El Gato Persa - Stuart Palmer
El Gato Persa - Stuart Palmer
El Gato Persa - Stuart Palmer
embarcó para Inglaterra a bordo del «SS American Diplomat». Pero aún no se
había acostumbrado al balanceo del mar cuando sus compañeros de viaje
comienzan a ser asesinados, y los asesinatos continúan después de que el buque
haya atracado en Londres.
Hildy ofrece sus servicios al escéptico inspector jefe Cannon de Scotland Yard,
pero es su joven y bien educado sargento, John Secker, el que está más que
dispuesto a escucharla.
SEÑOR R
Stuart Palmer
El gato persa
Hildegarde Withers - 5
ePub r1.0
Titivillus 08.12.2018
SEÑOR R
Título original: The Puzzle of the Silver Persian
Stuart Palmer, 1934
Traducción: Eduardo Macho Quevedo
SEÑOR R
Índice de contenido
Cubierta
El gato persa
Guía del lector
Capítulo I. ¡Sorpresa! ¡Sorpresa!
SEÑOR R
Guía del lector
SEÑOR R
NORING (Cándida): Dama de compañía y amiga íntima de
Rosemary Fraser.
SEÑOR R
Capítulo I
¡SORPRESA! ¡SORPRESA!
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desanimado, estúpido. Había una lista de veinte pasajeros y pico, lo que no era
poco para un comienzo de temporada invernal. Pero únicamente siete habían
tenido la sed necesaria para levantarse de la mesa en que estaban comiendo y
correr a reunirse en el sagrado rito de la apertura del bar.
—¡Bravo! —gritó el joven que había estado aporreando el cierre—. ¡Al
cabo de tantos años!… Deme un doble rye[2]. —Era un hombre alto y grueso,
de pelo castaño y ensortijado, boca grande y mandíbula muy pronunciada; lucía
una corbata colorada y hacía guiños a cada paso—. ¿Qué tomarán ustedes,
todos? La primera ronda es mía.
—No hay rye —le dijo Noel.
El tenor estaba muy ocupado recorriendo los diferentes grupitos e
insistiendo para que se reuniesen con él en jovial camaradería. Los primeros en
decidirse fueron una joven pareja que —según Noel— eran neoyorquinos por
su vestimenta y casados por su actitud. Tenían un aspecto elegante y parecían
algo cansados, pero animosos y con ganas de divertirse.
—Bueno, señores de Hammond, ¿qué toman ustedes?
Los azules ojos de la mujer representaban más edad que su rostro suave y
juvenil.
—Cointreau —dijo, complacida.
Tom Hammond se quitó de la boca —grande y sombreada por recortado
bigotillo— la renegrida pipa y dijo que tomaría con gusto una copa de coñac.
En el rincón más apartado dos muchachas trataban de reprimir la risa que
les daba el juego de encenderse mutuamente unos puritos.
—¿Y usted, señorita Fraser? ¿Qué tomará su amiguita? —El joven de la voz
de tenor era uno de esos pasajeros que emplean las primeras cinco horas a
bordo en aprender los nombres de todos los demás y las cinco restantes
copiando sus direcciones.
—Muchísimas gracias —contestó Rosemary Fraser, arrastrando las palabras
en un tonillo muy estudiado—. Nada para nosotras.
Todos se quedaron mirándolas. Tom Hammond le dio con el codo a su
mujer.
—Lulú, ¡están fumando puros!
SEÑOR R
Lulú Hammond negó con la cabeza.
—Fachenda pura —le informó—. Son cigarrillos portorriqueños, de papel
tabaco. —Y volvió la mirada indiferente hacia el bar, pero no sin que antes no
hubiese recogido todos los detalles que valieran la pena acerca de Rosemary
Fraser.
Había visto a una joven de unos veinte años, pelirrubia y pálida; con un
delicioso abrigo de piel de ardilla, muy suave y flexible, que bajaba hasta sus
finos tobillos. Se envolvía el cuello en un écharpe azul marino. Su rostro era
ovalado y su nariz bien dibujada, grandes ojos grises, y si no era una belleza se
debía a la forma de su boca, excesivamente infantil.
—No es una beldad —sentenció Lulú—. Aunque a Tom se lo parecerá, pero
tiene un no se qué…
La otra muchacha era exactamente esto: otra muchacha. Tenía la cara
tostada por el sol, de un moreno casi tan oscuro como su cigarrillo, y vendría a
ser unos cinco años mayor que su compañera, con la cual tenía una vaga
semejanza. Llevaba un traje azul bastante usado y parecía muy formal.
El tenor no se desanimó. Acercose a una pareja que estaban sentados en el
canapé, muy entretenidos con unos números atrasados del Punch. La mujer
frisaba en los cuarenta, usaba monóculo y vestía un traje sastre de mezclilla. Su
compañero era joven, pálidamente varonil y llevaba camisa rosa y pantalones
de golf, pardos, con borlas.
—Cualquier cosa —aceptó la honorable Emilia—. Me gustaría… —Y
estaba a punto de pedir un whisky con soda cuando recordó que todos los
americanos estaban podridos de dinero y acabó diciendo—: Un cóctel de
champaña —y después, dándole un codazo al joven que tenía al lado—:
¡Sobrino!
—Ah… perfectamente —dijo Leslie Reverson—. Lo estaba pensando. —
Sonrió con una sonrisa muy simpática, añadiendo—: Un gin-and-it —y esta fue
su aportación más importante a la charla de aquella noche.
Noel colocó las bebidas sobre el mostrador.
—¿Dónde está mi doble rye? —reclamó el tenor.
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—No hay rye —dijo claramente Noel—. Tengo Scotch, tengo Irish y tengo
Bourbon. Pero no rye.
El tenor pidió un gin fizz en un tonillo que dejaba ver a las claras que había
perdido la confianza y con pulso vacilante escribió en la cuenta: «Andy Todd».
Después bebieron todos en silencio apenas roto por el cuchicheo de los
Hammond y aún éste se apagó gradualmente cuando la muchacha morena,
dejando el cigarrillo, se acercó al mostrador.
—Dos cremas menta —ordenó. Y después de firmar: «Cándida Noring», en
la cuenta, se llevó cuidadosamente las bebidas a un rincón.
Peter Noel, detrás del mostrador, estranguló una tosecilla.
—¡Magnífico! —exclamó Andy Todd.
Lulú Hammond estaba apuntando a su copa con el dedo.
—Está tirándose usted el gin fizz en los pantalones —le dijo en voz baja.
Tom Hammond salvó la situación encargando otra bebida para Todd y un
nuevo coñac para él. Se sentó luego y dejó que el robusto joven le contase la
historia de su vida. Debidamente concentrada por ebullición, se reducía a esto:
Abriéndose camino en la Universidad de Washington y trabajando a la vez, con
tiempo suficiente para regatas, carreras y para la «Phi Beta Kappa», que era una
sociedad honorífica universitaria, ahora tenía una beca del «Rhodes» y se
proponía conseguir un título superior en Oxford.
—Y también procuraré divertirme algo este viaje —dijo Todd—. Bastante
tiempo he tenido la nariz encima de la piedra de afilar.
Rosemary Fraser, al otro lado del saloncito, murmuró al oído de su
compañera algo que hizo reír a las dos muchachas, y Lulú Hammond conjeturó
que la Fraser había dicho que la nariz de Todd no hubiera perdido nada, bajo el
punto de vista artístico, de ser un poco más afilada.
Rosemary y la señorita Noring se pusieron en pie, la primera levantándose
el cuello del abrigo hasta las orejas.
—¡Qué espantosamente frío está esto! —dijo mientras salía.
—No te quejarías de falta de calor si tu abrigo cubriese algo más que un
pijama —se dijo Lulú, que pudo atisbar un momento, bajo el abrigo de ardilla,
unos pantalones de seda carmesí.
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—Qué presumida, ¿eh? —dijo Andy Todd al barman.
Pero Peter Noel no contestó. Tenía la vista fija en las que salían y
maquinalmente se arreglaba el nudo de la corbata.
Las dos jóvenes entraron en el salón principal. Era una amplia sala baja de
techo, muy a popa del navío, y provista de un mal piano y de un buen
gramófono, diez mesas de bridge y dos sillones. A lo largo de una de las
paredes había cinco ancianas sentadas a otros tantos pupitres, arañando papel
con unas plumas que sin duda fueron retiradas honorablemente de las estafetas
postales de América. De vez en cuando se levantaba alguna de ellas para echar
una nueva gavilla de repletos sobres franqueados en el buzón inmediato, aunque
a sabiendas de que no había de ser abierto hasta que el barco llegara a Londres.
Pocas mesas se veían ocupadas y seis o siete niños estaban persiguiéndose y
chillando alegremente. Un chiquillo cariancho de siete u ocho años, armado de
un cuchillo, sacaba tranquilamente astillas de una pata del piano, mordiéndose
la lengua ante la intensidad de su trabajo.
—¡Qué cosa tan aburrida! —exclamó Rosemary—. Cándida, ¿por qué no
habremos esperado al Bremen?
Cándida Noring se mostró conforme:
—Ni un hombre en el barco, querida. Ese lindo inglesito es un menor y
Hammond está casado…
—No muy bien casado si juzgamos por su manera de mirar —dijo
Rosemary, y volvió la vista hacia el saloncito—. No, yo no iré tan lejos como
para asegurar que no haya a bordo un hombre que valga la pena de ser
descubierto.
—¿Supongo que no te referirás a ese regalito que envía Cecil Rhodes con
destino a Oxford?
—¿Quién? Ése es muy… demasiado castigador. —Y se dirigió a la puerta,
diciendo—: Déjame dar un par de vueltas por el puente; después bajaré y nos
pelearemos para ver cuál de las dos ha de ocupar la litera de arriba.
Dos horas después Rosemary mullía su almohada.
—¡Tiene unos ojos tan extraños! —dijo, sin darse cuenta, en voz alta.
Cándida Noring dejó su libro y se inclinó al borde de la litera superior.
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—¿Quién, en nombre del Cielo? —preguntó.
—Tú no te hubieras dado cuenta —dijo por toda contestación Rosemary, y
preparó la estilográfica. De bajo la almohada sacó un libro de memorias
encuadernado en piel, abrió su pequeña cerradura con una diminuta llavecita
dorada y apretó la mejilla contra las tersas páginas crema, finamente rayadas
con sutilísimas líneas azules.
Encabezó la primera escribiendo Trece de Septiembre. Se quedó un buen
rato meditando y por fin empezó: Hay un hombre a bordo, diario mío, y cuando
me mira…
En el momento en que Rosemary estaba llenando las páginas crema con su
menuda y redonda letra, allá en el saloncito de fumar Tom Hammond se bebía
la quinta copa de coñac. Se habían marchado los demás y el encargado del bar
estaba apoyado en el mostrador y hablaba ligera y agradablemente.
—Estaba usted diciendo que se emplea en la manufactura química —
empezó Noel, después de encender un cigarrillo—. ¿Sabe usted?, yo también
tenía que tocar algo de eso cuando estaba en la Armada china, allá por el 27 y el
28. No había más que un crucero con cañones de tres pulgadas que se caían a
pedazos y además estaban llenos de nidos de pájaros. Nos encargaron a mí y a
cuatro contraalmirantes la confección de una pólvora tan floja que permitiera
hacer salvas con ella sin que reventaran los cañones. Y precisamente cuando
empezábamos a conseguirla se fue a pique el gobierno y otros contraalmirantes
recibieron el mismo encargo. A mí me mandaron a paseo y algunos de los
contraalmirantes novatos volaron por los aires.
Tom le hizo feliz con una pregunta.
—¿Yo? Yo era también contraalmirante. A bordo todos éramos
contraalmirantes, menos dos capitanes y un cocinero. Charreteras doradas y un
centenar de dólares al mes. Fue una juerga mientras duró la cosa.
Hammond le miró con un poco de envidia:
—Ha rodado usted mucho, amigo.
—¡Y tanto! —dijo Noel, guiñando un ojo—. Para mí este oficio es un
compás de espera. Ya estoy buscando influencias para entrar en el cuerpo de
aviación de la Manchuria.
SEÑOR R
Llamaron a la puertecita de servicio del bar. La camarera, la señora Snoaks,
estaba afuera.
—Dos gin and biter más para la pareja de exigentes del cuarenta y cuatro —
pidió.
Noel sirvió lo pedido.
—Bueno, pues cuando yo estuve con los rusos blancos en su servicio de
espionaje…
Pero Tom Hammond estaba ya de marcha.
—Hasta la vista, mañana —dijo al despedirse. No había nadie en el salón.
Dio un par de vueltas sobre cubierta y el viento era tan fuerte que se le recalentó
la pipa en un momento y tuvo que vaciarla. Entonces se marchó abajo y siguió
el corredor hasta la cabina C de primera preferente. Era la mejor del buque, con
cuarto de baño, cuatro ventanas y una cama, de verdad, doble. Junto a la pared
había dos camas turcas, y en una de ellas un revoltijo de ropas, del cual emergía
el cerrado puño de un niño; un puño amenazador aun en aquella posición de
descanso. Tom Hammond avanzó andando de puntillas para no despertar al
crío, porque hubiera sido atraerse el Vesubio de chinchorrerías e impertinencias
que se condensaba en aquel hijo de ocho años.
Lulú, recostada en las almohadas de la gran cama, le sonrió.
—Si despiertas a Gerardo podrás tener la satisfacción de zurrarle. Esta
noche ha producido desperfectos en el piano que se han valorado en veinte
dólares.
—Tú te empeñaste en traerlo —contestó él mientras se ponía una bata de
seda—. Por mi gusto, hubiera preferido viajar con un chivo. Los veinte los
deberías pagar tú de tu dinerito rico, porque debías vigilarle.
—Estaba demasiado ocupada en vigilarte a ti, que sólo tenías ojos para
aquella insignificancia con abrigo de ardilla. ¿Qué, te has divertido mucho esta
noche?
—Ya no volvió al bar —dijo tranquilamente Tom—. Pero acabo de verla
acostada, y con el más llamativo pijama rojo…
—¿Cómo? —Lulú dio un brinco en la cama.
SEÑOR R
—Por la ventana, cuando me paseaba por el puente —continuó Tom—. El
viento movía la cortinilla.
Tom estaba ya preparado para acostarse. Lulú dejó el New Yorker que
estaba leyendo —era su biblia siempre que estaba fuera de la ciudad— y su
marido alargó el brazo para alcanzar el conmutador, Tom retiró la mano como
si algo le hubiera cortado la acción. Gerardo levantaba su aplanada y triunfante
cabeza de entre las sábanas gritando con una voz de soprano que llegaba hasta
la mitad del barco:
—¡Papito ha visto un pijama rojo! ¡Papito ha visto un pijama rojo! —Y
tomando aliento para refrescar la voz—: ¡Papito ha vis…!
Tom Hammond tapó con la mano la boca de su hijo y heredero, pero no sin
que antes se hubiera despertado en la cabina inmediata una dama tan virginal
como impaciente que aporreó el tabique pidiendo silencio. Precisamente en
duermevela después de ocho horas de mareo, y de nuevo se encontraba, muy a
su pesar, despierta y consciente del interminable balanceo del buque.
—¡Y esto es un viaje de placer! —se lamentó Hildegarde Withers. Se había
quedado en un estado de nervios tan deplorable, a consecuencia de su
intervención en el desmarañamiento del misterioso crimen de la isla Catalina, el
verano anterior, que su médico le prohibió terminantemente el volver a sus
clases de «Jefferson School» al comenzar el curso. Afortunadamente el ingreso
inesperado de una confortante recompensa del millonario dueño de la isla, le
permitía realizar el deseo de visitar Europa. Hildegarde Withers tomó un
ejemplar muy desgastado de Alicia en el país de las maravillas, encuadernado
en hule, y trató de olvidar, leyendo, que entre el vapor y la fangosa
desembocadura del Támesis se extendían ocho días del enemigo Atlántico. El
libro se abrió por la descripción de la tea party de Hatter. «Yo no sabía que ésta
era su mesa —dijo Alicia—. Está preparada para muchos más de tres».
Hildegarde Withers tuvo una sonrisa que parecía una mueca y se preguntó si
alguna vez durante el viaje podría sentarse en una silla a su mesa del buque.
Lo cierto es que su asiento estuvo vacante en la cena de la siguiente noche.
El resto del grupo, arbitrariamente dispuesto, se encontraba intacto.
SEÑOR R
El doctor Waite, campechanote calvo, y siempre dispuesto a reírse a
carcajadas, era, no obstante un buen maestro de ceremonia. El maître siempre
ponía a la gente joven en la mesa del doctor, añadiendo una o dos personas
formales para contrapeso de la balanza. Aquella noche los encontraba muy
adecuadamente dispuestos: A la izquierda del doctor estaba la honorable Emilia
Pendavid, a su lado su sobrino Leslie, en seguida la altanera Rosemary, al lado
de ésta Tom Hammond y Lulú, sin Gerardo; éste, al igual de los otros niños,
engullía su alimento en una mesa arrimada a la pared y bajo la vigilante mirada
de la camarera; después venía Andy Todd, la silla desocupada de la señorita
Withers y después de la morena Cándida Noring otra vez el doctor.
El doctor, que estaba hablando, pudo hacer callar a Andy Todd.
—¡Cuánta gente, y qué viaje aquel! —terminó—. Bailando hasta las once o
las doce todas las noches.
Lulú Hammond dijo no sé que de la tranquilidad que mata y Andy Todd que
quisiera saber dónde había sitio para bailar.
—Acondicione la alfombrilla a un extremo del salón —aconsejó el doctor
—, ponga en marcha el gramófono, y todo el mundo a bailar. Si los jugadores
de bridge rechistan, mándeles a quejarse al «Viejo». Siempre se pone de parte
de la juventud y la belleza, y hasta puede que se levante del bridge y baile
algunos pasos fantásticos.
Cándida Noring, que había estado jugando al bridge, perdiendo dieciocho
dólares, exclamó:
—¡Dios lo quiera!
Aquella noche se bailó en el salón, no obstante el pesado estremecimiento y
balanceo del navío. Los jugadores de bridge, en vez de poner obstáculo, se
reunieron por parejas y salieron a bailar. De vez en cuando se dirigían a Leslie
Reverson, que se había nombrado a sí mismo selector del archivo de discos, y le
pedían un vals o un one-step.
Las cinco señoras ancianas dirigían feroces miradas de censura, desde sus
cinco escritorios, pero al cabo de poco terminaron sus cartas y se fueron a la
cama. El doctor se presentó en escena y bailó con la honorable Emilia, con Lulú
Hammond y últimamente con Cándida. Pensó en Rosemary, que había estado
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mirando el baile fríamente, como un espectador hasta aquel momento, pero la
encontró bailando en el corredor con Tom Hammond. Sus mejillas se tocaban y
el barman, que había cerrado su «establecimiento» por falta de clientela, les
observaba.
Lulú Hammond estaba en los brazos de Leslie Reverson, que bailaba bien,
pero sin personalidad, y cuando la música empezó de nuevo se meció entre los
fuertes y casi asfixiantes de Andy Todd.
Andy no se molestaba en aparecer diplomático.
—¿Y si nos fuéramos sobre cubierta a ver la luna? —la dijo, atrayéndola—.
No se preocupe por su esposo, está pasándolo muy bien.
—Que buen gusto tiene —dijo Lulú, tranquilamente. Pero no se marchó a
ver la luna con Andy Todd. Tomó asiento en un sillón al lado del doctor. Por
cierto que éste casi le quemó las pestañas al encenderle el cigarrillo.
—¡Hay que ver! —le dijo, generalizando—. Es divertido ver cómo se pone
la gente cuando se embarca. Parece como si salieran de la cárcel.
—Se ponen como locos y bailan hasta las once o las doce, ¿no? —concedió
Lulú, que estaba pensando en otra cosa.
—¡Y noveleros! —continuó el médico—. No hay nada como un
enamoramiento a bordo.
Andy Todd y el joven Reverson se acercaron a la vez a pedirle a Lulú el
próximo «one» y Leslie se quedó vagamente sorprendido y complacido al
encontrarse vencedor. Andy giró sin saber qué hacer y vio que Rosemary Fraser
se acercaba… sola. Con su traje de noche color burdeos parecía una princesa, y
llevaba al brazo el abrigo de ardilla.
—Señorita Fraser —chilló el joven con aquella aguda voz de tenor que
nunca podía dominar—. ¿Puede usted concederme este baile?
—Lo siento —dijo Rosemary—, pero no bailo nunca.
Y pasó ligeramente en dirección a cubierta como si tuviera allí una cita.
Lentamente un intenso rubor subió por el cuello de Andy Todd, llegándole
hasta las orejas. Y le dio tanta compasión a Lulú, que estuvo muy amable con él
el resto de la noche, y tuvo que lamentarlo todo el resto de su vida.
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Uno por uno los bailarines empezaron a dejar el salón, bostezando. El
doctor y la honorable Emilia se apartaron a un rincón y entablaron una
conversación confidencial sobre los accesos. Ella se quejaba de una especie de
desmayos, y siempre había tenido sus dudas, confesó, acerca de Leslie, a pesar
de ser éste tan pacífico. Hasta Tobermory, se lamentó, había tenido un ataque el
verano último.
—Gusanos —diagnosticó el doctor Waite cuerdamente. La honorable
Emilia vio entonces claro y empezó a preguntarse si Leslie tendría también
lombrices.
La campana del buque dio la medianoche. Lulú estaba jugando al rummy[3]
con Cándida Noring, y experimentó un gran sobresalto al oír carreras, de
pisadas apenas perceptibles en la cubierta, encima mismo de ella. Se recobró de
nuevo. No podía ser Gerardo porque estaba durmiendo y como medida de
precaución encerrado con llave en la cabina.
Andy Todd también oyó los pasos. Estaba rondando por la extensa cubierta,
fumando cigarrillos, que tiraba apenas comenzados. Oyó primero un batir de
alas sobre su cabeza y un gran pájaro volando muy bajo aleteó casi tocándole la
cara y se precipitó en la oscuridad.
—¡Hasta las gaviotas están locas esta noche! —barbotó. Al doblar una
esquina se dio un encontronazo con un niño que venía corriendo y casi le hizo
caer al suelo. Era Gerardo que por lo visto había quebrantado la clausura. Andy
agarró al rapazuelo.
—¿Qué estás haciendo? Los mocosos como tú están en la cama a estas
horas.
—Esto es más divertido —tartamudeó Gerardo, retorciéndose para escapar
—. Estamos jugando a un juego nuevo. —Apareció otro muchacho empuñando
una linterna encendida—. Es Virgilio —dijo Gerardo—. Yo iba con él. Déjeme
ir, estamos jugando a atrapar a los estranguladores.
Todd sacó veinticinco centavos y se los mostró.
—¿Qué juego es ese?
—Se lo diré por un dólar —chalaneó Gerardo, recibiendo un pescozón por
su codicia—. Bueno —se conformó—. Buscamos una pareja que se esté
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abrazando. Virgilio dice que hay la mar de estranguladores de esos, y entonces
vamos de puntillas hasta muy cerca de ellos y, enfocándoles la linterna, la
encendemos y luego echamos a correr.
—¡Oh! —exclamó Andy, que aun sentía en las orejas el calor del sonrojo.
Al cabo de un momento se inclinó para dar a Gerardo en voz baja instrucciones
precisas; instrucciones que hubieran disgustado infinitamente a la madre del
muchacho—. Te daré un dólar, no lo olvides —terminó—. Aún estaré en el
salón una hora o así.
Andy vio cómo los alegres muchachos se marchaban corriendo por donde
vinieron. Llevaban calzado con suela de goma y les vio deslizarse sin hacer
ruido por la oscura cubierta. Entonces, muy satisfecho de sí mismo, bajó al
salón, donde la encantadora Lulú Hammond estuvo con él aún más amable que
antes. Espontáneamente se brindó a hacer el tercero al rummy.
La camarera entró unos minutos después y le hizo una seña al doctor Waite.
—Es la señora del cuarenta y nueve —le enteró, mientras pasaban por el
corredor—, ya sabe usted, la solterona maestra de escuela que es tan pésima
navegante.
—No puedo curar eso —dijo el doctor. Pero a pesar de todo llamó a la
puerta.
—Doctor —dijo la angulosa Hildegarde Withers, que, acostada de través en
la cama, según su costumbre, parecía un cuchillo atravesando un queso—, ¿es
posible que el mareo produzca alucinaciones? ¿Estoy delirando?
—Pulso normal —contestó el médico—. Medio grado de temperatura. No,
no puede delirar. Lo que usted necesita es…
—Un pedazo de cerdo salado con un bramante. Ya lo he oído decir. Pues si
no deliro ¿cómo me explicará usted que algo con alas pudiera entrar por la
portilla y despertarme paseándose por mi cara?
—¡Bah! —dijo el doctor y empezó a retirarse, pero Hildegarde Withers le
enseñó un ejemplar de Alicia en el país de las maravillas. En las páginas
abiertas había una doble línea de huellas de pájaro muy tenues marcadas con
sangre todavía fresca.
SEÑOR R
—Sin duda es una pesadilla —dijo la señorita Withers—; pero, de serlo,
¡está durando ya demasiado!
La pesadilla, que aunque la maestra no lo sospechara, apenas había
empezado, iba a rondar alrededor de cada uno de los pasajeros del pequeño
buque, a pegarse a ellos mientras navegaban, a proyectar sobre sus cabezas su
negra sombra cuando descendieran la pasarela del barco, y a redoblar sus
terrores cuando pisaran tierra firme en la ciudad de Londres.
Entonces empezó la pesadilla de las pesadillas.
A popa, en el salón, Lulú Hammond estaba aún jugando al rummy con
Andy, Cándida Noring y el joven Reverson, que se les había unido por no
marcharse a la cama. Oyó un golpe en la ventana, a su espalda, y se volvió para
mirar. No había nadie. Todd, que estaba frente a ella, se levantó, de pronto,
desparramando las cartas.
—Necesito ver a un compañero —se excusó.
Al momento volvía de cubierta, guardándose el billetero y gritando:
—¡A cubierta todo el mundo!
La honorable Emilia, que estaba releyendo el Punch, lo tiró.
—¿Ballenas? —preguntó ansiosamente.
—Vengan en seguida. Sin hacer ruido —ordenó Todd, abriendo marcha.
Había algo en su actitud que indujo a los otros a seguirle, intrigados. Cándida
Noring fue la primera, después Lulú, Reverson y la honorable Emilia. Un viento
frío les azotó cuando llegaron a la cubierta, entonces solitaria.
—Verán qué risa —dijo Andy Todd, misteriosamente. Y Lulú Hammond
percibió que había algo odioso en su voz, pero le siguió a su pesar.
Siguieron las extensas filas de plegadas hamacas hasta un espacioso banco
que tenía la forma de una gran caja y estaba situado entre dos ventiladores.
Lulú, que iba del brazo de Cándida Noring, sintió que la joven se estremecía.
—Parece un ataúd gigantesco —murmuró.
—¡Bobadas! —replicó Lulú—. Es el arca donde guardan las mantas del
Vapor.
Andy Todd hacía esfuerzos para contener la risa.
SEÑOR R
—Miren allí ahora —susurró. Y hasta el murmullo le salió atenorado.
Rebuscó por el suelo hasta encontrar uno de esos grandes discos de madera
usados en el juego del tejo—. Alguien encontró el candado abierto y se deslizó
dentro —dijo en tono de confidencia—. Pero de algún modo y por algo se
cerró. Ahora van a ver ustedes lo mejor del circo…
—Oiga —interrumpió la honorable Emilia, ajustándose los lentes—. ¿Se
trata de un juego?
Pero Andy Todd había lanzado con fuerza el disco de madera por los aires.
El proyectil dio contra el arca, que era de madera delgada, con una resonancia
de rotura.
—¡Sorpresa! ¡Sorpresa! —gritó Andy. Pero él fue el primer sorprendido,
pues no pasó nada. Ni muestra del frenético y doble Juan de las Viñas que
esperaba ver. Él había tramado que al oír el crujido de la delgada madera…
Acercándose, enfocó la linterna que le habían prestado y vio el candado
colgando con una aldaba rota.
—¡Qué imbécil! —dijo Lulú Hammond, que tenía el horrible
presentimiento de que estaba en el primer capítulo de una novela espeluznante y
de que pronto se iba a descubrir el cadáver—. Volvamos.
Pero nadie pensaba en marcharse. Todd el primero. Abrió rápidamente la
caja y miró: no había más que un montón revuelto de mantas.
—¡Se han marchado! —exclamó, compungido.
La honorable Emilia preguntó:
—¿Quién se marchó?
Pero Andy no contestó. Por lo que tocaba a Lulú no necesitaba contestar,
porque ella había visto claramente a la luz del reflector que, atrapado por una
hendidura en el interior de la caja, había un mechón de finísimos pelos grises.
SEÑOR R
Capítulo II
ero, querida, nadie sabe que fueras tú —estaba diciendo Cándida Noring
—. Hay docenas de muchachas en el barco, y en todo eso, que nadie
puede probar, pudo muy bien tratarse de alguna de ellas. Existe una
enorme diferencia entre sospechar y saber.
SEÑOR R
—Ah, ¿no le interesa? —dijo. Los dientes de Lulú repiqueteaban en el vaso
y la honorable Emilia se esforzaba en encontrar otro tema de conversación.
—Esta mañana he visto algunos puercos marinos… —empezó a decir.
Entonces sé dio cuenta de la presencia de Cándida.
Andy Todd rezongó algo acerca del aire fresco y se levantó.
—No se interrumpan por mí —dijo Cándida—; sólo vengo por un paquete
de cigarrillos.
Peter Noel abrió la vitrina y le presentó una pobre colección.
—No hay negros —dijo con una sonrisa burlona. Noel estaba de buen
humor aquella tarde.
—Estábamos pensando en jugar una partida de bridge— dijo Lulú—.
¿Quiere acompañarnos, señorita Noring?
Cándida contestó que sólo jugaba al póquer. Noel carraspeó para aclarar la
voz y se apoyó en el mostrador. Había entrevisto una ocasión de ponerse de
nuevo en primer plano y la cogió de los pelos.
—Póquer —dijo—, esto me recuerda el mayor aprieto en que me he visto
en mi vida. —Los cinco se acercaron un poco más porque ya estaban
fastidiados de tantos días de navegación y escuchar era más cómodo que hablar
—. Ocurrió la cosa cuando yo estaba con el equipo del «Foldfields, en Alaska
—continuó Peter—. Una noche, de esto hará unos cinco años, en casa del
Francés, en Nome, se jugaba al póquer. Yo había pasado una temporada tierra
adentro y estaba de regreso en Nome para pagar y despedir a mi tripulación de
dragadores y esperar el regreso de ese viejo vapor del Victoria en el que
debíamos volver a Seattle y a la civilización. Aun hoy día, Nome es una ciudad
derrochadora al fin del año y las cartas van que vuelan. Aquella noche en casa
del Francés un ruso corredor de vodka me dio una mano estupenda: ¡Una
escalera máxima de color de corazones!
»—Sí continuó Peter—, la jugada más grande del póquer. Yo puse una cara
indiferente y las apuestas empezaron a animarse. Los demás pasaron poco a
poco y quedamos el rusete y yo. El Francés trajo una fuente de emparedados de
jamón y se quedó mirando con la boca abierta el dinero apilado al centro de la
mesa… Por fin eché el resto. El ruso desembolsó todo el dinero que tenía —dos
SEÑOR R
mil dólares— y lo puso en centro de la mesa. Yo tenía que querer o pasar. En el
bolsillo llevaba la paga de la tripulación que me entregó la empresa y la
arriesgué. Uno es valiente cuando lleva una mano magnífica.
»Bueno, él abatió un ful despreciable y cuando yo enseñé mis cartas hubo
un largo silencio. Pero cuando yo recogí mi dinero, otro ruso, que estaba detrás
de mi contrincante, empezó a vociferar: «¡Es una jugada falsa! Christmas tenía
seis cartas» (me llamaban Christmas —Navidad— a causa de mi apellido Noel,
que significa Navidad en francés). Yo me estaba esperando aquello.
»Un diablo son seis cartas, dije, y se las enseñé. Entonces me acusaron de
haberme guardado una en el bolsillo. Me había dado dos cartas pegadas para
que yo apostara fuerte y luego lo perdiera todo según la regla del juego
referente a la carta de más. Bueno, el Francés, que es un mamarracho, les ayudó
a buscar en mis bolsillos, bajo la mesa, en todas partes; pero no pudieron
encontrar la sexta carta que el ruso fullero me había dado, y yo me embolsé la
pasta justamente cuando terminaba de comerme el sandwich de jamón.
Noel sonrió recordando su proeza.
—Escapé con bien de milagro —dijo.
—Pero, ¿qué pasó con la otra carta? —insistió Leslie Reverson.
—Me la comí dentro del sandwich de jamón —contestó Peter.
Lulú Hammond dejó salir la contenida respiración en un largo suspiro y se
palpó la parte del pulido dedo en que por cerca de diez años había llevado un
hermoso diamante, olvidando que aquel día ya no lo llevaba.
—Debiéramos beber a su salud —indicó la honorable Emily. Y como no le
gustaba firmar notas del gasto, añadió—: Leslie, corre y tráeme el bolso que
está encima de mi litera. Y cuidado con la puerta, ¿eh?, no se escape
Tobermory.
El joven Reverson estuvo de vuelta en un momento, con el bolso. Con él
venía Tom Hammond.
—¿Ninguno de ustedes quiere participar en el pool[4] esta tarde? —
preguntó Hammond.
La honorable Emilia hizo un movimiento negativo con la cabeza y Cándida
Noring dijo:
SEÑOR R
—No creo que el buque haya recorrido más de cincuenta millas.
—No se trata del andar del barco —le contestó Hammond—. Ésa la ganó ya
el comandante hace algunas horas. Es un pool particular que ha propuesto Andy
Todd. Los camareros, los marineros, todo el mundo ha entrado en ella. Verá
usted: hay un pájaro terrestre, de no sé qué especie, que está revoloteando por el
puente y el gato del vapor le está acechando. El que adivine la hora de la muerte
del pájaro, con una aproximación de quince minutos, gana el pool.
Lulú Hammond se puso de pie y miró a su marido cara a cara.
—¿Y tú has entrado en eso? —preguntó.
—Sí, con un dólar, ¿por qué no?
—¡Te odio! —le dijo, y salió del fumadero.
La honorable Emilia la siguió.
Salieron a cubierta y se abrieron paso a través de un pequeño grupo de
pasajeros que estaban en la borda mirando atentamente hacia la cubierta de
sentina, donde un gatazo negro fingía no darse cuenta de que un pájaro gordo y
muy azorado revoloteaba por encima de su cabeza. De vez en cuando se detenía
a descansar en una barra del malacate o en el aparejo y cada vez el gatazo negro
se le acercaba más.
—¡Imbéciles! —exclamó la honorable Emilia—. A ver; ¡que alguien coja a
ese pájaro! ¡Oh, crueles, crueles! —estaba excitadísima, completamente fuera
de su flema habitual—. ¡Pobrecilla gaviota!
Lulú Hammond no cesaba de mirar al azorado animalejo.
—Pero… ¡pero si es un petirrojo! —exclamó.
El doctor Waite, que estaba en la borda, se volvió hacia las dos mujeres.
—Poco menos que inútil el tratar de salvarle —dijo—. Ocurre todos los
viajes. Muchos pájaros de tierra firme son empujados hacia el mar por el
vendaval y vuelan hasta que caen exhaustos o hasta que ven un buque, entonces
vienen a descansar y van revoloteando y posándose alrededor de puente hasta
que el gato se apodera de ellos. A veces logramos hacerles entrar y tratamos de
salvarles; pero se mueren siempre. Están demasiado cansados cuando llegan al
barco para cuidarse de defender su vida.
—¡Bueno, pues voy a salvar a éste! —anunció la honorable Emilia.
SEÑOR R
Y en medio de las protestas de la mayoría y de las objeciones que hacía
Andy Todd, se plantó en la empinada escalerilla de hierro, dispuesta a echar a
pique la ley fisiológica de la lucha por la existencia, de la victoria y
supervivencia del más hábil y capacitado. Lulú Hammond empezó a seguirla,
pero luego lo pensó mejor.
Durante media hora persiguió la intrépida dama al petirrojo sin lograr
alcanzarle, sin aproximarse siquiera. El gatazo negro se retiró y vigilaba a una
distancia prudente.
Finalmente vio que el pájaro se posaba en el cordaje del palo de trinquete y
tuvo que rendirse. De todos modos, estaba oscureciendo y el pool se había
anulado.
Andy Todd tuvo que devolver su dólar a la veintena de hombres que habían
entrado en la apuesta.
—¡Maldita sea la protectora de animales! —exclamó.
Tom Hammond cogió su renacido dólar y se marchó a vestirse para la cena;
pero no tuvo más remedio que dárselo a su incorregible hijo, y a este precio
logró ponerse en paz el traje de etiqueta. Aquella noche, por primera vez en su
vida matrimonial, no le había puesto Lulú los botones de la camisa.
Ella entró después en la camareta vestida ya con un traje negro de terciopelo
«chifón», que, como pensó Tom, le daba gran semejanza con una virgen de
Médicis, si es que ha existido alguna semejante. El silencio que desde los
últimos cinco días era su norma en los instantes en que estaban juntos y solos,
continuaba separándoles como un tabique de cristal.
Tom arrojó el cuello y se encaró con ella.
—¡Lulú! —llamó.
—¿Qué?
—Lulú, yo no sé qué te pasa.
—¿De veras no lo sabes? —le preguntó ella escogiendo una hilera de perlas.
—Lulú, si te crees que esa bala perdida de la Fraser y yo… Mira, si quieres
saber dónde me encontraba mientras todos vosotros estabais jugando al
escondite sobre cubierta, ¿por qué no me lo preguntas?
—Porque no me interesa.
SEÑOR R
—Pues bien —se lanzó él—, ¡estaba jugando a los dados en el despacho del
doctor, con Waite, el sobrecargo y el piloto!
—He visto hace un momento a Gerardo que se marchaba de cabeza al bar
con un billete de un dólar. Lo mejor será que vaya para evitar que se nos muera
de una indigestión de dulces.
Salió cerrando tras ella la puerta y dejando a su joven esposo lustrando el
cuello con un silencio lleno de rencor.
En el camarote inmediato Hildegarde Withers estaba mirando tristemente
las arrugas de su único traje de noche, de «crep de chine» verde ciruela.
Alguien dio un furioso porrazo a la puerta y la maestra, aún débil por los días
pasados de mareo, se sobresaltó.
—¿Qué? ¿Qué es eso?
La puerta se abrió y la honorable Emilia asomó la cabeza. Su cara era la
propia máscara de la ansiedad.
—¿Le ha visto usted? —preguntó—. Le he buscado por todas partes y he
pensado que quizá encontró su puerta abierta y se deslizó aquí y estará
durmiendo bajo la litera.
Las dos mujeres no habían tenido más trato que el cambio de saludos
natural entre pasajeros cuyos camarotes se abrían en un mismo corredor muy
corto. Miss Withers recobró la serenidad. No sabía gran cosa de sus compañeros
de pasaje, pero tenía una comprensión muy rápida.
—¿Cómo? —inquirió—. ¿Se figura usted que su sobrino se introdujo aquí
clandestinamente y estará durmiendo bajo mi litera?
—¡No se trata de mi sobrino! —dijo, impaciente, la honorable Emilia—,
hablo de Tobermory, mi gato persa. ¿Está aquí?
Las dos mujeres miraron debajo de la cama. Nada de Tobermory.
—Cuando volví al camarote hace un momento encontré la puerta entornada
y Toby se había escapado —continuó la atribulada señora—. En el mundo hay
muchos sobrinos, pero un solo Tobermory. Ha venido siempre conmigo y ahora
que estamos casi de regreso a casa…
Salió disparada, sorda a las muestras de simpatía de la señorita Withers.
SEÑOR R
La maestra movió la cabeza de un modo significativo y continuó
vistiéndose. A excepción del mediodía, en que estuvo un momento en cubierta
para tomar el sol, aquella noche hacia su primera presentación a bordo.
Esperaba con ilusión la cena, porque hasta entonces sus comiditas habían
sido esquemáticas, como ocurre siempre entre las bascas del mareo. Acostada
no podía encontrarle gusto a la comida y, además, se llenaba de migas la ropa
de la cama. Pero hubiera preferido que no fuera aquella una cena de gala. Estas
cosas fastidiaban a Hildegarde Withers, la aburrían hasta el punto de darle
ganas de llorar.
Sin embargo, nadie se aburrió aquella noche en la cena del capitán. Los
pasajeros entraron en el comedor entre un alegre alboroto que salía de la mesa
lateral, donde la infortunada señorita Snoaks tenía que luchar a brazo partido
con la grey infantil. Gerardo Hammond, encendida la redonda caraza, soplaba
sin cesar en una horrísona trompeta de hojalata, mientras con una mano hacía
un estruendo con la cuchara y los platos y con la otra esgrimía un largo alfiler
contra los globitos de sus compañeros de mesa. Aquel demonio no se andaba
con rodeos para importunar a la gente. A una niña de cuatro años le hizo
hinchar el globo hasta alcanzar las proporciones de una sandía y entonces se lo
reventó haciéndola romper en un llanto convulsivo e inextinguible.
En la mesa del doctor los invitados se reunían lentamente. El doctor Waite,
con uniforme de gala, fue, como siempre, el primero. La honorable Emilia,
vistiendo un ridículo traje de tafetán rosa, llegó en seguida, lamentando en voz
alta la desaparición de Tobermory.
—No tenga miedo, volverá —le aseguró el doctor.
Pero ella no estaba tan segura.
—Toby ha tratado de escaparse del buque desde que embarcamos —dijo—.
Si yo fuera supersticiosa, que no lo soy, a pesar de que una de mis abuelas era
escocesa…
Lulú Hammond, con su aspecto de virgen de Médicis, se dejó caer en la
silla que le tenían preparada dos serviciales mozos de comedor. Contempló la
espléndida mesa adornada con flores, cintas y confeti.
—¡Qué primoroso! —exclamó.
SEÑOR R
Un momento después entró Tom con su traje de etiqueta impecable, pero el
lazo le caía lastimosamente. Echó una mirada feroz a los globitos que se
amontonaban delante de él. Luego llegó Leslie Reverson, quien entró
lentamente, afectando una suprema ignorancia del hecho transcendental de
llevar los pantalones mejor cortados de la reunión. Tomó asiento y su cara
resplandeció a la vista de los globos.
—¡Qué estupendo! —exclamó.
Hinchó uno moderadamente y lo envió por el aire. A Lulú se le contagió su
apacible humor para divertirse y le siguió en el lanzamiento de globos. Apenas
se dieron cuenta de la llegada de la señorita Withers, quien miraba
ansiosamente en torno de la mesa, como preguntando por su silla. El doctor
Waite le dio la enhorabuena.
—¡Ya veo que está usted fuerte! —tronó.
Después llegó Andy Todd con un smoking que parecía heredado de su
abuelo. Las solapas eran lustrosas y los pantalones estrechos y mal planchados.
Lulú Hammond de una mirada se dio cuenta de que la corbata de mariposa era
de lazo hecho, con una cintita de goma para sujetarla.
—¡Muy bien! —dijo Andy. Parecía muy satisfecho de sí mismo por no se
sabe qué razones. Todo su mal humor por el fracaso de su pool del petirrojo se
había desvanecido y la satisfacción interior se le escapaba a borbotones.
Hildegarde Withers le miró intrigada.
—¡He ahí un joven que está tramando algo! —juzgó instantáneamente.
En las otras mesas ya se empezaba a servir la sopa y se oía incesantemente
el estallido de los globos.
—¿Esperamos a la señorita Noring o comenzamos? —preguntó el doctor—.
Estamos todos menos ella.
—¿Y qué hay de su amiga la señorita Fraser? —preguntó Lulú—. ¿Estará
con nosotros esta noche?
Cada cual miró a los demás. Hildegarde Withers se dio cuenta de que allí
había un secreto o por lo menos algo que era un secreto para ella.
—¿Cree usted que la pobre muchacha querrá venir? —preguntó la
honorable Emilia.
SEÑOR R
Nadie le contestó porque todos se preguntaban lo mismo. Los comensales
de las otras mesas alargaban el cuello para enterarse. Cándida Noring tenía
razón: para la gente de a bordo no había nada como chismorrear y hacer
cábalas. La partida de escondite de Andy Todd sobre cubierta la segunda noche
de viaje ya era conocida de todos. Tom Hammond tomó una expresión
extremadamente inocente y preguntó al mismo tiempo que se ponía sobre los
planchados cabellos rubios un casco de papel:
—¿Y por qué no ha de venir? El mar está tranquilo como una balsa.
Una mujer se abría camino apresuradamente entre las mesas y casi rozó al
pasar las anchas espaldas del capitán Everett que entre su grupo de personajes
de avanzada edad estaba pronunciando un discurso sobre la estupidez y
prosaísmo de la navegación y los placeres, de que ya gozaba anticipadamente,
que le esperaban en una granja para criar patos en Long Island.
Aquella mujer era Cándida Noring, cuya morena cara aparecía
extrañamente pálida, quizá debido a llevar aquella noche los labios pintados y al
color de su traje de un beige indefinido.
—No me habrán estado esperando ¿verdad? —dijo al sentarse al lado del
doctor. El llegar ella sola les decía lo que deseaban saber. Rosemary Fraser no
bajaría a cenar. Fue servida la sopa y se escanció un vino blanco y seco. Andy
Todd parecía extraordinariamente intranquilo.
—Ya podemos destapar nuestros regalos —dijo el doctor y cogió el
paquetito envuelto en papel de seda que estaba al lado de su plato. Rápidamente
rompió el hilo. Era la misma caja de cigarrillos que recibía como presente cada
viaje y que, naturalmente, le interesaba poco—. ¡Vamos, empiecen todos!
¡Veamos lo que les regala la Compañía naviera como aguinaldo!
Andy Todd fue el segundo en abrir el paquete. Era una pitillera de metal
esmaltado que tenía pintado un puente. Hildegarde Withers y las demás señoras
encontraron cajas de polvos decoradas de manera semejante.
—¡Qué perfectamente perfecto! —dijo la honorable Emilia. Aun estaba
muy disgustada por el asunto Tobermory. Pero entonces vio la esbelta figura de
una joven que se acercaba y olvidó a Tobermory completamente.
SEÑOR R
Rosemary Fraser, vistiendo un rielante traje de seda blanca, venía como una
aparición a unirse con ellos. Respondió con una sonrisa al saludo del doctor y
se quedó mirando a Cándida con los ojos muy abiertos y azarados como
preguntándole: «¿Ya me lo dijiste?». Hubo una larga pausa puntuada por el
estallido de un globo que Leslie Reverson había hinchado excesivamente.
—¡Bien! —dijo Andy Todd. Se bebió el vino y tosió. Se oía el blando
chapoteo de las cucharas en los platos de sopa. Entonces Rosemary siguió el
ejemplo de Todd y vació su copa de un trago. No tosió. Un mozo de comedor se
la llenó otra vez y otra vez la vació ella.
Rosemary, descuidando la sopa, miraba fijamente el paquete que tenía
delante.
—¡Obsequio! —dijo Cándida—. ¡Ábrelo, Rosemary!
Rosemary trató de deshacer el nudo del bramante y Andy Todd se inclinó
ofreciéndole su cortaplumas, que ella no aceptó. Desanudó los hilos; más hilos
y nudos que ningún otro paquete; apareció por fin la redonda caja de polvos.
Ella sonrió vagamente y levantó la tapadera. Dentro había otro paquetito y todo
el mundo se inclinó hacia delante para ver mejor. Rosemary, sin sospechar
nada, lo fue desenvolviendo… y encontró una simple llave «Yale». Sujeta a la
llave había una tarjeta… Rosemary estaba aturdida por el vino, aturdida y
alarmada.
Cogió la tarjeta e inconscientemente la leyó en voz alta: «Use esto y se
evitará tener que pagar facturas de reparación. Con nuestra enhorabuena reciba
la llave de… del arca de las mantas…».
Todos la estaban observando. Ella comprendió que debía decir algo. Algo,
fuera lo que fuese, para que dejasen de mirarla, para que pudiera fingir que no
se daba por entendida.
Habló y sus palabras sonaron rígidas, secas.
—Qué regalo más útil —dijo. Había decidido fingir una impertinente
indiferencia y sin embargo…
Andy Todd rió el primero: sus carcajadas de tenor sonaban en el comedor
con un repiqueteo de agudas campanas. Le siguió el doctor Waite con un
taladrante cacareo, y entonces toda la mesa estalló en risas. Leslie Reverson reía
SEÑOR R
tapándose la boca con la servilleta, hipando y tosiendo, hasta que su tía, presa
ella misma de convulsiva risa, se puso a golpearle la estrecha espalda. Tom
Hammond dio un resoplido y contuvo la risa. Lulú Hammond se decía a sí
misma que no debía, que no quería reír, mientras oía su propia voz de soprano
tintineando en una clara risa.
Sólo dos personas no rieron en la mesa del doctor Waite, porque hasta la
misma Rosemary reía. Era un reír de boca, pero nadie se daba cuenta de ello.
Cándida Noring se mordía los labios hasta sentir en la lengua el gusto salado de
la sangre y Hildegarde Withers, que quizás era a bordo la única persona que no
estaba enterada del escándalo de moda, no hacía más que mirar intrigadísima.
Pero había suficiente hilaridad, aunque no rieran Cándida ni Hildegarde.
Lulú Hammond, que había estado cinco días atormentada por emociones
reprimidas, lanzaba verdaderos gritos. Al mismo tiempo se decía mentalmente:
«¡No reiré, no! ¡No reiré!». Y clavaba sus largas uñas en las palmas de las
manos.
El capitán Everett dejó de hablar de su granja y de sus patos y sonrió
mirando a la apartada mesa.
—La gente joven por lo visto se divierte de firme —observó paternalmente
—. No hay nada como viajar en un buque pequeño. ¡Los pasajeros llegan a
conocerse tan bien unos a otros!
Se interrumpió porque una joven, que en una mano apretaba
convulsivamente una caja de polvos y una llave, pasó otra vez, de prisa,
rozándole la espalda.
—¡Esos jóvenes! —sonrió—. ¡Siempre están de broma!
Por las abiertas claraboyas del American Diplomat penetró un ascendente
maullido que se fue extinguiendo gradualmente.
—El gato debe estar enfadado con su petirrojo —observó el capitán Everett
que estaba de buen humor.
La hilaridad se cortó rápidamente. Leslie Reverson envió un grupo de
globos multicolores volando por los aires, en todas direcciones, y Tom
Hammond empezó a hablar en voz alta de la caída del dólar en los cambios
extranjeros y de los hoteles de Londres.
SEÑOR R
Los demás le siguieron, coincidiendo demasiado rápidamente, pero con la
mejor intención. Tan sólo Hildegarde Withers y Cándida Noring permanecieron
silenciosas. Antes de que sirvieran los postres las dos se levantaron de la mesa.
La primera para buscar sobre cubierta el aire fresco de que estuvo privada por
tantos días y Cándida para reunirse con su compañera de cabina.
Encontró la puerta cerrada con llave y sus insistentes llamadas no tuvieron
respuesta. Finalmente salió al puente de paseo para ver si podía atisbar por la
ventana lo que pasaba. Apartó a un lado la estirada cortinilla y vio que la luz
estaba encendida.
Rosemary Fraser, en vez de estar sollozando en la litera, se encontraba
sentada en el diván y escribiendo tranquilamente en su libro de memorias.
—¡Rosemary, déjame entrar!
Pero Rosemary continuó escribiendo.
—¡Rosemary!
Por fin la joven vestida de blanco levantó la vista y se quedó contemplando
fijamente las aterrorizadas facciones de Cándida.
Sus labios se abrieron dando paso a unas expresiones inconcebibles en una
mujer como ella:
—¡Vete al infierno! ¡Maldita seas! ¡Vete!
Hablaba en voz baja, tenue, pero estas palabras campanillearon en los oídos
de Cándida por mucho tiempo.
La muchacha se apartó de la ventana andando lentamente sobre las puntas
de los pies.
La honorable Emilia pasó junto a Cándida, en el corredor, pero no se
hablaron y siguió hasta su propio camarote, moviendo la cabeza y diciendo para
sí:
—¡Esas americanas!… ¡Pobre muchacha…!
Cerró la puerta del camarote y rápidamente se cambió el incómodo traje de
tafetán por un ropón de franela.
—Detesto las bromas pesadas —dijo como punto final.
De pronto oyó unos débiles arañazos en la puerta y corrió a abrirla en un
repentino acceso de alegría.
SEÑOR R
Allí estaba Tobermory con la sedosa y plateada piel manchada y desgarrada
y brillando todavía en sus ambarinos ojos la emoción de la batalla.
Entró lentamente llevando en la boca un burujo de plumas.
—¡Toby! —exclamó la honorable Emilia.
Tobermory se la quedó mirando y dejó caer las plumas que al instante se
resolvieron en un gordo petirrojo. El pájaro se levantó y abrió las alas, pero
Tobermory lo arrojó al suelo de un rápido zarpazo y miró a su ama.
—¡Mío! —dijo en su inconfundible y gatuno lenguaje. Pero en cambio se
veía claramente que no sabía qué hacer de su presa.
Pronto le quitaron esta preocupación, al sentir que le cogían con fuerza por
el pescuezo y lo arrojaban sobre la litera. La honorable Emilia recogió al
acosado y empavorecido petirrojo y se lo pasó por la mejilla.
—¡Pobre, pobre bestezuela! —musitó.
El petirrojo, que se sentía completamente pesimista, no se atrevió siquiera a
aletear. Le daba lo mismo ser comido por un animal grande que por otro
pequeño.
La honorable Emilia percibió tristemente el latido apresurado del corazón
del pájaro, vio su desgarrado plumaje, y las heridas garras que decían cuan
inútilmente se había aferrado a los herrumbrosos engranajes y a los alambres
oscilantes.
—¡Pobre, pobre bestezuela!
Entonces apretó furiosamente el timbre y cuando llegó el camarero pidió
que le procurase una jaula.
—Yo te salvaré —prometió al petirrojo.
El camarero, que nunca tuvo noticia de que allí hubiese jaulas, indicó,
después de apremiarle mucho, que quizás el carpintero del barco podría
improvisar alguna con alambres y pedacitos de madera, en la mañana del día
siguiente.
—En los navíos se encuentra siempre a mano todo lo que hace falta, señora
—terminó.
La honorable Emilia echó una mirada circular al reducido camarote y
contestó:
SEÑOR R
—Dígale que venga mañana a primera hora.
Vio a Tobermory, magnífico en su herida dignidad, celándola desde la
litera, Tobermory vigilaba. Él había conseguido su petirrojo arrebatándoselo al
gato del barco que había cometido el error de tener en menos a un contrincante
aparentemente afeminado, y que ahora se encontraba lamiéndose las heridas y
preguntándose cómo le habían puesto en aquel estado.
La honorable Emilia tuvo una idea luminosa. Debajo de la cama estaba el
maletín destinado a Tobermory. Lo sacó y metió dentro al pájaro que se puso a
brincar y encontró aquel sitio tan bueno como otro cualquiera. ¡Cada minuto
que llegaba temía que fuese peor que el pasado!
Los ojos de Tobermory echaban chispas. No hubiera encontrado mal que su
ama se comiera su presa. ¡Pero meterla en su propia casa era un insulto
inaguantable!
Esto no lo hubieran hecho por un pájaro flaco o esmirriado, pensó
Tobermory, y se acurrucó en la cama, sin dignarse ronronear más.
Arriba, en la cubierta de los botes, Hildegarde Withers descansaba en una
hamaca. El viento era vivo y molesto y venía rozando la proa del barco, casi
podía decirse que procedía de Inglaterra. Londres debía de ser de un interés
arrebatador para compensar aquel viaje. Se sentía vagamente molesta por el
pequeño misterio, tempestad en un vaso de agua, que había estropeado la cena.
Había un no sé qué en la actitud de la muchacha vestida de blanco que
preocupaba a Hildegarde. Algo tenía amedrentada a aquella orgullosa y
delicada Fraser. Levantando la vista, la señorita Withers vio a la joven en quien
estaba pensando. Rosemary venía atravesando la mal iluminada sobrecubierta
barrida por el viento, sin más abrigo que su blanco traje de noche y un
desproporcionado écharpe azul marino que le arrastraba por el suelo cuando no
flotaba al aire como una bandera.
—¡Ay chiquilla, chiquilla —se dijo Hildegarde—, vas a coger un resfriado
de muerte!
Su hamaca estaba dentro de la sombra de un bote salvavidas e
indudablemente la muchacha que venía no la vio. Hacia la mitad del puente se
arrimó a la borda de estribor y doblando el cuerpo muy afuera se quedó
SEÑOR R
mirando fijamente a la brumosa oscuridad. Estaba fumando uno de sus negros
cigarrillos, al que el viento arrancaba chispas que se esparcían alegremente en la
noche.
«Yo debía decirle —pensó la señorita Withers—, que volviera a su cabina
para coger un abrigo. Pero no se levantó. Después de todo, pensó, la juventud
moderna tenía una resistencia física que era desconocida en aquellos lejanos
tiempos en que ella era una chica joven. «Pueden beber un número de cócteles
incontables, bailar toda la noche y estar al aire libre entre los vientos del
invierno sin llevar más que unos finísimos calcetines de seda, la menos y más
ligera ropa interior posible, y vestidos… Quizás estamos desarrollando una raza
que tiene un vigor físico maravilloso. Al fin y al cabo, diez años o más de
brebajes prohibidos ya pueden haber matado a los débiles. —Se volvió a
recostar en la hamaca y cerró los ojos—. Yo me pregunto si tendrán el vigor
mental que nosotros conseguimos desplegar. Me falta saber si podrían… si les
sería posible…».
Sus soñolientas meditaciones fueron interrumpidas por una angustiada voz
femenina.
—Usted perdone —dijo Cándida Noring, inclinándose hacia la hamaca de
la maestra—. Estoy buscando a la señorita Fraser y sé que ha subido por aquí.
¿La ha visto usted?
—¡Ya lo creo! Está arrimada a la baranda, precisamente allí… —Se
interrumpió bruscamente, pues Rosemary Fraser ya no estaba apoyada en la
borda. Tampoco estaba en la sobrecubierta, ni en ninguna parte.
—He subido por la escalerilla de proa y no ha podido cruzarse conmigo sin
darme cuenta. Si no está aquí es que habrá ido más allá de donde está usted.
Pero Hildegarde no había oído el repiqueteo de los altos tacones sobre la
madera del puente.
—No, no ha pasado por aquí —declaró—. Debe de estar por ahí, en
cualquier parte.
Hildegarde, ya turbada, se puso en pie y Cándida se arrimó a ella. Estaba
temblando.
—¡Rosemary! —llamó.
SEÑOR R
Y sólo el viento le contestó en un lenguaje que ellas no pudieron
comprender. Rosemary Fraser se había marchado.
SEÑOR R
Capítulo III
SEÑOR R
rumbo a mi barco y perder tiempo porque usted se imagine…
Ella se aferró a su uniforme.
—¡Le digo a usted que lo sé! —gritó—. Precisamente porque nadie la oyó
caer…
El capitán quedose pensativo y después dio la orden, pero levantando los
anchos hombros como para descargarse de un peso:
—¡Cambie el rumbo!
Hicieron cálculos apresurados. Se volvió hacia Cándida.
—¿Cuándo la echó usted de menos?
—Oh, no sé… Estuve buscándola mucho tiempo por todas partes.
El capitán se encogió de hombros desesperanzado. El primer oficial,
Jenkins, cogió la rueda del timón.
—La joven fue vista por última vez pocos minutos antes de las once en la
borda —anunció Hildegarde Withers.
—¿Hace una hora? ¡Dios mío, si hemos hecho dieciocho nudos!
El capitán parecía perder la serenidad a ojos vista. Se volvió hacia Jenkins.
—Puede tomar el rumbo de nuevo —le dijo.
Sonaron otra vez los timbres y el cielo empezó a agitarse.
—Pero usted debe volver atrás —protestó Cándida.
El capitán Everett movió la cabeza.
—No podemos llegar al sitio aproximado donde cayó antes de una hora, y
no hay en este mundo de Dios ningún nadador que pueda mantenerse a flote, en
estas aguas, todo ese tiempo.
Y dando un profundo suspiro continuó:
—¡Quién sabe! A lo mejor está usted equivocada. Vamos a buscar por todo
el barco.
Y se dirigió a la escalerilla mientras Hildegarde Withers retrocedía. Cándida
le siguió.
—Esa joven no se habrá suicidado —dijo el capitán como para
tranquilizarse a sí mismo—. ¡Si estaba tan alegre durante la cena esta noche…!
Todos ustedes estaban riendo y divirtiéndose de lo lindo.
Cándida dijo que ella no había mencionado el suicidio, pero él no la oyó:
SEÑOR R
—Fíjese en lo que le digo: la muchacha está sana y salva en alguna parte. Si
es verdad lo que he oído decir de ella, tiene la costumbre de esconderse en sitios
muy raros.
Y abrió la marcha, bajando al puente de paseo, siguiéndole las dos mujeres
de muy cerca.
—Vamos a echar inmediatamente una ojeada —dijo el capitán—. No hace
falta alarmar a los pasajeros. La encontraremos, no tema nada.
La ojeada del capitán duró hasta que el sol estuvo muy alto en el horizonte y
a pesar de haber enviado destacamentos de oficiales para registrar todo el barco,
Rosemary Fraser no apareció por ninguna parte. Aquella vez no se había
deslizado para una cita amorosa en ningún escondido lugar del American
Diplomat.
«Rosemary Fraser, de dieciocho años de edad», escribió el capitán Everett
cuidadosamente en su Diario de a bordo, bajo la fecha «21 de septiembre»,
añadiendo las fatídicas palabras: «Perdida de un modo desconocido», y dejó a
un lado la pluma.
Hildegarde Withers estuvo mucho tiempo haciendo compañía a Cándida.
—Por lo que yo puedo comprender, la vergüenza por una falta real o
aparente de esa naturaleza ha podido impulsarla al suicidio —fue la conclusión
que sentó la maestra.
Tenía en el regazo aquel libro de memorias encuadernado en piel, que había
sido de Rosemary Fraser.
—Lo que no comprendo es por qué lo hizo sin dejar una nota anunciando
sus propósitos, ni por qué rompió la mitad de las páginas de este librito.
Cándida Noring lo sabía.
—Rosemary se llevó consigo todo lo que había escrito —dijo—. Estoy
segura de que lo hizo así. No quería que nadie viese lo que había escrito si
alguien pretendía descubrir los secretos de su corazón. No permitió que nadie
supiera quién fue el hombre por quien había perdido lo que la gente llama «su
buen nombre».
La maestra clavó su mirada en la cara de la muchacha.
—¿Sabe usted quién es él?
SEÑOR R
Cándida negó con la cabeza.
—Quizá lo pudiera sospechar —dijo—. Pero no quiero.
En aquel momento Tom Hammond levantaba de la almohada la desgreñada
cabeza y vio a su mujer, completamente vestida y de pie delante de la puerta.
—Pues no he oído la llamada para el desayuno —dijo alegremente.
Pero se interrumpió al ver la mirada que le dirigió Lulú.
—También debes saber —dijo con una voz que no parecía la suya—, que
Rosemary Fraser se tiró anoche por la borda.
Tom Hammond no dijo nada.
—He pensado que te interesaría saberlo —terminó su mujer, y salió dando
un portazo, mientras él se desbordaba en un torrente de preguntas.
Hammond saltó de la cama, metió la cabeza en agua fría y, sin tomar un
baño, se vistió rápidamente. Aquella mañana, por milagro, el vesubio de ropas
de la cama-turca no hizo su acostumbrada erupción. Y fue una suerte que aquel
demonio de Gerardo estuviese aún durmiendo, porque, de este modo, su padre
no se vio en el aprieto de tener que contestar a sus preguntas.
La noticia le llegó a la honorable Emilia por vía de su camarero, quien
llamó a la puerta a las nueve de la mañana trayendo una espantosa jaula de
pájaro que el carpintero, completamente «en forma», había inventado,
construida con relucientes alambres y una lata de aceite vacía llena de orín. La
honorable Emilia estaba tan absorta en el trabajo de instalar a su nuevo favorito
en su improvisada jaula, que al principio no pudo comprender el sentido de lo
que estaba oyendo.
Tobermory estaba enfurruñado y miraba a aquel pájaro que era suyo en
derecho. El petirrojo esperaba pacientemente que se cumpliera su indudable
sentencia.
La honorable Emilia prestó, al fin, atención a lo ocurrido a Rosemary. Sin
darse cuenta repitió las mismas palabras de la noche anterior:
—¡Pobre muchacha! —dijo en voz alta, y después—: ¡Estas americanas!
Y las repitió al reunirse con su sobrino para tomar el desayuno.
—Me alegro de que no te mezclaras con una joven de esa especie —añadió.
SEÑOR R
Leslie Reverson le contestó que si no se había mezclado con Rosemary fue
por culpa de ella y no de sí mismo. Ninguno de ellos pudo comer casi nada.
El doctor Waite se sintió completamente incapaz de desayunar; se
restregaba continuamente la cabeza y no tenía ganas de reír.
—¡Cómo! —prosiguió diciendo—. No parecía ser de esa clase.
Hildegarde Withers, que se estaba confortando con una taza de té, se volvió
y quedose mirándole por encima de la silla desocupada de Cándida.
—¿De qué clase? —preguntó de repente.
—De la especie de los que se quitan la vida.
—¡Pues suponga que no lo hizo! —replicó bruscamente la maestra, y se
levantó de la mesa.
Salió a cubierta vagando sin objeto en la mañana radiante de sol.
Primeramente estuvo en la sobrecubierta, entre los botes salvavidas, en el punto
de la borda en que había visto por última vez a Rosemary, inclinado con exceso
el cuerpo hacia afuera. Se quedó allí un momento y luego bajó otra vez a la
cubierta de paseo que empezó a recorrer a grandes zancadas, pasando y
repasando por delante de las ventanas que tenían echadas las cortinillas.
—Se está apoderando de mí lo que los franceses llaman una idée fixe —se
dijo—. ¿Por qué este suicidio no ha de ser precisamente eso: un suicidio
vulgar?
Y quedose mirando una voluminosa ola que se levantó.
—Sobre todo —continuó—, la señorita Noring dijo que la muchacha estaba
aterrorizada por el miedo de que el coronel y su esposa, que conocían a su
padre, se encargaran de divulgar el escándalo. Y por este motivo tuviera que
regresar a casa en mengua de su viaje alrededor del mundo.
Esto podía ser un motivo suficiente de suicidio, tratándose de una sensitiva,
de un tipo emocional como aquella Rosemary que, por primera vez en su vida
se encontraba fuera de la vigilancia paterna. Pero…
Hildegarde Withers volvió a su paseo a lo largo de cubierta, y, de repente,
se detuvo. Un hombre vistiendo un elegante uniforme azul, estaba inclinado
sobre la borda cerca de la puerta del salón de recreo y de sus dedos salieron
SEÑOR R
arrebatados unos fragmentos de algo blanco que el viento transportó
precipitadamente hacia la estela del buque.
Acercose y vio que era Peter Noel, que la saludó dándole los buenos días.
—¿Qué, limpiando su casa? —preguntó la maestra.
Peter Noel afirmó inclinando la cabeza.
—Ésta es una de las ventajas de los buques —dijo—. Todo lo que no le
sirve lo tira usted por la borda. Me estoy deshaciendo de unas barajas que debí
tirar hace algunas semanas, estaban pringosas como fruta de sartén.
Hildegarde Withers quedose apoyada en la borda mirando fijamente la
estela que dejaban las intranquilas aguas, batidas incesantemente por las
poderosas hélices. Atrás, hacia el este, quedaba América y, en alguna parte, ya
cerca de la línea del horizonte, una feble y orgullosa joven vestida de blanco,
había encontrado su fría tumba.
Hildegarde estaba muy pensativa. De pronto su aguda mirada descubrió un
pedacito de papel del tamaño de un sello de correos. Lo tenía ante ella, como
llamándola desde el puntal de hierro donde la fuerza del viento le mantenía
sujeto al húmedo metal. La maestra lo cogió, como al descuido, y, dando media
vuelta, continuó hacia delante.
Ya encerrada en su camarote y, a falta de mejor ocupación, empezó a
examinar el papelito. Valía la pena estudiarlo. Hasta aquel momento no había
visto la señorita Withers un pedazo de naipe de papel crema con finas rayas
azules, y que, además, llevara garrapateadas las letras «osem». Más de media
hora estuvo buscando una palabra inglesa o de cualquier idioma corriente, en la
que pudiera encajar aquel fragmento. Por fin se guardó cuidadosamente el
papelito en el bolso y tocó el timbre llamando a la señora Snoaks.
La camarera empezó en seguida a hablar por los codos de la desaparición de
Rosemary Fraser, pero Hildegarde Withers le cortó la perorata.
—Prepáreme en seguida un baño caliente —ordenó.
Y cuando ya se volvía para marcharse, añadió:
—Espere un momento —y sacando del bolso un billete de cinco dólares
empezó a doblarlo como al descuido diciendo—: Necesito que haga usted una
cosa por mí.
SEÑOR R
La señora Snoaks era capaz de hacerlo todo, incluso pegarle fuego al barco,
por un billete de cinco dólares. Abrió mucho los ojos al oír las instrucciones de
la señorita Withers, pero en la actitud de la maestra había algo que impedía toda
pregunta.
—No importa dónde me encuentre ni lo que yo esté haciendo; venga y
llámeme.
La camarera juró que lo haría y se marchó.
Media hora después Hildegarde Withers despejada, a pesar de haber pasado
la noche en claro, salió del baño, secose el anguloso cuerpo y se puso un traje
de sarga. Luego subió al puente superior y llamó a una puerta que tenía una
placa de latón que decía: «Capitán».
Al jefe del navío, sea cual fuere su edad, le llama la gente de mar «El
Viejo». Aquella mañana el capitán Everett merecía el apodo. Estaba sentado a
su escritorio, encorvado, con los ojos cercados por grandes ojeras y fija la
mirada en aquellas fatídicas palabras: «Perdida de un modo desconocido».
Sus facciones no se iluminaron a la vista de la maestra, que esperaba en la
puerta.
—¿Qué hay? —preguntó ásperamente. Tenía en la mano un radiograma que
Sparks acababa de traerle. Procedía de Nueva York.
SEÑOR R
impensado—. ¿Quiere usted darme a entender que sospecha… que usted cree
que alguien ha tenido parte en…?
—Yo no sospecho nada todavía —contestó la señorita Withers—, pero si
supiéramos dónde estaban los pasajeros se podría saber si alguien oyó el
chapuzón.
El capitán movió la cabeza.
—No se conseguiría más que alarmar al pasaje. Todos pensarían que se les
interrogaba para que expusieran su coartada y ya les tengo hechas demasiadas
preguntas. Por otra parte, si alguno de ellos hubiese oído algo, ya se hubiera
anticipado a decirlo.
Y se volvió a su escritorio dando por terminada la entrevista.
—¡Bah! Hay muchas maneras de matar pulgas —se dijo Hildegarde
Withers, y salió muy arrogante y ofendida. Y mientras se paraba pensativa,
pasada la puerta del capitán, oyó el sonido del gong llamando para el almuerzo.
Esto le dio una idea, se apresuró a bajar y fue tal su rapidez que estuvo a punto
de llegar al comedor antes que el doctor Waite, quien acababa de salir de su
despacho, que era al mismo tiempo gabinete de consulta, situado al pie de la
escalera.
Lejos de esquivar la discusión sobre la tragedia de la noche anterior, la
señorita Withers la dio por bien venida y procuró animarla; así cada uno se
extendió sobre ella exponiendo su propia teoría. La mayor parte convinieron en
que la joven debía de haberse suicidado, impulsada por un sentimiento de
vergüenza, aunque Leslie Reverson sorprendió a todo el mundo, incluyendo a sí
mismo, aventurándose a sugerir que quizás Rosemary se había caído de la
borda.
—Yo tengo una idea —dijo inocentemente la señorita Withers. Y se
apresuró a decirlo antes de que Cándida Noring, la única ausente del grupo de la
mesa, se hubiera reunido con ellos—. Supongamos que cada uno de nosotros
trate de recordar en qué sitio del vapor se encontraba entre las once menos
cuarto y cinco minutos más tarde. Debió de ser esta la hora en que la muchacha
se arrojó al mar, ¿no? Tal vez el cálculo del tiempo esté equivocado… Si uno o
varios de nosotros hubiéramos estado cerca de la baranda de la izquierda…
SEÑOR R
—Estribor —dijo Tom Hammond.
—De la baranda de estribor. Y si nadie hubiera oído el golpe del cuerpo en
el agua, como me ocurrió a mí, esto probaría, o que la joven no se tiró a dicha
hora o que lo hizo por el otro lado.
Los comensales se miraron unos a otros. Lulú Hammond rompió el silencio.
—Yo no vi nada —afirmó—, porque me fui a la cama y estaba
profundamente dormida. —Y sonrió, continuando—: Lo mismo le ocurrió al
orgullo y alegría de la familia Hammond, nuestro bien amado Gerardo.
Leslie Reverson trató de contar lo que hizo, pero su explicación fue muy
vaga. Poco más o menos a aquellas horas se había dirigido al bar para tomar «el
trago de las pulgas», pero con profunda sorpresa lo encontró cerrado. Había
cogido entonces un libro de la biblioteca del buque, leyendo en su camarote
hasta que llegó el sueño.
La honorable Emilia afirmó que aproximadamente a las once estuvo abajo
importunando al despensero de noche pidiéndole unas migajas para dárselas a
su nuevo animalito favorito.
—Yo estaba adormilada en la sobrecubierta de los botes, como todos
ustedes saben —dijo Hildegarde Withers—. La señorita Noring estaba
buscando a su compañera y subió por la escalerilla de babor aproximadamente a
las once. Ella no oyó nada, según ha dicho.
Tom Hammond era el único que no había hablado. Miró al doctor.
—Estábamos jugando a los dados. Yo iba delante con tres dólares. Serían
sobre las once. ¿No es eso, doctor?
—Sí, eso vendría a ser —dijo el doctor—. Éramos cinco o seis jugando en
mi camarote: el sobrecargo, el tercer oficial, el señor Hammond y el coronel.
Noel, el barman, vino a echar un vistazo a última hora y perdió un par de
dólares. —Y, volviéndose a Leslie Reverson, añadió—: Esto fue después de
marcharse usted, me parece.
—¡Oh, sí! —dijo Reverson—. Se me olvidó decir que también estuve allí.
Y se sonrojó un poco.
El doctor Waite se dio cuenta de la desaprobación de la señorita Withers y
se apresuró a decir:
SEÑOR R
—En este juego se cruza muy poco dinero. Es un simple pasatiempo. Los
muchachos entraban y salían en mi camarote, y esto duró hasta la una o cosa
así, pero no podría decir exactamente la hora. De todos modos estábamos
demasiado ocupados con la diosa Fortuna para oír nada.
Había terminado la comida y la señorita Withers se levantó y salió con él
del comedor.
—Me gustaría ver su despacho —insinuó ella.
El doctor sostuvo la puerta y la hizo entrar en un flamante gabinete
magníficamente equipado con aparatos médicos de todas clases. A lo largo de
una de las paredes había una gran vitrina-botiquín conteniendo centenares de
frascos muy bien rotulados. La señorita Withers cogió el tirador y vio que la
puerta no estaba cerrada.
—Tiene usted una colección muy completa de drogas —dijo.
—Las necesito todas —contestó Waite—. No puedo mandar a comprar
fuera las recetas que extiendo aquí.
Había dos portillas a cada lado de la vitrina, encima del grueso y mullido
tapete en que los miembros de la partida habían arriesgado su dinero.
Estaba el gabinete en el lado de estribor y muy cerca del centro del navío,
donde Hildegarde Withers había visto por última vez a Rosemary Fraser.
Apremiado por la maestra reconoció el doctor que en el curso de la partida de
dados varios jugadores habían salido para traer emparedados y café, de la
próxima despensa. Pero no pudo precisar nada respecto a las horas; únicamente
recordaba que el joven Reverson estuvo entrando y saliendo muchas veces poco
después de las diez.
—Parecía que algo le ponía muy nervioso a este muchacho —rememoró el
doctor.
La maestra afirmó con la cabeza y señalando con el dedo a las lumbreras
cuidadosamente cerradas, preguntó:
—¿Estaban abiertas anoche?
—No, el aire fresco es malo para el juego —explicó Waite—. Estaban como
usted las ve ahora; no hubiéramos podido oír ni la sirena a través de estos
cristales tan gruesos.
SEÑOR R
—Supongo que no… —empezó a decir la señorita Withers.
Pero se interrumpió al oír que llamaban a la puerta. Era la señora Snoaks,
ardiendo en noticias.
—La señorita Noring está tomando el baño —anunció al ver que va había
encontrado a Hildegarde.
Se marchó en seguida y la maestra, después de una despedida difícil, la
siguió, disimulando su ansiedad.
El doctor Waite se sentó al escritorio y se recetó a sí mismo tres dedos de
brandy.
El funcionamiento violento de sus cejas decía de su extrema perplejidad.
—¿Por qué demonios no ha de tomar el baño la señorita Noring? —se
preguntó en voz alta.
Algún misterio había en aquello que él no podía comprender. Al salir de su
despacho vio a Lulú Hammond que subía la escalera. En un impulso
irreprimible trató de sonsacarle algo.
—La señorita Noring está tomando el baño —se aventuró a decirle.
—¡Pasmoso! —contestó Lulú, y pasó de largo perdiéndose de vista.
En aquel momento Hildegarde Withers, la más eminentemente respetable
pasajera de a bordo estaba de rodillas delante del agujero de la cerradura del
camarote de Cándida Noring. Por precaución había traído un alfiler de cabeza
convenientemente doblado, pero su propia llave abrió la cerradura. La señorita
Withers entró, cerró la puerta, corrió las cortinillas de las ventanas y entonces
comenzó su inspección. Eran las dos de la tarde y tenía quince minutos por lo
menos para hacer lo que se había propuesto. Rápida, metódicamente, puso
manos a la obra. Primero registró los equipajes —el de Cándida y el de la joven
desaparecida— con la ligereza de una vista de Aduanas y con mucha más
limpieza; el resultado —aparte de haber comprobado que a Rosemary le habían
gustado los arrequires y que Cándida estaba por los adornos más modestos—
fue completamente nulo. En el estante de encima de la litera de Cándida había
tres libros Swan’s Way, Escape de Philip Macdonal y la colección de sonetos de
Edna St. Vincent Millay. En el de Rosemary estaba Young Woman Of Paris,
traducción inglesa del libro de Colette, y un ejemplar de True history. Unas
SEÑOR R
prensadas violetas marcaban la señal por la mitad del libro de Proust. La
señorita Withers los hojeó todos. Levantó los colchones, buscó detrás de los
cuadros. Levantó los colchones, buscó detrás de los cuadros y hasta inspeccionó
la alfombra. Por último escudriñó la cartera de Cándida, encontrando sólo un
paquete de cigarrillos de papel tabaco, alguna plata y billetes y un mechero. En
ninguna parte del camarote —lo hubiera jurado— se encontraban las páginas
arrancadas del diario de Rosemary Fraser. Sintiendo graves remordimientos de
conciencia, Hildegarde Withers volvió a poner cada cosa donde las había
encontrado, salió y cerró la puerta. Eran las dos y dieciséis minutos.
Cuando marchaba por el corredor vio una puerta abierta, por la cual salía
una vaharada de vapor, y Cándida Noring, llevando un albornoz castaño, fue
hacia la maestra. Sus negros cabellos caían lacios sobre su morena frente.
Parecía cansada y enferma.
—¡Por Dios, niña! —dijo la maestra—. Hubiera sido mejor que le hubiese
pedido al doctor una poción para dormir. Está usted muy desmejorada.
Cándida se detuvo.
—¿De veras? No me he metido en la cama porque sabía que no podría
dormir.
—¡Tonterías! —y la señorita Withers le dio unos golpecitos cariñosos en el
hombro—. No piense que le alcanza ninguna responsabilidad. Mañana por la
noche, o a más tardar el lunes por la mañana, entraremos en el Támesis y allí
Scotland Yard se encargará de esclarecer bien pronto el misterio. Ellos
averiguarán cómo…
—¿Scotland Yard? —Y los ojos de Cándida se dilataron—. No había
pensado…
—El sobrecargo dice que no dejan nunca de abrir una información en caso
de muerte a bordo.
—¡Gracias sean dadas al Cielo! —exclamó Cándida, en cuyo tono de voz se
percibió un sentimiento de verdadero alivio—. Ahora lo que me atormenta más
es que debo poner un radiograma a la familia de Rosemary. Me parece que iré
abajo a que el doctor me dé algo…
SEÑOR R
Cándida se marchó apresuradamente e Hildegarde Withers siguió en busca
de su camarote. Una vez allí acostose con el propósito de descansar, mientras
tenía el pensamiento ocupado por el obsesionante problema de la desaparición
de las páginas del diario. Al poco rato se durmió tan profundamente que no oyó
nada de la amarga discusión familiar del inmediato camarote. Nada de los secos
monosílabos que pronunciaba Lulú Hammond con su armoniosa voz de
soprano, nada de las groseras frases del aturdido Tom. Ni siquiera la aguda y
jubilosa participación del cariancho Gerardo, pudo despertar aquella tarde a la
cansada maestra de escuela.
Durmiendo estaba cuando se sirvió la cena y se despertó tarde, ya de noche,
comiendo un potaje y unas tostadas que le trajo la camarera. Después paseó un
poco por el buque. Nadie pensó en bailar ni en jugar al bridge aquella noche. El
bar se cerró por falta de concurrentes a las diez y no había luz en el despacho
del doctor. Sobre cubierta vio a Tom Hammond chupando su eterna pipa, que
por cierto estaba vacía, y pensando en sus propios asuntos mientras paseaba
incesantemente a grandes trancos. Una ligera bruma le empapaba la cara y
apenas pudo distinguir sobre el puente que el capitán Everett tenía detrás de sí
no menos de tres oficiales en tanto que su mudo y entristecido barco se
deslizaba suavemente por un mar de calma.
Aquel profundo silencio se prolongó hasta el día siguiente a pesar de los
vagos esfuerzos por parte de algunas personas mayores del pasaje que
organizaron servicios religiosos cantando himnos en aquella mañana de
domingo. El rumor de las voces distantes llegaba muy debilitado al camarote de
Hildegarde Withers. Aquellos cánticos terminaban, como siempre a bordo, con
el «Rocked in the Cradle of the Deep» (Mecidos en la cuna del mar profundo).
Y la maestra pensó que venía a ser aquel un humilde y retrasado funeral por la
pobre Rosemary Fraser. ¿Había encontrado ya la joven la paz en el sueño
eterno?
Nadie se fue a la cama el domingo por la noche porque el American
Diplomat estaba llegando a puerto, dejando a babor los primeros grupos de
luces; pasadas las blancas y margosas rocas de Dover, penetró después en el río,
por un pasaje angosto. El Támesis le pareció a la señorita Withers de acuerdo
SEÑOR R
con las noticias que tuvo siempre del aroma del famoso río. Las luces a babor y
a estribor se sucedían y aproximaban cada vez más y poco antes de medianoche
el latido de las máquinas cesó.
Se bajó el áncora con gran estruendo de cadenas y, a través de una portilla
que chorreaba lluvia, pudo ver la maestra un gigantesco letrero luminoso
anunciando las virtudes del «Oxo».
—¡Señores pasajeros al salón de recreo! —gritaba un camarero, haciendo
sonar incesantemente un gong por todos los corredores.
Hildegarde Withers abrió la portilla y pudo ver que una ligera lancha
pintada de negro, con un reflector a proa que parecía el ojo vigilante de un
Argos, bajaba por el río, procedente de aquella parte donde el resplandor de la
ciudad aparecía más intenso. La maestra se recogió el pelo en un momento y
fue a reunirse con sus compañeros, que se encontraban en un estado de
excitación nerviosa.
Todo el mundo quería saber si había alguna posibilidad de desembarcar
aquella noche y a todos se les contestó repetidas veces que la Aduana inglesa
cerraba a las seis de la tarde.
—No podrá ser hasta mañana por la mañana —iba diciendo el contador con
voz cascada.
—Pues, entonces, ¿qué hacemos aquí? —preguntó la honorable Emilia.
Nadie le contestó, pero a los oídos de la señorita Withers pudo llegar a
través de la entreabierta puerta el latir de un poderoso motor de explosión. Se
oyeron voces que venían de cubierta, y el latido del motor se elevó a un rugido
y se apagó de repente. Entonces el capitán Everett entró en el salón. Parecía
haber recobrado la presencia de ánimo que perdió la noche de la desaparición
de Rosemary Fraser. Detrás seguía Jenkins, el primer oficial, y el último de
todos era un hombre alto y corpulento con sombrero hongo y trinchera beige
oscuro.
A pesar de su cara de expresión inocente y tranquila, de sus brillantes y
planchados cabellos rubios, y de sus botines castaños, Hildegarde Withers se
dio en seguida cuenta de que estaba mirando a un detective de la C. I. D. Lo
conoció en los pálidos ojos de color avellana que de una sola mirada lo
SEÑOR R
abarcaban todo. Lo vio en los relucientes zapatos que estaban combados por los
dedos como lo están los de todos los hombres que andan mucho.
Los tres hombres desaparecieron detrás del portier del saloncito de fumar.
El bar estaba cerrado desde que el buque entró en aguas de Inglaterra.
—Yo soy una ciudadana británica… —empezó a decir la honorable Emilia,
y se malogró su protesta sin llegar a terminarla.
Los pasajeros estaban intranquilos, pero nadie tenía ganas de hablar. Hasta
el tremendo Gerardo estaba callado, mirando de hito en hito a sus circunspectos
padres. Andy Todd pretendía leer y fumaba un cigarrillo detrás de otro.
Al fin el capitán Everett, separando el portier, asomó la cabeza. Hizo una
seña a Peter Noel, que estaba allí cerca, vestido con su mejor uniforme, y le dijo
unas palabras al oído.
Noel hizo un signo afirmativo con la cabeza y llamó:
—Señorita Hildegarde Withers.
Levantó el portier y la maestra, al entrar, vio a los dos oficiales del barco en
el canapé y frente a ella al hombre de Scotland Yard, sentado a una mesa de
bridge. No le dijeron que tomara asiento.
—Este señor es el inspector Cannon, de Scotland Yard —dijo el capitán
Everett— y desea hacerle a usted unas preguntas.
La señorita Withers empezó a decir algo, pero el detective se echó hacia
atrás y preguntó:
—¿Es usted la última persona que vio a Rosemary Fraser?
Y empezó a escribir en su libro de notas antes de que ella pudiera contestar.
Sean cuales fueren las intenciones que abrigara la buena señora respecto a
contar la historia a su propia manera, se disiparon instantáneamente. Tuvo que
responder a una pregunta detrás de otra y en menos de cinco minutos estaba
dicho todo lo que sabía y nada de lo que sospechaba relativo a la muerte de
Rosemary Fraser.
—Gracias —dijo Cannon, sin manifestar más interés.
Ella se volvió al salón.
—Señorita Cándida Noring —anunció Peter, después de recibir una nueva
orden del capitán.
SEÑOR R
Cándida se levantó de la silla, tiró el cigarrillo y se encaminó al portier
como una Juana de Arco marchando hacia la hoguera. Llevaba las manos
hundidas en los bolsillos de un abrigo de pelo de camello y sus rodillas no
parecían tan firmes como de costumbre. Cuando Peter Noel apartó la cortina,
ella se ladeó de repente hacia él y le dirigió una sonrisa tranquilizadora. Esta
sonrisa desapareció rápidamente como borrada con una esponja.
La señorita Withers le vio mirar rápidamente a las tres salidas de la sala. En
cada una de ellas había, de pie, un oficial del barco. Noel frunció las cejas
pensativo al tomar de nuevo su primitiva posición a corta distancia del portier
del fumadero. La maestra se preguntó si el terror que se pintaba en la cara de
Cándida le había estropeado el placer inocente de actuar de maestro de
ceremonia. Peter introdujo la mano en el bolsillo superior de su americana y la
sacó rápidamente. Se arregló la corbata y esperó…
Esperaban todos, esperaban interminablemente.
Lulú Hammond miró a su esposo y cuando se encontraron sus miradas
apartó de pronto la vista. Los minutos parecían arrastrarse… Se apartó por fin la
cortina y salió Cándida. Todas las miradas se posaron en ella, buscando las
trazas de un ataque histérico, pero Cándida Noring salía sonriendo. En los
dedos tenía un cigarrillo de papel color tabaco.
Siguió otra pausa y el capitán Everett se dejó ver de nuevo. Hizo una seña a
Peter, pero esta vez no pronunció ningún nombre. ¡Y Peter comprendió!
Lanzó un largo y profundo suspiro, enderezó los hombros y desapareció
detrás del portier; la pesada cortina se cerró tras él mientras se levantaba entre
los pasajeros un murmullo de sorpresa. Hildegarde Withers recorrió la mitad de
la distancia que la separaba del portier, pero no pudo oír nada.
Dentro, en el saloncito, el inspector-jefe Cannon se había puesto de pie
tranquilamente y tema el libro de notas apartado a un lado de la mesa. El
capitán y el primer oficial también estaban de pie.
—¿Para qué he sido llamado? —preguntó Noel.
El policía habló rápidamente y con un marcado sonsonete:
—Peter Noel, para esclarecimiento de la acusación que se ha depuesto ante
mí es mi deber el detenerle por asesinato en la persona de Rosemary Fraser.
SEÑOR R
La cara de Noel era la propia máscara de la sorpresa y el desconcierto.
Abrió la boca con un gesto de loco y la cerró en seguida. Pero su cerebro
trabajaba rápidamente.
—¿Quiere usted hacer alguna declaración? Es mi deber el advertirle que no
tiene obligación de declarar ahora y que si lo hace, de lo que declare se puede
hacer uso en contra de usted.
Peter Noel se echó a reír. El temor desaparecía por grados de su corazón.
Tenía una mano en el bolsillo de su chaqueta y como su risa se cambiara en un
acceso de tos, pon esta mano se cubrió la boca.
—¡Alto! —gritó Cannon, dando un golpe en la mesa; y mentalmente
redactó lo que debía escribir en su librito: «El acusado al arrestarle intenta
destruir una prueba de evidencia tragándola».
Noel sonrió presentando sus muñecas a unas esposas que no existían.
—No tengo más que decir que en todo esto hay una enorme falta de sentido
común —dijo tranquilamente—. Lléveme a tierra si gusta, pero no le quepa
duda de que alguien le ha llenado la cabeza de paparruchas. Si Rosemary Fraser
fue asesinada, esta es la primera noticia que tengo…
El inspector-jefe Cannon sintió un repentino recelo: aquella voz tranquila y
confiada no era la de un criminal. «Me parece que estoy corriendo mucho
peligro de cargármela por un arresto en falso», pensó.
—Venga usted acá —le dijo a Noel.
Le puso las manos encima y le registró rápidamente.
El capitán Everett se movió inquieto en la silla y Jenkins protestó en voz
alta:
—¡Le digo que este hombre se encontraba jugando a los dados con el
doctor!
Noel tosió de nuevo y esta vez su tos no era fingida. Se agarró a las manos
del detective, gritando:
—¡Espere un minuto! ¡Esperen un mi… mi…!
—¡Déjese de esas tretas ahora! —tronó Cannon. Se dio cuenta de que estaba
sosteniendo todo el peso del detenido—. ¡Nada de trampas, joven!
SEÑOR R
Pero todo el poder de Scotland Yard no podía impedir la treta de Peter Noel.
Éste se agarró desesperadamente al portier y se bamboleó hacia delante.
Las mujeres de la habitación inmediata chillaron, horrorizadas, cuando el
camarero, con las facciones retorcidas en un gesto de completa y horrorosa
sorpresa, cayó en medio de ellas.
SEÑOR R
Capítulo IV
SEÑOR R
Harrington se encasquetó hasta los ojos el sombrero de paño gris y empezó
a calzarse los guantes.
El inspector-jefe se animó imperceptiblemente.
—Entonces, ¿no va usted a encargarse de esto? —dijo.
—¿Encargarme yo? De ningún modo. El jefe quiere tener una relación
completa de este asunto cuando yo vaya al Yard a las nueve. Telefonéeme
antes. Pero este caso le corresponde a usted.
El superintendente estaba ya cerca del portier cuando le preguntó Cannon:
—¿Qué caso?
—¿Qué quiere usted decir?
—¿La desaparición o el suicidio?
—Todo es uno y lo mismo —gritó Harrington, impaciente—. ¿Quiere usted
verlo? Usted fue designado para la desaparición de Rosemary Fraser… pero el
suicidio de ese Noel fue una confesión del crimen. Él la arrojó por la borda y
tenía el veneno preparado en el bolsillo para el caso de que se le arrestara. Todo
lo que usted tiene que hacer es juntar los cabos sueltos.
Cannon dijo algo en voz baja. Pero el superior continuó:
—Si le parece asóciese al joven Secker y encárguele del asunto de la
desaparición. Ya es hora de que tenga algo más que hacer que frecuentar los
tribunales de justicia. Y no es posible que sea un detective más obtuso de lo que
se ha mostrado usted esta noche, Cannon.
El superintendente Harrington desapareció en dirección a la lancha que le
aguardaba, la cual llevaba las iniciales T. I., insignia de la policía del río.
Cuando estuvo completamente fuera de su alcance, Cannon hizo una
inspiración profunda, la dejó salir en suspiro y se dirigió al salón.
Al otro lado de la sala un joven alto y delgado, negligentemente vestido con
un abrigo de mezclilla castaño y un traje oscuro de franela, estaba vigilando el
traslado del cadáver de Peter Noel, cubierto con una manta.
—¡Sargento! —tronó el inspector-jefe. El joven John Secker le miró
sonriente—. ¿Qué está usted haciendo ahí tan embobado? ¡Como si no hubiera
visto nunca un cadáver!
SEÑOR R
—Casi había perdido la costumbre —replicó plácidamente el joven—. Ha
olvidado usted, señor, que el martes hizo ocho semanas justas que he estado
siguiendo una pista. Y ahora me estaba preguntando: ¿es que todos los suicidas
tienen esta expresión de sorpresa como si no hubieran esperado que ocurriese lo
que sucedió?
—¿Eh? —dijo Cannon—. Bueno, usted ha de venir conmigo. Va a tener la
suerte de ayudarme en este asunto. Vamos a ver ahora si el hecho de sufrir un
examen sirve o no para hacer un hombre del Yard.
Había una mal recatada amargura en la voz del más antiguo, porque John
Secker, con otra docena de hombres muy jóvenes y de buena familia, habían
ingresado en el Yard en la nueva policía de Lord Duggat, el recién nombrado
comisario. Secker sirvió sus seis meses de uniforme, pasó brillantemente los
exámenes de detective y ahora había alcanzado los galones de sargento, que
Cannon no pudo lucir antes de seis años de intenso batallar. Cannon
consideraba secretamente aquella intromisión de «señoritos» en la Policía como
un esfuerzo por parte del Gobierno para encontrar un destino a unos hijos de
familia a los cuales las colonias, el ejército y la marina mercante no ofrecían ya
una fácil colocación. Él estaba doblemente receloso por Secker, a causa de que
este joven había estudiado en Cambridge. Le habían suspendido, pero no
importa, había estado allí.
—Muy bien —dijo John Secker.
El tono de su voz era indiferente, pero se puso en marcha con presteza.
—Vamos a hacer primero una tentativa a ver si podemos averiguar dónde se
procuró ese tipo el veneno —dijo Cannon, mientras abría la marcha en el
corredor.
—¿Entonces usted no cree que lo trajo consigo de los Estados?
Cannon se suavizó un poco. Le complacía tener tan excelente oportunidad
para demostrar su maestría en el sarcasmo.
—No —contestó—, a no ser que Peter Noel supiera anticipadamente que en
este viaje había de encontrar a una muchacha que estuviese dispuesta a remover
cielo y tierra, como su compañera de camarote dijo que aquélla lo estaba, hasta
SEÑOR R
conseguir que se casara con ella, precisamente porque él la comprometió con lo
del arca de las mantas.
El sargento Secker no dijo nada. Cannon continuó:
—Podemos, pues, establecer que el tal Noel se procuró el cianuro, que
según el forense fue seguramente lo que empleó, aspirándolo por la nariz, para
dejar al verdugo con un palmo de narices, en el caso de que le atraparan, y
pienso que es muy posible que el doctor del barco…
Estaban bajando la escalera principal, cerca de la puerta abierta de la cocina,
de donde salía un delicioso aroma de café. El inspector-jefe se detuvo delante
de una puerta que tenía una placa que decía: «Despacho del doctor» y llamó con
los nudillos.
No obtuvo respuesta. Llamó de nuevo y por fin probó de levantar el
picaporte y la puerta giró hacia dentro.
—¿No hay nadie aquí?
Se oyó una voz soñolienta contestando desde el gabinete inmediato y
finalmente se abrió una puerta interior y apareció la monda cabeza del doctor
Waite. Tenía los ojos ribeteados de rojo. Se estaba ciñendo una bata de franela
sobre el pijama color malva.
—Vamos a echar una ojeada a su botiquín —dijo Cannon. El inspector-jefe
se fue derecho a la vitrina que se destacaba entre las dos lumbreras y abrió la
puerta de cristal. Tenía delante tres estantes llenos de frascos cuidadosamente
rotulados. Los símbolos químicos eran un arcano indescifrable para Cannon—.
Tome nota de que es necesario averiguar si Noel tenía algún conocimiento de
farmacia o de química —ordenó.
El sargento estaba ya escribiendo muy atareado.
Detrás de ellos se oía el rechinar de los dientes del doctor Waite.
—¿Dónde tiene usted el cianuro? —preguntó Cannon.
El doctor Waite quería saber qué cianuro:
—¿Cianuro de potasio?
Cannon replicó que la pregunta era impertinente. El doctor señaló con el
dedo a un frasquito cerca del extremo del segundo estante. El policía lo cogió
con tiento. Estaba lleno hasta el borde.
SEÑOR R
Waite empezó a excusarse:
—No creerá usted que yo… que esto fue… Naturalmente, tenemos a bordo
una farmacopea completa, pero…
El inspector-jefe tomó el frasco, le quitó el tapón de cristal y olió
cautelosamente.
—¿Está usted dispuesto a jurar que este material es cianuro de potasio?
El doctor Waite señaló a los símbolos «KCN», netamente marcados.
—Si lo duda usted puede gustarlo —dijo con una risita burlona que apenas
le pasó de los dientes.
Pero se quedó con la boca abierta cuando vio que Cannon se humedeció el
dedo, tomó con él un poco del blanco y terrible polvo y se lo llevó a los labios.
—¡Cuidado!
El sargento no pareció inmutarse.
Cannon sonrió y devolvió la botella a su sitio.
—Sal de La Higuera —dijo.
Waite, estremecido de horror, olfateó; después, asombradísimo, lo probó.
Todo era demasiado cierto.
De un estante más bajo sacó un frasco mucho más grande que tenía un
rótulo característico. Estaba medio vacío.
—¿Cree usted que alguien robó el cianuro y llenó el frasco con esto? —
preguntó.
El inspector-jefe estaba ya escribiendo de prisa en su libro de notas y muy
fastidiado contestó con un signo afirmativo.
—¿Tiene usted costumbre de dejar esto abierto? —inquirió.
Waite hizo con la cabeza un signo negativo.
—Sin duda estaba un poco mareado con todas estas cosas ocurridas la
noche pasada. De costumbre yo…
—¿Pero no siempre?
—Siempre lo dejo cerrado —insistió Waite, pero sin gran convicción.
Cannon asintió.
—De todos modos, Peter Noel entró aquí no sabemos cómo y robó bastante
veneno para matar a toda la gente del barco —dijo—. ¿Sabe usted si estuvo
SEÑOR R
aquí dentro en estos últimos días?
—Después de la muerte de la joven Fraser —añadió el sargento Secker.
El doctor Waite lo negó. Y después añadió esta declaración:
—La única vez que Noel estuvo en mi despacho fue, y por muy poco
tiempo, la noche en que la Fraser se tiró por la borda. Estábamos aquí cuatro o
cinco jugando a craps.
—¿Craps? —preguntó Cannon que no conocía el juego.
—Un juego de dados popularizado por los negros de América —le informó
el sargento.
—¿Y no sabían ustedes que lo mejor de los dados es no jugarlos? —Cannon
pareció satisfecho de sí mismo—. Bueno, el caso es este: Noel se aprovechó de
su interés por el juego y robó el veneno substituyéndolo por lo primero que
encontró a mano para que no se echara de menos el cianuro. Muchas gracias,
doctor.
Pero Waite no estaba conforme:
—¡Cómo! ¡Pero si no pudo hacer eso sin que yo le viera!
—¿Puedo hacer una pregunta? —dijo el sargento—. Doctor, ¿Noel estuvo
en su despacho antes o después de la trapatiesta que se armó cuando la joven
Fraser se tiró al mar?
El doctor Waite fue muy categórico.
—Antes —afirmó.
El sargento miró a Cannon:
—Entonces no lo pudo haber tomado en aquel momento, señor; a no ser,
como usted dice, que hubiera sabido anticipadamente…
El inspector-jefe gruñó.
—O —añadió el joven— a no ser que lo robara, no para sí mismo, sino para
quitarse de encima a la muchacha, y después cambiara de idea.
Dicho esto, salieron del gabinete del médico, dejando al doctor Waite solo y
temblando.
Éste se restregó pensativo la reluciente calva y se fue directo a su escritorio.
La prescripción de tres dedos de brandy estaba indicadísima, opinó. Del estante
SEÑOR R
más elevado tomó una botella grande y escanció en un vaso la bebida que tan
necesaria le era.
Cuando se la llevaba a los labios, la puerta exterior del despacho se abrió de
repente, y apareció el pálido y preocupado rostro del sargento Secker. Tan de
repente, que el espantado médico dejó caer el vaso que se rompió en el suelo.
—Lo siento —dijo el sargento—. Pero el jefe me envía a decirle que la
información ante el jurado tendrá lugar mañana por la tarde y que se requiere su
presencia. Realmente —añadió el joven, como de cosecha propia— su
presencia es muy solicitada.
Se cerró la puerta.
El doctor Waite había proyectado pasar estos preciosos cuatro días de
noviembre de muy distinta manera. Un plan en el que estaban incluidas varias
botellas de brandy. El hombre, muy contrariado, guardó la botella y fue a
tumbarse desconsoladamente en la cama turca.
Afuera el inspector-jefe Cannon estaba midiendo arriba y abajo a grandes
trancos la cubierta de paseo sin preocuparse del ruido de sus pisadas, sin duda a
beneficio de los pasajeros que pudieran estar durmiendo. El sargento Secker
paseaba a su lado.
Ya era plena mañana y el río iba cobrando vida. Pasó un rosario de barcazas
cargadas de carbón y un perrito sucio les ladró furiosamente desde el techo de
un caserón abandonado. Un viejo y mohoso buque de carga pintado de rojo,
llevando el nombre de Inchliffe Castle, navegaba hacia el mar y un remero
gordo bogaba contra corriente en un botecillo alto de popa que parecía una hoja
flotante. En ambas riberas la ciudad se iba despertando, pero el inspector-jefe
Cannon no se detuvo para admirar la escena.
Rápidamente hizo a su acompañante la relación del caso tal como él lo
comprendía, más para refrescar su propia opinión, que en la esperanza de
obtener alguna ayuda del joven que tenía al lado.
—Ésta es la historia —acabó diciendo Cannon—. Noel estaba hasta los
pelos de la chica que no cesaba de suplicarle —quizás le amenazara— para que
se casara con ella y la tiró por la borda; luego le entró el remordimiento.
SEÑOR R
—Pero usted dice que esa maestra de escuela aseguró que la joven estaba
sola en la borda. ¿Cómo pudo, pues, Noel arrojarla cuando las dos salidas de
esta parte de la cubierta estaban interceptadas, la primera por la amodorrada
maestra y la otra por la compañera de camarote que había ido a buscar a
Rosemary?
El inspector-jefe juzgó que esta observación era interesante y se detuvo
junto a la borda para reflexionar.
—Supongamos que ella estaba inclinada hacia fuera en la borda de la
sobrecubierta y que Noel estaba encima en cualquier parte del aparejo. Si él la
tiró algo y le acertó ella se fue al mar de cabeza…
Cannon se interrumpió y, haciendo un gesto de negación, continuó:
—No, no es eso; demasiado fácil. Noel no habría querido exponerse a un
fracaso.
Miró hacia arriba.
—Ella debía estar apoyada en la borda encima de nuestras cabezas —
observó—; vendría a ser a mitad del barco poco más o menos. Esta primera
cubierta donde estamos hemos dicho que se encontraba desierta. Supongamos
que Noel estuvo aquí y que la enganchara con un bichero o algo semejante
haciéndola caer al mar…
El sargento se atrevió a decir que nunca había visto un bichero en un
transatlántico, así fuera tan pequeño como el American Diplomat:
Cannon tuvo que admitir la justeza de esta observación.
—O con un bastón de paseo —dijo entonces Cannon.
La borda de la sobrecubierta estaba sólo a unos cuantos pies sobre sus
cabezas.
—La cosa hubiera sido fácil si ella hubiese llevado un écharpe largo… —
empezó a decir el sargento, pero se interrumpió en seco y estuvo a punto de
caer, porque una voz agria le cortó la palabra de tan cerca como si le estuviera
hablando al oído.
—Rosemary Fraser llevaba un écharpe largo.
Los dos hombres giraron rápidamente sobre sus talones y vieron el enjuto
rostro de una solterona de Nueva Inglaterra que milagrosamente se había
SEÑOR R
materializado casi en medio de ellos. La señorita Hildegarde Withers, con el
pelo pulcramente trenzado, estaba asomada a su lumbrera.
—No me miren tan indignados —dijo—; si ustedes se han pasado la
mañana gritándose el uno al otro delante de mi ventana, no me pueden
reprochar el haberme entrometido.
—Mi querida señora… —ladró más bien que dijo el inspector-jefe.
Pero el sargento tenía una idea y se aferró a ella.
—¿Dice usted que Rosemary Fraser llevaba un écharpe?
—Era una característica suya como el abrigo de que presumía. Todo el viaje
llevó puesto un abrigo gris de ardilla y un écharpe azul marino, tan largo, que le
colgaba hasta abajo. Cuando yo la vi en la borda no llevaba el abrigo, pero tenía
puesto el écharpe.
—Ya lo tenemos —le dijo el sargento a su jefe.
Cannon no estaba muy seguro de lo que pudiera tener Secker. El joven
habló alegre y precipitadamente:
—Noel ha visto el écharpe, ¿no es así? Lleva encima una dosis de veneno
que le ha robado al doctor por la noche, temprano. Bueno, pues mientras está
aquí apoyado en la borda pensando cómo encontraría ocasión de administrarle
el cianuro vio el écharpe colgando sobre su cabeza y en un impulso lo cogió y
tiró con fuerza y Rosemary Fraser, que lo llevaba sujeto al cuello, siguió detrás,
cayendo al agua.
El inspector-jefe se quedó rumiando la cosa un momento y la señorita
Withers aplaudió francamente.
Pero en seguida se dio cuenta de que había algún pequeño detalle medio
olvidado desde la noche en que desapareció Rosemary Fraser que
obstinadamente se oponía a quedar encajado en la ingeniosa explicación del
sargento. Era un detalle temporalmente perdido en el fondo de su pensamiento y
no podía hallar nada fundado en él hasta que pudiera saber exactamente de qué
se trataba. Algo relacionado con la cubierta y el viento y la noche… y el
viento…
Cannon —dicho sea en honor suyo— no dudó en reconocer que aquello
estaba bien trabajado y expresó su aprobación dándole al joven tal manotazo en
SEÑOR R
el hombro que le hizo vacilar un poco.
—¡Esto es hablar, chiquillo! —Se detuvo de repente y dijo, sacudiendo sus
gordos dedos—: Ahora me toca a mí. —Y olvidando que la señorita Withers
era, aunque no invitada, un miembro de la partida, continuó en voz alta—: Hay
una cosa en este asunto que me está mareando desde el principio: el ruido del
choque del cuerpo en el agua; el chapoteo…
—¿Qué chapoteo? —interrumpió la señorita Withers, desde su tronera—.
No lo hubo.
—¡Tiene usted razón! Y eso es lo que me marea. Pero me podía haber
acordado de un caso que sucedió hace tres o cuatro años: asesinatos a bordo del
Countess of Teal, que era un vapor pequeño y sucio anclado en Gravesend,
fuera de puerto. Eche una ojeada a esos legajos cualquier día, sargento.
Secker interrumpió diciendo que lo había leído en el archivo:
—Capitán y contramaestre arrojados por la borda y el asesino a la horca.
¿No es eso?
—Exacto. Dos hombres fueron echados por la borda sin el menor chapoteo
y fue porque Lascar, el asesino, los estranguló antes y los bajó cuidadosamente
al agua.
—Aparte la cuerda tenemos el mismo caso. Bueno, ahora ya sabemos cómo
ese prójimo de Noel echó a la joven al mar sin que nadie oyera el chapoteo.
El sargento Secker desde la borda miró abajo al mar. Unos veinte pies.
—¿Es muy largo un écharpe poco más o menos? —preguntó.
Esto recordó a la señorita Withers el antiguo acertijo «¿Cuál es la longitud
de un ovillo de bramante?», pero apresuradamente se quitó de la ventanilla y
abrió de par en par su abollada maleta. Fue arrojando sobre la litera casi todo su
contenido y por fin apareció el objeto que estaba buscando y lo sacó por la
lumbrera.
—Les voy a prestar este écharpe viejo —gritó—. Es casi tan largo como el
que llevaba Rosemary. Uno de ustedes se lo pone y se coloca en la borda de la
sobrecubierta…
El inspector-jefe Cannon no tenía costumbre de admitir la ayuda de las
maestras de cierta edad y en aquellos asuntos de nadie del público en general,
SEÑOR R
pero aquélla no era una situación corriente. Aceptó el pedazo de seda púrpura y
lo restregó entre sus dedos.
Al fin se lo entregó a Secker.
—Áteselo alrededor del cuello, sargento —ordenó—. Y ahora váyase arriba
y veremos si es posible que yo lo pueda coger.
—¡Oiga! —protestó el joven—. ¿Y si me ve alguien? Esto es de un color
que no le va muy bien a mi gabán…
—Espere usted un momento —gritó la señorita Withers—, yo me lo pondré.
Pero empleó bastante tiempo en cambiar la bata por un traje y el sombrero,
y cuando por fin irrumpió en la cubierta sólo vio al inspector-jefe de pie ante la
borda, alargando hacia arriba los brazos todo lo posible y muy furioso por el
empeño de atrapar un pedazo de seda púrpura que pendía exactamente a la
altura necesaria para estar fuera de su alcance.
—Si subiera a la borda se haría usted con él —le dijo.
Cannon gruñó malhumorado, pero siguió el consejo. Cogió entonces la
punta del écharpe y le dio un tirón mayúsculo. Mirando arriba la señorita
Withers pudo ver unas manos blancas aferrándose a la borda de sobrecubierta y
echar una ojeada a la cara del sargento.
—¡Cante si ha sentido esto! —gritó Cannon, y volvió a tirar.
El sargento no cantó. La señorita Withers alargó el cuello y vio que la cara
del joven tomaba un color extremadamente raro y que se inclinaba mucho sobre
la borda.
Ya no respetó nada. El oficial del Yard se sintió echar a un lado al tiempo
que una orden incisiva restalló en su oído:
—¡Suelte usted, loco!
Cannon soltó el echarpe y, antes de que pudiera dar libre suelta al disgusto
que le llenaba el corazón, vio a la señorita Withers corriendo por la cubierta.
—¡Eh! —gritó, pero no le contestó nadie.
Subió a la sobrecubierta tan de prisa como pudo y vio a la entrometida
maestra de rodillas al lado del cuerpo derribado de un joven que aún conservaba
los dedos desesperadamente aferrados a la barandilla de la borda. La señorita
SEÑOR R
Withers estaba llorando sobre su pecho y al punto que Cannon se acercó sin
comprender aún, el nudo de seda quedó aflojado.
El sargento Secker saltó la borda y empezó a respirar de nuevo,
estremeciéndose. Por fin habló.
—Un poquito ceñido esto —dijo.
—¿Por qué no gritó usted? —preguntó Cannon.
—¿Cómo había de cantar con este maldito lazo del demonio alrededor del
cuello? Todo lo que podía hacer ha sido evitar que usted me tirase por la borda.
—¡Oh! —exclamó el inspector jefe.
—Y ahora —le dijo la señorita Withers, muy amablemente—, ahora quizás
sepa usted ya por qué Rosemary Fraser no gritó.
Hubo una pausa, después de la cual Cannon recogió el écharpe y se lo
tendió a su dueña.
—Le quedo muy obligado, señora —dijo secamente.
El sargento sonrió.
—Y yo más que obligado —dijo—. Mil gracias, gracias con toda el alma.
Se sacudió el polvo con todo esmero y se despidió de la maestra.
Los dos policías se marcharon dejándola allí.
—Pero… —empezó a decir Hildegarde Withers, siguiendo rápidamente
detrás de ellos—. ¿Puedo ayudarles en algo más? Yo he tenido bastante
experiencia de estas cosas allá en los Estados…
El inspector-jefe Cannon estaba de muy mal temple. Sentía que se había
puesto a sí mismo en una posición extremadamente desagradable. Después de
todo, si aquel joven tonto no pudo hacer cosa mejor que ponerse el écharpe
como un ordinario nudo corredizo…
—Aquí no estamos en Estados Unidos —contestó brevemente, y después
para suavizar su aspereza—: Esto completa nuestro caso, lo demás es
puramente oficial.
—¡Oh! —dijo la señorita Withers.
Se quedó mirándoles marchar y en esto pudo oír al capitán Everett que
preguntaba bastante indignado cuándo podría dar permiso a sus pasajeros para
desembarcar.
SEÑOR R
—Cuando más pronto mejor —le dijo Cannon, y ella entonces se apresuró a
bajar la escalerilla que conducía a la primera cubierta y se precipitó en dirección
a su camarote, pero cuando llegó al corto pasadizo se encontró con que estaba
bloqueado por las bien almidonadas espaldas de la señora Snoaks, la camarera.
Estaba sosteniendo una conversación muy calurosa con la honorable Emilia.
—Lo haré y mi boca será un candado —estaba diciendo la mujer—, pero
dos soberanos no es bastante teniendo a toda la policía alrededor. Si vuecencia
tuviera la bondad de llegar a cuatro…
—¡Trato hecho! —dijo la honorable Emilia.
Se oyó el chasquido del cierre de un bolso y la camarera dejó el paso libre a
la señorita Withers mientras cuatro inconfundibles billetes de una libra
desaparecían en su holgado seno. La honorable Emilia, que permanecía en la
puerta, la sonrió tranquilamente.
—La clase baja se está poniendo cada día peor. Socialismo rematado, esto,
ni más ni menos.
Entró en su camarote y la maestra de escuela se quedó un momento con las
cejas muy fruncidas mirando fijamente a la puerta cerrada. ¿Habría allí gato
encerrado? Ciertamente la honorable Emilia era la última persona a bordo que
pudiera estar comprometida en algo que la policía debiera ignorar… En último
extremo, ¿lo estaba alguien en aquel asunto? Y con esto podremos colegir
perfectamente que Hildegarde Withers no estaba inclinada a coincidir con el
inspector en la afirmación de que el caso estaba completamente despejado.
Mientras realizaba el empaquetado de sus cosas, trató, sin ningún éxito, de
adivinar el sentido de la escena que había presenciado sin ser invitada. De
pronto, Hildegarde Withers se enderezó, le dio con el pie a la maleta echándola
a un lado y, la manera más sencilla de salir de dudas es preguntar, decidió.
Cuando ya se dirigía a la puerta, alguien llamó con un fuerte golpe y al abrir
entró la honorable Emilia con monóculo y todo.
—La he visto a usted hablando con los detectives allá afuera y supongo que
la habrán informado de las posibilidades de desembarcar hoy mismo…
—En cierto modo, sí —y la señorita Withers decidió coger la ocasión por
los pelos—. Desembarcaremos tan pronto como puedan atracar el barco. Y a
SEÑOR R
propósito, yo daría cualquier cosa por saber con franqueza…
—Ya charlaremos un buen rato de eso… la interrumpió la honorable
Emilia. Venga esta tarde a tomar el té conmigo al Hotel Alejandría. Es un buen
hotel. Me está pareciendo un siglo el tiempo que tardo en ponerme a remojo en
un baño bien caliente en vez de esta porquería de agua tibia y salada que nos
daban aquí. ¡Palabra!… El buque se mueve y necesito acabar de recoger mi
equipaje y preparar a Tobermory y al pájaro para el desembarque —y se
marchó.
Se oyó el penoso chirriar de cadenas al levar anclas y entonces el barco
empezó a deslizarse de nuevo por delante de las sucias renegridas fachadas que
dan al río al Este de Londres. La señorita Withers, un momento desconcertada,
reanudó la recogida de sus cosas y cuando le puso término ya el pequeño
American Diplomat había entrado con maravillosa facilidad por el cuello de
botella del muelle de Jorge V y estaba sólidamente amarrado a su embarcadero.
La señorita Withers se acordó de pronto de que se había olvidado de cambiar su
moneda americana en libras y chelines y bajó corriendo a la oficina del
contador.
—Aunque no sea más que lo preciso para pagar el taxi— imploró.
Leslie Reverson, Cándida Noring y Andy Todd le llevaban la delantera.
Reverson, que se estaba guardando en la cartera un paquetito de billetes, se
echó a un lado, lamentando el cambio corriente, para contestar a una pregunta
de Andy Todd:
—Siempre vamos al Alejandría. No es muy caro y está a un paso de todas
las cosas de Londres.
Andy Todd deseaba saber si el Alejandría estaba cerca de Buckingham
Palace y los museos.
—Le doy mi palabra de que no lo sé —continuó Reverson—. No he estado
nunca en ninguno de ellos, pero está a dos pasos del Strand.
Un camarero irrumpió en el cónclave, diciendo que todo el mundo debía ir
al salón de recreo para sufrir el interrogatorio de inmigración. La señorita
Withers esperó con paciencia media hora y entonces juró firmemente ante dos
jóvenes uniformados, que tenían cara de estar muy aburridos, que estaba
SEÑOR R
visitando Inglaterra en un simple viaje de placer y que no tenía la menor
intención de buscar empleo en el Reino Unido. Le fue sellado el pasaporte y
entonces, cuando se levantaba para marcharse, un hombre con uniforme de
alguacil de la policía, le detuvo el paso y sacando un librito de notas le dijo:
—Se le cita para comparecer ante el Tribunal de Policía sobre la muerte de
Peter Noel. ¿Su dirección en Londres, hace el favor?
—¿Mi dirección? ¡Pero si yo no tengo dirección!
—Usted tendrá una dirección —dijo el alguacil—. Todo el mundo necesita
tener una dirección.
—Oh… Hotel Alejandría —dijo la señorita Withers siguiendo no sé qué
impulso.
Y atisbo cómo el hombre escribía su nombre completo: Hildegarde Marta
Withers y el nombre del hotel. Había otros nombres en la lista, pero no era
bastante perita en la lectura de arriba abajo para poder descifrar aquella letra.
Entonces se la permitió salir de aquel salón que tenía tan malos recuerdos para
ella.
Mientras estaba vigilando su equipaje, que unos camareros vestidos de
blanco lanzaron sin ninguna precaución al corredor, vio a Cándida Noring que
venía hacia ella. La extremada palidez de la joven le llamó la atención.
—Algo ha ocurrido —se dijo la señorita Withers.
Presentía que antes de salir del vapor tendría lugar algún nuevo
acontecimiento desagradable.
—¿Qué pasa, niña? —dijo a la aturrullada joven.
—¿Y pregunta usted qué pasa?… —Cándida estaba temblando—. Pasan
tantas cosas… estoy espantada.
—¿Asustada de qué, diga?
—Si quiere usted saberlo, estoy asustada de todo y de todos. Alarmada por
usted y todos los demás.
La señorita Withers le cogió una mano. Estaba helada.
—Ha sido muy duro para usted, pero ahora ya ha terminado todo.
Cándida suspiró profundamente:
SEÑOR R
—¡Pero si no ha terminado! A mí no me importa lo que diga la policía;
Rosemary fue asesinada y el asesino aún no ha terminado… y hay alguien en
mi camarote.
—¿Cómo? —dijo la señorita Withers, que casi se echó a reír—. ¿Cómo,
niña? ¿De veras? Los camareros están sacando los equipajes a cubierta. Dentro
de un momento vamos a la aduana.
—Mi equipaje hace dos horas que está sobre cubierta y el de Rosemary fue
recogido por la policía —dijo Cándida con insistencia—. Hace un momento me
dirigía al camarote y encontré la puerta entreabierta; me detuve y percibí un
roce suave que venía del interior y después un pequeño crujido y eché a correr.
—Vamos a ver eso en seguida —afirmó la maestra.
Abrió la marcha intrépidamente hacia la puerta del camarote que abrió de
par en par. No era posible que nadie hubiera salido mientras ellas estaban fuera;
pero la pequeña cabina estaba desierta. La señorita Withers miró debajo de la
cama y en el armario de luna y no encontró más que dos paquetes vacíos de
cigarrillos de papel tabaco y dos colgadores de ropa.
—¿Ve usted? —dijo—. Todo son imaginaciones suyas.
En este momento una cara semihumana y patilluda se proyectó encima del
armario. La señorita Withers dio un salto atrás y vino a parar a los brazos de
Cándida.
—¡Miau! —dijo Tobermory.
Su apariencia era amenazadora, con el lomo arqueado y erizados todos y
cada uno de los plateados pelos.
—¡Miau! —repitió, y dio un bufido capaz de atemorizar a las dos
asombradas mujeres.
Pero la señorita Withers le cogió bonitamente por la piel del cuello, lo sacó
fuera y al divisar en el corredor la rolliza figura de la camarera le dejó a su
cuidado.
La maestra se volvió hacia Cándida.
—Vámonos juntas a la aduana —le propuso—. ¿Ha decidido usted ya en
qué hotel va a parar?
Cándida vaciló.
SEÑOR R
—No. Rosemary y yo habíamos encargado que nos reservaran dos cuartos
en el Alejandría; pero ahora que ella… que no está ella…
—¡Bah, tonterías! Vámonos. Quizá podamos conseguir un taxi, yo misma
iré a buscarlo.
Tuvieron que apresurarse al ver que la pasarela estaba puesta y que muchos
pasajeros se encontraban ya en el embarcadero.
A la cabeza marchaba el doctor Waite, con la cara iluminada con una
sonrisa de anticipación y llevando un maletín en la mano. En el muelle, Andy
Todd estallaba en maldiciones contra el barco que acababa de dejar.
—¡Adiós, American Diplomat! —dijo la señorita Withers aligerando el
corazón.
Cándida Noring no le dijo adiós al pequeño y marinero bajel, sino que echó
a correr por la pasarela como si la estuvieran persiguiendo todos los demonios
del infierno.
SEÑOR R
Capítulo V
LA CARTA DE LUTO
SEÑOR R
almirante que, si hemos de creer a la Historia, no pudo nunca permanecer al rúe
de su palo mayor sin experimentar bascas de estómago.
El carruaje siguió rodando media manzana y se detuvo delante de un gran
mausoleo de piedra, que tal parece ser el Hotel Alejandría.
Un imponente personaje de grandes bigotes que lucía en el pecho tres
pasadores llenos de medallas, llevando un paraguas abierto, aunque ya había
cesado de llover, vino a darle la bienvenida. Otros personajes menos
importantes se apoderaron del equipaje introduciéndolo en un foyer casi tan
grande como Madison Square Garden. Aquella pieza estaba llena de columnas
de mármol, de mullidas alfombras de un brillante color acarminado, varias
mesas de bruñidos relumbrantes tableros y grandes sillones de felpa encarnada.
Sólo al cabo de algún tiempo se dio cuenta la señorita Withers de que, perdidos
en la inmensidad, había cuatro o cinco seres echando la ceniza de sus cigarros
sobre las brillantes mesas o sorbiendo algo en rutilantes pasitos.
Por una puerta abierta a su derecha se veía un escritorio y el consabido
casillero para cartas de todos los hoteles. Entró en aquel departamento y pudo
oír la clara voz de Cándida Noring diciendo:
—¡Pero si yo tengo reservadas las habitaciones!
Los dos dependientes conferenciaron y uno dijo:
—¡Ah, sí! Dos cuartos juntos con baño para la señorita Fraser, guinea y
media por día, sin desayuno.
Cándida escribió su nombre en la tarjeta que le presentaron. Otra delante de
la señorita Withers.
—Y esta dama es la señorita Fraser, ¿no?
Entonces se hizo un silencio durante el cual una más empalidecida Cándida
giró sobre sus talones para ver quién estaba detrás de ella. La señorita Withers
la saludó con una inclinación de cabeza y escribió su propio nombre.
—Yo no soy la señorita Fraser —le dijo al dependiente— y quiero algo un
poco menos caro.
El empleado comprendió. Había una habitación, que estaba muy bien, en el
mismo piso, por dieciocho chelines.
SEÑOR R
—¿Entonces, la señorita Fraser vendrá un poco más tarde? —preguntó
cortésmente.
Cándida se volvió de espaldas. La señorita Withers, que había sentido un
escalofrío recorriéndole el espinazo, negó con la cabeza.
—Desgraciadamente, no —contestó.
Las dos mujeres fueron confiadas a los cuidados de un botones, que parecía
fabricado con arreglo a la fórmula del más compacto automóvil británico, quien
las condujo a través del foyer y por un interminable corredor. Pasaron por
delante de un par de ascensores, en las puertas de cuyas labradas verjas se podía
leer el cartelito de No funciona, y, por fin, encontraron una puerta abierta y,
después de algunas bruscas paradas y arranques violentos del ascensor, llegaron
jadeando al quinto piso.
Cándida quedó instalada en una habitación muy agradable, donde el carbón
ardía alegremente en la chimenea.
—¿La veré a usted luego? —preguntó esperanzada, como si la embargase el
temor de quedarse sola.
La señorita Withers, sonriendo, hizo un signo afirmativo con la cabeza y
siguió hasta una puerta casi al fin del corredor. Su cuarto era un poco menor
que el de Cándida y la ventana tenía enfrente una pared de ladrillo en vez de dar
a la calle. Un enorme armario ropero de caoba descollaba al lado de la elevada
cama de bronce, y el espejo de una peinadora tapaba afortunadamente gran
parte de la ventana y su vista de rojos ladrillos. También allí había una
chimenea abierta, pero en ella en vez de fuego sólo podía verse ahora un festón
de rojo papel de seda. Mientras la señorita Withers ponía en la mano del criado
una moneda de seis peniques, un mozo de cuerda se presentó con el equipaje y
entonces la dejaron sola. Apresuradamente empezó a desempaquetarlo y se
quitó el raído traje de sarga azul con la intención de ponerse otro más alegre.
Fue interrumpida por un suave golpe dado en la puerta y antes de que pudiera
contestar entraron dos criadas trayendo herradas y cubos. Como si no se dieran
cuenta de su deshabillé procedieron rápida y ruidosamente a llenar el cuarto de
humo y polvo de carbón y se marcharon después.
SEÑOR R
La señorita Withers observó que la maciza puerta que daba al corredor tenía
cerradura, pero no llave. Buscó el teléfono, no lo encontró y entonces descubrió
un llamador de timbre a la cabecera de la cama.
Un criado muy puesto, de librea, se presentó en el acto y ella le pidió que le
trajera la llave inmediatamente.
El hombre la miró consternado y, haciendo con la cabeza un movimiento de
negación le dijo:
—No es necesario cerrar las puertas de los cuartos en este hotel, señora.
Nunca damos llave a los huéspedes a causa de que a las criadas no les gusta
encontrarse la puerta cerrada. Sería un engorro para ellas, porque las
entretendría en su trabajo.
Y se marchó.
—¡No les gusta a las criadas! —repitió Hildegarde Withers, pálida de
asombro.
Después de la Cámara de los Tormentos de a bordo, esta repentina entrada
en la Arcadia feliz era demasiada impresión para ella. Se dejó caer en un
confortable sillón acogedor al lado del fuego que se iba despabilando y se echó
a reír de tan buena gana que le saltaron las lágrimas.
—Sólo falta un calentador de cama para completar el cuadro —se dijo,
rendida.
Se puso en pie de nuevo para deshacer el resto del equipaje, encontrando
que tenía un bulto de más, un pequeño maletín negro que llevaba las iniciales
C. N. y debía ser de Cándida.
La señorita Withers se puso el abrigo y el sombrero para llevar el maletín al
cuarto de la joven y echar al mismo tiempo un primer vistazo a la ciudad.
Llamó a la puerta de Cándida —número 505— y no recibió contestación.
Llamó de nuevo y por fin empujó la puerta y entró.
Cándida estaba sentada ante una peinadora con la cabeza oculta entre las
manos.
—¡Dios mío, niña! —gritó la maestra—. ¿Qué le pasa?
La muchacha levantó la cara y señaló al montoncito de correspondencia que
tenía al lado.
SEÑOR R
—Me lo acaban de traer —dijo, temblando.
La señorita Withers comprendió.
—Naturalmente serán cables de la familia de Rosemary. Es un trastorno
espantoso para usted.
Pero Cándida negó con un movimiento de cabeza.
—No es eso —dijo vacilante, y le tendió un sobre abierto por un lado.
La señorita Withers vio que llevaba simplemente el nombre «Señorita
Cándida Noring», escrito en una letra redonda, sin ninguna personalidad y que
no tenía sello.
—Esto —dijo Cándida— vino junto con lo demás. El hombre dice que no
sabe cómo habrá llegado hasta aquí, pero yo creo que lo traería algún
mensajero… Léala y dígame si hay o no para volverse loca.
La señorita Withers sacó la carta del sobre y se quedó como quien ve
visiones. Era una simple hoja de papel que a semejanza de las esquelas de
funeral tenía una franja negra por el borde. Sólo que esta vez no era realmente
un borde, sino que toda la hoja era negra a excepción de un espacio del centro,
en el cual se había pegado un pedazo de papel de forma irregular, y el papel era
de color crema con finísimas rayas azules. En este papel, y con una forma de
letra que no era muy familiar a los penetrantes ojos de la maestra, leyó ésta lo
siguiente: «Te odio y te seguiré odiando después de muerta y después que tú
hayas muerto». Y no contenía nada más aquella carta. La maestra respiró y se la
devolvió a su dueña.
—Una broma verdaderamente pesada —dijo, procurando dar a su voz un
tono indiferente.
Cándida estaba inconsolable.
—Ya ve usted —explicó—, es la letra de Rosemary —y su voz se apagó en
un suspiro.
—¿Quién sospecha usted que le envía esto?
—No lo sé; yo no creo en aparecidos. ¿Y usted?
La señorita Withers dijo que tampoco creía y aun menos en aparecidos que
envían mensajes en una hoja de papel con aquella preparación teatral.
SEÑOR R
—Muy probablemente —afirmó— esto es una nueva muestra del fértil
ingenio del delicado bromista. ¿Por qué no le enseña usted esta carta al señor
Andy Todd para ver qué efecto le hace?
—¿Y a qué conduciría esto? —preguntó Cándida, casi llorando. Y en un
impulso se volvió hacia la chimenea y arrojó el sobre y la carta al fuego—. Ya
me ha proporcionado un disgusto y trastorno demasiado grande —dijo—. Esto
es lo que merecen las cartas anónimas.
—Estoy de acuerdo con usted para la mayor parte de los casos. Pero ahora
me hubiera gustado mucho averiguar quién es el responsable de haberle dirigido
una cosa tan cruel y ofensiva.
—Andy se hubiera limitado a negar.
—¡Naturalmente! Pero Andy Todd no es tan profundo como un pozo ni tan
amplio como una puerta de iglesia y me parece que una mujer lista en una hora
de conversación bien llevada hubiera podido sacarle la verdad. Si es que él la
sabe. Mi consejo, amiguita, es que se atrapan más moscas con miel que con
vinagre —habló la señorita Withers, demostrando un gran interés.
Cándida parecía indecisa y pensativa. De pronto dijo, entornando los ojos:
—¡Ya veo que usted piensa que en esto hay algo más que una simple broma
pesada! Entonces usted no cree como la policía que Noel fue el asesino de
Rosemary y que al suicidarse hizo una confesión del crimen. Usted cree que
alguien…
—Yo no he llegado aún a creer nada —dijo la señorita Withers—; estoy aún
dudando y preguntándome cuál será la verdad.
Las dos mujeres se miraron un momento y Cándida rompió el silencio:
—Yo también me encuentro en idéntica situación.
La señorita Withers añadió:
—Y ahora, si usted me permite que me entrometa en sus cosas, le
aconsejaré que se peine bien, que se ponga el vestido más bonito que tenga y
que baje a tomar un lunch retrasado o un té adelantado o lo que se pueda tomar
aquí a estas horas. Yo me reuniré con usted en el vestíbulo. Antes de hacer una
diligencia.
SEÑOR R
Cándida estaba indecisa, pero la señorita Withers insistió con firmeza.
Después de conseguir de la joven un desganado signo afirmativo, la maestra
salió del cuarto.
Aquella singular diligencia la llevó primero al escritorio del vestíbulo y
después a una habitación situada al final del corredor del tercer piso. Llamó sin
recibir respuesta y entonces llamó otra vez y, cuando ya iba a intentar abrir,
sonó detrás de ella una alegre voz:
—¡Hola! ¿Usted aquí?
Era Andy Todd en persona envuelto en un albornoz de gruesa franela y con
el pelo mojado que le bajaba hasta los ojos. En una mano llevaba una toalla y
en la otra una gran barra de jabón.
—Acabo de remojarme un poco —dijo Andy, dando así tiempo a la señorita
Withers para recobrarse—. Qué, ¿no quiere entrar y beber algo?
Estaba rezumando amistad y franqueza y la señorita Withers le vio
sosteniendo la puerta abierta en un ademán de invitación. Dentro divisó tres
botellas de Scotch sobre el buró, una de ellas descorchada.
—Venía precisamente a preguntarle —dijo ella, de improviso— si ha
recibido usted una de esas cartas anónimas que van rodando por ahí.
O Andy Todd se quedó muy asombrado, o era mejor actor de lo que
imaginó la señorita Withers.
—¡Cómo! —dijo—. Pero ¿aun sigue en marcha este misterio disparatado
del American Diplomat? Yo creía que ya estaba eso tranquilo. No, no he
recibido ninguna carta, ni anónima ni de ninguna clase.
—Mil gracias —dijo la señorita Withers, preparándose para salir—. Siento
mucho haberle molestado.
—De ningún modo… —Y Andy tuvo una idea—. Espere… Ese chico,
Reverson y su tía, la protectora de animales, han tomado habitaciones en este
mismo corredor. ¿Por qué no prueba usted fortuna con ellos?
—Lo veré —dijo la señorita Withers.
Pero en vez de marcharse se quedó mirando muy resueltamente por detrás
del joven y reluciente atleta. Al lado de la botella de whisky había en el buró un
montoncito de cartas. Todd dio media vuelta y las vio.
SEÑOR R
—¡Digo! Deben haberlas traído hace un momento, mientras yo estaba en el
baño. Yo no esperaba nada aún, si bien es verdad que el Bremen y el Ile de
France se nos habrán adelantado.
—Yo creo que tiene usted ahí una carta que no habrá llegado a Londres por
correo —le advirtió la señorita Withers.
Y se volvió al corredor, dejando sólo a Andy Todd, quien tenía entre las
grandes y húmedas manos un sobre blanco. No llevaba más dirección que su
nombre escrito en una letra redonda, sin ninguna característica personal, y en
los bordes tenía una franja negra cuidadosamente trazada con tinta.
—¿Cómo demonios ha llegado esto aquí? —preguntó Andy, hablando alto.
La señorita Withers oyó su agudo timbre de tenor a pesar de la puerta que
ella había cerrado suavemente, pero no pudo ver la nueva emoción que
reemplazó en su rostro a la expresión de campechanía.
La maestra siguió apresuradamente el largo pasillo, cruzó por delante de las
muertas de los ascensores con sus cartelitos de «No funciona» bajó a la planta
baja y siguiendo aquel interminable corredor llegó por fin al foyer, donde la
estaba esperando Cándida Noring.
Aquella Cándida era al fin y al cabo la misma Cándida Noring de siempre,
pero esta revelación vestía un primoroso traje muy femenino, adornado con
piel, y hasta se había dado unos toques de carmín en los labios.
—Las grandes pruebas que ha sufrido eran sin duda responsables de la
delgadez de sus mejillas y de sus ojeras. Rosemary la hacía sombra —se dijo la
señorita Withers—, pero ahora es una flor que entreabre sus pétalos.
Apenas se habían saludado las dos mujeres cuando fueron interrumpidas por
una voz vehemente y refinada que decía:
—¡Hola!
Al volverse se encontraron con el joven Reverson, muy elegantemente
vestido, que estaba detrás de ellas.
—Ya decía yo que era usted. —No le quitaba ojo a Cándida—. Hombre —
dijo calurosamente—, esto parece el colegio al regreso de las vacaciones. ¡Nos
encontramos todos! ¡Magnífico! Pero ahora que pienso aquí hay un American
Bar donde sirven unos cócteles que es una risa. ¿Vamos a tomar algunos, juntos
SEÑOR R
como antiguos compañeros de barco y demás zarandajas? Usted también, por
supuesto —le dijo, sonriendo, a la señorita Withers.
—Lo siento mucho —empezó a decir ésta, pero de repente cambió de idea
—. Muchas gracias, vamos allá si es que puedo yo tomar una naranjada.
Había pasado la hora, pero como huéspedes del hotel el barman sólo pudo
servirles incluso una gran naranjada, por la cual pagó o firmó Reverson la suma
de dos chelines y seis peniques. Cándida tomó un «Martini».
—Tome usted otro —insistió Leslie, encantado de jugar al anfitrión—. Lo
pondrán en la cuenta de mi tía. La bonísima señora está arriba gozando hasta
casi pecar metida en un baño caliente y leyendo todos los números atrasados del
Times que se han publicado desde que salió de Inglaterra.
La señorita Withers sorbió su naranjada y se interesó cortésmente por la
salud de Tobermory y del pájaro.
—Toby aún no está aquí —charló Reverson— y el petirrojo ya va mejor. La
tía le llama Dicon en memoria de Enrique VIII o yo no sé quién.
—¿Pero Dicon no es diminutivo de Richard, de Ricardo? —preguntó la
señorita Withers.
—Tiene usted razón. De todos modos él salta que se las pela en su nueva
jaula de gran estilo, pero de cantar ni pío.
Cándida dijo que los petirrojos y otros pájaros silvestres rara vez son
cantadores cuando se les cautiva y la conversación languideció. Los tres
recibieron del servicial camarero otros vasos llenos y tomaron asiento en
enormes sillones de cuero alrededor de una mesa muy bien esculpida, pero con
un tablero que se movía un poco.
—Yo me siento muy traviesa y viciosa —dijo la señorita Withers, tomando
un gran sorbo de naranjada—, pero en fin, esto es Londres.
La joven que tenía al lado cambió una mirada y una sonrisa con Leslie
Reverson. Si los dos hubiesen conocido el pensamiento de la excéntrica
solterona no hubieran sonreído tan fácilmente.
—¡Oh, ahí está ese prójimo de Todd! —dijo Leslie al cabo de un momento.
Andy venía por el corredor, se detuvo un poco a la puerta del bar
americano, les hizo una media inclinación de cabeza y empezó a manosear la
SEÑOR R
pitillera.
—¿Por qué no le invita a unirse a nosotros? —dijo la maestra,
capciosamente.
Reverson, que ya estaba acalorado por los dos gin-and-its que se había
tomado, se animó.
—Con mucho gusto —dijo rápidamente—, si a la señorita Noring no le
molesta.
—Llámeme Candy —dijo llanamente ésta—. ¿Por qué me había de
molestar? Al contrario, me gustará.
Y así fue como —aunque sintiéndose un poco violento— Andy Todd hizo
el cuarto en aquella partida, dando un golpe en la mesa y otro con su pitillera de
metal en la naranjada de la señorita Withers, tan pronto como se sentó, para
llamar al camarero. Pidió un rye y se quedó contemplándolo muy serio.
—¿Por mucho tiempo en Londres? —le preguntó amablemente Cándida.
Entonces se dio cuenta Todd por primera vez de que habíase verificado
como una transformación en aquella muchacha que era muy diferente a bordo.
Después de todas las facciones de Cándida Noring eran quizás más perfectas
que las de Rosemary, aunque algo menos picantes, y vestía un traje sumamente
elegante.
—Crea usted que lo siento, pero me parece que no estaré más que un par de
días —contestó con gesto displicente—. Ya debía estar en Oxford, pero la
policía me previno de que no podía marcharme hasta que se celebrara la
información ante el jurado. Perdone, no debí mencionarlo —añadió, al ver que
el rostro descolorido de Cándida aún se volvía más pálido.
—No se preocupe, a todos nos pasa lo mismo —dijo la señorita Withers
para tranquilizarla.
El camarero recogió las copas de una manera llamativa y Leslie se adelantó
a Todd pidiendo otra ronda.
—Tanto como pueda caber en mi cuenta —dijo detrás de él una voz alegre
y placentera—. Supongo que me admitirán a mí.
La honorable Emilia estaba de buen humor. Se había encontrado a sí misma
al cabo de una hora de baño caliente. Sólo necesitaba otra cosa para estar
SEÑOR R
completamente contenta y eso lo había de tener pronto. Limpió sus gafas
vigorosamente.
Al exterior, la tarde iba cayendo y al acercarse la noche el tránsito rodado de
Trafalgar Square se hacía más intenso. La señorita Withers se dio cuenta de
cuán típicamente americana estaba siendo al empezar a ver Londres a través de
una copa de cóctel.
La honorable Emilia, amablemente consciente de que estaba en presencia de
tres extranjeros en la ciudad que ella consideraba en cierto modo como de su
propiedad, se convirtió en seguida en un completo guía de viajeros y cicerone
de autocar.
—Mañana por la mañana no tienen ustedes más que ir a ver el relevo de la
guardia —dijo— y esta noche deben tener ustedes una primera impresión de la
vida nocturna de Londres tal como debe ser. Nada de club ni de teatros de
revista o varietés.
Leslie Reverson hizo un signo afirmativo y murmuró al oído de Cándida:
—Cena en un Lyons Corner House[5] y un cine educativo.
Tenía muy amarga experiencia de lo que debían ser en opinión de su tía las
alegres noches londinenses.
—Después de todo, no hay otro sitio en el mundo como Londres —continuó
la honorable Emilia.
—Pues, entonces, ¿por qué insiste usted siempre en llevarme otra vez a
rastras a Cornualles? —preguntó Leslie—. Si no fuera por esa información…
La señorita Withers estaba observando a los jóvenes dominada por el
presentimiento de que el destino les había juntado con algún propósito
determinado. Estaba viendo a Andy Todd que no se encontraba a gusto y
trataba de compensarlo bebiendo un rye detrás de otro. Veía también a Leslie
Reverson protestar por primera vez de la manera como su tía manejaba
tranquilamente su vida, y derritiéndose más y más bajo la tranquila mirada de
Cándida. Y era la joven más que la bebida la que le hacía aparecer más maduro,
más hombre que muchacho.
La señorita Withers, de propósito, se enzarzó con la honorable Emilia en
una discusión acerca de los méritos respectivos del Victoria and Albert y del
SEÑOR R
British Museum, y así los tres jóvenes pudieron tener su conversación aparte.
—Oiga —empezó a decir Andy con su aguda voz de tenor.
Pero al volverse Cándida hacia él, Reverson le dijo rápidamente al oído:
—¿Me permite usted que la lleve al Trocadero o a cualquier otra parte esta
noche?
—Esto es lo que yo iba a decir —objetó Andy Todd.
Los dos jóvenes se quedaron mirándose.
No ha existido nunca una mujer a quien disguste semejante escena. Cándida
durante ese tiempo había perdido completamente su aspecto de animal
perseguido y sonreía feliz.
—Bueno, ¿y por qué no me acompañan los dos? —preguntó.
—Hombre —empezó de nuevo Andy Todd—, no es lo mismo.
—Tengo una solución mejor —dijo Reverson—. Fiémoslo a la suerte.
Y sacó del bolsillo una pieza de veinticinco centavos.
—Si sale cara tendrá usted el honor, y si cruz, la señorita Noring…
—Candy —interrumpió ella.
—Y si sale cruz Candy viene conmigo.
—Bien —dijo Todd.
Reverson echó la moneda al aire, la recibió limpiamente en el dorso de la
mano y la enseñó con un evidente aire de triunfo del que participó Cándida.
—Cruz.
Andy Todd se quedó como un niño pequeño al que le acaban de asegurar
que no irá al circo.
—Pero yo necesito hablar con usted —empezó a decirle a Cándida—;
necesito explicarme con usted acerca de lo ocurrido en el barco…
La señorita Withers, por encima del hombro de la honorable Emilia no
perdía de vista a Cándida, y quedó sorprendida al ver que, con un tacto que
nunca hubiera sospechado en ella, se inclinó hacia Todd y le tocó la solapa.
Había un no sé qué de perdón en aquel tacto y otras cosas sobreentendidas y
más aún en la sonrisa con que le murmuró algo al oído. Algo que hizo que
chispearan los ojos de Andy. Reanimado por un secreto íntimo, barbotó unas
palabras de despedida para todos y salió de estampía por el corredor.
SEÑOR R
—¡Qué tipo más intratable! —fue la sentencia que murmuró la honorable
Emilia.
—Si yo he de ir a cenar con usted tendré que apresurarme a ponerme un
traje de noche —le dijo Cándida a Leslie—. Voy a arreglarme a escape y dentro
de una hora vendré a buscarle aquí.
Los demás se levantaron también y Reverson le dio una propina al
camarero, pensando que fuera un chelín. La señorita Withers, que fue la última
en marcharse, vio que el hombre aquél todo era mirar la moneda, riéndose entre
dientes. Reverson la recogió, cambiándola por otra, pero no antes de que la
maestra viera sorprendida que aquel cuarto de dólar tenía grabada el águila por
los dos lados.
La señorita Withers comprendió. Indudablemente Leslie Reverson había
visto en la Exposición de Chicago algo más que las danzas del abanico y el
Palacio de las Ciencias.
Se marchó escapado a vestirse, dejando a su tía y a la señorita Withers
paseando arriba y abajo sobre la roja alfombra del corredor. De repente la
honorable Emilia cogió a la señorita Withers por el brazo.
—Diga, ¿no quería usted preguntarme algo a bordo? —le dijo.
La maestra de escuela, que hacía media hora que estaba buscando la manera
de entrar en materia, vio el cielo abierto y se lanzó.
—Era… —dijo, y en seguida empezó a dar rodeos—. Reconozco que no es
cosa de mi incumbencia. No me haga usted caso; es que yo soy un
metomeentodo. Pero la teoría de asesinato seguida de suicidio para explicar las
muertes ocurridas a bordo no me ha convencido a mí tanto como parece que
convenció a la policía. Y no puedo menos de preguntarme…
—Muy bien —dijo la honorable Emilia, y miró al relojito de pulsera—.
¿Puede usted venir a mi cuarto unos cinco minutos? Tengo que enseñarle algo.
Cruzaron el foyer, siguieron por el corredor, pasando por delante de los
ascensores que no funcionaban, y últimamente las subieron al tercer piso. La
honorable Emilia tenía una habitación que daba a la calle, parecida a la de
Cándida. La señorita Withers tomó asiento cerca del hogar, próximo al cual
pendía una resplandeciente jaula nueva conteniendo la forma, aun magullada,
SEÑOR R
de algo que se parecía bastante a un petirrojo. Dicon continuaba sin mostrar
inclinación al canto y su actitud manifestaba bien a las claras que seguía
esperando que se lo comieran de un momento a otro.
—¡Pobre Dicon, pobre pajarillo mío! —dijo la honorable Emilia, y luego le
explicó a la maestra—: Tuve que pasarlo de contrabando, metiéndomelo en el
bolsillo envuelto en un pañuelo. Para introducir seres vivos en Inglaterra, éstos
han de sufrir una estricta cuarentena, ya ve usted…
La señorita Withers se encontraba un poco violenta. Por fin se decidió.
—He subido aquí para saber por qué sobornó usted a la camarera —dijo con
voz apagada.
—Iba a decírselo a usted…
Pero en este momento llamaron a la puerta. La honorable Emilia dio
permiso y entró una robusta persona vistiendo un abrigo de pieles baratas, que
resultó ser la propia señora Snoaks, la camarera del American Diplomat.
Llevaba en una mano un maletín de imitación a cuero. La señorita Withers,
pálida de sorpresa, no les quitaba ojo a los dos, ni al maletín ni a la camarera.
La mujer puso el maletín en el suelo y dijo con aire de desafío:
—Aquí tiene usted a su escandalosa bestia.
Y salió escapada.
La honorable Emilia estaba de rodillas hurgando en el cierre del maletín;
éste se abrió y salió Tobermory como disparado por un cañón. Su ama se le
acercó con intención de estrecharlo contra su pecho y él le tiró un rencoroso
uppercut a la mano y de un salto se subió a la cama, desde cuyo ventajoso
punto se puso a mirar de hito en hito al pájaro enjaulado. Tobermory no era un
gato que olvidaba fácilmente.
—¿Ve usted? —dijo la honorable Emilia.
La señorita Withers no veía nada.
—Tobermory es un gato enamorado del hogar —explicó la inglesa—. Se
está muriendo de ganas de volverse allá, a nuestras tierras de Cornualles, donde
tiene una isla entera para él solo. Se hubiera muerto de añoranza si yo hubiera
permitido que le pusieran en cuarentena durante seis meses como exige la ley, y
era demasiado grande para ponérmelo en el bolsillo del abrigo. Así es que
SEÑOR R
pagué a la camarera para que lo pasara de contrabando sacando el maletín del
buque como cosa suya. A los miembros del servicio de un vapor que viene aquí
cada mes, no les molestan en la Aduana.
La señorita Withers se dio por enterada de todo y de que había hecho un
papel ridículo.
—Ya comprendo, ya —dijo—; pero no vaya usted a creer que yo…
—De ningún modo —la honorable Emilia hablaba francamente—. Yo
siempre digo que el que no tiene intención de ofenderme no me ofende. ¡Ah! Y
no crea usted que va a escapar en seguida. Estoy sola esta noche porque a mi
sobrino se le ha metido en la cabeza de chorlito el convertirse en un Lotario.
Aunque, naturalmente, es muy propio de su edad. Tiene veinte años y no puedo
tenerle siempre pegado a mis faldas. ¿Si usted me hiciera el favor de venir a
cenar conmigo al Corner House y después al cine?
La señorita Withers estaba ya demasiado convencida de que había hecho
una montaña de una topera y declinó la invitación, pretextando un dolor de
cabeza, un compromiso anterior, cartas para escribir o cualquier motivo por el
estilo y se dirigió a la puerta. Al pasar junto al abierto maletín miró dentro y no
vio más que periódicos viejos y plateados pelos de gato.
La honorable Emilia empujó el maletín debajo de la cama, diciendo:
—¡Cómo debe odiarte el pobre Tobermory!
Y después, mientras en su rostro se pintaba cierta malicia interior, le dijo a
la maestra con una expresión enteramente cordial:
—Si se le ocurre hacerme alguna nueva pregunta no deje de venir.
La señorita Withers ya estaba en su habitación cuando se le ocurrió que muy
bien podía haber algo, además de los periódicos y los pelos plateados en el
fondo del maletín. Pero entonces ya era demasiado tarde.
Le trajeron la cena al cuarto y pasó las primeras horas de la noche
escribiendo en una hoja de papel cortas frases sin sentido. Una o dos veces
estuvo muy a punto de enviar un cablegrama a su buen amigo Oscar Piper,
inspector de la Brigada de Investigación Criminal de Nueva York, pero luego lo
pensó mejor.
SEÑOR R
A las nueve entró la criada, atizó el fuego y preparó la cama. Después de
insistir mucho pudo conseguir que la señorita Withers le dijera que la llamase al
día siguiente a las diez de la mañana.
El hotel, bastante tranquilo a todas horas, entró gradualmente en un silencio
sepulcral a medida que se fueron retirando unos pocos huéspedes más. La
maestra no podía decidirse aún a marchar a la cama.
Un presentimiento muy fuerte, tanto que lo sentía físicamente, como si le
penetrase hasta los propios huesos, le hacía pensar que no habían llegado a su
fin los acontecimientos de aquel día. Dejó la puerta entreabierta, y poco después
de las once oyó voces en el corredor y vio a Cándida Noring, casta y
resplandeciente en un traje blanco de noche que recortaba su silueta sobre el
fondo negro de Leslie Reverson que vestía de etiqueta. Conocido su estado de
ánimo, no es de extrañar que las apagadas risas de los jóvenes le sonaran de un
modo raro a la señorita Withers, quien se retiró de la puerta rápidamente.
Pasaron sin enterarse de su presencia. Al cabo de un momento oyó cerrarse una
puerta y atisbando de nuevo pudo ver a Reverson marchando muy orgulloso y
erguido en dirección al único ascensor que funcionaba.
Pues bien, ya estaba todo visto y la señorita Withers no tenía ningún motivo
para espiar el corredor, aunque le hubiera gustado mucho saber dónde había
pasado Andy Todd su noche solitaria. Dejó una silla apoyada en la puerta y se
preparó para retirarse, pero sintiéndose aún poseída por una vaga sensación de
intranquilidad. Estuvo mucho tiempo buscando su camisa de dormir,
encontrando por fin que habían tenido la feliz ocurrencia de ponerla
envolviendo un pequeño calorífero de agua caliente que le habían colocado a
los pies de la cama.
Apagó la luz y procuró dormir, aunque un poco molesta por el brillante
fuego de la chimenea que después de un día de murria se había puesto a llamear
alegremente, proyectando sombras danzantes sobre el techo y paredes. Las
sombras tomaban formas fantásticas que perseguían entre sueños a la nerviosa
señorita.
De repente se despertó al percibir de una manera clara que le estaban
aporreando la puerta y entonces vio que se filtraba una débil luz diurna por
SEÑOR R
entre las pesadas cortinas.
Se levantó cansadísima, poniéndose el albornoz y las zapatillas, y entonces
miró el reloj y se puso muy enfadada. Se repitieron los golpes.
La señorita Withers abrió la puerta y le habló a la criada muy severamente:
—¡Yo le dije a usted que me llamase a las diez y no a las siete y media!
El tono de voz de la criada fue el de una inquietud extraordinaria.
—Ya lo sé, ñorita. Pero… es que hay aquí un caballero de la policía, ñorita.
La señorita Withers asomó la cabeza y vio el rostro juvenil y tan plácido de
ordinario del sargento Secker, que parecía sumamente despierto y excitado.
—Me visto en diez minutos —le prometió ella, y cerró la puerta. Salió
vestida y dispuesta a los pocos instantes.
—¡Hola! —dijo, saludando al joven detective—. ¿Viene a que le preste mi
écharpe otra vez?
El sargento movió la cabeza negando.
—Siento mucho el molestarla, pero no es más que una pregunta o dos. Ha
de saber usted que anoche ocurrió un accidente aquí mismo, en el hotel…
La señorita Withers tuvo un relámpago de intuición.
—Es Reverson —barbotó—. ¡Algo le ha ocurrido al joven Reverson!
El sargento guiñó un ojo y, haciendo con la cabeza un movimiento negativo,
dijo:
—Lo siento, pero se ha equivocado usted de casa. A Reverson no le ocurre
nada malo. Pero… ¿usted ha visto en el pasillo el hueco del ascensor, uno de
los marcados con el «No funciona»? Pues al que fue hasta hace poco su
compañero de viaje señor Andy Todd se le ha encontrado allá al fondo hace un
momento.
Secker hizo una pausa para ver el efecto de sus palabras. Pero ni aun
entonces le entendió por completo la señorita Withers. Esto era tan diferente de
lo que ella se figuraba… Aquello no encajaba de ningún modo en el entramado
que estaba construyendo tan concienzudamente.
—¿Todd? ¿Y qué hacía allí Todd? —preguntó.
—Desprenderse el alma de su envoltura mortal —dijo el sargento—.
Cuando le encontraron hace una hora, ya se le había desprendido del todo.
SEÑOR R
Quiero decir que era ya fiambre; que ya había pasado el puente; que estaba
camino del Este; que había expirado, vamos.
—¿Andy Todd muerto? —dijo la maestra como idiotizada.
—De lo más muerto —dijo el sargento.
SEÑOR R
Capítulo VI
AL FINAL DE LA REUNIÓN
SEÑOR R
estropearme la mano pasándola por una abertura muy estrecha y manosear
mucho a tientas con el cierre.
—Entonces, ¿de dónde viene la idea de la muerte por accidente?
—¡Ah, verá usted! Ese tipo de Todd parece que estaba lleno hasta el gollete
cuando ocurrió la cosa. El forense le estará haciendo la autopsia a estas horas,
pero cuando vio el cuerpo por primera vez, olía que apestaba a ginebra
holandesa. Y un americano borracho es capaz de todo.
—¡Hum! —dijo la señorita Withers.
Y siguió lentamente por el pasillo hasta llegar a la puerta del primer
ascensor.
—¿Fue en éste?
—En este mismo.
La maestra examinó con atención el cerrojo, lo sacudió fuertemente sin
conseguir abrirlo y se quedó mirando con gesto de duda. Después, cuando el
sargento le hizo ver cómo había metido la mano por la verja, ella probó y
encontrando una pequeña abertura pudo introducir su larga y estrecha mano y al
mucho forcejear logró abrir la puerta. Miró entonces abajo y vio en el fondo de
aquel pozo el débil resplandor de una luz. Unos hombres estaban allí haciendo
algo… Cerró la verja rápidamente, oyendo el golpe de la cerradura al encajar en
su sitio.
—Hacía unas cinco horas que había muerto cuando le vio el forense —
continuó Secker—. Y esto nos fija la zambullida aproximadamente a las dos de
la madrugada. Aunque nadie se haya dado cuenta.
—Ya veo, ya —dijo la señorita Withers, que no había visto absolutamente
nada.
—Filsom piensa que el joven Todd bebió hasta caer en un estado de
melancolía y entonces decidió suicidarse por ese procedimiento —siguió
diciendo el sargento.
—Bobadas, de melancolía —replicó la señorita Withers—. ¿Cómo había de
estar melancólico cuando bebía? Todd era más bien del tipo de los que se
alegran con la bebida y se vuelven extremadamente hilarantes. No era un
SEÑOR R
impulsivo. Por lo que oí decir parece que en estos últimos cinco años se ocupó
en trabajos muy duros y atléticos y que esto era como unas vacaciones para él.
—Está usted en lo cierto, pero yo tenía entendido que a bordo ocurrió no sé
qué…
—Sí, Andy Todd ideó una broma muy pesada que fue causa de infinitos
disgustos para mucha gente. Era lo que llamamos el payaso de la pandilla, un
tipo detestable. Y yo no me puedo imaginar a ese hombre devorado por el
remordimiento.
—Pues esto era precisamente lo que yo quería preguntarle —dijo el
sargento—. Es que hay de por medio una carta…
La señorita Withers comprendió.
—Una carta de… —empezó a decir, pero se detuvo.
El sargento sacó del bolsillo un sobre de luto que en una esquina tenía una
repugnante mancha morena. Contenía una hoja de papel de escribir cubierta
toda ella de tinta negra menos en el centro, en el que se habían pegado unos
pedazos de papel crema finamente rayado de azul.
—Lo tenía en el bolsillo cuando cayó —dijo Secker—. ¿Ha visto usted algo
parecido antes de ahora?
El mensaje era corto:
SEÑOR R
Secker asintió:
—Es letra de Rosemary Fraser, de eso estamos seguros. O es una imitación
tan perfecta que nunca ha existido mejor. Pudo enviarle esto a Todd antes de su
muerte. Lo cual presupone, naturalmente, que sabía que Noel la había de matar,
o por lo menos lo sospechaba.
—No es posible que fuera así —dijo con acritud la señorita Withers—.
Déjeme usted pensar. ¿Tienen ustedes manzanas en Inglaterra?
—¿Eh? ¡Y tanto! Camuesas, reinetas…
—Bueno, pues es que en América tenemos una expresión que significa un
montón de cosas. Decimos: «Eso es salsa de manzanas» y… Usted verá si me
entiende.
La maestra abrió la marcha hacia la inmediata escalera.
—¿Dice usted que la habitación de Todd está en el tercer piso?
—No lo he dicho, pero está. El superintendente Filsom está allí hora
vigilando la toma de unas impresiones dactilares para ver si puede averiguar
algo relativo a quién manejó la puerta del ascensor, pero no creo que dé mucha
luz esa diligencia.
—¿Y no cree usted que sería conveniente examinar alguna otra puerta? —
dijo la señorita Withers—. Después de todo este hotel tiene seis pisos y cada
uno tiene su puerta abriendo a dicho hueco de ascensor.
—El supuesto suicida hubiera tenido que subir las escaleras para tirarse de
más alto —dijo con una sonrisa Secker—. Además, se encontró esa puerta del
tercer piso abierta de par en par. La criada se dio cuenta esta mañana y entonces
fue cuando se descubrió el cuerpo.
Bajaron al tercer piso, donde tres hombres provistos de viejas cámaras
fotográficas estaban atareados junto a la puerta del ascensor. Cuando Secker
preguntó por el superintendente Filsom, uno de los hombres señaló al corredor
con un gesto.
Encontraron a Filsom y a un inspector ocupados en examinar y recoger
todos los objetos pertenecientes al difunto colegial del Rhodes.
La puerta estaba entreabierta. El sargento Secker la acabó de abrir y tosió
para anunciarse. Pero el superintendente estaba haciendo un resumen de las
SEÑOR R
cosas ocurridas, para informar a su ayudante.
—Esto engrana perfectamente con la información de Cannon acerca del
suicidio de Noel —afirmó—. Antes de fallecer, sea por el temor de que le
dieran muerte, o pensando en suicidarse, la joven Fraser escribió aquella
esquela a Todd censurándole severamente por haberla hecho objeto de sus
burlas. Él no cesaba, sin duda, de rumiarla, y la noche pasada vació una botella
de whisky y se tiró por el hueco del ascensor.
Filsom tenía en la mano una sola botella vacía que añadió a la colección de
cosas que había encima del buró, compuesta de algunos libros, dos máquinas
fotográficas y otros chismes sin importancia. Entonces levantó la vista y se dio
cuenta de que tenía visita.
—Ésta es la señora que le ayudó tanto en el vapor al inspector-jefe Cannon
—dijo Secker.
Pero estas palabras no impresionaron al superintendente, que se puso a
inspeccionar a la señorita Withers con aquellos peculiares ojos suyos fríos y
redondos como los de los peces.
—Gracias por haberse molestado, pero no creo que tenga que hacerle
ninguna pregunta después de todo. La cosa está muy clara: Otro caso más de un
yanqui desequilibrado que acaba por perder la cabeza.
—Claro que sí —afirmó la maestra—. Permítame una pregunta. ¿Está usted
seguro de que estaba en esta botella lo que se bebió anoche?
Y apuntó al único «soldado muerto» visible.
—¿Eh? Naturalmente. No hay otra botella de licor en el cuarto y, además,
con una había bastante para ponerle fuera de sí.
Y haciendo un gesto que significaba que la entrevista había terminado,
Filsom reanudó el examen de los objetos del difunto. Cogió la máquina más
pequeña y le recomendó al inspector:
—Acuérdese de revelar en el laboratorio esta película impresionada.
La señorita Withers se estaba retirando cuando oyó un golpe seco. Filsom
había tocado el resorte de la cámara y por el agujero que debía ocupar el
objetivo salió una perfecta imitación a una ondulante serpiente que le dio al
SEÑOR R
inspector en la boca del estómago. Filsom no vaciló, pero se volvió
intensamente pálido.
El sargento Secker al comprimir la risa no logró impedir que se le escapara
un sonido que parecía el canto estrangulado de un gallo al apuntar el día. La
señorita Withers sólo tuvo una sonrisa un poco triste.
—¡Era el payaso de la pandilla! —dijo en voz baja—. Pobre Andy Todd,
este habrá sido su epitafio.
Los dos oficiales del Yard estaban tratando de encerrar en su caja a la
serpiente de resorte.
—Si puedo ayudarles en algo… —suspiró la señorita Withers, siempre
servicial.
—No, no, de ningún modo. Lamento haberla molestado. Pero fue cosa del
sargento… Secker es aún novato, pero no debe olvidar nunca que en todo lo
concerniente a la policía no hay más que dos y dos son cuatro.
El superintendente y el inspector que le servía de ayudante soltaron una
carcajada atronadora y Secker, un poco ruborizado, acompañó a la señorita
Withers al corredor.
—Teme que yo divulgue el chasco de su equivocación al tomar a un Juan de
las Viñas por una auténtica máquina fotográfica. Bueno, pues en pago de
haberse puesto tan inconveniente, lo haré.
—No se preocupe —le consoló la señorita Withers—. Yo he aprendido que
más de una vez un detective tendrá que hacer que dos y dos sean seis, al fin y al
cabo.
El sargento se la quedó mirando fijamente.
—¡Oiga! Usted se habrá visto mezclada en esta clase de asuntos antes de
ahora, ¿no?
La señorita Withers no quiso informarle.
—Tan sólo como observadora, ¿sabe usted? Hasta cierto punto me gusta
esta excitación.
—¿Entonces no me guardará usted rencor por haberla sacado de la cama
antes de tomar el té? —se excusó el sargento—. Ya ve usted, es muy posible
que lo haya tomado yo esto demasiado a pecho. Pero Cannon ha desentrañado
SEÑOR R
el caso Noel afirmando que es un suicidio. Filsom asegura que lo de Todd es
suicidio y yo aún tengo por solucionar la desaparición de Rosemary Fraser. Y
conste que yo no estoy tan seguro de que todo esté explicado, a pesar de lo que
está ocurriendo.
—Yo puedo sugerirle una solución —le dijo con picardía la señorita
Withers—. ¿Por qué no decide usted que Rosemary Fraser también se suicidó?
—¿Y así todos de acuerdo? Claro que lo podría hacer —contestó Secker,
cariacontecido—. Pero es que yo presiento que debe haber un asesinato
misterioso mezclado con todas estas muertes… ¡Lo hay, sin duda alguna!
—No se atormente —le aconsejó la señorita Withers, mientras se disponía a
marcharse en busca de un desayuno ya excesivamente aplazado—. Nos está
rondando el crimen. Yo antes de ahora ya pensaba en el homicidio y ahora lo
huelo.
El sargento la miró esperanzado.
—Supongo que no sentirá usted olor de asesino o cosa parecida en la
vecindad.
—Hay un exceso de huellas frías —le contestó la señorita Withers—. Pero
le prometo una cosa: Si puedo ventear un rastro caliente me meteré con toda la
jauría.
—¡Trato hecho! —le contestó el abrumado sargento.
Estaba a punto de decirle algo más cuando oyó que le llamaban a gritos
desde la puerta en que acechaba Filsom y se marchó de prisa silbando una vieja
tonada que la señorita Withers reconoció, sonriente. La letra era esta:
Nosotros sofocamos con dificultad nuestros sentimientos cuando hemos de
cumplir nuestro deber de alguaciles.
¡Ah! Considerando unas cosas y otras… ¡no es una suerte venturosa la del
policía!
Aquella tarde tuvo lugar la información ante el jurado por la muerte de Peter
Noel. Un agente de policía llamó a la señorita Withers, poco antes de comer,
para recordarle que su presencia era necesaria. Ésta averiguó que el local de la
información la cogía muy lejos, allá en Stepeney, y aunque se puso en marcha
bastante pronto, armada con un plano de bolsillo de la ciudad, como tuvo que
SEÑOR R
tomar dos trayectos de metro, tres autobuses y últimamente un taxicab, llegó
con el tiempo preciso para entrar en el feo y pequeño edificio de piedra roja
cuando acababa de comenzar la ceremonia.
En la sala de espera la detuvo Secker.
—¡Hola! —le dijo al saludarla—. Ha llegado usted tarde; el coroner será
duro con usted porque es un señor muy encopetado que exige que se guarden
todos los respetos.
—Bueno, entonces se va a poner furioso en cuanto yo entre.
El sargento movió la cabeza.
—Traigo un mensaje para usted, de la D. I. —le dijo rápidamente—.
Cannon trató de aplazar este asunto a causa de lo ocurrido esta madrugada, pero
Maggers no lo ha permitido. Era necesario, dijo, adelantar antes del viernes, que
sale el American Diplomat para Estados Unidos. Entonces me encargaron que
le suplicara a usted que en el caso de suscitarse esa cuestión, lo cual
probablemente no ocurrirá, que no mencione más que lo indispensable acerca
de la desaparición de Rosemary Fraser y muy especialmente que no hiciera
mención de las dudas que usted pudiera tener acerca de que Peter Noel la
hubiera asesinado.
La señorita Withers examinó con atención el abierto semblante del sargento.
—¿Esto quiere decir que en Scotland Yard también tienen sus dudas
respecto a ese punto?
Secker movió la cabeza sin soltar prenda.
—Muy bien, mis conjeturas pueden ser también fundadas, quizás mejor que
las del Yard. Y ahora dígame una cosa: Usted debe estar enterado de que del
diario de Rosemary Fraser se arrancaron páginas. También sabrá usted que
desaparecieron; se supone que ella las llevaba consigo o que las destruyó. ¿La
búsqueda tan tremenda a que sometieron mi equipaje en la Aduana era un
intento para encontrar esas páginas realizado por cuenta de la gente del Yard?
El sargento no contestó, dirigiéndola una mirada inexpresiva en la que
apenas se transparentaba una ligera inquietud. Pero la señorita Withers, que se
sentía un poco irritada al descubrir que la policía de Londres era más activa y
hábil de lo que se había figurado, le apretó de cuentas:
SEÑOR R
—O me contesta usted a lo que le pregunto o les digo al coroner y a los
periodistas todo lo que sé de los hechos y además todo lo que me figuro —le
amenazó.
—En cierto modo —confesó muy tieso el sargento Secker— nosotros
recomendamos que los equipajes de los pasajeros fueran escrutados algo más
que de costumbre. Pero le doy mi palabra de que al suyo no se le trató peor que
a los otros.
—¿Y encontraron ustedes…?
—¡Oiga! —protestó el sargento—. Yo no voy a decirle a usted lo que no
deba. ¿Qué se ha figurado?
Pero de todos modos la señorita Withers leyó en la expresión de su rostro
que, a pesar de aquel rastrillado tan escrupuloso de los equipajes, a la policía le
había fallado el tiro.
—Y las hojas arrancadas del diario de Rosemary hubieran hecho también un
paquete demasiado voluminoso para pasar inadvertido entre cualquier traje —
pensó ella en alta voz—. Pero, a pesar de todo —añadió—, yo me apostaría el
último dólar a que salieron del barco.
El sargento estuvo a punto de hacer un signo afirmativo, pero se detuvo a
tiempo y procuró tomar un aspecto completamente oficial.
—Lo mejor que puede usted hacer es entrar dentro —le aconsejó.
Encontró la pequeña sala del Tribunal llena de espectadores, una mesa
atestada con los señores de la Prensa y en las filas de bancos de madera se
encontraban tantos de sus recientes compañeros de barco que un cierto aire de
reunión e intimidad privaba en esta triste ocasión. El ujier que estaba a la puerta
la acompañó para instalarla en un banco entre el doctor Waite y la honorable
Emilia.
El doctor en su atuendo y presencia tenía un aspecto menos que mediano y
estaba mirando de hito en hito al coroner, un señor redondo, vulgar y con una
voz de Júpiter tonante, que en este momento estaba ocupado en hacer pasar un
mal rato al capitán Everett.
—No ha perdido usted gran cosa —le susurró el doctor—; aún están a
vueltas con la identidad del interfecto.
SEÑOR R
—Capitán Everett, usted ha identificado el cuerpo del difunto como el de un
Peter Noel, ayudante de camarero encargado del bar a bordo de su buque.
¿Quiere decir a los señores jurados el tiempo justo que le ha tenido usted
empleado?
El capitán Everett contestó impertinentemente que no era él quien empleaba
el personal de la tripulación y servicio de su navío.
—Noel ha estado en el barco desde primeros de enero —explicó—; hizo en
total ocho viajes.
—¿Su conducta fue enteramente satisfactoria para sus superiores y para
usted?
El capitán tardó un momento en contestar y dijo:
—Sí y no.
—¡Cómo! ¿Qué quiere usted significar con eso?
—Satisfactoria para mí, pero ocurrió algo muy desagradable en el viaje de
julio. Ya sabe usted que nosotros hacemos la travesía de ida y vuelta de Nueva
York al puerto de Londres cada mes. En aquel viaje, según se ha sabido más
tarde, Noel se hizo muy amigo de una pasajera, una viuda muy rica de
Minneápolis, cuyo nombre preferiría no hacer público. Se hicieron novios,
según me dijeron, y como ella tuviera dos hijos mayores de la edad de Noel, la
familia no lo vio con buenos ojos y tomó cartas en el asunto. Unos abogados se
pusieron en contacto con oficiales de la línea y se abrió una investigación,
durante la cual Noel fue separado de sus obligaciones.
El coroner parecía más interesado por el relato que nadie en la sala. La
señorita Withers vio a Cándida Noring, en el extremo del pasillo, sofocando un
bostezo.
—¡Ah! —gritó el coroner—. ¿Pero se le restituyó a sus funciones?
El capitán asintió:
—El resultado de la investigación fue que Noel no había hecho nada
reprobable. La viuda en cuestión tenía ya bastante edad para saber cómo le
convenía comportarse.
Hubo un murmullo de risas apagadas en la sala que fue sofocado
inmediatamente por el coroner.
SEÑOR R
—¿Y aquella dama no formaba parte del pasaje en la última travesía?
El capitán Everett negó con la cabeza.
—Está sana y salva en Minneápolis rodeada de sus hijos que se esfuerzan en
hacerle olvidar su romántica novela de a bordo —contestó.
El coroner echaba fuego por los ojos.
—Haga el favor de limitarse a contestar a mis preguntas —dijo, y después
consultó unas notas—. Oh, capitán, ¿es cierto que hay una cláusula en los
estatutos de su línea de vapores que establece que solamente podrán emplearse
en ella ciudadanos de Estados Unidos?
El capitán pensó un poco lo que le convenía responder y afirmó que así lo
tenía entendido.
—Ya hemos dicho que Peter Noel había nacido en Montreal. Era, por lo
tanto, ciudadano británico. ¿Cómo explica usted esa contradicción?
El capitán Everett fue completamente incapaz de explicarla. Además, le
parecía inútil. Se limitó a decir que en su opinión le emplearían porque Noel
tendría un pasaporte americano.
—Entonces, ¿cómo es…? —empezó el coroner, pero le interrumpió el
inspector-jefe Cannon, que estaba sentado a la mesa inmediata.
Los dos conferenciaron un momento.
—Ya entiendo —dijo con retintín el coroner—. El tal Noel tenía pasaporte
inglés y americano, como lo tenía de otros países. ¿Conocía usted este hecho?
—No —contestó el capitán secamente—. Yo soy el patrón de mi barco y no
tengo tiempo ni costumbre de revolver las cajas del equipo de mi gente como
parece que su policía lo hace.
Se le dijo que podía retirarse, pero quedando a la disposición del Tribunal
para declaraciones posteriores. El capitán, muy descompuesto, se dejó caer tan
pesadamente en el banco que hizo retemblar el piso. Se cruzó de brazos y
esperó. La honorable Emilia se volvió hacia la señorita Withers y expresó su
deseo de que «adelantara aquel hombre».
Se llamó a un forense de edad madura que demostraba muy a las claras que
estas cosas eran para él el pan nuestro de cada día. Declaró que había
examinado el cuerpo de Peter Noel, encontrando que el interfecto había
SEÑOR R
fallecido por la introducción en su cuerpo de más de seis granos[6] de cianuro
de potasio tomados per os (por la boca). La defunción debió ser prácticamente
instantánea.
—¿En su opinión el veneno fue tomado en forma líquida o pulverulenta?
El médico aprovechó aquella oportunidad para enfrascarse en términos
técnicos y oscuros. El veneno no había sido administrado en forma líquida
porque si no se le hubiera encontrado en la faringe y esófago; tampoco en la de
polvo libre, porque hubiera quedado un resto en la boca.
—Parece claro que el cianuro fue envuelto en un pedazo de papel y tragado
en esta forma —afirmó.
—¿Este pedazo de papel fue encontrado en el estómago del interfecto?
—Sí que lo fue.
El forense se retiró.
Se llamó a Cándida Noring. La señorita Withers se dio cuenta de que la
transformación observada en la joven persistía. Se había vestido muy bien y
discretamente, llevando un elegante traje de terciopelo y una boina de la misma
tela, y vino a sentarse en la silla de los testigos sin emoción visible.
El coroner pasó rápidamente por «las generales de la ley» e insistió en que
tenía una compañera de camarote, una tal Rosemary Fraser, a bordo del
American Diplomat.
—¿En la madrugada del 21 de septiembre Rosemary Fraser, su compañera
de camarote, desapareció del barco?
El coroner hablaba con involuntaria delicadeza y la señorita Withers se
preguntó si le había aleccionado un poco el oficial de Scotland Yard, que se
encontraba precisamente detrás de él.
Cándida hizo un signo afirmativo y dijo con voz débil:
—Sí.
—¿A la llegada del vapor al puerto formuló usted cierta acusación ante el
inspector-jefe Cannon acerca de la desaparición de Rosemary Fraser?
—Sí —afirmó Cándida—. Le dije…
—Le ruego que se limite a contestar a mis preguntas. ¿Esta acusación
implicaba a Peter Noel, camarero encargado del bar de a bordo?
SEÑOR R
Cándida asintió. El jurado puso entonces toda su atención, visiblemente
excitado por una dudosa conjetura. Los periodistas empezaron a garrapatear en
sus blancos libros de notas. La señorita Withers se inclinó hacia delante, muy
intrigada. Pero el coroner le dijo a Cándida que podía retirarse.
Cannon —como lo hizo él forense anteriormente— prestó juramento con la
naturalidad de lo que se está haciendo a diario.
—Inspector-jefe —empezó rápidamente el coroner—, ha oído usted ya la
declaración de la señorita Noring. ¿Como resultado de la acusación que le
formuló ésta, arrestó usted a Peter Noel a bordo del American Diplomat, poco
después de medianoche, en la madrugada del 23 de septiembre?
—Sí, señor. Le dije que quedaba arrestado y le hice la advertencia que
manda la ley, y ya me disponía a ponerle las manos encima para cumplir las
formalidades del arresto, cuando él, sacando algo del bolsillo derecho de la
americana, se lo llevó a la boca.
—¿Y usted no se esforzó en evitarlo?
El policía tardó un momento en contestar.
—¡Fue tan repentino…! —dijo—. Yo me dirigí hacia él y lo mismo
hicieron el capitán y el primer oficial, pero el hombre se desplomó cuando le
cogimos.
El coroner asintió con la cabeza y al oír un pequeño murmullo que procedía
de la mesa de los reporteros, se enfrascó de nuevo en preguntas:
—¿Podría usted decir si la actitud de Noel era de excitación, la de un
hombre perturbado; en otras palabras: ¿Se le veía tan desesperado que no es
extraño que atentara contra su propia vida?
El inspector-jefe Cannon contestó con certeza:
—Sí, señor; seguramente estaba excitado. Y tenía una mirada socarrona,
como si estuviera contento de sí mismo.
—¿Vio usted lo que se puso en la boca?
El hombre del Yard se frotó la barbilla.
—Me pareció como un pedazo de papel —dijo, por fin—, pero no lo juraría.
—¿Y usted no se esforzó por todos los medios en evitar que se tragara aquel
papel o lo que fuera y no le prestó los primeros auxilios que requería su estado?
SEÑOR R
Cannon parecía anonadado.
—Yo pensé —dijo— que el detenido trataba de destruir alguna prueba
evidente contra sí mismo y entonces se desplomó como herido por el rayo.
El doctor Waite se inclinó hacia la señorita Withers:
—Todo el mundo sabe que no hay tratamiento de urgencia que valga contra
el cianuro. ¿Por qué en vez de…?
Y se estremeció al oír que le llamaban en voz alta por su nombre.
Después de jurar se le hicieron unas preguntas para hacer constar su
profesión y papel que desempeñaba a bordo. Después el coroner entró en
materia.
—Doctor Waite —dijo—, ¿formando parte de su provisión de
medicamentos tenía usted en su botiquín un frasquito de cianuro de potasio?
—Sí, señor.
—¿Estaba muy lleno?
No estaba muy seguro el doctor Waite, pero había revisado todos los frascos
del botiquín al comienzo del viaje en cuestión.
—Diga al jurado qué es lo que encontró en aquel frasquito cuando lo
examinó a requerimientos de la policía.
El doctor Waite empezó una de sus risitas, que comprimió inmediatamente.
—Lo encontré lleno de sulfato de magnesia, de sal de La Higuera —dijo.
—¿Y no pudo esta sal encontrarse normalmente en aquel frasco?
El doctor Waite movió la cabeza con un ademán negativo.
—No, señor; de ningún modo.
—A no ser que alguien hubiera quitado el cianuro reemplazándolo por la sal
de Higuera. ¿No es eso?
—Efectivamente, ese era el único modo.
—¿Y quién opina usted que hizo esa substitución?
El doctor Waite protestó que se le había hecho jurar y que él no podía
afirmar nada acerca de esto bajo juramento. Que sería mejor que se callara.
—Muy bien. ¿Estuvo Peter Noel en su gabinete de consulta, donde el
botiquín no estaba cerrado con llave, alguno de los días que precedieron
inmediatamente a la muerte que nos ocupa?
SEÑOR R
El doctor hizo un signo afirmativo.
—La noche que Rosemary Fraser se tiró por la borda.
—¡Haga el favor! —interrumpió el coroner—. No estamos ocupándonos de
este caso. Conteste a la pregunta.
Cannon volvió a retreparse en la silla.
—En la noche del 20 de septiembre —se corrigió Waite— Noel se dejó caer
por mi despacho cuando algunos de nosotros estábamos jugando
amigablemente a craps.
—¡Craps!… ¡craps! Haga el favor de limitarse a hablar en inglés, en buen
inglés, en la lengua que se viene demostrando en los tribunales de Inglaterra,
desde hace algunos cientos de años, que es bastante expresiva y extensa. ¿Cómo
quiere usted que entienda el jurado esa expresión de la jerigonza americana?
—¡Craps! —reiteró el doctor Waite, que se quedó aturdido—. Es que yo no
sé que se diga de otro modo. Se juega con un par de dados, se gana con siete u
ocho a la primera tirada, se pierde…
—¡No nos interesa cómo se pierde ni cómo se gana! Los señores jurados ya
comprenderán que usted se refiere a un juego de azar yanqui, a un juego de
garito. ¿Quiénes eran los de la partida?
Waite pensó un instante:
—Primeramente Noel, que sólo estuvo un momento; estaban, además el
señor Hammond, el señor Reverson, el sobrecargo, el tercer oficial, el señor
Healey, el primer oficial Jenkins, hasta que llegó la hora de su guardia de
medianoche, y el coronel Wright.
El coroner preguntó:
—¿Estaban ustedes muy interesados en el juego, tanto que alguien que
tuviera aquel propósito pudiese abrir el botiquín y rápidamente hacer la
substitución del veneno mortífero por la sal de magnesia?
El doctor Waite admitió que podía haber ocurrido así, y cuando se le
autorizó para ello se retiró muy agradecido y se sentó al lado de la señorita
Withers, que estaba moviendo la cabeza con un ademán de incertidumbre.
El coroner consultó sus notas, después su reloj y cruzó unas palabras con
Cannon.
SEÑOR R
Entonces se dirigió al jurado:
—Yo creo que se puede cerrar esta audiencia sin más dilación.
—¡Hola! ¡Hola! —dijo para su coleto Hildegarde Withers.
El coroner continuó:
—Había proyectado llamar a una docena más de testigos, pero su testimonio
sólo podría corroborar lo que ustedes han oído. Es más bien tarde y tendríamos
que suspender la sesión dentro de media hora. A pesar de las infortunadas y
sensibles circunstancias en que aparece que Peter Noel pudo burlar a la justicia,
el caso está completamente claro…
Y miró a Cannon, que sonrió beatíficamente.
—Una joven, con la que Peter Noel estaba comprometido, desapareció del
American Diplomat. Cuando el buque llegó a puerto, un oficial de policía de
elevada graduación subió a bordo para hacer investigaciones y recibió unas
declaraciones que comprometían a Noel. Mientras notificaba a éste que quedaba
arrestado, el hombre tragó un paquete de papel e inmediatamente cayó muerto.
Hemos visto que murió envenenado por el cianuro de potasio y que tuvo
ocasión de haberse procurado una cantidad de este veneno tomándolo algún
tiempo antes del botiquín del barco.
»Entendido, pues, señores —continuó el coroner, que se extasiaba de placer
al hacer estos resúmenes—, que en este caso no puede suscitarse duda alguna
respecto a la hora del fallecimiento, medios empleados o método de aplicación.
Yo someto a la consideración de ustedes el caso de Peter Noel que, al arrestarle
o por suponérsele implicado en la muerte de Rosemary Fraser, se suprimió a sí
mismo envenenándose como último recurso. Es potestativo del jurado el dictar
un veredicto contra persona o personas desconocidas o contra alguna persona en
particular que le haya podido administrar el veneno. No obstante, ustedes me
permitirán que les puntualice que no puede haber cuestión en este caso de que
alguien le administrara el tóxico al interfecto, porque la acción del cianuro es
casi instantánea, lo que significa que Noel no pudo haber comido ni bebido
nada antes que le produjera la muerte en el momento de arrestarle, y déjenme
también puntualizar que fue visto colocándose un pedazo de papel en la boca y
tragándolo.
SEÑOR R
»O dicho de otro modo: ustedes han de concentrar su atención en decidir si
Peter Noel se quitó la vida o si falleció por accidente. Y para ello también
deben considerar el hecho de que Noel había ya tenido algunas dificultades con
sus patronos por causa de cierto asunto con una pasajera y que pudo muy bien
haber temido que se le despidiera definitivamente por el asunto Rosemary
Fraser.
El coroner se dirigió radiante al jurado, diciendo:
—Señores, ¿creen los señores jurados que pueden formular un veredicto
provisional tomando como base los hechos evidentes que se les acaban de
exponer?
En alguna parte del fondo de la sala resopló una mujer. Un bufido no muy
fuerte, pero, al fin y al cabo, era un bufido. La señorita Withers se volvió
rápidamente y vio a Tom y Lulú Hammond. Lulú no era la clase de persona de
quien se pudiera sospechar que diera resoplidos, así es que la maestra se quedó
mirando muy extrañada a la joven.
El jurado salió de la sala de audiencia y retornó a los pocos minutos. El
presidente, un hombre gordo y de ojos acuosos, se levantó.
—Yo digo —y la sala se puso en tensión, haciéndose un profundo silencio.
—Señores jurados —preguntó el coroner—, ¿están ustedes prestos a
pronunciar su veredicto?
El presidente hizo una vigorosa inclinación de cabeza.
—Nosotros decimos que el difunto pudo acabar con su vida por una ne…
negli… negligencia de la policía, porque estaba nervioso, motivado porque le
arrestaron por asesinato de Rosemary Fraser…
—Pero usted no considera… —interrumpió el coroner.
Y la señorita Withers vio a Cannon, que se había puesto de pie, mover los
labios pronunciando una frase y le pareció que decía:
—¡Déjele continuar, hombre!
—Y que cometió un suicidio por su propia mano —terminó el presidente.
Hubo un momento de silencio, y entonces se levantó una mujer, cerca de
donde estaba Lulú Hammond, que se mordía el pañuelo.
—¡Tonterías! —dijo con voz clara.
SEÑOR R
Todo el mundo se volvió para ver la robusta figura de la señora Snoaks, la
camarera.
—Peter Noel no puede haberse quitado la vida por ningún concepto. Al
contrario, tenía muchos motivos para querer vivir; nos habíamos de casar para
Navidad.
Una tenue risa de Cándida Noring rompió el ensalmo y fue el comienzo de
una batahola que sólo duró un momento. La señora Snoaks fue sacada del salón
dando unos orgullosos bufidos que no podía disimular apenas con el pañuelo.
El coroner tenía bastantes cosas que decir, pero antes de que pudiera empezar,
se disolvió la reunión y los jurados ya estaban manoseando los sombreros. La
señorita Withers se vio empujada hacia donde estaba Cándida y la muchacha la
cogió del brazo.
—¿Usted cree que es posible lo que ha dicho la camarera?
La señorita Withers se mordió los labios.
—La señora Snoaks es una arrogante figura de mujer —reconoció—. Pero
tiene, por lo menos, diez años más que Noel. Me temo que se haya dejado
ilusionar por una imaginación desenfrenada.
Pasaron cerca de un imponente personaje que estaba luchando con su abrigo
y que le hizo a Cándida una profunda inclinación de cabeza, a la que respondió
ella con otra menos impresionante. La joven se volvió hacia la señorita Withers
diciendo:
—Es el coronel Wright y la que le ayuda a ponerse el abrigo es su mujer.
—¡Ah!… —dijo la señorita Withers, que, por ser tan poco marinera, no se
había tratado con todos sus compañeros de viaje—. El coronel Wright… espere
un minuto; ¿entonces éste es el señor de quien temía Rosemary que participara
a su familia el escándalo de a bordo?
Cándida asintió.
—Wright trabajaba en el negocio de su padre —dijo—. Y lo dejó después
de haber ocurrido entre los dos no sé qué discrepancia, según me dijo
Rosemary. Y aunque ella nunca tuvo a bordo el menor roce ni con él ni con su
mujer, estaba segura de que no habían de perder tan hermosa ocasión de llevar
malas noticias a su gente.
SEÑOR R
La señorita Withers hizo, medio distraída, un signo afirmativo con la
cabeza.
—Perdóneme —le dijo a su compañera—, voy a alcanzar a los Hammond.
El matrimonio iba delante cogidos del brazo y estaban ya pisando el portal.
La maestra tenía que hacerles una pregunta importante, pero se dio cuenta
de que no era ocasión oportuna. Y así fue como sin ninguna intención de
fisgoneo, al encontrarse detrás de ellos, pudo oír a Lulú Hammond que decía
con voz dura y de pocos amigos:
—Ahora, mi amor, la comedia ha terminado.
Y al decir esta frase soltó de golpe el brazo de su marido y rápidamente se
dirigió a un taxi, que estaba esperando, y que salió de estampía en cuanto subió
ella. La señorita Withers se volvió al lado de Cándida y aún pudo ver que Tom
Hammond trataba de encender su cachimba teniendo un fósforo encendido en la
mano temblorosa… a varios dedos de distancia de la pipa. Y le oyó, al pasar,
cómo calificaba a su esposa con un epíteto, que ya no se emplea en la buena
sociedad desde los lejanos tiempos de la reina Isabel, antes de coger él mismo
otro taxi.
La señorita Withers se quedó parada, medio tapando la salida. Las
ventanillas de su nariz aleteaban venteando.
Cándida Noring, que estaba a su lado, le dijo:
—Tiene usted una cara como si hubiera visto un fantasma.
—Es que acabo de oler uno —le contestó ella.
SEÑOR R
Capítulo VII
SEÑOR R
—Sí, esquelas. Ha oído usted bien. Andy Todd no fue la única persona que
recibió una carta con sobre de luto conteniendo un mensaje pegado a una página
ennegrecida con tinta. Si lo que le ha ocurrido fue accidente o no, yo no lo sé,
pero el tal mensaje presagiaba la muerte de Todd y me parece que el Yard
hubiera hecho mejor interesándose por la otra persona que recibió otro mensaje.
—¿Lo cual significa…?
Había una luz nueva en los ojos del sargento.
—En este caso significa, o se llama, Cándida Noring. La carta se recibió en
el hotel antes de la llegada de Cándida y ella la arrojó al fuego creyendo que era
una broma pesada. Pero yo me estoy preguntando si, realmente, era una broma.
El sargento se estaba preguntando también lo mismo.
—Hubiera sido mejor ponerle un hombre —dijo— que mirase por ella.
Debió comunicarnos esto ella misma.
—¿Sí? ¿Por qué?, yo creo que ella obró de la manera más natural. Y ahora
dígame si este informe que le doy vale o no vale por las preguntas que yo le
hago.
El sargento lo pensó.
—Aquí entre nosotros —confesó por fin—, no pregunta usted demasiado.
Sólo había algunos pedazos de vidrio esparcidos alrededor del cadáver en el
fondo del ascensor. No se encontraron huellas dactilares de ninguna clase en la
puerta. Y sobre la carta, no se ha averiguado sino que apareció en el hotel en la
casilla del correo de Andy Todd, aunque no vino por correo; que la letra, si no
era la de Rosemary, se le parecía extremadamente, y que la tinta, el sobre y el
papel eran de un tipo tan común y corriente que no se les podía seguir el rastro.
De modo que ya ve usted que yo salgo ganando en el intercambio de noticias.
—¡Y tanto! —dijo la señorita Withers, levantándose.
El sargento estaba preocupado.
—Cuando usted vaya al hotel dígale a la señorita Noring que si ella lo
solicita le enviaremos un hombre que podrá evitar que le ocurra nada malo. Los
tenemos muy listos especializados en el trabajo de hotel.
—Así lo haré. Pero no creo que lo pida.
SEÑOR R
—Pues entonces —indicó Secker— lo mejor será que no la pierda usted de
vista. Aunque yo no veo qué más pueda ocurrir ahora. A no ser que ande en
esto un loco perdido. Un loco que trabaje en magia negra. La joven Fraser fue
asesinada, admitámoslo. Pero no hay nadie que pueda obligar a un hombre a
tragar veneno, como tampoco hay nadie que pueda hipnotizar a otro hasta
obligarle a tirarse por el hueco de un ascensor.
—No diré yo tanto —replicó la señorita Withers.
Estaban andando hacia la puerta.
—A propósito —dijo ella—. ¿Se nos retendrá a todos en la ciudad para esta
segunda información?
—¿La de Todd? No creo. Filsom tomará declaraciones si le hacen falta y
todo lo que necesita el coroner se ha puesto en claro en la información del caso
Noel.
—¿Todo? —dijo la señorita Withers con una voz llena de reticencias—.
Fíjese en mis palabras, joven. Hay algo muy oscuro en el fondo de este asunto
que parece tan claro.
El sargento ya empezaba a creerlo.
—Es un caso descoyuntado —observó tristemente.
Le daba pena el pensar en lo que se estaba perdiendo. Porque es el caso que
a pocas leguas de Londres se estaba celebrando en sus propias tierras
ancestrales —tantas veces, ¡ay!, hipotecadas— la caza de cachorros de zorro,
mientras su propio caballo se consumía en la cuadra.
—Pero qué mala sombra la mía haber nacido para enderezar este entuerto.
—Alguien le llamaría a eso egoísmo —le dijo la señorita Withers, y se
dirigió rápidamente hacia el Embankment.
Hacía un viento desapacible, muy frío y húmedo, y como las luces de las
calles ya empezaban a encenderse, la señorita Withers se vio incitada a pensar
en el calor y alimento que se contenían en una taza de té. Al lado opuesto del
Alejandría había un Lyons brillantemente iluminado que le recordaba
agradablemente los Childs de su tierra. Entró y empezó a buscar una mesa, pero
antes de que pudiera encontrarla, la saludó desde otra la honorable Emilia.
SEÑOR R
Leslie Reverson se levantó rápidamente para ofrecerle una silla y se reunió con
ellos.
—¿Viene de echar un vistazo por ahí? —le preguntó la honorable Emilia.
—Algo parecido —le contestó ella.
—A mí que me dejen de grandes ciudades. Londres es maravilloso, yo lo
confieso, pero no vengo nunca como no sea por absoluta necesidad. Me estoy
aprovechando de esta obligada estancia para hacerme algo de ropa y tan pronto
como esté de prueba y vea que me sienta bien, Leslie y yo nos volveremos a
Cornualles. Cosas como ésas —y dijo esto haciendo un gesto amplio en el que
la señorita Withers pudo incluir los acontecimientos de la semana y aun más—
no ocurren nunca en Cornualles.
Leslie Reverson tuvo entonces su primera intervención en el diálogo.
—Nunca ocurre nada en Cornualles —dijo amargamente—. Desde que
vinieron los fenicios a comerciar en estaño, y esto ocurrió hace mil años o así.
Y se puso en pie. ¿No les molestará que me largue? —Cuando ya estaba a
medio camino de la puerta, volvió—. Tía, ¿podría usted… quiero decir…?
La honorable Emilia se levantó, cogiendo al mismo tiempo la cartera. La
señorita Withers sorbía el té, poniendo atención a las palabras atropelladas de
Reverson. No pudo comprenderlas, pero lo que decía el joven parecía divertir a
su tía.
—No seas tonto —le dijo la honorable Emilia en voz alta y clara—. Aquí
tienes diez chelines. Con las flores quedas tan bien, y no son la mitad de caras.
Y se volvió a la mesa, cerrando la bolsa.
—La generación actual está perdida —observó—. Sólo Dios sabe lo que le
pasa a este chico; consume su asignación en un abrir y cerrar de ojos. Siempre
una muchacha después de otra…
La señorita Withers vio que su compañera estaba en vena de confidencias y
le dijo:
—Me pareció que su sobrino se interesaba por Cándida Noring…
—Cosas peores podría hacer —contestó la honorable Emilia—. Una
muchacha de muy buenos sentimientos, un poco desdibujada a bordo, pero se
ha despejado, como usted habrá visto, desde que está en Londres. ¿Sabe usted?
SEÑOR R
—Y se inclinó más hacia la maestra—. Yo estaba muy disgustada al principio
del viaje. Leslie no le quitaba ojo a la Fraser, pero afortunadamente no llegó a
comprometerse con ella. El muchacho no tiene más que veinte años; sus padres
murieron cuando era pequeño y el niño quedó a mi cuidado y responsabilidad.
Yo estaré mucho más tranquila cuando regrese a casa llevándolo sano y salvo.
—Si es que lo consigue usted —estuvo a punto de decir en voz alta la
señorita Withers.
Las dos salieron juntas del salón de té y antes de entrar en el hotel la
honorable Emilia se proveyó de lectura comprando todos los periódicos de la
noche y una revista cómica.
—Mi único vicio —explicó—. Me gusta con delirio meterme en un baño
caliente y luego leer hasta dormirme. Y los periódicos me son muy útiles
después… para Tobermory.
La señorita Withers le deseó un baño agradable y se marchó a su cuarto,
donde estuvo sentada contemplando los rojos carbones del fuego hasta mucho
tiempo después de haber pasado la hora de la cena. Su imaginación hacíale ver
en las llamas y las sombras un número incalculable de cuadros fantásticos, pero
ninguno de ellos le sugería la solución clara y definitiva de aquel complejo
rompecabezas que deseaba ver la solterona. Finalmente cogió una hoja de papel
de escribir y un lápiz.
—Esto habrá que resolverlo por álgebra —se dijo—. X igual… pero si
precisamente está ahí la cosa. En que X no es igual a nada. En este asunto no
sirven ni X, ni Y, ni Z.
Borró de mal humor las cifras insensatas y lamentó amargamente no haber
podido comprender la teoría de la relatividad.
El hambre la echó de su cuarto y en un impulso llamó a la puerta de
Cándida. Encontró a ésta envuelta en un albornoz de franela y comiéndose un
suizo. Sobre el tocador había una botella de leche.
—Pase, pase —le gritó alegremente—; comparta conmigo mi frugal cena.
Hay un montón de bollos.
La señorita Withers aceptó una silla y un suizo.
—¿Qué? ¿Estamos a régimen? —preguntó, bromeando.
SEÑOR R
Cándida sacudió la cabeza vigorosamente.
—Estamos sin blanca o poco menos. Otra invitación a cenar me hubiera
venido como anillo en el dedo. Naturalmente, pude hacer que me subieran la
cena y lo pusieran en la cuenta, pero no he querido meterme en gastos que no
pueda abonar.
La señorita Withers comprendió.
—Es siempre un fastidio el tener que recibir giros aquí —dijo—. Pero yo
tendría mucho gusto en adelantarle unas libras…
Los ojos de Cándida se animaron.
—Es usted muy buena, pero no se trata de lo que usted se figura… —Estaba
indecisa y por fin, después de tomar un gran bocado, se determinó a hablar—.
Yo no había dicho nada de esto, pero no creo inferir ningún agravio
diciéndoselo a usted. Ha de saber que Rosemary había de pagar todos los gastos
de nuestro viaje. Ella tenía el dinero… y se lo llevó consigo. Por eso
principalmente creo yo que no fue suicidio porque Rosemary no me hubiera
dejado embarrancada de este modo. No quería mencionarlo por no hablar de
estas mezquindades. Y ahora tiene usted que me he de ceñir a mis propios
fondos, que ni siquiera merecen ese nombre.
La señorita Withers rumió estas noticias.
—Entonces Rosemary era la banquera, ¿no?
Cándida dio un profundo suspiro.
—Es una historia larga de contar —dijo—. Pero yo necesito hablar de esto.
Demasiado tiempo estuve callada.
»Yo conocí a Rosemary Fraser cuando ella era una niña. Sus padres tenían
una enormidad de dinero y figuraban mucho entre la crema de la gente bien de
Búfalo…
La señorita Withers escuchaba en una tensión tan grande que temblaba
interiormente.
La joven continuó:
—Yo no era más que Cándida Noring, cuyo padre murió antes de que
naciera ella, y cuya madre se empeñó en ser una gran modista y se rompió el
corazón en la lucha. Cuando yo estaba haciendo mis estudios superiores me
SEÑOR R
ingenié, para ayudarme un poco, a ganar algún dinero cuidando niños, y
Rosemary fue la primera niña que me encomendaron. Murió mi madre y
algunas de las personas a quienes había servido se asociaron para ayudarme a
fin de que pudiera continuar estudiando. Esto les proporcionaba la satisfacción
de sentirse muy caritativos y es de suponer que yo no era una carga muy pesada
para ellos ya que durante las vacaciones me esclavizaba en servir unas veces de
señorita de compañía, otras de doncella, de institutriz, de cualquier cosa para la
que me llamaran; pero muchas veces tuve que ocuparme del cuidado de
Rosemary. Ella era entonces una muchachita muy dulce y aunque le habían
servido el mundo en bandeja de plata, no era orgullosa y nos tratábamos más
como hermanas que como otra cosa.
Cándida se estiró los dedos, como sacándose un par de guantes imaginarios,
y continuó:
—Por entonces yo conseguí una beca en Saint Andrews, uno de los más
antiguos colegios de señoritas del Este. Durante varios años perdí el contacto
con Rosemary, si bien un verano, y como una recompensa especial, se me
permitió acompañarla a su campamento del Canadá. Cuando me gradué me
quedé en el colegio como ayudante. Entonces Rosemary vino a Saint Andrews
y volvimos a ser amigas íntimas. Éste había de ser su segundo año…
La señorita Withers calculaba los años y otras cifras.
—Ya comprendo —dijo.
—Aún no —le contestó Cándida, como en sueños—. Sucedió que
Rosemary se encontró envuelta en un enredo este año en Bar Harbour, en el
Estado de Maine, donde su familia iba todos los años a pasar los días más
calurosos del verano. Ella no me dijo nunca en qué consistió realmente la cosa,
pero yo presumo que había un hombre de por medio. Era una muchacha
inexperta, de carácter débil, poquita cosa, en fin moralmente, y romántica si las
hay. Se pasó el verano escribiendo sonetos y rompiéndolos, y cuando llegó la
apertura del nuevo curso se negó a volver al colegio, diciendo que quería dar la
vuelta al mundo. Siempre hizo lo que le dio la gana. Su familia no puso más
condición que la de que yo la acompañara para cuidar de ella, como siempre.
Todo lo que yo iba a ganar era tener completamente cubiertos todos mis gastos.
SEÑOR R
Porque, ¿cómo si no una ayudante de colegio, medio muerta de hambre podía
haber realizado semejante viaje de placer?… Debíamos salir el próximo lunes
en el Empress of Siam…
Cándida, al llegar a este punto de su relación, tuvo que interrumpirse y trató
de reprimir los sollozos, mordiendo un pañuelo.
—He procurado no pensar en mí misma —dijo, cuando pudo continuar—,
pero es que es muy triste cuando se ha pasado una la vida sentada como quien
dice a la parte de fuera y viendo las cosas buenas como a través del cristal de un
escaparate, cuando se presentaba un viaje maravilloso, que te lo quiten, que te
lo arrebaten de delante, como se le quita a un pilluelo el higo pendiente del hilo
que se balancea al extremo de una caña.
La señorita Withers asintió, añadiendo luego:
—También a Rosemary le arrebataron algo: su deseo de vivir, quizá la vida
misma. Dígame: ¿realmente la creía usted capaz de suicidarse?
—¡Qué sé yo! Rosemary era capaz de todo. Dramatizaba todas las cosas que
le ocurrían; pudo ser impulsada al suicidio por aquella befa, aquellas crueles,
insensatas carcajadas de la gente la noche de la cena del capitán. Pero hubiera
sido más propio de su modo de ser coger un arma y encender a tiros a todo el
mundo. Ella… —Y se paró en seco—. No voy a hablar de ella ni una palabra
más.
—De una cosa estoy cierta, si es que puedo estar cierta de algo —dijo la
señorita Withers—, y es que Peter Noel no mató a Rosemary Fraser.
Cándida se quedó mirándola con los ojos muy abiertos, pero no dijo nada, y
cogiendo la bolsa de papel le preguntó:
—¿Por qué no toma otro bollo?
Su voz temblaba un poco.
La maestra declinó el ofrecimiento, diciendo:
—Lo mejor que puede usted hacer, joven, es barrer de su cabeza el recuerdo
de todas estas desgracias. No se quede aquí en el cuarto rumiando sus penas.
Salga y distráigase. Piense en algo agradable.
Puso las manos sobre los hombros de Cándida y los encontró tensos como
resortes arrollados. De pronto aquella fuerza se relajó.
SEÑOR R
—Es usted muy sensata y muy buena. Voy a mandar todas estas cosas a
paseo. De todos modos no todo son negruras. He recibido un obsequio
delicioso…
Bruscamente se puso en pie de un salto y corrió al tocador. Del último
estante cogió una gran caja de ébano y se la enseñó muy orgullosa a su
visitante.
—Esto lo recibí un momento antes de venir usted —dijo—. ¿No es una gran
amabilidad de su parte?
La señorita Withers examinó el aromático contenido, muy bien
empaquetado. Eran quinientos cigarrillos turcos con boquillas de paja, de
corcho, plateada, o de seda de varios colores. En la tapa se leía el nombre de
uno de los mejores tabaqueros de Inglaterra —Empey— y encima de la primera
capa de cigarrillos había una tarjeta de visita de Leslie Pendavid Reverson.
—Esto es mejor que una invitación para cenar —le aseguró la señorita
Withers—; aun después de vacía, la cajita es un tesoro.
Cerró la tapa y revisó la madera, finamente trabajada, haciendo signos de
aprobación. En la parte inferior tenía pegado un pedazo de fieltro, sin duda para
que no pudiera rayar la mesa. La señorita Withers vio que al vendedor se le
había olvidado el quitar la etiqueta del precio que venía claramente marcado: L
2, dos libras.
—Vamos a fumar juntas un coffin nail[7]. ¿Quiere usted? —dijo Cándida,
muy animada—. Escoja uno de esos rusos tan delgados o de estos perfumados
de boquilla de seda.
—No, por caridad, me pondría malísima —dijo Hildegarde Withers—. Ya
sé que hoy día fuman muchas mujeres, pero cuando yo era muchacha me
enseñaron que el tabaco era física y moralmente malo… para las jóvenes.
Cándida se encogió de hombros y tomó con delicados dedos uno de los
aromáticos cigarrillos. La señorita Withers sintió que aquella muchacha
apreciaba el lujo, las cosas finas y placenteras de la vida, quizá porque durante
tantos años las había tenido tan cerca y al mismo tiempo tan lejos de su alcance.
—Están colocados tan perfectamente en la caja y se ven tan bonitos que me
duele tomar éste —dijo Cándida, pero encendió una cerilla y la acercó a la
SEÑOR R
punta del pitillo.
—He de marcharme escapada —le dijo la señorita Withers—. Y ahora a
tenérselas tiesas, y si recibe otro anónimo, tráigamelo tan pronto como pueda.
Cándida se quitó el cigarrillo de los labios y dijo:
—Yo creo que ahora que Todd se ha suicidado ya no habrá más cartas de
luto, ¿no?
La señorita Withers comprendió que Cándida no tenía noticia de la enlutada
misiva que se había encontrado en el bolsillo de Andy Todd.
—Así lo espero y lo pido —dijo a la joven, y se marchó.
Cuando miró el reloj vio que eran cerca de las diez y, a pesar del té que
había tomado y los suizos de Cándida, tenía mucha hambre.
—Voy a bajar al grill y tomar un bocado —decidió—. Después de todo,
Cándida tiene cigarrillos para engañar el apetito. Pero yo necesito conservar mis
fuerzas.
Se quedó sorprendida al darse cuenta de que mientras anduvo por el pasillo
hasta llegar al ascensor había estado hablando sola. Una criada, que cumpliendo
algún encargo pasó llevando dos almohadas, se quedó mirándola muy suspicaz
y la maestra fingió que estaba canturreando.
Pero ella no hablaba sola más que si había algo en su mente que estuviera
clamando para que le prestara atención, algo en la subconsciencia que levantaba
la mano como uno de los alumnos de tercer grado de su clase de la Jefferson
School cuando necesitaba hablar. El hablar sola, bien lo sabía, era un esfuerzo
para hacer como que ignoraba aquella señal… porque era mensajera de malas
nuevas.
Cuando entró en el ascensor empezó de una manera sistemática a rebuscar
en su mente. Algún pensamiento, alguna palabra había puesto en marcha una
serie de esa especie de conjeturas que ella se había acostumbrado a tener muy
en cuenta. Y no podía recordar qué era… ¿Cartas de luto, la tarjeta de
Reverson, bollitos, cigarrillos, coffin nails?… Sí, ¡coffin nails! Pero con el
significado de cigarrillos, que le había dado Cándida… No, coffin nails tomaba
ahora en su pensamiento su verdadero significado: ¡Clavos de ataúd!
SEÑOR R
El ascensor ya la había depositado en la planta baja y en un movimiento
inconsciente siguió a los demás ocupantes, saliendo al corredor. Se paró de
pronto y estuvo a punto de suplicarle al criado que la devolviera al quinto piso
en un momento, cuando vio a la honorable Emilia, resplandeciente con su traje
de noche de un discreto carmesí, que se dirigía al foyer.
La señorita Withers se lanzó por el corredor como una horrenda y
formidable ave de presa y vino a caer sobre la honorable Emilia precisamente
cuando esta dama, instalándose junto a una gran maceta de la que emergía una
palmera, se disponía a pasar una hora de agradable reposo bebiendo un brandy
and soda mientras tocaba la orquesta un rondó de Strauss.
Tan de repente se presentó la maestra ante la honorable Emilia, que la
inglesa, al echarse hacia atrás, estuvo muy a punto de hacer rodar la maceta y la
palmera.
—¿Eh? —exclamó.
Pero la señorita Withers no tenía tiempo para dar explicaciones.
—¡Importantísimo! —balbució—. ¿En el salón de té su sobrino le pidió
dinero?
—¿Qué?
Y la honorable Emilia parecía muy irritada.
—¡Vida o muerte! —dijo dramáticamente la señorita Withers—.
¡Dígamelo!
—Sí, efectivamente, lo hizo. Me dijo que no tenía un cuarto y quería hacer
un obsequio a la señorita Noring, unos dulces o cosa parecida.
—¿Y cuánto le dio usted?
—Si es verdad un asunto de vida o muerte… —confesó la honorable Emilia
— le di diez chelines, aunque él quería más, decía…
—¡Santísimo Dios de verdad! —exclamó la señorita Withers, y echó a
correr hacia el ascensor.
La inglesa se quedó moviendo la cabeza, llena de asombro, y después, en un
impulso, se levantó y la siguió. Corría con más gracia que la señorita Withers,
pero las dos llegaron juntas al ascensor.
SEÑOR R
—¿Está usted enferma? —preguntó la honorable Emilia, mientras las
estaban subiendo—. Tiene usted una cara como si hubiera visto duendes.
Pero la señorita Withers le estaba pidiendo más velocidad al asombrado
operador.
—¿Puedo hacer yo algo? —le preguntó su compañera, ya muy inquieta.
—Mucho me temo que ya nadie pueda hacer nada —le contestó la maestra.
Estaban ya corriendo por el pasillo del quinto piso. Al llegar a la puerta de
Cándida, la señorita Withers entró como una tromba. Una enorme sensación de
alivio la descargó el pecho cuando vio que Cándida Noring estaba sentada en un
gran sillón frente a la chimenea y con la vista fija en las llamas. A su lado una
columnita de humo azul subía hasta el techo.
—Perdóneme… —empezó a decir.
Pero en seguida aspiró, olfateando el aire, y corrió hacia delante.
—¡Cándida!
Cándida no contestó. Tenía la cabeza inclinada en un ángulo casi imposible
y el humo que subía a su lado venía del brazo del sillón, donde el cigarrillo
había prendido un fuego sin llama.
—¡Está durmiendo! —aventuró la honorable Emilia.
Pero la señorita Withers cogió a la muchacha por los hombros. Su cabeza
rodó horriblemente hacia un lado y entonces, a pesar de cuanto pudo hacer la
maestra, Cándida Noring resbaló pesadamente al suelo, donde yacía inanimada,
en una actitud de supremo desorden, descubiertos los muslos al arremangarse
en la caída el albornoz.
SEÑOR R
Capítulo VIII
SEÑOR R
repente lo vi todo negro…
El doctor hizo un signo afirmativo, y dijo:
—Voy a echar una mirada a ese pitillo.
Se acercó al sillón que había delante del fuego y estuvo examinando
detenidamente el agujero de la tapicería, pero no pudo encontrar más que tela
quemada y cenizas grises. Entonces se dirigió al tocador y cogiendo la cajita de
ébano la abrió y, después de mucho mirar y olfatear, dijo:
—Nueva labor… y sólo faltan dos cigarrillos.
Cerró la caja y se la puso bajo el brazo.
—Yo me encargo de esto —dijo.
Cándida protestó débilmente:
—Pero si ahí no puede haber nada malo. Es un obsequio de un amigo.
La señorita Withers le hizo unas señas vehementes, pero ella no las vio.
—¿Y quién ha sido ese amigo? —preguntó el doctor.
—Pues… Leslie Reverson, el sobrino de esta señora —dijo ella, señalando
a la honorable Emilia—. Un mensajero la trajo hacia la hora de cenar. Dentro
venía la tarjeta de Leslie.
Cándida hundió la cabeza en la almohada. Las dos señoras se miraron, en
tanto que el doctor echaba unas gotas de un líquido rojizo en un vaso de agua.
—Tome esto cuando se despierte —prescribió—. Se ha escapado usted de
buena. Es usted una mujer de suerte.
—Muchas gracias —dijo Cándida. Y mirando a la señorita Withers—: Si no
ha de volver usted…
—Pero si yo volveré —le anunció alegremente la maestra.
—De todos modos, sepa que le estoy infinitamente agradecida. Usted…
usted parece que lo entiende todo.
La señorita Withers sonrió amargamente.
—No, aún no lo entiendo —dijo—, pero procuro y procuraré entenderlo.
El diálogo quedó interrumpido por la entrada del inspector-jefe Cannon, que
venía con la corbata ladeada y los botines a medio abrochar.
—¿Quién sabe algo de esto? —preguntó.
El doctor Gareth le hizo un resumen de la situación.
SEÑOR R
—Es un caso muy claro de intoxicación por el ácido prúsico —le dijo—;
ahora ya no hay peligro. Voy a pedir que venga una criada a velar aquí unas
cuantas horas.
Y le alargó la caja de cigarrillos.
—Esto es cosa nueva —dijo Cannon—. Hasta ahora no he tenido noticia de
que se administrara veneno por medio de un cigarrillo.
—El cianuro se presta a todas las formas de administración —declaró el
doctor—. Bueno, necesito marcharme en seguida, pero aun volveré esta misma
noche a echar un vistazo. Le dejo eso inspector, y le agradeceré que se reserve
el nombre del hotel al dar la noticia a los periódicos.
—Como pueda me reservaré todo el asunto —prometió Cannon. Estaba
muy atareado con la caja de cigarrillos—. El procedimiento es fácil de adivinar
—dijo en voz baja—. Mojados con veneno y secados después, ¿eh?
Olió profundamente e hizo una mueca.
—Si usted me lo permite —insinuó la señorita Withers, avanzando desde el
rincón donde se había retirado con la honorable Emilia—, yo no creo que los
cigarrillos estuvieran mojados con veneno. Y si estima en algo su salud le
aconsejo que no ponga la nariz tan cerca.
—¿Eh? —dijo el inspector, dando un respingo al reconocerla—. ¿Otra vez
usted?
El tono de su voz carecía de cordialidad.
—Sí, otra vez yo, y ha sido una feliz casualidad que me encontrara aquí en
el momento oportuno. Y además ahora precisamente estaba realizando un
pequeño experimento.
Y así diciendo le enseñó uno de los perfumados cigarrillos de boquilla de
seda que acababa de romper por la mitad. Una pequeña cascada de polvo blanco
cayó al suelo.
—Conque cargados, ¿eh? —exclamó Cannon—. Quitado algo de tabaco y
reemplazado por eso. Bueno, ésta va a ser una nueva pieza para el Museo
Negro.
El cuarto olió más aún a almendras amargas.
SEÑOR R
—¿No les parece que haríamos mejor en continuar nuestra conversación en
cualquier otra parte? —preguntó la señorita Withers, señalando con un gesto a
la cama en que reposaba Cándida.
—No se preocupen por mí —dijo ésta—; ahora me encuentro
completamente bien.
Pero Cannon asintió, y precediendo a las dos mujeres salió al corredor. La
honorable Emilia cogió a la maestra por el brazo en un momento en que el
inspector se volvió al cuarto.
—¿Cree usted que Leslie…?
—No lo creo —le dijo le señorita Withers para tranquilizarla; pero tenía
fruncido el entrecejo.
Cannon se les reunió en seguida, guardándose en el bolsillo un sobrecito
blanco.
—Raspaduras de la parte quemada del sillón —explicó. Y, sacando su
libreta de notas del bolsillo, dijo—: Ahora, si estas señoras tienen la bondad de
hacerme su relación de los hechos…
La criada a quien se había enviado a llamar para acompañar a Cándida,
entraba entonces en la habitación.
—¿No podríamos ir a mi cuarto? —sugirió la señorita Withers—. Allí le
diré a usted todo lo que sé.
No se lo dijo todo, pero sí bastante.
—Le supongo enterado de que recibió Cándida una carta anónima.
—¿Como la de Todd? Sí, Secker me entregó un memorándum. Trabajamos
juntos en el Yard. Este asunto me parece asqueroso. —Y volviéndose a la
honorable Emilia, preguntó—: ¿Dónde está esa preciosidad de su sobrino?
—Mi sobrino se presentará en cuanto sea requerido —dijo secamente la
honorable Emilia—. Le doy mi palabra… Y ya que usted parece ignorarlo
déjeme informarle de que soy hija del último conde de Trevanna.
Cannon saludó con una atenta inclinación de cabeza, pero no quedó muy
impresionado. Había visto condes y condes… y oficialmente había tenido que
realizar investigaciones acerca de uno o dos de ellos.
SEÑOR R
—Yo dudo muchísimo que ese joven fuera tan necio que pusiera su tarjeta
en la caja que contenía el veneno… aun suponiendo que por cualquier motivo
quisiera acabar con la vida de una señorita por quien manifestaba una gran
admiración —indicó la señorita Withers.
—Claro —dijo el inspector—. Pero, ¿dónde está la tarjeta? —Abrió la cajita
y buscó detenidamente—. Tampoco estaba en el tocador ni… —Se encaró con
la maestra—: ¿Se la guardó usted?
La maestra no contestó nada, pero se quedó mirando a la honorable Emilia,
que se puso muy colorada.
—Supongo que no se atreverá usted a registrarme —le dijo a Cannon.
—Désela usted —le aconsejó con afabilidad la señorita Withers—;
reteniéndola no le hace favor a Leslie.
—¿Cómo lo sabe usted? —balbuceó la honorable Emilia.
Pero sacó la tarjeta. Cannon la tomó gravemente.
—Leslie Pendavid Reverson —leyó en voz alta.
—Ya tiene usted nuestras declaraciones —le dijo la maestra—. ¿No será
mejor para usted interrogar al joven Reverson en vez de andarse por las ramas?
—Sí —dijo la inglesa—, voy a traerle.
Pero el inspector la detuvo.
—¿Dónde está su cuarto? Si a usted le da lo mismo enviaré al guardia.
Leslie llegó, de bata y zapatillas. Estaba tan azorado que no pudo decir más
que:
—Oh… ¡Digo!
—¿Ha enviado usted hoy un paquete a la señorita Noring? —preguntó
Cannon.
—¿Un paquete? No, realmente no. Bueno… sí; pero es que no era un
paquete. Le envié unos crisantemos por un botones, precisamente antes de
cenar.
—¿Crisantemos, eh? Bien, pues no ha recibido ningún crisantemo.
¿Llevaban su tarjeta?
—¿Cómo? Sí, naturalmente que sí. Encontré al botones algunos minutos
después y le pregunté qué había dicho ella cuando se los entregó. —Leslie se
SEÑOR R
puso como una amapola—, y me dijo que no había nadie en el cuarto, pero que
los había dejado en el tocador.
—Estaba fuera comprando leche y bollos —dijo la señorita Withers en voz
baja.
—Es una bonita historia —le dijo Cannon— que pronto veremos de
esclarecer. —Dejó el carnet de notas y le enseñó la cajita de ébano—. ¿Conocía
usted esto antes de ahora?
Leslie hizo con la cabeza un signo negativo.
Cannon abrió la caja y dijo, ofreciéndosela:
—¿Le importaría fumar un pitillo de estos?
—¿Y por qué me había de importar? —Pero Leslie, después de hacer
ademán de coger uno, retiró la mano—. No me gustan de esta clase, son
demasiado suaves.
—Suavísimos; de una suavidad excesiva —afirmó Cannon, y dejó la caja—.
Hemos terminado con usted. Pero no lo olvide, no puede salir de la ciudad.
Leslie le dirigió a su tía una sonrisita burlona.
—Precisamente estaba haciendo todo lo posible… —Y de repente la sonrisa
se borró de su cara—. ¡Oiga! ¿No le ha ocurrido nada malo a Cándida, quiero
decir señorita Noring, no es eso?
—Nada grave —se le contestó—. Mañana por la mañana ya estará bien del
todo. Pero alguien ha hecho una bonita faena para hacerla dormir por una
eternidad. ¿No tiene usted idea de quién haya podido ser?
Leslie Reverson puso una cara como de no tener en la cabeza idea de
ninguna clase.
—Bueno, hemos terminado —le dijo impaciente Cannon—. Vaya abajo y
envíeme al botones. Si el muchacho confirma su relación de usted, esto, el
asunto, va a darnos un poquito de trabajo.
La señorita Withers y la honorable Emilia se quedaron solas.
—No ponga esa cara de angustia —dijo la maestra.
La honorable Emilia trató de sonreír.
—Es que Leslie es tan tonto a veces… Por eso estaba yo contenta de verle
interesado por Cándida Noring, que parece tan sensible. ¿Usted no creerá
SEÑOR R
posible que haya sido capaz de…?
—No. No es él el prodigioso enmascarado que mueve detrás de la cortina
los hilos de este feo asunto —dijo la señorita Withers como para sí misma—; y,
al fin y al cabo, yo no veo quién pueda ser. —Y empezó a pasear arriba y abajo
a grandes zancadas—. No; el Leslie Reverson que yo he conocido no es un tipo
capaz de emplear esos procedimientos de novela barata. Pero todo ello es un
perfecto rompecabezas.
—Yo me siento mucho más confiada cuando la tengo a usted cerca —
confesó la inglesa—. La policía se ve tan perdida en este caso… y en cambio
usted parece que se apodere de las cosas.
—Pues, empleando una expresión americana, le diré a usted que me asusta
pensar que he mordido más de lo que puedo mascar —le contó la maestra—.
Como usted había sospechado, yo tengo experiencia en estos asuntos de
homicidios. Allí donde voy parece que me vayan buscando.
Sentía necesidad de hacerle confidencias a aquella mujer, y en un impulso
se fue hacia la maleta y sacó una condecoración, un distintivo de plata.
—Yo no soy una oliscona —explicó—; esto me lo dio hace algún tiempo,
como recompensa, la policía de Nueva York. Claro que es puramente
honorario.
La honorable Emilia se retrepó en el sillón.
—¡Cuénteme cosas suyas! —le suplicó.
Y estuvo más de una hora escuchando absorta, mientras la señorita Withers
contaba algunas de sus aventuras.
—Y así les ajusticiaron a los dos en la cárcel de San Quintín —terminó—.
Y crea usted que siento mucho que no sea ésta una narración muy a propósito
para marcharse con ella a la cama.
—Ya me ha proporcionado usted algo en qué distraerme —dijo la
honorable Emilia, y se marchó a acostarse.
La señorita Withers durmió profundamente y se despertó poco antes de
mediodía al oír el estrépito que producía su puerta arrastrando la silla que había
puesto como barrera. Se levantó soñolienta y vio que la criada esperaba afuera.
—Perdone usted, señorita…
SEÑOR R
—No importa. Hace ya mucho tiempo que debía estar levantada. ¿Quiere
hacer el favor de mandarme un camarero con el desayuno? Estoy muerta de
hambre. —La señorita Withers tuvo de pronto una duda—. Supongo que no
habré dormido dos noches y un día, ¿no?
—Hoy es jueves, señorita.
—Entonces, todo va bien. Y, a propósito, ¿cómo está la joven de este
mismo corredor, la del 505?
—¿La que se puso enferma anoche? Tiene mala cara, señorita, pero ha
desayunado bien. La policía ha venido a verla y hace un momento la he visto
bajando la escalera con un joven.
—¿Un joven?… ¿De la policía?…
La criada fue locuaz.
—No, señorita; ese joven guapo del tercer piso.
La señorita Withers lanzó un suspiro de alivio.
—Muy bien, puede usted marcharse. Y dígale al camarero que esta mañana
quiero dos huevos.
Acababa de comerlos cuando tuvo otra visita. El sargento Secker llamó a la
puerta.
—Buenos días —le saludó ella—. ¿Ya viene usted a admitirme como
consultante?
El sargento no aceptó una taza de té.
—En cierto modo vengo para un recado. Usted puede ayudarnos, si quiere.
No creo descubrir ningún secreto diciéndole que hemos investigado la caja de
cigarrillos.
La señorita Withers no se esperaba esto.
—¿Saben ustedes quién puso el veneno?
—Algo sabemos, pero no todo. Nuestro perito sir Leonardo Tilton los
examinó esta mañana y encontró que tan sólo una docena, o cosa así, de la
primera capa estaban envenenados. En cierto modo los más atractivos. Y aún
está experimentando para averiguar cuál hubiera sido el efecto si la muchacha
se hubiera fumado uno entero. Hasta ahora no se le había presentado ningún
caso de cianuro empleado en forma de incienso.
SEÑOR R
—Bueno —le apremió la señorita Withers—. Pero ¿quién los envió?
—Pues para eso precisamente estoy yo aquí, para ver si lo averiguamos.
Verá usted: La caja fue vendida en la tienda principal del fabricante —Empey
— en el Strand. Se recibió la orden por teléfono y se envió contra reembolso a
nombre de una tal señora Charles al Norwick Hotel, que es una especie de
posada de una travesía de Charing Cross, que está siempre llena de transeúntes.
Según parece, la señora Charles sólo alquiló la habitación para unas cuantas
horas. Todo lo que recuerdan de ella —porque ni siquiera se la inscribió,
desgraciadamente— es que llevaba un abrigo gris de pieles.
La señorita Withers dejó caer la taza de té.
—¿Un qué?
—Lo que le digo: un abrigo de pieles. La gente que lleva ese negocio tiene
sobradas razones para no permitirse bromear con nosotros los del Yard.
La maestra, que estaba mirando fijamente a la pared, preguntó al cabo de un
momento:
—¿Y no hablaron de un largo écharpe de seda azul?
—No hablaron de nada; tuvimos que sacarles todas las palabras con fórceps.
Pero, no, yo no oí nada de tal écharpe. —El sargento se irguió—. Y yo vengo a
preguntarle: ¿Conoce usted a alguna mujer relacionada con este caso que tenga
un abrigo semejante?
La señorita Withers, que estaba con el pensamiento muy lejos de allí, movió
la cabeza en un ademán negativo, más para sí misma que contestando a la
pregunta.
—Dígame —preguntó—: ¿podría hacerme la descripción del cuarto de la
misteriosa señora Charles?
El sargento asintió.
—El cuarto no tenía ninguna particularidad —dijo—. Una cama, una silla,
un buró y uno de esos calentadores de gas de moneda, ya los conoce usted.
—Pero ¿no había nada?… ¿Ni siquiera un alfiler o un pedazo de papel?
El sargento rebuscó en sus bolsillos y sacó un boleto de apuestas, dos
participaciones de lotería y un sobre.
SEÑOR R
—Solamente este pedazo de papel —dijo— estaba entre unas cenizas
debajo del hornillo de gas.
La señorita Withers vio lo que temió ver: un pedazo de papel en parte
chamuscado, de papel crema finamente rayado de azul.
—Ya veo —dijo. Pero más categóricamente podríamos decir que no vio,
que no comprendió nada.
—Bueno, he de marcharme escapado —dijo el sargento—. ¡Ah!, y a
propósito, no se preocupe por el joven Reverson. La historia de sus crisantemos
parece que es cierta. La florista le recordaba y el botones también. Alguien tiró
las flores y metió la tarjeta en la caja de los cigarrillos envenenados.
—¿Tan sencillamente?… Con las cosas que el inspector-jefe se figuraba…
Secker se quedó mirándola.
—No tenga en menos al viejo Cannon. Es un sabueso muy fino. Y ha de
saber usted que ha sido encargado de llevar a buen fin todo este jaleo. Lo de
Noel, lo de Todd y el atentado contra la vida de Cándida Noring. Yo he
trabajado sólo en el suicidio de la Fraser y hago de recadero en lo demás. Y esto
me recuerda que será mejor que me vuelva a mi pista de la dama del abrigo de
pieles.
—¡Buena caza! —le deseó la señorita Withers.
Ésta pasó el resto del día en la biblioteca del British Museum enfrascada en
la lectura de un montón de gruesos volúmenes. Cuando salió había adquirido
muchos conocimientos sobre las propiedades y efectos del cianuro de potasio en
sus varias formas, pero no sabía una palabra más acerca de las series de
misterios y suicidios que estaban empezando a agobiar su inteligencia hasta un
grado verdaderamente penoso.
—¡Y yo que había emprendido este viaje para descansar! —se dijo
tristemente.
Al volver al hotel se encontró con Cándida y Leslie en traje de noche y
adelantándose hacia un taxi.
—Ustedes, niños, siempre impertérritos —observó la maestra.
—Completamente —dijo Leslie Reverson.
Cándida se acercó más.
SEÑOR R
—Nos vamos porque yo estoy demasiado nerviosa para estar en mi cuarto
—confesó.
Parecía más pálida que antes y la señorita Withers se preguntó de nuevo
cómo había perdido aquel saludable color de piel curtida al sol y al aire que
tenía en el barco.
—¿Cómo se encuentra después de su viaje al otro mundo? —le preguntó.
—Muy agitada —confesó—, pero Leslie cree que me sentiré mejor si
vamos a cenar fuera y después a un teatro de variedades, y yo me encuentro
muy segura con él.
—Segura como en un subterráneo —añadió galantemente Leslie.
La señorita Withers pensó en algunos subterráneos que ella había visto y
sonrió enigmática. Después cogió a Reverson por la manga, le atrajo hacia sí y
le dijo al oído en un murmullo:
—Vele por ella.
—Desde luego —contestó Leslie.
Los dos jóvenes subieron al taxi y la señorita Withers se quedó mirando
cómo se alejaban.
—Hacen una buena pareja el nuevo Leslie y la nueva Cándida. Después de
todo su edad respectiva no es tan diferente. Cándida que no ha tenido
adolescencia y Leslie que la ha tenido demasiado larga… —dijo para sí la
maestra.
Cenó en la espléndida soledad del comedor del hotel y sintiéndose muy
desazonada, decidió hacer todo lo posible por olvidar los problemas que la
traían a mal traer, siguiendo el ejemplo de aquellos muchachos, y pensó que una
comedia era lo que le convenía porque la distraería mucho. Sí, es verdad que su
amigo y antiguo novio, Oscar Piper, de la policía de Nueva York, para hacerle
ver alguna en el Palace tuvo que llevarla poco menos que a rastras; pero ahora
se encontraba en Inglaterra y, además, no se sentía con ánimos para ver una
obra dramática o asistir a un concierto.
En el mismo despacho del hotel compró una localidad para el Palladium y
se dirigió a pie hacia el Norte a través del intrincado laberinto de callejas de
aquella parte de Londres. Después de algunas dudas y dificultades encontró por
SEÑOR R
fin el teatro y asistió a una función compuesta por varios actos de la mejor
comedia que había visto en el Palace de Nueva York en los últimos dos años.
Salió por la puerta de Oxford Street, y se apresuró, atravesando la
muchedumbre, a buscar un policeman que le indicara la manera de regresar a
Trafalgar Square. Con gran asombro suyo no encontró en la esquina a ninguno
de aquellos robustos tipos envueltos en impermeables de goma negra, pero
divisó una figura que le era familiar y la hizo detenerse.
Vio a Tom Hammond ayudando a una mujer vestida de un modo bastante
llamativo a subir a un autobús que llevaba el letrero Marble Arch-Edware Road.
Tom esperó hasta que el vehículo emprendió la marcha, se despidió agitando la
mano y echó a andar calle adelante.
Aquella muchacha no era Lulú. De eso la señorita Withers estaba segura. Y
de aquí una porción de preguntas que le hubiera gustado hacer a Hammond. Por
falta de cosa mejor en qué ocuparse, le siguió por Oxford Street, guardando
detrás de él una prudente distancia. Él dobló una esquina y al seguirle ella se
dio cuenta de que le había perdido de vista y se encontró debajo de una
marquesina que ostentaba un rótulo luminoso que decía Oxford Palace.
Curioseó a través de la puerta de cristales y entonces vio a Todd en el despacho
del hotel. Hammond recogió la llave que le dieron y se dirigió al ascensor. La
señorita Withers hubiera querido abordarle, pero se dio cuenta de que era cerca
de medianoche y desistió, pensando que ya sabía dónde paraban los Hammond
y podría ir al día siguiente.
Pero el día siguiente era viernes, el día señalado para la información por la
muerte de Andy Todd. Ella lo había olvidado, pero el sargento Secker se lo
recordó por la mañana, llamándola por teléfono.
—Es muy posible que no la necesiten, pero será mejor que esté allí —le dijo
—. De todos modos, esta vez no ha de ir usted al East End, como quien dice al
fin del mundo. El acto se celebra en Drury Lane.
Encontró el local sin ninguna dificultad, pero la ceremonia la decepcionó
por completo. No hubo ni siquiera el modesto drama de la otra información,
aunque ahora estuviesen ocupando los bancos de madera muchos de los
asistentes a la anterior.
SEÑOR R
El inspector-jefe Cannon, estaba sentado detrás del coroner y, sin duda, el
sargento Secker dijo la verdad al afirmar que él se había encargado de toda
aquella maraña, porque no se veía por ninguna parte a aquel mal genio de
Filsom.
Hubo una primera identificación del cuerpo valiéndose principalmente de la
fotografía del pasaporte de Todd y la declaración de un forense que parecía
fundido en el mismo molde del de la primera información. Dijo éste al jurado
que Todd había encontrado la muerte a consecuencia de una caída de cuatro
pisos —tres pisos y el sótano— y que la autopsia puso en evidencia en el
cerebro una cantidad excesiva de alcohol.
—El cuerpo estaba muy estropeado por la caída —terminó el forense.
—¿Quiere usted decir extraordinariamente destrozado? —preguntó el
coroner.
El doctor no quería decir tanto. Él había visto cosas peores, pero no en
caídas desde esa distancia. Si aquel hombre no hubiera estado tan borracho,
sólo hubiera presentado la rotura de algunos huesos; pero en el estado en que se
encontraba le fue imposible agarrarse a cualquier cosa o caer de pie, y había
dado el primer golpe de cabeza, con las naturales consecuencias.
—¿Fueron tales las circunstancias como para inducirle a usted a creer que la
muerte era consecuencia de un suicidio? —preguntó el magistrado.
El forense asintió con la cabeza; pero antes de que pudiera hablar, el
inspector-jefe Cannon se puso en pie y dijo:
—Yo me permitiría suplicar que se aplazara esta audiencia por motivos que
se reserva la policía.
Esta observación no pareció sorprender lo más mínimo al coroner.
—Muy bien —dijo—. Queda aplazada esta audiencia hasta el lunes
próximo a petición de Scotland Yard.
—Y esto es todo —le dijo el sargento Secker a la señorita Withers al
saludarla cuando ella se apresuraba a salir.
—Sí, por lo visto, así es —contestó la maestra de un modo enigmático.
Y no quiso detenerse porque tenía otra idea.
SEÑOR R
Aún no eran las doce y esperaba coger a los Hammond antes de que salieran
a ver cosas aquel día, o a lo que tuvieran que hacer en Londres. Tomó un taxi
que la trasladó rápidamente al Oxford Palace.
Se dirigió al despacho atravesando un hall todo cristal y plata —un modelo
de decorado modernista que le recordó, por el contrario, el vestíbulo de su hotel
— y preguntó al empleado por los señores de Hammond.
—Voy a ver si están —prometió.
Y en un teléfono interior marcó un número.
—No contestan.
Pero como estaba deseoso de complacerla dijo:
—Si quiere esperar un instante voy a ver si han dejado alguna nota.
Se marchó unos momentos y volvió haciendo signos negativos con la
cabeza.
—Es extraño —dijo—, se han marchado del hotel.
—¿Que se han marchado? —exclamó la señorita Withers, que parecía muy
asombrada.
—Sí, señora; yo no lo sabía porque estaba ayer con permiso. Parece que la
señora Hammond se marchó ayer mañana y el señor Hammond por la noche
muy tarde. Yo estaba seguro de que seguían en la casa porque tienen aún la
correspondencia en su casilla.
—¡Oh! —y la señorita Withers urdió una estratagema—. Soy una próxima
pariente suya. ¿Puede usted darme su nueva dirección?
El empleado negó con la cabeza.
—Lo único que puedo decirle es que su correspondencia la trajeron aquí del
American Express y supongo que la tendremos que mandar allí.
—¿Y el señorito Hammond? ¿Dónde está el niño?
Por la expresión de disgusto que tomó la cara del dependiente comprendió
la maestra que tenía alguna experiencia de las cosas del terrible Gerardo.
—El señorito Hammond se marchó con su madre —dijo.
La señorita Withers dio las gracias y luego, sacando media corona, dijo:
—Ya sé que lo que voy a pedirle no es muy correcto; pero, si no hay
inconveniente, quisiera que me permitiese usted echar una mirada al correo de
SEÑOR R
los Hammond para ver si han recibido una carta que les dirigí ayer… Es muy
importante.
El joven rechazó la media corona con un gesto magnífico y contestó:
—Ya comprendo —y alcanzó, de una de las casillas superiores del casillero
situado detrás de él, unas cuantas cartas.
—Todas de los Estados —dijo—, a excepción de ésta.
Y mostró una carta de luto. Un sobre con un borde negro hecho con tinta.
Su voz tuvo un acento de cortés respeto.
—¿Alguna defunción en la familia? —preguntó—. Desgraciadamente se
marcharon antes de que esto llegara.
La señorita Withers se marchó también dejando la media corona. Comió en
el restaurant inmediato, pero tuvo poco apetito. No pudo evitar el acordarse de
otra mesa en la que había comido. Una mesa redonda del comedor del
American Diplomat. Allí estaba Rosemary Fraser que ya no existía. Andy Todd
también se había marchado de este mundo voluntaria o involuntariamente…
después de recibir una carta enlutada. Otra semejante le había llegado a Cándida
Noring y se había escapado de la muerte de milagro.
Del grupo que se sentaba a la mesa del doctor quedaban la honorable
Emilia, su sobrino, los Hammond y ella misma.
—Tendré que hacer algo —se dijo la maestra, pero no estaba muy segura de
lo que debía hacer.
Era inútil avisar a la honorable Emilia o a Leslie: ya estaban
suficientemente prevenidos. Los Hammond, a pesar de la carta de luto, se
encontraban fuera de alcance… del asesino y de ella misma. Si ella no podía
avisarles, por igual motivo el criminal no les podía encontrar.
Sólo para tranquilidad de su conciencia le puso un telegrama a Tom
Hammond, encargando al American Express el cuidado de dirigirlo a dónde se
encontrara, recomendándole que tuviera a su mujer e hijo tan lejos de Londres
como le fuera posible.
—Aunque se figure que estoy loca —se dijo a sí misma.
Y entonces se quedó cortada. Se le había olvidado uno de los que estaban en
la mesa: ¡el doctor mismo!
SEÑOR R
La señorita Withers sabía que el barco emprendía aquel día el viaje de
retorno a Estados, pero se había de apresurar mucho para llegar a él antes de
que saliera, a las dos y media de la tarde. Pagó en el restaurant, salió y tomó un
taxi.
—Al muelle de Jorge V, voy al embarcadero número 7 —le dijo al chófer
—, y procure darse prisa.
El conductor hizo lo que pudo y más. Siguieron las vueltas y revueltas de
las interminables calles y callejuelas del Este de Londres y llegaron al muelle
poco antes de las dos.
La señorita Withers le dio al chófer una generosa propina y anduvo a lo
largo de los embarcaderos extrañamente solitarios a aquellas horas. Cuando
llegó al que buscaba, sólo encontró a sus pies unos pedazos de serpentinas. Allí
no había ningún barco.
—¿Es aquí donde atraca el American Diplomat? —preguntó a un hombre de
chaqueta de tela azul que estaba barriendo y que era la única persona que allí
había.
El hombre se quedó mirándola estúpidamente.
—Estará de vuelta dentro de tres semanas a partir del lunes —dijo—. Ha
salido hace unas horas.
—Yo tenía entendido que se hacía a la mar a las dos treinta.
—A las once de la mañana, señora, motivado por la marea.
La señorita Withers se asomó al borde del embarcadero y vio una faja de
reluciente humedad. La marea estaba bajando y el American Diplomat estaría
ya más allá de Gravesend.
A bordo de este pequeño y marinero trasatlántico de clase única, el doctor
Waite acababa de levantarse de la mesa que presidía. El pasaje era numeroso y
alegre, formado en su mayor parte por estudiantes americanos que la baja del
dólar obligaba a regresar a su tierra, y el genial doctor se esperaba un viaje
agradable. No sería, estaba seguro de ello, como el anterior, con suicidios,
informaciones y demás. Pero él no contaba más que glorias, con sus tópicos de
siempre.
SEÑOR R
—¡Cuánta gente y qué viaje aquel! Bailando hasta las once o las doce todas
las noches.
No había entonces una Lulú Hammond que hablara con sarcástica dulzura
de la tranquilidad que mata. Experimentando una enorme sensación de alivio,
Waite se volvió a su gabinete y se sentó al escritorio.
El buque inició en el Canal, algo movido, un agradable balanceo. El doctor
se frotó la calva con la palma de la mano, se aflojó el chaleco y se retrepó en la
silla. Después de todo, el mundo no era tan malo como todo eso.
Del estante de su escritorio alcanzó un vaso y una botella grande, se
escanció seis dedos de brandy y se brindó a sí mismo voluptuosamente,
levantando la rica dosis hacia la luz que penetraba a torrentes por la lumbrera.
—¡Éste sí que es un plácido viaje! —se dijo el doctor Waite.
Pero de repente se detuvo y miró el licor de soslayo. En vez del color vivo y
claro del brandy se percibía en el fondo del vaso una nube oleosa de algo
pesado y oscuro.
—¿Qué demonios tiene esto? —se preguntó el médico.
Olfateó el licor y casi lo probó, pero de pronto lo dejó sobre la mesa,
sacudiendo con fuerza los dedos.
Apresuradamente sacó del botiquín los chismes necesarios y practicó un
análisis de laboratorio que recordaba de aquellos tiempos ya tan distantes de la
Facultad de Medicina. Cuando vio el resultado se puso a temblar de pies a
cabeza.
—¡Dios mío! —dijo—. ¡Está cargado de cianuro!
Cogió la botella y con toda su fuerza la arrojó por la portilla al mar.
Después sacó del botiquín una botella de whisky y, aunque olía tan
perfectamente como debía oler, la tiró también.
—¡Me voy a volver loco! —se afirmó a sí mismo—. ¡Completamente loco!
Llamaron a la puerta y el gordo y feliz Sparks entró fumando una nueva y
enorme cachimba que había comprado en Londres para aumentar su ya
numerosa colección. El operador del sin hilos se quitó la pipa de la boca:
—Mensaje para usted —dijo.
SEÑOR R
Y le tendió una hoja de papel amarillo, en la cual había escrito a máquina
estas palabras:
Por primera vez el calvo doctor comprendió que el billete enlutado que le
esperaba a bordo cuando regresó no eran simplemente una broma pesada.
—¡Me volveré loco!… ¡Entera y completamente loco! —dijo.
SEÑOR R
Capítulo IX
SEÑOR R
—Un momento —y dirigió a la señorita Withers por encima de sus gafas
una mirada fríamente investigadora—. ¿Es usted la señora Hammond?
—¿Eh?… No —confesó ella.
—Entonces no puedo entregarle correspondencia dirigida a sea quien fuere
si el interesado no lo autoriza con su firma y después de firmar usted aquí. Yo
tengo en el libro la firma del señor Hammond y con unas letras suyas tendré
mucho gusto…
—¡Vete al diablo! —dijo la señorita Withers entre dientes y, después, con
una clara sonrisa—: Lo siento mucho, no conocía el reglamento.
Devolvió las cartas y salió con paso majestuoso, llevando a remolque a la
honorable Emilia.
—Bueno, no comprendo lo que usted se proponía, pero no lo ha conseguido
—dijo secamente la dama.
—¿Y qué le vamos a hacer? —Si el pecho virginal de la maestra estaba
lleno de sentimiento por lo ocurrido lo disimulaba perfectamente—. Por lo
menos he averiguado que no hay ningún paquete de cigarrillos envenenados o
de bombones ingleses o de sales para el baño que esté aquí esperando a los
Hammond. No había más que cartas y postales.
—¿Y era eso lo que tenía usted en la cabeza? —preguntó, incrédula, la
honorable Emilia.
La señorita Withers sonrió y palpó el arrugado sobre —un sobre con un
estrecho borde de tinta negra— que reposaba en su manga, diciendo:
—Naturalmente… ¡Esto!
Sin hablar más se volvieron al hotel y subieron en el ascensor.
—Me paso mucho tiempo sola ahora que Leslie se ha dedicado a cortejar a
Cándida Noring —dijo la honorable Emilia, algo pensativa—. ¿Por qué no me
hace el obsequio de venir a tomar el té conmigo alrededor de las cinco?
—Con mucho gusto iría —le contestó la señorita Withers—, pero estaré
sumamente ocupada a esas horas. Crea usted que lo siento.
Tan pronto como estuvo en su cuarto puso manos a la obra. Sacó de su
manga la carta de luto que había visto por primera vez en el correo del Oxford-
Palace y que había perseguido hasta conseguir pescarla en las oficinas del
SEÑOR R
Express. La estuvo examinando mucho tiempo. No había duda de que tendría
huellas dactilares —huellas que hubieran podido resolver todo el misterio de
aquella cadena de crímenes al por mayor—. O, más exactamente, lo que estaba
empezando a sospechar que fuera asesinato en gran escala.
Sin embargo sólo Dios sabría cuántas personas —además del remitente—
habrían tocado aquel sobre. Primeramente ella, además el joven de la oficina
del American Express, los dependientes del Oxford-Palace, los carteros… Por
otra parte la policía tenía uno de estos fantásticos mensajes intacto: el que se
encontró en el bolsillo del difunto Andy. Ya descubrirían ellos todo lo que
pudiera descubrirse en cuanto se relacionara con las huellas. La señorita
Withers no tenía medios para realizar este trabajo, y además había sabido por su
amigo el inspector Piper que a este lado del Atlántico, en estos avanzados
tiempos, se encontrarían todavía muy pocos jurados que admitieran las huellas
dactilares como una prueba evidente.
—¡Al diablo las huellas! —dijo, y dedicó su atención al sobre mismo.
Éste a primera vista le dijo muy poco: era blanco y cuadrado. El sello estaba
al borde mismo de un ángulo y el matasellos decía: «LONDON-8 A. M.-26
SEP.-1933». De modo que había sido marcado el 26 de septiembre de 1933, a
las ocho de la mañana. Debajo de esta fecha había una letra sola —C.— que
ella supuso que correspondía a la estafeta de Correos en que se había
matasellado la carta. Esto le importaría más a Scotland Yard que a ella y aun a
la misma policía quizás le interesara muy poco. Algún significado tenía aquella,
no obstante, y es que era la primera carta de esta clase que venía por correo.
La dirección estaba escrita con tinta azul-negra corriente y con una letra
redondilla, en la que deliberadamente se había evitado cualquier característica
personal. Era la misma letra de las otras cartas de luto. La señorita Withers
estaba completamente segura de esto. Además, como había estudiado, aunque
de un modo algo elemental, los tratados que se ocupan de la identificación de la
escritura, como el notabilísimo de Gipsy, Louise Rice, sabía que realmente
podía dar muy poca luz una cantidad tan limitada de palabras como es el
sobrescrito de una carta. Éste decía solamente: Mr. and Mrs. Tom Hammond,
American Express, London. Además se había garrapateado por los empleados
SEÑOR R
algunas notas para reexpedirlo al Oxford-Palace y de aquí para devolverlo, pero
esto, naturalmente, no interesaba.
Era, pues, seguro que el que había escrito aquella dirección lo hizo sin
emocionarse. Pues solamente en un estado de frialdad extrema se podía
esconder tan a la perfección la propia personalidad. Aparte de lo dicho, sólo
podía notarse que la tinta del borde negro se había puesto apresuradamente.
Sin más titubeos, la señorita Withers introdujo un alfiler en la solapa del
sobre y abrió la carta.
Como se figuraba, ésta consistía en unos pedazos de papel de color crema,
pegados sobre un fondo ennegrecido con tinta.
El tipo de letra era, sino el mismo, muy similar al del sobre, aunque parecía
más definido, más natural y humano, más intenso. El que había escrito aquellas
palabras estaba inflamado de pasión:
Y tú que te imaginas ser un ente superior y no eres más que un necio
satisfecho de sí mismo, ya aprenderás uno de estos días que las gentes que te
rodean no son precisamente muñecos para reírse con…
—Nunca terminó una frase con una preposición —se dijo la señorita
Withers, abstraída.
Había sufrido una decepción porque esperaba algo definitivo, algo más
puntualizado, en aquella misiva. Era como todas las demás; dejaba ver una
malignidad que llegaba hasta el odio, pero que no bastaba a explicar la triste
sentencia que había recaído sobre dos, por lo menos, de los que recibieron estos
billetes. Sólo unos meses después, cuando todo había terminado, supo que se
había de añadir a aquella lista al doctor Waite.
Largo tiempo permaneció sentada con la vista fija en aquel aviso fúnebre,
pero aquel examen tan detenido no despertó ninguna inspiración ulterior. Todo
aquel asunto parecía infantil y hasta ridículo y, no obstante, ya habían fallecido
—y de muerte extremadamente trágica— tres personas, y la otra, el pobre
Waite, había visto tan de cerca la guadaña de la muerte que durmió
pésimamente una infinidad de noches durante meses y meses.
—Yo me pregunto —se dijo la señorita Withers, mientras guardaba
cuidadosamente la sustraída carta— ¿qué sería exactamente lo que Peter Noel
SEÑOR R
estaba echando al mar aquella mañana…?
En el pedacito de papel que ella recogió se encontraban aquellas letras
cabalísticas osem. Éstas podían, en realidad, formar parte de la palabra Yosemite
(el gran parque nacional americano), pero encajaban también en Rosemary, y la
señorita Withers se inclinaba fuertemente a esta última posibilidad. Entonces,
¿es que Noel también recibió antes de morir un aviso semejante a los otros? Si
ocurrió esto, ¿qué influencia tuvo en su suicidio?
Suponiendo que no fue un suicidio, entonces ¿cómo pudo nadie hacer que
un hombre tragara una dosis de veneno a plena vista de la policía y contra su
voluntad? La señorita Withers se volvió a encontrar en su punto de partida.
Pidió que le subieran el té a la habitación y procuró olvidar entretanto todo
aquel embrollo. Pero no fue posible. Se encontraba en la mitad del segundo acto
de un misterioso melodrama: asesinato en plena escena y ante la sala llena de
gente; y sin tener la menor idea de cuál era su obligación ni de la línea de
conducta que debía seguir.
—Hace tres años —se increpó a sí misma— que estás deseando pillar un
crimen misterioso sin estar respaldada por Oscar Piper y el resto de la policía, y
ahora que lo tienes bien cogidito no sabes qué hacer con él.
Siguiendo un impulso bajó al vestíbulo y telefoneó a Scotland Yard,
preguntando por el inspector-jefe Cannon, y supo que estaba libre de servicio.
—Probablemente nos dará un telefonazo al salir del fútbol —dijo el policía
que estaba al aparato—. ¿Quiere usted que le digamos algo?
—No vale la pena —dijo con voz cansada la señorita Withers, y preguntó
por el sargento Secker.
—Tampoco está disponible —le dijeron—; tiene la costumbre de pasar el
fin de semana en su casa de Suffolk.
—Tan sólo deseo que los señores del mundo criminal guarden el descanso
de sus días de fiesta tan cuidadosamente como la policía de este país de
maravilla —dijo con acritud la maestra, y colgó el auricular.
Impelida por una necesidad imperiosa de compañía, la señorita Withers
subió al tercer piso y llamó a la puerta de la honorable Emilia, pero no obtuvo
SEÑOR R
respuesta. Volvió a la planta baja y preguntó en la Gerencia si esta dama había
dejado algún recado.
—Su Excelencia está, si no me engaño, en la antesala tomando el té con una
señora invitada. ¿Debo mandarla aviso de que la señora la busca? —preguntó el
empleado.
—No, muchas gracias.
La señorita Withers salió y en el inmediato puesto de periódicos compró
bastantes de revistas y diarios americanos, con los cuales procedió a entontecer
su inteligencia durante aquella noche y parte de la mañana del domingo que la
siguió.
Por la tarde dio un largo paseo, vagando por los jardines del Embankment.
A pesar de la neblina y de un vientecillo frío que subía del Támesis, aquel sitio
estaba lleno de jóvenes de uno y otro sexo, la mayor parte reunidos por parejas,
muchas de las cuales eran felices haciéndose el amor a la manera inglesa, que
consiste en pasearse a zancadas, bajo una carga de grueso paño de mezcla, sin
dirección determinada, pero haciendo un gasto extraordinario de energía.
—¿Quién duda de que al fin caigan el uno en brazos del otro por puro
agotamiento? —pensó la señorita Withers.
Vio una pareja que en vez de caminar a trancos siempre hacia adelante
vagaba por el paseo de la orilla del río, deteniéndose aquí y allá para echar
castañas a las chillonas gaviotas. Cuando estuvo más cerca de ellos se dio
cuenta de que eran Leslie Reverson y Cándida Noring. Marchaban muy juntos,
riendo de todo y de nada. Por lo menos Leslie estaba riendo.
La señorita Withers, con una delicadeza involuntaria, se marchó por un
sendero lateral antes de encontrarse con ellos.
—¡Amor! —se dijo quedamente—. Se te encuentra al borde de un volcán y
en la cubierta del navío que se va a pique y en las sombras del patíbulo.
Y dándose cuenta de lo que le estaba pasando se detuvo, diciendo:
—¡Y a mi edad, Señor!
Y, de una manera absolutamente espontánea, le vino a la memoria el alegre
coro de Patience:
SEÑOR R
—Sí, lo aprueba; pero yo quiero algo más que la aprobación. Y Candy es
tan franca en el hablar… Ayer comimos los tres juntos y la tía no quedó
contenta porque Candy nos hizo rabiar burlándose de la costumbre inglesa de
no poner servilletas en las mesas si no se piden expresamente, y de los cocteles
calientes, y de los impuestos sobre los cigarrillos, y de la falta de calefacción
central…
La señorita Withers sonrió.
—Cándida Noring está padeciendo un acceso de añoranza americana —le
dijo—. El mejor remedio sería enseñarle algo de la verdadera Inglaterra, que se
encuentra fuera de este Londres, tan viejo y ahumado.
—¡Oh! —Leslie comprendió—. ¿Se refiere usted al campo? No me ha
llamado nunca la atención. —Y luego, castañeteando los dedos—: Espere…
¡tengo una idea! ¡Una idea maravillosa! La tía insistirá en que nos vayamos a
nuestras viejas ruinas de Cornualles uno de estos días. En la ciudad no se
encuentra nada a gusto, especialmente porque sufre por ese antipático animal de
Tobermory. Le voy a proponer que invite a Candy a pasar allá con nosotros
unas cuantas semanas… —Se dirigió apresuradamente a la puerta, diciendo—:
Y mil gracias por la idea.
La señorita Withers, que sentía el natural deseo de conservar reunidos a los
personajes de su drama favorito, por lo menos hasta que pudiese atribuirles el
papel que le correspondiera a cada uno, protestó débilmente:
—Pero yo no he sugerido nada…
El joven Reverson, jubiloso de su inspiración, ya se había ido.
La maestra se encogió de hombros y se volvió a sus revistas.
Al día siguiente se echó a la calle muy temprano y se dirigió a Haymarket.
Había una muchedumbre considerable en el departamento del correo del
American Express porque el Europa había llegado el sábado. La señorita
Withers acechaba, perdida entre la gente, pensando en escabullirse para obtener
los informes que necesitaba.
Desgraciadamente para ella el mismo empleado con las mismas gafas
gordas estaba en el mostrador y con sus gruesos lentes parecía ver más de lo
SEÑOR R
que se pudiera imaginar. Hablaba con un joven que llevaba un gabán gris a
cuadros, que se volvió de pronto y se dirigió rápidamente hacia ella.
Era Tom Hammond —y un Tom Hammond como aun no lo había visto la
señorita Withers—. Llevaba una corbata azul que se daba de cachetes con su
camisa verde y tenía los ojos ligeramente enrojecidos. Estaba muy enfadado.
—¡Oiga usted! —empezó a decir—. El empleado me ha dicho que el otro
día usted… —Y se detuvo—. Porque fue usted, ¿no es eso?… Espero que se
dignará darme alguna explicación.
—Ninguna —dijo la señorita Withers fríamente—. Le estuve buscando a
usted muchos días, pero usted se marchó del hotel sin dejar más dirección que
ésta.
—He tomado habitación en el Club Anglo Americano —dijo él secamente
—. Pero ¿qué idea le dio de tratar de apoderarse de mi correo?
—Joven —dijo severamente la maestra—, tranquilícese un poco y se lo
aclararé todo.
Se lo llevó a un rincón y sacó un sobre de luto. Entonces le dijo todo lo que
era necesario que supiese y muy poco más.
—Ahora ya lo comprenderá usted —terminó diciendo—. Yo creí que mi
deber era prevenirles a usted y a su mujer para el caso de que esta insensata
cadena de crímenes continuara en marcha. Como no logré ponerme en contacto
con ninguno de ustedes me tomé la liberad de escudriñar un poco para tener la
seguridad de que no se les había enviado por correo nada que pudiera causar
una nueva tragedia.
Tom Hammond tenía en la mano la carta que ella le había devuelto.
—Esto es un cúmulo de barbaridades —dijo—. Voy a entregarla a la
policía.
—La policía ya tiene una carta como ésta y no ha sacado por ella más
consecuencias de las que he sacado yo. Quizás ni siquiera tantas. Si ha de seguir
usted mi consejo coja a su mujer y a su hijo y váyase de Inglaterra tan aprisa
como pueda. Éste era un viaje de vacaciones, ¿no es así? Bueno, pues usted
puede pasarse las vacaciones en cualquier parte… donde sea más saludable.
Tom Hammond le dirigió una extraña mirada de soslayo.
SEÑOR R
—Eso es más fácil de decir que de hacer.
—¿El qué?
—El recoger a la mujer y al chico. Porque ha de saber usted que desde el día
de la información de Noel no les he puesto la vista encima.
—¡Cómo! —dijo la señorita Withers, que no se esperaba esto—. ¿Quiere
usted decir…?
—Quiero decir que Lulú se ha separado de mí —contestó él secamente—,
Dios sabe por qué. —Lo dijo levantando la voz y, contra su voluntad, las
palabras salían atropelladamente de su boca—. Cuando me dejó al salir del
Tribunal volví al hotel y me enteré de que se había marchado con Gerardo y los
equipajes y todo.
—Pero dejaría alguna comunicación.
—No dejó nada. Yo no sé qué le puede haber dado para obrar así. Debería
examinarla una comisión de especialistas en enfermedades mentales. Ya en el
barco se había puesto muy rara y aquí, en Londres, la cosa fue en aumento. Si
quiere usted saber mi opinión, yo creo que se ha vuelto francamente loca.
—Hombre, hombre; ¡no será tanto! —dijo, compadecida, la señorita
Withers—. Quizás yo le pueda ayudar a encontrarla… Porque usted la querrá
encontrar, ¿no?
—Me gustaría infinito tener una ocasión de estar diez minutos a solas con
mi mujer —contestó Hammond con cierto retintín.
La señorita Withers quiso creer que estas palabras no tenían segunda
intención.
—No puede haberse escapado —le dijo—. Si yo le tengo que ayudar es
preciso que me diga una cosa: ¿No le dio usted ningún motivo para que se
fuera?
Hammond echaba fuego por los ojos.
—¡No, ninguno absolutamente!
Y a propósito de esto se explicó hasta con exceso, en opinión de la maestra.
—No tengo la menor idea de por qué le estoy diciendo a usted estas cosas
—terminó, muy belicoso—. Y que conste que yo no le he pedido que interceda.
SEÑOR R
—Pero usted lo desea —le dijo la señorita Withers—; usted desea encontrar
a su mujer y a su hijo Gerardo.
—No me interesa Gerardo, puede continuar perdido.
—Y que yo les dé una ocasión de echar pelillos a la mar —continuó la
señorita Withers—. Sin duda habrá herido usted de algún modo los
sentimientos de Lulú sin darse cuenta. Le recomiendo que esté muy cariñoso
con ella cuando la vuelva a encontrar. Podría suavizar las cosas con un regalo.
Un nuevo reloj de pulsera o un abrigo de pieles o algo por el estilo.
—¡Gran idea! —dijo Tom Hammond, sonriendo burlonamente—. Le
compré un abrigo de pieles tan pronto como llegamos aquí. Pagué sesenta
guineas por el mejor abrigo de ardilla que pude encontrar en Casa Revillon,
esperando que serviría para romper aquel gran silencio suyo, y no obtuve más
que un «Gracias» más frío que el hielo. Se lo puso nada más una o dos veces y
al marcharse lo dejó en el hotel.
—¡Válgame Dios! Eso ya es muy serio… y más grave aún que su mujer se
encuentre sola en Londres y con la probabilidad de estar acechándola un
asesino sin que podamos ni siquiera mandarle un aviso.
—Si yo la pudiera encontrar… —dijo Tom con gran sentimiento—. Aunque
no comprendo cómo pueda dar con ella el misterioso asesino.
—Pero de todos modos puede ocurrir. —Y la señorita Withers tuvo una
idea—. Hay un modo rápido de encontrarla —dijo—. ¿No tiene usted una
fotografía de su mujer?
Hammond vaciló un momento.
—La tenía —dijo—, pero la he roto.
—Bueno, pero ¿y la del pasaporte? ¿No tienen los casados un pasaporte
común?
Hammond negó con la cabeza.
—Nosotros los tenemos separados. Lulú ha viajado una o dos veces sin mí.
Naturalmente, ahora se lo llevó.
—Aparte de que si el retrato es como la mayoría de los de pasaporte, nos
serviría de poco. Yo le iba a decir que podríamos encargar de su busca a los
SEÑOR R
periódicos y a la policía, diciendo que se trata de una persona de quien se
sospecha que sufra de amnesia.
—Y ella le sabrá de dar las gracias por la publicidad —dijo secamente Tom.
La maestra se mordió los labios.
—Quizás se la encuentre sin publicidad ninguna. No debe ser fácil para una
mujer joven y un niño el desaparecer. ¿Ella tomó… quiero decir, si se
encontraba en fondos?
—Lulú dispone de su dinero propio —la informó Hammond.
—¡Magnífico! Entonces podemos encontrar su pista por su Banco. Deme
usted también una lista de sus amigos de Londres.
Tom dio los informes que se le pedían.
—Y a propósito —le dijo—, si la encuentra usted no le dé a entender que
me estoy preocupando por ella. No quiero proporcionarle una satisfacción tan
grande. Póngame dos letras nada más diciéndome dónde se encuentra y lo
demás corre de mi cuenta.
—Naturalmente —asintió la señorita Withers. Echó una mirada al reloj y
vio que había estado más de media hora en aquel rincón de las oficinas, de pie y
expuesta a la corriente del aire—. Si puedo averiguar algo me pondré en
contacto con usted en el club Anglo-Americano, y entre tanto si usted recibe
alguna muestra de bombones, reprima su apetito, joven.
Le hizo una viva inclinación de cabeza y le dejó plantado. Cuando se dirigía
apresuradamente al Mall, ignorante por completo de que un joven muy moreno
la seguía sin perderla de vista, con dudosas intenciones, se congratuló de lo que
se imaginaba ya como cosa hecha.
—He aquí un asunto muy claro —se dijo satisfecha a sí misma.
El resto de la mañana lo gastó en el vano empeño de obtener noticias de los
impasibles empleados del banco del cual se suponía que Lulú Hammond recibía
sus fondos. Le dijeron que allí se guardaba el secreto más absoluto sobre los
asuntos de los clientes.
—Bueno, ¿y estos informes que ustedes me niegan querrán darlos a
Scotland Yard? —preguntó, por fin, ella.
SEÑOR R
—Si la policía nos muestra un mandamiento oficial en debida forma, es
muy posible que sí —le contestaron—. Y, aun así, no es completamente seguro.
Poco antes de la hora de cenar entraba aquella noche la señorita Withers,
cansada y aburrida, en el hotel Alejandría. La honorable Emilia y Leslie
Reverson estaban sentados a una mesita del foyer y tenían delante dos grandes
vasos. Le hicieron señas y se dejó caer rendida en una silla que Leslie se
apresuró a ofrecerle.
—Tiene usted cara de estar deshecha —le dijo la honorable Emilia—; lo
mejor será que tome usted algo para reanimarse. ¿Hemos estado viendo cosas?
—¡Viendo cosas…! He estado rompiéndome las piernas tratando de
encontrar a Lulú Hammond, que parece que se la haya tragado la tierra. No
pude sacar nada en limpio en su banco y ninguno de sus amigos de Londres
tiene la menor idea de dónde puede encontrarse. Creo que no tendré más
remedio que apelar al Yard.
—Le hubiera sido muy fácil. Aquel joven sargento del Yard ha venido esta
tarde dos veces a preguntar por usted y parece que traía algo entre ceja y ceja.
¿No es cierto, Leslie?
Su sobrino hizo un signo afirmativo.
—¡Dios mío! —dijo, sobresaltada la maestra—. ¿Le habrá ocurrido ya algo
malo a la señora Hammond?
—En todo caso ha de ser muy reciente —contestó la honorable Emilia—
porque el sábado estuvo aquí tomando el té conmigo, la misma tarde que usted
se quedó en su cuarto, y hace pocas horas me llamó por teléfono para darme las
gracias por unos consejos que yo le había dado.
—¿Consejos? —preguntó la señorita Withers, como si no diera crédito a sus
oídos—. ¿Se refiere usted a que volviera a reunirse con su esposo?
—En nuestra conversación no se habló de su esposo para nada. Vino a
verme —e invitada por mí se quedó a tomar el té— para consultarme acerca de
un colegio donde poner a su hijo.
—¡Vaya un tipejo! —dijo Leslie, y se calló de nuevo.
—Me dijo —continuó la honorable Emilia— que había decidido ponerle
interno en un colegio de Inglaterra y me preguntó si yo podría recomendarle
SEÑOR R
alguno. Yo le hablé del «Tenton Hall», allá en Cornualles, a pocas millas de
nuestra casa. El director es Starling, un hombre muy entero, que sirvió de tutor
a Leslie…
—Habla muy bajo y gasta un bastón muy gordo —dijo éste por vía de
recuerdo.
—Y ella se decidió a seguir mi consejo.
Y la honorable Emilia tragose de golpe el resto de su consumición.
—Pero, ¿dónde está? ¿De dónde le telefoneó? —preguntó la señorita
Withers.
—De eso no tengo la menor idea —le contestó la honorable Emilia.
Y realmente era así.
—Bueno —decidió la maestra—, voy a comer una tortilla y luego a
consultar con la almohada la solución de mis problemas. De este embrollo se
puede decir aquello de «Cuando más me lo peino más me lo enredo».
—¿Y lo podrá desenredar usted? Supongo que no cesa de investigar.
—«Yo soy el que nunca volvió la espalda, el que siempre marchó recto
hacia adelante» —citó la señorita Withers.
—Hace usted bien —dijo la honorable Emilia—; ninguno de nosotros estará
a salvo hasta que se aclare el misterio. Pero de todos modos yo estaba pensando
que debería usted salir de Londres por algún tiempo. Nosotros nos vamos
mañana a Cornualles, si la modista me cumple el juramento que me hizo de
enviarme esta noche los trajes. Leslie me ha convencido para que nos llevemos
a Cándida Noring. La pobre muchacha necesita un poco de aire libre después de
la horrible prueba por que pasó la otra noche, y estoy pensando que quizá le
fuera a usted agradable venir con nosotros a Dinsul, que es el más antiguo de
los castillos ingleses habitados actualmente. Y es que… —dijo, después de
dudar un momento—, ¡yo me sentiría mucho más tranquila si estuviera usted
allí!
—Mil gracias —dijo Hildegarde Withers—, pero ya sabe usted que la
obligación es antes que la devoción. El centro, el corazón de este enredo que me
he propuesto desentrañar está aquí en Londres, y necesito quedarme hasta que
lo consiga.
SEÑOR R
Y estaba pensando singularmente en Lulú Hammond.
La honorable Emilia se puso en pie y levantó la mano en un ademán de
despedida.
—Adiós, pues —dijo—. Nosotros tomaremos el expreso de la Riviera, que
sale a las diez de la mañana, y con nuestra impedimenta consistente en
Tobermory y el pájaro y… todo lo demás, tendremos que salir temprano para la
estación.
La señorita Withers les deseó bon voyage[10] y subió a su cuarto. Pero, por
muchas ganas que tuviera de marcharse pronto a la cama, no pudo conseguirlo.
El sargento Secker llamó a su cuarto cuando se estaba comiendo la tortilla.
—Tengo que preguntarle una cosa muy importante —le anunció—.
Necesito un complemento a su declaración acerca de lo ocurrido la noche que
desapareció Rosemary Fraser.
La señorita Withers le señaló con la mano una silla.
—Sí, sí —le dijo—; continúe.
—Cuando usted se encontraba en la hamaca y vio a Rosemary inclinada
sobre la borda, ¿cuáles eran las condiciones exactas del tiempo, del mar y todo
lo demás?
—No estaba movido lo suficiente para que el rumor del oleaje pudiese
ahogar un grito o el chapoteo de un cuerpo al caer al agua. ¿Es esto lo que usted
desea saber? —dijo la señorita Withers, pensativa—. Había una ligera brisa;
una brisa bastante fría.
—¿Está usted segura de ello? Me refiero a la brisa.
La señorita Withers fue más positiva:
—Yo creo que era lo que llaman los marineros un viento de proa.
El sargento se mostró encantado.
—Ya tengo cogido al viejo Cannon —dijo—. ¿No lo ve usted claro? Si
había brisa, y con mayor motivo con el viento de proa atravesando el barco de
punta a cabo, ¿cómo demonios pudo el écharpe de Rosemary Fraser pender
recto hacia abajo hasta el punto de poderlo coger un hombre situado en la
cubierta inferior, justamente debajo de ella? ¡Había de flotar al viento donde
ella estuviera!
SEÑOR R
La señorita Withers hizo un signo afirmativo:
—Que es precisamente lo que hacía, ahora lo recuerdo.
—¡Al fin hemos sacado algo en limpio! —dijo el sargento.
—¿Después de un fin de semana muy descansadito? —preguntó la maestra,
un tanto sarcástica.
—Sí, pero los hilos zumbaban y las ruedas rodaban. No ha sido un tiempo
tan perdido como todo eso. Me puse en comunicación con los Estados Unidos.
—¿Sí?
—Sí, señora. Tratando de ahondar en los motivos de esos crímenes. Si es
que de crímenes se trata. Yo no me he preocupado del caso Noel ni de la muerte
de Todd. Aparte de que son irradiaciones de lo de Rosemary Fraser, esto es lo
que a mí se me ha encomendado, y estuve buscando con insistencia el móvil
posible…
—¿Y qué? —le interrumpió rápidamente la señorita Withers—. ¿Averiguó
usted algo acerca de Cándida Noring?
—¿Qué? —preguntó el sargento, dirigiéndola una mirada penetrante—.
¿Cómo sabe usted…?
—Es tan natural que usted sospeche de ella, siendo como era la única amiga
que Rosemary tenía a bordo… Las amistades de viaje, por lo regular, no dan
tiempo a que se desarrollen motivos de homicidio.
El sargento asintió:
—Me puse en contacto con la policía de Búfalo. Se me ocurrió que quizá
Cándida heredara algo de Rosemary o quizás estuvieran las dos interesadas por
un joven, amigo de ambas, como les ocurre a menudo a las americanas.
—Y supo usted…
—Que Cándida Noring no se beneficia en nada con la muerte de su amiga.
Siempre había sido su mayor ilusión hacer un viaje alrededor del mundo y
ahora Rosemary se la llevaba de compañera. Al no existir ella, se acabó el viaje.
Por lo que se refiere a los asuntos del corazón, Rosemary tenía fama en la
ciudad de enamorarse un poco de cada hombre guapo que trataba, pero nunca
muy en serio, y Cándida era el tipo completamente opuesto: estricta amistad
SEÑOR R
con los muchachos y esperando que llegara el gran amor, el Amor con
mayúscula.
—Esto es interesante… pero insignificante al mismo tiempo —dijo la
señorita Withers—. ¿Y cuál es su hipótesis? No me diga que no ha formado
usted ninguna.
—La tengo —admitió Secker—. Alguien mató a Rosemary Fraser. Sólo
Dios sabe quién. Y, una de dos, o ese alguien está matando a los posibles
testigos de su crimen, enviándoles primero un aviso hecho con pedazos del
diario de la difunta con el fin de encauzar las sospechas en una falsa dirección,
o por lo menos de embrollar la solución del problema… —y después de una
breve pausa continuó—: o alguien, que no es el matador de Rosemary, está
tratando de vengarla y, para tener la seguridad de castigar al asesino, está
quitando de en medio una después de otra a las personas de a bordo que se
imagina que hayan podido cometer el crimen. ¿Qué le parece a usted esto como
una hipótesis?
—Ingenioso —concedió la señorita Withers—. Pero, tomando por base los
motivos probables, ¿quién juzga usted que pueda ser el autor del crimen
original, de la muerte de Rosemary?
—Cándida, no; a no ser que tuvieran una riña de la que no tenemos noticia.
Además desde la niñez han estado más o menos juntos y probablemente habrán
reñido y hecho las paces algunas docenas de veces. La honorable Emilia por lo
que puedo ver, de ningún modo, a no ser que tratara de proteger a su sobrino
contra las maquinaciones de una mujer, lo que me parece muy dudoso. La
señora Hammond… posible, si sospechaba que su marido era el hombre
comprometido con Rosemary en el famoso asunto del arca de las mantas. Sólo
que sabemos por Cannon que aquel hombre fue Noel.
—Veo que usted se está limitando estrictamente a uno de los sexos —
observó la señorita Withers.
—¿Ha olvidado usted que la misteriosa señora Charles, que es casi cierto
que fuera la que enviaba las cartas de luto, era una mujer?
—No es preciso que lo fuera. ¿Usted no ha oído nunca hablar de la Mask
and Wig, o de la Haresfoot, o de cualquiera de los centenares de sociedades
SEÑOR R
dramáticas de colegio de los Estados Unidos, en las cuales los jóvenes
representan los papeles de muchachas?
El sargento se quedó con la boca abierta.
—¿Quiere usted suponer que bajo el abrigo de pieles de la señora
Charles…?
—Podía haber unos pantalones en el sentido real o figurado de la palabra —
afirmó la señorita Withers—. Debe usted ampliar su lista de posibles autores.
—Peter Noel pudo matar a Rosemary. Motivo: el verse comprometido con
ella, siendo así que deseaba reservarse para la rica y susceptible mina de oro de
la viuda de Minneápolis. Pero él, con seguridad, no ha remitido ninguna carta,
ni ha matado a Todd, ni atacado a Cándida, etc., etc., por la sencilla razón de
que está completamente muerto.
—Adelante —dijo la señorita Withers—. Continúe con el resto del grupo de
la mesa.
—Bien, tenemos a Andy Todd. Sus sentimientos fueron heridos
profundamente por Rosemary, que estuvo con él muy burlona y despreciativa.
Pero, si él la mató, ¿qué es lo que hizo Noel? ¿Y cómo pudo perpetrar otras
fechorías después de quedar espachurrado en el fondo del ascensor del hotel?
—Exacto —afirmó la señorita Withers.
—También tenemos a Reverson. No le quitaba ojo a Rosemary, según
alguien dijo. Pero podemos asegurar que no pasó nunca de ahí. Y últimamente
nos queda Hammond, que pudo muy bien haber tenido algo que ver con
Rosemary, o haberlo intentado, y matarla después por algo relacionado con
esto, quizá por causa de su mujer… He dejado aparte al doctor de a bordo
porque otros entraron y salieron en su gabinete aquella noche, pero sabemos
que él estuvo siempre allí, jugando a los dados. Tiene una coartada, y es casi el
único que la tiene.
—Se ha olvidado usted de alguien más —le recordó la señorita Withers, que
tenía en los labios una sonrisa enigmática.
El sargento frunció las cejas y luego se serenó.
—¡Bueno! ¿Se refiere usted a sí misma?… ¡Sería ridículo! ¡Estoy muy bien
enterado de quién es usted!
SEÑOR R
—No hay nada ridículo en un caso como este —dijo la maestra secamente
—. Pero, por si quiere saberlo no me refería a mí misma.
Mucho tiempo después de haberse marchado el joven y ambicioso detective,
la señorita Withers, acostada ya, seguía pensando en la lista de figuras que
aquél le había bosquejado.
—Esto sería mucho más fácil de resolver si Rosemary hubiera sido una
nadadora de marca… o si yo conociera el sentido de lo que dijo Lulú Hammond
después de la información.
Esta segunda pregunta había de tener una respuesta más rápida de lo que
ella se esperaba. A las ocho de la mañana siguiente le dijeron que alguien quería
hablarla por teléfono, y bajó corriendo la escalera. El que llamaba era Tom
Hammond.
—Tan sólo quiero que sepa que no hay necesidad de buscar más a mi mujer
—dijo secamente—. No dudo de que las intenciones de usted eran muy
rectas…
—¿Quiere usted decir que ha vuelto con usted?
—No, yo no quiero decir que ha vuelto a mí —la remedó Hammond—.
Quiero decir que acabo de recibir un cablegrama de París. Lulú está allí y ha
presentado instancia de divorcio.
—¿Por qué motivo? —preguntó la señorita Withers rápidamente, decidida a
sacarle hasta el último detalle de la noticia.
—¡Que me condene si lo sé! Pero si la tuviera aquí nada más que diez
minutos ya le daría motivos suficientes, y no me refiero por cierto a la crueldad
mental.
Se le notaba muy violento.
—¿Puedo preguntarle cuáles son sus planes? —le inquirió la señorita
Withers.
—¿Dice usted…? —gritó Tom Hammond al teléfono—. ¡Me voy a beber
hasta que me convierta en un borracho hediondo y escandaloso!
Y colgó de golpe el receptor.
—No me atrevo a reprochárselo —dijo la señorita Withers, después de un
momento de profunda meditación.
SEÑOR R
SEÑOR R
Capítulo X
EL GRAZNIDO DE LA GAVIOTA
SEÑOR R
reproducir. De repente se volvió hacia Cándida, que estaba entretenida con las
revistas, y le preguntó:
—¿Tienes un bombón?
—¿Cómo? Me parece que no… no —contestó la joven, que en obsequio a
Leslie se había propuesto estar muy afectuosa con el niño.
—¿Ni siquiera una barrita de chocolate?
—Ni siquiera eso —confirmó Cándida.
—Me parece que no lo quieres dar.
Sacó del bolsillo un saquito de papel y de esta bolsita cuatro roñosos
caramelos, y los puso en hilera en el antepecho de la ventanilla.
Los demás ocupantes del reservado sintieron un temor repentino de que se
les invitara a participar en aquel festín indeseable, pero no conocían a Gerardo.
El niño tiró el saquito y se metió en la boca los cuatro caramelos a la vez.
Inmediatamente recomenzó su labor de grabado.
El tren se puso en marcha. Cándida, acostumbrada a los ferrocarriles
americanos con sus topetazos y sacudidas, vio con sorpresa que se habían
puesto en marcha sin ninguna vibración perceptible. Por la ventanilla no se veía
más que niebla y algunos edificios que parecían empañados por ella, pero la
mirada insistente de la joven no se fijaba en el exterior, sino en la cara interna
del cristal.
—¡Toma! ¡Si eso no es un cortador de vidrios, sino un brillante! —exclamó
de pronto.
Gerardo se escondió la herramienta y tomó una actitud de desafío.
—Enséñame eso —ordenó la honorable Emilia.
El niño obedeció, presentándolo en la palma de la sucia mano. Era un anillo
con un hermoso solitario.
—¡Cómo! —gritó la inglesa—. ¿De dónde has sacado eso?
Gerardo escondió de nuevo la joya.
—Me lo ha dado mi mamá.
—¿Tu madre te ha dado su anillo de novia?
La honorable Emilia recordó haber visto aquel solitario en el dedo de Lulú
Hammond y lo mismo le pasó a Cándida.
SEÑOR R
—Eso digo yo —contestó Gerardo, que mentía muy mal en esta ocasión.
Vio que no era creído y continuó—: Bueno, es como si me lo hubiera dado; lo
tiró al cesto de los papeles cuando nos separamos de papá y yo lo pesqué.
La honorable Emilia enmudeció de sorpresa.
—De todos modos no se lo voy a dar a usted —dijo, para terminar, Gerardo.
Atrapó la revista que tenía más cerca y se enfrascó en un estudio muy
detenido de las ilustraciones.
—¡Gracias a Dios! —dijo la honorable Emilia para sí.
Pero Dios no quiso recibir por mucho tiempo sus acciones de gracias. Antes
de llegar a los suburbios de Londres, Cándida observó que su conversación con
el atento Leslie era interrumpida por los insensatos aleteos de Dicon el
petirrojo. Éste al principio pareció resignarse a los balanceos que el movimiento
del tren comunicaba a su jaula, pero ahora no paraba un momento y revoloteaba
frenéticamente de un lado a otro de su enrejada prisión, chillando
destempladamente…
La honorable Emilia le miró por encima del número de octubre del Strand,
y dijo:
—Pobrecito Dicon, ¿se estará poniendo malo?
Pero Dicon no estaba enfermo. Cándida fue la primera que se dio cuenta del
motivo de la perturbación del petirrojo e inclinándose más hacia Leslie le
susurró:
—Mira.
Leslie miró, y al cabo de un momento vio al terrible Gerardo que, al amparo
de la revista tras la cual se escondía, disparó una bolita de papel mascado con
tan implacable precisión que, penetrando por entre los alambres de la jaula, le
dio al petirrojo en el pulso, haciéndole estremecer en espasmos de terror.
—¡Oye! —gritó, indignado, Leslie—. ¡No hagas eso! Es indigno lo que
estás haciendo, ¿sabes? Tirar contra un pájaro enjaulado y todo…
El orgullo de la familia Hammond disparó apresuradamente otra escupitina.
—¡Métete en lo que te importe! —le contestó al joven.
—Oye… —empezó a decir Leslie, pero Cándida, con la vivacidad
intelectual propia de su sexo, se inclinó con llaneza y cogió la revista que tenía
SEÑOR R
Gerardo.
—Tengo deseos de echarle una mirada a esto —dijo con una deliciosa
naturalidad.
Hubo quietud para unos cuantos minutos, mientras el tren se deslizaba
agradablemente a sesenta millas por hora. Ya habían pasado la mayor parte de
los suburbios y el horrible apéndice de villas y quintas que tiene Londres se iba
aclarando más y más.
Cándida se entró muy a gusto por las páginas de una interesante novelita
antes de descubrir que las siguientes las había roto Gerardo para procurarse
municiones. La honorable Emilia seguía enfrascada en la lectura de su revista y
Cándida pensó que quizás sería lo mejor el procurar imitarla. Porque era inútil
pensar en una charla con Leslie teniendo enfrente a aquel monstruo con los ojos
muy abiertos que les miraba descaradamente.
Y, en efecto, cuando Leslie volvió del corredor, adonde había salido para
traer un vaso de agua a Cándida, la gritó Gerardo:
—Es su novio, ¿no?
—Los niños no se meten…
—Bueno, ¡claro que lo es! ¡A mí no me la da usted! —Gerardo balanceó las
piernas, presumiendo de listo—. A mí no me gustan las chicas —informó a
todo el grupo.
Nadie parecía inclinado a estimular una nueva declaración sobre sus gustos
y aficiones.
Había desaparecido el cielo de Londres y el sol relumbraba entre pedazos de
nubes, poniendo aquí y allá vivos destellos de luz sobre una maravillosa
campiña, de un verde suave, cortada a la manera de un gigantesco tablero de
ajedrez en pequeños cuadros bordeados de setos vivos. De vez en cuando una
colina cubierta de bosques pasaba rápidamente.
La honorable Emilia parecía esponjarse visiblemente.
—Estamos entrando en el Berkshire —anunció.
Cándida, a pesar del natural estado de tensión nerviosa en que permanecía,
no pudo menos de exclamar:
—¡Qué hermoso es esto!
SEÑOR R
La honorable Emilia arqueó las cejas.
—Espérese hasta que vea Cornualles —le aconsejó.
Pero su mirada se hizo más dulce. Leslie no pudo menos de notarlo.
Se reclinó en su asiento y observó a Cándida disimuladamente,
preguntándose de nuevo, como se había preguntado tan a menudo en aquellos
últimos días, por qué en el barco sólo había tenido ojos para los encantos más
superficiales, más llamativos de Rosemary Fraser. Y no era porque Cándida
había perdido parte de su color tostado que le daba aquel aspecto saludable un
poco infantil, sino que había ganado algo más, algo mucho más profundo.
Leslie prefería mirarla a ella a contemplar los campos del Berkshire.
Al terrible Gerardo le importaba muy poco la belleza rústica.
—¡Vaya unos campos feos! —dijo—. En América tenemos granjas diez
veces más grandes que éstas.
El tren cortó un paso a nivel donde un hermoso tronco de caballos blancos
esperaba con una carga de raíles.
—Mira esos grandes caballos —dijo con diplomacia Cándida, pero no tuvo
éxito como mediadora.
—¡Pues vaya unos caballos! —repitió desdeñosamente el chico—. ¿A eso le
llama usted caballos? En América tenemos caballos diez veces mayores que
éstos.
Un revisor tomó los billetes que la honorable Emilia le tenía preparados y
continuó su marcha por el tren. Ésta era la señal que la dama había estado
aguardando ansiosamente.
Durante más de dos horas el pobre Tobermory estuvo languideciendo en su
caja. Ahora que el revisor ya se había perdido de vista, y que no habría otra
parada hasta Plymouth, adonde se llegaba ya avanzada la tarde, su ama, como
lo estaba deseando, abrió la caja cuando aún era tiempo de evitar que la
destrozara toda a mordiscos y cogió al nervioso y fastidiado animal y se lo puso
en el regazo.
El ingrato minino le hundió las garras en el muslo y con paso majestuoso se
bajó del asiento, donde se enroscó, convirtiéndose en una bola de piel gris-plata
SEÑOR R
tan pronto como quedó convencido de que la puerta y la ventanilla estaban
firmemente cerradas.
El terrible Gerardo le demostró cierto interés.
—¡Vaya un gato! —declaró—. En América tenemos gatos diez veces más
grandes.
Y se le iba acercando de lado dando bordadas.
—Te advierto firmemente que debes respetar los dominios de Tobermory —
le dijo muy áspera la honorable Emilia.
El muchacho se volvió a su rincón y se puso a mirar, aburrido, por la
ventanilla. Pasaban entonces por la aldea de Pewsey.
—¡Vaya un pueblo sucio y feo! —dijo Gerardo en voz baja.
Hasta cierto punto decía la verdad, pero nadie se lo agradeció.
El primer aviso para la comida fue muy bien recibido por todos menos por
Tobermory, que tuvo que volver temporalmente a su encierro. La honorable
Emilia, que continuaba figurándose que tenía un don especial para tratar con los
niños, le habló a Gerardo cariñosamente:
—Qué, ¿tenemos hambre, hombrecito?
—Sííí —le contestó, remedándola, el chiquillo—. Yo soy un hombrecito
que tiene hambre, puede usted apostarse la vida.
Y rompió marcha hacia el vagón-restaurante.
Lo que pidió en un tono estridente al camarero antes de que nadie hubiese
hablado, fue pudding, pastel, mantecado y leche merengada. Todos los postres
de la carta.
—Sería mejor que tomaras algo un poco más… —empezó a decir
débilmente la honorable Emilia, pero el terrible Gerardo se quedó mirándola de
hito en hito.
—Supongo que podré tomar lo que me dé la gana —se disparó en forma
destemplada—. Supongo que el dinero que me dio mi madre es para pagarlo.
Supongo…
—¿Pero es que tu madre te permitió que no tomaras otra cosa más que
dulces?
El chico afirmó con la cabeza:
SEÑOR R
—Mi madre dice que se debe estimular el apetito natural de los niños. Lo ha
leído en un libro. Dice que eso conserva el carácter de uno, la per…
personalidad.
Estas frases las dijo de carretilla. La honorable Emilia se encogió de
hombros y dedicó todos sus cuidados a una ración de cordero frío. La comida
prosiguió en un silencio tan sólo roto por las ruidosas engullidas del niño.
Cándida se había sentado a la mesa con buen apetito, pero al ver a Gerardo
tragando apresuradamente pudding, pastel, mantecado y leche merengada, se le
cortó. Y cuando vio que pedía una nueva ración de pudding y le echaba crema,
azúcar y mermelada de fresa, se puso rápidamente en pie.
—Estoy pensando que lo mejor será que me marche a dar una vuelta por el
tren —dijo.
Leslie se levantó de pronto, dejando intacto casi todo su cubierto. La
comida representaba muy poco para él desde algunos días antes.
—Yo iré contigo —le ofreció.
Y se marcharon juntos.
Gerardo habló con la boca llena de leche merengada.
—Se han marchado para besarse —anunció—. Como hacen en el cine. Yo
conozco eso.
La honorable Emilia suspiró, y pensó que lo mejor sería no decir nada. Y
entonces recordó que su sobrino ignoraba que ella se había comprometido a
quedarse al niño aquella noche en Dinsul y a entregarlo al día siguiente por la
mañana a Tenton Hall.
Había mazmorras excavadas en la roca viva en los subterráneos de su
morada ancestral, y la honorable Emilia reflexionó pensando cuan a propósito
sería una de aquéllas para pasar la noche Gerardo —de preferencia encadenado
—, añadió.
Leslie y Cándida se quedaron en el vestíbulo fumando un cigarrillo.
Pasaron rápidamente las vertientes de Aller Moor, siena y verde.
—El castillo del rey Alfredo —señaló Leslie, tan orgulloso como si él
mismo hubiera colocado cada una de las piedras.
—¡Todo muy hermoso! —dijo Cándida, extasiada.
SEÑOR R
—Pues aún no has visto nada —le dijo Leslie—. Espera hasta que llegues a
Cornualles. Riscos enormes y negros sobre el mar y pequeñas aldeas de
pescadores, todas de piedra gris. —Y, ya cansado de paisaje, continuó—:
Tenemos un magnífico campo de golf no lejos de Dinsul y mañana por la
mañana vamos a hacer una partida. Tú juegas, por supuesto.
—Un poco —declaró Cándida.
—Yo tampoco juego mucho. Te daré diez strokes[11] de ventaja.
—De ordinario me dan cinco —le contestó ella sencillamente.
Leslie silbó y abrió mucho los ojos, admirado. Su propio handicap era de
doce.
—Ya verás, te gustará Cornualles —le repitió—. Y… ¿sabes que es muy
importante que te guste?
—¿Por qué? —preguntó Cándida.
La respuesta que le dio Leslie fue una involuntaria justificación de las
maliciosas sospechas de Gerardo, porque la cogió en sus brazos y la besó,
inexperto, al lado de la boca.
Cándida le apartó, respirando fuerte, y quedó sorprendida, más de sí misma,
porque le gustó, que de Leslie. Después de una pausa dijo, riendo:
—Ha sido una gran fortuna para mi honor que no te haya dicho que juego al
tenis y monto a caballo tan bien como juego al golf.
Leslie se quedó embobado al oír esto.
Ella le tomó el brazo.
—Ven —dijo—. Vamos a socorrer a tu tía.
Entraron en el vagón-restaurante y aún tuvieron ocasión de contemplar un
buen rato al terrible Gerardo engullendo a dos carrillos el resto de un nuevo
pedazo de pudding.
—¡Y que no tendrá, por desgracia, ni la menor cantidad de cianuro! —
observó Leslie.
Cándida le dijo que tenía malas entrañas, pero le ciñó el brazo un poco más.
Este acto despertó en él un deseo enorme de sacrificarse por ella.
—Oye —le dijo—, se me ha ocurrido una idea. Tú y la tía vais a tener un
buen rato de tranquila charla en nuestro reservado porque yo me voy a llevar a
SEÑOR R
este endiablado muchacho a otro departamento para el resto del viaje. A ver si
es cierto lo de la influencia varonil y todas esas cosas que tú sabes.
—Y yo entretanto procuraré hacerme simpática a tu tía —le prometió
Cándida.
Pero Leslie se dio cuenta en seguida de que había mordido más de lo que
podía mascar. Gerardo no puso ningún inconveniente en dejar a las señoras,
pero en cuanto se vieron solos empezó de nuevo a hurgar con el diamante en el
cristal de la ventanilla.
—Oye —le dijo Leslie—, el revisor no estará muy contento de esto. —
Protestó Gerardo—. Ni tampoco es muy bonita la palabra que has grabado.
Gerardo le hizo una mueca, sacando el labio inferior, y siguió trabajando.
—Si continúas —le amenazó Leslie—, te voy a quitar ese maldito diamante.
Gerardo dejó de rayar y empezó a golpear el asiento con los talones. Por una
feliz inspiración se puso a cantar, con voz áspera y desentonada de soprano, una
canción que a duras penas se podía reconocer como la popular El Lobo Feroz.
Al cabo de media hora o cosa así, Leslie tiró el periódico que leía, diciendo:
—Oye, amiguito: ¿no te sería lo mismo cambiar el disco?
Gerardo, que se estaba poniendo cada vez más impertinente, contestó con
un:
—¡Vete al diablo!
—Pero, ven acá. ¿Es que tu madre no te ha educado?
—Yo vivo casi siempre con mi abuela en Brooklyn, y ella me deja hacer lo
que me da la gana —dijo el muchacho, irguiendo la cabeza—. Pero me estaré
quieto si me compras dulces cuando pare el tren.
No estaban lejos de Plymouth.
—Trato hecho —capituló Leslie.
Gerardo dejó de cantar y para distraerse empezó a rascarse estrepitosamente
diversas partes de su anatomía.
El tren paró en Plymouth y Leslie salió corriendo. Volvió a subir, casi sin
aliento, cuando ya se ponía en marcha.
—¿Dónde están los dulces? —preguntó el muchacho.
SEÑOR R
Leslie le alargó un paquetito. Fuera por su apresuramiento o por un sentido
del humour insospechado en él, le había comprado a Gerardo una caja de
Muggles Digestiva Yeast, el excelente depurativo-laxante, en forma de pastillas
cubiertas de chocolate. Pero si fue una broma pesada le falló completamente,
porque el muchacho se rellenó la boca de pastillas y empezó a mascarlas muy
felizmente.
El chico se sintió expansivo:
—A ti te gustan las muchachas, ¿verdad? —preguntó como de hombre a
hombre.
—¿Cómo te a…?
—Por lo menos te gusta esa grandullona de la Noring —le pinchó Gerardo.
Y entonces Leslie perdió los estribos:
—¡Habla con respeto de la señorita Noring o te voy a dar una paliza que no
la podrás olvidar en quince días!
—Sííí… ¡prueba! —contestó Gerardo—. ¡Prueba, si te atreves! Mi padre
me atizó una vez y le señalé. Lo hice como te lo digo. Me apostaría algo a que
hubiera preferido no haberme tocado nunca.
—Y yo me apostaría algo a que hubiera preferido no haberte engendrado
nunca —pensó Leslie.
Gerardo acabó de comerse su chocolate digestivo y atravesaron en silencio
el río Tamar. Las colinas y páramos del antiguo ducado de Cornualles,
cálidamente iluminados por el sol de media tarde, se extendían a su alrededor.
Un paisaje completamente diferente de la Inglaterra que habían dejado detrás de
ellos.
La honorable Emilia y Cándida habían tenido, como se esperaba Leslie, una
charla muy agradable, durante la cual la joven había tenido ocasión de darse
perfecta cuenta del cariño casi fanático que profesaba la dama a sus dominios
de Dinsul, punto de su destino.
—Cuando yo muera —dijo— aquello será de Leslie. Es un patrimonio
inalienable. Lo que me hubiera gustado es que hubieras pasado tu primera
noche con nosotros sin la presencia de ese terrible muchacho.
SEÑOR R
El tren acortaba la marcha al aproximarse a Penzance, y la honorable Emilia
empezó a envolver de nuevo en periódicos la jaula de Dicon. Tobermory
vigilaba, esperando impasible que le llegara su vez, pero no tuvo humor para
ronronear.
Entonces Leslie y el niño se reunieron con ellas y hubo mucho movimiento
mientras se dedicaron a la consabida lucha con los abrigos y a recoger las
revistas.
—¡Qué viaje! —pensó, abrumada, la honorable Emilia.
Y en esto se armó tan espantosa algarabía detrás de ella, que estuvo a punto
de saltar por la ventanilla. Se volvió y pudo ver que Gerardo tenía el dorso de la
mano ensangrentado.
Tobermory, con el lomo arqueado y bufando furiosamente, se había retirado
al extremo más apartado del asiento y ahora presentaba las patas anteriores —
zarpas en ristre— en actitud de boxeo.
—¡Maldito gato, me ha mordido! —aulló Gerardo—. ¡Y eso que apenas le
toqué la cochina cola!
Leslie y Cándida se miraron sonriendo y la joven ofreció su pañuelo en un
gesto maternal, para vendar la herida. La honorable Emilia apaciguó al gato y lo
metió en el maletín.
—Ya te avisé que respetaras a Tobermory —le dijo tranquilamente al
muchacho.
Era la única satisfacción que había tenido durante el viaje. Pero aún le
esperaba otra mayor.
Se apearon en una estación mucho más sucia de lo que pudieran desear, y la
honorable Emilia vio al punto a un hombre alto y enjuto que se acercaba hacia
ellos. Era pelirrojo y tenía una marcada expresión de bondad y firmeza al
mismo tiempo, que sus lentes de fina armadura no podían suavizar. El director
del colegio la estrechó la mano y después hizo lo mismo con Leslie.
—Pero, Starling, no comprendo…
—El señor Reverson me envió un telegrama urgente desde Plymouth,
diciéndome que sería mejor que el niño empezara su vida escolar en seguida. —
SEÑOR R
Se dirigió, radiante, al terrible Gerardo, preguntándole—: ¿Cómo se encuentra
usted, Hammond?
—No crea que me va a gustar su antipático colegio.
—Me parece que está usted equivocado —contestó amablemente Starling
—, pero permítame que le diga que no es absolutamente necesario que le guste.
Los dos se marcharon rápida y expeditivamente.
—En efecto, Leslie —le dijo su tía, mientras se adelantaba en dirección a un
chófer, puesto de librea que esperaba junto a una limousine «Buick» bastante
deslustrada—. A veces espero grandes cosas de ti.
Leslie agarró el brazo de Cándida al tiempo que corregía:
—Si es que tengo exactamente la misma inspiración.
—Buenas tardes, Trewartha —le dijo la honorable Emilia al conductor—.
¿Cómo está la marea?
La cara ancha y coloradota del cornuallés se iluminó con una sonrisa:
—Bajando, milady; pero como sé que a la señora no le gusta esperar, le dije
al barquero que estuviera preparado.
Atravesaron varias calles, formadas por casas que parecían cortadas en la
sólida roca de Cornualles, y después siguieron por una carretera muy mala y
retorcida que bordeaba la ensenada.
Picantes aromas salinos llegaban hasta ellos y la honorable Emilia olfateó
extasiada.
—Newlyn —dijo—. Ya casi estamos en casa.
El coche aceleró la marcha. Rodearon otra curva de los riscos y luego se
metieron en una pequeña aldea de pescadores, de calles tan estrechas que los
ciclistas y viandantes tenían que apartarse en los portales para dejar paso al
automóvil.
Atravesaron la aldea y llegaron a un embarcadero.
—Aquí es —dijo Leslie.
Cándida miró por la ventanilla del coche y vio una hilera de casitas de
piedra y lo que le pareció ser un número incontable de miles de redes puestas a
secar.
—¿Te gusta el sitio?
SEÑOR R
—Es adorable —ella estaba mirando hacia la aldea—, pero no veo…
—No puedes verlo si no miras alrededor.
Cándida dio media vuelta y vio que a menos de un cuarto de milla del
pequeño puerto se levantaba una isla rocosa semejante al puño de un guerrero
armado de guantelete. Estaba coronada de grises murallas que habían sufrido
los embates de todos los temporales.
—No es todo lo que podría ser, pero es el hogar —dijo la honorable Emilia.
Al pie del embarcadero cuatro hombres fornidos, vestidos con libreas en las
que el tiempo marcó su paso, armados de sendos remos, esperaban en un
esquife.
Cándida, en el colmo del asombro, se dejó llevar al bote y vio cómo
apilaban allí el equipaje.
—Hay una calzada que conduce al castillo, por donde puede ir el auto, pero
sólo está descubierta en la marea muy baja —le dijeron—; así es que, por lo
regular, hacemos señales o llamamos por teléfono pidiendo el esquife.
Bogaron los remeros y rápidamente se acercaron a la rocosa montaña.
Cándida vio un pequeño desembarcadero en la falda de la colina. Allá arriba,
sobre el fondo del cielo, se recortaba ceñudo el castillo.
—Debe ser enormemente antiguo —dijo la joven.
La honorable Emilia asintió:
—Se supone que Dinsul Castel fue construido por uno de mis antecesores
que se llamaba Ulrico Pendragon. Debió ser una especie de reyezuelo que
vendiendo estaño a los fenicios pudo construirse un castillo con las ganancias.
Por cierto que no se preocupó de instalar cuartos de baño.
—¡Cómo! ¡Pero si está hablando del padre del rey Arturo! —balbuceó
Cándida.
La honorable Emilia asintió, inclinando la cabeza, radiante de fingida
modestia.
Tomaron tierra en el embarcadero. Los remeros empezaron a luchar a brazo
partido con el equipaje y el grupo empezó a subir una escalera de piedra de un
solo tramo, el más largo que había visto Cándida en su vida.
SEÑOR R
—Éste —dijo— es el lugar más a propósito para encontrarnos a salvo de
aquellos… de aquellas cosas que ocurrían en Londres, o no lo hay en el mundo.
Leslie Reverson le replicó tristemente que allí no se había registrado ningún
acontecimiento en los últimos mil años.
—Hasta que has venido tú —le dijo.
Llegaron a un magnífico portal, de cuya parte superior pendía una ringla de
herrumbrosas barras de hierro, cuyas puntas agudas como espolones apuntaban
amenazadoras hacia abajo.
Cándida se detuvo y se quedó mirando:
—¿Para qué servirá esto?
—En los tiempos en que se construyó Dinsul —le explicó Leslie— a veces
se necesitaba para atrancar las puertas algo más fuerte que el roble. Estás
viendo, querida, el único rastrillo, pudiendo funcionar aún, que existe en el sur
de Inglaterra.
—Pero has de saber —añadió la castellana— que ya no enseñamos su
funcionamiento. Cuando se tira de la gruesa cadena que hay en el vestíbulo, el
rastrillo cae disparado, pero se necesitan cuatro hombres robustos trabajando
algún tiempo para volverlo a subir. Y bien sabe Dios que cuestan bastante caros
nuestros servicios de transporte en el bote para tener que pagar además a los
hombres por trabajar en el torno de ese armatoste. Sólo acostumbramos hacerlo
cuando se permite a los turistas tirar de la cadena. —Vio en la cara de Cándida
una expresión de desencanto—. Bueno, querida, —terminó—, quizá mientras
estés aquí lo haremos funcionar una vez en obsequio tuyo.
Las grandes puertas oscilaron hacia dentro y la honorable Emilia entregó la
caja de Tobermory a un mayordomo, que la recibió sonriendo. Mientras éste la
sostenía sacó al gato y lo cogió en brazos.
—En casa otra vez, Tobermory —le dijo—, ¡y aún no estarás contento!
Leslie fue a tomar el abrigo de Cándida y de un bolsillo del suyo propio se
deslizó algo que cayó al suelo. Miró, se quedó más blanco que la cera, y con
fingida naturalidad le puso el pie encima. Le sonrió a Cándida.
—Tú querrás arreglarte antes de cenar —le dijo—. Treves te acompañará a
tu cuarto.
SEÑOR R
Cándida apenas respiraba:
—¿Qué es?
Leslie Reverson movió la cabeza en ademán negativo y echó una mirada de
reojo a su tía, que se estaba informando amablemente de la salud de Treves y su
familia. Después se inclinó con rapidez y recogió lo que se le había caído del
abrigo y se lo guardó en el bolsillo.
Pero Cándida vio que era un sobre de luto. Blanco, con el borde negro.
Fuera del castillo una gaviota, luchando contra el viento, lanzó un grito
desesperado que parecía el alarido de un alma precipitarse en el infierno.
SEÑOR R
Capítulo XI
CAYÓ EN LA TRAMPA
SEÑOR R
El sargento no tenía intención de marcharse si no le echaban. Un momento
después la señorita Withers realizaba la mayor ambición de su vida, entrando en
una oficina del C. I. D. (Departamento de Investigación Criminal) de Scotland
Yard.
Canon se levantó y le ofreció cortésmente una silla.
—Estoy muy ocupado —dijo con un tono que no prometía gran cosa—. Por
eso la hice venir aquí en vez de recibirla en la sala de espera. ¿Qué me cuenta?
—Primeramente quisiera saber si están ustedes trabajando aún en la serie de
presuntos asesinatos Fraser, Noel, Todd, etc. Porque si no le han dado aún
carpetazo por insoluble quizá les pueda sugerir algo.
—La cosa está aún en marcha y permita que le diga que en todo el año 1932
no hemos tenido en toda Inglaterra y País de Gales más que un solo caso de
homicidio en que no se haya encontrado al autor.
—Y que, por lo tanto, no sería excesivo que tuvieran tres este año, ¿no es
eso? —dijo apaciblemente la señorita Withers—. O quizá media docena, porque
al doctor Waite le robaron una buena cantidad de cianuro.
El inspector-jefe sacó una libreta, diciendo:
—Si tiene usted algo que añadir a su declaración, tendré mucho gusto en
tomar nota.
—No quería más que preguntar una cosa. Es algo que yo no tengo facilidad
para averiguarlo y que desearía saber: ¿Podrían ustedes cablegrafiar a la policía
de Búfalo y enterarse de si Rosemary Fraser era o no de una destreza
extraordinaria en los deportes náuticos? Me refiero a natación: zambullirse,
bucear, etcétera.
El inspector se echó a reír:
—Natación, ¿eh? ¿Cree usted que hay algún nadador que sea capaz de
luchar con las olas seiscientas millas hasta llegar a puerto?
—Hay barcos de pesca que a favor de la corriente del Gulf Stream se
aventuran hasta más allá de las islas Scilly —sugirió el sargento—. Suponien…
—No vimos ningún barco pesquero hasta que pasamos Land’s End —le
dijo la señorita Withers—. Yo no quería decir que Rosemary pudiera llegar a
SEÑOR R
puerto nadando, aunque el hecho de estar Rosemary en Londres la semana
pasada o antes simplificaría enormemente este caso.
—Aquí en el Yard no creemos en aparecidos —dijo Cannon—. No tengo
inconveniente en contestar a su pregunta. Tenemos un informe muy completo
de Rosemary Fraser: descripción, gustos, inclinaciones e historia pasada, y,
según él, Rosemary no era una especie de atleta.
—Pero pasaba todos los veranos en Bar Harbour, Estado del Maine —dijo
el sargento—. ¿No es una de las playas de moda más importantes de los Estados
Unidos? Pudo haber nadado mucho allí.
La señorita Withers le agradeció la intervención:
—Bien, señores; les dejo en su trabajo. Si se me ocurre otra idea o me
entero de algún nuevo asesinato…
—El ciclo debe estar completo —dijo Cannon, que estaba más amable que
al principio—. La gente relacionada con este caso parece haberse esparcido a
los cuatro vientos. Naturalmente, nosotros no les perdemos de vista en sus
residencias actuales.
—Pues yo tengo la manía de que no estamos aún cerca del fin del ciclo
como usted le llama. Y, además, ¿cómo sabe usted exactamente quiénes son,
entre los pasajeros y miembros de la tripulación de aquel barco, los que están
mezclados en este asunto?
Cannon sonrió:
—Fácilmente, mi querida señora. Si usted conoce algo de criminología
sabrá que en todos estos casos de cartas anónimas el autor no deja nunca de
enviarse a sí mismo, o misma, figurándose que eso le protege en cierto modo
contra las sospechas. Por lo tanto, el que envió esas cartas de luto ha recibido
una y ha procurado indudablemente ponerlo muy de relieve.
La señorita Withers sabía esto tan bien como él y asintió.
—¿Han investigado ustedes en los asuntos de la familia Hammond? —
preguntó luego—. Ya saben ustedes que también ellos recibieron su carta de
luto.
Cannon miró unos papeles que tenía en el escritorio:
SEÑOR R
—Al chico se le mandó a un colegio de Cornualles; la señora Hammond
está fuera de nuestra jurisdicción, en París. Y fuera del alcance del asesino
también.
—Pero Tom Hammond no se ha movido de Londres y, según confidencias
recibidas, como dicen ustedes, se está volviendo un borracho perdido y que
puede ser una fácil presa para alguien en esas tristes condiciones. Recuerde que
Andy Todd estaba como una cuba cuando tuvo la caída mortal por el pozo de
un ascensor cuya puerta se hubo de abrir metiendo la mano por una abertura
que era demasiado estrecha para él.
—¿Qué más? —dijo Cannon, que ya se iba cansando.
—Que yo opino que se debió aconsejar a Tom Hammond que, siguiendo el
ejemplo del resto de la familia, saliera de Londres por su propio bien. O, por lo
menos, preocuparse de él y no perderle de vista.
El inspector-jefe se puso en pie.
—Muchas gracias por haber venido; tendré en cuenta las indicaciones de
usted.
Era una muralla humana demasiado alta y gruesa para la señorita Withers.
—Ya sé lo que se proponen hacer ustedes con estos casos de asesinato —
observó agriamente—. Van a esperar hasta que hayan matado a todos los del
grupo menos uno, y entonces arrestarán a éste convencidos de que no pueden
equivocarse.
Salió escapada de la habitación y el sargento miró a su superior.
—No sería una mala idea —dijo.
—Detesto a los policías amateurs —se lamentó Cannon—. El que quiera
ser detective que empiece por el principio, por simple agente de uniforme.
El sargento Secker sonrió al imaginarse un casco encima de la cara alargada
del perfil caballuno de Hildegarde Withers.
—Yo no me refería a su idea de esperar a arrestar al último superviviente
del grupo —contestó Secker—. Yo quería decir que ella me había sugerido una
idea. Hammond ha sido ya marcado por el asesino, por lo menos ha recibido la
carta de luto, y si se le ha visto en la ciudad borracho esto le coloca en una
posición muy peligrosa.
SEÑOR R
—No podemos darle protección policíaca a menos de que la pida —
interrumpió Cannon.
—No quería decir eso. No le avise, dejémosle tal como está y no
espantemos al asesino. Pero, ¡preparémosle una trampa!
—¿Eh?…
—Una trampa con Tom Hammond como cebo.
El sargento se extendió en la descripción de su plan y el inspector-jefe
Cannon, que era un hombre justo, lo encontró bueno.
Allá en su cuarto del Hotel Alejandría la señorita Withers estaba escribiendo
una carta. Durante un buen rato se estuvo devanando los sesos pensando en la
manera de redactar el sobre. No se podía enviar a nombre de la «querida
honorable Emilia». Por fin mandó por un ejemplar del Debrett y allí descubrió
que su apellido no era Reverson, sino Pendavid: «La honorable Emilia
Pendavid, única hija superviviente y heredera del difunto conde Trevanna, título
no extinguido».
La carta decía así:
SEÑOR R
Firmó «Hildegarde Martha Withers» con una letra redonda y amplia, y
metió el pliego en un sobre gris cuadrado que decía: «A la honorable Emilia
Pendavid. Dinsul Castel. Cornualles».
Enviada al correo la carta, dedicó su atención a la caza del criminal. Durante
dos días dividió su tiempo entre las colecciones de periódicos, la sala de lectura
del British Museum y la búsqueda de la enigmática señora Charles, sin
descubrir acerca de ésta mucho más que la policía. La misteriosa joven, si es
que era una mujer, había ocupado varios alojamientos baratos en distintos
hoteles de Charing Cross, no lejos del Hotel Alejandría. Llevaba un abrigo de
pieles con el cuello levantado. Esto era todo lo que pudo averiguar, a excepción
de lo que le dijo una camarera a quien hizo hablar por medio de una buena
propina. Ésta le aseguró que había visto una vez a la señora Charles fumando un
puro en su cuarto. Además, era una mujer de costumbres nocturnas extrañas que
pasaba fuera gran parte de la noche y no regresaba hasta bien entrado el día.
La señorita Withers se puso en comunicación con el sargento Secker,
después de llamar al teléfono mucho rato, para preguntarle si sabía lo que había
sido del diario roto y demás efectos personales de Rosemary Fraser.
—Fueron enviados a su familia, a los Estados Unidos —contestó él.
—Ya, ya —dijo la maestra, muy decepcionada, y colgó el receptor.
Había hecho todo lo posible, pero no logró encontrar ninguna pista.
Entonces se puso a corretear a la ventura por aquella antigua y fascinadora
ciudad de Londres, mirando las caras de los transeúntes y atisbando a través de
los escaparates y puertas de las tiendas, como esperando encontrar allí la
solución del enigma que la preocupaba. Siendo normalmente una persona de
costumbres regulares y aficionada a madrugar, comprendió, no obstante, que
tendría que salir de su rutina, porque no podría lograr la percepción real de la
ciudad a la luz del día, o a lo que los londinenses conocen como luz del día.
Una noche, la cuarta desde que la honorable Emilia y sus acompañantes
habían salido en busca de Cornualles y de la seguridad, estaba paseando sin
objeto por las calles del distrito de Soho, cuando vio por la otra acera a Tom
Hammond andando muy rápido y decididamente hacia el Norte.
SEÑOR R
—¡Sus! ¡Ánimo! —se dijo la señorita Withers, y se guareció
convenientemente en un portal.
Pero el otro iba demasiado flechado a su destino para poderla ver.
—Y ahora, me pregunto yo, ¿adónde irá?
En Hildegarde Withers el preguntarse una cosa era el preludio de dar los
pasos necesarios para averiguarla, y acosada por la curiosidad siguió al joven,
guardando una discreta distancia y presta a deslizarse fuera del alcance de su
vista si vacilaba o se volvía, de lo que no daba el menor signo. Aún había
bastante gente en las calles porque aún no eran las once.
Tom volvió la esquina entrando en Oxford Street y en esta calle desapareció
en seguida tras de las puertas oscilantes de The Kings Arms (Las Armas del
Rey). La señorita Withers tomó posiciones en la esquina opuesta, desde la cual
podía vigilar las dos puertas de la antiquísima taberna, y felizmente, a pesar de
que se apoyaba en el escaparate de una joyería, no fue detenida como un ratero
sospechoso.
Miró el reloj: faltaban cuatro minutos para las once. Su espera fue muy
breve, porque, casi inmediatamente, reapareció Tom Hammond, marchando un
poco menos de prisa, pero con la misma dirección. Le seguían los demás
clientes del establecimiento porque a las once de la noche es la hora de cerrar en
la parte sur de Oxford Street.
Tom se volvió, dirigiéndose hacia el Norte, siguiendo Tottenham Court
Road. La señorita Withers, que había leído bastantes periódicos londinenses
para saber que aquella parte indeseable de la ciudad estaba considerada como el
centro del crimen y de la violencia, empuñó con más fuerza el paraguas y
avanzó a grandes trancos. No había ni un guardia a la vista y los oscilantes
buses cruzaban a intervalos que se iban espaciando. Pasaban por su lado
jóvenes en parejas o grupos de tres, llevando por lo regular envuelto el cuello en
sucios pañuelos blancos que hacían las veces de corbata y de camisa, y quizá,
según temía la señorita Withers, de toda ropa interior, pero no se fijaron en ella.
Hammond dobló por una calle lateral y ella le siguió casi sin aliento.
Tom llamó a una puerta excusada y fue recibido en un lóbrego zaguán. De
nuevo esperó la señorita Withers, y esta vez más de media hora. Cuando salió él
SEÑOR R
se tambaleaba un poco, llevaba el sombrero muy echado atrás y las piernas le
flaqueaban de vez en cuando. La señorita Withers creyó que acababa de visitar
uno de esos hediondos sitios que en un pasado todavía reciente se llamaron
Speak easies[12] en su propio país. Después de todo, pensó ella, el mundo es un
pañuelo.
Tom Hammond continuó andando hacia el Norte, avanzando por las
estrechas calles que se apiñaban alrededor de Middlesex Hospital y dio la vuelta
por un estrecho pasaje que conducía a una plaza mejor iluminada. Pero en vez
de seguir adelante se detuvo y consultó un pedazo de papel.
Y fue en este momento cuando la señorita Hildegarde Withers recibió una
fuerte impresión. Se dio cuenta de que alguien había tenido su misma idea de
seguir a Tom Hammond, porque un tipo mal vestido, que se ceñía el cuello con
un mugriento pañuelo blanco y al que no pudo ver la cara por impedírselo la
sombra de la visera de la gorra que llevaba encasquetada hasta los ojos, se había
detenido al mismo tiempo que ella, para ponerse más cerca del joven.
El borrachín encontró lo que buscaba en el papel y, acercándose al portal,
tiró del cordón de una campanilla. Se abrió un momento la puerta, lanzando un
rayo de luz al pasaje y se volvió a cerrar detrás de él.
La maestra no pudo descubrir al otro espía, pero sabía que estaba allí, más
cerca de ella, en las sombras. Enormemente intrigada y sin saber qué hacer,
estuvo unos momentos buscando la manera de solucionar aquella situación y se
decidió a dar un paso a la desesperada. Hammond se había dirigido
constantemente hacia el Norte; había, pues, muchas probabilidades de que
siguiera marchando por esta sección, donde los policías eran pocos y separados
por distancias, y por tanto era mayor la posibilidad de adquirir brebajes sin
licencia en horas prohibidas. Así es que ella decidió volver rápidamente hacia
atrás, tomó por una calle de la derecha y haciendo un círculo completo vino por
fin a salir a Fitzroy Square y al extremo opuesto del pasaje. Allí sólo hasta
cierto punto estaba completamente sola, porque a cierta distancia había un
hombre reparando una moto y un poco más lejos un solitario taxi marchaba
lentamente dando vuelta a la plaza.
SEÑOR R
Tomó ella sus posiciones en la sombra, desde donde pudiera atisbar el punto
por el cual esperaba confiadamente que habían de pasar Tom y su perseguidor.
Naturalmente que se corría el peligro de que el tipo misterioso eligiera aquel
sitio para dar el golpe, pero ella creía que no; pues si algo sabía de esta serie de
crímenes, era que nunca se habían perpetrado violentamente de hombre a
hombre, y Hammond se encontraba en condiciones de poder oír detrás de él
ruido de las pisadas sobre las losas y de poner una saludable resistencia.
Toda esta situación era completamente distinta del concepto que ella tenía
de lo que llamaba el caso Fraser, Noel, Todd. No obstante —pensó—, lo mismo
podía pasar un hombre vistiendo un abrigo de pieles por una mujer, que una
mujer vestida con un traje viejo y una gorra, podía pasar por un hombre.
La maestra esperaba impaciente en la fría noche londinense, empuñando
con fuerza el paraguas y deseando de todo corazón que el inspector Oscar Piper
hubiera podido estar detrás de ella, aunque hubiera sido con su antipático puro
negro, o por lo menos que a ella misma le hubiera dado por dedicarse a la
jardinería en vez de la manía que tenía por las tareas policíacas.
Por fin pudo ver la señal que esperaba. Aquel rayo de luz que había de
brillar en el oscuro pasaje al abrirse la puerta para dar salida a Hammond.
Estaba ya borracho perdido y se tambaleaba, pero continuó marchando en la
dirección en que se encontraba ella. La señorita Withers se escondió en un
portal y desde allí atisbo cómo salía a la iluminada plaza, andando siempre
precipitadamente como si quisiera alcanzarse a sí mismo. Salió ella tan pronto
como él hubo pasado y siguió vigilando. ¿Se había equivocado en sus cálculos?
No, porque unos pasos apagados se iban acercando y pudo echar una rápida
mirada a una figura de aspecto más bien juvenil, mal vestida y con la gorra
echada a los ojos… La señorita Withers entró en acción. Levantó el paraguas,
bien cogido por el extremo inferior, y lo descargó con todas sus fuerzas sobre la
cabeza del desconocido cuando éste se deslizaba por su lado al salir por la
bocacalle del pasaje, gritando al mismo tiempo con todo el aliento de sus
pulmones:
—¡Socorro! ¡Policía! ¡Socorro!
SEÑOR R
Sin duda la gorra amortiguó algo la fuerza del golpe porque el desconocido
no cayó y revolvió su aturdida cara hacia ella, que redobló sus gritos:
—¡Socorro! ¡Al asesino! ¡Socorro!
Se oyó un ruido alentador de gente que venía corriendo y ella se acercó a su
víctima, atenazándola con un vigoroso abrazo.
—No intente escaparse —le previno.
Pero el pobre no intentaba nada.
Con asombro mezclado de no menor alegría vio la señorita Withers que el
hombre que estaba hurgando en la moto y que ahora corrió hacia ella, era nada
menos que el inspector-jefe Cannon y que del taxicab que cruzaba por la plaza
salieron tres policías de uniforme.
—¡Ya le tengo! —anunció la maestra, tan pronto como tuvo cerca al
inspector.
Tom Hammond había vuelto sobre sus pasos y asistía también,
parpadeando, a la escena. La víctima de la señorita Withers se aflojó tanto en
sus brazos, que ésta, no pudiendo resistir el peso, tuvo que dejarle caer en la
acera.
Cannon se inclinó para examinar al caído.
—¡Pues no le tiene usted! —dijo con un tono de voz muy especial.
—Le vi deslizarse aquí detrás de Hammond y comprendí que el asesino
había pensado que un hombre borracho era una presa muy fácil —contestó ella.
—Muy bien pensado —le dijo Cannon, que por cierto se mostraba más
afectuoso de lo acostumbrado con el caído—. Es lo mismo que opinábamos los
del Yard y por eso obramos en consecuencia. —El inspector-jefe hizo una seña
a uno de los policías—. Traiga un poco de agua —le dijo—. Todos estábamos
vigilando para dar con el asesino. Pero me temo mucho que ambos nos
hayamos equivocado.
—¿Equivocamos? ¿Por qué? Ya le dije que este hombre estaba siguiendo a
Tom Hammond.
—¡Ya lo sé! —contestó, enfadado, Cannon.
El detective sacudió al desmayado, le roció la cara con el agua que trajo el
policía de la casa más inmediata, le arrancó el sucio pañuelo del cuello y la
SEÑOR R
gorra… y la señorita Withers pudo ver entonces el rostro pacífico y pálido del
sargento John Secker. Un magnífico chichón del tamaño de un huevo se
destacaba en su frente.
Secker abrió los ojos como si despertara de un sueño. Miró primero a
Cannon, después a la señorita Withers y después al paraguas de pesado mango
curvo.
—Buen golpe —le dijo animadamente a la maestra—. Hace una hora que la
veo a usted, pero no he podido avisarla. Además esperaba que se cansara.
—¡Dios mío! —dijo la señorita Withers—. ¡Es tan lamentable esto! Por
nada del mundo…
—Ya lo sé. Usted lo ha hecho con el mejor fin, pero el golpe fue terrible.
¿Nadie tiene algo para beber?
Tom Hammond sacó un frasco de a cuartillo.
—De contrabando —dijo—; pero cuando no me ha matado a mí…
—Gracias, amigo. ¿No lo necesitará?
Hammond hizo con la cabeza un signo negativo. Parecía ya bastante sereno.
—Yo no sabía que estaba haciendo el indio como un tonto sirviéndoles de
señuelo, compadres —dijo—. Me parece que lo mejor será que me vaya a la
cama un rato.
—Espere —protestó débilmente Secker, luchando con la debilidad de sus
piernas y rechazando el apoyo que le ofrecían sus compañeros—. La idea
continúa siendo buena. ¿Por qué no ha de seguir usted haciendo el borracho,
permitiéndonos a nosotros el guardarle y acechar hasta que demos con el
criminal?
Tom Hammond estaba completamente sereno ahora.
—No —dijo—. Nein, non, aix, no. El único placer que me quedaba era una
jumera de las buenas y éste ya me lo han estropeado ustedes.
Rechazó el ofrecimiento que le hizo Cannon de llevarle a su casa y se fue,
acompañado por dos policías, en busca de un taxi. La señorita Withers le dio la
mano al sargento, diciendo:
—Lo siento en el alma. Si hubiera sabido que usted se ocupaba de esto no
me hubiera interpuesto.
SEÑOR R
—No se preocupe —contestó él, rascándose el chichón de la frente—. Esto
lo tomaré en el espíritu con que me fue enviado, como dijo el vicario a la
anciana que le obsequió por Navidades con melocotones en coñac.
—Bueno —dijo la señorita Withers, que estaba dando un inmerecido paseo
de vuelta al hotel en el auto de la policía—. Esta lección termina así: El
próximo paso corresponde a Monsieur o Madame X.
—Yo también tengo que dar una porción de pasos —gruñó Cannon.
La dejaron a la puerta del Alejandría y el coche continuó su camino. Ella
estaba muy disgustada pensando que aquella noche había hecho todo lo posible
por destruir el sentimiento de camaradería que había empezado a tejerse entre
ella, el inspector y el sargento.
Pero lo olvidó todo cuando, al pasar por el escritorio, le entregó el
encargado un telegrama. Venía de Penzance y lo firmaba Emilia Pendavid.
Decía así:
SEÑOR R
La semilla del crimen había enraizado allí y amenazaba con florecer.
Redactó el siguiente telegrama:
—Debo hacerlo —dijo la maestra—. Bien sabe Dios que ahora no puede
ocurrir nada en Londres.
Aquella madrugada la señorita Hildegarde Withers salía de Londres a gran
velocidad en el segundo tren del «Gran Oeste», precisamente cuando se ponía la
luna. Y a la misma hora el cadáver de Rosemary Fraser entraba flotando en el
Támesis a favor de la marea alta.
SEÑOR R
Capítulo XII
AL COMPÁS DE LA MAREA
quel día era triste y gris con nubes muy bajas cerrándole el paso al sol,
aun a mediodía. La señorita Hildegarde Withers, que apenas pudo
dormir un poco en el tren que la había trasladado a aquel apartado
rincón de Inglaterra, se encontraba sola en el antiquísimo muelle de
SEÑOR R
no se fijaría en el matasellos de la carta?
—Pues mire usted, me fijé muy particularmente. Estaba fechada dos días
después de nuestra salida de Londres para venir aquí, y por si tiene importancia
le diré exactamente que estaba matasellada el cinco.
Esto tenía una importancia enorme para la señorita Withers, pero se limitó a
inclinar lentamente la cabeza.
—Entonces —dijo—, ¿debió llegar poco más o menos al mismo tiempo que
mi carta?
—La suya llegó en el reparto de la mañana y la de luto en el de la tarde.
Pero dejemos eso de momento, si le parece. Vamos a comer dentro de una hora.
Treves la acompañará a usted a su cuarto.
La señorita Withers observó que la castellana estaba vestida con una bata
que sin duda se puso apresuradamente.
—No se preocupe por mí —le dijo—. Que suba el criado mi equipaje y
permítame vagar un poco asimilándome la atmósfera de este sitio tan antiguo y
encantador mientras usted se viste. Después de comer nos sobrará tiempo para
hablar de nuestras cosas.
—Muy bien —dijo la honorable Emilia, y luego con un amplio gesto,
añadió—: Tome usted posesión de esta casa y haga como en la suya, querida.
Es una mansión muy antigua y desprovista de comodidades, pero yo le tengo
mucho cariño. Mi familia viene siendo propietaria de Dinsul desde Dios sabe
cuántos años.
Dicho esto la honorable Emilia se marchó de prisa y corriendo, y la señorita
Withers entregó el saco de noche a Treves y echó a andar lentamente por el
interminable corredor.
A éste se abrían una sala detrás de otra, provistas todas ellas de muebles
antiguos de roble ennegrecido por el tiempo y decoradas con retratos de familia
que miraban al unísono a la maestra yanqui con un altanero gesto de censura.
—No importa —se dijo a sí misma al cabo de un momento—. Tú tienes
tantos antecesores como el que más y, lo que es mejor, me apuesto algo a que
eran más simpáticos que estos enfatuados caballeros.
SEÑOR R
Pasó por delante de muchas ventanas y todas daban al mar. Estirando
forzadamente el cuello pudo ver los riscos casi perpendiculares, y aquí y allá
unos cuantos árboles crecían precariamente en los recuestos, verdes aún en
aquella latitud meridional.
Al final del larguísimo corredor pasó por una gran puerta de doble hoja,
entrando en una magnífica pieza que en seguida reconoció como sala de
banquetes. En un extremo se levantaba una tribuna, sin duda para los músicos.
Una mesa de refectorio de lo menos treinta pies de largo corría por el centro y
en las paredes se encontraban representantes, en pinturas todavía brillantes,
diferentes y animadas escenas de montería. Señores y damas, montados en
magníficos caballos, cazaban ciervos, gamos, venados, jabalíes, zorros y hasta
conejos y tejones y Dios sabe cuántos animales más, en una complejidad que
aturdía. Debajo de estas pinturas murales había un pequeño cartel con un letrero
que decía: «Se ruega que no escriban sus iniciales en las pinturas murales».
Esta advertencia la intrigó extraordinariamente. La señorita Withers se
sobresaltó al oír inesperadamente una alegre voz que decía detrás de ella:
—Es bonito, ¿verdad?
Era Leslie Reverson, con pantalones de golf, que venía en su busca.
—La tía me ha dicho que estaba usted aquí. ¿Quiere usted que la acompañe
a ver la casa?
Ella aceptó, diciendo:
—Es deliciosa esta antigua mansión señorial.
—¿Usted cree? Yo le encuentro un aire ceñudo. A veces tiemblo a la idea
de tener que pasar aquí el resto de mi vida. Pero usted conoce a la honorable
Emilia. Este enorme caserón rodeado de fosos lo es todo para ella, bien lo sabe
usted; y aunque yo soy Pendavid sólo por línea materna, soy el heredero.
Él la enseñó el camino, conduciéndola primero por el corredor en sentido
contrario, y después por una escalera de piedra. A mitad de la subida se
detuvieron ante una ventana y señaló hacia arriba y afuera, diciendo:
—La silla de San Agustín. La leyenda dice que el hombre o la joven que se
siente primero en ella será el que mande después de casados.
SEÑOR R
La señorita Withers se asomó y pudo ver una especie de nicho excavado en
la roca granítica, que se encontraba al fin de una estrecha y escarpada senda.
—Se lo tendrá merecido —comentó— si es que vive.
—Tiene usted razón —dijo Leslie, riendo—; es una cosa que da vértigo,
¿no? Por eso decimos a los turistas que la famosa silla no es más que una
combadura de la piedra que hay allá abajo, junto al muelle, y ellos se pelean por
sentarse allí y se marchan tan felices como si lo hubieran hecho en la verdadera.
—¿Turistas? —preguntó la señorita Withers.
—Ah, ¿pero usted no lo sabía? Ha sido la única manera de conservar esto en
buen estado, ¿sabe usted? Tres días a la semana la familia se recluye en sus
habitaciones y abrimos la casa al público, que puede recorrerla toda mediante el
pago de media corona por barba.
—Ya comprendo —dijo la señorita Withers.
—De este modo hemos podido hacer una serie de restauraciones y
reconstrucciones —continuó Leslie—. Ahora nos encontramos en lo que fue
capilla del antiguo castillo. Aquí hubo un monasterio después de la extinción de
los reyes de Cornualles. La tía, hace algunos años, lo transformó en
habitaciones particulares, pero no consiguió hacerlo medianamente habitable.
La señorita Withers compartía su punto de vista, pero por motivos
diferentes. Aquel vetusto armatoste de piedra era inhabitable por la sencilla
razón de haber sido habitado demasiado tiempo.
Leslie la condujo por un corredor lateral más pequeño.
—En esta sala es donde se encuentra su cuarto y el mío y todas las
habitaciones de invitados. Tía Emilia también tiene aquí las suyas, ¿sabe usted?
Ésta es la puerta de su sala de estar y ésta la de su dormitorio. —Y después
señaló a una puerta inmediata, diciendo muy orgulloso—: Este cuartito fue un
descubrimiento mío. Cuando llegué del colegio yo tenía la cabeza llena de
novelerías y memadas. Tesoros escondidos y cosas por el estilo. Un día que
paseaba por este corredor me di cuenta de que era unos diez pies más largo que
las habitaciones que daban a él. Hicimos venir a unos albañiles que rasgaron la
pared, encontrando una cámara secreta. De todo esto se ocupó el Times. La
única vez en mi vida que he salido en los papeles.
SEÑOR R
La señorita Withers confesó que no lo había leído y Leslie se quedó muy
decepcionado.
—Sí, claro —dijo—. Allá en los Estados Unidos… ya supongo… Pero la
cosa hizo furor por algún tiempo y atrajo a muchos turistas. Figúrese que se
encontró en aquel cuarto un esqueleto reseco que tenía puesta una armadura
completa y encima una túnica con galones de oro y no sé qué más. Hay una
leyenda antigua que dice que allá por el siglo XIV, un tal John de Pomeroy, un
barón de por acá, se apoderó de este castillo, aprovechándose de la ausencia de
Ricardo I. Cuando supo que el rey había vuelto a Inglaterra, comprendió que le
iban a colgar por alta traición y se supone que se abrió las venas, desangrándose
hasta morir. Y debió ser así porque la armadura y la túnica llevaban las armas
de los Pomeroy. Nosotros dimos a aquellos huesos sepultura decorosa en la
costa, pero la broma fue descubrir que tía Emilia había dormido toda su vida
pared por medio con un esqueleto emparedado en una cámara secreta.
—Ya me figuro cómo se quedaría —dijo ella.
—Naturalmente, estaba encantada.
—¿Encantada?
—¡Claro! Es muy difícil encontrar sitio para instalar baños en un castillo
con unas paredes de seis pies de grueso y aquí le quedó uno ideal. —Abrió la
puerta y mostró un cuarto de baño muy nítido y completo, casi moderno, que
tenía un gran calentador de gas junto a la bañera—. Ya sabe usted que a mi tía
le gusta mucho ponerse a remojo.
La puerta de comunicación con el cuarto de dormir se abrió y apareció la
honorable Emilia vistiendo su característico traje de paño escocés de mezcla.
—Leslie —dijo—, podrías dejar para otro rato la discusión de mis
costumbres personales y dedicarte a acompañar a nuestra huésped al comedor.
Como supongo que Treves estará ocupado en la cocina, lo mejor que puedes
hacer es llamar de paso a la puerta de Cándida.
Cándida pareció quedar muy sorprendida y tranquilizada a la vista de aquel
nuevo miembro de la casa.
Bajaron todos juntos y, en vez de perderse en el enorme comedor, tuvieron
una comida agradable y animada servida en una cómoda salita que se abría
SEÑOR R
directamente a una balconada que daba al mar.
Cualquier temor que pudiera abrigar la señorita Withers respecto al
ceremonial y aparato de aquella casa, quedó disipado inmediatamente. El
mayordomo se encargó de todo el servicio.
—No tenemos más servidumbre que Treves y su mujer, que es la cocinera
—la informó la honorable Emilia—. Una vez a la semana suben unas mujeres
de la aldea para limpiar y demás, lo que no es cosa fácil en un caserón de este
tamaño.
La señorita Withers asintió.
—Al hecho de no tener que pagar casi nada de contribución territorial, se
debe que podamos conservar Dinsul —continuó la castellana—. Pero hay que
ahorrar hasta un chelín para pagar los derechos de transmisión. Cualquier día
esto vendrá a parar a Leslie y yo no quiero que se tenga que vender para pagar
los derechos, como les ha ocurrido a muchas de las familias antiguas de este
país.
—¡Pero, tía!… —dijo Leslie, a quien molestaba mucho aquello.
—Bueno, hombre; debemos mirar siempre al porvenir —dijo ella—. Un día
de estos mi excéntrico corazón se parará de veras y para siempre. Hace mucho
tiempo que lo sé. Y siempre Dinsul pertenecerá a un Pendavid. En mi
testamento te lo dejo a ti, pero voy a tener que añadir algo, porque deseo poner
la condición de que has de vivir aquí nueve meses al año.
La conversación tendía francamente a hacerse tétrica y la señorita Withers
la cambió con habilidad preguntándole a Cándida qué tal marchaba el golf.
—Estoy alarmada porque tengo mucha suerte —contestó la joven.
—Ganó en setenta y seis strokes —dijo Leslie, que estaba orgulloso de ella
—. Mientras que yo perdí después de darle ochenta y nueve veces a la bola.
Cándida le dirigió una afectuosa sonrisa.
—Tienes poco pulso —observó— porque eres demasiado nervioso.
La conversación languideció y entretanto la señorita Withers picaba de un
excelente pastel, especialidad de Cornualles, compuesto de carne, cebolla,
manzanas, patatas y sabe Dios cuántas cosas más que no se atrevía a adivinar.
Entonces habló Cándida:
SEÑOR R
—Usted no ha venido aquí en viaje de placer —le dijo—; así que lo mejor
será romper el hielo cuanto antes. ¿Cree usted que la policía está más cerca de
tener la explicación de los hechos de lo que estaba en el barco y en Londres?
—Yo creo que no —dijo la señorita Withers—. Ahora están tratando de
encontrar la verdad por el método de eliminación.
—¿Y usted? —preguntó Leslie—. ¿Cada vez más caliente?
—Está usted en lo cierto —contestó solemnemente la señorita Withers—.
Yo me he formado ya mi composición de lugar. El misterio ha estado envuelto
en un gran aparato de rayos y truenos, pero yo creo que ya se encuentra tan
resuelto como pueda desearse. El ciclo de crímenes parece que ha llegado a su
fin, pero se pudo muy fácilmente perdonar a los que fueron muertos.
Cándida interrumpió rápidamente:
—Pero Ros…
—Rosemary Fraser no fue asesinada —replicó firmemente la maestra.
Cándida dio un respingo y las manos de Leslie buscaron las suyas bajo la
mesa. Las encontró frías como el hielo y se las frotó, murmurando:
—Manos frías, corazón caliente.
Ella rió.
En este momento llegó Treves y anunció que el señor Starling quería hablar
por teléfono con la señora. La honorable Emilia se levantó rápidamente.
—Sin duda ese niño Hammond ha prendido fuego a Tenton Hall —observó.
Pero no era la cosa tan seria como todo eso. La voz de Starling conservaba
su vigorosa expresión habitual:
—Perdón, señora, por haberla molestado, pero es que tengo aquí en la
biblioteca a un caballero, un tal señor Hammond. Está muy excitado y parece
que esté hecho de rabos de lagartijas, si se me permite la expresión. Dice que es
el padre del alumno que me trajo usted el martes pasado e insiste en llevárselo,
y yo no sé exactamente cuál es mi deber en este caso.
—¡Hum! —dijo la honorable Emilia—. Tampoco yo estoy muy segura,
Starling. ¿Qué haría usted?
—¿Por mi gusto? Entregar al muchacho y decir: «¡Gracias a Dios!». Pero su
madre lo dejó a mi cuidado por intermedio de usted y según tengo entendido los
SEÑOR R
padres están separados… y naturalmente… estoy indeciso…
—¿Y si continuara usted indeciso? Dígale a ese hombre que vuelva mañana
y comuníquele a la madre lo que pasa.
—Muchas gracias, señora —dijo Starling—. La señora Hammond está en
París. Voy a escribirle en seguida.
Y colgó el receptor.
La honorable Emilia se volvió con sus huéspedes y les contó el caso.
—No comprendo lo que pueda significar esto —terminó diciendo.
—Lo que yo comprendo —replicó la señorita Withers— es que uno de estos
días le va a caer a usted sobre las costillas un padre irritado. ¿Dónde está ese
colegio de niños?
—Tenton Hall está a pocas millas de este lado de St. Ives. A unas seis
millas de Penzance. ¿Pero qué…?
—Me voy allá; eso es lo que voy a hacer —dijo, muy determinada, la
maestra—. Y ahora mismo, en este mismo instante. Es que me parece haber
visto un rayito de luz.
—¿Cómo?… Yo… Bueno, como usted quiera. —Y la honorable Emilia se
levantó para volver al teléfono, diciendo—: Estamos en la bajamar; de modo
que voy a telefonear al chófer que me sirve para que traiga la limousine.
Afortunadamente, tenemos este teléfono de cable submarino que nos pone en
comunicación con la costa.
—Bien que armó usted un buen jaleo cuando yo me empeñé en que lo
pusiera —respondió Leslie—. Tía, usted se está modernizando a pesar suyo.
Cualquier día me deja usted instalar un aparato de radio.
—¡Jamás! —afirmó la honorable Emilia—. Y ahora, muchachos, divertíos
vosotros todo lo que podáis mientras yo procuro poner al día los mil asuntos y
detalles que se han acumulado durante nuestra visita a los Estados Unidos.
Y siguió a la señorita Withers por el corredor.
—Hacen una buena pareja —declaró, al ver que la maestra se volvía para
mirar—. Sin duda ella es un poco mayor que Leslie, pero éste necesita alguien
con mucha fibra a su lado.
SEÑOR R
—Napoleón era más joven que Josefina —le recordó la señorita Withers—.
Aunque a Napoleón no creo que le faltara la fibra.
Una hora después la maestra se encontraba en Tenton Hall, encerrada con el
señor Starling, que estaba leyendo la carta de presentación que le dirigía la
honorable Emilia.
—Entonces, ¿usted quiere ver a Gerardo Hammond? —preguntó,
asombrado.
Su acento daba a entender que no contaba con semejante capricho.
—¿Quizás es usted parienta suya?
—¡Psé! —asintió la señorita Withers—; algo así como su tía.
—Muy bien. —Pulsó un timbre y le dijo al joven que se presentó—:
¿Quiere traer a Hammond?
El director se levantó, diciendo:
—Le cedo mi despacho durante media hora… Si necesita auxilio, grite.
Y se marchó, sonriendo. Unos momentos después era introducido el terrible
Gerardo y la puerta se cerró tras él.
—Usted es una mentirosa —dijo el cariancho erizo—. Usted no es mi tía.
Yo no tengo ninguna tía.
—Bueno, pues entretanto voy a obrar como si lo fuera —dijo la señorita
Withers.
La inflexión de su voz era muy severa y Gerardo dejó de mirarla con
descaro y empezó a rascarse. La maestra se dirigió al escritorio de Starling y
cogió un hermoso junco que estaba colgado encima de él. Nos permitiremos
añadir que era principalmente para un efecto moral.
—¡Ay! —gritó el terrible Gerardo, retrocediendo rápidamente hacia la
puerta.
Pero la señorita Withers, que fue más rápida, le cortó la retirada; cerró la
puerta con llave y cogiendo firmemente por el pescuezo al orgulloso de la
familia Hammond, le llevó junto a una silla, cerca de la ventana.
—Siéntate, muchacho —le dijo.
Él se sentó, ayudado por un empujón, y la dama continuó:
SEÑOR R
—Ahora vamos a tener los dos una charla muy agradable. Por lo menos yo
espero que lo sea.
Gerardo tenía sus dudas y las manifestó gritando:
—¡Yo no quiero decirle nada!… Yo no…
—¡Alto ahí! —le previno la señorita Withers—. Gerardo, ¿ves este junco?
¿Sabes para qué sirve?
Gerardo lo sabía. Lo había probado, este u otro parecido, por dos veces
desde que estaba en el colegio. Una por echar ternos y otra por enseñarle a un
niño pequeño una canción inconveniente.
—Sí —contestó, malhumorado.
—Bien —dijo la señorita Withers, sonriendo—. Siendo así podemos
entendernos los dos. Tú decías hace un momento que yo soy una mentirosa.
Pasemos eso. Yo no soy tu tía, ni tampoco afirmé que lo fuera. Pero alguien
dijo una gran mentira… Una mentira que ha producido un daño enorme.
Y jugó con el bastón, haciéndolo silbar en el aire.
—Gerardo, has de ser franco conmigo. ¿Qué mentira armaste tú respecto a
tu papá?
—Yo no he dicho ninguna mentira y si me zurra se lo devolveré corregido y
aumentado.
—He vapuleado a otros muchachos más fuertes que tú —le contestó la
señorita Withers— y más tarde me han dado las gracias.
Gerardo demostró un escepticismo muy natural respecto a esta última
afirmación.
—Qué, ¿estás dispuesto a contestarme?
—Yo no diré ni…
¡Plam! El junco dio en los tobillos al muchacho y éste abrió la boca para
lanzar un tremendo aullido, pero la señorita Withers le contuvo y le habló
tranquilamente:
—Si gritas vendrá el señor Starling y como es más fuerte que yo le
entregaré el bastón.
Gerardo cerró la boca.
—Contéstame —le intimó la maestra—, ya puedes empezar.
SEÑOR R
Gerardo enrojeció, tartamudeó un momento y de pronto rompió en un
torrente de palabras. Sí, había dicho una mentira y también era cierto que fue a
propósito de su padre. Éste le había dado una gran paliza por haber hecho unas
muescas de nada en una pata del piano del barco; le había zurrado con una
zapatilla.
—Y yo le dije a mamá que papá era el hombre que estaba abrazando a esa
antipática de Fraser, sobre cubierta. Le dije que me escapé de la cabina, donde
ella me había encerrado, y estaba jugando con Virgilio, que tenía su reflector, y
que vi a papá y a la Fraser que se metían en el cofre de las mantas.
—¡Aaaah! —dijo Hildegarde Withers—. ¿Y no era él?
—No… no. Pero papá se llevaba lo suyo por haberme zurrado. Yo creo que
mamá se puso buena, ¡pero buena!
—¿Y habló de eso con tu padre?
—¡Quiá! —y Gerardo rió desdeñosamente—. Ni siquiera quiso hablar con
él. Estuvo muchos días sin hablarle apenas. ¡No le digo a usted que estaba
buena!
—¿Y por qué no dijiste entonces la verdad?
—Porque me hubieran dado otra paliza —dijo, sencillamente, el muchacho.
La señorita Withers se quedó mirando al paisaje que se divisaba por la
ventana. Un cuadro tranquilo de verdes onduladas colinas y casitas gris-perla,
techadas con gavillas de sarmientos, que contrastaba con el gesto duro que
tenían los contraídos labios de la maestra.
—Gerardo —dijo, por fin—, ¿quién era el que estaba en el arcón de las
mantas?
El niño frunció el entrecejo.
—No sé cómo se llamaba: Era aquel tipo que vendía bebidas y caramelos y
otros chismes en el barco. Otro tío me dijo que me daría un dólar si lograba
pescar a la Fraser con alguien, de modo que pudieran reírse de ella. Y yo les vi
en el arcón y bajé y se lo dije y me dio el dólar y me lo gasté.
—Todo para ti, por supuesto.
Gerardo movió la cabeza negando.
—Le tuve que hacer parte a Virgilio porque el reflector era suyo.
SEÑOR R
La señorita Withers afirmó, mirándole fijamente:
—Muchacho, cuando seas mayor probablemente serás un bandido.
Gerardo sorbió por la nariz.
—Yo no quiero ser bandido —dijo—; yo quiero ser gangster.
La maestra hizo con la cabeza un signo afirmativo. Se habían llenado
nuevos claros en aquella interviu algo involuntaria. Gerardo se levantó
rápidamente.
—Espera un momento, muchacho. ¿Te has dado cuenta de que
probablemente has destrozado la vida de tus padres con esa malvada mentira?
Tu papá volverá mañana. ¿Le dirás la verdad, toda la verdad de lo ocurrido?
—No, porque podría pegarme.
—Efectivamente, podría —convino la señorita Withers—; y por si acaso no
te pegara él…
Siguieron diez minutos verdaderamente desagradables, encontrándose al
cabo de ellos la señorita Withers con el cuerpo del traje desgarrado y durante
los cuales un granujilla, que no cesaba de ulular, recibió una magnífica paliza
en la parte del cuerpo que desde tiempo inmemorial se considera como más
apropiada a estos fines.
La señorita Withers colgó el bastón, abrió la puerta y al salir se encontró
con Starling, que parecía intranquilo.
—Verdaderamente —empezó a decir—, yo no tenía idea…
—Yo no soy partidaria de los castigos corporales como un método regular.
Pero hay ocasiones…
Detrás de ella venía Gerardo llorando a moco tendido.
—Hammond, vaya al dormitorio —ordenó Starling.
—Sí, señor —contestó el muchacho, y se marchó.
El director se quedó mirándole pensativo.
—Ha de saber usted —dijo— que ésta es la primera ocasión en que me dice
señor sin que se le mande por lo menos dos veces.
—Es que la medicina ha sido fuerte —observó la maestra—. Repítase a
pequeñas dosis si es necesario. Yo creo haberme portado como una buena
amiga de su madre y estoy convencida de que sería una gran equivocación que
SEÑOR R
le quitaran a usted el niño de las manos. A pesar de lo que pueda decir el padre
reténgalo aquí.
—Así lo he decidido —dijo Starling—. Pero… es que el padre estuvo
muy… impertinente. Tuve que decirle que la honorable Emilia Pendavid me
había ordenado que no le complaciera. Esto pareció aquietarle un poco.
—Sin duda —terminó la señorita Withers, y se despidió.
El auto corría de regreso por los caminos de Cornualles sin que ella se diera
cuenta de las hermosas perspectivas rústicas que se desarrollaban a cada lado.
Cercas antiguas de piedra con sus portillos de escalones de losas que ya estaban
desgastados por el tiempo cuando los normandos invadieron Inglaterra, pasaban
rápidamente sin que fueran admiradas y ni siquiera vistas.
Cuando bajaban la prolongada cuesta que conducía a la pequeña y antigua
ciudad de Penzance vio la señorita Withers una nubecilla de humo blanco que
se destacaba en el cielo.
—El expreso de Londres —explicó pomposamente el chófer.
Eran las cinco de la tarde.
Siguieron marchando a una velocidad moderada y atravesaron después la
ciudad detrás de un carro cargado de hortalizas para él mercado, cuyo conductor
permanecía imperturbable a pesar de los repetidos bocinazos. Se detuvieron en
Telégrafos el tiempo necesario para que la maestra pusiera un cable y
continuaron en seguida. La señorita Withers estaba impaciente por regresar a
Dinsul, muy impaciente en verdad… Y, sin embargo, iba a cambiar de designio
cinco minutos después.
Por fin dejaron atrás la ciudad y pasaron por el tropel de casitas de
pescadores que es Newlin. Calles tan estrechas que el auto casi rozaba las dos
paredes. Vueltas tan agudas que se había tenido que descantillar las piedras de
las esquinas formando una curva tosca. Y entonces ocurrió…
Un ciclista que se les vino encima a pesar de sus bocinazos, faltó poco para
que se zambullera con su máquina en el inmediato portal. Pararon rápidamente
al tiempo justo y la señorita Withers fue proyectada hacia delante a la vez que
chirriaban los frenos. El ciclista saltó en el momento preciso, mientras que su
bicicleta quedaba espachurrada bajo las llantas de la limousine.
SEÑOR R
—¡Dios santo! —exclamó la señorita Withers. Y fue entonces cuando se dio
cuenta de que el sargento Secker, del C. I. D., estaba cogido fuertemente al
estribo.
La miró, tuvo una débil sonrisa y se limpió el sudor que le cubría la frente,
diciendo:
—He estado a punto de darme el gran coscorrón.
—Venga aquí, suba —le insistió la señorita Withers.
El chófer estaba examinando la avería de la bicicleta.
—Déjelo —le dijo Secker—; ya entregué en depósito dos soberanos, que es
más de lo que vale ese chisme. —Y volviéndose a la señorita Withers—: Me
alegro de verla; precisamente estaba pensando de qué manera me pondría en
comunicación con usted en aquel mausoleo, sin que los demás se enterasen.
—Pero, ¿cómo sabía usted dónde me encontraba?
El sargento rió entre dientes.
—Cuando quiera usted escapar del Yard no tome un taxi para la estación de
Paddington. Sus huellas quedaron tan bien marcadas como las de un elefante.
—Muchas gracias —dijo fríamente la señorita Withers—. ¿Y puedo
saber…?
—¿Por qué he venido? Seguramente porque era más fácil para mí venir aquí
y tomarles declaración a usted y a los demás envueltos en el asunto, que poner
en juego a la policía local o pedirle a usted que volviera a Londres. Hay aún
muchos cabos sueltos en este caso.
—¿Cabos sueltos? Diga usted que todo él es un cabo suelto.
El sargento se rió.
—Era —admitió—, aunque yo siempre tuve cierta sospecha. Pero era una
cosa imposible hasta esta mañana.
La señorita Withers sintió un repentino temor a que le robaran la hipótesis
que rápidamente había desarrollado.
—No va usted a decirme…
—Voy a decirle que ya tenemos al asesino de Rosemary Fraser, de Peter
Noel y de Andy Todd. —Estaba radiante—. ¿Adivine quién es?
La señorita Withers ya había tomado su partido.
SEÑOR R
—¿Quién? —dijo.
—La misma Rosemary Fraser.
—¿Qué dice usted? ¿Han arrestado a Rosemary Fraser?… ¿Quiere usted
decir que el suicidio ha sido fingido?
—Fingido, no; tan sólo un poco anticipado. Verá usted: Esta mañana, a las
seis, dos barqueros vieron algo en el Támesis, algo que no les parecía regular.
Investigaron y llamaron a la policía del río. Era el cadáver de Rosemary Fraser
y yo tuve la suerte de identificarlo cuando se corrió la voz. Ya sabe usted que
era una cosa característica de ella aquel largo écharpe azul, pues aún
conservaba algunos jirones liados alrededor del cuello. Yo en seguida vi la cosa
clara.
—¿Sí? —preguntó la señorita Withers, que se encontraba un poco violenta.
—Yo veo el conjunto bastante claro, aunque hay algunas lagunas, pero son
pequeñas. La Fraser aquella noche en el barco decidió matarse. Pero no quería
marcharse de esta vida sin llevarse por delante a aquella gente que había sido
tan dura y cruel para ella… según su punto de vista. Es claro que se encontraba
completamente fuera de sí. Escribió en su diario todas las cosas desagradables
que se le pudieran ocurrir, pero esto no la dejó satisfecha. Se escondió en un
bote salvavidas mientras se armó la primera batahola buscándola y a la mañana
siguiente, mientras la buscaban por todas partes, se puso fuera del camino de los
buscadores, probablemente deslizándose de un refugio a otro que ya hubiera
sido registrado. Esto parece un poco difícil, pero no será la primera vez que lo
ha hecho un polizón.
—¡Hum! —dijo la señorita Withers—. Siga, siga.
—El barco entró en el Támesis y ella oyó por casualidad que la policía iba a
investigar sobre su desaparición. Odiaba a Peter Noel porque fue su…
asociación con él el principio y causa de toda la cosa. Sabía que iba a ser
interrogado y probablemente registrado y le escribió una esquela que le metió
donde el pudiera encontrársela en el momento preciso. La esquela ya
comprenderá usted que estaba mojada previamente en veneno que ella quitó del
botiquín del doctor. Esto pudo hacerlo fácilmente a hora avanzada de la noche
porque el vigilante, según me dijeron, hacía sus rondas muy a la larga y a
SEÑOR R
intervalos completamente regulares. Noel le había contado una de sus historias
inverosímiles, de un documento comprometedor que se había tragado cuando
era espía o algo semejante. Bueno; se arresta a Peter y el billete que tenía en el
bolsillo podía incriminarle, o por lo menos hacerle perder su viuda de
Minneápolis. Se lo tragó pensando que así burlaba a la policía y el cianuro en
que se le había mojado acabó con él en cuanto llegó al estómago. ¿Recuerda el
informe, según el cual en su estómago había pedazos de papel?
La señorita Withers lo recordaba y el sargento continuó:
—Siempre escondiéndose, la muchacha pudo desembarcar, quizá disfrazada
como uno de la tripulación. No debió ser difícil, entrada la noche, y el barco
estuvo en el puerto cinco días. No tenía ropa, pero tenía dinero y se compró otro
equipo.
—¿Con otro abrigo de ardilla? —sugirió la señorita Withers—. Siga, siga.
—Siguió escondiéndose en alojamientos baratos, espiando a los miembros
del pasaje del barco. Sentía un verdadero rencor por ese tipo de Todd porque
fue su estúpido rasgo de ingenio el que originó aquel escándalo. Él, por su
parte, había cogido una merluza estupenda, ya lo recordará usted, la noche que
Cándida Noring le dejó por puertas marchándose con Reverson. Andy tenía un
complejo de inferioridad terrorífico, que se manifestó con toda su virulencia
cuando Rosemary le hizo aquel desaire en el barco. Pero lo pagó muy caro. Ella
entró furtivamente en el hotel —era un sitio muy concurrido y no le sería difícil
pasar inadvertida— y le encontró en su cuarto borracho perdido. Ya sabe usted
que en aquella casa no hay cerraduras en las puertas de los cuartos. Bueno, ella
le arrastró o bien le impulsó a dirigirse al ascensor, abrió el cierre metiendo la
delgada mano por entre las barras y lo dejó caer.
—Y arrojó después de él la botella de bebida —intercaló la señorita Withers
—, lo cual explica los pedazos de vidrio que se encontraron alrededor de él.
Más claro que el agua.
—Entretanto se estuvo escabullendo de una posada a otra pensión barata sin
parar en ninguna parte, y enviando esas disparatadas cartas de luto a diestro y
siniestro. Esto no tiene más explicación que la locura. Quería amedrentar a toda
aquella gente de la mesa del barco.
SEÑOR R
—Excepto a mí.
—Sí, excepto a usted, Rosemary odiaba muy particularmente a la mejor
amiga que tenía a bordo: a Cándida Noring. Otra señal de no estar bien de la
cabeza. O quizá Cándida había tenido la lengua muy larga en el asunto Noel.
Sea por lo que fuere, le envió una caja de cigarrillos envenenados, esperando
que se fumaría alguno y moriría —aunque nuestros hombres de laboratorio
afirman que el cianuro no puede matar empleado de este modo— y terminada
su obra, se tiró al Támesis.
—¡Pues no ha sacado usted pocas consecuencias del mero hecho de que una
víctima del río llevara alrededor del cuello unos jirones de seda azul!
Secker negó con la cabeza.
—No soy tan estúpido. Esta mañana cablegrafié a los Estados una
descripción completa de la dentadura de la difunta hecha por nuestro perito en
estas materias, y media hora después tuve la respuesta de Búfalo. El dentista de
la familia Fraser afirmaba que, sin duda ninguna posible, se trataba de
Rosemary.
La señorita Withers dio un salto en el asiento.
—Y, respecto al cuerpo… —preguntó—. ¿Cuál fue la causa de la muerte?
—Ahogada, naturalmente. Debió estar bastante tiempo en el agua y sir
Leonard Tildon está haciendo ahora la autopsia. Como muchos de los cadáveres
que se encuentran en el río debió ser aspirada por la hélice de un vapor y el
cuerpo está horriblemente destrozado. La ropa hecha trizas y…
—¿Qué llevaba puesto además del écharpe?
—Quedaba muy poco del vestido. Algo de lo que parece haber sido una
túnica de seda blanca, usted la vio últimamente con ese traje. ¿No es así?
La señorita Withers lo confirmó.
—Pues bien, ¿qué piensa usted de todo esto?
Ella vaciló. Hasta cierto punto pensaba como él en muchas cosas.
—Joven —dijo por fin la señorita Withers, cuya voz manifestaba un estado
de tensión de una causa difícil de precisar—. Yo me descubro ante usted. Por el
Dios vivo que le creo, etc., etc., afirmo que, por su actividad e inteligencia, está
hecho usted un Gunga Din. Ha resuelto usted su caso y también los que le
SEÑOR R
fueron encomendados a su superior. Habré de revisar mi opinión sobre Scotland
Yard. Y ahora, dígame: ¿qué desea usted de mí?
Ya había oscurecido y más bien hacía frío cuando la limousine les dejó en el
muelle.
—Deseo reunirles a usted y a los demás del castillo si es posible, para ver
de llenar los huecos de mi caso. Porque yo comprendo que los tiene y grandes.
Pero Rosemary era la única persona que pudiera tener interés en matar a Noel y
a Todd. No lo olvide usted.
—No lo olvido —dijo la señorita Withers—, estoy de acuerdo con usted en
este punto y le doy la enhorabuena más cumplida. Y a propósito, ¿qué hay
acerca del cigarro puro que la criada vio fumar en el cuarto a la misteriosa
señora Charles?
—Al principio yo creía que eso significaba que se trataba de un hombre
vestido de mujer. Después recordé que Rosemary Fraser acostumbraba fumar
unos cigarrillos de papel tabaco. Siempre llevaba algunos consigo.
La señorita Withers asintió.
—De este modo lo tienen ustedes todo explicado, ¿no es esto?
—Y ha sido una gran ventaja para usted que así fuera —dijo el sargento,
guiñando el ojo—. ¿Recuerda usted aquella carta amenazadora que recibió la
señorita Pendavid?
La maestra se inclinó hacia delante ansiosamente.
—Sí.
—La examinaron en Yard para estudiar las huellas dactilares y este examen,
al revés de los anteriores, dio algún resultado.
Esto era lo que se esperaba la señorita Withers.
—¿Y de quién eran?
El sargento Secker sonrió.
—Suyas —dijo.
—¿Mías?… ¡Imposible! Y, además, ¿cómo lo supieron ustedes?
—Teníamos la colección de todos los que estaban relacionados con el caso
—explicó—. Un truco viejo: les dimos a leer a ustedes sus declaraciones, y
SEÑOR R
como estaban impresas en un papel preparado especialmente, resultó como
siempre.
Secker se detuvo porque la señorita Withers no le prestaba atención. Ésta
vio que el caso estaba completamente resuelto. Tenía el último eslabón de su
cadena, una cadena que inesperadamente le sujetaba sus propias manos.
—No cabe duda —continuó el sargento— de que fue una trampa de
Rosemary. Su último acto debió ser apoderarse de un sobre que hubiera
manoseado usted y enviárselo a la mujer que se proponía aterrorizar.
La señorita Withers se estremeció ligeramente.
—Usted supongo que parará en el Hotel de la Reina —dijo—. Pues vuelva
usted allá y yo le llamaré por teléfono cuando haya preparado a los otro para su
interviu. Lo mejor será que lo deje para mañana.
El sargento se sintió contrariado, pero disimuló.
—Al mismo tiempo pensaré en la manera de cegar las lagunas de su caso.
—Pero usted está conforme conmigo, ¿no?
—Casi del todo —dijo la señorita Withers con una tranquila y persistente
mirada—. Se diría que ha tomado usted el viento de mis propias velas.
Dicho esto se despidió de él y como la marea había subido cubriendo la
calzada, no tuvo más remedio que llamar a los barqueros para que la
transportaran.
Estuvo largo tiempo embargada en profundas meditaciones sobre sí misma.
La cena de aquella noche en Dinsul fue bastante alegre. A pesar de las
preocupaciones de la señorita Withers, ésta no dijo una palabra de la inminente
visita del sargento porque necesitaba tiempo para pensar en ella. Cuando se
levantaba de la mesa vino Treves a decirle que un caballero la llamaba por
teléfono.
—Un tal señor Gunga Din, señora —dijo Treves después de tragar saliva
con gran dificultad.
La señorita Withers cogió el aparato.
—¿Joven? —hablaba con tono de reproche—. ¿No le dije a usted que yo le
llamaría?… ¿Qué le ha puesto tan impaciente?
SEÑOR R
—¡Impaciente! —repitió el sargento como un eco—. Oiga: acabo de recibir
un telegrama de Cannon desde Londres. Usted decía que estaba conforme
conmigo en la interpretación del caso que le bosquejé esta noche. Pues bien, los
dos estábamos equivocados.
—¿Equivocados?, ¿quiere usted decir que el cuerpo no era el de Rosemary?
—Oh, eso sí; era ella y muerta también, para el caso demasiado muerta. Sir
Leonardo afirma, en su informe, que la muerte se debió a un golpe en la
cabeza… y que tuvo lugar hace quince días lo menos.
—¡Oh! —dijo la señorita Withers, que se quedó con la boca abierta.
—De modo que ya ve usted: Rosemary Fraser no mató a nadie y yo me
vuelvo a encontrar exactamente en mi punto de partida.
El pobre sargento olvidó que era un policía para no ser entonces más que un
pobre muchacho abrumado de pena.
—Yo no estaría muy segura de ello —le dijo tranquilamente la maestra—.
¿Puedo sugerirle una idea?
—¡Por Dios, hágalo usted!
—Telegrafíe usted a Londres pidiendo una descripción completa del
cadáver en sus menores detalles y váyase a la cama y duerma.
—Gracias —dijo Secker.
La señorita Withers estuvo una hora aproximadamente con la honorable
Emilia en el enladrillado gabinete de estar de Dinsul y después subió la escalera
en busca de su cuarto de dormir. A la mitad de ella vio la ventana abierta,
oyendo voces al exterior.
Leslie y Cándida parecía que se encontraran de charla entre mar y cielo. La
maestra se detuvo para fisgonear y pronto se dio cuenta de que no les habían
brotado alas como a las gaviotas. A la luz de la luna, la joven pareja se dirigía
por el estrecho sendero cortado en la roca hacia la Silla del Santo.
Leslie iba delante.
—Vuélvete tú, loca —estaba diciendo—. Esto es demasiado temerario.
De pronto, Cándida, riendo por lo bajo, apresuró el paso y se le adelantó. En
un dramático instante, perdido el equilibrio con la brusquedad del movimiento,
SEÑOR R
se le venció el cuerpo inclinándose al abismo; pero logró rehacerse agarrándose
a la roca con mano fuerte y segura y continuó subiendo.
—¡Muerde! —gritó—, seré yo quien llevará los pantalones.
A Leslie Reverson, espantado por lo ocurrido, se le aflojaron las piernas y
resbaló, cayendo de rodillas. La señorita Withers quiso gritar, quiso saltar por la
ventana y cogerle, pero se encontró paralizada como en una pesadilla.
Leslie se agarró desesperadamente a un saliente de los riscos, pero el cuerpo
se había deslizado fuera del escarpado sendero y pendía en el espacio. Cándida,
medio subida en la Silla, volvió la cabeza. Ni desfalleció ni gritó a la vista de la
tremenda escena. Blanco de luna y terror el empavorecido rostro, se quedó
mirando un momento, que a la señorita Withers le pareció interminable, y
después se precipitó en ayuda de su compañero.
Echándose de bruces en la roca cogió las muñecas de Leslie y tirando de él
con todas sus fuerzas le volvió a la senda.
Ninguno de los dos hablaba, pero Cándida le tenía en brazos tiernamente.
Era una escena hermosa y terrible, y la maestra comprendió que no tenía
derecho a presenciarla.
Lentamente se apartó de la ventana y se marchó a su cuarto, viendo, aún
claramente destacado ante sus cansados ojos, el cuadro de los dos jóvenes
abrazados.
Este cuadro lo recordó la señorita Withers mucho tiempo.
SEÑOR R
Capítulo XIII
RONDA EL CRIMEN
ntre unas cosas y otras no fue aquella una buena noche para Hildegarde
Withers. Después de costarle mucho el dormirse, se despertó
sobresaltada porque algo, muy blanco y espantable, se deslizó a través
de su cuarto y desapareció en la pared frontera a la ventana.
SEÑOR R
—Buenos días, señorita. No está el día muy bueno, pero es una mañana
clara. ¿Quiere usted que le prepare el baño?
La señorita Withers abrió los claros ojos azules, dando un respingo al ver a
Treves que se acercaba a ella llevando una taza de té humeante.
No estaba acostumbrada a ver hombres en su dormitorio ni aunque fueran
mayordomos de confianza con familia en la casa, pero Treves no se parecía a
nada.
—¿Cómo quiere los huevos, señorita?
—Co… cocidos —farfulló la maestra—, muy duros.
—Gracias, señorita. Dentro de quince minutos tendrá usted aquí su bandeja.
La señorita Withers recordó que tenía que trabajar.
—No es necesario que la traiga —ordenó—. Yo bajaré a desayunar con los
demás.
Treves se detuvo cerca de la puerta y tosió.
—Perdone usted, señorita; pero, ordinariamente, Su Excelencia previene a
sus invitados de Dinsul que tres días a la semana el castillo es… algo… como
un lugar público por decirlo así. Hoy es lunes y de un momento a otro nos
llegará una bandada de turistas. No se les permite el paso escaleras arriba y por
eso Su Excelencia generalmente pasa la mayor parte del día en sus habitaciones
y la comida y la cena se sirven en su sala de estar, muy cómoda y agradable. Yo
pensé que usted preferiría desayunar aquí.
—Claro —dijo la señorita Withers—; donde quiera que fueres haz lo que
vieres. Si es lo que hacen los demás…
—El señorito y la señorita joven han desayunado en sus camas y se están
preparando para jugar al golf. Han pedido el auto.
—¿Y su señora?
—Su Excelencia ha desayunado también en su cuarto y creo que está en el
baño.
Treves no se mostraba sorprendido por su insistencia en averiguar lo que
hacían todos los miembros de la familia y ella se preguntó si sospecharía su
misión en aquella casa.
SEÑOR R
—Cuando me traiga el desayuno haga el favor de traerme también los
periódicos de la mañana.
—No llegan hasta las diez. Como vienen de Londres…
Treves se marchó y la señorita Withers se bebió el té, se puso rápidamente
el albornoz y salió al corredor.
El cuarto de baño estaba entre su habitación y la de Cándida. Abrió la puerta
y vio a la joven, que se disponía a bañarse, echando unas sales aromáticas en la
bañera llena.
—¡Cuánto lo siento! —dijo la maestra, mientras que la otra se envolvía
rápidamente en su negligée.
—No se preocupe —contestó, sonriendo, Cándida—. Fue culpa mía por no
haber echado la llave. Termino en un periquete porque me está esperando Leslie
para marcharnos al campo de golf.
—A veces da buen resultado hacer esperar a los jóvenes —le advirtió la
señorita Withers.
La maestra se volvió a su cuarto, echando pestes por lo bajo de las casas en
que el único cuarto de baño de los huéspedes está siempre ocupado.
El desayuno la esperaba. Una insípida comida compuesta, de té, tostadas
frías, huevos cocidos, muy duros por cierto, y una delgada raja de tocino en
adobo o cosa parecida.
Cuando terminó, creyendo que los periquetes de Cándida tendrían su
auténtica significación, volvió a probar fortuna al cuarto de baño; pero esta vez
estaba echada la llave y venía del interior el débil gorgoteo del agua corriente.
La señorita Withers se volvió a su habitación y un momento después llamó
Treves, que venía a por la bandeja.
Se la llevó en equilibrio en la palma de la mano y ya estaba a medio camino
de la escalera, cuando se oyó un golpetazo tremendo que venía de la habitación
de la honorable Emilia.
A Treves se le escapó la bandeja, que recogió con limpieza en el aire, y la
dejó en una consola del corredor. Volvió un momento después, trayendo en
brazos a Tobermory, y encontró a la señorita Withers a la puerta de su cuarto.
SEÑOR R
—¡Menudo jaleo armará la señora por esto! —le dijo—. ¡El pájaro,
señorita; el pájaro ese americano de la pechuga colorada que trajo la señora
consigo!
—Bueno, pero ¿qué ha pasado?
—Que el gato ha echado a rodar la jaula por el suelo y se ha comido al
pájaro con patas y pico y todo.
La señorita Withers movió la cabeza al anuncio de tan fúnebre tragedia
doméstica.
—¿Se lo ha dicho usted ya a su señora?
—Está en el baño, señorita, y preferiré no molestarla. Me parece más
prudente tener un rato a Tobermory en la cocina.
La señorita no le comprendía.
—¿Como castigo?
—No, señorita. Verá usted: Si la señora ve la jaula tirada por el suelo puede
pensar que cayó naturalmente y que el pájaro se escapó al encontrar la puerta
abierta. De otro modo la señora le daría al gato una buena tunda con un
periódico plegado y sería una mala sombra.
—¡Cómo!
—Sí, señorita, una desgracia para la casa. Por acá creemos que el pegarle a
un gato trae mala sombra. Para eso están los perros. Los gatos tienen amigos
muy poderosos, señorita. —En sus ojos brillaba una mirada extraña, más bien
fanática—. Los duendes y trasgos, señorita… Ellos, como decimos nosotros.
Emocionada por esta revelación del folklore cornuallés, la señorita Withers
decidió acudir en ayuda de Tobermory en calidad de genio protector.
—Déjelo en mi habitación. Yo juraré que ha estado aquí toda la mañana.
Se quedó sola con el gato, quien hizo una meticulosa inspección del cuarto,
dio unos bufidos a los trebejos de su habitante y por fin sentó sus reales sobre la
cama, donde se quedó mirándola de hito en hito. La maestra procuró atraérselo.
Le pasó la mano por el plateado lomo y le quitó delicadamente las dos o tres
ligeras plumitas que se habían pegado a los bigotes. Finalmente, Tobermory se
rindió a tanto cariño y se puso a ronronear de contento.
SEÑOR R
Pero la señorita Withers no tenía intención de pasarse el día con el albornoz
puesto y volvió a hurgar otra vez con bastante fuerza en la puerta del baño. No
estaba echada la llave y ésta —una tremenda pieza de hierro— cayó al suelo
con estrépito al abrir violentamente. La maestra se encerró y al momento oyó
que andaban apresuradamente por el pasillo. Sin duda Cándida que corría a
reunirse con Leslie.
Se bañó, después de recoger la toalla y sábana de baño mojadas que
Cándida había dejado colgando de la bañera. Nada de ponerse a remojo en el
agua caliente como le gustaba a la honorable Emilia. Muy pronto salió del baño,
saltó sobre una esterilla seca y esponjosa y se enjugó el anguloso cuerpo con
rápidas y enérgicas frotaciones de toalla.
Volvió a su cuarto y se vistió pronta, pero cuidadosamente, mientras
Tobermory vigilaba. De pronto el gato se levantó, se estiró y saltó al suelo. De
allí se llegó a la puerta, mayando.
—¡Miaau! —gritó con fuerza.
—¡Chist! —dijo la señorita Withers.
—¡Miaauu! —repitió el gato; pero no porque quisiera salir, pues cuando
ella abrió se quedó a la parte de dentro esperando.
Al cabo de unos cinco minutos llamó Treves. Era portador de una escudilla
llena de leche.
—Tobermory siempre toma el desayuno a estas horas —dijo—, y los
animales siempre tienen sed después de comer.
Tobermory se tomó la leche tan a gusto, con tal ansiedad, que a la señorita
Withers le pareció que se había pasado mucho tiempo sin comer.
—Pues del petirrojo no dejó más que un par de plumas —la enteró Treves.
Se llevó el plato vacío y el gato saltó, de nuevo, sobre la cama y continuó su
ronroneo.
La señorita Withers no disponía de tiempo para acariciarlo. Eran cerca de
las nueve y tenía mucho que hacer. El primer grupo de turistas andaba ya por el
corredor de la planta baja cuando ella se llegó al teléfono. Al verla se pararon
todos y se quedaron mirándola al unísono.
SEÑOR R
Ella apenas se dio cuenta de su presencia. Mil dudas sutiles empezaban a
revolotear en su cerebro y todas ellas quedaban de momento en la sombra,
dominadas por un problema de la mayor importancia: quince días antes
Rosemary Fraser estaba en medio del Atlántico. ¿Cómo, pues, podía
encontrarse su cuerpo ayer en el Támesis?
Las corrientes oceánicas hacen cosas sorprendentes y maravillosas, ya lo
sabía ella; pero no hay corriente oceánica que pueda coger un cadáver,
arrastrarlo ocho o novecientas millas y venir a depositarlo en el punto exacto en
que se están ocupando febrilmente de él. En el río y precisamente como quien
dice a la puerta de Scotland Yard. Esto era demasiado gordo, aun para la
historia de la criminología, la cual —había que reconocerlo— está plagada de
puras coincidencias.
Pero Rosemary Fraser tampoco pudo morir en Londres quince días antes.
Esto era igualmente imposible.
Insensible a cualquier otro punto de vista de las facetas de este problema, la
señorita Withers quedó temporalmente sorda a las incontables impresiones y
sugerencias que su aguzada inteligencia solía recibir y armonizar. A pesar de
que en lo más hondo de lo subconsciente una lucecita roja, de advertencia, se le
iba encendiendo y apagando alternativamente. Pero ella no le prestó atención.
Pidió el número del Hotel de la Reina, de Penzance, y por fin oyó la voz de
Secker.
—He recibido un informe para usted —dijo el sargento— o por lo menos un
informe del que usted podría sacar mejor partido que yo. ¿Puedo ir al castillo?
La señorita Withers estaba a punto de decir que sí cuando la puerta de la
salita en que se encontraba fue bruscamente abierta.
—Y aquí pueden ver ustedes un ejemplar perfectamente conservado de una
época muy remota —iba recitando el guía. El índice del cicerone señalaba a una
chimenea que había detrás de ella, pero los visitantes se quedaron mirando a la
señorita Withers y algunos de ellos dejaron ver una sonrisita burlona.
La maestra frunció el entrecejo.
—Voy yo en seguida a su hotel —le contestó al joven policía—, porque este
sitio es tan secreto y retirado como un escaparate del Strand.
SEÑOR R
Y salió de aquel lugar más que de prisa.
Media hora después, tras de haber telefoneado pidiendo el esquife y
habiendo hecho el resto del viaje en el autobús de servicio público, se
encontraba sentada en un canapé del vestíbulo del hotel, junto a la inevitable
maceta con su palmera y escuchando al joven Secker.
—Y aquí la tenemos —la estaba diciendo—. «Descripción completa del
cuerpo encontrado en el Támesis: Hembra; edad, sobre los 20 años; cabello
castaño oscuro; huesos delgados; manos finas; calzando zapatos de soirée de
seda blanca en uno de los pies, medias de seda blancas, ropa interior elegante de
buena calidad, restos de una túnica de seda blanca y un écharpe roto de color
azul marino alrededor del cuello. El écharpe está muy destrozado y presenta
señales evidentes de haber estado en contacto con la hélice de algún vapor
porque tiene manchas de herrumbre y de pintura. Heridas profundas en la cara y
el cuerpo; algunas producidas antes, otras después de la defunción. Muerte
causada por una o varias heridas, muy graves, producidas con instrumento
cortante…».
—Basta —ordenó la señorita Withers—; con esto tengo ya lo suficiente
para estar cavilando algunos días. —Se la notaba intranquila—. Es preciso que
me vaya a casa en seguida —dijo—. Necesito hablar con la señora Pendavid.
El joven protestó enérgicamente.
—Ya veo que usted ha olfateado algo —dijo—. ¿Quiere participármelo?
—Yo… yo no sé nada —mintió la señorita Withers. Sintió de pronto un
ahogo y tosió fingido—. Realmente necesito marcharme. Ya le llamaré por
teléfono después.
—Espere —protestó Secker—. ¿No puede usted decirme nada? Cannon no
quedó en modo alguno convencido con mi hipótesis de que los asesinatos los
había cometido la propia Rosemary y tengo que darle alguna prueba. ¿No
querrá usted…?
Ella movió la cabeza negativamente y salió con paso majestuoso y él se
quedó mirándola muy extrañado.
La señorita Withers esperó unos momentos en la explanada, pero no
apareció ningún autobús. Por fin echó a andar. A los pocos minutos se encontró
SEÑOR R
en Newlyn y cuando marchaba por la sinuosa calle principal le llamó la
atención una muestra que decía:
«El Refugio de los Navegantes. Gabinete de lectura, salones de descanso y
de recreo. Bien venidos todos los marinos».
Ella no era muy marina que digamos —o por lo menos navegaba por
ignorados y extraños mares—, pero obedeciendo a un impulso entró en aquel
cómodo saloncito de lectura con paso firme y resuelto ademán. Unos viejos
señores, de rostros colorados y curtidos por los temporales, se quedaron
mirándola y gruñó un perro que se calentaba a la chimenea; pero ella se dirigió
muy decidida a la librería y de la reducida lista eligió el libro cuyo título le
pareció más prometedor: Standard Steamanship[13] de un tal capitán Félix
Reisenberg.
Sin sentarse, y enteramente despreocupada de las miradas insistentes y
desconfiadas de los concurrente» habituales, hojeó el grueso volumen, fijándose
en todos los diagramas. Finalmente encontró lo que buscaba y, después de
estudiar aquel grabado detenidamente, devolvió el libro a su sitio. Luego se
quedó con la mirada fija en el fuego.
—Sí, ¡eso era!
En la repisa de la chimenea había varios modelos de barcos de vela, y otro,
de madera de pino, de vapor. La señorita Withers examinó detenidamente este
último, haciendo signos afirmativos con la cabeza. Luego se apresuró a
marcharse y «El Refugio de los Navegantes» recobró su paz inmemorial.
Tampoco entonces se veía señal alguna de autobús que la pudiera llevar a
las costas de la aldea de Dinsul. Empezó a andar y antes de que hubiera llegado
a la curva de la carretera fue alcanzada por la limousine.
—¡Suba! —le gritó Leslie Reverson.
La señorita Withers titubeó durante un lapso de tiempo que resultó
descortés, y después subió al auto, que se puso en marcha tan rápidamente que
ella cayó a plomo entre los dos jóvenes. Pudo encontrar un sitio para los pies
entre los sacos de golf.
—¿Qué tal ha ido ese match?
SEÑOR R
—Ha sido una cosa grande —dijo Leslie—; he ganado a Cándida en
ochenta y ocho por noventa y cuatro.
—Hoy no estaba yo muy en forma —dijo Cándida—. ¿Cómo podía jugar al
golf mientras tú insistías en…? Bueno, tú ya lo sabes.
—No es un secreto —dijo Leslie, que estaba animadísimo, pletórico de
juventud y de vida—. Yo quería que ella fijara el día; ya sabe usted de qué se
trata. La tía pasará por todo. Estoy seguro de que nos perdonará si corremos al
despacho de un notario y salimos desposados. —El joven rió y siguió diciendo
—: Yo lo siento mucho, pero desconozco la manera adecuada de hacer una
proposición de matrimonio y estaba pensando en llamar a alguien en mi ayuda.
—Y volviéndose a la señorita Withers, le dijo—: Usted, pregúntele por qué no
quiere…
—Yo no necesito preguntarle a Cándida por qué no quiere señalar el día de
la boda, porque da la casualidad de que conozco el motivo.
—¡Cómo!… ¿Que usted…?
Leslie se inclinó hacia delante, muy sorprendido.
La señorita Withers sonrió de una manera singular y, volviéndose hacia
Cándida, le preguntó:
—¿Puedo decírselo?
—Yo supongo… —y Cándida se paró en corto y se quedó mirándola.
—¿Puedo decirle el motivo verdadero? —repitió tranquilamente Hildegarde
Withers.
Cándida no contestó. El auto estaba ya cerca de la negra calzada,
descubierta ahora que se había retirado la marea. Entonces la muchacha movió
la cabeza con un lento ademán negativo. Después rebuscó en los bolsillos del
abrigo.
—¡Dios mío! —dijo—. Para el coche.
Se detuvieron en la bajada.
—Leslie —dijo ella—, me he dejado aquella joya de estuche neceser en el
campo de golf. Lo usé cuando nos detuvimos en el banco cerca del séptimo
green, ¿te acuerdas? Allí donde tú, quiero decir nosotros, descansamos. Si no te
causara una molestia muy grande…
SEÑOR R
—¡Pues no faltaba más! —Reverson se derretía de amabilidad—. Voy a
llevar a ustedes al castillo y en seguida me volveré a buscarlo.
—No, déjanos aquí. Me gustará dar un paseo por la calzada.
El joven se marchó, conduciendo el antiguo «Buick», y la señorita Withers
y Cándida siguieron el negro camino sobre el agua que conducía a Dinsul. Por
algún tiempo marcharon en silencio.
—¿Cuánto tiempo hace que usted sabe…? —preguntó, por fin, Cándida.
—Desde que vine de Londres —le contestó la maestra—. ¿Y qué va a hacer
usted ahora?
Cándida no lo sabía.
—Lo mejor será que tengamos un buen rato de conversación —dijo la
señorita Withers—. Reunimos para ver el modo y manera de hacer las cosas
correctamente. Ya sabe usted que no es un problema sencillo.
—¡Sencillo! —exclamó Cándida.
Treves les dio entrada en el castillo.
—Espero que ya no quedarán turistas —dijo la señorita Withers.
—No, señorita; el último grupo acaba de salir ahora. Por cierto que hemos
tenido aquí una contrariedad. Me temo que mi señora se disgustará mucho
cuando se entere. Uno de los visitantes se empeñó en ver el último piso —lo
cual ya sabe usted que está completamente prohibido— y cuando se le impidió,
se puso verdaderamente desagradable. —Treves se frotó la barbilla y la señorita
Withers se apercibió de que la tenía un poco hinchada—. Hubo que… que…
persuadirle para que se marchara tranquilamente. Ya conoce usted a esos
yanquis, señorita.
—¿Era un joven alto con un bigotillo? —inquirió la señorita Withers.
—Oh, ustedes deben haberse encontrado con él en el camino.
Pero la señorita Withers y Cándida estaban ya subiendo la escalera.
Cuando llegaron al cuarto de la maestra pensó que era una suerte el no
haberse encontrado con la honorable Emilia. No les hubiera servido para nada
en la entrevista que iban a celebrar.
La señorita Withers cerró la puerta con llave y Cándida se tiró abatida en la
cama. La maestra tomó una silla, mientras que Tobermory se frotaba en sus
SEÑOR R
tobillos afectuosamente.
—Se abre la sesión para deliberar —dijo.
Pero no hubo la menor sugerencia. Cándida podía decir mucho, pero no
quiso; y Tobermory quiso, pero no pudo. Por fin, la señorita Withers dio su
parecer. Las dos mujeres hablaron muchísimo tiempo.
A la una en punto llamó Treves.
—El almuerzo estará servido dentro de veinte minutos en la salita de estar
de la señora.
—No faltaremos —le contestó la señorita Withers—. Oiga, Treves. ¿Quiere
hacer el favor de telefonear pidiendo el coche y decir que esté aquí con tiempo
para alcanzar el tren para Londres de las cuatro treinta?
—En seguida, señorita. ¿Puedo ayudarla a hacer el equipaje?
—El auto es para mí —dijo Cándida—. No, muchas gracias; ya me lo
arreglaré yo.
Treves se marchó en dirección al teléfono.
—No se atormente —le dijo la señorita Withers a Cándida—; yo no haré
uso de lo que usted me ha dicho más que en el caso de que sea cuestión de vida
o muerte para alguien. Y ahora corra a refrescarse y arréglese para bajar a
comer. Todo irá bien al fin.
Cándida se detuvo al llegar a la puerta.
—Pero, ¿y la policía? Suponga usted que sospecha de mí…
—No sospechará —dijo la señorita Withers con una ligera sonrisa—. La
policía es siempre la misma. No ven el bosque porque se lo impiden los árboles.
La maestra se lavó la cara y las manos en el baño. A pesar del excelente
sistema —tan alabado por la honorable Emilia— de calefacción del agua, ésta
apenas se encontraba tibia.
La señorita Withers se dirigió después a la parte del castillo reservada para
su propietaria. Treves la alcanzó en el corredor y le comunicó que abajo había
un caballero que preguntaba por ella.
Bajó corriendo y se encontró con el sargento Secker, muy estirado y oficial,
que la esperaba en la sala.
—Siento muchísimo el molestarla —dijo.
SEÑOR R
—¿Qué pasa?
El policía sacó un papel del bolsillo.
—Llega usted al final del drama —la previno—. Todo ha terminado. Y yo
había errado el blanco por completo. Acabo de recibir esto del inspector-jefe
Cannon. Me lo debieron entregar anoche, pero al tonto del botones del hotel se
le ocurrió echarlo por debajo de la puerta y quedó bajo la alfombrilla. Hace un
momento lo encontró allí.
Era un telegrama que decía:
SEÑOR R
—Lo mejor será que busque usted un pretexto para rondar el castillo.
Vamos a hablar con la honorable Emilia.
Leslie Reverson tiró cerca de la puerta dos sacos de golf y fue presentado al
detective.
—¡Lástima de tiempo! —le dijo la señorita Withers—. He recorrido todo el
campo y no he podido encontrar el neceser de Cándida. Me parece que le tendré
que comprar otro.
Estaba más preocupado por la pérdida del neceser que por la presencia del
joven detective.
Treves estaba en el corredor del piso alto y parecía intranquilo. La señorita
Withers le preguntó si el almuerzo estaba dispuesto.
—Sí, señorita —le contestó—; lo he preparado en la salita de estar de la
señora. Pero… —dijo, moviendo la cabeza— yo no sé que hacer, no lo sé.
Hasta hoy nunca estuvo tanto tiempo.
—¿A quién y a qué se refiere usted? —preguntó la señorita Withers.
—A la señora le gusta mucho leer y dormitar en el baño, pero nunca ha
estado toda la mañana allí. El agua sigue corriendo, pero yo he llamado y no
contesta. Las puertas del baño están cerradas por dentro.
—¡Venga! —ordenó la maestra.
Ellos la siguieron.
Cuatro veces se dejó caer Secker con todo su peso sobre la puerta del cuarto
en que Juan de Pomeroy se había desangrado hacía tantos años, pero la puerta
resistió. La señorita Withers le apartó y se agachó a mirar por el ojo de la
cerradura.
—Está echado el cerrojo por dentro —dijo.
Con la señorita Withers a la cabeza dieron la vuelta por la otra entrada.
—Esta puerta está siempre cerrada con llave —dijo Treves.
Pero la señorita Withers ya estaba dándole a la cerradura con una horquilla
del pelo doblada. Al cabo de un momento notó que cedía y maniobró con la
manecilla. La puerta se abrió hacia dentro y pudieron ver a la señora en el baño.
El agua seguía corriendo del grifo marcado «caliente» —agua que ya era
fría—. La honorable Emilia yacía en aquella anticuada tina con las rodillas
SEÑOR R
dobladas y la cabeza debajo de la superficie.
El sargento se arrodilló junto a ella.
—¡Aún está caliente! —gritó—. Todavía podría ser…
Echó una bata de baño sobre el cuerpo y pasando por la puerta de
comunicación —de la cual descorrió el cerrojo la señorita Withers— pasó al
dormitorio inmediato, la echó en la cama y empezó a hacerle vigorosamente la
respiración artificial.
La señorita Withers aguardaba y su cara era una máscara impenetrable, pero
se diría que todo el azul se había encontrado en sus ojos, convirtiéndolos en dos
sombrías lagunas.
Por fin el sargento se paró, falto de aliento.
—Esto no marcha —dijo, como excusándose.
La señorita Withers se quedó mirándole.
—¿Está usted seguro de que se encuentra completamente muerta?
—Segurísimo. Pero no desde mucho tiempo. Claro que esto lo podrá decir
mejor el forense. ¿Dónde está el teléfono? Voy a dar la voz de alarma. No,
mejor será que vaya usted. Las ordenanzas mandan que los oficiales de policía
se queden de guardia junto al cadáver.
Ella hizo un signo afirmativo, pero no se movió.
—¿Cree usted que se trata de violencia como se dice en los dramas?
El sargento se encogió de hombros.
—La boca no le huele a almendras amargas, si usted se refiere a eso, ni
tiene señales de violencia en el cuerpo. Pero no somos nosotros los que lo
hemos de decidir.
La señorita Withers se quedó absorta mirando la calma singular y la
expresión de satisfacción interior de la difunta. En las últimas semanas había
llegado a sentir una gran estimación y respeto por aquella buena y animada
persona que ahora yacía tan caliente y a la vez tan completamente muerta,
víctima de la última broma pesada que le había jugado la vida.
—Ya veremos —prometió—. Ya lo veremos muy pronto.
SEÑOR R
Capítulo XIV
LA RETICENCIA DE «TOBERMORY»
SEÑOR R
El sargento John Secker se adelantó al pie de la escalera y, haciendo una
seña, le dijo:
—Por aquí, señor.
El pelotón subió ruidosamente.
—¿Cadáver? —murmuró Lulú Hammond—. ¿Ha dicho cadáver?
La señorita Withers le hizo una rápida explicación.
—Créame. No tenía la menor intención de hacerla venir a usted en estas
circunstancias —le dijo después—, pero necesitaba decirle algo muy interesante
que no podía mencionar en un cable.
Lulú estaba como el que ve visiones.
—Eso no importa —dijo—. Pero ¿qué le ha sucedido a la honorable
Emilia? ¿Será otro…?
—Eso —contestó la señorita Withers— es lo que esperamos poner en claro.
Lulú se volvió hacia Leslie.
—Ésta es su casa, ¿no? Bien. ¿Me perdona usted por haber entrado tan
bruscamente en una ocasión como ésta?
Leslie murmuró unas palabras de cumplido, pero Lulú ya no escuchaba.
—Estaré hasta mañana en el Hotel de la Reina, en Penzance —le previno a
la señorita Withers—, en el caso de que usted se dignara darme una explicación
de esta superchería estúpida. Yo veo en esto la intervención de Tom. Pero es
inútil que usted se empeñe en jugar a «señorita Sindetikon» para componerlo
todo. Puede usted decírselo de mi parte.
—Su marido no ha intervenido para nada en esto —empezó a decir la
señorita Withers.
Pero Lulú ya se dirigía a la puerta deseosa evidentemente de salir de aquel
sitio antes de que sucediese algo más.
En lugar de Treves, un joven policía de mejillas sonrosadas, que mediría sus
buenos seis pies de alto, estaba a la puerta de pie y con los brazos cruzados.
—Lo siento, señorita —dijo—; pero tendrá usted que esperar.
—¡Pero si yo acabo de llegar! —protestó Lulú—. ¡Yo no vivo aquí!
—Entonces no debe importarle esperar un poco —dijo, sin alterarse, el
sonrosado policeman—. Precisamente éste es el lugar más digno de verse de
SEÑOR R
todo Cornualles, y bien vale la pena de estudiarlo un poco.
—¡Uff! —fue lo único que Lulú pudo pensar y decir en aquel momento, y
se dejó caer en una silla.
Siguió un interminable silencio, porque ni siquiera Cándida y Leslie tenían
nada que decirse ahora.
—Si nadie dice nada antes de que el reloj vuelva a sonar empiezo a dar
gritos y me echo a rodar por el suelo —se prometió Cándida.
Pero fue salvada de esta catástrofe por un minuto apenas, cuando ya el reloj
bisabuelo que había en la esquina debajo de la escalera empezaba a dejar oír el
estruendoso rumor que precedió a los dos golpes de campana que habían de
anunciar las dos y media.
Y el salvador fue uno de los policías que, después de bajar con gran ruido
de pasos los escalones, entró y le hizo una seña a Leslie Reverson.
—El jefe desea hablar con usted dos palabras, señor —le dijo.
En la inflexión de la voz del policía se notó claramente que se daba cuenta
de que se estaba dirigiendo al nuevo señor del castillo, de que Dinsul con todos
sus parapetos, sus robles renegridos, sus tapices, rastrillos, gaviotas y turistas,
eran propiedad de aquel joven amedrentado.
Después de dirigir a Cándida una última mirada de desaliento, Leslie siguió
al policía.
A los diez minutos estuvo de vuelta y su aspecto había cambiado como le
hubiesen quitado de los débiles hombros un peso enorme.
Se llamó a Cándida, que volvió igualmente con una apariencia mucho más
tranquila.
—A usted le toca ahora, señora —dijo el policía.
La señorita Withers subió tan rápidamente la escalera que casi no rozaba los
escalones.
Venía preparada a ver de nuevo aquellos tristes despojos sobre la cama,
pero se la introdujo en la salita de estar de la honorable Emilia. El hombre del
raglán estaba sentado al escritorio y tenía delante una libreta de notas abierta.
El sargento Secker se encontraba a su lado.
SEÑOR R
—Ésta es la señora de quien le hablé a usted —dijo—. Señorita Withers, le
presento al inspector Polfran, de la policía del ducado.
Se la molió a preguntas, pero sus intentos de ayudar a la investigación de
los hechos se marchitaron en flor. De los labios del hombre del escritorio no
salieron más que preguntas cortas e incisivas estrictamente ceñidas a los
acontecimientos ocurridos en Dinsul aquella mañana. Cuando terminaba su
relato de las puertas cerradas y el encuentro del cadáver en el baño, se abrió la
puerta del dormitorio y salió un hombre que no podía ser más que un doctor de
provincias. Traía puesto un reluciente sombrero de copa y su continente era
muy grave.
—¿Qué, doctor?
—Yo sabía que había de ocurrir esto el día menos pensado —dijo el médico
—. Ustedes no ignoran que además de ser forense ejerzo aquí la medicina desde
hace veinte años; pues bien, hace mucho tiempo que soy el médico de cabecera
de la señora Pendavid. Esta dama padecía una lesión valvular del corazón y
hace algunos meses le ordené que llevara siempre consigo un frasquito de sales
estimulantes —que por cierto no contenían ninguna substancia que la pudiera
dañar aunque las hubiera olido años enteros—. Y le aconsejé, además, que no
condujera automóviles, ni nadara, ni hiciera, en fin, ningún ejercicio violento
que hubiera provocado un acceso. Sin duda tuvo una lipotimia mientras estaba
tomando uno de sus prolongados baños en la bañera llena de agua caliente y al
hundírsele la cabeza en el agua se ahogó. Presenta todos los signos evidentes de
asfixia por inmersión.
El inspector se inclinó hacia delante.
—Muy bien, doctor —dijo—. Esta mujer padecía de accesos, como usted
los llama, pero además temía por su vida. Hace poco tiempo recibió una carta
amenazándola y el sargento Secker, del C. I. D., aquí presente, está realizando
una investigación sobre este punto. Es de la mayor importancia que podamos
tener la seguridad de que no pueda haber ocurrido nada relacionado con
aquellas amenazas.
El doctor parecía disgustado y molesto.
SEÑOR R
—Mi reconocimiento —dijo— fue muy cuidadoso, a pesar de que me basta
mirar a un ahogado para saber de qué ha muerto; pero, además, ¿no estaba el
cuarto de baño cerrado por dentro con llave y cerrojo?
Polfran asintió con la cabeza y se volvió hacia Secker y a la señorita
Withers, que trataba de mantenerse neutral en el mar de fondo de una rivalidad
mal disimulada entre la policía de la capital y la de la provincia.
—Y bien, sargento —dijo el inspector—, ¿está usted ya convencido de que
esto no tiene nada que ver con el asunto que le ha traído a estos andurriales?
El sargento no estaba convencido.
—Le podría contestar a usted mejor si pudiera saber la hora exacta de la
muerte —declaró.
—Eso es muy fácil —afirmó el doctor—. Sin duda hará menos de tres
horas.
La señorita Withers respiró.
—¿Está usted seguro? —preguntó Secker.
—Segurísimo. El cuerpo se enfría aproximadamente a razón de dos
grados[14] por hora y de este hecho podemos deducir el tiempo de la defunción.
El cadáver marcaba exactamente noventa y tres grados Fahrenheit; de modo que
podemos afirmar que el fallecimiento ocurrió… —el doctor consultó un
anticuado reloj de oro— entre las once cuarenta y las doce treinta.
—Muy bien —dijo el inspector—. Ya ha oído usted que el joven Reverson
ha declarado que él y la señorita joven, huésped de la casa, salieron para jugar
al golf a las nueve y volvieron poco antes de la una, y lo mismo ha dicho la
joven. Esta señora —y señaló a la señorita Withers— hizo al declarar una
afirmación idéntica, como igualmente el mayordomo, que estuvo toda la
mañana en el corredor. Reverson es la única persona que pudiera aprovecharse
de la muerte de su tía, y aun apenas, si se considera que lo hubiera heredado
todo dentro de muy pocos años. Naturalmente, confrontaremos estos datos con
los que pueda proporcionarnos la gente del campo de golf, pero no veo que dé
ningún resultado esta diligencia.
Tampoco lo esperaba el sargento.
SEÑOR R
—Sólo que es muy peliagudo que haya ocurrido esto precisamente ahora —
afirmó.
—Quizá también hubiera preferido la señora Pendavid aplazar el
acontecimiento —dijo el doctor, pero nadie le rió el chiste.
—Muy bien, pues —terminó el inspector—; por supuesto, se abrirá una
información, pero yo no puedo ordenar que se haga la autopsia, a no ser que el
joven Reverson, como pariente más próximo, lo pida.
—Y no lo hará —profetizó la señorita Withers por lo bajo.
Una enorme sensación de tranquilidad le corría por las venas al bajar la
escalera. Cierto que existía una terrible coincidencia… pero esto ocurre muy a
menudo en la vida. Por momentos había temido que sus cubileteos en
cuestiones muy peligrosas hubieran venido a parar en una horrible
equivocación, pero todo se había resuelto bien y el fin justifica los medios. Aún
tendría que luchar con el inspector-jefe Cannon, pero le podría señalar ciertos
hechos que éste parecía desconocer. Y así pensando se fue a su cuarto en busca
del saco de mano, se aseguró de su contenido y se marchó apresuradamente
abajo.
Si en la sala se observaba un estado de tensión de ánimo cuando la señorita
Withers subió arriba, cuando estuvo de vuelta se había centuplicado con la
aparición en escena de dos nuevos personajes.
El inspector-jefe Cannon se cruzó rápidamente con ella en dirección a la
escalera. Hubiera querido detenerle, pero él la saludó con un «Buenas tardes»
muy seco y subió los escalones de dos en dos. Llevaba gorra y guardapolvo de
automovilista y sus zapatos iban marcando huellas de agua en la escalera.
—¡Dios mío! —se dijo la señorita Withers—. ¿Es que Scotland Yard tiene
un equipo de aeroplanos? —No le esperaba hasta después de la llegada del tren
de las cinco—. De todos modos —pensó— esto ya no será largo.
Entró en el salón y vio a Tom Hammond, que estaba de pie junto al portier,
muy tieso y estirado. Él también había dejado en el suelo unos desagradables
charquitos.
—Ese avefría de la maestra me dijo que te habías dirigido aquí —le estaba
diciendo a su mujer.
SEÑOR R
El encuentro no parecía muy caluroso. Lulú volvió la espalda a su marido y
dirigió a la señorita Withers una mirada de reproche.
—¡Y decía usted que Tom no tenía nada que ver con la preparación de esto!
La maestra se encogió de hombros.
—Debiera usted quejarse al señor Cannon, que parece ser el que ha
escoltado a su esposo hasta Dinsul.
—Nos encontramos en el muelle o como quiera que se llame a lo que
conduce a este sitio de película truculenta. ¡No he visto cosa más imposible que
esto! Vine esta mañana y me echaron y esta tarde no puedo salir por nada del
mundo.
Así, fue Hammond el joven que tuvo aquella mañana una reyerta con
Treves, se dijo la señorita Withers. Ya se pudo haber figurado el único motivo
que le trajo allí, pero estaba embargada por otras preocupaciones de más fuste.
Ni la voluntad ni el pensamiento de la señorita Withers estaban en la
reunión, bastante desagradable, de la sala. Ella estimaba en mucho sus
excelentes muelas, pero se hubiera dejado sacar a gusto un par de ellas con tal
de saber lo que estaba pasando en aquella habitación de arriba.
Leslie Reverson le arrancó de sus preocupaciones, recordando que tenía que
cumplir los deberes de la hospitalidad.
—¡Digo! —exclamó animadamente—. El tiempo va pasando y tendremos
que tomar el té.
Tiró del cordón de la campanilla, pero no obtuvo respuesta. El fiel Treves
parecía que también se había hecho invisible. De todos modos nadie pensaba en
tomar el té. Se hizo un gran silencio, que sólo fue interrumpido por el sordo
rumor del antiquísimo reloj. Dio tres notas melodiosas y el silencio reinó de
nuevo.
—Podríamos decir adivinanzas —sugirió Lulú Hammond—. ¿Nadie sabe
algún juego de sociedad distraído?
—Propongo jugar a los despropósitos —dijo malignamente la señorita
Withers. Y fue en este momento cuando reapareció el policía.
—Señorita Noring —dijo—, el inspector-jefe quiero hablar dos palabras
con usted.
SEÑOR R
—¡Ya escampa! —dijo la señorita Withers, respirando profundamente.
Se levantó y volvió a sentarse. Cándida salió muy nerviosa de la habitación
y subió las escaleras. Ya no volvió.
—Perdónenme ustedes —dijo la señorita Withers, que no podía seguir más
tiempo de espectadora.
Los tres que esperaban en el salón la excusaron, pero en realidad ninguno de
ellos se encontró a gusto cuando ella se fue. Tom Hammond, goteando por los
bajos del pantalón en la alfombra, no le quitaba ojo a su mujer. Lulú pretendía
leer un libro que había cogido de la mesa. El título era Restos de una
civilización prerromana en Cornualles, pero como lo tenía del revés, no
importaba el texto. Leslie deseaba que se marcharan todos, todos menos
Cándida. La señorita Withers encontró al sargento Secker en el corredor del
piso alto.
—¿Dónde están —le preguntó— Cannon y la muchacha? ¿La ha arrestado?
—No —dijo el sargento—. Ya comprende usted…
En aquel momento el inspector-jefe Cannon salió al corredor por la puerta
del cuarto que fue de Cándida Noring.
La señorita Withers se abalanzó a él.
—Antes de arrestar a esa joven —empezó a decir—, óigame. No crea
usted…
Cannon sonrió hastiado.
—¿Usted aquí de nuevo? —dijo—. Bueno, mejor será que lo sepa. Pasé la
tarde de ayer procurando conseguir del D. P. P. —ya sabe usted. Department of
Public Prosecutions o Departamento Fiscal— el mandamiento para arrestar a la
Noring. En un caso internacional como éste necesitaba que me guardasen ellos
las espaldas. Y esta mañana me tiraron por el suelo todos los palos del
sombrajo. Los muy imbéciles decidieron que las pruebas no eran bastante
evidentes. ¡Y yo que había conseguido reunir contra ella todo un estupendo
atestado!
—¿Un atestado? ¿Acaso se proponía usted llevar la justicia hasta el fin?
—Eso es cosa de los tribunales —dijo secamente Cannon.
—Pero… si usted no ha venido a arrestarla…
SEÑOR R
—Yo vine para poner fin a todo este asunto. El D. P. P. clavó mis cañones
al negarme la orden de prisión teniendo la evidencia en la mano, pero
contábamos con otros medios para luchar con ella. Vine para decirle a Cándida
Noring que el Yard lo sabía ya todo y que dentro de cinco días nuestra Special
Branch[15], que se ocupa de los extranjeros, haría anular su pasaporte. Que era
preciso que saliera de Inglaterra.
Su modo de hablar daba a entender a las claras que hubiera deseado que la
señorita Withers se encontrase en el mismo trance.
—Esto —dijo la maestra— probablemente le destrozará el corazón.
—Es más probable que me destroce el mío —replicó humorísticamente el
inspector-jefe—. Pero… ¿qué más podía yo hacer? Tengo las manos atadas.
—Paralizadas —le dijo la señorita Withers.
Cannon la miró cara a cara.
—¿Y no cree usted que ella pueda tener alguna parte en la muerte de la
señora Emilia Pendavid?
—No; a no ser que haya conseguido estar en dos sitios a la vez. Le será a
usted muy difícil confrontar en el campo de golf las declaraciones de los
jóvenes y asegurarse de si Cándida y Leslie han dicho la verdad.
—Ya he dado yo ese paso —dijo Secker—. Llegaron antes de las nueve y
fueron vistos hasta después de las doce.
Cannon asintió.
—Estoy convencido —dijo—; no podemos tontear con la opinión del
forense, y este hombre jura que la honorable Emilia murió entre las once quince
y la media, en un cuarto de baño cerrado por dentro. —El inspector empezó a
ponerse el descolorido guardapolvo—. Bueno, yo me despido de usted, señora.
El sargento y yo nos volvemos en seguida a nuestras diarias tareas de Londres.
—¿Se lleva usted a Cándida?
—No ha de ser custodiada y el cochecito sólo tiene dos plazas. Ella me dijo
que de todos modos pensaba salir de aquí esta misma tarde. Nosotros nos
aseguraremos, naturalmente, de que toma el primer barco que salga para
Estados Unidos.
SEÑOR R
—Y así acaba el misterio del cianuro robado —murmuró la señorita Withers
—. Bien, ya tienen ustedes resueltos todos los asuntos, si bien no han
conseguido la prueba y fallo de culpabilidad. ¿Supongo que Cándida no
confesaría los crímenes al saber que usted no la podía arrestar? —añadió,
dirigiendo al policía una mirada singular.
—No es tan tonta —dijo Cannon—. ¡Eso quisiera yo, porque hubiera caído
de lleno en el garlito! Se limitó a escucharme mansamente y prometió
marcharse en seguida.
—No seré yo quien se lo reproche —dijo la maestra, y estrechó las manos
de los detectives—. Ha sido un gran placer para mí el ver a Scotland Yard en
acción. Hasta que volvamos a encontramos.
El inspector-jefe Cannon estuvo a punto de exclamar: «¡No lo permita
Dios!». Y se contuvo al tiempo justo.
—Encantado, señora —le aseguró—. Nosotros, como es natural, no
dejaremos de mano esto hasta que tengamos la seguridad de que la muchacha
está en el tren de Londres. No más suicidios misteriosos, si podemos
impedirlos, ¿eh, sargento?
A Secker parecía que otra le quedaba dentro, pero asintió amablemente.
—Bon voyage![16] —le deseó a la señorita Withers.
—¡Si yo no me marcho a ninguna parte!
—Cuando se vaya —dijo el sargento.
Ella les dejó allí en el rellano de la escalera. Todo parecía terminado, pero
aquella lucecita, aquella señal de aviso, continuaba relampagueando en el fondo
de lo subconsciente y en cierto modo le empañaba el sentimiento de intensa
satisfacción de sí misma que experimentaba.
Se fue a su cuarto y empezó a preparar el equipaje. Nada la retenía allí ya.
Seguramente Leslie Reverson no la necesitaría y su tía se encontraba más allá
de toda humana ayuda. Tobermory se levantó de la almohada y se estiró.
Aquella había sido una tarde muy larga y aburrida para el grande y hermoso
gato gris-perla. Sus ambarinos ojos parpadearon y mayó hambriento.
—¡Monstruo estúpido e insaciable! —le acusó la señorita Withers—. ¡Y
clamas de hambre después del espantoso festín de esta mañana!
SEÑOR R
Tobermory estaba hambriento, a pesar de las plumas que ella le había
quitado de la boca y mayó de nuevo.
Después el gato volvió a sentarse en actitud hierática, tan regio como alguno
de sus antecesores, los antiguos felinos que fueron consagrados en Persia y
venerados como dioses en Egipto.
Tobermory se lavó la cara con una suprema indiferencia para la señorita
Withers y para todo lo del mundo que no fuera su propia magnificencia.
La maestra le acarició el plateado lomo.
—Si pudiera hablar… —dijo. De pronto se detuvo y su mano apretó con tal
fuerza el espinazo del gato que el animal se retorció y saltó bufando al suelo,
donde empezó a pasearse airado arriba y abajo.
A la señorita Withers todo le daba vueltas y tan pronto como tuvo un
instante de calma vio que la que fue una débil lucecita roja fulguraba ahora en
su inteligencia como un gran faro resplandeciente.
—¡Y yo que te llamaba estúpido! —le gritó en voz alta al impasible felino
—. ¡Es gracioso esto… muy gracioso!… Te llamaba estúpido y tú eras el único
que sabía…
Tobermory la miró fijamente con los sabios ojos ambarinos.
El inspector-jefe Cannon bajaba despacio la escalera en compañía del
inspector Polfran, dos policías y el sargento Secker. El doctor hacía tiempo que
se había marchado. Su conversación amigable, pero algo cautelosa, fue
bruscamente interrumpida por una maestra de mediana edad, que llegó por
detrás de ellos corriendo como un galgo empavorecido.
—¡Cándida! ¡No está en su cuarto! —lamentó la aparición, y desapareció
escaleras abajo.
Los oficiales se miraron unos a otros. Polfran se barrenó la sien con el
índice, diciendo:
—Completamente mochales.
Pero la señorita Withers no estaba loca. Nunca hasta ahora, en sus cuarenta
y tantos años, había tenido un tan completo control de sus facultades. Vio en la
puerta al policeman de sonrosadas mejillas y se fue al salón.
SEÑOR R
Allí se encontró a Cándida, que tenía al lado dos maletines negros. Se estaba
despidiendo del aturdido Leslie Reverson; Tom Hammond y su joven y
enfurruñada esposa observaban desde opuestos extremos del salón, esperando
que les consintieran partir en dirección a sus respectivos destinos.
—Es preciso, es absolutamente preciso —estaba diciendo Cándida—. Era
una cosa maravillosa, pero he de marcharme.
—¡No, usted no puede marcharse! —gritó una voz áspera, de acento
americano—. ¡Espere! ¡Deténganla!
Los circunstantes del salón se quedaron paralizados de espanto. Pero la
señorita Withers no se daba cuenta de la insana apariencia de su aspecto y del
tono de su voz.
—¡Ella ha matado a su tía! —le gritó la maestra a Leslie Reverson, que se
estremeció aterrado—. ¡No la dejen escapar!
Cándida sonrió y movió la cabeza. Tom Hammond cogió a la señorita
Withers por el brazo.
—Está usted sobreexcitada —le dijo—. Esto ha sido demasiado fuerte para
usted. ¿Cómo…?
Ella sacudió el brazo con fuerza.
Todos miraban a la maestra como si fuera un bicho raro.
—¡Pero están ustedes tontos! —gritó—. ¿Es que no la ven? ¡Mírenla!
¡Mírenla a los ojos!
Los ojos de Cándida tenían un aspecto muy extraño. Eran como charcas
amarillentas y humeantes que contrastaban con el pulido mármol de su rostro.
—¡Ella asesinó a la señora Pendavid, ahogándola en el baño!… ¡Está
loca!… ¡Oh, no la dejen escapar!
—Tranquilícese —le dijo Tom Hammond—. Usted no puede…
La voz de Hammond se extinguió al mirar el rostro de Cándida. Sus
facciones contraídas la traicionaron. Su boca se retorció como un nido de
gusanos entre los cuales relucían sus dientes. Su cara fue por un momento una
horrible máscara.
Después, la muchacha se inclinó rápidamente y echó mano de los maletines
con tal fuerza, que, asestando un certero golpe al grupo señorita Withers-
SEÑOR R
Hammond, les hizo rodar por el suelo. Cándida pasó por su lado corriendo.
—¿Qué es esto? —gritó Cannon, desde el último peldaño de la escalera—.
Le digo…
Sea lo que fuere lo que pensaba decir, tuvo que dejarlo para mejor ocasión,
porque un maletín le dio en mitad de la cara.
Cándida corrió a la puerta. El policía cogido de improviso, pestañeó
estúpidamente.
—¡Aquí! —gritó. Pero no dijo más, porque ella, cogiendo un palo del saco
de golf que había en el zaguán, le dio con la porra exactamente detrás de la
oreja y cayó con tal estruendo que hizo retemblar las losas del suelo.
El camino quedó limpio de obstáculos para la muchacha que estaba en la
puerta, pero se detuvo un instante. Cogió con mano segura, con la energía que
da la desesperación, la herrumbrosa cadena del rastrillo y tiró de ella con fuerza,
colgándose con todo su peso. Se oyó el chirrido de los viejos cerrojos.
Entonces cayó la pesada compuerta. Las agudas barras de hierro bajaron
con una terrible velocidad, y Cándida se lanzó afuera.
—¡La alcanzó el rastrillo! —gritó Cannon, esforzándose en ponerse en pie.
Pero las lanzas descendentes erraron el blanco y corría libre la fugitiva,
bajando a saltos los interminables escalones de piedra. Sus perseguidores
chocaron contra la sólida reja de hierro que bloqueaba la puerta. Era tan
inconmovible como el Destino.
—¡Detenedla! —gritó la señorita Withers.
Nadie pudo detenerla. Ni uno solo de los policías llevaba pistola.
—¡Detenedla! —volvió a gritar la maestra—. ¡El coche está esperándola!…
¡Se va a escapar!
Cándida siguió bajando los escalones, corriendo cada vez más. De pronto,
se paró. La limousine esperaba como se había ordenado, pero esperaba al otro
lado, en el embarcadero de tierra firme y en una distancia que no era menor de
un cuarto de milla, el grisáceo oleaje cubría completamente la calzada. Desde a
mediodía la marea había estado subiendo —la marea que mojó los pies de
Cannon y de Tom Hammond— y ahora ponía un círculo de agua completo e
irrompible alrededor de la antigua fortaleza de Dinsul.
SEÑOR R
Y así terminaron las andanzas de Cándida Noring. Se agachó allí,
imprecando y maldiciendo al bruñido e implacable océano, hasta que unos
hombres, después de levantar penosamente el rastrillo, se apresuraron a bajar y
la cogieron.
SEÑOR R
Capítulo XV
UN FELIZ TÉRMINO
upongo que tendrá usted que hacer muchas aclaraciones —le dijo
apaciblemente el inspector-jefe Cannon a la señorita Withers, que se
— encontraba al otro lado de la mesa de la antigua y magnífica sala de
banquetes de Dinsul.
SEÑOR R
al romper el día habían estado pataleando en el aire, en el lúgubre presidio de
San Quintín.
Cannon también conocía este sentimiento.
—Pero yo nunca dejé escapar a un criminal por mi repugnancia de que le
ahorcaran.
—Espere —dijo la señorita Withers, rápidamente—. Yo sabía que Cándida
mató a Peter Noel y Andy Todd; los dos eran unos individuos sin los cuales el
mundo podía pasar perfectamente, y pensé que en cierto modo y retorciendo
mucho el argumento, tenía una especie de justificación de haberlo hecho. Yo no
imaginaba entonces que ella tuviera el propósito de seguir adelante en sus
crímenes. Estaba segura de que los anónimos amenazadores no tenían más
objeto que atenazar el corazón de aquellos cuyas carcajadas habían impulsado a
Rosemary al suicidio.
—¿Suicidio? —la interrumpió Cannon—. No estoy yo muy convencido de
eso. A mí me parece que Cándida Noring lo emprendió todo con el fin de estar
segura de haber alcanzado a la persona que mató a su compañera. Un caso de
venganza personal; esa es mi opinión.
—¡Haga el favor! —dijo la señorita Withers—. Déjemelo contar a mi
manera. Yo aún tengo que hacer esta noche, a no ser que usted decida
arrestarme en calidad de encubridora de los hechos.
»Voy a empezar desde el principio. A bordo del American Diplomat,
Cándida y Rosemary Fraser, una muchacha más joven que ella y que había
estado a su cuidado desde que las dos eran niñas, empezaban un viaje alrededor
del mundo. Rosemary era una muchacha muy particular: emocional, muy
influenciable y que perdía con facilidad la cabeza. Rosemary desairó a Andy
Todd en el bar del vapor, cuando la única falta que había cometido era ser
demasiado ruidoso y excesivamente servicial y campechano. Rehusó la bebida
que le ofrecía porque hablaba demasiado alto, o porque no le agradaba su
acento, o cosa parecida. Él era un tipo incapaz de olvidar una cosa así, bien lo
sabe usted. Y cuando ese detestable niño, Gerardo Hammond, le enteró de que
ella estaba muy amable con otro hombre y de que tenía una cita con el guapo
encargado del bar, Todd trazó el plan de un desquite cruel y rencoroso. Al
SEÑOR R
principio erró el golpe al encontrar vacío el arcón de las mantas cuando guiaba
a los demás en aquella dirección; pero los pelos grises del abrigo cogidos en la
grieta de la tapa, le convencieron de que Rosemary había estado allí. Y esperó.
Era un tipo repugnante el tal Todd; no se parecía en nada a los alumnos que
Estados Unidos envían al Rhodes College de Oxford, ni tampoco a nuestros
propios universitarios.
»Rosemary estaba llena de vergüenza al pensar en lo que había hecho o en
lo que parecía haber hecho. Por eso se recluyó en su camarote hasta la noche de
la cena del capitán —un verdadero acontecimiento a bordo— cuando el mar
estaba tan en calma como la balsa de un molino, y su ausencia se hubiera
interpretado como una confesión, como sin duda le aseguró Cándida. Bajó,
pues, a cenar y Todd, resentido aún de los desaires recibidos cuando se negó a
beber y a bailar con él, estaba preparado contra ella. Había sobornado al mozo
de comedor para que cambiase el paquetito del regalo puesto al lado del plato
de ella y una llavecita marcada con el letrero «Llave del arca de las mantas» la
estaba aguardando. Esto le dio a la pobre muchacha la certeza de que su falta —
si es que había cometido alguna— era conocida por alguien. Hasta entonces
pudo esperar que aquello fuera cosa exclusivamente suya.
»Rosemary leyó la tarjeta en voz alta. Esto era una cosa que ni siquiera el
diabólico Todd había esperado que ocurriese. Y todo el mundo rió en la mesa a
excepción de Cándida, que conocía el sufrimiento de su amiga, y de mí, que lo
ignoraba todo. Aquella hilaridad hizo que Rosemary se marchase a su camarote.
»Cogió su diario y vertió en sus páginas todo lo que no podía decir. Escribió
cosas horribles, derramó allí todo su odio, y habló mucho de muerte, porque la
tenía clavada en el pensamiento. Esta expansión no la tranquilizó, y tampoco
pudo llorar.
»Rosemary era muy joven para saber cuán poca importancia se da a los
pequeños escándalos de a bordo en cuanto se llega a puerto, y temía que el
coronel Wright, que estaba en relaciones comerciales con su padre, se encargara
de enterar a su familia de la cosa. Dejando el diario rechazó los consuelos bien
intencionados de Cándida y subió a cubierta. Probablemente no me vio a mí o
se figuró que dormía. Sea como fuere, el caso es que se tiró por la borda.
SEÑOR R
—Usted está mal de la cabeza —la interrumpió Cannon—. Hasta ahora
íbamos bien, pero ¿cómo pudo tirarse en mitad del Atlántico y aparecer en el
Támesis dos semanas después?
La señorita Withers asintió con la cabeza.
—Es completamente imposible y, no obstante, es así. Y eso es lo que nos ha
tenido tan largo tiempo balanceándonos indecisos. Ha sido una estrambótica
jugarreta de la fatalidad. Ella saltó al mar, pero como pasaba los veranos en las
playas nadaba muy bien y sabía perfectamente cómo había de zambullirse. Se
tiró al agua como una excelente nadadora que era, sin hacer apenas ruido y
sumergiéndose muy profundamente.
—Nada importa la profundidad a que se sumergiera —objetó Cannon—. De
todos modos no pudo llegar al Támesis… No la pudo traer un golpe de mar.
—Espere —le interrumpió la señorita Withers—, le voy a convencer.
También a mí me parecía imposible hasta que me acordé del largo écharpe azul
que llevaba puesto. Se zambulló profundamente y, como muchas cosas
arrojadas al agua, fue absorbida por las poderosas hélices del buque. Eso fue lo
que la mató, pues no murió ahogada. Yo he pasado mucho tiempo esta mañana
—y parece que hayan pasado años— leyendo el mecanismo de un barco de
vapor. Las hélices producen un tremendo remolino de agua, ¿sabe usted?
Bastante para enrollar apretadamente el flotante écharpe de seda al eje del
timón. Y así enganchada pudo Rosemary Fraser ser llevada a remolque del
barco profundamente por bajo del agua, hasta que el American Diplomat atracó
en el Támesis, o hasta algún tiempo más tarde.
»Después el écharpe se pudriría o se rompería. El cuerpo permanecería bajo
el agua hasta que la descomposición natural lo libertara subiéndolo a la
superficie.
La señorita Withers vio que Cannon tenía fruncido el entrecejo en señal de
meditación.
—¡Muy bien! —dijo, por fin—. ¡Usted me ha explicado cómo llegó
Rosemary aquí! —El inspector-jefe se rascó la barbilla—. Los jirones del
écharpe tenían manchas de pintura y de orín —recordó—, pero aún…
SEÑOR R
—Y difícilmente las hubiera tenido si no hubieran estado firmemente
pegados a alguna parte del barco —dijo la señorita Withers—. Yo sé que otras
veces han ocurrido cosas como ésta. Hace pocos años, en el Mediterráneo, un
marinero francés se cayó al agua y fue encontrado al día siguiente fuertemente
enganchado al timón, y se descubrió porque el barco se hizo muy duro de
gobernar. Si el American Diplomat no hubiera estado provisto de un aparato
automático para dirigir el rumbo, me apuesto cualquier cosa a que el timonel
hubiera tenido que trabajar de firme para vencer la dificultad del gobernalle
durante el resto del viaje.
—Ingeniosa —confesó Cannon—; es muy probable que tenga usted razón,
pero…
—Para mí no hay pero que valga —saltó la señorita Withers—; pero
volvamos al vapor. Los suicidas casi siempre dejan algún mensaje… y
Rosemary dejó su diario. Cándida Noring lo encontró aquella misma noche y
supo toda la historia. Separó del diario las hojas que la comentaban…
—Pero no las llevaba consigo al desembarcar —interrumpió el detective—,
pues nosotros registramos su equipaje con mucho cuidado.
—Bien, pero no registraron con mucho cuidado el correo del vapor —
replicó la maestra—. Como tampoco registraron el fondo de su caja de polvos.
Había un buzón para cartas en el escritorio del barco. Cándida no tuvo más que
separar las hojas del diario y ponerlas en uno o varios sobres dirigidos a ella
misma al hotel o al American Express de Londres, donde las encontró poco
tiempo después de atracar el buque. Eso es tan sencillo como el A B C.
»Por otra parte, a la mañana siguiente de la desaparición de Rosemary, me
tropecé con Peter Noel que se estaba desprendiendo de unos pedazos de papel.
Él me dijo que era una baraja vieja, pero yo encontré uno de estos pedazos y vi
que tenía escritas las letras osem… Era parte de la firma de Rosemary. Sin duda
ella no firmaría una anotación en su diario, pero pudo haberle enviado una
esquela escrita en una hoja del mismo. Quizá estaba realmente enamorada de
aquel hombre, seducida por sus cuentos de aventuras. «Ella le amaba por los
peligros que había corrido», como dijo el poeta. Por lo menos le escribió.
Durante el tiempo ese Cándida estuvo cavilando. Tenía la impresión, la
SEÑOR R
obsesionaba la idea de que su amiga había sido asesinada porque se la había
obligado a suicidarse. Al día siguiente yo misma le aconsejé, cuando salió del
baño, que viera al doctor para que le diera una medicina que la hiciera dormir.
Seguramente llegó a su despacho cuando el doctor estaba fuera —tenía
costumbre de emplear gran parte de su tiempo en charlar con las señoras del
pasaje— y la vista del botiquín abierto le dio una horrible inspiración. Mataría a
Peter Noel de tal manera que nadie lo podría sospechar, y así Rosemary
quedaría vengada de su seductor. Cándida había estudiado suficiente química en
el colegio para conocer el significado de los símbolos y fórmulas y robó el
contenido entero del frasquito de cianuro de potasio.
—¿Supongo que usted no sabrá dónde lo escondió? —preguntó Cannon.
—¡Claro que lo sé! ¿Recuerda la caja de polvos de imitación a laca japonesa
que fue el regalo de la cena del capitán? Yo me preguntaba cuando la vi encima
de su peinador del hotel por qué motivo habría conservado tan desagradable
recuerdo de aquella noche. Allí echó el cianuro y probablemente lo cubrió con
polvos.
Cannon se puso en pie de un salto.
—Entonces ya tenemos asegurado nuestro caso. Si podemos demostrar…
—Siéntese —le dijo la señorita Withers—: usted no demostrará nada
porque no lo encontrará. Ya he registrado yo su cuarto y, o lo destruyó en
Londres, o empleó el último que le quedaba en rellenar los cigarrillos. Concebía
y realizaba las ideas con gran rapidez. Yo escudriñé su camarote mientras
estaba en el baño, pero ya se había desembarazado de las hojas del diario, de
todas, menos de una que sin duda llevaba siempre consigo.
»A ésta ya le había fijado un destino. Tan pronto como supo que se
realizaría una información sobre la muerte de Rosemary Fraser, se trazó un plan
diabólicamente ingenioso. El mismo Noel le dio la idea. La señora Hammond
me había hablado de una fantasía que les contó él de que estando jugando en
Alaska a un juego de baraja le dieron una carta de más y se la tragó, ganando la
apuesta.
»Cándida le hizo a usted tal declaración, que se vio obligado a arrestar a
Noel. Pues bien, unos momentos antes ella le había deslizado un papel en el
SEÑOR R
bolsillo. Fue escrito por Rosemary y era sin duda la postrera acusación de la
muchacha para aquel hombre. No podía desprenderse de él de ningún modo
delante de todo el pasaje reunido, ni tampoco necesitó hacerlo hasta que se vio
arrestado. Pero entonces, si aquello salía a relucir tenía muchas probabilidades
de perder su empleo en el barco, y muy probablemente aquella viuda de
Minneápolis que tanto deseaba pescar.
»Era un tiro muy largo; pero si fallaba, Cándida no perdía nada. Tuvo éxito.
Noel se acordó de su propio cuento de la carta y, cuando usted le arrestó,
rápidamente se tragó el papel en que se le recriminaba. Entonces cayó al suelo
porque el tal papel había sido mojado en una solución del cianuro robado por
Cándida. Ingenioso, ¿eh?
—Infernalmente. Pero, ¿por qué motivo? No es regular que una joven mate
para vengar a una amiga, aunque ésta sea una amiga de toda la vida. —El
inspector-jefe vaciló—. A no ser que fuera…
—No se necesita sentirse freudiano —le interrumpió—. Los asesinos son
siempre neuróticos, pero yo creo que en este caso no precisamos recurrir a la
posibilidad de nada anormal. Mi opinión es que Cándida experimentaba por
Rosemary un sentimiento extremado de vehemente protección maternal. Esta
tendencia de su carácter se manifestó claramente más tarde cuando adoptó al
pobre Leslie Reverson, tan necesitado de auxilio.
»Cuando Cándida llegó al hotel encontró en su correo la carta que se había
dirigido a sí misma, conteniendo las páginas del diario, y empezó su obra
preparando aquellos anónimos de aviso y amenaza; tomando frases de aquí y de
allá, combinándolas a fin de intensificar el sentido, y pegándolas sobre papel
negro para mayor confusión. Yo entré una vez en su cuarto y por poco la
sorprendí. Sin embargo, tenía dispuesta una carta para sí misma, como hacen
siempre los autores de esos anónimos emponzoñados, y esto fue un indicio y
una pifia porque de haber sido las cartas de Rosemary como parecían ser,
Cándida hubiera sido la persona menos indicada para recibir alguna.
Inmediatamente envió una de aquellas esquelas a Andy Todd, quizá
echándosela por debajo de la puerta. Ella pensó en su dramatismo que era hacer
SEÑOR R
justicia el enviar a cada cual, como mensaje de Rosemary, lo que la pobre había
escrito acerca de ellos en la última hora de su vida.
»Aquella noche, los dos, Andy Todd, que se sentía culpable de lo ocurrido,
y Leslie Reverson, que experimentaba la atracción de la nueva y vivida
personalidad que había revestido Cándida al emprender su misión, se disputaron
el acompañarla. Se marchó con Leslie, pero yo vi que le secreteaba a Todd algo
que más tarde he venido a pensar que debía ser la promesa de reunirse con él a
su regreso. Yo me pregunté entonces por qué parecía tan rápidamente aplacado.
Sea lo que fuere él subió a su cuarto del quinto piso aquella noche
probablemente ya un poco bebido. Quizá se conformó, era el hombre
pintiparado para ello, a la idea de ser admitido por una joven en su cuarto ya
avanzada la noche. A Cándida le debió ser fácil manejarle. El caso es que le
mató.
—¿Le mató, cómo? —protestó Cannon—. Tenga usted en cuenta que es
una muchacha…
—Una fuerte, una atlética muchacha animada por un propósito espantoso y
con una voluntad formidable. Además, Andy Todd estaba hecho un pingajo
aquella noche. Cuando yo le vi en su cuarto tenía tres botellas de whisky y tan
sólo se encontró una vacía. Debió llevarse las otras a la habitación de Cándida y
ella le animaría a beber hasta quedar atontado. La cosa no debió ser tan difícil
como parece ahora. Debió contarle algún cuento terrorífico de lamentos que se
oían en el fondo del pozo del ascensor y se fueron los dos a ver qué pasaba, y
ella, después de pasar la mano y abrir el cierre, no tuvo más que darle un súbito
empujón. Ya sabe usted que la mano de él era demasiado grande para poder
abrir. Después tiró las botellas y cerró la puerta.
—Del quinto piso, ¿eh? Por eso el cuerpo se encontraba en aquel estado
mucho más despachurrado de lo que el forense se imaginara tratándose del
tercero. Y ahora no está usted conjeturando —le dijo Cannon entornando los
ojos—. ¿Cómo, pues, ha llegado a deducir eso de los lamentos en el fondo del
ascensor?
La señorita Withers se dio cuenta de que había dicho demasiado.
SEÑOR R
—Efectivamente, no era una conjetura —declaró—. Cándida me lo ha
confesado. Y, además, me dijo que tan pronto como se convenció de que la
caída no había producido alboroto ni alarma, bajó al tercer piso y abrió, con la
mano enguantada, la puerta del ascensor, a fin de que apareciera que Todd
había caído desde su propio corredor. El hotel estaba a aquellas horas, según me
dijo, tan silencioso como una tumba.
—¿Se lo dijo a usted? —Cannon se había puesto de pie—. Esto es un
poco…
—Eso no importa ahora, se lo estoy diciendo todo; pero déjemelo contar a
mi manera. La andanza inmediata de Cándida fue el fingido ataque contra sí
misma. Estaba muy alarmada temiendo que la policía, o quizá yo misma,
sospechara de ella, y así compró los cigarrillos, en su papel de la misteriosa
señora Charles…
—Espere —dijo Cannon—. ¿Qué me dice del abrigo de pieles? Ella no
debía tenerlo.
—Pudo comprárselo —le contestó la señorita Withers—. Naturalmente,
mentía cuando afirmaba que Rosemary se mató llevándose los fondos de las
dos. Los suicidas no necesitan dinero para el pasaje de ultratumba. Cándida
tenía dinero y en alguna tienda se compraría un abrigo de pieles. Estaba
procurando persuadir a la policía de que vivía Rosemary, o, dicho de otro
modo, representando el papel de ser ella —la señora Charles— la propia
Rosemary, y llevando a cabo a la vez la venganza de la joven muerta… —la
señorita Withers frunció el entrecejo—. Si al menos las cosas de Rosemary no
se hubieran devuelto…
—¡Caramba! —dijo el detective—. ¡Y no lo fueron! Los efectos personales
de Rosemary fueron entregados, siguiendo las instrucciones cablegrafiadas por
sus padres, a su amiga Cándida Noring. Era de suponer que ésta se había
encargado de devolverlas allá.
—Es una verdadera lástima —observó la señorita Withers— que usted no
me dijera esto que implicaba mucho las cosas. Así, en su papel de señora
Charles, reforzó su identidad con Rosemary vistiendo las ropas de ésta, preparó
las cartas posteriores en aquellos alojamientos baratos e indudablemente dejó
SEÑOR R
sus efectos en uno de ellos o en cualquier guardarropa. Dios sabe dónde y
cuando decidió venir aquí.
»Pero, de todos modos, no debo anticiparme en mi relato: Cándida se llevó
al hotel los cigarrillos, encontró allí las flores que le había enviado Leslie
Reverson y cogiendo la tarjeta de éste la metió en la cajita de ébano. Esto lo
hizo solamente como de pasada, aunque entonces no sintiera por él lo que sintió
más tarde. Me ofreció a mí uno de los cigarrillos emponzoñados, quizá
esperando que lo tomara, quitándome así de en medio. Lo rehusé, y a poco de
salir yo del cuarto se sentó al fuego con un cigarrillo envenenado, esperando
que la encontraran allí…
—He aquí un punto flaco de su hipótesis —interrumpió Cannon—. ¿Cómo
pudo saber Cándida que usted volvería?
—Naturalmente que no podía saberlo. Yo volví porque recordé que Leslie
no le pudo sacar a su tía en el salón de té más que diez chelines, y la cajita
costaba mucho más. Sus flores, probablemente, habían ido al vertedero.
Cándida no contó con mi vuelta; no hubiera tratado de engañarme con un
desmayo fingido. Es muy posible que perdiera realmente el sentido por el humo
del cigarrillo que se quemaba a su lado, pero no le quepa a usted duda de que no
le dio ni una chupada. No se proponía más que embaucar a la criada que estaba
para llegar de un momento a otro con la bolsa de agua caliente para disponer la
cama para la noche.
»Su plan tuvo un éxito completo —continuó la señorita Withers—. Ella
estaba convencida de que saldría adelante con él y nadie sospecharía nada. Yo,
por mi parte, no sospeché entonces, usted sí, y por eso aplazó la información
ante el jurado.
Cannon hizo un signo afirmativo con la cabeza y le dijo:
—Pero siga usted; en este caso ha estado usted mucho más acertada que yo
mismo.
—Después de esto Cándida envió a los Hammond un anónimo del que yo
tardé mucho tiempo en apropiarme. Pero ellos estaban fuera de su alcance y yo
adelanté muy poco con la lectura de la carta. En realidad lo que hizo fue
SEÑOR R
confundirme. Entonces los Hammond se separaron, o, mejor dicho, yo me
enteré entonces de que se habían separado.
Cannon la detuvo, levantando la mano.
—¿Y qué hay de esa pareja? —preguntó—. Tom Hammond trabaja en una
casa de productos químicos de Nueva York, y por algún tiempo yo sospeché…
—A su mujer le pasó lo mismo. Pero las actividades de Hammond tienen
muy poca relación con la química: es el director de propaganda de una
compañía de extintores de incendios. Su único pecado en este asunto es el
haberse entregado sin freno a la bebida cuando le dejó su mujer; pero ya
volveremos a ellos después. Poco más o menos fue en este punto del desarrollo
del caso cuando Cándida Noring tomó a Leslie, que era por lo menos cinco
años más joven que ella, bajo sus alas protectoras. En el viaje a Cornualles le
metió en la chaqueta una de sus cartas de luto, pero no pudo pasar de ahí. Como
usted verá los propósitos que se había jurado realizar se iban debilitando.
»Allá, en Londres, yo perdía el tiempo sospechando de Lulú Hammond y
siguiendo en la sombra a su marido, con la esperanza de atraparle cuando
tratara de atacarle. Esto acabó en un fiasco, como usted sabe.
—Y cómo supo también, por su mal, el sargento Secker —intercaló
Cannon.
—Todos entramos en el juego —dijo la señorita Withers muy seria—. De
todos modos el telegrama de Cornualles llamándome me cogió en el momento
preciso, porque ya me había hecho la composición de lugar de que en Londres
no ocurriría nada y estaba pensando en la carta que la honorable Emilia había
recibido. Parecía proceder de Londres, pero yo creí firmemente lo contrario y
decidí obrar de un modo opuesto a como pensé que el asesino esperaba que
procediese. Ayer vine aquí. El sargento me siguió pisándome los talones. Era
autor de una ingeniosa explicación de los asesinatos con la que no estuve
enteramente conforme, si bien me reservé mi opinión propia. Él me dio cuenta
del hecho de haberse encontrado mis huellas dactilares en el anónimo que la
honorable Emilia había enviado a Scotland Yard, después de haber
experimentado tan fuerte impresión. Esto me explicó muchas cosas y vi hasta el
fondo del misterio, o, por lo menos, me figuré que lo había visto. El sargento
SEÑOR R
estaba seguro de que Rosemary había vivido hasta tomar completa venganza de
los dos hombres que odiaba y después se había tirado al Támesis. Yo sabía que
esto no era verdad, porque Rosemary nunca hubiera enviado cigarrillos
emponzoñados a su mejor amiga Cándida. Ni tampoco hubiera podido
componérselas Rosemary para obtener mis huellas en una carta que ella dirigía
desde Londres a la honorable Emilia.
»No, el sargento estaba equivocado y la persona que había dirigido este
último mensaje misterioso no lo había enviado desde Londres, ¡sino desde
Dinsul Castle mismo! ¡Porque era muy sencillo coger el sobre de mi carta a la
honorable Emilia con su sello y matasello y lavar la dirección original con un
líquido de borrar tinta adquirido en la papelería del pueblo! La dirección fue
escrita de nuevo, se añadió el borde negro y se puso dentro el mensaje. Claro
que el sobre estaba abierto, pero la honorable Emilia no se dio cuenta de lo que
esto significaba. Tampoco tuvo Cándida que descubrir que el sobre llevaba mis
huellas dactilares, sencillamente las vio, porque suyas no podían ser, ya que
usaba guantes.
»¿Por qué no me fueron sospechosos ni la honorable Emilia ni su
sobrino?… Es bastante fácil. La primera no tenía motivos ni era un tipo capaz
de urdir tan fantástica intriga. Además, difícilmente me hubiera hecho venir
aquí si hubiera estado tramando algo, Leslie… bueno; si usted puede figurarse a
este joven teniendo esa endiablada listeza de ver que el matasellos de Londres
proporcionaría al asesino una maravillosa coartada y puede imaginárselo
valiéndose de este medio en una de aquellas cartas de luto, tiene usted mejor
imaginación que yo. Al hecho de que el cuerpo de Rosemary hubiera sido
encontrado, lo puse sencillamente al margen, como una cosa, de momento,
inexplicable. Durante la cena dejé caer una indirecta afirmando que yo sabía
que Rosemary no había sido asesinada, porque entonces yo estaba convencida
de que Cándida había matado a las personas de quienes sospechaba que
pudieran asesinar a su amiga, a la manera de «El vengador solitario». Yo
esperaba que la serie de crímenes hubiera terminado, pues al aparecer el cuerpo
de Rosemary ya no podía pasar ésta por la autora de las muertes. Cuando el
sargento me telefoneó que la defunción databa de quince días por lo menos, no
SEÑOR R
me sorprendió ni me preocupé por ello, porque todas mis energías estaban
dirigidas a la solución de este problema: ¿cuál era la justicia, en el sentido más
elevado de la palabra, que se debía hacer en este caso? Porque yo sabía que
Cándida tenía cierto motivo para matar a los dos hombres cuyos actos habían
impulsado a Rosemary al suicidio y no creía que tuviera el propósito de
proseguir en sus crímenes, pues estaba convencida de que las cartas de luto no
tenían más objeto que despertar una angustiosa inquietud en las personas cuya
algazara había atormentado a Rosemary la noche de aquella cena. Pero no
estaba segura…
—¡Pues no se habrá metido usted en menudo lío! —dijo Cannon—. Quería
usted resolver así como así una cuestión sobre la cual los tribunales hubieran
tenido que deliberar durante muchas horas…
—¡Y yo también —declaró la señorita Withers— me pasé toda la noche
cavilando! Verá usted: al subir a acostarme vi por una ventana del corredor a
Leslie y Cándida en el sendero rocoso que conduce a la Silla del Santo, y él
resbaló; le salvó cuando pudo dejarle caer al abismo y entonces adquirí la
convicción de que ella no estaba inclinada a cometer más crímenes. Había
salvado una vida y una vida más valiosa que las dos que había suprimido. Así
es que tomé mi determinación. A la mañana siguiente se la había de comunicar
a ella.
»Yo no podía resistir la idea de tenerle que entregar a la policía, porque aún
estaba obsesionada por el recuerdo de la joven pareja que había enviado a la
horca en el caso de la isla Catalina.
Cannon vio claro entonces.
—A su tiempo me enteré del asunto por los periódicos. Luego fue usted…
—su voz tenía una entonación nueva—. ¿De modo que usted no es
precisamente una entrometida en estas cosas?
—Mucho me temo que lo sea. Pero déjeme llegar al fin. Esta mañana no
pude hablar con Cándida. Ya sabe usted que se marchó temprano a jugar al
golf. Pero mientras ella se estaba bañando —según yo creía—, el mayordomo y
yo oímos un estrépito en el cuarto de la honorable Emilia. Tobermory, el gato,
había echado a rodar la jaula del petirrojo. Desde algunas semanas antes tenía
SEÑOR R
los ojos puestos en el pájaro y supongo que lo consideraba cosa propia por
derecho de conquista.
»Esto no tuvo para mí ninguna significación entonces, como tampoco la
tuvo el hecho de encontrarme —cuando por fin pude entrar en el cuarto de baño
— las toallas y la sábana rusa húmedas, pero la esterilla completamente seca.
Empleé la mañana en conversar con el sargento y en buscar una explicación
satisfactoria de la manera cómo pudo aparecer en el Támesis el cadáver de
Rosemary Fraser. A mi regreso a Dinsul para almorzar, fui recogida por
Reverson y Cándida en la limousine y supe horrorizada que el joven quería
casarse con ella. Eso no podía ser de ningún modo. Yo sabía que Cándida había
cambiado de sentimientos, pero no estaba dispuesta a dejarla seguir
tranquilamente ese camino. Y por eso solté una indirecta que le dio a entender
que yo sabía algo y la hizo desistir de aquel propósito descabellado. Nos
metimos en mi cuarto, Cándida y yo, y le dije francamente que sabía cómo
había matado a Noel y Todd y que comprendía las fuerzas poderosas que la
habían desviado del buen camino. Ella me convenció de que estaba
completamente curada de su locura. Las cartas amenazadoras que envió a los
demás, según me aseguró, eran simplemente para aterrorizarles. Recordando
como le había salvado la vida a Leslie, siendo así que lo tenía señalado para la
muerte, la creí, como una vieja tonta y sentimental que soy.
El inspector-jefe Cannon no se mostró disconforme con esta frase:
—Siga —le dijo.
—Yo le hice prometer que saldría de Dinsul esta tarde, dando una excusa
verosímil a Leslie, y a mí la seguridad de que ningún inocente más había de ser
víctima de sus crímenes. Oh, ya sé lo que piensa usted; pero yo juzgué que su
misma conciencia la castigaría suficientemente. Ella ya había sufrido
muchísimo, bien lo sabe usted.
»El sargento llegó, diciendo que iba a venir usted para arrestar a Cándida.
Yo me quedé estupefacta porque era la primera noticia que tenía de que usted
no estaba cegado por la convicción de que Rosemary había vivido y era la
autora de los crímenes. Y me estrujaba el cerebro buscando la manera de
convencerle a usted, aprovechando los informes que tenía, de que Cándida no
SEÑOR R
pudo cometer los homicidios. Esperaba hacerle desistir de su propósito cuando
llegara… ¡y entonces encontraron el cadáver de la honorable Emilia a la que
Cándida había asesinado esta mañana!
—¡Alto! —gritó Cannon—. No vayamos tan de prisa. ¿Qué me dice usted
de las puertas cerradas por dentro y con los pestillos pasados cuando ocurrió la
defunción?
—Una sola puerta tenía el pestillo pasado por dentro: la que comunica con
el dormitorio. La otra estaba simplemente cerrada con una cerradura que yo abrí
fácilmente con una horquilla. Además, tengo idea de que la llave del otro cuarto
de baño, aquel en que Cándida dejó el agua corriendo y humedeció las toallas
para procurarse una coartada, abre también esa puerta.
»Yo estaba completamente atontada. No tuve bastante conocimiento para
comprender lo que significaba la esterilla del baño seco y el ataque al pájaro.
Cándida debió llegar por el corredor, abrió el cuarto de baño de la honorable
Emilia y la ahogó en la bañera, que estaba llena hasta el borde, antes de que
pudiera gritar.
Cannon dio un puñetazo en la mesa.
—¡Como las novias en el baño en el caso Smith! ¡Eso es!… La cosa es
facilísima… Fue uno de nuestros casos más notables hace algunos años. Un
tipo llamado Smith, que se casó dos o tres veces y mató a las novias en un decir
amén. No hacía más que entrar cuando estaban en el baño, les ponía una mano
bajo las rodillas y la otra en el cuello y ya estaba hecho; no tenía más que
levantar las rodillas hasta que la cabeza quedara debajo del agua, y la víctima
daba una gran boqueada y se marchaba al otro barrio como una luz que se
apaga. Yo era sargento entonces y fui testigo de un experimento que hizo el
inspector-jefe que estaba encargado de la encuesta. Metió a una amiga, una
joven en traje de baño, en una gran bañera para que hiciera el papel de víctima;
y no era más que un experimento, pero ella dio la boqueada y se fue al fondo y
hubo que trabajar veinte minutos para volverla a la vida.
La señorita Withers asintió.
—Cándida, sin duda, debió leerlo —dijo—. Lo cierto es que salió del cuarto
baño, cerró la puerta y se marchó tranquilamente a jugar al golf. Quizá por
SEÑOR R
descuido se dejó abierto el grifo de agua caliente y ésta continuó corriendo toda
la mañana sobre el cuerpo, no desbordándose la bañera gracias al desagüe de
seguridad que tiene en la parte superior.
»La honorable Emilia tenía costumbre de tomar los baños muy largos, como
usted sabe, y nadie se preocupó de su ausencia. Además, también estaban
acostumbrados a que se quedara en sus habitaciones los días en que los turistas
podían visitar Dinsul. Quizás sin proponérselo Cándida, el agua caliente
conservó la temperatura del cadáver proporcionándole una coartada perfecta. El
agua corrió caliente hasta poco antes de mediodía y entonces se debió apagar el
calentador, y por eso el cadáver fue encontrado más tarde en agua fría. Y esto
fue lo que confundió al doctor, aunque probablemente la autopsia le hará
cambiar de opinión.
Cannon hizo con la cabeza un signo afirmativo y preguntó:
—¿Y qué fue lo que la hizo cambiar de opinión a usted? Usted se estaba
muy tranquilita acerca de todo esto y de repente se desencadenó.
La señorita Withers parecía avergonzada.
—Realmente yo llegué a sospechar que Cándida, para asegurarse a Leslie,
que le gustaba mucho, había suprimido a su tía; pero, ante las apariencias de
verdad, admití las conclusiones del forense y de la policía local y formé la
opinión de que había sido una desgraciada coincidencia que la honorable Emilia
hubiera fallecido a consecuencia de su enfermedad del corazón, precisamente
en estas circunstancias. Pero cuando supe por el testigo…
—¿Un testigo del crimen? No sea usted fantástica.
—¡No lo soy! —gritó la señorita Withers—. Había un testigo, un testigo
que supo a través de sólidas paredes que la honorable Emilia acababa de morir.
Un testigo que antes había demostrado su maravilloso poder de penetración
señalando anticipadamente que el mayordomo venía de la cocina trayéndole la
leche, cinco minutos antes de la llegada de aquel hombre. Estoy hablando del
primer testigo de la acusación: Tobermory.
—¿El gato?… Pero ¿cómo demonios pudo saber él…?
—Se ve que usted no conoce a los gatos. Tobermory había estado semanas
enteras esperando una oportunidad para apoderarse del pájaro. Sabía muy bien
SEÑOR R
que mientras su ama viviese le iban a dar una paliza con un periódico si le
causaba algún daño. Tan pronto como sus supersentidos le dijeron que aquella
autoridad había dejado de existir, saltó sobre la jaula del petirrojo. Esto me
demostró que su ama no había muerto después de las nueve de esta mañana, es
decir, que había muerto antes de que se marchara Cándida a jugar al golf.
»Es una cosa bastante clara para los que tienen el sentido de saber
interpretar los hechos. Hubiera sido una coincidencia increíble que después de
esperar tanto tiempo hubiera elegido precisamente aquel momento por
casualidad. Yo solamente pensé en ello cuando estaba en mi cuarto y por
entonces ya sabía que Cándida, autorizada por usted, se estaba marchando de
Dinsul. Debía tenerme un miedo cerval. Si hubiera llegado a Londres, o por lo
menos a Penzance, quizás hubiera conseguido desaparecer.
»Entonces entré en acción, porque en lugar de mi optimista esperanza de
que sólo hubiera matado a dos personas más bien culpables, comprendí que era
una gran criminal; supe que había asesinado a una mujer inocente y bondadosa
que nunca hizo mal a nadie y precisamente la que motivó mi venida aquí para
tratar de protegerla. Yo había fracasado en esto y estaba decidida a no marrar la
captura de su matadora.
—Bien —dijo el inspector al cabo de un momento—. Y lo consiguió usted
con la ayuda de la marea. Todo está claro para mí, ahora. Ha llenado usted
espléndidamente las lagunas de este asunto. Pero no veo más probabilidades de
conseguir un mandamiento de prisión del D. P. P. de las que tenía antes. Todo
esto son minucias para el caso, porque no puedo presentarme a los tribunales
con esta adivinanza del gato.
—¿Supongo que esto no podrá ayudarle en nada? —le preguntó, dudosa, la
señorita Withers.
Y sacó del bolso una sola hoja de papel escrita con excelente letra y firmada
por Cándida Noring.
—La obligué a escribir esto, por temor a que algún inocente tuviera que
responder más tarde de sus crímenes. Éste era el precio de mi silencio.
El inspector, con un creciente asombro pintado en el rostro, leyó una
concisa y brutal confesión de las muertes de Peter Noel y Andy Todd.
SEÑOR R
—¡Dios mío! —gritó—. ¡Si esto es bastante para hacerla ahorcar!
La señorita Withers dio un respingo al oír este comentario del inspector.
—Yo creía que estas confesiones no tenían valor ante los tribunales.
Cannon se guardó cuidadosamente el papel en la cartera.
—No lo tendrán en los tribunales americanos —dijo—. Pero aquí, donde la
gente tiene confianza en su policía, los jurados saben que nunca empleamos
argumentos de tercer grado para obtener confesiones a la fuerza. Esto es todo lo
que necesitamos.
—Entonces, bien —dijo la señorita Withers, poniéndose en pie muy
alicaída.
—Pero los Hammond… —empezó Cannon.
—Lo de ellos se explica en dos palabras. Su hijo vio una oportunidad de
devolver las tornas a su padre, que le había castigado por alguna travesura
trivial, y le dijo a la madre que era Tom Hammond el que estaba con Rosemary
Fraser en el arcón de las mantas. Era una mentira demasiado descarada, pero
aquella tonta se lo creyó, como suele ocurrir siempre; la gente tiene tendencia a
creer las cosas desagradables que se le dicen. Ella se marchó, no sin tirar antes
su anillo de desposada. Cuando yo me enteré de que el niño estaba jugando con
él, comprendí que lo que había separado a los Hammond era una cosa muy
personal y delicada. Pero Lulú no sospechó nunca que su marido fuera el
asesino, porque de otro modo no hubiera estado con él para cubrir las
apariencias, hasta que se celebró la información ante el jurado.
»Ella no le dio ninguna ocasión a Tom para explicarse y el niño temía
demasiado al castigo para confesar la mentira. Las cosas parece que no han
marchado muy plácidamente en esa casa desde hace algún tiempo. Sin duda se
debe en gran parte al muchacho, que parece tener pésimas inclinaciones y causó
entre sus padres una ruptura casi completa.
—¿Casi? —preguntó Cannon.
—Sí —dijo ella—. Aún queda una probabilidad de arreglo. Voy a hacer otra
vez el papel de diosa de la concordia. Veremos lo que se puede conseguir.
De pronto cambió la conversación:
SEÑOR R
—Espero que no reprenderá usted al sargento por nada de esto. Me tomó
por confidente, lo cual supongo que no ha de ser contra el reglamento, pero es
muy joven.
—¡Cómo! ¿Secker? El abrirse a usted ha sido la cosa más acertada que hizo
nunca. Ahora comprendo que yo hubiera podido hablar con usted sin ningún
perjuicio. Por lo que se refiere al sargento no olvide que ha resuelto muy bien el
primer caso que se le ha confiado. Ya sabe usted que le señalaron la
desaparición de Rosemary Fraser. Su trabajo en la identificación del cadáver
mutilado que se encontró en el Támesis ha sido una cosa perfecta. En el Yard
no pedimos milagros y estoy viendo que se le concederá una recompensa tan
pronto como llegue a Londres. Yo le recomendaré, además, para los exámenes
de inspectores que se celebrarán en marzo.
—¿Cuando llegue a Londres?
—Sí, porque le dejaré aquí en el castillo unos pocos días cuando regrese de
depositar a Cándida en el cuartelillo de policía de Penzance. Nada más para
vigilar estas cosas.
La señorita Withers se alegró de saber que Leslie Reverson no se quedaría
solo inmediatamente. Hubiera sido demasiado duro para él.
La maestra se levantó y dijo, haciendo un ademán de despedida:
—Ya nos dijimos adiós hace algunas horas…
—Démonos la mano los de una y otra parte del mar[17] —citó alegremente
Cannon, mientras se las estrechaba—. Y si alguna vez experimenta el deseo de
tener un empleo en Londres, recuerde que recientemente han ingresado algunas
señoritas en el C. I. D.
La señorita Withers hizo un ademán negativo.
—Ya lo sé —dijo—. Damas policías para dar buenos consejos a las ovejitas
descarriadas. No me va eso. Muchas gracias. Todavía me queda tarea aquí si los
Hammond no se han marchado.
Los Hammond no se habían marchado. Sin duda porque la marea aún cubría
la calzada y desconocían la señal para llamar al esquife. El caso es que la
señorita Withers le cantó a Lulú Hammond lo que vulgarmente se llama las
verdades del barquero.
SEÑOR R
La joven recibió la filípica como una cordera.
—¡Qué sinvergüenza ese niño! —gritó. Y luego, volviéndose hacia su
marido—: ¡Oh, Tom! ¿Cómo pude creerlo ni un momento? —Estaba con los
brazos extendidos como un personaje de novela de los tiempos de la reina
Victoria—. Tom, ¿me perdonarás algún día?
—No lo mereces —dijo Tom Hammond—. Me has hecho pasar el infierno
en la tierra. No tenía la menor intención de perdonarte. Me desdigo: pero te
prometo que me lo has de pagar bien, si es que tienes por lo menos el seso que
es de suponer que Dios les ha dado a los gansos.
—¡Tom! —gritó Lulú con voz temblorosa.
Él la recibió en sus brazos.
—¡Oh, por Dios! ¡Muy bien, nenita, muy bien!
Siguió un gran silencio, durante el cual la señorita Withers estaba radiante
de orgullo por su obra. Después les preguntó a la pareja:
—¿Supongo que irán ustedes a recoger al muchacho y se lo llevarán a casa,
allá en su tierra?
—Así lo creo —contestó Lulú.
—¡Pues será una locura si tal hacen! —saltó la maestra—. Déjenlo aquí
donde está. Ya fue una tontería bastante grande el tenerle en el campo con una
abuela indulgente. Unos cuantos años en un colegio de régimen severo harán
maravillas. En cuanto a ustedes dos —y su voz se ablandó—, ¿por qué no
prueban a cambiar de método? Deben seguir otro más humano. Procuren tener
sentido común en vez de guiarse por esos libros tan en moda que tratan de la
personalidad del niño y del desarrollo del yo. —Y dirigiéndose
apresuradamente a la puerta, se volvió, diciendo—: ¿Entendido?
Tom y Lulú la entendieron, pero con gran rapidez estaban olvidando de
nuevo su existencia para no pensar más que en ellos mismos.
La señorita Withers cogió su saco y su paraguas y se dispuso a marcharse.
Leslie Reverson, en cuyo joven y vacuo semblante empezaban a dibujarse
nuevas líneas, se encontró con ella en el zaguán. Tobermory se estaba frotando
alegremente contra las piernas de su nuevo amo.
SEÑOR R
—Esto es muy penoso para usted —le dijo la maestra—. Pero ya pasará.
Considere que ahora ya puede salir de Dinsul y vivir en Londres o donde le
plazca.
Leslie esbozó una sonrisa y la señorita Withers pudo ver que bajo el exterior
inexpresivo se transparentaba un no sé qué más vigoroso, algo ya vertebrado
que venía de casta.
—Gracias —dijo él—: esto ha sido repugnante, pero de todos modos me
quedaré aquí. Tía Emilia lo quería, bien lo sabe usted. Dinsul embota los
sentidos, pero…
Ella le deseó buena suerte.
—¡Adiós! —le contestó él.
La señorita Withers pasó por debajo de las garras del rastrillo y bajó los
interminables escalones. En el embarcadero esperaba un esquife y los últimos
rayos del sol de la tarde flameaban sobre el agua.
—¡Gracias a Dios que hemos acabado! —dijo, respirando ampliamente.
Pero no había terminado todo. A la pálida luz del atardecer de aquel día
otoñal, y precisamente enfrente de las ventanas de la sala de estar de la
honorable Emilia, un gordo y pesimista petirrojo se posaba en la roca. Le
faltaban la mayor parte de las plumas de la cola; por lo demás, estaba
completamente ileso.
El pájaro del peto colorado arriesgó un par de saltitos al azar y por primera
vez desde que le cautivaron ensayó un débil gorjeo.
—¡Chirrup iter! —trinó.
De los retorcidos árboles de la orilla del farallón salió una respuesta
familiar, pero que al americano le sonó a extranjero.
—¡Chirrup iter! ¡Chirrup iter! —contestaron los graves petirrojos ingleses,
sus congéneres, aunque un poco más rojos de peto y algo más oscuros de
casaca.
Dicon, el petirrojo americano, se quedó algo cortado. Empezó a revolotear
sobre las rocas y milagrosamente descubrió un gusano serpenteando sobre el
fangoso césped. Era un gusano gordo y sabroso. Tan sabroso como nunca los
SEÑOR R
había probado al otro lado del Atlántico. Esto le hizo mirar las cosas desde un
punto de vista diferente.
Dicon levantó el vuelo hacia los retorcidos árboles y por el camino ensayó
el canto por lo bajo. De igual modo que un gran número de sus conciudadanos
al salir por primera vez al extranjero, ponía un gran empeño en adquirir el
acento inglés.
Desde una estrecha ventana del vetusto castillo de Dinsul, un gato persa
gris-plata vigilaba con implacables ambarinos ojos. No pudo ser ayer ni hoy
tampoco, pero el día menos pensado tendría en su poder algo más que las
plumas de aquel gordo petirrojo.
Tobermory estaba seguro.
SEÑOR R
STUART PALMER (Baraboo, Wisconsin, USA, 21 de junio de 1905 - Los
Ángeles, California, USA, 4 de febrero de 1968) fue un popular novelista de
misterio estadounidense, autor y guionista, conocido especialmente a través de
la protagonista de sus novelas: Hildegarde Withers.
SEÑOR R
Notas
SEÑOR R
[1] Los marinos ingleses llaman «The Old Man» (El viejo) al capitán, sea cual
fuere su edad. (N. del T.) <<
SEÑOR R
[2] Whisky de centeno. <<
SEÑOR R
[3] Juego de cartas. <<
SEÑOR R
[4] Juego que consiste en adivinar el recorrido diario del buque. <<
SEÑOR R
[5] Nombre de unos restaurantes económicos muy numerosos en Londres. Son
todos del mismo tipo y pertenecientes a la misma empresa. Nota del traductor.
<<
SEÑOR R
[6] Grano. Antigua medida de peso, que sigue en uso en Inglaterra, equivalente
a seis centígramos. <<
SEÑOR R
[7] Frase completamente intraducible con el doble sentido que le quiere atribuir
el autor. El sentido figurado que se da aquí a «coffin nail» es «cigarrillo», pero
el significado real es «clavo de ataúd». (N. del T.) <<
SEÑOR R
[8] «T. H. Hammond, director de Propaganda de la Compañía de Extintores de
Incendios Pyren. Ciudad. (N. del T.) <<
SEÑOR R
[9]
<<
SEÑOR R
[10] En francés en el original. <<
SEÑOR R
[11] Stroke, golpe. (N. del T.) <<
SEÑOR R
[12] Tabernas clandestinas. Abundaron mucho en los Estados Unidos mientras
rigió la ley seca. (N, del T.) <<
SEÑOR R
[13] «Arte de navegar». (N. del T.) <<
SEÑOR R
[14] Todo este cálculo está hecho con la graduación termométrica Fahrenheit.
(N. del T.) <<
SEÑOR R
[15] Departamento Especial». (N. del T.) <<
SEÑOR R
[16] «¡Buen viaje!». En francés en el original. (N. del T.) <<
SEÑOR R
[17] Hands across the sea. Literalmente, «manos a través del mar». Ésta fue la
fórmula de reconciliación entre ingleses y norteamericanos después de la guerra
de la Independencia. (N. del T.) <<
SEÑOR R