La Cuaresma es un tiempo para la conversión espiritual a través de la oración, el ayuno y la limosna. Se enfoca en fortalecer la fe mediante la escucha de la Palabra de Dios y la meditación, así como participar en la reconciliación a través del sacramento de la penitencia. La conversión verdadera implica cambiar el estilo de vida para seguir a Jesucristo y amar a los demás como Él nos amó.
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La Cuaresma es un tiempo para la conversión espiritual a través de la oración, el ayuno y la limosna. Se enfoca en fortalecer la fe mediante la escucha de la Palabra de Dios y la meditación, así como participar en la reconciliación a través del sacramento de la penitencia. La conversión verdadera implica cambiar el estilo de vida para seguir a Jesucristo y amar a los demás como Él nos amó.
La Cuaresma es un tiempo para la conversión espiritual a través de la oración, el ayuno y la limosna. Se enfoca en fortalecer la fe mediante la escucha de la Palabra de Dios y la meditación, así como participar en la reconciliación a través del sacramento de la penitencia. La conversión verdadera implica cambiar el estilo de vida para seguir a Jesucristo y amar a los demás como Él nos amó.
La Cuaresma es un tiempo para la conversión espiritual a través de la oración, el ayuno y la limosna. Se enfoca en fortalecer la fe mediante la escucha de la Palabra de Dios y la meditación, así como participar en la reconciliación a través del sacramento de la penitencia. La conversión verdadera implica cambiar el estilo de vida para seguir a Jesucristo y amar a los demás como Él nos amó.
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LA ESPIRITUALIDAD DE LA CUARESMA
Este tiempo de Cuaresma ha tenido y debe seguir teniendo un hondo
significado espiritual: reconstruir y consolidar los cimientos y los pilares de nuestro edificio espiritual, «intensificar la vida del espíritu a través de los medios santos que la Iglesia nos ofrece: el ayuno, la oración y la limosna. Necesitamos recuperar la Cuaresma. En la base de todo, está la Palabra de Dios, que en este tiempo se nos invita a escuchar y meditar con mayor frecuencia» (Papa Francisco). Tal vez, en no pocos se ha perdido el gran sentido de la Cuaresma. La secularización de la sociedad, por una parte, como una especie de carcoma que lo corroe todo y, por otra, el debilitamiento de la fe en amplios sectores cristianos, han motivado que palidezca la vivencia genuina de la Cuaresma en la conciencia de nuestras gentes. Sin embargo, sigue con la misma vigencia y actualidad que en otra época –si no mayor, porque la necesitamos más–. La Cuaresma ha sido y debe ser una escuela, escuela que ha permanecido a lo largo de los siglos, para la formación del hombre, del fiel cristiano, para liberarlo de sus cadenas interiores, de las pasiones y de los vicios, para su unificación espiritual, para fortalecerlo en su vida cristiana por la escucha y meditación de la Palabra más asidua e intensa, por la oración viva y sosegada, por la penitencia y la mortificación, por el ejercicio decidido de las obras de caridad; la Cuaresma es tiempo para la educación en la bondad, en la caridad, en el perdón, en la paz, en la reparación del mal realizado, en la esperanza de todos los bienes posibles, en la virtud sincera, en la vida nueva; y, de manera muy singular, la Cuaresma es y debe ser ocasión para recibir la gracia misericordiosa del perdón restaurador de Dios y escuela para participar más y mejor en la Eucaristía dominical y santificar el “Día del Señor” y darle así la gloria que sólo Él merece y crecer en la caridad que de la Eucaristía brota. Una verdadera escuela de vida cristiana. La espiritualidad cuaresmal es penitencial. Lleva consigo exigencias como el ayuno, del cual queda una obligación reducida a sólo el Miércoles de Ceniza y al Viernes Santo, o como la abstinencia todos los viernes cuaresmales; estas exigencias, conviene recordarlo, no están abolidas del todo, y mucho menos está olvidado su espíritu o exigencia personal y discrecional. La Cuaresma invita, además, a oraciones asiduas y prolongadas: la oración nos recuerda la necesidad de Dios, su longanimidad y asistencia, la necesidad que tenemos de estar unidos a Él. La Cuaresma dispone para recibir el sacramento de la Penitencia, que, además de ser un acto de humildad, de conversión, de contrición, al que nuestros contemporáneos tienen poco aprecio, es, sobre todo, la acción reconciliadora, de perdón y de gracia restauradora, de la Trinidad Santa en nuestras vidas. Es una llamada asimismo a realizar obras de caridad con el prójimo, de la misma forma que queda la invitación a la meditación y al seguimiento amoroso y misterioso de la Cruz que el cristiano fiel encuentra siempre en su camino. La Cuaresma promueve la penitencia para adiestrar al hombre y conducirlo a la conquista, o mejor, a la reconquista del “paraíso perdido”. La palabra clave que resume todo el espíritu cuaresmal es “conversión”. Se trata, en efecto, de un tiempo muy propicio para convertirnos a Dios, volver a Él, y encontrar, de nuevo, la plena comunión con Él, en quien está la dicha y felicidad del hombre, la vida y la esperanza, la paz y el amor que lo llena todo y sacia los anhelos más vivos del corazón humano. Convertirse significa repensar la vida y la manera de situarse ante ella desde Dios, donde está la verdad; poner en cuestión el propio y el común modo de vivir, dejar entrar a Dios en los criterios de la propia vida, no juzgar ni ver, sin más, conforme a las opiniones corrientes que se dan en el ambiente, sino en conformidad con el juicio y la visión de Dios mismo, como vemos en Jesús. Convertirse es dejar que el pensamiento de Dios sea el nuestro, asumir, por tanto, “su mentalidad y sus costumbres”, como comprobamos y palpamos en Jesucristo. Convertirse significa, en consecuencia, no vivir como viven todos, ni obrar como obran todos, no sentirse tranquilos en acciones dudosas, ambiguas o malas por el mero hecho de que otros hacen lo mismo; comenzar a ver la propia vida con los ojos de Dios; buscar, por consiguiente, el bien, aunque resulte incómodo y dificultoso; no apoyarse en el criterio o en el juicio de muchos de los hombres –y aun de la mayoría–, sino sólo en el criterio y juicio de Dios. El tiempo cuaresmal, con el auxilio de la gracia, ha de llevarnos a centrar nuestra vida en Dios, a reavivar y fortalecer nuestra experiencia de Él, a hacer del testimonio de Dios vivo, rico en misericordia y piedad, nuestro servicio a los hombres tan necesitados de Él. La fe en Dios es capaz de generar un gran futuro de esperanza y de abrir caminos para una humanidad nueva donde se transparente su amor sin límites, especialmente volcado sobre los pobres, los desheredados y maltrechos de este mundo. En otras palabras: convertirse implica buscar un nuevo estilo de vida, una vida nueva en el seguimiento de Jesucristo, que entraña aceptar el don de Dios, la amistad y el amor suyo, dejar que Cristo viva en nosotros y que su amor y su querer actúen en nosotros; se trata de, como Zaqueo, acoger a Jesús y dejarle que entre en nuestra casa y con Él llegará la salvación, una vida nueva, y el cambio de pensar, de querer, de sentir y actuar conforme a Dios. Convertirse significa salir de la autosuficiencia, descubrir y aceptar la propia indigencia y necesidad, de los otros y de Dios, de su perdón, de su amistad y de su amor; convertirse es tener la humildad de entregarse al amor de Dios, dado en su Hijo Jesucristo, amor que viene a ser medida y criterio de la propia vida. “Amaos como yo os he amado”: amar con el mismo amor con que Cristo nos ama a todos y a cada uno de los hombres. Necesitamos, con el auxilio de la gracia divina, emprender los caminos de la conversión honda a Dios, vivo y verdadero revelado y entregado en su Hijo Jesucristo, el sólo y único necesario, que es amor, fuente única de verdad, libertad y amor. Siempre, pero de manera especial esta Cuaresma, este vivir por parte nuestra la fe y el amor de Dios manifestado en Cristo, «la caridad que ama sin límites, que disculpa sin límites y que no lleva cuenta del mal» (1 Co 13), ha de marcar por completo el camino penitencial de este año. La conversión nos ha de proyectar hacia la práctica de un amor activo y concreto con cada ser humano. Éste es un ámbito que caracteriza de manera decisiva la vida cristiana, el estilo eclesial y la acción de la Iglesia. Es necesario que los hombres vean de modo palpable, a qué grado de entrega puede llegar la caridad hacia los más pobres. Si verdaderamente contemplamos y seguimos a Cristo, y en el centro de nuestras vidas está Dios «tenemos que saberlo descubrir sobre todo en el rostro de aquellos con los que Él mismo ha querido identificarse: los pobres, los hambrientos, los enfermos, los que sufren, los crucificados de hoy» (cf. Mt 25). Así es como se hace verdad la conversión a Dios, que es amor, y se testimonia el estilo del amor de Dios, su providencia, su misericordia, y, de alguna manera, se siembran todavía en la historia aquellas semillas del Reino de Dios que Jesús mismo dejó en su vida terrena atendiendo a cuantos recurrían a Él para toda clase de necesidades espirituales y materiales. La llamada a la conversión, a vivir en el amor y en la caridad de Jesucristo, es una invitación a vivir en el perdón, especialmente apremiante siempre y particularmente hoy, en nuestra situación de tanta violencia, de tanta tensión, de tanto rechazo mutuo, de tanto revisionismo y de memorias cargadas de revancha, de tanta descalificación del contrario o de quien no está en mi grupo: «Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien, rogad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y hace llover sobre justos e injustos». «La caridad no lleva cuentas del mal». Para dar semejante paso es necesario un camino interior de conversión; se precisa el coraje de la humilde obediencia al mandato de Jesús. Su palabra no deja lugar a dudas: no sólo quien provoca la enemistad, sino también quien la padece debe buscar la reconciliación. El cristiano debe hacer la paz aun cuando se sienta víctima de aquel que le ha ofendido y golpeado injustamente. El Señor mismo ha obrado así. Él espera que el discípulo le siga, cooperando de este modo a la redención del hermano. En esto, el cristiano sabe que puede contar con la ayuda del Señor, que nunca abandona a quien, frente a las dificultades recurre a Él.