La Justificación-Ladaria
La Justificación-Ladaria
La Justificación-Ladaria
La ley ejerce así una función pedagógica hacia Cristo, porque muestra el fracaso
del intento de justificación por las obras propias y la necesidad de esperarlo todo de la
gracia. Con el Evangelio se cumple lo que la ley ante todo ordena, es decir, amar a Dios
sobre todas las cosas; con la fe se cumple este primer mandamiento, porque creer es
excluir la afirmación de uno mismo por sus obras.
El pecado es aquello que la libertad humana hace con sus propias fuerzas,
incluso y particularmente lo que llamamos las «buenas obras». Abarca así toda la
existencia humana porque todo el ser del hombre es resistencia contra Dios, «carne» en
el sentido bíblico de la palabra. El pecado fundamental, raíz de todos los demás, es la
falta de fe, que nos cierra el camino hacia la justificación, hacia Cristo salvador.
obrar el bien, ni siquiera quererlo. Pensar que el hombre puede hacer el bien por sus
fuerzas o en virtud de su libertad equivale a restar valor a la redención de Cristo.
El juicio de Dios
La «gracia», es para Lutero, más que una cualidad del hombre, una nueva
relación del mismo con Dios. El perdón de los pecados y la imputación de la justicia
acontecen sólo en virtud de la obra redentora de Cristo. La única justicia que a
nosotros se nos atribuye es la de Jesús; al no haber otra justicia más que ésta, no
hay más medio que la fe para alcanzar la justificación. Solus Christus, sola fide, son
las dos expresiones que vienen a subrayar estos dos aspectos objetivo y subjetivo de la
justificación, inseparablemente unidos. Si se acepta por la fe la palabra de Dios que
es Cristo, se acepta el juicio sobre el pecado que la muerte de Jesús pone de
manifiesto. Con ello el hombre deja de estar bajo la cólera de Dios, en la que se hallaba
antes de aceptar la fe. Esta fe no es tampoco una «obra» del hombre. Es sólo obra de
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Cristo y del Espíritu, suscitada en el corazón del hombre por la palabra de Dios. Es un
acontecimiento de gracia.
El mérito y la justificación
Para Lutero está excluida la «cooperación» del hombre con Dios que pueda
dar lugar a un «mérito» por nuestra parte ante él.
hijos por adopción; él es propiciación por nuestros pecados. Hace falta el renacimiento
en Cristo, ya que por descender de Adán los hombres contraen la «propia» injusticia
Ningún mérito por nuestra parte puede dar lugar a que Dios se acerque a
nosotros; aunque el hombre sin la gracia de Dios no puede moverse hacia la justicia,
puede rechazar la inspiración e iluminación del Espíritu por medio de la cual Dios
toca el corazón del hombre. Hay que afirmar por tanto los dos extremos, la primacía
absoluta de la gracia y la libertad humana.
El cap.7 es tal vez el más importante del decreto. Trata de la esencia y las causas de
la justificación del impío.
La causa eficiente es Dios misericordioso, que nos lava y nos santifica por
gracia. La causalidad «eficiente» es en este caso algo más que eficiente: Dios nos
justifica al comunicamos su Espíritu Santo, es decir, dándose a sí mismo;
Las palabras paulinas que hablan de la justificación por la fe y por gracia (cf.
Rom 3,22.24) han de entenderse como siempre las ha entendido la Iglesia católica:
que le afecta personalmente, sino que tiene una dimensión eclesiológica y, en último
término, una dimensión cristológica en cuanto es la expresión en él de la victoria de
Cristo sobre el pecado y de la realización de la «justicia de Dios».
El concilio Vaticano II
La justificación es, pues, una acción de Dios que no se realiza sin la fe, sin la
cooperación humana que, paradójicamente, consiste en la aceptación de Dios y en la
exclusión de nuestras propias obras.
Debemos recoger, por último, otro de los puntos fundamentales en los que
insiste el concilio de Trento en su doctrina de la justificación: la real transformación
del hombre justificado, que excluye la mera «no imputación» del pecado o la
atribución extrínseca de la justicia de Cristo. La justificación va unida a la
santificación del hombre, al don del Espíritu. Este no puede reducirse a algo exterior
al hombre; según el Nuevo Testamento, los escritos paulinos en particular, se convierte
en el nuevo principio del obrar del hombre justificado.
Así como la obra creadora de Dios continúa en todo momento para mantener en
el ser todo cuanto existe (nunca dejamos de depender radicalmente de Dios), de manera
semejante Dios nos mantiene continuamente en su amistad, ya que la amenaza del
pecado es siempre una realidad en nosotros; no la superaremos del todo mientras
vivamos en este mundo. Sólo Dios nos mantiene en su gracia, como sólo él nos
mantiene en el ser. Esta constante dependencia de Dios de nuestro nuevo ser de
justificados ha sido también subrayada por el concilio de Trento, que nos exhorta a
confiar siempre en Dios y nunca en nosotros mismos (cf. DS 1534; también 1541, cap.
13 del decreto de la justificación, sobre el don de la perseverancia)
¿En qué medida podemos afirmar que en el hombre justificado sigue habiendo pecado?
Ahora bien, recordemos una vez más la sentencia de san Agustín que citábamos
en la introducción: «todo hombre es Adán, como entre aquellos que son regenerados
todo hombre es Cristo». Todo hombre que viene al mundo queda inmerso, desde su
nacimiento, en un mundo manchado por el pecado, pero también marcado por la
gracia salvadora de Cristo. Esto vale para todo hombre y para toda la humanidad.
adquisición definitiva en esta vida. Tenemos que continuar peleando por nuestra
salvación con temor y temblor (cf. Flp 2,12), y con el riesgo de la caída (cf. 1 Cor 10,1
ls). Hasta la plena manifestación escatológica del dominio de Cristo no se habrá
eliminado del todo el poder del pecado.
En ellos se constata también una amplia coincidencia, que lleva incluso al grupo de
trabajo compuesto por teólogos católicos y protestantes alemanes a afirmar que las
diferencias, que se mantienen, no son tales que justifiquen por sí solas la división entre
los cristianos. Es claro que la Iglesia católica no piensa que la gracia de la
justificación se añada al esfuerzo del hombre, sino que considera que es la gracia la
que lo capacita para el primer paso y todos los subsiguientes hacia la salvación. Por
otra parte, se dice que la «pasividad» de la doctrina protestante significa que el
hombre sólo puede dejar que la gracia se le regale y no que el hombre no responda
a Dios en un diálogo de persona a persona.