Williams Eric - Aguilas en Tinieblas
Williams Eric - Aguilas en Tinieblas
Williams Eric - Aguilas en Tinieblas
En un libro anterior conté cómo se escaparon Peter Howard y John Clinton del Stalag-Luft-
III por medio de un caballo de madera de los que se emplean para saltar en los gimnasios. El
Stalag-Luft-III fué en realidad el tercer campo de prisioneros en que los alemanes habían
encerrado a estos dos hombres; y en “Águilas en tinieblas” hablaré de los dos campos anteriores
y de otros intentos de fuga que no fueron tan afortunados, pero que prepararon el camino para el
buen éxito del plan que siguieron con el caballo de madera.
Finalmente, el recién llegado cayó en un estado de sopor. Deseaba todavía fugarse, pero ¿qué
oportunidad podía haber en un campo que contenía un millar de hombres la mayoría de los
cuales había ya intentado salir de allí? Se refugió en la literatura y en el arte y esperó esa
inspiración que, para la mayoría, nunca llegaba.
Al escribir “Águilas en tinieblas” rindo homenaje a todos los prisioneros que intentaron la
fuga, fracasaron, volvieron a intentarla y siguieron tratando de escaparse hasta el final de la
guerra. Sobre todo, rindo homenaje a los que, al intentar huir, fueron asesinados por los hombres
que dominaban al pueblo alemán en aquel tiempo.
El que pudo escaparse con buen éxito sabe demasiado bien cuánto debe a la suerte; y sabe
también que los muchos que procuraron fugarse y fracasaron deben su fracaso a la misma ciega
diosa. Por muy ingenioso que fuera su plan y por mucho cuidado que hubieran puesto en los
preparativos, no pudieron evitar un golpe aciago del azar que todo lo echó a rodar en un instante:
un carro que pasara sobre el túnel; el casual descubrimiento de una pequeña cantidad de tierra
excavada, o la súbita petición de los documentos de identidad en un café de puerto.
Los campos de prisioneros descritos en este libro son el Dulag-Luft, cerca de Frankfort y el
Oflag XXI B, cerca de Schubin, en Polonia. La época es 1942-43.
PRIMERA PARTE CAPÍTULO PRIMERO
Peter Howard yacía inmóvil entre los matorrales de aquel bosque alemán y
escuchaba el zumbido de los motores de aviación. Atontado aún por su caída, sólo
percibía el silencio, el resinoso olor a pino y la sensación de hallarse en cierta seguridad
respecto a las llamas y al estruendo que habían angustiado sus últimos veinte minutos.
Finalmente, logró levantar la cabeza con un gran esfuerzo. En torno a él todo estaba
en silencio. Sin embargo, Peter tenía la seguridad de que dentro de poco resonaría el
bosque con los gritos de los soldados alemanes en busca de los aviadores, cuyos
paracaídas habían visto descender del avión incendiado. En efecto, los reflectores
habían seguido a Peter un momento antes de pisar tierra y los haces luminosos aislaban
la oscilante blancura del paracaídas cegándole a él e indicando, como dedos de luz, el
camino de su descenso. Poniéndose en pie, vacilante, soltó el resorte de su paracaídas y
se libró de éste. Abrió la pechera de su inflado “Mae West” y se desprendió de él.
Mirando alrededor en busca de algún sitio donde esconder el paracaídas, vió unas
matas espesas y, yendo hacia ellas con la desinflada seda en los brazos, la escondió
rápidamente entre las matas. Sobre la blanca seda puso el pesado correaje y el traje
“Mae West”. Encima echó unas brazadas de hierba suelta que cubría como una
alfombra el suelo del bosque. Sus movimientos eran muy rápidos y sólo se detenía
algún instante para escuchar si se movía algo entre los árboles. Sudaba copiosamente a
pesar de que era diciembre y una noche especialmente fría. Le temblaban las piernas y
los brazos y jadeaba por la prisa con que se esforzaba. Sin duda alguna, los alemanes
llegarían en seguida. Peter debía alejarse de allí lo antes posible.
Miró al cielo. Guiándose por la estrella polar, como lo había hecho tantas veces en el
aire, emprendió una rápida marcha por el bosque, teniendo a su derecha la estrella y
andando lo más silenciosamente que le permitían sus pesadas botas. Pronto llegó a una
estrecha vereda y, siguiendo por ella en dirección sur, se encontró en un claro del que
partía un amplio camino que continuaba recto, como trazado con tiralíneas, a través del
bosque en calma.
Mientras corría, sentía que se le aflojaba la rigidez que se había apoderado de sus
miembros cuando las primeras granadas antiaéreas rompieron el fuselaje y rojas
lenguas de fuego invadieron la oscura cabina. Empezó a maldecir, primero
salvajemente y después con menos furia, recordando la gasolina que había ahorrado
para Navidad y que aquella incursión iba a ser la última antes de su permiso. Era un
objetivo fácil, un “pedazo de tarta”, como ellos decían, y precisamente en aquel último
viaje tenía que abatirlos un caza nocturno. Sin embargo, a pesar de sus maldiciones se
alegraba de haber salido con vida del destrozado aparato y del pánico de verse
iluminado por los reflectores. Aquélla había sido su vigésima quinta incursión aérea. Al
principio, volar era para él una aventura. Ya sabía que morían muchos en la aviación,
pero siempre pensaba que les tocaría “a otros”. Nunca iba a ocurrirle a él. Su tripulación
había logrado salir inmune de varias incursiones y, a causa de esta buena suerte se
acostumbró Peter a mirar con cierto interés lo que ocurría abajo e incluso le producía
admiración la belleza del flak multicolor que brotaba del suelo mientras él se hallaba
invulnerable allá arriba. Pero a medida que se alejaba más de sus bases y conforme iba
perdiendo a sus más íntimos amigos, empezó a sentir más próxima la guerra. Luego —
cuando una noche fué tocado su avión— olió la cordita y oyó cómo rasgaba el fuselaje
la metralla al rojo vivo. Entonces empezó a figurarse cosas trágicas. Y aquello fué el final
de su invulnerabilidad. Sentía que los trocitos de metal le rasgaban las vísceras. Le
parecía que era él quien se quemaba cuando veía caer retorciéndose en llamas el
aparato de unos compañeros. A partir de entonces, le pareció que también a él podía
ocurrirle aquello. La cosa empezó a no tener gracia.
Ahora pensaba que esta noche habían tenido mala suerte desde el principio. Sobre el
mar del Norte se les había estropeado uno de los motores. La presión de la gasolina
había descendido y el mecánico, nervioso, les había aconsejado regresar. Luego, el
combustible recobró su presión normal y la operación pudo continuar. Cuando pasaban
sobre la costa francesa, les habían alcanzado unos trozos de metralla antiaérea sin
gravedad pero fué lo bastante para asustarlos y hacerles parecer peor que de costumbre
el infernal despliegue que defendía el objetivo. Aquélla era la peor parte de un
bombardeo aéreo: la medía hora en que el objetivo se iba aproximando y en que, sin
perderlo de vista ni un momento, se veían rodeados los atacantes por los conos de los
reflectores y el bello y perverso movimiento de los disparos antiaéreos, con las líneas
brillantes de las balas trazadoras, que parecían chispas de un jardín de fuego...
Peter no recordaba apenas lo sucedido desde que el artillero de cola había dado la
alarma. El piloto, con toda su atención concentrada en el motor inutilizado, había hecho
todo lo posible por escapar del caza. Peter escuchó las instrucciones que daba el
servidor de la ametralladora al piloto. Éste hacía lo imposible para evitar al caza sin
perder altura. Varias veces creyeron haberlo perdido de vista pero en seguida oían
gritar al artillero: “¡Ahí viene otra vez!”, y el súbito tac-tac-tac de las ametralladoras
contra el caza que se alejaba.
El caza había hecho vatios disparos y por fin les había obligado a descender a unos
cuantos centenares de pies del suelo. Una ráfaga de ametralladora agujereó el aparato
de punta a punta y lo incendió. Dentro del avión se veía con una claridad deslumbrante
y apestaba a cordita de sus propias ametralladoras. Todo era allí luz, ruido y un hedor
insoportable a cordita.
El piloto, comprendiendo que era imposible salvar el avión, había dado la orden de
lanzarse al aire.
Peter recordaba haber sacado el paracaídas del piloto y habérselo puesto junto a él
aun sabiendo lo inútil de esta acción. El piloto levantó una mano como saludo y se
concentró en su tarea de conservar el equilibrio del aparato mientras sus compañeros se
lanzaban al espacio.
Por fin abrió el recipiente y examinó su contenido: una botella para agua, hecha de
goma fina y en forma de bolsa como las que antes se usaban para llevar dinero; una
tableta de chocolate ya rancia y cubierta de un polvillo blanco; una pequeña brújula; un
librillo de fósforos; tabletas Horlicks y algunos bizcochos de alimento concentrado.
También había —¡qué incongruencia!— un paquetito de chicle. Sacó la botella, la llenó
de agua del arroyo y echó dentro dos tabletas purificadoras. Cerró bien la botella, se la
colgó del cinturón y volvió a subir a la vereda para proseguir su camino.
La granja estaba en absoluta calma cuando él pasó ante ella. Ni siquiera ladró un
perro y Peter se figuró al granjero y a su familia durmiendo tranquilamente después del
susto que les habían dado los bombarderos. Anduvo cautelosamente hasta dejar atrás la
casa y sus anejos y después de cruzar un terreno labrado volvió a hundirse en la
espesura de otro bosque prolongación del que había recorrido poco antes.
Peter casi disfrutaba ahora de su situación. Su pánico se había convertido en la firme
decisión de evitar la captura y de ingeniárselas de alguna manera para regresar a
Inglaterra. Era agradable andar solo por el bosque llevando en la mente un objetivo bien
determinado. Era como una tranquila, lenta campaña individual después del estruendo
y la angustia colectiva de los últimos meses. Disminuyó el paso saboreando el silencio
de los bosques.
A miles de pies sobre su cabeza pasó el zumbido de otra oleada de bombarderos que
volvían a Inglaterra. Quiso distinguirlos pero no pudo; iban demasiado altos. El
hermano menor de Peter, Roy, volaba esa noche. ¡Qué coincidencia habría sido que uno
de los que regresaban como palomos a su palomar, fuera su hermano! Peter imaginaba
a los tripulantes inmóviles en sus puestos. Pronto cruzarían la costa holandesa.
Perderían altura sobre el mar del Norte y, después de beber el último café, contarían los
chistes que surgen siempre que el avión se va acercando a su base. Son chistes que
podríamos llamar familiares y no tienen gracia alguna pero se oyen con gusto porque
expresan la solidaridad de la familia. Su propia tripulación había adquirido aquella
solidaridad a fuerza de volar horas y horas por los cielos oscuros. Siete hombres
encerrados en una cáscara trepidante y ensordecedora, sin verse unos a otros pero
unidos por la intimidad de los micrófonos de comunicación interior.
Las tripulaciones que ahora pasaban sobre Peter estarían pensado en las luces del
aeródromo y en la rutina del bombardero que regresa, la simpática muchacha de la W.
A. A. F. que conduciría el camión para recogerlos; el adormilado personal de tierra que
espera a las tripulaciones para acomodarlas y dejarlas descansando el resto de la noche.
Luego, los interrogatorios y el desayuno de huevos con tocino en la “república”.
El bosque parecía inacabable. Durante las pasadas horas había cruzado Peter varios
caminos vacilando largo rato antes de decidirse por una nueva dirección; pero el bosque
continuaba sin cesar, silencioso, inmenso e inhabitado. “Lebensraum”, se decía a sí
mismo, “¡siempre creí que a los alemanes les faltaba espacio vital!”
Sentíase ya cansado y las pesadas botas le irritaban los talones. Se había formado un
plan para el viaje hacia el Oeste y había decidido andar veinte millas cada noche
concediéndose un buen descanso durante el día. Tenía que andar solamente de noche.
Recordaba que Pop Dawson dijo al final de una de sus conferencias: “No puedo
hablaros mucho de Alemania excepto que allí no encontraréis ayuda. Caminad de
noche y tumbaos a descansar en cualquier escondrijo durante el día. Procurad llegar a
un país ocupado lo más pronto que podáis.”
Hasta ahora Alemania había sido para Peter solamente una extensión en el mapa, sus
ciudades sólo eran para él objetivos; y sus ríos, puntos de referencia para su ruta aérea.
Había sido como un inmenso mar de negrura sobre el que había de pasar lo más
secretamente posible, un mar patrullado por cazas nocturnos y con súbitas y violentas
erupciones de fuego antiaéreo y de cegadora luz violeta. Sabía, naturalmente, que había
allí ciudades y aldeas, mujeres y niños, escuelas y granjas. Mas, para la tripulación del
bombardero, Alemania era ante todo un mapa con puntos —los objetivos— que debían
ser descubiertos y bombardeados impersonalmente, como se bombardean los objetivos
en las prácticas de Inglaterra.
Continuó andando hasta el amanecer. A ratos iba a paso rápido y a ratos corría
dando largos rodeos cuando encontraba campos cultivados o aldeas. Al principio, en
los bosques, el suelo era seco y arenoso pero después halló un suelo más liso y con
mucha agua. Los pueblos estaban ya más espaciados, ocupaban más lugar y tardaba
más en rodearlos. Una vez se arriesgó a seguir la carretera en un paso a nivel. Al
meterse por debajo de la segunda valla oyó una voz que le gritaba desde una caseta de
señales situada junto a la vía. Las palabras alemanas brotaron inesperadamente en la
noche y, lleno de pánico, Peter no pudo recordar ni un solo vocablo de este idioma.
Apresuró el paso y, cuando estuvo fuera del alcance de la vista de quien se encontrara
en la caseta, corrió cerca de una milla.
Cuando ya no pudo más, sentóse bajo unos arbustos a la orilla de un riachuelo y allí
permaneció hasta la noche. No era un escondite ideal, pero ya había amanecido y no
podía hacer otra cosa. El cielo clareaba por Oriente y no tenía tiempo de buscar un sitio
mejor.
Durante la tarde estuvo a punto de ser descubierto por varios chicos que jugaban
cerca del riachuelo. Jugaban a los soldados pero Peter no pudo enterarse de si el
enemigo eran los ingleses o los rusos. Cuando él era pequeño y jugaba a los soldados, el
enemigo eran siempre los alemanes. El jefe de la pandilla, un muchacho alto y rubio con
pantalones muy cortos —el cual, anacrónicamente, llevaba una espada, aunque todos
los que le seguían imitaban con los labios el tableteo de las ametralladoras y los
estampidos de las granadas de mano— había desplegado a sus hombres —los alemanes
—, entre las matas que crecían en la orilla donde estaba Peter, mientras que al enemigo
no le dejó otra posibilidad que ocupar la desnuda pendiente de la otra orilla. Al
principio, los niños se dedicaron a maniobrar en busca de mejores posiciones, mientras
Peter, pegándose al suelo de su escondite, rezaba para que no le encontraran. Después,
cuando se inició la batalla, pudo ver casi todo lo que ocurría desde su ventajoso punto
de observación. Las tropas alemanas arrojaban bolas de fango al ejército británico —o
quizás fuera ruso— y el enemigo se retiraba vergonzosamente. El jefe rubio capturó a
uno de los enemigos —un pequeñajo moreno—, y empezó a zurrarle con la espada de
madera. Al principio, creyó Peter que esto formaba parte del juego pero la paliza era
auténtica y el soldado enemigo capturado pudo huir por fin, sollozando y sangrándole
la nariz tan abundantemente que llevaba teñida de rojo toda la delantera del jersey.
Había algo de aterrador en los gritos del niño, la consciencia de una persecución mucho
más terrible que la sufrida por los supuestos soldados ingleses. Peter, agazapándose en
su escondrijo, se afirmó en su resolución de permanecer allí hasta que obscureciera por
completo.
Bajo los goteantes matorrales, imaginaba Peter lo que habría estado haciendo en
aquellos momentos en su aeródromo. Casi era ya la hora del té. Después de jugar al
squash con su hermano por la tarde, se habría echado en la cama a leer un libro. Su
pequeña habitación, al final del alargado caserón de madera, estaría bien templada por
la estufa y él se hallaría allí a gusto con las cortinas cerradas a causa de las normas de
protección antiaérea. Sólo de vez en cuando, al aterrizar o despegar algún Stirling en
vuelo nocturno de pruebas, temblaba el barracón de madera y todo se llenaba de ruido.
Leería a la luz de una lamparilla de cabecera y los reflejos de la estufa abierta teñirían
la habitación jugando con las paredes color crema o sobre la rayada manta india
colgada sobre la cama y en los pocos libros que ocupaban los estantes de oscuro roble.
Desde la mesa-tocador, la fotografía de Pat, extraña con su uniforme nuevo, miraría con
ojos sonrientes el amasijo de papeles, mapas, cartuchos... Todo había sucedido de un
modo tan repentino que Peter se asustaba del embrollo que había dejado en su cuarto
para que lo revisaran y ordenaran sus amigos y parientes: cartas sin contestar, cuentas
sin pagar... Sabía que por ahora cerrarían su habitación, aunque quizás el Padre revisara
en seguida sus cosas para apartar las que a su juicio pudieran apenar o causar
preocupación a sus familiares. Al principio, le molestaba a Peter la idea de esta
intrusión en su mundo privado pero comprendió que era una precaución prudente y se
encogió de hombros.
Al dar un amplio rodeo para evitar el primer pueblo que se interpuso en su avance,
tropezó con unos rollos de alambre espinoso y, al caer, se rasgó los pantalones desde lo
alto del muslo hasta la rodilla. Su primera reacción fué de ira seguida por una excesiva
depresión, desproporcionada al daño recibido. Apresuradamente ató los flecos del
desgarrón con un pedazo de cuerda que llevaba en un bolsillo y siguió andando furioso
contra el campesino alemán que había llenado sus zanjas con alambre espinoso.
Se detuvo poco después a la orilla de otro arroyo y se dió un baño de pies en el agua
fría mientras ataba mejor los extremos del roto que se había hecho en el pantalón. Se le
habían formado llagas en los pies y tenía un gran agujero en el talón de cada calcetín.
A medida que avanzaba, veía que el campo se hacía más pantanoso y cada vez que
debía dar un rodeo a un pueblo, se metía, a veces hasta la cintura, en charcas y acequias.
Estaba ya enfangado de los pies a la cabeza. Se le habían llenado de agua sus botas de
aviador.
Procuró seguir en dirección lo más al oeste que pudiera, pero la carretera daba
muchas vueltas. A trozos continuaba recta durante varias millas y luego se detenía de
pronto frente a una finca, lo que le obligaba a lanzarse a campo traviesa hasta encontrar
otro camino. A causa de lo pantanoso del terreno, evitaba Peter andar a campo traviesa
siempre que podía. Diez minutos por la carretera le ahorraban horas enteras de abrirse
paso por sitos intransitables y de esconderse en zanjas y a veces tenía que recorrer una
gran distancia hacia el norte o hacia el sur para volver a encontrar una carretera.
Varias veces durante el día entró en el establo un individuo con calzones caquis y
una corta chaqueta negra. A Peter, que lo observaba desde el granero, por un agujero
del suelo, le pareció un prisionero francés. Cada vez que el hombre entraba en el
establo, le parecía más francés. Sin embargo, Peter frenó sus impulsos de revelar su
presencia y esperó impaciente la llegada de la noche.
A medida que transcurría el día, sentía Peter más frío, a pesar de la tibieza del heno.
Buscó afanosamente por si habían dejado allí arriba ropa vieja pero no pudo encontrar
ni un saco. Se metió heno en la blusa de su traje de batalla y volvió a dormirse.
Poco después de oscurecer, salió Peter para su tercera caminata. Tenía en los pies
dolorosas ampollas y se le habían agarrotado los músculos de las pantorrillas, de modo
que apenas podía andar. La lengua se le había puesto como cuero y sintió náuseas
varias veces. Le venía a la boca una bilis que le hacía pensar en la mañana siguiente a
una borrachera. Bebió un poco de agua de una acequia que pasaba cerca de la carretera
y se acordó con pena del chocolate que se había dejado en el bombardero.
Entonces se sintió mejor y anduvo con más facilidad. Cada vez se cuidaba menos de
que no lo descubrieran. En varias ocasiones se cruzó con gente por la carretera por no
haberse escondido a tiempo. “Debo reaccionar”, pensó, “debo evitar que me cojan”.
Sumergió la cabeza en el agua del arroyo y le sentó muy bien.
Por la mañana muy temprano, divisó unos informes bultos en medio del campo.
En la aterradora penumbra de aquella solitaria llanura, creyó Peter que eran refugios
antiaéreos o que se había metido en un terreno ocupado por camufladas fábricas de
material de guerra o quizás serían unos cuarteles. Los miró con más atención y acabó
descubriendo que eran enormes montones de patatas. Entonces, notando que estaba
rodeado de plantas de patata, escarbó, sacó varias patatas y se las comió. Estaban como
piedras y eran un martirio para el estómago.
No vió a las muchachas ni al hombre hasta que casi tropezó con ellos. Entonces, al
levantar la cabeza vió un grupo de personas con las cabezas cubiertas con sacos, que
cargaban en un carro brazadas de raíces. Aunque la senda que seguía Peter le acercaría
peligrosamente hacia ellos, no se atrevió a retroceder. Parecería sospechoso. Continuó,
pues, con la cabeza baja, dándose cuenta de que lo miraban con curiosidad y
maldiciéndose por haber sido tan imprudente.
Al llegar a pocos pasos de ellos, levantó la vista. El hombre era de edad madura y
llevaba una gorra negra con orejeras. Su rostro era cetrino y de facciones duras y tenía
una mirada hostil. Las muchachas habían dejado de trabajar y lo contemplaban,
inmóviles, como un rebaño de ganado.
“Heil Hitler!”, dijo Peter. Levantó el brazo derecho con un gesto vago. El hombre no
respondió y Peter sentía clavada en su espalda la suspicaz mirada de aquel individuo.
Sus ojos le seguían en su marcha hacia el bosque. Los bajos de sus pantalones le cubrían
las botas de aviador pero su chaqueta de cuero era demasiado elocuente. Cuando se
halló a cubierto bajo los árboles empezó a correr sabiendo en el fondo que lo había
perdido todo. Lo sabía con la misma seguridad que si el hombre hubiera gritado para
denunciarlo.
Pasado el bosquecillo había más terrenos de cultivo que Peter recorrió lo más ligero
que pudo. Unas bandadas de negros cuervos levantaron el vuelo a su paso. Peter estaba
agotado cuando penetró en un bosquecillo y se arrojó al suelo sin preocuparse de si lo
verían.
Cuando recobró el aliento, se puso en pie y siguió hacia el oeste. Debía de estar ya
cerca de Holanda. Sabía que el campesino habría dado ya la alarma. Toda la gente del
contorno lo sabría ya. Tenía que cruzar la frontera. Le parecía, atontado como estaba
por el frío y el cansancio, que una vez en Holanda se encontraría seguro. Con un poco
de suerte, podría pasar la frontera aquella tarde y conseguir ayuda de algún campesino.
Anduvo a ciegas y seguramente iba medio dormido porque de pronto se dió cuenta
de que se encontraba en un lugar pantanoso y acolchado con pegotes de ramas y
hojarasca. Frente a él corría un ancho río de aguas frías y profundas. Tenía que ser el
Ems, y por tanto, la frontera no podía estar sino a unas pocas millas de allí. Pensó en
nadar, pero le atemorizaba aquella agua amarillenta y su frialdad, así como la pelada
orilla de enfrente. Torciendo a la derecha, siguió río abajo hasta que vió un puente de
cemento que cruzaba el río. Desde la orilla se dirigió a la carretera y se acercó por ella al
puente. A la entrada de éste un soldado inspeccionaba la documentación de los que
querían pasar. Era el primer soldado enemigo que Peter había visto en los tres años de
guerra. Se echó a tierra, escondiéndose un rato entre las matas que crecían a un lado de
la carretera y desde allí contempló cómo pasaban por el puente muchos campesinos.
Se decidió a esperar hasta que oscureciera por completo para cruzar entonces.
Estudió la construcción del puente y creyó que podría subirse a él desde la orilla y
recorrerlo por el saliente exterior al parapeto. Se agazapó en un matorral por debajo del
nivel de la carretera y se dispuso a esperar.
Debió de haberse dormido otra vez, porque de pronto notó que había mucha
oscuridad y oyó voces alemanas por allí cerca. Se oían gritos y el ruido de gente que
apartaba la hierba seca con palos. Desde su escondite miró Peter con toda atención
hasta distinguir una larga fila de hombres con uniformes verdes, armados con carabinas
y algunos rifles. Entre uno y otro había unos doce pies de distancia y avanzaban hacia
él.
De nuevo sintió el miedo que había experimentado de niño, un miedo que no había
vuelto a presentársele hasta que no empezó a volar sobre Alemania: el estómago le
subía, sentía mareo y náuseas... Luego, una repentina sensación de calma, el deseo de
reír, la alegría de haber vencido al miedo.
Tenía que correr. Estaba cerca de su casa. Sería estúpido que lo atraparan ahora. Un
esfuerzo más y habría cruzado la frontera. Los alemanes seguían su batida hacia el río.
Peter quedaba entre ellos y el agua. Si pudiera deslizarse silenciosamente hasta el río y
nadar... Con grandes precauciones, se levantó, dió la vuelta y se encontró cara a cara
con el guardia.
Era un hombrecillo arrugado, con uniforme verde botella, breeches y botas altas. Bajo
su casco de estrecho borde presentaba un rostro sombrío con una mandíbula saliente
bajo un bigote hirsuto. En la mano llevaba un anticuado revólver con el que apuntaba
sin seguridad al estómago de Peter. El arma parecía a la vez absurda y mortal. Le
separaban de Peter dos pasos y el hombrecillo resultaba más peligroso aún por no estar
acostumbrado a un caso como aquél.
Peter vaciló. Sólo estaba el viejo entre el río y él. Pero a pocos pasos distinguió a los
guardabosques con sus carabinas. Levantó lentamente las manos por encima de su
cabeza.
CAPÍTULO II
Ya que la caza había terminado, Peter pensaba en lo teatral que había resultado la
cosa. Se estuvo unos instantes con las manos en alto mientras el guardia le apretaba el
cañón del revólver en el estómago, nervioso, y le empujaba con él. Los guardabosques,
con las carabinas levantadas, formaban un semicírculo solemne en torno a él. Nadie
sabía lo que tenía que hacer después. Peter fué a bajar un poco las manos pero el viejo le
apretó el revólver aún más contra el estómago recordándole así que —por lo menos
para los que le habían capturado— constituía una terrible amenaza.
—Papiere!
Peter no comprendía.
Peter bajó los brazos, esta vez con el consentimiento del guardia e hizo el ademán de
romper papel y arrojar luego los pedazos.
—Jude! —El guardia escupió esta palabra y sus arrugadas facciones expresaron una
profunda repugnancia.
¿Qué diablos, pensó Peter, será eso de Jude?... ¡Ah, Jude! Claro, cree que soy un judío.
—Roosevelt Jude!
—Roosevelt nicht Jude —dijo Peter.
—Churchill Jude.
Peter fué buscando uno a uno a los guardabosques. Estaba cansado y no tenía ganas
de meterse en una discusión política. El odio de razas siempre le había espantado. Y
mucho más le asustaba ahora que podían tomarle por un judío y disparar sobre él sólo
por eso. Sin embargo, protestó.
Distrajeron la atención del guardia unos chicos que venían siguiendo al grupo
armado y que ahora se arracimaban junto a ellos para observar con grandísimo interés
la andrajosa y sucia figura de Peter. El guardia los hizo retirarse y entregó su revólver a
uno de los guardabosques, dedicándose a registrar a Peter con la idea de encontrarle en
los bolsillos una pistola o un cuchillo. Lo cacheó, no sólo en los bolsillos sino en las
axilas y por los pantalones. Encontró la caja de urgencia, la examinó y se la devolvió.
Seguro ya de que su cautivo estaba inerme, relajó su actitud belicosa, sacó una vieja
pitillera y le ofreció un cigarrillo a Peter. Él también tomó uno y encendió los dos con
un anticuado mechero que tardó mucho en funcionar. Era como si hubieran salido
todos ellos de caza y estuvieran ya cansados. Los guardabosques, apoyándose en sus
carabinas, se dedicaban a pensar en sus cosas. El humo de los cigarrillos flotaba
perezosamente en el aire invernal. Incluso los chiquillos se habían tranquilizado.
Y así anduvieron entre las matas y luego por la carretera hasta un paso a nivel. Era ya
casi noche cerrada y las iluminadas ventanas del pueblo daban una sensación de tibieza
y comodidad. Peter casi se alegraba de que le hubieran detenido. Quizás ahora le darían
algo de comer. Pero sólo con pensar en la comida sentía náuseas y temió vomitar en
plena calle.
La gente del pueblo empezaba a salir de sus casas atraída por la novedad y el
guardia procuraba darle a su séquito de guardabosques un aire lo más marcial posible y
establecer una apariencia de orden en los grupos de curiosos que los rodeaban. Primero
iban dos guardabosques vestidos con knickerbockers verdes y llevando las carabinas al
hombro; luego Peter con traje de aviador lleno de barro y desgarrado por todas partes,
con las botas de aviador empapadas y torcidas y un pañuelo de seda, de brillantes
lunares, al cuello. Tenía una barba de cuatro días y, andando con las manos a la altura
de la cabeza sentíase como un villano en una película del Oeste. Durante sus primeros
días de operaciones aéreas siempre había llevado una pistola en la funda del cinturón.
Pensó que si la llevara en aquella ocasión —sólo la funda, claro está— el cuadro sería
completo. Detrás de él venía el guardia, empujando suavemente a su prisionero por la
espalda con el revólver. Luego seguía otro grupo de guardabosques, y, a respetuosa
distancia, una multitud de pueblerinos que aumentaba sin cesar.
Hacia la mitad de la calle mayor les salió al encuentro un oficial del ejército. Vestía
un ajustado uniforme verde aceituna y unos breeches mal cortados cuyo trasero estaba
formado por un enorme remiendo de cuero. Llevaba una daga muy decorativa colgada
del cinturón con una cadenita de plata y las botas altas le hacían parecer absurdo
montado en su decrépita bicicleta. Se apeó cuando vió llegar el desfile y se detuvo,
sujetando la bicicleta, en espera de que se acercaran.
—“¡Heil Hitler!”.
El oficial replicó con un saludo militar. Era joven, rubio y coloradito. Miró a Peter con
sus ojos azules, pero apartó en seguida la mirada para hablar con el guardia en alemán.
Le estaba preguntando algo.
El viejo le dió una larga explicación. Peter bajó los brazos pero en seguida volvió a
levantarlos al sentir en su espalda el cañón de una carabina.
Cuando llegó el oficial de marina, se levantaron todos los presentes. Era joven y tenía
el rostro curtido por el aire del mar. Le tendió la mano a Peter cordialmente:
—El guardia quería saber algo de usted. —En su manera de hablar se notaba esa
actitud despectiva del combatiente por los servicios de retaguardia.
El oficial se sonrió.
—Viene hacia acá una escolta para recogerlo. Le llevarán a un campo de prisioneros,
probablemente Frankfort —y se sonrió—. No es demasiado malo. Por lo menos, está
usted vivo.
Peter estaba a punto de desahogarse con aquel hombre, de soltar todas las malditas
palabras que se le habían acumulado en los días de soledad, ahora que había
encontrado alguien que hablaba inglés. Pero se contuvo. Permanecieron los dos en
silencio unos instantes hasta que el alemán, después de estrechar nuevamente la mano
del inglés, saludó y salió de la habitación.
Cuando se marchó, entró una muchacha que llevaba emparedados de pan negro y
una taza de café ersatz. Era joven y morena y cuando puso el refrigerio sobre la mesa, le
sonrió a Peter.
Peter ofreció los emparedados a los guardabosques, pero éstos los rechazaron y le
instaron por señas a que siguiera comiendo. Lo dejaron solo en un extremo de la mesa
mientras ellos discutían en el otro extremo en voz baja.
Peter intentó comer, pero no podía tragar. Quiso beber el café, pero estaba
demasiado caliente. Sin embarco, cuando empezó se desvanecieron los emparedados
rápidamente. Cuando hubo terminado con ellos, bebió el café sintiendo que su amargo
calor lo reanimaba. Encendió uno de los cigarrillos del oficial de marina y se preguntó
cuántos hombres compondrían su escolta y cuánto tardarían.
Hacía calor en el bar y el leve olor de comida y cerveza fué cubierto en seguida por el
acre olor del tabaco alemán. Peter, con los pies sobre la barra que rodeaba la estufa —
que estaba al rojo vivo— sentíase a gusto y reconfortado. Tenía un vaso de schnapps en
la mano y ya se había tomado seis que le calentaron la sangre muy agradablemente.
Hacía mucho tiempo que no se sentía tan feliz.
El guardia estaba también muy contento. Desde luego, había sido para él un gran
día, un día del que tendría que hablar el resto de su vida en aquel mismo bar; y todo lo
que hacía el buen hombre tendía a darle más importancia al acontecimiento.
Mientras bebía con ellos se preguntó Peter por qué no lo encerrarían. ¿Acaso no
tenían una habitación a propósito, o creían quizá que no había ningún peligro de fuga?
¿O es que tenían interés en mostrarse corteses? Pensó con un escalofrío en lo que los de
su pueblo querían hacerle al aviador alemán que cayese en sus manos. Pasaron por su
memoria, como relámpagos, látigos, navajas, horquillas de aventar el grano... ¿Lo
habrían hecho si se les hubiera presentado la ocasión? Esta gente le daba comida,
cigarrillos y schnapps. ¿Harían lo mismo sus compatriotas si pescaran a un aviador
alemán?
El guardia llevaba también en la cartera una Cruz de Hierro; sobre el pecho lucía la
correspondiente cinta. Se estaba poniendo calamocano y repetía la misma explicación.
Era algo que se refería a la guerra. Peter sacó la conclusión de que el buen hombre
consideraba que la guerra había sido una equivocación.
Uno tras otro, los guardabosques dijeron Heil Hitler!, recogieron sus carabinas y
partieron hasta que sólo quedaron allí el guardia y los dos guardabosques encargados
de vigilar a Peter en el bar. Uno de los guardas estaba borracho. Llevaba un sombrero
deformado, con púas de pino metidas en la cinta; los botones de su chaquetón verde
eran labrados. El otro, que no estaba tan borracho, fumaba en pipa. Era más de media
noche y casi habían terminado la provisión de schnapps.
Peter, a través de una neblina de alcohol y de cansancio, veía muy cerca de él la cara
del guardia. El viejo llevaba desabrochada la guerrera enseñando una camisa de franela
gris sin cuello y unos tirantes. No soltaba de la mano el block de notas. Señaló la
swástika bordada en su chaqueta y cogió a Peter por el brazo. Nicht hier, dijo, señalando
la insignia, hier!, y se daba golpecitos sobre el pecho por debajo de la guerrera.
Evidentemente, quería significar con esto que no era el cargo quien deseaba la
información sino el hombre. Había escrito su nombre y dirección en lo alto de la página
y le daba a entender a Peter que debía firmar debajo, Peter cogió el block. Lo único que
se le permitía confesar era su graduación, su nombre y el número general. Se acordó de
su profesor Pop Dawson mientras escribía: “Teniente-aviador Peter Howard, 1174667,
R. A. F., capturado por el anteriormente citado. 20-XII-42.”
Cantaría. Haría que los otros se unieran a él en coro y formarían entre todos tanto
ruido que si había alguien fuera tendría que entrar para enterarse de lo que ocurría.
Pero todo debía resultar natural. Peter no tenía disposiciones para el canto. Las
canciones en grupo le hacían sentirse molesto. Y debía ser una canción que todos ellos
pudieran cantar. Podía ser, por ejemplo, una canción de la guerra anterior... Simulando
estar borracho, cogió del brazo al guardia y comenzó una versión personalísima muy
desafinada de Mete tus penas en tu vieja mochila. Al principio, el guardia lo miró
estupefacto. Luego reconoció la musiquilla, lo cual sorprendió mucho a Peter. (Hasta
algún tiempo después no supo que los alemanes tenían una marcha con la misma
música.) El guardia lo acompañó en alemán. Los guardabosques se unieron a ellos a voz
en grito. La apagada voz de Peter fué ahogada por los berridos teutónicos de aquellos
hombres. Era magnífico; exactamente lo que él deseaba. Fué marcando después el
compás con su jarra sobre la mesa, gritando sin ton ni son todo lo más alto que podía,
mientras el guardia, olvidando el presente, creía estar cantando en la guerra anterior,
una guerra en la que también él había luchado como soldado.
Entonces el guardia, de repente, se aplastó sobre la mesa, con las manos tendidas
hacia adelante. Su absurdo casco salió rodando por el suelo y fué a detenerse al pie del
mostrador. Peter se compadeció entonces del pobre hombre, que tenía la cabeza
empapada de cerveza.
Los dos guardabosques pensaban dejarlo allí —seguían cantando—, pero Peter le
levantó al viejo la cabeza y lo echó atrás en la silla. La cabeza volvió a caer hacia
adelante, como la de un pelele y todo su cuerpo parecía desarticulado.
—Water! —dijo Peter a la vez que hacía el gesto de echarle agua al viejo en la cara.
Los guardabosques gesticularon. El de la pipa cogió al guardia por la cabeza y el otro
por las rodillas y lo llevaron así hasta el cuarto de aseo. Peter quedó solo por un
momento en la habitación llena de humo. Era su oportunidad; tenía que aprovecharla.
Cruzó la habitación silenciosamente, en calcetines, recuperó sus botas, que estaban
detrás del mostrador, y corrió escaleras arriba hasta el primer piso. ¿Cuál sería la
habitación de la muchacha? Sabía que si entraba, los gritos de la chica atraerían la
atención del centinela. ¿Habría un cuarto de baño? En caso afirmativo tendría que estar
encima del cuarto de aseo que ya conocía.
Sigilosamente abrió la puerta que había en el extremo del descansillo. Aquello tenía
que ser la parte trasera de la casa; estaba seguro de que en la fachada había un centinela,
el que entró a imponer silencio. Abrió la puerta y vió que era un dormitorio. Dentro
había un gigantesco armario y una cama muy alta con muchos edredones. En la cama
dormía alguien. Peter vaciló un instante mientras escuchaba la pesada respiración de
aquella persona. Pensó cómo se aterraría, él o ella, si se despertara en aquel momento,
aunque en verdad, bien poco daño podía él causar entonces.
La ventana estaba abierta, y sus cortinas de encaje flotaban con el viento. Peter
decidió saltar por allí. No había tiempo que perder. Cerró con mucho cuidado la puerta
del dormitorio. El bulto de la cama se movía con inquietud. Peter se detuvo junto a un
montón de ropa colocado sobre una silla junto a la cama, con la esperanza de que fuera
ropa de hombre. Pero era de mujer. Por un instante se le ocurrió vestirse con aquellas
prendas, pero la horrible posibilidad de que lo sorprendieran a medio vestir en aquel
cuarto de mujer le hizo desistir de la idea.
Saltó por la ventana cayendo sobre el tejado de un cobertizo y desde allí hasta el
patio. Hasta ese momento todo iba bien. Cruzó el patio, saltó la valla y cayó en el
terreno libre. Con toda la rapidez que pudo, se dirigió hacia el puente cerca del cual lo
habían detenido a primera hora de la tarde. Después de un breve reconocimiento,
comprobó que no había centinelas en el puente. Estaba claro que aquella vigilancia
había sido por causa suya.
Corrió lo más rápidamente posible durante una milla, siguiendo audazmente por la
carretera impulsado por el deseo de adentrarse en Holanda lo más posible antes del
amanecer. El terreno a ambos lados de la carretera era tan pantanoso como el recorrido
por él en la noche anterior. Sabía que no podría separarse mucho de la carretera. Le
sería imposible avanzar con rapidez por aquel terreno enfangado. También sabía que
los alemanes se lanzarían en su persecución a la mañana siguiente, en gran número.
Peter decidió sincerarse con un campesino holandés y pedirle que lo escondiera en su
casa durante unos cuantos días.
Poco antes de amanecer, llegó Peter a una pequeña finca situada a una milla,
aproximadamente, de la carretera. Se escondió detrás de unos árboles y esperó a
cerciorarse de que la casa no estaba ocupada por los alemanes. Vió dos niñas que
parecían tener respectivamente ocho y nueve años, y una mujer con un chal sobre la
cabeza. No aparecían hombres por ninguna parte. Desde su escondite vió Peter que
pasaba por la carretera a toda velocidad un camión militar alemán, pero, aparte de
aquello, no hubo señales de vida por ninguna parte.
Tenía que arriesgarse. Si no, nada conseguiría. Lo más urgente era conseguir un traje
de paisano y, a ser posible, documentación. Tenía las botas tan deformadas e inútiles
para andar, que no se sentía capaz de otra noche de marcha.
Antes de acercarse a la casa, examinó atentamente el contorno del campo. El corazón
le latía atropelladamente cuando salió de entre los árboles, anduvo directamente hacia
la parte trasera de la casa y llamó a la puerta.
Abrió una de las niñas. Peter vió el miedo que tenía la criatura.
—R. A. F. —dijo Peter imitando con las manos el movimiento del paracaídas que
baja.
La niña entró corriendo en su casa y Peter se apresuró a seguirla hasta una cocina de
suelo de piedra. En el centro de ésta se hallaba la mujer a la que Peter había visto horas
antes mientras vigilaba la casa. También la mujer parecía aterrada; lo miraba en silencio.
La mujer seguía sin hablar. A Peter le parecía que ella estaba deseando que se
marchara, que trataba de dárselo a entender a fuerza de mirarlo fijamente.
Entonces la mujer fué hasta una alacena y sacó un pedazo de queso, mantequilla, pan
negro y un plato de ensalada, todo lo cual puso encima de la mesa. Peter se sentó y
empezó a comer inmediatamente. La oyó hablar con la niña. Ésta salió corriendo por el
sendero que conducía a la casa y a campo traviesa en dirección al bosque donde Peter
estuvo escondido. Se preguntó éste si la chica iría en busca de la policía. Pero ya nada
podía hacer.
Se limpió de la cara los restos de jabón y quiso pedirle a la mujer ropa de paisano.
Cuando se señaló al uniforme y realizó los gestos que él creía más elocuentes para sus
fines, ella se limitó a afirmar con la cabeza y a sonreír como si le hubiera pedido que
admirara su prestancia. Renunció a la pantomima y decidió preguntarle al granjero
cuando llegara a la casa... si es que existía tal granjero y no se presentaba en cambio el
policía que la niña, casi con toda seguridad, habría ido a buscar.
Mientras tanto, se sentó Peter en una dura silla de madera junto a la chimenea, donde
ardía un buen fuego y se calentó las perneras de los pantalones. Pensó que había
estropeado definitivamente sus botas, las cuales tenían ya el cuero reseco y blanquecino.
Impulsado por un instinto de precaución, sacó del bolsillo la pequeña brújula y,
abriéndose una raja en la bota izquierda con un cortaplumas, metió la brújula entre el
forro exterior de lana y el cuero. Allí estaría más segura.
Sentado al calor y en la seguridad de aquella cocina, consciente del continuo trajín de
la mujer en la habitación próxima, se preguntaba Peter a quién habría ido a buscar la
niña. La mujer le había parecido bastante amistosa, pero ¿habría comprendido quién era
él?
¿Pensaría quizás que era alemán? Hizo un movimiento como para llamarla, pero la
dificultad del idioma lo paralizó. Volvió a dejarse caer en la silla, excesivamente
cansado para preocuparse más.
—No.
—El viernes pasado por la noche —y pensó mientras decía esto que parecía mucho
tiempo.
—¡Ah!, fué entonces en el gran raid. —El maestro parecía aliviado—. Un aeroplano
se estrelló cerca de aquí. Ardía en el aire, lo vi caer como una antorcha encendida.
—Un bombardero. Un aparato muy grande. El piloto tuvo mucha suerte: Iba solo en
el avión cuando cayó en un gran lago cerca de aquí. Lo sacaron ileso. Los alemanes se lo
llevaron. Llegaron antes de que yo pudiera acercarme.
Peter pensó que, casi con toda seguridad, se trataba de su bombardero. El buen
Wally se había salvado. Y este hombre intentó ayudarle.
El hombre dió unos pasos hasta la chimenea y se quedó mirando fijamente las
llamas:
—Lo sacaré a usted de aquí en cuanto oscurezca. Por ahora es preferible que duerma
usted. La mujer le secará la ropa y al anochecer vendré a recogerle.
Cuando bajó, no estaba allí el maestro. En cambio vió a una mujer joven con un
impermeable ceñido con un cinturón azul y la cabeza envuelta en un pañuelo oscuro. El
pañuelo y el cabello que escapaba bajo él se hallaban mojados por una fina lluvia que
despedía suaves destellos a la luz de la vela. La joven estaba excitada y le hablaba en
inglés:
—¿Quién es usted? —le preguntó Peter perdiendo en aquel instante toda su anterior
confianza y teniendo de pronto la sensación de que había cometido un gran error yendo
allí.
—He venido a decirle que debe usted salir de esta casa. —Se volvió a la mujer y le
habló en holandés y después a Peter en inglés—. Esta mujer se quedó viuda y si le
encuentran a usted aquí la matarán también a ella y las niñas se quedarán huérfanas.
Incendiarán la casa. Y mi esposo... si llegan a saber que le estaba ayudando a usted...
¡por favor, váyase!
La joven empezó a reunir las cosas de Peter: las botas que estaban al lado de la
lumbre, la chaqueta “Irvin” colgada en la silla...
Fuera de la casa, en la oscuridad y bajo una fina llovizna, quedó Peter por unos
segundos sin idea alguna de lo que debía hacer. Las estrellas que lo habían guiado en su
accidentado viaje no lucían ahora. Pero ya no necesitaba de ellas, puesto que no se
dirigía hacia el oeste. Había cruzado la frontera, pero todavía no había conseguido
encontrar un verdadero apoyo.
Siguió por una senda hasta la carretera y penetró más aún en terreno holandés.
Quizás cuando se encontrase fuera de la zona fronteriza le sería más fácil hallar auxilio.
Los pantalones habían vuelto a mojarse y la lluvia le caía por la cara y le empapaba el
cuello lanudo de su chaqueta “Irvin”.
Anduvo toda aquella noche, experimentando con más intensidad el frío y la soledad,
ya que había conocido por algunas horas la tibieza y la comodidad de esas casas cuyas
ventanas encendidas encontraba al paso.
Cuando amaneció, aún seguía caminando Peter por la carretera, pero encontró
pronto un escondite entre dos pilas de heno cerca de una granja. Se estuvo allí sin
moverse hasta cerca del mediodía, pero impulsado por el hambre y la soledad, decidió
dirigirse a la casa. Mirando cuidadosamente en ambas direcciones de la carretera para
volver a esconderse si aparecía alguien, se dirigió hacia el edificio que veía a una
distancia de un cuarto de milla. Cuando iba ensayando mentalmente lo que le diría al
granjero, se le echaron encima silenciosamente dos policías montados en bicicletas. Era
inútil resistir. Había perdido toda capacidad de resistencia. Los tres anduvieron las
pocas millas que los separaban del pueblo y no pronunciaron mientras tanto ni una sola
palabra.
CAPÍTULO III
Peter se sentía mal por los remordimientos. Aquello había sido demasiado idiota.
Una carretera recta, larga, visible por completo para él y de pronto dos policías en
bicicleta. Ni siquiera había tratado de huir.
Esta vez no hubo cigarrillos ni schnapps. Los guardias, que eran muy jóvenes,
adoptaron una actitud de frío desdén. Peter no veía diferencia entre ellos y los
alemanes. Quizás lo fueran. De todos modos, la conducta de esta pareja había sido muy
diferente de la del viejo guardia que lo detuvo la otra vez y Peter se alegró cuando la
puerta de la celda se cerró y quedó separado de ellos.
No sentía rencor contra los holandeses. El intérprete le había dicho que por cada
aviador que ocultaran, fusilaría la Gestapo diez holandeses. Buscar ayuda, le había
explicado aquel hombre, sólo significaba para Peter una minúscula posibilidad de evitar
su captura; en cambio, para los holandeses significaría mucho más.
Lo estaban sacudiendo suavemente por los hombros. Había soñado otra vez y al
principio creyó que le despertaba su asistente. Luego oyó una voz que le decía: “...
raus!, raus!”, y le llegó un perfume como el que suelen esparcir en los cines baratos.
Abrió los ojos. Un soldado alemán se inclinaba sobre él esforzándose en arrancarlo al
olvido del sueño. Incorporándose, Peter se echó atrás el cabello que le caía sobre los
ojos. Había en la celda dos soldados, armados ambos con pistolas automáticas y
llevando carteras de cuero negro de imitación.
Peter se sentó en el borde de la cama y los miró. Eran unos soldados de aspecto muy
poco marcial. El que lo había estado sacudiendo era joven y moreno, con una cara triste
y labios gruesos. Llevaba cuello y corbata con un uniforme de la Luftwaffe y el largo
cabello negro que le salía bajo la gorra estaba algo ondulado. Los galones plateados que
lucía en su manga le daban un aspecto teatral, de comedia musical, pero la pistola
automática en su mano parecía bastante real.
—Siempre que nos entendamos... —el cabo hablaba un perfecto inglés. Volvió a
meter la pistola en la funda.
—Ahora tiene usted que venir con nosotros —le dijo el cabo.
Peter se puso las botas, que todavía estaban húmedas y siguió a los dos soldados por
el corredor.
—¡Ah!, ¿conque ésas tenemos? Entonces se le hará la vida muy difícil. Va usted a
tropezar con la disciplina alemana.
—¿Su chaqueta?
—No he venido aquí para hablar de chaquetas. He venido para llevarle a usted con
nosotros. Creo que ya hemos perdido bastante tiempo. ¡Vamos!
—Usted es un prisionero. No puede usted exigir nada. —El cabo se estaba excitando,
gritaba y manoteaba con indignación.
—Soy oficial y exijo ver a un oficial de mi propia graduación, antes de salir de aquí.
—A él mismo le parecía una estupidez lo que estaba diciendo, pero el efecto que
produjeron estas palabras en el cabo, fué sorprendente. Se volvió en seco y los tres se
dirigieron de nuevo a la celda.
Peter y el otro soldado se quedaron en la celda y escucharon los pasos del cabo que
se alejaban por el corredor. El soldado miró a Peter y le sonrió conciliador. Peter le
respondió con un bufido.
—Su chaqueta irá a parar probablemente a nuestras tropas del frente oriental.
—Eso dijo usted. —Había adoptado el tono de una madre un poco tonta que quiere
congraciarse con un hijo díscolo.
Peter no replicó.
—Escuche —dijo el cabo—. Tenemos que viajar juntos todo el día. ¿Por qué no somos
amigos y hablamos tranquilamente? Me gustaría practicar el inglés.
—En primer lugar, no debieron ustedes luchar contra nosotros —dijo el cabo—. El
Führer ha dicho muchas veces que no tenemos nada contra Inglaterra.
—Es inútil que sigamos hablando de esto —cortó Peter. Recordada las conferencias
de Pop Dawson. “Tratarán de hacerles hablar y sacarles información de un modo
indirecto”, había dicho Pop. “La única manera de evitar darles informes es negarse a
hablar”. Además, el cabo parecía un poco sospechoso. Era sorprendente lo bien que
hablaba el inglés.
El otro soldado llegó con tres tazones de caldo. A Peter le recordaba al viejo guardia,
que parecía demasiado cansado para esta guerra; y además, sin importarle lo bastante
lo que sucedía. Colocó los tazones sobre la mesa, sonrió nervioso y volvió a caer en una
actitud indiferente.
El cabo sacó tres rebanadas de pan negro de su cartera de mano y le dió una a Peter,
a la vez que le decía:
—Para todos.
—Ach, eso es lo que ustedes dicen. —El cabo sonrió al decir esto. Y mordió
hambriento su pedazo de pan.
Tardaron el día entero en llegar a Colonia; un día a través del cual los asientos de
madera se iban haciendo cada vez más duros y el aire más irrespirable en el
compartimiento cerrado. Peter hizo señas al soldado de más edad para que abriera la
ventana, pero el cabo, que sin duda temía un intento de fuga, lo prohibió. En casi todas
las estaciones había un puesto de la Cruz Roja donde se repartía sopa gratis y, mientras
el soldado bajó a buscar alguna, el cabo, cada vez más irritado, evitaba que entrara
ningún viajero en el compartimiento. No había calefacción en aquel coche y Peter
lamentaba la pérdida de su chaqueta.
Había logrado aquella chaqueta sin cortar cupones y al terminar la guerra habría sido
suya. Fué en una calurosa noche de verano, lo recordaba muy bien, y habían
bombardeado Duisburg. Habían alcanzado los objetivos y al regresar tuvieron un
accidente en el campo de aterrizaje. El aparato se había incendiado, pero todos ellos, los
tripulantes, se salvaron; y a la mañana siguiente solicitaron nuevas chaquetas con el
pretexto de que las que tenían se habían quemado con el avión. El comandante les dió a
los siete una chaqueta a cada uno. Sobre la mesa tenía el formulario que suele rellenarse
en estos casos.
—Sí, señor.
—Sí, señor.
—¿Sí, señor?
—Es que nos las llevamos por si hacía frío, señor. Las habíamos amontonado en la
parte de atrás.
—Pues bien, no les creo a ustedes —concluyó el comandante. Pero firmó las hojas y
cada uno de ellos obtuvo una nueva chaqueta de vuelo. Y ahora resultaba que las viejas
volverían al almacén mientras que las que llevaban puestas irían a parar al frente ruso.
A mediodía, los soldados abrieron sus carteras de mano. Sacaron pan y salchichón
que compartieron con su prisionero. Bebieron café ersatz caliente que llevaban en termos
y fumaron unos cigarrillos muy malos.
Varias veces intentó el cabo entablar conversación con Peter, pero las secas y nada
comprometedoras respuestas del inglés cortaron estos propósitos. Cada tema de
conversación moría, en la húmeda atmósfera del vagón, apenas había nacido.
Peter, encogido en su asiento de madera, pensaba en el resto de su tripulación. ¿Los
habrían capturado? ¿O andarían huyendo a campo traviesa, escondiéndose en zanjas y
esperando a que anocheciera? Ninguno de ellos hablaba alemán; pero Kin, el
radiotelegrafista canadiense, hablaba francés. Ya sabía que Wally había caído en manos
de los alemanes, pero, ¿y los otros?
Solían compartir un auto, un viejo Aston Martin sin silenciador que les había llevado
muchas veces, con insoportable incomodidad, de Cambridge al aeródromo y viceversa.
¿Qué sería ahora del desvencijado coche? Le escribiría en cuanto pudiera a su hermano
Roy diciéndole que podía quedarse con él. Estaba seguro de que sus compañeros de
tripulación no se opondrían a ello, es decir, si ninguno de ellos regresaba. Si alguno
volvía, el coche sería suyo. Se imaginaba a sí mismo conduciéndolo de nuevo, con el
pequeño volante entre las manos y sus compañeros amontonados tras él desafiando las
ordenanzas del tráfico cada vez que entraban estruendosamente en Cambridge.
Tenía que librarse de esto. La idea de pasar el resto de la guerra detrás de unas
alambradas lo llenó de un repentino pánico. Si por lo menos hubiera aprovechado más
su vida mientras gozaba de libertad... Trató de pensar con orden. El cabo le había dicho
que cambiarían de tren en Colonia y luego se dirigirían hacia Frankfort. Procuraría
librarse de ellos en aquel cambio de trenes. Mientras tanto, tenía que dormir un poco
dándoles así a entender que había renunciado a toda esperanza de fuga.
No pudo conciliar el sueño; inmóvil y con los ojos cerrados trataba de figurarse cómo
sería la estación y cómo podría ingeniarse para escapar. Pensó en las estaciones de
Waterloo y Victoria con sus muchas entradas y salidas y se imaginó fantásticas
persecuciones por los pasadizos subterráneos y que los policías no se atrevían a
dispararle por miedo a herir a la gente. Se veía a sí mismo recorriendo calles muy
transitadas, sorteando el tráfico y escondiéndose en callejuelas muy estrechas entre
casas altísimas. Mientras duró, fué aquél un hermoso ensueño, pero al final se encontró
Peter en el mismo compartimiento, con el aire cada vez más cargado de humo y malos
olores y con el cabo vigilándole mientras el soldado roncaba junto a la ventanilla.
Pensó en el miedo que sentía al arrancar y el alivio que experimentaba cada vez que
se daba orden de no volar un día; y de cómo el miedo de parecer medroso era mayor
que el mismo miedo.
En cambio, para Bob el miedo a la muerte era mayor que el miedo a parecer
medroso. Quizás fuera, a fin de cuentas, más valiente que todos ellos. Peter se lo había
encontrado el primer día en que se alistaron en la R. A. F. Estaban todos ellos formados
ante un cabo, casi todos vestidos con viejos pantalones de franela y chaquetas a
cuadros. La guerra iba a ser para ellos una aventura —un escape de la responsabilidad
civil— y se habían vestido como si fueran de vacaciones. Pero Bob no vestía así. Llevaba
un impecable traje azul y cuello almidonado. En un maletín de cuero tenía sus cosas de
aseo, todo muy ordenado. Todo su equipaje estaba meticulosamente preparado, como
para que cualquier otra persona pudiera hacerse cargo de él. Y esto fué exactamente lo
que sucedió.
El cabo era del tipo matón: uno de esos grandullones rubios con ojos azules saltones
y un aire resentido. Probablemente había tardado varios años en lograr sus dos galones
y sabía que en unos cuantos meses la mayoría de los paisanos que acababan de alistarse
llegarían a sargentos o pilotos, y esto le enfurecía.
Todos ellos eran nuevos en las Fuerzas Aéreas y se mostraban muy prudentes. No es
que les causara miedo el cabo como hombre, pero tenían un grandísimo interés en
formar parte de la aviación militar y habían oído decir que un mal informe, incluso de
un cabo, era lo suficiente para que lo expulsaran a uno. Por eso aguantaban en silencio
los sarcásticos pinchazos del cabo. Por fin éste, resentido, después de burlarse de ellos
de uno en uno les dirigió un insulto colectivo: “No crean ustedes que por llevar el azul
de las Fuerzas Aéreas se van a convertir en héroes... Eso no lo serán ustedes. El noventa
por ciento de ustedes —no hay más que verlos— no pasarán de los primeros días. Para
mí no son ustedes más que una pandilla de estúpidos reclutas y mientras antes lo
reconozcan ustedes, mejor les irá”. Y se quedó mirándolos con ojos fulgurantes
expresando con el gesto un inmenso desprecio por estos civiles que se atrevían a
inmiscuirse en la vida militar.
—Bueno, ¿qué pasa? ¡Desembucha lo que sea! —gritó el cabo. Y se quedó con los
brazos separados esperando lo que aquel infeliz, de aspecto tan delicado, tuviera que
decirle. Bob estaba muy nervioso y pálido. Contemplándole con atención se notaba la
lucha que sostenía consigo mismo para decir lo que se había propuesto. Pero lo dijo. Le
explicó al cabo que no eran reclutas sino voluntarios y le obligó a disculparse antes de
romper filas. En aquel momento había pensado Peter que Bob había sido imprudente,
pero admiró el valor moral que le había obligado a hablar cuando el resto de ellos se
había callado. A los varios meses de entrenamiento, la amistad de Bob con Peter se
había estrechado. Peter comprendía cuánta energía se almacenaba en el espíritu de
aquel muchacho para permitirle llevar a cabo su plan. Era más bien viejo para aviador.
Se veía en seguida que aquello no era lo suyo; era demasiado serio, se preocupaba
demasiado. Evidentemente, se le haría muy difícil la vida de aviador cuando
empezaran los vuelos contra el enemigo. Incluso en aquellos días reconocía que le
aterraba la idea de volar en la guerra. Sólo se había presentado voluntario por creer que
de aquel modo podría ayudar a ganar la guerra.
Todos ellos resultaron aprobados, unos con mejor nota y otros —los perezosos o los
que encontraban difícil expresarse— con calificación más baja. Bob ocupó un puesto
intermedio en la lista, pero consiguió sus “alas” y las consiguió con toda la honradez
que él deseaba.
Una noche en que la tripulación de Bob volaba sobre el país se rompió la radio, y
como el tiempo era muy malo, se perdieron. Podía uno imaginarse fácilmente a Bob
realizando desesperados cálculos para encontrar el rumbo y negándose a aterrizar en
un aeródromo desconocido sin haber llegado antes a una completa seguridad. Por fin,
logró aterrizar. Pero cuando realizaban el circuito sobre el aeródromo, uno de los
motores se paró por falta de gasolina. El piloto intentó arreglárselas sólo con el otro
motor, pero al tocar tierra se paró también éste y se estrellaron. Seis de los tripulantes
salieron casi ilesos, pero el piloto murió.
Peter se llevó a Bob a la taberna del pueblo y le hizo beber unos cuantos vasos de
cerveza, pero de nada sirvió. Bob no era de esos a quienes una cierta cantidad de
cerveza puede hacerles ver lo negro blanco ni que está bien lo que esté mal. Convencido
de que él había tenido toda la culpa, nada de lo que Peter pudiera decirle le haría
cambiar de opinión. Peter insistió en que la gasolina era de la exclusiva responsabilidad
del piloto, pero Bob le respondió que si se habían perdido fué únicamente por su culpa
y tomó toda la responsabilidad del asunto.
Después le dijo a Peter que siempre le había asustado la idea de volar, pero que había
creído poderse vencer a sí mismo. Ahora comprendía que no podía y que lo mejor era
confesarlo y retirarse. Peter recordaba haberle dicho que a todos ellos les aterraba volar,
pero que les faltaba el valor de reconocerlo. Le sugirió a Bob la idea de solicitar una
plaza de instructor. Pero Bob le contestó que no podía enseñarles a otros lo que a él le
daba miedo.
Lo destinaron al sur a un grupo especial. Cuando regresó les dijo a sus antiguos
compañeros que no había vuelto a volar y le enseñó a Peter sus papeles. Estaban
marcados con las letras “F. V. M.”, que significaban “Falto de valor moral”.
Ahora se preguntaba Peter qué estaría haciendo Bob. Horas después llegaban a
Colonia. El andén estaba lleno de gente y el cabo decidió que se quedarían en el
compartimiento hasta que todos los viajeros hubieran salido del tren y no hubiera nadie
en el andén. Transcurrido un buen rato, sacó la pistola e hizo andar a Peter por el andén
hasta la sala de las taquillas. Después de tantas horas de humedad en el vagón, se
notaba ahora un frío intenso y Peter pensó si no sería mejor plan esperar a hallarse en el
campo de prisioneros para intentar la fuga. La amenaza de la pistola automática a unas
pulgadas de su espalda era una realidad insoslayable. En el campo de prisioneros
tendría tiempo para prepararse ropa de paisano y reunir los alimentos necesarios. En
cambio, si se marchaba ahora mismo, vestido de aviador, a través de una gran ciudad
como Colonia, lo atraparían en seguida... suponiendo, y ya era suponer, que lograse
burlar a los que iban vigilándole.
El soldado expulsó de la sala de espera a los viajeros que la ocupaban y, como la vez
anterior, notó Peter que aquella gente se irritaba por la brutal manera como la trataban.
El cabo los trataba exactamente igual que lo había hecho con los holandeses, gritándoles
y no haciendo el menor caso de sus protestas.
Una hora más tarde salieron los tres al andén para esperar el tren de Frankfort.
Mientras esperaba allí, un tren que se hallaba en la vía siguiente empezó a moverse. Era
un tren de mercancías. Peter miró rápidamente en torno suyo. Le bastarían dos pasos
para llegar al borde del andén, cuatro más para cruzar al borde de la vía y podría saltar
al tren en marcha que todavía iba muy lento. El cabo no dispararía por temor a herir a la
gente... o quizás si.
El tren de Frankfort venía lleno. Esta vez el cabo utilizó a una de las muchachas de
los servicios auxiliares, una rubia muy voluminosa vestida con un uniforme de sarga
azul muy basta, para que le desalojara un compartimiento. La joven llevaba botas altas
de estilo ruso y Peter recordaba haberle visto a su madre unas iguales cuando él era
niño.
A medida que el tren avanzaba en dirección al Este, sentía Peter que sus
posibilidades de huida se hacían cada vez más remotas. Sus guardianes se habían
tranquilizado, parecían más confiados. Peter decidió probar un medio de saltar por la
ventanilla del water situado al final del pasillo. Había estado allí varias veces durante el
día y en cada una de estas ocasiones fué acompañado por uno de sus guardianes, que
no le había dejado cerrar la puerta.
Esta vez lo acompañó el cabo y Peter, explicándole que tenía que hacer una
necesidad mayor, consiguió permiso para cerrar la puerta.
En cuanto cerró la puerta examinó la ventanilla, que era de esas que suben y bajan y
no estaba asegurada de ningún modo. La abrió y se asomó al exterior. El tren marchaba
muy lentamente por un declive de hierba. A la ventanilla siguiente estaba asomado el
cabo apuntándole con la pistola automática. Peter le dirigió una mueca y se reunió con
él en el pasillo. Le explicó:
Cuando llegaron a Frankfort despidió el cabo al otro militar y se llevó a Peter por una
calle muy transitada. Esperaron en una cola la llegada del tranvía y a Peter le
sorprendió la banalidad de su llegada. Había esperado una escolta armada o, por lo
menos, un camión, y allí estaba, con su único vigilante, esperando un tranvía junto a
muchos paisanos que volvían del trabajo.
Los centinelas, bien protegidos del frío, se calentaban los pies pisando fuerte, con lo
que levantaban nubecillas de polvo en la carretera que bordeaba la alambrada. El
aliento de aquellos hombres salía como humo a la luz de los focos. Fuera había luz y
animación. Dentro, todo era silencio y oscuridad.
Escuchó pasos detrás de él y mirando por encima del hombro vió a un soldado con
uniforme gris, sin gorra, que se había parado en la puerta. El soldado, sin hacerle
ningún caso a Peter, tenía los ojos fijos en el retrato de su Führer y levantó el brazo en
silencioso saludo. Luego se acercó al tablón de anuncios y empezó a leer las órdenes.
Mientras Peter esperaba al cabo entraron varios soldados para leer los papeles
clavados en el tablón y todos ellos saludaron al retrato con el brazo levantado, antes de
entrar en la habitación. El gesto del saludo naci, tan divertido cuando era representado
en broma en los escenarios o en la pantalla, adquiría allí una fuerza servil y fanática. No
era un saludo formulario, como el que el mismo Peter hacía ante su bandera. Era un
homenaje al hombre, una manifestación de terror y de servidumbre.
—Ahora me voy con mi novia, que me espera en Frankfort. —Hizo un gesto vago
con las manos queriendo describir las curvas de la chica y chasqueó la lengua.
El Feldwebel, que hablaba inglés con acento americano, escribió despaciosamente toda
la historia de la chaqueta; pero Peter tenía la sensación, mientras dictaba lo ocurrido,
que el asunto terminaría allí y que si aquel hombre escribía tanto es porque no tenía
otra cosa que hacer en aquel momento. Pensó: “Este tipo está aquí tan prisionero como
yo, porque si pudiera ya estaría con su chica en Frankfort”.
El Feldwebel dejó por fin la pluma y cogió su gorra de uno de los cajones de la mesa
del despacho. Condujo a Peter por un largo pasillo cuyas paredes estaban formadas por
dos filas de puertas idénticas. El pasillo era gris y nada ventilado, pero limpio y los
pasos de ambos sonaban con fuerza en el suelo de madera.
Mientras pasaban ante las puertas, notó Peter que cada una ostentaba un pequeño
número encima de una ventanilla enrejada que podía taparse con una tabla corrediza.
Algunas de las ventanillas estaban cerradas y otras no y delante de casi todas las
puertas se veían botas de aviador y zapatos puestos allí seguramente para que las
limpiaran. También observó que entre puerta y puerta salía de la pared un pequeño
brazo rojo de madera que parecía una señal ferroviaria.
Luego oyó gritos procedentes de una de las celdas y golpes sordos como si alguien
estuviera aporreando alguna de las gruesas puertas por la parte interior. Pero el
Feldwebel no hizo el menor caso y continuó con Peter hasta el final del pasillo, donde
estaba sentado el carcelero en una silla de madera. Este hombre, que leía una revista
ilustrada, era de avanzada edad, usaba gafas y más parecía un celador de un urinario
público, que un soldado. Se puso en pie cuando se acercó el Feldwebel, y abrió una de las
puertas.
—Aquí es —dijo el Feldwebel—. Es preferible que se quite usted ahora sus cosas.
—¿Para qué?
—Ya sé, ya sé, todos dicen igual. —El Feldwebel no era agresivo pero Peter
comprendió que no podía seguir haciendo muchas objeciones—. Sea usted sensato —
prosiguió el Feldwebel—. Todos los oficiales se han marchado ya por esta noche
¿comprende? Además la ropa interior de los ingleses suele estar tan sucia que a los
oficiales no les gusta andar con ella.
Cuando Peter se desvistió tuvo que reconocer que había algo de cierto en lo que
había dicho aquel individuo. Su ropa interior estaba muy sucia, y sus pies
impresentables. Pensó en explicar que él no solía estar así sino que era el resultado de
días y noches de huida a campo traviesa; pero pensó que el Feldwebel lo sabría tan bien
como él.
Conforme se iba desnudando Peter, el Feldwebel cogía las prendas una por una y las
dejaba caer en un rincón de la celda hasta que formaron un pequeño montón. Luego las
llevarían —le dijo a Peter— para que las examinaran con rayos X. El carcelero trajo un
uniforme caqui que olía mucho a desinfectante y se llevó la ropa vieja.
Cuando Peter estuvo por completo desnudo, el Feldwebel le hizo ponerse con las
piernas separadas y los brazos en alto mientras él, de un modo bastante despectivo,
realizaba un registro íntimo de lo más embarazoso. Al no encontrar nada escondido en
los sitios de costumbre expresó su satisfacción por ello y le dijo a Peter que se acostara
en cuanto apagaran la luz, que sería muy pronto.
El ruido que hacía el guardián de noche abriendo los cierres exteriores de las
ventanillas, le despertó. Era ya de día y la luz del sol que entraba a través del oscuro
vidrio de la ventana, recortaba la silueta en los barrotes de hierro.
Examinó la celda, que la noche anterior apenas había mirado por su gran cansancio.
Era de diez pies de larga por cinco de ancha y las paredes también eran grises, de un
gris sucio. Los anteriores ocupantes de la celda habían ennegrecido la pared con sus
hombros y cabeza por encima de la litera. Hacía de colchón un saco de viruta o paja.
Peter había dormido bastante bien, pero ahora sentía todo su cuerpo entumecido. Había
una mesilla en un rincón de la celda y un pequeño taburete de cuatro patas. Sobre la
mesa, una jarra de metal y un vaso de grueso cristal desportillado por el borde. Debajo
de la mesa había un orinal de metal. La celda parecía bastante limpia y seca pero su
absoluta falta de personalidad aterraba a Peter. Olía a sanatorio o mejor a reformatorio;
era una limpieza mantenida, a fuerza de desinfectante. Allí se sentía más encerrado que
en ninguna parte. Aquel lugar parecía demasiado eficaz. Se lanzó fuera de la cama y se
puso el basto uniforme caqui sobre su sucio cuerpo. Era un uniforme francés o polaco
con una guerrera de cuello alto y unos breeches con bolsones. Las mangas le estaban
demasiado cortas y no pudo abotonarse los breeches en la cintura. Le habían quitado las
botas, de modo que tuvo que estarse en la cama con los pies metidos debajo de las
mantas. También le habían quitado el reloj, así que no tenía ni idea de la hora que era.
Sentía mucha hambre y otra necesidad, pero se contuvo porque no quería usar el orinal.
El Feldwebel le había dicho que para llamar al vigilante bastaba con que hiciera girar
el pomo que había en la pared cerca de la puerta. Esto haría salir en el pasillo el brazo
rojo de madera correspondiente a aquella celda. Peter se levantó de la cama, dió la
vuelta al pomo y volvió a acostarse en espera de que apareciera alguien. Pero
transcurrieron diez minutos sin que se presentara nadie. Se irritó otra vez. Se levantó
nuevamente y martilleó la puerta con los puños. En aquel frenético golpear iba toda la
rabia y el sentimiento de frustración que le producía el encarcelamiento. Siguió
aporreando la puerta hasta que los puños le dolieron insoportablemente. Al poco rato,
oyó pasos en el corredor y gritos en alemán.
Otra vez empezó a golpear la puerta con un renovado ataque de ira:
—¡Ven aquí, cochino! —gritaba—. ¡Abre la puerta! ¡Te digo que me abras la puerta,
tío imbécil!
—Usted cree que no entiendo el inglés —dijo una voz alemana a través de la pesada
puerta—. Pero sepa que lo hablo... Me ha insultado usted y ahora yo le hago esperar. —
Peter oyó que los pasos se alejaban por el pasillo.
Poco tiempo después abrió la puerta un soldado armado con una pistola automática.
Era joven y su cara, rugosa y pálida, tenía un tic nervioso. Recorrió la celda con la
mirada.
—Toilette besetz —replicó el soldado con tono impaciente. Aquel lugar estaba
ocupado.
Sentóse a esperar el desayuno. Los minutos le parecían horas. Volvió a oír pasos en el
corredor y sonidos metálicos. Cuando el desayuno llegó, hacia la mitad del corredor
pudo oír cómo se abrían y cerraban las puertas de las celdas. Esperó con febril
impaciencia. Luego creyó que habían pasado por delante de su puerta, que se lo habían
saltado. Quizás estuviera castigado sin desayuno. Por fin, la llave giró en su cerradura y
le entraron el desayuno: dos finas rebanadas de pan negro y un vasito de té muy claro.
Abarcó el vaso, pequeño pero de cristal muy grueso, con las dos manos y bebió a
sorbitos su “té”. Lo hacían con una hierba desconocida para Peter y que sabía algo a
menta. Comió el pan negro y duro lo más despacio que pudo, haciendo que le durase lo
más posible cada bocado.
A media mañana el carcelero entró en la celda y le entregó a Peter una escoba. Peter
lo miró interrogativamente. El hombre le indicó por señas que debía barrer la celda y él
negó con la cabeza. El carcelero, sin expresar la menor indignación, cogió otra vez la
escoba y se marchó cerrando la puerta con llave. La celda, por supuesto, quedó sin
barrer.
Consistía el almuerzo en un plato de legumbre hervida y tres patatas cocidas con piel
y todo.
La cena se componía de dos rebanadas de pan negro y de una taza de café ersatz.
Después de la “cena” entró el carcelero y le pidió las botas. Mientras veía cómo las
ponía el hombre en el pasillo junto a su puerta, se rió Peter de cuando se le ocurrió
pensar que las sacaban para limpiarlas.
Poco después las luces se apagaron y encendieron dos veces. Peter pensó que quizás
fuera una avería o que estaban cambiando de circuito; por eso le cogió desprevenido
cuando, cinco minutos después, se apagaron del todo las luces para toda la noche. Se
desnudó en la oscuridad; pero la noche siguiente y todas las que tuvo que permanecer
en aquella celda, comprendió y obedeció la señal.
Al día siguiente, después del desayuno, volvió a ofrecerle el carcelero la escoba. Peter
la rechazó otra vez y la celda se quedó sin barrer otro día.
Una de las cosas que se le hacían más insoportables en la celda era el cristal
esmerilado, muy oscuro, que, aunque dejaba pasar toda la luz necesaria, le ocultaba el
exterior. ¿Qué había allí: campo, ciudad, más barracones? Era un martirio no poderlo
saber. Intentó atisbar algo por algún resquicio pero le fué imposible ver nada. Desde
luego, no podía abrirse la ventana en modo alguno.
La horrible vaciedad de aquel día sólo fué amenizada por las comidas que
únicamente le servían para exacerbarle el hambre. Había otra distracción también
periódica: sus visitas al water. Peter había descansado ya y la forzada inmovilidad le
ponía de punta los nervios. Se acordó de Pop Dawson y de que esto lo hacía el enemigo
con un propósito evidente, pero no podía sobreponerse a su nerviosismo. Si por lo
menos tuviera algo que leer... con tal de que sus ojos pudieran seguir las líneas
impresas. Cualquier cosa sería deseable para apartar sus pensamientos de esta caja de
cemento gris.
Fué en este segundo día de encierro cuando se enteró de que tenía que girar el pomo
de la pared por lo menos media hora antes de que necesitara ir al water.
Así pasaron varios días interminables. Días en que Peter se maldecía por no haber
aprovechado las ocasiones que creía haber tenido para escapar; días en que le parecía
imposible cualquier ulterior intento de fuga y el futuro se extendía ante él como una
infinita sucesión de días iguales, que pasaría encerrado entre aquellas estrechas
paredes, alimentado como un animal en una jaula. Parecía como si únicamente el
carcelero y el Feldwebel supieran que él estaba allí. Cada vez que su guardián le llevaba
la comida, pedía Peter que lo condujeran a presencia del oficial de guardia, pero el
hombre se limitaba a mirarlo indiferente y a encogerse de hombros.
Peter se despertó de repente. Era de noche, las persianas seguían echadas pero la luz
eléctrica le daba de lleno en la cara. Hacía muchísimo calor y la luz parecía tener un
voltaje exagerado. Se preguntó qué ocurriría. Sonaron voces en el corredor y luego
volvió un silencio absoluto. Luego, inexorablemente, se apagaron las luces. Procuró
dormirse, pero no lo consiguió. Hacía tanto calor en la celda que tuvo que apartar las
mantas y se quedó sobre la cama en paños menores.
Por lo visto, se había dormido porque de pronto notó que las luces estaban
encendidas. En la celda hacía aún más calor. Peter sudaba copiosamente. Escuchó con
angustiada atención pero no oyó absolutamente nada. De pronto, inexplicablemente, se
apagaron otra vez las luces.
Por fin, el cuarto día, mientras esperaba a que le llevaran el desayuno, se abrió la
puerta y el carcelero se apartó, en posición de firmes, para dar paso a un oficial, que
entró después de una espectacular pausa. Era un joven rubio que más parecía inglés que
alemán, un oficial de la Luftwaffe con la insignia de piloto en su guerrera y las
condecoraciones de la Cruz de Hierro y la Cruz de Caballero. Peter, que estaba sentado
en el camastro, se levantó y sintióse absurdo en su uniforme caqui. Se adelantó a decir:
—Buenos días.
—Buenos días —le correspondió el oficial, cuyo acento alemán era como el que
suelen emplear los malos actores—. Pasaba por aquí y me dije: entraré a preguntarle
cómo sigue.
—Digo que volaba usted muy bien. Fuí yo quien tuvo la suerte de derribar su avión.
Peter se sintió más tranquilo. Esto caía dentro de las lecciones de Pop Dawson.
—Los Wellington no son aparatos fáciles de derribar. —La voz suave e insistente del
alemán le traía de nuevo al tema.
—¿No?
—Con los motores Merlin, no es fácil. Porque supongo que el bombardero de usted
llevaba motores Merlin.
—No sé.
De modo que Wally estaba allí también. Peter sintió un deseo fortísimo de preguntar
por el resto de la tripulación pero se dió cuenta de que esto era precisamente lo que
estaba esperando el piloto alemán. Quizás fuera una trampa y sus compañeros
anduvieran todavía en libertad. Guardó silencio.
—Lo siento, pero ya comprenderá usted que no puedo hablar de estas cosas.
—¡Hombre, no soy del servicio secreto! Soy, sencillamente, un aviador como usted.
Estoy aquí descansando después de mi primera serie de vuelos de combate. He pilotado
Junkers 88. ¿Usted no se ha entrenado pilotando?
—Lo siento. Naturalmente, me alegra poder hablar. Pero comprenda usted que no
nos permiten hablar de las cosas del Servicio.
—Ya lo sé, hombre, ya lo sé. Es que, siendo los dos aviadores, me parecía... —y
volvió a sentarse en el borde de la cama—. Dígame si puedo hacer algo por usted. Sólo
soy un visitante, no lo olvide...
—Pues, mire... en primer lugar, querría afeitarme. No me han dejado lavarme desde
que estoy aquí. Además, me gustaría mucho leer... Y que me abrieran la ventana de la
celda. Aquí no se puede respirar.
—Lo siento mucho, pero no estoy autorizado para hablar de esas cosas.
—Muy bien. —Y el oficial se levantó otra vez, pero Peter no intentó esta vez retenerlo
—. Si continúa usted con esa obstinación, temo que no podré lograr nada para usted. —
Recogió el paquete de cigarrillos y los fósforos de encima del camastro y volvió a
ponerse la gorra—. Si cambia usted de idea, dígaselo al vigilante y vendré a verle otra
vez.
Durante los días siguientes continuó Peter sin hacer ningún ejercicio y la comida que
le daban no varió ni una sola vez. Desde que le había visitado el joven rubio, no volvió a
tener más contacto con el Servicio Secreto, pero ya no se preocupaba. El primer
interrogador había seguido tan estrictamente el plan previsto por Pop, que ya no temía
Peter los probables interrogatorios subsiguientes; suponía que todos se atendrían a lo
previsto. Pasaba casi todo el día tumbado en el saco de viruta al que había hecho
recobrar su primitiva forma a fuerza de puñetazos, y soñaba con fantásticas comidas.
Por lo pronto, nada podía hacer y era un consuelo estarse echado sin hacer
absolutamente nada. Era como estar muerto sin olvidar lo estupenda que puede ser la
vida y con la esperanza de recobrarla. Sí, volvería a vivir. Y cuando tornase a la vida,
¡qué maravilloso sería el simple hecho de vivir en libertad!
En cierto modo, era agradable verse aislado de la vida de pronto y relevado de toda
responsabilidad. A Peter le recordaba su situación actual los días en que una
indisposición le permitía librarse de los deberes escolares. Ahora, ocurriera lo que
ocurriese, no podía hacer absolutamente nada por impedirlo. Las cuentas sin pagar, las
cartas sin contestar..., nada de ello tenía remedio. Todos le creerían muerto. Hasta que
no lo sacaran de la celda nadie sabría que estaba prisionero. Cuando lo dejaran con los
demás en el campo, podría escribirle a su hermano sobre el automóvil y la cuenta del
garaje. Por lo pronto, era inútil preocuparse.
Con el pensamiento revivió Peter casi toda su vida lo más atrás que podía recordarla.
Había sido una vida activa, nunca había estado solo más de unas cuantas horas
seguidas. Ahora podía repasar tranquilamente todo lo que había hecho. No era
demasiado: unos cuantos dibujos que no le parecían mal y muchísimos amigos.
Había tenido buena suerte con sus amigos. Fué recordándolos uno a uno y
reviviendo los buenos ratos que habían pasado juntos. Con Ian había ido a cazar patos
en los pantanos de Neston bajo el cielo rojizo que cubre las colinas galesas y el agua fría
y salada recogida en pantanos. También la cara de Ian era rojiza y lo veía ahora con su
escopeta de largos cañones que debía haber estado en un museo de antigüedades. Los
patos llegaban en bandadas y sonaban los tiros secos y espaciados que paralizaban el
vuelo de las aves y las derribaban verticalmente. Y pensando en cuando él también fué
derribado en pleno vuelo comprendió lo que habrían experimentado los patos salvajes.
Echado en la cama, pasaron de nuevo por su memoria las bandadas de patos que
cruzaban serenos el cielo a primera hora de la mañana y los veía acelerar de pronto el
batir de sus alas ante el extraño objeto que descubrían en el suelo. Era como si
cambiaran de velocidad. Al sonar los tiros rompían su formación y los que salían ilesos
volvían a formar filas para seguir en dirección a la seguridad del mar.
O cuando iba a hacer alpinismo con John McGowan en las altas montañas del país de
Gales. John era muy resistente pero se asustaba de la resbaladiza roca de Tryfan. Y
cuando por fin escalaban aquella inmensa altura veían bajo ellos, a una gran distancia,
el lago Ogwen y les parecía un charquito. Más tarde, ya de noche, bebían cerveza en el
hotel Pen-yr-Pas.
O cuando Punch y él iban de caza. El campo estaba verde, azul y marrón y el aliento
de los caballos formaba nubecillas en el neblinoso aire invernal. Recordaba muy bien el
olor a madera quemada y los estremecedores sonidos de los cuernos de caza. Peter
sabía ya entonces que Punch era un pesado que hacía muchas tonterías pero había sido
un buen amigo suyo y cuando murió en un accidente, Peter estuvo muy triste varios
días.
Luego vino la guerra. En los primeros días tuvo que aprender de nuevo todo lo que
había olvidado de trigonometría. Y, por supuesto, las complicadas artes de la
navegación aérea. Durante los cansados meses de enseñanza, volvió a ser como un niño
en la escuela. Después, la emoción de volar en su aparato y el íntimo compañerismo de
una escuadrilla de bombardeo.
Ginger había sido un entusiasta en todo y se tomaba un gran interés hasta por las
cosas más insignificantes de la vida. Quizás intuía que lo iban a matar pronto. En un
baile de Cambridge encontró a una muchacha con la que bailó la popular canción No es
cosa de risa y al día siguiente volvió a Cambridge para comprar el disco de gramófono.
Lo trajo cuidadosamente envuelto, lo puso en la radiogramola, fijó el resorte de
repetición y lo estuvo escuchando durante media hora seguida sentado en el borde del
mueble y retorciéndose truculento sus enormes bigotes en actitud desafiante para evitar
que nadie lo parase.
Luego llegó aquel día en que Ginger se emborrachó en Cambridge. Perdió el tren de
regreso y tuvo que dormir en el andén hasta que pasó el tren lechero a las cuatro de la
madrugada. Había llamado al jefe de estación y le preguntó dónde podría dormir.
Llovía y Ginger se sentía muy fastidiado después de la borrachera. El jefe de estación le
dejó tumbarse en la caseta de señales y allí se quedó Ginger entre las brillantes palancas
y los alambres. Su última impresión antes de conciliar el sueño debió haber sido la
semejanza de aquella caseta llena de aparatos con la carlinga de su Stirling. Apenas se
había adormilado cuando un estruendoso timbre señaló, exactamente encima de su
cabeza, la entrada de un tren en agujas. Se despertó sobresaltado y furioso por el
insistente ruido. Su única preocupación era hacerlo callar a todo trance. Para ello no se
le ocurrió más que hacer funcionar todas las palancas y enchufes que encontró a mano.
Tardaron muchas horas en arreglar el lío que se formó en la estación...
Poco después tuvo que salir Ginger en un vuelo contra Duisburg. Peter lo vió
arrancar, disparatado hasta el último momento con el descomunal bigote pelirrojo
saliéndosele de la careta de oxígeno. Nunca se supo lo que fué de él.
Todas las mañanas el carcelero le traía a Peter la escoba y todas las mañanas se
negaba éste a barrer; hasta que un día estaba ya la celda tan sucia que no tuvo más
remedio que hacerlo en propio interés. El carcelero, en vez de mostrarse reticente por
haber ganado la partida, estuvo muy simpático y por la tarde entró con aire de
conspirador llevando en la mano una maquinilla de afeitar de baquelita:
Se llevó a Peter a los lavabos, que estaban hacia la mitad del corredor. Era la puerta
junto al water pero a él nunca le habían permitido entrar allí. Vió una fila de lavabos a lo
largo de la pared y frente a ellos una ducha. El guardián le dió la maquinilla, un trozo
de jabón y una brocha:
La hoja de afeitar estaba roma y le costó muchísimo trabajo afeitarse. Se raspó lo más
que pudo y estaba secando las cosas cuando volvió el carcelero.
—Muy bien —dijo Peter—. Un baño frío será mejor que nada. Kalt está bien —repitió.
El carcelero miró nervioso a ambos lados del corredor y asintió con la cabeza:
Después del baño se sintió Peter con más energías y empezó a explorar la celda. Vió
que si pudiera conseguir una especie de palanca podría abrir la ventana. El cable de la
luz eléctrica estaba sujeto a la pared con unos clips de metal muy grandes y fuertes y
después de mucho tirar consiguió quitar uno de ellos y presionar con él el cierre de la
ventana. Ésta se abrió hacia adentro. Por fuera había unos sólidos barrotes de hierro que
penetraban profundamente en la armazón de madera.
Apoyó los codos en el marco de la ventana, metió la cabeza entre los barrotes y
respiró el aire húmedo y fresco. Le llegaba un débil aroma a pinos y un olor como a
incienso, de madera quemada. Frente a él había un campo de fútbol, fangoso y
abandonado, con las porterías torcidas; y más allá los pinos, altos, brillaban al sol. Se
estuvo mirándolos mucho tiempo, hasta que oscureció y sintió frío.
A partir de entonces, abrió la ventana cada vez que se sintió muy solo y muchas
veces estuvo a punto de que lo sorprendieran sin haber tenido tiempo para cerrarla.
Porque ahora lo visitaban con frecuencia sus interrogadores.
El joven piloto alemán había vuelto varias veces, pero sus visitas fueron cortas e
infructuosas. Un visitante más asiduo fué un Feldwebel con gafas y bigote a lo Hitler que
aseguraba haber sido camarero en Londres antes de la guerra. Hablaba mucho de
cuestiones sociales, de arte, del carácter de las diferentes naciones y de que Alemania no
odiaba a Inglaterra sino que, por el contrario, le había sorprendido mucho y se había
sentido herida cuando aquélla le declaró la guerra. También esto entraba en lo que le
había enseñado Pop Dawson y Peter pudo disfrutar de la charla sin caer en la trampa.
Un día le llevó el Feldwebel un trozo de salchicha sobre una rebanada de pan. Y le dijo
a Peter:
—Ya es tiempo de que lo trasladen a usted al campo de prisioneros. Aquí está usted
perdiendo sus energías.
—Amigo mío —dijo el Feldwebel mirándole a través de sus gruesos cristales—. Amigo
mío, ésta es una cuestión burocrática. Sí, de papeleo. Todos los oficiales que hay aquí
son profesores de Universidad. Tienen mentalidades estrechas y rutinarias y no pueden
ver las cosas como hombres de mundo. Les han enseñado que hay que rellenar los
formularios, pero una vez que los han rellenado, los olvidan. Sí, los olvidan por
completo. Los colocan en un archivo y nadie vuelve a ver esos papeles. Amigo mío, en
su propio interés le pido que llene esas hojas. Y entonces lo mandarán a usted al campo
central, donde encontrará usted a sus compañeros. En Alemania hay demasiado
formulismo. Hay que rellenar hojas para obtener cualquier cosa. Y si no se aviene usted
a ello, amigo mío, veo que se pudrirá usted en esta celda. —El hombre parecía estar
llorando de la pena que le inspiraba Peter y éste tuvo que hacer un esfuerzo y acordarse
de Pop Dawson para no ceder y escribir lo que pedían las hojas; hojas que, estaba
seguro de ello, llevaba el Feldwebel preparadas en su bolsillo interior.
Pronto aprendió a ahorrar una de las tres patatas que le daban para almorzar,
guardándola para comérsela por la noche. La mantenía caliente poniéndola encima del
radiador de metal al final de la celda.
Un día notó que tenía un vecino —por su acento, debía ser norteamericano o
canadiense— y era evidente que deseaba ir al water con grandísima urgencia. Cada vez
que caía la mano indicadora en el corredor —Peter la oía desde su celda— el prisionero
se ponía a pasear desesperadamente maldiciendo a gritos hasta que llegaba el carcelero
con su habitual “Toilette besetz... Kamarad”, o sea “El water está ocupado, camarada”. La
quinta vez que ocurrió esto oyó Peter gritar al prisionero: “Oye, ¿quién es ese tipo,
Konrad? Parece que se ha quedado a vivir en el water”.
Su vecino recibía también visitas del Servicio Secreto y una vez, en lo más exaltado
de una discusión, oyó Peter un ruido sordo como de un cuerpo humano caído al suelo.
Poco después trasladaron al norteamericano a algún otro sitio.
Todas las mañanas colocaba la mesa y el taburete sobre el camastro para tener más
espacio, se desnudaba hasta la cintura y realizaba ejercicios gimnásticos: una mezcla de
ejercicios respiratorios yogui y gimnasia sueca. Una vez entró un interrogador en la
celda mientras Peter se hallaba ocupado en estos solemnes ejercicios y, con gran
regocijo del inglés, el oficial alemán llamó al carcelero e hizo, intrigado, que registrara le
celda minuciosamente.
Una tarde, cuando estaba echado en la cama, notó la sombra que arrojaba sobre la
pared, por encima de su cabeza, el barrote central de la ventana. Después de verlo
mover a medida que el sol recorría el cielo, pensó en hacer un reloj. Cuando llegó el
desayuno a la mañana siguiente, hizo Peter una señal en la pared debajo de la sombra
con el tacón de su bota. Lo mismo hizo a medio día cuando le llevaron el almuerzo y a
la hora de la cena. Subdividió el espacio entre estas señales y completó así el reloj.
Luego descubrió que las comidas no llegaban siempre a la misma hora. Unas veces se
adelantaban una hora y otras se retrasaban también una hora. Lo cual destruyó la
eficacia del reloj.
A la décima mañana —las había contado marcando cada día una raya en el marco de
la ventana con el clip de metal que arrancó de la pared— le llevó el carcelero un libro.
Era una obra voluminosa y Peter empezó a leerla con toda calma. Como creía estar allí
para mucho tiempo, no quería saltarse ni una palabra para que le durase más la lectura.
Se demoraba en cada línea, buscando la intención del autor, criticando la elección de las
palabras y viviendo con intensidad la vida de los personajes del libro.
Había terminado el cuarto capítulo cuando entró un vigilante en la celda para
devolverle su uniforme y decirle que se preparase para ir al campo central. Lo
sorprendente resultó que ya no quería ir. La celda se le había hecho un sitio conocido,
familiar, que había cambiado imperceptiblemente de ser una prisión a convertirse en un
refugio. Preguntó si podía llevarse el libro, pero le respondieron que eso estaba streng
verboten (rigurosamente prohibido).
Resultaba excitante hallarse otra vez al aire libre después de la cargada atmósfera de
la celda con el permanente olor a desinfectante. El aire era fresco y cortante,
impregnado del aroma de los pinos que rodeaban al campo. A Peter le sorprendió la
nieve que cubría el suelo, le extrañó mucho ver los niños que jugaban y gritaban, todos
ellos con esquíes, alrededor de los prisioneros, mientras éstos recorrían los pocos
centenares de yardas que los separaban del campo situado en el valle. Los prisioneros
hablaban mucho entre ellos. A Peter le llegaban retazos de conversación en que se
disculpaban y explicaban lo que les había sucedido: —“Total, que se nos ocurrió pasar
sobre Hamburgo en el viaje de regreso...”, “... y nos atiborraron de plomo...”, “... el
navegante nos metió en Colonia”. “Y nos encontramos de pronto tan iluminados como
si hubiera sido mediodía”, “... desde luego, quisimos abrirnos paso, pero...”, “fué
absolutamente inútil...”
Junto a Peter iba un joven oficial del ejército, un capitán con uniforme caqui y barba
crecida, que tarareaba sin preocuparse de lo que hablaban los demás.
Bordeando la carretera había unas casas de madera a estilo de los chalets suizos, con
balcones que se extendían a todo lo largo del edificio. Parecían casitas de juguete y Peter
sentía ganas de entrar en ellas y ver lo que había dentro. Se figuraba que tendrían allí
manteles a cuadros y acogedores muebles de madera clara.
Los recién llegados fueron acogidos a la entrada del campo por un pequeño comité
de recepción que formaban los prisioneros más antiguos. Eran tres, cuyas desaliñadas
figuras hacían un curioso efecto esperando a los nuevos desgraciados para darles la
bienvenida. El primero —que parecía presidir a los otros— era un hombre de mediana
edad y de buena presencia que vestía una capa caqui atada al cuello con un broche de
metal y llevaba un gorro redondo de punto y zuecos. Se presentó como “el ayudante
inglés”. Los otros dos, dijo, eran el doctor y el Padre.
Mientras los otros se saludaban, miró Peter en torno suyo a los largos barracones de
madera pintados de verde con sus tejados cubiertos de nieve, las altas alambradas
dobles y las torretas de los centinelas que se elevaban sobre las alambradas. Mientras se
hallaban allí, un soldado británico, con camisa caqui sin cuello, salió de detrás de una
de las chozas tirando de un carro de madera de aspecto muy extraño en el que se
apilaban unas cajas vacías. Le habló en alemán al guardia de la puerta. Le hablaba
enérgicamente, diciéndole, era evidente, que abriera la puerta y que lo hiciera rápido. El
alemán obedeció con sorprendente docilidad.
Los condujo a la construcción más cercana, que parecía ser el teatro. Tenía al fondo
un escenario pero habían instalado allí el comedor. Pasaron a una habitación más
pequeña, también acondicionada para comedor pero con mesas más pequeñas y
manteles blancos.
—Ésta es la “república” de los oficiales —les dijo el ayudante—. Los soldados comen
en la habitación mayor. —Se corrigió en seguida—: Bueno, aquí sólo comen los
soldados de tránsito. Los mandos permanentes lo hacen en otra barraca.
Todo esto le sonaba a Peter a cosa familiar. Incluso allí, en el corazón de un país
enemigo, funcionaba el sistema de jerarquías y precedencias. Le hubiera gustado
hallarse de nuevo en la celda.
Cada uno de ellos cogió de una mesa un grueso jarro de barro y se sirvió té de un
gran recipiente. El té estaba cargado y muy dulce.
—Nos llega en los paquetes de la Cruz Roja —explicó el ayudante—. Esto nos sirve
para luchar contra el frío. Verdaderamente, es bastante bueno. No nos mandan
suficiente cantidad, pero lo que mandan es de buena calidad. Aquí llevamos un sistema
comunal para la comida —decía esto un poco a la defensiva— y las comidas las guisan
los asistentes. Estarán ustedes aquí unos diez días y luego los llevarán a un campo
permanente. Este sitio es sólo de paso.
—¿Qué posibilidades hay aquí de escaparse? —preguntó un oficial del ejército, muy
joven.
—Ni hablar de ello, muchacho. Aunque se escapara usted, esta nieve le denunciaría
al momento. Dejaría huellas por donde quiera que fuese. Les aconsejo que no piensen
en fugarse desde aquí. Es preferible que esperen a encontrarse en el campo permanente.
Y deben hacerlo en el verano, porque con este tiempo no irían lejos... ¿Qué tal van las
cosas en Inglaterra? ¿Dónde lo derribaron a usted?
—En Libia.
En los ojos del joven oficial se reflejó que aquello le divertía. Respondió:
—En un B. S. A.
—¡Ah! ¿De modo que es usted del ejército de tierra? —en su voz había una inmensa
condescendencia—. ¿Cómo diablos le mandaron a usted aquí? —Los ojos azules del
ayudante miraron glacialmente al otro.
—Bueno, lo cierto es que está usted ya aquí —dijo el Padre. Se volvió a Peter—: Y a
usted, joven, ¿cuándo lo capturaron?
Peter pensó entonces en el tiempo que había pasado en la celda tratando de aclarar
cuál de aquellos días había sido Navidad. Pero todo su encierro formaba una larga
cadena de días y noches, que se sucedían monótonamente:
—Supongo que la pasé en la celda, pero no podría saber qué día fué.
—Aquí los días son todos iguales —murmuró el médico sentándose en uno de los
bancos—. Llevo dieciocho meses aquí. A veces creo que han sido dieciocho años y en
algunos momentos creo en cambio que sólo fueron dieciocho días. Es asombroso cómo
corre el tiempo cuando se instala uno en un sitio.
—Creí que esto era un campo de tránsito —hablaba otra vez el capitán del ejército.
Había cierta sequedad en sus palabras.
—Es que nosotros constituimos el mando permanente. Somos los encargados de
pasarlos a ustedes al campo de los pukka. Como fuimos los primeros en llegar, nos
dieron estos puestos.
El capitán lo miró por encima de su taza de té, pero no llegó a decir nada.
—Pché. Unos son buenos y otros malos —le respondió el ayudante—. Si tienen
ustedes la suerte de ir a uno de los buenos, tendrán juegos, funciones de teatro,
barracones bien acondicionados... Sinceramente, no están mal.
—Pues... no. Pero nos lo han contado. ¿Quieren ustedes otra taza de té?
—El día de Navidad acudieron muchos al servicio religioso —le dijo el Padre a Peter,
a quien había cogido del brazo—. ¿Es usted creyente?
—Todo esto lo manda la Cruz Roja. Luego firmarán ustedes, porque supongo que
esto se lo descontarán a ustedes allá de los sueldos. Supongo que ahora les gustará
tomar un baño.
El agua estaba caliente. Peter se quitó la ropa interior, muy sucia, y permaneció
durante unos veinte minutos bajo la ducha dándose jabón y dejando que el agua
caliente le empapara bien la cabeza y el cuerpo. La habitación se llenó del vapor de las
doce duchas. El tamborileo del agua que caía se mezclaba con trozos de canciones, y
pasaban cuerpos enrojecidos llamándose a gritos. Peter volvió a sentirse a gusto. Si
podía darse una ducha como aquélla todos los días, mejorarían las cosas. Se estuvo el
mayor tiempo posible por el temor de que sólo le dejaran ducharse una vez a la semana.
Permaneció bajo el agua caliente hasta que estuvo bien empapado y con la piel
coloreada de tanto calor. Luego dió salida al agua fría, que le hizo castañear los dientes.
Se secó con la toalla nueva y, dirigiéndose al lavabo sujeto a la pared, se lavó los dientes
con su flamante cepillo. Tardó en esta operación por lo menos diez minutos y después
se afeitó con el mismo cuidado que si hubiera tenido que ir a un baile. Le produjo una
sensación magnífica este afeitado con una hoja nueva. Era una delicia sentir que los
duros pelos de la barba desaparecían inmediatamente bajo el agudo filo. Después de
afeitarse se vistió con la ropa limpia que le habían dado y volvió a la habitación donde,
según le había dicho el ayudante, podía disponer de una cama.
Había seis camas en aquella estancia. En una de ellas estaba sentado el capitán del
ejército secándose el cabello.
—Creo que todas están libres. —Dejó de frotarse la cabeza y añadió—: Me pareció
preferible ésta, pero no me importa dejársela si le gusta estar cerca de la puerta.
—No, gracias. Me da lo mismo —le dijo Peter—. Me quedaré con ésta —colocó su
ropa en una de las camas próximas a la ventana—. Me llamo Howard. Peter Howard.
—Eso del mando permanente. He hablado con uno que lleva aquí varios días. Dice
que esos oficiales comen aparte y les dan raciones especiales y muchas ventajas. ¡Mando
permanente! Lo curioso es que se les ve en seguida. Ese maldito ayudante rezuma
orgullo. —Clinton rebosaba de juvenil indignación, con la toalla entre sus manos finas y
tostadas. Daba la impresión de un hombre demasiado joven y vital para que lo
encerraran en esta atmósfera estéril.
—Eso no es más que una disculpa, y hay que tener cuidado de que esta actitud no se
convierta en un freno continuo. —Se puso en pie y empezó a arreglarse la cama—. En
cuanto vea la menor oportunidad, saldré de aquí.
Mientras se dirigía hacia el barracón final, donde, según le había dicho el ayudante,
encontraría a sus compañeros de tripulación, pensaba Peter en John Clinton y en su
juvenil indignación. También él había sido así en tiempos. Pero ahora, a los treinta años,
se había hecho más tolerante. Llegó a la conclusión de que Clinton no tendría más de
veintidós o veintitrés años. Seguramente habría ido directamente de la Universidad al
Ejército.
Peter entró. Todos sus compañeros se encontraban allí y se alegró de estar con ellos
de nuevo, pero se sentía molesto de que su categoría de oficial le permitiera vivir en
condiciones mucho mejores. Ya había experimentado esta molesta sensación en
Inglaterra —a pesar de haber compartido con ellos el mismo bombardero— cuando la
observancia de las jerarquías ordenaba que durmieran y comieran en diferentes
secciones. Aquí, rodeados por el enemigo, parecía aún más absurdo.
Wally le dejó sitio cerca de la estufa. Estaba guisando algo en una lata cuyo
contenido movía a intervalos con un palito.
Peter fué sintiendo cómo le envolvía la cordialidad de sus compañeros con más
fuerza que todas las diferencias de condición debidas a la jerarquía militar:
—Pues sí, estuve a punto de escapar —les dijo—. Llegué a entrar en Holanda pero
me pescaron. Tuve yo la culpa, por andar al descubierto a plena luz del día. Y a
vosotros, chicos, ¿qué os pasó?
—Se le cayeron las botas —explicó Wally—. Sí, se le cayeron las botas al abrirse el
paracaídas y el tonto anduvo por ahí dos noches en calcetines.
—Bueno, pero es que cuando lo cogieron le hicieron andar siete millas en calcetines
—dijo Mac en broma.
—El suelo era bastante blando —suspiró Junior adoptando una posición más cómoda
en su camastro—. De todos modos, me las arreglé mejor que Mac.
Mac tenía una fea cicatriz en la frente y uno de sus ojos se le estaba volviendo
amarillo. Evidentemente, poco antes había estado negro.
—Muy sencillo: caí sobre un árbol. El paracaídas se enredó en las ramas de arriba y
me dejó colgando a unos quince pies del suelo.
—Me figuré que estaba en Holanda y me dirigí tranquilamente a una granja cercana
donde pedí de comer —miró resentido a Peter—. ¿Qué crees que pasó entonces? Pues
que el hijo de tal a quien le pedí comida me contestó con un directo al ojo. Me di cuenta
de que no les era grata mi presencia y llegué a la conclusión de que no me encontraba
en Holanda. El hombre empezó a gritarme en alemán, de modo que salí corriendo lo
más ligero que pude. Después de la guerra vendré a buscar a este tipejo... —Se acarició
tiernamente el ojo hinchado—. ¡Maldita sea...! Después penetré en un bosque y me
dirigí hacia el oeste. Seguí así un par de días hasta que me pescaron unos fulanos
vestidos de verde. Quise escaparme pero empezaron a disparar, tropecé con una raíz y
me caí cuan largo soy. Pensé que lo mejor era quedarme quietecito allí tumbado.
¿Cuánto tiempo te han tenido en la celda, Peter?
—Tengo aquí unas cosillas —Mac se abrió paso por entre la ropa tendida en la
habitación y sacó de uno de los cajones de madera unas cuantas galletas y un pedazo de
queso—. Me lo ha dado Aussie en la cocina. —Las galletas estaban sucias y el trozo de
queso lo habían mordido por un pico, pero Peter aceptó encantado el obsequio.
—Un momento, Peter; estamos haciendo un brebaje. Te vendrá bien para tomarlo
con el queso. Dame una taza, Teddy.
El mecánico le entregó dos jarritas de las que habían usado para tomar el té por la
mañana. Eran de barro, de las que se suelen utilizar para la cerveza. Wally las llenó del
lechoso líquido.
Wally se rió:
—Lo siento, Peter, pero creí que diciéndole eso nos evitaríamos muchas preguntas
molestas. Se enfadó conmigo. Le dije que nuestro aparato era un Anson. —Le entregó a
Peter una de las jarritas humeantes y, abriendo la portezuela de la estufa, sacó media
docena de patatas que se estaban asando allí.
—Sí, yo soy algo así como el comisario —replicó Mac mientras distribuía las patatas
calientes entre los sargentos—. En un sitio como éste se necesita un sindicato.
—Nos trasladarán a Lamsdorf dentro de pocos días —dijo Wally—. Hemos decidido
no separarnos.
—Eso está muy bien —dijo Peter—. Yo, en cambio, no sé todavía a dónde me
llevarán.
—Tú irás a un campo de oficiales —dijo Mac sin amargura—. Tendrás que cuidar de
ti mismo, Peter. Si no lo haces tú, nadie se encargará de ello.
—No hay la menor esperanza —respondió Mac—. Nos aguantaremos hasta que
termine la guerra.
—Ése fué el mismo que me visitó a mí —intervino Teddy, el mecánico, que procedía
de Glasgow—. Me preguntó si me gustaría dirigirle unas palabras a mi gente por la
radio, pero le contesté que mi familia no tenía radio en casa y no podrían oírme.
—Tuve poca suerte. Cuando se dió la serial de tirarnos, busqué mi paracaídas. Podría
haber jurado que lo había dejado en su sitio, en la cola. Pero cuando fui por él, no estaba
allí. Además, hacía un calor insoportable allí atrás. De manera que fuí y pensé unos
instantes y me dije: “Me lo he dejado junto a la escotilla de escape cuando subimos al
aparato.” Mi idea había sido ponerlo después en su sitio, pero se me olvidó. Quise
llegar hasta donde lo había dejado pero las llamas no me dejaban dar un paso. Tuve que
ir gateando y allí estaba balanceándose en el borde de la escotilla abierta. Creí que iba a
caerse de un momento a otro. Todos vosotros os habíais marchado hacía un siglo
excepto Wally, que estaba sentado en su sitio con toda calma manteniendo el aparato en
equilibrio. Cuando por fin pude ponerme el paracaídas y tirarme estaba a quinientos
pies del suelo, de manera que me di un porrazo que me dejó sin sentido y cuando lo
recobré estaba rodeado de soldados alemanes.
Peter se volvió hacia Wally para preguntarle lo que más le interesaba. Parecía
imposible que el piloto hubiera salido vivo del aparato en llamas:
—No salí del aparato. Creí que me iba a estrellar cuando vi de pronto un lago y me
tiré a él.
A la hora de almorzar encontró Peter un sitio junto a John Clinton, que era uno de los
pocos prisioneros que vestían de caqui. Los de las fuerzas norteamericanas habían
cambiado el dril caqui por la sarga azul de la R. A. F. que vestían los suboficiales y la
escena le recordaba a Peter sus primeros días en la unidad de instrucción. La
conversación giraba casi exclusivamente en torno a la aviación y Peter sentía simpatía
por aquel militar silencioso que tenía al lado. Le preguntó:
—Por vía aérea —respondió el capitán con una mueca—. Siento decirlo, pero es la
primera vez que he volado.
—No crea usted que la mayoría de éstos han volado mucho más que usted. Mientras
más hablan de ello, menos tiempo han pasado en el aire.
—Ya me lo figuraba. Nunca me ha parecido bien que se hable tanto de estas cosas.
—En la otra guerra, en la del 14, se hablaba menos. ¿Quién es ese que está en la
cabecera de la mesa? —El individuo venía intrigando a Peter desde que entró en el
comedor. Tenía una cara que parecía cincelada de mala manera en roca caliza. Una de
sus orejas era de las llamadas “de coliflor”, como las que tienen los boxeadores. Vestía
un “mono” camuflado de los que usan las unidades de paracaidistas.
—Es un oficial médico —le aclaró John Clinton—. Le han asignado una cama en
nuestro cuarto. Es un individuo muy extraño. Trae una maleta llena de material
quirúrgico.
—Es muy útil para nosotros tener a mano un cirujano. A lo mejor tiene también
tabletas alimenticias.
—En nuestro cuarto pensamos abrir un túnel. Querríamos saber si usted está
dispuesto a unirse a nosotros.
—Pueden ustedes contar conmigo —Peter miró al médico, que comía en silencio en
la cabecera de la mesa. Parecía un hombre metódico y decidido, incluso inflexible—. Lo
curioso es que no tiene aire de médico —dijo.
—Empezó como boxeador —le explicó Clinton— y luego decidió hacerse médico.
Estudió y logró lo que se proponía. Cuando empezó la guerra trabajaba en una misión
médica en los barrios pobres de Londres. Es la persona más amable que he conocido.
—Pero su aspecto...
—No importa. Es tan fuerte que puede permitirse el lujo de ser amable, como esos
perros enormes...
—He estado hablando con el oficial médico alemán —explicó— y me dijo que si lo
solicito me pueden trasladar a uno de los hospitales para prisioneros de guerra. Me
llevarían vigilado por un guardia o, todo lo más, dos. Creo que tengo más posibilidades
aceptando eso que permaneciendo con vosotros. Lo malo es que, si no consigo dar el
salto por el camino, una vez entre en el hospital estaré bajo palabra de honor y no podré
escaparme. Esto me preocupa. No sé qué hacer.
El doctor se rió:
—Ésa es una idea de Clinton. La verdad es que no tenemos ninguna probabilidad de
terminarlo. No hay tiempo. El oficial médico alemán me dijo que dentro de unos
cuantos días nos trasladarán a todos. Sería preferible que saltaran ustedes del tren en
que los trasladen y que abandonen lo del túnel. Hace falta mucho tiempo para
realizarlo.
—Cuando me trajeron aquí, hice un largo viaje en tren —les contó Peter—. No es tan
fácil saltar de un tren como usted se figura. Le vigilan a uno sin cesar. Además, aunque
lograra uno escaparse, no hay que olvidar el uniforme. Creo que lo mejor sería abrir un
túnel en el campo a donde nos lleven. Así habría tiempo de preparar ropa adecuada y
todo lo demás que hiciera falta.
—Yo no estoy dispuesto a que me lleven a un campo permanente. Tengo que huir
antes. —John parecía desesperado.
—Hombre, no sé...
—Sí, sí. En los campos permanentes hay millares de individuos. Escaparse de allí es
casi imposible.
—Lo harán, lo harán. —Clinton se paseaba a un paso terrible por el sendero que daba
la vuelta al campo bordeando por dentro la alambrada. Andaba con tanta rapidez y
energía como si ya estuviera emprendiendo la fuga—. Le digo que no haga usted caso
de esos proyectos. La mayoría de ellos están atontados al principio pero luego cambian
de idea. El momento adecuado para escaparse es ahora. Luego será demasiado tarde.
—He hablado también con el ayudante —dijo Peter—. Sigue recomendándonos que
esperemos hasta encontrarnos en el campo permanente.
—A ése debían formarle consejo de guerra —dijo Clinton, que iba ya casi corriendo
—. Debemos batir el hierro mientras esté caliente.
Aquella tarde hubo un concierto, organizado por el mando permanente, en el
comedor. Sentado allí, en un duro banco de madera y mientras escuchaba la orquesta
de jazz, bastante buena por cierto, pensaba Peter que lo mismo podría estar en cualquier
aeródromo de Inglaterra. Las mismas canciones, los mismos arreglos sinfónicos de
piezas de baile, los mismos coros sentimentales... Durante el descanso hubo convite de
cerveza alemana. La segunda parte del concierto era ya más pretenciosa, al principio
nostálgica y sentimental y luego grosera y obscena con canciones como Salomé y Mi
hermano Silvestre. Fué una buena tarde en que lo único desagradable para Peter resultó
una canción compuesta por los prisioneros y titulada Cuando termine la guerra. El
derrotismo que se desprendía de su letra convenció a Peter de que todavía tenían que
luchar contra muchas cosas.
Según la canción lo único posible era esperar a que terminase la guerra. Luego “las
luces volverían a encenderse” y cada uno se encontraría de nuevo en su casa. Por lo
visto, después no habría que preocuparse de nada.
Peter escogió un par de los instrumentos más afilados. No tenía ni la menor idea de
cómo habría de usarlos, pero le pareció descortés no coger algo.
—Además voy a coger un par de vendas que pueden hacerme falta algún día. Y, si
tiene usted Benzedrine, me vendrían muy bien unas tabletas. Podría necesitarlas para
estar bien despierto.
El médico le dió las vendas y las tabletas y se metió en la cama, arropándose bien:
Durante los días siguientes, Peter vagaba desconsolado por el campo o charlaba con
sus compañeros de encierro. Había una buena biblioteca en la “república” de los
sargentos pero ahora que podía leer le era imposible sentarse tranquilamente a hacerlo.
No había manera de encontrar la ocasión perfecta para fugarse; sin embargo, Peter no
hacía más que dar vueltas en torno a la alambrada examinándola discretamente. En
realidad, él sabía muy bien que aquél era trabajo perdido. La mayoría de sus
compañeros parecían contagiados de su inquietud.
Al fondo del barracón había un cuarto que los prisioneros llamaban la antesala. Era
una estancia bien amueblada y decorada con pinturas murales que se había entretenido
en hacer un prisionero que pasó una temporada en ese campo. Representaban en su
mayor parte escenas de cabaret y campestres, unos dibujos que, en un bar de Londres,
quizás ni los hubiera visto Peter, pero que allí le llenaban de nostalgia.
Todas las mañanas, después del desayuno, se precipitaban los prisioneros para
encontrar sitio en las pocas sillas de la antesala y allí se pasaban el día explicándose
unos a otros incansablemente cómo los habían derribado, cómo los capturaron, etc.
Llegó a convertirse aquella habitación en una especie de confesionario en el cual, a
fuerza de hablar, se libraban del horror y de la sensación de fracaso que les había dejado
su captura. Peter llegó a la conclusión de que casi todos ellos habían salido con vida por
una chiripa; unos tranquilamente, casi de un modo imperceptible, como le había
ocurrido a él; y otros en circunstancias horribles. Todos habían reaccionado de alguna
manera. Unos retirándose a su propia intimidad, otros discutiendo a voces y
exaltándose. Pero precisamente los más callados y tranquilos eran los que se
despertaban de noche dando grandes alaridos.
Algunos de ellos no sabían con exactitud dónde habían caído. Casi siempre era una
historia de reflectores, de metralla antiaérea, del insoportable olor a cordita quemada, el
miedo creciente, y luego las implacables llamas, el humo negro y asfixiante y la
mareante sacudida del paracaídas al abrirse.
No todos habían aterrizado con paracaídas. Algunos lo habían hecho en los mismos
aviones. A algunos los habían sacado de las llamas sus compañeros y a otros los
salvaron los propios soldados alemanes. Uno había llegado a tierra, desde una altura de
siete mil pies, colgado boca abajo del correaje de su paracaídas. Otro no pudo moverse
de su asiento, retenido por la fuerza centrífuga, cuando el aparato se precipitó hacia
tierra. Luego el avión se hizo pedazos en el aire y él salió disparado con la suficiente
consciencia para tirar de la cuerda de su paracaídas antes de desmayarse. Cuando se
despertó hallábase en un campo labrado y tenía la ropa quemada. Pero no se había
hecho daño alguno.
Allí, en Dulag-Luft, fué donde Peter escribió la primera carta a su casa; una carta
difícil, pues no podía explicar cómo había llegado a encontrarse allí ni nada referente a
sus capturadores. Pidió su ropa interior de abrigo y contó una serie de vulgaridades y
de referencias veladas con las que esperaba tranquilizar a su madre, que sabría
interpretar aquellas palabras. También le escribió a Roy diciéndole que su tripulación
estaba de acuerdo en que se quedara él con el auto.
Pocos días después salieron los sargentos para Lamsdorf. Mientras los veía marchar,
sintió Peter que perdía el último eslabón que lo unía con el mundo conocido. Al
quedarse solo, no supo qué hacer. No se sentía con fuerzas para sumarse a las tertulias
de la antesala. Allí era todo tan mezquino, tan sórdido, aquellas discusiones sobre si a
uno le habían dado una rebanada de pan un poco mayor que a otro, aquel precipitarse
para conseguir una silla... Y lo malo era que todo aquello resultaba contagioso y el
mismo Peter acababa realizando muchas cosas de las que censuraba en su interior. En
verdad, lo mismo le había ocurrido cuando se alistó; una multitud de adultos reunidos
accidentalmente, sin lealtades comunes ni vínculos de ninguna clase. Después, cuando
empezaron el curso de navegación aérea tuvieron por lo menos el objetivo común de los
exámenes para la graduación, pero ahora no tenían nada. Ni siquiera la remota
finalidad de procurar ganar la guerra. El porvenir se presentaba gris e interminable.
Una infinita charla sobre cosas estúpidas, una infinita preocupación por el
racionamiento y una absoluta falta de independencia a causa de la vida en racimo. Se
metió las manos en los bolsillos del pantalón y dió otra vuelta a la alambrada. Llevaba
la cabeza baja y los hombros encogidos: la actitud típica del pobre prisionero de guerra
que ha perdido toda esperanza.
Aquella noche se enteró de que el médico paracaidista se había matado al tirarse del
tren mientras lo conducían al hospital de Obersmassfeld.
CAPÍTULO VI
Todas las semanas ponían en el tablón de anuncios del comedor una lista con los
nombres de los que iban a pasar a un campo permanente. A esto le llamaban la
“purga”. Aquella semana la “purga” fué destinada al Oflag XXI B en Polonia y el
nombre de Peter se hallaba en la lista. Se alegró al ver que John Clinton iría con él.
Había algo en la seguridad en sí mismo de aquel joven oficial del ejército que se había
ganado el respeto de Peter. Una vez pasado el primer arrechucho de pánico ante la
perspectiva de otro campo desconocido, Peter se tranquilizó y pasaba casi todo el
tiempo leyendo. Parecía como si hubiera cambiado por completo de actitud mental,
pero seguía controlándose. Sabía que su estancia en aquel campo era muy breve y que
llegaría el tiempo en que se concentraría por completo en el problema de la fuga.
En cuanto supo que por fin se marchaban, empezó a pensar intensamente en la mejor
manera de fugarse. Las largas horas de la noche pasadas reprochándose lo que él
consideraba su vergonzosa captura le había transformado su desesperación de los
primeros días en una fría resolución. Convencido de que no había sabido aprovechar
sus oportunidades y negándose a disculparse a sí mismo, se juró no fallar esta vez.
Por fin quedó reunida la expedición fuera de los barracones, cada uno con su
equipaje. Peter quedó asombrado de la cantidad de cosas que algunos de los prisioneros
habían almacenado en tan poco tiempo. Les hicieron andar hasta la estación, situada a
varias millas, y Peter se alegró de haber decidido ir ligero de equipaje.
John Clinton llevaba todas sus cosas en los bolsillos, incluyendo un libro que había
cogido de la biblioteca. Marchaba con una divertida expresión en sus ojos.
—Quizás hayan sido prudentes. No sabemos adónde nos van a llevar. —Y al decir
esto, se cambió Peter su pequeño envoltorio—. Quizás no sea tan disparatado llevarse
algo para empezar a vivir. Pudiera resultar un campo nuevecito, sin nada preparado
todavía.
—No tiene sentido prepararse como para establecerse allí —murmuró Clinton—. Si
te instalas con esa idea, te faltarán ánimos para escaparte. ¡Mira a aquel fulano! —y
señaló a un corpulento artillero de aviación llamado Saunders, que mantenía
difícilmente el equilibrio bajo el peso de un gran lío sujeto con una manta. Tenía
grandes bigotes y llevaba casco “balaclava” y botas de aviador.
—Es igual. Demuestra que se prepara para pasar todo el tiempo que sea preciso.
—¿Hay alguien más para Margate? —gritó Saunders, dispuesto a animar el viaje.
Dos horas más tarde no se había movido aún el tren de la estación. Había hecho
varias falsas arrancadas, pero siempre volvía a su posición primitiva. Por fin, como si
estuviera ya satisfecho de la lección de paciencia que les había dado a los prisioneros,
lanzó un silbido que parecía irónico y se puso en marcha lentamente.
A veces se detenía el tren sin razón aparente, a muchas millas de una estación. En
cada una de estas paradas, los soldados alemanes se apeaban y, situándose a los lados
de la vía, apuntaban con sus fusiles hacia los coches hasta que el tren volvía a ponerse
en marcha. Cada vez que el tren se detenía, Peter concentraba todas sus energías,
dispuesto a escaparse en el primer instante propicio, pero todas las veces se convencía
de que era imposible. A los extremos de cada coche habían instalado unas garitas
dotadas de ametralladoras.
... Largas horas de parada en las estaciones, con una multitud de curiosos agolpada
para mirarlos como se mira a los criminales que llevan detenidos... Entumecimiento, un
fastidio inmenso... Hambre, sed... La angustia de saber que por fuera de las ventanillas
se extendía un dorado paisaje bajo el sol de invierno, y, de vez en cuando, algún canal o
un arroyo de curso vacilante... Sabiéndolo, pero sin poderlo ver porque las ventanillas
estaban ahumadas y ellos no podían ni siquiera limpiarlas... Sabían que pasaban sobre
un río ancho surcado por embarcaciones, lo sabían por el hueco estruendo del tren
sobre un puente...
Cuando John Clinton acabó de leer su libro, que a los demás no les interesaba...
porque eran versos en latín, resultó ser un ameno compañero de viaje. Les contó que
había nacido en Malaya, que su padre era dueño de una plantación de goma y que
había vivido allí hasta que lo mandaron a estudiar a Inglaterra. Precisamente acababa
de ingresar en la Universidad de Oxford cuando estalló la guerra. Entonces, se apresuró
a alistarse en el Ejército. Los tuvo varias horas distraídos contándoles historias de su
asistente, que le vigilaba implacablemente para ver si se cambiaba de calcetines y de
ropa interior, que le administraba laxantes que él no necesitaba y escribía todas las
semanas una carta a la madre de John contándole minuciosamente cómo le iba a su hijo.
De tarde en tarde recibía la madre una carta encabezada en estos términos: “Señora: le
alegrará saber que hemos sido ascendidos y somos ya capitanes...”, o bien: “Señora:
nuestras camisas están ya un poquito gastadas...”. A Clinton le había divertido la vida
que llevó en el Ejército; y hablaba con buen humor de los soldados que había tenido a
sus órdenes. Peter llegó a la conclusión de que, si quería buscar un compañero para
escaparse, no lo encontraría mejor que John Clinton.
—A mí, en cambio, lo que me vendría bien sería una lata de spam —dijo Peter.
Pero los cuatro se pasaban muchas horas en silencio intentando dormir o sumidos en
sus pensamientos.
—... creo que luego habrá muchas oportunidades. Estudiaré Derecho o algo así.
—... entonces apareció por entre las nubes cuando menos lo esperaba y nos derribó...
Al tercer día se habían comido ya sus raciones y Peter había renunciado a sus
esperanzas de escaparse. Cogió los alimentos que había escondido en su capote y los
distribuyó con su grupo. Siguiendo su ejemplo, John Clinton sacó también sus reservas
y, como Peter, las repartió entre ellos cuatro. “Más vale comérselo a que nos lo quiten
los alemanes”, dijo. Miraron a los otros dos compañeros para ver cómo reaccionaban,
pero pensaran escaparse o no, no debían de tener comida.
A última hora de la tarde del cuarto día, el tren hizo una de sus paradas en un
apeadero, pero esta vez era diferente. La escolta bajó del tren gritando:
Mirando por la puerta abierta vió Peter que los rodeaba un cordón de soldados con
casco de acero y armados de fusiles ametralladoras.
—Muy bien —dijo Saunders—. Veo que nos rinden honores militares.
Cuando salieron del tren estaba oscureciendo. Caía una llovizna helada que les
salpicaba los capotes y les impedía ver. Hacía más frío que en Frankfort y Peter sólo
veía una sábana de nieve.
Una carretera les condujo, a través de una inhóspita llanura, a un pueblo cuyas
escasas y pálidas luces parpadeaban entre la nieve que caía. El camino era sólo una
vereda, deshecha por los carros, pero que mejoraba al acercarse al pueblo hasta
convertirse en una carretera bastante aceptable. Pronto sintieron las piedras que la
pavimentaban. Los guardias —había casi tantos como prisioneros— marchaban al lado
de éstos con sus fusiles-ametralladoras dispuestos a disparar, mientras que delante y
detrás de la columna iban camiones con focos y ametralladoras. Al acercarse al pueblo,
varios de los hombres que encabezaban la columna empezaron a cantar. La canción fué
contagiándolos a todos hasta que el grupo entero cantaba. Peter, que marchaba en
silencio y con cierta sensación embarazosa por no unirse al coro, creía que cantaban
para demostrarles a los pueblerinos que a pesar de haber sido capturados, no se sentían
derrotados. Se alegró de que no hubieran escogido una canción patriótica sino el
Bendícelos a todos.
Dejaron el pueblo atrás y subieron por una larga pendiente, resbalando muchos de
ellos por el hielo. Estaban ya tan cansados que dejaron de cantar. Vieron por fin las
luces del campo, el gran círculo de arcos voltaicos y los reflectores que barrían
lentamente el vacío recinto. Cuando estuvieron más cerca, uno de los reflectores se
dirigió a ellos ofuscándoles la vista y extendiendo interminables sombras en la lisa
superficie nevada. La potente luz ponía en relieve sus pálidos rostros, las barbas de
varios días, las bufandas enrolladas de cualquier modo por la cabeza y los petates que
llevaban al hombro.
Una vez registrado el último prisionero, los llevaron a todos a una amplia estancia,
una especie de vestíbulo donde fueron confiados al oficial británico. Había varias mesas
con hojas para rellenar. A los recién llegados les dieron una taza de té y dos rebanadas
de pan negro untadas con una leve capa de mermelada, a cada uno. Después de este
pequeño refrigerio les dirigió una alocución el seco capitán inglés. Su rostro arrugado
reflejaba cansancio y fastidio bajo su gastada gorra de servicio:
—Caballeros, antes de que los instalen a ustedes quisiera decirles unas palabras sobre
el régimen de este campo. Su organización es sencilla y quiero que siga siéndolo. Yo,
como oficial mayor británico, soy responsable ante las autoridades alemanas de todo lo
que ocurra en este campo; pero de esto ya les hablaré más tarde.
”El edificio en que se encuentran ustedes se llama la Casa Blanca. Fué en tiempos un
reformatorio, y hasta ahora no han dormido aquí prisioneros. Se emplea como teatro,
sala de conferencias y biblioteca. Normalmente, no se permite la entrada en él a los
prisioneros una vez oscurecido.
”Hay diez barracones en este recinto. Cada barracón se divide en doce grupos. Cada
grupo está formado por ocho oficiales. Manda cada barracón un comandante o un jefe
de escuadrilla. Cada grupo tiene su oficial mayor, responsable ante el comandante del
barracón de la conducta de su grupo.
”No tendrán ustedes que pasar mucho tiempo en este campo para darse cuenta de
que todas nuestras energías se dedican a una guerra incesante contra el enemigo: para
llevar a cabo esta guerra, es esencial que tengamos un espíritu de lealtad y de servicio.
Ese espíritu lo encontrarán ustedes en este campo.
”Nuestra principal actividad es... la fuga. No olviden ustedes que hay aquí hombres
que intentan escaparse desde que fueron capturados. Ahora mismo, está en marcha la
construcción de un túnel en dirección a la alambrada. Ya está a medio camino. No, no se
alarmen ustedes. Puedo hablar con toda libertad. Los guardias se han marchado y
tenemos “avisadores” en cada ventana. Les digo esto porque quiero prevenirles contra
los intentos imprudentes de fuga. Si quieren ustedes aprovechar la primera ocasión que
se les ofrezca sin detenerse a considerar el pro y el contra, lo más seguro es que
fracasen. Pero eso no importa; lo importante es que al fracasar pueden ustedes dejar al
descubierto otro plan muy estudiado y que hubiera podido triunfar de no ser por la
precipitación y la imprudencia de algunos.
”En este campo hay un cuerpo especial de oficiales, el Comité de Fuga. Su tarea
consiste en coordinar y ayudar a los que procuran escaparse. Si tienen ustedes una idea,
comuníquensela a ellos. No teman que al hacerlo pierdan el control de su plan. Cada
plan pertenece al que lo propone y, si da buen resultado, él será el primero en
escaparse. El Comité de Fuga se ocupa de los pasaportes falsificados y los trajes de
paisano. Contamos con secciones especiales encargadas de esas cosas. Repito que si
tienen ustedes alguna idea, acudan con ella al Comité. Lo constituyen hombres de gran
experiencia que pueden serles a ustedes de positiva ayuda.
”Por supuesto, los alemanes tienen aquí también su vigilancia. Le llaman la Abwehr.
Utilizan individuos especialmente entrenados a los que llamamos “hurones”. Los
reconocerán ustedes en el campo por sus monos azules y sus largos pinchos de acero.
Son peligrosos. Todos ellos hablan inglés y están especializados en descubrir las
actividades de fuga. Lo mismo pueden encontrarlos ustedes escondidos debajo de los
suelos de los barracones que en el tejado o escuchando por el ojo de la cerradura y en
las ventanas. Tengan mucho cuidado con ellos.
”Si intentan ustedes escaparse —y espero que lo hagan— verán que es una tarea muy
ingrata. Pero siempre ejerce una gran función: levantar la moral de los compañeros.
Todos piensan que mientras hay en marcha un intento de fuga estamos realizando algo
contra el enemigo y no nos limitamos a vegetar. Como ya les dije, existe un magnífico
espíritu de disciplina en este campo. Espero que, con la llegada de ustedes, sea aún
mejor ese espíritu.”
Cuando el capitán se marchó, la nueva hornada fué dividida en grupos para ser
distribuida entre los diez barracones. Peter y John Clinton formaron un grupo con
Saunders, el artillero y Hugo, el inmaculado teniente aviador. Mientras se dirigían a su
barracón, pensaba Peter que el capitán inglés les había infundido mucho ánimo. Era un
hombre que tenía algo positivo que ofrecer, un hombre a quien se podía seguir. ¡Qué
diferencia entre esto y el blando oportunismo del Dulag-Luft! Casi estaba contento otra
vez, impaciente por tomar parte en la guerra que continuaba en este campo.
Seguía nevando. Los tejados de los barracones estaban cubiertos de nieve. La puerta
de su barracón estaba cerrada con cerrojo y una barra atravesada. Peter notó que era
una cerradura moderna y que la traviesa de madera tenía cuatro pulgadas de grosor y
la sujetaban dos soportes de hierro. El guardia abrió la puerta y los hizo pasar a un
pequeño vestíbulo. El olor que ya les era familiar y que tanto les había sorprendido
durante sus primeros días en el Dulag-Luft, les anunciaba lo que iban a encontrar detrás
de la puerta que había al fondo del vestíbulo. Era un olor a desinfectantes alemanes
para prisioneros de guerra. Había otras dos puertas dobles a su derecha que abrieron
los guardias sin ninguna ceremonia.
Después del aire fresco de la noche, el ambiente cargado de aquella habitación oscura
resultaba irrespirable. Por entre el humo y el vapor, vió Peter varias filas de literas que
disminuían en la confusa perspectiva. Cuando sus ojos se acostumbraron al humo,
comprendió que las literas habían sido separadas de las paredes para formar una serie
de pequeñas habitaciones. En cada una de éstas había una mesa de madera en la que
una lámpara de fabricación casera proyectaba un débil resplandor rojizo. El humo de
estas lámparas de petróleo se unía al vapor que despedía la ropa puesta a secar en
tendederos improvisados. El suelo de cemento presentaba charcos formados por el agua
que goteaba incesantemente de la ropa tendida. Había ventanas en cada una de las
paredes laterales que estaban tapadas por fuera con postigos especiales. No parecía
haber la menor ventilación.
En torno a cada mesita jugaba a las cartas un grupo de prisioneros y algunos
intentaban leer a la escasísima luz de las lamparillas que arrojaban siniestras y
disformes sombras sobre las paredes. Esas paredes habían sido blancas pero eran ya
grises y estaban manchadas de humo y humedad. La mayoría de los hombres tenían
barbas, el cabello muy largo y calzaban zuecos de madera o, sentados en sus literas, se
cubrían los hombros con las mantas y aparecían fantasmales en la penumbra. El
zumbido de las conversaciones se interrumpió en seco con la entrada de los nuevos.
Una figura se destacó de las sombras y avanzó hacia ellos. Llevaba una guerrera de la
R. A. F. muy usada, en la cual, bajo la insignia de piloto, aparecía la cinta del D. F. C. En
las mangas tenía los tres anillos de coronel. Era moreno y barbudo y calzaba unos
descomunales zuecos que producían un gran ruido en el suelo de cemento.
—Sí, señor.
—Muy bien. Siento que no tengamos luz. Creo que la volverán a dar. Ha sido una
represalia de los goons. Me llamo Stewart. Mal viaje, ¿verdad?
Stewart los condujo por el pasadizo central, formado por estrechas tablas que
ocultaban las habitaciones. Peter, mirando por las rendijas, vió que los grupos estaban
divididos por literas que formaban ángulo recto con la pared. Cada grupo tenía una
mesa y dos largos bancos de madera. Aquello parecía un barrio miserable de unos
suburbios, impresión que se acentuaba con la ropa tendida en las habitaciones. Al
entrar en los lavabos, al extremo del barracón, llegó de nuevo la luz eléctrica. Los
prisioneros lanzaron el consabido ¡Oooh!
—No durará mucho —les dijo Stewart—. Los goons lo hacen para divertirse. Es
preferible que la aprovechen y se laven ustedes mientras no la vuelven a apagar.
Peter miró los dos largos lavabos de cemento por encima de los cuales pasaba una
tubería interrumpida a intervalos por grifos. En el suelo había cubos casi llenos de agua
grasienta. Stewart les explicó:
—Se han atascado otra vez las tuberías. Nos quejamos todos los días, pero no sirve
de nada.
Los recién llegados se dedicaron a quitarse de encima parte de la suciedad que se les
había acumulado en el viaje de cuatro días. El agua estaba muy fría.
—Mejor que el anterior —le respondió John—. Aquí hay una especie de disciplina.
Sabemos por lo menos a qué atenernos.
—Yo creo que aquí estaremos bien —comentó Saunders mientras lavaba en el chorro
del grifo su dentadura postiza. Sin dientes parecía su cara más vieja y gastada—. De
todos modos, es preferible estar aquí que bajo la metralla antiaérea, sobre Duisburg.
—Creo que el oficial mayor les ha soltado a ustedes un discursito, y ahora tendrán
que aguantarme a mí otro. Voy a colocarlos a ustedes en el grupo final, pero esta noche
cenarán cada uno en un grupo diferente, en parte porque todavía no contamos con las
raciones que les corresponderán a ustedes y en parte para que satisfagan la curiosidad
de los muchachos. Desde que llegamos aquí no había venido nadie de Inglaterra, de
manera que tendrán ustedes que contestar a muchas preguntas. Háganlo con la mayor
amabilidad que puedan. No olviden que estos muchachos llevan aquí mucho tiempo.
”Otra cosa: No sean corteses con los hurones ni dejen que ellos sean corteses con
ustedes. Si nos comportamos bien, les bastaría con la décima parte de las fuerzas que
tienen que emplear para nuestra vigilancia. No olviden ni por un segundo que son
nuestros enemigos. Hagan ustedes todo lo humanamente posible para obstaculizarles
su tarea.
”Como les digo, formarán ustedes parte del grupo final. Allí encontrarán a un tipo
muy extraño que les fastidiará mucho al principio. Pero tendrán ustedes la ventaja de
ser sólo seis en vez de los ocho de costumbre. Aguanten lo más que puedan y si llegan a
desesperarse demasiado, avísenme.
—¿Qué quiere usted decir exactamente respecto a ese tipo extraño? —interrumpió
Saunders.
—Es que está un poco chalado. Ya saben ustedes, los efectos del excesivo cansancio,
las emociones... También hay un polaco que se llama Otto Sechevitsky. Él se encarga de
cuidar a Loveday, que es el individuo a quien me refería. Yo que ustedes me dejaría
aconsejar por Otto hasta conocer mejor la vida de este campo, que encontrarán ustedes
extraña al principio. Otto sabe por dónde anda. Si se dejan ustedes guiar por él, les irá
bastante bien.
En cuanto se marchó el jefe, Loveday se puso en pie. Era un individuo alto y huesudo
con una frente protuberante. Los ojos, hundidos, miraban oblicuamente hacia arriba
dándole una expresión astuta en contraste con su boca grande entre la revuelta barba.
Llevaba zuecos, un capotón y un casco balaclava.
—Quien va a cuidar de ustedes voy a ser yo. Todos ustedes sufren de shock, por eso
no es extraño que estén un poco desequilibrados. Pero ya me hago cargo. —Hablaba
lentamente, subrayando cada palabra con un seco movimiento de sus manos
sarmentosas—. Comprendo la situación de los recién llegados y les paso muchas cosas.
Ha sido la fatalidad la que los trajo a ustedes aquí. Y también fué la fatalidad la que me
tenía reservado el cuidarles a ustedes. ¿Es verdad o no, Otto? —Rió mirando a Otto y
éste le sonrió azorado—. Quizás crean ustedes que el individuo disfruta de libre
voluntad, pero no es cierto. La vida es un tablero de ajedrez y todos nosotros somos
peones. —Para recalcar esta idea, dió un golpe a una de las piezas que estaban sobre el
tablero y la envió al suelo—. ¿Es verdad o no? —añadió dirigiéndose a Peter.
Peter vaciló:
—Usted aprenderá muy pronto —dijo por fin Loveday—. ¿Verdad, Otto? —miró a
los otros uno por uno—. Creo que todos van a aprender muy bien. —Volvió a mirar el
tablero de ajedrez y lanzó de nuevo su risita cortada—: Sí, lo mismo que los peones. —
Empezó a tamborilear con los dedos sobre la mesa.
—Todas las literas están libres —dijo Otto—, excepto estas dos. —E indicó la litera
doble situada más lejos de la puerta. Otto era un hombrecillo con ojos grises, tranquilos
y pacientes bajo su cabello pajizo. Junto al desaliño de Loveday, presentaba Otto un
aspecto acentuadamente militar—. Instálense cómodamente. Voy a hacerles té. Ya les
llamarán los otros cuando tengan ustedes que cenar.
La cena. El estómago de Peter se contrajo con un espasmo de náusea. La cena. No
había tomado una comida caliente desde que salió del Dulag-Luft. Esperaba que no
tardarían demasiado en llamarlos.
En cada litera había un saco de viruta que hacía las veces de colchón y otro más
pequeño que servía de almohada. Había unas mantas muy estropeadas, dos sábanas y
una funda de almohada de algodón basto. Peter escogió la litera de encima de la que
John había elegido dejando a Hugo que eligiese con Saunders. Loveday los observaba
mientras desempaquetaban sus petates.
Otto sonrió:
—Muy bien, Alan; todos sufrimos de shock. Pero no pensemos en ello y hagamos el
té. —Sacó un paquete de té de un estante. Puso la mitad en una jarra grande de metal y
salió de la habitación.
Peter empezó a disponer sus escasas propiedades en el basto estante que el ocupante
anterior había instalado sobre su litera. Todo el entusiasmo que había sentido al
principio se le desvaneció al hallarse metido en la vida de aquel hormiguero. ¿Cómo era
posible fugarse estando sumergido en aquel torbellino? El gran local retumbaba con un
centenar de voces. El alboroto se comunicaba por el espacio libre de arriba por toda la
nave. Peter seguía trajinando en silencio consciente de la vigilancia de Alan Loveday.
—Tengo aquí un libro. —Loveday cogió del estante que había sobre su litera un libro
de gran formato—. En él se entera uno de cómo se maneja a la gente. En un sitio como
éste hay que saber manejar a la gente.
—Goon in the block! —Era el grito de alarma qué hacían circular los “avisadores” por
todo el barracón. Pronto el grito se repetía por todos los rincones—. Goon in the block!
Goon in the block!
Peter se asomó a la entrada y miró al fondo del pasillo central. Seguido por los
silbidos y las burlas de los prisioneros, avanzaba un alto y forzudo alemán.
Acompañaba a este soldado un gigantesco perro alsaciano.
El guardia, muy digno con sus pesadas botas y su largo abrigo verde ceñido por un
cinturón mate de cuero, recorría muy despacio el pasillo mientras el perro, impaciente,
tiraba de la correa que lo sujetaba.
—Es un truco psicológico. Lo hacen para asustarnos. Todas las noches, sueltan los
perros en el recinto. Muerden como fieras a cualquiera que no sea su amo. Un hombre
para cada perro. Ninguna otra persona puede manejarlos.
CAPÍTULO VII
Peter fué llevado a cenar por un teniente aviador que le dijo llamarse Tyson. Con la
voz de Loveday resonándole todavía en los oídos, siguió Peter, encantado, a Tyson.
—¿Ha empezado ya Loveday a darles a ustedes la lata? —Tyson tenía una voz
agradable. Era alto y de fuertes mandíbulas. Vestía un sweater negro de cuello alto bajo
su guerrera. Andaba con rapidez sobre el húmedo suelo de cemento, con sus fuertes
botas de aviador—. No le haga usted caso; está un poco chalado.
—Es lo que llamamos la “fiebre de la alambrada”. Esto viene por oleadas. Unos la
cogen con más intensidad que otros. A algunos les deprime mucho y en cambio otros se
vuelven sólo un poco raros. Pero el caso de Loveday es diferente. Ya antes de ser hecho
prisionero debía de estar algo trastornado.
—Más o menos... Pero nunca se pone violento. Ha recorrido todos los grupos del
barracón. Nadie puede aguantarlo mucho tiempo.
El brebaje era fuerte y sabía a petróleo. Peter se alegró de que los potes de barro no
admitieran más cantidad.
—Vamos a ver, ¿cuánto cree usted que durará todavía la guerra? —El comandante,
de bruces sobre la mesa, hablaba como sí estuviera preguntando quién ganaría el Derby
de aquel año. Era un hombretón de ojos azules que se había dejado una impresionante
barba.
Peter pensó con rapidez. No tenía la menor idea de cómo ni cuándo iba a terminar la
guerra. Pero comprendió que aquellos hombres querían tranquilizarse.
—Yo creo que durará más —dijo Crawford. Era de más edad que los otros y tenía
una mirada inquieta, casi angustiada. Llevaba un largo chaquetón caqui y su gorra de
punto de lana la tenía encasquetada hasta las orejas. Añadió—: Tenemos que utilizar
toda nuestra potencia de bombardeo. Hasta ahora sólo estamos jugando a bombardear.
Yo no veo el final hasta antes de dos años. Quizás dos y medio.
Simpson, más joven que sus compañeros, llevaba el traje de batalla azul marino de
las fuerzas aéreas. Sacó un paquete de cigarrillos y le ofreció a Peter fuego acercándole
la pequeña lámpara que tenían sobre la mesa, una lata de tabaco medio llena de una
extraña grasa. Habían hecho un puente de metal sobre la abertura de la lata y por este
puente pasaba una mecha de lana que ardía con una llamita azul.
—Aquí es casi imposible contar con fósforos —explicó Simpson—. Por eso tenemos
encendida esta lamparilla. ¿Qué es lo último que se ha estrenado en Londres?
—En el Windmill hay una buena obra pero no me acuerdo cómo se llama. Temo
decepcionarlos a ustedes, porque no estoy muy enterado de espectáculos.
—Stirling. Empecé con un Wimpey y luego cambiamos. Sólo he hecho cinco vuelos
en los Stirlings, casi todos sobre Italia.
—Un encanto —le dijo Peter—. No dan una. Nos quedábamos dando vueltas para
ver desde dónde disparaban.
—Sobre Alemania. Un caza nos pescó y nos prendió fuego. —Estaba dispuesto a
contar toda la aventura cuando llegaron para cenar los demás miembros del grupo.
Eran tres y cada uno traía algo.
—Aquí todo es muy primitivo, pero tenemos el mejor cocinero del barracón,
¿verdad, Jonah?
—Lo que tenemos es el mayor apetito —replicó Jonah. Era un canadiense gordo y
colorado que tomaba muy en serio el arte de cocinar. Comieron salchichas en lata,
tomates también de conserva, patatas fritas y guisantes; todo bien caliente y dispuesto
con atractiva simetría en una fuente construida bastamente por ellos mismos.
Observándola con detenimiento, descubrió Peter que la fuente había sido hecha con
varias docenas de pedazos de lata unidos por sus bordes doblados y machacados.
Jonah parecía no tener prisa en servir para no descomponer su artístico adorno. Por
fin, distribuyó el alimento en los potes.
—Sí, en cada “república” guisamos aparte. —El comandante comía con gran apetito
—. En la mayoría de los grupos se establecen turnos para la cocina pero nosotros
tenemos mucha suerte con Jonah porque le entusiasma guisar y nos quita ese fastidio de
encima. Desde luego, le echamos una mano para pelar las patatas y fregar los platos...,
si se le puede llamar platos a esto.
—Es que así es la única manera de que yo pueda comer tranquilo —explicó Jonah.
Peter se preocupó mucho: nunca había sabido cocinar más allá de un huevo pasado por
agua. Deseaba fervorosamente que uno de las de su “república” resultara un cocinero
amateur como Jonah.
El comandante sonrió:
—No; creo que Jonah se ha superado esta noche. En cada grupo recibimos cuatro
paquetes de la Cruz Roja por semana. Solemos hacer una sola comida caliente al día.
Pero no tan buena como la de hoy. En las demás comidas nos las arreglamos con pan y
cualquier cosa. Algunos se acostumbran bien, pero yo debo reconocer que siempre
estoy hambriento. —Y suspiró.
—Bastante mal por ahora —respondió Peter—. Los estanqueros disponen siempre de
algunos paquetes que tienen bien escondidos pero han de conocerlo a uno mucho para
sacarles algo. Yo he recorrido varios estancos inútilmente.
—Fumo en pipa —respondió Peter—. Pero ya que son ustedes tan amables, cogeré
algunos para mis compañeros de grupo.
—Aquí tienes doscientos y cuatro onzas de Capstan. Avísame cuando necesites más.
—Muchísimas gracias. Esto es magnífico. —Peter hizo una columna con los diez
paquetes y puso al lado la lata de Capstan—. Veo que las cosas no están aquí tan mal
como yo creía al principio...
El comandante sonrió:
—En esta “república” tenemos un brujo de las finanzas. Antes de la guerra trabajaba
en la Bolsa y ahora es un “as” del mercado negro en este campo.
Peter no comprendía.
—Mañana verás el mercado negro —le dijo el comandante—. Está en una cabaña
junto a la Casa Blanca. Funciona por un sistema de puntos. Supón que recibes de
Inglaterra un paquete y viene en él algo que no necesitas. Pues bien, en vez de
cambiarlo por algo que otros tampoco van a necesitar, vas al mercado negro y te dan
unos puntos por la mercancía. Con esos puntos puedes adquirir otra cosa que se te
presente en aquel momento o bien te los apuntan en los libros y dispones de ellos para
cuando los precises.
—Todo eso me parece muy complicado. —Peter había vivido tanto tiempo en una
“república” de la R. A. F., donde no tenía que preocuparse de nada en cuanto a comida,
vestimenta, etc., que le aterraba la idea de tenerse que ocupar personalmente de todos
esos detalles.
—Y lo mismo puedes hacer con los paquetes que envía la Cruz Roja —prosiguió el
comandante—. Nuestro brujo de las finanzas, que no está aquí esta noche (lo han
invitado a cenar en otro grupo), ha establecido un valor nominal para cada artículo de
los que vienen en nuestros paquetes. Tardó varias semanas en establecer el sistema. Y
ahora, gracias a su talento bursátil, el valor de cada artículo fluctúa según la situación
del mercado, la mayor demanda de ciertas cosas, etc... Por ejemplo, la avena es más
barata en verano que en invierno y lo contrario ocurre con la limonada en polvo. Lo que
se valora más es el Klim.
—Leche en polvo —le aclaró Jonah—. Viene en los paquetes de la Cruz Roja
canadiense. Es mucho mejor que la leche condensada que nos llega en los paquetes
ingleses. Se conserva mejor y sirve mucho más para cocinar.
—Además, las latas en que viene sirven muy bien para hervir el agua —dijo
Simpson. Y le enseñó una lata ennegrecida por el humo, de unas seis pulgadas de altura
y seis pulgadas de diámetro. Le habían añadido un asa de alambre.
—Una lata llena de Klim vale por ciento cincuenta cigarrillos en el mercado —dijo el
comandante—. Cuando nos llega algún paquete, Tollit lo lleva en seguida al mercado y
vende todo lo que está por encima de la par y compra todo lo que esté por debajo de la
par. Esto significa que nuestra comida no es muy variada, pero ganamos en cantidad de
alimentos.
—Pues no aprendas, chico —le dijo Crawford—. En un sitio como éste, el bridge se
convierte en seguida en un vicio. Hay muchachos que se pasan el día jugando.
Se produjo una larga pausa en que Peter tuvo tiempo de arrepentirse de haber
hablado. Podría ocurrir que aquella gente no fuera partidaria de los intentos de fuga o
¿habría roto él quizás una de las normas secretas del cautiverio hablando de aquel
asunto?
—Si tienes alguna idea sobre eso, ven a vernos. Pero piénsatelo bien antes de
proponer un plan. Asegúrate. Si se te ocurre algo, debes decírnoslo primero a nosotros.
El súbito apagón de todas las luces evitó a Peter que le notaran su creciente
azoramiento.
A la luz del pequeño encendedor vió Peter que Simpson se acercaba a una alacena y
sacaba de ella una lámpara que encendía con un pedazo de papel. Estaba hecha la
lámpara con latas viejas atadas una sobre otra y con una abertura lateral que le daba a
aquel artefacto el aire de una linterna sorda. Daba una luz firme y dorada más brillante
que el humeante resplandor rojizo que salía de los otros compartimientos.
—Es una buena lámpara —dijo Peter.
—Ésta la hemos hecho con un cordón de pijama, que parece lo más absorbente.
También pueden emplearse pedazos de franela retorcidos, pero yo prefiero el cordón de
pijama.
Peter miró hacia los demás compartimientos. La amplísima nave, sumida de pronto
en la oscuridad, adquiría poco a poco una nueva personalidad a medida que iban
encendiéndose las vacilantes luces de los improvisados quinqués. Las conversaciones
sólo eran murmullos y los prisioneros se arracimaban en torno a las lámparas.
—Son los goons —dijo el comandante—. El S. B. O. tuvo una pelea con ellos a
propósito de las medidas sanitarias. Y, como represalias por su actitud, nos dejan sin
luz.
—Te explicaré, hombre —le dijo Simpson—. En nuestro lenguaje, goons significa
alemanes; kriegies, prisioneros de guerra; S. B. O., oficial mayor británico (Senior British
Officer)... Ya te irás acostumbrando... Es otro idioma.
—Llegarás a olvidar que hayas podido ser algo distinto a un kriegie dentro de una o
dos semanas —dijo Crawford—. Y ése es, precisamente, el peligro.
Cuando se encendieron de nuevo las luces, las recibieron con un irónico abucheo.
Apagaron las lámparas de tan diversos combustibles y los grupos se dispersaron. Las
conversaciones volvieron a ser ruidosas y por el espacio común, por encima de las
separaciones, corrían oleadas de risas, exclamaciones, preocupación y despreocupación
en una misma algarabía.
—¿Cuales son las ultimas noticias del Oriente Medio? —preguntó el comandante.
Volvió Peter a sentir su falta de preparación. Nada sabía del Oriente Medio. Le había
bastado con volar y con olvidar todo lo relativo a la aviación cuando no estaba de
servicio. Tuvo que confesar:
—No estoy muy enterado de lo que ocurre en ese frente. Pero en mi grupo tenemos
un chico que fué capturado allí. Él estará mejor informado que yo.
—¿Largos?
—Llegas a tiempo —le dijo Otto—. Te hemos reservado una taza. —Y le sirvió cacao
de una alta jarra de metal.
—Así dormirás mejor —le dijo Loveday—. Acabo de aconsejarles a estos individuos
que se acuesten. Necesitan dormir lo más posible. Lo más importante...
—No pensé que sabía tan poco —dijo Peter—. He quedado en que volvería allá
contigo para que les contaras cosas del Oriente Medio.
—Muy bien —asintió John—. Nos dieron una conferencia sobre la situación en aquel
frente precisamente el día antes de caer prisionero... Me han apuntado en una sociedad
teatral de aficionados.
—Nos equivocamos al juzgar a aquel ayudante, Peter. —John fué a sentarse junto a él
en el borde de la litera.
—¿Qué ayudante?
—Me lo han explicado los chicos del grupo donde he estado. Es un secreto, de modo
que no lo divulgues. El ayudante trabaja para nosotros. Les hace creer a los alemanes
que está dispuesto a servirlos y a la vez recoge toda la información que puede para
enviarla a Inglaterra.
—Sabe Dios, pero lo hace. Es una tarea de miedo. Hace falta valor.
—Todos los nuevos tenemos que pasar revista mañana por la mañana —dijo
Saunders. Estaba a medio desnudar junto a su litera.
De vez en cuando se oía un gran estruendo. Era alguien que saltaba de una de las
literas superiores con los zuecos puestos. Y se oía el arrastrar de los zuecos en dirección
a la letrina y los crujidos de la puerta que se abría.
Peter oía en torno suyo los ronquidos y la pesada respiración de sus noventa y tantos
compañeros de prisión. De vez en cuando, alguno gritaba o murmuraba en sueños.
Algunas veces eran verdaderos gritos de terror que se cortaban en seco cuando el
vecino de la litera sacudía al de la pesadilla y lo despertaba. A intervalos, los puntos
luminosos de los cigarrillos revelaban el insomnio y el aburrimiento de algunos.
Pensó en el ayudante del Dulag-Luft, que seguía cumpliendo con su deber, pero de la
manera más desagradable. Tenía que sufrir el desprecio hiriente de sus compatriotas y
al mismo tiempo estaba haciendo cien veces más que todos ellos juntos para ganar la
guerra. Pensó en todos los traidores de esta guerra, que podían ser espías. ¡Qué
imposible era juzgar a nadie, qué poco razonable dar una opinión sin estar
completamente seguro de todos los hechos! Envió con el pensamiento una silenciosa
disculpa a aquel hombre que cumplía solitario su deber despreciado por todos, incluso
por los alemanes, a los que estaba engañando.
—Me estoy preguntando cuánto tiempo podré resistir aún sin ir al retrete —le
respondió John.
—Eso es el shock. —Era la voz de Loveday, que emitía su diagnóstico desde la litera
de enfrente—. A todos les ocurre igual. Ya se os pasará a fuerza de tiempo.
SEGUNDA PARTE CAPÍTULO PRIMERO
Poco tiempo antes de caer prisionero Peter, cuando los prisioneros militares franceses
pasaron a trabajar en las industrias alemanas, se convirtió el Oflag XXI B en campo de
prisioneros para la aviación británica. Entonces se produjeron algunas fugas. A los
franceses los contenía el temor de las represalias contra sus familias, pero los ingleses no
tenían que temerlo. Eran prisioneros menos seguros para los alemanes y antes de que
hubieran pasado muchas semanas, un buen número de ellos había logrado cruzar las
alambradas. No disfrutaron de la libertad mucho tiempo y cuando el Kommandant hizo
ir a aquel campo a algunos de los “chivatos” que los conocían del campo anterior, ya
estaban llenas las celdas de castigo.
Los “hurones” o “chivatos” volvieron a instalar las alambradas para darles mayor
seguridad. Instalaron una alambrada baja a unos treinta pies de la cerca principal y
advirtieron a los prisioneros que serían fusilados si intentaban cruzarla. Hicieron
levantar más torretas sobre la alambrada y enterraron sismógrafos debajo de las
alambradas. Los sismógrafos estaban conectados con un cuarto de control central donde
era detectada, con un plumín que marcaba con tinta sobre un cilindro de papel
giratorio, cualquier vibración producida bajo tierra por las actividades “tunelísticas”.
Los prisioneros permanecían encerrados en los barracones desde el atardecer hasta el
alba y durante las horas de oscuridad, jaurías de perros salvajes rondaban por el
recinto, husmeando a las puertas de los barracones y quitándoles a los prisioneros todo
deseo de asomarse al exterior.
Detrás de la Casa Blanca, en un terreno algo más elevado, había otro edificio, que en
tiempos fué la residencia de los profesores del reformatorio y luego se usó como
hospital y cocina general del campo. En un recinto especial se elevaba una pequeña
iglesia, un edificio de ladrillo rojo en el que parte de los prisioneros cumplían cada
domingo con sus deberes religiosos. A la izquierda del hospital y separados de la
carretera por el recinto ruso se hallaban el pétreo campo de fútbol y la letrina, conocida
esta última, incluso para los ingleses, por su nombre alemán, abort. Dentro del abort
había dos largas y profundas trincheras cubiertas por rústicos asientos de madera para
cuarenta y ocho personas. Por las mañanas, el abort estaba atestado de gente y se
formaba una larga cola que se extendía hasta la mitad del campo de fútbol, casi hasta
donde se encontraba el hospital.
El resto del campo era de terreno resbaladizo, y en forma de terrazas abiertas en esta
pendiente estaban los grandes y feos barracones de ladrillo de un solo piso en que
vivían los prisioneros a razón aproximadamente de un centenar por cada barracón.
Ahora las puertas del recinto estaban abiertas y una fila de guardias, con las cabezas
inclinadas a causa de la lluvia y los rifles cruzados a la espalda, pasaban por delante de
la Casa Blanca y se abrían camino por la pendiente cubierta de fango hacia los
barracones. Era por la mañana temprano, y la lluvia caía inagotablemente de un cielo
plomizo, martilleando sobre los tejados de las torretas y convirtiendo la tierra tan
pisada en un mar de fango. Los goterones se detenían un momento en el alambre
espinoso para caer en la honda zanja que habían abierto por fuera de la alambrada para
desanimar a los “tunelistas”.
Dentro del barracón número cuatro había gran humedad a causa del agua que
rezumaba por el suelo de cemento formando manchas en los muros, en los lavabos;
ambiente cargado, además, por la respiración de cien prisioneros, que no podían salir a
causa del mal tiempo y por el vapor que emanaba de la ropa puesta a secar.
Aquel día le tocaba a Peter ser “avisador” y encargado de los servicios de su grupo.
Loveday y Otto habían insistido en hacer ellos los turnos que les correspondieran a los
recién llegados durante las primeras semanas para que éstos tuvieran tiempo de
habituarse a sus nuevas condiciones de vida. Pero ya estaban perfectamente
acostumbrados. Los últimos dos meses les habían parecido dos años.
Peter se demoró un poco bajo las mantas, concentrando todas sus energías para
arrancarse de la litera. Un trompetazo de la Kommandantur alemana había sido su
despertador, y en pocos minutos se presentarían allí los guardias para abrir las puertas
y dejarlo salir. Uno de los deberes de Peter era ir a la cocina para calentar agua con
destino al té del desayuno. Se formaría una concentración de doce ingleses por cada
barracón; o sea, noventa y seis hombres que se empujarían unos a otros para llegar
primero, porque los del final de la cola se encontrarían con que el agua ya no hervía al
cogerla ellos y además llegarían a sus respectivos grupos con muy poco tiempo para
tomarse el té a gusto antes de la hora de pasar lista. Cada uno de ellos tendría que
incurrir en la desaprobación de siete pares de ojos, suponiendo que no les dijeran algo
más expresivo.
Peter se arrancó de las mantas y estaba sacando los zuecos de madera que tenía
escondidos junto a la almohada cuando se abrió la puerta con gran ruido y entraron dos
guardias que, chorreando en sus capotes y por sus botas altas y polainas, gritaban:
—Raus! Raus!
En cuanto los guardias se marcharon, cogió Peter la jarra de metal que estaba encima
de la mesa, echó dentro un puñado de hojas de té y se dirigió a través del fangoso
terreno en dirección a la cocina. De todas partes venían tristes figuras, ninguna de ellas
totalmente vestida, apresurándose para llegar pronto a la cola. La primera docena de la
cola quedaba protegida de la lluvia por un techo saliente de hierro acanalado. Los
demás tenían que mojarse.
Peter se encontró junto a Bandy Beecham, que llevaba pantalones de rugby. Bandy
tenía la teoría de que era más fácil secarse las piernas que secar los pantalones. En
cambio, el frío parecía no afectarle.
—¿Vienes hoy al teatro, Howard? Todavía tenemos que pintar dos decorados más.
Todo ha de estar listo para el lunes por la tarde.
Miraba a Peter con mudo reproche por llevar levantado el cuello del capotón. La
mayoría de ellos habían destrozado sus abrigos militares usando la tela para hacerse
zapatillas, trajes para el teatro o ropa de paisano destinada al Comité de Fuga. El
chaquetón de Bandy terminaba en unos harapos bajo los cuales sus piernas desnudas y
coloradas surgían agresivas, con los pies en enormes zuecos de madera.
—Iré si puedo, pero estos días estoy muy ocupado. Quizás pueda echar un vistazo a
los ensayos esta tarde. —Peter había sido reclutado por Bandy para ayudarle a pintar
las decoraciones destinadas a la próxima función. Como había predicho el comandante,
su vida estaba ya tan ocupada que le era muy difícil atenderlo todo—. ¿Cómo ha
resultado el último ensayo? —Quería demostrar algún interés para disculparte por no
haber ido a ayudar el día anterior.
—Fué un caos completo. —Bandy asumía el papel del empresario aplastado por las
contrariedades del mundillo teatral—. Primero, no pudimos empezar porque utilizaban
el teatro para una maldita conferencia. Luego, la Reina de las hadas tuvo que ir a jugar
al rugby. Si esto sigue así lo dejaré todo plantado. Nadie sabe apreciar mis esfuerzos.
—Espera hasta que oigas los aplausos del estreno —le animó Peter—. Entonces
pensarás que ha merecido la pena.
Cuando Peter regresó a su “república” se encontró con que John había untado con
mantequilla unas finas rebanadas de pan negro —dos por cada hombre— y las cubría
con una leve capa de mermelada. Recordaba cómo en los primeros días de su cautiverio
dejaban el bote de mermelada sobre la mesa para que cada uno se sirviera lo que se le
antojara. Y recordaba también que aquel sistema dió muy mal resultado, llegándose
rápidamente al agotamiento de la reserva de mermelada.
Echó en la jarra varias cucharadas de leche condensada. También la leche había sido
libre, hasta que un día Otto descubrió que Hugo se estaba comiendo una cucharada
cuando creyó que todos se habían marchado a pasar lista. Ahora el que se hallara de
turno era también el encargado de repartir la mermelada, la leche o la mantequilla. Así
era más justo.
En las otras once repúblicas del barracón, el encargado de cada día realizaba a su
manera la misma tarea de Peter y en todo el inmenso local se formaba una
impresionante algarabía: bostezos, gritos, risas, protestas y charla general, todo ello
dominado por el inútil deseo de seguir durmiendo. Los hombres del grupo vecino al de
Peter continuaban el “bridge post-mortem” que hubieron de interrumpir la noche
anterior por las protestas de sus vecinos.
John leía sentado mientras se comía las rebanadas. A Peter le pareció que su amigo
empleaba el libro para protegerse contra la conversación de Loveday.
—En cambio, no puede decirse que este desayuno sea completo. —Saunders
intentaba cortar la discusión que se avecinaba. Pero lo mismo podría haber querido
detener la lluvia.
—No; fué Bacon. —Lo dijo John con la boca llena de pan y mantequilla y sin levantar
la vista del libro.
—Tenga la amabilidad, Clinton, de no dirigirse a mí con la boca llena. Aquí nos sobra
tiempo para todo. No hay prisa. En fin, ¿qué decía usted?
—¡Macaulay!
—Bacon —gritó Hugo. John se había retirado de la polémica refugiándose otra vez
en la lectura como hacía siempre que se iniciaba una discusión ruidosa.
—¡Por Dios! —gritó alguien desde el grupo vecino—. ¿No pueden ustedes dejar de
hablar siempre de comida?*.
—¿Por qué no lo hace usted a las horas de comer? —le espetó Hugo.
—Hablo en las comidas, porque esto me facilita la digestión. Y medito por las tardes
porque es cuando el metabolismo del cuerpo está más bajo. Leo inmediatamente antes
de almorzar y a primera hora de la tarde porque es cuando la mente se halla en mejores
condiciones de receptividad.
—Entonces, ¿reconoce usted que lee? —Hugo parecía incapaz de dejarlo tranquilo.
—Leo para aprender, no para escaparme de la vida. Para mí, leer es la comunión de
dos almas. Solamente leo un libro...
—Appel! —Era Stewart, el jefe inglés del barracón—. Vamos, todos fuera. —Esperaba
a la entrada de la habitación—. Tenéis que vigilar hoy, chicos.
—Muy bien —dijo Peter—. ¿Cuándo nos necesita usted?
—Bien.
—Toda esta tontería de vigilar y avisar —gruñó Loveday—. De todos modos, nunca
van a fugarse. Son ganas de perder el tiempo de los demás, además del suyo. ¿Por qué
no se las arreglarán?
—¡Un oficial en la puerta principal! —Era Otto que vigilaba desde la ventana del
compartimiento, la única que dominaba el sendero que conducía a la entrada del
campo.
—¡Todos fuera! —gritó Stewart—. Un oficial sube por la colina. Todos fuera.
—No voy al appel —dijo Hugo—. Me siento krank (enfermo) esta mañana.
—Ven, John. —Peter recogió de la litera el capotón y se lo echó por los hombros. John
cerró el libro, terminó su té y cogió también su capotón.
—Gran tipo este Marco Aurelio. Escucha, Peter, lo que dice aquí. —Y le leyó unas
líneas del libro: “Buscan para ellos retiros, como aldeas, playas, montañas. Tú mismo
anhelas esos sitios. Pero debes saber que todo esto es sencillísimo. En cualquier
momento que lo desees está en tu poder retirarte dentro de ti mismo y descansar de
todos los negocios humanos.”
A mitad de camino, miró hacia los barracones y empezó a andar más despacio. Era
una batalla entre voluntades. El oficial se negaba a llegar antes de que todos los
prisioneros estuvieran formados en fila y los prisioneros se negaban a esperar formados
a que el oficial llegara.
Ya había habido muchas dificultades con este asunto y algunos días se había
prolongado el appel de la mañana hasta bien entrada la tarde, lo cual suponía un castigo
para todos: los prisioneros, los guardias y el mismo oficial, más para los alemanes que
para los prisioneros, porque éstos no tenían otras cosas que hacer. En cierto modo,
constituía una victoria para ellos. Pero habían llegado a aburrirse de la espera tan
prolongada y existía ya un tácito acuerdo con sus vigilantes. Quedaba entendido que
formarían filas cuando a ellos les conviniera, pero no después de haber llegado el oficial
a lo alto de la colina. Sin embargo, el oficial no se fiaba de ellos. Viendo las filas
incompletas cuando ya estaba a medio camino, siempre se alarmaba y andaba más
despacio porque no quería perder en su dignidad llegando arriba antes de que los
prisioneros estuvieran listos. Pero no podía dejar de andar, ya que si se detenía también
sufría su prestigio. Los avisadores que lo observaban desde las ventanas dejaban hasta
el último momento el aviso “¡El oficial sube la cuesta!” Entonces se producía un súbito
rebullicio y salían por puertas y ventanas los prisioneros a medio vestir y, en apariencia,
llenos de pánico. El oficial seguía entonces su paso normal y el honor quedaba a salvo.
Los prisioneros formaban grupos de cinco y los guardias los contaban lentamente. Se
decía que los alemanes sólo sabían contar hasta cinco. Otro guardia entraba en el
barracón para contar a los indispuestos o enfermos, los krank im Zimmer.
De regreso en el barracón, reunió John los cacharros del desayuno para fregarlos bajo
el chorro de agua fría en los lavabos, mientras que Peter barría el suelo y limpiaba la
mesa de madera. Otto y Loveday se tendieron en sus literas. Hugo, sentado en el borde
de la suya, se contemplaba el cabello en un pequeño espejo de mano.
Peter atacó el húmedo suelo de cemento con una escoba que le habían prestado los
de al lado. Ya era bastante difícil barrer bien cuando no había nadie, pero un día de
lluvia como aquél, con todos “en casa”, era todavía peor. Peter le levantó a Hugo los
pies del suelo y se los puso sobre la cama.
—¿Cómo demonios crees que voy a barrer debajo de las literas con tus pies
colgando?
—No debías preocuparte; yo nunca barro por ahí debajo. —Y Hugo volvió a su auto-
contemplación.
—¡Por amor de Dios! —Peter se enfadó al principio, pero cambió de actitud al ver la
mirada de Saunders—. Bueno, hombre; pero encárgate de limpiarlo todo bien. Además,
es mejor que abras la ventana.
Saunders sacó la estufa de debajo de su litera. Parecía una vieja cafetera mohosa. La
parte de arriba servía para el agua, la de en medio estaba formada por un mecanismo
de su invención para que pasara el aire y abajo había un pequeño horno hecho con una
lata de Klim. La estufa se alimentaba con viruta que Saunders había cortado de un
tablón con uno de los cuchillos de mesa.
Pronto se llenó el compartimiento de un denso humo que se extendió en seguida a
los cuartos vecinos.
—¡Apaga ese puñetero cacharro! —Llovían las protestas de todos los grupos.
—Ya está a punto de hervir. —Saunders se vanagloriaba de poder hervir media taza
de agua antes de que se dieran cuenta de que la estufa estaba encendida—. Muy bien,
chicos, ya está apagada. —Conteniendo la risa, volvió a guardar el aparato debajo de su
litera, cerró la ventana y se sentó a la mesa, dispuesto a afeitarse.
—Espero que no irás a afeitarte aquí, ¿verdad, Saunders? —le preguntó Hugo desde
su litera.
—No es posible.
—Si hubieras tenido energía suficiente para ir a lavarte esta mañana, lo habrías visto
tú mismo. No tienes absolutamente nada; estás tan sano como yo.
—Lo que me pone malo es ver cómo conviertes este cuarto en un lavabo de
caballeros. —Hugo guardó el espejito en el estante que tenía encima de la litera—.
Además, quizás te sorprenda saber que me di una ducha y me afeité antes de que
ninguno de vosotros se despertara esta mañana. Sencillamente, no me sentía con ganas
de acudir al appel.
—Pues tienes suerte de que no hagamos todos lo mismo que tú —le replicó
Saunders.
Cuando John volvió con los utensilios fregados, Peter había terminado de barrer el
suelo y frotaba la mesa con un cepillo de alambre.
—En los lavabos hay un jaleo tremendo. —John parecía divertido—. Ve por allí.
—Tengo mucho que hacer —dijo Peter.
—Bueno, si insistes... Traeré un poco más de agua ya que voy allí. —Se llevó el jarro
de metal y se dirigió hacia los lavabos por el largo pasillo. Los lavabos eran comunes a
aquel barracón y el siguiente.
Aquella mañana había más gente y más ruido que de costumbre. Dominando el
tumulto de gritos, canciones y el ruido de la ropa mojada sobre los bancos de madera,
oyó Peter un cauto tap-tap-tap. En un rincón un hombre emergía del suelo con un cincel
fabricado con un cerrojo de ventana.
—No tienen ninguna probabilidad —dijo Tyson—. No hacen más que molestar a los
demás.
—Desde luego, no les durará mucho. Pronto acudirán los goons como las moscas a la
miel. —El comandante golpeaba su ropa con una mano que parecía una pala—. Es un
esfuerzo inútil.
—Entonces no nos dejarán en paz hasta que los descubran —dijo Loveday.
—Tampoco tenemos mucha paz sin ellos —rezongó Saunders—. Todo el mundo ha
de meter la nariz en lo que hace uno.
—¡Buenos días, chico! —Un desconocido se había detenido en la puerta—. ¿Me dejáis
vigilar desde vuestra ventana? Tenemos un dienst en los lavabos.
Fuera, los prisioneros hacían ejercicio. Daban vueltas por el lado de acá de la
alambrada, por el eterno sendero que habían abierto con sus pies paralelamente al otro
sendero, el que habían abierto los centinelas del lado de fuera de la alambrada.
—¡Gracias a Dios que ha dejado de llover! —dijo Peter. Miró el campo, que la lluvia
había barrido—. Es imposible quedarse allí cuando están todos.
—De todos modos es imposible vivir así, haya más gente o menos. Lo malo es el
encierro —dijo John—. Ha llegado el momento de que hagamos algo para salir de aquí.
—De nada servirá que lo digas y lo repitas hasta la saciedad. Todas las ideas que se
nos han ocurrido las ha rechazado el Comité de Fuga. Lo malo que nos pasa a nosotros
es que caímos prisioneros tres años más tarde de la cuenta. Todos los sitios posibles han
sido usados ya por lo menos una vez. Piensa en lo que han iniciado en los lavabos.
Empezaron allí porque no tenían otro sitio disponible. Incluso Tyson asegura que no
tienen ninguna probabilidad de buen éxito.
—Ha logrado salir varias veces. Una vez fuera de la alambrada, debe de ser cuestión
de suerte llegar más o menos lejos. Lo que requiere ingenio es salir de aquí.
Para Peter, lo mejor aparte de la fuga era hablar de fugas. Y se dedicó encantado a su
tema favorito:
—Examina el problema en todos sus aspectos. ¿De qué se trata? De pasar al lado de
allá de la alambrada. Hay tres medios: por encima, por debajo, o a través de la
alambrada. Sólo hay que escoger entre esas tres posibilidades.
—En lo que a mí respecta, pasar por encima de los alambres queda descartado —se
apresuró a decir John.
—Estoy de acuerdo contigo. E incluso en el caso de poderlo hacer, no podrías llevarte
un petate. No llegarías muy lejos.
—En cuanto a cruzar a través de los alambres, caben dos modos de hacerlo: por la
puerta o por en medio de la alambrada propiamente dicha. —John se dejaba arrastrar
por el proyectismo de su amigo.
—Cortar el alambre es imposible. De manera que nos queda la puerta. Y en este caso,
hay dos sistemas.
—Exactamente, John. Para salir escondido tenemos el carro del pan o el de la basura.
El disfraz no sirve a no ser que consiga imitar con toda exactitud a uno de los goons, y
ninguno de nosotros dos podría lograrlo. —Al decir esto, Peter miraba sonriente la cara
de John, con su incipiente barbita.
—El truco de los carros está ya inservible. Lo han probado tantas veces que los goons
los registran palmo a palmo. Pero has olvidado el carro de la noche.
Peter se estremeció.
—Un fulano lo hizo una vez —prosiguió John—. Sobornó al polaco que lo conducía
para que sólo llenara el tanque a medias y se metió hasta el cuello en aquélla porquería.
Completamente desnudo y con toda la ropa y las demás cosas que se llevaba atadas en
un gran paquete sobre la cabeza...
—Me extraña que no se muriera antes de salir —dijo Peter—. ¿Consiguió escapar?
—Lo cogieron en la misma puerta. Ahora obligan a los polacos a llenar del todo el
tanque.
—Tendrá que ser el túnel, John. Es la única manera. —Siempre llegaban a esta misma
conclusión.
—Eso parece. Pero, ¿dónde hay que abrirlo? Sólo hay un sitio en que no hemos
pensado: la iglesia. —Y esta idea exaltó a John—. ¿Por qué no? Está muy cerca de la
alambrada y no creo que los goons vayan nunca allí.
—¿Cómo vamos a entrar? Ya sabes que está cercada por una valla de alambre.
—Entramos con el servicio de la mañana, nos quedamos allí todo el día cavando y
salimos con los que van al servicio de la tarde. Un francés llamado Atger hizo eso
mismo en la pasada guerra mundial. Recuerdo que me lo contó mi padre. Podríamos
llevarnos todo el alimento necesario para el día y trabajar tranquilamente. La entrada
podría estar debajo del altar.
—Creo que podríamos esconderla debajo del suelo o quizás en el tejado. O bien
distribuirla entre los que acudieran al servicio de la tarde. Cada uno podría llevarse un
poco.
—No sé lo que diría el Padre... —Peter suponía que debía de haber un fallo en algún
lado.
—No te preocupes por Tyson; es muy buena persona y le prometí que le contaría
cualquier idea que se nos ocurriera. Sería tonto meternos en esto sin contar con nadie.
Es un plan demasiado bueno para estropearlo por falta de preparación. Además, Tyson
forma parte del Comité de Fuga.
—No podemos. Incluso podría estar trabajando allí alguien sin que lo supiéramos
nosotros. Estoy casi seguro. Es un sitio demasiado bueno para que no se le haya
ocurrido a alguien.
Encontraron a Tyson fumando una pipa y dando los últimos toques a una chaqueta
de paisano que estaba confeccionando con una manta.
—Buenos días —dijo Peter—. ¿Podemos pasar? —Era la “república” en que había
cenado la noche de su llegada.
—¡Pasad, pasad! —Tyson les acercó un taburete y dejó libre el que ocupaba él,
sentándose en el borde de su cama—. Sentaos. —Los miró, interrogante.
Peter contemplaba a Tyson, que fumaba y cosía con toda calma la chaqueta y se
sintió desanimado. Aquel hombre llevaba allí varios años y continuamente había estado
haciendo algo para fugarse. Ellos dos, en cambio, todavía no habían empezado a actuar
en ese sentido. Al principio le había parecido que sería fácil. “Lo primero es hallarse en
el campo permanente; luego preparar un buen plan de fuga”. Miró en torno suyo y la
sordidez de aquel ambiente le dejó abatido. Sintió una súbita náusea. Hizo un esfuerzo
para intentar algo.
—¿Tenemos alguna probabilidad de que nos admitan en uno de los proyectos que
haya en marcha? —le preguntó a Tyson.
—En este momento sólo hay dos túneles en marcha. Uno sale del abort y el otro es la
locura esa de los lavabos. El cupo del túnel abierto en el abort está completo y el otro no
se lo aconsejo a ustedes. —Dudó un momento; luego se lanzó con entusiasmo—. Si he
de decir la verdad, yo estoy preparando la apertura de un túnel. En realidad se trata de
una reapertura. Es un túnel que empezaron y fué abandonado porque se inundó.
Merece la pena hacer otro intento.
—Todavía no hemos decidido empezar. Esta tarde precisamente tengo que ir a echar
una ojeada.
—Tenemos que respetar la palabra de honor que hemos dado —dijo Tyson— aunque
los goons no mantengan la suya.
—Por fin, ya estamos en camino. Mereció la pena que se nos ocurriera lo de la iglesia
aunque sólo sea por esto.
Pero Peter no se quería entusiasmar tan pronto. Habían abusado del entusiasmo
durante las últimas semanas. Prefería esperar a estar más seguro. Hablar ahora de eso
podría echarlo a perder. Pero se sentía excitado y andaba con mayor rapidez, como si
realmente se dirigiese a alguna parte en vez de estar dando vueltas sin objeto por el
interior del recinto.
—Yo tampoco lo supe hasta el otro día. Me encontré una ropa vieja manchada de
tierra húmeda. Yo buscaba una patata que se me había caído y me asomé debajo de su
litera. Entonces le pregunté y me lo confesó todo. Ese túnel va a una profundidad de
quince pies. Creo que tienen muchas probabilidades de triunfar.
—Ya es hora de que lo hagan —dijo Peter—. Y, ¿de dónde sale el túnel?
—De uno de los lados de la trinchera. Hay que bajar al “pozo negro” para entrar en
el túnel. Desde luego, hace falta estómago. Aquella ropa de Otto olía a demonios.
Siempre la deja en el túnel, pero el otro día tuvieron que salir corriendo y no les dió
tiempo de cambiarse.
—¿Cómo se las arreglaron para ir desde el abort hasta el barracón con la ropa de
faena sin que los goons se dieran cuenta?
—No se lo pregunté. Supongo que se cubrieron con gabardinas o algo por el estilo.
Desde luego, no podían haber escogido un sitio más desagradable para abrir un túnel...
Aunque, verdaderamente, un prisionero de guerra nunca está demasiado lejos de un
abort. Cuando me traían hacia acá, en Italia, intenté escaparme por la ventana de un sitio
de ésos.
—¿También has hecho eso? —Peter pensaba, divertido, lo mucho que John le
recordaba a Roy con su oscura vitalidad escondida bajo una chapa de indolencia.
—¿El qué?
—Todo aquel que desee fugarse ha de utilizar antes o después la ventana de un abort
—dijo John—. Si quiere cambiarse de ropa o comer cuando huye, tiene forzosamente
que encerrarse en un retrete. —Rió—. Ya en la escuela utilizaba yo el retrete para esos
fines. Era el único sitio donde podía estar solo.
—Y, aquí, es desde luego el único sitio donde puede uno estar solo —dijo Peter—.
Aunque, ¡a costa de qué!
—¿Crees que resultará algo de la idea de Tyson? —preguntó John que yacía en su
colchón con la vista fija en el fondo de la litera de Peter, arriba.
—La iglesia y el teatro es lógico que estén bajo la palabra de honor. ¿Y el hospital?
—Con tanta o más razón —dijo Peter—. Ahí es imposible. Si los goons cerraran el
hospital, sería una gran desgracia.
—Eso de dar palabra de honor es una estupidez. —John dió un puntapié sobre su
colchón y envió una lluvia de virutas que se elevaron hasta la litera de arriba—. La
iglesia hubiera sido el sitio ideal.
Hacia las dos y media las patatas estaban a medio hervir. Las sacó del fuego y las
llevó a la habitación.
Hicieron puré con las patatas y las mezclaron con salmón que sacaron de dos latas
añadiendo un poco de Klim, pimienta y sal. La mezcla resultaba todavía demasiado
gris.
—Si le echamos un poco más de leche en polvo, no tendría este aspecto gris tan
deprimente —dijo John.
—Con esto quedará bien. —Peter preparaba una salsa. Mientras la removía, procuró
olvidarse del túnel de Tyson y pensar en la decoración que estaba haciendo. Por lo
menos eso era un hecho y no una vaga posibilidad.
—Creo que convendría poner un poco más de Klim. Por cierto, acabo de darme
cuenta de por qué le llaman Klim... ¡Es leche (milk) deletreado al revés!
Lo que hacía falta era un balcón, pensaba Peter, con escaleras practicables y una
buena balaustrada, de pesado aspecto, tallada en roble.
—¿No te parece mal que le añada un poco más? —dijo John, indeciso.
—Sí, échale. —¿Sería posible hacer un piano con unas planchas de madera? Un piano
iría bien con aquel chal echado por encima y un jarrón con flores artificiales. En el
barracón 5 había un chico que hacía estupendas flores artificiales. Peter pensó encargar
unas rosas, combinando las rosas y las blancas y dándoles el aspecto de estar recién
cortadas.
—Media lata.
—Es mejor no gastarla en esto. Salpica la fuente con migajas de pan —Vertió la densa
salsa oscura sobre la fuente—. Así se camufla bastante bien.
—¡Por Dios! Lo había olvidado por completo —dijo Peter—. Pondremos queso y
galletas.
—Es que tenemos que hacerles algún dulce; si no, armarán un escándalo. Acuérdate
que ayer les dimos también queso y galletas.
—¿Y si hiciéramos unos bizcochos borrachos... sin vino, claro? —Peter hubiera dado
un mundo porque lo relevasen de la responsabilidad de ser cocinero.
—Yo los empaparé —dijo John. Y, cogiendo ocho trozos grandes de bizcocho
endurecido, los puso en remojo en agua.
—Espero que así quedará muy bien. Ahora, tengo que ir al teatro.
—Yo, a la casa Blanca; tú, al abort de abajo, según creo. Si nos damos prisa,
llegaremos a tiempo.
En el abort de abajo, que estaba detrás del campo de fútbol, Peter encontró a los
tunelistas ya reunidos.
—Yo también y sin embargo he llegado a mi hora. Allí tienes a tu enlace en aquella
esquina. ¿Lo ves? —Y le señalaba a una confusa figura, muy embozada, que
contemplaba el juego de un grupo de prisioneros que se entrenaban al rugby. Eso
parecía, por lo menos, ya que su misión allí era observar los movimientos del enemigo.
Era Saunders.
—Cuando veas que se suena las narices, da un grito. —Stewart empezó a quitarse
rápidamente los pantalones.
El frío le entumecía los miembros. Sabía que a varias yardas debajo de él aquellos
hombres sudaban y se esforzaban pataleando en el fango del túnel. Sabía que estaba
ayudándoles, pero eso no le bastaba; quería excavar también. Quería estar dentro del
plan de fuga. Si Tyson se decidiera a la reapertura del viejo túnel abandonado, tendría
él una oportunidad. También en el proyecto de Tyson no entraba Peter al principio,
como John, más que en tareas secundarias y tendría que empezar vigilando como aquí,
pero si el túnel tenía buen éxito, le darían participación en la fuga. E incluso le
admitirían para excavar. Desde su llegada al campo había considerado a los tunelistas
como una raza especial de hombres.
A intervalos, eran izadas a la superficie latas llenas de tierra. Echaban la tierra en los
aborts individuales y la empujaban con largos palos. El olor era espantoso. Peter pegó la
nariz a la ventana, donde se sentía una fuerte corriente de aire y concentró su atención
en Saunders, cuya envuelta figura se desdibujaba más a cada momento en la creciente
oscuridad.
Peter oyó cómo escondían la bomba de aire, y los individuos que trabajaban en la
superficie se distribuyeron en los asientos de la larga fila del abort como si fueran
visitantes “normales”.
—¡Ya pasó!
A los pocos momentos estaba funcionando de nuevo la bomba y sacaban otra vez
montones de tierra.
A las cuatro y media Stewart dió el alto. Era la hora de que subieran los tunelistas y
se lavaran para tomar el té en sus respectivas “repúblicas”.
—Ya sé, ya sé —dijo Saunders—. Pero hoy ha sido un día de correo. Hay que
celebrarlo.
—Bandy Beecham vino a vernos esta mañana para saber por qué no habías ido a
ayudarle en los decorados —le comunicó Hugo—. Le dije que estabas muy ocupado.
Quiere saber si vas a ir seguro mañana.
—Gracias —dijo Peter, que estaba preparándole a cada uno su rebanada con una
levísima capa de mantequilla y mermelada.
—Ya ves, un derroche imperdonable —le dijo Peter dándole un poco más de
mermelada que a los demás.
—He recibido una carta de mi tía Grace —anunció Hugo. Cortaba su fina rebanada
de pan en pedacitos alargados sosteniendo mientras una conversación propia de la hora
del té—. Tiene un gato siamés. Antes de caer prisionero, me escribía una carta semanal.
—No; mi tía..., contándome cosas del gato. Le preocupan sus costumbres. Cada
semana me enviaba los comunicados de su conducta. Y también ha llegado a mandarme
telegramas. Creí que me iba a librar de ello cuando fué derribado nuestro avión, pero ha
reanudado la correspondencia aquí. Tendré que usar mi valioso papel de cartas para
contestarle a la vieja bruja.
—Lo mío también tiene gracia —dijo Otto—. He recibido hoy una carta. Me escriben
muy rara vez. Esta es la primera que recibo en seis meses. Hace muchos meses recibí un
sweater por medio de la Cruz Roja y dentro del sweater venía cosido un pedazo de papel
con la dirección de la señora que me lo había hecho. Le contesté a África del Sur para
darle las gracias y ahora me ha vuelto a escribir. Dice que lo siente mucho pero que ha
sido un error porque el sweater se lo había hecho a uno que todavía no ha caído
prisionero.
—Debía de probar de vez en cuando, a ver si nos cae algo por equivocación —dijo
Saunders—. ¿Qué os parece? Mi vieja se ha afiliado al cuerpo auxiliar femenino. Dice
que así se siente más acompañada. ¡Habráse visto! Ya le daré yo compañía cuando
vuelva.
—Me parecieron todas ellas facturas —bromeó Saunders— y las tiré al fuego.
—No hubo nada para ti —intervino Loveday, que había terminado ya sus reflexiones
del día—. Me fijé especialmente —añadió sombrío—. Te vengo observando, Clinton, y
he llegado a la conclusión de que eres el tipo de hombre que no puede existir sin
estímulos externos. Las cartas son muy importantes para ti, ¿no?
—¿Ves? Pues tienes que saber que la única manera de que un hombre sea completo...
—¿Por qué ha de ser huir de la vida? —dijo Peter luchando contra su abatimiento—.
Lo mismo huye de la vida el que acepta esta situación.
—Si tu destino era caer prisionero —le replicó Loveday— fué tu destino y nada más.
Es inútil intentar burlarlo.
—¿Y cómo sabes que tu destino no es fugarte? —Peter sabía que era inútil discutir
con Loveday pero en esta ocasión no podía evitarlo.
—Tratas al destino como si fuera una máquina tragaperras —dijo Peter—. La paras
cuando no te conviene que funcione. ¿Cómo sabías que tu destino no era caer a tierra
dentro del avión? ¿Por qué te tiraste con el paracaídas?
—El destino había decidido que no lo mataran —dijo Loveday—. Todo lo ordena el
destino.
—¡Qué idiota! —Peter no pudo contenerse más. Se puso en pie violentamente y salió
a pasear al circuito, que a esa hora estaba desierto. Anduvo rápidamente por el fangoso
sendero. Sentíase muy fastidiado y todo le parecía mejor que seguir con sus
compañeros. Él también había recibido una carta aquella tarde, una carta de su madre,
escrita en el formulario de cartas oficial y le decía que Roy había sido derribado sobre
Francia: “Ojalá lo hayan hecho prisionero —decía la madre— y que algún día se reúna
contigo en tu campo...”
CAPÍTULO III
Una vez que las persianas quedaban cerradas y las puertas aherrojadas para toda la
noche, los prisioneros estaban a merced de sus guardianes. La casi inexistente luz de los
compartimientos se podía apagar con un pequeño movimiento del conmutador y cada
uno de aquéllos se convertía en una cueva oscura donde unas figuras desdibujadas se
arracimaban en torno a las malolientes lamparillas. Cuando las luces se apagaban había
que renunciar a la lectura, el dibujo y a todos los quehaceres y distracciones. Sólo se
podía intentar la más elemental de las maneras de cocinar. Los prisioneros volvían a las
costumbres de sus antepasados y se sentaban a contarse historias hasta que las luces
volvían.
Los otros eran muy llevaderos. Todos ellos eran capaces de absorberse en lo que
estaban haciendo, como Saunders con sus extraños inventos, Otto con sus recuerdos e
incluso Hugo con su deseo de mantener allí las sutilezas de la vida de sociedad. Todos
ellos podían pasarse horas enteras con sus respectivas personalidades envueltas en ellos
mismos, lo mismo que los gatos cuando se encierran en el semicírculo de su cola. Peter
pensó en John, que se estaba las horas muertas concentrado en su lectura. Si lo mirase
ahora mismo lo vería con su largo cabello negro y su barbita, como un vagabundo
vestido con toda la ropa que posee, envuelto en una manta y dos pares de calcetines en
sus zuecos de madera. Inmóvil y en silencio absoluto. Si Peter le hablaba, para decirle,
por ejemplo: “¿Qué te parece esto, John? ¿Está bien la perspectiva?”, levantará la cabeza
y responderá: “¿Qué hay?”, como si volviera a este mundo, “¿Qué me decías?” Y le
daría la opinión solicitada para sumergirse de nuevo en su libro y en sí mismo. La
mayoría de los prisioneros eran así. En casi todos los grupos se producían largos
períodos de silencio. Se habían dicho tanto unos a otros, se conocían tan bien, que
podían sentirse a gusto aislados y en silencio.
Pero Loveday no era así. No era capaz de meterse en sí mismo; tenía que pasarse
todo el tiempo discutiendo con alguien. Ver refugiados a los demás en sus respectivas
intimidades constituía para él una especie de desafío. Sentíase entonces impulsado a
desalojarlos de sus posiciones, de sus refugios espirituales. Y entonces, en el silencio,
lanzaba una de sus proposiciones de controversia. Y no se dirigía a ninguno en
particular sino que hacía lo mismo que los pescadores cuando lanzan su anzuelo en la
quietud del lago. Al poco tiempo, ya había “prendido” la discusión, cualquier tema
estúpido que les conducía siempre a un callejón sin salida como el que ahora se hallaba
en su momento culminante. Loveday se emborrachaba con sus silogismos. Recordaba lo
que había dicho cada uno varios días antes y que a ellos mismos se les había olvidado
por completo. Citando las palabras de ellos quería demostrar Loveday que no eran
normales. Para curarlos, les hablaba en complicadas parábolas e intentaba
psicoanalizarlos. Con él no había manera de estar tranquilos.
Poco a poco fueron volviéndose más cautos y ya ocurría que los peces no picaban en
el anzuelo.
Peter miró su reloj. Le tocaba ya el turno de la estufa común. Se llevó unos pedazos
de madera que había robado en el teatro y la fuente con el famoso y extraño pisto de
salmón... y los demás aditamentos.
—Tuve que apagar la luz —le explicó a Peter— porque se atascó la chimenea y me vi
obligado a abrir la ventana para que saliera el humo. Un centinela nos plantó aquí una
bala la otra noche porque vió luz.
Cuando el otro se marchó, Peter cerró las persianas y encendió la luz. La estufa
estaba ocupada por latas de todas clases, polizones. Las empujó a un lado, puso su
fuente en el centro, avivó el fuego y tuvo que apagar rápidamente la luz para
precipitarse a la ventana y abrirla. Casi se asfixiaba. Alguien entró en ese momento y
encendió la luz.
El visitante se apresuró a obedecer el grito de Peter y éste cerró otra vez la ventana.
—Mira tú mismo.
Peter tuvo que apagar otra vez la luz y abrir las persianas. Pronto le faltó combustible
a la estufa y Peter salió entre nubes de humo, para buscar más. Su media hora de
cocinero fué una pesadilla de oscuridad, humo y guiso quemado hasta que por fin pudo
regresar ufano a su “república” con la comida lista para decirle a John que tenía la
estufa libre para tostar los bizcochos.
—Esta tarde he hablado con el viejo Bandy —dijo Saunders con la boca llena de
comida—. Le ha escrito su tía diciéndole que su mujer anda por ahí con un
norteamericano.
—Pero, ¿por qué se meterá esa mujer en lo que no le importa? —se indignó Peter—.
¿Qué puede hacer Bandy?
—Eso es lo que yo digo —asintió Saunders, que ya había terminado su ración—. Vale
más no enterarse. Seguro que es una solterona.
—¿Quién?
—Lo mismo puede decirse de la mía —intervino Hugo—. No sabe hablar más que de
su asqueroso gato. Es más rica que Creso y se pasa varias horas al día en una cola para
comprarle cordilla al animalito. A pesar de todo no se gasta mucho en alimentarlo.
Cuando Peter acabó su plato, fué a ayudar a John. Se lo encontró hablando con el
individuo de la lata de agua.
—He abierto la ventana de los lavabos para que haya corriente. Ya he frito tres
bizcochos. Me los llevaré. Este muchacho tiene prisa.
—Es que celebramos un aniversario la semana que viene y estoy haciendo una tarta
—explicó el desconocido.
—No tardaré —le dijo Peter. Metió el resto de la leña en la estufa y se puso a freír con
margarina de la Cruz Roja los bizcochos remojados.
—Eso es lo que nos conviene. Nos ponen demasiadas tragedias, Luz de gas, Hamlet y
cosas por el estilo. Lo que queremos es reírnos.
—Es que el otro día me paró en el circuito para decirme que yo tenía un halo muy
bien definido. ¿Qué me querría decir con eso? Antes de que pudiera responderle, se
había alejado.
Recogió las cosas de cenar y con ello terminó su tarea de cocinero. John haría el
último brebaje y los cacharros sucios no los fregarían hasta la mañana siguiente.
Satisfecho, se subió a su litera a terminar un dibujo que estaba haciendo del interior del
barracón dividido en compartimientos idénticos; idénticos en la forma pero distintos
por su contenido y su arreglo.
CAPÍTULO IV
A la mañana siguiente, cuando se dirigía hacia el teatro, vió Peter a Otto que paseaba
solo, con las manos en los bolsillos, por el circuito.
—Yo iré a Varsovia —dijo Otto—. No creo posible llegar a Inglaterra. En Varsovia
lucharé en la Resistencia.
Otto sonrió:
—No lo creo. Ya hay demasiados. Mientras más nos acercamos al final, más quieren
tener un puesto. Ya somos treinta.
—El tercero. Uno, cuyo nombre no puedo decir, me ha ofrecido mil libras por mi
puesto.
—¡Mil libras! A ese precio se puede excavar.
—¿Cómo empezaste?
—¿Empezar qué?
—Quiero decir, en esto de las fugas; ¿cómo entraste la primera vez en uno de estos
planes?
—Sí, cerraré el circuito y no volveré a marcharme. Creo que puedo prestar mejores
servicios en mi país.
—Pero, verás, lo que yo te preguntaba era cómo te las habías arreglado para que te
admitieran, aquí en este campo, en un plan de fuga —insistió Peter—. A mí me parece
muy difícil.
—Eso es porque has llegado hace poco tiempo. No tienes más solución que iniciar un
plan tuyo. Todos los prisioneros de experiencia están unidos y no dejan que se les
añada uno nuevo, sin experiencia.
—Es muy fácil decir que empiece yo algo por mi cuenta, Otto. Pero sabes muy bien
que todos los sitios donde se podría abrir un túnel, están ya probados.
—Tienes que pensar en ello seriamente. Quizá cuando te trasladen a un nuevo
campo...
—Pero hombre, si ya cedemos parte de nuestras raciones para alimentar a los rusos.
—Sí, Peter, pero esa parte es para los que trabajan. En cambio, a los que están
enfermos y no pueden trabajar, no les dan nada. Uno de ellos murió de hambre hace
poco y guardaron el cadáver en la choza tres semanas antes de comunicárselo a los
guardias.
—¡Por Dios!
—Lo hacían, claro está, para aprovechar sus raciones. Vosotros los ingleses no podéis
comprenderlo. Decís que, después de todo, los alemanes no son demasiado malos. Es
posible que no lo sean... para vosotros. Contáis con la Cruz Roja y tenéis como
contrapartida muchos prisioneros alemanes. ¿Creéis que van a tratar lo mismo a las
naciones de las que no temen nada? Vivís dentro de vuestra concha y no os dais cuenta
de nada. Sois tan devotos del fair play que a los alemanes les daría vergüenza no trataros
también deportivamente. Pero, ya veríais lo que ocurriría si no tuviérais detrás la fuerza
que os protege. Los rusos no reciben paquetes de la Cruz Roja, los tratan como a
cerdos... —Otto se interrumpió—. Lo siento. Pensarás que soy un fanático. Pero lo que
te digo es cierto.
—Ya he oído decir que los alemanes no tratan a los prisioneros rusos muy bien.
Quizá si ellos trataran a los prisioneros alemanes decentemente, los alemanes harían lo
mismo.
—¡Eso no tiene nada que ver! —se indignó Otto—. ¿Qué haríais vosotros sin los
paquetes que os envían de Inglaterra? ¿Podríais vivir con las raciones que nos dan los
alemanes?
—No.
Peter pensó que de nada servía hablar de estas cosas. Las generalizaciones son
siempre malas. Recordó su cautiverio, los alemanes tan buenas personas que había
encontrado, aquellos guardabosques, los que se hicieron cargo de él al principio... Eran
hombres como los demás, incluso con un cierto sentido del humor, arrastrados por la
máquina bélica que ellos mismos habían fabricado y cuya marcha no podían ya
controlar. Pero también pensó en la tortura que había sufrido Otto a manos de la
Gestapo, en los prisioneros rusos, medio muertos de hambre, en los campos de
concentración. En éstos, los prisioneros no eran ingleses, ni franceses ni rusos, sino
alemanes. No recibían paquetes de la Cruz Roja. ¿Qué sería de él, de Peter, y de sus
compañeros, si no recibieran esos paquetes? ¿Qué actitud sería entonces la suya?
Volvieron a pasar junto al campo ruso. El olor de la choza era insoportable incluso a
aquella distancia y al aire libre: un olor penetrante y acre que recordaba al de la jaula de
los monos en un parque zoológico. En una cuerda habían tendido unas mantas y en
algunos rincones, protegiéndose del frío, unos individuos con cabezas grandes y caras
sucias tomaban los últimos rayos de sol invernal.
—¿Qué le pasa?
—Creo que le está muy bien empleado. Si no se le tiene un poco a raya, cada vez se
crecerá más.
—En fin, ¿qué quieres que hagamos: hablarle siempre de psicología? —A Peter le
parecía muy mal esta defensa de Loveday que hacía Otto.
—No debía estar con nosotros —dijo Otto—. Su sitio apropiado es el hospital.
—No se lo he dicho, por si fracasamos. Sería inútil causarle ese disgusto para nada.
—Sí, Peter; si todo sale bien, se lo diré la noche antes de marcharnos. Si fracasamos
antes, no necesita enterarse.
—Pero él no pone nada de su parte. —Peter se impacientaba con Otto por el interés
que demostraba hacia Loveday—. Le rogué que me ayudara con los decorados pero me
contestó que no podía perder tiempo en esas actividades infantiles. El primero que no
quiere cooperar es él. Y a propósito, ahora recuerdo que le prometí a Bandy pasarme
por el teatro esta mañana. Lo siento, tengo que dejarte.
El teatro del campo estaba en la Casa Blanca. Cuando llegó Peter, Bandy Beecham
estaba ocupado en un ensayo. El coro con pelucas de cabello largo y sostenes, bailaba
un cancán con verdadera furia aporreando con los pies el endeble suelo del escenario.
—¡¡Basta!! —gritó Bandy—. ¡¡Basta!! No puedo soportarlo. —Se llevó las manos a la
frente—. ¿Cuántas veces os he dicho que bailéis con suavidad, con ligereza? No olvidéis
que sois unas jóvenes delicadas. Y tú, Rowe, apriétate el sostén un poco. Así como lo
tienes resulta indecente.
Las decoraciones en que se ocupaba Peter estaban al fondo del escenario. Aprovechó
la interrupción para cruzar:
—No, no, ya están bien así —aseguró Bandy—. Ahora, muchachas, vamos otra vez.
Sólo una vez más y luego ensayaremos la escena de la seducción.
Peter cogió sus pinceles de donde los había escondido debajo del escenario y empezó
a mezclar sus colores. Pintaba el telón de fondo y los bastidores del decorado que había
de representar el vestíbulo del Palacio del Barón. Unas paredes con mucho truco de
perspectiva. A Peter le encantaba la escenografía. Dibujar en gran escala y dar
brochazos tan amplios y fuertes le producía un extraño alivio. Le gustaba pintar
acuarelas con motivos del campo de prisioneros y dibujos a pluma con el interior de los
barracones. También disfrutaba con los partidos de rugby, con los que se llegaba a
olvidar el cautiverio por la concentración del esfuerzo en la pelota. Pero nada de esto le
proporcionaba una satisfacción tan grande como pintar decorados. Quizás fuera la
falsedad de éstos, la brillantez de los colores, lo que le hiciera olvidar su situación y
abstraerse en el ambiente que trataba de crear con sus pinceles.
Peter había oído esto varias veces, pero siempre le hacía reír. Le parecía que esta
ordinariez expresaba el irreprimible espíritu que haría avanzar un túnel más allá de la
alambrada. Se preguntó cuánto influirían en este decidido espíritu los paquetes que
enviaba la Cruz Roja.
Era casi la hora de almorzar cuando John fué a recogerlo; y mientras Peter limpiaba
sus pinceles, se les acercó Tyson.
—Esta tarde nos reunimos en mi cuarto —les anunció Tyson—. Vengan en cuanto
terminen ustedes de almorzar.
—No sé hasta dónde habrán llegado con el túnel de la cocina antes de verse
obligados a abandonarlo. A lo mejor salimos nosotros antes que Otto.
—Seguramente no llegarían muy lejos, porque en ese caso habrían continuado —dijo
Peter—. Es imposible que renunciaran a continuar un túnel que estuviera ya muy
avanzado.
—Desde luego, nos veremos libres antes que los muchachos de los lavabos —dijo
John—. Ni siquiera han traspasado aún el suelo de cemento.
—Voy a buscar agua caliente —dijo John—. Y tú, mientras, sacas la sopa. —Cogió de
un estante la jarra de metal y salió hacia la cocina general del barracón.
—Treinta años.
Hugo encontró un pedazo de carne en su sopa. Cuando Peter llegó con las dos
últimas tarteras, los demás trataban de identificar aquel extraño objeto.
—¿Váis a terminar de una vez? —preguntó Saunders impaciente. Hugo decidió que
no tenía apetito y le cedió a Saunders su parte.
—¿Qué hay esta noche de cena? —preguntó Saunders cuando terminó de tomarse la
sopa de Hugo.
—Patatas con salmón —dijo Peter. Tenía prisa por terminar el fregado para acudir a
tiempo a la reunión de Tyson.
—¡Qué se le va a hacer! —dijo Saunders—. Supongo que pondréis un poco más esta
vez. ¿Se puede saber por qué tenéis tanta prisa John y tú? Cualquiera diría que vais al
cine.
—De manera que éstos serán los dos primeros equipos. En ellos sólo hay gente de
experiencia. Trabajaremos en dos turnos, y cuando estos equipos se cansen
alternaremos con uno de los grupos encargados de dispersar la tierra. Necesitamos,
pues, dos cuadrillas de dispersión y dos grupos completos de avisadores.
—Ahora iba a decirlo. Hasta ahora cada uno recoge medio jarro de té. Cuando
empecemos, un grupo sí y otro no, alternándose, recogerá un jarro lleno de té que se
distribuirán entre los dos grupos. Y el enviado del grupo que no lleva agua llenará de
tierra su jarra.
—Eso no dará resultado —interrumpió el mismo que antes había recordado lo del té.
—No tienen más que poner aparte las jarras que usen para la tierra y no usarlas para
el té.
—Déjate de tonterías. Con ese procedimiento podemos sacar toda la tierra que
deseemos. Los guardias están acostumbrados a ver una fila llevando jarras dos veces al
día. Podemos traer la tierra y dispersarla aquí con toda comodidad.
—¿De dónde sacaremos la madera para revestir el túnel sin que nos vean entrarla en
la cocina? —preguntó uno.
—Tiene ya cien pies de longitud. Queda todavía mucho. Pero si todo va bien, yo
calculo que podremos salir en la primavera próxima.
—Muy bien —dijo Tyson—. El primer equipo se reunirá aquí el lunes a las nueve de
la mañana.
CAPÍTULO V
Durante unas cuantas semanas Peter y John no hicieron más por el túnel de la cocina
de lo que habían hecho por el túnel de Stewart en el abort. Hicieron de centinelas
apostados en frías esquinas batidas por el viento, vigilaron horas y horas desde varias
ventanas o se dedicaron a contar los alemanes que salían o entraban por las puertas del
campo. Pero en el plan de Tyson formaban parte de la combinación aunque sólo
ocuparan los puestos treinta y dos y treinta y tres en la lista. Así merecía la pena su
aburrida labor de centinelas.
Como Tyson lo había previsto, los equipos de excavación tuvieron que pasar
muchísimo tiempo reforzando las paredes del túnel y reparando los daños causados
por las infiltraciones, antes de avanzar. Peter y John perdían las esperanzas; les parecía
que nunca se movería el túnel ni entrarían ellos a trabajar en él.
—Muy bien. Venid a la cocina tan pronto como podáis. Poneos vuestros trajes de
tunelistas bajo la ropa corriente y traeros un pañuelo o algo así para la cabeza.
Se marchó en seguida, dejando tras él un embarazoso silencio que rompió Saunders:
—No nos habéis dicho que estabais metidos en un dienst —dijo—. ¿Cuánto tiempo
lleváis en esto?
—Es una pérdida estúpida de tiempo —dijo Loveday—. ¿Por qué no sentaréis de una
vez la cabeza? Tenéis que estudiar, como hago yo. Perfecciono mi mente. —Y se dió
unos golpecitos en la frente—. El impulso de fugarse es una reacción psicológica
natural. Cuando un individuo está encerrado, es natural que quiera escaparse. Pero
debéis venceros. Fijaos en Otto, no pierde tiempo intentando escaparse, porque es un
viejo kriegie. ¿Verdad, Otto? —y pinchó a Otto en las costillas con su largo y huesudo
dedo—. Nosotros, los prisioneros de guerra veteranos, no hacemos ni tanto así por
fugarnos, ¿eh, Otto? Estudiamos y perfeccionamos nuestro espíritu.
—¿Cómo os arreglasteis para que os admitieran? —le preguntó Saunders a John, que
se había sumergido de nuevo en la lectura—. ¿Por qué os han escogido precisamente a
vosotros dos?
—Pues, la verdad, es que se fijaron en nosotros porque les parecimos tipos fuertes y
decididos y nos pidieron que les hiciéramos el túnel.
—¡Tipos fuertes y decididos! —gritó Loveday—. ¡Qué fatuos sois! Y nosotros, ¿qué?
Pero ya veo que el capitán Clinton tiene siempre que aislarse de los demás. No
merecemos que se nos hable.
—Pues debe decir exactamente lo que piensa —replicó Loveday—. No hay manera
de vivir tranquilos en sociedad con tantas bromas y dobles sentidos. Pero, ¿por qué no
nos dijisteis que trabajabais en un túnel?
—No creímos que os interesara. —Peter sacaba a toda prisa su ropa de fútbol de su
alacena.
—¿De manera que no me creéis capaz de interesarme por eso? ¿Por quién me habéis
tomado? ¿Creéis que no soy leal a nuestro grupo?
En el fondo del pozo había una cámara cuadrada en la cual un hombre en cuclillas
hacía funcionar una tosca bomba de aire que parecía un acordeón. A su lado, la lámpara
le iluminaba su rostro sudoroso. Las paredes y el techo de la cámara y la boca del túnel
que se abría allí mismo, estaban recubiertos de madera, tablones de cama puestos uno al
lado del otro; pero el suelo era fangoso.
Tyson seguía con medio cuerpo dentro del túnel y medio fuera. En ambas manos
llevaba lámparas humeantes, una de las cuales pasó a Peter.
—¡Sígueme!
—El verdadero túnel arranca del fondo de este pozo. El de arriba es sólo un engaño.
Camuflamos la entrada de este pozo cada vez que salimos, de manera que si los goons
descubren el túnel superior creerán que termina aquí. En tal caso se limitarían a rellenar
el pozo de la cocina y este pedazo de túnel y cuando pasara algún tiempo podríamos
llegar al túnel de abajo abriendo otro pozo. De ese modo sólo perderíamos este pequeño
trozo de encima y salvaríamos el que de verdad nos importa. —Se rió entre dientes y
bajó por la segunda escalerilla a la galería inferior.
Le parecía llevar ya media hora arrastrándose cuando alcanzó a Tyson, que había
llegado al final del túnel.
—Tú trabajas aquí —le dijo Tyson—. Aquí tienes un cuchillo. La tierra que saques la
vas poniendo sobre este tobogán. —Y le enseñó una vasta bandeja de madera de unas
dieciocho pulgadas de largo por doce de ancho—. Cuando tires de la cuerda dos veces
yo lo subiré hasta el pozo inferior, lo pasaré al túnel de arriba y Clinton lo mandará al
otro pozo en otro tobogán. Ahora comprenderás por qué necesitamos tanta gente.
Cuando Tyson lo dejó solo, conoció Peter el silencio más completo de su vida.
Parecía como si los dieciocho pies de tierra que había sobre su cabeza presionaran sobre
ésta sin cesar. Pero al cabo de un rato oyó el débil silbido de aire producido por la
bomba que manejaba el hombre de la cámara. Ese aire circulaba por una tubería
fabricada con latas de mermelada unidas unas a otras por los extremos desfondados.
Este tubo de metal recorría el túnel superior, bajaba por el segundo pozo y a lo largo de
la pared del túnel inferior. Esa tubería y la cuerda para tirar del tobogán eran la
comunicación de los tunelistas con el mundo exterior. Peter cogió el cuchillo y empezó a
quitar tierra de la pared frente a él.
Una hora después le mandó parar Tyson. John ocupó el lugar de Peter a la cabeza del
túnel, mientras que Peter se ocupaba de transportar la tierra. La cuerda, hecha con
trozos de bramante de los paquetes de la Cruz Roja, le cortaba las manos, y le dolían los
hombros del esfuerzo de tirar del pesado tobogán. Ya tenía ampollas en las palmas de
las manos de manejar el cuchillo y al descargar la tierra en latas de mermelada para
pasárselas a Tyson, que estaba a la entrada del pozo, empezó a pensar que lo del
“tunelismo” era más duro de lo que él había creído.
Cuando pasaron las dos horas, la primera cuadrilla subió a la superficie. Ahora
comprendía Peter por qué los tunelistas a quienes habían relevado ellos se tambaleaban
cuando salieron al suelo de la cocina. Había pasado dos horas sudando y tenía la ropa
interior de lana empapada tanto de sudor como de la humedad del túnel.
Los compañeros les habían preparado un baño de agua caliente; era un auténtico
baño de hierro galvanizado. Peter desconocía que existiera una cosa así en el campo de
prisioneros. Sentado en el agua tibia y fangosa, empezó a pensar que quizás no fuera
tan duro el tunelismo.
El túnel avanzaba y cada vez le parecía a Peter que había más probabilidades de
escapar. Seguía jugando al fútbol en el equipo de su barracón, pintaba decoraciones
para el teatro, se paseaba a veces por el circuito y les hacía retratos a pluma a sus
compañeros de prisión; pero siempre estaba pensando en el túnel. Desde que se
despertara hasta la hora de dormir tenía en la mente el confortador pensamiento del
largo y resbaloso túnel, casi asfixiante, que les permitiría un día a John y a él pasar por
debajo de las alambradas y salir a aquel mundo, ya irreal para ellos, que estaba a tan
poca distancia y, sin embargo, tan lejos. Siempre que andaba por el sendero entre la
cocina y el campo ruso sabía que andaba sobre el túnel, se recordaba tendido allí
oyendo los pasos de los que pasaban por encima, como él ahora.
Le encantaba trabajar en el extremo del túnel. Tendido sobre el estómago, arrancando
tierra frente a su cara sin que nadie lo viera, tenía la sensación de estar haciendo una
labor positiva y hallarse a cada momento más cerca de la libertad. Sobre todo, estaba
solo, más solo de lo que pudiera estar en ningún sitio del campo. Arriba, en el atestado
barracón o en el circuito, siempre se hallaba rodeado de sus compañeros, de sus charlas
con frecuencia fastidiosas y de la proximidad física tan desagradable. En cambio, en el
túnel existía una perfecta soledad y Peter canturreaba mientras sacaba la dura tierra y
lamentaba que se acabara su turno y le tocase volver a su puesto en el pozo.
Una tarde, cuando ya los habían encerrado para pasar la noche, charlaban John y
Peter en voz baja sentados en la litera del primero. Como es natural, hablaban del túnel.
—Es curioso —dijo Peter—. Me produce la misma sensación que estar con una mujer.
—Se reía con una leve sensación de vergüenza—. Cuando estoy allí solo, aquella paz
me deja tan tranquilo como cuando se ha estado con una mujer.
—No sé; quizás. No creo que sea porque aquello nos acerque a la libertad, sino por el
túnel mismo. Es como retirarse del mundo, casi como volver al vientre materno. Quizás
sea una tontería. Creerás que me estoy volviendo idiota.
Peter se rió:
—Ya sé de qué habláis —gritó—. Estáis hablando de mí. Siempre tenéis que meteros
conmigo. ¿Por qué no os ocupáis de vuestros asuntos?
—Entonces, ¿de qué hablabais? ¿Por qué hemos de tener secretos entre nosotros?
—Te digo que no era nada referente a ti —dijo Peter.
—Te miraba porque respirabas con dificultad —dijo John—. Creí que te ibas a
desmayar o algo así.
—Eres muy listo, Clinton —prosiguió Loveday—. Sois todos muy listos. —Y miraba
a su alrededor con ojos alocados—. Pero yo sé defenderme, no os saldréis con la
vuestra. Ya sé lo que estáis tramando.
—Bueno, como quieras —dijo Peter—. ¿Quieres que lo dejemos de una vez?
—Vamos a hacer cualquier brebaje —propuso Otto—. Es cerca de las nueve. La jarra
está sobre la estufa desde las seis.
Ninguno contestó.
—Bueno, voy a ver si ha hervido. —En el momento en que Otto iba a salir de la
habitación se apagaron las luces—. Ahora tendremos que esperar. —Encendió la
lámpara.
—Saunders, ahora te toca a ti contar algo —dijo Hugo—. Procura que sea lo más
picante posible.
—Está bien, pero suprime los detalles inútiles —le advirtió Hugo.
—Tienes razón, Saunders —le dijo John—. Tómate el tiempo que necesites.
—Sí, ha pasado mucho tiempo desde que ocurrió aquello y han ocurrido después
otras muchas cosas.
—Bueno, de manera que estábamos en Montreal, lo recuerdo muy bien porque todos
los letreros estaban en francés. Circulaban muchos coches de caballos y alguien me dijo
que la gente de allí no sabía hablar inglés...
—Eso mismo les dije yo. Imaginaos una ciudad en medio del Canadá y la mitad de
sus habitantes no saben una palabra de inglés.
—Después de la guerra enviaremos allí una misión —dijo John— para enseñar inglés
a los canadienses. Haremos presidente a Saunders.
—Lo dejaré para luego —dijo Saunders—. Dentro de un rato volverán a apagarse.
—Es el único adulto entre todos vosotros —dijo Loveday cuando Otto hubo salido—.
No sois más que unos críos.
Se produjo un breve silencio, pues nadie quería empezar una discusión. Entonces
volvieron a apagarse las luces.
—Vamos a ver, Saunders —le animó Peter—, ¿cómo seguía esa historia?
—¡Ah, sí! Pues nos habíamos detenido para unas horas, camino de Halifax.
Regresábamos a Inglaterra... o quizás no. Es muy posible que hubiéramos acabado en
aquellos días nuestro curso de aeronáutica.
—Ya habíamos aclarado todo eso —dijo John—. Estabas en Montreal y aquella gente
no hablaba inglés.
—Sí, sí; eso es. Tuvimos que cambiar de tren o algo así. Lo cierto es que nos
encontrábamos en Montreal sin nada que hacer por una o dos horas.
—¡Cielos! —exclamó Hugo—. ¡Qué estupendo no tener nada que hacer durante un
par de horas!
—Pues como decía, había muchos coches de caballos en forma de cochecitos muy
grandes para niños, pero con caballos, ya saben ustedes a qué me refiero. Tomamos uno
y le dijimos al cochero que nos diera una vuelta por la ciudad... El cochero era un
carcamal; he visto pocos hombres tan viejos como él. Arrancamos al trote, tan contentos.
Nunca he sido muy aficionado a contemplar monumentos, pero pasearme en un coche
abierto como aquél y mirar a la gente que pasa por la calle, me gustaba mucho. Era un
día caluroso y las chicas llevaban ligeros vestidos de verano. Las tiendas tenían echados
los toldos. Subimos hasta lo alto de Mont Royal, que es una especie de colina con un
parque arriba de todo y desde allí contemplamos la ciudad. Luego bajamos a la ciudad
y miramos desde allí el monte. Yo tenía ya mucha sed y le dije al cochero que nos
llevara a algún sitio donde pudiéramos tomar una taza de té.
—Eso mismo debió de pensar el cochero. El viejo diablo me miró malicioso y me dijo:
“Quieren ustedes un buen sitio, ¿eh?” “Sí —le dije—, llévenos al mejor sitio que haya”.
Entonces nos llevó al extrarradio. Había allí muy buenas casas, como las de Kensington.
Y no se veían tiendas ni salones de té por ninguna parte, de modo que empecé a
preguntarme adónde diablos nos llevaría aquel viejo idiota. Paró el coche frente a una
casa magnífica con columnas y escalinata. “¿Es aquí?”, le pregunté. Me contestó que sí.
Diablos, pensé, esto va a costarnos un dineral. Pero venía conmigo Dicky Hawthorne,
que no es hombre de volverse atrás. “Dile que espere —me encargó— y así podremos
marcharnos en seguida si no nos gusta”.
”Le dije al cochero que nos esperase y él volvió a sonreírme con gran malicia. Era un
hombre que se tomaba mucha confianza. Todavía me parece estar oyendo su risita
mientras subíamos la escalinata. En fin, subimos y tocamos la campanilla. Volví la vista
un momento hacia el coche y vi que el vejestorio se había puesto la gorra sobre los ojos
preparándose para un buen sueño. Abrieron la puerta y apareció una señora vestida de
negro. Yo creo que era tan vieja como el cochero. Su vestido negro estaba adornado con
unas cuentas negras muy brillantes.
”Pero tenía un aspecto muy digno. Cubría su cabeza con un gorrito de terciopelo
negro como el que solía usar mi abuela y un crucifijo colgaba de una larga cadenita
dorada. También usaba pendientes. Ahora que lo pienso, me parece que iba maquillada.
No puedo asegurarlo, pero se diría que era de buena familia. La saludé; entonces yo no
era más que sargento y no tenía tanto mundo: “Buenas tardes, señora; el cochero nos ha
traído”. Es todo lo que se me ocurrió decir.
—No, apenas había empezado. Tenéis que esperar hasta que se vuelvan a apagar las
luces.
—No se apagarán porque hay un goon en los lavabos —anunció Otto que entraba con
la jarra de agua caliente.
—Te has perdido el segundo folletín de la historia de Saunders —le dijo Peter.
—El goon.
—Me extraña que haya venido. —Peter se levantó—. Es mejor que escondamos las
bolsas, John. —Recogió las bolsas que tenían guardadas entre las latas debajo de la litera
de Saunders—. ¿Dónde las metemos?
—Un solo hombre no puede registrar todo el barracón —les dijo Otto—. Están bien
debajo de la litera.
—¡Un goon en el barracón! —Fué circulando en voz baja el habitual aviso, insólito a
aquella hora de la noche.
—Buenas noches, Herr Mueller. ¿Viene usted a tomar una tacita de algo?
Peter se asomó a la puerta del cuarto y vió al oficial parado en el pasillo. Estaba solo.
Empezó a andar lentamente mirando al interior de cada compartimiento conforme
pasaba ante ellos.
“¿Qué demonios querrá? —pensó Peter—. ¿Se habrán olido algo? Si registran bien
los lavabos y encuentran el túnel, seguirán registrando por todo el barracón, y ¿qué
ocurrirá entonces con nuestras bolsas? Si nos encierran en la nevera perderemos
nuestros puestos en el dienst de la cocina. No debíamos haberles dejado abrir el túnel en
los lavabos. Ha sido una imprudencia lamentable.” Volvió a sentarse a la mesa. Mueller
estaba ya en el umbral del cuarto.
El alemán entró sin hablar. Era un hombre de nariz aguileña, barrigudo y con gafas
de concha que le aumentaban sus pálidos ojos azules.
—¿Una taza de cacao, Herr Mueller? —Hugo se levantó para hacer los honores.
—No, gracias. —Mueller, parado a la entrada del cuarto, con los dedos pulgares
metidos en el cinturón de cuero que sostenía su pistola automática en la sucia vaina,
miraba fijamente a las dos pin-up girls pegadas en la pared encima de la litera de
Saunders.
—Ésa me gusta —dijo—. Pero esa otra no. Quizás sea porque es demasiado delgada.
—So? ¿De modo que en Inglaterra no está prohibido dormir con los guardias?
Todos se rieron con tantas ganas que Mueller se puso muy colorado y,
desconcertado, se marchó en seguida, no sólo de aquel cuarto, sino del barracón.
CAPÍTULO VI
Mientras andaba, decidió que se daría una ducha fría diaria antes de desayunar,
como hacía Hugo. Sería una buena disciplina, algo que le repararía para la excursión
que se aproximaba. También se entrenaría en la marcha, recorriendo cada vez más
veces el circuito; dos millas los primeros días, luego cuatro, después seis, hasta las
veinte millas diarias. Podía empezar mañana mismo; por lo pronto, tenía que
aprovechar la ducha caliente mensual y cambiarse de ropa interior. Llevaba las prendas
limpias debajo del brazo.
La letra de esta cancioncilla le llegaba a Peter a través del vapor del agua. Tenía por
música la de “Mi hogar en Tennessee”. Bajo una batería de doce duchas controlada por
un guardia alemán, los prisioneros se estiraban como gusanillos bajo la regadera de un
jardinero.
Bajo la mandíbula estaba la RAF
y en la espalda
la bandera inglesa.
¿Qué se puede pedir más?
Siguiendo la espina dorsal,
la Guardia del Rey
Y en torno a sus caderas
Una flotilla de acorazados.
Peter, endurecido por tantas horas de sudor en el túnel, se dejaba empapar bien por
el agua y cantaba con los demás:
Peter no perdía el tiempo sino que tenía un objetivo muy concreto. Junto a él cantaba
John con una clara voz de tenor.
Uno, con profunda voz de bajo, empezó a cantar desde el fondo del local Wir fahren
gegen England. Era una buena canción para ser cantada en el baño y aquélla era una
típica sala de baños. Sus voces retumbaban estruendosamente imitando burlonamente
al Cuerpo Alemán del Trabajo, que todas las mañanas pasaba junto al campo, llevando
cada uno al hombro flamantes palas en vez de rifles. Cada uno de aquellos trabajadores
iba con el torso desnudo y bronceado y con pantalones de algodón blanco; marchaban
contra Inglaterra, según decía ya el título de la canción, mediante la construcción de una
carretera a través del bosque.
Los de la nueva purga estaban formados por fuera de la alambrada; unos hombres
pálidos, sin afeitar, asombrados, la mayoría de ellos con uniformes nuevos y tiesos
sacados de los almacenes del Dulag-Luft. Entre ellos había algunos norteamericanos que
llevaban unas botas de aviación abultadas y extrañas gorras caquis de jockeys. Todos
ellos parecían muy cansados y miraban horrorizados los barbudos rostros que los
contemplaban desde dentro de la alambrada. Los prisioneros del campo les arrojaban
paquetes de cigarrillos y les decían a gritos el número de sus respectivas escuadrillas.
—¡Sí, yo!
Peter recorría con la vista las filas de caras desconocidas buscando la delgada y
erguida figura de su hermano; primero rápidamente y luego con más detenimiento. En
torno a él, otros prisioneros se agolpaban junto a la alambrada pequeña, separados de la
alambrada principal por las ametralladoras de las torretas.
—¡Dick! Dios mío, ya sabía yo que te encontraría más pronto o más tarde. ¿Cómo
está Jimmy?
—Ven a tomar el té esta tarde con nosotros —le invitó Peter—. Es en el barracón 4. El
compartimiento del fondo.
Entonces abrieron las puertas y los recién llegados, con sus petates a la espalda,
entraron en el campo tambaleantes, flanqueados por los rifles automáticos de su escolta,
que a la vez mantenían a distancia a los antiguos prisioneros. Cuando pasaban junto a
la alambrada pequeña uno de los norteamericanos arrojó un paquetito que cogió en el
aire un prisionero. Uno de los guardias, que había visto aquello, se precipitó para
cogerlo pero el kriegie se había perdido ya entre la multitud. El norteamericano siguió
con sus compañeros en dirección a la Casa Blanca, donde serían registrados.
—Buena jugada —dijo Peter—. Eso, por lo menos, no lo cogerán los goons.
—Me pescaron tan dentro de las líneas alemanas que me creyeron paracaidista —
explicó John—. Por lo visto, a los paracaidistas los mandan siempre a los campos de
aviadores.
—Es que sus paracaidistas forman parte de la Luftwaffe —le dijo Peter—. ¿Qué hacías
detrás del frente alemán? ¿Sabotaje?
—Sí, fué un poco desconcertante —reconoció John—, pero nada puede compararse al
primer día en que entré aquí. Cuando vi a los primeros prisioneros de guerra me juré
que, ocurriera lo que ocurriese, no acabaría como ellos.
—Pues mira cómo estamos ahora. Te apuesto lo que quieras a que esos recién
llegados piensan de nosotros lo mismo que pensábamos nosotros de aquéllos.
—Algunos de nosotros se conservan en forma. Por ejemplo, Hugo. Se afeita todas las
mañanas e incluso se saca brillo a los botones con polvo de ladrillo. En eso lo admiro.
Demuestra que no pierde el respeto por su persona.
—A mí no me parece gran cosa un respeto que necesita tener brillantes los botones.
—A Peter se le había borrado ya casi del todo la visión de su hermano—. Todo eso está
muy bien en el cuartel, pero aquí no resulta adecuado. Lo que le pasa a Hugo es que no
se adapta. Es el tipo de hombre que se pone de etiqueta en una tienda de campaña.
—Es mejor que le digas eso a Loveday esta noche —dijo John.
—No voy a decirle nada a Loveday. Estoy harto de discusiones. Siempre estamos
discutiendo.
—Sé lo que digo. Dentro de los límites inalterables del campo disfrutamos de más
libertad que hayamos tenido nunca. Si se me ocurre ir a tomar el té con Jones y, cuando
voy allá, me encuentro a Smith y decido tomar el té con él en vez de con Jones, lo
mismo da. Porque a Jones puedo verlo todas las veces que se me antoje. Si queremos
pasarnos todo el día en la cama, nadie nos lo impide; y podemos citar de nuevo el caso
de Hugo. Después de todo, la libertad esencial es verse libre de ocupaciones, la libertad
mental.
John se rió.
—Aquí trabajan —prosiguió Peter— en cosas que les gustan y para las que no
habrían tenido tiempo en sus vidas. Unos dibujan y pintan, y en su vida normal no se
les había ocurrido dedicarse a ello y si hubieran querido, no habrían podido. Y lo
mismo te digo de los que estudian y se preparan para carreras y oposiciones. Eran
hombres que hasta ahora no han hecho más que mantenerse vivos. En cambio, en este
campo se hallan en la posición de los ricos en lo que se refiere al cultivo de las artes. No
tienen que preocuparse del sustento.
—Todo eso, Peter, no es más que una compensación por lo qué se les prohíbe: la
libertad de elección.
—¿Te refieres a la libertad de poder pasarse la vida luchando para atender a sus
necesidades? Ahora, sin responsabilidades, estos hombres se pueden dedicar a sus
aficiones.
Subían la pendiente hacia los barracones cuando vieron que el suyo estaba rodeado
por pequeños grupos de prisioneros mantenidos a distancia por guardias armados.
Empezaron a aligerar el paso por la resbalosa cuesta intrigados por aquello. La idea de
que estaba ocurriendo algo insólito acabó de borrarle a Peter sus íntimas
preocupaciones.
—No lo puedo remediar, Mr. Stewart. Si usted infringe las normas abriendo un túnel
en el barracón, tiene usted que atenerse a las consecuencias.
Se oyó un fuerte ruido. Una de las alacenas, que salió por una ventana, se había
estrellado contra el suelo.
—Sabe usted perfectamente, Mr. Stewart, que está prohibido hacer muebles con las
tablas de las camas.
Dentro del barracón sonaba el bang-bang de las barras de hierro contra el suelo y, de
cuando en cuando, los crujidos de las alacenas que eran echadas a un lado.
—En fin, ya se acabó el túnel de los lavabos —dijo John—. Tyson nos advirtió que no
duraría mucho.
—De manera que Mueller iba detrás de algo la otra noche. Ya me extrañó que se
presentara a aquellas horas. Y las malditas bolsas de dispersión que teníamos en
nuestro cuarto...
—Claro que lo saben, hombre. Comprenderás que están hartos de ver bolsas como
las nuestras. —Y, riéndose, añadió—: De todos modos, están debajo de la litera de
Saunders. No le vendría mal pasarse un rato en la nevera.
—La cosa no pasará a mayores —dijo John—. Se llevarán las bolsas y nosotros
haremos otras. Es fácil.
A la caída de la tarde ordenó Mueller que cesara el registro. Además del túnel,
habían descubierto muchos artículos verboten que se llevaron los guardias después de
empaquetarlos cuidadosamente en mantas. Y en esos paquetes iban también las bolsas
para dispersar la tierra. El túnel, lleno provisionalmente de agua, sería rellenado de
tierra a la mañana siguiente.
—Es mejor que nos demos prisa. Tenemos un invitado para el té —dijo Peter.
—¡Se han llevado mis chicas! —gritó Saunders—. ¡Ese hijo de perra, Mueller, me ha
birlado mis pin-up!
—Pasa —le dijo Peter—. Tienes que perdonar el desorden, pero acabamos de tener
un blitz. —Y recordó su desconcierto inicial cuando llegó a aquel campo—. Los
alemanes descubrieron el túnel que abrían en los lavabos.
Aquélla había sido, exactamente, una de las primeras preguntas de Peter. Ahora que
estaba en uno de los planes, guardaba el secreto tan celosamente como un buscador de
oro oculta su primer hallazgo. Creía que hablar de ello disminuía su suerte. En vez de
contestar, fué presentando al recién llegado a sus compañeros, pero al llegar a Loveday,
éste no respondió. Parecía fuera de este mundo. Peter hizo como si no hubiese notado
tal actitud y le preguntó al visitante por los que había conocido en la escuadrilla. Pero
no pudo establecer ningún punto de contacto. Todos ellos habían sido derribados o
trasladados a otras escuadrillas. Incluso el doctor y el capellán habían cambiado.
—Anda, Loveday, es la hora del té —le dijo Peter. Le puso una mano en un hombro,
pero el otro no se movió. Renunció a sacarlo de su abstracción y volvió a la mesa. El
visitante estaba fascinado por aquel tipo tan extraño. No hacía más que mirarlo.
Peter pensó: “En verdad, debemos parecer un grupo muy raro.” Miró a los otros:
Saunders, con su rostro vulgar, coloradote y siempre de buen humor; Otto, pálido y
delgado, con sus muñequeras de lana asomándole por debajo de las mangas de su
guerrera; John, que tenía aspecto de estudiante del Barrio Latino; Hugo, que parecía un
emigrado ruso, pero de los que vemos en las comedias; y Loveday, inmóvil en su litera
como una estatua de la Paciencia, meditando sobre el destrozo de su libro.
Miró luego al invitado y vió cómo devoraba el pan con mermelada. ¡Qué hambre!
Pensó que el estómago se le iría achicando y acabaría por tener poca hambre.
—¿Qué hay de teatro por Londres? —preguntó Hugo para iniciar la conversación del
té.
Peter vió que el neozelandés buscaba frenéticamente entre sus recuerdos y, como a él
le había ocurrido lo mismo, acudió en su ayuda:
—Claro... Los permisos los pasaba con los muchachos por ahí...
—Cinco días.
—¡Cinco días! —Saunders se echó atrás la gorra—. ¡Caracoles, ahora se dan prisa en
mandarlos aquí! ¿Cuántos días te tuvieron en la nevera?
—¿La nevera?
—¡Pobre hombre! —dijo Saunders—. No se ha dado cuenta todavía de que está vivo.
—Y examinó al invitado con renovado interés.
—Caí en el primero.
—Pronto te acostumbrarás a esto —le dijo—. Al principio se te hará todo muy raro.
—“¿Qué podría yo decirle, cómo podría aconsejarle bien?”, se preguntaba Peter—.
¿Quieres más té?
—Hola, Loveday. —Saunders se había vuelto hacia él, sonriente—. ¿Te sientes mejor
ahora que hemos hecho ya todo el trabajo?
—Tienen miedo de que me salga con la mía. Ahora se están convenciendo —dijo
Loveday sin mirar a ninguno.
—No te preocupes, angelito —le dijo Saunders—. Sabes muy bien que acabas
consiguiendo todo lo que te propones.
Otto le sirvió una taza de té y le pasó tres rebanadas de pan con mantequilla mientras
Peter le contaba al neozelandés los sucesos de la tarde. Mientras hablaba, observaba al
muchacho, que a cada momento miraba a hurtadillas a Loveday, y éste, sin dejar de
masticar pausadamente su pan con mantequilla, tenía clavada en el recién llegado una
malévola mirada.
—Bueno, tengo que irme. —El chico se levantó y se dirigió hacia la salida—. Gracias
por el té.
—De nada, hombre —le dijo Peter—. Ven a vernos cuando quieras.
—Vendré. —El neozelandés miró por última vez, asustado, a Loveday y se alejó a
toda prisa por el pasillo.
CAPÍTULO VII
Algún tiempo antes, Tyson se había dado por vencido en cuanto a alcanzar a los
otros y se resignó a esperar a que se escaparan. Reuniendo a los suyos, les explicó:
—No podíamos pretender que nos esperasen y sería una lástima que por darnos
excesiva prisa les estropeásemos a los otros el plan, pues llamaríamos la atención si
trabajásemos todo lo que se necesita para terminar a la vez que ellos. Sólo nos queda
esperar a que se hayan ido... Cuando se haya pasado el escándalo, seguiremos. —Estas
palabras les habían decepcionado.
El día en que el túnel del abort salía a la superficie habían preparado un partido de
rugby entre Inglaterra y Australia. Protegidos por la enorme multitud de prisioneros —
todos los del campo— se dirigieron los hombres de Stewart al abort con sus ropas de
paisano escondidas bajo los capotes que aún llevaban a pesar del calor que empezaba a
hacer. Uno a uno, fueron introduciéndose en el angosto túnel. Además del equipo de
excavación (dos grupos, uno por cada turno) y de las cuadrillas encargadas de dispersar
la tierra, se escapaban también algunos avisadores y un par de prisioneros que habían
ayudado a falsificar los documentos y a confeccionar la ropa de paisano. Algunos de
éstos no habían entrado hasta entonces en el túnel y hubo que perder mucho tiempo
para que entrasen con sus petates por el estrecho agujero. En total, pasaban de treinta
hombres.
Se introducían con la cabeza por delante, una vez llegados al fondo del pozo y
avanzaban lentísimamente respirando con gran dificultad el aire sofocante.
Peter había dejado de jugar al fútbol al ver más próxima la posibilidad de su fuga.
Hubiera sido una estupidez arriesgarse a romperse una pierna. Tyson y él ayudaron a
meter en el pozo al último de los hombres unos minutos antes de la hora del cierre de
los barracones y regresó a su cuarto. La mayoría de los treinta fugados procedía del
barracón 2, pero los puestos libres fueron distribuidos equitativamente por todo el
campo. Algunos se habían ido a dormir a un barracón que no era el suyo y en las literas
vacías metieron bultos de ropa bajo las mantas poniéndoles en la cabecera unas pelucas
hechas con cabello auténtico y en los pies botas vacías.
Era una noche estupenda para escaparse. El cielo estaba cubierto con negras nubes.
Azotaba el campo un viento muy fuerte que silbaba en las alambradas y obligaba a los
guardias a volver la espalda en la dirección del viento, que era precisamente la que
convenía a los que se fugaban. Además, esto favorecía aún más a los tunelistas porque
así se volvían de espalda los centinelas a la huerta sembrada de patatas que había cerca
de las alambradas y por donde ellos habían de salir.
Aunque todos querían aparentar naturalidad, estaban alerta a los tiros que casi con
toda seguridad sonarían pronto. El tableteo de las ametralladoras les anunciaría
probablemente el momento en que los guardias se hubieran dado cuenta de la salida.
—Esta noche cenamos una hora antes —les anunció Saunders.
—En todos los grupos se ha adelantado una hora por si acaso... En fin, ya sabéis —
dijo Saunders.
—Hombre, es que ese plato lo hago más pronto... y si ocurre algo conviene estar
listos. A propósito —dijo, con un poco de temor—, esta semana no tenemos chocolate.
—Se lo di a Otto.
—Verás, no es que se lo diera. Después de todo, esta semana nos quedará el resto de
su paquete de la Cruz Roja.
—También le di las pasas —añadió Saunders, esperando que le iban a reñir por esto.
—Muy bien. Tú eres ahora el cocinero —dijo Peter—. Lo único que te exigimos es
que nos guises un plato cada día...
Loveday se había pasado el día entero en su litera sin hablar con nadie. Desde que
Otto le dijo que se fugaba, se había encerrado en aquel mutismo. Otto se lo había dicho
cuando estaban los dos solos paseando por el circuito, y los demás no sabían cómo
había tomado la noticia. Pero este silencio era muy elocuente y muy pesado.
Acostumbrados a la verborrea de aquel hombre, se les hacía insoportable su
enfurruñamiento. Todos los del grupo se sentían inquietos con esa actitud.
Todo el barracón estaba en silencio. Sus ocupantes escuchaban angustiados en espera
de algún tiro o los silbatos de los guardias. Todos se veían a sí mismos arrastrándose
por el fangoso agujero y luego por entre el patatal, ya fuera del campo. Tenían la
sensación del “cangrejo sin concha”, la vulnerabilidad del cuerpo desnudo deslizándose
penosamente por el túnel y también la sensación del que sabe que le están apuntando
por la espalda, una sensación que ya habían sentido cuando sus aviones cayeron
incendiados.
—Mal sitio.
Se produjo una pausa. Al otro lado del extremo del barracón alguien había puesto en
marcha un gramófono. Peter y sus compañeros escucharon la música con una gran
atención: era la primera vez que la escuchaban así y no como fondo de su conversación.
—Si se apagan las luces, bueno. Es una historia, que sólo puede contarse en la
oscuridad. —Sin muchas ganas, Saunders cogió el pincel que estaba haciéndole a Peter.
—Todavía no. Son treinta: dejando un intervalo de tres minutos de uno a otro,
tardarán hora y media. Mejor es hacerse a la idea de que necesitarán otra hora más. Si
no hemos oído nada a las nueve, es que todos se han alejado.
—¡Otra hora y media de espera! —murmuró Saunders.
—Tendremos que dejarlo todavía una semana —le dijo Peter—. No sería prudente
acercarse allí hasta entonces. Después de lo de esta noche, nos vigilarán los goons muy
de cerca.
—Eso es lo peor de los túneles —dijo Hugo—, que sufrimos todos, no sólo los que
toman parte en ellos.
—Cada túnel que se termina significa un sitio menos para abrir otro —dijo John.
—Debió de ser maravilloso para los primeros que estuvieron aquí —comentó Peter
—. Figuraos, todo el campo para abrir un túnel donde se le antojara a uno.
—Reconozco que habrá sido muy agradable para ellos —dijo Hugo—; pero es igual,
esto de los túneles es un círculo vicioso: una vez que se empieza, los goons lo descubren
y las precauciones que toman hacen más difícil el segundo túnel, que a su vez es
descubierto, y así sucesivamente. Lo mejor es no empezar.
—Lo mejor sería no haber venido aquí ni estar en ningún otro campo.
—Esto me hace pensar en que nadie tiene derecho a encerrar a un semejante —dijo
Saunders, que estaba sentado sobre la mesa. Se cubría con el gorro de lana, que parecía
formar ya parte de su cabeza de tanto como lo llevaba—. Nosotros mismos, si nos
comparamos a como estábamos en Dartmoor, hemos de reconocer que estamos aquí
como de vacaciones. Tenemos muchos amigos, y los goons nos dejan solos. Sin embargo,
consideramos este sitio como un infierno. Imaginaos lo que sería estarse en Dartmoor
veinte o treinta años. En los Estados Unidos condenan a la gente hasta ciento noventa y
nueve años. Es muy preferible que le corten a uno la cabeza.
—Pues yo creo que es mejor saber a qué atenerse. —Hugo le buscaba más agujeros a
los calcetines—. Si supiéramos qué tiempo íbamos a estar encerrados...
—No lo pasamos tan mal —dijo Saunders—. Pensad en los chicos de Dartmoor. ¿Y
por qué los tienen allí? Total, porque robaron para alimentar mejor a sus mujeres y a sus
niños. Nadie les había enseñado a ganarse la vida honradamente.
—Si vamos a ver, somos tan culpables como ellos —dijo Saunders—. Empezando por
mí: He matado miles de mujeres y niños inocentes, he bombardeado hospitales e
iglesias...
—Si hacemos las leyes, tenemos que hacerlas cumplir —intervino Hugo—. ¿Qué
ocurriría si no hubiera castigo para el crimen? Nuestro país caería en el caos.
—¡Sí, pero siete años son muchos años! —Saunders se echó abajo de la mesa y fué a
buscar un cigarrillo a su litera—. Algunos de nosotros creen destrozadas sus vidas y,
total, llevamos aquí dos o tres años. ¡Pensad en lo que significa la cadena perpetua! Sólo
tenemos una vida y cualquier idiota con una peluca blanca puede hacérnosla pasar en la
cárcel. Es mucho más humano matar a la gente.
—Las únicas personas a las que ha perjudicado son las dos mujeres —reflexionó
Saunders— y si la primera lo seguía queriendo, yo me limitaría a anular el segundo
matrimonio. —Lanzó una bocanada de humo y se quedó contemplando el anillo que
subía hacia la bombilla—. Si la segunda lo quiere y la primera no, entonces anularía el
primer matrimonio. Si lo quieren las dos, gana la primera. Si ambas están hartas de él,
entonces se anulan los dos matrimonios —terminó Saunders muy ufano.
—Eso no daría resultado —dijo Hugo—. Además, no interpretas bien la cuestión. Al
bígamo no se le mete en la cárcel por vivir con dos mujeres sino porque engaña a la
sociedad. Puede vivir con todas las mujeres que quiera siempre que no se case con ellas.
El matrimonio es un contrato y tenemos que proteger a las partes contratantes.
—La burocracia no soluciona nada —dijo Hugo, empezando a remendar otro calcetín
—. La bigamia es una felonía y el Estado tiene sólo que probar que la has cometido tú.
No interesa que pruebes de antemano que no vas a cometerla. La cosa está bien
dispuesta como está.
—Muy bien, pero siete años es una barbaridad —dijo Saunders—. ¡Eso de que un
viejo con una peluca pueda encerrar a un hombre durante siete años sólo porque haya
cometido una equivocación! Creo que todos los jueces deberían pasarse un año en la
cárcel, encerrados en celdas como los delincuentes comunes. Eso completaría su
preparación. Ya hemos casi abolido la flagelación, y tendríamos que hacer lo mismo con
las condenas largas. ¿Para qué sirven? Al preso no le hacen ningún efecto; no sirven
más que como advertencia para los demás, como pasaba antiguamente cuando les
cortaban las manos y las narices a los criminales para que sirviera de escarmiento a los
demás. En nuestra época tiene que terminar todo eso.
—Lo digo en serio —insistió Saunders—. Nunca había pensado en estas cosas. Pero
ahora, por mi experiencia aquí, me asombro de que la gente pueda andar por las calles
tan tranquila sabiendo que detrás de los muros de la cárcel hay centenares de personas
encerradas para tantos años.
—No estoy para esas cosas. —Saunders se hallaba, esa noche, de una seriedad
insólita en él.
—No.
—Me refiero al poema que ha leído John. —Y, cogiéndole a éste el papel, Peter
reconoció la letra—: ¡Si es de Otto!
—¡Caracoles, no sabía que Otto era poeta! —se asombró Saunders—. Apenas sabía
hablar inglés.
—El inglés lo hablaba bien —dijo John—. Desde luego, con mucho acento.
—Otto escribe buenos versos. —Peter quería darle a entender a Loveday que los
cuatro se daban cuenta perfectamente de que aquella noche significaba mucho más para
Loveday que para ellos. Pero ya Loveday se había recluido de nuevo en su mutismo.
—¡Qué dibujos! Ese idiota de Mueller se quedaría helado si los viera aquí. Eran a
todo color. Suda uno con sólo recordarlos. Y todo aquel sitio olía a sales de baño, a olor
caro. Nos sentamos y la vieja nos dijo: “Las chicas vendrán en seguida”. Y se marchó
por el vestíbulo. Creímos que se refería a las camareras.
—Es que los dos creíamos de verdad que íbamos a tomar el té. Más tarde he hablado
de esto con Dicky y todavía creía sinceramente que estábamos esperando el té.
—Pues seguimos allí sentados un rato. Luego me levanté y me puse a ver los dibujos.
Se oyeron pasos y volví a sentarme junto a Dick. Entró la señora seguida por muchas
chicas. Desde luego, aquello no era un salón de té. —Saunders se quedó callado.
—Vamos a dejarlo por esta noche. Ya os dije que no estaba de humor para esto. No
puedo estar aquí hablando mientras ocurre lo que está ocurriendo. Es mejor que
juguemos a las cartas.
Mientras Hugo y Saunders preparaban la cena, Peter escuchaba con gran atención,
pero no se oía absolutamente nada.
Fué a la letrina, cuya ventana daba a la alambrada y se encontró a Tyson allí mirando
fijamente en la oscuridad.
—Ya deben de haber salido todos —dijo Tyson—. No sé lo que daría por estar con
ellos.
—Es mucho esperar que dos túneles tan próximos resulten bien —dijo Tyson—.
Tendríamos mucha suerte si escapásemos del registro sin que se descubriera lo nuestro.
Cuando Peter volvió al cuarto, los otros estaban sentados a la mesa, comiendo y
discutiendo animadamente sobre poesía:
—Nunca he podido comprender cómo se las arregla la gente para recordar los versos
—decía Hugo—. En mi escuela había un chico que se sabía de memoria El Paraíso
perdido.
—Es muy fácil —dijo John—. No hay más que aplicarse a ello. Este guiso te ha salido
muy bien, Hugo.
—¡Dios mío, me volvéis loco! —exclamó Loveday—. Tanto hablar y hablar y hablar.
¿Por qué no os calláis un ratito, para variar?
—No presumas tanto. —Loveday lanzaba en estas palabras toda su rabia y miedo
contenidos durante todo el día.
—Te apuesto dos tabletas de chocolate a que no puedes. —El desafío de Loveday los
dejó a todos impresionados. Dos tabletas de chocolate era una apuesta muy importante.
Representaba una fortuna. Peter y John llevaban varias semanas ahorrando su
chocolate. Se negaban a comerlo, lo escondían en el fondo de su alacena y miraban de
cuando en cuando para ver si seguía allí. Lo guardaban para la fuga, junto con unas
pasas y las tabletas de Horlicks que le habían pedido al médico inglés en el hospital del
campo. Ahora, por miedo al registro inevitable, lo habían escondido con el resto de sus
cosas. En cambio, para Loveday no significaba tanto.
—Pero no empecéis hasta que no haya quitado la mesa —le dijo Hugo—. Va a ser
interesante.
—Es natural —dijo Peter—. Por favor, chicos, silencio. Será cosa de cinco minutos
nada más.
John, sentado con los codos en la mesa, se sostenía la cabeza con las manos y miraba
el papel en que Hugo había escrito la lista de palabras. Los otros, lo contemplaban.
Peter y Hugo a cada extremo de la mesa; Saunders y Loveday en sus literas. John dobló
el papel y se lo dió a Peter. Empezó lentamente:
“Humo...
leche...
balsas...
ventana...
anticipación...
bandido...
papel...
baño...
clavo...
onomatopeya...
rollo...”
Se detuvo un momento.
“acantilado...
caza...
cataratas...
avisador...
racionalizar...
barra de labios...
Chesterfield...
equipaje...
arcilla...
bistec...
pipa...
sanidad...”
Se detuvo otra vez mientras Peter concentraba toda su voluntad para animarlo con el
pensamiento.
“jerga...
canal...
huevos...
teatro...
goon...
mesa...
triunfo...”
John, que seguía sentado con la cabeza en las manos, repitió con gran lentitud:
“triunfo...”, “mesa...”, basta llegar a “acantilado”.
—No —dijo Peter—. Puede terminar. —Quería que su amigo ganara en toda la lid.
John levantó la mano pidiendo silencio. Lento y seguro, fué repitiendo en orden
inverso las primeras quince palabras y luego, desde la 16 hasta la última.
—No tiene gran mérito —dijo Loveday—. Sólo es cuestión de memoria visual.
—De todos modos, te ha costado dos tabletas de chocolate —le dijo Saunders.
—Eso ya lo veremos.
Loveday saltó de la litera. Estaba transfigurado. Brotó de sus labios un grito extraño.
Los demás lo miraban estupefactos. Poco a poco empezó a temblarle el cuerpo y a hacer
visajes. Tenía una expresión fija, agresiva y a la vez aterrada. Dió un paso hacia
Saunders que, con miedo, empezó a levantarse de su litera; entonces, Loveday se
desplomó, agitándose en el suelo como si le faltara la respiración. De la boca le salía una
espuma rojiza.
—Acuéstalo, Saunders —dijo Peter. Sacó su pañuelo y procuró meterlo entre los
dientes de Loveday pero los tenía herméticamente cerrados.
—No seas tonto, hombre —dijo Saunders riendo nervioso—. Está ya camino de
Polonia.
—Bueno, ya nos arreglaremos —dijo Peter. Cubrió a Loveday con una manta y le
aflojó el cuello de la camisa.
—No debiste haberle llamado hijo de tal —le reconvino Hugo—. Hay gente que no
puede aguantar ese insulto.
—Hay gente que se lo merece —dijo Saunders, que estaba ya más tranquilo.
—No lo admitirán —dijo John—. Está normal la mayor parte del tiempo.
Aquella noche no pudo dormir Peter. Yacía en su litera pensando en los fugados, en
dónde se hallarían y qué estarían haciendo. Pensaba en los que se habían propuesto
recorrer a pie los caminos abandonados del campo de Polonia. Gozaban ya de libertad
para ir a donde quisieran. Y ahora, si el túnel de la cocina se libraba del registro,
terminarían el de ellos. John y él ocupaban buenos puestos en la lista. El aire irrespirable
y la humedad del túnel había desanimado a varios de los excavadores. John y él fueron
subiendo poco a poco en la lista y se encontraban ya entre los diez primeros, los puestos
más codiciados; de modo que estaban seguros de salir cuando se terminara el túnel.
Por la mañana temprano, sin haber podido conciliar el sueño, fué a los lavabos para
llenar una jarra de agua. El lugar estaba iluminado muy débilmente por una mortecina
bombilla. Debajo de esa luz estaba Tyson, arropado con una manta, dedicado a leer un
libro. No miró a Peter cuando éste entró ni dijo nada. Peter llenó la jarra despacio para
no molestar a Tyson. Éste volvió una hoja con suavidad y cuando Peter se marchó
siguió sin moverse, con la cabeza inclinada sobre el libro.
CAPÍTULO VIII
A la mañana siguiente, como siempre, los guardias alemanes, con sus uniformes
verdes y la bayoneta calada, se dirigieron hacia los barracones y abrieron las puertas
gritando el habitual: “Raus! Raus!” que llamaba a los prisioneros para que empezaran
otro día.
Pero con ello terminaba la semejanza con los demás días. En vez de las tres
rebanadas delgaditas de pan negro, Saunders y Hugo habían preparado una comida
sustanciosa, no para celebrar lo ocurrido sino porque pronto se concentraría a todos los
prisioneros en el campo de fútbol mientras registraban los barracones y examinaban el
túnel.
Aquella mañana, para que las columnas parecieran tan nutridas como siempre,
formaron los prisioneros en filas de tres en vez de cinco. Iban vestidos por completo,
llevaban sandwiches y, algunos de ellos, cajas de cartón llenas de pan. Nadie sabía lo
que iba a suceder y era mejor estar prevenidos.
Todos observaron al Hauptmann Mueller cuando subía la cuesta, como todas las
mañanas. Alineados frente a los diferentes barracones, no se notaba a primera vista la
ausencia de los fugados. El barracón de Peter era el primero que había de ser contado.
Tyson ocupaba el lugar del comandante Stewart. Con su uniforme completo, parecía
cansado y temeroso.
—Ach so? —Mueller recorrió lentamente con la mirada las filas de los prisioneros.
Hasta que los guardias empezaron a contar no se dió cuenta de que ocurría algo
extraño. Su redonda cara empezó a palidecer y luego a enrojecer y después se puso otra
vez pálida. Peter notaba el esfuerzo de aquel hombre por dominarse.
Los prisioneros obedecieron de mala gana y acabaron formando una masa compacta
a la que faltaba una cuarta parte de su longitud normal. Mueller, resuelto a no descubrir
sus sentimientos, guardó silencio mientras sus hombres contaban. Faltaban quince
prisioneros.
Luego repitieron la operación con los del barracón siguiente. Acabó Mueller de
contar a todos los prisioneros y después se puso a hablar con el Lagerfeldwebel, a cierta
distancia de los ingleses. Éstos podían ver sus gestos de terrible desconcierto y
preocupación. El Feldwebel llamó a uno de los guardias y éste marchó a paso muy
rápido a la Kommandantur.
Se abrieron las puertas del campo y entró un pelotón de guardias armados con
fusiles ametralladoras y cubiertos con cascos de acero. Se dirigieron al campo de fútbol.
Allí se detuvieron frente a los prisioneros apuntándoles con sus fusiles-ametralladoras.
—Sólo están cerrando la puerta del establo —le aseguró Peter. A pesar de que su
túnel estaba en peligro, lo estaba pasando muy bien, como casi todos los prisioneros,
con aquella interrupción de la rutina diaria.
—No quisiera estar en el pellejo de Mueller —dijo Saunders, riendo entre dientes con
nerviosismo.
Los dos alemanes hablaron durante unos minutos. Los soldados esperaban inmóviles
en el campo de fútbol, sin dejar de apuntar a los prisioneros. Entonces Mueller volvió a
saludar, giró sobre sus talones y se dirigió hacia los barracones. Cuando llegó a lo alto
de la cuesta, traía un gesto forzado como si quisiera ocultar su indignación. Los ingleses
debían convencerse de que él tenía sentido deportivo.
—¡¡Han descubierto el túnel!!... —dijo uno de los que estaban asomados a la ventana.
Se hallaba excitadísimo—. ¡Se han agolpado todos en aquel sitio! Gritan como locos.
Uno ha salido corriendo en busca del Kommandant. Ha tropezado con su propio fusil y
se ha caído. ¡Qué imbéciles! Están apuntando por la boca del túnel, como si hubiera
alguien allí. —Y el prisionero, exaltado, empezó a gritarles—: ¡Imbéciles, hatajo de
tontos! ¡Se marcharon hace ya muchas horas!
—Cállate, Bill —dijo uno—. Te van a meter una bala en el cuerpo si no te callas.
—Lo siento, pero es que son de verdad unos cretinos. No hay más que verlos
alrededor de la salida del túnel, como si esperasen que fueran a salir por allí todos los
que faltan.
—Ya llegan los demás: el Kommandant, los de la Gestapo y hasta un operador de cine.
Parece que van a un entierro.
—Se han reunido con los otros junto a la salida del túnel y agitan mucho los brazos.
No puedo ver lo que hacen; creo que el Kommandant le está diciendo a Mueller que baje
por el agujero. Y él se niega.
—Mueller le dice a uno de los guardias que baje... ¡pero también se niega el guardia!
—El Kommandant enciende un cigarrillo. Están sacando una foto del agujero. ¡Les va
a servir de mucho!
—Chico, eso es para el archivo. Se titulará “Lugar de la asombrosa fuga del Oflag
XXI B. Treinta desesperados sueltos por Polonia. Los Luft-gansters en busca de la
libertad.”
—Ahora viene hacia el campo un pelotón de goons. Van directamente hacia el abort.
Deben de saber ya que el túnel empieza allí.
—Han cerrado la puerta del abort y han dejado fuera una pareja de goons.
—Ahí va el equipo de cavadores. Son prisioneros rusos con palas. Los obligarán a
abrir el túnel.
—¿A la entrada?
—No, no; por la salida. Están fuera del campo. Ahora meten a un ruso por el agujero.
Pobre hombre, saldrá directamente, por el otro extremo, a la zanja de los retretes.
—Nunca se olvidará de esto. Creo que la mitad de los que se han ido se habrán
tenido que dejar las provisiones porque no se las podrían llevar todas.
—Mira, ahí llegan unos camiones llenos de goons... Centenares de soldados con
petate y todo.
—Es que han salido demasiados —dijo Peter—. Por uno o dos escapados, los goons
no se hubieran tomado esta molestia. Que se hayan fugado treinta los ha aterrado.
Serán capaces de poner en movimiento la mitad de su ejército.
—Espero que Otto se salve —dijo Saunders—. Tiene más probabilidades que los
otros, por ser polaco.
Los prisioneros se dieron cuenta en seguida de que mientras más tiempo durase este
desfile de identificación, más probabilidades tendrían los fugados. Por eso, cada vez
que los guardias llevaban a uno hacia la mesa, se resistía como si lo llevasen a degollar
y, una vez ante el oficial encargado de la identificación, se hacían los tontos y
provocaban confusiones y errores que alargaban, por lo menos, unos diez minutos la
operación. Después de media hora de poner en práctica este truco, los guardias
comprendieron la intención y los obligaron a darse prisa a punta de bayoneta.
Miró a su alrededor para ver lo que hacían los demás. Muchos de ellos removían la
tierra suelta del campo de fútbol o la aplastaban con los pies. Tuvo Peter un momento
de indecisión y luego, con gran rapidez, se sacó de la cinturilla de los calzoncillos los
mapas y la brújula y los enterró. Poco después lo llamaron. Mueller comenzó el
interrogatorio:
—¿Número?
—¿Eh?
—¿Número?
—¿Número?
—¿Qué disco?
Mueller le hizo una señal a uno de los guardias, el cual, bajando el fusil apoyó
suavemente la punta de la bayoneta en la espalda de Peter.
—¡Ah, mi disco! —Peter se abrió la camisa y rebuscó lo más que pudo para descubrir
el disco de metal que le colgaba de un cordoncito al cuello. Cuando, por fin, lo
“encontró”, la cuerda era demasiado pequeña para permitirle leer el número. Se inclinó
sobre la mesa para acercar el disco a la cara del oficial.
—So! ¡Neunundachtzig!
Buscó en una pequeña caja de cartón y extrajo de ella una tarjeta en un rincón de la
cual pudo ver Peter su fotografía con expresión pétrea y un número sobre el pecho.
Por último, una vez registrados todos los prisioneros y soltados en el circuito, una
nutrida fila de guardias fué recorriendo el campo de fútbol muy despacio revolviendo
el suelo con las botas. Peter contemplaba desde lejos, angustiado, la aparición de
cuchillos, brújulas, mapas, tinta china, pastillas de tinte y demás material de fuga. Todo
ello era colocado en dos grandes mantas que los guardias se llevaron a la
Kommandantur.
Durante los diez días siguientes despertaron a los prisioneros cinco o seis veces cada
noche para contarlos, colocaron minas en el terreno que rodeaba al campo y pasaban
lista durante el día en inesperados appels. Los avisaban por medio de una trompeta. En
cuanto ésta sonaba, tenían que abandonar los prisioneros lo que estuvieran haciendo y
reunirse ante los barracones. Mientras se pasaba lista, los “hurones” registraban los
barracones, los aborts, la cocina y los lavabos con la esperanza de encontrar un túnel
que, a causa de la súbita llamada, hubieran dejado los prisioneros al descubierto.
Sólo Otto y un comandante inglés estaban aún en libertad. A medida que pasaban las
semanas, los prisioneros tenían una mayor esperanza de que por lo menos estos dos se
hubieran escapado. Cuando llegaron noticias de que los habían “matado a tiros porque
se resistieron a su detención”, todos se negaban a creerlo. Suponían que era sólo un
rumor. Pero el oficial mayor británico lo anunció en una reunión especial y los
prisioneros tuvieron que creerlo.
Se vengaron aumentando sus pinchazos contra los goons hasta que se llegó a una
guerra declarada entre los prisioneros y sus guardias. Los alemanes, asustados por este
odio, usaban sus fusiles para mantener el orden y sólo el tacto del oficial británico pudo
salvarles la vida a varios de los más exaltados.
CAPÍTULO IX
Peter y John se sintieron menos afectados que Hugo y Saunders por esta actitud de
su compañero. Trabajaban de nuevo en el túnel durante el día y se pasaban las tardes,
que se prolongaban mucho en el verano, en el teatro. Hugo y Saunders, que estaban
más tiempo junto a Loveday, se sentían deprimidos por su largo silencio más que antes
se habían sentido con sus ruidosas discusiones. Parecía como si, aunque estuviera
callado, ejerciera influencia sobre ellos y ambos vivían en nerviosa espera de no sabían
qué.
De pronto, sin razón alguna aparente, anunció que de allí en adelante se encargaría él
de prepararse su comida.
—¿Qué es lo otro?
Saunders, como de costumbre, intentó animarlo a fuerza de chistes, pero fué inútil.
Insistió en que le dieran la quinta parte de todas las raciones del grupo para disponer de
ello como se le antojara. Se guisaba sus platos y comía a horas impropias. Era evidente,
por su horror a comer lo que le hubieran preparado otros, que sospechaba que
intentaban envenenarlo.
Poco después, un día en que Peter regresaba del túnel, le salió al encuentro Hugo y le
invitó a dar un paseo por el circuito. Peter comprendió por la actitud de su compañero,
que se trataba de algo más que de dar un simple paseo.
—No puedo comprender por qué lo hacéis. —Hugo se pasó la mano por el cabello—.
Hay muy pocas probabilidades de que os escapéis. Sinceramente, ¿crees que las hay?
—Sé honrado contigo mismo. Dime la verdad, Peter, ¿cuántas probabilidades crees
que tendréis?
—De salir del campo, desde luego. Pero, ¿de qué sirve eso? Recuerda lo que pasó la
última vez. Los trajeron a todos menos a dos. Y a esos dos los mataron. Si le llamas a eso
un buen resultado...
—¿Por qué?
Peter anduvo en silencio unos momentos sin saber qué decir. Se preguntaba cómo
describiría su anhelo de volver a volar y a la vez el miedo a volar de nuevo, cómo
describir el desafío constante que suponía para él aquella alambrada. Parecía absurdo
hablar de libertad ni de la vida en el mundo exterior a la alambrada. Hugo
probablemente la deseaba tanto como él. Pero Hugo estaba dispuesto a esperar todo el
tiempo que hiciera falta. Ante la imposibilidad de expresarse, Peter prefirió decir:
—Pero tú, ¿qué haces? —le preguntó Peter—. Siempre pareces estar haciendo algo,
pero, concretamente, ¿en qué te ocupas?
Hugo se rió:
—En primer lugar, aprendiendo a pasar el tiempo. Creo que he estado toda mi vida
haciendo eso mismo. Ya sabes que mi tía me dejará cien mil libras cuando se muera. Lo
único que he de hacer es esperar. Sería un idiota si hiciera que me metiesen una bala en
las tripas después de arrastrarme por un túnel, ¿no lo crees así?
—Sí, es la única pariente que tengo. Odio a esa vieja bruja. Fué heredando todas las
propiedades de la familia una a una y ya lo tiene todo por culpa de un testamento
disparatado que hizo mi abuelo.
—Unos ochenta años. Ya no puede tardar mucho. Todo mi trabajo consiste en lograr
que pase el tiempo lo más rápidamente posible. Es lo mismo que hacéis los tunelistas,
como tú mismo reconoces. Algunos de vosotros os aficionáis tanto a esos malditos
túneles que olvidáis para qué sirven y seguís cavando por pura afición. Estoy seguro de
que muchos de vosotros teméis que llegue el día en que no sean ya necesarios los
túneles.
Peter pensó que era inútil tratar de explicarle. En cierto modo, llevaba razón. Peter
dedicaba al túnel más tiempo del necesario. Todavía se preguntaba por qué le habría
propuesto Hugo el paseo. Naturalmente, no sería para hablar de túneles, ya que éstos,
como se ve, no le interesaban a Hugo en absoluto. ¿O hablaba así para disimular y
buscaba precisamente un puesto en el túnel de la cocina ahora que estaba ya casi
terminado?
—Estoy bastante preocupado por Loveday —dijo Hugo—. De eso quería hablarte,
Peter. Encontré un cuchillo en su litera el otro día.
—Bueno, eso no tiene importancia. Deberías ver las cosas que me encuentro en mi
cama algunas veces.
—No, lo digo en serio. No ha dejado allí el cuchillo por olvido. Vi cómo lo escondía.
—Había algo en la voz de Hugo que intranquilizó a Peter. Hugo, que generalmente no
le daba importancia a nada, no era de los que se asustaban fácilmente por una tontería
—. Le pedí explicaciones de aquello y me dijo confusamente que necesitaba protegerse.
—¿Protegerse? ¿De quién?
—No sé. Ya sabes cómo es. Se puso más misterioso todavía y luego se encerró en su
caparazón. Me pone nervioso.
—Creo que debíamos prevenir a Stewart. Loveday debería estar atendido como un
enfermo.
—Hablé con el jefe británico a la mañana siguiente de darle a Loveday aquel ataque
—dijo Peter—. Pero no puede ser. Los goons dicen que no está lo bastante mal para
hospitalizarlo. Creen que es un simulador.
—Pues bien, o él o John tienen que salir de nuestro cuarto. —Hugo lo dijo
recalcándolo mucho.
—Parece que él lo solivianta más que nosotros. Loveday no puede soportar que John
lea. Se pone frenético en cuanto lo ve con un libro.
—Desde luego.
—Como quieras. Veré a Stewart —dijo Peter—. Ya lo hemos tenido cerca de cuatro
meses con nosotros. Ahora les toca a otros.
Cuando volvieron al barracón se encontraron allí con una enorme algarabía. Olía
mucho a madera quemada y todo el local estaba lleno de humo. Los prisioneros se
agolpaban hacia un extremo del barracón, aquel donde se hallaba el cuarto de Peter.
—¡Ese loco de Loveday, que ha incendiado la ropa de la cama y ha tirado a las llamas
todos los libros de John! Ha estado a punto de arder todo el barracón. El desgraciado se
puso a bailar en torno al fuego cantando hasta desgañitarse.
Peter pasó un momento de pánico, pero recordó luego que su amigo se había
marchado directamente al teatro.
—Está más loco que una cabra —dijo Saunders—. Había que verlo cantando y
bailando como un indio alrededor del fuego mientras iba arrojando los libros de John.
Estuvo a punto de matarme; me agarró por la garganta. Había tanto humo que los
demás compañeros no se daban cuenta de lo que ocurría. Entonces entré yo y me
encontré con Loveday.
—No hay mal que por bien no venga —dijo Peter—. Así estaremos tranquilos.
Llevaban cuatro meses prisioneros y habían adquirido ya esa ecuanimidad que tanto
admiraban en los veteranos del campo. De vez en cuando, seguían padeciendo rachas
de abatimiento y desesperación, pero ya sabían controlarse para no desanimar a los más
jóvenes. Su túnel, que era la única vía de escape no descubierta aún por los alemanes, se
aproximaba cada vez más a su término y, por las tardes, sin la pesadez de Loveday, lo
pasaban muy bien.
Aunque parezca extraño, mientras más se acercaban al final del túnel, más virtudes
le encontraba Peter a la vida del campo de prisioneros. Tenía allí compañerismo,
altruismo y libertad en muchas cosas de las cuales nunca había podido disfrutar. Pero
—pensó— él era un prisionero muy reciente. La novedad pasaría. Debía prohibirse a sí
mismo esas ideas de acomodamiento y seguir preparando sus planes de fuga con objeto
de que no le hicieran volver como a los del otro túnel. Pero a la vez, sacaba el mayor
provecho posible de esas virtudes negativas del encarcelamiento. Se ocupaba en los
decorados del Sueño de una noche de verano, y John se aprendía el papel de Lisandro. A
Saunders lo habían convencido para que interpretara a Botton, mientras que Hugo se
había decidido a aceptar el papel de Peter Quince, el carpintero.
—Muy bien. ¿Quieres apuntar, Peter? —Hugo le pasó el libro y se aclaró la garganta
—. ¿Está aquí toda nuestra compañía?
—Mejor harías llamándolos uno a uno, según se indica en la comedia. —Saunders hablaba
con una voz falsa y hueca, sin ninguna inflexión.
—Es como cuando nos pasan lista en el appel —dijo John, que estaba copiando un
mapa de Yugoslavia que le había prestado el Comité de Fuga.
—No es “la noche de sus bodas” —dijo Peter—, sino “el día de sus bodas por la
noche”.
—Es que no suena bien si se dice “el día de sus bodas por la noche”. Lo mejor es
decir “en su noche de bodas”. Así lo diré yo.
—No puedes hacer eso. Tienes que atenerte exactamente a lo que dice la comedia.
—¿Por qué?
—Debemos de escribirla toda de nuevo a estilo kriegie —dijo John—. Algo así:
—No, eso no sirve —dijo Saunders—. No puedo trabajar en esta casa de locos.
Mañana ensayaremos en el circuito.
—No te apures. Tienes semanas para aprendértelo, y ninguna otra cosa que hacer —
le dijo Hugo—. Si te aprendes el papel demasiado pronto, se te quedará rancio.
—Es verdad —asintió Saunders, aliviado—. Creo que seguiré construyendo ese
horno. —Sacó unas hojas de lata y empezó a martillear.
—Lo pasamos muy bien desde que se marchó Loveday —dijo Peter.
—Continúa en el hospital —le dijo Hugo—. Estuve allí esta mañana. El médico
quiere mandarlo a Obersmassfeld, pero los goons no quieren. Les ha dicho que declina
toda responsabilidad si se empeñan en tenerlo aquí.
—La verdad sea dicha: yo lo echo de menos en cierto modo. —Saunders dejó de
martillear y se sentó a horcajadas en el banco—. Yo creo que no es mal hombre.
—Hombre, no sé.
—No, lo malo es que no es lo bastante egoísta. —Peter cogió del estante sus cosas de
dibujar—. Se interesaba demasiado por los asuntos de los demás. Es una generosidad
especial. Loveday quiere compartir siempre sus pensamientos con los otros.
—Pues yo creo que es egoísta —dijo John— porque no puede soportar que no le
tengan en cuenta para todo.
—Es que no está seguro de sí mismo —dijo Hugo— y necesita tener una seguridad.
Para ello ha de tener la sensación de que los demás lo necesitan.
—Insisto en que es un buen hombre —dijo Saunders—. Si quemó tus libros, John, fué
porque creía que te perjudicaban.
—No hubiera servido de nada —le replicó Hugo—. Lo lleva dentro. Nosotros no
podíamos haberlo cambiado.
—¿A quién nos traerán en su puesto? —Saunders se ajustó el gorro de lana por
detrás—. Supongo que no nos dejarán sólo cuatro en la “república”.
—Pronto habrá una nueva purga —dijo Hugo—, y entonces seremos ocho. Es una
lástima, porque cuatro es el número ideal para una “república” que marche bien.
—Entonces, necesitaréis seis más —dijo John—, y otro que haga el papel de Lisandro.
—Treinta pies.
—¡Qué ilusiones!
—¿Cómo haréis... el viaje? —Saunders parecía admitir por primera vez la posibilidad
de que Peter y John se marcharan.
—Yo iré como italiano —dijo Peter—. Y John pasará por mi hija.
—Lo digo en serio. Lo hemos pensado muy bien. Caminaremos de noche y si alguien
nos ve, nos arrimaremos a una valla o a una pared... y nadie pensará en molestarnos. Es
lo más natural del mundo.
—Yo me estoy haciendo una especie de jersey con un sostén hinchado y un pañuelo
para la cabeza.
—¡Ah, por eso te estás dejando crecer el pelo!... —Saunders estaba estupefacto—. Sois
listos. ¿Y a dónde os dirigís?
—A Yugoslavia.
—No está mal —aprobó Saunders—. Sois los dos lo bastante morenos para pasar por
italianos. Vuestro plan es de esas cosas idiotas que dan un resultado estupendo. Yo no
estaría tan...
Un tiro los hizo callar. Sonó muy cerca. Siguieron otros dos tiros casi simultáneos y
luego el silbato del guardia y el tableteo de una ametralladora.
Volvieron a escuchar, pero sólo oyeron la lluvia que tamborileaba sobre las persianas
y el mugido del viento sobre los tejados de los barracones.
—Vaya una noche para saltar la alambrada —comentó Saunders, riendo nervioso.
—Sólo en una noche como ésta puede hacerse —dijo John—. Esto nos va a costar otro
retraso.
—Depende de lo que haya sido —dijo Peter—. Quizás haya sido un goon asustadizo
que ha disparado contra su propia sombra, alarmando a los demás. Por lo menos,
esperemos que sólo haya sido eso.
Peter soñaba. Estaba tumbado de espaldas en la hierba de los Downs y mucho más
abajo se oía el rugir del mar estrellándose contra los acantilados. A su lado, la muchacha
(nunca era Pat; ¿por qué no soñaba nunca con Pat?) con un liviano vestido veraniego,
apoyaba la cabeza en sus desnudos brazos morenos y miraba al sol. Bajo su vestido, sus
piernas eran largas, suaves y morenas. No podía verlas, pero lo sabía. El sol le daba a la
joven en la cara y le nimbaba el cabello. Detrás de la cabeza de ella se extendía la
insondable inmensidad azul del cielo, con nubecillas blancas que navegaban lentamente
procedentes del mar.
Cuando la chica se volvió a mirarle, sus ojos eran tan azules y profundos como el
mar y, al inclinarse hacia él, Peter vió la suave curva de sus pechos.
—Me lo ha contado el jefe británico. Por lo visto, habían encargado a uno de nuestros
asistentes que lo acompañara todo el tiempo, pero salió un rato en busca de cigarrillos y
en su ausencia Loveday se subió al tejado en pijama.
—Se tiró luego del tejado —continuó Stewart— e intentó saltar la alambrada cerca de
la puerta principal. Lo vió un centinela y le ordenó que bajara. Loveday no hizo ningún
caso, y el centinela le atravesó el estómago de un tiro.
—No lo creo. El jefe británico me dijo que cantaba y gritaba con toda la fuerza de sus
pulmones.
—Uno de vosotros debe asistir al entierro —le dijo Stewart—. Será mañana por la
tarde. El que vaya debe llevar uniforme y gorra. Los alemanes le rinden honores
militares.
—Yo iré —dijo Hugo—. Será estupendo alejarse de las alambradas durante unas
horas.
—No pretendo reclamar privilegios, pero a John y a mí nos sería utilísimo asistir al
entierro. Podríamos observar el terreno por estos alrededores.
—Lo siento, no pensé en ello —dijo Hugo—. Decidid vosotros cuál de los dos irá.
—Es mejor que vayas tú, Peter, ya que eres de la R. A. F. Además, en todo el campo
no encontraremos un buen uniforme del ejército.
Cuando Peter bajó al túnel aquella mañana, le parecía que alguien le había hecho un
importante regalo. Salir de las alambradas por unas cuantas horas, pasar por el pueblo y
ver gente que vivía normalmente... Procuró contener su alegría, darse cuenta de que iba
al entierro de Loveday. Pero se disculpaba a sí mismo de ese contento porque iba a
reconocer el terreno para su inminente fuga. Tenía la sensación de que le había tocado
un gran premio en un sorteo.
El túnel estaba casi terminado y Peter estaba ya convencido de que nada podría
evitarles la fuga.
A última hora habían tropezado con una capa de piedras grandes y lisas que
probablemente, opinaba Tyson, habían formado en tiempos el lecho de un río. En aquel
lugar era aun más húmedo el subsuelo, pero, superado aquel obstáculo, el túnel había
avanzado hacia la superficie a través de una tierra más seca. Pero había muy poco aire a
causa de la inclinación y Peter tenía que volver a la base de la pendiente, de vez en
cuando, para respirar. Acababa de volver al punto más avanzado para seguir
trabajando otro rato cuando la lámpara que llevaba sujeta a la cabeza empezó a gotear y
llenó el túnel de un humo acre.
“Me arrastraré otra vez hasta abajo y charlaré allí con John —pensó Peter—. Así se
despejará un poco el aire.”
Cuando llegó al sitio donde John debía estar trabajando, no encontró a nadie. Le
pareció extraño, subió la escalerilla del pozo en la oscuridad y gateó por el túnel de
arriba. No había luz ninguna y el silencio era absoluto. Con un pánico repentino, Peter
se apresuró a llegar al fondo del pozo de entrada procurando dominar el miedo. Creyó
que estaba solo, que los demás se habían marchado y lo habían dejado enterrado.
Jadeaba en la oscuridad. De pronto tropezó con John.
—¿Qué diablos ocurre? —le preguntó—. ¿Por qué han apagado las luces?
—Los goons están registrando la cocina —murmuró John—. Yo venía en tu busca. Los
chicos han cerrado la trampilla y tendremos que quedarnos aquí hasta que termine la
inspección.
—Ojalá no convoquen un appel. —Era la voz de Tyson que llegó, suave, por la
oscuridad.
—Lo dudo —murmuró Tyson—. Es sólo la inspección rutinaria. Aquí hace un frío
que pela.
Peter se dió cuenta de que también él sentía un frío atroz ya que la tierra mojada le
absorbía todo el calor del cuerpo. Temblaba de frío.
—Voy a arrastrarme hacia la salida del túnel. Será mejor hacer ejercicio.
—Pronto será la hora de almorzar; tendrán que terminar pronto. —Se habían sentado
uno frente a otro en el túnel de arriba, con las piernas colgando por el pozo.
—Cada vez se respira peor —dijo Peter.
—Seria peor. Sabe Dios lo que será esto el día en que cuarenta de nosotros ocupemos
el túnel en espera de salir.
—Entonces estará abierta la salida y entrará algún aire —dijo John—. Me alegro de
que nuestros puestos sean los primeros.
—Yo también —dijo Peter—. No creo que este aire dure mucho.
—Durará lo bastante para que salgamos —dijo John—. Hay suficiente para unas
horas.
—Volvamos para ver qué pasa. —Peter quería acercarse al pozo de entrada. Llegaron
al fondo del pozo, donde estaba Tyson acurrucado.
—Aquí el aire está muy mal. —Tyson parecía preocupado—. Es mejor esperar un
rato y, si no oímos nada, daremos por cierto que los goons se han marchado. Si
levantamos la trampilla con cuidado podemos echar una ojeada y respirar un poco.
Se quedaron media hora más en la obscuridad del túnel, jadeantes. El aire se hacía
irrespirable y el frío los tenía inmovilizados. Muy juntos en la pequeña cámara del
fondo del pozo, podían generar algún calor. Tyson había desconectado el tubo de la
bomba de aire y hacía funcionar el aparato para cambiar un poco de aire.
Y ahora Loveday había muerto. Se preguntó qué le habría hecho saltar la alambrada.
Habían hablado de él cuando ocurrió aquello. Recordó las observaciones de sus
compañeros cuando oyeron los disparos y cómo les había preocupado si aquello
afectaría al túnel de Peter y John. Ahora estaba ya muerto. Quizás fuera mejor así. Se
tranquilizó con el viejo tópico, como si la muerte fuera mejor que la peor vida. ¿Qué
habría inducido a Loveday a escaparse por el tejado, en pijama y además cantando y
gritando, según había dicho Stewart? Luego se había precipitado hacia la alambrada y
había intentado saltarla. El centinela de fuera, que pasaba ante la alambrada, se había
detenido frente a él ordenándole bajar. El centinela le advirtió que dispararía, pero
Loveday no le había hecho caso. Estaba lloviendo y Peter se lo podía figurar en su
pijama demasiado corto, con el cabello pegado a la cara por la lluvia, subiendo por los
alambres espinosos y cantando. Cantando mientras la lluvia lo empapaba. ¿Qué habría
cantado? Quizás un himno. El centinela, en su pánico, le había disparado al estómago.
Tres tiros y luego la ráfaga de la ametralladora desde una de las torretas, una ráfaga
disparada a ciegas, histéricamente, y Loveday, con las entrañas hendidas por el plomo,
había dejado de cantar. Peter se sentía mal al pensar en aquello. Quizás hubiera tenido
él en parte la culpa. Quizás si todos los del grupo hubieran sido más comprensivos...
Quiso desterrar este pensamiento, pero volvía insistente; tenía que aceptar algo de la
culpa. Podía haber hecho un esfuerzo. Recordaba las palabras de Hugo. “Eso lo lleva
dentro. Nosotros no podemos hacer nada...”. Pero no se convencía. ¡Qué ligados
estaban todos ellos; cuánto dependían unos de otros! Era imposible llevar una vida
“libre de todo cuidado”. ¿Qué había dicho Marco Aurelio? “Siempre que lo desees,
podrás retirarte en ti mismo y descansar libre de todo cuidado”. Algo así.
—Yo estaba pensando en lo mismo —dijo Tyson—. Iré a ver qué pasa. —Subió por la
escalerilla, pero bajó en seguida—. Había olvidado que no se puede abrir la trampilla
por abajo. Tienen que retirar el fogón.
Peter pensó en la discusión que habían tenido sobre el centinela. Saunders lo había
censurado duramente diciendo que había asesinado a Loveday y él, Peter, había
disculpado al soldado. ¿Cómo iba a saber que Loveday estaba loco? Suponiendo que
hubiera estado cuerdo y que el centinela lo hubiera dejado bajar por fuera de la
alambrada, podía haberlo conducido otra vez al interior del campo. Pero entonces, otros
habrían intentado saltar la alambrada. Si a unos cuantos hombres armados se les
encarga vigilar a un millar de prisioneros tienen que disparar, si han advertido que lo
van a hacer, en el caso de no ser obedecidos; en caso contrario, perderían toda
autoridad. Saunders había añadido que el centinela podía haber disparado a una pierna
o a un brazo. Pero, en una noche de lluvia y de tormenta como aquélla, era muy difícil
semejante precisión. Además, el hombre se había asustado. ¿Quién no se asustará ante
una figura enloquecida, cantando a todo pulmón y escalando las alambradas bajo la
lluvia? Pobre Loveday, ¡qué manera de acabar su vida!
—Creo que los goons habrán pasado lista otra vez —dijo Tyson.
—No pasará nada, porque los compañeros lo arreglarán. Podrán cubrir muy bien
nuestra ausencia. Solamente somos tres.
“Sí —pensó Peter—, ahora estarán pasando lista. Los compañeros nos cubrirán y los
alemanes no se darán cuenta de que faltamos. No podemos ser descubiertos ahora. Nos
faltan sólo unos cuantos días para vernos en libertad. No es posible que nos descubran
ahora.”
Se oyeron pasos en el suelo de la cocina, el ruido del fogón al ser retirado. Se levantó
la trampilla. Apareció en la abertura la cabeza y los hombros de uno de los avisadores.
—Lo siento, chicos. Era la comisión sueca. Unos tipos de la Cruz Roja que vinieron a
inspeccionar la cocina. Creíamos que no nos libraríamos ya de ellos. Daos prisa. Los
goons, han preparado una comida especial.
—Os hemos guardado el almuerzo. —Hugo les indicó los dos tazones de sopa, dos
pedacitos de salchicha y dos panecillos de pan blanco.
—El té está todavía caliente —dijo Saunders—. La jarra está aún en la estufa.
—Nos llevarán en cuatro hornadas. Al nuevo campo creo que lo llaman el Stalag-
Luft-III. Creo que se está muy bien allí.
—¿Cuándo nos llevan? —pudo preguntar Peter, al fin. Quizás tuvieran tiempo de
terminar el túnel antes del traslado. Quizás hubiera todavía posibilidad de ello.
—El lunes por la mañana. Nos llevan en cuatro “purgas” —repitió Hugo—.
Personalmente, me alegraré de perder de vista este campo.
Peter sintió tanta indignación al oírle esto, que hubiera sido capaz de asesinarlo.
Sentado ante el almuerzo especial, lo consideraba todo perdido. Hubiera sido bastante
malo ser descubierto en el túnel; pero el traslado en el preciso momento de ir a
escaparse, era todavía peor. Se volvió hacia John.
—Tendremos que dejarlo, eso es todo —dijo John—. Hay por lo menos otra semana
de trabajo. No podemos terminarlo antes del traslado. —Hablaba con indiferencia,
como si el túnel no tuviera ninguna importancia; pero Peter sabía cuánto significaba
aquello para su amigo y el control que había de ejercer sobre sí mismo para hablar con
naturalidad.
—¡Vaya una suerte perra! —exclamó Saunders—. Sobre todo, cuando ya estabais a
punto...
—Dicen que ya no lo usarán como campo de prisioneros —dijo Hugo—. No posee las
condiciones imprescindibles de salubridad. Se lo entregarán probablemente a la
Gestapo.
—Habrán reaccionado tarde; lo cierto es que hay que evacuar esto en cuarenta y ocho
horas.
—Apuesto que fué la Comisión sueca —dijo Saunders—. Seguramente habrán dicho
que éste no es un sitio sano.
—No, no será eso —dijo Hugo—. Los alemanes no actuarían con tanta rapidez
porque les hayan hecho los suecos una recomendación. Es mucho más verosímil el
rumor de Berlín.
—Puedes ir al entierro, si quieres —le dijo a Hugo—. Ahora no tiene objeto que vaya
yo.
—En la primera. Salimos a las ocho de la mañana. Tenemos que empezar en seguida
a hacer el equipaje.
—Espero que habrá un teatro —dijo Saunders—. No quiero perder toda la energía
que empleé aprendiendo mi papel.
—Es el último correo que recibiréis en unas cuantas semanas. Será mejor que le
saquéis todo el jugo posible.
—Sí —dijo Stewart—. Habéis tenido muy mala suerte. Ya casi habíais terminado,
¿no?
—Barracones de madera —dijo Stewart—. Ocho en cada cuarto. Por cierto, los
asistentes al entierro se reunirán a las dos de la tarde en la puerta principal. —Dejó las
cartas sobre la mesa. Entre ellas, todas de tipo uniforme, autorizadas por la censura,
había un sobre con una orla negra. Estaba dirigido a Hugo. Stewart miró la carta y
luego a Hugo, pero no dijo nada.
Mientras sacaba brillo a los botones del uniforme para asistir al entierro, tuvo Peter
una idea. El campo ruso. ¿Por qué no abría un grupo de ellos un ramal desde la mitad
del túnel y salían al campo ruso? Podían esconderse allí hasta que los otros se hubieran
marchado y terminar entonces el túnel con toda tranquilidad. Se calzó los zuecos y se
dirigió a toda prisa al cuarto de Tyson.
—¿Por qué no salimos al campo ruso y nos escondemos allí hasta que los demás se
hayan marchado?
—Ya hemos pensado en eso —dijo Tyson con una amable sonrisa—. He hablado con
el cabecilla de los rusos, pero no están dispuestos a ayudarnos. Dice que los fusilarían a
todos si nos descubrieran. Además, lo creo. Incluso llegó a asegurarme que, si lo
intentamos, se lo dirán a los goons.
—Saben por dónde va el túnel; nos han oído cavar. Y ahora vigilarán, por si acaso. En
cierto modo, comprendo su actitud.
—Yo pienso esconderme allí —dijo Tyson sin levantar la vista del paquete que cosía.
Peter esperó.
—Me quedaré dentro hasta que se hayan marchado todos y luego saldré por la
entrada. Hay la posibilidad de que dejen el campo sin vigilancia.
—No te puedes quedar dentro —dijo Peter—. Ya lo vimos esta mañana. Hay que
quitar el fogón.
—Me he puesto de acuerdo con el polaco que conduce el carro de la basura para que
venga y me deje salir.
—Quizás tenga demasiado miedo —dijo Peter—. Y pudiera ocurrir que se quedaran
aquí algunos alemanes.
—¿Hay sitio para dos? —Peter, mientras lo decía, pensaba que estaba abandonando a
John, pero, evidentemente, no habría sitio para tres.
—Ya sabía que me lo pedirías —dijo Tyson— y la respuesta es no. No hay aire
suficiente para dos. He estudiado el asunto con el Comité y han decidido que este plan
sólo puede ser para uno.
Peter iba sentado junto a Mueller en los asientos de detrás de un pequeño auto
alemán y pensaba abatido en los infructuosos meses que había pasado haciendo
avanzar el túnel lentamente. Hugo tenía razón: era mucho esfuerzo para nada.
Peter y los otros prisioneros levantaron el ataúd y siguieron al Padre inglés. Los
soldados formaron detrás de ellos.
Junto a la tumba abierta, el Padre, con su sobrepelliz blanca movida por la brisa leía
el servicio funerario, mientras la escolta alemana, que no comprendía las palabras,
miraba indiferente en posición de descanso, distribuida en dos filas. Peter se preguntó si
el guardia que había disparado estaría allí. Probablemente, no. Seguramente lo habrían
enviado con permiso, como premio a su eficacia.
”Mi corazón me ardía y mientras estaba meditando surgieron las llamas dentro de
mí; y por fin, hablé con mi lengua.
”Señor, haz que conozca mi fin y el número de mis días; que sepa yo con seguridad
cuánto tengo que vivir...”
Abrirían otro túnel. Tenían que aprender a tratar cada fracaso como una preparación
para el intento siguiente. Ya no podían dejarlo. Peter seguiría siendo tunelista hasta que
se hubiera abierto paso hacia la libertad a través de la tierra.
El capellán acabó de leer el servicio funeral. Las gimientes notas de una trompeta
alemana llenaron de tristeza el aire del cementerio polaco. Dispararon una salva con un
fusil. Uno a uno, los oficiales británicos se adelantaron y saludaron a la tumba.
Lentamente, el acompañamiento volvió entre lápidas y adornos de hierro retorcido
hacia los coches que les esperaban para conducirlos de nuevo al campo; para librarlos
de la palabra de honor, quizás para que emprendieran otro túnel en un campo nuevo,
desconocido.
(*) Reading maketh a full man. Cita de Bacon. Loveday confunde full (lleno,
completo) con fool (tonto, alocado).
(*) Bacon significa tocino.