de vuestra concha y no os dais cuenta
de nada. Sois tan devotos del fair play que a los alemanes les daría vergüenza no trataros
también deportivamente. Pero, ya veríais lo que ocurriría si no tuviérais detrás la fuerza
que os protege. Los rusos no reciben paquetes de la Cruz Roja, los tratan como a
cerdos... —Otto se interrumpió—. Lo siento. Pensarás que soy un fanático. Pero lo que
te digo es cierto.

—Ya he oído decir que los alemanes no tratan a los prisioneros rusos muy bien.
Quizá si ellos trataran a los prisioneros alemanes decentemente, los alemanes harían lo
mismo.
—¡Eso no tiene nada que ver! —se indignó Otto—. ¿Qué haríais vosotros sin los
paquetes que os envían de Inglaterra? ¿Podríais vivir con las raciones que nos dan los
alemanes?

—No.

—Entonces, no hables de “tratar decentemente”.

Peter pensó que de nada servía hablar de estas cosas. Las generalizaciones son
siempre malas. Recordó su cautiverio, los alemanes tan buenas personas que había
encontrado, aquellos guardabosques, los que se hicieron cargo de él al principio... Eran
hombres como los demás, incluso con un cierto sentido del humor, arrastrados por la
máquina bélica que ellos mismos habían fabricado y cuya marcha no podían ya
controlar. Pero también pensó en la tortura que había sufrido Otto a manos de la
Gestapo, en los prisioneros rusos, medio muertos de hambre, en los campos de
concentración. En éstos, los prisioneros no eran ingleses, ni franceses ni rusos, sino
alemanes. No recibían paquetes de la Cruz Roja. ¿Qué sería de él, de Peter, y de sus
compañeros, si no recibieran esos paquetes? ¿Qué actitud sería entonces la suya?

Volvieron a pasar junto al campo ruso. El olor de la choza era insoportable incluso a
aquella distancia y al aire libre: un olor penetrante y acre que recordaba al de la jaula de
los monos en un parque zoológico. En una cuerda habían tendido unas mantas y en
algunos rincones, protegiéndose del frío, unos individuos con cabezas grandes y caras
sucias tomaban los últimos rayos de sol invernal.

En el campo de fútbol había un partido entre el barracón 3 y el barracón 5. Los


partidarios de cada uno de los equipos los jaleaban vociferantes. El público formaba un
grueso margen bordeando el campo. Los rusos miraban desde lejos aquella excitación y
parecían estupefactos.

—Quisiera hablarte de Alan —dijo Otto.

—¿Qué le pasa?

—Es que, según creo, os molesta y se os hace difícil conllevarlo.

—Verdaderamente, se pone muy pesado a veces.

—No tiene él la culpa —dijo Otto—. En el fondo es una excelente persona.


—No lo dudo, pero en un sitio como éste no basta con ser una buena persona. Tú lo
sabes de sobra. Lo único que desearíamos es que nos dejara tranquilos a ratos.

—El pobre es muy desgraciado.

—También lo son muchos otros.

—Pero no sirve de nada pincharle —dijo Otto—. Así se irritará más.

—Yo no le pincho, como tú dices. Lo único que hago es apartarme de él lo más


posible.

—Los demás sí le pinchan —añadió Otto—. Si te hablo de esto es porque sé que


tienes cierta influencia con nuestros compañeros. Quizás pudieras convencerlos.

—Creo que le está muy bien empleado. Si no se le tiene un poco a raya, cada vez se
crecerá más.

—No estoy de acuerdo. Se encuentra muy solo y esa actitud vuestra es


contraproducente.

—En fin, ¿qué quieres que hagamos: hablarle siempre de psicología? —A Peter le
parecía muy mal esta defensa de Loveday que hacía Otto.

—No debía estar con nosotros —dijo Otto—. Su sitio apropiado es el hospital.

—Hombre, no está tan mal como para eso.

—Es muy desgraciado —insistió Otto—. Lo que necesita es comprensión. No sé qué


va a ser de él cuando yo me marche.

—¿No le has dicho que estás metido en el plan del abort?

—No se lo he dicho, por si fracasamos. Sería inútil causarle ese disgusto para nada.

—Pero, llegado el caso, ¿se lo dirás?

—Sí, Peter; si todo sale bien, se lo diré la noche antes de marcharnos. Si fracasamos
antes, no necesita enterarse.

—Lo mimas demasiado —dijo Peter.


—Es que lo conozco muy bien. No soy partidario de soliviantar a la gente. En el caso
de Alan, lo mejor es la comprensión.

—Pero él no pone nada de su parte. —Peter se impacientaba con Otto por el interés
que demostraba hacia Loveday—. Le rogué que me ayudara con los decorados pero me
contestó que no podía perder tiempo en esas actividades infantiles. El primero que no
quiere cooperar es él. Y a propósito, ahora recuerdo que le prometí a Bandy pasarme
por el teatro esta mañana. Lo siento, tengo que dejarte.

El teatro del campo estaba en la Casa Blanca. Cuando llegó Peter, Bandy Beecham
estaba ocupado en un ensayo. El coro con pelucas de cabello largo y sostenes, bailaba
un cancán con verdadera furia aporreando con los pies el endeble suelo del escenario.

—¡¡Basta!! —gritó Bandy—. ¡¡Basta!! No puedo soportarlo. —Se llevó las manos a la
frente—. ¿Cuántas veces os he dicho que bailéis con suavidad, con ligereza? No olvidéis
que sois unas jóvenes delicadas. Y tú, Rowe, apriétate el sostén un poco. Así como lo
tienes resulta indecente.

Las decoraciones en que se ocupaba Peter estaban al fondo del escenario. Aprovechó
la interrupción para cruzar:

—¿Qué tal va esto, Bandy?

—Magnífico, chico, magnífico. ¿Habrás terminado esos trastos mañana?

—Con tal de que no me lo hagas cambiar otra vez...

—No, no, ya están bien así —aseguró Bandy—. Ahora, muchachas, vamos otra vez.
Sólo una vez más y luego ensayaremos la escena de la seducción.

Peter cogió sus pinceles de donde los había escondido debajo del escenario y empezó
a mezclar sus colores. Pintaba el telón de fondo y los bastidores del decorado que había
de representar el vestíbulo del Palacio del Barón. Unas paredes con mucho truco de
perspectiva. A Peter le encantaba la escenografía. Dibujar en gran escala y dar
brochazos tan amplios y fuertes le producía un extraño alivio. Le gustaba pintar
acuarelas con motivos del campo de prisioneros y dibujos a pluma con el interior de los
barracones. También disfrutaba con los partidos de rugby, con los que se llegaba a
olvidar el cautiverio por la concentración del esfuerzo en la pelota. Pero nada de esto le
proporcionaba una satisfacción tan grande como pintar decorados. Quizás fuera la
falsedad de éstos, la brillantez de los colores, lo que le hiciera olvidar su situación y
abstraerse en el ambiente que trataba de crear con sus pinceles.

Mientras trabajaba escuchaba el divertido y grosero cortejo de la doncella pueblerina


asediada por el moreno y feroz terrateniente, interpretado por Tyson. La doncella, casi
teutónica en su exuberancia rubia, recibía la declaración rimada de su ardiente
enamorado, un hombre de aspecto siniestro con sus grandes bigotes de tabernero. Al
principio, se retiraba nerviosa hacia las candilejas, y luego, dando una súbita carrera,
gritaba en un aparte confidencial:

Si le digo que sí, él se contenta,


pero ¡qué manera de pagar la renta!

Peter había oído esto varias veces, pero siempre le hacía reír. Le parecía que esta
ordinariez expresaba el irreprimible espíritu que haría avanzar un túnel más allá de la
alambrada. Se preguntó cuánto influirían en este decidido espíritu los paquetes que
enviaba la Cruz Roja.

Era casi la hora de almorzar cuando John fué a recogerlo; y mientras Peter limpiaba
sus pinceles, se les acercó Tyson.

—¿Siguen ustedes interesados en lo de la cocina?

—Sí —dijo John.

—Esta tarde nos reunimos en mi cuarto —les anunció Tyson—. Vengan en cuanto
terminen ustedes de almorzar.

Mientras se dirigían hacia su barracón, Peter le contó a John la conversación que


había tenido con Otto a propósito de Loveday.

—Lo que le hace falta es rabiar un poco; salir de sí mismo.

—Eso es exactamente lo que le dije, pero Otto no lo cree así.


—Loveday es demasiado esquinado —dijo John—. Hay que suavizarlo un poco. Otto
lo trata con demasiada amabilidad.

Peter no respondió a esto.

—No sé hasta dónde habrán llegado con el túnel de la cocina antes de verse
obligados a abandonarlo. A lo mejor salimos nosotros antes que Otto.

—Seguramente no llegarían muy lejos, porque en ese caso habrían continuado —dijo
Peter—. Es imposible que renunciaran a continuar un túnel que estuviera ya muy
avanzado.

—Desde luego, nos veremos libres antes que los muchachos de los lavabos —dijo
John—. Ni siquiera han traspasado aún el suelo de cemento.

Encontraron a Loveday sumergido en su Tratado de Psicología y a Hugo dormido en


su litera. Tanto Saunders como Otto estaban fuera. En las ventanas había, como
siempre, el avisador de turno para los que trabajaban en el túnel de los lavabos. Desde
que había empezado esta obra, nunca había faltado un avisador tras la ventana del
compartimiento de Peter porque era la única desde la cual se dominaba el sendero
empleado por los alemanes para llegar hasta el barracón. Era el único camino posible. El
día anterior se había irritado Peter a fuerza de ver todo el día aquella figura inmóvil que
le tapaba la luz y se enteraba de todas las conversaciones del grupo sin perder por ello
de vista ni por un momento lo que ocurría fuera. Esta presencia convertía la habitación
en algo del dominio público. En cambio, ahora, contento al pensar en su propio túnel le
preguntó Peter al avisador cómo iba la obra.

—Pues no sé —dijo el hombre—. Ni siquiera lo he visto. Supongo que irá bien. —Y


volvió, prudente, más cerca de la ventana.

—Voy a buscar agua caliente —dijo John—. Y tú, mientras, sacas la sopa. —Cogió de
un estante la jarra de metal y salió hacia la cocina general del barracón.

Entró Saunders poco después:

—¿No está la sopa todavía?

—Aún no —dijo Peter.

—Pues en el barracón 2, la tienen ya lista. —Sentóse desconsolado en una de las


literas en espera del almuerzo. Momentos después se levantó inquieto y se acercó a
Peter, que estaba poniendo la mesa—. ¿A qué edad tienen que prestar servicio las
mujeres, Peter?

—Vaya usted a saber —dijo Peter.

—Es mi vieja. —Saunders cogió un tenedor y empezó a abrir agujeritos en el tapete


de la mesa—. No sé si es que habrá tenido que alistarse en la W. A. A. F. porque le haya
correspondido por su edad o si es que se habrá cansado de estarse en casa.

—¿Qué edad tiene tu “vieja”?

—Treinta años.

—Probablemente, la habrán llamado —dijo Peter—. Estará mejor en la W. A. A. F.


que en una fábrica.

—Eso creo yo. —Saunders colocó el tenedor cuidadosamente en su sitio y se asomó a


la puerta del compartimiento—. La sopa tarda hoy demasiado. —Y se entretuvo en
sacarle pequeñas astillas con la uña a un saliente de su litera hasta que por fin llegó la
sopa en un curioso recipiente de hierro galvanizado. La llevaban dos soldados ingleses
que trabajaban como asistentes en la cocina. Había una docena de estos prisioneros
encargados exclusivamente de preparar el agua caliente para el té, por la mañana, en
enormes calderas y preparar la sopa del mediodía con las escasas raciones que daban
los alemanes. Dejaron en el suelo el recipiente, en medio del corredor y se encargó de él
un oficial británico:

—¡La sopa! —gritó—. ¡La sopa!

Peter se unió a la cola de encargados de las “repúblicas” en el corredor. Cada uno


llevaba una pila de ocho tarteras. Al llegar cada encargado a la cabeza de la cola gritaba
el número de su grupo y sus compañeros se acercaban a recoger sus tarteras en las que
el oficial les servía un líquido maloliente y de color verdoso oscuro.

Hugo encontró un pedazo de carne en su sopa. Cuando Peter llegó con las dos
últimas tarteras, los demás trataban de identificar aquel extraño objeto.

—Me parece que es carne de caballo —dijo Hugo.

—O de un ruso muerto —dijo Saunders.


—Me parece un chiste de muy mal gusto —les reconvino Loveday—. Una vez
encontramos gato en la sopa.

—Quizá sea conejo —sugirió Hugo.

—¿Váis a terminar de una vez? —preguntó Saunders impaciente. Hugo decidió que
no tenía apetito y le cedió a Saunders su parte.

—¡Sobra sopa! ¡Sobra sopa! ¡Sobra sopa!

El oficial anunciaba esto desde el pasillo y muchos encargados se acercaron corriendo


para recoger su parte de lo que sobraba. John trajo media tartera. La echaron a suertes y
ganó Loveday.

—¿Qué hay esta noche de cena? —preguntó Saunders cuando terminó de tomarse la
sopa de Hugo.

—Patatas con salmón —dijo Peter. Tenía prisa por terminar el fregado para acudir a
tiempo a la reunión de Tyson.

—¡Cómo! ¿Salmón otra vez? Es lo que nos diste ayer.

—Esta semana lo hemos tomado ya dos veces.

—¡Qué se le va a hacer! —dijo Saunders—. Supongo que pondréis un poco más esta
vez. ¿Se puede saber por qué tenéis tanta prisa John y tú? Cualquiera diría que vais al
cine.

Cuando llegaron ya había empezado la conferencia. Peter y John tuvieron que


instalarse detrás de una docena de prisioneros en la estrecha habitación de Tyson, el
cual estaba diciendo en aquel momento:

—De manera que éstos serán los dos primeros equipos. En ellos sólo hay gente de
experiencia. Trabajaremos en dos turnos, y cuando estos equipos se cansen
alternaremos con uno de los grupos encargados de dispersar la tierra. Necesitamos,
pues, dos cuadrillas de dispersión y dos grupos completos de avisadores.

Peter y John fueron destinados a uno de los grupos de avisadores.

—Voy a resumir ahora brevemente el plan —prosiguió Tyson con entusiasmo—.


Arrancaremos de la cocina central, debajo de uno de los fogones, el que ya no se usa. Es
un viejo túnel que tuvimos que abandonar el otoño pasado a causa de unas filtraciones
de agua. Fuí a reconocerlo ayer y lo encontré bastante seco. Desde luego, habrá que
taponar algunas salidas de agua. No quiero que nadie entre en este trabajo con
excesivas ilusiones. Como digo, es un túnel abandonado, y si lo dejamos fué
precisamente porque no lo considerábamos seguro. Es posible que después de trabajar
varios meses nos encontremos con que hemos de abandonarlo de nuevo. De manera
que deben ustedes de pensarlo bien... El problema siguiente es el medio de sacar del
túnel la tierra excavada. Ésta suele ser siempre la mayor dificultad de los tunelistas. Los
de Stewart tienen suerte en esto, ya que disponen allí mismo de sitio a propósito para
tirar la tierra. Y lo mismo digo de los que han empezado un túnel en nuestros lavabos,
aunque no creo que vayan muy lejos. Tenemos que aprovechar el hecho de que los
encargados de cada grupo han de ir todas las mañanas y a la hora de almorzar a recoger
el agua para el té. La tierra del túnel se la llevarán ellos en las jarras del agua.

—Entonces, ¿el té? —preguntó uno.

—Ahora iba a decirlo. Hasta ahora cada uno recoge medio jarro de té. Cuando
empecemos, un grupo sí y otro no, alternándose, recogerá un jarro lleno de té que se
distribuirán entre los dos grupos. Y el enviado del grupo que no lleva agua llenará de
tierra su jarra.

—Eso no dará resultado —interrumpió el mismo que antes había recordado lo del té.

—¿Por qué no?

—¿Y si no friegan las jarras todos los días?

—No tienen más que poner aparte las jarras que usen para la tierra y no usarlas para
el té.

—No creo que los muchachos se avengan a eso —insistió el otro.

—Déjate de tonterías. Con ese procedimiento podemos sacar toda la tierra que
deseemos. Los guardias están acostumbrados a ver una fila llevando jarras dos veces al
día. Podemos traer la tierra y dispersarla aquí con toda comodidad.

—¿De dónde sacaremos la madera para revestir el túnel sin que nos vean entrarla en
la cocina? —preguntó uno.

—Nos servirá la leña que hay allí mismo. ¿Más preguntas?


—Sí, ¿cuándo empezamos?

—A principios de la semana próxima. Estamos terminando la trampa de entrada y


organizando el sistema de avisadores. Queremos arreglarlo de manera que no se note
ninguna variación en el número de muchachos que entran o salen a la vez con la jarra.
Todo tiene que resultar como hasta ahora para no despertar sospechas.

—¿Hasta dónde llega el túnel abandonado? —preguntó John.

—Tiene ya cien pies de longitud. Queda todavía mucho. Pero si todo va bien, yo
calculo que podremos salir en la primavera próxima.

—¿A dónde desembocará? —preguntó Peter.

—Iremos por debajo del campo ruso. Actualmente ha pasado ya de la alambrada. He


pensado en hacer una salida provisional en una de las chozas rusas para sacar tierra,
pero no me fío de esa gente. Si no tenemos más remedio, lo haremos. Pero mi plan es
seguir sin detenernos hasta el otro lado de la carretera. ¿Alguna otra pregunta?

Nadie tenía más que preguntar.

—Muy bien —dijo Tyson—. El primer equipo se reunirá aquí el lunes a las nueve de
la mañana.
CAPÍTULO V

Durante unas cuantas semanas Peter y John no hicieron más por el túnel de la cocina
de lo que habían hecho por el túnel de Stewart en el abort. Hicieron de centinelas
apostados en frías esquinas batidas por el viento, vigilaron horas y horas desde varias
ventanas o se dedicaron a contar los alemanes que salían o entraban por las puertas del
campo. Pero en el plan de Tyson formaban parte de la combinación aunque sólo
ocuparan los puestos treinta y dos y treinta y tres en la lista. Así merecía la pena su
aburrida labor de centinelas.

Como Tyson lo había previsto, los equipos de excavación tuvieron que pasar
muchísimo tiempo reforzando las paredes del túnel y reparando los daños causados
por las infiltraciones, antes de avanzar. Peter y John perdían las esperanzas; les parecía
que nunca se movería el túnel ni entrarían ellos a trabajar en él.

Pero empezaron a animarse cuando un cierto número de sus compañeros de


vigilancia y algunos de los que formaban parte del equipo de dispersión, hartos ya de
tantas decepciones y demoras, se retiraron. De este modo adelantaron varios puestos en
la lista.

Cuando empezó en serio la excavación, Peter y John eran ya miembros de una


cuadrilla de dispersión y llevaban la tierra al barracón en las jarras de agua. La metían
en bolsitas hechas de camisas y ropa interior. Algunas de estas bolsas se las colgaban
del cuello con una cuerda y, llevándolas así a los aborts, tiraban el contenido en los
boquetes. El resto de las bolsas las escondían bajo las literas y, en el breve intervalo
entre el oscurecer y la hora del cierre, enterraban su contenido fuera de los barracones.
Era un trabajo lento y fastidioso y sin el menor interés, pero de todos modos constituía
un paso adelante. Era mejor esto que hacer de centinela.

Y una tarde, después de almorzar, llegó Tyson al cuarto de ellos.

—¿Estáis de verdad dispuestos a pasar un rato abajo esta tarde?

—Desde luego —dijo John.

—Muy bien. Venid a la cocina tan pronto como podáis. Poneos vuestros trajes de
tunelistas bajo la ropa corriente y traeros un pañuelo o algo así para la cabeza.
Se marchó en seguida, dejando tras él un embarazoso silencio que rompió Saunders:

—No nos habéis dicho que estabais metidos en un dienst —dijo—. ¿Cuánto tiempo
lleváis en esto?

—Poco tiempo —dijo Peter tratando de quitarle importancia—. No tenemos muchas


probabilidades de salir. Ni siquiera estamos entre los diez primeros.

—Es una pérdida estúpida de tiempo —dijo Loveday—. ¿Por qué no sentaréis de una
vez la cabeza? Tenéis que estudiar, como hago yo. Perfecciono mi mente. —Y se dió
unos golpecitos en la frente—. El impulso de fugarse es una reacción psicológica
natural. Cuando un individuo está encerrado, es natural que quiera escaparse. Pero
debéis venceros. Fijaos en Otto, no pierde tiempo intentando escaparse, porque es un
viejo kriegie. ¿Verdad, Otto? —y pinchó a Otto en las costillas con su largo y huesudo
dedo—. Nosotros, los prisioneros de guerra veteranos, no hacemos ni tanto así por
fugarnos, ¿eh, Otto? Estudiamos y perfeccionamos nuestro espíritu.

Peter miró a Otto, que sonrió y se encogió de hombros.

—¿Cómo os arreglasteis para que os admitieran? —le preguntó Saunders a John, que
se había sumergido de nuevo en la lectura—. ¿Por qué os han escogido precisamente a
vosotros dos?

John miró con aire inocente:

—Pues, la verdad, es que se fijaron en nosotros porque les parecimos tipos fuertes y
decididos y nos pidieron que les hiciéramos el túnel.

—¡Tipos fuertes y decididos! —gritó Loveday—. ¡Qué fatuos sois! Y nosotros, ¿qué?
Pero ya veo que el capitán Clinton tiene siempre que aislarse de los demás. No
merecemos que se nos hable.

—Lo ha dicho en broma, Alan —dijo, conciliador, Otto—. No lo dijo en serio.

—Pues debe decir exactamente lo que piensa —replicó Loveday—. No hay manera
de vivir tranquilos en sociedad con tantas bromas y dobles sentidos. Pero, ¿por qué no
nos dijisteis que trabajabais en un túnel?

—No creímos que os interesara. —Peter sacaba a toda prisa su ropa de fútbol de su
alacena.
—¿De manera que no me creéis capaz de interesarme por eso? ¿Por quién me habéis
tomado? ¿Creéis que no soy leal a nuestro grupo?

—Vamos. —Peter le tiró a John su ropa—. Ya debíamos estar allí, John.

—Bueno, vamos. —John puso el libro en el estante de su litera y empezó a cambiarse


de ropa.

Las escenas que veía en la cocina central le recordaban a Peter la disposición de un


ballet moderno. Los cuatro fogones, como enormes calderas de brujas, tapaban la pared
del fondo. Debajo del último de los fogones, que ya no se usaba, se abría la estrecha
entrada al túnel; y a su lado, la trampilla hecha de cemento sobre madera. A cada lado,
unas ventanas pequeñas iluminaban las figuras de los pinches que atendían a los
fogones y el primer equipo de los tunelistas que acababan de salir a la superficie. Éstos
vestían camisetas de lana y pantalones largos remendados con parches de múltiples
colores, como los arlequines. Llevaban gorros de lana o pañuelos atados a la cabeza y,
como los bailarines, iban descalzos.

Tyson, ya vestido de tunelista, esperaba a que acabaran de salir.

—De prisa, chicos —les decía.

Peter y John se quitaron rápidamente la ropa de encima y se unieron al nuevo equipo


que esperaba para bajar. Hacía frío y sintieron escalofríos. Tyson se deslizó el primero
por debajo del fogón y, después de mucho gruñir y esforzarse, desapareció. Peter,
yendo tras él, encontró un boquete de unos dos pies cuadrados en el suelo. A un lado
había una escalerilla y al fondo del pozo brillaba una luz que iluminaba las piernas de
Tyson mientras se arrastraba. Antes de desaparecer le advirtió a Peter:

—Ten cuidado. Baja despacio por la escalera.

En el fondo del pozo había una cámara cuadrada en la cual un hombre en cuclillas
hacía funcionar una tosca bomba de aire que parecía un acordeón. A su lado, la lámpara
le iluminaba su rostro sudoroso. Las paredes y el techo de la cámara y la boca del túnel
que se abría allí mismo, estaban recubiertos de madera, tablones de cama puestos uno al
lado del otro; pero el suelo era fangoso.

Tyson seguía con medio cuerpo dentro del túnel y medio fuera. En ambas manos
llevaba lámparas humeantes, una de las cuales pasó a Peter.
—¡Sígueme!

Hablaba en un susurro como si pudieran oírlo a través de doce pies de tierra.

El túnel, una vez que se hubieron alejado de la cámara, no estaba ya recubierto de


madera. De las paredes y del techo brotaba agua que formaba largos charcos en el suelo.
Peter, mientras se retorcía detrás de Tyson en la oscuridad, sentía que la frialdad del
agua le calaba hasta los huesos.

Después de arrastrarse más de quince pies, la luz de enfrente dejó de moverse y


cuando Peter llegó a aquel punto encontró a Tyson asomado a un agujero que se abría
en el suelo del túnel.

—El verdadero túnel arranca del fondo de este pozo. El de arriba es sólo un engaño.
Camuflamos la entrada de este pozo cada vez que salimos, de manera que si los goons
descubren el túnel superior creerán que termina aquí. En tal caso se limitarían a rellenar
el pozo de la cocina y este pedazo de túnel y cuando pasara algún tiempo podríamos
llegar al túnel de abajo abriendo otro pozo. De ese modo sólo perderíamos este pequeño
trozo de encima y salvaríamos el que de verdad nos importa. —Se rió entre dientes y
bajó por la segunda escalerilla a la galería inferior.

Peter, dominando su pánico, lo siguió. En realidad, esto es lo que él había deseado


tanto. Ahora que lo había conseguido, debía aceptarlo tal como era.

Aquello parecía de una grandísima profundidad. El segundo pozo daba la impresión


de ser cien veces más profundo que el primero y de que nadie podría ayudarles desde
la superficie. A intervalos, donde había habido desprendimientos de tierra, se alabeaban
peligrosamente los pedazos de madera de revestimiento. Peter tuvo que controlar sus
nervios para poder continuar.

Le parecía llevar ya media hora arrastrándose cuando alcanzó a Tyson, que había
llegado al final del túnel.

—Tú trabajas aquí —le dijo Tyson—. Aquí tienes un cuchillo. La tierra que saques la
vas poniendo sobre este tobogán. —Y le enseñó una vasta bandeja de madera de unas
dieciocho pulgadas de largo por doce de ancho—. Cuando tires de la cuerda dos veces
yo lo subiré hasta el pozo inferior, lo pasaré al túnel de arriba y Clinton lo mandará al
otro pozo en otro tobogán. Ahora comprenderás por qué necesitamos tanta gente.

Cuando Tyson lo dejó solo, conoció Peter el silencio más completo de su vida.
Parecía como si los dieciocho pies de tierra que había sobre su cabeza presionaran sobre
ésta sin cesar. Pero al cabo de un rato oyó el débil silbido de aire producido por la
bomba que manejaba el hombre de la cámara. Ese aire circulaba por una tubería
fabricada con latas de mermelada unidas unas a otras por los extremos desfondados.
Este tubo de metal recorría el túnel superior, bajaba por el segundo pozo y a lo largo de
la pared del túnel inferior. Esa tubería y la cuerda para tirar del tobogán eran la
comunicación de los tunelistas con el mundo exterior. Peter cogió el cuchillo y empezó a
quitar tierra de la pared frente a él.

Una hora después le mandó parar Tyson. John ocupó el lugar de Peter a la cabeza del
túnel, mientras que Peter se ocupaba de transportar la tierra. La cuerda, hecha con
trozos de bramante de los paquetes de la Cruz Roja, le cortaba las manos, y le dolían los
hombros del esfuerzo de tirar del pesado tobogán. Ya tenía ampollas en las palmas de
las manos de manejar el cuchillo y al descargar la tierra en latas de mermelada para
pasárselas a Tyson, que estaba a la entrada del pozo, empezó a pensar que lo del
“tunelismo” era más duro de lo que él había creído.

Cuando pasaron las dos horas, la primera cuadrilla subió a la superficie. Ahora
comprendía Peter por qué los tunelistas a quienes habían relevado ellos se tambaleaban
cuando salieron al suelo de la cocina. Había pasado dos horas sudando y tenía la ropa
interior de lana empapada tanto de sudor como de la humedad del túnel.

Los compañeros les habían preparado un baño de agua caliente; era un auténtico
baño de hierro galvanizado. Peter desconocía que existiera una cosa así en el campo de
prisioneros. Sentado en el agua tibia y fangosa, empezó a pensar que quizás no fuera
tan duro el tunelismo.

El túnel avanzaba y cada vez le parecía a Peter que había más probabilidades de
escapar. Seguía jugando al fútbol en el equipo de su barracón, pintaba decoraciones
para el teatro, se paseaba a veces por el circuito y les hacía retratos a pluma a sus
compañeros de prisión; pero siempre estaba pensando en el túnel. Desde que se
despertara hasta la hora de dormir tenía en la mente el confortador pensamiento del
largo y resbaloso túnel, casi asfixiante, que les permitiría un día a John y a él pasar por
debajo de las alambradas y salir a aquel mundo, ya irreal para ellos, que estaba a tan
poca distancia y, sin embargo, tan lejos. Siempre que andaba por el sendero entre la
cocina y el campo ruso sabía que andaba sobre el túnel, se recordaba tendido allí
oyendo los pasos de los que pasaban por encima, como él ahora.
Le encantaba trabajar en el extremo del túnel. Tendido sobre el estómago, arrancando
tierra frente a su cara sin que nadie lo viera, tenía la sensación de estar haciendo una
labor positiva y hallarse a cada momento más cerca de la libertad. Sobre todo, estaba
solo, más solo de lo que pudiera estar en ningún sitio del campo. Arriba, en el atestado
barracón o en el circuito, siempre se hallaba rodeado de sus compañeros, de sus charlas
con frecuencia fastidiosas y de la proximidad física tan desagradable. En cambio, en el
túnel existía una perfecta soledad y Peter canturreaba mientras sacaba la dura tierra y
lamentaba que se acabara su turno y le tocase volver a su puesto en el pozo.

Una tarde, cuando ya los habían encerrado para pasar la noche, charlaban John y
Peter en voz baja sentados en la litera del primero. Como es natural, hablaban del túnel.

—Es curioso —dijo Peter—. Me produce la misma sensación que estar con una mujer.
—Se reía con una leve sensación de vergüenza—. Cuando estoy allí solo, aquella paz
me deja tan tranquilo como cuando se ha estado con una mujer.

—En fin, que es una especie de simbolismo —dijo John.

—No sé; quizás. No creo que sea porque aquello nos acerque a la libertad, sino por el
túnel mismo. Es como retirarse del mundo, casi como volver al vientre materno. Quizás
sea una tontería. Creerás que me estoy volviendo idiota.

—No te preocupes, a mí me ocurre algo parecido.

Peter se rió:

—¡Ah! ¿También a ti?

—Yo preferiría una mujer —dijo John.

De pronto, Loveday los interrumpió:

—Ya sé de qué habláis —gritó—. Estáis hablando de mí. Siempre tenéis que meteros
conmigo. ¿Por qué no os ocupáis de vuestros asuntos?

Peter lo miró asombrado.

—No seas imbécil; no tenía nada que ver contigo.

—Entonces, ¿de qué hablabais? ¿Por qué hemos de tener secretos entre nosotros?
—Te digo que no era nada referente a ti —dijo Peter.

—Pues yo he visto que Clinton me miraba continuamente.

—Te miraba porque respirabas con dificultad —dijo John—. Creí que te ibas a
desmayar o algo así.

—Estaba haciendo sus ejercicios yogui —dijo Saunders.

—Eres muy listo, Clinton —prosiguió Loveday—. Sois todos muy listos. —Y miraba
a su alrededor con ojos alocados—. Pero yo sé defenderme, no os saldréis con la
vuestra. Ya sé lo que estáis tramando.

—Bueno, como quieras —dijo Peter—. ¿Quieres que lo dejemos de una vez?

—Una manera muy fácil de libraros de mí.

Loveday volvió a caer en un molesto silencio. El ambiente se había cargado de


resentimientos.

—Vamos a hacer cualquier brebaje —propuso Otto—. Es cerca de las nueve. La jarra
está sobre la estufa desde las seis.

Ninguno contestó.

—Bueno, voy a ver si ha hervido. —En el momento en que Otto iba a salir de la
habitación se apagaron las luces—. Ahora tendremos que esperar. —Encendió la
lámpara.

—Saunders, ahora te toca a ti contar algo —dijo Hugo—. Procura que sea lo más
picante posible.

—Os contaré lo que nos pasó en Montreal.

—Está bien, pero suprime los detalles inútiles —le advirtió Hugo.

—Acercaos, no quiero que se enteren nuestros vecinos.

Rodearon a Saunders, el cual, grotesco con su casco balaclava y su andrajoso


capotón, empezó su historia.
—Fué mientras hacíamos la instrucción en el Canadá. —Se peinó hacia arriba los
bigotes con el reverso de la mano—. Bueno, yo ya había terminado mi instrucción. Nos
mandaron a la escuela de tiro. Habíamos fracasado en la parte de aeronáutica... No, no
fué entonces. Me estoy confundiendo. Ocurrió después de haber terminado en la
escuela de tiro, cuando volvíamos a Inglaterra.

—¿Qué importa todo eso? —preguntó Hugo.

—Hombre, tengo que localizar bien mi historia.

—Tienes razón, Saunders —le dijo John—. Tómate el tiempo que necesites.

—Sí, ha pasado mucho tiempo desde que ocurrió aquello y han ocurrido después
otras muchas cosas.

—Está bien, hombre —dijo Hugo—. Lamento haberte interrumpido.

—Entonces, ¿está todo claro? —preguntó Saunders.

—Sí, sí, sí...

—Bueno, de manera que estábamos en Montreal, lo recuerdo muy bien porque todos
los letreros estaban en francés. Circulaban muchos coches de caballos y alguien me dijo
que la gente de allí no sabía hablar inglés...

—Extraordinario —murmuró Hugo.

—Todo el mundo debía saber hablar inglés —dijo John solemnemente.

—Eso mismo les dije yo. Imaginaos una ciudad en medio del Canadá y la mitad de
sus habitantes no saben una palabra de inglés.

—Después de la guerra enviaremos allí una misión —dijo John— para enseñar inglés
a los canadienses. Haremos presidente a Saunders.

—Que siga con su historia —dijo Peter.

—Pero si no hablan inglés es inútil que cuenten nada —dijo Hugo.

—Ella, por lo menos, aseguró que no lo hablaba —continuó Saunders—.


Seguramente, la habrían importado de Francia.
—Sería mejor que empezaras por el principio —sugirió John.

—Muy bien. Estaba yo en Montreal...

Se encendieron las luces.

—Lo dejaré para luego —dijo Saunders—. Dentro de un rato volverán a apagarse.

—Haremos el cacao mientras tanto —dijo Otto.

—Es el único adulto entre todos vosotros —dijo Loveday cuando Otto hubo salido—.
No sois más que unos críos.

Se produjo un breve silencio, pues nadie quería empezar una discusión. Entonces
volvieron a apagarse las luces.

—Vamos a ver, Saunders —le animó Peter—, ¿cómo seguía esa historia?

—Veréis. —Saunders encendió la lámpara—. Acercaos aquí. Ven tú también,


Loveday. Bueno, ¿por dónde iba?

—Estabas en Montreal —le recordó Peter.

—¡Ah, sí! Pues nos habíamos detenido para unas horas, camino de Halifax.
Regresábamos a Inglaterra... o quizás no. Es muy posible que hubiéramos acabado en
aquellos días nuestro curso de aeronáutica.

—Ya habíamos aclarado todo eso —dijo John—. Estabas en Montreal y aquella gente
no hablaba inglés.

—Sí, sí; eso es. Tuvimos que cambiar de tren o algo así. Lo cierto es que nos
encontrábamos en Montreal sin nada que hacer por una o dos horas.

—¡Cielos! —exclamó Hugo—. ¡Qué estupendo no tener nada que hacer durante un
par de horas!

—Sigue, Saunders —le dijo Peter.

—Pues como decía, había muchos coches de caballos en forma de cochecitos muy
grandes para niños, pero con caballos, ya saben ustedes a qué me refiero. Tomamos uno
y le dijimos al cochero que nos diera una vuelta por la ciudad... El cochero era un
carcamal; he visto pocos hombres tan viejos como él. Arrancamos al trote, tan contentos.
Nunca he sido muy aficionado a contemplar monumentos, pero pasearme en un coche
abierto como aquél y mirar a la gente que pasa por la calle, me gustaba mucho. Era un
día caluroso y las chicas llevaban ligeros vestidos de verano. Las tiendas tenían echados
los toldos. Subimos hasta lo alto de Mont Royal, que es una especie de colina con un
parque arriba de todo y desde allí contemplamos la ciudad. Luego bajamos a la ciudad
y miramos desde allí el monte. Yo tenía ya mucha sed y le dije al cochero que nos
llevara a algún sitio donde pudiéramos tomar una taza de té.

—Un inglés típico —dijo John.

Saunders guiñó un ojo:

—Eso mismo debió de pensar el cochero. El viejo diablo me miró malicioso y me dijo:
“Quieren ustedes un buen sitio, ¿eh?” “Sí —le dije—, llévenos al mejor sitio que haya”.
Entonces nos llevó al extrarradio. Había allí muy buenas casas, como las de Kensington.
Y no se veían tiendas ni salones de té por ninguna parte, de modo que empecé a
preguntarme adónde diablos nos llevaría aquel viejo idiota. Paró el coche frente a una
casa magnífica con columnas y escalinata. “¿Es aquí?”, le pregunté. Me contestó que sí.
Diablos, pensé, esto va a costarnos un dineral. Pero venía conmigo Dicky Hawthorne,
que no es hombre de volverse atrás. “Dile que espere —me encargó— y así podremos
marcharnos en seguida si no nos gusta”.

”Le dije al cochero que nos esperase y él volvió a sonreírme con gran malicia. Era un
hombre que se tomaba mucha confianza. Todavía me parece estar oyendo su risita
mientras subíamos la escalinata. En fin, subimos y tocamos la campanilla. Volví la vista
un momento hacia el coche y vi que el vejestorio se había puesto la gorra sobre los ojos
preparándose para un buen sueño. Abrieron la puerta y apareció una señora vestida de
negro. Yo creo que era tan vieja como el cochero. Su vestido negro estaba adornado con
unas cuentas negras muy brillantes.

”Pero tenía un aspecto muy digno. Cubría su cabeza con un gorrito de terciopelo
negro como el que solía usar mi abuela y un crucifijo colgaba de una larga cadenita
dorada. También usaba pendientes. Ahora que lo pienso, me parece que iba maquillada.
No puedo asegurarlo, pero se diría que era de buena familia. La saludé; entonces yo no
era más que sargento y no tenía tanto mundo: “Buenas tardes, señora; el cochero nos ha
traído”. Es todo lo que se me ocurrió decir.

—Fuiste muy sucinto —dijo John.


—En fin, la señora nos llevó a una especie de salita de espera a un lado del vestíbulo.
Estaba decorada de un modo muy moderno, con las puertas pintadas en rojo y adornos
plásticos pegados a las paredes. Los muebles eran cromados, había buenas butacas
forradas de rojo y la alfombra era tan gruesa que los pies se hundían en ella como al
entrar en el Gaumont. ¡Y los dibujos de las paredes! —Saunders emitió un silbido de
admiración—. ¡Qué dibujos! He recorrido casi todo el Oriente Medio, pero nunca he
visto unos dibujos como aquéllos.

En ese momento se encendieron las luces.

—Sigue —dijo Peter—. ¿Qué ocurrió entonces?

—No, no —protestó Saunders—. Tenemos que guardarlo para luego.

—Hombre, ya casi habías acabado —dijo Peter.

—No, apenas había empezado. Tenéis que esperar hasta que se vuelvan a apagar las
luces.

—No se apagarán porque hay un goon en los lavabos —anunció Otto que entraba con
la jarra de agua caliente.

—Te has perdido el segundo folletín de la historia de Saunders —le dijo Peter.

—No te preocupes. Se dará un resumen de los capítulos anteriores antes de empezar


el tercero —dijo John—. Antes de entrar en situación necesita referirse a lo anterior. De
todos modos, las luces se apagarán dentro de un minuto.

—No lo creo. —Otto estaba serio.

—¿Por qué no?

—El goon.

—Déjate de bromas —dijo Peter—. ¿Lo dices en serio?

—Sí, es el Hauptmann Mueller. —Otto vació medio paquete de cacao en la jarra de


agua caliente.

—¿Y los del túnel? Ahora estaban trabajando.


—El tipo llegó desde el extremo del otro barracón. Varios muchachos lo
entretuvieron hablándole mientras volvían a poner la trampilla. A algunos les ha cogido
dentro y tendrán que quedarse allí hasta que el goon se vaya. No pueden exponerse a
que los descubran llenos de barro.

—Espero que no se quede mucho tiempo —dijo John.

—Me extraña que haya venido. —Peter se levantó—. Es mejor que escondamos las
bolsas, John. —Recogió las bolsas que tenían guardadas entre las latas debajo de la litera
de Saunders—. ¿Dónde las metemos?

Saunders hizo la sugestión habitual, pero nadie se rió:

—Echadlas en los retretes.

—Entonces tendríamos que hacer otras.

—Un solo hombre no puede registrar todo el barracón —les dijo Otto—. Están bien
debajo de la litera.

—¡Un goon en el barracón! —Fué circulando en voz baja el habitual aviso, insólito a
aquella hora de la noche.

Oyeron a Stewart que saludaba al alemán a su entrada en el barracón:

—Buenas noches, Herr Mueller. ¿Viene usted a tomar una tacita de algo?

—Esta noche, no; gracias, míster Stewart.

El alemán parecía preocupado.

Peter se asomó a la puerta del cuarto y vió al oficial parado en el pasillo. Estaba solo.
Empezó a andar lentamente mirando al interior de cada compartimiento conforme
pasaba ante ellos.

—¿Busca usted algo, Herr Mueller? —le preguntó uno.

“¿Qué demonios querrá? —pensó Peter—. ¿Se habrán olido algo? Si registran bien
los lavabos y encuentran el túnel, seguirán registrando por todo el barracón, y ¿qué
ocurrirá entonces con nuestras bolsas? Si nos encierran en la nevera perderemos
nuestros puestos en el dienst de la cocina. No debíamos haberles dejado abrir el túnel en
los lavabos. Ha sido una imprudencia lamentable.” Volvió a sentarse a la mesa. Mueller
estaba ya en el umbral del cuarto.

—Buenas noches —dijo Peter.

El alemán entró sin hablar. Era un hombre de nariz aguileña, barrigudo y con gafas
de concha que le aumentaban sus pálidos ojos azules.

—¿Una taza de cacao, Herr Mueller? —Hugo se levantó para hacer los honores.

—No, gracias. —Mueller, parado a la entrada del cuarto, con los dedos pulgares
metidos en el cinturón de cuero que sostenía su pistola automática en la sucia vaina,
miraba fijamente a las dos pin-up girls pegadas en la pared encima de la litera de
Saunders.

—Ésa me gusta —dijo—. Pero esa otra no. Quizás sea porque es demasiado delgada.

Saunders se sintió herido en su amor propio.

—No sé. Yo preferiría dormir con ella que con un guardia.

A Mueller le brilló la mirada. No podía creer lo que decía Saunders.

—So? ¿De modo que en Inglaterra no está prohibido dormir con los guardias?

Todos se rieron con tantas ganas que Mueller se puso muy colorado y,
desconcertado, se marchó en seguida, no sólo de aquel cuarto, sino del barracón.
CAPÍTULO VI

De repente se presentó la primavera. Peter, mientras se dirigía desde el barracón a la


Casa Blanca para darse una ducha, pensaba que los últimos meses se habían pasado sin
sentir. Había trabajado mucho en el túnel, confeccionando trajes de paisano y
planeando el camino que seguiría después de escaparse; había vivido en el futuro de un
modo tan intenso que apenas si había notado el paso del invierno y la llegada de la
primavera. Ya se notaba algo de calor en el aire incluso a primera hora de la mañana, y,
fuera de los barracones, los prisioneros sacudían la ropa de la cama y la tendían en los
tendederos que flanqueaban los senderos entre los edificios. El cielo estaba azul e
incluso la oscura tierra que hasta hacía poco había sido un fangal, parecía desperezarse
bajo el sol. El aire traía extraños aromas y Peter sentía que se le aligeraba la circulación
al contacto de la tibieza del sol. La vida se le presentaba con un rostro más amable.

Mientras andaba, decidió que se daría una ducha fría diaria antes de desayunar,
como hacía Hugo. Sería una buena disciplina, algo que le repararía para la excursión
que se aproximaba. También se entrenaría en la marcha, recorriendo cada vez más
veces el circuito; dos millas los primeros días, luego cuatro, después seis, hasta las
veinte millas diarias. Podía empezar mañana mismo; por lo pronto, tenía que
aprovechar la ducha caliente mensual y cambiarse de ropa interior. Llevaba las prendas
limpias debajo del brazo.

Pagué seis peniques para ver


Una escocesa tatuada.
¡Qué gran cosa verla tatuada
Desde la cabeza a los pies!

La letra de esta cancioncilla le llegaba a Peter a través del vapor del agua. Tenía por
música la de “Mi hogar en Tennessee”. Bajo una batería de doce duchas controlada por
un guardia alemán, los prisioneros se estiraban como gusanillos bajo la regadera de un
jardinero.
Bajo la mandíbula estaba la RAF
y en la espalda
la bandera inglesa.
¿Qué se puede pedir más?
Siguiendo la espina dorsal,
la Guardia del Rey
Y en torno a sus caderas
Una flotilla de acorazados.

Peter, endurecido por tantas horas de sudor en el túnel, se dejaba empapar bien por
el agua y cantaba con los demás:

Sobre los riñones


una vista aérea de Sydney
pero lo que más me gustaba,
sobre su pecho,
era mi hogar en Tennessee.

Peter no perdía el tiempo sino que tenía un objetivo muy concreto. Junto a él cantaba
John con una clara voz de tenor.

Uno, con profunda voz de bajo, empezó a cantar desde el fondo del local Wir fahren
gegen England. Era una buena canción para ser cantada en el baño y aquélla era una
típica sala de baños. Sus voces retumbaban estruendosamente imitando burlonamente
al Cuerpo Alemán del Trabajo, que todas las mañanas pasaba junto al campo, llevando
cada uno al hombro flamantes palas en vez de rifles. Cada uno de aquellos trabajadores
iba con el torso desnudo y bronceado y con pantalones de algodón blanco; marchaban
contra Inglaterra, según decía ya el título de la canción, mediante la construcción de una
carretera a través del bosque.

“... England, England...”


Entonces, entre la algarabía de los cantantes, oyó Peter la aguda voz del guardia:
“Bitte, bitte!”. Los prisioneros no le hicieron caso. Peter notó que el guardia empezaba a
tener miedo de que se acercara algún oficial y este miedo se convirtió en ira. Empezó a
gritar desaforadamente como gritaban todos los alemanes cuando se ponían nerviosos.
Los prisioneros seguían sin prestarle ninguna atención. Sin saber ya qué actitud tomar,
se le ocurrió cerrar el agua. Los prisioneros, cubiertos de jabón, se encontraron de
pronto con unas gotitas lamentables que les caían poco a poco. Entonces reconocieron
su derrota y dejaron de cantar. Era muy desagradable estar allí al frío, cubiertos de
espuma. Uno o dos de los más obstinados siguieron cantando unos cuantos compases
hasta que sus compañeros los hicieron callar.

—So! —dijo el Obergefreiter sonriendo triunfalmente, y volvió a dar el agua.

Pagué seis peniques para ver


una escocesa tatuada...

Cuando volvían hacia el barracón, vieron una multitud de prisioneros reunidos en


torno a la puerta principal.

—¿Qué pasa allí? —dijo John.

—Sabe Dios. Vamos a echar un vistazo.

Encontraron otros prisioneros que acudían de todas partes en dirección a la puerta


principal.

—¿Qué ocurre? —le preguntó John a uno de ellos.

—Es que llega una nueva purga del Dulag.

—Ven, John —dijo Peter—. A lo mejor viene algún conocido.

Peter aligeró el paso. Quería dominar su impaciencia diciéndose que su hermano no


podía estar entre los recién llegados. Desde que su madre le había escrito diciéndole que
Roy había sido dado por desaparecido había tratado de desechar la esperanza de
encontrárselo algún día en su campo. Peter consideraba que era una debilidad
permitirse esperanzas infundadas. Sin embargo, no pudo evitar echarse a correr cuando
ya estaba más cerca de la puerta.

Los de la nueva purga estaban formados por fuera de la alambrada; unos hombres
pálidos, sin afeitar, asombrados, la mayoría de ellos con uniformes nuevos y tiesos
sacados de los almacenes del Dulag-Luft. Entre ellos había algunos norteamericanos que
llevaban unas botas de aviación abultadas y extrañas gorras caquis de jockeys. Todos
ellos parecían muy cansados y miraban horrorizados los barbudos rostros que los
contemplaban desde dentro de la alambrada. Los prisioneros del campo les arrojaban
paquetes de cigarrillos y les decían a gritos el número de sus respectivas escuadrillas.

—¿Hay alguno de la escuadrilla 75?

—¡Sí, yo!

—¿Cómo está Tangletits?

—Nunca he oído hablar de él.

Peter recorría con la vista las filas de caras desconocidas buscando la delgada y
erguida figura de su hermano; primero rápidamente y luego con más detenimiento. En
torno a él, otros prisioneros se agolpaban junto a la alambrada pequeña, separados de la
alambrada principal por las ametralladoras de las torretas.

—¿Hay alguno de la escuadrilla 7?

—¡Dick! Dios mío, ya sabía yo que te encontraría más pronto o más tarde. ¿Cómo
está Jimmy?

—¿Hay alguno de la Costera?

—¿Hay alguien de la 35?

Peter gritó el número de su escuadrilla y descubrió a un neozelandés que había


servido en ella, pero no se conocían. Le preguntó por su hermano. El nuevo prisionero
no había oído hablar nunca de él.

—Ven a tomar el té esta tarde con nosotros —le invitó Peter—. Es en el barracón 4. El
compartimiento del fondo.
Entonces abrieron las puertas y los recién llegados, con sus petates a la espalda,
entraron en el campo tambaleantes, flanqueados por los rifles automáticos de su escolta,
que a la vez mantenían a distancia a los antiguos prisioneros. Cuando pasaban junto a
la alambrada pequeña uno de los norteamericanos arrojó un paquetito que cogió en el
aire un prisionero. Uno de los guardias, que había visto aquello, se precipitó para
cogerlo pero el kriegie se había perdido ya entre la multitud. El norteamericano siguió
con sus compañeros en dirección a la Casa Blanca, donde serían registrados.

—Buena jugada —dijo Peter—. Eso, por lo menos, no lo cogerán los goons.

—Vamos —dijo John—, que se nos hace tarde para almorzar.

—No he visto muchachos de infantería —dijo Peter mientras regresaban. Sentíase


avergonzado de que, por su desilusión al no encontrar a su hermano, hubiera olvidado
presentarle a John el neozelandés.

—Nunca los traen aquí —dijo John.

—Nunca he comprendido por qué te metieron a ti en un campo de aviadores. —Peter


quería penetrar por unos momentos en la vida de John para librarse de la obsesionante
visión de su hermano Roy aferrado a su aparato en la última zambullida chirriante—.
¿Por qué no te enviaron a un campo de prisioneros de infantería?

—Me pescaron tan dentro de las líneas alemanas que me creyeron paracaidista —
explicó John—. Por lo visto, a los paracaidistas los mandan siempre a los campos de
aviadores.

—Es que sus paracaidistas forman parte de la Luftwaffe —le dijo Peter—. ¿Qué hacías
detrás del frente alemán? ¿Sabotaje?

John hizo una mueca:

—No se lo diría a ningún otro, pero a ti no me importa. Sencillamente, me había


equivocado de dirección.

Peter se rió encantado de encontrar un motivo para hacerlo. Conocía a John


demasiado bien para estar seguro de que no había sido fácil capturarlo. Sabía también
que John se sentía avergonzado de haber sido hecho prisionero, una vergüenza que no
sufren los aviadores, ya que su rendición no implica deponer las armas. Cambió de
tema:
—El primer día que te vi en el Dulag parecías exactamente como si te hubieran
metido en un parque zoológico. Estabas terriblemente desconcertado. Supongo que era
porque te viste rodeado por la R. A. F.

—Sí, fué un poco desconcertante —reconoció John—, pero nada puede compararse al
primer día en que entré aquí. Cuando vi a los primeros prisioneros de guerra me juré
que, ocurriera lo que ocurriese, no acabaría como ellos.

—Pues mira cómo estamos ahora. Te apuesto lo que quieras a que esos recién
llegados piensan de nosotros lo mismo que pensábamos nosotros de aquéllos.

—Algunos de nosotros se conservan en forma. Por ejemplo, Hugo. Se afeita todas las
mañanas e incluso se saca brillo a los botones con polvo de ladrillo. En eso lo admiro.
Demuestra que no pierde el respeto por su persona.

—A mí no me parece gran cosa un respeto que necesita tener brillantes los botones.
—A Peter se le había borrado ya casi del todo la visión de su hermano—. Todo eso está
muy bien en el cuartel, pero aquí no resulta adecuado. Lo que le pasa a Hugo es que no
se adapta. Es el tipo de hombre que se pone de etiqueta en una tienda de campaña.

—A tipos de ésos se debe el Imperio británico —dijo John.

—No lo creas. Eran muy diferentes a Hugo. El Imperio lo construyeron unos


bromistas sin preocupación por la elegancia. Tú te refieres a los que lo manejan ahora.

—Es mejor que le digas eso a Loveday esta noche —dijo John.

—No voy a decirle nada a Loveday. Estoy harto de discusiones. Siempre estamos
discutiendo.

—Desde luego, no hacemos más que disputar.

—Acostumbrados a esto, no sé cómo seremos cuando estemos otra vez en libertad.


En cierto modo, el encierro nos trae algunas ventajas. Porque la mayoría de nosotros
tiene aquí más libertad de la que hemos tenido en nuestra vida.

—¡Eso sí que tiene gracia, demasiada libertad en un campo de prisioneros!

—Sé lo que digo. Dentro de los límites inalterables del campo disfrutamos de más
libertad que hayamos tenido nunca. Si se me ocurre ir a tomar el té con Jones y, cuando
voy allá, me encuentro a Smith y decido tomar el té con él en vez de con Jones, lo
mismo da. Porque a Jones puedo verlo todas las veces que se me antoje. Si queremos
pasarnos todo el día en la cama, nadie nos lo impide; y podemos citar de nuevo el caso
de Hugo. Después de todo, la libertad esencial es verse libre de ocupaciones, la libertad
mental.

John se rió.

—Aquí trabajan —prosiguió Peter— en cosas que les gustan y para las que no
habrían tenido tiempo en sus vidas. Unos dibujan y pintan, y en su vida normal no se
les había ocurrido dedicarse a ello y si hubieran querido, no habrían podido. Y lo
mismo te digo de los que estudian y se preparan para carreras y oposiciones. Eran
hombres que hasta ahora no han hecho más que mantenerse vivos. En cambio, en este
campo se hallan en la posición de los ricos en lo que se refiere al cultivo de las artes. No
tienen que preocuparse del sustento.

—Todo eso, Peter, no es más que una compensación por lo qué se les prohíbe: la
libertad de elección.

—¿Te refieres a la libertad de poder pasarse la vida luchando para atender a sus
necesidades? Ahora, sin responsabilidades, estos hombres se pueden dedicar a sus
aficiones.

—Convéncete, es porque no tienen nada mejor que hacer —dijo John.

Subían la pendiente hacia los barracones cuando vieron que el suyo estaba rodeado
por pequeños grupos de prisioneros mantenidos a distancia por guardias armados.
Empezaron a aligerar el paso por la resbalosa cuesta intrigados por aquello. La idea de
que estaba ocurriendo algo insólito acabó de borrarle a Peter sus íntimas
preocupaciones.

Encontraron a Stewart discutiendo acaloradamente con Mueller frente a la puerta.


Peter oyó que decía Stewart:

—Tenga usted en cuenta que es la hora de almorzar.

—No lo puedo remediar, Mr. Stewart. Si usted infringe las normas abriendo un túnel
en el barracón, tiene usted que atenerse a las consecuencias.

—Pero esto es un castigo en masa.


—No se altere, Mr. Stewart. No puede usted llamarle a esto un castigo en masa. Es
sólo una precaución.

Se oyó un fuerte ruido. Una de las alacenas, que salió por una ventana, se había
estrellado contra el suelo.

—Supongo que no le llamará usted a eso una precaución —dijo Stewart.

—Sabe usted perfectamente, Mr. Stewart, que está prohibido hacer muebles con las
tablas de las camas.

Dentro del barracón sonaba el bang-bang de las barras de hierro contra el suelo y, de
cuando en cuando, los crujidos de las alacenas que eran echadas a un lado.

—Bueno, ¡váyase a la porra! —dijo Stewart.

—No hay ninguna necesidad de ponerse tan violento, Mr. Stewart.

Peter y John, entre los demás prisioneros, presenciaban el informe amontonamiento


de sus más preciosos objetos, que salían disparados por las ventanas y que se rompían
casi siempre: libros y fotografías mutilados, estantes fabricados con todo cuidado,
utensilios de cocina, dibujos, ropa... Todo ello yacía esparcido o en montones en el
fangoso suelo.

—En fin, ya se acabó el túnel de los lavabos —dijo John—. Tyson nos advirtió que no
duraría mucho.

—De manera que Mueller iba detrás de algo la otra noche. Ya me extrañó que se
presentara a aquellas horas. Y las malditas bolsas de dispersión que teníamos en
nuestro cuarto...

—No sabrán para qué sirven —le tranquilizó John.

—Claro que lo saben, hombre. Comprenderás que están hartos de ver bolsas como
las nuestras. —Y, riéndose, añadió—: De todos modos, están debajo de la litera de
Saunders. No le vendría mal pasarse un rato en la nevera.

—La cosa no pasará a mayores —dijo John—. Se llevarán las bolsas y nosotros
haremos otras. Es fácil.
A la caída de la tarde ordenó Mueller que cesara el registro. Además del túnel,
habían descubierto muchos artículos verboten que se llevaron los guardias después de
empaquetarlos cuidadosamente en mantas. Y en esos paquetes iban también las bolsas
para dispersar la tierra. El túnel, lleno provisionalmente de agua, sería rellenado de
tierra a la mañana siguiente.

El cuarto de Peter y sus compañeros estaba hecho un revoltijo. Los colchones,


abiertos a cuchilladas, la pequeña reserva de ropa interior esparcida por el suelo y
pisoteada.

—Es mejor que nos demos prisa. Tenemos un invitado para el té —dijo Peter.

—¡Se han llevado mis chicas! —gritó Saunders—. ¡Ese hijo de perra, Mueller, me ha
birlado mis pin-up!

Poco a poco fueron restableciendo el orden en el cuarto. Saunders, a quien no se le


quitaba la pena por la pérdida de sus “chicas” de la pared, trabajaba refunfuñando, sin
cesar de rumiar planes fantásticos para vengarse de Mueller.

Los otros lo tomaron filosóficamente; solamente Loveday se negó a colaborar.


Sentado en su litera, se enfrascó en la lectura de su Tratado de Psicología, que había
resultado con las pastas rotas en la refriega. No movió un dedo para ordenar el caos del
cuarto.

—Loveday, echa una mano —le instó Saunders.

—Déjalo —dijo Otto—. Dentro de unos instantes estará ya dispuesto a ayudarnos. —


Y se puso a recoger las cosas de Loveday.

Cuando se presentó el invitado neozelandés, el compartimiento presentaba un


aspecto casi normal. El hombre vaciló en la puerta como si le asustara entrar.

—Pasa —le dijo Peter—. Tienes que perdonar el desorden, pero acabamos de tener
un blitz. —Y recordó su desconcierto inicial cuando llegó a aquel campo—. Los
alemanes descubrieron el túnel que abrían en los lavabos.

—¿Qué probabilidades hay de escaparse de aquí? —preguntó el neozelandés.

Aquélla había sido, exactamente, una de las primeras preguntas de Peter. Ahora que
estaba en uno de los planes, guardaba el secreto tan celosamente como un buscador de
oro oculta su primer hallazgo. Creía que hablar de ello disminuía su suerte. En vez de
contestar, fué presentando al recién llegado a sus compañeros, pero al llegar a Loveday,
éste no respondió. Parecía fuera de este mundo. Peter hizo como si no hubiese notado
tal actitud y le preguntó al visitante por los que había conocido en la escuadrilla. Pero
no pudo establecer ningún punto de contacto. Todos ellos habían sido derribados o
trasladados a otras escuadrillas. Incluso el doctor y el capellán habían cambiado.

Cuando Hugo trajo el té, se sentaron a la mesa.

Loveday seguía encerrado en un impenetrable silencio.

—Anda, Loveday, es la hora del té —le dijo Peter. Le puso una mano en un hombro,
pero el otro no se movió. Renunció a sacarlo de su abstracción y volvió a la mesa. El
visitante estaba fascinado por aquel tipo tan extraño. No hacía más que mirarlo.

Peter pensó: “En verdad, debemos parecer un grupo muy raro.” Miró a los otros:
Saunders, con su rostro vulgar, coloradote y siempre de buen humor; Otto, pálido y
delgado, con sus muñequeras de lana asomándole por debajo de las mangas de su
guerrera; John, que tenía aspecto de estudiante del Barrio Latino; Hugo, que parecía un
emigrado ruso, pero de los que vemos en las comedias; y Loveday, inmóvil en su litera
como una estatua de la Paciencia, meditando sobre el destrozo de su libro.

Miró luego al invitado y vió cómo devoraba el pan con mermelada. ¡Qué hambre!
Pensó que el estómago se le iría achicando y acabaría por tener poca hambre.

—¿Qué hay de teatro por Londres? —preguntó Hugo para iniciar la conversación del
té.

Peter vió que el neozelandés buscaba frenéticamente entre sus recuerdos y, como a él
le había ocurrido lo mismo, acudió en su ayuda:

—No creo que hayas tenido mucho tiempo para teatros.

—Claro... Los permisos los pasaba con los muchachos por ahí...

—¿Cómo está la cerveza en Inglaterra? —preguntó Saunders.

—Muy bien de calidad. Pero anda escasa.

—¡Ah! —dijo Saunders—. Es natural. ¿Qué tiempo hace que os derribaron?

—Cinco días.
—¡Cinco días! —Saunders se echó atrás la gorra—. ¡Caracoles, ahora se dan prisa en
mandarlos aquí! ¿Cuántos días te tuvieron en la nevera?

—¿La nevera?

—¡Pobre hombre! —dijo Saunders—. No se ha dado cuenta todavía de que está vivo.
—Y examinó al invitado con renovado interés.

—¿Cuántos vuelos habías hecho? —le preguntó Hugo.

—Caí en el primero.

“Pobre chico —pensó Peter—, ¡vaya comienzo! Un año de entrenamiento, una


incursión y ya está. Era como la vida de una mariposa.”

—Pronto te acostumbrarás a esto —le dijo—. Al principio se te hará todo muy raro.
—“¿Qué podría yo decirle, cómo podría aconsejarle bien?”, se preguntaba Peter—.
¿Quieres más té?

—Esto es el final de todo. —Era la voz de ultratumba de Loveday. El neozelandés se


llevó un gran susto.

—Hola, Loveday. —Saunders se había vuelto hacia él, sonriente—. ¿Te sientes mejor
ahora que hemos hecho ya todo el trabajo?

—He estado meditando.

—Buena cosa —comentó Saunders—. Nada como un poquito de meditación cuando


le proponen a uno trabajar.

—Tienen miedo de que me salga con la mía. Ahora se están convenciendo —dijo
Loveday sin mirar a ninguno.

—No te preocupes, angelito —le dijo Saunders—. Sabes muy bien que acabas
consiguiendo todo lo que te propones.

—¡Triunfaré! —dijo Loveday dando un fuerte puñetazo sobre el costado de su litera


—. Vosotros no podéis daros cuenta de lo bien organizados que están. Hasta el punto
de que intentan destruir mi labor.
—Estoy seguro de que tú los desorganizarás —dijo Saunders guiñándole un ojo al
neozelandés—. No tienes más que seguir por el camino que llevas.

Loveday se acercó a la mesa y los miró furioso:

—De modo que tenemos personas desconocidas en nuestra “república”.

Otto le sirvió una taza de té y le pasó tres rebanadas de pan con mantequilla mientras
Peter le contaba al neozelandés los sucesos de la tarde. Mientras hablaba, observaba al
muchacho, que a cada momento miraba a hurtadillas a Loveday, y éste, sin dejar de
masticar pausadamente su pan con mantequilla, tenía clavada en el recién llegado una
malévola mirada.

—Bueno, tengo que irme. —El chico se levantó y se dirigió hacia la salida—. Gracias
por el té.

—De nada, hombre —le dijo Peter—. Ven a vernos cuando quieras.

—Vendré. —El neozelandés miró por última vez, asustado, a Loveday y se alejó a
toda prisa por el pasillo.
CAPÍTULO VII

Se acercaba el verano. Los dos túneles restantes avanzaban dificultosamente. Se


aproximaban el uno al otro en dirección a la alambrada. El abort dienst estaba mucho
más adelantado que el otro y el equipo de Tyson llevaba varias semanas de un esfuerzo
desesperado para alcanzarlo. Si trabajaban un poco más con aquella intensidad,
saldrían ambos túneles a la superficie la misma noche y así podría escaparse un gran
número de prisioneros. Si los del abort salían primero, los de Tyson se encontrarían muy
perjudicados por las severas medidas de seguridad que tomarían, indefectiblemente, los
alemanes a consecuencia de la primera fuga. Era una lucha contra el reloj. Tyson había
tropezado con el gran inconveniente de las infiltraciones de agua que impedían a su
gente mantenerse al paso de los del abort. A mediados de mayo, estaban ya éstos
preparados para “romper”. Tenían ya dispuestos sus documentos falsificados y sus
trajes de paisano. No esperaban más que la noche más adecuada para fugarse.

Algún tiempo antes, Tyson se había dado por vencido en cuanto a alcanzar a los
otros y se resignó a esperar a que se escaparan. Reuniendo a los suyos, les explicó:

—No podíamos pretender que nos esperasen y sería una lástima que por darnos
excesiva prisa les estropeásemos a los otros el plan, pues llamaríamos la atención si
trabajásemos todo lo que se necesita para terminar a la vez que ellos. Sólo nos queda
esperar a que se hayan ido... Cuando se haya pasado el escándalo, seguiremos. —Estas
palabras les habían decepcionado.

Peter y John, conteniendo su impaciencia, aprovecharon este descanso para preparar


sus cosas y el plan de fuga. Habían decidido cruzar Polonia e intentar establecer
contacto con los guerrilleros yugoeslavos. Viajarían como italianos, y John, que ya
conocía algo del idioma, se perfeccionaba todo lo posible con una gramática italiana. Al
mismo tiempo, estudiaba el papel de Lisandro en la representación que preparaban, en
el teatro del campo, del Sueño de una noche de verano. Como quiera que esta función se
daría cuando ellos se habrían escapado ya, Peter comprendió que su amigo estudiaba
aquel papel como una especie de seguro contra la posibilidad de que descubrieran el
túnel de la cocina.

El día en que el túnel del abort salía a la superficie habían preparado un partido de
rugby entre Inglaterra y Australia. Protegidos por la enorme multitud de prisioneros —
todos los del campo— se dirigieron los hombres de Stewart al abort con sus ropas de
paisano escondidas bajo los capotes que aún llevaban a pesar del calor que empezaba a
hacer. Uno a uno, fueron introduciéndose en el angosto túnel. Además del equipo de
excavación (dos grupos, uno por cada turno) y de las cuadrillas encargadas de dispersar
la tierra, se escapaban también algunos avisadores y un par de prisioneros que habían
ayudado a falsificar los documentos y a confeccionar la ropa de paisano. Algunos de
éstos no habían entrado hasta entonces en el túnel y hubo que perder mucho tiempo
para que entrasen con sus petates por el estrecho agujero. En total, pasaban de treinta
hombres.

Se introducían con la cabeza por delante, una vez llegados al fondo del pozo y
avanzaban lentísimamente respirando con gran dificultad el aire sofocante.

Peter había dejado de jugar al fútbol al ver más próxima la posibilidad de su fuga.
Hubiera sido una estupidez arriesgarse a romperse una pierna. Tyson y él ayudaron a
meter en el pozo al último de los hombres unos minutos antes de la hora del cierre de
los barracones y regresó a su cuarto. La mayoría de los treinta fugados procedía del
barracón 2, pero los puestos libres fueron distribuidos equitativamente por todo el
campo. Algunos se habían ido a dormir a un barracón que no era el suyo y en las literas
vacías metieron bultos de ropa bajo las mantas poniéndoles en la cabecera unas pelucas
hechas con cabello auténtico y en los pies botas vacías.

Era una noche estupenda para escaparse. El cielo estaba cubierto con negras nubes.
Azotaba el campo un viento muy fuerte que silbaba en las alambradas y obligaba a los
guardias a volver la espalda en la dirección del viento, que era precisamente la que
convenía a los que se fugaban. Además, esto favorecía aún más a los tunelistas porque
así se volvían de espalda los centinelas a la huerta sembrada de patatas que había cerca
de las alambradas y por donde ellos habían de salir.

En el barracón de Peter se habían hecho todos los preparativos. En cuanto se


descubriera la fuga, habría un registro como no lo habían hecho nunca. Escudriñarían
hasta lo más mínimo. Todo les resultaría sospechoso. Durante aquella tarde, casi todos
ellos habían escondido todo lo que poseían de algún valor, en el terreno que rodeaba al
barracón. Así, Peter y John habían enterrado sus trajes de paisano y sus provisiones tan
cuidadosamente reunidas; pero Peter no pudo decidirse a separarse de su pequeña
brújula ni de los mapas que había traído del Dulag-Luft. Se los cosió en la cinturilla de
sus calzoncillos.

Aunque todos querían aparentar naturalidad, estaban alerta a los tiros que casi con
toda seguridad sonarían pronto. El tableteo de las ametralladoras les anunciaría
probablemente el momento en que los guardias se hubieran dado cuenta de la salida.
—Esta noche cenamos una hora antes —les anunció Saunders.

—Estupendo —dijo Peter.

—En todos los grupos se ha adelantado una hora por si acaso... En fin, ya sabéis —
dijo Saunders.

—¿Qué tenemos de cena? —preguntó John.

—Salmón con puré de patatas.

—¡Por Dios, otra vez!

—Hombre, es que ese plato lo hago más pronto... y si ocurre algo conviene estar
listos. A propósito —dijo, con un poco de temor—, esta semana no tenemos chocolate.

—¿Cómo es eso? —A Hugo le encantaba el chocolate.

—Se lo di a Otto.

—Ah, ¡de modo que se lo diste!

—Verás, no es que se lo diera. Después de todo, esta semana nos quedará el resto de
su paquete de la Cruz Roja.

—Sí, hombre, está bien.

—También le di las pasas —añadió Saunders, esperando que le iban a reñir por esto.

—Muy bien. Tú eres ahora el cocinero —dijo Peter—. Lo único que te exigimos es
que nos guises un plato cada día...

—No hay dulce —dijo Saunders, deseando acabar su confesión—. Le di también el


azúcar.

Loveday se había pasado el día entero en su litera sin hablar con nadie. Desde que
Otto le dijo que se fugaba, se había encerrado en aquel mutismo. Otto se lo había dicho
cuando estaban los dos solos paseando por el circuito, y los demás no sabían cómo
había tomado la noticia. Pero este silencio era muy elocuente y muy pesado.
Acostumbrados a la verborrea de aquel hombre, se les hacía insoportable su
enfurruñamiento. Todos los del grupo se sentían inquietos con esa actitud.
Todo el barracón estaba en silencio. Sus ocupantes escuchaban angustiados en espera
de algún tiro o los silbatos de los guardias. Todos se veían a sí mismos arrastrándose
por el fangoso agujero y luego por entre el patatal, ya fuera del campo. Tenían la
sensación del “cangrejo sin concha”, la vulnerabilidad del cuerpo desnudo deslizándose
penosamente por el túnel y también la sensación del que sabe que le están apuntando
por la espalda, una sensación que ya habían sentido cuando sus aviones cayeron
incendiados.

—¿Y si jugásemos a las cartas? —propuso Saunders.

—Esta noche, no —dijo Hugo.

—¿Hacia dónde se dirige Otto? —preguntó Saunders.

—A Varsovia —le dijo Peter.

—Mal sitio.

—Es que él nació allí.

—Ah, es verdad, no me acordaba de que es polaco.

Se produjo una pausa. Al otro lado del extremo del barracón alguien había puesto en
marcha un gramófono. Peter y sus compañeros escucharon la música con una gran
atención: era la primera vez que la escuchaban así y no como fondo de su conversación.

—Qué canción más idiota —dijo Peter.

—¿Por qué no terminas aquella historia que empezaste a contarnos, Saunders? —


preguntó Peter.

—Si se apagan las luces, bueno. Es una historia, que sólo puede contarse en la
oscuridad. —Sin muchas ganas, Saunders cogió el pincel que estaba haciéndole a Peter.

—¿Habrán salido ya todos? —dijo John dejando de leer.

Peter miró su reloj:

—Todavía no. Son treinta: dejando un intervalo de tres minutos de uno a otro,
tardarán hora y media. Mejor es hacerse a la idea de que necesitarán otra hora más. Si
no hemos oído nada a las nueve, es que todos se han alejado.
—¡Otra hora y media de espera! —murmuró Saunders.

—Mañana va a ser un día terrible. —Hugo se estaba remendando un calcetín usando


una pequeña lata como usan las mujeres el huevo de madera—. ¿Y vuestro túnel?

—Tendremos que dejarlo todavía una semana —le dijo Peter—. No sería prudente
acercarse allí hasta entonces. Después de lo de esta noche, nos vigilarán los goons muy
de cerca.

—Eso es lo peor de los túneles —dijo Hugo—, que sufrimos todos, no sólo los que
toman parte en ellos.

—Cada túnel que se termina significa un sitio menos para abrir otro —dijo John.

—Debió de ser maravilloso para los primeros que estuvieron aquí —comentó Peter
—. Figuraos, todo el campo para abrir un túnel donde se le antojara a uno.

—Reconozco que habrá sido muy agradable para ellos —dijo Hugo—; pero es igual,
esto de los túneles es un círculo vicioso: una vez que se empieza, los goons lo descubren
y las precauciones que toman hacen más difícil el segundo túnel, que a su vez es
descubierto, y así sucesivamente. Lo mejor es no empezar.

—Lo mejor sería no haber venido aquí ni estar en ningún otro campo.

—Esto me hace pensar en que nadie tiene derecho a encerrar a un semejante —dijo
Saunders, que estaba sentado sobre la mesa. Se cubría con el gorro de lana, que parecía
formar ya parte de su cabeza de tanto como lo llevaba—. Nosotros mismos, si nos
comparamos a como estábamos en Dartmoor, hemos de reconocer que estamos aquí
como de vacaciones. Tenemos muchos amigos, y los goons nos dejan solos. Sin embargo,
consideramos este sitio como un infierno. Imaginaos lo que sería estarse en Dartmoor
veinte o treinta años. En los Estados Unidos condenan a la gente hasta ciento noventa y
nueve años. Es muy preferible que le corten a uno la cabeza.

—No sabemos a cuánto tiempo estaremos condenados —dijo Hugo.

—Es mucho mejor no saberlo —dijo Peter.

—Pues yo creo que es mejor saber a qué atenerse. —Hugo le buscaba más agujeros a
los calcetines—. Si supiéramos qué tiempo íbamos a estar encerrados...
—No lo pasamos tan mal —dijo Saunders—. Pensad en los chicos de Dartmoor. ¿Y
por qué los tienen allí? Total, porque robaron para alimentar mejor a sus mujeres y a sus
niños. Nadie les había enseñado a ganarse la vida honradamente.

—Infringieron la ley y deben atenerse a las consecuencias —dijo Hugo—. Nuestro


caso es diferente. No somos criminales.

—Es igual, estamos todos encerrados, ellos y nosotros —dijo John.

—Si vamos a ver, somos tan culpables como ellos —dijo Saunders—. Empezando por
mí: He matado miles de mujeres y niños inocentes, he bombardeado hospitales e
iglesias...

—”Le llaman el carnicero de Bermondsey” —canturreó John—. Aquí tienen ustedes a


Saunders el Destripador.

—Aparte de bromas, pensad que un bígamo es condenado a siete años de cárcel... Y


no siete años como aquí sino sin moverse de una celda, sin ver nunca la hierba ni los
árboles. ¿Y por qué? Simplemente por haberse casado con dos mujeres a la vez y
haberlas hecho, probablemente, felices a las dos.

—Si hacemos las leyes, tenemos que hacerlas cumplir —intervino Hugo—. ¿Qué
ocurriría si no hubiera castigo para el crimen? Nuestro país caería en el caos.

—¡Sí, pero siete años son muchos años! —Saunders se echó abajo de la mesa y fué a
buscar un cigarrillo a su litera—. Algunos de nosotros creen destrozadas sus vidas y,
total, llevamos aquí dos o tres años. ¡Pensad en lo que significa la cadena perpetua! Sólo
tenemos una vida y cualquier idiota con una peluca blanca puede hacérnosla pasar en la
cárcel. Es mucho más humano matar a la gente.

—Pero, ¿cómo vas a castigar a un bígamo si no lo mandas a la cárcel? —preguntó


Hugo—. ¿Lo fusilarías?

—Las únicas personas a las que ha perjudicado son las dos mujeres —reflexionó
Saunders— y si la primera lo seguía queriendo, yo me limitaría a anular el segundo
matrimonio. —Lanzó una bocanada de humo y se quedó contemplando el anillo que
subía hacia la bombilla—. Si la segunda lo quiere y la primera no, entonces anularía el
primer matrimonio. Si lo quieren las dos, gana la primera. Si ambas están hartas de él,
entonces se anulan los dos matrimonios —terminó Saunders muy ufano.
—Eso no daría resultado —dijo Hugo—. Además, no interpretas bien la cuestión. Al
bígamo no se le mete en la cárcel por vivir con dos mujeres sino porque engaña a la
sociedad. Puede vivir con todas las mujeres que quiera siempre que no se case con ellas.
El matrimonio es un contrato y tenemos que proteger a las partes contratantes.

—La mejor solución sería la creación de un documento donde constase claramente si


estaba uno casado o no.

—La burocracia no soluciona nada —dijo Hugo, empezando a remendar otro calcetín
—. La bigamia es una felonía y el Estado tiene sólo que probar que la has cometido tú.
No interesa que pruebes de antemano que no vas a cometerla. La cosa está bien
dispuesta como está.

—Muy bien, pero siete años es una barbaridad —dijo Saunders—. ¡Eso de que un
viejo con una peluca pueda encerrar a un hombre durante siete años sólo porque haya
cometido una equivocación! Creo que todos los jueces deberían pasarse un año en la
cárcel, encerrados en celdas como los delincuentes comunes. Eso completaría su
preparación. Ya hemos casi abolido la flagelación, y tendríamos que hacer lo mismo con
las condenas largas. ¿Para qué sirven? Al preso no le hacen ningún efecto; no sirven
más que como advertencia para los demás, como pasaba antiguamente cuando les
cortaban las manos y las narices a los criminales para que sirviera de escarmiento a los
demás. En nuestra época tiene que terminar todo eso.

—Está bien, Saunders —dijo John—. Podemos empezar la reforma penitenciaria.

—Lo digo en serio —insistió Saunders—. Nunca había pensado en estas cosas. Pero
ahora, por mi experiencia aquí, me asombro de que la gente pueda andar por las calles
tan tranquila sabiendo que detrás de los muros de la cárcel hay centenares de personas
encerradas para tantos años.

—Sería mucho peor que anduvieran sueltas —dijo Hugo.

Quedaron en silencio. El gramófono seguía sonando a lo lejos y Peter se figuraba a


los centinelas paseando junto a la alambrada iluminados a intervalos por los reflectores.

—¿Nos cuentas aquella historia? —dijo Hugo.

—No estoy para esas cosas. —Saunders se hallaba, esa noche, de una seriedad
insólita en él.

—Bueno, algo tenemos que hacer para pasar el tiempo.


John se sacó del bolsillo un pedazo de papel muy arrugado:

—Os leeré un poema, si queréis. Os distraerá. —Alisó el papel cuidadosamente y


leyó un poema en verso libre que se refería a una noche de bombardeo aéreo. Cuando
terminó, comentó Saunders:

—Eso no es un poema, no rima.

—Tú no lo escribiste, ¿verdad? —le preguntó Peter a John.

—No.

—¿Quién lo escribió, entonces?

—No sé. Lo encontré cuando preparábamos los papeles en las literas.

—Si queréis oír buena poseía, yo sé un trozo de Cunga Din.

—Me intriga saber quién lo ha escrito.

—¡Hombre, Kipling, eso lo sabe todo el mundo! —dijo Saunders despectivamente.

—Me refiero al poema que ha leído John. —Y, cogiéndole a éste el papel, Peter
reconoció la letra—: ¡Si es de Otto!

—¡Caracoles, no sabía que Otto era poeta! —se asombró Saunders—. Apenas sabía
hablar inglés.

—El inglés lo hablaba bien —dijo John—. Desde luego, con mucho acento.

—Ese papel me pertenece —dijo Loveday, bajando de su litera—. Os agradeceré que


me lo déis.

—Perdona. —Peter le entregó el pedazo de papel. Loveday lo dobló y se lo guardó


debajo de la almohada.

—Otto escribe buenos versos. —Peter quería darle a entender a Loveday que los
cuatro se daban cuenta perfectamente de que aquella noche significaba mucho más para
Loveday que para ellos. Pero ya Loveday se había recluido de nuevo en su mutismo.

—Bueno, Saunders, sigamos con tu historia —dijo Hugo.


—Muy bien, ¿dónde estaba?

—En Montreal —le recordó John—. Acababas de encontrar a la vieja y os había


llevado a una salita que estaba a la izquierda del vestíbulo.

—No, no. Estaba a la derecha del vestíbulo conforme se entraba.

—Bueno, a la derecha. ¿Y qué pasó entonces?

—¿Os conté ya que había unos dibujos formidables?

—Sí, pero no los describiste.

—¡Qué dibujos! Ese idiota de Mueller se quedaría helado si los viera aquí. Eran a
todo color. Suda uno con sólo recordarlos. Y todo aquel sitio olía a sales de baño, a olor
caro. Nos sentamos y la vieja nos dijo: “Las chicas vendrán en seguida”. Y se marchó
por el vestíbulo. Creímos que se refería a las camareras.

—Acaba de una vez, hombre —dijo Hugo lleno de impaciencia.

—Es que los dos creíamos de verdad que íbamos a tomar el té. Más tarde he hablado
de esto con Dicky y todavía creía sinceramente que estábamos esperando el té.

—¿Qué ocurrió luego?

—Pues seguimos allí sentados un rato. Luego me levanté y me puse a ver los dibujos.
Se oyeron pasos y volví a sentarme junto a Dick. Entró la señora seguida por muchas
chicas. Desde luego, aquello no era un salón de té. —Saunders se quedó callado.

—Sigue —le dijo Hugo.

—Vamos a dejarlo por esta noche. Ya os dije que no estaba de humor para esto. No
puedo estar aquí hablando mientras ocurre lo que está ocurriendo. Es mejor que
juguemos a las cartas.

—Ya debe de tocarnos nuestro turno en la estufa —dijo Hugo—. Vamos.

Mientras Hugo y Saunders preparaban la cena, Peter escuchaba con gran atención,
pero no se oía absolutamente nada.
Fué a la letrina, cuya ventana daba a la alambrada y se encontró a Tyson allí mirando
fijamente en la oscuridad.

—¿Ocurre algo? —le preguntó Peter.

—Ya deben de haber salido todos —dijo Tyson—. No sé lo que daría por estar con
ellos.

—Nosotros saldremos también pronto.

—Es mucho esperar que dos túneles tan próximos resulten bien —dijo Tyson—.
Tendríamos mucha suerte si escapásemos del registro sin que se descubriera lo nuestro.

Cuando Peter volvió al cuarto, los otros estaban sentados a la mesa, comiendo y
discutiendo animadamente sobre poesía:

—Anda, Peter, que se te enfría esto —dijo John.

—Nunca he podido comprender cómo se las arregla la gente para recordar los versos
—decía Hugo—. En mi escuela había un chico que se sabía de memoria El Paraíso
perdido.

—Es muy fácil —dijo John—. No hay más que aplicarse a ello. Este guiso te ha salido
muy bien, Hugo.

—El secreto es ponerlo a fuego lento —dijo Hugo.

—¡Dios mío, me volvéis loco! —exclamó Loveday—. Tanto hablar y hablar y hablar.
¿Por qué no os calláis un ratito, para variar?

—¿A ver quién está hablando ahora? —dijo Saunders.

—Déjalo tranquilo esta noche, Saunders —dijo Hugo en voz baja.

—Para recordar la poesía se necesita un cerebro especial —opinó Peter—. Yo conocí


una vez a un muchacho que tenía una memoria increíble. Se le daba una lista de treinta
palabras sin ninguna relación entre ellas y se le dejaba mirarla cinco minutos. Luego se
le quitaba la lista y él repetía todas las palabras en orden directo e inverso sin
equivocarse en ninguna. Luego empezaba desde el número 15 y las repetía hasta el
número 1, volvía al 16 y seguía hasta las treinta.
—Sí, deben de ser cerebros especiales —dijo Saunders.

—Yo podría hacerlo —dijo John.

—No presumas tanto. —Loveday lanzaba en estas palabras toda su rabia y miedo
contenidos durante todo el día.

—Sólo he dicho que podría hacerlo.

—Te apuesto dos tabletas de chocolate a que no puedes. —El desafío de Loveday los
dejó a todos impresionados. Dos tabletas de chocolate era una apuesta muy importante.
Representaba una fortuna. Peter y John llevaban varias semanas ahorrando su
chocolate. Se negaban a comerlo, lo escondían en el fondo de su alacena y miraban de
cuando en cuando para ver si seguía allí. Lo guardaban para la fuga, junto con unas
pasas y las tabletas de Horlicks que le habían pedido al médico inglés en el hospital del
campo. Ahora, por miedo al registro inevitable, lo habían escondido con el resto de sus
cosas. En cambio, para Loveday no significaba tanto.

—Muy bien, acepto —dijo John.

—Pero no empecéis hasta que no haya quitado la mesa —le dijo Hugo—. Va a ser
interesante.

—He de tener una absoluta tranquilidad —dijo John.

—Es natural —dijo Peter—. Por favor, chicos, silencio. Será cosa de cinco minutos
nada más.

John, sentado con los codos en la mesa, se sostenía la cabeza con las manos y miraba
el papel en que Hugo había escrito la lista de palabras. Los otros, lo contemplaban.
Peter y Hugo a cada extremo de la mesa; Saunders y Loveday en sus literas. John dobló
el papel y se lo dió a Peter. Empezó lentamente:

“Humo...

leche...

balsas...

ventana...
anticipación...

bandido...

papel...

baño...

clavo...

onomatopeya...

rollo...”

Se detuvo un momento.

“acantilado...

caza...

cataratas...

avisador...

racionalizar...

barra de labios...

Chesterfield...

equipaje...

arcilla...

bistec...

pipa...

sanidad...”

Se detuvo otra vez mientras Peter concentraba toda su voluntad para animarlo con el
pensamiento.
“jerga...

canal...

huevos...

teatro...

goon...

mesa...

triunfo...”

—¡Estupendo! —exclamó Peter—. Ahora, de abajo arriba.

John, que seguía sentado con la cabeza en las manos, repitió con gran lentitud:
“triunfo...”, “mesa...”, basta llegar a “acantilado”.

—¡Dale ya el chocolate! —dijo Saunders.

—No —dijo Peter—. Puede terminar. —Quería que su amigo ganara en toda la lid.

John levantó la mano pidiendo silencio. Lento y seguro, fué repitiendo en orden
inverso las primeras quince palabras y luego, desde la 16 hasta la última.

—No lo hubiera creído posible —dijo Peter.

—No tiene gran mérito —dijo Loveday—. Sólo es cuestión de memoria visual.

—De todos modos, te ha costado dos tabletas de chocolate —le dijo Saunders.

—Eso ya lo veremos.

—¿Qué quieres decir?

—¿Cómo sabes que Howard no le apuntaba?

—Porque me he fijado muy bien. Y tú también.

—No estoy seguro.


—¿Qué más pruebas necesitas? —se indignó Peter—. Viste muy bien cómo lo hacía.
Anda, dale el chocolate.

—No tengo dos tabletas.

—¡¡Esto es el colmo!! —gritó Saunders—. ¡Eres un hijo de...!

Loveday saltó de la litera. Estaba transfigurado. Brotó de sus labios un grito extraño.
Los demás lo miraban estupefactos. Poco a poco empezó a temblarle el cuerpo y a hacer
visajes. Tenía una expresión fija, agresiva y a la vez aterrada. Dió un paso hacia
Saunders que, con miedo, empezó a levantarse de su litera; entonces, Loveday se
desplomó, agitándose en el suelo como si le faltara la respiración. De la boca le salía una
espuma rojiza.

—Acuéstalo, Saunders —dijo Peter. Sacó su pañuelo y procuró meterlo entre los
dientes de Loveday pero los tenía herméticamente cerrados.

—Llamad al médico —dijo Hugo.

—No podemos; están cerradas las puertas. Avisa a Stewart.

—No seas tonto, hombre —dijo Saunders riendo nervioso—. Está ya camino de
Polonia.

—Bueno, ya nos arreglaremos —dijo Peter. Cubrió a Loveday con una manta y le
aflojó el cuello de la camisa.

—¿Qué diablos le ha pasado? —preguntó Saunders.

—Un ataque epiléptico —le dijo Peter.

—¿Crees que he tenido yo la culpa?

—No debiste haberle llamado hijo de tal —le reconvino Hugo—. Hay gente que no
puede aguantar ese insulto.

—Hay gente que se lo merece —dijo Saunders, que estaba ya más tranquilo.

La respiración de Loveday se fué normalizando, y ya sólo parecía estar durmiendo.


—Hay que dejarlo descansar —dijo Peter—. Cuando se despierte, lo habrá olvidado
todo.

—Me ha dado un susto imponente —dijo Saunders.

Estuvieron escuchando un rato la pesada respiración de Loveday.

—Debíamos llevarlo al hospital —dijo Peter.

—No lo admitirán —dijo John—. Está normal la mayor parte del tiempo.

—Yo no diría tanto —dijo Saunders.

Aquella noche no pudo dormir Peter. Yacía en su litera pensando en los fugados, en
dónde se hallarían y qué estarían haciendo. Pensaba en los que se habían propuesto
recorrer a pie los caminos abandonados del campo de Polonia. Gozaban ya de libertad
para ir a donde quisieran. Y ahora, si el túnel de la cocina se libraba del registro,
terminarían el de ellos. John y él ocupaban buenos puestos en la lista. El aire irrespirable
y la humedad del túnel había desanimado a varios de los excavadores. John y él fueron
subiendo poco a poco en la lista y se encontraban ya entre los diez primeros, los puestos
más codiciados; de modo que estaban seguros de salir cuando se terminara el túnel.

Le quedaban por arreglar los documentos falsificados y la ropa de paisano, pero no


se ocuparía de esto hasta que pasara el registro. Sería lamentable que se lo quitaran
todo. Era preferible no hacer demasiados preparativos.

Por la mañana temprano, sin haber podido conciliar el sueño, fué a los lavabos para
llenar una jarra de agua. El lugar estaba iluminado muy débilmente por una mortecina
bombilla. Debajo de esa luz estaba Tyson, arropado con una manta, dedicado a leer un
libro. No miró a Peter cuando éste entró ni dijo nada. Peter llenó la jarra despacio para
no molestar a Tyson. Éste volvió una hoja con suavidad y cuando Peter se marchó
siguió sin moverse, con la cabeza inclinada sobre el libro.
CAPÍTULO VIII

A la mañana siguiente, como siempre, los guardias alemanes, con sus uniformes
verdes y la bayoneta calada, se dirigieron hacia los barracones y abrieron las puertas
gritando el habitual: “Raus! Raus!” que llamaba a los prisioneros para que empezaran
otro día.

Pero con ello terminaba la semejanza con los demás días. En vez de las tres
rebanadas delgaditas de pan negro, Saunders y Hugo habían preparado una comida
sustanciosa, no para celebrar lo ocurrido sino porque pronto se concentraría a todos los
prisioneros en el campo de fútbol mientras registraban los barracones y examinaban el
túnel.

Aquella mañana, para que las columnas parecieran tan nutridas como siempre,
formaron los prisioneros en filas de tres en vez de cinco. Iban vestidos por completo,
llevaban sandwiches y, algunos de ellos, cajas de cartón llenas de pan. Nadie sabía lo
que iba a suceder y era mejor estar prevenidos.

Todos observaron al Hauptmann Mueller cuando subía la cuesta, como todas las
mañanas. Alineados frente a los diferentes barracones, no se notaba a primera vista la
ausencia de los fugados. El barracón de Peter era el primero que había de ser contado.
Tyson ocupaba el lugar del comandante Stewart. Con su uniforme completo, parecía
cansado y temeroso.

Al acercarse Mueller, saludó Tyson. El alemán le devolvió el saludo.

—¿Dónde está Mr. Stewart?

—No está aquí esta mañana.

—Ach so? —Mueller recorrió lentamente con la mirada las filas de los prisioneros.
Hasta que los guardias empezaron a contar no se dió cuenta de que ocurría algo
extraño. Su redonda cara empezó a palidecer y luego a enrojecer y después se puso otra
vez pálida. Peter notaba el esfuerzo de aquel hombre por dominarse.

Se volvió hacia Tyson:


—En filas de cinco, por favor —dijo con voz tranquila—. Siempre en filas de a cinco,
Mr. Tyson.

—Muy bien. Chicos, de cinco en cinco.

Los prisioneros obedecieron de mala gana y acabaron formando una masa compacta
a la que faltaba una cuarta parte de su longitud normal. Mueller, resuelto a no descubrir
sus sentimientos, guardó silencio mientras sus hombres contaban. Faltaban quince
prisioneros.

Luego repitieron la operación con los del barracón siguiente. Acabó Mueller de
contar a todos los prisioneros y después se puso a hablar con el Lagerfeldwebel, a cierta
distancia de los ingleses. Éstos podían ver sus gestos de terrible desconcierto y
preocupación. El Feldwebel llamó a uno de los guardias y éste marchó a paso muy
rápido a la Kommandantur.

Los prisioneros esperaban con gran impaciencia. Aquello era un suceso


extraordinario, una ocasión que rarísimas veces podría presentarse. Mueller se paseaba
con las manos a la espalda mientras el Feldwebel desprendía piedrecitas del sendero con
la punta de su bota derecha. Luego las lanzaba de un puntapié contra la pared del
barracón.

Se abrieron las puertas del campo y entró un pelotón de guardias armados con
fusiles ametralladoras y cubiertos con cascos de acero. Se dirigieron al campo de fútbol.
Allí se detuvieron frente a los prisioneros apuntándoles con sus fusiles-ametralladoras.

—Ejecución en masa en el Oflag XXI B —murmuró John.

—Sólo están cerrando la puerta del establo —le aseguró Peter. A pesar de que su
túnel estaba en peligro, lo estaba pasando muy bien, como casi todos los prisioneros,
con aquella interrupción de la rutina diaria.

Corrió un murmullo entre los prisioneros cuando apareció el Kommandant en la


puerta del campo. Llevaba polainas de montar y una capa larga y flotante. Andaba con
rigidez. El Hauptmann Mueller le salió al encuentro. Novecientos prisioneros
observaban este encuentro. El Lagerofficier saludó y quedó en posición de firmes
mientras el Kommandant, después de devolver el saludo, escuchaba el relato del otro.

—No quisiera estar en el pellejo de Mueller —dijo Saunders, riendo entre dientes con
nerviosismo.
Los dos alemanes hablaron durante unos minutos. Los soldados esperaban inmóviles
en el campo de fútbol, sin dejar de apuntar a los prisioneros. Entonces Mueller volvió a
saludar, giró sobre sus talones y se dirigió hacia los barracones. Cuando llegó a lo alto
de la cuesta, traía un gesto forzado como si quisiera ocultar su indignación. Los ingleses
debían convencerse de que él tenía sentido deportivo.

—Volverán ustedes a sus alojamientos, caballeros —les dijo.

Los prisioneros regresaron a sus respectivos barracones y los encerraron.

En seguida se extendió el rumor: el Kommandant había pedido a Berlín que enviaran


la Gestapo. En el cuarto de Peter se formaron largas colas para asomarse a la ventana y
ver lo que ocurría en el campo de fútbol. Los afortunados que tenían los primeros
puestos transmitían las noticias a sus compañeros.

—Llegan más goons.

—Por la carretera vienen varios centenares de goons.

—Se han desplegado en torno al campo. Nos están rodeando.

—Se nota que no tienen idea de dónde desemboca el túnel.

—Tampoco saben dónde empieza.

Hubo un largo silencio que intranquilizó a los de detrás.

—¿Qué ocurre ahora?

—Nada de particular. Andan de un lado para otro como idiotizados.

—Ya traen los perros.

—¿Dónde? No los veo.

—Allí; mira, por el camino que se ve detrás de aquella torreta.

—Pues es verdad; entonces va a terminarse todo en seguida.


—Ahora viene un auto. Dos, tres coches... Todo un convoy. Son Mercedes-Benz. Se
detienen ante la puerta. Han bajado unos tipos con uniformes marrones. Deben ser los
de la Gestapo. Se están saludando unos a otros. Heil Hitler a todo meter.

—¿Qué hacen los perros?

—Están husmeando los alrededores del campo, cerca de las alambradas...

—¡¡Han descubierto el túnel!!... —dijo uno de los que estaban asomados a la ventana.
Se hallaba excitadísimo—. ¡Se han agolpado todos en aquel sitio! Gritan como locos.
Uno ha salido corriendo en busca del Kommandant. Ha tropezado con su propio fusil y
se ha caído. ¡Qué imbéciles! Están apuntando por la boca del túnel, como si hubiera
alguien allí. —Y el prisionero, exaltado, empezó a gritarles—: ¡Imbéciles, hatajo de
tontos! ¡Se marcharon hace ya muchas horas!

—Cállate, Bill —dijo uno—. Te van a meter una bala en el cuerpo si no te callas.

—Lo siento, pero es que son de verdad unos cretinos. No hay más que verlos
alrededor de la salida del túnel, como si esperasen que fueran a salir por allí todos los
que faltan.

—Ya llegan los demás: el Kommandant, los de la Gestapo y hasta un operador de cine.
Parece que van a un entierro.

—¿No habéis estado bastante en la ventana? Ahora les toca a otros.

Los de la ventana se retiraron y los situados inmediatamente detrás ocuparon sus


sitios.

—¿Qué sucede ahora?

—Se han reunido con los otros junto a la salida del túnel y agitan mucho los brazos.
No puedo ver lo que hacen; creo que el Kommandant le está diciendo a Mueller que baje
por el agujero. Y él se niega.

—Mueller le dice a uno de los guardias que baje... ¡pero también se niega el guardia!

—Buena cosa, eso es un plante. Espero que los fusilarán.

—¿Qué hacen ahora? —preguntaban todos a la vez con impaciencia.


—Uno de ellos vuelve hacia acá en bicicleta.

—El Kommandant enciende un cigarrillo. Están sacando una foto del agujero. ¡Les va
a servir de mucho!

—Chico, eso es para el archivo. Se titulará “Lugar de la asombrosa fuga del Oflag
XXI B. Treinta desesperados sueltos por Polonia. Los Luft-gansters en busca de la
libertad.”

—Ahora viene hacia el campo un pelotón de goons. Van directamente hacia el abort.
Deben de saber ya que el túnel empieza allí.

—¡Izquierda, derecha; izquierda, derecha; izquierda, derecha! —cantaban los


prisioneros siguiendo la marcha de los soldados. Fueron disminuyendo el ritmo, hasta
romper en carcajadas. Los alemanes habían cambiado el paso. Peter estaba al fondo del
cuarto escuchando los comentarios. Se alegraba de la victoria de los treinta prisioneros
sobre sus guardias, pero, como ocurre siempre en momentos victoriosos, sentía cierta
piedad por los vencidos.

—Izquierda, derecha; izquierda, derecha... —Una ráfaga de ametralladora rozó el


tejado del barracón produciendo un ruido como si pasaran un bastón por el hierro
acanalado.

—Meteos para dentro, muchachos —recomendó uno—. Si no, tirarán directamente a


la ventana.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó uno.

—Han cerrado la puerta del abort y han dejado fuera una pareja de goons.

—Como ya han descubierto el túnel, supongo que nos dejarán salir.

—No te hagas ilusiones; estaremos aquí muchos días.

—Apuesto a que no encuentran la trampilla de entrada. La dejamos muy bien


cerrada y camuflada.

—Ahí va el equipo de cavadores. Son prisioneros rusos con palas. Los obligarán a
abrir el túnel.

—¿A la entrada?
—No, no; por la salida. Están fuera del campo. Ahora meten a un ruso por el agujero.
Pobre hombre, saldrá directamente, por el otro extremo, a la zanja de los retretes.

—Tiene suerte, porque le dejarán que tome un baño.

—Nunca se olvidará de esto. Creo que la mitad de los que se han ido se habrán
tenido que dejar las provisiones porque no se las podrían llevar todas.

—Yo vi a Kee que iba cargado como un camello.

Se produjo un silencio mientras introducían el prisionero ruso, cabeza abajo, en el


túnel. Poco después volvió a prender el entusiasmo en los observadores:

—Mira, ahí llegan unos camiones llenos de goons... Centenares de soldados con
petate y todo.

Saunders se reunió con Peter y Loveday detrás del racimo de curiosos.

—No han tenido suerte —les dijo.

—Es que han salido demasiados —dijo Peter—. Por uno o dos escapados, los goons
no se hubieran tomado esta molestia. Que se hayan fugado treinta los ha aterrado.
Serán capaces de poner en movimiento la mitad de su ejército.

—Esto va a dificultaros la tarea a los del otro túnel —dijo Saunders.

—Para entonces ya lo habrán olvidado —le dijo Peter.

—Espero que Otto se salve —dijo Saunders—. Tiene más probabilidades que los
otros, por ser polaco.

—Más probabilidades de que lo fusilen si lo pescan. —Peter sorprendió la mirada de


Loveday y hubiera preferido no haber hablado.

Los prisioneros permanecieron encerrados en el barracón todo aquel día, y,


naturalmente, por la noche. A la mañana siguiente los llevaron a todos al campo de
fútbol donde fueron rodeados por guardias armados, mientras registraban los
barracones. Pasaron la mañana sentados y de pie, según podían, ya que no había bancos
para todos, o formando cola para usar la letrina provisional que habían abierto en un
rincón del campo. Saunders se había llevado su estufa portátil patentada, y Peter y los
prisioneros que lo rodeaban pudieron beber té tibio.
A última hora de la mañana los alemanes instalaron una mesa en una de las porterías
de fútbol. Uno a uno tuvieron que acercarse a la mesa los prisioneros, donde eran
identificados de acuerdo con la documentación personal que conservaban los alemanes
en sus archivos: fotografía, huellas dactilares, señales de nacimiento y una relación de
empastes y fundas de oro en los dientes. Cuando cada prisionero fué identificado, lo
registraron y luego lo dejaban pasearse libremente por el circuito, pero no entrar en los
barracones.

Los prisioneros se dieron cuenta en seguida de que mientras más tiempo durase este
desfile de identificación, más probabilidades tendrían los fugados. Por eso, cada vez
que los guardias llevaban a uno hacia la mesa, se resistía como si lo llevasen a degollar
y, una vez ante el oficial encargado de la identificación, se hacían los tontos y
provocaban confusiones y errores que alargaban, por lo menos, unos diez minutos la
operación. Después de media hora de poner en práctica este truco, los guardias
comprendieron la intención y los obligaron a darse prisa a punta de bayoneta.

Cuando Peter comprendió que le tocaría pronto su turno, empezó a preocuparse de


los objetos verboten que tenía escondidos entre su ropa. Durante la próxima semana
habría una gran escasez de mapas y de brújulas y no quería marcharse sin esta valiosa
ayuda. A pesar del pesimismo de Tyson, seguía confiando en que su túnel no sería
descubierto. Seguramente, a los goons les bastaría con descubrir un túnel aquella
semana.

Miró a su alrededor para ver lo que hacían los demás. Muchos de ellos removían la
tierra suelta del campo de fútbol o la aplastaban con los pies. Tuvo Peter un momento
de indecisión y luego, con gran rapidez, se sacó de la cinturilla de los calzoncillos los
mapas y la brújula y los enterró. Poco después lo llamaron. Mueller comenzó el
interrogatorio:

—¿Número?

—¿Eh?

—¿Número?

—¿Número?

Mueller procuró dominarse:

—Quiero decir su número de identidad como prisionero de guerra.


—¡Ah!, lo he olvidado.

—¿Dónde tiene su disco?

—¿Qué disco?

Mueller le hizo una señal a uno de los guardias, el cual, bajando el fusil apoyó
suavemente la punta de la bayoneta en la espalda de Peter.

—¡Ah, mi disco! —Peter se abrió la camisa y rebuscó lo más que pudo para descubrir
el disco de metal que le colgaba de un cordoncito al cuello. Cuando, por fin, lo
“encontró”, la cuerda era demasiado pequeña para permitirle leer el número. Se inclinó
sobre la mesa para acercar el disco a la cara del oficial.

Mueller tuvo un instintivo movimiento de retroceso:

—So! ¡Neunundachtzig!

Buscó en una pequeña caja de cartón y extrajo de ella una tarjeta en un rincón de la
cual pudo ver Peter su fotografía con expresión pétrea y un número sobre el pecho.

—Teniente-aviador Peter Howard. —Mueller estudió la fotografía y luego miró a


Peter con dureza—. Veo que ha estado usted en mala compañía. No se felicite, amigo
mío. No andarán por ahí mucho tiempo. Y le indicó al guardia que se lo llevara para ser
registrado.

Por último, una vez registrados todos los prisioneros y soltados en el circuito, una
nutrida fila de guardias fué recorriendo el campo de fútbol muy despacio revolviendo
el suelo con las botas. Peter contemplaba desde lejos, angustiado, la aparición de
cuchillos, brújulas, mapas, tinta china, pastillas de tinte y demás material de fuga. Todo
ello era colocado en dos grandes mantas que los guardias se llevaron a la
Kommandantur.

En cuanto les permitieron a los prisioneros entrar en el campo de fútbol, Peter se


dirigió adonde había escondido sus cosas; la brújula y los mapas habían desaparecido.

Durante los diez días siguientes despertaron a los prisioneros cinco o seis veces cada
noche para contarlos, colocaron minas en el terreno que rodeaba al campo y pasaban
lista durante el día en inesperados appels. Los avisaban por medio de una trompeta. En
cuanto ésta sonaba, tenían que abandonar los prisioneros lo que estuvieran haciendo y
reunirse ante los barracones. Mientras se pasaba lista, los “hurones” registraban los
barracones, los aborts, la cocina y los lavabos con la esperanza de encontrar un túnel
que, a causa de la súbita llamada, hubieran dejado los prisioneros al descubierto.

En aquellas condiciones era imposible seguir con el túnel de la cocina y Tyson


decidió dejarlo hasta que se les hubiera pasado a los guardias aquel exceso de celo.
Peter y John, fastidiados por la demora, pasaban el tiempo paseando por el circuito para
conservarse en forma y haciendo planes para su largo viaje a través de Polonia y
Hungría, con destino a Yugoslavia.

La excitación fué apagándose y, uno a uno, a veces en parejas, eran conducidos de


nuevo al campo los tunelistas del abort. La “nevera” estaba ya llena con las víctimas de
la irritación del Kommandant en la misma mañana siguiente de la fuga y los escapados
vueltos a capturar fueron encerrados en la Casa Blanca en espera de su proceso. A
menudo, en su paseo diario por el circuito, veían Peter y John los rostros pálidos y
desesperados que se asomaban por las ventanas del piso de arriba.

Para aumentarles la ración, todos sus compañeros cedieron parte de la suya.

Sólo Otto y un comandante inglés estaban aún en libertad. A medida que pasaban las
semanas, los prisioneros tenían una mayor esperanza de que por lo menos estos dos se
hubieran escapado. Cuando llegaron noticias de que los habían “matado a tiros porque
se resistieron a su detención”, todos se negaban a creerlo. Suponían que era sólo un
rumor. Pero el oficial mayor británico lo anunció en una reunión especial y los
prisioneros tuvieron que creerlo.

Se vengaron aumentando sus pinchazos contra los goons hasta que se llegó a una
guerra declarada entre los prisioneros y sus guardias. Los alemanes, asustados por este
odio, usaban sus fusiles para mantener el orden y sólo el tacto del oficial británico pudo
salvarles la vida a varios de los más exaltados.
CAPÍTULO IX

Después de la noticia de la muerte de Otto, Loveday se aisló en su mundo íntimo.


Muy raras veces hablaba con los demás, y cuando lo hacía era para lanzar alguna vaga
amenaza contra ellos. Quiénes fueran ellos, los otros no lo pudieron saber nunca. No
eran solamente los alemanes, sino alguna fuerza maligna que trabajaba secretamente en
la sombra para minarle a él su personalidad.

Peter y John se sintieron menos afectados que Hugo y Saunders por esta actitud de
su compañero. Trabajaban de nuevo en el túnel durante el día y se pasaban las tardes,
que se prolongaban mucho en el verano, en el teatro. Hugo y Saunders, que estaban
más tiempo junto a Loveday, se sentían deprimidos por su largo silencio más que antes
se habían sentido con sus ruidosas discusiones. Parecía como si, aunque estuviera
callado, ejerciera influencia sobre ellos y ambos vivían en nerviosa espera de no sabían
qué.

De pronto, sin razón alguna aparente, anunció que de allí en adelante se encargaría él
de prepararse su comida.

—No puedes hacer eso —le dijo Peter—. No resulta económico.

—Más vale eso que lo otro.

—¿Qué es lo otro?

—Sabes perfectamente a qué me refiero.

—No lo sé, Loveday.

—Entonces, es que me tomas por un idiota en mucha mayor escala de lo que yo me


creía.

Saunders, como de costumbre, intentó animarlo a fuerza de chistes, pero fué inútil.
Insistió en que le dieran la quinta parte de todas las raciones del grupo para disponer de
ello como se le antojara. Se guisaba sus platos y comía a horas impropias. Era evidente,
por su horror a comer lo que le hubieran preparado otros, que sospechaba que
intentaban envenenarlo.
Poco después, un día en que Peter regresaba del túnel, le salió al encuentro Hugo y le
invitó a dar un paseo por el circuito. Peter comprendió por la actitud de su compañero,
que se trataba de algo más que de dar un simple paseo.

—¿Cómo os va con el túnel? —le preguntó Hugo.

—No saldremos hasta fines de mes. Va muy lento.

—No puedo comprender por qué lo hacéis. —Hugo se pasó la mano por el cabello—.
Hay muy pocas probabilidades de que os escapéis. Sinceramente, ¿crees que las hay?

—No lo intentaríamos si no lo creyéramos.

—Sé honrado contigo mismo. Dime la verdad, Peter, ¿cuántas probabilidades crees
que tendréis?

—El noventa por ciento.

—De salir del campo, desde luego. Pero, ¿de qué sirve eso? Recuerda lo que pasó la
última vez. Los trajeron a todos menos a dos. Y a esos dos los mataron. Si le llamas a eso
un buen resultado...

—Sigo creyendo que merece la pena.

—¿Por qué?

Peter anduvo en silencio unos momentos sin saber qué decir. Se preguntaba cómo
describiría su anhelo de volver a volar y a la vez el miedo a volar de nuevo, cómo
describir el desafío constante que suponía para él aquella alambrada. Parecía absurdo
hablar de libertad ni de la vida en el mundo exterior a la alambrada. Hugo
probablemente la deseaba tanto como él. Pero Hugo estaba dispuesto a esperar todo el
tiempo que hiciera falta. Ante la imposibilidad de expresarse, Peter prefirió decir:

—Es una manera de pasar el tiempo.

—Una manera bastante fútil, me parece.

—Pero tú, ¿qué haces? —le preguntó Peter—. Siempre pareces estar haciendo algo,
pero, concretamente, ¿en qué te ocupas?

—Estoy aprendiendo mucho.


—¿Qué?

Hugo se rió:

—En primer lugar, aprendiendo a pasar el tiempo. Creo que he estado toda mi vida
haciendo eso mismo. Ya sabes que mi tía me dejará cien mil libras cuando se muera. Lo
único que he de hacer es esperar. Sería un idiota si hiciera que me metiesen una bala en
las tripas después de arrastrarme por un túnel, ¿no lo crees así?

—Hombre, claro, en tu caso... Te refieres a tu tía la del gato, ¿no?

—Sí, es la única pariente que tengo. Odio a esa vieja bruja. Fué heredando todas las
propiedades de la familia una a una y ya lo tiene todo por culpa de un testamento
disparatado que hizo mi abuelo.

—¿Qué edad tiene?

—Unos ochenta años. Ya no puede tardar mucho. Todo mi trabajo consiste en lograr
que pase el tiempo lo más rápidamente posible. Es lo mismo que hacéis los tunelistas,
como tú mismo reconoces. Algunos de vosotros os aficionáis tanto a esos malditos
túneles que olvidáis para qué sirven y seguís cavando por pura afición. Estoy seguro de
que muchos de vosotros teméis que llegue el día en que no sean ya necesarios los
túneles.

Peter pensó que era inútil tratar de explicarle. En cierto modo, llevaba razón. Peter
dedicaba al túnel más tiempo del necesario. Todavía se preguntaba por qué le habría
propuesto Hugo el paseo. Naturalmente, no sería para hablar de túneles, ya que éstos,
como se ve, no le interesaban a Hugo en absoluto. ¿O hablaba así para disimular y
buscaba precisamente un puesto en el túnel de la cocina ahora que estaba ya casi
terminado?

—Estoy bastante preocupado por Loveday —dijo Hugo—. De eso quería hablarte,
Peter. Encontré un cuchillo en su litera el otro día.

—Bueno, eso no tiene importancia. Deberías ver las cosas que me encuentro en mi
cama algunas veces.

—No, lo digo en serio. No ha dejado allí el cuchillo por olvido. Vi cómo lo escondía.
—Había algo en la voz de Hugo que intranquilizó a Peter. Hugo, que generalmente no
le daba importancia a nada, no era de los que se asustaban fácilmente por una tontería
—. Le pedí explicaciones de aquello y me dijo confusamente que necesitaba protegerse.
—¿Protegerse? ¿De quién?

—No sé. Ya sabes cómo es. Se puso más misterioso todavía y luego se encerró en su
caparazón. Me pone nervioso.

—¿Qué crees que debemos hacer?

—Creo que debíamos prevenir a Stewart. Loveday debería estar atendido como un
enfermo.

—Hablé con el jefe británico a la mañana siguiente de darle a Loveday aquel ataque
—dijo Peter—. Pero no puede ser. Los goons dicen que no está lo bastante mal para
hospitalizarlo. Creen que es un simulador.

—Entonces habría que trasladarlo a otro grupo.

—Eso sería como reconocer nuestra derrota.

—Pues bien, o él o John tienen que salir de nuestro cuarto. —Hugo lo dijo
recalcándolo mucho.

—¿Por qué John precisamente?

—Parece que él lo solivianta más que nosotros. Loveday no puede soportar que John
lea. Se pone frenético en cuanto lo ve con un libro.

—Ha empeorado desde que Otto se fué —reconoció Peter.

—Desde luego.

—Entonces, ¿qué propones?

—Ya te digo, o se va John o se va él. Si no los separamos, ocurrirá algo desagradable.

Peter no contestó. Procuraba recordar la animadversión de Loveday contra John. No


se había dado cuenta de ello. Le parecía que Loveday los trataba a todos con la misma
desconfianza.

—¿Qué hacemos? —dijo Hugo—. Te aseguro que estoy preocupado, Peter.


—Ya no tardaremos mucho en marcharnos —dijo Peter—. Lo más tarde, a fin de este
mes.

—No podemos darlo por seguro.

—Como quieras. Veré a Stewart —dijo Peter—. Ya lo hemos tenido cerca de cuatro
meses con nosotros. Ahora les toca a otros.

Cuando volvieron al barracón se encontraron allí con una enorme algarabía. Olía
mucho a madera quemada y todo el local estaba lleno de humo. Los prisioneros se
agolpaban hacia un extremo del barracón, aquel donde se hallaba el cuarto de Peter.

Hugo y Peter se abrieron paso entre la masa de prisioneros y encontraron a


Saunders, que estaba muy pálido, él que se distinguía por su colorado rostro. Estaba de
pie sobre un montón de ropa de cama quemada en medio del suelo.

—¿Qué demonios pasa aquí? —preguntó Peter.

—¡Ese loco de Loveday, que ha incendiado la ropa de la cama y ha tirado a las llamas
todos los libros de John! Ha estado a punto de arder todo el barracón. El desgraciado se
puso a bailar en torno al fuego cantando hasta desgañitarse.

—¿Dónde está ahora?

—Se lo han llevado al hospital.

—¿Dónde está John?

—No sé. No lo he visto desde la hora de almorzar.

Peter pasó un momento de pánico, pero recordó luego que su amigo se había
marchado directamente al teatro.

—Es mejor que arreglemos esto —dijo.

—Está más loco que una cabra —dijo Saunders—. Había que verlo cantando y
bailando como un indio alrededor del fuego mientras iba arrojando los libros de John.
Estuvo a punto de matarme; me agarró por la garganta. Había tanto humo que los
demás compañeros no se daban cuenta de lo que ocurría. Entonces entré yo y me
encontré con Loveday.
—No hay mal que por bien no venga —dijo Peter—. Así estaremos tranquilos.

Las semanas siguientes transcurrieron para Peter con gran rapidez.

Llevaban cuatro meses prisioneros y habían adquirido ya esa ecuanimidad que tanto
admiraban en los veteranos del campo. De vez en cuando, seguían padeciendo rachas
de abatimiento y desesperación, pero ya sabían controlarse para no desanimar a los más
jóvenes. Su túnel, que era la única vía de escape no descubierta aún por los alemanes, se
aproximaba cada vez más a su término y, por las tardes, sin la pesadez de Loveday, lo
pasaban muy bien.

Aunque parezca extraño, mientras más se acercaban al final del túnel, más virtudes
le encontraba Peter a la vida del campo de prisioneros. Tenía allí compañerismo,
altruismo y libertad en muchas cosas de las cuales nunca había podido disfrutar. Pero
—pensó— él era un prisionero muy reciente. La novedad pasaría. Debía prohibirse a sí
mismo esas ideas de acomodamiento y seguir preparando sus planes de fuga con objeto
de que no le hicieran volver como a los del otro túnel. Pero a la vez, sacaba el mayor
provecho posible de esas virtudes negativas del encarcelamiento. Se ocupaba en los
decorados del Sueño de una noche de verano, y John se aprendía el papel de Lisandro. A
Saunders lo habían convencido para que interpretara a Botton, mientras que Hugo se
había decidido a aceptar el papel de Peter Quince, el carpintero.

—Vamos, Saunders —dijo Hugo—. Escuchemos, dulce Botton.

—Preferiría ensayar otra vez el acto primero —dijo Saunders—. El principio de la


segunda escena.

—Muy bien. ¿Quieres apuntar, Peter? —Hugo le pasó el libro y se aclaró la garganta
—. ¿Está aquí toda nuestra compañía?

—Mejor harías llamándolos uno a uno, según se indica en la comedia. —Saunders hablaba
con una voz falsa y hueca, sin ninguna inflexión.

—Es como cuando nos pasan lista en el appel —dijo John, que estaba copiando un
mapa de Yugoslavia que le había prestado el Comité de Fuga.

Hugo no le hizo caso.


—Aquí está el nombre de cada uno de los que han sido considerados aptos entre todos los
ciudadanos de Atenas, para actuar en nuestro intermedio teatral ante el duque y la duquesa la
noche de sus bodas.

—No es “la noche de sus bodas” —dijo Peter—, sino “el día de sus bodas por la
noche”.

—Quizás sea una errata —dijo Saunders.

—Así lo dice aquí.

—Es que no suena bien si se dice “el día de sus bodas por la noche”. Lo mejor es
decir “en su noche de bodas”. Así lo diré yo.

Saunders estaba horrorizado:

—No puedes hacer eso. Tienes que atenerte exactamente a lo que dice la comedia.

—¿Por qué?

—Hombre, porque es de Shakespeare.

—Debemos de escribirla toda de nuevo a estilo kriegie —dijo John—. Algo así:

Oye, tú, ¿están todos listos para el “appel”?

Hay que preguntarles: “Was haben Sie?”

Estos tipos trabajarán bien

“Blond genug”, ¿qué papel hago yo?

—No, eso no sirve —dijo Saunders—. No puedo trabajar en esta casa de locos.
Mañana ensayaremos en el circuito.

—No te apures. Tienes semanas para aprendértelo, y ninguna otra cosa que hacer —
le dijo Hugo—. Si te aprendes el papel demasiado pronto, se te quedará rancio.
—Es verdad —asintió Saunders, aliviado—. Creo que seguiré construyendo ese
horno. —Sacó unas hojas de lata y empezó a martillear.

—Lo pasamos muy bien desde que se marchó Loveday —dijo Peter.

—¿Qué dices? —gritó John, ensordecido por los martillazos de Saunders.

—¡Digo que lo pasamos muy bien desde que se marchó Loveday!

—No sé cómo sigue.

—Continúa en el hospital —le dijo Hugo—. Estuve allí esta mañana. El médico
quiere mandarlo a Obersmassfeld, pero los goons no quieren. Les ha dicho que declina
toda responsabilidad si se empeñan en tenerlo aquí.

—La verdad sea dicha: yo lo echo de menos en cierto modo. —Saunders dejó de
martillear y se sentó a horcajadas en el banco—. Yo creo que no es mal hombre.

—Es demasiado egoísta para la vida de prisión —dijo John.

—Hombre, no sé.

—No, lo malo es que no es lo bastante egoísta. —Peter cogió del estante sus cosas de
dibujar—. Se interesaba demasiado por los asuntos de los demás. Es una generosidad
especial. Loveday quiere compartir siempre sus pensamientos con los otros.

—Pues yo creo que es egoísta —dijo John— porque no puede soportar que no le
tengan en cuenta para todo.

—Es que no está seguro de sí mismo —dijo Hugo— y necesita tener una seguridad.
Para ello ha de tener la sensación de que los demás lo necesitan.

—¡Pues sí que pone de su parte para conseguirlo!

—Insisto en que es un buen hombre —dijo Saunders—. Si quemó tus libros, John, fué
porque creía que te perjudicaban.

—Quizás debiéramos haber hecho más por ayudarle —dijo Peter.

—No hubiera servido de nada —le replicó Hugo—. Lo lleva dentro. Nosotros no
podíamos haberlo cambiado.
—¿A quién nos traerán en su puesto? —Saunders se ajustó el gorro de lana por
detrás—. Supongo que no nos dejarán sólo cuatro en la “república”.

—Pronto habrá una nueva purga —dijo Hugo—, y entonces seremos ocho. Es una
lástima, porque cuatro es el número ideal para una “república” que marche bien.

—Cuando llegue la nueva remesa de prisioneros, nos mandarán a otros cuatro —


insistió Hugo—. Ahora que no está Loveday, no hay disculpa para quedarnos
solamente seis.

—Entonces, necesitaréis seis más —dijo John—, y otro que haga el papel de Lisandro.

—¡Ah, el túnel! No tenéis grandes probabilidades —dijo Saunders.

—Eso es lo que tú crees.

—¿Cuánto habéis adelantado desde que volvisteis a abrirlo?

—Treinta pies.

—¿Cuándo creéis que será la salida?

—Cuestión de otra semana —dijo John.

—¡Qué ilusiones!

—Es un hecho matemático —confirmó Peter.

—¿Cómo haréis... el viaje? —Saunders parecía admitir por primera vez la posibilidad
de que Peter y John se marcharan.

—Yo iré como italiano —dijo Peter—. Y John pasará por mi hija.

—¡A ver si hay formalidad!

—Lo digo en serio. Lo hemos pensado muy bien. Caminaremos de noche y si alguien
nos ve, nos arrimaremos a una valla o a una pared... y nadie pensará en molestarnos. Es
lo más natural del mundo.

—Nada natural —contestó Hugo—. Eso es incesto.


—No creas; saben lo que hacen —dijo Saunders—. ¿Y la ropa?

—Yo me estoy haciendo una especie de jersey con un sostén hinchado y un pañuelo
para la cabeza.

—¡Ah, por eso te estás dejando crecer el pelo!... —Saunders estaba estupefacto—. Sois
listos. ¿Y a dónde os dirigís?

—A Yugoslavia.

—No está mal —aprobó Saunders—. Sois los dos lo bastante morenos para pasar por
italianos. Vuestro plan es de esas cosas idiotas que dan un resultado estupendo. Yo no
estaría tan...

Un tiro los hizo callar. Sonó muy cerca. Siguieron otros dos tiros casi simultáneos y
luego el silbato del guardia y el tableteo de una ametralladora.

—Alguien ha intentado saltar la alambrada.

Peter sintió un escalofrío. Empezó a oírse una algarabía de exclamaciones y


comentarios excitados. “¡Silencio!”, chilló uno; y todos volvieron a callarse en espera de
más tiros.

—Sonaron detrás del abort —murmuró Saunders.

—No; me parece que fué por el otro lado.

—Yo creo que fué aquí cerca; se oyó muy fuerte.

—A mí me dió la impresión de que fué cerca del hospital —dijo Hugo.

Volvieron a escuchar, pero sólo oyeron la lluvia que tamborileaba sobre las persianas
y el mugido del viento sobre los tejados de los barracones.

—Vaya una noche para saltar la alambrada —comentó Saunders, riendo nervioso.

—Sólo en una noche como ésta puede hacerse —dijo John—. Esto nos va a costar otro
retraso.
—Depende de lo que haya sido —dijo Peter—. Quizás haya sido un goon asustadizo
que ha disparado contra su propia sombra, alarmando a los demás. Por lo menos,
esperemos que sólo haya sido eso.

Peter soñaba. Estaba tumbado de espaldas en la hierba de los Downs y mucho más
abajo se oía el rugir del mar estrellándose contra los acantilados. A su lado, la muchacha
(nunca era Pat; ¿por qué no soñaba nunca con Pat?) con un liviano vestido veraniego,
apoyaba la cabeza en sus desnudos brazos morenos y miraba al sol. Bajo su vestido, sus
piernas eran largas, suaves y morenas. No podía verlas, pero lo sabía. El sol le daba a la
joven en la cara y le nimbaba el cabello. Detrás de la cabeza de ella se extendía la
insondable inmensidad azul del cielo, con nubecillas blancas que navegaban lentamente
procedentes del mar.

Cuando la chica se volvió a mirarle, sus ojos eran tan azules y profundos como el
mar y, al inclinarse hacia él, Peter vió la suave curva de sus pechos.

De pronto la vió ya sin el vestido y la sintió fresca y tibia a la vez. Cuando se


inclinaba para besar a Peter, éste la sintió como en una escena real. El ruido del mar
aumentaba y todo se volvía tibio, húmedo y frío, y otra vez templado y entonces se
despertó Peter en la oscuridad del barracón, a cuyo extremo alguien gritaba en sueños:
“¡Jesús, hay fuego! Jesús, Jesús. Apagadlo. Jesús”.
CAPÍTULO X

A la mañana siguiente, mientras desayunaban, entró Stewart en el cuarto.

—Buenos días, chicos.

—Hola, Stewart —dijo Peter—. ¿Qué pasó anoche? ¿Sabes algo?

—Sí. —Stewart estaba muy serio—. Anoche mataron a Loveday.

Se quedaron todos muy impresionados y en silencio. Por fin, preguntó Saunders:

—¿Quién lo mató? ¿Los goons?

—Me lo ha contado el jefe británico. Por lo visto, habían encargado a uno de nuestros
asistentes que lo acompañara todo el tiempo, pero salió un rato en busca de cigarrillos y
en su ausencia Loveday se subió al tejado en pijama.

—¡Pero si llovía torrencialmente! —dijo Saunders.

—Se tiró luego del tejado —continuó Stewart— e intentó saltar la alambrada cerca de
la puerta principal. Lo vió un centinela y le ordenó que bajara. Loveday no hizo ningún
caso, y el centinela le atravesó el estómago de un tiro.

—Pero, ¿es que trataba de escaparse? —preguntó Saunders.

—No lo creo. El jefe británico me dijo que cantaba y gritaba con toda la fuerza de sus
pulmones.

—Ese centinela asesino... —dijo Saunders.

—Uno de vosotros debe asistir al entierro —le dijo Stewart—. Será mañana por la
tarde. El que vaya debe llevar uniforme y gorra. Los alemanes le rinden honores
militares.

Cuando se marchó Stewart, se sentaron los cuatro y se miraron apenados.


—Yo no voy —dijo Saunders—. No, no me gustan los entierros. Pero, pensándolo
bien... —vaciló—. No, decididamente, no iré.

—Yo iré —dijo Hugo—. Será estupendo alejarse de las alambradas durante unas
horas.

Peter se aclaró la garganta:

—No pretendo reclamar privilegios, pero a John y a mí nos sería utilísimo asistir al
entierro. Podríamos observar el terreno por estos alrededores.

—Es evidente —dijo Saunders—. Uno de vosotros dos debe ir.

—Lo siento, no pensé en ello —dijo Hugo—. Decidid vosotros cuál de los dos irá.

—Es mejor que vayas tú, Peter, ya que eres de la R. A. F. Además, en todo el campo
no encontraremos un buen uniforme del ejército.

—Yo tendré que pedirlo prestado —dijo Peter—. No sé si Stewart me prestaría su


guerrera.

—Serás comandante por un día —le dijo Saunders.

Cuando Peter bajó al túnel aquella mañana, le parecía que alguien le había hecho un
importante regalo. Salir de las alambradas por unas cuantas horas, pasar por el pueblo y
ver gente que vivía normalmente... Procuró contener su alegría, darse cuenta de que iba
al entierro de Loveday. Pero se disculpaba a sí mismo de ese contento porque iba a
reconocer el terreno para su inminente fuga. Tenía la sensación de que le había tocado
un gran premio en un sorteo.

El túnel estaba casi terminado y Peter estaba ya convencido de que nada podría
evitarles la fuga.

A última hora habían tropezado con una capa de piedras grandes y lisas que
probablemente, opinaba Tyson, habían formado en tiempos el lecho de un río. En aquel
lugar era aun más húmedo el subsuelo, pero, superado aquel obstáculo, el túnel había
avanzado hacia la superficie a través de una tierra más seca. Pero había muy poco aire a
causa de la inclinación y Peter tenía que volver a la base de la pendiente, de vez en
cuando, para respirar. Acababa de volver al punto más avanzado para seguir
trabajando otro rato cuando la lámpara que llevaba sujeta a la cabeza empezó a gotear y
llenó el túnel de un humo acre.

“Me arrastraré otra vez hasta abajo y charlaré allí con John —pensó Peter—. Así se
despejará un poco el aire.”

Cuando llegó al sitio donde John debía estar trabajando, no encontró a nadie. Le
pareció extraño, subió la escalerilla del pozo en la oscuridad y gateó por el túnel de
arriba. No había luz ninguna y el silencio era absoluto. Con un pánico repentino, Peter
se apresuró a llegar al fondo del pozo de entrada procurando dominar el miedo. Creyó
que estaba solo, que los demás se habían marchado y lo habían dejado enterrado.
Jadeaba en la oscuridad. De pronto tropezó con John.

—¿Qué diablos ocurre? —le preguntó—. ¿Por qué han apagado las luces?

—Los goons están registrando la cocina —murmuró John—. Yo venía en tu busca. Los
chicos han cerrado la trampilla y tendremos que quedarnos aquí hasta que termine la
inspección.

—Ojalá no convoquen un appel. —Era la voz de Tyson que llegó, suave, por la
oscuridad.

—¿Crees que sospechan algo?

—Lo dudo —murmuró Tyson—. Es sólo la inspección rutinaria. Aquí hace un frío
que pela.

Peter se dió cuenta de que también él sentía un frío atroz ya que la tierra mojada le
absorbía todo el calor del cuerpo. Temblaba de frío.

—Voy a arrastrarme hacia la salida del túnel. Será mejor hacer ejercicio.

—Yo te acompaño —dijo John.

Se detuvieron en la boca del segundo pozo para respirar un poco.

—¿Cuánto tiempo crees que estaremos aquí dentro? —preguntó Peter.

—Pronto será la hora de almorzar; tendrán que terminar pronto. —Se habían sentado
uno frente a otro en el túnel de arriba, con las piernas colgando por el pozo.
—Cada vez se respira peor —dijo Peter.

—Me gustaría tener un cigarrillo.

—Seria peor. Sabe Dios lo que será esto el día en que cuarenta de nosotros ocupemos
el túnel en espera de salir.

—Entonces estará abierta la salida y entrará algún aire —dijo John—. Me alegro de
que nuestros puestos sean los primeros.

—Yo también —dijo Peter—. No creo que este aire dure mucho.

—Durará lo bastante para que salgamos —dijo John—. Hay suficiente para unas
horas.

—Volvamos para ver qué pasa. —Peter quería acercarse al pozo de entrada. Llegaron
al fondo del pozo, donde estaba Tyson acurrucado.

—Hace un momento había arriba un movimiento impresionante —les dijo—. Parecía


como si todo el ejército alemán estuviera en la cocina.

—Probablemente será un registro blitz.

—Aquí el aire está muy mal. —Tyson parecía preocupado—. Es mejor esperar un
rato y, si no oímos nada, daremos por cierto que los goons se han marchado. Si
levantamos la trampilla con cuidado podemos echar una ojeada y respirar un poco.

Se quedaron media hora más en la obscuridad del túnel, jadeantes. El aire se hacía
irrespirable y el frío los tenía inmovilizados. Muy juntos en la pequeña cámara del
fondo del pozo, podían generar algún calor. Tyson había desconectado el tubo de la
bomba de aire y hacía funcionar el aparato para cambiar un poco de aire.

Peter, sentado en el suelo y con la espalda apoyada contra el muro de la cámara,


esperaba que los alemanes no los descubrieran. Comprendía ahora que lo había puesto
todo en el túnel; que mientras más cerca estaban del momento de la fuga, más
importante se le había convertido el túnel. Y era extraño esto, porque desde que
Loveday se marchó de su grupo había disfrutado de su encierro.

Y ahora Loveday había muerto. Se preguntó qué le habría hecho saltar la alambrada.
Habían hablado de él cuando ocurrió aquello. Recordó las observaciones de sus
compañeros cuando oyeron los disparos y cómo les había preocupado si aquello
afectaría al túnel de Peter y John. Ahora estaba ya muerto. Quizás fuera mejor así. Se
tranquilizó con el viejo tópico, como si la muerte fuera mejor que la peor vida. ¿Qué
habría inducido a Loveday a escaparse por el tejado, en pijama y además cantando y
gritando, según había dicho Stewart? Luego se había precipitado hacia la alambrada y
había intentado saltarla. El centinela de fuera, que pasaba ante la alambrada, se había
detenido frente a él ordenándole bajar. El centinela le advirtió que dispararía, pero
Loveday no le había hecho caso. Estaba lloviendo y Peter se lo podía figurar en su
pijama demasiado corto, con el cabello pegado a la cara por la lluvia, subiendo por los
alambres espinosos y cantando. Cantando mientras la lluvia lo empapaba. ¿Qué habría
cantado? Quizás un himno. El centinela, en su pánico, le había disparado al estómago.
Tres tiros y luego la ráfaga de la ametralladora desde una de las torretas, una ráfaga
disparada a ciegas, histéricamente, y Loveday, con las entrañas hendidas por el plomo,
había dejado de cantar. Peter se sentía mal al pensar en aquello. Quizás hubiera tenido
él en parte la culpa. Quizás si todos los del grupo hubieran sido más comprensivos...
Quiso desterrar este pensamiento, pero volvía insistente; tenía que aceptar algo de la
culpa. Podía haber hecho un esfuerzo. Recordaba las palabras de Hugo. “Eso lo lleva
dentro. Nosotros no podemos hacer nada...”. Pero no se convencía. ¡Qué ligados
estaban todos ellos; cuánto dependían unos de otros! Era imposible llevar una vida
“libre de todo cuidado”. ¿Qué había dicho Marco Aurelio? “Siempre que lo desees,
podrás retirarte en ti mismo y descansar libre de todo cuidado”. Algo así.

—Debe de haber pasado media hora —dijo John.

—Yo estaba pensando en lo mismo —dijo Tyson—. Iré a ver qué pasa. —Subió por la
escalerilla, pero bajó en seguida—. Había olvidado que no se puede abrir la trampilla
por abajo. Tienen que retirar el fogón.

—Entonces tendremos que esperar —dijo John.

Peter pensó en la discusión que habían tenido sobre el centinela. Saunders lo había
censurado duramente diciendo que había asesinado a Loveday y él, Peter, había
disculpado al soldado. ¿Cómo iba a saber que Loveday estaba loco? Suponiendo que
hubiera estado cuerdo y que el centinela lo hubiera dejado bajar por fuera de la
alambrada, podía haberlo conducido otra vez al interior del campo. Pero entonces, otros
habrían intentado saltar la alambrada. Si a unos cuantos hombres armados se les
encarga vigilar a un millar de prisioneros tienen que disparar, si han advertido que lo
van a hacer, en el caso de no ser obedecidos; en caso contrario, perderían toda
autoridad. Saunders había añadido que el centinela podía haber disparado a una pierna
o a un brazo. Pero, en una noche de lluvia y de tormenta como aquélla, era muy difícil
semejante precisión. Además, el hombre se había asustado. ¿Quién no se asustará ante
una figura enloquecida, cantando a todo pulmón y escalando las alambradas bajo la
lluvia? Pobre Loveday, ¡qué manera de acabar su vida!

—Ya habrá pasado hace mucho la hora de comer —dijo John.

—Creo que los goons habrán pasado lista otra vez —dijo Tyson.

—¿Qué ocurrirá si nos echan de menos?

—No pasará nada, porque los compañeros lo arreglarán. Podrán cubrir muy bien
nuestra ausencia. Solamente somos tres.

“Sí —pensó Peter—, ahora estarán pasando lista. Los compañeros nos cubrirán y los
alemanes no se darán cuenta de que faltamos. No podemos ser descubiertos ahora. Nos
faltan sólo unos cuantos días para vernos en libertad. No es posible que nos descubran
ahora.”

Pensó de nuevo en Loveday deseando encontrar una manera de verse libre de su


remordimiento. Pero no podía. Loveday, los prisioneros rusos, la tortura y la muerte de
Otto..., todo ello era culpa de todos. Pero, ¿cómo remediarlo? Si por lo menos Loveday
estuviera vivo y él pudiera ayudarle en algo, si pudiera empezar a oponerse a la
crueldad que reinaba en el mundo. Imaginaba a millones de pequeños focos de
resistencia contra la crueldad, millones de individuos negándose a retirarse a sus
egoísmos y luchando contra la crueldad de abajo arriba, empezando desde el interior de
la crueldad misma...

Se oyeron pasos en el suelo de la cocina, el ruido del fogón al ser retirado. Se levantó
la trampilla. Apareció en la abertura la cabeza y los hombros de uno de los avisadores.

—Lo siento, chicos. Era la comisión sueca. Unos tipos de la Cruz Roja que vinieron a
inspeccionar la cocina. Creíamos que no nos libraríamos ya de ellos. Daos prisa. Los
goons, han preparado una comida especial.

—Os hemos guardado el almuerzo. —Hugo les indicó los dos tazones de sopa, dos
pedacitos de salchicha y dos panecillos de pan blanco.

—El té está todavía caliente —dijo Saunders—. La jarra está aún en la estufa.

—Supongo que ya sabréis las noticias —dijo Hugo.

—¿Lo de la Comisión sueca? —preguntó Peter.


—No. El traslado.

—¿El traslado? —Peter dejó de comer. La salchicha se le atragantó como plomo en la


garganta. Se figuraba lo que Hugo iba a decirle.

—Nos llevarán en cuatro hornadas. Al nuevo campo creo que lo llaman el Stalag-
Luft-III. Creo que se está muy bien allí.

—¿Cuándo nos llevan? —pudo preguntar Peter, al fin. Quizás tuvieran tiempo de
terminar el túnel antes del traslado. Quizás hubiera todavía posibilidad de ello.

—El lunes por la mañana. Nos llevan en cuatro “purgas” —repitió Hugo—.
Personalmente, me alegraré de perder de vista este campo.

Peter sintió tanta indignación al oírle esto, que hubiera sido capaz de asesinarlo.
Sentado ante el almuerzo especial, lo consideraba todo perdido. Hubiera sido bastante
malo ser descubierto en el túnel; pero el traslado en el preciso momento de ir a
escaparse, era todavía peor. Se volvió hacia John.

—Tendremos que dejarlo, eso es todo —dijo John—. Hay por lo menos otra semana
de trabajo. No podemos terminarlo antes del traslado. —Hablaba con indiferencia,
como si el túnel no tuviera ninguna importancia; pero Peter sabía cuánto significaba
aquello para su amigo y el control que había de ejercer sobre sí mismo para hablar con
naturalidad.

—¡Vaya una suerte perra! —exclamó Saunders—. Sobre todo, cuando ya estabais a
punto...

—¿Pero se llevan a todos los prisioneros? —Peter no acababa de creérselo.

—No dejarán ni uno aquí —dijo Hugo.

—¿Quiénes vendrán a este campo cuando nos hayamos marchado? —preguntó


Peter.

—Dicen que ya no lo usarán como campo de prisioneros —dijo Hugo—. No posee las
condiciones imprescindibles de salubridad. Se lo entregarán probablemente a la
Gestapo.

—Si trajeran más prisioneros, ¡vaya ganga cuando descubran un túnel


completamente listo para ser utilizado! —rió Saunders.
—No hablemos más de eso —dijo John. Abrió un libro salvado de la quema de
Loveday y empezó a leer.

—¿Cómo ha ocurrido tan de repente? —Peter quería enterarse del todo.

—Órdenes de Berlín —dijo Hugo—. Creo que después de la última fuga.

—Pero eso fué hace varias semanas.

—Habrán reaccionado tarde; lo cierto es que hay que evacuar esto en cuarenta y ocho
horas.

—Apuesto que fué la Comisión sueca —dijo Saunders—. Seguramente habrán dicho
que éste no es un sitio sano.

—No, no será eso —dijo Hugo—. Los alemanes no actuarían con tanta rapidez
porque les hayan hecho los suecos una recomendación. Es mucho más verosímil el
rumor de Berlín.

—Entonces, ¿nuestra marcha está completamente decidida? —Peter seguía creyendo


que podía haber todavía alguna esperanza.

—Pasado mañana —dijo Hugo.

Después de tanto tiempo preparándose para un desengaño, Peter no podía ocultar la


impresión que le causaba.

—Puedes ir al entierro, si quieres —le dijo a Hugo—. Ahora no tiene objeto que vaya
yo.

—No —dijo Hugo—. Tú ya tienes listo el uniforme. Es mejor que vayas.

—¿Cómo es el Stalag-Luft-III? —preguntó Peter—. ¿Es un campo nuevo?

—Eso creo. Me parece que está en un bosque de pinos.

Peter podía imaginárselo. Un terreno virgen. Se levantarían temprano y empezarían


a preparar un túnel. En cuanto llegaran se ocuparían de ello. El túnel anterior había sido
una buena experiencia; ahora podían hacer uno por su cuenta procurando que fuera
corto y sin correr riesgos inútiles.
—¿En qué expedición entramos nosotros?

—En la primera. Salimos a las ocho de la mañana. Tenemos que empezar en seguida
a hacer el equipaje.

—Espero que habrá un teatro —dijo Saunders—. No quiero perder toda la energía
que empleé aprendiendo mi papel.

Stewart llegó con un manojo de cartas.

—Es el último correo que recibiréis en unas cuantas semanas. Será mejor que le
saquéis todo el jugo posible.

—¿Es absolutamente cierto que nos vamos? —preguntó Peter.

—Sí —dijo Stewart—. Habéis tenido muy mala suerte. Ya casi habíais terminado,
¿no?

—Nos íbamos el viernes próximo —dijo Peter—. ¿Cómo es el nuevo campo?

—Barracones de madera —dijo Stewart—. Ocho en cada cuarto. Por cierto, los
asistentes al entierro se reunirán a las dos de la tarde en la puerta principal. —Dejó las
cartas sobre la mesa. Entre ellas, todas de tipo uniforme, autorizadas por la censura,
había un sobre con una orla negra. Estaba dirigido a Hugo. Stewart miró la carta y
luego a Hugo, pero no dijo nada.

Todos observaron a Hugo mientras la abría y le vieron palidecer mientras leía su


contenido.

—¿De quién es? —le preguntó Saunders—. ¿Tu tía?

Hugo luchaba por dominar sus sentimientos:

—No —dijo con voz quebrada—. Es el gato.

—¡Vaya día! —dijo Saunders—. ¡Qué día más jorobante!

Mientras sacaba brillo a los botones del uniforme para asistir al entierro, tuvo Peter
una idea. El campo ruso. ¿Por qué no abría un grupo de ellos un ramal desde la mitad
del túnel y salían al campo ruso? Podían esconderse allí hasta que los otros se hubieran
marchado y terminar entonces el túnel con toda tranquilidad. Se calzó los zuecos y se
dirigió a toda prisa al cuarto de Tyson.

Tyson estaba sentado sólo a la mesa, metiendo barras de chocolate en un paquete.

—Tengo una idea —dijo Peter.

—Muy bien —dijo Tyson—. Hay avisadores ahí fuera.

—¿Por qué no salimos al campo ruso y nos escondemos allí hasta que los demás se
hayan marchado?

—Ya hemos pensado en eso —dijo Tyson con una amable sonrisa—. He hablado con
el cabecilla de los rusos, pero no están dispuestos a ayudarnos. Dice que los fusilarían a
todos si nos descubrieran. Además, lo creo. Incluso llegó a asegurarme que, si lo
intentamos, se lo dirán a los goons.

—¿Necesitan enterarse los rusos?

—Saben por dónde va el túnel; nos han oído cavar. Y ahora vigilarán, por si acaso. En
cierto modo, comprendo su actitud.

—Yo tampoco los censuro —dijo Peter—. Sencillamente, es mala suerte.

—Yo pienso esconderme allí —dijo Tyson sin levantar la vista del paquete que cosía.

Peter esperó.

—Me quedaré dentro hasta que se hayan marchado todos y luego saldré por la
entrada. Hay la posibilidad de que dejen el campo sin vigilancia.

—No te puedes quedar dentro —dijo Peter—. Ya lo vimos esta mañana. Hay que
quitar el fogón.

—Me he puesto de acuerdo con el polaco que conduce el carro de la basura para que
venga y me deje salir.

Peter sintió que aumentaba su admiración por aquel hombre. No había


desperdiciado tiempo desde que supo el traslado. Y ahora cosía con toda calma sus
alimentos en unas bolsas impermeables, confiando su vida a un individuo a quien no
conocía apenas.
—¿Y si el polaco no viene? —dijo Peter.

Tyson siguió cosiendo.

—Quizás tenga demasiado miedo —dijo Peter—. Y pudiera ocurrir que se quedaran
aquí algunos alemanes.

—Merece la pena arriesgarse —dijo Tyson.

—¿Hay sitio para dos? —Peter, mientras lo decía, pensaba que estaba abandonando a
John, pero, evidentemente, no habría sitio para tres.

—Ya sabía que me lo pedirías —dijo Tyson— y la respuesta es no. No hay aire
suficiente para dos. He estudiado el asunto con el Comité y han decidido que este plan
sólo puede ser para uno.

Peter se reunió con el acompañamiento del entierro. Había un representante de cada


barracón en la puerta principal y, después de la demora habitual en los alemanes, se
dirigieron en auto al cementerio.

Peter iba sentado junto a Mueller en los asientos de detrás de un pequeño auto
alemán y pensaba abatido en los infructuosos meses que había pasado haciendo
avanzar el túnel lentamente. Hugo tenía razón: era mucho esfuerzo para nada.

No hablaron en el trayecto al cementerio. Peter comprendía que Mueller no quería


hablar del tiroteo de la otra noche y él también prefería el silencio. Mientras cruzaban
por las miserables callejuelas de la aldea polaca pensaba Peter lo diferente que habría
sido si no los mudaran a otro campo. Lo que ahora veía con un interés no demasiado
grande, lo habría visto entonces con la intensa emoción de quien tiene que estudiar la
mejor manera de cruzar el pueblo sin llamar la atención. Ahora estaba ligado por la
palabra de honor y esto mismo ocurría con todos los privilegios: el teatro, la iglesia, los
entierros. En todo ello se podía participar de un modo condicionado. Se aceptaba con
un leve sentimiento de culpabilidad.

Se unieron al cortejo, dentro del cementerio. Había un destacamento de guardias


alemanes armados alineados a cada lado de la senda de arenilla. Una gorra de servicio
de la R. A. F., rodeada por una corona de hojas, descansaba sobre la tapa del sencillo
ataúd de madera conducido en un carro de caballos.

Peter y los otros prisioneros levantaron el ataúd y siguieron al Padre inglés. Los
soldados formaron detrás de ellos.
Junto a la tumba abierta, el Padre, con su sobrepelliz blanca movida por la brisa leía
el servicio funerario, mientras la escolta alemana, que no comprendía las palabras,
miraba indiferente en posición de descanso, distribuida en dos filas. Peter se preguntó si
el guardia que había disparado estaría allí. Probablemente, no. Seguramente lo habrían
enviado con permiso, como premio a su eficacia.

El Padre leía en su librito de pastas negras: “Contuve mi lengua y no hablé nada.


Guardé silencio, sí, incluso para las buenas palabras, pero sentía pena y dolor.

”Mi corazón me ardía y mientras estaba meditando surgieron las llamas dentro de
mí; y por fin, hablé con mi lengua.

”Señor, haz que conozca mi fin y el número de mis días; que sepa yo con seguridad
cuánto tengo que vivir...”

Peter miraba al ataúd colocado al borde de la tumba abierta. No habían podido


cubrirlo con una bandera. La gorra militar, con sus dorados y rojos marchitos, hacía un
efecto muy extraño rodeada de la corona alemana. Se preguntó a quién pertenecería la
gorra.

Se recobró cuando estaban bajando el ataúd a la tumba y el Padre lo rociaba con


tierra. Peter también arrojó un puñado. “Tierra a la tierra, cenizas a las cenizas, polvo al
polvo...”, leía el capellán en su libro. Peter, mientras se frotaba una mano en los
pantalones, procuraba pensar en Loveday, recordar su amabilidad detrás de la capa de
inquietudes y miedos. Pero aquella zanja oscura le recordaba demasiado al túnel, a
Tyson que se encerraría en él casi asfixiado y en espera de que el polaco cumpliera su
palabra. En cuanto al carretero polaco, creía Peter que cumpliría su cometido. Nadie
sería tan malvado como para dejar morir a un hombre en esas condiciones. Pero,
¡cuánto había que arriesgar! Se alegraba secretamente de que Tyson se hubiera negado a
aceptarle como compañero. Se alegraba.

Abrirían otro túnel. Tenían que aprender a tratar cada fracaso como una preparación
para el intento siguiente. Ya no podían dejarlo. Peter seguiría siendo tunelista hasta que
se hubiera abierto paso hacia la libertad a través de la tierra.

El capellán acabó de leer el servicio funeral. Las gimientes notas de una trompeta
alemana llenaron de tristeza el aire del cementerio polaco. Dispararon una salva con un
fusil. Uno a uno, los oficiales británicos se adelantaron y saludaron a la tumba.
Lentamente, el acompañamiento volvió entre lápidas y adornos de hierro retorcido
hacia los coches que les esperaban para conducirlos de nuevo al campo; para librarlos
de la palabra de honor, quizás para que emprendieran otro túnel en un campo nuevo,
desconocido.
(*) Reading maketh a full man. Cita de Bacon. Loveday confunde full (lleno,
completo) con fool (tonto, alocado).
(*) Bacon significa tocino.

También podría gustarte