La Justificación-Ladaria

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LA JUSTIFICACION POR LA FE EN LA REFORMA

La doctrina de la justificación por la fe, después de los escritos paulinos


reaparece con los movimientos reformadores iniciados por Lutero, cuya teología gira en
torno a la distinción entre la «ley» y el «evangelio».

La ley es la expresión de la voluntad de Dios sobre el hombre, pero, dado que


éste ha pecado, es imposible su perfecto cumplimiento y acusa constantemente al
hombre por la transgresión de normas imposibles de cumplir.

El significado de este imperativo imposible de obedecer lo revela el


«evangelio», que es la liberación de toda acusación y castigo por el pecado.
Mientras la ley nos dice «haz lo que debes», el Evangelio anuncia «tus pecados te
son perdonados»

El anuncio del cumplimiento de la ley en Cristo es precisamente el «evangelio»,


donde Cristo no es legislador, sino propiciador, salvador

La ley ejerce así una función pedagógica hacia Cristo, porque muestra el fracaso
del intento de justificación por las obras propias y la necesidad de esperarlo todo de la
gracia. Con el Evangelio se cumple lo que la ley ante todo ordena, es decir, amar a Dios
sobre todas las cosas; con la fe se cumple este primer mandamiento, porque creer es
excluir la afirmación de uno mismo por sus obras.

La ley y el Evangelio, en sus mutuas implicaciones, son la única palabra de


Dios, que tiene una doble eficacia: la condena para el que quiere autojustificarse,
la salvación para el que cree en Jesús

El pecado es aquello que la libertad humana hace con sus propias fuerzas,
incluso y particularmente lo que llamamos las «buenas obras». Abarca así toda la
existencia humana porque todo el ser del hombre es resistencia contra Dios, «carne» en
el sentido bíblico de la palabra. El pecado fundamental, raíz de todos los demás, es la
falta de fe, que nos cierra el camino hacia la justificación, hacia Cristo salvador.

. El hombre será pecador mientras no se encuentre en el ámbito del Evangelio.


La voluntad del hombre es «esclava», está dominada por el poder del pecado, no puede
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obrar el bien, ni siquiera quererlo. Pensar que el hombre puede hacer el bien por sus
fuerzas o en virtud de su libertad equivale a restar valor a la redención de Cristo.

La reconciliación con Dios y redención del hombre

Se realiza propter Christum, a causa de su pasión y muerte. Es pura gracia de


Dios, pero acontece en un «juicio» que hace ver la gravedad del pecado humano: Cristo
sufre la muerte por los pecadores y ha resucitado así ha roto la maldición de la ley, y
ha cambiado la cólera de Dios en gracia y en salvación.

El juicio de Dios

La muerte y resurrección de Cristo tienen sentido por su efecto en nosotros y en


sí mismas piden que cada uno se las «apropie», es decir, que esté dispuesto a que en él
se realice el juicio de Dios. De ahí la necesidad de la fe. Por ella nos acercamos a
Cristo, que toma nuestro pecado y nos da su justicia. La fe, que el mismo Cristo actúa
en nosotros, es el medio para acoger la salvación de Dios y la justificación.

En la acción de Cristo actúa Dios, que es quien nos justifica al imputamos la


justicia de Cristo. Toda justicia del hombre es así «ajena» a él, porque es la justicia
de Dios la única justicia que justifica al pecador. Esta justicia divina tiene sólo
entidad en cuanto se la considera en relación con el hombre y en cuanto éste, a su vez,
reconoce el acto de Dios que lo justifica. El pecado continúa existiendo en el hombre,
éste es a la vez justo y pecador, y por ello la justificación es un acontecimiento
continuado, ya que necesitamos un continuo perdón de Dios.

Solus Christus, sola fide, sola gratia

La «gracia», es para Lutero, más que una cualidad del hombre, una nueva
relación del mismo con Dios. El perdón de los pecados y la imputación de la justicia
acontecen sólo en virtud de la obra redentora de Cristo. La única justicia que a
nosotros se nos atribuye es la de Jesús; al no haber otra justicia más que ésta, no
hay más medio que la fe para alcanzar la justificación. Solus Christus, sola fide, son
las dos expresiones que vienen a subrayar estos dos aspectos objetivo y subjetivo de la
justificación, inseparablemente unidos. Si se acepta por la fe la palabra de Dios que
es Cristo, se acepta el juicio sobre el pecado que la muerte de Jesús pone de
manifiesto. Con ello el hombre deja de estar bajo la cólera de Dios, en la que se hallaba
antes de aceptar la fe. Esta fe no es tampoco una «obra» del hombre. Es sólo obra de
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Cristo y del Espíritu, suscitada en el corazón del hombre por la palabra de Dios. Es un
acontecimiento de gracia.

El mérito y la justificación

La justificación por la fe supone una renovación del hombre; significa un


cambio en la orientación de la existencia del «hombre viejo». Es un proceso que nunca
llegará a su fin en este mundo y que pide un continuo crecimiento. De este cambio
nacen las buenas obras, que son consecuencia de la fe y nunca anteriores a ella.
Ninguna de estas obras puede compararse a la fe, que es por excelencia la obra de
Dios en nosotros; en ella está la libertad del cristiano, en ser libre incluso frente a las
obras, en no necesitar más que la fe.

Para Lutero está excluida la «cooperación» del hombre con Dios que pueda
dar lugar a un «mérito» por nuestra parte ante él.

En Lutero reaparecen muchos temas paulinos y agustinianos que tal vez la


teología de su tiempo tenía algo olvidados.

LA JUSTIFICACION SEGUN EL CONCILIO DE TRENTO

La reacción católica a estas doctrinas de Lutero encuentra su expresión sobre


todo en el decreto sobre la justificación del concilio de Trento (sesión VI, 13 de
enero de 1547; cf. DS 1520-1583).

El punto de partida del concilio es la doctrina del pecado original. La resume


brevemente: como consecuencia del pecado de Adán, los hombres han perdido la
amistad con Dios y están bajo el poder del diablo y de la muerte; no pueden por sí
mismos salir de este estado, aunque su situación no es de corrupción total; su libre
albedrío está atenuado en sus fuerzas e inclinado al mal, pero no extinguido. El libre
albedrío del hombre no le sirve para alcanzar sin la gracia la justificación

La «cooperación» del hombre en el proceso de la justificación

Todo el proceso de la justificación tendrá lugar en un hombre que, a pesar del


pecado, sigue siendo una criatura de Dios llamada a la comunión con él.

La obra redentora de Cristo. Jesús ha sido enviado por el Padre, cuando ha


llegado la plenitud de los tiempos, para redimir a los hombres, justificarlos y hacerlos
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hijos por adopción; él es propiciación por nuestros pecados. Hace falta el renacimiento
en Cristo, ya que por descender de Adán los hombres contraen la «propia» injusticia

La «justificación del impío»

El paso de la enemistad a la amistad con Dios no se da más que mediante el


bautismo o el deseo del mismo; éste es el medio objetivo del encuentro con Dios que
se acerca a nosotros; con él recibimos los méritos de la pasión de Cristo. Y sólo por la
gracia de Dios que se da por medio de Cristo, en este caso la «gracia preveniente», da
comienzo el proceso por el que el hombre llega a la amistad con Dios.

Gracia y libertad humana

Ningún mérito por nuestra parte puede dar lugar a que Dios se acerque a
nosotros; aunque el hombre sin la gracia de Dios no puede moverse hacia la justicia,
puede rechazar la inspiración e iluminación del Espíritu por medio de la cual Dios
toca el corazón del hombre. Hay que afirmar por tanto los dos extremos, la primacía
absoluta de la gracia y la libertad humana.

Trento no trata de resolver el problema de la armonización de ambas.


Simplemente, afirmada la necesidad absoluta de la gracia, se insiste en que el
hombre es ante Dios un verdadero sujeto, en que hay en él una capacidad de
respuesta libre, no es pura pasividad, aunque sólo acepta la gracia movido por la gracia
misma.

La primera disposición que se señala es la fe; que se define como el


movimiento hacia Dios, y a la vez se refiere a lo revelado y a lo prometido por Dios. A
la fe sigue la conversión interior, en la consideración de la misericordia de Dios; se
reconoce el propio pecado y la necesidad de conversión. Luego sugue la esperanza de
ser justificado a causa de Crisyo y luego el amor, todavía no plenamente realizado, pero
sí presente de modo germinal: se empieza a amar a Dios como fuente de la justicia y
a aborrecer los pecados. Se alude, por último, a la penitencia necesaria antes del
bautismo (ya se ha mencionado previamente la conversión) y al propósito de recibir este
sacramento y de iniciar una vida nueva en el cumplimiento de los mandamientos. El
proceso que se describe no es necesariamente una sucesión cronológica de
acontecimientos. Se trata sólo de mencionar aquellas actitudes que de uno u otro modo
no faltarán en quien se acerca a Cristo. La fe es el punto de partida de esta
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transformación interna, que tiende a encontrar su plenitud en el sacramento del


bautismo, «sacramento de la fe» como el propio concilio lo definirá

El cap.7 es tal vez el más importante del decreto. Trata de la esencia y las causas de
la justificación del impío.

Se señala en primer lugar que la justificación consiste en la santificación y


renovación interior del hombre; por ella se hace de injusto justo, de enemigo amigo,
heredero de la vida eterna (cf. DS 1528; 1561). Se ve claramente qué es lo que el
concilio quiere excluir: una simple «no imputación» de los pecados que no
comporte una radical transformación del hombre. Remisión de los pecados y
santificación son dos aspectos inseparables de la justificación.

La referencia a Dios es siempre esencial para definir lo que somos. Ya antes se


ha hablado de la filiación divina (cf. DS 1524).

las causas de la justificación; La causa final de la justificación es la gloria de


Dios y de Cristo y la vida eterna del hombre; ambas constituyen la causa final (no las
causas finales) de la justificación; una prueba elocuente de la relación íntima que existe
entre la gloria de Dios (que es también la finalidad de la creación) y la salvación del
hombre.

La causa eficiente es Dios misericordioso, que nos lava y nos santifica por
gracia. La causalidad «eficiente» es en este caso algo más que eficiente: Dios nos
justifica al comunicamos su Espíritu Santo, es decir, dándose a sí mismo;

Causa instrumental es el sacramento del bautismo, sacramento de la fe. Con


acierto no se considera la fe misma como causa instrumental de la justificación.

La «única causa formal» de la justificación, la justicia de Dios; Es aquella


justicia por la que nos hace justos, nos justifica (cf. Rom 3,26). La justicia con que Dios
nos salva es la suya, manifestada en su amor a los hombres. El don de su justicia en
nosotros tiene como consecuencia la renovación de nuestra mente y de nuestro ser.
Dado que esta renovación es real, se afirma que no sólo somos considerados justos, sino
que lo somos verdaderamente; por ello, cada uno recibe su «propia» justicia, aunque
siempre como don de la justicia de Dios, según el don del Espíritu Santo y la medida
de la propia disposición y cooperación.
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Se empieza por afirmar que hadie es justo si no se le comunican los méritos de


Cristo (cf. también DS 1560); pero en seguida se nos dice cómo ocurre esto en la
justificación: «la caridad de Dios, en virtud del mérito de su (de Cristo) santísima
pasión, es infundida por medio del Espíritu Santo en los corazones de aquellos que son
justificados (cf. Rom 5,5) y se hace inherente a ellos». Las expresiones sobre la
«inherencia» y la «infusión» de la gracia recogen la tradición de la gracia como
«hábito» o de la «gracia creada». Es claro que se quiere insistir en la realidad de la
transformación del hombre.

Quiero ahora subrayar que la realidad de la justificación se define como


inserción en Cristo (cf. también DS 1546). Sólo en el hombre inserto en Cristo puede
estar «inherente» la justicia. Con ello queda claro que esta última no puede nunca
separarse de su fuente; nuestra justicia «propia» depende en todo momento de la de
Dios

Trento utiliza preferentemente una noción de fe entendida como


asentimiento intelectual a las verdades reveladas. Es claro que esta fe es insuficiente
para insertar en Cristo. En todo caso, es claro que la fe no es viva, no justifica, si no
va acompañada de la esperanza y del amor.

«justificación por la fe y por la gracia»

Las palabras paulinas que hablan de la justificación por la fe y por gracia (cf.
Rom 3,22.24) han de entenderse como siempre las ha entendido la Iglesia católica:

la fe, es «el principio de la salvación humana, fundamento y raíz de toda


justificación, sin la cual es imposible agradar a Dios (Heb 11,6) y llegar a la
comunión con él propia de sus hijos».

La gracia de la justificación: nada de lo que precede a ésta, ni la fe ni las


obras, la merece; la gracia y las obras se excluyen mutuamente (cf. Rom 11,6). La
justificación por la fe, en cuanto se opone a la justificación por las obrás, ha de ser
necesariamente gratuita.

Trento niega radicalmente la posibilidad de la «certeza de fe» que excluye


todo error acerca de la propia justificación y la perseverancia final (cf. DS 1533s;
1562-1566); por ello la fe que justifica no puede consistir en esta certeza.
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Ello no quiere decir que no sea importante la confianza en Dios, en su


misericordia, y en los méritos de Cristo. De esto no se puede dudar, aunque sí hay que
desconfiar de la propia debilidad e indisposición para la recepción de la gracia (cf. DS
1534); Trento con esta afirmación es consecuente con cuanto ha dicho antes sobre
la necesidad de la «cooperación» con la gracia: una vez se reconoce a nuestra
libertad un papel decisivo en la justificación, hay que contar con la posibilidad del
pecado.

La dimensión fiducial de la fe ha sido «trasladada» por el concilio a la virtud de


la esperanza. Por ello se puede afirmar que, al exhortar a la confianza en Dios y en su
gracia, Trento, aun que excluya la «certeza de la fe», abre la posibilidad de una cierta
«certeza de la esperanza»

LA JUSTIFICACION, ACCION DE DIOS EN EL HOMBRE

Ante todo se ha de proclamar la iniciativa divina. El hombre, por el solo


hecho de su condición creatural, tiene una radical incapacidad de llegar a Dios si el
propio Creador no se le acerca en el ofrecimiento de su amistad y de su gracia. Además,
en cuanto pecador y en cuanto miembro de una humanidad pecadora, necesita del
perdón de Dios. Esta absoluta iniciativa divina está atestiguada con claridad en la
Escritura (cf., p.ej., Jn 6,44.65; Me 3,13; Le 15,4, además de los textos que ya hemos
mencionado) y no ha sufrido ninguna restricción en las declaraciones magisteriales del
concilio de Trento.

La justificación del pecador tiene Su fundamento en la reconciliación del


mundo consigo que el Padre ha llevado a cabo en Jesús. En la muerte de Cristo
queda condenado el pecado de toda la humanidad, y en su muerte hemos muerto todos
para que todos podamos vivir por él (cf. 2 Cor 5,14). Por ello, en la resurrección de
Jesús comienza una vida nueva, no sólo para él, sino también para los que con él
mueren en el bautismo (cf. Rom 6,3-11; Col 2,12-13; 3,1-4);

Es también el Padre el que reúne a los hombres en la Iglesia, cuerpo de


Cristo, en el que el hombre se inserta por el bautismo y en el que ha de vivir su
vida como justificado. La justificación de cada hombre no es sólo un acontecimiento
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que le afecta personalmente, sino que tiene una dimensión eclesiológica y, en último
término, una dimensión cristológica en cuanto es la expresión en él de la victoria de
Cristo sobre el pecado y de la realización de la «justicia de Dios».

el hombre Cristo Jesús es el único mediador entre Dios y los hombres (1


Tim 2,5); en él se hace visible la voluntad divina de la salvación, pero también la
aceptación en su libertad y en su voluntad humana del designio del Padre. Por ello, la
iniciativa divina en nuestra justificación no contradice, sino que implica, la
aceptación por parte del hombre de esta salvación. El Nuevo Testamento y la
tradición de la Iglesia no nos hablan de una intervención humana cualquiera, sino
específicamente de la fe, más todavía, de la «obediencia de la fe» (Rom 1,5), que
significa hacer nuestra la actitud de Jesús.

Justificación por la fe y justificación gratuita, decíamos, significan lo


mismo. La fe, en la terminología bíblica, equivale a confianza, y también a seguridad y
firmeza. Es la única respuesta que se puede dar a Dios, el «fiel» por excelencia. El
hombre tiene fe en cuanto espera de Dios y no de sí mismo la liberación plena,
significa, por tanto, el reconocimiento de que toda la salvación viene de Dios. Con
ella se excluyen las obras de la ley que nos llevarían sólo a la «propia» justicia, no a la
que viene de Dios por la muerte y resurrección de su Hijo.

El concilio Vaticano II

ha resumido en pocas palabras lo que acerca de la fe se dice en el Nuevo


Testamento y en la tradición de la Iglesia: «A Dios que revela hay que prestarle la
obediencia de la fe (Rom 16,26; cf. Rom 1,5; 2 Cor 10,5-6), por la que el hombre entero
se entrega libremente a Dios (se totum libere Deo committit), prestando ‘a Dios que
revela el pleno homenaje del entendimiento y de la voluntad’ (V a t I, Const. de fide
cath., c.3) y asintiendo voluntariamente a la revelación por él otorgada. Para profesar
esta fe son necesarios la gracia de Dios que previene y ayuda y los auxilios internos del
Espíritu Santo...» (DV 5).

La primera nota de la «obediencia de la fe» es, pues, la de la entrega, la del


abandono confiado a Dios. El concilio subraya también la libertad con la que el hombre
responde en la entrega de la fe. La fe es un acto plenamente humano y, como tal,
libre. La libertad de la entrega y del asentimiento es a su vez obra del Espíritu Santo.
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La justificación es, pues, una acción de Dios que no se realiza sin la fe, sin la
cooperación humana que, paradójicamente, consiste en la aceptación de Dios y en la
exclusión de nuestras propias obras.

3. La teología escolástica ha hablado de la fe informada por la caridad; esta


última es la forma de todas las virtudes, de manera que sin ella éstas no pueden ser lo
que son. No podemos separar la fe de la esperanza y la caridad, como tampoco de las
buenas obras que vienen del amor.

Debemos recoger, por último, otro de los puntos fundamentales en los que
insiste el concilio de Trento en su doctrina de la justificación: la real transformación
del hombre justificado, que excluye la mera «no imputación» del pecado o la
atribución extrínseca de la justicia de Cristo. La justificación va unida a la
santificación del hombre, al don del Espíritu. Este no puede reducirse a algo exterior
al hombre; según el Nuevo Testamento, los escritos paulinos en particular, se convierte
en el nuevo principio del obrar del hombre justificado.

Así como la obra creadora de Dios continúa en todo momento para mantener en
el ser todo cuanto existe (nunca dejamos de depender radicalmente de Dios), de manera
semejante Dios nos mantiene continuamente en su amistad, ya que la amenaza del
pecado es siempre una realidad en nosotros; no la superaremos del todo mientras
vivamos en este mundo. Sólo Dios nos mantiene en su gracia, como sólo él nos
mantiene en el ser. Esta constante dependencia de Dios de nuestro nuevo ser de
justificados ha sido también subrayada por el concilio de Trento, que nos exhorta a
confiar siempre en Dios y nunca en nosotros mismos (cf. DS 1534; también 1541, cap.
13 del decreto de la justificación, sobre el don de la perseverancia)

Titulábamos este epígrafe sistemático y conclusivo «La justificación, acción de


Dios en el hombre», esta acción de Dios se da en el hombre, no fuera ni al margen de
él. En primer lugar, porque la gracia mueve la libertad para aceptar el don de Dios.
En segundo lugar, porque la presencia misma de Dios en nosotros, acogida en
libertad, al hacemos amigos e hijos suyos nos transforma internamente.
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«A LA VEZ JUSTO Y PECADOR»

¿En qué medida podemos afirmar que en el hombre justificado sigue habiendo pecado?

La fórmula «a la vez justo y pecador» proviene de Lutero, que ha usado al


parecer diversas variantes de la misma. La sentencia refleja: la insistencia en que el
hombre es justificado por la justicia de Cristo, justicia «ajena», ya que él de por sí
es pecador. Dios, en su infinita misericordia y en atención a los méritos de Cristo, no le
imputa el pecado, pero en él no hay ninguna «justicia inherente».

Ahora bien, recordemos una vez más la sentencia de san Agustín que citábamos
en la introducción: «todo hombre es Adán, como entre aquellos que son regenerados
todo hombre es Cristo». Todo hombre que viene al mundo queda inmerso, desde su
nacimiento, en un mundo manchado por el pecado, pero también marcado por la
gracia salvadora de Cristo. Esto vale para todo hombre y para toda la humanidad.

Con Jesús ha cambiado realmente el destino de la historia. Con las debidas


salvedades, se puede aplicar este esquema de la historia salvífica a cada hombre en
particular, en cuanto personalmente se inserta en Cristo. Algo acontece realmente en
quien ha sido justificado por Dios y ha recibido el don del Espíritu Santo. La obra
de Dios es realmente eficaz, de modo que Dios nada odia en el justificado. No
podemos minimizar el efecto de la acción divina. No se puede pensar en una simple no
imputación del pecado, de modo que éste no sea arrancado de raíz.

Sin embargo, la obra de Dios en nosotros, aun sustancialmente aceptada,


encuentra resistencia; quedan en nosotros los restos del «hombre viejo». La salvación
que nos trae Cristo, que se hace presente en los sacramentos, se actualiza objetivamente
en toda su fuerza, pero la respuesta humana rara vez alcanza la intensidad de la oferta
radical del amor de Dios. El bautismo, sacramento de la fe, tiende a conseguir en
nosotros la transformación plena en hijos de Dios y a excluir todo pecado. Pero el
problema no es si Dios nos transforma plenamente, sino si nosotros nos dejamos
transformar por él. La cuestión no se coloca en la eficacia de la acción de Dios, sino
en la intensidad de nuestra respuesta.

Además, la concupiscencia, aunque no es en sí misma pecado, proviene de él y a él nos


inclina. Nunca estamos del todo libres de esta propensión al mal. Además, para el
Nuevo Testamento la justificación plena es una esperanza escatológica, no es una
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adquisición definitiva en esta vida. Tenemos que continuar peleando por nuestra
salvación con temor y temblor (cf. Flp 2,12), y con el riesgo de la caída (cf. 1 Cor 10,1
ls). Hasta la plena manifestación escatológica del dominio de Cristo no se habrá
eliminado del todo el poder del pecado.

La verdad fundamental de la real transformación del justificado.

En este punto insiste la teología católica, siguiendo al concilio de Trento. Por


ello no creo que se pueda afirmar que la resistencia a Dios, la inclinación al pecado, etc.,
siga siendo la «esencia» del hombre, como si quedara en éste un núcleo central de su
persona inaccesible a la acción de Dios. Habría que decir más bien que la presencia del
Espíritu de Dios transforma internamente al hombre y lo hace lo que desde
siempre está llamado a ser: hijo de Dios en Jesús. Si la presencia del Espíritu no
puede determinar al hombre en lo más íntimo de su ser, no se puede hablar de una
radical diferencia entre el justificado y el que no lo está. La acción de Dios llega a lo
más íntimo del hombre, y en esta profundidad personal es acogida, también por obra de
la gracia. Pero esta acogida puede no ser totalmente perfecta, y por ello puede no
manifestarse del todo en la vida del hombre, no ser seguida con toda consecuencia en
sus actitudes y acciones concretas. El solo hecho de que pueda hablarse de una
infidelidad del hombre no solamente a Dios y a su prójimo, sino también a sí
mismo, cuando peca, quiere decir que no podemos pensar que el pecado sea su
esencia.

LA CUESTION DE LA JUSTIFICACION EN EL ACTUAL DIALOGO


ECUMENICO

La doctrina de la justificación ha sido considerada tradicionalmente como uno de


los puntos de oposición entre los católicos y los protestantes. Pero en las últimas
décadas se ha creado una nueva situación. Sin poder entrar en una valoración crítica de
todos los detalles, hay que señalar la discusión que se produjo a raíz de la publicación
en 1957 de la conocida obra de H. Küng sobre la justificación en Karl Barth y la
comparación de su pensamiento con la doctrina católica. Numerosos estudios de signo
diverso se sucedieron desde entonces , y los avances logrados en la comprensión mutua
no pueden minimizarse.

Diferentes documentos interconfesionales se han publicado en los últimos años.


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En ellos se constata también una amplia coincidencia, que lleva incluso al grupo de
trabajo compuesto por teólogos católicos y protestantes alemanes a afirmar que las
diferencias, que se mantienen, no son tales que justifiquen por sí solas la división entre
los cristianos. Es claro que la Iglesia católica no piensa que la gracia de la
justificación se añada al esfuerzo del hombre, sino que considera que es la gracia la
que lo capacita para el primer paso y todos los subsiguientes hacia la salvación. Por
otra parte, se dice que la «pasividad» de la doctrina protestante significa que el
hombre sólo puede dejar que la gracia se le regale y no que el hombre no responda
a Dios en un diálogo de persona a persona.

También en el problema de la transformación interna del hombre y de la


realidad de la justificación en el alma humana hay innegables diferencias; pero ni la
teología católica considera la gracia como una «posesión» por parte del hombre, ni
la teología de la Reforma pasa por alto el carácter creador y renovador del amor
de Dios.

Tampoco por lo que respecta al concepto de fe y a la relación con las obras se


puede decir que cada una de las partes ignore completamente lo que la otra afirma. La fe
de Lutero no excluye la caridad ni las buenas obras; también los reformadores tratan de
evitar la seguridad y sobreestima de sí mismo, el autoengaño sobre la propia debilidad.
La «certeza» DE LA FE no se apoya en uno mismo, sino en Cristo.

En general, si la teología católica subraya más la libertad en la acogida de la


gracia y la transformación interna del hombre, no por ello, como ya hemos visto, atenúa
en nada el primado absoluto de la gracia. Este es el punto que los protestantes quieren
ante todo poner de relieve; por ello se habla de la incapacidad del hombre de obrar la
propia justificación y vincula esta última con la justicia de Cristo extra se. Pero, según
se señala, esto no significaría ni olvidar que el hombre responde personalmente al don
de Dios, ni que éste tenga un carácter realmente creador y transformador del hombre.
En la medida en que esto sea así, se puede afirmar que el camino de la comprensión
entre católicos y protestantes en este punto puede estar abierto, al menos en medida
suficiente para no justificar una recíproca exclusión por este motivo.

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