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Este es el tiempo del cambio. España 1982-1996. Una sociedad en
transformación

José Antonio Pérez Pérez


Instituto de Historia Social Valentín de Foronda. UPV/EHU

… 1982 fue el año en que España mudó su piel tradicional, de toro que le decían, por otra de
naturaleza más humana y multicolor. (…) La revolución había llegado, pero quizá no como
pensaban muchos que llegaría. No era aquella una revolución política ni tan siquiera ideológica
en el sentido marxista de la palabra, era más bien una rebelión estética sin patrones que se
nutría de todo el que se dejaba. Lo único que parecía unir a todos aquellos músicos de lo que
se daría en llamar la Movida era una admiración desmedida por la modernidad, en un claro
intento de ruptura drástica con las formas y los contenidos del pasado. El triunfo del PSOE en
las elecciones de octubre supondría el espaldarazo definitivo al caudal creativo de toda una
generación. La palabra clave era cambio. Miguel Ríos utilizó su exitosa y larga gira de aquel año
para lanzar la profecía (“Este es el tiempo del cambio, el futuro se puede tocar...”); Felipe
González era el Mesías; los artistas e intelectuales progresistas actuaron de apóstoles; la
Movida, de Hosanna hey; y Alaska, de María Magdalena. ¿Un Judas también? Cómo no, el
ínclito Georgie koumbó de la selva 1 .

La popular serie de TVE Cuéntame como pasó arrancaba su nueva temporada situando la acción tan
solo unos meses antes de la victoria de los socialistas en octubre de 1982. Se ha escrito mucho
sobre una serie que desde 2001 nos recuerda el pasado más reciente de este país a través de una
trama familiar de clase media. Cuenta con buenos guiones y con un plantel de magníficos actores
que hacen convincentes y cercanas al gran público situaciones y circunstancias que probablemente
en otras manos serían muy poco creíbles o peor aún, darían lugar a un amable pastiche
costumbrista, una especie de crónica sentimental con ribetes históricos. La voz en off de Carlos, a
quien hemos visto creer desde que era un niño hasta convertirse en un joven empresario hostelero y
representante de un grupo de la movida madrileña, nos recuerda a otra legendaria serie, Aquellos
maravillosos años. Ambas producciones arrancaron el desarrollo de su trama argumental en un año
tan simbólico como fue 1968. Las críticas sobre la calidad de la serie han sido más o menos
unánimes y como reflejo de ello están los numerosos premios y reconocimientos que ha obtenido a
lo largo de los últimos años. Sin embargo, la opinión de la profesión, nos referimos a la de los
historiadores, ha sido menos entusiasta. El tratamiento de determinados acontecimientos y
personajes por parte de la serie suele comentarse en las tertulias de café, pero salvo algunas
excepciones no ha merecido la atención de los historiadores –nosotros no nos rebajamos a eso–, un
hecho que sorprende, sobre todo porque constituye un vehículo que de un modo otro está
contribuyendo a construir y difundir entre amplias capas de nuestra sociedad actual un determinado
relato de lo sucedido en la España reciente (E. Ladrón de Guevara et al., 2003, 28-39).
Al margen de las críticas –y en algunos casos del cierto desdén que ha provocado la serie
entre los historiadores–, lo cierto es que ha servido para que muchos españoles nos miremos en el
espejo del pasado y rememoremos la importancia de los cambios políticos y sociales que se
produjeron en este país durante aquellos. A lo largo de los últimas temporadas de la serie hemos
podido asistir, entre otros acontecimientos, al atentado contra el presidente Carrero Blanco, a la


1 http://www.cuandocalientaelsol.net/1982-la-historia/.

Navajas Zubeldia, Carlos e Iturriaga Barco, Diego (eds.): España en democracia. Actas del IV Congreso Internacional de 63
Historia de Nuestro Tiempo. Logroño: Universidad de La Rioja, 2014, pp. 63-82.

ESTE ES EL TIEMPO DEL CAMBIO. ESPAÑA 1982-1996. UNA SOCIEDAD EN TRANSFORMACIÓN

muerte de Franco, a la matanza del despacho de los abogados laboralistas de la calle Atocha, al
intento de golpe de Estado del 23-F o a la victoria del PSOE en las elecciones generales de octubre
de 1982. La desaparición de algunos de los más importantes personajes políticos que
protagonizaron la Transición, como Santiago Carrillo, Manuel Fraga o más recientemente el
expresidente Adolfo Suárez, ha sido recordada y se ha rendido homenaje a su figura en diferentes
capítulos. Incluso se ha hecho eco de algunas polémicas, como la surgida por el tema de las
exhumaciones de las víctimas de la guerra civil y el franquismo o la que se ha levantado a raíz de la
denominada vía argentina, que trata de encausar judicialmente a responsables de los abusos y torturas
cometidas por miembros de los aparatos del estado franquista. En este sentido la serie ha ido
evolucionando durante los últimos años y se ha visto también influenciada por determinadas
lecturas o relecturas del pasado que se han visto de un modo u otro trasladadas a la narración,
como ha ocurrido con el caso de la corrupción inmobiliaria o con el tema de los malos tratos hacia
las mujeres. En todo caso, tanto desde el punto de vista político, como social y cultural, la serie
reproduce una determinada versión de la Transición, que podríamos definir como oficial, aunque ha
introducido durante los últimos años nuevos elementos y claves para interpretar este periodo de
nuestra reciente historia.
Pero, además de ello, la serie constituye también un interesante repaso sobre los diferentes
fenómenos y trasformaciones sociales que se produjeron durante los últimos años del franquismo y
la transición a la democracia. La primera temporada arrancaba en 1968 con la referencia al asesinato
de Martin Luther King como telón de fondo, cuya noticia se escuchaba aún a finales de los ochenta
en la radio, pero la familia Alcántara era un tanto ajena a aquel acontecimiento y estaba mucho más
expectante por la llegada del primer aparato de televisión a su hogar, mientras la hija mayor trataba
de ocultar las píldoras anticonceptivas recién traídas de París por una amiga. A lo largo de estos
últimos años hemos podido asistir al desarrollo de la mayor parte de las transformaciones sociales
ocurridas durante aquella época, como el éxodo migratorio del campo a la ciudad, la incorporación
de la mujer al mundo laboral, la transformación de la familia, el proceso de secularización abierto en
la sociedad española, la conflictividad laboral, el aborto, la legalización de los anticonceptivos y del
divorcio, la irrupción de la denominada movida madrileña, la visibilización de los homosexuales, la
crisis económica de finales de los años setenta, los primeros coletazos de la heroína o la explosión
de la delincuencia que se produjo durante la transición.
Como decíamos, la nueva temporada arrancaba en 1982, unos pocos meses antes de la
victoria de los socialistas que terminaría por llevarles a la Moncloa en olor de multitudes. Eran
tiempos de cambio, como se afirmaba en el que texto encabeza esta ponencia y el futuro –el mismo
que anunciaba Miguel Ríos en sus conciertos–, se podía tocar. La canción hizo furor. El artista
granadino se había convertido en una verdadera estrella y anunciaba la llegada de una nueva era
llena de esperanzas. Las juventudes socialistas adoptaron aquella canción como un himno y lo
utilizaron durante la campaña de las elecciones de 1982 con un extraordinario éxito 2 .
La aparición de fenómenos de carácter contracultural, como la denominada movida madrileña
sirvieron para poner en evidencia hasta que punto que se estaba produciendo un cambio en aquella
sociedad. El arranque de los años ochenta constituyó una explosión de creatividad que hizo de la
transgresión su seña de identidad. Artistas gráficos, directores de cine, fotógrafos, pintores,
diseñadores, escritores, dibujantes, músicos y una larga lista de creadores –algunos verdaderamente
notables y otros de más dudosa calidad–, rompieron con los viejos y encorsetados clichés que
habían definido la cultura de masas hasta aquellos momentos. La música y su capacidad de
atracción y difusión de nuevos estilos de vida fue determinante en este proceso. La aparición de
decenas de grupos musicales conectó con un sector muy importante de la juventud española (J. M.
Lechado, 2005), pero no exactamente con aquellos que habían vivido y participado activamente en
el antifranquismo. No se trataba ya de los cantautores ni de los conciertos que habían servido como

2 El propio artista ha recordado en varias ocasiones como cedió voluntariamente la canción para ser utilizada
en las elecciones, por lo que los socialistas una vez en el poder le quedarían sumamente agradecidos. Me dijo
Guerra: «No sabemos cuántos diputados te debemos, pero muchas gracias». En aquel momento, estaba
completamente de acuerdo con los postulados del PSOE, por eso lo hice, http://www.larazon.es/
detalle_hemeroteca/noticias/LA_RAZON_301384/2919-miguel-rios-el-rock-es-un-pais-para-jovenes-necesi
ta-mucha-energia.

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forma de protesta durante el último tramo de la dictadura. Los nuevos grupos, con sus letras
desenfadadas, sus formas de vestir y de comportarse resultaban transgresores e irreverentes pero
carecían, salvo en contadas excepciones, de un discurso político definido. Sin embargo, la llegada de
los socialistas al poder, con un lema a favor del cambio, amplificó la difusión de todas estas nuevas
formas contraculturales. Madrid se llenó de locales de culto donde se escuchaba la música de estos
grupos y donde se exponían las obras de todos aquellos creadores (Gallero, J. L. 1991). La radio, y
no sólo la privada a través de las radiofórmulas, sino la pública, a través de Radio Nacional de
España, de programas y de periodistas especializados, conectaron con una audiencia joven y
desenfadada, deseosa de escuchar nuevas músicas y nuevos mensajes.
El PSOE supo rentabilizar aquel torrente de actividad vinculándolo de un modo u otro a
su propio proyecto de cambio y modernización, aunque muchos de aquellos artistas ni siquiera se
identificasen con un proyecto ni con un discurso político concreto. Algunos personajes como el
propio alcalde de Madrid, Enrique Tierno Galván, con sus famosas palabras sobre el coloque de los
jóvenes animaron a ello y crearon una imagen desenfadada y permisiva que escandalizó a los
sectores más conservadores para regocijo de los más progresistas. Este fenómeno se vio favorecido
también por la visibilización de los homosexuales y lesbianas en el espacio público y, sobre todo,
por las luchas que protagonizaron a favor de sus derechos y libertades. El madrileño barrio de
Chueca, con el asentamiento de la comunidad gay, se convirtió en un símbolo de todo ello y pasó a
formar parte de las señas de identidad de aquella movida madrileña.
En 1983 TVE estrenó un programa que se convirtió rápidamente en un referente para toda
una generación. Durante los años anteriores otros espacios como Popgrama, emitido entre 1977 y
1981, habían abierto el camino hacia nuevas expresiones y manifestaciones artísticas, pero Paloma
Chamorro y su Edad de Oro tuvieron un impacto mayor aún. Las entrevistas y actuaciones en
directo, tanto de consagrados artistas extranjeros como de aquellos jóvenes e inexpertos grupos
nacionales, dieron lugar a numerosas protestas y escándalos, llegando incluso algunos de ellos al
parlamento y a los tribunales. Las películas más undergroung, como Pepi, Luci y Boom o la Ley del deseo
de un joven director como Pedro Almodóvar se proyectaban a mediados de los años ochenta en
TVE en una franja horaria de máxima audiencia. Las revistas culturales, los comics, las radios libres
y los fanzines constituyeron también un canal de expresión que contribuyó sin duda a difundir las
transformaciones que se estaban produciendo en ciertos sectores (Vilarós, T. M., 1998).
En todo caso, la movida madrileña fue un fenómeno muy concreto, limitado a la capital de
España y a la vez muy plural. Se trató de una confluencia de diferentes sensibilidades que adoptó
numerosas y hasta contradictorias formas de expresión, pero en la periferia también se produjeron
otro tipo de actividades vinculadas a la música y a otras formas artísticas. En algunos casos
crecieron al calor de las transformaciones y protestas sociales que se extendieron en aquellos
centros urbanos e industriales sumidos en los procesos de reconversión, como ocurrió por ejemplo
en ciertos núcleos del País Vasco o en localidades gallegas como Vigo. En el primero de ellos
incorporaron estéticas y discursos políticos vinculados más o menos a la izquierda nacionalista
(como ocurrió claramente en el caso del denominado Rock radical vasco) o al movimiento punk, del
que bebía la mayor parte de estos grupos.
Cambio, esa era la palabra mágica, como se ha recordado en alguna ocasión, un cambio que
transformase aquella España que acababa de salir de una larga dictadura, y que arrastraba décadas
de retraso en muchas cuestiones respecto a los países del entorno más próximo. Cambio que se
tradujo como sinónimo de modernización o de modernidad, otro de aquellos conceptos capaces de
generar una ilusión sin precedentes en la historia reciente de este país, a pesar de que la mayor parte
de la sociedad española desconociera el verdadero significado del término ni el alcance que ello
tendría. Como se ha afirmado “el objetivo era llevar a España a la modernidad, regenerando la vida
política y social a la vez que se trataba de sacarla de su secular aislamiento” (A. Soto Carmona,
2006, p. 9). Fue sin duda el logro que con mayor orgullo exhibió el presidente Felipe González, ya
desde una fecha tan temprana como 1985, con motivo de la conmemoración de la victoria electoral
que le había llevado a la Moncloa tres años antes (J. Avilés Farré, 2013, 38).
Tras el relevo que se produjo en 1996, donde los socialistas pasaron a la oposición y el
Partido Popular se hizo con el poder, la sociedad española –e incluso la propia configuración del
Estado, con las extensión de una serie de servicios sociales que dieron lugar a lo que conocemos

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como el Estado del bienestar–, había experimentado un intenso proceso de transformación, pero
convendría reflexionar sobre cuales de aquellos cambios fueron consecuencia directa de la acción
de los gobiernos del PSOE y cuales fueron el resultado de un proceso de más larga duración.

La confirmación de una nueva sociedad


Algunos de los cambios más importantes que culminaron a mediados de la década de los años
noventa fueron consecuencia directa de las trasformaciones que comenzaron a producirse en
España desde varias décadas atrás. Especialmente significativos fueron los cambios demográficos
que transformaron la sociedad de forma radical a partir de los años sesenta. Para 1975 España
prácticamente había duplicado la población de principios de siglo. La reducción de las tasas de
natalidad y de mortalidad –y más en concreto de la mortalidad infantil–, constituyeron algunos de
los avances más importantes que impulsaron ese crecimiento. Todo ello se tradujo en una rápida
modernización de la estructura demográfica y social española, similar a la que presentaban algunos
de los países más avanzados de nuestro entorno más próximo (M. Motes, 2008, pp. 129-164 y R.
Gómez Redondo, 2005, pp. 37-56). Estos cambios de tendencia dieron lugar en pocas décadas a un
incremento de la esperanza de vida, pero también a un inevitable envejecimiento de la población.
En 1980 la esperanza de vida de los hombres se situaba en 72’52 años, mientras que la edad de las
mujeres alcanzaba los 78’61 años. En 1996 la esperanza de vida de los hombres había crecido hasta
los 74’4 años y la de las mujeres superaba la mítica barrera de los 80, para situarse en los 81’8 años
de edad (F. J. Goerlich Gisbert y R. Pinilla Pareja, 2006, p. 26).
Pero no fueron los únicos cambios. España dejó en muy poco tiempo de ser un país rural
para convertirse en urbano, gracias, en gran medida, al enorme flujo migratorio que se produjo
desde principios de los años sesenta hasta mediados de la década siguiente. A lo largo de ese
periodo aproximadamente dos millones de españoles abandonaron el campo en dirección a las
ciudades y un número similar emigró hacia Europa en busca de nuevas oportunidades. Aunque a
partir de 1975 España comenzó a registrar un saldo migratorio positivo como consecuencia del
retorno de los emigrantes que habían abandonado el país durante los años anteriores, el trasvase de
población del campo a la ciudad ya se había dejado sentir de forma notable. Este proceso dio lugar
a un reforzamiento de los sectores industrial y de servicios en detrimento del sector primario y
derivó en un cambio de un enorme calado que terminaría por afectar al acelerado proceso de
urbanización que se produjo durante aquellos años. El proceso fue tan intenso que cambió de
forma radical las expectativas de una parte importante de esa sociedad, transformó la vida cotidiana,
los usos y costumbres y, en definitiva, la propia mentalidad de los protagonistas.
Como se ha apuntado, una de las novedades más importantes fue el descenso de la
natalidad, que se aceleró entre 1977 y 1986 para ralentizar esta tendencia a partir de este último año.
Fueron varios los factores que incidieron en este descenso. El más importante fue la caída de las
tasas de fecundidad y respondió fundamentalmente al nuevo rol que había comenzado a jugar la
mujer en España, sobre todo tras su incorporación al mercado de trabajo fuera del ámbito del
hogar. El profundo y acelerado cambio que se produjo en el sistema de valores tan arraigados hasta
entonces en la sociedad española con respecto a la moral, la familia o las relaciones sociales, donde
la influencia de la Iglesia había sido determinante, tuvo un papel decisivo en este proceso.
Ciertamente el cambio social ya se encontraba en pleno desarrollo pero algunas medidas que
introdujeron los socialistas en los primeros gobiernos aceleraron esta evolución. La extensión de los
métodos anticonceptivos contribuyó decisivamente al establecimiento de una planificación familiar.
La caída de la nupcialidad comenzó a hacerse notar desde finales de los años setenta y fue otro de
los síntomas de las trasformaciones sociales que se produjeron durante aquellos años. Desde
1978/79 la tasa de nupcialidad descendió dos puntos y se situó en torno al 5 por mil. Fueron
diversos los factores que incidieron en este cambio de tendencia, desde el propio proceso de
secularización de la sociedad –sobre el que volveremos más adelante– hasta las consecuencias de la
crisis económica que se hicieron sentir con toda crudeza a partir de esos años. A pesar de la caída
general de la nupcialidad, esta afectó más a los matrimonios religiosos, ya que los civiles
experimentaron un importante incremento en consonancia con la profunda transformación social
que se estaba produciendo en esos años en la sociedad española. Los matrimonios civiles en 1975

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apenas representaban en 1975 un insignificante 0’4 por cien del total. En 1981 ascendieron al 6 por
cien y llegaron en 1991 a representar el 19 por cien de las uniones. Este proceso se vio salpicado
por importantes novedades como la aprobación de la Ley del Divorcio de 1981 –que fue reformada
durante el primer gobierno socialista–, aunque probablemente su incidencia fue menos importante,
y sobre todo menos apocalíptica, de lo que auguraban los sectores mas conservadores y la propia
Iglesia a través de las diferentes campañas que pusieron en marcha contra la citada ley. De hecho,
diez años después de su aprobación, tan solo el 1’2 por cien de la población española se había
divorciado o separado.
Todos estos cambios influyeron de forma determinante en la composición de la estructura
demográfica de la sociedad española (M. Guijarro y O. Peláez, 2008), que comenzó a perder
población infantil y juvenil mientras el grupo de la tercera edad no dejaba de crecer, dibujando la
característica pirámide poblacional de los países desarrollados y envejecidos. Este cambio radical de
tendencia dio lugar a la “aparición” de una cuarta edad compuesta por un importante grupo de
hombres y mujeres –especialmente por éstas últimas– con una edad que superaba los 75 años y
demandaba nuevas atenciones y mayores recursos económicos y sociales.
La incorporación de la mujer al mundo laboral, unida a los anteriores cambios
demográficos, favorecieron otra serie de trasformaciones, como aquellas que afectaron a la propia
familia española, tanto en su composición como en su consideración social. Si la gran familia
constituyó uno de los referentes simbólicos que trató de difundir el régimen franquista su imagen
costumbrista quedó en pocos años como un referente nostálgico del pasado. La tradicional familia
española, que había encarnado durante décadas el ideal nacionalcatólico de la sagrada familia como
garante del orden social, evolucionó rápidamente hacia nuevas formas y nuevos comportamientos,
al ritmo que marcaba la sociedad de los años ochenta. A lo largo de esa década la mayor parte de las
familias siguió siendo nuclear, pero poco a poco las familias monoparentales, las compuestas por
personas mayores o por mujeres solteras y con hijos fueron ganando terreno dentro de aquella
sociedad.
La familia no fue ajena a la tremenda crisis económica y la reconversión industrial de los
años ochenta que afectó profundamente a los hogares, retrasando la salida de los hijos en edad de
independizarse. Este fenómeno se intensificó a lo largo de la década siguiente, como consecuencia
del enorme paro juvenil que se registró a lo largo de aquellos años, pero también probablemente
debido al cambio que se estaba produciendo en la juventud española, menos decidida a abandonar
el hogar familiar y a renunciar con ello a la seguridad que este ofrecía en unos momentos tan
inciertos y faltos de expectativas como los que se abrieron para los jóvenes en aquellos momentos.
Como apuntábamos anteriormente la sociedad española sufrió un profundo proceso de
secularización durante aquel periodo, pero en realidad todo comenzó mucho antes, durante el
propio franquismo, a principios de la década de los años sesenta. La influencia del Concilio
Vaticano II impulsó algunos de los cambios más importantes dentro de la Iglesia, aunque para
muchos españoles no eran suficientes. La propia transformación que comenzó a producirse en el
seno de aquella sociedad tras el abandono de la miseria de los años cuarenta y cincuenta incidió en
ello. El acceso a nuevos niveles de consumo, de confort e incluso de propiedad, fue dibujando una
sociedad cada vez más urbana y moderna que fue desprendiéndose del férreo control social que
había ejercido el nacionalcatolicismo para dar lugar a nuevos comportamientos sociales, cada vez
más parecidos a los de los países del entorno más próximo. Las conclusiones del informe FOESSA
publicado a comienzos de los años setenta sirvieron para poner de manifiesto la profundidad del
cambio que había experimentado aquella sociedad y sobre todo, el desapego y alejamiento de la
Iglesia que se observaba entre las clases trabajadoras, pero –lo que era más importante– también
entre las clases medias y los jóvenes de toda condición, incluidos los universitarios (F. Montero,
1994 y A. L. López Villaverde, 2009, p. 158).
La muerte de Franco aceleró este proceso. Los cambios que introdujo la Constitución de
1978, garantizando la libertad de creencias y de culto, trasladaron al papel las expectativas y
aspiraciones de un sector muy importante de la sociedad española, que para entonces ya había
comenzado a romper con los viejos valores sobre los que se había sostenido durante las últimas
décadas. Como acertadamente se ha apuntado “la Iglesia española dejó de ser un grupo de
referencia casi obligatorio de pertenencia para los españoles y el catolicismo perdió el peso

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específico como una esencia fundamental de la identidad histórica y cultural española” (A. Soto
Carmona, 2005, p. 339). Aquella concepción tradicional y ultraconservadora del orden, la moral y
las costumbres fue sustituida por otra mucho más plural y conforme a los nuevos tiempos que
contemplaba claramente la separación entre la Iglesia y el Estado. La mayor parte de la sociedad
española – incluidos los sectores más progresistas del mundo católico– aceptó y apoyó ese cambio.
No ocurrió lo mismo con otras iniciativas que fueron recibidas por la Iglesia y por los sectores
políticos más reaccionarios como un ataque directo contra la institución y contra “la propia
esencia” de la familia. La promulgación de las leyes del divorcio (1981) y de despenalización parcial
de aborto (1985) –en este último caso impulsada ya el gobierno socialista– elevaron el tono de las
críticas de la Conferencia Episcopal Española (P. Martín de Santaolalla, 2006). Un dato revela la
gravedad del problema. En el año 1985 cerca de 90.000 mujeres volaban aún a Londres para
abortar. Sin embargo los socialistas midieron al milímetro las decisiones en este terreno, optando
por soluciones intermedias, como los supuestos que contempló la Ley del aborto; decisiones en
todo caso que no terminaron por satisfacer ni a la Iglesia ni a los sectores situados a la izquierda del
PSOE, incluidos los grupos feministas. Como se ha apuntado: “el PSOE llevó con extremada
cautela aquellas acciones que rozaban a la Banca, a la Iglesia o el Ejército. Ninguna de las grandes
decisiones se tomó sin la aquiescencia de esas fuerzas, sobre todo en aquello que les afectaba
directamente” (J. Aróstegui, 1999, p. 317).
El problema surgido a partir de la promulgación de la nueva Ley Orgánica de Derecho a la
Educación de 1985 (LODE) no tocaba en principio un aspecto tan espinoso como lo había hecho
la Ley del aborto, pero puso de relieve las importantes diferencias sobre el desarrollo de artículos de
la Constitución “ambiguamente pactados”. Por un lado estaba la acomodación de los colegios
católicos al nuevo régimen de conciertos diseñado por la nueva Ley y por el otro, el lugar que debía
ocupar la enseñanza en el curriculum escolar y el status laboral de los profesores de religión (F.
Montero, 2013, p. 262). La magnitud de las manifestaciones católicas que organizaron las
Congregaciones religiosas dedicadas a la enseñanza y la Confederación de Padres Católicos contra
los socialistas durante la primera legislatura puso de manifiesto el importante nivel de confrontación
que el asunto llegó a alcanzar. Como ocurrió con el tema anterior el ministro Maravall trató de no
forzar la situación, flexibilizó las condiciones de financiación pública de los colegios religiosos a
través del régimen de los conciertos, garantizando al mismo tiempo la libertad religiosa en la escuela
mediante la regulación de la enseñanza de la religión en los distintos niveles educativos (F.
Montero, 2013, p. 270)
Las mujeres fueron probablemente las protagonistas más importantes de los intensos
cambios que se vivieron en la sociedad española de aquella época. La promulgación de la
Constitución de 1978 supuso un gran paso en la equiparación de derechos entre hombres y
mujeres. Sin duda la igualdad ante la ley marcó un hito histórico en este proceso sobre el que se
siguió profundizando durante los siguientes años. La Unión de Centro Democrático fue quien
impulsó ya desde el gobierno las primeras medidas reformadoras en este terreno, pero la victoria de
los socialistas en las elecciones de 1982 levantó unas enormes expectativas, sobre todo entre
aquellos sectores más sensibilizados con las reivindicaciones de la mujer. Los grupos feministas y
los sectores de la izquierda entendieron que las leyes no eran suficientes para promover un cambio
de esas proporciones. Por ello exigieron iniciativas complementarias, como la puesta en marcha de
un organismo específico dentro de la propia administración española similar a los que existían en
los países del entorno más próximo, encargado de promover y elaborar políticas activas de igualdad,
de proponérselas al gobierno y de coordinar a los diferentes ministerios implicados en estas
materias. La creación del Instituto de la Mujer constituyó un importante avance en este sentido. El
trabajo del IM se centró básicamente en la puesta en marcha de una serie de campañas de
información dirigidas a las mujeres, debido al enorme desconocimiento que existía entre este sector
sobre sus propios derechos, a pesar de los importantes cambios que habían introducido las leyes y
la propia Constitución (M. Agustín Puerta, 2003, pp. 492-504).
Las políticas a favor de la equiparación de derechos entre hombres y mujeres impulsadas
por el Instituto de la Mujer se agruparon a partir de la segunda legislatura socialista en torno a los
sucesivos planes de igualdad; y se fueron orientando a favor de la eliminación de las diferencias por
razones de sexo. Este organismo elaboró y publicó numerosos estudios sobre la situación de la
mujer en España con el fin de poner de relieve algunos de los problemas más graves que

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soportaban las mujeres, como el del maltrato a manos de los hombres. Esta línea de actuación se
vio sensiblemente reforzada con la puesta en marcha de organismos similares en las diferentes
comunidades autónomas y por el papel que también desarrollaron los ayuntamientos, al ser las
instituciones más cercanas a la ciudadanía (E. Roldán García, 2004 y R. Gomá, 2003).
La legalización de los anticonceptivos y la despenalización parcial del aborto, constituyeron
dos importantes avances para las mujeres, aunque como ya se ha apuntado anteriormente, un sector
de la izquierda –y sobre todo el movimiento feminista– consideraron esta última medida como una
verdadera cesión ante la iglesia y los colectivos más conservadores de la sociedad española. En todo
caso la desvinculación entre sexualidad y reproducción tuvo unas consecuencias determinantes en el
proceso de emancipación de las mujeres, algo que terminó por extenderse y afectar a la propia
mentalidad de la sociedad española. A lo largo de estos años se ampliaron los delitos contra la
libertad sexual y se tipificaron como falta los malos tratos (Ley Orgánica 3/1989). Los cambios
también afectaron al ámbito laboral, donde, además de la aprobación del Estatuto de los
Trabajadores, se ampliaron algunos derechos sociales, como el que afectó al permiso de
maternidad, que pasó a ser de dieciséis semanas.
Indudablemente España cambió de forma radical entre 1982 y 1996. La propia estructura
social y laboral del país experimentó una notable transformación, pero como se ha apuntado
también en otras cuestiones, especialmente en aquellas relacionadas con la evolución demográfica,
buena parte de estos cambios deben inscribirse en un proceso larga duración, mucho más amplio
que el comprendido por el ciclo de los gobiernos socialistas de aquellos años.
La propia estructura social y laboral se transforma. Desde la década de los sesenta del siglo
XX se produjo un descenso del porcentaje de trabajadores manuales y de las viejas clases medias, es
decir, de los pequeños propietarios y autónomos de la agricultura, la industria y los servicios frente
al ascenso de una nueva clase media constituida por empleaos de oficina, funcionarios,
profesionales y técnicos que se consolidó durante los años ochenta y noventa, un proceso que sin
duda se vio favorecido por la modernización y descentralización de la administración pública.

Hacia el Estado (democrático) del bienestar


Aunque algunos autores se remontan al proceso de expansión y modernización del sistema de la
Seguridad Social que tuvo lugar entre 1965 y 1975, para situar el punto de partida del Estado de
bienestar (G. Rodríguez Cabrero, 2013, p. 148), los especialistas en la historia del mundo del trabajo
son mucho más críticos con este tipo de planteamientos y cuestionan que el franquismo fuera el
impulsor de un sistema de protección social mínimamente homologable a cualquiera de las
economías europeas del entorno (J. Babiano, 2005 y 2007). Habría que esperar hasta la firma de los
Pactos de la Moncloa para situar la construcción y extensión de un Estado –democrático lo han
denominado algunos autores– del bienestar.
Algunos organismos básicos de este sistema se pusieron en marcha antes de la llegada de
los socialistas al poder. En 1978 se fundó el Instituto Nacional de Empleo (INEM), dedicado al
registro público de los contratos de trabajo, a la gestión del empleo, y sobre todo, tras la aparición
de la crisis económica que comenzó a sacudir a España a partir de aquellos momentos, a gestionar a
las prestaciones por desempleo, convirtiéndose en uno de los símbolos de aquella época. Ese
mismo año nació el Instituto Nacional para la Salud (INSALUD), y el Instituto de Mayores y
Servicios Sociales (IMSERSO), que incorporó también los servicios dedicados a los personas
discapacitadas; otra institución que fue alcanzando un mayor protagonismo a medida que se fue
produciendo el envejecimiento de la población que antes se ha apuntado. En la misma línea habría
que señalar también la creación del Instituto Nacional de la Seguridad Social, que se encargaría en el
futuro de la gestión de los beneficios económicos por jubilación o por la pérdida del empleo (A.
Soto Carmona Soto, 2005, p. 441).
Pero fue sobre todo a partir de la llegada de los socialistas al poder, cuando este Estado del
bienestar se extendió, gracias en gran medida a la reforma permanente de la Seguridad Social que se
produjo con el fin de garantizar la continuidad de los mercados de trabajo cada vez más
segmentados. Fue a lo largo de ese periodo cuando se procedió a la universalización de los

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derechos a la sanidad y a la educación y cuando se amplió la construcción de un sistema de


prestaciones y servicios sociales. Este proceso que tuvo lugar a lo largo de las cuatro legislaturas
socialistas, no fue lineal y estuvo marcado por diferentes circunstancias, especialmente por la
marcha de la economía que sufrió a lo largo de esos catorce años dos importantes crisis, sobre todo
la primera, que afectaron duramente a España. Entre 1982/83 y 1985, en un complicado contexto
marcado por la reestructuración del sistema económico, se produjo una relativa contención del
gasto social que fue seguida en una segunda etapa entre 1986 y 1996 con un cariz más
socialdemócrata, donde se incrementó de forma notable el gasto. Esto último fue debido en gran parte
a las buenas perspectivas económicas que impulsaron la entrada de España en la UE y a la presión
de las organizaciones sindicales de clase. Aunque en esta última fase también se produjo una cierta
rectificación en las políticas sociales tras las crisis de 1992/94, que obligó a introducir recortes en el
gasto por desempleo y a establecer nuevos consensos en torno a la política de Pensiones; como
quedó patente en la firma de los Pactos de Toledo de 1995 (A. González Temprano, 1998, p. 152)
Precisamente fueron la protección de la salud y la extensión y mejora de los servicios
sanitarios algunos de los ámbitos donde la labor de los socialistas fue más patente. Durante los
primeros años se procedió a una reforma del sistema de ambulatorios de la Seguridad social, que
dio lugar a la creación de un gran número de Centros de Salud y de Equipos de Atención Primaria.
En este contexto la aprobación de la Ley de General de Sanidad en 1986 sirvió para impulsar la
creación del Sistema Nacional de Salud (R. Pérez Giménez, 2000, pp. 251-283). La puesta en
marcha de las Comunidades Autónomas, con la consiguiente trasferencia de las competencias en
esta materia, constituyó un paso muy importante que demostró la eficacia y ventajas de la
descentralización del Estado en la universalización de la atención sanitaria. La mejora de los
servicios fue evidente, aunque ello no quiere decir que se resolvieran todas las carencias y
problemas que presentaba la sanidad española a finales de los años setenta. Las interminables listas
de espera o los problemas para la libre elección de los médicos y los servicios sanitarios fueron
algunas de las cuestiones que dieron lugar una mayor insatisfacción, sobre todo, entre aquellos
amplios sectores de la sociedad española que no podían acceder a un seguro privado. Pero en
conjunto, la sanidad pública y la cobertura que ésta pasó a ofrecer, experimentaron un importante
avance al final del ciclo de los gobiernos socialistas, constituyendo uno de los pilares básicos del
Estado del bienestar.
La educación fue otro de los ámbitos donde el lastre del franquismo se había manifestado
con mayor crudeza. La concepción profundamente elitista de la educación promovida por el
régimen había dejado un legado desolador. A pesar de las evidentes mejoras que introdujo la Ley de
la educación de 1970 tras la muerte de Franco la escuela pública presentaba aún enormes carencias.
Los “colegios nacionales” seguían siendo el reducto donde se educaban los hijos de “las clases más
humildes”, por utilizar los términos y eufemismos del tardofranquismo, es decir, aquellas que
carecían de recursos suficientes para acceder a un colegio de pago. La Educación General Básica
tenía carácter obligatorio y gratuito y cubría el ciclo entre los seis y los catorce años pero dejaba un
vacío incierto a partir de esa edad. Cuando los socialistas llegaron el poder en octubre de 1982 –tras
una fallida Ley Orgánica del Estatuto de los Centros escolares que fue promulgada en 1980 por la
UCD– existían aún cerca de 300.000 niños y niñas de 14 y 15 años sin escolarizar.
La Ley de Reforma Universitaria (LRU, 1983), la Ley Orgánica Reguladora del Derecho a
la Educación (LODE, 1985) y la Ley de Ordenación General del Sistema Educativo (LOGSE,
1990) constituyeron las piedras angulares de la política educativa de los gobiernos socialistas.
Durante aquellos años las inversiones crecieron de forma notable y se crearon nuevos centros
educativos, la presencia femenina en las aulas se extendió hasta igualar e incluso superar al de los
chicos en determinados niveles y se promovió una generosa política de becas que permitió hacer
realidad el sueño de muchos de aquellos padres de los años sesenta: llevar a sus hijos a la
universidad (J. M.ª Marín Arce, 2001, p. 331). Sin embargo, algunos de los problemas más
importantes, como el alarmante porcentaje de fracaso escolar, quedaron sin resolver. Por otro lado
la política educativa de los socialistas encontró una notable contestación por parte de los docentes y
sobre todo de los estudiantes, que protagonizaron a mediados de los años ochenta algunas de las
más importantes movilizaciones, como las que tuvieron lugar contra la ley de Reforma Universitaria
que contaron con la adhesión de los Profesores No Numerarios (PNN) y con la participación miles

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JOSÉ ANTONIO PÉREZ PÉREZ

de estudiantes en protesta por el incremento de las tasas, la política de becas y los números clausus
en algunas carreras.
Las pensiones fueron otro de los pilares, junto con la sanidad y la educación, más
importantes del gasto social y en definitiva, y uno de los elementos fundamentales del Estado del
bienestar. A lo largo del ciclo socialista se pusieron en marcha diversas iniciativas en este terreno
dirigidas a la mejora de las pensiones, como el Real Decreto 383/1984 (Desarrollo de la Ley
13/1982 LISMI, de protección social a discapacitados), la Ley 26/1985 de reforma del sistema
contributivo de pensiones de la SS, que extendió el periodo de cotización de 10 a 15 años e
introdujo un nuevo sistema de cálculo de las pensiones, el Real Decreto 3/1989, que mejoró la
protección en pensiones y extendió la protección a los parados, la Ley de 26/1990 no contributivas
y el RD 357/1991, y los Reales Decretos de 728/1993 de extensión de pensiones asistenciales a
españoles emigrantes en el extranjeros y 1/1994, texto refundido de la Ley general de la Seguridad
Social.
Ciertamente tras el ciclo de los socialistas las pensiones experimentaron un importante
crecimiento pero hasta 1989, el incremento de las retribuciones se fijó en función de la inflación y
las pensiones no se revisaban en caso de producirse alguna desviación sobre lo previsto, lo que dio
lugar a que las subidas fueran finalmente mucho más moderadas. Solo tras la histórica huelga de
1988 se revisó este sistema contemplando unas subidas más acordes con la realidad social del
momento. Sin embargo, el aumento de las pensiones, tanto de los beneficiarios como de las
cuantías, en un país cada vez más envejecido que había sufrido varios procesos de reconversión y la
existencia de un déficit desde 1993, obligaron a una seria reflexión sobre la viabilidad del sistema
que culminó con la firma del denominado Pacto de Toledo (G. Rodríguez Cabrero, 2002, p. 3 y J.
A. Herce y V. Pérez Díaz, 1995).
La extensión y mejora de todos estos servicios incidió directamente en un considerable
aumento en el gasto público social. Durante el periodo 1982/96 este último pasó de representar el
38% del PIB en 1982 a un 46% en 1996. De esos ocho puntos, cinco, es decir, dos terceras partes,
corresponderían exclusivamente al gasto social. Sin embargo, como se ha comentado (G. Rodríguez
Cabrero, 2013: 160), la reestructuración y racionalización del gasto que se planteó a mediados de los
años noventa no solo se produjo como una exigencia del control del gasto presupuestado, sobre
todo después de la crisis del bienio 1993/94, sino también como un reflejo del cambio político e
ideológico que se extendió en el ámbito de la UE a favor de la contención del gasto público,
condicionado por una nueva visión neoliberal del Estado del bienestar impulsada y liderada desde
finales de los años setenta por los gobiernos de Margaret Thatcher en el Reino Unido.
La influencia de esa misma corriente neoliberal y la propia coyuntura, propicia para los
negocios rápidos y especulativos, alentaron el rápido ascenso social y económico de grupos que se
enriquecieron rápidamente al calor del crecimiento que se produjo en los años ochenta y noventa y
gracias, en muchos casos, a la cercanía con los gobiernos socialistas. En 1986, cuando España
registraba niveles de desempleo superiores al 23% Carlos Solchaga, que había sido ministro de
Industria y Energía en el primer gabinete de Felipe González y que por entonces ocupaba la cartera
de Economía y Hacienda, dejó una de esas frases para la historia: “este es el país en que es más fácil
hacerse rico y en menos tiempo”. Todo parece indicar que sí lo era, sobre todo para ciertos grupos
sociales y económicos que pasaron a conformar parte de la denominada beautiful people. La situación
económica comenzaba a enderezarse a mediados de los años ochenta, al menos en las cifras macro,
pero para aquellos millones de trabajadores que se agolpaban en las colas del INEM, el país que
exhibía con orgullo Solchaga era un territorio desconocido. España se convirtió, ciertamente, en la
tierra de las “oportunidades”, y alimentó con ello un cierto tipo de comportamiento entre
determinados círculos que se plasmó en la “cultura del pelotazo”, retratando de forma tan gráfica
como certera la facilidad de un selecto grupo para enriquecerse gracias a la cercanía con el poder y a
falta de mecanismos de control. El volumen y la gravedad de los escándalos de corrupción que se
destaparon, sobre todo durante los últimos años del ciclo socialista, pusieron de relieve la existencia
de toda una serie de comportamientos que lastraron el balance final de aquella época.

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ESTE ES EL TIEMPO DEL CAMBIO. ESPAÑA 1982-1996. UNA SOCIEDAD EN TRANSFORMACIÓN

Las víctimas de la modernización


La crisis industrial, la escasa liberalización del sistema financiero y la paralización del reforma fiscal
dibujaban un panorama desalentador a principios de los años ochenta, sobre todo en un país que
vivía inmerso en otra serie de problemas, como la radicalización del fenómeno terrorista, la
profunda inestabilidad política y el constante ruido de sables que se escuchaba en los cuarteles. Pero
para muchos españoles el problema más angustioso en aquellos momentos era el desempleo. En
1982 España registraba dos millones de parados sobre una población activa de trece millones y
medio de personas, lo que situaba la tasa de desempleo en un 16’4 por cien. Tan solo tres años más
tarde, en 1985, este porcentaje se situaría en un 21’3 por cien, con una cifra total de más de tres
millones de parados. El peculiar y frágil mercado laboral español manifestó durante aquellos años
algunas de sus debilidades más ostensibles, como su carácter extraordinariamente cíclico o su escasa
capacidad para crear empleo estable (G. García, 1996). A ello se le unieron algunas de las
consecuencias derivadas del intenso proceso de transformación social que había tenido lugar
durante los últimos años de crecimiento económico, como la incorporación al mercado laboral de
las mujeres y de los jóvenes procedentes del denominado baby boom de los años sesenta. Entre 1982
y 1991 se incorporaron al mercado laboral un millón y medio de mujeres, siendo especialmente
importante la segunda mitad de la década de los ochenta, en la cual se incorporaron más de un
millón doscientas mil. La tasa de actividad femenina pasó en la década de 1982 a 1992, de un 26’6 a
un 33’3 por 100. La situación se vio afectada también por el retorno de los emigrantes españoles
que habían abandonado el país hacia Europa unos años antes y que habían regresado a España a
mediados de los años sesenta tras constatar la crisis que había comenzado a azotar también con
intensidad al continente (A. Zabalza, 1996, p. 24).
El PSOE había llegado al poder anunciando la creación de ochocientos mil puestos de
trabajo, pero muy pronto aquella promesa quedó en papel mojado. La crisis superó cualquiera de
las previsiones más pesimistas y el paro se situó por méritos propios como el problema más
importante de cuantos se manifestaron a principios de los años ochenta. La destrucción del empleo
parecía desbocada y la situación se agravó aún más cuando el gobierno encaró la puesta en marcha
de la reconversión industrial. El sector arrastraba importantes problemas que se agudizaron a partir
de la crisis de mediados de los años setenta. La crisis no sólo afectaba a las empresas públicas, sino
también a las privadas, aunque los problemas no eran iguales en todos los sectores. Los
electrodomésticos de línea blanca y la siderurgia integral trataban de recuperar competitividad
mientras el sector de los aceros especiales luchaba por reducir los costes y mejorar la calidad del
producto, pero los problemas más graves afectaban a la construcción naval y a la siderurgia no
integral, cuyas dimensiones y productividad ya no se ajustaban a la nueva situación creada tras la
caída de la demanda.
La reconversión industrial parecía inevitable pero la operación tendría unos enormes
costes. Las cifras revelan la magnitud de este proceso: 1’5 billones de pesetas invertidas, 800
empresas afectadas y una reducción de 83.000 empleos. Sin embargo, en este último caso la
estimación probablemente sea muy inferior al volumen real de trabajadores que se vio afectado.
Resulta muy complicado calcular los empleos indirectos que fueron destruidos por la reconversión
y mucho más problemático valorar ponderadamente las enormes –verdaderamente trágicas–
consecuencias que todo aquel proceso tuvo para un sector muy importante de la sociedad española.
En este sentido los costes sociales fueron mucho más altos que los económicos. La aparición de un
nuevo fenómeno, como las denominadas regiones industriales en declive (Rubén Vega, 1998, pp. 47-58),
sirvió para poner de relieve la gravedad que alcanzó este problema en áreas muy concretas de la
geografía española.
En algunas zonas como Asturias o la Margen Izquierda de la ría de Bilbao, las
consecuencias de la crisis fueron devastadoras. Como ocurrió en el caso asturiano en unos pocos
años todo aquel inmenso entramado de fábricas y talleres, de líneas de ferrocarril, de altos hornos y
astilleros que se había ido levantando a lo largo de un siglo en la zona industrial de Bizkaia y que
atrajo a decenas de miles de trabajadores del resto de España, fue literalmente arrasado. Los
municipios de la zona registraron niveles de desempleo desconocidos hasta entonces. Barakaldo
con un 27’6 por cien de desempleo, Santurce con un 26’8 por cien y Sestao y Portugalete, con un
30’2 por cien, se situaron a la cabeza de una estadística que sirvió para reflejar en cifras el desastre

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JOSÉ ANTONIO PÉREZ PÉREZ

que supuso para aquellas localidades. Como se ha apuntado, el desembolso económico para paliar
los efectos de aquel desastre fue enorme. Buena parte de los recursos sirvió para cubrir las
prejubilaciones y jubilaciones anticipadas de los trabajadores de las grandes empresas. Pero esta
política tuvo sus consecuencias. La crisis también dividió a los trabajadores en “dos clases”, porque
la situación fue mucho más grave para las plantillas de todas aquellas medianas empresas y
pequeños talleres que dependían de las grandes factorías dedicadas a la siderurgia y a la
construcción naval. Estos trabajadores no fueron recolocados, ni disfrutaron de la mayor parte de
los derechos sociales y ventajas económicas que consiguieron los grandes sindicatos para las
plantillas de las empresas más importantes, tras las luchas y negociaciones que tuvieron lugar en
aquellos años. Miles de familias que dependían directamente de los sueldos de aquellos hombres y
mujeres empleados en pequeños talleres, de todo aquel entramado de bares, tiendas y pequeños
negocios que habían crecido al calor de las grandes industrias, sintieron como nadie el azote de la
crisis. La mayor parte de ellos se quedó en la calle, sin indemnizaciones ni generosas prejubilaciones
y con una profunda sensación de abandono por parte de las instituciones y de los sindicatos. Las
plazas de los pueblos obreros se convirtieron en un escenario desolador de hombres y “lunes al sol”
(J. A. Pérez Pérez, 2011). Pero, además, la desaparición de todas aquellas empresas, sobre todo de
las más importantes, afectó de forma especial a los más jóvenes. El cierre de los astilleros y las
grandes factorías siderúrgicas –o su reducción a la mínima expresión– cortaron de raíz el relevo
generacional que se había venido produciendo en aquellas empresas, el mismo que había
proporcionado empleo tradicionalmente a los hijos de los trabajadores de estas plantillas (A.
Gurrutxaga, ). Si las cifras de desempleo generales llegaron a superar el 30 por cien en algunas de las
localidades los datos referentes al paro juvenil duplicaron holgadamente aquellos números.

Tabla 1. Evolución del paro en cifras absolutas y diferentes tasas (1976-1996)


Años Cifras Absolutas (miles) Diferencia act-ocupación Paros sobre activos (%)
(%)
III Trim. 1976 577’6 2’26 4’4
II Trim. 1980 1.447’1 5’41 11’1
II Trim. 1985 2.927’6 10’27 21’7
II Trim. 1990 2.438,2 8’02 16’26
II Trim. 1996 3.535’8 11’02 22’27
Fuente: Rodríguez Osuna, Jacinto: “Evolución de la población activa, ocupación y paro en España. 1976-
1996”, Política y Sociedad, 26, 1997, p. 120.

La crisis económica y las medidas que adoptaron los socialistas durante aquellos años
tuvieron otras consecuencias que afectaron al propio mercado laboral. La reforma del Estatuto de
los Trabajadores de 1984 amplió el ámbito de contratación temporal y la “flexibilización del
mercado de trabajo” (S. Gávez Biesca, 2003). Las medidas que se introdujeron tuvieron dos efectos
importantes: la rotación y la sustitución de los trabajadores —lo que provocó un efecto engañoso
de creación de nuevos empleos— y la extensión de los contratos de «duración determinada», que
sustituyeron a los contratos indefinidos. Paralelamente la legislación abarató y facilitó los despidos
gracias a la reducción en la cuantía de las indemnizaciones e introdujo, además, una prerrogativa
que resultó determinante en este terreno, al contemplar el despido por “causas tecnológicas o
económicas” y de forma específica por reconversión industrial (A. Soto Carmona, 2005, p. 468),
introduciendo, gracias a la reforma del ET de 1994, nuevas figuras en el ordenamiento jurídico,
como el despido colectivo. Todas estas medidas, que fueron complementadas con una limitación en
el coste de los salarios, fijado por debajo del incremento de los precios, consiguieron reducir el
coste de los gastos salariales de forma notable entre 1979 y 1986 (L. Fina, 1991).
Una de las consecuencias que tuvo mayor impacto en el propio mercado laboral fue la
extensión de las “informalidades” en la regulación de los contratos de trabajo (A. Soto Carmona,
2005, p. 427) y la extensión de una práctica, como la economía sumergida, que se hizo
especialmente patente durante los años ochenta y gran parte de los noventa. Las peculiaridades de
la crisis económica, la precaria situación que se vivió en aquellos años y la propia naturaleza de este
tipo de economía alentaron la consolidación de un mercado de trabajo paralelo y a veces

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ESTE ES EL TIEMPO DEL CAMBIO. ESPAÑA 1982-1996. UNA SOCIEDAD EN TRANSFORMACIÓN

complementario al legal y regulado, carente de contrato, de derechos y de cotización para los


trabajadores. El agotamiento de los subsidios de desempleo y de las ayudas complementarias
obligaron a muchos trabajadores –y sobre todo a muchas mujeres– a engrosar las filas de este
mercado de trabajo. Las características de este último impiden conocer el volumen real de
ocupación y el porcentaje que representó sobre el total del mercado laboral, pero todo parece
indicar, según confirman incluso fuentes oficiales, que al menos una quinta parte del empleo en
España estuvo durante aquella época sujeto a este precario mercado (Encuesta Sociodemográfica
del INE, 1991). Sin embargo algunos autores elevan estas estimaciones hasta un 25 por cien, lo que
da una idea de su importancia y de la precariedad de la situación que se vivió en la década de los
años ochenta (A. Zaldivar y M. Castells, 1992, p. 125).
Pero la precariedad del mercado laboral no solo se caracterizó por la extensión de la
economía sumergida. En el año 1995 el sociólogo marxista James Petras llegó a España becado por
el CSIC. Su objetivo era la realización de un estudio sobre el impacto que había tenido en España la
modernización del país en dos dimensiones específicas de su estructura social: la calidad de vida y la
organización social de dos generaciones de trabajadores (J. Petras). El impacto mediático que
tuvieron los fastos de 1992 y sobre todo la exitosa organización de las Olimpiadas de Barcelona,
habían difundido, tanto dentro como fuera del país, la imagen de una sociedad dinámica y moderna
que en apenas quince años había dejado atrás la dictadura, había protagonizado una transición
modélica y se había incorporado a la UE tras superar con nota una durísima crisis económica. La
realidad que constató el estudio de Petras era muy diferente. A poco que se profundizarse en
aquella realidad autocomplaciente se descubría un mundo muy distinto. A pesar del sesgo militante
de izquierdas del autor y profundamente ideologizado del trabajo, el cuadro que describía el estudio
de aquel sociólogo sobre la brecha generacional abierta entre padres e hijos dibujaba un panorama
que retrataba de forma veraz y convincente la precaria situación de miles de jóvenes a finales de los
años ochenta dentro del mercado laboral, una realidad marcada por la extensión de los contratos
temporales y precarios donde los jóvenes fueron los grandes paganos de la crisis y del nuevo
mercado laboral.

La monitora de aerobic, de 29 años, trabajaba 50 horas a la semana por 60.000 pesetas. Nos
hicimos amigos, y un día “desapareció”: su contrato laboral de 6 meses expiró y, lo que ella
más temía, fue inevitablemente despedida. Otro empleado temporal la sustituyó. En el
videoclub, un licenciado en Historia vendía vídeos, trabajando 48 horas por 70.000 pesetas... y
se sentía afortunado. En Hospitalet, una chica de 19 años ensobraba por 1.000 pesetas al día
trabajando 10 horas diarias... Al principio pensé que eran casos “extremos”, así que empecé a ir
a los distritos de clase obrera, como la Zona Franca, y encontré los bares repletos en pleno día.
Ésta era la nueva España moderna: trabajadores retirados jugando al dominó de lunes a viernes
y bailando pasodobles el fin de semana en los clubs de la tercera edad, y sus hijos trasegando
cervezas en el margen de una vida sin futuro.

Las conclusiones no diferían de las expresadas en otros estudios posteriores sobre aquella
situación (D. Lacalle, 2007; S. Gálvez Biesca, 2003) La temporalidad de los contratos creció de
forma imparable a finales de los años ochenta y se mantuvo en un porcentaje superior al 30 por
cien sobre el total de los contratos durante le primer lustro de la década de los años noventa (tabla
2), cuando España vivía aún “rentabilizando”, más en el plano mediático que en el real, los éxitos
del 92.

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JOSÉ ANTONIO PÉREZ PÉREZ

Tabla 2. Evolución de la tasa de temporalidad, 1988-1996 3


Años Indefinidos Temporales Tasa de temporal. %
1988 6.717.231 1.999.806 22’9
1989 6.733.666 2.458.494 26’7
1990 6.690.981 2.898.076 30’2
1991 6.609.695 3.141.200 32’2
1992 6.295.229 3.165.390 33’5
1993 6.144.114 2.930.109 32’3
1994 5.981.511 3.049.355 33’8
1995 6.082.526 3.254.297 34’9
1996 6.383.457 3.273.343 33’9
Fuente: González, J. J. y Requena, M.: Tres décadas de cambio social en España, Madrid, Alianza Editorial,
2006. p. 126, a partir de la Encuesta de Población Activa.

El desencanto y la frustración que se extendió entre los trabajadores en paro y más


concretamente entre quienes no formaban parte de las grandes empresas y constataban con
desesperación como se terminaban las coberturas por desempleo. Ello dio lugar a en algunas
localidades a la aparición de las Asambleas de parados y a la radicalización de ciertos grupos
sindicales contrarios a la política desarrollada por las grandes organizaciones de clase. Se trató de un
fenómeno que supo de relieve la enorme decepción de un sector de los trabajadores con la
administración y con los sindicatos mayoritarios, a quienes acusaron de dejarles abandonados a su
suerte. Muchos de ellos, sobre todo los más mayores, tendrían enormes dificultades para
incorporarse al mercado laboral, al menos al formal y regularizado. En otros casos no volvieron a
trabajar con contrato. La economía sumergida se convirtió, como ya hemos apuntado, en el refugio
de las mujeres, los jóvenes y por supuesto, de los parados de larga duración, un fenómenos que
además, tendría en muy pocos años unas tremendas consecuencias a la hora de su jubilación, ya que
buena parte de estos trabajadores apenas había cotizado a la Seguridad Social durante los últimos
años de su vida laboral. Los trabajadores más activos y organizados se reunieron en torno a estas
Asambleas de parados, se hicieron visibles y alcanzaron un cierto protagonismo en algunas de
aquellas zonas industriales que vivieron con mayor crudeza las políticas de reconversión. Las
Asambleas procedieron a la autoorganización, llegando a establecer acuerdos con los ayuntamientos
para dar preferencia a la contratación de los trabajadores que llevaban más tiempo en el situación de
desempleo. Todo ello contribuyó a extender, entre amplios sectores de la sociedad española, y más
concretamente entre los hijos de quienes accedieron al mercado laboral durante los años sesenta,
como ya se apuntaba en el informe Petras, un profundo desencanto que se fue alimentando en las
colas y en los cursos del INEM. Fueron algunas de las víctimas olvidadas de la modernización y la
reconversión industrial.
Al paro y la degradación urbanística que se produjo tras la desaparición de las empresas y
los pequeños negocios, se unieron nuevos fenómenos desconocidos hasta entonces, como la
extensión de la heroína. Sus efectos dejaron una tremenda huella en la sociedad de la época y
afectaron a miles de familias españolas. Como se ha apuntado el impacto de la terrible crisis
económica de mediados de la década de los años setenta y las duras políticas impuestas por los
planes de reconversión, dejaron tras de sí numerosas víctimas. La llegada de la heroína y su rápida
extensión entre los jóvenes sorprendió a las autoridades igual que al resto de la sociedad. Se trataba
de un fenómeno desconocido, ya que antes de 1976 era prácticamente inexistente. Lo que había
crecido considerablemente hasta esa fecha era el uso de derivados del cannabis (especialmente
hachís marroquí), que había contribuido a transformar la cultura juvenil desde los primeros años
setenta (Romaní, 1983a y 1983b). Según se desprende de los estudios más especializados en esta
cuestión en 1978 los consumidores en España de heroína y otros opiáceos apenas sumaban un par
de cientos de casos. Cuatro años más tarde el consumo y adicción a estas sustancias se había
extendido de tal forma que afectaba ya a decenas de miles de jóvenes (Gamella, 1991, 1993). Como
se ha afirmado, “La expansión de los heroinómanos en España se produjo entre 1977 y 1978.
Cuando los primeros yonquis se hicieron visibles y la atención pública se concentró por primera

3La Encuesta de Población Activa comenzó a elaborar datos sobre temporalidad a partir del último trimestre
de 1988.

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ESTE ES EL TIEMPO DEL CAMBIO. ESPAÑA 1982-1996. UNA SOCIEDAD EN TRANSFORMACIÓN

vez en el uso local de esa droga. La expansión alcanzó niveles “epidémicos” en la segunda fase,
entre 1979 y 1982, para llegar a su cénit en la tercera, entre 1983 y 1986, en unas condiciones
político-jurídicas específicas, que produjeron la definitiva institucionalización del problema
“(Gamella, 1993). A pesar de que el Nacional sobre Drogas se puso en marcha en 1985 la primera
campaña contra la drogadicción en España arrancó hasta 1990.
Los efectos de la heroína fueron especialmente graves en los barrios periféricos de las
grandes ciudades donde rápidamente se asociaron a fenómenos de marginalidad. Muchos de estos
núcleos habían crecido de forma incontrolada al calor de la fiebre desarrollista de los años sesenta y
concentraban a un importante número de población inmigrante procedente del éxodo rural. Los
cinturones industriales y los barrios de los suburbios de Madrid, Bilbao, Barcelona, Sevilla, Valencia
y otras ciudades se convirtieron a finales de los setenta en algunos de los focos más conocidos.
Como se ha apuntado, la crisis económica que afectó a España a finales de aquella década y los
primeros efectos de la reconversión industrial agravaron los problemas de estos núcleos,
convirtiéndolos en verdaderos guettos de marginalidad que se extendieron hasta bien entrados los
años ochenta. De ellos salieron la mayor parte de aquellos jóvenes delincuentes que cometieron
innumerables robos y atracos a mano armada y pusieron en jaque a la policía, convirtiéndose en
verdadero ídolos juveniles que el cine de la época terminó por convertir en héroes. El Vaquilla, el
Torete o el Jaro fueron algunos de los más conocidos (J. Valenzuela, 2013). El cine quinqui de Eloy
de la Iglesia o de José Antonio de la Loma y la música de los Chichos, los Chunguitos o los Calis carecía
del colorido y la modernidad iconoclasta de los grupos de la movida madrileña pero reflejaba una
realidad descarnada e incómoda que también formó parte de aquellos años (A. Cuesta y M. Cuesta,
2009).
La aparición y extensión del SIDA y el enorme desconocimiento que existía sobre esa
enfermedad y sus formas de trasmisión en aquellos momentos contribuyó a la estigmatización de
ciertos grupos sociales durante toda la década de los años ochenta, especialmente de los
toxicómanos y los homosexuales. El miedo y la ignorancia llevaron en algunos casos a forzar la
expulsión de los colegios de los hijos de los enfermos, ante la presión de los padres de otros niños,
temerosos de un posible contagio, como ocurrió en la localidad vizcaína de Durango. Fueron las
otras víctimas, las más desconocidas y marginales de la modernización.

La conflictividad laboral, la otra cara de la modernización


Los sindicatos de clase en España gozaban a finales de los años setenta de una arraigada legitimidad
entre los trabajadores que se había forjado gracias a su protagonismo en la lucha antifranquista,
pero la nueva realidad política y socioeconómica impuso una reorientación de sus objetivos y
estrategias. El apoyo económico del Estado democrático contribuyó a consolidar a las fuerzas
sindicales e incrementaron su poder. A cambio de ello, como ha recordado Soto Carmona, tuvieron
que aceptar acuerdos neocorporativos y a la vez se hicieron corresponsables de la política económica y de la creciente
flexibilización del mercado de trabajo (A. Soto Carmona, 2005, p. 443). Antes de la llegada de los
socialistas al poder, la UGT firmó con la patronal el Acuerdo Básico Interconfederal en 1979 y el
Acuerdo Marco Interconfederal en 1980 –que también suscribió la USO–. Sin embargo, la
inestabilidad política condicionó la estrategia de las organizaciones de clase. Tras la intentona
golpista del 23 de febrero las CCOO firmaron el Acuerdo Nacional de Empleo junto con la UGT,
el gobierno y la patronal, en un intento por parte de las CCOO por no quedar marginadas en un
contexto político tan delicado.
Los sindicatos tuvieron que enfrentarse a una situación tan novedosa y dramática como la
reconversión industrial cuando apenas habían comenzado a funcionar dentro del sistema
democrático. En mayo de 1983 el Ministro de industria Carlos Solchaga presentó el denominado
Libro blanco de la Reindustrialización, que recogía los fundamentos y objetivos básicos de la
reconversión industrial. El cierre parcial de la IV Planta siderúrgica de Sagunto de Altos Hornos de
Mediterráneo fue una de las primeras medidas urgentes que proponía aquel texto. La respuesta de
los sindicatos y los trabajadores contra aquella drástica medida no se hizo esperar. El estallido del
conflicto laboral, el primero y más importante de aquella época, sirvió para abrir un largo ciclo de
protestas y enconados enfrentamientos (J. M.ª Marín Arce, 74). En muy poco tiempo la

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JOSÉ ANTONIO PÉREZ PÉREZ

movilización obrera se extendió a otras áreas industriales y sectores, como la construcción naval,
afectados por los mismos problemas. Muy pronto Vigo y Cádiz vivieron situaciones muy similares,
con fuertes protestas de los trabajadores y duras respuestas de la policía. Los conflictos volvieron a
reproducirse en otoño de ese mismo año y se hicieron extensivos a otros astilleros, como los del
País Vasco. Tan sólo era el anuncio de lo que se avecinaba.
Decenas de miles de trabajadores se sumaron a las huelgas y protestas de febrero de 1984.
Las movilizaciones contra la drástica reducción o el cierre de los astilleros provocaron durísimos
enfrentamientos, como los que tuvieron lugar en Bilbao aquel año y el siguiente, protagonizados
por la plantilla de AESA de la factoría de Euskalduna sobre el puente de Deusto paralizaron la vida
cotidiana de la capital vizcaína durante meses. Episodios muy similares se repitieron en otras
ciudades como Vigo, Cádiz o El Ferrol, donde los trabajadores participaron activamente en
movilizaciones y se enfrentaron de forma violenta con la policía. Pero el proceso de reconversión
siguió su curso. En marzo de 1987 se produjeron en la localidad cántabra de Reinosa algunos de los
incidentes más graves. Los hechos tuvieron lugar cuando la Guardia Civil trató de liberar a un
grupo de cargos directivos de la empresa Aceros y Forjas de Reinosa S.A. que habían sido retenidos
por los trabajadores, como medida de presión contra un proceso de reconversión que afectaba
prácticamente a toda la comarca. Los enfrentamientos culminaron con un grupo de guardias civiles
cercado y apedreado por los trabajadores y quedaron inmortalizados en una instantánea que dio la
vuelta al mundo, hasta convertirse en la imagen de las protestas obreras contra la reconversión
industrial en España. Para entonces la primera parte de este duro proceso tocaba prácticamente a su
fin, pero los estallidos sociales volvieron a repetirse con dureza durante la segunda etapa, como
quedó constancia años más tarde en Linares (1994) y en las cuencas mineras leonesas (1996).
Como se ha apuntado anteriormente los primeros gobiernos socialistas introdujeron
determinadas reformas dirigidas a flexibilizar el mercado laboral abaratando el coste de los despidos.
La presentación del denominado Plan de empleo juvenil en octubre de 1988 elevó la tensión entre los
sindicatos. El texto incluía la presentación de un contrato de trabajo para jóvenes entre 16 y 25 años
por el que se pagaría lo marcado en el salario mínimo interprofesional, con una duración de 6 a 18
meses y exenciones en las cuotas de la seguridad social para los empresarios. Como respuesta a la
presentación del proyecto del Plan de Empleo Juvenil, Comisiones Obreras y UGT convocaron
una huelga general para el 14 de diciembre de 1988. La jornada se saldó con un éxito sin paliativos
de los sindicatos que consiguieron prácticamente paralizar el país en una impresionante
demostración de fuerza. Las reivindicaciones de los sindicatos no sólo consiguieron conectar con
los trabajadores, sino incluso con otros sectores de la población que nunca se habían movilizado y
que se sintieron concernidos por el llamamiento de las organizaciones de clase (J. M.ª Marín Arce,
C. Molinero y P. Ysàs, 2001, p. 414 y S. Juliá, 1999, p. 270). El apoyo masivo a la convocatoria fue
un duro golpe para el gobierno, pero a pesar del toque de atención por su izquierda el malestar
social que se escenificó en aquel conflicto no tuvo mayores consecuencias en las urnas. Un año más
tarde, en octubre de 1989, los socialistas volvieron a ganar las elecciones con un amplio margen de
ventaja. A pesar de ello Felipe González decidió no forzar la situación y apoyado en los evidentes
síntomas de recuperación económica que comenzaban a ponerse de manifiesto –España crecía un
5% en 1987, y el empleo lo hacía por encima del 10%– retiró el Plan de empleo juvenil, amplió las
prestaciones a las clases menos favorecidas, revalorizó las pensiones y aumentó la cobertura del
desempleo. Como consecuencias de ello el gasto social se incrementó en torno a unos 200.000
millones de pesetas (J. M.ª Marín Arce, C. Molinero y P. Ysàs, 2001, p. 420). Sin embargo, este giro
social que puso de relieve un cierto acercamiento a los sindicatos, no evitó la convocatoria de dos
huelgas generales más en 1992 y 1994 ni las duras protestas de los sindicatos en respuesta a la
segunda fase de la reconversión de la siderurgia asturiana y vizcaína que se había puesto en marcha
a comienzos de la década de los años noventa.
Las numerosas movilizaciones obreras, e incluso la convocatoria de las cuatro huelgas
generales que convocaron los sindicatos mayoritarios durante los diferentes gobiernos socialistas
dibujaron un aparente clima de tensión social, pero lo cierto es que las organizaciones sindicales, al
menos las mayoritarias, representadas por la UGT y las CCOO, mantuvieron una estrategia de
concertación y moderación. Este comportamiento se vio superado en numerosas ocasiones por los
las movilizaciones de protesta de muchos trabajadores, desesperados por la incierta situación que se
abría para ellos, y de algunas pequeñas organizaciones sindicales de corte más radical que

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ESTE ES EL TIEMPO DEL CAMBIO. ESPAÑA 1982-1996. UNA SOCIEDAD EN TRANSFORMACIÓN

entendieron la actitud de los grandes sindicatos como una traición a la clase obrera y una entrega en
manos de la política de los diferentes gobiernos socialistas (R. Vega, 1998, pp. 373 y ss.).
Pero como se ha apuntado, a pesar de las importantes movilizaciones y protestas que se
produjeron durante aquellos años, en general la sociedad española de los años ochenta y principios
de los noventa manifestó una gran moderación en sus actitudes y comportamientos. La persistencia
del fenómeno terrorista de ETA fue el problema más importante que introdujo un facto de
distorsión y desestabilización que condicionó durante años la vida política del país, pero tras reducir
la tensión en los cuarteles y frustrar las diversas intentonas y complots golpistas gracias a una hábil
política impulsada por los diversos gobiernos socialistas, la situación política y social comenzaba a
encarrillarse, sobre todo una vez que se produjo la incorporación de España a la UE, verdadero
punto de inflexión en todo este proceso.
La progresiva institucionalización de la vida política hizo que buena parte de aquellos nuevos
movimientos sociales que habían desarrollado una intensa actividad durante los primeros de la
transición comenzaran a perder su protagonismo. Muchos de aquellos militantes y simpatizantes de
los movimientos vecinales, estudiantiles, feministas o ecologistas se incorporaron de un modo u
otro a los partidos y sindicatos, pasaron a formar parte de diferentes áreas municipales en los
nuevos ayuntamientos democráticos o directamente se incorporaron a niveles más altos de
responsabilidad. El caso de los militantes del movimiento vecinal constituye un ejemplo de ello.
Buena parte de quienes habían encabezado las luchas vecinales de los barrios militaba o sintonizaba
con formaciones políticas mayoritariamente situadas en el ámbito de la izquierda (V. Urrutia, 1985;
X. Doménech, 2010). Esta relación propició que muchas reivindicaciones de los colectivos
vecinales quedasen integradas en los programas de los partidos que se situaban dentro de este
ámbito (A. Calle Collado y M. Jiménez Sánchez). Algunos de estos movimientos sobrevivieron –o
se adaptaron– a la tendencia desmovilizadora que tuvo lugar durante el proceso de cambio político,
como el movimiento ecologista y el feminista (J. Álvarez Junco, 1995), pero la mayor parte de ellos
tuvo que enfrentarse a una cuestión común para todos ellos: cómo interactuar con las autoridades
políticas. La llegada de los socialistas a los ayuntamientos y más tarde a la Moncloa, facilitó este
proceso.
Ello no quiere decir que los denominados nuevos movimientos sociales desaparecieran, pero su
actividad y objetivos fueron amoldándose a los nuevos tiempos, como ocurrió con el movimiento
obrero. Tan solo la puesta en marcha de campañas muy concretas como las que tuvieron lugar a
mediados de los años ochenta durante los primeros gobiernos socialistas, contra la OTAN o las
leyes educativas, por poner dos ejemplos concretos, consiguieron volver a movilizar de forma
masiva a importantes sectores sociales y políticos (J. A. Pérez, 2011).

Algunas consideraciones finales


El balance oficial que los propios socialistas impulsaron y difundieron tras los primeros diez años
en el poder –al que se sumaron en ocasiones de forma entusiasta numerosos intelectuales– no puso
ser más satisfactorio y autocomplaciente (A. Guerra y J. F. Tezanos 1992). Los fastos que
acompañaron en 1992 las celebraciones de la Exposición Internacional de Sevilla y la Olimpiada de
Barcelona sirvieron para poner un broche de oro internacional a aquella década que algunos no
dudaron en calificar de prodigiosa. Probablemente la ola de escándalos de corrupción que sacudió a
los últimos gobiernos socialistas contribuyó a enfriar un tanto la euforia de los balances anteriores,
que han sido revisados por la historiografía unos años más tarde (A. Soto Carmona, 2006, pp. 17-
37; J. M.ª Marín Arce, 2000, pp. 189-209, 2013, pp. 43-71; P. Ysàs y J. A. Pérez, 2012: A. Soto
Carmona y A. Mateos [dirs.], 2013). El tiempo transcurrido desde entonces y las nuevas fuentes a
disposición de los historiadores, ofrecen la posibilidad de establecer un nuevo balance sobre los
cambios más importantes que se produjeron a lo largo de los gobiernos socialistas que se
sucedieron entre 1982 y 1996. La reciente crisis económica y los recortes sociales que han afectado
a aspectos fundamentales del estado del bienestar han introducido indudablemente una nueva
perspectiva sobre aquel periodo. La profundidad de la crisis e incluso el descrédito que se ha
extendido entre amplias capas de la opinión pública, como consecuencia de determinados
comportamientos políticos, ha llevado a cuestionar algunos de los principios fundamentales del

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JOSÉ ANTONIO PÉREZ PÉREZ

sistema democrático en España surgido durante la Transición. Sin embargo, la perspectiva histórica
debe analizar nuestro pasado más reciente desprendiéndose de presentismos.
Tras el relevo que se produjo en la Moncloa en 1996 podría decirse que aquellos objetivos
que se habían marcado los socialistas en 1982 (consolidación de la democracia, integración de
España en las instituciones europeas, modernización de las estructuras sociales y económicas…) se
habían cumplido. El cambio, a pesar de los escándalos de corrupción que se destaparon durante la
última legislatura, era evidente. La sociedad española de mediados de los años noventa era muy
distinta de aquella que tan había llevado a PSOE a ganar arrolladoramente las elecciones tan solo
catorce años atrás y a ello sin duda contribuyó la acción de los diferentes gobiernos. Pero resulta
también evidente que no todos los cambios sociales de aquel periodo pueden atribuirse a la acción
de los socialistas en el poder. Algunos de los aspectos más importantes de la transformación social
que se produjo durante aquella época tenían su origen en un proceso que arrancó desde finales de
los años cincuenta y principios sesenta del siglo XX. La modernización de las variables
demográficas, como el descenso de la natalidad y de la mortalidad infantil, el acceso a la sociedad de
consumo, la incorporación de las mujeres al mundo educativo y laboral o el proceso de
secularización comenzaron a producirse décadas atrás y deben ser analizados desde una perspectiva
más amplia, de ciclos largos. Otros cambios respondieron a la acción de los gobiernos socialistas,
como la creación de un verdadero estado del bienestar. La educación, las pensiones o la sanidad
fueron sin duda los ámbitos donde los gobiernos invirtieron mayores recursos y donde se
produjeron los avances más importantes. En todo caso el punto de partida se situaba en unos
niveles tan pobres que los datos pueden resultar un tanto engañosos.
La llegada de los socialistas tras un éxito arrollador en las elecciones de 1982 levantó unas
enormes expectativas en una sociedad que ya había comenzado a cambiar y que lo haría aún más a
partir de entonces. Se trataba de una sociedad cada vez más urbana y dinámica que se expresaba
también a través de nuevos cauces, como se constató durante los primeros años a partir de
fenómenos de carácter contracultural. Aquel fenómeno, que se concretó en la denominada movida
madrileña, invitaba al optimismo y la transgresión, a romper con los viejos comportamientos. Fueron
manifestaciones, en su mayoría, protagonizadas e impulsadas por la juventud, pero aquel torrente
de desenfado y creatividad, que fue convenientemente difundido a través de los medios públicos,
como genuino símbolo del cambio, no podía ocultar los graves problemas sociales de la época.
El más importante fue el del paro, agravado tras la profunda crisis económica y las duras
políticas de ajuste y reconversión industrial. Algunas de aquellas zonas que habían sido los motores
del desarrollo económico durante décadas se vieron especialmente afectadas. La situación llevó a
los grandes sindicatos de clase a adoptar nuevas estrategias. Fueron años de intensa conflictividad
laboral que sirvieron, al menos, para conseguir unas condiciones favorables para los trabajadores de
las grandes empresas. Sin embargo, otros muchos quedaron al margen de los acuerdos que se
alcanzaron en aquellos momentos. Las medidas correctoras introducidas por el gobierno cambiaron la
morfología y condiciones del mercado laboral, donde la presencia de los contratos informales y
precarios se hizo cada vez más común.
La situación fue se vio agravada por la incidencia de otros fenómenos, como la extensión
de la heroína que había mostrado los primeros y más preocupantes síntomas a finales de la década
de los setenta, el proceso de deterioro urbanístico en las zonas industriales y la explosión de
delincuencia que creció hasta mediados de los años ochenta. Aunque los problemas comenzaron a
remitir a principios de los años noventa no se puede ignorar la importancia de todos estos cambios,
que dejaron en la cuneta a numerosas víctimas de la modernización social que tuvo lugar durante
aquella época.

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