HERMENÉUTICA

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HERMENÉUTICA

El lenguaje es la morada del ser y la casa donde habita el hombre, el gran intérprete
que responde a esa llamada y que en ella y desde ella desvela la inconclusión de su
propio decir.

El término hermenéutica deriva del griego "hermenéuiein" que significa expresar o


enunciar un pensamiento, descifrar e interpretar un mensaje o un texto.

Etimológicamente, el concepto de hermenéutica se remonta y entronca con la


simbología que rodea a la figura del dios griego Hermes, el hijo de Zeus y Maya
encargado de mediar entre los dioses o entre éstos y los hombres. Dios de la elocuencia,
protector de los viajeros y del comercio, Hermes no sólo era el mensajero de Zeus.
También se encargaba de transmitir a los hombres los mensajes y órdenes divinas para
que éstas fueran tanto comprendidas, como convenientemente acatadas.

El hermeneuta es, por lo tanto, aquel que se dedica a interpretar y desvelar el sentido de
los mensajes, haciendo que su comprensión sea posible y todo malentendido evitado,
favoreciendo su adecuada función normativa.

Aristóteles escribió un Peri hermeneias que, como parte del Organon, versaba sobre el
análisis de los juicios y las proposiciones. Se trataba de un análisis del discurso, pues
**sólo desde el interior del mismo la realidad se nos manifiesta. Por este motivo, la
hermenéutica se constituyó fundamentalmente en un arte (techné) de la interpretación
dirigida, en el Renacimiento y la Reforma Protestante, al esclarecimiento de los textos
sagrados, dando lugar a la exégesis bíblica, uno de cuyos principales investigadores fue
Mattias Flacius. En esta misma época, como consecuencia del Humanismo, la
hermenéutica se aplicó a la literatura clásica grecolatina, configurándose como una
disciplina de carácter filológico y después, desde el ámbito de la jurisprudencia, se
ocupó de la interpretación de los textos legales y de su correcta aplicación a la
particularidad de los casos.

En el Romanticismo la hermenéutica se constituyó en una disciplina autónoma,


configurándose con Schleiermacher, en una teoría general de la interpretación, dedicada
a la correcta interpretación de un autor y su obra textual. Años más tarde, Wilhelm
Dilthey (1833-1911) amplió su ámbito a todas las "ciencias del espíritu".

Actualmente entendemos por hermenéutica aquella corriente filosófica que, hundiendo


sus raíces en la fenomenología de Husserl y en el vitalismo nietzscheano, surge a
mediados del siglo XX y tiene como máximos exponentes al alemán Hans Georg
Gadamer (nacido en 1900), Martin Heidegger (1889-1976), los italianos Luigi Pareyson
(1918-1991) y Gianni Vattimo y el francés Paul Ricoeur (nacido en 1913). Todos ellos
adoptan una determinada posición en torno al problema de la verdad y del ser, siendo la
primera definida como fruto de una interpretación, y el ser (mundo y hombre) como
una gran obra textual inconclusa que se comporta de manera análoga a como lo hace el
lenguaje escrito.

No obstante, la hermenéutica contemporánea más que un movimiento definido es una


"atmósfera" general que empapa grandes y variados ámbitos del pensamiento, calando

1
en autores tan heterogéneos como Michel Foucault, Jacques Derrida, Jürgen Habermas,
Otto Apel y Richard Rorty.

Características generales de la hermenéutica

1.Lingüisticidad del ser

La hermenéutica aplica el modelo interpretativo de los textos al ámbito ontológico. La


realidad no es más que un conjunto heredado de textos, relatos, mitos, narraciones,
saberes, creencias, monumentos e instituciones heredados que fundamentan nuestro
conocimiento de lo que es el mundo y el hombre.

El ser es lenguaje y únicamente éste posibilita lo real, porque es el medio a través del
cual el "ser" se deja oír. Como diría Heidegger "el lenguaje es la casa del ser. En la
morada que ofrece el lenguaje habita el hombre". Por ello, el ***mundo, y lo que en él
acontece, incluido el hombre (Dasein), no puede ser pensado como una cosa que se
encuentra frente a nosotros, sino como nuestra propia ubicación, el lugar donde
habitamos y desde el que comprendemos.

2. El ser es temporal e histórico

El mundo no puede ser pensado como algo fijo o estático, sino como continuamente
fluyente. La realidad siempre remite a un proceso, a un desarrollo en el tiempo
(historia), a un proyecto que nos ha sido transmitido (tradición) y que nosotros
retomamos. Por ello, entender el mundo es tomar conciencia histórica de la vertebración
que se produce entre tradiciones y de la distancia que se da entre ellas. Como parte de
una determinada realidad histórica y procesal, nuestra visión del mundo será siempre
parcial, relativa y contingente.

3. Precomprensión y "círculo hermenéutico"

El hecho de que no sólo los objetos de conocimiento sean históricos, sino también el
hombre mismo lo sea, nos impide valorar "neutralmente" la realidad. No existe un saber
objetivo, trasparente ni desinteresado sobre el mundo. Tampoco el ser humano (Dasein)
es un espectador imparcial de los fenómenos. Antes bien, cualquier conocimiento de las
***cosas viene mediado por una serie de prejuicios, expectativas y presupuestos
recibidos de la tradición que determinan, orientan y limitan nuestra comprensión.

El hombre está arrojado a un mundo que le surte de una cultura y un lenguaje


determinados (facticidad) que delimita y manipula su conocimiento de la realidad. Ésta
no surge de la subjetividad, no es original de cada hombre particular, sino que está
condicionada históricamente, y se vertebra en la articulación entre pasado y futuro, esto
es, en el diálogo entre tradiciones.
Esto significa que cualquier pregunta prevé su respuesta y presagiamos o anticipamos
de antemano aquello que queremos conocer, por lo que se crea cierta circularidad en la
comprensión denominada "círculo hermenéutico", criticada por el cientificismo y la
lógica clásica como un error o petición de principio.

El círculo hermenéutico es para Gadamer un límite a cualquier intento de comprensión


totalitaria pero también es una liberación del conceptualismo abstracto que teñía toda

2
investigación filosófica. Esta limitación traduce fielmente la realidad como un decir
inconcluso y no acabado. Heidegger, sin embargo, concibe la circularidad de la
comprensión más como una oportunidad positiva que como una limitación meramente
restrictiva. A través de la facticidad y del lenguaje se produce el encuentro con el ser,
que es el que, en última instancia, decide y dispone del hombre.

Para Heidegger la hermenéutica es una ontología, no un método ni una gnoseología. El


Dasein, como parte del ser, es aquel que se pregunta sobre el ser, pero no lo crea ni lo
constituye ni apenas puede describirlo. Esta postura es claramente contraria al
subjetivismo propio de la filosofía moderna. Lo esencial es el ser, no el hombre.

4. Imposibilidad de un conocimiento exhaustivo y totalitario de la realidad

Dado que el ser es lenguaje y es tiempo (evento) y puesto que el hombre como ser-en-
el-mundo está inmerso en el ser del cual pretende dar cuenta, se hace imposible un
conocimiento totalitario, objetivo y sistemático del mundo.

La pretensión de verdad de la hermenéutica es radicalmente distinta a la de las ciencias.


La verdad sólo puede ser parcial, transitoria y relativa, características que surgen de la
pertenencia del sujeto al ámbito de lo interpretable y de la individualidad irreductible de
cada ente singular (evento), entendiendo por éstos no sólo las "cosas", sino el hombre
mismo. Precisamente Gadamer afirma que la historicidad del ser consiste en "no
poder resolverse en autotransparencia".

5. La interpretación como ejercicio de la sospecha o restauración del sentido

Para Paul Ricoeur la hermenéutica es una "filosofía reflexiva" que ha de dar cuenta del
conflicto entre las diferentes interpretaciones de los símbolos del lenguaje. Así,
enraizada a la filosofía de Nietzsche, que exigía a la filosofía la tarea de desenmascarar
las fábulas ilusorias y falsos valores de la conciencia (la moralidad), la hermenéutica
supone el esclarecimiento de la verdadera "intención" y del "interés" que subyace bajo
toda "comprensión" de la realidad, quehacer que se halla presente en la teoría y el
método psicoanalítico (desenmascaramiento de los deseos y pulsiones ocultos en el
inconsciente) e incluso en las teorías marxistas sobre la ideología.

Frente a esta tarea, Ricoeur reclama también una hermenéutica dedicada a restaurar el
verdadero sentido que contienen los símbolos, búsqueda que explicaría el progreso de la
conciencia.

3
"Perfiles esenciales de la hermenéutica:
hermenéutica analógica"
Mauricio Beuchot
1. Introducción
2. Constitución y método de la hermenéutica en sí misma
3. Hacia un modelo de hermenéutica analógica
4. Hermenéutica y metafísica
5. Para una hermenéutica analógico-icónica útil a la investigación en las
ciencias humanas
6. La hermenéutica analógica y la postmodernidad
7. analogía y diálogo
8. hermenéutica y ética
9. conclusión
10. notas
1. Introducción

La hermenéutica es la disciplina de la interpretación, trata de comprender


textos; lo cual es —dicho de manera muy amplia— colocarlos en sus contextos
respectivos. Con eso el intérprete los entiende, los comprende, frente a sus
autores, sus contenidos y sus destinatarios, estos últimos tanto originales como
efectivos. Ahora asistimos a una explosión de la hermenéutica, que se ve
omnipresente y variopinta, de matices muy diferentes. La hermenéutica nos
muestra una cara múltiple. Pero, procurando no traicionar la gran diversidad de
planteamientos de esta disciplina, trataré de reunir aquí algunos de sus rasgos,
problemas y perspectivas más básicos, de modo que puedan servir de contacto
inicial con ella (1).1

La hermenéutica tiene sus orígenes históricos desde los griegos. Aristóteles, en


su Peri hermeneias, dejó muchas ideas inapreciables sobre ella. Los
medievales, con su exégesis bíblica de los cuatro sentidos de la Escritura,
fueron afanosos cultivadores suyos. El renacimiento llevó al máximo la
significación simbólica de los textos, al tiempo que originó la filología más
atenida a la letra. La modernidad lleva adelante esa filología, con tintes de
cientificismo, hasta que, en la línea del romanticismo, Schleiermacher resucita
la teorización plenamente hermenéutica. Su herencia se recoge en Dilthey, que
la aplica a la filosofía de la cultura y de la historia. De él supo recogerla
Heidegger, en sus intrincadas reflexiones sobre el ser y el hombre. La transmite
a Gadamer, el cual ha influido sobre otros más recientes, como Ricoeur y
Vattimo. Esta genealogía de la hermenéutica sigue viva y actuante hoy en día
(2).2

2. Constitución y método de la hermenéutica en sí misma

Lo primero que tenemos que hacer con la hermenéutica, al igual que con toda
disciplina cognoscitiva, es definirla. Hay que precisar cuál es su objeto y de
cuántas clases; hay que discernir qué tipo de saber es, cuál es su método
propio, y qué finalidad tiene en el ámbito de los saberes. Así aprehenderemos
la especificidad de nuestra disciplina hermenéutica. Y lo haremos en función
del acto mismo de interpretación en su proceso propio, el cual nos mostrará el

4
tipo de pregunta que plantea y el camino por el que la responde.

2.1. Su naturaleza

He dicho que la hermenéutica es la disciplina de la interpretación; pues bien,


ella puede tomarse como arte y como ciencia, arte y ciencia de interpretar
textos. Los textos no son sólo los escritos, sino también los hablados, los
actuados y aun de otros tipos; van, pues, más allá de la palabra y el enunciado.
Una característica peculiar que se requiere para que sean objeto de la
hermenéutica es que en ellos no haya un solo sentido, es decir, que contengan
polisemia, múltiple significado. Eso ha hecho que la hermenéutica, para toda
una tradición, haya estado asociada a la sutileza. Esta última consistía en la
capacidad de traspasar el sentido superficial para llegar al sentido profundo,
inclusive al oculto; también de encontrar varios sentidos cuando parecía haber
sólo uno; y, en especial, de hallar el sentido auténtico, vinculado a la intención
del autor, plasmado en el texto y que se resistía a ser reducido a la sola
intención del lector. Tenemos ya tres cosas en la interpretación: el texto (con el
significado que encierra y vehicula), el autor y el intérprete. El lector o
intérprete tiene que descifrar con un código el contenido significativo que le
dio el autor o escritor, sin perder la conciencia de que él le da también algún
significado o matiz subjetivo. La hermenéutica, pues, en cierta manera,
descontextualiza para recontextualizar, llega a la contextuación después de una
labor elucidatoria y hasta analítica.

2.2. Objeto y objetivo de la hermenéutica

Una ciencia se define por su objeto. Y acabo de decir que el objeto de la


hermenéutica es el texto. Pero el texto es de varias clases (3).3 Por eso más
adelante tendremos que detenernos un poco en la noción de texto. Por ahora
veamos no ya el objeto de la hermenéutica, que es el texto, sino el objetivo o
finalidad del acto interpretativo. Este es la comprensión del texto mismo, la
cual tiene como intermediario o medio principal la contextualización. Es
poner un texto en su contexto y aplicarlo al contexto actual.

2.3. Ciencia o arte

Pero, al hacer esto, ¿actúa la hermenéutica como ciencia o como arte? Ante
esta pregunta, hemos de responder que ambas cosas. En efecto, si entendemos,
siguiendo a Aristóteles, la ciencia como un conjunto estructurado de
conocimientos, en el que los principios dan la organización a los demás
enunciados, podemos considerar como ciencia a la hermenéutica; y si
entendemos —igualmente con Aristóteles— el arte o técnica como el conjunto
de reglas que rigen una actividad, también podemos ver la hermenéutica como
arte, que enseña a aplicar correctamente la interpretación. Esto se ve a
semejanza de la lógica, que también es ciencia y arte: construye ordenadamente
el corpus de sus conocimientos, y los dispone en reglas de procedimiento que
se aplican a los razonamientos concretos.

5
2.4. División de la hermenéutica

En cuanto a la división de la hermenéutica en clases (y todavía no en partes), se


han propuesto tres tipos de interpretación: (i) la intransitiva, o meramente
recognitiva, como la filológica y la historiográfica, cuya finalidad es el
entender en sí mismo; (ii) la transitiva, o reproductiva o representativa o
traductiva, como la teatral y la musical, cuya finalidad es hacer entender; y (iii)
la normativa o dogmática, como la jurídica y la teológica, cuya finalidad es la
regulación del obrar. (4)4 Pero a ello se puede objetar que toda interpretación
recognitiva y normativa es reproductiva o traductiva (5).5 Y eso es cierto; por
lo cual quizá haya que poner como clasificación tres tipos de traducción, según
tres finalidades que se le pueden dar: comprensiva, reproductiva y aplicativa. Y
además podrían señalarse dos aspectos: uno en que se buscara la teoría del
interpretar, y otro en el que se enseñara a hacer en concreto la interpretación;
esto es, el aspecto teórico y el práctico. Con ello tendríamos la división interna
de la hermenéutica, en dos partes: la hermenéutica docens y la hermenéutica
utens, esto es, como doctrina y como utensilio, como teoría y como
instrumento de la interpretación.

2.5. Teórica o práctica

Así, la hermenéutica no sería ciencia puramente teórica, ni ciencia puramente


práctica, sino mixta de teoría y praxis, esto es, como pura y aplicada. Dice
Aranguren: "toda theoría, además de ser práxis es a la vez, poiésis, al menos
incoativamente, porque, como también ha hecho ver Zubiri, el saber implica el
‘penetrar’, ‘registrar’ e ‘intervenir’, y hay, por tanto, una unidad interna entre
saber y modificar" (6).6 Aranguren, pues, hace ver que la ética es teórica y
práctica, y aquí encontramos analogía con la hermenéutica, al igual que la
habíamos detectado entre esta última y la lógica. También podemos ver
analogía entre la hermenéutica y la prudencia, como ya desde antiguo se había
visto entre esta última y la lógica. Tiene un aspecto fuerte de acto prudencial.

2.6. Hermenéutica docens y hermenéutica utens

Así como en la escolástica se hablaba de lógica docens y lógica utens, es decir,


la teoría lógica y la aplicación concreta de la misma en el razonamiento, así
también se puede hablar de "hermenéutica docens" y "hermenéutica utens".
Peirce entendía la lógica docens como sistema y la utens como lógica aplicada
o metodología (7).7 Aranguren hablaba de una "ethica docens" y una "ethica
utens", y decía que no están tan disociadas: "la separación entre la moral vivida
o ethica utens y los tratados de ética [i.e. la ethica docens], que para casi nada
la toman en cuenta, es incomprensible" (8).8 Por eso prefiero hablar de una
hermenéutica docens, como teoría general de la interpretación; y una
hermenéutica utens, viva, que va al caso concreto, adaptando de manera
proporcional las reglas que ha derivado de su doctrina y de su práctica, según
lo que tiene de prudencia o phrónesis. Así, la hermenéutica es primordialmente
teórica y derivativamente práctica, porque el que pueda ser práctica se deriva
de su mismo ser teórica. Por eso he dicho antes que es ciencia y arte a la vez

6
(9).9

También se podría hablar, como clases de hermenéutica, de una hermenéutica


sincrónica y otra diacrónica, según se dé predominio a la búsqueda de la
sistematicidad o de la historicidad en un texto. Igualmente de hermenéutica
sintagmática y de hermenéutica paradigmática, según se insista en la linealidad
horizontal y la contigüidad o en la linealidad vertical de asociaciones, es decir,
una lectura en superficie y una lectura en profundidad.

2.7. Su metodología

He dicho que tradicionalmente la hermenéutica estuvo asociada a la sutileza


(10).10 Por eso se podría exponer la metodología de la hermenéutica en tres
pasos que son tres modos de sutileza: (i) la subtilitas intelligendi —que yo
preferiría llamar subtilitas implicandi—, (ii) la subtilitas explicandi y (iii) la
subtilitas applicandi (11).11 También se podrían trasladar estos momentos a la
semiótica: el primer momento tocaría a la sintaxis. En ese primer paso se va al
significado textual o intratextual e incluso al intertextual. La razón es que el
significado sintáctico es el que se presupone en primer lugar; sin él no puede
haber (como aspectos del análisis) semántica ni pragmática (12).12 Además, la
explicación pertenece a la semántica, pues tiene que ver con la conexión del
texto con los objetos que designa. Y la aplicación toca a la pragmática, ya que
puede entenderse como traducir o trasladar a uno mismo lo que pudo ser la
intención del autor, captar su intencionalidad a través de la de uno mismo, y
después de la labor sintáctica o de implicación dada por las reglas de formación
y transformación o gramaticales, y tras la explicación-comprensión que da la
búsqueda del mundo que puede corresponder al texto. Con la aplicación
pragmática se llega a esa objetividad del texto que es la intención del autor (la
intentio auctoris). Y en esto se usa un método hipotético-deductivo, o
abductivo (como lo llamaba Peirce), método según el cual en la interpretación
se emiten hipótesis interpretativas frente al texto, para tratar de rescatar la
intención del autor, y después se ven las consecuencias de la interpretación,
sobre todo mediante el diálogo con los otros intérpretes.

2.8. Los elementos del acto hermenéutico: texto, autor y lector

Ya que hemos visto que en el acto de interpretación confluyen el autor y el


lector, y el texto es el terreno en el que se dan cita, el énfasis puede hacerse
hacia uno o hacia otro, al extraer del texto el significado. Hay quienes quieren
dar prioridad al lector, y entonces hay una lectura más bien subjetivista; hay
quienes quieren dar prioridad al autor, y entonces hay una lectura más bien
objetivista. Pero hay que mediar, y sabiendo que siempre se va a inmiscuir la
intención del intérprete, tratar de conseguir, lo más que se pueda, la intención
del autor (13).13 Podríamos, así, hablar de una "intención del texto" (14),14 pero
tenemos que situarla en el entrecruce de las dos intencionalidades anteriores.
Por una parte, hay que respetar la intención del autor (pues el texto todavía le
pertenece, al menos en parte); pero, por otra, tenemos que darnos cuenta de que
el texto ya no dice exactamente lo que quiso decir el autor; ha rebasado su
intencionalidad al encontrarse con la nuestra. Lo hacemos decir algo más, esto

7
es, decirnos algo. Así, la verdad del texto comprende el significado o la verdad
del autor y el significado o la verdad del lector, y vive de su dialéctica.
Podremos conceder algo más a uno o a otro (al autor o al lector), pero no
sacrificar a uno de los dos en aras del otro.

En cuanto a la idea de autor, Eco distingue un autor empírico, un autor ideal y


un autor liminal. El primero es el que de hecho deja un texto, con errores y con
intenciones a veces equívocas. El ideal es el que construimos quitando o
modificando esas deficiencias (y a veces inclusive hecho omnisapiente el
autor). Y el liminal es el que estuvo presente en el texto, pero con intenciones
en parte inconscientes (que no sabe que sabe o que no sabe que no sabe; pero
me parece que éste se reduce al autor empírico, con sus puntos ciegos e
inconscientes). También puede hablarse de un lector empírico, un lector ideal
(y Eco no menciona el lector liminal). El primero es el que de hecho lee o
interpreta, con sus errores de comprensión y mezclando mucho sus intenciones
con las del autor y a veces anteponiendo las suyas y dándoles preferencia. El
segundo sería el lector que capta perfectamente o lo mejor posible la intención
del autor. (El lector liminal sería el que deja entrometerse intenciones suyas en
el texto, pero éste me parece que se reduce al lector empírico, que basta y sobra
para hacer esas desviaciones) (15).15

El texto posee un contenido, un significado. Ese contenido está realizando una


intención, una intencionalidad (16).16 Pero tiene el doble aspecto de
connotación y denotación, de intensión y extensión, o de sentido y
referencia. El texto tiene, en situación normal, un sentido y una referencia.
Sentido, en cuanto susceptible de ser entendido o comprendido por el que lo
lee o lo ve o lo escucha; referencia, en cuanto apunta a un mundo, sea real o
ficticio, indicado o producido por el texto mismo. Sólo a veces el texto tendrá
únicamente sentido y carecerá de referencia como en el caso de ciertas
álgebras.

2.9. Los pasos del acto hermenéutico: el proceso interpretativo

En el proceso interpretativo, lo primero que surge ante ese dato que es el texto,
es una pregunta interpretativa, que requiere una respuesta interpretativa, la cual
es un juicio interpretativo, ya sea una hipótesis o una tesis, la cual se tendrá que
comprobar, y para eso se sigue una argumentación interpretativa.

La pregunta interpretativa es siempre con vistas a la comprensión. ¿Qué


significa este texto?, ¿qué quiere decir?, ¿a quién está dirigido?, ¿qué me dice a
mí?, o ¿qué dice ahora?, y otras más. Puede decirse que la pregunta es un juicio
prospectivo, está en prospecto, en proyecto. Se hace juicio efectivo cuando se
resuelve la pregunta. Hay un proceso por el cual se resuelve dicha pregunta
interpretativa, pues primero el juicio interpretativo comienza siendo hipotético,
hipótesis, y después se convierte en tesis. La misma tesis es alcanzada por el
camino de descondicionalizar la hipótesis, esto es, ver que se cumple
efectivamente. Se trata de un razonamiento o argumento hipotético-deductivo.

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2.10. El hábito o virtud de la interpretación

Lo que más importa de la actividad interpretativa es que llegue a constituir en


el hombre un hábito, una virtud, la virtus hermeneutica. De la adquisición de
esta virtud puede decirse que, aun cuando no sea muy claro que pueda
enseñarse, sí puede aprenderse, como lo dice Gilbert Ryle (17).17 No hay
escuelas de sabiduría o de prudencia, pero sí hay escuelas de interpretación. Es
como en el caso de la retórica; alguien puede ser naturalmente buen orador, un
orador nato, pero la técnica o arte de la oratoria le ayuda a mejorar; así también
al hermeneuta nato la técnica o arte de la hermenéutica le ayuda a incrementar
esa virtud que ya tiene iniciada, hay un aumento interno o una intensio de esa
virtud de esa cualidad que lo hace interpretar bien. Mucho más si el individuo
no es un buen intérprete por naturaleza, sino que tiene que aprender el arte de
interpretar, mediante el estudio, el trabajo y la imitación, para llegar a superar a
quien le enseñe.

3. Hacia un modelo de hermenéutica analógica

A continuación presentaré una propuesta que creo que podrá servir de punto
intermedio y fungir como mediación entre las dos posturas extremas que
encontramos hoy en día en la hermenéutica. Umberto Eco describe esta tensión
como dándose entre quienes piensan que interpretar es recuperar el significado
intencional del autor reducido a un solo significado, y los que piensan que
interpretar es buscar significados al infinito, en un ejercicio que no termina
(18).18 Sabido es que la hermenéutica se ejerce en textos que pueden admitir
polisemia, es decir, varios significados, por lo que una línea extrema de las que
hemos mencionado trataría de aprehender el significado esencial de un texto,
mientras que la otra lo fragmentaría en un sinfín de significados contingentes y
aislados.

3.1. Hermenéutica positivista y hermenéutica romántica: univocismo y


equivocismo

A esa primera concepción de la interpretación la llamo, por comodidad,


"hermenéutica positivista", que busca el significado unificado o la reducción al
máximo de la polisemia, y a la segunda concepción de la interpretación la
llamo (con Ricoeur) "hermenéutica romántica", con igual riesgo de efectuar
una simplificación excesiva. Por supuesto que estoy llevándolas a la
exageración, por motivos expositivos y para darme a entender. No todos los
"positivistas" eran univocistas completos ni todos los "románticos" eran
equivocistas irredentos. Hablo de predominios. La hermenéutica positivista se
pone como ideal la univocidad, la utilización de las expresiones en un sentido
completamente igual para todos sus referentes, de modo que se pueda llegar lo
más posible a la unicidad de comprensión. La hermenéutica romántica se abre
camino hacia la equivocidad, permite el flujo vertiginoso de significados de tal
forma que no se espere recuperar el significado del autor o del hablante, sino
que el lector o intérprete estará completamente recreando el significado del
texto o del mensaje a cada momento, sin objetividad posible, dando completa
cabida a la propia subjetividad distorsionadora o, por lo menos,

9
modificadora.

Como paradigmas de la hermenéutica positivista pueden ponerse, en el


positivismo clásico, a John Stuart Mill y en el renovado, o neopositivismo, o
positivismo lógico, por ejemplo, a Carnap. Stuart Mill, en su System of Logic,
dice que en la ciencia, incluso la ciencia social, como la historia, todos los
términos son unívocos y todas las definiciones son definiciones nominales
estipuladas para ese efecto de unificación. En cuanto al positivismo lógico, son
muchos los ejemplos, pero se puede tomar como un bloque, según lo que
Hilary Putnam ataca en su libro Verdad, razón e historia, y que él mismo
muestra que es un conjunto de tesis que se sigue sosteniendo por no pocos
filósofos en la actualidad. Pero poco a poco se fue demostrando que el
positivismo lógico incurría en contradicciones desesperadas, y que él mismo
labraba su autorrefutación. En efecto, su ideal de un lenguaje perfectamente
unívoco y de una ciencia unificada no pudo lograrse plenamente en las ciencias
humanas. Su mismo criterio de significado como lo verificable empíricamente
y que rechazaba lo no unívoco era él mismo un enunciado inverificable
empíricamente que se autorrefutaba. Fue además un criterio de significado que
tuvo que atravesar sucesivas modificaciones, ataques como dogmático, y que
daba origen a varios dogmas del empirismo lógico, hasta el punto de quedar
sumamente debilitado, rayano en la multivocidad. Russell, en su artículo sobre
la vaguedad (19),19 dice que toda palabra encierra un margen de ambigüedad,
que incluso las variables lógicas lo son por permitir al menos cierto
deslizamiento, y Hempel expone en un célebre artículo los incontables ajustes
y cambios que tuvo como avatares el propio positivismo lógico. Del
univocismo se pasó al equivocismo o casi.

El romanticismo, por su parte, que surge, al igual que el positivismo, a


principios del siglo XIX, después de la Ilustración, y como reacción a ella,
tiende al otro extremo, del equivocismo, pero desemboca finalmente en una
especie de univocismo. Los extremos se tocan, según parece. Schleiermacher
utiliza como clave hermenéutica el Gefühl, el sentimiento. Filósofo y teólogo,
ejercita su hermenéutica sobre todo en forma de exégesis bíblica, para la cual el
sentimiento religioso es la llave maestra que puede llevar a la empatía con el
hagiógrafo o escritor sagrado. En el conjunto de escritos suyos intitulado
Hermeneutik (20),20 permite el equivocismo en forma de relativismo, y sostiene
que en realidad todas las escuelas interpretativas de la Biblia, o iglesias, son
interpretaciones válidas y complementarias, todas verdaderas, según el punto
de vista que cada una adopta. En cada una de ellas se realiza una conexión
empática con el texto bíblico y con el autor del mismo, ya sea un profeta o un
evangelista. Pero es aquí donde Schleiermacher llega a una postura univocista,
a despecho del equivocismo del que había partido, pues cree que puede hacerse
una inmersión en el autor sagrado y su cultura, tan honda, que no sólo se da
una fusión de subjetividades, sino incluso un rebasamiento de la subjetividad
del autor que conduce a la máxima objetividad. Es decir, el intérprete, el
hermeneuta, llega —según Schleiermacher— a conocer al autor mejor de lo
que se conoce éste, llega a superar el conocimiento que el autor del texto tiene
de sí mismo, lo trasciende en cuanto a sus motivaciones, intenciones y
contenidos conceptuales, de modo que no queda lugar sino para una

10
interpretación lo más objetiva que se pueda desear. Que se trata de pasar del
equivocimo al univocismo, nos lo aclara Vattimo, cuando critica a
Schleiermacher diciendo que su ideal de identificación con el otro descansa en
la idea de autotrasparencia del sujeto y, en definitiva, en una ontoteología de la
presencia plena ahistórica. Aun con diversos matices, esto nos muestra que los
extremos se tocan: el univocismo incurre en el equivocismo y el equivocismo
en el univocismo.

3.2. Autorrefutación del relativismo y de la hermenéutica equivocista

Hemos visto que el univocismo positivista llegó a la contradicción, a la


situación paradójica de resultar imposible. Pero también el relativismo de la
hermenéutica romántica, que se perpetuó, al menos en algunos aspectos, a
través de Nietzsche, en Foucault, Derrida y Vattimo, puede recibir la misma
acusación de autorrefutante. En efecto, el relativismo absoluto encierra
contradicción semántica y pragmática. Contradicción semántica en los mismos
términos que se unen, y en lo que se expresa; pues, paradójicamente, el
enunciado que expresa el relativismo, a saber, que todo es relativo, es él mismo
un enunciado absoluto. Tiene que serlo, ya que su cuantificador universal no le
permite ser relativo. Es, como se dice en la lógica de cuantores, un enunciado
abierto, abierto hacia el futuro, a los posibles, que no puede restringirse a lo
contingente y, por lo mismo, con efectos escondidos de proposición necesaria.
Hay que restringir, pues, el propio relativismo, hay que ponerle límites, y los
límites de lo relativo sólo pueden venir de aceptar algo como universal y
necesario, aunque sean muy pocas proposiciones, esto es, unos cuantos
principios. Pero ya eso evitará que se desborde la vertiginosa corriente del
relativismo que no para, y ayudará a dar cabida a un relativismo moderado,
mitigado. Ni todo absoluto ni todo relativo.

3.3. La hermenéutica analógica

Para lograr ese punto intermedio entre la hermenéutica positivista y la


romántica, he propuesto un modelo que llamo analógico, cuyo rendimiento,
fertilidad y viabilidad se comienza a mostrar de varias maneras, sobre todo en
hermenéuticas como la histórica, la psicoanalítica y la bíblica, por ejemplo. Ya
que el modelo positivista es univocista, y el romántico equivocista, este modelo
que propongo se ubica en la analogía, que es intermedia entre lo unívoco y lo
equívoco. Según nos dice la semántica, lo análogo tiene un margen de
variabilidad significativa que le impide reducirse a lo unívoco pero que
también le impide dispersarse en la equivocidad. La semántica de lo análogo ya
ha sido trabajada por Aristóteles y algunos medievales, que llegaban a decir
que lo análogo es preponderantemente diverso, respeta las diferencias; pero
evita la pura diferencia al punto de poder ser tratado incluso en silogismo, de
manera silogística dinámica, no cerrada y fija. Con él se daba ciencia.

Lo análogo, la significación analógica y, por lo mismo, la interpretación


analógica, abarca la analogía metafórica, la analogía de atribución y a
analogía de proporcionalidad. En la metáfora decimos "el prado ríe", y lo
entendemos por analogía de proporcionalidad (aunque impropia o translaticia)

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entre la risa del hombre y lo florido del prado: ambos se relacionan con la
alegría. La analogía de proporcionalidad propia asocia términos que tienen un
significado en parte común y en parte distinto, como "la razón es al hombre lo
que los sentidos al animal". La analogía de atribución implica una jerarquía, en
la que hay un analogado principal, al que se atribuye el término de manera más
propia y otros analogados secundarios, a los que se atribuye por relación a ese
término principal, por ejemplo "sano" se atribuye al organismo, al clima, al
alimento, a la medicina y a la orina; pero al organismo porque de modo propio
tiene salud, al alimento porque la conserva, a la medicina porque la restituye y
a la orina porque la manifiesta como signo. Todos esos tipos de analogía (de
desigualdad, de atribución, de proporcionalidad propia y de proporcionalidad
impropia o metafórica) constituyen el modelo analógico.

Pues bien, el modelo hermenéutico analógico permite, por su elasticidad,


interpretar tanto textos metafóricos y otros textos figurados, como textos no
figurados o no trópicos, sino históricos, psicológicos, sociológicos, etc., que
por la atribución y la proporcionalidad no pierdan la riqueza de sus diferencias
principales pero que también puedan manejarse discursivamente. En el plano
de lo metafórico, se acerca mucho a la hermenéutica que Paul Ricoeur
despliega en su obra La metáfora viva y en los planos de la atribución y la
proporcionalidad hay autores que han aplicado este modelo que propongo al
psicoanálisis, como lo hace Felipe Flores (21),21 y comienza a hacerse en la
historia, en la exégesis bíblica y en la filosofía política por Ambrosio Velasco.

La analogía de atribución implica varios sentidos de un texto, pero que se


organizan de manera jerarquizada, esto es, de manera tal que, aun cuando
caben diferentes interpretaciones del texto, sin embargo, hay unas que se
acercan más a la objetividad del texto que otras. La analogía de
proporcionalidad implica diversidad en el sentido, pero diversidad que se
estructura siguiendo porciones coherentes, resultando una interpretación
respetuosa de la diversidad, pero que busca no perder la proporción, no caer en
lo desproporcionado. Esto es una búsqueda de la posibilidad de atender a las
diferencias, a la diversidad de sentidos y la diversidad de las interpretaciones,
sin caer empero en la dispersión relativista del significado, en el equívoco. Lo
analógico es un afán de domeñar lo que es dable de la interpretación, de suyo
abocada a eso tan huidizo y difícil como es la comprensión del sentido.

Este modelo analógico de la interpretación, que elude la univocidad


inalcanzable y evita la caótica equivocidad, puede ayudar también a suavizar la
ardua polémica entre la hermenéutica y la pragmática. La pragmática ha sido
heredera del positivismo, a través de la filosofía analítica, como se ve en uno
de sus impulsores más preclaros, Yehoshua Bar Hillel, muy amigo de Carnap
(con quien escribió un célebre trabajo sobre la formalización de la pragmática
en el proceso de la comunicación). En cambio, se ve a la hermenéutica más
bien como heredera del romanticismo, a través de Dilthey, que recoge
elementos de Schleiermacher y los transmite a Gadamer y a Ricoeur. Tanto la
pragmática como la hermenéutica tienen que ver con la interpretación, sólo que
la pragmática recalca la objetividad, la confianza en que se puede recuperar el
significado del hablante o del autor, el speaker’s meaning, mientras que la

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hermenéutica da mayor cabida a la subjetividad, a la intromisión de la
subjetividad del lector o intérprete. Pues bien, la interpretación analógica me
parece que permite lo más de objetividad interpretativa, que postula la
pragmática, y lo menos posible de subjetividad, haciendo caso a la experiencia
de la hermenéutica.

Ciertamente falta mucho por desarrollar en cuanto a la estructura y la función


de la hermenéutica analógica, pero, a mi leal saber y entender, es lo que
alcanzo a ver como lo más satisfactorio filosóficamente (22).22
4. Hermenéutica y metafísica

Como otro punto de mi exposición, abordaré la delicada y a veces conflictiva relación


entre hermenéutica y metafísica u ontología. Debido a la crisis de fundamentos que se
alega en la filosofía reciente, se ha pensado que la hermenéutica no puede tener
fundamentación en la ontología. O se le da sólo una fundamentación ontológica muy
débil, por considerar que la ontología ha sido afectada por el sesgo hermenéutico que ha
tenido en la actualidad. Esto se ve en la ontología hermenéutica que plantea Gadamer, y
en la ontología débil que para ella propone Vattimo. En todo caso, es un proceso de
desontologización de la hermenéutica. Ciertamente la hermeneutización de la
ontología ha sido muy benéfica para esta última, pues le ha restado pretensiones; pero
ello no autoriza para llegar a la desontologización de la hermenéutica misma. Por eso se
impone una reontologización de la hermenéutica.

4.1. La fundamentación ontológica de la hermenéutica

Y, en verdad, la hermenéutica determina un tipo de ontología que la acompaña y la


fundamenta. Ya Coreth insiste en la naturaleza fundante de la metafísica y el apoyo que
da a la hermenéutica; pero yo quisiera además insistir —después de exponer sus
consideraciones— en un planteamiento más fundado en el acto mismo de interpretación,
que nos revela la naturaleza de la propia hermenéutica como virtualmente ontológica,
como ya preñada de contenidos metafísicos; e insistir, asimismo, en el carácter
analógico intrínseco que tiene la interpretación, por lo cual exige un esclarecimiento
ontológico o metafísico; pero, justamente, analógico.

4.2. La hermenéutica como espacio de posibilidad de la metafísica

Gadamer considera que la hermenéutica no puede llevar a un concepto fuerte de verdad,


sino solamente a algo muy disminuido. Por lo mismo, no puede conducir a una
metafísica en sentido pleno y fuerte. Es la herencia del cuestionamiento de la metafísica
hecho por su propio maestro, Heidegger. Según Gadamer, la hermenéutica nos da una
mentalidad de acuerdo con la cual no se puede pretender nada absoluto. Hay un cierto
sentido de la relatividad, de lo dado en contexto, como el hombre en una tradición, de la
que no puede pretenderse exento, incluso para innovar o hasta para liberarse. Por eso la
hermenéutica sólo puede tener una ontología relativa, en el camino de la crisis de la
metafísica occidental (23).23

Por su parte, Vattimo, que a su vez es discípulo de Gadamer, habla de que la


hermenéutica es el lenguaje común o la koiné de la filosofía actual, sobre todo
postmoderna. Vattimo continúa la crisis de la metafísica que viene del segundo

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Heidegger, muy influido por Nietzsche. La metafísica tiene una vocación nihilista, el ser
está llamado a aniquilarse poco a poco, y por ello sólo puede hablarse de una metafísica
débil. Una metafísica que no es del presente (la de la presencia, como lo fue la
tradicional), ni siquiera del futuro (la de las posibilidades, del proyecto del que hablaba
Heidegger), sino tan sólo del pasado, de lo que se recuerda y se conmemora para
protegerlo del olvido. Nietzsche ya había dicho que no hay hechos, sino sólo
interpretaciones. Vattimo dice que el único hecho es el de la interpretación, es el
único evento, el cual es carcomido por los medios masivos de comunicación, que han
hecho que la mediación devore los extremos que une: el sujeto y el objeto. Por eso la
única metafísica que se puede tener es una metafísica débil. Ella es la que acompaña a la
hermenéutica (24).24

4.3. La metafísica como espacio de posibilidad de la hermenéutica

Dije que todo acto interpretativo comienza con una pregunta interpretativa, que aspira a
una comprensión. Pero la comprensión requiere preguntar por sus condiciones de
posibilidad. La comprensión se da cuando lo particular embona en lo universal que lo
contiene, y allí cobra sentido. De hecho la hermenéutica se mueve en la tensión entre lo
parcial y lo total, entre lo individual y lo universal. Así, la pregunta hermenéutica se
inscribe en una pregunta más amplia, que es su condición de posibilidad. Conduce a
ella. Es su horizonte más amplio, el cual no puede alcanzar desde "su intención
objetivamente limitada, de pregunta" (25).25 Tiene un horizonte atemático que la
circunda.

Pero el entender ese horizonte total atemático no es ya tarea de la hermenéutica, sino


de la metafísica. Es la pregunta por el ser. En la hermenéutica, la totalidad es la
tradición, el mundo de la experiencia y de la comprensión, mundo de la cultura; en la
metafísica, la totalidad es el ser. Más allá de la tradición y del mundo, está el ser. Por
eso algunos han pretendido que no se puede rebasar la tradición ni los límites del propio
mundo, cultural; pero se olvidan de que sólo se puede interpretar el mundo a la luz del
ser, al modo como, también, sólo se puede conocer el ser a partir del mundo. Hay un
"círculo a la vez hermenéutico y metafísico" (26).26 Así como no podemos salir del
círculo hermenéutico, así tampoco podemos escapar del círculo metafísico.

Se pregunta por las condiciones de posibilidad del mundo cultural. Todo mundo está a
la vez limitado y abierto; y su apertura nos lanza al ser. Ya al conocer su limitación, sus
límites, lo estamos trascendiendo. "Por nuestras preguntas se amplía continuamente
nuestro mundo. Sus límites son rotos y mantenidos abiertos. El mundo del hombre es un
mundo esencialmente abierto" (27).27 Nótese que no puede estar definitivamente
cerrado, como tampoco indefinidamente abierto. No está cerrado al ser, a la metafísica;
ni está totalmente abierto a la deriva, pues lo estaría al relativismo nihilista, se estaría
cosificando de alguna manera la nada, como antes se cosificaba el ser, haciéndolo ente.
Así, al hacer temático ese horizonte atemático del ser, la hermenéutica da paso a la
metafísica.

Además de la comprensión, la comunicación forma parte de la hermeneia, de la


hermenéutica completa. Y las condiciones de la comunicación llevan a la pregunta por
el ser. Según el propio Coreth, cada hombre tiene un mundo histórico, condicionado por
su tiempo y su ambiente. Los hombres se comunican entre sí por un horizonte mayor,

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que conecta esos horizontes menores. Podríamos decir que los mundos menores o
microcosmos se conectan a través del macrocosmos, del mundo mayor. Ese mundo
mayor es el del ser, el horizonte metafísico. El horizonte del ser comunica a los
hombres, crea comunidad más allá de las culturas. Más aún, en la posibilidad de ese
diálogo humano se da la posibilidad de la metafísica. El que ese diálogo sea posible
atestigua a favor de la posibilidad de la metafísica.

Mas esa misma tematización del horizonte del ser sólo es posible por una reflexión
trascendental, por una pregunta trascendental. No una pregunta trascendental que
conduzca sólo al sujeto, como en Descartes, Kant y hasta Husserl, sino un preguntar que
reúne al sujeto y al objeto. Pregunta trascendental desde lo condicionado del horizonte
del mundo por lo incondicionado del horizonte del ser. "El ser se muestra como el
fundamento abarcante que trasciende y posibilita a la vez sujeto y objeto, mundo e
historia y, sin embargo, en este acontecer se revela de forma atemática y objetiva"
(28).28 De esta manera, la hermenéutica interpreta un ser históricamente situado, en
su mundo. Y a la pregunta: ¿cómo, entonces, puede pasar al ser transhistórico y
transmundano?, la respuesta es que esto se da en la afirmación metafísica, contextuada
en un mundo pero siempre mirando hacia el horizonte del ser, de lo real, en el que se
inscribe lo que intenta decir.

4.4. La hermenéutica como virtualmente metafísica

Añadiré, para acabar este apartado, a las consideraciones de Coreth, que postulan la
metafísica desde las condiciones de posibilidad de la hermenéutica, como de una
manera a priori, algunas consideraciones tomadas del mismo acto interpretativo, que
conducen a la metafísica de una manera más a posteriori. El intérprete se enfrenta a un
texto; pero ese texto apunta a un mundo, crea un mundo posible o abre a un mundo ya
dado. Este apuntar hacia un mundo es algo connatural al texto, y nos deja con el
problema de su estatuto ontológico (real, ficticio, posible, etc.), con lo cual entramos a
la metafísica.

Además, si con Peirce decimos que el acto interpretativo consta de un signo, un objeto y
un interpretante (no exactamente el intérprete, sino algo que ocurre en él), tenemos que
aceptar que lo que se presenta al intérprete primero tiene carácter de objeto y después de
signo; pero es un objeto diferenciado, sólo en una reflexión posterior será real o ideal.
Eso lo determinará el interpretante, en una especie de ontohermenéutica, que despliega
la virtualidad ontológica de la interpretación misma.

El interpretante y el objeto parecen coincidir con lo que Frege denominaba sentido y


referencia. El sentido, que es lo que captamos con la mente al conocer una
expresión, conduce a la referencia, que es la realidad representada. Dado su
carácter de mediador, es inevitable que el sentido nos conduzca a la pregunta por la
referencia; y eso nos conduce ya a la pregunta ontológica.

Y, ya que el signo es también un objeto, el texto nos remitirá a su carácter ontológico,


de objeto, de ser. El signo como objeto nos remite al signo como signo, pero el signo
como signo vuelve a remitirnos al signo como objeto, y allí la pregunta ontológica se
vuelve ineludible. Sólo entendiendo al signo como objeto podremos entenderlo como
signo, y eso nos lanza a la ontología, a la metafísica. La hermenéutica nos conduce a la

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ontología o metafísica, y a una hermenéutica analógica sólo puede acompañarla y
fundamentarla una ontología o metafísica analógica también. La analogía nos hace
llegar a la metafísica, porque nos hace abordar no sólo el sentido de un signo, o el
sentido de un texto, sino también el sentido del ser.

5. Para una hermenéutica analógico-icónica


útil a la investigación en las ciencias humanas

Un aspecto muy típico de la investigación en las ciencias humanas es la interpretación


de textos. En estas ciencias es donde más tiene lugar ese arte de interpretar que nos
acerca a documentos, a diálogos y a acciones significativas. Ciertamente se hacen otras
cosas, por ejemplo analizar y explicar, pero también, y sobre todo, se interpreta para
comprender. Inclusive a veces llegamos a sentir que en estas disciplinas se unen y
fusionan la comprensión y la explicación, llegamos a un recodo del camino en el que
casi se puede decir que comprender es explicar y viceversa (29).29

Esta labor de interpretación, tan cara a las ciencias humanas, ha sido confiada a esa
disciplina tan compleja que denominamos "hermenéutica". (También se la podría llamar
"pragmática", al menos en parte, pues una y otra tienen la misma finalidad, a saber,
captar la intencionalidad del hablante o autor). Lo que vemos en las ciencias humanas
son cosas hechas por el hombre, con alguna intencionalidad. Y ésta puede quedarse sin
llegar a ser completamente comprendida si sólo aplicamos análisis sintácticos y
semánticos. La aprehensión de la intencionalidad requiere la intervención de la
pragmática y la hermenéutica. Es decir, nos obligamos a aplicar la interpretación a los
textos para desentrañar la intencionalidad que les fue impresa.

Como hemos visto, los textos son de varias clases: pueden ser escritos, hablados, e
incluso actuados. Todo lo que tiene una significación viva, no completamente inmediata
y clara, es susceptible de interpretación. Y es donde se plantea la necesidad y vigencia
de la hermenéutica. Se ha llegado a decir que la hermenéutica es ahora el instrumento
universal de la filosofía y el método por excelencia de las ciencias humanas. Por lo
menos muestra la ventaja de tener una gran apertura y la posibilidad de acotarla con
ciertos límites, dados por el contexto concreto. Eso permite integrar las particularidades
culturales, por ejemplo europeas y latinoamericanas, o, incluso, occidentales y
orientales.

El interpretar, en las ciencias humanas, puede definirse como reintegrar un texto


humanístico a su contexto vivo. Reintegrar significa aquí no tanto integrar, que eso
suena algo impositivo, sino ayudar al texto a cobrar ¾ al menos en parte ¾ el sentido
inicial que tuvo, por medio de la recuperación ¾ parcial también ¾ de la intencionalidad
del autor. Hay una especie de lucha entre el autor y el lector en la arena del texto.
Algunos humanistas creen que necesariamente ganará el lector, y que siempre la
interpretación será subjetiva. Hay otros que se empeñan en darle el triunfo al autor y
esperan que la interpretación sea objetiva. Pero yo prefiero pensar que más bien hay un
entrecruce entre lo objetivo y lo subjetivo. No se puede alcanzar la plena objetividad,
pero tampoco tenemos que renunciar a ella y abandonarnos al subjetivismo. Hay lo que
yo llamo una interpretación limítrofe, que reúne en una línea lo subjetivo y lo
objetivo, y que, aun aceptando la intromisión de la subjetividad, nos deja la suficiente
objetividad para que podamos decir que no traicionamos al autor cuyo texto estamos

16
interpretando. No creo que sea válido el escepticismo de algunos que ya no aceptan
nada como objetivo, y hacen toda interpretación completamente relativa a la
subjetividad del intérprete. Hay que luchar por la objetividad para la hermenéutica, a
pesar de que haya que reconocer la injerencia de la subjetividad. Ciertamente no se
puede obtener una lectura de un texto completamente unívoca y como una copia de la
que originalmente quiso el autor; pero ello no autoriza para caer en una lectura
completamente equívoca y desdibujada. Algo se puede alcanzar, a saber, una lectura
intermedia, que no carezca de objetividad, pero que tampoco tenga pretensiones
desmedidas. Ahora que muchos, en las ciencias humanas, renuncian a la objetividad y
se entregan a la lectura subjetiva, desentendida y despreocupada, yo quisiera defender
aún la objetividad, aunque sea de una manera moderada. Una defensa módica pero
suficiente.

Aquí interviene lo que a mí me gusta llamar la hermenéutica analógico-icónica.


Analógica, porque centra la interpretación o la comprensión más allá de la univocidad y
de la equivocidad (30).30 El positivismo ha sido univocista, y nos ha frenado mucho en
el saber; pero ahora muchos exponentes de la postmodernidad se han colocado
francamente en la equivocidad, y eso también frena el conocimiento. Pues bien, entre la
univocidad y la equivocidad encontramos la analogía, la analogicidad. Ella nos hace
abrir las posibilidades de la verdad, dentro de ciertos límites; nos da la capacidad de
tener más de una interpretación válida de un texto, pero no permite cualquiera, y aun las
que se integran se dan jerarquizadas según grados de aproximación a la verdad textual.
Esa jerarquía y esa proporción son aspectos de la analogía, que es el nombre que la
matemática griega daba a la proporcionalidad. La analogía permite, pues, diversificar y
jerarquizar. Es un contextualismo relativo, no absoluto, y ello nos da la posibilidad de
abrir nuestro espectro cognoscitivo sin perdernos en un infinito de interpretaciones que
haga imposible la comprensión y caótica la investigación, sobre todo en el movedizo
terreno de las humanidades. No creo que el plantear la analogía, el límite proporcional,
que tiene que ver mucho con la prudencia, la moderación epistémica y práctica, sea
entibiar el agua ni trivializar la interpretación. Es algo arduo y complicado el buscar la
adecuada proporción que se debe dar a cada interpretación, para eliminar las que sean
irrelevantes o falsas, y para dar a las relevantes una jerarquía según grados de
aproximación a la fidelidad al texto, lo cual haga que algunas de ellas tengan esa unidad
proporcional de la verdad del texto, proporcional o analógica como la verdad misma, en
cuanto propiedad trascendental del ser, que también es analógico.

La hermenéutica que yo propongo es, como he dicho, además de analógica, icónica.


Esto significa que se vincula con aquel tipo de signo que algunos llaman icono y otros
símbolo. Icono le llama Charles Sanders Peirce (31),31 y es la acepción que le doy aquí.
El icono abarca otros tres tipos de signo: imagen, diagrama y metáfora. Es la analogía
(32),32 que abarca lo que se acerca a la univocidad, como la imagen, lo que oscila entre
la univocidad y la equivocidad, como el diagrama, y lo que se acerca a la equivocidad,
como la metáfora, pero sin caer en dicha equivocidad. Con eso, la iconicidad-
analogicidad permite encontrar la discursividad cercana a lo unívoco donde ésta se
requiere, de manera axiomática o casi, y obliga a un tipo de significatividad de tipo
apegado al modelo, como la que tiene la imagen icónica, aunque no sea mera copia.
Permite además una interpretación que no se queda en la estructura discursiva aparente
o superficial de un texto, sino que avanza a su estructura profunda, por la semejanza de
relaciones, como en el diagrama, y no sólo con el modelo de la imagen, que, en su

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modalidad excesiva de copia, fue el que privilegió el positivismo. Y también permite
tener una interpretación que siga el modelo de la metáfora, de la metaforicidad. Ese fue
el que privilegió Paul Ricoeur (33).33 Pero la metáfora es sólo uno de los modos de la
analogía, el de la proporcionalidad impropia, y hay que dar cabida a la proporcionalidad
propia y a la atribución. También privilegiaron a la metáfora muchos postmodernos,
pero dando cabida a una desmedida ambigüedad constitutiva del lenguaje; la cual puede
ser aquí sujetada por los otros modos de la analogía. En el modelo de Ricoeur, basado
en la metáfora, la interpretación se da como tensión entre el significado literal y el
metafórico; la verdad textual está en tensión dinámica o dialéctica entre la verdad
literal y la metafórica (o alegórica, o simbólica). Pero creo que hay que ampliar la
tensión más allá de lo metafórico y abarcar a toda la analogía, a la analogicidad
completa. Esto nos permite ser más radicales que Ricoeur y hablar de la analogía (no
sólo de la metáfora) como modelo de la hermenéutica, y del icono, según hemos visto,
como algo coextensivo con la analogía.

Por eso propongo una hermenéutica analógico-icónica. Analogía e icono que nos
permitan la recuperación del sentido de una manera que no se vea mutilado por el
univocismo ni fragmentado por el equivocismo. Hay que añadir que el icono es un signo
que tiene la peculiaridad de que es sinecdóquico (y hasta metonímico), además de
metafórico, es decir, con un fragmento nos da el conocimiento de la totalidad, la parte
nos conduce al todo, el fragmento nos lleva al conjunto. Nos hace preverlo, adivinarlo,
deducirlo desde la hipótesis de la que partimos. En el conocimiento nos humillamos y
tenemos que reconocer que vamos al todo iniciando con una pequeña parte. Pues bien,
el icono nos da la posibilidad de partir de un conocimiento fragmentario y avanzar hasta
la totalidad, hasta el universal. No una totalidad que atrapamos de manera completa,
sino matizada, contextual. Del fragmento, de los fragmentos, vamos de manera no
apriorística, sino aposteriorística, al todo, al universal. De hecho, la abducción de la
hipótesis se basa en las analogías, y conduce a un universal analógico, icónico, un tanto
hipotético y revisable, pero que nos da la seguridad que se puede alcanzar en el
conocimiento humano. Es decir, la analogicidad nos hace universalizar, pero con
cuidado, con límites. La analogía nos obliga a atender a los elementos contextuales y
particulares, y el icono nos obliga a interpretar desde hipótesis parciales y diagramáticas
de los textos, hasta la totalidad del texto, hasta la comprensión más completa que es
alcanzable. Igualmente nos hace darnos cuenta de que nuestra objetividad va a ser
fragmentaria, limitada, pero suficiente.

Por eso a esta hermenéutica analógico-icónica se le podría llamar también


hermenéutica del límite, o limítrofe, pues trata de poner un límite y además
se coloca en el límite. Pone límite a la univocidad y a la equivocidad, y se pone en el
límite donde la univocidad y la equivocidad se tocan, recupera algo de cada una y
engendra algo nuevo. Así, la analogía y la iconicidad nos colocan en el límite donde
se juntan el hombre y el mundo, en el límite del lenguaje y del ser, de la natura y la
cultura. Por eso se puede tener hermenéutica y ontología. No sólo hermenéutica, sino
además ontología; en el límite donde se juntan el lenguaje y el ser, y se interpenetran sin
confundirse, y se tocan sin devorarse (34).34 Es decir, podemos asimilar la
lingüistización y la historización de la filosofía, pero sin perder el asidero fuerte de lo
ontológico. Nos pone en el límite, como está en el límite el propio ser humano, con su
carácter de mestizo del universo, de microcosmos. La analogía es limítrofe, por eso el
hombre, el ser limítrofe, es un análogo. Y el hombre también es un icono del universo,

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del macrocosmos.

Esta hermenéutica analógico-icónica me ha permitido colocarme en varios límites.


Sobre todo en el límite del lenguaje y del ser, de la textualidad y la contextualidad, de
la lengua y el habla, de la estructura y el contenido, de la diacronía y la sincronía, de lo
sintagmático y lo paradigmático. Si, como quiere **Ricoeur, la sincronía es el lenguaje
y la diacronía es el acontecimiento histórico (35),35 en el límite se juntan y se puede
establecer una ontología que conjunte lo óntico del acontecimiento y lo cultural del
lenguaje. Una ontología limítrofe, analógica e icónica. Es una ontología pragmatizada
(con la lingüistización y la historización), pero también lleva a una pragmática
ontologizada, en quiasmo recíproco, según lo hacía Merleau-Ponty (36).36 En el límite
del lenguaje y el ser encontramos una ontología hermeneutizada y una hermenéutica
ontologizada, el límite nos permite una ontología hermenéutica y una hermenéutica
ontológica. En el límite de la lengua y el habla se nos permite una filosofía del lenguaje
que atienda a la sistematicidad de la lengua y a los juegos de los actos del habla. En el
límite de lo sintagmático y lo paradigmático se nos permite una hermenéutica que sea
lineal y al mismo tiempo vaya en profundidad, que repita y juegue, que reproduzca e
invente. Mejor aún, que, al repetir, sea creativa, porque siempre intenta ir más allá.
Además, en algún momento alguien dijo que la filosofía ya ha interpretado mucho la
realidad, que de lo que se trata ahora es de transformarla. Pues bien, una hermenéutica
analógica se coloca en el entrecruce de la interpretación del mundo y de su
transformación, interpreta para transformar. Así, nos hace sentir la obligación de
colocarnos en el límite de fusión donde se juntan el bien individual y el bien común,
para comprometernos con la construcción de la sociedad.

El propio bien común es analógico e icónico. Hace que el hermeneuta intente no sólo
interpretar, sino también transformar; y, si se quiere, transforma con su interpretación,
con su misma interpretación opera una transubstanciación de la realidad social ofrecida,
dada. Al ser límite, es fusión, sobre todo de horizontes. El horizonte del individuo y el
de la colectividad, de lo personal y lo comunitario. Nos lleva esto a una filosofía
comprometida, a una interpretación responsable del otro y de los otros, para lograr su
mejoramiento integral.

Finalmente, una hermenéutica analógico-icónica nos compromete con la sociedad. No


nos lleva a encerrarnos en la torre de marfil, sino a preocuparnos por ese bien que puede
derramarse sobre los muchos, distribuirse entre los demás, que escape al interés de uno
mismo. Es una investigación, la que se da en hermenéutica, que puede conducir al bien
del hombre en la sociedad. Y lo principal es que la interpretación analógico-icónica nos
acerca al hombre como microcosmos, con lo cual nos acerca a lo humano sin perder lo
cósmico, a lo cultural sin perder lo natural. Por eso creo que puede ser un instrumento
de acceso a estas ciencias tan peculiares y complejas como son las ciencias humanas.

6. La hermenéutica analógica y la postmodernidad

La hermenéutica analógica puede servir, entre otras cosas, para analizar comprensiva y
críticamente algunos temas de la filosofía de la postmodernidad, en la cual la
hermenéutica ha llegado a tener un lugar preponderante (37).37 La postmodernidad ha
hecho tomar muy en cuenta temas tales como la crisis de la epistemología, el rechazo
del humanismo, el predominio de la técnica y la comunicación, la precariedad de la

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ontología y la muerte del sujeto, así como el retorno de la religión y de la mística. Es
preciso no simplificar demasiado las distintas corrientes y pensadores; además, hay que
atender a las lecciones positivas y a las aportaciones aprovechables que da el
pensamiento postmoderno; pero es necesario hacer, sobre todo, una crítica de varias
inconsistencias y hasta frivolidades de sus propuestas.

Para ello se deben examinar, dentro de su marco o contexto, las líneas principales de la
postmodernidad con algunos de sus representantes más connotados. Asimismo, hablar
del imperio de la hermenéutica, principalmente con Foucault, Derrida y Vattimo.
Examinar la crisis postmoderna de la epistemología, y tratar de hacer una propuesta: la
hermenéutica analógica como alternativa de solución. Igual atención reclaman el
neoconservadurismo y la antropología filosófica de la época tecnológica. Abordar un
punto específico y muy importante de la época tecnológica: la cultura de la
comunicación en esa postmodernidad llamada neoconservadora. Pero también atender a
fenómenos un tanto sorprendentes, como el neoaristotelismo y el comunitarismo
postmodernos. De singular importancia será afrontar las críticas al sujeto, a la metafísica
y al humanismo, con el fin de ofrecer algunas respuestas y propuestas. De manera
natural eso prolonga el examen de la crisis del sujeto, y se vincula con la hermenéutica
como posible rescate y ubicación de cierta noción de sujeto. Todo ello da paso al
tema de la religión y la experiencia religiosa en la postmodernidad antimoderna, pero
también la religiosidad en la postmodernidad neoconservadora. Eso conduce igualmente
al misticismo en el seno de la postmodernidad que profetiza la secularización, sin que se
cumpla esa profecía; antes bien, parece ir más allá de la misma secularización, ya
comenzada por la modernidad y congénita a ella; esta secularización no parecía poderse
detener, y ahora ha tomado otros rumbos distintos en el camino del espíritu. Todas esas
cosas me parecen enfiladas hacia la exigencia de un modelo analógico de la
hermenéutica.

Estas son sólo algunas de las facetas de la postmodernidad, pero las suficientes para
comprenderla y poder enjuiciarla. Ciertamente de manera muy breve y compendiosa,
pero tratando de no traicionar la diversidad y multiplicidad de corrientes, autores y
posturas. Ocupémonos en ver, sobre todo, lo que la postmodernidad dice acerca de la
religión y la mística. En ambos casos, no se trata de rechazo completo, ni siquiera
fuerte, sino de un rechazo débil, muy difícil de precisar. Este rechazo débil conlleva una
aceptación de la metafísica, también aceptación débil, pero al fin y al cabo aceptación.
En el caso de la metafísica, este rechazo/aceptación débil parece significar que, dada la
caída de los fundamentos de la modernidad, no se puede hacer ya una ontología como la
que se trató de hacer en la modernidad. Ella era sobre todo egológica y esencialista. Por
eso tuvo opositores muy decididos en el romanticismo y el existencialismo. Y por eso
también la postmodernidad ha incorporado ahora las críticas de Nietzsche y del segundo
Heidegger hacia esa metafísica moderna. La postmodernidad se muestra
antiesencialista, viendo en dicha metafísica prepotente una actitud violenta. Habla de la
vocación nihilista de la metafísica, por la muerte lenta del ser, que se va debilitando
hasta el punto que sólo permite una ontología débil. Pero me parece que no toda
metafísica es susceptible de incurrir en la acusación que la postmodernidad le dirige. Se
refiere de modo específico a la metafísica egológica moderna, no a toda metafísica. En
ese sentido, creo que una metafísica analógica no recibiría esa crítica, sino que podría
integrar los elementos más aceptables de la postmodernidad, y abriría nuevos rumbos al
pensar del ser. No se trata de destruir la metafísica, sino de aprovechar esta crisis suya

20
para reconstruirla y renovarla.

En cuanto a la religión, el nihilismo mencionado se refleja en la secularización de la


sociedad y del pensamiento. Se rechaza la referencia fuerte a lo religioso, como si eso
fuera una trascendencia violenta, una violencia religiosa, la prepotencia de algunas
actitudes e instituciones de orden religioso. Pero también aquí la postmodernidad, en
lugar de acabar con la religión, está ayudando a buscar una purificación de la misma.
No puedo aceptar todas las críticas de la postmodernidad a la religión (que van sobre
todo hacia un aligeramiento excesivo de la moralidad), ni tampoco adherirme a todas
sus propuestas. Pero sí me parecen oportunas algunas aportaciones que hace. Buscar una
religiosidad más sencilla y menos sistemático-racional, ya que fue la misma modernidad
la que quiso sistematizarlo todo, hasta el misterio. Buscar una religiosidad más
espontánea, que deje más lugar al sentimiento y menos a la razón, son cosas aceptables.
Son además cosas todas ellas que nos recuerdan el carácter analógico del conocimiento
religioso, que es un esfuerzo limitado por acceder a lo que se escapa a la razón. Nos
recuerda lo que muchos místicos trataron de señalar al hablar de una teología negativa.
Mas, sin embargo, también muchos místicos, como el Maestro Eckhart, usaban la
analogía para expresar los contenidos de su experiencia mística, ciertamente muy cerca
de la mencionada teología negativa.

Se trata de ver, sobre todo, algunas manifestaciones empíricas o fenomenológicas de la


religiosidad en estos tiempos, señalando nuevas oportunidades que se abren a la religión
misma, pero también criticando algunos elementos que se perciben, y que, a mi juicio,
"debilitan" demasiado la religiosidad, haciéndola correr el peligro de volverse
superficial, relativista e indefinida. Así, me parece pertinente hacer un llamado a la
modalidad analógica del pensamiento que, sin perder sus raíces en la vivencia religiosa,
en la experiencia mística y en el símbolo o el mito como expresiones suyas, busca
afanosamente lo que sea alcanzable de acceso al pensar intelectivo y hasta racional, por
medio de una teología atenta a la analogicidad. No tanto una teología negativa, cuanto
una teología analógica, que involucra la negatividad como un momento suyo, y luego
busca acceder a una expresión lo más positiva que se pueda alcanzar.

Se impone, pues, el acceso a un modelo analógico de la hermenéutica, pues la


hermenéutica ha oscilado entre la univocidad del cientificismo moderno y la
equivocidad del relativismo postmoderno. Le hace falta una dimensión analógica,
abierta a considerar varias propuestas de verdad interpretativa, de interpretaciones
válidas, pero dentro de ciertos límites que se pueden precisar de manera suficiente. De
esta forma se evitará tanto el univocismo de una sola interpretación verdadera como el
equivocismo de todas o por lo menos demasiadas interpretaciones como válidas y
complementarias, a pesar de que estamos viendo su palpable confrontación y conflicto.
Todo ello, me parece, serán cosas provechosas que podrá darnos un modelo analógico
de la hermenéutica, como respuesta al reto de los tiempos más recientes, tanto en contra
del univocismo que caracterizó a la modernidad como en contra del equivocismo que se
manifiesta en el relativismo postmoderno.

7. Analogía y Diálogo

Esta lucha contra el relativismo absoluto, insostenible, abre a un relativismo relativo, o


relativismo analógico, basado en la dialogicidad intersubjetiva del hombre, pero que

21
cree que mediante ella se toca lo objetivo de la realidad, ciertamente no sin la mediación
del hombre, en el encuentro entre hombre y mundo. Quisiera explicitar de manera más
clara el carácter dialógico de esta racionalidad que he llamado "analógica"; sobre todo
¾ añadiría yo ¾ como constitutiva de la misma. Esto se puede recalcar aludiendo al
carácter dialógico de toda la teoría de la argumentación de Aristóteles, como lo hacía
ver Eric Weil y me esforcé por recalcarlo en otro trabajo (38).38

De hecho, la analogía es el instrumento lógico de la filosofía; y, al ser la lógica


aristotélica dialógica, la analogía tiene que serlo. Sobre todo porque se tiene que
persuadir a los oyentes de que la mediación analógica, su equilibrio, están bien
logrados. Y para eso lo mejor es proceder junto con ellos a través del diálogo. Tiene que
discutirse entre los usuarios de la analogía su pertinencia y su adecuación. Es el lado
hermenéutico y pragmático de la teoría aristotélica de la verdad (junto con el lado de la
coherencia y el de la correspondencia). La mayoría de las reglas de la argumentación
aristotélica son para llegar dialógicamente al establecimiento de la analogía y a su
prueba.

Dentro de este contexto dialógico del filosofar analógico, se plantea, además, la


pregunta de si, dado que la analogía trata de conjuntar la universalidad y la
particularidad de alguna manera, en esa parte de universalidad se encontrará introducida
la noción de validez. La respuesta es que sí, pues precisamente la noción de validez
necesita la de universalidad. Aunque puede haber interpretaciones y argumentos que
valen para una circunstancia (o para un auditorio) particular, las que de hecho sirven y
son imprescindibles, son las que alcanzan validez universal. Lo que la analogía hace en
estos casos es obligarnos a no perder de vista que, a pesar de la universalidad de las
reglas, tenemos que tomar en cuenta y no perder de vista la particularidad de los casos
concretos (como lo exigen la abstracción y la universalidad analógicas), a la hora de ver
su concordancia o correspondencia con las reglas, leyes y principios universales. La
analogía implica una dialéctica o dinámica entre lo universal y lo particular, que
quiere apresar lo más que sea posible de lo universal pero sin olvidar su dependencia de
lo particular y el predominio de este último.

Sobre este contexto dialógico, también se puede preguntar si, dada la intervención de la
comunidad de hablantes, se tendría en la racionalidad analógica en definitiva una noción
de verdad como consenso. La respuesta es que no sólo ella. En la misma teoría
aristotélica de la verdad se contienen y se manejan los tres tipos más frecuentes de
teorías sobre la verdad: la de coherencia o sintáctica, la de correspondencia o
semántica y la de consenso o pragmática. En la actualidad se suele negar mucho la de
correspondencia, para quedarse con la de coherencia y/o la de consenso. Pero no son
incompatibles, a pesar de que en la actualidad se piense que la de correspondencia lo es.
Aristóteles acepta, como la base, la verdad de coherencia o sintáctica (que desarrolla
más en los Analíticos Primeros y Segundos); después se encabalga la verdad como
correspondencia o adecuación (la cual desarrolla en el libro Gamma de la Metafísica,
y que Tarski recupera con el nombre de "verdad semántica"); pero también tiene el
Estagirita la noción de verdad como consenso o pragmática (es la que desarrolla en la
lógica de los Tópicos y en la Retórica). Lo que Eric Weil y otros estudiosos muestran es
que de hecho el paradigma de la lógica aristotélica son los Tópicos, que son dialógicos;
con lo cual la lógica es eminentemente de tipo pragmático, pero involucra no sólo la
verdad como consenso, sino, a través de la sintaxis y la semántica, también una verdad

22
como coherencia y otra como correspondencia. En realidad, el consenso no puede de
suyo y por sí mismo dar la verdad completa, siempre tiene condiciones de restricción
que apuntan a la correspondencia; indican que el consenso nos ha llevado a la realidad,
que el diálogo pragmático nos ha hecho atinar al núcleo de la verdad como
correspondencia. El acuerdo o consenso viene a ser sólo un índice o síntoma de que se
da una correspondencia con la realidad, de que se ha atinado (al menos hipotéticamente)
al mundo, al ser.

Y es que ese problema se presenta siempre al abordar el conocer, sobre todo desde la
perspectiva de la tradición filosófica realista, para hacerla comprensible al pensamiento
actual. ¿Cómo se puede conocer la realidad desde un marco conceptual sin caer por ello
en el relativismo? Es bien sabido que la actual filosofía hermenéutica, en muchas de sus
expresiones, tiende al relativismo. Mas, por otra parte, también debe decirse que un
realista puede aceptar que hay cierto relativismo en el conocer, sin caer en el relativismo
total. De hecho, si se considera relativismo (mitigado) el decir que hay una perspectiva,
un enfoque, eso viene a ser casi una verdad de Perogrullo. Más bien el problema es el de
cuáles son los límites de ese relativismo limitado, moderado. ¿Todos los conocimientos
se obtienen filtrados por el marco conceptual o hay algo que escapa a éste? Por ejemplo,
se puede decir que las esencias se captan mediante ese marco conceptual o que son
independientes de él. Hay quienes sostienen que las esencias de las cosas son
meramente construidas por los cognoscentes, según sus enfoques y sus intereses (así los
nominalistas). Hay otros que afirman que las esencias se dan independientemente del
cognoscente, por parte de la realidad sola (así los realistas). De acuerdo con el
realismo, no se puede decir que la realidad es el mero resultado del encuentro entre
hombre y mundo, pues si se encuentran ya se daban de antemano.

De esta última forma no se puede decir que las esencias, al menos no todas, esto es no
las esencias o clases naturales, sean construidas cognoscitivamente por el hombre. Sólo
se podrá decir que como esencias universales se dan de manera fundamental,
presupositiva y dispositiva en la realidad, en las cosas, y de manera formal o propia en
la mente humana. Pero como esencias individuales se dan de manera formal en las cosas
mismas (además de que son esencias dinámicas, esto es, dadas de alguna manera, pero
con una evolución accidental). Hay cierta analogía en las esencias, son universales
análogos. Y hay también iconicidad en ellas, son iconos o signos icónicos de sus
referentes, de modo que con un conocimiento muy fragmentario y parcial de los
mismos, podemos llegar a una universalización válida.

Aquí se centra el momento de la interpretación de ese fenómeno del conocimiento. Si se


privilegia el lado del conocer, se incurre en el idealismo; si se privilegia el lado del ser,
se entra en el realismo. Tal vez es difícil dar una participación e importancia equitativas
a los dos lados del fenómeno, pero por lo menos hay que ser lo más justos que se pueda.
No hay nada tan ontológico que no tenga algo de epistémico; pero tampoco hay nada
tan epistémico que no tenga algo de ontológico; esto es, no hay nada tan real que no se
haya filtrado por el conocimiento, ni nada tan cognoscitivo que no recoja a la realidad
misma, o por lo menos se refiera y apunte a ella.

El problema está en que si de entrada se adopta ante el fenómeno del conocimiento una
postura epistémica, nunca se pasará a lo ontológico, e injustamente se lo borrará. En
cambio, si se adopta una postura ontológica, se seguirá dando su lugar a lo epistémico, y

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no se lo borrará. Esto se parece al problema de la relación, en lógica modal, de la
modalidad de dicto y la modalidad de re. Si se toma como punto de partida la
modalidad de dicto, no se puede pasar a la modalidad de re; en cambio, si se parte de la
modalidad de re, sí se puede pasar a la de dicto. Así, en esta última postura, se conserva
lo de dicto y además se acepta lo de re; en cambio, en la primera sólo se puede aceptar
lo de dicto y rechazar lo de re. Hay rechazo y reduccionismo injustificado.

Esto repercute, como hemos dicho, en el conocimiento. Tenemos que evitar tanto una
epistemología idealista, subjetivista y relativista como una realista absolutista,
objetivista a ultranza, pretendiendo que todo lo conocido está dado sin ninguna
participación del sujeto cognoscente. Si se adopta un punto de vista que haga justicia
tanto al ser como al conocer (es decir, que les dé su lugar adecuado, esto es, al conocer
como ser y al ser como conocer), los cuales se unen en el fenómeno del conocimiento
humano, se partirá del realismo pero se atenderá a lo que de participación y
construcción del hombre hay en el proceso cognoscitivo. Y, a diferencia de esto, si se
parte del idealismo o del relativismo subjetivista, no se podrá pasar a ningún realismo.
De lo epistemológico a lo ontológico no es válida la consecuencia; en cambio, de lo
ontológico a lo epistemológico sí, y así no se pierde ninguno de los dos polos. Sólo de
esa manera se puede dar cuenta del proceso entero del conocer.

8. Hermenéutica y Ética

La perspectiva hermenéutica permea no sólo, como he dicho, la metafísica, deparando


una metafísica hermenéutica o una hermenéutica metafísica. También prepara para una
ética hermeneutizada, la plantea de manera distinta, y tiene que ser considerada en
relación con ella. Igualmente, la hermenéutica analógico-icónica remite a la ética a la
dimensión metafísica, abierta por la hermenéutica misma, donde ambas se aposentan, se
mueven y conviven. Trataré de señalar algunos indicios o índices de esa afectación que
se producen entre la hermenéutica y la ética, como ámbitos de la realidad humana.

La hermeneutización de la ética nos conduce a plantear pocos principios como puntos


de partida. El primero y principal lo encontramos en algo de lo que se ha dicho que es
un principio formal o vacío: "haz el bien y evita el mal". Pues, se añade, cada quien
puede entender el bien (y, consiguientemente, el mal) como le plazca, no habría ninguna
unanimidad. Por ende, no se podría universalizar el contenido material de ese principio
formal. Pero hay algo de lo que podemos echar mano, y es el estudio de la naturaleza
del hombre. Hacer una lectura de la naturaleza humana como un texto, para extraer
de él las consecuencias y aplicaciones que necesitamos para dirigir su conducta. Sin ese
conocimiento del hombre, sin esa interpretación de su ser, tendremos una ética muy
formal y muy pura, pero completamente vacía. Es preciso llegar a lo material, a lo
valorativo, a lo axiológico. Y ese paso de la naturaleza al valor, del ser al deber ser,
no es falaz; no es esa falacia naturalista de la que tanto han acusado los positivismos,
sino que es un paso válido, que efectuamos constantemente, ya que *la hermenéutica
nos hace ver que en la trama de nuestros juicios descriptivos hay elementos valorativos.
Como mediación entre la metafísica y la ética, la hermenéutica nos ayuda a construir el
puente de una antropología filosófica, una filosofía del hombre. Ella nos lleva a conocer
al hombre para así normar convenientemente su conducta (39).39

La importancia de dilucidar lo más posible un criterio de moralidad se ve sobre todo

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ahora, cuando muchos pensadores han querido convencernos de que no hay criterios, ni
reglas, ni principios. Sólo existiría el punto de vista, el enfoque, la circunstancia, todo
relativo a la persona. Pero eso es dejar la moral al individuo, a sus intereses y caprichos.
Por ello conviene, aun sea moderadamente y sin rigideces morbosas, plantear criterios
claros y firmes. Tal vez sean pocos y muy generales, pero suficientes para que la
persona los aplique en su acción concreta. Es una de las cosas más difíciles esta
búsqueda de criterios orientadores a la vez que educadores de la libertad.

Ahora es cuando más parece conveniente volver a una ética de virtudes, que nacen de
esa aplicación de la analogía que es la virtud, entendida como el término medio, ya que
la analogía es proporción, mesura, medida. Sobre todo la prudencia, puerta de las
virtudes, es la que se muestra como más necesaria. Educación de virtudes, no de solas
leyes o reglas, ni, mucho menos, de meros contenidos que sólo llevarían a la confusión.
Hay que buscar la estructuración de la vida moral: ciertas leyes y reglas, como el ideal
de la caridad, del amor; la proyección a obras de misericordia, que acrisolan el corazón
del hombre y lo hacen solidario, más allá de lo obligatorio, por esa empatía o compasión
que tan propia es de la interpretación; el ver el bien como un don, y vivir en la
perspectiva de los dones, de la donación, de la oblatividad. Además, ver eso como una
bienaventuranza, como gracia, en la línea de la gratuidad, contraria a la envidia, a la
soberbia narcisista y a la cerrazón frente al prójimo. Eso haría a nuestra ética
hermenéutica un tratado bastante completo.

La perentoriedad de una ética hermenéutica se ve en que presenta una alternativa a las


ofrecidas por los que ahora detentan la enseñanza de la moral, que son por desgracia
los medios de comunicación masiva. Duele pensar en los patrones de conducta y
paradigmas morales que inculcan, por ejemplo, el cine y la televisión. Es necesario un
paradigma muy diferente de acción moral.

La hermenéutica sirve a la historia no sólo al interpretarla, sino al recordarle lo que debe


ser evitado, lo que estuvo mal, lo que más vale que no se repita. Señalar errores y
subrayar aciertos. El juicio de la hermenéutica se vuelve juicio ético cuando da pie para
cualificar de bueno o malo moralmente lo que se relata como hecho histórico. Descubre
sentido, pero también abre la posibilidad de una imputación ética, de bondad o maldad.
La hermenéutica da paso a la ética al posibilitar el paso de lo meramente descriptivo a lo
valorativo, al juicio práctico moral.

Pero la hermenéutica, sobre todo con su analogicidad y su iconicidad, abre también


camino a la ética como interpretación de las realidades vitales, como lo ha hecho ver
Vattimo (39)39 (y también a otra dimensión, como lo ha hecho ver él mismo, a saber, la
de lo religioso) (40).40 Una conexión de la filosofía con la ética es el carácter que la
hermenéutica le ha dado a ésta de interpretación de la vida mediante la interpretación de
la muerte (41).41 La filosofía ha sido considerada en una extensa tradición como
meditatio mortis; por eso la hermenéutica nos hace recordar ese aspecto capital del
filosofar mismo. La vida del hombre tiene como ingrediente principal la reflexión, y el
tope de la vida con la muerte no puede sino ponerlo a pensar. Ciertamente es en buena
medida misterio, pero el hombre siempre ha ensayado el filo de su reflexión con los
misterios, por más que en la mayoría de los casos no llegue sino a producir pequeños
rasguños en ellos. Tocar el misterio, la gran ambición y necesidad del hombre.

25
Se ha dicho que la muerte se ha vuelto un asunto privado, mientras que la sexualidad se
ha vuelto un asunto público (siendo que antes era al revés). La vida sexual, las
costumbres sexuales, casi de todo tipo, se exhiben en los medios de comunicación,
mientras que la agonía del moribundo se esconde, se oculta a la vista de los demás;
parece que aterra ver el proceso del morir. Antes era casi un acontecimiento público,
que congregaba a la familia y deudos en torno al moribundo, y ahora sólo muy pocos
soportan estar presentes, o están solamente los más cercanos a la persona. Inclusive se
ha acuñado en los hospitales la expresión "enfermos terminales" para evitar la alusión
directa a la muerte.

En ese espíritu, parece que también ahora la pregunta por la muerte se ha querido
esconder, y hasta sabotear. Sin embargo, es la pregunta más rica. Tal vez haya sido la
muerte, el misterio de la muerte, uno de los máximos factores de admiración y
perplejidad en el hombre, de modo que es lo que más lo ha movido a hacer metafísica.
De hecho la metafísica, al ser una trascendencia de lo físico, va más allá de lo dado y
hurga en el misterio, en la posibilidad o no posibilidad de algo más allá de la muerte.
Pero no sólo eso; esta meditación no se queda en la metafísica, avanza a la ética y a la
religión; es la que las conecta, de hecho. Ha habido épocas de la filosofía, como hace
poco el existencialismo, en que la muerte sirvió de motivo más importante del filosofar
mismo. Tanto Heidegger como Sartre vieron a profundidad el carácter de ser-para-la-
muerte que tiene el hombre. Pero justamente del sentido que se dé a la muerte
dependerá la actitud filosófica con respecto a esta vida presente. El propio Heidegger, a
mi modo de ver, dio a la vida filosófica un fuerte carácter de hermenéutica de la muerte,
de meditatio mortis.

Sólo si la muerte se pone como pregunta para el hombre, como problema y cuestión, se
vuelve, además de un hecho ineludible, una responsabilidad que afecta la vida. ¿Qué
significa para mí la muerte? ¿Qué quiero que mi muerte signifique para mí? ¿Qué deseo
que signifique para los demás? Casi siempre, espontáneamente, pensamos que queremos
algún tipo de recuerdo nuestro en el interior de los semejantes. Es el recuerdo, la
rememoración, la anámnesis y el llevar a los otros, o ser llevado por los otros, en el
corazón. Para algunos a eso se reduce el que quede algo de nosotros después de la
muerte. Para otros el perdurar, el pervivir, la inmortalidad, el inmortalizarse o ser
inmortalizado es el resultado de la acción salvadora de un Dios. Y eso nos hace pasar de
la ética a la religión misma.

La hermenéutica nos hace percatarnos de un hecho aparentemente trivial —Kant fue


muy claro en ello—: es muy distinta la actitud del hombre ante la muerte si se tiene la
creencia en la inmortalidad que si no se tiene. En caso de no tenerse, la muerte es mero
término; pero, si se tiene, la vida presente continúa de alguna forma en la otra. Además,
con ello entronca la idea de que el comportamiento en esta vida tendrá repercusiones en
otra. En efecto, cuando se acepta la idea de la inmortalidad, de inmediato se asocia con
la idea de un Dios juez, y con la sospecha de que la conducta moral actual labra en la
otra el premio o el castigo; pero esa posibilidad de ser premiado o castigado por lo que
se ha hecho reclama la creencia en la libertad. Si no hay libertad, no hay
responsabilidad, y, por ende, no podrá haber sanción alguna. Esto ciertamente
condiciona la vida y la determina con ciertas perspectivas. Más frente a esto pueden
adoptarse varias actitudes. Dejando de lado la espinosa idea de la predestinación, puede
asumirse la actitud de miedo y de vigilancia para no ser merecedor de castigo, por

26
pensar en un Dios premiador y castigador —sobre todo castigador— que está listo para
atrapar al hombre pecador en cuanto se le acabe el tiempo de su libertad con la muerte.
O se puede tener otra actitud muy distinta, la de pensar en la otra vida como el
encuentro con un Dios bueno, que ha hecho un llamado y una invitación al hombre para
que viva como hijo suyo, para ser después llevado a la plenitud del amor en ese
encuentro gozoso con Él.

Pero aun en una postura no religiosa, la ética tiene que ponerse muy en el fondo como
meditación de la muerte, como hermenéutica de esa seguridad radical, y produce
entonces la hermenéutica una ética basada en las convicciones propias, como ha querido
Kai Nielsen. Se busca el altruismo, se busca la satisfacción por haber cumplido consigo
mismo y con los demás. De cualquier forma,* la interpretación de la muerte (y, por
lo mismo, de la vida) conecta la ética con la hermenéutica. Pero también es lo que
conecta la ética con la metafísica, ya que la percepción del tiempo y la meditación sobre
él es lo que más abre nuestra intelección metafísica seria, comprometida y auténtica.

9. Conclusión

De esta manera, vemos que la naturaleza de la hermenéutica es ser un arte y ciencia de


la interpretación que tiene por objeto la comprensión del texto con cierta sutileza y
penetración. Se divide en hermenéutica teórica y en hermenéutica práctica o aplicada; la
primera es la recolección de principios y reglas que guían la interpretación sutil y
adecuada, la segunda es la aplicación de esos principios y reglas en la interpretación
concreta de un texto. Para ello pone el texto en su contexto apropiado. Su metodología
es la sutileza, tanto de entender un texto, como la de explicar o exponer su sentido y la
de aplicar lo que dice el texto a la situación histórica del intérprete. Recorre los
movimientos metódicos de la apropiación o acercamiento y del distanciamiento
objetivo.

En el acto hermenéutico hay un texto, un autor y un intérprete. El texto puede ser de


varias clases: escrito, hablado y actuado (o plasmado en otros materiales, y aun se ha
tomado como texto el puramente pensado). Precisamente la sutileza interpretativa o
hermenéutica consiste en captar la intencionalidad significativa del autor, a pesar de la
injerencia de la intencionalidad del intérprete. El intérprete pone en juego un proceso
que comienza con la pregunta interpretativa frente al texto; sigue con el juicio
interpretativo del intérprete, juicio que suele ser primero hipotético y luego categórico;
y se pasa de hipotético a categórico mediante una argumentación que sigue una
inferencia hipotético-deductiva, o retroductiva, o abductiva. En todo caso, la
argumentación interpretativa sirve para convencer a los otros miembros de la
comunidad o tradición hermenéutica acerca de la interpretación que se ha hecho.

Y tiene que hacerse el hábito de la buena interpretación, ir adquiriendo con el estudio y


con la práctica esa virtud, y sobre todo teniendo buenos modelos o paradigmas de
intérpretes. No para quedarse allí. Eso únicamente le dará la incoación del hábito.
Tendrá que esforzarse por avanzar en él, inclusive superar a sus maestros, rebasar su
propia tradición.

Además, podemos ver que a la hermenéutica puede acompañarla una ontología o


metafísica. A veces se ha pretendido que la hermenéutica excluye la metafísica. Pero

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más bien excluye la metafísica preotente y unívoca, que es violenta, como la de la
modernidad. Por eso ahora, en el momento de la postmodernidad, no debe olvidarse que
hay distintos tipos de metafísica. Y de este modo se abre una nueva oportunidad para la
ontología o metafísica, a una nueva clase de esta disciplina. Sobre todo, a una ontología
o metafísica analógica.

Y es que, en definitiva, se abre la puerta a un pensar analógico, a una racionalidad


analógica (y no sólo a una hermenéutica analógica), que no caiga en la prepotencia de la
univocidad, del univocismo, ni en el relativismo de la equivocidad, del equivocismo. Es
una racionalidad abierta y a la vez rigurosa, que no se cierra en el único enfoque y en la
única verdad, de modo reduccionista; pero tampoco se abre indefinidamente a cualquier
enfoque y las demasiadas verdades, sino que reconoce un límite para las verdades y los
enfoques, de modo que, pasando ese límite, se da lo falso y lo erróneo. Pero ya se ha
dado cabida al pluralismo, a un pluralismo dialogante, pues la analogía hay que
establecerla mediante el diálogo, en el diálogo de los que están en el camino de su
búsqueda.
Notas
1
Resumo muy apretadamente aquí temas que he abordado en Tratado de
hermenéutica analógica, México: UNAM, 1997. Ver además M. Beuchot,
Hermenéutica, lenguaje e inconsciente, Puebla: Universidad Autónoma de
Puebla, 1989; M. Beuchot - R. Blanco (comps.), Hermenéutica, psicoanálisis y
literatura, México: UNAM, 1990; y M. Beuchot, Hermenéutica,
postmodernidad y analogía, México: Miguel Ángel Porrúa-UIC, 1995. Añado
aquí nuevas elucubraciones sobre la analogía y la iconicidad en la
hermenéutica. Han surgido de un diálogo muy fructífero con mi amigo Ricardo
Blanco.
2
Cf. M. Ferraris, Storia dell’ermeneutica, Milano: Bompiani, 1989 (2a. ed.).
3
Ricoeur ha insistido en esto, y señala el paso del nombre "texto" al escrito, al
diálogo y a la acción significativa.
4
E. Betti, Teoria generale della interpretazione, Milano, 1955.
5
Cf. A. Ortiz-Osés, La nueva filosofía hermenéutica. Hacia una razón
axiológica posmoderna, Barcelona: Anthropos, 1986, p. 71. Cf. también el
mismo, Mundo, hombre y lenguaje crítico. Estudios de filosofía hermenéutica,
Salamanca: Ed. Sígueme, 1976, pp. 121-151.
6
J. L. L. Aranguren, Ética de la felicidad y otros lenguajes, Madrid: Tecnos,
1992 (2a. ed.), p. 22.
7
Cf. Th. A. Sebeok-J. Umiker-Sebeok, " ‘Ya conoce Usted mi método’: una
confrontación entre Charles S. Peirce y Sherlock Holmes", en U. Eco-Th. A.
Sebeok (eds.), El signo de los tres. Dupin, Holmes, Peirce, Barcelona: Ed.
Lumen, 1989, pp. 65-66.

28
8
J. L. L. Aranguren, ibid., p. 25.
9
Schleiermacher llama "arte" a la hermenéutica, pero no habla de ella como
ciencia (F.D.E. Schleiermacher, "The Aphorisms on Hermeneutics from 1805
and 1809/10", en G. L. Ormiston-A. D. Schrift (eds.), The Hermeneutic
Tradition. From Ast to Ricoeur, Albany, N.Y.: State University of New York
Press, 1990, p. 60).
10
Gadamer refiere la sutileza al Renacimiento, y dice que era un aspecto de su
espíritu competitivo (cf. H. G. Gadamer, "Hermenéutica clásica y hermenéutica
filosófica", en el mismo, Verdad y método II, Salamanca: Sígueme, 1992, p.
100). Pero no se da sólo allí. En la Edad Media se dio a Juan Duns Escoto el
apelativo de "Doctor Sutil" (Doctor Subtilis), y esa sutileza consistía en
encontrar siempre una **posibilidad en donde los otros no la veían; ellos sólo
veían dos. Inclusive tenía que ver con la teoría de las distinciones, como su
famosa distinctio formais ex natura rei, intermedia entre la real y la de razón, y
que Ockham cercenó con su famosa navaja, por parecerle que había
demasiadas sutilezas. Pero también tiene que ver con las distinciones en la
interpretación (de la Biblia y de Aristóteles), ya que las distinciones llevan a
una mayor precisión y síntesis.
11
A. Ortiz-Osés, La nueva filosofía hermenéutica, cit., pp. 71-72. Estos
términos aparecen ya en J. J. Rambach, Institutiones hermeneuticae sacrae,
1723 (cf. H. G. Gadamer, "Hermenéutica clásica y hermenéutica filosófica", en
el mismo, Verdad y método II, ed. cit., p. 100), y reaparece en Johann August
Ernesti, Institutio Interpretis Novi Testamenti, Leipzig, 1761. A ellos se refiere
ya Schleiermacher (op. cit., p. 57).
12
Es cierto que algunos, por ejemplo Leo Apostel, ponen a la pragmática como
previa a la sintaxis, ya que la misma imposición de significado a una expresión
es un acto pragmático; pero eso se daría en un orden de producción o de
génesis. En el orden de análisis se estudia primero la dimensión sintáctica, que
es la más independiente, después la dimensión semántica, que depende de la
anterior, y al final la pragmática, que depende de las dos.
13
Las nociones de pertenencia (Zugehörigkeit) y distancia (Verfremdung) son
de Gadamer, las de acercamiento (o aproximación o apropiación) y
distanciamiento son de Ricoeur. Trata sobre ellas J. M. García Prada, "La
producción del sentido en los textos", en Estudios Filosóficos, 42 (1993), pp.
234 ss. Ver también M. Beuchot, "Naturaleza y operaciones de la hermenéutica
según Paul Ricoeur", en Pensamiento (Madrid), 50/196 (1994), pp. 143-152.
14
Umberto Eco la llama intentio operis, distinta de la intentio auctoris y de la
intentio lectoris. Cf. U. Eco, Los límites de la interpretación, Barcelona: Ed.
Lumen, 1992, p. 29.
15
Cf. U. Eco, ibid., pp. 126 y 130.
16
Aun la intencionalidad puede ser de muchas clases. Pero podemos hablar de

29
cuatro principales, atendiendo a su captabilidad. Hay una intencionalidad
consciente y explícita, esto es, que capta tanto el autor como el lector. Hay otra
consciente y tácita, que sólo capta el autor y difícilmente accede a ella el lector.
Otra es inconsciente y explícita, la que se escapa al propio autor, pero el lector
la encuentra con ciertos instrumentos sutiles ad hoc, por ejemplo, aplicando el
psicoanálisis. Y hay otra que es inconsciente y tácita, la que se oculta tanto al
autor como al lector, y permanece escondida, tal vez por siempre. Fue el
psicoanálisis mismo el que habló de intencionalidad inconsciente, a pesar de
que algunas otras corrientes han considerado que la intencionalidad siempre
tiene que ser consciente, esto es, identifican intencionalidad y conciencia.
17
Cf. G. Ryle, "¿Puede enseñarse la virtud?", en R. F. Dearden-P. H. Hirst - R.
S. Peters (eds.), Educación y desarrollo de la razón. Formación del sentido
crítico, Madrid: Narcea, 1982, pp. 411 y 413. También hay que tomar en
cuenta que la virtud tiene un componente de voluntad, además de uno de
conocimiento, como lo hace ver Ph. Foot, Las virtudes y los vicios, y otros
ensayos de filosofía moral, México: UNAM, 1994, p. 21. Ver también E. Sosa,
Conocimiento y virtud intelectual, México: UNAM-FCE, 1992, pp. 285 ss.
18
U. Eco, Los límites de la interpretación, cit., p. 357.
19
B. Russell, "Vagueness", en The Australasian Journal of Psychology and
Philosophy,1 (1923), pp. 84 ss.
20
F. D. E. Schleiermacher, Hermeneutik, ed. de H. Kimmerle, Heidelberg:
Winter, 1959, pp. 86 ss.
21
Cf. F. Flores, "Entre la identidad y la inconmensurabilidad, la diferencia.
Aristóteles y Freud: el caso de la analogía", en Analogía filosófica, 9/2 (1995),
pp. 3-26.
22
Cf. M. Beuchot, "Sobre la analogía y la filosofía actual" en Analogía
Filosófica, 10/1 (1996), pp. 61-76.
23
Cf. H. G. Gadamer, Verdad y método I, Salamanca: Sígueme, 1970, pp. 365
ss.; además, J. Pegueroles, "El ser y la verdad en la hermenéutica de Gadamer",
en Espíritu, vol. 43, n. 109 (1994), pp. 18 ss.
24
Cf. G. Vattimo, "Métaphysique et violence. Questions de méthode", en
Archives de Philosophie, 57 (1994), pp. 57 ss.
25
E. Coreth, Cuestiones fundamentales de hermenéutica, Barcelona: Herder,
1972, p. 215.
26
Ibid., p. 216.
27
Ibid., p. 217.

30
28
Ibid., p. 225.
29
Cf. P. Ricoeur, "Expliquer et comprendre", en el mismo, Du texte à l’action.
Essais d’herméneutique II, Paris: Eds. du Seuil, 1986, pp. 161-182.
30
Cf. M. Beuchot, Tratado de hermenéutica analógica, México: Facultad de
Filosofía y Letras de la UNAM, 1997.
31
Cf. la exposición que del icono en Peirce hace Th. Sebeok, Signos. Una
introducción a la semiótica, Barcelona: Paidós, 1996, p. 44.
32
A conectar la iconicidad con la analogía me ayuda Sebastià Serrano, en su
libro Signos, lengua y cultura, Barcelona: Anagrama, 1981, pp. 68 ss.; pero no
se ve que él conecte la iconicidad con la metaforicidad; sólo lo hace con la
imagen y con el diagrama; y, en cambio, a mí me interesa sobremanera
conectar el icono con la metáfora.
33
Cf. P. Ricoeur, "Metaphor and the Central Problem of Hermeneutics", en J.
B. Thompson (ed.), P. Ricoeur. Hermeneutics and the Human Sciences,
Cambridge-Paris: Cambridge University Press-Editions de la Maison des
Sciences de l’Homme, 1982 (repr.), pp. 165-181.
34
Cf. E. Trías, La aventura filosófica, Madrid: Mondadori, 1988, pp. 37-55; cf.
el mismo, "Metonimia y modernidad (réplica a Mauricio Beuchot)", en J. R.
Sanabria-M. Beuchot (comps.), Algunas perspectivas de la filosofía actual en
México, México: UIA, 1997, pp. 289-291.
35
Cf. P. Ricoeur, "Estructura, palabra, acontecimiento", en Varios Autores,
Estructuralismo y lingüística, Nueva Visión, Buenos Aires, 1971; el mismo,
Teoría de la interpretación, México: Siglo XXI-UIA, 1995, pp. 22 ss.
36
Cf. M. Merleau-Ponty, Le visible et l’invisible, Paris: Gallimard, 1968, p.
319.
37
He tratado de hacer esto con más detalle en M. Beuchot, Posmodernidad,
hermenéutica y analogía, México: Universidad Intercontinental-Miguel Ángel
Porrúa, 1996.
38
Cf. M. Beuchot, "La teoría de la argumentación en Aristóteles", en C. Pereda
- I. Cabrera (eds.), Argumentación y filosofía, México: UAM, 1986, pp. 31-41.
39
Wilbur Marshall Urban reconoce la relación de la existencia con el valor,
aunque defiende que los valores no son entes, sino fines. No presuponen
objetos, sino que son objetivos. Con ello acepta que son aspectos del ente,
pertenecientes a la teleología o finalidad. Cf. W. M. Urban, Valor y existencia,
Madrid: Universidad Complutense, 1995, p. 34.
39
Cf. G. Vattimo, Ética de la interpretación, Barcelona: Paidós, 1991, pp. 205

31
ss.
40
Cf. G. Vattimo, Oltre l’interpretazione. Il significato del l’ermeneutica per
la filosofia, Roma-Bari: Laterza, 1994; y el mismo, Credere di credere,
Milano: Garzanti, 1996. En ambos textos sostiene Vattimo que si la
modernidad con sus metarrelatos cerró la posibilidad de la religiosidad, la
posmodernidad no puede hacerlo. Y ello por virtud de su carácter
marcadamente hermenéutico.
41
Cf. M. Beuchot, "Hermenéutica de la muerte y opción ética en Heidegger",
en Revista de Filosofía (UIA), 19 (1986), pp. 211-223.
42
Por ejemplo en Ramón Kuri; véase su libro, Metafísica medieval y mundo
moderno. Retorno a la metafísica del ser, Puebla: Universidad Autónoma de
Puebla - Universidad Autónoma de Nuevo León - Universidad Autónoma de
Zacatecas, 1996.
43
Cf. J. Peña Vial, Levinas: el olvido del otro, Santiago de Chile: Universidad
de los Andes, 1996, pp. 59 ss.; M. Luis Costa, "Fenomenología y corporalidad
en la ética de Emmanuel Lévinas: lectura de De l’éxistence à l’existant", en
Analogía Filosófica, 11/1 (1997), pp. 19-43.
 
Resumen del texto publicado originalmente en: Mauricio Beuchot. Tratado de
hermenéutica analógica, México: UNAM, 1997. Esta edición digital, 20 de
noviembre de 2000

José Luis Gómez-Martínez

"El discurso antrópico y su hermenéutica"

La obra literaria se realiza en la


comunicación antrópica, aun cuando el
péndulo de la crítica académica haya
pasado en las últimas décadas del
énfasis en un sentido depositario de la
misma a la negación de la posibilidad
de un significar transcendente.

1. El discurso antrópico y su hermenéutica.

El lenguaje del escritor, como el de cualquier artista, surge siempre en tensión


en el seno de una lengua; es decir, de una estructura externa convencional de
signos que lo aprisiona, que en cierto modo lo determina, pero a la que también
supera y modifica por el solo hecho de contextualizar en ella una práctica
creadora. Todo acto de escribir supone, además, un proceso de codificación de
un pensamiento: se trata de expresar, exteriorizar, pronunciar una idea a través

32
de un sistema externo de signos, aun cuando convencional y por ello dinámico,
es decir, en constante transformación. Pero sucede que dichos signos, en sí
mismos, a su vez, son incapaces de significar en el sentido de la estructura que
los hace posibles, cuando ésta se enjuicia desde un centro —sistema de
codificación— externo a ella. La exterioridad fuerza, resalta, coloca el énfasis
en la diferencia que crea el nuevo procedimiento codificador. Como la
"diferencia" no satisface nuestro deseo de significar, de atrapar —desde el
discurso de la modernidad— lo que suponemos sentido unívoco de la idea,
posponemos su pronunciación, pero con ello sólo iniciamos un proceso
(teóricamente indefinido) de diferir el acto de significar en una cadena
interminable. Tal es la deconstrucción posmoderna del discurso narrativo de la
modernidad: Cada significante, se dice, parece ser a la vez significado de otro
significante en una sucesión repetitiva/circular que se convierte en un fin en sí
misma y que nos impide/pospone el llegar al significante original, con lo que la
búsqueda se convierte en un juego intelectual, eso sí, dialógico, pero que se
niega a sí mismo valor cognoscitivo. Nuestra experiencia, sin embargo,
atestigua la existencia del diálogo y, por tanto, la posibilidad de significar en
un discurso antrópico.

La falacia del discurso posmoderno se encuentra en la pérdida del referente


humano que lleva implícito, en el no querer reconocer la inherente
antropocidad de todo discurso axiológico. A fuerza de diferir y diferenciar en
un progresivo intento de precisión, pero siempre a través de un centro
gobernante prefijado e inmóvil, se vela el objeto de la búsqueda. El proceso es,
en verdad, ilimitado en el sentido del discurso de la modernidad que repudia su
propia contextualización —en cuanto a la limitación espacio/temporal que ello
implica—, pero no lo es porque no llegue a alcanzar el primer "significante",
resabio metafísico que atrapa al discurso de la modernidad, sino porque el
referente humano, en lugar de ser un algo hecho, es un estar siendo. Con esto
queremos simplemente aplicar una dosis de "realidad" a la abstracción racional
de la modernidad y a la perplejidad del discurso posmoderno: en nuestra
experiencia cotidiana no hablamos de "Pedro I" para referirnos a Pedro cuando
tenía cinco años y de "Pedro II", cuando tenía diez; Pedro no es una
acumulación de planos yuxtapuestos, cada uno significando un momento en su
vida, sino que lo es en su transformación, en su devenir. La característica
radical que lo identifica es la de movimiento. Su comprensión del mundo es,
igualmente, una compresión dinámica, nunca repetida ni repetible. Pero este es
el concepto que vamos a ir desarrollando en las páginas que siguen. El ser
humano, pues, no puede definirse —en el sentido de una perfectividad, de una
estructura unívoca—-- precisamente por ser un siendo. Este "definirse", que
buscaba el discurso de la modernidad y que se problematiza en la transición
posmoderna, requería un observarse fuera de sí mismo y por tanto dejar de ser.
El estar siendo es lo que causa en el proceso deconstructivo posmoderno la
serie indefinida de significantes/significados que, por supuesto, dentro del
discurso axiológico de la modernidad se prolongará tanto como el ser humano
mismo.

El significante original, el primario, el raíz, del cual derivan todos los demás,
en la complejidad significante/significado, es lo humano, cuya esencialidad, de

33
la cual todos participamos y que fundamenta la posibilidad dialógica, al mismo
tiempo que así se reafirma, se pospone en la propia dinamicidad de su
antropismo. Es decir, se reafirma en cuanto a su implicación como posibilidad
de significado en un sentido antrópico y se difiere en cuanto a la imposibilidad
de una definición externa a ella misma, de poder quedar enmarcado en una
estructura con un centro dominante prefijado e inmóvil que significaría su
perfectividad, o sea, la paradoja de verse hecho desde un estar siendo. Durante
siglos hemos estado atrapados en la prisión de la razón y el proceso de
liberación, en la reflexión teórica, se nos presenta arduo. Hemos convivido con
la ilusión de poseer la verdad en el sentido universal y atemporal que nos
imponía la modernidad; y hemos construido un mundo de "racionalidad"
independiente e indiferente de nuestra realidad humana. La revolución en las
comunicaciones, la apertura de la "otredad" en nuestro ineludible proceso de
globalización, nos conduce en el último tercio del siglo XX a la perplejidad
posmoderna: la modernidad, el mundo creado por la razón nos parece ahora
insuficiente, pero anclados todavía en él nos sentimos incapaces de superarlo.
El dualismo explícito entre el mundo "externo" (creación de la razón),
considerado como "objetivo", o sea transcendente, y el mundo "interno" (el
devenir humano), considerado como "subjetivo", o sea pertinente únicamente
al individuo, resulta hoy día postizo. La modernidad se nos queda, pues,
pequeña, pero buscamos una substitución desde los mismos presupuestos que
la hacen insuficiente. Hemos perdido el referente originario y se hace
imperativo recuperarlo para encontrar en él una nueva pauta de conocimiento:
la posibilidad de diálogo. Y si la ambición racional se encuentra ligada a esta
pérdida, es tiempo entonces, como propone Cassirer, de problematizar la
definición del ser humano como animal rationale, y considerarle, ante todo, un
animal symbolicum (1). En cualquier caso hablamos de un diálogo entre seres
humanos, de un algo anterior al símbolo y que como tal lo condiciona en su
forma más íntima. Podemos ejemplificar lo que aquí queremos implicar, y que
desarrollaremos más adelante, con el dicho coloquial que considera los ojos
"reflejo del alma": una mirada de alegría, tristeza, angustia, o un grito de
pánico, son expresiones anteriores a toda contextualización cultural;
"simbolizan" estados humanos de un referente raíz —de su universalidad en el
discurso humano—, de la posibilidad de la comunicación que el discurso
posmoderno se empeña en negarnos.

Implicamos, por tanto, al ser humano como referente original y necesario; y


con ello problematizamos la negatividad del pensamiento posmoderno y
hacemos posible un discurso cognoscitivo, esta vez en una dimensión
antrópica, que supera el diálogo depositario de la modernidad (2), pues
establece su legitimidad en la transformación, o sea, en un referente interno y
dinámico, aunque eso sí, siempre constreñido por la ineludible
contextualización de todo discurso. Afirmamos, pues, como desarrollamos más
adelante, *** la esencialidad de la narratividad como
interiorización/exteriorización del tiempo antrópico. Es decir, la
complejidad significado/significante deja de ser un fin en sí misma para
convertirse en un método problematizador que fecunda el diálogo al nivel
antrópico. En nuestra condición de seres humanos todos participamos, pues, de
ese primer referente, en el sentido de una contextualización matriz que

34
posibilita la codificación de un discurso que a su vez nos confiere acceso a una
primera dimensión en el acto de significar.

Pero antes de continuar, parece conveniente hacer un paréntesis en el desarrollo


que venimos siguiendo, y adelantar aquí —aunque de modo esquemático— lo
que entendemos por discurso de la modernidad y de la posmodernidad, y lo que
proponemos con discurso antrópico:

A. Discurso de la modernidad: mi centro como universal.


La modernidad se ordena a través de un centro incuestionable,
que se erige en paradigma de todo acto de significar y que se
proyecta en imposición logocentrista: la verdad transciende su
contexto y se presenta como algo transferible. Se puede así
hablar de "proponer la verdad", como señala Feijoo en su
Teatro crítico universal, para añadir: "Doy el nombre de errores
a todas las opiniones que contradigo". El error y la verdad en el
discurso de la modernidad son algo tangibles e independientes
del sujeto conocedor, o sea indiferente a su contextualización:
la modernidad impone significado.
B. Discurso de la posmodernidad: deconstrucción de todo centro
—mientras se busca el centro transcendente— con lo que se
difiere su definición.
La posmodernidad es la duda de la modernidad, es la
perplejidad ante el descubrimiento de lo fatuo y quimérico de
suponer la existencia de un centro cultural unívoco que se
proyecte como referente de toda significación, pero se hace sin
problematizar el concepto mismo de "centro". O sea, el blanco
del proceso es la estructura, la narratividad del discurso de la
modernidad, que ahora, sin el apoyo del centro transcendente
que en un principio la hizo posible, se convierte en fácil blanco
de una implacable crítica deconstruccionista proyectada en una
orgía destructiva: la posmodernidad difiere el acto de significar,
al anhelar y negar a la vez la posibilidad de un significar
transcendente.
C. Discurso antrópico: definición en la transformación
La antropocidad implica una abstracción del concepto de
"centro cultural" que aporta la modernidad (de todo centro que
se proyecte como transcendente), para colocar en primer plano
la "estructura" misma. El centro antrópico es un centro
dinámico, móvil, un centro sujeto a la continua transformación
propia de todo discurso axiológico. Es un centro que sólo se
concibe en el proceso dinámico de su contextualización y como
núcleo de constante re-codificación de dicha contextualización.
Aunque más adelante desarrollamos estos conceptos, podemos
anotar aquí un ejemplo que sitúe a los tres en perspectiva.
Consideremos el lugar de la "otredad" en las tres etapas: 1.
Desde el discurso de la modernidad la "otredad" era juzgada
desde mi contextualización y en función a mi contextualización:
no se considera la existencia de un discurso de la "otredad". 2.

35
La deconstrucción posmoderna reconoce el derecho de la
"otredad" a su propio discurso, pero no cuenta con él: ambos
discursos se erigen como independientes. 3. En el discurso
antrópico, la "otredad" pasa a ser un punto más en la
contextualización de mi discurso y, como tal, esencial en el
momento de pronunciarme: el discurso antrópico asume la
"otredad" como paso previo al acto de significar.

Coloquemos ahora estas afirmaciones en perspectiva a través de un doble


desarrollo: en la primera parte, mediante una reflexión sobre la estructura de la
modernidad que nos permita superar la fase negativa de la reacción
deconstructiva de la posmodernidad; en la segunda parte trataremos de
fundamentar una nueva aproximación al texto literario de acuerdo con una
estructura dinámica previamente establecida y que corresponda a la ineludible
antropocidad del discurso axiológico que surge del derrumbe de las estructuras
de la modernidad.

1. Hacia un discurso antrópico

La problematización (deconstrucción) de la modernidad, que ha caracterizado hasta


ahora al discurso posmoderno (discurso de transición) siempre se ha hecho desde la
pretensión de un "centro" inmóvil (transcendente a su propia contextualización), ya sea
interno o externo a la estructura que problematiza o deconstruye, aun cuando fueran
precisamente las implicaciones de dicho centro el origen del cuestionar. Tal es el caso
del discurso inicial de Derrida y tal es la razón de sus limitaciones: deconstruye la
modernidad, pero lo hace desde la misma modernidad. Es decir, desde una estructura
considerada también estática (busca igualmente significar en un sentido perfectivo: un
significar válido en sí mismo), aun cuando su peculiaridad sea la de fundamentarse en
un centro externo a la estructura que deconstruye; ello le permite resaltar lo
convencional, lo efímero, de cualquier discurso axiológico, a la vez que persiste en la
validez, en la universalidad, de su propio discurso, ya que su cuestionamiento no afecta
al centro mismo que lo sostiene.

Pero antes de proceder con nuestro desarrollo, se hace necesario deslindar dos términos
que venimos usando y que la crítica hispánica actual utiliza impropiamente como
sinónimos; parte de la intención de estas consideraciones teóricas es, justamente, la de
amojonar nuestro camino reflexivo con una terminología más puntual. Me refiero ahora
a los términos "deconstrucción" y "problematización"; el primero nos llega del inglés
aun cuando lo generalizara Derrida, el segundo proviene del pensamiento
iberoamericano de la liberación. El proceso deconstructivo asume un centro inmóvil,
semejante al de la modernidad, pero externo a la estructura que "deconstruye". La
"problematización" sugiere un cuestionamiento reflexivo interno a la estructura, pero
considerada ésta como contextualización convencional y por lo tanto dinámica. La
"deconstrucción" es proyección de un logocentrismo "excéntrico", como dijimos, a la

36
estructura que "deconstruye" y, por ello, pospone el acto de significar. La
"problematización" parte de un antropismo filosófico que libera el acto de significar del
constreñimiento que imponía la rigidez estática del discurso de la modernidad;
*significar es, en el discurso antrópico, un acto de contextualizar en la dinamicidad de
un estar siendo, de una constante re-codificación.

La modernidad, pues, como hemos señalado ya, se ordena a través de un centro


incuestionable, que se erige en paradigma de todo acto de significar y que se proyecta
en imposición logocentrista: la verdad transciende su contexto y se presenta como algo
transferible. Se prescinde, por tanto, al dar cuenta de la realidad de la inevitable
condificación convencional y dinámica del discurso antrópico, y se puede así hablar de
"proponer la verdad", como señala Feijoo en su Teatro crítico universal, para añadir
luego: "Doy el nombre de errores a todas las opiniones que contradigo" (101-102).(3)
El error y la verdad en el discurso de la modernidad son algo tangibles e independientes
del sujeto conocedor, o sea, indiferente a su contextualización. Tal es la posición
logocéntrica de Feijoo, por ejemplo, y su ensayo "El no sé qué", un modelo claro y
explícito del funcionar de dicho discurso. El método cartesiano —el análisis de "el qué
de los objetos simples, y el por qué de simples y compuestos"— proporciona a Feijoo la
vía inquisitiva en el proceso de apartar una a una las capas de "ignorancia" que
mantienen velada la "verdad", para luego afirmar categóricamente su presencia
autónoma en el discurso de la modernidad: "Si yo oyese esa misma voz, te diría a punto
fijo en qué está esa gracia que tú llamas oculta" (384).

La posmodernidad, como señalamos ya, es la duda de la modernidad, es la perplejidad


ante el descubrimiento de lo fatuo y quimérico de suponer la existencia de un centro
unívoco que se proyecte como referente de toda significación; es decir, como modelo de
significación. Se inicia así, es cierto, una problematización antrópica del centro, pero en
la proyección posmoderna se da énfasis únicamente a la deconstrucción de los
pretendidos códigos de significación, sin referencia al concepto mismo de "centro" que
los determina; o sea, el blanco del proceso es la estructura, la narratividad del discurso
de la modernidad, que ahora, sin el apoyo del centro transcendente que en un principio
la hizo posible, se convierte en fácil blanco de una implacable crítica deconstruccionista
proyectada en una orgía destructiva. En casos extremos, esta "posmodernidad" se
convierte en un juego confuso de nuevos términos para referirse únicamente a la forma
como una generación reacciona ante el legado de la anterior. Así se expresa Lyotard:
"Una obra sólo llega a ser moderna si es primero posmoderna. Comprendida de este
modo, la posmodernidad no implica el fin de la modernidad sino su inicio, y esta
relación es constante" (4).

Lo más frecuente, sin embargo, es que se confundan los términos de modernidad y


posmodernidad en la perplejidad que sentimos ante las transformaciones radicales que
en nuestros días se aceleran a través de los medios electrónicos de información: la
globalización confronta el pensamiento de la modernidad con la omnipresencia de la
"otredad". Así, cuando nos habla Octavio Paz, empeñado él mismo en una
deconstrucción personal de la modernidad, de que "el tiempo comenzó a fracturarse más
y más" (5), se refiere con ello a la rapidez con que en la actualidad se construyen y
deconstruyen las estructuras de la modernidad que todavía fundamentan nuestras
instituciones sociales. La acción deconstructiva de la modernidad produce, en efecto,
esa ilusoria impresión de una "fracturación del tiempo", sin que se repare en la
contradicción que los mismos términos implican. Por lo demás, el desconcierto a que

37
hace referencia Octavio Paz es bien real: "Por primera vez en la historia los hombres
viven en una suerte de intemperie espiritual y no, como antes, a la sombra de esos
sistemas religiosos y políticos que, simultáneamente, nos oprimían y nos consolaban.
Las sociedades son históricas, pero todas han vivido guiadas e inspiradas por un
conjunto de creencias e ideas metahistóricas" (10). Lo que Paz califica de creencias
"metahistóricas" son las estructuras de la modernidad que todavía nos gobiernan. La
problemática actual es que el centro que las justifica, antes íntimamente unido a los
lentos y en cierto modo predecibles esquemas generacionales, es ahora inestable; o sea,
parecen surgir incesantemente centros —procesos de codificación— que originan
nuevas estructuras desde las que se deconstruyen las reglas prevalecientes de los
anteriores. Anclado en la modernidad, Paz duda ahora incluso de su realidad: "¿Qué es
la modernidad? Ante todo, es un término equívoco: hay tantas modernidades como
sociedades [es decir, tantas estructuras regidas por centros estáticos diferentes como
sociedades]. Cada una tiene la suya. Su significado es incierto y arbitrario" (7). Y afirma
más adelante: "En los últimos años se ha pretendido exorcisarla y se habla mucho de
‘postmodernidad’. ¿Pero qué es la postmodernidad sino una modernidad aún más
moderna?" (7). Pero el proceso deconstructivo con que se cuestiona la modernidad no es
caprichoso. Aunque no desarrollaremos este aspecto hasta más adelante, conviene ya
anotar desde ahora, que el fenómeno actual proviene de una aceleración del proceso de
contextualización que nos presenta en movimiento lo antes percibido como estático.
Todo intento de comunicación supuso siempre una contextualización en estructuras
convencionales. Hoy se acelera la transformación de dichas estructuras de tal modo que,
anclados todavía en la comunicación depositaria de la modernidad, "metahistórica" diría
Paz, nos encontramos desconcertados en cuanto a los códigos que debemos aplicar en
nuestra comunicación. Las estructuras de la modernidad fueron eficaces cuando todavía
se podían asimilar las inevitables transformaciones y por lo tanto se partía de un
consenso general en el código que determinaba todo proceso de contextualización. En la
actualidad se impone la dimensión antrópica que antes parecía inconsecuente. La
decodificación se desplaza de un centro inmóvil a uno dinámico: la antropocidad de
todo discurso se traslada a un primer plano.

Antes de continuar con el hilo de estas reflexiones, detengámonos por un momento para
considerar la preocupación que exterioriza Octavio Paz. Nos habla de que "el tiempo
comenzó a fracturarse más y más". Paz, por supuesto, se refiere a que las "narrativas"
que caracterizan a la modernidad permanecen en vigor durante periodos de tiempo cada
vez menores; le parece como si las reglas del juego cambiaran antes de haber sido
asimiladas. Nota que las narrativas portadoras de la "verdad" se desplazan unas a otras
con tal rapidez, que nos causa una sensación de orfandad porque se nos escamotean los
paradigmas con los que antes juzgábamos la "verdad" de nuestra realidad. Lo que
sucede, como desarrollaremos más adelante, es que **los conceptos de tiempo y de
narratividad han experimentado una ruptura radical, pues no dependen ya de los
tradicionales procesos de codificación: se conceptúan ahora desde una nueva dimensión
que supera, a la vez que asume, la dualidad cartesiana. Hablamos hoy de un tiempo
antrópico, cuya esencialidad es la intimidad de un sentirse siendo (o la conciencia de un
saberse siendo); y que se articula bien a través de la estructura convencional, simple y
objetivadora de un tiempo lineal, bien mediante la complejidad de un intento mimético,
a través de un controvertido tiempo histórico. Pero antes de proceder al desarrollo de
estos conceptos, conviene explorar con más detenimiento lo que implica la modernidad
y la deconstrucción pos-moderna.

38
La popularidad del discurso deconstructivo en el que está ahora embarcada nuestra
sociedad —la crítica literaria es apenas una manifestación académica— se asienta,
precisamente, en que por primera vez se le entrega al individuo una herramienta que le
permite sentirse superior en la negatividad implícita en toda aproximación
deconstructiva. Me explicaré. En el momento presente de globalización de las
estructuras sociales, políticas, económicas, educativas, etc., de instantáneo acceso a los
sucesos globales, se diluye hasta desaparecer la ilusión de significar desde un centro
unívoco. Es decir, antes de haber tenido tiempo de problematizar la modernidad en su
totalidad, o sea, en cuanto un discurso, en cuanto una estructura que se proyecta como
independiente de su antropocidad y que erige su logocentrismo como referente de toda
conceptualización de la realidad, se destruye el centro como punto de referencia
unívoco, para luego entrar a saco con la estructura misma. Destruir el "centro" no
significa, en esta primera etapa deconstructiva, liberarse de él en cuanto a su imposición
logocentrista. Al contrario, en lugar de problematizar la "estructura" por ignorar su
antropocidad, por pretender que su realidad sea independiente de una contextualización
en esquemas convencionales, se la critica, se cuestiona su validez, pero se hace a través
de un centro de codificación externo a ella (así el caso de Lyotard en la cita anterior).
Por supuesto, la exterioridad del centro no se debe a una superación de la
conceptualización estática de la modernidad; en la faceta del proceso deconstructivo se
trata de nuevo de una posición logocentrista, pues su discurso pretende otra vez
significar desde un centro dominante a la vez que indiferente e independiente de su
propia narratividad; o sea, desde el nuevo centro se deconstruye todo aquello que cae
fuera de su ámbito de dominio. Se trata, naturalmente, de una maniobra paradójica
mediante la cual se niega la posibilidad de proyectar significado al mismo tiempo que se
reafirma el acto mismo de significar, aun cuando sea en su dimensión negativa de
rechazar su propia contingencia.

Entre los escritores que más han influido en la problematización de la modernidad en las
letras occidentales, destaca Jorge Luis Borges (6). Su obra puede servirnos también a
nosotros para ejemplificar los límites de la pos-modernidad: la deconstrucción de la
modernidad desde la misma modernidad. He escogido entre los escritos de Borges la
reflexión que desarrolla en "La Biblioteca de Babel" (1941), donde se expone con
extraordinaria intuición y claridad lo que en la década de los sesenta se empezaría a
conocer como pensamiento posmodernista. El pensamiento de la modernidad se
equipara aquí con la búsqueda del Libro o, como aclara Borges, "acaso del catálogo de
catálogos" (7). La razón se presenta así como capaz de conquistar la ignorancia, de
acceder al "catálogo de catálogos" en proyección transcendente. De ahí que, nos dice
Borges, "cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera
impresión fue de extravagante felicidad. Todos los hombres se sintieron señores de un
tesoro intacto y secreto" (90). "También se esperó entonces la aclaración de los
misterios básicos de la humanidad" (91). Pronto, sin embargo, continúa Borges, "a la
desaforada esperanza, sucedió, como es natural, una depresión excesiva. La certidumbre
de que algún anaquel, en algún hexágono encerraba libros preciosos y de que esos libros
preciosos eran inaccesibles, pareció intolerable" (91). Se empezó a dudar de la
existencia de "un libro que sea la cifra y el compendio perfecto de todos los demás"
(92). Este proceso de deconstrucción lleva a considerar la aplicación de los signos, de
los símbolos, como casual, y en situación extrema, a afirmar que "los libros nada
significan entre sí" (86), que "hablar es incurrir en tautologías" (94). Se llega así al
epítome de la posmodernidad, a creer que en realidad se trata de una "Biblioteca febril,
cuyos azarosos volúmenes corren el incesante albur en cambiarse en otros y que todo lo

39
afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira" (93). Borges, inserto
él mismo en la modernidad que deconstruye, siente la perplejidad que provocan sus
propias reflexiones, por lo que sus palabras finales establecen también el paradigma
desde el cual se construye el discurso de la posmodernidad (el pos se construye desde la
modernidad que pretende "dejar atrás", pero que sin ella no tiene sentido). La solución
de Borges es paradójica; cierra un círculo cuyo final es as su vez imprescindible
comienzo. Anclado en la modernidad se ve forzado a diferir el acto de significar: "Yo
me atrevo a insinuar esta solución del antiguo problema: La Biblioteca es ilimitada y
periódica. Si un eterno viajero la atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo
de los siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden (que, repetido,
sería un orden: el Orden). Mi soledad se alegra con esa elegante esperanza" (95). Esta es
la aporía del pensamiento de la posmodernidad. Se busca significar en el sentido de la
modernidad: pronunciar el "Orden" con el cual Borges detiene su reflexión.

El resultado de este proceso deconstructivo, quizás necesario como primer paso para
lograr una toma de conciencia de la artificiosidad del discurso de la modernidad, será
siempre en sí mismo confuso, negativo, mientras no se dé un paso más. Lo fundamental
del discurso de la modernidad, lo que la posmodernidad pone en entredicho, no es la
estructura del discurso, pues, como hemos ya señalado, todo intento de comunicación
supone una contextualización en estructuras convencionales, lo que ahora se rechaza es
la imposición logocentrista de la modernidad. Es preciso liberarse de ese centro estático
que basa su postura regidora de significado en la pretensión de transcender toda
contextualización, y es necesario problematizar su existencia para comprender lo que en
verdad significa el nuevo pensar, el antropismo que comienza a definir el discurso de la
humanidad. Hagamos uso de una analogía para establecer así un primer punto de apoyo
que nos facilite avanzar en nuestro desarrollo. En una primera aproximación podríamos
decir que la duda posmoderna, su insistencia deconstructiva, proyecta hacia un discurso
antrópico que problematiza y supera el discurso de la modernidad en el mismo sentido
que el discurso científico de Einstein problematiza y supera el discurso científico de
Galileo y Newton. Pero recordemos que lo fundamental de la teoría de la relatividad no
es el haber anulado un centro, ni siquiera el haberlo desplazado, sino el haberlo
trasladado a una nueva dimensión: de una exterioridad estática a una interioridad
dinámica. Algo semejante es lo que se pretende al reconocer la antropocidad de todo
discurso. No se trata, pues, de desplazar el centro: hacerlo personal y negar así la
posibilidad de un discurso axiológico del estar; no se trata tampoco de anular el centro:
hacer del intento de significar un ejercicio lúdico, camino a que conduce la
institucionalización del proceso deconstructivo de la duda que implica la
posmodernidad. Se trata, justamente, de trasladar el centro a una dimensión antrópica,
que haga posible **forjar una nueva narrativa dependiente ahora de una
interioridad dinámica.

Si oponemos, pues, el concepto de la antropocidad al de la modernidad es porque con


ello implicamos algo diferente, que en términos de la analogía anterior podemos por
ahora expresar como el paso a una nueva "dimensión". Y con el término "nueva-
dimensión" queremos señalar, en efecto, que el centro que fundamenta el nuevo
discurso es de un signo radicalmente diferente al que caracterizó el discurso de la
modernidad. En todo caso, hablamos desde el comienzo de un "centro", pues el discurso
antrópico, como cualquier otro discurso, que por ello mismo implica ya una
contextualización en una estructura convencional, posee un centro que lo fundamenta; y
es precisamente a través de la comprehensión del antropismo de dicho centro como

40
llegaremos a formular su discurso. Conviene recordar, aun cuando lo venimos
señalando desde el comienzo, que con el término* "centro" hacemos referencia al
"código" o procesos de codificación que fundamentan las estructuras que hacen posible
todo discurso. Veamos en esbozado —lo desarrollamos más adelante— la diferencia
que implicamos cuando hablamos de un centro (proceso de codificación) en el discurso
de la modernidad, de la posmodernidad y del discurso antrópico. Por ejemplo, el centro
de la lengua española, en el discurso de la modernidad, es aquel que se fija en la
Gramática de la lengua castellana que publica la Real Academia Española. Allí se
detallan las reglas que fijan la estructura del español. Todo departir se considerará error
o forma dialectal. La posmodernidad descubre lo quimérico de pretender fijar el idioma
español y apunta a que tanto Nebrija con su Gramática de la lengua castellana, como
en el primer diccionario de la Real Academia en el siglo XVIII, buscaron igualmente
fijar el idioma español, y ambos casos difieren notablemente de las gramáticas actuales.
Si en la modernidad se pronunciaba en cada caso la estructura del idioma español con
sentido transcendente (indiferente a su localización en el espacio y en el tiempo), el
discurso de la posmodernidad busca igualmente esa gramática que pueda incluir todas
las gramáticas, por lo que difiere en acto de pronunciarse. En el discurso antrópico
hablamos de un **centro contextualizado; es decir, de un centro (código) que sólo lo
es en el tiempo y en el espacio, tanto individual como social. Lo es individual en
cuanto lo es en mí y en un estado de permanente transformación; lo es social en cuanto
proceso de codificación convencional, igualmente en constante transformación, pero
externo a la intimidad de mi código personal. El código personal se encuentra en
constante forcejeo con el código social, lo transgrede a la vez que se encuentra limitado
por él; pero la codificación social, en cualesquiera de sus formas deja de ser paradigma
de lo "correcto" para reconocerse de nuevo en su razón de ser: *estructura convencional
creada para facilitar, posibilitar la comunicación. No tiene sentido ahora, pues, hablar de
error, ni es necesario posponer el acto de significar. Deja de ser pertinente hablar de que
la modalidad lingüística de una persona o de un grupo esté en error (discurso de la
modernidad), ni que la plétora de diferencias individuales o regionales nos impida
establecer "el código" del idioma español (discurso de la posmodernidad). Desde un
discurso antrópico se reconoce la legitimidad de lo individual y de lo regional; también
se parte de que el objetivo del idioma es facilitar la comunicación entre la multitud de
individuos (o de comunidades). El código externo (en cuanto a un individuo o
comunidad particular), se asienta de nuevo en su realidad convencional en constante
transformación; se trata de un centro móvil que se define precisamente en la
transformación de su constante presente. La Gramática de Nebrija representa, en este
sentido la exteriorización social del código de la lengua española en un presente de
1492.

Antes de avanzar más en el desarrollo de estas reflexiones conviene puntualizar dos


términos de uso frecuente en la crítica actual, pero que sin un análisis más preciso
corren el peligro de hacerse inoperantes. Me refiero al uso de los adjetivos "interior" y
"exterior" cuando hablamos de un centro. Es obvio que en una primera aproximación, el
concepto de centro es sinónimo de punto interior equidistante. En este sentido todo
centro es forzosamente interior. Cuando hablamos de un centro externo a una estructura,
hacemos uso de un proceso elíptico mediante el cual se da por sobreentendido que se
trata del centro de una estructura que no corresponde a la primera, pero desde la cual
ésta es juzgada. Precisados de este modo, ambos términos han sido usados para hacer
referencia al discurso de la modernidad y para proyectar la duda deconstruccionista de
la posmodernidad. Este primer nivel de conceptuación es, sin embargo, insuficiente,

41
pues con ello se hace referencia tanto al centro que una vez constituido reniega de su
origen en la contextualización de un discurso axiológico del estar, como a aquel otro
centro que se reconoce en su dimensión antrópica. En el primer caso, el del (1) centro
que se comporta como si hubiera trascendido su ineludible contextualización en un
discurso axiológico del estar, podríamos hablar con propiedad de un "centro externo",
en cuanto se impone como independiente de toda *narratividad. Tal es el fundamento
y a la vez prisión metafísica de la modernidad, que hoy se pone en entredicho en este
proceso de transición que denominamos posmodernidad. En el segundo caso, (2) el del
centro que se constituye en su dimensión antrópica, es un centro dinámico que se
reconoce como tal únicamente en el discurso axiológico del ser, aun cuando éste sólo
pueda formularse en el contexto de un discurso axiológico del estar. Este centro de
carácter antrópico, que podríamos denominar "interno", funciona de un modo
diametralmente opuesto al de la modernidad: El centro del discurso de la modernidad es
un centro dominante que establece el paradigma que hace posible una verdad
transcendental: no ofrece lazos de reflexión, sino proyecta una verdad depositaria. **El
centro del discurso antrópico es un centro reflexivo, que se reconoce en su
dinamicidad; o sea, es un centro dialógico que proviene y a la vez posibilita la
contextualización necesaria en todo acto de comunicación; pero como centro rige
únicamente en el devenir del discurso axiológico del ser. Basten estas reflexiones para
establecer una primera precisión de estos conceptos que iremos desarrollando en las
páginas que siguen.

El mismo discurso de la modernidad, que se caracteriza en un principio por el discurso


de la razón teórica y que después encuentra apoyo en la razón científica, no se ha
mantenido inmutable. Ha sido, muy al contrario, un proceso dinámico en cuanto a
problematizador de su propia realidad, así la razón vital orteguiana, que al llegar en
nuestros días a sus últimas consecuencias, permite ahora la radicalización de su mismo
cuestionar. Y es precisamente a través de esta radicalización del cuestionar cómo el
discurso de la modernidad se libera a sí mismo, al asumir su realidad antrópica.

Pero antes de considerar el proceso de dicha problematización, regresemos de nuevo a


nuestra posición fundamental que consiste en conceptuar el discurso de la modernidad
como una estructura que consigue su narratividad a través de un centro que se
autodefine como independiente; es decir, se presenta como ajeno a su propia
contextualización, pues borra las huellas de su origen y así transciende
convenientemente la temporalización y las fronteras espaciales, que harían imposible
establecer paradigmas de verdad dentro del discurso de la modernidad. Ello permite que
la estructura de la modernidad, en un momento dado, se pueda problematizar mientras
se mantiene el valor unívoco del centro que posibilita el acto de significar; es decir, el
concepto, la "estructura" de la verdad puede cambiar, y así ha sucedido a lo largo de la
historia humana, pero en ningún momento se cuestiona, en el discurso de la
modernidad, la existencia del centro como algo inmutable, como algo independiente, o
sea, la posibilidad de pronunciar la verdad (como sucedía en el ejemplo anterior de
Borges). Ejemplifiquemos las implicaciones que ello conlleva a través de la
problematización del concepto de "Hombre" que desarrolla el filósofo mexicano
Leopoldo Zea. Desde el umbral de la modernidad, nos dice Zea, al descubrir Europa el
continente americano y "tropezar con otros entes que parecían ser hombres, exigió a
éstos que justificasen su supuesta humanidad. Esto es, puso en tela de juicio la
posibilidad de tal justificación si la misma no iba acompañada de pruebas de que no
sólo eran semejantes sino reproducciones, calcas, reflejos de lo que el europeo

42
consideraba como humano por excelencia" (8). Es decir, el europeo había forjado el
discurso de su humanidad reconstruyendo y contextualizando en él una imagen de sí
mismo, como en realidad correspondía al referente necesario que fundamentaba su
quehacer. Pero el discurso que desplegaba desde su modernidad correspondía a una
estructura que proyectaba su "centro" —proceso de codificación— fuera de su propia
contextualización, lo concebía transcendente; o sea, que no adquiría conciencia de que
la "humanidad" que desplegaba era una imagen de su humanidad y no la esencialidad de
la "Humanidad". Instalado así el europeo en la "Humanidad", toda diferencia era una
negación de dicha "Humanidad": tal el caso de los habitantes "descubiertos" en el nuevo
continente. Al eximir el europeo al centro que gobernaba el discurso axiológico de su
estar de la contingencia circunstancial que lo originó, le concedía una autonomía que
borraba, que transcendía su origen en una contextualización concreta en un espacio y en
un tiempo también europeos. Este discurso de la modernidad europea permitía construir
una narrativa "artificiosa", pero que se erigía como paradigma de toda narrativa, lo que
implicaba, por supuesto, negar la realidad de la "otredad". Más adelante nos
detendremos en el concepto de narratividad.

El proceso de problematización que hizo posible el paso de la "estructura de la


Ilustración" a la "estructura del Romanticismo", puede servirnos para comprender la
complejidad de la etapa deconstructiva de nuestro momento actual. La problematización
de la Ilustración se inicia en su mismo seno en un constante anuncio del Romanticismo,
pero mientras la problematización misma se asentaba en la "estructura" de la
Ilustración, se negaba a sí misma el llegar a una comprensión de lo que el
Romanticismo aportaba. La analogía con nuestro momento de transición posmoderna es
apropiada, pues el proceso de deconstrucción en el que nos hallamos instalados
cuestiona igualmente la modernidad desde la misma modernidad. Así podemos
interpretar el ensayo de Feijoo "El no sé qué", y su reflexión sobre el concepto de la
"ignorancia" implícito en dicha expresión. Feijoo inicia su problematización desde el
discurso racionalista de la modernidad, para demostrar que sólo "por ignorancia o falta
de penetración se aplica el no sé qué". Su proceso deconstructivo, sin embargo, le
conduce, a pesar suyo, a problematizar su propio discurso racionalista al reconocer que
"hay un cierto no sé qué propio de nuestra especie", que él hace depender del "genio,
imaginación y conocimiento del que lo percibe". Pero como el "centro" del discurso de
Feijoo se halla instalado en la Ilustración, no llega a penetrar en el nuevo orden: la
"estructura romántica" que apuntaba su proceso deconstructivo. Ve los límites de la
razón, pero lo hace desde la razón misma que le imposibilitaba reconocer, por ejemplo,
la función de las emociones, de lo irracional en el quehacer humano. No percibe, en
otras palabras, y haciendo uso del lenguaje metafórico que caracteriza a ambos
momentos, que del orden mecánico del reloj se estaba pasando al orden orgánico del
árbol: del orden impuesto desde afuera (desde un centro que transciende su
contextualización), a un orden que se construye desde adentro. Es precisamente esta
noción romántica la que se radicaliza ahora y al hacerlo entra en crisis y da paso al
periodo de transición que denominamos discurso de la posmodernidad. Se trata ahora de
eliminar el último soporte que le queda a la razón de la Ilustración: lo ilusorio de
pretender la existencia de un referente que transcienda su origen en la contextualización
de un discurso axiológico para erigirse como paradigma de significación que permita el
apoyo en los universales.

En efecto, en la actualidad el referente transcendental se quiebra, se deconstruye; pero


cuando Derrida, por ejemplo, problematiza la posibilidad de una estructura

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fundamentada por un centro que transcienda su contextualización, lo hace él mismo
desde un referente externo, igualmente trascendente aun cuando pertenezca a un nuevo
discurso axiológico, por lo que, al mismo tiempo que posibilita su proceso
deconstructivo, difiere el acto de significar: el apoyo externo (el "centro" que permite su
concepción) es también el blanco de su cuestionar, pues el mismo método
deconstructivo que se aplicó a la primera estructura, se emplea ahora con la segunda
desde una tercera, y así en cadena indefinida. Por ello, al mismo tiempo que Derrida
posibilita la problematización, suspende el acto de significar al colocarlo bajo tachadura
desde un nuevo centro, igualmente externo e igualmente transcendente, que en
proyección indefinida será a su vez de nuevo problematizado. Destruye así la
posibilidad de significar en el sentido del discurso de la modernidad, al demostrar lo
arbitrario de las estructuras que dependen de un centro unívoco y transcendente a su
original contextualización; pero no llega él mismo a superar la etapa deconstructiva,
cuyas raíces se encuentran todavía en el discurso de la modernidad: "La ausencia de un
significante transcendental proyecta/postpone el espacio y el acto de significar ad
infinitum" (9). Es decir, se sigue buscando, como en el ejemplo anterior de Borges, el
libro "compendio perfecto de todos los demás", el "Orden". Derrida defiende
igualmente su radical poner en suspenso la posibilidad de una estructura: "... pero no
veo por qué yo deba renunciar o nadie deba renunciar a la radicalidad de un trabajo
crítico bajo el pretexto de que con ello ponga en riesgo la esterilización de la ciencia, de
la humanidad, del progreso, del origen del significado, etc. Yo creo que el riesgo de
esterilidad y de esterilización ha sido siempre el precio de la lucidez" (10).

Este paso deconstructivo a la Derrida, que caracteriza el proceso de transición de la


posmodernidad, ha hecho de la "estructura", cualquier estructura, el blanco de su
inseguridad; al desconocer el "centro", sistema de codificación que la posibilitaba, o
mejor dicho, al contextualizar el centro en su propia estructura, se la ve tambalearse
como paradigma de significado y nos regodeamos, con visión provinciana, de que no dé
la medida. Por supuesto, se trata de nuevo de "la medida", es decir, una implicación de
significar en un sentido transcendente, que ahora se hace coincidir con "mi" medida. En
cualquier caso, se sigue deconstruyendo la estructura no sólo desde un "centro" externo
a ella misma, desde un proceso de codificación que le es ajeno, sino que se hace todavía
desde un centro que transciende la contextualización de la estructura que rige y desde la
cual, como punto de referencia, se fundamenta el acto deconstructivo. El paso que se
hace ahora necesario es precisamente el de abandonar la pretensión de un centro
transcendente, y por lo tanto externo (en los dos sentidos ya mencionados), estático y
unívoco, que rija la posibilidad de una estructura con significado fuera de su propia
contextualización, de la creación de una narrativa igualmente transcendente. Se impone,
con otras palabras, reconocer la antropocidad del devenir humano, desarrollar las
estructuras de nuestro discurso axiológico en su dimensión antrópica e instalar como
encuentro dialógico un significar igualmente antrópico, único capaz de caracterizar al
discurso humano.

La deconstrucción actual de la "estructura" de la modernidad a que predispone la


inseguridad posmoderna no surge todavía, pues, de un intento de problematizar la
legitimidad de un centro que transciende su propia contextualización, sino de
contextualizar un discurso en estructuras ajenas a las que en un principio lo originaron,
es decir, de decodificarlo a través de un centro, igualmente transcendente, pero externo
a la codificación original. En cualquier caso, el procedimiento deconstructivo
posmoderno acelera, en efecto, el proceso de codificación (y decostrucción) de nuevas

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estructuras, pero con ello no se llega a "la esterilización de la ciencia, de la humanidad,
del progreso ...", como creía Derrida, sino que al contrario se muestra cada vez con más
énfasis la ineludible antropocidad de todo discurso axiológico. La modernidad ha
pretendido reconciliar una narrativa fundamentada en principios estáticos con la
realidad esencialmente dinámica del ser humano: se quiso encerrar un proceso histórico
—el hombre en su estar siendo— con estructuras fundamentadas en centros que
transcendían su contextualización y que eran presentados, por lo mismo, como
inmóviles; tales estructuras de la modernidad surgen, en un principio, indiferentes al
proceso histórico, aun cuando luego se vean ineludiblemente contextualizadas en él. La
problematización deconstructiva que inicia el Romanticismo hace ahora crisis. La
posibilidad de significar desde un centro transcendente se pone radicalmente en
entredicho. La dimensión del discurso antrópico que se busca, se encuentra ya implícita
en el mismo proceso deconstructivo que caracteriza la crítica de nuestro momento. Sólo
es necesario para ello un proceso inicial de abstracción para dar sentido al sinsentido
actual. Debemos abstraernos en el discurso antrópico (el discurso científico, como
depositario, tiene implicaciones diferentes) del concepto de "centro" que aporta la
modernidad, de todo centro como punto fijo, para colocar en primer plano la
"estructura" misma. Pero antes de proceder con nuestra reflexión, regresemos de nuevo
a la problemática que enfrentamos y hagámoslo esta vez desde la perplejidad de uno de
los exponentes del pensamiento problematizador actual.

Jacques Lacan reconoce que "la idea de una unidad unificadora de la condición humana
ha tenido siempre en [él] el efecto de una mentira escandalosa" (11). Llega a esta
conclusión por haber invalidado previamente, como Derrida, la posibilidad de una
estructura fundamentada en un centro prefijado, inmóvil e independiente de su propia
contextualización. Pero es precisamente esta eliminación del centro lo que le deja
perplejo: "La vida se desliza por el río, tocando de vez en cuando una orilla,
deteniéndose por un momento acá y allá, pero sin comprender nada —y esto es lo
fundamental del análisis, que nadie comprende nada de lo que sucede" (12). Buen
epítome de una situación: nos plantea la problemática y el problema y a la vez
proporciona una analogía válida para nuestro enfoque. Lacan percibe el fluir de la vida,
su dinamicidad, pero la ve pasar desde la orilla (desde múltiples centros inmóviles que
se posicionan como si transcendieran su propia contextualización en la estructura) y se
reconoce incapaz de fijarla: la imposibilidad de definir el río desde un punto al margen.

Asentados en la dimensión estática que proporcionan las estructuras del discurso de la


modernidad, precisamente por estar fundamentado en un centro transcendente, se
descubre la imposibilidad de comprender un principio dinámico en su dinamicidad.
Toda realidad se convierte en el discurso de la modernidad en una "instantánea" de
cámara fotográfica o, como señalamos más adelante, en una serie de instantes
yuxtapuestos; es decir, en un rechazo de su esencialidad: su dinamicidad. Esta postura,
quizás apropiada en la comunicación depositaria del discurso científico, resulta
insuficiente en la comunicación antrópica, tanto en el discurso axiológico del ser como
del estar. Se anula, se niega, en el discurso de la modernidad, la dimensión dinámica por
creer que sólo se puede significar si se transciende la contextualización del "código" que
fundamenta toda posición logocéntrica. En eso consiste el anhelo de la modernidad: un
ansia de poseer, de controlar nuestra realidad encerrándola en una estructura estática; o
sea, proponiendo una **narrativa unívoca que nos confina a existir en esa
"instantánea" de la que hablábamos antes, y con la que se construye, se fija, en el
sentido de poder reproducir exactamente, el discurso de nuestra "humanidad".

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El proceso deconstructivo de la posmodernidad no es algo original del siglo XX. Más
bien es el contexto social, en su dimensión global, el que ahora nos impone la presencia
de la "otredad", y acelera en nuestros días la problematización de los esquemas de la
modernidad. La misma reacción del Romanticismo ante la Ilustración puede servirnos
de nuevo para profundizar en la transformación que ahora implicamos; también parece
apropiado el lenguaje metafórico asociado con ambos casos. Desde el orden estático de
la razón asentada en los universales, la mente "racionalista" de la Ilustración estableció
un orden mecánico para explicar su mundo circundante (el ejemplo tradicional del reloj
nos sirve todavía para explicar este proceso). La ruptura romántica supuso modificar el
orden mecánico por el orden orgánico (el ejemplo del árbol nos sirve igualmente). En
ambos casos, sin embargo, se establece como punto de referencia un centro
transcendente, capaz de posibilitar la comprensión del devenir. Se da cabida al mundo
de lo irracional o mejor de lo no-racional (la espontaneidad, los instintos, las emociones,
el "no sé qué" feijooniano). Pero no se alcanzó entonces a dar el paso definitivo; se
siguió valorando el centro como algo indiferente, independiente, del proceso
contextualizador que lo hacía posible. En lugar de profundizar en la estructura del nuevo
discurso, que requería igualmente un ** centro antrópico, un centro dinámico, o sea, un
centro sujeto a la continua transformación propia de la antropocidad de todo discurso
axiológico, se impuso de nuevo el carácter de la exterioridad atemporal, en cuanto se
creyó necesario transcender el dinamismo temporal de la contextualización del discurso
antrópico. De ahí que el proceso que se siguió fuera inverso; se pretendió mecanizar,
encajar en estructuras transcendentes fijas, aquellos elementos "no-racionales" que en
un principio sirvieron de fundamento catalítico de la problematización.

Regresemos de nuevo a la anterior afirmación de Lyotard: "Una obra sólo llega a ser
moderna si es primero posmoderna". Se hace en ella coincidir la duda posmoderna con
el proceso deconstructivo y en el mejor de los casos con la reflexión problematizadora,
pero con eso únicamente se apunta a la transformación del "discurso axiológico del
estar" por la continua acción deconstructiva (problematizadora) a la que lo somete el
"discurso axiológico del ser"; o sea, el proceso consciente de realizarse en los límites de
la estructura de un discurso preestablecido, que al mismo tiempo que nos contextualiza,
la toma de conciencia de dicha contextualización inicia el proceso deconstructivo de la
misma (recordemos que todo intento de comunicación, de articular nuestra existencia,
supone una contextualización en estructuras convencionales). Sin duda, la
transformación del discurso axiológico del estar en un momento dado se radicaliza en la
confrontación generacional. Pero en este caso lo que está sucediendo es un
dislocamiento más profundo del "centro" en una determinada dirección; es decir, se está
creando una nueva estructura que empieza a ser regida por un centro nuevamente
proyectado fuera de su contextualización, y desde el cual se deconstruye, haciendo uso
de un nuevo código de valores, aquellos esquemas que ya no pertenecen a la estructura
naciente. Regresamos así de nuevo al concepto de "centro" que fundamenta el
desarrollo que aquí planteamos.

Cuando antes nos referíamos a que la modernidad se caracteriza por hallarse instalada
en un centro transcendente, el concepto de "transcendente" implica, naturalmente, el
hecho de proyectarse fuera, de ser indiferente, de creerse independiente de su
contextualización original, o sea, significa comportarse como fuente de significado de la
misma estructura convencional que, paradójicamente, lo hace posible. En otras palabras,
transcendente sólo en cuanto permite la ilusión de significar en un momento dado, en
cuanto constantemente se erige como unívoco, como paradigma de significación.

46
Lyotard, en su perplejidad posmoderna no pretende significar sino deconstruir la
estructura implícita en todo discurso. Por ello su foco de atención no es el "centro"
como fuente de significación, sino la contextualización del "discurso axiológico del
ser", de naturaleza esencialmente deconstructiva, inmerso en el proceso dialéctico que
aporta su historicidad. De ahí que vea surgir en dicho discurso axiológico del ser un
pensamiento "posmoderno", cuyo proceso deconstructivo dará luego lugar a un
"discurso axiológico del estar", o sea, en su terminología, a un nuevo discurso de la
modernidad. Pero esto no nos explica el proceso en el que ahora estamos embarcados.
Lyotard analiza, con nueva terminología, el funcionar de la modernidad. De lo que se
trata ahora es de reconocer la insoslayable antropocidad del discurso axiológico, de
aproximarnos al ser humano a partir de una ruptura con el discurso opresor de la
modernidad. Pretendemos superar el pesimismo que aporta la etapa deconstructiva: ese
sentir de Lacan de que "nadie comprende nada de lo que sucede".

Al enfocar nuestra atención en cómo surge el "centro", problematizamos igualmente su


conceptuación en un proceso que también deconstruye su univocidad. Se descubre
entonces que la **humanidad no ha ido ampliando el concepto de centro (posición
omniabarcadora de la Ilustración), sino que se ha seguido un proceso de dislocación,
unas veces lenta, otras acelerada, pero que en todo caso da lugar no a un "centro" sino a
una serie de centros, todos ellos tenidos en su momento como transcendentes. Es
precisamente el reconocimiento de esta realidad lo que precipita la crisis actual. El
discurso de la modernidad estaba asentado en el sentido unívoco, atemporal, del centro
que fundamentaba su estructura y permitía la actitud logocentrista de proyectar una
estructura concreta como paradigma de estructura. El descubrimiento de su realidad
antrópica y por ello contextualizada, dinámica, inicia también su destrucción en la
comunicación humanística.

Hagamos uso de nuevo de la analogía del río para profundizar en los parámetros que
ahora pretendemos establecer. En una esquematización del proceso se podría decir que
el discurso de la modernidad es aquel que fijo en un punto determinado de la orilla de
un río pronuncia el "discurso" del río. La etapa de transición de lo que denominamos la
posmodernidad es aquella que deconstruye la validez de "pronunciar" el río desde la
perspectiva de uno sólo de sus puntos; es decir, se trata de una primera etapa en la que
se descubre que la realidad del río es algo más; cada punto diferencia del anterior y por
lo tanto se hace necesario posponer el acto totalizador de pronunciar el río. Pero este
diferenciar y diferir se realiza a sí mismo en un proceso ad infinitum, como señalaba
Derrida. De la etapa deconstructiva, se hace ahora necesario pasar a la construcción de
un nuevo discurso, que tenga, naturalmente, en cuenta, como hubiera dicho Ortega y
Gasset, que ya no podemos regresar al esquema de la modernidad precisamente porque
ya estuvimos en él. La nueva dimensión a la que apunta la posmodernidad sigue una
pauta diferente, busca incorporar nuestro discurso dentro de su antropocidad. Supone,
pues, una ruptura en el estructurar de nuestro pensamiento en las ciencias humanas,
semejante a la ruptura que supuso el discurso científico de Einstein con relación a las
llamadas ciencias exactas. Significa, en una palabra, **aceptar la variante que supone
incluir el "tiempo" como parte integrante del devenir humano, como elemento
constitutivo de la estructura de un nuevo discurso, esta vez antrópico; ello implica
también la imposibilidad no sólo de construir una estructura con un centro que
transcienda su antropocidad, sino también, y esto es lo significativo, de concebir la
existencia de tal estructura. Regresemos de nuevo a la analogía del río. En el discurso
antrópico, la nueva estructura posee, por supuesto, un centro, pero un centro que sólo se

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concibe en el proceso dinámico de su contextualización y como núcleo de codificación
de dicha contextualización, que se localiza, en nuestra analogía, en el mismo fluir del
río y que se define, o sea significa, precisamente en cuanto fluir, en cuanto estar siendo.
Pero detengámonos por un momento en este punto; la conciencia de no querer imponer
al "otro" la definición que proyecta mi imagen particular: imponer las peculiaridades del
agua que acaba de pasar a la que continúa pasando, sigue siendo una proyección del
discurso de la modernidad. Tal posición sólo puede ser formulada desde la "orilla"
(como espectador del fluir), o sea, desde una posición que transciende el dinamismo de
toda contextualización, aun cuando se reconozca el derecho del "otro" a su propio
discurso. El antropismo, que se descubre a partir del rechazo del esquema de la
modernidad en el discurso axiológico y de la deconstrucción posmoderna, supone
nuestra contextualización en el "río". Es decir, se define desde su mismo caudal,
navegando en su seno y desde allí se reconocerá lo accidental y necesario a la vez, de
cualquier punto de la margen; o sea, de nuestro contexto vital con el cual nos
comunicamos y reconocemos en el otro. Se muestran de este modo con claridad las tres
etapas ya mencionadas al comienzo y sobre las que hemos venido reflexionando: a)
desde el discurso opresor de la modernidad, la "otredad" era juzgada desde mi
contextualización y en función a mi contextualización (pronunciar el río desde un punto
fijo en la orilla); b) la deconstrucción posmoderna reconoce el derecho de la "otredad" a
su propio discurso, pero como se encuentra ella misma atrapada en la modernidad, se
reconoce la "otredad", pero no se cuenta con ella (conciencia de que desde distintos
puntos se pronuncia de modo diferente el río); c) en el *discurso antrópico, la "otredad"
pasa a ser un punto más en la contextualización de mi discurso y, como tal, esencial en
el momento de pronunciarme (conciencia de que mi estar siendo sólo se articula a través
de los puntos en la orilla). Al mediatizarse, pues, la estructura, unívoca, fija, y por lo
tanto opresora, de la modernidad, se abre paso a una relación dialógica, única pauta
posible en la dinamicidad del discurso antrópico.

En repetidas ocasiones hemos hecho referencia a que el Discurso antrópico nos traslada
a una nueva dimensión, no en el sentido de anular el discurso de la modernidad, ni
siquiera el de la posmodernidad, sino asumiendo ambos como herramientas de
comunicación. Antes de pasar a considerar el funcionar de estas "herramientas" a través
de una hermenéutica del discurso antrópico, conviene ahora que nos detengamos en
considerar el **concepto de narratividad que hemos venido anunciando, y a la vez
posponiendo, a lo largo de estas páginas. Anteriormente señalamos a este propósito, la
existencia de un tiempo lineal, un tiempo histórico y un tiempo antrópico. Cada uno
de ellos se caracteriza por una peculiar estructura narrativa. Las estructuras de la
modernidad se exteriorizan según una narrativa lineal, aun cuando forzosamente se
construyan según narrativas históricas. En cualquier caso se estructuran según un
crecimiento, un desarrollo o un hacerse, que proyectan la ilusión de caminar hacia una
perfectividad. Tanto el modelo mecánico de crecimiento (crecimiento por adición)
como el modelo orgánico (crecimiento desde dentro), son convencionalidades que no
responden al discurso antrópico. El ser humano asume ambos modelos, pero no puede
quedar limitado a ellos; lo humano es precisamente aquello que queda fuera, que no
puede ser contenido en ambas formas de narratividad: el ser humano es un estar siendo,
un renovado presente que no responde tampoco, como veremos, a la fórmula de un
hacerse. El término presente apunta, pues, a dos vertientes: a) el sentirse siendo del ser
humano, y b) el punto de partida de toda comunicación. El acto de comunicación se
articula, se inicia, necesariamente, desde un presente que, visto desde la exterioridad,
aparece como una serie de instantes yuxtapuestos que se definen en su

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contextualización, o sea, desde una narrativa histórica. El presente vivido, en cuanto al
ser humano, en cuanto al discurso antrópico, no puede definirse como una sucesión de
instantes, de planos yuxtapuestos; tal es *la diferencia entre ser y el pensarnos siendo.
*Somos independientes del concepto de tiempo, pero nos pensamos a través de un antes
y un después. Es decir, si bien como seres humanos actuamos en ese presente vivido,
nos pensamos desde dicho presente, a través de lo que denominamos una narrativa
antrópica. La narratividad antrópica implica, pues, ese pensarse (sentirse) en y desde el
presente: las experiencias humanas son irrepetibles. Pero se trata también de **una
narrativa que únicamente se puede exteriorizar a través de narrativas lineales e
históricas. Antes de continuar, ejemplifiquemos esta fase haciendo uso de la
clasificación que nos proporciona Hayden White en el contexto del discurso histórico:
"La hermenéutica sistemática del siglo XIX —la comtiana, la hegeliana, la marxista,
entre otras variedades— se planteaba como objetivo la ‘explicación’ del pasado; la
hermenéutica de la filología clásica, su ‘reconstrucción’; y la hermenéutica moderna, la
post-Saussure, frecuentemente sazonada con buena dosis de Nietzsche, su
‘interpretación’. Las diferencias entre estas nociones —explicación, reconstrucción e
interpretación— son más específicas que genéricas, puesto que cualquiera de ellas
contiene elementos de las otras" (13).

Esta clasificación de White, que describe acertadamente la transformación de la


hermenéutica en los últimos siglos, puede servirnos también en nuestro desarrollo.
Dijimos anteriormente que la narrativa antrópica se articula a través de una narrativa
lineal y de una narrativa histórica. La narrativa lineal y la antrópica responden a dos
realidades concretas: al mundo físico y al "espiritual"; pero no en el sentido de la
dualidad cartesiana, sino en la unidad humana; una, denota la realidad física que nos
rodea y de la que ineludiblemente nosotros participamos; la otra, el poder del libre
albedrío que sentimos y mediante el cual transcendemos el determinismo que gobierna
el mundo físico. La narrativa histórica es el puente que une las otras dos: la narrativa
antrópica, que responde a un constantemente renovado presente individual, conciencia
de estar siendo, no puede articularse, ni tendría sentido su articulación en el mundo
físico. Toda articulación de un discurso supone un intento de comunicación; es decir, un
intento de exteriorizarnos a través de estructuras externas a nosotros mismos. La
narrativa lineal enmarca aquellas estructuras primarias, cuya descripción o
explicación basta para justificarlas; responde, en otras palabras, a estructuras
convencionales tenidas como tales y proyectadas en sentido depositario. Tal es el
tiempo que nos marcan los astros al dar vuelta "alrededor de la Tierra", tal es el tiempo
convencional que nos denota el calendario o el desgaste y transformación del mundo
físico u orgánico. En estos casos la narratividad se construye en un estricto antes y
después y se ajusta exactamente, sin cuestionarlo, al proceso de codificación que la hace
posible. Se presenta, por tanto, como transcendente, como portadora de valor universal:
las reglas fonéticas de un idioma, el sistema métrico, la estructura del calendario, la
compilación de sucesos según un orden cronológico, la sucesión de reyes en un país,
nuestra adaptación al paso de las horas en un día, son apenas unos ejemplos de lo que
deseamos significar con narrativas lineales. Y precisamente porque nuestra
comunicación se efectúa en el mundo físico, aun cuando lo haga desde un renovado
presente, la articulación de nuestro discurso adquiere la forma temporal con la que
necesariamente tenemos que comunicar lo intemporal de nuestro devenir. La narrativa
histórica establece ese puente necesario. Por ello su articulación controvertida.

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Los dos modelos hermenéuticos de los que nos habla White, reconstrucción e
interpretación, son partes de un mismo proceso, y ambos son la actualización —
exteriorización en un discurso— de nuestro devenir. La narrativa histórica eleva a un
primer plano "en función a qué" se establece, pues en ello encuentra su legitimación.
Hagamos de nuevo uso de la analogía del río. La narrativa antrópica es aquella que es
en sí misma, en el fluir de las aguas (nótese que no decimos en el "constante" fluir, pues
ello podría implicar no ser el fluir, sino observar el fluir desde un punto inmóvil en la
orilla). El acto de comunicación de ese fluir (incluso el pensarse es un acto de verse
desde fuera, verse desde una narrativa histórica), sin embargo, sólo se puede establecer
en el contexto con las márgenes. Lo que hemos denominado narrativa lineal serían,
pues, los distintos puntos en el margen con los que me puedo contextualizar; es decir,
puntos (estructuras, procesos de codificación) concretos, fijables en el espacio y en el
tiempo. La narrativa histórica, el acto de reconstruir e interpretar mi acto de
comunicación, sería la que da sentido a la comunicación misma. La que establece la
"función bajo la cual" se codifica mi comunicación. Y con esto entramos ya en el
dominio de la hermenéutica que exponemos a continuación.

2. El texto en la comunicación antrópica

Las reflexiones que hemos seguido en las páginas anteriores nos han permitido
deslindar el discurso de la modernidad del proceso transitorio deconstruccionista de la
posmodernidad, y así iniciar un acercamiento a la ineludible antropocidad del discurso
humano. El propósito de esta segunda parte es el de considerar las implicaciones que
ello conlleva cuando se aplica a un discurso particular. Las reflexiones que siguen
intentan establecer esa primera aproximación al discurso literario.

La estructura comunicativa tradicional, aquella que rige en el discurso de la


modernidad, implícita en todo signo, y que supone un emisor, un mensaje y un receptor,
es también válida, con las modificaciones que luego estableceremos, en el discurso
antrópico (es decir, en un discurso que asume y supera la duda posmoderna, al definirse
en la transformación). La aporía que presentaba dicha estructura en el esquema de la
modernidad surgía por su aproximación mecanicista; es decir, cuando independiente de
la naturaleza del signo y del objetivo que le dio existencia, se quería primero determinar
"científicamente" las leyes que regulaban los tres elementos del proceso y establecer
una relación unidimensional e inequívoca de causa-efecto. Este primer paso, sin duda
necesario en la dimensión superficial de una comunicación depositaria, es siempre
mediatizado y marginal en el discurso antrópico implícito en todo **texto literario que,
al igual que el ser humano se define en la transformación y que busca una
comunicación humanística.

Pero antes de proceder en nuestro desarrollo, quizás convenga primero detenernos en


los conceptos de "comunicación depositaria" y "comunicación humanística" para
establecer con más precisión sus parámetros. En un primer nivel podemos decir que
comunicación depositaria es aquella que aporta los signos, los símbolos, la materia
prima (el alfabeto, los números, las fórmulas matemáticas, los datos geográficos, etc.),
que luego va a hacer posible la comunicación humanística (a través del texto escrito en
nuestro caso). En el contexto de la historia intelectual occidental, la comunicación
depositaria nos refiere también al discurso de la modernidad, mientras que la

50
comunicación humanística pertenece al discurso antrópico; es decir, la comunicación
humanística como el principio dinámico que significa en su transformación, en su
continua contextualización; y la comunicación depositaria —simple acto de depositar—
como la codificación primaria, estática, fijada por un centro que se acepta independiente
de su contextualización originaria (y que en este sentido si que se pudiera decir que
transciende su propia contextualización) o por una estructura fijada en el tiempo, y que
por ello mismo transciende igualmente su propia contextualización: las
transformaciones químicas, las leyes físicas, una ecuación matemática, las precisiones
geográficas, la fecha de publicación de un libro o la atribución legal de dicho libro a su
autor, así como la misma contextualización de todo código (el sistema fonético del
castellano), son apenas unos ejemplos que muestran la amplitud de lo que yo denomino,
inspirado en terminología de Paulo Freire, comunicación depositaria (el uso y
significado que atribuimos al sistema arábigo de numeración, por ejemplo, se proyecta
en nuestros días independiente de su origen).

Al interpretar ambos conceptos de este modo, implicamos también cierta medida de


legitimidad al discurso de la modernidad. En efecto, si bien el discurso de la
modernidad era incapaz de establecer la comunicación humanística o de concebir el
referente humano —la dimensión antrópica— de toda comunicación, conseguía, sin
embargo, mediante su concentración en las realizaciones humanas que caracterizan el
contexto mecánico, estático, depositario, de sus estructuras, establecer un marco para
recoger los actos humanos fijados en el tiempo. Me refiero, por supuesto, a aquellos
aspectos del discurso que al pronunciarse, al contextualizarse en una estructura
concreta, lo hacen en una dimensión que si bien es producto de dicha contextualización,
se puede proyectar indiferente a la misma; así, por ejemplo, "Miguel de Cervantes
Saavedra" únicamente en cuanto nombre de un escritor, o "El Ingenioso Hidalgo Don
Quixote de la Mancha" como título de una obra escrita en 1605, o la misma fecha de
"1605" en cuanto referencia al año en que se publicó dicha obra. Nótese que no hemos
dicho, incluso en estos casos que poseen una referencia denotativa obvia, que puedan
transcender a su contextualización, sino simplemente que pueden proyectarse
indiferentes a la misma en una comunicación depositaria. Todo intento de comunicación
supone siempre una contextualización en estructuras convencionales, lo que a su vez
implica una transformación dinámica y, por tanto, un continuamente renovado valor
connotativo.

Del mismo modo que la concepción dinámica de Einstein no anula las teorías estáticas
de Galileo y Newton, pues únicamente las enmarca, en el sentido de regresar de nuevo
el centro a la estructura que rige, o sea, de contextualizarlo en ella. De manera
semejante, el discurso antrópico, que fundamenta la comunicación humanística, no
anula la necesidad de la comunicación depositaria, únicamente demarca su dominio en
el campo de los datos, de los procesos de codificación de las estructuras de que antes
hablábamos; es decir, la comunicación depositaria, con su valor denotativo, nos permite
una primera aproximación a la decodificación de cualquier estructura en el proceso de
pronunciar nuestro discurso. Claro está, ello no impide, como decíamos antes, que el
dato depositario esté ineludiblemente contextualizado en la estructura donde se originó,
sólo que en la comunicación depositaria se usa en su simple dimensión denotativa: tal es
el caso, por ejemplo, del libro elemental de gramática que expone las formas del
pretérito del verbo ser; tal es el símbolo de la plata (Ag) en un tratado de química sin
que importe el origen latino de la palabra; tal es también la entrada del diccionario
enciclopédico que bajo "Cervantes" nos dice: "Escritor español; nació en Alcalá de

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Henares (Madrid) en 1547, y murió el 23 de abril de 1616; autor de El Ingenioso
Hidalgo Don Quijote de la Mancha". El sentido depositario puede imponerse incluso en
situaciones en las cuales la connotación cultural parece ser la marca que antecede al
significado depositario: sucede así, por ejemplo, cuando hablamos de pies o millas en
un mundo en el que domina el sistema métrico.

Hagamos uso de nuevo de un ejemplo: dentro del esquema de la modernidad el sistema


copernicano sustituyó al sistema ptolemaico; ambos sistemas establecieron su estructura
de significado mediante un centro que transcendía su propia contextualización y que,
por tanto, se proyectó en su día con un sentido unívoco en su significar; el
dislocamiento del centro del primer sistema al del segundo, sólo supuso una anulación
del primero al instalarse el segundo en la "verdad". En el discurso de la modernidad,
simplemente la verdad ptolemaica se sustituye por la verdad copérnica. En el discurso
de la posmodernidad, entra en crisis el valor paradigmático de ambos sistemas, que se
colocan ahora en entredicho, a la vez que se les regresa a su propia contextualización; es
decir, se les niega la transcendencia que sin duda no tienen, pero, propio del
acercamiento deconstruccionista posmoderno, no se les concede una dimensión
afirmativa en la que puedan significar. En el discurso antrópico, ambos sistemas
representan, es cierto, estructuras depositarias, cuya "verdad" depende de los
presupuestos convencionales que sostienen sus centros de significado. Pero a la vez, la
historicidad de ambos sistemas hace que ocupen igualmente un espacio propio en el
discurso antrópico. Es decir, por una parte proyectan una comunicación depositaria: se
estudia la verdad ptolemaica únicamente como un eslabón en nuestro desarrollo
intelectual. Por otra parte, una vez contenida la verdad ptolemaica en su propio contexto
y por lo tanto anulada su pretensión de trascendencia, descubrimos de nuevo su
actualidad antrópica, tanto en la individualidad del discurso axiológico del ser como en
la convencionalidad del discurso axiológico del estar. De ahí que en la comunicación
humanística del discurso antrópico se dé cabida a la estructura copérnica al mismo
tiempo que se puede instalar nuestro devenir en la estructura ptolemaica: así hablamos,
por ejemplo, de que sale el Sol, de que avanza, de que pasa, de que está muy alto, de
que se pone, etc., y estructuramos nuestro quehacer cotidiano de acuerdo con su paso
"alrededor de la Tierra".

Al reincorporar, contextualizar, todo centro en el seno de la estructura que determina, lo


que denominamos pensamiento de la modernidad pasa ahora a desempeñar una nueva
función; se renuncia, por supuesto, a que pueda transcender su propia contextualización,
por lo que se reconoce en su ineludible conceptuación depositaria. Su discurso deja, por
tanto, de ser un fin en sí mismo para convertirse en una herramienta del diálogo: no
aporta significado, genera significado. Así entendido, el discurso de la modernidad se
constituye en el vehículo del diálogo; es decir, su estructura depositaria proporciona los
medios para la comunicación. Regresemos ahora de nuevo a la obra literaria para
ejemplificar con ella como se despliega el discurso antrópico.

En primer lugar, cuando hablamos de una obra literaria hacemos comúnmente


referencia a un texto escrito. En el nivel más elemental nos referimos con ello a un
discurso depositario: una estructura de signos que representan relaciones
convencionales. Se trata, en efecto, de un discurso depositario en el sentido que es
depositario el aprender a leer: el proceso mecánico de aceptar una estructura
convencional de correspondencias entre signos y sonidos. Es igualmente depositaria la
clasificación de una obra como perteneciente a un género literario determinado, o la

52
atribución de dicho texto escrito a su autor legítimo o la mención del título del mismo,
en cuanto dichos datos nos ayudan a su identificación. Recordemos que a este nivel del
proceso no estamos estableciendo relaciones de significado; los datos anteriores, por
ejemplo, nos sirven para diferenciar una obra entre otras (Cien años de soledad),
atribuirla a un autor legal (Gabriel García Márquez), y añadir que por la convención
aceptada en la composición de su texto, la obra está escrita en español. El verdadero
acto de significar vendrá luego, en la comunicación humanística, que ***se realiza en el
lector en cuanto ser humano y que no depende necesariamente de un grado determinado
de asimilación depositaria. Aunque consideraremos al "lector" más adelante, conviene
ya constatar desde ahora esta diferencia radical, desde la perspectiva del lector, entre el
propósito de la comunicación depositaria del discurso de la modernidad y la
comunicación humanística del discurso antrópico que ahora implicamos: la dimensión
del significar de una obra literaria depende de los datos depositados previamente,
aunque *el acto mismo de significar pueda ser independiente de cualquier discurso
depositario (independiente de cualquier proceso de codificación). Detengámonos por un
momento en esta afirmación.

La concepción depositaria del discurso "crítico" de la modernidad, preocupada por


establecer la "verdad" de dicho discurso, se aproximaba al texto escrito de un modo
mecanicista. Se aspiraba un significar que transcendiera su contextualización; de ahí
que se procediera a través de una acumulación de "verdades" parciales que se iban
depositando en el texto como piezas de un rompecabezas, que poco a poco irían
descubriendo la "verdad del texto". Así era necesario no sólo conocer el código que
implica saber el idioma en que la obra está escrita, sino que se requería siempre en
nombre de captar la verdad transcendente— ser depositario igualmente del código
literario —poesía, novela, teatro, ensayo—, de la contextualización cultural, social,
política, etc. del signo y del significado que se atribuía al signo. Por ello era prerrogativa
del especialista el acto de enunciar "la verdad". Es decir, se requería, antes de poderse
pronunciar sobre el significado, proceder a una acumulación mecánica de estructuras
depositarias, inagotable en su misma problematización según descubre el discurso de la
posmodernidad, que por ello mismo impedían llegar al acto de significar. La perplejidad
ante este proceso es la que ejemplifica la duda posmoderna; pues, a la problemática que
planteaba la imposibilidad de considerar todos los códigos (procesos de
contextualización) de una estructura, se añade ahora la proyección deconstructiva que
conlleva la sucesiva contextualización desde estructuras siempre diferentes.

La comunicación humanística, por su parte, se puede realizar independiente de las


acumulaciones depositarias. Consideremos una situación límite con relación al texto
escrito: el texto jeroglífico de un monumento egipcio o su reproducción en un museo o
en nuestra mente, lleva en sí mismo la posibilidad de significar en la comunicación
humanística del discurso antrópico, con independencia de la "verdad" depositaria
(sistema de códigos) de su sentido arqueológico o del contenido de dichos signos en
cuanto escritura (su posible dimensión estética o de asociaciones históricas o ficticias,
son apenas ejemplos conspicuos de dicha comunicación humanística). Por eso
señalábamos anteriormente que el acto de significar es independiente de la acumulación
depositaria, aun cuando la dimensión de dicho significar guarde cierta correlación con
las estructuras depositadas.

Nos enfrentamos, pues, a un **complejo proceso de distanciamiento entre el texto y sus


contextos (los diversos planos de codificación bajo estructuras convencionales, tanto en

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una proyección sincrónica como diacrónica). En el discurso de la modernidad, texto y
significado son inseparables en el sentido de identificar un contexto que define al texto;
el paso que da la posmodernidad consiste en reconocer la historicidad de todo texto y la
multiplicidad de contextos que ello conlleva. Pero la posmodernidad, como hemos
señalado ya en otros lugares, es precisamente eso: "pos-modernidad"; es decir, una
crítica de la modernidad sin lograr liberarse de ella: como el discurso de la modernidad,
busca pronunciar el texto, pero al no conseguir un contexto omnímodo, se queda
únicamente en el plano de la perplejidad deconstruccionista. El discurso antrópico
rechaza el concepto de "verdad transcendente" de la modernidad, para encontrar *la
"verdad" en la transformación. De una "verdad estática" (tenida por independiente no
sólo del lector sino también de los múltiples planos de contextualización), se pasa a una
"verdad dinámica" (significado en la mudanza), que lo es precisamente en sus
contextualizaciones y por lo tanto en continua transformación. En cualquier caso, ni el
ser humano en su estar siendo ni el texto, se presentan fuera de un contexto, es decir,
fuera del discurso axiológico del estar que supone su existencia en el tiempo; y es
justamente **en los sucesivos discursos axiológicos del estar donde se forja el
significado. Convertido así en herramienta, en sedimento, para la comunicación, todo
texto se realiza como acumulación de estructuras depositarias que fijan un contexto. Y
estas estructuras, contextualizaciones, como veremos más adelante, se asumen y
generan a la vez en el autor, en el texto y en el lector, incluso independientemente unas
de otras. Pero regresemos de nuevo a la estructura tradicional implícita en todo texto,
que supone un "emisor" (autor), un "mensaje" (texto) y un "receptor" (lector) y
detengámonos brevemente en cada uno de estos aspectos.

Antes, sin embargo, conviene problematizar dichos términos para eliminar de ellos la
máscara depositaria que proyectan. En la estructura de la modernidad el énfasis recaía
en el intento de proyectar el significado como exterioridad, como un *proceso
mecánico cosificado en un "emisor-mensaje-receptor". O sea, se equiparaba el acto de
comunicación humanística con el de causa-efecto de las producciones humanas. De ahí
que se hablara de un: A) "emisor" en el sentido de una máquina que codifica un sistema
de signos (como lo hace por ejemplo la computadora en nuestro mundo); B) de un
"receptor" en el sentido igualmente de la máquina al otro extremo que recibe la
información y reproduce (decodifica) de nuevo exactamente el mensaje emitido; C) y
por último, de la idea de un "mensaje", es decir, de una decodificación unívoca que hace
coincidir al "emisor" en el "receptor". Sin duda este es el esquema depositario que
podemos observar en la "comunicación" entre las producciones humanas (el teléfono, la
televisión, las computadoras, son buenos ejemplos de dicha precisión), pero esta
transmisión de información (o comunicación en un sentido metafórico), lo es sólo en el
plano lineal de la comunicación depositaria que fija un proceso siempre repetitivo y
reproducible (la pronunciación, por ejemplo, de la palabra "guiño" según la codificación
del idioma español). La comunicación humanística se efectúa en un discurso antrópico
que reconoce al ser humano como un estar siendo y por lo tanto inmerso en su propia
contextualización, cuyas características, como veremos más adelante, difieren
marcadamente de las transmisiones mecánicas que tienen lugar entre las producciones,
también mecánicas, del ser humano: se trata de una comunicación en la cual *la
asimilación del llamado "mensaje" puede ser independiente a su contextualización
(indiferente a los diversos procesos de codificación que lo originaron), aun cuando,
como señalamos anteriormente, la dimensión de la comunicación dependa de su nivel
de contextualización en el lector. La superación, pues, del discurso implícito en los
términos de "emisor, mensaje y receptor", me parece fundamental para comprender la

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dimensión dinámica, dialógica, de toda comunicación humanística. Por ello, en el
desarrollo que sigue hago uso de términos más difíciles de capturar, de encerrar, en un
discurso depositario, y que ejemplifican en sí la dimensión dialógica que ahora
implicamos. Así hablaremos de un "autor", de un "lector" y de un "texto", es decir, de
significantes que proyectan movimiento, o mejor dicho, que proyectan la antropocidad
del discurso axiológico del ser, al mismo tiempo que transcienden la dimensión
mecanicista al aparecer sin significado externamente fijado (o fijable), más allá de la
convención depositaria que los hace posible.

A) El autor implícito.

T odo texto se origina en un autor implícito (no importa para nuestros propósitos si es
individual o colectivo) y, en casos límites, con un propósito preestablecido de transmitir
información depositaria o de estimular, inducir, una comunicación humanística. En el
primero de los casos, cuyo objetivo denominamos depositario, se pretende establecer el
esquema de una estructura fijada en el tiempo y en el espacio y proyectada como
indiferente o independiente de su pronunciamiento, es decir, de su mismo proceso de
contextualización. Tal es el propósito de la comunicación depositaria de un libro de
geografía física, y tal es el sentido de informar, por ejemplo, que el río Ebro está en
España y que pasa por Zaragoza; en esta dimensión, y en cuanto comunicación
depositaria, se desea únicamente proporcionar información, que no requiere reflexión y
que en sí no significa, fuera de su estructura, hasta que dicha información sea usada para
contextualizar un acto de comunicación en un discurso antrópico. O sea, la dimensión
depositaria establece los distintos procesos de codificación (idioma español, río, Ebro,
España, Zaragoza, etc.), que facilitarán luego el discurso antrópico. Nótese que nos
referimos al hecho de "facilitar", pues la inserción del discurso axiológico del ser
(siempre discurso antrópico) en el discurso axiológico del estar (dimensión depositaria
que permite la decodificación), se ** realiza en el lector, como luego veremos con más
detalle, en una gama de matices que van desde la comunicación con el otro y en función
del otro, a la actualización íntima en el peculiar discurso axiológico del ser de un
individuo y en un acto de significar independiente e indiferente de los distintos niveles
de codificación.

En el otro extremo encontramos el acto de pura comunicación humanística, que ni


siquiera pretende significar en el sentido de contextualizar una estructura bancaria en el
devenir humano: un poema lírico, por ejemplo. Tal sería la expresión de una emoción en
la intimidad del devenir de su autor, que se exterioriza ya como irrepetible (incluso en la
manifestación externa, y en cierto modo mecánica, de su contextualización en un
discurso axiológico del estar, es decir, en un sistema convencional de códigos). Pero,
aun en estas situaciones límite, puede al mismo tiempo conservar cierta carga emotiva,
cualquiera que sea su dimensión en la apropiación antrópica, al reproducirse en el
lector, igualmente como intimidad irrepetible. Gustavo Adolfo Bécquer lo dijo ya con
versos que resumen la antropocidad del ser humano y a través de él de todos sus actos y
especialmente el acto de la comunicación:

Volverán las oscuras golondrinas


de tu balcón sus nidos a colgar,
y otra vez con el ala a tus cristales,

55
jugando llamarán.
Pero aquellas que el vuelo refrenaban,
tu hermosura y mi dicha al contemplar,
aquellas que aprendieron nuestros nombres…
ésas… ¡no volverán!

En esta posible situación límite, repetimos, la única relación entre el autor implícito y el
lector, que sólo se da en el sentido dinámico del devenir de ambos, es la de haber vivido
una emoción. En esta comunicación humanística el índice o grado de la emoción es
inconsecuente, pues sólo es comunicación en cuanto lo es en cada uno de los lectores y
en la medida en que lo es en su intimidad. Este nivel de comunicación no es
representable en la exterioridad de ningún sistema. Las codificaciones depositarias (por
ejemplo, el idioma en que está escrito o los distintos niveles metafóricos), aportan, es
verdad, un basamento mínimo que hace posible la comunicación.

Lo normal, sin embargo, de toda comunicación es la expresión de una interrelación de


matices. Con esto queremos significar que **la comunicación se efectúa a través de
nuestra contextualización en el mundo, es decir, en diálogo con las estructuras
depositarias que forman el discurso "axiológico del estar", que son, por supuesto, las
que posibilitan y a la vez proyectan nuestro propio discurso "axiológico del ser" y hacen
posible la comunicación, incluso en la individualidad de la dimensión antrópica. Todo
acto de comunicación puede además exteriorizar —Hayden White lo cree ineludible—
un acto interesado de producción y distribución de significado. El proceso de
codificación —creación del texto— cuenta entonces con una variante más: la
manipulación interesada de los códigos. Es decir, en estos casos, el acto de
comunicación encierra ya en sí el círculo hermenéutico completo. El autor, además de
enfrentar las estructuras de codificación necesarias para exteriorizar su pensamiento,
cuenta igualmente con la posible contextualización del texto en el "lector". No nos
referimos aquí, por supuesto, al uso de los recursos retóricos, que consideramos más
adelante, sino a la producción de lo que se conoce con el nombre de textos ideológicos.
La concreción de este proceso es, pues, compleja con relación al autor implícito.
Bástenos aquí establecer cinco jalones que parcelen y al mismo tiempo proyecten la
cadena de matices que, por otra parte, no pretendemos ni es necesario problematizar
exhaustivamente en el desarrollo esquemático que aquí formulamos.

1. Consideremos en primer lugar al autor de un texto escrito con el propósito expreso de


producir, o reproducir, una estructura depositaria destinada a una comunicación
igualmente depositaria: aquellas obras, en las ciencias denominadas exactas, que
comúnmente concebimos como didácticas. El objetivo primordial, final, del autor es
siempre depositario; la actualización de dicho texto, sin embargo, puede acarrear
también consigo una intención dialógica. Y en efecto, en nuestra actualidad
consideramos como mejores textos didácticos aquéllos que así lo hacen. Concretemos
esta posición en el caso preciso de un libro de texto de matemáticas que, como tal,
proyecta una estructura depositaria basada en un código convencional, pero que lo hace
a través de un proceso de reflexión, en cuanto que emprende también la exposición del
funcionar íntimo de la estructura, o sea, del sistema de códigos convencionales que la
posibilita. Se traza en estos casos un discurso depositario (10+5=15), pero se quiere
evitar que la comunicación sea únicamente depositaria (memorizar la estructura); y se
aspira, por ello, a que la racionalización de dicho proceso sea también parte del lector;
se exige su participación activa (dentro de la expresa comunicación depositaria), para

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que se apropie del centro que fundamenta la estructura, o sea, de las leyes
convencionales que la rigen. En este nivel de comunicación la dimensión depositaria es
explícita; tanto el centro como la estructura misma se presentan inmersos en su
contextualización; pero una vez formulado el sistema (siempre mantenido
explícitamente en la contextualización que impone su código convencional), se le hace
transcender su propia contextualización, al fijarse, afincarse, ésta, precisamente, en su
dimensión de "convencional". Lo convencional, por serlo y por reconocerse como tal,
transciende siempre la contextualización de su origen, en cuanto puede significar
independientemente. Este es el caso, por ejemplo, de la luz verde de los semáforos, o de
la luz roja y el uso posterior de este color en las señales de tráfico. Si una estructura
llega a generalizarse en proyección global, puede incluso ser percibida como universal:
tal es el caso de la estructura que hace posible la fórmula matemática de 10+5=15. Pero
usemos un ejemplo más preciso de estructuras regionales y reconocidas como tales, que
se proyectan, sin embargo independientes de su contextualización. Tal es el caso de las
diversas lenguas que se hablan en nuestro mundo actual. Tanto la expresión gráfica de
las letras como su fonética, semántica, sintaxis, etc., siguen las reglas precisas de la
estructura que las hace posible, pero una vez apropiado el idioma —este es el sentido de
la lengua materna—, el significante y el significado parecen identificarse, es decir, su
uso se proyecta indiferente de la estructura que lo hizo posible. Entiéndase bien que
decimos que se proyecta independiente, y que transcender su estructura significa aquí
comportarse indiferente a ella, pues en ningún momento se erige como si poseyera valor
universal (como la "verdad" del discurso de la modernidad). La estructura está siempre
presente: ante un extraño en un lugar extraño preguntamos como paso previo al inicio
del diálogo oral ¿habla Vd. español? Es decir, ¿cómo nos vamos a comunicar? ¿tenemos
una estructura común?

2. Cuando nos trasladamos del campo de las denominadas "ciencias exactas" al de las
ciencias sociales, políticas, económicas, etc. que con mayor precisión vamos a designar
con el término de "ciencias humanísticas", introducimos también una variante en la
esquematización que nos proponemos. Ambos discursos, cuando se realizan en un
tratado, por ejemplo, implican en su propósito estructuras depositarias. Pero mientras el
discurso de las ciencias exactas se reconoce explícitamente como tal, en el sentido de
articularse en una serie de relaciones convencionales (de variantes reconocidas como
tales y que fundamentan su estructura), el discurso de las ciencias humanísticas
implícito en los tratados pretende comúnmente pronunciar la "verdad", al presentarse
como articulado por un centro que se proyecta fuera de su propia contextualización. En
otras palabras, **los dos discursos anhelan situar una "verdad", pero mientras en las
ciencias exactas se hace como parte —y resultado a la vez— de una explícita
contextualización, las ciencias humanísticas se han articulado tradicionalmente como si
dicha contextualización no existiera o no afectara a su verdad. Tal es el caso de los
esquemas de Suárez, Kant, Bello, Marx, Unamuno, Heidegger, los de Spencer o de
Lévi-Strauss, los de Gustavo Gutiérrez, Jefferson o Raúl Prebisch. Es decir, en todos
ellos se pretende transcender su realidad depositaria (ser parte de una estructura
convencional contextualizada en un espacio y en un tiempo concretos), con la intención
de pronunciar, definir, fijar, al ser humano en un plano estático. En estos casos el autor
sigue un proceso en cierto modo inverso al anotado en el punto anterior. En efecto, se
evita considerar el esquema desde la necesaria e inevitable contextualización de su
"centro" en un discurso axiológico del estar concreto. Se omiten las relaciones
convencionales que posibilitan su estructura y, ante todo, se encubre su insoslayable
realidad depositaria. Tal es el esquema que caracteriza al pensamiento de la

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modernidad. De ahí también el constante reemplazar de una "verdad" por otra. Las
"ciencias exactas", al reconocer su existencia en el seno de una comunicación
depositaria, siguen un proceso de acumulación de estructuras en formulaciones cada vez
más complejas, que muestran una pauta, un avance, en el sentido de una constante
perfección de los códigos que posibilitan la contextualización del esquema depositario
que se proponen. Las "ciencias humanísticas", por el contrario, cuando se empeñan en
negar su realidad depositaria, semejan **espectros, quimeras, que en su constante
reemplazarse unas por otras parecen marginales al devenir humano y, en definitiva,
incapaces de construir la totalidad de su esquema depositario sobre la base de las
estructuras ya propuestas.

Por supuesto, cuando hacemos uso, en el contexto del pensamiento de la modernidad


expresado en este apartado, de expresiones como "evita considerar", "encubre" o
"niega" su realidad depositaria, no implicamos intención de fraude, ni manipulación de
los códigos con el objetivo de producir un texto ideológico. Nos referimos a que el autor
proyecta su discurso fuera de la estructura que lo posibilita: proyección logocentrista.
Toda articulación, todo intento de pronunciarse, supone siempre una contextualización,
y como tal un primer nivel de diálogo: el **diálogo del autor consigo mismo. Se trata
también de una exteriorización, de una apropiación, de un discurso axiológico del estar
(de un sistema de códigos), a través del cual se formula un preciso discurso axiológico
del ser; pero que, como tal, sólo puede ser concebido en la dimensión depositaria de su
propia contextualización: *el discurso antrópico se articula a través de una narrativa
histórica. En el discurso de la modernidad, el autor convierte su propio discurso
antrópico (sólo articulable, repetimos, en su contextualización en las estructuras
convencionales de un discurso axiológico del estar concreto), en un acto de significar
que pretende sea transcendente, y por lo tanto independiente de su propia
contextualización. Es decir, se desconoce, o mejor dicho, no se toma conciencia del
origen depositario, del hecho de depender de una estructura fundamentada en un código
convencional, y con ello se niega la posibilidad de perfección de dicha estructura.

3. Una variante de la situación anterior, que sirve para problematizar la complejidad de


lo que aquí expresamos en un plano esquemático, es la del autor que se propone
codificar a través del texto un pensamiento ideológico. En el caso del "tratado", con el
que ejemplificamos la variante anterior, la estructura que se presenta es totalizadora;
refleja, como dijimos, el discurso de la modernidad, que se concibe en la posibilidad de
un significar que transciende su propia contextualización y que por tanto pronuncia "la
verdad". En el "tratado", pues, no se oculta la estructura que lo posibilita, sólo se
proyecta como si ésta no lo limitara. El caso particular de **las ideologías, desde esta
perspectiva, se pueden interpretar como el disfraz de comunicación humanística,
dialógica, con la cual se encubre una estructura depositaria. Cuando la toma de
conciencia de la ineludible contextualización de un discurso se usa para manipular el
proceso de codificación, nos encontramos ante un discurso ideológico (Las venas
abiertas de América Latina, de Eduardo Galeano, puede servirnos de ejemplo). El autor
de un texto ideológico no pretende superar la comunicación depositaria, aun cuando sea
consciente de su limitación como vehículo de significado, únicamente procura
manipular los códigos que rigen las diversas contextualizaciones de una estructura para
proyectar igualmente "su verdad", con la que pretende también, por supuesto,
transcender su propia contextualización. En otras palabras, el autor se propone a través
de su texto una manipulación del lector.

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Desde el discurso de la modernidad, un autor proyecta su logocentrismo a través de una
estructura que busca transcender su contextualización; el autor posmoderno reconoce la
ineludible contextualización de todo discurso y por ello deconstruye las estructuras de
significado con que la modernidad pretendía pronunciarse, a la vez que se siente incapaz
de significar fuera de su propia contextualización; el autor ideológico parte de la
ineludible contextualización de todo discurso, pero procede selectivamente a una
práctica deconstructiva que le lleve a pronunciar una "verdad" que, por lo mismo,
pretende proyectar igualmente como transcendente. Tal sería la tesis de que "el
subdesarrollo de América Latina proviene del desarrollo ajeno" (470), que Galeano
desarrolla en el libro anteriormente citado (14). Recordemos que cuando hablamos de
manipulación de las estructuras, no nos referimos en estos casos a fraude intelectual
(aun cuando esa pudiera ser la intención, como sucede con tanta frecuencia en los
panfletos de propaganda política); en el caso más simple, y quizás más generalizado,
dicha distorsión está motivada por el deseo de dar énfasis a lo que el autor considera
factores esenciales desde su propia perspectiva, como señala Eduardo Galeano a este
propósito: "Uno escribe para tratar de responder a las preguntas que le zumban en la
cabeza, moscas tenaces que perturban el sueño, y lo que uno escribe puede cobrar
sentido colectivo cuando de alguna manera coincide con la necesidad social de
respuesta" (438).

4. Las tres calas anteriores forman también parte de lo que hemos venido denominando
**discurso de la modernidad, y cuyas estructuras se superan cuando se toma conciencia
de que su "verdad" lo es únicamente en la mediatización que supone el contexto
convencional que las posibilita. En esta cuarta cala hacemos referencia al autor que
reflexiona sobre el discurso axiológico del estar, en un proceso problematizador. Se
trata ahora de la articulación de un discurso antrópico. La comunicación que se pretende
es humanística, aun cuando ésta se consiga a través de los esquemas depositarios del
contexto que se problematiza. El autor posmoderno, como hemos señalado ya repetidas
veces, duda de las estructuras de la modernidad; se embarca, desde estructuras
constantemente renovadas, en un proceso indefinido de deconstrucción de las
pretensiones de verdad de la modernidad; y lo consigue a través de un procedimiento
sistemático de reintegrar las "verdades" de la modernidad al espacio de
contextualización que en un principio las originó.

En el caso concreto de lo que actualmente denominamos **"discurso antrópico", la


superación de las estructuras de la modernidad se efectúa por medio de su
problematización. Es decir, poniendo en entredicho su pretensión de significar la
"verdad" a través de una exteriorización de los esquemas convencionales que
fundamentan toda estructura concebida en términos de la modernidad: una estructura
centrada (un centro de significación producto de una contextualización) en el tiempo y
en el espacio. En este nivel del discurso, el autor busca una comunicación humanística
en el sentido de un significar (es decir, un contextualizarse) en el proceso dinámico del
estar siendo del lector o, mejor dicho, de su conciencia de estar siendo. Las
referencias a las estructuras depositarias se manifiestan en dos dimensiones
complementarias: 1. la primera en el sentido de un proceso deconstructivo y
problematizador a la vez, de toda estructura que no se reconozca en su dimensión
depositaria; 2. la segunda en la dimensión de un proceso dialógico, en el cual las
estructuras depositarias, reconocidas como tales, proporcionan el vínculo de diálogo del
autor con su entorno y el medio para contextualizar su comunicación con el mundo, con

59
el lector implícito. En las realizaciones humanas, este es el nivel por excelencia de la
comunicación artística.

Consideremos un caso extremo en el sentido de un texto anónimo. El autor implícito se


nos presenta en un estado virginal: su contexto es el texto mismo y el espacio y el
tiempo en que fue creado. Es decir, el discurso del autor se actualiza en el posible lector
únicamente a través de una serie de codificaciones sólo circunstancialmente asociadas a
su anónimo autor. Sin la intencionalidad explícita de su autor, el texto tiene que
significar a través de la explícita codificación de sus estructuras. Demos un paso más
concreto y asignemos un texto a nuestro autor anónimo; consideremos por un momento
el siguiente soneto:

No me mueve, mi Dios, para quererte


el cielo que me tienes prometido;
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.

Tú me mueves, señor; muéveme el verte


clavado en una cruz y escarnecido;
muéveme ver tu cuerpo tan herido;
muévenme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera


que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.

No tienes que me dar porque te quiera,


pues aunque cuanto espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.

Una vez pronunciado un pensamiento, es decir, una vez codificado en una estructura, el
autor se presenta en dos dimensiones definidas (aun cuando pueda hacerlo, por
supuesto, en multitud de matices): A) el autor que el "crítico" trata de reconstruir a
través del texto, y B) el autor implícito que el lector crea como interlocutor necesario en
su diálogo. En el primer caso, como desarrollaremos más adelante, se trata de una labor
de arqueología textual que lleva a cabo el "especialista" del texto y que se proyecta
independiente de la antropocidad misma del texto. Es decir, no busca la comunión con
el texto, sino ir más allá de las codificaciones explícitas o implícitas para establecer lo
que quedó fuera del texto, el pensamiento que el texto por sí mismo no es capaz de
comunicar; se busca un origen más allá del texto. En el segundo caso, en el proceso que
venimos denominando diálogo antrópico, el autor es creación del lector, es el
interlocutor necesario, está más acá del texto, corresponde a la perspectiva del texto con
la que se comunica el lector. Los matices en cuanto al autor a los que hacíamos
referencia antes, son aquellos que se encontrarían en los diversos puntos de una línea, en
cuyos extremos estuvieran instaladas las posiciones aquí mencionadas.

El soneto que hemos transcrito es un buen ejemplo de este proceso y son muy
numerosos los estudios que van más allá del texto, que tratan de identificar un autor
para así intentar establecer lo que la codificación no llegó a capturar. El texto mismo, se
contextualiza explícitamente en una tradición cristiana, cuyos códigos de significación

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sirven a la vez para articular un pensamiento y para problematizarlo, para desde dentro
reconstruirlo. El contexto de su tiempo y espacio queda igualmente explícito en lo que
expresa: interiorización sentida de una creencia, pensamiento erasmista. Pero el tiempo
y espacio original del texto son únicamente eso: punto de origen. Interesan desde luego
al "especialista" empeñado en la reconstrucción del pasado, pero ese tiempo y espacio
son ya irrepetibles. Todas las demás lecturas se van a enfrentar a nuevas circunstancias
que de hecho transforman los procesos originales de codificación: por ejemplo, la
lectura de este soneto a partir de la década de los sesenta en Iberoamérica y desde la
perspectiva de la teología de la liberación (es decir, desde una postura antropológica que
destaca la humanidad de Cristo y que no hace depender el deseo de liberación de un
premio o castigo, sino de la aceptación del "otro", y que por ello ve la liberación en la
superación del círculo oprimido/opresor). Independiente de su codificación original, el
soneto adquiere desde estos nuevos presupuestos —los de la teología de la liberación—
una dimensión social innegable: la búsqueda de una superación de la posición
individualista implícita en las relaciones premio/castigo al reconocerse en el "otro" y así
problematizar toda acción motivada en razones "egoístas" de premio/castigo (la novela
Un día en la vida (1980), de Manlio Argueta, ejemplifica este punto: un día, nos dice
Lupe, la protagonista, "le iba a tirar una piedra a un sapo. Entonces conocí la voz de la
conciencia […]. Yo me quedé como paralizada. Así me di cuenta de esa voz que viene
de dentro. Esa voz que no nos pertenece. Sentí un poco de miedo. Y relacioné la voz
con el castigo. No ves que es pecado, me dijo. Y la piedra se me fue para atrás" (14-15).
En la persona liberada, la razón para la acción no podrá ser negativa —temor del castigo
— esta es la dimensión que, como en el soneto, se problematiza en la novela). El texto
visto de este modo adquiere vida, se hace dinámico, recupera, en otras palabras, su
antropocidad.

5. En los apartados anteriores hemos considerado al autor en función del texto,


detengámonos ahora por un momento en la problemática del autor en el intento de
articular un pensamiento. En el nivel más elemental, en aquél que se propone seguir
explícitamente un proceso de codificación —como sucede en el caso de las ciencias
exactas—, el pensamiento que se desea articular y el texto que lo articula pueden, en
situaciones extremas, ser fieles reproducciones el uno del otro: tal es el caso de la
expresión 10+5=15. Por lo general, las estructuras que posibilitan y codifican los
avances en las ciencias exactas facilitan este tipo de articulación. Pero incluso en estos
casos, según nos adentramos en formas más complejas del discurso, empieza también a
ser más notoria la tirantez entre la idea que se desea expresar y el código que posibilita
su articulación. Consideremos el caso simple de un libro de matemáticas con el objetivo
didáctico de un libro de clase para niños de 12 años: el código está ya establecido —
también lo está lo que se quiere comunicar— y, sin embargo, no todos los productos
finales son iguales; lo que se quiere decir, para quién se quiere decir y cómo se quiere
decir, puede coincidir y no obstante los diversos autores no son capaces, por ejemplo, de
articularlo en el mismo nivel de comprensión.

Según nos alejamos, pues, de la simple representación de una estructura depositaria


(10+5=15), tanto más problemática se vuelve la articulación de una idea. Por una parte,
el ser humano en su comunicación con el mundo, se ve forzado a hacer uso de
estructuras preestablecidas que ponen a prueba su dominio de los procesos de
codificación (por ejemplo del idioma español), a la vez que limitan también su
creatividad; por otra parte, las estructuras a las que nos referimos representan
igualmente el contexto en el que fluye su mismo devenir (en el ejemplo del río que

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venimos usando como analogía, su fluir es a la vez independiente e inexplicable sin las
márgenes que lo contienen). Un texto de Hostos —de 1863— ejemplifica con claridad
**este sentirse prisionero, este sentirse ser (conciencia de ser) en cuanto se es en un
contexto: "Nada puedo: lo que hay en mí, a pesar de mi orgullo lo confieso, es de ellos
[la otredad, el contexto]: las ideas, los pensamientos, la verdad, son una atmósfera,
producida por la vida intelectual, como lo es por la vida animal el aire que respiro:
envuelto en ella, tengo a mi pesar que respirarla y dar a mi pesar, a mi razón, a mi
fantasía, a mi interior, las sombras y la luz, la confusa claridad y las tinieblas que exhala
la vida intelectual de los demás […]. Confieso mi impotencia; nada puedo: lo que hay
en mí, me viene de los otros" (189-190) (15). En cualquier caso, lo que conviene tener
presente es que **todo texto es un producto de ese forcejeo entre la idea a
comunicar y el código en el que se articula. La tirantez entre ambos es la diferencia
que sólo en el mejor de los casos queda implícita en el texto. El producto final se
independiza, por lo mismo, de su autor, tanto en sus limitaciones como en su poder
creador. Es decir, la resistencia implícita en el código puede igualmente causar que un
texto sea inferior a la idea que lo genera, o que la supere a través de la riqueza
sugeridora de su creatividad. Pero si **el acto de comunicación, todavía desde la
perspectiva del autor, es siempre un ejercicio creador, lo es ante todo a través del
dominio, manipulación y transgresión de los recursos retóricos (16). Conviene hacer
hincapié en esta dimensión presente en toda comunicación, sobre todo si hemos de
superar la negatividad que implica el proceso deconstructivo de la posmodernidad.

Al romper con **las estructuras rígidas de la modernidad, que inducían a establecer


correlaciones fijas entre retórica y contenido, se ha pretendido borrar también las
diferencias genéricas. **La posmodernidad deconstruye la modernidad —la pretensión
de unir forma y contenido—, pero luego, en lugar de liberar ambas facetas de la
comunicación, da preferencia al contenido con olvido de los recursos retóricos que lo
articulan: con olvido del contenido implícito en la forma. En otras palabras, entre los
muchos procesos de codificación que intervienen en la producción de un texto, hay dos
esenciales: a) el idioma (por ejemplo el español), y b) la retórica del género literario que
hemos elegido para la articulación de nuestro pensamiento (por ejemplo, la retórica de
la novela, de la didáctica, de la poesía, de la obra testimonial, de la reflexión filosófica,
etc.). El primero de ellos es únicamente un código de intelección, neutro en cuanto a la
forma y al contenido, el otro afecta la forma y puede influir en el contenido. En el
discurso antrópico se reconoce que la retórica facilita procesos, pero que en ningún caso
limita contenidos. La retórica de la didáctica sólo en obras mediocres afecta la elegancia
en la expresión. La retórica del diálogo en Platón, del aforismo en Nietzsche, del ensayo
en José Martí, de la pieza teatral en Jean-Paul Sartre o de la novela en Unamuno, no
afecta de ningún modo la profundidad de la reflexión filosófica que proyectan. Por
supuesto, dada su condición de segundo "lenguaje común" entre el autor y el lector, la
retórica influye, como veremos más adelante, sobre la perspectiva con que el lector se
acerca al texto. Las retóricas de los géneros literarios son las más generalizadas, con
estructuras precisas más o menos reconocidas globalmente, y por lo tanto las más útiles
en el momento de articular un pensamiento; pero reiteremos de nuevo nuestra
afirmación anterior, de que **todo proceso de articulación se hace a través de una
retórica explícita, sea ésta más o menos precisa, más o menos generalizada. Conviene
recordar aquí, que **las retóricas de los denominados géneros en literatura, como
cualquier retórica, son estructuras en constante transformación. Se originan al
transgredir un autor un sistema de codificación reconocido. Es más, el desarrollo de la
novela, por ejemplo, se articula a través de aquellos textos que por haber hecho uso y

62
transgredido a la vez, lo que en cada caso se concebía como la retórica de la novela,
jalonan así su desarrollo a través de los siglos (17).

Al señalar anteriormente que **"la retórica facilita procesos," queríamos con ello
resaltar que la elección de una u otra forma retórica no es algo arbitrario o casual. La
retórica de la didáctica o de la filosofía, no parecen en verdad las más propicias para
articular la musicalidad de una emoción: la retórica de la poesía, por el contrario,
proporciona herramientas más aptas para el autor e incluye además implícitamente una
predisposición por parte del lector. Es decir, **la retórica implica la opción de una clave
que compromete a las tres facetas de la comunicación: a) el autor va a articular sus ideas
(o emociones) según la clave retórica elegida, b) el texto se estructura formalmente de
acuerdo a dicha clave, c) el lector se aproximará al texto a través de los presupuestos
retóricos que anuncia su forma. Pero el hecho de que el uso de una retórica precisa
facilite diversos procesos de comunicación, no implica de ningún modo limitación en el
contenido. Veamos un caso extremo, que ejemplificamos a través de la crítica a un
filósofo según la retórica de la poesía. El poeta es Antonio Machado, y en los dos
poemas que transcribimos a continuación, el autor va más allá de expresar un
pensamiento filosófico, articula una crítica a la filosofía de Kant (un proceso que con
más propiedad se redacta comúnmente a través de la retórica de la filosofía):

XXXIX

Dicen que el ave divina,


trocada en pobre gallina,
por obra de las tijeras
de aquel sabio profesor
(fue Kant un esquilador
de las aves altaneras;
toda su filosofía,
un sport de cetrería),
dicen que quiere saltar
las tapias del corralón,
y volar
otra vez, hacia Platón.
¡Hurra! ¡Sea!
¡Feliz será quien lo vea!

 LXXVII

¡Tartarín en Köningsberg!
Con el puño en la mejilla,
todo lo llegó a saber. (18)

La retórica de la poesía no afecta, como ejemplifican estos poemas, la profundidad de la


crítica. Afecta, eso sí, la forma de articular dicha crítica y exige que el lector reconozca
la retórica de la poesía y haga uso al leer el poema de las diversas retóricas en él
implícitas: el consciente juego metafórico, referencias pictóricas, contextos literarios y
yuxtaposición de ideas, son apenas algunos de sus recursos.

63
B) El texto

**E l signo, base de la estructura depositaria que posibilita el discurso de la


modernidad, al entrar en crisis, es también la fuente de su problematización. En este
sentido, el texto escrito, medio predilecto de la expresión literaria, ejemplifica
perfectamente las tres etapas generales que caracterizan su paso del discurso de la
modernidad a un discurso antrópico. En una **primera etapa, el texto era la
codificación unívoca del mensaje que el autor transmitía al lector. La función de éste era
la de descifrar su contenido, también unívoco. Tal es el esquema mecanicista de causa
efecto del proceso repetitivo que caracteriza en casos extremos la comunicación
depositaria: el acto mecánico de leer en voz alta una palabra que reproduce el mismo
sonido una y otra vez. Cuando esta relación, válida en el nivel primario, mecánico, de
las convenciones que sostienen una estructura dada (en el ejemplo anterior las reglas de
pronunciación y combinación de los signos que se agrupan para constituir el nivel
representativo de un idioma), se traslada al plano conceptual con la misma pretensión de
significación depositaria, se da lugar a lo que hemos venido llamando aquí discurso de
la modernidad.

La **segunda etapa coincide con la entrada en crisis del discurso de la modernidad. Se


empieza en ella estableciendo una distinción entre los dos esquemas mencionados
anteriormente. El primero, que no pretendía significar fuera de una establecida
convencionalidad, que se hacía expresa al mostrar de modo explícito las reglas que
gobiernan su estructura, se acepta sin problematización como lo que es: un discurso
depositario que posibilita el diálogo (por ejemplo, las reglas ortográficas de un idioma
concreto). El segundo esquema, sin embargo, que pretendía acarrear significado
(expresión unívoca de un sentido), sin reconocer previamente su ineludible localización
en un espacio y un tiempo (su contextualización), entra enseguida en crisis. La
perplejidad, naturalmente, no proviene sólo por desconocer la naturaleza depositaria del
texto en cuanto signo, sino principalmente por querer proyectar a través de él un
contenido igualmente mecánico, en cuanto poseedor de un sentido unívoco y por lo
tanto repetitivo. La perplejidad se origina especialmente ante lo que se percibe como
incapacidad del texto para reproducir al autor en el lector. Es decir, por no aceptar,
como punto de partida, el origen dinámico de la contextualización de todo texto tanto en
el devenir de su autor como en el de sus posibles lectores.

La **tercera etapa, siempre presente en una lectura que sea consciente de la


antropocidad del discurso humano, y que apenas comienza ahora a ser articulada, es
aquélla que reconoce la estructura depositaria de todo medio de comunicación, pero que
desglosa el acto de comunicación del medio depositario que la proyecta.
Consideremos esta afirmación en las tres facetas que la rigen.

1) El autor, como ser humano, no es en ningún momento un algo hecho; su naturaleza es


dinámica, es un estar siendo. Todo acto de comunicación implica, entonces, un proceso
doble de confrontación: en el primero, 1. **el autor fija un momento de su devenir
íntimo, que distancia y objetiva, a fin de poderlo atrapar y así comunicarlo (lo que
anteriormente denominamos la narrativa histórica); en el segundo, 2. **se enfrenta a
procesos externos de codificación ya establecidos y mediante los cuales intenta
comunicarse; es decir, produce un texto que ahora es también resultado de un sistema
depositario en el que trata de contextualizarse externamente, o sea, intenta fijar en un
tiempo y espacio concretos un corte en su devenir. En el autor, pues, el acto de

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comunicación y el medio nunca llegan a identificarse (esta es, desde otra dimensión, la
diferencia que causaba el sentir agónico del Hostos de la cita anterior). El medio, el
texto, es siempre una necesidad imperfecta que nunca corresponde exactamente al
devenir del autor ni, como veremos más adelante, llega al lector con un sentido unívoco:
desde el principio aparecen desglosados el acto de la comunicación y el medio
depositario que necesariamente ha de usar.

2) La segunda faceta se inicia tan pronto como se articula el texto. Las reglas de la
estructura que hicieron posible la codificación original del autor, están ellas mismas en
constante transformación. Entre los casos extremos de las estructuras que permanecen
vigentes (10+5=15) y aquellas otras cuya codificación se hace incomprensible para el
lector de nuestros días (el caso de los jeroglíficos egipcios), existe una rica gama de
innumerables matices. En estos casos límites, precisamente por su condición radical, las
opciones del texto parecen más simples: en el primer caso, la permanencia intacta del
sistema de codificación aporta al texto un valor depositario (por tanto indiferente de su
estructura); en el segundo caso, como las reglas de codificación no forman ya parte de
nuestro discurso axiológico del estar, el texto se acepta en su comunicación humanística
(por tanto también indiferente de su posible estructura originaria). Lo más frecuente, sin
embargo, y esa es **la condición del texto literario, es su ubicación en una posición
intermedia; es decir, **de los dos términos de la codificación, el significante
permanece reconocible, mientras el significado ha experimentado alteraciones más
o menos profundas. **La codificación original se presenta ahora en la historicidad de
su propia transformación: son nuevas golondrinas que llegan a anidar en los
significantes originarios, pero que, al igual que en el poema de Bécquer, ya no son las
mismas. La experiencia originaria es irreplicable.

3) La tercera fase del proceso requiere del lector que asume de nuevo, en el sentido
dinámico de su propio devenir, esa comunicación previamente contextualizada en un
espacio y un tiempo concretos. Como veremos luego, **el nivel de contextualización
depositaria del texto, la historicidad que marca su transformación, es secundario en el
acto de comunicación humanística, pues **la comunicación no depende tanto del
signo como del lugar que va a ocupar en el devenir del lector. Aquí podemos usar
de nuevo el ejemplo de un jeroglífico y los matices que se pueden establecer en cuanto a
la contextualización depositaria que pueda hacer un arqueólogo que descifre el proceso
de codificación de sus signos y aquella otra persona que observa el texto en la vitrina de
un museo. Consideremos dos casos extremos: a) el de un arqueólogo que es capaz de
descifrar a través de los códigos implícitos o explícitos en el jeroglífico, el funcionar del
discurso axiológico del estar que sirvió de base a la contextualización original del texto;
b) supongamos en el otro extremo el caso de una persona que visita el museo y observa
el jeroglífico en una vitrina, pero que no toma conciencia de su precisa codificación en
el discurso axiológico del estar de una época, y se comunica con él como si fuera una
pintura abstracta. En ambos casos el índice de lo que se asume será distinto y
dependerá, ciertamente, de las diferentes estructuras que se tomen en consideración;
**pero el acto mismo de comunicación, al nivel del discurso antrópico en que se
produce, en el devenir del "lector", puede ser en este sentido, como ampliamos más
adelante, independiente de procesos fijos de contextualización .

Establecida de este modo la independencia inherente entre los tres polos de la


comunicación (autor-texto-lector), se hace posible superar el constreñimiento que nos
imponía el discurso de la modernidad. **El texto implica ahora comunicación en una

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multiplicidad de dimensiones, pues sólo en el ejercicio hermenéutico podemos hablar de
multiplicidad de niveles. Detengámonos por un momento en esta distinción: a)
multiplicidad de niveles y b) multiplicidad de dimensiones.

A) **En el discurso de la modernidad, el texto se desplegaba en cuanto mensaje, es


decir, como portador del autor en el lector; **la profundidad en los niveles de
comprensión determinaba por ello mismo un nivel de comunicación. Es precisamente
esta relación la que da lugar a la crisis de la modernidad. En efecto, **al mediatizar el
signo, o sea, al distanciar el signo del mensaje, se problematiza la misma posibilidad de
la representación totalizadora de éste y por lo tanto la posibilidad de comunicar con
integridad el propósito del autor. Y como **en el discurso de la modernidad la
posibilidad de comunicación se hace depender de la posibilidad de capturar (en un
sentido unívoco y totalizador) el mensaje que acarrea el texto, la problematización de
dicha posibilidad, problematiza igualmente la posibilidad de toda comunicación. Pero el
hecho de reclamar la independencia de las tres partes (autor, texto, lector) en el acto de
comunicación antrópica, no implica un rechazo de los distintos niveles de comprensión
siempre presentes en todo texto. Implica, eso sí, que el acto de comunicación es
independiente de tales niveles. Implica también la liberación del lector. Ya no existe una
lectura más propia que otra, más completa que otra, existen únicamente objetivos
diversos que han de guiar cada lectura. De ahí las dos grandes categorías de lectores,
sobre las que nos detendremos más adelante, pero que conviene ahora mencionar: 1)
aquellos que buscan únicamente una comunicación íntima con el texto, y 2) aquellos
que hacen de la hermenéutica su especialidad y buscan exteriorizar los diferentes
niveles de contextualización tanto en cortes sincrónicos como en sus transformaciones
diacrónicas.

B) La superación del discurso de la modernidad (la toma de conciencia de la


antropocidad del discurso axiológico), conlleva precisamente la recuperación de dichos
polos de comunicación, al restituir al autor y al lector la dimensión dinámica, humana,
que la expresión depositaria había cosificado en el tiempo y en el espacio que fijaba el
texto mismo, aun cuando se pretendiera transcender a ambos. Es decir, **en el discurso
antrópico, el texto se reconoce como contextualización dinámica, temporal y espacial,
de un acto de comunicación. Por supuesto, como exteriorización se realiza en una
estructura depositaria codificada ahora en un sistema de convenciones cuya
decodificación constituirá el objetivo de la nueva hermenéutica. Pero el autor legítimo
del texto (como en el caso límite del jeroglífico) no importa como tal; importa, eso sí, el
**autor implícito, que a la vez incluye y supera y proyecta, al legítimo en el texto y en
el lector, como origen de la codificación y como "el otro" de toda comunicación
humanística. Por ello, mientras el texto se despliega en una multiplicidad de "niveles"
según se problematizan las distintas estructuras depositarias implícitas en él, la
comunicación misma, que supone de nuevo integrar las estructuras depositarias en el
proceso dinámico del devenir humano, se realiza independiente de tales niveles, aun
cuando se haga en "dimensiones" contextualizadas en dichos niveles. El ejemplo que
venimos citando de un texto jeroglífico puede servirnos de nuevo en una concreción de
lo aquí expresado. Como signo, el jeroglífico es una contextualización depositaria, que
se origina en un espacio y un tiempo concretos y que responde a estructuras
fundamentadas en convenciones. Como signo, por tanto, puede ser problematizado en
un proceso que profundiza en las distintas estructuras que implica: la estructura de sus
rasgos gráficos que permite al arqueólogo "leer" el jeroglífico, la estructura, entre otras
muchas, de su contexto histórico en cuanto social, político, religioso, económico. Es

66
decir, en cuanto signo, implica la posibilidad de una profundización en diversos niveles
de significación depositaria, quizás en cadena sin fin como diría Derrida, pero que
resultan secundarios en el **momento de la comunicación, que, como señalamos,
consiste en introducir una o varias estructuras depositarias en el devenir del posible
lector: la persona que observa el texto jeroglífico en la vitrina de un museo y que se
comunica con él quizás en el sentido emotivo de una pintura o en el contexto referencial
de una película.

La hermenéutica que proponemos no pretende, por tanto, alcanzar, atribuir al texto un


significado unívoco en el lector y con ello se supera la aporía del discurso de la
modernidad. **Lo que se busca es problematizar el signo, reintegrarlo a las sucesivas
contextualizaciones a través de las cuales se ha preservado, para así ir desglosando las
distintas estructuras implícitas en él. En este sentido, aun cuando podemos partir del
reconocimiento de que todo texto encubre una complejidad de contextos, el hecho de
que no todos fueran concebidos con el mismo objetivo, posibilita igualmente establecer
a priori ciertas categorías que nos van a guiar en la esquematización de tal
hermenéutica. En cualquier caso, obsérvese que **hablamos de "problematizar el
signo" y no de "deconstruir el signo"; problematizar, como quedó ya señalado, es un
proceso afirmativo; implica buscar significado en la contextualización; "deconstruir"
representa en el discurso de la posmodernidad descubrir máscaras de significado; es
decir, posponer el momento de pronunciarse a través de un diferenciar y así diferir el
acto "final" de significar. Pero regresemos de nuevo al "texto".

**En un primer nivel, en el más elemental, el texto se presenta explícitamente como


portador de una estructura depositaria que busca primordialmente un significar también
depositario. Tal será el caso, por ejemplo, de un libro de geografía física que describa
las particularidades del continente americano. Cuando se anota la extensión territorial de
Bolivia o se enuncian los nombres de sus montañas o ríos, se hace bajo una estructura
convencional, la del libro de geografía física, sin pretender significar más allá de los
límites de dicha estructura. Es decir, con ella no se intenta una comunicación
humanística, del mismo modo que las reglas ortográficas que fijan la convención de la
expresión escrita de un idioma, tampoco significan primordialmente fuera del nivel de
su propia estructura. Decimos "primordialmente" para deslindar, incluso en este primer
nivel, el objetivo de la estructura expresada, del de cualquier otro que se proponga la
investigación de las causas que motivaron dicha estructura: Cuando escribimos un texto
o lo leemos, las razones por las cuales, por ejemplo, el término "humano" se escriba con
"h" y que esta "h" en español no se pronuncie, son por lo general inconsecuentes, aun
cuando en el nivel lingüístico, dichas consideraciones puedan dar lugar a un tipo de
estructura diferente. En el anterior libro de geografía física el lector busca y reconoce el
dato depositario como objeto del texto. Como en estos casos el propósito no es la
comunicación antrópica, sino el de fijar el código depositario de una estructura desde
unas bases convencionales que luego hagan posible tal comunicación, todo lo que se
requiere para establecer dicha estructura en el sentido unívoco de su propio código, es
su exteriorización (indicar, por ejemplo, que la altura de la montaña se mide en metros o
en pies o incluso, como se hacía en textos antiguos, por el tiempo que se tarda en llegar
a su cumbre caminando). La dimensión convencional de estas estructuras depositarias se
acepta siempre implícita o explícitamente. Si en una clase de idiomas se pidiera a un
alumno que pronunciara la palabra "club", la pregunta inmediata sería ¿en qué idioma?
Las letras y su orden en la palabra es el mismo en español, inglés y francés. Pero el
hecho de que la "u" se pronuncie en cada caso de un modo diferente, motivaría la

67
pregunta del estudiante informado. Este es el sentido que deseamos afirmar cuando
hablamos de la dimensión depositaria. En estos casos basta con constatar las reglas de
codificación que rigen una estructura: pronunciar, por ejemplo, la palabra "club" según
las reglas de codificación del idioma español.

**En un segundo nivel, el texto, a través de sus peculiares estructuras depositarias, se


proyecta con el propósito explícito de significar en el lector en un nivel superior. Nos
referimos aquí a aquellos textos que por medio de estructuras depositarias simples (las
expresadas anteriormente), tratan de dar sentido a la complejidad de las
contextualizaciones del devenir humano. En estos casos, en los que el texto mismo
explicita las estructuras depositarias en las que fundamenta su propia contextualización,
la hermenéutica se dirige preferentemente a la problematización de las relaciones que se
establecen entre dichas estructuras, mientras ellas mismas son presentadas y aceptadas
como convenciones necesarias. Así, por ejemplo, un libro teórico sobre poesía que
establezca las estructuras de las características que se repiten con más frecuencia en el
proceso de versificación. En esta situación, las estructuras depositarias que se van a
relacionar son concretas: hablamos de rima consonante o asonante, de versos de arte
mayor o arte menor, de estrofas, de tercetos, de sonetos, etc., o sea, de las estructuras
convencionales que anotábamos en el primer nivel y que significan sólo en sí mismas.
Por ello indicamos que la problematización en este nivel se ocupa de las relaciones, es
decir, del modo cómo se contextualizan dichas estructuras en el proceso de definir lo
que es un poema. Este es el nivel, por tanto, de los géneros literarios, de los recursos
retóricos, que identifican la forma del texto en el sentido de una primera clave de
aproximación, en la que, generalmente, el texto hace coincidir la intención del autor y
los supuestos con los que el lector se aproxima a él. Este nivel de codificación es
también el que determina las clasificaciones de ensayo, novela, tratado, diccionario,
poesía, etc., bajo las cuales el mundo editorial agrupa las producciones humanas.
Aunque regresaremos más adelante a las implicaciones hermenéuticas que supone este
punto de contacto entre el autor y el lector, conviene deslindar desde ahora la dimensión
formal que los géneros proyectan, del contenido que a través de ellos se exprese. La
vieja polémica entre filosofía y literatura (Platón, Aristóteles) perdura en nuestros días,
precisamente por no llegar a deslindar la forma del contenido. El proceso de
codificación formal —el que caracteriza a los géneros—, nos parece ahora obvio, es
independiente de su contenido aun cuando pudiera condicionarlo.

**El tercer nivel, siempre dentro de la esquematización con que simplificamos la


riqueza de matices de cualquier discurso, se refiere a aquel texto que en su
contextualización de un intento de comunicación omite la referencia expresa al código,
a las estructuras depositarias que lo posibilitan. El proceso hermenéutico implica ahora
una doble dimensión que corresponde a los dos niveles antes desarrollados. La primera
etapa es deconstructiva, o sea, se problematiza el texto para que nos vaya descubriendo
los diversos niveles de estructura que encubre. El proceso, si es sistemático, se aproxima
desde las estructuras depositarias más simples, es decir, aquellas que significan
únicamente en sí mismas (p. e. que los signos se agrupan según el código del español
mexicano o que se trata de un soneto). El establecer estos fundamentos depositarios es
necesario para que, desde su comienzo, el proceso hermenéutico no pretenda
constituirse él mismo en fuente de significación, fuera de la que va ya implícita en todo
intento de establecer la contextualización de las estructuras depositarias. Es necesario
mantener presente ante **el signo que éste sólo implica una contextualización en el
espacio y en el tiempo de un autor implícito en su devenir y en comunicación con su

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propio contexto. Es decir, **la hermenéutica, en el discurso antrópico, se ocupa
únicamente de explicitar y desglosar las distintas estructuras, de mostrar los códigos que
las gobiernan, de problematizar su carácter convencional y, en fin, de establecer los
posibles grados de contextualización presentes en la complejidad de todo texto. Se
supera de este modo la pretensión hermenéutica del discurso de la modernidad que
ambicionaba captar el "significado" del texto (su sentido transcendente) en su totalidad.
**Desde el discurso antrópico, la hermenéutica se fija como objetivo el descubrir
contextualizaciones que se originan y transforman en proyección dinámica, pues el acto
de significar, de comunicación, de diálogo, como luego veremos, se dará de nuevo en la
dimensión dinámica del devenir del lector.

C) El lector

En el discurso de la modernidad se llega a equiparar al hombre con sus realizaciones, de


ahí que se establezca la correspondencia "emisor-mensaje-receptor" como base de toda
comunicación. En realidad se opera como si el proceso de codificación/decodificación
pudiera ser algo mecánico, capaz de ser repetido en su integridad una y otra vez.
Hablamos de "comunicación" y nos referimos al teléfono, a la televisión, a la
computadora, y trasladamos este mismo sentido a la comunicación que se efectúa entre
dos seres humanos. Así, a fuerza de interpretar como "comunicación" la exacta
decodificación del "mensaje" (la imagen que se reproduce en el aparato de televisión)
que el emisor (la estación de televisión) ha codificado, cosificamos también al ser
humano. El éxito alcanzado en el nivel mecánico de reproducir con precisión el mensaje
emitido en el receptor, acarrea un sentimiento de estar en control que se traslada, **en
el discurso de la modernidad, a las relaciones humanas en busca de capturar igualmente
nuestro devenir exteriorizándolo, es decir, ignorando nuestra historicidad, nuestra
esencialidad dinámica, nuestra realidad antrópica: **nuestro ser en la
transformación.

Intentamos superar este anquilosamiento comenzando, al nivel simbólico, con la


problematización de los términos "emisor-mensaje-receptor" para devolverles, en un
discurso antrópico y especialmente en nuestro contexto literario, la dimensión humana
que implicamos en los términos de "autor-signo-lector". En cualquier caso, como
señalábamos anteriormente, todo acto de comunicación se conceptúa a través de una
contextualización que sólo puede exteriorizarse en estructuras depositarias. **La
comunicación, por supuesto, se efectúa al reintegrar de nuevo dicha contextualización
en la dimensión dinámica del devenir del lector. Es decir, las estructuras depositarias
(procesos de codificación) siguen siendo el medio que posibilita la comunicación. La
superación del discurso de la modernidad, ahora desde la perspectiva del lector, se
alcanza cuando **la dimensión depositaria de toda estructura no se presenta como fin
sino como medio de comunicación con el otro.

La superación del discurso de la modernidad implica igualmente disolver la estructura


de rígida conexión entre el "emisor-mensaje-receptor". En el mundo de las realizaciones
humanas tal conexión es necesaria: la emisora y el aparato de radio precisan de exacta
coordinación en la emisión y recepción de las mismas hondas. En la comunicación
humana, tanto el autor como el lector gozan de absoluta independencia (por supuesto,

69
dentro de los límites implícitos en la imposibilidad de prescindir de los códigos ya
establecidos en el momento de articular lo pensado o sentido: recordemos la expresión
agónica de Hostos en el ejemplo antes citado). Por ello señalábamos anteriormente que
las diversas estructuras depositarias de cualquier contextualización son en realidad
secundarias en el momento de la comunicación; es decir, la comunicación se efectúa,
como dijimos, a través de dichas estructuras, pero la priorización de éstas, así como el
índice de su dimensión no se puede cuantificar, pues llega a ser únicamente en el
devenir del lector. Hagamos uso de una situación límite para ejemplificar este proceso:
dentro de las estructuras más estables, en el sentido de que sus relaciones
convencionales son aceptadas como totalidades depositarias necesarias para comprender
el contexto de nuestro entorno, se encuentran aquellas estructuras que refieren al mundo
físico (así, por ejemplo, la temperatura de solidificación o vaporización del agua que
sirve como punto de partida para la construcción de nuevas estructuras). Pues bien,
incluso estas estructuras depositarias que en sí no pretenden aportar significado, pueden
ser recibidas por el "lector" en dimensión humanística. Tal sería el caso del discurso
científico de Einstein al problematizar y trasladar a una nueva dimensión el discurso
también científico de Galileo y de Newton.

Al destruir la correspondencia rígida que caracteriza al discurso de la modernidad,


destruimos también la posibilidad de establecer necesarias correspondencias entre el
autor, el signo y el lector. Pues incluso en el caso extremo de un autor que se comunique
en dimensión depositaria (pretender que su devenir corresponda con el devenir de los
demás), y que consiga expresarse igualmente en un discurso que oculte las estructuras
depositarias que lo contextualizan, incluso en esta situación límite, el lector puede hacer
de ese discurso un discurso humanístico al ver en él únicamente una dimensión de su
contextualización, o sea, de su comunicación con el mundo.

Expresada la relación "autor-texto-lector" de este modo, **el objetivo de la


hermenéutica será la decodificación del texto como un fin en sí mismo. Su realización
será independiente de la "intención" del autor y no pretenderá entregar al "lector" una
significación particular como si fuera la "verdad" del texto. El signo, en sí, siempre
supera en sus probables y renovadas estructuras depositarias, el posible sentido de su
contextualización original en el devenir (dimensión dinámica) del ser humano que lo
hizo posible. Y el signo se proyectará igualmente en el lector, independiente de los
niveles de decodificación, en una dimensión que no reside en el signo como tal, sino en
la interioridad de su devenir individual, donde se contextualiza al ser asumido. Colocar
el texto en el centro del proceso hermenéutico no significa, sin embargo, proclamar su
independencia del autor implícito o del lector, y no significa tampoco convertir la
hermenéutica en una experiencia lúdica.

1. **El autor importa como un punto de confluencia en la contextualización. Pero su


comunicación, que es un proceso dinámico, cae fuera del dominio de **la
hermenéutica, la cual se ocupa únicamente del texto que nos lega, como
contextualización de dicho proceso en el espacio y en el tiempo. Por supuesto, el texto
se inicia en el autor, representa cómo éste se comunica con el mundo; es siempre una
respuesta a preguntas que surgen de su entorno, y en este sentido se encuentra siempre
inserto tanto en las estructuras depositarias de sus otras producciones como también en
su propia continua contextualización en el espacio y en el tiempo. Una vez reconocida
esta ineludible conexión, conviene de nuevo acentuar que**toda comunicación es un

70
acto de contextualización a través de estructuras depositarias; es decir, a través de
estructuras convencionales que no significan fuera de sí mismas.

2. El lector importa en dos niveles independientes aun cuando relacionados entre sí,
pues en ellos la hermenéutica transciende sus objetivos al explicitar posibles
dimensiones de la comunicación. En **un primer nivel, el lector en su comunicación
con el mundo, en su devenir, se contextualiza y contextualiza a la vez las estructuras
depositarias recibidas. En este sentido, cuando un lector contextualiza un texto, su
recepción del mismo supone ya una nueva estructura depositaria que de algún modo se
añade al texto original (así, por ejemplo, la figura del Don Juan a través de Tirso,
Zorrilla, Valle Inclán, Marañón). El Quijote, como personaje, se encuentra
ineludiblemente inserto en la tradición cultural de Occidente en una complejidad de
estructuras depositarias que, con mucho, superan la contextualización originaria de
Cervantes. El segundo nivel se encuentra, precisamente, en este mismo proceso de
contextualización —tanto del autor implícito como del lector a través del texto en la
creación de nuevos textos— que posibilitan las convenciones de las estructuras
depositarias y que a la vez modifica continuamente, a veces de modo imperceptible,
pero en ocasiones de modo radical. Y es aquí donde **la hermenéutica, en el discurso
antrópico, transciende su objetivo, pues su labor problematizadora, a veces
deconstructiva, en el sentido de ir exponiendo las diferentes estructuras depositarias
implícitas o explícitas en el texto, abre también nuevas dimensiones de comunicación en
los posibles lectores. Consideremos ahora de un modo más sistemático el lugar de la
hermenéutica en el discurso antrópico.

3. Proceso hermenéutico

La superación de las limitaciones de la modernidad libera igualmente el "texto" de todo


intento de querer pronunciarlo, en el sentido de afirmar, de fijar su significado. **El
énfasis se traslada del texto al receptor, al lector. Detengámonos por un momento en
esta afirmación. **El discurso de la modernidad privilegia el texto y por ello hace
coincidir el acto de comunicación con el acto de atrapar el texto, de "comprenderlo".

Ejemplifiquemos esta posición a través de **la hermenéutica que propone Noe Jitrik,
para quien "leer consiste en ‘comprender’ un texto, en el sentido de captar las ideas o
conceptos o contenidos o mensajes que las palabras, que también hay que conocer,
vehiculizan o las frases expresan" (29) (19). Los lectores se clasificarán luego según se
acerquen a esa comprensión totalizadora del texto, según se acerquen a lo que Jitrik
denomina una "lectura consciente": **"Los niveles a los que me refiero son el literal, el
indicial y el crítico" (35). La explicación que nos proporciona Jitrik de esta
clasificación enmarca bien lo que yo vengo denominando discurso de la modernidad:

Llamamos **"literal" a la lectura más espontánea e inmediata que se puede hacer […],
se limita a lo superficial o, dicho de otro modo, entiende que todo lo que la lectura
puede dar está en la superficie; en tal sentido la podríamos entender como lectura
‘inconsciente’ porque rehusa crearse las condiciones para llevar al plano consciente la
diversidad de procesos en las que radica tanto el texto como la lectura. (35-36)

71
La lectura **"indicial" propone cierta distancia respecto del efecto de superficialidad
[…]; es la lectura de señales, de registros, de observaciones, de reacciones que son
como indicios de una organización superior […] lo indicial tiene un carácter de
"preconsciente". (36)

La lectura **"crítica" sería, en este esquema, culminatoria; es la que organiza indicios


de forma tal que si por un lado recupera todo lo que la lectura literal ignora y la indicial
promete, por el otro debe ser capaz de canalizar de manera orgánica el conocimiento
producido en todo proceso de lectura. (36)

En el discurso antrópico el texto es un producto de innumerables contextualizaciones,


tanto en el acto mismo de su creación como en la historicidad de los códigos que lo
articulan, y está destinado igualmente a innumerables posibles contextualizaciones en el
lector. Según el discurso de la modernidad (como ejemplificamos con Jitrik), la única
lectura "consciente" es la lectura que capta en su totalidad el significado del texto. **La
hermenéutica antrópica surge precisamente de la doble problematización de esta aporía:
a) la imposibilidad de captar la totalidad del significado del texto, en cuanto implica una
narrativa histórica; y b) lo irrelevante del concepto totalidad en el fluir antrópico
(totalidad implica perfectividad, inmovilidad, conceptos sólo posibles en la cosmovisión
de la modernidad). **La comunicación en el discurso antrópico no puede residir, pues,
en el texto, que es sólo un medio; pero **el texto a su vez es un documento del devenir
humano, y por lo tanto lleva implícita la aproximación a la lectura "crítica" que propone
Jitrik.

Al eliminar la necesidad de causa-efecto que nos imponía el discurso de la modernidad,


y aceptar la independencia del lector, cambiamos también la dirección de dicha relación.
En el discurso de la modernidad el proceso era claro: autor® texto® lector. En un
discurso donde se reconozca la antropocidad de todo proceso de contextualización,
queda igualmente liberada la rigidez de este proceso: autor« texto« lector. Es decir,
no es el texto el que necesariamente va a reproducirse en el lector, sino que también el
lector se aproxima al texto en el acto de comunicación y puede, en casos extremos, dar
significado al texto independiente e indiferente de su codificación original. Visto desde
esta perspectiva, **hay un elemento de suma importancia que interviene en el acto de
aproximarse del lector al texto: el objetivo. Y en este concepto, básico en el diálogo
antrópico, encontramos el fundamento para una nueva hermenéutica. Ello nos permite
igualmente independizar, en términos absolutos, el "texto" del "lector" (esta
independencia, en casos límite, puede incluso aplicarse al primer lector de todo texto: al
mismo autor). El tipo de apropiación que hagamos ahora de un texto, dependerá del
objetivo con que nos aproximamos al mismo. Abrimos así las puertas a una nueva
dimensión de posibles lecturas, a las que el discurso de la modernidad les negaba
validez. Nótese que no nos referimos a reconocer la validez de cualquier posible lectura
(problema que lleva a la perplejidad de la posmodernidad), sino a deslindar a través de
los posibles objetivos que motivan una lectura, la validez de la misma. Y sí, de nuevo
podemos, como veremos más adelante, hablar de validez de una lectura en el discurso
antrópico. Aun cuando en las páginas que siguen se desarrolla la implicación de los
distintos niveles de "lectura" (apropiación del texto), conviene desde ahora
problematizar el concepto de una "lectura válida". Precisemos las razones que conducen
a la aporía de la posmodernidad, según la plantea, por ejemplo, Stanley Fish, cuando
nos dice a propósito de los distintos niveles de lectura que "eso significa en la crítica
literaria que ninguna interpretación puede presentarse como mejor o peor que cualquier

72
otra, y que en el salón de clase ello implica que no tenemos respuesta para el estudiante
que nos dice que su interpretación es tan válida como la nuestra." (20) El pensamiento
de la posmodernidad establece sus parámetros desde los principios que deconstruye; es
decir, desde el concepto de "un significado" que transcienda el texto y desde una
interpretación que transcienda al lector. Ni lo uno ni lo otro es posible ni afecta a la
comunicación que se busca en todo texto. Veamos por qué.

El pensamiento de la posmodernidad, y **Stanley Fish en su estudio, demuestra


convincentemente que **la historicidad de todo signo anula la pretensión de la
modernidad de poder atrapar "el significado" de cualquier signo. Pero una vez
establecida esta ruptura necesaria con el pensamiento de la modernidad, sus
representantes parecen detenerse ante la perplejidad que supone la serie indefinida de
las posibles interpretaciones implícitas en todo signo. Necesitamos ahora, como hemos
ya señalado y desarrollaremos más adelante, dar un paso más: necesitamos asumir la
historicidad del signo, y a la vez relegarle a la posición neutra que le corresponde; es
decir, reconocer que se trata simplemente de un medio para la comunicación. En el
discurso antrópico que estamos proponiendo, el lector adquiere el papel de protagonista,
pero en un sentido mucho más complejo del que se le otorga en el discurso de la
posmodernidad y que se refiere no sólo a los múltiples posibles textos "fuera" del texto,
sino también a la selección de los procesos de codificación con los que se aproxima al
texto. En cierto modo, toda interpretación lleva implícita cierta búsqueda especular,
donde la apropiación del texto acarrea, quizás ineludiblemente, el reflejo de la imagen
del lector. Siempre es así en la apropiación íntima del texto, como desarrollamos más
adelante, pero este reflejo especular se encuentra también presente, en formas más o
menos tenues, en todo análisis textual, en la selección y prioridad que se otorga a los
diferentes procesos de codificación que posibilitan la "lectura" de un texto. En cualquier
caso, el solo hecho de que la interpretación se inicie en el lector (no decimos que
dependa, sino únicamente que se inicia), nos lleva a considerar dos grandes grupos de
posibles interpretaciones extremas: a) **la que se realiza en la intimidad del lector, sin
propósito ulterior de comunicarla a otros posibles lectores; y b) aquella interpretación
que pretende pronunciar el texto, o sea, dar un significado al texto para el consumo de
otros posibles lectores. En el primer caso, la "validez" de la interpretación se ajusta a
unos parámetros internos de la persona que la efectúa. En esta dimensión íntima
podemos decir que cualquier interpretación es "válida": yo, como lector, asumo un texto
en mi devenir, busco sólo que signifique en mí y para mí (y como se hace en el fluir de
un estar siendo, se trata también de una contextualización irrepetible: ese es el
verdadero sentido del verbo asumir en un discurso antrópico).

En el segundo caso, se procura superar la intimidad subjetiva al buscar que el


significado en mí pueda ser también compartido por otros; es decir, los parámetros que
hagan posible la interpretación ya no podrán ser únicamente los íntimos míos, sino
aquéllos, coincidan o no, que correspondan a los códigos culturales que van a
estructurar mi comunicación. En este segundo tipo de comunicación —interpretación
para el consumo de otros—, mis afirmaciones deberán ir avaladas por explícitas
referencias a los procesos de codificación que las hacen posibles. Es decir, la
interpretación dependerá de los códigos que se apliquen al texto, y su "validez" podrá
ser juzgada desde dos perspectivas: a) validez en cuanto al rigor con que se aplica un
proceso de codificación y b) validez en cuanto a lo pertinente de dicho código en la
contextualización del texto a interpretar.

73
Ejemplifiquemos este proceso a través de dos categorías extremas, que nos van a servir
también para luego parcelar la riqueza de matices de las innumerables posibles lecturas.
La primera, que sólo es necesario enunciar, es aquella a la que pertenece la lectura que
se realiza en el devenir íntimo de una persona. En este caso, el texto es únicamente el
resorte que induce la "lectura"; su realidad es secundaria, lo fundamental es su
contextualización en el devenir del lector. No existe ni puede existir hermenéutica que
explique o ayude esta "lectura". Es también una lectura irrepetible. Usemos un ejemplo
que nos permita percibir la magnitud y profundidad de esta lectura, y por qué la
hermenéutica del texto es en este caso secundaria o inconsecuente. Consideremos la
lectura del poema de Bécquer citado anteriormente, ("Volverán las oscuras
golondrinas"), que es leído por una persona como un texto que trae a la memoria un
paseo por el parque cuando era todavía adolescente y se sintió por primera vez
enamorada. En este caso la rima o la clase de estrofa, o los acentos rítmicos, pueden
muy bien pasar desapercibidos. Al lector le trae sin cuidado cómo clasifica la crítica
académica el poema, y no le importa tampoco su posible contenido filosófico, ni cuándo
ni quién lo escribió. El poema fue nada más (pero también nada menos), que el resorte
que dio lugar a la interiorización del lector en su propio devenir. Se trata de una lectura
legítima, de una lectura profunda, de una lectura, en fin, irrepetible, que cae fuera del
dominio de la hermenéutica, aun cuando pudiera muy bien ser comunicada a través de
un texto, con lo que pasaría entonces de nuevo a poder ser objeto de la hermenéutica.

Esta apropiación del texto en el propio devenir es, por lo demás, la lectura normal, la
más consciente de la propia antropocidad. **La lectura se convierte en un acto de
comunicación íntima, de comunión con el texto. Este es el modo también como el ser
humano se comunica con su entorno. Por ejemplo, la lectura, mientras viajamos por la
autopista, de un número en una señal de tráfico con la velocidad máxima autorizada, no
genera normalmente un proceso de "interpretación", sino de apropiación; es decir, se
contextualiza en el devenir de la persona, por ejemplo la velocidad que lleva, y si ésta es
superior a la máxima, le podrá recordar la última multa por exceso de velocidad. En
cualquier caso, la lectura que tiene lugar es la que hemos denominado única en el
preciso contexto del fluir del lector.

La hermenéutica se baja así del pedestal de otorgadora de significado que le concedía el


discurso de la modernidad. Lo cual no implica, sin embargo, que el proceso
hermenéutico no sea necesario. Todo lo contrario, adquiere ahora un valor pivotal en el
diálogo entre las personas y, sobre todo, como ejemplificamos en capítulo más adelante,
en las relaciones sociales. Se trata únicamente de una**nueva hermenéutica que limita
su función a hacer explícitas las codificaciones que gobiernan las estructuras que
determinan nuestras relaciones. Consideremos ahora la otra categoría extrema en la que
agrupamos cierto tipo de lectores. Nos referimos al lector especialista, al hermeneuta, al
que se propone la explicación de un texto. Tracemos una línea que nos represente de un
modo más gráfico esta relación:
O
·            · C           S·

Consideremos ahora **el punto extremo "S" como el extremo de apropiación subjetiva
del texto. Una situación semejante como las anotadas anteriormente, en las cuales el
texto significa en la contextualización íntima, y con frecuencia irrepetible, en el lector.
En **el extremo "O" se colocaría la exteriorización extrema objetiva del texto: señalar,
por ejemplo, el contexto que permite que los símbolos "10" y "X" signifiquen lo mismo

74
en dos estructuras de numeración diferentes. En el punto "S" domina, pues, el mundo
interior, el devenir individual, donde se contextualiza el texto. En el punto "O"
colocamos la interpretación de texto que expresa de un modo extremo la proyección de
la estructura, independiente del sujeto que la interpreta. En la práctica, lejos de las
construcciones teóricas que hacen todo posible, las interpretaciones raramente se
localizan en los extremos. En cualquier caso, en el proceso de nuestro análisis, que en
definitiva se desarrolla en el ámbito de la reflexión teórica, vamos a considerar un tercer
punto, "C", situado en un lugar intermedio entre el "O" y el "S". Del punto "C" hacia el
"S" empiezan a importar menos los sistemas de codificación que controlan el signo. La
lectura del texto se interioriza cada vez más en el sujeto que se comunica con el texto,
hasta llegar a los casos extremos antes mencionados. Este es el ámbito de los lectores
"normales"; es decir, del lector que lee un texto por iniciativa propia, sin un fin ulterior
de comunicación con otros. La comunicación que busca este lector es cada vez más
íntima según se aleja del punto "C" y se acerca al punto "S".

La lectura que se emplaza entre el punto "C" y el extremo "O", es una lectura que se
realiza bajo objetivos que de un modo u otro implican una comunicación externa: la
"interpretación" del texto para el consumo de otros. Según se aleja del punto "C", más
se abstrae de la contextualización interna en la persona que efectúa la interpretación,
más se convierte en un ejercicio hermenéutico de los distintos niveles de codificación,
tanto en la proyección sincrónica como en la diacrónica. Visto el proceso hermenéutico
de este modo, consideremos ahora cuatro posibles niveles de los innumerables
implícitos en todo texto.

1) El nivel más elemental es aquel que consiste en hacer explícitas las normas de
codificación elementales que van a posibilitar la comunicación escrita: la forma gráfica
de las letras que forman las palabras del español o del árabe, la combinación de las
letras según la estructura del idioma español o portugués, la estructura de la numeración
arábiga o romana, la leyenda que rige la escala y los signos de un mapa, son todos
ejemplos de las estructuras depositarias que la hermenéutica debe considerar en su nivel
más elemental. En estos casos, la "explicación" se proyecta completamente objetivada.
Es decir, puede y normalmente se efectúa sin interferencia del mundo interno de la
persona que lleva a cabo la interpretación del texto: así la afirmación de que un texto
está escrito de acuerdo a la estructura lexicográfica y sintáctica del idioma español o que
las distancias en un mapa específico están representadas en millas.

2) Un nivel más complejo, pero próximo al anterior, corresponde al de las estructuras,


también convencionales, que gobiernan la retórica de nuestras producciones escritas: la
medida de los versos en español, las reglas de la rima consonante, la clasificación de los
distintos tipos de narrador en la ficción, la retórica del ensayo o del texto filosófico, son
otros tantos ejemplos de estructuras convencionales, externas al crítico. En estos casos
basta con una descripción, pues se trata de estructuras simples de lo que antes hemos
denominado narrativas lineales. Más adelante nos detendremos en las implicaciones de
este tipo de estructura en la clasificación de los géneros en literatura.

3) El próximo nivel que nos interesa considerar, requiere una separación más frágil
entre la convención precisa externa de los anteriores casos, y aquella más difícil de
abstraerse de la contextualización personal. Usemos de nuevo dos ejemplos: A) cuando
el especialista usa el término de "soneto", puede hacerlo independientemente de su
interpretación del soneto como forma literaria; es decir, hace referencia a un poema con

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un número de versos precisos, agrupados en un número determinado de estrofas, que
sigue también una estructura rigurosa en su rima (en el caso de variaciones de la regla
común, éstas se explican con precisión). B) Cuando el especialista hace uso de los
diversos matices del término "casta", entra ya en un terreno más difícil de deslindar. Se
refiere por supuesto a una codificación convencional, pero que ahora necesita situarla en
un espacio y un tiempo precisos, como pasos previos a cualquier análisis: la
codificación del término en la estructura social de la India o en la de Europa implica
contextos muy distintos; su ubicación en el siglo XVI español —tensión entre judíos,
moros y cristianos— añade una dimensión muy precisa e incomprensible en el siglo
XX. Se trata también en este nivel de codificaciones culturales insertas ellas mismas en
su propia historicidad. En cualquier caso, la hermenéutica puede todavía aquí
independizarse de la contextualización personal del crítico, aunque no pueda abstraerse
de la que proyecta la historicidad implícita en el término. Es decir, puede hacer explícita
la codificación del término mediante la investigación de su uso, por ejemplo, en el
periodo concreto del texto donde se encuentra y cuyo significado se quiere interpretar;
pero como, en definitiva, se trata de un concepto que se actualiza a través de matices
difíciles de capturar en una relación convencional unívoca, queda siempre expuesto a la
subjetividad de los contextos que sirven para su codificación y de la selección que el
crítico haga de dichos contextos.

4) El próximo nivel que vamos a considerar implica siempre una contextualización que
depende del hermeneuta: a) de sus objetivos; b) de su intuición crítica; c) de su
percepción de lo que importa. Este es el verdadero proceso **creador hermenéutico: de
las innumerables estructuras codificadas en un texto, destacar en orden jerárquico
aquéllas que comunican un contenido del mismo (**explicitar las narrativas históricas
implícitas o explícitas en el texto). Singularicemos las tres categorías anteriores, que por
lo demás son sólo tres de las muchas posibles.

A) La que más se independiza del contexto del especialista es la que se determina a


través de un objetivo explícito que va a justificar el análisis: una interpretación
filológica de la novela Huasipungo, del ecuatoriano Jorge Icaza, por ejemplo, en lugar
de una interpretación de la obra desde la retórica de la novela, o desde su contexto
social. En el primer caso adquiere importancia primordial el uso peculiar lexicógrafo en
el contexto del español y del quichua. En el segundo, el punto de vista de la narración,
por ejemplo, se elevaría a primer plano, mientras que en el tercer caso, sería el contexto
social del habitante de ascendencia precolombina en una sociedad que no ha superado
su visión colonial del mundo. Lo que importa en cada caso es bien distinto. La obra (el
texto) se pronuncia en cada ocasión de un modo diferente. El objetivo determina las tres
lecturas que hemos apuntado: cada una legítima, cada una profunda, cada una diferente.
El grado de independencia del contexto del hermeneuta lo provee la estructura externa
—el sistema de códigos establecidos— que en cada caso fundamenta el análisis del
texto: aplicación o transgresión de ciertos códigos filológicos; modos cómo sigue o
añade a la retórica de la novela; cómo contextualiza las teorías sobre el imperialismo y
luchas de clases, son ejemplos del distanciamiento a que nos referimos.

B) Cuando hablamos de intuición crítica, entramos ya en un campo donde se


personaliza la interpretación, donde empieza a importar quién interpreta. Cualesquiera
que sean los objetivos, la profundidad con que se exteriorice la complejidad de las
estructuras implícitas en un texto particular, dependen de algo más que de la simple
enumeración de posibles estructuras más o menos implícitas. Las estructuras simples, es

76
decir, aquellas fijadas en su convencionalidad y aceptadas como tales (como en el
ejemplo del soneto), son fáciles de reconocer, pero no aportan en sí significado. El
pensamiento, las sensaciones, los sentimientos, tienen, es verdad, que exteriorizarse a
través de estructuras existentes (el uso de la estructura del idioma español para articular
una sensación), pero su codificación difícilmente llega a representar exactamente lo
sentido. El hermeneuta tiene que asumir de nuevo la riqueza que el código sólo atrapa
de modo implícito. Recordemos que incluso en estos casos, la intuición sirve en el
proceso de la investigación; la interpretación, que recoge los resultados de esa
investigación en el proceso de codificación, necesita basarse necesariamente en las
estructuras, implícitas o explícitas, que la fundamentan. La intuición, pues, se manifiesta
en el momento de "descubrir" dichas estructuras y en el proceso de asignarlas una
posición de valor al pronunciar la obra. En ningún instante, sin embargo, puede la
intuición, en el ejercicio hermenéutico, prescindir del proceso de expresar
explícitamente las estructuras (procesos de codificación) que la fundamentan. Conviene
recordar aquí que el crítico, al articular su discurso, su interpretación, se convierte en
"autor" y que su intuición sólo se nos comunica a través de su capacidad para
articularla; es decir, debemos mantener presente que **en todo momento se trata de un
cerrar/iniciar el círculo hermenéutico.

C) Con la "percepción de lo que importa" damos un paso más hacia la contextualización


del texto en el crítico. La intuición termina, en definitiva, fundamentándose en
estructuras que quizás en un principio pudieran parecer que no estaban presentes. La
"percepción de lo que importa" requiere ya una contextualización en los valores
(literarios, sociales, morales, etc.) del hermeneuta. Incluso en este caso, la interpretación
nunca puede ser arbitraria ni excluyente: **únicamente se articula el valor de la obra a
través de las estructuras que se creen centrales. Lo que queda abierto en estas
situaciones es la manipulación del texto a través del texto mismo. Es decir, se elevan a
primer plano estructuras que para otro lector pudieran parecer secundarias: **se
contextualizan las estructuras entre sí para destacar una codificación implícita que va a
fundamentar ahora la interpretación del texto que se proyecta como fundamental.
Dentro de los innumerables matices posibles, nos referimos aquí, por ejemplo, a un
análisis freudiano o marxista de Fortunata y Jacinta de Galdós. Pero incluso en este
tipo de hermenéutica, la interpretación se ajusta a trazar la relevancia de una estructura
establecida en la decodificación del texto objeto de interpretación.

La "percepción de lo que importa", según se aproxima al punto "C" (según se va


interiorizando en el crítico que la articula), se aleja también más de estructuras
preestablecidas; es decir, se va distanciando de aquellas estructuras identificadas ya con
un proceso preciso de codificación, como las teorías freudianas o marxistas del ejemplo
anterior. Me refiero, entre otras muchas posibles, a las estructuras que basan su discurso
en complejos procesos que se codifican en la historicidad de nuestro devenir. Si bien
hay códigos que muestran una extraordinaria resistencia a ser modificados (los símbolos
de la "X" y del "10" en la numeración romana y arábiga, por ejemplo), **lo común es
que todo sistema, una vez "establecida" su fase de codificación, entre en un proceso de
transformación (la ortografía del español del siglo XV y del XX). El mismo hecho de
que me vea forzado a colocar el término "establecida" entre comillas, sirve para dar
énfasis a la **dimensión dinámica de las estructuras según se transforman los discursos
axiológicos del estar que las fundamentan. Esta realidad puede dar lugar a **un doble
proceso de interpretación, el segundo de los cuales asume implícitamente el primero: a)
codificación de una estructura a través de la historicidad de los sucesos; b) uso de

77
dicha estructura para fundamentar la interpretación de un texto. Al primero de los
casos correspondería, por ejemplo, la reinterpretación de la historia iberoamericana a
través de los términos de "mestizaje" y "frontera" como categorías culturales; es decir,
el hecho de ver la cultura iberoamericana en función del concepto de frontera: primero
lugar de confrontación; después espacio de encuentro de la "civilización" y la
"barbarie"; tierra de "nadie" donde la "civilización" (dependencia de un centro extraño)
lucha contra la "barbarie" (realidad autóctona que se rechaza); un sentirse, en fin,
marginado (desde la perspectiva política), periférico (alejados de los centros de cultura)
y subdesarrollado (subordinado a decisiones económicas ajenas). El último ensayo de
este volumen ("Mestizaje y frontera como categorías culturales iberoamericanas")
ejemplifica la primera parte de ese proceso; en él se ve la cultura iberoamericana en
función del concepto de frontera (sentirse ser marginado). La segunda parte del proceso
sería la aplicación de dicha codificación cultural (sin señalarlo explícitamente) a la
"lectura", por ejemplo, de la novela Cumandá o un drama entre salvajes, del
ecuatoriano Juan León Mera, y proyectar como lectura relevante de la novela la falta de
conciencia nacional implícita en su texto. Hemos colocado "sin señalarlo
explícitamente" para apuntar el subjetivismo implícito en esta aproximación
hermenéutica. Cuando el proceso de codificación de un sistema es explícito (las teorías
freudianas y marxistas, que venimos usando como ejemplo), el código se objetiva al
convertirlo en algo "convencional"; es decir, como punto de vista reconocible y
verificable, independiente de su origen y de su validez.

**Los niveles del proceso hermenéutico que hemos desarrollado hasta aquí, no
pretenden enunciar una clasificación, sino matizar el contenido y objetivo de la
hermenéutica en el discurso antrópico. También nos proporcionan la base necesaria para
aproximarnos a la pregunta sobre la función de los géneros en literatura. No nos interesa
ahora su estudio, sino más bien buscamos deslindar su lugar en el nuevo proceso
hermenéutico. Además, dentro del discurso que venimos desarrollando en estas páginas,
resulta ahora obvio que la pregunta sobre si una obra de ficción es o no novela,
pertenece en el mejor de los casos al proceso de establecer una codificación retórica del
género, aun cuando con frecuencia su valor quede relegado al de un simple ejercicio
teórico propio de los encuentros académicos entre especialistas. Es decir, no afecta al
contenido sino al continente. Y como esta afirmación ha de resultar radical en ciertos
sectores del mundo académico, vamos a desarrollarla a través de dos géneros precisos:
el que asociamos con la lectura de una novela y el que correspondería a la de un texto de
filosofía. Pero conviene antes señalar que nos referimos ahora a niveles complejos del
acto hermenéutico, o sea, a lo que venimos denominando "la lectura para el consumo de
otros". Fuera de este proceso hermenéutico, **es obvio que los géneros imponen una
forma y que la forma, como señalamos a continuación, aporta ya un contenido: la
perspectiva bajo la cual el lector se aproxima a la lectura.

Hemos hablado del género "que asociamos con la lectura de una novela" y con ello
queremos hacer referencia a que afecta a los tres procesos en la comunicación: al autor,
al texto, al lector. Cuando hablamos de una novela, implícitamente nos referimos a un
texto que se ajusta a una estructura convencional con un proceso de codificación más o
menos explícito. Vamos a denominar a este proceso la retórica de la novela. Cuando
una persona decide comunicarse a través de una obra de ficción, ha aceptado
implícitamente una forma de codificar su pensamiento que difiere de la que habría
usado de pretender comunicarse a través de la poesía o del teatro. Por ejemplo, en el
caso de **una novela, ni el autor ni el lector necesitan justificar o justificación del

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mundo ficticio que se crea: el acto de escribir una novela y de leer una novela, lleva ya
implícita la aceptación de la retórica de la novela (la escritura y la lectura del texto bajo
la clave de la novela). La importancia de este proceso de codificación varía, por
supuesto de unas obras a otras, pero se diferencia poco del que supone codificar un
pensamiento en la estructura del idioma español o inglés. En otras palabras, una vez que
identificamos que un texto está escrito en español, procedemos a su lectura asumiendo
una codificación que sólo en raras ocasiones nos confronta el texto con el código (una
palabra nueva, una expresión que desconocemos, una construcción que rompe las reglas
del sistema, son ejemplos de estos instantes).

Algo semejante sucede cuando Unamuno emplea el término "nivola" para referirse a su
obra Niebla. La simple modificación de la palabra nos confronta con la retórica de la
novela que asumíamos antes sin cuestionar. Unamuno busca precisamente ese conflicto;
quiere que la retórica de la novela contextualice su pensamiento, pero desea que el texto
la supere. Es decir, por una parte aspira a que aceptemos su mundo ficticio, pero una
vez que esto se consigue, le interesa que su personaje, Augusto Pérez, adquiera una
dimensión de carne y hueso, que su problemática sea nuestra problemática, que
salgamos de la comodidad que supone aceptar un mundo ficticio que no se cuestiona, al
ruedo de la reflexión filosófica sobre la realidad humana. Un simple juego de palabras
basta en este caso para romper con la retórica de la novela y releer el texto bajo clave
filosófica. Unamuno yuxtapone de hecho en esta obra ambas retóricas: novela y
filosofía. Augusto Pérez, personaje "plano" desde la retórica de la novela, por carecer de
desarrollo psicológico, emerge con fuerza individual, desde la retórica de la filosofía, al
cuestionar su realidad, la de su autor y, en definitiva, nuestra propia realidad humana.

Este ejemplo (por lo demás harto frecuente en la historia de las letras), sirve bien para
deslindar el contenido, de su proceso de codificación. El pensamiento de Unamuno
impregna todos sus escritos, aun cuando el Unamuno autor codifique dicho pensamiento
de acuerdo a diferentes claves retóricas (novela, ensayo, poesía). **La "lectura" de un
texto, por tanto, puede efectuarse en el entorno que proporciona la retórica en que se
exterioriza, pero en ningún caso está limitada por dicho entorno. Podemos incluso decir
que **la labor del hermeneuta reside precisamente en superar la codificación
retórica; la retórica del género es el camino, el medio convencional, que facilita
el diálogo, pero que no debe confundirse con el mensaje, con el contenido de lo
que se desea expresar.

Siempre han existido ciertas obras límites que se niegan a ser encasilladas dentro de los
esquemas de una retórica particular establecida. Este sería el caso, por ejemplo, de
Historia de una pasión argentina, de Eduardo Mallea. No es novela ni ensayo ni tratado
filosófico, en el sentido de seguir en su estructura la retórica establecida en cada uno de
ellos. Pero en su desarrollo, el texto se codifica según elementos que pertenecen a cada
uno de esos tres modos de expresión. El lector se ve forzado constantemente a decidir la
clave bajo la cual efectúa la lectura. El crítico tradicional, ante esta obra, se sentía en la
necesidad de encasillarla como paso previo imprescindible a su "lectura", tal era la
aporía de la modernidad. ***Una hermenéutica que parta de un discurso antrópico,
considerará la cuestión del género únicamente como uno de sus temas de investigación,
pero que en realidad será secundario a los contenidos codificados en el texto. **La
cuestión del género refiere, pues, a los procesos de codificación de una estructura, y que
por lo mismo puede ser marginal al texto que se interpreta. En otras palabras, los
"valores" literarios o filosóficos de Historia de una pasión argentina, no dependen de

79
que su autor haya usado en la articulación de su pensamiento la codificación retórica del
ensayo, de la novela, o de la filosofía.

**El discurso antrópico, pues, asume los géneros en literatura desglosando la forma
(retórica), del contenido (discurso que se articula). El substantivo sirve para demarcar
el proceso retórico: poesía, novela, ensayo, filosofía, teatro… El adjetivo, sin embargo,
queda ahora desplazado; su relación con el substantivo no es directa sino circunstancial:
poética puede ser una novela o una obra de filosofía; el discurso filosófico de una
novela puede ser más profundo que el de una obra de filosofía; es decir, con filosofía
denotamos una estructura retórica, una exteriorización formal, propia de un gremio y
que, como todo género literario, posee una expresión sincrónica (procesos de
codificación que gobiernan el género en un momento dado), y también un desarrollo
diacrónico, que comúnmente se articula a través de las historias del género. Así, por
ejemplo, el vocabulario técnico o la integración de las referencias, así también la
adopción o la transformación o el diálogo con las formas retóricas legadas por la
tradición del género, o las transgresiones que luego se incorporan en su retórica.

En el discurso antrópico la pregunta fundamental deja de ser si Unamuno o Mallea eran


filósofos, novelistas o ensayistas. Los términos de filósofo, novelista o ensayista
resultan ambiguos, ya que hacen referencia, como indicamos anteriormente, a **dos
campos conceptuales: al de la retórica y al del contenido. Lo que la
hermenéutica va a indagar ahora con preferencia, es en qué consistía y cómo articularon
Unamuno y Mallea su discurso, y con ello nos referimos a los procesos de
contextualización expresados anteriormente. Es legítima, eso sí, la pregunta sobre la
retórica que Unamuno o Mallea usan para articular sus ideas. La resistencia, todavía
presente en la actualidad, a separar la retórica propia de los diversos géneros, del
contenido que a través de ellos se puede expresar, es un resabio del dualismo metafísico
platónico. Desde Kant y sobre todo desde Nietzsche, se ha superado ya en la reflexión
teórica el considerar la literatura como lenguaje de la ficción y la filosofía como
lenguaje de la verdad. Pero todavía persiste asociar la filosofía con la razón y la
literatura con la imaginación; todavía es común considerar que el medio propio de la
filosofía es el concepto. Tanto la "imaginación" como el "concepto" nos remiten al
contenido codificado en un texto, no al modo cómo se llevó a cabo dicha codificación.
Una vez dicho esto, conviene hacer hincapié de nuevo en que **la retórica de los
géneros, de forma muy semejante al idioma en que se escribe un texto, es un campo de
complicidad entre el autor y el lector. La expresión coloquial de "vamos a leer una
novela o un poema," lleva implícita todo un proceso de codificación que comparten
autor y lector, y que de modo muy superficial, pero eficaz, pregona la forma en que se
articula un texto. Cuando un autor escoge la retórica de un género literario para articular
su pensamiento, lo hace inspirado tanto por el objetivo de lo que quiere comunicar,
como por el modo cómo lo quiere comunicar. Me refiero a que el autor puede pretender
sólo comunicar, por ejemplo, un mundo ficticio (como tantas novelas "policíacas" o del
"oeste"), o por el contrario, puede que la retórica de la ficción sea únicamente un ropaje
externo con el que busca maximizar la repercusión del pensamiento que quiere
transmitir (por ejemplo, 1984 de George Orwell).

La primacía que goza en la actualidad la lectura ensayística (la que presupone la retórica
del ensayo), reside precisamente en que siempre tuvo como centro de su razón de ser la
reflexión, el diálogo, la comunicación con el "otro". Es decir, **en el contexto de los
géneros literarios, el ensayo ha sido el más próximo al discurso antrópico. Tanto para el

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autor como para el lector de ensayos, la codificación de las ideas en estructuras
depositarias fue siempre el medio; el objetivo era la reflexión y el diálogo. La misma
retórica del ensayo ensalza la subordinación del proceso al contenido: no importa que el
ensayo trate su tema de un modo más o menos exhaustivo, ni que sea metódico en la
estructura externa bajo la cual articula su discurso, ni que posea riqueza de referencias;
importa que se proponga dialogar, que se transmitan convicciones propias, que
transparente una confesión intelectual, que imprima cierta sensación de espontaneidad
(de ahí la falta de estructura externa y frecuentes digresiones).

Notas
1. Ernst Cassirer, An Essay on Man. An Introduction to a Philosophy of
Human Culture. (New York: Anchor Books, 1944).
2. Puesto que a lo largo de estas reflexiones vamos a usar repetidas veces
el término "depositario", conviene desde ahora puntualizar el sentido
que nosotros le conferimos (más adelante desarrollamos una
contextualización más compleja del término). Inspirado en la lectura de
Paulo Freire (Pedagogía del oprimido), "depositario" es todo aquello
que se entrega/recibe sin reflexión. En este sentido puede ser
"depositaria" la comunicación del nombre de un río en dimensión
denotativa (Amazonas); la codificación de una estructura (reglas
ortográficas del español); o toda afirmación que se articula con
pretensión de transcender su ineludible contextualización (las novelas
que integran el canon de la literatura "universal" del siglo XIX).
También es "depositario" un sistema de educación basado en la
memorización: acto de depositar datos en el educando sin exigir, o
incluso obstaculizando, el proceso reflexivo. En este sentido es
igualmente depositario el discurso de la modernidad cuando pretende
que su verdad transcienda el contexto que la hizo posible.
3. . Benito Jerónimo Feijoo, Teatro crítico universal (Madrid: Castalia:
1986). Las citas que siguen pertenecen a esta edición.
4. . "A work can become modern only if it is first postmodern.
Postmodernism thus understood is not modernism at its end but in the
nascent state, and this state is constant", Jean-François Lyotard,
"Answering the Question: What is Postmodernism?", from I. Hassan
and S. Hassan, Eds. Innovation/Renovation (Madison: University of
Wisconsin Press, 1983), pp. 238-239.
5. Octavio Paz, "La búsqueda del presente", Inti. Revista de Literatura
Hispánica 32-33 (1990): 3-12. Se trata de su discurso ante la Academia
Sueca. Las citas que siguen provienen de este texto.
6. Un estudio fundamental a este propósito es el de Nancy M. Kason,
Borges y la posmodernidad (México: UNAM, 1994).
7. Jorge Luis Borges, Ficciones (Buenos Aires: Emecé, 1958), pág. 86.
Todas las citas que siguen provienen de esta edición.
8. . Leopoldo Zea, La filosofía americana como filosofía sin más (México:
Siglo XXI, 1969), p. 13. Leopoldo Zea se refiere a la polémica entre el
Padre Las Casas y Sepúlveda sobre la naturaleza del habitante recién
descubierto en el continente americano.
9. "The absence of the transcendental signified extends the domain and

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the interplay of signification ad infinitum". Jacques Derrida, "Structure,
Sign, and Play in the Discourse of the Human Sciences", Richard
Macksey and Eugenio Donato, Eds. The Languages of Criticism and
the Sciences of Man (Baltimore: John Hopkins Press, 1970), p. 249.
10. "... but I don't see why I should renounce or why anyone should
renounce the radicality of a critical work under the pretext that it risks
the sterilization of science, humanity, progress, the origin of meaning,
etc. I believe that the risk of sterility and of sterilization has always
been the price of lucidity", p. 271.
11. . "The idea of the unifying unity of the human condition has always had
on me the effect of a scandalous lie", Jacques Lacan, "Of Structure as
an Inmixing of an Otherness Prerequisite to Any Subject Whatever",
Richard Macksey and Eugenio Donato, Eds. The Languages of
Criticism and the Sciences of Man (Baltimore: John Hopkins Press,
1970), p. 190.
12. . "Life goes down the river, from time to time touching a bank, staying
for a while here and there, without understanding anything--and it is the
principle of analysis that nobody understands anything of what
happens", Jacques Lacan, p. 190.
13. "Nineteenth-Century systematic hermeneutics —of the Comtian,
Hegelian, Marxist, and so on, varieties— was concerned to ‘explain’
the past; classical philological hermeneutics, to ‘reconstruct’ it; and
modern, post-Saussurian hermeneutics, usually laced with a good dose
of Nietzsche, to ‘interpret’ it. The differences between these notions of
explanations, recontruction, and interpretation are more specific than
generic, since any one of them contains elements of the others". Hayden
White, The Content of the Form. Narrative Discourse and Historical
Representation (Baltimore: The Johns Hopkins University Press, 1987),
p. 188.
14. Eduardo Galeano. Las venas abiertas de América Latina, México: Siglo
Veintiuno, 1983.
15. Eugenio María de Hostos. La peregrinación de Bayoán. Diario
recogido por Eugenio María de Hostos. Obras completas. Vol. I
(Puerto Rico: Ediciones del Instituto de Cultura Puertorriqueño, 1988).
16. Con el término "retórica" hacemos referencia a la poética, a las reglas
más o menos libremente establecidas, que gobiernan la estructura
formal de los géneros en literatura. La retórica del cuento la constituyen
aquellas características formales que hacen que reconozcamos un texto
escrito como un cuento, en lugar de considerarlo un poema, una pieza
de teatro, una epístola, un tratado de filosofía o un ensayo. Aun cuando
en las páginas que siguen nos referimos al discurso literario, la retórica
tiene manifestaciones establecidas en todo campo de comunicación que
posea una forma convencionalmente reconocida: el discurso político, el
discurso de compra y venta, el discurso religioso, son apenas unos
ejemplos de lo que denominamos códigos formales o retóricos de un
discurso.
17. Véase a este propósito las reflexiones, tan pertinentes, de Tzvetan
Todorov en su obra Les genres du discours (1978).
18. Pedro Chamizo ha escrito un detenido análisis de este poema de
Machado, donde paso por paso explora distintas posibles lecturas según

82
la profundidad en los implícitos niveles de contextualización en el texto
del poema. Pedro Chamizo, "Eufemismo y metáfora: ambigüedad y
suposición," Filosofía y literatura en el mundo hispánico (Salamanca:
Universidad de Salamanca, 1997), pp. 127-145.
19. Noe Jitrik, Lectura y cultura, México: UNAM, 1987.
20. Stanley Fish, "Is There a Text in This Class?" Falling into Theory,
David H. Richter, ed. (Boston: Bedford Books, 1994), "In literary
criticism this means that no interpretation can be said to be better or
worse than any other, and in the classroom this means that we have no
answer to the student who says my interpretation is as valid as yours."
(234-235).

 
Índice
 

Ficha bibliográfica: José Luis Gómez-Martínez. "El discurso antrópico y su


hermenéutica". Más allá de la pos-modernidad. El discurso antrópico y su
praxis en la cultura iberoamericana. Madrid: Mileto, 1999: 23-104. Una
primera versión, más breve, de este estudio se publicó en Cuadernos
Salmantinos de Filosofía 22 (1995): 283-313.

© José Luis Gómez-Martínez

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