La Noche Del 15 de Septiembre y La Novelística Nacional

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del más cabal idealismo (~aqué tornar a la discusión fati-

gosa?). No; basta partir de la misma vida y de las cosas


actuales y presentes —pues entre ellas alentamos— sin que
sea menester describirlas ni detenerse entre sus redes mate-
riales; antes volar de ahí para más altura; alzar siempre el
vuelo de sobre la tierra, y armoniosamente desarrollar, en
la ascensión, la cinta del canto, para que de nuevo encadene-
mos la tierra a las manos de los dioses imaginados, y otra
vez construyan los hombres la ley superior que fluye de los
discursos de Diótima, y a virtud de la cual las bellezas par.
ticulares de las cosas se funden y exhalan, por el torbellino
de la mente, hasta la Belleza Esencial.
“Pero si tú mismo no te encuentras antes hermoso, en
vano buscarás la belleza, porque su conocimiento no es más
que una reminiscencia.” Éstas son palabras de Plotino.
Julio, 1909.

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LA NOCHE DEL 15 DE SEPTIEMBRE Y LA
NOVELÍSTICA NACIONAL *
Esa vieja hora de media noche que destella
todavía sobre nosotros, con su brillo rubi-
cundo, a través de los siglos.
CARLYLE

PRETENDE cierto crítico que estas entidades abstractas: la


ciudad, la gente, no existen para el espíritu sino en concep-
to, ya que la vida de cada cual, por el simple hecho de su
afluencia con la vida de otro, transforma a éste en personaje
activo, singular, y lo arranca del montón anónimo; y ya que
el medio, en general, considerado como una influencia su-
mada y colectiva de varios agentes, obra sin duda sobre
nosotros, pero no ante los ojos de la conciencia, pues ésta
sólo recibe datos de las cosas individuales. Y esto —que se
decía para aplicarlo a algún novelista incipiente cuyo pri-
mer libro no dejaba impresión de la vida de la ciudad—
no es mero subterfugio para defender torpezas técnicas.
Sin duda que el joven novelista no hacía, al desentenderse
de la gente, de la colectividad humana, de la ciudad, sino
obedecer a la ley del menor esfuerzo, y de fijo que no se
había puesto a definir especialmente las razones con que el
crítico lo disculpaba. Éste, por otra parte, estaba muy en su
papel al interpretar la tendencia subconsciente del autor.
Pero ello no quita que el procedimiento discutido sea, de
veras, un procedimiento de novelar tan conforme con las mo-
dernas tendencias, que a todos nos sobran razones para
defenderlo. Cierto que Georges Rodenbach ha hecho la no-
vela de Brujas, persiguiendo incansablemente la impresión
de la ciudad en el ánimo y en el destino de un hombre, de
modo sistemático en Bruges-la-Morte, y con un método más
diluído, menos escueto, más elegante si se quiere, en Le
Carillonneur. Pero, en verdad, ¿es la ciudad la que influye
* Inútil decir que hoy atenuaríamos los extremos y desenfados juveniles
de estas páginas.—1925.
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en los personajes de Rodenbach o son ellos quienes prestan
a la ciudad sus atributos y sus bellezas interiores? La estética
de los modernos se resuelve por lo segundo. Y hasta el pro-
loquio vulgar que dice de alguien, por ejemplo, que estuvo
en París pero París no estuvo en él, claramente muestra
cómo en la convicción popular ha enraizado ya la idea de
que todos van por el mundo a cuestas con su psicología y
de que no hay París ni bellezas de París donde no hay ojos
que lo vean o sensibilidad que las perciba. En “los seis libros
inmortales de Jane Austen”, hallaréis que los personajes
cambian de ciudad y residencia sin que a la autora le ocurra
describir impresiones o panoramas de los nuevos sitios. Los
personajes siguen, para su problema interior y en sus mani-
festaciones externas (o, al menos, en aquellas que merecen
consideración dentro de un arte que no es de realismo servil),
iguales a lo que antes eran, idénticos a sí mismos.
Frecuentemente los novelistas sacrifican el arte en aras
del color local. Lo que no pasaría si, convencidos de que la
vida y la naturaleza también imitan al arte, según afir-
ma Wilde, no se empeñasen en invertir siempre el sentido
de la imitación. Los artistas debieran, por eso, imaginar
bellas cosas, aun inexistentes, para que los antiguos inter-
mediarios de las filosofías indostánicas, o los demiurgos del
neoplatonismo alejandrino, o bien los modernos agentes de
las Ideas-Fuerzas de M. Fouillée, se ocupasen en darles vida
corporal.
En nuestra literatura nacional —particularmente me con-
traigo aquí a la novela— el color local y la imitación de la
vida han producido un resultado funesto a todas luces: no
hallaréis, o la hallaréis difícilmente, novela nacional en
que no se describa esta festividad, la más cruda de todas:
un 15 de septiembre en la noche.
Nosotros, como los atenienses, tenemos a orgullo el cele-
brar con discursos y poesías, año por año, los aniversarios
de las hazañas patrióticas; para lo cual, dicho sea de paso,
contamos con un inagotable caudal de oradores y poetas,
que, como forzados a quienes por turno va tocando la prue-
ba, no pueden menos de considerar la fiesta nacional como
un compromiso amargo. Cosa que, al tiempo que envenena
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el civismo, llena de “retórica” nuestras tribunas patrióticas,
donde los tristes forzados hinchan poesías y oraciones como
hinchaba perros el loco de que habla Cervantes. Nosotros,
pues, año por año celebramos ios aniversarios de las hazañas
patrióticas. ¿Y era posible que los devotos del color local
dejaran sjn describir este rasgo tan característico, que parece
dar a los libros carta de ciudadanía y pasaporte? Y entre
todas las fiestas cívicas ¿cómo no habían de elegir la de
más bulto, la de mayores dimensiones, la que se celebra en
la plaza más amplia, aquella en que se grita más y más a
deshora? Don Federico Gamboa nos ha dado un “15 de
Septiembre”.
Hasta Carlos González Peña, este joven de quien espe-
ramos bellos frutos así que se libre de la influencia un tan-
to exclusiva de su maestro Zola, y de quien esperamos con
agrado una prometida nueva novela; hasta él, que por venir
en generación más reciente podría haber roto con tales ruti-
nas, se ha creído obligado, en mérito de la verdad (no de
la verdad artística por cierto), a describirnos la desabrida
escena. ¡Como si el arte necesitase estas patrañas para cum-
plir con sus altos fines! ¡Como si la verdad artística no se
guiara por otras leyes! ¡Como si el placer estético consistiera
en el “frío placer que —dice Lessing— resulta de percibir
la semejanza de la imitación y de apreciar la habilidad del
artífice”!
Este respeto de la verdad vulgar (más que la verdad
exterior) es todavía una forma de literatura tendenciosa.
Más acertados andaban, hace siglos, los escolásticos: pues
ya el propio Sto. Tomás de Aquino y su muy ilustre y lejano
discípulo Fray Juan de Sto. Tomás habían definido la teoría
de el arte por el arte, de que nos pagamos tanto los contem-
poráneos, al decir que el arte no puede ser intrínsecamente
malo, por cuanto toca sin remedio en la virtud (el bien del
intelecto), ya que su bondad consiste en ajustar la idea a la
intención.
Tales rápidas observaciones me sugería el corriente ru-
mor de que este año ya no se celebrará, con festividad públi-
ca y grito desde los balcones del Palacio Nacional, la fecha
del 15 de Septiembre. Y pensaba si con esto descansarían
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