Discurso de Elena Poniatowska
Discurso de Elena Poniatowska
Discurso de Elena Poniatowska
Tenemos el dudoso privilegio de ser la ciudad más grande del mundo: casi 9 millones de
habitantes. El campo se vacía, todos llegan a la capital que tizna a los pobres, los revuelca
en la ceniza, les chamusca las alas aunque su resistencia no tiene límites y llegan desde la
Patagonia para montarse en el tren de la muerte llamado “La Bestia” con el sólo fin de
cruzar la frontera de Estados Unidos.
En 1979, Marta Traba publicó en Colombia una Homérica Latina en la que los personajes
son los perdedores de nuestro continente, los de a pie, los que hurgan en la basura, los
recogedores de desechos de las ciudades perdidas, las multitudes que se pisotean para ver al
Papa, los que viajan en autobuses atestados, los que se cubren la cabeza con sombreros de
palma, los que aman a Dios en tierra de indios. He aquí a nuestros personajes, los que
llevan a sus niños a fotografiar ya muertos para convertirlos en “angelitos santos”, la
multitud que rompe las vallas y desploma los templetes en los desfiles militares, la que de
pronto y sin esfuerzo hace fracasar todas las mal intencionadas políticas de buena vecindad,
esa masa anónima, oscura e imprevisible que va poblando lentamente la cuadrícula de
nuestro continente; el pueblo de las chinches, las pulgas y las cucarachas, el miserable
pueblo que ahora mismo deglute el planeta. Y es esa masa formidable la que crece y
traspasa las fronteras, trabaja de cargador y de mocito, de achichincle y lustrador de zapatos
-en México los llamamos boleros-. El novelista José Agustín declaró al regresar de una
universidad norteamericana: “Allá, creen que soy un limpiabotas venido a más”. Habría
sido mejor que dijera “un limpiabotas venido a menos”. Todos somos venidos a menos,
todos menesterosos, en reconocerlo está nuestra fuerza. Muchas veces me he preguntado si
esa gran masa que viene caminando lenta e inexorablemente desde la Patagonia a Alaska se
pregunta hoy por hoy en qué grado depende de los Estados Unidos. Creo más bien que su
grito es un grito de guerra y es avasallador, es un grito cuya primera batalla literaria ha sido
ganada por los chicanos.
Los mexicanos que me han precedido son cuatro: Octavio Paz en 1981, Carlos Fuentes en
1987, Sergio Pitol en 2005 y José Emilio Pacheco en 2009. Rosario Castellanos y María
Luisa Puga no tuvieron la misma suerte y las invoco así como a José Revueltas. Sé que
ahora los siete me acompañan, curiosos por lo que voy a decir, sobre todo Octavio Paz.
Ya para terminar y porque me encuentro en España, entre amigos quisiera contarles que
tuve un gran amor “platónico” por Luis Buñuel porque juntos fuimos al Palacio Negro de
Lecumberri -cárcel legendaria de la ciudad de México-, a ver a nuestro amigo Álvaro
Mutis, el poeta y gaviero, compañero de batallas de nuestro indispensable Gabriel García
Márquez. La cárcel, con sus presos reincidentes llamados “conejos”, nos acercó a una
realidad compartida: la de la vida y la muerte tras los barrotes.
Ningún acontecimiento más importante en mi vida profesional que este premio que el
jurado del Cervantes otorga a una Sancho Panza femenina que no es Teresa Panza ni
Dulcinea del Toboso, ni Maritornes, ni la princesa Micomicona que tanto le gustaba a
Carlos Fuentes, sino una escritora que no puede hablar de molinos porque ya no los hay y
en cambio lo hace de los andariegos comunes y corrientes que cargan su bolsa del
mandado, su pico o su pala, duermen a la buena ventura y confían en una cronista
impulsiva que retiene lo que le cuentan.
Niños, mujeres, ancianos, presos, dolientes y estudiantes caminan al lado de esta reportera
que busca, como lo pedía María Zambrano, “ir más allá de la propia vida, estar en las otras
vidas”.
Por todas estas razones, el premio resulta más sorprendente y por lo tanto es más grande la
razón para agradecerlo.
El poder financiero manda no sólo en México sino en el mundo. Los que lo resisten,
montados en Rocinante y seguidos por Sancho Panza son cada vez menos. Me enorgullece
caminar al lado de los ilusos, los destartalados, los candorosos.
Es justo aclararle hoy a mi nieta, que soy una evangelista después de Cristo, que pertenezco
a México y a una vida nacional que se escribe todos los días y todos los días se borra
porque las hojas de papel de un periódico duran un día. Se las lleva el viento, terminan en la
basura o empolvadas en las hemerotecas. Mi padre las usaba para prender la chimenea. A
pesar de esto, mi padre preguntaba temprano en la mañana si había llegado el “Excélsior”,
que entonces dirigía Julio Scherer García y leíamos en familia. Frida Kahlo, pintora,
escritora e ícono mexicano dijo alguna vez: “Espero alegre la salida y espero no volver
jamás”. A diferencia de ella, espero volver, volver, volver y ese es el sentido que he querido
darle a mis 82 años. Pretendo subir al cielo y regresar con Cervantes de la mano para
ayudarlo a repartir, como un escudero femenino, premios a los jóvenes que como yo hoy,
23 de abril de 2014, día internacional del libro, lleguen a Alcalá de Henares.
En los últimos años de su vida, el astrónomo Guillermo Haro repetía las coplas de Jorge
Manrique a la muerte de su padre. Observaba durante horas a una jacaranda florecida y me
hacía notar “cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte tan callando”. Esa certeza del
estrellero también la he hecho mía, como siento mías las jacarandas que cada año cubren
las aceras de México con una alfombra morada que es la de la cuaresma, la muerte y la
resurrección.
Muchas gracias por escuchar.”