Candela - Juan Del Val

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Índice

Portada
Premio Primavera 2019
Sinopsis
Candela
Dedicatoria
Candela
Créditos
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e
CANDELA

Esta obra ha obtenido el Premio Primavera 2019,


convocado por Espasa y Ámbito Cultural
y concedido por el siguiente jurado:

Carme Riera
Fernando Rodríguez Lafuente
Antonio Soler
Ana Rosa Semprún
Gervasio Posadas
Sinopsis

«Tengo estrías, celulitis y una perra fea que se llama Chelo. Al principio
era bonita, pero cuando creció se le ensanchó el culo. Lo mismo que me
pasó a mí, salvando las distancias…».
Candela es una mujer de cuarenta y pocos años con una vida normal,
acostumbrada a la soledad, enormemente observadora y con un ácido
sentido del humor. Sus días transcurren sin grandes sobresaltos mientras
trabaja de camarera en el bar que regenta junto a su abuela y a su madre
tuerta. Un bar de barrio por el que, a través de sus clientes, pasa la vida
entera. Candela deberá alumbrar cualquier penumbra, incluso esa que
vuelve desde el pasado que creía olvidado.
Juan del Val construye, con una veracidad descarnada y un sentido del
humor en ocasiones desternillante, el retrato de una mujer única.
JUAN DEL VAL

CANDELA
A mi padre
Tengo estrías, celulitis y una perra fea que se llama Chelo. Al principio
era bonita, pero cuando creció se le ensanchó el culo y le empeoró la cara.
Lo mismo que me pasó a mí, salvando las distancias. Yo de niña era muy
guapa, además de graciosa. Contaba chistes, cantaba copla, recitaba
poesías y bailaba con desparpajo. Mi familia tenía muchas esperanzas
puestas en mí como artista, especialmente mi abuela, que llegaba a
emocionarse a lágrima viva cuando le entonaba Suspiros de España,
imaginando que yo acabaría ganándome la vida como cantante. O quizás
actriz o presentadora. Famosa, al fin y al cabo. Y presumir en el barrio.
En mi casa vivíamos mi abuela, mi madre y yo, hasta que me
independicé hace un par de años, pero como me fui al portal de al lado en
la misma calle, me paso más tiempo en su casa que en la mía. En la mía
vive la perra, que es una especie de garantía para que ni mi madre ni mi
abuela se presenten sin avisar. Ellas se llevan mal con Chelo.
Mi madre es tuerta y lleva un parche como los piratas. A mí me resulta
normal porque se lo he visto desde niña, pero tener una madre con un
parche en el ojo no te deja más identidad que ser la hija de la tuerta. Tiene
un ojo de cristal, y la verdad es que tampoco se le nota tanto, pero ella
siempre ha querido llevar el parche para hacer más evidente su lesión.
El ojo lo perdió después de que mi padre le pegase un botellazo en la
cara y uno de los cristales se le quedase incrustado en la córnea durante
toda la noche, hasta que al día siguiente mi abuela la encontró al entrar en
casa. Yo estaba en la cuna durmiendo cuando sucedió aquello, así que no
me enteré de nada.
Tuvimos fortuna en la familia cuando mi padre murió unos pocos meses
después en la cárcel de Carabanchel. La muerte es a veces un golpe de
suerte cuando el que se muere molesta. A mí esto me costó mucho
asumirlo, pero es así: que mi padre se fuese al otro barrio nos mejoró la
vida. La verdad es que no se sabe lo que sucedió exactamente, pero, al
parecer, según la versión oficial, se intentó escapar por un desagüe de la
prisión en el que quedó atrapado y murió ahogado sin que nadie le echara
en falta hasta pasados dos días en un recuento. Mi padre, además de un
maltratador, era, por lo que se ve, un imbécil de mucho cuidado. A mí todo
esto me lo contaron cuando era más mayor, así que mi infancia transcurrió
con una sorprendente normalidad. La misma que la de cualquier otra niña
de mi barrio, salvo por lo del parche de mi madre.
Las tres mujeres de la familia somos de culo ancho y las tres hemos
tenido una suerte muy mala con los hombres. Lo de mi madre fue lo peor,
pero a mi abuelo, que era guardia civil, lo atropelló en un control de
carretera un camión que no frenó a tiempo cuando él le dio el alto. Y a mí
me dejó el único novio serio que he tenido. No quiero comparar unos
dramas con otros, sólo quiero decir que a mí tampoco me ha ido bien. Por
eso vivo sola con Chelo y me da risa pensar que, de las dos, la que más
probabilidades tiene de tener descendencia es ella. Me da risa y un poco de
pena también.
Mi abuela, mi madre y yo tenemos un bar en la misma calle en la que
vivimos. Es un bar normal, un bar de barrio al que vienen casi siempre los
mismos clientes y que nos permite vivir a las tres con cierto desahogo,
sobre todo porque no gastamos mucho. A mí no me gusta el bar, pero en
cualquier otro trabajo ganaría menos, así que nunca me atrevo a cambiar.
Y, por otro lado, tampoco se me ocurre ningún otro sitio al que ir, a pesar
de haber estudiado hasta tercero de la carrera de derecho. Nadie de mi
familia había llegado tan lejos académicamente. Debería haber terminado
la carrera, pero cuando me dejó Roberto se me quitaron las ganas de ir a
clase y un poco también las ganas de vivir. Él era mi novio desde el primer
curso de carrera hasta que un día después de clase me dijo que quería
dejarlo porque yo no le motivaba sexualmente. Es posible que llevara
razón, porque para mí el sexo nunca había sido una prioridad y con él
todavía menos. De eso me di cuenta después de que lo nuestro acabara,
pero es que Roberto era un amante pésimo y además la tenía muy pequeña,
casi ridícula. Cuando me dejó me limité a llorar, pero todavía hay veces,
pasados los años, que me dan ganas de llamarle sólo para decírselo:
«Roberto, tienes una polla enana», y quedarme tan a gusto.
El bar que tenemos se llama El Cancerbero. Se lo dejó a mi madre un
novio que tuvo que se llamaba Benito cuando yo era pequeña y que
tampoco consiguió que ella se quitara el parche ni un solo día, ni una sola
noche. Benito iba y venía, no le recuerdo bien y confundo su cara con la de
otros hombres del barrio y a veces incluso con algunos actores de películas
antiguas en blanco y negro.
Mi madre duerme con el parche, aunque sin ojo. El ojo postizo se lo
quita cuando se mete en la cama, pero después se pone el parche encima.
De niña sentía mucha curiosidad y algunas noches me metía en el baño
mientras ella dormía para tocar con mis manos el ojo de mi madre, que
guardaba en un frasco y que era más grande de lo que parecía cuando ella
lo llevaba puesto. A mí, ese ojo postizo me llamaba mucho la atención,
aunque yo sabía que hablar de él era recordar malos tiempos, y eso
suponía que nos acabábamos poniendo tristes las tres. Yo creía que el ojo
de mi madre veía incluso cuando no lo llevaba puesto. Tardé mucho
tiempo en descubrir que tal cosa era imposible, aunque todavía hoy tengo
algunas dudas sobre si por algún motivo mágico ese ojo tiene vida propia.
Pienso mucho en eso.
Iba diciendo que el bar El Cancerbero se lo dejó Benito a mi madre.
Benito era un buen hombre, decían, que había sido portero de fútbol sin
suerte y de ahí el nombre que le puso al negocio. Un nombre espantoso,
por cierto. El dinero no lo ganó en el fútbol, sino gestionando algunos
locales y pisos que tenía su familia por todo Madrid. Una familia con
dinero y buenos contactos. Aunque no le recuerdo muy bien, creo que
Benito no me gustaba. O a lo mejor es algo que pienso ahora y cuando era
pequeña no me daba cuenta. Yo creo que mi madre le gustaba
precisamente porque era tuerta, y eso a mí, ahora pasados los años, no me
da buena espina.
De las tres, la más guapa soy yo, eso es así. Mi abuela no lo era ni de
joven, aunque ahora de vieja ya está igual que las que fueron guapas: la
vejez iguala la belleza destruyéndola… Mi madre, por fotos, también
parecía mona, pero ya de tuerta no era ni guapa ni fea, simplemente era
tuerta. Yo no recuerdo ni un solo momento desde que cumplí los trece años
en el que no haya estado a régimen. Es una desdicha, pero no me queda
más remedio porque para meterme en unos vaqueros de talla normal tengo
que tener este medio comer que tengo desde pequeña. Aunque ella se
abandonara en cuanto a su aspecto, le agradezco a mi madre que me
inculcara interés por cuidar mi imagen. Eso tiene su importancia.
En el bar trabaja Iván, el hijo de Loli, que es la mejor amiga de mi
madre. A Iván le hemos visto crecer porque viven en el mismo portal que
nosotras y desde hace un año nos ayuda en la barra y limpiando, mientras
su madre ayuda a la mía en la cocina a la hora de los menús. Yo me
encargo de tomar nota a las mesas y de servir los platos que me da el hijo
de Loli desde la barra, una vez que los preparan en la cocina.
Loli es una mujer con una enorme actividad sexual. Es rubia teñida y
siempre va pintada de más. La raya del ojo muy ancha, sombras verdes o
azules y los labios casi siempre de rojo muy vivo. Pasa de los cincuenta,
pero no se resiste a vestirse sexy, como ella le llama a ponerse mallas y
camisetas de licra ajustadas, a menudo con estampados llamativos de
tigre, leopardo y otros felinos. Y brillo, mucho brillo. Ella dice que el raso
es muy elegante.
Iván hace artes marciales con nombres chinos, no sé cuáles porque no
me acuerdo, así que yo a todo lo llamo kárate, algo que a Iván le enfada
mucho. Es muy delgado, pero tiene un cuerpo fibroso porque es joven y
porque lo cultiva hasta el extremo. Es frecuente verle haciendo ejercicios
inverosímiles en la cocina de El Cancerbero con la cabeza entre las piernas
suspendidas en el aire y apoyado sólo en uno de sus musculados brazos.
Algo que suele enfadar mucho a Loli, que le reprende de manera poco
sutil: «Cualquier día se te va una mano y te partes el cuello por gilipollas».
Iván tiene el pelo muy corto de punta y con reflejos rubios. Casi siempre
va en chándal, y como le quiero mucho, tampoco me importa tanto que no
sea muy listo. Desde los quince años anda detrás de mí y yo siempre me lo
he tomado a broma. Ahora ya es mayor y prefiero no jugar tanto al
coqueteo porque me lo imagino con una potencia propia de su juventud y
el deporte en la que prefiero no recrearme. A eso contribuye que el
chándal permite que Iván marque en su entrepierna un bulto que deja muy
claro que el niño al que yo vi crecer ya no es un niño. Una noche soñé con
él y me tuvo revuelta toda una semana imaginando que lo de mi sueño
podía ser real, pero lo superé gracias a la conciencia, creo. No en vano le
saco casi veinte años y es como de mi familia, así que mejor no pensarlo.
El menú de El Cancerbero vale diez con cincuenta y puedes elegir entre
tres primeros, tres segundos y tres postres, que solemos repetir cada
semana. Si tomas café con el menú lo cobramos a un euro, veinte céntimos
menos de lo que vale durante el resto del día. El primero que llega a comer
a diario es Fermín. Él siempre tiene su mesita reservada en una de las
esquinas, la más pequeña. Fermín pasa de los ochenta, pero sigue ágil de
movimientos. Come con nosotros desde hace más de diez años, cuando se
quedó viudo de Agustina. Algunas veces me siento con él cuando empieza
a haber menos lío y me cuenta cosas de su mujer, la única mujer con la
que estuvo en toda su vida, y no es raro que se emocione hablando de ella
mientras sorbe despacito el limoncello al que le invitamos después de su
menú y su café. Fermín es el primero que llega a comer y es siempre el
último que se va, después de que todas las mesas se hayan quedado vacías.
Vive solo y un par de veces por semana va Loli a su piso a lavar y planchar
la ropa y a tenerle la casa en condiciones. Yo creo que Loli le cobra por ese
servicio más de lo que debería, pero Fermín no tiene problemas
económicos porque debe de tener una buena pensión y pocos gastos.
Siempre va impecable. Gorra de lana o de paño en invierno y de tela más
fina o calada cuando llega el buen tiempo. Pantalones de tergal oscuros,
subidos hasta el ombligo, camisa y corbata con alfiler. Alterna en invierno
dos chaquetas de punto, marrón y caqui, y en verano una azul clarita y otra
beige, más ligeras. Apura su afeitado dejando la piel de su rostro suave y
con un ligero olor a aftershave que me encanta. A él es al único cliente al
que beso cuando entra por la puerta.
—¡Cada día llega usted antes, Fermín!
—¿Qué tenéis hoy de cuchara? —pregunta antes de sentarse.
—Lentejas con perdiz, pero Loli ha hecho hoy ensaladilla rusa, que sé
que le gusta.
—Me quedo con las lentejas… ¿Y de segundo?
—Fermín, espérese usted, que todavía no es la hora. Siéntese hasta que
termine de montar las mesas.
—Con ese genio no te vas a echar nunca novio, Candelita.
Candelita soy yo, aunque nadie me llama así, sino Candela, que es mi
nombre. En realidad, mi nombre es Candelaria, pero todo el mundo me
llama Candela, salvo mi madre y mi abuela. Cuando era más joven me
sentaba fatal, pero nunca logré que ellas me dejaran de llamar Candelaria.
Ahora, lejos de importarme, me gusta que lo utilicen.
Casi todo el mundo que viene a comer a El Cancerbero a mediodía
trabaja en unas oficinas que hay en un par de edificios que inauguraron
hace seis o siete años y que le dieron vida al barrio. A nosotras no sólo nos
salvó de cerrar cuando estábamos a punto de hacerlo, sino que ahora nos
va bien. Hemos pagado una reforma entera y yo he podido comprarme una
casa, por fin. También hay una comisaría cerca y es frecuente que el bar
esté lleno de policías. De paisano o con uniforme, aunque estos últimos
vienen más a desayunar a primera hora o a tomar café por la tarde. El caso
es que entre policías de la comisaria y administrativos, contables y
secretarias de las oficinas, El Cancerbero está lleno desde la una hasta
pasadas las cuatro.
Las tardes las paso con Chelo, dormimos la siesta juntas cuando llego a
casa, que está a dos pasos del bar. Con ella duermo la siesta y también por
las noches. Duermo en la misma cama, me refiero. Ahí se subió de
cachorro y ya no se bajó. Sólo una noche tuve que echarla, la única en la
que he subido a un hombre a casa desde que vivo aquí hace dos años. Ese
hombre es Matías, un policía que siempre desayuna en El Cancerbero. Él
es lo más parecido a un amante que he tenido en los últimos tiempos, y
aquella fue la primera vez que nos acostamos y la última que lo hemos
hecho en mi casa. La verdad es que fue un desastre porque Chelo no
paraba de ladrar cuando la encerré en el cuarto de baño y no me dejaba
concentrarme. Subí al piso muy excitada, pero entre los nervios después de
tantos meses sin hacerlo, Chelo ladrando y que Matías tampoco me dedicó
mucho rato, aquel primer encuentro no fue precisamente inolvidable. Me
he visto con Matías algunas veces más, algunos domingos cuando yo no
trabajo y la madre de él queda con las amigas para ir al bingo. Matías
sigue viviendo con su madre y es en la cama de esa señora donde él y yo
tenemos sexo de vez en cuando. Matías es fuerte y cariñoso y siempre es
bonito que alguien te abrace y te bese, pero nuestro sexo nunca ha sido
nada del otro mundo. Una cosa normal, creo. Debe influir esa cama vieja
que hace ruido al moverse, la colchas de ganchillo, esos muebles color
caoba, la coqueta con la foto del padre difunto de Matías, que además
tiene su misma cara.
Yo disfruto más sola. Me tengo el punto cogido y algunas noches si me
excito, me toco y en pocos minutos acabo. Procuro que Chelo no se entere,
así que lo hago por debajo de las sábanas, pero algunas veces creo que
cuando llego al final mi perra se mueve un poco inquieta. Como si se
pusiera celosa, diría yo. Lo cierto es que ningún hombre me ha hecho
correrme, lo hago yo. Cuando noto que él va a llegar al final, me toco y en
pocos segundos termino, no tengo dificultad para eso. Es posible que no
haya tenido suerte con los amantes que me he buscado, seguro que no la he
tenido. Han sido demasiado pocos y no demasiado buenos, por lo que
cuentan algunas amigas, veo en las películas o leo en los libros. Siempre
me parece que me estoy perdiendo algo, pero cuando llega el momento,
casi nunca me lanzo, aunque luego me vaya a casa un poco arrepentida.
Mi madre no se ríe casi nunca y lo peor es que no creo que sea por su
carácter, sino porque ya no tiene ganas. Eso me da pena. Ella no cree que
su suerte pueda cambiar, se ve vieja y seguramente tenga razón. Ahora sí,
pero hubo un tiempo en el que todavía estuvo a tiempo de quitarse ese
maldito parche, cuidar su aspecto y volver a sonreír. Nunca me he atrevido
a decírselo claramente, pero yo estoy muy enfadada con ella por ese
abandono. No se lo he dicho nunca porque no he sido consciente hasta
hace poco y porque no me atrevería a decírselo. Ella me confesó que vivía
porque no le quedaba más remedio. Que no le quedaba más remedio por
mí, añadió. Apuesto que quería decir por mi culpa.
Hoy ha hecho arroz con pollo, como casi todos los jueves. Hay trajín en
la cocina porque es el día que más gente viene a comer. Muchos
trabajadores de las oficinas se traen algunos días de casa la comida en una
tartera y los viernes muchos se marchan a las tres. De ahí que los jueves
sea el último día de la semana que prefieren comer fuera en vez de traerse
la comida en un táper.
Mi abuela le ha echado la bronca a Iván porque el chico ha decidido
ponerse hoy una camiseta de tirantes, y eso no causa buena impresión
detrás de una barra.
—Ahí, con todos los pelos del sobaco —le reprocha mi abuela.
—Pero qué dice, señora —se defiende Iván, enseñando la axila—, si
estoy depilado.
Es cierto, Iván está totalmente depilado. Me lo contó un día mientras
cerrábamos el restaurante, antes de proponerme que le acompañara al
almacén. Me reí, le dije que se dejara de tonterías y le confesé que a mí los
chicos depilados del todo no me gustan. Aunque luego, en casa,
imaginándomelo, ya no me desagradaba tanto.
—Bueno, que te pongas unas mangas como Dios manda y se acabó lo
que se daba —concluyó mi abuela.
Mi abuela no aparenta ser mucho mayor que mi madre. Es verdad que la
tuvo joven, pero como mi madre parece que tiene más años de los que
tiene, la cosa se iguala. Mi madre también me tuvo a mí joven, algo que yo
ya no seré si es que algún día tengo hijos.
Mi abuela era una mujer alta para su época y bastante ancha para
cualquier época. Nació en un pueblo de Albacete y allí vivió con mi abuelo
hasta que se vinieron a Madrid, cuando mi madre era todavía una niña. El
parto fue complicado, no se sabe bien lo que sucedió, mi madre no venía
bien colocada y la matrona pasó apuros para ayudarla a salir. Fue en casa
de mi abuela y, además de la matrona, había algunas vecinas a modo de
enfermeras improvisadas que echaban una mano y que animaban a la
parturienta en el trance. Casi siempre era así en aquellos tiempos, y más
en los pueblos. Hubo tensión porque se temió por la vida del bebé, que
tardaba demasiado en salir; fue cosa de segundos que mi madre no naciera
muerta, pero finalmente vio la luz, rompió a llorar y la respiración le hizo
quedarse en el mundo de los vivos. Mi abuela quedó derrotada tras muchas
horas de parto y seguramente no la atendieron como es debido al volcarse
todas en recuperar a la niña. No se sabe lo que la causó, quizá la suciedad
o algo que se quedó dentro de su cuerpo, pero mi abuela sufrió una
infección que casi acaba con ella. Semanas más tarde tenían que operarla
de urgencia en Albacete, y del quirófano salió sin posibilidad de volver a
ser madre. La «vaciaron» era la forma en la que mi madre y mi abuela
explicaban aquella intervención en la que le extirparon matriz, ovarios…;
una manera de describir esa operación que a mí me inquietaba mucho. El
caso es que, ya «vacía», mi abuela, a pesar de su juventud, no pudo tener
más descendencia que mi madre.
El arroz con pollo se ha acabado y todavía falta el segundo turno de
comidas. Ahora hay que dar salida a la sopa de picadillo y la ensalada
mixta, que son los otros dos primeros que hemos preparado para hoy. El
ruido en el bar es ensordecedor a la hora de la comida: las risas, el
bullicio, las discusiones. El sonido de los platos chocando entre sí, mis
gritos a Iván porque falta el segundo de la mesa ocho y los de Iván a Loli y
a mi madre para que anden más ligeras en la cocina. Las voces intentando
imponerse unas a otras, los de una mesa hablando más alto que los de la de
al lado.
Aunque en El Cancerbero no quede más remedio, me incomodan las
personas que hablan muy alto en los sitios públicos; es una de las formas
más vulgares de llamar la atención. Y por encima de todas las voces del
bar a la hora de comer está la de Tomás Cifuentes, un inspector de la
comisaría al que todo el mundo llama por el apellido. Cifuentes es un
hombre alto, duro, pasa por poco de los cincuenta, tiene el pelo un poco
más largo de lo aconsejable, a modo de símbolo nostálgico del joven que
ya hace tiempo que dejó de ser. Guapo sigue siendo, con un aspecto
estudiadamente descuidado en la barba gris, el pelo revuelto y la ropa de
marca que no lo parece. Su risa es contundente y su voz se proyecta como
si en su garganta llevara un amplificador, algo que genera mucha
incomodidad, al menos a mí, especialmente cuando cuenta alguna
anécdota que cree graciosa de su larga vida en la policía. Cifuentes es
magnético y un poco odioso a la vez, es altivo y desprende esa seguridad
de la gente que se siente invulnerable. Sin embargo, los que trabajan para
él le quieren y hablan siempre de su generosidad… Loli también habla de
esa virtud de Cifuentes, pero ella la conoce por otros motivos. Nuestra
cocinera anduvo detrás de él desde la primera vez que el inspector entró
por la puerta de El Cancerbero hasta que logró meterlo en su cama. Fueron
algunos encuentros en los que yo tenía que entretener a Iván en el bar con
cualquier excusa mientras Loli se llevaba al comisario a su casa. Debe de
ser Cifuentes algo especial en la cama por su rudeza, por su potencia o por
lo que sea, porque Loli siempre volvía al bar derrotada después de estar
con él.
—¡Qué barbaridad, hija mía —decía mientras se desparramaba en una
silla—, todavía me tiemblan las piernas!
A mí me hacía gracia y, además de risa, me daba también un poco de
envidia, para qué negarlo. A mí Cifuentes no me entusiasma, pero me
gustaría tener un poco más de suerte con los amantes. En eso nunca
acierto, ésa es la verdad.
Hoy hemos salido más tarde de lo habitual, así que Chelo debe de estar
desesperada por corretear por el parque. No me podré echar la siesta
porque mi madre me ha pedido que le ayude a poner las cortinas que quitó
ayer para lavarlas. Ella y mi abuela no pueden solas. Ya le he dicho que
para esas cosas tiene que llamar a una señora, pero ni caso. Así que iré
después de sacar a la perra y antes de volver por la tarde al bar.
Chelo no tiene pedigrí. Su madre era al parecer una preciosa Beagle,
pero el padre era un chucho, y más de chucho que de Beagle tiene ella. Me
gustan los paseos con Chelo, me gusta estar con mi perra. Es posible que
más de lo conveniente, porque creo que las conversaciones más largas y
más sinceras que tengo son con ella. Quiero pensar que me entiende, pero
es evidente que no lo hace. Chelo es todo lo lista que puede ser una perra,
y eso llega hasta donde llega, no puedo engañarme. No es que la quiera
porque esté sola, la quiero porque la quiero, pero pasar tanto tiempo con
ella me recuerda que no tengo a nadie para ir al cine, a cenar un sábado o
irme de viaje… Me aburro, y lo peor es que me estoy acostumbrando a
aburrirme.
Mi madre está encima de la escalera intentado introducir la barra de las
cortinas por uno de los soportes que están en los extremos de la ventana.
—¡Menos mal! —exclama al verme entrar por la puerta—. Es la tercera
vez que lo intento y no soy capaz.
—¡Bájate de ahí, que ya lo hago yo! —le ordeno mientras me quito el
abrigo.
Mi abuela está durmiendo la siesta, algo que me recuerda el sueño que
tengo yo.
—¿Tú tampoco has dormido nada? —le pregunto a mi madre.
—Ya sabes que yo no pego ojo en la siesta.
No es verdad. Mi madre —como casi todas, tengo entendido— dice que
duerme mucho menos de lo que duerme. No sé por qué.
—Esto no entra por aquí, mamá —le digo mientras intento meter la
barra por el agujero.
—Pues tiene que encajar —se desespera.
—Yo no sé qué necesidad había de lavar las cortinas —le reprocho.
—Si vas a empezar a protestar, mejor te vas y lo hago yo.
Me doy cuenta en ese momento de que estábamos colocando la barra al
revés y que girándola encajaba perfectamente. Nos ponemos contentas las
dos.
—Haz una cafetera mientras yo sigo colgándolas —le pido a mi madre,
que acepta de buen grado.
En total son cuatro cortinas, que hay que enganchar primero en la barra
y después sujetar ésta en su soporte. Todavía estamos en la primera, así
que tenemos para un buen rato. Los ganchitos que sujetan la tela de la
barra son muy difíciles de enganchar y además son muchísimos. Es un
poco desesperante.
—Podías poner estores —bromeo con mi madre.
—Es tarde para cambios, Candelaria —me contesta sonriente.
Estamos a gusto, a pesar de que los ganchitos de las cortinas están
endemoniados.
—La abuela ha hecho bizcocho, ¿quieres?
—No puedo, he cogido un par de kilos.
—No se te notan, pero no quiero tentarte.
—¿Llevas puesto el ojo? —le digo, cambiando de tema.
—No. Luego me lo pongo.
—Pues quítate el parche, mujer. Estamos solas.
Sé que no lo va a hacer porque mi madre sin el parche se siente desnuda,
pero a mí me gusta pedírselo. De pequeña su cicatriz me daba miedo; más
que la cicatriz, la deformidad que supone en su rostro ese hueco sin llenar.
Ya no siento miedo, pero todavía me sigue impactando verla sin parche.
Ya tenemos terminadas dos cortinas, sólo faltan otras dos. En el cuarto
estamos oyendo cómo mi abuela se va despertando. Los tabiques no son lo
mejor de la casa, desde luego.
—Lleva hora y media durmiendo —me informa mi madre—. Luego
dice que no puede dormir por la noche.
—Yo me echaría un rato, me muero de sueño —le confieso.
La conversación la interrumpe un pedo que mi abuela se acaba de tirar
en la habitación. Sonoro y largo, de los que parece que no van a terminar.
A mi madre y a mí nos entra la risa.
—¡Abuela, por Dios! —le grito desde el cuarto de estar.
—¡No sabía que estabas aquí, Candelaria! —dice, saliendo de la
habitación—. ¿De qué os reís tanto?
—Del pedo que te acabas de tirar.
—¿Yo? —dice sorprendida.
—Si es que no se los oye —me informa mi madre con complicidad—.
Cada día está más sorda.
—Ni que yo fuera la única —se justifica.
Me encanta ver a mi madre de buen humor, es raro que pase. A mi
abuela le cuesta menos y a veces creo que no se ríe más para no enfadar a
mi madre. A mí sí me pasa. Me siento un poco culpable cuando me río
delante de ella.
—Ya estáis terminando —dice mi abuela, al ver que estamos poniendo
los ganchitos de la última cortina.
—Ahora hay que colgarlas.
—No te preocupes, ya las colgaremos más tarde —me dice mi madre—.
Duérmete y cuando te despiertes lo hacemos.
—¿Estás segura? —Me hace ilusión la idea de dormir un rato.
—Sí. Échate en mi cama y te despierto dentro de una hora.
Mi abuela se ha bajado al bar y yo me he metido en la cama de mi
madre, como cuando vivía aquí, que siempre prefería su cama a la mía. Ha
bajado las persianas para que descanse mejor, aunque dejando un hueco
para que entre la luz y no parezca de noche. Cuando estoy a punto de
dormirme, mi madre me pasa la colcha por encima desde los pies hasta el
cuello.
—Me encanta que estés aquí —me dice mientras me da un beso después
de taparme.
Qué maravilla dormirse así, me inunda una sensación de bienestar, de
paz, de silencio justo antes de quedarme profundamente dormida.
De niña soñaba muchas veces que mi madre tenía los dos ojos, que era
una madre normal. Y que yo no era la hija de la tuerta, sino la hija de mi
madre, de Teresa, que es como se llama. Es inevitable sufrir cierta
vergüenza cuando eres niña si tu madre tiene ese defecto, y también lo es
sentirse culpable de mayor por haberla tenido. Yo no quería que mi madre
me fuera a buscar al colegio o a casa de alguna amiga cuando estaba en un
cumpleaños, ni que me llevara a jugar al parque. Yo la quería, la
necesitaba, pero me hubiera gustado haberla escondido y que saliera nada
más cuando estuviéramos solas. Estoy segura de que ella se daba cuenta,
pero jamás me dijo nada. Pienso en la tristeza que debía de sentir cuando
yo me hacía la despistada fingiendo no conocerla si estaba con otras niñas.
Me da pena, aunque ella era la que se empeñaba en no quitarse el parche.
Algún día le pediré perdón…
En este momento no sé si estoy recordando esto o lo estoy soñando, no
sé muy bien si estoy dormida o medio despierta. No sé si el golpe que
escuché hace un rato es realidad o he soñado ese ruido tan horrible. Ha
dejado de entrar luz por la persiana a medio bajar, se ha hecho de noche.
No sé qué hora es, pero mi madre no me ha despertado. Le habrá dado
pena y se habrá bajado al bar, aunque debería haberme despertado porque
teníamos que colgar las cortinas.
En el salón tampoco hay luz, estoy sola. Según abro la puerta de la
habitación veo las cortinas a medio colgar, caídas cubriendo parte del
suelo. Miro lo que no quiero ver, hay sangre, espesa, muy oscura. Tengo
miedo de encender la luz. No estoy soñando, ahora estoy despierta. Debajo
de la cortina está mi madre, le asoman los pies, metidos en esas zapatillas
negras de paño horribles de señora de luto. Doy la luz, la descubro debajo
de la cortina, tiene el ojo abierto, con expresión de pánico…
—¡Mamá, mamá!
Lloro, la beso dejando caer su cabeza ensangrentada encima de mis
brazos y noto cómo me empapo de su sangre caliente. Quiero pensar otra
vez que es un sueño, pero no lo es. Grito. Mi madre no tiene ninguna
expresión en su único ojo. Mi madre está muerta.
La carretera recta hasta donde alcanza la vista atraviesa esta llanura
infinita de campos que, creo, son de cereales. No sé diferenciar unos
cultivos de otros, no me gusta el campo. Yo conduzco con mi abuela
sentada a mi lado, que llora sin hacer ruido. Detrás van Loli e Iván, que va
oyendo música con los auriculares puestos con tanto volumen que se
escucha el reguetón y que tararea sin darse cuenta. Cada uno maneja la
tristeza como puede, así que no le decimos nada. Delante va el coche
fúnebre con mi madre dentro del ataúd. Vamos a enterrarla en su pueblo de
Albacete; dice mi abuela que ella lo quería así. Yo nunca se lo oí decir,
pero mi abuela asegura que ésa era su voluntad. Yo creo que se lo ha
inventado, pero qué más da.
Detrás de nuestro coche viaja un Mercedes azul metalizado que conduce
Benito. Hacía muchos años que no le veía, pero se presentó en el tanatorio
en Madrid y le pidió a mi abuela acompañarnos hasta el pueblo para asistir
al entierro de Teresa. Fue mi abuela la que le avisó de que mi madre había
muerto, porque creyó que tenía que saberlo. En teoría, le debemos mucho
a Benito, aunque a mí no me guste. Siempre que le veo me pongo nerviosa.
Hay algo en él que me da miedo, también un poco de asco, aunque su
apariencia no sea desagradable. Mi abuela ha aceptado que nos acompañe
al pueblo, aunque tampoco parece que le haga mucha gracia. No es
cuestión de negarle a nadie su presencia en un entierro y menos a él, que,
regalándole El Cancerbero a mi madre, nos proporcionó el modo de
ganarnos la vida. Un regalo enorme teniendo en cuenta que tampoco
estuvieron juntos tanto tiempo. Es posible que él fuese el gran amor de mi
madre, quién sabe. Yo era pequeña y no me acuerdo, pero sé que pasaba en
casa algunas semanas, luego se marchaba hasta que regresaba otra
temporada. Un día desapareció del todo de nuestras vidas, al menos de la
mía. Ignoro si tiene familia, mujer o hijos, pero al entierro ha venido él
solo.
No recuerdo el tiempo que hace que no vengo al pueblo de mi abuela.
Aunque mi madre también nació aquí, siempre le he llamado el pueblo de
mi abuela. Aquí veníamos las tres cuando cerrábamos el bar en el mes de
agosto y algunas veces en primavera porque había una romería de la
Virgen. Luego, de adolescente, me dejó de apetecer venir de vacaciones, y
debe de pasar de dos décadas el tiempo que hace que no vengo. Antes de
enterrar a mi madre vamos a velarla en la casa de mi abuela. Me pone
nerviosa esa situación porque no tengo ni idea de cómo comportarme.
Según entramos en el pueblo se me hace evidente que las cosas no han
cambiado mucho por aquí. Los hombres que llevan gorras se las quitan
cuando el coche en el que va mi madre muerta les pasa por delante. Las
mujeres se santiguan y los niños detienen sus carreras. En la puerta de la
casa, que está dos calles por encima de la principal, ya hay algunas vecinas
esperándonos. También está Celestino, un chico un poco mayor que yo,
que no estaba bien. Cele, que así le llamaban, siempre ha sido retrasado. O
a lo mejor era sólo tonto, porque en realidad no tenía ninguna discapacidad
diagnosticada, que se sepa. De niño y de adolescente siempre nos subía la
falda a las chicas y por alguna extraña razón nos pegaba balonazos muy
fuertes. Siempre iba con un balón debajo del brazo a todos los sitios. Al
médico, a por el pan, a jugar, aunque no fuera al fútbol, y hasta a misa los
domingos iba el pobre con su balón, y no lo dejaba ni para comulgar. Cele,
para mostrar su rabia o su cariño, quién sabe, decidía de repente pegarle un
chut al balón con todas sus fuerzas utilizando nuestros cuerpos como
diana. Cuando nos alcanzaba se ponía contentísimo, saltaba y reía sin
sentido. Me impresiona verle tan arrugado cuando me bajo del coche y
reparto besos a todas las personas que se me acercan. Él espera su turno y
cuando me ve me abraza sin controlar su fuerza. Sigue teniendo esa
mirada de no entender, que con los años va inspirando más compasión que
ternura.
—¡Hola, Candelita, cuánto lo siento! —me dice mientras termina su
abrazo y junta sus manos enormes y ásperas con las mías.
Loli e Iván se mantienen detrás de nosotros, mientras las señoras lloran
abrazando a mi abuela. Cada vez vienen más a la puerta donde hemos
aparcado los coches. Las vecinas comentan unas con otras.
—Hay que ver la muerte tan mala que ha tenido.
—¡Y la vida! Que la Tere sufrió mucho. Las cosas como son.
—¡Mira que morirse de un porrazo! ¡Qué desatino!
—¡Y la Candelaria encontrársela ahí como un pajarico!
—¡Menuda papeleta!
Benito ha aparcado su Mercedes lejos de la puerta y se mezcla entre los
vecinos, que le miran sin reconocerle.
—¿Quién me echa una mano? —interrumpe el conductor del coche
fúnebre, que obviamente no puede sacar sin ayuda el ataúd de mi madre.
Los cinco hombres que hay en la calle se acercan al coche, entre ellos
Benito e Iván, al que mi abuela reprocha su vestimenta.
—¡Ni siquiera hoy te has podido poner unos pantalones como Dios
manda!
Iván ha venido en chándal, aunque ha tenido la prudencia de ponerse
uno discreto de algodón con sudadera gris y pantalón negro. Loli ha dejado
sus estampados de leopardo y va de luto riguroso. Se me hace rarísimo
verla vestida de negro. Los únicos zapatos que guardaba de ese color
tienen rozada la punta, algo que no termina de ocultar el betún que les ha
dado después de rescatarlos del armario. También negra, aunque cada vez
con más canas, es la raíz de su melena, que va ganando terreno al tinte
rubio que se puso hace ya demasiados meses.
Los llantos son más sonoros cuando se abre la puerta del coche y los
hombres se disponen a sacar el ataúd. Pocas de estas mujeres tenían
relación con mi madre, pero en los pueblos cuando de muertos se trata, se
llora más que se siente. Al sacar el ataúd e izarlo a hombros para
introducirlo en la casa sólo se escucha el sonido de los suspiros y el llanto.
Hay un silencio respetuoso que me emociona, siento pena y vuelvo a
llorar. El pobre Cele es el que no sabe manejar la emoción, y al salir del
coche el ataúd de mi madre se ha puesto a aplaudir descompasado al grito
de «¡Viva, viva!». Debe de haberlo visto en la tele cuando entierran a
algún famoso y ha creído que era lo que tenía que hacer. Algunas mujeres
le han mandado callar, pero otras han secundado el aplauso para no dejarle
solo. Del llanto paso a la risa cuando miro a Cele aplaudir. Lo hace con las
dos manos completamente estiradas enfrentándolas de manera
descompasada y según aplaude parpadea como si le asustara el sonido que
él mismo provoca. Bajo la cara hacia el cuello y la escondo tras el pañuelo
para que no se me note que no puedo evitar reírme. Me siento un poco
cruel.
Mi abuela comenta con las vecinas su enfado porque el ataúd de mi
madre no esté abierto, pero yo prefiero que no sea así. Me muero de
cansancio y de sueño, no he dormido apenas desde aquella siesta en la que
me despedí de mi madre hace tres días. Delante del ataúd, con mi abuela al
lado y las vecinas que se van turnando para acompañarnos, miro a Benito,
que deambula por la casa con rostro serio. No ha hablado con nadie desde
que llegó.
—¿Quieres un café? —le digo, acercándome a él.
—Si ya está hecho, me lo tomo, pero no te molestes en hacerlo.
—No te preocupes, yo también quiero salir de la sala un rato. Me ahogo
un poco.
—¿Cómo estás? —me pregunta, supongo que a modo de formalismo.
—Bien, bien… Y a ti ¿qué tal te va?
No escucho bien su respuesta porque de repente me siento muy mal.
Estar cerca de Benito me revuelve el estómago, sigo sin saber por qué pero
hay algo en mi memoria que me impide mirarle sin sentir ganas de
vomitar.
—¿Te encuentras bien? —le escucho cuando me rehago un poco.
—La verdad es que no me apetece ese café —le confieso.
Le dejo en medio del pasillo y siento la necesidad de salir a la calle,
donde ya es noche cerrada. El otoño, aunque tardío, se ha impuesto al
verano y a estas horas hace frío. Me despeja ese aire gélido. A mi mente
viene el rostro de Benito de una manera difuminada, confusa. Y su cuerpo
desnudo. Aprieto con fuerza el puño derecho y noto, empapada de sudor, la
palma de mi mano en la que guardo el ojo de cristal de mi madre.
Al lado de la de mi abuelo está la tumba de mi madre. Desde que los
nichos se impusieron, ya casi nadie se entierra en el suelo. Yo lo prefiero
porque los nichos me provocan aún más claustrofobia. Imagino que allí,
entre el cemento y el azulejo, los cuerpos no se deshacen ni tanto ni tan
rápido como en la tierra. Pienso que lo mejor es dejar de existir cuando se
muere, desintegrase del todo. La incineración es lo ideal, pero entre la
tierra y esa especie de estantería de obra que son los nichos me quedo con
la tierra.
Mi abuela está orgullosa de tener este terrenito pagado en el cementerio
donde acabará ella cuando el Señor quiera. Tiene la cara empapada de
lágrimas, colgada de mi brazo y del de Iván para no desplomarse, cuando
tres señores ayudados de dos sogas introducen la caja de mi madre en la
tumba. Ha venido mucha gente, más de la que pasó por el velatorio en la
casa. Tengo la sensación de que la gente en los pueblos tiene más
costumbre de asistir a los entierros y por tanto su comportamiento es más
natural. Es una coreografía perfecta, parece como si hubiera habido algún
ensayo previo. El llanto justo, el murmullo que lo cubre todo sin dejar que
se imponga el silencio, las miradas, la manera de caminar ordenada hasta
el cementerio, de colocarse alrededor de la tumba en el último momento y
de despedirse cuando ya no hay nada más que hacer.
En la puerta tengo el coche porque desde aquí mismo nos vamos a
Madrid. Mi abuela y Loli van detrás de mí caminando, apoyándose una en
la otra, literalmente. Loli está destrozada, los ojos granates, hinchados de
tanto llanto. Mi madre era su amiga, la única que tenía, como Loli lo era
de ella. Tan distintas las dos. Loli desde la risa y mi madre desde la
frialdad, ambas estaban especialmente dotadas para asumir el sufrimiento.
Mi madre, hierática y distante; Loli, graciosa y accesible, se habían
impuesto a una vida perra en la que era muy difícil ser feliz. Ellas son
mujeres de otra época, creo que ya no existen mujeres así, capaces de
arrastrar tanto peso sin hundirse. Yo no soy de esas, estoy segura.
—¡Candelita, vuelve pronto! —me despide Cele en la misma puerta del
coche abrazándome tan fuerte que llega a incomodarme.
—Cele, no te pegues tanto.
—Es que yo te quiero mucho, Candelita. ¿Te acuerdas de cuando éramos
pequeños?
—A los tontos siempre les da por lo mismo —dice mi abuela nada más
meterse en el coche.
—¡Pobre! —exclama Loli, compadeciendo al pobre de Cele.
—De pobre nada —la contradice Iván—. Le he visto cómo se tocaba por
dentro del pantalón mirando a Candela.
—¡Jodío porculo! —se reafirma mi abuela.
Cele nos ha servido para aliviar la tensión del entierro y a punto ha
estado de hacernos sonreír, a pesar del momento. La risa no debería
hacernos sentir culpables cuando es necesaria. En la gasolinera que hay
justo a la salida del pueblo veo a Benito repostando su Mercedes azul y me
dan ganas de acelerar. Mi abuela reclina su asiento y cierra los ojos, Loli
apoya la cabeza sobre el hombro de Iván, que conecta sus cascos y
comienza a tararear alguna canción insufrible. Tengo ganas de salir de este
pueblo y volver a Madrid, aunque allí sí que vamos a echar de menos a mi
madre. No me imagino El Cancerbero sin ella, a mi abuela sin ella, la casa
sin ella… No me imagino la vida sin mi madre.
Fermín se ha quedado estos días con Chelo. Me dijo que le haría
compañía y a mí me pareció la mejor opción, además de la única. Me
cuenta que estos días ha comido sopa de sobre y tortillas francesas con
jamón york que él mismo se ha hecho.
—No me apetecía salir —me dice mientras me hace una cafetera en su
cocina de gas butano.
Fermín también lleva corbata para estar por casa. En realidad, va igual
de impecable que cuando sale a la calle, pero cambiando su chaqueta de
punto por un albornoz a cuadros y sus zapatos por unas zapatillas de pana
azul marino.
—Se ha portado muy bien esta señorita —me dice, señalando a Chelo,
que le mira como si sus palabras la hipnotizaran.
—¡Ven aquí, cariño! —llamo a mi perra, que viene, pero con desgana.
—¿Qué tal el entierro? ¿Hubo mucha gente?
—Ya sabe cómo son estas cosas en los pueblos, que va todo el mundo.
—A mí me hubiera gustado ir, pero…
—No se preocupe, Fermín —le interrumpo sus disculpas—, para mí es
como si hubiera estado. Y además, ¿quién se hubiera quedado con Chelo?
—Yo quería mucho a tu madre, la vamos a echar de menos —dice,
aguantándose las ganas de llorar.
—Lo sé, Fermín —le respondo, poniéndole una mano en el hombro.
—Nos llevamos bien desde que nos conocimos. Agustina también la
quería mucho.
—Mi madre siempre recordaba con mucho cariño a su mujer.
—¿Fue alguien de Madrid al entierro?
—Nadie, sólo Loli e Iván… Bueno, también vino Benito.
—¿Benito? —se extraña—. ¿Qué Benito?
—Fue novio de mi madre cuando yo era pequeña.
—Ah, sí —dice con poco interés.
A Fermín le ha cambiado su habitual gesto de amabilidad por una
seriedad que me sorprende.
—Se tiene que acordar —le insisto—. Él le dejó el bar a mi madre.
—Hace mucho tiempo de eso —admite con desgana, como queriendo
cambiar de tema.
Fermín se levanta a echar el café en unas tacitas minúsculas de
porcelana con flores pintadas en tinta azul. Le tiemblan un poco más de lo
normal las manos arrugadas. Chelo salta desde mi regazo al suelo y le
persigue por la casa.
—El Cancerbero se llama así porque Benito fue portero de fútbol —
vuelvo a la carga.
—Mira, Candelita…
Suena el timbre de la casa y el ladrido de Chelo interrumpe a Fermín.
—Seguramente será tu abuela —me dice.
Chelo le acompaña a abrir la puerta y desde allí oigo su voz.
—¡Hola, Fermín! ¿Está aquí mi nieta?
—Pase, doña Remedios. En la salita la tiene.
Remedios es el nombre de mi abuela y el que a punto estuve de tener yo
si no hubiera sido por una feliz decisión de mi madre a última hora, casi
en la puerta del registro. Ella se enfadó muchísimo porque mi madre se lo
había prometido. Yo se lo agradecí a mi madre cuando me hice mayor,
porque llamarme Remedios era lo que me faltaba.
Chelo no para de ladrar a mi abuela, como siempre, a la que acosa
durante todo el viaje por el pasillo desde la entrada hasta la salita.
—¡Jodía perra!
—Doña Remedios, no diga usted esas cosas.
—Es que me tiene manía, la muy…
—Ven aquí —llama Fermín a Chelo, que obedece sumisa.
Es algo que me pone un poco celosa, aunque disimulo para que no se me
note.
—¿Quiere usted un café?
—No, gracias, Fermín… Sólo quería preguntarte si hoy duermes
conmigo —me dice a mí con tono de súplica.
—Claro, abuela.
—Pero sin la perra —me advierte.
—A Chelo me la quedo yo —media Fermín.
Vamos todos hacia la puerta, pero dejo que mi abuela salga primero para
llamar al ascensor. Yo me quedo unos pasos detrás con Fermín.
—Antes de que llamara mi abuela iba usted a decir algo sobre Benito.
—Da igual, no era importante.
—¡Vamos, niña! —me llama mi abuela desde el descansillo, donde está
sujetando la puerta del ascensor.
Yo miro a Fermín, suplicante, y él me da un beso antes de susurrarme
algo al oído.
—Déjalo estar, Candelita. Lo mejor que te pudo pasar es que Benito
saliera de tu vida.
No soy lesbiana, pero siempre he tenido la fantasía sexual de que una
mujer me comiera las tetas. Concretamente eso, ni más ni menos. Ninguna
otra cosa, salvo quizás que me besara la boca. Que una chica guapa me
bese también es algo que imagino excitante. Se trata de una fantasía más
que un deseo, supongo, porque hacer eso en la vida real y no en mi mente
me parece imposible. Ya me resulta difícil tener un impulso suficiente
para irme a la cama con un hombre, así que lo de una mujer no es ni
siquiera una posibilidad. Tengo más de cuarenta años y he estado con
cinco hombres en toda mi vida. Roberto, mi único novio, Matías, el
policía, y tres chicos más con los que me acosté después de que me dejara
Roberto y de los que no recuerdo apenas nada. Mi vida sexual ha sido
seguramente la parte más mediocre de mi vida en general. No tengo dudas
de que la culpa habrá sido en parte mía, pero en la cama ellos tampoco me
han hecho olvidar nunca que el sexo es mejor estando sola.
Perdí la virginidad con Roberto, mi primer novio de la facultad, que,
como dije, la tenía muy pequeña, algo que con el tiempo no gusta pero que
la primera vez se agradece. Lo hicimos en un chalé que la familia de
Roberto tenía en la sierra un viernes de noviembre. Fue un par de meses
después de conocerle al comienzo del curso y tres semanas después de
estar saliendo oficialmente. Lo hice porque creía que ya tocaba, que dejar
de ser virgen era algo pendiente que había que solucionar en algún
momento y era absurdo retrasarlo. Roberto era un chico guapo, alto y
corpulento. Al igual que yo, él también era de cadera ancha, algo que en
los chicos es mucho peor. Tenía cuerpo de pera, de esos que sin estar
gordos lo parecen. Lo que más me llamaba la atención de mi primer novio
era la enorme seguridad que tenía en sí mismo sin que existiera
objetivamente ningún motivo para tal cosa. Se creía una eminencia, a
pesar de ser un estudiante normalito; su actitud era como si le desearan
todas las mujeres de la facultad, cuando en realidad sólo me gustaba a mí,
y tampoco demasiado. Y en la cama se desenvolvía con una actitud como
si conociera todos los secretos del sexo siendo un amante
desesperadamente torpe. Algo muy evidente, a pesar de no tener ninguna
otra referencia para comparar, como era mi caso en aquel momento.
Parece que hablo con rencor por haber sido él quien me dejó, pero es más
bien pena y compasión lo que me despierta su recuerdo. Aquel viernes de
noviembre, el pobre Roberto desplegó en una sola noche toda su torpeza
desde que, aparcando mi coche en el garaje de su casa, se llevó por delante
una cortadora de césped que dejó mi Ford Fiesta sin luces. Naturalmente,
le echó la culpa a que mi coche no tenía una buena dirección y que no
giraba bien…
La casa estaba helada, algo que se solucionaría en cuanto encendiera la
caldera y la calefacción comenzase a funcionar. En la nevera sólo había
cervezas, que era lo último que me apetecía beber con aquel frío. Me senté
en el sofá con el abrigo puesto mientras mi novio manipulaba la caldera de
gas para ponerla en marcha. Decidí encender la tele, pero la antena
tampoco estaba conectada y sólo se veía La 2 con muchísima niebla:
estaban echando una película en la que se intuía la cara de Imanol Arias.
Una media hora después y a punto de quedarme dormida, con la capucha
del abrigo puesta, Roberto me dijo que por algún motivo desconocido la
caldera no se encendía. Pensé en irme, pero ya que estaba allí respondí a
los besos de Roberto y decidí seguir adelante. Subimos a su habitación en
la planta de arriba y nos tumbamos en la cama de noventa que tenía desde
niño. Todo estaba decorado con pósteres, bufandas y banderines del Real
Madrid. Nos desnudamos para meternos en la cama, aunque me dejé las
bragas y la camiseta interior. Él sí se desnudó del todo y yo me pegué a su
cuerpo porque era lo único caliente bajo aquellas sábanas. Nos abrazamos
con fuerza, nos besamos, y el frío, aunque no del todo, fue desapareciendo.
Me puse nerviosa cuando me di cuenta de que ya no había vuelta atrás y yo
misma fui la que me quité las bragas al ver que Roberto se estaba tomando
más tiempo del necesario con los besos. A decir verdad, yo estaba
deseando terminar con aquello y marcharme lo antes posible a un lugar
con calefacción. Roberto me chupaba el cuello y me tocaba las tetas como
el que agarra una pelota de béisbol antes de lanzarla. Cuando me buscó
con su mano por debajo de las sábanas para tocarme más abajo fue todavía
peor porque lo hizo sin ninguna delicadeza. Aun así, había llegado el
momento y me dejé llevar. De rodillas en la cama, alcanzó de una
estantería que había encima de nosotros un preservativo que se puso
delante de mí. Fue la primera vez que le vi desnudo del todo, y ver su pene
tan pequeñito y tan duro me relajó porque era más difícil que me doliera,
aunque también sentí cierta preocupación porque llegué a temer que con
ese tamaño no fuera suficiente para desvirgarme, que era lo que yo quería
esa noche a toda costa.
Roberto se puso encima, dejando caer todo el peso de su cuerpo sobre el
mío, y se dispuso a entrar. Recuerdo que cerré los ojos y a los pocos
segundos tenía su pene pequeño y duro dentro de mí. No recuerdo dolor,
más bien cierto escozor, y por supuesto ninguna sensación parecida al
placer. Roberto se movió mientras posaba sus manos en mis brazos y me
besaba el cuello. Ahí se pasó un rato, y, por algún motivo desconocido,
creí que debía fingir que me estaba gustando. La fricción de su pollita, a
consecuencia de mi sequedad, estaba aumentando la sensación de escozor,
y mis gestos de incomodidad los interpretó Roberto como de placer. Casi
al final, mi novio aumentó la intensidad y con el vaivén de la estantería se
descolgó un banderín del Real Madrid, que cayó sobre la cabeza de
Roberto con tal precisión que el cordoncito le entró por la cabeza haciendo
que la tela blanca con el escudo de su equipo le tapase la cara justo cuando
llegaba al éxtasis. A mí me entró la risa al leer «Hala Madrid» pegado a
mi cara al tiempo que él terminaba con un grito de placer que a mí me
resultó un poco forzado.
En los siguientes casi tres años en los que Roberto y yo estuvimos
saliendo, el sexo no fue mucho mejor que aquella primera vez. Casi tres
años saliendo con un chico que no me gustaba físicamente, con un
mediocre que se creía el centro del universo, con alguien que ni siquiera
terminaba de respetarme y que para colmo era un desastre en la cama. Lo
más triste es que durante esos tres años no fui capaz de dejarle porque
sentía que le necesitaba. Se acabó cuando Roberto quiso y me da miedo
pensar que si no llega a dejarme él a mí yo no hubiera sido capaz. Así de
absurdo y así de real. Me ruboriza sólo el hecho de recordar mi estupidez
alimentando tanto tiempo el ego de aquel idiota del que me acuerdo cada
vez que juega el Real Madrid.
Su ojo de cristal preside mi salón. Lo tengo en una caja plateada que
cierro o abro dependiendo de si me apetece tener a mi madre más o menos
presente. Y hablo con él, como si fuera ella en su totalidad. Mi madre está
muerta y el ojo nunca tuvo vida, pero tener cerca ese trozo de cristal me
acerca a ella.
Hemos contratado a otra cocinera en El Cancerbero porque mi abuela y
Loli solas no dan abasto en la cocina. Además, a todos nos cuesta mucho
esfuerzo movernos desde que mi madre no está, la tristeza nos ha hecho
lentos. Espero que poco a poco vayamos recuperando la rapidez que se
necesita para aguantar el ritmo frenético que tiene el bar a la hora de la
comida. La nueva cocinera está en pruebas, aunque estos días se está
desenvolviendo muy bien con los menús y según Loli la chica vale mucho.
Mi abuela es más reservada porque Akanke, que así se llama, es negra. Se
supone que mi abuela no es racista, pero tener a una mujer negra en la
cocina no termina de darle mucha seguridad. Y si no queda más remedio
que aceptar que esté en la cocina, lo mejor es que no salga.
—¡Eso es racismo! —me enfado con mi abuela.
—No es racismo, pero es que siendo tan negra no da buena imagen.
Akanke es muy negra, en eso sí lleva razón mi abuela. De esas personas
que su color se vuelve casi azulado. Nació en Mali y llegó a España hace
más de veinte años, cuando ella tenía diez. No sé mucho más, salvo que
tiene la nacionalidad española y habla perfectamente castellano, aunque
con un poco de acento francés, que es el idioma en el que murmura
mientras cocina. El significado de su nombre, Akanke, me contó que tiene
que ver con el amor.
Lentamente vamos recuperando la normalidad en El Cancerbero, aunque
a veces la ausencia de mi madre es demasiado poderosa. Los clientes más
habituales han sido muy tolerantes las primeras semanas en las que nada
funcionaba bien, había demasiados errores con los menús y bastante
lentitud. Akanke ha ayudado bastante a mejorar las cosas.
Desde que volvimos a abrir después del entierro, está viniendo a comer
un hombre que me resulta familiar. Es de esas personas a las que crees
conocer, pero no sabes de qué. Es guapo, más o menos de mi edad, y con
ese aire que tienen los chicos de familia con dinero. Salvo elegir los platos
de cada día, apenas si ha pronunciado ninguna palabra. Siempre viene solo
y me inquieta, porque desde que llega hasta que se marcha no para de
mirarme.
—¿Nos conocemos de algo? —decidí preguntarle ayer, después de una
semana entera sin cruzar palabra.
—No, que yo sepa.
—Es que tu cara me suena —le confesé.
—¿No estarás intentado ligar conmigo? —me dijo bromeando.
—Yo no hago esas cosas cuando estoy trabajando —intenté bromear yo
también, pero me salió cortante.
—Lo entiendo perfectamente, Candela.
—¿Por qué sabes mi nombre?
—Lo he escuchado a los clientes. Te llamas Candela, ¿verdad?
A mi abuela le ha dado por estar enfadada en vez de triste, y Loli se pone
a llorar desconsoladamente dos o tres veces al día por cualquier tontería.
Ayer, por ejemplo, casi le da un soponcio porque se había acabado la leche
desnatada.
A mí se me ha quitado el hambre desde que volvimos del pueblo de
enterrar a mi madre. Sólo como cuando me acuerdo, porque tengo una
presión en el estómago que hace que nunca me entre apetito. El otro día el
inspector Cifuentes me dijo que me estaba quedando muy delgada cuando
le estaba tomando nota de la comida. Lo soltó con su voz amplificada y lo
escuchó todo el restaurante, como todo lo que sale de su boca. Yo creo que
empezaré a comer cuando logre llorar todo lo que quiero, pero de
momento no soy capaz. En eso envidio a Loli.
Matías viene a tomar café cada mañana de servicio con su uniforme. Me
ha propuesto quedar algún domingo en casa de su madre o, si no me
apetece, me invita al cine para ver la película que yo quiera. Matías carece
de pasión, nada de lo que hace es sorprendente, ni siquiera al proponerte
un plan se intuye la más mínima diversión. No sé por qué me acuesto con
él, será simplemente por no decirle que no cuando llevamos mucho tiempo
sin hacerlo y creo que ya nos toca. Sé que suena horrible, pero lo hago por
no quedar mal con él. Tal vez su falta de pasión se deba a la ausencia de la
mía, pero no soy capaz de encontrarla. De momento, tengo la excusa de la
tristeza por la muerte de mi madre y tardaré más tiempo en aceptar la
invitación de Matías. Ni siquiera para ir al cine.
Chelo ha vuelto a mi casa, aunque algunas noches se sigue quedando
con Fermín. Mi abuela de vez en cuando me pide que me vaya a dormir
con ella, así que se la dejo a mi anciano vecino, que se la queda encantado.
Chelo también lo está y a veces sospecho que prefiere la compañía de
Fermín a la mía. Es algo que me pone celosa y me entristece, pero creo
que la perra siente que Fermín la necesita más que yo y ser útil la pone
contenta. Ésa es mi interpretación, que lo mismo me meto en la cabeza de
mi perra como hablo con el ojo de mi madre como si ella estuviera en el
salón.
—¿Tú también me ves más delgada…? Hasta Cifuentes me lo ha
notado… Ya sabes que casi no me podía abrochar estos vaqueros y mira
ahora, que me quedan anchos…
A mi madre le gustaría Akanke, estoy segura. Incluso he fantaseado con
subirla a casa algún día y ponerla delante del ojo sin que se dé cuenta para
que la vea. Y si todavía no lo he hecho es porque no se me ha ocurrido
ninguna excusa para invitarla a mi casa. Por cierto, mi abuela a Akanke la
llama Ankagua, creo que porque Ankagua era algo que decía Tarzán en las
películas antiguas, que ella asocia por algún motivo con nuestra cocinera
negra. Me ha parecido escuchar a mi madre reírse cuando se lo contaba.
Son casi las cinco de la tarde y el chico que no para de mirarme desde
hace días todavía no se ha levantado de la silla. Hasta Fermín se ha
marchado después de tomarse su limoncello.
—¿Me pones otro igual?
Es el segundo gin-tonic que me pide después de dos postres y dos cafés.
—¿Hoy no tienes prisa? —le pregunto mientras termino de barrer el
comedor.
—No, hoy no.
—Pues yo estoy deseando ir a echarme un rato la siesta.
—¿Cerráis ahora? —me pregunta, sorprendido.
—No, se queda Iván en la barra. Por la tarde hay menos gente.
—¿Iván es el de los ejercicios? —quiere saber, mientras se ríe.
—Sí, ese —asiento, resignada.
Efectivamente, Iván acaba de hacer el pino sobre una silla que sólo
apoya en el suelo con dos patas y yo le he llamado la atención.
El tipo me mira mientras le sirvo el segundo gin-tonic de Seagram’s,
que también es mi ginebra favorita.
—Dicen que esta ginebra da menos resaca —me explica.
—Eso he oído yo también —le contesto—, pero supongo que no será
verdad.
—Yo sí lo creo, pero a lo mejor es sugestión —comenta sonriente.
Definitivamente, el hombre es guapo, y aunque el otro día me dijo que
no nos conocíamos, su cara me sigue resultando familiar.
—¿Trabajas por aquí?
—¿Otra vez queriendo ligar conmigo? —se ríe.
La verdad es que tiene una sonrisa preciosa, de las que inspiran
confianza.
—¿No será al revés? Porque desde que entras por el restaurante hasta
que te vas no paras de mirarme.
—¿Tanto se nota? —dice, un poco cortado.
—Sí, la verdad.
—Es que quiero hablar contigo y cada día me marcho sin atreverme.
De repente se ha puesto un poco nervioso, se le nota. Y yo también.
—¿Podrías servirte uno tú también? —me propone, señalándome su
vaso.
—No suelo tomarme copas con los clientes.
—Mi nombre es José Carlos y soy el hijo de Benito.
Según pronuncia ese nombre se me quitan las ganas de seguir hablando
con él.
—¡No quiero saber nada de ese hombre!
—¿Podrías sentarte? —me dice en tono de súplica.
—Pero ¿tú a qué has venido? —le pregunto, nerviosa.
—A hablar contigo.
Estoy segura de lo que pasó, a pesar de que mi memoria no pueda
elaborar un recuerdo nítido. Era demasiado pequeña. Sensaciones, un olor
característico, un susurro de su voz en mi oído pidiéndome silencio y su
mano por debajo de mi ropa y la mía dentro de su pantalón. Siento que me
ahogo cuando llegan a mi mente esas imágenes. Al mirar a la cara a Benito
en el funeral de mi madre sentí aquella manera de tocarme, su olor, su voz
y mi angustia. No fue sólo una vez, fueron muchas. Lo sé. Y cuando pienso
en esa niña que era, me invade una inmensa pena y mucho miedo.
—No quiero hablar contigo —me reafirmo, mirando al chico.
—Candela, siéntate. Creo que deberías saber algo.
—El que deberías saber cómo es tu padre eres tú… —me resisto a
escucharle.
—Le conozco bien y estoy seguro de que tienes motivos para odiarle,
pero… —El chico se para en seco. Y le da un trago grande a su gin-tonic
antes de continuar—: Candela, yo soy tu hermano. Benito es tu padre.
No tengo amigas. Y amigos tampoco. No sé por qué, pero no los tengo.
Me doy cuenta ahora de que no puedo contarle a nadie algo tan importante.
Siempre me resultó difícil la amistad, esa de la que algunas personas
presumen, de la que se escribe en libros y sale en las películas. Tuve
algunas amigas en el colegio y más tarde en el instituto, pero luego cada
una crece de una manera, se interesa por cosas distintas y el cariño se
convierte en distancia. Recuerdo a Conchita, una niña del colegio con la
que siempre jugaba en los recreos y nos sentábamos juntas en clase. Con
ella estaba a gusto, simplemente me sentía bien, y compartíamos
confidencias y el bocadillo del recreo. Por algún motivo desconocido, el
que le hacía su madre siempre estaba más rico que el mío… A mí me vino
la regla un poco antes que a ella y eso hizo que Conchita me envidiara,
haciéndome preguntas sobre cómo me sentía que yo no sabía contestar.
Daba igual, porque tener la regla me convertía frente a mi amiga en
alguien muy importante. A los dos meses le vino a ella y dejó de ser un
tema de conversación.
Me acuerdo de Conchita, como ella se acordará de mí, pero después de
acabar el colegio cada una se fue a un instituto distinto y no nos volvimos
a ver. En el mío conocí a Isa y a Cris, con las que empecé a ir a las
discotecas, beber las primeras copas, besar a los primeros chicos y hasta
irnos de compras juntas. Ese momento no era de mis preferidos porque
cuando nos probábamos pantalones vaqueros yo me empeñaba en pedir la
misma talla que ellas, con la diferencia de que a mí no me abrochaban. Era
frustrante decirle siempre a la dependienta que me sacara una talla más…
Bueno, mejor dos tallas más. El caso es que Isa y Cris estaban más unidas
entre ellas que conmigo, eso se nota. No hubo ninguna discusión en
concreto que nos hiciera distanciarnos, al menos yo no la recuerdo, pero
cuando dejé de salir con ellas no creo que me echaran de menos.
A lo mejor no tengo amigas porque no sé lo que hay que hacer para
tenerlas. Es posible que no sea lo suficientemente generosa o que no me
entregue del todo, que no me abra para compartir mis sentimientos o, lo
que es peor, que la mayoría de personas no me provocan un excesivo
interés. Puede ser que me cueste querer de verdad. O también es posible
que la culpa no sea sólo mía. El caso es que me siento sola y tengo ganas
de llorar.
He pensado irme a la playa o a alguna ciudad fuera de España una
semana, desaparecer de El Cancerbero y reflexionar, pero eso me dejaría
aún más sola. Y más enfadada con mi madre muerta, que nunca me contó
la verdad.
Con mi abuela sólo he intercambiado una frase antes de dejarnos de
hablar, no sé por cuánto tiempo.
—¿Por qué nadie me lo dijo? —le grité.
—Eran otros tiempos —dijo con la voz entrecortada.
Y las dos nos pusimos a llorar. Yo de impotencia y ella de pena, me dio
la sensación.
Matías me ha propuesto cenar en un restaurante en el centro, alejados
del barrio. Me lo dijo ayer mientras desayunaba en el bar. Le vi contento,
más de lo normal. El restaurante, dice, sale en las guías de los mejores de
Madrid y me ha dicho que me ponga elegante. No le pega nada una
propuesta semejante y además me ha insistido en que lo pasaremos bien.
Yo lo dudo y seguramente acabaremos echando un polvo insustancial en su
casa, si no está su madre, o en la mía, en la que no está Chelo, que una
noche más se va a quedar con Fermín.
Me sentía extraña viajando en metro tan arreglada, así que he decidido
coger un taxi, que me deja en la misma puerta. Hay muchos coches que los
clientes dejan en doble fila y les dan las llaves a unos chicos para que se
los aparquen. Si hubiera sabido que había aparcacoches me lo hubiera
traído, aunque sólo fuera por experimentar esa sensación de dejarlo en la
puerta y que me lo aparquen. Ya sé que es frecuente en este tipo de sitios,
pero a mí me sigue pareciendo algo muy de película. Al entrar, una
señorita me ofrece guardarme el abrigo y me pregunta por mi nombre.
—Candela —le respondo.
—¿Apellido? —se desespera.
—Guerrero.
—¿Puede que la reserva esté a otro nombre? —me dice, cortante.
—¿Matías? —digo, temerosa.
—El apellido, señorita, por favor. ¿Matías qué?
—No tengo ni idea del apellido de Matías —le confieso.
—¡Vaya!
—Pero tampoco creo que tenga usted a muchos Matías que hayan
reservado esta noche —le digo, sacando el genio.
—¡Salmón! ¡Matías Salmón! —interrumpe mi acompañante—. ¡Siento
llegar tarde!
—No te preocupes, yo acabo de llegar. —Nos damos dos besos.
—¡Acompáñenme! —nos dice la señorita con dos cartas en la mano.
—¿Te apellidas Salmón? —le pregunto, sorprendida.
—¡Sí, hija! —afirma, sonriente.
—¿Y de segundo?
—Cebollero.
—¡Joder! —exclamo mientras se me escapa una risa infantil.
Pasamos un rato riéndonos sobre las bromas que Matías ha sufrido a
consecuencia de sus apellidos. Desde niño hasta en la policía. Está guapo
esta noche. Y distinto. Lleva una camisa azul claro y le ha sentado bien no
haberse afeitado. Me cuenta que hay muy pocos Salmón en España y que
la mayoría se lo cambian por Salmon, sin tilde, que queda más británico.
Pedimos un menú degustación que hay en la carta y que se me antoja
carísimo, pero que es apetecible por la descripción de los platos. Matías
pide vino blanco, que me deja probar a mí.
—¿Cómo estás? —me pregunta, sin abandonar su sonrisa.
—Esta noche estoy contenta.
—Estás especialmente guapa, no te lo había dicho todavía.
—Tú también.
—Últimamente te veo rara y sé que te ha pasado algo.
—No quiero hablar de eso.
—¿De qué?
—De lo que me pasa.
—Candela, tú sabes que puedes contar conmigo para lo que quieras.
—Lo sé, Matías, pero estoy bien. No pasa nada.
—Brindemos, entonces —me dice, alzando su copa en busca de la mía.
—¡Por nosotros!
La noche avanza a medida que nos van sirviendo raciones diminutas,
una detrás de otra. Todo está buenísimo y de cada uno de los platitos
apetece repetir. El vino nos lo estamos bebiendo demasiado deprisa y todo
nos empieza a hacer gracia. Es posible que nos estemos riendo demasiado
alto.
—¿Tú sabes que te quiero? —me pregunta, brindando una vez más, y he
perdido la cuenta.
—Claro que sí, Salmón, claro que sí —respondo, sin poder contener la
risa.
—¡Qué hija de puta! —me dice, riéndose él aún más.
La botella se ha acabado definitivamente.
—¿Cuántos platitos quedan? —le pregunta Matías a la camarera.
—Estamos en la mitad del menú.
—Pues ponga otra botella —se anima mi acompañante.
—Esto nos va a costar una fortuna —me entra la sensatez.
—No importa. Hoy va a ser una gran noche.
Matías me cuenta que tiene la intención de prepararse las oposiciones
para ascender en la policía y dejar definitivamente el uniforme. Los
requisitos, me dice, no son fáciles, pero yo le animo. Me gusta que la
gente mejore, ojalá yo pudiera hacerlo.
—¿Por qué te acuestas conmigo? —me pregunta Matías de repente.
—Supongo que me gustas —le contesto, dudando.
—¿Disfrutas conmigo en la cama?
—¡Qué pregunta! —no sé muy bien qué decir.
—¿Te parezco un buen amante? —insiste.
—Creo que te falta pasión.
—Tienes razón.
—A lo mejor es que yo tampoco te gusto.
—Candela, eres mi amiga. Mi mejor amiga. —Se nota sinceridad en sus
palabras, pero sobre todo en su mirada—. Mi vida no es fácil —continúa
—. A veces me ahogo y me gustaría escaparme de mi casa, del barrio, del
trabajo, de la ciudad.
—Así llevo yo unas cuantas semanas —me sincero.
—¿Me vas a contar por qué o no?
—Mi padre no era mi padre. Mi padre es un hijo de puta que abusó de
mí.
La frase me sale seguida, escupida. Matías me coge de la mano y yo me
echo a llorar. El resto de mesas cree que somos una pareja discutiendo. Le
cuento todo, tal cual fue. O tal cual yo lo recuerdo. De la manera que me
enteré y cómo me siento. Le hablo de las ganas de vomitar que me
producen esas imágenes que vienen a mi mente…, pero también de esa
horrible sensación de culpa que me causa recordar que había algo de
placer en aquello que me hacía. Eso me destroza, porque hace que me
desprecie a mí misma. Hablo un rato largo, despacio. Él escucha, bebe y
va rellenando también mi copa.
—Pienso en la sangre —le digo—, es algo que me obsesiona.
—¿En la sangre? —se sorprende.
—En la sangre, en los genes. Tengo la misma sangre, el mismo ADN
que Benito.
—No te tortures con eso —me consuela.
—Y encima me gano la vida gracias a él… Me siento culpable por ir
cada día a trabajar a ese bar. Creo que es una manera de aceptar lo que
pasó, de admitirlo.
El llanto me hace sentir mejor. Y noto a Matías cercano, me está
gustando confesarme con él.
—Me gustaría pasar esta noche contigo —admito, secándome las
lágrimas con la servilleta.
—Eres una mujer maravillosa.
De repente tengo ganas de besarle y él me corresponde de manera
tierna. Nos pedimos dos gin-tonics en la misma mesa. La verdad es que el
alcohol no se me ha subido mucho, o eso creo, aunque seguro que ayuda a
que en este momento me sienta tan a gusto. Veremos después. Cada vez
van quedando menos mesas llenas en el restaurante.
—Matías, antes no me has contestado si realmente te gusto.
—Te he propuesto cenar hoy para hablarte de eso precisamente, aunque
comparado con lo que tú me has contado…
—¿Qué querías decirme? —me puede la intriga.
—Creo que me gustan los hombres.
—¿Los hombres?
—Sí, los hombres. He estado con uno… Bueno, sigo estando.
Debería estar enfadada. O sorprendida. O sentirme engañada, pero no
me siento así. Es más, ahora entiendo muchas cosas.
—¿Lo sospechabas? —me pregunta.
Tengo que pensar un momento la respuesta…
—En realidad, sí.
—Me ha costado asumirlo —me reconoce—, quizá aún no lo he hecho
del todo.
—¿Es la primera vez? —le invito a que me cuente.
—La primera vez que me atrevo.
—Y ¿qué tal?
—¡Uf! Ni te lo imaginas —sonríe, poniéndose un poco colorado.
—¡Joder, qué envidia! —exclamo, sonriendo.
—¿Me perdonas?
—¿Por qué?
—Por haber sido un amante tan pésimo… Ahora me doy cuenta.
—¡Me alegro tanto por ti!
—Estoy deseando que le conozcas…
—Bueno, pero no le digas todavía que te apellidas Salmón, que te deja
—le advierto, sonriendo.
—Ya se lo he dicho, y ahí sigue…
—Sin duda, es el hombre de tu vida. —Nos reímos los dos.
Hacía tiempo que no me lo pasaba tan bien, que estaba tan a gusto, que
no era tan sincera y, sobre todo, hacía mucho tiempo que no me sentía tan
necesaria. De vuelta en el taxi, sola, vuelvo a llorar una vez más. Esta vez
es de emoción por descubrir que sí tengo un amigo.
Akanke se ha quedado definitivamente con nosotras. Ha pasado el
periodo de pruebas y le hemos hecho un contrato. Las últimas semanas,
además de estar en la cocina, me ha ayudado a servir mesas y alguna tarde
se ha encargado de la barra. Akanke es una mujer llamativa y no sólo por
su color. Es alta, guapa, de rasgos fuertes y con un cuerpo de negra cuando
las negras tienen buen cuerpo. Cuando sale a atender en la barra y se quita
el uniforme blanco con el que ayuda en la cocina, suele llevar unos leggins
que marcan su figura, de la que sale un culo que según se lo miras más lo
envidias. O lo deseas, depende. Cada vez que Akanke se da la vuelta para
manipular la cafetera, los clientes escrutan su anatomía de manera que
parece que se les van a salir los ojos. No es irrespetuoso, es simplemente
inevitable no mirarla. Ella no lo potencia, pero lo sabe. Y creo que le
gusta.
Akanke es muy prudente, todavía no nos ha preguntado ni a mi abuela ni
a mí por qué no nos dirigimos la palabra más allá de lo necesario para que
los menús salgan a tiempo a las mesas o que cuadre la caja al cerrar. Loli y
ella han congeniado bastante, por lo que supongo que le habrá puesto al
día de todo. Loli es la única que conserva la alegría en El Cancerbero en su
empeño por mantener la normalidad en la cocina, regaña a Iván, hace
bromas y sigue hablando de los hombres sin complejos. Hace meses que
Cifuentes no le hace caso y eso todavía la excita más. Seguramente el
inspector se ha cansado de ella y Loli lo acepta con resignación, pero con
la esperanza de que algún día vuelva a proponerle pasar algún rato juntos.
Hay muy pocos hombres como ése, dice siempre. Lo sabe por experiencia.
Yo, por el contrario, no sé muy bien de lo que habla y, aunque últimamente
no pienso demasiado en sexo, me encantaría tener suerte con el siguiente
amante con el que me cruce. De una vez por todas.
Iván se ha apuntado a un curso de cocina. La excusa es ayudarnos en el
restaurante, pero en realidad quiere participar en un concurso de televisión
y hacerse famoso. Es algo que lleva intentando desde hace mucho tiempo.
Se ha presentado a todos los castings de Gran Hermano y de algunos
concursos de talentos sin pasar nunca de la primera ronda. Sólo una vez
estuvo a punto en un programa en el que admitían gente con distintas
habilidades, desde el canto, a la magia o artistas de circo. A él se le
ocurrió ir a hacer una exhibición de artes marciales, las mismas que hace
en el bar, pero coreografiadas con música de reguetón. Eso que hacía le
interesó a una de las chicas que seleccionaba a los concursantes que
podrían pasar a la siguiente ronda que ya se emitiría en televisión. Esa
chica avisó al responsable del casting para que viera a Iván haciendo
kárate al ritmo de la música, pero justo cuando comenzó la actuación
llamaron por teléfono a aquel señor, que comenzó a dar voces por el
móvil. Iván no sabía si parar o seguir, y tanto se desconcentró con los
gritos de aquel hombre que en uno de los ejercicios calculó mal y se cayó
de una manera muy ridícula. El señor dejó de dar voces, le miró con cierto
desprecio y se marchó de allí sin despegar el teléfono de su oreja: «Por
culpa de aquella llamada no soy ahora famoso», se lamenta siempre.
Ahora, con la cocina, está seguro de que lo logrará, aunque todas nos
tememos que Iván va camino de una nueva frustración en su carrera
televisiva. Va a clases una vez a la semana en un curso del ayuntamiento,
pero según lo que nos cuenta, o el curso no es muy bueno o él no entiende
lo que se le dice.
—En la cocina hay que ser creativos —afirma.
—¿Creativos? —pregunta su madre, incrédula—. A ver, ¿qué es un
puerro? ¿Y un apio? ¿Sabrías diferenciarlos?
Iván duda, así que contesta con una frase que se nota mucho que no es
suya. La ha debido de oír en el curso.
—La cocina es una expresión artística.
—¿Expresión artística? —dice Loli con tono compasivo—. ¡Mi coño
moreno es una expresión artística!
—¡Loli, por Dios! —le llamo la atención, sin poder contener la risa.
Aparte del curso de cocina, Iván tiene una nueva novia. Se llama
Lorelain y es exactamente la chica que le pega. Rubia de mechas puestas
unas encima de las otras, que le dan al pelo un color tostado de aspecto
poco saludable. Las cejas depiladísimas que remarca con lápiz, los labios
casi siempre los lleva de color rosa intenso y la cara maquillada mucho
más de la cuenta. También es excesivo su pecho operado, que luce con
generosos escotes. La naturaleza la dotó de un buen cuerpo y el gimnasio y
el quirófano han hecho el resto, así que Lorelain lo aprovecha para llevar
siempre unos vaqueros ajustadísimos que no le pueden quedar mejor. A
veces pienso que tengo cierta obsesión con los culos de las chicas, y puede
que sea verdad, porque creo que cambiaría la mayoría de las cosas que
poseo por tener un cuerpo en el que los pantalones me quedaran así. Sé que
no es lo más importante en la vida, pero mirarte de espaldas en un espejo y
que te guste lo que ves es una sensación para mí desconocida.
Lorelain e Iván tienen también en común su deseo de ser famosos,
aunque ella ha estado mucho más cerca. Lorelain sí pasó varias fases en
los castings de Gran Hermano y en una de las ediciones, la octava o la
novena, fue elegida como reserva por si alguno de los concursantes fallaba
antes de entrar. No falló ninguno, pero ese estar tan cerca de triunfar la
hace especial a los ojos de Iván. Se les ve muy enamorados, y a Loli le
gusta Lorelain, a la que ya llama nuera, a pesar de conocerla desde hace
sólo un par de meses. Creo que se ve reflejada en ella hace unos cuantos
años. Yo también creo que se parecen, sobre todo en las formas, porque
Lorelain no es, lógicamente, una mujer sofisticada por su manera de
hablar. Es basta, aunque también es muy graciosa, seguramente porque
habla sin filtros. Lorelain e Iván se conocieron mientras ella le depilaba.
Ella es esteticién en un centro de estética.
—El mejor del barrio —dice con orgullo—. Los otros son de chinas.
A Loreain, al contrario de lo que yo podía suponer, no le gusta que le
llamen Lore, porque dice que ese diminutivo suena un poco choni. Empezó
haciendo pedicuras y manicuras, pero pronto comenzó a depilar. Dice que
le encanta, le es indiferente a hombres o mujeres.
—Así conocí a Iván —cuenta, descarada—. Le depilé enterito, ni un
pelo le dejé.
—¿El primer día? —pregunté por preguntar.
—Claro, es mi trabajo.
Iván escucha la historia que Lorelain nos explica como si fuéramos
amigas de toda la vida a Loli y a mí cuando ya casi no queda nadie en el
restaurante después de los menús.
—Hasta el culo se lo dejé como el de un bebé.
Yo me ruborizo y creo que se nota en la cara, pero ni ella ni Loli sienten
ningún reparo. Iván se ríe por compromiso.
—Así que cuando llegó la hora de enseñarme sus cosas, yo ya se las
había visto todas desde el primer día —se ríe al mismo tiempo que su
suegra.
—Claro, claro —digo yo un poco tímida.
—Y ya sabes que para depilar el ano —continúa con una naturalidad
desconcertante— hay que poner el culo en pompa… y claro, cuando es un
hombre se le queda ahí todo colgando… Una vez visto eso, ya no te queda
nada por ver.
Iván se sigue riendo bastante avergonzado, yo no sé dónde meterme y
Loli sentencia con orgullo:
—Es que mi Iván tiene un culo precioso.
Hace semanas que no saco de la caja el ojo de mi madre. Teniéndola
encerrada creo que la castigo. Si abro la tapa, la libero y puedo hablar con
ella. Su ojo es mi madre entera. Me mira y la miro, lo siento así. Si no
fuera porque la necesito me gustaría tirarlo a la basura y acabar con ella de
una vez por todas.
—Hasta para morirte has sido inoportuna.
—Una no elige cuando se muere.
—Tú lo hiciste justo antes de que me enterara de quién era mi padre.
—Me caí colgando las cortinas, ya lo sabes.
—Nadie se debería morir de una manera tan absurda.
—Da igual el cómo, el caso es que estoy muerta.
—Y yo sola.
—Es peor estar muerta.
—A veces no estoy tan segura.
—No hay nada peor que morirse, te lo digo yo.
—Cuando estabas viva no pensabas lo mismo. Muchas veces decías que
era mejor morirse.
—Lo decía porque todavía no me había muerto.
—En esta familia nadie se muere de manera normal. El que creía que
era mi padre se ahoga en una tubería de la cárcel, al abuelo lo atropella un
camión, tú te mueres porque te caes de una silla…
—No me dolió, fue fulminante.
—¿Por qué no me contaste que Benito era mi padre?
—Pensé que tener un padre así te haría daño.
—Pues el que me dijiste que era mi padre te dejó tuerta de una paliza y
además era imbécil.
—No supe elegirte un padre, ni siquiera el que me inventé.
—Podrías haberme dicho que era hija de un hombre maravilloso, que
murió de alguna manera heroica…
—No se me ocurrió.
—Siempre te faltó imaginación.
—Tener imaginación es propio de gente feliz.
Siempre he sentido curiosidad por saber lo que se siente teniendo un
hermano. Me pasaba, sobre todo, cuando era niña. Y no sentía esa
curiosidad desde la envidia, más bien todo lo contrario. Las niñas de mi
barrio o de mi clase con las que jugaba tenían hermanos o hermanas y a mí
me parecía un castigo tener que compartirlo todo. Las muñecas, la ropa, el
espacio y el cariño. Yo envidiaba muchas cosas de las otras niñas, pero no
tener hermanos me parecía una ventaja. Una se acostumbra desde niña a
tener hermanos como se acostumbra a no tenerlos. Quien los tiene no
concibe no tenerlos y de manera idéntica sucede al contrario.
Ahora, con más de cuarenta años, de repente tengo dos. José Carlos y
Araceli, los hijos de Benito. José Carlos fue el que vino a contarme que era
mi hermano y a Araceli todavía no la conozco. Le he dado vueltas a
encargar una prueba de paternidad, pero sinceramente no tengo ni idea de
lo que hay que hacer, dónde acudir, con quién hablar. Me suena a programa
de televisión, a revistas del corazón, a un glamur demasiado alejado de mi
realidad gris. La gente quiere demostrar quién es su padre, pero quién
querría tener un padre como el mío. Al menos, yo no. Si me hiciera esa
prueba sería con el deseo de que su resultado fuera que no tengo la misma
sangre que Benito. Y sé que eso no pasará. Es mi padre, lo sé. Y le odio…
Y me odio a mí cuando lo pienso, cuando su recuerdo me hace vomitar.
Hay algo que me destroza, que me avergüenza, que no se puede admitir, ni
siquiera a mí misma frente al espejo. Siento un calor sofocante cuando esa
sensación vuelve a mi mente y recorre mi cuerpo. Me gustaba. Su mano
entre mis piernas de niña, me gustaba. Quiero borrar de mi mente aquella
sensación, prefiero la del odio y la del asco. Aquel placer está guardado en
alguna parte de mí y su recuerdo es un castigo del que no puedo escapar.
No guardo en mi memoria ningún momento de mi infancia con Benito,
no recuerdo cómo sucedía; en ocasiones creo que es mi imaginación la que
reconstruye los hechos, cuyos detalles no sé si son ciertos o inventados.
Mi madre no estaba, yo siempre me veo en el diminuto cuarto de estar de
la casa con las paredes empapeladas en colores beige, marrones y naranjas.
Una lámpara verde de plástico y un sofá gris oscuro. Y su olor, que al
entrar impregna toda la casa. Me lleva de la mano al cuarto, estoy sentada
en los pies de la cama y él delante de mí, de pie. Está vestido, pero acerca
mi cabeza hasta su entrepierna y su respiración aumenta al rozarse con mi
cara. Me hablaba, pero no sé lo que me decía, su mano me acariciaba y yo
no me quería ir. Me atormenta sentir que no me quisiera ir. Él respiraba
cada vez más fuerte hasta que su voz grave, casi ronca emitía el último
suspiro. Después todo acababa hasta la próxima vez, supongo. Como
supongo que me diría que ése era nuestro secreto, tampoco lo sé. Todas las
veces las recuerdo como si fueran la misma, por muchas que hubiera.
Idéntica sensación, sin detalles, ni relato. No sé cuándo Benito desapareció
de mi vida para no volverle a ver hasta que, después de morir mi madre,
recuperé su rostro, su olor, su respiración, sus manos, que me dan asco y
me llenan de culpa.
Y ahora vienen a mi vida dos desconocidos, dos hermanos que quieren
recuperarme, me dice José Carlos. ¿Y por qué ahora? ¿Qué quieren de mí?
¿Acaso me necesitan? ¿Creen que yo les necesito? ¿Alguien quiere liberar
su conciencia? No lo sé, me da igual. No les quiero, no les conozco, son el
pasado que además nunca existió. Quiero seguir con mi vida.
Yo ni siquiera necesito olvidar, me basta con no recordar.
-¡Te estás quedando muy delgada!
Ésta es una de las frases que más oigo en los últimos meses. Una frase
que he deseado escuchar toda mi vida sin lograrlo y que ahora se repite
cada vez que alguien me ve después de algún tiempo o, como en el caso
del inspector Cifuentes, que me la dice todos los días cuando le sirvo la
comida.
—Es que estoy a dieta, que no falta mucho para el verano.
Cifuentes está comiendo con los compañeros de siempre, todos policías
de menor rango. Nadie, aunque no les conociera, podría dudar de quién es
el jefe.
—Pues ya me la pasarás, que a mí me empieza a hacer falta —dice,
sonriendo y echándose mano a la cintura.
Fermín también aparece vestido muy primaveral, con su pantalón de mil
rayas azul clarito y unos zapatos de rejilla marrones. Lleva camisa blanca,
una corbata azul marino con anclas pequeñitas blancas y una chaqueta de
punto granate.
—¡Qué bonita corbata! ¿Es nueva?
—Me la regaló Agustina cuando cumplí sesenta años.
—Pues se la debería poner usted más, le sienta de maravilla.
—¡Gracias, Candelita! Hoy estaban muy buenas las judías verdes con
tomate.
—Las ha hecho mi abuela.
—¡Qué mano tiene!
Fermín anda un poco triste desde que Chelo ha vuelto conmigo
definitivamente. Él no me lo dice, pero sé que atender a mi perra hacía que
se sintiera más útil. De vez en cuando me invento que yo no puedo sacarla
porque tengo que hacer cualquier cosa y él se la lleva a dar un paseo por el
parque. Se pasa mucho más tiempo del que Chelo necesita y cuando
vuelve siempre miente diciéndome que no había forma de hacer que la
perra volviera. Cuando Fermín deja a Chelo en mi casa, él vuelve a la suya
como el adolescente que acompaña a su novia al portal y siente que se le
hará eterno que llegue el día siguiente para volver a verla.
—Está diciendo todo el mundo que las judías estaban buenísimas.
—¡Gracias, hija! —me contesta mi abuela, sorprendida por mi
amabilidad.
—Yo estoy deseando probarlas —dice Loli, que se sorprende por lo
mismo.
—Es verdad que están ricas —corrobora Akanke—. Le salen muy bien,
señora Remedios.
—¡Gracias, Ankagua! —se alegra mi abuela, que sonríe mientras
manipula la freidora con más patatas.
—Akanke, señora Remedios… Me llamo Akanke.
—Bueno, eso.
—Pues yo creo que a algunos platos les deberíamos introducir trufa —
interviene Iván.
—¿Trufa a las judías verdes con tomate? —le pregunta su madre,
desafiante.
—¡Judías verdes con tomate trufadas! —insiste él con entusiasmo.
—¿Te has dado cuenta de que Cifuentes no para de mirarte? —me dice
Loli, sin hacer ni caso a su hijo.
—Anda, calla —le digo, incrédula—. A quien mira es a Akanke.
—A Akanke también, pero te digo yo que contigo quiere algo.
—Yo también lo he notado —dice Iván.
—¡Qué tontería! —les contesto con ganas de creérmelo.
—¡Es que eres muy guapa! —me dice mi abuela, con miedo a no
obtener respuesta.
—¡Tengo a quien salir! —replico, sonriendo, y me acerco a darle un
beso.
Mi abuela deja la freidora y se gira para abrazarme. Supongo que
seguiré enfadada o rabiosa. No lo sé, sólo siento que la necesito.
—Ya hablaremos, mi niña.
—¡Eso, que están las mesas llenas y faltan casi todos los segundos! —
nos corta Loli, que tampoco disimula su emoción.
—¡Venga, Ankagua! —anima enérgica mi abuela—. No te quedes ahí
mirando y saca platos.
—¡Ay, Señor! —se resigna Akanke.
Me pone contenta ver el sol a través de los cristales de El Cancerbero.
El calor ha llegado de repente y nos ha pillado un poco desprevenidos.
Ayer mismo era necesario algo de abrigo, pero hoy como se está bien es en
manga corta. Yo no he calculado esto al salir de casa y ahora no hay vuelta
atrás. Llevo medias negras tupidas, falda de ante del mismo color y un
jersey de lana con una camiseta interior. Al salir de la ducha pensé en
ponerme una camisa, pero finalmente me decanté por este jersey que,
además, no me puedo quitar porque la camiseta que llevo debajo no se
puede enseñar. En cuanto se despeje un poco el restaurante subo a casa a
darme una ducha y a cambiarme. Tendré que ponerme pantalones, porque
para poder enseñar las piernas tengo que depilarme y que cojan un poco de
color porque estoy blanquísima. Mañana es sábado y, si sigue así, voy a
subir a la terraza a tomar el sol. Allí nadie me ve y es el mejor sitio para
ponerme morena cuando empieza a cambiar el tiempo. Es lo que hago
siempre.
Es posible que esta misma tarde vaya al centro de estética donde trabaja
Lorelain, aunque no sé si me da vergüenza que me depile precisamente
ella. La verdad es que me cae bien, me gusta escuchar su descaro cuando
habla, y aunque no tenemos nada que ver la una con la otra, de vez en
cuando se sincera conmigo. Ayer me contó que a Iván no le gusta que
depile a más chicos, que prefiere que atienda sólo a las clientas y que a los
hombres les depile alguna de sus compañeras. Ella dice que no le hace
caso, aunque también dice que le entiende. Esa comprensión no me gustó
demasiado, pero no somos tan amigas como para decirle que no consienta
que Iván se meta en lo que hace.
—¡Estás un poco distraída! —me dice Cifuentes, mientras le sirvo una
copa de pacharán.
—Estaba pensando en mis cosas —le contesto, sonriente.
—¿No tenéis el aire puesto? —me pregunta el inspector, abanicándose
con la palma de la mano.
—Vienen hoy a cambiar los filtros y el lunes ya estará. Este calor nos ha
pillado desprevenidos…
Cifuentes está solo en la mesa. Sus compañeros se han ido yendo y él se
ha quedado tomándose la copa.
—Qué solo te han dejado.
—Sí, voy a tomarme la tarde libre. Es viernes, hay que aprovecharlo.
—¿No trabajas el fin de semana?
—Éste no. ¿Y tú?
—Mañana, sí. El domingo no.
Cifuentes me impone mucho. Su físico, sus formas, su voz fuerte, la
dureza que transmite. Creo que nunca me hubiera fijado en un hombre así,
que imagino tan inaccesible.
—Si mañana te tomas el día libre, te invito a comer —me suelta con
una seguridad que me desconcierta.
—¿Cómo? —me sorprendo, y se me nota.
—Que mañana te invito a comer donde quieras. Si quieres nos vamos
fuera de Madrid, conozco un sitio en Toledo que…
—¡Cifuentes! —le interrumpo—. Esto es una broma, ¿no?
—No es ninguna broma. Y por favor, llámame Tomás.
—Tomás, mañana trabajo.
—¿Y no puedes librar?
Sí puedo librar, bastaría con decirle a Akanke que se quede, o incluso
bastaría con Iván y Loli. Mañana sábado no hay menús y apenas hay lío en
los desayunos.
—¡No! Es imposible —le digo.
—¡Qué pena!
—Quizás otro día.
—De todas formas, apunta mi número y si al final puedes escaparte,
reservo en ese restaurante de Toledo.
Yo también le doy el mío mientras se levanta para marcharse, y por
primera vez me da dos besos antes de despedirse.
Ahora sí que realmente me ha entrado calor.
Loli dice que necesito ayuda. Han pasado demasiadas cosas difíciles de
asumir en los últimos meses. No basta con las ganas de estar bien para
superar la tristeza, a veces no todo depende de la voluntad. La muerte de
mi madre, el regreso de Benito a mi vida, saber que es mi padre, tener dos
hermanos de repente, estar enfadada con mi abuela… Puede que Loli tenga
razón y sea demasiado para superarlo sin ayuda.
—Hay profesionales que se dedican a eso y no hay nada de malo en
recurrir a ellos cuando se les necesita —me recomienda.
—No estoy segura de creer en los psicólogos.
—Yo tampoco —se ríe—. Estoy hablando de Veruska.
—¿Y ésa quién es?
—Una vidente. Dicen que van a verla muchos famosos y que algunos
empresarios toman decisiones dependiendo de lo que ella les diga…
Loli tampoco ha ido, pero tiene el teléfono de la tal Veruska porque se
lo ha dado alguien de la comisaría. Al parecer, le han consultado en
algunas investigaciones de desaparecidos y Veruska les ha ayudado a
conocer el paradero de algunos. O eso dicen.
—¡Buenos días! —me contesta una voz con acento francés—. Le habla
Olivier, secretario personal de Veruska, ¿en qué puedo ayudarle?
—¡Hola! Me llamo Candela y me gustaría tener una cita con Veruska.
—El primer hueco que hay disponible es dentro de tres meses…
—¿Tres meses? —me sorprendo—. En fin, ya llamaré más adelante.
—¡Bueno, espere! —dice el hombre de acento francés cuando estoy a
punto de colgar—. Precisamente ha habido una anulación y la señora
Veruska podría atenderla mañana por la mañana
—Pero mañana es sábado.
—La prioridad de la señora Veruska siempre es ayudar a los demás.
Me apetece la experiencia. Y si es cierto que esa señora ve el futuro, y si
puede influir para cambiarlo… Y si eso fuera verdad, que existe ese poder,
que ella puede ayudarme a que las cosas me salgan mejor…
—Son ciento cincuenta euros —me advierte el secretario—, y no se
admiten tarjetas, sólo efectivo.
Me he arreglado a conciencia para la cita con la vidente. Es algo que me
ha hecho sentir un poco ridícula, pero es que realmente estoy nerviosa. Me
abre la puerta un hombre guapo y alto.
—¡Buenos días! ¿Es usted Candela? —me saluda con acento francés.
—Sí, soy Candela.
—¡Olivier, encantado!
Olivier es bastante más joven de lo que me pareció por teléfono y desde
luego mucho más guapo. Como carta de presentación de Veruska es
inmejorable. Dan ganas de venir.
El piso en el que la vidente pasa consulta tiene algo de siniestro, a pesar
de estar en uno de los mejores barrios de Madrid. No es muy grande y da
la sensación de que el tiempo no ha pasado por ese lugar desde hace un
siglo. Parece como si fuera un piso señorial en miniatura. Los muebles
antiguos, como sacados de una serie inglesa, las paredes tapizadas en tela,
los marcos de plata con fotos de estudio en las que sólo aparece una mujer,
que supongo que será Veruska. Hay jarrones de porcelana, candelabros de
plata, las cortinas de tela gruesa verde oscuro con apariencia de terciopelo,
tan pesadas que parecen sostenerse como si fueran columnas en el suelo de
tarima antigua que cubren unas alfombras en tonos granates. La poca luz
que entra por las ventanas lo hace a través de unos rayitos de sol que
iluminan las motas de polvo que flotan en la sala.
—¡Señora, ya puede pasar! —me dice Olivier desde la puerta con una
sonrisa en la que muestra sus dientes blancos, que en esta ocasión se me
antojan demasiado grandes y me recuerdan a la boca de un caballo. Esa
imagen me hace gracia y se me escapa una risa más sonora de lo que me
hubiera gustado—. ¿Le ocurre algo, señora? —me pregunta el secretario
de Veruska, sin dejar de sonreír, algo que no ayuda a olvidar su cara de
equino.
—Nada, son los nervios —contesto, con una sorprendente sinceridad.
Olivier me guía por un pasillito hasta que abre una puerta y me invita a
pasar. Él se queda fuera y cierra desde ahí la puerta. Al fondo de la sala,
sentada detrás de un escritorio, me saluda una señora rubia, la misma de
las fotos, aunque mucho más estropeada y menos guapa.
—¡Soy Veruska! —Me ofrece su mano huesuda, sin levantarse de la
silla.
—¡Candela! —le respondo, estrechándole la mía.
—Si quiere, puede grabar la conversación con su móvil porque algunas
cosas de las que le diga ahora puede que no le suenen, pero más adelante
podría comprenderlas.
Me da confianza esa seguridad. Saco el móvil de mi bolso y lo pongo
encima de la mesa donde ella está manipulando una baraja del tarot. Sobre
el escritorio hay un taco de folios en blanco y un rotulador rojo.
—Antes de empezar le haré algunas preguntas —me explica mientras se
dispone a anotar en el folio.
—¿De dónde es usted? —me atrevo a preguntarle.
—Las preguntas las haré yo, si le parece —me responde con una sonrisa
forzada.
—Disculpe —me asusto un poco—, es que al llamarse Veruska me la
imaginaba a usted de algún país del Este, pero por su acento…
—Soy española.
—Y de La Mancha… —le digo para hacerme la simpática—. Albacete,
¿quizás? Conozco bien ese acento porque mi familia es de allí…
Es evidente que a Veruska no le ha sentado bien que adivinara de dónde
era porque al mismo tiempo también sé que no se llama Veruska. Es
imposible que una señora de Albacete con esa edad se llame así. La
vidente se rehace y comienza a preguntarme datos sin demasiada
importancia que va apuntando en el folio. Nombre, lugar, fecha y hora de
nacimiento, dónde vivo… Va anotando todo en el papel, luego lo aparta en
un extremo y comienza a manejar las cartas que va depositando encima de
la mesa. Me doy cuenta de que desde hace un rato ha comenzado a
llamarme de tú. Descubre las cartas y las recoge a una gran velocidad
haciendo filas horizontales y verticales mientras me va diciendo todo
seguido lo que ve en ellas. Yo casi no intervengo: «… Hay un hombre en
tu vida muy importante para ti, ¿puede que se llame Fernando?…».
—¿Fernando? No me suena —le digo la verdad.
—Pues estate atenta porque va a aparecer muy pronto… —Yo me quedo
pensando en ese nombre, mientas ella continúa echando las cartas en la
mesa y hablándome de mi futuro. Su acento manchego es cada vez más
cerrado—: Es posible que pronto tengas una relación, una aventura con un
hombre que a lo mejor no es muy importante, pero que te vendrá bien…
—¿Y se llamará Fernando?
—No, ése es otro.
—¿Y de éste no sale el nombre? —le pregunto inocentemente.
—No, no sale —me contesta, cortante.
—¿Podría ser Tomás?
Veruska no me contesta y sigue manejando las cartas cada vez más
rápido. Las pone y las quita de la mesa a una velocidad vertiginosa.
—También aparece una mujer rubia importante en tu vida.
—¡Será Loli! —le informo—. Pero es rubia teñida.
—Bueno, eso ya no lo sé.
Lo más probable es que sea Loli, porque no recuerdo a ninguna otra
rubia. Veruska me sigue informando sobre lo que dicen las cartas:
—… aquí sale que a esa mujer rubia la quieres mucho. Y ella a ti
también… Veo el mar, me aparece un viaje a algún sitio donde haya mar
que harás próximamente…
—¡Es verdad! Estaba pensado pasar unos días en la playa…
—¡Aquí aparece muy claro! Seguro que vas a hacer ese viaje y te van a
pasar cosas sorprendentes.
De repente, Veruska se queda en silencio y respira profundamente.
Recoge unas cartas y echa otras, creo ver que pone cara de preocupación.
—¿Pasa algo? —me inquieto.
—Ha habido algún cambio familiar últimamente. Algo importante.
—La verdad que sí.
—Puede que con tu madre o tus hermanos.
—Mi madre ha muerto hace poco, pero no tengo hermanos.
—Sí, aquí aparece tu madre de manera muy clara.
—Bueno, la verdad es que sí tengo hermanos, pero no los conozco…
—Esto es justo lo que veo aquí. Creo que los vas a conocer pronto.
—Yo no quiero.
—Es bueno que los conozcas porque tu relación con ellos te dará cierto
equilibrio…
De repente se abre la puerta y aparece Olivier con su sonrisa de dientes
que parecen pintados. Es evidente que le han puesto unas fundas
demasiado grandes.
—Señora Veruska, es la hora —dice con tono de mayordomo.
—¡Gracias, Olivier! —contesta ella muy solemne—. Acompaña a
Candela a la puerta.
—¿Ya? —digo un poco molesta.
—Hemos consumido el tiempo y la señora Veruska tiene más citas —
me informa Olivier, esperando a que me levante y le siga hasta la salida.
—Recuerda que debes conocer a tus hermanos. Lo han dicho las cartas
de una manera muy clara —concluye la vidente, que me vuelve a tender su
mano sin levantarse de la silla.
Yo no conduzco de noche. En realidad, no conduzco casi nunca, así que a
los nervios de la cita se une mi tensión habitual cuando me pongo al
volante. Tengo un Ford Fiesta de color berenjena que compré cuando me
saqué el carnet y que mantengo como nuevo de tan poco que lo utilizo.
Siempre está en el garaje, pero esta noche no tenía otra manera de llegar a
Toledo. Yo siempre tengo la impresión de que voy más deprisa de la
cuenta, pero no debe de ser cierto porque desde que he salido de Madrid
me han adelantado muchos coches y hasta varios camiones. Algunos se
han enfadado porque se me olvida que debo ir por el carril de la derecha,
pero es que por el izquierdo me siento más segura. Todavía no me creo que
haya quedado para cenar con Tomás Cifuentes. Cuando Veruska me ha
dicho que podía tener una aventura me ha venido a la mente la proposición
del inspector para comer en Toledo. Tampoco tengo nada que perder,
aparte de la inmensa vergüenza que me ha dado llamarle para decirle que
no podía llegar a comer y proponerle quedar para cenar. No me reconozco,
pero tampoco me arrepiento.
Estoy nerviosa, hacía tiempo que no me sentía tan guapa. Me he puesto
un vestido negro, que por primera vez desde que me lo compré me queda
bien. Se notan los kilos de menos y como hace buen tiempo hasta me he
atrevido a llevarlo sin medias, a pesar de estar todavía muy blanca. Los
zapatos son de tacón alto, quizás demasiado, y me rozan en el talón, pero
son imprescindibles para subirme un poco el culo, que nunca está de más,
aunque haya adelgazado. Dudo si me he maquillado en exceso, aunque sí
estoy contenta con la manera en la que me ha quedado el pelo. Mi pelo
siempre es un azar, me refiero a que puedo peinarme exactamente de la
misma manera pero nunca me queda igual. Sé que les pasa a todas las
mujeres, y aunque nadie ha sabido resolver ese misterio, yo creo que el
pelo tiene vida propia y también tiene días buenos y malos, como las
personas que llevan debajo. Mi coche es demasiado antiguo para poner la
música de mi móvil, pero los pocos CD que llevo me ponen contenta. Hay
un recopilatorio de música disco de los noventa, otro de Alejandro Sanz y
uno con los grandes éxitos de Roberto Carlos que le encantaba a mi madre.
Al escuchar El gato que está triste y azul me acuerdo de ella y me entran
ganas de llorar, que evito porque no me puedo permitir que se me corra el
rímel antes de mi cita. Me emociona esa canción al tiempo que me
avergüenza que me encante. Subo el volumen, empiezo a cantarla muy alto
y me siento bien pensando en mi madre, en los nervios de esta cita tan
sorprendente, en que me veo guapa, en que tengo ganas de que me pasen
cosas, en que tengo ganas de vivir…
Tomás está sentado a una mesa en una esquina del restaurante con una
cerveza en la mano. Me saluda desde allí y al atravesar el resto de mesas
para llegar hasta la nuestra noto que me falta el aire. No recuerdo haber
estado tan nerviosa en mucho tiempo y temo que no voy a ser capaz de
decir ni una sola palabra después de saludarle.
—¿Cómo estás? —me pregunta, levantándose para darme dos besos.
—¡Muy bien! —respondo con la respiración acelerada.
—¿Has llegado bien?
—Sí, he tardado menos de dos horas.
—¡Madrid está a sesenta y ocho kilómetros! —dice antes de reírse,
irónico—. Habrás derrapado en las curvas, supongo.
A mí también me hace gracia y le cuento mi torpeza con el coche. Su
voz me suena menos grave que cuando le escucho en El Cancerbero, creo
que la está conteniendo a propósito. Tomás desprende una seguridad que,
ésa sí, es imposible de disimular.
—¿Te gusta algún vino en especial? —me pregunta.
—Prefiero el blanco, pero no quiero beber mucho, porque luego me da
miedo conducir hasta Madrid.
—Espero que esta noche no tengas que volver —anuncia, sonriendo.
—Ya veremos —le digo, todo lo seductora que puedo.
Tomás está muy simpático y atento, pero aun así me sigue imponiendo.
Me cuenta cosas de Toledo, aquí vive su exmujer y uno de sus hijos, al que
viene a ver siempre que puede. No sabía nada de su vida, y a medida que
me la va contando me entero de que esta de Toledo no es su única ex.
Tiene otras dos más, una en Cádiz y otra en Madrid, y entre las tres suma
un total de cuatro hijos. El mayor tiene veinticinco años y está
preparándose también para entrar en la policía. Tomás me confiesa que
después de nacer el pequeño se hizo la vasectomía, para no acabar él solito
con el problema de la natalidad en España. Habla mucho, pero también se
interesa por lo que le cuento. Sabe seducir y se nota que le encanta. Su
contundencia en las frases, sus formas, su manera de mirar tan directa, su
forma de mover las manos acompañando cada palabra hacen que Tomás
desprenda una masculinidad para mí tan desconocida como excitante.
—Todavía no sé por qué he venido —le confieso.
—Yo tampoco. Lo único que sé es que me encanta que lo hayas hecho.
—Nunca estoy segura de gustar a los hombres.
—A mí me gustas —me dice, mirándome fijamente—. ¡Mucho!
—¿Por qué?
—Esa pregunta es absurda —responde, con una sonrisa.
—Yo creo que no lo es —le digo, sincera.
—¿Quieres saber la verdad?
—Por favor.
—Eres guapa, me caes bien. Cuando te veo en el restaurante siempre
pienso que hay algo en ti que me gustaría descubrir…
—Has dicho que ibas a ser sincero.
—Lo que acabo de decir es completamente cierto y además me apetece
muchísimo follarte.
Yo sonrío y pienso que yo también tengo muchas ganas de dejarme
llevar por este hombre. No quiero pensar demasiado. Le ofrezco mi copa
vacía para que él me la rellene.
—Creo que esta noche no voy a volver a Madrid conduciendo.
—Me encanta oír eso.
—¿Sabes? Yo no tengo mucha experiencia en el sexo —le confieso—.
He estado con muy pocos hombres y no sé si he tenido mucha suerte con
mis amantes.
—Si la hubieras tenido, lo sabrías.
Me invita a que le cuente algunas experiencias y lo hago, hasta le
confieso el día que perdí mi virginidad y lo del banderín del Real Madrid.
Por algún motivo me siento muy confiada con él, sabe cómo hacerlo. Él
también me habla de sexo y lo hace con la misma seguridad con la que
habla de todo. Me cuenta algunas experiencias, divertidas y sugerentes.
Estoy a gusto y muy excitada, cada vez más. Se me nota y no me importa.
—Me encanta cómo te queda el vestido —me dice cuando me ve volver
a la mesa después de ir al servicio.
—Gracias —digo mientras me siento.
—¡Quítate las bragas!
—¿Cómo?
—¡Quítatelas y dámelas!
—¿Aquí?
—Nadie se va a dar cuenta. Ya casi no quedan mesas.
La verdad es que me apetece mucho hacer lo que me pide. Estoy
ardiente, creo que bastante mojada. Siento vergüenza, pero me encanta
sentirme así. Me levanto la falda de mi vestido debajo de la mesa y logro
con esfuerzo llegar hasta mis bragas, que arrastro hasta los tobillos para
sacarlas, hago una bola con ellas para esconderlas en mi puño y noto que sí
están húmedas. Se las doy y las guarda en el bolsillo de su chaqueta.
—¿Tomamos una copa antes de irnos?
—Hacemos lo que quieras. ¡Soy una mujer sin bragas!
Nos reímos los dos. El camarero trae las copas y con la conversación y
sintiéndome desnuda por dentro me cuesta trabajo mantener la
compostura. Él lo sabe, yo sé que lo sabe y a los dos nos encanta.
—¿Adónde vamos? —le pregunto con ganas de irme.
—Aquí mismo. Esto es un hotel. Yo estoy alojado aquí.
No me había dado cuenta de que el restaurante tiene entrada por la calle,
pero pertenece al hotel, que está al lado. Una de las puertas lleva
directamente a la recepción. Es evidente que Tomás es un habitual de este
sitio y no tengo ninguna duda de que yo soy una mujer más de una larga
lista. Quizá en otro momento de mi vida eso me habría importado, pero
esta noche, lejos de enfadarme, me encanta. Voy a dejarme hacer.
Cuando entramos en la habitación no enciende la luz, pero por la
ventana entran las luces de la calle que iluminan el blanco de las sábanas
de una cama enorme. Casi en el borde, Tomás se quita la chaqueta, yo le
desabrocho los botones de la camisa mientras nos besamos
profundamente. Tiene los labios gruesos y su lengua se desliza
suavemente junto a la mía. Le quito la camisa, que dejo caer al suelo, y le
desabrocho el cinturón con cierta torpeza. Él no me ayuda, aunque yo
tardo demasiado en atinar con la maldita hebilla. Cuando lo logro,
desabrocho rápidamente todos los botones de su pantalón, de donde se
nota por debajo de su calzoncillo de tela una polla dura y creo que grande.
Al sentirla en mi mano me estremezco, estoy ansiosa y mi respiración
torna en jadeo. Tomás me desabrocha la cremallera de la espalda del
vestido y lo deja caer al suelo. Sin bragas, me tumba en la cama con los
zapatos de tacón puestos y el sujetador sin quitar. Me siento bella así. Esta
noche no siento complejos por mis kilos de más, ni me importa demasiado
la celulitis. Tomás se desnuda completamente y se tumba encima de mí.
Me separa las piernas y me las levanta apoyando mis corvas en sus brazos,
y coloca su polla justo a punto de entrar en mí. Me sorprende que ya esté
ahí. Estoy deseando, siento cómo me roza sin entrar, controlándolo todo,
haciendo que me estremezca, ansiando que lo haga por fin. Se acerca para
besarme y justo en el momento que roza mis labios siento cómo me
penetra despacio, rozando todo mi interior poco a poco, muy lento hasta
que me llena tanto que creo que no puede caber más. Mi jadeo ahora ya es
un grito. Jamás he sentido algo así, ni parecido. Tomás se mueve dentro de
mí y noto cómo me voy mojando por dentro hasta sentirme empapada. Me
mira tan fijo a los ojos que casi me intimida, pero el placer es tanto que
me da por reír en medio de los gemidos… Creo que es la primera vez que
un hombre me provoca un orgasmo, y mucho más tan rápido, lo identifico
de una manera clara y creo que por un momento me quedo en blanco.
Tomás sale de mí, me desabrocha el sujetador y me acaricia los pechos de
una manera tierna. Sus manos son, como todo él, pura sexualidad. Me besa
el vientre y baja poco a poco su boca hasta mi entrepierna. Estoy
empapada y siento algo de vergüenza, pero él hace tan evidente que le
gusta y disfruta con lo que me está provocando que es imposible sentirse
incómoda. Cuando me roza con su lengua entiendo que sabe perfectamente
lo que hace. Me estremezco y me abandono a su boca mirando el techo de
la habitación, entregada a lo que hace y a lo que le dé la gana hacer. Qué
diferencia con los anteriores hombres… Sin dejar de comerme, me toca
por dentro con dos dedos en algún sitio en el que yo no creo que nadie me
haya tocado y vuelvo a correrme, esta vez de una manera más profunda,
diría que más serena. Soy incapaz de moverme, pero cuando creo que ya
no puedo más, Tomás, que no ha sacado sus dedos, vuelve con su boca
entre mis piernas y en pocos segundos vuelve a provocarme otro orgasmo.
Y después otro y luego otro. Hasta este momento sabía que nunca había
tenido buenos amantes, pero ahora tengo la certeza de que él es uno de los
mejores. En apenas veinte minutos y casi sin moverme he tenido mejor
sexo que en toda mi vida. Tomás vuelve a tumbarse encima de mí, me abre
otra vez las piernas, me las levanta aún más que al principio y vuelve a
entrar en mí, esta vez parece que más potente y más profundo. También él
comienza a gemir con fuerza, y verle tan excitado, mientras no retira su
mirada de mis ojos, me vuelve a encender. Los dos gritamos fuerte hasta
que noto cómo en su último movimiento él termina dentro de mí. Me ha
excitado tanto que le sujeto para que no salga, todavía duro, mientras me
muevo para correrme yo también una vez más. Ya he perdido la cuenta de
cuántas llevo mientras intento recuperar la respiración. Tomás sale de mí y
va al minibar para coger una botella de agua que me ofrece mientras sigo
tumbada, inmóvil. Los dos nos bebemos la botella de dos tragos y él
vuelve desnudo a mi lado.
—¡Joder! —es lo único que acierto a decir—. ¡Qué barbaridad!
Él sonríe y yo suspiro mientras intento reincorporarme.
—¡Eres preciosa! —me dice, y suena sincero. Al menos a mí me
apetece creerle.
En este momento me acuerdo de Loli y ese temblor de piernas del que
me hablaba después de pasar un rato con Cifuentes. Por supuesto no se lo
digo, pero sí decido contarle otro secreto.
—Si supieras por qué me he decidido a venir…
—¿Por qué? —se interesa.
—Por una vidente.
—¿Una vidente?
—Sí, fui a visitar a una vidente y me dijo que iba a tener una aventura.
Pensé que eras tú y por eso te llamé.
A Tomás le entra la risa. Creo por un momento que se está riendo de mí.
—¡Los videntes no existen!
—Yo he estado con una que me ha adivinado un montón de cosas.
—A ver, ¿cómo se llama?
—Veruska.
Tomás vuelve a sonreír, ahora creo que de una manera un poco
condescendiente.
—¡Hombre! —exclama, dando la impresión de que sabe de quién hablo
—. ¡Visitación González! ¡La Visi!
—¿La Visi? —me sorprendo.
—Visitación es el nombre real de Veruska. La conozco bien, es una
estafadora.
El inspector me cuenta que durante algún tiempo estuvo investigando a
varios videntes de Madrid y que ella es una de las menos recomendables.
—¡Ella y su amigo el Caballo! A él le llaman así por sus dientes, no
creas que es por otra cosa —se ríe.
—¡Olivier!
—¡Ése! —me confirma—. Además de no pagar impuestos porque todo
lo que cobran es en negro, están metidos en asuntos de drogas y de
blanqueo. Vamos, unos prendas…
—Me dijo Loli que iban a verla famosos, gente importante,
empresarios…
—¡Como todos! —se ríe—. De todos los videntes se dice lo mismo, que
van muchos empresarios importantes a consultar si hacen o no algún
negocio… Y a veces hasta que la policía se deja aconsejar por ellos en
algunos casos de desaparecidos. —Definitivamente, me siento un poco
estúpida—. Siempre dicen las mismas cosas —continúa—, y al final
acabas hablando tú.
—¿Las mismas cosas? —me sorprendo.
—Te hablaría de un hombre importante en tu vida. Dan un nombre al
azar, Luis, Fernando, Carlos…, si aciertan, te tienen ganada, y si no, te
aseguran que aparecerá pronto…
—Fernando, me dijo a mí —le confieso.
—Y luego te hablaría de una mujer, rubia casi siempre, y de cambios en
la familia y de algo relacionado con el mar…
—¡Tal cual!
—Todo el mundo conoce a alguna mujer rubia y tiene una familia en la
que pasan cosas, o una casa en la playa o quiere irse de vacaciones a la
costa…
—¡Y encima es de Albacete! —le digo mientras me río de mí misma.
Él también se ríe y más aún cuando le digo que me cobró ciento
cincuenta euros. Hablamos un rato más, no demasiado porque intuyo que
Tomás está cansado. Le beso, intentando más sexo, pero definitivamente
me rechaza.
—Lo siento, pero uno tiene ya una edad —me dice de buen humor.
Le pido que me deje una camiseta y unos calzoncillos suyos para poder
dormir. Me parece sexy mi imagen. Sin que se dé cuenta recupero mis
bragas y me voy a lavarlas al baño y las dejo a secar en el toallero para
poder ponérmelas al día siguiente. Cuando vuelvo a la cama, Tomás está
ya profundamente dormido. Me acuesto a su lado y pienso que lo que ha
pasado esta noche se quedará durante mucho tiempo en mi memoria. Toco
con mi pierna la suya y con mi mano su espalda… Y me siento bien
pensando precisamente que esto no es un recuerdo: es presente y me está
pasando. Justo después de sonreír, me quedo plácidamente dormida.
Hoy damos cocido completo en el menú. También se puede tomar la
sopa de primero, pero si no te apetecen los garbanzos con carne, repollo,
tocino, morcilla y chorizo, también puedes elegir de segundos un filete de
ternera con ensalada o una pescadilla rebozada. Ensalada mixta y
espárragos con mayonesa son los otros dos primeros, si no quieres la sopa
del cocido. De postre flan, natillas y melón, que últimamente está saliendo
buenísimo. En la cocina andan liadas preparándolo todo mi abuela, Loli y
Akanke, y en la barra estamos Iván y yo atendiendo los desayunos. Yo
estoy más pendiente de la plancha, cruasanes, tostadas y sándwiches, e
Iván se encarga de la cafetera. Todo este revuelo es justo antes de las
nueve, la hora en la que se entra a trabajar en las oficinas, a partir de ahí y
hasta la hora de comer todo es mucho más tranquilo. Lo bueno es que ya
han arreglado el aire acondicionado, porque ha vuelto a subir la
temperatura y en la calle hace un calor insoportable. Ese tema es el
primero del que están hablando los clientes al entrar a desayunar.
—¿Has tomado el sol? —me pregunta Matías, después de echarse el
segundo sobre de azúcar en el cortado.
—Un poco, pero sigo estando muy blanca.
—No sé, es que te veo especialmente guapa esta mañana.
También me lo ha dicho mi abuela al entrar y Loli, así que puede que
sea verdad. Yo sigo nerviosa porque a la hora de comer vendrá Tomás y me
gustaría ser capaz de comportarme de una manera normal, como si el
sábado no hubiese ocurrido nada.
—¿Tú qué tal estás? —pregunto a Matías por preguntar.
—Bueno, ya te contaré —me dice, señalando con la mirada a su
compañero, que moja un cruasán en el café con leche.
—¿Pasa algo? —le insisto.
—En la comisaría se han enterado de lo mío y ya sabes cómo son los
policías.
—¿Lo mío? —me enfado—. ¡Ni que fuera una enfermedad!
—Bueno, que ya hablaremos —me corta un poco nervioso.
Le hago caso. Matías se marcha con su compañero como lo van
haciendo todos los trabajadores de las oficinas después de desayunar.
Chelo ha salido a dar su paseo con Fermín, que cada vez es más largo.
En la cocina huele de maravilla. El cocido siempre ha sido mi comida
favorita, sobre todo la mezcla de los garbanzos con el tocino y un poquito
de chorizo. Siempre me lo he comido con cierto cargo de conciencia,
desde niña cuando mi madre me ponía mala cara explicándome lo mucho
que engordaba aquello que tanto me gustaba, que era mejor comer una
ensaladita. Le agradezco aquel interés en que yo no me convirtiera en una
niña obesa, pero tampoco puedo ocultar que tener el culo gordo no es
culpa mía, ni del cocido, sino de la genética. Así que ella también tiene su
responsabilidad.
—Niño, hazme un zumo y dame un cruasán —le pide mi abuela a Iván.
—¡Marchando, doña Remedios! —le contesta Iván, que empieza a hacer
malabares con tres naranjas, que como siempre acaban en el suelo.
—¿Te puedes estar quieto? —le digo sin poder evitar reírme.
—¡Morena, qué guapa estás hoy! —me suelta, con ese tono macarra de
adolescente que no se le quita.
—¿Morena? —me pongo seria—. ¡Un respeto, niño!
—¡Vale, vale! Era sólo un piropo, mujer.
—¿Quieres un café? —le digo a mi abuela, que se ha sentado en una de
las mesas.
—Después del zumo y el cruasán.
—¿Ya está la comida? —le pregunto desde detrás de la barra.
—Casi. Pero ya se encarga la negra.
—¡Akanke, abuela, se llama Akanke!
—¡Eso!
Aprovecho que le he llevado el café a la mesa para ponerme yo otro y
tomármelo con ella. No hay clientes en el bar e Iván me pide ir a ver a
Lorelain al centro de belleza porque me dice que ayer discutieron y quiere
pedirle perdón.
—Vente en media hora, que hay que montar las mesas.
—¡Niño! —le dice mi abuela—. ¡Cuida a esa chica, que es un primor!
Mi abuela y yo nos quedamos solas con el café. Se ha dejado en el plato
la mitad del cruasán y al zumo le ha dado apenas dos tragos.
—¿Estás bien? —le pregunto.
—Estoy un poco cansada últimamente. Será el calor.
—Deberías ir al médico a hacerte un chequeo.
—¡Quita, quita! Para que me diga que tengo algo.
—Pues si lo tienes, te lo tendrá que decir.
—Yo prefiero no saber. Que sea lo que Dios quiera.
—¡Menuda tontería!
—Pues seré tonta.
—Yo no he dicho eso.
—Bueno, déjame, que simplemente estoy cansada y tengo calor.
—No, si con todo eres igual.
—¡Ay, Señor!
—No se puede vivir mirando siempre hacia otro lado.
Loli sale de la cocina en ese momento sabiendo que la cosa puede pasar
a mayores. Estaría escuchando, como siempre.
—¡Qué calor hace ahí dentro!
—Lo mejor es no saber la verdad y así se evitan los problemas —sigo
hablándole a mi abuela sin hacer caso a Loli—, como hicisteis conmigo.
—¡Déjalo ya, Candelaria, por favor! —exclama mi abuela.
—Doña Remedios, vaya usted a la cocina, que yo creo que Akanke ha
dejado sosa la sopa —vuelve a intervenir Loli.
—Sí, voy a ver —dice mi abuela, levantándose.
—Eso, vete y así no se habla, no se escucha, no se sabe y nos creemos
más felices.
Mi abuela se marcha sin contestarme, muy triste. Sé que mi enfado es
desproporcionado, que seguramente no viene a cuento, que podría haber
evitado la discusión, que me hace daño enfadarme con mi abuela, que me
duele que lo pase mal… Sé que todo eso es así, pero cuando estoy rabiosa
no sé dar un paso atrás.
—¡Candela, no me parece bien lo que estás haciendo! —me reprocha
Loli, que se pone a mover las sillas sin ningún sentido.
—¿Y qué se supone que estoy haciendo?
—Hacer sufrir a tu abuela, por ejemplo.
—Loli, mejor tú no te metas.
—Y tú deja de echarle la culpa a todo el mundo de lo que te pasa…
Esa frase me sorprende, pero no me da tiempo a reaccionar porque en
ese momento Iván entra en el bar refunfuñando y, sin saludar, comienza a
poner manteles.
—¿Has visto a Lorelain? —le pregunto.
—No la he encontrado. Esta mañana no ha ido a trabajar.
Dos chicas entran y me voy a la barra para atenderlas. Loli regresa a la
cocina y veo cómo consuela a mi abuela. Akanke sale y se va a ayudar a
Iván a colocar los platos, los vasos, las servilletas, los saleros…
—¿Nos pones dos cañas? —me pide una de las chicas que han entrado.
Se las pongo con unas aceitunas y sigo pensando en eso de que yo le
echo la culpa a los demás de lo que me pasa. No sé por qué este día se ha
torcido, con lo bien que había empezado. Estaba guapa, de buen humor,
pensando en Tomás y recordando algunas cosas que pasaron en la cama de
ese hotel de Toledo. Y ahora estoy enfadada, con los nervios otra vez en el
estómago, con ganas de discutir.
Llegan más clientes, se nota que se va acercando la hora de los menús.
Fermín debe de estar terminando de dar su paseo con Chelo, siempre es el
primero en llegar a comer. Me extraña que en la puerta llevan un rato
Matías y su compañero hablando, como esperando a alguien. Han estado
aquí esta mañana y no suelen venir a estas horas.
—¿Nos pones otras dos? —me pide una de las dos chicas de antes.
—Y más aceitunas. Están buenísimas —dice la otra.
Mientras tiro las cañas, veo cómo llega Tomás y saluda en la puerta a
Matías y a su compañero. Era a él al que estaban esperando. Me pongo
nerviosa al verle, aunque no me da demasiado tiempo porque los tres
entran en el bar un poco excitados.
—¡Hola, Candela! —me saluda Tomás muy serio.
—¿Pasa algo?
—No lo sé, a ver si lo aclaramos.
Matías y su compañero se dirigen a Iván, que está terminando de poner
manteles con Akanke.
—¡Acompáñanos a comisaría, por favor!
—¿Yo? Pero ¿por qué?
Loli sale de la cocina y al ver a Iván con los dos policías se altera. Yo
también estoy nerviosa. Todos lo estamos. Iván sale del bar con los
policías, que lo meten en el coche patrulla.
—Pero ¿qué hacéis? —le grita Loli a Tomás.
—Al parecer, a tu hijo se le fue la mano anoche con su novia. Hay
puesta contra él una denuncia por malos tratos.
Araceli se parece a mí, es indudable. Al verla sentí un escalofrío, el
mismo que se experimenta después de un susto en una película de miedo,
ese que te eriza la piel y parte de la cabeza. Después me dijo que ella
sintió una cosa parecida. Es verdad que su madre debía de ser más
delgada, y eso se nota de cintura para abajo, pero en nuestras caras se
evidencia que tenemos los mismos genes. Accedí por fin a conocerla
después de que José Carlos me llamara una y otra vez para pedírmelo.
Nunca pensé que sería una buena idea, pero reconozco que la curiosidad de
tener delante a una hermana acabó por imponerse al miedo que me da
mirar de frente a mi pasado, un pasado que no recuerdo, que ni siquiera sé
si es pasado.
Cuando se tienen razones para odiar, crees que no odiar es perdonar.
Así me sentía yo antes de reunirme con José Carlos y Araceli, con la
necesidad de explicarles mi odio hacia su padre, de contarles lo que me
hizo, la repugnancia que me provoca y decirles que no quiero hermanos,
no quiero nada que tenga que ver con él, nada que me lo recuerde. Quedé
con ellos en una cafetería al lado del estadio Santiago Bernabéu. Me
citaron allí porque viven muy cerca del campo del Real Madrid. Al entrar
y descubrir todas las paredes decoradas con fotos del equipo blanco, de sus
triunfos, goles, el escudo por todas partes y muchos banderines, no pude
evitar la risa, a pesar de los nervios que llevaba. Pensé en ese momento
que contar mi identificación con el Real Madrid y la pérdida de mi
virginidad sería una buena manera de romper el hielo, pero obviamente la
intensidad del momento hizo que desapareciera esa idea de mi cabeza… Y
sí, al verla, sentí ese escalofrío…
—¡Te lo avisé! —le dijo José Carlos a su hermana, nada más darnos los
dos besos de rigor.
Ella también estaba desconcertada. El destino, la casualidad o lo que sea
ha hecho que las dos nos hayamos vestido de azul, ella con una camisa y
yo con una camiseta, pero justo del mismo azul. Y el pelo muy parecido de
color y largura, y los labios con tono nude, la sombra oscura con ocres…
José Carlos empezó a hablar de cosas intrascendentes, parecía el menos
nervioso de los tres. Yo le contesté a lo del calor que hacía, a lo de que qué
quería tomar y a lo de la decoración madridista del bar de manera educada,
pero con cierta desgana. Araceli tardó en hablar…
—¡Necesitaba conocerte!
Antes de terminar esa frase, su garganta tembló, sus ojos se inundaron
de rojo y comenzó a llorar sin consuelo, con la verdad con la que lloran de
repente los niños cuando sienten que no les quieren. Y yo me puse a llorar
con ella de la misma manera. José Carlos también permaneció en silencio,
supongo que él también tendría ganas de llorar, pero no lo hizo.
—Yo tampoco sabía que existías —se rehace Araceli, después de
sonarse la nariz—. Benito se lo contó a José Carlos pocos días antes de
que fuese a verte al bar. —José Carlos asiente con la cabeza y a mí me
extraña que ella se refiera a su padre por su nombre de pila—. Sé que no
querías conocernos —continúa Araceli—, y lo entiendo…
—Me costaba y me sigue costando —le confieso.
—Creo que tener hermanos es una oportunidad —habla José Carlos.
—Nosotros no somos hermanos, no te confundas —le corto.
—Tenemos el mismo padre.
—Yo nunca he tenido padre.
—No sé si nos volveremos a ver, pero tenerte delante me hace sentir
bien —se mete Araceli, a la que le cuesta mucho no llorar.
—¿Os contó vuestro padre lo que me hizo?
—No hacía falta —dice Araceli.
—Mi padre es un enfermo —añade José Carlos.
—Tu padre debería estar en la cárcel.
—¡Debería estar muerto! —sentencia Araceli.
Nos quedamos en silencio, noto que José Carlos se pone tenso y a
Araceli la rabia le corta definitivamente el llanto.
—Conmigo estuvo hasta los trece años, supongo que le empecé a
parecer mayor con esa edad…
José Carlos coge de la mano a su hermana, sabe perfectamente lo que
viene después. El relato de Araceli es puro dolor, aunque se nota que sus
palabras han pasado por el tamiz de algunos años de tratamiento.
—No sé si nos volveremos a ver, pero al menos quería conocerte… Lo
necesitaba.
Hace años que no se habla con Benito, me dice que vive sola porque le
cuesta mucho tener una relación con un hombre. Me cuenta buena parte de
su vida. Yo le hablo de la mía, de mi madre, de El Cancerbero, de que en
mi caso tampoco se denunció porque eran otros tiempos: lo de siempre.
—Mi madre fue cómplice. Se pasó años mirando para otro lado y
cuando se lo conté me dijo que no me creía.
—Eso ya da igual, mamá se murió —interviene José Carlos.
—Se suicidó —le corrige Araceli.
Hay personas que dañan todo lo que tocan, como un virus, que
contamina y destruye los cuerpos en los que entra. Benito es una de esas
personas.
Hay algo que me reconforta de mi encuentro con José Carlos y, sobre
todo, con Araceli. De repente, me siento bien. No sé definir lo que es,
quizás una mezcla de alegría, nostalgia y melancolía. Puede que sea amor,
aunque sé que no puedo quererles. Al menos, todavía. Yo tampoco sé si
nos volveremos a ver, no lo sé porque sigo sin saber si lo deseo. Es nuestro
primer encuentro, pero puede que sea el último. Lo que tengo claro es que
no me arrepiento de haber venido. Beso a José Carlos en la despedida y él
me da un abrazo, que prolonga durante un rato. Araceli y yo nos besamos y
bromeamos sobre el color de nuestra ropa, sobre nuestro parecido, tan
sorprendente que resulta un poco incómodo. Vernos una a la otra es mirar
un espejo. La misma emoción, a lo mejor la misma tristeza, puede que el
mismo odio y casi seguro la misma soledad.
Pienso en mi vida y siento que nada está bien, pero por algún extraño
motivo estoy contenta. Antes solía ser al contrario, que estaba triste
cuando no había tantos motivos. Ahora sí los tengo: lo que ha pasado con
Iván, no poder dejar de estar enfadada con mi abuela y que Loli lo esté
conmigo. Nunca había discutido con Loli, ella es quizás la mejor persona
de cuantas me han rodeado en mi vida y una de las que más quiero, o es
eso lo que siento ahora que me contesta con monosílabos y, peor aún, que
no me cuenta nada. Sé que se va a arreglar, que este distanciamiento no
puede durar mucho. También ella me necesita, y más ahora, con el
disgusto que le ha dado Iván. Estoy deseando abrazarla y que nos
volvamos a reír de cualquier barbaridad que se le ocurra y suelte por esa
boca. Estoy dudando si contarle lo de Tomás, sobre todo porque me da una
vergüenza horrible tener que dar detalles, algo que es imposible evitar si
Loli me empieza a preguntar. La conozco, tan basta y tan directa que me
pongo colorada sólo con imaginarme las guarrerías que me va a soltar
sobre mi encuentro sexual con el inspector Cifuentes…
Noto que tengo ganas de estar contenta, de no recrearme en la tristeza.
Es algo que no puede forzarse, simplemente surge y ahora tengo la
necesidad de sentirme bien, de cuidarme, de reír, de disfrutar sin pensar
que hay algo malo en hacerlo.
A veces creo que la felicidad no es más que una capacidad. Hay gente
que la tiene para las matemáticas, otra para el deporte, otra para escribir…
y alguna para ser feliz.
Yo no sé si tengo esa capacidad o si se me olvidó a base de no utilizarla.
Qué más da. Sólo quiero estar bien, incluso voy a provocarlo. Tanto en las
cosas más trascendentales como en otras que tengan menos importancia.
No hay nada malo en pasarlo bien.
—¡Buenas tardes, venía a darme un masaje!
—¿Qué tipo de masaje, señorita? —me dice la chica de la recepción,
que va vestida con un kimono de seda.
—Pues no sé…
—¿Descontracturante, relajante, deportivo, shiatsu, reflexología,
tailandés, shiro, mukha, body sculptor…?
—La verdad es que no sabría qué decirle… ¿Puede ser uno que tenga de
todo?
—Le recomiendo uno descontracturante-relajante para comenzar —dice
la chica, un poco resignada.
—Sí, eso está bien.
—¿Desea que su masajista sea hombre o mujer?
—¡Pues, no sé…! —dudo porque creo que debo decir que una mujer,
pero, en realidad, me apetece que sea un hombre.
La señorita espera paciente mi decisión con media sonrisa dibujada en
la cara y las manos apoyadas en el mostrador.
—Mejor un hombre —digo por fin.
—Acompáñeme, por favor.
Sigo a la recepcionista por un pasillo enmoquetado en verde muy oscuro
y paredes granate, algo siniestro, pero se nota que está limpio. La luz es
tenue, quizás demasiado porque apenas se ve, pero yo lo prefiero así.
Llegamos a un cuarto iluminado con velas, un buda de metal en el suelo, al
lado de un cuenco dorado y un colchón finito con algunas toallas encima
perfectamente dobladas. Pronto aprendo que eso que hay en el suelo no se
llama colchón.
—Desnúdese y túmbese boca abajo en el futón —me dice la chica,
dándome una braguita de papel dentro de un plástico.
—¿Y esto? —pregunto, un poco tímida.
—Quítese todo y póngaselo. Enseguida llegará su masajista.
En el anuncio que vi en internet sobre este sitio decía claramente que no
se daban servicios sexuales, pero esto me está pareciendo de lo más
excitante. Y puestas a imaginar, imagino a mi masajista fuerte y atractivo.
Me voy desnudando y doblo cuidadosamente la ropa, que dejo también en
el suelo porque no hay ningún otro sitio donde dejarla. Al ponerme las
bragas de papel me siento un poco ridícula porque misteriosamente me
quedan grandes y pequeñas a la vez. Por un lado me hacen bolsa en el culo
y por otro no me alcanzan por los lados. No me pueden sentar peor. Tal y
como me ordenó la recepcionista, me tumbo boca abajo en el futón.
—¡Buenas tardes! —dice un hombre, al que no alcanzo a ver, después
de entrar en la habitación y cerrar la puerta.
—¡Hola!
—Mi nombre es Mariano y soy su masajista.
Me da vergüenza pensar en la primera imagen que ese hombre ha visto
de mí, tumbada boca abajo con las bragas de papel abombadas por el culo,
y prefiero mantener mi cara pegada al futón. Me encanta estar allí, a pesar
de que todavía no puedo relajarme del todo. Es normal. Él enciende
algunas velas más, además de las que ya lo estaban, y pone música
relajante. No identifico los instrumentos, pero suena algo de viento y un
violín chino. Mariano pasa por delante de mi cara y veo que va con un
pantalón blanco y unos zuecos del mismo color. Al tenerle delante levanto
la vista para verle entero y aunque no llego a ver su cara, sí noto que se
trata de un hombre gordo, muy gordo.
—¿Puedes recogerte el pelo? —me pide—. Necesito la espalda y el
cuello despejados para darte el masaje.
Me levanto del futón sin apenas alzar la vista intentando cubrir mi
pecho con el antebrazo hasta llegar a mi bolso y coger algo para sujetar el
pelo. No me atrevo ni a mirar a Mariano, que espera de pie, supongo que
observándome. Un poco incómoda, saco una goma, me hago un recogido
mirando a la pared y tengo tanta prisa por volver a tumbarme que me
tropiezo con el futón y lo desplazo, tirando un par de velas y un
cuenquecito con aceite.
—No te preocupes —me dice mi masajista, recolocando el colchoncito
con el pie. Me tumbo por fin, mientras él se agacha a recoger todo lo que
yo he tirado—. ¿Te gusta el masaje fuerte o flojo?
—Fuerte, creo.
Mariano se quita los zuecos, pasa cada una de sus piernas a cada lado de
las mías y apoyando sus rodillas en el futón comienza a masajearme la
espalda. Lo hace fuerte, quizás demasiado, aunque reconozco que es lo que
yo le he dicho. Noto cómo sus dedos van metiéndose entre mis músculos y
siento un dolor que no me parece nada placentero. Es posible que la
música esté un poco alta, pero intento relajarme.
—¿Podrías apretar un poco menos? —me atrevo a sugerir por fin.
—Bueno, es que me dijiste fuerte —me contesta, sin disimular que mi
comentario no le ha sentado bien.
Mariano reduce la fuerza del masaje tanto que ahora parece que me está
acariciando. Pasa sus manos de forma desesperantemente suave por mi
espalda y mi cuello, hasta el punto de que me empieza a hacer cosquillas.
En la sala hace un poco de calor, lo noto yo que estoy desnuda, así que mi
masajista debe de estar pasándolo peor. Es posible que sea por eso o por
los movimientos de sus manos en mi espalda, pero noto cómo a Mariano
le está costando respirar, haciendo cada vez más ruido. Parece que le falta
el aire al pobre, pero el sonido cada vez que mete y saca aire en sus
pulmones se me hace bastante incómodo.
—Discúlpame otra vez, podrías apretar más fuerte —digo, intentando
ser muy amable.
—¡Lo que tú digas! —contesta con tono resignado.
La música, lejos de relajarme, me está poniendo un poco nerviosa,
seguramente porque el sonido del violín chino me parece insufrible, de
igual modo que me lo parece el que emiten los instrumentos de viento de
esa música horrible y en especial ese que produce el roce de metales cuyo
eco se prolonga eternamente. La respiración de Mariano es la misma que
la de un atleta en pleno esfuerzo y encima ha vuelto a apretar más fuerte
de lo razonable. Por supuesto, ya no me atrevo a decirle nada. Mariano me
baja las bragas de papel para acceder a mis glúteos y masajearlos, cada vez
estoy más incómoda. Mi masajista utiliza demasiado aceite y, además de
ponerlo en las manos y luego frotarme, de vez en cuando me salpican
algunas gotas de manera desagradable. Me ha vuelto a subir las braguitas y
hora me está masajeando los pies. Si no fuera por el ruido de su
respiración y que me hace un poquito de daño, me gusta más que en la
espalda. El masaje en los gemelos también está bien, me dice que los
tengo muy cargados de estar tanto tiempo de pie. Me sigue desagradando
cuando me salpica con el aceite, no entiendo por qué hace eso. Cuando
masajea mis muslos y mis glúteos me pongo un poco nerviosa. Supongo
que para disfrutar de un masaje también hay que tener cierta conexión con
la persona que te lo da. Mariano está tremendamente gordo, respira
haciendo mucho ruido y, o me aprieta tan fuerte que me hace daño o tan
flojo que me hace cosquillas, utiliza mucha crema, hace mucho calor en la
sala y la música definitivamente me parece insoportable.
—¿Puedes darte la vuelta? —me pregunta Mariano.
Me la doy, entre avergonzada y, para qué negarlo, un poco enfadada. Me
tumbo boca arriba y descubro por primera vez la cara de mi masajista.
Tampoco es guapo. Es difícil serlo con esa papada que se le junta con el
pecho, en el que hay dos tetas tan grandes como las mías que a su vez se
posan en su enorme barriga. Tiene la cara empapada en sudor, también los
brazos están húmedos por ese motivo. Se pone crema en las manos y
cuando comienza el masaje en mis piernas mueve la cabeza y de su frente
y su cara caen encima de mí varias gotas de sudor, esas mismas que me
salpicaban en la espalda sin saber su procedencia, creyendo que eran
aceite.
—Lo siento, pero no me encuentro bien —digo mientras me levanto del
futón a toda velocidad.
Mariano se limpia la frente con el antebrazo y creo que eso provoca que
caiga más sudor de su frente. Yo me seco el cuerpo con una toalla que cojo
del suelo.
—¿Necesitas algo? —me pregunta.
—¡Necesito una ducha, joder! —exclamo rabiosa.
No me importa que en este lugar piensen que estoy loca. Yo no tengo la
culpa de lo que ha pasado y lo único que quiero es salir de aquí.
—¿Todo bien? —me pregunta la recepcionista que me atendió al
principio.
—Sí —digo con prisas por irme.
—Ha terminado usted antes de tiempo —dice con esa cara de
amabilidad que no se le quita.
—Me he acordado de que tenía que hacer algo —digo ofuscada.
—Son ciento veinticinco euros —me pide con su sonrisita.
—¡Y una mierda!
—¿Perdón?
—Que es un robo.
—Usted ya sabía nuestras tarifas —dice con su sonrisa dibujada.
—Lo que no sabía era que el masaje es horrible, que la música es
insoportable y que el masajista es un gordo sudoroso.
—Mariano es un gran profesional, señorita —me corrige siempre
amable.
—… Y por no hablar del puto violín chino, que lo voy a tener metido en
el oído todo el día —continúo gritando, mientras le doy la tarjeta.
Un señor corpulento se acerca a mí conciliador y le dice a la
recepcionista que me cobre la mitad. Yo sigo enfadadísima, aunque me
parece razonable lo que el señor me propone. Recojo la tarjeta, la guardo
en mi monedero y éste a su vez en el bolso. Salgo de allí sin ni siquiera
decir adiós.
-¡Hace días que no hablamos! —me dirijo al ojo de mi madre después
de abrir su cajita.
—No te preocupes, hija —acepta, comprensiva.
—No he tenido mucho tiempo, han pasado un montón de cosas.
—¿Cómo estás?
—No lo sé, mamá. —Casi nunca sé contestar a esa pregunta.
—Yo te veo muy guapa… Y más delgada.
—Tengo ganas de estar bien.
—Eso es lo más importante.
—Sí, pero no me sale.
—¡Ya…!
—¿Y qué hago?
—Estás haciendo muchas cosas… ¡Lo de Tomás estuvo muy, pero que
muy bien, eh! —me dice con una sorprendente complicidad.
—¡Pues sí! —admito, un poco cortada—. No recordaba habértelo
contado.
—Me parece muy bien que disfrutes, hija.
—Te noto cambiada.
—Aquí se da cuenta una de muchas cosas.
—¿De qué, por ejemplo?
—De que un día cualquiera te mueres y todo se acaba.
—Eso también se sabe aquí en el mundo de los vivos.
—Se sabe, pero nunca te lo terminas de creer.
—Me gusta hablar contigo, mamá.
—Me gusta mucho que lo hagas.
—Loli está enfadada conmigo porque dice que no trato bien a la abuela.
—En eso tiene razón.
—Bueno, claro, tú qué vas a decir… —le reprocho.
—Tranquila, que a Loli ya se le pasará —me contesta, sin que le haya
afectado mi comentario.
—Ella lo está pasando mal ahora.
—Claro, lo de Iván le ha afectado mucho. Menos mal que sólo pasó una
noche en el calabozo.
—¿Te había contado lo de Iván?
—Piensa que a lo mejor las cosas no son como las ha dicho Lorelain.
—¡Mamá, tú y yo no hemos hablado de esto! ¡Estoy segura!
—No hace falta.
—¿Cómo que no hace falta?
—Recuerda que soy un ojo. Lo que hago es precisamente mirar —dice,
con un sentido del humor completamente desconocido en ella.
—Creo que voy a cerrarte otra vez la caja, porque me estás poniendo
nerviosa.
—Una cosa antes de que lo hagas.
—Dime…
—Hoy te has enfadado con razón.
—¿También has visto lo del masaje? —digo, sin poder evitar que me
salga una sonrisa.
—¡La respiración del gordo era insoportable! ¡Y encima sudado…!
—¡Adiós, mamá!
Las cocinas de los restaurantes nunca están limpias del todo. Hubo una
época en la que eso me obsesionó, pero ya no me incomoda tanto. Puedo
convivir con esa grasa que es imposible que desaparezca. Por mucho que
se limpie siempre hay sitios a los que no se alcanza: grietas, juntas, debajo
de los muebles, en algunas esquinas…; la grasa que no se quita y hay que
resignarse a que siempre estará allí, día tras día, año tras año, grasa
encima de grasa. En ocasiones pienso que si desde el primer día, y todos
los días, se hubiera limpiado a fondo, no se acumularía, pero eso no se
puede hacer. A veces la grasa no se llega a ver porque es transparente y
cuando deja de serlo y adquiere color, ya es tarde. El aceite con el que se
fríe es grasa como lo es el humo cuando se incrusta en las paredes y en el
suelo creando ese velo húmedo que lo impregna todo. Tampoco están
limpios del todo los utensilios con los que se limpia una cocina. Esto
también me genera un poco de ansiedad. Las bayetas, los trapos, el mocho,
que una vez que ha tocado esa grasa ya nunca más volverá a estar limpio.
Me agobia esa contaminación porque me parece idéntica a la que sufrimos
las personas. Con nosotros viajan olores, roturas que no sueldan, heridas
que nunca cicatrizan, aunque no siempre se noten a simple vista. En la
cocina de El Cancerbero hay grasa, parecida a la que yo arrastro desde
niña y tengo que asumir que me acompaña, que forma parte de mí. Hay
días en que me siento feliz y con ganas de vivir, pero otros siento
claustrofobia cuando sé que simplemente soy la hija de la tuerta. Necesito
sentirme limpia en medio de tanta grasa.
Iván le pegó un bofetón y Lorelain cayó al suelo, como si las piernas se le
quedaran sin fuerzas. Esa misma noche ella se marchó a comisaría. A él le
sorprendió porque cuando salió de su casa las cosas parecían haberse
arreglado. Ella se lo hizo creer para que se fuera de su casa, pero tan
pronto se largó, fue a denunciarle. Estaba muy rabiosa.
La noche que Iván pasó en el calabozo sintió más miedo del que nunca
había sentido. Yo no quise hablar con él, le quiero demasiado para
aborrecerle por lo que había hecho. A la mañana siguiente lo soltaron y un
par de días después Lorelain retiró la denuncia. Ese mismo día volvieron a
estar juntos.
—Si te ha pegado una vez, te volverá a pegar —le advierto a Lorelain, a
la que he pedido que me acompañe a sacar a Chelo al parque.
—No quiero hablar de ese tema. Ahora estamos fenomenal.
—Sabes que yo quiero mucho a Iván, pero no deberías haber quitado la
denuncia.
—No se la merecía.
—¿Cómo que no? Él te pegó.
—Sí, pero yo le pegué a él primero…
Nos sentamos en un banco y Lorelain me cuenta lo que pasó aquella
noche, que no sería tan distinta a otras noches. Iván no quiere que Lore
depile a chicos; Lore no quiere que Iván coquetee con otras chicas y
mucho menos con esas de los castings con las que se intercambia el
teléfono. Ella le pilló unos mensajes un poco subidos de tono con una
chica, él le dijo que ella se pasaba todo el día quitando pelos a pollas, ella
le estampó el móvil contra la pared, él la llamó puta, ella le dio un tortazo
y él se lo devolvió tirándola al suelo…
Nunca habían llegado a las manos, me decía Lorelain, aunque siempre
se insultan cuando se enfadan. Ella cree que tiene todo el derecho a espiar
su móvil porque él no debería ocultar nada e Iván piensa que ella no
debería ver a ningún otro hombre desnudo. Los dos dicen que se quieren
mucho, que esas cosas les pasan precisamente porque su amor es
demasiado fuerte. Tienen claro que no pueden vivir el uno sin el otro, y
estoy convencida de que lo creen de verdad.
Antes de este paseo con Lorelain yo estaba enfadada, ahora estoy triste.
No hay nada que hacer, no hay esperanza. Los dos quieren lo que tienen.
Están convencidos de su amor, asumen que las cosas son así o no son. Es
posible que esa relación acabe algún día, pero lo seguro es que, de seguir,
jamás cambiará.
Me decía que ahora ya está todo superado, que están fenomenal. Mejor
que nunca, según Lorelain. Ella ya habló con su jefa para no tener que
depilar a más hombres y él le ha prometido que no volverá a mandar
mensajes a ninguna chica que no sea ella…
Me quedé sola en el banco, con Chelo merodeando a mi lado. Lore tenía
que irse pronto a casa para arreglarse. Esa tarde, Iván y ella iban a ir al
cine y luego a cenar unas hamburguesas en un local nuevo que hay en el
centro de Madrid en el que pagas dos hamburguesas y te dan tres…
Acaricié a mi perra, que decidió subirse al banco y acurrucarse a mi lado.
En el parque se me hizo de noche sin poder parar de llorar.
La música que me gusta no es muy buena, ésa es la verdad… Aunque
como lo de bueno o malo es subjetivo, digamos que la música que a mí me
gusta no tiene prestigio. En general, mi preferida es la que se puede bailar,
aunque de mi madre he heredado el gusto por las baladas, especialmente
las de Roberto Carlos. A ella sólo le gustaban las canciones tristes, de
desamor y coplas en las que todo acaba en tragedia. Yo también las
escucho, un poco por inercia, pero cuando tengo ganas de bailar me siento
mejor. Bailo en casa, sobre todo porque no salgo mucho y casi ni me
acuerdo de la última vez que fui a una discoteca. En mi salón improviso
coreografías, me desplazo por el pasillo dando pasos y acercándome el
puño a la boca a modo de micrófono, y en la cocina friego moviendo las
caderas como si quisiera provocar al fregadero.
Aquí vine por lo menos hace diez años con dos amigas y parece que no
ha pasado el tiempo. Es un bar de copas que hay en uno de los barrios
caros de Madrid en el que ponen flamenco, sevillanas, rumbas y algo de
salsa. Es un poco retro, casi hortera, casposo incluso, pero la gente se lo
pasa bien.
Aquí me ha propuesto quedar Matías para hablar, tomarnos unas copas y
espero que bailar un rato. La música está alta, pero en el límite para
poderse entender. Mi amigo me está esperando al lado de una mesita de
madera en la que hay una silla de enea para sentarme. La decoración imita
un patio andaluz y la gente es mayor, creo que yo soy de las más jóvenes
del bar. Todavía es pronto y ya está casi lleno, más tarde no se va a caber
aquí. Los caballeros van vestidos de forma elegante, algunos incluso con
corbata; las señoras, un poco menos que para una boda, pero casi, y se nota
que hoy mismo la mayoría han estado en la peluquería. Me gusta que la
gente se arregle, me parece un síntoma de respeto a uno mismo y a los
demás, y mucho más cuando hace bastantes años que se dejó de ser joven.
Da la sensación de que la mayoría son parejas, pero hay grupos de gente
suelta, hombres y mujeres riendo, mirando y, sobre todo, bailando. Es
divertido.
—¿Ya conocías este sitio? —me pregunta Matías, después de darme dos
besos.
—Sí, pero hacía bastante tiempo que no venía.
—¿Te apetece bailar?
—Mucho, pero espera a que me tome algo…
En las mesas, aparte de las copas, se puede pedir comida. La minicarta
está compuesta de jamón, lomo, chorizo, queso, aceitunas y boquerones en
vinagre. Y todo lo sirven acompañado de una cestita con picos de pan y
regañás. Matías pide jamón y lomo con una botella de vino y a mí, que
venía sin hambre, me entra de repente.
—Me tenías preocupada desde que me dijiste que no te iba bien en la
comisaría.
—Se enteraron de que soy gay.
—¿Quién se lo dijo?
—Eso da igual, quizá lo forcé yo mismo.
Matías y yo tenemos muchas cosas que contarnos, pocas de ellas son
buenas y mucho menos divertidas, sobre todo las mías. Nos ponemos al
día, pero los dos tenemos demasiadas ganas de reírnos como para que la
realidad nos fastidie la noche. Me cuenta que algunos compañeros le
gastan bromas infantiles como pegar la espalda a la pared cuando se
cruzan con él en un pasillo o ponerle fotos de porno gay en la taquilla.
También me dice que son una minoría y que ya no le importa… Hablamos
de lo de Iván y le cuento que tengo una hermana igualita a mí, pero
delgada. A media botella de vino y dos raciones de lomo y jamón, todo nos
hace mucha gracia.
—¿Sabes? —le digo con ganas de confesarme—. ¡Por fin he tenido sexo
bueno!
—¡Serás cabrona! —me dice riendo.
—Contigo no podía salir bien, en la cama de tu madre con la foto de tu
padre muerto mirando…
—¡No era ese precisamente el problema! —vuelve a reír, exagerando un
afeminado movimiento de mano.
—La verdad es que te prefiero como amigo —admito, antes de volver a
brindar.
—Bueno, cuéntame eso de que has tenido sexo bueno… —se interesa
con tono de amiga, poniéndome la mano en la pierna. Es evidente que se lo
pasa bien jugando a tener pluma.
—¡Uf! —exclamo suspirando—. Que pasados los cuarenta me han
follado bien por fin. Ésa es la verdad. —Me pongo colorada y me entra la
risa fuerte al mismo tiempo—. ¡Y yo —continúo— que creía que el sexo
me daba igual!
—¡Yo creía lo mismo! ¡Menudo par de idiotas somos!
—¡Eso, cuéntame tú! —le propongo.
—Yo, lo mismo que tú… A mí también me han follado como yo quería
—se carcajea.
—¡Brindemos! —Acaban de llegar los gin-tonics porque de la botella
de vino no queda ni gota.
—Y encima creo que me he enamorado —me confiesa—. ¿Tú no?
—Lo mío fue sólo sexo y de momento sólo nos hemos acostado una vez.
—¿Sólo una?
—Sí, pero espero volver a hacerlo pronto. Me muero de ganas —le
reconozco, encantada de compartirlo.
—Yo he quedado luego con él. Se llama Luis y está buenísimo.
—Dile que se venga ahora y me lo presentas.
—¡Vale! Llama tú al tuyo también. Será divertido…
—¡Mejor no! —digo sonriendo, aunque esta vez no le cuento por qué.
Matías llama al tal Luis, que le dice que en un cuarto de hora está aquí.
Para mí que lo tenían planeado. Está deseando que yo le conozca y eso me
gusta. Decidimos esperarle bailando, me encanta esta música y además el
vino y la ginebra me han desinhibido por completo. La sala está
abarrotada, no sólo la pista. Todo el mundo baila por todas partes, al lado
de la barra, de las mesas, en la cola de los baños. Se escuchan rumbas y
todo el mundo se sabe las letras. Dos o tres hombres, mayores para mi
gusto, pero hombres al fin y al cabo, no paran de mirarme. Es algo que me
gusta, así que muevo las caderas y el culo un poco más. Sentirse deseada
es otro sentimiento bastante desconocido para mí. Que yo supiera, al
menos. Matías también baila radiante, pero menos pendiente de mí que de
la llegada de Luis, que ya no debería de tardar.
—¡Bailas muy bien! —me dice un señor acercándose a mi oído.
—Muchas gracias —le contesto, sonriendo, sin dejar de bailar.
Matías está tan pendiente de la entrada que ni se entera de que acabo de
ligar. El señor debe de tener cincuenta y pocos, es alto y, aunque no está
gordo, luce la barriguita que casi todos tienen a esa edad y la mayoría
desde bastante antes. Tiene el pelo gris peinado para atrás y todavía le
queda mucho del hombre guapo que seguro fue. Va perfumado y le brilla
la cara como de haberse afeitado hace un ratito. Lleva pantalón gris,
camisa blanca y una chaqueta azul marino con botones dorados.
—¿Te puedo preguntar algo? —me dice de nuevo, acercándose a mi
oído e intentando seguirme el ritmo bailando.
—¡Claro!
—¿El hombre que está contigo es tu novio?
—No, es un amigo —le digo simpática.
—¡Me alegro! —responde sonriente—. ¿Te puedo invitar a una copa?
—A lo mejor un poco más tarde.
A Matías se le ilumina la cara cuando por fin aparece Luis. Yo le doy la
espalda al señor y mi amigo me coge de la mano para ir en busca de su
chico. Ellos se saludan con un beso en los labios un poco tímido, casi
furtivo. Los que nos damos Luis y yo en las mejillas son más rotundos
después de que Matías nos presente.
—¡Vamos un rato a la mesa! —nos propone Luis.
Le seguimos y de camino le dedico una sonrisa a mi conquista de pelo
blanco, que no deja de mirarme.
—¿Has ligado? —comenta Matías nada más sentarnos.
—¡Eso parece! Me ha preguntado si tú eras mi novio.
—Es muy elegante, aunque un poco mayor para ti.
No le contradigo, a pesar de no estar de acuerdo con ninguna de las dos
cosas.
Luis es un chico guapo de cara, con el pelo rubio, que peina con un
amplio tupé sujeto por una buena cantidad de laca. Lleva una camiseta de
manga corta muy estrecha en la que se le marcan todos los músculos,
moldeados en el gimnasio; los brazos depilados y la barbita tan
perfectamente recortada que da la impresión de estar pintada. Charlamos,
bebemos y reímos. La conversación sube de tono, de picante acaba siendo
casi pornográfica. Las palabras más utilizadas seguramente sean follar y
polla. Nos confesamos, es divertido y el alcohol ayuda. A ellos se les nota
excitados, y si no fuera por el clasicismo del local, ya estarían besándose
apasionadamente. Se percibe que se gustan, sobre todo Luis a Matías.
Hablan de que esta noche la pasarán en casa de Luis y yo bromeo con lo
poco estimulante que es la de la madre de Matías. La conversación tan
subida de tono, las copas y saber que dentro de un rato estarán teniendo
sexo me excita a mí también. Por un momento tengo la fantasía de irme
con ellos, pero pronto se me va la idea de la cabeza y les dejo en la mesa.
—Me parece que te vas a quedar sola muy pronto. —Es la primera frase
de mi ligue canoso, que me aborda cuando voy camino del servicio.
—Yo también lo creo.
—¿Me aceptas ahora la invitación?
—Yo un gin-tonic, pero muy cortito, que estoy un poco borracha.
Mi acompañante pide en la barra y cuando el camarero nos sirve le trata
con una familiaridad exclusiva de los clientes más habituales.
—Todavía no sé tu nombre.
—Candela.
—Yo soy Joaquín.
Nos damos los dos besos protocolarios y chocamos los vasos de tubo. Él
ha pedido lo mismo que yo. Me cuenta que suele ir todos los fines de
semana con un grupo de amigos y amigas, aquí se lo pasan bien. Está
divorciado, tiene un hijo mayor y un par de restaurantes en Madrid. Yo le
hablo de El Cancerbero y durante un rato nos contamos cosas sobre
nuestros negocios. El suyo es de mucho mayor volumen, nada que ver. Me
está cayendo bien y, afortunadamente, la conversación hostelera se acaba
pronto.
—¡Me pareces muy guapa!
—Gracias.
No me acuerdo de cómo se liga. En realidad, no sé hacerlo, así que me
pongo nerviosa. Por suerte, las luces de colores que iluminan el bar
impiden que se note que estoy colorada. A mitad de copa, se acercan a la
barra Matías y Luis.
—¡Nosotros nos vamos!
Dudo un instante si irme con ellos o hacer lo que realmente quiero.
—¿Tú qué haces? —me pregunta Matías.
—¡Quédate, mujer! —me propone Joaquín, con cierta desesperación.
—Mejor me voy.
Me despido de Joaquín y me voy con Matías y Luis, a los que se les nota
cierta urgencia por llegar a una cama. Durante el trayecto hasta la puerta
me voy arrepintiendo, pero siento que ya no hay vuelta atrás.
—¡Espera, Candela! —me llama Joaquín un instante antes de salir por
la puerta y me da una tarjeta en la que hay un teléfono móvil escrito a boli
—. Me encantaría volverte a ver, llámame cuando quieras.
Guardo su tarjeta y nos despedimos de nuevo. Él regresa al interior del
local y yo me monto en un taxi camino de mi casa. Voy con esa sensación
de haber hecho lo que creía que era mejor, pero justo lo contrario de lo que
me apetecía. Me hubiera quedado más tiempo, quizás podría haber pasado
la noche con Joaquín. Aunque, la verdad, era un poco mayor para mí. O a
lo mejor no, quién sabe. Me meto en la cama dándole vueltas y excitada.
Sea como sea, me lo he pasado muy bien esta noche. He bailado, me he
reído y he ligado. Estoy contenta, tanto que me pienso si llamar a Joaquín
y decirle que venga. Sé que no lo voy a hacer, pero me encanta pensarlo.
Dejo el móvil en la mesilla y meto la mano por debajo de las sábanas para
tocarme, imaginando lo que hubiera hecho esta noche con mi nuevo
amante.
Hace más de veinte años, Musoke lloraba desconsolada mientras metía
en una bolsita impermeable un par de mudas y una tableta de chocolate
para su hija de diez años. La besó hasta despertarla de la cama donde
dormían juntas desde hacía más de un año. A la niña le sobresaltó el ruido
de los besos y la humedad de las lágrimas de la madre, que también
empaparon su cara. Un año, abrazadas en esa cama de noventa, todas las
noches. Ese tiempo hacía que habían llegado a Marruecos desde Mali
después de que su padre muriera de cualquier enfermedad sin diagnosticar
porque allí donde vivían no había ni médicos ni medicinas. Un año tardó
en llegar Musoke a Marruecos con su hija y otro más en ahorrar el dinero
suficiente para meterla en una patera en busca de Europa. Al despedirse,
las dos lloraron sin consuelo: la madre, con el estómago de fuego sabiendo
que seguramente no se volverían a ver; la niña, de pena sabiendo que su
madre la engañaba diciéndole que lo harían muy pronto. Aquella niña de
diez años era demasiado mayor, había crecido deprisa como lo hacen los
niños que se han acostumbrado a tener miedo. Musoke sabía que si la
suerte acompañaba a esa patera y llegaba a una playa española, la niña
sería acogida por el hecho de serlo y estar sola. O eso le habían asegurado.
No esperó a verla partir, la dejó en la barca de goma junto a decenas de
hombres y mujeres confiados en llegar a la otra orilla. Ella se dio la vuelta
desbordada por el llanto y corrió en dirección contraria al mar, donde al
mismo tiempo se adentraba su hija agarrada a su bolsita impermeable.
Aquella niña era Akanke y tampoco puede evitar llorar mientras nos
cuenta a Loli y a mí su historia. Salió cara y la patera llegó al otro lado.
Los hombres y mujeres huyeron por la playa camino a ninguna parte y ella
se sentó en la arena. Una mujer de rojo le sonrió y la abrazó con una
manta. Justo en ese momento sintió más miedo que nunca y corrió hacia el
mar queriendo regresar en busca de su madre. La mujer de la Cruz Roja la
detuvo y ella gritó con toda la fuerza imaginando que Musoke podría oírla
desde el otro lado. Nunca volvieron a verse.
Akanke fue a un centro de acogida y luego la suerte le puso en el
camino a un matrimonio que la crio en Madrid. Ellos la educaron, le
dieron apellidos y mucho amor. El dolor fue desapareciendo, salvo cuando
algunas noches todavía se sobresalta creyendo oír el ruido de unos besos y
que las lágrimas de Musoke la vuelven a despertar empapándole la cara
como aquella última mañana.
Cinco años más tarde sus padres españoles la acompañaron a Marruecos
en busca de alguna pista de Musoke. Encontraron la casa donde vivieron,
en la que seguía aquella cama en la que dormían siempre abrazadas, ahora
ocupada seguramente por otras dos personas soñando que pronto cruzarán
al otro lado y tendrán una vida mejor. Esa que ella sí pudo tener y la que
nunca alcanzó Musoke. Le contaron que seis meses después de su
despedida, su madre intentó cruzar para volverse a encontrar, pero el
temporal destrozó su patera repleta de vidas que, como la suya, se tragó el
mar.
El nombre de Akanke significa amor, y ella dice que hace tiempo que se
dio cuenta de que, a pesar de todo, nunca paró de recibirlo. El amor de
Musoke y el de sus padres españoles, que ahora viven en el pueblo donde
nacieron y que todos los días, sin faltar ni uno, llaman a casa para ver
cómo está su niña.
Loli y yo seguimos llorando sin consuelo mientras escuchamos a
Akanke. Hace un rato que mi abuela se unió a nosotras en la compañía y,
por supuesto, también en el llanto. Las cuatro en una mesa del bar, ya
vacío y a punto de cerrar, nos sentimos juntas. Loli y yo nos hemos
reconciliado sin hablar y sin darme cuenta he estado escuchando a Akanke
cogida de la mano de mi abuela. Cuatro mujeres tan distintas, cuatro vidas
en las que —como en la cocina que ya está apagada y oscura— hay grasa
que no se quita, pero con la voluntad intacta de repartir y de recibir amor,
con ganas de reír y sabiendo, sin que nadie nos lo haya enseñado, que, a
pesar de todo, la vida es siempre una oportunidad.
He estado a punto de mandarle un mensaje para ver qué se iba a poner y
que no pasara lo de la última vez. Sería el colmo que Araceli y yo
volviéramos a vestirnos igual. Ella me despierta mucha curiosidad, es algo
inevitable. Que sea mi hermana no es motivo suficiente para quererla, si
bien que apenas nos conozcamos tampoco lo es para rechazarla. Cuando la
vi por primera vez me cayó bien, sentí su dolor y a ratos escuchándola
descubrí que, de las dos, yo había tenido mejor suerte al desaparecer
Benito tan pronto de mi vida. Esta vez no ha venido José Carlos, él sí tiene
relación con su padre; trabaja con él y lleva sus negocios.
Cuando Araceli y yo nos vemos, sonreímos al mismo tiempo y estoy
segura de que lo hacemos por el mismo motivo. Ella va de naranja y yo de
negro. Ella ha decidido recogerse el pelo y yo dejármelo suelto. Yo con
falda y ella con pantalón.
—Te confieso que estuve a punto de mandarte un mensaje para
preguntarte lo que te ibas a poner —me dice.
—Yo lo tenía escrito, pero me dio vergüenza darle a enviar —le
contesto sonriente.
—¡Tenía ganas de volver a verte!
Araceli ha venido hasta mi barrio, pero yo no quería quedar con ella en
El Cancerbero. Allí no podríamos hablar, así que nos vemos en una
cafetería que hay dos calles más allá.
—Yo también tenía ganas de verte —le confieso—, aunque tampoco sé
muy bien para qué.
—Estar juntas puede ser un motivo suficiente.
Le digo que sí, aunque en el fondo tengo dudas. Es como cuando entras
en un ascensor con un vecino. Hay cierta necesidad de no estar callados,
pero no hay nada que decir. En nuestro caso es peor: sí hay muchas cosas
que contar, pero no nos apetece hacerlo.
—En realidad, yo sí tengo algo que decirte —me reconoce.
—Te escucho.
—Después de nuestro encuentro estuve hablando con José Carlos y
creemos que tú también deberías tener una parte de los negocios de
Benito.
—¿Yo? —me sorprendo—. ¿Por qué?
—Porque también eres su hija.
—Yo no quiero nada que venga de ese hombre.
Araceli bebe un sorbito del té que se ha pedido y que parece que no
termina de enfriarse. Se toma su tiempo.
—Piensa que no viene de él —continúa—. Viene de José Carlos y de mí.
Nosotros somos tus hermanos, al menos queremos serlo.
—¡Dicho así parece que os estáis comprando una hermana!
Aunque no era mi intención, la frase ha sonado demasiado cruel.
—No pretendía ofenderte —contesta, entre enfadada y triste.
—Sois muy generosos —le digo con tono de disculpa—. No tendríais
por qué compartir nada.
—Es una forma de compensarte por lo que te hizo.
—Sería indigno. Ese dinero no puede cambiar las cosas.
—¡Lo sé mejor que tú! —replica, con cierto orgullo—. A mí, Benito me
destrozó la vida, quizás para siempre, así que no me des lecciones de
dignidad. —A Araceli se le humedecen los ojos y vuelve a dar un par de
sorbitos al té, cuya taza parece no tener fondo. Yo hace rato que terminé
mi café—. El dinero no cambia las cosas —continúa—, pero sería absurdo
rechazarlo. Yo no voy a hacerlo y tú tampoco deberías.
—Te entiendo, pero no me sentiría bien cogiéndolo.
—Al menos, piénsatelo.
—No hay nada que pensar, simplemente no lo quiero.
Araceli se acaba por fin su té, hace rato que el camarero se llevó mi taza
de la mesa y la conversación ha terminado. Sin embargo, por algún motivo
inexplicable, no quiero que este encuentro acabe. Nos quedamos un
instante calladas. Ella es la primera que rompe el silencio.
—¿Es posible querer a una persona sin apenas conocerla? —No contesto
a su pregunta, porque sé que quiere seguir—. Seguramente esto sea
ridículo —continúa Araceli—, pero aunque sólo te he visto una vez, siento
que te quiero.
Noto que se emociona de verdad. Yo también lo hago porque ella acaba
de decir lo que también me pasa a mí desde el día que la conocí.
—Yo creo que también te quiero, y lo peor de todo es que me da
muchísima rabia —admito. Ahora es ella la que me deja hablar—. Casi
hubiera preferido que me cayeras mal. Hubiera sido más sencillo odiarte,
porque odio aquello que nos une.
—Nos guste o no, lo queramos o no, tú y yo somos hermanas…
—Y encima nos parecemos. Es una broma del destino —le digo,
sonriendo.
—Por lo menos somos guapas —ríe ella también.
Araceli y yo hablamos de nuestras vidas, un poco más que la última vez,
y de cosas, algunas, más agradables. Las malas intentamos contarlas con
más distancia. Hablamos de películas, de libros, de algunas partes
positivas de nuestra infancia, que también las hubo. Tenemos más puntos
en común.
—Siento que mi vida está cambiando mucho últimamente —me
sincero.
—Yo también tengo necesidad de cambiar.
—Me gustaría volver a empezar —le intento explicar.
—De vez en cuando todo empieza de nuevo —dice, mirando al vacío.
—¡Qué frase tan bonita!
—La leí en un libro.
—¿Qué libro? —me entra la curiosidad.
—Era una especie de biografía novelada de un escritor. Recuerdo que
ese momento del libro me emocionó mucho: «Parece que la vida empieza
sólo el día que nacemos, pero no es verdad. De vez en cuando todo
empieza de nuevo».
Araceli y yo nos marchamos por fin de la cafetería después de tres tés y
tres cafés. Ahora sí tenemos la certeza de que nos volveremos a ver.
Hemos estado a gusto y, sin saber muy bien qué es eso, es posible que la
empiece a mirar como a una hermana.
—Por favor, piensa lo que te he dicho —insiste en la despedida.
—No hay nada que pensar. No quiero nada que venga de Benito.
—¡Bueno, tú piénsalo! —me repite, queriendo decir ella la última
palabra.
La casa de Tomás es muy parecida a como me la había imaginado.
Antigua, grande y desordenada, con tres balcones por los que entra luz y el
bullicio de una plaza céntrica donde conviven viejos, pijos que se creen
bohemios, niños, perros, yonquis de paso a algún piso cercano para
comprar, turistas arrastrando maletas y manteros dispuestos a salir
corriendo en cualquier momento. El inspector Cifuentes, como todavía le
llamo en el restaurante, tiene pocos libros, pero muchos cómics que se
amontonan por el suelo, junto a revistas y cientos de CD y DVD.
—Me da rabia que nada de esto ya no sirva para nada —me dice,
señalándolos—. Ahora todo está en el móvil y el ordenador.
—Tienes una casa muy bonita.
—Debería tenerla más ordenada. La señora de la limpieza no da abasto.
Tomás me ofrece una copa de vino tinto que tiene abierto en una
neverita repleta de botellas. Él se sirve otra.
—Me sorprendió que me mandaras ese mensaje —me dice, acercando
su copa a la mía.
—Creo que lo hice sin pensar y te confieso que nada más darle a enviar
me arrepentí un poco.
—¿Qué tiene de malo?
—Yo jamás había hecho algo ni siquiera parecido —le digo la verdad.
—Eso me deja en un buen lugar —dice, con esa seguridad que me sigue
impresionando.
Era cierto que me había tomado dos copas yo sola en casa y también lo
era que en la tele estaban poniendo una película española de la que no
recuerdo el título y en la que no paraban de tener sexo. Sí, estaba muy
excitada cuando mandé ese mensaje: «Me encantaría que me volvieras a
follar».
—No me reconozco —le digo sinceramente.
Tomás me quita la copa de la mano y me besa despacio mientras mueve
su mano por el interior de mis muslos, todavía cubiertos por el pantalón
vaquero que llevo. Todo lo que hay en Tomás es sexo. Cómo mira, cómo
habla, cómo se mueve, cómo besa, cómo huele y cómo toca. Desde que su
lengua invade la mía, siento que lo mejor que puedo hacer es dejarme
llevar, dejarme hacer, dejarme del todo. Tumbada en su sofá, me baja los
pantalones arrastrando con ellos mis bragas. Sin tiempo para reaccionar,
Tomás posa su boca entre mis piernas y sólo con sentir ahí su respiración
comienzo a temblar ansiosa por que me roce con su lengua. Cuando lo
hace me anula la voluntad y quedo a merced de su forma de moverla. Es
un don. Sólo quiero sentir placer y todo lo demás me da igual, incluso
darme cuenta de que estoy ridícula con la blusa puesta, desnuda de cintura
para abajo, pero todavía con los calcetines puestos. Tomás ha decidido
poner más intensidad y estoy a punto de correrme. Intento aguantar un
poco más, pero es imposible. Mi cuerpo tiembla por su cuenta mientras se
me escapa un grito justo al final que tampoco puedo controlar.
Tomás se reincorpora y yo me quedo inmóvil en el sofá. De pie delante
de mí se desnuda completamente y al verle tan excitado me estremezco
imaginándomela dentro de mí. Él se sienta en el sofá y me levanta de un
brazo para que me mueva hacia él. Pasa una de mis piernas al otro lado de
las suyas, de tal manera que me quedo sentada encima de él mientras me
besa. Agarra mis nalgas con sus manos fuertes, me lleva hasta él y me
coloca justo para que con mi propio peso la encaje dentro de mí. Casi sin
darme cuenta la siento ya tan adentro que hasta me duele, una sensación
que al mismo tiempo también me gusta. Me muevo encima de él mientras
me abrazo a su cuello y él me rodea con sus brazos sin quitar sus manos de
mis glúteos, empujándolos arriba y abajo. Ni siquiera estando yo encima
me siento dueña de mis movimientos. Sé que no voy a tardar demasiado en
terminar otra vez. Creo que Tomás tampoco, por su respiración y sus
gemidos. De repente, abre mis nalgas con sus manos y me acaricia con uno
de sus dedos, abriéndose poco a poco camino hasta que también me lo
introduce. Yo me muevo sintiendo placer por delante, morbo por detrás,
llena por todas partes. Cada vez más deprisa siento cómo Tomás está a
punto de acabar, verle perder el control me excita aún más. Le pido que
termine, le digo que quiero sentirlo y eso hace que él ya no pueda aguantar
más. Noto perfectamente ese final en el que me empuja hasta hundirme
completamente en él y un instante después acabo yo también sin poder
controlar el temblor de mi vientre y mis piernas. Es largo y profundo, tal
vez más que ningún otro. Encajada, soy incapaz de moverme durante un
rato, sintiendo cómo Tomás va perdiendo vigor dentro de mí.
Cuando recuperamos el aire, nos terminamos en el sofá las dos copas de
vino que dejamos a medias. Después me visto rápido para que me dé
tiempo a ducharme en casa antes de volver al bar esta tarde. Tomás me
acompaña hasta la puerta y me dice sonriente que estará encantado de
volver a verme pronto. Cuando bajo en el ascensor pienso en lo que acaba
de pasar y me sorprendo otra vez con ganas. Descubro que el sexo con
Tomás me gusta mucho más que él mismo. Es adictivo. No sé adónde me
llevará esta relación, es posible que sea la última vez que me acueste con
él o a lo mejor hay más, sólo sé que me lo pasó muy bien y lo voy a
disfrutar mientras dure.
-¡Hola, mamá!
—¡Hola, Candelaria! ¿Cómo estás?
—Bien, ¿y tú?
—¡Pues muerta! ¡Vaya pregunta!
—A veces se me olvida, lo siento.
—Cuéntame cosas.
—Pero si tienes poderes para ver.
—Sí, pero dime cómo te sientes. Lo de dentro no se ve tan claro.
—Últimamente gusto a la gente.
—Eso ha pasado siempre, pero no te dabas cuenta.
—Si tú lo dices…
—¡Oye, me encantó Joaquín! ¡Qué señor tan apuesto!
—Un poco antiguo, ¿no?
—Eso no tiene por qué ser malo. Deberías haberte quedado en el bar.
—No me puedo creer que seas tú la que me diga eso.
—Ya te dije que desde aquí todo se ve más claro.
—Entonces no te parecerá mal lo de Tomás.
—Hija, a mí ese hombre no me gusta para ti, pero lo que tiene lo tiene.
Eso no se le puede negar.
—¡Ya lo creo que lo tiene!
—Pero no te ilusiones con él. Hay personas que no pueden cambiar.
—Ya lo sé, mamá, tampoco soy tonta.
—¡Me gusta Araceli!
—¿De verdad?
—¡Yo no miento! Desde que estoy muerta, quiero decir.
—A mí también me gusta, me siento bien con ella.
—Deberías hacer lo que te dice y quedarte con parte del dinero de
Benito.
—¿Cómo puedes decir eso?
—Él te hizo daño, tienes derecho a una recompensa.
—¿Y mi dignidad?
—La dignidad no te la quita el dinero.
—Hay una cosa que me apetece preguntarte ahora que estás muerta…
—Dime.
—¿Hay personas que merecen morir?
—Sí.
—No sabía si desde ahí se veía igual.
—Te refieres a Benito, ¿verdad?
—Sí.
—Yo también creo que debería estar muerto.
—Te echo de menos, mamá.
—Por lo menos tenemos estos ratos.
—Ya, pero eres un ojo y no puedo abrazarte.
—Bastante es, para estar muerta.
—Mamá, tú no te merecías morir.
—Así lo quiso el Señor.
—Entonces, ¿Dios existe?
—Hija, es una frase hecha.
Tiene un deje madrileño que todavía le sale, sobre todo cuando habla
entre risas. Hace tiempo que salió de su barrio, si es que del barrio se llega
a salir alguna vez. Se crio en un poblado cerca de Villaverde, a las afueras
de Madrid, muy cerca de la carretera de Andalucía. Su padre recogía
chatarra y su madre limpiaba escaleras, ni siquiera casas, ni siquiera las de
Villaverde. Limpiar escaleras es posiblemente el rango más bajo del
escalafón de las señoras de la limpieza, si es que éste existiera. Joaquín me
cuenta su infancia miserable y divertida mientras nos comemos unas
gambas a la plancha con una copa de vino blanco en la mesa más apartada
de uno de sus restaurantes.
Después de tener en mi mano durante horas la tarjeta que me dio en el
bar de copas flamenco en el que nos conocimos, decidí llamarle para
volver a vernos. Joaquín dice que los fines de semana siguientes regresó al
bar con la única intención de encontrarme de nuevo.
—¡Tendrás morro! Si tú vas allí todos los fines de semana.
—Sí, pero los tres últimos he ido sólo con la esperanza de coincidir
contigo —dice, antes de que nos entre la risa a los dos.
Joaquín se ha vestido hoy con un pantalón vaquero y metida por dentro
una camisa de rayitas rosas y blancas con las iniciales J.G. bordadas con
hilo azul en el pecho. Joaquín Garrido, me aclara. El pantalón está un poco
más alto y la camisa un poco más desabrochada de lo que me gustaría.
Encima lleva puesta una chaqueta azul marino con solapas de pico y en el
bolsillo un pañuelo blanco de seda. Lleva un reloj de oro y una cadenita
del mismo material que asoma por su pecho, demasiado descubierto por
esa decisión de dejarse desabrochados un par de botones más de lo
deseable. Joaquín es un hombre limpio, perfectamente afeitado, y huele de
maravilla, sin excesos, a algún perfume que se me antoja muy varonil.
Tiene cincuenta y dos años recién cumplidos, así que me saca diez, pero
no tiene ningún inconveniente en bromear con la diferencia de edad. La
verdad es que, a pesar del pelo canoso, es evidente que se conserva muy
bien. Su manera de andar, de moverse ágilmente y de controlar de forma
tan dinámica todo lo que le rodea le dan ese aire de seductor que me
encanta observar. Su vida es una peripecia desde que empezó a buscar
chatarra de niño con su padre hasta tener dos restaurantes en Madrid
siempre llenos. Así, de carrerilla, me enumera algunos de los oficios que
tuvo desde niño: chatarrero, limpiabotas, niño de los recados, botones,
panadero, huevero, extra en películas de cine, camarero, torero…
—¿Torero? —le interrumpo, entre sorprendida y un poco espantada.
—Sí, intenté ser torero para salir de pobre, pero era muy malo y no pasé
de novillerito —contesta, riéndose de sí mismo—. ¿Te gustan los toros?
—No he ido en mi vida, pero mi abuela los veía por la tele cuando yo
era pequeña y me aburrían muchísimo.
—Un día te invito a la plaza.
—No, gracias… Es que el toro me da mucha pena.
Joaquín es una fuente inagotable de anécdotas, que cuenta con mucha
gracia, sobre todos sus oficios, algunas sobre el miedo que pasaba en su
etapa de torero y con las que es imposible no reírse. Una vez, antes de
empezar a torear, eligió en la barrera a la señora cuyo marido tenía pinta
de ser más fuerte y con peor genio, y la invitó a su habitación de hotel de
forma un poco grosera. Tal y como Joaquín había previsto, el señor saltó a
por él y le dio un tortazo que le sirvió al torero para fingir un K.O. del que
no pudo recuperarse en las dos horas siguientes. Llegó a decir que no
recordaba su nombre, antes de echarse una siesta en la camilla de la
enfermería hasta que terminó la corrida.
El otro oficio que más le gustaba era el de extra de cine, con el que no
ganaba apenas dinero, pero que le servía para ligar con las chicas del
barrio y con alguna que otra actriz. Después fue camarero hasta que
decidió montar su primera tasquita. Su conversación es divertida, y aunque
hace esfuerzos para que yo le cuente cosas, prefiero seguir escuchándole.
A las primeras gambas a la plancha les han seguido tres cigalas, unos
percebes y un lenguado enorme que hemos compartido. Los camareros le
tratan con respeto y desde la mesa alza la mano para saludar con una
sonrisa a los clientes que van llegando.
—¿Quieres que luego salgamos a bailar? —me propone.
—¿A qué hora terminas?
—Soy el jefe —dice sonriendo—. En cuanto estén la mayoría de mesas
con los segundos, nos vamos. Se queda Daniel al mando.
—¿El encargado?
—No, Dani es mi hijo.
Creo que por un momento tiene la tentación de presentármelo, pero se
arrepiente al instante. Yo, por supuesto, también lo agradezco.
—Él se quedará con los restaurantes —me cuenta sobre su hijo—. La
verdad es que ya casi los lleva mejor que yo.
—¿Y tú qué vas a hacer?
—Me gustaría montar un hotelito cerca de la playa con un restaurante
de seis o siete mesas como mucho.
—Yo también dejaría El Cancerbero —digo sin pensar.
—¿Y lo puedes hacer? —me pregunta, tomándose en serio lo que acabo
de decir.
—No —le aclaro—, eso es imposible. Mi abuela, Loli, Iván, Akanke,
Chelo… Tengo demasiadas ataduras.
—¿Nos vamos?
Estoy a gusto con Joaquín, es divertido y me gusta escucharle. Salimos
del restaurante y en el camino se despide de su hijo con un par de besos,
sin hacer ademán de presentármelo. Joaquín es respetuoso y me hace
sentir segura. Me entra la risa pensando que si se bajara un poquito los
pantalones y se abrochara la camisa empezaría a ser el hombre perfecto.
—¿Por qué sonríes? —me dice mientras nos alejamos unos metros de la
puerta del restaurante.
—Por nada, estoy contenta.
Joaquín me coge de la mano, me lleva hacia él y me besa. Casi sin
darme cuenta tengo sus labios rozando los míos. Me encanta su arrebato.
Besa bien, despacio, suave, intenso. Al separar nuestras bocas, ambos
suspiramos.
—¿Te apetece que vayamos a mi casa? —me propone.
—¡Quizás después de tomar algo! —le digo con dudas.
Pienso en que, no hace demasiado, lo mío con los hombres era
simplemente un desastre, y ahora me veo con dos en la misma semana.
—¡Mira, Candela! —dice de repente, poniéndose delante de mí.
—¿El qué? —me sorprendo.
Joaquín, muy solemne, se abrocha dos botones de la camisa.
—¿Así mejor? —me pregunta.
Tardo un poco en reaccionar, mientras él no deja de sonreír.
—¿Cómo sabías que…? —le digo un poco cortada.
—Mujer, no parabas de mirarme el escote, un poco incómoda.
—¡Lo siento! —me disculpo, entre sonriente y avergonzada.
—No hay nada que no tenga solución.
Ahora soy yo la que voy hacia él para besarle, con muchas más ganas
que antes.
—¡Quiero ir a tu casa!
Justo a la vuelta de la esquina, en el sexto piso de un portal señorial,
Joaquín abre la puerta de su piso y casi sin dejarle tiempo a sacar la llave
de la cerradura, me abalanzo sobre él. Estoy excitada, siento emoción por
estarlo. Joaquín enciende la luz, pero yo la apago.
—¡Tomemos algo primero! —me propone.
—¡No quiero nada!
Le quito la chaqueta sin separar su boca de la mía y él me toca el pecho.
Hace calor en la casa. Le saco la camisa del pantalón y él empieza a
desabrochar la mía. Casi a oscuras y a medio desnudar me lleva a la
habitación que está al final del pasillo. Yo misma me quito los zapatos y
los pantalones y él hace lo mismo por su cuenta. Nos tumbamos en la
cama, donde retomamos los besos, aunque percibo algo extraño en él. Le
siento incómodo, un poco nervioso. Está sobre mí e intento bajarle los
calzoncillos, pero no se deja. Su respiración se acelera y, al acariciar su
espalda, noto que está sudando más de lo normal. De repente deja de
besarme, se quita de encima de mí y se tumba a mi lado.
—¡Lo siento! —exclama, mirando al techo de la habitación.
—¡No te preocupes! —le digo, intentando calmar mi excitación.
Los dos nos quedamos boca arriba, sin saber muy bien qué decir. Al
menos, yo.
—¿Quieres que nos tomemos una copa y lo intentamos más tarde?
—No, mejor márchate a casa —me dice, tratando de recomponerse.
Yo me visto y él se pone el pantalón y una camiseta que saca de su
armario para acompañarme a la puerta. La verdad es que en este momento
me da igual lo que ha pasado y tengo muchas ganas de abrazarle. Me
apetece decirle lo bien que me lo he pasado esta noche y lo mucho que me
gusta, que esto no tiene importancia.
—¿Nos volveremos a ver? —me pregunta, a punto de abrirme la puerta.
—¡Me encantaría! —Le doy un beso en los labios.
—¿A pesar de este petardo? —pregunta, amagando una sonrisa.
—Tú lo dijiste antes: no hay nada que no tenga solución.
Voy conduciendo y mi abuela llorando a mi lado de la misma forma que
hace unos meses cuando hacíamos el mismo camino detrás del coche
fúnebre en el que iba mi madre. Después de pedírmelo una semana tras
otra, por fin la he traído al pueblo a visitar la tumba de su hija. Ella ya le
encargó a la señora Angustias que se ocupara de que a mi madre nunca le
faltaran flores, pero, aun así, mi abuela se ha empeñado en traer desde
Madrid tres ramos que vamos a dejarle después de limpiar la lápida hasta
dejarla brillante. La señora Angustias forma parte del paisaje del pueblo
desde que tengo memoria, y, al igual que las plazas, las calles y la mayoría
de casas, ella tampoco parece cambiar nunca. Siempre fue vieja y siempre
tuvo pocos dientes, si bien, echando cuentas, reparo en que cuando yo era
niña, ella tendría más o menos los mismos años que yo tengo ahora. El
tiempo distorsiona los recuerdos, pero juraría que la señora Angustias
siempre ha tenido la misma edad que tiene ahora.
La casa huele a cerrado después de tantos meses. Y a humedad, que a
pesar del calor se siente en las paredes. Le digo a mi abuela que no llore
cuando cerramos la puerta, pero yo tampoco puedo contener las lágrimas
mientras abro las ventanas para airear el salón y las habitaciones y vuelvo
a mi infancia. Entrar en esta casa sin mi madre es extraño, un vacío
absoluto, inimaginable asumir que no va a aparecer en la cocina, bajando
la escalera, haciendo las camas, protestando porque algo no está como
debe… Abrazo a mi abuela, que se apoya en mi hombro un largo rato. Las
dos lloramos pausadamente como si no tuviéramos ninguna otra cosa que
hacer que llorar.
Ha bastado ver mi coche en la puerta para que el timbre empiece a
sonar.
—¡Ay, Candelaria, qué alegría más grande! —me dice la primera de las
tres vecinas que están en la puerta.
—¿Cuándo habéis venido? —pregunta otra.
—¡Hay que ver, presentarse sin avisar! ¡Qué valor! —protesta la
tercera.
—¡Pasen ustedes! —les digo cuando ya están dentro.
—¡Hay que ver lo escuchimizá que te estás quedando!
—¿Qué pasa, que allí en Madrid no se come? —comentan mientras
esperan a mi abuela, que estaba en el baño secándose las lágrimas.
—¡Ay, Remedios de mi corazón y de mi alma y de mi vida! —exclaman
al ver a mi abuela mientras se besan.
El timbre vuelve a sonar, abro y llegan más señoras que me besan y se
alegran mucho de verme. Son las mismas que hace unos meses velaban a
mi madre en esta misma salita, esas que son viejas desde mi infancia.
Todas sentadas en un corro mezclando recuerdos y poniéndose al día con
las últimas novedades del pueblo. Éstas consisten básicamente en el parte
de bajas desde la última vez, tres o cuatro muertos más o menos cercanos.
También hablan de alguna separación, de algunas chiquillas que se han
quedado «preñás» y de alguno que se ha «echao a perder» con el tema de
las drogas. Cada uno y cada una con su parentesco y su mote familiar: la
Dioni, la de los Hojalateros; Eladia, la chiquilla del boticario; Froilán, el
pequeño de los Picatostes; Encarni, la hija de la coja de la plaza… Entre
tanto mote no distingo a las embarazadas de los muertos, del drogadicto…
Da igual. Me siento al lado de mi abuela después de ponerles un café a la
mayoría y abrir unas pastas que ha traído doña Encarnación. Mi abuela
está muy a gusto entre ellas, preguntando con interés sobre vivos y
muertos, sobre las obras que hay en la entrada del pueblo y sobre lo mala
que viene la cosecha este año con la dichosa sequía.
—¡No ha caído ni gota! —se lamentan.
Vuelve a sonar el timbre y al abrir me encuentro a Celestino, que me
dice «hola» desde la puerta sin atreverse a mirarme a los ojos.
—¡Hola, Cele! ¿Cómo estás?
—¡Aquí! —dice mientras me da dos besos y me agarra un poco más
abajo de la cintura.
—¡Cele, para, que te doy un tortazo!
—¡No te pongas así, Cande, que sabes que te quiero mucho!
—La criatura lo hace sin maldad —dice doña Angustias.
—La naturaleza no sabe si uno es listo o es tonto —interviene doña
Encarnación.
Hablan de Cele como si no estuviera allí y él responde con risas
desordenadas a los comentarios de las mujeres que hay en la salita.
Mi abuela se asegura de que yo haya dejado las flores en agua para
bajarlas al cementerio después de comer.
—¡Candelaria, acércate a la plaza y tráete avíos para hacer algo de
comida! —me manda mi abuela.
—Yo te acompaño —grita Cele, levantándose de la silla como un
resorte.
—De ninguna manera —se anticipa doña Dolores—. Os venís a mi casa,
que tengo pisto con huevo.
—O a la mía, que tengo sopa de ajo y estoy sola —se mete doña
Virtudes.
—¡Mejor el pisto! —insiste doña Dolores, señalándome—. Que le dé
una miaja de lustre a Candelaria, que se está quedando sequita la pobre.
Ni a mi abuela ni a mí nos apetece ir a casa de nadie, así que aceptamos
que nos traiga cada una de ellas una tartera con la sopa de ajo y el pisto.
Todas van poco a poco desalojando la casa y Cele se encarga de venir con
la comida después de pasar por casa de doña Dolores y de doña Virtudes.
Yo aprovecho para entrar en el baño a cambiarme, porque mi abuela se
ha empeñado en que para ir al cementerio tengo que vestirme de negro. No
tengo nada, así que me pongo una camisa de mi madre que encuentro en el
armario. Verme con ella puesta me da ternura, es como tenerla conmigo.
—¿Hasta cuándo te quedas? —me pregunta Cele, al darme la comida
que acaba de traernos.
—Me voy esta misma noche, seguramente.
—¿Me das un beso, Cande?
Se lo doy sabiendo que me va a volver a tocar el culo, pero pienso por
un momento que me da igual.
—Venga, ya, Cele, vete a tu casa —le paro porque él no tiene límite.
—¡Qué lastimica da el pobre! —exclama mi abuela, compasiva,
mientras ponemos la mesa para comer.
La tumba de mi madre está muy bien cuidada. Tiene flores frescas y tan
sólo hay que quitarle algo de polvo por encima. Mi abuela reza mientras
yo paso un trapo húmedo antes de colocar las flores que le hemos traído, y
me reprocha que no rece ni un padrenuestro delante de ella. Después,
empezamos a sacar las flores del plástico de celofán que las envuelve.
—Te quería contar un secreto —me dice mi abuela un poco misteriosa.
—¡Dime! —le pido, colocando un puñado de claveles en la jardinera de
obra que hay a los pies de la lápida.
—¡Yo hablo con ella!
—¿Con quién?
—Con tu madre.
—Sí, abuela. Yo también la tengo muy presente.
—No me estás entendiendo. Yo le hablo y ella me contesta.
—Eso es imposible —le digo, sin desvelarle mis conversaciones con el
ojo de cristal.
—Y no sólo eso… —vuelve a ponerse misteriosa.
—¿Qué más? —me desespero un poco.
—Que tiene poderes.
—¿Poderes? —me río.
—Sí, puede ver lo que hacemos. No todo, pero algunas cosas.
—¿Y eso por qué lo sabes?
—Porque me lo ha dicho ella.
—¿Ah, sí? —me hago la incrédula—. ¿Y qué más te ha dicho?
—¡Que dentro de poco va a pasar algo sorprendente!
Fermín sorbe la sopa con mucho cuidado porque quema demasiado y
además cada vez le tiembla más la mano en ese viaje del plato a la boca.
Aun así, está contento porque se ha hecho unos análisis y el médico le ha
dicho que está todo perfecto. Que no se pase con la sal, que cene fruta, que
no coma fritura y que siga dando esos largos paseos con Chelo. Fermín
camina con mi perra casi todas las mañanas, y mientras lo hace le va
contando su vida, lo mucho que trabajó, lo feliz que fue con Agustina, lo
solo que se quedó cuando ella murió… Pero la conversación no sólo es
nostálgica, Fermín le habla a Chelo de política, de economía, le cuenta las
noticias y hasta los partidos del Real Madrid. Él y Chelo pasean por el
parque al mismo paso, y si se les observa de cerca, parece que ella
entiende perfectamente lo que él le dice. Fermín me insiste en que tengo
que cruzarla y que ya le buscará él un perro en el parque. Le advierto que
ni se le ocurra y le dejo murmurando sobre las necesidades de Chelo,
mientras apura su sopa, que ya va quemando menos.
La relación de Iván y Lorelain sigue bien. Lo sé porque ha vuelto a
hacer volteretas en el restaurante y a dar patadas y golpes al aire, lo que
supone la mejor demostración de que está contento. Él sigue con su curso
de cocina, aunque en el último casting tampoco le fuera bien. Akanke
sigue igual de eficaz en el bar y mi abuela acierta cada vez más veces con
su nombre. Últimamente se arregla mucho para venir a trabajar y está
guapa, aunque Loli diga que da igual que las negras se maquillen porque
no se les nota. Es como cuando toman el sol, asegura, que lo hacen sin
ninguna necesidad. Yo le llevo la contraria, aunque pienso que un poco de
razón sí que tiene. Loli me dice que cuando terminemos con los menús
quiere contarme un cotilleo del que se ha enterado.
En El Cancerbero, Tomás se sigue comportando como siempre. Es el
centro de atención de la mesa de sus subordinados, hablando alto y
riéndose de anécdotas policiales. Respecto a mí, nadie diría que hemos
estado juntos, pero tampoco nadie sospecharía que había estado con Loli,
si ella no lo hubiera contado. Es muy discreto, y eso me gusta.
Hoy apenas tres personas han elegido las berenjenas rellenas del menú,
no le apetecen a casi nadie y las vamos a tener que tirar. Cuando hay
chuletitas de cordero, casi todo el mundo las quiere, y hoy además ha
salido especialmente jugoso el pollo en salsa, así que nadie se decanta por
las berenjenas. El restaurante está lleno, como siempre a estas horas y
prácticamente con las mismas personas. Una coreografía casi idéntica día
tras día, pura rutina. Me rodean las mismas cosas, la misma gente que
hace lo mismo, pero yo me siento distinta.
No asumo que todo tenga que seguir igual, pero tampoco me agobian las
cosas tal cual son. Tendré que cambiar algunas, pero reparo en que la
mayoría tan malas no son.
El restaurante se va desalojando poco a poco; Iván hace el pino al lado
del servicio, Akanke recoge las mesas luciendo unas mallas ajustadísimas
que resaltan su irreprochable figura, y mi abuela se lamenta del
desperdicio de las berenjenas.
—¿Nos tomamos un café? —le propongo a Loli, ya con el bar casi
vacío.
—¡Venga, yo te lo pongo! —se ofrece.
—¿Cuál es ese cotilleo que me ibas a contar?
—¿Sabes con quién está liado Cifuentes? —me dice sin más
preámbulos.
—No tengo ni idea, la verdad —me hago la tonta—. ¿Tú y él ya no os
veis?
—¡Qué va! Ahora está encoñado con otra, y se le nota.
—Tú sabrás, que le conoces mejor que yo —sigo disimulando.
—Él no puede cambiar. Si no es con una, es con otra…
—Tampoco será para tanto…
—¡Ay, Cande! Es que no te fijas en lo que te rodea.
—¿En qué no me fijo? —le pregunto, sin saber de qué me habla.
—¿Tú has visto cómo va Akanke? —me dice, señalándola con la mirada
—. Mira qué mallas lleva y lo maquillada que va.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Pues que está liada con Tomás, que no te enteras, Candela.
—¿Estás segura?
—Les he visto. Un viernes la estaba esperando y ella se montó en su
coche.
—A lo mejor la acercó al metro, tú qué sabes —digo, incrédula.
—Akanke llegó el lunes siguiente diciendo que había estado en Toledo.
—¿En Toledo?
—Es que Tomás se lleva a un hotel de allí a todos sus ligues.
—¿Ah, sí?
—Como lo oyes.
—Bueno, que cada uno haga lo que le dé la gana —digo, levantándome
de la silla—. Y no somos nadie para meternos en la vida de los demás.
—Mujer, tampoco es para ponerse así. Cualquiera diría que te ha
molestado.
Joaquín me ha propuesto un par de planes para este fin de semana. Uno de
ellos era viajar juntos a Granada para hacer algo de turismo e ir a los toros,
porque al parecer hay allí una buena corrida. Otra posibilidad es irnos a
Alicante y desde allí acercarnos a ver el hotelito que quiere montar al lado
del mar cuando definitivamente pueda dejar a su hijo al cargo de sus
restaurantes. Aunque creo que me va a horrorizar, tengo curiosidad por ir a
los toros con él, de tanta pasión que pone al contarlo, y también me
apetece ver su proyecto del hotel, que me describe con tanta ilusión. Me
cuenta que se trata de un edificio abandonado que hay que renovar por
completo, pero que está pegado al mar, en un lugar exclusivo. Me iría con
él a Granada, a Alicante o a cualquier sitio, pero me parece demasiado
arriesgado pasar juntos dos noches tan pronto. No es por aquello que le
pasó, pero considero que debemos conocernos un poco más antes de
levantarnos en la misma cama.
Al final, vamos a ir a la ópera, a la que Joaquín también es muy
aficionado. Yo no he ido en mi vida y, a pesar de la ilusión que me hace,
siento nervios porque no sé si sabré comportarme, ni siquiera sé qué
ponerme. Mi referencia más próxima a la ópera es la escena de Pretty
Woman en la que Richard Gere lleva en avión a Julia Roberts a ver La
Traviata y ella acaba llorando de la emoción. Las diferencias son notables
entre Julia Roberts y yo, entre Joaquín y Richard Gere, el avión, el vestido
largo de terciopelo rojo de ella, el esmoquin de él, la joya que Julia lleva
en su cuello…, pero hay algo en lo desconocido del plan de esta noche que
me hace mucha ilusión y me inquieta. No voy a ponerme un vestido largo,
entre otras cosas porque no tengo ninguno, pero tampoco voy a ir en
vaqueros. Joaquín no me ha sido de gran ayuda, porque al pedirle consejo
sobre cómo debería ir vestida me ha contestado con la siguiente frase: «Tú
ponte guapa», algo que me ha confundido aún más.
Joaquín tiene dos abonos en el teatro Real desde hace algunos años. Me
cuenta que se aficionó a la ópera por su exmujer. A ella le estará siempre
agradecido por haberle despertado el interés por los libros, la música, los
viajes, la cultura en general. Era una mujer muy sofisticada, de buena
familia, que ayudó a Joaquín a relacionarse socialmente y a abrirle la
visión tan reducida del mundo que tenía hasta entonces. Luego se
separaron y ella se volvió a casar, pero cuando Joaquín me habla de ella
siempre lo hace con cariño y se intuye una buena relación.
Esta noche quería venir a recogerme a mi casa, pero yo he preferido que
nos viéramos cerca del teatro.
—¡Qué guapa estás! —me dice, dándome dos besos.
—¿Te gusta?
—¡Es muy elegante!
No se lo digo, pero todo lo que llevo es de estreno, hasta la ropa interior.
Nada de lo que tenía en el armario me convencía, así que me fui de
compras. Dudé mucho si proponerle a Araceli que me acompañara, más
que nada porque me daba vergüenza, pero me pareció una buena excusa
para volver a vernos. A ella le encantó la idea de pasar juntas una mañana
como si fuéramos amigas, como si fuéramos hermanas…
Desayunamos primero y luego me llevó a algunas tiendas por el barrio
de Justicia para elegir mi vestido para la ópera. Finalmente me decanté por
uno verde muy oscuro, que lleva algo de encaje y que creo que me
favorece mucho. También me ayudó a elegir los zapatos negros de tacón
alto, muy incómodos pero muy bonitos. Araceli y yo nos abrazamos al
despedirnos y me agradeció que me hubiera acordado de ella para mis
compras. Creo que hasta se emocionó un poco cuando me decía adiós, y
sospecho que alguna lágrima se le cayó al darse la vuelta. A mí también
me pasó.
La ópera es de Wagner y se titula El oro del Rin. Joaquín me explica que
seguramente no es la mejor para iniciarse, por su densidad, aunque dura
menos de tres horas. Sólo tres, una de las más cortas de Wagner. Pienso
que es una broma calificarla de corta, pero Joaquín me aclara que algunas
de este compositor duran hasta cinco… Él saluda a los vecinos de asiento
y al presentarme les cuenta a todos que es mi primera experiencia. Las
señoras, muy elegantes, la mayoría mayores que yo, y casi todos los
hombres con traje oscuro. Joaquín lo lleva negro y su corbata es verde
oscuro, casualmente casi del mismo tono que mi vestido. Cualquiera diría
que nos hemos vestido juntos. Todo el mundo se muestra amable con él y
por supuesto conmigo. Al abrirse el telón vuelvo a acordarme de Julia
Roberts en Pretty Woman cuando Richard Gere le dice que la música tiene
tanta fuerza que no hace falta entender lo que cantan en el escenario. El
saludo de la orquesta antes de empezar a tocar con todo el teatro en pie
aplaudiendo me llega a emocionar, y eso que todavía no ha empezado…
La música es extraña, yo diría que poco rítmica, pero es impresionante
la potencia con la que suena a través de la orquesta, tocando a tan poca
distancia. Una mujer canta sola en escena y pronto se le añaden otras dos
más con las que aparentemente discute; lo hacen en alemán, así que más
bien es intuición. A pesar de los subtítulos que van pasando en las
pantallas, me parece tan complicada que no me entero. Además, se me
olvida leerlos mientras miro los gestos de los cantantes. La verdad es que
no sé lo que está pasando, no sé si los hombres son monjes y ellas diosas o
si son mujeres normales y ellos soldados… Me agobia no entender nada.
Toda la música me suena trágica y las voces muy impresionantes, la
verdad, pero también me parecen un poco desquiciantes. El público a mi
alrededor parece pintado, absolutamente inerte ante lo que pasa en el
escenario. Sin que se me note, miro el reloj y veo que llevamos poco más
de media hora. Joaquín me mira y me sonríe y yo le devuelvo la sonrisa,
disimulando que El oro del Rin me está resultando efectivamente
demasiado densa. Por un momento pienso en las que duran cinco horas y
me entra la risa. Un señor con túnica canta junto a una mujer y otros dos
hombres, que creo que representan espíritus —yo qué sé—, deambulan por
el escenario y de vez en cuando cantan algo parecido a una contestación a
los actores principales. Mi risa va en aumento y eso me empieza a
preocupar. Estoy a punto de no poder controlarla y es algo que me pone un
poco nerviosa, espero que no me dé un ataque en medio de este dramón.
Esa reflexión me hace más gracia y empiezo a taparme la cara y a
esconderla para que no se me note que no puedo parar. Me lloran los ojos,
me entra calor, es imposible contener la risa porque todo me hace cada vez
más gracia. Yo vestida de estreno, las mujeres y los hombres del escenario
con sus voces privilegiadas cantando o hablando en alemán, algo que
aumenta mi desasosiego, el público tan concentrado en la obra y mi risa
que cada vez me da más risa. Joaquín se da cuenta del ataque que me ha
entrado y al mirarme se pone serio, parece que se enfada conmigo. Es sólo
un momento porque al volver a mirarle, él también se ríe.
—¡Voy un momento al baño! —le hablo al oído, entrecortada por la
risa.
—Y yo contigo —me responde.
Menos mal que estamos al lado del pasillo y nos marchamos de allí sin
molestar demasiado mientras en el escenario continúan cantando en
alemán profundo una tragedia que sigo sin comprender.
—Debería haber visto La Traviata —le digo a Joaquín, un poco
avergonzada, nada más salir del teatro.
—¡La verdad es que ésta es un coñazo! —me reconoce entre risas.
Nos abrazamos y nos besamos en la misma puerta del teatro y por un
momento me veo protagonista de una comedia romántica. Hacía mucho
que no me reía tanto, y Joaquín me gusta cada vez más.
—¡Llévame a tu casa! —le pido entre beso y beso.
—¡Lo estoy deseando! —me contesta.
En el taxi seguimos besándonos, parecemos dos adolescentes. Él coge
mi mano y la lleva hasta su entrepierna. Al sentirla entiendo que no va a
pasar lo de la última vez y eso hace que me excite mucho más. Estoy
deseando que llegue el taxi a su portal, subir a su casa y hacer el amor.
—¿Qué es eso? —me pregunta.
—Es mi móvil, que lo tengo con el vibrador.
—¡Cógelo, mujer! No vaya a ser algo importante.
—¡No creo! —contesto, sin ningunas ganas de descolgar.
—Pues parece que insisten.
Miro el móvil y es Araceli. Es un poco extraño.
—¡Hola, Araceli!
—¡Hola, Candela! Siento interrumpirte…
—¿Pasa algo?
—Benito ha muerto. Pensé que debías saberlo.
La noticia que me da Araceli me deja descolocada. Hay un momento en
el que me gustaría alegrarme, pero no me sale. Tampoco siento tristeza, ni
siquiera indiferencia. Porque indiferentes son las cosas que no te afectan, y
la muerte de Benito me hace pensar. Sobre todo en mi madre, pero también
en Araceli y en el dolor que él le causó, muy superior al mío, si es que la
intensidad del dolor pudiera medirse; y en esa definición de Benito como
un virus que contamina todo lo que toca. Y recuerdo también esa
conversación con el ojo de mi madre, o con mi madre —quién sabe—,
cuando me dijo que Benito merecía la muerte. Precisamente esa frase me
retumba en mi cabeza.
Joaquín me escucha tomándonos dos gin-tonics en su casa. El deseo
desapareció después de aprovechar la noticia que me ha dado Araceli para
contarle buena parte de mi vida. Con Joaquín me he sincerado más que con
nadie, le he hablado de mi madre, de los abusos que había borrado de mi
mente y que la memoria me devolvió al cruzarme con Benito, de mi
penosa relación con los hombres hasta hace muy poco, de la sensación de
tener, de repente, dos hermanos… Me invita a quedarme a dormir, pero
prefiero volver a casa. Si no es por una cosa es por otra —bromeamos
mientras me despide en la puerta—, lo nuestro se está haciendo de rogar.
José Carlos fue al entierro, pero Araceli no. Yo, por supuesto, tampoco.
José Carlos y un hermano de Benito, con el que apenas se veía, fueron los
únicos familiares presentes. El resto fueron empleados de sus empresas.
José Carlos y Araceli se llevan bien. Él entiende que su hermana odie a
Benito y ella respeta que él no sienta lo mismo. Los sentimientos no
siempre tienen coherencia. Casi nunca la tienen. Los recuerdos que José
Carlos tiene de Benito son los de un padre cariñoso con el que iba al fútbol
todos los fines de semana, que le ayudaba con los deberes y que le llevaba
a clases de tenis. Nunca fue consciente del drama que se vivía en la
habitación de al lado hasta que de repente se hizo mayor y explotó la
verdad. A partir de ese momento, José Carlos y Benito no se volvieron a
llevar bien, pero ya era tarde para que la razón acabase con el cariño. O
para sentir que debía dejar a su padre definitivamente solo.
Araceli se muestra más o menos respetuosa, pero no se la ve afectada.
Intuyo que ni siquiera por dentro. Creo que la muerte de Benito le ha dado
igual, ella sí que ha sentido realmente indiferencia. Tantos años de
tratamiento seguro que le ayudaron a superar su trauma, si es que algo así
puede superarse alguna vez.
A Araceli se le escapa un amago de risa cuando José Carlos me está
relatando la muerte de Benito. Por lo visto, es más frecuente de lo que
parece, pero a mí me resulta una muerte absurda, otra más en mi vida.
Benito se ahogó con una loncha de jamón serrano. Eso han revelado las
primeras pruebas de la autopsia después de que su asistenta se lo
encontrara en la mesa del comedor con media loncha fuera y media dentro
de la boca. La noche anterior decidió cenar ligero, así que se acercó él
mismo al mercado a comprar un poquito de jamón. Es raro que le pidiera
al charcutero que se lo cortara con la máquina, porque lo habitual en él era
pedirlo a cuchillo y del bueno. Sería el destino el que le hizo cambiar de
opinión y pedir ciento veinte gramos en lonchas no demasiado finas. Llegó
a su casa, puso la tele y se sentó a cenar sus lonchas de jamón con un poco
de pan y un poquito de fruta pelada. Debió de ser la segunda loncha la que
se le quedó enganchada en la garganta, y no pudo ni sacarla ni meterla. Se
pondría nervioso, sospecha José Carlos, y eso empeoró las cosas. O que no
atinó a tirar de la loncha y la metió más para dentro, apunta Araceli sin
disimular que algo de gracia sí le hace. Parece extraño que no fuera capaz
de tragar o escupir. José Carlos no lo termina de entender.
Benito ha dejado tres empresas muy solventes y varios pisos en los
mejores barrios de Madrid. Lo suficiente para que sus herederos tengan la
vida solucionada. Yo no lo soy legalmente, ni quiero serlo de ninguna
manera, aunque José Carlos y sobre todo Araceli me insistan en que
debería quedarme con una parte. Su empeño tiene que ver con querer
seguir manteniendo nuestra relación y dicen que les parecería injusto que
ellos tuvieran todo y yo nada. Por educación, por creencias o por lo que
sea, José Carlos y Araceli se toman muy en serio lo de tener la misma
sangre. Los dos quieren que me sienta su hermana y creen que la herencia
puede ayudar.
No niego que en algún momento he pensado que ese dinero me haría la
vida más fácil. Sí, pero fácil para qué. No sé contestar a esa pregunta. Hay
algo que me entristece cuando les escucho decir que esa herencia podría
ayudar a cumplir mis sueños, a hacer realidad mis ilusiones. Y entonces
me da pena pensar en que nunca las he tenido, ni ilusiones ni sueños…
Aprendí a no tenerlos, a no imaginar una vida distinta de la que tengo. La
hija de la tuerta, la dueña del bar del barrio, la de la perra fea, ésa soy yo.
Chelo está un poco apática últimamente. Estoy pensando en llevarla al
veterinario para ver si le da unas vitaminas que le den un poco de energía.
Eso sí, aún tiene la suficiente para ladrar cuando llaman a la puerta. Se
pone de mal humor si la que lo hace es mi abuela, como pasaba cuando era
mi madre la que venía a visitarme. Si viene Fermín, los ladridos de Chelo
son distintos, se mueve alegre en círculo meneando el rabo, deseando que
yo abra. Cuando es mi abuela, la perra gruñe y mira a la puerta con ganas
de guerra.
—¡Jodía perra! —protesta mi abuela, mientras aparta a Chelo con la
pierna.
—No te esperábamos —intento justificar el recibimiento de Chelo.
Le ofrezco un café, pero ella me dice que prefiere agua. Ya se ha tomado
uno esta mañana y luego le sube la tensión. Es domingo y en la televisión
están poniendo una película de alguna niña secuestrada, como todos los
domingos por la tarde. Chelo se queda mirando la tele hipnotizada, y mi
abuela me pide que mañana compre algo de pescado para rebozar y filetes
de ternera para empanar. El pescado lo pondrá con ensalada y la carne la
acompañará de patatas. Loli hará lentejas de primero y macarrones, que
son sencillos y suelen pedirlos mucho.
—Quería hablar contigo, Candelaria —me dice, echándose hacia delante
en el sofá. La escucho mientras remuevo el azúcar de mi café. Le está
costando arrancar—. ¡Estoy cansada!
—Mujer, pues échate un rato si quieres.
—No necesito una siesta… Lo que necesito es descansar del todo.
—¿Qué quieres decir?
—Pues que estoy vieja, Candelaria.
Mi abuela se recuesta de nuevo en el respaldo del sofá. Bebe agua y me
dice lo que yo ya sospecho que me va a decir.
—Creo que ya me he ganado la jubilación.
Me levanto y me siento en el brazo del sofá para darle un beso.
—¿Quieres dejar El Cancerbero?
—Sí, ya sé que te hago una faena, pero creo que ha llegado el momento.
—¡No te preocupes, ya nos apañaremos sin ti! —le digo, cogiéndole la
mano.
—Vamos, que no crees que yo sea tan importante. —Se enfada de
repente. Ella es así.
—Yo no he dicho eso.
—Sí que lo has dicho. Has dado a entender que da igual que yo esté o
que no esté. —No le contesto para intentar encauzar de nuevo la
conversación. Basta con darle otro beso y bromear llamándola
cascarrabias para ponerla otra vez de buen humor—. Lo que quiero es irme
al pueblo a cuidar de mi casa hasta que el Señor me lleve.
—Te queda mucho para eso.
—No sé si tanto como para verte casada antes de morirme.
—¡Qué empeño con morirse!
—Candelaria, es que no quiero que te quedes sola.
—Sola tampoco se está tan mal.
—Oye, Candelaria… —se detiene un momento, como sin atreverse a
seguir—, tú no tendrás un problema, ¿no?
—¿Qué problema voy a tener?
—¿No serás una lésbica, verdad?
—¡Lesbiana, abuela, se dice lesbiana! —le digo, después de soltar una
carcajada.
—Me da igual cómo se diga. ¿Lo eres o no lo eres?
—No, abuela, no lo soy —la tranquilizo—, pero si lo fuera no pasaría
nada.
—Bueno, pero mejor que no lo seas.
Dudo por un momento si contárselo o no, pero me decido a hacerlo
porque sé que se va a poner contenta.
—¡Estoy empezando a salir con un chico!
—¡Por fin tienes novio! —se alegra, dándolo por hecho.
—Es un poco pronto para llamarle novio, creo.
—Si estás saliendo, es que es tu novio.
—Visto así…
—¿Y cómo es?
—Es un señor muy guapo y muy elegante. Estoy segura de que a ti te
gustaría. —De esto no tengo duda.
—¿Tiene una buena colocación?
—Es dueño de un par de restaurantes.
—Mira, como nosotras.
—No exactamente, un poco mejores.
—¿Qué pasa, que nuestro restaurante es malo?
—Yo no he dicho eso.
—Sí lo has dicho. Has dado a entender que…
—¿Sabes otra cosa? —la interrumpo, antes de que se vuelva a enfadar
—. ¡Me quiere llevar a los toros!
—¡Eso me gusta!
—Me lo figuraba.
—¿Y ya habéis hablado de boda?
—¡Abuela, por Dios!
Al final se atreve a que le haga un café, aunque descafeinado. Pasamos
la tarde hablando, sobre todo del pueblo. Me doy cuenta de que necesita
irse allí a descansar, a atender su casa, como ella dice. Al principio nos
costará, pero con Loli y con Akanke creo que nos apañaremos. De Iván,
por mucho curso que esté haciendo, no me termino de fiar en la cocina. Mi
abuela me dice que lo mejor es que yo también eche una mano… Luego
volvemos a hablar de Joaquín y me pide que se lo presente para charlar un
rato de toros.
Cuando recordamos a mi madre nos pasamos un buen rato llorando,
como siempre. Chelo nos mira y también se pone triste, como si nos
entendiera. Se ha hecho de noche y, aunque se lo ofrezco, prefiere no
quedarse a cenar. Se vuelve a su casa, va a tomar un poco de fruta y se va a
la cama. Definitivamente, está muy cansada.
Cada vez estoy más preocupada por Chelo. No come casi nada y se pasa
todo el día tumbada, hasta los paseos con Fermín son más cortos porque al
poco rato quiere volver a casa a acostarse. Yo no sé cuánto se quiere a un
hijo, supongo que mucho más, pero si pienso que Chelo puede estar
enferma, siento cierto desgarro y mucho miedo. Lo siento porque sé que le
pasa algo, no está normal. Lleva días buscando mis caricias, mucho más
que antes. Fermín también está preocupado y le he propuesto que me
acompañe al veterinario. Chelo parece despreocupada por su diagnóstico,
es lo bueno de no tener conocimiento. Cuando yo voy a cualquier revisión
siempre pienso que me van a diagnosticar algún cáncer incurable,
especialmente cuando voy a mi ginecóloga. No soy hipocondríaca, salvo
cuando tengo que hacerme una mamografía o recoger los resultados de
alguna prueba. De camino al médico llego a fantasear con mi muerte, con
la gente llorando en mi entierro, con la pena que le daría a los que me
conocen. Hay algo de reconfortante en ese momento en el que me imagino
querida y añorada, la protagonista de muchas conversaciones, aunque sea
sólo un rato. Nunca he compartido esto con nadie y no sé si le pasará a
más personas, incluso a la mayoría, pero yo me siento realmente muy
reconocida en ese momento en el que estoy muerta.
Fermín y yo esperamos mientras el veterinario le hace pruebas a Chelo
en la sala contigua. Junto a nosotros aguarda una señora con un gato que
parece un tigre y una pareja de homosexuales con un galgo cada uno. En
las estanterías se amontonan sacos de pienso y un montón de accesorios
para todo tipo de animales: abriguitos, huesos de juguete, platos para
comer, correas y hasta una especie de patucos para poner a los perritos
cuando llueve… Fermín me está tranquilizando en el momento en el que
el veterinario nos llama a la otra sala. Chelo se acerca a nosotros para que
la acariciemos y a mí se me pone un nudo en la garganta porque presiento
que está muy enferma.
—¡Está preñada!
—¿Cómo dice?
—Que su perra está preñada, señora.
—Eso es imposible.
—Señora, le digo que su perra está preñada, eso no es discutible.
—Pues yo se lo discuto, porque mi perra no ha estado con ningún perro.
Eso se lo aseguro.
—Señora, no se ponga usted nerviosa. Usted sabrá lo que hace su perra
o deja de hacer, pero está preñada.
Por un momento me hacen gracia las palabras del veterinario, al
tratarme como a la madre de una adolescente embarazada tras un desliz
alguna noche de fin de semana.
—Lo bueno es que no está enferma —interviene Fermín.
—Sí, pero tiene que haber un error.
—Bueno, Candela, a lo mejor no es un error —dice Fermín, asustadizo.
—¿Cómo que no? —le pregunto, empezando a entender.
—Es que en el parque había una señora con un perro negro que
necesitaba el pobre desfogarse.
Tengo la tentación de regañarle, pero entiendo que ya no hay vuelta
atrás, así que habrá que empezar a asumirlo.
—Espero que al menos sea un perro bonito —le digo a Fermín.
—No —dice, sin dudar lo más mínimo—. ¡Es feísimo!
—Pues no sé lo que va a salir de ahí, la verdad —pienso en voz alta.
—Bueno, si me disculpan —interviene el veterinario—, tengo más
clientes.
Fermín, mi perra y yo volvemos a casa paseando. Noto cierta
complicidad entre ellos, lo que me hace sentirme desplazada. Me río por
dentro pensando en lo feos que serán los perros cuando crezcan, me
preocupo por lo que vamos a hacer con ellos y confirmo la sospecha de
que entre Chelo y yo la que más posibilidades tenía de tener descendencia
era ella.
-¡Tampoco es para ponerse así! —me dice mi madre, intentando
tranquilizarme.
—¿Y qué hago yo con los cachorros?
—Van a ser horribles —me dice burlona.
—Me ha dicho la abuela que también hablas con ella.
—Las dos tenéis mucha imaginación.
—Ya sabrás que quiere irse al pueblo.
—Allí estará bien, pero no dejes de ir a visitarla, que te conozco.
—¿Has visto lo de Benito?
—¡Y dale! Soy un ojo…
—¡Huy, perdona! Me sale sin querer.
—¿Te has pensado mejor lo de la herencia?
—Le estoy dando vueltas, pero no la quiero.
—El dinero te ayudará a hacer cosas maravillosas…
—Tú decías que Benito merecía morir. Me acuerdo mucho de esa frase.
—Y muerto está.
—Y qué muerte más espantosa.
—¡Sí que costó, sí!
—¿Cómo que costó?
—Nada, nada.
—¿Qué quieres decir?
—¡Olvídalo…! ¿Qué tal con Joaquín?
—No me cambies de tema —intento imponerme—. Desde el principio
pensé que en la muerte de Benito había algo raro.
—¿Qué va a haber de raro?
—¿Qué es lo que dices que costó?
—Te he dicho que lo olvides…
—Mamá, ¿has sido tú?
—Yo sólo soy un ojo.
—¡Tú le atragantaste!
—Fue la loncha de jamón, que ni salía ni entraba.
—Eso ya lo sé, pero tú lo provocaste.
—El caso es que merecía morir y murió. Así son aquí las cosas.
Lo peor de no ser celosa es no haber tenido demasiadas oportunidades
para serlo. Hay personas que dicen que lo son o no lo son con absoluta
seguridad, pero yo no lo tengo claro. Es posible que nadie me haya gustado
lo suficiente como para importarme que se interesara por otra, o quizás en
muchos momentos de mi vida me he sentido tan inferior que lo he
considerado normal.
Loli tenía razón sobre la relación que Tomás mantiene con Akanke. Son
discretos, es cierto, pero fijándote bien en sus movimientos, como lo hago
yo desde que me enteré, es evidente que el inspector y la camarera están
juntos.
Tomás no es consciente, pero con sólo dos encuentros, sin ningún
sentimiento parecido al amor, ni siquiera especial cariño, me ha
descubierto que el placer no tiene por qué ir acompañado de culpa. Mi
relación con el sexo está contaminada desde antes de saber ni tan siquiera
lo que era. Han sido demasiados años sin ser capaz de recibir placer de
ningún hombre, de disfrutar cuando te tocan, cuando te besan, cuando te
follan… Sola podía sentir, pero hacerlo con alguien revivía mi trauma,
supongo. Pienso que quizás por eso los elegía tan torpes.
Con Tomás me he dejado, he sido capaz de abandonarme a que me
hicieran, a confiar en un hombre sin temor a sufrir daño. Todo eso ha sido
él para mí, habiendo sido yo tan sólo una más en su lista. Veo pasear a
Akanke por el restaurante con sus mallas ajustadas y a Tomás mirando su
culo envidiable y lo único que me sale sentir es alegría por ellos. Creo que
con Tomás no hay más recorrido, si es que alguna vez lo hubo. Se acabó.
Lo asumo, no me importa y es posible que hasta me guste. Ya no tengo
ganas de volver a estar con Tomás, pero siento mucho agradecimiento
hacia él. En cierto modo, fui yo quien le utilizó.
Me gustan las bodas, seguramente porque no he ido a demasiadas. En
realidad, es una excusa para estrenar un modelito y vestirte como nunca lo
haces. Y, aunque no siempre sucede, también es una oportunidad para
pasártelo bien. Voy en el AVE camino de Valencia a la boda de Matías.
Luis y él se casan este mediodía y quiere que sea una de las testigos. La
boda ha sido por sorpresa, tanto que hace sólo cinco días que me lo dijo.
Los mismos cuyas tardes he empleado en buscar un vestido, aunque
finalmente me compré el primero que había visto. Siempre me pasa lo
mismo.
Luis es valenciano y a Matías le han concedido un traslado a Valencia
hasta que salga la promoción para inspector. En muy poco tiempo va a
cambiar de ciudad, ha cambiado su vida y, en cierto modo, quién sabe si
también la mía. Cuando Matías me contó que se casaba con Luis, nos dio
vértigo pensar que la novia de esa boda podría haber sido yo.
Matías por fin reunió el valor para decírselo a su madre, y como tenía
miedo, decidió hacerlo de golpe. Al mismo tiempo le comunicó las tres
cosas: que era gay, que tenía novio y que se iba a casar. Mi amigo el
policía temió lo peor, pero a su madre, doña Francisca, que así se llama,
sólo le sorprendió lo del novio y lo de la boda, porque lo de que era gay ya
lo sospechaba ella desde hacía años. Matías me cuenta que en el fondo se
enfadó ante la reacción tan positiva y civilizada de su madre. Él iba
preparado para vivir una tragedia plena de reproches y llantos, pero doña
Francisca le dijo que lo importante es que fuera feliz y le dio un abrazo y
muchos besos. Así, simplemente.
La ceremonia será íntima, unas quince personas más o menos, que nos
iremos a comer una paella a la playa después de que los case el juez. Los
padres, un hermano de Luis y algunos amigos suyos. Y por parte de Matías
va su madre; Tomás, que es su jefe, y un par de compañeros de la
comisaría. A mí me ha dicho que vaya con la persona que quiera y he
decidido invitar a Joaquín.
Nunca había viajado en AVE, pero me da vergüenza contárselo a
Joaquín, que además ha comprado los billetes en preferente. Aquí pasan un
carrito para que elijas el periódico que quieras, te traen el desayuno a tu
asiento y antes te ofrecen una toallita caliente para que te limpies las
manos. Yo, muy natural, no he hecho ningún comentario, como si todo eso
me pareciera de lo más normal.
La última vez que vine a Valencia lo hice con mi madre y con mi abuela
y tardamos más de cinco horas en el coche. No sé cuál de las tres pensó
que era buena la idea de hacer un viajecito a la playa para celebrar que yo
acababa de sacarme el carnet de conducir. Entre mi poca experiencia, que a
mi madre le parecía que ir a noventa era ir muy rápido, y mi abuela, que se
mareaba constantemente, el viaje fue una tortura. Llegamos agotadas y
dormimos en una habitación triple de un hotel horroroso para al día
siguiente pasarnos en el coche otras cinco horas en el viaje de vuelta.
Joaquín ha reservado una habitación en uno de los mejores hoteles de
Valencia. Esta noche dormiremos aquí y antes nos arreglaremos para ir a
la boda. Me excita esa situación y me pone nerviosa. Hubiera sido mejor
haber tenido más tiempo para estar juntos, pero disponemos del justo para
ponernos guapos y llegar puntuales. Joaquín se hace perfecto el nudo de la
corbata mientras le pido que me suba la cremallera del vestido. Parecemos
un matrimonio, aunque a ninguno de los dos se nos olvida que, por unas
cosas o por otras, no hemos consumado. Tendrá que ser esta noche.
Las madres de los novios y yo somos las únicas mujeres de la boda, así
que no es difícil destacar. Voy con un vestido azul claro y el pelo suelto
porque yo sola no me atrevía a hacerme un recogido con el poco tiempo
que he tenido para arreglarme. Tardo mucho y casi nunca me queda como
yo quiero. Los dos novios van con un traje blanco y sin corbata, aunque a
Luis le queda mejor porque en Matías parece un disfraz. Mi abuela diría
que tiene pinta de heladero.
Tomás me saluda efusivo en la misma puerta del juzgado, cogiéndome
de la cintura para darme dos besos.
—¡Qué guapa estás!
—¡Gracias! —le respondo sonriente—. Mira, éste es Joaquín, un amigo.
Él es Tomás, inspector y compañero de Matías.
—¡Encantado! —se dicen los dos a la vez, tendiéndose la mano.
Los novios están radiantes delante de una jueza que lee sin demasiado
entusiasmo y bastante prisa varios artículos del Código Civil antes de
declararles oficialmente casados.
—¿Ya? —dice doña Francisca, un poco defraudada.
—¡Esto ni es una boda ni es nada! —sentencia la madre de Luis, que no
sé cómo se llama.
—¡Vivan los novios! —se arrancan los dos policías amigos de Matías,
para darle un poco de calor a la ceremonia.
El beso de los dos arranca un aplauso forzado y doña Francisca hace un
amago de llorar, aunque al final no le sale y la cosa se queda en un suspiro.
La paella en un restaurante en la playa de la Malvarrosa está riquísima.
El propio Luis, como valenciano y por tanto experto, nos explica que ésta
es la paella de verdad y no la que hacemos en Madrid, a la que ponemos
hasta guisantes, dice con cierto desprecio. Los valencianos, me informa
Joaquín, se toman muy en serio lo de la paella y admiten pocas bromas
cuando se discute de arroces. La paella valenciana lleva pollo, conejo,
bajoqueta, que es una judía verde, por mucho que digan que es otra cosa,
alcachofas algunas veces y una especie de haba gorda que en valenciano se
dice garrofó. Nada más. Y esto es algo muy serio, al parecer.
Los novios han dividido la mesa en dos, así que los que vamos por parte
de Matías estamos juntos. Yo, concretamente, estoy en el medio de
Joaquín y Tomás, que han conectado muy bien. Al principio me puse
nerviosa por la distribución, pero al ver que los dos conversaban a gusto
decidí relajarme. También me ha ayudado el vino, aunque soy consciente
de que estoy bebiendo más de la cuenta. Joaquín se interesa mucho por el
trabajo de inspector de Tomás y éste le cuenta algunas anécdotas
policiales, como siempre, elevando el tono más de lo normal. Sin hacerlo
directamente, los dos quieren seducirme a través de la conversación que
mantienen entre ellos. Joaquín porque es mi acompañante oficial a la
ceremonia y Tomás porque no puede evitarlo. Yo no intervengo
demasiado, pero me parece una situación excitante. Joaquín es mi
acompañante y me apetece cada vez más llegar al hotel y terminar por fin
lo que hemos empezado dos veces. También pienso en Tomás, y cuando
recuerdo algún momento en Toledo y en el sofá, me cuesta mantenerme
quieta en la silla. Decido servirme más vino al percatarme de que en una
mesa con tan pocos invitados voy a tener sexo con Joaquín, lo he tenido
con Tomás y hasta con el novio. Cualquiera diría…
La paella y los abundantes postres dan paso al champán. Los novios se
levantan y proponen un brindis por la felicidad, por la libertad y por el
futuro. Todos aplauden, ellos se besan, yo me emociono y las madres
lloran, ahora sí de verdad. Joaquín posa su mano en mi muslo por debajo
de la mesa y yo me giro hacia él para darle un beso, dándole la espalda a
Tomás. Alguien propone ir a tomar unas copas a otro sitio, pero Joaquín
sube su mano un poco más arriba de mi muslo y me propone al oído que
vayamos al hotel.
Tomás se junta con sus compañeros de la comisaría y yo me despido de
los novios. Matías y yo nos abrazamos un rato largo.
—¡Hemos cambiado tanto en tan poco tiempo! —me dice Matías.
—Tú un poco más… —le digo sonriente, señalando con la mirada a su
novio.
—¡No, Candela! Tú tampoco te pareces en nada a quien eras.
Joaquín pide dos gin-tonics al servicio de habitaciones nada más quitarse
él la chaqueta y yo los tacones. Me da pena porque asumo que sin ellos
empeora mi figura, pero me duelen tanto los pies y la alfombra de la
habitación es tan mullida que no me resisto a pisarla descalza. A los pies
de la cama empezamos a besarnos. Estoy excitada y nerviosa y creo que se
me nota porque le beso de una forma un poco compulsiva y tengo la
sensación de que me falta un poco el aire. Me viene bien que el camarero
llame a la puerta para traernos los gin-tonics. Joaquín espera a su lado que
nos los sirva en las copas de balón con mucho hielo, y yo lo hago sentada
en la cama. El camarero se va feliz, guardándose el billete de cinco euros
que se lleva de propina. Joaquín me trae la copa y se sienta a mi lado en la
cama. Bebemos, sin hablar, un par de tragos y todavía con la copa en la
mano empezamos a besarnos, esta vez más despacio.
No ha anochecido y la poca luz que entra por las cortinas es suficiente
para no tener que encender las lámparas y la justa para no estar incómoda.
Aún no me siento muy segura desnuda delante de un hombre. Es verdad
que estoy más delgada, pero la mejoría es mucho mayor vestida que sin
ropa.
Joaquín me coge la copa de la mano y la coloca junto a la suya en la
mesita de noche. Vuelve a mis labios y se pone encima de mí. Toca mis
pechos, besa mi cuello y noto su excitación al rozarse con mi muslo. Se
pone de pie para desnudarse mientras yo lo hago encima de la cama. Me
espero para hacerlo del todo hasta comprobar que él se quita también los
calzoncillos. Yo también decido quedarme completamente desnuda y él se
viene encima de mí. Nos besamos y nos tocamos descoordinados, con más
ganas que acierto. Con Joaquín colocado entre mis piernas no me apetecen
muchos más preámbulos. Agarro sus glúteos y siento que está deseando
entrar en mí. Me mira directo a los ojos y a mí me cuesta aguantarle la
mirada cuando voy sintiéndole entrar. Aumenta el ruido de su respiración
y yo tampoco puedo controlar mis gemidos, que están siendo un poco
altos. Me encanta lo que estoy sintiendo y noto cómo él no puede
controlarse, a pesar de no llevar ni dos minutos dentro de mí. Me excita
muchísimo que no pueda aguantar y no quiero que intente evitarlo. Agarro
sus glúteos y le sujeto con mis manos manteniéndolo dentro de mí. Me
estremece que se corra tan pronto, me encanta sentirme así de deseada.
Noto perfectamente su final y me recreo mirando su cara justo en ese
momento.
—¡Lo siento! —me dice, algo avergonzado mientras recupera el ritmo
normal de su respiración.
—¡Me ha encantado! —le digo sincera.
—Me tomas el pelo.
—De verdad que no. Estaba deseando que sucediera.
Joaquín se tumba a mi lado, los dos mirando al techo de la habitación,
desnudos encima de la cama.
—¡Me gustas, Candela! —dice, mirándome serio—. ¡Me gustas
muchísimo!
La frase de Joaquín suena tan verdad que siento la necesidad de
abrazarle y besarle despacio los labios y la cara para corresponderle. Él
también me gusta, mucho más de lo que imaginaba, de lo que podría haber
previsto. Con su cuerpo junto al mío, todavía iluminados por la luz de la
tarde que pasa entre las cortinas, pienso que en este momento no me
gustaría estar en ningún otro lugar.
La playa es de arena fina con dunas que impiden ver la vegetación
desordenada que hay detrás de ellas y el camino que lleva al edificio
abandonado que Joaquín ha comprado para levantar aquí su hotelito con un
restaurante de seis o siete mesas. Hemos aprovechado el viaje a la boda
para acercarnos hasta aquí porque tenía mucho empeño en enseñarme lo
que él llama «su sueño». Me cuenta que es posible que llame así al hotel:
«Sueño». A mí me parece un poco cursi, pero me lo callo.
La construcción es la estructura de vigas y forjados de una especie de
chalet enorme, que en su día compró un constructor venido a menos.
Aquel señor pretendía levantar una macrodiscoteca que fuera referencia en
toda la costa levantina, pero tuvo problemas para obtener los permisos y
con el paso del tiempo se quedó sin dinero y sin socios. Esa ruina la
aprovechó Joaquín para comprar el terreno a buen precio y solicitar los
permisos para construir un hotel pequeño, respetando el entorno.
Paseamos por el esqueleto del edificio repleto de grafitis y pintadas,
esquivando escombros, cartones, botellas rotas, basura de todo tipo y
restos de hogueras, mientras me cuenta en qué lugar irá la recepción, los
pasillos, las habitaciones, el pequeño spa y el restaurante que pretende
convertir en exclusivo. Desborda entusiasmo y lo transmite de tal manera
que por momentos sientes que estás comiéndote una langosta en una de
sus mesas mirando al mar.
En medio de las ruinas pueden oírse nuestras pisadas y el sonido de las
olas llegando a la playa. Joaquín y yo hablamos mucho y de todo. De su
hijo, del nuevo hotel, de El Cancerbero, de mi madre, de mi vida, que poco
a poco me voy atreviendo a contarle. Todavía no le había confesado que
Matías, el novio gay de la boda a la que ha asistido, había sido el mío
durante bastante tiempo. Joaquín bromea cuando le hablo de nuestra
ausencia de pasión. Lo de Tomás prefiero no contárselo por el momento y
seguramente no lo haga nunca porque ni es gracioso, ni es necesario.
Joaquín se ríe de sí mismo recordando que la primera vez no pudo y que la
segunda fue demasiado breve, y me promete, entre tímido y divertido, que
él en todo siempre va de menos a más… Yo le hablo de mi abuela, de Iván
y Loli, de mi perra, de Fermín, de Benito, de Araceli y José Carlos, a los
que todavía no me sale llamarles hermanos, de Akanke y hasta de mi
obsesión con la grasa de la cocina…
—¡Me encantaría que te vinieses conmigo! —me dice de repente.
—¿Adónde?
—¡Aquí! Quiero que formes parte de esto.
—No te entiendo —le digo sincera.
—Me gustas, eres lista, tienes experiencia en un restaurante y yo estoy
buscando a alguien para levantar esto…
Tardo un rato en reaccionar. Lo hago porque las cosas tan maravillosas
nunca suceden, al menos a mí. Ni siquiera las imaginas porque las cosas
bonitas siempre les pasan a otros.
—¿No dices nada? —se impacienta Joaquín.
Me quedo mirándole, los dos solos en medio de esas ruinas, y cuando
intento empezar a hablar me pongo a llorar como una niña.
—¿Qué pasa? —dice Joaquín, acercándose a mí para abrazarme.
—¡Nada, que soy tonta! —digo, sin poder parar de llorar.
—¿Estás bien? —Se acerca para darme un beso en la mejilla.
—Hacía mucho tiempo que no estaba tan bien.
Nos abrazamos fuerte. Yo a él un poco más, como si tuviera miedo a que
se fuera, a que termine este momento en el que, en medio de los
escombros, pienso en una vida nueva, tan lejos de la mía. Con Joaquín me
siento libre porque soy realmente yo. Con él me muestro como no lo he
hecho nunca con nadie. Tal vez porque no quería hacerlo o, quizás, porque
a nadie le interesó.
Tardamos todavía un buen rato en volver al coche que hemos alquilado
esta mañana en el hotel de Valencia para venir hasta aquí. Ahora lo
dejaremos en la estación del AVE, antes de coger el tren de vuelta a
Madrid. Joaquín pone flamenco, su música favorita en los viajes, porque la
ópera le gusta más en el teatro o en su casa, afortunadamente. A ratos se
me escapa cantar alguna rumba mezclada con rap de un artista nuevo que a
mí me descubrió Iván y a Joaquín su hijo Dani. A los dos nos apetece
cantar y a los dos nos da un poco de vergüenza sabernos la letra. Nos
reímos cuando nos atrevemos a acompañar al rapero en alto y a dúo…
Lorelain está embarazada. Por lo visto, lloró mucho cuando se enteró,
pero cada día que pasa está más ilusionada. Iván no habla demasiado del
tema, es como si no fuera con él. Y Loli está preocupada, pero feliz. Cree
que es lo más normal, ley de vida. Lore e Iván han decidido empezar a
vivir juntos en un piso en el barrio que tiene dos habitaciones, una para
ellos y otra para el bebé. Hasta ahora, Iván vivía con Loli y Lorelain en
casa de su abuela, que aunque se pasa la mayor parte del tiempo en el
pueblo, le ha dicho que allí los tres no se pueden quedar.
Han tenido suerte, me cuentan, porque han encontrado un piso en el que
no pagan mucho de alquiler. Además, tiene muebles, aunque sean un poco
antiguos, y es bastante luminoso, a pesar de ser un bajo interior. Está casi
para entrar a vivir, como mucho hay que cambiar la habitación del bebé,
que habría que pintar después de quitarle el papel de la pared, porque es
muy oscuro y no pega en el cuarto de un recién nacido. Todavía es pronto
para saber el sexo, aunque lo importante es que venga bien, dicen todos
cuando sale el tema. La verdad es que a ella le gustaría que fuese niña y a
él niño, aunque no quieren hacerse ilusiones. En lo que sí están de acuerdo
es en el nombre, porque si es niña se llamará Lorelain, que según ella es
un nombre muy moderno, y si nace niño le pondrán Iván, que le hace
mucha ilusión a su padre. La pareja se lleva mejor últimamente porque
discuten menos de lo habitual. Tienen épocas en las que se aman con
mucha fuerza y otras en las que se llegan a despreciar en medio de unas
enormes broncas. Luego se reconcilian y coinciden en que todas las
parejas tienen sus cosas, es lo normal. Lore sueña con algún golpe de
suerte que le permita dejar su trabajo y abrir su propio centro de belleza, y
a Iván le agobia esa idea de sentar la cabeza que su madre no para de
repetirle. No piensa dejar de imaginar que un casting le salga bien y le
cojan en algún reality para forrarse. La gente de la tele se forra porque
ganan en un solo día lo mismo que él en un mes, es algo que sabe todo el
mundo. Mientras la suerte les llega, Iván y Lore quieren ser felices y lo
son, la vida avanza para ellos. Los dos tienen trabajo, han alquilado un
pisito, él puede seguir practicando artes marciales, ella sabiéndose la vida
entera de los famosos, él batiendo todas las noches su propio récord en la
Play, ella imaginando cómo sería ser su propia jefa el día que pueda abrir
su centro de estética.
Benito pudo arruinarme la vida y ahora me la puede solucionar.
Desconozco los detalles, pero resulta que estoy en su testamento. Hay dos
pisos que son para mí, no son muy grandes, pero deben de ser caros porque
están en uno de los mejores barrios de Madrid. Benito tenía una fortuna.
Varias empresas más o menos grandes, garajes, pisos. Él nació rico y
además aumentó y mejoró los negocios de la familia. Los dos pisos son
sólo una pequeña parte, pero supongo que con ellos pretendía limpiar su
conciencia. Ni siquiera lo sabían José Carlos y Araceli, que se enteraron
cuando el notario abrió el testamento con la última voluntad de su padre…
Araceli me ha llamado para contármelo; estaba contenta. Yo le dije que no
aceptaba el dinero que ellos querían darme, pero ahora es distinto porque
estoy en el testamento; esos pisos son míos. Antes tenía que aceptar la
generosidad de Araceli y José Carlos, ahora basta con no renunciar a lo
que me ha dejado Benito. Lo reconozco, no hago más que pensar una y
otra vez en la frase de mi madre, o de su ojo, quién sabe: «El dinero te
ayudará a hacer cosas maravillosas».
—¿Acaso no es verdad?
—Sí, mamá, pero me sentiría mal aceptando esos pisos.
—Son tuyos, te pertenecen. ¿Qué más da quién te los dé?
—No da igual, mamá.
—Podrías venderlos y hacer cosas maravillosas con ese dinero.
—¡Y dale!
—Hazte a la idea de que te los he dado yo.
—Ya sé por dónde vas…
—El caso es que Benito murió, lo demás no importa.
—¿Te cuento un secreto, mamá?
—Claro, yo aquí no se lo puedo contar a nadie.
—Creo que me hubiera gustado matarlo con mis propias manos.
—Tú no eres capaz de matar.
—¿Y tú sí?
—Desde aquí es muy distinto.
—Me entra la risa cuando pienso en esa muerte tan ridícula con la
loncha de jamón. ¡Me siento malvada!
—La muerte a veces tiene gracia y ayuda a superar las cosas.
—¿Crees que estando muerto cada vez le odiaré menos?
—Tú no sabes odiar.
—Pero me da rabia ser su hija, tener algo suyo en mis facciones, en mi
sangre, en mi cerebro…
—Es sólo genética, no tiene tanta importancia… ¡Mira, de mí sacaste la
anchura de caderas y el culo gordo! —dice riendo.
—¡No compares! —bromeo yo también—. Mi culo cada vez está mejor.
—Bueno, no me cambies de tema…
—¿Qué tema?
—¡El de los pisos! Tienes que quedártelos, venderlos, y con ese dinero
pagar lo que te queda de hipoteca y el resto invertirlo en el hotelito de
Joaquín, empezar de nuevo, viajar, vivir tranquila…
—¡Hasta muerta sigues diciéndome lo que tengo que hacer! —le digo
riendo.
—¡Viva o muerta, una madre es una madre!
Hay aire de funeral en el último día de mi abuela en El Cancerbero. No
quiero que ninguno de nosotros se lo tome así, pero es inevitable. Mañana
mismo se irá al pueblo y el lunes ya no estará en la cocina. No nos
habíamos puesto de acuerdo, pero hoy todas nos hemos arreglado un poco
más. La primera, mi abuela, que se ha pintado una rayita fina en el ojo y se
ha dado un poco de colorete. Loli ha ido por fin a la peluquería, donde han
hecho desaparecer su raíz gris en medio de su tinte rubio, que con acierto
ha decidido oscurecerse hasta convertirlo casi en castaño claro. Akanke se
ha pintado los labios rojos y se ha puesto unos pendientes de aro dorado,
dando la impresión de que va a una fiesta más que a trabajar en una
cocina. Iván es el único que no ha variado su aspecto, pero seguramente
sea el que más triste está, o el que peor lo disimula. Esta mañana se le han
escapado unas lágrimas cuando ha abrazado a mi abuela nada más llegar,
aunque un poco antes de romper a llorar del todo, se ha dado la vuelta y se
ha puesto a caminar sobre las manos haciendo el pino por todo el
restaurante.
Todos vamos un poco más lentos de lo normal esta mañana y se nos ha
echado el tiempo encima. Mi abuela ha hecho gazpacho y Akanke está
picando la cebolla, el pimiento, el tomate y los trocitos de pan para la
guarnición. Loli se ha encargado de hacer canelones; el otro primero será
sopa de picadillo que teníamos congelada desde hace unos días. Y de
segundos, filetes de pollo a la plancha, pescadilla rebozada y ternera en
salsa.
Dos chicos que están tomando unas Coca-Colas en la barra son los
únicos clientes, pero se está acercando la hora de los menús y a Iván y a
mí nos queda todavía montar las mesas. Hay más silencio de lo normal, se
escucha nítido el ruido de los platos y los vasos mientras los colocamos,
de las puertas de las cámaras de frío al abrirlas y cerrarlas, hasta los chicos
de la barra hablan bajito para que no les oigamos.
—¡Iván, pon algo de música! —le pido mientras extiendo en la mesa un
mantel.
—¿Qué quieres escuchar? —me pregunta, mirando la lista de música de
su móvil.
—No sé, algo alegre.
Iván conecta el altavoz con su teléfono y comienza a sonar música
latina. Le pido que no la ponga muy alta, pero se agradece ese sonido de
fondo. Akanke sale de la cocina después de picar la verdura para ayudarme
en las mesas y creo que se le escapa un bailecito mientras coloca las
copas. Fermín entra por la puerta justo después de terminar de montar la
última mesa, como siempre el primero. Hoy lleva una chaqueta de color
hueso que parece recién salida del tinte, una camisa blanca impecable, una
corbata roja con puntitos blancos que sujeta con un alfiler dorado que le
regaló Agustina en el último cumpleaños que celebraron juntos. Al entrar
al restaurante se quita la gorra y me guiña un ojo señalándome con la
mirada un ramo de flores que trae para mi abuela envuelto en celofán.
—¿Dónde está doña Remedios? —dice todo lo enérgico que puede
desde la puerta.
—Ahora la aviso —le contesto, sin poder evitar que las lágrimas me
llenen los ojos.
Fermín se acerca a la cocina, de donde sale mi abuela secándose las
manos en el delantal. Le da el ramo de flores y mi abuela le abraza con
tanta fuerza que le descoloca la corbata y le saca algunas arrugas a la
camisa.
—¡Qué detalle, don Fermín! —exclama emocionada.
Todos lo estamos, aunque lo disimulemos mejor unos que otros. Hasta
los chicos que siguen con sus Coca-Colas en la barra dejan de hablar entre
ellos y miran atentos.
—Doña Remedios —dice Fermín con la voz un poco entrecortada—,
sólo quería decirle que gracias por darme de comer durante todos estos
años…
—¡Calle, Fermín, por Dios, que me va usted a hacer llorar! —le
interrumpe mi abuela, que está llorando desde hace rato.
—Y también quería decirle —se rehace Fermín, sonriente— que usted
hace el mejor gazpacho del mundo, después del que hacía Agustina, que en
gloria esté.
—Pues siéntese —le digo, cogiéndole del brazo—, que precisamente
está recién hecho.
Mi abuela pone las flores en un jarrón y las mete en la cocina, los chicos
de la barra pagan y se van, deseando suerte a mi abuela, a pesar de que la
acaban de conocer. Poco a poco va llegando gente de las oficinas, que
hacen el suficiente ruido como para que la música latina vaya perdiendo
presencia. Tomás entra el primero de un grupo de policías más numeroso
de lo normal, lo que nos obliga a juntar tres mesas. Ellos han subido
definitivamente los decibelios. Necesitamos el bullicio que nos devuelva
la normalidad en un día tan diferente.
Los platos van saliendo, se van consumiendo, se van lavando y se
vuelven a servir hasta que llegan los postres y los cafés y los licores, que
la gente toma con las mesas llenas de migas. Fermín hace rato que
terminó, pero se mantiene en la mesa apurando su chupito de limoncello.
Iván y yo vamos rellenando el lavavajillas, Akanke recoge las primeras
mesas que van quedando vacías, Loli termina de poner la fruta en los
últimos platos de postre para los más rezagados y mi abuela sale de la
cocina, como cualquier otro día cuando ya está casi todo hecho.
En ese momento, Tomás interrumpe la historia que está contando, se
levanta de la silla y todos los compañeros hacen lo mismo. De repente
comienzan a aplaudir. Fermín también se levanta y se une emocionado al
aplauso. El resto de mesas hace lo mismo, aunque algunas personas no
sepan muy bien lo que está pasando. Loli sale de la cocina llorando y yo
hace rato que no puedo dejar de hacerlo. La ovación a mi abuela es un
momento que tiene algo de absurdo, hasta puede que a todos nos dé un
poco de vergüenza ajena, pero es imposible no sentir una emoción que, al
menos a mí, me llega al cuerpo a través de un duradero escalofrío. Mi
abuela llora inmóvil en medio del restaurante recibiendo una ovación
como la protagonista de una función de teatro. Tomás y el resto de policías
se acercan a ella entre las mesas y uno le da una cajita que mi abuela abre
temblándole el pulso. Todos formamos un corro y mi abuela saca de la
cajita una cuchara de plata en la que los policías han mandado grabar: «A
la mejor cocinera del mundo». Mi abuela lo lee en voz alta y todos
volvemos a aplaudirle. Loli dice que todo el mundo está invitado a un
chupito y yo amplío la invitación a una copa de lo que quieran. Se quedan
algunos habituales de las oficinas, se queda Tomás con la mitad de los
policías y se queda Fermín, que no quiere copa e invita a mi abuela a su
mesa a tomar un café.
Yo vuelvo a la barra y subo un poco el altavoz donde sigue sonando
música del móvil de Iván. Una canción que no identifico con una voz
femenina habla de amor, tal vez de una cita de dos amantes, aunque no
capto muy bien el argumento. Da igual, se trata de una música alegre que
da ganas de bailar, de vivir. Yo también me sirvo una copa detrás de la
barra, algo que nunca había hecho. Miro a mi alrededor, observo cada
rincón del bar y pienso en lo maravilloso que es lo que acaba de suceder
aquí hace un momento con mi abuela.
—¡Candela! —me llama la atención Loli, al verme un poco ausente—.
¿En qué piensas?
Bebo un trago del gin-tonic cortito que me acabo de poner y miro a Loli.
Realmente no sabía muy bien lo que estaba pensando, pero su pregunta me
ha hecho caer en la cuenta.
—Estaba pensando lo mucho que voy a echar de menos este lugar.
En mi habitación he puesto una caja grande de cartón para que Chelo se
sienta a gusto cuando vaya a parir. Lo he hecho tal cual me ha indicado el
veterinario, que además me ha dado su teléfono, por si llegado el momento
algo se complica y tiene que acudir de urgencia. Falta muy poco y estoy
aterrorizada. Además, tampoco tengo demasiada fe en que Chelo vaya a
saber parir bien. Yo tampoco hubiera sabido, estoy segura. De haberme
quedado embarazada le hubiera pedido al médico que me durmiera y me lo
sacara sin yo enterarme, como si me extirparan un tumor. Cuando he visto
partos en la televisión y me he visualizado en esa camilla con las piernas
abiertas y saliendo de ahí la cabeza de un bebé, se me quitaban las ganas
de pasar por esa experiencia que algunas definen como tan bonita. A mí
me hubiera gustado ser madre, pero ya con el niño fuera.
Chelo parece tranquila, acurrucada en la caja que he puesto en un rincón
de mi habitación. Yo estoy sentada en la cama esperando con el móvil en
la mano por si sucede algo y tengo que llamar al veterinario. De vez en
cuando me acerco a acariciarla, pero ni se inmuta. Le debe de estar
doliendo, aunque no se queje, apenas un gemidito mínimo. A lo mejor ella
también tiene el miedo que tendría yo si estuviera a punto de parir.
Supongo que su instinto le hará saber lo que está ocurriendo, o a lo mejor
sólo cree que está enferma sin saber lo que le pasa.
Recuerdo cuando me la quedé, apenas tenía dos meses. Chelo es hija de
la perra de la frutera que abastece a El Cancerbero. Su perra había parido y
ella no sabía qué hacer con los cachorros, así que iba ofreciéndoselos a
cualquiera que se la cruzaba. Una de ellas fui yo, que pensé que sería una
buena idea que una perra se viniera a vivir conmigo a la casa que me
acababa de comprar. Cuando la frutera me enseñó a las crías, cogí una al
azar de las cuatro que había en un canasto de tela, ni siquiera sabía si era
macho o hembra, pero una vez que la tuve en las manos ya no podía
volverme atrás. Al comprobar su sexo me hizo ilusión que fuera hembra y
decidí llamarla Chispa, pero cuando se lo conté a mi madre me dijo que
ése era nombre de perra cursi. En ese momento tomé la decisión absurda
de ponerle el nombre de la frutera, algo que a ella naturalmente no terminó
de gustarle. Yo le expliqué que le había puesto Chelo por el instrumento
musical al que era muy aficionada, pero estoy segura de que no me creyó.
Me pongo muy nerviosa viendo aparecer una especie de bola viscosa del
interior de mi perra. Está naciendo el primer cachorro y me sorprende que
Chelo apenas se inmute. Muy distinto este parto al de las mujeres que he
visto por la tele. Todo es muy tranquilo, natural. El cachorrito parece
indefenso y Chelo le lame la cara y comienza a moverse desorientado. Ya
me dijo el veterinario que no cogiera a los cachorros, aunque siento unas
ganas enormes de hacerlo. Chelo se pone a temblar un momento, yo la
acaricio y me mira con cara de pena antes de notar que está saliendo otro
cachorro al que vuelve a lamer. Definitivamente, sí sabe lo que está
haciendo, es instinto. No sé si yo lo tengo, tampoco estoy segura de que lo
tengan todas las mujeres que son madres. Pienso muchas veces que se
exagera la felicidad cuando se tiene un hijo, que se sobreactúa un poco…
Después de nacer el tercero, el cuarto y el quinto vienen casi juntos. Chelo
me mira con cara de no poder más y yo aguanto un rato para ver si viene
otro, pero todo ha terminado. Los perritos se alimentan y ella comienza a
comerse la placenta, tal y como me advirtió el veterinario que podría
suceder.
Los cinco se abalanzan desordenados hacia las mamas de Chelo, que
está tumbada exhausta e inmóvil, pero satisfecha y feliz, da la sensación.
Chelo amamanta a sus cachorros, que buscan el alimento casi a ciegas, por
puro instinto. Por sus ganas de vivir o, simplemente, por la necesidad de
hacerlo. Yo estoy contenta y me dan ganas de llorar de la forma que más
me gusta. Me encanta llorar cuando estoy contenta y cuando no sé muy
bien por qué lloro.
Loli podría regentar El Cancerbero. Con la ayuda de Akanke, de Iván e
incluso de Lorelain, que también podría trabajar aquí después de dar a luz.
Se lo está pensando, porque abrir un centro de estética es demasiado
arriesgado y con el bar podrían vivir holgadamente y mantener al bebé.
Han decidido que no quieren saber el sexo hasta que nazca, aunque venga
lo que venga les hace muchísima ilusión. Sea niña o niño, Lorelain lo
apuntará a una agencia de modelos para que haga algún anuncio de bebé.
Ella ha visto que hay un montón de famosas que empezaron en la
publicidad cuando eran niñas, así que cuanto antes mejor. Iván dice que
posiblemente no haga falta lo de los anuncios, porque si es niño podría ser
futbolista, que se gana más.
Mi abuela me llama todos los días tres veces desde el pueblo para ver
cómo van las cosas. Me pregunta por todo: por el tiempo que hace en
Madrid, por la elección de los menús, por si le hemos echado comino al
gazpacho, que Loli se empeña y que luego repite, por si como bien, que
cada vez estoy más delgada… Ella me cuenta lo que ha hecho cada día con
todo detalle. Si ha ido al mercado, con las señoras con las que se ha
encontrado y de lo que han hablado con todo lujo de detalles,
reproduciendo uno a uno todos los diálogos. Mi abuela está contenta en el
pueblo, pero le cuesta no aburrirse y dice que se acuerda cada vez más de
mi madre. Hemos quedado en que ella se va a llevar un cachorro de Chelo
en cuanto deje de amamantarlos para que le haga compañía. Quiere que
sea un macho, aunque cuando le pregunto cómo le va a llamar dice que ya
se lo pensará, que eso de poner nombre a los perros no es importante. En
su pueblo los perros no tenían nombres, como mucho eran el perro de
alguien, y el suyo será el perro de Remedios.
A mi abuela le parece bien que Loli se encargue de El Cancerbero. Dice
que es la mejor persona que puede hacerlo si yo lo dejo definitivamente.
Además, sigue obsesionada con que me case y está ilusionadísima con
Joaquín, seguramente más que yo, al menos de otra manera.
Dice que con ese hombre me ha tocado la lotería. Formal, guapo,
educado y encima con dinero. Aunque yo piense lo mismo, me sienta fatal
que me diga que no debo dejarlo escapar. La verdad es que Joaquín supo
ganársela el día que se lo presenté. Estuvo tan simpático y seductor que
por un momento llegué a pensar que la que más le gustaba de las dos era
mi abuela. Fue en su restaurante y Joaquín le hizo un recorrido entero por
el local, al que mi abuela definió como un primor. Hay que tener en cuenta
que ésa es la máxima calificación que ella le puede dar a algo. Joaquín le
contó su vida y escuchó la de mi abuela con interés. Se pusieron algo
nostálgicos los dos cuando compartieron que habían pasado muchas
fatigas. También hablaron de mi madre, siempre presente, del pueblo y de
Albacete, la capital, como la llama mi abuela, donde hace muchos años
Joaquín toreó una becerrada en la que, como casi siempre, fracasó
estrepitosamente. Nos reímos las dos escuchándole hablar de su miedo. Lo
peor fue cuando a mi abuela le dio por recordar mi infancia, de lo bien que
cantaba copla y de lo gordita que había sido siempre. Joaquín prometió
llevarla a un tentadero en la ganadería de un amigo suyo y pasar el día en
el campo. Lo que más ilusión le hace a mi abuela de ese plan es que
Joaquín y yo vayamos en su todoterreno enorme hasta la puerta de su casa
para recogerla. Sueña con la cara que se les va a quedar a sus vecinas
cuando nos vean. Algunas hablan más de la cuenta sobre por qué todavía
no me he casado con la edad que tengo.
Creo que en mi familia no se hacen las cosas bien. Ni antes, cuando vivía
con mi madre y mi abuela, ni ahora que lo hago yo sola. Algo falla o no
está lo suficientemente bien. Es una sensación difícil de explicar, pero
siempre me parece que en mi casa todo sale peor que en otras casas.
Pienso que mi baño está más sucio que el de los demás, que mi sofá es
más incómodo que la mayoría de sofás, que mi tele se ve peor, que debajo
del resto de camas no hay pelusas, que nunca se pudre nada en otras
neveras, que las sartenes están impecables, que las otras personas no sudan
las almohadas, que su wifi funciona siempre y lo hace más rápido…
Pienso en esos detalles sin demasiada importancia, pero creo que también
hay algo en mi vida que debo esconder. Una parte fea de la que todo el
mundo podría reírse y yo me moriría de vergüenza, como cuando las niñas
se daban codazos al ver a mi madre con el parche en el ojo.
—¡Le pasa a todo el mundo! —me asegura Araceli, riendo.
—¿Tu wifi tampoco va bien?
—Y mis sartenes también se pegan en cuanto pasan unas cuantas
semanas.
Araceli y yo nos reímos en una mesa al lado de la ventana. Es la primera
vez que viene a El Cancerbero. Quería que supiera dónde trabajo y cómo
es el lugar en el que he pasado la mayor parte de mi vida. Le he presentado
a Iván y a Akanke, que andan muy liados recogiendo después de la hora de
las comidas, sobre todo porque le he dicho a Loli que se siente con
nosotras a tomar el café.
—¡La verdad es que os parecéis muchísimo! —es la primera frase de
Loli después de las presentaciones.
Araceli y yo nos miramos y asentimos, como asumiendo la evidencia.
—El otro chico que vino se parecía menos.
—Mi hermano José Carlos —le informa Araceli.
—Muy guapo, por cierto, pero las hermanas parecéis vosotras —insiste
Loli.
—¡Es que lo somos! —me sale con cierto orgullo.
—¡Sí que lo somos! —corrobora Araceli, entre contenta y sorprendida.
—Loli era la mejor amiga de mi madre —digo, cambiado de tema—, y
es como una madre para mí.
—¡Más que una madre! Yo le enseñé a tirar cañas y poner cafés… —
dice Loli, bromeando.
—Candela me ha hablado mucho de usted —dice Araceli—. Ya me ha
contado que va a ser abuela.
—¡Espero que vengas al bautizo!
—¡Me encantaría! —responde Araceli.
—Y el otro puede venir también si queréis.
—¡José Carlos! —intervengo—, se llama José Carlos.
Loli se levanta porque dice que va a ir con Iván a mirar los carritos para
el bebé, mientras Akanke recoge el bar, en el que apenas quedan clientes.
—¡Qué personaje! —dice Araceli cuando nos quedamos solas.
—No sé qué sería de este sitio sin ella…
—Me ha gustado mucho cuando has dicho que éramos hermanas —me
dice, sonriendo.
—¡Cada vez lo siento más así!
—Tenemos muchas cosas en común.
—El dolor, por ejemplo.
Me gusta hablar con Araceli. Es la única persona a la que puedo contar
eso que me atormenta.
—Araceli, siento vergüenza por lo que me pasó.
—Nos pasa a todas las niñas abusadas.
—Odio la palabra «abusada».
—Es lo que somos. Y se llama así, nos guste o no.
Tengo la tentación de callarme. Me cuesta demasiado hablar de esto,
pero tengo que decirlo.
—¡A mí me gustaba!
—A mí también, Candela —me dice con una sorprendente naturalidad.
—Ésa es la vergüenza que soy incapaz de superar.
—Yo tardé años en poder hablar de eso.
—¡Es horrible!
Necesito llorar, me doy cuenta cuando empiezo a hacerlo de repente.
Tampoco me apetece contenerme porque ese llanto me ayuda a estar bien.
Sólo hay una pareja tomando un café en la barra y no se percatan de lo que
pasa en nuestra mesa. Araceli también llora conmigo, aunque ella un poco
menos. En eso me lleva ventaja.
—¿Tú ya no sientes esa vergüenza?
—A mí me ha costado años de terapia superarla.
—¿Se puede superar alguna vez?
—La vergüenza sí, el dolor creo que no se supera nunca del todo.
—¿Tú le odias?
—Sí. ¿Y tú?
—Mi madre dice que no sé odiar.
—Me dijiste que no habías hablado con tu madre de esto antes de morir.
—Es una larga historia, ya te contaré —le digo, sin poder evitar una
leve sonrisa.
Las dos nos secamos las lágrimas y nos quedamos un rato en silencio.
Yo no hablo porque sentiría pudor diciéndole a Araceli lo importante que
es para mí. Eso también me da vergüenza; por supuesto, una vergüenza
distinta, una vergüenza que, en vez de doler, cura.
Están todos los permisos y las obras a punto de acabar. Poco a poco va
llegando el mobiliario, del que también se encarga el mismo estudio de
arquitectos que contrató Joaquín para la reforma de Misueño. Finalmente
se llamará así, Misueño, todo junto, a pesar de mi empeño en poner otro
nombre al hotel. Le insistí en que ése era un buen nombre para una tienda
de colchones, pero no ha entrado en razón. Lo cierto es que podría haber
sido peor, porque Joaquín estuvo tentado a darle un carácter más
internacional, según él, poniéndole una y griega al mi, My Sueño, y
pronunciarlo Mai Sueño. A mí, naturalmente, me entró la risa cuando me
lo contó. Le sentó mal al principio, pero cuando cayó en la cuenta acabó
riéndose más que yo, reconociendo que su idea de llamar Maisueño a un
hotel era algo muy ridículo. Joaquín se ríe sin problema de sí mismo, es
otra de las cosas que más me gustan de él… Finalmente se nos ocurrió
juntar el posesivo con el sustantivo y dejar una sola palabra: Misueño.
Poco a poco me voy acostumbrando.
Los meses que llevo con Joaquín parecen años. Puede que suene como
algo negativo, porque en las canciones y en las películas románticas se
cuenta al revés, pero me parece emocionante sentirme con él como si
lleváramos toda la vida juntos.
Misueño está quedando precioso, se nota que los arquitectos que se han
encargado del proyecto son buenos. Me parece increíble que hayan
convertido aquella casa en ruinas en el lugar que está a punto de ser. El
lujo se pierde en la sencillez de todo transformándolo casi en
imperceptible. Nada ostentoso, con personalidad, pero lejos de esa
modernidad que convierte los sitios en fríos decorados. Aquí sabes que
estás en un lugar exclusivo, sin que te lo recuerde nada de lo que te rodea.
Nunca imaginé poder formar parte de un lugar así, tan alejado de a mi vida
y de mi mundo.
Joaquín está tan feliz que cada vez que viene para ver cómo avanza la
reforma lo recorre de extremo a extremo entusiasmado, igual que un niño
recorre su salón en busca de juguetes la mañana de Reyes.
Faltan algunos detalles de la recepción, que instalen definitivamente la
cámara de frío para la cocina, la mayoría de alfombras y que cuelguen las
lámparas del salón del restaurante… Yo disimulo un poco más mi
entusiasmo mientras recorro entre obreros lo que será el restaurante, pero
no puedo negar que este lugar me pone contenta.
Hoy hemos venido a ver cómo ha quedado la suite más grande de las
dos que tendrá el hotelito de sólo seis habitaciones. Dos suites y cuatro
dobles más normales. Hay gente trabajando en la planta de abajo y en el
pasillo de la habitación donde andan colocando las alfombras. Joaquín y
yo nos hemos traído del pueblo de al lado unos platos cocinados para
comer en el saloncito de la habitación. La suite es maravillosa y, por
supuesto, nos apetece estrenarla.
No está buena la comida que hemos comprado, ensaladilla rusa,
croquetas de jamón y unos fingers de pollo con salsa de queso. Da igual,
porque el principal ingrediente de la comida está siendo la cerveza, que se
conserva fría en el minibar. En la planta de abajo los obreros hacen ruido
trabajando, hablan en alto y se escucha el ruido de martillos, del traslado
de muebles de un sitio a otro y de una taladradora. Yo estoy un poco
mareada desde la segunda cerveza y llevo la cuarta por la mitad. Joaquín
no está mucho más sobrio y le entra la risa por casi todo. Un par de
obreros se asoman a la ventana desde un andamio por la parte de fuera
para colocar no sé qué cosa y Joaquín abre la ventana para ofrecerles
croquetas.
—¡No, gracias! —dicen sonriendo—. Mejor ya ajustaremos este marco
mañana. Les dejamos solos.
Los operarios desaparecen y Joaquín se dispone a cerrar las cortinas. Le
digo que no, que me excita la posibilidad de que nos vean. Él se sorprende,
pero acepta. A veces no me reconozco, y eso también me gusta. Joaquín
conecta su móvil a un altavoz y pone música en inglés que no identifico
pero que me gusta. Nos besamos al lado de la ventana y él mete su mano
por debajo de mi camisa hasta llegar a mi pecho, que acaricia por encima
del sujetador. Nos separamos un momento y apuro la cerveza que tengo en
mi mano. Estoy mareada y cada vez más excitada. Todavía no quiero que
me levante la falda. El ruido de los obreros trabajando en el piso de abajo,
detrás de la puerta de la habitación y la posibilidad de que alguno se
asome por la ventana y nos vea hacen que mi deseo aumente. Me apetece
mucho pasar del salón al dormitorio, desnudarme y estrenar la cama de la
suite…
Estamos con quien tenemos que estar. Tenemos imán para el tipo de
personas que necesitamos y lo somos para esas mismas personas. Eso del
destino no me lo creo, que las vidas se cruzan de manera fortuita no es del
todo cierto. Casi no tengo experiencia, pero con la que tengo me es
suficiente para entender que si me hubiera cruzado con Joaquín hace
quince años no habría reparado en él, y seguramente él en mí tampoco. Si
Roberto, mi novio, apareciera ahora en mi vida, le mandaría a la mierda
después del primer café, y no me hubiera pasado tanto tiempo enganchada
a esa historia ridícula, que de tan poco interesante ni siquiera me hacía
sufrir. Ahora estoy con Joaquín y no es casualidad, con él me siento bien
porque puedo ser yo.
Ya no puedo con más cerveza, al final me va a sentar mal y vuelvo a
abrazar a Joaquín. Cuando me empiece a tocar seguro que se sorprende, le
va a gustar. Las cortinas continúan abiertas, en el pasillo sigue el ruido de
los obreros colocando las alfombras. Él me va besando mientras me
empuja hacia la cama. Me toca el culo por encima de la falda y empieza a
subirla con lentitud. Yo sigo mirando hacia la ventana entre la vergüenza
de que nos vean y al mismo tiempo deseándolo con todas mis fuerzas.
Joaquín acaricia el interior de mis muslos y despacio va subiendo. Yo le
sigo besando con mis brazos alrededor de cuello. Definitivamente, levanta
mi falda por completo y al tocarme noto su sorpresa y su suspiro de
excitación. No llevo bragas. Me acaricia, siente lo mojada que estoy y no
le es difícil meterme dos dedos. Yo me estremezco de pie mientras los
mueve dentro de mí y casi tengo que colgarme de su cuello para no
caerme. Gimo en alto y eso excita mucho a Joaquín, seguro que se oye
desde fuera. Me quito la camisa por encima de la cabeza, sin
desabrocharme los botones, y dejo caer mi falda mientras él me quita el
sujetador, que también cae al suelo al mismo tiempo… Solo tengo puestos
los zapatos y eso me hace sentir bella. Joaquín se desnuda también y me
empuja encima de la cama. Yo tiro de su brazo para tumbarle y ponerme
encima. No quiero muchos más preámbulos. Me siento sobre él y le beso,
notando en mi vientre cómo se va endureciendo, deseoso de entrar en mí.
Miro hacia la ventana e intuyo que hay alguien; no puedo verle pero me
excita pensar que nos están mirando. Me levanto un poco y me siento
encima. Cuando me roza mientras está entrando, gimo, y cuando la tengo
completamente dentro, gimo aún más. Empiezo a moverme y noto cómo
Joaquín va perdiendo el control. Me encanta dominar la situación, ser yo.
Me siento excitada, me siento libre. Veo cómo mi cuerpo se mueve encima
de Joaquín, miro mis pechos, mi tripa, mi pubis y su miembro, al que
siento mientras miro. Grito de placer y mi propio grito me excita y me
libera. Joaquín está cerca y yo estoy a punto. Quiero aguantar, pero no
puedo. Un instante después él también termina, mientras aprieta fuerte mi
cintura.
Me quedo un rato encima de él, todavía excitada y con una sensación de
felicidad de esas que te mueven la tripa. Miro a Joaquín y siento que cada
vez me gusta más, justo ahora, cuando más me gusto yo.
Joaquín se ha quedado dos cachorros, los dos son machos, así que con el
de mi abuela y el de Araceli, ya solo me queda uno por regalar. Loli no lo
quiere, Akanke dice que no puede, e Iván y Lore prefieren que no haya un
perro en casa antes de que nazca su bebé. Joaquín se quiere llevar a los
suyos para que vivan en el hotel, al lado de la playa. Les ha llamado
Joselito y Belmonte, cosas suyas…
Chelo se recuperó físicamente después del parto. El veterinario me ha
dicho que está fenomenal y que ha criado sanas a sus cinco crías. Tiene
cuerda para rato y hasta se podría volver a quedar preñada si se descuida.
O si nos descuidamos nosotros, mejor dicho.
Tengo claro lo que voy a hacer con el último cachorro y estoy deseando
ver la cara de Fermín cuando le dé la sorpresa que quiero darle.
Voy fatal de tiempo, he quedado con él un poco antes de la fiesta en El
Cancerbero, y tengo que arreglarme primero. Ya no me da tiempo a pasar
por la peluquería, así que tendré que ir mañana antes de acompañar a
Joaquín al restaurante de la playa.
En realidad, lo que vamos a hacer hoy no es una fiesta, sino invitar a
una copa a los clientes más habituales. La idea ha sido de Loli, dice que
hay que celebrar mi decisión. Yo le he insistido en que no entiendo lo que
vamos a celebrar, pero da lo mismo. Como sabía que, si no aceptaba, Loli
lo iba a hacer de todas formas, era mejor no resistirse.
Fermín viene caminando despacio, hoy apoyado en su bastón. Dice que
últimamente lo necesita algunas mañanas si al despertarse se encuentra un
poco peor de una rodilla que le está dando la lata. Yo le estoy esperando en
el portal de mi casa para subir a que conozca a la cría de Chelo. Cuando
me ve sentada en el banco me dedica una de esas sonrisas tiernas con las
que sabe que me roba el cariño. Viene especialmente elegante, se ha puesto
el traje de chaqueta completo, con pantalón y americana a juego azul
marino, con rayitas blancas casi imperceptibles. Además, ha sustituido su
gorra habitual por un sombrero también azul que le da un aspecto más
distinguido… Le doy dos besos y me sorprende que siendo ya tan tarde su
piel siga igual de suave que por las mañanas, con ese olor tan
característico a aftershave que me encanta en él.
—¡Claro, Candelita, es que me he vuelto a afeitar para la fiesta! —me
explica.
—No es una fiesta, es sólo que quería invitar a una copa a los clientes
habituales —me justifico una vez más.
—Qué más da lo que sea, yo me he puesto elegante porque te lo
mereces.
—Gracias, Fermín, está usted guapísimo.
—¿Y para qué querías verme aquí? ¡Me tienes en ascuas!
—Tengo una sorpresa para usted.
Desde el ascensor escuchamos a Chelo ladrar. Sin duda, ha olido a
Fermín, que al oír a la perra vuelve a sonreír. Hace unos cuantos días que
no la ve porque Chelo ha estado conmigo en la playa mientras se
terminaba la obra de Misueño. Al abrir la puerta, Chelo se abalanza sobre
Fermín con tanto entusiasmo que en el zarandeo sale disparado su
sombrero. Él me pide que le sujete el bastón para poder acariciarla con las
dos manos mientras ella da vueltas sobre sí misma. Así se tiran un buen
rato, haciéndose carantoñas uno a otro.
—¡Vale ya! —les regaño un poco a los dos—. Vamos para dentro, que
quiero enseñarle algo.
Fermín se recompone la chaqueta y me sigue por el pasillo al lado de
Chelo. Apenas cojea, así que se le olvida el bastón. Creo que ver a Chelo le
mejora todos sus achaques.
—¡Mire qué preciosidad! —le digo, enseñándole a la última cachorrita
que queda en la casa.
—¡Qué bonita! —dice Fermín mientras la acaricia suave entre sus
brazos.
—¿Le gusta?
—¡Mucho! Se parece a su mamá.
Miro a Fermín y a las perras, y sé que me voy a emocionar. Y él
también.
—¿Cómo se llama? —me pregunta.
—¡Chispa!
—Un poco cursi, ¿no?
—Eso mismo dijo mi madre, pero a usted no le voy a hacer caso. Se
llama Chispa, está decidido —le digo muy convencida.
Me devuelve a mi cachorrita, que parece sentirse a gusto al llegar a mis
brazos. Me siento en el sofá al lado de Fermín mientras Chelo se acuesta
en el suelo, sin separarse de él.
—Ya sabe usted que dos de las crías se las quedó Joaquín y que Araceli
y mi abuela se han quedado las otras dos.
— Así que sólo te queda ésta —dice señalando a Chispa.
—Fermín, ¿no se encuentra usted un poco solo?
—¡Si no fuera por ti y por Loli!… Ya sabes que desde que faltó
Agustina sois como mi familia.
Chispa se ha quedado dormida en mis brazos y Chelo sigue tumbada
mirándonos como si nos escuchara. Ya sé que eso de que los perros
entienden lo que se dice no es verdad, pero a veces lo parece.
—¡Me gustaría que usted se quedara con ella! Le va a hacer muchísima
compañía y sé que no hay nadie que pueda cuidarla mejor.
—¡Muchas gracias, hija! —me dice Fermín, acercando sus manos a la
cachorrita para cogerla.
—¡No, Fermín! —digo, apartándola—. A Chispa me la quedo yo.
—¿Entonces? —me pregunta sin entender.
—¡Quiero que usted se quede con Chelo!
Fermín tarda en reaccionar y Chelo se incorpora del suelo poniendo sus
patas sobre Fermín.
—¡No, Candela, no puedo consentirlo! —dice emocionado.
—Con usted está mejor que con nadie…
—Pero ¿tú…? —dice sin terminar la pregunta.
—Yo me quedo con Chispa.
Fermín me abraza y comienza a reír con la misma felicidad de un niño.
Chelo viene hacia mí un poco nostálgica para que yo también la acaricie.
Sé que lo está entendiendo todo, estoy segura. A Fermín, aunque sin dejar
de sonreír, también se le han humedecido los ojos.
—¡Candelita, me has dado la vida!
-¡Candelaria, esta será la última vez que hablamos!
—No digas eso, mamá.
—Sé que ya no me necesitas.
—Sí te necesito.
—Tendrás que acostumbrarte.
—Pero yo quiero que sigas ahí, no ha cambiado nada.
—Ha cambiado mucho, aunque todo siga igual.
—Desde que estás muerta dices frases muy profundas…
—Aquí digo siempre la verdad.
—A veces dudo de si he acertado con lo de El Cancerbero…
—Creo que serás feliz, dentro de lo que cabe.
—¿Dentro de lo que cabe?
—Claro, los cuentos de hadas no existen, esto es la vida real.
—Será la vida real, pero yo estoy hablando con una muerta.
—Por poco tiempo.
—No digas eso que me pongo triste.
—Al final, no te quedaste con la herencia. ¡Mira que eres cabezona!
—¡He salido a ti!
—Tú eres mucho mejor que yo.
—Mamá, tú me has ayudado a ser así, sobre todo en los últimos
tiempos…
—Desde que estoy muerta, quieres decir.
—No quería decir eso.
—Tienes razón. Tendría que haber sido mejor madre cuando estaba
viva.
—Y yo debí decirte más veces que te quería.
—Ahora ya lo sé y puedo morirme tranquila.
—Pero si ya estás muerta.
—Bueno, es una forma de hablar. No puntualices todo, mujer.
—¿Vas a estar esta tarde en El Cancerbero?
—No, ya no tengo nada que hacer aquí.
—Mamá, yo quiero que estés.
—Candelaria, ya no estoy.
A Loli no se le ha ocurrido otra cosa que llenar El Cancerbero de globos.
Me parece una mala idea, aunque es peor la de Iván, que ha comprado una
especie de pistola para esparcir confeti que va disparando a diestro y
siniestro, sobresaltando a todos con el ruido de la pistolita. Loli se ha
puesto una blusa dorada con volantes y una minifalda negra de licra
elástica con motitas brillantes. Una especie de cardado imposible en el
flequillo y una sombra verde en los ojos completan su estilismo.
—¿Te gusta? —me pregunta, dando delante de mí una vuelta sobre sí
misma.
—¡Es muy de tu estilo!
—Sabía que te iba a gustar —asiente, satisfecha.
Cuando veo entrar por la puerta a mi abuela, no me lo puedo creer.
—¿Qué haces aquí? —le digo, abrazándola.
—¿Pensabas que me lo iba a perder? Y como a ti no te da la gana de ir
al pueblo, no me queda más remedio que venir a mí…
—¿Cómo has venido?
—¡Me ha traído tu novio! —dice señalando a la calle, donde veo a
Joaquín aparcando su todoterreno.
—¡Pum, pum, pum!
—¡Coño, Iván, estate quieto con la pistolita! —le reprocha Lorelain.
—¡A ver si vas a asustar a la criatura! —dice Loli, tocando el vientre de
su nuera.
Cada vez se le nota más la tripa a Lorelain, ya está casi a punto, pero el
resto del cuerpo lo mantiene delgado hasta el punto de que hay que mirarla
de perfil para saber que está embarazada…
Akanke sale de la cocina con una bandeja de canapés y llama a Iván
para que entre a por más aperitivos, que vamos a distribuir por todas las
mesas para que la gente vaya picando. Entre Loli, Akanke e Iván servirán
las bebidas, porque hoy quieren que yo no haga nada.
Joaquín entra después de aparcar y me besa en los labios, antes de que
Loli lo separe de mí para abrazarle ella.
—Loli me dijo que fuera a por tu abuela al pueblo para darte una
sorpresa —me informa.
—La verdad es que no entiendo lo que estamos celebrando —le digo
con sinceridad.
—¡Qué tía más sosa! —se mete Loli—. ¡Hay mucho que celebrar!
Han venido algunas chicas que trabajan en las oficinas de al lado. A la
mayoría las ha avisado Loli y el resto se ha apuntado al ver el bar tan
animado a estas horas.
—¡Están buenos los canapés! —dice Tomás Cifuentes, masticando uno.
—¡La mayoría los he hecho yo! —le dice Iván.
—¿De qué son? —le pregunta Tomás, que ha venido con tres
compañeros de la comisaría.
—El que te estás comiendo, de salmón, queso y nueces.
—¿Te va todo bien? —le pregunta Tomás con afecto, dándole dos
palmadas en el hombro.
—Sí, inspector, aquello con Lorelain fue un malentendido.
Iván se va contento hacia la barra a poner bebidas y a recuperar su
pistola de confeti, que había dejado para sacar los canapés. Como está
alegre, hace el pino y se pone a caminar sobre las manos.
Fermín y mi abuela están sentados sin parar de hablar de sus cosas. A él
no se le ha quitado la sonrisa desde que sabe que ya no tendrá que
separarse de Chelo. Supongo que mi abuela le estará hablando de lo
maravillosa que soy y le enumerará una a una mis muchas virtudes. Es lo
que hacen todas las abuelas y todas las madres: hablar muy bien de ti
cuando tú no estás.
Akanke ha salido de la barra para charlar un rato con Tomás. Hace
tiempo que todo el mundo sabe que están liados, aunque ellos siguen
creyendo que se trata de un secreto. Espero que no pasara lo mismo
cuando yo estuve con él.
Matías y su marido Luis entran por la puerta y vienen corriendo a
abrazarme. Me da mucha alegría verles, a ellos tampoco les esperaba.
—¡Qué guapísima estás! —me dice Matías, exagerando su pluma.
—¡Ideal! —confirma Luis.
—¿Qué hacéis vosotros aquí? —les pregunto contenta.
—No podíamos faltar —sueltan los dos a la vez.
A ellos, como a todo el mundo, les digo que no sé realmente lo que
estamos celebrando, pero, como nadie me hace caso, me doy un poco por
vencida.
—¡Echaba de menos El Cancerbero! —dice Matías, mirando a su
alrededor.
—La verdad es que está como siempre —le contesto.
—Yo lo noto distinto.
Matías se va a hablar con sus excompañeros de la comisaría, que
esperaban para saludarle. Les presenta con orgullo a Luis como su marido,
aunque con ellos reduce considerablemente su amaneramiento.
Me lo estoy pasando bien, ésa es la verdad. Estoy contenta y me gusta
ver a la gente divertirse.
—¿Sabes dónde está la pistola del confeti? —me pregunta Iván, que me
trae otra caña.
—¡No tengo ni idea! —le miento, porque he visto cómo Lorelain la
escondía en el almacén.
Justo cuando me estaba preguntando por ella, aparece Araceli por la
puerta.
—Perdona que llegue tan tarde, pero había mucho tráfico.
—¿Y José Carlos?
—No ha podido venir.
—Da lo mismo —le digo.
—Estoy de acuerdo contigo, da lo mismo.
Joaquín, por fin, viene un rato a mi lado. La mayoría lo acaba de
conocer, así que no le dejan ni un momento.
—La gente se lo está pasando de maravilla —me informa—. ¿Y tú?
—¡Yo estoy feliz, Joaquín!
—Yo también lo estoy por ti.
—Gracias por haber aceptado mi decisión.
—Has hecho lo que querías hacer y eso también me hace feliz.
Loli coge una sartén y la golpea con un rodillo.
—¡Por favor! ¡Un momento de silencio!
—¡Qué bruta! —le reprocha mi abuela—. Eso se hace con una copa de
cristal y una cucharita.
Todos se ríen, y Loli golpea de nuevo la sartén aún más fuerte.
—¡Quería proponer un brindis! —dice Loli muy solemne.
—¡Espera, mamá! —interrumpe Iván, con todo el mundo en silencio—.
¿Alguien ha visto la pistola del confeti?
—¡Ay, qué cruz! —exclama Loli, y todos ríen.
—¡Sigue, sigue! —le anima Akanke.
Loli bebe un trago de cerveza de su copa antes de alzarla para brindar.
—¡Por Candela! —dice, mirándome a los ojos con su copa en alto.
—¡Por Candela! —repiten todos.
—¡Gracias por quedarte!… Este sitio no tiene sentido sin ti.
—¡Cállate, que me vas a hacer llorar! —digo, riendo y llorando al
mismo tiempo.
—¡Pues que siga la fiesta! —exclama Loli.
Iván sube un poco la música y su madre viene a abrazarme mientras el
resto retoma sus conversaciones. Akanke regresa a hablar con Tomás.
Matías y Luis siguen cogidos de la mano, charlando con los de la
comisaría. Iván ha recuperado su pistola, que dispara de vez en cuando
ante la desesperación de Lore… Fermín pide el tercer limoncello y mi
abuela dice que le traigan otro a ella, que un día es un día…
Me detengo a mirar lo que me rodea. Tengo amigos, a Loli, a Akanke, a
Iván, a Lore y al bebé que vendrá… Tengo una hermana a la que he
empezado a adorar y un hermano al que no me une nada… Tengo una perra
nueva que con toda probabilidad será fea, una abuela que me llama desde
el pueblo constantemente y un anciano al que dar de comer todos los
días… Tengo todavía el ojo de mi madre… Y tengo a Joaquín, que es lo
mejor que me ha pasado en mucho tiempo, aunque no me vaya con él a ese
restaurante tan maravilloso que va a inaugurar en la playa. Ése es su
sueño, pero ésta es mi vida.
Loli tenía razón. Hay mucho que celebrar.
Candela
Juan del Val

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Primera edición en libro electrónico (epub): marzo de 2019


ISBN: 978-84-670-5553-5 (epub)

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